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(Paso de los Toros, 1920 - Montevideo, 2009) Escritor uruguayo. Mario Benedetti fue un
destacado poeta, novelista, dramaturgo, cuentista y crítico, y, junto con Juan Carlos Onetti, la
figura más relevante de la literatura uruguaya de la segunda mitad del siglo XX y uno de los
grandes nombres del Boom de la literatura hispanoamericana. Cultivador de todos los géneros, su
obra es tan prolífica como popular; novelas suyas como La tregua (1960) o Gracias por el
fuego (1965) fueron adaptadas para la gran pantalla, y diversos cantantes contribuyeron a
difundir su poesía musicando sus versos. Mario Benedetti trabajó en múltiples oficios antes de
1945, año en que inició su actividad de periodista en La Mañana, El Diario, Tribuna Popular y el
semanario Marcha, entre otros. En la obra de Mario Benedetti pueden diferenciarse al menos dos
periodos marcados por sus circunstancias vitales, así como por los cambios sociales y políticos de
Uruguay y el resto de América Latina. En el primero, Benedetti desarrolló una literatura realista
de escasa experimentación formal, sobre el tema de la burocracia pública, a la cual él mismo
pertenecía, y el espíritu pequeño-burgués que la anima.
El gran éxito de sus libros poéticos y narrativos, desde los versos de Poemas de la oficina (1956)
hasta los cuentos sobre la vida funcionarial de Montevideanos (1959), se debió al reconocimiento
de los lectores en el retrato social y en la crítica, en gran medida de índole ética, que el escritor
formulaba. Esta actitud tuvo como resultado un ensayo ácido y polémico: El país de la cola de
paja (1960), y su consolidación literaria en dos novelas importantes: La tregua (1960), historia
amorosa de fin trágico entre dos oficinistas, y Gracias por el fuego (1965), que constituye una
crítica más amplia de la sociedad nacional, con la denuncia de la corrupción del periodismo como
aparato de poder.
En el segundo periodo de este autor, sus obras se hicieron eco de la angustia y la esperanza de
amplios sectores sociales por encontrar salidas socialistas a una América Latina subyugada por
represiones militares. Durante más de diez años, Mario Benedetti vivió en Cuba, Perú y España
como consecuencia de esta represión. Su literatura se hizo formalmente más audaz. Escribió una
novela en verso, El cumpleaños de Juan Ángel (1971), así como cuentos fantásticos como los
de La muerte y otras sorpresas (1968). Trató el tema del exilio en la novela Primavera con una
esquina rota (1982) y se basó en su infancia y juventud para la novela autobiográfica La borra del
café (1993).
En su obra poética se vieron igualmente reflejadas las circunstancias políticas y vivenciales del
exilio uruguayo y el regreso a casa: La casa y el ladrillo (1977), Vientos del
exilio (1982), Geografías (1984) y Las soledades de Babel (1991). En teatro, Mario Benedetti
denunció la institución de la tortura con Pedro y el capitán (1979), y en el ensayo comentó
diversos aspectos de la literatura contemporánea en libros como Crítica cómplice (1988).
Reflexionó sobre problemas culturales y políticos en El desexilio y otras conjeturas (1984), obra
que recoge su labor periodística desplegada en Madrid.
También en esos años recopiló sus numerosos relatos breves, reordenándolos, en la
colección Cuentos completos (1986), que sería ampliada en 1994. Junto a la solidez de su
estructura literaria, debe destacarse como rasgo esencial de los relatos de Benedetti la presencia
de un elemento impalpable, no formulado explícitamente, pero que adquiere en sus textos el
carácter de una potente irradiación de ondas telúricas que recorre a los protagonistas de sus
historias, para ser transmitida por ellos mismos (casi sin intervención del autor, podría decirse)
directamente al lector. La predilección por este género y la pericia que mostró en él emparenta a
Mario Benedetti con los grandes autores del Boom de la literatura hispanoamericana de los años
60, especialmente con los maestros del relato corto (los argentinos Jorge Luis Borges y Julio
Cortázar); de hecho, por el altísimo nivel del conjunto de su obra, se le concede la misma
relevancia que a los restantes protagonistas del Boom, desde los mexicanos Juan Rulfo y Carlos
Fuentes hasta el peruano Mario Vargas Llosa o el premio Nobel colombiano Gabriel García
Márquez .
En 1997 publicó la novela Andamios, de marcado signo autobiográfico, en la que da cuenta de las
impresiones que siente un escritor uruguayo cuando, tras muchos años de exilio, regresa a su
país. En 1998 regresó a la poesía con La vida, ese paréntesis, y en el mes de mayo del año
siguiente obtuvo el VIII Premio de Poesía Iberoamericana Reina Sofía. En 1999 publicó el séptimo
de sus libros de relatos, Buzón de tiempo, integrado por treinta textos. Ese mismo año vio la luz
su Rincón de haikus, clara muestra de su dominio de este género poético japonés de signo
minimalista, tras entrar en contacto con él años atrás gracias a Cortázar.
En marzo de 2001 recibió el Premio Iberoamericano José Martí en reconocimiento a toda su obra;
ese mismo año publicó El mundo en que respiro (poemas) y dos años más tarde presentó un
nuevo libro de relatos: El porvenir de mi pasado (2003). Al año siguiente publicó Memoria y
esperanza, una recopilación de poemas, reflexiones y fotografías que resumen las cavilaciones del
autor sobre la juventud. También en 2004 se publicó en Argentina el libro de poemas Defensa
propia.
Ese mismo año fue investido doctor honoris causa por la Universidad de la República del
Uruguay; durante la ceremonia de investidura recibió un calurosísimo homenaje de sus
compatriotas. En 2005 fue galardonado con el Premio Internacional Menéndez Pelayo. Sus
últimos trabajos fueron los poemarios Canciones del que no canta (2006) y Testigo de uno
mismo (2008), el ensayo Vivir adrede (2007) y el drama El viaje de salida (2008).
EDGAR ALLAN POE
Edgar Allan Poe perdió a sus padres, actores de teatro itinerantes, cuando contaba apenas dos
años de edad. El pequeño Edgar fue educado por John Allan, un acaudalado hombre de negocios
de Richmond. Las relaciones de Poe con su padre adoptivo fueron traumáticas; también la
temprana muerte de su madre se convertiría en una de sus obsesiones recurrentes. De 1815 a
1820 vivió con John Allan y su esposa en el Reino Unido, donde comenzó su educación.
Después de regresar a Estados Unidos, Edgar Allan Poe siguió estudiando en centros privados y
asistió a la Universidad de Virginia, pero en 1827 su afición al juego y a la bebida le acarreó la
expulsión. Abandonó poco después el puesto de empleado que le había asignado su padre
adoptivo, y viajó a Boston, donde publicó anónimamente su primer libro, Tamerlán y otros
poemas (Tamerlane and Other Poems, 1827).
Se alistó luego en el ejército, en el que permaneció dos años. En 1829 apareció su segundo libro
de poemas, Al Aaraaf, y obtuvo, por influencia de su padre adoptivo, un cargo en la Academia
Militar de West Point, de la que a los pocos meses fue expulsado por negligencia en el
cumplimiento del deber.
En 1832, y después de la publicación de su tercer libro, Poemas (Poems by Edgar Allan Poe,
1831), se desplazó a Baltimore, donde contrajo matrimonio con su jovencísima prima Virginia
Clemm, que tenía entonces catorce años. Por esta época entró como redactor en el periódico
Southern Baltimore Messenger, en el que aparecieron diversas narraciones y poemas suyos, y
que bajo su dirección se convertiría en el más importante periódico del sur del país. Más tarde
colaboró en varias revistas en Filadelfia y Nueva York, ciudad en la que se había instalado con su
esposa en 1837
Su labor como crítico literario incisivo y a menudo escandaloso le granjeó cierta notoriedad, y sus
originales apreciaciones acerca del cuento y de la naturaleza de la poesía no dejarían de ganar
influencia con el tiempo. En 1840 publicó en Filadelfia Cuentos de lo grotesco y lo arabesco;
obtuvo luego un extraordinario éxito con El escarabajo de oro (1843), relato acerca de un
fabuloso tesoro enterrado, tan emblemático de su escritura como el poemario El cuervo y otros
poemas (1845), que llevó a la cumbre su reputación literaria.
