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Sara Gallardo - El País Del Humo PDF

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Sara Gallardo

El país del humo


El p a ís d e l h u m o
Alción Editora
dirección i S a r a G a lla r d o
Juan Carlos Maldonado

El p a ís d e l h u m o

Primera edición Ed. Sudamericana 1977

Diagramación: María Sol Maldonado

© Alción Editora, 2003


Av. Colón 359 - Galería Cinerama - Local 15
5000 - Córdoba - República Argentina
TelYFax: (0351)423-3991
E-mail: alcion@infovia.com.ar

Impreso en Argentina
Printed in Argentina

Hecho el depósito que marca la ley 11723


I.S.B.N.: 950-9402-219-5
Alción Editora
A H. A. Murena
El país del humo - 9

En la montaña

Las cosas han cambiado ahora. En esos años la vida


nos era poca para acabar con los españoles.
He visto un granadero con un pie lleno de gusanos,
que sacaba con un palito. Iba diciendo: “Otro más, mori-
te”, de día, de noche. Bien mirados, éramos como él. De
día y de noche la misma obsesión: terminar con los espa­
ñoles en América. Eran los gusanos que se comían la
libertad. Y viceversa. Éramos los gusanos que se comían
el imperio. Sin cuartel.
Quedé por muerto en un sitio terrible, la cordillera de
los Andes. Muy arriba, algún lugar del Perú.
Soy de la pampa. Los peñascos, el viento, cóndores
grandes como yo, un cielo de papel... Tengo terror de la
montaña. Con el regimiento podía soportarla. Pero abrí
los ojos en el silencio, pero me encontré solo...
El cóndor se paraba en la roca, fijaba en mí un ojo
redondo.
“Si dejo de mirarlo, empieza”, era mi idea. ¿Empieza
qué? Lo presenciado tantas veces: el reventón de ojos, el
revuelo, el ansia, los cuellos calvos hundiéndose, emer­
giendo verdes. Entre las plumas el cuerpo humano parece
moverse.
“Si dejo de mirarlo”. Y dejaba de mirarlo vaya a saber
por cuánto rato. Estaban mis heridas.
Estaba el sol, también, A esa altura el sol es otro, no
imaginable. Correspondiendo, la sombra también es otra.
Buscar reparo es meterse en el hielo, buscar abrigo ir a la
10 ~ Sara Gallardo El país deí humo - 11

hoguera. Así se muere, de dos zarpazos, en la indiferencia en su frente calva. Se inclina a hacer fuego. El fuego se
de la montaña. levanta. El solloza inclinado ante la llama.
Sin cordillera, sin cóndores, sin sol, sin sombra, las Es de día. El lugar resulta ser una cueva. Sigo atado
heridas hubieran seguido estando: mi pierna rota, mi -medicinalmente- con tiras de cuero peludas. Unas rocas
brazo roto, mis costillas rotas, algo en el costado de la cierran la entrada. A cierta hora las oigo remover, cierro
cara. los ojos, espío. El personaje envuelto en cueros de pelam­
Y estaba la sed. La sed valía por todo. bre pálida vuelve a clausurar la entrada; antes de mirarme
Alrededor, picos nevados, cortes de carne cruda, pam­ se concentra en el rescoldo, que le interesa mucho más
pas de oro falso como la muerte. que yo.
¿Por qué estaba solo? Una herradura cerca de mi pie, ¿Por qué me cuesta decir el hombre? Su emoción ante
un cañón, eran mi compañía. Ni un cadáver, ni una voz, el fuego, su cuidado por mí son bien humanos. Su calvi­
ni un arma. Y el cóndor esperando. cie habla de sangre blanca. Algo me lo vuelve temible.
Pensé: estoy muerto. El dolor me desmintió. Ante todo, su negativa a hablar.
Comprendí que me había desbarrancado, a no dudar Frente a él cambio. Yo, espontáneo, me vuelvo astuto.
por culpa de la muía. Siempre nos odiamos. Habrá caído, Corajudo, le temo. Agradecido, me obliga al rencor.
de pura maldad, arrastrando pedruscos, arrastrándome, el Dos recuerdos más: días en que ahumó los pedazos de
cañón saltaría de su lomo. Podía jurarlo: siguió de largo muía arrancados a los cóndores, la papilla con que me ali­
-la herradura era su tarjeta de despedida-, y estaba más mentó. Al restablecerme descubrí que era carne de la
abajo según insinuaba el atareo de los cóndores sobre muía masticada por él.
algo cercano. Si podía alegrarme me alegré. Pasaron meses. Ceñudo, gigante, ojos celestes pega­
Sirvieron de señal, supongo, los cóndores. dos a la nariz de pico rojo, agazapado ante el fuego. Y yo
Abrí los ojos -la luz había cambiado-, una mordaza me queriendo hacerlo hablar cuento historias, canto, hasta
ahogaba, era mi lengua. Un hongo se deslizaba a mi lado, recito décimas, para nada. Sordomudo, ni pensarlo. Cuán­
o tortuga (volví a pensar que estaba muerto), o más bien tas veces no le hablé sobresaltándolo con el sonido,
figura humana bajo un cuero, furtiva, encorvada, armada. haciéndole volver la espalda furioso. Mi batalla era
Luchaba con los cóndores por la muía. hablarle. La de él callar. Como no pudo convencerme, una
Dije: vez me tiró una piedra. Pequeña, pero de efecto suficien­
-Por Dios... te sobre mis heridas. Acepté el silencio. Era renunciar a la
No me salió la voz. amistad.
Grité: Español, decidí. Vasco, montañés. Desertor. O como
-Hermano, por el amor de Dios. yo, un desecho. ¿Qué me lo decía? Lo de vasco su físico.
Recuerdo siguiente es la oscuridad, sin sed, atado Lo demás, sensaciones.
como un salame. Hay un ruidito: chac chac. Es mi yes­ Llegué a pensar que mi uniforme le impedía hablarme.
quero. Una pequeña llama surge, veo al ser, veo un brillo Gusano que roía el imperio. Pero allá arriba, ¿qué era esto?
12 - Sara Gallardo El país del humo - 13

Sonaba a nada. La verdad para mí era que se negaba a lo La luz distinta me hizo espiar el exterior. Vi la nevada
humano. A pesar de que me había salvado a costa de reciente. Vi las huellas.
muchos trabajos éramos enemigos. Por eso, por el silencio. Casi redondas. Un codo de diámetro. Con un pulgar
Pero ¿por qué quería callar? aparte y el resto indeciso. Bípedas, descalzas. A juzgar
Para dormir desaparecía en un rincón, supuse que la por el hundimiento de la nieve el peso del dueño iba en
cueva hacía un codo, después lo comprobé. proporción.
El miedo -como si la montaña con toda su maldad se Me puse a temblar como una liebre. Imaginé el olfato
hubiera concentrado en su persona- hizo que al mejorar del monstruo, mi debilidad. Imaginé a mi salvador afue­
me fingiera más débil de lo que estaba. Cuando salía y ra, a su merced. Estaba por arrastrarme en busca del sable
todo ruido se extinguía -menos el viento y los rumores de cuando las piedras de la entrada se movieron. Retrocedí
la altura- me atrevía a sentarme. hacia el fuego dispuesto a incendiar la manta como pri­
Después me arrastré, gimiendo, comprendiendo que mera defensa; pero apenas vislumbré la mano envuelta en
mi salud estaba lejos, que debía entregarme al tiempo y a tiras de lana que ya conocía volvió a primar la astucia, me
mi anfitrión si quería salir vivo. eché al suelo bajo la manta, fingí dormir.
Entregarme, qué palabra. Entregarse es hablar, decir Esta vez me estudió antes que al fuego. Es verdad, yo
su nombre, ponerse al tanto. no estaba en el sitio de siempre, pero era natural buscar
Cuando pude dar unos pasos vi su yacija, sus tesoros: el calor con ese clima. Quería asegurarse de algo a mi res­
cañón, correajes, restos de uniformes, de armas patriotas y pecto. Su respiración era contenida, no agitada. Él, que
españolas, el arnés de la muía, herramientas de piedra. venía de ver las huellas, quería cerciorarse de mi sueño.
Pasaba horas y horas solo. Él salía de caza. Compren­ Sabía del monstruo. Sólo le preocupaba saber si yo sabía.
dí que en previsión del invierno. ¡El invierno! Fui herido Me sacudió. Fingí despertar aunque mi pulso brincaba.
en primavera, y ya el frío no se aguantaba en el vivac, qué Señaló mi rincón. Señalé las brasas. En seguida, para no
decir en las marchas. El invierno. Me aferraba a la cueva contagiarme su habla por señas:
como al vientre de mi madre. Morir no es cosa rara. Pero -Desde hoy pienso dormir cerca del fuego.
en la montaña... Hizo que no, las mechas grises que bordeaban su calva
Vamos a la primera nevada. le barrían los hombros. Arrancó la manta, la tiró a mi rin­
El frío en la cueva era de solemnidad. cón.
Me incorporé como cada vez que él salía. Qué ma­ Sigue un período en el que hubo algunos cambios. Mis
reos, me apoyé en la roca. Flexioné como siempre las piernas empezaron a funcionar mejor, mi brazo respondía.
piernas y los brazos. Una pierna y un brazo. Los otros Era algo que él parecía estar esperando. Inició un tra­
eran un par de estacas. Había jurado poder más que ellos bajo de herrería que al principio no entendí. Caños de
y me pasaba las horas friccionándolos, obligándolos a fusil por pinzas, piedras por yunques. Y el fuego, natural­
ceder. Resistían pero había progreso. Y ese progreso era mente. Y un fuelle que había cosido con cueros ante mis
mi idea fija, el sentido de mis días. ojos sin que me percatara de su uso. Empecé a admirarlo.
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Como esclavista en primer término. Yo había notado Me acostumbré a tantas cosas en aquel tiempo que
que las gentes de montañas, las gentes de Europa, traba­ acostumbrarme a sus sueños no fue un esfuerzo del otro
jan como seres sin corazón, todo el tiempo. Me tuvo con mundo. Del otro mundo eran su voz, su idioma, el reso­
ese fuelle durante un millar de horas. Sfe trataba de con­ nar. Y el frío.
vertir mi cañón en otra cosa. Y lo logró. Lo logramos. En En una de mis inspecciones descubrí un hueco tapado
un par de palas, de especies de palas. con pedrisca, y muy sobado, el documento militar de
Si habremos paleado nieve. Miguel Cayetano Echeverrigoitía, nacido en Homachue-
A veces pensaba en las huellas como en una alucina­ los, Vizcaya, soldado del 4 de infantería cazadores del
ción. A veces oía un ruido y saltaba a defenderme. Y veía Rey. Qué inteligente me sentí. Hasta llegué a reírme. Yo,
como si ocurriera la escena de mi sable quebrado como a su merced, me sentí por un instante su dueño.
paja entre las manos de un oso, de un mastodonte que se Eso me despertó la locuacidad, caída hasta el monosí­
abalanza sobre mí, veía sus colmillos. Un día era peludo, labo, y en forma inesperada: conté chistes subidos. Nunca
otro cubierto de escamas, otro un gigante que agarraba en me divirtieron; en los vivacs se oyen demasiados. Los
cada mano a un hombre y de un mordisco les rebanaba la repetí uno por uno. Mi intención era despertar algo en él,
cabeza. El fuego era mi idea: brasas a los ojos para empe­ no sabía bien qué. Risa. Eso, la risa. Después de la pala­
zar, una antorcha en seguida al hocico, al pecho, a la bra, es lo más humano (si se exceptúa la traición). Sentí
panza. Oía su alarido. Lo veía, retrocediendo, encogido, que una risa, una sonrisa, pueden ser aurora de una pala­
las garras retraídas. bra. Una palabra, y el murallón de su locura podía caer.
Y nunca hablé de él. Lo estoy viendo esa noche, en la luz rojiza, un hueso
Solo, sobando cueros, sacando tientos, cosiendo, ahu­ metido en la boca como una flauta mientras sorbe la
mando carnes (mi actividad era doméstica; no estaba bien médula. Los chistes no le hacen gracia. Su respiración se
visto que saliera), pensaba. Imaginaba muchas cosas. La agita. Lamento la posibilidad de haber removido su luju­
luz del día, cómo nos equilibra. Yo vivía en penumbras. ria. Callo, tristísimo.
Imaginé que mi hombre había domesticado al monstruo y
lo hacía cazar para nosotros. Imaginé demasiado. Pretex­ Me fijé fecha para hablarle del monstruo. “Mañana,
tando el viento rodeé mi cama de piedras, quería tener apenas amanezca”.
proyectiles a mano. El amanecer es la mentira más cruel de la montaña.
Cómo salté hacia ellos esa noche. Horrible, una voz Hasta parece inocente; hasta bello.
me despertó. Clamaba con mil ecos. El monstruo. No. Un No hubo amanecer. Desperté sin luz. La nieve nos
resplandor sereno echaba el rescoldo bajo las bóvedas bloqueaba. Ni pensar en las palas.
oscuras. Todo tranquilo. Salvo esa voz, esos ecos, salvo el Sepultados.
idioma no de gente, en que flotaban vocablos conocidos: Él parecía tranquilo. Decidí estarlo también. Si había
María Luisa, Cayetano. que morir que fuera dignamente. Mi objeción: ya que era
Mi compañero soñaba en vascuence. mi sino morir en la montaña, por qué no antes, en el des-
16 - Sara Gallardo El país del humo - 17

fi ladero, entre el cañón y la herradura; por qué esta rela­ Dormido estaría la noche que el monstruo entró a la
ción en la caverna, esta curación para llegar a lo mismo. cueva. Dormido las horas que tardó en cavar la nieve
Bien. No había cóndores, y ya es algo. Había... exterior, los días que le llevó llegar a la entrada, dormido
Me sabía de memoria qué había. Provisiones, ahuma­ cuando se abrió paso removiendo las rocas. El viento no
das; yuyos, colgados; combustible, apilado. Mi vasco era apagó el fuego. No nos mató de frío. Porque una mano
hacendoso como un marino. estaba lista para rodear el rescoldo con piedras, para
Siempre confié en salir de allí antes que fuera necesa­ cerrar la abertura desde dentro, para dejar salir y cerrar
rio consumir ciertas provisiones que ahumé durante el otra vez. La mano de un cómplice del monstruo.
verano y el otoño. Serpientes por ejemplo, arrancadas por Noté los cambios al otro día, luz por los resquicios, el
mi compañero a ios cóndores con pedradas como rayos. parapeto que rodeaba el fuego, las piedras de la entrada
Las encaré con filosofía, considerando el alimento a que puestas de otro modo. Y cierto olor.
debía mis fuerzas. Mi despertar era vigilado con tal atención que com­
Empezó la convivencia que lleva al asesinato, la de prendí: vida o muerte. Decidí ser imbécil. Exulté:
dos tapiados. -¡Ah! ¡Se derritió la nieve afuera!
Envueltos en pieles, pegados al fuego conservado en La alianza de don Miguel Cayetano Echeverrigoitía
un pozo, vivíamos. Las cabezas empaquetadas en tiras de con un monstruo de especie desconocida era bastante para
uniformes de todos los regimientos, escarchadas, sin mos­ borrar los efectos de su narcótico. Encaucé mi exaltación.
trar los ojos; las piernas y los pies en mandiles rellenos de Inclinado sobre las piedras que entrechocaba desde sema­
paja y pelo de cabra. Afuera el viento era, no sé, la mon­ nas atrás para lograr algo parecido a un hacha, obligué a mi
taña vuelta aire, dando tumbos. Nosotros en su vientre sistema nervioso a entrar en la regularidad de los golpes.
éramos amebas listas a ser evacuadas hacia la nada. La percepción de mi compañero podía notar el cambio.
Gusano del imperio, gusano de la libertad, retorcién­ Supe, como si lo viera escrito con letras sobre el muro,
donos todavía un momento, ¿por cuánto?, ¿para qué? que mi muerte había sido decretada, que dependía de mi
Y sin hablar. capacidad de disimulo. Que mi hacha, los cueros que sobé
El mandaba. Era dueño de casa. Nada que objetar. Qué y cosí, las carnes que ahumé, mis propias carnes, ahuma­
se come, qué se bebe, qué se fabrica, cuándo se hace ejer­ das, servirían para la supervivencia del que me había sal­
cicio, todo, todo, mudo. vado, porque el despotismo del invierno estaba a punto de
¿Qué se bebe? Ah, sí. Cada comida se completaba con descubrirme su secreto. De ese descubrimiento dependía
una tisana. La mía, descubrí, era para mí solo. Amarga, de mi vida. Decidí demorarlo. Sería el más idiota de los idio­
las raíces de un vegetal negruzco. tas.
Tardé en notar que era narcótica. Empecé a dormir Pero como la curiosidad es común a los idiotas y a los
mucho. Despertaba pesado, soñaba, andaba todo el día otros, no quise beber la tisana. Conté para ello con el
adormilado. Mejor así, pensé. Hasta los clamores de pudor de mi compañero, que apenas uno iba hacia el pozo
“ [María Luisa, Cayetano!” pasaban sin despertarme. preparado junto a un correspondiente montón de arenisca,
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volvía la espalda. Allí fue a parar el té, y su humo no difi­ Desapareció. La triste luz de afuera volvió a entrar por
rió de otros habituales al sitio. las junturas.
Fingí la mayor somnolencia. Me eché a dormir. Y Decidí: terminemos esta vida de rata; a pelear; a pelear.
dormí, como todas las noches siguientes. Porque del Y pensé. El pensamiento, como a muchos, me volvió
monstruo no hubo más noticias. Hasta hacer olvidar que escéptico. Así matara al monstruo, y matara a mi bienhe­
existía. Hasta hacer pensar en otra alucinación. chor, ¿qué podría hacer en el invierno en aquel sitio?
Olvidar, no del todo. La excavación que lo condujo Había que esperar al deshielo antes de intentar cualquier
hasta nuestra puerta fue mantenida a pala viva por los dos. partida.
Era para morirse de cansancio. Y la inmensidad blanca Bien. Esperaría.
era para morirse de pesar. Y no preguntar qué milagro Ahora llega la noche en que entró el monstruo. En que
había abierto esa brecha era casi, casi, suicidio. la ráfaga de frío me despertó. En que vi su silueta peluda
Hice un comentario sobre la buena suerte que nos encaminarse al rincón del vasco.
había deparado ese “derretimiento”. Desperté la más Me incorporé, el grito de alarma sofocado por el soni­
feroz, atenta de las miradas. Inclinado sobre mi pala pare­ do de una voz, la de mi compañero, en una orden breve.
cí inocente. Mi despreciable condición de hombre de lla­ Después... que Dios me perdone, aquellos gruñidos, qué
nura podía explicar esa falla y otras. puedo decir de ellos. Qué puedo decir de la luna cuando
¿Dije que la curiosidad es común a muchos? Sí. Tam­ iluminó al gigantesco ser en su retirada, las mamas col­
bién a los monstruos. gando sobre el vientre, sí, preñado. Era una hembra.
Mi hombre se había fabricado algo parecido a raquetas
para los pies. Se las arreglaba para salir sin alejarse, cosa De la vida a partir de esa noche diré: armas en mano,
que una gran nevada no lo cortara de la cueva. Es decir espaldas al muro, comíamos sin hablar, sin un gesto. El
que yo volvía a pasar mis horas solo. Con qué alivio. secreto era más fuerte que toda alianza. Y cobré simpatía
Solo estaba pues puliendo mi hacha cuando me sentí por aquel que no quería volver al mundo de la palabra, el
observado. Los pelos se me pusieron lentamente de punta. gran desterrado, que había cedido a la compasión por un
Seguí en mi tarea. Pensé que el vasco, en un giro de su semejante para su vergüenza. Así la cosa.
locura, había resuelto matarme. O bien... Así la cosa hasta el deshielo.
Como para agregar combustible a la brasa hice un ade­ Así hasta el sonido de la caballería, de un clarín, en un
mán y espié. Algo, fuera de las piedras, pispaba hacia el desfiladero, abajo.
interior. Algo que cubría más resquicios de luz que los Salté, frenético, moví los brazos. Después vi la bande­
que cubriría un hombre, aun con pieles, aun con turbante. ra, roja y oro. La bandera del rey.
Una gran sombra. Algo me agarró por los hombros. No el monstruo, aun­
Traje las antorchas. Traje un fusil con bayoneta que que lo parecía por la fuerza. Mi compañero, los ojillos
había junto a la cama del vasco. Traje la pala y la llené de como vidrios al sol, me pone un papel en la mano, su matrí­
brasas. Me rodeé de piedras. cula. Me empuja, desbarrancándome, igual que mi muía.
20 - Sara Gallardo El país del humo - 21

Así caí inconsciente entre las tropas del rey, gusanos


de la libertad, yo, gusano del imperio. Así se rompió otra
vez mi pierna. Así me transformé en Miguel Cayetano
Echeverrigoitía, natural de Vizcaya, vestido de pieles,
mudo por razones de prudencia, no sordo según notaron y
comentaron mis compañeros. U na nueva ciencia

Atado sobre una muía, entablillado, exhausto, supe


que los precipicios, barrancos, cavernas, paredones, Contaré lo que llegué a saber.
empezaban a quedar atrás. Sólo eso pedía. Era 1942. El año en que Silvina Ocampo dio a cono­
Entonces fue el alarido. El más extraño, el más terri­ cer sus “Epitafios para doce nubes chinas”. Un hombre
ble. Resonó allá arriba. Golpeó en los abismos, botó, alto y melancólico quiso hablar con ella. Tipógrafo. Había
rebotó. visto por azar las pruebas de los poemas sobre una mesa.
Mis compañeros andaluces se miraron temblando. Un El hombre tosía como tantos tipógrafos; desistió del
artillero aragonés murmuró: intento. Fue una fantasía, comprensible si se considera la
-El irrintzi... empresa en que había empeñado su vida.
Había oído mencionar aquello: el grito de los vascos. Quien me contó estas cosas era su sucesor, en una
Las sospechas empezaron después. Por el momento pieza, un sótano cerca del río.
quedaron mudos, La empresa tenía el aspecto de un montón de papeles,
-¿Qué celebra? -preguntó un joven a mi lado. en parte amarillos. Arturo Manteiga, el tipógrafo, Claudio
Y yo, para mí, mudo: Sánchez, que era quien me hablaba, habían sido el terce­
-Celebra una raza nueva. ro y cuarto en heredarla y continuarla.
Me reí, con carcajada espantosa. Pero todos me tenían La parte más amarilla empezaba con una portada llena
por loco. de rúbricas de la mejor caligrafía. Eran de mano del autor.
Circundados por las rúbricas podían leerse su nombre, la
fecha y el título del trabajo.
Giacomo Pizzinelli. 1852. “La influencia de las nubes
en la historia”.
Pizzinelli había observado durante treinta y siete años.
Día por día había descrito las formas de las nubes, su mar­
cha, y día por día las variaciones de la política y los esta­
dos de ánimo de las élites y del pueblo, en la medida de
lo posible. Desde 1852 hasta 1889.
Al principio se limitó a su ciudad, Verona. Turín fue el
segundo paso. Seguía a los acontecimientos. Pudo dibujar
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las nubes que flotaban el 24 de mayo de 1856, cuando los Hacia entonces la nueva ciencia contaba con sesenta y
austríacos se retiraban de Toscania, y las del 17 de marzo ocho años de estudios ininterrumpidos. En su archivo:
de 1861, durante la proclamación del Reino de Italia. 1267 acuarelas, carbonillas y croquis a lápiz, de Pizzine­
Gracias a una recomendación, vino en 1889 como lli; 4305 dibujos a lápiz, gouaches y fotos de José Man­
ingeniero de los ferrocarriles. Al mes murió en Concor­ teiga. Había que sumar anotaciones de los dos, en varia­
dia. En cama, entre períodos de fiebre, pudo conquistar un das caligrafías, informes ilustrados de los corresponsales
discípulo. de Manteiga, carpetas de recortes periodísticos, comenta­
Muy pálido, anotando a la luz del quinqué, José Man- dos, desde 1852 hasta 1920. Quien observara podía notar
teiga se propuso hacerle justicia. Era un joven boticario coincidencias asombrosas.
español. Tardó un tiempo en transferir la botica y llegó a Arturo Manteiga fue ayudante de su padre adoptivo
Buenos Aires el Io de enero de 1890. Dibujó las nubes desde la infancia. En los últimos años, su fotógrafo. Pizzi­
sobre el Parque, durante el tiroteo entre tropa y revolu­ nelli había descubierto ya en 1852 que la historia cambia
cionarios. Con qué temblor comprobó que sus formas siempre durante la noche, aunque por desdicha o por for­
coincidían con las que Pizzinelli había consignado en tuna los ciudadanos se enteren de tales cambios sólo al des­
París en abril de 1871, días de la Comuna. pertar. Arturo aprendió a fotografiar las nubes nocturnas.
Decidió consagrarse a un punto que había inquietado a Manteiga, Arturo, renunció a casarse. Renunció a todo
Pizzinelli. La forma de las nubes depende de la distancia con tal de continuar con la empresa. Pero la tipografía
respecto al mar, de la humedad, del viento, de la tempera­ rinde poco y la fotografía cuesta mucho.
tura, del hemisferio. ¿En qué medida lo que se considera­ Aquí la nueva ciencia registra la entrada de una mujer.
ba acción de las nubes no era acción de condiciones Nora. La nueva ciencia no consigna el apellido. Directo­
atmosféricas, de las que las nubes constituían sólo el ra de una casa de modas, un poco gorda, alegre, según
signo visible? foto con Arturo sacada en el parque Lezama. Durante
Para estudiar este problema apeló a corresponsales, se nueve años Arturo y ella se aman. Ella se casó después
vinculó con dos meteorólogos en Italia, con el conocido con el dueño de una fábrica de pastas. No era traición a la
de un amigo en España, con un experto, asimilado al ejér­ ciencia de las nubes. El hombre de las pastas ignoró toda
cito, en Buenos Aires. Completó además la morfología la vida que parte de sus dividendos servía para sostener
básica establecida por Pizzinelli. Era el “Catálogo de las las investigaciones de Arturo. Arturo contó con el auxilio,
formas de las nubes, con sus posibles consecuencias his­ el automóvil, la capacidad de observación de Nora.
tóricas, políticas y económicas”. Constaba de cuatrocien­ En carpetas prolijas hasta lo extraordinario figuraban
tos croquis analíticos. registradas las nubes que determinaron el golpe de 1943.
Hasta 1920 perseveró José Manteiga. Un derrame lo Y al examen resultaron ser casi mellizas de las que había
inmovilizó por un largo período. Murió sin recuperar el el 6 de setiembre de 1930, mientras los cadetes del Cole­
habla. gio Militar avanzaban hacia la capital. Después se pudo
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anotar y notar la coincidencia entre las nubes que presi­ Fue en aquel sótano, con aquel frío, en aquel julio de
dieron los movimientos populares de 1916 y 1945. 1954, cuando llegué a saber lo que estoy contando.
Determinaron, dije. Presidieron, dije. Sí. Como el arte, la ciencia no suele reparar en medios.
La gran duda de Pizzinelli y de José Manteiga había Claudio tenía un proyecto.
sido resuelta por Arturo. Un siglo y dos años de estudios continuados. Pruebas
Son las nubes, no los pobres factores que las forman, concluyentes. Ninguna publicación. Así resumía Claudio
quienes actúan sobre los acontecimientos colectivos de la Sánchez el estado de la nueva ciencia. Se indignaba. ¿El
humanidad. Los conjugan, los deciden, los precipitan. inconsciente valía más que el cielo? ¿El capital valía más
Esto quedó claro. Establecido. que el cielo? Se enojaba en una forma impresionante.
¿Cómo? Y como la ciencia no repara en medios y como urgía
Debo apelar aquí a mi falta de conocimientos. Claudio una publicación digna, Claudio no vacilaba. Recurriría al
Sánchez, el último discípulo, en el sótano cercano al río, gobierno.
me mostró páginas cubiertas de números. Nada entiendo Su novia conocía a un franciscano cuyos sermones
de números. Pero si confío en mi memoria, diré que la políticos daban que hablar. El franciscano, comparando
explicación era más o menos así: es verdad, las nubes de todo corazón a los gobernantes con los santos, había
resultan de un concierto de factores. Sin embargo ellas no encontrado un camino hacia los gobernantes. Bien dicen
son esos factores, poseen una energía esencial, hacen la que el amor despierta el amor.
historia. Ese franciscano respondió a Claudio Sánchez con un
Yo tenía veintitrés años el día de la entrevista. Era en eco extraordinario. Un tratado de ciencia celestial sobre la
julio de 1954. Hacía un frío húmedo. Aquel joven frente política correspondía a un gobierno de gobernantes com­
a mí me explicaba estas cosas. Era gordo, estudioso, parables con los santos. La orden se encargaría de la
pobre. El archivo, desparramado sobre la mesa, parecía la publicación. Diez tomos. Fotografías en colores, biogra­
quintaesencia de innumerables vidas. fías de los fundadores de la nueva ciencia. Todo. Garanti­
Era ahijado de Nora. Visitante dominical durante la zado.
niñez, la orfandad lo hizo asiduo. Y querido. Heredó las Debo decir que no hice nada por disuadir a Claudio
inquietudes de ella. Después heredaría la fábrica de talla­ Sánchez. Como fuera, era tiempo de que el mundo cono­
rines. ciese aquel descubrimiento. Por otro lado, en aquel día de
Claudio Sánchez. Los estudios de Pizzinelli y de los junio de 1954, con aquel frío, mi entrevista era casual.
Manteiga, José y Arturo, cobraron cierto cariz novedoso a Poco supe de Claudio Sánchez. Es decir, supe sólo dos
través de él. Esa tarde pude ver dos cuadernos. “Conjetu­ cosas.
ras históricas” se titulaban. Describía, sobre bases estric­ Una, al año siguiente.
tamente científicas, las nubes del día del asesinato de En julio de 1955, cuando algunos jóvenes enviados
César, las nubes de la coronación de Napoleón, las nubes por el gobierno incendiaron iglesias, hubo un hombre que
de Maipú, de Caseros. se precipitó a rescatar algo de la hoguera de San Francis-
26 - Sara Gallardo El país del humo - 27

co. Como se sabe, nada se salvó en San Francisco. La


policía extrajo al hombre, lo encarceló. Cuando cambió el
gobierno, quisieron honrarlo como héroe.
En 1975 un programa de televisión presentó a un señor
obeso, asmático, propietario de una cadena de fábricas de
pastas. Explicó a qué dedicaba la mayor parte de sus G eorgette Y EL GENERAL
horas libres, que eran muchas. Por algún tiempo aquella
aparición alimentó el humor del país. El señor fotografia­ Esta historia cuenta cómo un buen pensamiento trans­
ba y clasificaba nubes. Era Claudio Sánchez. formó un edén en un desierto.
El desierto puede ser visto por cualquiera que se
asome a la ventanilla del tren unas estaciones después de
Chajáes.
Vi el edén en mi infancia. La casa blanca, el jardín.
Plátanos de tronco manchado llegaban hasta el agua. Su
balcón, que ahora falta, y las puertas, que ya no están.
Aquel primor hacía pensar menos en un establecimiento
de campo que en el costurero de una dueña prolija.
Alguien preguntó de quién era. Alguien chistó.
Georgette era una muchacha que el general Narváez se
trajo de Francia. Lo francés hacía furor. De un viaje había
que traer jabones, ropa, libros, cocineros, zapatos, perfu­
mes, pianos, quesos, sombreros, sábanas, institutrices,
guantes, vinos, y quien pudiera, una muchacha. En la
actualidad todo se consigue bastante bien aquí.
Era especialmente encantadora, no sólo por sus hoyue­
los sino porque todo le parecía bien. Habrá sonreído ante
la perspectiva de instalarse en el campo. Lo inevitable
puede aceptarse también sin sonreír.
El general pasaba la mayor parte del año volviendo
magnífica una estancia, hoy famosa. Las avenidas se han
vuelto tan bellas que verlas dan ganas de llorar. Hasta sus
pájaros desdeñan a los otros sin que nadie piense en dis­
cutirles el derecho. Con franqueza, el mayor monumento
a la gloria del general es esa estancia. En atención a los
28 - Sara Gallardo El país del humo - 29

bronces que pueblan el país y a las chapas de esmalte azul De no ser por Obarrio hubiera sido el paraíso. Obarrio
con su nombre en las calles omitiré decirlo. De cualquier había servido a las órdenes del general. Se cuadraba para
modo, poco papel tiene la estancia en esta historia, si no hablarle. Usaba pelo al hombro, vincha y chiripá. Era el
fuera porque la casa de Georgette quedaba a tres leguas de capataz de Georgette. Benévola hacia los hombres desde
allí. Algo más de una hora de galope. la infancia, no podía mirarlo sin espanto. El general le
Se instaló en un revuelo de baúles. Qué habrá pensado había contado cómo, terminada la batalla de Los Pasos, se
de una llanura tan grande, no sabemos. Conocía los bifes había demorado a contemplar desde el caballo la llanura;
y los monumentos a los proceres. Habrá comprendido. muertos, caballos sin dueños, ruidos. Vio a un hombre a
El general era el más civil de los hombres. Hubiera pie entre los restos. Pensó en un ladrón. Se inclinaba
considerado un mínimo error en su francés una derrota sobre los caídos. Les alzaba la cabeza por los pelos. Los
imperdonable. Las sufría. Riendo, ella lo corregía. Nada degollaba. Cumplido el requisito montó y partió. Era
grave, matices. Lo pasaban tan bien como si nunca hubie­ Obarrio.
ran salido de París. Inútil que el general explicara a Georgette qué es un
La casa de Georgette era en relación con la estancia gaucho. Inútil que ella pidiera otro capataz. Obarrio solía
como la pluma que deja el cisne al nadar. Quien las viera rascarse un brazo. Ella no dudaba de que la sangre verti­
desde el aire, como ocurría diariamente a las cigüeñas, no da le escocía. Nunca llegó a comprender que las gargan­
podía dejar de pensar en un potrillo blanco que sigue a su tas tratadas por su capataz no le habían merecido pensa­
madre. Vistas desde el suelo tenían menos vínculos. Una mientos ulteriores.
ballena incomparablemente grande y matizada durmiendo En el tren de las seis solían llegarle cajas atadas con
al sol, y un bote. Un continente poblado de razas, y una moños. Aparecían blusas, enaguas con cintas, un chal. El
isla. viento llenaba la casa de un olor a ovejas. Sonreía frente
De perezosa, Georgette se volvió activa. La primera al espejo.
cosecha de huevos dio origen a cierta omelette surprise La primera fisura en su reinado se produjo un verano.
que motivó bromas picantes. Inventó arreglos de flores La familia del general se instaló en la estancia. Pasó días
para la casa. Si alguien, en verano, sirve cerezas mezcla­ y noches sola. A veces lo veía aún. Llegaba al atardecer
das con jazmines sepa que ella lo hacía. oliendo a agua de colonia.
Viéndola trabajar, el general la llamaba ma petite abei- Mientras fue ministro dejó de verlo durante meses.
lle. Cuando venía del tren le traía regalos, ella se alegra­ Cuando empezó la campaña para la presidencia no lo vio
ba. Cuando venía de la estancia le hablaba de arces, ála­ más. Fieles, aliados, adulones llegaban a la estación por
mos y alisos, ella se aburría. Pero nadie disimuló mejor el docenas. Una noche, un grupo que había bebido cham­
aburrimiento; mentón en mano, ojos brillantes, pensaba pagne dobló en volanta por la huella de su casa y le ofre­
en otra cosa. Después surgían recuerdos de abuelos aban­ ció la más desagradable de las serenatas. Obarrio dio
derados en los Andes, del general en persona, catástrofe vuelta los caballos, los sacó a rebencazos. Georgette no
del indio. Ella recordaba: era un héroe. Se encendía. salió por días.
30 - Sara Gallardo El país del humo - 31

Brillante fue la presidencia del general, Pero George- zozobra. Temblaba como el corcho de un hilo invisible en
tte no se interesaba por la política. un agua invisible.
Engordó. Aquel rizo que siempre escapaba de sus pei­ El presidente de la República jugaba al croquet con
nados dejó de escaparse. A veces, sentada ante el piano, sus hijas. Era su mes de vacación. Bajo los árboles una
hacía sonar una nota. muchacha le sonrió, hoyuelos que variaban en los claros­
Se entregó al orden. Un grano de polvo era un drama. curos del sombrero de paja; era rubia; un rizo se escapa­
Quedó la cocinera. Quedó Obarrio. Una vez por año él ba de su peinado; como un vuelo de abejas, un recuerdo
se iba. Adonde. A beber sangre en tierra de indios según de besos la envolvía. El general corrió bajo las ramas. El
la cocinera. Qué sangre, inquiría Georgette temblando. grito de una hija lo detuvo. Se volvió con una sonrisa
Fresca, de yegua, que salta a la boca desde el pescuezo en estática. Estaba a punto de caer en un canal que las lluvias
un chorro que crece y decrece con el latir del corazón. habían vuelto profundo.
Pasado un mes volvía, saludaba, soltaba sus caballos. Se Comenzó la decadencia del general. A partir de esa
ponía a trabajar. hora perdió la calidad de acero de su mente. En conferen­
Georgette sufría desmayos. Hacía llamar al médico del cia con los gobernadores se interrumpía para pedir un
pueblo. El peón partía al galope. La fiebre la vencía. El bombón de licor. El país esperaba un gobierno compara­
muchacho de la farmacia llegaba en un zaino, los vidrios ble al primero. El vicepresidente se esforzó por compla­
de las ventosas sonando en la alforja. Ambos, el médico y cerlo. Nada resultó como es debido. De todos modos, el
el muchacho, acudían con solicitud, se retiraban soñado­ general ya había entrado en la historia. Y la historia no le
res. imputó aquel fin.
Empezó a hablar en francés sentada en un banco del Nadie sabía el apellido de Georgette, el general lo
jardín. Un día alzó los ojos y vio ante sí al degollador de había olvidado, en la tumba se puso Georgette y una
Los Pasos. Un dedo negro emergía de sus botas de potro. fecha.
Le pidió una cerisette. Él traía un cordero en los brazos. Quedó sola, flotando por la casa y el jardín. Persistió
Se lo ofrecía para criarlo. No comprendió aquel ceceo su pasión por el orden. La casa tomó ese esplendor anor­
gauchesco. Él no entendía francés. mal. Ni una pluma fue llevada por el viento, ni una hoja
Murió una tarde, en su cama imperial. El acolchado de entró por la ventana del salón durante años. Corrían
taffetas se correspondía con el poniente rosa. Su fantasma rumores, no se encontraba personal. El edén persistía.
se levantó. La vio, despeinada, dormida. Vio la casa, el Terminó al medio siglo. Cuando una hija del general,
piano, la cocina. Vio los caballos en el palenque. Vio un aquella que lo corrió el día del croquet, cumplió ochenta
diamante, una estrella, un lirio, creyó verlos. Era el amor años. Con ese motivo tuvo un buen pensamiento. Hizo
de Obarrio. Amor por ella. rezar una misa a la intención de los miembros vivos y
Suspendida en la casa recorrió los armarios, las flores difuntos de la familia de Narváez y de todos cuantos
que quedaban. Un anhelo por irse, una ansiedad por estar, tuvieron algo que ver con ella. Los méritos de la misa son
su destino entraba y salía en ella haciéndola persistir en su infinitos. Los beneficios alcanzaron y sobraron. Alcanza­
32 - Sara Gallardo El país del humo - 33

ron para mucho más de ío imaginado por la hija del gene­


ral. Alcanzaron a los peones que cavaron pozos para los
árboles de su estancia, a los indios que exterminó y a los
soldados que mandó. A los aliados y a los enemigos. A
Obarrio, a la cocinera, al médico del pueblo y al mucha­
cho de la farmacia. Me alcanzaron a mí, que lo cuento, y C osas de la vida

a ustedes, que lo leen. Alcanzaron a Georgette.


