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Goethe

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ENRIQUE MOLINA

La personalidad de Goethe
y su

Ideal de perfeccionamiento

Conferencia leída en el Teatro de la


Universidad de Concepción y publicada
en el N.° 89 de la Revista ATENEA.

Santiago de Chile
I M P R E N T A U N I V E R S I T A R I A
Estado, 63
1932
LA PERSONALIDAD DE GOETHE
Y SU IDEAL
DE PERFECCIONAMIENTO
ACEcien años dejó de existir en Alemania un gran-
de hombre, un hombre de grandeza casi única.
Fué uno de los más altos poetas que ha tenido el mun-
do occidental. Si Dante, Shakespeare y Cervantes
pueden igualarlo en algunos rasgos de su personalidad
artística, por lo demás no lo superan. Fué un pro-
fundo y sutil pensador, investigador de la naturaleza
de genial originalidad, estadista e infatigable hombre
de acción.
De este hombre se ha conservado con escrupulosa
y amante devoción todo lo que se ha podido arrancar
a la acción destructora de la muerte.
Podéis visitar en Francfort la casa donde él naciera
al terminar la primera mitad del siglo XVIII, casa
ordenada y confortable de burgueses acomodados.
Ahí podéis ver los retratos de la familia: del padre,
señor Consejero Imperial, grave y reposado; de la ma-
dre, de fisonomía inteligente y jovial; de la hermana
y compañera Cornelia; y del propio Goethe en todas
2 la personalidad, de Goethe 2

las edades y siempre con sus rasgos de belleza varonil.


Podéis visitar las casas donde viviera en Weimar,
su lugar de residencia de casi toda la vida, la pequeña
casa del jardín en pleno campo, y la amplia mansión
del centro de la ciudad, que son verdaderos museos
goethianos.
Y se han conservado sobre todo sus obras, ricas de
inspiración y sabiduría, de serenidad y fluidez, su co-
rrespondencia y sus conversaciones con Juan Ecker-
mann. Pocas veces como en este caso es dado decir
que los libros son preciosos estuches del espíritu, que
guardan un tesoro con que puede alimentarse para
siempre el alma de los hombres sin que sufra agota-
miento ni disminución.
En Poesía y Verdad, en los Viajes Italianos y en los
Anales nos refiere el poeta su propia vida. Sus gran-
des novelas Los Años de Aprendizaje y Los Años de
Viaje de Wilhelm Meliter, Werther y Las Afinidades
Electivas están tejidas en gran parte sobre episodios
de su existencia.
Con qué viveza nos refiere el poeta mismo su naci-
miento.
El 28 de Agosto de 1749, dice, al dar las campanas el medio-
día, vine al mundo en Francfort sobre el Mein. La constelación
era feliz; y el sol se hallaba en el signo de la Virgen y ese día en
su punto culminante; Júpiter y Venus los miraban amigable-
mente y Mercurio sin hostilidad; Saturno y Marte permanecían
indiferentes. Sólo la Luna que acababa de entrar en su pleni-
tud, desplegaba tanto más el poder de su reflejo cuanto que su
hora planetaria había comenzado el mismo tiempo. Ella se
oponía, pues, a mi nacimiento, que no pudo verificarse sino
después de pasada esa hora. Estas circunstancias favorables,
que los astrólogos estimaron en mucho después, deben haber
sido la causa de mi conservación, ya que por la torpeza de la
matrona vine al mundo como muerto y fueron menester múlti-
ples esfuerzos para hacerme ver la luz. Este accidente, que había
sumido a mis padres en una gran angustia se convirtió en ori-
gen de una ventaja para mis conciudadanos porque mi abuelo
Juan Wolfgang Textor, alcalde de la ciudad, aprovechó la oca-
l a personalidad, de Goethe 3

sión para establecer un partero oficial y fundar o reformar una


escuela de maternidad, lo que debe haber sido muy ventajoso
para los que nacieron después de mí.

Tenía razón Goethe al decir que había nacido bajo


buena estrella. Su hogar fué un excelente centro para
su primera educación. Su propio padre le enseñó el
griego, el latín y el francés. Más tarde los dos estu-
diaron juntos el inglés.
El padre era severo, seco y formulista. La madre,
en cambio, jovial, alegre, inclinada a hacer grata la
vida. Todas las tardes le contaba al niño Wolfgang,
historietas y cuentos que eran uno de los mayores de-
leites de la vida de los dos.
De esos años de adolescencia hay que apuntar dos
impresiones en el espíritu de Goethe; los rasgos pin-
torescos de su ciudad que dejaron en él el fermento del
alma medioeval y su estima de las costumbres popu-
lares que tenía oportunidad de observar en sus va-
gancias por las estrechas callejuelas y los extramuros
de la ciudad.
Como se sabe, Goethe fué un gran amador. Más
tarde expresó que en su concepto la idea y el amor
eran los mejores caminos para llegar al fondo de las
cosas. En Francfort se empieza a trenzar la cadena de
amores por que pasa nuestro poeta casi hasta el día
de su muerte. Se enamoró perdidamente de una mo-
desta obrera. El amor no fué más allá de un beso en
la frente que ella le diera una noche que él fué a acom-
pañarla hasta su casa. Lo cual no impidió que el jo-
ven Goethe cayera enfermo cuando el idilio terminó
porque la prenda tuvo que irse de Francfort. Merece
también recordarse-este espisodio, porque la muchacha
se llamaba Margarita y su nombre ha quedado in-
mortalizado en el Fausto.
A los diez y seis años se matriculó Wolfgang como
estudiante de la Universidad de Leipzig. Su padre que-
4 la personalidad, de Goethe 4

ría hacer de él un buen jurisconsulto y allá fué a es-


tudiar derecho y letras. Pero el estudio de las leyes y
la forma de la enseñanza universitaria pronto lo decep-
cionaron. Sin embargo, la crítica literaria de que aquí
se impuso y que le aplicaron a sus propios ensayos poé-
ticos le fué en definitiva favorable. Gran parte de
su tiempo lo pasó en el taller del pintor Oeser, quien le
enseñó que el ideal de la belleza es la sencillez y la
calma. A la hija del pintor le escribía máte tarde Goethe
y le decía:

A su padre le debo el sentimiento del ideal.

Después de algunos tanteos encontró que no debía


atenerse a otra fuente de inspiración que a la que bro-
tara de si mismo, que a expresar en obras de arte sus
sentimientos inmediatos y a sus propias impresiones.
E s la advertencia que Fausto hará al ingenuo Wagner:

¿Esperas encontrar la fuente pura que sacie toda sed en perga-


minos? Si de tu propio pecho no es que surja jamás esperes el
consuelo.

En Leipizig se enamoró nuestro poeta de Anita


Schonkopf, hija del maítre del hotel en que comían
él y otros estudiantes. Goethe fué bien correspondido
en un principio, pero al poco tiempo, a causa de celos
infundados y de procedimientos injustos, propios de
un estudiante presuntuoso, con que la hostigaba, Ani-
ta no encontró otra cosa mejor que hacer que romper
con su galán y éste tuvo que conformarse con verter
sus penas y dolores en El Capricho del Amante, que
fué su primera tentativa dramática.

Así empezó para mí, dice Goethe en Poesía y Verdad, refirién-


dose a este momento o a otro anterior, esa necesidad, de que no
he podido apartarme en toda mi vida, de que todo aquello que
me ha causado placer o dolor o que me ha ocupado de alguna ma-
la personalidad, de Goethe 5

ñera deba transformarlo en alguna imagen, en una poesía, o en


un poema, para rectificar de este modo mis conceptos respecto
del mundo exterior y quedar más conforme conmigo mismo y
tranquilizarme. Todas las obras que he entregado en adelante
al público no son más que fragmentos de una gran confesión.

