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Sobrevivientes de La Tempestad Alirio Bustos Valencia

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PREMIO El ,~IEMPO ·CIRCULO DE LECTORES

'.
Alirio Bustos Valencia ...
nació el 23 de enero de 1968
en La Palma, Coodinamarca.
Es locutor y productor de radio y
televisión, y comunicador social
y periodista egresado de la
Universidad C~ntral de Bogotá.
Desde 1993 trabaja en el diario
El Tiempo, donde se d~sempeña
como redactor especializad·o en "'
el cubrimiento de información
de orden público y organismos
de seguridad del Estado.
También se ha dedicado a la
cátedra universitaria en materias
como cultura antigua y moderna e
historia de Colombia.
... .

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Alirio Bustos Valencia
:: . . ~·..

(~CIRCULO .
DE LECTORES
"-"

'.
© 1998, ALIRIO BUSTOS VALENCIA
© 1998, INTERMEDIO EDITORES, una d iv is ión de
CíRCULO DE LECTORES S.A.

Editor general: GustavoMauricio da rcía Are nas


Asistente editorial: Marcela Manrique
Supervisión de producción: Clara Inés Cristancho M.
Diseño y diagramación: Claudia Margarita Vé lez G .
Diseño de carátula: Claudia Margarita Vélez G .
llustración de cubierta: Éd gar Caballero
Fotografias: Alirio Bustos, El Tiempo

Licen cia d e Edito rial Printe r Latinoam e rica na Ltda .


para Círculo de Lectores S.A.
Avenida Eldo rad o No. 79-34
Santafé d e Bogotá, Colombia

Impresió n y e ncu ad e rna ció n :IImpreandes/ Presenc ia S.A.


ISBN: 958-28-1016-5
A B C D EFG HIJ
A los sobrevivientes de Íbama ,
Yacopí y La Palma, por permitir rescatar una página de la
historia de Colombia que amenazaba quedar en el olvido ca-
da vez que uno de ellos moría .
El testigo y la sangre
por Ja vier D arío R estrepo

Losrelatos de es ta obra se suceden


unos a o tros fluidamente, unidos entre sí po r la misma emoción
d e los h ec h os que cu entan , y los tes tigos , co mo co rredores
de relevo , se van entrega nd o la pal ab ra e n un mi sm o afán
.. por ag r ega r nuevo s d a t os y he c h os p a ra qu e la hi stori a
finalment e n o ten ga va cíos po rqu e en la realidad oc urri ó así :
en esos día s de temp es tad vividos po r los habitantes d e
Íbama no hub o tiemp o para el sil en cio ni para la h o lga nza.
Alca n cé a le er dos p áginas y tu ve q u e de ten e rm e para pre-
g untarl e al autor: "¿H ay doc ume nt os esc rito s so bre esta
hi storia ?"
Se q u edó mirándom e, co mo si por primera vez le h icieran
esa pregunta, y al fin m e dijo: " No . Los únicos docum en tos
son los tes ti gos, qu e al m o rir se llevan la historia consigo . . .
Desde niíio les oía esa historia a mis pari ent es, a los ami gos, a los
10
--~
SoBREVIVIENTE S DE LA TE\IPE ST AD

compañeros de estudio, a los conocidos, y siempre quise


escribirla".
Entonces entendí la diligencia con que Alirio trab ajó
durante los últimos dos años para recolectar los testimonios
d e la gente de Íbama y sus alrededores. No quiere que esa
historia se muera ni que sus víctimas se pierdan en el po zo
oscuro del olvido . Por eso, decidió darles p ermanencia en
este escrito , fruto del proyec to que se hizo merecedor d~
la primera beca El Tiempo-Círculo de Lectores para
colaborador_es del periódico, otorga~a por un jurado integra-
do por Mauricio Vargas, Plinio Apuleyo M endoza, Roberto
Posada García-Peña, Germán Santamaría y Gustavo Mauricio
García Arenas.
Cuando se lee el relato, aun dentro de la discreta presen-
cia que él mantiene a lo largo de sus páginas, es inevitable
sentir que habla de su gente, de sus dolores y de sus rabias, y
de unas acciones y actitudes que hacen parte del orgulloso
patrimonio familiar. "Celmira camuflaba cartuchos, fusiles y
escopetas entre el mercado de grano . Con decir que casi
siempre las armas pasaban por las narices de los militares sin
pensar que la muchacha de 18 años , que les coqueteaba,
es taba maquinando un nu evo golp e con tra ellos". Y como
si contemplara esa imagen en un viejo álbum familiar,
Alirio describe al abuelo Misael Valencia : " Venía con la
frente en alto, en medio de dos policías que le apuntaban de
frente y por la espalda. En cada paso se le notaba la casta de
caballero y no era dificil leer en sus ojos que la batalla por la
vida aún no había terminado . Algo me decía que de morir, lo
haría con las botas puestas".
El escritor es parte de la historia, él flota con sus personajes
en ese torrente que se precipita, caudaloso. Es un doble
papel, como el de Tucídides que, de combatiente de la guerra
ateniense peloponésica, llegó a ser su historiador.
A l. llli O n u~TOS Vc~I . ENC: I A 11
~--

Al citar aJo hann Gustav Droysea, historiador del siglo XIX,


" lo que la esp ecie es para los animales y las plantas, es la historia
para los hombres", Han na Arendt (D e la historia a la acción,
Paidós, Madrid, 1995) destaca : " Lo qu e di stingu e al hombre
d e los animales ya no co nsiste sin1plem ente en qu e tien e
palabra , o qu e tiene raz ó n , es su pr o pia vida la que
ahora lo distingue " . T en er "la propia v ida " es as umir e l
co ntrol de la propia historia, es se r sujeto d e ella ,
no un simpl e objeto, y es t e acto d e dominio co m.i enza
cuando se la co noce . Esa es la co ntribu ció n qu e el peri odista
le hace a la soc iedad, la d e dar a co no ce r , a quiene s
r ec iben su información , c uál es la hi storia qu e él y la
soc ie dad es tán c onstru ye ndo , para ev itar qu e otros se la
cons tru ya n si n su conc urso, o co ntra su vo luntad o co n su
in co ns c ien cia. Hegel ent endía la hi sto ria como un inin-
terrumpido desarrollo d el es píritu , y seg ún Vi co, citado
por Ar e ndt , " la historia es produ cid a por el hombre y
distinta d e la ' naturaleza' creada por D ios". Busto s ates tigua
y co mparte co n sus lec tores el tes tim o ni o de un a historia
cuyo control se ha esca pado de las man os de los ho mbres .
Ca da uno de sus personaj es, testigo a la vez, aparece arras trado
.. indefenso, ante la furia de una corri ente enloqu ecida que va
ro mpiéndose de p eñón en p eñón en un torrente de sa ngre.
Ante hec hos de esta m agnitud los histo riadores adoptan
actitudes co ndi cionadas por su cultura . Anota Arendt qu e los
gri egos co ntaron su histori a para des taca r la grand eza de sus
héroes tal como aparecen en la Ilíada o en la Odisea; para los
romanos la historia está llena de lecciones de ciencia política,
q u e es lo qu e subraya C ice rón al definir la hi sto ria co mo
ma.es tra d e la vida; el hombre de ho y le otorga "a la m era
secuencia temporal una importancia y di gnidad que nun ca
tuvo antes". El escritor cuenta en Sobrevivientes de la tCr11 pes tad
su historia a través del tes timonio d e sus p erso naj es co nfi ado
12 SoBREVIVIENTEs DE LA TEMPE STAD
--....::..::;

en que los hechos tienen su propio potencial que se con-


vierte en dinámica histórica cuando son conocidos por el
hombre.
Citando a Sábato decía Alfredo Molano al comienzo de
uno de sus libros, que uno no escoge sus personajes sino que
los personajes lo escogen a uno . Bustos no los escogió para
este libro . Ellos lo habían venido escogiendo a él desde su
niñez. Sus figuras, sus escenarios, las huellas dejadas en su ...
camino, sus voces, lo han perseguido durante todos estos
años con una apremiante súplica que hoy tiene respuesta:
que la muerte no fuera a silenciar su historia . Y esta vez la
palabra escrita les ha conferido una cierta inmortalidad a
esas historias . El escrito ha sido más fuerte que la muerte.
r
-Mire señora, el día que mata-
ron a Álvaro Góm ez ,Dios limpió la tierra de tanta inmundi-
cia. Por aquí todo el mundo estaba feliz y eso qu e en Bogotá
decían dizqu e se había mu erto la reserva moral del país.
¿Cuál reserva moral? N o señora, ese fu e el día del juicio divino
y ]a justi cia del hombre. Le aseguro que nun_ca antes un palo
de cerveza o una totuma de guarapo me había sabido tan
dulce. Estoy seguro de que por fin las almas de los sacrificados
de la revolución descansaron en paz. Y que la tropa tambi én
d é grac ia s a Dios de haberse ido a ti empo porque de lo
contrario yo no sé qué hubiera pasado ese 2 de noviembre.
· Sepa usted, señora, que yo no puedo ver a esa gente ni en foto-
grafias. Pero, cuéntcm e, ¿qué la trajo por este pu eblo misera-
ble que cada día va peor que la cola de las vacas? -preguntó
H écto r a la fo rastera- . ¡No m e diga qu e vino de turi sm o !
- agregó con cierta sonrisa burlona.
· -N o señor -contestó la forastera- . El turismo es para la
gente feliz. Yo soy la mujer que hace casi 40 años a.bandonó
este pueblo y juró qu e ni su espíritu regresaría a esta ti erra
14 SoBREVIVI ENTEs DE LA T EM P ESTA D

manchada de sangre inocente. Pero aquí estoy, tal vez reco-


giendo mis pasos. No soy más que una huérfana, una sobre-
viviente de ese espantoso 1• de diciembre de 1952. Sepa usted
que estos ojos, que se los ha de tragar la tierra, vieron reducir
a escombros este pueblo . Y o soy Angélica Valencia, la hija de ·
Misael Valencia, uno de los tantos hombres asesinados por la
tropa ahí afuera, en esa plaza.
-¿Hija de Misael Valencia? -preguntó Héctor con ojos de
incredulidad.
-Sí señor. El nombre de mi padre aparece escrito en el
monumento de.la plaza y sus huesos descansan en el panteón
del cementerio levantado en honor a los sacrificados de la
revolución. Como le digo, soy una sobreviviente de aquellos
tiempos en que a los niños los lanzaban al aire y los ensartaban
en bayonetas. En que los niños eran atravesados con estacas
de madera y clavados a las paredes de los ranchos. En que a las
mujeres embarazadas les abrían el vientre y les sacaban el feto
para evitar que naciera un cachiporr?· En que violaban a las
maestras de escuela y las cabezas de sus alumnos rodaban por
el suelo . En que los ascensos y las medallas de los militares se
otorgaban por el número de orejas cortadas . . .
Afuera, la lluvia golpeaba con mayor insistencia las tejas de
zinc y amenazaba arrancar los ranchos, como lo había hecho una
noche antes de la destrucción de Íbama , y en recientes dfas , cuando
las tejas volaron hasta el cementerio. La poca luz eléctrica trataba
de frenar el ocaso, pero los rayos, los truenos y los relámpagos la
hadan intermitente .
En la calle no había un alma. Sólo se sabía que era un pueblo
habitado porque permanedan abiertas dos o tres tiendas que aten-
dían a los borrachitos del domingo, a la forastera y a Héctor.
Con amarga en mano y con un nudo en la garganta, Angélica
trajo a su memoria los recuerdos de la noche del domingo que an-
tecedió a la gran catástrofe . ..
ALIRJO B usTo s VALENC IA 15

Esa noche dormí intranquila . Muchos morrocoy es cantaban


alrededor del pueblo. Sus lamentos provenían de todas las
montañas que rodean a Íbama. De abajo, del lado del cemen-
terio , se escuchaba el misterioso canto del anunciador de la
muerte .. .
El miedo se apoderó de mí y casi que no me atrevo a salir al
solar a hacer la última necesidad del día. Eran como las siete.
La noche estaba demasiado oscura . Hasta la luna se había
amedrentado con el canto del morrocoy y el cielo encapotado
anunciaba la llegada de uno de esos aguaceros que arrancaba
tejas y ranchos y los obligaba a volar hasta ir a estrellarse contra
las tumbas .
En la plaza del pueblo ya no había ni un alma . El silencio
sepulcral de la noche úni camente era desafiado por el croar
de las ranas, el canto misterioso de los grillos y algún chillido
de gatos en celo. ¡Ah!, y uno que otro perro ladraba afuera,
como rastreando la presencia de forasteros.
De arriba, del lado de la escuela, también llegaba el canto
de ese animal de la noch e. Preferí darle el beso de las buenas
noches a mi papá, recibir su santa bendición y.correr a escon-
d erme debajo de mis cobijas.
Sin destaparme la cabeza, así me ahogara, en esa inmensa
oscuridad recé mis oraciones y traté de conciliar el sueño.
Fue dificil. La lluvia hacía sonar esas tejas con tanta fuerza que
ya no volví a esc uchar ni el canto del morrocoy, ni el croar de
-los sapos, ni el chillido de los gatos.
De vez en cuando asomaba los ojos para mirar el cielo raso,
pero no veía sino tinieblas . Me daba mucho miedo que de pron-
to se me cayera encima, tal como les había ocurrido a unos vecinos .
. En eso escuché la voz de mi madre . Parecía que se hubiera
levantado desde su tumba para acompañarme y decirme, como
siempre lo hizo cuando llovía, "tranquila mi pequeña ..Duerme
tranquila qu e el Ángel de la Guarda cuida de ti ".
_ 16
___::..::, SoBREVIVIENTES DE LA TEMPE STAD

No supe a qué hora me dormí. Lo cierto fue que Ana Jesús,


la mujer que regresó aliado de mi padre con sus hijos, que
también son mis hermanos, me despertó, como de costumbre,
a las cuatro de la mañana .
Aún no me había acabado de despertar cuando alguien
golpeó insistentemente en la puerta. Era un policía que vino
a decirle a mi madrastra que un tal capitán Bohórquez ne-
cesitaba desayuno para toda la tropa que estaba llegando .
"Necesitamos más desayunos qu e de costumbre. Así que a
meterle candela al fogón que llegó mi capitán", dijo el policía.
Las dos muchachas del servicio ya habían prendido el fogón.
El olor del café fresco se paseaba por la casa y por cada rincón
del salón donde a diario comía la tropa, o donde domingo a
domingo los campesinos se tomaban aunque fuera una sopa
de arroz antes de emprender el viaje de regreso a casa , después
de haber vendido los racimos de plátano hartón y los bultos
de yuca y arracacha.
No habían transcurrido dos minutos cuando otra vez co-
gieron a golpes la puerta. Era un policía de apellido Díaz que
había tenido amores con mi hermana Anita . Ese hombre
venía sudando y miraba para todos lados , como si lo vinieran
siguiendo. "Señora Ana Jesús, la tropa que llegó viene a
matar a todos los hombres y a quemar el pueblo . Vaya, dígale
a don Misael que se vuele porque a él sí que le tienen ganas",
le dijo el policía.
Ana Jesús obligó a mis hermanos José, Pedro y Perejo a
abandonar el pueblo y de inmediato salió a la calle, bajó por
el caminito que conduce a la otra casita donde usualmente
dormía papá y puso al tanto a mi viejo .
Pero de nada sirvieron las advertencias. Mi papá le res-
pondió con dos piedras en la mano. "Yo por qué me voy a
volar si no he hecho nada . Además, los únicos que huyen son
los cobardes", le dijo y la mandó regresar al hotel.
ALIHIO B US TO S VALENCIA 17
..::--'----

Ana Jesús sabía que cuando se escuchaba la voz de Misael


Valencia lo mejor era callar. En menos de un minuto regresó
y le pidió a una de las muchachas del servicio que alistara una
olletadita de café para que yo fuera a llevársela a mi padre.
Aún no eran las cinco, pues el gallo no había cantado.
¡Qué susto! A mis siete años no sabía por qué las mujeres
corrían como locas por toda la plaza. No entendía por qué se
habían desaparecido los hombres del pueblo. Tampoco com-
prendía por qué había tanta tropa reunida en la plaza. Era un
plaguero impresionante.
Pero hubo una cosa que me llamó poderosamente la aten-
ción y que menos entendía . ¿Por qué uno de esos policías
clavaba una bandera azul en el centro de la plaza , al frente de
la iglesia y del cuartel? Pensé que se trataba de una celebración
o algo así.
Me fui despacito, con los ojos puestos sobre la olleta de
café, para impedir que se regara. Pero cuando iba llegando a
la casa, dos policías ya estaban sacando a mi viejo del rancho a
punta de culata. Solté esa olleta y me regresé al hotelito . To-
do el mundo lloraba y corría. Nunca había visto tanto llanto
junto. El alboroto era tremendo. Era como si el mundo se
fuera a acabar.
Nadie me paraba bolas. Pero, ¿quién se iba a acordar de
nú , si mi mamá estaba muerta y mi papá no estaba conmigo?
Afuera, aliado de la bandera azul, el tal capitán Bohórquez
gtitaba con una voz terrible que los niños y las mujeres
sali é ramos inmediatamente de las casas y abandonáramos
el pueblo porque de lo contrario nos metían candela .
Salí corriendo para el lado de la iglesia porque ya había
esc_u chado que por allá en Yacopí y Topaipí tiraban a los
niños al aire y los ensartaban en las bayonetas; tambiéf.1 decían
que los atravesaban con estacas de palo y los clavaban en los
cercados de los ranchos de bahareque.
18 SoBREVIVIENT Es D E LA TEMP ES TAD
--~

"¡A todos los hombres los tienen en el cuartel!", gritaba


una mujer. "Tropa cobarde y traicionera , ¿por qué los cogie-
ron dormidos?", gritaba otra.
Ana Jesús me dijo que me fuera a despedir de papá. Con mi
hermana Clara, más chiquita que yo, nos fuimos de la mano
para el cuartel. Eran como las 5:30 de la mañana .
N os abrimos campo prácticamente agarrándonos de los pan-
talones de los policías, que agachaban la cabeza para mirarnos ...
como dos bichos raros . Sabíamos que la mejor manera de
encontrar a papá era mirando para arriba, y así fue . Allá, al
fondo , en medio de tantas cabezas, sobresalía el sombrero
negro de mi viejo ...
Papá nos cargó y lloró como sólo lo había hecho cuatro
años atrás, cuando murió Belén Rodríguez, mi mamá. No
nos dijo palabra alguna. Nosotras tampoco. Lo abracé con
todas las fuerzas de mi alma y me recosté sobre su hombro.
En ese instante sentí que iba a quedar sola en el mundo ...
El diálogo silencioso con mi pad_re se interrumpió cuando
un policía se paró al frente de nosotros . -Yo soy el capitán
Bohórquez y si no estoy mal, usted es Misael Valencia-,
gritó esa voz tenebrosa que acabó con la algarabía del cuartel.
Antes que mi padre le respondiera, el capitán se apoderó
nuevamente de la palabra. -Para que vea que yo también soy
un hombre de corazón, le doy la oportunidad de que se voltié
de partido y salga de inmediato de aquí con sus dos hijas --dijo
con voz menos cruel-. Creo que lo conmovió nuestro llanto.
-Morir será necesario y lo que más siento es tener que
dejar a mis hijos, pero sepa usted, señor, que mi partido sólo
lo mancho con mi propia sangre -fue la respuesta lapidaria
de mi padre.
La hora de la orfandad había llegado. Lavadas en llanto nos
despedimos de mi padre y comenzamos a abrirnos espacio
entre las piernas de los policías.
A [ , [[1[ () l3i: STO S VALI:::"CIA 19
~---

En eso llegó mi tía Pepa a suplicarle al capitán que no fuera


a matar a su marido . " Por el amor de Dios, no ve que él ya está
muy viejo y no tiene cómo hacerl e daño a nadie. Él es un
hombre inofensivo . Perdónele la vida, se lo suplico de rodillas",
le dijo .
Ese era el día de suerte de mi tío Esteban. El morrocoy no
había cantado para él. Bohórquezjamás imaginó que ese viejo
inofensivo era Esteban Valencia, sobreviviente de la guerra de
los Mil Días y tío del rebelde que acababa de fim1ar su sentencia
de muerte .. .
Z enaida, la hija de Esteban Valencia, abandonó a Íbama un
mes antes que el pueblo Juera quemado. Vivió varios aiios en Bo-
gotá y después de /aguerra regresó a La Palma. Pero a mediados
de la década de los ochenta se instaló definitivam ente en la capital.
En su casa, a pesar de la soledad que implica el haber perdido a
su esposo y de la marcha incontenible de sus hijos, Zenaida no
pierde su elegancia, su gusto por el buen vivir y su facilidad para
entrar a recordar las hazaiias de su padre, el hombre que le enseiió
lo que hoy sabe de política y de guerras ...
Mi padre -recuerda Zenaida- era conocido en toda la
provincia por sus hazañas en la guerra de comienzos de siglo.
2u verbo prodigioso lo comparaban con el de su héroe de
batalla: el general Rafael Uribe Uribe , el hombre que mata-
ron por la espalda a punta de hachazos, por allá en la capital.
Hablaba horas enteras de Jorge Eliécer Gaitán, su otro ídolo
asesinado. Nos contaba cómo desde la 1:05 de la tarde del
9 de abril de 1948 comenzó la guerra que se había extendido
como pólvora por el Tolima y los Llanos y, con visión pro-
fética, aseguraba que más temprano que tarde la violencia
lleg~ría hasta la puerta de nu es tra casa.
Así como Uribe había acrecentado en su corazón la llama
de la rebeldía,Jorge Eliécer Gaitán lo había hecho comprender
que era necesario sacudir al pueblo de ese letargo que lo estaba
20 S nB HI·: I' IIII·::"T I :~ Die 1. .·1 Tu l rF;.:TIIl
--~

lleva nd o a la tumb a. T o maba pres tado el disc urso de Ga itán


para co mbatir lo que co nsideraba la pes te de la politiqu erí a.
D e su ga rga nta salía el dol o r d e patri a para afirm ar que er:1
" n ecesa rio enfrent ar al país pol ítico . a esa peque í1 a casta in-
sens ibl e d e h o mbres q ue necesitan embajadas y ministerios-y
n egocios con el Estado , que comprend en con cla ridad que la
úni ca manera de tener esas influ encias, de enriqu ecerse a la som -
bra de l go bi erno es provocan do el od io y la violencia entre
los colombiano s. Todo esto es una inm ensa farsa. Todo esto
es un dram a del país políti co. Ellos se rí en allá en las altu ras de
Bogotá. Allá se abrazan con los adversarios , pero siguen fomen-
tando el o di o y la mu erte en las ti erras lej anas" .
H éctor escuchaba atento el relat o de la foras tera mientras hacía
señas para qu e le des taparan otra amar;:a. La du eiia de la tienda
se la co locó sob re el mostrador de madera y empezó a moL'Cr
trastos, co mo diciendo ya es hora de ir a dormir. Angélica prosi-
g uió con la al!alancha de recuerdos que, l~{? ual que el a< <:uacero,
ame naza ba co twertirse en tonp es tad ...
El cap itán Bohórqu ez miró a tía Pepa , se dio m edia vuelta,
o bservó al vieJO y o rdenó dejarlo en libertad. Eso sí, siempre
y cuand o se fu era bien m arcado . Un poli cía levantó su fusil y
le p egó un culatazo qu e hizo salpi ca r sangre pa ra todas partes.
Ahí sí apuram os el paso . Los p o licías seguí an gritando qu e
los niñ os y las muj eres abandonáramos el pu eblo porque de
lo co ntrari o co rrerí am os la mism a sue rte de los cac hiporros
qu e tenían enc hi q u erado s. C uando salimos a la call e vi que
un a romería de niñ os y muj eres co rrí a a buscar el ca mino q ue
cond uce al cem ent erio. Nos fuimo s co n lo qu e teníam os
en cima. Sin derec ho a sacar un ves tidito , una co bij a, un os za-
pato s o un bocado de co mida. Así comenzó la romería m ás
gra nd e de viudas y hu érfan os de la que se tu viera noti cia en
estos pu eblos abandonados entre montañas hab itadas en el
pasa do por in dios vali entes y reb eldes .
ALJili O 13 ~J S TO S VALE:-.' C IA 21

Cuando íbamos bajando por el camino que conduce al cemen-


terio se comenzó a escuchar la muerte. Fue como un concierto
de disparos. Toda la caravana cayó de rodillas y de eso son
testigos cada una de las tumbas del cem enterio y el río Minero,
que queda j unto a esos pedazos de cemento impregnados
con el frío de la muerte.
Lo qu e ocurrió en esa plaza sólo lo puede contar una per-
sona: mi primo Carlo Magno. Ese pobre muchacho , a sus es-
casos 12 años, presenció el asesinato de su padre y de todos
los hombres del pueblo. Es más, uno de los policías tiró a sus
pies los pedazos del cadáver de su hermano ...
Cario Mag no vive hoy con sus hijos en Yacopí, a pocas cuadras
del parque principal. Cuenta doña Felicidad Rusínque, una de las
viudas de Ibama, que a este sobreviviente de la revolución se le ve
muy poco en las ca lles del pueblo, qu e cuando lo hace, dea mbula
cabizbajo y en silencio en compañía de la pesadilla que prefiere no
recordar y que solamente los que conocen la tragedia de su pasado
entienden su martirio .
Sentado en una mecedo ra en la sa la de su casa, Cario Magno
reco rdó lo que vio ese día en Íbama ...
En la plaza quedamos los hombres del capitán Bohórquez
y yo . Las mujeres y los otros niños ya habían partido en una
caravana de llanto y de lamentos. Ese llanto doloroso que
provenía de algún lugar del cementerio y que golpeaba con
insistencia mis oídos a p esar de sentirlo tan distante.
No sé qué me pasó. No sup e por qué m e quedé de la romería
de viudas y huérfanos. Tampoco sup e a qué horas me senté
debajo del palo de pomarroso de la plaza.
Permanecí inmóvil debajo del frondoso árbol que en esos
tie;mpos de cosecha resistía los racimos de muchachos que
arrancaban sus dulces pomarrosas, el mismo palo d~l que los
campesinos amarraban las mulas mientras participaban del
mercado o asistían a la sagrada misa del padre Gerardo Bilbao.
22 SoBREVIVI EN T ES DE L A T E MPE STAD
--~

Los policías entraban una y otra vez a las instalaciones del


cuartel. De adentro provenían gritos , órdenes y maldiciones.
Por un instante me quedé mirando ese trapo azul que nunca
antes había visto, pero que había desencadenado tantos odios.
Se templaba con el viento y volvía a caer.
Durante un momento agaché la cara y la cubrí con mis manos.
Cerré los ojos y me pregunté en silencio por qué estaba tan
solo. Sabía que estaba ahí porque sentía el aroma fresco de las ...
pomarrosas y veía la tropa que rodeaba la plaza, pero mi cabeza
quién sabe dónde diablos se encontraba.
Un estruendo me hizo levantar el rostro igual que lacre-
ciente del río cuando había tormenta. Dos policías sacaban a
empujonazos a don Matías Álvarez. Más atrás, otros dos traían
a su hijo Pablo.
Los tiraron al suelo y, sin chistar palabra, los agarraron a
machete hasta dejarlos regados sobre el humedecido polvo
de la plaza. Luego cogieron sus carabinas y les pegaron el tiro
de gracia. Ahí quedaron tirados pa~re e hijo .
Desde ese momento el machete se tiñó de sangre inocente
y esta tierra nunca más volvió a servir para cultivar el pan de
cada día. Intenté correr, pero mis piernas no me respondieron;
intenté gritar, pero mi garganta permanecía en silencio; in-
tenté cerrar los ojos, pero el asombro los mantenía más abiertos
que nunca. Sólo tuve tiempo de llorar, aunque sabía que los
hombres de esta tierra teníamos prohibido hacerlo.
Luego sacaron a don Plutarco Alarcón y le dijeron que
corriera si quería salvar su vida. No alcanzó a recorrer unos
20 metros cuando el policía levantó su carabina y le disparó
por la espalda. Su cuerpo cayó pesadamente. Después , el asesino
se acercó lentamente a su víctima y la encendió a machete.
Yo permanecía debajo del pomarroso. En seguida sacaron
a don Cruz Á vila y a su hijo Luis; a don Antonio Basabe y a
sus hijos Pedro, Pedro Manuel y Pompeyo; a don Ismael
A 1.1 H 10 11 rsr os VA I. E;\<: IA 23
~--

Pérez y a su h ij o Re yes; a don Alberto Marín y a sus hij os


Olcgario y Tadeo; a don José Espin osa; a don Alonso Es-
gu erra; a don Rubén Ga lindo ; a don Enrique Garzón; a don
Rob erto Gonzálcz; a don Manu el Linares; a don Epímaco
Marroquín; a don Luis Ramirez; a don C risóstomo Rodríguez;
a don Alcides Rusinqu e; a don . .. ¡Santo Dios' , machete y
plomo para todos ellos .
Las manos de los policías se volviero n rojas , al igual que los
machetes . Minutos m ás tarde, serían co m o las ocho de lama-
ña na, sacaron a m i tío Mi sael Valencia.
Venía co n la frente en alto, en medio de do s policías qu e le
apuntaba n de frente y por b esp::d d a. En cada paso se le notaba
la cas ta de caba ll ero y no era difi cil leer en sus oj os qu e la
batalla po r la vida aún no había terminado. Algo me dec ía
qu e de morir lo haría con las bota s puesta s. Y así fue. C uand o
estaban llegando al centro de la p laza, mi tío se aba lanzó como
un a li ebre sobre uno de los policías y lo desa rmó. El o tro tiró
del gatillo y lo mató por la espalda. Luego vino un nu evo festival
de machete .
Estaban rematando a mi tío Misael cuando vi que traí an a
empell ones a mi padre y a mi h ermanoju anito . ¡Santo Dios'
_ Cogieron a m i hermanito y lo pi ca ron vivo. Quedó h ec ho
pedazos, irreconocible. En cuestió n de segundos los mu y des-
graciados lo redujeron a piltrafa .
Otra vez intenté correr, gti tar y ce rrar los ojos, pero no pude.
Todo el tiempo era para llorar, a pesa r de que lo tenía prohibido.
Uno de esos miserables cogió los pedazos del cu erpo de mi
hermano y me los tiró a Jos pies . Ahí es taba botado todo ese
reguero de inocenc ia y ni mi pie izquierdo, ni el derecho ,
supieron q u é era el m ov imi ento.
Mi viejo lu chó co n todas sus fu erzas y se zafó d~ los dos
policías. Corrió co m o loco, pe ro una bala lo alcanzó y'le abtió
el vientre. Se llevó las manos al es tóma go para evitar qu e las
24
--~
S() ll H [ \' 1 V 1 1:: :--1 T 1:: S 1) ló L ..1 T E M 1' [ S T " 1)

tripas se le salieran y siguió corriendo, tratando de no dejar


escapar de su cuerpo el último soplo de vida. Pero no. El paso
de mi viejo comenzó a hacerse lento , más lento . Su carrera
contra la muerte terminó en una cerca de alambre de púas.
Cuando intentó atravesar su cuerpo ensangrentado entre dos
cuerdas, la vida se le acabó y su cuerpo se desgonzó hasta que-
dar colgado como carne de matarife. Sus manos alcanzaron la
tierra y las tripas comenzaron a salirse lentamente hasta quedar ·~
colgadas de las amarillentas púas.
Una vez saciados de sangre inocente, unos asesinos se me-
tieron a las ti.endas y negocios hastá dejarlos vacíos; otros
salían de las casas repletos de joyas, dinero, ropa, cuadros, cobi-
jas; otros profanaron la iglesia del padre Bilbao y lanzaron a la
plaza las imágenes de la Virgen , de Cristo y de todos los santos .
Hasta el armonio quedó en la mitad de la plaza .
Ahí entendí el odio que le tenían al padre Bilbao, al hombre
que llamaban el cura cachiporra, al viejo español que días antes
habían obligado a caminar descalzo sobre una tabla llena de
puntillas para que revelara dónde estaba la chusma liberal.
Pero de su boca jamás salió palabra alguna que cobrara la vida de
un hombre del pueblo que un día decidió romper su historia
para aceptar y querer a un forastero .
Otro grupo de asesinos tumbó la puerta de la colectoría y se
apoderó de las cajas de aguardiente Tapetusa. Destapaban y
destapaban botellas y se henchían de licor. Se las daban de va-
lientes. Hasta uno de esos tipos intentó destapar de un golpe una
botella y esta se le estalló y le volvió mierda la mano derecha.
Al machete y al plomo se sumó la candela. Los asesinos
corrían como locos alrededor de la plaza rociando con gasolina
la iglesia, el puesto de salud y muchos de los ranchos. Gritaban
cosas que yo no entendía. Parecían poseídos por el demonio .
Hacia las nueve de la mañana Íbama no era más que un cemen-
terio amenazado por una bola de fuego. Una de las tejas al rojo
ALIIll o J1¡ ·,;-ro,; v,~u: '\ <: 1 ,\ 25
~---

vivo cayó so bre el cuerp o de m.i tío Misael. Po r primera vez


el olor a carne chamuscada in vadió a Íbam a.
Mientras el pu eblo continuaba su viaje hacia el mundo de
los esco mbros, los asesinos ca rga ban hasta el cogo te las mulas
de los muertos. Así co m enzó el trasteo ha cia el mundo de la
in ce rtidumbre.
La ca ra y todo el cuerp o se m e entraparon de sudor, era como
si estuviera en el mismísimo infi erno . Y yo ahí , debajo del po-
m arroso ya sin sentir su olor fresco porqu e el o lo r de la mu erte
lo llenaba todo.
Una vez ca rga da la recua de mulas, uno de ellos se ace rcó al
po marroso. P ensé que había ll egado la ho ra de reunirm e co n
mi padre, mi h ermano y mi tío y las o tras almas de mi pu eblo. El
tipo m e agarró co n sus man os ensangrentadas y m e montó en
las ancas de la mula de un poli cía al qu e sólo le vi la espalda.
El tipo que iba aliado de n oso tro s ca rgaba una m oc hilada
de plata y la miraba con unos ojos de hambre que, de hab er po-
did o, habría acaba do con todos sus compañeros para que-
darse co n esos p esos qu e una hora antes estaban en los bolsillos
de los muertos.
Otro de los ases inos adelantó su mula. Pasó casi qu e rozando
mis pies. D estapó una botella de aguardiente y de un solo envión
se-mandó casi m edia. No sé si el Sagrado Corazó n qu e lleva-
ba a sus espaldas era para protegerse del castigo del sol decembri-
no, que ese día ya estaba bi en alto , o si era el p arte de victoria
par~ sus sup en ores.

En el cam.ino uno de esos hijueputas m e iba a matar. "Cállese


la jeta o si no lo qui ebro aquí mismito ", m e gritó . Con la mirada
me dij o todo . Mi res pu es ta fu e la misma de q ui en ya n o ti ene
qué p erd er, hace r su voluntad. Y mi último deseo era seguir
llorando.
Po r un momento pude cerrar los oj os y recorrí hasta el-,últi-
mo rincó n de nu m emoria en busca de una explicación a tanta
26 So BR EV I V I ENTES DE LA T EM I'[ STAIJ
--~

muerte . "Pudo ser por lo que m e contó mi tío Alfonso"; me


dije para mis adentros.
Un mes antes de la des trucción de Íbama , la chusma liberal
preparó una encerrona a una comisión de policías . Eso fu e en
Hato grande.
No sé cuántos policías quedaron tendidos entre el fango,
lo cierto fue que a muchos de los hombres de Íbama, entre
ellos a mi tío Alfonso, los obligaron a recoger a los muertos y
cargarlos al hombro hasta Topaipí. Eso como que fueron máS"
de 10 horas cargando mu erte en m edio de un sol que tostó
hasta la última gota de sangre de los ajusticiados.
Un madrazo de uno de los policías me hizo abrir los ojos.
Eso creo. D e ahí para allá poco es lo qu e m e acuerdo; me parece
que llegu é a Topaipí y qu e allí me dej aron libre. La verdad,
no sé, no sé, no puedo más ...
Pero si a mí m e tocó presenciar la caída de mi pueblo , a mi
primo Pedro , un chino de mi misma edad, le tocó ayudar a
recoger los cadáveres y cavar en esa plaza durante toda la
noche, hasta darl es no tan santa sepultura ...
Ha ce varios años, Pedro abandonó la cap ital y compró un peda-
zo de tierra en las afueras de La Vega, en Cundinamarca, para
tratar de alejarse de los estrados judiciales donde ha defendido a más
de un inocente y en busca de reposo para sus dolencias cardiacas.
Pero su amor por el derecho y la vida no só lo lo obligan a cump lir su
función de abogado, también se la pasa liderando campañas en
favor de los más necesitados . Hasta le dio por meterse a la política.
Sus tres hijos crecieron y sólo hasta ahora, por boca de terceros,
vinieron a saber que su padre ayudó a cavar la tu mba más grande
de Íbama , y a entender porqué siempre se les pierde el 1" de diciem-
bre para refugiarse en la iglesia .
Sentado en una de las tres mecedo ras que ocupan uno de los co-
rredo res de su casa , Pedro rompió su silencio para recordar lo que
sólo él puede conta r...
ALIHio O us To s VAIYN C IA 27
~--

Cuando el policía Díaz le avisó a mi madre Ana Jesús las


intenciones de la tropa, ella nos ordenó abandonar el pueblo
y de inmediato salió corriendo a prevenir a papá. Sin pérdida
de ti empo y aprovechando la poca oscuridad de la madrugada ,
con mis h ermanos Perej o y J osé salimos de la casa en bu sca
del camino real. En el ran cho sólo quedaron Angélica y Clara.
Éramos como tres sombras tratando de imp edir que la luz
del día acabara con nu estras cortas vidas. Sabíamos que cada paso
que nos distanciaba del pueblo era una nueva posibilidad de vivir.
Pero por poco, los metros reco rridos casi no nos alcanzan.
De algún lu ga r de la montaña alguien comenzó a disparar y
disparar. No había tiempo de preguntar si nosotros éramos el
blanco. Sin pensarlo dos veces, comenzamos a correr como
mulas desbocadas hasta emboscarnos.
Después de permanecer, no sé cuántas horas , agazapados
entre la maleza , nos fuimo s en bu sca del pico de la montaña
más cercana . Sudor, preguntas y más preguntas sin respuesta
fu e todo lo que nos acompañó durante el penoso ascenso.
¡Ojalá nunca hubiéramos llegado a la cima! ¡Qué horror!
Desde ahí comenzamos a otear la muerte. Estel?s de humo se
abrían paso hac ia al cielo, como si se tratara de una procesión
de almas.
No sé cuánto tiempo presenciamos el ascenso de la muerte.
Con mucha fe , co n mucha fe , guarda ba la esperanza de qu e a
mi padre no lo hubieran matado porque hacía escasos 15 días
la.propia policía había confiado en él.
Eso fu e un domingo. El inspector de la policía, un tipo al que
le decían El Corrompido , llegó a mediar en una jurrusca y mató
a un muchacho. Eso creó un ambiente tremendo y de no ser
porque los hombres prestantes del pueblo, como mi papá y mi
tío Esteban, lo protegieron , ese vergajo habría sido linchado.
El Corrompido fue detenido por la propia policí"a, pero
todo el mundo sabía qu e to ca ba sacarlo de Íbama porqu e de
28 SonREVIVIE N T ES DE LA TEMP E STAD

lo contrario le esperaba una muerte poco agradable . La poli-


cía decidió que lo mejor era trasladarlo a la cárcel de Y acopí
y de allí a la de La Palma.
Pero había un grave problema. No se sabía quién estaba en
capacidad de custodiarlo para que no se volara en el camino,.
o para que no lo matara la chusma o cualquier otro liberal
atravesado .
Mi papá y su cuñado Juan Carrasquilla fueron los escogidos.
Sin armas, sólo con su palabra y su reputación, fueron y lo entre-
garon a La Palma. Tanta honestidad no fue muy bien vista por
la chusma liberal. De regreso los retuvo y los demoró tres días .
Pensamos que los habían matado, pero al fin llegaron a
Íbama, rindieron el informe oficial y volvieron a trabajar con
sus mulas. Contaba mi padre que la chusma los recriminó por
no haber matado al godo . Su respuesta fue simple: "No tene-
mos vocación de matones".
El grito de un desconocido , que a lo m ejor también salió con
la complicidad de las sombras, hizo regresar mi pensamiento a la
montaña. "Ya acabaron con todo y se-fueron" , nos dijo con voz
de huérfano y siguió su camino. Comenzamos el descenso, raudos,
sin chistar palabra alguna. Cada uno sufría a su manera. Como
comadrejas nos acercamos al pueblo y de la mano de la hombría
entramos a la plaza. Eran como las cuatro y media de la tarde .
¡Qué reguero de muertos! Muertos por aquí y por allá.
Muertos tirados contra las paredes de los ranchos, muertos al
lado del pomarroso y un olor a chamusquín, un olor a muerto
que hacía pesado respirar. La plaza era un cementerio sin lápida.
Como sonámbulos recorrimos hasta el último rincón de la
plaza, como si todo fuera una pesadilla o una película de va-
queros. Ahí viví en carne propia la crueldad que puede albergar
el corazón de un ser humano. No recuerdo si lloré, creo que
sí, aunque sabía muy bien que los hombres de·esa tierra tenía-
mos prohibido llorar.
Ai.IHIO T3 l ' STO~ V ,\I.E:\CIA 29
;::;..::-- - -

Tampoco sé sí m.i cabeza no quiso funcionar o si el machete


y el plomo borraron sus hu ellas , p ero esos hombres tirados en el
suelo parecían forasteros. Prácticamente no reconocí a ninguno.
En mi ca beza sólo es taba la imagen de mi padre. Volví a
sentir que a mi viejo le habían perdonado la vida, ya que su cuerpo
no es tab a por ninguna parte . Pero esa es peranza se apa gó . En
un lado de la plaza en co ntré su cuerp o. ¡No' ¡No m e pidan qu e
atormente mi cabeza co n esa pesadilla!
Parec e que el cristo , la virge n y los sa ntos del padre Bilbao
corrieron la misma suerte de los hombres de es te pueblo. Cabe-
zas, brazos, piernas y hasta escapularios d e yeso ensangrenta-
dos descansaban al lad o d e las cab ezas, brazos y piernas de
aq uellos mundanos que nun ca le tu viero n mi edo al h o n o r.
Por un instante dejé mi ca minar d e mu erto viviente y m e
detuve a mirar lo que qu edaba de esos ranchos de un pueblo
al que la ley siempre amarró como insp ección d e Yacopí y
nunca le ha dejado co ntar su propia histori a. Ruinas y más
ruinas . H as ta la iglesia estaba en el suelo .
El qu e sí estaba intac to era el armonio del padre Bilbao. Ahí ,
en ple no ce ntro d e la plaza. C uen tan las malas lenguas que un
policía se las dio de N erón y di o ri enda suelta a su gusto musical
mientras sus amigo tes d es truí an el pu eblo .
· Comenzaba a osc urecer cuando llegaro n unas 15 p ersonas.
N o sé si se d evolviero n d e la ca ravana de viudas y hu érfanos o
si es taban emboscados .
"¿ H a visto a mi hij o?", preguntaba una muj er. "¿D ónde está
mi m amá?", gritaba un niíi.o . Cada pregunta d e esperanza tenía
una resp u esta d e muerte .
Alguie n , no sé quién, de cidió sacar la cabeza de la tragedia
y asumi ó el liderazgo para tratar de dar sepultura a los mu ertos
antes de que los chulos comenzaran a sobrevolar la plaza.
Estábamos en esas cuando de pronto comenzó a esc uchars e
en la distancia el ruido de un motor qu e se dirigía hacia nosotros.
30 S o BR EV I V I EN TE s D E L A T E M PEs T ,~D
--~

Era una avioneta del gobierno que se asomaba en la montaña


y sus intenciones no eran nada buenas.
"Tírense al suelo y háganse los muertos" , ordenó una voz.
Ahí, tirado en el suelo, oliendo el polvo de la plaza y ese bendito
olor a chamusquín que no me quería dejar en paz, pensé ql;le
venía a bombardear lo que quedaba de Íbama.
La avioneta dio dos o tres vueltas sobre la plaza y parece
que como no oteó un solo rastro de vida se alejó y se perdió
en la montaña, tal vez a reportar el parte de victoria. ~
Pero la mala suerte no paró ahí. Alguien, no sé quién carajos,
se acercó y nos dijo que a mi vieja y-a muchas otras mujeres
las habían asesinado . "Vayan al cementerio que dizque allá
están los cadáveres" .
Bajamos como locos por el camino de herradura que con-
duce al cementerio y recorrimos hasta la última tumba . Por
fortuna, el muerto más reciente ya llevaba más de un mes
bajo tierra.
"No se preocupen ml;lchachos, su mamá y sus dos hermanas
Angélica y Clara van en la caravaha de viudas y huérfanos",
nos dijo una mujer cuando regresamos a la plaza.
La oscuridad se tomó el lugar como nunca, como no lo
había hecho ni en la peor tormenta. Por ahí no cantaban ni
los grillos, ni las ranas . Sólo se escuchaban los gritos de alguien
que decidió organizarnos para comenzar a recoger los muertos .
Parecíamos almas en pena deambulando detrás del chorro de
luz que dejaba escapar cada linterna.
"Unos alumbran y los otros recogen", fue la orden. Uno
agarraba el muerto de las piernas, si las tenía, y el otro de los
brazos, si los tenía, y los colocábamos debajo del pomarrosa,
al lado del cuerpo despedazado de J uanito Carrasquilla.
Entre tanto, dos muchachos liberaron de entre las cuerdas
de púas el cuerpo del papá de Juanito Carrasquilla, eso sí,
con el respeto que merece un muerto y con el cuidado de no
Aulllo Bu sT os VALIC:N CI .~ 31
~--

dejar sus tripas atrapadas entre los alambres. Ahí mismito,


con la ayuda de un barretón y una pala, abrieron un hueco y
le dieron santa sep ultura.
Uno de los últimos cuerpos en ingresar a la montaña de
ca dáveres fu e el de papá. Lo tomé entre mis brazos y casi que
arrastrándome comencé a moverlo. Creo que mis hermanos
me ayudaron.
" Ahora, a cavar dos fosa s" , fue la nueva orden. El maldito
olor a chamusquín y a muerto cada vez era más intenso. Con
picas, barreton es y palas comenzamos a cavar. Formamos dos
círc ulos y por primera vez rompimos la tierra para enterrar la
muerte. Hasta entonces lo habíamos hecho para sembrar la
vida.
Creo que cavamos toda la noche , hasta dejar la última gota
de sudor entre esos dos hu ecos. El olor a tierra fresca y fértil
alejó un poco el olor a chamusquín y a muerte.
No sé si do rmimos. Creo que no. Lo cierto fue que muy
de mañanita, antes de que calentara, comenzamos a enterrar-
los. Entre dos agarrábamos a los muertos de piernas y brazos y
al fondo de la fosa iban a dar. Los huecos casi se llenan. Sólo
quedaron unas pocas cuartas para lanzar algunas paladas de
ti erra. Ahí sí quedaron las últimas gotas de sudor.
Como a las nueve de la mañana llegó la chusma liberal. Lo
prim.ero que hizo fue bajar la bandera azul y jurar venganza.
"Es to no se quedará así y qui en quiera vengar la memoria
de es te pueblo venga con nosotros", dijo un comandante. Y
una vez más se esc uchó la palabra de Gaitán: "Y o quisiera
que el odio y la muerte entre hermanos , cuya sangre me es
igualmente sagrada , no se sembrara en la ignorancia del pue-
blo, que hubiera coraje en el podrido país político para enfren-
tarse a sus adversarios, en vez de derramar la sangre humilde
por conducto de las autoridades", dijo con voz de V\nganza
uno de esos hombres armados hasta la coronilla.
32 SoB R EV I VIENTES DE LA TEMPESTAD

