La Historia de La Tierra
La Historia de La Tierra
La Historia de La Tierra
La historia de la Tierra
Los primeros 4500 millones de años, desde el polvo estelar
al planeta viviente
ePub r1.1
Titivillus 14.01.2019
Título original: The Story of Earth: The First 4.5 Billion Years, from Stardust to Living Planet
Robert M. Hazen, 2012
Traducción: Maia Fernández Miret Schussheim
Diseño de cubierta: Enigma
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0
Para Gregory.
Una de las imágenes más extraordinarias del siglo XX es una fotografía que
muestra a la Tierra en pleno ascenso sobre el cielo lunar. La tomó, en 1968, un
viajero humano que se encontraba en órbita alrededor de nuestro satélite. Hace
mucho tiempo que sabemos lo valioso y especial que es nuestro mundo: la Tierra
es el único planeta que conocemos que cuenta con océanos, con una atmósfera
rica en oxígeno, con vida. Y a pesar de ello, a muchos nos tomó desprevenidos el
absoluto y sorprendente contraste entre el desolado paisaje lunar, el vacío muerto
y oscuro del espacio, y nuestro hermoso y marmoleado planeta azul y blanco.
Desde ese lejano y privilegiado punto de vista la Tierra parece solitaria, pequeña
y vulnerable, pero también mucho más hermosa que cualquier otro objeto
celeste.
Es fácil entender qué nos hace sentir tan cautivados por nuestro hogar
planetario. Más de dos siglos antes del nacimiento de Cristo, el erudito filósofo
Eratóstenes de Cirene llevó a cabo el primer experimento documentado en
nuestro planeta: para poder medir la circunferencia de la Tierra desarrolló un
ingenioso método basado en la simple observación de las sombras. Durante el
solsticio de verano, justo al mediodía, Eratóstenes observó el Sol que se alzaba
sobre su cabeza en la ciudad ecuatorial de Syene, Egipto, hoy Asuán. Un poste
vertical no arrojaba ninguna sombra. Por el contrario, el mismo día, a la misma
hora, en la ciudad costera de Alejandría, unos 780 kilómetros al norte, un poste
vertical parecido proyectaba una pequeña sombra, y esto revelaba que en ese
lugar el Sol no se encontraba exactamente en el cenit. Eratóstenes usó los
teoremas geométricos de su antecesor griego Euclides para concluir que la Tierra
debía ser una esfera, y calculó que tenía una circunferencia de unos 40 200
kilómetros, una cifra notablemente cercana al valor moderno de 40 075
kilómetros a la altura del Ecuador.
A lo largo de los siglos ha habido miles de estudiosos, unos cuantos famosos
pero la mayor parte perdidos para la historia, que han investigado y reflexionado
sobre nuestro hogar planetario. Se han preguntado cómo se formó la Tierra,
cómo se mueve por los cielos, de qué está hecha y cómo funciona. Y, sobre todo,
estos hombres y mujeres de ciencia se han preguntado cómo evolucionó nuestro
dinámico planeta, cómo se convirtió en un mundo vivo. Hoy, gracias a nuestro
conocimiento acumulativo y a las maravillas de la tecnología humana sabemos
más sobre la Tierra de lo que jamás imaginaron los antiguos filósofos. Por
supuesto, no lo sabemos todo, pero nuestra comprensión es muy rica y profunda.
Si bien nuestro conocimiento de la Tierra ha ido aumentando desde el origen
de la humanidad y se ha refinado durante siglos hasta alcanzar cierto grado de
consenso, buena parte de ese progreso ha revelado que estudiar la Tierra es
estudiar el cambio.
Hay muchas líneas de evidencia basadas en la observación que apuntan a la
naturaleza fluctuante de la Tierra, año con año, época con época. Los depósitos
de sedimentos rítmicos o varvados en algunos lagos glaciales de Escandinavia
muestran más de 13 mil años de estratos alternados de partículas gruesas y finas,
que se formaron como consecuencia de erosiones más o menos rápidas durante
los deshielos anuales de primavera. Los núcleos de hielo extraídos de la
Antártida y Groenlandia revelan más de 800 mil años de acumulaciones
estacionales de hielo. Y los delgadísimos depósitos de sedimentos de Green
River Shale, en Wyoming, preservan más de un millón de años de eventos
anuales. Cada una de esas capas descansa sobre rocas mucho más antiguas, que a
su vez ofrecen indicios de grandes ciclos de cambios.
Al medir los procesos geológicos graduales obtenemos pistas sobre periodos
aún más largos de la historia de la Tierra. La formación de las inmensas islas
hawaianas requirió una actividad volcánica lenta y sostenida, una sucesión de
capas de lava que se acumularon, unas sobre otras, a lo largo de millones de
años. Los Apalaches y otras viejas y redondeadas cordilleras montañosas
surgieron después de cientos de millones de años de erosión gradual, resaltados
por grandes derrumbes. A lo largo de la historia geológica los movimientos, a
veces espasmódicos, de las placas tectónicas han desplazado continentes,
elevado montañas y abierto océanos.
La Tierra siempre ha sido un planeta inquieto, en constante evolución. Desde
el núcleo hasta el manto, se encuentra en cambio perpetuo. Aun hoy, el aire, los
océanos y la tierra están cambiando, tal vez a un paso inédito en el pasado
reciente de nuestro planeta. Sería insensato permanecer indiferentes ante estos
inquietantes cambios globales, y para muchos de nosotros resulta imposible,
pues nuestra curiosidad y nuestro amor por nuestro hogar nos resultan tan
naturales como lo fueron para Eratóstenes. Pero sería igualmente insensato
ocuparse del estado actual de la Tierra sin aprovechar plenamente lo que nos
cuenta sobre su pasado, sorprendentemente lleno de acontecimientos, sobre su
presente impredeciblemente dinámico, y sobre nosotros y nuestro lugar en su
futuro.
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Capítulo 1
El nacimiento
La formación de la Tierra
En el comienzo no había Tierra, ni un Sol que le diera calor. Se puede decir que
nuestro sistema solar, con su brillante estrella central y su surtido de planetas y
lunas, es un recién llegado al cosmos, con apenas 4567 millones de años de
edad. Tuvieron que pasar muchas cosas antes de que nuestro mundo pudiera
emerger del vacío.
Mucho, mucho antes, en el origen de todas las cosas —el Big Bang—, hace
unos 13 700 millones de años según los últimos cálculos, la mesa ya estaba
servida para el nacimiento de nuestro planeta. Ese momento de creación sigue
siendo el más elusivo e incomprensible, el evento más definitivo en la historia
del universo. Se trató de una singularidad: una transformación de nada a algo
que sigue estando fuera del alcance de la ciencia moderna o de la lógica de las
matemáticas. Si buscas indicios de un dios creador en el cosmos, el Big Bang es
el lugar indicado para empezar.
En el comienzo todo el espacio, toda la energía y toda la materia nacieron a
partir de un vacío inescrutable. Nada. Luego algo. Esta idea escapa a nuestra
capacidad de elaborar metáforas. Nuestro universo no apareció donde sólo
existía el vacío, porque antes del Big Bang no había volumen y no había tiempo.
Nuestro concepto de la nada implica el vacío; antes del Big Bang no existía nada
que contuviera el vacío.
Entonces, en un instante, no sólo había algo sino todo lo que podría existir,
todo al mismo tiempo. Nuestro universo adoptó un volumen más pequeño que
un núcleo atómico. Ese universo ultracompactado comenzó como pura energía
homogénea, sin partículas que echaran a perder su perfecta uniformidad. El
universo se expandió rápidamente, pero no en el espacio o en cualquier otra cosa
fuera de él (no existe el afuera para nuestro universo). El volumen mismo, aún
en forma de energía caliente, nació y creció. Conforme la existencia se expandió,
también se enfrió. Una fracción de segundo después del Big Bang aparecieron
las primeras partículas subatómicas: los electrones y los quarks, la esencia
invisible de todos los sólidos, líquidos y gases de nuestro mundo se
materializaron a partir de energía pura. Poco después, todavía durante la primera
fracción del primer segundo cósmico, los quarks se combinaron en pares y
tríadas para formar partículas más grandes, entre ellas los protones y los
neutrones que pueblan los núcleos de cada átomo. Las cosas estaban
ridículamente calientes, y permanecieron así por unos 500 mil años, hasta que la
continua expansión finalmente enfrió el cosmos a unos cuantos miles de grados,
lo suficiente para que los electrones se acoplaran a los núcleos y formaran los
primeros átomos. La abrumadora mayoría de esos primeros átomos —más de 90
por ciento— fueron de hidrógeno, con un pequeño porcentaje de helio y un
rastro de litio. Esta mezcla de elementos conformó las primeras estrellas.
La primera luz
Nace la química
Pistas cósmicas
Había una vez, hace cinco mil millones de años, a medio camino del centro de la
Vía Láctea, en la orilla deshabitada del brazo de una espiral salpicada de
estrellas, un punto que estaba destinado a convertirse en nuestro terruño. Era un
barrio modesto, y no había mucho más que una gran nebulosa de gas y polvo
congelado que se extendía a lo largo de años luz por el oscuro vacío. Nueve de
cada diez partes de esa nube estaban compuestas de átomos de hidrógeno; nueve
de cada diez partes de lo que restaba eran átomos de helio. El hielo y el polvo,
ricos en pequeñas moléculas orgánicas y en granos microscópicos de minerales,
conformaban el uno por ciento restante.
Una nebulosa puede pasar muchos millones de años flotando en el espacio
antes de que un detonador —por ejemplo la onda de choque producida por la
explosión de una estrella cercana— desencadene su colapso y comience la
formación de un nuevo sistema estelar. Hace casi 4600 millones de años uno de
estos detonadores marcó el inicio de nuestro sistema solar. Muy lentamente, en
el transcurso de un millón de años, el remolino de gas presolar y polvo se
contrajo. Igual que un patinador sobre hielo que gira a gran velocidad, la enorme
nube comenzó a rotar más y más rápido conforme la gravedad la obligó a acercar
sus pequeños brazos hacia su centro. Cuando la nube colapsó y empezó a girar
aún más rápido, se volvió más densa y se convirtió en un disco aplanado con una
protuberancia central cada vez más grande: el Sol naciente. Ese hambriento
ovillo central, rico en hidrógeno, creció más y más, hasta que finalmente se tragó
99.9 por ciento de la masa de la nube. Conforme crecía, las presiones y las
temperaturas internas alcanzaron el punto de fusión nuclear y encendieron
nuestro Sol.
En los archivos de nuestro sistema solar, es decir: sus planetas y sus lunas,
sus cometas y sus asteroides y sus abundantes y variados meteoritos, se
conservan algunas pistas de lo que sucedió después. Una característica llamativa
es que todos los planetas y las lunas orbitan el Sol en el mismo plano y en la
misma dirección. Es más, el Sol y casi todos los planetas giran sobre su eje en
más o menos el mismo plano y la misma dirección. No hay ninguna ley del
movimiento que exija esta comunidad de giros; los planetas y las lunas podrían
orbitar y girar en cualquier dirección —norte a sur, este a oeste, de arriba abajo,
de abajo arriba— y aun así obedecerían la ley de la gravedad. Uno esperaría un
revoltijo así si los planetas y las lunas hubieran sido capturados de fuentes
distantes y arbitrarias. Pero, por el contrario, la casi perfecta uniformidad orbital
que puede observarse en nuestro sistema solar sugiere que los planetas y las
lunas se fusionaron a partir del mismo disco plano de gas y polvo en movimiento
más o menos al mismo tiempo. Todos estos enormes objetos conservan el mismo
sentido de rotación —el momento angular que comparte todo el sistema solar—
desde aquellos tiempos de la turbulenta nube original.
Podemos encontrar una segunda pista sobre los orígenes del sistema solar en
la característica distribución de sus ocho planetas principales. Los cuatro
planetas más cercanos al Sol —Mercurio, Venus, la Tierra y Marte— son
mundos rocosos relativamente pequeños, compuestos en su mayor parte por
silicio, oxígeno, magnesio y hierro. Sus superficies están dominadas por rocas
densas, como el basalto volcánico negro. Por el contrario, los cuatro planetas
exteriores —Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno— son gigantes de gas hechos
sobre todo de hidrógeno y helio. Estas inmensas esferas no tienen superficies
sólidas, sólo una atmósfera que se hace más densa conforme más te internas en
ellas. Esta dicotomía de los mundos sugiere que en los inicios del sistema solar, a
unos pocos miles de años del nacimiento del Sol, un intenso viento solar empujó
el hidrógeno y el helio sobrante hacia las zonas exteriores y más frías. Al estar lo
suficientemente lejos del calor del Sol, estos gases volátiles pudieron enfriarse,
condensarse y reunirse en esferas propias. En contraste, los granos de polvo, más
gruesos y ricos en minerales, permanecieron cerca de la ardiente estrella central,
y muy pronto se arremolinaron para formar los planetas rocosos internos.
La increíblemente rica y diversa variedad de meteoritos de nuestro sistema
solar conserva muy bien los detalles de los procesos violentos que dieron forma
a la Tierra y a los otros planetas interiores. Inquieta un poco pensar que nuestro
hogar se ve constantemente acribillado por piedras que caen del cielo. De hecho,
la comunidad científica no les hizo mucho caso sino hasta hace unos dos siglos,
aunque seguramente en el folclor popular no faltaban historias pintorescas sobre
caídas de meteoritos (incluyendo varias protagonizadas por unos desdichados
campesinos franceses). Sin embargo, incluso cuando los estudiosos comenzaron
a describir la caída de meteoritos de manera más formal resultaba muy difícil
obtener pruebas científicas reproducibles para documentarlos, y mucho menos
para explicar su origen. Cuando el político y naturalista estadounidense Thomas
Jefferson leyó un reporte técnico de la Universidad de Yale sobre un impacto de
meteorito que se observó en Weston, Connecticut, bromeó: «Me resulta más fácil
creer que mientan dos profesores yanquis a que las piedras caigan del cielo».
Dos siglos y decenas de miles de hallazgos de meteoritos después su
veracidad ya no está en duda. Hoy los expertos en meteoritos cubren más
terreno, los coleccionistas ávidos compiten por obtener los especímenes más
raros y las colecciones públicas y privadas siguen creciendo. Durante un tiempo
estas colecciones tenían una marcada preferencia por los meteoritos metálicos,
cuyas características cortezas negras, sus curiosas formas esculpidas y su
densidad inusualmente alta los hacía destacarse de las rocas comunes. Pero el
descubrimiento, en 1969, de miles de meteoritos que descansaban en los
prístinos campos de hielo de la Antártida cambió esa percepción.
Los meteoritos constituyen pistas muy reveladoras sobre el origen de nuestro
planeta. Los más antiguos y comunes, las condritas de 4566 millones de años, se
remontan justo a la época previa a que se formaran los planetas y las lunas del
sistema solar, cuando el reactor nuclear del interior del Sol se encendió por
primera vez y emitió una intensa energía radiante que redujo a cenizas la
nebulosa circundante. Ese efecto de alto horno derritió el disco de polvo y lo
redujo a grumos formados por pequeñas gotitas de roca llamados cóndrulos,
término que viene de la palabra griega que significa «grano». Estos productos
del fuego solar, que iban del tamaño de una canica grande hasta el de una arveja,
se derritieron muchas veces, durante varios pulsos de radiación que
transformaron la región más cercana al Sol. Los racimos de estos antiguos
cóndrulos, aglutinados gracias al polvo y a los fragmentos de minerales
presolares, son los componentes de las antiguas condritas que han aterrizado en
la Tierra por millones. Las condritas nos ofrecen la mejor perspectiva sobre el
breve lapso de tiempo que transcurrió entre el nacimiento del Sol y la formación
de los planetas.
Existe una segunda clase de meteoritos más jóvenes, llamados en forma
genérica acondritas, que datan de la época en la que los primeros materiales del
sistema solar estaban siendo fundidos, despedazados y en general transformados
de diversas maneras. La variedad de meteoritos acondríticos resulta
sorprendente: pepitas de metal brillante, trozos de roca ennegrecida, unos tan
finos como el vidrio, otros que contienen cristales brillantes de dos centímetros
de largo. Todavía se están descubriendo nuevas variedades en algunas de las
regiones más remotas de la Tierra.
La Antártida posee vastas planicies cubiertas de antiguos hielos azules,
lugares en los que nunca nieva y cuya superficie helada puede permanecer
inalterada durante muchos miles de años. Las rocas que caen del espacio se
quedan ahí, objetos oscuros y fuera de lugar que yacen en espera de ser
encontrados. Existen tratados comerciales que prohíben la explotación comercial
de esas áreas, y además son zonas tan inaccesibles que estos recursos
extraterrestres permanecen reservados para el estudio científico. Cada cierto
tiempo, grupos de científicos equipados con helicópteros y motonieves, y muy
bien abrigados, peinan sistemáticamente cada kilómetro de estos imponentes
desiertos de hielo. Registran y guardan cuidadosamente cada uno de sus
hallazgos, y se aseguran de que ni una mano ni un hálito contaminen su
superficie. Cuando regresan a la civilización, tras cada temporada de verano
ártico, estos cazadores de meteoritos entregan sus tesoros a las colecciones
públicas, en especial a las bodegas del Smithsonian Institute en la zona
suburbana de Suitland, Maryland, donde se conservan muchos miles de
especímenes en gabinetes hiperlimpios y herméticos dentro de edificios tan
grandes como campos de fútbol.
Los grandes desiertos de Australia, América del Sur, la Península Arábiga y
especialmente África del Norte —el enorme desierto del Sahara— son igual de
ricos en meteoritos, pero menos apropiados para la recuperación y el
almacenamiento estéril. Entre los nómadas que cruzan el Sahara —los tuaregs,
los bereberes, los fezzanis— se ha corrido la voz de que los meteoritos pueden
ser valiosos. Se cuenta que un solo valiosísimo meteorito lunar que se encontró
en algún punto de las cambiantes arenas de África del Norte a principios de los
años veinte alcanzó un valor de un millón de dólares en una venta privada. Para
un jinete resulta muy fácil bajarse de su camello y llevar cualquier piedra extraña
hasta el próximo pueblo, donde algún representante de un gremio extraoficial de
intermediarios de meteoritos, en contacto con otros mediante teléfonos satelitales
y con buena labia, le ofrecerá una suma ridícula en efectivo. Las bolsas de rocas
pasan de un comerciante a otro, cada vez con más valor agregado, hasta que
llegan a Marrakech, Rabat o El Cairo y de allí viajan hasta los compradores de
eBay y las grandes exposiciones internacionales de rocas y minerales.
Me ha tocado, más de una vez, que durante una expedición geológica en
alguna zona lejana de Marruecos me ofrezcan bolsas de lona con cinco o diez
kilos de rocas que se supone que son meteoritos: «sin intermediarios, recién
salidas del desierto, las encontramos la semana pasada». Estas «ofertas» sólo en
efectivo suelen llevarse a cabo en los cuartitos sucios y sin ventanas de casas de
arcilla, lejos del ardiente sol del desierto y donde resulta casi imposible ver qué
es lo que están ofreciendo. Una vez que se cumplen las formalidades de los
saludos y se han compartido las tradicionales tazas de té de menta, el vendedor
tira el contenido de la bolsa sobre una alfombra. Algunas rocas son sólo rocas.
Lastre. Es como una prueba para ver si sabes del tema. Unas cuantas son los
tipos más comunes de condritas, del tamaño de una aceituna o un huevo, algunas
con una linda corteza de fusión como resultado de su feroz caída del cielo. El
precio de salida siempre es demasiado alto. Si dices que son rocas muy vulgares
es posible que aparezca una segunda bolsa, más pequeña, que tal vez contenga
un meteorito metálico o algo aún más exótico.
Recuerdo una compra que negoció nuestro guía, Abdula, a la orilla de una
carretera polvorienta unos kilómetros al este de Scoura. El vendedor, un pariente
lejano con credenciales muy dudosas, llamó por su teléfono satelital y exigió
absoluta confidencialidad. «Puede ser marciana», le dijo a Abdula. «Novecientos
gramos. Sólo veinte mil dirhams». Equivalían a 2400 dólares, pero si era de
verdad podía hacerle compañía a las aproximadamente dos docenas de
meteoritos que provienen de Marte, y sería una ganga. Se pusieron de acuerdo
sobre la hora y el lugar. Dos automóviles corrientes se detuvieron uno junto a
otro. Tres de nosotros salimos y nos paramos en un círculo cerrado. Alguien
extrajo amorosamente la roca en cuestión de un saquito de terciopelo. Pero
parecía una roca cualquiera (como todos los meteoritos marcianos). El precio
bajó a quince mil dirhams. Luego doce mil. Pero no había forma de estar
seguros, así que nos abstuvimos. Más tarde Abdula me confesó que se había
sentido tentado, pero que siempre habrá otros meteoritos. Mejor no apostarle
todo a una sola compra; nadie dice nunca la verdad, y no se aceptan
devoluciones.
Como sucede en la Antártida, los desiertos ecuatoriales revelan la
distribución natural de toda clase de meteoritos y ofrecen pistas sin igual sobre el
carácter del sistema solar en sus inicios, y también sobre los orígenes de nuestro
planeta. Lamentablemente, a diferencia de los meteoritos de la Antártida, la
mayor parte de estos especímenes nunca llegará a la colección de un museo, y
eso al menos por dos razones. La primera y más importante es que la creciente
comunidad de coleccionistas aficionados (animada por unos cuantos amateurs
con dinero y por la abundancia de rocas del Sahara, fáciles de conseguir) es muy
competitiva. Cualquier roca rara se vende a gran velocidad y por mucho dinero.
Algunos de esos especímenes sin duda terminan siendo donados a los museos,
pero la mayor parte se maneja mal y el valor científico de un hallazgo en
condiciones inmaculadas se pierde a causa de la contaminación de las manos
desprotegidas, de las bolsas de tela multiusos y de la omnipresente caca de
camello. Es igual de preocupante la falta de documentación útil sobre cuándo o
dónde se encontraron los meteoritos en el desierto. Todos los comerciantes dicen
que en Marruecos, lo cual suele ser falso, pues la mayor parte del Sahara arenoso
se encuentra al este, en Argelia y Libia, países de los que ahora es ilegal importar
especímenes. Así que sin una documentación rigurosa la mayor parte de los
museos simplemente rechaza los meteoritos «marroquíes» o «norafricanos».
En los terrenos hostiles y áridos del Sahara, o en los campos de hielo de la
Antártida, cualquier roca se destaca como un objeto extraño caído del cielo. Este
muestreo intacto de la población de meteoritos le ofrece a los científicos la mejor
información disponible sobre las primeras etapas del sistema solar, cuando se
formó la Tierra. Las condritas representan casi 90 por ciento de los hallazgos; el
resto son las variadas acondritas, que tienen su origen en la época, que duró unos
cuantos millones de años, en la que nuestro joven sistema solar era una nebulosa
turbulenta durante la cual las condritas se agregaron en cuerpos más y más
grandes: millones de objetos de unos cuantos milímetros de diámetro que
competían por el espacio en un mismo anillo estrecho alrededor del joven Sol.
Crecieron más y más grandes: primero del tamaño de un puño, luego de un
auto, luego de un estadio, luego de una ciudad pequeña. Y siguieron creciendo:
al tamaño de una ciudad, luego de un estado. El caótico proceso de acreción que
experimentaron estos miles de planetésimos los hizo diversificarse en nuevas
formas. Cuando adquirieron unos ochenta kilómetros de diámetro o más se
combinaron dos fuerzas de calor igualmente intensas. La energía gravitacional
potencial de muchos objetos pequeños que chocaban entre sí alcanzó la misma
intensidad que la energía nuclear de los elementos radiactivos de decaimiento
rápido como el hafnio y el plutonio. Así, los minerales que conformaban estos
planetésimos se transformaron a causa del calor. Sus interiores se derritieron y se
diferenciaron en una configuración de zonas minerales distintivas parecida a la
de un huevo: un núcleo denso y rico en metales (análogo a la yema del huevo),
un manto de silicato de magnesio (la clara) y una corteza delgada y quebradiza
(el cascarón). Los planetésimos más grandes resultaron alterados por el calor
interno, por reacciones con agua y por el intenso shock provocado por las
frecuentes colisiones que ocurrían en los atestados suburbios solares. Gracias a
estos dinámicos procesos de formación planetaria surgieron unas trescientas
especies minerales, que son la materia prima que debe formar todos los planetas
rocosos, y todas se encuentran todavía hoy en el diverso surtido de meteoritos
que caen a la Tierra.
Ocasionalmente, cuando dos planetésimos grandes chocaban entre sí con
fuerza suficiente ambos volaban en pedazos. (Este violento proceso ocurre hasta
el día de hoy en el Cinturón de asteroides más allá de Marte, gracias a las
perturbaciones gravitacionales del planeta gigante Júpiter). Es por ello que la
mayor parte de los meteoritos acondríticos que encontramos hoy representan
partes diferentes de miniplanetas que fueron destruidos. Estudiar las acondritas
es como estudiar una lección de anatomía con un cadáver que estalló. Se
requiere tiempo, paciencia y pegar muchos pedacitos para obtener una imagen
clara del cuerpo original.
Los densos núcleos de metal de los planetésimos, que terminaron
convirtiéndose en una clase particular de meteoritos metálicos, son los más
fáciles de interpretar. Alguna vez se pensó que eran el tipo más común de
meteoritos, pero las muestras imparciales de la Antártida revelan que los
metálicos apenas representan un modesto cinco por ciento de los que llegan a la
Tierra. Los núcleos de los planetésimos deben haber sido proporcionalmente
pequeños.
Los mantos de los planetésimos, ricos en silicio, en claro contraste con la
composición de los núcleos, están representados en una multitud de meteoritos
de clases exóticas: howarditas, eucritas, diogenitas, ureilitas, acapulcoitas,
lodranitas y muchas más, cada una con una composición, una textura y una
mineralogía particular y casi siempre bautizadas en honor al lugar en el que se
encontró la primera muestra. Algunos de estos meteoritos son análogos a tipos
de rocas que se encuentran hoy en la Tierra. Las eucritas representan una forma
bastante típica del basalto, el tipo de roca que mana de la dorsal mesoatlántica y
que cubre el fondo oceánico. Las diogenitas, que están compuestas
principalmente de minerales de silicato de magnesio, parecen ser resultado de
cristales que se crearon en grandes cámaras subterráneas de magma. Conforme
el magma se enfrió, los cristales más densos que el líquido caliente que los
rodeaba crecieron y se depositaron en el fondo para formar una masa
concentrada, igual que lo hacen en las cámaras magmáticas de la Tierra actual.
De vez en cuando, durante un choque particularmente destructivo, un
meteorito arrancaba parte de la frontera entre el núcleo y el manto de un
planetésimo, en el que coexistían trozos de minerales de silicio y metales ricos
en hierro. El resultado es una hermosa palasita, una combinación espectacular de
metal brillante y de cristales dorados de olivino. Entre los coleccionistas de
meteoritos hay pocas piezas más valiosas que las lajas delgadas de palasita
pulida, que reflejan la luz en sus partes metálicas y la dejan pasar por la olivino
como si se tratara de un vitral.
Conforme la gravedad amalgamó las primeras condritas y la enorme presión,
la temperatura ardiente, el agua corrosiva y los impactos violentos dieron nueva
forma a los planetésimos en crecimiento, se formaron más y más nuevos
minerales. En total se han encontrado más de 250 minerales diferentes en todas
las variedades de meteoritos, veinte veces más que la docena de minerales
solares primordiales. Estos sólidos son muy variados, e incluyen las primeras
arcillas de grano delgado, mica laminada y circonios semipreciosos que se
convirtieron en los materiales de construcción de la Tierra y de otros planetas.
Los planetésimos crecieron más y más, y los más grandes se tragaron a los más
pequeños. Eventualmente unas pocas docenas de rocas redondeadas, cada una
del tamaño de un planeta pequeño, empezaron a hacer las veces de enormes
aspiradoras espaciales y barrieron con la mayor parte del gas y del polvo que
quedaba en el sistema solar conforme se fusionaron y adquirieron órbitas
semicirculares alrededor del Sol. La posición en la que acabó cada uno de los
objetos dependió, en buena medida, de su masa.
El Sol, que se quedó con la mayor parte de la masa del sistema solar, lo domina
todo. Nuestro sistema no es de los más masivos, y el Sol es una estrella más bien
modesta, lo cual resulta muy conveniente para un planeta viviente cercano.
Paradójicamente, mientras más masiva sea una estrella, más corta será su vida.
Las temperaturas y las presiones interiores de las estrellas grandes,
proporcionalmente elevadas, producen reacciones de fusión nuclear más y más
rápidas. Así, una estrella diez veces más masiva que nuestro Sol puede durar una
décima parte, a lo más unos cuantos cientos de millones de años, que no es
tiempo suficiente para que un planeta que la orbite desarrolle vida antes de que
la estrella explote en forma de una supernova asesina. Por el contrario, una
enana roja con una décima de la masa del Sol durará diez veces más —cien mil
millones de años o más—, aunque la emisión de energía de una estrella tan débil
puede no ser tan adecuada para mantener la vida como la de nuestro benefactor
amarillo.
Nuestro Sol es un agradable término medio: no es tan grande como para
tener una vida corta ni demasiado pequeño y frío. Y con unos nueve o diez mil
millones de años de vida productiva quemando hidrógeno, ha proporcionado
bastante tiempo para que la vida arranque, y todavía hay suficiente para que siga
evolucionando. Es cierto que en unos cuatro o cinco mil millones de años el Sol
agotará el hidrógeno de su núcleo y tendrá que comenzar a quemar helio. En el
proceso se hinchará hasta convertirse en una gigante roja mucho menos benigna,
con un diámetro cien veces mayor que el actual, y se tragará primero al pobre
Mercurio, luego incendiará y devorará Venus y también hará que las cosas en la
Tierra se pongan incómodas. Por suerte, tras 4500 millones de años todavía falta
mucho tiempo para que el Sol se convierta en un viejito malhumorado y la vida
en la Tierra se vuelva problemática.
Nuestro sistema solar posee otra ventaja importante para un planeta viviente.
A diferencia de muchos otros, el nuestro es un sistema uniestelar. Los
astrónomos, con ayuda de telescopios muy poderosos, han encontrado que
aproximadamente dos terceras partes de las estrellas que vemos en el cielo
nocturno en realidad pertenecen a sistemas binarios, en los que dos estrellas se
orbitan mutuamente en un baile en torno a un centro común de gravedad. Al
formarse esas estrellas, el hidrógeno se acumuló en dos lugares separados para
formar gigantescas bolas de gas.
Si nuestra nebulosa hubiera sido un poquito más espiral, con más momento
angular y, por lo tanto, más masa allá por la región de Júpiter, nuestro sistema
solar probablemente habría terminado siendo un sistema binario también. El Sol
habría sido más pequeño y Júpiter, en vez de convertirse en un gran planeta rico
en hidrógeno, habría crecido hasta convertirse en una pequeña estrella rica en
hidrógeno. Tal vez la vida habría podido prosperar en medio de esta polaridad.
Tal vez una estrella extra nos habría provisto con una fuente extra de energía
para la vida. Pero las dinámicas gravitacionales de dos estrellas pueden ser
intrincadas, de modo que la Tierra podría haber terminado siendo un mundo
hostil para la vida con una órbita excéntrica, una rotación tambaleante y cambios
climáticos violentos provocados por las dos atracciones gravitacionales opuestas.
Por suerte, los planetas gaseosos gigantes, con su tamaño modesto y sus
órbitas casi circulares alrededor del Sol, se comportan bastante bien. Júpiter, el
más grande del grupo, alcanza poco menos que una milésima parte de la masa
del Sol. Eso es suficiente para ejercer un control bastante importante sobre sus
vecinos planetarios; gracias a las perturbaciones que produce su campo
gravitacional los planetésimos que forman el Cinturón de asteroides nunca se
han juntado para formar un planeta. Pero Júpiter no es lo suficientemente grande
para desatar reacciones de fusión nuclear en su propio núcleo, que es la
diferencia fundamental entre las estrellas y los planetas. Saturno, con su anillo, y
los helados Urano y Neptuno, son aún más pequeños.
Y sin embargo, todos estos gigantescos planetas gaseosos fueron lo
suficientemente grandes para capturar sus propios discos de desechos mediante
su campo gravitacional, como si fueran pequeños sistemas solares dentro de uno
más grande. Por ello, los cuatro planetas exteriores tienen sus propios conjuntos
de lunas fascinantes, incluyendo algunos asteroides relativamente pequeños que
fueron atraídos y mantenidos en órbita por la gravedad de los gigantes. Otras
lunas, algunas casi tan grandes como los cuatro planetas interiores y con sus
propios procesos geológicos dinámicos, se formaron más o menos en su lugar a
partir de polvo y gas sobrantes, los detritos de la construcción planetaria. De
hecho, el objeto más activo en el sistema solar es Io, una luna de Júpiter que está
tan cercana a su enorme planeta que lo orbita una vez cada 41 horas. Las
colosales fuerzas de marea estresan constantemente los 3637 kilómetros de
diámetro de la luna y le proporcionan energía a media docena de volcanes que
emiten penachos de azufre que se extienden más de 160 kilómetros sobre la
superficie, algo inédito en el sistema solar. Igual de intrigantes resultan Europa y
Ganímedes, lunas casi tan grandes como Mercurio y compuestas por cantidades
casi iguales de agua y roca. Las incesantes fuerzas de marea de Júpiter las
mantienen tibias, gracias a lo cual poseen océanos profundos y envolventes,
cubiertos por una capa de hielo. Ambas son un objetivo de la NASA, como parte
de su incesante búsqueda de vida en otros mundos.
Saturno, el siguiente planeta contando desde el Sol, está dotado con casi dos
docenas de lunas, por no hablar de un glorioso sistema de anillos dominado por
pequeños fragmentos de hielo de agua muy reflectantes. Casi todas las lunas de
Saturno son relativamente pequeñas; algunas son asteroides capturados y otras se
formaron a partir de los restos gaseosos del planeta. Pero su luna más grande,
Titán, es mayor que Mercurio y está ahogada en una densa atmósfera anaranjada.
Gracias a la sonda Huygens, enviada por la Agencia Espacial Europea y que
aterrizó el 14 de enero de 2005, tenemos acercamientos de la dinámica superficie
de Titán. Existen complejas redes de ríos y arroyos que alimentan lagos
congelados de hidrocarburos líquidos; la atmósfera, densa, colorida y turbulenta,
está espolvoreada de moléculas orgánicas. Titán es otro de los mundos en los que
se buscan señales de vida.
Los más lejanos de los gigantes gaseosos, Urano y Neptuno, no le piden nada
a los demás en cuanto a surtido de lunas interesantes. La mayor parte muestra
señales de hielo de agua, moléculas orgánicas y una continua actividad dinámica.
Y tanto Urano como Neptuno tienen sus propios sistemas complejos de anillos,
aunque parecen estar compuestos por trozos tan grandes como automóviles de
algún material oscuro y rico en carbono, muy distinto a las partículas luminosas
que forman los helados anillos de Saturno.
Mundos rocosos
Más cerca de casa, la gravedad también hizo de las suyas. Como la mayor parte
del hidrógeno y el helio salieron disparados hacia el reino de los gigantes
gaseosos tras la ignición del Sol, el sistema solar interior tenía mucha menos
masa para jugar, y la mayor parte consistía en rocas duras, la materia que forma
las condritas y las acondritas. Mercurio, el planeta rocoso más pequeño y seco,
es también el que se formó más cerca del Sol. Este mundo interior, hostil y
chamuscado, parece estar muerto y maltrecho: su superficie llena de cráteres ha
sido preservada, durante miles de millones de años, por un cielo sin aire. Si
alguna vez te piden que apuestes por un lugar del sistema solar en el que no hay
vida, Mercurio debería ser tu primera elección.
Venus, el planeta que sigue, es idéntico a la Tierra en tamaño, pero
radicalmente diferente en habitabilidad, gracias en buena medida a su órbita, que
se encuentra casi cincuenta millones de kilómetros más cerca del Sol. Es posible
que al principio haya tenido una pequeña cantidad de agua, tal vez incluso un
océano poco profundo, pero la mayor parte del agua venusina parece haberse
evaporado a causa del calor del Sol y del viento solar. El dióxido de carbono, el
gas dominante en la espesa atmósfera venusina, atrapó la energía radiante del Sol
y creó un efecto invernadero descontrolado. Hoy las temperaturas promedio en
la superficie de Venus superan los 500 grados Celsius, suficiente para derretir el
plomo.
