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Ronnie Cornwell era el más descarado timador
con que uno podía encontrarse en la Gran
Bretaa de posguerra. Elegante y desenvuelto, brillante y temerario, no parecía haber nadie más digno de confianza. Lo cierto, sin embargo, era que a causa de sus continuos fracasos y enormes deudas había terminado en prisión más de una vez, aunque hasta el último día de su vida pareciera, a todas luces, un hombre respetable. Así, al menos, lo recuerda su hijo John le Carré cuyo nombre real es David Cornwell en este extraordinario relato autobiográfico. Pero ¿cuál es la verdad? ¿Y cómo la pueden transformar el afecto y la memoria? El gran escritor no dudó en plantearse estas importantes e ineludibles preguntas llegado el momento de sumergirse en los misterios de un padre al que siempre rehuyó. Sincero y desencantado, En la corte de Ronnie es una joya de la reconstrucción psicológica, un difícil y delicadísimo homenaje a una figura paterna que, con todas sus imperfecciones humanas, logra redimirse sobre el papel. Sobre el nacer y otras aventuras He visto la casa con frecuencia. Mis alegres tías voceaban su nombre cuando pasábamos por delante: «¡Esa es, David! ¡Deberían convertirla en museo nacional!». Pero la casa que yo prefiero es otra distinta, construida en mi imaginación. Es vieja y llena de ruidos y está pendiente de demolición, con las ventanas rotas, un letrero de «se vende» y una bañera vieja en el jardín. Se alza en un solar invadido de mala hierba y salpicado de cachivaches y materiales para la construcción, con un retazo de vidriera en la puerta hecha añicos. Para un niño, un lugar donde jugar al escondite más que donde nacer. Pero allí nací yo, o eso insiste en afirmar mi imaginación, y más aún, nací en el desván, entre las pilas de cajas marrones que mi padre acarreaba siempre en sus huidas. Cuando llevé a cabo mi primera inspección clandestina de esas cajas poco antes de la Segunda Guerra Mundial, contenían solo efectos personales: sus galas masónicas; la peluca y la toga con que —en cuanto encontrara el momento para estudiar derecho— se proponía asombrar al mundo en espera; sus planes secretos para vender flotas de aviones al Aga Kan. Pero cuando empezó la guerra, las cajas marrones ofrecían un contenido más enjundioso: barras de Mars, medias de nailon, inhaladores de bencedrina para chutarse el estimulante por la nariz y, después del día D, bolígrafos, todo procedente del mercado negro. Mi padre siempre mostró cierta inclinación por los artículos raros con tal que estuviesen racionados o fuesen difíciles de conseguir, como los pelanaranjas de plástico que se rompían después de la primera naranja. Treinta años más tarde, cuando Alemania estaba aún dividida y yo era aún un diplomático británico que vivía en Bonn a orillas del Rin, se presentó sin previo aviso ante mi puerta, montado en una chalupa de acero con ruedas. Era un automóvil anfibio, me explicó. Había comprado la patente británica a los fabricantes de Berlín, e iba a proporcionarnos una fortuna. Había viajado en él por el corredor interzonal bajo la mirada de la policía fronteriza de Alemania Oriental, y se proponía, con mi ayuda, botarlo en el Rin, cuyas aguas por esas fechas, casualmente, bajaban crecidas y muy impetuosas. Lo disuadí, pese al entusiasmo de mis hijos, y lo invité a comer. Repuestas las energías, partió con gran exaltación rumbo a Ostende e Inglaterra. Ignoro hasta dónde llegó, puesto que ya nunca volvió a hablarse del coche. Supongo que en algún punto del camino los acreedores le dieron alcance y se lo quitaron. Pero eso no le impidió regresar a Berlín, ciudad que, como otras devastadas por la guerra, ejercía en él una poderosa atracción. Un par de años después se dejó caer por allí de nuevo, anunciándose esta vez como mi «asesor profesional»; como tal, se dignó aceptar una visita guiada con tratamiento de VIP por los principales estudios cinematográficos de Berlín Oeste y, por si fuera poco, la hospitalidad de los estudios y, con toda seguridad, los favores de alguna que otra joven actriz, y escuchó con atención las más serias explicaciones sobre las ventajas fiscales y subvenciones para cineastas extranjeros, todo ello por la noble causa de encontrar el lugar idóneo donde rodar la película basada en la reciente novela de su hijo, El espía que surgió del frío. De más está decir que ni su hijo ni Paramount Pictures, propietaria de los derechos de la película, tenían la menor idea de sus intenciones. En la casa donde nací no hay luz eléctrica, ni calefacción, así que la iluminación procede de las farolas de gas de Constitution Hill, que dan al desván un resplandor blanquecino. Mi madre, tendida en una cama plegable, hace todo lo humanamente posible, aunque de momento sea para mí un misterio lo que ese «todo lo posible» implica (cuando imaginé esa escena por primera vez, desconocía los pormenores de un parto). Mi padre Ronnie espera impaciente en la puerta con una elegante chaqueta cruzada y los zapatos sin tacón blancos y marrones con los que jugaba al golf, atento a la calle mientras, con machacona cadencia, apremia a mi madre para que redoble sus esfuerzos: «¡Por todos los santos, Wiggly! ¿Es que no puedes darte más prisa? Wiggly, esto es una vergüenza, lo mires como lo mires. Ahí fuera el pobre Humphries va a pillar un resfriado de muerte, y tú que no te decides». Aunque el nombre de mi madre era Olive, mi padre la llamaba «Wiggly»[1] lloviera o tronase. Más adelante, cuando llegué a la edad adulta estrictamente hablando, también yo di apodos absurdos a las mujeres para que me impusieran menos respeto. En mi infancia, la voz de mi padre aún tenía acento de Dorset, con las «erres» vibrantes y las «as» largas. Pero el proceso de autoblanqueo estaba ya en marcha, y en mi adolescencia él ya hablaba casi correctamente, aunque nunca lo consiguió por completo. Los ingleses, como es sabido, llevan la marca de la dicción, y en aquellos tiempos esa marca era realmente significativa. Hablar correctamente podía valerle a uno un nombramiento militar, crédito bancario, tratamiento respetuoso por parte de la policía, y un empleo en la City londinense. Y una de las ironías de la inestable vida de Ronnie es que, viendo realizada su ambición de mandarnos a escuelas de postín, se situó socialmente por debajo de nosotros según los crueles parámetros de la época. Tony y yo, sin voto al respecto, pasamos sin esfuerzo la barrera del sonido de las clases, en tanto que Ronnie siguió siendo un advenedizo. No es que pagara exactamente por nuestra educación —o no en su totalidad, por lo que yo deduzco—, pero la organizó, lo cual, a ojos de Ronnie, era lo que contaba, sobre todo durante la guerra. Una escuela, tras conocer sus prácticas, tuvo el valor de exigir las mensualidades por adelantado. Las cobró con carácter retroactivo y a plazo en forma de frutos secos —higo, plátanos, ciruelas— y una caja de inasequible ginebra para el personal. Sin embargo continuó siendo —y he ahí su talento— un hombre respetable en apariencia. Le importaba el respeto por encima de todo, no el dinero. Necesitaba que se reconociese su magia a diario. Su opinión de los demás dependía por completo de en qué medida lo respetaban. En los niveles más humildes de la vida, es cierto, existe un prototipo de Ronnie cada dos calles y en todas las capitales de condado. Es el granuja campechano y vehemente con cierta labia que invita a fiestas con champán a personas que no están habituadas a recibir champán, que brinda su jardín a los baptistas para actos benéficos pese a que jamás ha puesto los pies en su iglesia, que es presidente honorario del equipo de fútbol infantil y el equipo de criquet masculino y obsequia copas de plata como trofeo para sus campeonatos. Hasta que un día se descubre que desde hace un año no paga en la lechería, o el taller mecánico, o el quiosco, o la bodega, o la tienda que le vendió las copas de plata, y quizá va a la quiebra o a la cárcel porque los granujas como él viven siempre en vilo, y su mujer se lleva a los niños a casa de su madre, y pronto se divorcia de él porque descubre —y la madre de ella lo sabía ya desde el principio— que se ha estado acostando con todas las chicas del barrio y tiene hijos de los que no ha hablado. Y así sucesivamente. Y cuando nuestro granuja sale, o se enmienda provisionalmente, vive con discreción por una temporada y hace buenas obras y obtiene satisfacción en las pequeñas cosas, hasta que la savia le sube otra vez, y vuelve a las andadas. Y Ronnie era así, sin la menor duda. Pero eso era solo el principio. La diferencia residía en el grado, el estilo, la magnitud. Residía en su porte episcopal, su voz ecuménica, su aire de santidad herida y su infinita capacidad de autoengaño. Mientras que nuestro granuja corriente despilfarra lo que queda del dinero para gastos domésticos apostándolo en la carrera de las tres y media en el hipódromo de Newmarket, Ronnie se relaja serenamente en la gran mesa en Montecarlo, tomando un coñac con jengibre, cortesía de la casa, yo con diecisiete años e intentando aparentar más edad a su lado y el secretario privado del rey Faruk, cincuentón, al otro. En esta mesa se conoce bien al secretario privado. Es refinado, canoso e inocuo, está muy cansado, y tiene un teléfono blanco junto al codo, gentileza de la dirección del casino. Es una línea directa con el rey egipcio, a quien imaginamos en uno de sus palacios rodeado de astrólogos. El teléfono blanco suena; el secretario privado aparta las manos del mentón, levanta el auricular, escucha con sus largas pestañas bajadas, y en trance transfiere otra porción de la riqueza de Egipto al rojo, o al negro, o a los números que los magos zodiacales de Alejandría o El Cairo han considerado propicios. Y Ronnie ha estado observando este proceso durante un rato, sonriendo para sí, con una sonrisita melindrosa que parece significar: si así lo quieres, hijo mío, así será. Y gradualmente empieza a subir sus propias apuestas en la mesa. Con resolución. Con solemnidad. Un gran estratega situando sus tropas. Las fichas de diez pasan a ser de veinte. Las de veinte pasan a ser de cincuenta. Y cuando se gasta las últimas fichas y, para mi alarma, pide más con imperiosas señas, me doy cuenta de que no juega por una corazonada, ni juega contra la casa, ni juega a determinados números. Juega contra el rey Faruk. Si Faruk elige el negro, Ronnie va a por el rojo. Si Faruk se decide por los impares, Ronnie apuesta a los pares. Hablamos ya de cientos, es decir, lo que ahora serían miles. Y lo que Ronnie está diciendo a su majestad egipcia — mientras primero un trimestre y luego un curso entero de mis mensualidades escolares desaparecen en las fauces del crupier— es que la comunicación de Ronnie con el Todopoderoso es mucho más eficaz que la de un potentado árabe de pacotilla. Ronnie tiene la bendición de Dios, en tanto que Faruk no vale un ardite en los designios divinos… ni siquiera cuando Ronnie pierde hasta la camisa. En el tenue crepúsculo azul de Montecarlo antes del amanecer, recorremos los dos el paseo marítimo hasta una joyería abierta las veinticuatro horas para empeñar su pitillera de platino… ¿Bucherer? ¿Boucheron? Algo así. «Mañana lo recuperaré todo, y con intereses, ¿eh, hijo?», me asegura en el vestíbulo del Hotel de París, donde afortunadamente ha pagado por adelantado la habitación. «Le enseñé a ese Faruk un par de cosas, hijo. Perdió el doble que yo. El triple.» Y si bien es posible que nunca ocurriese, también podría ser que, unos días más tarde, tras intercambiar tarjetas de visita con el secretario privado, Ronnie, en conferencia telefónica con El Cairo, se presentase como el tipo que jugó a la ruleta a distancia con su majestad la otra noche, y por una extraña coincidencia Ronnie tenía previsto visitar Oriente Próximo la semana siguiente, y si existía alguna posibilidad de que el rey dispusiera de un momento libre para tomar una copa, Ronnie encontraría también un rato libre… Y si esa vez no le salía bien, ya le saldría en otra ocasión en algún otro país, como le salió con Lee Kuan Yew en Singapur o con Tunku Abdul Rahman en Malaisia. Pues Ronnie era un anuncio viviente de su propio dogma de fe, según el cual, siempre y cuando tengas una camisa limpia y lo pidas amablemente, Dios te da las oportunidades que necesites. Así que he nacido. De mi madre Olive. Obedientemente, con la premura que Ronnie le ha exigido. En un último empujón para anticiparse a los acreedores y evitar que el señor Humphries, encogido en su Lanchester, pille un resfriado de muerte. Pues el señor Humphries no es solo un taxista, sino también un apreciado cómplice, además de miembro incondicional de la corte y distinguido prestidigitador aficionado que hace trucos con trozos de cuerda como nudos de verdugo. En las buenas épocas lo sustituyen el señor Nutbeam y un Bentley, pero en las malas el señor Humphries con su Lanchester siempre está dispuesto a hacer un favor. He nacido, y soy recogido junto con las escasas pertenencias de mi madre, ya que en fecha reciente hemos recibido otra visita de los alguaciles y viajamos ligeros de equipaje. Me cargan en el maletero del taxi del señor Humphries, como uno de los jamones de contrabando de Ronnie unos años después. A continuación, meten las cajas marrones, y la tapa del maletero se cierra desde fuera. Echo un vistazo