Nos dimos cuenta de que nosotros no nacimos para mat'ar


ni el hambre . Más bien pensamos en alcanzar la caravana de
viudas y huérfanos . Nos pusimos a la tarea de mirar qu é
quedaba por ahí para llevarnos. Cogimos tres bestias, que
eran de nuestra propiedad, unas pocas gallinas, que tambié~
eran nuestras, y comenzamos la búsqueda desenfrenada .
rr
El mismo día que mataron a Alvaro
Gómez, Malasuerte estaba sentado en el corredor de su rancho, en
las afueras de La Palma. No podía creer lo que decían en el viejo
radio Sanyo , su. única compañía después de que sus 12 hijos y sus
3 mujeres lo abandonaron al no aguantar un solo día más su sed
de venganz a . . .
Sentí un corrientazo ni el verraco en la pierna izquierda, en
la que me pegaron el tiro el día que masacraron a mi familia en
e se guadual. El corazón parecía que se me iba a salir del cuero
y me agarró una tembladera ni la hijuepuerca. Pensé que me
iba a morir.
.Cogí el pedazo de radio , que por cierto estaba bajito de
pilas, m e lo arrimé a la oreja y le subí unos punticos de volu-
men para salir de la duda. Es que cuando uno está cerca de la
tumba todo le falla y hasta las orejas se le tapan.
Sí . Era cierto . Habían matado al viejo Álvaro. Y yo que
siempre había pensado que el cuento de la maldición era
pura charlatanería de los sobrevivientes de la revolución .
Es más, hacía poco había soñado que el hombre se iba a
34 SoBREVIVI EN T ES DE LA TEMP ES T A D
----=....:;

morir de viejo y no a plomo como decían en la radio. Pero


no , en las noticias decían que le habían dado chumbim-
ba de la brava y que ya estaba más frío que lápida de ce-
menterio.
Con la ayuda de un bretón de café me paré y saqué del baúl
el fierro. La maldita tembladera no me quería dejar tranquilo.
Cogí el retazo de bayetilla roja y el aceite de máquina Tres en
Uno y me salí al sol a limpiar el totecito . Miré que la sombra
ya iba acercándose al palo de naranjo y me di cuenta de que ~
eran las 1Opasaditas .
La angustia·se apoderó de mí . A la cabeza se m e vino la pesa-
dilla de los huesos de mis viejos y mis hermanos que dejé
tirados en el guadual. Me dio como un escalofrío de esos que
dicen que le dan a uno cuando llega la hora de partir de este
valle de lágrimas . Eso que llaman el frío de la muerte.
La rabia me carcomía al recordar que aún no había podido
borrar al último perro que acabó a machetazos con mis viejos.
La imagen de ese desgra~iado me persigue día y noche como
si fuera el mismo demonio o un fantasma que ronda mi vida.
A veces pienso que el muy desgraciado debe tener algún pacto
con el diablo y por eso se hace inmortal.
Es flaco y bajito, tiene la mirada de asesino cruel y despia-
dado y una sonrisa burlona que . .. ¡cómo quisiera borrársela
de un solo pepazo! La tembladera no me paraba y volví a sentir
un apretón en el corazón.
Le monté una a una las balas al tote, y confieso que tuve
ganas de metérmelo a la jeta y de una vez por todas acabar
con esta terrible pesadilla. Una pesadilla que me obliga a pasar
en vela noches enteras y a sufrir en la soledad de estos cuatro
cercados de pápata y bahareque. Pero no , no fui capaz. No sé
si es cobardía o es que la viejera ya me está cogiendo .
Me dije, "Malasuerte, contrólese porque de lo contrario
se va a ir al hoyo sin cumplir con el juramento del guadual.
Au R 1o ___
13 u s T os V A LE N e 1 A ;:...::.._
35

Tenga pacien cia y fe porqu e después de que esté postrado en


una cama ya no podrá encontrar a ese p erro asesino " .
Hice caso a lo que me ac o nsejaba la cabeza. Y o creo que
fueron las almas de mis pobres viejos y mis hermanos que me
serenaron. Una vez más, con apoyo del bretón de café, me paré
y me metí de cabeza entre la alberca donde vienen a beber las
vacas. Me jarté unos cuantos sorbos de agua, casi hasta ahogar-
me, y me dejé caer patas arriba sobre el pastal.
Me llevé las manos a la cara para protegerme del sol. Claro
que protegerme es el solo cuento porque los rayos del mono
ya m e tienen achucharrado de tanto trajinar entre cafetales y
potreros y de tanto lidiar co n churrientas entre el barro. El
tote y el radio los arrimé aliado de la alberca para que no les
diera el sol.
Cerré los ojos y no quise pensar en nada más. Con el dedo
gordo de la mano izquierda recorrí la cremallera con qu e los
asesinos de mis viejos me marcaron el cachete izquierdo .
Fue un machetazo de esos que buscan apartar la pensadera
del garguero. Eso sí, si la peinilla hubiera sido un tris más
larga me tuesta el desgraciado.
La rabia se vo lvió a apoderar de mí y la tembladera era cada
vez más fu erte. Me arrodill é, tal como lo hice el día en que
estuve aliado de los huesos de mis viejos, y le pedí a Dios con
todas las fuerzas de mi alma, como lo hago todos los días de
mi puerca vida , que no me deje morir hasta que no acabe con
el último resollo de ese hijueputa , aquel desgraciado que se
me escapó un domingo de 1982.
rrr
-Señora Angélica -interrumpió
H éctor mientras regaba el cuncho de su amarga co ntra u11 rincón
de la tienda -m e es taba contando de la arrodillada que
se pegaron usted y el resto de la caravana de viudas y huér-
fanos al frente al c ementerio , aquí abajo, al lado del río
Minero. ¿Para dónde se fueron todos después d e semejan-
te susto?
-Le cuento esa parte de la historia y nos vamos a dormir,
p~rque la seíl.ora ya tiene como ganas de cerrar -respondió
Angélica.
La dueña de la tienda metió la cuchara : -tiene razón la
señora, aunque la historia está muy buena, hay que dormir.
Mañana será otro día para sufrir.
Angélica se tomó otro poco de amarcl?a y lleiJÓ su memoria a la
orilla del cementerio . ..
C':lando se escucharon los primeros disparos que pro-
venían de la plaza, toda la caravana cayó de rodillas al frente
del cem.enterio. Todos levantábamos las manos al delo y
llorábamos como niños abandonados.
38
------,
SoBREVIVIE N T ES DE LA T E MPE STAD

"Vámonos, porque de lo contrario ese capitán Bohórq~ez


es capaz de venir y matarnos, y el cementerio está muy cerca
como para estarnos quietos", gritó una mujer que dizque vivía
por ahí al lado del pozo El Muche. Tal vez esa pobre infeliz era
la única que no tenía a quién llorar.
N os fuimos levantando uno a uno . N os limpiamos el barro
de las rodillas y nos aproximamos a la orilla del río Minero.
Ahí fue cuando a mi abuelita Ana Félix Montes le dio una
fatiga terrible.
Ella iba agarrada del brazo de dos mujeres que cargaban
con sus 90 años . De un momento a otro se desplomó. Pensé
que la viejita se nos iba a morir. Parecía que su dolor no era
del cuerpo sino del alma.
"¡Esos desgraciados mataron a mi hijo Misael! . . . ¡Mataron
a mi hijo Misael! ¿Por qué Dios mío? ¿Por qué?", repetía una
y mil veces, mientras la respiración amenazaba dejarla tirada
al lado del cementerio .
El lamento de las otras.viudas se regó como pólvora. Todas
decían lo mismo aunque de sus labios salían nombres diferentes.
Esos lamentos se iban a estrellar contra el alto de Paraditas.
Y a no eran muchas las lágrimas que me quedaban para llorar
a mi padre y sólo atinaba a preguntar una y otra vez: "¿Por qué
mataron a mi viejo?"
Sentí un escalofrío terrible al recordar que mi mamita estaba
casi al frente mío, en una de esas tumbas. Quise cruzar la cerca
de alambre que divide al cementerio del camino para ir a pre-
guntarle por qué me había quedado tan sola en el mundo.
Quería preguntarle qué había hecho mal para merecerme esa
suerte, quería pedirle que me llevara con ella, que no me dejara
sufrir más. Pero no. No fui capaz.
Ahí me acordé de la poesía que me había compuesto mi tío
Esteban para una presentación del Día de la Madre: "Se va
alejando el ataúd donde llevan a mi madre y así como me quedé
A 1. 1 H 1o B 1 s To s V A 1. E!\ e 1 A 39
~---

sollozando m aña na tambi én iré a aco m pa iia rl a .. . O h ma dre


de mi vida ... yo q uiero acompaña rte allá en aqu el retiro para
do nnir co nti go el sueñ o p osi tivo de los mu ertos" .
Las dos m uj eres llevaro n rapidito a mi abu elita a la o rilla
del río y le echaro n a la boca varias m ano tadas de agua. Aunque
co n dos sorbos se calmó un poco, ella seguí a repitiendo en voz
baja "¡Dios mí o!, ¿p o r qu é m ataro n a mi hij o 1 "
N o habían terminado de atend erla cuando un nu evo mar
de lam entos y gri tos y m ás plom o , prove ni entes de la plaza
del pueblo, nos sacó co rri endo.
Las dos muje res co m enzaro n a atravesar el rí o lleva ndo
carga da a mi ab u ela. Las demás cogiero n a sus hij os y los pa-
sa ro n a la o tra orilla. "¿Y a m í qui én m e pasa rá, si yo no tengo
m:mlá '~" , me pregunt é. Mi mad ras tra Ana j es ús m e alzó y al
otro lado fui a dar co n m.i h erma na C lara. El agua tibia acari ció
m is pies desca lzos.
Yo sólo miraba la cuesta qu e nos esperaba. Esa loma de Para-
di tas ú nicam en te la subí an las mulas y eso p orqu e los arri eros
las cogían a rejo . N o había nada qu é hacer. El ascenso com enzó.
Com o el camino era mu y angosto , unos ech aro n detrás de
otros. Eso se armó una fil a larga, muy larga. Parecíam os ho rmi-
gas arrieras, pero sin carga. La cues ta cada vez era m ás empinada
y el sol n os castigaba con mu cha m ás fu erza.
Ya no p odí a y aún faltaba m ás de m edia m o ntaña. Sentía
que las piernas no m e iban a aguantar y qu ería qu e algui en
hiciera la misma carid ad qu e estaban haciend o con mi abu ela .
Pero nu eva m ente m e aco rdé qu e había q u edado sola en el
mundo.
La ca ra se me lavó en su do r. M e pasaba la lengua po r los
lab ios tratando de ca lmar esa sed de m artiri o. Incluso tuve la
intei1ción de devolve rme has ta el rí o p o r dos m ano taditas de
agua, pe ro me dio miedo po rqu e por allá en el p ueblos¿ esc u-
cha ban m ás lame ntos y m ás tiros.
40 SoBHE\'IVIE N TE S tH: L,\ TEMI'E ST ,\ D
--~

Fue entonces cuando les pedí a las almas de mi madre y de


mi viejo que me ayudaran. Y o creo que los otros niños también
pidieron lo mismo. En eso , como si se tratara de un milagro,
la caravana paró en una curvita del camino.
Me senté al lado de un barranco , cerca de un potrero . D esde
ahí veía la humareda que salía del pueblo. Eran varias estelas
de humo que se unían en ese cielo azul. Ya no se escuchab an
lamentos, no sé si era porque ya estábamos muy lejos o porque
el pueblo ya había muerto.
La sed me obligó a buscar un pedazo de caña . Gracias a
Dios una muj"ercita me pasó uno pequeño. Pero cuando le
pegué el primer mordisco, miré lo que faltaba de cuesta y
preferí guardar la mitad.
No quería seguir caminando, pero una muj er dijo que por
ahí abajo venía alguien y que lo mejor era no esperar a saber
de quién diablos se trataba . Era mi tío Esteban Valencia.
Venía con la cabeza y la cara ensangrentadas.
No hubo tiempo de hacerle curación . Tampoco había con
qué. La procesión siguió. Ya no era mucho el llanto, por ahí
de vez en cuando una mujer comenzaba a gritar que por qué
mataron a fulano o a zutano.
Las piernas me dolían y los pies ya se me estaban pelando.
Después de yo no sé cuántas horas, por fin vi el pico de Paraditas.
Poniéndome las manos sobre las rodillas alcancé a dar los últimos
pasos. Y o creo que ese alto lo subí de la mano de mi padre .
Allá al fondo, en la cordillera , se veía la fila de mulas y po-
licías. Uno detrás de otro. Como hormigas arri eras cargando
con el pasado de un pueblo.
"Allá va la recua de asesinos rumbo al infierno -dijo una
viuda- . Que hoy quede escrito -sentenció-, que el hijo
del Hombre Tempestad no podrá tener una muerte digna,
porque es ley divina que al que a hierro mata a hierro también
tiene que morir. Y es más , en su propio cajón no tendrá paz".
A 1. 11 !10 n vnos VALE NC I A 41
~---

-Perdone que la interrumpa, se ñora Angélica -dijo


H éctor-pero fue que por aquí llegó un chisme que decía que
el cajón del vi ejo Álvaro no aguantó . Qu e comenzó a ceder y
que hasta hubo necesidad de cambiarl o.
-No sé, yo también esc uché el rumor en Bogotá, pero no
sé si eso fue cierto o es charlatanería -respo ndió Angélica.
-Bueno, pero cuénteme , ¿qué hicieron esa tarde después
de llegar allá arriba al alto de Paraditas?
-Allí paramos un rato y minutos más tarde vo lvimos a
coger camino hasta llegar a una enramada que era de don Pacho
Camelo. Él y su familia abandonaron el pueblo cuando
vieron que la situación ya se estaba poni endo medio fea.
Las señoras se apoderaron de la enramada y se repartieron
el trabajo . Unas prendieron la hoguera , otras cogieron unas
gallinas que estaban por ahí revo loteando, otras tumbaron
racimos de plátano y otras, con la ay uda de los chinos, bus-
caro n más leña para atizar el fogón .
M e senté aliado de un reguero d e ba gazo seco. Parecía
un animalito por ahí solita. Otra vez se m e vino a la cabeza la
imagen de mi viejo. M e aco rdé de la noche que lo vi como
cavando un tún el detrás de la cá rcel. Eso fue días antes de que
.flUemaran el pueblo .
Esa noche yo salí de la cocina y me fui para el patio a hacer
mi última nec esidad. Ya qu e la cárcel quedaba ahí pegada a la
casa de nosotros, vi que papá estaba como acostado aliado del
muro de la prisión.
Taladraba y taladraba e intentaba saca r unos ladrillos. Yo
m e dije "¿papá qué hará ahP " Fui a mirar y, claro , es taba
haciendo un hueco, un tún el.
AJ día sigui ente se armó la algarabía porque en la madrugada
se habían volado todos los presos qu e la policía hab.ía aga-
rrado en los úl timos días . Como qu e varios de ellos .e ran jefes
de la chusma lib eral.
42 SoBR E VI V I EN T E s DE LA TEMPE ST A D
-----=-=.

Creo que a papá lo detuvieron. Sospechaban que él podía


estar detrás de todo, pero nunca le pudieron probar nada.
Otros lo acusaban dizque de ir a La Palma a cargar de mercado
la recua de mulas y de repartírselo por el camino a los chus-
meros, pero nunca hubo quién lo señalara en voz alta.
"Angélica, venga a comer", gritó Ana Jesús desde adentro
de la enramada de don Pacho Camelo . Eran como las siete
de la noche . No nos dejaron comer en paz el fiambrecito .,..
Alguien recordó que en las noches llegaban a los ranchos de
donde salía humo, trancaban las puertas por fuera y les metían
candela con la gente adentro.
Sin p ensarlo dos veces, una de las viudas le mandó una
ollada de agua a la hoguera y acabó con el último calor del
día. Después de medio comer alguito, nos pusimos a rezar
por el alma de los inocentes que murieron. Unas mujeres
guardaban la esperanza de que su esposo o sus hijos hubieran
podido escapar del machete y el plomo de la plaza.
La que más rogaba por la vida d~ sus hijos era Ana Jesús. Se
la pasaba preguntando por sus hijos José , Pedro y Perejo . No
tenía ni la menor idea de que los muchachos estaban cavando
las fosas en plena plaza .
Una vez terminadas las oraciones cada quien cogió a
dormir al monte, en los alrededores de la enramada. Era mi
primera noche allí , alejada de mi cama, de mis cobijas, de un
techo que nunca me había faltado desde el día en que nací.
Busqué unas hojas de plátano secas y encontré refugio
debajo de un árbol, desde donde ya no se alcanzaba a ver ni la
palmicha de la enramada. Quedé acomodada entre dos raíces
gruesas que brotaban de la tierra .
¡Qué árbol tan grande y misterioso! Parecía una enramada
gigantesca . Allá, muy pero muy arriba, sus pequeñas hojas se
conjugaban con la luz de las estrellas para dar origen a figuras
misteriosas.
ALIRIO B US TO S VALENCIA 43
~---u

Se veían cabezas de duendes y de humanos, siluetas de galli-


nas, perros, leones y panteras y hasta vi la cara de una princesa
indígena, como la que había pintado la profesora Andrea en la
escuela.
·Me acordé de la historia de la princesa Íbama, la hija del ca-
cique !toco y hermana de la princesa Quípama. Contaba la pro-
fesora que Íbama fue arrestada y torturada por los españoles al
mando del capitán Luis Lanchero, para que revelara dónde estaban
escondidas las esmeraldas de su tribu y que como ella no quiso
confesar el secreto la asesinaron en las aguas de la quebrada
Batán, la que baña al pueblo por el otro lado del río Minero .
Pero su muerte no fue en vano . Allí se cumplió su última
profecía: "Estas aguas se convertirán en fuente milagrosa" .
Tan cierto resultó que a la orilla de ese chorro de agua llegó
en muletas el capitán Valdés Tavera y regresó caminando por
sus propios medios . Desde entonces, todo el que tiene proble-
mas con el reumatismo y dolores en las coyunturas llega a
sumergirse en las aguas de la sanación.
Dicen que desde la muerte de la princesa, la creciente de la
quebrada es muy dura, se .transforma en un río pot~nte y cauda-
loso, a pesar de que nace aquí arriba en Caraucha y es apenas
un pequeño hilo de agua . Por eso cuando pasa por el lugar
aonde asesinaron a Íbama se enfurece. Es la furia de las aguas
que los indios veneraban como dioses supremos.
A su hermana Quípama la arrastraron y la mataron en el
alto de Caraucha y a su padre también lo torturaron y lo asesi-
naron por no revelar sus secretos. Se supone que los tesoros
están entre las cuevas guaquimayeras de Cubache y Muzo.
Saber que hasta la presente no ha habido quién pueda entrar
a esas cuevas. Ni siquiera una comisión topográfica que venga
a mi"rarlas . . . Lo más que se puede entrar es a 120 metros de
profundidad, porque adelante se termina el oxígeno, S,e apa-
gan las lámparas y se acaba todo.
44 So uHE VIV I ENTEs lJE LA TI:~IPE S T ..I D
--~

Para entrar allá es necesario amarrarse con una cuerda por-


que de lo contrario se pierde en todos esos túneles que más
bien parecen un laberinto . Adentro hay una sala con asientos
de piedra. Se supone que allí los indios se reunían a planear las
rutas para transportar las esmeraldas y a decidir si las iban. a
cambiar por sal o por otros alimentos .
El chillido de uno de esos animales de la noche borró mis
recuerdos sobre la pobre princesa Íbama y lo único que hice
fue taparme la ~ara con las hojas de plátano . Quería volver a"'
escuchar la voz de mi madre .
No podía conciliar el sueño. Vol.ví a mirar hacia arriba,
pero esta vez no m e detuve en las figuras de las hojas del árbol
y dejé que mis pensamientos llegaran hasta las mismas estrellas.
Por cierto, sólo vi una , tan sola en ese firmamento azul como
yo estaba en esta tierra.
Siempre me habían dicho qu e mi madre es taba en una
de ellas. Que allá todo era felicidad, que allá nadie sufría . Por
eso, volví a pedirle en silencio que m e llevara con ella . Una
vez más el llanto se apoderó de mí al no poder acordarme
de su rostro . Sólo me decían que ella había muerto cuando
yo iba a tener un hermanito, pero nunca sup e cómo era su
cara.
Era tanta mi soledad al creer que mi mamá no me podía res-
ponder porque estaba tan lejos, que le pedí al Ángel de la
Guarda que le dijera a Dios qu e m e llevara para la misma
estrella donde estaba mi madre. Lo hice con otra poesía que
había escrito mi tío Esteban para que yo la declamara en la
escuela: "Reina universal: tú que soportaste el martirio de tu
hijo, ten piedad de esta triste alma, que hoy solitaria en este
mundo traidor, huérfana, triste y abatida, llena de congoja
busca el descanso en tus brazos madre mía".
N un ca me escuchó. Volví a taparme la cabeza con las hojas
de plátano y la puse contra una de las dos raíces . De ahí en
ALifli O B US T OS VALE NC IA 45 __
,.::..::___

adelante no supe qué paso. Creo que mi madre me arrulló y


por fin pude conciliar el sueño .
Muy de mañana las señoras se levantaron y regresaron a la
enrámada a prender candela. Unas se fueron a buscar más
leña, otras a cortar plátanos y las demás a coger gallinas. A las
seis de la mañana ya todo el mundo estaba desayunado y de
inmediato regresamos al monte .
Así comenzó mi primer día allí. Alejada de mi papá , de mis
hermanos, de la escuela y también de los castigos de la profe-
sora Andrea, que me amarraba la mano izquierda atrás para
impedir que escribiera con ella, que me arrodillaba sobre
granos de maíz para castigarme, o que me paraba al rayo del
sol y me obligaba a abrir ros brazos y a sostener un ladrillo en
cada mano .
Con los otros niños nos internamos en el monte a coger
bejucos de sarve . Con esos bejucos hicimos ruedas, las ama-
rramos con otros más delgados y jugamos a la hula hula.
También jugamos a saltar la cuerda.
"Niños, vengan a almorzar", gritó una de las viudas y hasta
ahí llegó el juego . Cor·~imos trozos de plátano y yuca y hasta
carne de marrano. Luego regresamos al monte a seguir jugando
con los bejucos de sarve .
Pero llegó la noche y con ella los amargos recuerdos. Otra
vez busqué la misma cama. Eran como las siete. Estaban termi-
nando de servir la comida. Ana Jesús seguía llorando por sus
hijos y una de las señoras le dijo que no se atormentara más
porque de lo contrario iba a perder la criatura que crecía en
su vientre.
En eso se escuchó que por ahí venía alguien. Todos nos
estuvimos calladitos y escondidos . Hasta apagaron la can-
dela. Pensamos que eran los policías que se habían devuelto
por nosotros. Entre las sombras Ana Jesús recono~ió a sus
hijos. Eran mis hermanos José, Pedro y Perejo.
46 SonREVIVIENTES D E LA TEMPESTAD
---=:.::.

Volví a mi cama y esa noche fue peor. Esa noche sí cantó el


morrocoy. No era para menos, al día siguiente nos esperaba
un camino tapizado de muerte . . .
Angélica y Héctor se tomaron el último cuncho de sus amargas
y se fueron a dormir. Héctor a su solitario rancho, que quedaba ba-:-
jando para el pozo de El Muche, y la forastera a la casa de Pepe
Valencia, su primo.
f\1

E se domingo de 1982, Malasuer-


te estaba en la Pla za de la Panela de La Palma cuando vio
al hombre qu e había perseguido durant e más de treinta años,
el último asesino de su familia que aún no ha podido ajusticiar,
la razó n de su existir .. .
En esa época yo vivía para el lado del abismo de Los
Tiestos, allá donde la tropa decía qu e había que botar todo
lo qu e no servía. En ese abismo descansan centenares de
- hombres, mujeres y niños qu e fu eron asesinados en la
revolución .
Ese dí a decidí bajar al pueblo a comprar un parecito de
cotizas. La suela de las que tenía puestas ya estaba muy lisa
y en cualquier momento m e po día ir de culo entre un
barrial. Además, cuando están muy viejas dejan pasar los
garron es y un chuzonazo de esos a estas horas de la vida
lo puede m andar a uno a la cama por unas buenas semanas .
·Para no ten er qu e verle la cara a tanta plaga, preferí
ec har pata . Veinte minutos despu és ,entré a la ü~ nd a de
Eleuterio Rico , al frente d e la plaza. Compré las cotizas
48 S o BR E VIVI ENTE S D E LA T E MPE ST A D
----':..:.

y dejé a guardar la mochila para evitar problemas con· la


ley.
Salí y me senté en uno de los bultos de panela a esperar
a mi compadre, que me había dado su palabra de que a las
11 en punto nos topábamos para pagarme unos pesos y luego
tr a rrusa .
Estaba sonando como por cuarta o quinta vez el reloj
de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción cuando
comenzó el tercer repique de las campanas. En esas apareció
mi compadre y me dio el saludo de siempre, una palmada
en la espalda. ·
-¿Me trajo los centavitos? -le pregunté.
-Eso ni se pregunta, compadre -respondió. En seguida
me preguntó: -¿Cuándo ha visto que un hombre de esta
tierra no cumpla su palabra?
Preferí callar.
Comenzamos a subir la media cuadra qu e separa la
plaza de la iglesia . En el atrio esperamos que entrara todo
el mundo. Era una rome~ía de vieJas beatas con camándu-
la en mano y tapadas con pañoletas. Unas parecían brujas,
otras, santas.
En cambio, los viejos, casi todos, se arrimaban como
temerosos. Debe ser que se acordaban de lo que decían que
hacía el padre Rumaldo en tiempos de la revolución .
"Ese curita -me contaba mi compadre- convirtió el
púlpito en un verdadero matadero" .
Decía que al reino de los cielos sólo entraban los conser-
vadores y que las puertas del infierno permanecían abiertas
a la espera de más cachiporras. "¿Cuándo han visto que el
cielo sea rojo?", preguntaba a los cristianos.
Dizque invitaba a sus feligreses a confesarse y, así no lo
hiciera, los parroquianos hacían cola hasta caer de rodillas
frente al confesionario. "Hijo, ¿eres liberal o conservador?" ,
Au 1!1 o 13 u s To s V AL ENe 1 A 49
~--____)

era la primera pregunta del curita al ingenuo creyente. Si


era liberal , inmediatamente le preguntaba el nombre y el
lugar donde vivía.
No terminaba de confesar cuando ya estaba cogiendo la
calle para llevar al cuartel la lista de cachiporras , que luego
eran sacados de sus ranchos y aniquilados como perros en
presencia de ese apóstol de Dios. Muchos de los que se atre-
vie ron a confesarse fueron a dar a Los Ti estos.
" Ahora sí entremos que ya entró todo el mundo", m e
dijo mí compadre. Ahí sí nos metimos a misa, como siem-
pre lo hicimos durante más de 1O años, hasta qu e el viejo
se murió.
Nos sentam os en la última banca de la iglesia y cuando
el cura por fin dijo " podéis ir en paz", salimos rapidito
para no tener que verle la cara a tanto pueblo. La verdad
es que yo no iba tanto por esc uchar al c ura , sino por
recordarle a mi Dios que no se olvidara de mi encarguito .
En el atrio me despedí de mi compadre y me devolví a
reclamar la mochila . C uando iba como en la mitad de la
plaza vi una cara que me era conocida . Me subi a un bulto
de panela, para poderlo ver por encima de las cabezas de
la muchedumbre. Lo miré fijamente. Le quité unas cuantas
a·rrugas y unas cuantas canas y de inmediato me di cuenta
de que era el desgraciado que había visto en el guadual lan-
zando machete a diestra y siniestra.
Volví a mirarlo, esta vez de pies a cabeza. Tenía unas
botas de caucho, un pan talón de terlenka azul, una camisa
gris y la misma cara de asesi no qu e sólo la mu erte podrá
borrar de mi mente.
M e dio un hormigu eo en todo el cuerpo. La pesadilla
del g~ad ual invadió mi cabeza y sentí que el corazón rebo-
saba de odio . Me bajé del bulto de panela y corrí , a la .velo-
cidad qu e permite un maldito bastón, a buscar mí mochila.
50
--....::....:.,
SoBREVIVIENTE S DE LA TEMPESTAD

Qué desespero . Por atender a una puta vieja que estaba


comprando unas libras de maíz amarillo casi no me devuel-
ven la mochila. Alegaba qu e le faltaban dos onzas, que eso
estaba muy caro, que no le iba a alcanzar la plata. Luego
sacó de entre las tetas un pañuelo amarillento lleno de
nudos y comenzó a desdoblar un billete viejo . Y yo ahí,
esperando mi mochila.
Al fin , después de una eternidad, m e colgué la mochila
al hombro. Casi se la rapo al chino que me la alcanzó ....
Metí mi mano derecha y apreté con fuerza el fierro, mi
eterno compañero , junto con mi ratlio Sanyo .
Salí apresurado a cumplir el juramento del guadual,
pero mis ojos no volvieron a ver al asesino-. La tristeza y la
frustración se apoderaron de mí . Miré para todos lados y
no encontré sino caras desconocidas y un cielo encapotado,
pero nada más. Fue como si a ese infeliz se lo hubiera tra-
gado la tierra.
Desconsolado, me senté en las escaleras de la plaza y me
tomé la cara a dos manos. ¡Qué vergüenza con mis viejos!,
no había sido capaz de aprovechar esa oportunidad que me
había brindado la vida.
Las primeras gotas de lluvia comenzaron a golpear mi
espalda y luego lo hizo una mano de campesino raso. Pensé
que mi compadre se había devu elto . "Señor -me dijo el
forastero- el hombre que usted busca se montó en el bus de
12, el que salió para Y acopí . Es mejor que no se meta con
ese tipo, porque sus hijos trabajan para El Mexicano" .
Precisamente, por esos tiempos el nombre de Gonzalo
Rodríguez Gacha comenzó a crecer como la yerba mala.
Ese señor, que por fortuna de Dios ya está en el último
rincón del infierno, quería tener su propio país y por eso
se puso a crear grupos de matones entrenados por merce-
narios llegados de Inglaterra y de Israel. Esos tipos raros,
AuHIO B us To s VALENCIA 51
~---

casi todos monos y de ojos azules, se paseaban por todas estas


tierras enseñando a un poco de indios atravesados cómo
se debía matar.
Esa gente sembró el terror en toda la provincia , en es-
pecial en Yacopí. Se consideraban dios es que podían dictar
las leyes que se les antojaban , desterraban a quien se les daba
la gana, vacunaban al que tuviera un animal o un pedazo
de tierra y, al que no le gustaba, lo obligaban a abandonar
su parcela o simplemente lo desaparecían.
La aparición de cuerpos torturados y descuartizados se vol-
vió el pan de cada día . En cualquier cañada o barranco apa-
recían los restos de aquellos que no comulgaron con el crimen
o que quisieron enfrentarse al poder del amo y señor de la re-
gión. Hasta las quebradas bajaban llevando el olor a muerte.
Los peores eran esos asesinos que llamaban Los Pájaros.
Esos desalmados arrancaron su campaña intimidadora ju-
gando con la vida de los ancianos. Los mutilaban y los
tiraban al primer abismo que encontraban. Después se en-
frentaron a los jornaleros jóvenes y se apoderaron de sus
tierras, su ganado, sus cultivos y sus viviendas..
Pero como si se tratara de la tropa asesina que acabó
co n estos pu eblos en tiempos de la revolución, los muy
~criminales también hicieron de las suyas con las infelices
mujeres. Viudas, campesinas de otros hombres y hasta
señoritas qu e apenas comenzaban a vivir fueron ultrajadas
y ·obligadas a criar su deshonra .
Recuerdo que con sólo escuchar los alias de Buenasuer-
te, Pollonegro, El Tigre , Canas o El Águila era suficiente
para salir corriendo a impedir que el rancho de uno se vol-
viera a vestir de luto . Hubo un tiempo en que los infelices
se calmaron, pero en diciembre del 89, días después de
que mataron a El Mexicano, se alborotaron y cada·.uno se
se ntía el sucesor del muerto.
52 SoBREVIVIENTE s DE LA TEMPE ST A D
--~

Como en rapiña, llegaron a apoderarse de Llanomateo,


Chirripay, Guadualones, Guayabales, Los Naranjales,
T eherán y Patevaca. Y como Alsacia y Cañas Bravas estaban
patrulladas por los guerrilleros de las FARC, entonces
hicieron un pacto y empezaron a darse plomo con los
guerrillas. Claro está que esa fue la mejor manera de que
algunos no pagaran cuentas o se quedaran con la tierra del
vecino. Iban a los campamentos de los matones y decían
que fulano era guerrillero o auxiliador de esa gente. N i"'"
cortos ni perezosos, Los Pájaros volaban y acababan hasta
con el nido de la perra.
De esas macabras muertes la más famosa fue la de don
Pioquinto Cruz, uno de esos viejos que mientras vivió no
se la dejó montar de cristiano alguno. Ese no les comió
cuento y cada vez que quisieron extorsionarlo los corrió a
plomo. Pero para la desgracia de Yacopí y de toda esta
tierra, Pioquinto sólo había uno, el resto no éramos más
que una partida de co(>ardes que nos asustábamos con el
aleteo de una gallina.
Todo el mundo supo que el tal Buenasuerte destrozó al
pobre viejo. Dicen los que vieron, que la cabeza, las piernas
y las manos las encontraron en sitios distintos y, el tronco,
al pie de un árbol.
"Y a matamos a un hijueputa y vamos a seguir por lo
mismo", dizque gritó borracho Absalón Samudio, así se
llama o se llamaba Buenasuerte, cuando se enteró que
unas cuantas almas agradecidas se volaron hasta Y acopí para
asistir al entierro del viejo Pioquinto. Y como el asesino
era de palabra, el Miércoles Santo de 1992 cumplió su
amenaza.
Buenasuerte y sus hombres sorprendieron a los her-
manos Jairo y Nibardo Fabio Bustos Rueda en una
vivienda en las afueras de Yacopí . El matón encañonó a
A l. llll o 13 U STOS V A LlNCI A 53
;=---

los dos muchachos y les preguntó por un tal José. Ninguno


respondió . Ante el silencio reinante, dirigió su pistola ha-
cia la cabeza de Nibardo y le dijo: " A usted no lo mato,
porque usted no es sapo". D e inmediato , como una hiena
asesina , volvió su pistola contra la humanidad de Jairo y le
vació siete tiros. " A qui en avise de esto, lo mato " , advirtió
Buenasuerte y se fue.
El muerto no era más qu e un mu chacho que ante la jo-
dencia de Los Pájaros un día cogió a su mujer, a su hijo y
sus dos trapos y arrancó para la capital en busca de refugio.
Por allá , después de aguantar hasta hambre y frío en las
calles, logró un puestico en un asadero de pollos donde se
ganaba el mínimo . Pero co mo la ti erra tira , el pobre infeliz
bajó para las fi es tas de la Semana Santa y se topó con la
muerte.
Pero lo peo r del cuen to fue que su h ermano Nibardo
no esc uchó la advertencia y denunció el crimen . Cuatro
meses después Pollonegro, h ermano de Buenasuerte, llegó
hasta la pu erta del ran c h o del p o bre camp es ino y en
frente de sus hijos, de ~res y siete años, le desc;argó has ta el
último tiro de una pistola.
Casi que de la misma manera fu eron acribillados don
Manuel Real , don Rigob erto Cruz, don Norberto Rueda
Tova r, don H ersaín Sánchez, don Numael Olivares Ro-
drígu ez y el viejo Rodrigo Roa, un campesino que ya no
se. podía ni m over.
Al viejo R oa lo ahorcaron, lo despresaron como a un
pollo y lu ego le metieron candela a lo qu e qu edó . Le ro-
baron 35 mil pesos , 16 piscos, dos marranas, cinco gallinas
grandes, seis pollos pequ eños, un trapi che, un revólver
38 , dos sillas y dos pailas.
Fue tanta la mortandad que familias enteras aD,ando-
naro n esa ti erra con lo qu e llevaban encima. Parecía que
54 SoBHEV I V I EN TE S DE I.A TEMPE ST AD
--~

hubiera estallado otra vez la revolu ció n . Pero lo más cruel


era que apenas daban la espalda, Buenasuerte y sus sec uaces
ocupaban sus tierras, sus cultivos de café, yuca y plátano,
sus ranchos y hasta sus mu ertos, porque muchas veces no
avisaban en qué fo sa los enterraban.
Como esto ya parecía un cementerio, recuerdo que en
los primeros meses de 1993 llegó de la capital un reguero
de autoridades a buscar a los maton es. Nunca antes se
4

vieron tantos camperos en la plaza de Y acopí. Dicen que


hasta las mujeres se as ustaron de ver los helicópteros de la
policía. La antoridad trajo mapas, fotografias de matones,
retratos hablados. Les fue tan bien que lograron cargar como
con cinco de los duros.
Con el tiempo , y estamos hablando de 1997, a muchos
de esos matones les dio por jalarle al negocio de la coca. Ahí,
en plenas montañas de Y acopí , se enfrentaron a tiros con
la autoridad cuando les desc ubrieron varios labo ratorios.
Y es que la sangre corre desde qu e estalló la revolución.
A p esar de que estos pueblos quedaron marcados por la
guerra de los Mil Días , el respeto por los ni ños, los viejos
y las muj eres no había desaparecido . Las buenas costumbres,
la religiosidad y los buenos modales hacían parte de la vida.
Pero vino el gobierno, nos bombardeó y convirtió a la tierra
prometida en un nuevo infierno.
Por eso, no es gra tuito que de esta tierra haya salido
Jaime Ru eda Rocha , el asesino del cartel de M edellín que
participó en la mu erte del doctor Luis Carlos Galán. El tal
Rueda estuvo en la guerrilla y despu és se les torció para
volverse cabecilla de Los N egritos, o tra banda de m aton es
que sembró el terror en Y acopí. Era hombre de confianza
de El M exicano y fue entrenado para la guerra por los mer-
cenarios de ojos azules. Menos mal que la autoridad lo
mató despu és de fugarse de la cárcel.
A l. 1 H 1o nu S T ()S V A L 1' N e 1 A 55
~--

Tampoco es gra tuito qu e por aq uí nacieran William In-


fante y su combo, los qu e asesinaron al presidente de la
Un ión Patriótica J aime Pardo Leal. Gracias a Dios voló en
pedazos cuando armaba una bomba en La Picota. Ese era
otro de los pistoleros de confianza de El M exicano ...
Ante la advertencia qu e el fora stero me hacía sobre la
amistad de los hijos del matón de mi fam ilia co n El M exi-
cano no chisté palabra. Abandoné la Plaza de la Panela ,
pasé por el atrio de la iglesia y quise entrar a rep rocharle a
Dios, pero no, preferí tomar la trocha al rancho . Fu ero n
cinco o seis kilómetros de reproches y rabia. Y a en el ran-
cho, me quité los trapos, q ue estaban de to rcer, y me dejé
caer sobre el junco. Dormí durante varias ho ras, co mo
protegido por el alma de mis viejos .
Como a las siete de la noch e desp erté, prendí un m ec h o
y le metí unos chamizos al fogón . Aguacafé cali ente, dos
arepas y a segu ir durmiendo.
"Otro día será", me dije con palabras de resignación. Y
me repetí como tres veces: " Hoy corrió con suerte el desgra-
ciado, pero llegará el día en que lo tienda , tal como lo hice
con uno de sus co mpinch es en en ero de 1955 ".
\1

Muy de mañana, H éctor y Angélica


se volvieron a ver, ya no en la tienda sino en el andén del viejo
cuartel de la policía, donde el eswdo de esa institución pintado en
una de las paredes internas permanece wb ierto por las carteleras
de los sesenta es tudiantes de ba chillerato del colegio Ge rardo
Bilbao . . .
- Sí. Es cierto señora Angélica. En el cuartel funciona un
colegio -dUo Héctor wando a la forast era casi se le desorbitan
~1os ojos de ver el wartellleno de pupitres y estudiantes- . Es más,
con decirle que los estudi antes van a jugar entre las trin-
ch eras abi ertas por la tropa aquí arriba, en la Loma del Cura.
Volvamos con la charla . Anoche cuando iba para el rancho
n1e puse a pensar en todo lo qu e m e contó y le aseguro que
si no fu era porque qu e soy hombre y porqu e también
comí de la bu ena en la revolu ción, m e h abría pu es to a llorar
-agregó.
- ·- ¿ Qu e quiere qu e le cuente? -preguntó Angélica.
-Pues lo que falta, y como sé qu e m e va a preguntar qué
es lo que falta, pues comience por el cuento ese de qu e
58 SoB RE VIVIE N T ES D E LA T E MP ES TAD
--~

pasaron por encima de un poco de cadáveres -respondió


Héctor.
-Ese miércoles -recordó la forastera- muy de mañana
abandonamos la enramada y cogimos el camino de herradura
hacia Naranjal. Lástima, toco irnos porque por ahí ya andaban
con el cuento de que la tropa venía quemando ranchos y
asesinando a los pocos sobrevivientes.
Contaban que en plena plaza de Y acopí habían colgado a ..
un hombrecito por pura diversión y que después le metieron
candela vivo para ver cómo ardía la carne.
También llegó el cuento de que· otro capitán tenía la
costumbre de acostar a los prisioneros en fila y, montado en
su caballo, pisoteados hasta desfondados . Dizque muchos
de sus subalternos, al contemplar el horríble espectáculo, se
revolcaban de la risa.
Lo cierto fue que no habíamos recorrido una hora de
camino cuando nos encontramos con algo que mis ojos
nunca antes habían visto, Era espeluznante. Parecía una pe-
sadilla sacada del propio infierno. -
Confieso que en mi vida había pasado muchos sustos y
había llorado de físico miedo, como lo hice el día en que
mataron a mi padre o la primera noche en que me tocó
dormir en el monte, pero jamás, jamás había sentido tanto
temor y tanto pánico como esa mañana .
Eso fue ahí, en pleno Naranjal. Nos aprestábamos a coger
la bajada de un caminito angosto que queda entre dos lomas .
Es como una hondonada. Uno baja, coge un pequeño planito
y luego vuelve y sube .
Lo primero que vimos en la entrada del camino fue a varios
muertos tirados entre el barro. Otros estaban recostados
sobre el musgo y la maleza de los barrancos. Cas·i todos vestidos
con uniformes de policía. Encima de ellos y a los lados había
gallos finos, gallinas, caballos, mulas y perros que ya olían a
ALIRIO B us T o s VALEN C IA 59 ___
;::..:___

podredumbre. Entre el barro también se veían sellos, pape-


les, máquinas de escribir, libros, lápices , esferos, borradores
y hasta sacapuntas.
No podíamos salir del asombro . Creo que todos quedamos
inmóviles, mirando hacia abajo con unos ojos más grandes que
los de un caballo. Unos y otros nos echábamos la bendición y
las viudas rezaban en voz baja, como cuando uno las veía en
el cementerio donde enterraron a mi mamá.
No sé cuánto ti empo nos quedamos quietos, como si nos
hubieran clavado con estacas a la misma tierra . Sólo nos
pasábam.os las manos por la cara para limpiarnos el sudor y
seguíamos mirando ese camino lleno de muerte .
Al fin, unas viudas y varios muchachos comenzamos a
mirar para todos lados en busca de un atajo que nos permitiera
seguir nuestro camino, pero no, por ahí no había sino barrancos.
Estábamos atrapados. No había por dónde pasar.
D e un momento a otro mi abuela Ana Félix Montes se
abrió paso, miró los dos barrancos y pisó el primer muerto.
Se agachó, le echó la bendición y pisó el segundo.
Uno a uno comenzamos a profanar ese cementerio destapado.
Tratábamos de hacerles el quite para no pisarlos, pero los pies
siempre terminaban tocando la carne . Cuando pisé el primer
..cuerpo pensé que me iba a desmayar, hasta me tocó abrir los
brazos para no perder el equilibrio.
Al llegar a la parte más profunda del camino fue peor. Ese
pedacito estaba lleno de cabezas separadas del tronco, pedazos
de piernas entre las botas largas , brazos botados por todas
partes y tripas regadas entre el barrial. Casi todos comenzamos
a llorar. Creo que los únicos que no lloraban eran los muchachos.
Mi abuelita se detuvo a echarles la bendición a esos pedazos
de cadáver. N osotros también paramos un momento. Todos
nos tap ábamos la boca a dos manos para evitar que el V-ómito
cayera sobre esos cuerpos.
60 SoBR E VIVIENTE s DE LA T E MPE ST AD
'·'.:-·----=-::,

No habíamos comenzado a subir el otro pedacito de


camino cuando la mujer del difunto Cruz, doña Tránsito, se
lanzó sobre un cuerpo que estaba como sentado en uno de
los barrancos de la cuesta.
Lo abrazó y gritaba insistentemente: "¡Este es mi hijo!
¡Este es mi hijo! ¡Este es mi hijo! ¡Santo Dios! ¡Este es mi hijo!"
Luego se estuvo quietica, abrazándolo como sólo lo puede
hacer una madre . Una de las viudas le hizo compañía en e~e
diálogo silencioso con quien no era su hijo . Su hijo había
quedado tirado al lado de su padre cerca al pomarrosa de la
plaza de Íba-ma.
Entre varias mujeres la arrancaron de los brazos del des-
conocido, pero desde entonces no volvió a tener uso de
razón. Se la pasaba llorando o riendo, con la mirada perdida,
al igual que su fe. Lo mismo le ocurrió a la mujer del difunto
Luis Ávila.
Cuando estábamos saliendo de ese infierno comenzó a oler
a cigarrillo. Miré para el lado a_rriba del potrero y vi a un
muchacho . Estaba fumando. Parece que nos observó todo el
tiempo. De un momento a otro se desapareció. Yo creo que
la chusma liberal estaba por ahí cerca.
Dicen que a esa gente la habían matado cuatro días antes
que la tropa acabara con Íbama . Dizque fue la guerrilla liberal
la que acabó con esa comisión del gobierno .
Cuando salimos de semejante infierno miré mis pies y sentí
un miedo terrible. Tenía puestas unas medias de barro con
fétidas manchas rojas.
Las dos viudas que perdieron el sentido seguían gritando y
por raticos se callaban. Claro está que ellas no fueron las únicas
que se enloquecieron, yo creo que ese día todos perdimos la
razón.
No fue sino salir de ese fango y la caravana se volvió peda-
zos. Cada quien cogió por su lado . Así comenzaron los seis
ALIHIO B USTOS VALENC I A 61 '•
~---"'

meses de vida más crueles que tuve que vivir. Allá, en el monte,
como un animal salvaje ...
La algarabía de los muchachos del colegio hizo que Angélica
se callara y que en compañía de Hé ctor se corriera unos cuantos
metros hasta quedar de frente a la (glesia del ya fallecido padre
Bilbao.

