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Teologia de La Medicina

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Pocos

son los que aun hoy se oponen radicalmente al poder absoluto de las
instituciones médicas y psiquiátricas, por vía de la infalibilidad de la
Ciencia, sobre los enfermos o llamados enfermos que se someten a ella
ciegamente debido a su ignorancia, no sólo de su propio cuerpo, sino
también del enigmático lenguaje médico al que no tienen acceso. Thomas
Szasz, profesor de psiquiatría en la Universidad del Estado de Nueva
York, es uno de esos escasos pioneros. Aun ejerciendo en el mundo de
esos modernos sacerdotes, reflexiona con asombrosa lucidez y sencillez
sobre la responsabilidad ética de su profesión.

Thomas Szasz expone él mismo el propósito de este libro: «Estos ensayos,


aquí reunidos, están animados por el deseo de sondear en los aspectos
ceremoniales y religiosos de distintas prácticas médicas. Antes, la gente se
convertía en su propia víctima atribuyendo poderes mágicos a sus
médicos. Enfrentados a personas que asumen esos poderes sobrehumanos,
los hombres y mujeres corrientes tienen tendencia someterse a ellas con
una fe ciega, cuyas inexorables consecuencias consisten en convertirse a sí
mismos en esclavos y en convertir en tiranos a sus protectores. Por eso, los
que concibieron la Constitución en Norteamérica hicieron las cosas de tal
manera que la gente respetara a los sacerdotes por sus creencias, pero que
desconfiara de ellos por su poder. Para ello, elevaron una barrera entre la
Iglesia y el Estado. Asimismo, esa gente debería respetar a los médicos por
su capacidad profesional, pero desconfiar de ellos por su poder. Pero hasta
que la gente eleve una barrera entre la Medicina y el Estado, no podrá
hacerlo y sucumbirá precisamente al mismo peligro del que se supone la
ley debería librarla».


Thomas Szasz

La teología de la medicina

ePub r1.0

Titivillus 31.05.15

Título original: The Theology of Medicina. The Political - Philosophical


foundations of Medical Ethics

Thomas Szasz, 1977

Traducción: Antonio Escohotado

Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Si el gobierno romano no hubiese permitido la libre investigación, el


cristianismo jamás habría podido introducirse. Si no se hubiese consentido
la libre investigación durante la Reforma, las corrupciones del cristianismo
jamás habrían podido depurarse. Si ahora se la restringiera, quedarían
protegidas las corrupciones actuales y se estimularían otras futuras. Si el
Gobierno debiese prescribirnos una medicina y una dieta, nuestros cuerpos
se encontrarían en el mismo estado de conservación en que ahora se
encuentran nuestras almas.

Thomas Jefferson, «Notas sobre el Estado de Virginia» (1871).



Prefacio

Este libro es una recolección de ensayos previamente publicados, en su


mayoría, en publicaciones periódicas. Sin embargo, muchos fueron
inicialmente elaborados para conferencias y luego publicados en una
versión abreviada. Reproducimos aquí las versiones íntegras, y algunos
ensayos —por ejemplo, «La ética de la adicción» y «La ética del
suicidio»— están publicados aquí por primera vez.

Agradezco a los editores de las revistas y libros, donde aparecieron por


primera vez esos trabajos, el hecho de autorizarme a reproducirlos en
forma de libro; a Cynthia Norman, de Harper & Row, por ayudarme en la
selección y reelaboración de los ensayos; y a Debbie Murphy, mi
secretaria, por su acostumbrada dedicación.


Agradecimientos

Agradezco a las siguientes fuentes su autorización para reproducir los


artículos que aquí se publican tras adaptarlos a la idea de este libro:

«El médico moral», adaptado a partir de «El médico moral», publicado en


The Center Magazine, vol. 8 (marzo-abril, 1975), págs. 2-9.

«Enfermedad e indignidad», adaptado a partir de «Enfermedad e


indignidad», publicado en The Journal of the American Medical
Association, vol. 227 (febrero, 1974), págs. 543-545. Copyright 1974,
American Medical Association. Reproducción autorizada.

«La ética de la adicción», adaptado a partir de «La ética de la adicción»,


publicado en Harper’s Magazine (abril, 1972), págs. 74-79.

«La ética del suicidio», adaptado a partir de «La ética del suicidio»,
publicado en Antioch Review, vol. 31 (primavera, 1971), págs. 7-17.

«Lenguaje y locura», adaptado a partir de «Lenguaje y humanismo». Este


artículo fue publicado en primer lugar en The Humanist (enero/febrero,
1974). Reproducción autorizada.

«El derecho a la salud», adaptado a partir de «El derecho a la salud»,


publicado en The Georgetown Law Journal, vol. 57 (marzo, 1969), págs.
734-751.

«Justicia en el Estado terapéutico», adaptado a partir de «Justicia en el


Estendo terapéutico», publicado en The Administration of Justice in
America: The 1968-69 E, Paul du Pont Lectures on Crime, Delinquency,
and Corrections (Newark, Del.: University of Delaware Press, 1970), págs.
75-92.

«La falta de lógica y moralidad en intervenciones psiquiátricas


involuntarias: una lógica personal», adaptado a partir de «El peligro de la
psiquiatría coercitiva», publicado en American Bar Association Journal,
vol. 61 (octubre, 1975), págs. 1246-1249.

«Las metáforas de la fe y de la locura», adaptado a partir de


«Metaforología médica», publicado en American Psychologist, vol. 30
(agosto, 1975), páginas 859-861. Copyright 1975 by The American
Psychological Association. Reproducción autorizada.

«Medicina y Estado: una entrevista del Humanist» adaptado a partir de


«Medicina y Estado: violación del primer mandamiento - Una entrevista
con Thomas Szasz», publicado en The Humanist (marzo/abril, 1973).
Reproducción autorizada.

Introducción

La característica moral crucial de la condición humana es la experiencia


dual de la libertad de voluntad y la responsabilidad personal. Puesto que
libertad y responsabilidad son dos aspectos del mismo fenómeno, invitan a
una comparación con el proverbial cuchillo de doble filo. Un lado de la
hoja implica acción: lo llamamos libertad. El otro implica obligaciones: lo
llamamos responsabilidad. A la gente le gusta la libertad porque
proporciona ciertas ventajas con relación a cosas y personas. Le molesta la
responsabilidad porque restringe la satisfacción de sus deseos. Por eso, una
de las cosas que caracteriza a la historia es el incesante esfuerzo humano
por incrementar al máximo la libertad y reducir al mínimo la
responsabilidad. Pero resulta vano, pues todo verdadero incremento de la
libertad humana —sea en el Paraíso, o en el desierto de Nevada, en el
laboratorio químico, o en el laboratorio médico— trae consigo un
incremento proporcional de responsabilidad. Cada satisfacción que
proporciona el poder de hacer el bien se ve pronto eclipsada por la culpa
derivada de haberlo usado para hacer el mal.
Enfrentados a este inexorable hecho de la vida, los seres humanos han
tratado de distorsionarlo en su propia ventaja, o al menos en el sentido de
lo que pensaban que era su ventaja. Básicamente, las gentes han hecho eso
adscribiendo su libertad —y, por lo tanto, también su responsabilidad— a
alguna instancia exterior. Han proyectado así sus propias cualidades
morales sobre otros, moralizando a estos últimos y desmoralizándose a sí
mismos. En el proceso, han convertido a los otros en titiriteros y a ellos
mismos en títeres.

Evidentemente, el esquema más antiguo para construir semejante orden es


la religión: sólo las deidades tienen libre albedrío y responsabilidad; las
personas son meros títeres. Aunque la mayoría de las religiones moderan
ese esquema, atribuyendo algún grado de auto-acción a los títeres, la
importancia del punto de vista del mundo subyacente mal puede ser
exagerada. En realidad, las gentes siguen intentando a menudo explicar la
conducta de ciertas personas auto-sacrificadas diciendo que obedecen a la
voluntad de Dios; y, más importante aún, las gentes pretenden a menudo
obedecer a la voluntad de Dios cuando sacrifican a otros, sea en una
cruzada religiosa o en el así llamado episodio psicótico. Lo importante de
este esquema es que nos hace presenciar e incluso participar en un drama
humano donde los actores son vistos como robots, siempre dirigidos sus
movimientos por poderes invisibles superiores.

Expresado así de modo tan simple y directo, muchas personas podrían hoy
sentirse inclinadas a descartar ese esquema, considerándolo propio tan sólo
de un fanático religioso. Este sería un grave error, por qué nos cegaría al
hecho de que ese esquema precisamente anima buena parte del
pensamiento religioso, político, médico, psiquiátrico y científico
contemporáneo. ¿De qué otro modo podemos explicar la invocación
sistemática de divinidades por parte de los líderes nacionales? ¿O el uso de
la Biblia, el Talmud, el Corán y otros libros sagrados como guías en el
encauzamiento adecuado de la libertad individual para actuar en el mundo?
Dios, una de las soluciones universales para la culpa, es engendrado por
las consecuencias indeseables de las propias acciones. Por eso, la religión
solía ser, y sigue siendo, una importante institución social.

Pero la creencia en las divinidades como titiriteros y en las gentes como


títeres ha disminuido durante los últimos siglos. Con todo, no ha habido un
incremento correspondiente de la aceptación humana de la responsabilidad
personal y de la culpa individual. Las gentes siguen intentando
convencerse de que no son responsables, o de que sólo son responsables en
una medida muy limitada de las consecuencias indeseables de su conducta.
¿Cómo, si no, explicarnos la invocación sistemática de Marx y Mao hecha
por líderes nacionalistas? ¿O el uso de los escritos de Freud, Spock y otras
obras manifiestamente científicas como guías en el encauzamiento
adecuado de la libertad individual para actuar en el mundo? Hoy, el
disolvente universal para la culpa es la ciencia. Por eso, la medicina es una
institución social tan importante.

Durante milenios, los hombres y las mujeres rehuyeron la responsabilidad


teologizando la moral. Hoy, la rehúyen medicalizando la moral. En el
pasado, una conducta particular era buena si Dios la aprobaba; y, si la
desaprobaba, era mala. ¿Cómo sabía la gente qué aprobaba y qué
desaprobaba Dios? La Biblia —esto es, los expertos bíblicos llamados
sacerdotes— se lo decía. Hoy, si la medicina aprueba una conducta
específica, es buena; y, si la desaprueba, es mala. ¿Y cómo saben las
gentes qué aprueba o desaprueba la medicina? La medicina —es decir, los
expertos médicos llamados doctores— se lo dice.

El exterminio de herejes en las piras cristianas fue un asunto teológico. El


exterminio de judíos en las cámaras de gas nazis fue un asunto médico. La
destrucción inquisitorial de los procedimientos legales tradicionales en los
tribunales europeos fue un asunto teológico. La destrucción psiquiátrica
del poder legal en los tribunales americanos es un asunto médico. Y así
siempre.

La vida humana —esto es, una vida de auto-conciencia y vigilia— es


inimaginable sin sufrimiento. Sin dolor y pesar no podría haber placer y
goce; así como no podría existir vida sin muerte, salud sin enfermedad,
belleza sin fealdad, riqueza sin pobreza, y así sucesivamente con las
incontables experiencias humanas que clasificamos en deseables e
indeseables.

Todos nuestros esfuerzos —morales y médicos, políticos y personales— se


dirigen a reducir al mínimo las experiencias indeseables y a incrementar al
máximo las deseables. Sin embargo, si el cálculo de la conducta personal
pudiese reducirse a un principio prudencial tan simple, la vida humana
sería mucho menos complicada de lo que es. Lo que la complica es,
naturalmente, el hecho de que muchas de las cosas que consideramos
deseables entran en conflicto con, o sólo pueden asegurarse a costa de,
otras que también consideramos deseables. No parece haber un límite para
los conflictos y las contradicciones internas entre las cosas que valoramos
en abstracto y deseamos aumentar al máximo. Por ejemplo, comer o beber
agradablemente suele entrar en conflicto con la propia salud, el placer
sexual tropieza a menudo con la dignidad, la libertad entra en conflicto con
la seguridad, y así sucesivamente. Por eso, la bus queda de alivio ante el
sufrimiento, aunque pueda parecer razonable, no puede ser una meta
personal o política incondicionada. Y, si hacemos de ella semejante meta,
es seguro que desembocará en mayor y no en menor sufrimiento. En el
pasado, la mayor desgracia para el mayor número fue causada
precisamente por aquellos programas políticos cuya meta era el alivio más
radical del sufrimiento para el mayor número de seres humanos. Mientras
progresaban esas campañas contra el sufrimiento, las gentes las aprobaban
sin restricciones; ahora, retrospectivamente, nos parecen los casos más
terribles de tiranía.

A falta de la visión perfecta, que sólo el transcurso del tiempo permite,


intentemos por lo menos contemplar críticamente los tiempos en que
vivimos. Si lo hacemos, captaremos un destello, e incluso veremos con
suficiente claridad los contornos de dos ideologías contemporáneas que se
han marcado esa misma meta perenne: el alivio radical del sufrimiento
para la mayoría. Una de ellas, que domina parte de Oriente, es la campaña
marxista-comunista contra la infelicidad: propone un alivio total del
sufrimiento mediante una victoria sobre el capitalismo, causa última de
toda miseria humana. La otra, que domina parte de Occidente, es la
campaña científico-médica contra la infelicidad: promete un alivio total
del sufrimiento mediante la victoria sobre la enfermedad, causa última de
toda miseria humana.

En los países sometidos al sistema comunista, donde sus esfuerzos por


aliviar el sufrimiento no se ven contrarrestados por ninguna otra fuerza
efectiva, el comunismo ha logrado ser la mayor fuente de sufrimiento; en
el Occidente llamado libre, donde el «terapeutismo» ha conseguido un
poder no contrapesado por fuerza eficaz alguna, a medicina ha logrado
convertirse en una de las mayores fuentes de sufrimiento.

Cómo la medicina, el arte de curar, se ha transmudado de aliado en


adversario del hombre, y cómo pudo hacerlo precisamente durante
aquellas mismas décadas en que su capacidad de curar alcanzaba las cotas
más altas de toda su historia, es un relato cuya narración debe esperar otra
ocasión y quizá incluso otro narrador. Bastará aquí advertir que no hay
nada nuevo en el hecho de que, para los asuntos humanos, el poder de
hacer el bien suele tener como contrapeso —si es que no se ve excedido
por él— el poder de hacer el mal; que la ingenuidad humana ha creado,
especialmente en las instituciones legales y políticas anglosajonas,
sistemas que se han demostrado útiles a la hora de dividir el poder para
hacer el bien en dos componentes básicos, a saber: bien y poder; y que
esas soluciones institucionales y los principios morales que encarnan han
procurado promover el bien, privando a sus productores y suministradores
del poder sobre aquellos que desean recibir o rechazar sus servicios. El
monumento más destacado a ese esfuerzo por parte de los legisladores de
proteger a sus súbditos ante aquellos que podrían hacerles un bien, incluso
aunque significase matarles, es la cláusula de la Primera Enmienda
garantizando que «el Congreso no promoverá ley alguna que respete el
establecimiento de una religión o que prohíba el libre ejercicio de la
misma». Permítanme indicar brevemente cómo creo que esa garantía, y los
principios morales y políticos que encarna, se aplica a nuestra situación
contemporánea.

Todos reconocen hoy la realidad del sufrimiento espiritual, es decir, el


hecho de que hombres, mujeres y niños pueden y suelen estar angustiados
por no poder encontrar ni dar significado a sus vidas, o porque no pueden
ni aceptar ni crear pautas satisfactorias para regular su conducta personal.

Aunque estas circunstancias desembocan en un inenarrable sufrimiento,


nadie en los Estados Unidos —y aún menos ninguna autoridad judicial o
legal— pretendería que semejante infelicidad justifica la imposición, a la
fuerza, de ciertas creencias y prácticas religiosas a los sufrientes.
Semejante intervención, aunque demostrase ser «útil» para el alivio del
sufrimiento, violaría la garantía de la Primera Enmienda contra el
«establecimiento de religión».

Intento, en los ensayos agrupados en este volumen, mostrar que ese


principio se aplica, y debiera aplicarse, también a las intervenciones
médicas, llamadas terapéuticas. En otras palabras, mantengo que el
sufrimiento provocado por la enfermedad —prescindiendo de si es una
enfermedad corporal efectiva o una supuesta enfermedad mental— no
puede, en la ley americana, servir de pretexto para privar a una persona de
libertad, aunque el encarcelamiento se llame hospitalización y aunque la
intervención se llame tratamiento. Pretendo que semejante uso del poder
estatal —ya sea racionalizado como un despliegue necesario del poder
policial, o como aplicación terapéutica del principio de parens patriae— es
contrario a las ideas e ideales consagrados en la Primera Enmienda a la
Constitución.

Para admitir este argumento, no necesitamos considerar qué podría, o


debería, hacer el Estado a ciudadanos que no están sufriendo para hacer
algo por aquéllos que sí lo están. Los que gozan de seguridad social, o de
jubilaciones, no están sujetos al poder policial del Estado: no son
encarcelados ni forzados a someterse a tratamientos médicos. Sin
embargo, debemos considerar lo que se está haciendo en los Estados
Unidos —y, naturalmente, en todos los demás lugares— a personas que
están sufriendo, o que se supone que están sufriendo, para ayudarles de
modo manifiesto. Es precisamente en este punto donde la teología de la
medicina —y especialmente la teología de la psiquiatría y de la terapia—
se impone clara y ampliamente.

Por ejemplo, el 6 de febrero de 1976, «Psychiatric News», la revista oficial


de la Asociación Psiquiátrica Norteamericana, publicó una entrevista en la
primera página, hecha por Robert Pear —del «Washington Star»— al
doctor Judd Marmor, presidente de la Asociación Psiquiátrica
Norteamericana. Tras mencionar mis objeciones a las intervenciones
psiquiátricas involuntarias, Pear pregunta a Marmor: «Pero, si una persona
que está supuestamente enferma no reconoce su enfermedad y no pide
tratamiento, ¿debería intervenir la sociedad?», y Marmor contesta: «Sí,
porque esos individuos están sufriendo, y está en la naturaleza de su
sufrimiento que muy a menudo no se encuentren en posición de valorar el
hecho de estar mentalmente enfermos»[1].

Esta concepción terapéutica moderna me parece idéntica a la concepción


teológica tradicional, según la cual algunas personas están sufriendo, y
pertenece, muy a menudo, a la naturaleza de su sufrimiento el que no se
encuentren en posición de evaluar el hecho de haberse apartado de la
verdadera fe.

Los creadores de la Constitución se oponían a semejante sofisma y


política. Razonaban —creo que correctamente— en el sentido de que, aun
cuando el caso fuese exactamente como lo presenta Marmor, debería
bastar que las personas preocupadas por el bienestar de esos «sufrientes»
les ofrecieran su «ayuda». Eso suprimiría el supuesto desconocimiento por
parte de los sufrientes de su propio sufrimiento y de la ayuda disponible
para su alivio. Ni la existencia de semejante padecimiento, real o supuesto,
ni la existencia de ayuda para él, real o supuesta, podría justificar, desde
esta perspectiva, una alianza entre la Iglesia y el Estado, o el uso del poder
estatal para imponer ayuda clerical a clientes que se niegan a ello. Tal
como es, insisto, no puede justificar una imposición de ayuda clínica.

¿Cómo entonces triunfó la medicina allí donde fracasó la religión? ¿Cómo


ha sido capaz la terapia de franquear el muro que separa la Iglesia del
Estado allí donde fue incapaz de hacerlo la teología? Dicho brevemente, la
medicina ha sido capaz de lograr lo que no pudo la religión, ante todo
mediante una violación radical de nuestro vocabulario, de nuestras
categorías conceptuales; y, en segundo lugar, subvirtiendo nuestros ideales
y desplazando el poder de las instituciones dedicadas a protegernos al de
quienes nos ayudarán tanto si lo queremos como si no. Ya lo hicimos con
los negros. Ahora nos lo estamos haciendo unos a otros, prescindiendo de
credo, color o raza.

¿Cómo se justificó y se hizo posible la esclavitud? Llamando ganado en


vez de personas a los negros. Si los negros hubiesen sido reconocidos
como personas, no habría podido haber venta ni compra de esclavos, ni
leyes de fuga para ellos; en resumen, no habría existido esclavitud en
Norteamérica. Y, si las plantaciones hubiesen podido llamarse haciendas, y
si obligar a los negros a trabajar hubiese podido llamarse garantizar su
derecho a trabajar, la esclavitud podría aún ser considerada compatible con
la Constitución[2]. Tal como están las cosas, ningún estamento puede hoy
negar que la esclavitud es una servidumbre involuntaria. Nada puede
negarlo. Mientras que cualquiera puede hoy negar el hecho de que la
psiquiatría institucional es una servidumbre involuntaria.

¿Cómo se justifican y se hacen posibles las intervenciones psiquiátricas


involuntarias, y las muchas otras violaciones médicas de la libertad
individual? Llamando a las personas pacientes, llamando al
encarcelamiento hospitalización, y a la tortura terapia; llamando a los
individuos que no se quejan sufrientes, a los médicos y a los profesionales
de salud mental, que infringen su libertad y su dignidad, terapeutas, y, a las
cosas que estos últimos hacen a los primeros, tratamientos. Por eso,
términos como salud mental y derecho al tratamiento encubren hoy con
tanta eficacia el hecho de que la psiquiatría constituye una servidumbre
involuntaria.

Corremos el riesgo de olvidar que el lenguaje constituye nuestro bien, o


herramienta, más importante; y que, aun cuando con el lenguaje de la
ciencia explicamos hechos, con el de la moral justificamos actos. Podemos
explicar el aborto como cierto tipo de procedimiento médico, pero
debemos justificar el hecho de permitirlo, o prohibirlo, llamándolo
tratamiento, o asesinato de la criatura no nacida.

En la vida cotidiana, la distinción entre explicación y justificación se


diluye con frecuencia, y por una buena razón. Es muchas veces difícil
saber qué debiera uno hacer, cuál es la justificación válida para
comprometerse en una acción específica. Uno de los mejores sistemas para
resolver semejante incertidumbre consiste en justificar el desarrollo
específico de una acción dándole una explicación. En esos casos, decimos
que no tenemos más elección que obedecer a la Verdad tal como nos ha
sido revelada por Dios o por la Ciencia.

Otra razón para encubrir justificaciones con explicaciones consiste,


retóricamente, en sostener que una justificación ofrecida en cuanto tal es a
menudo poco convincente, mientras que una justificación enunciada como
explicación es a menudo muy poderosa. Por ejemplo, antaño, si un hombre
hubiera justificado el hecho de no comer diciendo que deseaba morir de
hambre, habría sido considerado un loco; pero, si lo hubiese explicado
diciendo que lo hacía para servir mejor a Dios, habría sido considerado
devotamente religioso. Asimismo, hoy, si una mujer esbelta justifica el
hecho de no comer diciendo que quiere perder peso, debería ser
considerada como una demente que padece anorexia nerviosa; pero, si lo
explica diciendo que lo hace para combatir alguna mala acción política en
el mundo, es considerada una noble contestataria de la injusticia.

Las personas sufren, desde luego. Y ese hecho —según médicos y


pacientes, abogados y laicos— basta hoy para justificar el que se les llame
y considere pacientes. Lo que, en otros tiempos, sucedió gracias a la
universalidad del pecado, sucede hoy gracias a la universalidad del
sufrimiento; hombres, mujeres y niños se convierten— quieran o no, les
guste o no— en los pacientes-penitentes de sus médico-sacerdotes. Y,
sobre el paciente y el médico, se levanta ahora la Iglesia de la Medicina,
cuya teología define los papeles y las reglas del juego que han de jugar, así
como sus leyes canónicas Hartadas hoy salud pública y leyes de salud
mental, imponiendo su conformidad con la ética médica dominante.

Mis criterios sobre ética médica dependen ante todo de la analogía entre
religión y medicina, entre nuestra libertad, o su carencia, a la hora de
aceptar, o rechazar, cualquier intervención teológica y terapéutica. Parece
obvio que cuanto más se atribuya un mayor valor a la religión que a la
libertad, más se intentará vincular la religión al Estado y fomentar las
prácticas teológicas mediante la coacción estatal; asimismo, cuanto más se
atribuya un mayor valor a la medicina que a la libertad, más se intentará
vincular la medicina al Estado y fomentar prácticas terapéuticas mediante
la coacción estatal. La cuestión es así de simple, pero inexorable: cuando
la religión y la libertad entran en conflicto, las gentes deben elegir entre
teología e independencia; y, cuando la medicina y la libertad entran en
conflicto, deben elegir entre terapia e independencia.

Si los norteamericanos se viesen enfrentados hoy a esta elección, y si


valoraran la religión tanto como valoran la medicina, intentarían sin duda
reconciliar lo irreconciliable, llamando al encarcelamiento en instituciones
eclesiásticas derecho a asistir a la iglesia, y a la tortura en el potro derecho
a practicar los rituales de la propia fe. Si estos términos se aceptasen como
los adecuados a las prácticas que nombran, el ritual religioso obligatorio y
la persecución religiosa podrían considerarse constitucionales. Los
sometidos a semejantes prácticas podrían entonces clasificarse entre las
personas garantizadas en su derecho a la religión, y quienes se opusieran a
semejantes violaciones de los derechos humanos podrían ser barridos
como sediciosos del compromiso de una sociedad libre con la práctica de
la libertad religiosa. Los norteamericanos podrían entonces mirar hacia
adelante, esperando con ansiedad los números siguientes del «Time» y del
«Newsweek» que celebrarían por todo lo alto el último progreso de la
investigación religiosa.

Sin embargo, quizás no sea todavía demasiado tarde para recordar que fue
el respeto por la cura de almas, asumido y practicado libremente, o no, lo
que inspiró a los autores de la Constitución a la hora de suprimir el poder
secular clerical. Era suficiente, y supongo que razonable, considerar que
los teólogos dispusieran únicamente del poder espiritual, pues no necesitan
otra cosa para desempeñar sus tareas. Asimismo, el respeto que siento por
la cura de los cuerpos (y de las «mentes»), asumido y practicado
libremente, es lo que me inspira a pedir que se prive a los clínicos de poder
secular. Creo que les basta a los médicos el poder inherente a su
conocimiento científico y a sus capacidades técnicas, pues no necesitan
nada más para el desempeño de sus tareas.

Aunque los ensayos reunidos en este volumen han sido escritos durante un
período que abarca una década aproximadamente, están todos animados
por el deseo de explorar los aspectos rituales, o religiosos, de diversas
prácticas médicas. Permitan que me apresure a decir que no estoy negando
los aspectos científicos o técnicos de la medicina. Por el contrario, creo —
y es bastante obvio— que el diagnóstico genuino y los poderes
terapéuticos de la medicina son hoy mucho mayores de lo que han sido
jamás en la historia de la humanidad. Por eso, precisamente, son también
mucho mayores sus poderes religiosos o mágicos. Cualquiera que
interprete mis esfuerzos por explicar, y a veces reducir, las dimensiones
mágicas, religiosas y políticas de la medicina como un esfuerzo para
calumniar, o despreciar, sus dimensiones científicas y técnicas, lo hace
porque quiere. Este libro se dirige a personas que comprendan la diferencia
entre el por qué un sacerdote lleva sotana y un cirujano una bata
esterilizada, entre el por qué un cirujano ortopédico utiliza una escayola y
un psicoanalista un diván. Por desgracia, muchas personas no lo entienden.

¿Y por qué? ¿Por qué habrían de entenderlo? ¿Por qué querría alguien
distinguir entre actos técnicos y rituales, o entre el papel de un profesional
y las palabras de un clérigo? Probablemente sólo hay una razón, a saber: el
deseo de ser libre y responsable. Si una persona anhela someterse a la
autoridad, le parecerá útil otorgar poderes rituales a aquellos que
desempeñan funciones técnicas, y viceversa; esto hará que las autoridades
parezcan tan útiles como los sacerdotes y los médicos.

Las personas que poseen cierto conocimiento intelectual, o ciertas


aptitudes técnicas, son obviamente superiores, al menos en esos aspectos, a
las personas que no las poseen. De este modo, salvo que la gente anhele la
dictadura de los técnicos —digamos de los profesionales de la medicina—,
debería asegurarse de que la favorable posición social del experto, debido
a sus especiales aptitudes, no se vea incrementada mediante la atribución
de poderes rituales. A la inversa, salvo que anhele ser engañada por
embaucadores —digamos que por psiquiatras—, debería asegurarse de que
la posición social favorable del experto, debida a sus propias especiales
aptitudes rituales o a que otros le otorguen esas aptitudes, no se vea
incrementada mediante la atribución de poderes técnicos que no posee.

En otros tiempos, las gentes se convertían en sus propias víctimas al


atribuir poderes médicos a sus sacerdotes; hoy, se torturan atribuyendo
poderes mágicos a sus médicos. Enfrentados con personas dotadas de
poderes tan sobrehumanos —y, naturalmente, también de benevolencia—,
los hombres y las mujeres tienden a someterse a ellos, con esa fe ciega
cuya inexorable consecuencia es la de convertirse ellos mismos en
esclavos y convertir a sus «protectores» en tiranos. Por eso, los padres de
la Constitución urgieron a sus compatriotas norteamericanos a respetar a
los sacerdotes por su fe, pero a desconfiar de ellos por su poder. Para ello
erigieron un muro que separó la Iglesia del Estado.

Asimismo, mantengo que las personas deberían respetar a los médicos por
sus aptitudes, pero desconfiar de ellos por su poder. Sin embargo, salvo
que la gente levante un muro capaz de separar la medicina del Estado,
serán incapaces de hacerlo y sucumbirán precisamente a ese peligro del
que se suponía estaban protegidos por la Primera Enmienda.

El médico moral

¿Cuál es el mandato moral de la medicina? ¿A quién debería servir el


médico? Las respuestas a estas sencillas preguntas no son en modo alguno
claras. Puesto que la medicina tiene conexiones bastante íntimas con la
salud y la enfermedad, la vida y la muerte, no es sorprendente que hoy
exista tanta incertidumbre con respecto a la meta de la medicina como con
respecto a la meta de la propia vida. De hecho, no podemos confiar en los
objetivos de la medicina como tampoco en los de la vida.

Los fundamentos morales de la medicina moderna tienen una doble


ascendencia: desde los griegos, la medicina ha heredado la idea de que el
deber primordial del médico es atender a su paciente; y de los romanos que
su deber primordial es no hacer daño. La primera de esas ideas, aunque
bastante incumplida, se considera a menudo el ideal de la medicina
occidental; la segunda, aunque bastante irrealizable, se considera a
menudo su Primer Mandamiento.

Primum non nocere. (Primero, no hacer daño). ¡Qué sublime prescripción!


Pero, ¡cuán absurda! Porque acuden inmediatamente las siguientes
preguntas: ¿a quién no debiera dañar el médico? y ¿quién definirá lo que
constituye el daño?

La vida es conflicto. A menudo el médico no puede ayudar a una persona


sin dañar al mismo tiempo a otra. Si examina a un solicitante de un seguro
de vida y descubre que tiene diabetes o hipertensión, debe informar a la
compañía de seguros. Si trata a un Hitler, o a un Stalin, ayudará a
prolongar su vida. Si declara que un hombre que tortura a su mujer con
falsas acusaciones de infidelidad es psicótico, deberá prescribir su
encarcelamiento psiquiátrico. En cada uno de esos casos, el médico hace
daño a alguien, ya sea al paciente, ya sea a los que están en conflicto con
él. Naturalmente, esos ejemplos se limitan a rascar la superficie.
Podríamos añadir el compromiso del médico con personas que desean el
aborto o la ingestión de narcóticos, con pacientes suicidas, con
organizaciones militares y con investigaciones para la guerra biológica…
Veremos entonces cuán espantosamente inadecuadas, cuán radicalmente
inútiles son en realidad las pautas morales tradicionales de la medicina
para el trabajo actual del médico, tanto si es investigador como si es
practicante. En consecuencia, si deseamos hacer frente con inteligencia a
los dilemas morales de la medicina, no debemos empezar desde la
superficie, sino desde la base misma de la ética y la política.

Por todas partes, los niños, e incluso muchos adultos, dan por hecho no
sólo que existe un dios, sino que él puede entender sus oraciones por el
hecho de hablar su lenguaje. Asimismo, los niños suponen que sus padres
son buenos, y, si sus experiencias son insoportablemente contrarias a esa
imagen, prefieren creer que son ellos los malos y no sus padres. La
creencia de que los médicos son como agentes de sus pacientes —que
sirven los intereses y necesidades de sus pacientes por encima de todo—
me parece formar parte de los mitos básicos de la humanidad. Sus raíces
no son especialmente misteriosas: cuando una persona es joven, vieja o
enferma, está en desventaja con respecto a los maduros y saludables; en la
lucha por la supervivencia, acabará inevitablemente dependiendo de sus
congéneres que se encuentran algo más aventajados.

Tal relación de dependencia está implícita en todas las situaciones de


relación entre clientes y expertos. Puesto que, en caso de enfermedad, el
cliente teme por su salud y por su vida, esta dependencia de la medicina es
especialmente dramática y problemática. En general, cuanto más
dependiente es una persona de otra, mayor será su necesidad de exaltar a
quien le ayuda, y, cuanto más exalte a quien le ayuda, más dependerá de
él. El resultado es que una persona débil se expone con facilidad a un
doble peligro: primero, a su propia debilidad y, segundo, a su dependencia
de un protector que puede elegir dañarle. Estos son los hechos brutales,
pero básicos, de las relaciones humanas, que jamás debemos perder de
vista a la hora de considerar los problemas éticos de la biología, la
medicina y las profesiones curativas. Así como el desamparo engendra fe
en la bondad de quien ayuda, y el total desamparo engendra fe en su
bondad ilimitada, los que asumen el papel de ayudar —sean deidades o
médicos, sacerdotes o políticos— siempre se han mostrado muy solícitos
en el momento de encarnarlo. Esta visión de virtud total y bondad
imparcial no sólo sirve para mitigar el desamparo de los débiles, sino
también para enturbiar los conflictos de lealtad a los que está sometido el
que asume el papel de protector. De ello se desprende la pretensión
perenne de desinterés y altruismo del terapeuta, que se considera al
servicio imparcial de todas las necesidades e intereses de la humanidad.

Naturalmente, en el pasado fue el clero el que pretendió ser agente de toda


la humanidad, al considerarse siervo de Dios, creador y celador de toda la
humanidad. Aunque esta pretensión absurda dio resultado, estaba
condenada al rechazo con el tiempo, porque los representantes de los más
variados credos pretendían todos hablar por el conjunto de la humanidad.
Aunque los hombres sean incautos, no pueden soportar tanta incoherencia.
Así, para cuando se inició nuestra llamada edad moderna, la mitología de
cualquier religión particular que hablase por toda la humanidad quedó
expuesta en lo que es: la representación de ciertos valores e intereses como
valores e intereses de todos.

Nietzsche llamó a esto la muerte de Dios. Pero Dios no murió;


simplemente desapareció tras el escenario de la historia para ponerse otros
trajes y volver a emerger vestido de científico y médico.

Desde el siglo XVII, ha sido sobre todo el científico y en especial el


llamado científico médico o doctor, quien ha pretendido asumir el
compromiso con toda la humanidad en lugar de hacerlo con su profesión,
nación o religión. Pero, si estoy en lo cierto a la hora de insistir en que
semejante pretensión es siempre y por necesidad un engaño —y en que la
humanidad es tan amplia y heterogénea, con miembros de valores e
intereses de por sí tan conflictivos, hasta el punto de que resulta insensato
pretender un compromiso con ella, o con sus intereses—, entonces en
calidad de pensadores independientes, cabe preguntarnos: «¿De quién es
agente el experto?».

A Platón le gustaba utilizar al médico como modelo del dirigente racional


y, en La República, considera explícitamente la cuestión de saber de quién
es agente el médico. Al comienzo de ese diálogo, nos ofrece esta
conversación entre Sócrates y Trasímaco:

Háblame acerca del médico, en el sentido estricto en el que lo hablabas:


¿es su función ganar dinero, o tratar a sus pacientes? Recuerda, ¿de qué
función es más digno? De tratar a sus pacientes.

Es como si no hubiéramos avanzado un paso con respecto a esta respuesta


ingenua a la cuestión de saber para quién actúa el médico. También, en la
opinión contemporánea convencional, la función del médico es la
prevención y el tratamiento de las enfermedades de su paciente. Pero
semejante respuesta no da cuenta de la cuestión crucial de quién define
salud y enfermedad, prevención y tratamiento.

Aunque Platón apoya aparentemente la idea de que el deber del médico es


ser agente de su paciente, apoya en realidad una ética médica coercitivo-
colectivista más que una ética médica autónomo-individualista.

He aquí cómo desarrolla Platón su defensa del médico como agente del
Estado:

Pero piensa ahora en el arte de la medicina en sí… No estudia sus propios


intereses, sino las necesidades del cuerpo, al igual que un mozo de cuadra
muestra su aptitud para cuidar caballos y no el arte de cuidarlos. Y así,
todo arte busca, no su propia ventaja —pues no tiene deficiencias—, sino
el interés del tema que trata.
Tras invocar un altruismo benévolo, Platón procede a extraer las
conclusiones éticas y políticas: la justificación moral del control del
subordinado por el superior, del paciente por el médico, del súbdito por el
legislador:

Pero sin duda, Trasímaco, todo arte tiene autoridad y poder sobre el tema
que trata… En lo que concierne a las artes, ningún arte estudia o se une al
interés del grupo superior, sino siempre al interés del grupo inferior sobre
el que tiene autoridad… Así, el médico, en cuanto tal, sólo estudia el
interés del paciente, no el suyo propio. Pues estamos ya de acuerdo en que
la función del médico, en sentido estricto, no es hacer dinero, sino ejercer
su poder sobre el cuerpo del paciente… Lo mismo sucede con el gobierno,
cualquiera que sea: ningún legislador, mientras actúe como legislador,
estudiará o apoyará su propio interés. Todo lo que diga y haga se dirá y
hará con una idea buena y adecuada al tema que trata.