en la oscuridad por si hay señales de mi hermano mayor, Tony, porque hasta ahora me he olvidado de él. No se lo ve por ninguna parte. Tampoco a Olive, alias Wiggly. Da igual. Lo he conseguido. He nacido y, como un potrillo recién llegado al mundo, ya he empezado a correr. He corrido desde entonces. De mi primera experiencia con la cárcel Tengo otro recuerdo de infancia reconstruido que, según mi padre — quien tenía pleno derecho a estar informado al respecto—, es igualmente impreciso. Ocurre cuatro años después, y yo estoy en la ciudad de Exeter, caminando por un páramo. Voy cogido de la mano de mi madre, Olive, alias Wiggly, la misma mujer alta de la casa vacía. Como los dos llevamos guantes, no hay contacto carnal entre nosotros. Y de hecho, por lo que yo recuerdo, apenas lo hubo nunca. Era Ronnie quien nos abrazaba, nunca Olive. Era una madre sin olor, en tanto que Ronnie olía a buen tabaco y a un ungüento para el pelo de aroma dulzón que compraba en una tienda de Old Bond Street, y cuando acercabas la nariz a la tela afelpada de uno de los trajes a medida de su sastre, el señor Berman, tenías la sensación de oler también a sus mujeres. Sin embargo, cuando, a la edad de veintiún años, me dirigí hacia Olive por el andén número uno de la estación de Ipswich para nuestro gran reencuentro después de dieciséis años sin abrazos, no supe por dónde cogerla. Era tan alta como la recordaba, pero toda ella codos y contornos no abrazables. Con su andar oscilante y su cara alargada y vulnerable, podría haber sido mi hermano Tony con peluca blanca. Vuelvo a estar en Exeter, cogido de la mano enguantada de Olive. Al otro lado del páramo veo una tapia alta de ladrillo con púas y cristales rotos en lo alto, y detrás de la tapia un lóbrego edificio de fachada plana con barrotes en las ventanas y sin iluminación en el interior. Y en una de esas ventanas con barrotes, presentando exactamente el mismo aspecto que el preso del Monopoly cuando caes en la cárcel, cuando caes directamente en la cárcel, sin pasar por la Salida ni recoger doscientas libras, se ve a mi padre de hombros hacia arriba. Al igual que el hombre del Monopoly, se aferra a los barrotes con dos manos enormes. Las mujeres siempre le decían que tenía unas manos preciosas y él andaba arreglándoselas continuamente con un cortaúñas que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Tiene la frente ancha y blanca apoyada contra los barrotes, entre las manos. Nunca tuvo mucho pelo, y el poco que tenía corría a lo largo en un río negro y denso de olor dulce, hasta cortarse en la calva abovedada de la parte delantera, que tanto hacía por la imagen de santo que tenía de sí mismo. Cuando envejeció, el río se volvió gris y al final se secó por completo, pero las arrugas de la edad y la disipación que tan merecidamente se había ganado nunca aparecieron. El «eternamente femenino» de Goethe prevaleció en él hasta el final. Estaba tan orgulloso de su cabeza como de sus manos, según Olive, y poco después de su boda la cedió por cincuenta libras a la ciencia médica, el dinero por adelantado y la mercancía con fecha de entrega en el día de su muerte. No sé cuándo me contó esto mi madre —¿fue antes de su desaparición o después, cuando la redescubrí en Suffolk como madre de otros dos niños?—, pero sí sé que, desde el día que me enteré, miré a Ronnie con algo de la objetividad de un verdugo. Tenía el cuello muy ancho, tanto que casi no se distinguía del tronco. Me preguntaba adonde apuntaría el hacha si tuviera que realizar el trabajo. Matarlo fue una de mis primeras preocupaciones, y me ha acompañado de manera intermitente incluso después de su muerte. Probablemente se debió solo a mi exasperación por no poder encasillarlo nunca, absolutamente nunca. Aún cogido de la mano enguantada de Olive, saludo con un gesto a Ronnie, en una de las ventanas más altas, y Ronnie me devuelve el saludo con la actitud de siempre: inclinado hacia atrás y con la parte superior del cuerpo inmóvil mientras un brazo profético apunta imperioso a los cielos sobre su cabeza. «Papá, papá», grito. Mi voz es la de una rana gigante, desarrollada entonando himnos a voz en cuello en las iglesias no conformistas donde mi abuelo y tres tíos son asiduos azotes desde el púlpito. De la mano de Olive vuelvo al coche muy satisfecho de mí mismo. Al fin y al cabo, no todos los niños pequeños tienen a su madre para sí solos y a su padre en una jaula. Pero según mi padre nada de esto ocurrió. La idea de que pudiera haberlo visto en cualquiera de sus cárceles lo ofendía profundamente: «Pura invención de principio a fin, hijo». De acuerdo, concedió, cumplió una breve condena en Exeter, pero pasó la mayor parte del tiempo en las cárceles de Winchester y los Scrubs. No había cometido ningún acto delictivo, nada que no pudiera aclararse entre personas sensatas. Se había visto en la situación del botones que toma prestados unos cuantos pavos de la caja para sellos y es atrapado antes de tener ocasión de devolverlos. Pero esa no era la cuestión, insistía; la cuestión, como le confió a mi hermanastra Charlotte al quejarse de mi conducta por lo general irrespetuosa hacia él —es decir, me negaba a darle una parte de mis derechos o a invertir unos cuantos cientos de miles en urbanizar una agradable zona verde que había obtenido con camelos de algún municipio mal aconsejado—, la cuestión era que cualquiera que conozca el interior de la cárcel de Exeter sabe perfectamente que no hay ninguna ventana desde la que se pueda saludar. Y le creo. Todavía. Yo me equivoco y él estaba en lo cierto. Nunca se asomó a esa ventana y yo nunca lo saludé. Pero ¿qué es la verdad? ¿Qué es el recuerdo? Deberíamos buscar otro nombre para la forma en que vemos los acontecimientos pasados que siguen vivos dentro de nosotros. Yo lo vi en aquella ventana y también lo veo allí ahora, aferrado a los barrotes, su amplio pecho enfundado en el uniforme a rayas de preso que uno ve en los mejores cómics. Hay una parte de mí que después ya nunca lo vio vestido de otra manera. Y sé que yo tenía cuatro años cuando lo vi porque un año después él andaba suelto otra vez, y unas semanas o meses después de eso mi madre se escapó una noche llevándose una buena maleta blanca de piel de Harrods, con forro de seda, que encontré en su casa cuando murió. Era lo único en toda la casa que daba fe de su primer matrimonio, y aún la conservo. Las iniciales O.M.C. están justo debajo del asa: Olive Moore Cornwell huyó con esta maleta. La seda interior es de un rosa descolorido. También lo vi en su celda, sentado en el borde de la litera con la cabeza cedida a la ciencia en las manos, un joven orgulloso que nunca en la vida había pasado hambre ni se había lavado los calcetines ni se había hecho la cama, pensando en sus tres devotas hermanas que tanto lo querían y en sus padres que lo adoraban: su madre afligida y retorciéndose eternamente las manos y preguntando a Dios «¿Por qué? ¿Por qué?» con su acento irlandés; su padre, un ex alcalde de Poole, concejal y masón. En sus mentes ambos cumplían condena con Ronnie. Ambos encanecieron prematuramente esperándolo. ¿Cómo podía vivir Ronnie consciente de todo de esto y soportarlo mientras miraba fijamente la pared? Con su orgullo, su energía prodigiosa y su impulso, ¿cómo afrontó el confinamiento? Yo soy tan inquieto como lo era él. No puedo pasarme una hora entera sentado. No puedo leer un libro durante una hora a menos que esté en alemán, cosa que por alguna razón me mantiene en la silla. Incluso en una buena obra de teatro, espero con impaciencia el intermedio y la oportunidad de desperezarme. Cuando escribo, salto continuamente de mi escritorio y salgo a dar una vuelta por el jardín o por la calle. Me basta con quedarme encerrado en el cuarto de baño durante tres segundos —la llave se ha salido de la cerradura y me esfuerzo torpemente por volver a introducirla—, y empiezo a sudar con fuerza doce y a gritar para que me dejen salir. Sin embargo Ronnie, en la flor de la vida, cumplió una condena considerable: tres o cuatro años. Estaba allí todavía por una primera sentencia cuando lo acusaron de nuevos cargos y le cayó una segunda. Las pequeñas condenas que cumplió en épocas posteriores de su vida —Hong Kong, Singapur, Yakarta, Zurich— fueron a lo sumo de semanas o meses. Mientras me documentaba para El honorable colegial en Hong Kong, me encontré cara a cara con su ex carcelero en la carpa de Jardine Matheson en el hipódromo de Happy Valley. «Señor Cornwell, su padre es uno de los mejores hombres que he conocido. Fue para mí un privilegio tenerlo bajo mi custodia. Voy a retirarme pronto, y cuando regrese a Londres va a ayudarme a establecerme.» Incluso en prisión, Ronnie se granjea la voluntad de su carcelero pensando en el futuro. Estoy en Chicago, como todo un patriota en la Semana de Gran Bretaña. El cónsul general británico, en cuya casa me alojo, me entrega un telegrama. Es de nuestro embajador en Yakarta. Me anuncia que Ronnie está en la cárcel y me pregunta si estoy dispuesto a pagarle la fianza. Prometo pagar lo que haya que pagar. Para mi alarma, son solo unos cientos de libras. Ronnie debe de estar en mala racha. Desde la Bezirksgefangeis de Zurich, donde ha sido encarcelado por fraude a un hotel, me telefonea a cobro revertido. —¿Hijo? Soy tu padre. —¿Qué puedo hacer por ti, padre? —Puedes sacarme de esta maldita cárcel, hijo. Todo ha sido un malentendido. Estos chicos se niegan a ver los hechos tal como son. —¿Cuánto? No hay respuesta. Simplemente traga saliva como un actor antes de pronunciar con voz apagada la gran frase final: —No puedo pasar un día más en la cárcel, hijo. A continuación los sollozos que, como de costumbre, me traspasan lentamente igual que cuchillos. Pregunté a mis dos tías supervivientes. Hablan igual que Ronnie cuando era joven: con un acento desenfadado e inconsciente de Dorset que me inspira simpatía. ¿Cómo sobrellevó Ronnie aquella primera condena? ¿Cómo le afectó? ¿Quién era antes de la cárcel? ¿Quién era después? Pero mis tías no son historiadoras; son hermanas. Quieren a Ronnie, y prefieren no pensar más allá de su amor. La escena que mejor recuerdan es a Ronnie afeitándose la mañana en que iba a dictarse sentencia en el tribunal superior de Winchester. Tenía veintitantos años, no más, y el día anterior se había empeñado en defenderse él mismo desde el estrado y estaba convencido de que esa noche quedaría en libertad. Fue la primera vez que permitieron a mis tías verlo afeitarse, y fue la última vez que lo vieron hasta pasados varios años, porque mientras Ronnie estuvo preso, lo visitaban solo mis abuelos; mis tías se quedaban en casa con el armonio, los mantelitos de encaje y el olor de la bolsa azul de la señora Gallop cuando iba a hacer la colada. La única verdadera respuesta que obtengo de ellas está en sus miradas y sus palabras susurradas. «Fue terrible. Sencillamente terrible.» Hablan de esa vergüenza como si hubiese ocurrido ayer y no hace setenta años. Le pregunté a Olive, quien desde el momento de nuestro reencuentro en la estación de Ipswich habló tanto de Ronnie que al final deseé que callara. Me habló de su sexualidad mucho antes de que yo tuviera clara la mía, y a modo de referencia me ofreció un manoseado ejemplar en tapa dura de Psycopathia Sexualis de Krafft-Ebbing como mapa para guiarme por los apetitos de su marido antes y después de la cárcel. «¿Cambiarte, querido? ¿La cárcel? ¡Ni un ápice! No te cambió en absoluto. Perdiste peso, claro, ¿cómo no iba a ser de otra manera? La comida de la cárcel no está pensada para gustar.» Y a continuación la imagen que nunca me abandonará, en especial porque daba la impresión de no saber lo que decía: «Y tenías esa estúpida costumbre de pararte frente a las puertas y esperar en posición de firmes con la cabeza inclinada hasta que yo te las abría. Eran puertas absolutamente corrientes, y no estaban cerradas con llave ni nada por el estilo, pero obviamente tú no te creías capaz de abrirlas por ti mismo». ¿Por qué Olive se refería a Ronnie en segunda persona del singular? Era un hábito perturbador y, cuando yacía en su lecho de muerte, inquietante. —¿Por qué no me compraste nunca orquídeas, querido? —Me acercaré a Ipswich y te compraré unas a primera hora de la mañana. ¿De qué color te gustan? —No lo sé, cariño. Nunca he visto una. Olive había visto muchas orquídeas, naturalmente, pero no en el mundo donde habitaba cuando murió. Era Ronnie, no su hijo, quien estaba de pie junto a su cama, y lo llamaba a capítulo por sus deficiencias en los días con los que soñaba. Grabó una casete para mi hermano Tony, toda su vida con Ronnie. Veinte años después de su muerte aún soy incapaz de ponerla, así que solo he oído retazos sueltos. En la cinta describe las palizas que Ronnie le daba, la razón, según ella, que la impulsó a fugarse. La violencia de Ronnie no fue nada nuevo para mí, porque también acostumbraba a pegar a su segunda esposa: tan a menudo y con tal determinación, de hecho, y viniendo a casa a horas tan intempestivas de la noche para hacerlo, que yo, en un impulso caballeresco, me autodesigné su ridículo protector, y dormía en un colchón frente la puerta de su habitación con un palo de golf en la mano para que Ronnie tuviera que vérselas conmigo antes de llegar a ella. ¿Me habría atrevido de verdad a golpear su cabeza cedida a la ciencia? ¿Podría incluso haberlo matado