(Ciudad de México, 1939 - 2014) Poeta, narrador, ensayista y traductor mexicano, cuya cultura
literaria y sensibilidad poética lo convirtieron en uno de los miembros más destacados de la
llamada Generación del Medio Siglo.
Estudió derecho y letras en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y allí comenzó a
colaborar con la revista Medio Siglo. Más tarde formó parte de la dirección del suplemento Ramas
Nuevas de la revista Estaciones, junto a otro reconocido autor mexicano, Carlos Monsiváis, y de la
redacción de la Revista de la UNAM. Fue asimismo jefe de redacción del suplemento México en la
Cultura, en colaboración con Fernando Benítez.
La poesía de Pacheco se caracteriza por una depuración extrema. Sus versos carecen de
ornamentos inútiles y están escritos con un lenguaje cotidiano que los hace engañosamente
sencillos. La conciencia de lo efímero es uno de sus temas centrales, pero su poesía es a menudo
irónica, llena de notas de humor negro y parodia, y muestra una continua experimentación en el
plano formal. Para Pacheco, el poeta es el crítico de su tiempo y un metafísico preocupado por el
sentido de la historia. Cree en el carácter popular de la escritura, que carece de autor específico y
pertenece a todos.
Su producción poética alternó así lo trascendente y lo inmediato, siempre con un estilo muy
personal. Ello se aprecia en Los elementos de la noche (1963), El reposo del fuego (1966), No me
preguntes cómo pasa el tiempo (1964) y Los trabajos del mar (1983). Respecto a sus
traducciones, que incluyen poemas de diversas lenguas, el autor prefirió llamarlas
"aproximaciones", por estar convencido de la intraducibilidad del género.
En el terreno de la narrativa corta, escribió libros como El principio del placer (1972), donde
demostró su dominio del relato breve e hiperbreve. Sus dos novelas son ejemplo de sabiduría
narrativa: la primera, Morirás lejos (1967), es un audaz experimento que juega con diversos
planos narrativos; la segunda, Las batallas en el desierto (1981), es una evocadora y agridulce
historia de amor imposible, llena de nostalgia. Sus artículos y ensayos son numerosos y casi todos
versan sobre literatura, aunque también abordan asuntos políticos y sociales. Entre los
galardones que distinguieron su obra se cuentan los premios Magda Donato (1967), Xavier
Villaurrutia (1973), Nacional de Lingüística y Literatura de México (1992), Octavio Paz (2003),
Pablo Neruda (2004), García Lorca (2005), Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y el Cervantes
(recibidos ambos en 2009).
OSCAR WILDE
(Dublín, 1854 - París, 1900) Escritor británico. Hijo del cirujano William Wills-Wilde y de la
escritora Joana Elgee, Oscar Wilde tuvo una infancia tranquila y sin sobresaltos. Estudió en la
Portora Royal School de Euniskillen, en el Trinity College de Dublín y, posteriormente, en el
Magdalen College de Oxford, centro en el que permaneció entre 1874 y 1878 y en el cual recibió
el Premio Newdigate de poesía, que gozaba de gran prestigio en la época. La lectura de autores
como John Ruskiny Walter Pater conformó por esos años su ideario estético.
Oscar Wilde combinó sus estudios universitarios con viajes (en 1877 visitó Italia y Grecia), al
tiempo que publicaba en varios periódicos y revistas sus primeros poemas, que fueron reunidos
en 1881 en Poemas. Al año siguiente emprendió un viaje a Estados Unidos, donde ofreció una
serie de conferencias sobre su teoría acerca de la filosofía estética, que defendía la idea del «arte
por el arte» y en la cual sentaba las bases de lo que posteriormente dio en llamarse dandismo.
A su vuelta, Oscar Wilde hizo lo propio en universidades y centros culturales británicos, donde fue
excepcionalmente bien recibido. También lo fue en Francia, país que visitó en 1883 y en el cual
entabló amistad con Verlaine y otros escritores de la época. En 1884 contrajo matrimonio con
Constance Lloyd, que le dio dos hijos, los cuales rechazarían el apellido paterno tras los
acontecimientos de 1895.
Entre 1887 y 1889 editó una revista femenina, Woman's World, y en 1888 publicó un libro de
cuentos, El príncipe feliz, cuya buena acogida motivó la publicación, en 1891, de varias de sus
obras, entre ellas El crimen de lord Arthur Saville. El éxito de Wilde se basaba en el ingenio
punzante y epigramático que derrochaba en sus obras, dedicadas casi siempre a fustigar las
hipocresías de sus contemporáneos. También se reeditó en libro una narración publicada
anteriormente en forma de fascículos, El retrato de Dorian Gray, la única novela de Wilde, cuya
autoría le reportó feroces críticas desde sectores puritanos y conservadores debido a su
tergiversación del tema de Fausto.
No disminuyó, sin embargo, su popularidad como dramaturgo, que se acrecentó con obras
como Salomé (1891), escrita en francés, o La importancia de llamarse Ernesto (1895), obras de
diálogos vivos y cargados de ironía; la primera de ellas fue estrenada por la célebre actriz Sarah
Bernhardt en 1894. Su éxito, sin embargo, se vio truncado en 1895, cuando el marqués de
Queenberry inició una campaña de difamación en periódicos y revistas acusándolo de
homosexual. Wilde, por su parte, intentó defenderse con un proceso difamatorio contra
Queenberry, aunque sin resultados, pues las pruebas presentadas por el marqués daban
evidencia de hechos que podían ser juzgados a la luz de la Criminal Amendement Act.
El 27 de mayo de 1895, Oscar Wilde fue condenado a dos años de prisión y trabajos forzados.
Las numerosas presiones y peticiones de clemencia efectuadas desde sectores progresistas y
desde varios de los más importantes círculos literarios europeos no fueron escuchadas, y el
escritor se vio obligado a cumplir por entero la pena. Enviado a Wandsworth y Reading, donde
redactó la posteriormente aclamada Balada de la cárcel de Reading, la sentencia supuso la
pérdida de todo aquello que había conseguido durante sus años de gloria.
Recobrada la libertad, cambió de nombre y apellido (adoptó los de Sebastián Melmoth) y emigró
a París, donde permaneció hasta su muerte. Sus últimos años de vida se caracterizaron por la
fragilidad económica, los quebrantos de salud, los problemas derivados de su afición a la bebida y
un acercamiento de última hora al catolicismo. Sólo póstumamente sus obras volvieron a
representarse y a editarse. En 1906, Richard Strauss puso música a su drama Salomé, y con el
paso de los años se tradujo a varias lenguas la práctica totalidad de su producción literaria.
FRANCISCO HINOJOSA
Nació en la Ciudad de México el 28 de febrero de 1954. Poeta y narrador. Estudió Lengua y
Literaturas Hispánicas en la FFyL de la UNAM. Ha sido editor de La Gaceta del FCE y de Los
Universitarios; coordinador de un taller para escritores de literatura para niños en varios estados
de la república. Es uno de los autores más destacados de literatura infantil y juvenil en lengua
española. Colaborador de Casa del Tiempo, La Gaceta del FCE, Los Universitarios, Revista de la
Universidad de México, y Vuelta entre otras. Becario del FONCA, en cuento, 1991, y del Fideicomiso
México/Estados Unidos 1996 con el proyecto Crónica de Chicago. Miembro del SNCA desde 1993.
Premio IBBY 1984 por La vieja que comía gente. Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí 1993
por Hética (publicado como Cuentos héticos). Parte de su obra se ha traducido al inglés,
portugués, italiano, polaco y lituano.