Marte, una parada más allá de la Tierra, es mucho más pequeño que nuestro
planeta, con apenas una décima parte de su masa, pero en muchos sentidos es el
más terrícola de todos nuestros vecinos. Igual que los otros planetas rocosos,
Marte tiene un núcleo metálico y un manto de silicatos y, como la Tierra, posee
una atmósfera y mucha agua. Su gravedad es relativamente débil y no puede
detener las moléculas de gas que viajan rápidamente en la atmósfera superior, así
que a lo largo de miles de millones de años ha perdido mucho aire y agua, a
pesar de lo cual Marte conserva depósitos subterráneos tibios en los que la vida
podría tener un último refugio. Con razón la mayor parte de las misiones
espaciales tienen como objetivo el planeta rojo.
La Tierra misma, «el tercer planeta», está justo en medio de la zona habitable
que los científicos llaman «Ricitos de Oro». Está lo suficientemente cerca del
Sol, y lo suficientemente caliente, como para haber expulsado cantidades
importantes de hidrógeno y helio a las regiones externas del sistema solar, pero
lo suficientemente lejos del Sol, y lo suficientemente templado, como para
conservar la mayor parte de su agua en forma líquida. Como los otros planetas
en el sistema solar, se formó hace unos 4500 millones de años, básicamente a
partir de condritas que chocaban y cuyas crecientes fuerzas gravitacionales las
convirtieron, a lo largo de unos cuantos millones de años, en planetésimos más y
más grandes.
Tiempo profundo
Toda la evidencia con la que contamos sobre el nacimiento del Sol, la Tierra y el
resto de nuestro sistema solar implica comprender enormes lapsos de tiempo:
4500 millones de años y contando. A los estadounidenses nos encanta citar las
fechas de algunos eventos famosos en la historia de la humanidad. Celebramos
grandes hazañas y descubrimientos, como el primer vuelo de los hermanos
Wright, el 17 de diciembre de 1903, y el aterrizaje de la primera misión tripulada
a la Luna, el 20 de julio de 1969. Conmemoramos los días en los que ocurrieron
tragedias y pérdidas nacionales, como el 7 de diciembre de 1941[1] y el 11 de
septiembre de 2001. Y recordamos los cumpleaños: el 4 de julio de 1776[2] y, por
supuesto, el 2 de febrero de 1809, cumpleaños de Charles Darwin y de Abraham
Lincoln. Nos parece que es válido celebrar estos momentos históricos porque
existe un registro escrito y oral ininterrumpido que nos vincula con ese pasado
no tan distante.
A los geólogos también les encantan las marcas del tiempo histórico: hace
unos 12 500 años, cuando terminó la última gran glaciación y los humanos
comenzaron a poblar América del Norte; hace 65 millones de años, cuando se
extinguieron los dinosaurios y muchas otras criaturas; el límite Cámbrico, hace
530 millones de años, cuando apareció de pronto una gran diversidad de
animales con caparazones duros, y hace más de 4500 millones de años, cuando
la Tierra se convirtió en un planeta en órbita alrededor del Sol. Pero ¿cómo
sabemos si esos cálculos son correctos? No existen registros escritos, ni
tradiciones orales, sobre la cronología de la Tierra, más allá de unos pocos miles
de años.
Cuatro mil quinientos millones de años es un número casi imposible de
entender. El récord Guiness actual de longevidad lo detenta una francesa que
vivió para celebrar su cumpleaños 122, así que los humanos no conseguimos
vivir ni siquiera 4500 millones de segundos (unos 144 años). Toda la historia
humana de la que se tiene registro dura mucho menos de 4500 millones de
minutos. Y los geólogos se atreven a asegurar que la Tierra ha existido por más
de 4500 millones de años.
No hay una forma sencilla de comprender este tiempo profundo, pero a veces
lo intento emprendiendo largas caminatas. Al sur de Annapolis, Maryland, se
extienden unos treinta kilómetros de acantilados ondulantes y llenos de fósiles
que flanquean la costa oeste de la bahía de Chesapeake. Si recorres el delgado
camino de arena entre la tierra y el agua puedes encontrar montones de almejas,
conchas espirales, corales y galletas de mar extintos. De vez en cuando, si tienes
mucha suerte, aparecerá un diente de tiburón de quince centímetros y con las
orillas aserradas, o un aerodinámico cráneo de ballena de dos metros de largo.
Estas valiosas reliquias cuentan la historia de una época, hace quince millones de
años, cuando la región era más cálida y tropical, como la isla de Maui hoy, y
había majestuosas ballenas que venían a parir a sus aguas y monstruosos
tiburones de veinte metros de largo que se daban un banquete con los animales
más débiles. Los fósiles ocupan cien metros de sedimentos verticales que se
depositaron allí durante tres millones de años de historia de la Tierra. Las capas
de arena y marga se inclinan apenas hacia el sur, así que caminar por la playa es
como pasear por el tiempo. Cada paso hacia el norte expone estratos un poco
más antiguos.
Para tener una idea de la escala de la historia de la Tierra, imagínate que
caminas hacia atrás en el tiempo; cada paso representa cien años atrás, lo mismo
que tres generaciones humanas. Una milla te lleva 175 mil años en el pasado.
Los poco más de 32 kilómetros de acantilados de Chesapeake, un largo día de
caminata, corresponden a más de tres millones de años. Pero para dejar aunque
sea una pequeña marquita en la historia de la Tierra, tendrías que seguir
caminando a ese paso durante muchas semanas. Veinte días de esfuerzos, a 32
kilómetros por día, y cien años por paso, te llevarían 70 millones de años en el
pasado, justo antes de la extinción masiva de los dinosaurios. Cinco meses de
caminatas de 32 kilómetros al día corresponderían a más de 530 millones de
años, la época de la «explosión» del Cámbrico, cuando surgieron, de forma más
o menos simultánea, miles de animales con caparazón duro. Pero a un ritmo de
cien años por paso tendrías que caminar casi tres años para alcanzar los
comienzos de la vida, y casi cuatro años para llegar al nacimiento de la Tierra.
¿Cómo podemos saberlo? Los científicos que estudian el planeta han
desarrollado muchas líneas de evidencia que apuntan a una Tierra increíblemente
vieja, al tiempo profundo. La evidencia más sencilla se encuentra en los
fenómenos geológicos que producen la deposición anual de material: si cuentas
los estratos, cuentas los años. Los calendarios geológicos más espectaculares son
los depósitos de varva: capas delgadas de estratos claros y oscuros alternados
que representan los sedimentos más gruesos del verano y los sedimentos más
finos del invierno, respectivamente. En los lagos glaciales de Suecia puede verse
una secuencia, meticulosamente documentada, que registra 13 527 años de
estratos, y cada año se deposita una nueva capa bicolor. Los delgados esquistos
laminados de Green River, que están expuestos en los espectaculares y
escarpados cañones de Wyoming, muestran secciones verticales continuas con
más de un millón de capas anuales. De forma similar, los núcleos de hielo de
miles de metros de profundidad extraídos de la Antártida y de Groenlandia
revelan más de 800 mil años de acumulación, año con año, capa de nieve tras
capa de nieve. Todas estas capas descansan sobre rocas muchísimo más antiguas.
Para medir procesos geológicos más lentos debemos retrasar aún más el reloj
de la historia de la Tierra. Las enormes islas hawaianas se formaron gracias a
una actividad volcánica muy lenta y continua que produjo que se apilaran
sucesivas capas de lava durante al menos decenas de millones de años, si nos
basamos en las tasas modernas de erupción. Los Apalaches y otras cordilleras
montañosas redondeadas adquirieron su forma gracias a cientos de millones de
años de erosión gradual, y los movimientos, casi imperceptibles, de las placas
tectónicas que han movido continentes y abierto océanos, también operan en
ciclos de cientos de millones de años.
La física y la astronomía nos muestran evidencias del tiempo profundo
igualmente convincentes. Las tasas de decaimiento radiactivo de los isótopos del
carbono, uranio, potasio, rubidio y otros elementos pueden predecirse con
exactitud y funcionan como relojes excepcionalmente precisos para datar
eventos de formación de roca que se remontan a miles de millones de años atrás,
al nacimiento mismo del sistema solar. Si tienes una colección de un millón de
átomos de un isótopo radiactivo, la mitad decaerá en un lapso de tiempo llamado
vida media. Si dejas por ahí un millón de átomos de uranio-238, por ejemplo, y
vuelves cuando haya transcurrido su vida media de 4468 millones de años,
encontrarás que sólo queda medio millón de átomos de uranio-238. El resto del
uranio habrá decaído en medio millón de átomos de otros elementos, hasta llegar
finalmente a los átomos de plomo-206, que son estables. Si esperas otros 4468
millones de años sólo quedará un cuarto de millón de átomos de uranio. Para
determinar la edad de las condritas primitivas más antiguas —4566 millones de
años— se usa este método de datación radiométrica.
Pero ¿qué hay de los muchos miles de millones de años que transcurrieron
antes del sistema solar? Las medidas astrofísicas de las lejanas galaxias en
movimiento apuntan a un universo que es mucho más viejo que 4500 millones
de años. Todas las galaxias se alejan de nosotros a gran velocidad. Los datos de
los desplazamientos Doppler —también llamados desviación al rojo— revelan
que las galaxias más distantes se alejan aún más rápido. Si proyectaras la
película cósmica en reversa todo convergiría en un solo punto, hace unos 13 700
millones de años. Es el Big Bang. La luz de algunos de los objetos más distantes
que hemos visto ha estado viajando por el espacio por más de 13 mil millones de
años.
Estos datos son irrefutables. Cualquiera que diga que la edad de la Tierra es
de diez mil años o menos desafía la evidencia observacional, abrumadora e
inequívoca, de todas las ramas de la ciencia. La única alternativa es que el
cosmos fue creado hace diez mil años de modo que pareciera mucho más
antiguo, una conclusión que expuso por primera vez el naturalista
estadounidense Philip Gosse en 1857, en su difícil tratado Omphalos (bautizado
así por la palabra griega que significa «ombligo», porque Adán, que no tuvo
madre, fue creado con ombligo para que pareciera que nació de una mujer).
Gosse catalogó cientos de páginas de evidencia de una Tierra extremadamente
antigua y luego se puso a describir cómo Dios creó todo hace diez mil años para
que se viera mucho más antiguo.
Tal vez a algunos les parezca tranquilizador el tecnicismo creacionista que
asegura que las cosas fueron creadas para parecer antiguas, conocido como
precronismo. A las observaciones de los astrofísicos, que muestran que las
galaxias se encuentran a miles de millones de años luz de distancia, los
precronistas responden que cuando el universo fue creado la luz de estas estrellas
y galaxias ya viajaba en dirección a la Tierra. Aseguran que las rocas con tasas
antiguas de isótopos radiactivos y sus derivados se crearon con la mezcla justa
de uranio, plomo, potasio y argón para que parecieran mucho más antiguas de lo
que realmente son. Si crees en el precronismo te sugiero que saltes al capítulo
11, «El futuro». Si no, deja que tu imaginación te lleve miles de millones de años
atrás, al momento en el que nació nuestro planeta.
El nacimiento de la Tierra, hace 4500 millones de años, fue un drama que se
ha repetido incontables billones de veces durante la historia del universo. Cada
estrella y cada planeta surgen en el espacio casi vacío a partir de gas y polvo,
partículas individuales de materia demasiado pequeñas para verlas a simple
vista, pero tan grandes en extensión que podemos observar, desde el otro lado de
la galaxia, enormes nubes en las que están naciendo las estrellas. Hace miles de
millones de años la gravedad sirvió como la partera en el nacimiento del sistema
solar. El Sol emergió como el gigante solitario entre una camada de pigmeos
planetarios. Las reacciones nucleares incendiaron la superficie del Sol y bañaron
a sus vecinos planetarios en luz y calor. Y así nuestro hogar dio sus primeros
pasos vacilantes para convertirse en un mundo viviente.
Estos eventos épicos pueden parecernos de lo más ajenos, pero todos
experimentamos, durante cada día de nuestra vida, los mismos fenómenos
cósmicos que condujeron a la formación de la Tierra. Los mismos elementos y
átomos que forjaron la Tierra constituyen nuestros cuerpos y nuestros entornos.
La misma fuerza universal de la gravedad que dio forma a las estrellas y a los
planetas a partir de gas y polvo, y que forjó los elementos dentro de los hornos
de las estrellas, es la que nos mantiene unidos a nuestro hogar planetario.
Cuando se trata de las leyes universales de la física y la química, no hay nada
nuevo bajo el Sol.
Las lecciones que nos enseñan las rocas, las estrellas y la vida son igual de
claras. Para entender la Tierra tienes que divorciarte de la escala temporal y
espacial de la vida humana, igualmente intrascendentes. Vivimos en un mundito
diminuto, en un cosmos de cien mil millones de galaxias, cada una con cien mil
millones de estrellas. Vivimos día a día en un cosmos que tiene cientos de miles
de millones de días de edad. Si buscas sentido y propósito en el cosmos seguro
que no lo encontrarás en ningún lugar o momento especial vinculado con la
existencia humana. Las escalas de espacio y de tiempo son inconcebiblemente
grandes. Pero un cosmos regido por las leyes naturales conduce inevitable e
inexorablemente, a un universo que promete la posibilidad de conocerse a sí
mismo, y que es, como sugiere por su misma naturaleza el estudio científico, un
cosmos repleto de significado.
EDAD DE LA TIERRA (miles de millones de años)
0 1 2 3 4 4-5,6,7
Capítulo 2
El Gran Impacto
La formación de la Luna
Uno de los principios centrales de este libro es que los sistemas planetarios
evolucionan: cambian a lo largo del tiempo. Es más, cada nueva etapa evolutiva
depende de una secuencia previa de etapas. Los cambios suelen ser graduales.
Cambiar el medio ambiente de un planeta puede tomar miles o incluso miles de
millones de años, pero también ocurren cambios violentos, súbitos e irreversibles
que pueden alterar un mundo en minutos y para siempre. Así ocurrió con la
Tierra.
La Tierra se formó relativamente rápido, en no más de un millón de años
según ciertos cálculos, a partir de una infinidad de partículas. Hacia el final de
este proceso la proto-Tierra compartía espacio con unas cuantas docenas de
planetésimos, cada uno de varios cientos de kilómetros de diámetro. En un lapso
de unos cien mil años, conforme nuestro planeta se aproximaba a su tamaño
definitivo, las últimas etapas de este proceso tuvieron lugar en episodios de una
violencia inconcebible. Cada tantos miles de años uno de los miniplanetas se
estrellaba en la proto-Tierra y era tragado por completo por ésta.
Durante esos tiempos turbulentos, la Tierra era una esfera caliente y
ennegrecida, cruzada por grietas incandescentes, enormes fuentes de magma e
incesantes impactos de meteoritos. Cada uno de los cuerpos que chocaban contra
esta esfera lanzaba en órbita rocas vaporizadas y convertía la superficie completa
en un charco de roca al rojo vivo. Pero el espacio es frío. Tras cada impacto la
superficie de la Tierra, por entonces carente de aire, pronto se enfriaba y volvía a
ennegrecerse.
Esta historia sobre los orígenes de la Tierra parece muy clara y sencilla, excepto
por un detalle extraordinario: la Luna. Es demasiado grande para ignorarla, y
durante buena parte de los últimos dos siglos su existencia ha resultado muy
difícil de explicar. Las lunas pequeñas son fáciles de entender. Fobos y Deimos,
las dos rocas irregulares, del tamaño de una ciudad, que orbitan Marte, parecen
ser asteroides capturados. Las docenas de lunas mucho más grandes que orbitan
Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno, con mucho menos que una milésima parte de
la masa de los planetas que orbitan, son diminutas en comparación con sus
anfitriones. Las lunas más grandes, que se formaron a partir de los restos del
polvo y el gas que dieron origen a los planetas, orbitan a estos gigantes gaseosos
como si fueran planetas de un sistema solar en miniatura. La luna de la Tierra,
por el contrario, es inmensa en comparación con el planeta que orbita: tiene más
de una cuarta parte del diámetro de la Tierra y aproximadamente una octogésima
parte de su masa. ¿De dónde viene ésta anomalía?
Las ciencias históricas, en particular las ciencias de la Tierra y los planetas,
dependen de una narración creativa (aunque por regla las historias contadas
tienen que adaptarse más o menos bien a los hechos). Si hay más de una historia
que parece ajustarse a las observaciones, los geólogos adoptan una cautelosa
postura conocida como «múltiples hipótesis de trabajo», una estrategia que
cualquiera que disfrute las novelas de detectives conocerá bien.
Antes de los famosos alunizajes del Apolo, que comenzaron en 1969 y a
partir de los cuales pudieron recolectarse rocas lunares intactas y empezaron a
tomarse cuidadosas mediciones geofísicas del interior de la Luna, existían tres
sospechosos principales en el Caso de la Luna Gigante. La primera hipótesis
científica ampliamente aceptada fue la teoría de la fisión, que propuso, en 1878,
George Howard Darwin (menos famoso que su padre, el naturalista Charles
Darwin). En la hipótesis de George Darwin la Tierra primordial, en su estado
líquido, giraba tan rápido sobre su eje que se estrechó y elongó hasta que una
esfera de magma se separó de la superficie y entró en órbita (con un poco de
ayuda del empuje gravitacional del Sol). En este modelo la Luna es un brote de
la Tierra que se escapó. Hay una variante muy imaginativa de esta dramática
historia que sostiene que la cuenca del Pacífico constituye una marca que delata
este evento: una cicatriz del parto de la Tierra.
Hay una segunda teoría que compite con la anterior, la teoría de la captura,
que sugería que la Luna es un planetésimo que se formó aparte y que ocupaba
más o menos el mismo código postal que la Tierra durante la formación del
sistema solar. En algún momento ambos cuerpos pasaron tan cerca que la Tierra,
más grande, capturó a la Luna y la lanzó a una órbita circular que se ha ido
estabilizando con el tiempo. Este voraz mecanismo gravitacional parecía
funcionar bien para las pequeñas lunas rocosas de Marte, ¿así que por qué no
también para la Tierra?
La tercera hipótesis, la teoría de la acreción binaria, proponía que la Luna se
formó más o menos en su ubicación actual a partir de una gran nube de restos
que permanecieron en órbita alrededor de la Tierra. Esta idea, bastante verosímil,
reproduce lo que conocemos sobre el Sol y sus planetas, así como sobre los
gigantes gaseosos y sus lunas. Es un tema común que vemos aparecer una y otra
vez por todo el sistema solar: los objetos más pequeños se agregan a partir de
nubes de polvo, gas y rocas alrededor de objetos más grandes.
Tres hipótesis en competencia. ¿Cuál es la correcta? Para saberlo las mentes
curiosas tuvieron que esperar a que llegaran los datos de las rocas lunares, más
de 381 kilogramos de muestras provenientes de los seis sitios de alunizaje del
Apolo.
Arribo a la Luna
Las misiones lunares Apolo transformaron de muchas formas la ciencia
planetaria. Por supuesto, fueron una propaganda inmejorable sobre las proezas
tecnológicas y la fanfarronería estadounidenses. Sin duda representaron un
impulso tremendo a la dupla militar-industrial, e inspiraron innumerables
innovaciones, desde las minicomputadoras a los polímeros y al Tang, y con ello
constituyeron un catalizador económico que debe haber pagado muchas veces
los veinte mil millones de dólares que costaron las misiones. No es de sorprender
que fueran el orgullo nacional y la carrera por «llegar a lo más alto», y no la
ciencia lunar, los incentivos principales para enviar las primeras misiones a la
Luna, tan caras y peligrosas.
Como sea, es difícil exagerar el tamaño del impacto que tuvieron, para mi
generación de científicos de la Tierra, las misiones Apolo y su cofre del tesoro
lleno de rocas lunares. Durante toda la historia de la humanidad la Luna estuvo
seductoramente cerca, a no más de 400 mil kilómetros de distancia. En las tardes
claras de verano, cuando se asoma por el horizonte esa Luna rojiza, sientes que
si extiendes la mano podrás tocarla. Pero no teníamos ninguna muestra, nada que
nos dijera de qué estaba hecha la Luna, ni cuándo, ni dónde. Con la primera
tanda de muestras lunares pudimos, por primera vez en la historia de la
humanidad, literalmente tocar la Luna (y lo mismo pueden hacer hoy los
visitantes del Smithsonian).
Mi primera bocanada de muestras lunares ocurrió en el invierno de
1969-1970, durante mi último año en el MIT, menos de medio año después de las
misiones históricas del Apolo 11. Las cosas comenzaron unos pocos meses antes,
el 24 de julio de 1969, cuando los primeros humanos que caminaron sobre la
Luna volvieron a la Tierra. En esos primeros días de exploración especiales
existían políticas muy estrictas de cuarentena para los astronautas y para sus
muestras, por miedo a la contaminación por microbios extraterrestres. Así que en
cuanto el módulo cayó en el Pacífico, cerca de Hawai, y tan pronto como el USS
Hornet recogió a Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Mike Collins, ellos y los veinte
kilos de rocas y suelo invaluables que habían traído del espacio fueron sellados
herméticamente en la Instalación Móvil de Cuarentena de la NASA. De Hawai los
llevaron a Houston, al nuevo Laboratorio de Recepción Lunar, donde los
exploradores espaciales y sus muestras estuvieron confinados durante tres
semanas, en caso de que se hubieran traído del espacio algún bicho
desagradable.
Las misiones Apolo se sucedieron rápidamente durante los tres años
siguientes. El módulo lunar del Apolo 12, Intrepid, que llevaba a los astronautas
Charles Conrad Jr. y Alan Bean, alunizó el 19 de noviembre de 1969, y regresó
una semana después con unos treinta kilos de suelo y rocas lunares, que fueron
confinadas a las instalaciones de cuarentena en Houston. Por pura suerte mi
asesor de tesis, el brillante y entusiasta David Wones, era miembro del Equipo de
Investigación Preliminar de Muestras Lunares del Apolo 12. Ese pequeño equipo
de científicos vivieron la gloriosa aventura de escudriñar el segundo botín de
muestras lunares con un arsenal de equipos analíticos de última generación.
Dave era experto en petrología ígnea, el estudio de los orígenes de las rocas que
se forman a partir del magma. Todas las rocas lunares del Apolo 11 y 12 eran de
origen ígneo, así que se encontraba en el cielo de los geólogos.
En cierto sentido era un trabajo bastante arduo, eso de estar encerrado
durante casi todo un mes con un puñado de científicos apasionados, trabajando
bajo una enorme presión para obtener datos irrefutables a partir de algunas de las
muestras de roca más costosas e importantes jamás recolectadas. Pero también
era increíblemente excitante estar entre los primeros humanos en manipular
rocas y suelo de otro mundo, el material espacial que nos revelaría, de una vez
por todas, el origen de la Luna.
Mi primer encuentro cara a cara con la Luna ocurrió cuando Dave regresó al
MIT. Recuerdo que la puerta del elevador se abrió en el piso doce del Edificio
Verde, y ahí estaba Dave, no muy alto y con lentes, flanqueado por dos agentes
federales musculosos, uniformados y armados. Su trabajo era cuidar las muestras
lunares, que en ese momento debían valer millones de dólares en el mercado de
los coleccionistas. Había que dar cuenta de cada miligramo. Dave se veía
cansado y nervioso; había estado fuera por mucho tiempo, se encontraba bajo
supervisión permanente y todavía tenía que hacer su trabajo.
Cuando sale a colación el tema de las muestras lunares la gente se imagina
de inmediato rocas lunares, por ejemplo un trozo que puedes sostener en la
mano. Pero una parte importante del material del Apolo era suelo lunar, o
regolito. La parte más fina del regolito es roca pulverizada en fragmentos tan
pequeños que no puedes verlos en el microscopio, a consecuencia de una larga
historia de violencia cósmica, desde enormes asteroides hasta el incesante viento
lunar. Este ultrapolvo tiene propiedades extrañas, la principal de las cuales es
que se le pega a todo lo que toca, como si fuera tóner de impresora. El trabajo de
Dave era transferir parte de este polvo desde un contenedor del tamaño de una
pila C a tres o cuatro frascos del tamaño de pilas AAA, para poder distribuirlo a
laboratorios cercanos.
Suena bastante fácil. Echas el polvo del frasco grande en un pedazo de un
papel para polvo, de superficie muy lisa y de unos ocho centímetros de lado. Con
mucho cuidado, vacías un poco en los frasquitos. Dave había hecho operaciones
parecidas cientos de veces, y no debería haberle tomado más de un minuto. Pero
aquí había mucho en juego. A cada lado tenía parado un guardia sin mucho
sentido del humor, y también lo rondaba un pequeño séquito de estudiantes. Así
que las manos de Dave temblaron un poco cuando inclinó el frasco grande. El
polvito pegajoso se agarró de las paredes de vidrio y no quiso salir. Le dio unos
golpecitos con el dedo índice. Nada. Más golpecitos.
Entonces, todo el polvo lunar —que en realidad no era más que un
montoncito del tamaño de un chocolate Kiss, pero que parecía más en estas
circunstancias— cayó de golpe, y ¡puf! El polvo voló, cubrió los dedos de Dave
y se desparramó sobre la orilla del papel y por la mesa. Seguro que todos
inhalamos algunas de las partículas más finas, que volaron por el aire. Nadie dijo
nada.
Por suerte no ocurrió ningún desastre: no se perdió casi nada, el polvo
eventualmente fue transferido a su lugar correcto y los guardias federales se
fueron a dejar las alícuotas a otros laboratorios. Ahora que lo pienso, a todos nos
pareció bastante gracioso. Un par de días después, sobre la banca de laboratorio
en donde se había hecho la transferencia colgamos, enmarcado, el cuadrito de
papel de polvo con una impresión casi perfecta del dedo índice de Dave Wone en
polvo lunar.
A esta misión del Apolo le siguieron cuatro alunizajes más, que terminaron en
1972 con el Apolo 17 y el regreso de más de cien kilogramos de muestras del
valle Taurus Littrow, una región en la que se sospechaba que existía vulcanismo
lunar. Ésa fue la última misión; nadie ha regresado en décadas. Pero las rocas
lunares, meticulosamente guardadas en bóvedas estériles en el Edificio de
Muestras Lunares en el Centro Espacial Johnson de la NASA en Houston (y en
una colección de respaldo en la Base Brooks de la Fuerza Aérea, en San
Antonio, Texas), siguen proporcionando una asombrosa cantidad de
investigación.
Unos años después de la última misión Apolo esas muestras me dieron mi
primer trabajo de verdad, como miembro posdoctoral del Laboratorio de
Geofísica del Instituto Carnegie. Mi trabajo era estudiar pilas de «finos» del
Apolo 12, el Apolo 17 y LUNA 20 (una de las tres misiones soviéticas no
tripuladas, que trajo unos cien gramos de muestras lunares). El fino polvo lunar
está mezclado con granos de mayor tamaño, y mi difícil misión era revisar miles
de estos granos, uno por uno. Pasé horas en el microscopio, viendo de cerca
hermosos cristales verdes y rojos y diminutas esferas doradas de vidrio de
colores, restos de rocas que fueron hechas añicos durante miles de millones de
años de violentos choques con meteoritos.
Una vez que aislaba unas pocas docenas de partículas prometedoras, sometía
cada grano que me parecía inusual a tres tipos de análisis. El primero era la
difracción de rayos X de monocristal, para saber de qué clase de cristal se
trataba. La mayor parte de mis estudios se concentraban en minerales comunes,
como la olivino, el piroxeno y la espinela. Si encontraba un buen cristal
orientaba con cuidado el grano y medía su espectro de absorción de luz (la forma
en la que penetran los diferentes espectros de luz). Los cristales verdes de
olivino, por ejemplo, suelen absorber las longitudes de onda rojas; los cristales
rojos de espinela, por el contrario, absorben más en las longitudes verdes.
También medí los espectros de todos los granos de cristal raros que encontré, en
busca de los característicos bultos e irregularidades en el espectro de absorción
que indican la presencia de elementos más raros, por ejemplo, cromo o titanio.
Uno de mis memorables momentos de «eureka» fue cuando descubrí un pequeño
pico a los 625 nanómetros, una ligera absorción de las longitudes de onda
rojo-naranjas, característica del elemento cromo tal como se presenta en la Luna
pero muy diferente al cromo de la Tierra.
Para terminar, una vez que concluí el trabajo con rayos X y con microscopios
ópticos, usé una elegante máquina analítica llamada microsonda de electrones
para determinar la proporción exacta de los elementos de mi muestra. Y
confirmé, una y otra vez, lo que los demás habían hallado: los minerales de la
superficie de la Luna, si bien son similares a los de la Tierra en lo que respecta a
los elementos principales, son bastante diferentes en los detalles. Tienen más
titanio, y el cromo también es diferente.
Estas y otras pistas de las rocas del Apolo limitaron drásticamente las
diversas teorías sobre el origen de la Luna. Para empezar, resultó que ésta tiene
una densidad dramáticamente menor que la Tierra, pues no posee un núcleo
grande y denso de hierro metálico. El núcleo terrestre contiene casi una tercera
parte de la masa del planeta, pero el diminuto núcleo de la Luna contiene menos
de tres por ciento. En segundo lugar, las rocas lunares casi no contienen rastros
de los elementos más volátiles, los que tienden a vaporizarse en cuanto hace un
poco de calor. El nitrógeno, el carbono, el azufre y el hidrógeno, tan comunes en
la superficie de la Tierra, están ausentes en el polvo lunar. Esta deficiencia
significa que, a diferencia de la Tierra, que está cubierta de agua líquida y cuyos
suelos contienen muchos minerales ricos en agua, como arcillas y micas, las
misiones Apolo no trajeron ningún material que contuviera ni pizca de agua.
Algo debe haber eliminado esos compuestos volátiles de la Luna; tal vez un
choque o una explosión convirtieron su superficie en el lugar seco y desolado
que es hoy.
El tercer hallazgo clave de las misiones Apolo tiene que ver con el elemento
oxígeno, o más específicamente con la distribución de sus isótopos. Cada
elemento químico está definido por el número de protones, cargados
positivamente, que hay en su núcleo. Ese número es único: oxígeno sólo es otra
forma de decir «átomo con ocho protones». Los núcleos atómicos también
contienen una segunda clase de partícula, los neutrones, que son eléctricamente
neutros. Más de 99.7 por ciento de los átomos de oxígeno del universo tienen
ocho neutrones (ocho protones más ocho neutrones producen un isótopo llamado
oxígeno-16), mientras que los isótopos con nueve o diez neutrones (oxígeno-17
y oxígeno-18, respectivamente) representan una pequeña fracción del porcentaje
restante.
El oxígeno-16, el oxígeno-17 y el oxígeno-18 tienen un comportamiento
químico casi idéntico —puedes respirarlos en cualquier combinación y no
notarías la diferencia—, pero poseen masas distintas. El oxígeno-18 es más
pesado que el oxígeno-16. Por lo tanto, cada vez que un compuesto que contiene
oxígeno cambia su estado de sólido a líquido, o de líquido a gas, el oxígeno-16,
menos masivo, puede moverse más fácilmente. Durante los turbulentos inicios
del sistema solar estos cambios eran de los más comunes, y produjeron una
alteración en las cantidades de isótopos de oxígeno. Resulta que la proporción de
oxígeno-16 y oxígeno-18 cambia de planeta en planeta, y es muy sensible a la
distancia a la que se encontraba dicho planeta del Sol cuando se formó. Las
rocas del Apolo revelaron que las proporciones de isótopos de oxígeno en la
Luna son prácticamente idénticas a las de la Tierra. En otras palabras, la Tierra y
la Luna deben haberse formado más o menos a la misma distancia del Sol.
¿Qué pasa, entonces, con las tres hipótesis rivales sobre la formación de la
Luna? La teoría de la acreción binaria estaba en problemas desde el principio. Si
la Luna se formó a partir de sobras de la Tierra, ambas tendrían que tener la
misma composición promedio. Es verdad que la Luna y la Tierra coinciden en
cuanto a los isótopos de oxígeno, pero la teoría de la acreción binaria no puede
explicar las grandes diferencias en hierro y en compuestos volátiles. La
composición general de la Luna es demasiado diferente como para que se haya
formado a partir de los mismos materiales que la Tierra.
Las diferencias en composición también plantean problemas insalvables para
la teoría de la captura. Los modelos teóricos de los movimientos planetarios
sugieren que un planetésimo capturado debería haberse formado en la nebulosa
solar a más o menos la misma distancia del Sol que la Tierra y, por lo tanto,
tendría más o menos la misma composición promedio. La Luna no. Claro que
podría haberse formado, en otra zona de la nebulosa solar, un objeto del tamaño
de la Luna con una órbita que cruzara la de la Tierra, pero los modelos por
computadora de las dinámicas orbitales requieren que una luna como ésa tuviera
una velocidad muy alta en relación con la de la Tierra, lo que haría que ese
escenario de captura resultara imposible.
Así que queda la teoría de la fisión de George Howard Darwin, la cual puede
explicar las composiciones similares de isótopos de oxígeno (la Tierra y la Luna
son un mismo sistema) y la diferencia de hierro (el núcleo de la Tierra ya se
había formado; la masa amorfa que daría origen a la Luna era un trozo del manto
de la Tierra, ya diferenciado y pobre en hierro). Además, permite entender por
qué siempre vemos la misma cara de la Luna: la órbita de la Tierra y la de la
Luna siguen el mismo movimiento de rotación alrededor del eje de la Tierra:
giran en el mismo sentido. Pero todavía hay un gran problema: ¿dónde quedaron
los compuestos volátiles de la Luna?
Las leyes de la física también presentan algunos inconvenientes para la teoría
de la fisión. Más o menos por la misma época en la que se lanzaron las misiones
Apolo, los modelos por computadora de la formación de planetas habían
progresado al punto de que los teóricos podían estudiar con precisión la
dinámica de una bola de magma del tamaño de la Tierra que gira a gran
velocidad. En una palabra: la fisión no funciona. La gravedad de la Tierra es
demasiado fuerte para que una gran masa de roca fundida salga despedida hacia
el espacio. De hecho, una Tierra líquida tendría que girar sobre su eje a una
velocidad increíble, más o menos una vez por hora, para que se desprendiera una
gota del tamaño de la Luna. El sistema Tierra-Luna no tiene suficiente momento
angular para que algo así ocurra.
Conclusión: ninguna de las tres teorías predominantes sobre la formación de
la Luna se ajustaba a los datos que obtuvimos de las misiones Apolo. Debía
haber otra explicación.
Un cielo diferente
La formación de la Luna fue un momento crucial en la historia de la Tierra, y
tuvo consecuencias de muy largo alcance que son totalmente sorprendentes y
que apenas ahora comenzamos a entender. Hace 4500 millones de años la Luna
no era el romántico disco plateado que vemos hoy en el cielo. Por entonces era
una influencia amenazadora, dominante e inimaginablemente destructiva sobre
el ambiente de la superficie de la Tierra.
Todo se reduce a un hecho asombroso: la Luna se formó a sólo 24 mil
kilómetros de distancia de la superficie de la Tierra, no mucho más lejos que un
vuelo de avión de Washington, D. C., a Melbourne, Australia. Hoy, sin embargo,
la Luna se encuentra a 382 mil kilómetros de distancia. De entrada, parece poco
probable que una Luna gigante se aleje de ese modo de la Tierra, pero las
mediciones no mienten. Los astronautas del Apolo dejaron espejos en la
superficie de la Luna, y los científicos hacen reflejar en ellos rayos láser desde la
Tierra para medir la distancia con una precisión de una fracción de centímetro.
Cada año, desde principios de la década de 1970, la Luna se ha ido alejando 3.82
centímetros por año. No parece gran cosa, pero a la velocidad actual suma un
kilómetro y medio cada 40 mil años. Si proyectamos la película en reversa
podemos suponer que hace 4500 millones de años la situación era radicalmente
distinta.
Para empezar, la Luna se veía totalmente diferente. A 24 mil kilómetros de
distancia la Luna, con su diámetro de 3456 kilómetros, nos habría parecido
gigantesca, diferente a todo lo que hayamos visto. Abarcaba casi ocho grados de
arco en el cielo —más o menos dieciséis veces el diámetro aparente del Sol— y
tapaba doscientos cincuenta veces más luz del firmamento que la Luna actual.
Y ahí no acaba la cosa. La joven Luna era un cuerpo violento, con un
vulcanismo intenso y muy diferente al objeto grisáceo y estático que vemos hoy.