A este respecto dice H. Stewart Chamberlain:

Posee Goethe el don de referir sus propias experiencias amoro-


sas (ya sea en primera o tercera persona) con tanto relieve, ín-
timamente, tan sencillamente fiel a los hechos y a la vez elevan-
do la prosa de la vida a la más alta poesía en forma que la lite-
ratura universal no ofrece ni a la distancia ún ejemplo semejante.

No todas las aventuras de Goethe en Leipzig fueron


tan platónicas como la referente a Anita. Nuestro
poeta no aspiraba ni con mucho a la santidad, «sé
como eres» era su divisa y a quien le pidiera mayores
explicaciones le agregó que él era «bueno y malo como
la naturaleza». Llevó Goethe en Lepizig la existencia
de un estudiante alegre y vividor, y al cabo de tres
años regresó a la casa paterna con la salud bastante
quebrantada.
Durante los meses que tuvo que pasar en relativa
reclusión en Francfort, conoció a la señorita de Klettem-
berg, persona de espíritu muy sincero y profundamente
místico. Para Goethe el misticismo no era más que una
de las honduras a que podía llegar con su genio; pero
a él mismo no se le podía llamar místico. Le gustaba,
ante todo, no perder contacto con la realidad sensible.
Tampoco fué observante de ninguna religión. Mas no
podían dejar de impresionarle las nobles cualidades
de la señorita de Klettemberg y ha hecho de ella un
admirable retrato en el capítulo de los Años de Apren-
dizaje de Wilhelm Meister intitulado «Confesión de
un alma hermosa», capítulo que bien vale la pena de
ser leído por sí sólo como un buen tónico espiritual.
Con la señorita de Klettemberg se dedicaba también—
6 la personalidad, de Goethe 6

cosa curiosa,—a estudios de magia y ciencias ocultas y


pasaba horas con ella en un laboratorio que tenía en
su casa en medio de alambiques y retortas haciendo
experimentos alquimistas, prácticas en que podemos
ver tal vez uno de los sillares del futuro Fausto.
Goethe fué a terminar sus estudios de derecho a
Estrasburgo, donde obtuvo el grado que tanto deseaba
su padre al cabo de un año. También se aficionó ahí
a los estadios de Anatomía y asistía con frecuencia a
la sala de disecciones de la Universidad. En Estras-
burgo inició Goethe su amistad con Herder, escritor
que ya gozaba de gran renombre en Alemania, de
vasta ilustración y agudo espíritu crítico. Herder
ejerció considerable influencia sobre Goethe por la se-
veridad de su crítica y su entusiasmo por la poesía pri-
mitiva y popular. Goethe buscaba el trato de Herder
por el provecho que sacaba de él, aunque le mortificaba
su tono irónico y sarcàstico. De este tiempo data el
ardiente entusiasmo que despertó Shakespeare en el
alma de Goethe. La tragedia clásica francesa no era
del gusto de nuestro poeta. La hallaba fría, retórica,
amanerada. En cambio en Shakespeare [cuánta vida,
cómo bullen en sus dramas las pasiones y los más en-
contrados caracteres humanos!
Cerca de Estrasburgo se encuentra el pequeño pue-
blo de Sesenheim. E,1 pastor del lugar de apellido Brion,
y su familia,—su mujer, dos hijas y un hijo—vivían
felices, gozando de tranquilidad espiritual y de paz se-
mi-campesina. Goethe fué presentado a ellos y aco-
gido con la más franca y sencilla cordialidad. Nuestro
poeta era aficionado a las bromas y solía llegar dis-
frazado, una vez de pobre estudiante de teología, otra
de modesto aldeano. Siempre se le recibía con cariño.
Una de las niñas, Federica, era encantadora: bella,
alegre, de buen juicio, de espíritu reposado y carác-
ter sereno. Goethe se enamoró de ella apasionada-
mente y fué correspondido. Pero el idilio duró menos
la personalidad, de Goethe 7

de un año. Cuando llegó la hora de la vuelta a la casa


paterna, Goethe partió inexorablemente sin hacer
ninguna promesa. De los labios de la niña no salió ni
una queja ni un reproche. Debemos suponer muchas
lágrimas derramadas en el silencio de la alcoba. La
familia permaneció tranquila. Federica recibió des-
pués varias proposiciones de matrimonio y las rechazó
siempre, diciendo que quien había tenido por amante a
Goethe no podía pertenecer a otro hombre.
Este es uno de los casos en que se podría hablar con
cierta razón del egoísmo y de la inconstancia de Goethe.
No es fácil defender a nuestro poeta del cargo de in-
constante cuando él mismo ha celebrado la inconstan-
cia con las siguientes palabras:
Es una impresión muy agradable sentir que una nueva pasión
comienza a brotar en nosotros antes que la anterior se haya ex-
tinguido por completo. Así uno contempla gustoso por un lado
el sol que va declinando y por el otro la naciente luna y se deleita
en el doble brillo de ambas luces celestiales.

Otros se han encargado de decir que la pasión extin-


guida no dejaba en él ni dolor ni remordimiento. Sea
como quiera, la separación de Federica no fué debida
a una nueva pasión ni se realizó sin pesar, En verdad
nada más, distante de Goethe que el prurito donjua-
nesco A la mujer la admiraba y la idealizaba y jamás
sin duda lo movió en el amor un propósito de engaño o
de burla. Era pasionado, pero no permitía que lo do-
minara la pasión. Su separación era la obra de su vo-
luntad de no dejarse entrabar por nada que pudiera
limitar su evolución ulterior. Significaba una dolo-
rosa manifestación de carácter en servicio del desa-
rrollo de su personalidad.
Al poco tiempo de su regreso a Francfort, dió a
luz Goethe el drama histórico Goetz de Berlichihgen.
la primera de sus obras que ha alcanzado la celebridad.
Inspirado en viejas crónicas medioevales y en el espí-
8 la personalidad, de Goethe 8

ritu caballeresco heroico y rebelde, encontró ese drama


viva resonancia en el alma germánica y trajo a su autor
general y merecida fama.
La aparición del Werther, su obra más popular, no
hizo más que confirmar y aumentar esa fama. Werther,
como es sabido, nació del episodio amoroso de Wetzlar.
Esta pequeña ciudad de la región del Rhin era la sede
de la Corte de Justicia del Imperio y allá fué Goethe
a perfeccionar su práctica jurídica. Pronto conoció a
Carlota Buff, niña huérfana de madre, que vivía con-
sagrada a su hogar y al cuidado de sus muchos herma-
nos menores. Goethe ha dejado descripciones bellí-
simas de escenas domésticas cuyo centro lo formaba
Carlota. Carlota era hermosa, de clara y serena inte-
ligencia y dulce carácter. Estaba de novia con Kestner,
secretario de la Legación de Hanover, joven discreto
y de sentimientos nobles. Goethe pasó a ser un íntimo
de la familia, y, no obstante, la situación de Carlota,
un apasionado amor prendió en su pecho por ella,
El estado sentimental de Goethe no causó mayor
alarma ni a Kestner ni a Carlota. Ambos se sentían
perfectamente resguardados en su rectitud y sólido
buen juicio. Pero para Goethe la situación se hizo
insostenible y una mañana se fué de Wetzlar sin haber-
se despedido personalmente ni de Carlota ni de Kest-
ner y dejándoles sólo cartas llenas del más hondo sen-
timiento. Nuestro poeta huía de nuevo del amor. En
Seseheim huyó de los lazos de un amor feliz. En Wetz-
lar de las torturas de un amor imposible. La pasión
se había encendido en él; pero él iba a sofocar la pasión.
Una vez recuperado el dominio de sí mismo empezó la
elaboración artística de ese drama de su corazón y dos
años después de la partida de Wetzlar salió a luz
Werther. El alma alemana estaba preparada para
dejarse conquistar por este hermoso libro. Era la
segunda mitad del siglo X V I I I , siglo sentimental, fri-
volo y revolucionario. La Nueva Eloísa y otras obras
lapersonalidad,de Goethe 9