Esa bendición cayó sobre su ánima. La zozobra se Había una vez un jubilado que tenía un jardín en
quebró como un vidrio. Una rendija pareció mostrarse. Lanús. Había sido jefe de personal en una empresa del
Por ella se coló. Y entró en la paz. estado.
Y la casa se dejó estar. Las hojas pudieron avanzar Su jardín era la admiración y la envidia de todo Lanús.
sobre las avenidas, la glorieta se pudrió, las avispas se ins­ Es una zona que, como se sabe, carece de agua cada dos
talaron en las arañas. Se desplomó el balcón; perdió las por tres. El vecindario redacta notas de protesta, y el pri­
puertas. El edén se hizo desierto. mero en firmarlas ha sido siempre el jubilado del jardín.
Allí está. Puede ser visto por cualquiera que se asome Lo habitual era que llegara el vecino más amigo de
a la ventanilla del tren unas estaciones después de Cha­ pleitos con su documento en la mano, y lo encontrara
jaes. doblado bajo los rosales, o cubriendo los senderos con
guijarros blancos, o pasando el rastrillo por un círculo de
césped que parecía, digamos, una esmeralda. Hormiguici-
das, abonos y herramientas se veían en el verdoso
ambiente creado por una chapa de fibra. Y allí, de pie, sin
quitarse casi el sombrero de paja ni sacudirse el barro de
los dedos, el jubilado echaba su firma, que era una rúbri­
ca sola, tanto había firmado en tiempos de su jefatura.
Una mañana despertó. Echó de menos el aroma de su
jardín. ¿Llovía? Tampoco el agradable pin pin del agua
sonaba en su ventana. Salió, inquieto. Se encontró en
pleno mar.
Un oleaje verde hamacaba el jardín. Un ventarrón
había volteado el espantapájaros.
Cayó al suelo. Cuando recobró fuerzas levantó la cara.
Volvió a verse navegando en el mar. Volvió a caer postrado.
Notó, una de las veces que se incorporó, que la espu­
ma salpicaba los jazmines de su verja, coquetamente pin­
34 - Sara Gallardo E1 país del humo - 35

tada de blanco. Desesperado, buscó una lona que tenía en tos del prójimo. Él adhería a los principios del vegetaria­
previsión de granizos, e intentó cubrirlos. Era difícil. nismo, con una apertura hacia el yogur y los quesos sin
Avanzó dando bandazos, aferrándose a la pequeña verja, sal. Pero la hermana dejó su paquete.
nunca pensada para servir de borda. Ató la lona a ella y en Latas. Y cómo le servían ahora. Gimió, abriendo una.
unos piquetes de madera que clavó en la tierra. Trabajó ¿Cuánto tiempo duraría aquello?
con devoción, con rabia. O estaba loco. Creería, solamente, encontrarse en el
Mareado, empapado, pensó darse una ducha tibia. mar, mientras sus vecinos lo miraban compadecidos por
Pero se le ocurrió que el agua de su tanque era limitada. encima de la verja. Era fácil suponer sus conjeturas: tan­
La necesitaría para sus plantas, para beber. tas horas al sol, dedicado a las plantas... ¿O estaría en un
Tonterías. Soñaba. Se echó sobre la cama cerrando los manicomio, alucinado? Las gotas que había creído recibir
ojos. ¿eran inyecciones?
Soñó que estaba en su despacho, un sueño frecuente en Fuera lo que fuese, aquí estaba. Por las ventanas veía
él. Un empleado pedía licencia, su mujer moría. Cuaren­ el mar, verde, centelleante ahora que había salido el sol.
ta y ocho horas, concedía. El empleado se iba, lágrimas de ¡El sol! Se levantó a mirar su césped. Esmeraldino
impotencia salpicando los vidrios de sus anteojos. Estas aún, y fresco. ¿Hasta cuándo?
lágrimas caían sobre la cara del jefe de personal. La desesperación lo hizo prorrumpir en alaridos.
No, no eran lágrimas. El viento había cambiado, y un
vaho se condensaba sobre el vidrio abierto de la ventana, Al atardecer tomó el diario que leía la víspera. Fútbol,
cayendo luego en gotas sobre él. cine, historietas. Qué lejano todo. Anotó la fecha. Hizo un
Se incorporó. ¿Era cierto, pues? Aquello bailaba. Sos­ almanaque en la última página de un catálogo de semille-
teniéndose contra las paredes, salió. ría.
Era cierto. Sólo quedaba ponerse a dormir. La noche había caído.
El jardín, virando lentamente, cambiaba de rumbo. Afuera, aquel rumor. Adentro, el balanceo.
Ponía proa a una inmensidad igual a la inmensidad que lo Siguieron días, noches, mañanas.
rodeaba en todos lados. Primeros en morir fueron los claveles. Temblando se
Los rosales inclinaban sus mofletes como pidiendo secaron, marrones. Las rosas vieron volar sus pétalos
ayuda. Los lavó con agua dulce, solazándoles al oído. sobre el desierto. Después los tallos se enroscaron en
Pero tenía hambre. Acudió a la despensa. Contenía espirales. El césped murió, a manchas. Un círculo de tie­
café soluble y bastantes latas de lengua, caballa, leche en rra quedó, pelado, con unas pajas. Volaron también.
polvo. Detestaba aquello. Eran regalo de su hermana, La verja, la lona y los jazmines con un crujido cayeron
casada con un empleado de frigorífico. pesadamente al mar.
Porque, como se lo hizo bien presente la mañana que El jubilado había hecho algunos intentos para distraer­
llegó, cargada, sofocada y con las marcas de la soga en las se. Prendió el televisor. Pero transmitía unos trazos ondu­
manos, antes de regalar hay que informarse sobre los gus­ lados que le recordaban demasiado las ondulaciones cir­
36 - Sara Gallardo E1 país del humo - 37

cundantes. Anotó cada día en su almanaque. Examinó el gen le cruzaba la mente. Había visto la foto de un choque
tanque de agua. Maldijo ser habitante de Lanús Oeste. de trenes precisamente en la línea de Lanús. Uno estaba
Las carencias habituales de agua se reflejaban en tres vertical.
cuartos de tanque vacío. El terror de la sed empezó a Vertical, como cien trenes, la serpiente marina sacó al
obsesionarlo. aire su cuerpo y gozó la vista del mar interminable. Esa
Para buscar algún aspecto positivo en su situación, se vista le dio ganas de moverse. No vio el chalet demasia­
dijo que el tiempo estaba parejo, y que las olas lo condu­ do cercano y algo atrás: Estaba ahíta, además.
cirían a algún lado. Partes de su cuerpo emergieron mientras se alejaba y
Pero vino la calma. hundía otras ondulando, y el jubilado, su jardín y su casa
De las angustias de la calma se ha escrito demasiado giraban en los remolinos hasta sentir escindidos los áto­
bien. El perder la esperanza de puerto, el agotar víveres y mos del ser.
agua, el fosforecer de presencias extrañas, la agonía. Esto pasó el trigésimo día de navegación.
Un sudor corría por la calva del jubilado en su jardín
destruido. Había recogido los guijarros blancos en dos Por entonces decidió preservar los vidrios de las ven­
macetas, que guardaba en la cocina, pero el diseño de los tanas. Una rotura sería grave. La casa era su refugio.
canteros se notaba como una risa sin dientes. Cerró los postigos, y se acostumbró a andar a oscuras por
el interior. Era un alivio.
Al décimo día de calma, un estrépito puso en marcha El sol golpeaba con su maza el jardín. Vestido de pies
el jardín. El mar se precipitaba hacia delante. Era un a cabeza, con sombrero y guantes de jardinero para no ver
derrumbe. ¡El final!, pensó, aferrándose al tronco seco de su carne reducida a jirones, intentó pescar. La falta de
un arbusto. Como en un rapto recordó un programa de verja lo había vuelto tarea peligrosa. Se ataba a la canilla
televisión. El ganador, niño prodigio, había dicho que los del césped, con un trozo de conserva como sebo. Pasó
antiguos creían en un mundo plano con una catarata en el días fabricándose anzuelos.
borde. El conductor le dio un premio, y todos reían a costa Descubrió que a veces pescaba. Se prometió comer de
de los antiguos. eso, fuera lo que fuese. Si pasaba un día entero sin pesca
-¡Aquí estamos! -se dijo, arrastrado con casa y con abriría una lata. Debe decirse que sobre el jardín rampa-
jardín hacia el fondo. Los mantuvo una corriente circular, ban y palpitaban toda clase de seres lanzados por las olas
mientras el mar entero hacía un ruido de regurgitación. o por la iniciativa personal. Le evitaban la fatiga de pes­
Un monstruo apareció. Inmenso bienestar respiraban car. Los echaba en una cazuela. Algunos le procuraron
sus escamas chorreantes, su cabeza que rozaba las bajas erupciones terribles en la piel. Otros dispepsia. Otros
nubes de tempestad. De la boca le colgaban vegetaciones nada. Temiendo por su combustible, cocinaba varios pla­
fláccidas. tos por vez en el homo. Se acostumbró a la sopa fría. Pero
El miedo no se puede imaginar. Del miedo que sintió, la comida marítima da sed. Su mayor angustia era el des­
sólo diré: como muerto, sin pulso, en el suelo. Una ima­ censo de la provisión de agua.
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Un día dos aves marinas se pararon en la antena de res parecían, o bien resfriados, con hilos cayendo de las
televisión. Por atavismo las insultó agitando los brazos; narices, o llorosos, o babeando.
que se alejaran de sus sembrados. En pleno ademán quedó Gritó hasta perder la voz, la fuerza, la vida.
quieto. Ave significa tierra. Cuando se puso el sol le entró el terror. Pese a la
-¡Tierra! -gritó prosternándose, con la voz quebrada en inquietud por los escollos se encerró en la casa.
mi! variantes. ¿Qué hacer? No dormir. Buscó unas revistas que tenía
No había tierra a la vista. Las aves eran de un desco­ debajo de la cama.
nocido rojo oscuro. Pero no lo notó. Viendo que su alha­ En Lanús, su vecino de la izquierda, un pobrete que se
raca las movía a retirarse suplicó: contentaba con geranios en macetas, pertenecía a una
-¡Quédense! secta protestante. A menudo charlaba por encima de la
Debió verlas alejar, pausadas, hacia el este. verja alabándole el jardín, pero sus intenciones eran pro-
En el este fijó los ojos. Pasó la mañana inútilmente. selitistas. Una vez por mes, al despedirse sacaba una
Mejor carecer de esperanza que ganarla y perderla. Entró publicación de bajo el brazo y decía:
en la casa y lloró echado sobre la cama. -Tal vez esto lo entretenga.
A la tarde volvió a mirar. Creyó morir. Se mojó la Eso bastaba para sacarlo de quicio. Pero como quien
cabeza. Vio algo como una montaña. anda con abono y fosfatos necesita tener papeles a mano,
¿Y si, navegando sin rumbo impuesto por él, pasaran guardaba las revistas. Cuando tenía que envolver desper­
lejos? Pero se acercaba. dicios las usaba. Con la satisfacción de que el vecino
Hacia el crepúsculo la luz rasante daba en un peñón alguna vez podía ver sus páginas en el tacho de basura.
rojo negruzco, como un coágulo de sangre. La espuma se ¿Qué hacer, esta noche? Trató de concentrarse en la
revolvía en las rompientes. sección humorística. Un humor sano. Nada basado en
Ninguna visión, ningún rumor humanos salían de él. alcoholismo o adulterios. Casi siempre a propósito de
Bien mirado parecía moverse, como una rata muerta perros o de gatos. Imposible entenderlo, con el peñón de
cubierta de moscas. Las aves marinas lo revestían. Sus color coágulo, las rompientes, las aves, las caras, cerca­
graznidos parecían la voz de aquella piedra. nos en la noche.
El jubilado cayó de rodillas, alzó los brazos hacia el Se asomó. Trató de ver algo, de oír el ruido de los
peñón, clamó. Buscó una sábana y la zarandeó, frenético, acantilados. Nada.
pidiendo auxilio. Nada. Luego, los inconvenientes del mal periodismo son qué
Es decir, sí. A medida que el sol desaparecía, la peña al leerlo uno piensa en otra cosa. Había sufrido al jubilar­
pareció formada por caras enormes, tal como viera en el se. ¡Qué jefe de personal! El empleado daba parte de
cine las de unos proceres norteamericanos tallados en la enfermo. Que se mejore, decía él, nadie olvidaba en qué
montaña. En el cine le habían parecido magníficas. Aquí, forma. Enviaba al médico. Qué médico. Estaban de acuer­
no. Tal vez por las deposiciones de las aves, o por la nie­ do. Cuarenta y ocho horas. Que se mejoren. O se mueran.
bla de la rompiente, aquellos rostros de hombres y muje­
40 - Sara Gallardo El país del humo - 41

Siempre le gustó preguntar a los empleados su filia­ ¿Existe Dios?, se preguntó. Había rezado, es verdad,
ción política. Tragaban bilis. El distintivo oficial en la en momentos de horror excesivo. La noche del peñón, por
solapa de los disidentes le procuró entretenimiento en una ejemplo. Su madre se lo enseñó en algún tiempo. Y en un
época. folleto había leído la historia del extraviado en el Hima-
Efecto del mal periodismo, quedó dormido en el laya que sobrevivió gracias a extracto de carne y oracio­
sillón. nes. ¿Qué oraciones serían? ¿Y qué extracto?
A esa hora empezó el viento. Con una trepidación de Vamos a ver, ¿qué situación era esta? ¿Quién previno
la casa. El mar se transformó en un campo de ondas que nunca a un ser humano respecto a este riesgo? Podía
jugaban al rango arrojándose de espalda en espalda la demostrarlo: ninguna compañía de seguros lo tiene en su
casa y el jardín y el jubilado, a los tumbos de la cama a la programa.
mesa, del sillón a la puerta. Nunca aseguró su vida. No creyó justo que su herma­
Oyó la antena del televisor arrancada rebotando en el na y su cuñado se beneficiaran con su muerte. Pero si una
techo con un adiós metálico, perdiéndose en los aires. cláusula relativa a una situación semejante hubiera existi­
Los goznes de un postigo, corroídos, cedieron. Un do, él, al volver...
vidrio quedó descubierto. Por él entró la luz, y vio el olea­ ¡Volver!
je, transparente, tapando el cielo, lamiendo los costados ¿Volvería?
de la casa, filtrándose por las junturas de las ventanas. Se cubrió las orejas con las manos y gritó largamente.
Se arrastró. Buscó una lata de goma contra insectos. Para tranquilizarse proyectó un plan de acción. Como
Pegoteó las junturas de las ventanas, pero el agua entraba, primera medida tendría que pescar por la ventana. Des­
estiraba en carámbanos la goma, goteaba por las puntas. pués, escribiría su historia. Bien, pero carecía de papel
Cinco días de viento. Cinco días sin comer, sin anotar blanco. Buscó por la casa. Un papel madera forraba los
en el calendario, aferrado a una pata de la cama. cajones y estantes del armario. Ya es algo. Con letra
No tuvo fuerzas para abrir la puerta. Destapó temblando chica... Y después, tal vez esto termine un día... No. Las
una lata de sardinas. Algo repuesto, abrió. Dio un grito. ilusiones hacen daño.
El jardín estaba un palmo bajo el agua. Sólo sobresa­ Se sentó a escribir. Puso la fecha. “Intachable empleado,
lía, en el lado opuesto, la parte que lindó con el vecino de categoría J 4, en la Dirección General de Personal Auto­
protestante, un sector un poco elevado, de ladrillos, donde motores y Estadística del Ministerio de Hacienda, entre los
tuvo tinajas floridas y canteros. Entre la casa y ese sector, años 1928 y 1962, con sólo dos faltas por duelo familiar en
el jardín parecía una piscina por donde cruzaban cardú­ toda mi foja de servicios, me jubilé el 24 de marzo de..
menes plateados. Una voz habló roncamente a sus espaldas.
Alrededor, mar desnudo hasta el horizonte. El lápiz cayó sobre el papel. Una rigidez, de la nuca a
Lágrimas, no tenía ya ni una. Pelo para mesarse, tam­ los talones, lo inmovilizó.
poco. Barbas sí, largas y enredadas. Su afeitadora se des­ Volvió a oírla, en un jadeo, un chapoteo. Decía:
compuso los primeros días de navegación. -Mi refugio...
42 - Sara Gallardo El país del humo - 43

A duras penas se dio vuelta. Aferrado al borde de ladri­ Después, como un loco, la lengua colgando seca igual
llos de la parte elevada del jardín había un hombre cho­ que un cuero, se vio corriendo en círculo, pegando los
rreando agua, la cara transfigurada de esperanzas, el som­ labios a un hierro húmedo de sal, limpiándolos horroriza­
brero hundido. Ponía los ojos en -el jubilado lo recordó de do, procurando beber agua de mar y vomitando, tajeán­
pronto- el nombre de la casa, fijado con letras cursivas dose un brazo para chupar la sangre.
cerca del techo: Mi Refugio. Ni un recuerdo ni una ilusión ni una idea en él salvo la
En el umbral de la puerta, sin moverse, sin sonido en de agua dulce para beber. Miraba las nubes como el ter­
la garganta, lo miró. nero en la mañana mira la ubre reservada al ordeño, a un
El hombre lo vio. Su felicidad aumentó. Jadeaba como fin ajeno. ¿Y él? Oh nubes.
si hubiera llegado nadando. Sosteniéndose en los ladrillos Llovió por fin. Era de noche. Ardía de fiebre en el
hizo un esfuerzo y se izó. suelo de su cuarto. Oyó llover. Creyó que deliraba pero se
Un crujido de putrefacción y el jardín cedió a su peso arrastró fuera.
como una galleta húmeda. La parte de ladrillo, arrastrán­ ¡Llovía! Llorando, riendo, desnudo, se dejó empapar,
dolo, se hundió primero. La mitad del jardín, vertical en la boca abierta. El agua le corría por las orejas, le llenaba
el vuelco, desapareció detrás en un torbellino. los ojos. Se lamía; exprimía las barbas en su boca. Sacó
El jubilado se acurrucó en el umbral de la puerta. tarros, cacerolas, ollas, latas, frascos.
Metió la cara en los puños. Sollozó. Como él mismo se lo Amaneció en la lluvia, y la lluvia siguió. El jardín en
definió después, fue un ataque de nervios. Terminado, declive dejaba correr hacia la casa una cascada agridulce,
destapó los ojos poco a poco. El jardín concluía en la que tampoco despreció. Oh agua. Oh lluvia.
mitad de lo que fue círculo de césped. Quizás por efecto Siguió un período durante el cual procuró escribir sus
de la pérdida de la parte de ladrillos, ya no estaba cubier­ experiencias. No le era fácil, pero una especie de sereni­
to de agua. Emergía en declive hacia la casa. dad lo investía a medida que daba forma a aquello. Al
Aquel hombre... No había tierra, ni barco, ni bote, ni principio luchó con las palabras. Ni mar, ni serpiente, ni
leño a la vista. ¿De dónde había venido? viento, ni peñón rojo o sed figuraban en los escritos que
Durante días y noches la cara transmutada de esperan­ leyó o redactó en su vida.
za, el crujido del jardín al romperse, la desaparición entre Esta palabra, vida, lo detenía. ¿Estaba vivo?
burbujas, se fijaron ante él. ¿O muerto?
No pudo comer, ni pescar, ni moverse. Lo pasó exten­ Trató de recordar ideas oídas sobre la muerte. Nada
dido en la cama, mirando el techo que repetía los reflejos parecido a esto. En cuanto a vida... Es verdad que algu­
del mar. nos días, por ejemplo al pescar un bello pez carnoso des­
Y comenzó la sed. La entretuvo un tiempo gracias a los pués de esperar siete o diez horas, se había sentido más
cubitos de hielo derretidos dentro de la heladera. Siguió vivo de lo que nunca había estado. Y cuando la lluvia,
con el depósito del inodoro. Después se encontró lamiendo chorreándole en los ojos y la boca terminó con su sed ¿no
la heladera. Después se encontró lamiendo el inodoro.
44 - Sara Gallardo El país del humo - 45

fue distinto al vaso de agua mineral que un ordenanza Tropezando con todo, se le ocurrió prender el televi­
debía traer hasta su despacho a las once y diez? sor. Ninguna imagen. Pero una voz a lo mejor femenina,
Sí, pero basta. Basta. Vivo o muerto, exigía una defi­ interrumpida por descargas, decía cosas incomprensibles.
nición. Quería paz. Deseaba una certeza. Silencio. Des­ -¡Tierra! -gritó por segunda vez en su viaje-. ¡Tierra!
canso. Lo asustó su gañido. Esperó, los ojos puestos en la
Color mostaza era el mar aquellos días. Había oído línea. Llegó a convertirse en una franja; la inclinación
mencionar el plancton. Esperaba que no fuera plancton, pasó a parecer una serranía. La materia no le gustaba, bri­
pues a decir de muchos es lo que comen las ballenas. llante como laca. No pudo esperar más.
Color mostaza. Un pavo asado sobre un mantel blan­ Tomó una sábana y alcohol, subió al techo, hizo fla­
co. La salsa humea en la salsera. Castañas y ciruelas y mear la bandera de fuego hasta que las llamas le chamus­
piñones en el relleno. Nueces y almendras en un plato. caron la barba. Soltó. Una brisa la llevó girando al mar. Él
Pan dulce con un moño de seda. Sidra. Es Navidad. perdió el equilibrio y cayó al agua. Varias tejas cayeron
¿Quién, en esa mesa? Una mujer de vestido largo, una cerca de él.
niña de trenzas. En el patio los vecinos brindan. Él tiene Emergió tragando bocanadas. No sabía nadar. Braceó
derecho a comer. Alarga su mano empujando a la niña. Un enloquecido hacia la casa. Recordó al hombre. Mi Refu­
golpe en los dedos. Había chocado con la chapa de fibra gio, leyó entre dos salpicones.
que alguna vez amparó a sus hormiguicidas, caída desde Pudo agarrarse, trepar, extenderse en la vereda. No se
el gran viento. dio tiempo a descansar. De rodillas, miró hacia la costa.
Conque alucinaciones, se dijo. A escribir. Se alejaba.
“Entre los años de 1928 y 1962, sólo dos faltas por Se alejaban ellos. La casa. El jardín. Él.
duelo familiar, es decir, en treinta y cuatro años. El primer Bramó golpeando las paredes, maldijo, pataleó.
duelo siendo motivado por el deceso de mi señora madre, La costa desapareció.
y el segundo por el de mi esposa, a los quince meses de
matrimonio, habiendo celebrado este matrimonio durante Por la mañana afloran las decisiones.
los días de feria que se dedicaron en 1935 a desratizar el Sentado en una silla frente al jardín, el corazón desnu­
edificio”. do de ilusión, silbó un viejo tango. A navegar, hasta el fin
Bien mirado, era el único error de su vida. Una vida de de los tiempos. No se inmutaría.
orden. Ella... para ser sincero, no recordaba su cara. Por Débil es la carne. “Fin de los tiempos” lo hizo volver,
otra parte, suicidarse es una infracción al contrato matri­ esperanzado, a las malas noticias de los días previos a su
monial. Nadie lo había sabido, por fortuna. viaje. Cada país tenía su bomba atómica. Era pues posible
Salió a refrescar la mente. que estallara el planeta. ¡Oh, que estallara!
En el horizonte, una línea como un trazo de alquitrán Pero ¿estaba él en el planeta? Si no, ¿dónde? Y si esta­
dividía el cielo del mar. Como las líneas que cruzan los ba ¿en qué parte?
cuadernos de contabilidad, pero con una leve inclinación.
46 - Sara Gallardo El país del humo - 47

No iba a turbarse, ahora. Entró en la casa. Cargó el Un ejercicio de imaginación tónico cuando se navega
televisor. Lo lanzó al mar. es pintarse el abismo subyacente, la hondura que alberga
Un instante pudo verlo aún, reconocible. cordilleras; el ambiente, negro; el frío, eterno. Ante él
Grandes decisiones. Durante su caída al agua había resultan placenteros el salpicar, lo cristalino y la luz de la
podido ver la casa desde afuera. Debió suponerlo pero superficie. Queda subrayado lo precario de nuestra sus­
nunca lo pensó. Un pesado bigote de moluscos y algas la pensión. Se hace patente la disparidad de los destinos,
circundaba. Pececillos y gusanos alborotaban por debajo. durmiendo como duermen tantos huesos en el fondo. Se
Si aquello crecía terminaría hundiéndose. Tomó sus tije­ medita en la providencia, en el azar, en el hado.
ras de podar y comprendió que la tarea era imposible. Regando su jardín, cuántas veces le gustó ver a las
Para podar en los bordes tendría que meterse en el agua. hormigas braceando en las corrientes creadas por su man­
La parte inferior era de cualquier modo inalcanzable. Y en guera. Ahora las consideraba de otra forma. Y suponien­
cuanto al jardín, no se atrevía a pisarlo, vaya que se des­ do, nada cuesta, que exista un dios del mar, Neptuno de
prendiera. los antiguos burlados por el niño en la televisión, ¿no
Perfectamente. Guardó las tijeras. encontraría, manejando los hombres y sus barcos, el
Pesca y biografía, decidió. mismo placer que él tuvo ante el girar de los insectos, sal­
Pesca y Náutica, sonrió amargamente. Era el nombre vando por inofensivo o por lindo a alguno en un momen­
de un club de la laguna de Chascomús. Había ido con otros to de buen humor? Inofensivo o lindo, ¿desde qué punto
jefes de la empresa a comer pejerreyes en el año 52. No le de vista? El del jardinero. Había otros sin duda.
gustaba el pejerrey, había dicho. ¡No le gustaba el peje­ La filosofía brota en la soledad. Y en el temblor.
rrey! Era vegetariano. ¡Era vegetariano! Sólo faltaba que Otra costumbre surgida en la soledad fue hurgarse la
hubiera dicho que no le gustaba la pesca ni la náutica. nariz. Lo abstuvieron de hacerlo, comprendió, durante los
Bien, en esto estamos por ahora. Dio unos golpecitos años que llamaba normales, lo bajo de la verja, que no lo
con los dedos sobre la mesa, como era su costumbre en el aislaba, y la apertura de su despacho a cualquier consul­
despacho. Profesión, navegante. Sonrió, comisuras hacia tante. El hombre aislado tiene todos los actos de la priva­
abajo, tras las barbas. Se había acostumbrado a pasar las cidad a su disposición. Por eso suscita desconfianza. Pues
manos por ellas, como los patriarcas. Era una sensación ¿qué actos no supone la fantasía de las gentes?
sumamente agradable. Las había desenredado, una tarea Son siempre los mismos. Tal vez aquel empleado que
difícil de olvidar, y las peinaba cada día. En cambio recor­ rompió sobre su mesa el tintero de ónix proyectando hasta
taba el pelo de la nuca. el techo las tapas -quedó la marca para siempre-, aquel
No olía muy bien, hay que decir. ¿Qué olor podía que apoplético lo mandó al infierno y quiso incrustarle un
asombrar en esa casa donde el lavado se abolió el primer sello en la cara -por suerte había timbre-, aquel hombre
día, donde la pesca entraba por la ventana y saltaba en el que quedó en la calle, cuatro hijos, etcétera, bien, tal vez,
suelo dejando escamas? Ningún asombro. Ni por olor, ni sosegado, en su casa, se hurgara la nariz todos los días. O
por color, ni por nada. Nada. la señorita que le dijo gusano, muy nerviosa como seño­
48 - Sara Gallardo El país del humo - 49

rita es verdad, a lo mejor se estudiaba el ombligo como él Parecía una crisálida, de las que amortajadas y oscuras
ahora que vivía desnudo... O contaba los dedos de los esperaban despertar mariposas en el jardín de una vecina.
pies, entidades individuales si las hay. No cual mariposa ciertamente confiaba despertar,
Mientras pescaba vio una vez como la sombra de una cuando dormía. Si eso puede llamarse dormir.
nube. El cielo estaba limpio. ¿Qué gigante se había desli­ Había metido la cabeza en una funda que su hermana
zado por las aguas? tejió al crochet para un cojín. El aliento le daba la ilusión
Dejando la pesca salió a la vereda. Contempló los de calor. Veía a través de la trama de colores.
copetes de espuma repitiéndose como los merengues en la Lo peor empezó con los témpanos. Animales congela­
plancha del confitero. Alzó los brazos y alabó al dios del dos como cerezas en un aspic flotaban mirándolo desde el
mar. interior de las peñas que, lentas, entrechocando a veces
Pensándolo mejor se dijo que el Dios de su madre con un sonido, cruzaban junto a él.
podía permitir un dios del mar. Un delegado, para expre­ Si no ocurría un cambio, sintió que le quedaba poca
sarlo en forma sindical. Fuera como fuese, alabó. vida. La idea del descanso le pareció oportuna. Bienvenida.
¡Tantas cosas dio por creídas mientras vivió en Lanús Notó que por fuera el agua alcanzaba hasta cerca de
Oeste! Tantas. Es decir, todo. las ventanas. El peso del hielo, calculó. La casa crujía.
Con un ruido más raro que cualquiera, el jardín res­
Cuando aparece el frío, el agua pasa a la categoría de tante, quizá por el peso del hielo, se desgajó. El jubilado
poca cosa. sintió el vértigo de los remolinos ante sus pies cuando el
¿Qué mar era este en el que entraba? jardín se hundía, afloraba, y entre dos aguas, como un
Primero la niebla. Atravesaba en bocanadas que ha­ témpano plano, se alejaba oscilando.
cían sentir nostalgia del horizonte. Dejaba formas, que el Desde entonces la puerta se abría separada del mar por
viento revoleaba. la nimia vereda.
Las nubes bajaron a pegarse al agua, barrigas de un Innumerables chillidos lo inquietaron un día. Nariz
color sopa unidas al mar por el motear de la nieve. Copos, azul, se abandonaba al que creyó postrer ensueño. Levan­
copos. tó la funda de crochet. Era una banda de golondrinas.
Después el hielo cubrió todo el jardín. Brillaba, refle­ Venían agotadas. Cubrían el techo. Salió a mirarlas.
jando en su declive el frente oxidado de la casa. Un golpe en el hombro casi lo desvanece. Las letras
Ceñido por mantas atadas al cuello, la cintura y las herrumbrosas no habían soportado el peso de las aves. Mi
piernas, buscando calor en la cama, alargando las manos Refugio rebotó en la vereda, se leyó entre dos ondas y
hacia el incendio de sus sillas sobre la vereda, vio hechas desapareció.
hielo las reservas de agua. Como faltaban tejas desde que El dolor, el brazo colgante lo condujeron casi a rastras
subió al techo, le era imposible crear un resguardo. Forró al cuarto de baño. Algo se había quebrado en su hombro.
su cuerpo con las revistas del Ejército de Salvación y ¿La clavícula? Poco sabía de esto. Envolvió el hombro en
ajustó las mantas por encima. tiras de piyama.
50 - Sara Gallardo El país del humo - 51