La superficie debe haber tenido un aspecto ennegrecido, surcado por grietas
llenas de magma y cuencas volcánicas que eran visibles desde la Tierra. La Luna
llena primigenia era igual de dramática, su superficie reflejaba cientos de veces
más luz solar que en tiempos modernos. Podrías haber leído un libro bajo su luz,
pero las observaciones astronómicas habrían resultado inútiles: su brillo habría
opacado el de todas las estrellas o planetas.
Una cosa que contribuía al dramatismo de la situación era que todo sucedía a
un ritmo acelerado. En el espacio no existe la fricción, así que los objetos que
giran siguen haciéndolo durante miles de millones de años. La cantidad total de
energía de giro del sistema Tierra-Luna —su momento angular— se mide
mediante la combinación de dos movimientos circulares que nos resultan
familiares. El primero es la rotación de la Tierra sobre su eje; conforme más
rápido gira la Tierra, más momento angular tiene. El momento angular de la
Luna, por el contrario, depende básicamente de qué tan lejos esté y de qué tan
rápida sea su órbita alrededor de la Tierra. Su propia rotación no es una parte
importante de la ecuación.
El momento angular total de la rotación de la Tierra más la órbita de la Luna
no ha cambiado mucho durante los últimos miles de millones de años, pero la
importancia relativa de ambos movimientos ha cambiado muchísimo.
Actualmente, casi todo el momento angular del sistema Tierra-Luna se encuentra
en la Luna, con sus 382 mil kilómetros de distancia y su periodo orbital de 29
días. La Tierra, que se encuentra en el centro de este sistema, y que es mucho
más masiva y tiene un cómodo día de 24 horas, sólo tiene una pequeña fracción
del momento angular de la Luna. (Del mismo modo, los lejanos gigantes
gaseosos cargan casi todo el momento angular del sistema solar, aunque el Sol
mismo tenga 99.9 por ciento de la masa).
Pero hace 4500 millones de años las cosas eran muy distintas. Con la Luna a
sólo 24 mil kilómetros de distancia todo daba vueltas ridículamente rápido,
como el patinador en hielo que acerca los brazos al cuerpo para acelerar el ritmo
de sus giros. Para empezar, la Tierra giraba sobre su eje cada cinco horas.
Todavía le tomaba un año entero (unas 8766 horas) girar alrededor del Sol; ese
tiempo no ha cambiado mucho en la historia del sistema solar. ¡Pero había más
de 1750 días cortos por año, y el Sol salía cada cinco horas!
Este cálculo suena extravagante e imposible de comprobar, pero hay al
menos un par de mediciones directas que confirman esta idea de que
antiguamente los días eran más cortos. Los arrecifes de coral son una forma muy
convincente de evidencia. Algunas especies de coral muestran líneas de
crecimiento extraordinariamente precisas que registran tanto los sutiles ciclos
diarios como los ciclos anuales, más evidentes. Como es de esperarse, los
corales modernos muestran unas 365 líneas diarias por cada año de crecimiento.
Pero existen corales fósiles del periodo Devónico, hace unos 400 millones de
años, que muestran más de 400 líneas por año, lo que indica una tasa mayor de
rotación. Los días sólo duraban 22 horas por ese entonces, y la Luna estaba unos
15 mil kilómetros más cerca de la Tierra.
La segunda medida, que complementa ésta, se basa en el eufónico fenómeno
de las ritmitas mareales, que son sedimentos que se depositan en capas muy finas
y revelan los ciclos diarios, lunares y anuales de las mareas. Algunos estudios
microscópicos muy exhaustivos de ritmitas mareales de 900 millones de años de
antigüedad que provienen del cañón Big Cottonwood, en Utah, sugieren un
mundo en el que los días terrestres sólo duraban 18.9 horas, y donde había 464
días —464 salidas y puestas de Sol— cada año. Se calcula que la distancia entre
la Tierra y la Luna en esa época era de 350 mil kilómetros, lo que implica que la
tasa de recesión era muy similar a la de nuestros tiempos: 3.91 centímetros al
año.
Mundo lunático
Todavía no existe ninguna evidencia directa que documente los ciclos de mareas
de la Tierra anteriores a mil millones de años, pero podemos estar seguros de que
hace 4500 millones de años las cosas eran más salvajes. La Tierra tenía días de
cinco horas, pero además la Luna giraba muchísimo más rápido en su órbita
cercana. Sólo le tomaba 84 horas —3.5 días modernos— darle la vuelta a la
Tierra. La Tierra giraba tan rápido y la Luna orbitaba tan deprisa que nuestro
conocido ciclo de Luna nueva, Luna creciente, Luna llena y Luna menguante se
sucedía frenéticamente: cada pocos días de cinco horas aparecía una nueva fase
lunar.
Estos hechos tuvieron muchas consecuencias, unas más benignas que otras.
Con una obstrucción lunar tan grande en el cielo, y con movimientos orbitales
tan rápidos, los eclipses eran acontecimientos muy frecuentes. Cada 84 horas
sucedía un eclipse solar total en casi todas las lunas nuevas, cuando la Luna se
ubicaba entre la Tierra y el Sol. Esto bloqueaba por completo la luz solar; las
estrellas y los planetas aparecían de pronto contra un cielo oscuro y los feroces
volcanes y los océanos de magma de la Luna destacaban, con un brillo rojizo,
contra el oscuro disco lunar. Los eclipses totales de Luna también ocurrían en
forma regular, casi cada 52 horas después, con la regularidad de un reloj.
Durante cada Luna llena, cuando la Tierra se encontraba justo entre el Sol y la
Luna, la gran sombra de la Tierra oscurecía por completo la enorme cara
brillante de la Luna. Una vez más, las estrellas y los planetas aparecían sobre un
cielo negro y los volcanes de la Luna hacían, rubicundos, su aparición.
Una consecuencia mucho más violenta de la proximidad de la Luna eran
unas mareas monstruosas. Si la Tierra y la Luna hubieran sido cuerpos sólidos
perfectamente rígidos se verían hoy más o menos igual que hace 4500 millones
de años: estarían a 24 mil kilómetros de distancia, y tendrían movimientos
rotacionales y orbitales rápidos y eclipses frecuentes. Pero la Tierra y la Luna no
son rígidas. Sus rocas pueden deformarse y doblarse; cuando están fundidas, en
particular, se alzan y retroceden con las mareas. La Luna joven, a una distancia
de 24 mil kilómetros, ejercía unas fuerzas de marea tremendas sobre las rocas
terrestres, y la Tierra a su vez ejercía una fuerza gravitacional igual y opuesta
sobre el paisaje lunar, en su mayor parte en estado líquido. Es difícil imaginar las
enormes mareas de lava que ocurrían por entonces. Cada pocas horas la
superficie de la Tierra, en buena medida conformada por rocas fundidas, debe
haberse abultado más de un kilómetro en dirección a la Luna; esta deformación
generaba una fricción interna tremenda que producía más calor y mantenía la
superficie líquida durante más tiempo que en un planeta aislado. La gravedad de
la Tierra le devolvía el favor: hacía sobresalir la cara de la Luna que da hacia la
Tierra y deformaba nuestro satélite perfectamente esférico.
Estas colosales deformaciones de marea son la razón fundamental de que la
Luna siga alejándose de la Tierra. ¿Cómo le hace un objeto de 3450 kilómetros
de diámetro para alejarse desde apenas 24 mil kilómetros a 382 000? La
respuesta se encuentra en la conservación del momento angular, la suma
constante de la energía rotacional de la Tierra más la energía orbital de la Luna.
Las leyes de la física dicen que el sistema Tierra-Luna debe conservar, en gran
medida, todo su momento angular original.
Hace 4500 millones de años una enorme deformación de marea recorría todo
el planeta cada pocas horas. Pero como la superficie de la Tierra giraba alrededor
de su eje más rápido (cada cinco horas) de lo que la Luna orbitaba alrededor del
mismo eje (cada 48 horas), la deformación de marea, con su masa extra, siempre
llevaba la delantera y constantemente jalaba la Luna con su fuerza de gravedad,
haciéndola ir más y más rápido en cada órbita. Las leyes inmutables del
movimiento planetario, que propuso hace unos cuatro siglos el matemático
alemán Johannes Kepler, dicen que mientras más rápido orbita un satélite más
lejos tiene que estar de su planeta central. Pero si la Luna orbita la Tierra más y
más rápido, y por lo tanto se aleja de ella más y más, también tiene que ganar
momento angular.
Al mismo tiempo que la deformación de marea de la Tierra jalaba a la Luna,
la Luna deformada jalaba la enorme deformación de la Tierra con una fuerza
gravitacional igual y opuesta, lo que hacía que la Tierra girara más despacio
sobre su eje en cada rotación. Aquí es donde entra la conservación del momento
angular. Mientras más rápido giraba la Luna, más lejos tenía que estar de la
Tierra y más momento angular tenía que ganar. Para compensar, la Tierra tenía
que rotar cada vez más lentamente sobre su eje para conservar el momento
angular total del sistema Tierra-Luna. Piensa nuevamente en el patinador, que
ahora extiende sus brazos para hacer más lento el ritmo de sus giros. En el
transcurso de 4500 millones de años la rotación de la Tierra ha pasado de ocurrir
una vez cada cinco horas a una cada 24 horas, y la Luna se ha alejado y ha
ganado un montón de momento angular en el proceso.
No todos los sistemas planeta-luna siguen este guion. Si el planeta gira sobre
su eje más lentamente de lo que su luna lo orbita, sigue un proceso inevitable de
frenado. Las deformaciones de marea en el planeta se quedan retrasadas y la luna
se frena con cada órbita y se acerca cada vez más a su fin. Con el tiempo la luna
se desplomará sobre el planeta y será devorada, en una variación más del Gran
Impacto. Tal vez por eso Venus, con su rotación retrógrada, no tiene luna. Tal
vez la desaparición cataclísmica de una vieja luna explica por qué Venus perdió
su agua y es ahora un mundo inhóspito, ardiente y sin vida.
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Capítulo 3
La Tierra negra
Inevitabilidad elemental
La Tierra fundida
Los seis grandes elementos, cada uno de los cuales es una consecuencia
inevitable de la evolución de las estrellas que explotan y de los planetas
terrestres, también son los responsables de que existan las rocas más abundantes
de la Tierra. Sus comportamientos químicos característicos condujeron a nuestro
planeta a un camino irreversible de transformación que terminó dando como
resultado el mundo que habitamos hoy. Pero antes de que las rocas pudieran
formarse, la Tierra tuvo que enfriarse.
Imagina de nuevo los años violentos que siguieron al impacto que dio origen
a la Luna. Durante unos días o semanas lo que terminaría convirtiéndose en la
Tierra y lo que se convertiría en la Luna aún estaba por decidirse. Ni la Tierra ni
la Luna, en esos primeros días pos-Theia, tenían una superficie sólida. Los dos
globos fusionados estaban unidos por un océano de magma que los rodeaba,
turbio y al rojo vivo, bañado por una lluvia incandescente de silicatos fundidos a
temperaturas de miles de grados Celsius.
Mientras la atmósfera se despejaba de los restos de Theia, la Tierra radiaba
hacia el espacio una enorme cantidad de calor, y su capa superficial se enfriaba
inexorablemente. A pesar de ello, algunos eventos cósmicos conspiraron para
mantener fundida la superficie de la Tierra por un tiempo más. Para empezar,
grandes asteroides hacían impacto en el planeta. Cada choque añadía más
energía térmica, supercalentaba el área de impacto y frustraba sus intentos por
formar una corteza estable. Las intensas mareas producidas por la gravedad de la
Luna, que aún estaba muy cerca, también ayudaban a mantener la Tierra en
estado líquido; cada cinco horas una gran protuberancia ecuatorial de magma
turbulento recorría el planeta y quebraba cualquier capa delgada que hubiera
podido formarse. También añadía calor al conjunto la gran reserva de elementos
muy radiactivos de la Tierra, tanto los isótopos de aluminio y tungsteno, de vida
corta y capaces de generar calor, como los isótopos de uranio, torio y potasio,
con largas vidas medias. La naciente atmósfera, alimentada por los vapores
volcánicos ricos en dióxido de carbono y en agua, puede haber amplificado estos
efectos al inducir un estado de «superefecto invernadero».
Durante un lapso desconocido de tiempo, tal vez cien años, tal vez cien mil
—un pestañeo en términos geológicos—, la Tierra permaneció en estado líquido.
Pero estaba predestinada a enfriarse y a endurecerse. La segunda ley de la
termodinámica exige que los objetos calientes que no tienen ninguna fuente
importante de energía se enfríen, y que cuanto más caliente esté el objeto, más
rápida sea la tasa de enfriamiento.
Existen tres mecanismos comunes que facilitan esta transferencia de calor.
La primera es la conducción. Cuando un objeto más caliente toca uno más frío la
energía térmica debe fluir de lo caliente a lo frío. Este proceso, dolorosamente
obvio si alguna vez te has quemado los pies caminando por el pavimento
caliente o te has ampollado las manos al tocar un quemador de la estufa, es
provocado por el movimiento constante de los átomos. En los objetos más
calientes los átomos experimentan movimientos más violentos. Cuando un
objeto más frío, cuyos átomos se mueven más despacio, entra en contacto con un
objeto más caliente, con átomos más frenéticos, parte de ese movimiento
violento se transfiere mediante colisiones entre átomos. Si el objeto que tocas
está lo suficientemente caliente puede afectar las moléculas de tu piel, matar
células y ocasionar una quemadura. La conducción es una buena forma de
transferir calor localmente, desde un objeto a otro que está junto a él, pero no
sirve muy bien para transferir calor a escala planetaria. Toma demasiado tiempo
transportar calor de un átomo al que sigue.
La convección, en la cual grupos de átomos calientes transportan energía
térmica al por mayor, es una mejor elección planetaria para enfriarse. Cada vez
que el agua hierve, experimentas la convección. Echa agua en una olla, prende la
estufa y espera. Al principio el proceso es lento: la olla entra en contacto con el
agua fría, le transfiere calor por conducción y, poco a poquito, los átomos de
metal de la olla empujan las moléculas de agua. Pero pronto entra en acción otro
mecanismo. El agua caliente del fondo comienza a expandirse y a elevarse a
través del agua más fría y densa de arriba, con lo que transfiere grandes
cantidades de calor a la superficie. Al mismo tiempo el agua de la superficie,
más fría y densa, se hunde hacia el fondo caliente de la olla. El intercambio de
calor ocurre más y más rápido: las columnas de agua suben y se hunden hasta
que el agua hierve a borbotones. Mediante el ciclo convectivo del agua caliente
que sube y el agua fría que baja, hay grandes volúmenes de agua que propagan el
calor por todo el líquido en un baile rápido y efectivo.
A gran escala, la de la Tierra, la convección aparece por todos lados: en las
refrescantes brisas marinas durante un día de verano, en las grandes corrientes
oceánicas que viajan del Ecuador al Ártico, en los turbulentos frentes de
tormentas salpicadas de relámpagos, en los manantiales en ebullición y en los
chorros de los géiseres. Y lo mismo sucede en el interior de la Tierra: los
magmas y las rocas más frías y densas cerca de la superficie se hunden, y los
magmas más calientes y menos densos de las profundidades emergen a la
superficie. Durante toda la historia de la Tierra la convección ha sido el motor
principal del enfriamiento planetario.
Y luego tenemos la radiación, el tercer mecanismo para la transferencia de
calor. Todos los objetos calientes irradian calor a sus alrededores, más fríos, en
forma de radiación infrarroja que viaja 300 mil kilómetros por segundo en el
vacío. Esta conocida forma de energía, tan evidente cuando te relajas y te bañas
un rato en los rayos del Sol resplandeciente, se comporta en forma similar a las
ondas de luz visible (aunque la radiación térmica tiene longitudes de onda un
poco más largas). La fuente más obvia de energía infrarroja es sin duda el Sol,
que baña la Tierra en una radiación infrarroja que tarda unos 8.3 minutos en
viajar hasta nosotros a través del vacío del espacio. Otros ejemplos familiares
son los calentadores eléctricos, el fuego de la chimenea y los viejos radiadores
de agua caliente. Todos los objetos calientes irradian calor a sus alrededores si
éstos están más fríos. Tu cuerpo no es la excepción; es por eso que los auditorios
atiborrados de gente se calientan tanto: cada persona irradia tanto calor como un
foco de cien watts, un hecho fácil de verificar si uno se pone unos lentes de
visión nocturna, que hacen que la gente y otros animales que emiten radiación
infrarroja parezcan brillar en la oscuridad.
La tasa de transferencia de calor, ya sea por conducción, convección o
radiación, depende del diferencial de temperatura entre los objetos más calientes
y los más fríos. La conducción es más rápida, la convección más vigorosa y la
radiación mucho más intensa si las diferencias de temperatura son mayores. La
Tierra es un planeta tibio; a lo largo de su órbita alrededor del Sol irradia calor
continuamente hacia el frío vacío del espacio. Pero la Tierra pos-Theia, aún al
rojo vivo, lanzaba energía calorífica al espacio a un ritmo sin precedentes en
épocas modernas. Literalmente brillaba en la oscuridad vacía del espacio.
La Tierra irradiaba cantidades tan prodigiosas de calor hacia el espacio que era
inevitable que se formara una corteza. En algún lugar, probablemente cerca de
uno de los polos menos afectados por las fuerzas de marea, la superficie fundida
se enfrió lo suficiente para que se formaran los primeros cristales. Pero enfriarse
y cristalizarse no era para nada un evento sencillo. Muchas sustancias cotidianas
tienen una temperatura bien definida, a la que su forma líquida se convierte en
sólida al enfriarse, el famoso punto de congelación. El agua líquida se congela a
cero grados, el plateado mercurio metálico a –38 grados y el etanol (el alcohol
que bebemos) a -117 grados Celsius. Pero el magma es diferente: una
característica peculiar es que no tiene un único punto de congelación (aunque en
el caso del magma hablar de un punto de congelación de más de 1300 grados
Celsius suena como un oxímoron).
Comencemos con las condiciones infernales que reinaron hace 4500
millones de años, inmediatamente después del choque con Theia, una época en
la que la Tierra y su Luna compartían una resplandeciente atmósfera de vapor de
silicio que se hallaba a temperaturas de 5 mil grados Celsius. Ese gas rocoso
infernal se enfrió rápidamente, se condensó en forma de gotitas y cayó como una
lluvia de magma sobre los nuevos mundos gemelos. Inevitablemente empezó a
enfriarse: bajó a 3 mil grados, luego a 2 mil, luego a mil. Entonces comenzaron a
formarse los primeros cristales.
Contar estas historias sobre las primeras rocas terrestres es la especialidad de
los petrólogos experimentales, gente que inventa nuevas técnicas de laboratorio
para cocinar y exprimir las rocas con el objetivo de imitar las condiciones que
reinan en las profundidades de la Tierra. La búsqueda de los orígenes de las
rocas enfrenta dos retos técnicos. Primero tienes que controlar temperaturas
increíblemente altas, de miles de grados, mucho más altas que las que alcanza
cualquier horno doméstico. Para hacerlo, los científicos fabrican bobinas de
alambre de platino, meticulosamente espaciadas, por las cuales hacen pasar
corrientes eléctricas muy intensas que les permiten alcanzar temperaturas
extremas. Lo más desafiante es que estas temperaturas tienen que aplicarse al
tiempo que las muestras son sometidas a presiones brutales, decenas o cientos de
miles de veces mayores que la atmosférica. Para esta exigente tarea los
investigadores utilizan la ayuda de cilindros hidráulicos gigantes y de enormes
prensas de tornillo.
Durante más de un siglo el Laboratorio de Geofísica del Instituto Carnegie,
mi hogar científico, ha sido el centro de estas heroicas búsquedas de las verdades
profundas de la Tierra. Durante un breve lapso, antes de que muriera
prematuramente en un hospital, tuve la oportunidad de trabajar codo a codo con
Hatten S. Yoder Jr., uno de los pioneros de la petrología experimental y principal
experto mundial en los orígenes del basalto. Yoder era un hombre imponente,
dinámico, entusiasta y muy atento, literalmente una encumbrada figura en su
campo. Al haber servido como oficial naval durante la segunda guerra mundial
estaba íntimamente familiarizado con los equipos metálicos gigantes. En la
década de 1950 entró al Laboratorio de Geofísica y comenzó a usar cañones
sobrantes y viejas corazas blindadas, todavía pintadas con el color gris de los
barcos de guerra, para construir el laboratorio de alta presión que le daría forma
no sólo a su carrera sino también a nuestra comprensión del suelo que pisamos.
La pieza central del artefacto de Yoder era una «bomba»: un enorme cilindro
de acero de 30 centímetros de diámetro, 50 de largo y una perforación de 2.5
centímetros de ancho. Un extremo del artilugio se conectaba a una serie de
bombas de gas, compresores e intensificadores que podían generar unas
asombrosas 12 mil atmósferas de presión de gas —la presión que existe a 40
kilómetros de profundidad bajo la superficie de la Tierra— y, en caso de que el
aparato alguna vez fallara catastróficamente, una energía acumulada equivalente
al poder explosivo de una barra de dinamita. El otro extremo de la bomba
alojaba un arreglo de muestras de roca de 30 centímetros de largo y una enorme
tuerca hexagonal de 15 centímetros de diámetro. Para sellar el aparato
ajustábamos la tuerca con una llave que medía un metro de largo y pesaba diez
kilos.
Lo lindo del aparato de Hat Yoder es que podíamos llenar tubitos de oro con
rocas pulverizadas y muestras de minerales, meterlos en un calentador cilíndrico
y asegurar todo el arreglo dentro de la cámara de presión de la bomba. Subíamos
la presión, encendíamos el calentador eléctrico y la bomba hacía el resto del
trabajo. Cada ciclo podíamos poner hasta seis tubitos de oro; cada corrida duraba
desde unos cuantos minutos hasta algunos días. El genial invento de Hat Yoder
estaba perfectamente adaptado para estudiar cómo evolucionaron las rocas de la
corteza y el manto superior de la Tierra.
Lo que encontraron Hat Yoder y sus colegas fue que una mezcla
incandescente rica en los seis grandes elementos comienza a solidificarse, por lo
general, cuando se forman cristales de olivino, hechos de silicato de magnesio, al
momento en que la mezcla se enfría por debajo de 1500 grados Celsius. Durante
su periodo de enfriamiento tanto en la Luna como en la Tierra comenzaron a
crecer en el magma hermosos cristalitos verdes, como semillas microscópicas
que luego alcanzaron el tamaño de balines, guisantes, uvas… Pero la olivino
suele ser más densa que el líquido en el que crece, así que esos primeros cristales
comenzaron a hundirse, más y más rápido conforme los cristales crecían más y
más, y en las profundidades se acumularon enormes masas de cristales casi
puros que formaron una espectacular roca verde llamada dunita. Hoy es raro
encontrar esta roca en la Tierra; sólo aparece en la superficie en ocasiones
especiales, cuando los fenómenos que le dan forma a las montañas —como las
deformaciones del terreno o la erosión— exponen los característicos cúmulos de
olivino que se formaron en las profundidades.
El hundimiento constante de cristales de olivino alteró poco a poco los
magmas que se enfriaban dentro de la Tierra y la Luna. Su composición cambió:
fueron perdiendo magnesio y se concentraron cada vez más el calcio y el
aluminio. En la Luna, conforme seguía enfriándose el océano de magma,
comenzó a formarse un segundo mineral: la anortita, un feldespato hecho de
aluminosilicato de calcio, comenzó a cristalizarse junto a la olivino y a formar
pálidos bloques. A diferencia de la olivino, la anortita es menos densa que el
líquido en el que se forma, así que tiende a flotar. En la Luna aparecieron
enormes cantidades de anortita que flotaban en la superficie del océano de
magma y que formaron una gran corteza de cadenas montañosas hechas de
feldespato flotante que se elevaban hasta seis kilómetros sobre la superficie
fundida. Estas masas blanco-grisáceas, que todavía ocupan 65 por ciento de la
cara reflejante de la Luna, se llaman planicies lunares. Como se elevaron
directamente a partir del océano de magma, son las formaciones más antiguas
que se conocen en la Luna. Las muestras del Apolo revelan que estas anortositas
tan características se encuentran en un rango de edades que van desde las más
jóvenes, de 3900 millones de años, hasta las más viejas, de 4500 millones, que se
formaron muy poco después del Gran Impacto.
En la Tierra, que tenía una composición más húmeda, océanos de magma
más profundos y, por lo tanto, temperaturas y presiones internas más altas,
ocurrió un escenario un poco diferente. Es posible que se hayan cristalizado
pequeñas cantidades de anortita al poco tiempo de formada la Tierra, en entornos
superficiales y con poca presión, pero era un mineral más bien secundario. Por el
contrario, apareció en abundancia el piroxeno, rico en magnesio y el más común
de los minerales de cadenas de silicatos, y se mezcló con la olivino para formar
un grueso amasijo de cristales. Así, en las primeras rocas de la Tierra
predominan la olivino y el piroxeno, que aparecen en una dura roca
verde-negruzca llamada peridotita. A lo ancho de los primeros 75 kilómetros del
manto terrestre comenzaron a cristalizarse diferentes variedades de peridotita; el
proceso probablemente comenzó hace más de 4500 millones de años y siguió
durante muchos cientos de millones más.
A pesar de su abundancia original, la peridotita también es relativamente rara
en la superficie de la Tierra actual. Un escenario bastante verosímil describe
balsas de peridotita que se endurecieron y enfriaron para formar, temporalmente,
la primera superficie rígida de la Tierra. Pero al enfriarse, la peridotita, igual que
su predecesor, la dunita, se volvió mucho más densa que el ardiente océano de
magma a partir del cual se formó. Al ocurrir esto, la superficie de peridotita se
agrietó, se separó y se hundió de nuevo dentro del manto, y con ello desplazó
más magma que se enfrió para formar más peridotita. A lo largo de cientos de
millones de años el manto mismo se solidificó lentamente gracias a esta cinta
transportadora de peridotita que funcionó en los 75 kilómetros de espesor del
manto. La proporción de peridotita sólida se incrementó respecto a la de magma
hasta que la parte superior del manto estaba compuesta en su mayor parte por
roca sólida de olivino-piroxeno.
Basalto
Un mundo hostil
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Capítulo 4
La Tierra azul
Los diversos papeles geológicos que desempeña el agua se deben a las singulares
propiedades químicas del óxido de hidrógeno. Recuerda que el hidrógeno es el
primer elemento y el oxígeno es el octavo; ninguno de ellos tiene el número
mágico de 2 o 10 electrones. Cada átomo de oxígeno aceptor de electrones busca
dos electrones más para alcanzar el número mágico 10, y cada átomo de
hidrógeno con un electrón para compartir quiere uno más. El resultado molecular
es una proporción de dos a uno de hidrógeno y oxígeno: H2O. Los átomos que
forman esta unidad compacta se acomodan en forma de V: el oxígeno, más
grande, está en el centro, y a cada lado tiene dos protuberancias de hidrógeno, un
poco como las orejas de Mickey Mouse. El átomo de oxígeno, que ha tomado
prestados electrones de los dos átomos de hidrógeno, adquiere una carga
eléctrica ligeramente negativa, mientras que cada átomo de hidrógeno es
proporcionalmente positivo. El resultado es una molécula polar, con partes
opuestas que tienen cargas eléctricas positivas y negativas (las orejas y el hocico
de Mickey, respectivamente).
Esta polaridad de las moléculas de agua es la responsable de muchas de sus
propiedades características. El agua polar es un supersolvente, porque sus
extremos positivo y negativo ejercen fuerzas poderosas que pueden desarmar
otras moléculas. Es por ello que la sal de mesa, el azúcar y muchos otros
ingredientes se disuelven rápidamente en agua. A la mayor parte de las rocas les
toma un poco más disolverse, pero a lo largo de millones de años los océanos se
han vuelto ricos en casi todos los elementos químicos. (En consecuencia, cada
kilómetro cúbico de agua de mar contiene unos ciento quince kilogramos de oro,
que valdrían más de diez millones de dólares al considerable precio reciente del
oro… si tuviéramos la tecnología para extraerlo). Esta habilidad única del agua
para disolver y transportar otras sustancias también la convierte en un medio
ideal para el origen y la evolución de la vida. Toda la vida en la Tierra, y tal vez
toda la vida del cosmos, depende del agua.
La polaridad de las moléculas de agua ocasiona que se enlacen fuertemente
unas con otras: la parte positiva de una molécula atrae las partes negativas de
otras. Es por eso que el hielo es un sólido molecular inusualmente fuerte (cosa
que nunca olvidarás si te has puesto una buena caída al patinar sobre hielo).
Estos enlaces intramoleculares inusualmente fuertes también le dan al agua una
tensión superficial particularmente alta, una propiedad fascinante que le permite
a los insectos pequeños caminar, literalmente, sobre el agua. La tensión
superficial también da lugar a la acción capilar, que provoca que el agua suba
por los tallos de las plantas vasculares y permite que los árboles alcancen cientos
de metros de altura. Las gotas de agua, redondeadas por la fuerte atracción
mutua de las moléculas de agua, es otra manifestación de la tensión superficial, y
un eslabón vital para mantener el inusualmente rápido ciclo del agua en la Tierra.
Las moléculas volátiles no polares, como el metano y el dióxido de carbono, no
pueden formar estas gotitas: sólo pueden flotar en la atmósfera en forma de una
penetrante neblina ultrafina, así que la «lluvia» sería un fenómeno desconocido
en un planeta dominado por estos gases atmosféricos.
Los enlaces fuertes entre las moléculas son la causa de otra de las
propiedades más curiosas e importantes del agua: el agua líquida es
aproximadamente 10 por ciento más densa que el hielo sólido. En casi todos los
compuestos químicos que se conocen el sólido se hunde en su líquido, una
situación que resulta intuitivamente lógica, pues en los sólidos las moléculas
están dispuestas en patrones regulares y repetidos, en contraste con los líquidos,
en los que están distribuidas en forma arbitraria. Piensa que es como guardar
cajas de zapatos en la bodega de una zapatería. Las pilas ordenadas de cajas
(como moléculas perfectamente alineadas en una estructura cristalina sólida)
ocupan mucho menos espacio que una pila desordenada (como las moléculas
que chocan caóticamente en un líquido). Pero en el agua las moléculas se
ordenan de forma más eficiente en su estado líquido arbitrario que en los
ordenados cristales de hielo.
La consecuencia relevante es que el hielo, ya sea en un cubito dentro de tu
bebida, en forma de capa sobre un río o un arroyo congelado, o en un iceberg,
flota. Si no fuera por esta insólita característica muchos cuerpos de agua se
congelarían en bloque en vez de formar una gruesa capa protectora de hielo
durante el invierno. En un mundo en el que el hielo se congelara por completo la
vida acuática enfrentaría riesgos muy serios y el vital ciclo del agua se detendría
casi por completo. Curiosamente, el mismo fenómeno es uno de varios factores
que permiten esquiar y patinar sobre hielo. La presión que ejerce la cuchilla de
tus patines al presionar el hielo sólido ayuda a producir una delgada capa de
agua líquida, más densa, sobre la que puedes deslizarte. Si la temperatura
desciende mucho, en general por debajo de −73 grados Celsius, no se forma esta
capa de agua lubricante y patinar y esquiar se vuelve mucho más difícil.
Y sin embargo, otra característica distintiva del agua «pura» es su falta de
pureza. No importa qué tan cuidadosamente se filtre o se destile, el agua nunca
está compuesta por completo de moléculas de H2O. Es inevitable que una
pequeña parte de esas unidades compuestas por tres átomos se desprendan para
formar iones de hidrógeno positivamente cargados (hidrones o iones H+, que de
hecho no son sino protones individuales con carga positiva y sin ningún
electrón) y grupos hidroxilo negativamente cargados (iones OH-). Los hidrones
se aferran rápidamente a las moléculas de agua para producir iones de hidronio
H3O+. Lo que llamamos agua pura a temperatura ambiente contiene cantidades
iguales de hidronio positivo y grupos hidroxilo negativos, en una concentración
que equivale a un pH de 7 (un «potencial hidrógeno» de 10-7 moles de grupos
hidronio por litro, en términos químicos).
Uno de los temas sobre los que se especula respecto a los primeros océanos
terrestres es su pH y su contenido de sal. El agua disuelve fácilmente muchas
impurezas, algunas de las cuales están positivamente cargadas, como los iones
de sodio (Na+) o de calcio (Ca2+), y otras negativamente cargadas, como los
iones de cloro (Cl-) o carbonato (CO32–). Como regla general, la carga eléctrica
total de cualquier solución de agua en grandes volúmenes debe ser cero: el
número total de cargas positivas debe estar equilibrado por un número igual de
cargas negativas. En el agua pura a temperatura ambiente, 10-7 moles de H3O+
están perfectamente equilibrados por 10-7 moles de OH–. En los ácidos, sin
embargo, el exceso de H3O+ debe equilibrar iones negativos (como el cloro en el
ácido clorhídrico, HCl). En las bases, el exceso de OH– debe equilibrar iones
positivos (como el sodio en la base hidróxido de sodio, NaOH).
La fuerza de los ácidos y las bases se mide en la escala pH. Los valores bajos
de pH indican soluciones ácidas, con más iones H3O+ que OH–. Una solución
ligeramente ácida con un pH 6 (típico del agua de la llave sin tratar en muchos
lugares) tiene diez veces más iones de hidronio que una solución neutral con pH
7. Algunos líquidos más ácidos incluyen el café (pH 5, con cien veces más
H3O+), el vinagre (pH 3, con diez mil veces más H3O+) y el jugo de limón (pH
2, con cien mil veces más H3O+). Las bases, por el contrario, son líquidos con
más OH– que H3O+, y por lo tanto con valores de pH más altos que 7. Algunas
bases comunes incluyen el bicarbonato de sodio (pH 8.5), la leche de magnesia
(un antiácido popular con pH 10) y los limpiadores caseros con amoniaco (pH
12). Como veremos más adelante, el pH y la salinidad de los primeros océanos
terrestres siguen siendo un tema que se discute apasionadamente.
El agua es una de las sustancias químicas más abundantes del cosmos. Mientras
más buscamos más la encontramos, y su presencia en otros planetas, lunas y
cometas nos ofrece pistas sobre su abundancia aquí en la Tierra, así como sobre
la posible distribución en el universo de formas de vida basadas en el agua. Las
observaciones por medio de telescopios pueden resultar engañosas, pues nuestra
atmósfera rica en agua tiende a ocultar todos los depósitos de H2O en las fuentes
lejanas, con excepción de las más concentradas. A pesar de esto, sabemos que
algunos objetos en el espacio profundo tienen una superficie helada, gracias a la
forma característica en que absorben la radiación infrarroja.
Estas huellas espectroscópicas revelan que algunos cometas y asteroides
contienen cantidades significativas de agua congelada. Los astrónomos han
documentado muchos mundos helados en nuestro sistema solar, desde Plutón y
su luna compañera, Caronte, hasta los luminosos anillos congelados de Saturno.
Si bien todos los planetas gaseosos gigantes están compuestos principalmente
por hidrógeno y helio, sus densas atmósferas contienen cantidades importantes
de vapor de agua. Y se cree que Europa y Calisto, las grandes lunas de Júpiter,
están cubiertas por una capa de hielo de algunos kilómetros de espesor que
flotan sobre profundos océanos de agua.
A primera vista los otros planetas terrestres, más cerca de casa, parecen ser
bastante secos. Mercurio está tan cerca del Sol que cualquier agua que haya
existido cerca de la superficie se evaporó hace mucho, así que este planeta, el
más caliente de todos, también es el más deshidratado. Venus, el planeta que
sigue, puede haber tenido en sus inicios una dotación de agua parecida a la de la
Tierra, pero hoy parece carecer casi totalmente de H2O cerca de la superficie. Su
gruesa y sobrecalentada atmósfera de dióxido de carbono nos habla de un efecto
invernadero desbocado y de una antigua pérdida de la poca agua superficial que
pueda haber tenido cuando se formó.