de Rousseau eran conocidas en Alemania. Los espíritus


estaban abiertos a los afectos románticos y al amor a la
naturaleza. La historia de Werther es muy conocida,
es la idealización de la aventura de Wetzlar con .la di-
ferencia de que el poeta fué a buscar el olvido de su
pasión en la vida y al pobre Werther la suya la condu-
jo al suicidio. Para que Goethe diera este fatal desen-
lace en su obra influyó la trágica muerte del joven Je-
rusalem, joven romántico y soñador, hoy diríamos
además un poco neurasténico e hipocondríaco, que en
el mismo Wetzlar, después de la partida de Goethe,
puso fin a sus días amargado por un amor sin espe-
ranza y por fracasos en su carrera diplomática. El
éxito de Werther en Alemania y luego fuera de Ale-
mania fué enorme. El héroe es profundamente sim-
pático desde el principio hasta el fin. Su amor a la
naturaleza es tan puro y sincero, que se queda embe-
lesado ante briznas de yerbas y pequeños gusanillos;
ama a los niños con ternura y lo engloba todo en su
adoración al universo, a Dios dentro de un panteísmo
elevado y sentimental. La prosa del libro es cálida y
sencilla, flúida e inspirada. Hubo que lamentar una
plaga de suicidios en Alemania después de la publi-
cación del Werther. A varías de las víctimas se les
encontró el pequeño libro en el bolsillo. Mientras
Goethe, siguiendo la ascensión de la pirámide de su
personalidad sacudía de sí el wertherismo, Alemania
caía en él. Ya hoy no se quita la vida la gente por el
solo hecho de leer el Werther, aunque los suicidios por
amor continúen y han de continuar tal vez sin térmi-
no. Pero no se puede leer este librito sin la más honda
emoción y sin que cada alma joven o cada alma ena-
morada encuentre en sus páginas la mejor expresión
de sus penas e inquietudes. Un amigo mío, hace años,
amando sin esperanzas, no halló otra cosa mejor que
hacer que obsequiarle a la dama de sus pensamientos
un bello ejemplar del Werther en cuya dedicatoria
10 la personalidad, de Goethe 10

expresaba lo que él debía hacer y decía «derramar una


lágrima sobre la tumba de Werther y seguir su ejem-
plo». Pero él optó en definitiva por no seguir el ejem-
plo del héroe romántico sino el más sabio de Goethe
y se alejó del peligro.
De vuelta a Francfort un nuevo amor ocupa el
corazón del poeta. Ama a la señorita Schoeneman, de
la alta sociedad, hija de un banquero. Es la Lili de
sus poesías. Goethe encuentra correspondencia, pero
ese amor no puede conducir más que al matrimonio
y nuestro poeta le teme a las complicaciones que sabe
resultan para su vida de atarse con lazos irrevocables.
Un viaje a Suiza preparó la ruptura y luego aceptó la
invitación del gran duque Carlos Augusto de ir a es-
tablecerse en Weimar. En un drama que compuso
en ese tiempo Stella, hace que las propias heroínas
engañadas justifiquen la inconstancia de los hombres,
diciendo que para el hombre no hay mejor bien que su
libertad y que si engañan a una mujer no lo hacen
movidos por un mal propósito sino por un impulso
irresistible de su naturaleza.
Weimar ha quedado consagrado como una especie
de Olimpo espiritual de la Alemania de fines del siglo
XVIII y principios del X I X . Entonces tenía solo siete
mil habitantes. Hoy día, siempre pequeña ciudad,
pero de cuarenta y cinco mil almas, vive en cuanto a
gloria literaria, de sus recuerdos. Es un panteón ilus-
tre. Ya hemos mencionado antes las casas de Goethe
la casa llamada del jardín, donde viviera los primeros
años, y la amplia mansión del centro del pueblo que
fuera su residencia definitiva. Se pueden ver aquí salo-
nes sencillos y elegantes adornados con reproducciones
de estatuas griegas, la biblioteca y los espaciosos gabi-
netes de ciencias en que trabajaba el poeta-investiga-
dor. En una calle central se conserva también la mo-
destísima casa en que vivió Schiller. A estos lugares
de devoción artística se han agregado después la casa
l a personalidad, de Goethe 11

ocupada por el gran músico Liszt y una fundación en


homenaje a la memoria de Nietzche, debida a la in d a -
tiva y cuidado de su hermana Isabel, donde se encuen-
tran las mejores ediciones de las obras del filósofo y
documentos que digan relación con él.
Weimar fué en realidad un pequeño Olimpo inte-
lectual. Tal vez no se encuentra en la historia otro
caso de una tan pequeña ciudad que haya congregado
durante un largo número de años una constelación de
hombres superiores como Goethe, Schiller, Wieland,
Herder y a la zaga de éstos, Juan Enrique Meyer,
Riemer, Eckermann y otros. Taine ha dicho que en
Alemania desde 1780 a 1830 se había pensado, se ha-
bían producido todas las ideas que el intelecto europeo
no hizo otra cosa que elaborar y repetir en el resto del
siglo XIX. Este juicio tan despectivo para la intelec-
tualidad de la revolución francesa y tan honroso para
Alemania, es el reconocimiento por un juez intacha-
ble del valor de Weimar. Porque fuera de la obra de
este centro no habría que considerar en el tiempo in-
dicado nada más que la de Kant y Hegel, y la de los
dos Humboldt.
Pero aquel Olimpo no carecía de sombras, tal vez
porque el destino de los hombres es vivir siempre in-
satisfechos. Goethe decía de Weimar que era un agu-
jero. Herder se quejaba amargamente de ese «desolado
Weimar, desgraciado término medio entre corte y al-
dea». Wieland hablaba del pobre Weimar, en que to-
do falta. Merck, refiriéndose sin duda a falta de aten-
ciones municipales, decía en una ocasión que aquello
era una cosa inmunda (Dreckwesen). Schiller escri-
bía después de haber vivido cuatro años en Weimar:
«En cualquier parte se está mejor que aquí», «No me
gustaría morir en Weimar». Otra vez dijo que en Wei-
mar, fuera de Goethe, no había sino dos personas
con quienes tratar, la señora de Stein y Herder.
No faltaban, además, las habladurías y chismes con
12 la personalidad, de Goethe 12

que los hombres se amenizan y amargan la vida en to-


dos los pueblos. Cuando Goethe llegó a Weimar, Car-
los Augusto tenía diez y ocho años y era de carácter
impetuoso y violento. Imaginaos con este carácter un
soberano absoluto en todo el fuego de la juventud. El
y Goethe se entregaron durante el primer tiempo
a una vida algo disoluta; correrías por los campos, lar-
gas comidas bien rociadas con vino del Rhin, y muchas
otras calaveradas. Las lenguas se desataron contra
el recién llegado. Se propasaban hasta ridiculizar su
modo de andar muy tieso (Perpendikulargang) que
parecía desentonar en las mal pavimentadas calles de
Weimar, a lo cual le agregaba singular comicidad el
hecho de que su fámulo siguiera a pocos metros de él
tratando de imitar su manera estirada.
Pero los excesos duraron sólo algunas semanas. Goe-
the no perdió jamás el control de sí mismo y en lo su-
cesivo se esforzó en morijerar atinadamente y encami-
nar bien el carácter del príncipe, tarea que se vió coro-
nada por admirables resultados. La gran duquesa
Luisa, esposa de Carlos Augusto, a quien le iba su
felicidad, en estas partidas, le quedó muy reconocida
por esa provechosa influencia.
Tuvo asimismo que soportar Goethe en un princi-
pio las murmuraciones y resistencias de la corte que
no se conformaba con la fortuna de quien era mirado
por algunos cortesanos sólo como un burgués advene-
dizo.
El descontento subió de punto cuando Goethe fué
nombrado consejero íntimo de legación con el agre-
gado de que se le dejara libre su tiempo para dedicarlo
a sus ocupaciones predilectas. Entonces Carlos Augus-
to dejó estampada en las actas del Consejo la siguiente
noble declaración:
Los espíritus esclarecidos nos felicitan por que tengamos entre
nosotros un hombre semejante. Su inteligencia y su genio son
la personalidad, de Goethe 13