El propio Trasímaco indica que este argumento es contrario a los hechos.


Pero esos hechos apenas afectan la fuerza de la retórica platónica, basada
sobre las pasiones que se apoderan una y otra vez de hombres y mujeres
para controlar y ser controlados. De este modo, la retórica de Platón tiene
todavía una resonancia asombrosamente actual: podría servir, sin
modificación significativa alguna, de ejemplo de lo que actualmente se
denomina ética médica.

De hecho, han cambiado tan poco en los últimos veinticinco siglos los
criterios humanos sobre el dilema del doble compromiso del médico,
consigo mismo y con su paciente, que merece la pena seguir hasta el final
la argumentación platónica sobre el altruismo del hombre moral dedicado
a la medicina.

…cualquier tipo de autoridad, en el Estado o en la vida privada, debe, en


su carácter de autoridad, considerar exclusivamente lo que es mejor para
los que se encuentran bajo su custodia… Cada aptitud nos proporciona un
beneficio que le es peculiar: la medicina proporciona salud, por ejemplo; el
arte de la navegación, seguridad en el mar, y así sucesivamente.

Sí.

Y el salario nos proporciona salario; ésta es su peculiaridad. Ahora bien,


hablando con la precisión que propusiste, no dirías que el arte de la
navegación es idéntico al arte de la medicina, partiendo simplemente del
hecho de que un capitán haya recobrado su salud porque el aire del mar le
sentaba bien. Por lo mismo, tampoco identificarías la práctica de la
medicina al hecho de recibir un sueldo simplemente porque un paciente
conserva su salud mientras pague, o porque un médico que atiende un caso
recibe un estipendio.

No.

…Así pues, este beneficio —el salario— no lo recibe un hombre por su


arte específico. Si hemos de hablar estrictamente, el médico, como tal
produce salud; el constructor, una casa; y ambos, tan sólo en su calidad de
asalariados, reciben a cambio un pago… Bueno, Trasímaco, queda ahora
claro que ninguna forma de aptitud o autoridad se ejerce en su propio
beneficio.

Como bien muestran estas citas, Platón es un paternalista[3].


Sencillamente, lo que defiende Platón es lo que muchas personas parecen
necesitar o desear, al menos parte del tiempo: a saber, que el experto sea
un jefe que asuma la responsabilidad de elegir, descargando así la de los
hombres y las mujeres que constituyen su clientela. Este ideal y esta
exigencia ética, característicos de la sociedad cerrada, deben contrastarse
con el ideal y la exigencia de una sociedad abierta, donde el experto debe
decir la verdad y el cliente debe cargar con la responsabilidad de su propia
existencia… incluyendo la elección del experto.

Tendré algo más que añadir más adelante sobre la alternativa fundamental
entre autoridad y autonomía, nobles mentiras y dolorosas verdades. Por
ahora, quiero seguir con Platón en la lectura de La República, para mostrar
cuán indisolublemente entrelazados están en su pensamiento los conceptos
de autoridad y mendacidad, y cómo es el poder el que hace virtuosa la
mentira y la impotencia la que la hace maligna

¿Es siempre odiosa la falsedad hablada? ¿No es a veces útil, en la guerra


por ejemplo, o como remedio? Entre esas leyendas que analizábamos
precisamente ahora, podemos incluir la ficción; al no conocer los hechos
del pasado remoto, podemos elaborar nuestra propia ficción, la mejor
encarnación posible de la verdad.

En el programa platónico de crear ficción en la historia, reconocemos,


naturalmente, otra empresa científica moderna muy aplaudida, a saber la
prevaricación psiquiátrica específica que sus practicantes llaman
pretenciosamente psicohistoria. Así como el moderno psiquiatra está
autorizado, gracias a su ilimitada benevolencia, a utilizar la mendacidad
como remedio, también lo está el gobernante, según Platón:

Si estamos en lo cierto al afirmar que los dioses no necesitan recurrir a la


mentira, y que sólo le sirve a la humanidad a modo de remedio, es obvio
que ese remedio sólo debiera ser administrado por un médico… Por lo
tanto, si alguien debiera practicar el engaño, ya sea con relación a sus
enemigos o a sus súbditos, debería hacerlo el gobernante de la república,
que actúa en su propio provecho. Nadie más debe compartir este
privilegio. Que una persona engatuse al gobernante nos parece una ofensa
peor que la de que un paciente engañe a su médico…

Platón utiliza también la metáfora de la mendacidad como un remedio a su


política eugenésica. Todos los males que desde entonces se han producido
en nombre de la genética como sistema para mejorar la raza humana se
han perpetrado gracias a la política propuesta por Platón

Toda asociación ilícita sería profanar un Estado donde sus habitantes vivan
bien. Los gobernantes no podrían permitir semejante ultraje… Nuestros
gobernantes deben ser grandes expertos… porque tienen que administrar
grandes dosis del remedio del que antes hablábamos… Dijimos, si
recuerdas, que semejantes soluciones serían útiles como lo son algunos
remedios… De lo que acabamos de decir se deduce que, si debemos elevar
el nivel general de nuestro rebaño, hay que fomentar la creación de
alianzas entre hombres y mujeres del más alto nivel y, por el contrario,
desanimar a los demás. Sólo la descendencia de las mejores alianzas
debería mantenerse. Y, una vez más, nadie, sino los gobernantes, debe
saber cómo se lleva a cabo esta operación; en caso contrario, nuestra
manada de guardianes podría rebelarse.

El médico platónico es claramente agente del Estado, y, de ser necesario,


adversario de su paciente. Teniendo en cuenta la inmensa influencia de las
ideas platónicas sobre la medicina moderna, apenas puede sorprender que
nos enfrentemos hoy a dilemas morales directamente atribuibles al orden
médico preconizado por Platón y sus incontables seguidores pasados y
presentes.

Para que no parezca que he destacado en exceso el compromiso del


médico platónico con el Estado, incluso a costa de convertirlo en el
adversario abierto del así llamado paciente, veamos lo que dice Platón
sobre los médicos en cuanto tales, no como modelos para los gobernantes.
Lo que él dice puede parecemos chocante a algunos, porque nos suena
actual y porque apoya la política médica, eugenésica y psiquiátrica, menos
respetable de los gobiernos del siglo XX, tanto totalitarios como libres.

Platón comienza reveladoramente su análisis de los deberes de los médicos


difamando a los pacientes que fingen enfermedades y a aquellos que hoy
suelen llamarse enfermos mentales. La resistencia de Platón a medicar
males sin importancia —como los problemas inherentes a la vida misma—
es desde luego una posición que yo comparto, pero por razones y objetivos
opuestos a los suyos: él propugnaba que los médicos persiguieran a esas
personas, y no cabe duda de que lo han hecho; yo, por el contrario, deseo
que los médicos las dejen en paz, si eso es lo que quieren los pacientes[4].

¿Acaso no es [pregunta retóricamente Platón] lamentable que necesiten


cuidado médico no sólo para curar una herida, o un ataque esporádico, sino
también porque, al vivir en la ociosidad y el lujo, nuestros cuerpos se
contaminan y se deterioran, cual gases pantanosos en aguas estancadas,
hasta el punto de que los hijos de Esculapio se vieron obligados a inventar
para esas enfermedades nombres tan ingeniosos como flatulencia y
catarro?

Sí, son extraños esos términos modernos.

Y creo que no se utilizaban en tiempos de Esculapio… Antaño, hasta la


época de Heródico, los hijos de Esculapio no usaban para nada el
tratamiento moderno que consiste en mimar la enfermedad. Pero Heródico,
un profesor de gimnasia que perdió su salud, combinó el entrenamiento y
la terapia de tal manera que convirtió este sistema, primero, para sí mismo
y, más adelante, para muchos otros, en un mal endémico.

¿Cómo?

Atrasando la muerte. Tenía una enfermedad mortal, y supeditó toda su


vida a sus exigencias, sin esperanza de cura y, a la vez, sin tiempo para
otra cosa que cuidarse a sí mismo… Su pericia sólo le permitió alcanzar la
vejez en una prolongada lucha con la muerte.

Platón desaprueba claramente semejante uso de la medicina y del arte


médico. Y no ahorra palabras a la hora de afirmar que un médico, que
cuida a un paciente como lo hizo Heródico, es un hombre malo, un traidor
a la comunidad y al Estado.

Si Esculapio no reveló esas artes hipocondríacas a sus descendientes, no


fue por ignorancia, o falta de experiencia, sino porque comprendió que, en
toda sociedad bien organizada, cada hombre tiene asignada una tarea que
debe cumplir; nadie dispone del ocio para emplearlo toda la vida en estar
enfermo y medicarse.

¿Qué debería hacer, pues, un enfermo crónico? Debería morir —«librarse


de sus problemas muriendo» según Platón— por su propio bien y por el
bien del Estado. Pero, ¿qué hay de las personas que se sienten enfermas,
que viven preocupadas por su mala salud y su medicación, aunque no se
encuentren lo bastante enfermas como para morir? Los médicos deberían
volver la espalda a esas personas, «no deberían ser tratadas», dice Platón,
identificando así indiscutiblemente el deseo del sufriente de recibir un
tratamiento médico al deseo irrelevante de legitimar ese tratamiento.

Me parece que nunca antes como hoy —no sólo en las sociedades
totalitarias, sino en todas las sociedades— ha estado la medicina tan
peligrosamente cerca de llevar a cabo este específico ideal platónico. Una
vez más, transcribimos las palabras de Platón sobre el tema.

Desde luego, no podría haber nada peor que este cuidado excesivo del
cuerpo… ¿Debemos, pues, entender que Esculapio, reconociendo esto,
creó el arte de la medicina tan sólo para personas con buena salud y que
llevan normalmente una vida sana, aunque de pronto contraen alguna
dolencia? El las curaría de sus trastornos mediante medicamentos o el
bisturí, recetándoles seguir llevando una vida normal, a fin de no
perjudicar sus actividades como ciudadanos. Pero, en aquellos cuerpos
profundamente aquejados de una enfermedad, Esculapio no intentaba,
mediante lavativas o dosis de medicamentos cuidadosamente
administrados, prolongar una existencia miserable, permitiendo que el
paciente procrease hijos contaminados por la misma enfermedad que él.
Pensaba que el tratamiento es inútil en un hombre incapaz de cumplir con
sus tareas cotidianas y, por tanto, inútil para sí y para la sociedad.

A lo largo de este diálogo está implícita la identidad de la persona que


emite el juicio sobre quién es útil y quién no, quién debería ser tratado y
quién no debería serlo: es el médico, no el paciente.

Aquí encontramos las principales enseñanzas de nuestras actuales


categorías éticas en genética; se exponen mejor en forma de preguntas:
¿apoyamos o nos oponemos al criterio —y a la política— según el cual el
papel del experto debe limitarse a suministrar información verídica a su
cliente? ¿Apoyamos o nos oponemos al criterio —y a la política— según
el cual el deber del experto es el de decidir cómo habrían de vivir los no
expertos y, por lo tanto, deberían asumir el poder de imponer esas
prácticas a aquéllos que, ignorándolo todo, no son capaces de negarse a
ellas?

Si no vamos con cuidado a la hora de analizar los argumentos de Platón, si


no caemos en la cuenta de que esas elecciones nos enfrentan a la necesidad
de jerarquizar nuestras prioridades, y si nos negamos a ver los conflictos
que, en la vida, se plantean entre salud corporal y libertad personal,
podemos convertirnos en genios que manipulan genes, pero seguiremos
siendo unos atrasados mentales al manipular a nuestros congéneres, y
dejando que nos manipulen ellos. Platón no vacilaba, sin duda, a la hora de
juzgar y permitir que los médicos decidieran qué vidas valía la pena
conservar y cuáles no, quiénes deberían ser tratados y quiénes no.

…si un hombre tiene una constitución enfermiza y lleva una vida


desordenada, su vida no le sirve ni a él, ni a nadie; la medicina no se
inventó para estas personas, y no deberían ser medicadas, aunque fuesen
más ricas que Midas.

Me resulta difícil enfatizar aún más que las propuestas avanzadas por
Platón son remedios políticos para problemas morales perennes. ¿Cómo
debería la sociedad tratar a los enfermos y a los débiles, a los viejos y a los
«socialmente inútiles»? ¿Cómo deberían utilizarse los servicios de los
terapeutas? ¿Cómo los de los soldados, los de los sacerdotes, o cómo los
de los empresarios? Deberíamos ir con mucha cautela a la hora de
alegrarnos y creer que nuevos adelantos biomédicos engendran
necesariamente nuevos y auténticos problemas morales, sobre todo porque
no hemos resuelto —ni siquiera hemos hecho frente— a nuestros viejos
problemas.

No detallaré aquí las idioteces y los horrores propuestos o perpetrados, en


las últimas décadas, en nombre de la medicina, y, en particular, de la
genética. Un ejemplo singular bastará para ilustrar mi opinión, los expertos
médicos, como todos los seres humanos, pueden fácilmente identificarse
con los detentadores de poder, pueden convertirse en sus obedientes
siervos y, de este modo, sugerir y apoyar la más atroz política de
mutilación y crimen contra individuos sufrientes o estigmatizados.

Las siguientes palabras, escritas en 1939, no pertenecen a un médico nazi,


sino a un distinguido científico que debió frecuentar asiduamente la obra
de Platón:

La eugenesia es indispensable para la perpetuación de los fuertes. Una


gran raza debe propagar sus mejores elementos… Las mujeres [sin
embargo] se deterioran voluntariamente mediante el alcohol y el tabaco.
Se someten a peligrosos regímenes dietéticos para adelgazar. Además, se
niegan a parir hijos. Semejante defección se debe a su educación, al avance
del feminismo, al incremento de un egoísmo ciego… La eugenesia puede
ejercer una gran influencia sobre el destino de las razas civilizadas… La
propagación de insanos y débiles mentales… debe evitarse… Ningún
crimen causa tanta miseria en un grupo humano como la tendencia a la
demencia… Obviamente, los que son víctimas de una pesada herencia
ancestral de locura, debilidad mental, o cáncer, no deberían casarse… En
consecuencia, la eugenesia exige el sacrifico de muchos individuos…

…Las mujeres deberían recibir una educación superior, no para convertirse


en médicos, abogados o profesores, sino para poder educar a su prole
como a valiosos seres humanos.

Queda sin resolver el problema del inmenso número de defectuosos y de


criminales… Como ya indiqué, se asignan hoy gigantescas sumas para
mantener prisiones y asilos de locos, para proteger al público de gángsteres
y lunáticos. ¿Por qué preservamos a esos seres inútiles y dañinos? Los
anormales impiden el desarrollo de los normales… ¿Por qué no dispone la
sociedad de los criminales y los insanos de un modo más económico?…
La criminalidad y la locura sólo pueden evitarse mediante un mejor
conocimiento del hombre, mediante la eugenesia, mediante cambios en la
educación y en las condiciones sociales. Mientras tanto, hay que tomar
medidas drásticas contra los criminales… Probablemente, bastaría para
restablecer el orden, con azotar a los delincuentes de menor importancia, o
con recurrir a algún procedimiento más científico, y con encerrarles
después por un tiempo en un hospital. Los que han asesinado, robado a
mano armada, secuestrado a niños, despojado a los pobres de sus ahorros,
engañado al público en asuntos importantes, deberían ser despojados y
eliminados en pequeñas instituciones eutanásicas provistas de gases
adecuados. Un tratamiento similar podría aplicarse con grandes ventajas a
los enfermos mentales culpables de actos criminales[5].

El hombre que escribió esto se llamaba Alexis Carrel (1873-1944), fue


cirujano y biólogo, miembro del Instituto Rockefeller de Nueva York, y
recibió, en 1912, el premio Nobel de Fisiología y Medicina por sus
trabajos sobre suturación de vasos sanguíneos.

Aparte de ser sus propios agentes, como lo son siempre el científico


médico o el médico practicante y, además, los agentes de sus pacientes, lo
cual se da cada vez menos (de ahí el desencanto entre médicos y pacientes,
a pesar de los notables avances técnicos de la ciencia médica), los médicos
pueden ser —y lo son a menudo— los agentes de cualquier institución
social o grupo concebible. Mal podría ser de otro modo. Las instituciones
sociales se crean para suministrar lo necesario a los seres humanos; y,
entre las necesidades humanas, destaca la de la salud para los que están
incluidos en el grupo— y con frecuencia la de la enfermedad para los que
están fuera. Por lo tanto, el médico se dedica, y se ha dedicado siempre, a
ayudar a algunas personas y a perjudicar a otras; sus actividades dañinas
radican, como ya hemos visto en La República de Platón, en ayudar al
Estado o a cualquier otra institución.

Permítanme narrar muy brevemente cómo los médicos, a lo largo de los


siglos, no sólo actuaron ayudando a algunos, habitualmente a aquéllos que
defendían la ética social dominante, sino perjudicando a otros,
habitualmente los que se oponían a la ética social dominante.

Durante la baja Edad Media, los médicos desempeñaron un papel


prominente en la Inquisición, ayudando a los inquisidores a acabar con las
brujas mediante adecuados exámenes «diagnósticos» y tests[6].

La llamada disciplina de salud pública, originada en lo que primero se


llamó reveladoramente «policía médica» (medizinalpolizei), surgió para
servir los intereses de los gobernantes absolutistas de Europa en el XVII y
el xviii. El término, según George Rosen, fue empleado por primera vez en
1764 por Wolfgang Thomas Rau (1721-1772).

Esa idea de la policía médica, es decir, la creación por el Gobierno de una


policía médica y de su articulación mediante reglamentos administrativos,
alcanzó rápidamente una gran popularidad. Se hicieron esfuerzos por
aplicar este concepto a los grandes problemas sanitarios de la época, que
alcanzaron un alto nivel en la obra de Johann Peter Frank (1748-1821) y
Franz Anton May (1742-1814)[7].
La policía médica nunca pretendió ayudar al ciudadano individual o al
paciente enfermo; más bien tenía por meta explícita «asegurar al monarca
y al Estado Mayor poder y riqueza»[8]. Puesto que el poder y la riqueza
para el Estado sólo podían obtenerse a menudo a expensas de una
reducción en la salud y la libertad de ciertos ciudadanos, presenciamos
aquí un enfrentamiento entre los ideales médicos platónicos e hipocráticos,
donde los primeros triunfan fácilmente sobre los segundos. El resumen que
hace Rosen del trabajo de Frank muestra su evidente carácter platónico

Al desarrollar la idea de que la salud de la gente es responsabilidad del


Estado, Frank presentó un sistema de higiene pública y privada expuesto
hasta en el más mínimo detalle… Se percibe claramente, a través de toda
la obra, un espíritu de ilustración y humanitarismo, pero, como podría
esperarse de un médico funcionario público que dedicó su vida al servicio
de varios gobernantes absolutistas, grandes y pequeños, la exposición no
sirve tanto para informar a la gente, o incluso a los médicos, como para
orientar a los funcionarios que, se supone, regularán y supervisarán, en
beneficio de la sociedad, todas las esferas de la actividad humana, incluso
las más personales. Frank es un representante del despotismo ilustrado. El
lector moderno puede, en muchos casos, sentir un rechazo por su excesivo
hincapié en la regulación legal y por la minuciosidad con la que desarrolló
sus propuestas, especialmente las cuestiones de higiene individual,
personal[9].

Entre las propuestas más interesantes de Frank estaba la de imponer un


impuesto a los solteros —parte del esfuerzo de la policía médica por
incrementar la población, suministrando así más soldados al monarca—,
propuesta que aún no se ha abandonado en muchos lugares.

La Revolución francesa ayudó a reforzar la alianza entre la medicina y el


Estado. Esta alianza está simbolizada por la aspiración del terapeuta a
perfeccionar métodos más humanos de ejecución. En 1792, la guillotina —
construida y bautizada con el nombre del Dr. Joseph Ignace Guillotin,
miembro y médico de la Asamblea Revolucionaria y creador de un Comité
de Salubrité— se convirtió en el instrumento oficial de ejecución en
Francia. Es revelador, una vez más, que la primera guillotina se erigiera en
Bicêtre, uno de los célebres manicomios de París, que se realizaran las
primeras pruebas con ovejas vivas y luego con tres cadáveres de pacientes
del asilo. Cuando paulatinamente fue calmándose el primer arrebato de
entusiasmo por este avance médico, empezó a considerarse como ambigua
la contribución de Guillotin al bienestar del hombre, incluso en aquellos
días del Terror, hasta el punto de que el mismo Guillotin escribiera en su
testamento: «Es difícil hacer el bien al hombre sin crearse uno mismo
alguna incomodidad»[10].

En nuestros días, en las así llamadas sociedades libres, prácticamente todo


grupo o centro, público y privado, contrata al médico como agente de sus
intereses específicos. La escuela y la fábrica, los empresarios y los
sindicatos, las líneas aéreas y las compañías de seguro, las autoridades de
inmigración y los centros de control de drogas, las prisiones y los
hospitales psiquiátricos emplean médicos. El médico, a sueldo, sólo puede
elegir entre ser un agente leal a su empresario, sirviendo sus intereses tal
como él quiera definirlos, o ser un agente desleal, con intereses distintos a
los de su empresario tal como el propio médico los defina.

La principal decisión moral para el médico que no trabaja en una situación


ideal de práctica privada es elegir la organización o institución para la cual
trabajará; más que ninguna otra cosa, eso es lo que determinará el tipo de
agente moral que puede ser para su paciente y para otros. De ello se
desprende que deberíamos prestar más atención de la que acostumbramos
a prestar a las distintas modalidades que emplean instituciones y
organizaciones —ya sea la CIA, las Naciones Unidas, o cualquier otro
grupo poderoso y de prestigio— para llevar a la práctica los conocimientos
y las aptitudes médicas. Aunque estas consideraciones puedan parecer
simples, su debida valoración no se refleja, al parecer, en la abundante y
reciente literatura sobre problemas de ética médica, y en particular los
relacionados con la genética. Para ilustrarlo, permítanme señalar aquí dos
anécdotas que tuvieron lugar en una conferencia internacional celebrada,
en 1971, sobre Aspectos Éticos de la Genética Humana, dedicada
principalmente a problemas de conocimiento y asesoramiento genético.

Un participante, profesor de genética en París, en una discusión sobre el


asesoramiento a los padres que pudieran tener hijos víctimas de la
enfermedad de Tay-Sachs, dijo:

Creo que la cuestión que se me planteaba era si yo quería o no suprimir a


un niño. Mi respuesta fue definitivamente no, porque tenemos que
reconocer una cosa que, con mucha frecuencia, pasamos por alto: la
medicina es esencialmente, y por naturaleza, un trabajo contra la selección
natural. La medicina se inventó por esa razón. Fue realmente para luchar
en sentido contrario al de la selección natural… Cuando la medicina se
utiliza para reforzar la selección natural ya no es medicina; es eugenesia.
No importa nada que el resultado sea agradable o no; eso es lo que es[11].

Vemos aquí dos graves errores. En primer lugar, las observaciones de este
experto sobre el antagonismo entre medicina y selección natural son un
despropósito, y un despropósito notable para que lo mantenga y exponga
un biólogo. En segundo lugar, al hablar de «suprimir a un niño», pone en
el mismo saco y confunde conceptos y decisiones como no tener
descendencia, realizar un aborto y matar a un niño.

Otro participante, un profesor de sociología de Ithaca, Nueva York, en una


discusión sobre las «Implicaciones del diagnóstico paterno para la calidad
y el derecho a la vida humana», dijo:

…el mejor modo de expresar su interés [el de la sociedad] es a través del


asesor-médico, quien, en efecto, tiene una doble responsabilidad para con
el individuo a quien sirve y para con la sociedad de la cual ambos forman
parte… todos quedaríamos ciertamente disminuidos como seres humanos,
si no en un gran peligro moral, si nos permitiéramos aceptar el aborto por
razones esencialmente triviales. Por otra parte, temo que correríamos el
mismo peligro, si no aceptáramos el aborto como medio de asegurar que
tanto la cantidad como la calidad de la raza humana se mantengan dentro
de límites razonables[12].

Si así es cómo razonan los expertos sobre los problemas éticos de la


genética, vamos realmente por mal camino. El sacerdote, el contable y el
abogado defensor no intentan servir simultáneamente intereses
antagónicos; el político, el psiquiatra y el experto en asesoramiento
genético, sí[13].

Mis criterios sobre ética médica en general, implicaciones éticas del


conocimiento e ingeniería genética, en particular, pueden resumirse como
sigue.

El biólogo y el médico son, ante todo y primordialmente, individuos; como


individuos, tienen sus propios valores morales, que tenderán a intentar
llevar a la práctica en su trabajo profesional y en sus vidas privadas.

En general, deberíamos concebir al médico, tanto si investiga como si


ejerce, como agente del que le paga y, de este modo, lo controla; que
ayude o perjudique al llamado paciente depende entonces, no tanto de que
sea un hombre bueno o malo, como de la función que desempeña la
institución para la cual trabaja, a saber, si pretende ayudar, o perjudicar al
llamado paciente.

Mientras el biólogo, o el médico, elija actuar como científico, tiene la


obligación de decir la verdad; no puede comprometer esa obligación sin
descalificarse como científico. En la práctica de la medicina, en cambio,
sólo determinadas situaciones permiten al médico cumplir con esa
obligación absoluta de decir la verdad.

Mientras el biólogo, o el físico, elija actuar como ingeniero social, es


agente de los valores morales y políticos específicos a los que se adhiere e
intenta llevar a la práctica, o de aquéllos a los que se adhiere e intenta
llevar a la práctica el empresario para quien trabaja.
La pretensión del biólogo, o del médico, de representar valores abstractos
desinteresados —como la humanidad, la salud, o la medicación— debería
desautorizarse; y sus esfuerzos por equilibrar, y su pretensión de
representar intereses conflictivos múltiples —como los del feto contra la
madre o la sociedad, o los del individuo contra la familia o el Estado—
deberían aclararse pues encubren algo más, quizás su secreta lealtad a una
sola de las partes en conflicto, o el cínico rechazo de los intereses de
ambas partes en provecho de su propia fama profesional.

Si valoramos la libertad personal y la dignidad, deberíamos insistir, al


enfrentarnos con los dilemas morales de la biología, la genética y la
medicina, en que el compromiso del experto con los agentes y con los
valores que sirve sea claro y explícito, y en que no se acepte el poder
inherente a su conocimiento y a su preparación profesional como una
justificación para ejercer controles específicos sobre los que carecen de ese
conocimiento y esa preparación.


Enfermedad e indignidad

Todos los que estamos en profesiones sanitarias compartimos ciertas


aspiraciones y metas fundamentales, entre las cuales las más importantes
son mantener sanos a los sanos, devolver la salud a los enfermos y, en
términos generales, salvaguardar y prolongar la vida. El hecho de que esas
finalidades sean tan abrumadoramente buenas y nobles es lo que hace tan
gratificante su aspiración y explica que sus profesionales se vean tan
generosamente honrados y recompensados.

Pero la vida sería más sencilla de lo que es si la salud y la longevidad


fueran sus únicos, o siquiera sus principales, propósitos, es decir, si no
hubiera metas o valores que a menudo entran en conflicto con lo que se
aspira. Uno de los valores que más fomentamos y que, a menudo, entra en
conflicto con la aspiración de mantener como sea la salud de todos es la
dignidad.

La dignidad es, por supuesto, esa cualidad inefable, pero obvia, de los
contactos humanos que enriquece la propia estima. El proceso de
dignificación es esencialmente recíproco; una conducta digna en una
persona, o un grupo, engendra una conducta digna en otro, y viceversa.

Por el contrario, la indignidad es esa cualidad igualmente obvia, pero


mucho más fácil, de los contactos humanos que empobrece la propia
estima. Se presenta bajo distintas facetas, siendo una de las más comunes y
trágicas la indignidad de la invalidez, la enfermedad y la senectud. Muchas
personas, simplemente debido a una enfermedad, se comportan de modo
que pueden hacer indigna su conducta. Cuando una persona pierde el
control sobre sus funciones corporales básicas, o cuando no puede trabajar,
se hace indigna, aunque, con frecuencia, haga esfuerzos ingentes para que
no sea así. El lenguaje, el más antiguo sistema, pero también aún el más
seguro para orientar los verdaderos sentimientos de las personas, revela
muy claramente la íntima conexión entre enfermedad e indignidad. En
inglés, se usa la misma palabra para describir un pasaporte caducado, un
argumento indefendible, un documento legal falso y una persona inválida
por enfermedad. Llamamos a todas estas cosas inválidas. Ser un inválido
es pasar a ser una persona invalidada, un ser humano sellado como no
válido por la mano invisible, pero invencible, de la opinión popular.
Aunque la invalidez lleve consigo la carga más grave de indignidad, parte
del estigma acompaña prácticamente todas las enfermedades y cualquier
participación en el papel de paciente.

Este hecho engendra dos problemas muy importantes para las personas que
se dedican a profesiones sanitarias: el primero radica en que la conducta
indigna del enfermo puede estimular la inclinación del profesional a
responder con una conducta indigna; la segunda en que los pacientes
inválidos, cuya invalidez les convierte en seres indignos, pueden preferir la
muerte con dignidad a la vida sin ella. Permítanme reflexionar sobre cada
uno de esos problemas.

Las conexiones entre enfermedad e indignidad son, en lo esencial, bastante


obvias. Como el paciente no puede trabajar, no puede cuidar de sí, como
debe desnudarse y someter su cuerpo a examen ante extraños, y por
muchas otras razones igualmente buenas, el enfermo se siente no sólo
como alguien que padece una enfermedad, sino que ha perdido su
dignidad. Más aún, la pérdida de dignidad del paciente suele generar una
pérdida de respeto hacia él en quienes lo rodean, especialmente en su
familia y en sus médicos. Este triste proceso de degradación suele
ocultarse, aunque en mi opinión nunca con demasiado éxito, mediante el
aparato y el vocabulario del paternalismo; la familia y el médico tratan al
paciente como si fuera un niño (o aniñado), y el paciente les, trata como si
fueran sus padres (o superiores).

Esta tendencia fundamental —a infantilizar al enfermo y a paternalizar al


terapeuta— se manifiesta de incontables maneras en la práctica cotidiana
de la medicina. Por ejemplo, se supone que el paciente confía en su
médico, pero el médico no tiene por qué confiar en su paciente; se supone
que el paciente comunica sus íntimas experiencias corporales y personales
al médico, pero el médico puede retener una información para el paciente.

La posición indigna del paciente con respecto a las autoridades médicas se


ve simbolizada en la estructura lingüística de la situación médica. El
paciente se comunica mediante un lenguaje vulgar, que comparte con su
médico; el médico, en cambio, se comunica tan sólo parcialmente en el
mismo lenguaje mientras habla a su paciente, y parcialmente en otro
lenguaje mientras habla sobre él. El segundo lenguaje del médico solía ser
el latín, y hoy ha pasado a ser la jerga técnica de la medicina. Por lo tanto,
los pacientes no saben, o no comprenden, a menudo, qué funciona mal en
ellos, qué se describe en su ficha médica, o qué medicación están tomando.
Por supuesto, al igual que los niños y otras personas atemorizadas,
humilladas u oprimidas, los pacientes prefieren muchas veces no saber
esas cosas. Sin embargo, aunque así fuera —y no siempre es así—, no se
justifica, en mi opinión, privarles de semejante información. Después de
todo, muchas personas pueden preferir no saber qué hay debajo del capó
de un coche, pero no podríamos aceptar que los fabricantes de coches
mantuvieran la política de ocultar información, o exponerla tan sólo a los
compradores en circunstancias especiales.

Creo que muchas personas aceptan hoy, como algo correcto y adecuado,
que los pacientes no puedan entender sus recetas o que no deban conocer
el contenido de sus fichas médicas; pero, al mismo tiempo, protestan por
las situaciones indignas que los médicos suelen imponerles. El resultado
de este conflicto inarticulado es que las personas suelen sentirse
angustiadas y humilladas ante la idea de tener que pedir atención médica, y
evitan, o rechazan, con frecuencia, por completo esa atención.

Debemos tener en cuenta que algunas personas quieren y necesitan, no


sólo salud, sino dignidad, que a menudo únicamente pueden obtener salud
a costa de la dignidad y que, a veces, prefieren no pagar ese precio. Por
ejemplo, es obvio que los pacientes participan con más ganas y más
comprensión en situaciones médicas que suponen una escasa o nula
humillación por su parte; por ejemplo, recurren libremente a los médicos
por problemas de la vista, o lesiones atléticas. Es igualmente obvio que los
pacientes participan con mucha desgana, o no participan en absoluto, en
aquellas situaciones médicas que suponen una gran dosis de humillación
por su parte; así, de mala gana requieren atención médica por sífilis o
gonorrea, aunque esas enfermedades puedan hoy tratarse de modo eficaz y
seguro, y a menudo no buscan atención médica alguna para «estados»
cuyo tratamiento es humillante, hasta el punto de crear un estigma
legalmente articulado, como es el de la adicción a las drogas, o el de las
llamadas psicosis.

Hay aquí, para todos nosotros, una lección práctica: a saber, que no es
suficiente hacer un trabajo terapéutico técnicamente competente sobre el
cuerpo del paciente; debemos hacer un trabajo igualmente competente para
salvaguardar su dignidad y su propia estima. En la medida en que
fracasemos en este segundo objetivo, destruiremos el valor práctico de
nuestra competencia técnica para con el enfermo.

Los esfuerzos por combatir la enfermedad, o por postergar la muerte,


entran inexorablemente en conflicto con la necesidad de mantener la
dignidad. La frase popular muerte con dignidad induce con frecuencia al
engaño: la gente no sólo desea morir con dignidad, sino más bien vivir
dignamente. Después de todo, morir forma parte de la vida, no de la
muerte. Precisamente porque muchas personas viven sin dignidad mueren
también sin ella. Personas resueltas y dignas, ya sean soldados o cirujanos,
han deseado siempre morir con las botas puestas. Los militares han
preferido tradicionalmente la muerte en el campo de batalla, o incluso el
suicidio, a la rendición o a la degradación; los médicos prefieren una
muerte brusca por infarto del miocardio a una muerte lenta por
carcinomatosis generalizada. Esos ejemplos ilustran mi pretensión de que
existe a menudo un antagonismo irreconciliable entre preservar y
promover la dignidad y preservar y promover la salud.

Desde luego, muchos son los antagonismos de este tipo en la vida, y eso es
lo que convierte en trágica la existencia humana en las concepciones
griega y cristiana clásicas. Por ejemplo, en asuntos personales y políticos
deseamos tanto la libertad como la seguridad, pero a menudo sólo
podemos obtener una a expensas de la otra. La perspectiva científica y
técnica moderna, aunque sea valiosa para alcanzar metas científicas y
técnicas, nos desorienta cuando aísla los conceptos de salud y dignidad y
promete incrementar al máximo cada uno a costa tan sólo del esfuerzo y la
pericia científicas y técnicas. Esta perspectiva ha llevado a una estimación
retorcida —y, en realidad, errónea— de todo el aparato responsable de
mantener o asegurar buena salud. Muchas personas creen hoy —y están
penosamente equivocadas— que pueden conservar, o recobrar, su salud
simplemente gracias a los avances científicos de la medicina, sin sacrificio
alguno por su parte, es decir, sin tener que pagar, controlar sus apetitos y
sus pasiones, ni sufrir pérdida alguna de su dignidad.

El conflicto irreconciliable entre prolongar la vida y mantener la dignidad


fue —como todos los conflictos fundamentales propios de la condición
humana— bien evaluado y articulado por los antiguos griegos. En el
Fedón, Platón ejemplifica ese dilema, así como el método socrático para
resolverlo.

La escena de la muerte empieza con Sócrates rodeado de algunos de sus


amigos más cercanos anunciándoles que ingerirá la cicuta. Tras una corta
conversación entre Sócrates y sus amigos, éste se despide y pide al
verdugo que traiga la taza envenenada. Pero Gritón anima a Sócrates a
esperar, a prolongar su vida mientras pueda: «Sócrates», suplica, «… sé
que otros hombres toman el veneno más tarde, y beben y comen a
conciencia, e incluso disfrutan de la compañía de sus amigos elegidos tras
el anuncio de su muerte. No te apresures; todavía hay tiempo».

La respuesta de Sócrates articula la distinción entre la vida como un


proceso biológico, que puede, y quizás deba, prolongarse todo lo posible, y
como una peregrinación espiritual que puede, y deba, recorrerse y
terminase de un modo adecuado. Esto es lo que Sócrates le contesta:
Aquellos de quienes hablas, Gritón, lo hacen, por supuesto, porque piensan
que ganarán algo haciéndolo. Yo no lo haré, por supuesto, porque pienso
que no ganaré nada bebiendo el veneno más tarde, sino mi propio
desprecio por ahorrar tan ávidamente una vida que está ya gastada.

La distinción entre la muerte del cuerpo y el fin de la vida, que es la


diferencia entre el criterio de Gritón y el de Sócrates sobre la vida y la
muerte, continúa desorientándonos en las ciencias terapéuticas. La razón
principal de que así sea la explica también, y notablemente, Sócrates.