Las golondrinas lo habían seguido. Chillando de ali­ Rió. Recordó un día de sus primeros años en que ayu­
vio, cerrando los párpados, se ubicaron sobre el armario, dado por su padre hizo centro en el blanco de un parque
en la cabecera de la cama, en la cocina. de diversiones.
Sólo le quedaba un pescado. Trituró, sosteniendo el Centro. Hizo centro en un ojo de buey. Fue un ruido
cuchillo con la mano izquierda, dos filetes, y los esparció especial.
sobre el diario. Las golondrinas se abalanzaron. Derritió Una cara asomó.
hielo. Bebieron,
-Coman. Beban -les dijo-. Son dueñas de la casa. Volvió. No miró atrás, a la casa entregada al paso de
Lo alegró ver las plumas, los picos, los ojitos. Para las golondrinas.
evitarles el disgusto de viajar con un cadáver salió a morir Durmió. Durante horas. Cuando abría los ojos cam­
en la vereda. biaba de postura, volvía a cerrarlos. Le traían un plato de
Una muralla parecía oscurecer la luz, como un acanti­ sopa y una cuchara. La sopa negra, la cuchara pesada. El
lado. Un barco, junto a la casa. Acorazado, sin ventanas. vapor entraba por su nariz. La sopa descendía. Obraba su
Mejor dicho, tenía ventanas. Una fila de ojos de buey reconstrucción.
tan altos como el tercer piso de un edificio. Arrebujado en las barbas, soñaba. A veces, que su casa
Y bien, se dijo. Si quieren encontrarme me encontra­ crujía en el hielo. A veces, que el jardín bullía de garde­
rán. nias y de margaritas, y un vecino venía a hacerle firmar
De pie, ya no tenía sillas, alisando sus barbas, contem­ un petitorio para el intendente. A veces, que el balanceo
pló el panorama. Los témpanos se iban en rebaño. El agua lo hacía rodar de la puerta a la mesa.
se había vuelto celeste. Su brazo en cabestrillo estaba Entonces abría los ojos y notaba que en efecto el mar
insensible. se movía más de la cuenta. Pero él estaba en un camaro­
Cuando despertaron las golondrinas una parte voló te, con una lamparilla en un rincón. Volvía a cerrar los
con piruetas de felicidad alrededor de la casa, volvió a ojos. Volvía a dormir.
entrar, se atareó picoteando las salpicaduras de comida en Más adelante, acurrucado en la cubierta, solía ver
la cocina y en las ollas. estrellas. Una vez distinguió la Cruz del Sur. Lloró.
El jubilado levantó los ojos hacia el paredón. Le dio Otro día vio la ciudad de Buenos Aires envuelta en
fastidio verlo allí. ¿Por qué no se iba? Se le ocurrió bus­ bruma. Chimeneas altas como muchachas esparcían sus
car las macetas en que guardaba los guijarros. Intentó mensajes de humo, que se agregaban zigzagueando a la
hacer puntería en un ojo de buey. A esa altura, con el bruma. Un olor a putrefacción, y la ciudad con luces
brazo izquierdo, y dolorido, imposible. encendidas en los edificios amanecía, bañada en tonos de
Se entusiasmó. Los guijarros, blancos como copos de rosa.
maíz, rebotaban en el metal y caían al agua, o sobre el Claro que lloró.
techo de su casa. Olvidó su preocupación por los vidrios Desde la Dársena hasta Constitución fue a pie. No
de sus ventanas. Afinó la vista. Su puntería mejoró. tenía un centavo.
52 - Sara Gallardo El país deí humo - 53

Del regreso en tren es natural decir: incomodó a los


pasajeros por la apariencia y el olor.
En su calle faltaba el agua una vez más.
Allí estaba su casa; en fin, el solar de su casa. Ortigas.
Pulquérrimos vecinos le cerraron la puerta en las barbas.
El protestante en cambio compartió con él sus papas y El hombre en la araucaria
su lata de sardinas. Comió sólo las papas. Sobre la mesa
se alineaban los números de la revista. Un hombre pasó veinte años haciéndose un par de
-Estoy a cargo de la sección humor -dijo el vecino. alas. En 1924 las estrenó, de madrugada. Su temor princi­
Una catarata de lágrimas inundó la cara, las barbas que pal era la policía. Anduvieron, con un vaivén bastante
tenía delante. Nunca había visto cara tan extraña, arrugas lento. No lo subían más de doce metros, la altura de una
como esas. araucaria de la plaza San Martín.
Le consiguió un puesto en los comedores del Ejército El hombre abandonó a su mujer y sus hijos para pasar
de Salvación. Allí tuvo su plato de sopa cotidiano. Lo más horas sobre el árbol. Era empleado en una compañía
tiene todavía. de seguros. Se instaló en una pensión. Cada medianoche
ponía aceite para máquinas de coser en las alas, y mar­
chaba a la plaza. Las llevaba en un estuche de violonce-
11o.
Bastante cómodo, tenía un nido sobre el árbol. Hasta
con almohadones.
De noche la vida de la plaza es extraordinariamente
compleja, pero él nunca se molestó en enterarse. Le bas­
taban los follajes, las casas oscuras, y sobre todo las estre­
llas. Las noches de luna eran las mejores.
Nuestro mal es no aceptar el límite. Se le puso pasar
un día entero en el nido. Fue en un feriado de la compa­
ñía.
Salió el sol. Nada como el amanecer entre las copas de
los árboles. Muy alta, una banda de pájaros pasó dejando
la ciudad a sus pies. Los contempló con una especie de
mareo, con lágrimas.
Eso había soñado los veinte años que puso en fabricar
sus alas. No en una araucaria.
Los bendijo. Se le fue el corazón tras ellos.
54 - Sara Gallardo El país del humo - 55

Una sirvienta abrió los postigos en casa de una vieja


insomne. Vio al hombre en su nido. La vieja llamó a la
policía y a los bomberos.
Con altavoces, con escaleras, lo rodearon.
Tardó en notarlo. Se calzó las alas. Se puso de pie.
Los autos frenaron. La gente se juntó. Se abrieron las Un secreto
ventanas. Vio a sus hijos, con delantales de colegio. A su
mujer, con la bolsa del mercado. A la sirvienta y a la vieja Una señorita tenía una cabeza de repuesto. Vivía en
abrazadas. Comodoro Rivadavia. Quizá por el viento perenne, o por
Las alas funcionaron, despacio. Rozó ramas. la cerrazón de una sociedad reducida, comenzó a anhelar
Pero perdió altura. Bajó hasta el monumento. Saltó, Se variedad.
enhorquetó en ancas del caballo. Tomó de la cintura al Lo primero, como llevo dicho, fue una cabeza de
general San Martín. Sonreía. repuesto. Siendo de tipo armenio, la eligió rubia.
Un policía disparó un tiro. Toda afición o crece o muere. En ambos casos deja de
Quedó sobre el caballo un zapato enganchado. ser afición. En ella creció transformándose en necesidad.
Pero pudo volar. Lento, avanzó, apenas más alto que De modo que aumentó sus pertenencias con algunos
las cabezas de los que estaban en la plaza, y nadie respi­ pares de ojos y de bocas, dos senos magníficos para alter­
ró observándolo. nar con los suyos, y un par de pies imposible más gracio­
Llegó a la torre de los ingleses, el viento lo ayudó sos.
hacia el sur. Hay secretos que obligan a cambiar de horizonte.
Vive entre las chimeneas de una fábrica. Es viejo y Decidió mudarse a otra ciudad. Hizo sus valijas y fue
come chocolate. directamente a Buenos Aires.
Para algunos, fue un descenso: de profesora a emplea­
da de tienda. Según su idea, tuvo suerte.
Entró en Harrod’s, en la sección zapatería infantil. Se
alegró cuando la trasladaron a perfumería, pues su fuerte
no era la paciencia. Además, tenía un don para los perfu­
mes. Vendía bien, y las comisiones le ampliaban el suel­
do. Lo cual viene bien a cualquiera, y a ella más que a
nadie.
Su vida era apasionante. Llegó a aceptar invitaciones
de un mismo hombre -empleado en la sección menaje-
haciéndole creer que era dos. Es decir, ella, la vivaz arme­
nia, y una amiga rubia que vivía en su casa. Salían a bai­
56 - Sara Gallardo El país del humo - 57

lar, y el hombre, aunque contento con las libertades de la negro de las usadas para envolver las compras en su
rubia, ofreció casamiento a la morena. empleo, limpiando el suelo de la cocina con champú para
El interés de su vida no residía solamente en tales peli­ el pelo, yendo a un baile de disfraz sin disfrazarse.
gros. Bastaba con salir de compras. Con comprar zapatos Un día decidieron celebrar su felicidad teniendo un
para ciertos pies, corpiños para ciertos senos, pinturas de hijo.
ojos y de bocas. Engendrado quedó, y aumentó en volumen y movi­
Su vida era ponerse y quitarse, combinar, reír. miento como es de estilo.
Bien dicen que el amor es una prueba de fuego. Llegó. El padre, a fuer de entusiasmado y enamorado, come­
Y fue un amor en serio. tió todos los actos que se imponen hoy, cursos de paterni­
Él era un hombre como ya no quedan. Ella le confesó dad, consultas en pareja y molestias sin nombre para
todo. Lo del empleado de la sección menaje. Y sobre todo ambos. Entre ellas, decidió acompañar a su mujer duran­
su secreto. ¡Si le costó! Pero lo hizo. Llorando como si le te el parto.
extirparan el alma mostró su colección. Juró conservarse El niño nació con esplendor. Pero envuelto en la bolsa
morena, armenia, de pechos chicos y pies grandes. de plástico oro y negro. Harrod’s Menaje, decía en bellas
É l... palideció, evidentemente. Apoyado en la ventana letras. Era un lindo chico, idéntico a su padre, dijeron
dejó pasar todo un cigarrillo de silencio. Esperando una todos.
palabra, ya arrepentida de la confesión, ella planeó hacer El padre dejó la sala de partos. Dejó la ciudad. Dejó a
sus valijas y huir en la madrugada hacia Mendoza. Pero la mujer -y al niño- para siempre. El amor es así, cuando
él, volviéndose lentamente, la abrazó. Siempre la querría. se siente traicionado.
En la forma que quisiese tomar. Sólo debía avisarle. Así es un secreto. Nos quiere solos. Solos.
Sobre todo al comienzo.
Felicidad del amor cuando da más de lo esperado. De
reconocimiento, de alegría, ella bailó una danza loca, lo
llenó de besos, lloró a mares, se amaron con transportes,
fueron al cine.
Y fueron felices. Debe decirse que él, para expresarlo
de algún modo, se envició con ella. Ofrecía tanto.
En cuanto a ella, ver aceptado el más secreto de los
secretos fue un remache que nada pudo hacer vacilar.
Se afirma que la cabra al monte tira, y es verdad. Pero
tirar no es huir. Hay formas y formas. Ella manejaba su
necesidad de transmutación cumpliendo pequeñas extra­
vagancias que no afectaban a nadie y que no tenía necesi­
dad de confesar. Comiéndose una bolsa de plástico oro y
58 - Sara Gallardo El país del humo - 59

dientes desde el momento en que la viera encabezar la fila


de la vereda. La transpiración, decía, le corría por dentro
de las medias. La lengua se le pegaba al paladar.
De algún modo le era dicho que no. Que no podía
cobrar.
El caso de la señora de R icci Gritaba cosas nunca oídas en la Caja de Jubilaciones.
Había hombres en las oficinas. Las señoritas se descom­
El caso de la señora de Ricci fue el más difícil que ponían. Y no se iba. Plantada allí miraba cobrar a los
debió encarar la Caja de Jubilaciones en su rama destina­ demás. La empleada en cuestión, la principal, tuvo que
da a los trabajadores independientes. Hay quien piensa pedir licencia. Un trastorno nervioso.
que el problema fue mayor para ella. Es verdad. Pero tales A raíz de él, uno de sus compañeros, luego su esposo,
coincidencias existen. tomó lo que se llama riendas en el asunto. Recorrió los
Por lo pronto, era muy puntual. Si es plausible decirlo, domicilios de ios empleadores de la señora de Ricci. Tuvo
de una puntualidad espantosa. La primera en la fila, abri­ ocasión de conocer, junto a figuras oscuras, a personas
go verde, pañuelo gris en la cabeza. Luego, autoritaria. que calificó de encumbradas. A la fundadora del sindica­
Los empleados se miraban al verla en la vereda. Ella pare­ lismo, ya calva, que levantó la voz para asegurar que
cía notarlo. Y los miraba a través del vidrio. Como dicen, nunca había pagado los aportes jubilatorios de la señora
de hito en hito. Apenas abrían la puerta venía derecho a la de Ricci. Y parecía orgullosa de lo que decía. A un caba­
ventanilla y extendía la mano. llero de la aristocracia, alto y tostado, juez por más datos,
Si sabré de manos, contaba, cerrado el caso, la emplea­ en mala compañía en el momento de su llegada según le
da principal. De manos de jubilados. pareció. A un escritor todo cabello, semidesnudo, en una
Que había trabajado duro, sí. Cocina y limpieza, de­ habitación llena de musgo y que hedía a café, que dijo que
cían los papeles de los últimos tiempos. En cuanto a él había pagado a la señora de Ricci tanto sus aportes
juventud, descocada. Corista, por ejemplo. Suelen colo­ como los correspondientes a la fundadora del sindicalis­
carse de cocineras cuando pasa el verano, siempre según mo, a quien no conocía. También parecía satisfecho de lo
la misma empleada. La cigarra y la hormiga. Su motivo que decía. Tuvo esas pruebas del abuso que se infiltra a
para suponerlo era la afición de la señora de Ricci a pin­ diario en la Caja de Jubilaciones. Sintió pena.
tarse las uñas con esmalte de un rojo vivo. Los trabajos lo Le informaba estas cosas, dijo el escritor, por la senci­
hacen saltar en partes, aparecen, aquí la suciedad, allí lla razón de que ya no podían perjudicar a la señora de
regiones de uña. El no retocar esos deterioros descubría, Ricci. Había muerto arrollada por un colectivo cuando
a su entender, una naturaleza descuidada; hablaba de salía a comprar verdura para el juez.
juventud alegre, demasiado alegre. Deceso: 7-X-76. Estaba en el expediente. Si lo sabían,
Quería cobrar. Los ojos clavados en los ojos de aque­ en la Caja.
lla empleada, reclamaba. La empleada castañeteaba los
60 - Sara Gallardo El país del humo - 61

Ex alumno de los hermanos maristas, empeñado en el Pasó el mes. De nuevo la fila. De nuevo la señora de
apostolado ambiental dentro de la Caja de Jubilaciones, el Ricci. Combativa, como siempre. Extendió la mano. Pidió
empleado, apenas salido de la terrible entrevista con el el dinero.
escritor se fue derecho a su parroquia. -Rebeca -murmuró un pequeño rabino. Vista de frente,
Un agradable olor a puchero llenaba el despacho. El su cabeza parecía una azucarera con barbas y sombrero.
párroco dijo que iría puntualmente el día de pago. No La señora de Ricci se volvió.
necesitaba aviso. Su madre era jubilada. En la fecha, esta­ -Tus padres te esperan -dijo él-. ¿Vas a abandonarlos
ría a su lado. otra vez?
Tranquilizaba verlo tan fornido. Hasta las verrugas La señora de Ricci se estremeció. Giró suspirando
que cubrían su ojo izquierdo como un racimo daban la pesadamente. Su abrigo verde, sus uñas rojas empezaron
impresión de buen sentido. a desaparecer, como un trompo que se borra.
La Caja de Trabajadores Independientes en pleno, y en El pequeño rabino tembló y una lágrima cayó por su
qué estado, esperó la fecha de pago. mejilla.
Allí la vieron. Con el abrigo verde. Con el pañuelo Este fue el caso de la señora de Ricci. Que descanse en
gris. A la cabeza de la fila. paz.
Abrieron la puerta, la fila empezó a entrar, la señora de
Ricci vino a la ventanilla.
-¡Alto! -la voz del párroco fue un cañonazo.
Ella lo miró, enojada.
Él agitó un brazo bañándola en agua bendita. Pareció
que el agua caía al piso sin tocar su abrigo.
-¡Alma extraviada, toma tu camino! ¡Este ya no es tu
mundo! -clamó el padre. Le chorreaba el sudor.
Fue una suerte que hubiera ido, porque uno de los que
formaban fila cayó muerto. Como se sabe, este tipo de
temas es el menos adecuado para quienes van en ese día
al banco.
En cuanto a ella, abrió la boca y estalló en una catara­
ta de ignominias. Varios empleados se desmayaron.
El resto se debe al tesón que dan el amor y el afán de
apostolado. Una nueva mirada al expediente hizo brotar
otra idea en el más emprendedor de los empleados. Ah,
pero le costó.
Ei país del humo - 65

E lla

Llegaba y todo se volvía distinto. Venía en galera,


ocho caballos, látigos, ¡una polvareda! Se abría la porte­
zuela y sólo ver su pie, y las maravillosas faldas que sacu­
día, y sólo esperar que levantara el velo del sombrero.
Entonces. La sonrisa primero: el sol cuando aparece. Los
claros ojos sensitivos, los pómulos. Venía el ademán,
simpático si quieren, relegador hacia la nada, con que
despedía a los hombres de melena revuelta que descolga­
ban el equipaje. Y le decían adiós como si dejaran caer en
aquel sitio una gota de licor del cielo, no recuperable.
Era recuperable. Cada año volvía.
Aquel patriarca de su hermano, aquellos sobrinos,
súbitamente galantes, saludaban.
¿Conocían la historia de un arribo de ella desde Euro­
pa? Los hombres de la aduana debieron esperar siete horas
a que despertara, desayunara, se vistiera, bajara del barco.
Estómago vacío, tiritando junto a los braseros, habían ago­
tado los insultos en la espera. No la olvidaron, después. La
recordaban como a un acontecimiento, un esplendor.
Sí, todo cambiaba. Los hombres se volvían galantes, y
las mujeres sombras. Los servidores se enorgullecían de
sus tareas: limpiar el suelo para sus pies era otra cosa.
Que su hermano alto, de espuela sonante, no lo confesara
importa poco.
Salía con él a caballo al otro día. Por caridad aquies­
cente, no descubría su repulsión por la barbarie, su horror
por el campo.
66 - Sara Gallardo El país del humo - 67

Enseñó a bailar a todos. Un año llevó un gramófono.


La casa perdió un aire guerrero.
Por fin, se desquitaba. A solas con la sobrina favorita,
su ahijada, abría un maletín, sacaba las chucherías que
encuentra el amor. Venía por ella. Hablaban como iguales.
Sacaba un tónico para el pelo traído de París, moños, un Fases de la L una
cepillo de plata, y le cambiaba el peinado. Sacaba cami­
solas bordadas, un peine de carey, aceite de hígado de El padre Matías anduvo tres meses a caballo y en su
bacalao, una muñeca. primera cabalgata. Era un hombre de fe. Eso ocurrió en el
Volvía, cada verano, dos semanas. Paraguay. Pero una cosa es el Paraguay, otra esta pampa
Para los quince años prometió a su ahijada un hilo de de nosotros.
perlas. Lo describió por carta, en papel rosa. Por ejemplo, dormir en tierra no es nada raro para un
Era 1876. misionero. Pero dormir en tierra cuidando que la cabeza
Aquel año el ministro de guerra hizo avanzar la fron­ apunte el rumbo que se lleva, porque al despertar nada
tera en dos mil leguas. El diario lo decía. dirá qué es norte, qué es sur, qué oeste, qué este, sólo
Es natural, hubo respuestas. Siete, para ser precisos, ondular de pastos, ya es distinto.
sólo en Buenos Aires. Invasiones. Namuncurá, Catriel el Hay que tener fe para dejar el Paraguay sin una queja,
fratricida, Reumay, Coliqueo, Pincén, Manuel Grande, para meterse en esta pampa con unas medallas de la Vir­
Tripailao, Ramón Platero. Y sus ejércitos. gen en un bolsillo y un guía sin lengua, con los dedos del
“No dejaron yeguarizo, ni vacuno, ni casa, ni persona pie como garfios de cuerno prendidos a un estribo que es
a su paso”, dice la crónica. un nudo.
Ni viajeros. Tampoco es agradable cambiar de caballo así como
así. Un caballo es alguien a quien uno se acostumbra,
alguien que se acostumbra a uno. Pero llegar a un parade­
ro humano y obtener permiso para dejar el caballo cansa­
do, elegir otro y al llegar a destino soltarlo porque volve­
rá solo a casa, es cosa que impide los afectos del corazón.
Ni acostumbrarse a un caballo.
Eran noches de luna que crecía. Hasta la luna llena. El
padre, a pesar del cansancio, nunca se durmió sin admirar
la fantasmagoría que llenaba el mundo. Nacido en Ale­
mania, venido por mar, miraba este mar donde oscilaban
las luciérnagas y prefería no pensar en los monstruos que
podían habitar sus noches.
68 - Sava Gallardo El país del humo - 69

Desensillaban. El guía ataba los caballos a unas matas, La tardecita, cuando empiezan los colores en el cielo.
cavaba un pozo con el cuchillo y metía un hueso bien cal­ Podrían llegar, dejar los caballos, sentarse entre paredes,
zado. Reemplazaba los cabestros por maneadores largos ver caras, oír palabras.
para que los caballos pudieran comer a sus anchas y hasta Pulpería El Retoño; unos ranchos, un mástil en forma
revolcarse si les venía en gana; ataba los maneadores al de sable que el viento hace susurrar.
hueso, llenaba el pozo de tierra y la pisaba bien. Y se -Algo ha pasado -dice el guía.
ponía a preparar el fuego. Demasiados hombres demasiado serios hay fuera de
El padre sacaba su breviario, y el latín subía de las las puertas.
páginas como un incienso. Para un buen oído algo y crimen son sinónimos.
Tanto lo desgastaba la inmensidad durante el día, que El pulpero apareció, peludo, cruzó el foso retorciéndo­
esos preparativos en el suelo le parecían sonrientes como se las manos, fue al estribo del padre. Habló en gallego;
una pequeña casa. Preparativos salvajes, si se puede decir. siguió en español. Había crimen.
Una pava de hierro que empieza a murmurar, una calaba­ La fila de caballos informaba entre tanto al guía que la
za que se llena de yerba, un pedazo de carne que se atra­ reunión era reciente. Y algo en los hombres que lo mira­
viesa con el asador. ban venir, barbas y pelos movidos por la brisa del crepús­
Pero levante la mirada, padre, y sus dos casas se esfu­ culo, algo no dicho, le trajo a las mientes aquel terror de
marán. La casa de oro del latín y la casa afectuosa del la medianoche.
suelo. Levantar la mirada es un resbalón al infinito. El sol El padre había entrado, con un buenas tardes respon­
se va; nos deja solos en la soledad, que auspicia la llega­ dido por quienes estaban allí como si no lo vieran, aten­
da de lo incierto. tos como hurones.
Medianoche. Dormido sobre el hoyo que guarda el En lugar de preocuparse por su sed y su hambre cual
hueso y vibrará ai menor susto de los caballos, el guía era su deber y su profesión, el pulpero quería conducirlo
siente algo; una llegada del terror que le impide moverse. a otra parte. Y hasta el padre comprendió que aquella
El padre la recibe, es paralizado, no puede rezar. Y las muerte no era una muerte clásica.
sogas de los caballos se tienden en un crujido brutal. Resignado a ser fiel a su oficio buscó una estola y
Pero nada nuevo sucede, nada cercano. Sólo blancura siguió al pulpero. Lo acompañaron el guía y unos chicos.
sobre el mundo. En los ranchos, cueros de potro colgados como puer­
El terror nace en un punto, corre como las centellas, tas dejaban entrever caras de mujer, blancas, indias y una
toca a alguien, se pierde. negra. El pulpero caminó, bajo el cielo de estrías color de
El día es otra cosa. Bienaventurado, con sus pájaros, rosa cruzado por bandadas de pájaros tan altas como
dígase lo que se diga de la fuerza del sol hacia las doce. escuadras de ángeles camino del paraíso.
Para la siesta, con harto sudor propio y de caballos, el En la penumbra hedionda a cueros, la reserva de
padre se enteró de la inminencia de una pulpería. Es decir pluma de ñandú se agitó. El muerto estaba en el suelo.
que en la tardecita, si no había tropiezos, podrían llegar. Cubierto con un poncho blanco. Blancas salían por un
70 - Sara Gallardo Eí país del humo - 71

lado las medias, blancas las alpargatas; y al otro lado sa­ Pero esta pampa no es como el Paraguay. Ningún
lían la boina y una frente blanca. Era un vasco, criador de hombre pareció interesado en el sacramento de la confe­
ovejas, solitario. sión. Miraban a otra parte, se colaron por la puerta. Habló,
El padre se puso la estola; se inclinó a descubrirlo. bromeó, amenazó. Arrastró por el brazo a un muchacho y
Muertos figuraban a decenas en su memoria. En éste, lo lo obligó a arrodillarse. Encaró al viejo de la levita, que
malo era la expresión: terror. Lo peor, la forma de la heri­ balbuceó borracho. Debió contentarse con el pulpero y las
da en su garganta. mujeres, que le hicieron oír cosas que no esperaba. Repar­
Sin saber ni lo que estaba haciendo le rezó las oracio­ tió entre ellas su provisión de medallas de la Virgen.
nes de difuntos. Una luna casi perfecta fue saliendo. Cada cual recordó
Salieron. El pulpero esperaba una pregunta. No la al que esperaba bajo el poncho blanco, y que cumplía a
hizo. Grandote y colorado, no parecía necesitado. Lo esta­ medianoche su primera jomada de muerto.
ba. Sed, sueño, hambre. A la luz de la luna, el mástil en forma de sable sor­
Esperando la comida se apoyó en el mostrador. Un prendió al padre de manera desagradable. En eí galpón el
viejo inauguraba un vaso de ginebra. Se lo ofreció. Des­ vasco seguía tapado, las mujeres rezaban, los hombres
conocedor de los usos, decidió mojarse los labios y agra­ miraban. La negra dio un paso adelante, fofa y gorda,
decer. Había acertado. temblando.
El viejo vestía un indumento que recordó al padre cier­ -Era bueno -dijo-. Era un hombre bueno.
to violín con que tropezó en la selva: algo fuera de lugar. Se arrancó el pañuelo de la cabeza. Superficies calvas
Era una levita. En la trama y verdosa, con botones de todo y rugosas aparecieron a la vista del padre.
origen, no dejaba de serlo. Sobre ella, entre una barba, -Brasas -chilló; señaló su cráneo-. Las indias. Fui cau­
salió esta frase: tiva, fui joven, fui linda. Puede creerlo. Serví en casa de
-Las cosas que acaba de ver, padre, seguro que nunca un presidente de la República; allí nací. Puede creerlo.
creyó en ellas. Alguien tiene que vengar a este hombre.
El padre comprendió que no había visto nada. Y pre­ Hacía una hora que sonaban martillazos. Se abrió la
guntó en voz alta al pulpero cómo había muerto aquel puerta. Oscilaron las plumas de avestruz. Entraron un
pobre hombre. El pulpero salió en busca de comida. ataúd hecho con cajones de bebidas.
El padre Matías comió, bebió, pidió que lo llamaran Sin descubrirlo levantaron al muerto del suelo y lo
antes de medianoche, y cayó dormido en el depósito, metieron en el ataúd. Clavaron la tapa sobre el poncho
entre dos cajas de jabón. blanco. Así, con la mueca del terror en la cara y cruzado
Cuando lo sacudieron despertó sonriendo. Reencontró por marcas de bebidas, quedó para el otro mundo un hom­
el hedor, un candil humeaba junto al codo del pulpero, bre que en vida, al decir de todos, no había conocido el
racimos de velas colgaban por las mechas, como cabezas miedo y era abstemio.
cortadas. Hombre de fe, volvió a ser sacerdote. El sol apareció en el confín del mar de pasto cuando el
padre decía misa sobre una mesa puesta al pie del mástil.
72 - Sara Gallardo El país del humo - 73

Visto al sol, el mástil se revelaba como un hueso planta­ En el amanecer oyó galopes. Se paró con un vahído.
do en medio de los ranchos. Costilla ¿de qué monstruo? Tuvo sobre sí tres jinetes, las ancas de los caballos cubier­
El Retoño. Peculiar retoño de un paisaje sin árboles, tas de cueros de jaguar que goteaban sangre. Parecían ale­
pensó el padre; conjunción de los senderos que llegaban gres, pese a las espantadas que su aparición produjo en las
de todos lados como patas temblorosas de una araña. cabalgaduras.
Cuando un hombre de fe toma una determinación no Cómo lo llevaron no es cosa de contar, el pie morado,
es cosa fácil arredrarlo. Un carrito se iba dando tumbos hinchado. Eran hermanos y tigreros. Como un espejismo,
con el ataúd a cuestas y el padre, en vista de lo oído en tres jinetes más se les unieron. Hermanos también, igua­
confesiones comunicó al guía un cambio en su programa. les, todos iguales. Con la diferencia de que traían de tiro
Un nuevo rumbo. “Donde está el mal, debo llevar el el caballo del padre, y su apero.
Bien”, dijo. El zorro, padre, si tiene hambre come el cuero; si el
Pero el guía también tenía su fe, y tomó su propia cuero está mojado de rocío, come más. El padre recordó
determinación. el rocío, las voces de alimañas, el cabestro cortado.
Por eso, cuando el padre sacó la cabeza de bajo el pon­ Después vio que la llanura se volvía agua, y que unas
cho que la guareció durante la noche, se encontró solo vacas suspendidas sobre el agua pastaban.
junto a su caballo. Un rescoldo, un envoltorio con la carne Era una ilusión óptica, pero vacas y agua existían.
asada, una cantimplora de agua hablaban del último buen Ser misionero puede significar encontrarse durante
deseo. semanas con un pie vendado, sentado sobre una calavera
En cuanto al resto, sólo pasto y sol en ascenso. de vaca frente a un rancho. Ver cómo seis jóvenes y seis
Contestó con un acto de fe: abrió el breviario. Termi­ muchachas ríen, van, vienen, recios, bajos, oscuros, y
nada la oración, cabalgó a la inversa del sol; sabía que el unos cuantos chiquillos que no llaman padre ni madre a
nuevo itinerario iba hacia el este. nadie corretean entre las gallinas y los corderos criados en
Anduvo un día. Con el ocaso desmontó, se ató el caba­ la casa, y los perros, y los loros que bajan torpemente por
llo a la muñeca, comió un poco, rezó mucho, trató de dor­ un aro y clavan un ojo atento. Casi siempre, junto a la
mir bajo su poncho. Voces de alimañas sonaban en la calavera de vaca, en otra calavera de vaca, lo acompaña­
noche. Al despertar se encontró sin caballo. El cabestro, ba la dueña de casa tomando mate. A veces en el río un
mojado de rocío, era un muñón. barco cruzaba el horizonte y se superponía a las vacas, tan
Abrió su breviario. Después amarró la comida a la pequeño como ellas.
espalda, abandonó el apero, marchó contra el sol. El misionero quería saber algo sobre esos trece hijos,
Hacia el ocaso metió el pie en un hoyo, se recalcó el sobre el origen de esos niños brotados del suelo. Las
tobillo, quedó en el suelo. muchachas se adornaban con moños, esperaban a sus her­
Lloró. Lágrimas que nadie secó, entre los pastos, bajo manos junto a las tranqueras. Nunca tuvo respuesta.
una muchedumbre de estrellas, el tobillo vendado con una -Este es el que me importa -decía la madre.
tira de la sotana.
74 - Sara Gallardo El país del humo - 75

Acariciaba el pelo del menor, caído a su lado, enorme, Hizo una risa. La madre le tomó la cabeza, la ocultó
un bozo sobre el labio, las mejillas exangües, las manos con el delantal.
colgantes. Puesto de pie era alto como la puerta donde el -Cúremelo. Todo lo demás no importa.
cuero de potro se agitaba los días de viento. Cada mañana y cada tarde, el joven sobaba el píe del
-Es enfermo. Cúremelo, padre, si Dios lo trajo. misionero con una grasa fétida. El pie se deshinchaba. El
Había un padre de familia que arreaba lentamente las misionero miraba las mejillas, el bozo sobre el pequeño
vacas de ordeño, y arrastrando las piernas iba a sentarse labio rojo. Explicaba la doctrina, y no sabía si el joven lo
sobre otra calavera, arrimada a una pared. Contaba sin escuchaba. Le hacía una pregunta: ¿no quería hablarle de
dientes historias de batallas, señalaba un trabuco que col­ algo?
gaba de un cuerno. El padre Matías no entendía una pala­ Los párpados del joven temblaban.
bra. Eran noches oscuras. La luna de comienzos del viaje
-¿Qué tienes, hijo? -preguntaba al menor. había decrecido, se veía sobre el celeste, alta, ausente,
El menor se pasaba una mano sobre los ojos, sonreía distraída entre las nubes.
como un idiota, una lágrima le corría. El padre dormía con el joven, con los perros, los corde­
Y llegaban los hermanos, con los cueros de jaguar, los ros y los loros. Tendido en el cuero de potro oía alguna risa,
ponchos que enrollaban al brazo para la pelea vueltos un chico que lloraba en sueños, un ladrido. Oía el viento.
hilachas, riéndose. El menor sufría un desmayo al ver la Oía los gemidos del joven dormido. Con el alba desperta­
sangre; ninguno de ellos parecía verlo, nunca. ban. Veía la sombra de las ojeras bajo los ojos huidizos.
El padre Matías, esperando que su pie sanara, reunía a Rezando por él se le puso que debía hacerlo sonreír.
los chiquillos y les enseñaba el catecismo. Una mañana Con el pie a rastras, iba a la cancha de bochas que
bautizó a todos, y celebraron con un asado. Comiéndolo había detrás del rancho. Lo obligaba a jugar. La madre
se enteró de que el bautizo debía extenderse a los jóvenes. asomaba de pronto, miraba, desaparecía.
Parecieron de acuerdo pero la catequesis no avanzaba. Era un hombre de fe. Hablaba al joven del otro mundo,
Una broma, un trabajo, se dispersaban como el viento. donde espera la paz. Le colgó al cuello, con un hilo rojo,
Ser misionero no implica no quejarse. Se quejó. A la la última medalla que había en su bolsillo.
dueña de casa. ¿Qué le ocurría? ¿Cómo podía predicar Un día vio el esbozo de una sonrisa, como la burbuja
caridad al pulpero seco de codicia, castidad a las mujeres que se abre camino a duras penas a través del pantano y
que sobrevivían por su carencia, piedad a hombres arma­ se encuentra en el aire abierto. La vio como el mensaje de
dos de dagas como espadas? ¿Cómo podía pedir paz para un alma sumergida. Tuvo que disimular su emoción.
ese muerto, ese vasco loco de terror? Y en esta casa... Sentado en su calavera de vaca decía a la madre que
-Usted es de otra tierra. Nada es igual en esta tierra. no estuviera triste. El padre de familia, que había tusado
¿Qué vasco ha muerto? los caballos mientras la luna disminuía, ahora en el cre­
-Don Juan Echepareborda -dijo el menor-. Don Juan ciente se ocupaba de otras cosas. Creciente que tenía a la
Echepareborda, entre las ovejas. madre en ascuas.
76 - Sara Gallardo El país del humo - 77

-Cúremelo -decía-. ¿No lo ha visto dormir? La alegría, el alivio le barrían el alma.


