Teologia de La Medicina
Teologia de La Medicina
Teologia de La Medicina
son los que aun hoy se oponen radicalmente al poder absoluto de las
instituciones médicas y psiquiátricas, por vía de la infalibilidad de la
Ciencia, sobre los enfermos o llamados enfermos que se someten a ella
ciegamente debido a su ignorancia, no sólo de su propio cuerpo, sino
también del enigmático lenguaje médico al que no tienen acceso. Thomas
Szasz, profesor de psiquiatría en la Universidad del Estado de Nueva
York, es uno de esos escasos pioneros. Aun ejerciendo en el mundo de
esos modernos sacerdotes, reflexiona con asombrosa lucidez y sencillez
sobre la responsabilidad ética de su profesión.
Thomas Szasz
La teología de la medicina
ePub r1.0
Titivillus 31.05.15
Agradecimientos
«La ética del suicidio», adaptado a partir de «La ética del suicidio»,
publicado en Antioch Review, vol. 31 (primavera, 1971), págs. 7-17.
Introducción
Expresado así de modo tan simple y directo, muchas personas podrían hoy
sentirse inclinadas a descartar ese esquema, considerándolo propio tan sólo
de un fanático religioso. Este sería un grave error, por qué nos cegaría al
hecho de que ese esquema precisamente anima buena parte del
pensamiento religioso, político, médico, psiquiátrico y científico
contemporáneo. ¿De qué otro modo podemos explicar la invocación
sistemática de divinidades por parte de los líderes nacionales? ¿O el uso de
la Biblia, el Talmud, el Corán y otros libros sagrados como guías en el
encauzamiento adecuado de la libertad individual para actuar en el mundo?
Dios, una de las soluciones universales para la culpa, es engendrado por
las consecuencias indeseables de las propias acciones. Por eso, la religión
solía ser, y sigue siendo, una importante institución social.
Mis criterios sobre ética médica dependen ante todo de la analogía entre
religión y medicina, entre nuestra libertad, o su carencia, a la hora de
aceptar, o rechazar, cualquier intervención teológica y terapéutica. Parece
obvio que cuanto más se atribuya un mayor valor a la religión que a la
libertad, más se intentará vincular la religión al Estado y fomentar las
prácticas teológicas mediante la coacción estatal; asimismo, cuanto más se
atribuya un mayor valor a la medicina que a la libertad, más se intentará
vincular la medicina al Estado y fomentar prácticas terapéuticas mediante
la coacción estatal. La cuestión es así de simple, pero inexorable: cuando
la religión y la libertad entran en conflicto, las gentes deben elegir entre
teología e independencia; y, cuando la medicina y la libertad entran en
conflicto, deben elegir entre terapia e independencia.
Sin embargo, quizás no sea todavía demasiado tarde para recordar que fue
el respeto por la cura de almas, asumido y practicado libremente, o no, lo
que inspiró a los autores de la Constitución a la hora de suprimir el poder
secular clerical. Era suficiente, y supongo que razonable, considerar que
los teólogos dispusieran únicamente del poder espiritual, pues no necesitan
otra cosa para desempeñar sus tareas. Asimismo, el respeto que siento por
la cura de los cuerpos (y de las «mentes»), asumido y practicado
libremente, es lo que me inspira a pedir que se prive a los clínicos de poder
secular. Creo que les basta a los médicos el poder inherente a su
conocimiento científico y a sus capacidades técnicas, pues no necesitan
nada más para el desempeño de sus tareas.
Aunque los ensayos reunidos en este volumen han sido escritos durante un
período que abarca una década aproximadamente, están todos animados
por el deseo de explorar los aspectos rituales, o religiosos, de diversas
prácticas médicas. Permitan que me apresure a decir que no estoy negando
los aspectos científicos o técnicos de la medicina. Por el contrario, creo —
y es bastante obvio— que el diagnóstico genuino y los poderes
terapéuticos de la medicina son hoy mucho mayores de lo que han sido
jamás en la historia de la humanidad. Por eso, precisamente, son también
mucho mayores sus poderes religiosos o mágicos. Cualquiera que
interprete mis esfuerzos por explicar, y a veces reducir, las dimensiones
mágicas, religiosas y políticas de la medicina como un esfuerzo para
calumniar, o despreciar, sus dimensiones científicas y técnicas, lo hace
porque quiere. Este libro se dirige a personas que comprendan la diferencia
entre el por qué un sacerdote lleva sotana y un cirujano una bata
esterilizada, entre el por qué un cirujano ortopédico utiliza una escayola y
un psicoanalista un diván. Por desgracia, muchas personas no lo entienden.
¿Y por qué? ¿Por qué habrían de entenderlo? ¿Por qué querría alguien
distinguir entre actos técnicos y rituales, o entre el papel de un profesional
y las palabras de un clérigo? Probablemente sólo hay una razón, a saber: el
deseo de ser libre y responsable. Si una persona anhela someterse a la
autoridad, le parecerá útil otorgar poderes rituales a aquellos que
desempeñan funciones técnicas, y viceversa; esto hará que las autoridades
parezcan tan útiles como los sacerdotes y los médicos.
Asimismo, mantengo que las personas deberían respetar a los médicos por
sus aptitudes, pero desconfiar de ellos por su poder. Sin embargo, salvo
que la gente levante un muro capaz de separar la medicina del Estado,
serán incapaces de hacerlo y sucumbirán precisamente a ese peligro del
que se suponía estaban protegidos por la Primera Enmienda.
El médico moral
Por todas partes, los niños, e incluso muchos adultos, dan por hecho no
sólo que existe un dios, sino que él puede entender sus oraciones por el
hecho de hablar su lenguaje. Asimismo, los niños suponen que sus padres
son buenos, y, si sus experiencias son insoportablemente contrarias a esa
imagen, prefieren creer que son ellos los malos y no sus padres. La
creencia de que los médicos son como agentes de sus pacientes —que
sirven los intereses y necesidades de sus pacientes por encima de todo—
me parece formar parte de los mitos básicos de la humanidad. Sus raíces
no son especialmente misteriosas: cuando una persona es joven, vieja o
enferma, está en desventaja con respecto a los maduros y saludables; en la
lucha por la supervivencia, acabará inevitablemente dependiendo de sus
congéneres que se encuentran algo más aventajados.
He aquí cómo desarrolla Platón su defensa del médico como agente del
Estado:
Pero sin duda, Trasímaco, todo arte tiene autoridad y poder sobre el tema
que trata… En lo que concierne a las artes, ningún arte estudia o se une al
interés del grupo superior, sino siempre al interés del grupo inferior sobre
el que tiene autoridad… Así, el médico, en cuanto tal, sólo estudia el
interés del paciente, no el suyo propio. Pues estamos ya de acuerdo en que
la función del médico, en sentido estricto, no es hacer dinero, sino ejercer
su poder sobre el cuerpo del paciente… Lo mismo sucede con el gobierno,
cualquiera que sea: ningún legislador, mientras actúe como legislador,
estudiará o apoyará su propio interés. Todo lo que diga y haga se dirá y
hará con una idea buena y adecuada al tema que trata.
De hecho, han cambiado tan poco en los últimos veinticinco siglos los
criterios humanos sobre el dilema del doble compromiso del médico,
consigo mismo y con su paciente, que merece la pena seguir hasta el final
la argumentación platónica sobre el altruismo del hombre moral dedicado
a la medicina.
Sí.
No.