...
\Tr
La tarde de enero de 1955 en que
logré dar cacería al tercero de los asesinos de mi familia
-recuerda Malasuerte- yo estaba limpiando un maizal y
cuatro matas de yuca y colicero que había sembrado en un
pedacito de tierra que no era de mi propiedad, sino de un tío
que también murió en la revolución.
El cuento era que lo habían matado en un camino real para
robarle tres mulas y un macho. Otros decían que un tipo lo
p'ílló picándole el ojo a su mujer y que cobró venganza con
dos tiros: uno en el pecho y otro en la cabeza, pero es la hora
que no se sabe ni a dónde fueron a parar sus huesos. Los pocos
sobrevivientes dicen que deben de estar en el abismo de Los
Tiestos, donde botaban todo lo que no servía. Otros cuentan
que fueron a parar a una fosa común. La única verdad es que
ese tacaño está bien muerto.
Don Alberto , un forastero que no sé a qué horas se con-
virtiÓ en mi vecino, se arrimó hasta la cerca de alambre de
púas y me dijo : -tenga cuidado Malasuerte, que pÓr ahí
en una de esas enramadas andan unos malhechores que
64 SoBRE V IVI ENTEs DE LA T EM PE ST AD
--~

vienen robando y uno de ellos puede ser un viejo conocl.do


suyo .
-Y o no conozco a nadie y tampoco tengo nada que
perder -le contesté. Como que no le gustó la cosa y sin chis-
tar palabra cogió a rejo los dos terneros que estaba apartando
y se perdió falda abajo.
Siempre me dio un poco de miedo, porque ya sabía que
todos los que regresaron a estas tierras después de la revolución
o ya estaban debajo de tierra o se volvieron asesinos como yo. "'
Corté un racimo de plátanos, ahielado por cierto, y eché
cuesta arriba li.asta llegar a mi rancho ·de palmicha. Serví una
totuma de guarapo para calmar la sed y me acurruqué en el
patio a afilar el machete . Eso sí, no dejaba de echar ojo para
lado y lado, no fuera que alguien me pegara mi machetazo.
Guardé mi machete en la cubierta y me fui cuesta arriba
hasta llegar a una vieja enramada, que jamás supe de quién
fue. ¡Qué cansancio! Obligar a andar una pata que no quiere
es muy verraco.
Por ahí no había nadie. No olía ñi a gente ni a animal. Sólo
topé un cerro de bagazo seco, tirado al lado del trapiche, y
una enjalma que ya no servía sino para atizar la candela. De
resto, todo era maleza de heliotropo, esa yerba maldita que se
traga potreros enteros y que no hay veneno que la mate.
Eché más para arribita y me acerqué con mucho cuidado a
otro de esos ranchos abandonados. Por ahí sí olía a gente. Me
agaché entre el cafetal y me quedé quietico . Vi a tres tipos recos-
tados contra un cercado de pápata de guadua . Estaban medio
dormidos o más bien medio rascados, diría yo. Olía a guarapo.
Me acerqué un poco más para tratar de saber quién diablos
se había apoderado de ese rancho. Ahora sí los podía mirar
mejor, por lo menos les veía la jeta. Le clavé la mirada al
primero . Era un hombrecito bajito y barrigón. Tenía unas
barbas como de un mes y un bigote todo desarreglado, hasta
AL!RI O B US TO S VALEN C IA 65
..:-::----,...~;

los moscos se paseaban entre esos pelos que de seguro debían


de oler a aguas estancadas. "A ese nunca lo he visto por aquí,
debe de ser un matón", pensé.
La que sí se me hizo conocida fue la cara del otro tipo, el
del centro, el que estaba echando babaza. Ese flacuchento me
era familiar. M e moví un poquito hasta quedar escondido
detrás en unas matas de plátano. Era él, no me cabía la menor
duda, era él.
En ese momento sentí que Dios era muy grande conmigo
y que había puesto en su camino a don Alberto para darme la
buena nueva. "Dios lo guarde", me dije para mis adentros.
No lo pensé dos veces . Era mi oportunidad de acabar con
más de dos años de pesadilla. Más de deis años que me los había
pasado de aquí para allá y de allá para acá. Más de dos años so-
portando un odio que me llevaba enfermo . Y a estaba cansado
de recorrer las ruinas de estos pueblos en busca de ese asesino .
Recuerdo que una vez que yo estaba en el nuevo Yacopí,
o mejor, en los ranchos de palmicha que levantaron a tres
kilómetros de donde murió el Y acopí Viejo, un desconocido
me dijo que el hombre que yo buscaba estaba _por allá en
M urca, en las afueras de La Palma. Me terminé de jartar una
sopa de arroz, eché dos trapos viejos y una panela entre una
mo chila, monté en mi caballo y agarré camino .
De mi cabeza no se apartó un instante la imagen de ese tipo
flaco, largo y narigón que había ayudado a matar a mis viejos.
Únicamente quería encontrarlo para que arregláramos, como
hombres, la cuentica que teníamos pendiente. Ya se me había
metido en la cabeza que en este mundo no cabíamos los dos.
O él se iba para el mismísimo infierno o a mí se me iba a correr
la teja para siempre. No había de otra, uno de los dos tenía
que irse para donde terminan las vanidades del mundo .
Como a las cinco y media de la tarde llegué al cementerio de
La Palma. Al de arriba, donde enterraban a los pobres. Pensé
66 SoBREVIVIENTE S D E LA T EMP ES T A D
----,

que era mejor entrar un rato a hablar con los muertos mie~tras
oscurecía y así poder atravesar el pueblo sin tener que soportar
la mirada de tanto fisgón.
Por respeto con los muertos, dejé la bestia amarrada de un
borrachero que estaba casi a la entrada del cementerio. Esa ma-
ta, a la que también le dicen cacao sabanero, como que también
es maldita, porque ni los animales se la tragan. Por eso es muy
buena para sembrarla aliado de las cercas.
Me eché la bendición y me puse a rezar un padrenuestro...
mientras caminaba por entre las tumbas. Después de recorrer
la morada de tanto muerto, que por cierto estaba bien amon-
tada, me senté aliado de una lápida. Se sentía el frío de la
muerte. "Ojalá que un bendito rayo me parta en mil pedazos
y así me ahorro la majadería de los entierros", me dije para mis
adentros.
Al fin oscureció. Monté en mi caballo y pasé por los la-
ditos del pueblo, a todo galope, hasta coger el camino que
conduce a Murca. Por ahí sólo se escuchaban las chicharras,
esos animaluchos que cantan en verano y chillan hasta es-
tallarse.
En menos de lo que canta un gallo llegué a M urca. Casi todo
el camino me había embobado escuchando el sonido de los
cascos al golpear la tierra. Y o no sé de música, pero parece
que los caballos sí.
Serían como las ocho de la noche cuando ya estaba en las
orillas del río M urca. Prendí la linterna, le di de beber al anima-
lito, lo desenjalmé y lo amarré de una mano para que pudiera
pastear el resto de noche.
El cansancio comenzó a vencerme. Me arropé con mi ruana
y quedé dormido aliado del río, debajo de un guarumo. Eso
sí, sin quitar la mano de la cacha del machete.
Muy de mañanita, cuando aún no habían cantado los gallos,
me levanté en busca de un tinto. Fue fácil, una viejita que
A L IRIO B us T os VALE NC IA 67
.-----

vivía sola en un rancho de palmicha me dio desayuno y, lo más


importante, no hizo preguntas. Y o tampoco.
Atravesé caminos, atajos y quebradas, pero se acabó el día
y no encontré el rastro del desgraciado . En esas rastrojeras
parece que sólo vivía la vieja.
Cuando comenzaron a cantar los grillos me monté en mi
caballo, pasé por un ladito de La Palma y regresé a Y acopí
con el rabo entre las piernas .
Días más tarde escuché en Pacho que el tipo estaba viviendo
para el lado de Naranjal, por allá en Topaipí, y que los domin-
gos iba a La Palma.
Eso fue como un viernes . Pedí el favor a un camionero cebo-
llero que me llevara. "Lo llevo atrás, ·es que en la cabina sólo
me gusta cargar mujeres" , dijo el tipo.
Casi llego con los riñones en la mano. Es que esa trocha
que llaman carretera llevan pavimentándola más de 40 años y
es la hora que por ahí no se encuentra un retazo de cemento
ni para un remedio .
Me bajé en Puerto Bollo, ahí abajo del colegio Calixto
Gaitán, donde estudian.los varones revueltos c.on las niñas.
Eran como las cinco de la tarde.
Subí por el camino que conduce al colegio y cogí la trocha
para Topaipí. En la Peña del Ahorcado descansé un poquito. Eso
queda al lado de la casa del viejo Pino. Es una roca hueca que le
sirve de techo al camino. Ahí oscurece más temprano y hasta los
caballos se resisten a pasar. Algunos dicen que un tipo se colgó
de ahí . Otros, que hay una cueva llena de huesos de cristiano.
Me pegué otra patoniada y para acortar camino bajé por el
atajo que conduce a una quebrada. ¡Qué agua tan deliciosa!
Casi me acabo media panela. Con los pocos destellos de luz
que ie quedaban al día alcancé a llegar hasta el río Barandillas.
Y a no me aguantaba más el olor a sudor de camioneta ce-
bollero. Me empeloté y al río fui a dar. Estaba nadando cuando
68 SoBREVIVIE N TEs DE LA TEMPE STAD

me acordé que ese río se había tragado a varios sobrevivientes


de la revolución.
La oscuridad de la noche, el canto desesperante de los grillos
y ese maldito croar de las ranas convirtieron en un infierno la
orilla del río . Cogí mis dos trapos y me los puse como pude,
creo que los calzoncillos me los puse al revés. Salí corriendo y
me escondí entre un viejo cafetal. "Será que me estoy volviendo
loco", pensé.
Las tripas me crujían del hambre. Luego, linterna en mano,
atravesé un potrero de pasto imperial, de ese que les pican a
las vacas para que den más leche, hasta llegar a un cañal. De
un solo machetazo corté una caña gruesa y a punta de muela
me tragué casi media. También me comí un cuartico de panela.
Era hora de dormir. Qué mejor que debajo de un barranco,
por si llueve. Corté unas cuantas hojas de plátano y de tauchira
y me las eché encima.
Ese calorcito de la arcilla y de mi ruana adormecieron por
unas cuantas horas las pe~adillas y, si no hubiera sido por los
gritos de un arriero que pútiaba uria recua de mulas, tal vez
habría dormido hasta las seis de la mañana.
Bajé al río, me bañé la cara y tomé la cuesta que conduce a
Naranjal. Esa loma hay que cogerla de mañanita, porque de lo
contrario el sol se encarga de ahuyentar a cuanto parroquiano
se le aparezca y lo obliga a esconderse como comadreja debajo
de los palos de guayabo.
Cuesta y más cuesta, sudor y más sudor y una ansiedad de
tener de frente a ese tipo flaco, largo y narigón. Cuando llegué
a Herrera-Bustos, la vereda que al parecer sólo era de dos fami-
lias, me metí a un potrero de pasto micay, de ese que hierven
para el dolor de riñones, pero que acorta las vistas, y con
varias manotadas de agua me tragué el último cuarto de panela.
No había terminado de refrescarme la cabeza cuando es-
cuché que por ahí abajo alguien estaba echando barretón o
ALIHIOB US TO S VALENCIA 69
~--~

pica. Saqué mi machete y me fui moviendo lentamente entre


el potrero cargado de maleza .
"Puede ser el asesino de mis viejos", pensé. Pero no. Encon-
tré a cuatro tipos guaquiando. Creí que, al igual que Íbama,
estas tierras malditas también estaban llenas de esmeraldas.
-Buenas, señores -les dije sin demostrar temor.
-Buenas para nosotros, pero ahí no hay cabida para nadie
más -me respondió el más viejo de los tipos.
-No se preocupen, señores, que yo no vengo a buscar es-
meraldas . A más tardar mañana ya estaré de regreso a Yacopí
-le contesté .
-¿Esmeraldas? Por aquí lo único verde son estos putos
rastrojos -ripostó. -Lo único que hacemos es desenterrar
las vajillas, las ollas, los centavos, las alhajas y cuanta chuche-
ría enterraron los que huyeron de la revolución y que tal vez
nunca vuelvan.
-Santo Dios bendito, tengan mucho cuidado, les dije
mientras me echaba la bendición. ¿No han escuchado ustedes
hablar de la maldición que protege a todo lo que permanece
debajo de tierra?, pregunté.
-¿Maldición? -dijo con cierta cara de preocupación. Los
otros tres parecían mudos.
~. -Sepa, señor, que por allá en mi tierra la gente hizo lo
mismo antes de que todo fuera reducido a cenizas. Abrieron
fosas aliado de los árboles y guardaron sus vajillas francesas,
sus-medallones de oro y hasta su ropa de bajar al pueblo . Pero
antes de tapar el hueco les echaron un rezo mortal.
-¿Rezo mortal? -volvió a preguntar con cara de asombro
el viejo. Los demás definitivamente creo que eran mudos .
-Sí señor, le respondí, dicen que sólo aquel que sepa,
al pú~ de la letra, las palabras que se pronunciaron en el
momento de enterrar los chécheres podrá sacarlos, que el
no .. .
70
------',
S o BR E VIVI EN T Es D E L A TE MP ESTAD

-¿Qué le pasa al que no conozca el rezo? -preguntó con


angustia el pobre viejo . No m e cabía duda, los otros tres eran
mudos.
-Pues, dicen, no me consta y no quiero averiguarlo, que el
profanador tendrá una muerte terrible y dolorosa, le contesté ..
-¿Cómo así que terrible y dolorosa? -volvió a preguntar.
-Eso sí no lo sé, dije, y me alejé de estos hombres que
soltaron sus picas y barretones y se metieron al potrero de ...
pasto mica y.
Las tripas ya me chillaban de hambre. Por fortuna , ahí cer-
quita a la quebrada La Toma había un platanal de tres filos.
Esos plátanos son ricos maduros, pero biches o pintones son
carchosos.
Tumbé un racimo del que ya no quedaban sino los de las
gajas de abajo, las de arriba se las habían comido los cope-
tones y los ruiseñores. Creo que me metí mínimo una docena
de esos plátanos y me quedé dormido entre la platanera arras-
trojada. Como a las cuatro de la tarde me desperté y seguí mi
camino rumbo a Naranjal, en busca del tipo flaco, largo y
narigón.
Por ahí tampoco olía a gente . Busqué entre cafetales y
potreros, y nada. Busqué entre enramadas y ranchos chamus-
cados, y nada. Busqué entre cuevas y quebradas, y nada. Llegó
la noche, y nada.
Como al día siguiente había mercado en La Palma y decían
que el desgraciado se iba para allá los domingos, decidí regresar
esa misma noche . Antes de llegar a la Peña del Ahorcado el
chorro de luz de la linterna se convirtió en un cocuyo y no
tenía ni una pila más.
Destapé la linterna, le saqué las dos pilas y las machaqué
con una piedra. Fue así como la luz alcanzó para pasar la Peña
del Ahorcado y llegar a los alrededores del colegio Calixto
Gaitán. Serían las nueve .
ALIRIO BUSTOS VALENCIA 71
..-"---

El resto de noche la pasé en un corral de terneros. Muy


temprano me fui para la plaza de mercado, que queda al frente
de la cárcel, me senté debajo del árbol y comencé a mirar
caras. Ninguna me era conocida.
Busqué en la Esquina del Gato, en los alrededores del Hos-
pital San José y en la capilla de Santa Bárbara, y nada. Busqué
en la iglesia, en el parque y en la Plaza de la Panela, y nada.
Busqué en el cementerio y Los Tiestos, y nada. Llegó la
tarde, y nada.
En silencio regresé a Y acopí, al mismo sitio donde vi a ese
desgraciado recostado sobre el cercado de pápata.
Había llegado la hora de la _verdad. Sin pensarlo más abando-
né el cafetal, me abalancé contra él, le pegué el primer mache-
tazo y un chorro de sangre brotó de su cara. Los otros dos
tipos salieron corriendo como almas que lleva el diablo . Y
levanté el machete una y otra vez, una y otra vez, una y otra
vez, hasta que se me cansó el brazo.
Contra el cercado quedó el reguero de tripas y sesos, la
guadua amarillenta que sostenía la tierra del corredor se tiñó
de rojo y las moscas comenzaron a revolotear.
Salí corriendo por esa falda abajo. Hasta me enredé con
una puta mata de pringamosa, esa que hace ronchas . Llegué a
rci rancho y metí las manos entre el pozo y me las refregué
con fique machacado. El machete fue a dar al fondo del agua
y esta se tiñó de rojo.
En una totuma serví un poco de agua lluvia que había en
una olla de barro y me limpié las salpicaduras de la cara. Luego
me quité los trapos y al fogón fueron a dar.
Mientras se asaban dos plátanos dominico hartón y se
calen_taba el agua para hacer un aguacafé, busqué mi junco
y me acosté . "Gracias Dios mío por ser tan bueno conmigo. ¡

Le prometo que venderé unas gallinas y muy pront0 pa-


garé una misa en nombre de l?s muertos de la revolución", le
72 SoBREVIVIENTES DE LA TEMP ES TAD
---.

dije al cristo que permanecía clavado en un estantillo de la


pieza.
Los plátanos quedaron hechos carbón y la olleta también
prendió candela. Sólo vine a despertarme como a las cinco de
la mañana del día siguiente. Ese fue uno de los amaneceres
más felices de mi vida, sólo comparable con aquel viernes
de 1953 cuando ajusticié a los dos primeros asesinos de mi
familia.
\TTT

-¿Qué le pasa señora Angélica?


-preguntó Héctor al ver que la forastera miraba con tanta insistenda,
a través de las rendijas de la puerta, hacia el interior de la iglesia.
-Nada. Nada. Sólo que por primera vez veo esta iglesia
cerrada -respondió tras un largo suspiro.
-Es que desde la muerte del padre Bilbao, y eso ya hace
varios años, aquí nunca volvió a haber cura de planta. Por
eso, cada vez que alguien se muere o para celebrar las fiestas
religiosas hay que rogarle a los de Topaipí, Y acopí o La Palma
para que vengan -cifirmó Héctor--. Pero bueno, cuénteme qué
pasó después de que abandonaron ese camino lleno de sangre,
donde la caravana de viudas y huérfanos se volvió pedazos.
--con mi madrasta y mis hermanos -respondió Angélica--,
nos adentramos en el monte a descansar un poco. Nos senta-
mos en la orilla de una pequeña quebrada y metimos los pies
para aflojar el barro ensangrentado.
Ei agua fría golpeaba insistentemente mis pies descalzos
y calmaba el dolor de mis piernas laceradas por el filo de la
maleza y las piedras del camino. Con mis manos, igual de
74
--...;_:;
SoBREVIVIENTE S DE LA TE MPE STAD

laceradas y adoloridas, frotaba el barro que corría hacia efba-


rranco de la cascada. Todos permanecíamos en silencio, sufría-
mos solos y nadie se atrevía a levantar la mirada del fondo de la
quebrada.
Al rato, después de ver correr agua por montones y de sopor-
tar el calcinante sol del mediodía, mi madrasta nos recordó
que había que echarle algo al estómago. "Bueno mis hijos,
parémonos a ver si encontramos algo de comer", dijo con voz
de resignación. ...
Mis hermanos mayores se pararon y ayudaron a levantar a
Ana Jesús, a quien sólo le alcanzaban las manos para tenerse la
barriga. Ella se dio maña y prendió un poco de fuego y puso a
asar unos cogollos de sarve y unas nupas . A regañadientes nos
comimos eso y aprendimos que en la guerra no se puede ser
regodión . Atrás habían quedado los sancochos, las arepas, los
asados y los guisos de las muchachas del servicio de mi casa.
Después de engañar el estómago, mi madrastra buscó unas
hojas de guaba y pidió a mis hermanos que consiguieran una
penca de fique para que cada quieri lavara el trapito que tenía
puesto. Parecíamos pordioseros, o mejor, el gobierno nos
había convertido en pordioseros de la noche a la mañana sin
tener nosotros velas en ese entierro. Decían que el gobierno
había quemado Íbama dizque para acabar con la chusma liberal.
Pero en la quema de estos pueblos no cayó un solo guerri-
llero, todos ellos se la pasaban de La Collareja para abajo y por
allá a la tropa sí le daba miedo ir.
Nos repartimos quebrada abajo teniendo en cuenta que
quedáramos a una distancia que no dejara ver los cuerpos
desnudos . Y o no fui capaz de desnudarme y preferí restregar
con guaba la parte más sucia del vestido, que era la falda, y me
agaché entre la quebrada y lajuagué .
Días después, la mugre del vestido no me dejó otra alterna-
tiva que volver a la quebrada, quitarme el vestido y los cucos,
ALIRI O B US T OS VAL E NC I A 75
~---

lavarlos y esperar entre el monte a que se secaran. Y a en las


últimas lavadas, mi madrastra me recomendaba no restregar
los trapitos para que no terminaran como una colcha, llenos
de remiendos .
Tal era mi angustia de verme como una harapienta en
medio de otros iguales o peores que yo, que en varias opor-
tunidades soñé que mi papá había llegado de Bogotá con una
cajada de vestidos para mí sola. Había de todos los colores y
diseños. El que más me gustaba era uno blanco, largo, lleno
de encajes y botones dorados, idéntico al que quería lucir el
día de mi primera comunión. Pero ¡qué va!, cuando me des-
pertaba me daban ganas d~ gritar de sólo pensar que el día en
que se me acabara lo único que tenía puesto tendría que
taparme con hojas de plátano o permanecer escondida entre
las cuevas para evitar que alguien me viera desnuda.
Pasó la Navidad y no supimos. Nos enteramos el día siguiente
cuando nos cruzamos en el camino con unos refugiados. "Ojalá
que en un año estemos vivos para contar la Navidad más triste
del mundo" , nos dijo una mujercita que llevaba en sus brazos
un bebé hinchado.
Nos miramos unos a otros y pensé que tal vez el Niño Dios
no había nacido por miedo a la guerra o porque los niños no ha-
b íamos podido escribir las cartas pidiendo el regalo de Navidad.
Seguimos nuestro camino y a mi cabeza volvieron los re-
cuerdos de las muñecas y los vestidos que mi padre me había
comprado en la última Navidad. Extrañaba los tamales, la
pólvora y hasta la santa misa del padre Bilbao .
En la noche , mientras intentaba descansar de la patoniada
diaria, me puse a declamar en voz baja la poesía que en la última
Navidad mi tío Esteban había escrito para que yo me la apren-
diera y ganara un concurso cuando volviera a la escuela: "Esposa
fui del infeliz Zajipa, la última monarca de los zipas. Nací prin-
cesa y a mis plantas tuve el poderoso imperio de los chibchas .. .
76 SoBHEVIVI ENTES DE LA TE MPE ST A D
--~

Pero no era feliz mi alma. Buscaba el principio y el fin dé mi


existencia .. . Aquellas horas de la amarga vida sólo la cruz las
puede consolar".
Pasaron los días y la comida cada vez era más escasa. Y a en
esos campos no se encontraba qu é echarle a la olla. El monte
se había comido casi todo. Había invadido los ranchos y se
había tragado los cultivos. El hambre hizo que mis hermanos
aprendieran a cazar pájaros. Con improvisadas caucheras o a
punta de piedra tumbaban de las ramas de los árboles chafies,"'
copetones, ruiseñores ... Mientras tanto , mi madrastra prendía
una pequeña hoguera y luego los pelaba y asaba. Como carne
sin recao no es buena, los bocaditos de pájaro los acompa-
ñábamos con moras silvestres, un pedazo de caña agria o unas
flores de guarapo. Recuerdo que Ana Jesús nos decía que era
importante aprender a pescar para no acabar con los pájaros.
Para el Año Nuevo recibimos otra amarga noticia. La
tropa había asesinado a mi prima Celmira, la hija de mi tío
Alfonso y hermana de Blanca Valencia, quien aún vive .. .
Hoy, cuando los años pesan y el síndrome de Parkinson ataca
su cuerpo, Blanca Valencia se escapa cada vez que puede de su
casa en el barrio Policarpa en Bogotá para encerrarse en su rancho
de Íbama; aunque la última vez que fue le tocó salir corriendo,
después de que un esqueleto se le apareció entre las penumbras de
su rancho y le dijo que esa vez no se la llevaba, pero la próxima sí.
Aunque quisiera borrar de su memoria la pesadilla propia y
morir con el secreto de lo que tuvo que soportar su hermana,
cua ndo piensa en la valentía de Celmira su boca pronuncia pala-
bras entrecortadas, llenas de rabia, odio y rencor . ..
A mí y a otro grupo de mujeres -recuerda Blanca mientras
limpia las telarañas de su casa- no nos dejaron embarcar en la
caravana de viudas y huérfanos. Unos policías asesinos nos obli-
garon a echar por otro camino que también conduce a Topaipí.
Recuerdo que a cada paso que dábamos, comentábamos entre
A l.llliO 11 l' S TO S VALE NC IA 77
~---
·,:; ..

nosotras qu e al estar en las ga rras de esos tipos en cualquier


momento nos pasaban al papayo. Eso era como ir directo al
matadero.
Después de andar más de m edia hora llegamos a la orilla
del río Suaraz. Como siempre, el bendito río estaba crecido y
no sabía cómo diablos iba a pasar si en los brazos llevaba a
Jaimito, mi bebé de dos años, y para colmo de males ya no
podía con mi barriga de och o meses.
Los policías se bajaron de las mulas y las cogieron a punta
de rejo hasta hacerlas pasar al otro lado. Luego , un tipo de esos
amarró un lazo de un árbol y lo tiró hacia nosotras. A mí me
quitaron el niño de los brazos y lo pasaron al otro lado . Después
me amarraron de la barriga, casi me matan la criatura, y me arras-
traron entre esas aguas turbul entas hasta alcanzar la orilla .
Rapidito recuperé a mi muchachito y me lo ec hé al hombro.
Al minuto anunciaron que reiniciábamos el viaje. Y o ya no
podía más . Es taba a punto de desmayarme . Tal era mi fatiga
que el teniente que iba a mi lado m e miró y dio una orden:
" Quítenle el chino a esa infeliz y móntenlo en una mula"
C on el dolor del alma dejé que me lo arrebataran. Sabía que
de otra manera ni él ni yo sobreviviríamos aunq ue fuera unas
pocas horas m ás.
' Seguimos caminando por ese monte y yo no le perdía el
ojo al policía que llevaba a mi niño en las ancas de la mula .
Cuando estábamos abandonando una trocha, el mismo teniente
ordenó que las mulas debían seguir por otro camino . Intenté
qu e me d evolvieran a mi hijo , pero fue inútil. "No se preo-
cupe señorita que su cachiporrito se lo entregarán cuando
llegue a Topaipí. Por lo pronto cuide el que lleva en su barriga",
me dijo.
Lá sola esperanza de llegar y encontrar a mi hijo hizo que el
camino m e pareciera más corto . C uando llegamos a T?paipí
m e pus e a correr como loca preguntando por mi hijo . Nadie
78 SoBR EV IVI EN T Es DE LA TEMPE STAD
---~

me daba razón, ni chica ni grande. Después de más de una


hora de búsqueda, uno de esos seres diabólicos me dijo rién-
dose en mi cara: "No busque más , es inútil. La mula se echó a
rodar y el chino se mató".
En ese momento sentí que no llegaría a los 23 años. Pot; un
instante pensé que no valía la pena seguir la lucha si mi pobre
hijito yacía por allá en un abismo; sin embargo, una patadita
de la criatura que llevaba en mi vientre me hizo recordar que
la vida, así fuera amarga y despiadada, debía de seguir.
"Echen a todas esas viejas en la volqueta que me las llevo
para La Palma", gritó un oficial segundos después de tirar al
suelo el hueso de un pedazo de costilla que se estaba tragando .
Con el corazón vuelto pedazos me subí al platón de la volque-
ta y me acurruqué en un rincón. Muchas volvimos a comentar
que en cualquier momento los policías levantaban el platón y
nos tiraban como basura a cualquiera de los abismos de los que
cuelga la carretera.
Con los primeros brincos que pegó ese aparato me tocó
pararme. Sentía que la criatura se me iba a salir en medio de
esa oscuridad que no permitía ni vernos las caras. Eran como
las 9 ó 1Ode la noche . Para completar el chico, cuando íbamos
llegando a El Peñón se desgajó un aguacero de madre y señora.
"Al paso que vamos, si nos salvamos de las garras de estos des-
graciados, san Pedro nos va a matar porque no cierra la llave", me
dijo una muchacha que había visto morir a su padre en Íbama.
Cuando entramos a El Peñón la volqueta y el carro escolta se
detuvieron. "Echémonos unas amargas en esa tienda mientras
esas viejas chusmeras chupan agua", gritó el teniente a sus
hombres . La pobre mujer que los atendía parecía una esclava.
No hallaba cómo satisfacer los deseos del teniente que se
identificó como Jorge Nieto.
Poco a poco el agua comenzó a represarse hasta alcanzar
nuestras rodillas. Y a era como la una de la mañana y los policías
ALIRI O B USTOS VALENCIA 79
...-'---\~

seguían tomando cerveza. Fue entonces cuando la mujercita


les sirvió una gallina sudada. El teniente cogió el animal
muerto con sus manos cochinas y se acercó a nosotras. Sacó
su machete manchado con la sangre de los hombres de Íbama
y lo hundió en la pechuga del animalito. "Me imagino que
tienen hambre . ¿Quieren gallina?", nos preguntó con sonrisa
de buitre.
"] amás recibiré una migaja de las manos de un asesino", le
gritó mi tía Ofelia. Entre tanto, el agua que caía del adolorido
cielo arrancaba del machete la costra de sangre. Una vez
amainó la lluvia, el teniente se subió a la cabina de la volqueta
y dio la orden de partida. Después de cruzar los abismos de
Los Tiestos llegamos a La Palma como a las dos de la mañana.
Las calles estaban solas. Por ahí no se escuchaba ni el latir de
un perro . La volqueta se detuvo al frente del cuartel. "Bájense
y duerman en el primer andén que encuentren", nos gritó un
policía. El teniente y sus hombres se fueron a dormir. Un sar-
gento salió, nos miró y se apiadó de nosotras: " Pueden dormir
en la pieza del fondo del cuartel".
Rendida del sueño y del cansancio me recosté contra una
pared, que por cierto ol{a a moho, y me dormí. Pero el sueño
fue interrumpido por los gritos de una muchacha. Los muy
tlesgraciados se habían metido a abusar de nosotras .
Todas nos paramos y dando vueltas, como fieras enjauladas,
esperamos el nuevo día. Como a las cinco de la mañana decidí
salir en busca de un camión que me llevara a Topaipí. Algo
en mi interior me decía que tenía que regresar a recuperar
aunque fuera el cadáver de mi hijo. "Es preferible tener un
cadáver y no un desaparecido", me dije .
Llegando a Topaipí, un policía que me conocía de tiempo
atrás me puso la boquilla del fusil en el pecho y gritó: "Esta
vieja es una chusmera. Es de Íbama y debe morir". Un.señor,
que también me conocía y que era respetado en ese p~eblo,
80 S o BR EV IVI EN T Es D E LA TEMPE ST AD
--~

intercedió por mí: "Esa muchacha la conozco y no es cierto


que sea chusmera".
El policía se quedó con las ganas de comer liberal y yo
seguí en la búsqueda de mi hijo. La tarde se acabó y fui a pedir
posada donde una señora que gentilmente me la dio. Al d_ía
siguiente escuché el bando. Era un tarro que se utilizaba para
enviar mensajes a través de golpes.
La señora hizo las veces de traductora y me informó que el
bando decía que habían encontrado a un niño. Salí corriendo y~
efectivamente se trataba del mío . Unos campesinos me lo tra-
jeron todo hinchadito . "Señora, su hijo es otro Moisés . Pasó
toda la noche botado en un potrero y soportó el aguacero. Su
llanto nos guió y lo rescatamos en la mañana", me dijeron.
Con mi Moisés en los brazos regresé a La Palma y a la llegada
me encontré con la sorpresa de que mi hermana Celrnira
había bajado nuevamente de Bogotá y tenía planeado volver
a Íbama, a pesar de las amenazas que llovían contra su vida .
Para nadie era un secreto que ella, desde tiempo atrás, utili-
zaba sus encantos femeninos para -moverse por toda la pro-
vincia llevando costaladas de armas para que se defendieran
los hombres de su pueblo.
A pesar de sólo haber cursado hasta quinto de primaria,
vivía preocupada por el futuro de su tierra y por eso empeñó
su dignidad de mujer para salvar la de su pueblo.
Dicen que cada chuchero alaba sus agujas, pero con en-
vidia de la buena, tengo que reconocer que C elrnira tenía la
belleza suficiente para arrancar una sonrisa a los rostros inqui-
sidores y autoritarios de policías y militares.
En ella sí que era cierto el cuento de que la belleza de una
mujer siempre se mide por la desconfianza que despierta en
las casadas y en la envidia que respiran las solteras.
Los hombres frustrados por la indiferencia de mi hermana
se jactaban diciendo que ya habían estado en su lecho y palpado
ALIRIO B US TO S VALENCIA 81
~--

su piel canela, cuando jamás llegaron siquiera a sentir la sua-


vidad de su cabello, que más bien parecía una manta castaña y
lisa que le cubría la espalda y caía hasta sus corvas.
Otros añoraban que sus silbidos cargados de celo fueran
devueltos con esa mirada azabache que desconfiaba hasta de
su propia sombra, pero que al mismo tiempo emanaba ráfagas
de coquetería y seducción.
No faltaban los que querían probar el néctar de sus labios
carnosos y sentir el aliento de su boca de marfil. Tampoco fal-
taron los que querían acariciar sus delgadas y finas cejas negras .
Otros tantos soñaban con la posibilidad de naufragar en el
caudal de su sangre salvaje y capotear de cerca su casta de va-
liente. Pero la guerra le ensenó a Cehnira que, al igual que los
hombres de su tierra, tenía prohibido llorar y que era mucho
más hidalgo morir con las botas puestas que correr con ellas.
Cuenta doña Carmen Celia, quien sufrió de cerca la guerra
y aún vive en las afueras de este pueblo fantasma, que mi her-
mana llegaba a Íbama con los costales llenos de armas para no
dejar que su pueblo fuera masacrado por el gobierno.
Se movía por caminos y trochas con 1Oy hasta 20 mulas sin
despertar la menor desconfianza entre las patrull~s militares.
Cuando iba de Íbama hacia La Palma con plátanos, panela,
ylka o café, invitaba a los militares a que revisaran la carga.
En las dos o tres primeras ocasiones le hicieron caso y desde
entonces confiaron en ella y nunca más volvieron a esculcar
sus bultos.
Lo que no sabían los militares era que de regreso, Celmira
camuflaba cartuchos, fusiles y escopetas entre el mercado de
grano. Con decir que casi siempre las armas pasaron por sus
narices sin pensar que la muchacha de 18 años, que les coque-
teaba ; estaba maquinando un nuevo golpe contra ellos .
En una de esas oportunidades sus encantos le perrniti,eron
descubrir que la tropa estaba preparando un plan para masacrar
82 SoBREVIVIENTE S DE LA T E MPE STA D
-----,

a un grupo de hombres y mujeres de su pueblo que se alistában


para llevar comiso a la chusma liberal.
En el lecho de un teniente conoció los detalles. Unos kiló-
metros antes de llegar a Y acopí, la tropa se había apostado al
lado de arriba de la carretera, en una curva muy cerrada. y
tupida, y atrincherada esperaba que pasaran los campesinos
para masacrarlos. Celmira abandonó el lecho y activó su red
de informantes. Los campesinos jamás llegaron a la curva y en
su lugar un grupo de combatientes bajó de la montaña y"'
tomó por sorpresa a los militares agazapados.
En otra ocasión, Celmira se enter0 en el mismo lecho que
la tropa estaba preparando una redada para quemar un centro
que quedaba abajo de Yacopí y servía de albergue a niños y
mujeres desplazados por la revolución. La información galopó
a lomo de mula, el albergue fue desocupado y en un camino
de herradura quedaron más de una docena de asesinos.
Tres días después de que fue destruida Íbama, Celmira bajó
de Bogotá a La Palma. No llevaba veinticuatro horas en el
pueblo cuando la lengua viperina de una vieja malnacida escu-
pió su veneno para condenar a mi hermana al suplicio y al
sufrimiento.
Celmira iba caminando por la Calle del Boquerón cuando
de alguna ratonera salió la vieja Santos Birgüés, más conocida
como Patemaso, y comenzó a gritar: "¡Esa es una chusmera!
¡Esa es una chusmera que estaba llevando armas para la chusma!"
Los gritos del esperpento de vieja hicieron que una patrulla
de policías la capturara y la llevara directo a los calabozos del
cuartel, cerca de la Plaza de la Panela.
Tan pronto me enteré de la suerte de mi hermana, corrí
hasta las instalaciones del cuartel y les supliqué a dos policías
que estaban en la puerta montando guardia que me la dejaran ver
aunque fuera por última vez. De nada sirvieron las súplicas. Pare-
cía que estuviera hablando con sordos o que yo fuera muda.
A LI H 1o 8 u s To s V A L E N e 1A 83
~---.~1~
¡,

Me quedé parqueada varias horas en el andén esperando


que alguno de ellos se condoliera de mí y me permitiera por
lo menos preguntarle qué necesitaba o qué podía hacer por
ella. Pensé que mi condición de mujer podía ablandar el co-
razón aunque fuera de un policía. Pero no, estos buitres ya
habían olvidado su condición de hombres y sólo vivían para
violar a mujeres indefensas y manchar sus armas y su alma con
sangre campesina.
Al fin, cuando ya me disponía a resignarme, un policía se
dirigió a mí y me dijo que no perdiera mi tiempo tratando de
hablar con una muerta. Otro, que no era tan cruel, me sugirió
que le consiguiera aunque fuera una cobija para que sopor-
tara el frío del cemento del cuartel.
Me bajé para la casa y me puse a prepararle unas papitas con
arroz. Y mientras el fuego consumía lentamente los chamizos
y cocinaba la gota de comida, me senté en un banquito y
pensé en lo cruel y contradictoria que es la vida. Sentí fisico
miedo al tocar mi barriga y recordar aquel dicho que reza que
cuando una luz se apaga otra se enciende. Era triste pensar
que tal vez el inminente nacimiento de mi hijo ~mplicaba la
muerte de mi hermana.
Algo me dijo que no tenía que darme por vencida y me fui con
riii olla a dar la batalla por la vida de Celmira. Por segunda vez
no me la dejaron ver, pero el policía que me había sugerido llevar
una cobija también me hizo la caridad de alcanzarle la comida.
Esa noche casi no pude dormir. Daba vueltas en la cama y ~]

L
los malos pensamientos me decían que ya la habían sacado
para Los Tiestos . En mis pesadillas la veía tirada en el fondo
del abismo . ¡Muerta! ¡Muerta! ¡Sí, estaba muerta!
Día tras día volví a la misma trinchera hasta lograr escu-
charlá. Desde el corredor del cuartel oí la voz de una difunta.
"Hermanita, estoy que me muero de fiebre", me gritflba a
través de las rejas de hierro helado .
84 SoHHF.VIVIENTE s DE LA TEMP ES T A D
--~

Su voz lastimera me decía que algo terrible le estaba pasan-


do . El eco de sus palabras me decía que estaba muriendo
lentamente detrás de los barrotes. "Me muero de fiebr e. M e
muero de fiebre", repetía con una angustia qu e hizo es-
tremecer hasta mi propia criatura ... No sabía qué hacer. No
había un médico, ni siquiera un yerba tero .
El 24 de diciembre me levanté temprano y preparé un poco
de comida para llevarle y puse a cocinar unas hojas de matarra-
tóna ver si con eso le calmaban esa fiebre que la estaba matando. '
Mientras recorría las calles del pueblo con destino al cuartel
me acordé de-que ese era el día del nacimiento del Niño Jesús
y le pedí a Dios que si algún regalo había de traer a mi familia
fuera un poco de alivio para el cuerpo y el alma de mi ator-
mentada hermana .
Poco fue lo que me escuchó. C uando llegu é a las puertas
del cuartel , uno de los policías me recibió con dos piedras en
la mano : " No es necesario qu e siga jodiendo con sus ollas de
comida. Su hermana ya está en Los Tiestos".
Cada palabra de ese infeliz lac eró hasta la última fibra de mi
corazón. Por primera vez en mi vida sentí que era capaz de
matar y no me faltaron ganas de esc upir la cara de ese asesino
para borrarle de la jeta su sonrisa miserable y maloliente . Pero
no, el miedo a la muerte y el temor al Dios que no me escuchó
hicieron que me comiera mi dolor.
Con la cabeza gacha y con mi olla llena de arroz y papas y la
olletica de agua para la fiebre recorrí el camino que todos los
días atravesaba con la esperanza de que algún día mi hermana
lo recorriera conmigo a casa.
Iba llegando a la casa cuando escuché que habían matado a
Nereo, el bobo del pueblo . La vida castigó al pobre con una
sonrisa permanente en la cara y para colmo de males se encontró
de frente con un policía que pensó que se estaba burlando de
él y de una vez sacó un machete y lo decapitó .
A L 1 H 1o B u s To s V A LE N e 1 A 85
~---

Llegó la noche y con ella la N av idad más triste. A las siete


ya no había un parroquiano en las calles . Afuera únicamente
se esc uchaba el m archar de las botas de la muerte que sólo era
amenazado por los ladridos de perros qu e no tenían amo .
Era una noche muerta . Una noche para dormir debajo de
la cama . Los pocos niños qu e aún no habían probado el filo
de la bayoneta sabían que era más posible qu e llegara el ángel
de la muerte vestido de policía o militar que el Niño Dios car-
gado de regalos.
En la soledad de esa no che busqué una imagen de la Virgen
y le encendí un m echo. Saqu é mi camándula negra de unta-
rro qu e tenía entre un baúl y com encé a rezar la novena por el
al ma de mi hermana . Se acabó el añO y yo seguía pidiendo
que brillara para ella la luz p erpetua .
¡Qué 31 de diciembre tan apagado y triste! Parecía un
Viern es Santo . Cuentan que muchos matones se emborra-
charon, cogieron a varios liberales, los ataron y les metieron
candela vivos diciendo que estaban qu emando el año viejo.
Con el año nuevo llegó lo m ás b ell o que le puede pasar
a una mujer atormentada. Ser madre. Era como )a una y me-
dia de la tarde cuando m e comenzaron los dolores de parto .
Me alegraba saber que iba a tener otra razón para seguir en la
6"rega pero al mismo ti empo era consciente de qu e cada
contracción acercaba a mi criatura al mundo de la incerti-
dumbre. Ella nació como todos los hijos de la mujer campe-
sin-a: rápido y sin tanta alharaca.
N o tenía cinco horas de nacida mi niña cuando en el umbral
de la puerta apareció un fantasma en forma de muj er. D e un
brinco me paré de la cama y quedé quieta, como una momia,
con los dedos tiesos sobre una de las p epas de la camándula .
Mis ojos no podían creer lo que estaban viendo .
Era una sombra alta y nauseabunda, cubierta por uri largo
atu endo verde manzana revuelto con la mugre , de pies
86 SoBR E VIVIENTEs D E LA T E MP EST AD
.....----=-=.

descalzos y destrozados por las piedras, de cabellos rev.ueltos


y opacos.
Sí, era ella. Era ella. Era mi hermanita del alma que había
vuelto a la vida. Pero para asegurarme de que no era una alu-
cinación pregunté con mucho respeto: "Hermanita, ¿,eres
tú?" Se quedó mirándome y después de una eternidad me res-
pondió: "Sí. Sí. Me salve . Me salvé". Ahí sí no creí más en
espíritus y fantasmas y me abalancé sobre ella hasta perdernos
en un profundo y sentido abrazo cargado de llanto . ...
Aparté el mecho de la Virgen, le serví un platico de comi-
da y comenzó a contarme su odisea·en el cuartel y la forma co-
mo se salvó su vida:
-Mire hermanita, si el infierno existe, en ese cuartel vive
el diablo . Desde el día en que me metieron al calabozo me
trataron peor que a un animal. Me maltrataron e hicieron con-
migo lo que se les dio la gana. Todos los policías me violaron
cada vez que quisieron, sin que hubiera poder humano que
controlara a esa recua de salvajes.
En las noches, cuando estaba ·a currucada en un rincón del
calabozo tratando de soportar el frío y cerrar los ojos, aunque
fuera por unos segundos, me lanzaban baldados de agua helada
y se reían al verme tiritar. Después, cuando me enfermé y la
fiebre me hacía delirar, me pusieron a lavar los pisos y lapo-
dredumbre de todos los presos .
En la mañana de Navidad me levantaron y me dijeron que
ya tenían la medicina para mi fiebre. Que estaba en Los Tiestos
esperándome. Me sacaron y me echaron en un camió n que
casi llenan con las otras mujeres compañeras de tragedia en el
cuartel.
Cuando llegamos al abismo de la muerte, el teniente Sán-
chez ordenó que bajaran todas las rehenes menos yo . Como
que estaba enamorado de mí y por eso me llevó al Cerro 26,
un puesto militar que queda ahí más arribita .
A L 1R 1o B us Tos V A LE N e 1A 87
.:------