En verdad sus noches eran cada vez peores. Se levan­ -¡Hasta mañana! -gritó el otro. Dio el nombre de un
taba, caminaba por la sombra y los animales se acurruca­ lugar, en la costa.
ban temblando contra el padre. -¡Hasta mañana! -repitió el nombre del lugar-. Maña­
Los rayos de la luna pasaban por la paja mal armada na. Mañana. Hasta mañana.
del techo como una lluvia tenue. Pero otra voz, muy ronca, llamó al padre desde la
El padre estaba harto de inacción, deseaba un buen barca.
galope. Creyó que el ejercicio sentaría bien al joven. Agarrado del hueso, flameándole el faldón, el viejo de
-Vamos al Salado -dijo una tarde-. Quiero verlo la levita se puso de pie.
desembocar. Señalaba al joven y lo señalaba a él, al padre Matías.
La madre se acercó a los caballos; tenía un aire tras­ -Cuídese -gritaba-. ¿No se lo dije, padre?
tornado; se aferró al estribo: Estiró un brazo con un dedo convulso: en el confín de
-Usted sabe lo que hace. Sabe lo que hace. ¿No es ver­ las aguas una luna enorme salía, roja como el sol que se
dad? Sabe lo que hace. acostaba enfrente sobre el mar de pasto.
-Sí -dijo el padre. Pero el padre también levantó el brazo y saludó, mejor
Como en la pulpería comprendió que no sabía nada. dicho saludaba a su idioma natal que había sonado sobre
Pero taloneó el caballo y el joven taloneó el suyo. Y galo­ el agua como una casa más dulce que la del latín cuando
paron. En el rancho, los doce hermanos fueron saliendo a salía del breviario. Y miró al sabio, al hueso, al viejo de la
mirarlos partir, y el padre de familia, y la madre. levita que se alejaban. Secó sus lágrimas.
Los únicos que seguían en movimiento y en el juego Se volvió al joven para participarle su felicidad. Lo vio
eran los animales y los chiquillos. agazapado junto a las brasas con las manos contraídas.
Llegaron en el atardecer a un curso de agua amarilla Los dientes le entrechocaban. Bajaba los ojos circuidos
que se desparramaba entrando en el río marrón. por sombras nuevas. Decidió volver.
Se dispusieron a prender un fuego, a tomar unos Volvieron. Por el campo el blancor tomaba cuerpo
mates. Una barcaza, llevando algo igual a un mástil como un líquido que se espesa. Los caballos resoplaban,
curvo, venía. movían las orejas.
En ella vio el padre a un hombre como él, calvo, colo­ El padre se inquietó de esa inquietud. Recordó la blan­
rado, con gafas. Corrió a la orilla, le gritó en su lengua cura del mes pasado. Recordó al guía que lo había aban­
natal. donado. Rezó por él. Recordó al muerto. Un mes justo.
Sí. Respondió en alemán. Era naturalista. Llevaba este Rezó por él.
hueso a un museo. Estaban sobre la medianoche. Los caballos temblaban
-¡Espéreme! -gritó el padre-. Mañana termino una y soplaban como los caballos de los seis hermanos cuan­
misión. -Pensó en los jóvenes que quería bautizar.- Espé­ do debían soportar las pieles frescas de jaguar.
reme hasta mañana. -Se ve la luz de tu casa -estuvo por decir al joven.
78 - Sara Gallardo El país del humo - 79

El terror de aquella vez le llegó de pronto. Encabritó


los caballos. El suyo lo volteó y huyó.
Caído, vio al joven, alto como un oso de Alemania,
chorros de espuma en la boca, precipitarse sobre él. Oyó
el aullido. Luchando, supo lo visto por el vasco en la luna
anterior, entre las ovejas. Supo qué era el collar de dente­ Un camalote
lladas y la expresión de la cara bajo el poncho blanco.
La caída, el pie doblado le quitaban fuerzas. Invocó Leyendo a Walter Scott se me ocurrió edificar un cas­
mientras se debatía, y las manos de fuerza invencible tillo frente al Paraná. Me hizo feliz con sus almenas,
arrancaban el cuello de su sotana haciendo volar botones. torres, puente levadizo. Un camalote trajo por el río a un
Hubo una detonación. Borbotones empezaron a saltar tigre de la región del norte.
del pecho del joven sobre el del padre. Mató a mi mujer y a mis tres hijos.
Vio opacarse los ojos, los vio dulces. Leyendo a Walter Scott olvidé dónde estaba.
-Bautíceme, pronto. Ya no lo olvidaré.
Lo hizo, con la sangre que recogió en la mano. Vio la
sonrisa que había esperado tanto. Vio la expresión de
dicha. Vio al padre de familia con el trabuco humeante.
Vio, no vio, sintió un dolor, una compasión.
Murió de eso, allí.
80 - Sara Gallardo El país del humo - 81

Me lo mostraron sin que yo preguntara. Montado


delante de los suyos, poncho negro, sombrero con plumas
de colores, rubio.
No habrá funerales parecidos. Lo lamenté por el caba­
llo, y por la platería, que enterraron con el muerto y sus
D omingo A ntúnez hembras.
Aquella noche aproveché para beber sangre de yegua.
Yo prefiero el degüello aunque no me falta puntería. No me faltaban ganas.
De nosotros, casi todos lo preferimos, pero no siempre es Me llevó tiempo, semanas, pasar al campo de él, tol­
cuestión de elegir. Si fui designado, fue el destino; ya ten­ derías apartadas de todos, y hasta con casas. A desconfia­
dré que pagarlo. También es cierto que pocos me igualan do lo ganaban pocos, según se dice.
sobre un rastro. Me porté bien, y unos meses después me encomenda­
Así, salí temprano. Con unos mates y con dos caballos, ron la centinela. Era noche de luna tardía; dejé los caba­
uno mío y el mejor ajeno, que pensaba comprar, entre llos preparados; la alforja cerca. Las armas se me querían
otras cosas, con lo prometido. La alforja lista para la prue­ salir solas.
ba: su cabeza. Esperando, di en espiarlo por una rendija. Lo vi senta­
De él sabía, para empezar, que estaba en territorio de do, y tres de sus mujeres con él. Todas jóvenes, una cau­
indios. Por qué, porque tenía enemigos en todas partes. tiva de poco tiempo, quinceañera. Lo servían, estaba
Del desierto creía saber todo, pero tuve que aprender comiendo. Le dieron agua para lavarse. Había ponchos
lo peor: un grito, que de pronto callaba. De lo demás, la finos, mantas en el suelo.
sed, el frío, no me faltó nada. Que yo recuerde, fue la peor Cuando se desnudó y se levantó vi que no ha habido
ocasión. hombre como él. Lo miré, mi vida iba pasándome por el
Como al mes de andar, encontré a un cautivo que venía pensamiento, la vi mezquina.
escapando. Francés, decía, ingeniero, lloraba. No sé por No pude matarlo.
qué preferí que muriera. Allí quedó. Ni volví, ni cobré. Lo que es peor, pasé por flojo. En
En tierra de indios hallé un alboroto tal que nadie me este campamento, lejos de todo, vine a quedar.
preguntó nada. Había muerto el principal. Con él, tuvie­ Era el destino.
ron en apuros al gobierno mismo. Sin él, poca esperanza
les quedaba. Para los funerales habían armado una reu­
nión grandísima.
Pero dónde iré que no conozca a alguien. Había un
grupo de hombres que vive, según la suerte, a un lado o a
otro de la línea, y saludé a uno.
82 - Sara Gallardo El país det humo - 83

Hago viajar. Cuidado, jinete. De lo que visitamos nada


puede contarse. El más terrible de los reyes gime como un
cordero. Nunca necesité de la belleza.
L as treinta y tres mujeres del Soy la que viaja. Puerta de viajes.
E mperador P iedra A zul Es verdad que me arriesgo; veo la muerte a cada paso.
¿Cómo sujetar a uno solo este mi cuerpo de mil vidas?
1 Nadie es tan joven ni tan vieja como yo.

Detrás del gran rey cuelga un cuero pintado. Puede


agitarse, es el viento. O no agitarse: la reina está escu­ 4
chando. Los muertos por su orden cuento en mí. Los
muertos por su brazo están en mí. Tontas las que lloran su Las torturé. Sigo con sed. Las vi morir, nombrando a
juventud pasada: ignoran los secretos de la fermentación. desconocidos en otras lenguas. No me sacié. Si cada pasto
Vean las borracheras bajo las estrellas: si el agua es para fuera sujeto de humillación y cada estrella un ojo que
el día, para el dominio es el alcohol. cegar seguirían mis ansias.
Alcohol es la vejez. Perdí los dientes, mi alimento es
influir. Trenzo mis canas, ¿qué se trenza sin mí?
Tengo un anhelo sin embargo. Haría matar a esa 5
muchacha. Y a su niño en sus brazos.
Lana, lana, es la mañana. Echa el rocío, espanta el frío.
Recibe el rojo, calienta el ojo. Ata las pistas de la vida.
2 Ciñe el negro, cruza el blanco. Forma de trama, trama es
mi forma. Aquí la raya del silencio, la franja, la locura, el
Para mí sobar cueros. Comer. Ir por agua. Hilar los rastrillo del sol, los picos de la noche, pisadas, huellas,
vellones, disponer los hilos, tejer. Mirar el humo, si llo­ marcas de pies. La vida está entre estos pasos: el sí, el no,
verá mañana. Evacuar tranquila entre las matas. Sazonar el ahora, el nunca.
el venado por la herida. Cebar mate y tomarlo. Teñir la Este es el poncho que tejí para el rey.
pluma de avestruz.
Cada día lo suyo. Buena vida. Dormir.
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6 9

Amiga, dame tu boca. Ábreme las piernas. Yo te saca­ Yo me glorío de su gloria.


ba piojos de la cabellera. Gordos para ti; medianos para Repito, para que el viento lleve:
mí; flacos, a morir entre las uñas. Pasó algo. Poco me Dos mil quinientas leguas de confederación.
importa ser esposa del rey. Poco te importa ser esposa del Dos mil lanceros.
rey. ¿Es posible esconderlo? Hay tantos ojos. Cuatro caballos por lancero.
Así se cuenta la grandeza de un rey.
Yo camino, pesada de grandezas.
7 ¿Por qué me montó una sola vez?

No hablaré de otro tiempo, de otra lengua, de otro


hombre, otros hijos. 10
Aquí el viento, el horror.
A mecer, a dormir, soy el homo y el pan. Nueve hor­ El marqués murmuró: La calesa está atada. Madame,
neadas. Nueve panes. sólo nos resta huir. Ella levantó el antifaz. Sus pupilas
Veo a seis con el maestro de caballos. Uno, la bolea­ celestes eran adiós. Deslizó entre sus manos una sortija
dora. Uno, la lanza. Uno, el puñal. Uno, el galope manea­ con un sello.
do. Uno, la carrera de pie. Uno, el tenderse. No puedo recordar cómo seguía...
Hablarán entre sí, seré una sola oreja: caballos, caba­
llos. Sólo caballos. ¿Pueden importarme otras palabras?,
¿pueden importarme? 11
Hay dos más: corren cerca de mis pasos. ¿Qué pasos
escucho sino éstos? Lo veré para siempre ridículo. Cada noche vigilando a
Queda uno, y duerme. Feliz regazo. Tuve un jardín. sus hembras. Me encontró con mi amigo. Me hundió la
No hay pétalos fuera de estos ojos. cara de un bolazo. Se fue a dormir. En la mañana llamó a
Nueve panes. Irán, en este mismo viento, a matar a mi compañero. Le pidió veinte ovejas.
otros hijos. Quedé ciega.
Veinte ovejas.
En la tierra de sombra sigo viéndolo. Ridículo.
8

Pasar, sin pisadas. Hormiga. Aire. Nada.


86 - Sara Gallardo El país del humo - 87

12 ahoga. Sus pies quiebran mi fuerza. Cada pasto que traga


me asfixia.
Mi abuela -si hará tiempo de esto, al otro lado de la -No temas mi señor, volverás. Morirá.
gran montaña- tuvo oído para los muertos. Paseando por Me arrastré y desperté a mi primo. Se lo conté.
el campo decía: Nahuel, caballo de mi padre, nos oyó. Dio una vuelta a su
-Aquí, gente enterrada. Caven, verán. estaca. Mi primo habló en mi oreja: “A dormir”. No
Cavábamos. Aparecían los huesos. dormí. Casi un niño, degolló a la bruja. Amaneció cara al
Con los años se me abrió ese oído. fuego hasta el hueso quemada.
Otros, por el gusto del viento saben dónde está el ene­ Hubo un grito en la mañana. Nosotros jugábamos con
migo. Yo tengo tratos con los muertos. nuestros caballos.
En busca de una hierba para teñir la lana camino Qué reunión, qué hablar, qué brazos levantados, los
muchas veces. En algún punto llama un muerto. chicos se escondían, las mujeres afilaban las uñas. Mi
Llaman, como un guerrero en el alcohol del sueño, padre se puso el manto, la corona de lana.
como las criaturas en la noche. Sus huesos amarillos ya -Muerta está -dijo-. Muerta seguirá.
son polvo. Yo les digo que duerman. Se habló mucho en voz baja, no delante de él. ¿Quién
-Nosotros caminamos de día. Pronto vendrá la noche. la mató, cómo no hubo castigos? Ni él mismo lo sabía.
Pero una gran prosperidad vino.
Para qué vino.
13 El rey de reyes -pero rey entre reyes- me pidió por
mujer.
Allí todo era gloria. Con mi primo corría carreras de Dije a mi primo:
caballos. Domábamos. El mío frenaba sin rienda, no -¿Acaso no enseñamos a nuestros caballos?
bebía, sabía esperar. Teníamos un ejemplo, el más hermo­ Y escapamos. Mi padre montó a Nahuel. Nahuel nos
so: Nahuel, caballo de mi padre. Éramos casi niños. alcanzó.
Una noche oí a la bruja cantar como el agua en el cal­ Mi padre traía la lanza. La levantó y gritó.
dero. Hablaba con el diablo. El humo de su fuego respon­ -Es verdad que te quiero como a un hijo. Es verdad
día. que ibas a ser el jefe.
-¿Qué te asustó, señor? Mató a mi primo. Se encerró en su toldo. Bebió tres
-Te lo diré, te lo diré. días. Al tercero le dije:
-¿Qué te alejó? -Tu prosperidad se debió al que mataste. Nahuel por
-Te lo diré. testigo. Tu prosperidad atrajo al rey de reyes. Ya verás qué
-Vuelve a mí, estoy huérfana, ya no puedo volar. te deja.
-Me asusta la criatura que come de la mano del jefe. Cubierta de plata me llevaron al viejo de la piedra
Su relincho me espanta, su olor me asusta, su crin me azul.
88 - Sara Gallardo El país del humo - 89

Nahuel ha muerto, mi padre es un mendigo, su tribu 17


dispersa roe despojos.
Un viajero me vio: sin esperanza, moribunda, muy
bella.
14 Era un error. Nunca existí.
Afuera oigo cantar los pájaros.
Nació. Lo temí siempre: ojos azules. El rey, mi primo
y tío, vino a verlo. Las esposas ocultaban su gozo. Espe­
ré la muerte. Sonrió: 18
-Buena sangre -dijo-. Será rey.
Soy dos. Tengo dos nombres y soy dos. Una mañana
perdí mi primer diente. Mi madre -que lloraba a toda
15 hora- dijo:
-María de los Ángeles, entiérralo, así brota un milagro.
Ojalá muera, derrotado. Ojalá, pie en el suelo, se vea Lo enterré junto al toldo. Al otro día fui a buscar el
encadenar por soldados sin jefes. Ojalá lo traicionen sus milagro. No vi nada. Me senté y esperé. Cuando volví, mi
hijos, y lo sepa. Que pierda su fuerza de varón. madre -se contaban sus huesos- había muerto. A palos.
Ojalá muera. Y su raza se borre de la tierra. Yo con Me pareció que sonreía.
ella. Nadie más me llamó María de los Ángeles. Yo sola lo
Maldiciéndolo. decía. Nadie decía milagro.
Cuando enterré mi octavo diente grité en medio del
campo:
16 -¡Milagros: no esperaré más! ¡Olvidaré cómo se dice
María de los Ángeles! Seré Nube Blanca solamente.
Mi padre me encontró tratando de volar. Nunca enten­ Esa noche, dormida, oí una canción. Nombraba lo que
dí los gustos de los hombres. Menos, a las mujeres. Vidas nunca oí:
de sombras. Barca marinera, rema ligera.
Ahora sé. Busco huevos de serpiente enterrados. Castillo junto al río, quítame el frío.
Sapos. Murciélagos dormidos. La nieve en la montaña me acompaña.
La hechicera recibe mi adulación. Ángeles, santos, canten sus cantos.
Aprenderé. Pregunté a uno, intérprete, de barba roja: Qué es barca,
qué marinera, qué rema, qué castillo, qué nieve, qué mon­
taña. Lo dijo. Me lo repetí juntando leña, trayendo agua.
90 - Sara Gallardo El país del humo - 91

Un día vino un viejo: 21


-El rey de reyes que vive al otro lado del desierto hace
saber lo que ha sabido por el hombre de la barba roja. Una Me entregué al misterio.
criatura blanca, gorda, rubia, vive acá. La manda buscar. ¿Qué era?
Enviará tanto ganado, tantas matras, tanta plata. Un camino de tiniebla
-¿Qué criatura es esa? -pregunté. hacia una tierra que quizá no existe.
Me agasajaron. Éramos pobres. Aquel rey no conocía Soy fiel. Persevero.
nuestro pueblo, ni a nuestro jefe.
Ahora soy esposa lejos de allí. Tengo dos nombres, y
soy dos. 22
Cuando encuentre a mi madre me dirá por qué.
Esto pasó cuando cruzamos la montaña grande.
Jugando, mi hermano y yo subimos a donde el hielo es
19 muy callado.
En una cueva dormía una niña.
El placer que me queda es contemplar lo nuevo. Oro en sus coronas, en su pecho. Las sandalias eran de
El rocío en las matas. La reina que se estrena, favori­ cuentas verdes. Mascarilla de perlas. Dormía.
ta, con su niño en los brazos. Ríe. El rey la quiere cerca. Cuando bajamos él murió de frío. Yo viví.
En la tela de araña las cuentas del rocío. Nunca contamos nada.
Por la tarde me encierro, prendo el fuego. Me llaman esposa de rey. Uso collar de plata.
Por la tarde no hay rocío en las matas. La tela está car­ Nunca sabrá de reyes quien no vio la princesa que
gada de insectos. Las polvaredas en el horizonte vuelan. duerme en la montaña.

20 23

A veces nos cruzamos con el rey. Si tiene ganas me Esperé diez años. Y me vio.
saluda, y pasa. La juventud, no sé dónde quedó. Llegaba de la guerra. Sangre negra le chorreaba el
Hemos sido cómplices. pecho. Vi sus hijos, sus nietos. Las plumas de sus lanzas
No es que le falten. En el triunfo, el castigo, la matan­ también negras, locas de victoria. Mujeres, viejos, perros,
za, la gloria, la lujuria. chicos eran un solo aullido. Y las cautivas color muerte.
Pero yo sola vi sus lágrimas. Yo le sostuve la mirada. Su caballo rayó junto a mis
pies. No me moví. Mi abuela me pegó.
92 - Sara Gallardo El país del humo - 93

Celebraron durante muchos días. Los guerreros dor­ Yo le pedí su amor, él se burló. ¿Y visitaba por la
mían, vomitaban. Esperé. El rey caminó entre las tiendas. noche a mi prima?
Vi abrir el cuero de mi casa.
Nunca lo nombré. Nunca me nombró. Yo fui rey, él
muchacha. Aprendí a gobernar, él a reír. 26 y 27
Suelen hablar. Poco saben de amor.
Somos hermanas y distintas. El día de aquel doble
banquete -esa hecatombe- trabajamos juntas. Sin aviso,
24 llegaron de visita el jefe chico y sus doscientos. Se les dio
almuerzo. Almorzaban y llegó su hermano, cuatrocientos
La luna tiene un halo: viajan reyes. lanceros en el polvo. Otro banquete.
Llegaron mis hermanos. Y se saciaron las dos veces.
La lluvia borra todas las señales. Lloro. El rey en persona recorrió las filas de comedores y de
Se fueron mis hermanos. bebedores. Hablaba y se reía.
Lo puedo asegurar: fue un día de orgullo. Ser esposa
de rey, alimentar a seiscientos, y reír.
25 Pero mi hermana dijo: Conozco la sal de la cocina de
los reyes. Lágrimas y sudor. Pena y fatiga.
La historia, que todavía da qué hablar, fue en verdad
de este modo.
Mi prima tenía un perro favorito, acostumbrado a mor­ 28
der los talones. Vi que aquel joven tenía el talón herido.
Conseguí unas semillas de veneno y las guardé en la Cargando la pipa del rey he escuchado cómo dicta sus
mano. cartas. Los hombres que le sirven hacen rayas y puntos, al
Tiñendo lana con la reina vieja lloré. Me prometió un uso de los blancos.
collar de cuentas si decía por qué. Un collar de cuentas. En las tardes me siento. Soy vieja. No me interesan las
Dije: Mi prima y sus hermanas preparan un veneno. palabras.
Aquel joven les trajo la semilla. Quieren matar al rey. Veo a los pájaros. Rayas, puntos. Cada tarde en el cielo
Se las mostré en mi mano. la misma carta.
Mi prima, sus hermanas, aquel joven fueron quemados Siempre la misma, que no puedo decir:
vivos. Derrota, fin.
Son de polvo y ceniza hace siete años. Yo uso el collar
de cuentas.
Aquel fuego me mantiene despierta.
94 - Sara Gallardo El país del humo - 95

29 Aquello fue salir al resplandor en un caballo de bata­


lla. Fue correr. Fue vencer.
Mi hermano, señor del país de los manzanos, quiso
una alianza con el grande, me prometió su esposa. Cuan­
do llegué, andaba cazando avestruces. Volvió de noche, 32
partió para la guerra. Después me quiso ver.
No le gusté. Su padre le dijo el día del primer combate:
Hizo la ceremonia por alianza con el señor de los man­ -Que ninguna mujer te importe más que la guerra.
zanos. Su padre le dijo el día del primer banquete:
Nunca me tocó. -Ninguna mujer lleva más lejos que el alcohol.
No tuve amigas. Su padre le dijo el día del primer sacrificio:
La bruja me pidió un favor: Escucho para ella toda -Atarse a una mujer es apartarse del misterio.
conversación, espío cada toldo. ¿Conoció el combate, el alcohol, el misterio? Me dice:
Me han puesto motes. Los chicos tienden trampas a son tres sombras junto a tu falda roja.
mis pies. Recibo un cascotazo.
Sin embargo mi madre me contó historias, me prome­
tió felicidad. 33

He visto una visión que no es mentira en el agua del


30 pozo. Vi el funeral del rey. No falta mucho tiempo. Con él
irá su caballo revestido de plata. Sus mujeres en fila, roto
Soñé: perdí un diente. el cráneo. La favorita de vestido rojo tendrá el niño en los
¿Qué haré sin él, qué hará sin mí? brazos. Se lo arrebatarán al tiempo que la maten. Así vi el
Se ha levantado viento sobre el río, funeral, con treinta y dos esposas. Yo me escapo esta
¿Qué hará sin mí, qué haré sin él? noche.

31

Llovía. Y llovía mi llanto. Es triste ser mujer del viejo


rey. Era de noche, debajo de la manta. En otoño las cosas
son así.
Entró en la oscuridad el hijo de mi esposo. Había bebi­
do. Tal vez se equivocó.
E n e l ja r d ín
El país del humo - 99

L as ratas

Cuando voltearon las casas para hacer la avenida 9 de


Julio miles de ratas tuvieron que buscarse la vida. Habían
tenido años para prepararse. Entre la construcción del
centro de la avenida con su obelisco y el añadido de los
extremos pasó más de medio siglo. Pero nadie puede pre­
pararse durante medio siglo.
Un día la obra prosiguió.
Ni digo lo que fue aquella demolición. La tierna subía
al cielo, la gente la tragaba y la masticaba. Primeras en
caer fueron las cornisas con sus yuyos. Las ratas huyeron.
Escenas de desesperación hubo demasiadas. Sufri­
miento, grande.
La tarde en que una rata mojada entró por el caño de
ventilación de una confitería de la calle Cerrito es sólo un
caso. Una señora europea -venida a causa de la guerra- la
sacó de un paraguazo a la vereda. Pero imaginemos: Des­
pués, en la vereda. Imaginemos: Antes.
Una gigantesca madre a punto de parir entró en el
salón de belleza de la calle Santa Fe. Cómo gritaron las
empleadas, se abalanzaron a las sillas. Por suerte no había
dientas, dijo la dueña, prefieren levantarse tarde. Qué
búsqueda por los camarines, entre frascos y pequeñas
almohadas de hilo rosa. Una empresa cerró todo y echó
un humo letal. Descosieron el forro del sofá. Allí estaba,
con su cría, muertos todos. Nadie se enteró porque la
dueña del salón, francesa, sabe lo que es ganarse la vida
en tierra extranjera. Nadie lo supo.
100 - Sara Gallardo El país del humo - 101

En el sector del norte había un macho que nunca de sus gatitos se cayó un domingo en el patio de la pele­
formó familia. Le faltaba un diente, era tuerto. Se decía tería. Allí judíos de dedos marrones cortaban pieles sobre
que no imaginaba qué es el miedo. Si la juventud lo admi­ una mesa y discutían a voz en cuello. Los sábados y los
raba y los viejos le daban tardíamente la razón, la mayo­ domingos estaba desierto. El gatito demostró tener pul­
ría lo contemplaba con recelo. Conocía a ojos ciegos la mones; el barrio entero se movilizó para tener paz.
manzana de tugurios y palacios de Paraguay a Charcas; se De vez en cuando el terrible cruzaba lentamente. Es un
alimentó por meses en los fondos del Registro Civil. La gato de cabeza enorme, también lleno de cicatrices. Verlo
plaza Libertad era nada para él. Había andado por los can­ paraliza el corazón del más indiferente.
teros, por las ramas del gomero y por las copas de cemen­ Con la lluvia grande todas las azoteas se llenaron de
to. Ciertos atardeceres había subido por los cables de la agua; había yuyos como brazos de ahogados en el oleaje
luz, a la cabeza de jóvenes embobados, para solazarse de pálido. La gata y sus hijos, que habían crecido, lo sopor­
tipa en tipa, de jacarandá en jacarandá. Sus corridas des­ taron por semanas con las orejas fruncidas.
prendían una nieve de flores hacia el fin de la primavera. Cada azotea parecía una piscina. Un día se fueron.
Había llegado al mercado viejo de la calle Talcahuano, Por aquellas regiones se había aventurado el explora­
donde fue repelido por el ejército local ganándose el bollo dor. Se dice que vio al terrible de frente. Con los gatos
que le cruzaba la cabeza. Nada es eso. Se había atrevido tenía un sistema; les saltaba chillando al hocico. Bien
a llegarse a la feria de la calle Córdoba, con idea de diver­ puede que no supiera qué es el miedo. ¿Cómo, si no? Pen­
tirse en el baile de la estatua. Es una ronda alrededor de semos, ¿cómo? Que haya perdido uno de sus dientes no
una Caperucita de mármol que adornó hasta ayer la plaza sorprende.
Lavalle. Pudo verlo, como lo vi yo, pero casi le cuesta el En la catástrofe de la demolición muchos prejuicios se
pellejo porque quiso intervenir. Se aseguraba que prove­ dejaron de lado. Parte de las ratas decidió acudir a aquel
nía del puerto, donde toda desfachatez tiene su aplauso. a quien miraba de través. Pregunten a la señora del para­
Otros decían que había venido en tren desde los silos de guas, a la dueña del salón de belleza, a los peleteros del
Santa Fe. Nadie lo atribuía a las procreaciones apacibles patio cuántos trámites tristes no aceptamos en malos
que se sucedieron en las últimas décadas de las casas vie­ tiempos.
jas, Tal vez tuvieran razón. Avanzaron las ratas con estremecer angustioso. Las
Una cosa era cierta. Se había aventurado hacia el Otro casas huecas, golpeadas, las sobresaltaban.
Lado en tiempos anteriores a la lluvia grande. El lado de ¿Había hablado de un refugio, él? Había hablado. Un
la calle Suipacha. Esto sí pone los pelos de punta. refugio pasajero pero cercano, apropiado para familias con
En tiempos anteriores a la lluvia grande había muchos cría chica, ¿Cercano hacia qué lado? Hacia el peor. Hacia
gatos en las azoteas vecinas a Suipacha. Una madre tenía Suipacha. Por un momento amargo hubo la sospecha de
cría a cada rato. Se pasaba horas vigilando las ventanas de que el solitario se burlaba. El sin familia, el sin corazón se
los departamentos, pues un viejo señor de ojos celestes y burlaba de los invalidados por el amor. Llevar las crías
su enfermera le echaban carne desde un cuarto piso. Uno hacia Suipacha era ofrecer hileras de bombones a los gatos.
102 - Sara Gallardo El país del humo - 103

El explorador no se burlaba. Había cambios en la zona Se habían multiplicado. Nadie puede evitarlo y ellas
mala, inauguración de dos bares y de un restaurant chino. menos que nadie. El edificio resultó de construcción
Gatos cebados, panzones, dormilones, se criaban en los lenta, y dio tiempo para que se sintieran cómodas. Pros­
fondos. Nada que ver con el terrible, la madre, el amari­ peraron. Perdieron el aire huidizo de los primeros tiem­
llo, la tuerta, el campeón. No se burlaba pero tampoco pos. Se organizaron. Pasaron a considerar un derecho sus
explicó mucho. Era creer o no creer. horas de solaz, gimnasia, cacería. No se daban cuenta de
Hubo que creer. Hubo que salir, temblando, las crías que eran demasiadas.
rosadas en fila, pegándose a escombros, acurrucándose, Pero eran demasiadas. En las noches corrían por los
barrigas latiendo contra el suelo. ¿Si hubo muertos? andamios, se perseguían por las escaleras a medio hacer
Hubo. Familias enteras. El explorador lo previno. Debajo donde brillaban bombitas manchadas de cal. Habían
de los autos acechaban ojos verdes. La noticia del éxodo tomado la costumbre de explorar las paredes de los edifi­
había corrido. Horror otra vez, chillidos, desolación. Era cios vecinos, y poco a poco se habituaron a hacer alto en
creer o no creer. los alféizares del primer piso, del segundo, del cuarto, del
Las condujo. Corrieron pegadas a una pared, se oyó un octavo, a subir por los cables del teléfono. Sus chillidos se
ladrido, se precipitaron en un montón de tablas. Penum­ oían de pronto en una comisa. Hubo quienes no volvieron
bra, angustia. Fueron entrando. Habían llegado, a abrir las persianas. Hubo quien se arrepintió de no arre­
Pero fue difícil. Adiós pasillos, sótanos, comisas de la glar a tiempo un vidrio roto.
abundancia, galerías de la libertad. Adiós calma. Los rui­ Empezaron a circular historias. Nochebuena, la joven
dos del día volvían el sueño apenas un descanso. Los madre deja la mesa puesta. Al volver de Misa de Gallo
hombres gritaban, martillaban, y había una sierra que encuentra el árbol de Navidad caído, los jazmines disper­
parecía la voz del final. Cuando caía el sol llegaba el sos, el pavo mordisqueado. ¿No se llama a esto hacerse
silencio. Los albañiles se vestían y se iban. El sereno odiar?
entraba en su cabaña, encendía un calentador y se senta­ El gran odio contra las ratas cristalizó. Para esas
ba a tomar mate. Compartía su comida con el perro. Era fechas llega el Año Nuevo. No se puede estar pensando en
importante porque el perro, bien comido, dormía bien. las ratas también durante la fiesta de Año Nuevo. Venta­
Entre tanto la demolición avanzaba. Las manzanas de nas, persianas se abren. A veces el río decide mandar a la
casas se volvieron dunas de escombros. Las dunas se fue­ ciudad una brisa que le permite dormir. Quienes no se
ron en camiones. Quedaron territorios de polvo amarillo resignaron a perdérsela durmieron con la ventana abierta.
que se levantaba hasta el cielo cuando había viento. Y puer­ Las ratas ganaron las casas. Se instalaron detrás de los
tas, postigos, ventanas, rejas de balcón puestas a vender. armarios, abajo de las cocinas. Todo les fue alimento.
En el barrio la presencia de las ratas huidas de las Hasta los cables del televisor, hasta los caños de desagüe
casas viejas se notó de golpe. Pasado un tiempo fue algo de los lavarropas.
más que notarse. Entonces empezó la guerra.
104 - Sara Gallardo El país del humo - 105

La venta de venenos subió de golpe. Los basureros También cambió el diarero. Pareció adelgazar, empe­
protestaban porque a nadie le gusta encontrar un muerto zó a usar boina, y en vez de gritar las novedades prefirió
en el tacho que carga, y menos si es una rata. El almace­ esperar a los clientes escondiendo la cara detrás de las
nero de la calle Juncal prefirió comprarse un gato. Lo revistas.
habrán visto mirar pasar los autos, a cada uno movía la Siguió el portero deí edificio nuevo. De noche parecía
cabeza barriendo la vereda con la cola de su presa. Los salir tranquilo, pero de día, ¿cuántos timbrazos no eran
dueños de gatos gordos les suspendieron la comida. necesarios para hacerlo aparecer, temblando, los ojillos
La gente empezó a buscar en las guías telefónicas la rojos, a punto de escapar? No digamos el muchacho del
dirección de las oficinas municipales denominadas anti- almacén. Fue, como se dice, del día a la noche. Se hizo un
rroedores, como si las nutrias y las liebres figuraran en gorro de trapo y empezó a usar un delantal enorme. No se
sus planes. Los más pobres iban temprano o al atardecer, enojaba por las burlas. “Hay que cuidar la ropa”, reía, con
los más ricos mandaban a sus sirvientas. Tan largas eran voz medio atiplada.
las filas que los trámites parecían disolverse, Pero los Uno de los sacerdotes de las Victorias dio en pasarse
demandantes se miraban unos a otros con alivio, como el día metido en el confesonario. Dicen que obligado a
quien descubre que hay otros enfermos de algo que aver­ decir un sermón tuvo una especie de pataleta y no se lo
güenza. Y hablaban de las ratas. Hablaban contra las vio más.
ratas. El guardián de la plaza Libertad fue entrevisto una
La batalla fue en orden cerrado. Tramperas, veneno, madrugada por un grupo de muchachos que volvía de un
gas, gatos y hasta hurones. Las casas se transformaron en baile. Corría alrededor de la estatua de don Adolfo Ais ¡na
celadas, las calles en campos de exterminio. dando chillidos de placer.
Las ratas se sintieron acorraladas. El barrio cambió.
Bajen a la fiambrería a comprar cien gramos de jamón.
Aquí se inicia lo que voy a contar. Dicen que empezó Hay que esperar. De pronto, con un vestido de seda celes­
en el piso donde alguna vez olvidaron reponer un vidrio te y un pequeño sombrero, mírenla, inclinada sobre el
en la cocina. La joven madre con el joven padre y los hijos monedero. Es vieja. El gato la mira. Ella se apresura,
fueron a cambiar de aire al borde del mar. Quedó la sue­ recoge la compra, se va rozando las paredes.
gra, con su rodete gris. Los vecinos la veían ir a misa de Fíjense, es domingo. El auto brilla. Sale el padre, salen
seis con mantilla y misal. No faltó quien observara que iba los hijos, sale la madre. Salen en fila, como en memoria
de un modo extraño, como si refrenara una prisa, un trote. de peligros. Con trajes demasiado nuevos. Llevando
Cuando pasó el verano alguien le preguntó por el regreso paquetes de comida. Impacientes, sin mirar a nadie. A ver,
de los jóvenes y obtuvo una respuesta sorprendente. No este coche, que arranque, que arranque, allí se van.
importa qué respuesta. Pero al inclinarse a escucharla,
quien la recibió creyó notar algo como bigotes, el rodete Todavía prefieren estar en grupo, es natural. Unas se
como una cola gris enroscada bajo la mantilla. reúnen en la confitería a eso de las cinco, otras salen de la
106 - Sara Gallardo El país del humo - 107

iglesia, otras aprendieron a jugar al bridge. Muchas tienen


un gusto loco por el cine. Van a los continuados y ven la
misma historia cinco veces. Otras, más tranquilas, mor­
disquean un diario sentadas en un banco de la plaza. No
falta alguna que empieza a hablar de derechos de jubila­
ción. P erplejidades
Andan un poco agachadas, un poco mohínas todavía.
Pero todo se va a arreglar. Por su familia, tuvo y no tuvo suerte. Venía de perros
Se va a arreglar. Es cuestión de costumbre. cazadores. Oyó hablar de hazañas. Aquel ardor, aquellas
almas. Todos desmesurados.
Primer engaño fue ese, la familia. Segundo su belleza.
Nadie dejó de considerarla espléndida.
Y era fútil.
Se encontraba a sus anchas entre los perros y las perras
del jardín interior. Lo más banal. Instalada entre tan
pobres personalidades, algo como el sonar de un batallón
remoto empezaba a sonarle. Era lo oído entre los cazado­
res, en su familia. Y parecía, se sentía, superior a los
nimios.
Volvía a los suyos, al jardín exterior. La demanda que
batía en sus sangres le resultaba entonces de mal gusto.
Ajena, Lloraba a solas. Se creía una reina destronada.
Tal vez sólo era débil. Como tantos.
108 - Sara Gallardo El país del humo - 109