Tendré algo más que añadir más adelante sobre la alternativa fundamental
entre autoridad y autonomía, nobles mentiras y dolorosas verdades. Por
ahora, quiero seguir con Platón en la lectura de La República, para mostrar
cuán indisolublemente entrelazados están en su pensamiento los conceptos
de autoridad y mendacidad, y cómo es el poder el que hace virtuosa la
mentira y la impotencia la que la hace maligna
Toda asociación ilícita sería profanar un Estado donde sus habitantes vivan
bien. Los gobernantes no podrían permitir semejante ultraje… Nuestros
gobernantes deben ser grandes expertos… porque tienen que administrar
grandes dosis del remedio del que antes hablábamos… Dijimos, si
recuerdas, que semejantes soluciones serían útiles como lo son algunos
remedios… De lo que acabamos de decir se deduce que, si debemos elevar
el nivel general de nuestro rebaño, hay que fomentar la creación de
alianzas entre hombres y mujeres del más alto nivel y, por el contrario,
desanimar a los demás. Sólo la descendencia de las mejores alianzas
debería mantenerse. Y, una vez más, nadie, sino los gobernantes, debe
saber cómo se lleva a cabo esta operación; en caso contrario, nuestra
manada de guardianes podría rebelarse.
¿Cómo?
Me parece que nunca antes como hoy —no sólo en las sociedades
totalitarias, sino en todas las sociedades— ha estado la medicina tan
peligrosamente cerca de llevar a cabo este específico ideal platónico. Una
vez más, transcribimos las palabras de Platón sobre el tema.
Desde luego, no podría haber nada peor que este cuidado excesivo del
cuerpo… ¿Debemos, pues, entender que Esculapio, reconociendo esto,
creó el arte de la medicina tan sólo para personas con buena salud y que
llevan normalmente una vida sana, aunque de pronto contraen alguna
dolencia? El las curaría de sus trastornos mediante medicamentos o el
bisturí, recetándoles seguir llevando una vida normal, a fin de no
perjudicar sus actividades como ciudadanos. Pero, en aquellos cuerpos
profundamente aquejados de una enfermedad, Esculapio no intentaba,
mediante lavativas o dosis de medicamentos cuidadosamente
administrados, prolongar una existencia miserable, permitiendo que el
paciente procrease hijos contaminados por la misma enfermedad que él.
Pensaba que el tratamiento es inútil en un hombre incapaz de cumplir con
sus tareas cotidianas y, por tanto, inútil para sí y para la sociedad.
Me resulta difícil enfatizar aún más que las propuestas avanzadas por
Platón son remedios políticos para problemas morales perennes. ¿Cómo
debería la sociedad tratar a los enfermos y a los débiles, a los viejos y a los
«socialmente inútiles»? ¿Cómo deberían utilizarse los servicios de los
terapeutas? ¿Cómo los de los soldados, los de los sacerdotes, o cómo los
de los empresarios? Deberíamos ir con mucha cautela a la hora de
alegrarnos y creer que nuevos adelantos biomédicos engendran
necesariamente nuevos y auténticos problemas morales, sobre todo porque
no hemos resuelto —ni siquiera hemos hecho frente— a nuestros viejos
problemas.
Vemos aquí dos graves errores. En primer lugar, las observaciones de este
experto sobre el antagonismo entre medicina y selección natural son un
despropósito, y un despropósito notable para que lo mantenga y exponga
un biólogo. En segundo lugar, al hablar de «suprimir a un niño», pone en
el mismo saco y confunde conceptos y decisiones como no tener
descendencia, realizar un aborto y matar a un niño.
Enfermedad e indignidad
La dignidad es, por supuesto, esa cualidad inefable, pero obvia, de los
contactos humanos que enriquece la propia estima. El proceso de
dignificación es esencialmente recíproco; una conducta digna en una
persona, o un grupo, engendra una conducta digna en otro, y viceversa.
Este hecho engendra dos problemas muy importantes para las personas que
se dedican a profesiones sanitarias: el primero radica en que la conducta
indigna del enfermo puede estimular la inclinación del profesional a
responder con una conducta indigna; la segunda en que los pacientes
inválidos, cuya invalidez les convierte en seres indignos, pueden preferir la
muerte con dignidad a la vida sin ella. Permítanme reflexionar sobre cada
uno de esos problemas.
Creo que muchas personas aceptan hoy, como algo correcto y adecuado,
que los pacientes no puedan entender sus recetas o que no deban conocer
el contenido de sus fichas médicas; pero, al mismo tiempo, protestan por
las situaciones indignas que los médicos suelen imponerles. El resultado
de este conflicto inarticulado es que las personas suelen sentirse
angustiadas y humilladas ante la idea de tener que pedir atención médica, y
evitan, o rechazan, con frecuencia, por completo esa atención.
Hay aquí, para todos nosotros, una lección práctica: a saber, que no es
suficiente hacer un trabajo terapéutico técnicamente competente sobre el
cuerpo del paciente; debemos hacer un trabajo igualmente competente para
salvaguardar su dignidad y su propia estima. En la medida en que
fracasemos en este segundo objetivo, destruiremos el valor práctico de
nuestra competencia técnica para con el enfermo.
Desde luego, muchos son los antagonismos de este tipo en la vida, y eso es
lo que convierte en trágica la existencia humana en las concepciones
griega y cristiana clásicas. Por ejemplo, en asuntos personales y políticos
deseamos tanto la libertad como la seguridad, pero a menudo sólo
podemos obtener una a expensas de la otra. La perspectiva científica y
técnica moderna, aunque sea valiosa para alcanzar metas científicas y
técnicas, nos desorienta cuando aísla los conceptos de salud y dignidad y
promete incrementar al máximo cada uno a costa tan sólo del esfuerzo y la
pericia científicas y técnicas. Esta perspectiva ha llevado a una estimación
retorcida —y, en realidad, errónea— de todo el aparato responsable de
mantener o asegurar buena salud. Muchas personas creen hoy —y están
penosamente equivocadas— que pueden conservar, o recobrar, su salud
simplemente gracias a los avances científicos de la medicina, sin sacrificio
alguno por su parte, es decir, sin tener que pagar, controlar sus apetitos y
sus pasiones, ni sufrir pérdida alguna de su dignidad.
Tras una vida de reflexión sobre lo que significa ser un paciente y estar
enfermo, y lo que significa ser un médico y medicar, he acabado pensando
que gran parte de nuestra confusión actual en torno a la ética médica
descansa en nuestro fracaso a la hora de articular las diferencias entre
ciertos hechos fundamentales y ciertas justificaciones elementales,
llegando a un acuerdo sobre las consideraciones que justifican ciertas
intervenciones médicas. En este breve ensayo intentaré ofrecer un mapa
que pueda servir de ayuda para orientarnos en el ovillo de problemas
médico-éticos con los que hoy nos enfrentamos. Al igual que cualquier
mapa, no nos dirá dónde debemos ir. Pero nos dirá dónde conducen los
distintos caminos.
3. De acuerdo con otros, debe sufrir una mastectomia porque busca ayuda
médica, porque el médico ofrece tratamiento quirúrgico, el cirujano lo ha
recomendado y la paciente está de acuerdo. Esta es la justificación
inspirada por el consentimiento.
De este modo nuestros dilemas de ética médica tienen, cuando menos, dos
fuentes: fácticas (o epistemológicas) y morales (o éticas). Al primer tipo
pertenecen preguntas como ¿qué es enfermedad?, ¿qué es tratamiento?,
¿qué es consentimiento? Al segundo, pertenece la pregunta: ¿qué justifica
ciertos contactos particulares entre sufrientes y curadores denominados por
nosotros intervenciones médicas (quirúrgicas, psiquiátricas, etc.)?