Para protegerme y esconderme de los soldados me obliga-


ba a permanecer escondida en el zarzo del rancho principal.
En una ocasión, unos soldados que llegaron de patrullar me
descubrieron y me tocó tirarme desde esa altura y salir co-
rriendo. Una vez más, el teniente me protegió, me escondió
entre el monte y esta tarde me dejó en libertad para que me
volara para Bogotá.
-Hermanita, no se atormente más con esas cosas. Mejor
prepare su viaje y hágale caso al teniente . Váyase para Bo-
gotá, le aconsejé a Celmira. Aunque sentía pena de escuchar
la tragedia de mi hermana, recé un padrenuestro en señal de
agradecimiento a Dios por haberme escuchado y concedido
el regalo que le había pedido para Navidad.
Pero el milagro de Año Nuevo se convirtió en pesadilla.
Celmira se salió al corredor a tomar un poco de aire fresco y
yo me quedé recostada en la cama dándole pecho a mi pe-
queña.
Como la puerta del rancho la mantenía abierta, desde allí
vi cuando se entraron el mayor Díaz y el teniente Nieto . No
me pareció extraño verlos porque como cada ra_to se metían
al refugio a buscar no sé qué diablos. Ya estaba bien oscuro.
Serían como las siete y media de la noche . De pronto, alguien
c-erró mi puerta con el cuidado de no hacer ruido. Pensé que
todavía quedaba un alma caritativa y que a lo mejor lo hacía
porque yo estaba recién alentada.
¡.Celmira!, ¡Celmira! La llamé varias y no me contestó. Me
bajé de la cama, me puse unas pantuflas y le pregunté a una de
las refugiadas si había visto a mi hermana . "Qué pena decirle
esto, pero se la llevó el mayor Díaz en el jeep", me respondió
y de paso me dio el sentido pésame.
Le recomendé mi criatura a la refugiada y salí corriendo
para Las Puentes, donde siempre ha funcionado la teqninal
de los buses . Por segunda vez me encontré con la respuesta
88 SoBREVIVIENTE S DE LA TEMPE STAD
.----,

que el día de Navidad me había dado un policía. "No pierda


su tiempo. A su hermana ya la embarcaron para Los Tiestos",
me dijo un hombrecito con franqueza. Tal como lo hice el
24 de diciembre, volví a deambular por esas calles malditas y
no sé a qué horas de la noche regresé a casa.
Los testigos dicen que la llevaron hasta la plaza de mercado,
al frente de la cárcel y de los pabellones de carne, la amarra-
ron al único árbol y le hicieron una especie de consejo de gue-
rra en el que le anunciaron que estaba sentenciada a muerte
por chusmera.
Los curiosos fueron llegando de la Esquina del Gato, de la
Calle de los Tramposos y del Rin. Todos, con linterna en mano,
querían ver si el mayor iba a cumplir con lo que había pregona-
do en una cantina del pueblo: "La muerte de la chusmera
Celrnira Valencia va a ser recordada por todos los cachiporras".
El mayor habló al oído de uno de los policías y este se di-
rigió a paso lento hacia el pabellón de la carne. Levantó la reja
y regresó a la plaza con dos ganchos de hierro, de esos que sirven
para colgar las presas de ganado. -
Muchos se preguntaron para qué serían los dos puntiagu-
dos hierros. No tardaron en obtener respuesta. El oficial ordenó
desatarla del árbol y llevarla hasta la parte trasera del carro.
Celmira caminó con la frente en alto y la mirada fija en medio
de la polvorienta plaza.
Cuando estaba a escasos metros del jeep negro, un policía
le rasgó la blusa y el sostén hasta que sus senos quedaron
expuestos al frío de la noche . Muchos de los presentes
cuchichearon entre sí. Decían que a lo mejor la tropa se iba a
divertir un poco con la muchacha, como era su costumbre y
que después la dejaría ir. Más de uno se desilusionó y se fue a
dormir.
Luego se acercó otro policía con dos sogas y, con el visto
bueno del mayor, se arrodilló frente a Celmira y procedió a
A u H 1o B u s To s V A L E N e 1 A 89
;:..:.._--

atarla de los pies. Se paró, le ordenó colocar las manos atrás y


se las amarró. La cautiva permanecía con la frente en alto . Los
curiosos seguían cuchicheando.
El policía que tenía los ganchos los estrelló entre sí y se
paró al frente de mi hermana. Los empuñó en sus manos,
volteó a mirar al mayor y cuando este bajó su cabeza clavó los
hierros en los senos de Celrnira. La sangre brotó a borbollones,
recorrió su vientre, bajó como un río por sus piernas y fue a
humedecer el polvo. Un grito de dolor estremeció la plaza y
ahuyentó a más de un valiente . Ni qué decir de los cobardes.
El mismo desgraciado que la ató, tomó otra soga y la pasó
alrededor del cuerpo de su víctima. Luego unió los ganchos
que despedazaban la carne de Celrnira y con el lazo los aseguró.
Buscó la punta suelta de la soga y la amarró a la parte trasera
del jeep.
Segundos más tarde el carro descendió hasta la Calle del
Rin y tomó la cuesta que conduce a la iglesia de Nuestra Seño-
ra de la Asunción. Luego recorrió las principales calles del
pueblo dejando a su paso esparcidos pedazos de juventud.
Cuentan los pocos que . vieron, que el carro sqbió por la
Calle del Resbalón y tomó la ruta que conduce a Los Tiestos.
Es una trocha pedregosa de unos cinco kilómetros que se
ab?e campo entre la maleza que cuelga de las montañas y los
abismos.
Dicen que mi pobre hermana, destrozada e irreconocible,
alcanzó a llegar con vida a Los Tiestos y dizque uno de los
policías la desató y la arrastró hasta el filo del abismo. La cogió
del cabello, sacó el arma, le pegó un tiro en la cabeza y dejó
que su cuerpo rodara por el peñasco.
A los pocos segundos llegó a Los Tiestos otro camión car-
gado con 27 mujeres acusadas de ser chusmeras. Bajaron a la
primera y la violaron. Luego destrozaron sus ropas y le metieron
un palo puntudo por la vagina y se lo sacaron por el cuello.
·,,--__::_::,
90 SoBR E VIVIENTE S DE LA T E MPE ST A D

Después vino la segunda, la tercera, la cuarta, la . .. Sus cadá-


veres arrastraron más hacia el abismo el cuerpo de Celmira.
Cuando llegué a casa prendí otro mecho a la Virgen y co-
mencé a rezar otra novena por el alma de mi hermana. Esa
misma noche, mientras mi pequeña lloraba, decidí que también
se llamaría Celmira.
Y a en la madrugada del 2 de enero, cuando el rencor y el
odio se habían apoderado de mi cuerpo y mi alma y no m~
dejaban dormir, me puse a echarle cabeza a un plan para vengar
la muerte de mi hermana. Me acordé que en alguna ocasión
Celmira ha oía comentado que si el derramamiento de sangre
continuaba estaba dispuesta a ir al altar con el oficial de más
alto rango de la zona para tener acceso directo al pensamiento
criminal del gobierno .
Después de pensar y pensar llegué a una conclusión. El ob-
jetivo era matar al mayor Díaz. No había de otra si quería
hacer justicia. Recordé que muchas veces se me había acer-
cado a cortejarme y que en la calle me botaba sus miradas
perversas . "Ahí está la clave. Lo enamoro, lo llevo al lecho y
cuando se descuide le clavo un puñal en el corazón", pensé .
Mi plan se frustró porque el asesino fue trasladado y, a pesar
de que indagué por todas partes, perdí su rastro para siempre . . .
A los pocos días me fui para Bogotá a aguantar hambre y frío
en un rancho donde las ratas nos mordían los pies.
\rrrr
La forastera y Héctor permanecían
sentados en el atrio de la solitaria iglesia, que más bien parecía
una capilla. Angélica interrumpió su relato , se pasó sus manos
por la cara y se dirigió a Héctor.
-Y a le he contado demasiado de mi vida y usted dice que
también comió de la buena en la revolución. Así que cuén-
teme dónde estaba usted ese espantoso día de la quema de
Íbama .
.._¡Qué día! -dijo Héctor-. Aunque ese lunes había
amanecido peor de jodido del nacido que tenía en la ingle,
el estómago me recordó que los pobres no tenemos der:echo
a enfermarnos y por eso me paré como pude y me fui a coger
unas pepas de café y a limpiar un cafetal.
Cuando vi la ahumarada que venía del pueblo, dejé la
chirta y me fui corriendo a ver lo que estaba pasando. Menos
mal que en el camino me atajó una señora y me advirtió que
no as¿mara las narices por el pueblo si no quería correr la
misma suerte de mi primo Roberto . "El pueblo ya no eXiste
y su primo tampoco", me dijo.
92 SoBRI::VIVIE NTE S D E LA TEMPE STAD
.------'--~

Salí corriendo como alma qu e lleva el diablo. Hasta me


olvidé del puto nacido. Cogí por una loma que conduce a El
Chapón en busca de mi familia, que ya llevaba varias semanas
viviendo en el monte ante la mortandad que se había apode-
rado de la región.
Cuando comenzó a oscurecer yo todavía estaba dando
vueltas entre el monte como animal extraviado. No había
coronado la loma cuando el desgraciado nacido me reventó .
Casi arrastrándome llegué hasta un chorro de agua, me bané
la herida y descansé un rato en compañía de la oscuridad y el
canto de los grillos. El resto de noche la gasté en dormir.
Muy de mañana me levanté y me eché otro poco de agua
en la herida, yo creo que era bendita porque en menos de lo
que canta un gallo me curó, y retomé el camino que me reuni-
ría con mamá y mis hermanos. Papá ya había muerto. Después
de semejante patoniada y con las tripas pegadas al espinazo al
fin los encontré en El Pauchal, una especie de ratonera donde
permanecían racimos de refugiados , pero donde se encon-
traba comidita para mitigar el hambre.
La calma duró sólo tres días. Ese jueves nos metieron una
carrera ni la hijuepuerca. Casi nos matan a mamá, Resurrec-
ción Ramírez . ¡Virgen Santísima!, los godos la agarraron
cuando estaba cocinando un pedazo de carne para darnos, y
se la llevaron con sus dos pequeños nietos.
A mí me tocó retroceder y enchiquerarme en el monte
porque de lo contrario me habrían vuelto cadáver. "Me quedé
sin mamá y sin sobrinos", me dij e.
Al otro día, el viernes, nos dimos a la tarea con mis hermanos
Luis y Celestino d e buscar aunque fuera su cuerpo para darle
santa sepultura. Echamos por una loma arriba y cuando yo
llegué al filo del alto de Antonio Culibajito m e encontré de
frente con mamá y los dos chinitos. Ese fue el día de la resu-
rrección de Resurrección .
ALIHIO BU S TOS VALENCIA 93
~---,· ·:· ,

'' No se asusten que estoy vivita. M e salvé porqu e llega mos


a una montaña y yo m e hic e la cansada , me les qu edé un
poquito, me boté por un abism o y aquí estoy mis hijos", nos dijo
con la tranquilidad de un a resucitada . Yo sólo m e santigü é y
le di gracias a Dios por el milagro.
Luego m e metí la mano al bolsillo y le entregué los últimos
pesitos que m e acompañaban . " Váyase para la casa de don
Antonio - le dij e - y dí gale que le ve nda comidita y que si
algo le quedo debiendo , yo sabré pagar con mi trabajo ".
Mis h ermanos agarraron trocha abajo en busca del sustento
y yo me qu edé p ensando en el camino que d ebía coger. " No
más co rrede ra ni aguantade ra de hambre. Me voy a presentar
al cuart el de los liberales", dij e en voz alta y n1e fui . " Vengo a
acomp añarlos" , le dij e a uno de los oficiales que dirigía el
puesto de guerra.
La cosa no m e gustó mucho porque, aunqu e me dieron la
bienvenida, de entradita me terciaron una carabina punto 30
y esa misma noch e m e mandaron a prestar guardia. " No se
vaya a dormir que de usted dep ende la vida de los combatien-
tes" , me gritó el capitán Brigelio mi entras hablaba de otras
cosas de gu erra con el teniente Tolima, el teniente Abundino
y el sargento Chito.
Aproveché la no che para conocer la base . Quedaba en el
tec ho de la tierra y perman ecía iluminada por estrellas y
luceros. Desde esa cordillera se divisaba el resto del mundo.
Era imposible qu e un godo llegara hasta la entrada principal
sin haber si do detectado a kilóm etros. Pero por si las moscas,
estaba repleta de trin cheras y garitas capaces de albergar hasta
200 combatientes. "Esta es la m o ntaña de la libertad y la vida",
repetía a cada paso para darme moral de soldado .
Muy a la s tres de la mañan a el teniente T o lima ordenó:
"¡ Levantarse el p ersonall " La orden era fácil de cumplir. 'La
levan tada consistía en pararse del su elo y de esa manera
94 S o BR E VIVI EN T ES DE L A TE MP ESTAD
--....:....:;

quedaba uno listo para presentarse en la plaza de armas. Con


decir que las mejores cobijas eran un pedazo de costal y unas
hojas de plátano.
A las cinco ya todos habíamos desayunado. Las órdenes del
teniente fueron claras: "Fulano y fulano prestan guardia, Fulano
y fulano patrullan en los alrededores y el resto a trabajar en la
construcción de ranchos para las viudas y los huérfanos que
viven al sol y al agua ''.
Al lado de la base hicimos hermosos ranchos. Unos seguidot
de otros, como si se tratara del nacimiento de un nuevo pue-
blo en el corazón de la montaña. Pero no, ahí quedaron los ran-
chos de palmicha blanca porque sin cristianos no hay pueblo.
En uno de esos días de regreso a la base, después de más de
una semana de intensos patrullajes y sin saber qué era un tinto o
un caldo, nos aproximamos a una casa habitada, casi muriéndo-
nos de hambre y sed y arrastrando las patas de puro cansancio.
A la distancia vi algo que me hizo abrir los ojos y me dio
fuerzas para llegar al rancho . Era una manada de piscos, que
más bien parecía un desfile militar. Marchaban con esa ele-
gancia de los que comen tres veces al día y poco trabajan.
-Buenos días señor, buenos días señora. Nosotros somos
los que velamos por la tranquilidad de la vereda y estamos a
punto de desmayarnos del hambre. Queremos que nos vendan
un animalito de esos -les dijo mi compañero Luis Quitián
con una decencia y unos modales de los que yo mismo quedé
asustado .
Los parroquianos confundieron la decencia con la idiotez y
casi que en coro nos gritaron: -los piscos no están para la venta.
Luis me pasó su carabina y les preguntó , esta vez con menos
educación y con voz de muerto de hambre: -¿no nos ven-
den el pisco?
La respuesta fue la misma: -ya les dijimos que no están
para la venta.
A L l R 10 B U S TO S VALE NC I A 95
~---' 11

A Luis se le salió el salvaje, sacó su machete y de un peini-


llazo le bajó la porra a uno de los orondos marchado res. Y o,
mientras tanto, aseguré la carabina y apunté contra el tipo.
-El primer verraco que chiste algo le pego su tiro -grité.
Es que uno muriéndose de hambre es loco y es capaz de tragar-
se a un vtvo.
-Ahora, ¿van a cocinar el pisco o no? -dijo el Luis que
yo siempre había conocido, el atravesado.
-Sí, ya vamos -respondió medio amusgada la vieja.
Pero como sabía que pisco sin recado no es bueno, también
saqué mi machete y tumbé un racimo de plátanos bien jecho,
que estaba ahí, al pie del fogón . Otros de mis compas fueron
a un yucal que quedaba del rancho para arriba y arrancaron
varias matas . Al fin salió a relucir la hospitalidad campesina y
los dueños de casa decidieron matar otro pisco.
A medida que el olor a sancocho se paseaba por todo el rancho
crecía mi temor que de pronto nos tocara, como en muchas
ocasiones, dejar tirada la olla con los trozos y el caldo y salir
corriendo para el monte con la barriga toreada. Esta vez no
hubo tropa ni godo que amenazara el plato de comida más
exquisito que me haya comido en mi vida . Nos tomamos
varias totumas de guarapo y nos quedamos dormidos en el
corredor.
Los últimos rayos del sol me despertaron y pedí a mis com-
pañeros que nos alistáramos para partir. "No se preocupen,
pueden quedarse si lo desean", dijo el dueño de casa. Mire a
quiénes les dijeron. Nosotros, ni cortos ni perezosos, seguimos
durmiendo hasta el amanecer.
Duramos quince días para llegar a la base. Llegamos en las
mismas condiciones que lo habíamos hecho cuando arrima-
mos a·la casa de los piscos. Menos mal que nos dieron comi-
dita , eso sí sin pisco y sin una grima de sal; nos bañamos y
dormimos durante tres días .
96 SooHEVIVIENTES DE LA TEMP E STA D
--~

Al tercero, como el Señor Jesucristo, resucitamos y tocó


volver a patrullar. Un día veníamos de la base con el teniente
Abundino y el capitán Brigelio y cuando llegamos a la loma
donde quedaba la casona de Cornelio Miranda nos topamos
de frente con los godos. Estaban ahí y nos recibieron a plomo.
En medio de la plomera, uno de esos infelices me alcanzó a
quemar. Me chamuscó el cuero de un tiro .
-Me hirieron esos desgraciados -grité.
-Eso no fue nada Camisadiaria -me respondió con cierta...
burla uno de los combatientes. No sé si me dio más rabia que
el otro me recordara el apodo que me·habían puesto por tener
sólo una camisita o el tiro en el brazo derecho, pero me en-
furecí y comencé a dar candela como nunca lo había hecho .
Después de una hora de combate los sacamos corriendo.
Había sangre por todos los alrededores de la casa y ese pa-
tionón quedó teñido de rojo el hijueperra, pero no topamos
ni un muerto . Se los llevaron. Ahí mismito busqué unos cogo-
llos de cacu, los sequé, los molí y me eché ese remedio en la
herida. A los pocos días sólo estaba la cicatriz.
En esos días se murió doña Candelaria, la mamá de Teresa
Álvarez, una mujer muy amiga de mamá. M e pidió que le
ayudara a hacer un hoyo para enterrarla al lado del papá, para
que se hicieran compañía. Aunque en medio de la revolución
había pasado de moda enterrar gente, no podía negarme por
aquello de tratarse de una mujer y de una amistad.
Me puse a hacer el hueco . No llevaba una cuarta escarbada
cuando me encontré con una calavera. Detrás venían otras
tres. Los pocos que acompañaban a la muerta no salían del
asombro al ver que estábamos profanando una tumba que
nadie conocía y que ni siquiera mereció una cruz.
-Cuidado que no se sabe de quién son esas calaveras y de
pronto hablan -me dijo una anciana temblorosa que no se
cansaba de echarse la bendición.
A L 1H 1o B u s Tos V A LE N e 1 A 97
~---

-Qué va a poder decir un pedazo de hueso, mi señora


-le respondí muerto de risa. ¡Pobre doña Candelaria!, quedó
acostada encima de otra tanda de huesos que de seguro tuvie-
ron que maltratar su espalda.
Así seguimos combatiendo a todo lo que oliera a tropa y
godos. A nosotros era mucho lo que nos gustaba la antipatía
para joderlos. Cuando estábamos bien arrechos para peliar,
armábamos unas griterías para llamar la atención de los escua-
drones de asesinos para provocarlos. Y o le disparaba a lo que·
se movía. No preguntaba quién era, porque el que se ponía a
esas terminaba con su tiro en la porra y la jeta llena de tierra.
Claro que cuando la gavilla que nos enfrentaba era muy
grande, yo corría más que una culebra cuando siente que le
van a desmochar el rabo. Sí, porque cuando había que correr
no me alcanzaba ni el mismo diablo.
Héctor no había acabado de contar su odisea cuando la forastera
soltó la primera carcajada que se le conoció desde su regreso a
Íbama .
-No se ría de a mucho mi señora que la cosa fue en serio
-dijo Héctor otra vez muerto de risa. .
Las risas de Angélica y Héctor llamaron la atención de la ma-
yoría de estudiantes del Gerardo Bilbao . Los muchachos se acer-
c?uon como queriendo indagar quién era la forastera y de paso
pedir que repitieran el chiste. Pero la voz de la profesora Deysy
se escuchó y los curiosos tuvieron que volver a las instalaciones
del.cuartel a escuchar la última clase del día.
Los dos sobrevivientes también abandonaron el atrio de la
iglesia y se refugiaron de los rayos del sol debajo del árbol de
pomarrosa de la plaza.
-Este árbol también es un sobreviviente de la revolución
-coinentó Héctor.
-Y no es el único. Casi todo el bosque supo lo qll:,e nos
pasó -respondió la forastera . Los rastros de risa desaparecieron.
98
----...,
SoBREVIVIE N T ES D E LA TEMP ES T A D

-Me acuerdo que cuando las matanzas se convirtieron en


el pan nuestro de cada día -dijo Angélica con la cabeza
gacha-, casi todos los sobrevivientes dormíamos al otro lado
del río para no dejar rastro y así impedir que los asesinos
saltaran de entre el monte y nos mataran.
En una de esas noches cenamos con unas pocas flores de
guarapo y un pedazo de caña dulce y cada quien buscó lo que
ya habíamos dado en llamar cama. Cogí mis dos hojas de plá-
tano y tauchira secas, me las eché por encima y a dormir se"'
dijo, a pesar del ruido amenazante de los truenos .
Cuando ya estaba cogiendo calorcita comenzó a lloviznar.
Era una llovizna que apenas se sentía cuando tocaba las hojas.
Se sentía como un hormigueo, de esos que invitan a arrun-
charse y seguir durmiendo . Los truenos cada vez eran más
fuertes y continuos.
De repente, no sé qué pasó . Sentí que me sacaron violen-
tamente de la cama y cuando abrí los ojos ya me encontraba
en la mitad del río tragando agua a borbollones.
Inútilmente traté de agarrarme -de lo que pudiera, pero la
creciente me llevaba, me llevaba hacia un túnel oscuro que se
iba iluminando poco a poco . Cuando se iba aclarando más y
más, me dejé ir y ya no sentí nada. Parecía que flotara . Dicen
que ese es el túnel de la muerte.
Cuando ya iba como en la mitad del túnel, un fuerte sacu-
dón me despertó y otra vez me encontré en la orilla del río
vomitando agua. El chorro de luz de una linterna, en medio de un
torrencial aguacero, me encandelillaba los ojos y no me permi-
tía ver a la persona que me estaba aprisionando el estómago.
"Vamos, abandonen la orilla. Busquen refugio entre el
monte porque con esta lluvia el río va a inundar todo. Busquen
la loma. Busquen la loma'' , gritaba alguien en la oscuridad.
La persona que me auxilió, que la verdad no me acuerdo
quién fue, me echó a su espalda y me dijo que me tuviera
ALIRIO B u sTos VALENCIA 99
i-'----

duro mientras abría camino con el chorro de la linterna.


Todo el mundo pujaba en esa cuesta. Los niños eran los que
más sufrían tratando de cogerse de los bejucos y las ramas de
los árboles cada vez que se resbalaban.
Después de tantos gritos y angustias alcanzamos la cresta de
la loma. Era como una selva. Ahí fue cuando las pobres viejas
comenzaron a llamar a muchos de sus seres queridos . Unos
contestaron ... otros no . ..
"Ahora salgámonos de estos árboles porque nos puede
matar un rayo . Busquemos una cueva para escampar", volvió
a gritar la misma persona.
Bajamos la loma, atrav~samos un cafetal y un potrero de
pasto imperial hasta encontrar abrigo debajo de una roca gi-
gantesca de la que colgaban moños de musgo y quiches. Era
tanto el cansancio, a pesar de ir a tuta, que tan pronto me
dejaron en el suelo me quedé dormida.
"Parece que se desfondó el cielo. Esto tiene que ser un
aguacero de abril, porque está lloviendo a cántaros" , repetía
una mujercita que no tardó en pedirle a santa Bárbara bendita
que alejara los rayos y los truenos .
Al día siguiente nos miramos unos a otros y nos dio risa.
Estábamos llenos de barro y mugre de la coronilla a los pies.
D espués vino un poco de llanto .. .
Aunque ya nos habíamos acostumbrado a vencer el ham-
bre, lo que sí no nos podía faltar después de semejante noche
era un tintico bien cargado.
Recuerdo que mi abuela, Ana Félix Montes, mandó a mis
hermanos a coger unas pepas de café maduro y traer unos
chamizos para prender candela. De puro milagro aún quedaban
unos pocos fósforos secos.
Uno de los niños le ayudó con tres piedras para hacer el
fogón . A pesar de que los pedacitos de leña estaban húmedos,
la abuela se dio maña de sacarles humo. "A falta de soplador,
100 S o BREVIVI EN T ES D E LA T E MP ESTA D
--~

soplen así sea con la boca, pero no vayan a dejar apagar el


fogón", dijo .
Cuando mis hermanos regresaron con unas manotaditas
de café, ella dobló su delantal, las recogió y las lavó en el mismo
río que horas antes se había llevado a muchos de los sobre-
vivientes . Luego las metió en un caldero más viejo que la
sarna y después se dio la maña de envolverlas en un trapo y
molerlas con dos piedras.
Después de los tres sorbos de tinto, nos regamos a lo largo..
del río. Cada quien lo más lejos posible del otro. Era la hora
de bañarnos el cuerpo y de lavar los trapitos.
"Es hora de partir", gritó una de las viudas. A medio orear
me puse el vestido y una vez más cogimos camino por entre
esas montañas que nos habrían de llevar a algún lugar de Pacho.
Durante el recorrido, una tarde, casi que de noche, nos
encontramos con mi prima Lucila Valencia. La pobre ya no
podía más con la barriga. El chinito estaba a punto de salírsele
y en semejante invierno no tenía ni un trapo con qué cobi-
jado. Lloraba al pensar que su hijo· estaba condenado a morir
entre riscos y aguas mezcladas con fango . Trató de levantarse
para continuar la marcha, pero las contracciones le avisaron
que había llegado la hora de ser madre . Y así fue, en el pleno
corazón de la montaña agreste nació el niño que desde esa
misma noche se llamó Atanael de la Montaña. Su primer
pañal fue una hoja seca y su primer abrigo también. Su vida
fue corta. En plena juventud se fue en busca de las piedras
preciosas que brotan de la tierra de Muzo, pero una roca se le
fue encima y acabó con su existencia. Sí, la montaña mató a
Atanael.
Una vez en Pacho, con mi madrastra y mis hermanos in-
vadimos un ranchito abandonado que quedaba en las afueras
del pueblo. Estaba casi caído. Eran cuatro guaduitas cubiertas
por un pedazo de paroi y palmicha. Ahí nos acomodamos
A LIRIO B us To s VALENCIA 101
,.:::...::...=------

entre unos costales y unos cartones a tratar de comenzar una


nueva vida.
Como el hambre ya no daba espera, Ana jesús les pidió a
los muchachos que bajaran al pueblo y trataran de trabajar así
fuera cargando bultos o haciendo mandados para conseguir
algo que echarle a la olla. Esos pobres chinos molían los días
enteros y muchas veces se veían obligados a regresar con las
manos vacías .
En uno de esos días de hambre, mi madrastra, que estaba a
punto de caer a cama, me mandó en compañía de mi hermana
Clara a pedir limosna a la plaza. Con un talego en la mano sali-
mos en busca del pueblo. Caminamos y caminamos y casi no
llegamos al bendito caserío.
Había llegado la hora hacer algo que nunca había hecho:
pedir limosna . Cómo extrañaba a las dos muchachas que nos
ayudaban en el hotel de Íbama. Al desayuno me daban caldo
de papa con costilla, huevos pericos con arepa, tajadas de plá-
tano y chocolate en pura leche. Luego venían las medias
nueves, el almuerzo bien trancado, las onces y por último
una cena en la que nun<;:a faltó el pedazo de carl!e.
No sabía cómo pedir. Me daba vergüenza pura. Tal vez
era el orgullo de mi padre el que no me dejaba abrir la boca
para suplicar que me regalaran una papa, una yuca o un gajo
de cebolla. Pero el hambre pudo más que el orgullo y por
primera vez en mi vida estiré la mano para recibir un plato de
comida.
Nos daban poquito, pero siempre llegamos con algo a la
casa. Yo me daba a la tarea de pedir y Clara cargaba eljotico.
Después de que habíamos llenado el talego con papa corta-
da, algunas yucas, uno que otro tomate medio dañado y unos
biches, nos íbamos como dos angelitos huérfános en busca del
rancho. Sufríamos tanto tratando de cargar ese joto, <tu e mu-
chas veces teníamos que hacer 20 ó 30 paradas para descansar.
102
-------,
S o BR EV I V I EN T ES D E LA T E M PES T AD

Un día nos fue muy mal. Recorrimos toda la plaza y no·nos


dieron ni la punta de un plátano. Entonces nos devolvimos
para el rancho y nos dio por ponemos a jugar con unos bejucos
de sarve.
Hicimos dos ruedas y comenzamos. En eso salió a nuestro
encuentro mi hermano José y nos cogió a punta de sarve y así
nos llevó hasta la casa. Cuando llegamos al rancho nos metió
de cabeza entre la alberca del agua y casi nos ahoga. Alma
bendita, yo creo que lo hizo por el desespero del hambre y la....
impotencia para vencer la maldita pobreza.
Para colm~ de males, un día la vejez cogió al rancho y lo
mandó a tierra, encima de nosotros . Recogimos los tres trapos
viejos que teníamos y nos fuimos en busca de otro rancho
abandonado . La suerte mejoró y en menos de medio día en-
contramos otro, más cerca del pueblo.
Contentas porque ya no quedábamos tan lejos, con Clara
nos fuimos a pedir limosna y como que se nos apareció la
Virgen. Unos niños, que también pedían, nos dijeron que
debíamos ir al albergue de·monjas,·que quedaba en las afueras
de Pacho.
Doblamos el talego y nos fuimos a ver si era cierto que por
ahí había monjas que ayudaban a los niños. Efectivamente,
después de echar pata como media hora, llegamos hasta la
puerta de una especie de granja y allí nos recibió una monja
alta, morena, que, la verdad, si no fuera porque tenía el hábito
yo hubiera jurado que era una reina.
-¿Por qué hay tanto niño en este lugar? -le pregunté a la
religiosa.
Tomó un poco de aire, nos abrazó y dijo: -todos son como
ustedes, huérfanos de la revolución.
Nos llevó a una cocina y nos dio comidita. Y sin que nos
preguntara, nosotras nos pusimos a contarle lo que nos había
tocado vivir por culpa de la guerra. Ella se puso a llorar. Nos
A LIRI O B US TO S VAL ENC IA 103
,::...::...:=-----

pidió el talego y lo llenó de mercado . También llenó otro


con ropita vieja, pero en buen estado . "Criaturas, vuelvan a
casa antes de que las coja la noche y que Dios y la Santísima
Virgen las proteja" . Nos dio un beso de despedida y nos dijo
que regresáramos todas las tardes.
Desde entonces, esa santa nos quitó el hambre y casi nunca
más tuvimos que mendigar en las calles. En una de esas tardes
de charla le dije a la monjita que yo quería hablar con ella de
algo que había pensado la noche anterior.
-No tengas temor en contarme lo que quieras, que yo estoy
aquí para ayudarte -me respondió .
-Lo que pasa, hermanita, es que yo no soy hija de Ana
Jesús. Mi mamá murió cuando yo tenía tres años y mi papá
fue asesinado el día que la tropa destruyó el pueblo. Y como
me siento tan sola en el mundo y mi mamá no me quiere llevar
con ella, le suplico que le pida a mi madrastra que me regale a
ustedes, le dije llorando. Creí que la mejor manera de no per-
derme en el mundo era estando al lado de esas mujeres que
tanto ayudaban a los huérfanos de la revolución.
La monjita se puso a ll9rar conmigo y me pron:etió que iba
a hablar con Ana Jesús para que yo me fuera a vivir con ellas.
Al día siguiente la hermanita llegó al rancho con un talego
f!eno de comida. Habló con mi madrastra, pero su respuesta
fue contundente: "Así aguantemos hambre y tengamos que
sufrir más de lo que lo hemos hecho,jamás abandonaré ni re-
galaré a mi china'' .
"Será seguir sufriendo", pensé. Como a los ocho días, más
exactamente el19 de febrero de 1953, le comenzaron los do-
lores de parto a Ana Jesús . Eran como las siete de la noche.
" Angélica, tráigame un poco de agua y unos trapos limpios",
me dijo.
Luego , esa pobre mujer preparó su cama, que no eta otra
cosa que un costal y unas hojas de papel, y se recostó contra
104 SoBREVIVIENTEs DE LA T E MPE STAD
----,

uno de los cercados. Entre tanto , yo buscaba afanosamente


un mecho para encenderlo y pegarlo en el suelo para que el
niño no naciera en la oscuridad y por lo menos la luz de una
vela iluminara su vida.
Mis hermanos se pusieron a cubrir con papel los huecos de
los cercados que dejaban entrar el frío del campo. "Ahora sí,
déjenme sola", nos dijo . "Voy a estar bien, no se preocupen",
agregó.
Nosotros nos acurrucamos en las afueras del rancho a esperar
que ella hiciera sus cosas. A los pocos minutos se escuchó el
llanto del bebi:. "Angélica, vaya a donde la monjita y dígale
que me regale algo para abrigar al niño", gritó desde adentro.
Salí corriendo sola por ese camino y media hora más tarde
ya estaba en el albergue.
-¿Hija, qué haces a estas horas por aquí? -me preguntó
asombrada la monjita .
-Nació el bebé . Nació el bebé -fue todo lo que le dije.
La religiosa salió corriendo, empacó ro pita entre un talego,
me cogió de un brazo y volvimos ·al rancho. Cuando llega-
mos, Ana Jesús estaba arrullando al niño . Era un bebé tan
precioso, que se me pareció al Niño Dios . Tal vez los únicos
que faltaron fueron la mula y el buey. Sus ojos azules, su ca-
bello amarillo, su piel blanca y esa gordura lo hacían ver sobre
ese costal como el mismísimo Niño Jesús .
Como la monjita no nos había llevado mercadito y en el
rancho no había con qué hacerle una aguadepanela a Ana
Jesús, Clara y yo volvimos a pedir limosna al pueblo . Y a
sabíamos que en la plaza era poco lo que daban, entonces de-
cidimos ir a las tiendas y a los otros negocios a ver si por lo
menos nos regalaban una moneda.
Entramos a una especie de droguería y el dueño , que era
un viejo medio extraño, nos dijo que si queríamos unas
monedas debíamos de acompañarlo al fondo del negocio, a
ALIRIO BusTo s VALENCIA 105
~---

una pieza que estaba desocupada. "Ustedes se portan bien


conmigo y van a tener mucha comida", nos dijo con una cara
de maldad que , sin pensarlo dos veces, cogí a Clara de la
mano y salimos pitadas. Corrimos por todo el pueblo y minu-
tos más tarde llegamos a la casa sin hacer ni una sola parada en
el camino. Regresamos con el talego vacío, pero con la moral
y los principios intactos. Y o creo que el alma bendita de mi
papá nos protegió.
Cuando llegamos, Ana jesús me dijo que se estaba murien-
do de las ganas por tomarse un tinto. En esas me acordé de lo
que hacía mi abuela Ana Félix en el monte. Me fui a un cafetal
y cogí una puñadita de café maduro. La descerecé con la
mano, la puse a tostar en un caldero y luego la molí con la
misma piedra que trillábamos el maíz.
Después de tornarse el tinto, mi madrastra se paró del cos-
tal y me pidió que la acompañara hasta la quebrada, que quedaba
como a 40 minutos del rancho, a lavar la ropa del parto y los
primeros pañales de jorge.
"Caminemos despacio, porque de pronto se me puede
venir una hemorragia",.me dijo cuando comen.zamos a bajar
una parte de la trocha. Una vez en el riachuelo, ella se metió
al agua y la sangre acabó con su transparencia.
... Pasaron los días y alguien dijo que la guerra se había acabado
porque un general había sacado .corriendo al viejo Laureano,
pero nosotros no nos hicimos esperanzas porque cada día lle-
gaban más viudas y huérfanos huyéndole a la muerte.
Saber que el golpe de Estado del 13 de junio de 1953, que
para nosotros es más bien el día de la independencia, la libertad
y la vida, lo presintió mi primo Heberto tres días antes que el
general Rojas Piailla se convirtiera en la calma que sucedió a
la t~mpestad ...
Heberto vive en las cantinas de Íbama y de vez en cuando va
a su casa, casi siempre a dormir . Dice que es mejor mantenerse
106
--~-".
S o nR E VI V I EN T ES D E L A T E MP EST AD

sumergido en el remojo del alcohol antes que ahogarse en las


aguas turbulentas de la vida .. .
Mire, con la credibilidad que merece un borracho de casi
sesenta años y las canas de mi madre, Elisa Real de Valencia,
juro ante Dios que el1 Ode julio de 1953 el cielo me reveló el
fin de la revolución. Fue una tarde . Una tarde linda. Llena de
arreboles . Recuerdo que yo estaba matando el tiempo tirado
boca arriba sobre un pasta! y me puse a mirar por allá dondes ~
oculta el sol. Allá, donde la montaña y el cielo se saludan. Fue
entonces cuando de entre los arreboles vi salir una tanda de
soldados muy bien armados que mostraban respeto por la
bandera patria. Todos desfilaban con la frente en alto . Vestidos
con uniformes nuevos . Era un desfile sin igual y único y como
para estar seguro de que no me estaba volviendo loco, llamé a
mamá para que viera el ejército libertador. . .
Sin embargo, la noticia no fue recibida igual por todos .. .
Al ejército libertador de carne y hueso sólo lo conocimos el7
de julio de 1953 -recuerda Angélica-. Ese día nos comimos el
último susto antes de emprender el viaje de regreso a nuestra tie-
rra. Ana Jesús estaba lavando unos pañales de Jorge en la quebra-
da cuando escuchó un ruido muy extraño. Provenía de arriba, de
la carretera. Luego vio un gigantesco pájaro de acero en el aire.
Esa mujer llegó corriendo al rancho. Tomó el niño en sus brazos
y nos dijo que corriéramos. "Mis hijos, se volvió a estallar la
revolución. Se volvió a estallar la revolución", gritaba como loca.
Arrancamos corriendo para el monte. Más tarde alguien
nos explicó que esa caravana venía de Bogotá y que en ella
viajaban todos los sobrevivientes de la revolución que habían
alcanzado a llegar a la capital. El alma nos volvió al cuerpo y
decidimos unirnos al viaje del retorno .
Años después supe que en esa caravana venía José Antonio,
el hombre que se convirtió en mi esposo . Él estuvo presente
ese día a las seis de la mañana en el Parque de los Mártires . . .
ALIHJO B u sTo s VALEN C IA 107
..=--:--- -

José Antonio vive solo en la Calle de los Tramposos, a pocas


cuadras de la iglesia de La Palma . Sus 1O hijos vivos, repartidos
en dos familias, se fueron de su lado y muy de vez en cuando re-
gresan a su rancho.
En sus años mozos fue sastre, torero, músico y hasta gamonal
político. Era normal verlo en tiempos de elecciones moviendo
caravanas de buses y camiones para que no se le escapara un solo
voto al candidato de sus afectos.
Es un autodidacta que guarda bajo llave, en su baúl de madera
café, los libros con los que sin ayuda de maestros aprendió sobre
funcionamiento del Estado, leyes, funciones trigonométricas,
gramática, lingüística, ortografía e incluso algunas palabras de
inglés y francés . Ahí también guarda como un tesoro la imagen
gorgojienta de su generalísimo Gustavo Rojas Finilla y los
papeles sellados que certifican su militancia en la Anapo, partido
del cual llegó a ser concejal.
Don Antonio el sastre, como le dice todo el mundo, s~ las in-
genió para votar dos veces en las elecciones que llevaron a Virgilio
Barco Vargas a la Presidencia de la República porque, según dice
con gran orgullo, tocaba impedir que Alvaro Góme.z tuviera algún
chance de montarse en el poder.
Sentado en un taburete de madera, escarbando su baúl, José
Antonio trajo a su memoria cómo se salvó de las garras de la tropa y
cómo fue el regreso de la caravana de los sobrevivientes ...
Después de tanto tiempo de aguantar hambre, frío y hasta
desprecios en Bogotá, el gobierno anunció que todos los des-
plazados debíamos presentarnos a las seis de la mañana del 7
de julio de 1952 en el Parque de los Mártires .
Me pregunté por qué el Estado se nos había venido encima
ha~ta acabar con un puñado de vidas que entonces eran fe-
lices en el anonimato de las montañas y llanuras de Herrera-
Bustos. Recordé que el tiempo transcurría entre amaneceres
cargados de energía para coger las chirtadas de café, limpiar
108
-----':...C...:,
S O B H E V 1 V 1F. N T E S D E L A TE M P E STA D

potreros, ordeñar vacas o moler caña, y atardeceres llenos


de tranquilidad para tomar una siesta en las hamacas colgadas
en los corredores de casonas rodeadas de rosas, dalias, cla-
veles y girasoles.
Pero un día, la fertilidad de esa tierra de la qu e brotaba vida
sin necesidad de abonos y donde se vivía pensando que la
muerte únicamente llegaba cuando lo dispusiera Dios, fue
esterilizada por las balas asesinas que dejaron al campesino en
medio del fuego producido por el odio . .,
No tan lejos estaba Gaitán de la realidad cuando dijo : " Si
en este país ha de haber violencia, la primera bala ha de ser
para mí" . Y así fue. Después de él seguimos nosotros.
Una noche el ejército comenzó a quemar ranchos en todo
Topaipí hasta llegar a nuestra vereda, Herrera-Bustos. Con
las primeras estelas de humo , no tuve otra alternativa que
abandonar todo con mi madre Purificación y con mi tía María .
A la mañana siguiente cogimos las últimas tres vacas que
nos quedaban y las echamos por delante en busca del camino
real que conduce a La Palma, por el lado de Taucurí, una
vereda a media hora del pueblo. Atrás quedó el sueño de un fu-
turo mejor para dar inicio a una pesadilla que aún no termina.
Recuerdo que antes de llegar al río Barandillas vimos qu e
venía una patrulla del ejército. Como yo ya sabía que el que
encontraban los militares era persona muerta, pues no lo pensé
dos veces, boté el rejo que traía en la mano y me tiré al
monte. Me fui rodando por unos barrancos abajo, llenos de
maleza, hasta caer pesadamente a un camino.
La tropa se dio cuenta y salió corriendo a perseguirme,
pero no les di tiempo de que m e convirtieran en cadáver.
Atravesé el río y luego me interné entre el monte, con el
cuidado de caminar despacio, muy despacio , para que no
detectaran mi presencia cuando mi cuerpo rozara con la
maleza.
A u R 1o B u s To s V ALE Ne 1 A 109
~--

En eso escuché unos tiros y me dije : "Mataron a mi mamá


y a mi tía". Pensé que no era buena idea regresar porque a lo
mejor los militares estaban esperando que yo me devolviera
para dejarme tirado aliado de mis viejas.
Con el dolor de quien ya se siente huérfano, salí al camino
real y casi me estrello con otra patrulla militar. Antes de que
me detectaran me tiré al suelo, con la mala suerte de caer
encima de un hormiguero de pandas o melcochas. Esos ani-
males me comían por todas partes. Me tragaban a pedazos el
pecho y el estómago. Sentía una calor y un dolor insopor-
tables, pero no podía chistar palabra alguna porque de lo
contrario ahí mismito cavaría mi tumba.
Después de yo no sé cuánto sufrimiento, la tropa pasó por
mi lado, casi que pisándome la cara . Me paré y me miré esa
barriga llena de ronchas y corrí al río a echarme un poco de
agua. Cuando el susto y el dolor cedieron un poco, cogí río
arriba y subí por toda una montaña cogiéndome de bejucos
hasta salir a la escuela de Taucurí.
Tan pronto la gente me vio salió corriendo a pagar escon-
dederos a peso. Por fortuna, varias personas me recono-
cieron y se acordaron que yo había acabado de participar en
un censo de la zona. Poco a poco todos volvieron a salir de
"' los matorrales y hasta me ofrecieron una totuma de guarapo.
El amor de hijo me decía que tenía que regresar por los
cadáveres de mi mamá y mi tía, pero el miedo y el deseo de
vivir hicieron que me internara entre el monte en busca de la
casa donde estaban viviendo mi papá y mi hermana, ahí en las
goteras de La Palma.
Cuando llegué al rancho, otra sorpresa me estaba esperan-
do . No lo podía creer, mi santa madre y mi tía estaban re-
costadas en la cama recuperándose de la mano de culata que
les habían dado los soldados después de insultarlas Y, robarles
las tres vacas .
110 SoBREVIVIE N TE S D E LA TEMPESTAD
--~

Pasaron los días y me di cuenta que en el pueblo la situ·a-


ción no era tan terrible como en el campo y por eso pensé en
ir a La Explanación a reclamar mis vacas, pero un buen godo
me dijo que no fuera a exponer la vida por allá porque el que
entraba a ese cuartel no salía vivo.
La guerra comenzó a cercar el pueblo y las amenazas con-
tra mi vida cada vez eran más frecuentes. En una oportunidad
casi me mata un cabo del ejército al que llamaban Satanás.
Recuerdo que yo comía donde la señora Placer, en el mismo ·•
lugar donde los policías tomaban sus alimentos .
Un miércoles estaba tomándome mi sopa cuando llegó
Satanás con su collar de 22 orejas de cachiporras cristia-
nos que le había representado varios ascensos y el respeto
entre la tropa . Con mirada de mandamás recorrió el
restaurante y se dirigió a mí para pedirme la cédula. No se
necesitaba ser muy inteligente para intuir que el hombre
quería colgar otra oreja en su collar y otra insignia en su
uniforme.
-La tengo en la sastrería, que queda en la Plaza de la Panela
-le respondí con voz de humilde .
-Vamos por ella -me contestó.
En la mitad de la calle me detuvo y me preguntó: -¿de
qué política eres?
Haciéndome el marrano, le contesté : -pues yo soy de
aquí de La Palma.
-No, lo que te pregunté es si eres godito o cachiporra.
Ahí me vi en las uñas del tigre. Otra vez con voz de humilde
le respondí: -no señor, yo en eso no me meto, yo sólo vivo
de mi trabajo.
Con risa burlona, me miró y me gritó en la cara: -ya
te conocí, sos un cachiporra hijueputa-. Sacó la mano y
me la pegó en la jeta. Luego me encendió a cachetadas y
trompadas.
ALIRI O Bu s T os VALEN C IA 111
~--

-Cabo, ¿por qué me pega? -fue todo lo que le dije.