Marte, con sus casquetes polares de hielo que se expanden y se encogen al
ritmo del ciclo marciano de las estaciones, de 687 días de duración, es otra
historia. Durante mucho tiempo los astrónomos han especulado que el planeta
rojo puede ser un mundo húmedo y vivo. En la década de 1870, cuando la órbita
de Marte se encontró particularmente cerca de la Tierra, el astrónomo italiano
Giovanni Schiaparelli documentó líneas negras oscuras que interpretó como
canales naturales por los que posiblemente fluía el agua, es decir canali, en
italiano. Luego la traducción al inglés de esta descripción original las llamó por
error canals, que en ese idioma implican la idea de estructuras de alta tecnología,
y cobró vida la idea de una extinta raza marciana inteligente. El más notable de
estos entusiastas de Marte fue Percival Lowell, el astrónomo de Harvard que en
1890 se obsesionó con los descubrimientos de Schiaparelli. Lowell usó el dinero
de su familia para construir un observatorio privado en Flagstaff, Arizona, donde
se entregó al estudio de Marte. Armado de un telescopio último modelo de 24
pulgadas pensó que podría ver, bajo los claros cielos de Arizona, una gran red de
canales que se extenderían desde los polos, presumiblemente cubiertos de hielo,
hasta el seco Ecuador. En sus exitosos libros Mars (Marte, 1895), Mars and its
canals (Marte y sus canales, 1905) y Mars as the abode of life (Marte como el
hogar de la vida, 1908) Lowell describe la última obra maestra tecnológica de
una raza extinta a causa de la falta de agua.
Las vistosas imágenes de Lowell alimentaron una ola de cuentos y novelas
de ciencia ficción (entre ellas el clásico de H. G. Wells La guerra de los mundos,
de 1898), pero no sirvieron para convencer a la comunidad científica de que en
Marte hay agua, y mucho menos vida. Tras más de un siglo de estudiar Marte
con telescopios más y más grandes, y de un frenesí de sofisticadas misiones de
reconocimiento (la primera de las cuales fue el Mariner 9, en 1971) y de
aterrizajes (comenzando con el Viking en 1976), no se habían obtenido pruebas
definitivas de que en Marte existieran cuerpos de agua o de cuál era su
extensión. A finales de la década de 1970 las misiones Viking finalmente
documentaron en forma inequívoca la presencia de hielo de agua en la región
polar del norte de Marte mediante mediciones espectrales, pero sólo a partir del
año 2000, y con ayuda de un arsenal de instrumentos a bordo de la última
generación de satélites, así como de instrumentos de excavación en la sonda
Phoenix y los rovers Spirit y Opportunity, se ha revelado la verdadera cantidad
de agua en Marte y la naturaleza de sus depósitos.
Actualmente la mayor parte del agua de Marte se encuentra en forma de
permafrost bajo la superficie, y posiblemente como agua corriente en zonas más
profundas y tibias, tal vez incluso en enormes depósitos que permanecen ocultos
por la seca capa exterior. En 2002 la nave Mars Odyssey, que llevaba consigo un
sofisticado espectrómetro de neutrones, encontró algunas pistas sobre la
extensión de esta agua bajo la superficie. Cuando los rayos cósmicos
bombardean la superficie de Marte pueden desprender neutrones de depósitos
ricos en hidrógeno (es decir, que contienen agua). El espectrómetro estaba
diseñado para detectar estos neutrones que emanan de una amplia franja de
superficie marciana, desde el Ecuador hasta latitudes más altas. Sin embargo,
estos fascinantes resultados provocaron tantas preguntas como respuestas,
porque no se pudo determinar si el agua se encontraba en forma líquida, sólida o
asociada con minerales.
En 2007 el Mars Reconnaissance Orbiter de la NASA, con ayuda de un radar
capaz de penetrar el suelo, nos proporcionó una imagen de mucha mayor
resolución de esta agua escondida. Dichas mediciones pioneras detectaron
acumulaciones de hielo tan grandes como glaciares en las latitudes del centro y
sur del planeta. Más recientemente el Mars Express Orbiter de la Agencia
Espacial Europea usó un sistema de radar parecido para detectar hielo oculto a
gran profundidad a lo largo de una ancha franja del planeta. Algunas áreas
cercanas al polo sur revelaron tener zonas ricas en hielo de más de ciento
cincuenta kilómetros de profundidad. De hecho, es posible que Marte contenga
bajo la superficie una cantidad de hielo equivalente a un océano que cubra el
planeta entero y de cientos de metros de profundidad. Así que los océanos
terrestres pudieron haber tenido alguna vez un primo marciano.
El agua también puede detectarse a partir de la presencia de rocas y
minerales característicos. El lander Phoenix y los intrépidos rovers Spirit y
Opportunity, los tres de la NASA, encontraron muchas pruebas complementarias
de minerales que se formaron mediante interacciones entre el agua y las rocas.
Resulta que las arcillas, minerales ricos en agua, son un fenómeno corriente en el
ambiente superficial marciano, y es posible que representen buena parte del
material rico en hidrógeno que los detectores de neutrones observaron unos años
antes. También son comunes las evaporitas, minerales característicos de los
lagos secos, así como el ópalo, una variedad del cuarzo mal cristalizado que
suele formarse en los sedimentos húmedos del fondo de los océanos.
Cada vez que los científicos planetarios estudian el planeta rojo con nuevos
ojos encuentran más evidencias de que por la sinuosa superficie marciana un día
fluyó agua líquida. Las fotografías de alta resolución revelan antiguos valles y
barrancas fluviales salpicadas de peñascos, islas con forma de gota, depresiones
y pequeños canales entrecruzados. Estos accidentes geográficos corren a través
de sedimentos que parecen haber sido depositados en lagos o mares pocos
profundos. Y de hecho, las terrazas que rodean el hemisferio norte de Marte,
parecidas a las de las playas terrestres, implican que los océanos boreales
pudieron haber cubierto en algún momento más de una tercera parte de la
superficie marciana. Ese Marte, más fresco que el actual, podría haber sido
entonces, muchos millones de años antes que la Tierra, un planeta azul favorable
para la vida.
Y luego tenemos a la Luna, un elemento clave para entender la historia del
agua en la Tierra, su compañera. La creencia popular es que la Luna está seca
como un hueso (de hecho más seca que un hueso, que conserva una cantidad
significativa de agua incluso cuando está expuesto al sol del desierto). Hay
muchas líneas de investigación que apuntan a que de hecho es así de árida: los
telescopios terrestres no muestran la absorción infrarroja característica del agua,
las rocas lunares recolectadas en los seis alunizajes del Apolo no contenían
rastros detectables de este compuesto (al menos según los estándares analíticos
de 1970) y el hallazgo de hierro metálico sin oxidarse tras cuatro mil millones de
años en la superficie lunar parece descartar incluso una cantidad ínfima de agua
corrosiva.
Lo curioso de la creencia popular es que eventualmente alguien la pone en
duda y de vez en cuando encuentra cosas realmente interesantes. En 1994 un
único sobrevuelo de la misión Clementine obtuvo mediciones de radar que
resultaban consistentes con hielo de agua, aunque a muchos científicos no les
pareció muy convincente. Cuatro años después el Lunar Prospector empleó
espectroscopía de neutrones para detectar una concentración importante de
átomos de hidrógeno, y por lo tanto posible hielo de agua o minerales que
contienen agua, cerca de los polos lunares. Aún entonces muchos expertos
señalaron que una fuente más probable para la señal eran iones de hidrógeno
arrastrados hasta allí por el viento solar. Pero en octubre de 2009 la NASA hizo
chocar la etapa superior del cohete Atlas en uno de estos cráteres (el cráter
Cabeus, cerca del polo sur de la Luna) y analizó la columna de desechos que
levantó el impacto en busca de señales de H2O. Y allí estaban: la lluvia de polvo
incluía una cantidad pequeña pero significativa del compuesto vital, suficiente
para renovar el interés en el agua lunar y sus posibles orígenes. Ese mismo mes
aparecieron en Science tres artículos seguidos que establecían que las evidencias
de agua en la Luna hoy son incontrovertibles.
Aquí es donde entran Erik Hauri y sus colegas del Instituto Carnegie. Con
ayuda de una microsonda iónica —un instrumento muy sensible que no existía
cuando la primera generación de científicos estudió las muestras del Apolo— el
equipo de Hauri volvió a examinar cuentas de vidrio de colores como las que
estudié durante mi primer trabajo de geología, allá por 1976, cuando me
dedicaba a encontrar partículas lunares. Otros científicos habían buscado rastros
de agua en esas cuentas en décadas pasadas, pero sus habilidades de detección
no podían competir con las de la microsonda de iones, capaz de tomar
mediciones en escalas de una millonésima de pulgada. Hauri y sus colegas
pulieron varias cuentas de vidrio para que los cortes transversales redondeados
pudieran verse en la sonda de iones. Los bordes exteriores de las cuentas
resultaron ser muy secos, con apenas unas cuantas partes de agua por millón,
pero los núcleos de las cuentas más grandes tienen hasta cien partes por millón.
A lo largo de miles de millones de años casi toda el agua de las cuentas se ha
evaporado, más la de las orillas que la del núcleo. Sin embargo, con base en la
importante cantidad de agua que queda dentro de las cuentas, Hauri y sus
colegas calcularon que el contenido original de agua en el magma lunar puede
haber sido hasta de 750 partes por millón, bastante agua en comparación con
muchas rocas volcánicas de la Tierra, y más que suficiente para provocar en la
superficie un vulcanismo que habría dispersado el magma mediante erupciones
explosivas hace miles de millones de años.
Si hubo suficiente agua para alimentar los volcanes del pasado lunar aún
debe existir mucha más, encerrada en algún punto del helado interior de la Luna.
Y como la Luna se formó principalmente a partir del impacto de Theia, que
excavó profundamente en el manto original de la Tierra, es muy probable que
también el interior de nuestro planeta contenga cantidades prodigiosas de agua
invisible.
Por más agua que terminemos encontrando en Marte o en la Luna (y parece que
hay mucha) la Tierra sigue siendo el único mundo acuático del sistema solar. La
historia del agua terrestre —cuánta hay, qué formas adopta, dónde se encuentra y
cómo se mueve— es bastante complicada. Hasta hace poco, por ahí de la década
de 1990, se pensaba que los océanos eran los mayores depósitos de agua y que
contenían cerca de 96 por ciento del inventario accesible del agua de la Tierra.
Los casquetes polares y los glaciares, que contienen hoy tres por ciento del agua
del planeta (y tal vez no más de cinco o seis por ciento incluso en las épocas de
mayor avance del hielo, durante las glaciaciones), quedan en un lejano segundo
lugar. El agua subterránea (toda el H2O que se encuentra bajo la superficie, tanto
en acuíferos bien definidos como en rocas dispersas) representa uno por ciento,
mientras que todos los lagos, ríos, arroyos, estanques y la atmósfera juntos no
integran más que una diezmilésima parte de los suministros de agua cerca de la
superficie de la Tierra.
Toda esta agua está en permanente movimiento y cambia de un lugar a otro
en una escala que va de días a millones de años. El ciclo del agua, tan dinámico
como indispensable para la vida, representa la fuente más evidente de cambio en
nuestro siempre cambiante planeta. Imagínate todos los posibles paseos de una
sola molécula de agua, hecha por cierto de un átomo de oxígeno y dos átomos de
hidrógeno que han existido por miles de millones de años. Comencemos con una
molécula dentro del poderoso océano Pacífico, donde la mayor parte de las
moléculas de la superficie de la Tierra pasan casi todo su tiempo. Un enorme río
oceánico de agua fría, la corriente de California, barre con la molécula y la lleva
desde las inmediaciones de Alaska hacia la costa de California; de ahí llega a
Baja California y después al Ecuador. Allí el agua se calienta y asciende, la
molécula alcanza la superficie del océano y comienza un viaje épico, en sentido
contrario a las manecillas del reloj, alrededor del Pacífico norte. Primero toma la
corriente ecuatorial del norte que fluye hacia el oeste y gira al pasar por Japón;
luego se incorpora a la corriente del Pacífico norte, que la lleva hacia
Norteamérica. Cuando nuestra molécula vuelve a pasar cerca de California se
acerca a la superficie y se evapora en la atmósfera, donde unas nubes están
empezando a formarse.
Los vientos dominantes empujan la gruesa masa de nubes de lluvia hacia el
este, a través del desierto del suroeste de Estados Unidos y hasta el terreno alto
de las Montañas Rocosas. Las nubes se elevan a alturas mayores y más frías, y
comienza a llover. En algún momento nuestra molécula baja a la Tierra como
parte de una gota de lluvia; sigue un caminito sinuoso hasta encontrar un
riachuelo, luego un arroyo, un torrente y finalmente un río crecido que se
desborda de sus orillas. Hasta este momento los movimientos de la partícula de
agua han sido más bien rápidos: uno o dos años para darle vuelta a todo el
océano Pacífico, uno o dos días en las nubes y en forma de lluvia, más o menos
una semana en su camino por el terreno montañoso. Pero ahora que penetró
profundamente en la tierra y se mezcló con un enorme acuífero oculto, la
molécula puede pasar muchos miles de años vagando por el reino subterráneo.
Aquí es donde las actividades humanas alteran el viejo ritmo natural, pues
las granjas, siempre sedientas, bombean inmensas cantidades de agua profunda
para mantener la agricultura en el sudoeste semiárido. Los acuíferos son así
despojados de su agua a un ritmo imposible de sostener, y se están secando.
Nuestra molécula sufre este destino y vuelve a salir a la superficie, ahora sobre
un maizal en Texas, donde rápidamente se evapora de nuevo en un cielo sin
nubes y continúa su viaje hacia el este.
Éste es un ciclo sin fin. Algunas moléculas se separan temporalmente en
iones de hidronio e hidroxilo, sólo para recombinarse en nuevas moléculas de
agua con nuevos compañeros atómicos. Otras moléculas se congelan en el
grueso hielo antártico y permanecen encerradas allí durante millones de años.
Algunas más experimentan reacciones químicas para formar parte de minerales
arcillosos del suelo.
La vida también se ha convertido en parte integral del ciclo del agua. Las
plantas atrapan moléculas de agua y dióxido de carbono y las combinan, gracias
al proceso de la fotosíntesis, impulsado por luz solar, para fabricar raíces, tallos,
hojas y frutas. Cuando esos tejidos vegetales, ricos en nutrientes, son devorados
por animales y despedazados gracias al milagro metabólico de la respiración, los
productos de desecho que exhalamos en cada aliento no son más que moléculas
de dióxido de carbono y agua vueltas a armar.
Primer océano
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Capítulo 5
La Tierra gris
Flotabilidad
Continentes a la deriva
Ahora avancemos rápidamente hasta los años de la posguerra, una época de una
tremenda innovación tecnológica y un gran optimismo en la ciencia. En esos
años se desarrollaron dos tecnologías importantes en la guerra contra los
submarinos, ambas desclasificadas y adoptadas por los oceanógrafos en la
década de 1950, que condujeron a algunos descubrimientos fundamentales sobre
nuestro dinámico planeta.
El sonar, que usa ondas de sonido para medir distancias y direcciones, es una
tecnología centenaria que le resultará familiar a cualquiera que haya visto
películas hollywoodenses de submarinos. Primero se escucha un PING, al que le
hace eco, un poco después, un ping más débil. Una onda de sonido rebota contra
el sólido casco de un submarino. (El efecto que esto produce en el espectador
depende de si la película se centra en la perspectiva del cazador o del cazado).
«PING… ping», «PING… ping», «PING… ping»: los ecos se suceden más
rápidamente cuando se determina la ubicación del submarino. La música se
vuelve más tensa; se disparan las cargas de profundidad.
Los científicos pueden usar exactamente la misma tecnología para sondear
las profundidades del océano y, por lo tanto, la topografía del suelo marino,
incluso los valles y las fosas marinas más profundos. En fecha tan temprana
como la década de 1870 científicos británicos a bordo del HMS Challenger usaron
sondas de profundidad primitivas y reportaron indicios de grandes montañas en
el suelo oceánico a mitad del Atlántico, un resultado muy intrigante que algunos
románticos contemporáneos asociaron con el continente perdido de Atlántida. La
tecnología primitiva de ecosondas, que se desarrolló originalmente para detectar
icebergs tras la tragedia del Titanic en 1912, avanzó rápidamente durante la
primera guerra mundial, cuando comenzaron a merodear por las aguas los
submarinos alemanes. La década de 1920 vio la primera aplicación sistemática
del sonar para mapear el suelo oceánico; los científicos pronto se dieron cuenta
de que bajo todos los océanos de la Tierra yacen enormes cordilleras
montañosas. Sin embargo, no se dio gran relevancia a las implicaciones
geológicas de estos primeros sondeos oceánicos, y los esfuerzos oceanográficos
se vieron drásticamente reducidos por la gran depresión y la inminente segunda
guerra mundial.
Tras la guerra los oceanógrafos estaban armados con una nueva generación
de detectores de sonar muy sensibles, capaces no sólo de mapear la topografía
del fondo oceánico completo, sino también de detectar las ondas de sonido que
reflejan capas de rocas aún más profundas. Fue fácil confirmar algunos rasgos
generales del suelo del océano Atlántico, por ejemplo que las plataformas
continentales se hacen más profundas conforme te alejas de la mayor parte de las
costas del Atlántico, por distancias de hasta cientos de kilómetros. Las orillas de
estas plataformas continentales se caracterizan por una súbita caída hacia una
llanura abisal de tres kilómetros de profundidad y dos mil kilómetros de ancho,
mucho más ancha y plana que cualquier llanura en tierra firme. Y el océano está
bisecado por una enorme cadena montañosa, la dorsal mesoatlántica.
Todo esto concordaba con los descubrimientos anteriores, pero el espesor de
la corteza oceánica resultó una enorme sorpresa. Los geólogos habían predicho
que los océanos tendrían raíces menos profundas que la tierra, y que la corteza
oceánica se iría haciendo más delgada conforme se alejara de la costa. Lo que
encontraron, en vez de esta transición gradual, fue un contraste notablemente
abrupto de grueso a delgado. A diferencia de las decenas de kilómetros de rocas
de corteza que se encuentran bajo los continentes, la corteza oceánica sólo medía
unos ocho a diez kilómetros de espesor: la transición ocurría drásticamente justo
en la caída al borde de la plataforma continental. Esta delgada frontera entre los
continentes y los océanos contradecía los modelos isostáticos.
Año tras año los científicos recorrieron ese ancho océano, de un lado a otro,
cientos de veces. Cada cruce arrojó el mismo resultado: bajo las olas yacía una
enorme cordillera que, con sus más de 30 mil kilómetros de largo, bisecaba con
precisión el océano Atlántico. Las cimas ocultas de la dorsal mesoatlántica
seguían las mismas anchas curvas de las costas de los continentes. Es más, si se
consideraba que los bordes de los continentes se encontraban precisamente en
las abruptas caídas hacia las llanuras abisales (y no en las costas arenosas),
entonces la correspondencia entre los continentes resultaba asombrosa, como si
fueran dos platos de porcelana que habían vuelto a juntarse a la perfección. La
ciencia ya no podía tachar la semejanza entre las costas de mera coincidencia.
A medida que los científicos completaron nuevos cruces por el Atlántico y
compararon más detalles comenzaron a emerger otros patrones. La dorsal
mesoatlántica no era una cordillera cualquiera. En tierra, en la mayor parte de las
cadenas montañosas los picos más altos están alineados a lo largo de su eje, pero
justo en el centro de la dorsal mesoatlántica hay una gran depresión de unos
treinta kilómetros de ancho y dos kilómetros más profunda que los picos
adyacentes a este y oeste, una formación que hoy llamamos una fosa tectónica.
Además, la dorsal y su fosa tectónica no trazaban una curva suave y continua de
norte a sur; por el contrario, la fosa tectónica siempre estaba desplazada ciento
cincuenta o más kilómetros hacia el este o el oeste por una falla de
transformación muy claramente definida; estas fallas son lugares donde la
corteza está rota y desplazada, lo que le da a toda la dorsal un aspecto escarpado
y abrupto. ¿Qué estaba pasando?
Estos interesantes descubrimientos muy bien podrían haberse quedado
sepultados bajo la avalancha de brillantes descubrimientos científicos en la
posguerra; en cierto sentido no eran más que nuevos datos. Pero los
investigadores principales del proyecto del fondo oceánico tenían talento para la
publicidad. Bruce Heezen y Marie Tharp, geofísicos marinos del Observatorio
Geológico Lamont de la Universidad de Columbia, desarrollaron un nuevo y
dramático mapa topográfico de la superficie de la Tierra. Como en otros mapas
topográficos representaron las elevaciones continentales con colores: las
elevaciones más altas se representaban con verdes, amarillos y cafés y,
finalmente, blancos en las mayores elevaciones, los picos nevados. En este mapa
se destacaban claramente las grandes cadenas montañosas: los Himalayas, los
Andes, los Alpes. Pero la novedad de Heezen y Tharp fue mostrar las inmensas
cordilleras submarinas exactamente del mismo modo, si bien en diferentes tonos
y matices de azul, una técnica que logró que la dorsal mesoatlántica y otros
rasgos oceánicos revelaran su monumental tamaño en una escala global. Al
centrar este exquisito mapa justamente sobre el Atlántico subrayaron en forma
inolvidable las formas idénticas de la dorsal y las costas de los continentes a
ambos lados. Para la década de 1960 el mapa de Heezen y Tharp se había
convertido en un icono. Fuera cual fuera la causa de este paralelismo el hecho es
que existía algún vínculo genético entre todos estos rasgos.
(Esta historia de Bruce Heezen [se pronuncia «Heizen»] y su ampliamente
reconocida contribución tiene un significado especial para mí y para mi carrera,
porque cuando llegué al MIT, en el otoño de 1966 me sorprendió encontrar que
hasta los profesores más venerables del departamento de geología me trataban
con gran respeto y estaban ansiosos por darme la mano. Los pedigrís
distinguidos —hasta los de la variedad de una homonimia errónea— tienen sus
ventajas en ciencia).
El mar se expande
La revolución
El granito flota, el basalto se hunde: ésa es la clave del origen de los continentes.
Los magmas de composición granítica son mucho menos densos que su roca
madre, el basalto, así que es inevitable que suban, para cristalizarse en forma de
masas de roca cercanas a la superficie, o que hagan erupción a través de
volcanes que arrojan capas de cenizas sobre la superficie. A lo largo de los miles
de millones de años de historia de la Tierra este proceso continuo ha dado origen
a incontables islas de granito.
La tectónica de placas no sólo produjo estas cadenas de islas con raíces de
granito; también las congregó en forma de continentes. La clave reside en el
simple hecho de que el granito no puede subducirse. El basalto denso sobre el
cual flota se hunde fácilmente en el manto, pero el granito es como un corcho
que flota. Una vez que se forma, se conserva en la superficie. Conforme la
subducción produce más islas, el área total de granito crece en forma
irreversible.
Imagínate una placa en subducción bajo la corteza oceánica, salpicada de
islas de granito que no pueden hundirse. El basalto se subduce, pero las islas no.
Deben permanecer en la superficie y formar una franja de tierra justo sobre la
zona de subducción. A lo largo de decenas de millones de años se apilan más y
más islas de granito y la franja se hace más y más ancha, conforme nuevos
volúmenes de magmas graníticos se elevan de la losa en subducción para
engrosar y expandir aún más el continente. Las islas se amalgaman para formar
protocontinentes, que a su vez se suman para formar continentes, del mismo
modo que las condritas de nuestro sistema solar alguna vez se amalgamaron para
formar planetésimos y los planetésimos para formar planetas.
El ciclo épico de la tectónica de placas transforma nuestro mundo. La
superficie de la Tierra, delgada, fría y quebradiza, se rompe y se mueve como la
espuma en una olla de sopa que hierve. La nueva corteza emerge de las dorsales
volcánicas, que revelan las zonas en las que emergen las profundas celdas de
convección. La vieja corteza es devorada en las zonas de subducción, que
revelan los puntos en los que descienden las celdas de convección. Las
alteraciones más violentas de la superficie de la Tierra —los peores terremotos,
los volcanes más grandes— no son más que incidentes insignificantes,
pestañeos, comparados con los poderosos movimientos de escala global que
ocurren en sus profundidades.
La tectónica de placas también revolucionó las ciencias de la Tierra. En
épocas anteriores, en la edad de las tinieblas de la tectónica vertical, cada
disciplina geológica se estudiaba por separado y no parecía guardar ninguna
relación con las demás. Antes de la revolución los paleontólogos no tenían
ninguna necesidad de hablar con los oceanógrafos; el estudio de los volcanes
tenía poco que ver con la geología de yacimientos; a los geofísicos no les
interesaba el origen de la vida ni la evolución, y las rocas que existían en un país
no parecían tener ninguna relevancia en relación con las rocas de otro, y mucho
menos con las rocas del lejano fondo oceánico.
La tectónica de placas unificó todo lo que tenía que ver con la Tierra. Ahora
podemos relacionar con gran precisión los organismos fósiles que existen a lo
largo de anchos océanos. Los terrenos volcánicos extintos conducen a los
mineros hacia yacimientos muy valiosos ocultos en sus zonas de subducción
correspondientes, solidificadas desde hace millones de años dentro de la roca
continental. Los estudios geofísicos de los continentes en movimiento exponen
algunas influencias clave en la evolución de las plantas y los animales. La
tectónica de placas revela a la Tierra como un sistema planetario integrado,
desde la corteza hasta el núcleo, y a escalas que van desde la nanométrica hasta
la global, con un solo principio unificador a lo largo del tiempo y del espacio.
Tomó un tiempo que la producción de granito pasara de ser un mosaico
desordenado de islas formadas por columnas de magma y dominado por la
tectónica vertical a un conjunto ordenado de continentes formados por procesos
de subducción. Para cuando la Tierra cumplió 1500 millones de años el manto de
convección —esa zona de 2800 kilómetros de espesor que contiene casi toda la
masa y la energía térmica de la tierra— había transformado irrevocablemente la
superficie de nuestro planeta. A diferencia del basalto negro, las masas
crecientes de granito desnudo tenían un color blanco grisáceo, el color típico de
las mezclas de cuarzo y feldespato. Así que si viajaras en el tiempo a ese antiguo
mundo, hace tres mil millones de años, te encontrarías algunos paisajes
conocidos. Podrías caminar por los protocontinentes, carentes de toda
vegetación, cubiertos por colinas escarpadas y valles profundos, no muy
diferentes a ciertas zonas costeras del Ártico. Te tocarían algunos periodos de
clima violento, puntuados por días de cielos azules y soleados y nubecitas
blancas. Encontrarías un océano saturado de minerales disueltos, entre ellos
carbonatos de calcio y de magnesio que ocasionalmente se depositarían como
capas de cristales sobre el fondo oceánico de basalto. Podrías sentarte en las
primeras playas de arenas blancas, ricas en duros granos de cuarzo que se
erosionaron del granito gris, a contemplar el mar azul. Pero pronto te asfixiarías
en la densa atmósfera, rica en nitrógeno y dióxido de carbono pero sin el más
remoto olorcillo de oxígeno vital.
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Capítulo 6
La Tierra viva
A sus 500 millones de años de edad la Tierra, apenas una niña, todavía no daba
ninguna pista de lo precoz que estaba a punto de volverse. La Tierra podía hacer
alarde de su dramático vulcanismo, sin duda, pero también otros planetas y lunas
de nuestro sistema solar. La Tierra estaba agraciada por océanos que cubrían
toda su superficie, pero también Marte por esos días, y Europa y Calisto, las
gigantescas lunas de Júpiter, estaban envueltas en océanos cubiertos de hielo de
más de ochenta kilómetros de profundidad, de modo que contenían una
proporción mucho mayor del precioso líquido en la superficie. La tectónica de
placas contribuyó a transformar nuestro planeta, pero en esos primeros años
Venus y tal vez también Marte tenían sus propios fenómenos tectónicos
impulsados por convección.
Ni siquiera la química terrestre distinguía nuestro planeta de los demás. El
basalto y el granito fueron las piedras fundacionales de todos los planetas
rocosos. Todos estaban compuestos básicamente por oxígeno, silicio, aluminio,
magnesio, calcio y hierro. La Tierra tenía su reserva de carbono, nitrógeno y
azufre, pero en nuestro sistema solar también había otros mundos dotados de
esos elementos vitales. En casi cada aspecto la Tierra de hace cuatro mil
millones de años parecía un planeta bastante corriente.
Pero la Tierra estaba a punto de volverse única entre los mundos que
conocemos. Es verdad que a sus quinientos millones de años ya era un lugar
único, porque ningún otro planeta o luna había soportado episodios tan extensos
de cambio; ningún otro planeta había cambiado su aspecto externo en forma tan
radical y frecuente. Pero estas metamorfosis sólo eran diferentes en escala, y no
en clase. El motor más dinámico del cambio planetario —el que distingue a la
Tierra de todos los demás— aún no emergía. Sólo la Tierra cobró vida. El origen
y la evolución de la biosfera distingue a la Tierra de todos los otros planetas y
lunas conocidos.
¿Qué es la vida?
¿Qué significa estar vivo? ¿Qué es este fenómeno que hace a la Tierra tan
diferente del resto del universo conocido? Podemos tratar de describir la vida
como un conjunto de rasgos entrecruzados: una estructura compleja, aparejada
con la capacidad de moverse, crecer, adaptarse y reproducirse. Podemos señalar
algunos atributos celulares tan característicos como la membrana o las grandes
hebras de la molécula genética ADN. Pero no importa qué tan larga sea nuestra
lista de rasgos diagnósticos, siempre parece haber algunas excepciones. Los
líquenes no se mueven. Las mulas no se reproducen.
La química ofrece fundamentos más firmes para definir qué es la vida, pues
todos los seres vivos son sistemas moleculares organizados que experimentan
reacciones químicas de una complejidad y una coordinación asombrosas. Todas
las formas de vida están compuestas por conjuntos discretos de moléculas
(células) separados del exterior (el medio ambiente) por una barrera molecular.
Estas astutas colecciones de sustancias químicas han desarrollado dos formas
interdependientes de autopreservación —el metabolismo y la genética— que
juntas permiten distinguir inequívocamente lo vivo de lo no vivo.
El metabolismo es un conjunto diverso de reacciones químicas que todas las
formas de vida usan para convertir átomos y energía de su entorno en materiales
para sus células. Las células, diminutas fábricas químicas, absorben materias
primas moleculares y combustible y usan esos recursos, obtenidos con gran
esfuerzo, para moverse, repararse, crecer y, de vez en cuando, reproducirse. E
igual que las fábricas químicas, y a diferencia de los incendios forestales o las
reacciones nucleares en cadena que existieron dentro de la primera estrella
generadora de elementos, las células controlan y regulan estas reacciones con
exquisita precisión mediante retroalimentaciones tanto positivas como negativas.
Pero el metabolismo no basta, por sí mismo, para definir la vida. A diferencia
de su medio ambiente inerte, las células contienen información en forma de
moléculas de ADN, y pueden copiar y pasar esta información molecular de una
generación a la otra. Es más, la información puede mutar; con frecuencia las
moléculas se copian con errores, lo cual produce variaciones genéticas. Así, las
mutaciones son la fuente de novedades químicas, inventos que le permiten a la
población de células competir contra otras poblaciones menos eficientes para
sobrevivir durante épocas de cambio ambiental, o para expandir su presencia en
nuevos nichos ambientales.
De este modo, tanto el metabolismo como la genética deben caracterizar la
materia viva, pero resulta sorprendente que los biólogos no hayan sido capaces
hasta ahora de concebir una definición única y universalmente aceptada de vida.
El Programa de Exobiología de la NASA, que tiene el encargo de investigar los
orígenes de la vida y la posibilidad de que exista en otros planetas, es tal vez el
que se ha acercado más a esta definición. En 1994 un panel de la NASA presidido
por Gerald Joyce, del Instituto Scripps, se decidió por una sencilla frase: «La
vida es un sistema químico autosustentable capaz de experimentar evolución
darwiniana».
Joyce, quien lidera los esfuerzos por construir vida en el laboratorio (trabaja
en un campo de investigación más bien futurista, llamado biología sintética),
consiguió hace poco un logro extraordinario en el campo: desarrolló un conjunto
de miles de moléculas distintas que interactúan entre sí para formar, dentro de un
tubo de ensayo, una comunidad autosustentable y en evolución. Este intrincado
proceso, que ocurre entre las paredes de un recipiente de cristal, ocasiona que
con el tiempo cambien las proporciones de diversas moléculas que estaban
presentes en el inicio del experimento, si bien las moléculas mismas son copias
exactas de las originales. Joyce se dio cuenta de que un sistema químico que no
hace más que producir duplicados ad nauseam, incluso si las proporciones
relativas de esas moléculas cambian con el tiempo, no es mucho más que una
fotocopiadora molecular. Los sistemas vivientes naturales, por el contrario,
tienen la habilidad de mutar, y al hacerlo adquirir capacidades completamente
nuevas, como explorar nuevos medios ambientes, sobrevivir cambios
ambientales inesperados, desempeñar nuevas tareas y ganarle a los vecinos en la
competencia por los recursos. Así que Joyce revisó su definición e incluyó una
característica más: «La vida es un sistema químico autosustentable capaz de
incorporar novedades y de experimentar evolución darwiniana». Me parece que
lo más notable de este cambio fue que al darse cuenta de lo sutil que es la vida
Jerry Joyce haya tenido la modestia de cambiar la definición de la NASA, en vez
de arrogarse el puesto, histórico aunque frankensteiniano, de ser el primer
científico que creó vida en el laboratorio.
Materia prima
Hace medio siglo el mayor reto de la investigación sobre los orígenes de la vida
era sintetizar las materias primas: los ladrillos y el cemento de la vida. Para
principios del siglo XXI este problema estaba prácticamente resuelto; los
científicos se dieron cuenta de que la Tierra debió haber estado cubierta con un
consomé diluido de los ingredientes vitales para la vida. Buena parte de la
atención se encuentra ahora en la selección, la concentración y en el ensamblaje
de los biopedazos en macromoléculas para dar lugar a las membranas que rodean
la célula, las enzimas que promueven sus reacciones químicas y los polímeros
genéticos que transmiten información de una generación a la siguiente.
Existen dos procesos que probablemente desempeñaron un papel importante.
Uno es el autoensamblaje, durante el cual un grupo de moléculas alargadas —
lípidos— se agruparon en forma espontánea para formar las membranas que
delimitaron las primeras células. Los lípidos tienen delgadas columnas
vertebrales conformadas por alrededor de una docena de átomos de carbono, y
en ciertas condiciones tienden a autoensamblarse en forma de esferas huecas
microscópicas; las moléculas alargadas se alinean una al lado de otra como las
semillas de un diente de león. En uno de los artículos más influyentes que se han
publicado sobre el tema del origen de la vida, el bioquímico de California David
Deamer describe cómo extrajo un conjunto de estas versátiles moléculas
orgánicas del meteorito Murchison, rico en carbono (una mezcla de sustancias
químicas que se formaron en el espacio mucho antes que la Tierra), y encontró
que pronto se organizaban por su cuenta en forma de diminutas esferitas
parecidas a células, con un interior y un exterior, algo así como pequeñas gotas
de aceite en el agua. Hace unos años, Deamer y yo descubrimos que las
moléculas ricas en carbono que se forman bajo grandes temperaturas y presiones
en las fuentes hidrotermales se comportan de forma muy parecida. Éste y otros
experimentos demuestran que las vesículas rodeadas por una membrana son un
rasgo inevitable del mundo prebiótico; el autoensamblaje de los lípidos debe
haber desempeñado un papel clave en los orígenes de la vida.
El resto de los bloques de construcción de la vida no suelen autorganizarse,
pero pueden concentrarse y organizarse en las superficies protectoras de las
rocas y los minerales, en lo que se conoce como síntesis dirigida por plantillas
moleculares, el segundo de los procesos de selección. Los experimentos que
llevamos a cabo en el Instituto Carnegie a lo largo de la última década revelan
que muchos de los bloques de construcción molecular más importantes se
adhieren a prácticamente cualquier superficie mineral. Los aminoácidos, los
azúcares y los componentes del ADN y del ARN se adsorben sobre los minerales
más comunes en las rocas terrestres, que suelen formar parte del basalto y el
granito: el feldespato, el piroxeno, el cuarzo y otros. Es más: cuando varias
moléculas compiten por el mismo trozo de bienes raíces cristalinos, con
frecuencia cooperan para producir sobre la superficie complejas estructuras
propias que incluso pueden promover más adsorción y más organización. Así,
llegamos a la conclusión de que resulta muy probable que en cualquier zona del
océano prebiótico que entrara en contacto con minerales surgieran grupos
concentrados de moléculas vitales a partir del caldo amorfo.