La ética de la adicción
Para no dar por supuesto que sabemos en qué consiste la adicción a las
drogas, empecemos por algunas definiciones.
Propongo que esos juicios no tengan nada que ver con la medicina, la
farmacología o la psiquiatría. Son juicios morales. De hecho, nuestros
criterios actuales sobre la adicción son asombrosamente semejantes a
algunos de nuestros antiguos prejuicios en relación con el sexo. La
copulación dentro del matrimonio, con el fin de procrear, solía ser el
paradigma del uso adecuado de los órganos sexuales, mientras que la
copulación extramarital, con el puro fin del placer carnal, solía ser el
paradigma de su uso impropio. Hasta recientemente, la masturbación —o
auto-abuso, como era llamada en los países anglosajones— fue declarada
por los profesionales y aceptada por el vulgo como causa y síntoma de
diversas enfermedades[15].
Como cualquier política social, nuestras leyes sobre las drogas pueden
examinarse desde dos puntos de vista completamente distintos, el técnico y
el moral. Nuestra actual inclinación consiste, o bien en ignorar la
perspectiva moral, o bien en tomar técnica por moral.
Como ejemplo de nuestra trasnochada y excesiva confianza en una
aproximación técnica al llamado problema de las drogas está la
profesionalizada mendacidad sobre el peligro de ciertos tipos de drogas.
Dado que la mayoría de los propagandistas contrarios al abuso de drogas
pretenden justificar ciertas medidas represivas apelando a la supuesta
peligrosidad de algunas de ellas, falsifican a menudo las verdaderas
propiedades farmacológicas de las drogas que pretenden prohibir. Lo
hacen por dos razones: primero, porque muchas substancias de uso
cotidiano son tan dañinas como las substancias que desean prohibir; en
segundo lugar, porque comprenden que no basta con declararla peligrosa,
que la peligrosidad no es nunca un argumento suficientemente persuasivo
para justificar la prohibición de droga, substancia o artefacto algunos. En
consecuencia, cuanto más ignoran los «perseguidores de la adicción» las
dimensiones morales del problema, tanto más se ven obligados a exagerar
sus argumentos fraudulentos acerca de la peligrosidad de las drogas.
No cabe duda de que ciertas drogas son más peligrosas que otras. Es más
fácil matarse con heroína que con aspirina. Pero también es más fácil
matarse saltando de un rascacielos que de una casa de pocas plantas.
No cito estos datos para recomendar el hábito del opio. El hecho es que, de
ser honestos, debemos distinguir entre efectos farmacológicos e
inclinaciones personales. Algunas personas toman drogas para hacer frente
a algo: por ejemplo, para que les ayuden a funcionar y estar a la altura de
las expectativas sociales. Otros las toman para no enfrentarse con las
cosas: por ejemplo, para ritualizar su negativa a funcionar y a estar a la
altura de las expectativas sociales. Gran parte de los que hoy abusan de las
drogas —quizá prácticamente la mayoría— pertenece al segundo tipo.
Pero, en vez de reconocer que los adictos son incapaces, o no se adaptan, o
se niegan al hecho de trabajar y ser normales, preferimos creer que actúan
como actúan porque ciertas drogas —especialmente la heroína, el LSD y
las anfetaminas— los vuelven enfermos. Si solamente pudiésemos
curarles, piensan los que comparten este criterio confortable y confortador,
se convertirían en ciudadanos productivos y útiles. Creer eso es como creer
que, si un fumador de cigarrillos analfabeto dejase de fumar, se convertiría
en Einstein. Con semejante falsedad no se puede ir muy lejos. Tampoco
debe asombrarnos que este criterio encante a los políticos y a los
psiquiatras.
Quizá la idea del comercio libre de narcóticos asuste a las personas, ante
todo porque creen que grandes masas de nuestra población se pasarían os
días y las noches fumando opio, o pinchándose heroína en vez de trabajar
y compartir sus responsabilidades como ciudadanos. Pero eso es un
disparate que no merece ser tomado en serio. Los hábitos del trabajo y del
ocio son pautas culturales profundamente arraigadas; dudo que un
comercio libre de drogas convirtiese a personas activas de trabajadoras
hormiguitas en hippies a golpes de pluma legislativa.
Sin embargo, deberíamos saber que no hay una conexión necesaria entre
hechos y valores, entre lo que es y lo que debiera ser. Así, actos, objetos o
personas que pueden objetivamente perjudicarnos pueden ser aceptados y
tolerados si minimizamos su peligrosidad. Y, a la inversa, actos, objetos o
personas objetivamente inofensivos pueden ser rechazados y perseguidos
si exageramos su peligrosidad. Hay siempre que distinguir —y en especial
cuando se trata de política social— entre descripción y prescripción, hecho
y retórica, verdad y falsedad.
Para exigir adhesión, la política social debe ser respetada; y, para ser
respetada, debe ser considerada legítima. En nuestra sociedad, hay dos
métodos principales para legitimar una política: la tradición social y el
juicio científico. Más que ninguna otra cosa, el tiempo constituye el
supremo árbitro ético. Cualquiera que sea la práctica social, si las personas
la realizan generación tras generación, acabará por ser aceptada.
Esta es también una solución razonable. Pero entendámosla tal como es, o
sea un llamamiento a legitimar lo que hacen los médicos, porque lo hacen
con buena intención y fines terapéuticos, así como a poner fuera de la ley
lo que hacen los legos, porque lo hacen con mala intención y con fines
auto-abusivos y masturbatorios. Es una justificación que descansa sobre
los principios del profesionalismo, no de la farmacología. Por eso,
aplaudimos el uso médico sistemático de la metadona llamándolo
«tratamiento contra la adicción de heroína», pero nos oponemos al uso
ocasional y no médico de la marihuana llamándolo «peligroso abuso de
drogas».
Nuestro actual concepto del abuso de drogas articula así y simboliza una
política fundamental de la medicina científica, a saber: que un lego no
debiera medicar su propio cuerpo, sino ponerlo bajo la supervisión de un
médico debidamente acreditado. Antes de la Reforma, la práctica de la
verdadera cristiandad se apoyaba en una política similar, a saber: que un
lego no debía comunicarse por sí solo con Dios, sino que debía entregarse
a la vigilancia espiritual de un sacerdote debidamente acreditado. Los
auto-intereses de la Iglesia y de la Medicina en estas actividades quedan de
manifiesto. Lo que queda menos claro son los intereses de los legos: al
delegar la responsabilidad del bienestar espiritual y médico de las personas
a especialistas taxativamente acreditados, esas medidas —y las prácticas
que las respaldan—, niegan a los individuos la posibilidad de asumir ellos
mismos su propia responsabilidad. Tal como lo veo, nuestros problemas
relacionados con el uso y el abuso de drogas son simplemente una de las
consecuencias de nuestra ambivalencia en cuanto a la autonomía personal
y la responsabilidad.