-Ande y acúseme cachiporra hijueputa -me volvió a
gritar en mi cara magullada.
Fue tanta la humillación que en su propia la cara le grité
que me matara. Ni corto ni perezoso sacó su revólver y me lo
metió en la boca. En eso actuó un policía que se había vuelto
amigo de almuerzo y le pidió en voz de subordinado que no
me pegara más .
Satanás me soltó y se le fue con todo al policía. -¿Usted
voltiando por los cachiporras?, ¡no faltaba más! -le dijo.
El pobre agente se le humilló : -no mi cabo, yo única-
mente le decía, pero si usted quiere seguir pegándole, pues
hágalo .
El cabo miró para el cielo, le dijo algo al policía y tomó la
calle que conducía al cuartel y también a mi casa. Esperé que
se alejara un poquito y me fui detrás. Había caminado unos
cuantos metros cuando el policía me alcanzó y me dijo que
no me fuera por esa ruta porque el cabo me iba a matar por
ahí abajo. Le hice caso y me fui por otro camino al rancho .
Desde entonces, cada vez que Satanás me veía en la calle me
llamaba: "Mi víctima personal número 23 ". ·
Después me contaron que este cabo era el mismo que se
'" sentaba en el suelo, desenvainaba su bayoneta y metía su
cacha en medio de las piernas para luego pedirles a sus subal-
ternos que lanzaran contra el filo del acero a los cachiporras
recién capturados.
Luego unos militares violaron a un grupo de muchachas
en pleno pueblo. Tan pronto me enteré de la desgracia
de esas mujeres me fui para la casa cural, donde se encon-
traban reunidos como cinco curas de la provincia, a pedir
albergue para ellas . Pero cuando nombré la tropa como la
responsable, tres de ellos me dieron la espalda y se fueron
maldiciendo . '
112 SoRRF.V I V I ENTEs DE LA TEMPE STAD

El único que se quedó y me escuchó fue el padrecito Bilbao,


el cura más santo que pisó esta tierra y que era adorado por
toda la provincia , en especial en el recién destruido pueblo
de Íbama . "Dígales a esas nobles muchachas qu e se refugien
donde puedan porque , hijo mío, yo no estoy en condición.
de ayudarlas", me dijo y m e concedió su bendición.
Llegó el día cuando tuve que irme . Un carnicero me
humilló y me acusó públicamente de ser uno de los que le lle-
vaba remesa a la guerrilla. " Aquí lo tenemos listo para pasarlo .,
al papayo", me dijo en plena calle.
Sin p érdida de tiempo , cogí mis trapos y me fui a vivir con
unos familiares que tenían una tiendita en el naciente barrio
San Carlos, en el sur de Bogotá.
Un sábado me dio la nostalgia por la patria chica y regresé a
La Palma, pero la soledad de ese lugar y un hecho espeluz-
nante hicieron que en menos de 48 horas estuviera otra vez
aguantando frío en la capital.
Cuando llegué, en horas de la tarde, me contaron que la
chusma liberal acababa de volar con dinamita varios camio-
nes repletos de conservadores que se dirigían hacia las ruinas
de Y acopí . Como oír de matanzas era lo más normal, yo no le
paré mayores bolas al asunto .
Pero esa noche una especie de grupo paramilitar, que lideraba
un tipo de apellido Bohórqu ez, se metió al pueblo y regó los
19 muertos en el parqu e principal , al frente de la iglesia de
Nuestra Señora de la Asunción. A cada uno le pusieron cua-
tro velas y ahí los dejaron. Luego saquearon los negocios y le
echaron machete a todo lo que fu era de color rojo ...
Cuando estaba en el Parque de los Mártires, el7 de julio de
1952, de un momento a otro mis recuerdos se vieron inte-
rrumpidos por una voz ronca que salía de un altoparlante
colgado a un camión militar. "¡No teman, ya cesó la horrible
noche! ", gritó un uniformado .
ALIRIO BU S TO S VALENCIA 113
~--

Hacia las siete de la mañana ya no cabía un alma en ese par-


que . Ahí estábamos todos aquellos que logramos sobrevivir a
esa guerra que le costó la vida a más de 300 mil colombianos.
Con sólo mirarnos nos daban ganas de llorar. El que no esta-
ba tullido, estaba herido, manco, tuerto o cojo. Creo que
nunca en mi vida había visto tanta tristeza.
Las caras más tristes eran las de los viejos. Sus cuerpos
jorobados y arrugados revelaban el cansancio de los años y las
huellas de la violencia que un día los expulsó de sus parcelas,
mató a sus hijos y los botó a un lugar extraño que más bien
parecía el infierno para ellos, acostumbrados a despertar con
el canto de los animales y no con el bullicio rabioso de una
ciudad que siempre los miró con desprecio.
Muchos lloraban como niños pequeños . Se secaban las lá-
grimas con sus manos achacadas y se acercaban temerosos a
los soldados para preguntar si podían llevar sus pedazos de
cama, sus perros, sus gatos, sus ovejas y hasta los loros que no
se cansaban de ofrecer cacao y echar algún madrazo .
Pero no todo era tristeza. De vez en cuando uno que otro
dejaba escapar una tímida sonrisa al ver a un vi~jo amigo o al
cruzar palabra con cualquier paisano . Unos decían que lo
único que los había hecho levantarse de las calles o de los
~ranchos bogotanos para presentarse en el Parque de los
Mártires era el deseo de no morir lejos de la patria chica.
Otros guardaban la esperanza de llegar a su tierra y encon-
trar a sus hijos y, tal como lo habían hecho un día, unidos
volver a levantar un rancho, criar unos animales y sembrar
matas de café y plátano para el sustento diario .
Los más jóvenes, como yo, hacíamos alarde de ser putos,
liberales y machos. Estábamos resueltos a volver a pelear por lo
que· siempre había sido nuestro. Más de uno comentaba que
recuperaría lo propio así fuera a sangre y fuego. En cambio, los
niños corrían por el parque como si se tratara de un día de fiesta.
114 SoBREVIVIENTES D E LA TEMPESTAD
--~

Pero en el corazón de viejos, jóvenes y niños había algo en


común. Queríamos viajar en busca de la patria perdida que
no era más que un pedazo de tierra, una vaca o unas cuantas
gallinas. Todos hablábamos de la necesidad de recuper;tr el
hogar perdido.
Los gritos, el llanto, el alboroto y la angustia del parque
fueron interrumpidos por las desgarradoras notas marciales
del Himno Nacional. Esa música se nos metió hasta el fqndo
del alma e hizo brotar patria de verdad.
Firmes, con sombrero en mano, escuchamos la trompeta
triunfal que hizo correr con más intensidad la sanwe y nos
puso la piel de gallina. Fue uno de esos momentos en los que
uno siente pertenecer a alguna parte y en los que el deseo de
vivir se acrecienta.
La parte más sublime y que más tocó el corazón de esa
plaza bañada en lágrimas fue cuando se escuchó el coro. Más
de mil gargantas gritaron el "¡Oh gloria inmarcesible! ¡Oh
júbilo inmortal!, en surcos de dolores el bien germina ya" .
Y cuando llegó el momento de-entonar "cesó la horrible
noche" todos ofrecimos el mejor grito de nuestras gargantas
para significar que todavía quedaba una esperanza para un
pueblo martirizado por las propias armas de la República.
Conforme avanzaba el canto marcial, los pañuelos se
apoderaron del parque. Los Mártires parecía una gran sábana
blanca sostenida por cientos de hombres, mujeres y niños
que durante un instante vieron hechas realidad sus clases de
historia patria.
Cuando las notas marciales se silenciaron, en todos los
rostros había llanto. Unos lloraban de emoción, otros de
rabia y otros de tristeza infinita.
Luego, desde una esquina del parque, un oficial se presentó
como el jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas
Militares. "Soy el coronel Rafael Calderón Reyes y estoy
A LIRIO B us To s VAL ENC IA 115
~---..,

aquí para cumplir las órdenes de mi general Gustavo Rojas


Pinilla" .
Muy cerca suyo, al lado de una camioneta verde, un capitán
de apellido Lemus se subió a un carro militar, tomó un megá-
fono y se identificó como el comandante del convoy que
estaba próximo a partir. Era un hombre sereno, sonriente.
Se notaba que sus superiores no se habían equivocado al
escogerlo para tan delicada misión.
Aunque su voz imponía respeto, al igual que su uniforme
caqui con cartucheras en el pecho, fusil a la espalda, casco de
guerra y pistola al cinto, su cara dejaba al descubierto la disci-
plina y la cultura de una persona que en nada se parecía al
cabo Satanás y su tropa despiadada.
Lemus pidió silencio y de inmediato inició la lectura de
una romería de nombres que superaba los quinientos. Cada
uno representaba la tragedia de una familia, la destrucción de
un pueblo.
A medida que el capitán llamaba al desplazado, este se echa-
ba la bendición y se subía a cualquiera de los buses de las flotas
Magdalena, Rionegro, Villa Gómez, La Palm.il y Andina,
contratadas para la ocasión.
"En manos de Dios dejaremos nuestras vidas, no nos queda más
remedio que tener confianza en Dios y en la Virgen Santísi-
ma", dijo una anciana como de unos ochenta y cinco años que
se negaba a soltar un gallo fino que llevaba debajo del brazo.
A las ocho de la mañana todos estábamos sentados en los
buses. Los corazones palpitaban de alegría y temor. Fue en-
tonces cuando el coronel Calderón llamó al capitán y le dijo:
-Ya sabe usted las instrucciones. Las señales, roja o blanca,
se usarán sobre el vehículo blindado que encabeza la marcha.
Ah, yotra cosa, la aviación irá indicando las condiciones de
las rutas y cuando haya peligro se lo hará saber lanzándose
sobre ustedes en picada.
116 SoBREVIVIENTE s D E LA TEMPE STA D

Lemus se llevó la mano al quepis y respondió en voz alta:


-Mi coronel, la misión será cumplida al pie de la letra.
Había llegado la hora de partir. Incluso el gris de la mañana
desapareció y los rayos del sol iluminaron la tristeza de los
Mártires. El capitán llamó a los conductores y les dio la~
primeras instrucciones : distancias que debían conservar, sig-
nificado de las señales, voces de mando a obedecer y preven-
ciones en caso de accidentes. Los médicos también alistaron
sus equipos y subieron a los buses y las enfermeras nos dijeron .,
cómo actuar en caso de que se presentara algún herido o de
que alguien requiriera de primeros auxilios.
El capitán dio las últimas indicaciones a la tropa formada y
ordenó encender los motores del convoy . Como por arte de
magia, una inmensa oleada de pañuelos blancos se levantó
para saludar y agradecer a los soldados de la patria que gene-
rosamente nos ayudaban en todo lo que podían .
"¡Viva el ejército de Colombia!" , gritó un campesino que
asomó su cabeza por una ventanilla del bus. La muchedumbre
enardecida contestó con rabia y dolor: "¡Viva! ¡Viva Colombia!"
Otro campesino sacó de su pecho un nuevo viva . Esta vez fue
para el general Rojas Pinilla. Los pañuelos blancos no cesaban
de ondear.
Y el convoy partió. Lo encabezaba un camión blindado,
ocupado por varios soldados armados hasta los dientes.
Parecía una caravana que iba para la guerra. Era irónico, las
armas que ayer se vinieron contra nosotros hasta sembrar el
odio y la miseria, hoy nos estaban protegiendo de nuestros
propios hermanos que un día aprendieron a matar.
Al camión lo seguía muy de cerca la camioneta del capitán
Lemus, que no se cansaba de dar órdenes por el altavoz. "Te-
nientes, muévanse que no vamos de paseo", gritaba de seguido.
Detrás de la caravana de buses en la que íbamos todos los
desplazados partió un camión militar escolta con unos 15 ó
A LIRIO B US TO S VALE NC IA 117
..--"----

20 soldados que dirigían sus armas al aire y guardaban un


silencio sepulcral.
Luego dizque arrancaron más de 10 camiones de Trans-
portes Rionegro. Iban cargados hasta el cogote con muebles
viejos, colchones, cobijas, cajas de cartón llenas de chiros, ollas,
perros, gatos, loros, gallos . ..
Cuando abandonamos del todo el Parque de los Mártires,
el coronel Calderón volvió a tomar el megáfono y gritó con
emoción: "¡El viaje será un verdadero éxito. No hay que
dudarlo!"
Otra vez volvieron los vivas al ejército y las gracias a Dios y
a la Santísima Virgen. "Se ~cerca la tierra ... Se acerca la tierra",
comenzaron a gritar los desplazados que iban en un bus de la
Rionegro . Luego, el coro se fue pasando de bus en bus hasta
que la caravana entera gritó: "¡Se acerca la tierra!"
En medio de tanta euforia, asomé la cabeza por la ventanilla
y vi las calles repletas de curiosos que alzaban sus manos en
señal de despedida. Creo que Bogotá se había levantado más
temprano que de costumbre para observar la caravana de los
desplazados.
Saber que en esas calles durmieron muchos de los que me
acompañaban en el viaje de retorno . . . Recuerdo que los ro-
"" los comentaban que con la llegada de los refugiados de Antio-
quia, Tolima, Cundinamarca y Boyacá se habían acrecenta-
do los problemas de la ciudad.
· Y no estaban lejos de la realidad. Desde que la violencia
llegó a nuestras tierras no hubo otra alternativa que salir co-
rriendo . Muchos campesinos, unos 300 mil, no lo hicieron
por quedarse atados a un rancho y simplemente las balas
asesinas los sorprendieron y los acabaron.
be sólo Cundinamarca, en especial de la provincia de Río-
negro, más de 20 mil personas buscamos refugio en la;capital.
Y como uno no sabía sino coger un machete, un azadón o
~ SoBREVIVIENTES DE LA TEMPESTAD

una pica, pues no vimos otra posibilidad que comenzar a in-


vadir lotes baldíos en las faldas de la ciudad. El resultado es lo
que hoy llaman los cordones de miseria y donde dicen que
habitan rn~s de 230 mil desplazados.
Por lo menos los jóvenes. podíamos trabajar aunque fuera
de mangaderas o vendiendo chocolates y otros cuantos
cachivaches, pero las pobres señoras trabajaban de sirvientas
en l;1;s casas por la mísera comida o por un trapo viejo . A los
ancianos ta~bién les fu, e muy mal. Nadie quería saber de ellos.
Muchos fueran a parar a la calle y se convirtieron en limos-
neros o murienm de físico frío o de hambre.
Por eso, todos sentimos una gran alegría al saber que cada
calle que avanzaba la caravana en busca de la salida hacia La
Palma nos acen:aba más a un mundo incierto pero propio.
Adelante de Usaquén el convoy se detuvo. Mientras el capitán
Lemus daba ntlevas instrucciones a sus hombres, nosotros apro-
vechamos para tomar un poco de agua y hacer apuestas sobre
lo que íbamos a encontrar al regreso. Los pesimistas, o más bien
los realistas, pronosticaban que por all.á sólo habría ruinas y
esqueletos y que era dificil encontrar a alguien con vida.
Los optimistas, en cambio, guardaban la esperanza de en-
contrar al menas algunos cuantos familiares vivos y un pedazo
de tierra para volver a empezar. "Con que haya cementerio
para que me den santa sepultura será suficiente para agrade-
cerle a Dios por haberme permitido regresar", dijo una vieja.
La charla f4e interrumpida por el ruido de los motores del
avión de la fuerza aérea . Todos estiramos el pescuezo para
mirar ese pájaro tenebroso, tan parecido a los que habían
bombardeado a Y acopí hasta desaparecerlo del mapa y que
habían sembrado el pánico en muchos campesinos al dejar
caer sus bombas cargadas de muerte.
El capitán Lemus tomó el megáfono y dio la orden de
reanudar el viaje. Los soldados levantaron sus fusiles y los
ALIRIO BUSTO S VALENCIA 119
;;...::.:.;____

empuñaron como si fueran para la guerra. Los gritos y las


carcajadas brotaban de las ventanillas de los buses y cada vez
era más fuerte el coro: "¡Se acerca la tierra!"
Poco a poco el verdor de la sabana y el olor a pino fresco nos
enmudeció para dejar que los ojos disfrutaran de un paisaje
que nos hizo olvidar el frío de las calles bogotanas y nos trajo
a la memoria las llanuras y montañas de La Palma, Íbama y
Yacopí.
En menos de nada ya estábamos en Zipaquirá, la tierra de
la sal. Alguien contó la leyenda sobre el descubrimiento de
las salinas. Decía que en una lejana época una joven cayó acci-
dentalmente en un pozo _y que durante el rescate sacaron de
allí unos pedazos de roca blanca que por su rareza decidieron
obsequiarlos al zipa, quien admirado del lugar y de la sal
tomó posesión del pozo y lo consagró al dios Zuá. Luego
hicieron un templo para rendir culto.
"Muy bonita su leyenda, pero sepa que este pueblo es tan
salado que aquí se ahogó en 1781 el primer grito de indepen-
dencia con la farsa de las Capitulaciones", dijo un campesino
que se ufanaba de haber cursado cuarto de primaria.
Otros prefirieron recordar las extenuantes travesías a lomo
de mula y a pata que habían hecho antes de la revolución para
llevar sal a La Palma, Yacopí y todos los pueblos vecinos. Esos
viajes eran todo un acontecimiento y duraban hasta dos
meses . Se escogía un representante por cada familia para que
integrara la comitiva. Herraban los animales y los cargaban
con víveres suficientes para cocinar en las orillas de ríos y
quebradas. Una vez en Zipaquirá, cargaban las mulas con
grandes pedazos de sal envueltos en costales y lonas y empren-
dían el viaje de regreso a casa para poder echarle sal a la olla.
Esas discusiones y cuentos se olvidaron cuando los motores
de los buses comenzaron a rugir en plena cuesta. Se había
acabado la llanura y de ahí en adelante todo era cordillera .
120 S o oR E VIVIE N TE s DE LA T E MP ES TA D

El intenso frío obligó a subir los vidrios de los carros y todo el


mundo quedó en silencio.
En medio de esa neblina y de los vidrios empañados es-
casamente se alcanzaba a ver un bosque de siete cueros y
maleza espesa. La dura cuesta hizo que más de un motor sacara
la mano y así la caravana se volvió pedazos .
El capitán ordenó entonces , en pleno páramo , detener
el convoy para esperar los buses y camiones m ás viejos que
se habían quedado retrasados en el penoso ascenso. El
aguardiente apareció para contrarrestar esa sensación de
tristeza y misterio . Al son de unos tragos y unas cuantas ran-
cheras, más de un parroquiano juró vengar la muerte de su
familia.
Por suerte, los soldados ayudaron a reparar esas tartalas de
buses y muy pronto la caravana comenzó a bajar lentamente .
La niebla no dejaba ver casi nada . Los ayudantes limpiaban
a cada rato el vidrio del bus mientras los conductores abrían y
cerraban los ojos como si fueran luces intermitentes.
Después de más de dos horas de descenso y culebreo volvió
a aparecer la naturaleza viva. Al fin, en mucho tiempo, volvimos
a ver potreros verdes, platanales, racimos de naranjas que
doblaban los palos, guayabos y cafetales cargados.
Como a la una y media de la tarde entramos a Pacho. Todo
el pueblo se había volcado a las calles para saludarnos. "Bien-
venidos sobrevivientes . La tierra los espera . Nunca es tarde
para volver" . "Dios y la Virgencita Santísima están con uste-
des", nos gritaban los campesinos.
La felicidad fue muy grande. Era el recibimiento que nos
brindaba gente como nosotros , campesinos de alpargata y
machete al cinto.
N os bajamos de los buses a descansar un poquito del dolor en
el trasero y la espalda y muchos dimos rienda suelta a la comi-
lona de gallina campesina con papas sudadas . A otros solamente
ALIRIO B US TO S VAL E NC IA 121
..---'--

les alcanzó para comprar unas almojábanas o un paquete de


cigarrillos Pielroja.
De los alrededores del pueblo comenzaron a asomarse
campesinos que cargaban a su espalda cajitas de cartón con
unos cuantos trapos viejos y uno que otro cachivache. Eran
como 100 ó 200.
-Señor, ¿será que hay un campito para nosotros? -pre-
guntó una infeliz mujer a uno de los soldados.
-Sí señora -respondió en tono enérgico el militar.
Estaban los militares reorganizando el convoy cuando se
presentó una estampida. Era como si los pachunos hubieran
visto el mismísimo diablo_. En cambio, los que veníamos de
Bogotá no sentimos miedo alguno cuando los rugientes mo-
tores del avión se aproximaron a saludarnos. "Casi me cago
del susto", repetían todos mientras se echaban la bendición.
Después, el avión se perdió y minutos más tarde el piloto
se comunicó con el capitán Lemus. Según decían los soldados,
la aeronave ya había sobrevolado la trocha que conduce a La Pal-
ma, sin lugar a dudas el tramo más peligroso que nos esperaba.
Cuando dieron la orden de partida el silencio se apoderó
de la muchedumbre. Entrábamos a la boca del lobo . De ahí
para abajo todo era pesadilla, cualquier cosa podía pasar en
"'esa selva salvaje y fértil que vio morir a más de un pueblo .
Casi todos cerramos los ojos y nos llevamos las manos a la
cara, como si no quisiéramos entrar a nuestra casa . . . El calor
hizo que abandonáramos los sacos y nos aflojáramos los cuellos.
Después comenzamos a adentrarnos en esa trocha, que
hoy en día aún llaman carretera. Los buses brincaban de lado
a lado. Los conductores, a dos manos, trataban de controlar la
cabrilla para impedir que fuéramos a parar al fondo de las
aguas del río Negro .
Unos y otros nos echamos la bendición, pero no tanto por
el temor a quedar tirados en el fondo del abismo sino ante la
122 SoBREVIVIENT Es DE LA TEMP ESTA D

inminente amenaza de que apareciera un escuadrón de ase-


sinos y nos aniquilara. La precaución fue mayor cuando avi-
zoramos a un lado de la carretera un rancho hecho carbón.
Estaba ubicado en la cima de un barranco. Rodeado de
unas cuantas matas de café, cuyas ramas se doblaban de la .
cantidad de pepas rojas y verdes . La ladera estaba llena de
maleza creciente y de las entrañas de la tierra brotaba un hilo
de agua cristalina que bajaba y humedecía el polvo de la
trocha, para luego caer por la pendiente hasta ir a perder su
brillo en las revueltas y turbulentas aguas del río Negro .
"En el mejor de los casos, así vamos- a encontrar nuestros
ranchos", dijo una mujercita en voz alta, mientras con sus
manos temblorosas demarcaba en el aire la s~ñal de la cruz.
Más adelante, al lado de un guadual, nos encontramos con
otro rancho más negro que el primero y ahogado por el
monte. En ese instante, como si se tratara de un milagro, un
campesino salió del matorral y con su sombrero nos dio la
bienvenida y de paso la de~pedida .
Parecía un alma solitaria en medio de tanto silencio y deso-
lación. "Si él está vivo, ¿por qué no pueden estarlo mi esposa
y mis hijos?", preguntó con voz esperanzadora un abuelo al
que llamaban don Matías de la Hoya.
La alegría de haber encontrado un vestigio de vida hu-
mana al pie de la montaña fue interrumpida por una nueva
orden militar, de la que sólo se escuchó el ruido del megáfo-
no del capitán Lemus. Uno a uno, en fila, se fueron deteniendo
los buses y camiones. No había tiempo sino para esperar que
de alguna parte nos saltara la muerte. En esos momentos pensé
que la peor idea había sido venirme escoltado por militares,
si a esa gente era a la que más odiaban en toda la provincia.
Luego, únicamente se escuchó una caravana de susurros y
el golpeteo del agua al estrellarse contra las rocas de la mon-
taña. "¡Tuvimos que parar porque se pinchó uno de los buses
ALIRIO BUSTOS VALENCIA 123
~--

de adelante!", gritaba cada 10 metros un soldado que se


recorrió en segundos casi toda la caravana. Nos volvió el alma
al cuerpo.
Mientras desvaraban el bus, unos nos bajamos a coger naran~
jas para calmar la sed y comprobar que efectivamente las de
Pacho son las mejores del mundo , otros prefirieron aga-
charse a tomar agua de una quebradita y otros se enmantaron
a hacer sus necesidades .
Veinte minutos más tarde, ya eran como las tres, volvieron
a encenderse los motores y en menos de nada estábamos en
Cuchara!. Allí vimos a varios campesinos. Casi todos salieron
corriendo para el monte al detectar la presencia del convoy.
Pero, poco a poco, comenzaron a asomarse entre la maleza
como si fueran comadrejas. Muchos de ellos se unieron a la
caravana del regreso.
Minutos después estábamos sobre el puente de Charco
Largo . Eso queda en el fondo de tres tupidas montañas. Por
eso es muy oscuro y hasta un poco tenebroso . Dicen que en
ese sitio de noche brilla la tierra como si se tratara de una mina
de azabache, pero hay quienes afirman que debajo lo que se
topa es una mancha de petróleo .
En ese punto nos despedimos de la compañía del río. Los
~.motores de los buses comenzaron a rugir más fuerte ante las
exigencias de la trocha que culebrea la montaña. De ahí en
adelante, cada vez que veíamos un rancho, no era más que
pocos palos carbonizados en medio del verdor de una tierra
donde nace hasta la muerte.
A medida que el convoy avanzaba, los rostros sudorosos e
impregnados del polvo de la carretera se miraban unos a otros
sin que alguien se atreviera a decir esta boca es mía. Y no era
para menos. Estábamos a punto de cruzar La Arenera, un
precipicio de unos mil metros o más, donde botaron ·cientos
de inocentes que cayeron en manos de la tropa.
124
----,
SoBREVIVIENTE S D E LA TEMP ES TA D

Cuentan que en una oportunidad el cabo Satanás y sus


hombres se pusieron a recoger en un camión a cuanto campe-
sino se atravesó en su camino. No importaba que fuera hombre,
mujer o niño . Todos estaban marcados con el pecado de haber
nacido en esa tierra.
Una vez repleto el camión, la tropa cogía a los niños y los
tiraba vivos al precipicio. Satanás decía que como eran tan
frágiles no había necesidad de gastar munición . En cambio, a
las mujeres las ultrajaban, les cortaban los senos y les intro- ~
ducían palos por la vagina hasta sacárselos por el cuello o la
boca y luego las arrojaban al abismo. ·
A los hombres los arrodillaban al filo del barranco y luego
Satanás jugaba con su pistola a la ruleta rusa. A otros los de-
capitaba y de una patada, como si se tratara de un balón, tiraba
las cabezas al abismo .
Tal vez por eso, muchos cristianos creen que desde en-
tonces la montaña es pelada y peligrosa. Es tan criminal ese
peladero que allí no sólo se han ido a botes varios buses. También
se mató hace pocos años el señor V entura, un hombrecito
que se metía cada ocho días al fondo del precipicio a recoger
yerbas medicinales para venderlas en el mercado del domingo
en la plaza de La Palma.
En ese mismo sitio, en marzo de 1975 , después de que la
agencia de buses Rionegro instaló sobre la peligrosa vía la
imagen de la Virgen del Carmen, patrona de los conduc-
tores, una volqueta de la Secretaría de Obras Públicas del de-
partamento, cargada con obreros, rodó por el abismo. En
cuestión de segundos los cuerpos de los trabajadores quedaron
desperdigados allá en el fondo.
En otra ocasión, el28 de febrero de 1993, la guerrilla ase-
sinó al alcalde de La Palma, Enrique Fajardo Álvarez, y al
gerente del Instituto de Aguas y Saneamiento de Cundinamar-
ca, Gilberto Bustos Acevedo . A él le pegaron una asesinada
AL I H I O BL"STOS V ALENC I A 125
~--

terrible. Le co rtaron las m anos y le cerce naron sus partes ín-


timas y al o tro pobre muchac ho lo enco ntraron ah ogado entre
un charco de agua.
D espués de qu e pasamos La Aren era, qu e también la llaman
el alto d e Hin che, vo lvim os a sentir un poco de tranquilidad .
Por lo m en os ya se acaric iaba la posibilidad de ll ega r co n vida
a La Palma. De repente, o tra o rden del capitán Lemus se es-
cuchó y la caravana pa ró. " Mí nimo se pinch ó o tro bus",
p ensé. Pero no, cuand o m en os n os dimos cuenta , el avión de
la fu erza aérea se vino en picada hac ia n oso tros , volvió a ele-
varse hacia el cielo y desapareció al fo ndo de la m ontaña.
Como la clave sec reta de lo qu e significaba la m aniobra del
avió n ya estaba en boca de to da la caravana, la angustia y el
llanto se apoderó del co nvoy . Las muj eres rezaban en voz alta
y al mismo ti empo le daban gracias a Dios de haberl es permi-
tido regresar a morir en su ti erra. Los h ombres nos baj am os
apresurada mente de los buses y camion es y nos m etimos entre
los peñasc os en busca de pro tección para los niños .
El cap itán no se cansaba de repartir órd en es a di es tra y
siniestra. Incluso, la calma que lo había aco mpañado durante
to do el recorrido ya lo es taba abandonando . La limpieza de
su uni fo rme desapareció y más bi en parecía un trapo arrastra-
-do entre un barrial. Se pasaba frec uentem ente las manos por
la cara y en m ás de una oportunidad se cogió la cabeza a dos
nunos .
-D esp ués de 15 minutos de espera, qu e más bien parec ieron
ho ras eternas, el avió n volvió a aparece r co mo ave solitaria
desa fi ando la soledad de l firmam ento y realizó va ri os
movimien tos q ue fu eron interpretados por el capitán : " N o
hay m o tivos para preoc up arnos. N o hay peligro ", dij o por su
m egáfo no.
E sas palab ras hicieron que abandonáram os nu estros es-
condites . Fue entonces cuando los soldados comenzaron a
126 SoBR EV IVI EN TE S DE LA T E MPE STAD
--~

comentar que el piloto había confundido a un grupo . de


niños o de vacas lecheras, que estaba cerca de una escuela
ubicada al lado de la carretera, con un escuadrón de matones
y que por eso había activado la señal de peligro.
Serían las cuatro de la tarde cuando llegamos a La Curva.
Ahí paramos un momentico mientras atendían a una anciana
que ya no podía con su dolor de espalda. Los mareados
aprovechamos la ocasión para vomitar el último pedazo de
pollo o almojábana que nos habíamos comido en Pacho.
A los cinco minutos estábamos en el caserío de M urca. Eran
como cinco o siete ranchos que aúh olían a cagajón. Los
campesinos salieron de entre los matorrales con sus manos
y las movían tímidamente, eso sí , sin perder de vista al cielo,
ante el espanto que les producía la presencia de ese pájaro
de hierro que desde muy temprano los había obligado a re-
fugiarse en las orillas del río Murca o entre los platanales y
cafetales.
"Y a abandonamos la parte más dificil. Sólo nos queda me-
dia hora de camino y estaremos en La Palma" , gritó el capitán
Lemus con respiración alterada.
Lo que decía el militar era cierto. De ahí para arriba vimos
a muchos soldados en las cimas de las montañas. Si no fuera
porque movían las manos o alzaban sus fusiles uno pensaría
que se trataba de espantapájaros.
Antecitos de las cinco llegamos al colegio Calixto Gaitán,
más exactamente a Puerto Bollo. El olor a mierda era impre-
sionante. "¡Bienvenidos a su pueblo!" "¡Bienvenidos a su
tierra!", nos gritaba la gente desde las ventanas.
El llanto, la esperanza, el deseo de vivir y no sé cuántos
otros sentimientos hicieron explotar de júbilo la caravana. A
la entrada al pueblo , en la bomba de gasolina, nos encon-
tramos que los soldados habían preparado una calle de honor
desde ahí hasta el parque principal.
A L IR IO B US T OS VALEN C IA 127
.....-----

"¡Viva Colombia! " "¡ Viva la libertad!", gritaban los solda-


dos con sus voces marciales y nosotros repetíamos lo mismo
pero con gritos lastimeros.
Al parque no le cabía un alma. Creo que ahí estaban todos
los sobrevivientes de La Palma y de los pueblos vecinos. Por
fin los motores se callaron y el capitán Lemus dio su última
orden: " Se pueden bajar".
En eso tomó la palabra un militar de impecable uniforme y
mirada profunda y un tanto arrogante. Desde una tarima,
ubicada al frente del Palacio Municipal, saludó levantando su
mano derecha y se presentó: "Soy el coronel Guillermo Rojas
Tirado y en nombre de mi general Gustavo Rojas Pinilla les
doy la bienvenida a su tierra .
Un estruendoso aplauso recorrió hasta el último rincón
del parque y cada uno de nosotros se abrazó con alguien. No
importaba quién. Lo importante era sentir de cerca el respiro
de un hermano del terruño .
El coronel continuó echando un discurso improvisado,
que casi nadie escuchó. Eso no era un pueblo, era un mani-
comio impregnado por. un olor a sancocho de gallina que
provenía de las ollas tiznadas que aguardaban en los alrede-
dores de la plaza. Unas estaban aliado de la alcaldía, otras en
cl atrio de la iglesia y otras en las escaleras del parque.
Todos queríamos salir corriendo en busca de nuestras fa-
milias . Bueno, yo no tenía mucho afán porque hacía días que
había tenido buenas noticias de mis viejos y mi hermana . Sin
embargo, el coronel insistió en que permaneciéramos en el
parque hasta que comiéramos algo .
Estaba con mi presa de gallina en la boca cuando se presen-
tó u!la estampida de mujeres que acabó con lo poco que
quedaba del protocolo militar. Con presa en mano, esas
infelices corrían como locas gritando el nombre de s~s hijos
o esposos .
128 SoBKEVtVtE NTEs D E LA TE MP ESTAD
--~

"P edro " , "J uan " , "J ose, " , "L u1s. " , "C ar1os " , "J orge Alb erto. " ,
"Javier" . .. gritaban sin cesar las pobres viejas . No había poder
que humano que las controlara . Corrían y corrían hasta caer
cansadas en plena calle. Se arrodillaban y lloraban amar-
gamente al no escuchar respuesta alguna a sus desgarradores
y piadosos lamentos .
En el Resbalón, la Esquina del Gato, los Puentes, los Tram-
posos, en fin, en cada calle se veían mujeres tiradas en el suelo.
Lloraban y lloraban . Golpeaban con sus manos la tierra hasta
dejar caer su frente sobre el polvo .
Una de esas pobres miserables no se cansaba de pedirle :-
Dios que se la llevara: "Q ue m e perdon e el Señor, pero yo · .n
mis hijos no quiero vivir" .
Muchas de ellas subieron por el Resbalón y fueror d dar al
cementerio. Contaban que las que sabían leer rt:.petían en
voz alta los nombres que aparecían en cada tumba.
Las madres que no salieron corriendo por el pueblo, gri-
tando nombres de difuntos, terminaron de comerse el plato
de trozos y se sentaron en las escaleras del lado arriba del parque.
Un soldado se les acercó y les preguntó: -¿es que ustedes no
tienen a quién llorar o es que ya están resignadas?
-Ni lo uno ni lo otro, hijo . Estamos guardando fuerzas
para cuando lleguemos a nuestros pueblos -le respondió
una de ellas. Otra le echó la santa bendición.
Algunas mujeres cogieron para la capilla de Santa Bár-
bara, ubicada en una loma, a espaldas de la iglesia principal.
Desde allí se veían todos los ranchos quemados en las
faldas de las montañas . A ese centro religioso le llaman
El Humilladero, porque cada Viernes Santo llega la proce-
sión con el cuerpo de Cristo. Los devotos hacen cola para
ir a acompañar día y noche al crucificado y mientras tanto
tejen coronas y estrellas con palma de ramo hasta el Domingo
de Resurrección.
ALIRIO B US T OS VAL ENC IA 129

Muy cerca estaba la estatua de fray Martín de La Palma y


erigida en lo más alto de la loma había una calavera de ce-
mento blanco que exhibía sus dientes deformes . "Pedro",
"J uan " , "J ose' " , "Lms. " , "C ar1os " , "J orge Alb erto " , "J av1er
. " ...
seguián gritando las desventuradas mujeres.
Como ya estaba cayendo la noche, el coronel hizo un lla-
mado por el altoparlante y dijo que todo aquel que no tuviera
techo para dormir podía hacerlo en los corredores y salones
de la alcaldía . No cupo ni la mitad.
Muchos de los que quedaron por fuera caminaron hasta la
cárcel a ver si les daban posada. Allí ocurrió algo inesperado.
Alirio Pinedo, un hombrecito que venía con nosotros en el
convoy, vio entre las rejas de la prisión a un anciano, se lanzó
sobre él desesperadamente y se confundieron en un largo
abrazo . Era su padre, Gregario Pinedo; quien fue liberado
inmediatamente por orden del coronel Rojas .
Más tarde, como a las siete de la noche, el coronel y el
capitán Lemus se pusieron a recorrer las grandes casonas que
antes habían estado ocupadas por las familias ricachonas del
pueblo, en busca de habitación para los despla.zados que ya se
estaban quedando dormidos en los andenes .
Al empujar las puertas de madera gorgojienta y bisagras
~. oxidadas, una manada de murciélagos se nos vino encima y
casi nos tragan la cara. Esos animales horrorosos son los que
chupan la sangre al ganado y muchas veces le transmiten la rabia.
. Las piezas estaban llenas de telarañas y con un olor a guar-
dado y a huevo podrido que nos hizo pensar que por ahí debía
haber más de una culebra. A los jardines se los había comido
la maleza y sólo se habían salvado las enredaderas, que se
treparon por las cercas y fueron a dar hasta los tejados.
Pasadas las ocho de la noche, los militares se metieron a un
café de la plaza y desempolvaron dos mesas de billar:, "Sepan
ustedes, señores, que por primera vez desde que se prendió la
130 SonREVIVIE N Tic s DI·: 1. .1 T I·: ~ IP L S TAD
--~

revolución se vuelven a utilizar estas mesas" , dijo el dueño


del negocio.
En eso llegó un campesino ante los militares a denunciar
que uno de los ricos que acababa de llegar al pueblo le estaba
exigiendo en devolución dos caballos que había dejad9
abandonados cuando tuvo que huir del pueblo .
-No señor. Esos caballos no son suyos y tiene que devol-
verlos a su dueño . Sepa de una vez por todas que los tiempos
del robo y la muerte ya son parte de la historia - le respondió ·~
en tono enérgico un militar al campesino.
Convencido de que ante la ley no había nada que hacer, el
campesino levantó la mano y pidió la palabra: -Está bien.
Como digan ustedes. Pero creo que no es mucho pedir que
me pague el pastaje-. Así se convino .
Más noche la reunión fue en el hotel La Palma. Eso más bien
parecía un funeral de aquellos donde las señoras no lloran
para que la cara no se les arrugue. Los ricos que habían bajado
en la caravana vestían de paño negro cruzado y corbata del
mismo color. Hablaban de cómo recuperar sus tierras, para
luego venderlas y abandonar el pueblo de los escombros.
Pero la fiesta duró poquito y casi todos nos fuimos a dormir.
Dicen qu e el único ruido que se escuchaba era el de las teclas
de la máquina del coronel Rojas , que aprovechó el resto de
noche y parte de la madrugada para escribir la última parte de
la tesis que le habría de asegurar su próximo ascenso. Ya las
medallas por orejas cortadas también habían pasado a la historia.
Por la mañana, la plaza volvió a llenarse de exiliados ante el
anuncio de que el coronel iba a entregar dinero en efectivo,
víveres y semillas.
Como a las siete de la mañana el coronel llamó al primer
sobreviviente . Era de Íbama. Cuando el campesino se acercó a
la mesa, uno de los funcionarios de la alcaldía le pidió la cédula,
pero el oficial protestó enérgicamente: " Nada de cédulas.
ALIHIO B US TOS VALEN C I A 131
.------1

A nadie se le puede pedir la cédula. El campesino que sepa


firmar , que firme el recibo. Si no sabe, firma un soldado por
él y nada más" ...
Del pomarrosa de la plaza cayó un plasta de mierda de pájaro
que por centímetros se deposita en el sombrero de Héctor. -Vá-
monos de aquí doña Angélica. No vaya y sea que estos ani-
maluchos me laven de mierda y eso dizque es de mala suerte
-comentó jocosamente Héctor-. Mejor, vamos a toriar las
tripas con un poco de caldo -·-agregó .

'.
Como les decía, el amanecer más
feliz de mi vida lo viví ese viernes de 1953 -recuerda Mala-
suerte-. Creo que corría el mes de abril o mayo. La verdad,
en esos tiempos era dificil saberlo porque desde que estalló la
revolución por aquí se perdió hasta el almanaque Bristol.
Nadie sabía en qué día vivía, ni tampoco ha~ía tiempo de
averiguarlo. Lo cierto fue que ese día quebré a los dos primeros
asesinos de mi familia, los que no me habían dejado dormir
' en paz ninguna noche de los últimos cinco meses.
Por la mañana, Purificación, una muchachita a la que
también le habían matado toda la familia y que al verse por ahí
sola en el mundo decidió tener amores conmigo, me llevó un
aguacafé a la cama. Bueno, lo de la cama es el solo cuento
porque el colchón y las cobijas no eran más que hojas secas de
plátano y de tauchira.
Me tomé el aguacafé y salí de la choza, que no tenía quince
día·s de construida. Bajé aliado de la quebrada de La Collareja
y me puse a hablar con unas viudas . En eso llegó una mujercita
con la que de vez en cuando me pegaba mis arrastrojadas y
1 34
--'-'....:.
S o JJ H " \' 1 1' 1 E !\' T ¡:: S [) J·: 1••1 T 1·: ,1/ p E:-; T.\ /)

me dijo qu e ec hara una mirada abajo de la qu eb rada porque


ya había visto caras forasteras.
"Como que por aquí abajo nos llegó compañía y usted más
que nadie sab e que no debemos dejar arrimar a intrusos por-
que fácilmente nos pu eden mandar a dormir con los mártire~
de la revolución ", me dijo. Y tenía razón , la m ejor manera de
uno perman ecer vivo durante la revolu ción era borrando a
los forasteros antes de que acabaran con uno.
M e arremangué los pantalones y comencé a bajar por toda
la orilla de la quebrada abriendo trocha con la peinilla. Ya
había recorrido como unos 300 metros cuando me encontré
con que la maleza cada vez era más tupida y sabía que no
podía hacer mucho ruido con el machete porque de lo contrario
espantaba al que est uviera por ah í o me lo echaba encima.
Vi que la única manera de seguir bajando era metiéndome
a la pelona quebrada y eso no m e gustaba, no porque fuera
pu erco y le tuviera mi edo al agua , sino porqu e cada vez que
m e m etía por much o ti empo allí me daban unos calambres ni
los hijueputas. Y cualqui era sabe que esos corrientazos pueden
hacer que uno se trague m edia quebrada .
Dicho y h ec ho , la puta agua estaba m ás fría q ue las patas
d e un cadáver. Baj é más o menos otros 200 metros y tan
pronto vi un a playita salí a descansar. Descubrí que ahí arriba,
como a unos 20 m etro s, había un rancho de paroi m edio
oculto.
Saqué mi machete y me fui acercando despacito, casi que
arrastrándome entre la maleza. Me acerqué un poco más hasta
qu edar escondido detrás de unas matas de plátano colicero.
Ahí p ermanecí como 1O ó 20 minutos y todo lo que vi fue
unas gallinas revoloteando.
Entonces fue cuando m e dije para mis adentros: " Si hay
gallinas, lo más fijo es que por aquí deb e haber como mínimo
un cristiano " . Decidí esperar un rato para ver si de pronto
ALIRIO B U STO S VALENCIA 135
..:='-----

salía o llegaba alguien a la casa. Pero no, por ahí no había


rastro de vida y más bien olía como a rancio.
Empuñé mi machete y decidí entrar rápidamente al ran-
cho. ¡Cristo! Hubiera sido mejor no hacerlo. Por todas partes
había moscas. Esos animales revoloteaban encima del cadá-
ver verdoso de un hombre que estaba tirado sobre una cama.
Casi que trastabillando salí al patio y vomité el aguacafé que
me había dado Purificación.
Después de tan espantoso desayuno decidí bajar a la playita
de la quebrada y me puse a lanzar pequeñas piedras al agua
mientras mi cabeza se inundada de odio y venganza. Cada
vez que recordaba la cara de esos malditos asesinos que pica-
ron a mi familia en el guaduallas draba con más fuerza.
Ya eran como las 10 y el buche me crujía del hambre tan
verraca. Estuve a punto de devolverme hasta el rancho de
Purificación a que me diera algo de desayuno, pero preferí
seguir buscando el rastro de los forasteros.
Otra vez me tocó meterme a la quebrada. Esta vez el agua
ya no estaba tan fría. No había recorrido 100 metros cuando
vi a un hombre en las afueras de un rancho lev~ntado sobre la
loma donde el agua se estrellaba y cambiada de rumbo hacia
. un abismo .
Me salí del agua para evitar que me detectara y comencé a
avanzar entre el rastrojo hasta llegar a la parte de arriba del
rancho cubierto. Todo eso no era más que un mundo de helio-
tropo. Desde ahí alcancé a ver que el tipo estaba papatiando
con un hacha un pedazo de guadua pero no le podía ver la cara.
Seguí entre el rastrojo para tratar de quedar de frente al
tipo y así corroborar si era un forastero o uno d'e los sobrevi-
vientes de la revolución.
''~ese maldito yo 19 conozco. Sí. Es uno de los gemelos
que más bolió madr'ete contra mi familia. Ese fue el perro
que violó a mi hermana", me dije. Me arrodillé y le pedí a

; .
136 SoBR E VIVIE N T ES DE LA TEMPE ST AD

Dios fuerzas para comenzar a cumplir el juramento del guadtial.