LA ZARPA
José Emilio Pacheco A Fernando Burgos Padre, las cosas que habrá oído en el confesionario y
aquí en la sacristía... Usted es joven, es hombre. Le será difícil entenderme. No sabe cuánto me
apena quitarle tiempo con mis problemas, pero ¿a quién si no a usted puedo confiarme? De
verdad no sé cómo empezar. Es pecado alegrarse del mal ajeno. Todos lo cometemos ¿no es
cierto? Fíjese usted cuando hay un accidente, un crimen, un incendio. Qué alegría sienten los
demás porque no fue para ellos al menos una entre tantas desgracias de este mundo. Usted no
es de aquí, padre, no conoció México cuando era una ciudad pequeña, preciosa, muy cómoda, no
la monstruosidad que padecemos ahora en 1971. Entonces nacíamos y moríamos en el mismo
sitio sin cambiarnos nunca de barrio. Éramos de San Rafael, de Santa María, de la colonia Roma.
Nada volverá a ser igual... Perdone, estoy divagando. No tengo a nadie con quién hablar y
cuando me suelto... Ay, padre, qué vergüenza, si supera, jamás me había atrevido a contarle esto
a nadie, ni a usted. Pero ya estoy aquí. Después me sentiré más tranquila. Mire, Rosalba y yo
nacimos en edificios de la misma calle, con apenas tres meses de diferencia. Nuestras madres
eran muy amigas. Nos llevaban juntas a la Alameda y a Chapultepec. Juntas nos enseñaron a
hablar y a caminar. Desde que entramos en la escuela de párvulos Rosalba fue la más linda, la
más graciosa, la más inteligente. Le caía bien a todos, era amable con todos. En primaria y
secundaria lo mismo: la mejor alumna, la que portaba la bandera en las ceremonias, bailaba,
actuaba o recitaba en los festivales. "No me cuesta trabajo estudiar", decía. "Me basta oír algo
para aprendérmelo de memoria." Ay, padre, ¿por qué las cosas están mal repartidas? ¿Por qué a
Rosalba le tocó lo bueno y a mí lo malo? Fea, gorda, bruta, antipática, grosera, díscola,
malgeniosa. 2 En fin... Ya se imaginará lo que nos pasó al llegar a la preparatoria cuando pocas
mujeres alcanzaban esos niveles. Todos querían ser novios de Rosalba. A mí que me comieran los
perros: nadie se iba a fijar en la amiga fea de la muchacha guapa. En un periodiquito estudiantil
publicaron: "dicen las malas lenguas que Rosalba anda por todas partes con Zenobia para que el
contraste haga resplandecer aún más su belleza única, extraordinaria, incomparable". Desde
luego la nota no estaba firmada. Pero sé quién la escribió. No lo perdono aunque haya pasado
más de medio siglo y hoy sea muy importante. Qué injusticia ¿no cree? Nadie escoge su cara. Si
alguien nace fea por fuera la gente se las arregla para que también se vaya haciendo horrible por
dentro. A los quince años, padre, ya estaba amargada. Odiaba a mi mejor amiga y no podía
demostrarlo porque ella era siempre buena, amable, cariñosa conmigo. Cuando me quejaba de
mi aspecto me decía: "Qué tonta eres. Cómo puedes creerte fea con esos ojos y esa sonrisa tan
bonita que tienes". Era sólo la juventud, sin duda. A esa edad no hay quien no tenga su gracia.
Mi madre se había dado cuenta del problema. Para consolarme hablaba de cuánto sufren las
mujeres hermosas y qué fácilmente se pierden. Yo quería estudiar Derecho, ser abogada, aunque
entonces daba risa que una mujer anduviera en trabajos de hombre. Habíamos pasado juntas
toda la vida y no me animé a entrar en la universidad sin Rosalba.
Aún no terminábamos la preparatoria cuando ella se casó con un muchacho bien que la había
conocido en una kermés. Se la llevó a vivir al Paseo de la Reforma en una casa elegantísima que
demolieron hace mucho tiempo. Desde luego me invitó a la boda pero no fui. "Rosalba, ¿qué me
pongo? Los invitados de tu esposo van a pensar que llevaste a tu criada." Tanta ilusión que tuve
y desde los dieciocho años me vi obligada a trabajar, primero en El Palacio de Hierro y luego de
secretaria en Hacienda y Crédito Público. Me quedé arrumbada en el departamento donde nací,
en las calles de Pino. Santa María perdió su esplendor de comienzos de siglo y se vino abajo. Para
entonces mi madre ya había muerto en medio de sufrimientos terribles, mi padre estaba ciego
por sus vicios de juventud, mi hermano era un borracho que tocaba la guitarra, hacía canciones y
ambicionaba la gloria y la fortuna de Agustín Lara.
Pobre de mi hermano: toda la vida quiso hacerse digno de Rosalba y murió asesinado en un
tugurio de Nonoalco. Pasamos mucho tiempo sin vernos. Un día Rosalba llegó a la sección de
ropa íntima, me saludó como si nada y me presentó a su nuevo esposo, un extranjero que
apenas entendía el español. Ay, padre, aunque no lo crea, Rosalba estaba más linda y elegante
que nunca, en plenitud, como suele decirse. Me sentí tan mal que me hubiera gustado verla caer
muerta a mis pies. Y lo peor, lo más doloroso, era que ella, con toda su fortuna y su hermosura,
seguía tan amable, tan sencilla de trato como siempre. Prometí visitarla en su nueva casa de Las
Lomas. No lo hice jamás. Por las noches rogaba a Dios no volver a encontrármela. Me decía a mí
misma: Rosalba nunca viene a El Palacio de Hierro, compra su ropa en Estados Unidos, no tengo
teléfono, no hay ninguna posibilidad de que nos veamos de nuevo. A esas alturas casi todas
nuestras amigas se habían alejado de Santa María. Las que seguían allí estaban gordas, llenas de
hijos, con maridos que les gritaban y les pegaban y se iban de juerga con mujeres de ésas. Para
vivir en esa forma mejor no casarse. No me casé aunque oportunidades no me faltaron. Por más
amolados que estemos siempre viene alguien a nuestra espalda recogiendo lo que tiramos a la
basura. Se fueron los años. Sería época de Ávila Camacho o Alemán cuando una tarde en que
esperaba el tranvía bajo la lluvia la descubrí en su gran Cadillac, con chofer de uniforme y toda la
cosa. El automóvil se detuvo ante un semáforo. Rosalba me identificó entre la gente y se ofreció
a llevarme. Se había casado por cuarta o quinta vez, aunque parezca increíble. A pesar de tanto
tiempo, gracias a sus esmeros, seguía siendo la misma: su cara fresca de muchacha, su cuerpo
esbelto, sus ojos verdes, su pelo castaño, sus dientes perfectos... Me reclamó que no la buscara,
aunque ella me mandaba cada año tarjetas de Navidad. Me dijo que el próximo domingo el
chofer iría a recogerme para que cenáramos en su casa.
Cuando llegamos, por cortesía la invité a pasar. Y aceptó, padre, imagínese: aceptó. Ya se
figurará la pena que me dio mostrarle el departamento a ella que vivía entre tantos lujos y
comodidades. Aunque limpio y arreglado, aquello era el mismo cuchitril que conoció Rosalba
cuando andaba también de pobretona. Todo tan viejo y miserable que por poco me suelto a llorar
de rabia y de vergüenza. Rosalba se entristeció. Nunca antes había regresado a sus orígenes.
Hicimos recuerdos de aquellas épocas. De repente se puso a contarme qué infeliz se sentía. Por
eso, padre, y fíjese en quién se lo dice, no debemos sentir envidia: nadie se escapa, la vida es
igual de terrible con todos.
Soy un pinche chamaco. Lo sé porque todos lo saben. Ya deja, pinche chamaco. Deja allí, pinche
chamaco. Qué haces, pinche chamaco. Son cosas que oigo todos los días. No importa quién las
diga. Y es que las cosas que hago, en honor a la verdad, son las que haría cualquier pinche
chamaco. Si bien que lo sé.