En relación con esto, conviene recordar que los niños carecen incluso de
libertades básicas como la oportunidad de leer lo que desean, o rendir culto
al dios que eligen, libertades que consideramos derechos elementales en
los adultos norteamericanos. En ese aspecto, como en otros importantes,
los niños se encuentran totalmente bajo la jurisdicción de sus padres, o
tutores. El hecho desastroso de que muchos padres no logren ejercer la
autoridad adecuada sobre la conducta de sus hijos no justifica, en mi
opinión, el privar a los adultos del derecho a conducirse de un modo que
estimamos indeseable para los niños. Ese remedio no hace más que
agravar la situación. Pues, si consideramos adecuado prohibir a los adultos
el uso de narcóticos para evitar que los niños abusen de ellos, tendríamos
que considerar adecuado también prohibir el comercio sexual, conducir
coches y aviones, de hecho, prácticamente todo, porque de esas
actividades también los niños tienden a abusar. En resumen, sugiero que
las drogas «peligrosas» sean tratadas más o menos como ahora se tratan el
alcohol y el tabaco. (Eso no significa que yo crea que el Estado deba
utilizarlas como fuente de ingresos fiscales). Ni el uso de narcóticos ni su
posesión debieran ser prohibidos, tan sólo debería serlo su venta a
menores. Por supuesto, eso llevaría a la fácil expansión de todo tipo de
drogas entre los menores, aunque quizás no más que ahora, sino
probablemente más visible y, por eso mismo, más fácilmente sujeta a
controles adecuados. Esa solución situaría la responsabilidad por el uso
infantil de todo tipo de drogas allí donde corresponde: en los padres y sus
hijos. A ellos también les corresponde la misma responsabilidad por el uso
del alcohol y el tabaco. Es un síntoma trágico de nuestra negativa a asumir
seriamente la libertad personal y la responsabilidad que parezca no haber
deseo publico de asumir una postura similar hacia otras drogas peligrosas.
Antes o después, tendremos que hacer frente al dilema moral básico que
supone nuestro problema con las drogas: ¿tiene una persona derecho a
tomar una droga —cualquier droga—, no porque la necesite para curar una
enfermedad, sino porque quiere tomarla?
Para mí, esa incesante unanimidad en esta cuestión sólo puede significar
una cosa: la voluntad de eludir el problema real y un intento de dominarlo
atacando y abrumando a un chivo expiatorio, las «drogas peligrosas» y los
«drogadictos». Hay una semejanza siniestra entre la unanimidad con la
cual todos los hombres «razonables» —en particular políticos, médicos y
sacerdotes— apoyaron en otros tiempos las medidas protectora^ de la
sociedad contra brujas y judíos, y la unanimidad con la que ahora apoyan
las medidas contra drogadictos y los que abusan de drogas.
Evidentemente, Lindsley cree que tratar a los pacientes de ese modo basta
para establecer que no han sido coaccionados. Ignora por completo el
hecho de que está funcionando como un miembro del aparato institucional
del hospital. Considero que semejante trabajo es tan sólo un poco menos
odioso que experimentar con los reclusos en campos de concentración. Lo
digo porque creo que es tarea moral de los psicólogos y psiquiatras
salvaguardar, en general, la dignidad y la libertad de as personas y, en
especial, las de aquéllas con quienes trabajan. Si, en vez de ello, se
aprovechan profesionalmente del status de reclusión de los individuos o las
poblaciones, son, en mi opinión, criminales.
Algunos creen que los judíos son el Pueblo Elegido; otros que Jesús es el
Hijo de Dios y Dios él mismo; y, si Wolpe y Lazarus quieren creer lo que
he citado en el párrafo precedente, no tengo nada que objetar. Después de
todo, precisamente porque creen y predican esas afirmaciones, han sido los
sumos sacerdotes de la terapia conductista.
Toda la argumentación de Krasner es tan débil que dejaré que hable por sí
misma. Sin embargo, su última frase es tan obscenamente falsa que
requiere un comentario. El individuo inhabitual y creativo, declara
Krasner, «suscita un refuerzo positivo en otros». Sócrates, Jesús, Spinoza y
Semmelweis, se habrían interesado en esta ley social psicológica. ¿Qué
puede decirse —en una época en la que quizá el motivo humano singular
más poderoso es la envidia—, cuando uno de los más importantes
psicólogos y terapeutas conductistas norteamericanos afirma que la
conducta «buena» (las comillas son suyas) suscita refuerzo positivo en los
demás? ¿Es ésta una tautología fatua, o un horrendo asentimiento al
maoísmo? Sea como sea, pienso que Krasner lesiona aquí la causa de la
terapia conductista aún mucho más de lo que yo podría pretender.
Me gustaría sugerir, como han sugerido otros antes que yo, precisamente
lo que Schulman pretende que nadie sugeriría. Más aún, si Schulman
quiere creer que la sociedad Occidental —que incluye a los Estados
Unidos con su historia de esclavitud, a Alemania con su historia de
nacionalsocialismo y a Rusia con su historia de comunismo— realmente
«valora la vida de todos», allá él. Pero aceptar esta afirmación como
verdad es ocultar los hechos más obvios y brutales de la historia.
Una familia está a punto de morir de hambre; los padres se quedan sin
comida y prefieren perecer para que sus hijos logren sobrevivir. Un barco
ha naufragado y se está hundiendo: el capitán se hunde con el barco a fin
de que sus pasajeros puedan sobrevivir.
Algunos médicos evitan por eso tener trato con pacientes suicidas. Lo cual
explica por qué muchas personas, que acaban matándose, lo hacen con
frecuencia tras haber consultado con un médico el día mismo de su
suicidio. Sospecho que esas personas buscan una ayuda que el médico se
niega a darles. Y, en cierto sentido, es razonable que así sea. No culpo a
esos médicos. Tampoco es mi intención enseñarles cómo prevenir los
suicidios, cualquiera que sea. Pienso que, al tener estos médicos una fe
relativamente ciega en su ideología salvavidas —que, por otra parte,
necesitan para poder desempeñar su trabajo en la rutina de cada día—, no
son precisamente los más adecuados para oír y hablar inteligente y
tranquilamente sobre el suicidio con los internados. Esto en cuanto a los
médicos que, ante el ataque existencial que sienten que el suicida potencial
lanza sobre ellos, se lavan las manos. Contemplemos ahora los que se
mantienen firmes y devuelven el ataque.
Al igual que los políticos, los psiquiatras deben elegir a menudo entre ser
populares y ser honestos; aunque puede que luchen valientemente para
conseguir las dos cosas, lo más probable es que no lo consigan. Hay
buenas razones para ello. Los hombres necesitan reglas que guardar.
Necesitan una autoridad a la que puedan respetar, capaz de imponer la
acatación de esas reglas. En consecuencia, las instituciones, incluso las
instituciones manifiestamente entregadas al estudio de los asuntos
humanos, son mucho más expertas a la hora de articular reglas que a la
hora de analizarlas. Ejemplificaré la importancia de estas observaciones,
en relación con nuestra actitud ante el suicidio, remitiéndome a la historia
reciente de nuestras actitudes con respecto al control de la natalidad y el
aborto. Porque el control de la natalidad y el aborto, al igual que el
suicidio, son asuntos que afectan no sólo a la medicina y a la psiquiatría,
sino a la religión y a la ley.
Por ejemplo, Phillip Solomon escribe que los médicos «deben proteger al
paciente de sus propios deseos (suicidas)»; mientras que, para Edwin
Schneidman, «la prevención del suicidio es como la prevención de
incendios»[80]. ¡Solomon reduce así al suicida al nivel de una criatura
díscola, mientras Schneidman lo reduce al nivel de un árbol! En resumen,
el suicidologista utiliza su posición profesional para ilegitimar y castigar el
deseo de morir.
Decimos [al paciente]: mire, tiene Vd. una enfermedad exactamente igual
que la gripe de Hong-Kong. Quizá tiene Vd. la depresión de Hong-Kong.
En primer lugar, debe comprender que está emocionalmente enfermo… La
mayor parte de los pacientes jamás han admitido que están enfermos[82].
