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En La Corte de Ronnie - John Le Carre PDF

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Ronnie Cornwell era el más descarado timador

con que uno podía encontrarse en la Gran


Bretaa de posguerra. Elegante y desenvuelto,
brillante y temerario, no parecía haber nadie
más digno de confianza. Lo cierto, sin embargo,
era que a causa de sus continuos fracasos y
enormes deudas había terminado en prisión
más de una vez, aunque hasta el último día de
su vida pareciera, a todas luces, un hombre
respetable.
Así, al menos, lo recuerda su hijo John le Carré
cuyo nombre real es David Cornwell en este
extraordinario relato autobiográfico. Pero ¿cuál
es la verdad? ¿Y cómo la pueden transformar el
afecto y la memoria? El gran escritor no dudó
en plantearse estas importantes e ineludibles
preguntas llegado el momento de sumergirse en
los misterios de un padre al que siempre
rehuyó. Sincero y desencantado, En la corte de
Ronnie es una joya de la reconstrucción
psicológica, un difícil y delicadísimo homenaje a
una figura paterna que, con todas sus
imperfecciones humanas, logra redimirse sobre
el papel.
Sobre el nacer y otras
aventuras
He visto la casa con frecuencia. Mis
alegres tías voceaban su nombre cuando
pasábamos por delante: «¡Esa es,
David! ¡Deberían convertirla en museo
nacional!». Pero la casa que yo prefiero
es otra distinta, construida en mi
imaginación. Es vieja y llena de ruidos y
está pendiente de demolición, con las
ventanas rotas, un letrero de «se vende»
y una bañera vieja en el jardín. Se alza
en un solar invadido de mala hierba y
salpicado de cachivaches y materiales
para la construcción, con un retazo de
vidriera en la puerta hecha añicos. Para
un niño, un lugar donde jugar al
escondite más que donde nacer. Pero
allí nací yo, o eso insiste en afirmar mi
imaginación, y más aún, nací en el
desván, entre las pilas de cajas
marrones que mi padre acarreaba
siempre en sus huidas. Cuando llevé a
cabo mi primera inspección clandestina
de esas cajas poco antes de la Segunda
Guerra Mundial, contenían solo efectos
personales: sus galas masónicas; la
peluca y la toga con que —en cuanto
encontrara el momento para estudiar
derecho— se proponía asombrar al
mundo en espera; sus planes secretos
para vender flotas de aviones al Aga
Kan. Pero cuando empezó la guerra, las
cajas marrones ofrecían un contenido
más enjundioso: barras de Mars, medias
de nailon, inhaladores de bencedrina
para chutarse el estimulante por la nariz
y, después del día D, bolígrafos, todo
procedente del mercado negro.
Mi padre siempre mostró cierta
inclinación por los artículos raros con
tal que estuviesen racionados o fuesen
difíciles de conseguir, como los
pelanaranjas de plástico que se rompían
después de la primera naranja. Treinta
años más tarde, cuando Alemania estaba
aún dividida y yo era aún un
diplomático británico que vivía en Bonn
a orillas del Rin, se presentó sin previo
aviso ante mi puerta, montado en una
chalupa de acero con ruedas. Era un
automóvil anfibio, me explicó. Había
comprado la patente británica a los
fabricantes de Berlín, e iba a
proporcionarnos una fortuna. Había
viajado en él por el corredor interzonal
bajo la mirada de la policía fronteriza
de Alemania Oriental, y se proponía,
con mi ayuda, botarlo en el Rin, cuyas
aguas por esas fechas, casualmente,
bajaban crecidas y muy impetuosas. Lo
disuadí, pese al entusiasmo de mis hijos,
y lo invité a comer. Repuestas las
energías, partió con gran exaltación
rumbo a Ostende e Inglaterra. Ignoro
hasta dónde llegó, puesto que ya nunca
volvió a hablarse del coche. Supongo
que en algún punto del camino los
acreedores le dieron alcance y se lo
quitaron. Pero eso no le impidió
regresar a Berlín, ciudad que, como
otras devastadas por la guerra, ejercía
en él una poderosa atracción. Un par de
años después se dejó caer por allí de
nuevo, anunciándose esta vez como mi
«asesor profesional»; como tal, se dignó
aceptar una visita guiada con tratamiento
de VIP por los principales estudios
cinematográficos de Berlín Oeste y, por
si fuera poco, la hospitalidad de los
estudios y, con toda seguridad, los
favores de alguna que otra joven actriz,
y escuchó con atención las más serias
explicaciones sobre las ventajas fiscales
y subvenciones para cineastas
extranjeros, todo ello por la noble causa
de encontrar el lugar idóneo donde rodar
la película basada en la reciente novela
de su hijo, El espía que surgió del frío.
De más está decir que ni su hijo ni
Paramount Pictures, propietaria de los
derechos de la película, tenían la menor
idea de sus intenciones.
En la casa donde nací no hay luz
eléctrica, ni calefacción, así que la
iluminación procede de las farolas de
gas de Constitution Hill, que dan al
desván un resplandor blanquecino. Mi
madre, tendida en una cama plegable,
hace todo lo humanamente posible,
aunque de momento sea para mí un
misterio lo que ese «todo lo posible»
implica (cuando imaginé esa escena por
primera vez, desconocía los pormenores
de un parto). Mi padre Ronnie espera
impaciente en la puerta con una elegante
chaqueta cruzada y los zapatos sin tacón
blancos y marrones con los que jugaba
al golf, atento a la calle mientras, con
machacona cadencia, apremia a mi
madre para que redoble sus esfuerzos:
«¡Por todos los santos, Wiggly! ¿Es que
no puedes darte más prisa? Wiggly, esto
es una vergüenza, lo mires como lo
mires. Ahí fuera el pobre Humphries va
a pillar un resfriado de muerte, y tú que
no te decides». Aunque el nombre de mi
madre era Olive, mi padre la llamaba
«Wiggly»[1] lloviera o tronase. Más
adelante, cuando llegué a la edad adulta
estrictamente hablando, también yo di
apodos absurdos a las mujeres para que
me impusieran menos respeto. En mi
infancia, la voz de mi padre aún tenía
acento de Dorset, con las «erres»
vibrantes y las «as» largas. Pero el
proceso de autoblanqueo estaba ya en
marcha, y en mi adolescencia él ya
hablaba casi correctamente, aunque
nunca lo consiguió por completo. Los
ingleses, como es sabido, llevan la
marca de la dicción, y en aquellos
tiempos esa marca era realmente
significativa. Hablar correctamente
podía valerle a uno un nombramiento
militar, crédito bancario, tratamiento
respetuoso por parte de la policía, y un
empleo en la City londinense. Y una de
las ironías de la inestable vida de
Ronnie es que, viendo realizada su
ambición de mandarnos a escuelas de
postín, se situó socialmente por debajo
de nosotros según los crueles
parámetros de la época. Tony y yo, sin
voto al respecto, pasamos sin esfuerzo
la barrera del sonido de las clases, en
tanto que Ronnie siguió siendo un
advenedizo. No es que pagara
exactamente por nuestra educación —o
no en su totalidad, por lo que yo
deduzco—, pero la organizó, lo cual, a
ojos de Ronnie, era lo que contaba,
sobre todo durante la guerra. Una
escuela, tras conocer sus prácticas, tuvo
el valor de exigir las mensualidades por
adelantado. Las cobró con carácter
retroactivo y a plazo en forma de frutos
secos —higo, plátanos, ciruelas— y una
caja de inasequible ginebra para el
personal.
Sin embargo continuó siendo —y he
ahí su talento— un hombre respetable en
apariencia. Le importaba el respeto por
encima de todo, no el dinero. Necesitaba
que se reconociese su magia a diario. Su
opinión de los demás dependía por
completo de en qué medida lo
respetaban. En los niveles más humildes
de la vida, es cierto, existe un prototipo
de Ronnie cada dos calles y en todas las
capitales de condado. Es el granuja
campechano y vehemente con cierta
labia que invita a fiestas con champán a
personas que no están habituadas a
recibir champán, que brinda su jardín a
los baptistas para actos benéficos pese a
que jamás ha puesto los pies en su
iglesia, que es presidente honorario del
equipo de fútbol infantil y el equipo de
criquet masculino y obsequia copas de
plata como trofeo para sus campeonatos.
Hasta que un día se descubre que desde
hace un año no paga en la lechería, o el
taller mecánico, o el quiosco, o la
bodega, o la tienda que le vendió las
copas de plata, y quizá va a la quiebra o
a la cárcel porque los granujas como él
viven siempre en vilo, y su mujer se
lleva a los niños a casa de su madre, y
pronto se divorcia de él porque
descubre —y la madre de ella lo sabía
ya desde el principio— que se ha estado
acostando con todas las chicas del
barrio y tiene hijos de los que no ha
hablado. Y así sucesivamente. Y cuando
nuestro granuja sale, o se enmienda
provisionalmente, vive con discreción
por una temporada y hace buenas obras
y obtiene satisfacción en las pequeñas
cosas, hasta que la savia le sube otra
vez, y vuelve a las andadas.
Y Ronnie era así, sin la menor duda.
Pero eso era solo el principio. La
diferencia residía en el grado, el estilo,
la magnitud. Residía en su porte
episcopal, su voz ecuménica, su aire de
santidad herida y su infinita capacidad
de autoengaño. Mientras que nuestro
granuja corriente despilfarra lo que
queda del dinero para gastos domésticos
apostándolo en la carrera de las tres y
media en el hipódromo de Newmarket,
Ronnie se relaja serenamente en la gran
mesa en Montecarlo, tomando un coñac
con jengibre, cortesía de la casa, yo con
diecisiete años e intentando aparentar
más edad a su lado y el secretario
privado del rey Faruk, cincuentón, al
otro. En esta mesa se conoce bien al
secretario privado. Es refinado, canoso
e inocuo, está muy cansado, y tiene un
teléfono blanco junto al codo, gentileza
de la dirección del casino. Es una línea
directa con el rey egipcio, a quien
imaginamos en uno de sus palacios
rodeado de astrólogos. El teléfono
blanco suena; el secretario privado
aparta las manos del mentón, levanta el
auricular, escucha con sus largas
pestañas bajadas, y en trance transfiere
otra porción de la riqueza de Egipto al
rojo, o al negro, o a los números que los
magos zodiacales de Alejandría o El
Cairo han considerado propicios.
Y Ronnie ha estado observando este
proceso durante un rato, sonriendo para
sí, con una sonrisita melindrosa que
parece significar: si así lo quieres, hijo
mío, así será. Y gradualmente empieza a
subir sus propias apuestas en la mesa.
Con resolución. Con solemnidad. Un
gran estratega situando sus tropas. Las
fichas de diez pasan a ser de veinte. Las
de veinte pasan a ser de cincuenta. Y
cuando se gasta las últimas fichas y,
para mi alarma, pide más con
imperiosas señas, me doy cuenta de que
no juega por una corazonada, ni juega
contra la casa, ni juega a determinados
números. Juega contra el rey Faruk. Si
Faruk elige el negro, Ronnie va a por el
rojo. Si Faruk se decide por los
impares, Ronnie apuesta a los pares.
Hablamos ya de cientos, es decir, lo que
ahora serían miles. Y lo que Ronnie está
diciendo a su majestad egipcia —
mientras primero un trimestre y luego un
curso entero de mis mensualidades
escolares desaparecen en las fauces del
crupier— es que la comunicación de
Ronnie con el Todopoderoso es mucho
más eficaz que la de un potentado árabe
de pacotilla. Ronnie tiene la bendición
de Dios, en tanto que Faruk no vale un
ardite en los designios divinos… ni
siquiera cuando Ronnie pierde hasta la
camisa. En el tenue crepúsculo azul de
Montecarlo antes del amanecer,
recorremos los dos el paseo marítimo
hasta una joyería abierta las veinticuatro
horas para empeñar su pitillera de
platino… ¿Bucherer? ¿Boucheron? Algo
así. «Mañana lo recuperaré todo, y con
intereses, ¿eh, hijo?», me asegura en el
vestíbulo del Hotel de París, donde
afortunadamente ha pagado por
adelantado la habitación. «Le enseñé a
ese Faruk un par de cosas, hijo. Perdió
el doble que yo. El triple.» Y si bien es
posible que nunca ocurriese, también
podría ser que, unos días más tarde, tras
intercambiar tarjetas de visita con el
secretario privado, Ronnie, en
conferencia telefónica con El Cairo, se
presentase como el tipo que jugó a la
ruleta a distancia con su majestad la otra
noche, y por una extraña coincidencia
Ronnie tenía previsto visitar Oriente
Próximo la semana siguiente, y si existía
alguna posibilidad de que el rey
dispusiera de un momento libre para
tomar una copa, Ronnie encontraría
también un rato libre… Y si esa vez no
le salía bien, ya le saldría en otra
ocasión en algún otro país, como le
salió con Lee Kuan Yew en Singapur o
con Tunku Abdul Rahman en Malaisia.
Pues Ronnie era un anuncio viviente de
su propio dogma de fe, según el cual,
siempre y cuando tengas una camisa
limpia y lo pidas amablemente, Dios te
da las oportunidades que necesites.
Así que he nacido. De mi madre
Olive. Obedientemente, con la premura
que Ronnie le ha exigido. En un último
empujón para anticiparse a los
acreedores y evitar que el señor
Humphries, encogido en su Lanchester,
pille un resfriado de muerte. Pues el
señor Humphries no es solo un taxista,
sino también un apreciado cómplice,
además de miembro incondicional de la
corte y distinguido prestidigitador
aficionado que hace trucos con trozos de
cuerda como nudos de verdugo. En las
buenas épocas lo sustituyen el señor
Nutbeam y un Bentley, pero en las malas
el señor Humphries con su Lanchester
siempre está dispuesto a hacer un favor.
He nacido, y soy recogido junto con las
escasas pertenencias de mi madre, ya
que en fecha reciente hemos recibido
otra visita de los alguaciles y viajamos
ligeros de equipaje. Me cargan en el
maletero del taxi del señor Humphries,
como uno de los jamones de
contrabando de Ronnie unos años
después. A continuación, meten las cajas
marrones, y la tapa del maletero se
cierra desde fuera. Echo un vistazo en la
oscuridad por si hay señales de mi
hermano mayor, Tony, porque hasta
ahora me he olvidado de él. No se lo ve
por ninguna parte. Tampoco a Olive,
alias Wiggly. Da igual. Lo he
conseguido. He nacido y, como un
potrillo recién llegado al mundo, ya he
empezado a correr. He corrido desde
entonces.
De mi primera
experiencia con la
cárcel
Tengo otro recuerdo de infancia
reconstruido que, según mi padre —
quien tenía pleno derecho a estar
informado al respecto—, es igualmente
impreciso. Ocurre cuatro años después,
y yo estoy en la ciudad de Exeter,
caminando por un páramo. Voy cogido
de la mano de mi madre, Olive, alias
Wiggly, la misma mujer alta de la casa
vacía. Como los dos llevamos guantes,
no hay contacto carnal entre nosotros. Y
de hecho, por lo que yo recuerdo,
apenas lo hubo nunca. Era Ronnie quien
nos abrazaba, nunca Olive. Era una
madre sin olor, en tanto que Ronnie olía
a buen tabaco y a un ungüento para el
pelo de aroma dulzón que compraba en
una tienda de Old Bond Street, y cuando
acercabas la nariz a la tela afelpada de
uno de los trajes a medida de su sastre,
el señor Berman, tenías la sensación de
oler también a sus mujeres. Sin