Llegaba tarde, llegaba temprano. Pero nunca faltó a las


palabras del patriarca.
Nacido libre, con cicatrices por el hocico, hablaba
cada noche.
Cada noche los parientes subían, rugiendo de costado,
¡Pero en la isla ! hacia el árbol. Llegaban los machos de melenas que se
movían como pastizales. Las hembras dejaban dormidos
Este era un gato que se escapó de una casa llena de a los cachorros. Iban echándose. Los jóvenes en la última
adornos. Pasó los primeros días debajo de un auto. De fila.
noche el hambre y las pasiones lo hacían salir. Evitó las El gato esperaba. El pelo se le erizaba. Una sombra
peleas, comía poco, estaba débil. Cuando el auto se fue hubiera bastado para hacerlo chillar.
tuvo que buscarse otro refugio. En aquel idioma las palabras ardían, hogueras en un
Avergonzado se encontró comiendo la carne que una campo negro.
vieja traía entre papeles. Hasta que oyó la burla de una No comprendía. Eran golpes. Lugares. Leyes. Leones
gata que lo miraba desde un árbol. que dejaron recuerdo para ser transmitido de león en león
Ella le enseñó más que nadie en el mundo. No era mientras dure la especie, libre o infeliz. Arenas, siestas.
joven, ni linda. Pero tenía gracia. Recorrieron un parque Vigilancias. Sabores, sangre, sangre humeante. Saltos,
sin fin, árboles de todas las especies, tan grandes algunos desde matorrales. Batallas. Derrotas. Amores. Leonas
que no daba idea de treparlos. heroínas. Masacres de cachorros. Venganzas. El gato sen­
Su primera caza fue una paloma herida que cruzó el tía como si cerca de él corriera el agua extraña de un gran
camino aleteando. El golpe y la sangre lo hicieron com­ río lleno de peces que no lograba cazar. Soñaba con aque­
prender. Se comió hasta las plumas. llos peces, con aquellas palabras. Un día despertó sabien­
Después supo arrastrarse por las ramas, sorprender do el idioma.
nidos, llegó a cazar ratas. No es decir que no fuera cómo­ Callaba el patriarca. Un trueno apagado de rugidos
do rondar los tachos de basura. seguía. El ser mismo de león pasaba en esas noches de
Una noche entraron en el jardín zoológico. Nunca alma a alma. Las colas batían los costados.
supuso que hubiera nada ni parecido. De jaula en jaula Después los sueños quemaban, sol. O, azules, eran
miraba fuera del alcance de los picos, de las garras. Las noches en que baja el sendero para beber en el río.
águilas. Los monos. Recorría la orilla hedionda donde -No permitas que te roben el seso -dijo la gata-. Son
duermen las focas. cosas que llevan a la muerte.
Una noche llegó al foso de los leones. El gato era joven. Dijo: no me importaría morir por eso.
Un pasto ralo cubre la colina donde duermen las fami­ Una tarde llegó al zoológico a la hora de repartir la
lias. comida. Sintió la misma vergüenza, pero mucha más, que
Acabó lo demás para él. Vivió para los leones. ante la carne del envoltorio de la vieja.
110 - Sara Gallardo El país del humo -111

A fuerza de mirar notó a un joven león, tan joven que El anciano bajó la cabeza. Lamió mucho rato las zar­
tenía rastros de manchas. Se portaba en cierto modo como pas. Dijo: comprendo.
el gato: no vivía para sí. Cuando el joven dejó la colina su madre sacudió las
Vivía para el patriarca. crías del flanco. Se levantó. En qué andaba, hijo. Nada,
Lo atendía, aun en el sopor, aunque fuera levantando madre, nada.
un párpado. Llevaba hasta el árbol las mejores presas, las ¡El gato! Se entregó a la causa del joven. Le fue difí­
dejaba a una distancia respetuosa pero no incómoda. Lle­ cil dormir. Estudió los portones, los horarios, la forma de
gaba a las reuniones con anticipación. Así, mientras el repartir las comidas.
joven vivía pendiente del viejo, el gato vivía pendiente Se lo dijo un sábado a la gata. El lunes. Lunes de
del joven. madrugada. Había elegido bien porque los domingos, al
Y llegó a conocer sus pensamientos mejor que nadie, llegar la noche los animales y los guardianes están ahitos
a no ser la madre, que lo observaba amamantando una y están cansados. Todos esperan el lunes, el cierre, des­
cría nueva. canso.
Supo también su nombre verdadero. Un guardia lo lla­ La gata lo escuchó, agazapada. Los ojos se le pusieron
maba Juan y respondía cuando lo llamaban, se dejaba aca­ verdes como dos faroles. Lo ayudaría. Total, había vivido
riciar el lomo y la nuca. Pero su nombre era otro. Lo oyó, demasiado. (No iba a decirle que la vida no le interesaba
en aquel idioma que acababa de comprender. sin él).
El gato había tomado la costumbre de pasarse las Esa noche el viejo león cantó. Cantó mostrando sus
horas sobre el árbol de tronco lacerado que echaba una colmillos quebrados en batallas, oscuros por el tiempo.
sombra frágil sobre el patriarca. El tufo de las fieras reu­ Cantó y los leones, que nunca habían cantado, cantaron.
nidas lo embriagaba. El tufo de las almas lo enloquecía. Cantaron, y los dos gatos sobre ellos, traspasados por el
Una noche vio subir la colina al joven león. Era tem­ canto, gritaron hasta desvanecerse.
prano. Lo oyó balbucear. Decir a su antepasado que, com­ Lo mismo que el barco desmantelado surge un día de
prendidas sus lecciones, esa no era vida para un león. Que viento en el horizonte y el aletear de sus velas da una
pedía su permiso, pero a la vez le anunciaba, en la prime­ impresión de vida, así la vida de los leones en los desier­
ra ocasión buscaría la forma de conocer aquello sin lo tos flameó sobre todos.
cual no hay león: ser libre. Cantó el león viejo. Era adiós a su nieto.
La pena del anciano subió como un vapor que hizo Lo comprendió su nieto.
vacilar al gato en su rama. Cerró los ojos como si el tedio La madre. La gata. Nadie más.
o la luz lo incomodaran. De entre nosotros, dijo, quien
desea conocer esa cosa paga con el fin de todo. Con la Lunes de madrugada con llovizna, tres hombres en un
muerte. auto juran haber visto, bebiendo en la fuente del monu­
El joven dijo lo que el gato un mes antes: no me mento, a un puma con dos gatos. Lunes de madrugada con
importaría morir por esa cosa. llovizna una actriz borracha dice que una leona con su
112 - Sara Gallardo El país del humo - 113

cría cruzó la avenida ante sus ojos. (Era un joven león. La gata rogó al gato que tratara de hacerse entender.
Eran dos gatos). Una cosa es comprender un idioma, otra hacerse entender.
Llovizna, borra huellas. Llovizna ahuyenta enamora­ Pensaban los gatos que aquel día debía ser pasado en
dos. Llovizna alza el aroma de la tierra. una isla que hay en el centro del lago. La maleza toca el
Revolcarse en esta tierra, las hojas del otoño vuelan agua en las orillas. Hubo un puente, con iluminaciones,
entre las zarpas; y mojadas se pegan sobre el cuerpo color pero ya no estaba. (La gata tuvo amigos electrocutados).
hoja de otoño. Un gato y una gata se resguardan temblan­ El león miró la isla. Le gustó.
do de la humedad. Un fuego de brasas chisporrotea en la Tuvo que esforzarse para no borrar a los gatos de un
llovizna, la mendiga come sopa bajo un ombú. zarpazo cuando volvieron a hablarle. Gruñendo, escuchó.
Lunes de madrugada con llovizna, un marinero nuevo Gatos no entran en lagos. Los cruzó. Hubiera sido fácil
va al cuartel. El viento le arrebata la gorra. Salta del para ellos quedarse. Pero fueron. Quisieron ir.
colectivo. Que no siga rodando en el barro del parque.
¿No juró no merecer arrestos, pasar sin ser notado, casar­ Salió el sol y los bambúes tiritaron en el aliento del
se al volver? Un peso cae sobre su espalda, olor a fiera, alba. Los gansos de la otra isla, con farol de piedra, grita­
un chorro baña el uniforme y humea. Arrastrado, piernas ron demasiado, fueron y vinieron. Notaron en el agua el
abiertas, quebrado, saboreado, comido, vida caliente que paso del desconocido.
pasa a vida caliente. ¡Pero en la isla! El sol subió y calentó la tierra y los
Amigos, no creo que conozcan guarida comparable a bambúes y los árboles y el calor empezó a volver volup­
las palmeras situadas en el césped, surtidores en curva tuoso el mundo. Había una magnolia en el centro y en la
que salen de una maleza de su especie. magnolia un sonido incomparable. Cayó sobre el hocico
Un sueño breve de reparación nerviosa, de digestión. del león una piña incrustada de semillas rojas. La miró,
Dentro del refugio no se siente el agua. Los gatos cuchi­ preguntó al gato si ellas producían aquel sonido. (El soni­
chean. do había cesado). Que no, era un zorzal, un pájaro, un
Fue un sueño. La aventura llamó. Salió de la maleza, bocado, gusta de las semillas rojas en otoño.
levantó el pecho. Rugió. ¡En la isla! Arrastrarse por senderos que van a parar al
Anduvo entre árboles. Trotó. Husmeó. Llegó a orillas lago. Saltar, jugando con la sombra de las hojas. Otra vez
de un lago. Bebió. Los gatos lo seguían, refugiándose de rayar un tronco, la barriga y la boca en la corteza musgo­
la lluvia en lo posible. sa. Perseguir la cola en redondel hasta volverse loco y
Pero estaba loco de alegría, cavó la tierra revolviéndo­ revolcarse de alegría, zarpas al aire. Oh, estirarse, despe­
la, olfateando, rayó un tronco que cedía corteza en tiras rezarse, bostezar en la atmósfera sin brisas.
que se honraban por demorarse entre sus garras. Las Dijo la gata al gato: Debimos traerle su comida.
voces de la noche callan con la lluvia. Estaban más calla­ Y para sí: Empezó el fin.
das. Pero él creía que era lo habitual. Subiendo a lo alto de la magnolia los gatos podían
echar una mirada circular.
114 - Sara Gallardo El país del humo - 115

La avenida con sus automóviles y sus colectivos dale Así fue abordada. Era de noche, ya.
correr. Los lagos, sus hileras de botes dando vueltas por -¡Juan! -gritó una voz conocida.
las aguas. La cima del monumento donde se bebió el agua Reculó, fulgores le salían de los ojos. Recuerdos de los
eufórica de la madrugada. Las frondas, los árboles cono­ suyos, de comida y caricias. Y de las rejas frías en el hoci­
cidos de a uno, hospitalarios o no, aromáticos o no, secre­ co.
tos o no. Las personas con perros, las personas con bici­ -¡Juan!
cletas. Era de noche.
Pero era lunes. Poca gente. Escaso ruido. Hasta los Todos los leones rodeaban al patriarca. Hoy no se
gansos ahitos desdeñaban el pan que alguien les ofrecía. hablaba. Allí estaba el de melena negra, enorme. La leona
El gato juzgó bueno recomendar al león que esa noche de cría reciente, la leche seca desde la mañana. Se respi­
se echara sobre los gansos. La gata no le dijo que no raba, entre el pasto pobre, en la colina. Se tendía la oreja.
habría esta noche. Se oyó una crepitación, lejos.
El león, en una rama de la magnolia, una zarpa col­ El patriarca acható las orejas y cerró los ojos. Era el
gante, soñaba. Sueños nuevos por fragancias nuevas, el único que conocía ese sonido.
león anciano, la madre, el padre de melena negra y enor­ Vio con los ojos cerrados que un joven caía desde una
me que le entraba por el pecho y le llegaba al vientre. Se rama, una caída blanda, pesada. Vio caer sobre él unos
despertó con hambre. animalitos acribillados.
Marchó a buscar su comida de la víspera. Murió en esa hora el patriarca, también.
Al llegar a la orilla se detuvo. Espió entre las hojas.
Notó algo.
Había un silencio. Ni ser humano, ni bote, ni auto, ni
colectivo. En la punta de la magnolia murmuró la gata. Dos
veces había nombrado al gato con nombre equivocado, el
nombre del tiempo de su juventud. Pues tenía en el paladar
y en la lengua una sensación, un gusto, algo, igual al de la
noche en aquel sitio de los árboles vertiginosos, donde
murió el barcino de aquel modo, enamorado de la blanca, y
ella huyó loca de miedo. Qué le importaba huir ahora.
En el silencio se oyó algo. Se erizaron los pelos de los
tres. Se oyó lejano, excitado, ladrar.
Así fue rodeada la isla, con cascos blancos y objetos
largos en las manos, y con perros atados a cadena asfi­
xiándose en el ansia de cazarlos, y una flotilla de lanchas.
Y ciertos camiones con luces, cables.
116 - Sara Gallardo El país del humo - 117

oír por encima del paso de los trenes. Atraía a los pájaros,
porque encontraban buena comida. Y a los insectos por­
que era una selva de refugios.
Atraía a los dueños de perros.
Los perros eran lustrosos, ávidos de correr, de olor, de
Un césped hacer necesidades.
Tenían dueños de todas clases. Confiados, soltaban las
En los jardines que van de Palermo a la Recoleta hay correas. Temerosos, corrían atados a ellos. Y si mujeres,
un cuadro de césped. Cierto año, los jardineros se olvida­ iban torciéndose los tacos de los zapatos. Los perros suel­
ron de cortarlo. El pasto creció a sus anchas. tos y los perros atados se encontraban, gimiendo. Los
Cada media hora corría un tren, con hálito ferruginoso. libres disparaban, persiguiéndose, volvían al oír gritar sus
Las raíces lo sentían pasar. Las lombrices interrumpían nombres.
sus caminos. Hay una hora de la noche, cuando los enamorados se
A su antojo crecieron los pastos. han ido a sus casas y los trenes paran, en que el rocío cae
En otoño, los jugos atravesaron la tierra como la aguja sobre el césped. El hollín resbala. Cada pasto guarda una
del colchonero el espesor de la lana. Pastos y lombrices se gota.
sorprendieron con la novedad. Y los días de lluvia. Sólo agua, lavando, susurrando,
Al caer el sol, los porteros de los departamentos que­ mojando. Ni persona, ni perro. Callado, el pasto abre la
maban la basura. Aparecían trombas sobre los edificios. boca.
Revoloteando en las telas metálicas de las chimeneas, Un día, el intendente municipal recorrió todos los jar­
negros papeles se desmenuzaban en su afán por salir. Las dines que van desde Palermo hasta la Recoleta. Un rey
chispas se entregaban al aire, desaparecían; los hollines había anunciado su visita.
ascendían. Otros hollines, salidos de otras casas, se Llegaron ios jardineros.
encontraban con ellos. Juntos formaban nubes. Desbara­ Cortaron todo el pasto. De norte a sur, y de este a
tadas por un vuelo de pájaros, por el paso de un tren o un oeste.
golpe de viento iban a aterrizar sobre el césped. Y el pasto que moría cantó.
El césped. Junto a los semáforos de la venida, colores Cantó el aliento y el trepidar del tren, el hollín que
amarillo, rojo o verde lo tenían según el orden de paso; y baja, los jugos del otoño. Las lombrices. Los enamorados.
los autos le echaban una estela de humo. Las luces del semáforo. Los vendedores de helados. Los
No era un césped. Era casi un pastizal. insectos. Los perros atados y los perros desatados. Y los
Mullido, atraía a los enamorados. A los chicos, que dueños de los perros. Los pájaros. Los vendedores de
juegan al fútbol, o se tambalean, padres detrás. A los ven­ café. Los niños crecidos y los que aprenden a caminar. El
dedores de helados, cuando ganaba el calor y se sentaban. rocío, el humo de los autos, la lluvia.
Y a los que cargando termos de café trataban de hacerse Cantó, esa voz de césped, ese olor de césped cortado.
118- Sara Gallardo E1 país del humo - 119

plandecía la lista de antepasados de White Glory. Dick no


comprendía por qué el patrón había omitido de esa lista
ios nombres de los antepasados que pisaron las nubes y
volverán pisándolas en el fin de los tiempos. Eran los más
notorios, por el lado árabe.
W hite G lory En realidad, había respetado a su patrón hasta una
fecha. Hasta que supo que había cambiado por dinero a
Un tordillo puede ser soso o puede ser la gloria del White Glory. No sólo eso. Lo había concedido a habitan­
mundo. White Glory era la gloria del mundo. tes de las regiones australes del globo. Allí estaban.
Ninguna gloria se sintió menos gloriosa que él mien­ El tren chocó esa noche. Dick, dormido sobre el fardo,
tras subía al tren, en la ciudad de Buenos Aires, con rodó bajo las patas del tordillo. Su terror fue lo que falta­
rumbo al sur. Venía de un encierro imposible de sufrir. No ba para que White Glory perdiera la cabeza. Cortó el
tanto a causa de las paredes, tenía costumbre, sino por el bozal, hundió tablas, disparó a la noche llevando los sesos
suelo que huía, para no hablar de la falta de ejercicio. De de Dick pegados a los cascos. No tuvo noticias del fuego
no sacarlo Dick al fresco hubiera enfermado para siem­ que deshizo el tren y volvió ceniza el libro de cuero rojo.
pre. A pesar de eso, hundió a patadas varios tabiques. Y Galopó, rodeado por el espanto. En el suelo había cue­
apenas salido de aquel lugar tenía que subir a un tren. Sus vas que saltó sin saber. La noche tenía el más extraño de
paletas se estremecían. los olores.
Una manta de un rojo oscuro con ribete azul y cuatro Galopó entre pastizales que le llegaban al pecho. Un
escudos lo cubría. Cuando se encabritó se vieron los cua­ vaho lo desvió de un matorral donde relucía un ojo. Galo­
dros azules, verdes, de su revés y sus correas con hebillas pó sin detenerse.
doradas. Una vez estuvo por parar. Pero empezaron a azotarlo.
Peor estaba Dick. Sufrió en el barco pero ahora sufría Había conocido las fustas más espléndidas, de oro con
más. No quiso asiento en el tren. Se sentó en un fardo carey, de cuero de rinoceronte, aunque nadie se hubiera
junto a White Glory. Llegaba la hora de decirse adiós. atrevido a levantar una sobre él. Los talones bastaban para
Tenía que volver a su tierra. Desde la infancia no rezaba, que ganara una carrera. Ahora fue azotado en la tiniebla.
y rezó. Pidió que le fuera evitado ese dolor. Corcoveó, bramó, disparó en el ruidaje del agua, hasta
Si vieran a White Glory como lo estoy viendo en aque­ que ésta le llegó a la panza y se detuvo, temblando, la crin
lla mañana del siglo pasado con' sus ojos de diamante oscura de sudor. Paró y pararon los fustazos. Vio que esta­
negro y su cabeza de arcángel comprenderían a Dick. ba en medio de un vaho, algodonoso como la bufanda de
Hubieran dejado amor, familia, amigos por él, como hizo Dick en invierno. Sólo había los olores de lo mojado.
Dick. Verlo era perderse. Se adormeció; su cabeza fue bajando. Pero el frío del
Dick llevaba un sobre. En el sobre había un libro de agua contra el hocico lo hizo encabritar, otra vez lo azo­
cuero rojo con filete azul y escudos de oro, en el que res­ taron, disparó, se detuvo con el agua al pecho.
120 - Sara Gallardo Eí país del humo - 121

Si Dick lo hubiera visto. Más le valía a Dick estar Entonces muchas criaturas del bañado se ingeniaron
donde estaba. para mirar al Torbellino de la Noche que los había mante­
Una sombra se levantó frente a él. Sus crines vertica­ nido tantas horas en el terror. Según el estilo de cada cual,
les ondulaban como una hoguera muy lenta. Su lomo no emboscados, con vuelo que simula indiferencia, con ale­
tenía límites. El corazón de White Glory retumbó. teos tontos, observaron el acontecimiento.
-¿Cuál es tu nombre? -oyó. Bordes pálidos fosforecían Ese día empezó en el llano a hablarse de que alguien
en los cascos suspendidos, una nube envolvía los ijares había llegado para algo. Un semental de blancura de garza
sin límites. White Glory aplastó las orejas. con el lomo rojo.
-Mi nombre es mío. Salió el sol. Al salir, su primera mirada corrió sin un
“¿Es fácil? Lo crees fácil. No es fácil. Es fácil. Parece obstáculo, igual que una bola de billar rodaría por el tape­
fácil”. Dijo con truenos, y la noche parecía acompañarlo. te, y fue a dar contra el pecho de White Glory, que era
White Glory se levantó en dos patas, manoteó el aire, las macizo como la luna llena cuando sale sobre el Río de la
crines se revolvieron como un torrente. Plata. Lo mismo que ella en esa hora, el pecho de White
-¡Mi nombre es mío! Glory pareció encenderse con la mirada del sol a ras de
La sombra galopó hacia arriba y él levantó su cabeza tierra.
para mirarla. Vio que el aire se abría en jirones a su paso. Eí mundo entero saludó esa mirada.
El cielo era distinto del cielo de Inglaterra, pero no vio las Una brisa pareció levantarse a recibirla.
estrellas porque los caballos no las pueden ver. Lo mismo que un oficial joven galopa al costado del
Amaneció. Se encontró en el agua rodeado de fustas héroe que vuelve, y el ruido de los cascos de sus caballos
con penachos de hojas. Un sendero de espejo marcaba su se confunde, así por un instante no se supo si la mirada
camino de la noche anterior. Bebió. Un par de pajaritos del sol inclinaba el pastizal o si la brisa teñía el mundo.
revoloteó ante él, a veces se paraba aleteando sobre algún Olió los pastos. Comió sin cuidarse de su dureza.
tallo. Fue probado. Una mala hierba, no cabe duda. La panza
-Señor, terror, adiós, hasta luego, por favor. Adiós, por se le hinchó. Dobló las patas. Resistió en un estertor. A
favor. Son los primeros, estamos asustados, no podemos rastras fue hasta el agua. Bebió todo lo que pudo. La
alimentarlos. Señor, por favor, adiós, adiós. manta se mojó en los bordes, pronto estuvo empapada. Lo
-¡Comida, comida, comida, comida! -gritaban los hizo tiritar por la noche, el sol la secó en un vapor, el rocío
pichones. la impregnó de madrugada. Caído, pudo ver una vida que
-Adiós -resopló White Glory. Avanzó con cautela por no había sospechado. Culebras apresuradas entre el pasto,
el bañado. Sus pies rompían caracoles. Vio suspendidos hormigas. Muriendo en boca de un escuerzo el pajarito
entre los tallos muchos nidos. que le habló la víspera.
Al salir del agua una batahola de pájaros que parecían Después se tendió. Patas tiesas, panza enorme, crin
hombrecitos lo recibió. llena de tierra, ojos turbios, oyó aleteos de aves pardas,
-Este es, éste es, éste es, éste es. sus comentarios, que no entendió, se referían a él.
122 - Sara Gallardo El país del humo - 123

Se puso oscuro de sudor. Un quejido le salía con el Para entonces su manta había caído.
aliento. Fue el único en librarse. Nadie corría como él. Nadie
Oh, más le valía a Dick no haberlo visto. saltaba tan alto ni tan lejos. Saltó el cerco de fuego. Se
Pasó tiempo. Bastante tiempo. Un día se incorporó sin dijo que un caballo del cielo andaba suelto.
pararse, y entonces sí que el sol le pareció bueno. Andaba suelto, sí. Pero solo. Otra vez. Qué solo. Y qué
Hasta que tuvo hambre pasó otro tiempo. Entonces suelto.
comió, cómo comió. Se habla de su lucha contra la banda de los perros
Puede atribuirse a un pasto con semillas su gran mejo­ hambrientos. Sus coces abrían un círculo, pero tuvo que
ría, su fuerza, su esplendor. huir. Saltó por sobre ellos. Disparó.
El mundo del llano verde pudo verlo, solitario, dispa­ Dejó atrás cuanto pueda ser visto. O soñado. Llegó a
rando por disparar, coceando por cocear, hasta que se cansó una región defendida por aguas. Siguió más al sur.
de aquel sitio y anduvo oliendo el viento con un rumbo. La tercera batalla de White Glory no le fue impuesta.
En ese rumbo anduvo. Al llegar a un río vio, del otro Escondido en la ceja de un monte vio que una muche­
lado, seres de su especie. Yeguas. Aquel olor. Bramando dumbre de caballos, las crines hasta el suelo, avanzaba.
corrió. Entró en el agua varias veces, tuvo que retroceder. Una marea. Se agitó, dando vueltas sobre sus pies, reso­
Encontró un paso. Era la hora del crepúsculo y salió sacu­ plando, reteniendo los relinchos. Había aprendido la pru­
diéndose el agua de sabor salobre. dencia. Los vio y olió pasar. Después polvaredas. Y nada.
Al día siguiente fue su primera batalla. Por amor a una alazana joven atacó a un bayo de crin
Salió de la espesura un semental negro que arrastraba negra, que no luchó hasta morir. Se fue, sangrando. La
la cola tiesa de abrojos. Se le vino, bramando. alazana y todas las del bayo fueron de White Glory. Si
Supo encontrar dentelladas, coces, manoteos en el Dick lo hubiera visto cómo se hubiera alegrado.
fondo de su memoria. Si recibió golpes. Fue abierto a Se habría alegrado al verlo llevar a los suyos a la
mordiscos. Gritaban alzándose en dos patas, las colas se región inexpugnable.
arqueaban como estandartes. Detrás de cangrejales, de barros, de ciénagas. Dejando
El otro se pisó las crines. muertos. Borrando rastros.
Murió por eso, quebrado a golpes. Era viejo y feroz. Por eso, cuando las mareas de caballos silvestres fue­
Vio, al morir, al blanco de gualdrapa roja y se sintió bien ron extinguidas por los hombres, un grupo persistió. Iba
relevado. hacia el sur. Siempre lo dirigió un padrillo blanco. Cada
Todas sus yeguas fueron para White Glory. Seres que generación tuvo su jefe. Blanco.
desconocían el trato con hombres, con cinchas, frenos. De Va a hacer un siglo.
ellas, para ellas, aprendió cuanto debe saber un padrillo. Yo los he visto, lejos, pasando la laguna de Urrelav-
Aguadas, pastos, sombras, peligros. quén. En las tierras saladas. Como una nube. Un tordillo
Gente a caballo hedionda a potro lo persiguió en dis­ ante todos. Glorioso, como la gloria.
paradas inmensas. Se encendieron murallas de fuego.
124 - Sara Gallardo El país del humo - 125

La carrera de C hapadmalal E se

¿Conocen la palabra Chapadmalal? Significa corral De todas las cosas que me han contado de esa tierra, es
pantanoso. Dice: concentración de belleza. Una casa, un decir, del espacio que va de Gándara a Guerrero, hubiera
parque. Sobre todo caballos. dado no sé qué por una.
Los mejores van después al cementerio, allí duermen, Había que acercarse en la madrugada; mejor con nie­
allí se vuelven Chapadmalal. bla. Esperar hasta que amaneciera. La humedad era inmen­
Un poeta los cantó, y no hay mejor manera de contar sa.
la verdad. Y al levantarse el nublado, en el pasto mojado, en el
Sólo quiero recordarles que cada medianoche sin luna rocío, era posible verlo, lejos, oscurecido.
se arma una carrera en aquel aire. Dicen que solamente Después la blancura aparecía. Las crines sobre un cue­
los de alma pura llegan a verla. llo de cisne, poderoso. El pecho ancho y el belfo como
Experimentan en la noche un temblor, ir y venir de azul, los remos sin carne, viriles. Movía la cabeza, los
patas. Una vez más, la fragancia del sudor de caballo. telones de la crin cubrían el ojo, y lo descubrían, brillan­
Dejando su envoltura de raíces, los grandes corredores te como una alhaja.
fosforescen. En torbellino van, un tropel sin tropel, en dis­ Era el caballo que canta.
parada. Llevan las aclamaciones de las tardes. No está Cantaba, sí. Lo han dicho algunos, que tuvieron suer­
lejos el mar. Eso se sabe. te.
Quién tuviera corazón puro. Ver la carrera de los caba­ Cantaba.
llos idos de Chapadmalal. Cómo. Con qué voz y sonido.
Yo no sé. Ya lo dije: Daría no sé qué por eso.
Por haberlo visto y por haberlo oído. Pero fue en otro
tiempo, anterior.
El país del humo - 129

D ivisa

El mundo es mi enemigo.
Cómo empecé: vendiendo los cubiertos de mis padres.
Hubiera vendido sus corazones aquel día.
Por desgracia, siempre se va de poco a mucho. Ojalá
fuera de mucho a más. Por eso borraré la insulsez de los
autos robados, las carreras por azoteas y comisas. No hay
tontería de novato que interese.
Ex estudiante de leyes, me divertí en lograr condenas
cortas. La cárcel a los hombres no hace mal, dice un
tango. Por cierto. Me deparó amistades.
Lo mejor fue después, y lo mejor es siempre inexpre­
sable. Mis bandas, mis mujeres -la primera, la fiel, enlo­
queció de soportar temores-, mi avión.
Cada peligro me nutre para siempre, Y me he nutrido.
Paso de fronteras, diamantes. En Brasil escaseó el
combustible, volé llevando tanques de nafta que rebalsa­
ban sobre el piso. Volar sobre una bomba ¿sabe usted algo
de eso?
Enemigo mío, mundo.
Es la hora. La que busqué, la verdadera. Como un
ciclón, las ametralladoras, los vidrios y las caras estallan­
do ante mí, un compañero muerto a cada lado, el mundo
es mi enemigo, yo gritando, acribillado, deshecho, entu­
siasmado al fin, tranquilo.
130 - Sara Gallardo El país del humo - 131

Le gusta -como a mí- el dinero. Edifica para su novia


una casita en un suburbio.
¿Como a mí, dije? Temblando me acerco a sus pies,
llevo la mano a sus rodillas. Le doy mi dinero.

NÉMESIS Invito al bridge aún. No distingo las caras de mis nie­


tos. Cada tarde me visto de lo que creí ser. Visito. Hablo
No lloré a mi marido en realidad. Treinta años de dis­ de cine, de políticas, modas.
cordia. Mejor: diez de discordia y veinte de odio. Un Vuelvo de noche, sin mirarme en el espejo del ascen­
yugo, si los hay. sor, ardiendo.
Heredé. Siempre deseé tener mis propios bienes. En la cocina, indiferente, está. Corro a buscarlo.
Invertí, compré tierra, sé asesorarme, puse dinero en prés­ ¿Qué era el mundo?
tamo.
Esto me hizo feliz. Empecé a notar los colores del
cielo.
Cuando estrené mi casa, dos cuartos con alfombra y
jarrones, vista a un parque, bebí champagne a solas, reí.
Todos los viernes invité a amigos a una mesa de brid-
ge. Matrimonios de vieja data y algún pederasta para
completar.
Un lunes a la tarde se me fue la sirvienta, inservible,
reumática. Fue a internarse. Un alivio.
Pedí ayuda al portero. Mandó a su hijo.
No sé qué ha sucedido.
He empezado a meditar en historias que nunca creí. En
Cupido, en sus flechas, en la venda.
Entró en mi casa y me miró. Por un instante quedé,
¿cómo decir?, no respondió mi lengua.
Leí en novelas algo de esto. ¡Pero no de esta forma!
Me encuentro pensando en cosas que no escuché, de
brujos, o de dioses. He enfermado de amor.
Hace diez días hubiera reído escuchando esta historia.
Sabe lo que me aqueja; no es compasivo; ronda; ape­
nas disimula su desdén.
132 - Sara Gallardo El país del humo - 133

R ojo Palermo

¡Al asesino!, grité. Debí estrangular a mi mujer anoche, entre las once y
Fue un remolino. La policía no pudo con nosotros. la una. O matarlos a la hora de la siesta, cuando no pien­
Gritábamos; era como para gritar. san en sorpresas. Debí decir que lo sabía, porque lo supe.
Aquellos cuerpos, la mujer y los niños, a puñaladas. El Debí matarla anoche. Estrangularla, porque en las
suelo, para qué describir. Sogas echas de sábanas. manos tengo fuerza. A patadas, porque sé de patadas.
¡Al asesino! Debí decírselo y matarla. Se puso un collar nuevo, no me
Era como para cercar como cercábamos la casa, una miró, corrió al teléfono.
marea creciente, la policía no pudo con nosotros. No la maté, y nunca seré el mismo. Empezaré a perder.
Más que nada, era la delectación del asesino aquella No la maté por hoy. Por esta tarde. Esta carrera.
que nos hacía gritar. Su hambre de crimen en aquel cuar­ Yo, jockey, yo jinete embriagado de caballos, yo ven­
to; no saciado, la disposición que dio a los pobres miem­ cedor, yo en el rapto del viento, cálculo, talón, fusta, en la
bros. avalancha, frío y demente saliendo a la cabeza.
¡Al asesino! Yo, célebre con razón.
Un huracán. Veíamos rojo. ¿Qué más?
¡Al asesino! No importa.
Rojo.
Rojas mis manos, que escondía gritando.
Rojo el acero en mi bolsillo. ¡Al asesino!
134 - Sara Gallardo El país del humo - 135

A mano E ric G unnardsen

El más tranquilo de los hombres, en el bar me consul­ A Gui.


tan. Soy juicioso por cierto. Acuclillado en el cajón de
lustrador miro pasar la gente. O lustro. Conozco los zapa­ De una casa rodeada por una verja fue echado un
tos de mis parroquianos. joven. Era en Italia, junto a un lago. En la madrugada el
“Estoy a mano con la vida”, digo. Ellos me admiran. joven salió, sin una mirada a las estatuas ni una despedi­
Estoy a mano, es cierto. da a las frondas. El portón de la verja estaba cubierto de
A mi hijo -único- puse un nombre pensado. El del gotitas. Se cerró con doble resonancia: el chasquido del
abuelo, el mío, y el que decía la verdad en tercer sitio. cerrojo, la vibración de las lanzas al reencontrarse.
Carlos Fidel Deseado. Apellido, González. En la ciudad de Buenos Aires hay una calle donde
Pude costearle los estudios, escuela, colegio, medici­ sopla el viento. En las tardes más calmas el aire allí se
na. Se recibió a los veintidós. Lo celebramos con asado. mueve. Un anochecer agitó el abrigo de una mujer que
No faltó ni un vecino. subía por un declive. Buscaba una iglesia. Al verla tuvo
Aquella noche lo mató un tranvía. un alivio; su arquitectura la tranquilizó como tranquiliza
Veintidós, ya lo dije. oír el idioma natal en una comarca desconocida.
Tardé treinta años en vengarlo. Veneno. Uno por uno La iglesia se retira un paso atrás como una feligresa
hasta llegar a veintidós. ¿Quién iba a sospechar? La nieta que pega los codos al cuerpo para no rozarse con otros
de mi hermana completó la cuenta. devotos. La preceden dos rejas breves. Es la Dansk Kirke,
Estoy a mano con la vida, es cierto. En calma, miro la iglesia de los dinamarqueses. Difiere tanto de las casas
pasar la gente. Los mozos me consultan. Soy juicioso. vecinas como difería aquella que llegaba, apretándose las
Doy consejos, el corazón frío. solapas junto al cuello, de las mujeres que la miraban lle­
gar apoyadas en los marcos de sus puertas.
El pastor, su boca sin humedad, un brillo en la frente,
le parecieron familiares como la iglesia.
Venía a preguntar por un feligrés. El pastor le dijo que
no lo conocía. Pareció completamente desconcertada.
Para consolarla él dijo que preguntaría a su mujer, sabien­
do que su mujer ignoraba todo sobre casi todo.
136 - Sara Gallardo El país del humo - 137