Ahora bien, llegados a este punto tengo que hacer una advertencia. En la
investigación sobre los orígenes de la vida (y probablemente en casi todas las
demás disciplinas) los científicos se sienten atraídos hacia modelos que ponen de
relieve su propia especialidad científica. Stanley Miller, que era químico
orgánico, y su séquito creyeron que el origen de la vida era fundamentalmente
un problema de química orgánica. Los geoquímicos, por el contrario, han
tendido a concentrarse en escenarios más complejos que suponen variables como
la temperatura y la presión y rocas químicamente complejas. Los expertos en
moléculas de lípidos capaces de formar membranas promueven el «mundo
lípido», mientras que los biólogos moleculares que estudian el ADN y el ARN
consideran que el «mundo ARN» es el modelo a vencer. Los especialistas que
estudian virus, o metabolismo, o arcillas, o lo profundo de la biosfera tienen sus
propios prejuicios idiosincrásicos. A todos nos pasa; nos concentramos en las
cosas que conocemos mejor, y contemplamos el mundo a través de esa lente.
Yo estudié mineralogía, así que no resulta muy difícil adivinar cuál es mi
teoría predilecta sobre los orígenes de la vida. Mea culpa. Muchos otros
científicos que investigan el origen de la vida también han llegado a esta
conclusión; de hecho, varios biólogos importantes han empezado a acercarse a
los minerales, porque los escenarios del origen de la vida que sólo contemplan
los océanos y la atmósfera enfrentan problemas insuperables para explicar los
eficientes mecanismos de selección y concentración molecular. Los minerales
sólidos tienen un potencial inigualable para seleccionar, concentrar y organizar
moléculas, así que deben haber desempeñado un papel central en el origen de la
vida.
Derecha e izquierda
Ningún grupo de sustancias químicas puede estar vivo a menos que haga copias
de sí mismo, sin importar qué tan compleja sea su estructura. El sello distintivo
de la vida es la reproducción: un consorcio de moléculas se convierte en dos, dos
se vuelven cuatro, y así sigue la cosa en progresión geométrica. El gran enigma
en la historia de la biogénesis sigue siendo el surgimiento de este primer sistema
de moléculas autorreplicantes. Algunos experimentos muy ingeniosos replican
porciones de los ciclos reproductivos que parecen convincentes, aunque todavía
no hemos podido imitar por completo ese esquivo truco bioquímico en el
laboratorio. Sin embargo, en algún punto del espacio y del tiempo una colección
organizada de moléculas comenzó a duplicarse a costa de otras moléculas (es
decir, «comida»).
Imagínate la Tierra a la edad de quinientos millones de años, hace más o
menos cuatro mil millones de años. Contenía un caldo de moléculas orgánicas,
tenía billones y billones de superficies minerales reactivas y cientos de millones
de años para jugar con ellas. La mayor parte de las moléculas no hacía nada
interesante ni tenía ninguna función útil. Pero una pequeña fracción de las
moléculas orgánicas, ordenadas sobre superficies minerales, produjo algún tipo
de estructura con una función mejorada, tal vez un mejor agarre a la superficie, o
tal vez los medios para atraer más moléculas a la comunidad, o la tendencia a
catalizar la destrucción de especies moleculares adversarias, o incluso la
habilidad de hacer copias de sí misma. El mundo natural recompensaría con
creces esta innovación, y una vez establecida la vida infestaría rápidamente
todos los rincones habitables del globo.
Pero demos un paso atrás. ¿Por qué un grupo de moléculas comenzaría a
autorreplicarse espontáneamente? La respuesta se encuentra en los dobles pilares
evolutivos de la variación y la selección. Existen dos razones por las cuales los
sistemas evolucionan. Primero, muestran enormes cantidades de configuraciones
posibles; ésa es la variación. Segundo, algunas de esas configuraciones tienen
muchas más probabilidades de sobrevivir que otras; ésa es la selección.
Imagínate un conjunto prebiótico de cientos de miles de moléculas diferentes,
todas hechas de carbono, hidrógeno oxígeno y nitrógeno, y tal vez unas pizcas
de azufre o de fósforo. La síntesis prebiótica (a la Stanley Miller) y las muestras
naturales (por ejemplo, el meteorito de David Deamer) presentan este nivel de
variación molecular. Pero no todas las moléculas fueron creadas iguales.
Algunas moléculas eran relativamente inestables y se desintegraron, es decir,
fueron eliminadas muy rápidamente de la competencia. Otras se agregaron en
inútiles masas alquitranadas y se fueron flotando o se hundieron en el fondo del
océano, donde ya no podían desempeñar ningún papel. Pero algunas moléculas
resultaron ser especialmente estables, tal vez aún más cuando podían unirse a
otras de su tipo o a una superficie mineral particularmente tentadora. Estas
moléculas sobrevivieron y el caldo molecular se deshizo de las más débiles.
Las interacciones moleculares refinaron todavía más esta mezcla prebiótica.
Algunos grupos de moléculas cooperaron entre sí para asirse a las superficies
minerales, y así contribuyeron a la supervivencia de su hermandad. Otras
moléculas pequeñas funcionaron como catalizadores: multiplicaron la presencia
de algunas especies químicas al promover la formación de enlaces químicos o
aceleraron la destrucción de otras especies químicas al romper sus enlaces. Así
se separó el grano de la paja dentro del caldo molecular, pero en un mundo como
éste eliminar a la competencia o simplemente aguantar en tu lugar no te
aseguraba sobrevivir. El gran premio de la supervivencia estaba destinado al
grupo de moléculas que aprendiera a hacer copias de sí mismo.
Existen tres modelos rivales que tratan de describir los primeros sistemas de
moléculas autorreplicantes y semivivientes. El más sencillo de estos métodos (y
por lo tanto, el que muchos preferimos) apunta a un ciclo que entendemos bien y
que está formado por unas cuantas moléculas pequeñas: el ubicuo ciclo del ácido
cítrico. Comienza con ácido acético, que sólo contiene dos átomos de carbono.
El ácido acético reacciona con el dióxido de carbono (CO2) para formar ácido
pirúvico (con tres átomos de carbono), que a su vez reacciona con más CO2 para
formar ácido oxaloacético, con cuatro átomos de carbono. Otras reacciones
producen moléculas cada vez más grandes, hasta llegar al ácido cítrico, con sus
seis átomos de carbono. El ciclo se vuelve autorreplicante cuando el ácido cítrico
se divide espontáneamente en dos moléculas más pequeñas, ácido acético (dos
átomos de carbono) más ácido oxaloacético (cuatro átomos de carbono), que
también son parte del ciclo molecular. Así, un ciclo de moléculas se convierte en
dos, dos se convierten en cuatro, etcétera. Es más, muchos de los bloques
esenciales de la vida, entre ellos los aminoácidos y los azúcares, son sintetizados
fácilmente por reacciones simples con las moléculas centrales del ciclo del ácido
cítrico. Por ejemplo, sólo tienes que añadir amoniaco al ácido pirúvico y
obtienes alanina, un aminoácido esencial. Todas las células vivas de la Tierra
incorporan el ciclo del ácido cítrico, así que muy bien puede tratarse de una
característica primordial, un fósil químico que desciende de la primerísima
forma de vida. El ciclo no está vivo en sí mismo, pero tiene el potencial de
replicar el círculo interior de moléculas a expensas de sustancias químicas
menos fecundas.
En el extremo opuesto de la complejidad química está la red autocatalítica
autorreplicante, un modelo defendido por Stuart Kauffman, quien llevó a cabo
estudios teóricos pioneros en el famoso Instituto Santa Fe. Es posible que el
caldo prebiótico haya incorporado, en un principio, cientos de miles de tipos
diferentes de moléculas pequeñas, basadas en el carbono y provenientes de
diversas fuentes. Hoy sabemos que algunas de esas sustancias catalizaron
reacciones que fabricaron nuevas moléculas, y que otras reacciones aceleraron la
desintegración de sus vecinas. Una red autocatalítica está compuesta por un
grupo de moléculas —tal vez miles de especies diferentes que trabajan al
unísono— que aceleran la producción de otras como ellas y destruyen cualquier
molécula que no forme parte de la red. Es el equivalente molecular de «los ricos
se vuelven más ricos». Nuevamente, como con el ciclo del ácido cítrico, no
puede considerarse que esta red molecular esté viva, pero en cierto sentido
promueve la copia de sí misma, y es mucho más compleja que la mayor parte de
los sistemas químicos no vivos.
Un tercer escenario, probablemente el más favorecido por los biólogos que
hacen investigación sobre el origen de la vida, es el del mundo de ARN, un
modelo basado en una hipotética molécula de ARN que hace copias de sí misma.
Para entender por qué este escenario resulta atractivo tenemos que dar un nuevo
paso atrás para pensar sobre las dos funciones más importantes de la vida: el
metabolismo (fabricar cosas) y la genética (transferir información sobre cómo
hacer cosas de una generación a la siguiente). Las células modernas usan las
moléculas de ADN, con su estructura de escalera, para almacenar y copiar la
información que se necesita para hacer más proteínas, pero usan proteínas
plegadas en formas complejas para hacer ADN. Entonces, ¿qué vino primero: el
ADN o las proteínas? Resulta que hay una tercera molécula, el ARN, que
desempeña un papel crucial en ambos procesos.
El ARN es un polímero muy elegante, una larga molécula formada por una
sola hebra hecha de moléculas individuales más pequeñas (llamadas
nucleótidos), como las cuentas de un collar o las letras en una oración. Existen
cuatro «letras» moleculares diferentes, llamadas A, C, G y U, que pueden alinearse
en cualquier secuencia imaginable, como un mensaje en código. De hecho, estas
letras de ARN contienen información genética (igual que el ADN). Al mismo
tiempo, el ARN puede plegarse en formas complejas que tienen la capacidad de
catalizar reacciones químicas clave (igual que las proteínas). De hecho, las
moléculas de ARN facilitan la síntesis de todas las proteínas, tanto al transportar
la información genética como al catalizar la formación de proteínas. De este
modo, de todas las diversas moléculas de la vida el ARN es la única que parece
«hacer de todo».
El modelo del mundo de ARN se basa en el supuesto de que algún mecanismo
químico que todavía no se entiende bien produjo enormes cantidades de hebras
distintas de ARN, o tal vez una molécula muy similar capaz de transmitir
información. Casi ninguna de esas hebras diferentes hizo gran cosa: simplemente
sobrevivieron o se degradaron poco a poco. Sin embargo, algunas pocas hebras
selectas tenían alguna clase de función que las beneficiaba: se plegaban para
volverse más estables, o se aferraban a una superficie mineral segura, o tal vez
destruían a sus rivales, otro ejemplo de la competencia molecular en el caldo
primigenio.
La suposición central de la hipótesis del mundo de ARN es que una de estas
incontables hebras aprendió el increíble truco de hacer copias de sí misma: se
convirtió en una molécula autorreplicante. Esta idea no es tan inverosímil:
después de todo, el ARN se parece mucho al ADN, que es capaz de hacer copias de
sí mismo, y de hecho el ARN muta con facilidad. Así que sin importar si era
ineficiente o torpe, la primera molécula de ARN autorreplicante pronto tendría
que empezar a competir con montones de versiones ligeramente diferentes de sí
misma, algunas de las cuales aprendieron a copiarse más rápido, o con menos
gasto de energía, o tal vez en ambientes ligeramente distintos. Esta precoz
molécula de ARN parece satisfacer todos los requisitos de la vida: es un sistema
químico autosustentable capaz de incorporar novedades y experimentar
evolución darwiniana, en este caso evolución molecular.
Tal vez tomó un largo tiempo que apareciera ese sistema molecular funcional
más o menos autorreplicante, ya fuera un ciclo de ácido cítrico, una red
autocatalítica, o un ARN autorreplicante. Pero durante muchos millones de años
ocurrió una cantidad inimaginable de combinaciones moleculares sobre billones
y billones de superficies minerales a lo largo de los casi 518 millones de
kilómetros cuadrados de la superficie de la Tierra. Y en algún momento y en
algún lugar una de estas combinaciones, inconcebiblemente numerosas,
funcionó. Aprendió a autorreplicarse y a evolucionar. Y ese invento cambió todo.
Los experimentos que el biólogo de Harvard Jack Szostak llevó a cabo en su
laboratorio de Boston demuestran el poder de la selección en la evolución
molecular. En muchos de sus experimentos el equipo de Szostak comienza con
una mezcla de cien billones de secuencias diferentes de ARN, cada una de las
cuales consta de una hebra conformada por una combinación aleatoria de las
letras A, C, G y U. Entonces esta enorme colección de hebras de ARN, cada una
de las cuales se pliega en forma diferente, es enfrentada a una tarea, por ejemplo
enlazarse fuertemente con alguna otra molécula que tiene una forma particular.
El equipo de Szostak vierte una solución con los cien billones de hebras en un
matraz con pequeñas cuentas de vidrio, cada una de las cuales está recubierta
con esta molécula de forma particular. Estas moléculas cuelgan en la solución
rica en ARN como si fueran ganchitos. La enorme mayoría de las moléculas de
ARN no responde; tienen la forma incorrecta y no pueden interactuar. Pero una
diminuta fracción de los ARN plegados se une a las moléculas objetivo y se aferra
con fuerza.
Entonces empieza la diversión, porque los colegas de Szostak vacían la vieja
solución (adiós a los casi cien billones de hebras no funcionales de ARN) y
recuperan las pocas hebras que, por virtud de las formas que adoptaron por
casualidad, se pegan a las cuentas de vidrio. Luego, con ayuda de algunos trucos
muy comunes en tecnología genética que imitan ciertos procesos prebióticos
verosímiles, preparan un nuevo lote de cien billones de hebras de ARN, pero esta
vez todas las hebras son más o menos parecidas, cada una un mutante de una de
las hebras funcionales originales. Al repetir los pasos que se explican antes se
produce una nueva población de hebras de ARN funcionales, pero algunas de las
variantes de esta segunda generación se enlazan mucho mejor que cualquiera de
la primera generación. Algunas de las hebras hijas mutantes lo hacen
significativamente mejor que sus padres. Si este proceso se repite unas cuantas
veces más las hebras de ARN resultantes se hacen cada vez mejores para
enlazarse, hasta que los mejores mutantes son perfectamente funcionales, pues se
enlazan con sus objetivos con la energía de enlace más alta posible.
El experimento toma unos cuantos días: lleva menos de una semana pasar de
las hebras aleatorias a la molécula perfecta. Pero si le pides a un equipo
conformado por los químicos más brillantes del mundo que diseñen una hebra de
ARN funcional desde cero les resultaría prácticamente imposible mediante
cualquier método computacional conocido. Actualmente no existe ningún
método que pueda predecir exactamente cómo se va a plegar una hebra larga de
ARN, o cómo va a enlazarse a otras moléculas con formas complejas. La
evolución molecular, y no el diseño inteligente, es sin duda el camino más rápido
y confiable para desarrollar funciones. (Por eso decimos que si Dios creó la vida,
fue lo suficientemente listo para usar la evolución).
La explosión de la vida
En el caldo prebiótico cualquier molécula que adquiriera una función útil, por
más pequeña que fuera, tenía una gran ventaja. Pero estos juegos bélicos
moleculares palidecen frente a la ventaja que poseía una hebra de ARN que
tuviera una función útil y que pudiera hacer copias de sí misma. Esta molécula
autorreplicante aseguraba su propia supervivencia al producir hijas más o menos
idénticas. De hecho, el proceso de copiado molecular era bastante desordenado,
así que algunas de esas copias de ARN eran mutantes. Y si bien la mayor parte de
las mutaciones resultaban letales o no le conferían a su dueño ninguna ventaja
significativa, algunos individuos con suerte opacaron a su padres, y el sistema
evolucionó. Por un simple proceso de errores de copiado la molécula
autorreplicante original debe haber producido descendientes que toleraron
condiciones más extremas de presión o calor o salinidad, o se replicaron más
rápido, o encontraron nuevas fuentes de comida, o destruyeron a sus vecinos más
débiles. Las hebras de ARN que encontraron la protección de una superficie
mineral o el refugio de una membrana cerrada tuvieron ventajas aún mayores.
Sin ninguna competencia, las primeras moléculas autorreplicantes devoraron,
en apenas un instante geológico, todas las zonas ricas en nutrientes de la Tierra.
Tal vez resulte absurdo pensar que un objeto microscópico pudo tomar el
control, pero digamos, en forma hipotética, que a la primera molécula
autorreplicante, todavía no muy eficiente, le tomó una semana duplicarse una
vez. (En contraste, muchos microbios modernos pueden replicarse en unos
cuantos minutos). Semana tras semana, dos hebras se volvieron cuatro, cuatro se
volvieron ocho, etcétera. A este paso les habría tomado medio año formar un
cúmulo de cien millones de moléculas autorreplicantes, un objeto tan grande que
sería posible percibirlo a simple vista. En otras veinte semanas esa masa de ARN
se habría expandido lo suficiente como para llenar un dedal. Y a este paso
tendrían que pasar otras veinte semanas para que todas las manifestaciones
primigenias de la vida llenaran una bañera de buen tamaño.
Pero esta duplicación continua, semana con semana, pronto habría producido
una transformación extraordinaria. En otras veinte semanas el mundo tendría
kilómetros y kilómetros de aguas infestadas de ADN, tal vez a lo largo de las
costas, en un lago tierra adentro o en las profundidades del mar. Y en dos años
más, siempre suponiendo que la primera hebra de ARN se duplicaba cada semana,
la Tierra podría estar cubierta por un millón de kilómetros cúbicos de materia
viva, suficiente para taponar por completo el mar Mediterráneo.
Los organismos unicelulares primitivos que se alimentaban de la energía
química de las rocas no pudieron haber tenido un efecto considerable en la
geología de la Tierra, por ejemplo en la distribución de las rocas sobre la
superficie o la diversidad de minerales. Hace cuatro mil millones de años la
superficie de la Tierra —ya sea que albergara vida o no— seguía siendo una
estéril superficie de color negro y gris; la erosión era muy lenta y las primeras
formas de vida no habrían contribuido casi nada a alterar los azules océanos que
cubrían el planeta.
Estos primeros microbios eran muy aguerridos, pero como no dejaron
ninguna marca no podemos estar seguros de cuándo comenzó la vida. Algunas
de las rocas sedimentarias más antiguas de la Tierra, que se formaron en océanos
someros hace 3500 millones de años, contienen algunos fósiles microbianos
inconfundibles. En estos entornos acuáticos poco profundos se formaron unas
estructuras cupulares llamadas estromatolitos, que podían medir desde unos
centímetros hasta unos cuantos metros de diámetro y que estaban compuestas
por colonias de células que precipitaban, estrato por estrato, una fina capa de
minerales. Los tapetes microbianos cubrieron grandes franjas de costa y
consolidaron y dieron forma a la arenas en las zonas de mareas. Incluso han
sobrevivido a los eones algunas esferas ricas en carbono que tienen paredes
celulares características y que pueden ser fósiles de microbios, pero no se han
encontrado fósiles incontrovertibles más antiguos que éstos. Resultan muy
intrigantes algunos rastros geoquímicos de carbono y de otros bioelementos que
aparecen en rocas intensamente alteradas de 3850 millones de años de edad, pero
no han convencido para nada a la comunidad geológica.
¿Así que cuándo surgió la vida? Si intuyes que la vida surge rápidamente y
con frecuencia en cualquier planeta o luna que tenga las condiciones adecuadas,
tal vez defenderías que hace 4400 millones de años, cuando la Tierra tenía ciento
cincuenta millones, ya existía una biosfera estable. Allí estaban todos los
ingredientes: océanos y aire, minerales y energía. Los enormes impactos de
asteroides y cometas habrían desafiado la supervivencia de esta vida hadeana, y
tal vez habrían favorecido a las células más fuertes, aquellas que aprendieron a
vivir en hogares rocosos, profundos y calientes, bajo el fondo del mar. Tal vez la
vida surgió más de una vez, tal vez muchas, antes de que la Tierra se instalara en
una época más tranquila de posadolescencia. Si es así, estos fósiles de 3500
millones de años representarían un ecosistema que ya entonces tenía casi mil
millones de años de evolución.
Si, por el otro lado, sospechas que el surgimiento de la vida en el cosmos es
un proceso inusual y difícil, te parecerá que la fecha más cercana, de 3500
millones de años, es la más certera. Tal vez la vida es tan improbable que
hicieron falta mil millones de años de interacciones entre minerales y moléculas,
a lo largo de cientos de millones de kilómetros cúbicos de corteza oceánica, para
que apareciera. Tal vez esos pocos restos fósiles del eón Arqueano, preciosos y
dispersos, señalan en efecto el principio de la biosfera.
La Tierra viva
Ya sea que la vida surgiera hace 4400 millones de años o hace 3800, lo cierto es
que alteró muy poco la superficie de la Tierra. Esos primeros microbios no
hicieron más que aprender algunos trucos químicos que la Tierra ya sabía. Desde
los primeros días de nuestro planeta han ocurrido reacciones químicas sobre su
superficie sólida, o cerca de ella. Todo se reduce a la distribución de electrones:
el manto terrestre tiene, en promedio, más electrones por átomo que la corteza.
El manto es más «reducido» y la superficie más «oxidada», en el argot de la
química. Cuando las sustancias reducidas y oxidadas se encuentran —por
ejemplo, cuando el magma y los gases reducidos del manto se abren paso hacia
la superficie más oxidada durante una erupción volcánica— con frecuencia
experimentan una reacción química que libera energía. En el proceso, los
electrones se transfieren de los primeros a la última.
La producción de herrumbre, en la que el hierro reacciona con el oxígeno, es
un ejemplo común de esta reacción. El hierro metálico está atiborrado de
electrones; tiene tantos que, como recordarás, algunos son libres de vagar a lo
largo del brillante metal y conducir la electricidad. El hierro es, pues, un donante
de electrones. El oxígeno gaseoso, por el otro lado, está tan privado de electrones
que las parejas de átomos de oxígeno deben compartir sus recursos para formar
una molécula de O2, en la cual ambas comparten su escaso suministro de
electrones como si fuera comida en una isla desierta. El oxígeno es el aceptor
ideal de electrones. Así que cuando el hierro metálico se encuentra con
moléculas de oxígeno le sigue un rápido intercambio de electrones. Cada átomo
de hierro entrega dos o tres electrones, y cada átomo de oxígeno toma dos
electrones. El resultado de este intercambio es un nuevo compuesto químico, el
óxido de hierro, así como una pequeña descarga de energía.
Además del hierro había otros elementos metálicos saturados de electrones,
como el níquel, el manganeso y el cobre, que también estaban expuestos a la
oxidación. También estaban presentes muchas de las sencillas moléculas basadas
en carbono que habían sido sintetizadas durante los procesos prebióticos, entre
ellos el metano (un gas natural), el propano y el butano. El oxígeno gaseoso era
escaso en la atmósfera temprana de la Tierra, pero estaban ampliamente
disponibles otras colecciones de átomos con hambre de electrones, entre ellos el
sulfato (SO4), el nitrato (NO3), el carbonato (CO3) y el fosfato (PO4), todos
listos para adoptar sus funciones.
Antes de que apareciera la vida las reacciones redox ocurrían a un ritmo
relativamente pausado. Pero los primeros microbios aprendieron a barajar
electrones a un ritmo mucho mayor. En muchos lugares, como en las costas
primitivas, en las aguas someras y en los sedimentos del fondo del mar las
células vivientes se convirtieron en mediadores de estas reacciones. Había
comunidades de microbios que se ganaban la vida acelerando el ritmo de las
reacciones de las rocas y usando la energía resultante para vivir, crecer y
reproducirse. Por supuesto, la Tierra había fabricado óxidos de hierro desde el
principio, pero los primeros microbios los hicieron más rápido. En el proceso, la
vida comenzó a alterar el ambiente de la superficie de la Tierra, si bien todavía
muy despacio. Los microbios explotaron la abundante energía que estaba a su
disposición en forma de hierro reducido, disponible en los océanos del Hadeano
y el Arqueano, y oxidaron hierro para formar el mineral rojo hematita, una
transformación química que puede liberar suficiente energía para mantener todo
un ecosistema. En Australia, América del Sur y otros viejos terrenos se pueden
ver enormes formaciones de hierro bandeado que tal vez representen los
desechos de un épico bufet microbiano que duró decenas de millones de años. Y
así comenzó la extraordinaria coevolución de la geosfera y la biosfera.
La evolución por selección natural continuó impulsando todos estos
procesos. Las especies de microbios que aprendieron a usar más eficientemente
el hierro que les servía como alimento, o a tolerar condiciones más extremas, o a
explotar nuevas reacciones redox, tuvieron una clara ventaja y aseguraron su
propia supervivencia. Así, nuevas poblaciones de microbios mutantes inventaron
nuevos catalizadores que promovieron estas reacciones productoras de energía
en forma más eficiente que el medio ambiente no vivo. Los resultados, dispersos
por aquí y por allá, fueron pequeños cúmulos de caliza y algunos depósitos
modestos de óxidos de hierro, así como un incremento gradual en el
procesamiento del carbono, el azufre, el nitrógeno y el fósforo que se
encontraban cerca de la superficie. Sin embargo, hasta ahora las primeras formas
de vida no hicieron más que imitar la química que ya existía (si bien en forma
más pausada) en el mundo hasta entonces inerte.
Luz
La mayor parte de los investigadores de los orígenes de la vida sospechan que
las primeras formas de vida dependieron exclusivamente de la energía química
de las rocas; una fuente de energía abundante, es cierto, pero que restringía
mucho las zonas en las que podía prosperar la vida. En algún momento unos
cuantos microbios fueron más allá de su papel como mediadores de reacciones
químicas intrínsecas a su medio ambiente y aprendieron a recolectar la radiación
solar, que proveería a cualquier habitante de la superficie, en cualquier lugar del
planeta, de una fuente de energía barata y abundante.
En su forma más básica, la fotosíntesis usa luz solar para fabricar moléculas
a partir de materias primas tan ubicuas como dióxido de carbono, nitrógeno y
agua. Si se tienen los andamios químicos correctos se pueden fabricar todos los
bloques de construcción esenciales para la vida —los aminoácidos, los azúcares,
los lípidos y los componentes del ADN y del ARN— a partir de los gases
atmosféricos y de la radiación solar. A diferencia de las algas verdes actuales, los
primeros fotosintetizadores microbianos no generaron oxígeno. De hecho,
algunos análogos modernos de estos organismos primitivos tienden a formar una
capa de color pardo o purpúreo sobre el agua estancada. Algunos biólogos
incluso han sugerido que sobre los azules océanos arqueanos deben haber
flotado inmensas balsas de microbios fotosintéticos que decoloraron sus aguas
con unas feas manchas parduzcas.
¿Cómo podemos saberlo? Estos microbios no tenían partes duras que
pudieran fosilizarse, y los tapetes microbianos flotantes no alteran de ningún
modo evidente el registro geológico. Sin embargo, puede haber una forma de
conseguir evidencias incluso de los más antiguos microbios amantes de la luz.
Las células fotosintéticas dependen en parte de hopanos, moléculas con una
estructura característica de cinco anillos de carbono entrelazados (una
configuración muy parecida a la de los esteroides de los que tanto se habla hoy
en las noticias deportivas). Cuando los microbios mueren y se degradan sus
reveladores esqueletos de hopano, con sus múltiples anillos, pueden sobrevivir
durante miles de millones de años como un residuo molecular en los finos
sedimentos oceánicos. Se requiere un proceso químico muy meticuloso para
extraer y analizar estos geohopanos a partir de las rocas. Las interpretaciones no
pueden ser más que provisionales, y por fuerza incluyen una letanía de
complicadas conjeturas sobre posibles fuentes de contaminación, tanto antiguas
como recientes. La comunidad paleontológica recibe con recelo —o con abierto
escepticismo— cada nuevo reporte sobre moléculas que sobreviven miles de
millones de años. Y sin embargo, allí están los rastros químicos, y pueden ser
nuestra mejor ventana hacia esta tenue biosfera antigua. (Más sobre el tema en el
capítulo 7.)
Para el cumpleaños mil millones de nuestro planeta la vida había afianzado una
presencia firme, si bien relativamente intrascendente, sobre su superficie.
Durante los siguientes mil millones de años la vida microbiana de la Tierra se
abriría paso poco a poco en los entornos cercanos a la superficie, primero al
acelerar las reacciones redox y luego mediante la fotosíntesis. Hasta donde
podemos saber, a sus dos mil millones de años de edad la Tierra aún no
mostraría en su superficie ninguna novedad mineralógica de importancia que
hubiera sido producida por la vida. Las células simplemente fabricarían más
óxidos de hierro, más caliza, más sulfatos y fosfatos de los que habrían podido
producirse de otro modo. Construirían grandes depósitos estratificados de
minerales ricos en hierro en las profundidades del océano y manufacturarían
algunos cúmulos de roca para protegerse en las zonas someras de las costas.
Todos éstos son fenómenos que ya ocurrían en la Tierra antes del origen de la
vida, y también en otros planetas y lunas del sistema solar.
Pero la Tierra y su primitiva población de microbios estaban destinados a
realizar la transformación más dramática en la historia de nuestro planeta.
Durante los siguientes 1500 millones de años los microbios fotosintéticos
aprenderían un nuevo truco químico: exhalar un gas sumamente reactivo y
peligrosamente corrosivo llamado oxígeno.
EDAD DE LA TIERRA (miles de millones de años)
0 1 2 3 4 4-5,6,7
Capítulo 7
La Tierra roja
Las pruebas de que ocurrió la Gran Oxidación vienen de un catálogo, cada vez
más poblado, de observaciones de rocas y minerales que abarcan una gran parte
de la historia de la Tierra, más o menos entre 3500 y 2000 millones de años
atrás. Por un lado, muchas rocas de más de 2500 millones de años de edad
contienen minerales que son fácilmente destruidos por los efectos corrosivos del
oxígeno, lo que sugiere que antes de ese momento existía un ambiente libre de
éste. Los geólogos encuentran guijarros redondeados y poco erosionados de
pirita (el sulfuro de hierro que también se conoce como «oro de los tontos») y
uranitita (el mineral de uranio más común) en viejos lechos de arroyos, lugares
en donde estos minerales se corroerían y desintegrarían rápidamente en la
atmósfera rica en oxígeno que existe en nuestros días. Estos viejos lechos de
arena también tienen una química muy reveladora, con una concentración
inusual de elementos que evitan el oxígeno, como el cerio, y al mismo tiempo
son notablemente deficientes en otros como el hierro, en comparación con los
suelos modernos. Estas peculiaridades químicas ayudan a probar que la
atmósfera estaba totalmente carente de oxígeno.
En contraste, las rocas que tienen menos de 2500 millones de años de edad
contienen muchas señales inequívocas de oxígeno. Hace entre 2500 y 1800
millones de años se acumularon cantidades asombrosas de enormes depósitos de
óxidos de hierro llamados formaciones de hierro bandeado. Estas densas
acumulaciones, muy características de estratos alternados de óxidos negros y
rojos, contienen el 90 por ciento de las reservas conocidas de hierro. También
aparecen de pronto óxidos de manganeso, en forma de gruesos depósitos
estratificados que hoy constituyen los depósitos principales de yacimientos de
manganeso en el mundo. Tras la Gran Oxidación también aparecen en el registro
geológico, por primera vez, cientos de minerales nuevos, como yacimientos
oxidados de cobre, níquel, uranio y otros. Y sin embargo, y a pesar de este
extendido repertorio mineralógico, algunos científicos todavía no se convencían
de que la Gran Oxidación hubiera sido tan importante. Tal vez la cantidad de
oxígeno atmosférico se incrementó poco a poco. Tal vez el registro geológico,
irregular y erosionado, es incompleto y engañoso.
Las pruebas irrefutables de la Gran Oxidación provienen de una fuente
inesperada: algunos datos recientes —y sorprendentes— sobre los isótopos de un
elemento común, el azufre. La década de 1990 vio un aumento dramático en la
resolución y la sensibilidad de los espectrómetros de masas, los instrumentos
fundamentales para analizar el mundo de los isótopos. La nueva generación de
espectrómetros de masas le permitió a los científicos analizar muestras cada vez
más pequeñas, incluso granos minerales dentro de células vivas, con más y más
precisión. El azufre, uno de los elementos esenciales para la vida, resultó ser un
objeto de estudio particularmente tentador, pues en la naturaleza existen cuatro
isótopos estables de azufre: azufre-32, -33, -34 y -36. Todos estos isótopos tienen
los 16 protones de rigor en el núcleo, pero el número de neutrones fluctúa entre
16 y 20.
La distribución de los isótopos del azufre suele poder predecirse
simplemente con base en su masa. Todos los átomos se agitan, pero los isótopos
menos masivos se agitan más, de modo que en cualquier reacción química los
isótopos ligeros tienen más probabilidades de dar brincos que los pesados. Este
proceso de selección, llamado fraccionamiento de isótopos, ocurre cada vez que
un grupo de átomos de azufre experimenta una reacción química, ya sea en la
roca sólida o dentro de una célula viva. En el caso del azufre, un isótopo de masa
32 se fraccionará más que un isótopo de masa 34 o 36. Es más, la tasa de
fraccionamiento suele estar directamente relacionada con la proporción de las
masas en el isótopo: el fraccionamiento del azufre-36 a azufre-32 casi siempre es
del doble que el fraccionamiento del azufre-34 a azufre-32. Esta regla física
básica se desprende directamente de las leyes de Newton: la fuerza es igual a
masa por aceleración. Una masa menor significa más aceleración, así que bajo
una fuerza dada el azufre-32 se agita más que el azufre-34, que a su vez se agita
más que el azufre-36.
Hace una década, el geoquímico James Farquhar, que por entonces trabajaba
en el campus de San Diego de la Universidad de California, un lindo lugar a la
orilla del mar, encontró un cambio profundo e inesperado en la distribución de
isótopos de azufre en rocas que tenían más de 2400 millones de años. Las rocas
y los minerales más recientes casi siempre exhiben la tendencia que uno
esperaría y que depende de su masa: las proporciones de isótopos de azufre
dependen casi exclusivamente de las proporciones de sus masas. Pero Farquhar y
sus colegas encontraron en muchas rocas de más de 2400 millones de años un
fraccionamiento de isótopos de azufre radicalmente diferente; en algunas
muestras las desviaciones eran de varias milésimas (que en este caso es mucho).
¿Qué podría haber causado una desviación independiente de la masa de las
irrefutables leyes newtonianas del movimiento?
Algunos teóricos astutos, respaldados por pruebas experimentales, señalaron
rápidamente una solución en las sutilezas de la mecánica cuántica. Bajo la
influencia de la radiación ultravioleta el comportamiento de los isótopos puede
desviarse del ideal newtoniano. Resulta que los isótopos con un número impar
de masa, como el azufre-33, pueden ser afectados selectivamente por la
radiación ultravioleta (UV). Si una molécula de dióxido de azufre o de sulfuro de
hidrógeno incorpora un isótopo de azufre-33, y si esa molécula se topa con un
rayo ultravioleta (seguramente en lo alto de la atmósfera) es posible que
reaccione más rápidamente. El azufre-33 experimenta un «fraccionamiento
independiente de la masa» que distorsiona las proporciones de los isótopos.
Pero ¿por qué ocurrió este cambio repentino en la Tierra hace 2400 millones
de años? La respuesta se encuentra en las propiedades de absorción de radiación
UV del ozono, una molécula compuesta por tres átomos de oxígeno que ha salido
mucho en las noticias durante las dos últimas décadas. Actualmente el ozono que
se encuentra en la parte superior de la atmósfera sirve como una barrera esencial
para los rayos UV del Sol, potencialmente letales. Las mediciones que se han
hecho durante las dos últimas décadas revelan que esta alta capa de ozono se ha
adelgazado mucho, seguramente por las reacciones destructivas que provocan
productos químicos que producimos los humanos, llamados
clorofluorocarbonos, o CFC. (El freón, que alguna vez se usó en los aires
acondicionados, es el ejemplo mejor conocido). Este «agujero de ozono» permite
que más radiación UV cancerígena alcance la superficie de la Tierra. Las buenas
noticias son que la prohibición mundial a la producción de CFC parece estar
permitiendo que la capa de ozono se recupere rápidamente.
Antes de que aumentara el oxígeno gaseoso y de que apareciera una capa de
ozono que funcionara como un bloqueador cósmico para nuestro planeta, los
compuestos de azufre que se encontraban en lo alto de la atmósfera sufrían un
baño continuo de radiación ultravioleta. Bajo esas duras condiciones los
compuestos con azufre-33 experimentaron fraccionamiento independiente de la
masa. Tras la Gran Oxidación se acumuló una capa protectora de ozono que
absorbió buena parte de la radiación UV del Sol y canceló así este extraño efecto
en la producción de isótopos.
Como los hallazgos de Farquhar fueron replicados y ampliados en
laboratorios de todo el mundo, la mayor parte los científicos dedicados al estudio
de la Tierra terminó aceptando que en efecto existió la Gran Oxidación. A menos
que los científicos descubran que existió un mecanismo para bloquear los rayos
ultravioleta diferente del ozono, los datos de los isótopos de azufre permiten fijar
el comienzo de la Gran Oxidación hace unos 2400 millones de años.