conocidos. Emplear un hombre de genio en otro lugar que en


aquel en que pueda aprovechar sus facultades extraordinarias
es abusar de él. Si se objeta que a causa de su nombramiento
personas de mérito pudieran creerse postergadas, responderé
en primer lugar que no conozco a nadie dentro de mi servicio
que pueda aspirar a una ventaja parecida. En segundo lugar
no daría jamás a la simple antigüedad un empleo que implica
relaciones tan estrechas conmigo y con los intereses de mis súb-
ditos. N o lo daré más que a un hombre que goce de mi confianza.
N o me hará cambiar de opinión el juicio del mundo que tal vez
desaprueba la entrada del doctor Goethe en la administración
más importante sin que antes haya sido funcionario, profesor,
consejero de finanzas o de gobierno. El mundo juzga por pre-
juicios, más yo procedo como quien quiere cumplir con su de-
ber, no en vista de la gloria y del aplauso dé los demás, sino para
estar de acuerdo con Dios y con su conciencia.

Goethe supo corresponder a la amistad y protección


del gran duque con la más entera y leal consagración
a su servicio. Fué siempre deferente y sincero con él
sin halagarlo jamás como un palaciego. Podríamos
decir que desempeñó los cargos de ministro del inte-
rior, de ministro de finanzas, de ministro de obras
públicas y de ministro de guerra. Acudía personal-
mente a socorrer las aldeas que eran víctimas de alguna
calamidad. Wieland, lo llamaba «pontífice máximo»,
porque tenía que ocuparse de la construcción y repa-
ración de puentes. Intervenía en el reclutamiento de
tropas para el ejército del gran ducado. Es verdad que
éste se componía por todo de seiscientos hombres.
Estas actividades ejercieron la más saludable acción
en el propio carácter de Goethe, desarrollando sus sen-
timientos de abnegación en favor de sus semejantes.
Socorría con su dinero y sus consejos a mucha gente.
Hacía viajes especiales al campo para ayudar a per-
sonas necesitadas. A un pobre hombre a quien había
auxiliado por correspondencia fué a visitarlo una vez
llevándole nuevos socorros; pero fué disfrazado,—
broma que como sabemos era muy de su agrado,—y
14 la personalidad, de Goethe 14

estuvo conversando con él toda una tarde de los asun-


tos de Weimar y de Goethe sin darse a conocer.
Simultáneamente continuaba nuestro héroe sus la-
bores intelectuales, artísticas y científicas, Goethe
estaba muy lejos de ser un literato profesional ni un
virtuoso del estilo.
La inmediata observación de las cosas es para mí todo; las pala-
bras sin esto valen muy poco. La palabra no debe ser más que
un espejo del pensamiento.
Tal vez por lo mismo y por la riqueza de su genio fué
un maestro del lenguaje. No era un poeta que se sen-
tara a hacer poesías ni un escritor que se propusiera
desarrollar un tema. Sus obras brotaban como frutos
de la transformación que se operaba en su alma activa
de la realidad circundante en otra realidad de orden
superior. Y así debemos entenderlo aunque la elabo-
ración de las obras se prolongara durante años, tal cual
ocurrió con el Fausto y el Wilhelm Meister.
Goethe supo dirigir y aprovechar muy inteligente-
mente la cooperación de profesores, amigos y servido-
res. Para sus estudios de geología y botánica se hizo
preparar colecciones completas de cuanto podía ne-
cesitar. Para sus estudios de anatomía tuvo a sus dis-
posición los gabinetes y los profesores de la cercana
universidad de Jena. Para sus múltiples tareas admi-
nistrativas, organización de teatros, fundación de
periódicos, contó con cooperadores eficaces. Para la
corrección de sus propios escritos tuvo a su lado auxi-
liares hábiles y preparados en gramática y filología como
Juan Enrique Meyer, a quien lo unió una larga amis-
tad, y como Reimer y Eckermann.
Se me ha presentado siempre dice Goethe en Poesía y Verdad,
lo que se refiere al corazón como lo más importante de la vida y
sólo creamos cuando éste se halla bien para animarnos.
Su corazón se consagró durante los diez primeros años
de residencia en Weimar a la señora de Stein. Ella fué
la personalidad, de Goethe 15

como la Ninfa Egeria del sabio y del poeta. Goethe


conoció a Carlota de Stein a los pocos días de haber
llegado a Weimar y se prendó de ella con la pasión y
vehemencia que acostumbraba. Carlota era hermosa,
inteligente e ilustrada y correspondió al afecto de
Goethe. Pero a la vez era de buen juicio, casada con
un alto dignatario de la Corte, seis o siete años mayor
que Goethe y con algunos hijos. En estas condiciones
no podía gastar la misma vehemencia de su amador.
Sin ti no puedo estar, le escribía nuestro héroe en un viaje de
diplomático que hizo por encargo del gran duque; solo no puedo
t e n e r m e ; no soy un ser independiente. Todas mis debilidades
las he apoyado en ti; tú las proteges y llenas mis vacíos.

Ella fué para él, en efecto, un lugar de reposo espiritual


y de ternura y aconsejándolo y refrenándolo, ejerció
la más favorable influencia sobre el desarrollo de sus
trabajos. No poco han discutido los biógrafos sobre si
este amor fué siempre platónico. No estamos en si-
tuación de dirimir tan ardua cuestión. Lo que no deja
lugar a dudas es que lo fué por largos años y que por
el lado de la señora Stein, tiene más bien los caracteres
de lo que llamaríamos una amistad amorosa.
Esta amistad empezó a enfriarse con motivo del
viaje de Goethe a Italia; y por supuesto que hubo razón
para ello, ya que el poeta ni anunció su partida ni se
despidió personalmente de su amiga. Quería otra vez
independizarse.
A la vuelta no hubo reconciliación y la ruptura llegó
a ser completa a causa de que Goethe llevara muy
frescamente a vivir a su casa a su amante Cristiana
Vulpius, una obrera en flores artificiales. La posteri-
dad reconoce con amplitud los privilegios del genio y
perdona con generosidad sus deslices. Pero la señora
de Stein no era todavía la posteridad y una situación
semejante le causó profunda irritación. Menos aun
lo eran los provincianos habitantes de Weimar y el
16 la personalidad, de Goethe 16