Con la cara apoyada en el vidrio de la ventana ella vio la temprano de la vida; cuando la edad u otro motivo suavi­
vereda y el anochecer. Notó que las mujeres habían hecho za este toque, suelen tranquilizarse. Esto percibió la mujer
un montón de basura frente a la iglesia, que le prendían del pastor como un flechazo.
fuego. Creyó ver un atentado, se dio vuelta buscando al pas­ En el altar de la iglesia danesa hay tres vitrales: Cristo
tor, no lo encontró, volvió a mirar. El viento arrastraba el en el pozo con la samaritana, San Pedro hundiéndose en
humo, se llevaba desperdicios sin que nadie pensara en las aguas, y al centro, más grande, la multiplicación de los
correrlos. Vio la indiferencia de todos. Se preguntó a qué panes y los peces. Parecen encerrar una charada. Sentada
territorio había llegado en busca de su hermano. en uno de los bancos que no permiten arrodillarse, rodea­
La mujer del pastor miraba revistas de la patria, las da por el rebaño negro de libros familiares a manos igno­
novias, avisos de años pasados. El pastor le alargó aquel tas, la recién venida procuraba resolverla. La resolvió.
nombre escrito con su letra de patas de mosca. Lo había Pasó sin verlos ante el pastor y su mujer, salió al vien­
escrito para dar impresión de solicitud y un respiro a to de la noche. En la esquina encontró a su hermano.
aquella señora. Su mujer preguntó si no era el nombre de La hizo entrar en un bodegón lleno de marineros y
un físico, astrónomo, noble, condecorado por el trono, subir una escalera. En un cuarto con una cama y un baúl
embajador en Roma, muerto allí, enterrado según sus había una mesa con un queso, un cuchillo, una botella de
deseos en el cementerio no católico de aquella tierra. El aguardiente.
pastor quedó mudo. La obligó a peinarse, a bajar. Se sentaron en dos sillas. Él llenó un vaso hasta la
Al entrar en el despacho la mujer notó algo que ni su mitad, cortó un pedazo de queso. No se atrevían a mirarse.
marido ni las mujeres que miraron a la recién llegada Puso el pedazo de queso sobre un papel, lo empujó
notaron. Su belleza. hacia ella. Ella no podía comer como no podía hablar. El
Esta belleza pertenece al género de belleza de las per­ se paró, la tomó de la nuca, empujó entre sus dientes el
las. Sólo se percibe de cerca, a no ser por la gracia de queso, luego el vaso, la obligó a tragar. El aguardiente
movimientos que suele acompañarla. El primor de las fac­ chorreó por el abrigo. Como el ahogado antes de que las
ciones podría considerarse desdeñable cuando las tonali­ aguas se cierren sobre su cabeza, ella observó la boca que
dades que las componen son otras. Pero si la palabra gris maldecía, se preguntó si las curvas que pasmaban por su
fuera apta para indicar los matices humosos de la ostra, de gracia a quienes las habían visto podrían volver a esos
la felpa en la cornamenta naciente, del liquen, podría labios. Quiso resucitar aquel dibujo. Como un perro cava
decirse que son caras modeladas en gris, y que la nota para recobrar una presa, empezó a cubrirla de besos.
más preciosa está en las ojeras, sombra que a veces se En el amanecer vio la ventana. Vio que daba a una
extiende a los párpados. En aquel paisaje de niebla los recova donde volaban papeles. Sobre la mesa el queso, la
ojos suelen tener un celeste intenso. Casi turquesa. Y una botella, en el suelo las manchas de aguardiente. Después
expresión de desamparo señorial. En la niñez estas perso­ vio a su hermano sobre el baúl. Vio una musculatura tan
nas dan una impresión que esclaviza a algunos y vuelve ajena al cuerpo de antes como la línea de la boca al dibujo
anhelantes a sus madres, temerosas de que se las arrebate que había tenido. Otra vez se lanzaron uno hacia el otro.
138 - Sara Gallardo E1 país del humo - 139

Sobre la almohada sucia ran que estaba lista a seguirlos a donde quisieran. No te­
dos cabezas como perlas litigan. nían sino que avisarle en la iglesia.
Fui fiel, ¿y te casaste? Tendría su ocasión, señora, el diez de marzo a las diez
Fui fiel, ¿con qué mujeres te perdiste? de la mañana en la estación del ferrocarril que va a Entre
Ríos, dijo él, y viendo que el pastor se acercaba agregó
Comieron en aquella mesa. Ahora se miraban a los levantando la voz que siempre que trajera consigo el
ojos. armario de la iglesia.
En un tiempo los habían llamado los mellizos del sol El pastor, presentado, se interesó por su señora herma­
y de la luna, habían sido casi iguales. Ahora él se inclina­ na. En Dinamarca, con su señor marido, y en Italia com­
ba para comer, tenía las uñas incrustadas de negro, acom­ prando estatuas. Miró su reloj, se inclinó, fue a despedir­
pañaba su comida con aguardiente. se de su amigo.
Los dos habían llegado ayer. De Copenhague ella. Del
sur él. (Señaló vagamente con el cuchillo). Siete años; la El diez de marzo llovía. Llovía desde las cuatro, cuan­
insultó; siete años sin buscarlo. Las manos le temblaban do la mujer del pastor dejó sobre la mesa su collar y el
sobre la mesa. Ella se inclinó. Las bañó de lágrimas. dinero que ahorraba para visitar Dinamarca, y abrió la
Después de envolver los restos de comida, él fue hacia verja.
el baúl, de cerrojo complicado. La tapa golpeó contra la En la estación esperó sin moverse. A las diez se atre­
pared. Ella vio unos trapos. Él los apartó. El baúl estaba vió a dar una recorrida. Se asomó al bar.
lleno de oro. En una mesa rodeada de hombres estaban Eric Gun­
nardsen y su hermana. Había un montón de grandes foto­
En el día del cumpleaños del rey, el embajador de Dina­ grafías junto a la taza. Un vapor subía de los impermea­
marca da una recepción a toda la colectividad. La mujer bles, los paraguas formaban charcos en el piso.
del pastor, desde el rincón que ocupaba todos los años con La mujer del pastor, de pie junto a la mesa, pudo ver
su marido, vio a un hombre en el balcón. Vestía de gala, que eran tomas de un mismo edificio, de un parque, de un
igual que otros que se iban después a la ópera. Mientras el portón, y que uno de los hombres recibía fotos de herra­
embajador habló con él abandonó su actitud negligente; jes, otro de ventanas, otro de vistas del jardín. Interiores
eran amigos, se veía; después volvió a reclinarse. con tapices y muebles se acumulaban frente a un viejo
La mujer del pastor atravesó el salón, le preguntó si que dijo varias veces que no era mago sino anticuario, sin
era Eric Gunnardsen, hijo de Eric Gunnardsen. Apenas si que nadie sonriera. La conversación principal se mantenía
pudo decirlo. Él respondió que sí. Como sus pausas no en italiano, con un arquitecto al parecer.
eran benévolas, como su belleza la impresionaba, debió Aquella que había sido su visitante levantó los ojos y
esforzarse: quería saber si su hermana lo había encontra­ miró a la mujer del pastor; no la reconoció. Una pregunta
do. La respuesta demoró un momento, sí, lo había encon­ de su hermano la distrajo: qué puerta era esa. Una puerta
trado. Bien, deseaba entonces que él y su hermana supie­ nueva, abierta durante el verano anterior. Él rompió la
140 - Sara Gallardo El país del humo - 141

foto, tiró los pedazos bajo la mesa. Por lo demás -al arqui­ Un cuento corrió a propósito de esa boda de la prima
tecto- reproducir todo, balaustrada por balaustrada, fuen­ en el jardín. Gente del pueblo dijo haber visto, con galas
te por fuente, árbol por árbol. maravillosas, a nuestros padres. Eric Gunnardsen se incor­
También levantó la mirada ante la presencia de la poró. ¿Para qué?, ¿con qué motivo? ¿Quedaba en esa casa,
mujer del pastor. Tampoco la reconoció. En su idioma, en ese parque, algo, alguien que pudiera importarles? ¿Por
ella balbuceó, el cumpleaños del rey, traía el armonio. Él quién iban a dejar la tumba? ¿Por la tía, por las primas?
pareció no comprender. De pronto se echó hacia atrás, Qué imbécil historia. Cómo se atrevía a repetirla.
soltó la carcajada. Otra conversación se refería a cierto perro Tigre.
La mujer entendió: había sido una burla. Pero sintió Debió desenterrarlo, decía él. Debió traerlo hueso a
felicidad porque él reía. hueso, diente a diente. ¿No había aullado en el amanecer
En el tren la señora se acostó. Para evitarle la presen­ de su partida hasta que se abrieron todas las ventanas?
cia del camarero, la mujer del pastor recibía los platos. ¿No había muerto una hora después? Algo más que ella
Eric Gunnardsen se había sentado a los pies de su herma­ había demostrado en todo caso; oh, algo más. Sólo aho­
na. Para que no los comprendiera, o tal vez por costum­ rrarse lágrimas, dijo ella, y empezaron a caerle. Así que la
bre, hablaban en italiano. Algo comprendía. mujer del pastor se quedó afuera, y pudo ver a Eric Gun­
Ella había llegado esa mañana, sus baúles llenaban los nardsen arrodillarse, apagar la luz, cerrar la puerta.
camarotes. La mujer del pastor había tenido que abrir uno
para cambiar las sábanas del tren, para extraer el almoha­ Mientras duró la construcción habitaron una casa
dón cubierto de raso opalescente como los hombros que sobre la barranca. Había campamentos de aíbañiles, de
descansaban sobre él. Eric Gunnardsen apoyaba la nuca jardineros, de peones. Las embarcaciones acortaban la
en la ventanilla. marcha para que los pasajeros pudieran ver la obra.
Estudiante, la mujer del pastor vio en un museo unos Eric Gunnardsen hacía comprar árboles adultos, trans­
cubiertos de oro y nácar. Encontraba una analogía entre portarlos con gigantescos bloques de tierra en las raíces;
esos cubiertos y Eric Gunnardsen a no ser por algo, como alguno prendió. Otros murieron y hubo que suplirlos con
la sensación que dan en la mano los anzuelos de pesca. ejemplares jóvenes. Se levantaba de noche a vigilarlos.
Una congoja. En la estación del ferrocarril devolvió cien peldaños
¿Cómo están todos allí?, preguntaba él, sonrisa burlo­ diciendo que no quería mármol nuevo. Llegaron las tejas,
na. Ella describía una ceremonia. Bajo ios pinos un altar, cubiertas de verdín, compradas en demoliciones. Envol­
guirnaldas de frutas en las puertas. Tan fea, la pobre vía enredaderas en los balcones antes que la obra estuvie­
prima, bucles rojos, velo de tul. Emocionante, comentó él, ra lista, protegiéndolas con lonas que daban al conjunto
como la boda de ella. La mujer notó el rubor sobre el algo de barco.
almohadón de raso. No, balbuceó la señora, ella se había El parque rodeó la casa. La verja rodeó el parque.
casado en Copenhague. Los hermanos pasaban horas a caballo; salían a pescar;
Se apresuró a continuar: volvían del embarcadero subiendo las terrazas entre leo­
142 - Sara Gallardo £1 país del humo - 143

nes de piedra. Hablaban. Según creía entender la mujer deró al marido, ropa demasiado nueva, cuyos discursos en
del pastor hablaban siempre de un pasado, de una gente. el Parlamento desdeñaba; dedicó una mirada general al
Una mañana de lluvia recordó al pastor. Intentó cantar conjunto de una hija pelirroja de talle espeso seguida de
algunos himnos y no pudo. un joven marido aletargado y dos hermanos altos. Tíos y
Oyó los pasos de un caballo sobre las piedras; Eric primos de Eric. El fluido total de su simpatía fue hacia el
Gunnardsen la miraba a través de la reja; tenía el pelo conservador de las colecciones de medallas y monedas
mojado. Era en los meses que ella consideraba temibles, del reino y a su mujer. A quien conocía porque era la her­
los meses que la señora pasaba en Dinamarca. mana de Eric Gunnardsen. Tres coches de la embajada
Desmontó, entró, se sentó ante el armonio, se burló de esperaban.
los himnos. La obligó a recordar antiguas canciones, can­ Había elegido para los invitados de su amigo un barco
ciones de nodriza. Ella cantó con una voz profunda que de la flota fluvial; le parecía agradable. No se arrepintió,
no empleaba desde años atrás. El canturreó. Dos curvas se pero las personas que prefería aparecieron poco; el
formaron en sus labios. Las vio aparecer como se mira el numismático acompañaba a su mujer en el camarote. No
arco iris en un crepúsculo de lluvia, sin respirar para que faltaban temas de conversación. La mujer canosa lo inte­
no se borre. rrogaba sobre la vida y persona del hijo de su hermano.
Por las noches Eric Gunnardsen andaba de cuarto en ¿Aún tocaba el piano como pocos? ¿Componía? El emba­
cuarto. Los sirvientes veían encenderse la luz en las ven­ jador descubrió que no sabía mucho.
tanas, lo veían en los balcones, sentado sobre la balaus­ Un atardecer vio acercarse a aquella que deseaba ver
trada de la azotea, una botella en la mano. Nadie quería más a menudo en la mesa del comedor. Al saludarla
ser quien le entregara las cartas de su hermana. Rompía comentó la apariencia del río, fuera de lo común. Ella
algunas sin abrirlas, el viento se llevaba los pedazos. siguió su mirada; pareció recordar algo. Contó el episodio
Después ella volvía, volvía la calma. Recomenzaban del montón de basuras frente a la iglesia, del viento que
los paseos, los abrazos debajo de los árboles. arrebataba algunas sin que nadie se preocupara por bus­
carlas. Qué territorios son estos, preguntó. El embajador
El 23 de marzo de 1926 el embajador tuvo el gusto de pensó un poco, distraído por la línea de la mano que veía
subir la planchada del transatlántico más lujoso de la a su lado. Después dijo: quizá fueran un sitio donde las
época precedido por un secretario. Sentado en el salón almas aún podían volar. O perderse, dijo una voz. Era la
esperó. mujer canosa.
Le placía responder a su amigo Eric Gunnardsen, cum­
plir un encargo, aceptar una invitación. Era viejo, amaba Una luz alta iluminaba desde atrás a Eric Gunnardsen
la música, observaba a la humanidad, admiraba a las cuando daba la bienvenida a sus huéspedes. El embajador
mujeres bellas. Consideró sin agrado pero con interés a la notó un silencio. Lo rompió el yerno con una risa. ¿Soña­
mujer canosa que apareció pisando el suelo como si cada ba, esta casa no era otra casa, este parque otro parque? Por
astilla hubiera sido creada para que ella la pisara; consi­ qué no -Eric los llevaba a la terraza, la luna estaba sobre
144 - Sara Gallardo El país del humo - 145

el río-. Lo que está en el norte puede estar también en el en la fisonomía, aquella casa y aquel parque. Inclinándo­
sur; sólo que en el sur el agua gira al revés en los desa­ se, dejó caer el paquete sobre sus pies, un dolor agudo.
gües, la luna creciente parece decreciente, el otoño es más Sirvió para decidirla. Lo abrió. Encontró un lingote de
dulce que la primavera. oro.
El miembro del parlamento dijo con voz estridula que El discurso de Eric Gunnardsen a los postres fue
aquellas aguas, de cualquier modo, eran de un río, no de breve. Antes, invitó a su hermana a sentarse a su lado.
un lago. Verdad, admitió Eric Gunnardsen; hay una ven­ Ella obedeció con un aleteo de gasas. Él le dio vino, sos­
taja: el lago guarda, el río borra. Como la selva, y señaló: tuvo la copa contra sus labios. En voz más baja la invitó
Apenas la dejemos cubrirá la verja y las estatuas. a mirar el centro de mesa, ¿no eran sus flores favoritas?
La mujer del pastor se escondía ante los visitantes. Puso el reloj junto al plato. Dos minutos, prometió.
Durante las estadas del embajador no salía de su cuarto ni Una creencia difundida entre los humanos afirma que
para comer. Esta noche iba de puerta en puerta detrás de los huérfanos necesitan recibir y dar afecto de manera
las visitas. Su patrón se había portado de modo inhabitual, intensa, dijo. Cuando alguien daña ese amor o lo defrau­
vigiló las comidas, las bebidas, eligió flores para la mesa. da hace algo peligroso. Un alma no es un juguete, suele
Le había entregado un paquete envuelto en papel de dia­ decirse. Tampoco, lamentablemente, una brocha para
rio diciendo que lo abriera mañana. Aún lo tenía entre las blanquear sepulcros.
manos. Era pesado. Su hermana se reclinó contra él. Viéndola cerrar los
La luz dio de lleno en la cabeza de Eric Gunnardsen, ojos el numismático se puso en pie de un salto. Eric Gun­
dio de lleno en la cabeza del numismático. Se miraron. nardsen lo detuvo. Un minuto, pidió. Pálido, besó los
Deseaba conocerlo, dijo, deseaba ver al hombre de su her­ labios de ella y sus párpados.
mana, al que pasa la vida mirando medallas. Ella se sobre­ Esta mujer, prosiguió, ignoraría ya la tristeza. Estaba
saltó, tomó el brazo del marido, pero el marido sonrió: muerta. No se juega con las almas, tía, primos. Los he
Había hecho un viaje muy largo, dijo, para encontrarse invitado desde Dinamarca a que lo sepan.
con un doble enigma numismático: Una casa y un parque Sacó un revólver. Se disparó un tiro en el paladar.
que eran el reverso de otra casa y otro parque, un hombre
que era el reverso de una mujer. Anversos y reversos
admirables.
Eric Gunnardsen sonrió. Era sabido, dijo, que el cielo
y el infierno forman una sola medalla. ¿Figuraba en las
colecciones de su majestad? El numismático dijo que
suponía que sí. Pero que a su entender el infierno era un
intento de copia del cielo.
La mujer del pastor se inclinó cuanto pudo; quería
observar a la mujer canosa que miraba, con cierto temblor
Eí país del humo - 149

La casta del S ol

En Chivílcoy, hacia 1942, había una mujer muy con­


sultada. Para litigios, enfermedad, finanzas, robos, tenía
consejos de oro. Nunca aceptó pago. De modo que la
gente le llevaba huevos o corderos, y a veces confitura
casera.
Vivía en las afueras del pueblo. Había que dejar los
medios de transporte bajo un aguaribay.
Asombraba su enorme cabellera, anudada en rodete,
de un color amarillo. Observadora como es, la gente notó
que era peluca.
En una especie de escritorio atendía las cuitas. Se reti­
raba dejando solos a los clientes por una puerta chica pero
doble. Al rato volvía con el consejo.
Así, corrió la voz de que había un espíritu a sus órde­
nes, y aumentó su prestigio.
Se la veía pasar en un sulky tirado por un alazán.
Alguien, para alegría general, descubrió que la peluca
estaba hecha con cerdas de la cola del alazán. La noticia
cundió, pero sin llegar a sus oídos.
Cuando murió, se atrevieron a abrir la pequeña puerta
doble. Comunicaba con un establo, donde tenía a su caba­
llo.
150 - Sara Gallardo El país del humo - 151

Las caballadas que traía de afuera engordaban tranqui­


las. Las cabras comían cerca, los guerreros dormían en la
noche, y cada sueño de ésos valía por cien sueños. Se des­
pertaban fuertes, se reían. Gente sin miedo, allí olvidaban la
palabra miedo, que a veces viene a recordar a los sin miedo.
C ristóbal , el gigante La sombra era ancha cerca de la pirca. Al volver de la
lucha los sudores se oreaban. Los heridos sentían aliviar­
Cristóbal era enorme como un árbol, era un gigante. se el calor de la herida como bañándose en un río, o como,
Usó un alazán grandísimo. Era del pago de la Magdalena. al atardecer, un aire se levanta para alegrar a los cansados.
Su cabeza tocaba la cumbrera del rancho, y se agachaba En Buenos Aires se habló de aquella pirca, dicen que la
para entrar por las puertas. Una noche de juerga, antes del reina de Inglaterra la oyó mentar por un gobernador del
alba, dijo a todos: Tucumán.
-No nací para esto. Voy a buscar un jefe, el más gran­ -Mi general -dijo Cristóbal- ya está servido. Permíta­
de que exista. me ser su soldado ahora. Ha descansado mi caballo,
Montó a caballo y dejó a todos mientras el sol salía. somos dos a que mande.
Galopó siete días con sus noches. Fue a buscar al -Bueno -dijo Quiroga-. Mañana salimos de batalla,
general Quiroga, que mandaba en La Rioja. Galopó y lo podés venir. Y a ver cómo se porta uno del sur, uno de
encontró. Le dijo: Magdalena, y su caballo, de la tierra que no sabe de pie­
-Aquí me vine, a lo que mande, mi general Quiroga. dras.
-Está bien -dijo el jefe. Era negruzco, los ojos colora­ Cristóbal sintió el coraje que le subía al pescuezo.
dos-. Hacé una pirca grande con unas piedras como sepul­ -Ya verá general -dijo, y el alazán removió las orejas.
cros. Que no la pasen enemigos ni a caballo, ni a pie, ni -Veré -dijo Quiroga. Como alquitrán eran sus pelos
volando. todos ensortijados y tenía los ojos como la sangre que
-No sé mucho de piedras, mi general, vengo de Mag­ derramaba a cada rato. Vestía un poncho con borde de
dalena. Pero le haré esa pirca mientras descansa mi caba­ colores, y en el borde un remiendo que no hay ojo que
llo. Y después seremos dos, listos a lo que mande. pudiera notarlo. Con aguja de plata, dedal de oro, lo había
AI alazán no le gustó La Rioja. Ni las peñas ni el zurcido, a luz de día, en su casa en La Rioja la mujer de
pasto; los vasos se le abrían en los pies, pero no dijo nada. Quiroga, y había quedado como nuevo. Y tenía un som­
Nada dijo Cristóbal, se puso a trabajar. Bajó piedras, brero de cuero muy raspado.
empujó con el pecho, forzó con las rodillas. Cinchó a lazo, Fueron a la batalla al otro día. Fue Cristóbal. Si no
usó el rebenque, un rebenque más grande que cualquier tiene fusil tiene una daga larga como una pierna de hom­
otro que se haya visto, para tal pingo y tal jinete. Hizo una bre. Y si no tiene lanza tiene manos, y si no tiene balas
pirca como no hubo ni habrá ninguna pirca. La montaña tiene un pecho como el de un buey. Agarraba en el aire a
quedaba chica atrás. El general Quiroga pareció contento. un enemigo, lo hacía revolear e iba volteando a veinte. Y
152 - Sara Gallardo El país del humo -153

abrazó al capitán Bermejo, lo empujó para atrás, patas al “Calíate”, dice el trueno. Todos marchan callados.
aire, lo despeñó por un despeñadero, y con el capitán y
con su apero cayó el abanderado, y cayó la bandera en el En el frescor de la mañana cantan los pájaros. En cada
fondo del río, y mojada en el agua parecía llorando al rama hay una gota. Quiroga está pensando.
fondo de las peñas. -Mi general -dice Cristóbal-, tengo que dejarlo.
Allí miró Cristóbal al general Quiroga, que a nada -Dejame -dice Quiroga-. No necesito hombres presta­
tiene miedo. Lo vio reírse en la batalla o morderse los dos. Por gracia de esa pirca que me has hecho no estás ya
labios con los dientes colorados de sangre. Lo vio gritar, degollado. Que no te cruce en mi camino, ni a vos ni a tu
saltar, matar a muchos y se alegró en el alma. “No hay jefe caballo.
mayor que éste, ni aquí, ni en Magdalena o donde sea, y Un lagrimón se le cayó a Cristóbal, y dos a su caballo.
para su servicio nací yo, Cristóbal, y estoy contento”.
De vuelta en Magdalena ve un tropel, y ve un polvo
Noche de tempestad, van galopando por la sombra. El hasta el cielo. Gentes que chillan arrean una hacienda tris­
general Quiroga va adelante con su poncho bordado. te.
Nada se ve, ni la bandera, ni Cristóbal, grande como las Cristóbal abre una tranquera y galopa de lado. El ala­
peñas. Van por dentro de un río para no dejar marcas. zán se le abalanza por el hedor y el vaho. Allí se para el
-Aquí -dice Quiroga- que se desmonte y se descanse. jefe de la tropa, un tuerto de ojo blanco.
Viene un hombre, el caballo apurado. -¿Quién sos? ¿Adónde vas? ¿A quién andás buscando?
-¿Qué pasa? -el general Quiroga ha desmontado. -Soy Cristóbal, de la Magdalena. Ando buscando al
-Mi general, con su permiso, esta es la cueva que se Diablo.
llama del Diablo. -Júntate con nosotros. Y no andés preguntando.
Monta Quiroga, riendas en la mano. Con voz fuerte: Era el atardecer en un campo más grande que cual­
“Sigamos”. quiera, ni visto ni soñado. Tropas de aquella hacienda
Montan, cansados. Nadie habla nada, sólo murmuran, venían de todos lados. Movían los horizontes, tropezando,
y los truenos tronando. balando. No se veía el suelo, ni la tierra, ni un pasto. Sólo
-¿Quién es el Diablo? -dice Cristóbal. hacienda y sonar de pezuñas.
Cae el agua y corre por el campo. Corre sobre los pon­ Los reseros castigaban con saña. Se burlaban como las
chos, sobre los hombres, sobre las peñas y los peñascos. nutrias de los bañados.
Corre sobre las piedras, sobre las colas y dentro del río -El patrón está allí. Podés hablarle.
cae sonando. Estribo pampa, cara seria. En cada bota un dedo, en
“Calíate” dicen los hombres y los relámpagos, cada dedo un ojo, en el ojo una garra. Donde toca la garra
-He visto al general Quiroga ponerse pálido. Hay uno salen dos llamaradas. Donde mira aquel ojo, se para el
que es más que él. Alguien me va a decir dónde está el corazón.
Diablo. -Soy el Diablo. ¿Quién sos y qué querés?
154 - Sara Gallardo El país del humo - 155

-Cristóbal, de la Magdalena. Vine aquí a lo que man­ Cristóbal desensilló el montado. Cavó tierra, empujó,
des. forzó, cinchó a lazo. Escupió y amasó cada borde con
-Necesito un hombre como vos; un gigante. Soy el barro. Hizo corrales sin pared, hundidos en el campo, ya
dueño del mundo; a cada rato tengo que ordenar alguna que no hay piedra en Magdalena, ni casi hay ningún
cosa. árbol.
-Un honor para mí. El Diablo fue y miró. Le bailaba la borla de la boina,
Cristóbal se sacó el chambergo que tenía, chato como pareció encantado.
una mesa y ancho como es la moda en Magdalena. En el -De aquí no escapa ni uno.
saludo abanicó los campos y el terragal voló hasta el mar. Sacó un pito de cuerno y silbó. Llegaron los reseros y
De allí salió una isla: Martín García. el tuerto de ojo blanco.
-Si me servís como se debe tendrás un premio que no -Los corrales están. Vamos a festejar con un asado.
se acaba nunca, en mi palacio donde brillan las antorchas. En marcha van y olor a cuero chamuscado, tan negro
Aquí se ha reído el Diablo y se le vieron los colmillos que es de día y se hace noche. Entre ellos van Cristóbal y
negros con que sabe morder lo más secreto del corazón el caballo.
del hombre. En el camino que va de Pila a Ranchos vivía una
-No quiero premios, buen señor. Me basta con servir­ viuda, madre de diez hijos. Un árbol sólo daba sombra al
te. Somos dos, a que mandes, contando a mi caballo. Este rancho. Las gallinas que tenía fueron a hacer nidal atrás
alazán de buen trote y carácter. de un alambrado. La menor de las hijas no alcanzaba a la
Cristóbal acomodó la armada del lazo con la izquierda, pata de un caballo, pero sabía subir en pelo usando las
preparó cuatro vueltas flojas con la derecha, a revolear rodillas y las manos. Cada mañana iba a buscar huevos en
cuando fuera preciso. Así empezó su tarea para el Diablo. un pañuelo a cuadros; en cada nido desmontaba; volvía a
Trabajó no menos de cinco años, enlazando, pialando, montar. Ni un huevo se rompió nunca dentro de aquel
andando, galopando. Remolineando el poncho para atajar pañuelo a cuadros.
a los más tercos. Pechando con su alazán y derribando en De Pila a Ranchos va a galope con su gente el Diablo.
un crujir de huesos. Marcando con un fierro y señalando Iban pensando en el asado.
con la señal del Diablo. A rebencazo limpio haciéndolos Cerca, una gallina se enojó con la hija de la viuda, le
pasar por una puerta. picó un dedo, la hizo brincar. Brilló una cruz de lata con
Para qué hablar nada más de aquella puerta. Dentro, un brillo plateado.
muy poca luz. Gritar y lamentar, la risa de los peones. Y Sofrenó el Diablo, qué tirón de riendas, le saltó espu­
más fuerte, otra risa. ma por los labios.
A los cinco cumplidos se presenta ante el Diablo. -¡No se puede pasar!
-Patrón, si ya es servido, déme mayor trabajo. Para Pataleó en el caballo, y en la tierra le pataleó el caballo.
mayor empresa servimos, yo y mi caballo. -¡No podemos pasar!
-Ráceme unos corrales. Que sean cinco.
156 - Sara Gallardo El país del humo - 157

Los demonios, babeando, formaron un pantano. Her­ -¿Y en qué puedo servir a ese Señor, entonces? -dijo
vían a borbotones, como hierve un caldero de alquitrán en Cristóbal mostrando sus dos manos.
su punto más bravo. Fray Pedro le dijo:
-¿Qué hay? -dijo Cristóbal. -Llená de agua los corrales que hiciste para el Diablo.
-Algo que es algo -dijo el tuerto (con la lengua col­ Donde hay agua no hay sed. Hay alegría. Hay pájaros.
gando). Descansan las gentes y los ganados.
-¿Algo que es qué? Cristóbal galopó. Llenó el sombrero de agua del Sala­
-No se puede nombrar. do. Lo volcó dentro de un corral que quedó rebalsando.
Brilló otra vez la cruz de aquella criatura. Con un grito -¡Qué sonso! -gritó un tero-. ¡El agua buena es dulce!
espantoso salió el Diablo a carrera, y tras él la diablada Quién va a tomar eso salado.
disparó gritando. Salada quedó pues esa laguna. Llenó de agua dulce las
Quedó sólo Cristóbal, y quedó su alazán. otras cuatro. Tienen su nombre ahora.
Despacio, por no asustarla, se acercó a la criatura que Cristóbal subió al cielo de un galope entre tanto. Muy
ataba huevos en el pañuelo a cuadros. generoso lo encontró el Señor, y al alazán muy guapo. En
-¿Qué señor es ese que llevás en el cuello? -dijo sacán­ las estrellas satisfechos se los ve dibujados. Amigos de los
dose el sombrero. hombres, de las bestias, del agua buena y del mandato.
-Pregúntale a fray Pedro, el de la ruina.
Señaló con el dedo. No se veía nada más que un hori­
zonte largo.
Allí rumbeó Cristóbal sobre su caballo, después de un
trago de agua en el jagüel de la viuda que tomaron ambos.
Fray Pedro en esa ruina que los indios destruyeron dos
veces quedaba solitario. ¡Fue muerto tanto fraile! Cla­
mando a Dios se vieron arrancadas las almas y el rosario.
Cristóbal desmontó. Saludó con su sombrero muy
bajo. El fraile era muy pequeño y muy pálido.
-¿Qué te trae por aquí? -fue la pregunta.
Cristóbal contó, porque era bien mandado. Cómo salió
a buscar un jefe, cómo sirvió a Quiroga, cómo sirvió des­
pués al Diablo. Y qué pasó al brillar la cruz de lata cuan­
do la niña pegó un salto.
Sonrióse el fraile. Convidó con mate. Hablaron de las
cosas de este mundo y de lo que es sagrado.
El país del humo - 161

C alle C angallo

De mis hijos prefiero los medianos. Nacieron mientras


estaba en Ushuaia. En aquel sitio de frío y sin noticias,
porque no sé escribir y mi mujer tampoco. Es lavandera.
Cuando cumplí, volví. Ella se levantó como a pelear.
Estaban mis dos primeros hijos y estos dos en el suelo.
Me senté. Ella me sirvió la comida. Después nos mira­
mos. Después miré a los hijos, uno por uno, los dos pri­
meros y estos dos. Me gustaron.
Lloré y ella también lloró. Habían pasado algunos
años y se notaba. Tuvimos otros con el tiempo. Fueron
seis. Algo es, seis. Algo, seis hijos.
Siendo como soy inclinado a enojarme, a beber, me
abstuve de otro crimen no por el pensamiento de Ushuaia
sino por ellos, los medianos. No por lindos, pobre de mí,
mulato y feo. No por rubios, varón y mujer, y alegres, y
yo triste. No por nada, sino que los prefiero, y ellos a mí.
Por los seis vendo diarios tosiendo en esta calle que
odio cada noche hasta la madrugada. Pero si alguien, de
paso, me ve sonreír, es por los medianos.
162 - Sara Gallardo El país del humo - 163

por la aguja, negras por el fuego, echando rayos de luz por


los clavos de Cristo. Las cacerías de gamo y las praderas
que bordó lo recorrían.
Se esfumó, y sonriendo.