A hacer oxígeno
Más oxígeno
Evidencia fósil
Imagínate lo que sucede cuando una colonia de microbios muere. Casi siempre
las diminutas bolsas de sustancias químicas que alguna vez fueron células vivas
se rompen y se dispersan; las biomoléculas grandes se rompen en partes
moleculares más pequeñas, sobre todo agua y CO2. Otros microbios devoran los
trozos más suculentos y las moléculas indigeribles se disuelven en los océanos,
se evaporan en el aire o quedan atrapadas en las rocas. Por lo general, unos años
después nada queda, pues el tiempo no es amable con restos moleculares tan
frágiles como éstos.
En circunstancias extraordinarias —si las células muertas son sepultadas
muy pronto, si no hay oxígeno corrosivo en los alrededores, si la roca huésped
nunca se calienta demasiado— algunas de las biomoléculas más resistentes
tienen oportunidad de sobrevivir, si bien en una forma alterada. Las que tienen
más posibilidades de sobrevivir son las moléculas con una columna vertebral
irregular hecha de hasta 20 átomos de carbono, a veces dispuestos en forma de
una larga cadena simple (con unos cuantos átomos de carbono que asoman por
los lados de vez en cuando), a veces en un grupo de anillos entrelazados
(parecidos al logo de las Olimpiadas). Estos biofragmentos diagnósticos son
como esqueletos ultrapequeños y representan los restos de colecciones mucho
más grandes de moléculas funcionales que se han degradado y han perdido todo
excepto un núcleo resistente.
Si puedes encontrar uno de estos esqueletos moleculares en una roca
sedimentaria antigua, y puedes estar seguro de que no es producto de la
contaminación de estratos más jóvenes o de los restos ubicuos de células que
murieron recientemente (por ejemplo, de microbios que viven bajo la superficie,
o incluso de piel muerta de tus dedos), puedes anunciar que has descubierto un
fósil químico, los átomos mismos que alguna vez formaron parte de un microbio
vivo. Y esto explica la fascinación de Schopf por los manchones negros en los
sílex de Apex.
Muchos paleontólogos moleculares modernos viven una fascinante doble
vida. Por un lado pueden escoger los rigores de los geólogos de campo: caminar
kilómetros y kilómetros por terrenos difíciles y extraer cientos de kilos de rocas
prometedoras de afloramientos lejanos en desiertos ardientes, tundras heladas y
altas montañas. Cada año algunos pequeños equipos viajan al occidente de
Australia, a Sudáfrica, a Groenlandia y al centro de Canadá en busca de nuevos
especímenes. Otros prefieren trabajar en plataformas de perforación, con la
esperanza de obtener núcleos de rocas antiguas impolutas, no contaminadas por
el clima ni la vegetación. Las expediciones pueden significar meses de
adversidades, privaciones y peligros.
Estas aventuras contrastan con los meses de análisis tediosos que se llevan a
cabo en laboratorios superlimpios en los que la más ligera exhalación o huella
digital puede contaminar irrevocablemente una invaluable muestra de roca de
tres mil millones de años de edad. Para extraer moléculas individuales de una
roca se necesita tiempo y paciencia, un cuidado exquisito y un arsenal de
aparatos analíticos sofisticados. Uno de los exponentes principales de este arte
del siglo XXI es el paleontólogo australiano Roger Summons, que ha instalado su
taller en el departamento de la Tierra y las ciencias planetarias del MIT; desde allí
dirige el Laboratorio Summons, un comité de expertos conformado por una
docena de cazadores de fósiles moleculares que se ocupan de estudiar las rocas
más antiguas de la Tierra.
Hace una docena de años, mientras trabajaba en la Universidad Nacional
Australiana, Summons dirigió a un grupo de científicos que salieron en la
primera plana de los periódicos tras estudiar unos prometedores sedimentos de
2700 millones de años de edad originarios del cratón Pilbara, en el oeste de
Australia. Summons y sus colegas tuvieron acceso a un singular núcleo de roca,
una secuencia de casi 800 metros de longitud que incluía una intrigante sección
de esquisto negro rico en carbono, el tipo de roca sedimentaria que tiene más
probabilidades de contener fósiles moleculares. Estas rocas de Pilbara fueron de
especial interés porque parecían estar básicamente inalteradas por el calor y no
haber tenido contacto con la vida de la superficie o con agua subterránea que las
contaminara. Si existía una roca en la que podían sobrevivir antiguas
biomoléculas, ésta tenía que ser.
Los investigadores australianos se concentraron en los hopanos, esa elegante
categoría de biomoléculas muy resistentes que mencionamos en el capítulo 6.
Los hopanos desempeñan un papel importante en la estabilización de las
membranas celulares protectoras, y a causa de su rareza fuera de las células
vivas constituyen, tal vez, el más convincente de los biomarcadores moleculares.
Cada hopano tiene una característica columna vertebral formada por cinco
anillos entrelazados: cuatro hexágonos (cada uno definido por seis átomos de
carbono) y un pentágono (con cinco átomos de carbono) al final. Cada anillo
comparte dos átomos de carbono con sus vecinos; en total una columna vertebral
de 21 átomos de carbono.
Los cuidadosos estudios que se llevaron a cabo en el laboratorio de
Summons en Australia produjeron dos artículos muy importantes, ambos
publicados en agosto de 1999. El primero, que apareció en Science y en el que
figura Jochen Brocks, un estudiante de doctorado de Summons, como primer
autor, narraba el descubrimiento de hopanos en rocas de 2700 millones de años
de antigüedad de Pilbara; estos hopanos serían, así, los fósiles moleculares más
antiguos que se conocían, y romperían el récord por más de mil millones de
años. Descubrir hopanos puede revelar mucho sobre los ecosistemas antiguos,
pues diferentes especies usan varios tipos distintos de hopanos, con átomos de
carbono extra pegados en varios lugares alrededor de los anillos. Brocks y sus
colegas sugirieron que los hopanos de Pilbara indicaban la presencia de células
bastante avanzadas llamadas eucariotas, es decir que contienen un núcleo que
alberga el ADN. Cuando se publicó el artículo las células fósiles eucariotas más
antiguas que se conocían apenas tenían mil millones de años de antigüedad,
mientras que los microbios primitivos que se pensaba que existieron primero,
hace unos dos mil millones de años, no tenían un núcleo, así que esta
interpretación fue recibida con sorpresa e incluso con abierta incredulidad. Si el
descubrimiento era real sólo podían existir dos conclusiones posibles. O bien las
células eucariotas aparecieron mucho, mucho antes de lo que se había pensado
(y por lo tanto, la evolución de la vida fue más rápida de lo que se creía) o los
hopanos evolucionaron mucho antes que las eucariotas. En cualquier caso
tendría que revisarse nuestra comprensión de la historia de la vida.
El segundo artículo, que se publicó en Nature con Simmons como autor
principal, hacía la afirmación, igual de sorprendente, de que los esquistos negros
de 2500 millones de años de edad que se encuentran en Mount McRae, un pico
de unos modestos mil metros de altura en el occidente de Australia, contienen
una variante de la molécula de cinco anillos del hopano con un carbono extra
que asoma a un lado del primer anillo. Estas moléculas 2-metilhopanoides sólo
se conocen en cianobacterias fotosintéticas, que son los principales productores
de oxígeno de la Tierra. Summons llegó a la conclusión de que hace 2500
millones de años la fotosíntesis ya iba a toda marcha en la Tierra. Esta
cronología era consistente con el aumento del oxígeno más o menos por esa
época, pero la idea de que el origen de la fotosíntesis pudiera buscarse en unos
cuantos fragmentos moleculares preservados le abrió a la paleontología algunas
puertas nuevas y emocionantes.
Pero no todos estaban convencidos. Igual que las afirmaciones que hizo antes
Bill Schopf sobre los «fósiles más antiguos de la Tierra», los extraordinarios
hallazgos de hopanos de Roger Summons han encontrado opositores, entre ellos
Jochen Brocks, quien ahora tiene algunas graves dudas sobre su propio trabajo
doctoral y sobre cualquier otro estudio acerca de supuestos biomarcadores de
más de dos mil millones de años de antigüedad. Los escépticos dicen que los
hopanos jóvenes están por todos lados; bajo la superficie hay legiones de
microbios que viven en las rocas, así que es inevitable que éstas se contaminen a
lo largo de dos mil millones de años de historia terrestre. Es indudable que los
hopanos y otras biomoléculas están ahí, pero ¿quién puede asegurar cuándo o
cómo llegaron? Manténgase en sintonía: siempre es divertido ver estos debates,
y casi siempre conducen a nuevos descubrimientos.
¿En qué otro lugar podría buscar un paleontólogo? De las muchas pistas
relacionadas con la historia de la fotosíntesis que se encuentran en el registro
fósil los tapetes microbianos son, al mismo tiempo, las más obvias y las más
ignoradas. Actualmente se forman en aguas costeras someras de todo el mundo y
a lo largo de las orillas de ríos y arroyos lentos en los que las algas pueden
entrelazar sus filamentos en capas gruesas y enmarañadas. Estos resistentes
tapetes, similares a una tela, permiten que las algas tengan acceso a un ambiente
húmedo e iluminado, y al mismo tiempo que estén protegidas de la inevitable
erosión provocada por las inundaciones y las olas. A pesar de que es fácil
encontrarlos en todo el mundo, la comunidad paleontológica básicamente ignoró
los tapetes microbianos fósiles antes de los descubrimientos de Nora Noffke.
Durante más de una década tuve la oportunidad de trabajar como asistente de
Nora Noffke, profesora de geobiología en la Old Dominion University en
Norfolk, Virginia, y la principal autoridad en tapetes microbianos antiguos del
mundo. Equipada con una mirada muy aguda, una perspectiva única y una
determinación de acero, ha decidido realizar su trabajo de campo en algunas de
las regiones más intimidantes del mundo. Tras aventurarse en zonas lejanas y
hostiles de Sudáfrica, el occidente de Australia, Namibia, los desiertos de Medio
Oriente y la helada Groenlandia, ha desenterrado algunas maravillas
paleontológicas que a nadie se le había ocurrido buscar. Una y otra vez, Nora ha
reconocido evidencia de que en muchas de las costas arenosas más antiguas de la
Tierra crecieron tapices microbianos.
La razón de que los tapices microbianos fósiles sean tan importantes es que
deben surgir gracias a algún tipo de fotosíntesis. Los microbios que dejaron sus
restos fragmentarios en sílex negros y esquistos negros pudieron provenir de
zonas muy profundas, lejos de la luz solar. Existen evidencias de que los
estromatolitos de aguas someras de hace 3500 millones de años mantuvieron un
estilo de vida fotosintético, aunque estos pequeños montículos mineralizados
también habrían podido ser sencillamente rascacielos protectores en medio de un
ambiente hostil y barrido por las olas. Pero los tapices microbianos deben haber
sido fotosintéticos. ¿Por qué una colonia de microbios se tomaría la molestia de
fijar su residencia en una zona de mareas severas y poco profunda si no para
obtener la luz solar?
Para situar las contribuciones de Nora Noffke en contexto, debemos
considerar otros fósiles muy antiguos. Durante buena parte del último medio
siglo los paleontólogos que buscan las formas de vida más antiguas de la Tierra
se han concentrado en tres tipos de formaciones rocosas. Primero los sílex
negros, como el controvertido sílex de Apex de Bill Schopf, de 3500 millones de
años. Los sílex negros fueron los primeros que alcanzaron los titulares
paleontológicos a principios de la década de 1960, cuando el paleobotánico de
Harvard Elso Barghoorn reconoció antiguos fósiles microbianos en el sílex de
Gunflint del norte de Minnesota y el oeste de Ontario, de 1900 millones de años
de edad. Barghoorn estudió secciones muy delgadas y transparentes de la roca,
de grano muy fino y rica en silicio, y se dio cuenta de que estaba viendo antiguos
cuerpos fósiles de microbios que se habían conservado con exquisito detalle. En
colaboración con el geólogo Stanley Tyler, que una década atrás había observado
por primera vez unos intrigantes objetos esféricos en el Gunflint, Barghoorn
describió algunos grupos sorprendentes de lo que indudablemente eran células,
un ecosistema microscópico de esferas, conos y filamentos, algunos en proceso
de división. De hecho, a pesar de que durante las décadas siguientes se ha
afirmado una y otra vez el descubrimiento de fósiles más antiguos, algunos
paleontólogos siguen pensando que el sílex de Gunflint contiene los fósiles de
células fotosintéticas incontrovertibles más antiguos de la Tierra.
Un segundo tipo de roca, los esquistos ricos en carbono como los que
estudian Roger Summons y sus colegas, son tal vez la mejor fuente de fósiles
moleculares antiguos. Los esquistos negros son acumulaciones de lodo y
residuos orgánicos que se formaron en aguas profundas, así que podemos saber
con certeza que son la sepultura de los restos de antiguos microbios. Es por ello
que actualmente se están sometiendo a un cuidadoso escrutinio químico —una
capa microscópica tras otra— gruesas secciones de esquistos negros
provenientes de Australia, Sudáfrica y otras regiones que tienen miles de
millones de años de edad. Conforme surgen nuevas herramientas analíticas más
sensibles, algunas capaces de detectar moléculas individuales, sin duda seguirán
nuevos descubrimientos.
El tercer tipo de formación que contiene fósiles antiguos y que se estudia
intensamente son los estromatolitos, esas estructuras estratificadas y abovedadas
hechas de minerales que depositaron poco a poco viejas formas de vida. Si no
fuera porque en la actualidad existen algunos estromatolitos que viven en
arrecifes de mares someros, los más famosos de los cuales se encuentran en el
hermoso y lejano World Heritage Site, en la bahía Shark del occidente de
Australia, los paleontólogos seguirían preguntándose cómo se formaron estos
pequeños montículos, que suelen encontrarse conservados en piedra caliza. Estos
extraños túmulos sedimentarios se forman cuando una cubierta conformada por
microbios resbalosos —microbios fotosintéticos, en el caso de los arrecifes
actuales— produce capa sobre capa de minerales. Se han identificado cientos de
estromatolitos por todo el mundo, algunos en rocas que tienen más de tres mil
millones de años de antigüedad.
Los sílex negros, los esquistos negros y los estromatolitos. A esta breve lista
de las formaciones fosilíferas más antiguas de la Tierra, Nora Noffke ha añadido
un cuarto tipo de roca: la arenisca. Resulta comprensible que las areniscas hayan
sido pasadas por alto. La mayor parte de los fósiles se preservan en rocas de
grano fino como el sílex o el esquisto, o en arrecifes de caliza, y por ello se hizo
énfasis en el sílex negro, el esquisto negro y los estromatolitos. La arena, por el
contrario, es relativamente gruesa y contiene granos minerales mucho más
grandes que la mayor parte de los microbios. Además, la arena tiende a
concentrarse en la playa, en la turbulenta zona de mareas, en donde casi todas las
señales de vida son borradas, erosionadas y dispersadas en el mar. Pero Noffke
ha pasado dos décadas estudiando las marismas modernas y sus ricos
ecosistemas, y ha encontrado que en las costas someras y arenosas crecen tapices
microbianos fibrosos y resistentes que contribuyen a darles sus formas
características. Estos tapices le imprimen una textura rugosa a la superficie de la
arena, muy parecida a la de un mantel arrugado; atrapan granos de sedimento en
una masa gruesa y resistente de hebras vegetales; alteran el patrón de las ondas
en la arena, y durante las tormentas se rompen en formas geométricas muy
particulares y se enrollan como tapetitos persas.
La mayor parte de los afloramientos de arenisca son lisos o ligeramente
ondulados, y carecen de cualquier rasgo claramente biológico. Pero en cuanto
Noffke aprendió a distinguir las arrugadas y agrietadas superficies,
características de los tapices microbianos fosilizados en las rocas antiguas,
comenzó a encontrar estos rasgos sutiles dondequiera que volteara. En 1998
identificó las reveladoras texturas rugosas en las superficies de rocas de 480
millones de años en la Montaña Negra, en los Alpes franceses. En 2000, tras
mudarse a la Universidad de Harvard para hacer trabajo posdoctoral, hizo
retroceder aún más el registro al identificar patrones similares en rocas de
Namibia de 550 millones de años de edad. Que existieran tapices microbianos
hace 500 millones de años no era particularmente novedoso; todos los
paleontólogos concuerdan en que estas estructuras deben haber adornado las
regiones costeras mucho antes que eso. Pero antes de Noffke nadie se había
tomado el tiempo para estudiar los sistemas de tapices modernos y reconocer los
rasgos similares preservados en fósiles indiscutibles en rocas antiguas.
En 2001 Noffke hizo el primero de una serie de descubrimientos
revolucionarios de tapetes microbianos en formaciones de más de tres mil
millones de años de antigüedad en Sudáfrica y Australia, mucho más antiguas
que la hipotética Gran Oxidación. Es difícil distinguir estos rasgos al mediodía,
cuando tienes la luz del sol justo sobre la cabeza. Pero en la tarde, cuando se
acerca el fin de un largo y con frecuencia infructuoso día de trabajo y el sol brilla
oblicuo sobre las piedras desnudas, las distintivas superficies arrugadas de la
arenisca se revelan en alto contraste. «Las estructuras parecen saltar por todos
lados», recuerda Noffke sobre un descubrimiento particularmente emocionante
que se consumó en la última hora del último día de una difícil expedición a
África.
Nora se acercó a mí en el 2000 a sugerencia de su mentor de Harvard, el
paleontólogo Andy Knoll. Andy y yo habíamos sido amigos desde nuestros días
de universitarios, allá por la década de 1970; durante un tiempo nuestras carreras
nos condujeron por direcciones científicas diferentes, pero nuestro mutuo interés
en la astrobiología nos acercó nuevamente. Knoll se dio cuenta de que los
argumentos de Noffke sobre los antiguos tapetes microbianos se basaban casi
por completo en rasgos superficiales que, si bien una veces eran sugerentes, en
otras requerían un poco de imaginación especulativa. Un paleontólogo promedio
que no tuviera la enorme experiencia de Noffke con los tapetes modernos podría
pasar por alto o desechar con facilidad las viejas marcas ondeadas o arrugadas en
las superficies de las rocas. Así que Knoll la animó a fortalecer su argumento
sobre los tapetes añadiendo datos analíticos sobre los minerales, las
biomoléculas y los isótopos conservados en sus característicos estratos
crenulados. Tal vez algunos rastros de carbono antiguo o ciertas concentraciones
de minerales característicos ofrecerían evidencias sólidas sobre algunos de los
rasgos más antiguos, aunque ambiguos, de los restos que se sospechaba que
podían ser tapices microbianos fósiles. Yo ya había trabajado con otros
estudiantes de Knoll, así que me hice cargo.
Los primeros especímenes que mandó Noffke resultaron una buena lección
sobre la importancia de ese tipo de análisis. Había encontrado unas delgadas
capas onduladas y negras en sedimentos arenosos de tres mil millones de años de
antigüedad; de probarse que eran tapices microbianos esto los habría convertido
en los más antiguos del mundo. Noffke necesitaba confirmar que estas cosas
negras eran ricas en carbono y contenían la firma isotópica adecuada, con
aproximadamente tres por ciento menos del pesado isótopo carbono-13 que la
corteza promedio. Ya había escrito un artículo para Science y estaba lista para
entregarlo; sólo aguardaba esta última confirmación. Las muestras de roca se
enviaron por FedEx, en un envío de alta prioridad, desde Cambridge,
Massachusetts, al Laboratorio de Geofísica. Me encontraba bajo la lupa.
Por suerte, mi colega Marilyn Fogel, que es la experta en isótopos de
carbono en el Laboratorio de Geofísica del Instituto Carnegie, estaba dispuesta a
ayudar. Marilyn vio la muestra y me explicó qué había que hacer: moler la roca y
pulverizarla hasta obtener un polvo fino, poner unos cuantos microgramos de ese
polvo en varias copitas de papel de aluminio puro, pesar las muestras y doblar
cada copa para obtener una esferita del tamaño de un balín. Luego estas muestras
y los estándares de los isótopos de carbono se introdujeron, uno a uno, en un
horno que evapora los compuestos que contienen carbono para formar gas de
dióxido de carbono. El gas fluye hacia un sensible espectrómetro de masas que
separa y mide el carbono-12 y el carbono-13. Sólo nos tomó unas horas obtener
la proporción que revelaría la verdad.
Nora esperaba que encontráramos algo en el rango de –25 a -35, típico de
otros tapices microbianos. Pero la máquina escupió algo diferente. La proporción
isotópica estaba cerca de cero, un valor que no tiene nada que ver con la biología
y que, por el contrario, era característica del carbono inorgánico, la clase de
carbono que fluye desde el manto en los fluidos y se deposita en finas vetas de
grafito negro. En resumen: las cosas negras en las muestras de Noffke eran ricas
en carbono, pero indudablemente no de origen biológico.
Con esa lección en mente, de inmediato nos pusimos a analizar estructuras
negras y delgadas en muchos otros antiguos sedimentos que Nora había
acumulado en sus varias áreas de trabajo de campo, desde Sudáfrica hasta
Groenlandia, pasando por Australia, y que parecían prometedoras. Una y otra
vez encontramos que los isótopos de carbono caían en un rango de –30,
consistente con los tapices microbianos, y hallamos otras evidencias
convincentes de que los microbios florecieron a lo largo de las costas arenosas
de la Tierra hace tres mil millones de años. Y a diferencia de las diminutas
cositas negras o de algunos rastros de biomoléculas, las evidencias de Noffke
estaban a la vista, en el campo, tan grandes como un afloramiento rocoso. Podías
sostener sus pruebas en la mano.
Pero sigue en pie una pregunta central: ¿los microbios de los tapetes
producían oxígeno o usaban la luz solar para realizar una fotoquímica más
simple? Los microbios desarrollaron muchas estrategias para aprovechar el sol, y
no todas producen oxígeno. Así que los detalles sobre cómo se ganaban la vida
esos organismos dentro de sus tapices hace tres mil millones de años seguirán
siendo un tema candente en los años por venir.
La explosión mineralógica
Cualquiera que haya sido el momento exacto del aumento del oxígeno, para
cuando la Tierra celebró su cumpleaños 2500 millones su superficie se
transformó una vez más. Los primeros cambios dramáticos ocurrieron con la
oxidación del suelo. La meteorización de la superficie, ocasionada por el
oxígeno, comenzó a descomponer el granito que contenía hierro y el basalto en
suelos de color rojo ladrillo. Conforme el suelo envejecía su tono pasó del gris y
el negro que predominaban hasta entonces al rojizo color del óxido. Desde el
espacio los continentes que poblaban la Tierra hace 2500 millones de años —
todavía más pequeños que las masas continentales actuales— se habrían
parecido un poco al planeta Marte actual, pero con océanos azules y con
remolinos de nubes blancas que ofrecían dramáticos contrastes de color.
Pero el óxido sólo era el más evidente de muchos y profundos cambios
mineralógicos. Nuestros últimos modelos químicos sugieren que la Gran
Oxidación allanó el camino para que se formaran hasta tres mil especies
minerales diferentes, hasta entonces desconocidas en nuestro sistema solar. Sólo
después de que la vida aprendiera el truco de fabricar oxígeno pudieron surgir
nuevos compuestos químicos de uranio, níquel, cobre, manganeso y mercurio.
Muchos de los cristales más hermosos que podemos ver en los museos —
minerales de cobre verdeazulados, especies de cobalto púrpura, vetas de uranio
amarillo-anaranjadas y otros— nos hablan con elocuencia sobre un vibrante
mundo vivo. Es muy poco probable que estos nuevos minerales se formen en un
ambiente anóxico, así que la vida parece ser la responsable, directa o indirecta,
de la mayor parte de las 4500 especies minerales conocidas en la Tierra. Resulta
extraordinario pensar que algunos de estos nuevos materiales le proporcionaron
a la vida en evolución nuevos nichos ecológicos y nuevas fuentes de energía
química, y que la vida ha coevolucionado continuamente con las rocas y los
minerales.
El oxígeno, ese elemento capaz de llevar a cabo mágicas transformaciones,
desempeña el papel estelar en esta interminable historia. Hambrientos de
electrones, los átomos de oxígeno reaccionan enérgicamente con toda clase de
minerales, y en el proceso erosionan las rocas y forman suelos ricos en
nutrientes. Cuando las concentraciones de oxígeno atmosférico se elevaron por
primera vez hasta niveles significativos, hace más de dos mil millones de años,
todas las formas de vida fotosintéticas vivían en los océanos; las superficies
secas estaban completamente desprovistas de vida. Pero el oxígeno allanó el
camino para la eventual expansión de la vida a lo largo y ancho del planeta.
Hoy en día nuestra relación con el oxígeno no podría ser más íntima. Con
cada respiro una pequeña fracción del aire se vuelve parte de nosotros, y una
pequeña fracción de nosotros se convierte en aire. Conforme pasan los días
nuestro cuerpo se descompone y se forma nuevamente gracias a innumerables
reacciones químicas con oxígeno. Nuestros tejidos se ven remplazados una y
otra vez a lo largo de nuestra vida a partir de una provisión finita de átomos,
reciclada por el aire, el mar, la tierra y todas las formas vivientes del planeta. La
mayor parte de los átomos que formaron tu cuerpo cuando eras niño se han
dispersado, y tus átomos actuales también lo harán si es que tienes la suerte de
vivir unos cuantos años más en éste, tu hogar planetario rico en oxígeno.
EDAD DE LA TIERRA (miles de millones de años)
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Capítulo 8
La revolución mineral
¿Qué tiene que ver todo esto con los mil millones de años «aburridos»? Todo.
Para entender cómo se veían las cosas durante un periodo sin señales ostentosas
de actividad —una época sin colisiones y sin árboles, previa a la compleja
aparición de la flora y la fauna en el registro geológico— debemos recurrir a los
paleogeógrafos. Para poder descifrar los detalles escritos en los cratones, que
narran su danza de miles de millones de años alrededor del globo, estos geólogos
viajan a las áreas más remotas del planeta, hacen mapas de las rocas, recolectan
muestras y las sujetan a una batería de pruebas de laboratorio.
En el núcleo de cada cratón existen rocas muy antiguas, en general de tres
mil millones de edad o más. Estas parcelas fragmentarias de la corteza más
antigua de la Tierra apenas representan una pequeña proporción de la masa
continental del planeta. Los fragmentos, sin excepción, han sido cocinados por el
calor y la presión, alterados por el poder de disolución de las aguas superficiales
y deformados a causa de las tensiones de la corteza. Y a pesar de todo con
frecuencia puede deducirse si las rocas originales eran intrusiones graníticas o
capas sedimentarias. Y de hecho, es una buena noticia que los cratones no sean
estáticos: a lo largo de sus historias nuevos pulsos de magma penetran los viejos,
y en el proceso forman cuerpos de rocas ígneas en sus venas y cavidades. Tierra
adentro, en los lagos y los ríos, se forman nuevos depósitos sedimentarios, y
también a lo largo de las costas someras y arenosas. Cuando los cratones chocan
o se desgarran —eventos que nos informan sobre los movimientos relativos de
las dos masas de tierra— también se forman tipos de rocas y estructuras
característicos. Si estas diversas formaciones más jóvenes se estudian con
cuidado puede identificarse un conjunto de tipos de rocas que abarcan la historia
completa del cratón. Y entonces empieza la diversión.
Las rocas más jóvenes dan pistas sobre la cronología de los movimientos del
cratón. Las rocas ígneas contienen diminutos minerales magnéticos que, al
solidificarse, se fijan en la orientación del campo magnético de la Tierra. Los
estudios paleomagnéticos minuciosos pueden identificar no sólo la orientación
de los polos norte y sur en cada momento, sino también la latitud aproximada a
la que se encontraban las rocas cuando se enfriaron. Si bien no son exactamente
coordenadas de GPS, esos datos registran las posiciones relativas de los cratones a
lo largo del tiempo. Las rocas sedimentarias complementan estos datos, pues
pueden contener algunas pistas reveladoras sobre el clima y la ecología. Los
sedimentos que se depositan en zonas tropicales sujetas a una erosión rápida son
notablemente diferentes de aquellas de los lagos templados o de los depósitos
glaciales en latitudes superiores. Algunas rocas sedimentarias también
incorporan pequeños granos de minerales magnéticos que contienen pistas sobre
las posiciones de los polos.
Actualmente hay un ejército de geólogos que estudia intensamente las tres
docenas de cratones que se conocen para obtener aunque sea una idea vaga de la
superficie cambiante de la Tierra. Está en proceso un cuidadoso trabajo de
campo y de laboratorio que durará décadas. Se están integrando datos de todos
los rincones del planeta. Y entonces todos los cratones se juntarán como si se
tratara de carritos chocones sobre un globo terráqueo, comenzando con lo que
sabemos sobre la geografía del planeta moderno, y la película se proyectará
lentamente hacia atrás. Mientras más nos alejemos, más borrosa y especulativa
será esa película, pero lo que estamos descubriendo es extraordinario. Según las
últimas interpretaciones, la Tierra ha experimentado un ciclo de al menos cinco
agrupamientos y rompimientos de supercontinentes a lo largo de tal vez tres mil
millones de años.
Todavía estamos escribiendo la historia de las primeras masas terrestres del
planeta, y alrededor del tema existen no pocas controversias. Nadie se ha
atrevido aún a dibujar más que un esbozo de la superficie de la Tierra hace tres
mil millones de años, pero hay una hipótesis —que ha estado sometida a mucho
escrutinio— que ha bautizado la primera masa terrestre de escala continental con
el nombre de Ur; esta estructura se formó hace 3100 millones de años a partir de
algunos fragmentos cratónicos dispersos más antiguos, provenientes de lo que
hoy es Sudáfrica, Australia, India y Madagascar. (Se ha propuesto una gran masa
de Tierra aún más antigua, Vaalbará, que puede haber existido hace 3300
millones de años, pero existen pocas evidencias). Según las comparaciones de
los datos paleomagnéticos provenientes de todas estas regiones que colaboraron
para formar Ur, los que hoy son cratones separados estuvieron pegados durante
casi toda la historia de la Tierra: sus recorridos globales parecen haber sido
virtualmente paralelos, de modo que es posible que estuvieran unidos. De hecho,
los datos magnéticos sugieren que el continente de Ur existió durante casi tres
mil millones de años y comenzó a separarse hace apenas doscientos millones.
Se cree que el supercontinente más antiguo, bautizado Kenorland o Superia
(en honor a áreas de rocas asociadas en el norte de América) se formó hace 2700
millones de años, a partir de Ur y de muchas otras piezas más pequeñas. Cada
vez que un cratón chocaba con otro se formaba una zona de sutura y las
ciclópeas fuerzas de compresión hacían emerger una nueva cadena montañosa.
Muchos de estos rasgos pueden determinarse a partir de rocas de entre 2700 y
2500 millones de años de edad, lo que sugiere un crecimiento secuencial de los
supercontinentes. Los datos paleomagnéticos revelan que Kenorland se encontró
a poca altura, posiblemente montado sobre el Ecuador, por la mayor parte de su
relativamente corta vida.
De la mano de esas primeras extensiones de tierra aparecieron los primeros
episodios de erosión a gran escala en nuestro planeta, y los primeros depósitos
de sedimentos en las orillas de los océanos someros. La mayor parte de los
modelos de la Tierra primitiva proponen que existía una atmósfera muy diferente
a la de hoy. El oxígeno estaba totalmente ausente, y los niveles de dióxido de
carbono pueden haber sido cientos o miles de veces mayores a los de nuestra
época. La lluvia habría consistido en gotas de ácido carbónico que carcomieron
la tierra y transformaron las rocas duras en blandas arcillas. Los ríos arrastraron
su carga lodosa hasta las pendientes costeras poco profundas de los océanos que
rodeaban las superficies terrestres, donde se acumularon gruesas concentraciones
de sedimentos suaves en forma de deltas.
Hace unos 2400 millones de años, más o menos al mismo tiempo que
comenzó a acumularse oxígeno en la atmósfera, Kenorland experimentó el
reverso de la moneda de la formación de supercontinentes. Los datos
geomagnéticos revelan que Ur comenzó a separarse de otros cratones y
Kenorland comenzó su largo proceso de fragmentación. Esas piezas cratónicas
se dispersaron desde el Ecuador en dirección a los polos. Los océanos someros
que nacieron entre las piezas que divergían adquirieron gruesos depósitos de
sedimentos marinos. El ciclo de los supercontinentes acababa de empezar.
Estasis
Los mil millones de años «aburridos» fueron testigo no de uno sino de dos
supercontinentes. Los fragmentos dispersos de Columbia se movieron en
direcciones opuestas durante tal vez unos doscientos millones de años, pero hay
un límite a la distancia que pueden separarse los continentes, cuando se mueven
por el globo, antes de comenzar a juntarse de nuevo. Hace unos 1200 millones
de años Ur, Laurencia y otros continentes mesoproterozoicos comenzaron a
reensamblarse en una nueva masa de tierra llamada Rodinia (que viene de la
palabra rusa que significa «tierra natal o lugar de origen»). El registro geológico
de algunas zonas de Europa, Asia y América del Norte, muy distantes entre sí,
preserva una serie asociada de eventos formadores de montañas entre 1200 y
1000 millones de años atrás; cada nueva cordillera se elevó cuando los cratones
en convergencia chocaron y se abollaron.
La geografía precisa de Rodinia sigue en discusión, pero los datos geológicos
y paleomagnéticos, aunados a la disposición de los cratones en el planeta
moderno, limitan seriamente lo que podemos saber. La mayor parte de los
modelos ubican todo el supercontinente cerca del Ecuador, con Laurencia —hoy
casi toda América del Norte— en el centro, y grandes partes de los otros
continentes pegados en el norte, sur, este y oeste. Según varias reconstrucciones,
Báltica y algunos pedazos de lo que hoy es Brasil y el este de África yacían
hacia el sureste, otros trozos de América del Sur estaban hacia el sur y algunos
fragmentos de África hacia el suroeste, si bien todavía no se conocen los detalles
de las posiciones relativas de Australia, la Antártida, Siberia y China.
La característica distintiva de Rodinia es la ausencia de ciertos tipos de
rocas. A diferencia de cualquier otro intervalo en los últimos tres mil millones de
años, se conservan muy pocos depósitos sedimentarios del periodo comprendido
entre 1100 y 850 millones de años atrás. Este hiato significa que entre los
continentes probablemente no había mares someros del tipo que existían en el
supergrupo Belt-Purcell, hace 1600 millones de años. La conclusión: todos estos
continentes deben haber embonado muy bien entre sí. Tampoco parece que
hubiera grandes mares interiores como los que alguna vez inundaron el centro de
América del Norte y sentaron las bases sedimentarias de las Grandes Planicies,
hace unos cien millones de años. Según este modelo, la ecuatorial Rodinia tenía
un interior caliente, seco y desértico, muy parecido a la Australia actual. Durante
casi 250 millones de años el ciclo de rocas sedimentarias parece haberse
detenido por completo.
Linda Kah presenta su argumento en forma metódica, pero me queda claro
que la apasiona el intervalo geológico que decidió estudiar. A pesar de lo exiguo
que es el registro geográfico hacia el final de esta época, el gran intervalo
temporal de 1850 a 850 millones de años fue testigo de muchos cambios
notables, como consecuencia de la danza cratónica. Durante los mil millones de
años «aburridos» se armaron dos supercontinentes, cada uno de los cuales
produjo una docena de cordilleras a causa de las colisiones cratónicas. Entre
estos dos encuentros de las tierras, conforme el supercontinente Columbia se
desintegraba, se depositaron algunas de las secuencias sedimentarias más
impresionantes de la Tierra. Buena parte de la tierra estuvo sumergida y luego
volvió a ver la luz. Las tasas de sedimentación cambiaron en órdenes de
magnitud. Los casquetes polares desaparecieron y volvieron a aparecer. Muchos
cambios para un eón «aburrido». Pero hay otra cara de la moneda.
El océano intermedio
Sin importar cuál fuera la geometría exacta del planeta, todo mundo concuerda
en que el supercontinente Rodinia debe haberse encontrado rodeado por un
superocéano aún más grande, un cuerpo de agua que ha recibido el nombre de
Mirovia (por la palabra rusa que significa «global»). Los geoquímicos que
estudian el pasado de la Tierra han llegado a la conclusión de que si la era
Mesoproterozoica fue en efecto aburrida, Mirovia es la razón principal.