escándalo fué grande. Pero Goethe prosiguió tranqui-


lamente sus trabajos y sólo se casó con Cristiana diez
y ocho años más tarde.
Antes de partir a Italia casi había concluido Goethe
una de sus obras más apreciadas Ifigenia en Táurida
y llevó bastante adelantado su célebre drama Tor-
cuato Tasso que terminó en la península. Ya estaba
trabajando también en el Wilhelm Meister y en el
Fausto.
El viaje a Italia era para Goethe la realización del
ensueño de su vida. Lo preparó en secreto, temiendo
que alguien pudiera perturbarlo en la consumación de
su acariciado proyecto. Sólo Carlos Augusto sabía de
él. Partió sigilosamente, casi a media noche, de los
baños de Carlsbad y a toda la rapidez que podía dar
entonces una silla de posta no paró hasta encontrarse
en tierra italiana. Visitó casi toda la península y la
Sicilia; pero la mayor parte de los años que permaneció
en Italia los pasó en Roma. Poner los pies en Roma
fué para él como llegar a la ciudad santa del arte y
del espíritu. A sus inquietudes anteriores sucedió una
dulce tranquilidad. Fueron admirables la sencillez
y la laboriosidad de su vida. Ocupó dos modestas pie-
zas, se sustrajo a toda vida social, a toda diversión
que no significaran un enriquecimiento de su inteli-
gencia o un desarrollo de su cultura. No dejó museo
ni monumento que no estudió. A menudo dibujaba
lo que más le interesaba. Quería renovarse, sacudir
el peso de toda preocupación pequeña, despojarse de
todo lo que encontraba de estrecho en su educación
germánica, sumir su alma, como en las aguas de un
Jordán purificador, en el arte de la antigüedad y del
Renacimiento. Se hizo el propósito de proscribir cual-
quiera aventura amorosa y casi lo consiguió por com-
pleto. Sólo la pasión por una joven a quien se ha lla-
mado «la bella milanesa» perturbó su corazón por corto
tiempo.
la personalidad, de Goethe IT

Goethe vió con pesar acercarse la hora en que tenía


que volver a Alemania. Podría haber continuado en
Roma porque Carlos Augusto no se habría opuesto
a ello; pero creyó que su deber era regresar y se some-
tió a su deber.
De vuelta en Alemania escribió:
Soy realmente otro hombre, convertido, completado, sienta
agruparse la suma de mis fuerzas y espero hacer algo Me
siento siempre bien de espírítu y de cuerpo y creo poder halagar-
me con la idea de una curación radical. Todo me es fácil y m e
siento a veces animado de un soplo de juventud.

Sus impresiones, observaciones y juicios sobre estos


dos años, en la península apenina los ha consignado en
el libro que ya hemos mencionado «Viajes Italianos».
En Roma terminó su célebre drama «Egont» que ha-
bía empezado años antes en sus últimos tiempos de
vida en Francfort.
A poco de regresar a Weimar publicó Goethe sus
Elegías Romanas, bellas poesías libremente amoro-
sas, inspiradas sobre todo, a pesar de su título, en su
pasión por Cristiana y en los goces que ella le procu-
raba.
Poco después salieron a luz los Epigramas Venecia-
nos, derivados de un segundo viaje a Italia en que el
poeta llegó hasta la reina del Adriático.
El viaje a Italia es un acontecimiento decisivo en la
vida de Goethe. Vuelve el poeta y el pensador en la
plena madurez de su genio, enriquecido extraordinaria-
mente su espíritu, lleno de admiración por la euritmia
y la belleza griegas. En estas condiciones va a conti-
nuar su vasta labor creadora.
En este momento la fortuna le depara uno de los
mejores dones que puede otorgar la vida a un hombre:
un amigo, un amigo de verdad. Famosa es la amistad
de Goethe y Schiller. Como un lazo íntimo empezó sólo
después que ambos habían vivido más de cinco años
18 la personalidad, de Goethe 18

«n Weimar, tratándose únicamente en cuanto hom-


bres de letras y artistas. Pero después ¡qué vincula-
ción más noble, hermosa y fecunda! No podían dejarse
de ver día a día y sometían a recíproco examen sus
producciones. Memorable amistad que perduró hasta
la muerte prematura de Schiller en 1805, dejando ésta
en el corazón de Goethe un pesar de que dió muestras
aun hacia el fin de sus días.
Acompañando al duque de Weimar asistió a la ba-
talla de Valmy. Las balas de cañón llovían cerca de
él y su vida estuvo en peligro; pero su sereno valor no
lo abandonó ni un instante. Tomaba la prueba como
un ejercicio de la voluntad. En la noche de la derrota,
en medio de los oficiales del Estado Mayor Prusiano,
tuvo palabras proféticas para apreciar el significado
de esta primera victoria de la revolución francesa.
En este día, les dijo, ha empezado una nueva era de la historia
y podréis, señores, afirmar que habéis tenido el honor de asis-
tir a su nacimiento.

También como acompañante del gran duque, pre-


senció el sitio y toma de Maguncia por las tropas ale-
manas. De manera que pudo ver de cg*ca los horrores
de la guerra y las consecuencias de la onda revoluciona-
ria que de Francia se iba extendiendo por la Europa
Occidental. Goethe no simpatizaba con la revolución.
Era muy contraria a su espíritu de orden y tranquili-
dad. Al respecto decía a Eckermann treinta años más
tarde:
Y o no podía ser amigo de la revolución, cuyos sangrientos ex-
cesos me tenían profundamente impresionado y que al repetirse
cada día, cada hora, me producían una sensación de indignación
y repugnancia, sin que fuera dado prever qué resultados bené-
ficos saldrían de esos horrores. Y o no podía ver con indiferencia
<ie que se tratase de reproducir artificialmente en Alemania
las escenas que en Francia habían sido el resultado de una nece-
sidad poderosa. Pero yo era igualmente muy poco amigo de una
la personalidad, de Goethe 19

soberanía arbitraria. Estaba plenamente convencido de que


toda revolución es la culpa, no del pueblo, sino del gobierno.
Las revoluciones serán imposibles desde que los gobiernos sean
constantemente equitativos y que estén alertas a prevenir las
revoluciones por medio de reformas oportunas.

Digamos aquí que por lo mismo Goethe fué admira-


dor de Napoleón, lo fué siempre, aun antes de la céle-
bre entrevista de Ehrfurt. Napoleón representaba
para él, además del genio, el orden.
Pero los juicios que pronuncia Goethe sobre los he-
chos que presenció en la guerra y sobre la revolución
son, en todo caso, serenos e imparciales y, en medio de
las mayores dificultades y penurias de las campañas,
jamás se desmintieron la entereza y la jovialidad de
su carácter.
De esta época data su gran obra Los Años de Apren-
dizaje de Wilhelm Meister en que había venido traba-
jando durante varios años y cuya lectura provocó el
más puro entusiasmo en Schiller. Asimismo el bello
poema Ilermann y Dorotea, que es como la epopeya de
la pequeña burguesía alemana.
Aun se enamoró Goethe a los sesenta y tantos años
de Minna Herzlieb. Reflejos de este amor se encuen-
tran en su novela Las Afinidades Electivas. Goethe
decía de ella que no había una línea que no contuviera
reminiscencias de su vida.
Pero este no fué su último amor. En los baños de
Marienbad conoció a la señorita Ulrica de Lewezow
y se prendó apasionadamente de ella. La niña tenía
diez y nueve años y el ilustre poeta setenta y cuatro;
pero su corazón estaba aún joven, conservaba el don
propio de la juventud de gozar y sufrir por el amor. Eco
de esta pasión fué su Elegía de Marienbad en que aun
brillan la grande inspiración y el sentimiento de sus
mejores poesías.
En estos últimos tiempos dió a luz Los Años de Viaje
de Wilhelm Meister, obra que escribió durante un largo
20 la personalidad, de Goethe 20