y seguido sus pasos hasta la cárcel? ¿O simplemente lo habría abrazado y le habría deseado buenas noches? Nunca lo sabré, pero he representado las posibilidades en mi mente tan a menudo que todas son ciertas. Al fin y al cabo, ella era una mujer muy irritante, y a veces yo sentía tanta aversión por ella como él. ¿Me pegó Ronnie también a mí? Unas cuantas veces y sin mucha convicción. Era el preámbulo lo que más asustaba: la manera de bajar y preparar los hombros, de apretar la mandíbula. Y cuando yo ya era un adulto, Ronnie intentó demandarme, lo cual es, supongo, violencia camuflada. Había visto por televisión un documental sobre mi vida y decidió que existía una calumnia implícita en el hecho de que yo no mencionara que se lo debía todo a él. Sobre el noviazgo de Ronnie y Olive, y el espectral tío Alec ¿Cómo se conocieron Olive y Ronnie? Le hice esta pregunta a ella en mi etapa de Krafft-Ebbing, no mucho después de aquel primer abrazo recordado en la estación de Ipswich. «Por mediación de tu tío Alee, querido», contestó. Se refería a Alee, su distanciado hermano, veinticinco años mayor que ella. Su aversión por él era tan intensa que, con Krafft-Ebbing de mi lado, decidí que se trataba de algo sexual. Sus padres habían muerto hacía mucho, así que el tío Alee, un pez gordo de Poole, miembro del Parlamento y legendario predicador local, era su padre a todos los efectos. Al igual que Olive, era delgado, huesudo y muy alto, pero también un hombre vanidoso y bien vestido, muy consciente de su gran importancia social. Designado para entregar una copa a un equipo de fútbol local, el tío Alee llevó a Olive con él, como si aleccionara a una futura princesa en el ejercicio de sus obligaciones públicas. Ronnie era el delantero centro del equipo. ¿En qué otra posición podría haber jugado? Mientras el tío Alee recorría la hilera de jugadores, estrechándoles la mano uno por uno, Olive, detrás de él, prendía una insignia en cada orgulloso pecho. Pero cuando se la prendió a Ronnie, este se postró de rodillas teatralmente, quejándose de que le había perforado el corazón, que se sujetaba con ambas manos. El tío Alee, quien según todos los indicios conocidos era un pedante y un estúpido, perdonó la pantomima con actitud altanera, y Ronnie con una docilidad impresionante preguntó si podía acudir a la gran casa los domingos por la tarde para presentar sus respetos, no a Olive, naturalmente, quien tenía una posición social muy por encima de la suya, sino a una criada irlandesa a quien había conocido. El tío Alee se dignó dar su consentimiento, y Ronnie, fingiendo cortejar a la criada, sedujo a Olive. «Yo estaba tan sola, querido. Y tú eras tan fogoso…» El fogoso, claro está, era Ronnie, no yo. Mi tío Alec fue mi primera fuente secreta, y yo lo puse en evidencia. A Alec le escribí en secreto el día de mi vigésimo primer cumpleaños —sir Alec Glassey, miembro del Parlamento, en la Cámara de los Comunes, privado— para preguntarle si su hermana, mi madre Olive, alias Wiggly, aún vivía y, en tal caso, dónde podía encontrarla. Por supuesto le había hecho esa misma pregunta a Ronnie cuando yo era más joven, pero él se había limitado a arrugar la frente y negar con la cabeza, así que después de unos cuantos intentos me rendí. En una nota a mano de dos líneas el tío Alec me comunicaba que encontraría su dirección en el papel adjunto. Me proporcionaba la información con la condición de que nunca dijera a «la persona interesada» de dónde la había sacado. Animado por la exhortación, solté la verdad a Olive instantes después de nuestro reencuentro. «Entonces debemos darle las gracias, cariño», dijo, y eso fue todo. O debería haber sido todo, excepto por el hecho de que cuarenta años más tarde en Nuevo México, y varios años después de la muerte de mi madre, mi hermano Tony me informó de que en su vigésimo primer cumpleaños, dos años antes que el mío, había seguido el mismo camino. Había escrito a Alec, y había ido a ver a Olive en tren, la había abrazado en el andén número uno y probablemente, gracias a su estatura, había conseguido rodearla con los brazos mejor que yo. Y le había pedido cuentas. ¿Por qué, pues, Tony no me lo había dicho? ¿Por qué yo no se lo había dicho a él? ¿Por qué Olive no nos había hablado a ninguno de los dos respecto al otro? ¿Por qué Alee había intentado mantenernos separados a todos? La respuesta es el miedo a Ronnie, quien para todos nosotros era el miedo a la propia vida. Su alcance, psicológico y físico, su terrible encanto, eran ineludibles. Era un fichero de contactos andante. Cuando descubría a una querida consolándose con un amante, Ronnie se ponía manos a la obra como una junta de crisis compuesta por un solo hombre. En menos de una hora tenía acceso directo al jefe del desdichado, al director de su banco, a su casero y al padre de su esposa. Cada uno de ellos era reclutado como agente de destrucción. Y lo que Ronnie había hecho a un indefenso marido errante podía hacérnoslo a todos nosotros multiplicado por diez. Ronnie arruinaba tanto como creaba. Cada vez que me siento inclinado a admirarlo, recuerdo a sus víctimas. Su propia madre, recién enviudada, la llorosa albacea de la herencia de su padre; la madre de su segunda esposa, también viuda, también en aturdida posesión de la fortuna de su difunto marido: Ronnie robó a las dos, privándolas a ellas de los ahorros de sus maridos, y a sus legítimos herederos de su herencia. Otras docenas de personas, todas confiadas, todas merecedoras de la protección de Ronnie según sus nobles criterios: timadas, robadas, despojadas por su caballero errante. ¿Se paró Ronnie alguna vez a calcular el coste de ser un elegido de Dios? ¿Los caballos de carreras, las fiestas, las mujeres, los Bentleys, sobre los que mantenía a su madre en la ignorancia mientras él la despojaba con engaños del dinero de la familia, del amor? He oído contar que incluso en las horas más bajas y los peores lugares consignaba sus deudas en un libro de contabilidad. Si eso es verdad, el libro de contabilidad es mi única herencia. En el que contrato detectives para investigar mi verdadera identidad No llevo diario personal ni lo he hecho nunca. Guardo pocas cartas, y la mayoría que me envió Ronnie eran tan horribles que las destruí casi antes de leerlas: cartas de súplica desde América, la India, Singapur e Indonesia, cartas exhortatorias para perdonarme mis transgresiones e instarme a amarlo, rezar por él, hacer el mejor uso de los privilegios que me había concedido, y mandarle dinero; peticiones intimidatorias de que le devolviera el coste de mi educación, y agoreros pronósticos de su muerte inminente. No lamento haberlas tirado; a veces desearía haber podido tirar también el recuerdo. De vez en cuando, pese a mis esfuerzos, un jirón de su inextinguible pasado reaparece para burlarse de mí. Una hoja de una de sus cartas mecanografiadas en finísimo papel para correo aéreo, por ejemplo, comunicándome algún absurdo plan sobre el que quiere «llamar la atención de tus asesores con vistas a una primera inversión». O un viejo amigo o adversario de Ronnie me escribe, siempre tiernamente, siempre agradecido de haberlo conocido, incluso si la experiencia le costó cara. O tengo un buen amigo que, con la errónea convicción de que me divierte, me obsequia alguno de mis libros «firmado por el padre del autor»: la firma de Ronnie muy parecida a la mía, con una gran C y una floritura literaria, a menudo con las guardas prematuramente manchadas porque Ronnie ha repartido los libros mientras vivía en una ciudad tropical dejada de la mano de Dios, donde el director del hotel, engañado, ha accedido a concederle crédito a cambio de una participación en la última empresa infalible que hará millonarios a todos aquellos que tengan fe en él. Así que en algún momento del año pasado, al plantearme escribir una autobiografía y frustrado por la pobreza de la información colateral, contraté a un par de detectives, uno delgado, uno gordo, recomendados ambos por un vigoroso abogado de Londres, y los dos buenos comedores. Salgan al mundo, les dije quitándole importancia. Vayan a sus anchas. Encuentren los testigos vivos y el testimonio escrito. Y tráiganme una historia basada en hechos de mí mismo y de mi familia y mi padre, y les recompensaré. Soy un mentiroso, expliqué. Nací para mentir, me eduqué para ello, me ejercité en ello como novelista, fui adiestrado para ello por una industria que vive de la mentira. Como creador de ficciones, invento versiones de mí mismo, nunca lo real, si existe. Así que esto es lo que haré, dije. Dejaré que mi memoria imaginativa germine en la página izquierda y consignaré su historia basada en hechos en la página derecha, sin cambios ni adornos. Y así mis lectores verán con sus propios ojos hasta qué punto la memoria de un viejo escritor es la ramera de su imaginación. Todos reinventamos nuestro pasado, dije. Pero los escritores son caso aparte. Incluso cuando conocen la verdad, nunca es suficiente para ellos. Los orienté en cuanto a las fechas, nombres y lugares de Ronnie y les sugerí que indagaran en las actas procesales. Los imaginé persiguiendo a sus antiguos socios comerciales y cómplices mientras quedaba aún alguno vivo, ex secretarias o funcionarios de prisiones y policías más jóvenes que Ronnie en su momento. Les indiqué que hicieran lo mismo con mis expedientes académicos, mi historial en el ejército y, puesto que había sido varias veces sometido a investigaciones de seguridad oficiales, las valoraciones de lo digno de confianza que soy según los servicios que antes considerábamos secretos. Los exhorté a no detenerse ante nada en su investigación sobre mí. Les hablé de los asuntos turbios de mi padre, en el interior y en el extranjero, todo lo que recordaba: intentó timar a los primeros ministros de Singapur, Malaisia y a los dos mayores organizaciones quinielistas de Gran Bretaña. Les hablé de pequeñas «familias extra y madres-queridas», que conservaban vivo el amor por él y, según sus propias palabras siempre estaban dispuestas a prepararle una salchicha si se dejaba caer por allí. Les di los nombres de un par de las mujeres cuya existencia conocía y una dirección o dos, y los nombres de los hijos… todo el mundo puede suponer de quién. Les hablé sobre el servicio militar de Ronnie, que consistió en recurrir a todos los trucos habidos y por haber para no hacerlo, incluyendo presentarse a las elecciones al Parlamento bajo banderas tan entusiastas como los «progresistas independientes», lo cual obligó a las fuerzas armadas a eximirlo del servicio para que ejerciese sus derechos democráticos. Siempre que volvían a llamarlo para servir a la patria, por exigencia del reglamento militar debía iniciar la instrucción básica desde el principio, como consecuencia de lo cual nunca pasó de la quinta semana en el curso de instrucción básica de ocho semanas del Cuartel del Real Cuerpo de Señales. Y durante su período de instrucción tenía a un par de cortesanos y una o dos secretarias a mano, alojados en hoteles locales, a fin de poder continuar con su legítimo negocio de beneficiario de la guerra y comerciante en bienes escasos. En los años inmediatamente posteriores a la guerra, me consta, Ronnie mejoró su hoja de servicios concediéndose el alias de Coronel Cornhill, nombre por el cual se le conocía bien en los rincones más sórdidos del West End. Cuando mi hermana Charlotte actuaba en una película sobre los tristemente famosos hermanos Kray, visitó a la anciana señora Kray a fin de reunir material para el papel. Ante una taza de té, la señora Kray extrajo el álbum de fotos familiares, y allí estaba Ronnie con un brazo alrededor de los queridos hijos de la buena mujer. Lord Boothby, padre natural del hijo legal de Harold Macmillan, aparecía en el mismo álbum familiar en una postura parecida. Les hablé de que en su época más desesperada, poco antes de huir del país, tuvo algún negocio entre manos con Rachmann, el millonario inmobiliario y estafador, y que sospechaba que Ronnie había caído en desgracia con él, razón por la cual durante un tiempo no se atrevió a encender las luces de su casa de Chalfont St. Peter, y tenía que llevar los coches al jardín trasero, donde no se veían desde la calle. Les hablé de la noche en que tomé una habitación en el Royal Hotel de Copenhague y fui invitado a ver al director. Supuse que mi fama me había precedido, pero era la fama de Ronnie. Lo buscaba la policía danesa. Y allí estaban, dos agentes, erguidos como colegiales en sillas de castigo contra la pared. Ronnie, dijeron, había entrado en Copenhague ilegalmente desde Estados Unidos con la ayuda de un par de pilotos de la SAS a quienes había ganado al póquer en un garito de Nueva York. En lugar de cobrarse en dinero, les propuso que lo llevaran gratuitamente a Dinamarca, y ellos accedieron, haciéndolo pasar clandestinamente por la aduana e inmigración después de aterrizar. ¿Sabía yo por casualidad, me preguntó la policía danesa, dónde podía encontrar a mi padre? No lo sabía. Y gracias a Dios era verdad que no lo sabía. Había tenido noticia de Ronnie por última vez un año antes, cuando él salió furtivamente de Gran Bretaña para de huir de Rachmann, la detención o ambos. Así que esta era otra pista para mis detectives, les dije: averigüemos por qué huyó Ronnie de Gran Bretaña, y por qué tuvo que salir de Estados Unidos también por la puerta de atrás. Después de eso, veamos si la policía danesa puede añadir algo a la historia, porque nunca acabé de creérmela tal y como me la contaron. Faltaban elementos y personajes. ¿Llevaba Ronnie algo encima cuando cruzó la aduana en Dinamarca? ¿Iba solo? ¿Y eran los pilotos de la SAS tan inocentes como los pintaban? Por ejemplo, ¿habían hecho aquello ya antes? Les hablé de los caballos de carreras de Ronnie, que mantuvo incluso cuando estaba en quiebra e inhabilitado para actividades económicas: caballos en Newmarket, Irlanda y Maison Lafitte en París. Les facilité los nombres de adiestradores y jockeys —Billy Grigg, Tommy Weston, y Joseph Lieux en Francia— y les conté que Lester Piggott había montado para él cuando aún era un aprendiz, y que Gordon Richards lo había asesorado en sus adquisiciones. Y que una vez me encontré a Lester en un remolque para caballos, tendido en la paja leyendo un cómic antes de la carrera, vestido con los colores de la cuadra de Ronnie. Y que Ronnie ponía a sus caballos los nombres de sus queridos hijos: Dato, que Dios nos asista, por David y Tony, Prince Rupert por mi hermanastro Rupert, y Rose Sang en burlona alusión al pelo rojo de mi hermanastra Charlotte. Y que, antes de cumplir los veinte años, yo iba a las carreras en lugar de Ronnie, a quien se había prohibido participar en toda competición hípica por no pagar sus deudas de juego. Y que, cuando Prince Rupert, contra todo pronóstico, intervino en… ¿la Caesarewich, quizá?