embargo, cuando, a la edad de veintiún
años, me dirigí hacia Olive por el andén
número uno de la estación de Ipswich
para nuestro gran reencuentro después
de dieciséis años sin abrazos, no supe
por dónde cogerla. Era tan alta como la
recordaba, pero toda ella codos y
contornos no abrazables. Con su andar
oscilante y su cara alargada y
vulnerable, podría haber sido mi
hermano Tony con peluca blanca.
Vuelvo a estar en Exeter, cogido de
la mano enguantada de Olive. Al otro
lado del páramo veo una tapia alta de
ladrillo con púas y cristales rotos en lo
alto, y detrás de la tapia un lóbrego
edificio de fachada plana con barrotes
en las ventanas y sin iluminación en el
interior. Y en una de esas ventanas con
barrotes, presentando exactamente el
mismo aspecto que el preso del
Monopoly cuando caes en la cárcel,
cuando caes directamente en la cárcel,
sin pasar por la Salida ni recoger
doscientas libras, se ve a mi padre de
hombros hacia arriba. Al igual que el
hombre del Monopoly, se aferra a los
barrotes con dos manos enormes. Las
mujeres siempre le decían que tenía unas
manos preciosas y él andaba
arreglándoselas continuamente con un
cortaúñas que llevaba en el bolsillo de
la chaqueta. Tiene la frente ancha y
blanca apoyada contra los barrotes,
entre las manos. Nunca tuvo mucho pelo,
y el poco que tenía corría a lo largo en
un río negro y denso de olor dulce, hasta
cortarse en la calva abovedada de la
parte delantera, que tanto hacía por la
imagen de santo que tenía de sí mismo.
Cuando envejeció, el río se volvió gris y
al final se secó por completo, pero las
arrugas de la edad y la disipación que
tan merecidamente se había ganado
nunca aparecieron. El «eternamente
femenino» de Goethe prevaleció en él
hasta el final. Estaba tan orgulloso de su
cabeza como de sus manos, según Olive,
y poco después de su boda la cedió por
cincuenta libras a la ciencia médica, el
dinero por adelantado y la mercancía
con fecha de entrega en el día de su
muerte. No sé cuándo me contó esto mi
madre —¿fue antes de su desaparición o
después, cuando la redescubrí en Suffolk
como madre de otros dos niños?—, pero
sí sé que, desde el día que me enteré,
miré a Ronnie con algo de la objetividad
de un verdugo. Tenía el cuello muy
ancho, tanto que casi no se distinguía del
tronco. Me preguntaba adonde apuntaría
el hacha si tuviera que realizar el
trabajo. Matarlo fue una de mis primeras
preocupaciones, y me ha acompañado de
manera intermitente incluso después de
su muerte. Probablemente se debió solo
a mi exasperación por no poder
encasillarlo nunca, absolutamente nunca.
Aún cogido de la mano enguantada
de Olive, saludo con un gesto a Ronnie,
en una de las ventanas más altas, y
Ronnie me devuelve el saludo con la
actitud de siempre: inclinado hacia atrás
y con la parte superior del cuerpo
inmóvil mientras un brazo profético
apunta imperioso a los cielos sobre su
cabeza. «Papá, papá», grito. Mi voz es
la de una rana gigante, desarrollada
entonando himnos a voz en cuello en las
iglesias no conformistas donde mi
abuelo y tres tíos son asiduos azotes
desde el púlpito. De la mano de Olive
vuelvo al coche muy satisfecho de mí
mismo. Al fin y al cabo, no todos los
niños pequeños tienen a su madre para
sí solos y a su padre en una jaula. Pero
según mi padre nada de esto ocurrió. La
idea de que pudiera haberlo visto en
cualquiera de sus cárceles lo ofendía
profundamente: «Pura invención de
principio a fin, hijo». De acuerdo,
concedió, cumplió una breve condena en
Exeter, pero pasó la mayor parte del
tiempo en las cárceles de Winchester y
los Scrubs. No había cometido ningún
acto delictivo, nada que no pudiera
aclararse entre personas sensatas. Se
había visto en la situación del botones
que toma prestados unos cuantos pavos
de la caja para sellos y es atrapado
antes de tener ocasión de devolverlos.
Pero esa no era la cuestión, insistía; la
cuestión, como le confió a mi
hermanastra Charlotte al quejarse de mi
conducta por lo general irrespetuosa
hacia él —es decir, me negaba a darle
una parte de mis derechos o a invertir
unos cuantos cientos de miles en
urbanizar una agradable zona verde que
había obtenido con camelos de algún
municipio mal aconsejado—, la cuestión
era que cualquiera que conozca el
interior de la cárcel de Exeter sabe
perfectamente que no hay ninguna
ventana desde la que se pueda saludar.
Y le creo. Todavía. Yo me equivoco y
él estaba en lo cierto. Nunca se asomó a
esa ventana y yo nunca lo saludé. Pero
¿qué es la verdad? ¿Qué es el recuerdo?
Deberíamos buscar otro nombre para la
forma en que vemos los acontecimientos
pasados que siguen vivos dentro de
nosotros. Yo lo vi en aquella ventana y
también lo veo allí ahora, aferrado a los
barrotes, su amplio pecho enfundado en
el uniforme a rayas de preso que uno ve
en los mejores cómics. Hay una parte de
mí que después ya nunca lo vio vestido
de otra manera. Y sé que yo tenía cuatro
años cuando lo vi porque un año
después él andaba suelto otra vez, y unas
semanas o meses después de eso mi
madre se escapó una noche llevándose
una buena maleta blanca de piel de
Harrods, con forro de seda, que encontré
en su casa cuando murió. Era lo único en
toda la casa que daba fe de su primer
matrimonio, y aún la conservo. Las
iniciales O.M.C. están justo debajo del
asa: Olive Moore Cornwell huyó con
esta maleta. La seda interior es de un
rosa descolorido.
También lo vi en su celda, sentado
en el borde de la litera con la cabeza
cedida a la ciencia en las manos, un
joven orgulloso que nunca en la vida
había pasado hambre ni se había lavado
los calcetines ni se había hecho la cama,
pensando en sus tres devotas hermanas
que tanto lo querían y en sus padres que
lo adoraban: su madre afligida y
retorciéndose eternamente las manos y
preguntando a Dios «¿Por qué? ¿Por
qué?» con su acento irlandés; su padre,
un ex alcalde de Poole, concejal y
masón. En sus mentes ambos cumplían
condena con Ronnie. Ambos
encanecieron prematuramente
esperándolo. ¿Cómo podía vivir Ronnie
consciente de todo de esto y soportarlo
mientras miraba fijamente la pared? Con
su orgullo, su energía prodigiosa y su
impulso, ¿cómo afrontó el
confinamiento? Yo soy tan inquieto
como lo era él. No puedo pasarme una
hora entera sentado. No puedo leer un
libro durante una hora a menos que esté
en alemán, cosa que por alguna razón me
mantiene en la silla. Incluso en una
buena obra de teatro, espero con
impaciencia el intermedio y la
oportunidad de desperezarme. Cuando
escribo, salto continuamente de mi
escritorio y salgo a dar una vuelta por el
jardín o por la calle. Me basta con
quedarme encerrado en el cuarto de
baño durante tres segundos —la llave se
ha salido de la cerradura y me esfuerzo
torpemente por volver a introducirla—,
y empiezo a sudar con fuerza doce y a
gritar para que me dejen salir. Sin
embargo Ronnie, en la flor de la vida,
cumplió una condena considerable: tres
o cuatro años. Estaba allí todavía por
una primera sentencia cuando lo
acusaron de nuevos cargos y le cayó una
segunda. Las pequeñas condenas que
cumplió en épocas posteriores de su
vida —Hong Kong, Singapur, Yakarta,
Zurich— fueron a lo sumo de semanas o
meses. Mientras me documentaba para
El honorable colegial en Hong Kong,
me encontré cara a cara con su ex
carcelero en la carpa de Jardine
Matheson en el hipódromo de Happy
Valley. «Señor Cornwell, su padre es
uno de los mejores hombres que he
conocido. Fue para mí un privilegio
tenerlo bajo mi custodia. Voy a
retirarme pronto, y cuando regrese a
Londres va a ayudarme a establecerme.»
Incluso en prisión, Ronnie se granjea la
voluntad de su carcelero pensando en el
futuro.
Estoy en Chicago, como todo un
patriota en la Semana de Gran Bretaña.
El cónsul general británico, en cuya casa
me alojo, me entrega un telegrama. Es de
nuestro embajador en Yakarta. Me
anuncia que Ronnie está en la cárcel y
me pregunta si estoy dispuesto a pagarle
la fianza. Prometo pagar lo que haya que
pagar. Para mi alarma, son solo unos
cientos de libras. Ronnie debe de estar
en mala racha. Desde la
Bezirksgefangeis de Zurich, donde ha
sido encarcelado por fraude a un hotel,
me telefonea a cobro revertido.
—¿Hijo? Soy tu padre.
—¿Qué puedo hacer por ti, padre?
—Puedes sacarme de esta maldita
cárcel, hijo. Todo ha sido un
malentendido. Estos chicos se niegan a
ver los hechos tal como son.
—¿Cuánto?
No hay respuesta. Simplemente traga
saliva como un actor antes de pronunciar
con voz apagada la gran frase final:
—No puedo pasar un día más en la
cárcel, hijo.
A continuación los sollozos que,
como de costumbre, me traspasan
lentamente igual que cuchillos.
Pregunté a mis dos tías
supervivientes. Hablan igual que Ronnie
cuando era joven: con un acento
desenfadado e inconsciente de Dorset
que me inspira simpatía. ¿Cómo
sobrellevó Ronnie aquella primera
condena? ¿Cómo le afectó? ¿Quién era
antes de la cárcel? ¿Quién era después?
Pero mis tías no son historiadoras; son
hermanas. Quieren a Ronnie, y prefieren
no pensar más allá de su amor. La
escena que mejor recuerdan es a Ronnie
afeitándose la mañana en que iba a
dictarse sentencia en el tribunal superior
de Winchester. Tenía veintitantos años,
no más, y el día anterior se había
empeñado en defenderse él mismo desde
el estrado y estaba convencido de que
esa noche quedaría en libertad. Fue la
primera vez que permitieron a mis tías
verlo afeitarse, y fue la última vez que
lo vieron hasta pasados varios años,
porque mientras Ronnie estuvo preso, lo
visitaban solo mis abuelos; mis tías se
quedaban en casa con el armonio, los
mantelitos de encaje y el olor de la
bolsa azul de la señora Gallop cuando
iba a hacer la colada. La única
verdadera respuesta que obtengo de
ellas está en sus miradas y sus palabras
susurradas. «Fue terrible. Sencillamente
terrible.» Hablan de esa vergüenza
como si hubiese ocurrido ayer y no hace
setenta años.
Le pregunté a Olive, quien desde el
momento de nuestro reencuentro en la
estación de Ipswich habló tanto de
Ronnie que al final deseé que callara.
Me habló de su sexualidad mucho antes
de que yo tuviera clara la mía, y a modo
de referencia me ofreció un manoseado
ejemplar en tapa dura de Psycopathia
Sexualis de Krafft-Ebbing como mapa
para guiarme por los apetitos de su
marido antes y después de la cárcel.
«¿Cambiarte, querido? ¿La cárcel?
¡Ni un ápice! No te cambió en absoluto.
Perdiste peso, claro, ¿cómo no iba a ser
de otra manera? La comida de la cárcel
no está pensada para gustar.» Y a
continuación la imagen que nunca me
abandonará, en especial porque daba la
impresión de no saber lo que decía: «Y
tenías esa estúpida costumbre de pararte
frente a las puertas y esperar en posición
de firmes con la cabeza inclinada hasta
que yo te las abría. Eran puertas
absolutamente corrientes, y no estaban
cerradas con llave ni nada por el estilo,
pero obviamente tú no te creías capaz de
abrirlas por ti mismo».
¿Por qué Olive se refería a Ronnie
en segunda persona del singular? Era un
hábito perturbador y, cuando yacía en su
lecho de muerte, inquietante.
—¿Por qué no me compraste nunca
orquídeas, querido?
—Me acercaré a Ipswich y te
compraré unas a primera hora de la
mañana. ¿De qué color te gustan?
—No lo sé, cariño. Nunca he visto
una.
Olive había visto muchas orquídeas,
naturalmente, pero no en el mundo donde
habitaba cuando murió. Era Ronnie, no
su hijo, quien estaba de pie junto a su
cama, y lo llamaba a capítulo por sus
deficiencias en los días con los que
soñaba. Grabó una casete para mi
hermano Tony, toda su vida con Ronnie.
Veinte años después de su muerte aún
soy incapaz de ponerla, así que solo he
oído retazos sueltos. En la cinta
describe las palizas que Ronnie le daba,
la razón, según ella, que la impulsó a
fugarse. La violencia de Ronnie no fue
nada nuevo para mí, porque también
acostumbraba a pegar a su segunda
esposa: tan a menudo y con tal
determinación, de hecho, y viniendo a
casa a horas tan intempestivas de la
noche para hacerlo, que yo, en un
impulso caballeresco, me autodesigné su
ridículo protector, y dormía en un
colchón frente la puerta de su habitación
con un palo de golf en la mano para que
Ronnie tuviera que vérselas conmigo
antes de llegar a ella. ¿Me habría
atrevido de verdad a golpear su cabeza
cedida a la ciencia? ¿Podría incluso
haberlo matado y seguido sus pasos
hasta la cárcel? ¿O simplemente lo
habría abrazado y le habría deseado
buenas noches? Nunca lo sabré, pero he
representado las posibilidades en mi
mente tan a menudo que todas son
ciertas. Al fin y al cabo, ella era una
mujer muy irritante, y a veces yo sentía
tanta aversión por ella como él.
¿Me pegó Ronnie también a mí?
Unas cuantas veces y sin mucha
convicción. Era el preámbulo lo que
más asustaba: la manera de bajar y
preparar los hombros, de apretar la
mandíbula. Y cuando yo ya era un
adulto, Ronnie intentó demandarme, lo
cual es, supongo, violencia camuflada.
Había visto por televisión un
documental sobre mi vida y decidió que
existía una calumnia implícita en el
hecho de que yo no mencionara que se lo
debía todo a él.
Sobre el noviazgo de
Ronnie y Olive, y el
espectral tío Alec
¿Cómo se conocieron Olive y Ronnie?
Le hice esta pregunta a ella en mi etapa
de Krafft-Ebbing, no mucho después de
aquel primer abrazo recordado en la
estación de Ipswich. «Por mediación de
tu tío Alee, querido», contestó. Se
refería a Alee, su distanciado hermano,
veinticinco años mayor que ella. Su
aversión por él era tan intensa que, con
Krafft-Ebbing de mi lado, decidí que se
trataba de algo sexual. Sus padres
habían muerto hacía mucho, así que el
tío Alee, un pez gordo de Poole,
miembro del Parlamento y legendario
predicador local, era su padre a todos
los efectos. Al igual que Olive, era
delgado, huesudo y muy alto, pero
también un hombre vanidoso y bien
vestido, muy consciente de su gran
importancia social. Designado para
entregar una copa a un equipo de fútbol
local, el tío Alee llevó a Olive con él,
como si aleccionara a una futura
princesa en el ejercicio de sus
obligaciones públicas. Ronnie era el
delantero centro del equipo. ¿En qué
otra posición podría haber jugado?
Mientras el tío Alee recorría la
hilera de jugadores, estrechándoles la
mano uno por uno, Olive, detrás de él,
prendía una insignia en cada orgulloso
pecho. Pero cuando se la prendió a
Ronnie, este se postró de rodillas
teatralmente, quejándose de que le había
perforado el corazón, que se sujetaba
con ambas manos. El tío Alee, quien
según todos los indicios conocidos era
un pedante y un estúpido, perdonó la
pantomima con actitud altanera, y
Ronnie con una docilidad impresionante
preguntó si podía acudir a la gran casa
los domingos por la tarde para presentar
sus respetos, no a Olive, naturalmente,
quien tenía una posición social muy por