período de su vida y con frecuentes interrupciones. Ha


resultado así formada por un conjunto de episodios
un tanto desconectados y que, aunque encierran muy
sabias enseñanzas sobre educación, religión, cultivo
de los campos, colonización y otros tópicos de las acti-
vidades humanas, no tienen la unidad ni despiertan
el interés de Los Años de Aprendizaje.
En 1831 terminó Goethe el Fausto, la magna obra en
que había trabajado durante sesenta años. Como en el
Wilhelm Meister, se observan notables diferencias en-
tre la primera y la segunda parte del poema, debidas
a las distintas maneras como fueron elaboradas. La
primera parte del Fausto, como la de Wilhelm Meister,
es la obra de una inspiración sostenida y continuada.
Las segundas partes de ambos libros son el producto de
una labor perseguida con interrupciones al través de
largo tiempo en los últimos años del poeta.
La primera parte del Fausto es un poema intensa-
mente dramático; las situaciones en él van de lo cómico
a lo patético; todos los personajes,—Dios, el demonio,
los hombres, la heroína angelical, las brujas,—hablan
el lenguaje que les corresponde. La segunda parte en
cambio, es un conjunto de fragmentos o episodios,
compuestos en distintas épocas en que el interés dra-
mático desaparece y cuyo único lazo de unión lo for-
man los personajes principales, Fausto y Mefistófeles.
Fausto es un tipo profundamente humano. Venera-
ble es el hombre que inspira todos sus actos en el im-
perativo del deber. Es recio, firme y ejemplar, pero
suele serlo como un tubo de hierro lleno de aire frío.
A la generalidad de los hombres, hombres buenos y
débiles, sólo el amor y la esperanza de amor los sostie-
nen verdaderamente en la vida. Todo lo demás es
distracción, resignación y renuncia. Es el caso de
Fausto. La desilusión del inútil saber que ha acumu-
lado y de cuanto le rodea ha llegado a la médula de su
alma. En la primera parte del poema no se ha elevado
la personalidad, de Goethe 21

todavía a la altura del deber y del bien y entrega su


alma al diablo para llenarla con una pasión. Que antí-
tesis más completa con don Quijote. El Caballero de
la Mancha es el perfecto, el incurable iluso; Fausto el
hondamente desencantado, el juguete de una insatisfac-
ción sin remedio. Por esto el héíroe de Goethe consti-
tuye una expresión acabada de lo humano, sobre todo
en un sentido masculino y occidental de la humanidad.
En cambio, cabe decir de don Quijote que por las no-
bles quimeras que persigue es más humanitario.
En la segunda parte del poema, Fausto orienta su
vida hacia lo bello, el bien y las actividades benéficas.
Los ángeles le disputan su alma a Mefistófeles y a los
demonios que acuden en su ayuda. Las potencias ce-
lestiales, al lado de las cuales se halla la dulce Marga-
rita, intervienen en favor del héroe y, confirmando el
concepto humano entendido en la forma que acabamos
de indicar, lo salvan, gracias a que ha anhelado mu-
cho y amado mucho.
*
* *

En este ensayo para delinear una silueta de Goethe


sólo hemos podido hacer poco más que anunciar sus
principales obras. Hacer otra cosa requeriría un curso.
Cuando se leen las obras de nuestro poeta se siente
una impresión de serenidad, de seguridad y hasta de
majestad. Nada de apresuramiento nervioso en el de-
sarrollo de la materia.
«¿No fué el mundo hecho de una sola vez?» pregunta el pequeño
Félix a Jarno, en los Años de Viaje de Wilhelm Meister; y jarno
contesta: «Las cosas buenas necesitan tiempo».

Nada de contorsiones efectistas en el estilo. Los per-


sonajes de Goethe no dejan de ser víctimas de la tra-
gedia. Pero cuánta diferencia con las figuras atormen-
tadas y contrahechas de Dostoyeswky. En las páginas
22 la personalidad, de Goethe 22

de Goethe el dolor y las angustias sobrevienen; pero


no forman el ambiente mismo en que se mueven sus
personajes. Son como una tempestad, un huracán, una
inundación que azotan un lugar de la tierra; pero pasa
y el sol torna a brillar, el aire se siente más puro y la
naturaleza se vuelve a presentar en todo el esplendor
de una belleza tranquila. En los libros de Dostoyews-
ky, el dolor y la angustia son como la carne misma de
la vida y todo lo demás es sombras e ilusiones.
Pero se equivocaría quien creyerá en vista de lo di-
cho que Goethe era de por sí de naturaleza serena. La
armonía, la serenidad que se admiran en Goethe son el
resultado del triunfo que obtiene, día a día, en la lucha
de las tendencias contradictorias de su espíritu.

Contemplar y estudiar lo contrarío y contradictorio para redu-


cirlo a la armonía, dice Wilhelm Meister—El hombre razonable
no ha tenido otra preocupación en toda su vida,

contesta un discreto viejo que conversa con él.


Las antinomias del alma de Goethe se manifiestan
en la lucha de su razón con sus pasiones, en su ansia
de libertad V en su inclinación al amor. Cae en el amor
y huye de él. En el orden intelectual necesita siempre
Goethe pensar sobre datos concretos y no dejar de
reducirlos a ideas abstractas, antinomia o polaridad
que no pasa de ser un rico proceso evolutivo del pensa-
miento. Primero observar, luego sobre lo observado
pensar, y lo pensado transformarlo en nuevas imágenes,
ideas y conceptos.
La oposición entre la pasión y el buen juicio la ha
expresado Goethe en varias de sus obras en dos per-
sonajes contrapuestos. En el apasionado Werther y
el mesurado Alberto, en el sentimental Torcuato Tasso
y el razonable Antonio, en el vehemente Eduardo y el
discreto capitán de Las Afinidades Electivas. Esas
parejas de figuras opuestas representan dos fases del
la personalidad, de Goethe 23

carácter del autor; pero en Goethe concluye siempre


por pesar más el platillo de la razón.
Es un afán de la vida de Goethe ser un hombre de
voluntad firme y lo consigue. Se ejercita en el dominio
de sus nervios. No huye de las balas francesas en Val-
my. E|n la cúspide de la catedral de Estrasburgo hace
acrobacias inverosímiles para dominar el vértigo que
experimentaba a tan grande altura. Se acerca a los
regimientos en marcha para sobreponsérse a la molestia
que le producían tos tambores, y, si mal no recuerdo,
termina un acto de Ifigenia mientras desfilaba por de-
lante de él un batallón. Un día iba a tener lugar en la
corte un acto, al cual debía asistir en su calidad de mi-
nistro. Pero se hallaba enfermo en cama de reumatismo.
Ya había pasado largamente de los sesenta. Mas se
acordó de que Napoleón decía que en sus servidores no
aceptaba más enfermedad que la muerte. No quiso ser
menos que un servidor de Napoleón. Se levantó como
pudo y asistió al acto. Una vez terminado éste tuvo
que volver a acostarse inmediatamente.
Estimaba Goethe el arte como una alta escuela para
la pura creación humana. Entre estos actos creadores
no hay ninguno tan importante como aquellos por medio
de los cuales el hombre pasa a ser creador de sí mismo y
da independientemente significado y contenido a su
vida. Filósofos y moralistas de todos los colores han
sostenido, desde Calvino hasta Schopenhahuer, que la
personalidad es invariable. Goethe no cree en esta
inmutabilidad.

Cada cual es capaz, dice, en cuanto pueda modificar las relacio-


nes que existen entre él y las fuerzas que lo rodean, de hacer de
su yo en teoría permanente un nuevo yo. Por naturaleza no
poseemos ninguna falta que no pueda convertirse en virtud, ni
ninguna virtud que no pueda convertirse en falta.

De aquí su hermosa concepción de su personalidad como


24 la personalidad, de Goethe 24

una pirámide cuya altura debía esforzarse por elevar


continuamente.
Goethe trabaja en el proceso de su perfeccionamiento,
basándose sólo en sí mismo y sacando sus principales
fuerzas del fondo de su propio ser. Desde su juventud
cobró mucha afición al filósofo Spinoza, cuyas doctrinas
correspondían perfectamente a su viril manera de en-
carar la vida.
Es una manera personal de él, pero que considera
la única propia del hombre. Para el efecto de su enri-
quecimiento, de su afianzamiento interior, el hombre
no debe esperar nada de los demás ni ningún socorro
-de la providencia divina.
Una vez leído Spinoza, decía, hay que resignarse de una vez
por todas a cuanto sobrevenga; así se libra uno después de estar
resignándose en detalle.