… regresé a Londres en el mismo tren que los corredores de apuestas a quienes Ronnie no había pagado, cargado con un maletín lleno de billetes de las apuestas que había hecho por él en el hipódromo. Y de Charlie Hunter Simmonds, de Heathorne, un buen corredor de apuestas que, por aprecio a Ronnie, no aceptaba sus apuestas porque no quería tener que mandarle a los chicos. ¿Dónde estaba Charlie ahora? ¿Dónde estaba Vivienne, su bella esposa? Hablé a mis detectives de la corte de Ronnie, como yo siempre los había llamado en secreto, el variopinto grupo de refinados ex presidiarios que constituían el núcleo de su familia empresarial: ex profesores, ex abogados, ex contables, ex de todo. Y de que uno de ellos, llamado Reg, me llevó aparte tras la muerte de Ronnie y, con lágrimas en los ojos, me dijo lo que él llamaba «la idea fundamental». Reg había cumplido condena por Ronnie, me explicó. Y no era el único que tenía ese honor. Lo mismo había hecho George- Percival, otro cortesano. Y también Eric y Arthur. Los cuatro habían pagado el pato por Ronnie en un momento dado, por no ver a la corte privada de su luz y su guía. Pero no era esa la cuestión que Reg quería plantearme. La cuestión, David —llorando—, se reducía a que eran un hatajo de idiotas que se habían dejado embaucar por Ronnie todas las veces. Y seguían siéndolo. Y si Ronnie se levantase hoy de su tumba y pidiera a Reg que pasara otra temporada en la cárcel por él, lo haría, al igual que George-Percival y Eric y Arthur. Porque cuando se trataba de Ronnie —y Reg lo admitía con satisfacción— todos ellos parecían débiles mentales. —Todos éramos corruptos, hijo — añadió Reg en un último y respetuoso epitafio a un amigo—. Pero tu padre lo era mucho. Les conté que, en la época de las restricciones de moneda extranjera, Ronnie había puesto en una situación embarazosa a un famoso hotel de lujo de St. Moritz, el Kulm, llevando allí a grupos de amigos dilapidadores y enviando a otros, y organizándoles los viajes de manera que, con la agradecida connivencia de la dirección del hotel, pagaran sus cuentas al regresar a Inglaterra mediante cheques en libras esterlinas extendidos a nombre de Ronnie, quien asumía la responsabilidad de hacer llegar el dinero al hotel por medios limpios o sucios. Y esta última etapa, por ciertas razones administrativas, resultó ser problemática, tanto que ni siquiera cuando el hotel ofreció ayuda práctica el dinero llegó a su destino, sino que por lo visto quedó atascado en manos de Ronnie. Y les conté que en 1949 Ronnie se había presentado como candidato liberal al Parlamento por Great Yarmouth, llevando a la corte consigo, liberales todos del primero al último. Y que el agente del candidato conservador concertó una cita con Ronnie en un lugar privado y, temiendo que Ronnie captase el voto de una parte de su electorado en beneficio de los laboristas, le advirtió que el Partido Conservador filtraría sus antecedentes penales y algún que otro chisme sobre él si no retiraba la candidatura, cosa que Ronnie, tras consultar en sesión plenaria con la corte —a la que yo pertenecía como miembro ex oficio—, se negó a hacer. ¿Actuó el tío Alee como Garganta Profunda para el Partido Conservador? ¿Les envió Alec una de sus cartas secretas exhortándolos a no revelar la fuente? Siempre he sospechado que así fue. En cualquier caso, los conservadores cumplieron su amenaza. Filtraron los antecedentes penales de Ronnie, y este, como se había previsto, captó el voto de una parte del electorado conservador, y ganaron los laboristas. Puse todo mi empeño en dejar muy claro a mis detectives el alcance de la red de contactos de Ronnie, y los lazos que tenía con las personas más inconcebibles. En su época más boyante, Ronnie organizaba fiestas en su casa de Chalfont St. Peter que contaban con la presencia de presidentes millonarios del club de fútbol Arsenal, altos funcionarios, jockeys campeones del mundo, estrellas de cine, astros de la radio, reyes del billar, ex alcaldes de Londres, el elenco completo de la compañía de cómicos The Crazy Gang, que entonces actuaba en el Victoria Palace, además de una exquisita selección de bellezas traídas de dondequiera que pudiese encontrarlas, y los equipos de criquet de Australia o las Antillas si estaban de visita. Asistió Don Bradman, al igual que la mayoría de los grandes jugadores de los años de posguerra. A lo cual debe añadirse un coro compuesto por los principales jueces y abogados del momento —me vienen a la memoria nombres como Fox- Andrews, Curtis-Bennett y Ryder- Richardson, y otros más modestos que se las arreglaban con un solo apellido —, así como una troupe de policías de alto rango que, cuando no estaban de servicio, lucían blazers con emblemas en el bolsillo superior. Ronnie, con su precoz formación en métodos policiales, distinguía a un policía flexible a kilómetros de distancia. A simple vista sabía qué comían y bebían y qué los hacía felices, sabía a punto fijo hasta dónde daban de sí y cuándo se rompían. Una de sus mayores satisfacciones consistía en extender la protección policial a sus amigos, de modo que si el hijo de alguien, borracho como una cuba, caía en una zanja mientras conducía el Riley de sus padres, era Ronnie quien recibía la primera llamada de desesperación de la madre del muchacho, histérica, y Ronnie quien, con un golpe de varita, cambiaba de sitio los análisis de sangre en el laboratorio de la policía y obligaba con ello al fiscal a deshacerse en disculpas por el valioso tiempo que había hecho perder a su señoría, con la feliz consecuencia adicional de que Ronnie se anotaba otro favor en su cuenta del gran Banco de las Promesas donde guardaba sus únicos activos. Ronnie tenía un olfato para las flaquezas humanas y la magia negra del reclutamiento que nunca he visto superado ni siquiera en los rincones más tenebrosos del mundo secreto. El aglutinante de este variopinto grupo fue el propio Ronnie: su cara dura, sus dotes de persuasión, su legendaria generosidad con el dinero de otras personas, su afición por las celebridades y su extraordinario e innegable encanto animal. En mis instrucciones a los detectives sin duda gasté saliva inútilmente. Ningún detective del mundo sería capaz de encontrar lo que yo buscaba, e igual daba dos que uno. Diez mil libras y varias excelentes comidas después, no tenían nada que ofrecerme aparte de un puñado de recortes de prensa sobre antiguas quiebras y las elecciones de Great Yarmouth, y un montón de inservibles registros de actividades de empresas. Ni actas procesales, ni carceleros jubilados, ni testigos de excepción, ni pistola humeante. Ni una sola mención al juicio de Ronnie en el tribunal superior de Winchester donde, según su propia versión, se defendió él mismo brillantemente contra un joven abogado llamado Norman Birkett, posteriormente sir Norman, más tarde lord, que participó como juez británico en los juicios de Nuremberg. Desde la cárcel —esto me lo contó el propio Ronnie— escribió a Birkett y, con el espíritu deportivo propio de ambos, dio la enhorabuena al gran abogado por su actuación. Y Birkett se sintió halagado por recibir una carta así de un pobre recluso que estaba pagando su deuda a la sociedad, y le contestó. Y de este modo se inició una correspondencia en la que Ronnie expresó su eterna resolución de estudiar leyes. Y en cuanto salió de la cárcel se matriculó en la facultad de derecho. Y basándose en ese logro, se compró la peluca y la toga que aún veo detrás de él en sus cajas de cartón mientras va de un lado a otro del planeta en busca de El Dorado. En el que mi madre Olive emprende una operación clandestina y yo soy fotografiado para edificación moral de una muerta Mi madre Olive abandonó a hurtadillas nuestras vidas cuando yo tenía cinco años y mi hermano Tony siete, y ambos dormíamos profundamente. En la chirriante jerga del mundo secreto al que más tarde accedí, su marcha fue una operación de exfiltración bien planificada, realizada debidamente conforme a los principios de seguridad basados en la restricción de la información al mínimo necesario. Eligió una noche en que estaba previsto que mi padre Ronnie volviese de Londres tarde o ni siquiera volviese. Eso no fue difícil. Recién salido de las privaciones de la cárcel, Ronnie había iniciado negocios en el West End, donde recuperaba con diligencia el tiempo perdido. En cuanto a qué clase de negocios, no puedo hacer más que suposiciones, pero el auge fue meteórico. Ronnie acababa apenas de tomar su primera bocanada de aire libre cuando congregó al núcleo desperdigado de su corte, algunos de ellos ex reclusos como él. A la misma velocidad de vértigo, abandonamos la humilde casa de obra vista de St. Albans a la que mi abuelo, con expresión ceñuda y gestos admonitorios, nos había llevado tras la puesta en libertad de Ronnie, y nos instalamos en Rickmansworth, un barrio residencial con limusinas y escuelas de equitación, a menos de una hora en coche de los antros de perdición más caros de Londres. Con la corte presente, pasamos el invierno magníficamente en el hotel Kulm de St. Moritz. En Rickmansworth, los armarios de nuestra habitación estaban llenos de juguetes nuevos a escala árabe. Nuestros fines de semana eran largas fiestas de adultos mientras Tony y yo comíamos patatas fritas, convencíamos a desenfrenados tíos para que dieran unos chuts con nosotros y contemplábamos las paredes sin libros de nuestra habitación a la vez que escuchábamos la música procedente de abajo. Entre los visitantes más increíbles de aquella época estaba Learie Constantine, posiblemente el mejor jugador de criquet antillano de todos los tiempos. Una de las muchas paradojas de la personalidad de Ronnie era que le gustaba dejarse ver en compañía de hombres negros y se ponía de su lado en cualquier situación desagradable, lo cual por aquel entonces era poco común. Learie Constantine jugaba al «criquet francés» con nosotros y lo queríamos mucho. Conservo un recuerdo, real o imaginario, de una jovial ceremonia doméstica en la que, sin la ventaja de un sacerdote, fue investido formalmente padrino mío. «Pero ¿de dónde salía el dinero?», pregunté a mi madre dieciséis años después en una de las muchas sesiones informativas que tuvieron lugar durante nuestro reencuentro. Ella no tenía la menor idea y yo la creí. Ronnie nunca fue empleado de nadie, nunca rindió cuentas a nadie más que a sus propios demonios. A mi madre los negocios no le interesaban o no estaban al alcance de su comprensión, y cuanto más ásperos, más se alejaba de ellos. Ronnie era un hombre corrupto, decía ella, pero ¿no eran todos corruptos en el mundo de los negocios? La casa de la que Olive escapó era una mansión de falso estilo tudor llamada Hazel Cottage. En la oscuridad, el jardín alargado y descendente y las ventanas con cristales emplomados en forma de rombo le conferían el aspecto de un pabellón de caza en el bosque. Imagino una exigua luna nueva o una noche sin luna. A lo largo del interminable día de su huida la veo dedicada a preparativos subrepticios, metiendo en su maleta blanca de piel de Harrods todo lo necesario para la operación —un jersey grueso, porque en East Anglia hará mucho frío; ¿dónde demonios he dejado el carnet de conducir?