La Gran Oxidación, que distingue el dinámico periodo que va de los 2400 a
los 1800 millones de años atrás de cualquier otro en la historia de la Tierra, fue
fundamentalmente una época de cambios en la química atmosférica. La
atmósfera de la Tierra pasó de no tener prácticamente nada de oxígeno a tener
uno o dos por ciento, un cambio monumental en lo que se refiere al ambiente de
la superficie, pero insignificante para los océanos de la Tierra.
La clave se encuentra en las masas relativas. Los océanos contienen más de
doscientas cincuenta veces la masa de la atmósfera. Cualquier pequeño cambio
en la química de la atmósfera, incluso un incremento de uno por ciento en el
oxígeno, tarda mucho tiempo en verse reflejado en los océanos, tal vez tanto
como mil millones de años.
Los geoquímicos que buscan entender la historia de los océanos estudian con
gran detenimiento un conjunto de elementos químicos y sus isótopos. Hace más
de 2400 millones de años los océanos eran ricos en hierro disuelto, un estado que
sólo podía mantenerse si la columna de agua estaba completamente desprovista
de oxidantes (que habrían causado que los óxidos de hierro se precipitaran) y era
pobre en azufre (que pronto habría provocado la formación de pirita y otros
minerales de sulfuro de hierro). Con los cambios atmosféricos que trajo la Gran
Oxidación parte de ese hierro se eliminó en las aguas someras en forma de óxido
de hierro, ya fuera directamente a causa del oxígeno o indirectamente mediante
su reacción con productos oxidados de la erosión de la tierra. El oxígeno en la
atmósfera también condujo al rápido desgaste y la erosión de minerales que
contenían azufre, que fluyó hacia los océanos y consumió aún más hierro. Estos
cambios químicos desencadenaron una deposición masiva de formaciones de
hierro bandeado (BIF, por sus siglas en inglés), los gruesos sedimentos del fondo
oceánico que están conformados por capas y capas de minerales de hierro y que
hoy constituyen la mayor parte de los yacimientos de hierro. El proceso de
formación de las BIF fue gradual y los océanos contenían mucho hierro, así que
la deposición continuó durante otros 600 millones de años. Durante la época de
los mil millones de años «aburridos» los océanos seguían siendo anóxicos, pero
habían perdido la mayor parte de su hierro disuelto.
Adelantemos la película mil millones de años: las algas fotosintéticas siguen
produciendo oxígeno, que comienza a apoderarse de los océanos; hace 600
millones de años la mayor parte de los océanos de la Tierra eran ricos en
oxígeno, de la superficie al fondo. Lo que sucedió en medio, el punto crucial de
los 1000 millones de años «aburridos», se conoce como el océano intermedio.
En 1998 el geólogo Donald Canfield, de la Universidad del Sur de
Dinamarca, propuso que fue el azufre, y no el oxígeno, el que desempeñó el
papel principal en el océano intermedio de la Tierra. (Actualmente muchos
científicos se refieren al océano del Mesoproterozoico, dominado por el azufre,
como el océano Canfield). Su provocadora hipótesis, titulada «A New Model for
Proterozoic Ocean Chemistry» («Un nuevo modelo para la química oceánica del
Proterozoico») apareció en el número de Nature del 3 de diciembre (tras casi un
año de retraso a causa de los revisores, que al principio estaban indecisos) y
pronto se transformó en la forma en la que muchos de nosotros pensamos acerca
de los océanos que existieron en el tiempo profundo.
La idea central es simple. La Gran Oxidación produjo suficiente oxígeno
para influir sobre la distribución de muchos elementos «redox-sensibles», entre
ellos el hierro, pero no para oxigenar los océanos. Por el otro lado, el aumento en
el desgaste y la oxidación en la Tierra introdujo al océano grandes cantidades de
sulfatos. Fue así que el océano intermedio se volvió rico en azufre y pobre en
oxígeno y hierro, un estado que continuó durante mil millones de años.
En espera
El registro fósil fortalece la idea de que existió un océano intermedio que cambió
muy lentamente. Algunos depósitos de roca de entre dos mil y mil millones de
años de antigüedad preservan fósiles microscópicos de una calidad sin
precedentes. El sílex de Gunflint, en América del Norte, de 1900 millones de
años; la formación Gaoyuzhuang del norte de China, de 1500 millones de años,
y la formación Avzyan, de los montes Urales, en Rusia, de 1200 millones de
años, contienen diminutos microbios fósiles tan claros y nítidos, algunos en el
acto íntimo de dividirse, que se ven idénticos a sus contrapartes modernas. Y sin
embargo, este extraordinario avance en la calidad de algunos fósiles sólo refleja
que sufrieron menos alteraciones, y no que exista alguna novedad intrínseca en
esta época de la Tierra.
Para la vida ese extendido océano intermedio, anóxico y sulfuroso, conllevó
buenas y malas noticias. La buena noticia es que los sulfatos constituyeron una
excelente fuente de energía para algunos microbios que se ganaban la vida
reduciendo el sulfato a sulfuro. Algunas pistas del registro fósil, entre ellas
algunos biomarcadores moleculares característicos, datos sobre isótopos del
azufre e incluso algunos microbios muy bien preservados en el sílex apuntan a
una próspera población costera de bacterias verdes y púrpuras durante el
Mesoproterozoico. Estos microbios devoradores de azufre, que todavía existen
en algunos entornos anóxicos, producen compuestos orgánicos del azufre que
huelen horrible, como un sistema séptico en el que algo salió terriblemente mal.
A Linda Kah le gusta decir que «el Mesoproterozoico fue la época más
apestosa de la Tierra», en referencia a la broma de Roger Buick, que decía que
fue la época más aburrida.
—¿En qué momento fue apestosa? —le pregunto.
—Yo creo que fue apestosa todo el tiempo —responde.
Para la vida las malas noticias fueron que dependía del nitrógeno. El
nitrógeno gaseoso (N2) es muy abundante, y constituye el 80 por ciento de la
atmósfera actual. El problema es que la bioquímica de la vida no puede usar
nitrógeno gaseoso; necesita que se encuentre en su forma reducida, llamada
amoniaco (NH3). Así que la vida ha desarrollado una útil proteína, una enzima
llamada nitrogenasa, que convierte el nitrógeno en amoniaco. Pero hay un
problema: la enzima nitrogenasa se basa en un grupo de átomos que contienen
azufre más un metal, ya sea hierro o molibdeno, ninguno de los cuales existía en
el océano intermedio. El hierro había sido eliminado durante la formación de las
BIF, así que no era una opción. El molibdeno, por su lado, sólo es soluble en agua
rica en oxígeno como la de los océanos actuales. Durante la época anóxica del
océano intermedio el molibdeno sólo se encontraba cerca de las costas, en aguas
relativamente poco profundas, justamente los entornos en los que se sospecha
que pueden haber prosperado esas bacterias devoradoras de azufre.
Y así fue que al trascendental artículo de Canfield le siguió una cascada de
publicaciones que vincularon, para el Mesoproterozoico, la geoquímica con la
paleontología, dos disciplinas que hace veinte años casi no se hablaban. Las
bacterias reductoras de azufre coexistieron con las algas productoras de oxígeno.
Durante mil millones de años la vida aguantó en su lugar, pero hubo pocas
novedades biológicas.
La explosión mineral
Misterios
Así las cosas, ¿la explosión de nuevos minerales fue una consecuencia del ciclo
de los supercontinentes o uno de los fenómenos característicos de los mil
millones de años «aburridos»? ¿O simplemente fue una reacción retardada del
aumento del oxígeno? ¿Y qué pasa con el elemento mercurio; de verdad todo
dependió del océano rico en azufre? ¿Y qué nuevos resultados inesperados
obtendremos al estudiar los otros casi 50 elementos formadores de minerales?
Lo que queda claro es que tenemos mucho que aprender, pues apenas
empezamos a prestarle atención a las profundas sutilezas de este intervalo de mil
millones de años.
Este lapso de entre 1850 y 850 millones años atrás, tan pobremente
documentado, también experimentó los procesos de cambio inexorable que han
caracterizado todas las etapas de la evolución de nuestro planeta. Hace 850
millones de años el ambiente superficial de la Tierra había cambiado en forma
irreversible. Las orillas de los océanos, cada vez más oxigenadas, rebosaban de
algas y otros microorganismos, entre ellas las apestosas bacterias devoradoras de
azufre, y la Tierra estaba a punto de estallar con vida nueva.
Los no tan aburridos mil millones de años nos enseñan, cuando menos, que
la Tierra tiene el potencial de entrar en periodos de inmovilidad, un equilibrio
benigno entre sus muchas fuerzas en competencia. La gravedad y el flujo de
calor, el azufre y el oxígeno, el agua y la vida pueden encontrar y mantener un
equilibrio estable a lo largo de cientos de millones de años. Pero siempre hay un
pero. Si le das un empujoncito a cualesquiera de estas fuerzas la Tierra vuelve a
desequilibrarse, hasta que alcanza un punto crítico cuyas consecuencias son
difíciles de predecir, cambios rápidos que pueden trastornar el ambiente
superficial en cuestión de unos cuantos años.
Y eso fue justamente lo que pasó después.
EDAD DE LA TIERRA (miles de millones de años)
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Capítulo 9
La Tierra blanca
La ruptura
Un caso de gases
Las proliferaciones de algas durante las épocas de invernadero, con ayuda del
fósforo y otros nutrientes, contribuyeron a las acentuadas fluctuaciones en el
oxígeno atmosférico. La fábrica de minerales de la arcilla puede haber
amplificado el efecto. Y así, hace unos 650 millones de años el oxígeno
atmosférico se habría elevado hasta casi los niveles modernos. La elevación del
oxígeno, a su vez, se ha relacionado con la multiplicación de la vida multicelular
compleja, pues organismos como las medusas y los gusanos sólo habrían podido
adoptar sus estilos de vida, muy activos y que exigen grandes cantidades de
energía, con altos niveles de oxígeno. De hecho, el organismo multicelular más
antiguo que se conoce aparece en el registro fósil hace unos 630 millones de
años, precisamente después de la segunda glaciación global de bola de nieve.
Para entender el ascenso de la vida animal en la era Neoproterozoica primero
debemos remontarnos mucho antes, hace más de mil millones de años, a la
época previa a los mil millones de años «aburridos». La escasa evidencia fósil
apunta a la aparición de una clase de vida unicelular completamente nueva hace
unos dos mil millones de años. Hasta entonces todas las células parecen haber
llevado vidas físicamente separadas, aunque codependientes. Pero hace unos dos
mil millones de años, según una idea revolucionaria que Lynn Margulis expuso
por primera vez en el campus Amherst de la Universidad de Massachusetts, una
célula se tragó a otra completa. En vez de digerir la célula devorada, la mayor se
apropió de la más pequeña en una relación simbiótica que transformó para
siempre la vida en la Tierra.
Margulis es una fuerza creativa y una intelectual omnívora que ha
consagrado su carrera científica a entender cómo interactúan y coevolucionan
grupos de organismos; para ella mantener relaciones simbióticas y compartir los
inventos biológicos es un tema que permea toda la historia de la vida. Sus ideas
han alborotado algunos gallineros, en parte porque se desvían de la visión
darwinista ortodoxa de la evolución como un proceso que ocurre
fundamentalmente por mutación y selección. A pesar de las controversias la
teoría de la endosimbiosis de Margulis es muy persuasiva y hoy en día se acepta
en forma casi general. Las plantas, los animales y los hongos modernos están
formados por células con muchas estructuras internas, como mitocondrias que
funcionan como pequeñas plantas generadoras, cloroplastos que aprovechan la
energía del Sol en el caso de los organismos fotosintéticos y el núcleo de la
célula, que contiene la molécula genética ADN. Estos y otros «organelos» de las
células complejas tienen sus propias membranas celulares y, en algunos casos,
también su propio ADN. Margulis propuso que cada uno de estos organelos
evolucionó a partir de células anteriores y más simples que fueron devoradas y
finalmente cooptadas para hacer tareas bioquímicas específicas. Según nuestros
cálculos, la transición comenzó hace unos dos mil millones de años y preparó el
camino para una vida multicelular mucho más compleja.
Margulis sigue pensando que la evolución de la vida está impulsada por la
simbiosis y por el intercambio de atributos entre organismos muy diferentes, y
ha llevado esta idea más allá de la endosimbiosis (con frecuencia a lugares que la
colocan fuera de los saberes establecidos). Una de sus batallas más recientes,
muy bien resumida en la conferencia que dictó durante un encuentro de geólogos
en Denver, Colorado, es su apoyo a una controvertida idea del biólogo británico
Donald Williamson. En 2009 Williamson propuso que las mariposas representan
la mezcla del material genético de dos animales muy diferentes, las orugas y las
mariposas aladas. La controversia aumentó en intensidad cuando Margulis usó
sus privilegios como miembro de la Academia Nacional de Ciencias para
abreviar el proceso de revisión de sus pares y patrocinar la publicación de
Williamson en Proceedings, la prestigiosa revista de la Academia. Algunos
miembros se enfurecieron y dijeron que la hipótesis era «absurda», más
adecuada para el National Enquirer que para una publicación científica.
Margulis contestó que el artículo de Williamson merece un análisis y un debate
serios. «No le estamos pidiendo a nadie que acepte las ideas de Williamson»,
dijo, «sólo que las evalúen con base en la ciencia y el conocimiento y no en
prejuicios viscerales».
Quién sabe cuál sea el resultado de ese debate; lo cierto es que hoy la teoría
de la endosimbiosis de Margulis es una idea bien establecida. Para la era
Neoproterozoica las células complejas con núcleos y otras estructuras internas
estaban bien establecidas y a punto de trasponer un nuevo umbral simbiótico.
Hace más de seiscientos millones de años los organismos unicelulares
aprendieron a cooperar, a congregarse, a especializarse, a crecer y a moverse
como colectivo. Aprendieron a volverse animales.
Las evidencias fósiles más antiguas que existen de un ecosistema dominado
por los animales proviene del llamado periodo Ediacárico, que comenzó hace
635 millones de años, poco después del segundo de los tres grandes eventos de
bola de nieve de la Tierra. Los primeros fósiles con patrones claros se
reconocieron en rocas de 580 millones de años de edad provenientes de
Ediacara, en el sur de Australia (de ahí el nombre). Estos animales blandos, tal
vez parientes de las medusas y los gusanos, dejaron marcas agradablemente
simétricas, como si se tratara de hot cakes adornados con lindas líneas radiales o
elegantes hojas estriadas de hasta 60 centímetros de ancho. En todo el mundo se
han encontrado desde entonces fósiles parecidos en rocas de entre 610 y 545
millones de años de edad. Una de las más notables es la formación Doushantuo
del sur de China, de 633 millones de años de edad y rica en fosfatos, que
contiene montoncitos de células microscópicas que se han interpretado como
óvulos y embriones animales. Estas estructuras, que crecieron en mares someros
justo después de la glaciación Marinoana, se ven idénticos, hasta en el último
detalle, a los embriones animales modernos.
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Capítulo 10
La Tierra verde
Edad de la Tierra: de 4000 a 4500 millones de años (los últimos 542 millones de
años)
Durante muchos años mis afanes como coleccionista de fósiles se limitaron a los
bichos. Es muy difícil exagerar la emoción que se siente al partir en dos una
piedra y encontrarse con un trilobite completo en su interior. Los pescadores
deben sentir una excitación parecida cuando pica un gran pez, y los jugadores de
póker cuando reciben un full house; a mí me llega cuando encuentro un animal
exquisito que lleva quinientos millones de años oculto dentro de una piedra.
Durante años esta cacería fue suficiente. Luego, ya avanzados mis estudios
de posgrado, en la primavera de 1970, tomé mi primer curso de paleontología de
verdad con el venerable Robert Shrock. Durante casi cuatro décadas Bob Shrock
dio clases en el MIT, y durante casi veinte años, tras la segunda guerra mundial,
dirigió allí el departamento de geología y geofísica. Era un gigante en el campo,
con muchas publicaciones clásicas, tal vez la más notable de las cuales era el
Index Fossils of North America, un monumental compendio fotográfico de las
especies características de cada intervalo geológico desde la explosión del
Cámbrico.
Robert Shrock tenía un talento natural como profesor y una sonrisa amable.
Sus clases estaban llenas de humor y de una pasión descarada por su profesión.
Enseñaba en un estilo avuncular, narrando alegres historias de épocas pasadas.
Nos contó sobre el descubrimiento casual (a lomos de caballo) de Burgess Shale,
en la Columbia Británica, un sitio de 505 millones de años cuyos incomparables
fósiles de animales de cuerpos blandos se hicieron famosos gracias al libro de
Stephen Jay Gould Wonderful Life (La vida maravillosa). Gould describió los
encantadores fósiles de rana que se encontraron preservados en el fino cieno
depositado dentro de un tocón de trescientos millones de años en Joggin, en la
costa occidental de Nueva Escocia (las ranitas saltaban dentro de los tocones
huecos, pero no podían volver a salir). Dibujó vívidas imágenes de la vida hace
noventa millones de años, cuando un enorme mar interior cubría las que hoy son
las grandes planicies del medio oeste de Estados Unidos, un mar en el que los
reptiles monstruosos y los amonites parecidos a calamares competían por la
supremacía.
Por una extraña casualidad, mi esposa, Margee (entonces una estudiante
avanzada en el Wellesley College), y yo terminamos siendo los últimos dos
alumnos de Bob Shrock. En la primavera de 1970 las protestas estudiantiles
contra la guerra de Vietnam se tornaron violentas; las clases se interrumpieron y
algunas propiedades fueron destruidas. Como había muchas distracciones los
administradores del MIT le dieron a los estudiantes la opción de tomar cursos de
«aprobar o reprobar» para saltarse los exámenes finales. Margee y yo éramos los
únicos dos alumnos que buscábamos un título en paleontología. Nuestro
agotador examen final, que Shrock nos aplicó poco a poco a lo largo de una
semana, consistió en identificar todos los especímenes desconocidos que había
en una bandeja con cien fósiles y luego dibujar los especímenes a mano. Admito
que dibujar del natural es una excelente forma de pulir tus capacidades de
observación, pero yo no era para nada un artista. Cada boceto a lápiz era una
minipesadilla; el examen duró una eternidad y utilicé más gomas de las que
puedo recordar.
Ésa fue la última clase de paleontología de Bob Shrock. El nombramiento
del famoso sismólogo Frank Press como director del departamento, en 1965,
produjo un cambio de guardia y un rápido viraje hacia una aproximación a las
ciencias de la Tierra más cuantitativa y basada en la física. Dibujar fósiles a
mano estaba fuera de lugar en ese mundo moderno en el que la tectónica de
placas transformaba los currículos igual que transformaba los continentes.
Inspirados por esa última clase, Margee y yo pasamos muchos fines de
semana acampando en sitios cercanos ricos en fósiles. Durante los siguientes
años recolectamos helechos fósiles en el sur de Massachusetts, corales en el
noreste de Pensilvania, braquiópodos en el este de Nueva York y trilobites en el
noroeste de Vermont. El curso de Shrock nos había enseñado a ver los fósiles en
un contexto nuevo. Cada tipo de roca y cada conjunto de fósiles nos narraba
historias de ecosistemas antiguos y diversos.
Aprendimos que siempre se están formando diferentes tipos de rocas —
diferentes facies—, cada una en un lugar diferente y a diferente profundidad bajo
el agua. Las areniscas son las que se forman más cerca de las playas, en zonas de
marea irregulares y someras. Estas rocas contienen poblaciones de almejas
resistentes y de caracoles fósiles armados de gruesos caparazones, capaces de
soportar el golpeteo del oleaje. La caliza, en contraste, representa antiguos
arrecifes coralinos, así que contiene una rica variedad de animales: crinoideos al
acecho, estrellas de mar, caracoles, braquiópodos y otros grupos que prosperan
en las lagunas protegidas e iluminadas por la luz solar. Los muchos trilobites
elegantes que vivieron en los ecosistemas de arrecifes tienden a tener grandes
ojos que podían abarcar los 360 grados de su entorno. Más lejos de la costa los
esquistos negros se acumulan lentamente en las profundas aguas oscuras; su
fauna suele incluir organismos filtradores y trilobites ciegos, animales muy
diferentes de los que vivieron en las zonas fóticas someras.
Si cada afloramiento dibuja la imagen de un tiempo y un lugar, una secuencia
de rocas apiladas una sobre otra nos cuenta una historia de cambio. Algunas
secuencias particularmente dramáticas de tipos de rocas estratificadas suelen
encontrarse asociadas con depósitos de carbón muy valiosos (y por lo tanto, muy
bien estudiados). El carbón, que se formó en grandes cantidades en las zonas
costeras pantanosas hace trescientos millones de años, suele encontrarse entre
capas de arenisca, que a su vez yace entre capas de esquistos. Esta secuencia —
esquisto, arenisca, carbón, esquisto, repetida una y otra vez— revela cambios
importantes en el nivel de los océanos, que descendían y se elevaban y volvían a
descender, tal vez en respuesta a la retirada y el avance de los casquetes polares
y los glaciares. Una conclusión inevitable es que durante cientos de millones de
años los niveles de los océanos fluctuaron continuamente cientos de metros.
Para los humanos modernos, con nuestras inmensas ciudades costeras y
nuestra enorme infraestructura playera, la altura de los océanos (que sólo cambia
con los ciclos de las mareas) parece ser un aspecto inalterable del planeta. Es
difícil imaginarse un cambio de tres metros, mucho menos uno de cientos de
metros. Pero el registro sedimentario reciente es muy claro a este respecto. A lo
largo de las últimas decenas de miles de años los océanos han estado a niveles
cincuenta metros por arriba y cien por debajo de los niveles actuales. No existe
ninguna duda de que estos cambios van a volver a ocurrir y alterarán
radicalmente las formas de las costas continentales. Ésta es la historia que
cuentan las rocas y sus ecosistemas fósiles.
La vida en la Tierra
Durante los últimos 540 millones de años el registro fósil ha venido aumentando.
Esto nos habla de un derroche de inventos biológicos: aparecieron cientos de
miles de especies conocidas de corales y crinoideos, braquiópodos y briozoos,
almejas y caracoles, por no mencionar el inmenso número de animales
microscópicos. Los especialistas calculan que se conocen 20 mil especies
distintas de trilobites, y cada año se describen docenas más. Dado que los
trilobites sólo habitaron la Tierra durante unos 180 millones de años (entre 430 y
250 millones de años antes de nuestra era), el promedio es de una nueva especie
de trilobite cada pocos miles de años. Si tomamos en cuenta toda la rica
diversidad de vida fósil, durante quinientos millones de años deben haber
aparecido nuevas especies, en promedio, cada siglo.
Lo que no resulta tan inmediatamente obvio a partir del registro fósil son
algunos terribles episodios de muerte masiva, la extinción súbita de millones de
especies. Las cosas nuevas son relativamente llamativas, y los paleontólogos no
son inmunes a la tentación de describir «la primera» o la «más antigua»
aparición de un taxón importante o de un rasgo particular. La primera planta, el
primer anfibio, la primera cucaracha y la primera serpiente (aunque con patitas
traseras vestigiales), todos estos hallazgos fósiles han sido noticia. Un artículo
reciente incluso proclamó el descubrimiento del pene más antiguo que se conoce
en la Tierra (y que le perteneció a una araña de 400 millones de años de
antigüedad), otro hallazgo extraordinario del sílex de Rhynie.
Pero en el registro fósil es más difícil reconocer aquello que se pierde.
Entender las extinciones requiere catalogar la diversidad fósil capa por capa,
intervalo de tiempo por intervalo de tiempo, a todo lo largo del planeta. Varias
décadas de esfuerzo han sido recompensadas con la documentación de cinco
grandes extinciones masivas, cinco épocas infernales durante los últimos 540
millones de años en las que la Tierra ha sufrido la pérdida de más de la mitad de
sus especies. Conforme se acumulan los datos empieza a parecer que pueden
haber sucedido hasta otros quince episodios de extinción masiva, si bien menos
severos.
No resulta fácil documentar la pérdida repentina de especies a partir del
registro fósil. A causa de los muchos avances y retiradas de los océanos, la
apertura y el cierre de mares someros, la reducción en la velocidad de la
sedimentación durante los periodos de frío y las pérdidas irreversibles debidas a
la erosión, el registro geológico está parchado e incompleto, como una
enciclopedia a la que le hubieran arrancado muchas páginas al azar y a la que le
faltaran volúmenes completos. También es difícil obtener las edades exactas de
los estratos y hacerlas concordar con las de las formaciones en lugares opuestos
del planeta. Así que la desaparición de cualquier grupo de animales podría
reflejar, simplemente, una omisión un poco más larga en el registro geológico.
Sin embargo, conforme crecen las bases de datos de fósiles y los paleontólogos
de todo el mundo comparan notas, las mayores extinciones tienden a destacar
sobre el telón de fondo de la vida y la muerte comunes y corrientes.
El fin de la era Paleozoica, hace 251 millones de años, fue testigo de la
extinción más grande de todas. Se calcula que el 70 por ciento de las especies
terrestres y un colosal 96 por ciento de las especies marinas desaparecieron; este
catastrófico acontecimiento global se llama la Gran Mortandad. La Tierra no vio,
ni antes ni después, la desaparición de tantas criaturas (incluidos los trilobites).
Los científicos no se han puesto de acuerdo sobre las causas de la Gran
Mortandad. Sin duda no tuvo una sola causa sencilla, como el impacto de un
asteroide gigante, ni ocurrió toda al mismo tiempo, sino que pueden haber
convergido muchos acontecimientos que se retroalimentaron entre sí. Para
empezar, los niveles de oxígeno habían comenzado a descender rápidamente de
su máximo de 35 por ciento durante el Carbonífero; hace 251 millones de años
apenas se alcanzaba 20 por ciento, que es suficiente oxígeno para que sobreviva
la vida animal compleja, pero el descenso puede haber añadido una causa de
estrés para los animales que habían desarrollado metabolismos más exigentes. El
fin del Paleozoico también vio un episodio de enfriamiento global y una pequeña
glaciación durante la cual una gruesa capa de hielo cubrió el polo sur de Pangea.
Un gran descenso en los niveles del mar, por lo tanto, habría provocado un estrés
adicional al exponer la mayor parte de las plataformas continentales del mundo.
Las plataformas continentales son la biosfera más productiva de los océanos, así
que la pérdida de una gran parte de estas zonas costeras someras habría limitado
el crecimiento de los arrecifes de coral y de otros ecosistemas acuáticos de aguas
poco profundas muy diversos, lo que a su vez habría estrechado todas las redes
alimenticias del océano.
El vulcanismo a gran escala que ocurrió a finales de la era Paleozoica y que
casi coincidió exactamente con la extinción masiva hace 251 millones de años
representa una perturbación más de la biosfera de la Tierra, otro ejemplo de
influencia de la geosfera sobre la biosfera. En Siberia, una prolongada
megaerupción que arrojó casi dos millones de kilómetros cúbicos de basalto, uno
de los eventos volcánicos más grandes de la Tierra, debe haber puesto en gran
peligro el medio ambiente del planeta. Durante cientos de miles de años las
oleadas de cenizas y polvo volcánicos deben haber reducido la cantidad de
energía del Sol que alcanzaba la superficie y sin duda exacerbaron cualquier
glaciación. La exhalación de enormes cantidades de compuestos tóxicos de
azufre debe haber provocado la caída de lluvia ácida y un mayor deterioro
ambiental.
Por si todas estas agresiones ambientales no hubieran sido suficientes,
algunos científicos apuntan al colapso de la capa de ozono como otro posible
factor de estrés en la mayor extinción masiva de la Tierra. Algunas esporas
fósiles mutantes que se encuentran en rocas del final del Paleozoico en todo el
mundo, desde la Antártida hasta Groenlandia, ofrecen una evidencia interesante,
si no es que una prueba incontrovertible. Tal vez las emisiones volcánicas de
Siberia desencadenaron en lo alto de la atmósfera reacciones químicas que
mermaron la capa de ozono y abrieron una ventana para la radiación ultravioleta
mutagénica.
Cualquiera que haya sido la causa, la Gran Mortandad dejó un enorme
agujero en la biodiversidad de la Tierra. El planeta tardó treinta millones de años
en recuperarse, pero lo consiguió. Y, en un tema que se ha repetido tras todos los
eventos de extinción, la pérdida se convirtió en oportunidad. Una nueva era, la
Mesozoica, vio cómo evolucionaron nuevas fauna y flora para llenar los nichos
vacantes.
¡Dinosaurios!
Un editor muy exitoso me sugirió una vez que si quería vender montones de
libros de ciencia tenía que escribir sobre uno de los dos temas más populares:
agujeros negros o dinosaurios. (El editor hasta incluyó las palabras «agujeros
negros» en el título de uno de mis libros, que no tenía absolutamente nada que
ver con agujeros negros).
Así que aquí los tienen. Los dinosaurios aparecieron en escena hace unos
230 millones de años, como beneficiarios de la extinción masiva de finales del
Paleozoico. Estos fascinantes reptiles empezaron despacio, pero se diversificaron
y radiaron a todos los nichos ecológicos a lo largo de más de 160 millones de
años. Tras la Gran Mortandad, los dinosaurios compitieron codo a codo con los
grandes anfibios durante un tiempo, pero otro importante evento de extinción
hace 205 millones de años, que coincidió con otro megavolcán, barrió con casi
todos los demás vertebrados, y le abrió paso a una explosión de dinosaurios.
Los dinosaurios son los miembros más llamativos y carismáticos de la fauna
de la era Mesozoica, pero no son los únicos. Los fósiles más comunes de la
época son, por mucho, unos cefalópodos marinos de conchas elegantemente
enrolladas llamados amonites. Si no hubiera crecido cerca de rocas paleozoicas
ricas en trilobites, sino en las tierras mesozoicas de Dakota del Sur,
probablemente habría coleccionado amonites. Sus conchas son de una belleza
extraordinaria, de simetría espiral y superficies iridiscentes. Estos cefalópodos
segmentados, parientes lejanos de los nautilus, exhiben en el caparazón unos
adornos exquisitos llamados suturas, que alguna vez separaron cada cámara
interior de la siguiente. A diferencia de los trilobites, los caparazones de
amonites no pueden ayudarnos a imaginarnos al resto del animal: sus enormes
cabezas protuberantes, con grandes ojos y diez tentáculos con ventosas,
desaparecieron hace mucho. Lo único que queda es el hogar blindado de una
criatura que en realidad era mucho más interesante. Durante 160 millones de
años los amonites evolucionaron y se diversificaron en los mares del Mesozoico.
La era Mesozoica también fue testigo de otros avances biológicos
importantes. Durante ella aparecieron las primeras plantas con flores. También
los primeros mamíferos verdaderos. Y como ocurrió en cualquier otro lapso
importante de la historia de la Tierra, hubo muchos cambios en la geografía y la
topografía que acompañaron las novedades en el mundo viviente. Pangea
comenzó a fragmentarse y nació el océano Atlántico. Los niveles de oxígeno
atmosférico siguieron cayendo, hasta alcanzar un peligroso 15 por ciento, y
luego rebotaron nuevamente hasta el nivel actual, de 21 por ciento. Los niveles
del mar cayeron y se elevaron una y otra vez, aunque no existen evidencias de
ninguna glaciación importante durante el Mesozoico y sin duda ninguna que
rivalice con la que dio fin al Paleozoico.
Ahora adelantemos la película hasta llegar a 65 millones de años atrás, a uno
de los peores días en la historia de la Tierra. Un asteroide que se calcula debe
haber tenido unos 10 kilómetros de diámetro chocó contra la Tierra, cerca de la
actual península de Yucatán. El impacto produjo un épico megatsunami que
barrió el globo, seguido por enormes incendios que quemaron continentes
completos. Los cielos se cubrieron de inmensas nubes de roca evaporada y la
fotosíntesis se detuvo prácticamente por completo. Este trauma cósmico parece
haber golpeado a un mundo que ya estaba en peligro. Como un eco de la
extinción de finales del Paleozoico, es posible que una gran serie de erupciones
volcánicas en India llevaran cientos de millones de años modificando la
atmósfera de la Tierra y debilitando sus ecosistemas. En otro eco, un descenso
importante del nivel del mar parece haber expuesto buena parte de la plataforma
continental por aquella época, lo que debe haber trastornado las redes
alimentarias del océano y tal vez acabó con las miles de especies de amonites
que existían, con excepción de ocho. No resulta obvio cuáles fueron las razones
para este cambio en el nivel del mar, porque en esa época no ocurrió ninguna
glaciación. Algunos científicos especulan que las dorsales mesoatlánticas se
volvieron menos activas y provocaron un enfriamiento, una contracción y
eventualmente un hundimiento de todo el fondo del mar.
Sea cual fuera la causa, individual o grupal, todos los dinosaurios se
extinguieron, con excepción de una liga menor: las aves. También murió el
último de los amonites. El escenario estaba listo para los mamíferos. Estos
pequeños vertebrados parecidos a roedores se habían adaptado cómodamente a
la compañía de sus hermanos dinosaurios, más grandes (y que, por lo tanto,
estaban condenados a perecer), y su supervivencia a la extinción de fines del
Mesozoico les permitió obtener posiciones en casi todos los nichos ecológicos. A
diez millones de años del megavolcán indio y del impacto del asteroide que
coincidió con éste, los mamíferos se habían diversificado; en 15 millones de
años más habían evolucionado los ancestros de las ballenas, los murciélagos, los
caballos y los elefantes.
Así fue como las extinciones masivas desafiaron y depuraron la vida en la
Tierra. Los últimos 540 millones de años han visto este ciclo una y otra vez. Pero
¿qué pasaba en épocas anteriores? ¿No hubo extinciones masivas hace más de
540 millones de años? Los paleontólogos están perplejos. Antes de la explosión
del Cámbrico casi no había fósiles diagnósticos que registrar. Para obtener
estadísticas sobre las extinciones se requieren cantidades importantes de
organismos característicos, como dinosaurios y trilobites; hace 540 millones de
años esos organismos sencillamente no existían. Casi podemos estar seguros de
que la vida microbiana experimentó periodos de trauma y de pérdida de
especies; debe haber habido impactos de asteroides enormes y episodios de
vulcanismo destructivo que esterilizaron grandes extensiones de la superficie
terrestre. Sin duda, la vida enfrentó grandes peligros durante los episodios de
bola de nieve, tal vez también durante las glaciaciones. Pueden haber ocurrido
cientos de extinciones masivas que se remontan al origen mismo de la vida, pero
es posible que el registro fósil del Precámbrico, irregular y microscópico, nunca
nos lo diga.
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Capítulo 11
El futuro
Una encuesta reciente sobre las formas más probables de morir situó los
impactos de asteroides en uno de los últimos lugares, algo así como una
posibilidad en cien mil. Ésa es más o menos la misma probabilidad estadística de
morir a causa de un relámpago o en un tsunami. Pero existe un error evidente en
esta predicción comparativa: los relámpagos matan a una persona a la vez unas
sesenta veces al año. Los impactos de asteroides, por el contrario, seguramente
no han matado a nadie en miles de años. Pero un mal día, un golpecito
cualquiera podría matar a casi toda la gente de una sola vez.
Por suerte existen excelentes probabilidades de que no tengas que
preocuparte, ni tú ni nadie durante las próximas cien generaciones. Pero
podemos estar totalmente seguros de que un día de éstos, en algún lugar, ocurrirá
otro gran impacto, del mismo tipo que el que barrió con los dinosaurios. Durante
los próximos cincuenta millones de años la Tierra sufrirá al menos un gran
impacto, tal vez más. Todo es cosa de tiempo y de probabilidades. Los
sospechosos son los que se conocen como asteroides cercanos a la Tierra,
objetos cuyas órbitas, muy elípticas, cruzan el plano de la órbita terrestre, más
circular, alrededor del Sol. Se conocen al menos 300 de estos asesinos
potenciales, y en las próximas décadas algunos van a pasar incómodamente
cerca de nosotros. El 22 de febrero de 1995 un asteroide recién descubierto, que
recibió el inofensivo nombre de 1995 CR, pasó zumbando a nuestro lado, a unas
cuantas veces la distancia Tierra-Luna. El 29 de septiembre de 2004 el asteroide
Tutatis, un objeto alargado de 2.5 por 5 kilómetros, pasó aún más cerca. Y se
predice que en 2029 el asteroide Apofis, una roca de más de 250 metros de
diámetro, cruzará todavía más cerca, incluso dentro de la órbita de la Luna. Este
inquietante encuentro alterará irrevocablemente la órbita de Apofis, y es posible
que la acerque aún más en el futuro.