Una vez me dediqué a matar moscas. Junte setentaidós y las guardé en una bolsa de
plástico. A todos les dio asco, a pesar de que las paredes no quedaron manchadas porque tuve el
cuidado de no aplastarlas. Sólo embarré una, la más gorda de todas. Pero luego la limpié. Lo que
menos les gustó, creo, es que las agarraba con la mano. Pero la verdad es que eran una
molestia. Lo decía mi mamá: pinches moscas. Lo dijo papá: pinche calor: no aguanto a las
moscas: pinche vida. Hasta lo dije yo: voy a matarlas. Nadie dijo que no lo hiciera. En cuanto se
fueron a dormir su siesta, tomé el matamoscas y maté setentaidós. Concha me vio cómo tomaba
las moscas muertas con la mano y las metía en una bolsa de plástico. Les dijo a ellos. Y ellos me
dijeron pinche chamaco, no seas cochino. En vez de agradecérmelo. Y me quitaron el
matamoscas y echaron la bolsa al cesto y me volvieron a decir pinche chamaco hijo del diablo.
Yo ya sabía entonces que lo que hacía es lo que hacen todos los pinches chamacos.
Como Rodrigo. Rodrigo deshojó un ramo de rosas que le regalaron a su madre cuando la
operaron y le dijeron pinche chamaco. Creo que hasta le dieron una paliza. O Mariana, que se
robó un gatito recién nacido del departamento 2 para meterlo en el microondas y le dijeron
pinche chamaca.
Los pinches chamacos nos reuníamos a veces en el jardín del edificio. Y no es que nos
gustar ser a propósito unos pinches chamacos. Pero había algo en nosotros que así era, ni modo.
Por ejemplo, un día a Mariana se le ocurrió excavar. Entre los tres excavamos toda una tarde: no
encontramos tesoros: ni encontramos piedras raras para la colección: ni siquiera lombrices.
Encontramos huesos. El papá de Rodrigo dijo: pinche hoyo. Y la mamá: son huesos. Vino la
policía y dijo que eran huesos humanos. Yo no sé bien a bien lo que pasó allí, pero la mamá de
Mariana desapareció algunos días. Estaba en la cárcel, me dijo Concha. Rodrigo escuchó que su
papá había dicho que ella había matado a alguien y lo había enterrado allí. Cuando volvió, supe
que todos éramos unos pinches chamacos metiches pendejos. Rodrigo me aclaró las cosas: la
policía pensaba que ella había matado a alguien pero no, se había salvado de las rejas. ¿Qué son
las rejas?, pregunté. La cárcel, buey.
Ya no volvimos a jugar a excavar. Tampoco pudimos vernos durante un buen tiempo. A mí,
mis papás me decían que no debía juntarme con ellos. A ellos les dijeron lo mismo, que yo era un
pinche chamaco desobligado mentiroso. A Rodrigo le dieron unos cuerazos.
Tiempo después, cuando ya a nadie le importó que los pinches chamacos volviéramos a vernos,
Mariana tuvo otra ocurrencia: hay que excavar más. No ¿qué no ves lo que estuvo a punto de
pasarle a tu mamá? No pasó nada, qué, dijo. Para que nadie nos viera, hicimos guardias.
Excavamos en otra parte y no encontramos nada de huesos. Luego en otra: tampoco había
huesos: pero sí un tesoro: una pistola. Debe valer mucho. Yo digo que muchísimo. A lo mejor con
eso mataron al señor del hoyo. A lo mejor. Sí, hay que venderla.
Escondimos la pistola en el cuarto donde guarda sus cosas el jardinero. Rodrigo dijo que
él sabía cómo se usan las pistolas. Mi papá tiene una y me deja usarla cuando vamos a Pachuca.
Mariana no le creyó. Has de ver mucha televisión, eso es lo que pasa.
A la semana siguiente, la colonia entera sabía que el señor Miranda tenía una pistola. La
verdad, yo no se lo dije a nadie, sólo a Concha. Y lo único que se le ocurrió decirme fue pinche
chamaco. Lo que inventas. O que dices. Tu imaginación. Hasta que el señor Miranda nos llamó un
día y nos dijo: ya dejen, pinches chamacos. Dedíquense a otras cosas. Déjense de chismeríos.
Pónganse a jugar. Nos dio tres paletas heladas para que lo dejáramos de jorobar.
En esos días, para no aburrirnos, nos dedicamos a juntar caracoles. Nos gustaba
lanzarlos desde la azotea. O les echábamos sal para ver cómo se deshacían. O los metíamos en
los buzones. En poco tiempo ya no había manera de encontrar un solo caracol en todo el jardín.
Luego quisimos seguir juntando piedras raras, pero alguien nos tiró la colección a la basura. O de
planamente se la robó. Fue entonces cuando decidimos escapar. Fue idea de Mariana.
Caminamos como una hora. Llegamos a una plaza que ninguno de los tres conocíamos.
¿Y ahora?, preguntó Rodrigo. Hay que descansar, pedí. Yo tengo hambre. Yo también. Vamos a
un restaurante. ¿Dónde hay uno? Le podemos preguntar a ese señor. Señor, ¿sabe dónde hay un
restaurante? Sí, en esa esquina, ¿qué no lo ven?
Era un restaurante chiquito. Rodrigo nos contó que él había ido a muchos restaurantes en su
vida. La carta, le dijo el señor. Nos trajo hamburguesas con queso y tres cocas. ¿Quién va a
pagar?, preguntó el señor. Yo, dijo Mariana, y sacó la billetera de su papá. Está bien. Escuchamos
que le decía al cocinero pinches chamacos si serán bien ladrones.
Nos dio las tres hamburguesas y las tres cocas. Comimos. Y Mariana pagó.
Y ahora, ¿qué hacemos? Cállate, me calló Mariana. Mi papá ya debe haberse dado
cuenta de que le falta su billetera. ¿Estás preocupada? ¿Por qué?, ya nos fuimos, ¿o no? Sí. Y
ahora, ¿qué hacemos? Vamos a platicar con el señor Miranda.
Rodrigo hizo parada a un taxi. Llévenos a la calle Argentina. ¿Quién pagará? Mariana le
enseñó la billetera. Pinches chamacos le robaron el dinero a sus papás, ¿verdad? ¿Nos va a llevar
o no?, le preguntó Rodrigo. Ustedes pagan, dijo.
El taxista nos llevó a unas pocas cuadras de allí. Era una calle solitita. Ahora denme el
dinero. No, qué. Miren, pinches chamacos, o me lo dan o los mato. Es nuestro. Se los voy a robar
como ustedes lo robaron, ¿verdad? También tu alcancía, me dijo. Yo le di la alcancía. Así es,
pinches chamacos. Y ahora bájense.
Pinche viejo, dijo Mariana. Si hubiera tenido la pistola, le doy un balazo, dijo Rodrigo. De
planamente. Me dan ganas de ahorcarlo. Sin dinero ya no podemos ir a un hotel. Yo he ido a
muchos hoteles, dijo Rodrigo. Pero sin dinero… Por qué no vamos con el señor Miranda a pedirle
nuestra pistola. Sí, eso es. La pistola. A ver así quién se atreve a robarnos.
Un señor nos dijo hacia dónde quedaba Argentina. Y luego: ¿están perdidos? Sí, un poco
perdidos. Sigan derecho, derecho hasta Domínguez, ahí dan vuelta a la izquierda, ¿Me
entendieron? ¿Saben cuál es Domínguez? Yo no sabía, pero Mariana dijo que ella sí. La verdad,
era un señor muy amable.
Para no hacer el cuento largo, llegamos con el señor Miranda cuando ya era de noche.
¿Y ahora qué quieren?, nos preguntó, ya voy a cerrar. Queremos la pistola. Sí, y que nos venda
unas balas. Miren, pinches chamacos, ya les dije que se dejaran de chismes. Tomen un chicle y
váyanse. No, la verdad queremos sólo la pistola. Voy a cerrar, así es que lárguense sin chicles,
¿entendieron?
