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Columna

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Infinitesimal / OTRA VEZ, PLATÓN

Juan Cristóbal Pérez Paredes

En 1945, como corolario intelectual de la Segunda Guerra, Karl Popper publica La


sociedad abierta y sus enemigos. En ese libro advierte que el fenómeno de los totalitarismos
modernos hunde sus raíces en el pensamiento de Platón, Hegel y Marx.

Los griegos antiguos decían que un idiota (idiotes) era un hombre que no intervenía
en los asuntos de carácter público y se dedicaba, en cambio, a sus cosas. Idiota describía
una condición que está lejos de la definición actual. No obstante, a partir del siglo V a. C.,
el siglo de la democracia periclea, el idiota comenzó a ser escarnecido por el polites, es
decir, el ciudadano, el hombre de la ciudad, aquél que se ocupa de los intereses de los
demás en la medida en que también son sus intereses. ¿Por qué?

La fundación de la democracia, desde la perspectiva griega, supuso el nacimiento del


político (polis, ciudad), en una época en la que la idea de país no existía y sólo había
ciudades-estado con identidad y configuración propias. Político nunca fue, in nuce, el
funcionario, sino cualquier hombre libre concernido en la cosa pública. De modo que
democracia y ciudadanía son lados de una sola moneda.

La palabra demoi es el plural de demos. En efecto, demos significa pueblo, sólo que la
idea de pueblo de los griegos dista mucho de nuestra idea. Los demoi eran los atenienses
varones unidos por lazos de un linaje que vindicaba la pureza racial: bastante menos del
diez por ciento de la población de Atenas.

La crítica central de Platón a la democracia ateniense va dirigida contra la práctica


de sortear los puestos públicos a través un sistema de votaciones que, en esencia, jamás
será la mejor forma de elegir a los excelentes (aristoi, de donde viene aristocracia). Aunque
pocos, los demoi son extremadamente incultos a los ojos de intelectuales como Platón. Por
lo anterior, el grave defecto de la democracia estriba en que pocas veces, muy pocas en
rigor, está compuesta y respaldada por auténticos ciudadanos.

Dado que la noción de ciudadanía es compleja, simplemente pongámos en la mesa lo


siguiente: el ciudadano no es un idiota. Ahora bien, el idiota aleja la mirada de la vida
pública para dirigirla a sí mismo. En suma, es un ignorante de los asuntos que todos
compartimos y que dan sustancia a lo que llamamos ciudad (actualmente, país). Idiota es el
que dice: “dado el caso, a que lloren en tu casa, a que lloren en la mía, que lloren en tu
casa”. Idiota es el que sólo lleva agua a su molino, el que no es capaz de darse cuenta que
vamos en el mismo barco y sólo rema o deja de remar a su aire e interés.
No hay democracia de idiotas. Paradójicamente, hoy en día las hay. Ciudadanos
idiotas, ya se ve, denota una contradicción en los términos. Nadie ha de dedicarse
exclusivamente a su hacienda y luego mirar exclusivamente a la hacienda pública. El idiota
tiene dos dedos de frente (ya sea porque así lo ha decidido: “la política me vale madre” o
porque simplemente es necio), mientras que el ciudadano conoce bien el ambiente
geopolítico que lo rodea. Tal vez un conjunto de islas hacen un país, pero no forman una
democracia, si sus habitantes, ellos mismos, también son islas (viven aislados los unos de
los otros).

En este tópico, Platón da en el blanco. Los indiferentes e ignorantes no optarán por


las mejores decisiones. Cuando la ignorancia es promovida desde el poder, la historia ha
demostrado que el pueblo (mayoría y minoría, pueblo somos todos) busca emanciparse y
provoca desde revueltas hasta revoluciones. Cuando la ignorancia se identifica con la
pereza mental, la noción de ciudadanía entra en crisis y las democracias sucumben. Nunca
como ahora circulan, gratuitos y libres, terabytes de e-pubs y pdfs que contienen lo mejor
y lo peor de la inteligencia humana; nunca como ahora pulula tanto analfabeto funcional.
La estrategia para que el pueblo deje de leer no es prohibir la lectura de ciertos libros
(síndrome de la inquisición española) sino volverlos todos accesibles y legibles.

Es dificil saber si Marx fue cándido al construir la figura ideológica del proletariado,
consignando en ella virtudes y bondades que, en última instancia, no tenía (me inclino a
pensar que Marx no era cándido), pero Popper sí lo fue. Defendió la democracia liberal
dando por hecho que ella implicaba una ciudadanía, un conjunto de hombres y mujeres
responsables, sabios, informados. Creía además en el benéfico influjo de la educación.

El problema, con todo, es más complejo. El siglo XX, el culmen del progreso
tecnológico y científico, también fue el siglo más cruento de la historia, y XXI va por el
mismo camino. Los valores morales, y esto lo observó luminosamente el filósofo
Nietzsche, han servido para justificar actos atroces y deleznables. Descubrimos, fascinados,
los atributos de la libertad, y después nos horrorizamos: no sabemos qué hacer con ella. O
la usamos contra los demás, o la usamos contra nosotros mismos.

¿La apuesta de Platón? Suprimir las libertades y disciplinar a quienes no pueden (o


quieren) disciplinarse por sí mismos. En lugar de la democracia, una especie de pastoral
política. Somos ovejas ingobernables, borregos apáticos y hastiados que requieren un
pastor que les guíe y, de paso, solucione el terrible dilema de qué diablos hacer con sus
vidas. El Señor es mi pastor y nada me faltará...

Los enemigos de la sociedad abierta no son Platón ni Hegel ni Marx. Son los idiotas.
El libro de Popper es la sinfonía del optimismo que suena melodiosamente a la sombra del
estruendo agónico de una guerra que nos ha legado unas libertades para las cuales, visto lo
visto, no parecemos estar a la altura.

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