Un bordador

Diego Pérez, de oficio bordador, murió quemado por


la Inquisición en Lima. Huyendo de eso había salido de
Madrid. En la calle de los bordadores, sólo uno se enteró
de su partida y fue a despedirlo llorando.
De cómo bordaba dan razón las sedas de la sala de jue­
gos en el pabellón real de Aranjuez. Pálido testimonio,
pues de aquella prodigiosa calle nada salió, en los siglos,
comparable a sus bordados.
Sólo alcanzaba quietud bordando. Llegó a Buenos
Aires, no se atrevió a ofrecerse al virrey ni al obispo, tra­
bajó para un talabartero. Pero sus manos no eran para eso.
Volaban sobre seda o terciopelo. Dedicó sus horas libres
a bordar un manto de la Virgen del Carmen que los ingle­
ses se llevaron en 1806.
¿Tenía mala suerte?
Era candoroso. Es difícil verlo como hereje. Su calva­
rio empezó con una confidencia. Dijo a un colega que, de
joven, él bordaba sus telas. Pero que en la actualidad no
diferían bordante y bordado, al bordar se bordaba, el bor­
dado lo bordaba y él al bordado. El colega -aquel que llo­
rando lo despidió- pensó en esto. Al fin lo delató por bru­
jería. Le pesó, pues lo admiraba.
En Lima reencontró la acusación. Gritó: ¡soy inocen­
te! todo el tiempo. Lo quemaron.
Mientras barrían sus cenizas se apareció al Inquisidor,
y a su colega, en la calle de bordadores. Lo vieron, lumi­
noso, ondeando, como un pendón, las manos deformes
164 - Sara Gallardo El país del humo - 165

C hacarita Señora M úsica

Hablé con Buonarroti desde el primer momento. Con No hay que pensar que la gorra y el pito fueran todo en
estos ojos que el polvo de mármol enrojece toqué sus la vida de Enrique Bomon. Era jefe de estación, en calma,
obras una a una, allí donde sus manos las tocaron. con ojos claros. Nunca asistió a reuniones sindicales. Le
Emigrar no es olvidar. El 13 de noviembre de 1901 lle­ ofrecieron una delegación. No la aceptó.
gué a Buenos Aires. Vivía pobre. Ahorraba, dicen. No creo.
En tanto que trabajo, “¿así piensas? -le digo-, pues yo Sin fumar, sentado, emitía un sonido, representación
pienso de este modo”. de alguna música para él completa.
Soy un artista, no me incumben los credos. Hice figu­ Ahora verán. El mundo tiene de esas vueltas.
ras de dolor sobre columnas truncas (sepulcros de maso­ Una pareja de extranjeros lo abordó en el andén. Tenía
nes). Ángeles, Dolorosas con la cruz al lado. Las guirnal­ la barba canosa, pero erguido, tranquilo. Escuchó, con
das que saqué de la piedra parecen respirar. Todo un pue­ una inclinación. No afirmó ni negó. Sonreía.
blo brotó de mis dos manos. La mujer sobre todo se agitó. Había enrojecido, baja­
Cada aliento que tomo es para el arte. De él me nutro. do del tren, su marido detrás. Enrique Bomon no demos­
Conozco la acidez del jaspe, sé despertar al alabastro. traba ni reconocerla ni haberla olvidado.
Hay mujeres así. Se hizo llevar a la redacción de un
Ayer dos jóvenes, estudiantes de arte por lo que pare­ diario. Desencadenó a los cronistas.
cía, se dieron con el codo al pasar por mi puerta. El cambió de trabajo en ese entonces. Pasó a guarda­
-De aquí sale -dijo uno- parte de lo que vuelve cómico barreras. ¿Tal vez para eludirlos?
este cementerio. Si vamos a mirar, sus cronologías hacia atrás son éstas.
El otro rió, con una risa extraordinaria. No hay ficción; Tocó el bombo en la banda municipal de
Ya no hablaré con Buonarroti. Trabajaré, en silencio. Junín en el 98. Antes se lo vio de agricultor en Zárate y de
pintor de paredes en Pergamino. Había abierto una casa
de música al llegar a Buenos Aires, en 1874. ¿De dónde
llegaba? De Australia, y de Sudáfrica, de ser minero, bus­
cador de diamantes.
Una casa de música, por qué. Ahí hay una clave.
Demos vuelta su cronología:
166 - Sara Gallardo El país del humo - 167

Nacimiento: Bruselas, año 1849. A los ocho, el Con­


servatorio Real le da el título de concertista. Era llamado
prodigio. ¿En qué? Violoncello. Serváis, su maestro, lloró
escuchándolo después, cuando París, Berlín y Londres lo
bendecían. Una noche, en Río de Janeiro, el emperador
Pedro II lo llamó al palco. Sin hablar le alargó su reloj de J. M. K abiyú F ecit In Y tapuá , 1618
oro.
Se acercaba otra noche. Salía de un concierto, vio las Indio bruto me oí llamar por esto, y es verdad que lo
estrellas sobre los palacios. La música en él había llegado soy, mas no por esto.
a su condensación. Ya no instrumentos. Ya no público. No Arrodillado lo pinté. Las gotas en mi frente punzaban
expresar, ni buscarla o servirla. Estaba en él. como las espinas que pintaba en la Suya. Sí, de rodillas lo
Señora Música. pinté.
Sigue otra vida. De rodillas pinté también a otro. Mis lágrimas corrían
Quedan por explicar la trashumancia, la aventura. hasta el suelo pensando en él.
Vaya a saber. Quizás sed de otras identidades, pasado el Indio bruto me oí llamar por esto, y es verdad que lo
aprendizaje de acero. O disolverse en una no identidad. soy, mas no por esto.
Hay un hecho: estas cronologías son reales. No por pintar llorando, arrodillado, a Judas.
Queda algo más, su nombre. Enrique Bomon. ¿Henri
Beaumont, de Beaumont? La mano de algún empleado de
aduanas lo fijó para nunca. Él, encantado.
168 - Sara Gallardo El país del humo -169

F lores blancas Tachibana

Flores blancas llovieron sobre Buenos Aires la noche Nadie trajo más dinero a la casa de la calle Suipacha
en que nació Juan Arias. Las vieron muchos, las olieron que la pequeña Flora, o Tachibana. Era en 1892. Asom­
menos. Que fuera porque él nacía, quién pudo saberlo. Ni braba su maravillosa ciencia de los sentidos.
su madre, que no las vio, aparte de morir en seguida. Caballeros -política y alcohol- la comentaban en el
Alguien en un departamento solitario las pudo ver club.
bajando por la noche. Se dijo ¿quién nace? o ¿quién Uno le ofreció casamiento. Como si fueran un pañue­
muere? Nada más. lo le ofreció sus campos, donde cabían cien Japones.
Ya está dicho, nació Juan Arias, De su vida poco puede Otro, alto y rubio, en un duelo por ella mató al suegro y
agregarse. Rico, hubiera hecho papel de caballero. Pero se mató después.
fue pobre. Era considerado un tonto, aunque de gran Esta pequeña Flora, o Tachibana, se preocupaba por el
belleza. Chan’g, la gran doctrina sin doctrina. Por las mañanas
En la vejez le dieron el trabajo que juzgó más apro­ meditaba: "¿Quién eras antes de que nacieran tus
piado a su persona: ubicar autos en la Diagonal. Lo hacía padres?”. Su pensamiento fue invadiéndola hasta compe­
con cuidado, como todo. netrar su habitación.
Murió allí, una noche. Suavemente, a pesar de la lluvia. Y bien, como se sabe, en cierta fecha a las diez de la
noche atendía al vicepresidente de la República. Brinda­
ron. El roce de las copas de cristal irrumpió en su oído
como cien volcanes. Se vio, reverberando como las hojas
y las casas y los monstruos y los planetas y el rumor de la
fuente.
Dicen que bajó la escalera, su cara refulgía. Rió frente
a la dueña abriendo los dos brazos.
No es que no volviera a trabajar. Volvió y fue invulne­
rable.
T renes

A Manuel Mnjica Láinez


El país del humo - 173

L a gran noche de los trenes

Por el tiempo en que el hombre pisó la luna llovió


mucho en la provincia de Buenos Aires. Los trenes pues­
tos a morir goteaban y el agua corría por los vidrios sin
parar.
El gobierno había decidido amputar líneas de ferroca­
rril así como los médicos secan venas enfermas de las
pantorrillas. Puso los trenes viejos a los costados de las
vías. A morir.
Como había muchas ventanillas rotas, se formaban
charcos en los asientos y en el piso. Los cardos formaron
bosque; sus cabecitas golpeaban los vidrios como la mul­
titud que viva al rey. La tierra cedió, y los trenes sintieron
que se hundían. Si no sintieron que el agua les llegaba al
corazón fue porque estaban hechos de la madera más dura
del mundo, una madera de la India.
Fue aquel mes la rebelión de los trenes.
Las causas fueron dos. La falta de sol y la compra de
los trenes amarillos por el gobierno.
La falta de sol de aquellos meses, para hablar como los
académicos, minó las energías morales de los trenes pues­
tos a morir. Por lo pronto no podían despertar de sus sue­
ños. Además, no había el calor, que penetra por las tablas
así como penetra una sonrisa. No había azul.
Cuando hay azul, los jirones pueden flamear sin sen­
tirse míseros, sintiéndose estandartes o cualquier otra
cosa. Quizá sorprenda el término jirón a quien recuerde la
negrura del techo de los viejos trenes, una negrura sober-
174 - Sara Gallardo El país del humo - 175

bia. Era tela sin embargo, quedó de manifiesto pasado un Durante los meses del agua ellos recordaron a los tre­
tiempo de abandono. Vueltos grises, se rasgaron. nes puestos a morir su condición de seres de este mundo.
Hay que comprender que los trenes, como todo el Dos veces por semana sacudían la densidad de sus sue­
mundo salvo las gallinas, sueñan. ños. Fueron ellos quienes revelaron la compra de trenes
Los sueños de los trenes puestos a morir son más pro­ amarillos hecha por el gobierno.
longados en razón de su ocio, y más amplios en razón de Esta fue la segunda causa de la rebelión, pero no debe
su edad. No disponen de los mismos recuerdos los de pri­ pensarse que los amarillos hayan tenido el mínimo con­
mera, con sus asientos de cuero, y los de segunda, con sus tacto ni aun noticia de la existencia de los trenes puestos
asientos de madera. Pero en materia de recuerdos todo se a morir. Por lo demás, creo que andaban únicamente en
equivale. las líneas que van al norte inmediato. Pienso que son los
Hubo quien fue restauran!, con manteles, vajilla, que usamos cuando sentimos ganas de apostar en San Isi­
mozos. Hubo quien fue dormitorio. dro, tomar sol en Olivos o dar una vuelta de lancha por el
Esto en cuanto a recuerdos. En cuanto a sueños, son Tigre. Que esta mención no suponga frivolidad en ellos.
más variados, más confusos y más difíciles de explicar. Miles de personas viven en las zonas que recorren, y
Por eso obraron como levadura de la rebelión. tengo entendido que hasta los diarios se han ocupado de
Sin sol no había despertar. Tampoco hubo en tomo de fotografiar el trabajo excesivo que soportan, los racimos
los trenes esa actividad que les volvía aceptable la vida en de gente colgados de sus flancos o hacinados sobre los
medio del abrazo de las plantas. Un zumbido de abejas techos en su trayecto diario.
puede ser importante en ciertas circunstancias. Nada de lo cual puede ser siquiera imaginado en las
Pero meses de agua, truenos, agua, más agua, más líneas del sur, donde se produjo la rebelión. Allí resulta
truenos, más agua. Los caminos eran lenguas de Iodo; común que un tren se detenga porque hay una vaca dur­
nadie los recorría, ni hombres, ni camiones, ni hacienda ni miendo en las vías. En esos viajes, hay épocas en que uno
nada. Todo era soledad, chorrear, gotear, silencio. Los tre­ coloca su valija en la red y levanta un vuelo de flores de
nes puestos a morir sintieron que algo espantoso estaba cardo que aterrizan blandamente sobre la ropa del pasaje­
por pasar. ro más cercano.
Dos veces por semana el diesel los devolvía al mundo. Nadie sabe cómo se organizó la rebelión. Si los diesel
Nunca habían tenido conflictos con los diesel, o si los tuvieron o no vigencia activa es difícil de esclarecer.
hubo alguna vez no debe hacerse hincapié en un problema Como continuaban en uso, puede creerse que no tenían
tan natural en todo comienzo. Desde años atrás el servicio motivos perentorios. Pero advertidos de una suerte nefas­
se hacía a medias. Digna de confianza fue la forma en que ta por los amigos que veían puestos a los lados de las vías,
los tonos llameantes de los diesel fueron amalgamándose es probable que hayan participado en forma subrepticia.
a las disposiciones terrosas que parecen propias de un ver­ Parece que las zorras actuaron más de lo que pudo
dadero tren, y cómo, pese a su carencia de locomotora saberse después. Quizá por su contacto con grupos de
digna de tal nombre, siempre cumplieron en forma briosa. hombres acostumbrados a fanfarronear, como son las cua­
176 - Sara Gallardo El pais del humo - 177

dril las que arreglan las vías, las zorras solían lanzar pullas se golpea nomás. Hay instrumentos en las oficinas. Mar­
a los trenes puestos a morir. Como carecen de ventanillas, can lo que quieren y no quieren nada. En cuanto a lo del
de puertas, y para decirlo de una vez, de todo, no les puma instalado en la casa del jefe, es falso. Va para un
inmutaba ver arrancadas de los trenes las celosías que siglo que no hay pumas en la región. Diría que una oveja
podían bajarse sobre los vidrios y tamizaban la luz. El muerta hediendo en la escalera de roble, sí. O un ternero
polvo desplegaba ceremoniales tan preciosos en las esca­ atropellando para salir de la sala de espera, también. Pero
linatas de luz y sombra creadas por esas persianas en el si prefieren pensar en un gato montés, puede ser; en un
aire de los vagones, que un viaje de siete horas podía linyera, puede ser, aunque hay tanto menos que en otras
pasar en un soplo para un viajero atento. No podía doler- partes, hacia el oeste.
les tampoco a las zorras ver rotos los cristales de algunas Qué no daría por haber visto la noche aquella, la noche
puertas que conservaban dibujos ahumados e iniciales grande de los trenes.
ferroviarias correspondientes a épocas en que el adorno se Cuando La Indómita salió echando humo de los gal­
consideraba uno de los placeres obligatorios de la vida. pones rotos de Ranelagh. Llovía, sí, llovía. El humo se
Rápidas y desfachatadas y sin bienes que perder, se afa­ aplastaba hacia los flancos, hacia las ruedas, y las luces
naron en la difusión del motín, en la ubicación de ciertas parecían amarillas en el vapor nocturno.
locomotoras, en llevar y traer noticias. Y La Olga, matrícula 7.897, con su resplandor dife­
Por esos días, algunos vagones fueron incendiados rente al de todos, coronada por su rayo de luz, apareció,
cerca de Constitución. El objeto era aprovechar el hierro ella, conocedora de las nieves del sur, ella que cubierta de
y el acero. Ustedes los han visto. Una impresión criminal. blancura había llegado a los andenes de Bariloche y de
No pudo pasar en estaciones más alejadas, donde los pai­ Neuquén, y contaba historias ciertas y difíciles de creer.
sanos empobrecidos por la falta de trenes ni pensaron en En el haz de un faro se vio llegar a La Rosa. Hubo un
sacar asientos o un espejo para sus ranchos. instante de respetuoso acatamiento. A ella más que a todas
No se sabe mucho de nada, pero sí que el lugar de la me hubiera gustado ver en esa noche, cuando derribó los
asamblea fue una estación de la línea abandonada que va portones de Circunvalación y avanzó envuelta en chispas
a Magdalena. que la lluvia apagaba y volvía a apagar, la matrícula
Era un buen lugar. Por la soledad y como símbolo. borrada de tristeza, arrastrando tiras de enredaderas.
Allí sigue. Quien quiera, puede ir a mirar. Cardos, Nueva y terrible, en 1918 había desafiado al ejército y a
viento, un galpón en las estaciones solitarias. Por la la policía conducida por anarquistas amotinados; las ban­
manga donde las vacas se embestían alzando las cabezas deras gritando al viento, había corrido por las líneas como
para subir a los vagones pasa el aire, o pasa una golondri­ una hoguera negra.
na si tiene ganas y es verano, o quizá los murciélagos feli­ La Morocha vino y esperó órdenes. Si sabía cosas.
ces del atardecer. Me gustaría pasar a mí, si volara; no de Arrastró el vagón con sillones que usaba el presidente de
otro modo. En la boletería se mueve un cartel. Una puer­ la República pero también llevó trenes en la cosecha del
ta se abre, se cierra, hace latir el corazón, pero no es nada, azúcar, llenos de indios de Bolivia que tocan la flauta en
178 - Sara Gallardo El país del humo - 179

huesos humanos. Y una vez transportó al segundo elefan­ Ah, pero los trenes puestos a morir, imaginemos.
te que vino al país, una elefanta reacia a los trenes pero La sensación otra vez, el enganche, el sonar de hierros,
digna. A su serenidad se debió la escasez de muertos en el el sacudón que entrechoca un vagón, y otro, y otro. Qué
descarrilamiento de febrero del 46. Ahora tomó rumbo en crujido. Unas tablas se parten. Algo se desfonda.
silencio. Su pitido es familiar a demasiados. Algunos no pudieron zafarse. Golpes, resbalones en la
Y entre todas se movía la principal, callada. noche sin luciérnagas de la lluvia.
Ahora, qué trabajo tiene que haber sido ése. Qué difí­ Pero muchos pudieron.
cil. Cuánto ir, cuánto venir. Por ellos sobre todo quisiera haber estado allí. Otra
Convocar esas locomotoras, unas activas pero ciegas, vez. En las vías otra vez, otra vez respirar, la locomotora
otras entusiastas pero despojadas de una pieza vital. Las otra vez al frente, los postes de telégrafo escapando, ser
zorras iban y venían. Caminaban los diesel. Y los trenes tren.
puestos a morir debajo de la lluvia, en el fermento de sus Sí, por ellos sobre todo quisiera haber estado allí.
sueños, crujiendo hasta lo más íntimo quisieron despertar Grande fue la rebelión de los trenes. Por qué falló,
del todo. quién denunció, no quedará en claro. No importa. Impor­
Y despertaron. ta la llama que se alza y después se borra y otra vez se
Las vías resbalaban esa noche, cómo no. Hay que ver alza.
qué patinar, qué difícil frenar, qué imposible arrancar. Si Grande fue la noche aquella, muy grande.
la lluvia tenía harto a todo el mundo también era una ven­ Por qué no salió en los diarios, ya les dije. El hombre
taja. Casi nadie asomaba la nariz friera de casa, y una vie- acababa de pisar la luna, y los diarios no tenían espacio
jita acostada en su cama decía a cada trueno: para otra cosa.
-Señor, protege a los caminantes.
Que hubo choques, sí que hubo y estaba previsto. No
se podían dominar las señales. El expreso de Bahía Blan­
ca se destrozó por eso y La Rosa quedó destrozada frente
a él, una rueda girando ciegamente del lado en que flameó
el pendón de los anarquistas del 18.
Y en el puente del Samborombón, allí donde los pes­
cadores han puesto álamos para tener sombra, no se sabe
por qué motivo uno de los trenes más grandes, lleno de
dormitorios, descarriló. Hay poca agua en ese río por lo
común, no sé si han visto que su cauce parece destinado a
diez ríos como él. A pesar de las lluvias estaba mediado.
Pero bastó para que el agua se precipitara dentro de los
camarotes hechos astillas en el fondo del río.
180 - Sara Gallardo El país del humo - 181

Escribía un diario:
Cuándo rondaba el joven, cuándo pasaba en la zorra
con sus compañeros, cómo hacía para mirarlo sin que la
viera.
Guardaba el diario en el valijín, cerraba el valijín con
Amor una llave que parecía de oro.
Un día anotó:
La hija del jefe de estación tenía un valijín blanco. Rosa trajo un recién nacido, lo dejó en la balanza de
Abriendo la tapa se veía un espejo. Sonreía ante el espe­ cargas mientras se ocupaba de los tarros. Sin pelo y rojo.
jo. Hoyuelos en sus mejillas. Una vergüenza. Un asco, y lo odio.
Daba lustre al valijín mojando un trapo en leche. Lava­ En los desiertos se sabe todo. Las rondas del joven por
ba el trapo y lo colgaba al sol. Pasaba papel de seda por la estación se habrán notado. Porque Rosa empezó a mirar
el espejo. Escribía a las amigas del colegio. Guardaba el la ventana de la hija del jefe. Detrás de la persiana, la hija
papel de cartas en su valijín. del jefe la miraba.
Había llegado del colegio en tren, entre sus padres. En Después vino la gran lluvia. Se sabe, no hubo tiempo
el tren la había mirado el ferroviario rubio. Tuvo que más triste.
esconder la cara levantando la tapa del valijín. Se la vio Cuando empezó, nadie se preocupó. Pero a la hora de
turbada en el espejo. “Poco para mí”, pensó. Y además abandonar las casas... La extensión verde se había vuelto
insolente. azul.
Él usaba gorra de ciudadano. Si le gustaban las muje­ El jefe de estación tuvo que mudar la familia a la ciu­
res, las mujeres se morían por él. dad, pero, delante del tren, la hija se negó. Como dos
Ella empezó a levantarse a las seis para tratar de verlo, pajaritos que aletean ante una reja los padres repetían:
y para espiar a Rosa. ¿por qué? Porque iría en el tren del día siguiente. Acos­
Dejen que les hable de Rosa. En un carro alto como tumbrados a obedecerla, obedecieron.
una casa traía la leche al tren. Era alta y seria como un Ella tenía un motivo. El joven había dejado de rondar
hombre, esperaba un hijo, estaba loca de amor por el la estación. Si se quedaba sola, ¿no aparecería? Ya no
ferroviario rubio, había sido abandonada por él. pensaba más que en él.
La hija del jefe de estación escondida detrás de la per­ Pero no hubo tren del día siguiente.
siana veía salir el sol por detrás del tren. Oía charlas a los La radio dijo que habían desbordado los ríos. La hija
tamberos que recibían los tarros vacíos, que cargaban los del jefe de estación quedó sola en la estación.
llenos. Rosa entre ellos. A veces veía pasar la zorra de la
cuadrilla, veía una gorra de ciudadano, una cara vuelta Comía de una lata de leche en polvo. Había gallinas en
hacia la estación. el gallinero, pero no las sabía matar. Lloraba. Temblaba.
En la sala repiqueteaba el telégrafo. Siempre se negó a
182 - Sara Gallardo El país del humo - 183

aprender a descifrarlo, ahora se retorcía las manos. Abría cubría al niño, saltaba a limpiar la vía, su látigo y su lin­
el valijín. Sollozaba ante el espejo. Qué bonitos eran sus terna de tambera en la mano.
hoyuelos. Nombraba al joven. Que viniera a salvarla. La hija del jefe de estación se tapaba los ojos. Lloraba:
Pero se oía lluvia, y croar. Me tiró del pelo.
Después aparecieron los perros. Perros de las casas En la noche había lluvia, relámpagos y cardos. Pasa­
abandonadas, en banda, hambrientos. Aullaban. Saltaban ron una estación vacía, el viento movía las casuarinas.
contra el gallinero. Las gallinas, locas, perdían plumas. Faltan tres estaciones, dijo Rosa. Después encontraremos
Los perros abrieron un paso. Se las disputaron a dentella­ gente.
das. Pero encontraron a los perros.
La hija del jefe de estación echada sigilosamente en el Uno alzó las orejas, todos las alzaron. Despertaron.
suelo se mesó el pelo. Un charco de lágrimas se formó Aullaron.
junto a la ventana. Lengua al viento, galoparon detrás de la zorra, la
Se fueron, por el boquete, como entraron. Plumas, alcanzaron.
hilos de yema en los belfos. Rosa encendió una lámpara debajo del capote, la arro­
Cayó la noche. Lluvia, y croar. Hasta la radio había jó. Estalló. Chamuscó unos hocicos. Ganaron un tiempo.
callado. Ya los perros otra vez las alcanzan. Se oye jadear. No
Oyó el ruido de la zorra en las vías. Oyó una voz enér­ se los ve. Otra lámpara. En un tumulto gimen, se retiran.
gica que repetía su nombre. Saltó a la ventana gritando el A correr.
nombre del joven rubio. La última lámpara no prendió, mojada. Las lenguas ya
Rosa estaba en la zorra, chorreando agua su capote de salpican la zorra. Con su látigo, Rosa fustigó. Saltaron
tambero. Le gritó que trajera las lámparas de la sala de pelos grises. Azota de nuevo, pero una fauce arrebata el
telégrafos. látigo, que cruje como una astilla.
La hija del jefe de estación agarró su valijín de hule Pronto, pronto. Cuando relampaguea se ven pelam­
blanco y se precipitó. bres; choca un diente en el borde de hierro; se oye el
Sacudiéndola por los rizos hasta que le chocaron los gemido de la ansiedad del hambre.
dientes, dijo Rosa: las lámparas. Le vistió otro capote. A ellos, capote de tambero. Vuela, pesado, hediondo a
Gimió la hija del jefe, no soltó el valijín. Corrió a buscar­ vacas. Atrapado en el aire, arrebatado, masticado.
las en la oscuridad, por tener el valijín dejó caer dos, se Pero la vía hace una curva. Cortando campo, los
hicieron trizas. perros llegan. Acosan por un lado. La linterna rompe una
Hay que mantenerlas secas de este modo, dijo Rosa. frente negra y se deshace. A ellos el segundo capote.
Levantó su capote. Allí dormía, en el suelo, el niño Volar. Rosa se quita la falda y cubre al niño. Su enagua
rojo. parece una bandera.
Los cardos habían crecido como árboles, crecían a Volar.
cada instante, cruzaban la vía, la zorra se paraba. Rosa Aquella luz en la estación. Allí hay gente, llegamos.
184 - Sara Gallardo El país del humo - 185

Pero los cardos han crecido, crecen a cada instante,


cruzan la vía, la zorra se detiene.
-¡Tu valijín, a echarlo!
A mano limpia arranca los cardos.
¡Adelante!
Los perros detenidos se disputan el envío blanco. LOS TRENES DE LOS MUERTOS
A correr, a correr.
Aquella luz es la estación. Llegamos. El rápido a Bahía Blanca arrastró al hijo del capataz de
Los perros llegan antes. Uno salta. Unos colmillos ras­ la cuadrilla que repara las vías. Era un hombre triste desde
gan un zapato. la muerte de su mujer; con esto se dio a beber.
Ahora suenan dos tiros. Aullando, retroceden, corren El hijo estuvo un mes como dormido. Cuando volvió
hacia la noche, dos cayeron. a su casa no era el mismo.
Una locomotora, salpicando lluvia, se detiene. Salta el Rengo. Pero sobre todo ausente.
joven rubio, escopeta en la mano. Salta el jefe de estación, Se entregó a encender pequeñas fogatas.
salta la policía. Las alimentaba de día, de noche.
Amor, grita la hija del jefe. Toma su valijín. Cae en los Aveces levantaba los brazos dando un grito.
brazos del joven ferroviario. Una tarde, su padre llegó del almacén y se puso a llo­
Amor, juntan sus labios. rar. ¿Qué hacía con esos fuegos, por Dios Santo? Causa­
Rosa se inclina. Busca a su hijo. ban la compasión de los vecinos.
No está. A la hora del accidente, dijo el niño, vi los trenes de los
muertos.
Cruzándose como rayos sobre el mundo. Unos venían
y otros iban y otros subían o bajaban sin dirección y sin
destino. Vio en las ventanillas las caras de los muertos de
este mundo. Lívidas caras con sonrisa, caras dobladas.
Caras sujetas por telas que asfixian, manos que cuelgan,
pelos de colores, electricistas, amas de hogar, sacerdotes,
presidentes de compañías. Muertos en vida. Pómulos
cubiertos de polvillo de hueso. Zarandeándose.
Vio conocidos. Vecinos.
En trenes que refulgían como fantasmas que se levan­
tan de pantanos. A cabezadas, rizos contra los vidrios, sin
pedir ayuda, sin desearla. En una noche permanente, los
trenes sin voz ni silbato, cruzándose. Sin señales, sin orden.
186 - Sara Gallardo

Se superponían, se sucedían, se cambiaban.


Nadie los oye ni los ve, volando en todas partes sobre
el mundo.
El dolor que había visto era alegre junto al dolor en
esos trenes. Vio, como si los tocara, que el frío congelaba
a esos viajeros, igual que a los que duermen para siempre Destierros
en los Andes. Y dentro de esos témpanos los ojos llama­
ban sin llamado.
Ponía señales para eso. Para los trenes de los muertos.
El país del humo - 189

C ristoferos

Yo no sabía qué continente triste inauguraba. Siendo


así, merecí mi final.
¿Piensan alguna vez en esas ratas y en mí mismo enca­
denado en las tinieblas?
El mar que crucé tres veces almirante debí cruzar en el
hedor, la fiebre, prisionero.
Tal vez hoy sepa el crimen. Qué continente inaugura­
ba.
Mi polvo, entre gigantes caballeros, tiene honras de
monarca en una catedral sin parangón, Sevilla. Turistas
con sisear de zapatos le dan la vuelta, guía en la mano, y
al descubrir mi nombre lo pronuncian.
}Mi nombre! ¡Portador de Cristo!
Y en verdad, no hay azar.
En el momento de mi muerte -les llegará también-
vino a mi boca la palabra que Él pronunció en la suya.
¿Un broche se cerraba?

¿Piensan alguna vez en el que fui, uno de ustedes a


quien gustaban ciertas cosas, a quien enardecía el pensa­
miento de otras, loco escrutador del horizonte?
De los que, como yo, quisieron algo más que ellos
mismos, en aquellas tierras, conocemos la historia. Aquel
Bolívar entregado de noche por sus amigos, manos en
cadenas. Otro muriendo viejo frente a un mar extraño.
(Otro, sobre la tierra sin oxígeno, agonizó en un cuarto de
barro y alguien, sudando de terror, le pegó un tiro).
190 - Sara Gallardo El país del humo - 191

Contemplen -no hay azar- la figura que levantó en mi


honor una ciudad del sur.
Dando la espalda al continente que menciono, miro
hacia el mar. Detrás de mí, invisible a mis ojos, la Estre­
lla. Hay un recinto -mármol- destinado a una llama. Per­
petua, según cláusulas. No hay llama. En la tiniebla, un R eflejo sobre el agua
guardián fabricó su guarida. Borracho, asusta dando gri­
tos a los niños que se atreven a subir un peldaño y a mirar Elvira Cabriní, cabellera blanca. Ochenta años. El
por la puerta. mundo era para ella como un paisaje que se refleja sobre un
agua de oro. Cada cosa temblaba en la gloria del reflejo.
Es verdad, cuando perdió a su único hijo fue quemada
por la desesperación, Pero la sostuvo el esplendor del
mundo. Y recibiendo los besos del que fue su último
amante había dicho: “Señora Tristeza, nunca te conocí.
Conozco a tu hermano más noble, el Dolor”.
Mas toda palabra va a algún oído.
Un día se despertó, y el reflejo no estaba. Sólo queda­
ban las cosas. Desde ese día debió atravesar por ese pano­
rama.
Le llegaban las palabras de las flores. Las comprendía
porque en otro tiempo las había comprendido. Como las
palabras del amor, antaño. Pero no le decían nada. Mudas.
Recordó un atardecer. Estaba sentada frente a la lagu­
na. Desde el celaje, desde las garzas que empezaban a
dormir, desde los vuelos de patos silvestres, una mancha,
un pequeño flamear avanzó a través del agua. No podía
dejar de mirarla. Como un fuego fatuo, pero negro. Se
agrandaba acercándose. Era un bote, y en el bote venía de
pie una figura de vestido ondulante. Los perros no habían
ladrado. El vestido se henchía. Elvira, que era como una
reina, se puso de pie. Llegó la señora con un sombrero
grande.
Sentada a su lado en uno de los sillones de mimbre del
corredor quiso escrutar su cara, no la vio.
192 - Sara Gallardo El país del humo - 193

Cuando se levantó para partir, Elvira no pudo levan­ El amor ardió de nuevo en ella.
tarse. Ni un perro se movió. Se fue en su bote, en un on­ Mientras él tomó un baño, ella salió a pasear. Vio las
dear de vestido negro, a través de la laguna, hacia los nubes bajas igual que vientres de aves maravillosas
celajes, y una voz de nutria llegaba de los juncos. empollando el huevo de la laguna.
Después Elvira entró en la casa. No vio los poíluelos El mundo se mostraba de nuevo.
salidos del ropaje de la visitante, que entraron por las Él fue a dormir la siesta al cuarto de los huéspedes.
rejas de las ventanas, se dispersaron por los cuartos, pasa­ Ella se coronó de flores frente al espejo de su dormitorio.
ron sobre los perros, picotearon los corazones. Negros, Se vio rubia como en su juventud.
picos de diamante. Murió, rosada, sonriendo, en esa siesta.
Hacía años de esto.
Hoy, arrodillada, pidió así:
-Una vez, antes de morir, dame de nuevo la alegría.
Era noche temprana. Sopló la lámpara, quiso dormir.
Pero la vehemencia del pedido seguía, como una máqui­
na que se traba. Tarde en la noche volvió a encender la
lámpara. Se sentó junto a la ventana.
Al amanecer oyó el motor de un automóvil. Los perros
ladraron.
Elvira Cabrini vio en el patio a un joven con un casco
en la mano. Vio un auto de carrera salpicado de barro.
Por tercera vez aquel joven había podido ser, y no fue,
campeón del mundo. Aquella tarde, por tercera vez. Se ha
dicho que el corazón es como un vaso. Cuando lo llena la
amargura rebalsa en un llanto. Dejó la ciudad atrás.
Corrió por caminos de tierra, por charcos de barro. Los
faros iluminaban ojos de vaca, una liebre, una lechuza.
Frenó lejos de todo, en medio de la noche.
A esa hora vio encenderse una luz. Lejos. Era la luz de
Elvira.
Acudió. Llegó al amanecer.
Elvira Cabrini lo vio entrar. Vio al más bello de los dio­
ses comiendo pan con manteca ante sus ojos. Un hombre
que le dijo quién era, un niño que le contó su dolor. El pelo
rubio se le pegaba a las sienes. El casco estaba en una silla.
194 - Sara Gallardo El país del humo - 195

Vapor en el espejo En la P una

Tokio se llama la tintorería de mi barrio. Su dueña, Cuando a la Puna seas transferido piensa en mí, trans­
desde una mesa, vigila los trabajos. Casi no habla espa­ ferido a director de una escuela en la Puna.
ñol. Entre el vapor sus hijos escuchan tangos en la radio. La Puna es un desierto. La gente en la ciudad gusta
El día que me hicieron rector de la Universidad fui a escuchar canciones que la nombran. Ignora que aquí no se
hacer planchar mis pantalones. Los muchachos me dieron respira oxígeno. El agua hierve fría. Los niños, camino de
una bata mientras esperaba. la escuela, suelen morir.
Por pudor, la madre dejó el puesto. Lo ignora: enseño En materia de escuela, debo decir que he sido intransi­
lenguas orientales. Pude leer, en la mesa, qué escribía: gente. Maestro, no permití lecciones de memoria. Direc­
Aquí estabas tor, las prohibí. “Quiero alumnos, no loros”, fue mi lema.
espejo Hubo maestras que me odiaban; yo las traté de imbéciles.
cuatro años escondido entre papeles. En la Puna la vida corre de otro modo. No corre (para
Un rastro de belleza perduraba en tus aguas. ser precisos).
¿Por qué no lo guardaste? A veces, bajo la lámpara, murmuro: “Tanto gentile e
tanto onesta pare...”. Y la belleza me acompaña.
De alguna cosa sirve, comprendí esa tarde, ser rector Bajando en muía me ronda la canción de los amantes
de la Universidad, experto en lenguas orientales, dueño que murieron de amor y la del caballero que no debía
de un solo pantalón. nombrarse.
En la cama donde apenas duermo oigo nombrar las
tres virtudes. Medito en ellas: por qué son tres, por qué
son ésas, y qué son.
Algo, fugitivo como un trazo de tiza en la pizarra, se
me inscribe. Borrado por la esponja, pero no del todo.
Cuando a la Puna seas transferido -nadie se libra- te
nutrirá la voz de la memoria.
Lamentarás -si lo tuviste- haber tenido un director de
escuela como yo, adverso a poner trigo en tierra, panes
del hombre desterrado.
196 - Sara Gallardo El país del humo -197

Como si las chimeneas de las fábricas Stampa echaran


negrura sobre Juliano, hacía dibujos de hombres martiri­
zados, ahorcados. Pero no hablaba contra nadie; opinaba
mal de sí.
Me guardé siempre lo poco que supe de él. íbamos
J uliano Stampa juntos a la ciudad. Nos separábamos en la estación, Reti­
ro o Palermo. Yo iba a la facultad de Derecho. Él estudia­
Fui amigo de Juliano Stampa hasta los veinte años. Yo ba dirección de empresas. Es decir.
estaba enamorado de su madre. Ella estaba enamorada de Principalmente iba al zoológico. Pasaba horas delante
él. de las jaulas. Dibujaba animales durante las lecciones.
El lugar donde estudiábamos tenía tres balcones. Muy Sus tigres parecían respirar.
pronto uno aprendía a asomarse sin apoyar las manos. Iba a las fábricas con el padre, recorría las plantas, le
Rosas. presentaban capataces. Una noche en que bebimos de más
Un idioma entero refluía desde el parque hacia aquel reventó en llanto.
cuarto. Como navegantes en un mar de verdores tendía­ A los veinte años escapó. Escribió una carta desde
mos la vista, la retraíamos para poder estudiar. Montevideo, otra que pedía perdón desde Europa. No
Yo tenía miedo, respeto, admiración por Juliano. Era daba explicaciones.
feroz, elegante. Nunca mentía. Sus cóleras parecían zar­ En Londres pude verlo.
pazos. El grado de mal humor en que vivía inquietaba. Fue un gran payaso.
Me lo pasaba esperando el momento en que aparecie­ Regularmente su madre viajaba a verlo. Aplaudía
ra su madre, Y aparecía. Esquivándose, apresurada, por temiendo que la descubriese, en la última fila. Había
susceptibilidad más que nada. Igual a una actriz de Holly­ enviudado. Tenía un marido más joven. Que no era yo.
wood de sonrisa solar. Compasiva, musical, refractaria a
los animales. Bellísima.
Bastaban su cautela, su aire de miedo a molestar, para
enojarlo.
Un rumor, a mediodía, era el auto que salía hacia la
estación. El desasosiego de Juliano crecía. En el tren
venía su padre. Me cruzaba con él bajo los árboles gran­
diosos. Un hombre enérgico.
Todos los días al amanecer él y mi padre conferencia­
ban bajo esos árboles. Estiraban los brazos señalando
lugares, mi padre con su sombrero de paja, pues era el jar­
dinero.
198 - Sara Gallardo Ei país del humo - 199

Uno, el triunfante, lleva el laurel perdido en un bolsillo.