Gritón pregunta a su amigo cómo desea ser enterrado. Sócrates replica:

El [Gritón] cree que yo soy el cuerpo que pronto verá cadáver, y me


pregunta cómo ha de enterrarme. Todos los argumentos que he esgrimido
para probaros que no permaneceré con vosotros después de haber bebido
el veneno… Gritón no los ha entendido… Porque, querido Gritón, debes
saber que usar equivocadamente las palabras no es sólo un error en sí, sino
que corrompe el alma. Debes animarte y pensar que estás enterrando tan
sólo mi cuerpo; y puedes enterrarlo como quieras y consideres adecuado.

La distinción que hace aquí Sócrates entre sí mismo y su cuerpo es al


tiempo obvia y evasiva; todos sabemos con cuánta frecuencia no logran
hacer hoy esa distinción las personas científicamente informadas e
ilustradas.

La riqueza de la escena de la muerte para nuestro tema no se agota en


modo alguno con mis precedentes observaciones. Hay también un
significado en las palabras de despedida de Sócrates. «Critón», dice, «debo
un gallo a Esculapio; no lo olvides». El sacrificio ritual que Sócrates pide
aquí a su amigo se refiere a la costumbre de ofrecer un gallo a Esculapio,
el Dios de la curación, al recobrarse de alguna enfermedad. En otras
palabras, Sócrates contempla su muerte como el hecho de recobrarse de
una enfermedad, presagiando así el punto de vista cristiano.
En resumen, el mensaje que quiero traerles es simplemente éste: hagan
todo lo que puedan por practicar su pericia terapéutica, pero no lo hagan
sacrificando la dignidad, tanto la propia como la de sus pacientes, porque
ambas están atadas por vínculos similares a los del matrimonio, más
fuertes aún, diría yo, especialmente en nuestros tiempos. Pues, si me
permiten parafrasear las Escrituras, ¿de qué le aprovecha a un hombre
ganar su salud si pierde su dignidad?

Un mapa para la ética médica: las justificaciones morales de las


intervenciones médicas

Tras una vida de reflexión sobre lo que significa ser un paciente y estar
enfermo, y lo que significa ser un médico y medicar, he acabado pensando
que gran parte de nuestra confusión actual en torno a la ética médica
descansa en nuestro fracaso a la hora de articular las diferencias entre
ciertos hechos fundamentales y ciertas justificaciones elementales,
llegando a un acuerdo sobre las consideraciones que justifican ciertas
intervenciones médicas. En este breve ensayo intentaré ofrecer un mapa
que pueda servir de ayuda para orientarnos en el ovillo de problemas
médico-éticos con los que hoy nos enfrentamos. Al igual que cualquier
mapa, no nos dirá dónde debemos ir. Pero nos dirá dónde conducen los
distintos caminos.

Elijamos como paradigma de enfermedad el cáncer de pecho, y como


paradigma de tratamiento la extirpación del pecho canceroso. El cáncer es
una dolencia; esto constituye un hecho biológico y médico. La
mastectomía es un tratamiento; eso constituye un hecho quirúrgico y legal.
La pregunta médico-ética y médico-legal es: ¿qué justifica la intervención
médica (quirúrgica) llamada mastectomía?

1. Según algunas personas, esa paciente debe sufrir una mastectomia


porque tiene cáncer. Es la justificación inspirada por la enfermedad.
2. Según otros, la paciente debe sufrir una mastectomia porque se curará.
Es la justificación inspirada por el tratamiento.

3. De acuerdo con otros, debe sufrir una mastectomia porque busca ayuda
médica, porque el médico ofrece tratamiento quirúrgico, el cirujano lo ha
recomendado y la paciente está de acuerdo. Esta es la justificación
inspirada por el consentimiento.

Es importante tener en cuenta que, aunque, en el caso ideal, las tres


justificaciones coinciden y por así decirlo se anulan en una afirmación
única, formulada tanto por el paciente como por el médico sobre las
medidas a tomar, las justificaciones son independientes unas de otras y a
menudo entran en conflicto. Unos pocos ejemplos aclararán y
dramatizarán las disyunciones potenciales entre los hechos médicos y las
justificaciones morales hasta aquí consideradas.

1. La enfermedad puede no justificar la intervención médica, por ejemplo


si la paciente rechaza el tratamiento, por pertenecer a alguna secta religiosa
(o por cualquier otra razón). Y la intervención médica puede justificarse
aun sin la presencia de enfermedad: el aborto y la vasectomía son
intervenciones médicas, pero el embarazo y la capacidad de fecundar no
son enfermedades.

2. La cura (en el sentido de efectividad terapéutica) puede no justificar la


intervención médica, como en el ejemplo anterior, donde la paciente
rechaza el tratamiento. Y la intervención médica puede justificarse aun sin
la eficacia terapéutica: la sangría, antaño, y el electroshock hoy son formas
captadas de tratamiento; sin embargo, reconocemos ahora que la sangría
perjudicaba el sistema circulatorio del paciente, y un día se reconocerá por
fin que las convulsiones eléctricamente inducidas lesionan el sistema
nervioso central del paciente.

3. El consentimiento puede no justificar legalmente la intervención


médica, por ejemplo si el paciente es un adicto a la morfina y el médico se
la suministra. Y la intervención médica puede justificarse legalmente aun
sin el consentimiento, como sucede por ejemplo cuando se administran
electroshocks al llamado depresivo suicida.

De este modo nuestros dilemas de ética médica tienen, cuando menos, dos
fuentes: fácticas (o epistemológicas) y morales (o éticas). Al primer tipo
pertenecen preguntas como ¿qué es enfermedad?, ¿qué es tratamiento?,
¿qué es consentimiento? Al segundo, pertenece la pregunta: ¿qué justifica
ciertos contactos particulares entre sufrientes y curadores denominados por
nosotros intervenciones médicas (quirúrgicas, psiquiátricas, etc.)?

Hay problemas molestos en ambas categorías. ¿Cómo definir, conocer, o


ponernos de acuerdo, sobre lo que es enfermedad o tratamiento? ¿Es el
embarazo (deseado o indeseado) una enfermedad? ¿Es un tratamiento el
aborto? ¿Es una enfermedad la senectud? ¿Es un tratamiento la eutanasia?
Los problemas son obvios, y no hay necesidad de detenernos aquí en ellos.
Basta decir que, incluso si estuviésemos de acuerdo —cosa que, por otra
parte, no nos aseguraría estar en lo cierto— sobre lo que debe incluirse en
esas categorías, y lo que debe excluirse, muchos problemas ético-médicos
seguirían siendo igualmente molestos. Pues, sin perjuicio de nuestro
acuerdo sobre cuestiones de definición, nombre o «facticidad»,
permanecerían nuestros problemas sobre la justificación. Esos problemas
exigen elegir y aceptar responsabilidades debido a las inexorables
consecuencias de nuestras elecciones.

Disponemos de múltiples posibilidades de justificar las intervenciones


médicas. Primero, podríamos viajar hacia el Oeste (por así decirlo), o sea:
justificar la intervención médica por la dolencia. Por ese camino topamos
con las coacciones y contracoacciones de pacientes y doctores, médicos y
políticos. Pues, si la enfermedad justifica el tratamiento, los individuos
tenderán a pretender, o a ocultar, enfermedades según deseen o no
tratamientos específicos. Y los profesionales médicos tenderán a descubrir,
o a negar, enfermedades según deseen imponer, o evitar, tratamientos
específicos. (Personas que pretenden padecer graves dolores para obtener
analgésicos, y médicos que imponen metadona a quienes desean heroína
son ejemplo de ese camino).

En segundo lugar, podríamos viajar hacia el Este, justificando la


intervención médica por el tratamiento. En esa ruta, topamos también con
las mismas o similares coacciones y contracoacciones de pacientes y
doctores, médicos y políticos. Pues, si la eficacia terapéutica justifica la
intervención médica, los médicos tenderán a pretender, o a ocultar,
poderes terapéuticos según quieran o no dispensarlos, imponerlos o
retenerlos. Y los individuos tenderán, según sus deseos, a intentar
clasificarse, o desclasificarse, de distintos tratamientos. (Los médicos que
evitan el uso y falsifican las propiedades farmacológicas de los opiáceos,
los psiquiatras que pretenden ser capaces de tratar la enfermedad mental
mediante el encarcelamiento, y los políticos que legislan sobre los
derechos al tratamiento de los pacientes mentales encarcelados, son
ejemplos de ese camino).

En tercer lugar, podríamos viajar hacia el Norte, es decir, justificar la


intervención médica por el consentimiento. Por ese lado —donde el aire es
limpio, pero frío—, la medicina aparece como una ocupación de servicios
contractuales. En semejante sistema, sólo los pacientes que desean
tratamiento lo reciben, y sólo los médicos que desean dispensar
tratamiento lo administran. Este sistema hace posibles ciertas
intervenciones médicas que complacen al paciente y al médico, pero que
pueden desagradar a otros; y hace imposibles ciertas otras deseadas por el
paciente, la familia del paciente, el médico, la profesión médica o la
sociedad en general, porque una u otra, o ambas partes necesarias para el
contrato médico se niegan a entrar en él. (Individuos con enfermedades
infecciosas, como la gonorrea, que rehúsan el tratamiento, o médicos
católicos que se niegan a hacer abortos son ejemplos de ese camino).

Podemos, por último, dirigirnos al Sur, justificando la intervención médica


por una caprichosa y confusa combinación de las tres justificaciones
precedentes. Este camino —donde el aire es brumoso y caliente— lleva a
un infierno asfaltado de buenas intenciones médicas. En un sistema
semejante, las relaciones entre pacientes y terapeutas son gobernadas por
los peores elementos —los más despóticos, caprichosos y mendaces— de
cada uno de los tres otros sistemas. Los pacientes, los médicos, los
políticos y la gente en general tenderán a fabricar definiciones de
enfermedad y tratamiento cada vez más arbitrarias y auto-útiles, e
intentarán imponérselas mediante fraude, o por la fuerza, a cualquiera que
se resista. (La aceptación oficial de considerar la heroína como una
enfermedad y recibir metadona bajo vigilancia médica como tratamiento
es un ejemplo de ese camino; también lo es la aceptación oficial de los
desacuerdos personales, como enfermedades psiquiátricas, y de las torturas
administradas médicamente como tratamientos psiquiátricos).

No prometí ofrecer, y no ofrecí, solución alguna a los problemas


ejemplificados por las situaciones enumeradas más arriba. Lo que he
ofrecido, como observé al comienzo, es un mapa que espero proporcione
un cuadro razonablemente preciso del territorio que todos nosotros —
como pacientes, como médicos o como ambos— debemos atravesar en la
vida, Y ofrezco algo más: una reflexión sobre todo ello.

Sé, o creo saber, que la vida es esencialmente trágica. En el sentido y en la


tradición griega y cristiana, la tragedia es nuestro sino. Esto es un dato.
Pero hay otra clase de tragedia, la que fabricamos, como pacientes y
médicos, legisladores y legos, al eludir las elecciones trágicas impuestas
por la vida. También es una tragedia, en mi opinión, la creencia de que
podemos tener un sistema médico-ético y médico-legal que combine las
virtudes, y no los males, que se derivan de justificar las intervenciones
médicas por enfermedad, tratamiento y consentimiento. En otros términos,
no es un sino trágico que debamos conllevar, sino un desatino trágico que
debemos evitar.

La ética de la adicción
Para no dar por supuesto que sabemos en qué consiste la adicción a las
drogas, empecemos por algunas definiciones.

Según el comité de expertos sobre drogas capaces de producir adicción de


la Organización Mundial de la Salud,

la drogadicción es un estado de intoxicación periódica, o crónica,


perjudicial para el individuo y la sociedad, producido por el consumo
repetido de una droga (natural o sintética). Sus características son: 1)
deseo, o necesidad abrumadora (compulsión), de continuar tomando la
droga y obtenerla por cualquier medio; 2) tendencia a incrementar la dosis,
y 3) dependencia psíquica (psicológica) y, a veces, física a los efectos de la
droga[14].

Dado que esta definición se apoya en el daño que el consumo de la droga


causa al individuo y a la sociedad, es claramente ética. Además, al no
especificar qué es «perjudicial», ni quién lo determinará, ni sobre qué base,
esta definición asimila inmediatamente el problema de la adicción a otros
problemas psiquiátricos, en los que son los psiquiatras los que definen la
peligrosidad del paciente tanto para sí mismo como para los demás. De
hecho, los médicos consideran perjudicial lo que la gente se hace a sí
misma, pero no lo que ellos hacen a la gente. Por ejemplo, si estudiantes
de bachillerato fuman marihuana, es perjudicial; pero si psiquiatras
administran drogas psicotrópicas a pacientes mentales involuntarios, no es
perjudicial.

El resto de la definición propuesta por la Organización Mundial de la


Salud es aún más dudosa. Habla de un «deseo abrumador» o «compulsión»
a tomar la droga, y de esfuerzos por obtenerla «por cualquier medio». Una
vez más, nos hundimos en el piélago conceptual y semántico de la jerga
psiquiátrica. ¿Qué es un «deseo abrumador» sino simplemente el deseo
mediante el cual elegimos libremente dejarnos abrumar? Y ¿qué es una
«compulsión», sino simplemente una inclinación irresistible a hacer algo y
seguir haciéndolo, aunque alguien piense que no debiéramos?
Llegamos así al esfuerzo por obtener la substancia adictiva «por cualquier
medio». Esto nos sugiere que la substancia está prohibida, o que es muy
cara por alguna otra razón, siendo por lo tanto difícil de obtener para una
persona común y corriente; no supone que la persona que la desea tenga
una ansia desaforada de droga. Si hubiese un suministro abundante y
gratuito de lo que desea el «adicto», no habría razón para que empleara
«cualquier medio» para obtenerlo. ¿Quiere la definición de la
Organización Mundial de la Salud decir que sólo puede uno volverse
adicto a una substancia ilegal, o difícil de obtener, por otras causas? Si es
así —y obviamente es cierto que el fruto prohibido es más atractivo,
aunque no puede negarse que algunas cosas también pueden ser atractivas,
independientemente de cómo las juzgue la ley—, esto desplaza sin duda el
problema de la adicción de la esfera médica y psiquiátrica simplemente a
la de la moral y la ley.

La definición que ofrece de la adicción la tercera edición no resumida del


diccionario Webster presenta las mismas dificultades. Define la adicción
como «el uso compulsivo e incontrolado de drogas que crean hábito una
vez superado el período de medicación, o que crean efectos dañinos para la
sociedad». Esta definición imputa al adicto una falta de auto-control al
tornar, o no, una droga, criterio éste harto dudoso en el mejor de los casos;
al mismo tiempo, calificando un acto como adicción según el daño que
causa o no a la sociedad, ofrece una definición moral de un estado que es
manifiestamente médico.

Asimismo, el término habitual en Norteamérica de abuso de drogas [drug


abuse] sitúa esta conducta en la categoría de la ética. Porque es la ética la
que se ocupa de saber si algo es correcto o erróneo en los actos y en los
bienes que poseen los hombres.

Es evidente que la adicción a las drogas y el abuso que de ellas se hace no


pueden definirse sin especificar los usos propios e impropios de ciertos
agentes farmacológicamente activos. La administración regular de morfina
que inyecta un médico a un paciente que muere de cáncer es el paradigma
del uso adecuado de un narcótico, mientras que su autoadministración,
incluso ocasional, por una persona físicamente saludable con el propósito
de obtener un placer farmacológico es el paradigma del abuso de drogas.

Propongo que esos juicios no tengan nada que ver con la medicina, la
farmacología o la psiquiatría. Son juicios morales. De hecho, nuestros
criterios actuales sobre la adicción son asombrosamente semejantes a
algunos de nuestros antiguos prejuicios en relación con el sexo. La
copulación dentro del matrimonio, con el fin de procrear, solía ser el
paradigma del uso adecuado de los órganos sexuales, mientras que la
copulación extramarital, con el puro fin del placer carnal, solía ser el
paradigma de su uso impropio. Hasta recientemente, la masturbación —o
auto-abuso, como era llamada en los países anglosajones— fue declarada
por los profesionales y aceptada por el vulgo como causa y síntoma de
diversas enfermedades[15].

Desde luego, hoy es prácticamente imposible incitar a una autoridad


médica norteamericana (o extranjera) a que apoye el concepto de auto-
abuso. La opinión médica mantiene actualmente que sencillamente no
existe tal abuso, que masturbarse, o no, es médicamente irrelevante y que
es un asunto de moral personal, o estilo de vida. Sin embargo, hoy es
prácticamente imposible incitar a una autoridad médica norteamericana (o
extranjera) a que se oponga al concepto de abuso de drogas. La opinión
médica mantiene hoy que el abuso de drogas es un grave problema
médico, psiquiátrico y de salud pública; que la adicción a drogas es una
enfermedad similar a la diabetes, que requiere un tratamiento médico
prolongado (o perpetuo) y cuidadosamente vigilado; y que tomar, o no,
drogas es principal, si no únicamente, una cuestión de atención y
responsabilidad médica.

Como cualquier política social, nuestras leyes sobre las drogas pueden
examinarse desde dos puntos de vista completamente distintos, el técnico y
el moral. Nuestra actual inclinación consiste, o bien en ignorar la
perspectiva moral, o bien en tomar técnica por moral.
Como ejemplo de nuestra trasnochada y excesiva confianza en una
aproximación técnica al llamado problema de las drogas está la
profesionalizada mendacidad sobre el peligro de ciertos tipos de drogas.
Dado que la mayoría de los propagandistas contrarios al abuso de drogas
pretenden justificar ciertas medidas represivas apelando a la supuesta
peligrosidad de algunas de ellas, falsifican a menudo las verdaderas
propiedades farmacológicas de las drogas que pretenden prohibir. Lo
hacen por dos razones: primero, porque muchas substancias de uso
cotidiano son tan dañinas como las substancias que desean prohibir; en
segundo lugar, porque comprenden que no basta con declararla peligrosa,
que la peligrosidad no es nunca un argumento suficientemente persuasivo
para justificar la prohibición de droga, substancia o artefacto algunos. En
consecuencia, cuanto más ignoran los «perseguidores de la adicción» las
dimensiones morales del problema, tanto más se ven obligados a exagerar
sus argumentos fraudulentos acerca de la peligrosidad de las drogas.

No cabe duda de que ciertas drogas son más peligrosas que otras. Es más
fácil matarse con heroína que con aspirina. Pero también es más fácil
matarse saltando de un rascacielos que de una casa de pocas plantas.

En el caso de las drogas, justificamos su prohibición según su poder de


auto-lesión; no hacemos lo mismo en el caso de los edificios.

Además, sistemáticamente, distinguimos dos modos muy distintos de


causarse la muerte mediante narcóticos: el acto deliberado de suicidio y la
sobredosis accidental.

Como sugerí en otro lugar, deberíamos considerar el suicidio como un


derecho humano básico[16]. Si es así, resulta absurdo privar a un adulto de
una droga (o de cualquier otra cosa) porque podría usarla para matarse.
Hacer esto sería tratar a la gente como tratan los psiquiatras institucionales
al llamado paciente mental suicida: no sólo le encarcelan, sino que le
quitan todo —cordones de los zapatos, cinturones, cuchillas de afeitar,
utensilios para comer, etc.— hasta dejar al «paciente» desnudo en un
jergón dentro de una celda acolchada, para que no se mate. Así sólo se
consigue la más degradante tiranización de los anales de la historia
humana.

La muerte por sobredosis accidental es totalmente distinta. Pero ¿puede


alguien dudar de que este peligro se debe hoy sobre todo al hecho de que
la venta de narcóticos y otras drogas es ilegal? Las gentes que compran
drogas ilícitas no pueden estar seguras del producto que adquieren ni de
qué cantidad. El tráfico libre de drogas, gracias a una acción
gubernamental que se limitara a vigilar la pureza del producto y la
veracidad de la etiqueta, reduciría el riesgo de sobredosis accidental con
«drogas peligrosas» y lo situaría dentro de los mismos criterios que
prevalecen hoy —y que consideramos aceptables— con respecto a otros
agentes químicos y artefactos físicos que abundan en nuestra compleja
sociedad tecnológica.

Aunque el objeto de este ensayo no es el de exponer las propiedades


farmacológicas de los narcóticos y otras drogas que afectan la mente,
podría decirse algo más sobre los peligros médicos y sociales que plantean.
Antes de proceder a esa tarea, sin embargo, querría aclarar que, en mi
opinión, prescindiendo de su peligrosidad, todas las drogas deberían
legalizarse (término ambiguo que empleo de mala gana como una
concesión al uso común). Aunque reconozco que algunas drogas —
especialmente la heroína, las anfetaminas y el LSD entre las hoy en boga
— pueden tener consecuencias personales o sociales indeseables, estoy a
favor del comercio libre de drogas por la misma razón que los Padres
Fundadores favorecieron el libre comercio de ideas: en una sociedad
abierta no es en absoluto asunto del gobierno qué ideas lleva un hombre en
la cabeza; asimismo, no debiera ser en absoluto asunto del gobierno qué
drogas lleva en el cuerpo.

Es una característica fundamental de los seres humanos acostumbrarse a


las cosas: uno se habitúa, o se vuelve adicto, no sólo a los narcóticos, sino
a los cigarrillos, a los cocktails antes de cenar, al zumo de naranja en el
desayuno, a las tiras de comics, al sexo, etc. Es una característica
fundamental de los organismos vivos adquirir una creciente tolerancia
hacia diversos agentes químicos y estímulos físicos: el primer cigarrillo
puede producir tan sólo náusea y dolor de cabeza; un año después, fumar
tres paquetes al día puede ser un puro goce. Tanto el alcohol como los
opiáceos son, pues, adictivos en el sentido de que cuanto más regularmente
se ingieren más los ansia el usuario y mayor es su tolerancia hacia ellos.
Sin embargo, en todo esto, no vemos proceso misterioso alguno que
conduzca a «quedarse colgado». Es simplemente un aspecto de la
propensión biológica universal al aprendizaje, que se encuentra
especialmente muy desarrollada en el hombre. El hábito de los opiáceos,
como el hábito de los cigarrillos o el de la comida, puede romperse —por
lo general sin ninguna ayuda médica— siempre que la persona desee
romperlo. A menudo no es así. Y ¿por qué habría que hacerlo si no tiene
nada mejor que hacer en su vida? O si, como suele suceder con la morfina,
puede vivir una vida esencialmente normal mientras se encuentra bajo su
influencia. Esto, desde luego, suena completamente increíble, lo cual
demuestra a las claras nuestra «adicción» a medio siglo de sistemática
mendacidad oficial sobre los opiáceos, que sólo podríamos romper
padeciendo los síntomas intelectuales que supondría abandonar para
siempre esos tan apreciados prejuicios.

En realidad, el opio es mucho menos tóxico que el alcohol. Además, así


como es posible ser un alcohólico que trabaja y produce, también es (o
más bien solía ser) posible ser un adicto al opio trabajando y siendo
productivo. Thomas de Quincey y Samuel Taylor Coleridge eran
tomadores de opio, y «Kubla Khan», considerado uno de los poemas más
bellos de la lengua inglesa, fue escrito mientras Coleridge se encontraba
bajo la influencia del opio[17]. De acuerdo con un estudio definitivo hecho
por Light y otros, publicado por la Asociación Médica Norteamericana en
1929, «la adicción a la morfina no se caracteriza por deterioro físico o
lesión de la capacidad física… No hay pruebas de cambios en las
funciones circulatorias, hepáticas, renales o endocrinas. Si se considera
que esos sujetos llevaban por lo menos cinco años, y algunos de ellos más
de veinte, adictos a esa droga, esas observaciones negativas adquieren una
gran significación»[18]. En un estudio realizado en 1928, Lawrence Kolb,
director general ayudante en el servicio norteamericano de salud pública,
descubrió que, de 119 personas adictas a opiáceos por práctica médica, 90
tenían buenos historiales industriales y sólo 29 malos:

A juzgar por su trabajo y sus propias declaraciones, ninguna de las


personas normales vio reducida su eficacia por el opio. Veintidós
trabajaban regularmente, aunque llevaban 25 años o más tomando opio;
una de ellas, una mujer de 81 años, todavía ágil mentalmente, había
tomado tres granos de morfina diariamente durante 65 años. (La dosis
terapéutica usual es de un cuarto de grano, siendo tres o cuatro granos
fatales para el no adicto). Parió y crió 6 hijos, llevando sus tareas
domésticas con una eficacia superior a la normal. Una viuda, de 66 años,
había tomado 17 granos de morfina diariamente durante más de 37 años.
Se encuentra mentalmente ágil… hace trabajo físico todos los días y se
gana la vida[19].

No cito estos datos para recomendar el hábito del opio. El hecho es que, de
ser honestos, debemos distinguir entre efectos farmacológicos e
inclinaciones personales. Algunas personas toman drogas para hacer frente
a algo: por ejemplo, para que les ayuden a funcionar y estar a la altura de
las expectativas sociales. Otros las toman para no enfrentarse con las
cosas: por ejemplo, para ritualizar su negativa a funcionar y a estar a la
altura de las expectativas sociales. Gran parte de los que hoy abusan de las
drogas —quizá prácticamente la mayoría— pertenece al segundo tipo.
Pero, en vez de reconocer que los adictos son incapaces, o no se adaptan, o
se niegan al hecho de trabajar y ser normales, preferimos creer que actúan
como actúan porque ciertas drogas —especialmente la heroína, el LSD y
las anfetaminas— los vuelven enfermos. Si solamente pudiésemos
curarles, piensan los que comparten este criterio confortable y confortador,
se convertirían en ciudadanos productivos y útiles. Creer eso es como creer
que, si un fumador de cigarrillos analfabeto dejase de fumar, se convertiría
en Einstein. Con semejante falsedad no se puede ir muy lejos. Tampoco
debe asombrarnos que este criterio encante a los políticos y a los
psiquiatras.

La idea del libre comercio de drogas se opone también a otro concepto


nuestro muy querido, el de que todos deben trabajar y de que el ocio sólo
es aceptable en condiciones especiales. En general, la obligación de
trabajar prima ante todo para los adultos blancos, varones y con salud.
Toleramos el ocio en los niños, las mujeres, los negros, los ancianos y los
enfermos, e incluso aceptamos la responsabilidad de mantenerles. Pero la
nueva ola de drogadictos afecta principalmente a los adultos jóvenes, a
menudo a varones blancos que, en principio cuando menos, son capaces de
trabajar y mantenerse. Pero se niegan: se marginan, adoptando un estilo de
vida donde no trabajar, no mantenerse, no ser útil a los demás resultan
valores positivos. Esas personas desafían algunos de los valores básicos de
nuestra sociedad. Poco puede sorprender entonces que la sociedad desee
devolver el golpe, responder. Aunque sería más barato mantener a los
adictos en el bienestar que «medicarlos», hacerlo implicaría legitimar su
estilo de vida. Esto se niega a hacerlo la sociedad «normal». Por el
contrario, la mayoría actúa como si sintiese que, mientras gasta su dinero
en medicar adictos, debe obtener algún rendimiento de él. Lo que la
sociedad obtiene de su guerra contra la adicción es lo que todo movimiento
persecutorio suministra a los perseguidores: al definir a una minoría como
maligna (o enferma), la mayoría se confirma como buena (o sana). (Si eso
puede hacerse para el bien de la víctima, tanto mejor). En resumen, la
guerra contra la adicción forma parte de esa aventura moderna que he
llamado «fábrica de locura». Es, en efecto, una aventura terapéutica, pero
con la siguiente grotesca conclusión: sus beneficiarios son os terapeutas, y
sus víctimas los pacientes.

Quizá la idea del comercio libre de narcóticos asuste a las personas, ante
todo porque creen que grandes masas de nuestra población se pasarían os
días y las noches fumando opio, o pinchándose heroína en vez de trabajar
y compartir sus responsabilidades como ciudadanos. Pero eso es un
disparate que no merece ser tomado en serio. Los hábitos del trabajo y del
ocio son pautas culturales profundamente arraigadas; dudo que un
comercio libre de drogas convirtiese a personas activas de trabajadoras
hormiguitas en hippies a golpes de pluma legislativa.

El otro lado de la moneda económica referente a las drogas y a los


controles de drogas es, en realidad, bastante más importante. El gobierno
se está gastando hoy millones de dólares —los salarios ganados con
dificultad por norteamericanos que trabajan duro— para mantener una
vasta y astronómicamente cara burocracia cuyos esfuerzos no sólo minan
nuestros recursos económicos y perjudican nuestras libertades civiles, sino
que crean cada vez más adictos y mantienen, indirectamente, el crimen
asociado con el tráfico de drogas ilícitas. Aunque mi argumentación sobre
tomar drogas sea moral y política —y no se apoye en demostrar que el
libre comercio de drogas ofrecería también ventajas fiscales con respecto a
las que rigen actualmente—, permítanme indicar brevemente algunos de
los aspectos económicos del problema del control de drogas.

El primero de abril de 1967 entró en vigor el programa de control para la


adicción a narcóticos en el Estado de Nueva York, aclamado como «el más
gigantesco jamás ensayado en la nación». El programa, que puede costar
hasta 400 millones de dólares en 3 años, informó el «New York Times»,
fue aclamado por el gobernador Rockefeller como «el comienzo de una
guerra interminable». Tres años más tarde, se calculó, en cifras
conservadoras, que el número de adictos se había triplicado o
cuadruplicado en el Estado. El senador por Nueva York, John Hughes,
informó que el costo de la medicación de un solo adicto durante ese
tiempo se elevaba a 12.000 dólares al año (en contraposición con los 4.000
dólares anuales para pacientes en hospitales mentales del Estado)[20]. Sin
embargo, fue una época gloriosa para los propios ex-adictos. En una
agencia de servicios para la adicción de Nueva York, un ex-adicto empezó
con 6.500 dólares al año el 27 de noviembre de 1967 y estaba ganando
16.000 siete meses más tarde. Otro empezó con 6.500 el 12 de septiembre
de 1967 y subió a 18.100 el primero de julio de 1969[21]. Los salarios de
los médicos encargados de los programas no son menos atractivos. En
resumen, la localización y rehabilitación de adictos es un buen negocio;
como lo fue, en otros tiempos, la localización y rehabilitación de brujas.
Ahora sabemos que la divulgación de la brujería en la baja Edad Media se
debió más al trabajo de los cazabrujas que al esplendor de la brujería. ¿No
será asimismo que la divulgación de la adicción en nuestros días se deba
más al trabajo de los cazaadictos que al esplendor de los narcóticos?

Pensemos cómo parte del dinero gastado en la lucha contra la adicción


podría ir a apoyar a personas que prefieren marginarse de la sociedad y
drogarse. Su hábito, naturalmente, costaría muy poco, porque el libre
comercio bajaría el precio de los narcóticos hasta cifras irrelevantes.
Durante el año fiscal de 1969-1970, la Comisión para el Control de la
Adicción a Narcóticos en el Estado de Nueva York tenía un presupuesto
anual de casi 50 millones de dólares, sin incluir el destinado a la
construcción de capital. Partiendo de esa cantidad como base aproximada
de cálculo, llegamos a la siguiente conclusión: 100 millones de dólares
mantendrían a 30.000 personas a razón de 3.000 dólares al año; puesto que
la población del Estado de Nueva York es aproximadamente un décimo de
la nación, llegamos a una cantidad de 500 millones de dólares para
mantener a 150.000 adictos a nivel nacional.

No estoy proponiendo que gastemos de este modo el dinero


trabajosamente ganado. Estoy sólo intentando mostrar que el libre
comercio de narcóticos sería más económico para aquellos de entre
nosotros que trabajamos, aunque tuviésemos que mantener a legiones de
adictos, que nuestro actual programa de intentar «curarles». Además, ni
siquiera he incluido en mis cálculos económicos las fabulosas sumas que
nos ahorraríamos al reducir así los crímenes que provoca hoy el tráfico
ilegal de drogas.

No cabe duda de que el argumento de que la marihuana —o la heroína, o


la metadona, o la morfina— está prohibida porque es adictiva o peligrosa
no puede sostenerse ante los hechos. En primer lugar, hay muchas drogas
—desde la insulina hasta la penicilina— que no son ni adictivas ni
peligrosas, pero que, a pesar de todo, están prohibidas también: sólo
pueden obtenerse con receta médica. En segundo lugar, hay muchas cosas
—desde la dinamita a las armas— mucho más peligrosas que los
narcóticos (especialmente para otros), pero que no están prohibidas. Como
todo el mundo sabe, en los Estados Unidos sigue siendo posible entrar en
una tienda y salir con un arma de fuego. No disfrutamos de ese derecho
porque no creamos que las armas sean peligrosas, sino porque creemos
todavía aún más que las libertades civiles son sagradas. Sin embargo, no es
posible, en los Estados Unidos, entrar en una tienda y salir con una
ampolla de barbitúricos, de codeína o de otras drogas. Se nos priva ahora
de ese derecho porque hemos llegado a valorar más el paternalismo
médico que el derecho a obtener y a usar drogas sin recurrir a médicos
intermediarios.

Propongo, por lo tanto, que el llamado problema del abuso de drogas


forme parte de nuestra actual ética social, que acepta «protecciones y
represiones» que se justifican mediante llamamientos a la salud pública
semejantes a los que aceptaron las sociedades medievales cuando se
justificaban mediante llamamientos a la fe[22]. El abuso de drogas (tal
como lo conocemos) es una de las consecuencias inevitables del
monopolio médico sobre las drogas, monopolio cuyo valor aclaman
diariamente la ciencia y la ley, el Estado y la Iglesia, los profesionales y
los legos. Al igual que antes regulaba la Iglesia las relaciones del hombre
con Dios, hoy la Medicina regula las relaciones del hombre con su cuerpo.
Cualquier desviación de las reglas promulgadas por la Iglesia se
consideraba entonces herejía y era castigada con sanciones teológicas
apropiadas, llamadas penitencia; la desviación de las reglas promulgadas
por la Medicina hoy se considera abuso de drogas (o cualquier tipo de
enfermedad mental) y es castigada con sanciones médicas apropiadas
llamadas tratamiento.

El problema del abuso de drogas nos acompañará por eso mientras


vivamos bajo la tutela médica. Esto no significa que, si fuese libre el
acceso a las drogas, algunas personas no se medicarían de una manera que
podría irritarnos, o perjudicarlas a ellas mismas. Esto fue precisamente o
que sucedió cuando se liberalizaron las prácticas religiosas.

Estoy sugiriendo que, aunque la adicción sea de hecho un problema


médico y farmacológico, en realidad es un problema moral y político.
Hablamos como si intentásemos probar que las drogas son tóxicas, pero
actuamos como si intentáramos decidir qué drogas deberían ser prohibidas.

Sin embargo, deberíamos saber que no hay una conexión necesaria entre
hechos y valores, entre lo que es y lo que debiera ser. Así, actos, objetos o
personas que pueden objetivamente perjudicarnos pueden ser aceptados y
tolerados si minimizamos su peligrosidad. Y, a la inversa, actos, objetos o
personas objetivamente inofensivos pueden ser rechazados y perseguidos
si exageramos su peligrosidad. Hay siempre que distinguir —y en especial
cuando se trata de política social— entre descripción y prescripción, hecho
y retórica, verdad y falsedad.

Para exigir adhesión, la política social debe ser respetada; y, para ser
respetada, debe ser considerada legítima. En nuestra sociedad, hay dos
métodos principales para legitimar una política: la tradición social y el
juicio científico. Más que ninguna otra cosa, el tiempo constituye el
supremo árbitro ético. Cualquiera que sea la práctica social, si las personas
la realizan generación tras generación, acabará por ser aceptada.

Muchos adversarios de la legalización de las drogas admiten que la


nicotina puede ser más perjudicial para la salud que la marihuana; sin
embargo, opinan que fumar cigarrillos debe ser legal, pero marihuana no,
porque el primer hábito está socialmente aceptado, mientras el segundo no.
Es una opinión muy razonable. Pero entendámosla tal como es, o sea como
un llamamiento a legitimar prácticas antiguas y aceptadas y a poner fuera
de la ley otras nuevas y no aceptadas. Es una justificación que se apoya
sobre la precedencia, no sobre la evidencia.

El otro método de legitimar una política, siempre más adoptado en el


mundo moderno, consiste en recurrir a la autoridad de la ciencia. En
materias de salud, categoría amplia y siempre más elástica, los médicos
desempeñan importante papeles como legitimadores e legitimadores. De
ello deducimos que, independientemente de los efectos farmacológicos de
una droga sobre quien la toma, si éste la obtiene de un médico y la toma
bajo supervisión médica, su adicción es ipso facto legítima y adecuada;
pero, si la obtiene de otros canales que no sean los médicos y la toma sin
supervisión médica (y, sobre todo, si la droga es ilegal y el individuo sólo
la toma con el propósito de alterar su estado mental), su adicción es
ilegítima e inadecuada ipso facto. En resumen, ser tratado por un médico
es uso de drogas, mientras que auto-tratarse (especialmente con ciertas
clases de drogas) es abuso de drogas.

Esta es también una solución razonable. Pero entendámosla tal como es, o
sea un llamamiento a legitimar lo que hacen los médicos, porque lo hacen
con buena intención y fines terapéuticos, así como a poner fuera de la ley
lo que hacen los legos, porque lo hacen con mala intención y con fines
auto-abusivos y masturbatorios. Es una justificación que descansa sobre
los principios del profesionalismo, no de la farmacología. Por eso,
aplaudimos el uso médico sistemático de la metadona llamándolo
«tratamiento contra la adicción de heroína», pero nos oponemos al uso
ocasional y no médico de la marihuana llamándolo «peligroso abuso de
drogas».