encima de la suya, sino a una criada
irlandesa a quien había conocido. El tío
Alee se dignó dar su consentimiento, y
Ronnie, fingiendo cortejar a la criada,
sedujo a Olive.
«Yo estaba tan sola, querido. Y tú
eras tan fogoso…» El fogoso, claro está,
era Ronnie, no yo.
Mi tío Alec fue mi primera fuente
secreta, y yo lo puse en evidencia. A
Alec le escribí en secreto el día de mi
vigésimo primer cumpleaños —sir Alec
Glassey, miembro del Parlamento, en la
Cámara de los Comunes, privado— para
preguntarle si su hermana, mi madre
Olive, alias Wiggly, aún vivía y, en tal
caso, dónde podía encontrarla. Por
supuesto le había hecho esa misma
pregunta a Ronnie cuando yo era más
joven, pero él se había limitado a
arrugar la frente y negar con la cabeza,
así que después de unos cuantos intentos
me rendí. En una nota a mano de dos
líneas el tío Alec me comunicaba que
encontraría su dirección en el papel
adjunto. Me proporcionaba la
información con la condición de que
nunca dijera a «la persona interesada»
de dónde la había sacado. Animado por
la exhortación, solté la verdad a Olive
instantes después de nuestro
reencuentro. «Entonces debemos darle
las gracias, cariño», dijo, y eso fue todo.
O debería haber sido todo, excepto
por el hecho de que cuarenta años más
tarde en Nuevo México, y varios años
después de la muerte de mi madre, mi
hermano Tony me informó de que en su
vigésimo primer cumpleaños, dos años
antes que el mío, había seguido el
mismo camino. Había escrito a Alec, y
había ido a ver a Olive en tren, la había
abrazado en el andén número uno y
probablemente, gracias a su estatura,
había conseguido rodearla con los
brazos mejor que yo. Y le había pedido
cuentas.
¿Por qué, pues, Tony no me lo había
dicho? ¿Por qué yo no se lo había dicho
a él? ¿Por qué Olive no nos había
hablado a ninguno de los dos respecto al
otro? ¿Por qué Alee había intentado
mantenernos separados a todos?
La respuesta es el miedo a Ronnie,
quien para todos nosotros era el miedo a
la propia vida. Su alcance, psicológico
y físico, su terrible encanto, eran
ineludibles. Era un fichero de contactos
andante. Cuando descubría a una querida
consolándose con un amante, Ronnie se
ponía manos a la obra como una junta de
crisis compuesta por un solo hombre. En
menos de una hora tenía acceso directo
al jefe del desdichado, al director de su
banco, a su casero y al padre de su
esposa. Cada uno de ellos era reclutado
como agente de destrucción. Y lo que
Ronnie había hecho a un indefenso
marido errante podía hacérnoslo a todos
nosotros multiplicado por diez. Ronnie
arruinaba tanto como creaba. Cada vez
que me siento inclinado a admirarlo,
recuerdo a sus víctimas. Su propia
madre, recién enviudada, la llorosa
albacea de la herencia de su padre; la
madre de su segunda esposa, también
viuda, también en aturdida posesión de
la fortuna de su difunto marido: Ronnie
robó a las dos, privándolas a ellas de
los ahorros de sus maridos, y a sus
legítimos herederos de su herencia.
Otras docenas de personas, todas
confiadas, todas merecedoras de la
protección de Ronnie según sus nobles
criterios: timadas, robadas, despojadas
por su caballero errante. ¿Se paró
Ronnie alguna vez a calcular el coste de
ser un elegido de Dios? ¿Los caballos
de carreras, las fiestas, las mujeres, los
Bentleys, sobre los que mantenía a su
madre en la ignorancia mientras él la
despojaba con engaños del dinero de la
familia, del amor? He oído contar que
incluso en las horas más bajas y los
peores lugares consignaba sus deudas en
un libro de contabilidad. Si eso es
verdad, el libro de contabilidad es mi
única herencia.
En el que contrato
detectives para
investigar mi
verdadera identidad
No llevo diario personal ni lo he hecho
nunca. Guardo pocas cartas, y la
mayoría que me envió Ronnie eran tan
horribles que las destruí casi antes de
leerlas: cartas de súplica desde
América, la India, Singapur e Indonesia,
cartas exhortatorias para perdonarme
mis transgresiones e instarme a amarlo,
rezar por él, hacer el mejor uso de los
privilegios que me había concedido, y
mandarle dinero; peticiones
intimidatorias de que le devolviera el
coste de mi educación, y agoreros
pronósticos de su muerte inminente. No
lamento haberlas tirado; a veces
desearía haber podido tirar también el
recuerdo. De vez en cuando, pese a mis
esfuerzos, un jirón de su inextinguible
pasado reaparece para burlarse de mí.
Una hoja de una de sus cartas
mecanografiadas en finísimo papel para
correo aéreo, por ejemplo,
comunicándome algún absurdo plan
sobre el que quiere «llamar la atención
de tus asesores con vistas a una primera
inversión». O un viejo amigo o
adversario de Ronnie me escribe,
siempre tiernamente, siempre
agradecido de haberlo conocido, incluso
si la experiencia le costó cara. O tengo
un buen amigo que, con la errónea
convicción de que me divierte, me
obsequia alguno de mis libros «firmado
por el padre del autor»: la firma de
Ronnie muy parecida a la mía, con una
gran C y una floritura literaria, a menudo
con las guardas prematuramente
manchadas porque Ronnie ha repartido
los libros mientras vivía en una ciudad
tropical dejada de la mano de Dios,
donde el director del hotel, engañado, ha
accedido a concederle crédito a cambio
de una participación en la última
empresa infalible que hará millonarios a
todos aquellos que tengan fe en él.
Así que en algún momento del año
pasado, al plantearme escribir una
autobiografía y frustrado por la pobreza
de la información colateral, contraté a
un par de detectives, uno delgado, uno
gordo, recomendados ambos por un
vigoroso abogado de Londres, y los dos
buenos comedores. Salgan al mundo, les
dije quitándole importancia. Vayan a sus
anchas. Encuentren los testigos vivos y
el testimonio escrito. Y tráiganme una
historia basada en hechos de mí mismo y
de mi familia y mi padre, y les
recompensaré. Soy un mentiroso,
expliqué. Nací para mentir, me eduqué
para ello, me ejercité en ello como
novelista, fui adiestrado para ello por
una industria que vive de la mentira.
Como creador de ficciones, invento
versiones de mí mismo, nunca lo real, si
existe. Así que esto es lo que haré, dije.
Dejaré que mi memoria imaginativa
germine en la página izquierda y
consignaré su historia basada en hechos
en la página derecha, sin cambios ni
adornos. Y así mis lectores verán con
sus propios ojos hasta qué punto la
memoria de un viejo escritor es la
ramera de su imaginación. Todos
reinventamos nuestro pasado, dije. Pero
los escritores son caso aparte. Incluso
cuando conocen la verdad, nunca es
suficiente para ellos. Los orienté en
cuanto a las fechas, nombres y lugares
de Ronnie y les sugerí que indagaran en
las actas procesales. Los imaginé
persiguiendo a sus antiguos socios
comerciales y cómplices mientras
quedaba aún alguno vivo, ex secretarias
o funcionarios de prisiones y policías
más jóvenes que Ronnie en su momento.
Les indiqué que hicieran lo mismo con
mis expedientes académicos, mi
historial en el ejército y, puesto que
había sido varias veces sometido a
investigaciones de seguridad oficiales,
las valoraciones de lo digno de
confianza que soy según los servicios
que antes considerábamos secretos. Los
exhorté a no detenerse ante nada en su
investigación sobre mí. Les hablé de los
asuntos turbios de mi padre, en el
interior y en el extranjero, todo lo que
recordaba: intentó timar a los primeros
ministros de Singapur, Malaisia y a los
dos mayores organizaciones quinielistas
de Gran Bretaña. Les hablé de pequeñas
«familias extra y madres-queridas», que
conservaban vivo el amor por él y,
según sus propias palabras siempre
estaban dispuestas a prepararle una
salchicha si se dejaba caer por allí. Les
di los nombres de un par de las mujeres
cuya existencia conocía y una dirección
o dos, y los nombres de los hijos… todo
el mundo puede suponer de quién. Les
hablé sobre el servicio militar de
Ronnie, que consistió en recurrir a todos
los trucos habidos y por haber para no
hacerlo, incluyendo presentarse a las
elecciones al Parlamento bajo banderas
tan entusiastas como los «progresistas
independientes», lo cual obligó a las
fuerzas armadas a eximirlo del servicio
para que ejerciese sus derechos
democráticos. Siempre que volvían a
llamarlo para servir a la patria, por
exigencia del reglamento militar debía
iniciar la instrucción básica desde el
principio, como consecuencia de lo cual
nunca pasó de la quinta semana en el
curso de instrucción básica de ocho
semanas del Cuartel del Real Cuerpo de
Señales. Y durante su período de
instrucción tenía a un par de cortesanos
y una o dos secretarias a mano, alojados
en hoteles locales, a fin de poder
continuar con su legítimo negocio de
beneficiario de la guerra y comerciante
en bienes escasos. En los años
inmediatamente posteriores a la guerra,
me consta, Ronnie mejoró su hoja de
servicios concediéndose el alias de
Coronel Cornhill, nombre por el cual se
le conocía bien en los rincones más
sórdidos del West End. Cuando mi
hermana Charlotte actuaba en una
película sobre los tristemente famosos
hermanos Kray, visitó a la anciana
señora Kray a fin de reunir material para
el papel. Ante una taza de té, la señora
Kray extrajo el álbum de fotos
familiares, y allí estaba Ronnie con un
brazo alrededor de los queridos hijos de
la buena mujer. Lord Boothby, padre
natural del hijo legal de Harold
Macmillan, aparecía en el mismo álbum
familiar en una postura parecida. Les
hablé de que en su época más
desesperada, poco antes de huir del
país, tuvo algún negocio entre manos
con Rachmann, el millonario
inmobiliario y estafador, y que
sospechaba que Ronnie había caído en
desgracia con él, razón por la cual
durante un tiempo no se atrevió a
encender las luces de su casa de
Chalfont St. Peter, y tenía que llevar los
coches al jardín trasero, donde no se
veían desde la calle.
Les hablé de la noche en que tomé
una habitación en el Royal Hotel de
Copenhague y fui invitado a ver al
director. Supuse que mi fama me había
precedido, pero era la fama de Ronnie.
Lo buscaba la policía danesa. Y allí
estaban, dos agentes, erguidos como
colegiales en sillas de castigo contra la
pared. Ronnie, dijeron, había entrado en
Copenhague ilegalmente desde Estados
Unidos con la ayuda de un par de pilotos
de la SAS a quienes había ganado al
póquer en un garito de Nueva York. En
lugar de cobrarse en dinero, les propuso
que lo llevaran gratuitamente a
Dinamarca, y ellos accedieron,
haciéndolo pasar clandestinamente por
la aduana e inmigración después de
aterrizar. ¿Sabía yo por casualidad, me
preguntó la policía danesa, dónde podía
encontrar a mi padre? No lo sabía. Y
gracias a Dios era verdad que no lo
sabía. Había tenido noticia de Ronnie
por última vez un año antes, cuando él
salió furtivamente de Gran Bretaña para
de huir de Rachmann, la detención o
ambos.
Así que esta era otra pista para mis
detectives, les dije: averigüemos por
qué huyó Ronnie de Gran Bretaña, y por
qué tuvo que salir de Estados Unidos
también por la puerta de atrás. Después
de eso, veamos si la policía danesa
puede añadir algo a la historia, porque
nunca acabé de creérmela tal y como me
la contaron. Faltaban elementos y
personajes. ¿Llevaba Ronnie algo
encima cuando cruzó la aduana en
Dinamarca? ¿Iba solo? ¿Y eran los
pilotos de la SAS tan inocentes como
los pintaban? Por ejemplo, ¿habían
hecho aquello ya antes? Les hablé de los
caballos de carreras de Ronnie, que
mantuvo incluso cuando estaba en
quiebra e inhabilitado para actividades
económicas: caballos en Newmarket,
Irlanda y Maison Lafitte en París. Les
facilité los nombres de adiestradores y
jockeys —Billy Grigg, Tommy Weston,
y Joseph Lieux en Francia— y les conté
que Lester Piggott había montado para él
cuando aún era un aprendiz, y que
Gordon Richards lo había asesorado en
sus adquisiciones. Y que una vez me
encontré a Lester en un remolque para
caballos, tendido en la paja leyendo un
cómic antes de la carrera, vestido con
los colores de la cuadra de Ronnie. Y
que Ronnie ponía a sus caballos los
nombres de sus queridos hijos: Dato,
que Dios nos asista, por David y Tony,
Prince Rupert por mi hermanastro
Rupert, y Rose Sang en burlona alusión
al pelo rojo de mi hermanastra
Charlotte. Y que, antes de cumplir los
veinte años, yo iba a las carreras en
lugar de Ronnie, a quien se había
prohibido participar en toda
competición hípica por no pagar sus
deudas de juego. Y que, cuando Prince
Rupert, contra todo pronóstico, intervino
en… ¿la Caesarewich, quizá?… regresé
a Londres en el mismo tren que los
corredores de apuestas a quienes Ronnie
no había pagado, cargado con un maletín
lleno de billetes de las apuestas que
había hecho por él en el hipódromo. Y
de Charlie Hunter Simmonds, de
Heathorne, un buen corredor de apuestas
que, por aprecio a Ronnie, no aceptaba
sus apuestas porque no quería tener que
mandarle a los chicos. ¿Dónde estaba
Charlie ahora? ¿Dónde estaba Vivienne,
su bella esposa? Hablé a mis detectives
de la corte de Ronnie, como yo siempre
los había llamado en secreto, el
variopinto grupo de refinados ex
presidiarios que constituían el núcleo de
su familia empresarial: ex profesores, ex
abogados, ex contables, ex de todo. Y de
que uno de ellos, llamado Reg, me llevó
aparte tras la muerte de Ronnie y, con
lágrimas en los ojos, me dijo lo que él
llamaba «la idea fundamental». Reg
había cumplido condena por Ronnie, me
explicó. Y no era el único que tenía ese
honor. Lo mismo había hecho George-
Percival, otro cortesano. Y también Eric
y Arthur. Los cuatro habían pagado el
pato por Ronnie en un momento dado,
por no ver a la corte privada de su luz y
su guía. Pero no era esa la cuestión que
Reg quería plantearme. La cuestión,
David —llorando—, se reducía a que
eran un hatajo de idiotas que se habían
dejado embaucar por Ronnie todas las
veces. Y seguían siéndolo. Y si Ronnie
se levantase hoy de su tumba y pidiera a
Reg que pasara otra temporada en la
cárcel por él, lo haría, al igual que
George-Percival y Eric y Arthur. Porque
cuando se trataba de Ronnie —y Reg lo
admitía con satisfacción— todos ellos
parecían débiles mentales.
—Todos éramos corruptos, hijo —
añadió Reg en un último y respetuoso
epitafio a un amigo—. Pero tu padre lo
era mucho.
Les conté que, en la época de las
restricciones de moneda extranjera,
Ronnie había puesto en una situación
embarazosa a un famoso hotel de lujo de
St. Moritz, el Kulm, llevando allí a
grupos de amigos dilapidadores y
enviando a otros, y organizándoles los
viajes de manera que, con la agradecida
connivencia de la dirección del hotel,
pagaran sus cuentas al regresar a
Inglaterra mediante cheques en libras
esterlinas extendidos a nombre de
Ronnie, quien asumía la responsabilidad
de hacer llegar el dinero al hotel por