Rodrigo tomó una bolsa de pinole, la abrió y le echó un buen puñado en los ojos al pobre
señor Miranda. Pinches chamacos, van a ver con sus papás. El viejito se cayó al piso. Yo me le
eché encima de la cabeza y le jalé los pelos. Mientras, Mariana le pellizcaba un brazo con todas
sus ganas. Busca la pistola, córrele, le dijimos a Rodrigo. ¿Dónde? Allí abajo. No, no está. Allí,
junto a la caja. Suéltenme, pinches chamacos, gritaba. Tampoco, no está aquí. ¿Dónde está,
pinche viejo? Si no me sueltan… Aquí está, gritó Rodrigo, aquí está. ¿Dónde estaba? En el cajón.
Y ahora qué. ¿Lo matamos? Mariana se había abrazado de las piernas del señor Miranda
para que no se moviera tanto. Ve si tiene balas. Sí, si tiene balas. ¿Le damos un plomazo? ¿Qué
es plomazo? Que si lo matamos, buey. Sí, mátalo. Pinches chamacos…
El ruido del disparo fue horroroso, yo pensaba que los balazos no sonaban tanto. Al
pobre del señor Miranda le salió mucha sangre de la cabeza y se quedó muerto. ¿Está muerto?
Pues sí, ¿qué no te das cuenta? Ya ven como sí sé disparar pistolas. Puta, dijo Mariana. Sí, puta.
Vámonos antes de que llegue alguien. Nos fuimos por Argentina, derechito, corriendo a
todo lo que podíamos. Hasta que llegamos cerca de la escuela de Rodrigo. Pinche chamaca, dijo
una señora con la que se tropezó Mariana, fíjate.
Al parecer, otros oyeron el ruido del balazo porque la gente se juntó alrededor de la
muerta. Rodrigo se había guardado ya la pistola en la bolsa de su chamarra.
¡Llamen a una ambulancia! ¡Llamen a la policía! ¡Llamen a alguien! ¡La mataron! Yo creo que
fue un balazo. ¿Ya le tomaron el pulso? Yo lo oí. Salí corriendo de la casa a ver qué pasaba y me
encuentro con que… Yo vi correr a un hombre. Llevaba una pistola en la mano. Debes atestiguar.
Claro, nomás venga la policía. No, no respira. Quítense, pinches chamacos, qué no ven que está
muerta. No hay seguridad en esta colonia. Es un pinche peligro. ¿Le robaron la bolsa? Sí, yo vi
que el hombre corría con la pistola y la bolsa de la señora. Era una bolsa blanca… ¿Qué no
oyeron, pinches chamacos metiches? Si sus papás los vieran haciendo bulto… Eran dos, llevaban
pistolas y la bolsa… Yo la conozco es Mariquita, la de don Gustavo. Lo triste que se va a poner el
hombre.
En cuanto oímos el ruido de las sirenas, Mariana dijo mejor vámonos, podemos tener
problemas.
No debimos matarla, les dije mientras caminábamos hacia la avenida. Fue culpa de ella.
Además, así son las cosas, a mucha gente la matan igual, en la calle, con pistola. No debes
preocuparte. Dicen que te vas al cielo cuando te matan a balazos. Sí, es cierto, yo ya había oído
eso. ¿Tú crees que el señor Miranda se vaya al cielo? Claro, tonto.
Mariana le hizo la parada a un taxi. ¿A dónde vamos? No tenemos dinero para pagarle.
Ay, qué ingenuo eres, me dijo. A la calle de López, dijo Rodrigo. ¿Cuál calle de López? ¿Saben
qué hora es? No, le dije. Son las diez. ¿Nos va a llevar o no?, le preguntó Mariana. Miren, pinches
chamacos, si sus papás los dejan andar a estas horas tomando taxis no es mi problema, así es
que largo, largo de aquí. Rodrigo sacó la pistola y le apuntó a la cara. Ah, pinche chamaco,
además te voy a dar una paliza por andarme jodiendo.
Y cuando le iba a quitar la pistola, Rodrigo disparó el plomazo con las dos manos. Le
entró la bala por el ojo. Lo mandamos derechito al cielo, qué duda.
Yo sé manejar, dijo Rodrigo. Pero no fue cierto, en cuanto pudimos hacer a un lado al
taxista, Rodrigo trató de echar a andar el coche y no pudo. Debes meterle primera. Ya sé; ya sé.
Déjame a mí, dijo Mariana. Se puso al volante, metió la primera y el coche caminó un poco,
dando saltos. Mejor vamos a pie, les dije. Sí, este coche no funciona muy bien.
Antes de abandonar el taxi, Rodrigo esculcó en los bolsillos del taxista hasta que
encontró el dinero. Hay más de cien pesos. Quítale también el reloj. Luego lo vendemos. Mariana
guardó el dinero, yo me puse el reloj y Rodrigo se escondió la pistola en la chamarra.
En el hotel fue la misma bronca, que si dónde están sus papás, que si saben qué hora
es, que si un hotel no es para que jueguen los chamacos, que si alquilar un cuarto cuesta, que
dónde está el dinero. Váyase a la chingada, dijo Rodrigo alfinmente, y todos echamos a correr.
Caminamos un rato hasta que Mariana tuvo una buena idea. Ya sé, podríamos ir a dormir
a casa de la señora Ana Dulce. ¿Con esa pinche vieja? Sí, buey, dijo Rodrigo, nos metemos en su
casa, le damos un plomazo y nos quedamos allí a dormir. Puta, que si es buena idea…
La señora Ana Dulce nos abrió. ¿Qué quieren? ¿Nos deja usar su teléfono?, le dijimos
para guaseárnosla. Pinches chamacos, ¿saben qué hora es? Nos metimos a la casa sin
importarnos las amenazas de la vieja: voy a llamarle a la policía para decirle que se escaparon de
sus casas. Van a ver la cueriza que les van a poner. Vi cómo Mariana discutía con Rodrigo. Ahora
me toca a mí. Si tú no sabes… Al parecer ganó Mariana porque tomó el arma y le disparó un
plomazo a la señora Ana Dulce. Le dio en una pata. Luego disparó por segunda vez. ¿Qué tal?,
dijo, te apuesto a que le di en el corazón. Yo pensaba lo mismo, a pesar de que la vieja chillaba
del dolor como una loca y se retorcía en el piso. Al rato se calló.
La guardamos en un clóset. Rodrigo decía que era un cadáver. Luego cenamos pan con
mantequilla y mermelada y nos metimos los tres a la cama con la pistola abajo de la almohada.
Durante los siguientes diez días no le dimos plomazos a nadie más. Nos quedaba una
bala. Íbamos al parque todas las mañanas y comíamos y dormíamos en casa del cadáver, hasta
que el espantoso olor del clóset nos hizo salir corriendo.
Ese día tuvimos la mala suerte de encontrarnos frente a frente con el papá de Mariana.
¡Pinches chamacos!, nos gritó. ¡Cómo los he buscado! ¡Van a ver la que les espera!
Nos esperaba una que ni la imaginábamos… A todos nos agarraron a patadas y cuerazos
y cachetadas y puntapiés. Yo oía cómo gritaban Mariana y Rodrigo. MI mamá me dio un puñetazo
en la cara que me sacó sangre de la nariz, y mi papá, un zopaco en la boca que casi me tira un
diente. Por más que lloraba, no dejaban de darme y darme como a un perro.
La mamá de Rodrigo gritaba: ¡Lo mató, lo mató, lo mató! ¡El pinche chamaco lo mató!
Cálmese, señora, quién mató a quién. Rodrigo salió en ese momento con la pistola en la mano.
Córrele, me dijo a mí, antes de que nos agarren. Esto es la guerra. ¿Y Mariana?, le pregunté. Hay
que ir por ella. No, qué, córrele.