—, lanzando nerviosas miradas a su reloj de oro de St. Moritz y a la vez manteniendo la compostura ante sus hijos, la cocinera, la mujer de la limpieza, el jardinero y Annaliese, la niñera alemana. Ya no se fía de ninguno de nosotros. Sus hijos son filiales de Ronnie, totalmente de su propiedad. Annaliese, sospecha mi madre, es una agente doble. A la vez que simula ser la confidente y aliada de Olive, Annaliese ha estado acostándose con el enemigo. Y curiosamente, si Olive me lo hubiera preguntado, habría podido confirmárselo, ya que guardo un borroso recuerdo, auténtico o post facto, de Ronnie y Annaliese acurrucados en la enorme cama de Olive. Mabel George, la mejor amiga de Olive, vive con sus padres a solo unos kilómetros en un piso con vistas al club de golf de Moor Park, pero Mabel no está mejor informada de la operación que Annaliese. Mabel ha tenido dos abortos en tres años tras quedar embarazada de un hombre a quien se niega a identificar, y Olive empieza a olerse que hay gato encerrado. En el salón con vigas vistas que atraviesa de puntillas con su maleta blanca hay uno de los primeros televisores anteriores a la guerra, un ataúd de caoba en posición vertical con una pequeña pantalla que muestra puntos en rápido movimiento y de vez en cuando las facciones desdibujadas de un hombre con esmoquin. Está apagada. Amordazada. Mi madre nunca volverá a verla. Al lado hay un mueble-bar con espejos que emite una melodía y se enciende por dentro cuando los adultos se preparan su ginebra con vermut. También está en silencio. —¿Por qué no nos llevaste contigo? —le pregunté en la sesión informativa. —Porque habrías venido tras nosotros, querido —contestó Olive, poco convincente, refiriéndose no a mí sino a Ronnie, que era su irritante manera de hablar de él—. No habrías descansado hasta recuperar a tus preciados niños. Y además, añadió, estaba la cuestión vital de nuestra educación. Ronnie era tan ambicioso para sus hijos que de alguna manera, más por las malas que por las buenas pero eso daba igual, pagaría para que fuéramos a buenos colegios. Olive nunca lo habría conseguido. ¿O no, querido? No puedo describir bien a Olive. De niño no la conocí y de adulto no la comprendí. Siempre que intento crear un personaje femenino, tengo la impresión de que Olive se interpone, y la culpo de ello, lo cual es del todo injusto. Ahora la maleta blanca de piel está en mi casa de Londres y se ha convertido para mí en objeto de intensas especulaciones. Como en las principales obras de arte, se advierte tensión en su inmovilidad. ¿Volverá a marcharse de pronto sin dejar dirección? En apariencia, es la maleta de una novia pudiente en luna de miel con una buena etiqueta. Los dos porteros uniformados que en mi memoria están ante las puertas giratorias del hotel Kulm de St. Moritz, quitando la nieve de las botas de los huéspedes con un teatral florero, identificarían de inmediato a su dueña como miembro de las clases que dan propina. Pero cuando estoy cansado y mi memoria se ha ido a buscar alimento por su cuenta, el interior de la maleta exhala una densa sexualidad. La razón es en parte el ajado forro de seda rosa: un tenue viso de mujer esperando a que alguien lo arranque. En algún lugar de mi cabeza conservo también una imagen vagamente recordada de agitación carnal —de una escaramuza de dormitorio en la que irrumpí siendo muy pequeño—, y el rosa es su color. ¿Fue esa la ocasión en que vi a Ronnie y Annaliese hacer el amor? ¿O a Ronnie y Olive? ¿O a Olive y Annaliese? ¿O a los tres juntos? ¿O a ninguno de ellos excepto en mis sueños? ¿Y esta visión perdida representa alguna clase de paraíso erótico infantil del que fui excluido desde entonces, desde que Olive llenó su maleta y se fue? Líbreme Dios del diván. Como objeto histórico, la maleta posee un valor incalculable. Que se sepa, es el único que lleva las iniciales de Olive de su época con Ronnie: O.M.C de Olive Moore Cornwell, estampadas en negro bajo el asa de piel manchada de sudor. ¿Sudor de quién? ¿De Olive? ¿O el sudor de su cómplice y rescatador, un administrador de fincas pelirrojo e irascible que fue también el conductor del coche utilizado por ella en su huida? Mi imprecisa memoria me dice que, al igual que Olive, su rescatador estaba casado, y al igual que Olive tenía hijos. Si también estos dormían profundamente aquella noche, no consta más que en mi imaginación. Como profesional en estrecha relación con la aristocracia terrateniente, su rescatador también tenía clase, circunstancia que Olive rememoró repetidamente, en tanto que Ronnie no la tenía. Olive nunca perdonó a Ronnie por haberse casado con una mujer por encima de su nivel social. Durante su vida posterior, ella insistió tanto en esta cuestión que a la postre empecé a comprender que la inferioridad social de Ronnie había sido la hoja de parra de dignidad a la que ella se aferraba a la vez que seguía impotente a Ronnie de un lado a otro, permitiéndole llevarla a comer al West End, escuchando obedientemente sus fantasías acerca de su prodigiosa riqueza, aunque nada de esta le llegó jamás a ella, y después del café y el coñac —o así me lo represento —, entregándose débilmente a Ronnie en algún piso franco antes de que él se escabulla para ir a controlar el mundo. Manteniendo abiertas las heridas que le infligió la baja extracción de Ronnie, burlándose de sus vulgaridades en la manera de hablar y su falta de delicadeza social, consiguió culparlo a él de todo y descargarse ella de toda responsabilidad, excepto de su estúpida aquiescencia. Sin embargo Olive era cualquier cosa menos estúpida. Por lo que recuerdo de mi época de profesor, si me hubieran dado a elegir entre dar clases a uno o al otro, habría optado por Olive sin dudarlo. Tenía una lengua mordaz, ingeniosa y lúcida. Poseía un bagaje mejor que el de Ronnie, aunque solo fuera porque él había abandonado un año antes la escuela secundaria en su impaciencia por cosechar su primer fracaso. Sus frases largas y claras eran impecables, sus cartas contundentes, rítmicas y divertidas. Siempre he pensado que Ronnie y Olive, desde el punto de vista de la formación de parejas por ordenador, estaban muy bien emparejados. Una agencia matrimonial habría estado orgullosa de unirlos. Pero mientras que Olive estaba dispuesta a dejarse definir por quienquiera que afirmase amarla, Ronnie era un embaucador de primera, amoral e impulsado por sus fantasías, imbuido de una falsa santidad y dotado de una capacidad fatal de despertar amor en hombres y mujeres por igual sin sentir la menor obligación de corresponderlo. El resentimiento de Olive hacia el origen social de mi padre no se detenía en el principal culpable. El padre de Ronnie —mi venerado abuelo Frank, ex alcalde de Poole, masón, abstemio, predicador, icono de la probidad de nuestra familia, nada menos— era, según Olive, tan corrupto como Ronnie. Fue su padre Frank quien indujo a Ronnie a su primer negocio turbio —insistía Olive—, quien lo financió, controló a distancia y luego mantuvo la cabeza gacha cuando Ronnie se estrelló. Olive incluso encontró una mala palabra para el abuelo de Ronnie, a quien yo recuerdo como un hombre de barba blanca parecido a D. H. Lawrence, montado en un triciclo a los noventa años. No se habló de qué lugar ocupaba yo supuestamente en esta general condena de la línea masculina de nuestra familia. Pero al fin y al cabo yo tenía una educación, ¿no, querido? Llevaba grabados el vocabulario y los modales de la gente con clase. Este fue el argumento, creo, con el que Olive justificó sus acciones en las noches posteriores a su huida cuando también ella, por lo que yo sé, miraba fijamente una pared sin libros y se preguntaba qué había sido de sus dos hijos. Abandonándonos en manos de Ronnie —este era su razonamiento—, permitiéndole realizar sus ambiciones respecto a nosotros, ella nos había salvado de nuestros deplorables orígenes y nos había situado en un mundo de sentimientos mejores que el suyo. Gracias a la educación que nunca habríamos recibido si Olive nos hubiera llevado consigo aquella noche, nuestros genes delictivos habían sido amaestrados y, con suerte, eliminados. Esta racionalización tenía solo un defecto, y era Ronnie. Olive se había escapado del león, pero nos había dejado en la jaula. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?, insistía ella. Ronnie la engañó y la pegó. Así que ella había buscado consuelo en su rescatador. Por aquel entonces, los tribunales juzgaban con mucha más severidad el adulterio de una esposa que el de un marido en los casos de divorcio. La siniestra palabra «abandono» agravaría el delito. Ella estaba en una situación sin posibilidades de éxito. Y así sucesivamente. Con o sin posibilidades de éxito, la cuestión es que desde el día de su marcha, mi hermano y yo no recibimos más influencia doméstica que la de Ronnie, ni amor de nadie más que el de Ronnie, ni armas, al menos de momento, con las que combatir su convicción de implacable infalibilidad. Cómo arraigó en él esta convicción, cómo resistió los reveses y humillaciones que salpicaron su vida regularmente, es una pregunta que nos hemos hecho cuantos caímos en su magia y nos consumimos en ella. Algo de lo que estoy prácticamente seguro es de que no existe en la personalidad de Ronnie ningún acontecimiento al que remontarse, ningún Damasco a la inversa, ningún Rosebud que poder señalar y decir: de aquí en adelante, Ronnie trabajó para la oposición. Ningún seductor, ningún flautista o modelo pervertido lo apartó del camino de la virtud y lo llevó a la ciénaga del engaño permanente. La afirmación de Olive de que procedía de un largo linaje de hombres corruptos no me convence. Con un entorno corrupto contra el que sublevarse, habría tenido más probabilidades de ser honrado. Fue la religiosidad, la probidad y la pura decencia de su familia aquello contra lo que reaccionó. Fue la adulación de tres hermanas menores que lo adoraban y la veneración de sus padres, que tanto hacían por los pobres y necesitados de la comunidad, lo que lo llamó a las armas en su guerra secreta. Ronnie tenía un talento innato para la duplicidad, tal como algunas personas lo tienen para la música, la pintura o la aritmética. Sin embargo era también un incauto, tan crédulo como aquellos a quienes embaucaba y, después del hecho, tan sorprendido como sus propias víctimas por la bajeza de quienes lo habían engañado. En algunas ocasiones yo contemplaba con asombrada incredulidad cómo picaba Ronnie el anzuelo con mirada soñadora. Una mujer centroeuropea de cierta edad acudió a él con la mayor reserva afirmando ser la esposa superviviente de un barón Rothschild que había muerto a manos de los nazis. Solo le pidió a Ronnie ayuda para trasladar un baúl con un tesoro de valor incalculable desde Austria hasta Suiza y venderlo. El baúl se hallaba en poder de unos sacerdotes católicos, quienes lo habían mantenido oculto durante la guerra. Entre sus tesoros se incluían dólares de oro norteamericanos, una Biblia de Gutenberg y un par de lienzos enrollados de algún viejo maestro, probablemente Rembrandt, lo he olvidado. Ronnie no tenía más que aportar un poco de dinero inicial para sobornar a las aduanas suizas, compensar a los sacerdotes católicos y asumir otros pocos gastos generales sin importancia, tales como las deudas que la pobre viuda había contraído mientras localizaba el tesoro y lo organizaba todo para transportarlo hasta el pueblo fronterizo de St. Margarethen, en total unos cuantos miles, nada más. A cambio Ronnie podría utilizar el capital una vez que los tesoros se convirtieran en dinero en efectivo. La baronesa no era codiciosa. El dinero no le interesaba. Solo pedía una asignación anual razonable; se dejaría asesorar por Ronnie respecto a la cantidad conveniente. Desconocía el mundo del comercio. Lloró. Ronnie me hizo ir de Oxford a Londres para escuchar la historia de esta mujer, cosa que yo hice con la debida obediencia, y en cuanto nos quedamos solos me preguntó mi opinión. Le dije que aquella mujer era una farsante. Se puso furioso. Era como si le hubiera dicho que él mismo era un farsante. Resulta conmovedor, desde esta distancia, reflexionar sobre la caballerosidad con la que él acudió sin pensárselo dos veces en defensa de otra artista de su mismo oficio. Le sugerí que se pusiera en contacto con miembros de la familia Rothschild en Londres o París y les pidiera que confirmasen que era una auténtica viuda Rothschild. No quiso ni oír hablar de ello. Aquella mujer vivía oculta, con una identidad falsa. Toda la familia iba tras ese tesoro, e iban también tras ella. Lo importante era cuánto valía una Biblia de Gutenberg. Y cuando averiguásemos ese dato, ¿estaría yo dispuesto a dejar de lado mis estudios y mi cinismo durante unos días y acompañar a la baronesa a suiza? Lo estaba y lo hice. No podía perderme una cosa así. La acompañé primero a Zurich, donde hizo muchas compras y lo cargó todo al hotel. Solo, partí hacia St. Margarethen. Durante dos días consecutivos rondé la estación de ferrocarril con la esperanza de ver a unos sacerdotes católicos cargados con un baúl grande y pesado. Con ellos debía aparecer un misterioso intermediario llamado Amstler, quien, según la baronesa, iba provisto de una parte del fondo para sobornos de Ronnie. Con gran pesar y sollozos, la baronesa se había excluido de este momento de consumación. Podían reconocerla, explicó. Era demasiado arriesgado. No se detendrían en nada. La odiaban. No tendría por qué haberse preocupado. No se presentó nadie, y cuando regresé a Zurich la baronesa también había desaparecido, dejando solo un rastro de facturas. Ronnie nunca volvió a hablar de ella. Lo máximo que consiguió fue arrugar la frente con expresión atormentada y bajar la vista devotamente, dando a entender que los comentarios estaban de más por elemental decencia humana. En ese mismo desesperado año anterior a la mayor quiebra de Ronnie, este nos trajo al asombroso señor Flynn. Era un hombre muy delgado, con mirada de loco, sin afeitar y de una indeterminada mediana edad. Olía a zorro y vestía