medios limpios o sucios. Y esta última
etapa, por ciertas razones
administrativas, resultó ser
problemática, tanto que ni siquiera
cuando el hotel ofreció ayuda práctica el
dinero llegó a su destino, sino que por lo
visto quedó atascado en manos de
Ronnie. Y les conté que en 1949 Ronnie
se había presentado como candidato
liberal al Parlamento por Great
Yarmouth, llevando a la corte consigo,
liberales todos del primero al último. Y
que el agente del candidato conservador
concertó una cita con Ronnie en un lugar
privado y, temiendo que Ronnie captase
el voto de una parte de su electorado en
beneficio de los laboristas, le advirtió
que el Partido Conservador filtraría sus
antecedentes penales y algún que otro
chisme sobre él si no retiraba la
candidatura, cosa que Ronnie, tras
consultar en sesión plenaria con la corte
—a la que yo pertenecía como miembro
ex oficio—, se negó a hacer. ¿Actuó el
tío Alee como Garganta Profunda para
el Partido Conservador? ¿Les envió
Alec una de sus cartas secretas
exhortándolos a no revelar la fuente?
Siempre he sospechado que así fue. En
cualquier caso, los conservadores
cumplieron su amenaza. Filtraron los
antecedentes penales de Ronnie, y este,
como se había previsto, captó el voto de
una parte del electorado conservador, y
ganaron los laboristas. Puse todo mi
empeño en dejar muy claro a mis
detectives el alcance de la red de
contactos de Ronnie, y los lazos que
tenía con las personas más
inconcebibles. En su época más boyante,
Ronnie organizaba fiestas en su casa de
Chalfont St. Peter que contaban con la
presencia de presidentes millonarios del
club de fútbol Arsenal, altos
funcionarios, jockeys campeones del
mundo, estrellas de cine, astros de la
radio, reyes del billar, ex alcaldes de
Londres, el elenco completo de la
compañía de cómicos The Crazy Gang,
que entonces actuaba en el Victoria
Palace, además de una exquisita
selección de bellezas traídas de
dondequiera que pudiese encontrarlas, y
los equipos de criquet de Australia o las
Antillas si estaban de visita. Asistió
Don Bradman, al igual que la mayoría
de los grandes jugadores de los años de
posguerra. A lo cual debe añadirse un
coro compuesto por los principales
jueces y abogados del momento —me
vienen a la memoria nombres como Fox-
Andrews, Curtis-Bennett y Ryder-
Richardson, y otros más modestos que
se las arreglaban con un solo apellido
—, así como una troupe de policías de
alto rango que, cuando no estaban de
servicio, lucían blazers con emblemas
en el bolsillo superior. Ronnie, con su
precoz formación en métodos policiales,
distinguía a un policía flexible a
kilómetros de distancia. A simple vista
sabía qué comían y bebían y qué los
hacía felices, sabía a punto fijo hasta
dónde daban de sí y cuándo se rompían.
Una de sus mayores satisfacciones
consistía en extender la protección
policial a sus amigos, de modo que si el
hijo de alguien, borracho como una
cuba, caía en una zanja mientras
conducía el Riley de sus padres, era
Ronnie quien recibía la primera llamada
de desesperación de la madre del
muchacho, histérica, y Ronnie quien, con
un golpe de varita, cambiaba de sitio los
análisis de sangre en el laboratorio de la
policía y obligaba con ello al fiscal a
deshacerse en disculpas por el valioso
tiempo que había hecho perder a su
señoría, con la feliz consecuencia
adicional de que Ronnie se anotaba otro
favor en su cuenta del gran Banco de las
Promesas donde guardaba sus únicos
activos.
Ronnie tenía un olfato para las
flaquezas humanas y la magia negra del
reclutamiento que nunca he visto
superado ni siquiera en los rincones más
tenebrosos del mundo secreto. El
aglutinante de este variopinto grupo fue
el propio Ronnie: su cara dura, sus dotes
de persuasión, su legendaria
generosidad con el dinero de otras
personas, su afición por las
celebridades y su extraordinario e
innegable encanto animal.
En mis instrucciones a los detectives
sin duda gasté saliva inútilmente.
Ningún detective del mundo sería capaz
de encontrar lo que yo buscaba, e igual
daba dos que uno. Diez mil libras y
varias excelentes comidas después, no
tenían nada que ofrecerme aparte de un
puñado de recortes de prensa sobre
antiguas quiebras y las elecciones de
Great Yarmouth, y un montón de
inservibles registros de actividades de
empresas. Ni actas procesales, ni
carceleros jubilados, ni testigos de
excepción, ni pistola humeante. Ni una
sola mención al juicio de Ronnie en el
tribunal superior de Winchester donde,
según su propia versión, se defendió él
mismo brillantemente contra un joven
abogado llamado Norman Birkett,
posteriormente sir Norman, más tarde
lord, que participó como juez británico
en los juicios de Nuremberg. Desde la
cárcel —esto me lo contó el propio
Ronnie— escribió a Birkett y, con el
espíritu deportivo propio de ambos, dio
la enhorabuena al gran abogado por su
actuación. Y Birkett se sintió halagado
por recibir una carta así de un pobre
recluso que estaba pagando su deuda a
la sociedad, y le contestó. Y de este
modo se inició una correspondencia en
la que Ronnie expresó su eterna
resolución de estudiar leyes. Y en cuanto
salió de la cárcel se matriculó en la
facultad de derecho. Y basándose en ese
logro, se compró la peluca y la toga que
aún veo detrás de él en sus cajas de
cartón mientras va de un lado a otro del
planeta en busca de El Dorado.
En el que mi madre
Olive emprende una
operación clandestina
y yo soy fotografiado
para edificación moral
de una muerta
Mi madre Olive abandonó a hurtadillas
nuestras vidas cuando yo tenía cinco
años y mi hermano Tony siete, y ambos
dormíamos profundamente. En la
chirriante jerga del mundo secreto al que
más tarde accedí, su marcha fue una
operación de exfiltración bien
planificada, realizada debidamente
conforme a los principios de seguridad
basados en la restricción de la
información al mínimo necesario. Eligió
una noche en que estaba previsto que mi
padre Ronnie volviese de Londres tarde
o ni siquiera volviese. Eso no fue
difícil. Recién salido de las privaciones
de la cárcel, Ronnie había iniciado
negocios en el West End, donde
recuperaba con diligencia el tiempo
perdido. En cuanto a qué clase de
negocios, no puedo hacer más que
suposiciones, pero el auge fue
meteórico. Ronnie acababa apenas de
tomar su primera bocanada de aire libre
cuando congregó al núcleo desperdigado
de su corte, algunos de ellos ex reclusos
como él. A la misma velocidad de
vértigo, abandonamos la humilde casa
de obra vista de St. Albans a la que mi
abuelo, con expresión ceñuda y gestos
admonitorios, nos había llevado tras la
puesta en libertad de Ronnie, y nos
instalamos en Rickmansworth, un barrio
residencial con limusinas y escuelas de
equitación, a menos de una hora en
coche de los antros de perdición más
caros de Londres. Con la corte presente,
pasamos el invierno magníficamente en
el hotel Kulm de St. Moritz. En
Rickmansworth, los armarios de nuestra
habitación estaban llenos de juguetes
nuevos a escala árabe. Nuestros fines de
semana eran largas fiestas de adultos
mientras Tony y yo comíamos patatas
fritas, convencíamos a desenfrenados
tíos para que dieran unos chuts con
nosotros y contemplábamos las paredes
sin libros de nuestra habitación a la vez
que escuchábamos la música procedente
de abajo. Entre los visitantes más
increíbles de aquella época estaba
Learie Constantine, posiblemente el
mejor jugador de criquet antillano de
todos los tiempos. Una de las muchas
paradojas de la personalidad de Ronnie
era que le gustaba dejarse ver en
compañía de hombres negros y se ponía
de su lado en cualquier situación
desagradable, lo cual por aquel entonces
era poco común. Learie Constantine
jugaba al «criquet francés» con nosotros
y lo queríamos mucho. Conservo un
recuerdo, real o imaginario, de una
jovial ceremonia doméstica en la que,
sin la ventaja de un sacerdote, fue
investido formalmente padrino mío.
«Pero ¿de dónde salía el dinero?»,
pregunté a mi madre dieciséis años
después en una de las muchas sesiones
informativas que tuvieron lugar durante
nuestro reencuentro. Ella no tenía la
menor idea y yo la creí. Ronnie nunca
fue empleado de nadie, nunca rindió
cuentas a nadie más que a sus propios
demonios. A mi madre los negocios no
le interesaban o no estaban al alcance de
su comprensión, y cuanto más ásperos,
más se alejaba de ellos. Ronnie era un
hombre corrupto, decía ella, pero ¿no
eran todos corruptos en el mundo de los
negocios?
La casa de la que Olive escapó era
una mansión de falso estilo tudor
llamada Hazel Cottage. En la oscuridad,
el jardín alargado y descendente y las
ventanas con cristales emplomados en
forma de rombo le conferían el aspecto
de un pabellón de caza en el bosque.
Imagino una exigua luna nueva o una
noche sin luna. A lo largo del
interminable día de su huida la veo
dedicada a preparativos subrepticios,
metiendo en su maleta blanca de piel de
Harrods todo lo necesario para la
operación —un jersey grueso, porque en
East Anglia hará mucho frío; ¿dónde
demonios he dejado el carnet de
conducir?—, lanzando nerviosas
miradas a su reloj de oro de St. Moritz y
a la vez manteniendo la compostura ante
sus hijos, la cocinera, la mujer de la
limpieza, el jardinero y Annaliese, la
niñera alemana. Ya no se fía de ninguno
de nosotros. Sus hijos son filiales de
Ronnie, totalmente de su propiedad.
Annaliese, sospecha mi madre, es una
agente doble. A la vez que simula ser la
confidente y aliada de Olive, Annaliese
ha estado acostándose con el enemigo. Y
curiosamente, si Olive me lo hubiera
preguntado, habría podido
confirmárselo, ya que guardo un borroso
recuerdo, auténtico o post facto, de
Ronnie y Annaliese acurrucados en la
enorme cama de Olive. Mabel George,
la mejor amiga de Olive, vive con sus
padres a solo unos kilómetros en un piso
con vistas al club de golf de Moor Park,
pero Mabel no está mejor informada de
la operación que Annaliese. Mabel ha
tenido dos abortos en tres años tras
quedar embarazada de un hombre a
quien se niega a identificar, y Olive
empieza a olerse que hay gato
encerrado. En el salón con vigas vistas
que atraviesa de puntillas con su maleta
blanca hay uno de los primeros
televisores anteriores a la guerra, un
ataúd de caoba en posición vertical con
una pequeña pantalla que muestra puntos
en rápido movimiento y de vez en
cuando las facciones desdibujadas de un
hombre con esmoquin. Está apagada.
Amordazada. Mi madre nunca volverá a
verla. Al lado hay un mueble-bar con
espejos que emite una melodía y se
enciende por dentro cuando los adultos
se preparan su ginebra con vermut.
También está en silencio.
—¿Por qué no nos llevaste contigo?
—le pregunté en la sesión informativa.
—Porque habrías venido tras
nosotros, querido —contestó Olive,
poco convincente, refiriéndose no a mí
sino a Ronnie, que era su irritante
manera de hablar de él—. No habrías
descansado hasta recuperar a tus
preciados niños. Y además, añadió,
estaba la cuestión vital de nuestra
educación. Ronnie era tan ambicioso
para sus hijos que de alguna manera,
más por las malas que por las buenas
pero eso daba igual, pagaría para que
fuéramos a buenos colegios. Olive nunca
lo habría conseguido. ¿O no, querido?
No puedo describir bien a Olive. De
niño no la conocí y de adulto no la
comprendí. Siempre que intento crear un
personaje femenino, tengo la impresión
de que Olive se interpone, y la culpo de
ello, lo cual es del todo injusto. Ahora
la maleta blanca de piel está en mi casa
de Londres y se ha convertido para mí
en objeto de intensas especulaciones.
Como en las principales obras de arte,
se advierte tensión en su inmovilidad.
¿Volverá a marcharse de pronto sin
dejar dirección? En apariencia, es la
maleta de una novia pudiente en luna de
miel con una buena etiqueta. Los dos
porteros uniformados que en mi
memoria están ante las puertas giratorias
del hotel Kulm de St. Moritz, quitando la
nieve de las botas de los huéspedes con
un teatral florero, identificarían de
inmediato a su dueña como miembro de
las clases que dan propina. Pero cuando
estoy cansado y mi memoria se ha ido a
buscar alimento por su cuenta, el interior
de la maleta exhala una densa
sexualidad. La razón es en parte el ajado
forro de seda rosa: un tenue viso de
mujer esperando a que alguien lo
arranque. En algún lugar de mi cabeza
conservo también una imagen vagamente
recordada de agitación carnal —de una
escaramuza de dormitorio en la que
irrumpí siendo muy pequeño—, y el rosa
es su color. ¿Fue esa la ocasión en que
vi a Ronnie y Annaliese hacer el amor?
¿O a Ronnie y Olive? ¿O a Olive y
Annaliese? ¿O a los tres juntos? ¿O a
ninguno de ellos excepto en mis sueños?
¿Y esta visión perdida representa alguna
clase de paraíso erótico infantil del que
fui excluido desde entonces, desde que
Olive llenó su maleta y se fue? Líbreme
Dios del diván.
Como objeto histórico, la maleta
posee un valor incalculable. Que se
sepa, es el único que lleva las iniciales
de Olive de su época con Ronnie:
O.M.C de Olive Moore Cornwell,
estampadas en negro bajo el asa de piel
manchada de sudor. ¿Sudor de quién?
¿De Olive? ¿O el sudor de su cómplice
y rescatador, un administrador de fincas
pelirrojo e irascible que fue también el
conductor del coche utilizado por ella en
su huida? Mi imprecisa memoria me
dice que, al igual que Olive, su
rescatador estaba casado, y al igual que
Olive tenía hijos. Si también estos
dormían profundamente aquella noche,
no consta más que en mi imaginación.
Como profesional en estrecha relación
con la aristocracia terrateniente, su
rescatador también tenía clase,
circunstancia que Olive rememoró
repetidamente, en tanto que Ronnie no la
tenía. Olive nunca perdonó a Ronnie por
haberse casado con una mujer por
encima de su nivel social. Durante su
vida posterior, ella insistió tanto en esta
cuestión que a la postre empecé a
comprender que la inferioridad social
de Ronnie había sido la hoja de parra de
dignidad a la que ella se aferraba a la
vez que seguía impotente a Ronnie de un
lado a otro, permitiéndole llevarla a
comer al West End, escuchando
obedientemente sus fantasías acerca de
su prodigiosa riqueza, aunque nada de
esta le llegó jamás a ella, y después del
café y el coñac —o así me lo represento
—, entregándose débilmente a Ronnie en
algún piso franco antes de que él se
escabulla para ir a controlar el mundo.
Manteniendo abiertas las heridas que le
infligió la baja extracción de Ronnie,
burlándose de sus vulgaridades en la
manera de hablar y su falta de
delicadeza social, consiguió culparlo a
él de todo y descargarse ella de toda
responsabilidad, excepto de su estúpida
aquiescencia. Sin embargo Olive era
cualquier cosa menos estúpida. Por lo
que recuerdo de mi época de profesor,
si me hubieran dado a elegir entre dar