Nuestro actual concepto del abuso de drogas articula así y simboliza una
política fundamental de la medicina científica, a saber: que un lego no
debiera medicar su propio cuerpo, sino ponerlo bajo la supervisión de un
médico debidamente acreditado. Antes de la Reforma, la práctica de la
verdadera cristiandad se apoyaba en una política similar, a saber: que un
lego no debía comunicarse por sí solo con Dios, sino que debía entregarse
a la vigilancia espiritual de un sacerdote debidamente acreditado. Los
auto-intereses de la Iglesia y de la Medicina en estas actividades quedan de
manifiesto. Lo que queda menos claro son los intereses de los legos: al
delegar la responsabilidad del bienestar espiritual y médico de las personas
a especialistas taxativamente acreditados, esas medidas —y las prácticas
que las respaldan—, niegan a los individuos la posibilidad de asumir ellos
mismos su propia responsabilidad. Tal como lo veo, nuestros problemas
relacionados con el uso y el abuso de drogas son simplemente una de las
consecuencias de nuestra ambivalencia en cuanto a la autonomía personal
y la responsabilidad.

La principal herejía de Lutero fue la de suprimir al sacerdote como


intermediario entre el hombre y Dios, dando al primero acceso directo al
segundo. También desmistificó el lenguaje mediante el cual el hombre
podía dirigirse a Dios, aprobando con tal intención lo que hasta entonces
había sido llamado significativamente la lengua vulgar. Quizás sea cierto
que la familiaridad engendra la indiferencia: el protestantismo no era
simplemente una nueva forma de cristiandad, sino el comienzo de su fin, al
menos tal como había sido conocida hasta entonces.

Propongo una reforma médica análoga a la Reforma protestante, una


«protesta» específica contra la mistificación sistemática de la relación del
hombre con su cuerpo y su separación profesionalizada de él. La meta
inmediata de la reforma sería suprimir al médico como intermediario entre
el hombre y su cuerpo, suministrando al lego acceso directo al lenguaje y
al contenido de la farmacopea. Es significativo que, hasta hace poco, los
médicos escribiesen las recetas en latín, y que los diagnósticos médicos y
los tratamientos sigan todavía arropados en una jerga cuyas metas
principales son inspirar un temor reverencial y mistificar a los legos. Que
el hombre pudiera acceder directamente a su propio cuerpo, así como a los
medios de alterarlo químicamente, significaría el fin de la Medicina, al
menos tal como la conocemos. Por eso, mientras dure esa fe ciega en la
Medicina, habrá poco interés en este tipo de reforma médica: los médicos
temen la pérdida de sus privilegios, los legos la pérdida de su protección.

Nuestra actual política con respecto al uso y al abuso de las drogas


constituye así un alegato simulado para legitimar ciertos privilegios de los
médicos y poner fuera de la ley ciertas prácticas de todos los demás. De
ahí el que actuemos como si creyéramos que sólo los médicos tienen
derecho a dispensar narcóticos, al igual que solíamos pensar que sólo los
sacerdotes podían dispensar la bendición.

Por último, puesto que afortunadamente aún no vivimos en la perfección


utópica del mundo, nuestra aproximación técnica al problema de las
drogas ha llevado, y seguirá llevando indudablemente, a algunos curiosos
intentos de combatirlo.

En un intento semejante, el gobierno norteamericano logró presionar a


Turquía para que obligase a sus agricultores a reducir la producción de la
adormidera (de donde proviene el opio, la morfina y la heroína)[23]. Si
aceptamos la reciprocidad, quizás debiéramos esperar que el gobierno
turco presionase a los Estados Unidos para que restringiese su producción
de cebada. ¿O acaso debemos reconocer que los musulmanes tienen el
suficiente auto-control como para dejar el alcohol y los cristianos, en
cambio, necesitan el despliegue de controles policíacos, políticos y
médicos de nativos y extranjeros para poder prescindir de los opiáceos?

En otro intento semejante, la Unión para las Libertades Civiles de


California apoyó el deseo de un adicto a la heroína, en libertad provisional,
de recibir un «tratamiento de mantenimiento con metadona»[24]. Desde
esta perspectiva, el adicto tiene más derechos que el no adicto; para el
primero la metadona suministrada, a expensas del contribuyente, es un
derecho; para el segundo, la metadona, suministrada a sus propias
expensas, es una prueba de adicción a ella.

Creo que, así como consideramos la libertad de expresión y de religión


como derechos fundamentales, deberíamos también considerar la libertad
de auto-medicarse como un derecho fundamental; y que, en vez de
oponernos con mendacidad a las drogas lícitas o promoverlas de un modo
insensato, deberíamos, parafraseando a Voltaire, hacer de esta máxima
nuestra regla: «¡Desapruebo lo que toma, pero defenderé hasta la muerte
su derecho a tomarlo!».
En realidad, como la mayoría de los derechos, el derecho a la auto-
medicación debería aplicarse sólo a los adultos; y no debería ser un
derecho absoluto. Dado que hay límites importantes, es necesario
especificar su ámbito exacto.

John Stuart Mill dijo (aproximadamente) que el derecho de una persona a


mover su brazo termina donde empieza la nariz de su vecino. Asimismo, lo
que limitaría la auto-medicación sería el infligir un daño efectivo (en
contraposición al simbólico) a otros.

Nuestras prácticas actuales con respecto al alcohol incorporan y reflejan


esa ética individualista. Tenemos derecho a comprar, poseer y consumir
bebidas alcohólicas. Independientemente del hecho de que puedan ser
perjudiciales para ciertas personas, su ebriedad no debe anular el derecho
de otras a embriagarse también, mientras esas personas beban en la
intimidad de su propia casa, o en algún otro lugar apropiado, y mientras se
comporten en todo lo demás según las leyes. En resumen, tenemos derecho
a intoxicarnos, pero en privado. La intoxicación pública se considera una
ofensa contra los demás y es considerada una violación de la ley penal.

Los mismos principios se aplican a la conducta sexual. El comercio sexual,


especialmente entre esposa y esposo, es sin duda un derecho. Pero es un
derecho que debe ejercerse en casa, o en cualquier otro lugar apropiado;
deja de ser un derecho en un parque público, o en una calle céntrica. Es
para todos razonable que este derecho en un lugar pueda convertirse en
una ofensa en otro, en virtud de su efecto perturbador sobre los demás.

El derecho a la auto-medicación debería enmarcarse en límites similares.


La intoxicación pública, no sólo con el alcohol, sino con cualquier otra
droga, debería ser una ofensa jurídica condenada por la ley penal. Más
aún, los actos que puedan dañar a otros —como conducir un coche—
deberían ser castigados de modo especialmente estricto y severo cuando se
dieran en estado de intoxicación de drogas. El uso habitual de ciertas
drogas, como el alcohol y los opiáceos, puede perjudicar también
indirectamente a otros haciendo que el sujeto se sienta poco motivado para
trabajar y, por lo tanto, no tenga trabajo. En una sociedad que mantiene a
los parados, esta persona, como consecuencia de su propia conducta, sería
una carga para sus vecinos que, en cambio, trabajan. No puedo analizar
aquí cómo podría defenderse mejor la sociedad contra ese tipo de
consecuencias. Sin embargo, es obvio que prohibir el uso de drogas que
crean hábito no es solución para este riesgo, sino que, por el contrario, no
hace más que incrementar las cargas fiscales previstas para los miembros
productivos de la sociedad.

El derecho a la auto-medicación debe, por lo tanto, comportar la


responsabilidad absoluta de su conducta sobre los demás en aquellos que
ingieren o toman drogas. Pues, de no ser porque deseamos considerarnos
responsables de nuestra propia conducta y considerar a los demás
responsables de la suya, la libertad de ingerir o inyectarse drogas
degeneraría en la libertad de dañar a otros. Pero aquí está el quid: solemos
resistirnos a considerar a las personas responsables de su mala conducta.
Por eso, preferimos reducir derechos a incrementar responsabilidades. Lo
primero sólo requiere hacer leyes, que puedan entonces ser violadas o
eludidas más o menos libremente; lo segundo, en cambio, exige perseguir
y castigar a los ofensores, cosa que sólo puede hacerse mediante leyes
justas aplicadas justamente. De ahí que substituyamos siempre más la
libertad de espíritu firme por una tiranía de corazón blando.

La situación de los adultos, si debiésemos considerar la libertad de tomar


drogas como un derecho fundamental, sería semejante a la libertad de leer
o de elegir su religión. ¿Cuál sería la situación de los niños? Dado que
muchas de las personas que ahora se llaman drogadictos son menores, es
de especial importancia que pensemos con claridad en este aspecto del
problema.

No creo, y no propugno, que los niños tengan derecho a ingerir, inyectarse


o tomar de cualquier otro modo cualquier tipo de droga o substancia que
deseen. Los niños no tienen derecho a conducir, beber, votar, contraer
matrimonio, o firmar contratos vinculantes. Adquieren esos derechos en
diversas edades, llegando a la plena posesión de la madurez habitualmente
entre los dieciocho y veintiún años. El derecho a la auto-medicación
infantil debería aplazarse del mismo modo hasta la madurez.

En relación con esto, conviene recordar que los niños carecen incluso de
libertades básicas como la oportunidad de leer lo que desean, o rendir culto
al dios que eligen, libertades que consideramos derechos elementales en
los adultos norteamericanos. En ese aspecto, como en otros importantes,
los niños se encuentran totalmente bajo la jurisdicción de sus padres, o
tutores. El hecho desastroso de que muchos padres no logren ejercer la
autoridad adecuada sobre la conducta de sus hijos no justifica, en mi
opinión, el privar a los adultos del derecho a conducirse de un modo que
estimamos indeseable para los niños. Ese remedio no hace más que
agravar la situación. Pues, si consideramos adecuado prohibir a los adultos
el uso de narcóticos para evitar que los niños abusen de ellos, tendríamos
que considerar adecuado también prohibir el comercio sexual, conducir
coches y aviones, de hecho, prácticamente todo, porque de esas
actividades también los niños tienden a abusar. En resumen, sugiero que
las drogas «peligrosas» sean tratadas más o menos como ahora se tratan el
alcohol y el tabaco. (Eso no significa que yo crea que el Estado deba
utilizarlas como fuente de ingresos fiscales). Ni el uso de narcóticos ni su
posesión debieran ser prohibidos, tan sólo debería serlo su venta a
menores. Por supuesto, eso llevaría a la fácil expansión de todo tipo de
drogas entre los menores, aunque quizás no más que ahora, sino
probablemente más visible y, por eso mismo, más fácilmente sujeta a
controles adecuados. Esa solución situaría la responsabilidad por el uso
infantil de todo tipo de drogas allí donde corresponde: en los padres y sus
hijos. A ellos también les corresponde la misma responsabilidad por el uso
del alcohol y el tabaco. Es un síntoma trágico de nuestra negativa a asumir
seriamente la libertad personal y la responsabilidad que parezca no haber
deseo publico de asumir una postura similar hacia otras drogas peligrosas.

Piénsese en qué sucedería si un niño llevase una botella de ginebra a la


escuela y se emborrachase allí. ¿Culparían las autoridades de la escuela a
las bodegas locales por instigar a la bebida? ¿Culparían a los padres y al
niño mismo? Hay alcohol en prácticamente todos los hogares de
Norteamérica, pero rara vez se lo llevan los niños a la escuela, mientras
que la marihuana, el LSD y la heroína —substancias que los niños no
encuentran en su casa y cuya posesión misma representa un delito penal—
encuentran con frecuencia su camino hasta allí.

Nuestra actitud sobre la actividad sexual suministra otro modelo para


nuestra actitud sobre las drogas. Aunque habitualmente aconsejemos a los
niños menores de cierta edad que no realicen actividades sexuales con
otros (ya no les «ponemos en guardia» contra la masturbación), no
prohibimos legalmente tales actividades. Lo que sí prohibimos mediante
leyes es la seducción sexual de niños por parte de adultos. La seducción
farmacológica de niños por parte de adultos debería ser igualmente
castigada. En otras palabras, los adultos que dan o venden medicamentos a
los niños deberían considerarse delincuentes. Esta prohibición específica y
limitada —en contraste con las prohibiciones generalizadas que tuvimos
bajo la ley Volstead, o que ahora tenemos para con incontables drogas—
sería relativamente fácil de hacer cumplir. Además, probablemente se la
violaría pocas veces, porque habría poco interés psicológico y ningún
beneficio económico por hacerlo. Por otra parte, el uso de drogas por y
entre niños (sin la participación directa de adultos) debería ser un asunto
perfectamente ajeno al ámbito de la ley penal, tal como lo es realizar
actividades sexuales en circunstancias similares.

Hay, desde luego, un defecto fatal en mi propuesta. De adoptarse, nos


quedaríamos sin la mayoría de nuestras víctimas preferidas: ya no
podríamos espiarlas ni perseguirlas para protegerlas del abuso de drogas,
práctica que hemos substituido a la antigua de espiarlas y perseguirlas para
protegerlas del auto-abuso (es decir, la masturbación)[25]. Por lo tanto, no
podemos, y no debemos, abandonar esa tiranía terapéutica para considerar
a los niños como personas jóvenes con derecho a la dignidad que merecen
nuestro respeto y que nos deben la responsabilidad que les otorgamos,
hasta que estemos preparados para dejar de oprimir psiquiátricamente a los
niños «en su interés».

Antes o después, tendremos que hacer frente al dilema moral básico que
supone nuestro problema con las drogas: ¿tiene una persona derecho a
tomar una droga —cualquier droga—, no porque la necesite para curar una
enfermedad, sino porque quiere tomarla?

La Declaración de Independencia habla de nuestro derecho inalienable a la


«vida, libertad y la búsqueda de la felicidad». ¿Cómo hemos de interpretar
esa frase? ¿Asegurando que debemos ser libres para perseguir la libertad
jugando al golf, o viendo la televisión, pero no bebiendo alcohol, ni
fumando marihuana, ni ingiriendo anfetaminas?

La Constitución y la Declaración de Derechos no dicen nada sobre el tema


de las drogas. Su silencio parecería dejar suponer que el ciudadano adulto
tiene, o debería tener, el derecho a medicar su propio cuerpo como crea
más conveniente. Si no fuese así, ¿por qué habría sido necesaria una
enmienda constitucional para poner fuera de la ley a la bebida? Pero, si
ingerir alcohol era y vuelve a ser ahora un derecho constitucional, ¿por qué
ingerir opio, o heroína, o barbitúricos, o cualquier otra cosa no es también
un derecho? Si lo es, la ley sobre narcóticos de Harrison no es sólo mala,
sino inconstitucional, porque ordena, mediante un acto legislativo, lo que
debiera promulgarse en una enmienda constitucional.

Las irritantes preguntas permanecen. Como ciudadanos norteamericanos,


¿acaso no tenemos, no deberíamos tener, el derecho a tomar narcóticos u
otras drogas? Más aún, si tomamos drogas y nos conducimos como
ciudadanos responsables y obedientes a la ley, ¿acaso no tenemos, y no
deberíamos tener, el derecho a no ser molestados por el gobierno? Por
último, si tomamos drogas y quebrantamos la ley, ¿acaso no tenemos, y no
deberíamos tener el derecho a ser tratados como autores de un crimen, más
que como pacientes acusados de estar mentalmente enfermos y obligados a
permanecer recluidos en hospitales psiquiátricos?
Esas son cuestiones fundamentales que brillan por su ausencia en todos los
análisis contemporáneos sobre problemas de adicción y abuso de drogas.
En este área, como en tantas otras, hemos permitido que un problema
moral se disfrazase de problema médico, y nos hemos visto
comprometidos en un simulacro de combate de boxeo entre enfermedades
metafóricas y esfuerzos médicos por combatirlas que van desde lo absurdo
a lo aterrador.

El resultado es que, en vez; de debatir el uso de drogas en términos


morales y políticos, limitamos nuestra tarea a un estricto problema técnico
que consiste en proteger a las personas para que no se envenenen con
substancias de cuyo uso no pueden en modo alguno asumir la
responsabilidad. Pienso que eso explica mejor que nada el aterrador
consenso nacional que se opone a la responsabilidad del individuo para
tomar drogas si quiere y para responder de su conducta mientras se
encuentra bajo la tutela de la sociedad y de sus leyes.

En 1965, por ejemplo, cuando el presidente Johnson intentó aprobar un


decreto imponiendo severos controles federales sobre la venta de ciertas
píldoras farmacéuticas, el proyecto fue aprobado por el Congreso por
unanimidad: 402 votos contra 0.

El fracaso de semejantes medidas para luchar contra la «amenaza de las


drogas» sólo ha servido para fomentar el entusiasmo de nuestros
legisladores por ellas. En octubre de 1970, el Senado aprobó, nuevamente
por unanimidad (54 contra 0), «un decreto fundamental sobre narcóticos
aclamado como piedra de toque en el programa anti-crimen del presidente
Nixon. Se añaden al decreto fuertes medidas para el tratamiento y
rehabilitación de quienes abusan de las drogas»[26]. En diciembre de
1971, el Senado aprobó —esta vez también por unanimidad (92 contra 0)
— un decreto de «mil millones de dólares más para organizar el primer
asalto generalizado y coordinado de la nación contra la insidiosa amenaza
del abuso de drogas»[27]; en febrero de 1972, el Congreso votó por 380
votos contra 0 un programa trienal de 411 millones para combatir el abuso
de drogas; y, en marzo, el mismo Congreso votó por 366 votos contra 0 un
programa federal contra el abuso de drogas con un presupuesto de mil
millones de dólares para tres años.

Para mí, esa incesante unanimidad en esta cuestión sólo puede significar
una cosa: la voluntad de eludir el problema real y un intento de dominarlo
atacando y abrumando a un chivo expiatorio, las «drogas peligrosas» y los
«drogadictos». Hay una semejanza siniestra entre la unanimidad con la
cual todos los hombres «razonables» —en particular políticos, médicos y
sacerdotes— apoyaron en otros tiempos las medidas protectora^ de la
sociedad contra brujas y judíos, y la unanimidad con la que ahora apoyan
las medidas contra drogadictos y los que abusan de drogas.

Por último, esas votaciones repetidamente unánimes sobre medidas de


largo alcance para combatir el abuso de drogas nos recuerdan
amargamente que, cuando se ha alcanzado una situación crítica, es decir,
cuando legisladores democráticos no saben hacer otra cosa, para preservar
su integridad intelectual y moral, que ir en contra de ciertos mitos
populares, demuestran ser o bien insensatos, o bien débiles. Prefieren
correr con el rebaño a la impopularidad y a poner en peligro su reelección.
Después de que todo se haya dicho y hecho —después de que se escriban
millones de palabras, se promulguen miles de leyes y se «trate» a un
incontable número de personas por «abuso de drogas»— todo se reducirá a
saber si aceptamos, o rechazamos, el principio ético que John Stuart Mill
enunció tan claramente en 1859:

El único propósito para ejercer correctamente el poder sobre cualquier


miembro de una comunidad civilizada, en contra de su voluntad, es evitar
el daño a otros. Su propio bien, ya sea físico o moral, no es suficiente
garantía. No puede, en justicia, ser forzado a hacer, o a soportar, porque
eso le hará más feliz, porque, en opinión de otros, hacerlo, sería sabio, o
incluso justo… En la parte [de su conducta] que meramente le concierne a
él, su independencia es, por derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su
propio cuerpo y mente, el individuo es soberano[28].
El problema básico que supone la adicción —y muchos otros problemas,
como la actividad sexual entre adultos consentida por ellos, la pornografía,
la contracepción, el juego y el suicidio— es simple, aunque vejatoria15: en
un conflicto entre el individuo y el Estado, ¿dónde debería terminar la
autonomía del primero y dónde debería empezar el derecho a intervenir del
segundo?

Un modo de escapar al dilema es la ocultación: o sea, al disfrazar la


cuestión moral y política en un problema médico y terapéutico para
proteger la salud física y mental de los pacientes, podemos exaltar al
Estado, oprimir al individuo y exigir beneficios de ambos.

La otra solución supone una confrontación: reconociendo el problema tal


como es, podemos elegir aumentar la esfera de acción del Estado a
expensas del individuo, o del individuo a expensas del Estado. En otras
palabras, podemos comprometernos con el criterio de que el Estado,
representante de muchos, es más importante que el individuo, y tiene, por
lo tanto, el derecho, en realidad el deber, de regular la vida del individuo
con arreglo a los mejores intereses del grupo. O podemos también
comprometernos con el criterio de que la libertad y la dignidad
individuales son valores supremos de la vida, y que el principal deber del
Estado es proteger y promover esos valores.

En resumen, debemos elegir entre la ética del colectivismo y la ética del


individualismo, y pagar el precio de cada una… o el de las dos.

La ética de la terapia conductista

Mi meta en este ensayo es ofrecer una exposición de las dimensiones


morales de la terapia conductista, identificar las actividades reales de los
terapeutas conductistas, e indicar mi aceptación de algunas de sus
intervenciones, mi rechazo de otras y las justificaciones a mis juicios.
Permítanme empezar expresando mi acuerdo con la pretensión de los
terapeutas conductistas en el sentido de que, como todos los demás
terapeutas, influyen sobre la conducta. Mi acuerdo incondicional con los
terapeutas conductistas termina precisamente aquí. Aunque existan
acuerdos específicos entre nosotros sobre algunos otros puntos —como el
significado de la conducta efectiva más que su racionalización verbal, o la
importancia de distinguir entre los objetivos del paciente y de los
profesionales en la terapia—, no comparto su posición (en realidad, la de
la mayoría de los demás psiquiatras y psicoterapeutas): insisto en
distinguir tajantemente entre intervenciones psicoterapéuticas voluntarias e
involuntarias, entre elección que lleva a contratar y coacción que lleva a
capitular, en resumen: entre hacer algo por una persona y hacer algo a una
persona.

Presiento que, en este punto, muchos terapeutas conductistas desearán


interrumpirme y declarar su propia adhesión —indudablemente sincera—
al principio del consentimiento del paciente informado del tratamiento, y
su oposición —sin duda bien intencionada— al uso de la tecnología
psiquiátrica o psicológica para el castigo. Temo que estas protestas me
dejarán tan poco convencido y tan frío como las protestas de los
psicoanalistas y de los psiquiatras institucionales, según las cuales trabajan
única y exclusivamente en beneficio de sus analizados o pacientes. Es un
viejo refrán el que las palabras sobran, pero con el cual difícilmente
podrían estar de acuerdo los terapeutas conductistas. Por eso, no es muy
importante, ni muy interesante, lo que puedan decir los terapeutas
conductistas sobre lo que hacen o por qué lo hacen; lo importante e
interesante es qué hacen, y cómo lo describen. Así examinada, gran parte
de lo que hacen parece ser sencillamente coactivo, impuesto al cliente, o
paciente, por la fuerza, o el fraude.

Antes de ejemplificar esta afirmación, permítanme anticipar e intentar


refutar una objeción que pudo surgir aquí. «Muchos terapeutas
conductistas hacen muchas cosas», podrían objetarme. «Aunque pueda ser
verdad que, entre todas las intervenciones necesarias, haya algunas
coactivas, o involuntarias, representan tan sólo una pequeña fracción del
total y, por tanto, no representan lo que es realmente la terapia
conductista».

En mi opinión, este tipo de argumento es bastante poco sincero. Aunque


yo no sepa, y me atrevo a decir que nadie lo sabe, cuál es la exacta
proporción de intervenciones terapéuticas conductistas voluntarias, o
involuntarias —si la proporción es de 99 a 1, o de 1 a 1, o de 1 a 99—, una
cosa quedaría clara sencillamente hojeando la literatura publicada en ese
campo; la terapia conductista se utiliza rutinariamente sobre pacientes que,
o no dan, o no pueden dar, su consentimiento pues no están informados
acerca de su tratamiento.

La moderna terapia conductista tiene, me parece, un defecto hereditario


adquirido de la madre de cuyo útero nació. Me refiero al contexto social
donde se desarrolló por primera vez la terapia conductista: el hospital
mental del Estado.

Los experimentos en cuestión son los realizados por Ogden Lindsley y B.


F. Skinner en el Hospital Metropolitano de Waltham, Massachusetts, bajo
los auspicios del Departamento de Psiquiatría de la Escuela Médica de
Harvard, sufragados por becas provenientes de la Oficina de Investigación
Naval y la Fundación Rockefeller, y hechos públicos en 1954. Lindsley y
Skinner estudiaron a 15 pacientes varones que llevaban hospitalizados
unos 17 años. Sus conclusiones coinciden a la perfección con sus propias
palabras:

La semejanza entre la actuación de pacientes psicóticos y la actuación de


ratas, palomas y perros «normales» sobre dos programas de refuerzo
intermitente sugiere que la conducta psicótica es controlada, en alguna
medida, por las propiedades reforzadoras del medio físico inmediato, y que
los efectos de diferentes programas de refuerzo sobre la conducta de
psicóticos deberían investigarse aparte[29].
No voy a cargar esta presentación con mis objeciones a las ideas y a la
ética de Skinner, porque ya las he enunciado en otro lugar[30]; baste
advertir que, en el pasaje antes mencionado, Lindsley y Skinner ponen la
palabra normal —con la que califican a las ratas— entre comillas, pero no
hacen lo mismo con la palabra psicótico, con la que califican a personas.
En otras palabras, aceptan como obvio que, al igual que algunos
individuos son diabéticos o leucémicos, otros son psicóticos. Considero
que éste es un vicio funesto que se repite a lo largo del trabajo de Skinner
sobre «pacientes mentales», así como en el trabajo de los terapeutas
conductistas que aceptan esa premisa psiquiátrica[31]. Por último, es obvio
que Lindsley y Skinner aceptan aquí también —como todos los que se han
referido después laudatoriamente a ese trabajo— la legitimidad moral de
encarcelar a «psicóticos» y luego «tratarlos» en contra de su voluntad. Que
esto supone un peso ético capaz de invalidar todo el resto del trabajo
basado en ese modelo, puede ser menos obvio, aunque creo que sí es el
caso.

Durante las últimas décadas, gran parte de la terapia conductista se ha


realizado en instituciones cerradas, es decir, en hospitales mentales y
prisiones. Como ya dije antes, no sé, y dudo que alguien lo sepa, qué
proporción de esa terapia se realiza coactivamente o contractualmente.
Queda el hecho de que muchos de los receptores de los beneficios de la
terapia conductista han sido, y siguen siendo, personas cuyo status como
clientes, o pacientes, era involuntario, pro forma, o de hecho. Comentaré
primero la terapia conductista en hospitales mentales, y después la terapia
conductista en prisiones.

El detallado informe de Lindsley[32] sobre los experimentos, a los cuales


me he referido, ya parece sentar el precedente para gran parte de este tipo
de trabajo. «El método operativo libre», escribe en 1956, «puede usarse
con muy escasas modificaciones para medir la conducta de cualquier
animal, desde una tortuga hasta un genio normal». Es extraño que Lindsley
considere aquí el genio como «normal», porque, en su próxima frase,
propone aplicar ese método a los «psicóticos»: «Dado que no se exigen ni
datos de referencias ni relación con el experimentador, el método es
particularmente apropiado para analizar la conducta de pacientes
psicóticos no verbales, escasamente motivados y crónicos».

Los pacientes mencionados en el estudio llevaban encarcelados unos 12


años. He aquí brevemente lo que dice Lindsley sobre ellos y sobre lo que
hizo con ellos:

Seleccionamos a pacientes dando preferencia a los que no estaban en


libertad provisional, ni trabajaban en industrias del hospital, ni recibían
terapia activa, ni visitantes. Lo hicimos para reducir al mínimo las
variantes extrañas y facilitar el manejo del paciente… Nuestro
procedimiento regular consistió en acercarnos a un paciente por primera
vez en la sala y preguntarle si deseaba venir con nosotros para obtener
dulces y cigarrillos. Los que no contestaban eran conducidos, si no nos
seguían, hasta el laboratorio. Si, en cualquier momento, un paciente
protestaba, o se negaba, se le devolvía a la sala[33].

Evidentemente, Lindsley cree que tratar a los pacientes de ese modo basta
para establecer que no han sido coaccionados. Ignora por completo el
hecho de que está funcionando como un miembro del aparato institucional
del hospital. Considero que semejante trabajo es tan sólo un poco menos
odioso que experimentar con los reclusos en campos de concentración. Lo
digo porque creo que es tarea moral de los psicólogos y psiquiatras
salvaguardar, en general, la dignidad y la libertad de as personas y, en
especial, las de aquéllas con quienes trabajan. Si, en vez de ello, se
aprovechan profesionalmente del status de reclusión de los individuos o las
poblaciones, son, en mi opinión, criminales.

Gran parte de la literatura sobre el uso de la terapia conductista en las


instituciones mentales sabe a esa moral de agresión. Bastarán unos pocos
ejemplos.

El escrito de Isaacs, Thomas y Goldiamond, titulado «Aplicación de


condicionamiento operante para restablecer la conducta verbal en
psicóticos», es típico. El título mismo resulta engañoso, pues se trata de un
modo cientifista de describir un esfuerzo por hacer que hablen gentes que
no tienen ganas de hacerlo. He aquí la descripción que hacen los autores de
su primer paciente:

Paciente A = El S [sujeto] fue llevado a una sesión de terapia de grupo con


otros esquizofrénicos crónicos (que eran verbales), pero se sentó en la
posición en la que colocado mantuvo la conducta retraída que le
caracterizaba. Permaneció impasible mirando a lo lejos, incluso cuando se
le ofrecían cigarrillos, que otros miembros aceptaban, pasándoselos por
delante de la cara[34].

No hay indicios de que los investigadores hicieran esfuerzo alguno por


descubrir qué deseaba el paciente y satisfacer sus deseos. La idea de hacer
hablar a este hombre que prefería no hablar era claramente el único
objetivo de los investigadores, que trataron de imponérselo intentando
seducirle con cigarrillos. Este sujeto, como el otro mencionado en el
escrito, era, además, un paciente mental involuntario: «Paciente A,
clasificado como esquizofrénico catatònico, 40 años, pasó a ser
completamente mudo casi inmediatamente después de ser internado, hace
19 años»[35]. Quizás no deseaba la compañía de la gente a la que estaba
condenado a soportar.

Aunque los autores narren, con evidente orgullo profesional, cómo


intentaron hacer que el hombre hablase ofreciéndole cigarrillos (cuyo
abuso está ahora a punto de ser declarado una nueva forma de enfermedad
mental por la Asociación Psiquiátrica Norteamericana), no hay pruebas de
que intentaran conseguir el mismo resultado liberándole del
encarcelamiento psiquiátrico.

El uso —y subrayo este término para llamar la atención sobre él— de


pacientes indefensos, encarcelados y llamados esquizofrénicos, como
conejitos de India para la terapia conductista es, naturalmente, rutinario.
Podría llenar centenares de páginas con extractos de escritos donde se
mencionan tratamientos similares. He aquí un informe típico, hecho por
Teodoro Ayllon, un destacado terapeuta conductista: «Los sujetos eran dos
pacientes mujeres de un hospital mental. Ambas pacientes habían sido
clasificadas como esquizofrénicas… Anne tenía 54 años y llevaba 20 en el
hospital; Eneida tenía 60 y llevaba en el hospital 18»[36].

Anne y Eneida se negaban a comer si no eran alimentadas, y el propósito


del tratamiento de Ayllon era tratar de conseguir que comiesen por sí
mismas. Se entiende claramente quiénes son los beneficiarios de este tipo
de tratamiento. Que un terapeuta se enorgullezca, o se avergüence, de
hacer este tipo de cosas es precisamente la clase de cuestión que suele
eludirse en atención a los exclusivos aspectos técnicos de la terapia
conductista (u otra).

En otro escrito, Ayllon explícita todavía más que, prescindiendo de su


primer objetivo, lo que efectivamente hace es lograr que sean más
manejables los «pacientes difíciles»:

La paciente era una mujer de 47 años diagnosticada como esquizofrénica


crónica… hospitalizada durante 9 años. Tras estudiar la conducta de la
paciente en la sala, resultó manifiesto que el equipo de celadores
dedicaban un tiempo considerable cuidando de ella. En particular, había
tres aspectos de su conducta que parecían desafiar una solución. El
primero era robar comida. El segundo era esconder las toallas en su cuarto.
El tercer aspecto indeseable de su conducta consistía en llevar un número
excesivo de ropas, por ejemplo media docena de trajes, varios pares de
medias, sweaters y así sucesivamente[37].

Ayllon concibió un complejo ritual social para tratar el robo de comidas


que, según sus propias palabras, «consistió en que la paciente perdía un
almuerzo cada vez que intentaba robar comida»[38]. Hablando llanamente,
la paciente era castigada con el hambre por robar comida.
Dado el apoyo que la terapia conductista y sus terapeutas prestan a los
principios y prácticas de la psiquiatría institucional, no puede sorprender
que la Fuerza Operativa de la Asociación Psiquiátrica Norteamericana para
Terapia Conductiva haya preparado un brillante informe sobre ella. Los
siguientes extractos provenientes del informe revelan los estrechos
vínculos entre la psiquiatría coactiva y las terapias de condicionamiento:

El precoz desarrollo del sistema de economía simbólica se produjo casi


exclusivamente dentro del contexto de la sala cerrada del centro de
tratamiento psiquiátrico, y resultó bastante útil para evitar, o superar, el
deterioro de costumbres, o el síndrome de crisis social, que acompaña la
hospitalización prolongada, sea cual sea el diagnóstico inicial[39].

Al asumir su postura típica —enfermiza—, la Asociación Psiquiátrica


Norteamericana se traiciona: la terapia conductista es útil porque permite a
los psiquiatras imponer «una hospitalización prolongada de custodia» a sus
víctimas, además de ahorrarles las incomodidades de cargar con el
«deterioro de costumbres» de las víctimas.

Las observaciones de la Fuerza Operativa sobre los abusos en terapia


conductista incriminan más aún esta forma de intervención. También aquí
la Asociación Psiquiátrica Norteamericana persiste en su retórica habitual,
intentando justificar la opresión psiquiátrica de los pacientes:

Los terapeutas deben estar en guardia ante peticiones de tratamiento que


adopten la forma de «hacerle “entrar en razón”», cuya única intención es
hacer que la persona se conforme… Para evitar que esto suceda, se debe
obtener el acuerdo del paciente, una vez informado sobre las metas y los
métodos del programa terapéutico, hasta donde resulte posible[40].

¡Hasta donde resulte posible! Y cuando no es posible, naturalmente, está


permitido imponer sin consentimiento la terapia conductista.

La hipocresía de la Asociación Psiquiátrica Norteamericana sobre


coacción queda corta ante las observaciones que hace la Fuerza Operativa
sobre terapias de aversión:

En primer lugar, los métodos de aversión deben llevarse a cabo bajo la


supervisión de los colegas del terapeuta clínico; en segundo lugar, esos
métodos deben utilizarse tan sólo con el consentimiento del paciente… Si
el terapeuta es consciente de lo que anima su propia conducta, podrá evitar
la explotación en su trabajo con los pacientes[41].

Esta declaración sobre la limitación del uso de las terapias de aversión a


clientes que consienten es hipócrita. Si eso es lo que creen los autores de
ese informe y la Asociación Psiquiátrica Norteamericana, ¿por qué no han
pedido persecución penal para quienes usan terapia de aversión en clientes
o pacientes involuntarios, por ejemplo, para los psiquiatras y psicólogos
del Hospital Médico de California en Vacaville, donde se utilizó la
succinilclina como una «herramienta de aversión», y donde esa «terapia»
fue impuesta por lo menos a 5 reclusos, cuyo consentimiento se solicitó
pero no se obtuvo?[42] Dado que pidieron su consentimiento a esos
reclusos, los «terapeutas» debieron considerarlos capaces de darlo. El
hecho de que esos profesionales los tratasen sin su consentimiento —ante
la explícita negativa de los reclusos— establece, a mi entender por lo
menos, que los terapeutas actuaron criminalmente. El silencio de los
modificadores de conducta sobre esos usos e intervenciones hace muy
poco persuasivos sus piadosos pronunciamientos sobre consentimiento y
contrato.

En conexión con esto, me gustaría llamar la atención hacia un importante


escrito de Dougal Mackay, donde se demuestra la radical incompatibilidad
entre los principios básicos de la terapia conductista y la ideología de la
psiquiatría, que, a pesar de todo, apoya con entusiasmo a los terapeutas
conductistas[43]. Por qué lo hacen, queda bastante claro. Privados del
apoyo profesional de la medicina y la justificación social del tratamiento,
los terapeutas conductistas tendrían que subastar sus servicios en la plaza
pública; allí, no podrían forzar a clientes involuntarios para que hiciesen lo
que no desean, y no podrían persuadir al público y al Estado de que les
mantuviese a expensas del contribuyente. Eso les retrotraería a la posición
en la que se encontraban los psicoanalistas vieneses en 1900, lugar que es
exactamente el que les corresponde.

El uso de la terapia conductista en cárceles, especialmente cuando los


resultados obtenidos influyen sobre las opiniones del personal de la prisión
y de los encargados de vigilar los que están en libertad bajo fianza, suscita
cuestiones fundamentales no sólo sobre la infracción de los derechos de
los presos, sino también sobre la naturaleza y los límites del sistema penal.
En los Estados Unidos, sería claramente anticonstitucional exigir como
condición para abandonar la prisión que un preso se convirtiera de la
religión A a la religión B. Evidentemente, no es anticonstitucional exigir
que se convierta de la conducta A a la conducta B, especialmente cuando
la conversión se llama terapia conductista.