Y sí: corrimos a madres. Fue un alivio encontrarnos con nuestra amiga en la calle. Ya se
echó a sus papás, le anuncié. Puta, dijo Mariana, eso me imaginé. Y nos echamos a correr como
si nos persiguiera una manada de perros rabiosos. No paramos hasta que Rodrigo se tropezó con
una piedra y fue a dar al suelo. Le salía sangre de la cabeza.
Qué madrazo me di, nos dijo medio apendejado. Y sí que era un buen madrazo. Hasta se
le veía un poco del hueso.
Los tres teníamos la piyama puesta y ellos dos estaban descalzos. Sólo yo tenía puestos
los calcetines. ¿Me los prestas un rato?, me pidió Mariana, está haciendo mucho frío. Se los
presté.
¿Y ahora qué hacemos? Ni modo que volver a casa del cadáver. Todavía tenemos la
pistola, ¿o no?, podemos meternos a una casa y matar a quien nos abra. No seas buey, eso está
cabrón. Además ya no tenemos balas. ¿Cómo se te ocurre que ahorita alguien nos va a abrir la
puerta? Es cierto, somos unos matones. No es por eso
Me dieron ganas de orinar del frío que estaba haciendo. Una parte me hice en los
calzones y otra sobre la llanta de un coche. Pinche cochino, me dijo Mariana. A Rodrigo le dio
risa.
Caminamos un rato hasta que nos encontramos con una casa que tenía las ventanas
rotas. Debe estar abandonada. Seguro. Terminamos de romper uno de los cristales y nos
metimos. Estaba oscurísimo.
A la mañana siguiente, con los huesos adoloridos, desperté a los otros. Pudimos ver
ahora sí el cuarto en el que habíamos dormido. Estaba muy húmedo y sucio. Había latas vacías
de cerveza, colillas de cigarros, bolsas de plástico, cáscaras de naranja y cantidad de tierra. Olía a
puritita mierda.
Mariana tiritaba de frío, aunque estaba calientísima. Es calentura, estoy seguro, les dije.
Un calenturón como para llamar al doctor. Cuál doctor, se encabronó Rodrigo. ¿Qué sientes?, le
pregunté. Ella ni contestó. Sólo tiritaba y tiritaba.
Hay que comprar aspirinas. Es cierto, le dije. Rodrigo se ofreció a buscar una farmacia
mientras yo cuidaba a Mariana.
Esperamos horas y horas hasta que a Mariana se le quitó la temblorina. Cuando me dijo
que ya se sentía bien le expliqué que Rodrigo había ido a buscar una farmacia para comprarle
aspirinas y que todavía no regresaba. Pues ya se tardó. Claro que ya se tardó. Algo debe haberle
pasado.
Lo buscamos hasta que nos perdimos y ya no sabíamos cómo regresar a la casa donde
habíamos dormido. Teníamos un hambre espantosa. Y sin dinero. Y sin pistola. Y sin casa donde
nos dieran de comer.
Lo demás fue idea de Mariana. En un semáforo nos pusimos a pedir dinero a los
conductores de los coches. Cuando llenamos los bolsillos de monedas las contamos: eran nueve
pesos con veinte centavos. En una tienda compramos dos bolsas de papas y dos refrescos.
Después de comer nos acostamos en el pastito del camellón. Durante mucho tiempo nos
pusimos a hablar de Rodrigo. ¿Qué le había pasado? Sabe. ¿Lo habrá agarrado la policía por
matar a sus papás? A lo mejor sólo está perdido. Como nosotros. O quizá lo agarraron cuando
quiso matar al de la farmacia. ¿Cómo, si no tiene balas? O lo atropellaron. Quién sabe. O le
dieron un plomazo por metiche.
Se hizo de noche y no teníamos dónde dormir. No nos quedó otra más que preguntar por
la calle de López para ir a casa de la señora Ana Dulce. Aunque oliera feo, al menos habría una
cama.
Tardamos como dos horas en llegar. Afuera de la casa de la señora Ana Dulce había un
policía. Yo creo que… Sí, sí, no necesitas explicarme nada. ¿Qué hacemos? Puta, ahora sí me la
pones canija.
Nos metimos a dormir a un terreno baldío en el que había ratas. Puta madre que estoy
seguro. La pasamos delachingadamente.
Concha fue la primera en vernos: pinches chamacos, van a ver la que les espera.
El ruiseñor es un ave muy reconocida por su espléndido canto, y es alabado por los enamorados
ya que es un sonido muy amoroso.
Este ruiseñor pasaba los días en un jardín poblado de flores. Todas las mañanas al salir el sol, el
distinguido pájaro, comenzaba a cantar. Su canto cautivaba a todo aquel que estuviese a su
alrededor.
Con un sol saliente y el hermoso canto del ruiseñor, las mañanas eran verdaderamente hermosas
en aquel jardín.
Sin embargo, nunca falta aquél que es incapaz de disfrutar del placer de las pequeñas cosas. En
una casa que se encontraba cerca del jardín, vivía un joven apuesto, quien tenía como rutina
mañanera, comer pan mientras miraba hacía la calle.
Pero él no era consciente de ello, puesto que el muchacho no era para nada gentil y siempre
esperaba algún beneficio a cambio por sus actos.
Un buen día el joven apuesto, se enamoró con pasión de una muchacha que era tan insensible y
déspota como él.
Sin embargo, el karma existe, y tarde o temprano toda la maldad que hagas terminará
volviéndose contra ti.
Porque no existe algo peor que estar enamorado y que esa persona no corresponda tu amor y,
por el contrario, te muestre indiferencia.
Así, esta era esa la forma en que la joven trataba al muchacho. El joven buscaba
desesperadamente la manera en la que poder llamar la atención de su amada.
Para demostrarle su amor, la muchacha decidió pedirle al joven algo imposible: una rosa roja.
Y aunque la ciudad estaba plagada de rosales, no había uno que tuviese una hermosa rosa roja
florecida, ya que no era la temporada.
El joven sentía tristeza y frustración. Pero el buen ruiseñor, sentía mucha estima por este
muchacho, puesto que le había alimentado con pan durante muchos años. Tanto es así, que
decidió arriesgar su vida para poder cumplir el capricho del muchacho.
El ruiseñor pensó que si cantaba toda la noche al lado de una rosa, su hermoso cantar la haría
florecer.
Viendo el plan del ruiseñor, el Dios de los pájaros le dijo que era un plan muy arriesgado y que
podría llegar a ser mortal para él. Cantar sin descanso durante mucho tiempo podría llegar a
afectarle en gran medida.
Pero al ruiseñor esto no le importó, y una vez caída la noche empezó a cantar sus mejores
melodías. Y así se mantuvo durante toda la noche, hasta que llegó el amanecer y cayó muerto
víctima del agotamiento.
De pronto, a su lado, se encontraba un rosal precioso, ¡en él había florecido una flor tan roja
como la sangre del ruiseñor!
El joven muchacho se limitó a cortar la rosa, mientras miraba con desprecio al que era su único
amigo verdadero.
Y es que nunca se sabe de dónde llegará una muestra de amor verdadero. Y es por esta razón
que uno debe estar atento y disfrutar lo más mínimo, hasta incluso el canto de un pequeño
ruiseñor
- Dijo que bailaría conmigo si le llevaba rosas rojas -exclamó el joven estudiante-; pero no hay ni
una sola rosa roja en todo mi jardín.
Desde su nido en la encina le oyó el ruiseñor, y miró a través de las hojas y se quedó extrañado.
- Ni una sola rosa roja en todo mi jardín -exclamó el estudiante; y sus hermosos ojos se
llenaron de lágrimas.
- ¡Ah, de qué cosas tan pequeñas depende la felicidad! He leído todo lo que han escrito los
sabios, y son míos todos los secretos de la filosofía; sin embargo, por no tener una rosa roja, mi
vida se ha vuelto desdichada.