Y en otra ocasión agregaba:


S i se me preguntara cuál es de los libros que conozco el que está
más de acuerdo con mis ideas, indicaría la Etica de Spinoza.

Lo dicho no significa que Goethe fuera un discípulo


del sistema de Spinoza. Nuestro poeta no se plegó ja-
más por completo a ningún sistema filosófico. No sim-
patiza con la metafísica ni con la mística. Prefiere
apartar el pensamiento de todo lo que se le presenta
inasible. Se llama con gusto a sí mismo «entendedor de
hombres». Tampoco se debe deducir de las líneas an-
teriores que negara a Dios. El suyo lo podríamos lla-
mar un panteísmo poético concretado en cada detalle
del mundo y de la vida.
El gran ser que llamamos la Divinidad, decía, no se manifiesta
sólo en el hombre sino también es una rica y poderosa naturaleza
y en los mismos acontecimientos del cosmos.

A su amigo Jacobi que con mucho fervor le escribía:


la personalidad, de Goethe 25

Hay que creer en Dios, le contestaba tranquilamente: Yo lo


contemplo, es decir, lo estudio en sus obras—¿Crees en Dios?
preguntaba Margarita a Fausto—Amor mió, ¿quién osaría de-
cir: Creo en Dios? contesta éste. Puedes preguntar a sacerdotes
y sabios y su respuesta no parecerá sino una burla dirigida al
preguntador. Luego, ¿no crees? agrega Margarita. Y Fausto
responde: N o interpretes mal mis palabras, hermosa mía. ¿Quién
puede nombrarlo? ¿Y quién puede confesar: Creo en El? ¿Quién
siendo capaz de sentir, puede atreverse a exclamar: N o creo
en El? Aquel que todo lo abarca, Aquel que todo lo sostiene, ¿no-
abarca, no sostiene a ti, a mí, a él mismo? ¿No se extiende el
cielo formando bóveda allá en lo alto? ¿No está la tierra firme
bajo nuestros pies? ¿No se elevan las eternas estrellas mirando
con amor? ¿No te contemplo yo clavando mis ojos en los tuyos?
Y todo cuánto existe ¿no impresiona tu cabeza y tu corazón y se
agita visible e invisible cerca de ti en un eterno misterio? Por
grande que sea, llena de esto tu corazón, y cuando, penetrada
de tal sentimiento, seas feliz, nómbralo entonces como quieras,,
llámale Felicidad, Corazón, Amor, Dios. Para ello no tengo nom-
bre; el sentimiento es todo. El nombre no es más que ruido y
humo que ofusca la lumbre del cielo.

La actividad y su estimación como algo fundamental


en la vida constituye uno de los ejes de la personalidad
de Goethe. «En un principio fué el acto» dice Fausto
señalando el comienzo activo de todas las cosas. Más
tarde Mefistófeles: «la acción lo es todo; la gloria
nada». Son innumerables los pasajes de los escritos
de nuestro poeta en que se enaltece la acción.
Uno puede considerar que vive trescientos años y más haciendo
todos los días honradamente lo que debe. Sólo son dignos de
la libertad y de la vida los que se la conquistan día a día. Con-
quista tu herencia día a día para que la goces.

En sus últimos tiempos expresaba con estoicismo:


Sólo puede sostenernos el cumplimiento del deber.

La labor intelectual en Goethe significa siempre un


proceso activo. El no reproduce nada simplemente.
26 la personalidad, de Goethe 26

Todo lo somete a una nueva elaboración propia. En


su busca de la verdad su gran maestro era la natura-
leza y la observación de ella con amor. Desconfiaba
de todo saber verbal y su punto de partida tenía que
estar formado por percepciones sensuales. Estas entra-
ban a elaborarse en su poderoso cerebro y cual debería
ser el fin del proceso lo expresaba el gran pensador con
estas profundas palabras:
Por medio de la reflexión prestar a lo invisible y a lo inefable una
especie de cuerpo.

En razón de su profundo activismo venera Goethe


la personalidad humana como un haz de facultades que
se deben desarrollar desde adentro. Tratar de educar
a los hombres desde afuera, por medio de enseñanzas
y prescripciones, sería una ilusión. Unicamente sus
propios hechos pueden cultivar el alma humana. El
hombre no es un ser destinado a aprender de una ma-
nera pasiva; es un ser vivo; activo y llamado a obrar.
Sólo en la acción y en la reacción nos regocijamos.
Ya sabemos que Goethe no se afilió jamás por com-
pleto a un sistema. Los sistemas encierran y limitan el
espíritu. El mismo no formó ninguno. Nunca quiso
decir una última palabra, formular una conclusión de-
finitiva, salvo en la obra de arte, donde no se trata de
comunicar doctrinas sino de crear formas que sean en
su propio ser acabadas. Quería que sus convicciones
no fueran tomadas como una doctrina sino como una
confesión. Imponerse a los demás puede, según nues-
tro poeta, el que tiene poder. Que trate de convencer
quien posea condiciones de sofista y se complazca en
el aplauso de los necios. El saber (en el sentido de co-
nocimientos acumulados) puede ser aprendido. A la
verdadera sabiduría sólo es dado inducir; tiene que ser
el fruto de una siembra cuidadosamente preparada y
de un germinar de adentro. Lo que uno remueve en el
alma de otro vale más que lo que uno da.
la personalidad, de Goethe 27

Goethe, con estas palabras, se señala como un gran


precursor, cual lo es en tantos otros campos del saber
humano, de las doctrinas de la educación contemporá-
nea y de los métodos activos.
Gran asunto es este de la acción que preconiza Goethe
Pero ¿deberemos entender que habla así de la acción
sin más ni más? ¡Ah no! La acción desordenada con-
duce a la bancarrota. Hay que concebirla dentro de
un todo armónico, hay que darle un sentido espiritual.
Goethe rodeaba a su acción de una constelación de
cualidades y condiciones que revelan la grandeza de
su alma y su hondo buen sentido.
Era veraz y serio, jovialmente serio.
Puedo haber tenido muchos defectos declaraba, pero jamás he
engañado a nadie.

No se pagaba de apariencias e iba al fondo de las cosas.


Lo que brilla es para el momento, expresa el poeta en el Prólogo
del Fausto, lo serio, lo de valor, queda como un tesoro perdurable
para la posteridad.

Su amor a la libertad no le impedía ver que no es


dado concebirla sin limitaciones. Toda actuación in-
moderada, toda ilimitada ambición de poder, de for-
tuna y de influjo coloca al individuo fuera de la so-
ciedad humana y trae en definitiva su propio aniquila-
miento. Sabido es que decía:
En la limitación se da a conocer el maestro.

Para Goethe el héroe es el que sabe dominars a así


mismo. Aquel que reflexivamente reconozca en lo que
debe sentirse limitado se halla muy cerca de la perfec-
ción. En las Afinidades Electivas la pareja de enamo-
rados, que saben dominar su pasión, Carlota y el Ca-
pitán, llegan por lo menos a un puerto de calma; los
28 La personalidad de Goethe

que se dejan arrastrar por ella, Otilia y Eduardo, van


a la ruina.
La limitación tiene que tomar muy a menudo la
forma de renunciamiento:
Toda realización de algo importante, decía, va estrechamente
unida a la renuncia de ventajas que se refieren a uno mismo.

Sabemos como era un anhelo de la voluntad de


Goethe mantener siempre la serenidad de su espíritu.
Tranquilidad y tolerante tenacidad deben conducirnos a través
de la vida.