Por cada asteroide cercano a la Tierra que conocemos debe haber docenas
más que nos falta divisar. Y cuando finalmente podamos observar uno de estos
proyectiles seguramente será demasiado tarde para que hagamos algo al
respecto. Si somos su blanco tal vez sólo tengamos unos días de aviso para poner
nuestros asuntos en orden. Las estadísticas duras nos cuentan una historia de
probabilidades. Cada año la Tierra es golpeada por una roca de unos ocho
metros. Gracias al efecto desacelerador de nuestra atmósfera la mayor parte de
los misiles explotan y se rompen en pedacitos antes de llegar a la superficie.
Pero los objetos de treinta metros de largo y mayores, que llegan una vez cada
mil años, causan daños locales importantes: en junio de 1908 un impactador de
éstos barrió con una franja de bosque cerca del río Tunguska, en Rusia. Cada
medio millón de años ocurren impactos de rocas de 800 metros de largo,
extraordinariamente peligrosos, y cada diez millones de años nos alcanzan
asteroides de cinco kilómetros.
Las consecuencias de un impacto dependen del tamaño del objeto y de su
ubicación. Una piedra de quince kilómetros devastaría el globo cayera donde
cayera. (En contraste, se calcula que el asteroide que mató a los dinosaurios hace
65 millones de años tenía diez kilómetros de largo). Si un objeto de quince
kilómetros cae en los océanos —lo cual tiene una probabilidad de 70 por ciento
de suceder, dada la distribución de la tierra y los mares— todo menos los picos
más altos de la Tierra será barrido por enormes olas increíblemente destructivas.
Nada sobreviviría por debajo de unos cientos de metros sobre el nivel del mar.
Todas las ciudades costeras desaparecerían por completo.
Si este asteroide de quince kilómetros golpeara la Tierra, la devastación
inmediata estaría más confinada. Todo lo que se encontrara en un radio de 1500
kilómetros se esfumaría, y por el continente que tuviera la mala suerte de ser el
blanco avanzarían incendios colosales. Por un breve lapso las tierras más lejanas
parecerían haberse salvado de esta violencia, pero el impacto provocaría que se
evaporaran inmensas cantidades de roca y tierra que, en forma de nubes opacas
en lo alto de la atmósfera, bloquearían la luz del Sol durante un año o más. La
fotosíntesis se detendría casi por completo. La vida vegetal se vería devastada, y
la cadena alimenticia colapsaría. Algunos humanos sobrevivirían a este horror,
pero la civilización como la conocemos habría llegado a su fin.
Los impactadores más pequeños causarían menos muerte y devastación, pero
cualquier asteroide de más de unos cuantos cientos de metros de largo
provocaría un desastre natural mayor que cualquiera de los que conocemos, ya
sea que cayera en tierra o en el mar. ¿Qué podemos hacer? ¿Deberíamos ignorar
esta amenaza por ser demasiado lejana, demasiado insignificante en un mundo
que tiene muchos problemas más apremiantes? ¿Qué podríamos hacer para
desviar una roca tan grande?
Carl Sagan, tal vez el vocero más carismático e influyente de la ciencia en el
último medio siglo, pensó mucho acerca de los asteroides, y propugnó, en
público y en privado, y especialmente en su fantástica serie de televisión
Cosmos, por organizar una acción internacional conjunta. Sagan preparó el
camino contando la llamativa historia de los monjes de la catedral de Canterbury,
que en el verano de 1178 fueron testigos de una violenta explosión en la Luna,
un impacto de asteroide muy cercano a nosotros y que ocurrió hace menos de
mil años. Si este impacto ocurriera en la Tierra morirían incontables millones de
personas. «La Tierra es un escenario muy pequeño en una vasta arena cósmica»,
dijo. «Nada indica que nos vaya a llegar ayuda desde algún otro lugar».
El primer paso para evitar un evento como éste, y el más sencillo, es
localizar lo mejor que podamos estos esquivos destructores que cruzan nuestra
órbita; hay que conocer al enemigo. Necesitamos telescopios dedicados a la
tarea, equipados con procesadores digitales automatizados que ubiquen los
proyectiles cercanos a la Tierra, que calculen sus órbitas y que predigan sus
trayectorias futuras. Esta empresa es relativamente barata, y ya se encuentra en
proceso. Hay más cosas que podrían hacerse, pero al menos se está realizando un
primer esfuerzo.
¿Y qué pasaría si encontramos una gran roca y pronosticamos que va a
chocar contra la Tierra dentro de unos años? Para Sagan, y para otros en las
comunidades tanto científicas como militares, desviar el asteroide es una
estrategia evidente. Si se comienza con tiempo suficiente lo único que hace falta
es que un cohete o unas cuantas explosiones nucleares bien situadas le den un
empujoncito para cambiar su trayectoria de choque apenas lo suficiente para que
falle el blanco. Sagan argumentaba que esta necesidad eventual es una razón
suficientemente fuerte para establecer un sólido programa de exploración
espacial. En un profético ensayo de 1993, Sagan escribió: «Ya que los asteroides
y los cometas deben representar un peligro para todos los planetas habitados de
la galaxia, los seres inteligentes, si es que existen, tendrán que uniformar
políticamente sus mundos, abandonar sus planetas y mudarse a mundos
cercanos. Su elección es eventualmente, como en nuestro caso, entre los vuelos
espaciales o la extinción».
Los vuelos espaciales o la extinción. Para sobrevivir a largo plazo debemos
salir a colonizar mundos vecinos. Primero tendremos bases en la Luna, aunque
nuestro brillante satélite seguirá siendo, por mucho tiempo, un lugar hostil para
vivir y trabajar. Luego viene Marte, con recursos abundantes y fáciles de
obtener, en especial mucha agua subterránea, pero también luz solar, minerales y
una atmósfera delgada. Instalarse en Marte no va a ser fácil ni barato, ni está
destinado a convertirse pronto en una colonia próspera. Pero asentarnos en
nuestro prometedor vecino, y tal vez terraformarlo, bien puede ser el próximo
paso esencial en la evolución de nuestra especie.
Existen dos obstáculos evidentes que probablemente retrasen, o incluso
eviten, que establezcamos una base marciana. El primero es el dinero. Diseñar y
poner en marcha un aterrizaje en Marte costaría decenas de miles de millones de
dólares, fuera de alcance del presupuesto más optimista de la NASA, incluso en
las mejores condiciones financieras. La única opción es realizar un esfuerzo de
cooperación global, pero nunca se ha intentado llevar a cabo un programa
internacional de esas dimensiones.
La supervivencia de los astronautas es un reto igualmente descomunal,
porque es casi imposible conseguir que un viaje redondo a Marte resulte seguro.
El espacio es un lugar muy hostil, con una infinidad de meteoritos del tamaño de
granos de arena que pueden perforar el delgado caparazón de las cápsulas,
incluso de las más blindadas, y con erupciones solares que despiden una
radiación letal capaz de penetrar cualquier nave. Los astronautas del Apolo
tuvieron mucha suerte de que nada malo les pasara en sus viajes de una semana a
la Luna. Pero un viaje a Marte tomaría muchos meses; cada misión espacial es
una apuesta, y más tiempo significa más peligro.
De hecho, no existe todavía ninguna tecnología espacial que le permita a una
nave cargar suficiente combustible para llegar a Marte y volver. Algunos
inventores dicen que podría procesarse el agua marciana para sintetizar
suficiente combustible para recargar los tanques, pero actualmente esa
tecnología es sólo un sueño y seguramente tardará mucho en hacerse realidad.
Tal vez la opción más lógica —una idea que se opone a los principios de la NASA
pero que se promueve cada vez más en apasionados artículos de opinión— es la
de un viaje sólo de ida. Si enviáramos una expedición que en vez de combustible
llevara años de provisiones, un refugio sólido y un invernadero, semillas, un
montón de oxígeno y agua y herramientas para extraer otros recursos vitales del
planeta rojo, tal vez tendría una oportunidad. Sería increíblemente peligroso,
pero también lo fueron muchos de los primeros viajes de descubrimiento
humanos, como la circunnavegación de Magallanes de 1519 a 1521, la
exploración del Oriente de Lewis y Clark de 1804 a 1806 y las expediciones
polares de Peary y Amundsen a principios del siglo XX. Los humanos no hemos
perdido nuestras ganas de involucrarnos en aventuras peligrosas. Si la NASA
anunciara la oportunidad de emprender un viaje sin regreso a Marte miles de
científicos se apuntarían sin pensarlo.
Dentro de cincuenta millones de años la Tierra seguirá siendo un mundo
viviente y dinámico; sus océanos azules y sus continentes habrán cambiado un
poco pero seguirán siendo reconocibles. El destino de nuestra especie humana es
mucho menos seguro. Tal vez estemos extintos. Si es así, 50 millones de años es
tiempo más que suficiente para borrar casi todas las huellas de nuestro breve
dominio: todas las ciudades, todas las carreteras y todos los monumentos se
habrán erosionado hasta desaparecer millones de años antes. Los paleontólogos
extraterrestres tendrán que buscar con mucho cuidado para encontrar algún
rastro de nuestra especie.
Pero también es posible que los humanos sobrevivan y evolucionen, y que
decidan colonizar primero nuestros planetas vecinos, luego nuestras estrellas
vecinas. Si es así, si nuestros descendientes consiguen ir al espacio, la Tierra será
atesorada como nunca antes, como una reserva natural, como un museo, como
un santuario y un lugar de peregrinaje. Tal vez los humanos sólo apreciemos este
planeta, el lugar en el que nació nuestra especie, una vez que lo abandonemos.
Hasta donde podemos predecir, el factor que determinará en mayor medida los
contornos de los continentes de la Tierra será el hielo. En escalas de tiempo
cortas, de unos cuantos cientos o miles de años, las profundidades del océano
están más estrechamente vinculadas con el volumen total del agua congelada de
la Tierra, incluyendo los casquetes polares, los glaciares y las capas de hielo
continentales. Es una fórmula sencilla: mientras mayor sea el volumen de agua
encerrado en forma de hielo sobre la tierra, menor será el nivel del mar.
El pasado es un factor clave para predecir el futuro, pero ¿cómo podemos
conocer la profundidad de los océanos históricos? Las observaciones satelitales
de los niveles del mar, si bien increíblemente precisas, se limitan al último par de
décadas. Las mediciones de los niveles de marea, aunque son menos precisas y
están sujetas a variaciones locales, se remontan tal vez a un siglo y medio. Los
geólogos costeros pueden recurrir a cartografiar los marcadores que indican el
perfil de las costas antiguas, por ejemplo terrazas costeras elevadas, de decenas
de miles de años, que pueden encontrarse en acumulaciones de sedimentos cerca
de las costas, si bien estas formaciones sólo pueden revelar en forma confiable lo
que ocurría durante periodos en los que el nivel del agua era alto. La ubicación
de corales fósiles, que deben haber crecido en las zonas de los mares someros
que recibían luz solar, puede darnos fechas anteriores, pero estas formaciones
rocosas suelen experimentar episodios de levantamientos, hundimientos o
inclinaciones que tienden a hacer confuso el registro.
Actualmente, muchos científicos se concentran en un indicador menos
evidente del nivel del mar: la proporción variable de isótopos del oxígeno
atrapados dentro de diminutas conchas marinas. Estas proporciones nos dicen
mucho, mucho más que la distancia de un cuerpo cósmico desde el Sol, como
discutimos en el capítulo 2. Gracias a su naturaleza sensible a la temperatura, los
isótopos del oxígeno también son la clave para descifrar el volumen histórico del
hielo de la Tierra y por lo tanto de los antiguos cambios en el nivel del mar.
Aun así, la conexión entre el volumen del hielo y los isótopos del oxígeno
puede resultar engañosa. El isótopo del oxígeno más abundante, por mucho, es el
oxígeno-16, más ligero (con 8 protones y 8 neutrones), que compone el 99.8 por
ciento del oxígeno que respiramos. Más o menos uno de cada 500 átomos de
oxígeno es oxígeno-18 (más pesado, con 8 protones y 10 neutrones). Eso
significa que aproximadamente una de cada 500 moléculas de agua en el océano
es más pesada que el promedio. Cuando el Sol calienta los océanos ecuatoriales,
el agua con el isótopo oxígeno-16 ligero se evapora un poquito más rápido que la
que tiene oxígeno-18, y esto resulta en que el agua en las nubes que se forman a
bajas latitudes es, en promedio, un poquito más ligera que los océanos de los que
proviene. Conforme las nubes se elevan hacia zonas más frías, el agua con el
isótopo oxígeno-18, más pesado, se condensa en forma de gotas de lluvia un
poco más rápido que el agua con oxígeno-16, lo que provoca que el oxígeno de
la nube se vuelva aún más ligero que antes. Cuando las nubes viajan hacia los
polos, lo que todas las nubes hacen inevitablemente, el oxígeno en sus moléculas
de agua se ha vuelto mucho más ligero que el del agua del océano. Cuando estas
nubes polares liberan su precipitación sobre los casquetes polares y los glaciares,
éstos atrapan en el hielo más isótopos ligeros, y los océanos se vuelven un poco
más pesados.
Durante épocas de máximo enfriamiento global, cuando puede congelarse
más de 5 por ciento del agua de la Tierra, los océanos se enriquecen
significativamente de oxígeno-18. En las épocas de calentamiento global y de
retirada de los glaciares se reduce el nivel de oxígeno-18 de los océanos. Así, si
se mide con cuidado, capa por capa, la proporción de isótopos que existe en los
sedimentos costeros se puede saber cómo ha cambiado la cantidad de hielo
superficial a lo largo del tiempo.
Ken Miller y sus colegas en la Universidad de Rutgers se dedican
precisamente a este exigente trabajo, y llevan décadas escudriñando las gruesas
acumulaciones de sedimentos marinos que cubren la costa de Nueva Jersey.
Estos sedimentos, con un registro que se remonta a cien millones de años,
contienen una abundancia de conchas fósiles microscópicas llamadas
foraminíferos. Cada diminuto foraminífero conserva el contenido de isótopos de
oxígeno que tenía el mar cuando éste creció. Así, las mediciones capa por capa
de los isótopos de oxígeno en los sedimentos de Nueva Jersey permiten obtener
una aproximación sencilla y precisa del volumen de hielo a lo largo del tiempo.
En el pasado geológico reciente la capa de hielo parece haber crecido y
menguado constantemente, y como respuesta los niveles del mar han ido
cambiando, en una escala temporal de unos cuantos miles de años. En las
glaciaciones recientes el hielo alcanzó una altura tal que más de 5 por ciento del
agua de la Tierra debe haber quedado atrapada en el hielo, y los niveles del mar
deben haber descendido unos cien metros por debajo de su nivel actual. Se cree
que hace unos 20 mil años uno de estos periodos de bajo nivel del mar creó un
puente de tierra entre Asia y América del Norte, a través de lo que hoy es el
estrecho de Bering, el corredor original que usaron los humanos y otros
mamíferos para llegar al Nuevo Mundo. Durante el mismo intervalo gélido
desapareció el canal de la Mancha, y las Islas Británicas estaban conectadas con
Francia mediante un valle desierto. Por el contrario, en época de máximo
calentamiento, cuando muchos glaciares desaparecen y los casquetes polares se
retraen, los niveles del mar se han elevado una y otra vez hasta cien metros sobre
los actuales, sumergiendo cientos de miles de kilómetros cuadrados de zonas
costeras del planeta.
Miller y sus colegas han identificado más de cien ciclos de avances y
retiradas glaciales en los últimos nueve millones de años, al menos una docena
de los cuales han ocurrido apenas en el último millón de años y que parecen
haber alcanzado fluctuaciones de hasta doscientos metros en el nivel del mar. Si
bien los detalles pueden variar de ciclo en ciclo, estos eventos claramente son
periódicos y tienen relación con los ciclos de Milankovitch, llamados así por el
astrofísico serbio Milutin Milankovitch, que los descubrió hace un siglo.
Milankovitch se dio cuenta de que las variaciones bien conocidas en la órbita de
la Tierra alrededor del Sol, incluida la inclinación de nuestro planeta, su órbita
elíptica y un pequeño bamboleo en su eje de rotación, imponen periodos de
cambio climático en intervalos de unos 20, 41 y 100 mil años. Todas estas
variaciones afectan la cantidad de luz solar que llega a la Tierra y, por lo tanto,
ejercen un profundo efecto en el clima global.
Entonces, ¿qué pasará durante los próximos 50 mil años? Podemos estar
seguros de que los niveles del mar seguirán cambiando en forma dramática y
tendrán muchas otras subidas y bajadas. En algunos momentos, muy
posiblemente durante los próximos 20 mil años, los casquetes polares crecerán,
avanzarán los glaciares y el nivel del mar bajará cien metros o más, un nivel que
se ha alcanzado al menos ocho veces durante el último millón de años. Este
cambio tendrá efectos poderosos en las costas del planeta. La costa este de
Estados Unidos crecerá muchos kilómetros hacia el este, conforme quede
expuesta la plataforma continental. Todos los grandes puertos de la costa este,
desde Boston hasta Miami, se convertirán en ciudades varadas tierra adentro. Un
nuevo puente de hielo y de tierra volverá a conectar Alaska con Rusia, y tal vez
las Islas Británicas vuelvan a formar parte de Europa. Mientras tanto, las
pesquerías más productivas del mundo, que hoy se encuentran a lo largo de las
plataformas continentales, se convertirán en tierra firme.
En el caso del nivel del mar, lo que sube tiene que bajar. Es muy posible,
algunos dirían muy probable, que durante los próximos miles de años el nivel del
mar aumente treinta metros o más. Este aumento en los océanos, bastante
modesto según estándares geológicos, volvería irreconocible el mapa de Estados
Unidos. Un aumento de treinta metros en el nivel del mar inundaría buena parte
de la llanura costera de la costa este y empujaría las costas ciento cincuenta
kilómetros hacia el oeste. Todas las grandes ciudades costeras —Boston, Nueva
York, Filadelfia, Wilmington, Baltimore, Washington, Charleston, Savannah,
Jacksonville, Miami y otras— quedarían sumergidas. Los Ángeles, San
Francisco, San Diego y Seattle también desaparecerían bajo las olas. Casi toda la
característica península de Florida terminaría ahogada en un mar somero.
También casi todo Delaware y Luisiana quedarían bajo las aguas. En otras partes
del mundo las consecuencias de un aumento de 30 metros en el nivel del mar
serán todavía más devastadoras. Países enteros, como los Países Bajos,
Bangladesh y las Maldivas, dejarían de existir.
El registro geológico es inequívoco: estos cambios van a volver a ocurrir. Y
si la Tierra se está calentando rápidamente, como supone la mayor parte de los
expertos, las aguas subirán muy aprisa, tal vez tanto como 30 centímetros por
década. La expansión termal del agua de mar durante los periodos extensos de
calentamiento global, por sí misma, puede incrementar el nivel promedio del
mar hasta en tres metros. No cabe duda de que estos cambios van a representar
un desafío para las sociedades humanas, pero no tendrán mayor efecto en la
Tierra.
Después de todo, no sería el fin el mundo. Sólo de nuestro mundo.
A casi nadie le interesa demasiado lo que suceda dentro de unos cuantos miles de
millones de años, o unos cuantos millones, o incluso unos miles. Casi todos nos
preocupamos por problemas más inmediatos: ¿cómo voy a pagar la universidad
de mis hijos en diez años? ¿Me van a dar el ascenso el año que viene? ¿Va a
subir el mercado de valores la semana que viene? ¿Qué hay de comer?
En ese contexto no tenemos mucho de que preocuparnos. A menos que
ocurra un cataclismo imprevisto, el año que viene la Tierra se verá más o menos
igual que hoy, y también la década que viene. Cualquier diferencia que exista
entre un año y el siguiente probablemente sea demasiado pequeña para que la
notemos, aunque experimentemos un verano inusualmente caliente, suframos
una sequía que eche a perder las cosechas o nos toque una tormenta más violenta
de lo normal.
Lo que es absolutamente seguro es que la Tierra seguirá cambiando. Los
indicadores actuales señalan que se aproxima un episodio de calentamiento
global y derretimiento de glaciares, casi sin duda influido y acelerado por las
actividades humanas. Durante los próximos cientos de años las consecuencias de
este calentamiento afectarán a muchas personas de muchos modos distintos.
En el verano de 2007 participé en un simposio de Kavli Future en el lejano
Ilulissat, un pueblito pesquero en la costa oeste de Groenlandia, muy cerca del
círculo polar Ártico. Fue un buen lugar para discutir el futuro, pues los cambios
estaban ocurriendo justo afuera de nuestro centro de convenciones en el cómodo
Hotel Ártico. El puerto, que se encuentra cerca del frente del enorme glaciar
Ilulissat, ha servido durante mil años como una próspera zona pesquera. Durante
mil años los pescadores recurrieron a la pesca en hielo durante el invierno, pues
el puerto se congelaba por completo cada año. Eso fue hasta el nuevo milenio.
En 2000, por primera vez (al menos en mil años de historia oral), el puerto
quedó abierto y sin congelarse. El enorme glaciar, declarado patrimonio de la
Unesco, ha estado retrocediendo a un ritmo sorprendente, casi diez kilómetros en
tres años, tras muchas décadas de estabilidad. Otro cambio: durante mil años
Ilulissat y los pueblos cercanos han estado libres de insectos molestos, pero en
2007 y en todos los años siguientes el mes de agosto ha venido acompañado por
una peste de mosquitos y moscas negras. Es verdad que son datos anecdóticos,
pero también son presagios de un cambio enorme e inexorable.
En todo el mundo están ocurriendo cambios similares. Los barqueros de la
bahía de Chesapeake reportan mareas consistentemente más altas que hace unas
décadas. Año con año el norte del desierto de Sahara avanza aún más hacia el
norte y convierte en polvo las que alguna vez fueron fértiles tierras de labranza
en Marruecos. Las capas de hielo antártico se están derritiendo y se desprenden a
un ritmo cada vez más acelerado. Las temperaturas globales promedio del aire y
del agua aumentan. Todo es parte de un patrón consistente de calentamiento, uno
que la Tierra ha experimentado incontables veces en el pasado y experimentará
incontables veces en el futuro.
El calentamiento puede tener otros efectos, a veces paradójicos. La corriente
del Golfo, la gran corriente oceánica que lleva agua templada desde el Ecuador
hasta el Atlántico norte, es impulsada por las grandes diferencias de temperatura
entre el Ecuador y las latitudes más altas. Si el calentamiento global reduce ese
contraste de temperaturas, como sugieren algunos modelos climáticos, la
corriente del Golfo puede debilitarse o incluso detenerse por completo.
Irónicamente, una consecuencia inmediata sería que las Islas Británicas y el
norte de Europa, cuyo clima es moderado por la corriente del Golfo, se volverían
mucho más frías de lo que son hoy. Otras corrientes oceánicas, por ejemplo las
que van del océano Índico hasta el Atlántico sur, más allá del cuerno de África,
se verían afectadas del mismo modo, y podrían causar un cambio parecido en el
benigno clima de África del Sur o un cambio en las lluvias monzónicas que
mantienen húmedas y fértiles algunas zonas de Asia.
Conforme el hielo se derrite los océanos suben. Algunas proyecciones
alarmantes sugieren incrementos de treinta a sesenta centímetros en el próximo
siglo, aunque según el registro geológico reciente de vez en cuando pueden
haber ocurrido incrementos aún más rápidos, de muchos centímetros por década.
Este cambio oceánico afectará a muchos residentes de las costas en todo el
mundo y puede provocarles algunos dolores de cabeza a los ingenieros civiles y
a los propietarios de construcciones que dan a las costas, desde Maine hasta
Florida, si bien unos pocos metros son un incremento que puede manejarse en la
mayor parte de las áreas costeras pobladas. Así que durante un tiempo, una
generación o dos, la mayor parte de los residentes de las costas no va a tener que
preocuparse demasiado por la invasión del agua de mar.
Pero a algunas especies de plantas y animales no les va a ir tan bien. La
pérdida de hielo polar en el norte reducirá el hábitat de los osos polares, un reto
más para una población que de por sí parece estar encogiéndose. Un cambio
rápido en las zonas climáticas cercanas a los polos también puede ser causa de
estrés para muchas otras especies en peligro de extinción, en particular los
pájaros, que son especialmente susceptibles a las alteraciones en sus áreas
migratorias de anidamiento y alimentación. Un reporte reciente calcula que un
aumento global promedio de la temperatura de apenas un par de grados,
cómodamente dentro de las predicciones que hacen algunos modelos climáticos
para el siguiente siglo, podría desencadenar entre los pájaros tasas de extinción
de cerca del 40 por ciento en Europa y más del 70 por ciento en los exuberantes
bosques lluviosos del noreste de Australia. Otro preocupante reporte
internacional encontró que cerca de una tercera parte de las aproximadamente
seis mil especies de ranas, sapos y salamandras se encuentra en un peligro
similar, en especial por la diseminación —a causa del calor— de un hongo que
provoca una enfermedad mortal en los anfibios. Quién sabe qué más
descubramos durante el siglo que viene, pero parece que estamos entrando en
una época de extinción acelerada.
Algunos de los eventos transformadores que ocurrirán el siguiente siglo —
unos garantizados, otros muy posibles— sucederán en forma instantánea: un
gran terremoto, la erupción de un megavolcán o el impacto de un asteroide de un
kilómetro de largo. Las sociedades humanas tienden a estar mal preparadas para
la tormenta o el terremoto del siglo, y mucho menos para los desastres del
milenio, verdaderamente catastróficos. Conforme más leemos la historia de la
Tierra más nos damos cuenta de que estos eventos traumáticos son la regla, son
inevitables y forman parte del continuum de la historia de nuestro planeta. Y sin
embargo, construimos nuestras ciudades en las laderas de volcanes activos y
sobre algunas de las zonas de falla más activas de la Tierra, con la esperanza de
que llegado el momento seamos capaces de esquivar las balas tectónicas (o los
misiles cósmicos).
Justo a medio camino entre los procesos muy lentos y los muy veloces se
encuentran procesos geológicos fluctuantes que por lo general toman cientos de
miles de años: cambios en el clima, en el nivel del mar y en los ecosistemas que
sólo suelen resultar visibles a lo largo de muchas generaciones. Es el ritmo de
estos cambios, y no los cambios mismos, lo que tiene que preocuparnos, porque
el clima, el nivel del mar y los ecosistemas pueden alcanzar puntos de quiebre.
Si presionamos demasiado podemos desatar ciclos de retroalimentación positiva,
y provocar que lo que normalmente tarda mil años ocurra en el plazo de una o
dos décadas.
Es fácil ser complaciente, en especial si decides confiar en una lectura
imperfecta de las rocas. Durante un tiempo, hasta 2010, la preocupación por lo
que sucede en la actualidad estaba hasta cierto punto mitigada por los estudios,
por entonces en curso, de un escenario paralelo hace 56 millones de años,
cuando ocurrió una de las extinciones masivas que afectaron dramáticamente la
evolución y la propagación temprana de los mamíferos. Este grave
acontecimiento, llamado el Máximo Termal del Paleoceno-Eoceno (PETM por sus
siglas en inglés), fue testigo de la desaparición, relativamente súbita, de miles de
especies. El PETM es importante para nuestro tiempo porque se trata del cambio
repentino de temperatura mejor documentado en la historia de la Tierra. Un
incremento relativamente rápido en las concentraciones de dióxido de carbono y
metano atmosférico —esos gases gemelos de efecto invernadero que atrapan el
calor en la atmósfera—, inducido por el vulcanismo de la Tierra, provocó más de
mil años de retroalimentaciones positivas y un episodio de calentamiento global
modesto. Algunos investigadores pensaron que el PETM era una analogía cercana
a los acontecimientos actuales; mala, sin duda —con un aumento de las
temperaturas globales de casi 10 grados, un rápido aumento en el nivel del mar,
la acidificación de los océanos y el desplazamiento de los ecosistemas hacia los
polos—, pero no tan catastrófica como para amenazar la supervivencia de la
mayor parte de los animales y las plantas.
Pero el optimismo no duró mucho: algunos descubrimientos recientes de Lee
Kump, un geólogo de Penn State, y de sus colegas, dio al traste con cualquier
paralelismo que pudiera hacerse con el PETM. En 2008 el equipo de Kump tuvo
acceso a un núcleo de perforación extraído en Noruega que preservaba todo el
intervalo del PETM, conformado por rocas sedimentarias que documentaban capa
por capa, y con exquisito detalle, las tasas de cambio del dióxido de carbono
atmosférico y del clima. La mala noticia es que el PETM —que durante cuatro
décadas se pensó que fue la alteración del clima más rápida en la historia de la
Tierra— fue desencadenado por cambios atmosféricos de menos de una décima
parte de la intensidad de los que ocurren actualmente. Los cambios globales en
la composición y la temperatura promedio de la atmósfera, que tomaron más de
mil años en ocurrir durante el escenario de extinción del PETM, han sido
superados en los últimos cien años, en que los humanos hemos quemado
cantidades inmensas de combustibles ricos en carbono.
No existe ningún precedente conocido para un cambio tan rápido, y nadie
sabe cómo va a responder la Tierra. En un encuentro de tres mil geoquímicos en
Praga, en agosto de 2011, los especialistas en el clima que conocían los nuevos
datos del PETM estaban de un humor más bien sombrío. Aunque estos expertos
habían tenido cuidado de que sus predicciones públicas fueran cautelosas, los
comentarios que escuché mientras nos tomábamos una cerveza eran pesimistas,
incluso atemorizantes. Si las concentraciones de gases de efecto invernadero
suben demasiado rápido no hay ningún mecanismo conocido que pueda absorber
el exceso. ¿El calentamiento puede desencadenar una liberación masiva de
metano, con todas las retroalimentaciones positivas que entraña ese escenario?
¿El nivel del mar puede elevarse cientos de metros, como lo ha hecho tantas
veces en el pasado? Nos aventuramos en terra incógnita; estamos llevando a
cabo un torpe experimento de escala global que puede ser diferente a todo lo que
ha ocurrido hasta ahora en la Tierra.
Lo que revela el testimonio de las rocas es que si bien la vida es muy
resiliente y siempre lo será, en los puntos de quiebre, durante los cambios
climáticos repentinos, la biosfera experimenta un enorme estrés. La
productividad biológica, incluyendo la productividad agrícola, sin duda se
desplomará durante un tiempo. En condiciones tan dinámicas los animales
grandes como nosotros pagaremos el precio. La coevolución de las rocas y la
vida no se verá disminuida, pero no podemos saber cuál será el papel de la
humanidad en esta saga de miles de millones de años.
¿Será que ya alcanzamos ese punto de quiebre? Probablemente todavía no,
no durante esta década ni durante nuestras vidas. Pero eso es lo malo de los
puntos de quiebre: no puedes estar seguro de cuándo van a ocurrir hasta que lo
hacen. La burbuja inmobiliaria revienta. El pueblo egipcio se subleva. Los
mercados se desploman. Sólo podemos saber qué ocurre en retrospectiva,
cuando es demasiado tarde para recuperar el statu quo. No es que haya habido
una cosa así en la historia de la Tierra.
EPÍLOGO
Los climas cambian, los niveles del mar cambian, las lluvias y los vientos
cambian, la distribución de la vida sobre la superficie y dentro de los océanos
cambia. Las rocas y la vida siguen coevolucionando, como lo han hecho durante
miles de millones de años. Los humanos no pueden detener el cambio global, del
mismo modo que no pueden alterar la trayectoria de la Tierra a través del
cosmos.
Tampoco podemos destruir la vida en la Tierra ni detener su evolución
inexorable. La vida se ha instalado en todos los nichos del planeta. La vida
abunda en el hielo del Ártico, en los estanques ácidos e hirvientes, en los poros
de rocas que se encuentran a kilómetros de profundidad y en partículas de polvo
que viajan por el aire, a kilómetros de altura. Sin importar qué clase de estupidez
cometamos —ya sea que causemos que las temperaturas globales aumenten una
docena de grados, que envenenemos el aire, o el agua, o diezmemos las
poblaciones de peces en los océanos, o incluso que provoquemos un holocausto
global con nuestros arsenales nucleares colectivos—, la vida seguirá existiendo.
Los humanos pueden desaparecer para siempre, pero la vida microscópica ni se
inmutará. En los miles de millones de años por venir, la Tierra seguirá girando
en su eje y aún recorrerá su odisea anual alrededor del Sol. Durante miles de
millones de años, el nuestro seguirá siendo un planeta viviente de océanos
azules, tierras verdes y remolinos de nubes blancas. Desde el espacio, la Tierra
seguirá siendo tan hermosa como lo es hoy, con o sin humanos.
No nos engañemos. No existe ni sombra de duda de que durante el último
siglo las actividades humanas han provocado el inicio de cambios dramáticos en
la composición de la atmósfera, y que las leyes de la física hacen inevitable que
a esto le sigan cambios en el clima. Las concentraciones de dióxido de carbono y
de metano, ambos eficientes gases de efecto invernadero, han escalado hasta
niveles que no se habían alcanzado durante cientos de millones de años. La
rápida deforestación de los bosques lluviosos tropicales, nuestro eficiente
consumo de la vida marina y nuestra incesante destrucción de hábitats a lo largo
y ancho del globo no hacen más que amplificar estos cambios. Gracias a nuestras
acciones, la Tierra va a volverse más caliente, el hielo se va a derretir, los
océanos van a elevarse. Pero eso no es nada nuevo para la Tierra. Entonces, ¿por
qué debería preocuparnos que las acciones humanas aceleren el proceso de
cambio?
Para empezar, imagínate el sufrimiento que padecerá la humanidad en un
mundo en el que la vida marina experimente una muerte masiva o de pronto se
reduzca a la mitad la producción agrícola. ¿Qué pasaría con los 2.5 millones de
kilómetros cuadrados de las mejores tierras agrícolas que se inundarían, los
puertos bajo el agua, los medios de subsistencia perdidos? Imagínate el
sufrimiento de mil millones de personas desplazadas y sin hogar.
Si decidimos tomar medidas no es para «salvar el planeta». La Tierra ha
sobrevivido más de 4500 millones de años de cambio continuo y extravagante,
así que no necesita que la salvemos. Algunas personas con disposición filosófica
concentrarán sus esfuerzos en salvar a las ballenas o a los osos polares, pues su
pérdida sería permanente e innegablemente trágica. Pero incluso la extinción de
estas grandes bestias, o de los elefantes o los pandas o los rinocerontes u otro
millón de especies, tanto carismáticas como mundanas, no son para la Tierra más
que una pérdida temporal. Es inevitable que en apenas un momento geológico,
tal vez no más de un millón de años, evolucionen bestias nuevas y maravillosas
que llenen esos nichos vacantes. Los mamíferos grandes como nosotros
podemos sufrir extinciones masivas, pero otros vertebrados, tal vez las aves,
tomarán nuestro lugar. Tal vez sean los pingüinos que, como se ha demostrado
recientemente, evolucionan notablemente rápido; tal vez ellos cambien y
experimenten un proceso de radiación evolutiva para llenar esos nichos:
pingüinos parecidos a ballenas, a tigres, a caballos. Tal vez los pingüinos
desarrollen cerebros grandes y dedos prensiles. No importa lo que hagamos, la
Tierra seguirá siendo un mundo viviente y diverso.
No. Si decidimos preocuparnos, debería ser antes que nada por nuestra
familia humana, porque somos nosotros los que corremos mayor peligro. La
Tierra sabe cómo separar la paja del trigo. La vida perdurará en toda su
grandeza, pero la sociedad humana, al menos en su estado actual de despilfarro,
puede que no la libre. Los humanos tenemos la capacidad de infligir una
cantidad indecible de destrucción y de sufrimiento a los miembros de nuestra
propia especie, ya sea mediante nuestras acciones o nuestras inacciones
insensatas. Si seguimos alterando nuestro hogar planetario —nuestro «punto azul
pálido», como decía Carl Sagan— a un paso más y más rápido, el poco tiempo
que nos queda para entrar en acción se nos escurrirá entre las manos.
La Tierra no guarda silencio a este respecto; su historia está ahí, para que la
leamos en el pródigo registro de las rocas. Durante miles de años hemos sido lo
suficientemente sabios como para tratar de leer la historia de la Tierra, en un
esfuerzo por entender nuestro hogar. Esperemos que aprendamos a tiempo la
lección.
AGRADECIMIENTOS
Cubierta
La historia de la Tierra
Introducción
Capítulo 1. El nacimiento
La primera luz
Nace la química
Pistas cósmicas
El sistema solar cobra forma
Mundos rocosos
Tiempo profundo
Epílogo
Agradecimientos
Sobre el autor
Notas