Entiendo que este tipo de engaño es una práctica habitual en los centros de
prevención del suicidio, aunque a menudo lo nieguen. Un informe sobre el
Servicio de Prevención del Suicidio del Condado de Nassau corrobora la
impresión de que, cuando el presunto suicida no coopera con las
autoridades de prevención del suicidio, se ve confinado en contra de su
voluntad. «Cuando quien llama es obviamente suicida», se nos dice, «se
envía inmediatamente una ambulancia de Meadowbrook a recogerle»[83].
Resumiendo, propongo que evitar que la gente se mate es como evitar que
la gente abandone su patria. Poco importa que quienes así recortan las
libertades de otras personas actúen con total sinceridad, o con un radical
cinismo. Lo que importa es lo que ocurre, la restricción de la libertad
individual, justificada en el caso de la prevención del suicidio por la
retórica psiquiátrica; y, en el caso de la emigración, por la retórica política.
Lenguaje y locura
Así pues, como peor o mejor use la gente el lenguaje, más o menos pobre
serán sus pensamientos; y, según los casos, tendemos a atribuirle una
dimensión humana reducida, o dilatada. Los niños, las personas que no han
recibido educación, los extranjeros y los locos tienden a ser vistos como
individuos de una reducida dimensión humana; en cambio, los novelistas,
los dramaturgos, los compositores, los filósofos y los científicos tienden a
ser vistos como individuos de una dilatada dimensión humana. No afirmo
con ello que el uso adecuado o cabal del lenguaje sea suficiente para
calificar a una persona de humanista, pero sí sugiero, con cierto énfasis,
que puede ser necesario para llegar a serlo.
Así es cómo, en 1911, la noción anterior de que los locos son irracionales
se ve rehabilitada y recibe nueva legitimidad científica: la demencia se
convierte en esquizofrenia, una enfermedad caracterizada por un
pensamiento desordenado.
No hay por qué saber nada de psiquiatría, tan sólo un poco de respeto por
el uso adecuado del lenguaje, para percibir que el pensamiento de los
psiquiatras es como el éter del físico; es una abstracción creada para hablar
de cosas observables, como el hecho de hablar y escribir. El libro de
Bleuler está, de hecho, lleno de ejemplos de expresiones, súplicas, cartas y
otras producciones lingüísticas de pacientes llamados esquizofrénicos. Y él
mismo ofrece numerosas observaciones sobre el lenguaje, como la
siguiente: «El bloqueo, la pobreza de ideas, la incoherencia, la turbación,
los delirios y las anomalías emocionales se expresan en el lenguaje de los
pacientes. Sin embargo, la anormalidad no está en el lenguaje mismo, sino
más bien en su contenido»[93].
He aquí una de las afirmaciones de Bleuler que mejor describen esta línea
de argumentación:
que está en Suiza, o cuando otra quiere coger un ramo de flores para
llevárselo a la cama y no despertarse nunca más, esas expresiones parecen,
a primera vista, bastante incomprensibles. Pero obtenemos una clave para
una explicación al saber que esos pacientes sustituyen con facilidad
semejanzas por identidades, y piensan en símbolos con una frecuencia
infinitamente mayor que la persona sana: es decir, emplean símbolos sin
preocupación alguna por su adecuación a la situación dada[96].
En relación con esto, me gustaría mencionar una paradoja que hace tiempo
considero amargamente irónica. En el campo de la conducta animal —hoy
una disciplina amplia y creciente—, los investigadores comparan a
menudo la conducta comunicativa de las marsopas con la de las personas,
y llaman lenguaje a su conducta extrovertida. En los primeros tiempos de
la psiquiatría —cuando los guardianes de los locos se llamaban más
correctamente médicos de locos y alienistas—, los guardianes comparaban
a los locos con las bestias salvajes, tachando de gruñidos animales las
súplicas de los dementes. Hoy —cuando los guardianes son científicos
médicos—, los psiquiatras comparan al esquizofrénico con el sifilítico y
contemplan su trastorno de pensamiento como una manifestación de su
trastorno cerebral. Así pues, puede decirse que el etólogo siente una
ardiente pasión por humanizar a los animales y el psiquiatra por
deshumanizar a las personas.
le preguntaron una vez sus discípulos qué haría en primer lugar si tuviera
el poder de arreglar los asuntos del país. Respondió: «Me cuidaría desde
luego de que el lenguaje se usara correctamente». Los discípulos se
miraban perplejos. «Este es», dijeron, «un problema secundario y trivial.
¿Por qué os parece tan importante?». Y el Maestro repuso: «Si el lenguaje
no se usa correctamente, lo que se dice no es lo que se quiere decir; si lo
que se dice no es lo que se quiere decir, lo que debiera hacerse quedaría sin
hacerse; si esto quedara sin hacerse, la moral y el arte se corromperían; si
la moral y el arte se corrompieran, la justicia se descarriaría; si la justicia
se descarriara las personas quedarían indefensas y sumidas en una gran
confusión»[100].
Orwell termina con una recomendación que bien podríamos adoptar como
nuestro credo:
Todo lo que Orwell dice aquí sobre el lenguaje político se aplica también,
quizás aún con mayor fuerza, a los lenguajes de las llamadas ciencias
conductistas y, entre ellas, en particular al de la psiquiatría. Sin embargo,
el movimiento humanista moderno ha buscado a menudo inspiración y
orientación en los científicos conductistas, y en particular en los
psiquiatras, que se llaman a sí mismos y se consideran humanistas, y así
son en general considerados por otros. Es un gravísimo error: entre los
enemigos del humanismo, la psiquiatría —es decir, la ideología de la salud
mental y la enfermedad mental, con los engaños y las coacciones
psiquiátricas justificadas en su nombre— es uno de los más peligrosos y
poderosos. Podemos recordar que Terencio dijo: «Soy hombre y nada
humano me es ajeno». El psiquiatra ha invertido esto. Declara: «Soy un
psiquiatra, nada ajeno me es humano», volviendo así a afirmar el viejo y
bárbaro criterio de lo humano.
El derecho a la salud
Aunque sea sabido de todos que los pobres siempre tendrán más
necesidades que los ricos y los ricos más satisfacciones que los pobres,
hoy este hecho es objeto de asombro y denuncia por parte de los
epidemiologistas psiquiátricos. Por ejemplo, Ernest Gruenberg declara
que, en nuestra sociedad, hay «una pauta por la que la enfermedad está en
función contraria al ingreso familiar, mientras que la atención médica
recibida está en función directa del ingreso familiar»[103]. En palabras
llanas, eso significa que la pobreza engendra enfermedad y la opulencia,
atención médica. Naturalmente, la misma afirmación podría hacerse acerca
de cualquier otra necesidad y satisfacción humana importante. Por
ejemplo, para ganarse la vida, un hombre pobre necesita más que el rico un
medio de locomoción, porque el rico bien podría quedarse en casa y vivir
de sus inversiones; pero el primero debe enfrentarse con los deficientes
sistemas de transportes públicos suministrados por la comunidad, mientras
el segundo posee una flota de coches privados, barcos y aviones.
Semejantes consideraciones no le impiden a Gruenberg, y a muchos otros
médicos que han tratado el tema, observar —lamentándose, a mi entender,
con cierta ingenuidad— que uno puede dudar… «de que hayan eliminado
la paradoja los esfuerzos por redistribuir la atención médica»[104]. Pero
no hay tal paradoja, salvo para el utópico reformista social que contempla
todas las diferencias sociales como enfermedades contagiosas, en espera
de ser barridas gracias a sus esfuerzos terapéuticos.