Lo único que estaba dispuesto a cumplir así me muriera en el
solo intento.
Era él. No me cabía la menor duda. Bajito. Yo creo que no
era más alto que un burro. Diría que el hijueputa casi que
nace enano o a lo mejor fue hecho con las sobras de la podre-
dumbre. Flaco y jetichupado. No era más que un cuero seco
forrado en los míseros huesos. De mechas lisas , como las de la
cola de un caballo, y una mirada de traicionero que no podía .,
con ella.
Me deslicé hasta quedar a pocos metros del asesino y me
acomodé debajo de un malvasio, que por cierto sus hojas son
un jabón muy bueno para lavar la ropa . El tipo tenía la jeta
lavada de sudor de tanto darle hacha a ese pedazo de guadua,
pero yo estaba peor. Las manos me temblaban y sudaba como
una mula.
En medio de los nervios me puse a echar cabeza para buscar
la manera de atacarlo sin que ese infeliz me pegara mi hachazo.
Él mismo me dio la idea . Cuando terminó de hacer las pápatas
dejó el hacha tirada en el suelo y cargó hasta el corredor del
rancho la primera de las cuatro guaduas picadas.
El machete temblaba y yo me mantenía al acecho . Decidí
que lo atacaría cuando llevara la última pápata , porque en ese
momento debería estar mucho más cansado y yo lo podía
arreglar de entrada con un machetazo .
Al fin había llegado la hora de acabar con los cuatro o cinco
meses más miserables de mi puerca vida. Días y noches en los
que tuve que arrastrarme entre el monte con la pierna herida
y escapar de dos masacres de inocentes .
En una de esas noches estrelladas presencié desde un árbol
la matanza de 10 mujeres, 8 niños y 3 ancianos. Fue en las
afueras de Íbama, en el camino que conduce a Naranjal. Por
esos días habíamos escuchado qu e la tropa, no contenta con
ALIRI O B US T OS VALEN C IA 137
~--

meterle candela a Íbama y bombardear mi pueblo, Yacopí,


estaba persiguiendo como animal salvaje a todo aquel que
oliera a cachiporra .
La noche de la matanza, eran como las ocho, yo estaba
acostado debajo de un guamo y de un momento a otro uno
de los muchachos que prestaba guardia detectó que en la dis-
tancia se estaban moviendo unas lucecitas. Las putas lucecitas
no eran más que unjurgo de linternas en manos de policías a
la caza de sangre inocente para saciar su apetito asesino .
Lástima que cuando el chino dio la alerta, los desgraciados
ya estaban casi encima de nosotros. Cada quien arrancó a
correr para donde pudiera, al tiempo que las luces de las lin-
ternas nos rodeaban y se acercaban velozmente.
Como sabía que con la pata herida no era mucho lo que
podía correr y que en menos de dos metros podía quedar
peor de jodido que las humanidades de mi familia en el gua-
dual, me trepé al guamo y me escondí entre sus ramas .
A los pocos segundos llegaron los primeros matones y
agarraron a plomo y machete a todo el que alcanzaban . Una
de las muertes que estremeció la poca sensibilidad que me
quedaba fue el asesinato de un niño como de 9 ó 10 años .
.. . El pobre muchachito se le prendió de los pantalones a un
policía que cogió a su vieja del pelo y la arrastró hasta cerca de
una palma de nacumas, le pegó tres o cuatro puñetazos en la
cara y luego la cogió a patadas en el suelo .
"El niño gritaba que no le matara la mamita, que peliaran de
hombre a hombre. En ese momento me sentí el más desprecia-
ble del mundo. Sabía que no era más que un cobarde incapaz de
impedir que un tipo golpeara a una mujer que no era su esposa,
un e; o barde incapaz de proteger a un niño que demostró mu-
cha más hombría que yo . .
Batalló con todas las fuerzas cuando el matón cogió a ma-
chete a su vieja. Pero lo más terrible fue cuando el desalmado
138 SonHEVIVIENTE S DE LA TEMPE STAD
--~

ese le rompió la cara al muchachito de un linternazo . Luego


cogió el machete ensangrentado y partió en dos a la pobre
criatura.
A pesar de que yo ya había presenciado la muerte de mu-
chos hombres en defensa de su familia, juro que en los años
que he vivido jamás he visto una demostración más verraca
de valentía y honor que la de ese culicagao . De no ser porque
la vida me había vuelto medio cínico y porque tenía muy ...
claro que los varones de Y acopí tenemos prohibido llorar,
seguro que me hubiera puesto a berriar como una marucha.
"Mi capitá~, por aquí ya no huele á cachiporras", gritó un
tipo. El tal capitán dio la orden de avanzar y la tropa se perdió
falda abajo.
Al rato comenzaron a salir del monte los pocos sobre-
vivientes . Y o me bajé del guamo . Creo que conmigo no
sumábamos 10. La única que gritaba era una mujercita: "Me
mataron a mi bebé, me mataron a mi bebé" . Era un lamento
tan terrible , tan salido del alma, que el resto comenzamos a
rezar un padrenuestro.
Pero si el lamento de esa mujer me golpeó el alma, más me
sorprendió la manera como esa desdichada recogió a su niño
atravesado por una bayoneta, se sentó debajo del guamo y
comenzó a arrullarlo . Cada quien recogió lo poco que tenía
escondido y nos fuimos en grupo hasta una cueva que quedaba
en una de esas montañas. La madre seguía arrullando a su hijo,
pero ya no lloraba . ..
Al día siguiente no aguanté m ás el tormento que me pro-
ducía ver a esa pobre vieja ensangrentada y antes que decirle
que abandonara a su hijo o le diera santa sepultura preferí
alejarme sin chistar palabra.
Permanecí escondido varios días entre unos potreros hasta
que encontré a un grupo de sobrevivientes que había camu-
flado una enramada entre un bosque. Pero como si la mala
ALIHIO B US TO S VA L ENCIA 139
~--

suerte me persiguiera, a esa gente la mataron ocho días des-


pués de que yo llegara. Creo que les llevé la sal.
Esa vez mataron a todas las mujeres, que eran como ocho,
y a los niños, que no pasaban de cinco . Los cuatro hombres .F

que vivíamos con ellos nos salvamos porque aún no habíamos


regresado de buscar algo para la comida.
Cuando volvimos con unos plátanos y unos pedazos de
caña vimos que del bosque de la enramada salía humo . Deja-
mos todo tirado y comenzamos a correr, aunque en la cabeza
de cada uno, por lo menos en la mía, ya sabíamos lo que había
pasado . Dicho y hecho. Los niños y las mujeres estaban des-
trozados y del rancho sólo quedaban cenizas.
Decidí partir solo para evitar que más gente muriera por
mi mala suerte . Pero en una de esas andanzas por el monte
conocí a Purificación, la mujer que sin proponérselo me puso
de vecino a uno de los asesinos de mi familia. Y yo ahí aga-
zapado , esperando a que el desgraciado se echara al hombro
la última pápata para caerle a machete .
Y al fin se la e(;h ó al hombro. Para eso no valió pierna ado-
lorida . Como un rayo me abalancé contra el tipo y le pegué su
primer machetazo en una pierna . Sin darle tiempo de que se
recuperara, le puse el puñal en el cuello y le dije : "¿Se acuerda
...de la muchacha de la que usted abusó en el guadual y después la
mató? ¿Se acuerda de los inocentes que entre usted, su tal herma-
no gemelo y sus otros compinches picaron en ese guadual?"
· El tipo sólo arrugaba la cara y abría la jeta a medida que yo
le hundía el puñal. Y le hice una proposición, que por supuesto
no iba a cumplir: si me dice dónde está su hermanito del alma
le perdono la vida -le dije .
~n un comienzo su respuesta me desilusionó, pero después
me alegró: -mi ... hermano . . . fue . . . asesinado . .. el mismo .. .
día .. . en que ... matamos ... a su familia .. . . por orden 'de la .. .
-Su última palabra en este mundo fue tropa.
140 S o BR EV I V I E NTE S D E L A TE MP ES T A D
----=--=..:.

Le saqué del cuello la puñaleta que me había regalado mi


padre para que me defendiera en las peleas de gallos, pero
cuando me disponía a tirar a la quebrada el cuerpo de ese perro,
de adentro del rancho me llegó un ruido .
Rapidito tiré la inmundicia al agua y me fui a mirar quién
diablos estaba dentro de ese rancho . No lo podía creer, el
hermano gemelo del desgraciado trataba de levantarse de la
cama. Estaba hinchado y con las piernas casi que podridas. ....
Me le senté aliado de la cama de pápata y cuando intenté
repetirle las mismas preguntas que le hice a su hermano me
dijo: "No repita lo que yo ya escuché" . Y agregó : "Sepa que
si pudiera lo mataría sin contemplación, porque usted no es
más que un cachiporra miserable" . No le dije una palabra. Su
cuello comenzó a sangrar, así como sangraron mis viejos la
tarde del 2 de diciembre de 1952, horas después de que la
tropa bombardeó a Yacopí .
En horas de la noche, después de
"toriar las tripas " , la forastera y Héctor se encontraron nueva-
mente en la plaz a, durante la fiesta organizada por la profesora
D eysy con el fin de recogerfondos para el grado de los muchachos
que esperaban recibir su diploma de bachilleres y buscarfuturo en
la capital.
El equipo de sonido, prestado por la alcaldía de Yacopí, echó a
rodar el primer disco y la rumba se prendió. Pero no había sonado
'm edio vallenato cuando el pueblo se quedó a oscuras y en silen-
cio. A los cinco minutos se volvió a iluminar el parque y el baile
también regresó. De ahí en adelante, cada vez que los truenos lo
permitieron, se escuchó un nuevo pedazo de canción.
-La energía de este pueblo es muy parecida a las luces de
los arbolitos de Navidad. Prenda y apague, prenda y apague,
y funda bombillos y electrodomésticos -comentó Héctor a la
forastera- . Como veo que aquí no se va a poder bailar ni
siqu.i era una pieza completa -agregó- lo mejor es que me
cuente cómo fue eso de que la echaron a la calle cuarido re-
gresó a La Palma.
142
----=c..::..::;
SollHEVIVIE N TE s DI:: I.A TLMPI:: s T ,\IJ

-Cuando llegamos allá -recuerda Angélica- un sold~do


me ayudó a bajar del camión en el que venía de Pacho con mi
madrastra Ana Jesús y mis hermanos , Llegué pálida y toda
estrujada. Casi me muero del mareo. Era la primera vez que
me montaba en un carro y el olor a gasolina , sumado a los
brincos que daba ese aparato en la trocha destapada, hicieron
que botara hasta el último poquito de desayuno que me
quedaba en la barriga.
-No llore niña, que la guerra ya pasó -me dijo el soldado
como queriendo consolarme-. Ya verá que todo va a ser
como antes - ·agregó.
Lo miré a los ojos y le contesté llorando: -eso no es cier-
to. ¿Acaso mi papá va a resucitar? Yo vi cuando ustedes lo
llevaron al cuartel para matarlo.
El soldado guardó silencio y se retiró mirándome con ojos
de incredulidad. Mi madrastra me cogió de la mano y me
sentó en una de las escaleras del parque principal. "Cuide a su
hermanito Guillermo mientras ayudo a sus otros hermanos a
bajar del camión". La verdad es que ni en ese momento ni
hoy en día puedo explicar cómo apareció entre nosotros el
único hermano que tengo por parte de papá y mamá.
Era un niño tan gordo o hinchado que con esa debilidad
mía casi lo dejo rodar por las escaleras. Tuve que recurrir a
todas las fuerzas que me quedaban para tratar de arrullarlo. La
sed era insoportable y, como para empeorar la cosa, el bendito
sol me estaba dando en toda la cara.
Luego, cuando las mujeres comenzaron a correr y a gritar
como locas por todo el pueblo , pensé que otra vez se iba a es-
tallar la guerra y que ahí sí nos iban a matar. Era tanta la
gritería que Guillermo se puso a llorar. Y o también hice lo
nusmo.
En eso me puse a mirar la iglesia y me preguntaba por qué
Dios castigaba así a los niños. En silencio, le pregunté por
ALIHJO BusTo s VALENCIA 143
~--

qué teníamos que aguantar hambre, sed y frío, por qué


quedábamos solos en el mundo, por qué la N avidad había
desaparecido ...
No había terminado mi rosario de preguntas cuando mi
madrastra, conJorge entre los brazos, me dijo: "Cargue a su
hermanito que esto ya va a oscurecer y necesitamos buscar
posada en la casa de mi hermana Natalia" .
Pedro cogió a Clara y la cargó. Yo hice lo mismo con
Guillermo . Bajamos por la Calle del Rin. Por ahí estaba casi
todo cerrado. Sólo estaba abierto un almacén de ropa y calzado.
De resto, no se veía m ás que pedazos de avisos colgados de
paredes de las casonas que un día fueron negocios. Cuando
llegamos a la plaza de m ercado, mi madrastra nos dijo que
ahí, debajo del árbol, los militares habían ajusticiado a mi prima
Celmira. N o quise preguntar por qué. Supuse que era por lo
mismo que habían matado a mi padre.
Terminamos de subir la cuesta que conduce a la Esquina del
Gato, lugar donde siempre ha habido tiendas y cantinas y
donde muchas veces los campesinos estrenan sus machetes en
las cabezas de sus propios amigos. En esa esquin_¡t uno de mis hi-
jos presenció hace algunos años cómo un hombre pasado de cer-
vezas le voló de un mache tazo la cabeza a su propio compadre.
No había recorrido tres casas de la Esquina del Gato para
abajo cuando las fuerzas me flaquearon . Ya no podía seguir
cargando con el niño . Senté a mi hermanito en el andén y me
fe hice aliado a esperar que alguien se hiciera cargo de él. Mi
madrastra cargó en un brazo a Jorge y en el otro a Guillermo.
Recorrimos otra cuadra hasta llegar a la casa de Natalia, la
hermana de mi madrastra. Era una casona que no había sufrido
daño alguno en la revolución y cuyas grietas sólo eran el re-
s~ltado de los años y del abandono .
C uando ingresamos a la casa pensé que la vida 'me iba a
cambiar. "Aquí vamos a tener una cama donde dormir sin
144 SoBREVIVI ENTEs DE LA T E MP ES TAD

que el agua se nos meta y el frío nos haga tiritar. Aquí vamos a
tener un plato de comida caliente y un chirito para cam-
biarnos este trapo viejo y maloliente", le dije a mi hermano
Guillermo . Pero no . Todo resultó peor. La vieja Natalia le
fue diciendo a mi madrastra que únicamente la albergaría
con sus propios hijos . Es decir, sólo Pedro,José , Clara y Jorge
tenían entrada. Guillermo y yo, no.
Ana Jesús le explicó que nosotros dos habíamos quedado
huérfanos y que siempre nos había querido como a sus pro-
pios hijos . Le dijo que no seríamos una carga porque si un
pan y una aguadepanela había, estaba dispuesta a compartir-
los . "En mi casa sólo tienen entrada usted y sus verdaderos
hijos. El resto que se vayan para la calle y, si no les gusta así,
ahí está la puerta para que se vayan por donde vinieron",
contestó esa mujer sin sentimientos .
Mi madrastra se recostó contra una de las paredes del ran-
cho y se dejó caer hasta quedar sentada en el suelo . Escondió
la cara detrás sus manos y estalló en llanto . Un llanto tan do-
loroso y desesperado que a mí también me dieron ganas de
volver a llorar. Mi hermanito me miraba y no entendía por
qué lloraba.
La vieja Natalia cogió de un brazo a mi madrastra y se la
llevó para otra pieza. Mis otros hermanos permanecían acu-
rrucados en el suelo, en silencio, casi que dominados por el
cansancio y el hambre. A los pocos minutos Ana Jesús re-
gresó al cuarto y nos pasó un talego, de esos en los que empa-
can harina de trigo, y con una voz de angustia que cada día
de mi vida recuerdo, nos pidió que nos fuéramo s en busca de
alguien de la familia.
-Pero, pero, ¿para dónde cogemos?, si nosotros no
conocemos este pueblo y usted sabe que mi mamá está en un
cementerio y mi papá fue asesinado por la tropa -le dije a
Ana Jesús casi que ahogándome en llanto .
ALI H 10 B US TO S VALEN C IA 145
~--

-Mis hijos, yo no puedo hacer nada. Busquen a alguien


que los ayude -me respondió.
La suerte estaba echada. La propia vieja Natalia nos puso de
paticas en la calle. Con una mano cogí el talego, que no sé
qué diablos contenía y que no estaba interesada en averiguarlo,
y con la otra tomé a mi pequeño hermano y me alejé de esa
casa que para mí era el verdadero infierno. En la primera
esquina que encontré nos sentamos con Guillermo a seguir
llorando . No sabía para dónde coger y la noche ya se veía.
Pensé que lo mejor era meternos entre el monte y buscar un
árbol grande que nos protegiera de la lluvia. Volví a recla-
marles a mis padres y al mismísimo Dios por habernos dejado
solos.
Y a estaba lista para arrancar para el monte con mi hermani-
to, cuando un señor bien vestido, que bajaba de la Esquina
del Gato, se vio atraído por nuestro llanto .
-¿Por qué lloran? -nos preguntó con voz de ángel.
-Porque nos echaron a la calle y yo no conozco a nadie
en este pueblo -le respondí.
-Criaturas, ¿de dónde son ustedes? -m~ volvió a pre-
guntar. -Somos de Íbama -le contesté.
-¿Quién es su padre? -me preguntó nuevamente.
-Mi papá ya está muerto. Se llamaba Misael Valencia
-dije.
Cuando ese señor escuchó el nombre de Misael Valencia
nos cargó y se puso a llorar con nosotros .
-No se preocupen criaturas. Y o soy Antonio Hernán-
dez, sobrino de su papá. Les juro que de hoy en adelante me
haré cargo de ustedes para que no aguanten más frío y ham-
bre -nos dijo mientras nos abrazaba con todas sus fuerzas.
Al escuchar las palabras de ese ser tan bondadoso, pensé
que solamente el alma de mi padre podía haber hecho el mi-
lagro de ponerlo en nuestro camino.
146 SoBREVIVII:: N TF. S DE LA TE ~IPI:: S TA D
--~

Años después supe que Antonio Hernández era el niu-


chacho que días antes de que fuera destruida Íbama había
escapado hacia los Llanos Orientales, donde se salvó de puro
milagro . Él mismo contó cómo se salvó.
Un día, en plena llanura, estaba en la tienda de su patrón,
que tenía un viejo camión de carga . Cerca a la una de la tarde
esc uchó que se aproximaba un carro y como de costumbre
todos comentaron: "Ya viene el patrón". Pero la costumbre
se convirtió en pesadilla. Era un grupo de policías que los
tomó por sorpresa, los montó a un camión y los llevó aliado
de un río para· asesinarlos. Los iban bajando uno por uno y
después de pegarles dos o tres tiros en la cabeza los lanzaban al
agua. Uno de los primeros muertos fue José Luis Rusinque,
otro ibameño que huyó de la violencia en su tierra.
Cuando un policía le pidió a Antonio Hernández que se
bajara del camión, es te se lanzó al río. Y cuando su cuerpo
volaba en busca del agua recibió un primer balazo que le
volvió pedazos una mano y le dejó engarruñados los dedos
para siempre . Luego en la espalda recibió otro tiro que quedó
aprisionado en el pecho .
El cuerpo cayó a las caudalosas aguas y fue arrastrado más
de dos kilómetros. Cuando ya se le estaba acabando la vida
alcanzó a echar mano de la rama de un árbol y luchó con
todas sus fuerzas para impedir que la corriente se lo llevara
para siempre. Tomó un poco de impulso y alcanzó la orilla .
Como pudo , se arrastró entre los matorrales hasta llegar a un
rancho abandonado. Allí permaneció varios días escondido ,
hasta que las heridas agusanadas lo obligaron a buscar yerbas
curativas.
Con el tiempo regresó a Íbama y cuando se tomaba sus
cervezas invitaba a los amigos a que tocaran la bala que tenía
aprisionada entre pecho y espalda. Ese muchacho fue quien
el alma de mi padre envió a recogernos de ese frío andén.
A u n1 o Bus To s VA L EN C IA 147
~--

Recuerdo que nos cogió y nos llevó hasta la casa de la


señora Florinda Camacho, una vieja amiga de nuestra familia
que vivía desde hacía muchos años en La Palma y que por
cierto le debía más de un favor a mi padre.
Aunque por un instante pensé que de pronto podía correr
la misma suerte que en la otra casa, es decir, que no me acep-
taran. Después me convencí que al ir de la mano de un señor
tan respetado era imposible qu.e nos rechazaran. Y así fue.
Doña Florinda nos preparó la mejor comida que nos hu-
biéramos comido en muchos meses. Qué delicia . Todo sabía
a sal: las papas, el arroz, la carne y hasta los plátanos fritos.
También nos dio aguadepanela caliente con arepa de mute,
que nos puso a sudar.
Después de hacer unas cuantas preguntas sobre la manera
como logramos sobrevivir en la revolución, nos tomó de lama-
no y nos enseñó una camita donde podíamos pasar la noche
con mi hermanito. No lo podía creer, se parecía a la cama que
mi padre m e había comprado . Era pequeña, de madera café,
con sábanas blancas, cobijas suaves y cubrelecho delgado.
En la oscuridad de la noche me puse a habla¡; con el alma de
mi mamá y le dije que me perdonara por pensar que ella y
papá me habían abandonado . "Perdóneme madre mía, pero
... es que he sufrido tanto que ya no quiero vivir más. Muchas
gracias por haber enviado a este señor a salvarnos de los peli-
gros de la calle", le dije . La charla duró poquito. El cansancio
me venció y me quedé dormida al lado de mi hermano hasta
el otro día a las seis de la mañana.
A esa hora nos levantó Antonio Hernández y nos ayudó a
bañar. Como vio que los pedacitos de trapo que teníamos no
servían para nada y que los que nos habían echado entre el
taiego de harina estaban peor, se fue y nos compró ropa nueva.
Entre tanto, la señora Florinda nos sirvió chocolate,\arepas y
huevos de desayuno.
148 S o nHEVJVJ EN TE s DE LA T E MP E STAD

Al rato llegó nuestro ángel protector con un vestido nuevo


para mí y otro para mi hermano. El mío era blanco, se parecía
a uno que mi padre me había comprado para una Navidad .
También nos compró alpargaticas nuevas. No sabía cómo
agradecerle y pensé que con un b eso podía hacerlo pero me
dio pena . "Doña Florinda, prepárame un buen fiambre que
voy a mandar a los dos niños para la casa de mi pap:í en Íba-
ma", dijo Antonio. Luego nos cargó y nos dijo que nos iba a
enviar en compañía de la señora Etelvina Pérez, una mu-
jercita que también iba en busca de su pedazo de tierra.
Ese mismo día partía para Íbama y Y acopí la caravana de
refugiados que había llegado desde Bogotá; nosotros nos
pegamos y nos fuimos en grupo . No éramos muchos , tal vez
80, máximo 100. U nos hicieron el camino a caballo y a otros
nos tocó a fisica pata. Por fortuna mis alpargatas eran nuevas .
Salimos por el lado del cementerio y cuando llegamos a Los
Tiestos, los pocos hombres que iban se quitaron el sombrero
y las mujeres detuvieron su marcha y comenzaron a rezar por
el alma de los cientos de inocentes que yacen en el abismo,
entre ellos mi prima Celmira.
Un poco después de las 10 de la mañana pasamos por el
Cerro 26, el último puesto militar que había en la ruta a
Yacopí y que hoy en día es conocido como Minipí. "Que
Dios y la suerte los acompañe" , nos dijo un soldado, como
advirtiéndonos lo que nos esperaba de ahí en adelante .
Después de echarnos la bendición continuamos nuestro
andar bajo un sol castigador, dueño absoluto de todo el fir-
mamento . Hacia el mediodía llegamos al borde de un preci-
picio que servía de cuna a un pequ eño hilo de agua cristalina.
Los derrumbes y las cargas de dinamita puestas por la chusma
liberal no habían dejado sino uno que otro rastro de cemento
colgante de lo que un día fue un puente. En ese abismo la cara-
vana de sobrevivientes comenzó a correr la misma suerte que
Aun1o Bu s To s VALENCIA 149
~--

los puentes: unos optaron por adentrarse entre el monte a


buscar caminos de herradura, otros bajaron por la pendiente
a buscar un extravío o una quebrada y otros nos aventuramos
a atravesar por entre los hierros retorcidos.
Cuando llegamos a la entrada de Y acopí me agarró un
miedo al ver que por ahí no se veía ni un alma. Doña Etelvina
me cogió de una mano y me dijo : "No vamos a entrar a Ya-
copí . Ese pueblo ya no existe. Vamos a buscar el camino a
Íbama, que allá debe estar su tío Alfonso" .
Después de más de siete horas de patoniada nos aproxi-
mamos a la curva que desemboca en la calle principal de
Íbama. Con respiración agitada, me detuve a presenciar las
ruinas de mi pueblo. ¡Qué tristeza! Al igual que Yacopí,
Íbama tampoco existía. Por ahí no había vida, sólo rastros de
chamusque que trajeron a mi cabeza cada grito, cada ruego y
cada lágrima que quedaron atrapados entre las llamas de la
destrucción. En esa calle , convertida en camino de herra-
dura, no se escuchaba sino silencio y más silencio.
" ¿Qué te pasa niña?", me preguntó doña Florinda. Mi res-
puesta fue una mirada con la que le dije : "Para qué pregunta,
si usted sabe lo que pasó". Cuando los recuerdos me dejaron,
volví a dar unos cuantos pasos hasta quedar de frente a las
ruinas de mi casa . No quedaba sino un cercado quemado y
un pedazo de teja comida por el óxido. Entré y traté de
ubicar mi cuarto, pero casi no lo encuentro. Por ahí ya había
comenzado a crecer la maleza.
Bajé hasta la casa donde dormía mi padre el día que los
policías lo sacaron a empellones y le pregunté a grito entero
por qué no había tenido la valentía de ser cobarde por pri-
~era vez en su vida, así fuera de mentiras, para aceptar la
condición que los policías le impusieron para salvar su vida.
Pero no, no se quiso voltiar. Fue tan terco que pi:efirió su
partido a sus hijos.
150 SonHF:\' II'I":"n-:s IJI·: I .A TI·: .\II'I·> T c~ lJ
--~

"Niña, no llore más. No se atormente más. Mejor vamos a


buscar a su tío", me dijo doña Etelvina. Con resignación nos
fuimos en busca del viviente que golpeaba insistentemente
un martillo por allá al lado de la escuela. Era un hombrecito
bregando a clavar unas pápatas a un cercado.
-¿A quién buscan? -nos preguntó con mucho recelo .
-A don Alfonso Valencia, el hermano del difunto Misa el
-respondió doña Etelvina.
-Cojan esta bajadita que va al cementerio. En el segundo
rancho que topen, ahí vive don Alfonso -respondió mien-
tras nos señalaba el camino con su mano temblorosa.
Y así fue. Llegamos al rancho del mejor tío del mundo. Ese
señor nos dio a Guillermo y a mí el cariño que nos había sido
tan esquivo en los últimos meses y nos trató como a sus
propios hijos.
Entre la construcción de nuevos ranchos de guadua y paja
y la continua aparición de sobrevivientes llegó un nuevo
13 de junio, creo que el de 1955. Ese día, aunque debíamos
de estar de fiesta por la celebración de otro aniversario del
fin de la revolución, el pueblo amaneció de luto y con sed
de venganza, se levantó más temprano que de costumbre y
de las veredas comenzaron a llegar los campesinos con sus
mulas igual que en un día de mercado. "Algo va a pasar", me
dije.
Me fui hasta la casa de mi tío Esteban a preguntar por qué
tantos preparativos. Como de costumbre, estab a se n ta do
escribiendo . Pensé que se trataba de nuevas pot'sÍ:.ts para
venderles a los enamorados o alguna nueva composición
para que yo declamara en la escuela.
-No, mi niña -me dijo el viejito-no son poesías. Estoy
preparando dos discursos: uno para mí y otro para ti . Los
vamos a leer en la plaza , en memoria de los sacrificados de la
revolución. En memoria de tu padre.
Á L IRI O B US T OS V A L ENC I A 151
,...---

Pero había algo raro en el ambiente y no sabía de qué se


trataba. Noté que por primera vez desde mi regreso al pueblo
no veía a un policía o a un militar ni para un remedio.
-Tío, ¿qué se hizo la tropa? -pregunté.
-Está enchiquerada en su cuartel y de allá no va a salir
hasta que nosotros no terminemos con nuestro trabajo. De lo
contrario, sus vidas corren serio peligro -me respondió y
siguió escribiendo .
Ante la sola posibilidad de que se volviera a estallar la gue-
rra le lancé una nueva pregunta a mi tío : -¿y qué es lo que va
a pasar ahora?
Se llevó las manos a la ~ara, luego·me cargó y después de un
profundo suspiro me respondió : -.:::..¿sabe~ qué?, ya no es ne-
cesario que te pongas el mejor vestido .. . En otra ocasión te
haré un discurso ... Lo que pasa es que pensándolo bien una
niña como tú no debe mirar lo que va a pasar.
Poco a poco la gente comenzó a rodear la plaza hasta con-
vertirla en una especie de rueda humana que crecía y crecía,
igual que mi curiosidad.
-Vete para la casa que ahora más tarde ,voy a visitarte
-me dijo el viejito mientras arrugaba una hoja, que de segu-
.. ro era mi discurso .
-Me voy si me cuentas qué va a pasar acá -le dije.
-Está bien -me contestó con cara de resignación-.
Vamos a sacar a tu papá y al resto de gente que está enterrada
en la plaza y los vamos a llevar al cementerio para que des-
cansen en paz.
Salí corriendo, me escondí debajo de mi cama y me puse a
llorar. Cuando sonó el tercer repique de campanas me fui
p~ra la plaza. Por allá al fondo se escuchaba la voz del padre
Bilbao diciendo la santa misa.
La rueda humana no dejaba ver casi nada y' enton¿es me fui
para el alto del Cura, ahí al lado arriba de la iglesia, para ver
152 SoBREVIVIENTE S DE LA TEMP E ST A D

lo que pasaba . Más de 10 hombres golpeaban la tierra con


picas, barretones y palas. La gente comenzó a emborracharse
con cerveza, chicha y guarapo, a gritar cosas contra la tropa y
a echar bala.
Algo me dijo que tenía que bajar a mirar por última vez a·
mi viejo. Como pude, me metí entre las piernas de todo el
mundo y llegué hasta la orilla de la tumba más grande que mis
ojos han visto .
Cada golpe de la pica contra la tierra laceró mi corazón,
cada palada de tierra polvorienta inundó de odio mi alma. En
silencio doloroso le pedía a Dios que ho fueran a partir los
huesos de mi padre más de lo que estaban. Parece que me
escuchó, porque los hombres tiraron las herramientas a un
lado y continuaron a mano limpia la enorme exhumación.
Con la aparición del primer hueso se silenciaron los
murmullos y las armas. También se detuvo la tomata . Ha-
cia el mediodía, cuando la presión en el pecho no daba más,
vi a mi padre. Ahí , entre tantas calaveras, se hallaba aquello
que lo hacía inconfundible . " Allá estaba mi papá, allá es-
taba mi papá , el del sombrero negro ", grité con todas mis
fuerzas .
El dolor y el odio de esa plaza fueron subiendo cuando mi
tío Esteban, a puro pulmón, comenzó un discurso que hizo
llorar hasta al más valiente.
"Tenía razón Gaitán -dijo mi tío Esteban- cuando
afirmaba que 'el gobierno de Colombia tiene ametralladora
para los hijos de la patria y la rodilla en el suelo para el oro
yanqui'. Por eso hoy, ante los despojos mortales de nuestro
pueblo, quiero recordar sus palabras en un cementerio de
Manizales .
"'Compañeros caídos en la lucha: discurría vuestra existen-
cia de hombres buenos, de gente honrada y sencilla, sobre las
mansas aguas, hacia el destino de todo humano vivir, cuando
ALIRIO BU S TO S VALENCIA 153
..---

un golpe aleve de hombres malos y crueles os arrojó hacia las


playas del silencio y de la muerte .
'Verdad es que los hombres de ánima helada os arrancaron
de nuestro lado, de nuestros brazos, de nuestras luchas, pero
sólo consiguieron multiplicarnos en lo íntimo de nuestra
devoción, de nuestro recuerdo y de nuestro afecto.
'Verdad es que vuestras pupilas ya no se encienden en luz
de amor por vuestras madres, por vuestras novias o por vues-
tros hijos: hombres malos las apagaron.
'Verdad es que vuestras gargantas serían ya el alegre clarín
para cantar los cantos de la democracia que nuestras huestes
cantan: hombres malos las silenciaron.
'Verdad es que vuestros corazones no vibrarán más al
ritmo de las emociones de los libres que las ideas liberales
alientan: hombres malos las detuvieron.
'Verdad que en vuestros brazos y vuestros músculos no
modelarán ya sobre la tierra o el taller el crecer del fruto y la
riqueza de que la patria ha menester: hombres malos os lo
impidieron.
'Verdad es todo esto. Dolorosa verdad, angustiosa verdad,
que golpea con golpe. de ola en la noche sohre nuestro co-
razón . Pero es verdad a medias.
'La tiniebla de vuestras pupilas se ha trocado en la luz de
estrella conductora de nuestras gentes del partido liberal. El
silencio de vuestras gargantas es ahora grito de justicia en
I)Uestras gargantas ; el desaparecido ritmo de vuestros cora-
zones es ahora indomable raudal de energía para nuestra fiera
voluntad de lucha.
'Vuestros miembros inmovilizados son ahora centupli-
cada fuerza que nos empuja sin tolerar descansos, y que no ha
de·suspenderse hasta devolver a la República al camino de la
piedad, del bien y de la fraternidad, que hombres ?e aleve
entraña les han robado .
154 Sonf1E V IVI ENTEs llt:: LA T I·: MPt:: STAIJ
--~

'Verdad es, compañeros de lucha, tronchadas vidas buenas


y humildes , que os lloramos. Pero nuestro decoro nos im-
pide lloraros adentro. Y en el río interior de nuestro llanto
ahogaremos las dañadas plantas que envenenaron con super-
fidia el destino de la patria.
'Compañeros de lucha: sólo ha muerto algo de vosotros,
porque del fondo de vuestras tumbas sale para nosotros un
mandato sagrado que juramos cumplir a cabalidad. Seremos
superiores a la fuerza cruel que hablaba su lenguaje de terror a "'
través del iluminado acero letal. El dolor no nos detiene sino
que nos empuja. Y algo profundo nos dice que al destino
debemos gratitud por habernos ofrecido la sabia elección y la
noble alegría de vencer obstáculos, de dominar dolores, de
mirar en lo imposible nada más que lo atrayentemente dificil.
¡Vuestras sombras son ahora la mejor luz en nuestra marcha!
'Compañeros de lucha: os habéis reincorporado al seno de
la tierra. Ahora, con la desintegración de vuestras células,
vais a alimentar nuevas formas de vida . Vais a sumaros al cos-
mos infinito que desde la entraña oscura e insomne , alimenta
al árbol y a la planta que sirven de alegría a nuestros ojos y de
pan a nuestro diario vivir. Pero algo más vais a darnos a través
de vuestro recuerdo, ya que la muerte en lo individual no es
sino un parpadear de la vida hacia formas más elevadas de lo
colectivo y de su ideal.
'Compañeros de lucha: al pie de vuestras tumbas juramos
vengaros, restableciendo con la victoria del partido liberal
los fueros de la paz y de la justicia en Colombia. Os habéis ido
fisicament e, pero ¡qué tremendamente vivos estáis entre
nosotros!
'Compañeros: ¡vuestro silencio es grito. Vuestra muerte es
vida de nuestro destino final! "'
Mi tío fue interrumpido por unos tronadores aplausos,
cargados de rabia y llanto. Unos cuantos combinaron los
ALIHJO 13U STO S VALENCIA 155
~--

aplausos con tiros al aire de escopeta y revólver. Esteban


Valencia tomó un segundo aire y mirando al padre Bilbao
continuó con su discurso.
" Tenía razón Gaitán al despotricar de muchos curas fa-
riseos . Él decía: 'Cuando yo veo, señores, que ciertos misio-
neros de Cristo se olvidan de su deber de caridad, que se alejan
del sitio donde los enfermos reclaman sus auxilios; de los
inocentes muchachos de nuestros pueblos y ciudades que a
altas horas de la noche los atraviesan porque la injusticia
social con ellos no se compadece; cuando observo que esos
sacerdotes abandonan la aldea en donde mueren en tinieblas
de ignorancia los míseros campesinos que piden el beso de la
luz espiritual, siento entonces que todas las fibras de mi hu-
manidad tiemblan en ritmo de ira y comprendo que aquellos
misioneros de Cristo son fariseos que traicionan su doctrina,
descuidan sus deberes para entrar en la palestra de las menes-
terosas luchas políticas, terrenas e interesadas'.
"Pero cuando al mismo tiempo pienso que en este país mío,
muy mío, porque por él siento la más honda de las devo-
ciones, hay sacerdotes del cristianismo que, ~omo el padre
Gerardo Bilbao, dan en los momentos de peligro y necesidad
las voces del amor y del perdón y ponen tibio beso a las do-
.. lencias humanas, bálsamo en sus heridas, no puedo menos
entonces que sentir admiración profunda por ese clero que
así salva la dignidad de la Iglesia y que nos hace bendecir un
c;;ristianismo que vive como sentimiento para bien de la hu-
manidad. La Iglesia vive, la Iglesia se fortifica, la Iglesia crece,
la Iglesia no perecerá nunca mientras haya espíritus de ternura
como el padre Bilbao, que sí comprenden el deber misio-
nero de Cristo, de legatario de la doctrina que fue de amor,
paz y luz".
Luego, mi tío sacó de uno de los bolsillos de su pantalón un
recorte de periódico y en voz alta dijo : "Les voy a leer lo que
156 SouHEVJVJENTF.S DE LA TEMPE STAD
--~

escribió una extranjera, Ann Kipper, corresponsal de· la


AFP en Bogotá, la única periodista foránea que estuvo en
la entrega de los guerrilleros del Llano , en septiembre de
1953, para que vean que nosotros no fuimos las únicas víc-
timas de esta guerra. Para que escuchen que al igual qu~
nosotros, muchos fueron los que sufrieron los rigores de la
revolución :
«Acabo de asistir a un espectáculo que sólo se ve una vez
en la vida. Vi, en un rincón situado en el corazón de la '
enorme llanura que se extiende en el oriente colombiano, un
ejército fuera de la ley armado de fusiles de los más variados,
inclusive grases del siglo pasado, vestidos sus componentes
con las más abigarradas indumentarias, a veces sin camisa,
descalzos y casi todos desdentados, puestos en guardia, ha-
ciendo el saludo militar, deponer sus armas y recibir el abrazo
del general Duarte Blum, comandante en jefe de las fuerzas
armadas colombianas.
«Vi entre los guerrilleros a niños aún blandiendo enormes
cuchillos y exhibiendo sus mejillas con cicatrices impresio-
nantes.
«La escena tuvo lugar en el sitio llamado Canta claro, cerca
de San Martín, en los Llanos Orientales, en donde la paz ha
retornado después de casi cuatro años de guerra, la más san-
grienta que esta parte del mundo haya visto después de las
guerrillas mexicanas de Pancho Villa.
«En las dependencias de una finca abandonada por sus
habitantes, el alto mando había h echo levantar mesas e ins-
talar la oficina provisional en donde se iban a distribuir sal-
voconductos que permitieran deambular libremente a esos
hombres que, por espacio de largos años de aventura, habían
vivido al abrigo de regiones inexplorables.
«El general Alfredo Duarte Blum, uno de los oficiales más
inteligentes y más humanos con que el presiden te, teniente
ALIIli O 111 STO:' V -\ L ió :\ C IA 157_ _
¡...::_

general G ustavo Rojas Pinilla, cuenta entre sus colabora-


do res, llegó allí junto con su estado mayo r. Eran las J 0: 45
d e la maí1ana y el sol del trópico ardía terriblemente, cuando
vi salir d e uno de tantos caminos un es pectáculo asombroso:
el prime r g u errillero qu e hizo su entrada llevaba un gorro
rojo escarlata adornado de cintas co n los colores de la ban-
d era de Colo mbia. Le seguía unjoven que llevaba tambi én
un go rro escarlata y un chal rojo sa ngre que le caía hasta las
rodillas.
«Tras ellos avanzaba un ho mbrecito enco rvado que ll eva-
ba un casco de ac ero alemán de la primera Guerra Mundial.
Luego venían más de 100 guerrill eros del grupo de Dumar
Aljure, j efe insurgente de o ri ge n libanés.
«Ciento treinta y dos hombres en pingajos, con pan-
tal o n es militares rem endados y de todo color, gorros y som-
breros desgarrados y todos descalzos desfilaron al paso de
ga nso ante el general Duarte Blum, cuadrándose, formado s
en parada imp ecabl e del lado izqui erdo del ca mpo preparado
para la ce rem o nia.
«Los últimos en entrar fu ero n se is nii1os. El nl.ás joven era
un muchac ho rubio , de mirada to rva y co n la n~cjilla señalada
por un a roja cica tri z, qu e hacía todo lo posible por mantener
un aire d e m arcialidad . No obstante, cuando creía qu e nadi e
reparaba en él, asía la mano de su veci no , de más edad, el cual
sólo te nía siete aii.os . . .
«A co ntinuac ión , Dumar Aljure, hombre esbelto y mo-
rello, co n la mirada penetrante y autoritaria, pasó revi sta a sus
tro pas; volvió so bre sus talon es, hi zo el saludo militar ante el
general Duarte Blum y dij o:" Mi ge neral , los guerrill eros del
grupo de Aljure se os prese ntan'" Al mismo tiempo y del otro
cos tado, un hombre se adelantó y dijo: " Mi genera l, los gu e-
rrill eros conservadores de la paz de la región de San Martín se
presen tan a vos".
158 SoB!lr~ \'1\' I JC :'>TU; DE LA TF:M PF.5T .\D

«El general pasó revista a las dos tropas, estrechó la manó y


abrazó a todos y cada uno. Habló largo rato co n el peque li.o
guerrillero de siete ali.os, el cual se sonrojó . Luego , diriglén-
dose a los unos y a los otros, el general Duarte dijo: "La luch a
ha terminado. Todos somos colombianos. D ebemos olvidar
y perdonar a nu es tros enemigos, y todos de acuerdo debe-
mos trabajar en la reconstruc ción de nuestro país " .
«Una vez más , los guerrilleros presentaron las armas. Los
que sólo tenían revólveres y conservaban las manos libres •
apla udi eron , mientras los más jóvenes, con las manos sobre
las costuras de]. pantalón , dieron un salto en su lugar. Aljure,
el jefe de las guerrillas liberales, pasó aliado ocupado por sus
enemigos conservadores de la víspera y les estrechó la mano .
«El momento crucial de la ceremonia había llega do: uno
tras otro los insurgentes desfi laron ante las mesas, recibieron
sus salvoconductos y entregaron a los oficiales sus fu siles, sus
ametralladoras y sus revólveres.
«Todos parecieron m enos conmovidos de lo qu e se hu-
biera podido suponer porqu e, más allá de las armas de las que
se habían servido durante largo ti empo tanto para matar co-
mo para defenderse, entreveían el porvenir. En efecto, del
sitio en donde depusieron sus armas pasaron a un patio
donde se les dio vestimenta completa, alimentos y un uten-
silio de trabajo . En el patio de la finca el ge neral Duarte m e
mostró las armas que aca ban de deponer los guerrilleros. Al
lado de fu siles y ametralladoras americanas de último modelo,
se erigía una torcida, larga y solitaria carab ina de fabricación
belga, de la fábrica nacional de Lieja, cuya culata estaba atada
al cañón por medio de alambre .
«Entre las municiones de último modelo se en co ntraban
grandes balas frances as, grases cargados con pólvora negra ,
los cuales, dijo el general, fueron importados a Colombia a
fines del siglo pasado . Se cree qu e al terminar la guerra de los
ALIHI O B US T OS VALEN C IA 159
,.:C:....:--

Mil Días fueron colocados en lugar seguro por los abuelos de


los guerrilleros que más tarde las utilizaron.
«"Nuestro principal propósito, dijo el general Duarte, es re-
habilitar los Llanos, hacer que regresen los propietarios de
ganaderías y emplear a los guerrilleros para que el comu-
nismo no se aproveche de la situación". Luego, con un gesto
circular y mostrándome los ex guerrilleros que, por sólo una
vez rieron estrepitosamente y comenzaron a fraternizar con
los soldados, el general añadió : "¿No creéis que esto valga la
pena de una intervención personal del comandante en jefe si
hoy mismo le espera el nacimiento de un hijo?", porque el
general Duarte Blum es el verdadero pacificador de los Llanos
y, en otro plano , su espos-a esperab<t en Bogotá el nacimiento
de un heredero».
Una vez terminó de leer el pedazo de periódico, mi tío
Esteban se dirigió hasta la pared de su rancho y con una pun-
tilla lo colgó para que todo el mundo lo leyera.
Los improvisados sepultureros fueron sacando uno a uno
los huesos de los sacrificados de la revolución hasta hacer un
montón, que más bien parecía una pila de leña s~ca. Los empa-
caron en un costal y en procesión se fueron para el cemente-
rio . Digo que se fueron porque yo me quedé por el camino.
Pero mientras mi vida y la de Guillermo trataban de volver
a la normalidad, mis otros hermanos, en especial Clara, vi-
vían una verdadera pesadilla por culpa de la vieja Natalia . . .
· En los últimos años, víctima del desempleo, Clara decidió
abandonar la capital y se fue a vivir con su única hija a Facata-
tivá, a la misma casa donde vive su hermano Jorge . Sin embargo,
la mayorparte de tiempo lo pasa en la finca de su hermano Pedro,
colaborando en las campañas de benificio para los que necesitan
más qu e ella . . .
Hasta antes de conocer la mano verduga de mi tí~ Natalia
-qfirma Clara- no sabía qué era odiar. Ni la misma revolución,
_ 160
____.::...:....:, SonR EV JVJ ENTE s DE LA TEMP F.S T A D

que me lo quitó casi todo, hizo que mi corazón aprendiera a


despreciar a algún semejante como lo hice con esa mujer.
Pero, cómo no odiar a una vieja que prefería echar la comida
a los perros antes que regalarnos un plato para saciar el ham-
bre de sobreviviente que nos acompañó por mucho tiempo..
Una tarde llegó furiosa de por allá de Minipí , donde en-
señaba en una escuela rural, y cogió dos tejas de zinc y las
clavó en el ojo del aljibe para que nosotros no sacáramos agua
ni para hacer de comer.
Pero , tal vez, el día que más la odié fue en mi Primera Co-
munión. Y o estudiaba de caridad en el colegio de Mamá
Emma y siempre quise ser la mejor para que al menos mi
pobre madre tuviera un momento de alegría en medio de
tanto sufrimiento. Me aturdía sorprenderla acurrucada en
cualquier rincón de la casa llorando en silencio y por eso
pensaba que una libreta con buenas calificaciones podía ha-
cerla reír un poco , cosa que no había vuelto a hacer desde
que se prendió la revolución. C uando la veía tan abatida
pensaba que mi pobre vieja ya nunca más volvería a hacerlo .
Parecía una dolorosa.
No había obra de teatro , baile o cualquier otra actividad
cultural en la que Paloma, así me decían mis compañeros y
profesores por mi nobleza , no es tuviera metida de patas y
manos . Gozaba tratando destacarme para demostrar que a los
pobres únicamente nos hacen falta oportunidades para triunfar.
D espués de una de esas presentaciones, una profesora se
acercó y me dijo: "Dile a tu mami que ya es hora de que te
compre el primer sostén" . Era cierto . Ya había comenzado a
salirme el busto y en mi casa no había con qué comprar ni la
punta de un pan. Por bendición de Dios, las profesoras se
apiadaron de mí y me regalaron un par de sostenes.
Un día de estudio la Paloma se desmayó en plena clase.
Quedé blanca, como un papel. Luego vino el segundo
En la plaz a de Íbarna se levanta un rn(Jnurnento con los nombres de
los 27 principales hombres sl1crificados··ett la revolución.

Esta es la
calle principal
de lo que hoy
es Íbama,
un pueblo
al que la guerra
le impidió ser
independiente
de Yacopí,
'~a pesar de
su riquez a
en esmeraldas,
yuca };ganado.
Angélica Valencia juró de niíia qu e ni su espíritu re,(Jresaría a Íbama.
Casi 40 años despu és volvió para conocer el abandonado rnonum ento
donde desca nsan 27 de los sacrificados por la revolución, entre ellos
su padre, Misael.