Sale mi nombre, alguien da la noticia. Pasa el terror con
su ala; primero en forma de incredulidad, luego de burla.
Una risa, los ojos muy abiertos. (¿Qué me aguarda?, pien­
sa cada cual). Alguien pregunta si es necesario visitarme.
A. R. J. No, deciden. No.
Forma imperfecta que deseó ser perfecta, infeliz que
Esto me tocaba. No por ser lo más temido me libré, deseó ser feliz, pronto me borraré.
como pensaba a veces. No por prepararme me encuentro Digo: mientras en las ciudades haya mesas con vino y
preparado. Alguien, una cuchara en la mano, finge con manteles, y alguien pueda bromear al soplo del
paciencia a mi lado. espanto, me alegraré del mundo pese a todo. De este
Y no fui poeta. No, no fui. No fui. mundo, que conocí mal de mi grado.
Prólogos, conferencias. Qué pasión, entre papeles. En
verdad, me conmovió algún día ver mi nombre en los dia­
rios.
Me temo que ridículo, enamorado de los jóvenes
bellos, tan gordo.
Yo, que en un regazo fui inmortal, tuve que soportar
sarcasmos y tarifas.
Después, amor doméstico junto a alguien más feo que
yo. (¿Pero no había soñado con Apolo?). Una cuchara en
la mano, ojos que huyen por la ventana, amor doméstico
se prepara a volar. ¿No cocinábamos, no engordábamos
juntos? ¿No nos juramos adelgazar? Chistes al pie de la
balanza.
Olor a libros, dos piezas en la calle Alsina, un anuncio
de neón cegando la ventana. ¿Era esta, pues, la vida? Y
qué de Grecia, del mar azul. Ilusiones.
Desde hoy todo es ayer.
De lo que pienso, prisionero en la piedra de la paráli­
sis, algo me place, lo reitero:
Hay manteles, vino barato en ciertos restaurants. Espe­
rando la comida beben y cortan queso unos amigos. De
mí, apenas si colegas. Un poeta, un profesor, o ni eso.
200 - Sara Gallardo El país del humo -201

acompañan, las acompaño en un tiempo suspenso. Cuan­


do el Señor me llame las llevaré conmigo. Sólo espero
una cosa. Su saludo. En la puerta sagrada su sonrisa, que
busqué inútilmente. Su saludo antes de morir, aquel bali­
do.
A gnus D ei

Yo, la hermana Catalina, tuve que abrir la puerta a la


niña oveja. La traían del sur. De pena, quedé muda.
A mí me la encargaron. Frotando con aceite sus rodi­
llas, pues no caminaba con los pies, la acostumbré a mi
olor. Traté de acostumbrarla. Cantar a los niños de la
enfermería me es posible, pero ella no entendía de can­
ciones.
Reviví sus años como si fueran míos. Aparecieron en
mi memoria intemperie, tierra, vellones. Debí cortar la
masa de abrojo que era su cabello.
Los niños del asilo miraban mi ventana cuando salían
al patio.
Dormí con ella, que sufría. Una pieza, una cama ¿qué
le eran?
Quizá se lo advirtieron; una noche la Hermana Supe-
riora me sorprendió balando.
-Se la entregué para volverla humana -dijo-, ¿no esta­
rá usted volviéndose una oveja?
Oh sí, quise decir, no lo bastante.
Di en rogar:
-Cordero de Dios, ten piedad.
La tuvo. Ella no sonrió nunca. Mi triunfo -triste- fue­
ron sus lágrimas, una vez.
Y murió.
Fue en setiembre, 1911.
Ciega, inválida, casi de un siglo, decenas de criaturas
pueblan mis pensamientos. Nunca crecieron, para mí. Me
202 - Sara Gallardo El país del humo - 203

J ardín de las M ercedes Un solitario


A H.A.M.
Por mí se va hacia todas, hacia ninguna parte.
Jardín soy, un parque, senderos entre hierbas, una La vida de un solitario es exactamente eso: la vida de
muralla. un solitario. Nadie disperso en la existencia plural de la
Caminantes recorren mis senderos hacia ninguna, familia puede suponer con precisión las formas en que
todas partes. Alguno acampó bajo un árbol. Otro en el van cristalizando ciertas percepciones del eremita. La len­
silencio. titud de la corriente del hábito, la fluctuación, como ban­
Aquí sopla el viento de nunca y de jamás. dera que flamea en el aire adormilado del trópico, de la
En él se arremolinan pétalos, de flores tal vez esplen­ costumbre a la manía y de la manía a la costumbre. La
dorosas. Débiles, como estrellas de frío en los cristales. atención a detalles. Una vida marcada por señales, hitos,
Un suspiro del mundo las borró. Color de rosa, nervadu­ presagios.
ras de niebla azul destinadas a alfombra del cortejo. Liturgia, eso es. Una liturgia que resume y expresa
Si resta aquí un oído apto a la música, ciérrese, existen ¿qué? Quizás sólo la adaptación, a través de los años, de
ciertos ruidos. Si un ojo, envuélvase en la gasa de la un ser peculiar al enigma creciente de la existencia. Un
noche. ser que sólo puede vivir solo, y que si bien se vuelve cada
El aire que yo encierro no se parece a ningún aire. vez menos comprensible para sí, está más cómodo.
Lleva un nombre. Por disimulo llamémosle calvario. Cómodo en un sentido restricto. Un náufrago que se fami­
Por mí se va... quien lo sepa lo dirá en su día. liariza con el tablón que lo sostiene, reducido a astillas
Jardín me llaman -hospicio- de las Mercedes. pero con cierto matiz de hospitalidad, o al menos de inter­
Cuáles, no me toca saberlo. penetración mutua.
Un solitario.
Las cosas pasaron así.
Don Pino dijo que vendería su restaurant.
De los clientes, sólo los solitarios percibieron el anun­
cio como algunos oyen el rodar del trueno. Esos saben.
Hay augures precisos, las serpientes y los sapos. Y augu­
res imprecisos, digamos unos pies súbitamente dolorosos.
Y hay, junto a ellos, oídos indiferentes o equivocados.
204 - Sara Gallardo Ei país del humo - 205

El anuncio de don Pino repercutió en la imaginación das, una palabra hoy y otra mañana. O ni siquiera una
de los solitarios con sonidos y ecos. palabra. La maldición ante otra imbecilidad del hijo. Un
¿Qué solitarios? En rigor, había tres. silencio. Lo sabía de antes, sí. Don Emilio no se permitió
Dos en un lado, el de las mesas. Teresina, directora de llorar por sí mismo. Murió en la primavera que siguió al
escuela. Y Alberto Frin, poeta. cambio de dueño, sus discos ordenados en álbumes cerca
Esto en cuanto al sector de las mesas. O sea, a dos de la cama.
células ocupadas antes de mediodía en el restaurant vacío, No lo asistieron ni don Pino ni el hijo. Lo atendió uno
dos monosílabos resueltos en un crucigrama recién empe­ de los mozos. Y de aquí pasamos a otro punto.
zado. Para los mozos también aquella noticia había resona­
El tercer solitario era Emilio, don Emilio. Estaba de do como el trueno. Treinta años corriendo por aquel
frente a las mesas, en un pupitre. Llevaba la contabilidad. suelo, trayendo y llevando fuentes llenas y vacías, oyen­
Los mozos le sometían los pedidos y las bandejas carga­ do pareceres, entonándose a escondidas con el tinto de
das. Anotaba, cobraba, daba los vueltos. Tenía otra ocu­ don Pino, algo son. Ingresar a los veinte, y a los cincuen­
pación, la esencial para él según podía suponerse. Era la ta oír aquel trueno. Reaccionaron en distinta forma, la
música. Todos sus discos estaban a disposición de don forma de cada cual. Un espíritu quedó quebrado para
Pino. Del restaurant, mejor dicho. Y la música tenía algo siempre. Otro se jubiló. Casi todos se las arreglaron.
anticuado, tangos, boleros, que volvían el lugar agradable
a los comensales, pues casi no había jóvenes en las mesas. En la jomada del anacoreta los jalones no son casua­
Incluso discos de colección poseía, como se lo ratificó les, como en la jomada del gaviotón los peñascos de cada
más de uno levantándose de la mesa y acercándose al atardecer son en verdad el lastre que da estabilidad al día.
pupitre para hablarle, inútilmente. Él no vendía sus dis­ Para Alberto Frin la comida en lo de Pino constituía un
cos. hito de importancia. Teresina era otro caso. Tenía su
No sólo la discoteca de Emilio estaba a disposición del escuela, sus alumnos y los padres de sus alumnos. Una
restaurant sino Emilio. Es decir trabajaba gratis. Desde red floja, tejida a un lado de la vida por así decir, y con un
unos treinta años atrás. Una naturaleza pasiva y paciente, sentido muy preciso. Un sentido similar tenían, una red
lunar, sí, también solitaria, de pelo amarillento. parecida eran, los mozos de Pino para la vida de Frin.
¿Cómo resonó el trueno para los solitarios de las mesas? Salía de su casa a las doce menos cuarto, casi siempre
Teresina -una fisonomía arcangélica como detrás de un temblando de frío. Compraba cigarrillos en la mitad de la
vidrio grueso, difuminada- reaccionó con melancolía. cuadra. Seguía hasta el restaurant. La compra de cigarri­
Alberto con alteración profunda. Aparta de mí este cáliz. llos era el primer mojón. Que alguna mañana no hubiera
Otro son tuvo para Emilio. Es de presumir que lo sabía la marca que él fumaba suponía una especie de perturba­
de antes, aunque nadie lo viera conversar nunca con el ción. Algo difícilmente aceptable como azar. Hasta los
patrón. Pero ¿es necesario conversar? Basta el lento bullir vecinos que encontraba o dejaba de encontrar en el ascen­
de una determinación, que va soltando burbujas espacia­ sor tenían su sentido.
206 - Sara Gallardo El país del humo - 207

Estos hechos, que el miembro de una familia suele demasiado personales, como ocurre en cuanto hablan las
absorber sin reparo, marcan las horas de ciertos solitarios mujeres. La delicadeza -que como el pudor es más genui-
sensibles. Son como palabras impresas en mayúsculas. na y exquisita en los hombres- se esmeraba por todas par­
Los mozos de Pino con sus sacos blancos y sus idio­ tes. Ya podía ser un poco pesada la música de don Emilio,
sincrasias eran esenciales para Frin. Lo habían sido a tra­ como hierro al rojo en el oído del nervioso viandante, y
vés de los años. Un factor educativo. Medicinal. La sar­ no se quejaría. O un poco reiterada la opinión de éste
cástica ternura, la amistad verdadera encubierta con bro­ sobre los platos del restaurant, los mozos la recibirían
mas habían conducido a aquel joven demasiado solitario como inédita.
a la confianza en el género humano -bajo alguna de sus Allí sonó aquel trueno. Don Pino vendía. Y vendió.
formas-, casi hasta esa suerte de abandono o al menos de
capacidad de reclinación que únicamente logra el amor. Ahora hay que imaginar el agua en movimiento, el tur­
Amor, no otra cosa, daban y le habían dado, esa leche bio espejo con remolinos, por lo común poco visibles, que
del alma. Aquellos hombres habían sido las nodrizas de constituye la vida. Agua. ¿Qué es el agua aparentemente
una sed siempre excesiva, violentamente disimulada. Las inmóvil y a la vez viva para una banda de turistas, agita­
fuentes, secretas, por recónditas vías, de un apacigua­ dos, con sombrillas, termos, trajes de baño? ¿Cómo mira
miento espiritual. Por otra parte, cuando el pasar de los esta banda? Qué ve en el agua. El pescador, ojo en el hilo,
años reveló a la atención de Frin, en la manera de dar un callado mientras el rocío de la orilla deja sitio al sol, y la
paso, en cierta forma de portar la bandeja, esa condición sombra da vuelta al tronco y salen las estrellas, sí nota el
de mortalidad cuyo descubrimiento hiere con el cauterio tono de la corriente. Sus aspectos, la palpitación en la flui­
de la compasión a los imaginativos, los mozos supieron dez, la falsa transparencia, un movimiento en tomo a un
defenderse. Levantaron el escudo del humorismo. madero, el salpicar tienen sentido para él. No sólo para él.
El humorismo, encamación de la inmortalidad huma­ Existen en sí mismos. Y son invisibles para los turistas.
na, se alzaba rechazando el -nunca mostrado- fluido de la Esa onda fue para Frin el anuncio de don Pino: una
compasión. Mejor dicho, no rechazando. Asimilándolo de apariencia llena de noticias. Que le incumbían.
cierto modo beneficioso para ambas partes. Excluyendo Las noticias siguieron a la venta.
la blasfemia del sentimentalismo. Pues no hay amistad sin No fueron muchas. Se supone que la noticia debe lle­
compasión. Ellos, los compadecidos, ¿no habían sentido, gar de pronto. Tiene otra faz solapada que ya no llamamos
no sentían compasión por aquel joven demasiado orgullo­ noticia pero lo es:
so, demasiado susceptible, que al par de ellos llegó a la El restaurant de Pino ni siquiera cerró. Una tarde cam­
cincuentena? Eran amigos. biaron las mesas y las sillas por mesas y sillas más caras.
Allí se tejía la tela del amor. Ni más ni menos. Cada Las cuentas subieron. La comida decayó hasta el punto de
almuerzo, cada mediodía. No había preguntas, virilmente, la bazofia, la suave, chirle bazofia de los tiempos, sin sal,
ni confidencias. Una ausencia larga, la publicación de un con un dejo de agua de lavar. Unas mamparas que daban
libro anunciada en un diario no derivaban hacia notas intimidad se quitaron. La música fue otra, sin matices
208 - Sara Gallardo El país del humo - 209

pasatistas de Emilio. El restaurant cambió de nombre, Sus poemas aparecían en periódicos de Europa, y en
suprimió las pastas caseras, y por un tiempo bastante revistas latinoamericanas que no dejaban de ilustrarlos
largo, meses, estuvo casi vacío. Una extensión de mesas con viñetas injustamente truculentas. Después de verlos
con manteles, algo de fotografía de la Antártida al atarde­ un momento en tales envases los tiraba al canasto, y la
cer, con sombras celestes. Teresina siguió yendo antes de mujer que iba a hacer la limpieza una vez por semana los
las doce, pero Alberto Frin se buscó la vida de otro modo. utilizaba junto con otros diarios para forrar el tacho de
Empezó a cocinar en su casa. basura.
No viene al caso hablar de la cocina de un hombre que El prójimo para Frin habían sido los mozos del restau­
nunca ha cocinado. A veces quedó sin comer. Progresó, rant de Pino. Las mujeres eran capítulo aparte; el sexo
también. Cobró interés por la cocina. De pronto se cansa­ tiene poca relación con la projimidad. El amor... Profun­
ba, recurría a sandwiches, cerveza. Pero la fatiga de la dos estropicios en su casa testimoniaban los accesos de
mala nutrición lo obligaba a variar de camino y volvía al desesperación por un amor terminado. Pero hacía años de
restaurant por alguna semana, hasta que los precios y la eso.
repulsión lo echaban de nuevo a la calle. A cocinar. Expulsado del restaurant por repugnancia ante los pla­
La corriente del agua, lenta, en remolino furtivo. tos, cólera ante los precios, imposibilidad de hablar con
Un hombre necesita de otros seres humanos. Un soli­ los antiguos mozos por el calibre de la música, Frin deri­
tario también. San Antonio bajaba a las cansadas del roco­ vó, sin proponérselo, hacia otro rumbo.
so escondite de sus tentaciones y sus éxtasis hasta un con­ La relación de los solitarios con los estaños que cir­
vento cerca del mar Rojo, y allí lo esperaban peregrinos. cundan su casa es compleja. Hay almas sencillas que pre­
Pronto volvía a partir. fieren hacerse clientes del bar más cercano. Frin no era un
Alberto Frin no trabajaba. La -escueta- dosis de nece­ alma sencilla. Además era un caminador extraordinario.
sidad de los demás que hay en un eremita suele desgas­ Al caminar, sus ideas empezaban a ponerse en marcha
tarse en las aristas de un trabajo. Al salir busca el retiro como locomotoras a carbón, echando chispas y copetes de
con voluptuosidad. Así Teresina y su escuela. Pero Frin humo, los poemas revoloteaban alrededor de su cabeza
desde la juventud había puesto el empeño que se emplea como una bufanda. Entraba en los bares en ráfaga, como
para conseguir un buen trabajo en lo contrario. En evitar­ quien va andando entre las nubes decidiendo los destinos
lo. No vivía del aire. Corregía pruebas, traducía, escribía de una tempestad con patadas en los relámpagos y en los
reseñas de libros. Pero en su casa. Una época temprana truenos. Pero alado, en estado de iluminación, y los bar-
vendió rifas en la rambla de un balneario. Por ese tiempo men al verlo se apresuraban a servirle, los cercanos -hacia
íue acomodador en un cine de barrio, excelente empleo el sur, norte y este, al oeste no había bar, sólo el restaurant
según su criterio, que debió dejar después de un idilio de Pino- ya sabían qué whisky, y como ninguno dejaba de
demasiado violento con la hija del dueño. A los cincuen­ apreciarlo le servían con sobredosis, y el pago era siem­
ta traducía artículos del alemán para una revista de medi­ pre exagerado, aun en épocas en que toda su cena consis­
cina, y novelas del inglés y el francés para una editorial. tía en queso y pan -en vez de whisky ginebra entonces-,
210 - Sara Gallardo El país del humo - 211

unos billetes que caían sobre la madera, olvidados sin un en 1950, cómo preparaban en su familia el puchero.
gesto. Cuando se habla de esto, las nodrizas del alma vuelven
Sí, era familiar para los barmen y también para los a ejercer sus funciones.
parroquianos. Éstos lo apreciaban, pues todo parroquiano La conversación de Alberto Frin con Moreiro fue inte­
de bar es solitario. Y conocer al más solitario de todos, resante para los dos. Además tuvo implicancias. Su
dotado además de alas en los pies para volver más inasi­ detención junto al mostrador permitió que corrieran hacia
ble su persona, les gustaba. Él no sospechaba esa popula­ él las simpatías que había levantado en veinte años de
ridad. Se creía invisible y, en caso de conocido, detestado. apariciones y desapariciones. Inmovilidad. El hombre que
Era un error, basado en la legión de enemigos que aceza­ renuncia al movimiento verá moverse el mundo. El ana­
ban contra él entre las sombras de lo literario. Mas una coreta en el bosque será testigo de los trabajos de la vege­
cosa son los pasillos de una especialidad y otra el ancho tación, los animales más huraños se echarán junto a sus
mundo. piernas.
A los cincuenta, Alberto Frin entró en lo que algunos Frin, en el mostrador de Moreiro, recibió una broma,
llaman noche oscura del alma. Coincidió con la venta del tímida, desde una mesa. Era a propósito del puchero, tema
restaurant, y don Pino hubiera considerado perfectamente del momento. Venía de un sesentón flaco, agachado, cres­
natural que esa crisis tuviera como explicación su retiro po. Matías. Electricista según algunos (según él especial­
del gremio gastronómico. Pero la vida es más complicada. mente), aunque la gente conocía sus pretextos para no
Como suele pasar, también su salud sufrió en esos presentarse mejor que ningún trabajo que hubiera hecho.
días, y debió dejar las caminatas. Hablaba español con mucho acento, menos alemán que
Así, conducido por las fibras del agua como el corcho yiddish.
del pescador al soltarse va boyando y es llevado a otras Alberto Frin lo conocía de vista. Pertenecer veinte
temperaturas y velocidades sufriendo transformaciones años a una calle no es casual. Muchos nudos, conscientes
en su ser, así Alberto Frin fue llevado a través de la e inconscientes, se atan.
melancolía, el cansancio físico y el cierre del restaurant La conversación se formó en triángulo, dos en el mos­
de Pino a buscar sustento espiritual en el bar de Moreiro. trador y uno en la mesa. Y el alma de Frin descubrió el
No que no lo conociera, Pero la tiniebla de la noche pensamiento de sus semejantes.
oscura en que ni poemas ni pensamientos aparecían para Hay que imaginar al jardinero que en camino hacia el
acompañarlo ni caminatas lo lanzaban volando por las palacio donde trabaja se sienta a descansar en un terreno
veredas rotas y roñosas de la ciudad, lo llevó a quedarse, baldío y descubre la belleza de los yuyos que lo rodean,
en actitud pasajera pero reposada, junto al estaño, y los la gracia de sus hojas y sus granos que el viento hace
círculos de la vida cayeron pausadamente en torno a él mover. Así se encantó el alma de Frin. El espíritu trepi­
formando una nota grave. Alberto Frin se encontró pre­ dante que sólo bebía el vino de los dioses encontró en el
guntando a Moreiro el mayor, el más inteligente, el más agua de cada día ese vino inmortal.
sardónico de los jóvenes gallegos rubios desembarcados Porque los mozos de Pino habían sido otra cosa. Las
212 - Sara Gallardo El país del humo - 213

nodrizas del alma conversaron y rieron entre dos platos y Veinte años atrás, Alberto Frin, en una época de esca­
dos golpes de música, mientras que la concurrencia del sez de cigarrillos, había ofrecido un paquete a Diógenes
bar de Moreiro no tenía relación con los estruendos de la en aquel mismo bar. Desde entonces Diógenes lo consi­
comida. Un café, unos alcoholes eran pretexto para la deraba un amigo, aunque se cruzaban sin saludarse. Así
detención en las aguas trémulas de la quietud, en la luz que un día intervino con una broma desde el mostrador. Y
del neón, leyendo un diario vespertino, charlando con un se incorporó a los diálogos.
vecino de mesa. En ese claroscuro las almas flotaban, Discretos, delicados como los del restaurant, con mati­
expandiéndose como algas, y refluían para irse con sus ces crepusculares apropiados, los diálogos versaban sobre
dueños, a la hora de dormir, alimentadas por esos tratos cualquier tema y excluían algunos, al parecer no por
laterales con el género humano. designio. Podía surgir la celebración de un caballo de
Un club de solitarios, eso era el bar. carrera visto ganar veinte años atrás, o el comentario de
Y Moreiro y sus hermanos, que eran vigorosos y casa­ una belleza femenina, pero eran excepción. Tópicos que
dos y padres de niños rozagantes en otros lugares, se reu­ logran expresar lo más intenso de la ordinariez de un ser,
nían allí a apacentar aquellas soledades, y como desde como el aumento de los precios, se trataban con la gracia
dentro de un acuario veían al diarero, otro ejemplar de que corresponde a espíritus excepcionales. Lo eran.
especie parecida a la clientela pero con un asesinato y No por azar. Casi en cada bar hay un grupo de espíri­
cirrosis en su vida, adherido al vidrio exterior con su mer­ tus excepcionales. La decantación operada por la vida
cadería. aísla a través de los años lo mejor de algunos compuestos
No que todo fuera silencio. Había gritos por causa de humanos. Una especie de suspensión, una tintura de ele­
barajas, dominó o dados, discusiones de fútbol, o un telé­ mentos sutiles se logra. Eso que parece impregnar las
fono público que no permitía oír bien a un usuario de voz calles de las ciudades de antigua cultura tiñe el sustrato de
fuerte. Pero no por la noche. Y además todo sonaba sobre las almas y se suelta en la reunión de solitarios impeni­
la sordina del silencio esencial en un bar, y ese silencio tentes o casuales que es un bar de noche. Cultura es el tér­
era nutricio para todos. mino más apropiado. Cuando un bar cuenta, entre la resa­
Frin y Matías, en las quietas noches cambiaban sar­ ca cotidiana que el movimiento de la vida acumula en sus
casmos sobre pronunciación en alemán, comentarios mesas, con esa condensación que consiste en dos o tres
sobre los efectos de las razas sobre los hombres. Era un parroquianos adecuadamente provistos de las dosis de
tema que interesaba a todos. Moreiro sonreía. La extrañez renunciamiento, aceptación del destino y rebeldía ante la
del espíritu celta, sus diferencias respecto a lo latino, lo vulgaridad que suele significar la vocación de anacoreta
germano y lo judaico eran tratados en forma rápida, chis­ llevada adelante por varias décadas, su dueño, el dueño
tes y breves definiciones. El escepticismo en materia de del bar, podrá estar seguro de que una luz vacilante, roji­
política, cierto anarquismo primordial caracterizaba a za, la perpleja luz del espíritu, se levanta en las noches
todos esos hombres. entre sus hoscas paredes, bajo las luces de neón.
Un día Diógenes intervino. Es cierto: Hay otros sustratos, maldad, envidia y mal­
214 - Sara Gallardo EI país del humo - 215

dición dentro de anacoretas parroquianos de bares. Pero da, de emoción, gratitud, admiración. Relámpagos de lo
no era el caso. eterno expresados por un árabe remoto, una música, un
Diógenes vivía de dibujar cuadrantes de reloj, muy párrafo en un diario, la expresión de un perfil en la calle,
depurados, diseños que mostró a Frin una tarde produ­ constituían un alfabeto muy preciso y de una intensidad
ciéndole una admiración incondicional. Era manso, rosa y que lo consumía. Sus poemas no expresaban intuiciones
algo calvo, madrileño, llegado en la niñez con dos padres candorosas ni eran caminos estéticos. Se referían a expe­
aguerridos. Había un punto en sí que no alcanzaba a com­ riencias de una realidad oculta detrás de lo visible, místi­
prender: su éxito amoroso. Lo aprovechaba sin cavilar ca si hay que decirlo. Misteriosas referencias no compren­
demasiado. Frin le encontró motivos astrológicos. Dióge­ didas por todos. En ese mundo de sonidos extraños y
nes sonreía, interesado. sobrenaturales, tardes de congoja lo dejaban postrado.
Una hora de charla, dos. Con Moreiro y sus hermanos, Felicidades lo transfiguraban. Y períodos de aplastamien­
con Matías, con Diógenes, o todos a la vez, o parcialmen­ to, irritabilidad y cólera lo volvían enigmático.
te combinados. Frin salía del bar para volver a su casa. Un Nada que pudiera compartir. ¿Qué compartir explíci­
tritón que ha obtenido su cuota de aire sobre una roca y se tamente con los mozos de Pino, con los parroquianos de
zambulle con un escalofrío de placer en el verdor salado y Moreiro, con las entusiastas mujeres que venían a su
nada entre las frías corrientes de su predilección hasta pro­ cama y eran despedidas después sin mucha conversación?
fundidades inimaginadas, regidas por movimientos pro­ Sólo el tácito intercambio escondido detrás de los actos
pios, allí donde tiene su cueva. Dejaba a su espalda el comunes.
recinto iluminado. Y entraba en su soledad, que se había En el estrecho mundo de la literatura local sus apari­
vuelto sin resonancias a causa de la noche oscura. ciones producían desconcierto y la cólera de lo intempes­
Noche oscura. Expresión que designa mal un estado tivo, de lo fuera de lugar. Ignoraba el arte de la charla.
que no tiene las cualidades de la noche. Ni inminencias, Hubiera parecido natural verlo abrir una ventana y alejar­
ni iluminación, ni terrores. Pasaje sin ecos, especie de pri­ se caminando por el aire con su aspecto absorto, magné­
vación de los sentidos, sin orejas, ni paladar ni ojos, ni tico y vulnerado. Reducido a la vida común de los morta­
tacto, ni nariz que ayuden. Ninguna indicación. Un pasi­ les comunes, como un insecto de antenas quemadas, iba
llo que carece de entidad de pasillo: sin muros y que no al bar de Moreiro.
parecería llevar a ningún lado. No es siquiera oscura.
Mera opacidad. Y, como único camino, persistir. ¿En qué? Corriente del agua. Chispeando entre las piedras con
Allí estaba. resonancias. Una confonnación del terreno la detiene de
Hay gente de diversas clases. Cavadores, trepadores, pronto. Vemos la agilidad del elemento que resplandece,
soñadores. Alberto Frin era la cuerda en tensión de un ins­ sus ondas impregnadas de oxígeno aplanarse en un
trumento que tiembla. Sonidos interrelacionados lo some­ remanso circular. Remanso. Parece turbio en relación con
tían a vibraciones siempre excesivas. Una revelación espi­ la corriente que lo alimenta, y que es él mismo. Ningún
ritual lo hacía llorar, a solas, apoyado en su puerta gasta­ observador reconoce con facilidad la helada esencia de
216 - Sara Gallardo E1 país del humo - 2 17

las cordilleras en su transformación. Lo libre, lo puro, formaba entero. Un asombro por la mudez del universo.
adquiere una turbiedad como imbuida de otras vidas, Tocaba su muerte en aquel silencio. Insomnio, tristeza,
parentescos con la descomposición. Un verdor empieza a fatiga, y además la sordina del mundo. Una humillación,
verse, moviéndose dentro del ámbito desprovisto del deli­ podría decirse. Los dioses ya no dejaban caer sus plumas,
rio de oxígeno que traía en el camino. poemas, al pasar sobre él. Aceptaba, sin dramatismos,
El agua no sabe qué le ocurre. Siente la muerte en sí. pero con la impresión de portar un fardo inmenso.
El pulular de la reproducción aprovecha la ausencia de Los del bar notaban que la esbeltez que lo mantuvo
frío y de envión para instalarse. El agua aprisionada, dete­ como un extraño había cambiado hacia líneas más llenas,
nida y turbia acepta. Una película de infelicidad la recu­ y sin un comentario -los hombres no se detienen en la are­
bre. No protesta. Siente la muerte. Se resigna al no movi­ nilla que interesa a las mujeres- lo admitían como un
miento, al no viento, a la no embriaguez. Chapotea dulce­ signo de que estaba más parecido a ellos, de que se amal­
mente contra los bordes, y nadie nota su sufrimiento, su gamaba a sus esencias. Era un error. También lo sabían.
desconcierto. En la elasticidad de un paso, en el tono de una réplica, en
Así Alberto Frin chapoteaba contra las orillas, en el la iluminación de una mirada se les hacía patente que
bar de Moreiro, y las orillas, esas piedras y plantas que lo alguien muy distinto los acompañaba. Un grupo de caba­
habían visto en su figura de corriente entrando, bebiendo llos campestres atados al par de un puro de carrera advier­
y saliendo, con la fisonomía transfigurada, los ojos con te sin muchas vueltas que no hay igualdad. Aquel com­
resplandor de cristal, el paso más relacionado con el aire puesto de palafrén y mansedumbre emitía hacia ellos una
que con la vereda, ahora recibían la suavidad de su cha­ enseñanza, una advertencia, sobre ¿qué? Sobre el miste­
poteo y hablaban con él de política, de azar, de casos de rio del mundo, podría insinuarse. Sí, sobre el misterio del
la segunda guerra mundial. mundo.
Enterado de la condición de solitario de Diógenes, lo Frin era una joya. Un honor y un regalo. No en forma
informó de la existencia de la ensalada de radicha, que explícita. Ni siquiera en sus mentes. Las ironías, las ful­
consideraba uno de los grandes descubrimientos surgidos míneas definiciones, los juicios arbitrarios y sorpresivos
de su relación con la cocina. Se sintió sorprendido al ente­ como la zambullida del ave marina que desaparece del
rarse de que Diógenes no sólo conocía la radicha sino que mundo razonable y resurge con una presa en el pico les
la despreciaba con toda su alma, y su totalitarismo de ana­ resultaban tónicas. No sospechaban la tristeza, el descon­
coreta aceptó la posibilidad de discrepancias. Rió. Fue suelo de Frin. Los asombraba su capacidad para reírse
como si hubiera caído una moneda en la alcancía de la fe ante el ingenio ajeno, esa manifestación de inocencia. Lo
en la humanidad. admiraban. Sin percatarse. Con llaneza y cotidianeidad.
Eran amigos.
Cuando salía, su soledad lo esperaba como a otros su
automóvil: privada, pero ya no espléndida. Una noche todo estaba tranquilo.
No habría quejas. Sin embargo una pregunta lo con­ Matías acababa de comprender una verdad. Con el
218 - Sara Gallardo El país del humo - 219

Frankfurter Aligemeine -que Frin recibía y le pasaba- Frin se volvió a mirarlo. Tomó la bandeja de metal de
doblado junto al pocilio de café, había oído una broma de Moreiro y golpeó sobre una mesa. Un sonido de juicio
Diógenes sobre su persona. Sobre cierta luz quemada de final. El hombre se dio vuelta.
la casa de Diógenes, sobre la que Matías dictaminó un Vio tres parroquianos que no lo miraban. Diógenes
año entero que era un caso especial. Es decir, que no pen­ rosado, Frin con el pelo volado en ventarrón, Matías incli­
saba ir a arreglarla. nando la nariz sobre el café.
Frin -había bebido mucho- lo miró con la más peculiar -Ya sé quién es... -murmuró avanzando.
de las miradas y preguntó algo. A través de esa pregunta Balanceaba los brazos, abría y cerraba las manos.
Matías entendió cuál era el principio que constituía su Sucedió algo.
raíz. Para decirlo de algún modo: se comprendió a sí Diógenes se paró, tomó su silla, caminó hacia él. Una
mismo. Supo que ese ocio que defendía en el corazón de cabeza un poco calva, mansa, inclinada sobre las patas de
la pobreza y el aislamiento era aquello que le volvía la la silla, que empujaban al hombre, que retrocedía. Algo
vida vivible. Su esencia misma. Si arreglara la luz de Dió­ que recordaba las avispas que arrastran una araña tres
genes iría a arreglar también otras, y moriría. Moriría veces de su talla.
como don Emilio había muerto por no poder florecer a Lo sacó a la vereda y le pegó una trompada en la cara.
través de la música de sus discos y de la actividad de La sangre empezó a caer. Se vio a Frin saltar a la vereda,
sumas y restas. Por asfixia. Por ausencia de elemento limpiarle la sangre con su pañuelo murmurando: “Bueno,
vital. Así hubiera muerto Teresina, o habría perdido su bueno”, como el domador al oso que se machucó una
fisonomía arcangélica, si hubiera cumplido con el presun­ pata.
to deber de vivir en compañía de sus viejos padres. Entonces apareció un ser que avanzó entre las mesas.
Matías se comprendió. Vio claro en sí. Barba rala, una guirnalda de trapos atados al sombrero.
Tuvo paz. Abrió los brazos y gritó:
Era una noche calma. Moreiro el menor pasaba el -¡Viva la patria!
trapo de rejilla por el mostrador. El más clemente de los Dio vuelta y se fue. Desde la puerta hizo un ruido obs­
jóvenes, padre de tres niños, había estado un año en la ceno.
cárcel. Venganza de policías, a quienes por novato cobró -¡Viva la patria! -les gritó de nuevo, y desapareció.
lo bebido. “Si hay un dios -decía- alguien pagará. Si no lo Una carcajada empezó. La inició Moreiro el mayor,
hay, paciencia”. Un año en la hez de la cárcel y salió los ojos azules echando relámpagos. Se le unió Diógenes,
como entró. Tierno. Clemente. siguió Frin, apoyado en la puerta con toda la espalda.
En aquella tranquilidad, por sobre el diálogo, empezó Matías, hundiendo la barbilla. Moreiro el menor, húmedo
un ruido. El fragor de un ruido, que llenaba hasta los rin­ de lágrimas nunca mostradas. El hombre que gritó, con la
cones del techo, que volvía imposible todo el resto. La solapa chorreada de sangre, en carcajadas inmensas.
voz de un hombre que gritaba. Gritaba a Moreiro el Una carcajada que despertó los vidrios, las vitrinas, el
menor. Un hombre enorme. Inclinado sobre el estaño. espejo, barriendo el bar entero y las almas que contenía.
220 - Sara Gallardo

Hubo silencio. Moreiro el mayor destapó una botella Índice


de coñac español.
-Invitación de la casa. En la montaña 9
El menor alineó seis copas nuevas. Bebieron. Bebie­ Una nueva ciencia 21
Georgette y el general 27
ron todos, paladeando, aspirando.
Cosas de la vida 33
A las tres y media Frin se levantó. El hombre en la araucaria 53
-Hasta mañana -dijo. Un secreto 55
En la vereda estaba el aire de la noche. Estaba además El caso de la señora de Ricci 58
el comienzo de un poema.
No lo reconoció, resignado al yermo. No lo reconoció E n el desierto
en la Frase que se insinuaba, volvía, pluma del ala de los
dioses. Ella 65
La recogió. Fases de la Luna 67
Algo estaba empezando. Un camalote 79
Domingo Antúnez 80
Las treinta y tres mujeres del Emperador Piedra Azul 82

E n el jardín

Las ratas 99
Perplejidades 107
¡Pero en la isla! 108
Un césped 116
White Glory 118
La carrera de Chapadmalal 124
Ese 125

P uñales

Divisa 129
Némesis 130
Rojo 131
Palermo 132
A mano 134
Eric Gunnardsen 135
f

DOS ALAZANES Y CÍA.

La casta del Sol 149


Cristóbal, el gigante 150

T areas

Calle Cangallo 161


Un bordador 162
Chacarita 164
Señora Música 165
J. M. Kabiyú Fecit In Ytapuá, 1618 167
Flores blancas 168
Tachibana 169

T renes

La gran noche de los trenes 173


Amor 180
Los trenes de los muertos 185

D estierros

Cristoferos 189
Reflejo sobre el agua 191
Vapor en el espejo 194
En la Puna 195
Juliano Stampa 196
A. R. J. 198
Agnus Dei 200
Jardín de las Mercedes 202
Un solitario 203

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