clases a uno o al otro, habría optado por
Olive sin dudarlo. Tenía una lengua
mordaz, ingeniosa y lúcida. Poseía un
bagaje mejor que el de Ronnie, aunque
solo fuera porque él había abandonado
un año antes la escuela secundaria en su
impaciencia por cosechar su primer
fracaso. Sus frases largas y claras eran
impecables, sus cartas contundentes,
rítmicas y divertidas. Siempre he
pensado que Ronnie y Olive, desde el
punto de vista de la formación de
parejas por ordenador, estaban muy bien
emparejados. Una agencia matrimonial
habría estado orgullosa de unirlos. Pero
mientras que Olive estaba dispuesta a
dejarse definir por quienquiera que
afirmase amarla, Ronnie era un
embaucador de primera, amoral e
impulsado por sus fantasías, imbuido de
una falsa santidad y dotado de una
capacidad fatal de despertar amor en
hombres y mujeres por igual sin sentir la
menor obligación de corresponderlo. El
resentimiento de Olive hacia el origen
social de mi padre no se detenía en el
principal culpable. El padre de Ronnie
—mi venerado abuelo Frank, ex alcalde
de Poole, masón, abstemio, predicador,
icono de la probidad de nuestra familia,
nada menos— era, según Olive, tan
corrupto como Ronnie. Fue su padre
Frank quien indujo a Ronnie a su primer
negocio turbio —insistía Olive—, quien
lo financió, controló a distancia y luego
mantuvo la cabeza gacha cuando Ronnie
se estrelló. Olive incluso encontró una
mala palabra para el abuelo de Ronnie,
a quien yo recuerdo como un hombre de
barba blanca parecido a D. H.
Lawrence, montado en un triciclo a los
noventa años. No se habló de qué lugar
ocupaba yo supuestamente en esta
general condena de la línea masculina
de nuestra familia. Pero al fin y al cabo
yo tenía una educación, ¿no, querido?
Llevaba grabados el vocabulario y los
modales de la gente con clase. Este fue
el argumento, creo, con el que Olive
justificó sus acciones en las noches
posteriores a su huida cuando también
ella, por lo que yo sé, miraba fijamente
una pared sin libros y se preguntaba qué
había sido de sus dos hijos.
Abandonándonos en manos de Ronnie
—este era su razonamiento—,
permitiéndole realizar sus ambiciones
respecto a nosotros, ella nos había
salvado de nuestros deplorables
orígenes y nos había situado en un
mundo de sentimientos mejores que el
suyo. Gracias a la educación que nunca
habríamos recibido si Olive nos hubiera
llevado consigo aquella noche, nuestros
genes delictivos habían sido
amaestrados y, con suerte, eliminados.
Esta racionalización tenía solo un
defecto, y era Ronnie. Olive se había
escapado del león, pero nos había
dejado en la jaula. Pero ¿qué otra cosa
podía hacer?, insistía ella. Ronnie la
engañó y la pegó. Así que ella había
buscado consuelo en su rescatador. Por
aquel entonces, los tribunales juzgaban
con mucha más severidad el adulterio de
una esposa que el de un marido en los
casos de divorcio. La siniestra palabra
«abandono» agravaría el delito. Ella
estaba en una situación sin posibilidades
de éxito. Y así sucesivamente. Con o sin
posibilidades de éxito, la cuestión es
que desde el día de su marcha, mi
hermano y yo no recibimos más
influencia doméstica que la de Ronnie,
ni amor de nadie más que el de Ronnie,
ni armas, al menos de momento, con las
que combatir su convicción de
implacable infalibilidad. Cómo arraigó
en él esta convicción, cómo resistió los
reveses y humillaciones que salpicaron
su vida regularmente, es una pregunta
que nos hemos hecho cuantos caímos en
su magia y nos consumimos en ella.
Algo de lo que estoy prácticamente
seguro es de que no existe en la
personalidad de Ronnie ningún
acontecimiento al que remontarse,
ningún Damasco a la inversa, ningún
Rosebud que poder señalar y decir: de
aquí en adelante, Ronnie trabajó para la
oposición. Ningún seductor, ningún
flautista o modelo pervertido lo apartó
del camino de la virtud y lo llevó a la
ciénaga del engaño permanente. La
afirmación de Olive de que procedía de
un largo linaje de hombres corruptos no
me convence. Con un entorno corrupto
contra el que sublevarse, habría tenido
más probabilidades de ser honrado. Fue
la religiosidad, la probidad y la pura
decencia de su familia aquello contra lo
que reaccionó. Fue la adulación de tres
hermanas menores que lo adoraban y la
veneración de sus padres, que tanto
hacían por los pobres y necesitados de
la comunidad, lo que lo llamó a las
armas en su guerra secreta. Ronnie tenía
un talento innato para la duplicidad, tal
como algunas personas lo tienen para la
música, la pintura o la aritmética. Sin
embargo era también un incauto, tan
crédulo como aquellos a quienes
embaucaba y, después del hecho, tan
sorprendido como sus propias víctimas
por la bajeza de quienes lo habían
engañado. En algunas ocasiones yo
contemplaba con asombrada
incredulidad cómo picaba Ronnie el
anzuelo con mirada soñadora. Una mujer
centroeuropea de cierta edad acudió a él
con la mayor reserva afirmando ser la
esposa superviviente de un barón
Rothschild que había muerto a manos de
los nazis. Solo le pidió a Ronnie ayuda
para trasladar un baúl con un tesoro de
valor incalculable desde Austria hasta
Suiza y venderlo. El baúl se hallaba en
poder de unos sacerdotes católicos,
quienes lo habían mantenido oculto
durante la guerra. Entre sus tesoros se
incluían dólares de oro norteamericanos,
una Biblia de Gutenberg y un par de
lienzos enrollados de algún viejo
maestro, probablemente Rembrandt, lo
he olvidado. Ronnie no tenía más que
aportar un poco de dinero inicial para
sobornar a las aduanas suizas,
compensar a los sacerdotes católicos y
asumir otros pocos gastos generales sin
importancia, tales como las deudas que
la pobre viuda había contraído mientras
localizaba el tesoro y lo organizaba todo
para transportarlo hasta el pueblo
fronterizo de St. Margarethen, en total
unos cuantos miles, nada más. A cambio
Ronnie podría utilizar el capital una vez
que los tesoros se convirtieran en dinero
en efectivo. La baronesa no era
codiciosa. El dinero no le interesaba.
Solo pedía una asignación anual
razonable; se dejaría asesorar por
Ronnie respecto a la cantidad
conveniente. Desconocía el mundo del
comercio. Lloró.
Ronnie me hizo ir de Oxford a
Londres para escuchar la historia de esta
mujer, cosa que yo hice con la debida
obediencia, y en cuanto nos quedamos
solos me preguntó mi opinión. Le dije
que aquella mujer era una farsante. Se
puso furioso. Era como si le hubiera
dicho que él mismo era un farsante.
Resulta conmovedor, desde esta
distancia, reflexionar sobre la
caballerosidad con la que él acudió sin
pensárselo dos veces en defensa de otra
artista de su mismo oficio. Le sugerí que
se pusiera en contacto con miembros de
la familia Rothschild en Londres o París
y les pidiera que confirmasen que era
una auténtica viuda Rothschild. No quiso
ni oír hablar de ello. Aquella mujer
vivía oculta, con una identidad falsa.
Toda la familia iba tras ese tesoro, e
iban también tras ella. Lo importante era
cuánto valía una Biblia de Gutenberg. Y
cuando averiguásemos ese dato, ¿estaría
yo dispuesto a dejar de lado mis
estudios y mi cinismo durante unos días
y acompañar a la baronesa a suiza? Lo
estaba y lo hice. No podía perderme una
cosa así. La acompañé primero a Zurich,
donde hizo muchas compras y lo cargó
todo al hotel. Solo, partí hacia St.
Margarethen. Durante dos días
consecutivos rondé la estación de
ferrocarril con la esperanza de ver a
unos sacerdotes católicos cargados con
un baúl grande y pesado. Con ellos
debía aparecer un misterioso
intermediario llamado Amstler, quien,
según la baronesa, iba provisto de una
parte del fondo para sobornos de
Ronnie. Con gran pesar y sollozos, la
baronesa se había excluido de este
momento de consumación. Podían
reconocerla, explicó. Era demasiado
arriesgado. No se detendrían en nada. La
odiaban. No tendría por qué haberse
preocupado. No se presentó nadie, y
cuando regresé a Zurich la baronesa
también había desaparecido, dejando
solo un rastro de facturas. Ronnie nunca
volvió a hablar de ella. Lo máximo que
consiguió fue arrugar la frente con
expresión atormentada y bajar la vista
devotamente, dando a entender que los
comentarios estaban de más por
elemental decencia humana.
En ese mismo desesperado año
anterior a la mayor quiebra de Ronnie,
este nos trajo al asombroso señor Flynn.
Era un hombre muy delgado, con mirada
de loco, sin afeitar y de una
indeterminada mediana edad. Olía a
zorro y vestía como un ex recluso recién
salido de la cárcel, con unos pantalones
de franela gris de music-hall y una
americana de sport con las mangas
demasiado largas. A instancias de
Ronnie, vino a vivir con nosotros en
Chalfont St. Peter —de hecho, por falta
de espacio, en mi habitación, en la cama
libre junto a la mía—, hasta que el rey,
en una investidura especial, lo nombrase
formalmente cónsul general en Lisboa.
Flynn, explicó Ronnie, era un héroe,
pero, al igual que la baronesa, un héroe
en extremo secreto, y no debíamos
contarle a nadie lo que estábamos a
punto de oír. Durante la guerra Flynn
había servido en el más secreto de todos
los servicios secretos: un reducido y
anónimo grupo de hombres y mujeres
intrépidos bajo el mando directo de
Winston Churchill. Ninguno de los que
estábamos sentados en aquella
habitación, dijo Ronnie, sabríamos
jamás cuál había sido la aportación de
Flynn a la victoria aliada. Pero sin él
quizá ni siquiera estaríamos allí
sentados, ¿no era así, Flynn? Flynn, que
tenía un marcado acento irlandés, muy
complacido dijo que sí, que era cierto.
Y Winston Churchill, que por entonces
era primer ministro, deseaba
recompensar a Flynn por sus servicios,
dijo Ronnie, pero por razones obvias no
podía hacerlo públicamente y una
condecoración quedaba descartada. Así
pues, al cabo de dos semanas —se fijó
una fecha—, en una ceremonia muy
privada en el palacio de Buckingham a
la que Ronnie y unos cuantos amigos de
confianza de Flynn tenían el privilegio
de haber sido invitados, su majestad el
rey en persona lo designaría para el
importante y lucrativo cargo de cónsul
general, tras lo cual Flynn introduciría a
Ronnie en diversos y rentables negocios
gracias a la gran influencia de un cónsul
general británico en Lisboa. A lo cual
Flynn respondió también con un
enérgico gesto de asentimiento, y nos
fuimos a la cama.
O me fui yo, ya que Flynn esa noche
y todas las noches que pasó con nosotros
deambuló en silencio por la habitación
con su pijama prestado como si se
paseara por su celda. Algunas mañanas
Ronnie lo llevaba a Londres: había
deudas de Flynn que pagar, porque a
Flynn no lo había acompañado la suerte
hasta que el bueno de Winston se acordó
de él; había que comprar un traje de
gala, no alquilarlo, porque lo necesitaría
en Lisboa, y un ajuar de trajes, camisas
y ropa interior decente porque Flynn,
como héroe secreto, era demasiado
orgulloso para pedir un anticipo a cuenta
de su salario, y estos diplomáticos son
el centro de todas las miradas cuando
hacen su trabajo. Pero todas las noches,
con una regularidad impropia de él,
Ronnie volvía a traer a Flynn a casa, y
Flynn se paseaba por su celda y se
frotaba la nuca con polvos blancos y
mascullaba con marcado e ininteligible
acento irlandés. Después de una semana
así, me armé de valor y dije a Ronnie mi
opinión: que Flynn estaba loco de atar.
Y por segunda vez ese año Ronnie me
reprendió por mi cinismo y falta de fe. Y
la semana siguiente, cuando llegó la
fecha prevista —esto no es solo un
recuerdo de novelista—, Ronnie y Flynn
se marcharon en coche a Londres
vestidos de gala, con sus chisteras en el
asiento de atrás. Lo que ocurrió aquel
día llegó a mi conocimiento meses más
tarde, por mediación de mi madrastra,
quien asombrosamente había recibido la
confesión de Ronnie. Al llegar a
Londres, Flynn se disculpó y
desapareció en un taxi con el pretexto de
que debía ir a hacer algo muy secreto
antes de acudir al palacio para el
nombramiento. «Nos veremos allí»,
dijo, y eso fue lo último que Ronnie
supo de Flynn hasta que el pobre fue
detenido una semanas después por una
serie de cargos que incluían,
lamentablemente, el robo de mi
gabardina Burberry de la casa de
Chalfont St. Peter. Cuando me pidieron
que la identificara ante los inspectores
que se ocupaban del caso, intenté
presentarla como un regalo a Flynn, pero
me dijeron que ya era demasiado tarde.
Pero eso es secundario. Mientras Flynn
acudía a su recado secreto, Ronnie había
pasado un par de horas en sus
magníficas oficinas de Mount Street,
dirigiendo el mundo como de costumbre.
Luego, vestido de gala, paró un taxi y le
pidió que lo llevara al palacio de
Buckingham. Estoy seguro de que ese
momento le complació enormemente.
Ronnie fue siempre un gran patriota y
monárquico, y le encantaba poner al
corriente de su vida a los taxistas. En el
camino, naturalmente, contó al taxista
todo acerca de Flynn el héroe, y de
Winston Churchill, y de la investidura
privada que estaba a punto de
celebrarse. Pero cuando entraron en el
Malí, el taxista señaló que no ondeaba
ninguna bandera en el tejado del
palacio. Aun entonces Ronnie se negó a
perder la fe. Si la investidura era
privada, razonó, el rey tendría el acierto
de mantener su presencia en secreto
hasta el final del acto. El policía de
guardia ante las puertas del palacio
destruyó su última ilusión. Su majestad
estaba en Balmoral, y tenía previsto
quedarse allí por algún tiempo.
¿Me comentó Ronnie en alguna
ocasión la caída en desgracia de Flynn?
Tangencialmente. En retrospectiva,
tengo consciencia de cierta sensación de
afinidad frustrada entre él y el impostor.
Había intentado darle una oportunidad a
otro artista de su mismo oficio, ¿y qué
había recibido por sus molestias, hijo?
Una patada en los dientes. Sin embargo
fue su tolerancia, no su decepción, lo
que me interesó. Flynn era uno del clan,
otro comediante, otro fantasioso, otro
actor. En cierto confuso sentido, Flynn
era responsabilidad de Ronnie. Su
fragilidad y sus esfuerzos eran los de
Ronnie. Cuando las cosas iban mal,
Ronnie y Flynn estaban solos ante el
mundo. Estudiando a Ronnie con
detenimiento durante un largo período,
uno empezaba a verlo como
combinación de los gestos, las voces,
las maneras de hablar, las aptitudes y la
ropa de otros hombres. Podía ser
cualquier cosa ante cualquier persona.
En el West End se ponía el disfraz de su
padre el alcalde masón. Con traje
oscuro, corbata formal y reloj de
bolsillo, vestía como su padre,
caminaba como su padre, predicaba
como su padre, y como su padre
resplandecía con la bendición de Dios
mientras embaucaba a alguien. He aquí
un relato de Colin Clark, hijo de lord
Clark, el gran coleccionista y experto en
arte, sobre Ronnie en sus años dorados.
Forma parte de la autobiografía
publicada de Colin:

No hay muchas verdades


inmutables en la vida, pero hay una
en la que puedes confiar
plenamente: si solo te quedan unos
pocos miles de libras y buscas
desesperadamente una manera de
aumentarlas, pronto encontrarás a
una persona encantadora que las
hará desaparecer por completo. No
parecerá una apuesta, claro está. Tu
nuevo amigo estará haciéndote un
gran favor, proporcionándote
información secreta, dándote ese
soplo muy especial. Tan grande
será su encanto que ni siquiera te
plantearás por qué, si se trata de
una relación tan reciente, se
muestra tan amable.
La primera de las muchas
personas que encontré en mi vida
dispuesta a ofrecerme este servicio
se llamaba Ronnie Cornwell.
Ronnie era el mejor timador de
todos los tiempos. En la vida he
conocido a nadie que pareciera tan
digno de confianza. Era el tío
preferido, tu médico de familia,
Bob Boothby y Papá Noel, todo en
un solo hombre. Era robusto y
sonriente, con el pelo blanco y unas
cejas blancas y pobladas. Vestía
chaqueta negra y chaleco, y
pantalón a rayas como un criado
viejo y fiel, o lord Reith. Ronnie
sabía cómo resolverlo todo:
entradas para la final de copa, un
palco en Ascot, una cena en el
restaurante más exclusivo de la
ciudad. Tenía una esposa atractiva,
que apenas hablaba pero
obviamente lo veneraba. Su
contable estaba perpetuamente
disponible para corroborar su
supuesta riqueza y su información
privilegiada.

Tras una digresión en la que


describe con exactitud la técnica de
Ronnie —proporcionada por la
antedicha esposa atractiva— para vivir
a todo tren en los grandes hoteles del
mundo sin el inconveniente de pagar la
cuenta, nos ofrece un relato bien
documentado de uno de los timos
clásicos de Ronnie, que utilizaba con
cualquiera, desde su propia madre
recién enviudada hasta un nuevo amigo
como Clark, a condición de que tuvieran
fe.

Ante esta demostración de


seguridad, adulación y camelo,
quedé tan indefenso como un recién
nacido. Ronnie me invitó al Royal
Ascot y a varias buenas comidas.
Luego me mostró una finca
abandonada que no era de su
propiedad, me prometió duplicar
mi dinero en tres meses, y se lo
llevó todo. Lo difícil de
comprender en el caso de Ronnie
era que todo era falso. Su
despacho, su coche, su chófer, su
palco «habitual» en Ascot, todo era
alquilado para la ocasión, y nunca
lo pagaba. Su esposa no era su
esposa, y su contable era solo un
cómplice. Únicamente su inventiva
era auténtica.