¡Qué admirable consorcio de cualidades significa esa


tolerante tenacidad! En la noble serenidad, en el re-
suelto dominio de la impaciencia se encuentra uno de
los más bellos rasgos del carácter de Goethe y una de
las más valiosas enseñanzas que su vida contiene ppra
nosotros. Puede unir una infatigable actividad con
un sentido de la serenidad significa alcanzar un ideal
de la cultura espiritual humana.
Particular énfasis ponía Goethe en el sentimiento
del respeto que se debe manifestar no sólo a los supe-
riores sino también a los humildes. El respeto es el
ambiente esencial de la convivencia humana. El res-
peto y la obediencia voluntaria han sido tenidos en
alta estima por los verdaderos talentos. De aquí la
comparación del respeto con un sentido superior.
Los más grandes hombres que he conocido, dice Goethe, eran
humildes y sabían gradualmente, jerárquicamente, lo que debían
apreciar.

En un proverbio al parecer obscuro expresa nuestro


poeta que «para hacer algo uno debe haber hecho ya».
¿Cuál es el sentido de esta frase? Es que antes de obrar
uno debe tener ya cierto sedimento en su propia alma:
la personalidad, de Goethe 29

respeto, obediencia, abnegación, saber limitarse, ple-


nitud de amor, cuidado de la sencillez, libre percepción
de la serie jerárquica de lo digno. Por esto dice que
la inclinación al respeto es la cualidad básica, la fuen-
te espiritual que debe ser ante todo cultivada en el
hombre. Si ha logrado hacer brotar esta flor en su
alma lo demás vendrá por añadidura.
Después de lo dicho no encontramos exageradas
las palabras de Stewart Chamberlain al afirmar que
Goethe es el más sabio de los hombres de que tengamos
noticia. No ha sido fundador de una religión ni de una
doctrina filosófica; tampoco ha sido un gran erudito
ni un reformador político social. Al contrario. Se reía
de los grandes ideales humanitarios de su amigo Her-
der. Si se realizaran, decía, en el mundo no habrían
más que enfermos y enfermeros. A los planes de me-
joramiento social de Saint-Simon y otros reformadores
los llamaba valientemente desvergüenzas generales.
No se dejaba engañar por los adelantos del presente.
Creía que las facilidades de las comunicaciones, la
divulgación de la enseñanza (sin educación) y el de-
sarrollo de la prensa como poder iban a precipitar a la
sociedad en la mediocridad. En la vida moderna, que
ya atisbaba Goethe, observa un gran torbellino, un
afán de ganar y devorar en medio del cual la existencia
interior (Stimmung) queda ahogada. Las distraccio-
nes, aun el teatro, ejercen una influencia disolvente.
La afición del público a los diarios, y a las novelas,
aumentan la disolución espiritual. El desarrollo del
maquinismo lo compara con una tempestad que se
acerca.
Goethe 110 aceptaba ninguna dirección espiritual
exclusiva. Su imposibilidad de pertenecer a cualquiera
capilla le ha permitido alcanzar la completa sabidu-
ría. Cualquiera marcada especialidad conduce a lo
unilateral y limita el juicio que es el instrumento de la
sabiduría.
30 La personalidad de Goethe

Una de las muestras más acabadas de la sabiduría


goethiana se encuentra en la «carta de aprendizaje»
que el abate entrega a Wilhelm Meister. Dice así:

El arte es largo, la vida es corta, el juicio difícil, la ocasión fu-


gaz. Actuar es fácil, pensar difícil; obrar según los pensamientos
es desagradable. Todo comienzo es ameno, en el umbral está
la esperanza... El niño se asombra, la impresión lo define, apren-
de jugando, la seriedad lo sorprende. La imitación es innata en
nosotros, pero no es fácil reconocer al que se debe imitar. Es
raro encontrar lo excelente, más raro aún apreciarlo. Es la altu-
ra la que nos seduce, no las gradas que llevan a ella; nos gusta
caminar en el llano con los ojos en la cima. Sólo una parte del
arte se puede enseñar, el artista lo necesita íntegro. El que lo
conoce a medias está siempre confuso y habla demasiado; el
que lo posee íntegramente, sólo quiere obrar y habla rara vez
o tarde. Aquellos no tienen secretos ni fuerza; su doctrina es,
como el pan amasado, sabroso y que satisface sólo por un días
pero la harina no se puede sembrar ni la semilla moler. Las pala-
bras son buenas, pero no son lo mejor. Lo mejor no se aclara con
palabras. El espíritu según el cual obramos es lo más alto; sólo
él comprende y refleja la acción. El obrar bien pasa desaperci-
bido para uno mismo; pero no así nuestros errores. El que no
sabe proceder sino con artificios, es un pedante, un hipócrita,
un chapucero. Los hay muchos y se sienten bien entre ellos.
Su charlatanería detiene el progreso del alumno y su obstinada
mediocridad desconcierta a los mejores. La doctrina del ver-
dadero artista es comprendida íntegramente, porque donde fal-
tan las palabras, hablan los hechos. El verdadero alumno apren-
de a deducir lo desconocido de lo ya conocido y se acerca al
maestro.

Cinco días antes de morir expresaba el eminente


anciano:
La felicidad depende del adecuado perfeccionamiento de nues-
tras dotes naturales. N o he tenido nada más importante que
hacer que elevar el nivel de lo que hay en mí, que ver modo en lo
posible de hacer de mi vida una superación continua.

Podría corresponder al espíritu anhelante de Goethe


que hubiera dicho en sus últimos momentos—como se
la personalidad, de Goethe 31

refiere ordinariamente— «luz, más luz»; pero no fué


así; se sabe que no pronunció estas palabras. Apoyada
en algunos servidores se paseó por su pieza, y, como le
dijeran, a una pregunta suya, que era el 22 de Marzo,
mirando hacia afuera exclamó: «Ha empezado la
primavera». Lo sentaron en un sillón y se quedó dor-
mido. Aun tuvo tiempo de que cruzaran por su fanta-
sía privilegiada figuras gratas. «Qué hermosa cabeza
de mujer con cabellos negros», dijo en sueños. Después
a la viuda de su hijo que lo acompañaba. «Ven, hijita,
le dijo, acércate, dame tu mano, hazme un cariño».
Y sin muecas ni contorsiones su cuerpo entró a dormir
para siempre.
La conmemoración de esta fecha no significa la de
una muerte sino la del principio de una inmortalidad
o, si preferís, la de la supervivencia entre los hombres
de este gran espíritu, porque Goethe, gloria alemana,
es un valor universal.
Yo diría que es como una poderosa fuente. Ha bro-
tado del rico suelo alemán, saturada de los más hondos
zumos de su tierra; pero ha echado a correr pronto más
allá de las fronteras de su país, ha fecundado los valles
de casi todo el planeta y ha ido a calmar y aclarar el
acerbo y agitado océano en que se debate la humani-
dad.
Ahí está a nuestra disposición la fuente perdurable.
Supervive a nuestro alrededor el fuerte y luminoso es-
píritu del excelso poeta. Guiados por él podemos ad-
mirar las bellezas del cosmos y sus secretos, maravi-
llarnos ante una yerbecita y descifrar sus misterios,
ver un pequeño mundo en cada ser vivo, subir al cielo
a escuchar al Ser Supremo, oír las sutilezas del De-
monio, descender a los antros de brujas y hechiceras;
gozar de la alegría de vivir en medio de creaturas sen-
cillas y encantadoras; llorar con los tormentos de aman-
tes desgraciados, sentir la angustia de dolores irrepa-
rables, penetrar en todos los rincones del corazón de la
32 La personalidad de Goethe

mujer y del hombre, sentir el valor del respeto, de la


dignidad y autonomía humanas y recibir la más alta
lección de virilidad. ¡Oh el guía y conductor incompa-
rable! De nosotros depende hacer nuestra vida en su
sabia e inspirada compañía.

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