- He aquí por fin un verdadero enamorado -dijo el ruiseñor - Noche tras noche le he cantado,
aunque no le conocía; noche tras noche he contado su historia a las estrellas, y ahora le estoy
viendo. Tiene el cabello oscuro como la flor del Jacinto y los labios tan rojos como la rosa de sus
deseos; pero la pasión ha hecho que su rostro parezca de pálido marfil, y el dolor le ha puesto su
sello sobre la frente.
- El príncipe da un baile mañana por la noche -musitó el estudiante-, y mi amada estará entre los
invitados. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el alba Si le llevo una rosa roja, la
tendré entre mis brazos, y reclinará la cabeza en mi hombro, y su mano estará prisionera en la
mía. Pero no hay ni una sola rosa roja en mi jardín, así es, que estaré sentado solo, y ella pasará
desdeñándome. No me prestará atención alguna y se me romperá el corazón.
- Los músicos estarán sentados en su estrado -dijo el joven estudiante-, y tocarán sus
instrumentos de cuerda y mi amada danzará al son del arpa y del violín. Danzará tan ligera que
sus pies no rozarán el suelo, y los caballeros de la corte, con sus trajes alegres, estarán todos
rodeándola. Pero conmigo no bailara, pues no tengo una rosa roja para darle.
- ¿Por qué llora? -preguntó una lagartija verde, cuando pasaba corriendo junto a él con el rabo en
el aire.- Eso, ¿por qué? -dijo una mariposa que revoloteaba persiguiendo a un rayo de sol.
- Sí, ¿por qué? -susurró una margarita a su vecina, con una voz suave y baja.
De pronto desplegó sus alas pardas para emprender el vuelo y hendió los aires. Pasó por
la arboleda como una sombra, y como una sombra voló a través de jardín. En el medio del
césped crecía un hermoso rosal, y al verlo voló hacia él y se posó sobre una rama.
- Mis rosas son blancas –respondió-, tan blancas como la espuma del mar, y más blancas que la
nieve de la montaña. Pero ve a ver a mi hermano, el que trepa alrededor del viejo reloj de sol y
te dará tal vez lo que deseas. Así es que el ruiseñor se fue volando hasta el rosal que crecía en
torno al viejo reloj de sol.
- Mis rosas son amarillas -respondió-, tan amarillas como el cabello de la sirena que se sienta en
un trono de ámbar y más amarillas que el narciso que florece en el prado antes de que llegue el
segador con su guadaña. Pero ve a ver a mi hermano, el que crece al pie de la ventana del
estudiante, y te dará tal vez lo que deseas. Así es que el ruiseñor se fue volando hasta el rosal
que crecía al pie de la ventana del estudiante.
- Mis rosas son rojas –respondió-, tan rojas como los pies de la tórtola, y más rojas que los
grandes abanicos de coral que se mecen y mecen en la sima del océano; pero el invierno me ha
congelado las venas, y la escarcha me ha helado los capullos, y la tormenta me ha roto las
ramas, y no tendré rosas este año.
- Una rosa roja es todo lo que necesito -exclamó el ruiseñor-, ¡sólo una rosa roja! ¿No hay ningún
medio por el que pueda conseguirla?
- Hay un medio -respondió el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo.
- Si quieres una rosa roja -dijo el rosal-, tienes que hacerla con música, a la luz de la luna, y
teñirla con la sangre de tu propio corazón. Debes cantar para mí con el pecho apoyado en una de
mis espinas. A lo largo de toda la noche has de cantar para mí, y la espina tiene que atravesarte
el corazón, y la sangre que te da la vida debe fluir por mis venas y ser mía.
- La muerte es un alto precio para pagar una rosa roja -exclamó el ruiseñor-, y la vida nos es muy
querida a todos. Es grato posarse en el bosque verde, y contemplar al sol en su carro de oro y a
la luna en su carro de perla. Dulce es la fragancia del espino, y dulces son las campanillas azules
que se esconden en el valle y el brazo que el viento hace ondear en la colina. Sin embargo, el
amor es mejor que la vida, ¿y qué es el corazón de un pájaro comparado con el corazón de un
hombre?
Así es que desplegó las alas pardas para emprender el vuelo y hendió los aires. Pasó veloz
sobre el jardín como una sombra, y como una sombra atravesó volando la arboleda.
El joven estudiante todavía estaba echado en la hierba, donde le había dejado, y las
lágrimas aún no se habían secado en sus hermosos ojos.
- ¡Sé feliz! -exclamó el ruiseñor-, ¡sé feliz! ; tendrás tu rosa roja. Te la haré de música a la luz de
la luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Todo lo que te pido a cambio es que seas
un verdadero enamorado, pues el amor es más sabio que la filosofía, por sabía que ésta sea, y
más fuerte que el poder, por potente que sea éste. Del color de la llama son sus alas, y de color
de llama tiene el cuerpo. Sus labios son dulces como la miel y su aliento es como el incienso.
El estudiante alzó los ojos de la hierba y escuchó, mas no pudo entender lo que le estaba
diciendo el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están escritas en los libros.
Pero la encina comprendió y se puso triste, porque quería mucho al pequeño ruiseñor que había
hecho su nido entre sus ramas.
- Cántame una última canción -musitó-: me sentiré muy sola cuando te hayas ido.
Así es que el ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que sale a
borbotones de una jarra de plata.
Y cuando la luna brilló en el cielo, fue volando al rosal el ruiseñor y puso su pecho contra la
espina. Cantó toda la noche con el pecho contra la espina, y la luna de frío cristal, se asomó para
escucharla. A lo largo de toda la noche estuvo cantando, y la espina penetraba más y más
profundamente en su pecho, y la sangre, que era su vida, fluía fuera de él.
- ¡Apriétate más, pequeño ruiseñor! -gritaba el rosal-, ¡o llegará el día antes de que esté
terminada la rosa!
Así es que el ruiseñor se apretó más contra la espina, y su canto se hizo cada vez más
sonoro, pues cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una doncella.
Y un delicado arrebol rosado vino a los pétalos de la rosa, como el rubor del rostro del novio
cuando besa los labios de la novia. Pero la espina no había llegado aún al corazón del pájaro, así
que el corazón de la rosa seguía siendo blanco, pues sólo la sangre del corazón de un ruiseñor
puede teñir de carmesí el corazón de una rosa. Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretara más
contra la espina.
- ¡Apriétate más, pequeño ruiseñor! -gritaba el rosal-, ¡o llegará el día antes de que esté
terminada la rosa!
Así es que el ruiseñor se apretó más contra la espina, y la espina tocó su corazón, y sintió
que le atravesaba una intensa punzada de dolor. Amargo, amargo era el dolor, y más y más
salvaje se elevó su canto, pues cantaba al amor que se hace perfecto por la muerte, al amor que
no muere en la tumba.
Y la rosa admirable se volvió carmesí, como la rosa del cielo en el oriente. Carmesí era el
ceñidor de pétalos, y carmesí como un rubí era su corazón. Pero la voz del ruiseñor se volvió más
débil, y sus pequeñas alas empezaron a batir, y un velo le cubrió los ojos. Más y más débil se
tornó su canto, y sintió que algo le ahogaba en la garganta. Moduló entonces un último arpegio
musical. La luna blanca lo oyó y se olvidó del alba, y se quedó rezagada en el cielo. La rosa roja
lo oyó, y tembló toda de arrobamiento, y abrió sus pétalos al aire frío de la mañana. El eco se lo
llevó a su caverna púrpura de las colinas, y despertó de sus sueños a los pastores dormidos. Flotó
a través de los juncos del río, y ellos llevaron su mensaje al mar.
Pero el ruiseñor no respondió, pues yacía muerto en la hierba alta, con la espina en el corazón. Y
al mediodía el estudiante abrió la ventana y se asomó.
- ¡Mira!, ¡Qué suerte tan maravillosa! –Exclamó- ¡he aquí una rosa roja! No había visto en mi vida
una rosa semejante. Es tan bella que estoy seguro que tiene un largo nombre latino.