Jonathan Cole, destacado apólogo de la psiquiatría institucional, ofrece su


criterio sobre el uso de la terapia conductista en prisiones:

Suponiendo que se informe claramente a un prisionero sobre la naturaleza


de un programa de modificación de conducta, y que tenga la posibilidad de
negarse a él si lo considera desagradable o indeseable, no parece haber
inconveniente alguno en ofrecer a un preso, o a un grupo de presos, la
oportunidad de cambiar una conducta que ellos mismos coinciden en
querer cambiar[44].

Cole considera inconcebible que alguien pueda oponerse a semejante


solución debido a la posibilidad de abuso que supone, y no ofrece remedio
alguno ante la posibilidad de que las autoridades penitenciarias, o los
miembros de las juntas para la libertad provisional, castiguen a los presos
por rechazar semejantes «ofertas»; de hecho, no considera siquiera esa
posibilidad. No obstante, parece un problema muy real, como lo demuestra
el ejemplo que sigue:
Tres condenados por abusos deshonestos con niños han impugnado un
programa estatal que utiliza electroshocks y condicionamiento social para
cambiar su conducta social. Los tres reclusos dicen que el programa es
anticonstitucional porque, según ellos, se les fuerza a participar para
obtener su libertad condicional. Como parte de la terapia del programa, se
administran descargas en el escroto durante un pase de diapositivas con
niños desnudos. La descarga cesa cuando aparecen diapositivas de mujeres
desnudas[45].

Mostrar diapositivas de mujeres desnudas a presos varones y llamarlo


terapia exige realmente imaginación. Pero, ¿por qué no enseñarles
modelos vivos? Mejor aún, ¿por qué no suministrarles prostitutas a los
presos? Debería quizás aclarar que sugiero estas cosas en broma. Esa
salvedad es necesaria, ya que proxenetas y alcahuetas con credenciales
médicas pretenden hoy ser terapeutas, y son ampliamente aceptados como
tales.

La terapia conductista ha sido, durante mucho tiempo, parte integrante del


programa de la Institución Patuxent, un híbrido entre la prisión y el
hospital psiquiátrico, y, de hecho, uno de los más infames campos de
concentración psiquiátricos de los Estados Unidos. Su actuación consiste
en que todos los reclusos sean sentenciados a una condena indeterminada,
y cuya liberación depende de la «cooperación» de los cautivos con sus
capturadores. Los principios que animan esta institución, y las prácticas
que se han llevado a cabo en ella, han recibido el apoyo entusiasta de los
nombres más afamados de la psiquiatría norteamericana, entre ellos,
naturalmente, Karl Menninger[46].

En un juicio, celebrado en 1971, el tribunal, respondiendo a un grupo de


presos que alegaban haber sido sometidos a «tratamiento inhumano»,
dictaminó que el uso de las unidades de segregación de esa institución
constituye un castigo cruel y no muy frecuente. La sentencia provocó una
creciente controversia sobre los métodos usados en Patuxent. Un artículo
del «APA Monitor» afirma:
El psicólogo Arthur Kandel, uno de los tres directores adjuntos de
Patuxent, declaró que las celdas de segregación (llamadas «el agujero» por
los reclusos) eran realmente reforzadores negativos…, usados como
métodos de tratamiento positivo. Sin embargo, el tribunal determinó que
las condiciones físicas en las unidades de segregación constituían un
castigo cruel y poco frecuente… Sigmund Manne, el principal psicólogo
de Patuxent, explica que la sentencia indeterminada es «parte esencial del
programa terapéutico… Las personas responden patéticamente a la
sentencia indeterminada», dice. «No comprenden que es una parte
necesaria del tratamiento»[47].

En el lenguaje y en la ley, la cura y el control son como dos orillas de un


río claramente separadas por un cuerpo de agua, es decir, por una voluntad
de distinguir los intereses de dos partes en conflicto. La palabra terapia —
como en terapia psiquiátrica, o en terapia conductista— es un puente sobre
el agua: une las dos partes en una fingida cooperación, y permite a una, a
la otra, o a ambas, declarar la inexistencia de cualquier diferencia entre
cura y control, contrato y coacción, libertad y esclavitud.

He escrito en otro lugar sobre la corrupción del lenguaje en psiquiatría y,


más específicamente, sobre el uso de un lenguaje corrompido por parte de
los psiquiatras para describir y justificar sus prácticas penales y
punitivas[48]. La psiquiatría está hoy tan atiborrada de una especie de
nueva jerga sobre la salud mental que resulta a menudo difícil conocer a
qué hechos —si los hay— se refieren los autores. Por lo general, lo único
claro es que insisten en la eficacia terapéutica y en la bondad moral de lo
que hacen. La cita siguiente proviene de un artículo titulado «casos de
custodia: cómo funciona en Kansas City el tratamiento coercitivo», y es
típica:

«Con frecuencia, cuanto más trastornado está el niño, más grave es la


psicopatología de los padres, y menos capaces son de entrar
voluntariamente en una alianza terapéutica», dicen Paul C. Laybourne Jr.,
director médico de la División de Psiquiatría Infantil del Centro Médico de
la Universidad de Kansas, y su colaboradora Janet M. Krueger. Sugieren
que quizás no exista la posibilidad de que un paciente psiquiátrico sea del
todo voluntario en circunstancia alguna, apoyando su punto de vista con
una cita del médico Richard R. Parlour: «Los pacientes se ven forzados al
tratamiento por el dolor, el miedo y la desesperación, así como por
esposas, patronos y jueces. El tratamiento voluntario es un mito»[49].

Nos encontramos ante destacados psiquiatras asegurando que dos y dos


son cinco y siendo escuchados con respeto. ¿Por qué habría de ser así?
Porque están defendiendo la nobleza de la fe médica y la infalibilidad del
papado terapéutico, sentimientos muy estimados por los sacerdotes
psiquiátricos. Pero, si no hay diferencia entre pacientes voluntarios e
involuntarios, tampoco hay diferencia entre la servidumbre voluntaria e
involuntaria. Se trata sencillamente de que algunas personas son forzadas a
trabajar por el látigo y otras por su deseo de fama y fortuna. Eso convierte,
por supuesto, en algo misterioso el que la esclavitud haya sido rechazada y
abolida. Los escritos de Joseph Wolpe y Arnold Lazarus dan muestras de
una notable proliferación de ese mismo hongo semántico. Mientras, por
una parte, se mantienen discretamente silenciosos sobre las diferencias
entre pacientes y tratamientos voluntarios e involuntarios, por la otra,
apoyan implícitamente las coacciones tradicionales de la psiquiatría
institucional, escribiendo frases como las que siguen:

Ciertos tipos de reglas de castigo, que son habitualmente necesarias [en la


terapia conductista], resultan tipificados por lo siguiente:

1. No está usted mentalmente enfermo y no hay posibilidad de que se


vuelva loco… A menudo, es suficiente expresar seguridad de un modo
autoritariamente dogmático… Debe explicarse que, por muy mal que
evolucione una neurosis, sigue sin ser una psicosis; que las psicosis
muestran una clara pauta hereditaria, no manifestada en la neurosis; que
hay pruebas de anormalidad bioquímica en el suero de algunos psicóticos,
mientras que los neuróticos son indiscernibles de las personas
normales[50].

Algunos creen que los judíos son el Pueblo Elegido; otros que Jesús es el
Hijo de Dios y Dios él mismo; y, si Wolpe y Lazarus quieren creer lo que
he citado en el párrafo precedente, no tengo nada que objetar. Después de
todo, precisamente porque creen y predican esas afirmaciones, han sido los
sumos sacerdotes de la terapia conductista.

Wolpe y Lazarus exponen esas enseñanzas «autoritariamente dogmáticas»


—el término es suyo— en su contexto ético cuando se refieren
directamente a los aspectos morales de la terapia conductista, sobre los que
sacan las siguientes conclusiones:

Nuestra discusión sobre los aspectos morales de la psicoterapia no puede


concluirse sin hacer referencia a una objeción a la terapia conductista que
se suscita con frecuencia en conferencias y seminarios, aunque no
recordamos haberla visto impresa. La queja radica en que el terapeuta
conductista asume una especie de omnipotencia, porque sus métodos
exigen la completa aquiescencia del paciente, y se piensa que esto le priva
de su dignidad humana. La verdad es que el grado de aquiescencia
requerido no difiere del de ninguna otra rama de la medicina, o la
educación. Los enfermos de pulmonía están dispuestos a hacer lo que el
médico diga, porque él es el experto. Lo mismo sucede cuando el
tratamiento requerido es psicoterapia[51].

En resumen, Wolpe y Lazarus admiten —proclaman orgullosamente, en


realidad— que el modelo para su propia conducta terapéutica es el médico
que prescribe un tratamiento para la pulmonía.

Leonard Ullmann y Leonard Krasner, ambos destacados activistas en el


movimiento de la terapia conductista, han examinado concretamente en
qué difieren sus criterios de los míos. Repetir sus comentarios y hacer
observaciones sobre ellos deberá ayudarnos a aclarar las cuestiones
suscitadas.

Ullmann resume brevemente mis criterios sobre psicoterapia


autónoma[52], cita mi afirmación de que «la responsabilidad del
psicoterapeuta autónomo es la de mantener una impenetrable barrera entre
la situación terapéutica y la vida real del paciente» y luego comenta: «La
primera diferencia de punto de vista es que esa terapia de conducta se
refiere a una conducta en la vida real. El trabajo en el hogar, en la clase, en
la sala de hospital y otros similares, facilita la generalización y estimula
los cambios de conducta que constituyen la meta de la terapia
conductista»[53].

Hay en estos comentarios una mala comprensión, o representación, entre


lo que yo quiero decir con «vida real» y lo que Ullmann dice que quise
decir. Quise decir sencillamente que el terapeuta no debe ejercer poder
exterior alguno en la consulta, a favor o en contra del paciente. Por
ejemplo, el terapeuta puede analizar la cartilla de reclutamiento con su
paciente, pero no puede darle una carta para que la lleve a la junta de
reclutamiento; o puede analizar el suicidio con el paciente, pero no
entregarle a un hospital para que se lo impidan. En otras palabras, en la
psicoterapia autónoma, la relación entre el terapeuta y el paciente es
semejante a la que existe entre un arquitecto y los obreros que construyen
la casa. En cada caso, el primero, al igual que los segundos, trata con cosas
muy reales, pero las trata a un nivel verbal o simbólico; por ejemplo, el
arquitecto proyecta un edificio, pero no derrama el cemento él mismo en el
encofrado. Asimismo, el terapeuta habla sobre el matrimonio y el divorcio,
el conformismo y la desviación, pero no fuerza —y no debe forzar— al
paciente a hacer nada.

En manos de Ullmann, mi distinción entre niveles simbólicos y


comportamentales, y entre el poder del lenguaje y la ley, se transforman en
una dicotomía entre conductas reales e irreales. Dice Ullmann que los
terapeutas conductistas tratan de la conducta de la vida real, y yo no. Con
eso, Ullmann quiere señalar el compromiso efectivo de los terapeutas
conductistas con la vida cotidiana del paciente. Jamás usa la palabra poder,
con lo cual queda difuso —aunque en modo alguno oscuro— quién
controlará a quién.

La segunda diferencia que Ullmann encuentra entre mis criterios y los de


los terapeutas conductistas es aún más asombrosa. Permítanme citarla
antes de pasar a su comentario:

El segundo punto de divergencia radica en la cuestión de la capacidad para


elegir. Dado que sólo hay herencia y medio ambiente, debe aceptarse la
posición de que cualquier hecho dado, de conocerse todos sus
antecedentes, estaría determinado y sería totalmente previsible… En este
aspecto, el individuo no tiene «elección»… El concepto de elección
plantea también un problema lógico, el de una regresión interminable. Si
una persona hace una «elección libre», ¿qué elige la elección y qué elige
aquello que elige? La conducta no es totalmente previsible, o
predeterminada, desde el punto de vista del observador, tanto si es el
psicólogo como el propio interesado. Por lo tanto, el grado de
determinismo es una función del nivel teórico y, en menor medida, del
conocimiento del observador. Es paradójico que lo imprevisible de su
conducta pueda llevar al paciente a suponer que está predeterminada…
Puede ser realmente muy cómodo carecer de poder y no ser
responsable[54].

Desde luego, no es éste el lugar para traer a colación esta controversia


sobre libertad y determinismo. Intentaré, por eso, limitarme a unas pocas y
sencillas observaciones.

En primer lugar, Ullmann es incoherente, incluso en este pasaje (y en todo


su ensayo). Afirma, al comienzo, que la conducta está predeterminada, que
las personas no eligen. Sin embargo, al final, fustiga a aquellos que
pretenden no tener poder y no ser responsables. Aunque Ullmann precisa
su afirmación diciendo «en este aspecto el individuo no tiene “elección”»,
el individuo tiene una elección, ya que, «en este aspecto», se refiere a
situaciones que jamás podrán cumplirse. De hecho, Ullmann explica
entonces que «la pericia del terapeuta consiste en hacer que el paciente
haga la elección “correcta”». Sin embargo, pocas páginas más adelante,
escribe: «Si el terapeuta creyese en la libertad de elección, podría solventar
ese problema. La cuestión, expuesta anteriormente, es que no puede creer
en una libertad de elección»[55].

¿Quiere Ullmann decir que el terapeuta no puede creer en la libertad de


elección, o que no debe creer en ella? Obviamente, puede creer en ella. Yo
creo, y me cuesta imaginar que yo sea la única persona en el mundo. Debo
confesar que me resulta desolador su modo de razonar, así como el uso que
hace Ullmann del lenguaje.

También Krasner considera mi posición sobre la ética de la influencia


psicoterapéutica y, más tajante aún que Ullmann, la contrasta con la de los
terapeutas conductistas. Aborda la cuestión, que hace mucho sugerí, como
una de las premisas morales básicas de la psicoterapia, a saber: ¿de quién
es agente el terapeuta? Mi opinión es que el llamado terapeuta puede ser,
de hecho, el agente de incontables individuos e instituciones, y que,
cuando existen conflictos entre ellos, debe elegir a quién se propone servir.
Además, insisto en que, mientras el terapeuta se defina como alguien que
cura, debe ser el agente de su paciente, o cliente; y que, mientras se defina
como el agente de la sociedad (o de cualquier otro individuo, o grupo, en
conflicto con el paciente manifiesto), debe reconocer y manifestar
claramente que actúa como adversario del paciente y no como su
aliado[56]. He aquí cómo trata estas cuestiones Krasner:

¿Es cierto que el terapeuta, o modificador de conducta, puede provocar


cambios específicos en la conducta del individuo en favor de quien actúa?
¿Para quién es «buena», o deseable, o valiosa, la nueva conducta? ¿Para el
cliente, para el terapeuta, o para la sociedad?… Podría eludir este dilema
mediante una especie de compromiso; podría decir que he esbozado de
modo demasiado tajante el tema, que la vida rara vez resulta tan
monolítica y que la decisión corresponde al paciente. Pero no intentaré
evitar esta cuestión y me atreveré a sostener que el terapeuta es siempre el
agente de la sociedad, Szasz adopta un punto de vista aparentemente
opuesto, afirmando que el individuo debería tener una capacidad absoluta
de elección sobre su propia conducta, incluyendo la auto-destrucción si así
lo desea. [Subrayado añadido][57].

Leyendo este pasaje se diría que Krasner desea vincular al terapeuta


conductista al cumplimiento de las normas y de los valores sociales. Sin
embargo, declara que no pretende eso:

¿Quiere esto decir que con ello estoy definiendo al modificador de la


conducta como alguien que defiende el statu quo social? En absoluto; de
hecho, me refiero al criterio del propio terapeuta como un instrumento de
cambio social, un modificador de instituciones sociales. En efecto, como
agente de la sociedad, el terapeuta ayuda a cambiar la conducta individual
y también las propias instituciones sociales[58].

Al percatarse de las incoherencias de los criterios que propone, Krasner


intenta —sin mucho éxito— resolverlas:

Podría parecer que los modificadores de conducta son incoherentes en su


criterio sobre la relación entre sociedad e individuo; en un caso, son
agentes de la sociedad y, en el otro, denuncian a la sociedad por su rechazo
del individuo. Pero esos puntos de vista se complementan entre sí… El
terapeuta representa a la sociedad, pero es una sociedad no punitiva, que
trata de encontrar medios de suministrar el máximo refuerzo social
positivo para el individuo… La buena sociedad es aquélla donde todas las
personas son reforzadores sociales positivos. El valor importante es
comportarse de manera que satisfaga a los demás y contribuya (en opinión
de éstos) al bienestar general de todos los hombres, de la sociedad… La
individualidad, como fuente de conductas inhabituales, creativas,
excitantes, e incluso imprevistas, suscita un refuerzo positivo en otros, si
estas conductas tienen una utilidad social, si son «buenas» conductas[59].

Toda la argumentación de Krasner es tan débil que dejaré que hable por sí
misma. Sin embargo, su última frase es tan obscenamente falsa que
requiere un comentario. El individuo inhabitual y creativo, declara
Krasner, «suscita un refuerzo positivo en otros». Sócrates, Jesús, Spinoza y
Semmelweis, se habrían interesado en esta ley social psicológica. ¿Qué
puede decirse —en una época en la que quizá el motivo humano singular
más poderoso es la envidia—, cuando uno de los más importantes
psicólogos y terapeutas conductistas norteamericanos afirma que la
conducta «buena» (las comillas son suyas) suscita refuerzo positivo en los
demás? ¿Es ésta una tautología fatua, o un horrendo asentimiento al
maoísmo? Sea como sea, pienso que Krasner lesiona aquí la causa de la
terapia conductista aún mucho más de lo que yo podría pretender.

En definitiva, me parece que los terapeutas conductistas no pueden escapar


fácilmente a sus propios límites pragmáticos, en especial a su propia
seguridad de que, lo que cuenta, no es lo que digan los clientes o pacientes,
sino lo que hagan: mutatis mutandis, lo que cuenta, no es lo que dicen los
modificadores o terapeutas conductistas, sino lo que hacen. Juzgados
según este criterio, los terapeutas conductistas están condenados —por lo
menos, para mí— a la aceptación acrítica de las consecuencias semánticas
y sociales de la medicalización de los problemas humanos, y a la
imposición auto-utilitaria de intervenciones sobre la conducta de clientes
cautivos. No digo esto por estar en contra de la terapia conductista, sino
porque me opongo a la coacción terapéutica.

A mi modo de ver, hay una distinción importante entre no querer algo y


oponerse a ello. A mí, no me gusta la terapia conductista, pero no me
opongo a ella. Podría explicarlo mejor quizás insistiendo una vez más en
lo que creo que hacen efectivamente los modificadores de conducta.

En términos políticos, si el terapeuta conductista ejerce un poder efectivo


—legalmente legitimado y capaz de imponerse— sobre el cliente, le alivia
de sus síntomas de modo muy parecido a como el recaudador de impuestos
alivia al ciudadano de su dinero. Si, por otra parte, no ejerce semejante
poder, y su autoridad sobre el cliente deriva del deseo de dependencia y
protección de éste, el terapeuta conductista le alivia de sus síntomas de un
modo muy parecido al que utiliza la Iglesia para aliviar de su dinero a los
feligreses.

En términos psicológicos, dado que, en la terapia conductista, una persona


se ve forzada a hacer algo que teme hacer y que, por eso mismo, no desea,
una de dos: habrá coacción, o habrá un simulacro de coacción. Si el
terapeuta ejerce poder real sobre el paciente —por ejemplo, si es un
paciente mental recluido, y el terapeuta tiene autoridad legal para
«tratarle»—, la terapia conductista es simplemente uno de los incontables
modos mediante los cuales una persona, en posesión de poder, controla la
conducta de otra que no lo tiene. Si, por otra parte, el terapeuta carece de
poder real sobre el paciente —por ejemplo, si el paciente es un cliente que
paga cada minuto que pasa en el despacho privado de un psicólogo—, la
terapia conductista es uno de los incontables modos mediante los cuales
dos personas representan escenas de coacción simulada, donde uno de los
participantes pretende controlar y el otro pretende ser controlado, mientras
ambos pretenden creer la pretensión del otro.

Que consideremos ambos o ninguno de esos usos de la terapia conductista


como virtuosos o malignos dependerá, en general, de nuestra ética y
nuestra política y, en particular, de nuestra lealtad, hostilidad, o
indiferencia, hacia la terapia conductista como método y mística
psiquiátrico-psicológicos.

Creo que, en el campo de la salud mental, al igual que en la medicina,


nuestras acciones deberían estar informadas y gobernadas por una antigua
máxima latina con una ampliación reciente. La vieja máxima es caveat
emptor («que el comprador se guarde»). La extensión que sugiero es optet
emptor («que el comprador elija»).
Lo que quiero señalar es que creo que se debe permitir al cliente, o
paciente, elegir el beneficio, o el sufrimiento, que se derivarán de su
elección. Se trata de una pauta ética, no técnica. Por consiguiente, mis
criterios difieren de los criterios de los técnicos psiquiátricos y
psicológicos, cuya pauta articula Cole al declarar: «La cuestión no es saber
si la modificación de conducta es mala, sino si funciona»[60]. A mi
entender, la cuestión no es determinar si la modificación de conducta
funciona, sino si el cliente la desea.

Como norma, una confrontación directa entre las aproximaciones técnicas


y éticas a los asuntos humanos es bastante poco productiva. Cada parte
está interesada en alguna otra cosa. El resultado es un callejón sin salida,
pero quizás un callejón sin salida que merece ser reexpresado claramente.
El tecnicista desea saber si cierto método de intervención en los asuntos
humanos funciona, o no. Es, desde luego, su intervención, y él decide si
funciona, o no. Si es así, la considerará moralmente buena, sin importarle
lo que piense de ella quien reciba esa intervención. Desde esta postura, las
intervenciones médicas, o psiquiátricas, involuntarias parecen buenas y
justificables, puesto que se hacen en beneficio del paciente, o cliente. El
ético desea saber si cierto método de intervención en los asuntos humanos
es contractual, o impuesto. Si es contractual, deduce que beneficia a ambas
partes, aunque tienda a ser más deseable, o necesario, para la parte que
busca el contrato que para la parte que accede a él. Si es impuesto, deduce
que ayuda a quien lo impone, y perjudica al sometido. Desde esta postura,
las intervenciones médicas, o psiquiátricas, involuntarias parecen malas e
injustificables, porque subvierten el mandato moral de las profesiones
cuyo fin es ayudar.

Aunque, en la práctica efectiva, pueda existir algo más de sutileza moral


en los encuentros psiquiátricos de lo que pueda deducirse de esta
dicotomía, las posiciones que acabo de delinear indican dos papeles
sociales y estilos personales importantes y de fácil identificación. Jamás
podrán converger.

La ética del suicidio

En 1967, un editorial del «Journal de la Asociación Médica


Norteamericana» declaraba que «el médico actual ve el suicidio como una
manifestación de enfermedad emocional. Rara vez lo contempla en un
contexto distinto al de la psiquiatría»[61]. Quedaba implícito, tanto más
enfatizado cuanto que inexpresado, que contemplar de este modo el
suicidio era, al mismo tiempo, actuar con precisión científica y con
intención de fomentar una conducta moral. Intentaré mostrar ahora lo
contrario: esa perspectiva del suicidio es tanto errónea como maligna;
errónea, porque trata un acto como si fuese un acontecimiento y, maligna,
porque sirve para legitimar el uso psiquiátrico de la fuerza y el fraude
justificándolo como cuidado médico y tratamiento.

Es difícil encontrar hoy a una autoridad médica, o psiquiátrica,


«responsable» que no contemple el suicidio como un problema médico y,
concretamente, de salud mental.

Por ejemplo, Ilza Veith, conocido historiador de la medicina, declara que


«el acto [de suicidio] representa claramente una enfermedad y es, de
hecho, la menos curable de todas las enfermedades». Naturalmente, no
siempre fue así. El propio Veith observa que «sólo en el siglo xix empezó
a considerarse el suicidio como una enfermedad psiquiátrica»[62].

Si es así, podríamos preguntar: ¿qué ocurrió en el siglo XIX para quitarle


al suicidio su categoría de pecado, o de crimen, y situarlo en la de
enfermedad? La respuesta es nada: no se descubrió que el suicidio fuese
una enfermedad; se declaró que lo era. El fundamento mismo sobre el que
descansa la psiquiatría moderna es el cambio de nombre y la
reclasificación de los suicidas en enfermos de un conjunto de conductas
antes consideradas pecaminosas o criminales. En otro lugar, he analizado y
documentado el proceso de reclasificación[63]. Aquí, bastará con mostrar
en qué afecta a nuestros criterios sobre el suicidio. Lo haré citando algunas
opiniones ilustrativas.

Bernard R. Shochet, psiquiatra en la universidad de Maryland, afirma que


«la depresión es una grave enfermedad sistémica, con concomitancias
tanto psicológicas como fisiológicas, y que el suicidio es parte de ese
síndrome». Esa pretensión, como veremos una y otra vez, sirve
principalmente para justificar el sometimiento del llamado paciente a
intervenciones psiquiátricas involuntarias, en particular a la hospitalización
mental involuntaria: «Si la seguridad del paciente está en peligro, debemos
insistir en la hospitalización psiquiátrica»[64].

Harvey M. Schein y Alan A. Stone, psiquiatras de la Universidad de


Harvard, expresan los mismos criterios. «Una vez que los pensamientos
suicidas del paciente son conocidos», escriben, «el terapeuta debe
esforzarse por aclarar al paciente que él, el terapeuta, considera el suicidio
como una acción desadaptada, irreversiblemente contraria a los intereses y
metas sensatas del paciente; que él, el terapeuta, hará todo cuanto esté en
su mano por impedirlo, y que el potencial para semejante acción brota de
la enfermedad del paciente. Es igualmente esencial que el terapeuta crea en
la postura profesional; si no es así no debería tratar al paciente dentro del
delicado marco humano de la psicoterapia»[65].

A mí me parece que, si un psiquiatra considera el suicidio como «un acto


de desadaptación», debería evitar él realizar semejante acto. No está claro
que la confianza que deposita el paciente en su terapeuta, hasta el punto de
confesarle sus pensamientos suicidas, deba conducirle ipso facto a ser
considerado incapaz de ser árbitro de sus propios y mejores intereses. Sin
embargo, en esto exactamente insisten Schein y Stone. Y, una vez más, la
argumentación tiende a legitimar el hecho de privar al paciente de una
libertad humana básica, la libertad de cambiar de terapeuta cuando el
paciente y el médico están en desacuerdo sobre la terapia: «El terapeuta
debe insistir en que el paciente y el médico —juntos— comuniquen a
personas importantes de su entorno, tanto a profesionales como a
familiares, el hecho de que el paciente es un suicida en potencia… El
intento de suicidio no debe ser parte del secreto profesional terapéutico».
Y, más adelante, añaden: «Este tipo de paciente debe obviamente ser
hospitalizado… el terapeuta debe estar preparado para pasar a la
hospitalización, con medidas de seguridad y medicación…»[66]. Muchas
otras autoridades psiquiátricas podrían ser citadas para ilustrar la actual
unanimidad en este criterio sobre el suicidio.

Los abogados y juristas han aceptado ávidamente la perspectiva


psiquiátrica sobre el suicidio, aquí como en casi todo lo demás. Un artículo
aparecido en el «American Bar Association Journal», y escrito por R. E.
Schulman, que es tanto abogado como psicólogo, resulta ilustrativo.
Schulman comienza con la premisa de que nadie podrá pretender que el
suicidio constituye un derecho humano: «Nadie en la sociedad Occidental
contemporánea», escribe, «sugeriría que se permitiese a las gentes cometer
suicidio a voluntad sin algún intento de intervenir o de evitar semejantes
suicidios. Aunque una persona no valore su propia vida, la sociedad
occidental valora la vida de todos»[67].

Me gustaría sugerir, como han sugerido otros antes que yo, precisamente
lo que Schulman pretende que nadie sugeriría. Más aún, si Schulman
quiere creer que la sociedad Occidental —que incluye a los Estados
Unidos con su historia de esclavitud, a Alemania con su historia de
nacionalsocialismo y a Rusia con su historia de comunismo— realmente
«valora la vida de todos», allá él. Pero aceptar esta afirmación como
verdad es ocultar los hechos más obvios y brutales de la historia.

Además, extravía plantear el asunto al modo de Schulman. Porque no es


evidente, ni necesario, que el suicida «no valore su propia vida», sino que
quizás ya no pueda desear vivirla como debe y prefiera valorarla un poco
más terminando con ella.

Sin embargo, Schulman ha abandonado el inglés por un nuevo lenguaje.


Eso se ejemplifica en sus recomendaciones finales referentes al
tratamiento. «Para aquellos», escribe, «que llevan a cabo el suicidio, eso
será el final, como, de hecho, lo pretendían. Para los suicidas frustrados, la
ley debería asegurarse de que esas personas sean vigiladas por la
institución de ayuda apropiada. Esto no significa que deba forzarse a esas
personas, sino sólo que la ayuda debe estar a su disposición…»[68].

Le vuelve a uno cuerdo de golpe ver semejantes palabras impresas en las


páginas del «American Bar Association Journal»; trae a la mente lo que se
dio en llamar el Onceavo Mandamiento: «¡Que no te cojan!».

El sorprendente éxito de la ideología psiquiátrica, a la hora de convertir


actos en acontecimientos y decisiones morales en enfermedades médicas,
se ilustra así por la aceptación prácticamente unánime en círculos médicos
y legales del suicidio como una «enfermedad» de la cual no es responsable
el «paciente». Si el paciente no es responsable de ella, alguien, o algo,
debe serlo. Psiquiatras y hospitales mentales se ven a menudo procesados
por negligencia, cuando un paciente deprimido comete el suicidio, y a
menudo se les considera culpables.

Hasta qué punto ha influenciado el criterio psiquiátrico en lo referente al


suicidio en nuestra cultura lo muestran los dos siguientes casos: en el
primero, una mujer atribuyó su propio intento de suicidio a su médico; en
el segundo, una mujer atribuyó el suicidio de su esposo a su patrono.

Una camarera recibió píldoras dietéticas de un médico para ayudarla a


perder peso. Luego, intentó suicidarse, fracasó y procesó al médico por
darle una droga que «hizo» se trastornara emocionalmente y lo intentara.
El tribunal absolvió al médico. Pero permanece el hecho de que ambas
partes, y el propio tribunal, aceptaron la tesis subyacente —precisamente
la que yo rechazo— según la cual el intento de suicidio es causado más
que deseado. El médico fue declarado inocente, pero, no porque el tribunal
creyese que el suicidio era un acto voluntario, sino porque la querella no
logró demostrar que el acusado fue negligente en el «tratamiento»
prescrito[69].
En un caso similar, la viuda de un capitán de barco procesó a la compañía
naval por el suicidio de su esposo. Pretendía que el capitán saltó al mar
porque «era presa de un impulso incontrolable en ese momento», y que su
patrono era responsable de ese «impulso». Antes de que el caso pudiese
llegar a juzgarse, el médico del barco intentó hacer valer el privilegio
médico-paciente y se negó a prestar testimonio. El tribunal determinó que,
en un caso semejante, no había tal privilegio en la ley de la Marina. No sé
si la querella triunfó en definitiva. Pero, una vez más, sea cual sea el
resultado, la hipótesis de que el suicidio es un acontecimiento producido
por ciertas causas anteriores, en vez de ser un acto motivado por ciertos
deseos (en este caso, quizás el deseo del capitán no era reunirse con su
esposa) encuentra aquí acogida en la economía, la ley y la semántica de
una reclamación civil por daños y perjuicios[70].

Cuando una persona decide quitarse la vida, y cuando un médico decide


frustrarla en esa acción, surge la cuestión: ¿por qué habría de hacerlo el
médico?

La sabiduría psiquiátrica convencional responde: porque el suicida padece


una enfermedad mental cuyo síntoma es el deseo de matarse; el deber del
médico es diagnosticar y tratar la enfermedad; por lo tanto, debe evitar que
el paciente se mate y, al mismo tiempo, tratar la enfermedad subyacente
que provoca el deseo del paciente de liquidarse. Eso tiene el aspecto de un
diagnóstico y de una intervención médica común. Pero no es así. ¿Qué está
faltando? Todo. El hipotético paciente suicida no está enfermo: no tiene
trastorno corporal demostrable (o si lo tiene, no provoca su suicidio); no
asume el papel de enfermo, no busca ayuda médica. En resumen, el
médico usa la retórica de la enfermedad y el tratamiento para justificar su
intervención a la fuerza en la vida de un congénere humano, a menudo
frente a una oposición explícita de su llamado paciente.

Objeto a eso como a todas las intervenciones psiquiátricas involuntarias, y


especialmente a la hospitalización mental involuntaria. He precisado mis
razones en otro lugar, y no necesito repetirlas aquí[71]. Sin embargo,
permítanme declarar que considero el asesoramiento, la persuasión, la
psicoterapia, o cualquier otra medida voluntaria —especialmente para
personas trastornadas por sus propias inclinaciones suicidas y en busca de
esa ayuda—, algo que nadie podría objetar y, de hecho, deseable en
general. Sin embargo, los médicos y psiquiatras no suelen contentarse con
limitar su ayuda a este tipo de medidas, y esto por una buena razón: con
esa asistencia, el individuo no sólo puede llegar a sentir el deseo de vivir,
sino la fuerza para morir.

Sin embargo, todavía no hemos respondido a la cuestión antes planteada.


¿Por qué tendría un médico que frustrar a un individuo que quiere
matarse? Algunos podrían contestar: porque el médico valora la vida del
paciente, por lo menos cuando el paciente es suicida, más de lo que la
valora el propio paciente. Examinemos esa respuesta. ¿Por qué el médico,
a menudo un completo extraño para el paciente suicida, valora su vida más
que el propio paciente? No es así en la práctica médica. ¿Por qué,
entonces, habría de serlo en la práctica psiquiátrica, que él mismo insiste
en considerar una forma de la práctica médica? Supongamos que un
médico se vea enfrentado a un individuo que padece diabetes, o fallos
cardíacos, y que no toma los medicamentos prescritos para su enfermedad.
Sabemos que esto puede suceder y sabemos qué sucede en esos casos: el
paciente no reacciona todo lo bien que podría, y quizás muera
prematuramente. Sin embargo, sería absurdo que un médico considerase, y
mucho menos intentase, apoderarse de la conducta de semejante paciente,
confinándole en un hospital contra su voluntad, a fin de tratar su
enfermedad. De hecho, el intento de hacerlo llevaría al médico a un
conflicto tanto con la ley civil como con la criminal. Porque la ley
reconoce la autonomía médica del paciente, a pesar de que —en contraste
con el suicida— padezca una enfermedad real y a pesar de que —en
contraste con la enfermedad inexistente del suicida— su enfermedad se
controle a menudo fácilmente mediante procedimientos terapéuticos
simples y seguros.

No obstante, el tratamiento del suicidio real o frustrado, o de la llamada


auto-peligrosidad, se considera en todas partes un criterio adecuado y una
justificación para la hospitalización y el tratamiento mental involuntario.
¿Por qué habría de ser así?

Ciertamente, la respuesta no puede ser que el médico valore la vida del


individuo suicida más que el individuo mismo. Si fuese así, podría
probarlo —y realmente tendría que probarlo— con los medios que
habitualmente empleamos para juzgar esas cosas. Doy a continuación
algunos ejemplos.

Una familia está a punto de morir de hambre; los padres se quedan sin
comida y prefieren perecer para que sus hijos logren sobrevivir. Un barco
ha naufragado y se está hundiendo: el capitán se hunde con el barco a fin
de que sus pasajeros puedan sobrevivir.

Si el médico fuese sincero en esa pretensión de que valora tantísimo la


vida del suicida, ¿no podríamos esperar que lo probase con algún acto
semejante de auto-sacrificio? Una persona puede suicidarse porque ha
perdido su dinero. ¿Le da acaso el psiquiatra ese dinero? Desde luego que
no. Otro hombre puede ser suicida porque se encuentra solo en el mundo.
¿Le da el psiquiatra su amistad? Desde luego que no.

En realidad, el psiquiatra que evita suicidios no da nada suyo a su paciente.


Al contrario, utiliza la pretensión de que valora la vida del suicida más que
el propio suicida para justificar sus estrategias de auto-beneficio; el
psiquiatra asume el papel de suicidologista —como si nuevas palabras
fuesen suficientes para crear nuevas sabidurías— y utiliza en su provecho
los poderes económicos y policiales del Estado, embolsando el dinero que
proviene de los impuestos, contratando a subordinados que cuiden de su
paciente y recurriendo a la violencia psiquiátrica para apropiarse de un
paciente sobre quien efectuará sus milagros médicos.

Permítanme sugerir lo que considero la razón más importante para esa


profunda tendencia anti-suicida de la profesión médica. Los médicos están
comprometidos con la tarea de salvar vidas. ¿Cómo podrían entonces
reaccionar ante personas decididas a acabar con las suyas propias? Es
natural que las personas no quieran, e incluso odien a quienes desafían sus
valores básicos. El médico reacciona, quizá «inconscientemente» (en el
sentido de que no articula el problema en esos términos), ante el paciente
suicida como si éste le hubiese ofendido, o insultado, o atacado. El médico
se esfuerza valientemente, a menudo al precio de su propio bienestar, en
salvar vidas; y, de pronto, llega una persona que, no sólo no permite al
médico salvarle, sino, horribile dictu, lo convierte en en testigo
involuntario de su auto-destrucción deliberada. Esto es más de lo que
puede soportar la mayoría de los médicos. Sintiéndose afectados en el
centro mismo de su identidad espiritual, algunos escapan, y otros
contraatacan.