como un ex recluso recién salido de la cárcel, con unos pantalones de franela gris de music-hall y una americana de sport con las mangas demasiado largas. A instancias de Ronnie, vino a vivir con nosotros en Chalfont St. Peter —de hecho, por falta de espacio, en mi habitación, en la cama libre junto a la mía—, hasta que el rey, en una investidura especial, lo nombrase formalmente cónsul general en Lisboa. Flynn, explicó Ronnie, era un héroe, pero, al igual que la baronesa, un héroe en extremo secreto, y no debíamos contarle a nadie lo que estábamos a punto de oír. Durante la guerra Flynn había servido en el más secreto de todos los servicios secretos: un reducido y anónimo grupo de hombres y mujeres intrépidos bajo el mando directo de Winston Churchill. Ninguno de los que estábamos sentados en aquella habitación, dijo Ronnie, sabríamos jamás cuál había sido la aportación de Flynn a la victoria aliada. Pero sin él quizá ni siquiera estaríamos allí sentados, ¿no era así, Flynn? Flynn, que tenía un marcado acento irlandés, muy complacido dijo que sí, que era cierto. Y Winston Churchill, que por entonces era primer ministro, deseaba recompensar a Flynn por sus servicios, dijo Ronnie, pero por razones obvias no podía hacerlo públicamente y una condecoración quedaba descartada. Así pues, al cabo de dos semanas —se fijó una fecha—, en una ceremonia muy privada en el palacio de Buckingham a la que Ronnie y unos cuantos amigos de confianza de Flynn tenían el privilegio de haber sido invitados, su majestad el rey en persona lo designaría para el importante y lucrativo cargo de cónsul general, tras lo cual Flynn introduciría a Ronnie en diversos y rentables negocios gracias a la gran influencia de un cónsul general británico en Lisboa. A lo cual Flynn respondió también con un enérgico gesto de asentimiento, y nos fuimos a la cama. O me fui yo, ya que Flynn esa noche y todas las noches que pasó con nosotros deambuló en silencio por la habitación con su pijama prestado como si se paseara por su celda. Algunas mañanas Ronnie lo llevaba a Londres: había deudas de Flynn que pagar, porque a Flynn no lo había acompañado la suerte hasta que el bueno de Winston se acordó de él; había que comprar un traje de gala, no alquilarlo, porque lo necesitaría en Lisboa, y un ajuar de trajes, camisas y ropa interior decente porque Flynn, como héroe secreto, era demasiado orgulloso para pedir un anticipo a cuenta de su salario, y estos diplomáticos son el centro de todas las miradas cuando hacen su trabajo. Pero todas las noches, con una regularidad impropia de él, Ronnie volvía a traer a Flynn a casa, y Flynn se paseaba por su celda y se frotaba la nuca con polvos blancos y mascullaba con marcado e ininteligible acento irlandés. Después de una semana así, me armé de valor y dije a Ronnie mi opinión: que Flynn estaba loco de atar. Y por segunda vez ese año Ronnie me reprendió por mi cinismo y falta de fe. Y la semana siguiente, cuando llegó la fecha prevista —esto no es solo un recuerdo de novelista—, Ronnie y Flynn se marcharon en coche a Londres vestidos de gala, con sus chisteras en el asiento de atrás. Lo que ocurrió aquel día llegó a mi conocimiento meses más tarde, por mediación de mi madrastra, quien asombrosamente había recibido la confesión de Ronnie. Al llegar a Londres, Flynn se disculpó y desapareció en un taxi con el pretexto de que debía ir a hacer algo muy secreto antes de acudir al palacio para el nombramiento. «Nos veremos allí», dijo, y eso fue lo último que Ronnie supo de Flynn hasta que el pobre fue detenido una semanas después por una serie de cargos que incluían, lamentablemente, el robo de mi gabardina Burberry de la casa de Chalfont St. Peter. Cuando me pidieron que la identificara ante los inspectores que se ocupaban del caso, intenté presentarla como un regalo a Flynn, pero me dijeron que ya era demasiado tarde. Pero eso es secundario. Mientras Flynn acudía a su recado secreto, Ronnie había pasado un par de horas en sus magníficas oficinas de Mount Street, dirigiendo el mundo como de costumbre. Luego, vestido de gala, paró un taxi y le pidió que lo llevara al palacio de Buckingham. Estoy seguro de que ese momento le complació enormemente. Ronnie fue siempre un gran patriota y monárquico, y le encantaba poner al corriente de su vida a los taxistas. En el camino, naturalmente, contó al taxista todo acerca de Flynn el héroe, y de Winston Churchill, y de la investidura privada que estaba a punto de celebrarse. Pero cuando entraron en el Malí, el taxista señaló que no ondeaba ninguna bandera en el tejado del palacio. Aun entonces Ronnie se negó a perder la fe. Si la investidura era privada, razonó, el rey tendría el acierto de mantener su presencia en secreto hasta el final del acto. El policía de guardia ante las puertas del palacio destruyó su última ilusión. Su majestad estaba en Balmoral, y tenía previsto quedarse allí por algún tiempo. ¿Me comentó Ronnie en alguna ocasión la caída en desgracia de Flynn? Tangencialmente. En retrospectiva, tengo consciencia de cierta sensación de afinidad frustrada entre él y el impostor. Había intentado darle una oportunidad a otro artista de su mismo oficio, ¿y qué había recibido por sus molestias, hijo? Una patada en los dientes. Sin embargo fue su tolerancia, no su decepción, lo que me interesó. Flynn era uno del clan, otro comediante, otro fantasioso, otro actor. En cierto confuso sentido, Flynn era responsabilidad de Ronnie. Su fragilidad y sus esfuerzos eran los de Ronnie. Cuando las cosas iban mal, Ronnie y Flynn estaban solos ante el mundo. Estudiando a Ronnie con detenimiento durante un largo período, uno empezaba a verlo como combinación de los gestos, las voces, las maneras de hablar, las aptitudes y la ropa de otros hombres. Podía ser cualquier cosa ante cualquier persona. En el West End se ponía el disfraz de su padre el alcalde masón. Con traje oscuro, corbata formal y reloj de bolsillo, vestía como su padre, caminaba como su padre, predicaba como su padre, y como su padre resplandecía con la bendición de Dios mientras embaucaba a alguien. He aquí un relato de Colin Clark, hijo de lord Clark, el gran coleccionista y experto en arte, sobre Ronnie en sus años dorados. Forma parte de la autobiografía publicada de Colin:
No hay muchas verdades
inmutables en la vida, pero hay una en la que puedes confiar plenamente: si solo te quedan unos pocos miles de libras y buscas desesperadamente una manera de aumentarlas, pronto encontrarás a una persona encantadora que las hará desaparecer por completo. No parecerá una apuesta, claro está. Tu nuevo amigo estará haciéndote un gran favor, proporcionándote información secreta, dándote ese soplo muy especial. Tan grande será su encanto que ni siquiera te plantearás por qué, si se trata de una relación tan reciente, se muestra tan amable. La primera de las muchas personas que encontré en mi vida dispuesta a ofrecerme este servicio se llamaba Ronnie Cornwell. Ronnie era el mejor timador de todos los tiempos. En la vida he conocido a nadie que pareciera tan digno de confianza. Era el tío preferido, tu médico de familia, Bob Boothby y Papá Noel, todo en un solo hombre. Era robusto y sonriente, con el pelo blanco y unas cejas blancas y pobladas. Vestía chaqueta negra y chaleco, y pantalón a rayas como un criado viejo y fiel, o lord Reith. Ronnie sabía cómo resolverlo todo: entradas para la final de copa, un palco en Ascot, una cena en el restaurante más exclusivo de la ciudad. Tenía una esposa atractiva, que apenas hablaba pero obviamente lo veneraba. Su contable estaba perpetuamente disponible para corroborar su supuesta riqueza y su información privilegiada.
Tras una digresión en la que
describe con exactitud la técnica de Ronnie —proporcionada por la antedicha esposa atractiva— para vivir a todo tren en los grandes hoteles del mundo sin el inconveniente de pagar la cuenta, nos ofrece un relato bien documentado de uno de los timos clásicos de Ronnie, que utilizaba con cualquiera, desde su propia madre recién enviudada hasta un nuevo amigo como Clark, a condición de que tuvieran fe.
Ante esta demostración de
seguridad, adulación y camelo, quedé tan indefenso como un recién nacido. Ronnie me invitó al Royal Ascot y a varias buenas comidas. Luego me mostró una finca abandonada que no era de su propiedad, me prometió duplicar mi dinero en tres meses, y se lo llevó todo. Lo difícil de comprender en el caso de Ronnie era que todo era falso. Su despacho, su coche, su chófer, su palco «habitual» en Ascot, todo era alquilado para la ocasión, y nunca lo pagaba. Su esposa no era su esposa, y su contable era solo un cómplice. Únicamente su inventiva era auténtica.
O dicho en otras palabras, un engaño
bien urdido contra un objetivo propicio que no estaba en situación de gritar «falta». Hay solo un elemento en esta historia que no reconozco: nunca tuve noticia de que Ronnie utilizara lo que en el oficio de los espías habríamos llamado una mujer agente plenamente consciente. He estado presente cuando sus mujeres le proporcionaban de manera espontánea respaldo operacional: sin previo aviso mentían descaradamente a una tercera parte, o escondían o vendían algo importante para él en un momento de crisis. Pero la presencia de una mujer cómplice que desde el principio de la estafa es elegida para desempeñar un papel, y además un papel con voz, es una idea que me resulta perturbadora. Nunca imaginé que Ronnie aceptara a ninguna mujer en las maquinaciones internas de su mente. Por lo demás, es la misma historia que he oído un centenar de veces contada de distintas maneras: es la historia de la condesa de Viena, que espera aún que lo retratos de su familia vuelvan de Sotheby’s, donde Ronnie ha tenido la gentileza de llevarlos para que los limpien y tasen gratuitamente; o el distinguido abogado de Buffalo, que me escribe con tono de compungida admiración para contarme cómo todo su bufete se puso a trabajar en la evaluación de las ventajas de un enorme e innovador proyecto urbanístico en Canadá; y cómo él y sus socios viajaron allí y pasaron unos días felices y gastaron una fortuna del dinero de los clientes inspeccionando la zona, hablando con arquitectos y topógrafos y sobre todo con Ronnie, compartiendo su gran visión. Hasta que, poco a poco y de mala gana, se dieron cuenta de que era solo eso precisamente, una visión. Ronnie no era propietario de nada, no tenía autoridad para vender, no tenía ninguno de los derechos y permisos que declaró haber obtenido. Todo el proyecto era una sarta de mentiras, un engaño, un timo de principio a fin. Mi corresponsal, como muchos antes y después que él, concluía con el familiar comentario de que no se habría perdido la experiencia por nada del mundo, y gracias. Sin embargo, al terminar cada uno de los actos de la tragicomedia que fue la vida de Ronnie, queda sin contestar la misma pregunta de siempre: ¿Por qué? ¿Cuál era el beneficio, la ventaja, el resultado? ¿Qué esperanzas realistas podía concebir Ronnie —dado además que estaba cargado de deudas, fugado de Gran Bretaña y expuesto a ser descubierto en cualquier momento—, de ver su fantasioso proyecto firmado, sellado y realizado, y de verse a sí mismo como triunfal ganador a lomos de un caballo blanco, alejándose con el botín? O fijémonos en lo siguiente. Tony y yo, alrededor de los dieciocho y dieciséis años respectivamente, esperábamos con impaciencia nuestras vacaciones de verano cuando de pronto Ronnie propone que nos vayamos una semana a París y nos divirtamos un poco. Viniendo de Ronnie, es una proposición muy poco común, ya que implica la aportación de dinero en efectivo. Sin embargo insiste, y de hecho nos da dinero contante y sonante para los billetes, y nos dice, como el buen samaritano que es, que podemos pedirle todo lo que necesitemos al embajador panameño en Francia, un tal conde Mario da Bernaschino, un tipo excelente a quien Ronnie ha estado enviando botellas de whisky escocés sin marca bajo protección diplomática. Y el conde, nos explica, desembala las botellas en su bodega, pega las etiquetas que considera apropiadas y las manda a Panamá, también bajo protección diplomática. El plan ha ido sobre ruedas durante una temporada, así que, cabe deducir, hay un montón de dinero esperando a ser recogido. Con la misma generosidad, Ronnie declara que podemos gastar las primeras cincuenta libras. Y, cómo no, el embajador y su fascinante esposa nos reciben con todos los honores diplomáticos y nos ofrecen una cena y un buen rato, pero no dinero. ¿Por qué habría de darnos dinero?, aduce él cordialmente, cuando Ronnie le debe una pequeña fortuna. Por lo visto, lo que Ronnie no nos ha mencionado es que el embajador le ha pagado a Ronnie por adelantado el whisky sin marca, y aún está esperando la primera remesa. Nos disculpamos y nos vamos. ¿Decía la verdad el conde? ¿O era también un timo? En aquellos tiempos yo no estaba aun suficientemente preparado para formarme una opinión. Aún no lo estoy. Al día siguiente intentamos llevar a cabo el segundo encargo de Ronnie: «Acercaos al hotel George Y, chicos, que es uno de los mejores establecimientos que veréis por dentro en vuestra vida, tomaos una copa en el bar, donde os codearéis con algunas de las mujeres más hermosas del mundo, dadle recuerdos míos al bueno de Louis —o Henri, o como quiera que se llamara el conserje jefe—, aflojadle un billete