Y se inclinó y la arrancó. Se puso luego el sombrero y se fue corriendo a casa del profesor
con la rosa en la mano.
La hija del profesor estaba sentada en el umbral, devanando seda azul alrededor de un
carrete, con su perrito echado a sus pies.
- Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja. -exclamó el estudiante-. He aquí la rosa
más roja del mundo entero. La llevarás prendida esta noche cerca de tu corazón, y cuando
bailemos juntos ella te dirá cuánto te quiero.
- Temo que no me vaya bien con el vestido -respondió- y, además, el sobrino del chambelán me
ha enviado joyas auténticas, y todo el mundo sabe que las joyas cuestan mucho más que las
flores.
- ¡Bien, a fe mía que eres una ingrata! -dijo el estudiante muy enfadado.
Y arrojó la rosa a la calle, donde cayó en el arroyo, y la rueda de un carro pasó por encima
de ella.
- ¿Ingrata? -dijo la muchacha-. Y yo te digo que tú eres un grosero, y, después de todo, ¿quién
eres tú? Sólo un estudiante. ! ¡Cómo!, No creo que tengas ni siquiera hebillas de plata para los
zapatos, como tiene el sobrino del chambelán. Y se levantó de la silla y entró en la casa.
- ¡Qué cosa tan necia es el amor! - -se dijo el estudiante mientras se marchaba-. No es ni la
mitad de útil que la lógica, pues no prueba nada, y siempre nos dice cosas que no van a suceder,
y nos hace creer cosas que no son ciertas. De hecho, es muy poco práctico, y como en estos
tiempos ser práctico lo es todo, me volveré a la filosofía y estudiaré metafísica Así es que volvió a
su habitación, y sacó un gran libro polvoriento, y se puso a leer.
EL PARQUE HONDO.
Por José Emilio Pacheco Dibujos de Héctor Xavier
Todas las tardes, al salir del colegio, miraba el parque hundido entre los árboles, la gran
extensión verde que crecía al lado de la calle. Y aquella vez bajó las escaleras, atravesó los claros
solitarios hasta el estanque de agua verde e inmóvil. De pie en la orilla del depósito (que los días
cubrieron de limo y de pequeños peces y de ranas) alzó los ojos para ver el cielo: denso, oscuro
atrás de la última arboleda. De pronto, se sintió -solo; puso sus libros bajo el brazo y ascendió
por la suave ladera. Y nuevamente corrió, silbó, atravesó el asfalto, sin advertir la noche que iba
cubriendo todo el parque. -Si no te gusta, no lo comas. Pero después, en la noche, te prohíbo
que saques algo del refrigerador. . La tía Florencia retiró el plato, y Arturo dio algunos sorbos a la
leche helada. Luego, con la mano, dispersó las migajas que cubrían el mantel. Era costumbre
aceptar siempre los regaños. En junio, cumplió Arturo nueve años. De algún tiempo a esa parte,
sólo recordaba a Tía Florencia, a la casa de un piso en que vivían ellos dos y la gata (la gata gns
y suave que no se deja acariciar y que devora a sus gatitos en los encanes o en el patio), a la
escuela Juan A. M_a~eos y a Rafael Molina, su compañero de banca en el colegio, su
acompañante en las funciones de cine y en la pesca de ranas en el estanque del parque hondo.
(Dos días antes, Arturo llegó a casa con un sapito que palpitaba en una manta húmeda. Florencia
le pegó en las manos y arrojó al sapo por el desagüe. Atrás, no recordaba cuando, la gata se
comió a la ratita blanca que Arturo había comprado a la salida de la escuela.) Volvió a la sala.
Tomó el cuaderno de aritmética y se puso a resolver los quebrados. Al terminar, dejó su lápiz
junto al retrato de aquel hombre que cada~ sábado venía a visitarlo; lo besaba, le daba un poco
de dmero. El hombre a quien Arturo no quiso llamar "papá", como él se lo exigía suavemente.
Una noche, al través de la puerta, oyó algunas palabras de su día. Estaba a punto de dormirse, y
Florencia, en la mesa, extendía las barajas frente a una de las mujeres que pagaban para que
adivinase su futuro. -Hace siete afias que ella no lo ve. ¡Claro! Nosotros no lo permitiríamos.
Ricardo tiene una nueva familia y lo otro ya está borrado. El niño no es ningún problema. Está
conmigo desde entonces y, ya ve usted, lo estoy educando como formé a mi hermano. Lo
terrible, Luisita, es que el dinero que me pasa Ricardo no alcanza para nada. No puedo exigirle; él
tiene muchos gastos con sus nifias. Pero yo tengo que buscar por todas partes para ayudarme un
poco... Baraje siete veces; pártame en dos las cartas. Luego, tóquelas... -¿Dijiste ya tus
oraciones? - Florencia se acercaba con la gala en los brazos, frotándola contra el seno, contra el
rostro. -No, todavía no. -Híncate y reza. Anda, vamos los dos. Se arrodillaron al lado de la cama.
La gata saltó al lecho, se acomodó entre los cojines. Un solo foco bañaba el cuarto de luz áspera,
apenas mitigada por la pantalla de cartón. Florencia dijo "Amén", besó a Arturo, y, antes de salir,
recobró dulcemente a la gata. El niño sintió asco, miedo de que los pelos -grises, brillantes en la
blancura de la sábana- se introdujeran en su boca y caminaran hacia los pulmones. (Es horrible la
gata. No sé cómo la quiere Tía Fio- ¡"encia.) -¿Le diste alguna cosa? - preguntó Rafael. -No,
¿cómo crees? Sola se puso mala. Tiene tres días sin comer y está chillando todo el tiempo. Mi tía
cree que la atropelló algún coche o que le dio veneno la señora de al lado. Sentados en el
parque, miraban crecer la oscuridad.
Con una rama, Arturo trazaba signos en la tierra. Rafael exclamó, abriendo la mano: - ¡Mira, un
trébol de cuatro hojas! -No es verdad: tiene cinco. -Lástima; parecía buena suerte. -Oye,
acompáñame a la casa. Quiero enseñarte el álbum de banderas. -¿No se enoja tu tía? -Ni se da
cuenta. Está muy triste por lo de la gata. Desde la esquina, los niños vieron a Florencia que
esperaba en la puerta.
EL CORAZÓN DELATOR
Sin duda me puse muy pálido, pero continué hablando aceleradamente, con voz muy alta y, sin
embargo, el sonido aumentaba. ¿Qué podía hacer? Era un sonido rápido, monótono y ahogado
como el de un reloj envuelto en algodones. Respiraba jadeante y los agentes seguían sin oír
nada. Hablé más deprisa, con más vehemencia y, a pesar de todo, el ruido aumentaba
constantemente. Me levanté y discutí pequeñeces en un tono muy alto y con violentos gestos,
pero el ruido seguía creciendo. ¡Oh, Dios! ¿Qué podría hacer? Lanzaba espumarajos, desvariaba,
juraba. Hice girar la silla en la que estuve sentado y la arrastré por el suelo arañando las tablas.
Pero el ruido lo dominaba todo y crecía sin cesar. ¡Se hizo más fuerte... más fuerte... más fuerte!
Y sin embargo, los hombres hablaban tranquilamente y sonreían. ¿Sería posible que no oyeran
nada? ¡Dios Todopoderoso!... ¡No, no! ¡Oían y sospechaban y sabían! ¡Se estaban burlando de mi
terror! Lo pensé entonces y aún ahora lo pienso. ¡Pero cualquier cosa era mejor que aquella
agonía! ¡Cualquier cosa era preferible a aquella burla! ¡No pude soportar más sus sonrisas
hipócritas! ¡Tenía que gritar o moriría! Y de nuevo ¡escuchen! ¡Más intenso... más intenso... más
intenso!
- “¡Canallas!”, grité frenético, “¡no disimulen más! ¡Lo confieso todo! ¡Arranquen las tablas!...
¡ahí, ahí!... ¡ese es el latido de su aborrecible corazón!”