Algunos médicos evitan por eso tener trato con pacientes suicidas. Lo cual
explica por qué muchas personas, que acaban matándose, lo hacen con
frecuencia tras haber consultado con un médico el día mismo de su
suicidio. Sospecho que esas personas buscan una ayuda que el médico se
niega a darles. Y, en cierto sentido, es razonable que así sea. No culpo a
esos médicos. Tampoco es mi intención enseñarles cómo prevenir los
suicidios, cualquiera que sea. Pienso que, al tener estos médicos una fe
relativamente ciega en su ideología salvavidas —que, por otra parte,
necesitan para poder desempeñar su trabajo en la rutina de cada día—, no
son precisamente los más adecuados para oír y hablar inteligente y
tranquilamente sobre el suicidio con los internados. Esto en cuanto a los
médicos que, ante el ataque existencial que sienten que el suicida potencial
lanza sobre ellos, se lavan las manos. Contemplemos ahora los que se
mantienen firmes y devuelven el ataque.

Algunos médicos (y otros profesionales de la salud mental) se declaran


dispuestos y deseosos de ayudar, no sólo a posibles suicidas que buscan
asistencia médica, sino a todas las personas que son, o se supone que
puedan ser, suicidas. Dado que ellos también parecen percibir el suicidio
como una amenaza, no sólo para la supervivencia física del suicida, sino
para su propio sistema de valores, devuelven el golpe y lo devuelven con
fuerza. Eso explica por qué los psiquiatras y los suicidologistas recurren,
aparentemente con la conciencia tranquila, a los medios más viles: deben
creer que sus elevadas metas justifican los medios más rastreros. La
consecuencia está en el uso, aún vigente hoy, de la fuerza y el fraude en la
prevención del suicidio. De este tipo de relación entre médico y paciente
resulta una auténtica lucha por el poder. El paciente, por lo menos, es
honesto en cuanto a lo que quiere: obtener el control sobre su vida y su
muerte, ser el agente de su propio destino. Pero el psiquiatra es del todo
deshonesto en cuanto a lo que quiere: pretende que sólo desea ayudar a su
paciente, pero, en realidad, desea obtener él el control sobre su vida, con el
fin probablemente de evitar enfrentarse a sus propias dudas acerca del
valor de su propia vida. El suicidio es una herejía médica. El internamiento
y el electroshock son los remedios psiquiátrico-inquisitoriales que suponen
ser los más adecuados.

Al igual que los políticos, los psiquiatras deben elegir a menudo entre ser
populares y ser honestos; aunque puede que luchen valientemente para
conseguir las dos cosas, lo más probable es que no lo consigan. Hay
buenas razones para ello. Los hombres necesitan reglas que guardar.
Necesitan una autoridad a la que puedan respetar, capaz de imponer la
acatación de esas reglas. En consecuencia, las instituciones, incluso las
instituciones manifiestamente entregadas al estudio de los asuntos
humanos, son mucho más expertas a la hora de articular reglas que a la
hora de analizarlas. Ejemplificaré la importancia de estas observaciones,
en relación con nuestra actitud ante el suicidio, remitiéndome a la historia
reciente de nuestras actitudes con respecto al control de la natalidad y el
aborto. Porque el control de la natalidad y el aborto, al igual que el
suicidio, son asuntos que afectan no sólo a la medicina y a la psiquiatría,
sino a la religión y a la ley.

Aunque fuese ampliamente practicado, el control de la natalidad fue


considerado vagamente censurable hasta bastante después de la Segunda
Guerra Mundial. Sólo en 1965, el Tribunal Supremo consideró
inconstitucional una norma legal en el Estado de Connecticut contra la
divulgación de información y sistemas para ejercer el control de la
natalidad[72].

En 1959, hice una encuesta entre los miembros de la Asociación


Psicoanalítica Norteamericana sobre diversos temas, algunos relacionados
con los aspectos morales de la práctica psicoanalítica. Entre las preguntas
que formulé se encontraba ésta: «¿Cree Vd. que la información sobre el
control de la natalidad debería ponerse a la libre disposición de todas las
personas mayores de 18 años?». El cuestionario, que debía devolverse sin
firma, fue enviado a 752 psicoanalistas; 430, el 56 %, contestaron. 34
analistas, o sea el 9 % de los que respondieron, afirmaron no creer que los
adultos norteamericanos deberían tener libre acceso a la información sobre
el control de la natalidad[73].

En relación con esto, es significativo que, tan sólo en 1964, aprobase la


Cámara de Delegados de la Asociación Norteamericana una resolución
apoyando la disponibilidad y divulgación de medidas contraceptivas.
Hasta entonces, la Asociación Norteamericana se opuso al libre acceso de
información sobre el control de la natalidad para norteamericanos adultos.

La historia del aborto es similar. En mi encuesta, preguntaba también:


«¿Considera Vd. que la disponibilidad, legalmente restringida del aborto,
es deseable para la sociedad?». 202, casi el 50 % de los analistas que
respondieron, se opusieron a una reducción de las medidas legales
restrictivas referentes al aborto. (Sólo 7 analistas se identificaron como
católicos romanos)[74].

En 1965, un año después de que el Comité sobre Reproducción Humana


de la Asociación Médica Norteamericana recomendara la resolución que
acabamos de mencionar sobre el control de la natalidad, el Comité
introdujo una propuesta apoyando leyes más «liberales» sobre el aborto, es
decir, leyes que ampliaran las bases médicas y psiquiátricas para abortos
terapéuticos. La Cámara de Delegados se negó a aprobar esa
recomendación. Sin discusión alguna, los delegados estuvieron de acuerdo
en que «no resulta apropiado, en este momento, que la Asociación Médica
Norteamericana recomiende cambios de legislación sobre este tema»[75].

En 1970, después de que el Estado de Nueva York suprimiese el aborto del


proyecto de ley penal, la Asociación Psicoanalítica Norteamericana
publicó su «Toma de posición sobre el aborto», afirmando que
«consideramos el aborto terapéutico como un procedimiento médico que
deben convenir el paciente y su médico y que no incumbe en absoluto a la
ley penal»[76].

Lo que quiero decir aquí, sin temor a repetirme, es simplemente que el


control de la natalidad y el aborto, al igual que el suicidio, no son
problemas médicos, sino morales. Evidentemente, la intervención en el
caso del aborto es quirúrgica; pero eso no convierte más el aborto en un
problema médico que el uso de la silla eléctrica para la pena capital en un
problema de ingeniería mecánica. La cuestión es: ¿qué es el aborto? ¿Es la
muerte de un feto, o la extracción de un trozo de tejido del cuerpo de una
mujer?

Asimismo, es innegable que el suicidio, en caso de salir bien, produce la


muerte. Pero, si el acto suicida se considera como una enfermedad por
causar la muerte, entonces todos los demás actos, o hechos —desde el
tráfico en autopistas hasta las avalanchas, desde la pobreza hasta la guerra
—, que también son causa de muerte deberían considerarse asimismo
enfermedades. Así es, dicen los modernos fabricantes de locura, o sea los
psiquiatras de la comunidad y los epidemiologistas de la enfermedad
mental, que se esfuerzan incansablemente por elevar al 100 % la
incidencia de la enfermedad mental[77]. Mantengo que todo esto es una
maliciosa insensatez.

En el Occidente no comunista, la oposición al suicidio, al igual que la


oposición al control de la natalidad y al aborto, se apoya en fundamentos
religiosos. Con arreglo a las religiones judía y cristiana, Dios creó al
hombre, y el hombre sólo puede actuar según los caminos admitidos por
Dios. Evitar la concepción, abortar o matarse son, para esta imaginería,
pecados: cada uno de ellos constituye una violación de las leyes de Dios,
establecidas por las autoridades teológicas que pretenden hablar en su
nombre.

Pero el hombre moderno es un revolucionario. Como todos los


revolucionarios, disfruta quitando a los que tienen para dar a los que no
tienen, y, en particular, a sí mismo. Así pues, le arrebató el hombre a Dios
para dárselo al Estado (con el cual el revolucionario se identifica con
frecuencia más de lo que cree). Por eso nos arrebata a su vez el Estado
tantos derechos que son nuestros, y por eso consideramos tan natural que
el Estado se sitúe in loco parentis con respecto al ciudadano-niño. (De ahí,
el rechazo lingüístico a designar la abolición de ciertas prohibiciones —
por ejemplo, la del aborto, o la de las apuestas— con la palabra
legalización).

Pero todos estos arreglos dejan al suicidio en un peculiar limbo moral y


filosófico. Porque, si la vida del hombre pertenece al Estado (como antes
pertenecía a Dios), el suicidio significa, por supuesto, arrebatar una vida
que no pertenece a quien se priva de ella, sino al Estado.

El dilema que suscita esta transferencia simplista de la propiedad del


cuerpo de Dios al Estado deriva de la diferencia fundamental que existe
entre el criterio religioso y el secular, en particular cuando el primero
supone la existencia de una vida después de la muerte, y el segundo no (e
incluso la niega enfáticamente). Hablando claro, el dilema deriva del
problema de cómo castigar el suicidio con éxito. La Iglesia católica
romana solía castigarlo, por tradición, negando al suicida una sepultura en
un cementerio cristiano. Por lo que sé, esa práctica es tan poco frecuente
en los Estados Unidos que podría considerarse virtualmente inexistente.
Los suicidas reciben hoy cristiana sepultura, pues se considera un hecho
rutinario el que se hayan quitado la vida, ya que estaban locos.
El Estado moderno, con la psiquiatría como aliada secular-religioso, no
ofrece castigo alguno que se le compare. ¿Será ésta una de las razones por
las cuales castiga sin éxito, aunque con tanta severidad —con tanta más
severidad que, en otros tiempos, la Iglesia— el suicidio? Porque, de hecho,
considero que la etiqueta, «riesgo de suicidio», que impone el psiquiatra a
las personas, y su encarcelamiento en instituciones psiquiátricas son
formas de castigo, y muy severas. En realidad, aunque no pueda apoyar mi
opinión con estadísticas, creo que los métodos psiquiátricos, aceptados
como de prevención del suicidio, suelen más bien empeorar que aliviar los
problemas del suicida. Cuando leemos acerca de la trágica relación que
tuvieron con los psiquiatras personas como James Forrestal, Marilyn
Monroe o Ernest Hemingway, tenemos la impresión de que se sintieron
profundamente degradados y heridos por el tratamiento psiquiátrico
indigno que recibieron y de que, tras esas experiencias, se vieron aún más
desesperadamente impulsados al suicidio. En resumen, sugiero que las
intervenciones psiquiátricas forzadas más que disminuir pueden
incrementar el deseo de auto-destrucción.

Pero otro aspecto de las dimensiones morales y filosóficas del suicidio


debe mencionarse aquí. Me refiero a la creciente influencia del actual
pensamiento individualista, en particular la convicción de que los seres
humanos tienen ciertos derechos inalienables. Algunas personas han
llegado así a creer (o quizás sólo a creer que creen) que tienen derecho a la
vida, a la libertad y a la propiedad. Eso crea algunas complicaciones
interesantes para la actual postura legal y psiquiátrica ante el suicidio.

La actitud individualista ante el suicidio podría enunciarse de este modo:


la vida de una persona le pertenece. Por lo tanto, tiene derecho a quitársela,
o sea a suicidarse. Desde luego, este criterio reconoce que esta persona
puede también tener una responsabilidad moral para con su familia y para
con otros, y que, al quitarse la vida, niega esas responsabilidades. Pero
éstos son daños morales que la sociedad, en su capacidad corporativa
como Estado, no puede castigar adecuadamente. Así pues, el Estado debe
evitar cualquier intento de legitimar esta actitud mediante sanciones
formales, como leyes penales o de higiene mental.

La analogía entre vida y propiedad viene a reforzar esta línea de


argumentación. Tener derecho a la propiedad significa que una persona
puede disponer de ella, aunque, al hacerlo, se dañe a sí mismo y a su
familia. Un hombre puede regalar, o perder, su dinero en el juego. Pero —
lo cual es significativo— no puede decirse que se roba a sí mismo. El
concepto de robo requiere, por lo menos, dos partes, una que roba y otra a
la cual se roba. No se da el caso del auto-hurto. El término suicidio de por
sí anula esta dualidad. La historia del término indica que el suicidio fue
considerado, durante largo tiempo, como una forma de homicidio. De
hecho, cuando alguien quiere condenar el suicidio, lo llama auto-asesinato.
Schulman, por ejemplo, dice: «Desde luego, el auto-asesinato cae dentro
del ámbito de la ley»[78].

Algunos de los resultados de mi encuesta, relacionados con todo esto, son


de interés. En ella, hacía dos preguntas sobre el suicidio. Una era: «En su
opinión, ¿en qué proporción es el suicidio con éxito (en las democracias
occidentales contemporáneas) un acto racional, motivado por el deseo de
morir?». La otra era la misma pregunta sobre el suicidio frustrado. De los
430 analistas que respondieron, sólo dos, el 0,50%, opinaron que el
suicidio con éxito era siempre un acto racional, y sólo un analista, el 0,25
%, reconoció que el suicidio frustrado también lo era. Sólo dos personas
más respondieron que el suicidio con éxito era un acto racional en más del
75 % de los casos, y dos que el suicidio frustrado era un acto racional en
más del 75 % de los casos. La abrumadora mayoría de los encuestados,
aproximadamente el 80 % para las dos preguntas, expresó el criterio de
que el suicidio, con o sin éxito, nunca es un acto racional, o lo es en menos
del 5 % de todos los casos[79]. En resumen, los psicoanalistas formaron un
bloque homogéneo a la hora de considerar que la conducta suicida, con o
sin éxito, era un acto irracional y, por lo tanto, un síntoma de enfermedad
mental. Sobre esas imágenes del suicidio que confunden y son confusas, se
basan nuestras actuales prácticas psiquiátricas de prevención del suicidio.
El suicidologista tiene un criterio literalmente esquizofrénico sobre el
suicida: lo ve como a dos personas en una, y las dos luchando entre sí. Una
mitad del suicida desea morir y la otra mitad desea vivir. La primera, dice
el suicidologista, se equivoca y la segunda está en lo cierto. Y procede a
proteger a la segunda, coaccionando a la primera. Sin embargo, puesto que
esas dos personas son una sola, como gemelos siameses, al coaccionar la
mitad suicida, coacciona necesariamente a toda la persona.

Lo absurdo de la posición médico-psiquiátrica sobre el suicidio no termina


aquí. Termina colocando la salud mental y la supervivencia física por
encima de cualquier otro valor, en particular el de la libertad individual. Al
considerar el deseo de vivir —pero no el deseo de morir— como una
legítima aspiración humana, el suicidologista invierte la famosa
exclamación de Patrick Henry «¡Dadme libertad, o dadme muerte!». En
efecto, dice: «Dadle internamiento, dadle, electroshock, dadle lobotomía,
dadle esclavitud perpetua, pero no le permitáis elegir la muerte!». Al
proscribir tan radicalmente el deseo de morir de otra persona (no el suyo
propio), el preventor de suicidios vuelve a definir la aspiración del Otro
como nula: el deseo de morir se convierte en la exhibición de un ser
irracional, mentalmente enfermo, o en algo que ocurre en una forma
inferior de vida. El resultado es una infantilización y una deshumanización
de largo alcance para el suicida.

Por ejemplo, Phillip Solomon escribe que los médicos «deben proteger al
paciente de sus propios deseos (suicidas)»; mientras que, para Edwin
Schneidman, «la prevención del suicidio es como la prevención de
incendios»[80]. ¡Solomon reduce así al suicida al nivel de una criatura
díscola, mientras Schneidman lo reduce al nivel de un árbol! En resumen,
el suicidologista utiliza su posición profesional para ilegitimar y castigar el
deseo de morir.

Naturalmente, sé que, con todo esto, no digo nada nuevo. Los


desinteresados mesías siempre se han opuesto a la autonomía personal, o a
la autodeterminación. En «Amok», un cuento escrito en 1931, Stefan
Zweig pone estas palabras en boca de su protagonista:

¡Ah, sí! «¿Con que es el deber de uno ayudar?». Esa es tu máxima


favorita, ¿verdad?… Gracias por tus buenas intenciones, pero prefiero
quedarme solo… Así que no te molestes en llamarme, si no te importa.
Entre los «derechos del hombre» hay uno que nadie puede quitarle, el
derecho a palmarla cuándo, dónde y cómo quiera, sin necesidad de que
«nadie le eche una mano»[81].

Pero no es así cómo ve el problema el psiquiatra científico, o el


suicidologista. Supongo que puede estar de acuerdo, en abstracto, con que
el hombre tiene el derecho que reclama Zweig para él. Pero, en la práctica,
el suicidio (dice) es el resultado, de una demencia, de una locura, o de una
enfermedad mental. Además, no tendría sentido decir que el hombre tiene
derecho a estar mentalmente enfermo, sobre todo cuando la enfermedad —
como la fiebre tifoidea— amenaza también la salud de otras personas. En
resumen, la tarea del suicidologista consiste en intentar convencer a las
personas de que querer morir constituye una enfermedad.

He aquí cómo lo hace Ari Kiev, director del programa de la Universidad


de Cornell sobre psiquiatría social y de su clínica para prevención del
suicidio:

Decimos [al paciente]: mire, tiene Vd. una enfermedad exactamente igual
que la gripe de Hong-Kong. Quizá tiene Vd. la depresión de Hong-Kong.
En primer lugar, debe comprender que está emocionalmente enfermo… La
mayor parte de los pacientes jamás han admitido que están enfermos[82].

Esta perspectiva pseudomédica se utiliza entonces para justificar los más


brutales engaños y coacciones psiquiátricos. Por ejemplo, he aquí cómo
opera el Centro de Prevención del Suicidio de Los Angeles, según el
«Wall Street Journal» (6 de marzo de 1969). Un hombre llama y dice que
está a punto de pegarse un tiro. La empleada le pide sus señas. El hombre
se niega a darlas.
«Si aprieto el gatillo, estaré muerto», dijo él [el autor de la llamada] con
voz apagada. «Y eso es lo que deseo». Silenciosa pero apresuradamente, la
Srta. Whitbook [la empleada] había indicado a una compañera que
empezara a rastrear la llamada, mientras intentaba seguir hablando con
aquel hombre… Estuvo así 40 minutos angustiada. Pero, de pronto, oyó la
voz de un policía al teléfono comunicándole que el hombre estaba a salvo.

No cabe duda de que, si ese hombre fue capaz de llamar al Centro de


Prevención del Suicidio, también habría podido llamar por sus propios
medios, si hubiese querido, a la policía; sin embargo, no lo hizo. Fue
engañado por el Centro. Evidentemente, los que actúan así —y semejante
engaño médico resulta honrado por la tradición— creen que los fines, por
lo menos en su caso, justifican los medios.

Entiendo que este tipo de engaño es una práctica habitual en los centros de
prevención del suicidio, aunque a menudo lo nieguen. Un informe sobre el
Servicio de Prevención del Suicidio del Condado de Nassau corrobora la
impresión de que, cuando el presunto suicida no coopera con las
autoridades de prevención del suicidio, se ve confinado en contra de su
voluntad. «Cuando quien llama es obviamente suicida», se nos dice, «se
envía inmediatamente una ambulancia de Meadowbrook a recogerle»[83].

Un ejemplo más de lo que ocurre en nombre de la prevención del suicidio,


para terminar. Es una historia rutinaria, que leí en un periódico de
Siracusa, acerca de un suicidio potencial. El meollo de la cuestión queda
resumido en una frase: «Un hombre de 28 años, de Minoa, suburbio de
Siracusa, fue arrestado la pasada noche, acusado de violar la Ley de Salud
Mental después de que las autoridades policiales declararan haber estado
dos horas buscándole en un bosque de Minoa[84]. Pero ¿por qué habría de
buscar la policía a ese hombre? ¿Por qué no esperar a que volviese? Eso
son preguntas retóricas. Nuestras respuestas dependen de nuestros
conceptos sobre lo que significa ser un ser humano, y son lo que éstos
reflejan. Esta es la esencia del asunto.
La contradicción crucial sobre el suicidio, concebido como una
enfermedad cuyo tratamiento incumbe a la medicina, radica en que el
suicidio es un acto y, en cambio, es tratado como si fuese un suceso. Como
he mostrado en otro lugar, esa contradicción está en el centro mismo de
todas las llamadas enfermedades mentales, o problemas psiquiátricos[85].
Sin embargo, plantea un problema peliagudo para el suicidio, porque el
suicidio es la única «enfermedad mental» fatal.

Antes de terminar, me gustaría volver a definir brevemente mis criterios


sobre las diferencias entre enfermedades y deseos, mostrando que,
obstinándonos en tratar los deseos como enfermedades, sólo
conseguiremos tratar al hombre como un esclavo.

Pongamos como caso paradigmático de enfermedad al de un esquiador que


tiene una mala caída y se fractura un tobillo. La fractura es un hecho; él no
quería que este hecho le ocurriera. (Desde luego, pudo haberlo querido,
pero éste es otro caso). Una vez que ha ocurrido, procurará encontrar
ayuda médica y cooperará con los esfuerzos de los médicos para
recomponer los huesos rotos. En resumen, la persona y su tobillo
fracturado son, por así decirlo, dos entidades separadas, actuando la
primera sobre la segunda.

Consideremos ahora el caso del suicida. Esa persona puede también


considerar su propia inclinación suicida como un impulso indeseado, casi
extraño, y buscar ayuda para combatirlo. Si es así, la relación que
establece con su psiquiatra será similar al modelo de tratamiento médico
standard: el paciente intentará activamente remediar su «estado»
cooperando con los esfuerzos del profesional. Como ya observé, no tengo
objeción moral ni psiquiátrica alguna contra esta relación. Por el contrario,
la apruebo plenamente.

Pero, como hemos visto, no es éste el único modo, ni quizás el más


importante, de jugar el deporte de la prevención del suicidio. Son prácticas
médicas y psiquiátricas aceptadas tratar a las personas contra su voluntad
porque desean suicidarse. Y ¿qué significa eso exactamente? Significa
algo bastante distinto al tratamiento involuntario (o no voluntario) de una
enfermedad corporal, que a menudo se ofrece como analogía. Porque un
tobillo fracturado puede corregirse, quiera o no corregirlo el paciente.
Puede hacerse, porque arreglar una fractura es un acto mecánico sobre el
cuerpo. Pero evitar el suicidio —siendo éste el resultado del deseo y la
voluntad del suicida— requiere un acto político sobre la persona. En otras
palabras, puesto que el suicidio es un ejercicio y una expresión de la
libertad humana, sólo puede evitarse restringiendo la libertad humana. Por
eso, la privación de libertad se convierte en una forma de tratamiento en la
psiquiatría institucional.

En último análisis, el suicida es como el emigrante: los dos desean


abandonar el lugar donde se encuentran y desplazarse a otro. El suicida
quiere abandonar la vida y desplazarse a la muerte. El emigrante desea
abandonar su patria y desplazarse a otro país.

Tomemos la analogía en serio; después de todo, es mucho más fiel a los


hechos que la analogía entre suicidio y enfermedad. Lo que caracteriza y
distingue las sociedades abiertas de las cerradas es que las personas son
libres de abandonar las primeras pero no las segundas. La posición de la
profesión médica sobre el suicidio se asemeja a la posición de los
comunistas sobre la emigración. Los médicos insisten en que los suicidas
sobrevivan, al igual que los rusos insisten en que el emigrante se quede en
casa.

El verdadero creyente en el comunismo está convencido de que, en la


Unión Soviética, todo pertenece al pueblo, y todo cuanto se hace es en
beneficio suyo: por lo tanto, cualquiera que deseara abandonar este país
debe estar loco… o ser malo. En cualquier caso, debe evitarse que lo haga.
Asimismo, el verdadero creyente en la Medicina está convencido de que,
custodiado su bienestar por la ciencia moderna, las personas tienen más
oportunidades que nunca de vivir una vida feliz y saludable: por lo tanto,
cualquiera que desee abandonar prematuramente esta vida debe ser loco…
o ser malo. En cualquier caso, debe evitarse que lo haga.

Resumiendo, propongo que evitar que la gente se mate es como evitar que
la gente abandone su patria. Poco importa que quienes así recortan las
libertades de otras personas actúen con total sinceridad, o con un radical
cinismo. Lo que importa es lo que ocurre, la restricción de la libertad
individual, justificada en el caso de la prevención del suicidio por la
retórica psiquiátrica; y, en el caso de la emigración, por la retórica política.

En el lenguaje y en la lógica, somos prisioneros de nuestras premisas, tal


como en lo político y en la ley somos prisioneros de nuestros gobernantes.
Por consiguiente, mejor tenerlas a todas bien cogidas, porque, si el suicidio
es una enfermedad porque causa la muerte y si la prevención de la muerte
a cualquier precio es el mandato terapéutico del médico, el remedio
adecuado para el suicidio es, qué duda cabe, el liberticidio.


Lenguaje y locura

Debo confesar que no estoy seguro de lo que quiere decir el término


humanismo. Sé, desde luego, que todos nosotros somos humanistas y que
es bueno serlo. Pero, francamente, me inquieta esa especie de uso del
término humanismo —es decir, el hecho de que el humanismo suponga
una idea, o ideal, que nadie— en su sano juicio, por decirlo así— se
atrevería a negar. Pienso que deberíamos intentar trascender el humanismo
como mera retórica de auto-aprobación y darle un significado más estricto.

Aunque puedan aceptar la necesidad de esta tarea sin más análisis,


permítanme citar, en apoyo de mi afirmación, las definiciones principales
del humanismo ofrecidas en la tercera edición del diccionario Webster’s:
«… (2) dedicación al bienestar humano: interés en, o preocupación por, el
hombre; (3) doctrina, serie de actitudes, o modo de vida centrado en los
intereses y valores humanos: como (a), una filosofía que rechaza el super-
naturalismo, considera al hombre un objeto natural y da fe de su dignidad
esencial, de su valía y de su capacidad para lograr la auto-realización,
mediante el uso de la razón y el método científico— también llamado
humanismo naturalista, humanismo científico…; (c) una filosofía que
aboga por la auto-realización del hombre dentro del marco de los
principios cristianos —también llamado humanismo cristiano…».

Las tres primeras definiciones del humanismo se plantean de un modo que,


de hecho, exige la aprobación universal; ¿por qué se opondría alguien a la
«preocupación por el hombre»? La cuarta definición reduce el campo a los
que reniegan de las religiones fundamentales; y la quinta, a los que
abrazan el cristianismo. Ninguna de ellas nos ayuda mucho. Además, hay
quienes hablan de humanismo socialista, humanismo existencialista, y así
sucesivamente, refiriéndose cada uno de esos términos a criterios sobre el
mundo, y sobre el hombre que vive en él, desde la específica perspectiva
normativa de quien habla y de su sistema ético. En la mayoría de esos
contextos y frases, el término humanismo es simplemente una tautología.
Esta pretensión se apoya en el hecho de que nadie, salvo error, ha abogado
jamás por una ética del inhumanismo, o se ha llamado nunca a sí mismo
inhumanista.

Todo esto indica la importancia del lenguaje a la hora de comprender qué


es el humanismo, o, al menos, qué queremos decir con esta palabra de un
modo que tanto su aprobación como su rechazo sean algo inteligibles y,
por lo menos en principio, dignos de respeto.

Aunque el concepto contemporáneo de humanismo esté amortajado en una


notable confusión y grandes controversias, los humanistas del pasado —
especialmente los de Atenas y Roma, y los del Renacimiento y la
Ilustración— son como estrellas en el firmamento, que guían nuestro
rumbo en las turbulentas aguas de las ideologías modernas. Además,
aunque muchos libros —y, de hecho, vidas enteras— se hayan dedicado a
la exploración y explicación de esos humanismos y humanistas del pasado,
es justo decir que aquellos gloriosos tiempos y sus pensadores más
representativos compartían una característica, a saber: una preocupación
por el lenguaje y, más específicamente, una preocupación por la libertad
individual, expresada mediante palabras claras y explícitas, así como por la
auto-censura, expresada en el uso estético y disciplinado del lenguaje.
Bastarán aquí unos cuantos ejemplos para ilustrar el espíritu más que la
substancia de esa perspectiva sobre la vida.

«Un esclavo», dijo Eurípides, «es aquel que no puede expresar su


pensamiento». El derecho de un ciudadano a decir lo que quería era
fundamental en Atenas. Edith Hamilton nos dice de los griegos que «no
tenían Libro Sagrado alguno, ni credos, ni diez mandamientos, ni dogmas.
Hasta la idea de la ortodoxia les era desconocida»[86]. Esta sensación
generalizada de libertad espiritual y responsabilidad permitió a los griegos
ver el mundo con claridad: de ahí su insuperado poder como artistas tanto
sobre la piedra como sobre las palabras. En Roma, Cicerón, Séneca y
Plutarco continuaron la tradición griega del humanismo, asentando los
cimientos sobre los cuales, quince siglos más tarde, los humanistas
ilustrados asentaron el suyo, inspirados en ellos. Homo res sacra homini
(«el hombre es sagrado para el hombre»), dijo Séneca, quien, a lo largo de
su vida luchó en contra de la fraudulenta retórica de la demagogia con un
lenguaje claro y simple.

La Edad Moderna y, con ella, el humanismo moderno surgieron con el


redescubrimiento de los antiguos clásicos, con las luchas que acompañaron
las traducciones de la Biblia a las lenguas europeas «vulgares» y con el
énfasis, puesto por los philosophes[87], en la íntima relación entre
pensamiento claro y lenguaje claro.

Los humanistas, tanto clásicos como renacentistas, manifestaron así una


profunda preocupación, no sólo por la libertad y la dignidad humanas, sino
por el uso disciplinado y honesto del lenguaje. La unidad esencial, casi
incluso orgánica, entre el hombre y su lenguaje se truncó con la Edad
Moderna, en la que muchos humanistas contemporáneos manifestaron
despreocupación por el lenguaje, y muchos estudiantes de letras de hoy
manifiestan una clara despreocupación por el humanismo.

Así pues, como peor o mejor use la gente el lenguaje, más o menos pobre
serán sus pensamientos; y, según los casos, tendemos a atribuirle una
dimensión humana reducida, o dilatada. Los niños, las personas que no han
recibido educación, los extranjeros y los locos tienden a ser vistos como
individuos de una reducida dimensión humana; en cambio, los novelistas,
los dramaturgos, los compositores, los filósofos y los científicos tienden a
ser vistos como individuos de una dilatada dimensión humana. No afirmo
con ello que el uso adecuado o cabal del lenguaje sea suficiente para
calificar a una persona de humanista, pero sí sugiero, con cierto énfasis,
que puede ser necesario para llegar a serlo.

En resumen, creo que urge que los humanistas contemporáneos pongan un


nuevo énfasis en el lenguaje; pues, aunque la racionalidad, la razón y el
pensamiento ocupen posiciones importantes en el credo humanista
moderno, el lenguaje, la escritura y la palabra son sospechosos por carecer
de él. Pero es inútil, o peor, seguir definiendo a las personas según cómo
razonan, cuando todo cuanto podemos observar es simplemente cómo usan
el lenguaje.

Para ilustrar y apoyar mi opinión de que es muy peligroso relacionar el


humanismo a la razón más que al lenguaje, he elegido el ejemplo de Eugen
Bleuler, quien describió algunos habitantes de manicomios a quienes llamó
esquizofrénicos. Su visión está gravemente equivocada, como intento
demostrar.

Mejor sería, antes de examinar las observaciones de Bleuler sobre la


esquizofrenia, exponer brevemente la definición actual, generalmente
aceptada, de esta llamada enfermedad. Se dice que la esquizofrenia es una
«enfermedad mental cuya principal manifestación, o síntoma, es una
perturbación del pensamiento»[88]. ¿Y qué es pensamiento? He aquí cómo
lo define el autor de uno de los manuales norteamericanos de psiquiatría de
tipo standard: «Relacionar ideas unas con otras mediante la acción de
imaginar, concebir, inferir y otros procesos, y la formación de nuevas ideas
mediante esos procesos, constituyen la función que llamamos
pensamiento… El pensamiento es la más organizada de las integraciones
psicobiológicas»[89].

Esa especie de pedante jerga psiquiátrica intenta ocultar los hechos


observables del lenguaje tras el concepto abstracto de pensamiento. La
psiquiatría moderna ha aceptado el concepto de pensamiento, como si se
tratara de un hígado o un riñón, y sobre él ha erigido un sistema complejo
de psicopatología. De ese modo, los psiquiatras han producido todo un
catálogo de «desórdenes del pensamiento», entre los cuales enumeran
cosas como incoherencia, delirios, hipocondría, obsesiones y fobias. Pero
las comunicaciones a que se refieren esos términos (si se refieren a algo y
no se utilizan sencillamente para estigmatizar a personas cuya conducta-
lenguaje no difiere notablemente del de otras) sólo son desórdenes en el
sentido de que ofenden a los parientes del paciente, a personas
«normales», o psiquiatras. Mi opinión —una opinión que ha sido también
la de otros, sobre todo desde Freud y Jung— es que los llamados pacientes
mentales no dicen tonterías. En realidad, a veces, hablan de un modo
distinto al de los demás. A veces, dicen cosas que ofenden a otros.
Resumiendo, hablan —como ustedes y como yo—, aunque quizá con
énfasis y metáforas que no comprendemos, o que, si comprendemos, no
nos gustan.

He intentado sugerir algunas de las conexiones entre los conceptos de


pensamiento, razonamiento, habla, lenguaje y ser humano. Puesto que soy
psiquiatra (una especie de), puesto que las llamadas personas
esquizofrénicas, debido a la enfermedad que supuestamente padecen, han
sido consideradas como no del todo humanas, y puesto que esa
enfermedad, según suele decirse, es ante todo un trastorno del
pensamiento, pienso que estarán de acuerdo que me detenga a examinar
esa misteriosa enfermedad. Sin embargo, como considero que la
enfermedad es mítica, o inexistente, no puedo examinarla como si existiese
en la naturaleza[90]; por el contrario, me remitiré al texto escrito por su
autor, Eugen Bleuler.

En 1911, Bleuler publicó la monografía Dementia praecox, o grupo de las


esquizofrenias, que le hizo famoso. En ella propone el nombre
esquizofrenia para «un grupo de enfermedades» caracterizadas por ciertas
pautas de conducta y lenguaje en los pacientes considerados por Bleuler
como patológicos. «Uso el término dementia praecox, o “esquizofrenia”»,
escribió, «porque… la “escisión” de las diferentes funciones psíquicas es
una de sus características más importantes»[91]. Puesto que nadie ha visto,
o verá jamás, una función psíquica, escindida o no escindida, Bleuler habla
aquí metafóricamente. Sin embargo, como mostraré dentro de un
momento, cuando el supuesto paciente habla metafóricamente, Bleuler le
llama esquizofrénico.

Pero veamos primero la definición que el propio Bleuler hace de la


esquizofrenia:

Con el término dementia praecox, o «esquizofrenia», definimos un grupo


de psicosis cuyo curso es a veces crónico y a veces marcado por ataques
intermitentes, y que puede detenerse, o retroceder, en cualquier fase, pero
que no permite una plena restitutio ad integrum. La enfermedad está
caracterizada por un tipo específico de alteración del pensamiento[92].

Así es cómo, en 1911, la noción anterior de que los locos son irracionales
se ve rehabilitada y recibe nueva legitimidad científica: la demencia se
convierte en esquizofrenia, una enfermedad caracterizada por un
pensamiento desordenado.

No hay por qué saber nada de psiquiatría, tan sólo un poco de respeto por
el uso adecuado del lenguaje, para percibir que el pensamiento de los
psiquiatras es como el éter del físico; es una abstracción creada para hablar
de cosas observables, como el hecho de hablar y escribir. El libro de
Bleuler está, de hecho, lleno de ejemplos de expresiones, súplicas, cartas y
otras producciones lingüísticas de pacientes llamados esquizofrénicos. Y él
mismo ofrece numerosas observaciones sobre el lenguaje, como la
siguiente: «El bloqueo, la pobreza de ideas, la incoherencia, la turbación,
los delirios y las anomalías emocionales se expresan en el lenguaje de los
pacientes. Sin embargo, la anormalidad no está en el lenguaje mismo, sino
más bien en su contenido»[93].

Bleuler se toma un gran trabajo para evitar crear en el lector la impresión


de que, al describir a un paciente esquizofrénico, esté simplemente
describiendo a alguien que habla de una forma extraña, o diferente de la
suya, y con quien él, Bleuler, no está de acuerdo. Nunca deja de destacar
que ése no es el caso, que el paciente está enfermo y que su conducta
lingüística es sólo un síntoma de su enfermedad.

He aquí una de las afirmaciones de Bleuler que mejor describen esta línea
de argumentación:

La forma de expresión lingüística puede dar fe de todas las posibles


anormalidades, o ser absolutamente correcta. A menudo encontramos
modos de hablar muy convincentes en individuos inteligentes. A veces me
sentía incluso incapaz de convencer a mi público que esperaba
demostraciones clínicas de la patología de aquella lógica tan gravemente
esquizofrénica[94].