de diez del dinero que os haya entregado el conde, y traedme los palos de golf que me guardan allí hasta mi próxima visita». Gracias a la obstinación del conde, no tenemos billete para Louis o Henri, pero dudo que eso hubiera representado una gran diferencia. El conserje pulsa un timbre; un gerente aparece al instante de detrás de una puerta invisible. No hay palos de golf hasta que se pague la cuenta de vuestro padre, dice, y añade amargamente que ni un centenar de juegos de palos de golf bastarían para cubrirla. Por un momento parece plantearse incluso la posibilidad de incautarse de nosotros dos. Pero no lo hace, o nos escapamos sin darle oportunidad, para pasar tres días casi sin un céntimo con los clochards en las orillas del Sena comiendo pan y bebiendo un pésimo vino tinto a litros. Y una vez más ¿por qué? ¿Realmente creía Ronnie que el conde apoquinaría? ¿Que el billete de diez rescataría sus palos de golf del George V? ¿Cómo es posible que el hombre que durante largos meses embauca brillantemente a un grupo de empedernidos abogados inmobiliarios de Estados Unidos se niegue a reconocer la más simple consecuencia de sus actos? Es cierto que las comunicaciones estaban aún en la edad de piedra en comparación con las actuales. Uno podía organizar una estafa en un país y empezar de cero en el país vecino, y lo más probable era que se saliera con la suya. Pero no por mucho tiempo. ¿O acaso Ronnie vivía solo para el momento mágico del ilusionista? ¿Por esas breves y magníficas horas en Canadá en que ha hecho el truco, sin que nadie se diera cuenta ni le mirara en la manga, y puede exhibir su angelical sonrisa en la mesa de reuniones ante los empedernidos abogados sentados a ambos lados de él y decir para sí: tienen fe, soy afortunado, soy incluso mejor de lo que fui en el tribunal superior de Winchester cuando casi gané ante el gran sir Norman Birkett? Tony y yo hicimos otro pequeño encargo para Ronnie aquel año. A veces me enviaba a mí, a veces enviaba a Tony, a veces a los dos. En cualquier caso ambos recordamos nuestro papel con bochorno. A diferencia de los timos que he descrito, este tiene víctimas reales, sangre real en la alfombra y nada de comedia que sirva de excusa. Esta vez las víctimas no eran un falso conde panameño ni un hotel para millonarios, sino una pareja de venerables ancianos llamados sir Eric y lady Ansorge que vivían frente a nuestra casa de Chalfolt St. Peter. Sir Eric era un distinguido funcionario indio recién jubilado, y por tanto hasta cierto punto un extranjero en el país al que había representado durante tanto tiempo. Las instrucciones de Ronnie a nosotros, bramadas por teléfono desde Londres al borde de la desesperación, eran «acercaos ahora mismo a casa de sir Eric y decidle que todo va bien». «Bien ¿cómo?», preguntamos. «Bien, por amor de Dios. Dejaos de vacilaciones. Decidle que si arma un escándalo ahora, lo echará todo a perder. Decidle que vuestro viejo es un hombre de fiar. El cheque está en camino. Decidle eso. Ahora mismo.» Y sin el menor deseo fuimos, «ahora mismo», juntos o por separado, y nos bebimos su jerez, y sin gran convicción dimos fe de la integridad de Ronnie mientras sir Eric y su señora nos miraban con expresión de incrédula compasión. Vivimos de nuestra pensión, explicó sir Eric, como si hablara con dos niños, y de un pequeño capital que mi esposa ha heredado. Se lo hemos entregado a vuestro padre para que lo invierta. Y entonces la atroz pregunta: ¿Podíamos Tony y yo asegurarles que, por lo que sabíamos de Ronnie, hacían bien en confiarle sus ahorros? No recuerdo qué contestamos, y posiblemente tampoco Tony. Como he dicho, fuimos varias veces. Me oigo insistir en que el cheque está en correos y que todo saldrá bien y que Ronnie es un hombre de bien. Después de unas cuantas visitas más, dijimos a Ronnie que no podíamos volver. Desde su asediado cuartel general de Londres, apenas nos oyó. El edificio entero se desplomaba sobre él, tanto material como metafóricamente. En Londres, lo habían echado sin contemplaciones de su elegante oficina de Mount Street. En la estridente mansión de Buckinghamshire que considerábamos nuestro hogar, habían cortado el suministro eléctrico y se formaban ampollas en el revoque punteado de las paredes. Los criados se habían marchado hacía tiempo sin cobrar. En medio de un fuego hostil dirigido hacia él desde todos los ángulos, Ronnie se preparaba para abandonar furtivamente Inglaterra con lo que llevaba puesto. Cualquier cosa era mejor que acabar de nuevo en prisión. —¿Ha perdonado ya a su padre? — me pregunta el puntilloso jefe de personal del MI5 el día que me incorporo al Servicio. —¡Ah! Ya hace mucho tiempo, señor —respondo con la angelical sonrisa de Ronnie. Ese es otro rasgo que he heredado de él: la apariencia de cordura. He aquí un segundo homenaje no solicitado a Ronnie, esta vez extraído de las memorias del conde de Kimberley, cuya publicación financió él mismo y que salieron al mercado mientras yo escribía este texto:
En cierta época pasé unas ocho
semanas en St. Moritz, alojado en el hotel Kulm, y a lo largo de mi estancia allí firmé todas las facturas. Cuando llegó el día de mi marcha, pregunté a Tony Badrutt, dueño y director del hotel: —¿Quieres que le pague al portero jefe del Claridge o del Ritz? —Pero, Johnny —contestó—, has estado aquí ocho semanas. —Pero, Tony, no habrás creído que podía pasar con las limitaciones británicas para comprar divisas. ¿Cómo pensabas que iba a pagarte? Fue entonces cuando Tony propuso, para mi asombro, que un tal Ronnie Cornwell avalase mi cuenta. Yo ya sabía quién era, y estaba al corriente de su mala fama. De hecho, lo había conocido en St. Moritz, aunque en ese momento ignoraba que se alojase también en el Kulm. —¿Estás seguro de que es eso lo que quieres? —pregunté—. Espero que no estés cometiendo un error. Pero como Tony insistió, accedí, y confié en que supiera que trataba con un personaje conocido como el mayor timador de Europa. Extendí un cheque por quinientas libras a nombre de Ronnie Cornwell, posfechándolo para estar ya de regreso en Inglaterra cuando lo presentaran. Así no cometería una infracción por rebasar los límites de moneda extranjera autorizados, exponiéndome a la posibilidad de una multa de mil libras o incluso una pena de prisión. Estaba ya en Kimberley cuando sonó el teléfono unas semanas más tarde. Era Tony Badrutt, llamándome por una pésima línea desde St. Moritz. —Johnny, tenías razón. Cornwell no solo no pagó tu cuenta del hotel, sino que tampoco pagó la suya.
Para mí es un misterio cómo nos
anunció Ronnie el abandono de Olive. No recuerdo haberla añorado hasta años más tarde, y entonces únicamente alguna que otra vez cuando Tony y yo nos encontrábamos solos en situaciones de especial soledad, y en un impulso común nos compadecíamos mutuamente. Imagino que, tal como un portavoz de gobierno manejando un nuevo escándalo descomunal, más que anunciar su desaparición la filtró, a retazos, dejando que la dedujéramos. Después trivializó el asunto. Luego lo trató como una noticia de ayer, agua pasada. Estaba enferma, eso debió de decirnos porque la visité con regularidad en un soleado hospital donde ella estaba sentada con la espalda muy erguida, sola en un pabellón, vestida con un cárdigan de angora. Pero Olive, interrogada al respecto quince años más tarde, negó haber estado enferma en esa época, y haber tenido un jersey de angora. Nunca me pondría uno, querido; pican. Después llegó el rumor —bien a través del propio Ronnie, bien a través de un informador infiltrado— de que había incurrido en costumbres inmorales. «Nunca juzgues, hijo. Eso le corresponde a Dios, no a nosotros. ¿Sabes qué dice la Biblia? Perdona y ámala. Eso es lo que debemos hacer.» Perdonar e implícitamente olvidar. Y sin duda en cada una de estas etapas debió de haber muchos lloros. Ronnie podía llorar por el menor motivo, o sin motivo alguno. En su lado de la familia, todos podemos, pero Ronnie era un caso aparte. Lloraba hasta que te hacía llorar también a ti, y lo abrazabas y olvidabas la causa por la que pretendías encararte con él. Y por supuesto, como todo artista, poseía una gran capacidad de fría observación, con la que controlaba incluso sus actuaciones más extremas. Y gradualmente Olive murió, cabe suponer que por las heridas sufridas a causa de sus costumbres inmorales. No murió formalmente. No se extinguió la vida como tal. Eso habría sido pasarse de la raya. Como todo buen propagandista político, Ronnie no afirmaba nada de lo que no pudiera desdecirse. Primero se habría producido el profundo silencio de tabernáculo mientras metafóricamente ocupábamos nuestros asientos y recordábamos que estábamos en la casa de Dios, solo que pertenece a algún desafortunado banco. Luego un gesto de desolación con la cabeza y el paciente suspiro de quien sufre. «Esos médicos, chicos, sencillamente son incapaces de hablar claro», quizá habría empezado a decir, pero con suficiente padecimiento en la voz, y suficiente dolor animosamente disimulado, para que uno se preguntase si él había salido peor parado que ella. Hasta que poco a poco, después de unas cuantas declaraciones más en clave desde el púlpito, se habría puesto de manifiesto que no solo Ronnie, sino los tres, éramos víctimas de la misma desgracia, a la que nos habían llevado la enfermedad, la inmoralidad y la muerte (o su equivalente) de Olive. Y en este punto, supongo, habría aprovechado la ocasión y expresado la suma de las múltiples ecuaciones que había reunido en su cabeza desde el principio del Primer Acto. Como consecuencia de lo cual, proseguiría —todavía lloramos, claro está, unidos en un triple abrazo donde cada afirmación ahogada se desprende inexorablemente de la anterior—, Tony y yo debíamos ir de inmediato a un internado con el objetivo de llegar a ser grandes abogados, tal como Ronnie será un gran abogado en cuanto las responsabilidades de dirigir el mundo se lo permitan, porque algún día seremos Cornwell, Cornwell & Cornwell, el mayor equipo familiar de abogados y amigos que honró los tribunales con su presencia. Y gradualmente sale a la luz que Ronnie, quien ha pensado en nosotros todo el tiempo, ya ha hablado discretamente con el señor Woodruff, director de St. Martin’s School, en Northwood, que es un tipo excelente, y un gran golfista, y se muere de ganas de que dejemos atrás este asunto y emprendamos el largo y arduo camino del deber, pues aunque estemos a medio trimestre, hemos hecho un trato y os aceptará. Al llevar a cabo un registro clandestino de la modesta casa adonde Olive fue a vivir cuando su rescatador se marchó a rescatar a otra, encontré un segundo objeto tan significativo como la maleta blanca de piel, e igual de conmovedor. Está colgado junto a mí mientras escribo: una fotografía de estudio en la que aparecemos Tony y yo con siete y cinco años, con el uniforme del internado masculino de St. Martin’s. Se tomó, sospecho, el mismo día de nuestro ingreso en el gulag o antes. Posamos ante una falsa tapia de jardín. En nuestras forzadas sonrisas puede advertirse —como yo advierto— cierta actitud de preparación para la dura prueba que nos espera. ¿Parecemos afligidos? A mí no me da esa impresión, pero los niños son los mayores embusteros del mundo cuando se trata de ocultar sus emociones. Para el historiador, no obstante, el interés de esta fotografía no residirá tanto en las caras de los sujetos como en la inscripción del ángulo inferior derecho, donde cada niño ha escrito a pluma un saludo para Olive con elaborada caligrafía en tinta china. «Con cariño, de Tony», en su letra —Tony, a quien, dicho sea de paso, ya se ha asignado el papel de asesor legal frente a mi papel de abogado de alegaciones, lo cual explica quizá su expresión de benévola impasibilidad—, y «Con cariño, de david», con la d minúscula en la mía. Sin fecha. El lector lo entenderá enseguida. Si vamos camino del gulag y Olive está desaparecida y supuestamente muerta, ¿qué demonios nos creemos que hacemos mandándole nuestro afectuoso saludo? Por desgracia, no tengo la menor idea de cuándo llegó la fotografía a manos de Olive. Si la recibió justo después de su fuga, cabe suponer que Ronnie sabía adonde enviarla. Por tanto, el piso franco de ella había sido descubierto, pero por Ronnie, no por nosotros, desde el momento en que ella lo ocupó, a menos, por supuesto, que el turbio tío Alee proporcionara un apartado de correos. Con tantas pistas muertas, no me queda más remedio que recurrir a mi corrupta memoria. ¿Recuerdo por ejemplo haber posado para la fotografía? Categóricamente sí. Nunca antes me había aventurado a entrar en la guarida de un fotógrafo ni me había sentado bajo los focos de un estudio. ¿Cómo podía olvidar sentirme como una estrella de cine por primera vez? ¿Recuerdo haber firmado la fotografía? Categóricamente no. ¿Y por qué no? Una enorme fotografía profesional, la primera que me tomaron, ¿y no recuerdo haberla firmado? ¿Acaso no nos muestra con nuestros uniformes nuevos, de los que tan orgullosos estábamos? Y cuando la saqué de su oscuro cajón en la casa de Olive, donde se conservaba en tan perfecto estado que sospeché que había pasado allí toda su vida, ¿no tuve una inmediata sensación, no de déjà vu, sino de sincera identificación? «Ah, hola — pensé—, eres tú.» Así pues, si recuerdo la fotografía, ¿por qué no guardo el menor recuerdo del momento en que