O dicho en otras palabras, un engaño


bien urdido contra un objetivo propicio
que no estaba en situación de gritar
«falta». Hay solo un elemento en esta
historia que no reconozco: nunca tuve
noticia de que Ronnie utilizara lo que en
el oficio de los espías habríamos
llamado una mujer agente plenamente
consciente. He estado presente cuando
sus mujeres le proporcionaban de
manera espontánea respaldo
operacional: sin previo aviso mentían
descaradamente a una tercera parte, o
escondían o vendían algo importante
para él en un momento de crisis. Pero la
presencia de una mujer cómplice que
desde el principio de la estafa es
elegida para desempeñar un papel, y
además un papel con voz, es una idea
que me resulta perturbadora. Nunca
imaginé que Ronnie aceptara a ninguna
mujer en las maquinaciones internas de
su mente.
Por lo demás, es la misma historia
que he oído un centenar de veces
contada de distintas maneras: es la
historia de la condesa de Viena, que
espera aún que lo retratos de su familia
vuelvan de Sotheby’s, donde Ronnie ha
tenido la gentileza de llevarlos para que
los limpien y tasen gratuitamente; o el
distinguido abogado de Buffalo, que me
escribe con tono de compungida
admiración para contarme cómo todo su
bufete se puso a trabajar en la
evaluación de las ventajas de un enorme
e innovador proyecto urbanístico en
Canadá; y cómo él y sus socios viajaron
allí y pasaron unos días felices y
gastaron una fortuna del dinero de los
clientes inspeccionando la zona,
hablando con arquitectos y topógrafos y
sobre todo con Ronnie, compartiendo su
gran visión. Hasta que, poco a poco y de
mala gana, se dieron cuenta de que era
solo eso precisamente, una visión.
Ronnie no era propietario de nada, no
tenía autoridad para vender, no tenía
ninguno de los derechos y permisos que
declaró haber obtenido. Todo el
proyecto era una sarta de mentiras, un
engaño, un timo de principio a fin. Mi
corresponsal, como muchos antes y
después que él, concluía con el familiar
comentario de que no se habría perdido
la experiencia por nada del mundo, y
gracias.
Sin embargo, al terminar cada uno
de los actos de la tragicomedia que fue
la vida de Ronnie, queda sin contestar la
misma pregunta de siempre: ¿Por qué?
¿Cuál era el beneficio, la ventaja, el
resultado? ¿Qué esperanzas realistas
podía concebir Ronnie —dado además
que estaba cargado de deudas, fugado de
Gran Bretaña y expuesto a ser
descubierto en cualquier momento—, de
ver su fantasioso proyecto firmado,
sellado y realizado, y de verse a sí
mismo como triunfal ganador a lomos de
un caballo blanco, alejándose con el
botín?
O fijémonos en lo siguiente. Tony y
yo, alrededor de los dieciocho y
dieciséis años respectivamente,
esperábamos con impaciencia nuestras
vacaciones de verano cuando de pronto
Ronnie propone que nos vayamos una
semana a París y nos divirtamos un
poco. Viniendo de Ronnie, es una
proposición muy poco común, ya que
implica la aportación de dinero en
efectivo. Sin embargo insiste, y de hecho
nos da dinero contante y sonante para
los billetes, y nos dice, como el buen
samaritano que es, que podemos pedirle
todo lo que necesitemos al embajador
panameño en Francia, un tal conde
Mario da Bernaschino, un tipo excelente
a quien Ronnie ha estado enviando
botellas de whisky escocés sin marca
bajo protección diplomática. Y el
conde, nos explica, desembala las
botellas en su bodega, pega las etiquetas
que considera apropiadas y las manda a
Panamá, también bajo protección
diplomática. El plan ha ido sobre ruedas
durante una temporada, así que, cabe
deducir, hay un montón de dinero
esperando a ser recogido. Con la misma
generosidad, Ronnie declara que
podemos gastar las primeras cincuenta
libras. Y, cómo no, el embajador y su
fascinante esposa nos reciben con todos
los honores diplomáticos y nos ofrecen
una cena y un buen rato, pero no dinero.
¿Por qué habría de darnos dinero?,
aduce él cordialmente, cuando Ronnie le
debe una pequeña fortuna. Por lo visto,
lo que Ronnie no nos ha mencionado es
que el embajador le ha pagado a Ronnie
por adelantado el whisky sin marca, y
aún está esperando la primera remesa.
Nos disculpamos y nos vamos. ¿Decía la
verdad el conde? ¿O era también un
timo? En aquellos tiempos yo no estaba
aun suficientemente preparado para
formarme una opinión. Aún no lo estoy.
Al día siguiente intentamos llevar a cabo
el segundo encargo de Ronnie:
«Acercaos al hotel George Y, chicos,
que es uno de los mejores
establecimientos que veréis por dentro
en vuestra vida, tomaos una copa en el
bar, donde os codearéis con algunas de
las mujeres más hermosas del mundo,
dadle recuerdos míos al bueno de Louis
—o Henri, o como quiera que se llamara
el conserje jefe—, aflojadle un billete
de diez del dinero que os haya entregado
el conde, y traedme los palos de golf
que me guardan allí hasta mi próxima
visita». Gracias a la obstinación del
conde, no tenemos billete para Louis o
Henri, pero dudo que eso hubiera
representado una gran diferencia. El
conserje pulsa un timbre; un gerente
aparece al instante de detrás de una
puerta invisible. No hay palos de golf
hasta que se pague la cuenta de vuestro
padre, dice, y añade amargamente que ni
un centenar de juegos de palos de golf
bastarían para cubrirla. Por un momento
parece plantearse incluso la posibilidad
de incautarse de nosotros dos. Pero no
lo hace, o nos escapamos sin darle
oportunidad, para pasar tres días casi
sin un céntimo con los clochards en las
orillas del Sena comiendo pan y
bebiendo un pésimo vino tinto a litros. Y
una vez más ¿por qué? ¿Realmente creía
Ronnie que el conde apoquinaría? ¿Que
el billete de diez rescataría sus palos de
golf del George V? ¿Cómo es posible
que el hombre que durante largos meses
embauca brillantemente a un grupo de
empedernidos abogados inmobiliarios
de Estados Unidos se niegue a reconocer
la más simple consecuencia de sus
actos? Es cierto que las comunicaciones
estaban aún en la edad de piedra en
comparación con las actuales. Uno
podía organizar una estafa en un país y
empezar de cero en el país vecino, y lo
más probable era que se saliera con la
suya. Pero no por mucho tiempo. ¿O
acaso Ronnie vivía solo para el
momento mágico del ilusionista? ¿Por
esas breves y magníficas horas en
Canadá en que ha hecho el truco, sin que
nadie se diera cuenta ni le mirara en la
manga, y puede exhibir su angelical
sonrisa en la mesa de reuniones ante los
empedernidos abogados sentados a
ambos lados de él y decir para sí: tienen
fe, soy afortunado, soy incluso mejor de
lo que fui en el tribunal superior de
Winchester cuando casi gané ante el
gran sir Norman Birkett?
Tony y yo hicimos otro pequeño
encargo para Ronnie aquel año. A veces
me enviaba a mí, a veces enviaba a
Tony, a veces a los dos. En cualquier
caso ambos recordamos nuestro papel
con bochorno. A diferencia de los timos
que he descrito, este tiene víctimas
reales, sangre real en la alfombra y nada
de comedia que sirva de excusa. Esta
vez las víctimas no eran un falso conde
panameño ni un hotel para millonarios,
sino una pareja de venerables ancianos
llamados sir Eric y lady Ansorge que
vivían frente a nuestra casa de Chalfolt
St. Peter. Sir Eric era un distinguido
funcionario indio recién jubilado, y por
tanto hasta cierto punto un extranjero en
el país al que había representado
durante tanto tiempo. Las instrucciones
de Ronnie a nosotros, bramadas por
teléfono desde Londres al borde de la
desesperación, eran «acercaos ahora
mismo a casa de sir Eric y decidle que
todo va bien». «Bien ¿cómo?»,
preguntamos. «Bien, por amor de Dios.
Dejaos de vacilaciones. Decidle que si
arma un escándalo ahora, lo echará todo
a perder. Decidle que vuestro viejo es
un hombre de fiar. El cheque está en
camino. Decidle eso. Ahora mismo.» Y
sin el menor deseo fuimos, «ahora
mismo», juntos o por separado, y nos
bebimos su jerez, y sin gran convicción
dimos fe de la integridad de Ronnie
mientras sir Eric y su señora nos
miraban con expresión de incrédula
compasión. Vivimos de nuestra pensión,
explicó sir Eric, como si hablara con
dos niños, y de un pequeño capital que
mi esposa ha heredado. Se lo hemos
entregado a vuestro padre para que lo
invierta. Y entonces la atroz pregunta:
¿Podíamos Tony y yo asegurarles que,
por lo que sabíamos de Ronnie, hacían
bien en confiarle sus ahorros? No
recuerdo qué contestamos, y
posiblemente tampoco Tony. Como he
dicho, fuimos varias veces. Me oigo
insistir en que el cheque está en correos
y que todo saldrá bien y que Ronnie es
un hombre de bien. Después de unas
cuantas visitas más, dijimos a Ronnie
que no podíamos volver. Desde su
asediado cuartel general de Londres,
apenas nos oyó. El edificio entero se
desplomaba sobre él, tanto material
como metafóricamente. En Londres, lo
habían echado sin contemplaciones de
su elegante oficina de Mount Street. En
la estridente mansión de
Buckinghamshire que considerábamos
nuestro hogar, habían cortado el
suministro eléctrico y se formaban
ampollas en el revoque punteado de las
paredes. Los criados se habían
marchado hacía tiempo sin cobrar. En
medio de un fuego hostil dirigido hacia
él desde todos los ángulos, Ronnie se
preparaba para abandonar furtivamente
Inglaterra con lo que llevaba puesto.
Cualquier cosa era mejor que acabar de
nuevo en prisión.
—¿Ha perdonado ya a su padre? —
me pregunta el puntilloso jefe de
personal del MI5 el día que me
incorporo al Servicio.
—¡Ah! Ya hace mucho tiempo, señor
—respondo con la angelical sonrisa de
Ronnie.
Ese es otro rasgo que he heredado
de él: la apariencia de cordura.
He aquí un segundo homenaje no
solicitado a Ronnie, esta vez extraído de
las memorias del conde de Kimberley,
cuya publicación financió él mismo y
que salieron al mercado mientras yo
escribía este texto:

En cierta época pasé unas ocho


semanas en St. Moritz, alojado en
el hotel Kulm, y a lo largo de mi
estancia allí firmé todas las
facturas. Cuando llegó el día de mi
marcha, pregunté a Tony Badrutt,
dueño y director del hotel:
—¿Quieres que le pague al
portero jefe del Claridge o del
Ritz?
—Pero, Johnny —contestó—,
has estado aquí ocho semanas.
—Pero, Tony, no habrás creído
que podía pasar con las
limitaciones británicas para
comprar divisas. ¿Cómo pensabas
que iba a pagarte?
Fue entonces cuando Tony
propuso, para mi asombro, que un
tal Ronnie Cornwell avalase mi
cuenta. Yo ya sabía quién era, y
estaba al corriente de su mala fama.
De hecho, lo había conocido en St.
Moritz, aunque en ese momento
ignoraba que se alojase también en
el Kulm.
—¿Estás seguro de que es eso
lo que quieres? —pregunté—.
Espero que no estés cometiendo un
error.
Pero como Tony insistió,
accedí, y confié en que supiera que
trataba con un personaje conocido
como el mayor timador de Europa.
Extendí un cheque por quinientas
libras a nombre de Ronnie
Cornwell, posfechándolo para estar
ya de regreso en Inglaterra cuando
lo presentaran. Así no cometería
una infracción por rebasar los
límites de moneda extranjera
autorizados, exponiéndome a la
posibilidad de una multa de mil
libras o incluso una pena de
prisión.
Estaba ya en Kimberley cuando
sonó el teléfono unas semanas más
tarde. Era Tony Badrutt,
llamándome por una pésima línea
desde St. Moritz.
—Johnny, tenías razón.
Cornwell no solo no pagó tu cuenta
del hotel, sino que tampoco pagó la
suya.