Interior del monumento en el cementerio de Íbama. S e pu eden apreciar


los res tos de algunos hombres asesinados ert 19 52.
La Collareja,
en las afueras

se convirtió
en el fortín de
la chusma liberal
que enfrentó
a las fuerzas
del gobierno.

Héctor sólo sabía


arar la tierra, pero
la guerra lo obligó
a convertirse en
chusmero. Combatió
contra las fuerzas
gubernamen tales
y celebró la muerte
de Á lvaro Gómez :·


'1

Debajo de este árbol, en el parque de Íbama, el pequeño Cario Magno


se convirtió en el único testigo de la forma como la tropa asesinó a
su padre, a su hermano y al resto de hombres. También vio reducir
a cenizas su pueblo.

Clara, Pedro y Angélica Valencia, tres hermanos que sobrevivieron


a la destrucción de Íbama el primero de diciembre de 19 52.
En este antiguo cuartel de la p<>l;icía en Íbaria funciona el Colegio Gerardo
Bilbao, en honor al sacerdote a quien la tropa hizo caminar sobre tablas
con puntillas para qu e confesara dónde se escondían los cachiporras.

Robertina Medina
prifi.ere no recordar
los estragos de
la guerra , pero
tiene claro que su
tumba se abrirá en
el cementerio
de Íbama , donde
descansan los
sacrificado~ de
la revolución.
,, 1'
'1

Con esta fotografía El Tiempo registró cómo docenas de bus es,


·custodiados en tierra y aire por el Ejército Nacional, llevaron a los
sobrevivientes de la guerra de regreso a La Palma.

Fotografía tomada de una página ,de periódico en la qu e se publicó


la noticia sobre las viudas y los huéifanos que un día huyeron de la
guerra, pero nunca se pudieron acomodar a la . ciudad· y regresaron
a su patria chica para intentar construir un nuevo hoga r en medio de
la pesadilla del holocausto.
Sólo este pedazo de pared de .la iglesia de Yacopí quedó en pie tras el
bombardeo aéreo de las J~terzJs militares· ti ese pueblo el 2 de diciembre
de 1952. Tan vio lento fue el ataque qu e el nuevo Yacop{ se levantó
a tres kilómetros de donde inicialmente fue construido .

El 13 de ju lio de 1953 llegó al parque de La Palma la car~vana de


desplazados de la guerra, procedente del Parque los Mártires de Bogotá.
Con una cruz que le pesa más que sus años ha vivido Blanca Valencia
desde el día cuando la tropa ajustició a su hermana Celmira, la
heroína de Íbama que desafió la fuerza del gobierno.
A 1.1 H 10 Dt: ;;Tos V ,\ ! . 1·: :\C: I A 161
~---

desmayo, el tercero ... has ta que una de las profesoras habló


co n mi m amá y le aconsejó q ue m e hici era ver de un m édi co.
-Señora Ana j es ús, es m ej or que lleve a la niña a un m édico
porque pu ede p adecer una enfermedad muy grave -le dijo .
- No profeso ra - le respondió mamá-, mi hija no sufre
de enfermedad alguna . Ella se des ma ya de fisica hambre. Es
qu e muchas veces, p o r n o decir todas, tengo qu e m andarla
sin desayuno y cuando llega tampoco hay una gota de almu er-
zo . ¿Ahora sí enti ende la enfer m edad qu e sufre mi niña ?
Mi maestra me vo lteó a m irar, no sup o qué decir y aban-
donó la casa en completo silencio .
La mañana siguiente llegué al colegio y, tan pronto so nó la
campana para sa lir a rec reo, las profeso ras me lleva ron con
ellas a tomar café con pan . Tanto era el desesp ero de mi
m adre por darnos aunque fuera un a aguadepanela, qu e una
vez sacó de su baúl de los rec uerdos un juego de cubiertos de
plata que había cuidado toda la vida.
Día a día m e mandaba a ve nderlos dond e doña Sara, una
seño ra qu e tenía una tienda de víveres cerca a la casa donde
nosotros vivíamos arrimados. Por un a cucha_rita m e daba
unos panes, unos hu evos, un poco de az úca r y otro de sal.
Pero de po co se rvía el tris de m ercado porque no era sino qu e
1a vieja Natalia oliera qu e uno había ll egado co n el atadito
para que ella se apoderara de él aduciendo que de lo contrario
nos echaba a la calle .
.En julio co menzó la preparación para los niños que
íban10s a h acer la Primera Comunión el 15 de agosto, fecha
en la qu e cada siete años bajan de su p edes tal a la patrona de
La Palm a, la mila grosa imagen de Nu es tra Señora de la Asun-
ció n . Y digo qu e milagrosa, porqu e cuando las pro feso ras
es taban co ntando su historia jamás m e desmayé.
Con taba un a de mis ma es tras y la propia Mamá Emipa que
esa imagen de 160 ce ntím etros d e alta, vestida con sedas
162 SoBI~ I·:V II ' II·:'i TI·::-; lll·: 1. .1 TI·:~II'E sT IIJ
---~

bordadas en oro, coronada con diadema de esmeraldas y· oro


macizo, cubierta d e collares, brazaletes y pulse ra s de o ro , con
cinturón de oro y zapatos con hebillas de plata y zarcillos de
oro, fue traída de Espar1a por allá en mil quini entos y pico.
Decía la profesora que hasta los mismos espai1oles se peka-
ban por demostrar quién la había donado. Unos decían que
la imagen fue obsequiada por Isabe l de Valois, es posa de
Felipe II, otros que fue ese mismo rey, pero por petición de
su c uarta esposa, doña Ana de Austria.
Recién llegada al pueblo, el caciqu e Itoco, rey de los in-
dios colimas y padre de Íbama, se atrincheró en son de guerra
con uno s tres o cuatro mil indi os en el alto de la Cruz. En el
plano de esa loma , desde donde se divisa toda La Palma, vivió
muchos años mi hermana Angélica con sus ci nco hijos. Ese
pedazo de tierra era de doña Purificación , la suegra de
Angélica . Es una loma pesada, ves tida de verde y sobre su
cima descansa un a gran cruz de cemento que aguarda la visita
anual de todos los devotos de la Virgen de la As unción.
Desde el parque del pu eblo se ven puntos negros y blancos
que se devoran lentamente la cuesta . Son caballos, mulas de
carga y vacas lec h eras alimentadas con pasto imperial. Más
abajo, al lado de la cerca de alambre que separa al potrero del
guadual y a unas pocas m atas de plátano y café, se mantiene
de pie el viejo ran cho d e guadua, tejas de zinc y pañete de
cagajón que guarda más de un sufrimiento de Angélica.
El relato histórico señalaba que Itoco y sus hombres iban a
quemar la iglesia , como ya lo habían hecho en otra oportu-
nidad, y a matar a todos los espai1oles por invadir su territorio
sagrado.
Los españoles, muertos del miedo por la co nocida fero-
cidad de los co lim as , que les gustaba comer forasteros,
pidieron ayuda al cura para que tratara de hacer un milagro.
Con angustiosos repiques de campana, como si se tratara del
ALJRJO BusTo s VALEN C I A ,.::..::...::___
163

último entierro, el padre convocó a los feligreses al templo y


en su compañía comenzó a rezar y a pedir a Nuestra Señora
de la Asunción que los salvara de la devastadora amenaza que
los oteaba desde el alto de la C ruz.
Una vez terminada la petición ante la patrona , el cura y los
creyentes se pusieron de pie, bajaron , por primera vez, a la vir-
gen de su altar y se congregaron en el atrio para dar inicio a una
procesión qu e se extendió por las principales calles del pue-
blo. Dic en que cuando !toco vio que de esa casa tan grande
salía tanta gente, dijo a sus hombres: "Si de una casa sale tanta
gente, ¿cómo será la cantidad cuando salgan de las demás?"
El temor se apoderó del cac ique, quien levantó su campa-
mento y tomó el camino de Parri Parri para regresar a Íbama.
Más adelante, como en 1700, La Palma volvió a conocer el
poder milagroso de su patrona. El pueblo fue atacado por la
peste de la viruela y como no había medicamento para esta
mortal enfermedad, el cura pensó que la última salida para
detener su avance era la intervención de la Virgen.
Al igual que lo había hecho ante la amenaza colima, el
pueblo , con su rostro lacerado , se volcó a la iglesia y de rodi-
llas le pidió a su protectora que lo salvara de la peste. El cura
ordenó bajar a la patrona y todos la acompañaron en su
recorrido por la plaza principal y esas calles qu e más bien
parecían un purgatorio.
Después de varias horas de oraciones lastimeras a pleno sol,
la sob erana regresó a su altar y el aso mbro se apoderó del
pu eblo. Los palmeros cayeron de rodillas al ver que el rostro
de la patrona estaba lleno de m anchas negras y pidieron
perdón a Dios por haber contagiado a la Virgen de la Asun-
ción. Y después de la pesadilla vino el milagro . El pueblo
co~enzó a sanar y se acabó la peste.
Desde entonces, la Virgen se volvió propietaria de tierras ,
como de la sin igual hacienda La Puente, y de ganado que los
16 4 S o nH E 1' 11· 11·:.'\TI·:s D E l. A TIO: ;III'I·: ~ T 1 1>
--~

palmeros entregaban para q ue el párro co de turno admÚ1is-


trara y vendiera para co mprar los atu endos qu e la virge n
debía lucir el dí a de su fi esta. Era tan rica la patrona qu e inclu-
so en es tos ti empos m odernos llegó a tener dos coron as de
oro m ac izo, rodea das d e esm eraldas y o tras piedras prec iosas .
Sin embargo, hace poco, no hará 10 años, un sacerd o te se
levantó y al arrodillarse frente a la image n se di o cuenta qu e la
coro na qu e llevaba ceñida era hec ha de baratij as . H ay
qui en es di cen qu e fu e un cura españo l el qu e se la llevó, pero
eso nunca se probó.
La pro fesora y Mamá E mma también nos contaban que en
el atri o de la iglesia d e Nu es tra Señora de la Asun ció n fu e
fu silado el general tolimens e T omás Law so n, uno de los
abanderados de la guerra de los Mil Días en la provincia del
Ri on egro y ami go de mi tí o Esteba n Valen cia.
Ese ge n eral era un h ombre humilde qu e antes de estallar la
guerra trabaj aba en las m inas Frí as del Tolima y, debido a la
arrem etida violenta del gobierno contra estos pueblos, juntó un
puñado de armas y se amo ntó en los alrededores de La Palma.
Combati ó en toda la regió n y en m ayo de 1900 , cuando llegó
el m o m ento de la legendaria batalla de Palo N egro , se ofreció
para es tar en el frent e de pelea. C ayó herido en su pierna
izquierda, por lo cual se vio obli gado a utilizar por el res to de
sus días botas de caí1a alta co n varillas de acero incru stadas.
Coj o regresó a La Palma y con valentía desaloj ó el ej ército
al servicio del gobi ern o , al ma ndo del gen eral R ogelio
Riveras. En 1902 , cuando la guerra llegaba a su fin , o tros
m ales lo ach ac aron y no tu vo más rem edi o qu e refu giarse en
la h ac ienda Suara z, en las afu eras d el p ueblo. Pero sus pro-
pi os compal1eros de batalla lo vendi eron al en emigo por no
sé cuántas m o nedas de oro. El 3 de septiembre fu e llevado al
atri o de la iglesia y en un taburete de cuero murió al frente de
un pelo tón de fusil amiento.
A L 1 H 1o B us T o s V A L E N e 1A 165
~--

En el mismo atrio donde mataron a ese general yo iba dia-


riamente a prepararme para hacer mi Primera Comunión el
15 de agosto, el día que la nobleza de Paloma voló para siempre.
Esa mañana vi cuando le llevaron el vestido a Cecilia, la hija
de mi tía Natalia. Era un vestido tan hermoso que el único
parecido era el de Nuestra Señora de la Asunción. "Mire,
mamá, ese vestido tan lindo. ¿Por qué yo no tengo derecho a
tener uno igual si también voy a hacer la Primera Comu-
nión?", le dije a mi madre.
Cecilia lucía como esas princesas de los cuentos de hadas.
Brillaba tanto que sentí un deseo incontrolable de tocar los
finos encajes. "No vaya a tocar con sus mugrosas manos el
vestido de mi hija", me gritó mi tía como si quisiera comerme.
Mi pobre vieja se puso a llorar y corrió hasta el colegio a
hablar con Mamá Emma. Le dijo que me convenciera de
aplazar para el año siguiente mi Primera Comunión, cuando
ella ya tendría los ahorros necesarios para comprarme un ves-
tido blanco, lleno de encajes, como el de Cecilia.
Al colegio llegué vestida con mi pedacito de uniforme.
Mamá Emma me llam9 aparte y me dijo: "Mi_ chinita, no te
preocupes que el año entrante te vamos a hacer tu fiesta con
todas las de la ley y yo te voy a comprar el mejor vestido que
'" haya en los almacenes del pueblo, mejor que el de tu prima
Cecilia".
Sin chistar palabra me fui para la iglesia y me confesé. Mi
madre me suplicó que no me fuera a meter a la fila de los
niños que iban a hacer la Primera Comunión. Lo mismo hizo
Mamá Emma. "Sólo voy a asistir a la santa misa y luego nos
vamos para la casa. El año entrante será mi fiesta", les dije .
El padre inició la ceremonia. La iglesia estaba llena hasta el
coro . Cuando los niños hicieron fila para recibir su comu-
nión y el primero estaba a punto de recibir la hostia, Regué el
brinco de la banca donde estaba sentada y, sin saber cómo,
____::__:._:,
166 SonHF\ ' 1\' 11·: .' \TF o: DI·: 1. 1 TIC\11'1·:~ · 1 \IJ

quedé encabezando la tila. El padre ya tenía la mano estirada


con el c uerpo de C risto.
El curita miraba para todos lados y no sabía qué hacer.
Miró a mi mamá, como pidi éndole co nsentimiento , y yo
permanecía con la bo ca abierta . En fin , no tuvo otra alterna-
tiva. M e tragué esa comunión y salí corriendo como alma
que lleva el diablo. Corrí y co rrí por todas las calles del
pueblo y gritaba: "Y o no tengo vestido, yo no tengo vestido".
Casi m e muero de dolor y cansancio. Durante la subida a lii
capilla de Santa Bárbara sentí qu e el aire se m e acababa . Sen-
tada , al lada d e El Humilladero , dejé mis últimas lágrimas
hasta cuando mi mamá me encontró.
Llegó lavada de sudor y tenía una cara de dolorosa que me
hizo pensar qu e la pobre ya no aguantaría otro día de sufri-
miento . M e abrazó y con una angustia que me lacera el
corazón me preguntó: " Mamita, mamita, ¿por qué me hizo
eso, si yo le prometí un vestido nu evo para el año entrante? "
De la mano de mi madre regresé a la casa. Preciso llegamos
cuando los invitados estaban posando aliado de Cecilia para
tomar las primeras fotos que iban a pegar en el álbum de tapa
café comprado para la ocasión. Cecilia me mostraba el ves-
tido y se burlaba d e mí, pero ya no me importaba, ahora
únicamente qu ería quedar en una de las fotografías. Poco a
poco me fui arrimando hasta qu edar co nven cida de que , así
fuera en el último rincón, quedaría en la foto.
"Quítese de aquí chinita mugrosa, que con su cara dai1a las
fotos de mi hija. ¿No sa be que usted no es más que una por-
diosera?" , me gritó mi detestable tía. Todos quedaron en la
foto , n1enos yo.
Pero la venganza es dulce y llegó pronto. Por esos mismos
días Rosalía Escobar, otrJ familiar , m e regaló una tela para
que me hicieran un vestido . Tan pronto mi tía la vio dijo que
como estaba bonita lo m ej or era mandar co nfe ccionar un
AI.IRI O B US T OS VAL ENC IA 167
~--

traje largo para Cecilia. Al escuchar las malvadas intenciones


de la vieja Natalia abracé mi pedacito de tela y corrí para evi-
tar que los amigos de Cecilia me alcanzaran . La carrera duró
poco. Me alcanzaron y me la raparon de las manos. Fue tanta
la rabia que en medio de todos esos chinos divisé a Cecilia, la
agarré de las mechas y la tiré encima de un hormiguero de
matapuercos. Le dieron una mano que casi la matan.
El castigo fue terrible . Mi tía me levantó a las cinco de la
mañana, me llevó hasta una quebrada y después de sumer-
girme en el agua varias veces me dio tremenda muenda con
una rama . A pesar de que quedé como un cristo, mi mamá no
podía decir nada porque de lo contrario nos botaba a la calle.
Llegó la nueva Navidad y el odio creció aún más . A mi
hermano Jorge el tal Niño Dios le trajo un carro, que no era
más que una caja de bocadillos veleños con cuatro tapas de
gaseosa machacadas. Mi mamá se iba a las tiendas a suplicar
que le regalaran las cajitas de madera y hasta se cortaba las
manos tratando de machacar y clavar las tapas . A ese pedazo
de cajón le amarraba una cabuya y ahí quedaba listo el cuento
del carro. En cambio , los niños de algunas cas~s vecinas saca-
ban sus tractomulas y camiones de todos los colores.
Pero si el regalo de jorge daba lástima, el mío daba coraje.
'" Era una muñeca de trapo que hizo mi mamá con chiros
viejos. Parecía una morcilla mal embutida . Me dio tanta
rabia que me le paré encima una y mil veces y comencé a gri-
tar: "El Niño Dios no existe. Eso es una gran mentira. ¿Por
qué a los niños ricos les trae buenos regalos y a nosotros nos
tiene en este abandono, muertos de hambre?"
Mientras Cecilia y los demás chinos estrenaban zapatos
Croydon a nosotros nos tocaba, si no queríamos andar a pata
li~pia, ponernos unas sandalias de trapo que nos hacía nues-
tra pobre vieja. Ella buscaba zapatos viejos y les quit~ba todo
lo de por encima hasta dejar la suela limpia. Luego, cogía
168 S()i; ln: I ' I\' 11·: :\T I·> u1: 1. ·1 TL \I I'I·> T .II>
--~

p edazos d e dril y los cortab a. Aunqu e no no s g ustaban · ni


cinco, hay que decirlo, no le quedaban m al ...
La lu z volvió a iluminar la plaza del pueblo y la fiesta conti-
nuó. H éctor miró su reloj y tras co mprobar que ya era más de media -
noche se despidió y sefue a dormir. Lafvrastera /li z o lo propio . .
Llegó la madru,~ada y Angél ica no podía ronciliar el sueFío.
D aba vueltas e11 la ca ma al pensa r que había ten ido va lor pa ra
romper el juramento hecho a mediados de 1958, ruar~do tenía
13años ...
H acía varios días -recuerda An,~?élica- mi p rima Susana,
un año m ayor que yo, me venía calentando la oreja para que
nos volárarnos de la casa y nos fuéramo s a vivir a Bogotá con
sus hermanas Teresa y Amanda. Ya es tábamos ab urridas de
tanto lidiar co n animales y frega r co n matas de café, yuca y
plátano. Fue así como una noche empacamos entre un talego
los trapitos y muy de maí1ana, con'lo a las seis, le co ntamos
nu es tras intenciones a Elisa , la muj er de mi tío Alfonso , y
cogimos el camino q ue co ndu ce al nu evo Ya copí.
En plen o ca mino, cuando me convencí de es tar lo sufi-
cient emente lejos de Íbama , me paré por un instante y desde
lo m ás profundo de mi alma grité en silencio: "Juro por Dios
qu e mi entras viva ni mi espíritu regresará a esta tierra man-
chad a de sangre inocente".
Co n los p esos qu e habíamos ahorrado de la venta de café y
hu evos compramos los tiqu etes en Yacopí y en la tarde lle-
gamos a Bogotá , a un apa rtam entico qu e tenían en arriendo
mis primas en el barrio Ri ca urte, en el ce ntro. A los p ocos
días ellas m e buscaron trabajito en un consultorio dental,
do nde los doctores Ca rlos Durán y J orge Góm ez me ense-
ii.aro n a preparar calzas, tom ar placas y has ta ra diogra fia s de
los dientes.
N o llevaba sino un os pocos meses en la capital cuando mi
h ermano J osé m e co n ve nció de regresa r a La Palma a vivir
A1.1H 1o B u sTo s VALENCIA 169
~--

con mi madrastra Ana j es ús y todos ellos. Pero para mi des-


gracia, unos familiares lejanos me presentaron aJosé Antonio
Bustos, un hombre que me llevaba más de 20 años y con
quien prácticamente me obligaron a casarme por detrás de la
iglesia. Así comenzó mi nueva pesadilla. Una pesadilla que se
prolongó por 22 largos años y que resultó ser un infierno peor
que la misma revolución. El único recuerdo amable de esa
larga condena son mis cinco hijos ...
Y mientras casi toda Íbama seguía defiesta, a la forast era tam-
bién le angustiaba pensar que en el pu eb lo no había autoridad
algu na que pudiera proteger a !a ge nte que bailaba en la plaza en
caso de qu e la gue rrilla o los paramilitares llega ran a matar. Para
colmo de males, hacia las cinco de la mañana un vallenato, pre-
cisamente proveniente de la plaza y que nunca había escuchado
en su vida , acabó con el poco sueño que aún le qu edaba .
Entre acordeones y g uarachas paramilitares se escuchaba:
"Narcobandidos, no los qui ere ni su madre. Cómo se dañan
los sentimientos de un hombre bu eno hacia los demás .
C uando se m eten a hacer violencia dicen que defi enden a la
humanidad . Pero tenemos que resp etar los .ideales de los
demás, porque se muere mucho inocente. Con tanta violencia
a dónde vamos a dar. La sinvergüenza guerrilla, dizque lucha
~ por justicia, pero me mata a mi pueblo y además me dice
m entiras . Mono Jojoy, Pablo Catatumbo, asesinos, asesi-
nos . . . Cuando era niño siempre confiaba, nunca pensé que
hicieran el mal, pero a medida que pasó el tiempo cambiaron
la forma de p ensar. .. Dios mío, apiádate de Colombia. No
más narcobandoleros. Señor, tú que tienes el poder, tienes
el don de saber lo que le pasa a mi pueblo . Señor, por qué no
les haces saber que con ese trato cruel al pueblo están des-
truyendo . Señor, si vivieras en la tierra aquí no existiera
guerra, aquí todo fuera paz . No hubiera tanto crimen entre
nosotros, no hubiera tantos hechos monstruosos, no existirían
170 Son ll "V I V I EI'TE S D I·: LA T I·: \II'I·:!' T ,ID
--~

el odio y la maldad, porq ue siendo tú tan poderoso, ·que


siempre has sido el Dios de noso tros, a ti te tendrí an que
respetar. Y yo invito a los colombianos. Vamos a reconstruir
la paz . .. Guerrilla y narco tráfi co homicidas de Colombia.
Señor, enséñanos el canúno pa 's ubir y hablar contigo pa'traer
un m ensaj e de amor. Señor, baja rí a un ángel conmigo y que
él mismo sea testi go y mire esta des tru cción . D ios mío, si me
di eras el poder recorrería pu eblos y montú1as buscando
dónd e es tán esos canallas que n os matan la ilusión de vivir. '
Decide qu e cesen esas m etrallas, que la maldita guerrilla se
vaya y d ej e qú e Colombia sea feliz ... "
Ese martes 2 de diciembre de 19 52
Malasuerte sa lió corriendo de la cama como a las tres de la
mañana ...
El canto del morrocoy y las noticias sobre la destrucción
de Íbama m e hacían pensar que en cualquier momento la tropa
podía traspasar los linderos de mi rancho y aqbar con las vi-
das de mis tres hermanos vivos, las de mis viejos y la propia .
Sin hacer el menor ruido salí del cuarto de bahareque
que compartía con mis hermanos y atravesé en cuclillas la
pieza de mis viejos para evitar que se despertaran y me
preguntaran para dónde iba. Tomé la tranca de la puerta a
-dos manos y la recosté sobre el cercado. Pero no había ter-
minado de abrir media hoja de la puerta de madera cuando
de la cama de mis padres salió una voz varonil que me dijo :
"Oiga mijo . Muera ronda el fantasma de la muerte. Si no
puede dormir, quédese sentado en su estera contando pepas
dé café".
Cerré la puerta y regresé a mi estera por unos r'n.inutos.
Me arropé y busqué conciliar el sueño. Pero el maldito canto
_ 172
____::_:_..::::; So BH E V I V IE '<TES DE LA TEMPE STAD

de los morrocoyes hizo que me volviera a levantar y les dijera


a mis padres: "Voy a sentarme un ratico en el corredor de la
casa. No me siento bien y ustedes ya saben porqué ".
Envuelto en mi ruana, me fui para la parte trasera del ran-
cho, me recosté sobre el cercado y m e puse a ver llover. Era
una llovizna tan parecida a la que m e había acompañado un
mes atrás, cuando tuve que cargar entre un costal el cuerpo
de mi hermano mayor ...
Cómo olvidar la imagen de ese muchacho qu e desde niño
se rompió la espalda para ayudar a mis viejos a salir de esa
miseria que nos obligó a vivir arrimados d e ranch o en rancho en
todo Yacopí , besando la m ano del am o y sopo rtando las
miradas despreciables de quienes nacieron si n la pesadilla de
la pobreza.
A los 1O años, ese muchacho se hizo cargo de sus cuatro
hermanos mientras papá llevaba a mi vieja por allá a Bogotá
para que le curaran una enfermedad qu e la estaba dejando
inválida. Fueron dos m eses en qu e nos sacaron corriendo de
la finca donde mis padres servían de peones y nos tocó ir a
vivir a un rancho de Abipay, propiedad de unos ricos que
habían huido a la capital ante el recrudecimiento de la gue-
rra. Ahí nos llevó mi h ermano y nos cuidó como si fu éramos
sus hijos .
Se levantaba muy temprano y salía al monte a conseguir
chamizos secos. Muchas veces lo veíamos llegar con el pan-
talón lavado de rocío y barro y los brazos cortados por el pas-
to y la maleza, trayendo en los hombros un costalada de
madera . Luego , con mucha difi cultad , se subía al fogó n a
tratar de prender la candela. Cuando la leña estaba húmeda
se le veía el sufrimiento en la cara y renegaba en voz baja, como
si quisiera que noso tros no n os diéramos cuenta de lo qu e
estaba pasando. Mi pobre hermano era un niño que jugaba a
ser un hombre rudo y responsable.
ALIHI O B U STO S VALENCIA 173
,:..c..c:..___

Después de prender el fogón nos hacía el desayuno, así


fuera un caldo de yuca , un biche asado acompañado de una
aguadepanela o unas arepas de maíz que le quedaban
cuadradas, pero de buen sabor. Después que nos dejaba con
la barriga llena salía a p edir trabajo en las fincas vecinas, ya
fuera para lidiar animales, trabajar en moliendas o en la limpia
de cafetales y potreros .
Antes del mediodía regresaba todo sudado a la casa con
una ollita con el almuerzo que le habían dado donde trabajaba,
lo repartía entre nosotros y regresaba a sus labores. Nunca
me quiso contar si él comía algo allá o aguantaba hambre .
Para mí que ese niño pasó más de un día sin probar bocado
alguno.
Por la tarde, como a las cinco , regresaba casi que arrastrando
las patas del cansancio . D escargaba su joto de yucas, plátanos
y arracachas y volvía a subirse a ese bendito fogón a prender
candela. Y cuando uno le preguntaba por qué estaba llorando,
decía que era el humo y nada más. U na vez nos daba de comer,
nos llevaba a la cama y se retiraba de la cabecera únicamente
cuando quedábamos dom1idos . Ese angelito. quedaba por
ahí solito . Creo que vivió tan rápido qu e por eso antes de los
25 años encontró su fin. Fu e una muerte que no merecía una
persona que con su trabaj o nos permitió tener unas pocas
fanegadas de tierra y levantar un rancho con escrituras y todo .
¡Pero así es la vida! El primero de noviembre de 1952 se
fue a visitar a su prometida a Chirripay. Se estrenó unas coti-
zas y se puso el de bajar al pueblo. -En la noche regreso -le
dijo a mi padre.
Mi viejo le dio un abrazo , cosa que por cierto nunca había
h echo , y le dijo : -tenga cuidado mijo que por ahí ronda el
fan.tasma de la muerte .
Se fue la luz del día y mi hermano no regresó . Mi padre
tomó de detrás de la puerta el machete y se lo colgó a la cintura.
174 SonHEVIVIENTE S DE LA T E MPE STA D
---~

"Mujer, no te preocupes por el muchacho . A lo mejÓr lo


cogió la noche con sus guarapos y se quedó por allá", le dijo
mi viejo a mi madre, que ya estaba acostada .
Una vez mi padre se alejó de la casa, ella se levantó con la
ayuda de un palo de guayabo y me dijo: "No mijo. Algo malo
tuvo que pasarle a su hermano, porque él no es de los que se
emborracha en casa ajena. Tampoco es de los que duerme en
cama de otro". Aunque quise convencerla de lo contrario,
sabía que tenía razón. Mi hermano era el hombre más casen;
que jamás conocí.
De madnlgada, en medio de una tempestad cargada de
truenos y rayos, mi viejo regresó a casa con la moral en el suelo.
"El muchacho no visitó a su prometida", nos dijo mientras se
quitaba el machete de la cintura. Mi madre y mis dos her-
manas se arrodillaron frente al altar y se pusieron a rezar.
Como el palo de agua no dejaba salir del rancho, muy de
mañana, como a las cinco, mi viejo nos levantó a los hombres
de la casa para dar inicio a la búsqueda . A mi hermano menor
le encomendó la tarea de ir a Y acopí y buscar por todo el
pueblo. A mí me pidió que buscara por Guachipay, mientras
que él regresaría a Abipay.
Me metí entre el monte y empecé la búsqueda, eso sí, te-
niendo el cuidado de no ir a encontrarme con la tropa que
andaba matando liberales por toda la región. Cuando ya creía
que no iba a encontrar el rastro de mi hermano, un hom-
brecito que estaba viviendo en un ranchito de paroi, al lado
de un guadual, salió a mi encuentro con cara de asustado.
"Muchacho, creo que lo que usted busca está tirado allá abajo,
entre aquel cañal", me dijo y se alejó sin decir algo más .
Bajé como caballo desbocado por entre un platanal hasta
alcanzar la entrada del cañaduzal. Era tanta la gana de llegar a
ver lo que había visto el anciano que en esa ladera me fui de
jeta y casi me parto una pata. Me adentré en el cañaduzal y
ALIHI O B US T OS VAL E N C IA 175
~--

busqué como loco por todas partes hasta que me topé de


frente con un cuerpo lleno de moscas . Era mi hermano. Lo
abracé de la misma manera que él lo había hecho conmigo
cuando yo era niño y los rayos me asustaban. Estaba helado.
Lo habían picado a machete y su cuerpo destrozado descan-
saba sobre un costal de pergamino. Grité hasta perder la
cabeza y después de ese abrazo que, sin exagerar, pudo durar
media hora, me acosté al lado de mi hermano y por primera
vez supe que Dios no existía.
Más tarde , cuando los grillos cantaban sin cesar, tiré el
costal y en él eché hasta el último hueso de mi hermano.
Prendí la linterna y subí el platanal con mi muerto al hom-
bro . Pero cuando estaba tratando ·de ubicar el camino real
una pata se me aflojó y me eché a botes por un abismo. El
vidrio y el fo co de la linterna se rompieron y en esa oscuridad
no sabía a dónde diablos había ido a dar el costal de la desgracia.
Sólo se veía mi mala suerte. Busqué a tientas por todo lado
hasta hallarlo al lado de una roca. Por fortuna , la cabuya con
que lo había amarrado resistió el golpe y mi hermano no se
salió.
Ardido con la vida, una vez más me eché mi costal al hom-
bro en busca del camino real. Después de no sé cuántos gol-
... pes, hijueputazos y madrazas, en el patio trasero de la casa
descargué a mi hermano. Serían las 11 de la noche.
-Santo Dios, ¿qué le pasó mijo? -gritó mi padre cuando
me aparecí en el umbral de la puerta con la cara y el cuerpo
llenos de barro y sangre-. ¿Y su hermano? -volvió a pre-
guntar antes de que yo abriera la boca.
-Viejo, lo que queda de él está detrás de la casa, entre un
costal-le respondí y me dejé caer al lado de la puerta.
Mi madre y mis hermanos saltaron como rayos de la cama
y corrieron para detrás de la casa. "Aquí no hay nada 'que ver.
Más tarde tendremos un entierro", dijo mi padre con voz
17 6
--"---'.,
S o B R E V 1 V 11·: N T E S D 1·: l.,\ T E M p E S T" ()

entrecortada y los mandó para adentro. Tan pronto el día


aclaró, el viejo bajó del zarzo un cajón que él mismo había
hecho y guardado para cuando alguien muriera. D espués se
fue para el cafetal con un barretón y una pala y allí cavó la
tumba de mi hermano. Mi madre hizo un ramo con dalias y
azucenas y lo colocó sobre dos palos de guayabo cruzados y
abdosporunac~ceb.
Desde entonces, día tras día, sin importar si estaba oscuro o
claro, dejaba una flor en su tumba y otra donde descargué el
costal, el mismo sitio donde un m es después estaba aguantando
frío y recordando la memoria de mi hermano sin saber que
estaba a punto de iniciarse la pesadilla más espantosa que ha
vivido Y acopí.
La mañana del 2 de diciembre de 1952 mi madre estaba
preparando el desayuno cuando escuchó algo extraño que
provenía de algún lugar de la montaña. Salió al patio del rancho
y a la distancia vio un pájaro gigantesco que volaba en direc-
ción a Yacopí. "Virgen Purísima, ¿qué es ese avichucho tan
raro?", gritó mi madre mientras se santiguaba una y mil veces.
Como un relámpago cogió a las dos chinas y corrió a escon-
derse debajo de la cama. Mi viejo también llegó a la casa con
una cara de cadáver andante y se metió a la cocina a mirar por
entre las rendijas del cercado. En cambio, yo salí a la loma,
desde donde se ve el pueblo y toda la cordillera, para poder
observar mejor ese aparato tan extraño .
La sorpresa fue de alma y señor mío cuando vi que el
aparato no venía solo. Lo acompañaba otro que parecía su
hermano gemelo. A lo lejos parecían zancudos, pero a medida
que se acercaban se iban transformando en enormes mons-
truos de lata. En cuestión de segundos los tuve sobre mi
cabeza y más tarde ya estaban sobrevolando el centro del
pueblo. Parecían dos naves espaciales que habían decidido
empezar la invasión de la Tierra por Y acopí.
ALIRIO B us T os VALENCIA 177
.:=-:--e--

Tal fue el susto del pueblo que de todas las casas salían co-
rriendo niños, mujeres y ancianos . Todos miraban hacia el
cielo para luego correr como si hubieran visto al diablo en
persona o para caer de rodillas con los brazos abiertos. Mu-
chos buscaron refugio en la iglesia, otros se encerraron en los
ranchos y los más inteligentes cogieron para el monte .
De un momento a otro los aparatos se separaron y em-
pezaron a arrojar una fila interminable de paquetes. Parecían
fiambres . ¡Bonitos sus fiambres! Los primeros que cayeron
en la plaza principal se volvieron dos bolas de fuego . Luego
vino uno detrás de otro y del suelo de Yacopí seguían saliendo
bolas de candela. Era algo horrible . Como si se tratara de una
lluvia de fuego o como si Dios hubiera lanzado toda su furia
contra este pueblo rebelde . Tan así que llegué a pensar que
ser liberal era un pecado. Era como si el pueblo hubiera estado
descansando sobre un volcán dormido que ese día le dio por
desp ertarse y acabar con todo.
Después de botar el primer reguero de bombas, los apara-
tos se alejaron hasta el pico de la montaña más lejana. Dieron
la vuelta y como bestias desbocadas se fueron a<;:ercando nue-
vamente . Y otra vez, cuando estaban sobre lo que quedaba
del pueblo, dejaron caer una nueva tanda de paquetes. Ahí sí,
todo se volvió humo. Se escuchaban lamentos y quejidos, se
veía la gente correr por el monte como si la estuviera persi-
guiendo una fuerza extraña y malvada. Era la estampida
humana más terrible de la qu e se tuviera noticia desde la
guerra d e los Mil Días, cuando el gobierno también bom-
bardeó y destruyó a Y acopí por no dejarse matar a sangre fría .
Y es que parece que se volvió costumbre apagar la protestas
de este pueblo con bombardeos y candela.
Los pájaros de la muerte se alejaron otra vez hasta el pico
más lejano de la cordillera y para descanso de los sobrevi-
vientes se perdieron para nunca volver. Cuando me convencí
178 SoilH H ' 1 1' llo ;\TI·:s DI:: 1. -\ · ¡'f-:~11'1·::-o T 1 ll
-------',

de qu e ya no regresarían , bajé volado desde la loma en busc'a de


mi abuelo , que vivía cerca de la iglesia. No encontré ni el rancho.
Horror y más horror. D e la igl esi:1 sólo quedaba de pie un
cuarto de pared. El res to no era más que un reguero de ladri-
llos y tejas mezclados co n imágenes de santos partidos en mil
pedazos y manchados con sangre de niños , muj eres y ancia-
nos. Las campanas estaban clavadas en una fos a, qu e más bien
parecía un abismo. Las casas corrieron la misma suerte . No
quedó piedra sobre piedra. En to da parte olía a chamusquín.
Por un instante quise pensar qu e estaba dormido y soportaba
una pesadilla que no m e quería dejar despertar. Pero no. Todo
era cierto: los muertos tirados alrededor de la plaza, como si
un cementerio completo se hubiera levantado; los cuerpos
carbonizados; los heridos de mu erte devorados por el fuego;
los animales desp edazados; los sobrevivientes corriendo y
hasta muj eres pariendo sus hij os co n apenas tres o cuatro
meses de embarazo.
Despu és de dar varias vueltas al fin pude ubicar el sitio
dond e quedaba el ran cho de mi abu elo. Sabía qu e era ahí
porque no sólo encontré su cuerpo des trozado, sino porque
también estaban tirados por todas partes sus papeles en los
que escribía sus fórmulas sanatorias a base de yerbas. Tal vez
era el yerba tero más conocido y resp etado . Quien tuviera un
dolor de barriga, muela , espalda o cintura, iba a su casa por
gotas de yerbas. Era tan aficionado a la medicina que tomaba
jarabes y menjurjes qu e él mismo inventaba para demostrar
que no eran dañinos para los demás. Era un anciano extraíi.o.
Dom1ía con una piza rra aliado de su cama y entredormido
escribía las cosas qu e so ñaba . Al día siguiente, cuando no en-
tendía sus propios garabatos se enfurecía y decía que tenía
que inventar una droga para la m emoria .
Aliado de lo que fu e su casa encontré en el suelo montones
de arroz, fríjol , papa , pilas, manteca, espermas . .. Era el rastro
ALIBJO Bu sTo s VALENCIA 179
~--

de una tienda. Varios de los sobrevivientes volvieron y em-


pezaron a recoger algunos víveres de estos para emprender la
fuga hacia La Palma, Pacho o Bogotá.
En eso me acordé de Sara, la mujer que había acabado casi
con todos los virgos de Y acopí y sus alrededores. Era la dueña
de todos los hombres. Vivía una cuadra abajo de mi abuelo.
Esos escombros los encontré con facilidad. No me demoré
un minuto. Pero por ahí no estaba ni el rastro de su cuerpo.
N un ca supe si murió o si utilizó sus poderes de bruja para salir
volando en escoba detrás de los aparatos del bombardeo .
Decían que era bruja y que se la pasaba en los cementerios de
los pueblos vecinos sacando tierra de muerto para hacer male-
ficios. Otros decían que iba y abandonaba, sobre las tumbas,
gatos negros, amarrados de patas y manos, a petición de
clientes que querían cobrar venganza. A mí nada de eso me
constaba. Lo único que sí sabía era que en la cama era la
mejor mujer de Yacopí, porque ni la mano la sabía leer. La
última vez que me la leyó, me dijo que venían tiempos
prósperos, que mi familia iba a ser dueña de una finca muy
grande y que yo iba a comprar una casa en el p.ueblo. Lo que
se le olvidó decirme fue que la finca quedaba en el cielo y la
casa entre el monte .
Volví a pasar por las ruinas de la iglesia y vi a varios hom-
bres, debían de ser de la tropa o godos, amarrando con rejos
los pedazos de paredes que no se habían caído, para luego
atarlos a una recua de mulas y tumbarlos .
Salí corriendo para mi casa. En el suelo quedó Árbol duro.
Sí , Árbol duro, eso significa Yacopí en lengua muzo . Esos
indígenas jamás se la dejaron montar de los españoles y
prefirieron morir antes que entregar las riquezas de su tierra.
Elios decían que al árbol duro lo pueden golpear y golpear
pero nunca morirá . Tenían razón, años después del bom-
bardeo, Yacopí volvió a crecer, aunque esta vez le tocó tres
180 SoBREVIVI ENTEs DE L A TE MPE STAD
--~

kilómetros más cerca de La Palma. A Y acopí viejo van los


muchachos a estudiar y los campesinos a aprender en la granja
expermiental.
En el rancho únicamente me esperaba Guardián, el perro
que estaba a punto de morirse de viejo. Ya no tenía fuerzas ni
para tragar, mucho menos para ladrar. Entré a la cocina y nada.
Entré a la pieza de mis viejos y nada. Entré a la pieza de mis
hermanos y nada. Parecía que se los hubiera tragado la tierra.
Me fui para la enramada y sólo me topé con la gata, que por-
cierto había parido en esos días. "Mamá, papá, dónde se
metieron" , gritaba yo mientras recorría los alrededores del
rancho. Pero nada, nadie me respondía .
Me fui para abajito, por el lado del potrero, llamándolos a
grito entero , hasta qu e me salió al paso mi viejo.
-Mijo, su mamá se puso mal. Se desmayó de escuchar
tanto estruendo -me dijo .
-¿Dónde está? - le pregunté .
-Ahí, al lado del pozo -respondió.
Mi vieja estaba tirada sobre una colcha de retazos. Parecía
muerta. Ni resollaba . Estaba igualita al día en que le dio ese
mal y que obligó a mi papá a dejarnos solos para llevarla a la
capital. Mis hermanos aguardaban a su lado esperando a que
despertara .
-Papá, del pueblo no queda más que cenizas. Es mejor
que nos larguemos para La Palma -le dije. Me miró a los
ojos y me dijo : -pero mijo, nosotros no tenemos nada ni a
nadie por allá. ¿Qué vamos a hacer a un pueblo donde sólo
conocemos cómo se llama?
Aunque, como siempre, mi viejo tenía razón, lo convencí
diciéndole que algunos de los sobrevivientes del bombardeo
me habían dicho que la tropa iba a llegar más tarde a empezar
la quema de los ranchos que quedaban en los alrededores de
Íbama.
ALIRIO BU S TO S VALENCIA 181
,;c.c_::___

Con mi hermano de 12 años levantamos a mamá y la lleva-


mos cargada hasta su cama. Tenía las manos heladas, con ese
frío propio de la muerte , pero ya resollaba un poco. "Vaya
mija a bu scar un poco de yantén para que le haga un agüita a
su mamá a ver si se repon e", le dijo mi papá a mi hermana
mayor, la de 14 años. Mi hermanita menor, de cuatro añitos,
se sentó en silencio en la cabecera de la cama y con un trapo
blanco le secaba la frente a la enferma .
Con mi papá nos pusimos a empacar las pocas cosas que
íbamos a llevar. En un costal echamos unas ollas tiznadas, unos
platos esmaltados, unos pocillos desorejados, la olleta del
café, la máquina de moler, unas cucharas de palo, unas panelas
y unas pepitas de arroz. En otro costal embutimos los cuatro
chiros, cinco cobijas viejas y los libros en los que habíamos
aprendido a lee r. "Las espermas y los fósforos hay que llevar-
los aparte", dijo mi papá.
Ya como a las cuatro de la tarde, cuando mi mamá se des-
pertó, empezó a caer un espantaflojos. Una llovizna cansona
que de seguro dañaría el camino.
-¿Qué pasó? ¿Qué eran esos animales jerQces que vola-
ban y hacían tanto ruido? Virgen Purísima ¿qué fue lo que
pasó? -preguntaba insistentemente mi madre.
-Ya se fueron y nunca más volverán -le respondía papá
una y otra vez .
Mi hermano se echó al hombro el costal con los tiestos de
cocina, mi hermana mayor cargó con las esteras dobladas y
con la canasta de la gata y su cría, mi mamá se levantó de la cama
y se colgó de la nuca de papá y yo cargué con mi hermanita
menor y con el costal de los trapos y las cobijas . Guardián
sacó fuerzas de donde no las tenía y se nos puso a la pata. Y
con el dolor del alma nos fuimos alejando de ese rancho que
era lo único que habíamos tenido en la vida . También aban-
donábamos la tumba del mejor hermano del mundo.
Después de una hora de camino y de parar no sé cuán tas
veces por los trastornos de mi madre, llegamos a la orilla de
un guadual. Seguía lloviznando . "¿ Nos m etemos por el
guadual?", preguntó mi padre, recordándonos que al otro lado
todavía es taban las ruin as del rancho donde fue ases inada. la
familia de R aúl Cojo, el camp esino que aprendió zapatería en
la cárcel Modelo y hoy remi enda chagualos en La Palma ...
A sus 69 arios, R aúl Mela González se levanta todos /os días
a las seis de la mariana y tras bregar con s11 pierna de palo y su par
de muletas, se sienta en su taburete de cuero y madera chorreado
de p ega nte Boxe r, aliado de la ventana del goteriento rancho que
co mpró a pocos metros de la Plaza de la Pancla .
D es de qu e sus hijos y sus dos esposas se fueron para la capital,
su vida transcurre entre martillos, tachu elas, cue ros y z apatos
viejos . Ocasionalmente, cuando ama¡¡ ece con el donjuán albo -
rotado, entre gomas y suelas ca muj7a brillalltes esp~jos que descu-
bren ante ms ojos el color de los cucos de las clientes que van en
busca de rma remonta, pero cuando amanece con el "chiche parado",
prifiere limpiar su pistola y pensar en mfam ilia.
En plena revolución - recuerda- ll egué a la casa de doña
Rosa , en Puentetierra. Quería saludarla y agradecerle cada
uno de los favores qu e nunca n os había negado . Pero en el
patio de la casa había un invitado qu e no era de mi agrado. Se
trataba d e Luis Chávez, un o de siete hermanos chusmeros
qu e trabaj aban bajo las órde nes de Saúl Fajardo, el líder gue-
rrill ero asesinado en la cárcel M odelo de la cap ita l, el mismo
día en que la tropa bo rró del mapa a Yacopí.
C há vez quiso ignorar mi presencia y por eso m.e le fui de
frente a refr escarle la m em ori a. " U sted fu e el que me robó
una res y ya encontré dónde se la comió - le dij e en tono
amen aza nte al cuatrero-. Y si no me paga, lo voy a demandar
para que lo metan a la cá rcel", volví y le dij e, esta vez con voz
de advertencia .
AL1111o B us To s VALEN C I A 183 __
,.::....::....:

El cuatrero me dio la espalda y se retiró unos metros.