firmé un afectuoso mensaje en ella, dirigido, nada menos, a mi madre desaparecida, a mi Olive, enferma, inmoral y muerta, de parte de david, el día en que, gracias a ella, él desapareció en el gulag del internado británico para no salir hasta once años más tarde? A menos, claro está, que no la firmara. A menos que Ronnie, reacio a revivir en nuestras mentes la inquietante duda del paradero de Olive, nos ahorrara la molestia y la firmara por nosotros. Tengo mis razones para creerlo. Cuando Ronnie, quince años después, fue a la bancarrota de manera espectacular — era a principios de la década de los cincuenta, y la suma en litigio rondaba el millón y cuarto de libras—, se sometieron a examen numerosos documentos que llevaban mi firma, ya fuera como director o secretario de algunas de sus ochenta y tantas empresas sin el menor valor. Yo no recordaba haber firmado ni uno solo de esos documentos, ni recordaba haber aceptado cargo alguno en ninguna de esas empresas. Si fue esto lo que le dije al síndico de quiebras, o si mentí para proteger a Ronnie, sencillamente lo he olvidado. Pero sí le dije que había acordado con Ronnie aceptar una cantidad fija de cuatrocientas libras anuales de una empresa llamada algo así como Legal & David Investments Limited, a cambio de mi promesa por escrito de no vender mis servicios a ninguna otra firma. Ronnie me había explicado que ese era un método muy habitual para que una empresa jurídica respetable como Legal & David financiara los estudios de un futuro socio. Pero por entonces yo tenía veinte años. Me había escapado a Suiza durante un año y regresé convertido en un hombre distinto, si no más libre. Gracias a las virtudes del servicio militar obligatorio de Gran Bretaña, había pasado otros dos años como oficial de los servicios de inteligencia militar, que, como dicen, tiene tanto que ver con la inteligencia como la música militar con la música. En todo caso, yo había sido dos clases de espía y, aunque no lo sabía, estaba a punto de convertirme en una tercera clase. Me había tomado en serio las lecciones de Ronnie en materia de duplicidad, y las adapté a mis propios fines. Ronnie aún creía que me proponía estudiar derecho, pero yo sabía que me había matriculado en idiomas modernos. Y aunque no fui consciente del impulso hasta que cedí a él, estaba a punto de realizar el acto más subversivo en mi clandestina campaña para socavar el poder absoluto de Ronnie: escribir a mi difunta madre, a la atención del tío Alec. En el que, como otros, cumplo una larga condena en lugar de mi padre y expío delitos que no he cometido Si hay algo de lo que las letras inglesas pueden prescindir por encima de cualquier otra cosa, es del soporífero relato de los horrores de una educación británica privada y cara, las indelebles cicatrices que un régimen neofascista de castigos físicos y el confinamiento de la escuela solo para niños infligen en sus pupilos y el efecto deformante de todo esto sobre la psique de las clases gobernantes británicas de generación en generación. En lugar de eso, me remitiré a la película If de Lindsay Anderson, que podría haberse rodado tanto en mi escuela como en la suya, y a la gran cantidad de angustiosa literatura, desde Enemigos de la promesa de Cyril Connolly hasta Stand Before Your God de Paul Watkins. Anthony Trollope nos cuenta que su juventud «fue tan desdichada como podía serlo la de un joven caballero», pero estoy seguro de que no se estableció como joven caballero a los cinco años, y además yo no era un caballero. No conocía el lenguaje ni los tabúes, todo el mundo me miraba como a un adulto de otro país. Dos santos ocuparon un lugar preferente en la primera etapa de mi encarcelamiento: Saint Martin, en Northwood, y después de él Saint Andrews, cerca de Pangbourne. De Saint Martin solo recuerdo la terrible rutina diaria de mojar las sábanas y hacerme la cama, cambiarme de ropa y oír el timbre, y la extraordinaria bondad de mi hermano mayor Tony, que aparecía de la nada, me cogía, me limpiaba el polvo y me ponía otra vez en pie. En mis dos primeras escuelas Tony asumió el papel de padre sustituto, y de hecho también de madre, ya que los colegios no ofrecían gran cosa para reemplazar a Olive. De vez en cuando, Ronnie anunciaba su visita. En la mayoría de los casos no se presentaba, supongo que porque no quería que lo agobiaran con nuestras mensualidades. Cuando venía, traía a su última candidata para el empleo de Olive y un miembro de su corte para protegerlo. La comida se prolongaba durante tres horas, con abundante coñac que nosotros no bebíamos. En algún punto, antes de concluir el banquete, sabíamos que iba a llevarnos aparte y preguntarnos qué pensábamos de la candidata, y nosotros no diríamos gran cosa. Para las ocasiones en que no aparecía según lo anunciado, Tony y yo desarrollamos un plan de contingencia operacional. Esperaríamos, como se nos había dicho, al final del largo camino de acceso a la escuela, donde Ronnie suponía que era menos probable que el administrador advirtiera su presencia. Tras concederle una hora aproximadamente, dábamos nosotros solos un largo paseo sin almuerzo. —¿Has pasado un buen día, Cornwell? —Estupendo, señor, gracias. —¿Tus padres también? —Muy bien, señor, gracias. Y después a la cama, a veces tras un castigo corporal por alguna negligencia, como tres marcas acumuladas por falta de aseo o una supuesta falta de respeto hacia algún miembro del personal en tiempo de guerra. Pero las agresiones arbitrarias eran más desconcertantes que las planeadas: un repentino bofetón del horrendo señor O’Mara, o verte arrastrado por encima de un pupitre cuando el señor Farnsworth, otro lunático, te agarra de los pelos y te golpea con un puntero. Pero de algún modo, como en todas las mejores novelas de colegios, apareció un santo, y no solo Tony. R.C. Robertson Glasgow era un columnista deportivo talentoso y excéntrico y hermano de uno de los dos directores de la escuela. Cada semana leía en voz alta para un grupo: Sherlock Holmes, el padre Brown, Tres hombres en una barca de Jerome K. Jerome. Nadie me había leído antes, y nadie volverá a leerme tan bien nunca más. Si existe un momento en que despierta en mí un escritor, quizá fue cuando tenía doce años, mientras Robertson Glasgow ofrecía su interpretación de La banda de lunares de Conan Doyle. De pronto empecé a llenar cuadernos de ejercicios con escabrosos cuentos y, entre una y otra tanda de azotes, a hacérselos leer a reacios amigos. Llegó el espantoso día en que Tony fue a su escuela secundaria a cincuenta kilómetros de allí y yo me quedé en Saint Andrews con otros dos años de condena por delante. Pero su lealtad hacia mí nunca vaciló. Me escribió largas cartas para animarme. En una ocasión incluso consiguió telefonearme, para un colegial toda una proeza que requirió la connivencia de nuestras dos instituciones. Los fines de semana recorríamos en bicicleta los veinticinco kilómetros hasta un lugar de encuentro acordado y, sentados en un campo, compartíamos la comida que habíamos reservado durante la semana. Pero Tony era siempre quien más aportaba. Su escuela tenía una tienda de golosinas, la mía no. Al final también yo me marché de Saint Andrews, para iniciar los peores tres años de los setenta que he vivido hasta la fecha. Para esto existen distintas razones, pero se combinan bien. La primera fue la propia escuela, y los espantosos edificios medievales que ahora encuentro muy hermosos pero en aquel entonces, como todo lo demás allí, estaba detenido en el tiempo. La segunda era la práctica de delegar el privilegio del castigo corporal en alumnos de cursos superiores, privados de otras válvulas de escape sexuales. El director azotaba con una vara, los jefes de residencia con el arma de su elección, y los alumnos de cursos superiores con un bastón retorcido que dejaba surcos en la carne blanda. Como elemento de disuasión general, las azotainas tenían lugar durante las horas de silencio del estudio vespertino, cuando el restallido del impacto y los gimoteos de las víctimas menos estoicas eran los únicos sonidos en el edificio. Otra e importante razón para la desdicha era exclusiva de mí y de aquellos de nosotros que, sin decírnoslo, no entendíamos nuestra vida familiar. Sin el consuelo de la familia, los huérfanos tendemos a esperar demasiado de las instituciones y, por consiguiente, nos decepcionan. A veces mi camino por la vida parece un desesperado zigzagueo entre dioses «institucionales» fallidos, sean escuelas, departamentos gubernamentales, la vida literaria o los padres. Primero está el compromiso, luego la huida. Mi huida de Sherborne se produjo espontáneamente cuando tenía dieciséis años. A diferencia de Olive, no hice preparativos clandestinos. Terminó un trimestre, el tren escolar partió de la estación de Sherborne con destino a Waterloo, y mientras veía desaparecer el perfil del pueblo, caí en la cuenta con relativa indiferencia de que nunca volvería a verlo como colegial. Al igual que Saint Andrews antes, Sherborne tuvo sus propios santos: Robin Athill, un poeta marginado por su conversión al catolicismo, me alentó a seguir escribiendo. Meredith Thomas, mi profesor de literatura inglesa, pronunció un conmovedor sermón en la capilla de la escuela al día siguiente de saber que su hijo había muerto en la campaña italiana. Nunca olvidaré su valor. Pero el sistema lo barría todo: por su brutalidad, tanto espiritual como física, su chovinismo e hipocresía sexual; por sus presunciones de clase y su peculiar tipo de militarismo anglicano… y el horripilante conjunto justificado por una incontestada convicción de que los gallardos caballeros ingleses de las mejores escuelas habían ganado la guerra contra Hitler sin la ayuda de nadie. A los dieciséis años estaba en edad de progresar. Era un atleta. Era un alumno aceptable. Había concluido mi etapa de aprendizaje y sobrellevado el castigo. Al trimestre siguiente sería libre de azotar a quien se me antojara, siempre y cuando fuera inferior a mí en la jerarquía escolar. Era el momento de avanzar, y definitivamente era el momento de alejarme de Ronnie. JOHN LE CARRÉ. Seudónimo de David J. Moore Cornwell; Poole, 1931. Escritor inglés de novelas de espionaje cuya obra es muy popular y respetada, ya que se le considera un renovador fundamental de este género. Estudió en la Universidad de Berna, en Suiza, y en la Universidad de Oxford. Enseñó en el Colegio de Eton de 1956 a 1958 y trabajó para el servicio de exteriores británico. Su primer éxito lo obtuvo con la novela El espía que surgió del frío (1963), a partir de la cual pudo dedicarse únicamente a escribir, ya que vendió millones de ejemplares. Entre sus obras merecen mencionarse la magnífica El honorable colegial, que transcurre en el lejano oriente; La gente de Smiley, que se desarrolla en el contexto de la guerra fría; La Casa Rusia, en la cual se retoma el enfrentamiento velado entre las potencias mundiales; La chica del tambor, sobre el conflicto palestino- israelí; El infiltrado, que trata el tráfico de armas relacionado con la droga; El sastre de Panamá, que denuncia la política norteamericana en América Central; Single & Single, donde se investigan las mafias internacionales y la curiosa novela El peregrino secreto , que describe los conflictos personales de los profesionales del espionaje. Le Carré es un renovador del género porque el suyo es un estilo elegante pero también profundo en la descripción de escenarios y motivaciones de los personajes, a la vez que construye argumentos complejos e interesantes incluso como lectura política. En El jardinero fiel se puede apreciar cómo opera su mecanismo narrativo: la novela se desarrolla en Nairobi, capital de Kenia, antigua colonia británica, y en ella muestra el sereno mundo de los diplomáticos; de pronto ocurre un asesinato y se destapa una trama que desvela los mecanismos económicos internacionales, en este caso de una multimillonaria industria farmacéutica. La novela es además una importante denuncia del trato que el primer mundo le da al continente africano. Sus historias son verosímiles gracias a un realismo mesurado y sus protagonistas escapan a las clasificaciones por la complejidad de sus caracteres, que en muchas ocasiones trascienden la distinción entre el bien y el mal, lo que los hace intensamente humanos. Algunos de ellos, como Smiley, el espía melancólico y carismático, intelectualmente brillante y aficionado a la poesía romántica alemana, a la vez que físicamente insignificante y casado con una hermosa aristócrata inglesa a la que ama apasionadamente aunque ésta le sea infiel, son inolvidables. En la tradición moral innegablemente de Conrad, no ajena a Graham Greene, con el que guarda relaciones de influencia biunívoca, Le Carré ha creado un modelo autónomo de novelas de espionaje, de estilo y de gusto realista, pero libre invención imaginativa. Los argumentos son complejos pero controlados, la acción tensa y carente de remansos, a pesar del gran espacio que se concede a la construcción de la psicología de los personajes. Como intelectual, Le Carré llevó una vida pública activa y se enfrascó repetidamente en polémicas de interés político. Casi todas sus novelas han sido llevadas al cine, como es el caso de La casa Rusia, El sastre de Panamá y La chica del tambor. Notas [1] Adjetivo para describir un movimiento sinuoso o contoneo. (N. del T.) <<