Son dos los grupos de personas cuya situación con respecto a la atención
médica es especialmente desairada, o injusta, y cuya condición tratan de
mejorar los que abogan por el derecho al tratamiento. Uno está formado
por las personas pobres que necesitan atención médica rutinaria. El otro se
compone de los reclusos de los hospitales mentales públicos que,
supuestamente, necesitan atención psiquiátrica. Sin embargo, las
propuestas relacionadas con las personas pobres que deberían tener acceso
a una atención médica mayor, mejor y menos costosa de la que tienen
ahora, y las relacionadas con los reclusos de los hospitales mentales
públicos que deberían recibir mejor atención psiquiátrica, plantean dos
problemas bastante distintos. Por lo tanto, trataré cada uno de ellos por
separado.
Pero las cosas no son tan simples. Sabemos qué es el desempleo; pero no
tenemos tan claro qué es la enfermedad mental. Además, una persona sin
trabajo no suele negarse a recibir dinero, y, si lo hace, nadie le fuerza a
aceptarlo. La situación del paciente mental hospitalizado en contra de su
voluntad es bastante distinta; no desea tratamiento psiquiátrico, y cuanto
más se opone a él más firmemente insiste la sociedad en que debe
recibirlo.
Más aún, ¿quién es el paciente? ¿Es alguien que posee una enfermedad, o
una lesión corporal demostrable, como el cáncer o una fractura? ¿Una
persona que se queja de síntomas corporales, pero sin enfermedad
demostrable, como el llamado hipocondríaco? ¿Es la persona que se siente
perfectamente bien, pero que otros consideran que está enferma, como el
llamado esquizofrénico paranoico? ¿O es una persona que profesa criterios
políticos distintos de los de los psiquiatras, que lo etiquetan como
demente, cual sucede con el senador Barry Goldwater?
Por último, ¿quién es médico? ¿Es una persona con licencia para practicar
la medicina? ¿Es alguien que ha completado un específico curriculum de
preparación profesional? ¿Es alguien que posee ciertas aptitudes médicas
demostradas por actuaciones públicas? ¿O acaso es alguien que alega
poseer esas aptitudes?
Y así cantidad infinita de otros casos. Sin embargo, citaré sólo uno más, la
práctica de la hospitalización mental no voluntaria, para mostrar hasta qué
punto es profundamente confusa nuestra situación actual con respecto al
concepto de tratamiento y, en consecuencia, cuán nefasta sería
necesariamente cualquier extensión del concepto de derecho al tratamiento
como derecho avalado por el Gobierno.
El suicidio es demencia…
Estas reflexiones de Rush suministran un ejemplo de la perspectiva
médico-terapéutica sobre la conducta política y social a comienzos del
siglo XIX. Sus afirmaciones apoyan ampliamente mi hipótesis de que,
aunque fuese manifiestamente uno de los fundadores del Gobierno
constitucional norteamericano, fue en realidad un arquitecto del Estado
terapéutico[136]. Los líderes de la Ilustración norteamericana nunca se
cansaron de destacar la necesidad de controlar los poderes de los
gobernantes, buscando siempre controlar y equilibrar la estructura del
Gobierno. Rush, por el contrario, abogó una y otra vez por las reglas del
despotismo benévolo, es decir, por un absolutismo político justificado
como una necesidad médica.
Lo que he analizado y atacado desde hace casi veinte años es todo este
sistema de ideas, insinuaciones, justificaciones y prácticas psiquiátricas
interconectadas. He descrito y documentado el status legal concreto del
paciente en el hospital mental, y lo he descrito como el de una persona
encarcelada en una prisión psiquiátrica; he articulado mis objeciones a la
psiquiatría institucional como un sistema no legal de castigo; y he
demostrado cuál me parece ser la única opción moralmente adecuada en
una sociedad libre para el problema de los llamados abusos psiquiátricos, a
saber: la total abolición de todas las intervenciones psiquiátricas no
voluntarias.
Mis objeciones a los principios y a las prácticas en los que se apoyan las
intervenciones psiquiátricas no voluntarias pueden resumirse del siguiente
modo:
Por otra parte, mal tiene a menudo un ámbito mucho más restringido que
enfermo, con lo cual hay muchos casos donde podemos usar el primero de
los términos pero no el segundo. Por ejemplo, no decimos «el tigre está
malo», o «el árbol está malo», pero sí decimos «el tigre está enfermo» o
«el árbol está enfermo». Es revelador que el uso estricto de mal se limite a
las personas; ni siquiera partes del cuerpo, u órganos, pueden encontrarse
mal, aunque sí puedan estar enfermos. No decimos «su mano se encuentra
mal», o «tiene una mano mala», pero sí decimos «su mano está enferma» o
«tiene enferma la mano».
En la Era de la Fe, los hombres y las mujeres tenían que llamar pecados a
sus problemas espirituales, y padres a las autoridades espirituales que, a su
vez, les llamaban hijos. En la Era de la Medicina, los hombres y las
mujeres tienen que llamar enfermedades a sus problemas espirituales, y
médicos a las autoridades espirituales que, a su vez, les llaman pacientes.
KURTZ: ¿Cómo cree que opera la Medicina unida al Estado? ¿En qué
niega la libertad exactamente?
KURTZ: Pero, en la Unión Soviética, esto tiene una base política: se trata
de defender al Estado. ¿Hay aquí el mismo motivo para encerrar a las
personas en instituciones mentales?
SZASZ: Profesor Kurtz, creo que hemos llegado a cierto acuerdo sobre lo
que queremos decir con político y lo que queremos decir con psiquiátrico.
De lo contrario, correríamos el riesgo de que lo que los rusos hacen en
materia de psiquiatría nos pareciera político y lo que nosotros hacemos nos
pareciera psiquiátrico, y probablemente a la inversa. Me atrevería a insistir
en el sentido de que toda psiquiatría no voluntaria es fundamentalmente
política. Es el uso del poder policial del Estado contra el ciudadano que
disiente. Tan sencillo como eso. Naturalmente, el contenido del
desacuerdo varía de país a país, es lógico. Naturalmente, en cada caso, el
desacuerdo se dirige contra aquello que no les gusta a los ciudadanos, y
eso difiere de un país a otro.
SZASZ: Sí.
SZASZ: Este es hoy un tema de gran importancia. Una vez más, el Estado
define —con bastante arbitrariedad desde el punto de vista farmacológico
— qué es enfermedad y qué es tratamiento, qué está permitido y qué está
prohibido. Tomar heroína es adicción. Recibir metadona es tratamiento.
Pero, ¿cuál es la diferencia entre heroína y metadona? Se la diré: la misma
que existe entre el protestantismo y el catolicismo.
KURTZ: ¿Puede sugerir otro ejemplo para ilustrar cómo funciona esta
alianza entre Medicina y Estado? ¿Cómo restringe la libertad?
SZASZ: Sí, pero hay dos cuestiones distintas aquí: en primer lugar, es el
Estado quien determina si el aborto es un crimen, o una cura; y, en
segundo lugar, el Estado se mantiene íntimamente implicado en el aborto,
incluso ahora que es legal. El Estado no permite que una mujer aborte
como le permite tomar una aspirina. Fuerza al contribuyente a pagar por
esto. Puesto que el aborto, hoy, se define como tratamiento, si una mujer
pobre aborta, el contribuyente lo paga. Pienso que se trata de un defecto
moral grave. Después de todo, el aborto sólo es necesario porque el
hombre y la mujer han realizado un comercio sexual, cosa que puede ser
muy agradable. Es lo que se denomina conducta suntuaria en un lenguaje
imaginativo. Lo mismo sucede con beber y fumar. Por consiguiente, a mi
modo de ver, forzar a los contribuyentes a que paguen los abortos de
mujeres pobres es como forzar a los contribuyentes a comprar cigarrillos a
los pobres. Es un lamentable desatino.