Para mí es un misterio cómo nos


anunció Ronnie el abandono de Olive.
No recuerdo haberla añorado hasta años
más tarde, y entonces únicamente alguna
que otra vez cuando Tony y yo nos
encontrábamos solos en situaciones de
especial soledad, y en un impulso común
nos compadecíamos mutuamente.
Imagino que, tal como un portavoz de
gobierno manejando un nuevo escándalo
descomunal, más que anunciar su
desaparición la filtró, a retazos, dejando
que la dedujéramos. Después trivializó
el asunto.
Luego lo trató como una noticia de
ayer, agua pasada. Estaba enferma, eso
debió de decirnos porque la visité con
regularidad en un soleado hospital
donde ella estaba sentada con la espalda
muy erguida, sola en un pabellón,
vestida con un cárdigan de angora. Pero
Olive, interrogada al respecto quince
años más tarde, negó haber estado
enferma en esa época, y haber tenido un
jersey de angora. Nunca me pondría uno,
querido; pican. Después llegó el rumor
—bien a través del propio Ronnie, bien
a través de un informador infiltrado—
de que había incurrido en costumbres
inmorales. «Nunca juzgues, hijo. Eso le
corresponde a Dios, no a nosotros.
¿Sabes qué dice la Biblia? Perdona y
ámala. Eso es lo que debemos hacer.»
Perdonar e implícitamente olvidar. Y sin
duda en cada una de estas etapas debió
de haber muchos lloros. Ronnie podía
llorar por el menor motivo, o sin motivo
alguno. En su lado de la familia, todos
podemos, pero Ronnie era un caso
aparte. Lloraba hasta que te hacía llorar
también a ti, y lo abrazabas y olvidabas
la causa por la que pretendías encararte
con él. Y por supuesto, como todo
artista, poseía una gran capacidad de
fría observación, con la que controlaba
incluso sus actuaciones más extremas. Y
gradualmente Olive murió, cabe suponer
que por las heridas sufridas a causa de
sus costumbres inmorales. No murió
formalmente. No se extinguió la vida
como tal. Eso habría sido pasarse de la
raya. Como todo buen propagandista
político, Ronnie no afirmaba nada de lo
que no pudiera desdecirse. Primero se
habría producido el profundo silencio
de tabernáculo mientras metafóricamente
ocupábamos nuestros asientos y
recordábamos que estábamos en la casa
de Dios, solo que pertenece a algún
desafortunado banco. Luego un gesto de
desolación con la cabeza y el paciente
suspiro de quien sufre. «Esos médicos,
chicos, sencillamente son incapaces de
hablar claro», quizá habría empezado a
decir, pero con suficiente padecimiento
en la voz, y suficiente dolor
animosamente disimulado, para que uno
se preguntase si él había salido peor
parado que ella. Hasta que poco a poco,
después de unas cuantas declaraciones
más en clave desde el púlpito, se habría
puesto de manifiesto que no solo
Ronnie, sino los tres, éramos víctimas
de la misma desgracia, a la que nos
habían llevado la enfermedad, la
inmoralidad y la muerte (o su
equivalente) de Olive. Y en este punto,
supongo, habría aprovechado la ocasión
y expresado la suma de las múltiples
ecuaciones que había reunido en su
cabeza desde el principio del Primer
Acto. Como consecuencia de lo cual,
proseguiría —todavía lloramos, claro
está, unidos en un triple abrazo donde
cada afirmación ahogada se desprende
inexorablemente de la anterior—, Tony
y yo debíamos ir de inmediato a un
internado con el objetivo de llegar a ser
grandes abogados, tal como Ronnie será
un gran abogado en cuanto las
responsabilidades de dirigir el mundo se
lo permitan, porque algún día seremos
Cornwell, Cornwell & Cornwell, el
mayor equipo familiar de abogados y
amigos que honró los tribunales con su
presencia. Y gradualmente sale a la luz
que Ronnie, quien ha pensado en
nosotros todo el tiempo, ya ha hablado
discretamente con el señor Woodruff,
director de St. Martin’s School, en
Northwood, que es un tipo excelente, y
un gran golfista, y se muere de ganas de
que dejemos atrás este asunto y
emprendamos el largo y arduo camino
del deber, pues aunque estemos a medio
trimestre, hemos hecho un trato y os
aceptará.
Al llevar a cabo un registro
clandestino de la modesta casa adonde
Olive fue a vivir cuando su rescatador
se marchó a rescatar a otra, encontré un
segundo objeto tan significativo como la
maleta blanca de piel, e igual de
conmovedor. Está colgado junto a mí
mientras escribo: una fotografía de
estudio en la que aparecemos Tony y yo
con siete y cinco años, con el uniforme
del internado masculino de St. Martin’s.
Se tomó, sospecho, el mismo día de
nuestro ingreso en el gulag o antes.
Posamos ante una falsa tapia de jardín.
En nuestras forzadas sonrisas puede
advertirse —como yo advierto— cierta
actitud de preparación para la dura
prueba que nos espera. ¿Parecemos
afligidos? A mí no me da esa impresión,
pero los niños son los mayores
embusteros del mundo cuando se trata de
ocultar sus emociones. Para el
historiador, no obstante, el interés de
esta fotografía no residirá tanto en las
caras de los sujetos como en la
inscripción del ángulo inferior derecho,
donde cada niño ha escrito a pluma un
saludo para Olive con elaborada
caligrafía en tinta china. «Con cariño, de
Tony», en su letra —Tony, a quien,
dicho sea de paso, ya se ha asignado el
papel de asesor legal frente a mi papel
de abogado de alegaciones, lo cual
explica quizá su expresión de benévola
impasibilidad—, y «Con cariño, de
david», con la d minúscula en la mía.
Sin fecha. El lector lo entenderá
enseguida. Si vamos camino del gulag y
Olive está desaparecida y supuestamente
muerta, ¿qué demonios nos creemos que
hacemos mandándole nuestro afectuoso
saludo? Por desgracia, no tengo la
menor idea de cuándo llegó la fotografía
a manos de Olive. Si la recibió justo
después de su fuga, cabe suponer que
Ronnie sabía adonde enviarla. Por tanto,
el piso franco de ella había sido
descubierto, pero por Ronnie, no por
nosotros, desde el momento en que ella
lo ocupó, a menos, por supuesto, que el
turbio tío Alee proporcionara un
apartado de correos.
Con tantas pistas muertas, no me
queda más remedio que recurrir a mi
corrupta memoria. ¿Recuerdo por
ejemplo haber posado para la
fotografía? Categóricamente sí. Nunca
antes me había aventurado a entrar en la
guarida de un fotógrafo ni me había
sentado bajo los focos de un estudio.
¿Cómo podía olvidar sentirme como una
estrella de cine por primera vez?
¿Recuerdo haber firmado la fotografía?
Categóricamente no. ¿Y por qué no? Una
enorme fotografía profesional, la
primera que me tomaron, ¿y no recuerdo
haberla firmado? ¿Acaso no nos muestra
con nuestros uniformes nuevos, de los
que tan orgullosos estábamos? Y cuando
la saqué de su oscuro cajón en la casa
de Olive, donde se conservaba en tan
perfecto estado que sospeché que había
pasado allí toda su vida, ¿no tuve una
inmediata sensación, no de déjà vu, sino
de sincera identificación? «Ah, hola —
pensé—, eres tú.» Así pues, si recuerdo
la fotografía, ¿por qué no guardo el
menor recuerdo del momento en que
firmé un afectuoso mensaje en ella,
dirigido, nada menos, a mi madre
desaparecida, a mi Olive, enferma,
inmoral y muerta, de parte de david, el
día en que, gracias a ella, él desapareció
en el gulag del internado británico para
no salir hasta once años más tarde? A
menos, claro está, que no la firmara. A
menos que Ronnie, reacio a revivir en
nuestras mentes la inquietante duda del
paradero de Olive, nos ahorrara la
molestia y la firmara por nosotros.
Tengo mis razones para creerlo. Cuando
Ronnie, quince años después, fue a la
bancarrota de manera espectacular —
era a principios de la década de los
cincuenta, y la suma en litigio rondaba el
millón y cuarto de libras—, se
sometieron a examen numerosos
documentos que llevaban mi firma, ya
fuera como director o secretario de
algunas de sus ochenta y tantas empresas
sin el menor valor. Yo no recordaba
haber firmado ni uno solo de esos
documentos, ni recordaba haber
aceptado cargo alguno en ninguna de
esas empresas. Si fue esto lo que le dije
al síndico de quiebras, o si mentí para
proteger a Ronnie, sencillamente lo he
olvidado. Pero sí le dije que había
acordado con Ronnie aceptar una
cantidad fija de cuatrocientas libras
anuales de una empresa llamada algo así
como Legal & David Investments
Limited, a cambio de mi promesa por
escrito de no vender mis servicios a
ninguna otra firma. Ronnie me había
explicado que ese era un método muy
habitual para que una empresa jurídica
respetable como Legal & David
financiara los estudios de un futuro
socio.
Pero por entonces yo tenía veinte
años. Me había escapado a Suiza
durante un año y regresé convertido en
un hombre distinto, si no más libre.
Gracias a las virtudes del servicio
militar obligatorio de Gran Bretaña,
había pasado otros dos años como
oficial de los servicios de inteligencia
militar, que, como dicen, tiene tanto que
ver con la inteligencia como la música
militar con la música. En todo caso, yo
había sido dos clases de espía y, aunque
no lo sabía, estaba a punto de
convertirme en una tercera clase. Me
había tomado en serio las lecciones de
Ronnie en materia de duplicidad, y las
adapté a mis propios fines. Ronnie aún
creía que me proponía estudiar derecho,
pero yo sabía que me había matriculado
en idiomas modernos. Y aunque no fui
consciente del impulso hasta que cedí a
él, estaba a punto de realizar el acto más
subversivo en mi clandestina campaña
para socavar el poder absoluto de
Ronnie: escribir a mi difunta madre, a la
atención del tío Alec.
En el que, como otros,
cumplo una larga
condena en lugar de
mi padre y expío
delitos que no he
cometido
Si hay algo de lo que las letras inglesas
pueden prescindir por encima de
cualquier otra cosa, es del soporífero
relato de los horrores de una educación
británica privada y cara, las indelebles
cicatrices que un régimen neofascista de
castigos físicos y el confinamiento de la
escuela solo para niños infligen en sus
pupilos y el efecto deformante de todo
esto sobre la psique de las clases
gobernantes británicas de generación en
generación. En lugar de eso, me remitiré
a la película If de Lindsay Anderson,
que podría haberse rodado tanto en mi
escuela como en la suya, y a la gran
cantidad de angustiosa literatura, desde
Enemigos de la promesa de Cyril
Connolly hasta Stand Before Your God
de Paul Watkins. Anthony Trollope nos
cuenta que su juventud «fue tan
desdichada como podía serlo la de un
joven caballero», pero estoy seguro de
que no se estableció como joven
caballero a los cinco años, y además yo
no era un caballero. No conocía el
lenguaje ni los tabúes, todo el mundo me
miraba como a un adulto de otro país.
Dos santos ocuparon un lugar preferente
en la primera etapa de mi
encarcelamiento: Saint Martin, en
Northwood, y después de él Saint
Andrews, cerca de Pangbourne. De
Saint Martin solo recuerdo la terrible
rutina diaria de mojar las sábanas y
hacerme la cama, cambiarme de ropa y
oír el timbre, y la extraordinaria bondad
de mi hermano mayor Tony, que
aparecía de la nada, me cogía, me
limpiaba el polvo y me ponía otra vez en
pie. En mis dos primeras escuelas Tony
asumió el papel de padre sustituto, y de
hecho también de madre, ya que los
colegios no ofrecían gran cosa para
reemplazar a Olive. De vez en cuando,
Ronnie anunciaba su visita. En la
mayoría de los casos no se presentaba,
supongo que porque no quería que lo
agobiaran con nuestras mensualidades.
Cuando venía, traía a su última
candidata para el empleo de Olive y un
miembro de su corte para protegerlo. La
comida se prolongaba durante tres
horas, con abundante coñac que nosotros
no bebíamos. En algún punto, antes de
concluir el banquete, sabíamos que iba a
llevarnos aparte y preguntarnos qué
pensábamos de la candidata, y nosotros
no diríamos gran cosa. Para las
ocasiones en que no aparecía según lo
anunciado, Tony y yo desarrollamos un
plan de contingencia operacional.
Esperaríamos, como se nos había dicho,
al final del largo camino de acceso a la
escuela, donde Ronnie suponía que era
menos probable que el administrador
advirtiera su presencia. Tras concederle
una hora aproximadamente, dábamos
nosotros solos un largo paseo sin
almuerzo.
—¿Has pasado un buen día,
Cornwell?
—Estupendo, señor, gracias.
—¿Tus padres también?
—Muy bien, señor, gracias.
Y después a la cama, a veces tras un
castigo corporal por alguna negligencia,
como tres marcas acumuladas por falta
de aseo o una supuesta falta de respeto
hacia algún miembro del personal en
tiempo de guerra.
Pero las agresiones arbitrarias eran
más desconcertantes que las planeadas:
un repentino bofetón del horrendo señor
O’Mara, o verte arrastrado por encima
de un pupitre cuando el señor
Farnsworth, otro lunático, te agarra de
los pelos y te golpea con un puntero.
Pero de algún modo, como en todas las
mejores novelas de colegios, apareció
un santo, y no solo Tony. R.C. Robertson
Glasgow era un columnista deportivo
talentoso y excéntrico y hermano de uno
de los dos directores de la escuela.
Cada semana leía en voz alta para un
grupo: Sherlock Holmes, el padre
Brown, Tres hombres en una barca de
Jerome K. Jerome. Nadie me había leído
antes, y nadie volverá a leerme tan bien
nunca más. Si existe un momento en que
despierta en mí un escritor, quizá fue
cuando tenía doce años, mientras
Robertson Glasgow ofrecía su
interpretación de La banda de lunares
de Conan Doyle. De pronto empecé a
llenar cuadernos de ejercicios con
escabrosos cuentos y, entre una y otra
tanda de azotes, a hacérselos leer a
reacios amigos. Llegó el espantoso día
en que Tony fue a su escuela secundaria
a cincuenta kilómetros de allí y yo me
quedé en Saint Andrews con otros dos
años de condena por delante. Pero su
lealtad hacia mí nunca vaciló. Me
escribió largas cartas para animarme. En
una ocasión incluso consiguió
telefonearme, para un colegial toda una
proeza que requirió la connivencia de
nuestras dos instituciones. Los fines de
semana recorríamos en bicicleta los
veinticinco kilómetros hasta un lugar de
encuentro acordado y, sentados en un
campo, compartíamos la comida que
habíamos reservado durante la semana.
Pero Tony era siempre quien más
aportaba. Su escuela tenía una tienda de
golosinas, la mía no. Al final también yo
me marché de Saint Andrews, para
iniciar los peores tres años de los
setenta que he vivido hasta la fecha.
Para esto existen distintas razones,
pero se combinan bien. La primera fue
la propia escuela, y los espantosos
edificios medievales que ahora
encuentro muy hermosos pero en aquel
entonces, como todo lo demás allí,
estaba detenido en el tiempo. La segunda
era la práctica de delegar el privilegio
del castigo corporal en alumnos de
cursos superiores, privados de otras
válvulas de escape sexuales. El director
azotaba con una vara, los jefes de
residencia con el arma de su elección, y
los alumnos de cursos superiores con un
bastón retorcido que dejaba surcos en la
carne blanda. Como elemento de
disuasión general, las azotainas tenían
lugar durante las horas de silencio del
estudio vespertino, cuando el restallido
del impacto y los gimoteos de las
víctimas menos estoicas eran los únicos
sonidos en el edificio. Otra e importante
razón para la desdicha era exclusiva de
mí y de aquellos de nosotros que, sin
decírnoslo, no entendíamos nuestra vida
familiar. Sin el consuelo de la familia,
los huérfanos tendemos a esperar
demasiado de las instituciones y, por
consiguiente, nos decepcionan. A veces
mi camino por la vida parece un
desesperado zigzagueo entre dioses
«institucionales» fallidos, sean escuelas,
departamentos gubernamentales, la vida
literaria o los padres. Primero está el
compromiso, luego la huida. Mi huida
de Sherborne se produjo
espontáneamente cuando tenía dieciséis
años. A diferencia de Olive, no hice
preparativos clandestinos. Terminó un
trimestre, el tren escolar partió de la
estación de Sherborne con destino a
Waterloo, y mientras veía desaparecer
el perfil del pueblo, caí en la cuenta con
relativa indiferencia de que nunca
volvería a verlo como colegial. Al igual
que Saint Andrews antes, Sherborne
tuvo sus propios santos: Robin Athill, un
poeta marginado por su conversión al
catolicismo, me alentó a seguir
escribiendo. Meredith Thomas, mi
profesor de literatura inglesa, pronunció
un conmovedor sermón en la capilla de
la escuela al día siguiente de saber que
su hijo había muerto en la campaña
italiana. Nunca olvidaré su valor. Pero
el sistema lo barría todo: por su
brutalidad, tanto espiritual como física,
su chovinismo e hipocresía sexual; por
sus presunciones de clase y su peculiar
tipo de militarismo anglicano… y el
horripilante conjunto justificado por una
incontestada convicción de que los
gallardos caballeros ingleses de las
mejores escuelas habían ganado la
guerra contra Hitler sin la ayuda de
nadie. A los dieciséis años estaba en
edad de progresar. Era un atleta. Era un
alumno aceptable. Había concluido mi
etapa de aprendizaje y sobrellevado el
castigo. Al trimestre siguiente sería libre
de azotar a quien se me antojara,
siempre y cuando fuera inferior a mí en
la jerarquía escolar. Era el momento de
avanzar, y definitivamente era el
momento de alejarme de Ronnie.
JOHN LE CARRÉ. Seudónimo de
David J. Moore Cornwell; Poole, 1931.
Escritor inglés de novelas de espionaje
cuya obra es muy popular y respetada,
ya que se le considera un renovador
fundamental de este género. Estudió en
la Universidad de Berna, en Suiza, y en
la Universidad de Oxford. Enseñó en el
Colegio de Eton de 1956 a 1958 y
trabajó para el servicio de exteriores
británico.
Su primer éxito lo obtuvo con la
novela El espía que surgió del frío
(1963), a partir de la cual pudo
dedicarse únicamente a escribir, ya que
vendió millones de ejemplares. Entre
sus obras merecen mencionarse la
magnífica El honorable colegial, que
transcurre en el lejano oriente; La gente
de Smiley, que se desarrolla en el
contexto de la guerra fría; La Casa
Rusia, en la cual se retoma el
enfrentamiento velado entre las
potencias mundiales; La chica del
tambor, sobre el conflicto palestino-
israelí; El infiltrado, que trata el tráfico
de armas relacionado con la droga; El
sastre de Panamá, que denuncia la
política norteamericana en América
Central; Single & Single, donde se
investigan las mafias internacionales y
la curiosa novela El peregrino secreto ,
que describe los conflictos personales
de los profesionales del espionaje.
Le Carré es un renovador del género
porque el suyo es un estilo elegante pero
también profundo en la descripción de
escenarios y motivaciones de los
personajes, a la vez que construye
argumentos complejos e interesantes
incluso como lectura política. En El
jardinero fiel se puede apreciar cómo
opera su mecanismo narrativo: la novela
se desarrolla en Nairobi, capital de
Kenia, antigua colonia británica, y en
ella muestra el sereno mundo de los
diplomáticos; de pronto ocurre un
asesinato y se destapa una trama que
desvela los mecanismos económicos
internacionales, en este caso de una
multimillonaria industria farmacéutica.
La novela es además una importante
denuncia del trato que el primer mundo
le da al continente africano. Sus
historias son verosímiles gracias a un
realismo mesurado y sus protagonistas
escapan a las clasificaciones por la
complejidad de sus caracteres, que en
muchas ocasiones trascienden la
distinción entre el bien y el mal, lo que
los hace intensamente humanos. Algunos
de ellos, como Smiley, el espía
melancólico y carismático,
intelectualmente brillante y aficionado a
la poesía romántica alemana, a la vez
que físicamente insignificante y casado
con una hermosa aristócrata inglesa a la
que ama apasionadamente aunque ésta le
sea infiel, son inolvidables.
En la tradición moral
innegablemente de Conrad, no ajena a
Graham Greene, con el que guarda
relaciones de influencia biunívoca, Le
Carré ha creado un modelo autónomo de
novelas de espionaje, de estilo y de
gusto realista, pero libre invención
imaginativa. Los argumentos son
complejos pero controlados, la acción
tensa y carente de remansos, a pesar del
gran espacio que se concede a la
construcción de la psicología de los
personajes. Como intelectual, Le Carré
llevó una vida pública activa y se
enfrascó repetidamente en polémicas de
interés político. Casi todas sus novelas
han sido llevadas al cine, como es el
caso de La casa Rusia, El sastre de
Panamá y La chica del tambor.
Notas
[1] Adjetivo para describir un
movimiento sinuoso o contoneo. (N. del
T.) <<

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