La hipótesis de Bleuler impide —y parece destinada a impedir—


preguntarse si la persona en cuestión está enferma o no. Sólo se nos
permite preguntar de qué está enferma, cómo ha contraído la enfermedad,
qué tipo de patología manifiesta su pensamiento. Conceder eso,
naturalmente, es lo mismo que abandonar el juego antes de empezar a
jugar.

Frecuentemente, lo único que va mal (por así decirlo) en el llamado


esquizofrénico es que habla con metáforas inaceptables para su público, en
particular para su psiquiatra. A veces, Bleuler está a punto de reconocerlo.
Por ejemplo, escribe:

Una paciente dice que está siendo «sometida a violación», o que su


confinamiento en un hospital mental constituye una forma distinta de
violación de su persona. En la mayoría de los casos, recurre a figuras de
lenguaje inapropiadas, especialmente la palabra «crimen», que vuelve una
y otra vez para todas las formas de tormento y en las combinaciones más
variadas [subrayado añadido][95].

Aquí tenemos una rara oportunidad de comprobar cómo el lenguaje


expresa aquello que es, en su quintaesencia, humano, y al mismo tiempo
cómo el lenguaje puede usarse para privar a los individuos de su
humanidad. Cuando las personas encarceladas en hospitales mentales
hablan de violación y crimen, recurren a figuras de lenguaje inapropiadas,
prueba de que padecen desórdenes del pensamiento; pero, cuando los
psiquiatras llaman a sus prisiones hospitales, a sus prisioneros pacientes, y
al deseo de libertad de sus pacientes enfermedad, no recurren a figuras del
lenguaje, sino que verifican hechos…
Lo más notable es que Bleuler comprendió perfectamente, quizás mucho
mejor que muchos psiquiatras de hoy, que gran parte de lo que parece
extraño y objetable en el lenguaje esquizofrénico es el modo en que esas
personas utilizan la metáfora. Sin embargo, se sintió justificado al partir de
ese hecho únicamente para considerar a esas personas como víctimas de
una enfermedad, en el sentido literal más que en el metafórico. «Cuando
una paciente declara», escribe Bleuler,

que está en Suiza, o cuando otra quiere coger un ramo de flores para
llevárselo a la cama y no despertarse nunca más, esas expresiones parecen,
a primera vista, bastante incomprensibles. Pero obtenemos una clave para
una explicación al saber que esos pacientes sustituyen con facilidad
semejanzas por identidades, y piensan en símbolos con una frecuencia
infinitamente mayor que la persona sana: es decir, emplean símbolos sin
preocupación alguna por su adecuación a la situación dada[96].

La explicación que Bleuler da de los síntomas le crea nuevos problemas al


psiquiatra, al lógico, al humanista y al lego libertario. Porque esta
perspectiva psiquiátrica, hoy clásica, nos plantea con urgencia estas
preguntas: si lo que convierte en síntomas las expresiones esquizofrénicas
es el hecho de que sean incomprensibles, ¿acaso siguen siendo síntomas
cuando dejan de serlo? Si las expresiones son comprensibles, ¿por qué
confinar en manicomios a quienes las formulan? De hecho, ¿por qué
confinar a las personas, aunque sus expresiones sean incomprensibles?
Esas son las cuestiones que nunca se plantea Bleuler. Además, son unas
cuestiones que no pueden suscitarse en psiquatría, ni siquiera hoy, porque
semejantes preguntas exponen los imperios de la psiquiatría a verse
privados de enfermedades visibles, como el emperador del cuento lo
estaba de ropas visibles.

Considérese asimismo a la paciente que, según escribe Bleuler, «“posee


Suiza”; y que, en el mismo sentido, dice “soy suiza”. Ella puede decir
también “soy libertad”, puesto que para ella Suiza significa nada menos
que libertad». Según Bleuler,
la diferencia entre el uso de semejantes frases en los esquizofrénicos y en
los sanos radica en que, para los segundos, constituye una mera metáfora,
mientras que, para los pacientes, la línea divisoria entre representación
directa e indirecta ha quedado enturbiada. El resultado es que a menudo
piensan esas metáforas en un sentido literal[97].

La fuente de la falacia egocéntrica y etnocéntrica de Bleuler es aquí


dramáticamente evidente. Un psiquiatra católico que escribiese en un país
católico, ¿se habría expresado tan caballerosamente sobre la literalización
de la metáfora como síntoma esencial de la esquizofrenia —la forma más
maligna de demencia conocida por la ciencia médica? Porque, desde el
punto de vista protestante, ¿qué es la doctrina católica de la
transubstanciación sino la literalización de una metáfora? Mutatis
mutandis, sostengo que la concepción psiquiátrica de la enfermedad
mental es también una metáfora literalizada[98]. La diferencia principal, a
mi modo de ver, entre esas metáforas esenciales, católicas y psiquiátricas,
y las metáforas de los pacientes llamados esquizofrénicos no radica en
ninguna peculiaridad lingüística, o lógica de los respectivos símbolos, sino
en su legitimidad social.

El propósito principal de mis observaciones precedentes era demostrar que


el juicio intuitivo sobre la humanidad de otras personas, que se formula a
partir del hecho de que se expresan o no como nosotros, no es de fiar. Por
consiguiente, este criterio de humanidad debe ser repudiado por los
humanistas. Pienso que el cambio podría ser saludable: podríamos llegar a
un concepto de las personas, por lo menos tan humano como lo es nuestro
concepto de los animales y las cosas. No exigimos que las abejas nos
expliquen el lenguaje de los insectos, ni que las tabletas egipcias nos
expliquen el significado de los jeroglíficos, y no por eso sacamos la
conclusión de que, al no poder explicarnos sus lenguajes, son
incomprensibles, o faltos de sentido. Sin embargo, eso es exactamente lo
que han hecho los psiquiatras —y en gran medida todos los demás— con
respecto a los pacientes llamados mentales: insisten en que el paciente les
proporcione una descripción de sí mismo que les resulte satisfactoria, y, si
el paciente no lo consigue, lo declaran enfermo y lo encarcelan como loco.

¿Por qué no esperamos la misma responsabilidad intelectual de nosotros


mismos al enfrentarnos al enigma que la conducta de otras personas nos
plantea, como hacemos al vernos enfrentados al enigma que nos plantea la
conducta de los animales y las cosas? En otros tiempos, se llamaban
heréticos y brujos a las personas cuya conducta se consideraba
incomprensiblemente maligna; hoy se les llama pacientes mentales.
¿Quién sabe cómo se les llamará mañana? Obviamente, esas conductas
sólo son malignas porque violan los valores eternos de quienes están en el
poder, y sólo son incomprensibles porque quienes manifiestamente tratan
de entenderlas no lo hacen de hecho, sino que las definen como
incomprensibles y, por eso mismo, irracionales.

En relación con esto, me gustaría mencionar una paradoja que hace tiempo
considero amargamente irónica. En el campo de la conducta animal —hoy
una disciplina amplia y creciente—, los investigadores comparan a
menudo la conducta comunicativa de las marsopas con la de las personas,
y llaman lenguaje a su conducta extrovertida. En los primeros tiempos de
la psiquiatría —cuando los guardianes de los locos se llamaban más
correctamente médicos de locos y alienistas—, los guardianes comparaban
a los locos con las bestias salvajes, tachando de gruñidos animales las
súplicas de los dementes. Hoy —cuando los guardianes son científicos
médicos—, los psiquiatras comparan al esquizofrénico con el sifilítico y
contemplan su trastorno de pensamiento como una manifestación de su
trastorno cerebral. Así pues, puede decirse que el etólogo siente una
ardiente pasión por humanizar a los animales y el psiquiatra por
deshumanizar a las personas.

Mis precedentes observaciones son pertinentes en cuanto a lo que


preocupa a los humanistas, no sólo porque arrojan una nueva luz sobre las
relaciones entre cómo usan las personas el lenguaje y cómo las juzgan
otros, considerándolas más o menos lúcidas, o más o menos humanas, sino
también porque arrojan una nueva luz sobre la doble función del lenguaje,
en particular en lo que se refiere a las relaciones humanas, a saber:
entender a las personas y controlarlas. Esta doble función del lenguaje en
las relaciones humanas contrasta vivamente con la función singular del
lenguaje en relación con los animales y las cosas: en nuestras relaciones
con el mundo no humano, sólo usamos el lenguaje para entender y emplear
una especie de acción directa —no verbal, no simbólica—
controladora[99]. El resultado es que pretendemos a menudo querer
entender a otra persona cuando, de hecho, deseamos controlarla. En efecto,
cuando más deseamos controlar a otros es cuando solemos mantener dos
exigencias contradictorias: que su conducta resulte incomprensible y que
entendamos su conducta mejor que ellos mismos. Deberíamos ser
escépticos frente a esas pretensiones, aunque provengan de psiquiatras,
psicólogos, psicoanalistas, o psicohistoriadores —esa última estirpe de
psicoasesinos que, naturalmente, se consideran nuestros humanistas par
excellence. Enfrentados a semejantes explicaciones y explicadores,
deberíamos preguntar: Cui bono? ¿A quién benefician esas explicaciones?
¿Cuál es la relación entre sujeto y explicador? ¿Son amigos, o enemigos?
¿Quiere el sujeto ser objeto de explicación? Pues resulta obvio que, al
explicar la conducta de alguien en contra de su voluntad y explicarla
cuando se la desprecia, es en realidad, aunque pretenda manifiestamente
ser una explicación, un confinamiento metafórico: semejante explicación
confina mediante una imaginería despectiva y degradante, al igual que el
destierro, la cárcel y las galeras confinan mediante una acción degradante
y destructiva.

La lucha por la libertad y la dignidad humanas se lleva hoy a cabo en


muchos frentes y de muchos modos distintos. Como humanistas —como
humanistas lingüísticos, si puedo sugerir una auto-descripción aproximada
que algunos podríamos considerar acertada—, podríamos y deberíamos
estar en la vanguardia de aquellos cuyas armas son plumas en vez de
espadas; máquinas de escribir y libros en vez de manifestaciones y
bombas. Eso significa que debemos defender los derechos humanos,
porque las víctimas son seres humanos. Si consideran forzada u oscura esta
afirmación, permítanme recordarles que, con frecuencia, los humanistas y
los libertarios civiles han defendido, gustosos, los «derechos de los
mentalmente enfermos» y los derechos de otros grupos marginados como
el de los homosexuales, los drogadictos, los negros, las mujeres, etc. Desde
el punto de vista que intento articular, es un grave error. Deberíamos
rechazar slogans como «proteger los derechos de los mentalmente
enfermos» (u otros grupos marginados); en vez de esto, deberíamos luchar
por los derechos de las personas a negarse a ser clasificadas como
enfermos mentales (o como cualquier otra cosa) en contra de su voluntad.
Con otras palabras, deberíamos defender con firmeza el derecho de los
hombres y las mujeres a rechazar esas identificaciones, o diagnósticos
hechos en contra de su voluntad, que tradicionalmente han justificado y
hecho posible, y a menudo siguen justificando y haciendo posible, su
tratamiento mediante sistemas deleznables e infrahumanos, a manos de
aquellos que deberían cuidar de ellos, pero que, en realidad, los usan como
chivos expiatorios.

Deberíamos insistir muy especialmente en el hecho de que los miembros


de ciertos grupos marginados no tengan derecho a tratamiento alguno, al
aborto, o a centros de custodia, a la metadona, o a cualquier otro servicio o
consideración especial; sin embargo, a lo que sí tienen derecho es a ser
considerados y llamados personas, o seres humanos. Además, puesto que
no hay derechos sin los correspondientes deberes, esta posición —en
contraste con la posición paternalista-terapéutica hoy tan aceptada con
respecto a los dementes, los locos, las mujeres, etc.— supone, en primer
lugar, que, por muy grande que puedan ser las diferencias entre nosotros y
ciertos miembros de esos grupos, deberíamos negarnos a considerarles a
priori mejores o peores, más o menos merecedores que cualquier otro de
vivir en la sociedad; y, en segundo lugar, que esas víctimas acepten la
misma obligación de considerarse en lo esencial ni mejores o superiores, ni
peores o inferiores que los demás. No podemos a la vez guardar el pastel y
comérnoslo; no podemos predicar el humanismo y practicar el
chauvinismo masculino o femenino, el paternalismo o el terapeutismo.

Para concluir, me gustaría volver a mi propuesta inicial de que una de las


principales preocupaciones del humanista sea el lenguaje y, en particular,
su uso disciplinado. No se trata, repito, de una idea nueva, no sólo lo
reconozco sino que lo señalo. Respeto demasiado la tradición intelectual
para creer que un humanista deba tan sólo aspirar a la novedad. Creo, por
el contrario, que deberíamos intentar reafirmar y rearticular la sabiduría de
los humanistas que nos han precedido, y que debería construirse sobre los
cimientos sólidos, aunque ya conocidos, que ellos asentaron para nosotros.

En consecuencia, me gustaría terminar citando algunas observaciones


sobre el lenguaje que expresan perfectamente esos principios y prácticas
atemporales con los que, como humanistas, deberíamos volver a
comprometernos para siempre.

«A un sabio chino, en tiempos remotos», cuenta Erich Heller,

le preguntaron una vez sus discípulos qué haría en primer lugar si tuviera
el poder de arreglar los asuntos del país. Respondió: «Me cuidaría desde
luego de que el lenguaje se usara correctamente». Los discípulos se
miraban perplejos. «Este es», dijeron, «un problema secundario y trivial.
¿Por qué os parece tan importante?». Y el Maestro repuso: «Si el lenguaje
no se usa correctamente, lo que se dice no es lo que se quiere decir; si lo
que se dice no es lo que se quiere decir, lo que debiera hacerse quedaría sin
hacerse; si esto quedara sin hacerse, la moral y el arte se corromperían; si
la moral y el arte se corrompieran, la justicia se descarriaría; si la justicia
se descarriara las personas quedarían indefensas y sumidas en una gran
confusión»[100].

En nuestros días, George Orwell estaba obsesionado —en el sentido más


sublime de la palabra— por la idea de que el lenguaje era el alma misma
del hombre. «Newspeak» no es la advertencia de una amenaza imaginaria
y futura para la dignidad humana; es la descripción imaginativa de una
atávica tendencia humana, quizás perenne, a corromper y controlar al
hombre corrompiendo y controlando su lenguaje. El breve ensayo de
Orwell «La política y la lengua inglesa» puede servir muy bien de
manifiesto para los humanistas lingüísticos. Allí escribe:

El estilo pomposo es en sí una especie de eufemismo. Una masa de


palabras latinas cae sobre los hechos como nieve blanda, borrando los
perfiles y cubriendo todos los detalles. El gran enemigo del lenguaje claro
es la falta de sinceridad. Cuando hay un vacío entre las metas reales y las
declaradas, uno se vuelve instintivamente hacia las palabras compuestas y
los idiomas trasnochados, como un calamar escupiendo tinta. En nuestra
era, no hay nada como «mantenerse fuera de la política». Todos los
asuntos son asuntos políticos, y la política misma es un montón de
mentiras, evasiones, desatinos, odios y esquizofrenias. Cuando la
atmósfera general es mala, el lenguaje se resiente. Desearía comprobar —y
ésta es una sospecha que no puedo confirmar por falta de conocimiento—
si las lenguas alemana, rusa e italiana se han deteriorado en los último diez
o quince años como resultado de la dictadura[101].

Orwell termina con una recomendación que bien podríamos adoptar como
nuestro credo:

…Deberíamos reconocer que el actual caos político va relacionado con la


desintegración del lenguaje, y que podemos producir alguna mejora
empezando por el fin verbal. Si simplificamos nuestro inglés, nos
libraremos de los peores desatinos de la ortodoxia. No será posible hablar
ninguno de esos «dialectos» hoy necesarios, y cuando hagamos una
observación estúpida, su estupidez será obvia, incluso para nosotros
mismos. El lenguaje político… fue inventado para hacer que las mentiras
suenen verídicas y el asesinato respetable, para asignar una apariencia de
solidez al puro viento. Uno no puede cambiar todo esto en un momento,
pero puede, al menos, cambiar los propios hábitos[102].

Todo lo que Orwell dice aquí sobre el lenguaje político se aplica también,
quizás aún con mayor fuerza, a los lenguajes de las llamadas ciencias
conductistas y, entre ellas, en particular al de la psiquiatría. Sin embargo,
el movimiento humanista moderno ha buscado a menudo inspiración y
orientación en los científicos conductistas, y en particular en los
psiquiatras, que se llaman a sí mismos y se consideran humanistas, y así
son en general considerados por otros. Es un gravísimo error: entre los
enemigos del humanismo, la psiquiatría —es decir, la ideología de la salud
mental y la enfermedad mental, con los engaños y las coacciones
psiquiátricas justificadas en su nombre— es uno de los más peligrosos y
poderosos. Podemos recordar que Terencio dijo: «Soy hombre y nada
humano me es ajeno». El psiquiatra ha invertido esto. Declara: «Soy un
psiquiatra, nada ajeno me es humano», volviendo así a afirmar el viejo y
bárbaro criterio de lo humano.

Con todo, reconociendo a un adversario disfrazado de aliado,


desenmascarando a un villano enmascarado de amigo, sólo hemos llevado
a cabo a medias la batalla. El resto —la batalla contra uno de los credos
socio-políticos contemporáneos más viciosos, que mantiene una guerra
declarada contra la libertad humana y la dignidad, corrompiendo el
lenguaje— queda prácticamente por hacer. Sin embargo, creo que, si
triunfamos en esta lucha, no será porque seamos razonables o bien
intencionados, racionales o liberales, religiosos o seculares, sino porque
protegeremos y perfeccionaremos nuestro espíritu protegiendo y
perfeccionando nuestro lenguaje.


El derecho a la salud

En toda sociedad —tribal o industrial, teológica o secular, capitalista o


comunista—, los bienes y servicios se distribuyen en modo desigual. De
hecho, eso es lo que quieren decir realmente las palabras rico y pobre; es
su «definición operativa»: los ricos poseen y los pobres no. Los
«tenientes» comen alimentos más nutritivos, residen en hogares más
cómodos y amplios, y viajan en medios de transporte más lujosos que los
«no tenientes». Existen diferencias similares entre las mismas personas y
los mismos grupos respecto al cuidado médico. Cuando el hombre rico
enferma, ocupa una cama de hospital en un cuarto sólo para él, o en una
suite privada, y recibe tratamiento de los mejores médicos —o cuando
menos, los más caros— de la ciudad. Cuando un hombre pobre enferma,
ocupa una cama en la institución de caridad —aunque ya no merezca ese
nombre— y recibe tratamiento por parte de hombres jóvenes que, aunque
llamados médicos, son tan sólo estudiantes de medicina. En resumen,
aunque no es una desgracia ser pobre, tampoco es un gran honor.

Aunque sea sabido de todos que los pobres siempre tendrán más
necesidades que los ricos y los ricos más satisfacciones que los pobres,
hoy este hecho es objeto de asombro y denuncia por parte de los
epidemiologistas psiquiátricos. Por ejemplo, Ernest Gruenberg declara
que, en nuestra sociedad, hay «una pauta por la que la enfermedad está en
función contraria al ingreso familiar, mientras que la atención médica
recibida está en función directa del ingreso familiar»[103]. En palabras
llanas, eso significa que la pobreza engendra enfermedad y la opulencia,
atención médica. Naturalmente, la misma afirmación podría hacerse acerca
de cualquier otra necesidad y satisfacción humana importante. Por
ejemplo, para ganarse la vida, un hombre pobre necesita más que el rico un
medio de locomoción, porque el rico bien podría quedarse en casa y vivir
de sus inversiones; pero el primero debe enfrentarse con los deficientes
sistemas de transportes públicos suministrados por la comunidad, mientras
el segundo posee una flota de coches privados, barcos y aviones.
Semejantes consideraciones no le impiden a Gruenberg, y a muchos otros
médicos que han tratado el tema, observar —lamentándose, a mi entender,
con cierta ingenuidad— que uno puede dudar… «de que hayan eliminado
la paradoja los esfuerzos por redistribuir la atención médica»[104]. Pero
no hay tal paradoja, salvo para el utópico reformista social que contempla
todas las diferencias sociales como enfermedades contagiosas, en espera
de ser barridas gracias a sus esfuerzos terapéuticos.

La idea de que el tratamiento médico constituye un derecho más que un


privilegio ha ido afianzándose en la última década[105]. Los que abogan
por la idea están sin duda motivados por buenas intenciones: desean
corregir ciertas desigualdades en la distribución de los servicios sanitarios
de la sociedad norteamericana. Nadie les discutirá que esas desigualdades
existen. Sin embargo, lo que se discute es cómo distinguir entre
desigualdades e iniquidades, y cómo determinar qué políticas
gubernamentales son más adecuadas para asegurar una buena atención
médica para el máximo número de personas[106].

El deseo de mejorar la suerte de las personas menos afortunadas es digno


de encomio; de hecho, yo también comparto este deseo. Sin embargo,
salvo que todas las desigualdades sean consideradas iniquidades —criterio
claramente incompatible con la organización social y la vida humana tal
como la conocemos— permanecen dos cuestiones importantes: primero,
¿qué desigualdades deberían considerarse iniquidades? Y segundo, ¿cuáles
son los medios más apropiados para reducir al mínimo, o abolir, las
desigualdades que consideramos injustas? Los llamamientos a las buenas
intenciones no ayudan a contestar a esas preguntas.

Son dos los grupos de personas cuya situación con respecto a la atención
médica es especialmente desairada, o injusta, y cuya condición tratan de
mejorar los que abogan por el derecho al tratamiento. Uno está formado
por las personas pobres que necesitan atención médica rutinaria. El otro se
compone de los reclusos de los hospitales mentales públicos que,
supuestamente, necesitan atención psiquiátrica. Sin embargo, las
propuestas relacionadas con las personas pobres que deberían tener acceso
a una atención médica mayor, mejor y menos costosa de la que tienen
ahora, y las relacionadas con los reclusos de los hospitales mentales
públicos que deberían recibir mejor atención psiquiátrica, plantean dos
problemas bastante distintos. Por lo tanto, trataré cada uno de ellos por
separado.

La disponibilidad de servicios médicos para una sola persona, o para un


grupo de personas, depende, en una sociedad específica, sobre todo del
suministro de los servicios deseados y de los poderes de prospección del
usuario para exigir esos servicios. Ningún gobierno u organización —ya
sea el de los Estados Unidos, la Asociación Médica Norteamericana, o el
Partido Comunista de la Unión Soviética—, puede suministrar atención
médica mientras no tenga poder para controlar la educación de los
médicos, su derecho a practicar la medicina y el modo en que disponen de
su tiempo y energías. En otras palabras, sólo los individuos pueden
suministrar tratamiento médico a personas enfermas; las instituciones,
como la Iglesia, o el Estado, pueden promover, permitir, o prohibir, ciertas
actividades terapéuticas, pero jamás suministrar servicios médicos por sí
mismas.

Los grupos sociales que detentan poder son notoriamente propensos a


prohibir el libre ejercicio de ciertas capacidades humanas, así como la libre
circulación de algunos medicamentos y artefactos. Por ejemplo, durante la
baja Edad Media y el comienzo del período renacentista, la Iglesia
prohibió a los médicos judíos que ejercieran su profesión y a los pacientes
no judíos que requirieran sus servicios. La misma prohibición fue impuesta
por el Estado en la Alemania nazi. En las democracias modernas del
Occidente libre, el Estado sigue ejerciendo su prerrogativa de prohibir
cierto tipo de actividades terapéuticas. En realidad, la prohibición ya no se
basa en que los terapeutas pertenezcan a una u otra religión; por el
contrario, se basa en que no tienen suficiente formación, o que no tienen
una formación adecuada como médicos. Esto es así, porque el poder del
Estado, al conceder él mismo las licencias, cumple una doble función, las
dos separadas y mutuamente incompatibles: proteger al público —es decir,
a los pacientes actuales o potenciales— de los médicos incompetentes,
asegurando un nivel adecuado de formación y competencia por parte de
todos ellos y proteger a los miembros y los intereses de un grupo —el de
los médicos— en el que la competencia es excesiva entre profesionales de
formación similar y terapeutas con convicciones y capacidades distintas,
que podrían ser más útiles a los posibles clientes que los oficialmente
aprobados. De ello resulta una alianza compleja y poderosa, primero entre
la Iglesia y la Medicina y, luego, entre el Estado y la Medicina, donde los
médicos desempeñan papeles dobles como terapeutas y agentes de control
social. La función restrictiva del Estado con respecto a la práctica médica
ha sido, y sigue siendo, especialmente significativa en los Estados Unidos.

Sin profundizar más en las complejidades de este tema amplio y denso,


basta observar que nuestro actual sistema de formación y práctica médicas
está muy lejos de aquel capitalismo del laissez faire con el que lo
confunden muchos, y especialmente sus enemigos. En la actualidad, la
Asociación Médica Norteamericana no es sólo un grupo de presión
inmensamente poderoso, con intereses supuestamente médicos, sino
también una fuerza que los reformistas defienden con gran fervor[107]. De
la alianza entre la Medicina organizada y el Gobierno norteamericano
nació un sistema de enseñanza y licenciatura con estrechos controles sobre
la producción y distribución de la salud pública en el contexto de una
escasez crónica, artificialmente creada, de personal médico. Esta supuesta
escasez se ha conseguido limitando el número de médicos en funciones
mediante una regulación de la licenciatura médica.

Siendo lo que son las leyes económicas, cuando la oferta de un servicio


determinado es inferior a la demanda tenemos un mercado de vendedores;
eso es bueno para los vendedores, en este caso la profesión médica. A la
inversa, cuando la oferta es mayor que la demanda, tenemos un mercado
de compradores; eso es bueno para los compradores, en este caso los
pacientes potenciales. Según los defensores de una economía de mercado
libre —que, dentro de todo, es lo mejor—, una manera de ayudar a los
compradores a conseguir más al precio más bajo posible consiste en
incrementar la oferta del producto, o del servicio requerido. Eso sugeriría
que, en vez de pedir ayudas al Gobierno para construir centros sanitarios y
centros de salud mental en los barrios, los miembros menos opulentos de
la sociedad norteamericana deberían satisfacer sus necesidades médicas
sencillamente derogando las leyes que controlan la licenciatura[108]
médica. Por ilógico que pueda parecer, en los círculos médicos y liberales,
esa sugerencia se considera disparatada, o algo aún mucho peor.

Puesto que la oferta de atención médica en los Estados Unidos es reducida,


su acceso para los pobres podría mejorarse redistribuyendo la oferta
existente, incrementándola, o haciendo las dos cosas. Muchos individuos y
grupos que piden a gritos una mejora en nuestro sistema de atención
médica no se dan cuenta de que la escasez de personal médico ha sido
creada artificialmente, y se niegan a buscar en el libre mercado una
restauración del equilibrio entre demanda y oferta. Por el contrario,
intentan remediar el desequilibrio redistribuyendo la oferta existente, lo
cual implica robar a Pedro para pagar a Pablo. Esta propuesta se sitúa en la
tradición de otras modernas reformas sociales liberales, como la
redistribución de la riqueza mediante un impuesto progresivo y un sistema
de seguridad social forzoso. Sin duda, un sistema político y económico de
carácter más socialista que el que conocemos podría promover una
nivelación en la calidad de la atención médica recibida por los ricos y los
pobres. Quedaría por ver si la calidad del servicio médico dispensada a los
pobres sería igual a la dispensada a los ricos, y viceversa. La experiencia
sugiere, desde luego, que no. Durante más de un siglo, hemos tenido
nuestra versión de la atención psiquiátrica sufragada por el Estado para
todos aquellos que la necesiten, o sea el sistema según el cual el Estado
pasa a ser el hospital mental. Los resultados de ese esfuerzo están ahí para
que todos podamos juzgarlos.

Por una de esas ironías de la vida, es precisamente la inadecuación de la


atención médica en las instituciones mentales públicas lo que ha inspirado
el concepto del derecho al tratamiento. En dos sentencias históricas,
dictadas por el Tribunal de Apelación Norteamericano para el Distrito de
Columbia Circuit, el tribunal ratificó el concepto del derecho al
tratamiento para personas confinadas en hospitales mentales públicos.

En la causa Rouse v. Cameron, el juez Bazelon, hablando en nombre del


tribunal, declaró que «el propósito de la hospitalización no voluntaria es el
tratamiento, no el castigo»; observó que «el Congreso estableció un
derecho estatutario al tratamiento en la ley de 1964 sobre hospitalización
de los enfermos mentales»; y concluyó diciendo que «es inalienable el
derecho del paciente al tratamiento»[109].

Podría observarse que Rouse había sido ingresado en contra de su voluntad


en el Hospital de 9ta. Isabel, en noviembre de 1962, al ser considerado
inocente de llevar un arma peligrosa, debido a su estado de demencia. Si
Rouse hubiese sido considerado culpable, la máxima sentencia habría sido
de un año de cárcel. Sin embargo, al haber sido «exonerado» llevaba ya
cuatro años en el hospital de Sta. Isabel cuando apeló a los tribunales.
Además, Rouse pretendía que jamás había estado mentalmente enfermo,
que no lo estaba y que jamás había necesitado tratamiento psiquiátrico,
opiniones que Bazelon no sólo ignoró, sino que invirtió.

El día en que se dictó el veredicto del caso Rouse, el mismo tribunal


reiteró y extendió sus criterios sobre el derecho al tratamiento a la causa
Millard v. Cameron, Millard había sido acusado de exhibicionismo en julio
de 1962, fue considerado culpable y posteriormente ingresado en el
hospital de Sta. Isabel como «psicópata sexual». Su apelación se basaba en
la afirmación de que no recibía tratamiento alguno. El juez Bazelon,
hablando una vez más en nombre del tribunal, declaró: «En Rouse v.
Cameron… (nosotros) sostuvimos que el apelante había ejercido su
derecho a una indemnización, al probar que no recibía el tratamiento
debido y adecuado. La falta de semejante tratamiento, dijimos, no podía
justificarse por la falta de personal, o de medios. Pensamos que el mismo
principio se aplica a una persona que fue ingresada en contra de su
voluntad en un hospital público como psicópata sexual»[110].
Sin embargo, ni Rouse ni Millard hicieron que el juez Bazelon definiera
qué era «tratamiento adecuado» o, en opinión del tribunal, qué sería un
tratamiento claramente inadecuado. Examinemos, pues, qué conlleva e
implica el concepto de un derecho al tratamiento médico o
psiquiátrico[111].

La mayor parte de las personas que se encuentran en hospitales mentales


públicos no reciben lo que debiera considerarse un tratamiento. Partiendo
de este hecho, Morton Birnbaum ha patrocinado «el reconocimiento y
fortalecimiento del derecho legal de un recluso mentalmente enfermo,
recluido en una institución mental pública, al tratamiento médico adecuado
de su enfermedad mental»[112]. Aunque ni define «enfermedad mental»,
ni «tratamiento adecuado», la propuesta fue recibida con entusiasmo en
círculos tanto legales como médicos[113]. ¿Por qué? Porque defendía el
mito de que la enfermedad mental es un problema médico que puede ser
resuelto por sistemas médicos.

La idea de un derecho al tratamiento mental es ingenua y peligrosa. Es


ingenua porque considera el problema del paciente mental hospitalizado en
una institución pública como si se tratara de un problema médico y no de
un problema económico, religioso, social y de formación. Es peligrosa
porque el remedio propuesto crea otro problema —el tratamiento mental
obligatorio—, pues, en el contexto del confinamiento no voluntario,
también el tratamiento ha de ser forzoso.

Aclamando el derecho al tratamiento como «nuevo derecho», el editor del


«American Bar Association Journal» comparaba el tratamiento
psiquiátrico para pacientes en hospitales mentales públicos con el subsidio
al desempleo. En ambos casos, se nos dice, el principio es ayudar a las
víctimas en desafortunadas circunstancias[114].

Pero las cosas no son tan simples. Sabemos qué es el desempleo; pero no
tenemos tan claro qué es la enfermedad mental. Además, una persona sin
trabajo no suele negarse a recibir dinero, y, si lo hace, nadie le fuerza a
aceptarlo. La situación del paciente mental hospitalizado en contra de su
voluntad es bastante distinta; no desea tratamiento psiquiátrico, y cuanto
más se opone a él más firmemente insiste la sociedad en que debe
recibirlo.

Desde luego, si definimos el tratamiento psiquiátrico como ayuda para


víctimas en circunstancias desafortunadas, ¿cómo puede alguien oponerse
a él? Pero la verdadera cuestión es doble: ¿qué quiere decirse con ayuda
psiquiátrica? y ¿qué harían los que ayudan, si la víctima se negara a ser
ayudada?

Desde un punto de vista legal y sociológico, el único modo de definir la


enfermedad mental es enumerar los tipos de conducta que los psiquiatras
consideran característicos de semejantes enfermedades. Asimismo,
podemos definir el tratamiento psiquiátrico enumerando los
procedimientos que os psiquiatras dan por sabidos para semejante terapia.
Bastará con un breve ejemplo.

Maurice Levine enumera 40 métodos de psicoterapia. Incluye, entre ellos,


tratamiento físico, tratamiento médico, apoyo, firmeza, autoridad,
hospitalización, ignorar ciertos síntomas y actitudes, satisfacción de las
necesidades neuróticas y biblioterapia. Además, hay métodos físicos de
terapia psiquiátrica, como los sedantes y tranquilizantes, la inducción de
convulsiones mediante drogas o electricidad, y la cirugía cerebral[115].
Obviamente, el término tratamiento piquiátrico abarca todo cuanto puede
hacerse a una persona bajo auspicios médicos… y aún más.

Si el tratamiento psiquiátrico consiste en llevar a la práctica todas las cosas


que Levine y los otros nos cuentan, ¿cómo determinaremos si reciben o no
el debido tratamiento los pacientes en los hospitales mentales? No cabe
duda de que muchos de ellos están ya siendo tratados con amplias dosis de
firmeza y autoridad, ignorándose sus síntomas y, por supuesto, con
satisfacción de las necesidades neuróticas. Este último sistema terapéutico
supone otorgar poderes singularmente siniestros a los terapeutas. Los
psicoanalistas han mantenido durante largo tiempo que muchos criminales
cometen actos anti-sociales debido a un sentimiento de culpa. Lo que
ansían neuróticamente es el castigo. Siguiendo esa lógica, el
encarcelamiento indefinido podría ser considerado como un tratamiento
psiquiátrico adecuado.

Actualmente, nuestras instituciones psiquiátricas públicas realizan sus


servicios basándose en la hipótesis de que es moralmente legítimo tratar
contra su voluntad a las personas llamadas mentalmente enfermas. Sirve
de ejemplo un documento preparado por el Comité para la Recodificación
de la Legislación sobre Higiene Mental del Estado de Nueva York.
Comienza con la declaración de que «es axiomático que toda la legislación
sobre higiene mental se relacione con los derechos de los pacientes,
especialmente derechos al cuidado y al tratamiento adecuados»[116].

Esta afirmación es de una descarada falsedad. La primera preocupación de


cualquier ley sobre higiene mental es dotar de poder a los médicos para
encarcelar a ciudadanos inocentes recurriendo a la etiqueta «reclusión
civil», y para justificar la tortura que les infligen mediante actos violentos
llamados tratamientos psiquiátricos. Como cabía esperar, entre los
miembros del recién mencionado Comité estaban el delegado y dos
adjuntos del Departamento de Higiene Mental del Estado de Nueva York.
Brillaban por su ausencia del Comité los reclusos de los hospitales
mentales públicos y los ex-reclusos, o expertos delegados por esos
«pacientes» para representarlos.

En relación con el tratamiento psiquiátrico, pues, el problema fundamental,


y vejatorio, es el siguiente: ¿cómo puede ser un derecho el tratamiento que
es también forzoso? Como he demostrado en otro lugar, el problema
planteado por el mal trato de los enfermos mentales, hospitalizados en
instituciones públicas, no deriva de insuficiencia alguna en el tratamiento
que reciben, sino de la falacia conceptual básica, inherente al concepto de
salud mental, y de la maldad moral, inherente a la práctica de la
hospitalización mental no voluntaria[117].
Preservar el concepto de enfermedad mental y las prácticas sociales que ha
justificado, ocultando sus flagrantes fallos éticos y cognocitivos, mediante
un derecho que se sobrepone al tratamiento mental, sólo hace más grave
una situación ya de por sí intolerablemente opresiva.

El problema planteado por el «almacenamiento» de ingentes cantidades de


personas indeseadas, indefensas y estigmatizadas, en inmensos hospitales
mentales estatales podría resolverse mejor —mejor, me refiero, para los
pacientes victimizados, aunque no necesariamente para la sociedad que los
convierte en víctimas, o para los profesionales que se benefician de este
arreglo— preguntando: ¿qué necesitan con más urgencia los pacientes
mentales hospitalizados en contra de su voluntad? ¿El derecho a recibir
tratamientos que no desean, o el derecho a negarse a esas intervenciones?

Como indican mis anteriores observaciones, veo dos defectos


fundamentales en el concepto del derecho al tratamiento. Uno es científico
y médico y deriva de preguntas sin respuestas claras sobre lo que
constituye una enfermedad o un tratamiento, o quién decide quién es el
paciente y quién el médico. La otra es política y moral y deriva de aspectos
no aclarados sobre las diferencias entre derechos y pretensiones.