SZASZ: Naturalmente.
SZASZ: Profesor Kurtz, la idea de que dar diplomas a los médicos protege
al público es una de las falsedades actuales aceptadas con menos sentido
crítico.
KURTZ: ¿Qué quiere Vd. decir?
KURTZ: No, no sin aprobar primero los exámenes del consejo médico del
Estado.
KURTZ: ¿Por qué piensa Vd. que las personas no saben más de lo que
saben sobre medicina?
SZASZ: Hay muchas razones. Una es porque no se les enseña nada sobre
ello. Ya lo sabe, a la mayoría de las profesiones les atrae la mistificación.
Los profesionales tratan de mantener al público en las tinieblas, a pesar de
todas sus declaraciones de querer popularizar el conocimiento médico. He
pensado siempre que los niños de doce y trece años podrían ser instruidos
mucho más profundamente sobre cómo funciona el cuerpo, sobre cómo
funciona realmente; no es más difícil enseñar o aprender esto que enseñar
o aprender álgebra o gramática francesa.
SZASZ: Desde luego que no. No me gustaría dar la impresión de que esto
es lo que pienso. Se necesitan dos para bailar. Freud estaba bastante en lo
cierto cuando destacaba que una de las mayores pasiones de los hombres
es la pasión de no saber —reprimir, mistificar— lo obvio. Así, hay una
especie de conspiración entre personas que no desean saber y que quieren
permanecer estúpidas, y entre expertos que les mentirán y harán una
profesión de idiotizarlos. Los sacerdotes solían hacerlo mucho. Hoy, lo
hacen los médicos. Y, sobre todo, los políticos están ahí, preparados para
asegurarse de que las gentes oyen todas las mentiras que quieren oír.
SZASZ: Ningún control para los adultos. No entiendo cómo puede alguien
tomar en serio la idea de la autodeterminación y la responsabilidad
personal sin insistir en su derecho a tomar cualquier cosa que desee. El
Gobierno norteamericano sencillamente no tiene derecho a decirle qué
puede y qué no puede tomar, como tampoco tiene derecho a decirle qué
puede o no puede pensar. Obviamente, esto no significa que sea bueno
tomar ciertas drogas. Puede, con toda seguridad, ser contraproducente.
Pero, si una persona ha de ser libre, debe tener el derecho a envenenarse y
matarse. Y, efectivamente, lo tiene ahora con el tabaco, pero no con la
marihuana; lo tiene con el alcohol, pero no con la heroína.
SZASZ: Naturalmente.
KURTZ: Muchas personas están de acuerdo con parte de lo que dice o con
gran parte, pero luego dicen: «¿Y qué hay de los niños?». ¿Permitiría que
los niños comprasen cualquier droga que desearan?
KURTZ: Pero ¿cómo trata Vd. aquellos casos donde hay una crisis en la
familia, una creciente falta de responsabilidad entre los padres?
SZASZ: No, no creo que sirviese. Creo que sería simplemente un trozo de
papel. Tiene que haber primero una comprensión popular, una percepción
de sentido común sobre la diferencia entre la enfermedad como concepto
biológico y médico, y el conflicto como concepto personal y político.
SZASZ: Bien, muchas de las cosas que he dicho sobre la medicina las han
dicho otros sobre la educación, y estoy bastante de acuerdo con ellos. Paul
Goodman, por ejemplo, y antes de él Bertrand Russell. En la medida en
que la educación está financiada y legitimada por el Estado, se convertirá
inevitablemente en propaganda. Este problema es incluso más amplio y
más antiguo que el de la medicina. ¿Cómo se mantiene la independencia y
la integridad del educador? ¿Qué se enseña y a quiénes? Basta pensar en
Sócrates para comprender lo antiguo que es el problema.
SZASZ: Bien, antes de contestar, ¿podría Vd. decirme qué entiende por
socialismo?
KURTZ: El socialismo está siendo redefinido hoy en día. Quiero decir
sencillamente la idea de que el Estado detente algunos de los medios
básicos de producción; quizás también de que el Estado irá más y más
produciendo bienes y servicios no producidos en el sector privado, y que
se preocupará por el bienestar social. Eso es cierto, por ejemplo, en el
socialismo británico.
SZASZ: Si esto es lo que quiere Vd. decir, no sólo diría que el socialismo
es incompatible con el pensamiento libertario, sino que es uno de sus
enemigos más peligrosos y poderosos. No soy anarquista, aunque, como
sabe, esta ideología tiene cierto encanto para muchos libertarios.
Considero utópico e impracticable el anarquismo. El hombre es un ser
social. Sólo podemos vivir en grupos; hemos de vivir en grupos;
necesitamos tener ciertos tipos de cooperación social. Ahora, nos
aseguramos esta cooperación en parte a través de lo que llamamos el
Estado. Pero creo, con los libertarios tradicionales, que el Estado debería
hacer la menor competencia posible a la iniciativa individual. El Estado
debería cuidar de la defensa nacional, ejercer la función policial y algunos
tipos de funciones reguladoras. Pero cuanto más haga el Estado fuera de
estos dominios, más se convertirá en enemigo del pueblo. Los mejores
ejemplos se dan actualmente en la educación y la medicina estatales. Mire
nuestras escuelas públicas. Mire nuestros hospitales estatales. ¿Quién los
quiere? ¡No los consumidores «ingresados» en ellos! Estos son los
caminos hacia el totalitarismo. En el comunismo, todo esto se hace
abiertamente, desde luego. Allí, el Estado lo controla todo. En las llamadas
sociedades libres, nos movemos hacia controles semejantes, permitiendo
que el Estado controle la educación y la medicina.
SZASZ: Sí. Este sería mi punto de vista del humanismo. Pero, obviamente,
hay otros puntos de vista, otras definiciones. No necesito decirle, a título
de conclusión, que, a mi entender, hay dos modos totalmente distintos de
acercarse a lo que el humanismo es, de identificarlo. Uno consiste en
intentar definir la vida buena, la buena persona, la tolerancia, el estar
abierto, el amor, la razón, o cualquier otra cosa valorada por el definidor.
La articulación y realización de este tipo de vida —de este estilo de vida,
por usar un cliché habitual— se convierte entonces en humanismo. La otra
perspectiva no proporciona definición psicológica o moral alguna. Implica
decir —y ésta es la perspectiva que prefiero— que el humanismo es el
resultado, la consecuencia, de un tipo óptimo, o máximo, de pluralismo o
diversidad en la sociedad. En este sentido, el humanismo no es este o aquel
modo de vida, sino la diversidad que resulta de las circunstancias
económicas, políticas y psicológicas, que permiten a una persona vivir de
una manera y a otra de otra.
Sólo el error necesita apoyo del Gobierno. La verdad puede valerse por sí
misma… El modo de silenciar disputas religiosas es no darse por enterado.
Juguemos limpio también con este experimento, y liberémonos, mientras
podamos, de esas leyes tiránicas. Es cierto, todavía nos vemos asegurados
contra ellas por el espíritu de los tiempos. Dudo de que el pueblo de este
país padezca una ejecución por herejía, o un encarcelamiento de tres años
por no comprender los misterios de la Trinidad. Pero ¿es ese espíritu del
pueblo algo infalible y permanente? ¿Lo es el Gobierno? Además, el
espíritu de los tiempos puede cambiar, y cambiará. Nuestros gobernantes
se harán corruptos, nuestro pueblo descuidado… A partir de la conclusión
de esta guerra, iremos cuesta abajo. No será entonces necesario recurrir en
todo momento al pueblo como apoyo. El pueblo será olvidado por eso, y
sus derechos no se tomarán en consideración. Se olvidará de sí mismo,
salvo en la exclusiva facultad de hacer dinero, y nunca pensará en
unificarse para asegurar el debido respeto a sus derechos.