Luego se dio media vuelta y sin chistar una sola palabra sacó
su revólver y me pegó un tiro en la pierna derecha. Guardó el
arma entre su pantalón y como si nada hubiera pasado se fue
silbando por entre el rastrojo. La señora Rosa me socorrió.
Me echó un poco de café molido para detener la hemorragia
y amarró la pierna con varias tiras de trapo.
Como mamá sabía que era imposible llevarme al puesto de
salud de Y acopí, pensó que debíamos arriesgarnos y viajar
por entre el monte hacia el hospital San José, de La Palma.
Mamá y papá me sacaron en guando hasta un alto, pero desde
allí nos dimos cuenta de que toda la zona de arriba estaba re-
pleta de soldados y en la de abajo no cabía un chusmero más.
Precisamente ese mismo día, mamá vio cuando un co-
mando de chusmeros, del que hacía parte Chávez, atacó en
Puentetierra un camión de la tropa y mató a varios militares.
El carro transportaba tropa y víveres y cuando le faltaban dos
curvas para llegar al puesto de control fue atacado a tiros desde
el lado arriba de la montaña. Ahí murieron como 8 ó 10
militares.
Con mamá regresamos al rancho a esperar a ver si la situa-
ción mejoraba para poder salir en busca de un puto médico.
'Empezaron a pasar los días y la gangrena se me tragaba la
pierna. Tan podrida estaba que un olor fétido inundó hasta el
último rincón de la casa. Ya no faltaba sino que los chulos
agarraran a revolotear encima de mi cama .
Hasta que un día llegó a la puerta del rancho un viejo ami-
go de pica y pala que desde el 9 de abril de 1948 se volvió
guerrillero. Al verme así de jodido corrió a la farmacia de
Y acopí y me compró unas inyecciones de penicilina. Y él
misino me las aplicó. Un mes después, eso fue un domingo,
me avisó que la tropa había levantado el puesto de Puente-
tierra ante el acoso guerrillero. " Aproveche, por ese corredor
184 SoBH I·:V I I' IIé!'i TE s DI·: I.A Tl·: \l l' l·:sT \1!
---~

pu ede salir a La Palma", m e dijo . Papá buscó prestad;! una


mula y me sacó hasta el antiguo puesto milita r. Ahí nos es taba
esperando un compadre, que nos trasladó en su camioneta
hasta el hospital.
Allá me aplicaron varias in yecciones y tornaron algunos
exámenes como por no dejar. Los m édicos fueron muy fran-
cos conmigo. " Mu chac ho , aquí no hay nada qu é ha cer,
deb emos amputar la pi erna", m e dijo uno de ellos sin el
m enor aso mbro. Al rato ya es taba cojo . ·
Ocho días despu és llegó mamá a visitarme. M e trajo un
fiambre de ·gallina , un pantaló n de dril que sólo me poní a
cuando bajaba al pu eblo, una ca misa que m e había regalado
papá en la última Navidad y un par de cotizas viejas.
C hávez se enteró del viaje de mamá a La Palma y como
qu e pensó que lo había hecho para poner un denuncio en su
contra por el tiro qu e m e había p egado, o porgu e sabía qu e
ella había presenciado el ataque al camión militar.
Un domingo llegó un teni en te del ejército bas ta la puerta
de la habitación dond e m e recup erab a. Se paró en la pu erta y
se puso a mirar para tod os lados. Como si se le hubiera perdido
algo. También pensé qu e el infeliz es taba cerciorándose de
que es tuviéramos solos para coger y matarme.
Pero su aspecto y su voz m e decían que no era matón. Era
un hombre alto, muy alto. Un tanto delgado. D e mirada apa-
gada. Su piel blanca lo delataba como forastero . Sus modales
fino s y su uniform.e imp ecable lo hacían parecer una bu ena
persona disfrazada de militar.
-¿ Usted es el paciente M elo? - preguntó con voz de
persona que no va en son de pelea.
-Sí señor, yo soy R aú l M e! o González, oriundo de Abipay
- le res pondí despu és de sentarme en el borde de la ca ma .
El teniente se sentó al lado mío. Después se levantó, se re-
costó contra la pu erta y mi entras miraba hacia afuera me
Aurn o Bus To s VALEN C TA 185
.::-=-:=----

lanzó una segunda pregunta: - ¿su señora madre se llama


Ernestina González?
-Sí señor. Así se llama -le respondí nervioso. Pensé que
el oficial la necesitaba para que rindiera testimonio por el
ataque a la patrulla militar. Sin embargo, no me atreví a pre-
guntarle por temor a que se enojara conmigo y me ahogara
con una almohada, como les había ocurrido a varios heridos
en ese mismo hospital. También sabía que los militares ya
habían convertido en ley qu e únicamente ellos tenían dere-
cho a preguntar.
El teniente sacó un cigarrillo Pielroja y cuando lo iba a
prender se dio media vuelta y comentó: -verdad que en los
hospitales no se puede fumar- . Preferi guardar silencio. Ya
había aprendido que ellos tenían razón así estuvieran diciendo
la peor bestialidad.
Volvió y se sentó a mi lado y continuó con la extraña pre-
guntadera: - ¿su papá se llama Carlos Melo?
-Sí señor -respondí. Creí que de verdad lo que quería
era cazar a mi viejo por los rumores que había sobre su
supuesta colaboración con los chusmeros. Quis~ decirle que
él era un humilde campesino que a los únicos que ayudaba
era a sus hijos , pero preferí seguir callado y no contestar lo
que no me estaban preguntando.
El teniente volvió a levantarse de la ca ma y se plantó al pie
de la ventana a mirar para afuera. -Se murieron las flores-
dijo en voz baja mientras observaba el jardín. Aunque yo
sabía que lo que estaba diciendo era cierto, mi boca no se abrió
para decir que debía ser por el verano.
-¿Usted tiene una hermana que se llama Alma Beatriz?
-volvió a preguntar sin desprenderse de las rejas de la
ventana.
-Sí señor. Ella no ha cumplido los 15 años -le respondí
y volví a quedarme en silencio . Pero ya estaba nervioso .
186 SollHF, VIVIENTio s DIO: LA TI~ M I'EST -ID
---~

Estaba que le decía a qué se debía tanta preguntadera. Ya me


preocupaba por qu é un oficial estaba interesado en unos
campesinos que todo lo qu e tenían era un rancho a punto de
caerse y tres vacas churrientas.
El militar abandonó la ventana y regresó al m arco de la
puerta. Nuevamente, dándom e la esp alda, me preguntó:
-¿Usted tiene un h ermanito que se llama Rómulo ?
-Sí, sei'ior. Es un criatura de cinco añitos - respondí co~1
cierto desgano.
El teniente regresó al m arco de la ventana y dijo : -a su
familia le pasó lo mismo qu e a las flores de este jardín.
Ahí mismito entendí el mensaje y me dejé caer d e espaldas
sobre la cama.
- ¿Cómo fue ?, teniente -le pregunté resignado.
-Mire , m e contó una vecina de ustedes qu e el pasado
viernes , como a la una de la m añana , arrimaron hasta su casa
varios chusmeros y cogieron a su familia dormida y la picaron
a machete. A su hermana la violaron y la degollaron. Anoche lle-
gué de allá y comprobé que no sólo los mataron si no que tam-
bién desocuparon el rancho -me dijo con palabras amables.
No sé si lloré . Creo que sí. Lo cierto fue que volví a sen-
tarme en la orilla de la cama a p ensar en lo agradable que era
vivir en una familia como la nues tra . Ya había experimentado
en carne propia qu e los pobres también podíamos ser felices,
aunque fuera por rati cos. Uno de esos raticos era la Navidad .
Mamá y mi hermana se metían a la cocina y con el poco mer-
cado que lograba comprar papá hacía n olladas de tamales,
natilla , buñuelos.
Mi hermana y mi hermanito casi siempre se encargaban de
vestir el arbolito y hacer el pesebre. Y o les conseguía un bu en
chamizo cubierto de musgo y ellos lo vestían con guayabas
verdes envueltas en el papel brillante d e las cajetillas de
cigarrillos.
AL.IHIO B u s To s VALEN C IA 187
,;;...;:....'-------

Papá ahorraba lo de uno o dos jornales para que el niño tu-


viera su regalo del Niño Dios . El último fue un carro de
bomberos.
Otra fecha especial para nosotros era el Sábado Santo. Esa
era la única fecha en que todos trasnochábamos . Nos íbamos
hasta el pueblo a participar de la misa de medianoche, en la
que bendecían el fuego y el agua bendita.
-Raúl, ¿qué va a hacer con los cuerpos? -me preguntó
el teniente y me trajo de nuevo a la realidad.
-¿Dónde están? -le pregunté.
El oficial se retiró de la ventana y deambulando por el
cuarto me dijo: -sus vecinos los sacaron del rancho y los lle-
varon en lomo de mula hasta la carretera y anoche yo los traje
en una volqueta hasta el cementerio de aquí para que los
médicos practiquen las autopsias . Como eso ya se hizo, mire
a ver cómo les da sepultura. Ya son las 11 de la mañana y los
chulos están volando sobre el cementerio. Están que pican a
esa gente .
-Teniente, ¿usted me puede hacer un favor? -le pre-
gunté.
-¿En qué le puedo ayudar? -me respondi6. -Mire, en
los potreros de Narciso Melo, un compadre y familiar mío,
"'mi mamá tiene tres vacas. Si usted es tan amable, dígale que
tiene autorización para que las venda, compre las cajas mor-
tuorias y entierre a mi familia -le pedí .
. -No se preocupe. Yo mismo llevaré su mensaje -me
dijo y abandonó el hospital. Y así fue . Aunque las vacas sólo
alcanzaron para tres cajones, al día siguiente Narciso se las
ingenió y los enterró . A papá y a mi hermana los echó en
cajones separados y a la criatura pequeña la echó encima del
cuerpo de mamá.
El teniente nunca volvió al hospital y quedé totálmente
desconcertado cuando una enfermera me dijo que el militar
188 SoB H E Vt V t E: N TF. S llt:: LA T EM I't·:s TAD
--~

estaba ofreciendo públicamente perdó n y olvido para· tos


asesinos, con la úni ca co ndición de que se presentaran ante él
para darles un premio. " N o vayan a huir. Yo entiendo que a
toda la gente d e Yacopí hay que matarla por ser chusmera",
dizque decía.
A los tres días supe que Luis C hávez, el qu e me pegó el tiro,
y sus hermanos, se presentaron a reclamar el premio. Pero el
teniente los cogió presos y los mandó para la cárcel M odelo.
Lo que sí nunca imaginé fu e compartir la misma prisión con '
los asesinos de mi familia.
Sí. Es cierto . El teniente hizo justicia y desapareció . Unos
decían qu e lo habían trasladado por ser muy débil para ase-
sinar cachiporras y o tros afirmaban que lo habían matado.
Nunca se supo su paradero .
En su remplazo llegó otro teniente, que también le dio por
visitarme . Este sí era un tip o de mal aspec to . G uache. Hasta
olía a feo .
- Vengo a tomarle declaración sobre el hombre que le
p egó el tiro -me dij o con una voz de rencor qu e aún esc ucho
en las no ch es de p esadilla.
- Pregunte lo qu e quiera, señor - le respondí.
-¿El día del asalto al carro del ejército en Puentetierra
usted vio al tal Luis C hávez? -me preguntó co n la misma
voz de rencor.
-Sí señor. Ahí estaba - le respondí con más miedo que
re!)peto. No me quiso preguntar nada más y se fue. Y era ver-
dad. Aunqu e yo no lo había visto, mamá sí.
En ese momento, poco me importaba el aspecto del nuevo
teniente. Lo único que me interesaba era que a los C hávezles co-
braran mis muertos y no me disgustaba que los dejaran otros
buenos años en la guandoca pagando los soldados masacrados.
El nuevo teniente volvió a visitarme. Esta vez me encon-
tró sentado en el jardín muerto . -¿El día del asalto al carro
A LllliO BUSTO S VALENCIA 189
.=.::--

del ejército en Puentetierra usted vio a Luis C hávez? -me


preguntó , esta vez en to no m ás agresivo. Como si me estu-
viera diciendo mentiroso .
-Me parece que sí, teniente - le respondí y me fui para
rm pieza.
A las pocas horas regresó al hospital y me dijo que por el _
delito de versiones contradictorias yo tenía que ir a hacerles
compañía a los C hávez. La trop a me sacó de la habitación,
me llevó hasta su cuartel y siete horas después ya estaba en un
patio de la M odelo .
Vi tantas caras feas, qu e lo primero qu e hice fu e echarme la
bendición y rezar un padrenu estro y una avemaría. Tan
pronto recorrí los primeros pasillos y sin preguntar de a mucho
entendí que había entrado a un mundo donde hay que comer
callado y donde se impone la ley del m ás fuerte y la cara de
Bolívar. Precisamente de lo qu e yo no llevaba ni un centavo.
Estaba como un idiota, sin saber para dónde coger, cuando
un guardián se acercó y m e advirtió que si quería permanecer
vivo no hablara sino lo estrictamente necesario . "Aquellos
que hablan más de la cuenta o faltan a su palabra se mueren
sin contemplación", nie dij o . Razón tenía . Cada rato sacaban
a uno o dos acuchillados.
También me advirtió que a los nuevos, especialmente a los
jóvenes como yo, nos violaban los mandamás de los patios o
los otros presos que ya habían perdido la esperanza de reco-
brar su libertad .
Ese mismo día se m e presentó el primer problema verraco .
A p esar de que la guardia me asignó un celda , tres prisioneros
m e dijeron que cuánto tenía para pagar por el rincón que
iba a ocupar. Como no tenía ni un peso, esa noche me tocó
donnir en el corredor, en el cemento pelado. Amanecíjatu-
tamente helado . Por primera vez sentí lo que era chupar frío
bogotano .
__190
_:_, So ll HE I ' I V I F. N T I·: s IJE 1. .1 TI·:\II'I·SI'IIJ

El mismo guardián, que más bien parecía mi ángel guardián,


m e recom endó inscribirme ya fu era para clases de zapatería o
de j oyería. Ambos cursos los pasé y empecé a recibir algunos
pesos por los trabajitos que hac ía a di ario. Pero esos p esos me
traj eron probl emas. El cabecilla de un a banda, como de ocho
tipos, m e dijo que debía pagar un impu es to de protección
personal. " Muchos quieren su platica y están dispu estos a
matarlo, p ero no se preoc up e que para eso estamos nosotros",
m e dijo y se retiró con su gallada.
Y o consulté con el guardián . "Es m ej or qu e les pagu e algo.
Aquí los más .peligrosos son un os tip os que ge neralmente
aprovechan la ida a cagar de cualqui er detenido que tiene
cuentas pendientes co n ellos para asesinarlo de una puñalada
en el corazón. Hay o tros qu e so n contratados por esos delin-
cuentes para provocar al deudor y luego cose rlo a puñaladas".
Y no les quise pagar. "Si quieren matarme, háganlo, pero
los hombres de Yacopí no estam os acostumbrados a obede-
cer órdenes " , les grité en la j eta mientras dejaba ve r la cacha
de chuzo que yo mismo fabriqu é co n un pedazo de varilla .
No sé si m e cogieron mi edo o si fue que tuvi eron lástima de
un cojo enmuletado.
Una vez me volví canchero ya no le comía cuento a nadie.
Le daba algunas m o nedas a los guardi as o les pagaba con una
embolada el favor de dejarme mover por todos los patios.
Quería ver las caras de los Chávez. Pero no fu e posible. Nunca
llegué a top ármelos.
D espu és de chuparme dos años de cárcel m e anunciaro n
qu e lu ego de un juicio de seis días , en el que yo no particip é,
ya había un veredicto final. "Ra úl Melo González, de Yacopí,
declarado inocente". Esas fu ero n las palabras más hermosas
qu e había esc uchado desde que mi familia murió .
A pesar de estar m etido entre rejas, ya me sentía libre.
Quería volver a mi pu eblo, a pesar d e qu e mu chos de los que
ALIHI O T3 US TO S VAL E NCIA 191

llegaban presos decían que por allá no había más que cenizas.
Pero vino el maldito pero que nunca falta. ¡Debía pagar 200
pesos de fianza! para obtener la boleta de salida. "Adiós liber-
tad", dije. No tenía ni un céntimo en mis bolsillos. Estaba
más pelado que pepa de guama. Estaba peor que el camello
queriendo meterse por el ojo de una aguja .
Me eché a dormir con el convencimiento de que la justicia
era la peor injusticia. Sabía que no estaba condenado por el
cuento de las versiones contradictorias, sino por haber nacido
en una tierra rebelde. Mi único delito era ser de Yacopí.
Por la mañana no quise hacer cola para tomar el desayuno .
Cada uno de los pocos sentidos que me quedaban los tenía
ocupados echando cabeza a ver cómo recogía esa millonada.
Pagaban 150 pesos por matar a un tipo, pero yo no era nin-
gún matón. Pagaban 30 pesos por dar nalga, pero lo último
que empeñaría sería mi hombría. Pagaban 50 pesos por ayudar
a cavar túneles . .. Pero no, las buenas costumbres me obli-
garon a vender parte de mi comida y a pedir limosna durante
cuatro meses . Con mi talegada de monedas y custodiado por
un guardián llegué directamente hasta el Capitolio Nacional
y consigné la injusticia. ·
Regresé a La Palma, pero como la cosa estaba tan fea y por
"' ahí ya no vivía ni Narciso Melo, me fui a Zipaquirá y monté
una zapatería . Cuando vivía allí escuché que en la Modelo
habían matado a dos de los asesinos de mi familia .
Años después, cuando regresé definitivamente a La Palma,
me enteré que a los otros cinco los habían dejado en libertad.
Tres murieron de viejos y sobreviven Luis Chávez, el que
me pegó el tiro, y su hem1ano Carlos. Luis llegó al pueblo y
mató a su señora de dos machetazos . Desde entonces como
que perdió el sentido y anda por ahí sin rumbo .
Cuando pasan junto a mí, yo no les chisto palabra alguna .
Si me dicen adiós, les respondo lo mismo. Pero no ~anverso
_ 192
___::..:c.:; Son H EV I VIE:\ T ES or-: 1. ,1 TUIPE STAD

con ellos porque m e ac uerdo de mi mamá y m e dan n ervios.


En el momento quisiera acabarlos, pero pienso que a mis
años no soportaría volver a la cárcel.
La qu e sí no se ha p erdido es la semilla criminal de esa
gente. Varios de sus sobrinos ayudaron a mata r en Soacha al
doctor Luis Carlos Galán ...
Malasu erte y los suyos decidieron olvidarse de lo que le pasó
a Raúl M ela y a su familia y a la buena de Dios se internaron
entre el g uadual ...
Lo atravesamos en silencio -recuerda Malasuerte- pero
de un momento a otro y cuando nadie.se lo esperaba, de entre
los matorrales salieron a nu es tro encuentro cuatro hombres
armados de carabina y machetes. " N o se mu eva n cachipo-
rras hijueputas que hasta aq uí les ll egó su viaje ", nos gritó uno
de los matones y dio a o tro la orden de apuntarme a la cabeza.
"Aseguren al grandulón qu e de los otros nos encargamos
nosotros ", dijo el jefe con fanfarro n ería de capataz. Y así lo
hicieron. El tipo me obligó a ponerme de rodillas y con una
cab uya qu e sacó del bolsillo de la camisa me amarró de pies y
manos y de una patada en la barriga me dejó tirado en el suelo.
Papá pensó qu e m e iban a matar y en un acto desesperado
se arrodilló frente a ese hombre desalmado: "Perdonen se-
ñores , no nos vayan a hacer dañ o qu e noso tros nunca nos
hemos metido en política y ni entendemos de esas cosas. Sólo
somos unos campesinos humildes qu e todo lo qu e nos acom-
paña son es tos dos costalitos . Si quieren quédense con lo qu e
llevamos, pero por favor no nos hagan daño " .
El tipo lo cogió por la camisa y lo levantó violentamente .
Cuando lo tenía cara a cara estalló en carcajadas y después de
esc upirlo le pegó un empellón y Jo botó contra el suelo . Mi
viejo trató de levantarse nuevamente, pero el infeliz sacó el
machete y le pegó un peinillazo en la cabeza que casi se la
parte en dos. Moribundo, papá trató de cubrir su humanidad
ALIHIO B us To s VALENCIA 193
~--

con las manos, pero el hombre le seguía dando machete sin


parar. Grité como loco y traté de zafarme, pero el matón me
pegó otras tres patadas en el buche que casi me revientan. Y
ahí, en el fango, quedó tirado el campesino que un día se cansó
de abrir trocha en las montañas antioqueñas y decidió aven-
turar en las desconocidas tierras de Yacopí . Siempre me dijo
que ese había sido su peor error, puesto que lo único que
había conseguido era enfermedades y más miseria . Y fue que
recién llegados a esta provincia lo cogieron unas fiebres que
casi lo matan. Duró como dos meses en cama y si no hubiera
sido por los cocidos de yerbas que le preparaba mamá, de
seguro se hubiera muerto .
Lo que sí nunca imaginó fue morir picado a machete entre
un guadual. "La gente buena muere de muerte natural y
regresa a la tierra", me decía cuando nos poníamos a hablar
de la pelona. Cada vez que se sentía enfermo me recordaba su
último deseo: "Mire mijo, así le toque robar, me paga una
santa nlisa".
Entre tanto, los otros matones se divertían vaciando los
costales y tirando platos y pocillos al fondo de~ guadual. Uno
cogió la gata, le pegó su machetazo y tiró al aire la canasta con
sus crías . Otro jugó tiro al blanco con Guardián y lo mató.
El asesino de mi padre se acercó a mí y con sus manos
ensangrentadas me agarró del pelo y me gritó en la cara:
"Levante la porra, cabrón, que le tengo otra sorpresa". A
mamá y a mis hermanos los tenían amarrados de pies y de
manos de un bretón de guadua. Parecían animales listos para
ir al matadero . Mis hermanitas lloraban, pero mi hermano
no. Tampoco mamá. Pues cómo iba a llorar mi vieja si cuando la
voltié a mirar estaba desgonzada. Se había desmayado otra vez.
La lluvia paró y parecía que las intenciones de los asesinos
también. Se juntaron y decían cosas en voz bajita, como
cuando uno está contando un secreto. Luego uno de ellos se
194
--:..:...:;
SoBH EV JV JEN T ES D E L A T EM P ES T AD

acercó al bretón de guadua y lentamente desató a mamá.


Primero lo hizo de los pies y luego de las manos . Pensé que a
lo mejor sólo querían matar a papá, a mi persona y hasta a mi
hermanito, por ser hombres, y que a las mujeres las iban a dejar
en libertad. Pero , qué equivocado estaba.
Cogieron a mamá y la colocaron boca arriba, al lado de los
restos de mi padre. Y cuando menos lo pensaba, rasgaron sus
ropas y uno de ellos la violó . .. Pocos saben lo que se siente al
ver que el ser más querido que se tiene sobre la tierra es ultra-..
jado de esa manera y que uno no puede mover un dedo para
impedirlo . Peor es el dolor cuando lo obligan a permanecer
con los ojos abiertos presenciando esa salvajada, con la ame-
naza de que si no lo hace sus hermanos correrán la misma
suerte. Y es mucho más terrible cuando le toca ver cómo
vuelven pedazos el cuerpo de una mujer que sólo nació para
hacer caso y servir a los demás. Sí. Era una mujer dedicada a
su hogar y a sus santos. No había una sola noche en la que no
se sentara frente a su altar para rezar el rosario . No había un
domingo, así estuviera ~nferma , en que no buscara la iglesia
para confesarse y escuchar la santa misa . Pero así pagó Dios a
quien tanto creyó en él.
"Mátenme a mí, pero no le hagan daño a mis hermanitos",
le supliqué al infeliz. "No se preocupe cachiporra hijueputa,
que primero le toca a sus hermanos" , me respondió y de paso
me encimó otra patada , esta vez en la cara .
Desamarraron a mi hermanito y se pusieron a jugar al
bobo con él. Pero el juego terminó cuando el chino se le
prendió a uno de los tipos y casi le saca un ojo con los dedos .
De un machetazo le cortaron la cabeza y lu ego picaron lo
que quedaba. En ese momento me sentí culpable. Pensé que
tal vez con mis palabras había precipitado la muerte de ese
niño . Sí, porque eso era: un niño . Un niño que cuidaba su
pizarra como un tesoro. Para él no había mejor diversión que
Aunio B us To s VA L E NC IA 195
.---'---'---

ir a la escuela. Decía que ojalá hubiera clases los sábados y los


domingos para aprender más y así llegar más rápido al semi-
nario . Cuando mamá estaba triste porque no teníamos mayor
cosa para comer, la abrazaba y le anunciaba: "Algún día saldre-
mos de esta pobreza. Voy a ser sacerdote y como sea la llevaré
a vivir a la iglesia o le compraré una casa en el pueblo, para
que no sufra más en medio de estos barriales". Pero así pagó
Dios a un niño que quería servirle.
Tirado en el suelo y botando cuajarones de sangre por la
boca y la nariz, le pedía al poco Dios que me quedaba en el
corazón que si era cierto que había un ser superior salvara la
vida y la honra de mis hermanas . No me escuchó . "La
grandecita es para mí", dijo el tipo·. Y corrió la misma suerte
que mi madre.
Como esa muchacha, y no lo digo porque fuera mi her-
mana, existen muy pocas . A pesar de que más de un patrón le
ofreció riquezas a cambio de su honra, prefirió seguir siendo
pobre . Una vez llegó a la casa llorando y diciendo que el
dueño de la finca donde ella ayudaba a cocinar para los trabaja-
dores le había dicho qt}e si no tenía amores con_élla iba a botar.
-¿No me diga que ese desgraciado abusó de sumercé?-
le preguntó indignada mi madre.
-No señora -le respondió mi hermana.
-Entonces, ¿por qué llora? -volvió a preguntar mamá .
-¿No ve que me quedé sin el puestico para ayudar con la
comida de la casa? -respondió. Eso no lo hace sino una mu-
jer digna. Tan decente era que decía que el día en que se
casara debía de estar pura y casta para poder lucir con orgullo
el traje blanco que ella misma iba a coser. Repetía que si no
podía llegar a ser enfermera se contentaría con ser modista.
Recuerdo que cada vez que íbamos al pueblo se quedaba
plantada aliado de la sastrería mirando cómo le daba'p pedal a
la máquina. Pero Dios no dejó vivir a esa virgen.
196 Solllli-:1. 11 II·: >:TI·:;-; IJI·: 1.1 TI·: \II'I > T .\ !J
--~

Después de ver a mi hermana despedazada no me cupo la


menor duda de que a la chiquita de c uatro aíios y a mí también
nos iban a picar. " Ese bocad ito es para mí " , dij o el más bajito
y se fue a soltar a la niii.a. "Un momento, hasta allá tampoco",
diJO el asesino mandón . Ahí volví a creer en Dios, aunque la
fe duró poquito. "Yo só lo querí a hacer esto ", respondió el
culibajito . Y el c uerpo de mi hermanita fue traspJsa do de un
machetazo y botado encima d el cuerpo de mi madre .
En eso se dirigió J mí el jefe de los asesmos y me preguntó:
"¿ U sted era el qu e es taba pidi endo que lo mataran! Pues bien ,
le llegó la hora". De inm edi ato ordenó desatarme. " Es bu e-
no qu e los hombres mu eran p eleando ", me dijo . Y eso hi ce.
Me abalancé con tra el tipo y le clavé sus buenos pm1os que lo
hicieron caer de culo entre el grama! humed ecido. Otro se
me fu e encima y me alcanzó a cortar la ca ra . M e hizo una cre-
mallera como d e do ce centímetros. Pero no era profunda.
Todo ensangrentado y con la compli cidad d e la oscuridad
corrí a esconderme entre el guadual. Se esc uchó un disparo y
mi pierna izquierda empezó a sangrar. Juaga do en sangre
abandoné el gua dual y me boté por un abismo que conduce a
la quebrada. Atrás se esc uchaban nuevos disparos.
En el fondo d e ese abismo la chusma liberal había atacado
una patrulla mili tar hasta borrarla del mapa Eso fue por los
mismos días en que mataron a mi hermano en el cañal. Con-
taban que aliado de esa quebrada firmó Ya copí la d esgracia
de su nueva destrucción.
El asa lto lo planearon dos de los jefes guerrilleros más
bravos que haya dado este pueblo en toda su historia: Brigelío
Olarte Rojas y Heraldo Soto M atallana. Sus nombres eran
respetados y admirados e n ca da rincón de es ta tierra . Eran
algo así como los nuevos libertado res de Yacopí . Ta nto, que
arrodillaron a las tropas oficiales y las sacaron co rriendo. Y
como si fuera poco , después de que terminó la guerra se
A l . 1 1< 1 () [3 1 " 1 () ~ \ ' .\ U . \ <: 1 ,\ 197

dieron el lujo de llega r a 13 ogo tft a hablar de fr- ente con el nuevo
gobierno .
C u entan los q u e v iero n , que el co mbate se inició co mo a
la una de la tarde c uando e ll os d os co no cieron que la tropa
ib a a pasa r po r el bdo de la qu ebrada en busca d el último
carnp am e nto levamado por la chu sma lib eral. Entonces,
Rojas y So to escogieron a sus mejores 50 co mbatientes, que
se agaz:1paron a lo anc ho del abismo por donde yo me tiré. Y
preciso , cuando la trop a pasaba, eran como 40 militares, les
cayero n en c ima y d e entradita se ll evaron c omo a 20 . Fue tan
feroz e l com b ate que m ás d e uno d e la tropa prefirió suici-
darse antes que caer en mano s de la c husma. Todos esos
ca dá ve res fue ron Ln1z:1do s al agua para qu e la co rri e nte se los
llevara , p ero co mo era tan d éb il , ahí qu ed aron y los chulos
duraron re vo lotea ndo m ás d e una semana sob re todo s esos
mortec inos.
Co m o fue tan grand e mi impresión al rec ordar ese com-
bate, a p esar de es tar herid o en la pierna, con la cara ensangren-
tada y los brazos ra spados. atra vesé la qu ebrada arrastrándome
ha sta quedar oc ult o en la mitad d e un potrero tragado por la
m aleza . Era tanto el frío que te mblaba co mo un p e rro. Y para
colm o d e m ales, se pu so a llo ve r duro , co mo cuando la natu-
raleza quiere castigar con rabia la ti erra . Traté de ubicar un
árbol p ara protegerme , p ero la oscuridad no d ejaba ver más
allá de mis na ri ces y la d eb ilidad ya no m e d epba mo ve r de la
ca ntidJd d e sJngre que h ab ía p erdido . En las hora s sigu ientes
no sup e qué paso co nmigo . Só lo volví a sa b er d e mí al otro día
cuando un puto dolor de ca beza y los rayo s del sol rne d esperta-
ron . Intenté pon erme d e pie , pero la borrachera y el dolor e n
la pierna m e ganaron y a tierra fui a dar. " No sé pa'qué putas
diablos no me d ej é matar' ' , me repro chaba una y otra vez.
M e miré la pierna herida y me di c uenta que la bala úni-
ca m e nt e hab ía cogido la carne y había salido " Debo buscar
198 So ll ll i·: \'1\'II·: NT I·: s 1>1·: I.A Tl·: .\tl'l·:s T ,\IJ

algo d e comer porque de lo co ntrario me voy a morir de es ta


debilidad" , me dije. Miré para todo lado y todo lo que vi de
comer fu e un ra ci mo de plátanos jatutamente biche. Pero
como co n hambre la mazam orra es carne , con una arqu eta
chu cé el vástago y baj é el racimo. Pelé uno y cuando intenté
m eterl e el primer mu elazo la herida en la cara m e hi zo gritar
del dol o r .
D es pu és de busca r un os cogollos de cac u y ap licá rmelos en
las h erida s, para evitar qu e se m e agusa naran , m e preg unté:
"¿Dónde diablos podré conseguir un p edazo de panela para
reco brar energías?" La respu es ta m e dio escalofrío: " En el
guadual" .. .
Aliado del cuerpo destrozado de mi h ermanita m enor en-
co ntré las panelas. Y mi entras chup aba panela hice el úni co
juramento que he hecho en mi vida: "Juro po r Dios que
mi entras viva buscaré a cada un o de esos p erros para cobrar-
les la cuenta ".
;crr
La forastera amaneció ojerosa y can-
sada. Con deseos de volver a la capital. Salió a comprar dos
quesos campesinos para llevar y al pasar por el lado del monu-
mento de la plaza a los sacrificados de la revolución sintió
escalofrío ...
-La veo mal-se acercó H écto r y le dUo-. No se atormen-
te con el pasado -agregó .
Angélica se echó la bendición y respondió : -que Dios me
perdone, pero ojalá que Él pudra en los infiernos al viejo
Laureano y a su hijo, el viejo Álvaro . Esos infelices me de-
jaron hecha ruinas.
-No se preocupe señora que de seguro están en el infier-
no . Por lo menos demos gracias a Dios de que vivimos para
tener el gusto de ver caer al viejo Álvaro -sostuvo Héctor .
-Es cierto -dijo Angélica-. Con decirle que la maña-
n.a deljueves 2 de noviembre, cuando en la radio escuché la
noticia de que al viejo Álvaro Gómez lo habían herido de
muerte, sentí como si me hubiera ganado la lotería s1n haberla
comprado.
200 S o nR E vr v r E ' T Es DE r. A TEMPE ST AD

Llamé a mi hijo el periodista para averiguar si era grave o


no, pero no estaba en la oficina. "Debe estar en el sitio del
atentado", pensé . Dejé de lado los quehaceres de la casa y me
senté al lado del equipo de sonido a escuchar con atención el
relato de la radio . Al ratico dijeron que el viejo había estirado
la pata. No lo podía creer. Era una de las mejores noticias que
había escuchado en mucho tiempo. Llevaba más de 40 años
esperando que se hiciera realidad y por fin mi Dios se acordó
de nosotros. "¿Sí ve , mi viejito, lo grande que es mi Dios? Él
aprieta pero no ahorca . Así tenía que terminar el perro ese,
porque el que a·hierro mata a hierro muere" , le dije a la memo-
ria de mi padre.
Ya en la tarde no quise seguir escuchando noticias, porque
como todo muerto, el viejo Gómez ahora era héroe . Nunca
había hecho nada malo. Era la pobre víctima.¿ Víctima? Víc-
timas nosotros que fuimos cazados como perros por el viejo
Laureano. Víctimas nosotros , qu e si no estamos locos es de
puro milagro.
Con ansia esperé la llegada de mi hijo para qu e me contara
al detalle cómo había sido el atentado. Llegó pasadas las
nueve de la noche y sacó de un bolsillo de su saco de paño
azul dos hojas de papel en las que estaba impresa la noticia
que había escrito para el diario y que al día siguiente saldría
publicada en el periódico .
"La titulé : Asesinos de Gómez lo esperaron 30 minutos " ,
me dijo y comenzó a leer: "La pesadilla que lanzó a cientos de
agentes investigadores a las calles de la capital empezó a las
10:27 de la mañana. Sicarios que merodearon durante 30
minutos el parqueadero de la Universidad Sergio Arboleda,
en el sector de El Lago, corazón del norte de Bogotá, ase-
sinaron ayer a tiros a Gómez, el hombre que en 1990 lanzó
su campaña presidencial bajo el lema 'para que no maten a la
gente' . . .
ALIHIO B U STOS VALEN C IA 201

"También resultó muerto su escolta, amigo y asesor ju-


rídico, Jos é Huertas Hastamorir, y heridos una adolescente,
una vendedora de obleas y el agente Édgar Ignacio Rueda
Jáuregui, escolta asignado a Gómez por la policía . Resultó
ileso el conductor.
"El atentado ocurrió cuando Gómez Hurtado salía en un
automóvil M ercedes Benz, acompañado de Huertas Hasta-
morir y de RuedaJáuregui.
"Cuando el conductor maniobró el automóvil para tomar
la calle 74, un sicario de aproximadamente 27 años sacó una
subametralladora, literaln"lente le pegó al vidrio de la puerta
derecha del Mercedes y descargó una ráfaga que hizo impac-
to en la humanidad de Gómez.
"Los asesinos, dijo un testigo, llegaron hasta predios de la
universidad por lo menos media hora antes del atentado y
generaron sospecha entre varios comerciantes de la zona.
"El testigo dijo que hacia las 9:55 de la mañana observó la
presencia de dos jóvenes que deambulaban a lo largo de la
calle 7 4 entre carreras 14 y 15 .
'"Eran dos muchachos de aproximadarpente 25 años,
morenitos y vestidos con pantalón y chaquetas negros . Me
causó curiosidad que se la pasaban de arriba para abajo cami-
nando lentamente y miraban hacia la Universidad Sergio
Arboleda. Pensé que se trataba de ladrones y por eso decidí
llamar al112 de la policía ', dijo el testigo . 'No me quisieron
· parar bolas ' .
"A ese claustro universitario el ex candidato presidencial
había llegado a las nueve de la maí1ana para atender su com-
promiso académico de todos los jueves con los estudiantes
de sexto semestre de derecho . Gómez recordaba la época
harroca.
" A las 10:15 Gómez terminó de dictar la cátedra y se di-
rigió a la rectoría donde habló con el dirigente conservador
202 SoBREVIVIE NTES DE LA TEMPE STAD

Gabriel Melo Guevara y el profesor Alfonso Miranda


Talero .
'"Nos dijo que si queríamos nos acercaba a alguna parte,
pero que tenía afán porque tenía un almuerzo en La Calera
con el notario Orlando García Herreros . Ninguno de los dos
aceptó el ofrecimiento porque teníamos nuestros propios
carros', dijo el profesor Miranda.
"'Luego el doctor Gómez se despidió y se dirigió hasta su
carro, que estaba a la sombra de un árbol, en el parqueadero
de la universidad. A los pocos segundos fue la tragedia',
expresó Miranda.
"Por su parte, la testigo que le permitió a las autoridades
elaborar los retratos hablados de los dos sicarios recordó
haber visto a través del vidrio del negocio que administra a
un muchacho de unos 26 años .
"'A ratos se quedaba parado frente al negocio y pensé que
estaba esperando a alguien de la universidad. Salí a tomar un
poco de sol y lo vi ahí parado.
"'Iban a ser las 10:30 de la mañana cuando el carro azul
salió lentamente del parqueadero para subir a la carrera 11 y
le tocó frenar porque el tráfico era pesado. En ese momento
el muchacho, que estaba a dos metros de mí, sacó un arma, la
pegó al vidrio de la puerta trasera del carro y disparó una
ráfaga', reveló la testigo .
"Un número indeterminado de transeúntes se tiró al suelo,
varios comerciantes corrieron hacia el interior de sus locales
y una adolescente de 13 años, que se ganaba la vida vendiendo
obleas en la entrada de la Sergio Arboleda, recibió un im-
pacto de bala y se desplomó .
"Según un oficial de la Policía Judicial e Investigación
(Dijín), 'el otro sicario entró en acción y disparó al aire tres
ráfagas para abrirse camino y junto con su compañero cami-
naron 40 metros hasta alcanzar la carrera 15' .
ÁLIHIO B US TO S VALENCIA 203

"A los pocos segundos, el profesor Miranda salió de la uni-


versidad y llegó hasta el carro de Gómez. 'El escolta Huertas
estaba muerto y el doctor Gómez estaba prácticamente
moribundo. El conductor emprendió la marcha hacia la
clínica Country, que queda a menos de 10 cuadras del atenta-
do, mientras otras personas auxiliaban a la niña de las obleas',
dijo Miranda .
"Gómez había recibido tres impactos de bala: uno que
atravesó el tórax, el corazón y el pulmón izquierdo, otro en
el antebrazo derecho y uno más en el antebrazo izquierdo.
Huertas había recibido tres impactos, que le segaron la vida
en el acto.
"A los pocos minutos llegó la noticia del deceso de Álvaro
Gómez y en los alrededores de la Sergio Arboleda todos
decían: 'Murió, murió el hombre' .
"Luego la policía informó que el agente escolta Édgar
RuedaJáuregui estaba fuera de peligro y se recuperaba en el
hospital de la policía. A su vez, agentes del DAS trasladaron a
las instalaciones de la institución al conductor, quien salió
ileso del atentado.
"Según testigos, los dos sicarios, que huyeron disparando
sendas ráfagas al aire, abordaron un campero que se metió en
contravía por la 15, dobló por la calle 73 y tomó la Troncal de
la Caracas rumbo a la Autopista Norte" .
Una vez mi hijo terminó de leer la noticia comenzó el
· noticiero de las 9:30 y no me perdí ni el más mínimo detalle.
Le confieso, Héctor, que esa fue una de esas noches en que
uno no sabe si dormir o celebrar. . .
Héctor observó con angustia la manera como la forastera pegó
su cara contra el muro de cemento sobre el que descansa una lápi-
da con los nombres de los veintisiete hombres más importantes
asesinados por la tropa. El sobreviviente rompió 'el silencio
reinante y comenzó a recordar cómo vivió ese 2 de noviembre ...
204 SoBREVIVIE N TE s DE LA TEMPE ST AD
--~

Estaba yo por ahí abajo desyerbando cuando en las noticias


dieron la buena nueva. Recuerdo que en esos días había em-
pezado a tomar unos remedios para la próstata, de los mismos
que sigo tomando hoy, pero ese no fue impedimento para
saborear una amarguita y celebrar la quemada de don Álvaro .
Por aquí todo el mundo estaba contento al escuchar seme-
jante cosa tan buena. Es que de eso tan bueno no dan todos
los días. Tan así que tocó esperar más de 40 años. Para ser _
exactos 43larguitos.
Saber que don Laureano era el que nos hacía cargar gar-
gantillas de oro en el pescuezo: uno ·corriendo y los godos
detrás a matarlo . Y vea pu es, el que vino a poner la j eta fu e
don Álvaro para que le quemaran la porra . Eso estuvo muy
bien hecho . Por eso es qu e no me canso de repetir que ese día
Dios limpió la tierra.
Tanto que luchó con sus palomitas para llegar a la presi-
dencia. Hablaba de paz, sabiendo que todo lo que decía eran
puras mentiras. Bregó mucho con ganas de presidencia, pero
no, el hijo de un matón y de un asesino no podía ser presi-
dente de la República.
Aquel día mis ojos se cansaron de ver caras contentas.
Hasta las dolencias nos dejaron quietos por unas horas . A mis
oídos también llegaron noticias sobre fiestas y verbenas en las
veredas y por allá en Y acopí y La Palma. Es más, desde ese
año la conmemoración del primero de diciembre es menos
triste. El pueblo se levanta más temprano que de costumbre y
cada quien arregla su casa como si fuera a llegar visita. Y sí,
todos recibimos la visita de aquellas almas inocentes que
murieron sin saber por qué . En contraprestación, los sobre-
vivientes y nuestros críos rodeamos con velas y veladoras este
monumento.
Apenas el cura llega al pueblo, nos reunimos en la iglesia a
orar por las almas de los sacrificados. Después de la santa misa
ALIHIO B USTOS VALE NC IA 205
~--

nos vamos en romería para el monumento del cementerio.


Más tarde nos pegamos una borrachera de miedo , como para
ahogar las penas, y esperamos a que llegue la noche . Y cuando
los rayos del sol se pierden detrás del alto de Paraditas, en cada
rancho se enciende una vela en son de duelo ... A propósito,
señora Angélica, ¿conoce usted el monumento del campo
santo?
-No señor. Desde niña sé que existe, pero nunca he
tenido el valor de arrimarme por allá -contestó la forastera .
-Aproveche para conocerlo. Quién quita que esta sea la
última oportunidad para verlo -agregó Héctor-. Si quiere,
yo la acompaño -insistió.
-Está bien . Todo sea por la memoria de mi padre -con-
testó Angélica. Luego se apartó de la lápida de la plaza y se fue
con Héctor en busca del camino real que conduce al cementerio.
A paso lento y en silencio, la forastera inició el descenso por ese
sendero lleno de barro amarillento . Llegó hasta la cerca de alam-
bre, se apoyó en un poste y se quedó oteando las cruces que aún
batallan por no dejarse ahogar entre el monte.
Dobló su cuerpo hasta. atravesar las cuerdas de púas y con los
brazos abiertos, como si se tratara de dos machetes, empezó a
abrirse camino en medio de la maleza. Héctor se adelantó y
s eñaló con su mano derecha el monumento. A los pocos segundos
Angélica alcanzó la parte trasera de ese pedazo de piedra y ce-
mento de más de tres metros de alto por cuatro de largo, invadido
por los árboles parásitos y una colmena de abejas vírgenes .
La mujer sintió que se quedaba sin aire. Su respiración se hizo
más pesada y creyó que estaba a punto de desmayarse, pero pre-
firió sufrir en silencio. Las piernas le flaquearon y no tuvo más
remedio que recostarse contra el monumento. Después de unos
eter~os minutos de angustia , sacó nuevas fuerzas para conocer la
puerta que custodia el sueño de los sacrificados. La verdád, eran
tres puertas y a dos de ellas algo o alguien las había abierto a la
_ ___:::....:.__:,
206 SoBREVIVIENTE s DE LA TEMPESTAD

fuerza. A la vista de la forastera quedó un arrume de huesos


blancos y verdes y algunos pegotes de una veladora que de seguro
se había apagado hacía mucho tiempo .
Un suspiro largo, más largo que el mismo monumento, dejó
escapar Angélica para lu ego romper su silencio: -Cualquiera
de esos huesitos puede ser de mi padre -dijo casi que en voz
baja, como si no quisiera molestar el descanso eterno del legen-
dario Misael Valencia y sus compañeros de viaje. El maquillaje
abandonó sus pestañas y cubrió de negro su rostro . ..
Con sus manos temblorosas, arrancó algunos invasores de la
gran piedra y lu ego se arrodílló para· rez ar un padrenuestro .
Quiso buscar la tumba de su madre y la encontró a escasos dos
pasos del monumento ...
De un mome11to a otro el diálogo de la forastera con sus padres
fue interrumpido por la corneta de un bus y la voz de H éctor:
-Señora Angélica, basta de amarguras. El bus ya echó el
primer pi tazo y si no regresamos ahora le toca quedarse no sé
hasta cuándo. Usted sab~ que en invierno por aquí no llega ni
la flota. Lo mejor es que corra y coja su maleta. Eso sí, con la
condición de que vuelva a su tierra el próximo primero de
diciembre para que recemos por el alma los caídos de la re-
volución, que por fin descansan en paz. Y como diría más de
un parroquiano, que por aquí no se aparezca ni un solo godo,
ni autoridad alguna porque de lo contrario la cosa es muy
fácil: les damos plomo y fin de la pesadilla.
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