Notas
[2] Véanse, en relación con este tema, mis libros The second sin (Garden
City, N. Y.: Doukleday, Anchor Press, 1973) y Heresies (Garden City, N.
Y.: Doukleday, Anchor Press, 1976). <<
[3] Véase The open Society and its Enemies, de K. R. Papper (Princeton,
N. J.: Princeton University Press, 1950). <<
[5] A. Carrel, Man, the Unknown (Nueva York: Harper & Row, 1939),
págs. 299-302 y 318-319. <<
[6] Véase mi libro The Myth of Mental Illness (1961), págs. 32-34. <<
[10] Recogido por A. Soubiran en The good Doctor Guillotin and his
strange Device (Londres: Souvenir Press, 1963), pág. 214. <<
[16] Véase, en este libro, el capítulo titulado «La ética del suicidio». <<
[23] «Pursuit of the Poppy», Time, 14 de septiembre de 1970, pág. 28. <<
[24] «CLU says Addict has Right to use Methadone», Civil Liberties, julio
de 1970, pág. 5. <<
[46] Véase mi libro Law, Liberty and Psychiatry: An Inquiry into the
Social Uses of Mental Health Practices (Nueva York: Macmillan, 1963) y
capítulo 9 de este libro. <<
[47] Véase mi libro Law, Liberty, and Psychiatry…, op. cit., cap. 9.
Además, el capítulo «Justicia en el Estado terapéutico», en este libro. <<
[48] Véanse mis libros Ideology and Insanity…, op. cit., y The second Sin
(Garden City, N. Y.: Doubleday, Anchor Press, 1973). <<
[52] Véase mi libro The Ethics of Psychoanalysis: The Theory and Method
of Autonomous Psychotherapy (Nueva York: Basic Books, 1964). <<
[56] Véase mi libro The Myth of Mental Illness, op. cit. <<
[63] Véase mi libro The Myth of Mental Illness…, op. cit. e Ideology and
Insanity…, también op. cit. <<
[69] Fontenot v. Tracy, Super. Ct. San Deigo Co., Docket n.º 300672
(Cal., 1970); citado en The Citation 21 (mayo de 1970): 17-18. <<
[70] Reid v. Moore - McCormacle Lines, Inc., Dist. Ct., N. Y., Docket n.º
69 Civ. 1259 (D. C., N. Y., 15 de enero de 1970); citado en The Citation
21 (mayo de 1970): 31. <<
[71] Véase mi libro Law, Liberty and Psychiatry…, op. cit. e Ideology and
Insanity, op. cit., en particular los caps. 9 y 12. <<
[77] Véase mi libro The Myth of Mental Illness, op. cit., págs. 38-39. <<
[78] Schulman, «Suicide and Suicide Prevention», op. cit., pág. 857. <<
[84] Syracuse Port-Standard, 29 de septiembre de 1969. <<
[85] Véase mi libro The Myth of Mental Illness, op. cit. <<
[91] E. Bleuler, Dementia Praecox, or the Groups of Schizophrenias,
publicado en U. S. A International University Press, Nueva York, 1950,
pág. 8. <<
[98] Véase mi libro The Myth of Mental Illness…, op. cit. y mi artículo
«Mental Illness as a Metaphor» en Nature 22 (marzo de 1973): 305-307.
<<
[99] Véase mi libro Ideology and Insanity…, op. cit., págs. 190-217. <<
[106] Desde la Revolución francesa, y siempre más durante el siglo
pasado, casi todos los gobiernos occidentales han fomentado la creencia de
que no sólo las grandes desigualdades en materia de salud, sino también
las desigualdades de todo tipo —por ejemplo, de ambición, talento y, por
supuesto, salud— son iniquidades. El resultado de esta situación ha sido
comentada con gran ironía por C. S. Lewis: «Los hombres no se lamentan
tan sólo de su desventura, sino de la desventura como ofensa. Y el
sentimiento de la ofensa proviene del sentimiento de que una demanda
legítima les fue denegada. Por lo tanto, cuántas más demandas pueda
formular su paciente en la vida, con mayor frecuencia se sentirá ofendido».
(The Screwtape Letters and Screwtape Proposes a Toast, Macmillan,
Nueva York, 1971, págs. 95-96). <<
[107] Véase, por ejemplo, J. S. Clark, Jr., «Can the Liberals Rally?»,
Atlantic Monthly, julio de 1953, págs. 27-31. <<
Salvo que uno crea en el especial altruismo de los médicos (del cual no
existen pruebas irrefutables), deberá deducirse inevitablemente que la
actual finalidad de las leyes restrictivas sobre las licencias —comparadas
con las que regulan la capacidad profesional específica de las personas,
como la de matemáticos o físicos, que no implican restricciones legales
sobre otros, que carecen de esa capacidad—, es precisamente contraria a la
meta que manifiesta y profesa. Con el pretexto de proteger al público de
profesionales incompetentes, protegen a éstos de la posible competencia de
otros vendedores de servicios requeridos y de la libertad de elección de un
público ilustrado. <<
[109] Rouse v. Cameron, 125 U. S. App. D. C. 366, 373 F. 2d. 451 (1966),
págs. 452, 453 y 456. <<
[119] En relación con esto, véanse mis artículos «The Ethics of Birth
Control», en The Humanist 20 (noviembre-diciembre de 1960): 332-336 y
«The Ethics of Abortion», ibid, 26 (septiembre-octubre de 1966): 147-148.
<<
[126] Véase, en relación con este tema, mis libros The Manufacture of
Madness…, op. cit., e Ideology and Insanity…, op. cit. <<
[130] Rush, Medical Inquiries and observations upon the Diseases of the
Mind (1812; Nueva York: Macmillan, Hafner Press, 1962), págs. 225-256.
<<
[136] Véase mi libro Law, Liberty and Psychiatry…, op. cit., esp. págs.
212-222. <<
[137] K. Menniger, The Human Mind, 3.ª ed. (Nueva York: Knopf, 1966),
pág. 449. <<
[145] Ibid,, pág. 265. <<
[147] Lewis, The Abolition of Man (Nueva York: MacMillan, 1965), págs.
76-77. <<
[152] Menninger, The Crime of Punishment, op. cit., pág. 262. <<
[155] Véase, en general, mi libro The Myth of Mental Illness…, op. cit.,
esp. págs. 241-240. <<
[156] Véase mi libro (ed.) The Age of Madness…, op. cit. <<
[158] Véase mi libro The Manufacture of Madness…, op. cit., págs. 13-16.
<<
Comparte este libro con todos y cada uno de tus amigos de forma automática,
mediante la selección de cualquiera de las opciones de abajo:
Free-eBooks.net respeta la propiedad intelectual de otros. Cuando los propietarios de los derechos de un libro envían su trabajo a Free-eBooks.net, nos están dando permiso para distribuir dicho
material. A menos que se indique lo contrario en este libro, este permiso no se transmite a los demás. Por lo tanto, la redistribución de este libro sín el permiso del propietario de los derechos, puede
constituir una infracción a las leyes de propiedad intelectual. Si usted cree que su trabajo se ha utilizado de una manera que constituya una violación a los derechos de autor, por favor, siga nuestras
Recomendaciones y Procedimiento de Reclamos de Violación a Derechos de Autor como se ve en nuestras Condiciones de Servicio aquí:
http://espanol.free-ebooks.net/tos.html