En el actual estado de la práctica médica y en la opinión pública, las


definiciones de los términos enfermedad, tratamiento, médico, y paciente
son tan imprecisas que el concepto de un derecho al tratamiento sólo puede
servir para enturbiar aún más una situación extremadamente confusa. Por
ejemplo, uno puede tratar, en el sentido médico del término, sólo una
enfermedad o, más exactamente, sólo a una persona, ahora llamada
paciente, que padece una enfermedad. Pero ¿qué es una enfermedad?
Desde luego, el cáncer, la apoplejía y el infarto lo son. Pero ¿es una
enfermedad la obesidad? ¿Qué hay sobre fumar cigarrillos? ¿Inyectarse
heroína o fumar marihuana? ¿Fingir enfermedad es para evitar el servicio
militar o cobrar un seguro? ¿La homosexualidad, la cleptomanía, o la
angustia? Cada una de esas situaciones ha sido declarada enfermedad por
autoridades médicas y psiquiátricas que presentan impecables credenciales
institucionales. Y lo mismo ha sucedido con otros innumerables estados,
desde la soltería al divorcio, desde el embarazo indeseado hasta el
prejuicio político y religioso.

Asimismo, ¿qué es tratamiento? Sin duda, es tratamiento la ablación


quirúrgica de un seno canceroso. Pero ¿es tratamiento el trasplante de un
órgano? Si lo es, y si este tratamiento constituye un derecho ¿cómo pueden
los encargados de garantizar a las personas la protección de su derecho al
tratamiento desempeñar sus deberes sin tener acceso al número requerido
de órganos trasplantables? A un nivel más sencillo, ¿cómo puede tratar un
médico la obesidad por comer demasiado cuando su tratamiento depende
de que el paciente coma menos? ¿Qué significa, pues, el que un paciente
tenga derecho a ser tratado por obesidad? Ya he aludido a lo fácil que
resulta nivelar esa especie de derecho mediante la obligación comunitaria
y médica de privar al paciente de su libertad (comer, beber, tomar drogas,
etc.).

Más aún, ¿quién es el paciente? ¿Es alguien que posee una enfermedad, o
una lesión corporal demostrable, como el cáncer o una fractura? ¿Una
persona que se queja de síntomas corporales, pero sin enfermedad
demostrable, como el llamado hipocondríaco? ¿Es la persona que se siente
perfectamente bien, pero que otros consideran que está enferma, como el
llamado esquizofrénico paranoico? ¿O es una persona que profesa criterios
políticos distintos de los de los psiquiatras, que lo etiquetan como
demente, cual sucede con el senador Barry Goldwater?

Por último, ¿quién es médico? ¿Es una persona con licencia para practicar
la medicina? ¿Es alguien que ha completado un específico curriculum de
preparación profesional? ¿Es alguien que posee ciertas aptitudes médicas
demostradas por actuaciones públicas? ¿O acaso es alguien que alega
poseer esas aptitudes?

Me parece que la mejora en la atención médica a los pobres y a los ahora


llamados enfermos mentales depende menos de declaraciones sobre sus
derechos al tratamiento que de ciertas reformas en el modo de hablar y
conducirse de quienes profesan un deseo de ayudarles. En particular,
semejantes reformas deberían suponer mejoras sensibles en la utilización
de conceptos médicos como enfermedad y tratamiento, y un
reconocimiento de las diferencias básicas entre la intervención médica
como un servicio, que el individuo es libre de requerir o rechazar, y la
intervención médica como método de control social que se le impone por
la fuerza o el fraude.

Puedo ejemplificar quizás los dilemas no resueltos en la noción de


enfermedades y tratamientos citando algunos casos reales. En fecha tan
reciente como 1965, un reglamento de Connecticut castigaba penalmente a
cualquier persona que evitase la concepción de un modo artificial[118].
Por lo tanto, si una madre de 10 hijos pidiese ayuda contraceptiva a un
médico en un hospital público de Connecticut se habría visto rechazada en
su petición. ¿Era tratamiento lo que ella buscaba? No, según los
legisladores que definían cualquier sistema anticonceptivo como un acto
inmoral e ilegal y no como una medida preventiva.

Hoy, se alcanza una situación similar con respecto al embarazo no deseado


por una mujer y a su deseo de abortar. ¿Es una enfermedad estar
embarazada cuando la mujer no lo desea? ¿Es un tratamiento el aborto, o
es el asesinato de un feto? Si es un asesinato, ¿por qué ningún abortista ha
sido jamás perseguido por asesinato? ¿Cómo pueden las medidas
preventivas de salud mental de una embarazada justificar ese crimen hoy
llamado aborto terapéutico?[119]

Por otra parte, si prevaleciera un criterio ya antiguo y aceptado, además de


útil, y se consideraran como tratamientos médicos el uso de medios
anticonceptivos y el aborto, ¿qué significaría para una mujer tener derecho
a esas intervenciones? Claramente, tendría que significar que tiene derecho
a llegar sin obstáculo a médicos encantados de recomendar medios
anticonceptivos y de realizar abortos. ¿Dónde dejaría semejante postura
médico-legal a un tocólogo católico apostólico romano? Al negarse a
realizar un aborto en una mujer que deseara acabar con su embarazo,
estaría obstaculizando su derecho al tratamiento de un modo que podría
compararse al del barbero blanco que se niega a cortar el pelo a un cliente
negro, o viceversa, poniendo trabas a la libre práctica de los derechos
civiles de su cliente.

Otro ejemplo podría ser el de un matrimonio infeliz. ¿Están enfermos? Si


se definen como neuróticos y consultan a un psiquiatra, son considerados
enfermos, y su seguro hasta puede incluso pagarles el tratamiento. Pero, si
buscan la solución de su problema en el divorcio y consultan a un
abogado, no se les considera enfermos. Así pues, aunque los matrimonios
infelices suelan considerarse a menudo formados por personas enfermas, el
divorcio nunca se considera un tratamiento. Si lo fuese, tendría también
que ser un derecho. ¿Dónde dejaría eso a nuestras leyes actuales sobre el
divorcio?

Y así cantidad infinita de otros casos. Sin embargo, citaré sólo uno más, la
práctica de la hospitalización mental no voluntaria, para mostrar hasta qué
punto es profundamente confusa nuestra situación actual con respecto al
concepto de tratamiento y, en consecuencia, cuán nefasta sería
necesariamente cualquier extensión del concepto de derecho al tratamiento
como derecho avalado por el Gobierno.

En la mayoría de las jurisdicciones, las personas llamadas enfermas


mentales y peligrosas para sí mismas o para los demás pueden ser
ingresadas en un hospital mental. Semejante encarcelamiento en un
edificio llamado hospital se considera una forma de tratamiento
psiquiátrico y, por tanto, médico. Pero ¿quién es, de hecho, el paciente?
¿Quién está siendo tratado? Manifiestamente, la persona tratada es la
encarcelada. Pero, como no requiere ayuda médica, contrariamente a lo
que quieren aquellos que se encargan de encerrarla, podríamos afirmar que
la hospitalización mental no voluntaria es un tratamiento más para quienes
están encerrados. Esto sería como afirmar que un aborto terapéutico es un
tratamiento para la mujer embarazada y no para el feto abortado —
afirmación que pocos negarían. Si se acepta ese argumento, en cualquier
conflicto, el hecho de dañar a una parte podría definirse como el
tratamiento de su oponente. La siguiente declaración reciente sobre
tratamiento psiquiátrico a «adolescentes agresivos» es ilustrativa: «El
movimiento por “libertad, amor y paz” ha estimulado una exhibición de
conducta anti-social que incluye el uso creciente de marihuana y drogas
psicodélicas. En consecuencia, el número de jóvenes emocionalmente
trastornados, que se comportan de un modo que entra en conflicto con las
normas establecidas por sus padres, aumenta siempre más en los hospitales
mentales[120]. En este tipo de situaciones, sería interesante saber qué
derecho al tratamiento desean garantizar los que abogan por semejante
hospitalización: ¿el derecho del padre a recluir a su hijo rebelde,
mentalmente enfermo, o el del hijo a desafiar a sus padres sin tener que
someterse a penalidades semi-médicas?

La segunda dificultad planteada por el concepto de un derecho al


tratamiento es de naturaleza política y moral. Se produce al confundir
derechos con pretensiones y prevención de males con preservación de
bienes o servicios.

Para la definición de derecho, lo mejor que puedo hacer es citar a John


Stuart Mill. En «Utilitarismo», escribe:

He tratado la idea de derecho como si residiera en la persona herida y


violada por la lesión… Cuando llamamos a algo derecho de una persona,
queremos decir que ésta pretende, con sensatez, de la sociedad que proteja
su posesión, ya sea por la fuerza de la ley, ya sea por la educación y la
opinión… Tener un derecho es, entonces, a mi entender, tener algo cuya
posesión debiera defender la sociedad [el subrayado es mío][121].

La distinción de Mill nos ayuda a distinguir entre derechos y pretensiones.


Los derechos, dice Mill, son «posesiones»; son cosas que las personas
tienen por naturaleza, como la libertad; que adquieren a costa de trabajo
duro, como la propiedad; que crean gracias a su imaginación, como una
nueva máquina; o que heredan, como el dinero. Las posesiones son,
característicamente, lo que una persona tiene, y que otros, incluyendo el
Estado, pueden quitarle. El criterio de Mill es el del libertario clásico: el
Estado, de haberlo, debería proteger al individuo en sus derechos. Eso es
lo que quiere decir la Declaración de Independencia cuando se refiere a los
derechos inalienables a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Es
importante hacer notar que, tanto en la teoría política como en la práctica
cotidiana, eso requiere del Estado fuerza y decisión suficientes como para
proteger los derechos de los individuos ante posibles ataques de otros, y
que sea lo bastante descentralizado y comedido —gracias al federalismo y
a la constitución— para asegurar que no violará él mismo los derechos del
pueblo.

En ese sentido, no puede haber algo semejante al derecho al tratamiento.


Concebir el cuerpo de una persona como su posesión —como un coche, o
un reloj (aunque sin duda más valiosa)— es tan disparatado como hablar
del derecho a que le reparen el cuerpo, como si se tratara del derecho a que
le reparen el reloj del coche.

Es evidente, pues, que, en su uso actual, y especialmente en la frase


derecho al tratamiento, el término derecho significa en realidad pretensión.
Más específicamente, derecho significa aquí el reconocimiento de las
pretensiones de una parte, que se considera está en lo cierto, y el rechazo
de las pretensiones de la otra, que se considera equivocada; así, la parte
que está en lo cierto se alía a los intereses de la comunidad y hace suyos
los poderes coactivos del Estado. Analicemos esa situación en el caso del
tratamiento médico para una dolencia corporal común, digamos, por
ejemplo, la diabetes. El paciente, que ha perdido parte de su salud, intenta
recuperarla mediante atención médica y medicamentos. Sin embargo, la
atención médica que necesita es propiedad del médico, y el medicamento
que necesita es propiedad del fabricante que lo produce. El derecho al
tratamiento del paciente entra así en conflicto, primero, con el derecho del
médico a la libertad —es decir, a vender libremente sus servicios— y, en
segundo lugar, con el del fabricante farmacéutico a la propiedad, es decir,
a vender sus productos como quiera. Quienes abogan por el derecho al
tratamiento en favor del paciente actúan hipócritamente al intentar
conciliar este supuesto derecho con los derechos efectivos del médico a la
libertad y del fabricante farmacéutico a la propiedad.

Tampoco está claro cómo puede conciliarse el concepto del derecho al


tratamiento con el concepto occidental tradicional del derecho del paciente
a elegir su médico. Si el paciente tiene derecho a elegir al médico por
quien desea ser tratado y si tiene también derecho al tratamiento, el médico
es, de hecho, esclavo del paciente. Sin duda, el derecho del paciente a
elegir su médico no puede extraerse de su contexto y sobrevivir; su
corolario es el derecho del médico a aceptar o rechazar a un paciente
(salvo en los raros casos de tratamientos de emergencia). Por supuesto,
nadie sostiene hoy la idea absurda de que los médicos deben estar a la total
disposición personal de los pacientes, convirtiéndose literalmente en sus
esclavos, como lo fueron algunos en la antigua Grecia y en Roma.

El concepto del derecho al tratamiento tiene una connotación distinta,


mucho menos absurda, pero bastante más siniestra. Pues, así como la
libertad del médico para negarse a tratar a cualquier paciente específico es
el corolario de la libertad del individuo para elegir su médico, el corolario
del derecho del individuo al tratamiento es la negación del derecho del
médico a rechazar como paciente a cualquiera que así sea oficialmente
etiquetado. La transformación de la relación médica, antes individualista y
contractual, y hoy burocrática y coactiva, suprime de golpe el derecho del
individuo a definirse como enfermo y a buscarse la atención médica que
considera adecuada, tanto como el derecho del médico a definir a quién
considera enfermo y a quién desea tratar; sitúa esas decisiones en manos
de la burocracia médica del Estado. Para ver cómo funciona este aparato
burocrático en los. Estados Unidos y a una escala local, que coexiste con
un floreciente sistema de práctica médica privada, basta con echar una
ojeada a nuestros hospitales mentales públicos. Todo paciente admitido en
esos hospitales tiene derecho al tratamiento, y todo médico que sirve en
este sistema hospitalario tiene la obligación de tratar a cualquier paciente
que le sea asignado por sus superiores, o entregado a su custodia por los
tribunales. Faltan en este sistema, y en sistemas similares, los tradicionales
controles económicos y legales del paciente sobre la relación médica, y la
tradicional dependencia económica del médico, así como sus obligaciones
legales para con el individuo que ha aceptado como paciente.

En consecuencia, la atención médica burocrática, en contraste con la


empresarial, deja de ser un sistema de cura de enfermedades y se convierte
en un sistema de control de la desviación. Aunque este resultado me
parece inevitable en el caso de la psiquiatría (visto que la atribución de la
etiqueta enfermedad mental suele funcionar como retórica casi médica,
delatoria de conflictos sociales), no es necesariamente inevitable en los
servicios médicos no psiquiátricos. Sin embargo, en todas las situaciones
donde la atención médica se suministra burocráticamente (como acontece
en las sociedades comunistas), el papel del médico como agente del
paciente enfermo suele verse necesariamente amalgamado, y muchas
veces seriamente comprometido, por su papel como agente del Estado. De
este modo, el médico se convierte en una especie de policía-médico, que a
veces ayuda al individuo y a veces lo perjudica.

Volviendo a la definición de derecho que hace Mill, podría decirse además


que, así como el hombre tiene derecho a la vida y a la libertad, también
tiene derecho a la salud, y puede elevar al Estado la pretensión de que se la
ampare. Es importante anotar aquí que el derecho a la salud difiere del
derecho al tratamiento; así como el derecho a la propiedad difiere del
derecho al robo. El reconocimiento del derecho a la salud obligaría al
Estado a evitar que los individuos se privasen unos a otros de su salud, al
igual que el reconocimiento de los otros dos derechos evita hoy que se
priven de su libertad y propiedad. Obligaría también al Estado a respetar la
salud del individuo, y a privarle de este derecho, tan sólo tras un debido
proceso legal, al igual que ahora respeta la libertad y la propiedad
individuales, y tan sólo priva al individuo de ellas tras un debido proceso
legal.
Así las cosas, el Estado no sólo fracasa a la hora de proteger la salud del
individuo, sino que, de hecho, le estorba en sus esfuerzos por
salvaguardarla; por ejemplo, permite que tanto industrias como individuos
corrompan el aire que respiramos. Además, el Estado prohíbe también que
los individuos obtengan atención médica de ciertos expertos oficialmente
no acreditados, y prohíbe que compren e ingieran ciertos medicamentos
considerados oficialmente peligrosos. A veces, el Estado priva
deliberadamente al individuo de tratamiento simulando brindarle
tratamiento[122].

Desde luego, en una época en la que el poderoso Estado centralizado se


idolatra como fuente de todos los beneficios, hay buenas razones para
creer que el concepto del derecho al tratamiento se considere progresista y
sea popular, y por eso el concepto del derecho a la salud, salvo error,
jamás ha sido articulado, ni mucho menos reconocido, por legisladores y
tribunales. Por una parte, el reconocimiento del derecho a la salud más que
al tratamiento impondría mayores obligaciones al Estado a la hora de
asegurar la paz doméstica, especialmente la protección contra el robo de la
salud de un individuo considerada como propiedad privada; por otra parte,
impondría mayores controles a sus propios poderes con respecto al
ciudadano, especialmente en su jurisdicción sobre las licencias a médicos
y farmacéuticos. Un Gobierno así tendría que cargar con mayores
responsabilidades debido a sus obligaciones de control real, mientras
limitaría sus supuestas responsabilidades como proveedor directo de esos
servicios…, en resumen, la antítesis del Estado que consideran deseable y
necesario los reformistas modernos liberal-sociales para la consecución de
sus metas. En vez de estimular el juicio independiente del individuo, esos
reformadores estimulan su sumisión a una autoridad manifiestamente
competente y benévola; en consecuencia, proyectan la imagen del
terapeuta médico sobre el Estado, mientras atribuyen al ciudadano el papel
complementario del paciente enfermo. Por supuesto, eso sitúa al individuo
precisamente en una situación de inferioridad y sumisión al Gobierno, del
que intentaron rescatarle los Padres Fundadores mediante la Constitución.
Políticamente, el derecho al tratamiento es, pues, simplemente el derecho a
someterse a la autoridad, un derecho al que siempre han sido muy
aficionados los que detentan el poder y los que se consideran incapaces de
dirigir sus propias vidas.

El Estado puede proteger y promover los intereses de sus ciudadanos


enfermos, o potencialmente enfermos, de dos maneras: o bien forzando a
los médicos, y a otro personal médico y paramédico, a servir a los
pacientes como si ellos fueran esclavos del Estado; o creando
circunstancias económicas, morales y políticas favorables a un suministro
generoso de médicos competentes y medicamentos eficaces, dejando que
los individuos cuiden de sus cuerpos como cuidan de sus demás
posesiones.

La primera solución radica en los esfuerzos por resolver problemas


humanos gracias a la ayuda del Estado todopoderoso. Los derechos
prometidos por este Estado —como el derecho al tratamiento— no ofrecen
posibilidad de elección libre a los individuos, sino tan sólo poderes
estatales encubiertos en provecho de los intereses de un grupo sobre los de
otro[123].

La segunda solución radica en los esfuerzos por resolver problemas


humanos gracias a la iniciativa de cada uno y a la asociación voluntaria sin
interferencias del Estado. Los derechos obtenidos de este Estado —como
el derecho a la vida, a la libertad y a la salud— son limitaciones a sus
propios poderes y a su esfera de acción, y suministran las condiciones
necesarias, aunque desde luego sin asegurar su adecuado ejercicio, a la
libre elección individual y responsables.

En esas dos soluciones reconocemos los extremos opuestos del gran


conflicto ideológico de nuestra época, quizás de todas las épocas, y de la
propia condición humana: individualismo y capitalismo por una parte,
colectivismo y comunismo por la otra. Tertium non datur (No hay otra
elección).

La justicia en el Estado terapéutico

El concepto de justicia y el concepto de tratamiento pertenecen a dos


marcos de referencia, o niveles de discurso: el primero, a la ley y a la
moralidad; el segundo, a la medicina y a la salud. Tanto justicia como
tratamiento articulan ideas básicas para la vida humana; ambos tienen un
doble uso, uno popular y otro técnico. Aunque la justicia se vea
estrechamente vinculada al funcionamiento del sistema legal, recibiendo
de él su significado más exacto, su concepto no es propiedad privada de
los abogados, sino que pertenece a todos. Asimismo, aunque el tratamiento
se vincula estrechamente al funcionamiento de la profesión médica, y
recibe de ella su significado más concreto, su concepto no es propiedad
privada de los médicos, sino que pertenece a todos. Me ocuparé aquí de
examinar las relaciones entre esos dos conceptos, en un esfuerzo por
aclarar la tendencia actual, aceptada por todos, de asimilar jurisprudencia a
ciencia, y ley a medicina.

La ley y la medicina se encuentran entre las profesiones más antiguas y


respetadas. Eso se debe a que cada una de ellas articula y promueve una
necesidad y un valor humano básico, la cooperación social, en el caso de la
ley, y la salud en el caso de la medicina. Expresado con sencillez, la ley se
opone a determinados tipos de procesos sociales, a los que llama crímenes,
imponiendo castigos a quienes los realizan. Asimismo, la medicina
combate determinados tipos de procesos corporales, llamados por ella
enfermedades, y ofrece tratamiento a quienes las padecen.

Existir como persona es sinónimo de existir como ser social. La regulación


de las leyes sociales es una característica esencial de toda sociedad y, de
hecho, de todo encuentro, o agrupación, de dos o más individuos. El
concepto de justicia es, por lo tanto, necesario tanto para regular las
relaciones humanas como para valorar la cualidad moral de la situación
resultante. Eso es lo que quiere decirse al afirmar de que, sin ley, no podría
haber justicia, pero que la propia ley puede ser injusta.

Lo que constituye la justicia varía de un lugar a otro y de una época a otra.


La variación no prueba que el concepto no tenga sentido, o que no sea
científico, como pretenden algunos científicos sociales contemporáneos.
Al revés, demuestra que la humanidad ha dado y sigue dando, no una sola,
sino varias respuestas a la pregunta: ¿qué es un orden social bueno o
adecuado? Por ejemplo, cuando menos en principio, los capitalistas creen
que quienes trabajan más duro y producen más, o aquellos cuyos servicios
son más valiosos para la comunidad, deberían recibir más por su trabajo
que aquellos cuyos esfuerzos son menos productivos; los comunistas, en
cambio, creen que el producto de todos los individuos debería acumularse
y distribuirse sobre la base de la fórmula marxista: «De cada uno según sus
habilidades, a cada uno según sus necesidades».

Enmarcadas como reglas generales en el juego de la vida, las nociones


contrapuestas de justicia que acabamos de mencionar parecen no tener
nada en común. Es una falacia. Pues, lo que subyace a todos los conceptos
de justicia es un concepto tan fundamental para la relación social que, sin
él, la vida degeneraría rápidamente en una guerra hobbesiana de todos
contra todos. La noción común a todos los diversos conceptos de justicia
es reciprocidad, la expectativa de que mantendremos nuestras promesas a
los demás y de que los demás mantendrán las suyas. «Es confesadamente
injusto», escribió John Stuart Mill, quebrantar la confianza en cualquier
persona: violar un compromiso expreso o tácito, o decepcionar las
expectativas surgidas de nuestra propia conducta[124]. Más recientemente,
Paul Freund ha intentado asimismo situar el núcleo de la justicia en el
concepto de contrato. Escribe que «el concepto de contrato es un caso
paradigmático de justicia, concebido como la satisfacción de expectativas
razonables»[125].

¿Por qué es tan importante el contrato para la vida humana? Porque es el


instrumento menos violento y más racional para la nivelación del poder
social.
El contrato es el medio social par excellence, que libera al individuo (o
grupo) relativamente indefenso del dominio de sus superiores más
poderosos, permitiéndole así planificar el futuro. A la inversa, la falta de
contrato, o la violación sistemática del mismo, constituye una
característica esencial de la opresión: privado del poder de planificar su
futuro, el individuo (o grupo) inferior se ve sometido al estatuto lesivo de
la dependencia a sus superiores. De este modo, cuando el futuro llega, el
individuo oprimido es incapaz de cuidar de sí mismo y depende de sus
protectores (por ejemplo, padres, políticos, psiquiatras).

Desde luego, al igual que todas las soluciones sociales, el contrato


favorece a algunos miembros del grupo y frustra a otros. Favorece
específicamente a los débiles (o sea, a quienes carecen de poder para
forzar, o que, en caso de tenerlo, carecen de la voluntad de usarlo) y frustra
a los fuertes (o sea, a aquellos que tienen ese poder, o, si carecen de él, se
esfuerzan por poseerlo). En términos generales, pues, el contrato favorece
al niño contra el padre, al empleado contra el empresario y al individuo
contra el Estado. En cada una de esas relaciones (y en otras situaciones
similares) el miembro superior de la pareja no requiere contrato para
planificar su futuro: puede controlar a su compañero por la fuerza bruta, si
fuera necesario. En resumen, el contrato amplía las posibilidades de
autodeterminación de los débiles, restringiendo los poderes coactivos de
los fuertes; al mismo tiempo, al situar el valor del compromiso,
representado en los términos del contrato, por encima del poder absoluto y
al universalizar este valor, el contrato no sólo controla el poder de los
fuertes para coaccionar, sino también el de los débiles para realizar
presiones contrarias.

En la vida política, el paradigma del contrato es la regla de la ley, el


principio que limita las interferencias del Estado en la conducta del
individuo a circunstancias claramente definidas y conocidas de antemano
por la persona. Si no trasgrede la ley, el ciudadano puede sentirse seguro
ante cualquier interferencia inesperada del poder estatal. Esta solución
puede contrastarse con el gobierno despótico o tiránico, cuya característica
principal en el trato con el individuo no es tanto la aspereza como la
arbitrariedad. De hecho, la brutalidad y el terror de este tipo de solución
política residen precisamente en la radical imposibilidad de predecir cómo
se desplegará el poder policíaco del Estado contra el individuo.

Un ejemplo más del papel fundamental del contrato en el concepto de


justicia bastará. Es una máxima legal antigua el que no deba haber castigo
sin ley (nulla poema sine lege). El principio de que una persona no debe
ser castigada por un acto aún no prohibido por una ley muestra
dramáticamente que el concepto de justicia se remonta a ideas y
sentimientos que tienen más relación con la necesidad de poder prever la
conducta a seguir que con la necesidad de proteger a la sociedad de un
perjuicio. Porque una persona puede claramente perjudicar a su vecino, sin
que su conducta sea calificada como un acto prohibido por la ley.
Argumentando a partir del supuesto criterio científico, el psiquiatra
moderno, o el científico conductista, mantendría que lo que es —o debiera
ser— importante aquí es la adecuada limitación y la rehabilitación del
malhechor, no la idea abstracta de justicia. En consecuencia, no necesita
ley preexistente para justificar la exigencia de una sanción social,
denominada por él tratamiento psiquiátrico. En efecto, es precisamente en
este punto donde el científico conductista retrocede a la analogía entre
mala conducta y enfermedad, argumentando que, así como una persona
puede caer enferma sin que su estado sea oficialmente reconocido como tal
por la ciencia médica, también puede tener una conducta «peligrosa», sin
que la ley reconozca oficialmente su comportamiento como un acto
criminal. De acuerdo con ese criterio, lo que determina la existencia del
estado indeseado, ya sea enfermedad o desviación, ya sea dolencia o
crimen —y lo que justifica una sanción social, llámese tratamiento o
castigo, hospitalización médica u hospitalización mental— es el juicio del
experto, no una regla escrita por los legisladores y legitimada por los
procesos judiciales y políticos del Gobierno.

Estos dos principios fundamentales para regular las relaciones humanas —


el contractual y el discrecional— sirven metas diferentes. Cada uno de
ellos adquiere el valor de su función: en el caso del contrato, desarrollar la
capacidad individual para la independencia, permitiendo a la persona
planificar su futuro, y, en el caso de la discrecionalidad, permitir al experto
actuar con una efectividad óptima, liberándole de las limitaciones o reglas
restrictivas. Puesto que se trata de dos finalidades radicalmente distintas,
apenas puede sorprender que cada una requiera medios distintos para su
consecución.

El hombre no es sólo una persona, un ser social; es también un animal, un


organismo biológico. Su aparato biológico —es decir, su cuerpo— es una
condición necesaria, pero no suficiente, para su papel como persona, y es
también de una importancia primordial para él. En efecto, si el cuerpo de
una persona se ve lesionado, o cae enfermo, su capacidad para realizar
funciones sociales y personales se verá alterada, lesionada, o incluso
destruida; y, si su cuerpo deja de funcionar por completo, deja de existir
como miembro del grupo, o como persona. De este modo, así como la ley
ha nacido para regular y salvaguardar las relaciones del hombre con sus
congéneres, la medicina ha nacido para regular y salvaguardar la relación
con el propio cuerpo.

Puesto que esas dos necesidades humanas básicas se vinculan


estrechamente —las relaciones del hombre con su cuerpo se producen
siempre en un contexto de regulaciones sociales preexistentes—, no
sorprende que la ley y la medicina (sus conceptos, intervenciones y a veces
su personal) se vean a menudo entremezcladas y que, durante varios
períodos históricos, cada una de esas disciplinas haya hecho profundas
incursiones en el territorio de la otra. En la Edad Media, cuando la
ideología religiosa reinaba, indiscutida, sobre las mentes de los hombres,
el horizonte y la función del terapeuta médico era estrictamente limitada
por la autoridad de la Iglesia. No sólo la disección de los cuerpos, sino
también el uso de medicamentos estaban prohibidos, por considerarse
contrarios a la voluntad de Dios. De ahí que la medicina, fuera de las
enseñanzas y de los poderes de la Iglesia, estuviese en manos de médicos
árabes o judíos, o que la practicaran ilegalmente brujos y brujas blancos.
Asimismo, en nuestros días, cuando reina, indiscutida, la ideología
médico-psiquiátrica sobre las mentes de los hombres, los conceptos legales
y los métodos de control social se confunden con, y son corrompidos por,
conceptos médicos y métodos de control social. De ahí la transformación
del Estado, de una entidad legal y política, en una entidad médica y
terapéutica[126].

El impulso que lleva a los hombres a despolitizar y terapeutizar las


relaciones humanas y los conflictos sociales parece ser el mismo que les
lleva a comprender y controlar el mundo físico. La historia de este proceso
—es decir, del nacimiento de la ciencia moderna en el siglo xvii y su
ascenso hasta la hegemonía ideológica en el siglo XX— ha sido expuesto
adecuadamente por otros[127]. Me limitaré aquí a ilustrar las formas
incipientes y desarrolladas de esta ideología, utilizando citas de las obras
de dos de sus protagonistas norteamericanos más ilustres, Benjamin Rush
y Karl Menninger.

Benjamin Rush (1745-1813) firmó la Declaración de Independencia, fue


médico internista del ejército del continente, así como profesor de física y
decano de la Escuela Médica en la Universidad de Pennsylvania. El es el
padre indiscutido de la psiquiatría norteamericana: su retrato adorna el
sello oficial de la Asociación Psiquiátrica Norteamericana. Citaré, sin
comentarios, pasajes de los escritos de Rush, donde se muestra cómo
transformar cuestiones morales en problemas médicos, y juicios políticos
en decisiones terapéuticas.

En lo sucesivo, quizás pueda ser asunto del médico salvar a la humanidad


del vicio tanto como hoy lo es de un sacerdote[128].

Los seres humanos considerados como criaturas hechas para la


inmortalidad merecen todos nuestros cuidados. Concibámoslos como
pacientes en un hospital. Cuanto más se resistan a nuestros esfuerzos por
servirlos, más necesitarán nuestros servicios[129].

La Srta. H. L. fue confinada en nuestro hospital en 1800. Durante varias


semanas, descubrió [exhibió] todos los signos de una mente sensata,
excepto uno. Odiaba a su padre. Cierto día reconoció con placer una
regresión al vínculo filial y a su afecto hacía él; poco después, fue dada de
baja y quedó curada[130].

Los médicos [son los] mejores jueces de la salud…

El suicidio es demencia…

La aflicción, la vergüenza, el miedo, el terror, la rabia y la incapacidad


para actos legales son demencia transitoria[131].

Mentir es una enfermedad corpórea… Las personas así enfermas no


pueden decir la verdad sobre ningún tema[132].

El terror actúa poderosamente sobre el cuerpo mediante la mente, y


debería emplearse en la cura de la demencia[133].

Hubo un momento en que estas cosas [la crítica de las opiniones y


acciones de Rush] me irritaron y desalentaron, pero ahora las oigo y las
veo con la misma indiferencia y piedad que oigo y veo los delirios y los
gestos frenéticos de mis pacientes perturbados en nuestro Hospital. Oímos
hablar a menudo de «prisioneros en un sentido amplio». La mayoría de la
humanidad está formada por locos en un sentido amplio[134].

Si tuviéramos que vivir nuevamente nuestras vidas y realizar la misma


empresa benévola [de reforma política], nuestros medios no serían el
razonamiento, sino la sangría, la purga, la dieta y la silla
tranquilizante[135].


Estas reflexiones de Rush suministran un ejemplo de la perspectiva
médico-terapéutica sobre la conducta política y social a comienzos del
siglo XIX. Sus afirmaciones apoyan ampliamente mi hipótesis de que,
aunque fuese manifiestamente uno de los fundadores del Gobierno
constitucional norteamericano, fue en realidad un arquitecto del Estado
terapéutico[136]. Los líderes de la Ilustración norteamericana nunca se
cansaron de destacar la necesidad de controlar los poderes de los
gobernantes, buscando siempre controlar y equilibrar la estructura del
Gobierno. Rush, por el contrario, abogó una y otra vez por las reglas del
despotismo benévolo, es decir, por un absolutismo político justificado
como una necesidad médica.

En resumen, así como la Constitución articula los principios del Estado


legal, donde tanto el legislador como los legislados se ven gobernados por
las reglas de la ley, también articulan los escritos de Rush los principios
del Estado terapéutico, donde la conducta del ciudadano-paciente es
gobernada por el juicio clínico del déspota-médico. Lo primero constituye
una base para fomentar la libertad personal del ciudadano; lo segundo,
para fomentar el poder político del Gobierno.

Para perfilar la ideología y la retórica sobre las cuales descansa nuestra


actual sociedad terapéutica, presentaré en forma de cápsulas las opiniones
pertinentes de uno de sus portavoces contemporáneos más destacados,
Karl Menninger.

Karl Menninger (n. 1893) es fundador de la famosa Clínica y Fundación


Menninger y antiguo presidente de la Asociación Psiquiátrica
Norteamericana; fue objeto de numerosas distinciones psiquiátricas y autor
de varios libros influyentes en el campo de la salud mental. Al igual que
Rush, Menninger es uno de los psiquiatras más prominentes de los Estados
Unidos. Sus criterios ilustran el modo en que el psiquiatra contemporáneo
define todo tipo de problemas humanos como enfermedades mentales; de
hecho, la vida entera como una enfermedad que requiere atención
psiquiátrica. Las siguientes citas apuntan a ese criterio:

… continúan alzándose voces en contra de la obstrucción de la justicia


causada por los métodos psiquiátricos introducidos en los tribunales. Pero
¿qué ciencia, o científico, se interesa por la justicia? ¿Es justa la pulmonía?
[137] ¿O el cáncer?… El científico procura mejorar una situación mala.
Esto sólo puede conseguirlo si es capaz de descubrir las leyes científicas
que controlan esta situación y que se adaptan al caso, sin hablar de
«justicia»…

La prostitución y la homosexualidad ocupan un lugar destacado en el reino


de los males[138].

Desde el punto de vista del psiquiatra, tanto la homosexualidad como la


prostitución —y también el proxenetismo— constituyen pruebas de una
sexualidad inmadura y de un desarrollo psicológico detenido, o en
regresión. Llámelo como quiera el público, no cabe la menor duda en la
mente de los psiquiatras de la anormalidad de semejante conducta[139].

… en la mente inconsciente, la masturbación representa siempre una


agresión contra alguien[140].

Eliminar a un delincuente, que ha sido apresado, debilita la seguridad


pública, creando la sensación de que el castigo es menor al dársele un
remedio fatal. De hecho, no remedia nada y elude completamente el
problema real y no resuelto de cómo identificar, detectar y detener a
ciudadanos potencialmente peligrosos[141].

El principio de no castigar no puede admitir excepción alguna; se debe


aplicar en todos los casos, incluso en los peores y más horribles, en los
más espantosos, no sólo en el caso accidental que despierta simpatía[142].

Cuando una comunidad empieza a contemplar la expresión de conducta


agresiva como síntoma de una enfermedad, o como indicativo de una
enfermedad, es porque cree que los médicos pueden hacer algo para
rectificar esa situación. Actualmente, los individuos mejor informados
creen y esperan esto[143].

¿Que si creo que existe un tratamiento efectivo para los delincuentes…?


Con toda certeza y sin vacilación, sí. Desde luego, no en todos los casos…
Hay algún margen de enfermos incurables —que dependen de nuevos
conocimientos— y éstos incluyen a algunos delincuentes. Pero creo que la
mayoría es curable. El voluntarismo y el vicio de los delincuentes son
parte de aquello por lo cual deben ser tratados. No deben entorpecer
nuestra actitud terapéutica. Sencillamente, no es cierto que la mayoría sea
«plenamente consciente» de lo que está haciendo, ni es cierto que no desee
ayuda de nadie, aunque algunos lo digan[144].

Algunos pacientes mentales deben ser detenidos durante algún tiempo,


incluso en contra de sus deseos, y lo mismo digo para los
delincuentes[145].

Como muestran estas citas, Menninger se centra sistemáticamente en el


delincuente, o supuesto delincuente, quien, a su entender, debe ser, o bien
castigado con intención hostil, o bien tratado con intención terapéutica. Por
lo tanto, nos insta a abandonar el sistema legal y penal, con sus castigos
restringidos y prescritos, para sustituirlo por un sistema médico y
terapéutico con sanciones ilimitadas y discrecionales, definidas como
tratamientos.

En resumen, el tecnólogo ilustrado de la conducta ha hecho todo lo


posible, durante siglos, para abolir la ley y la justicia y sustituirlas por la
ciencia y la terapia.

Aquellos que contemplan como principal asunto doméstico del Estado el


mantenimiento de la paz interna, mediante un sistema de leyes justas,
administradas con justicia, y aquellos que lo contemplan como una medida
de cambio de la conducta, administrada científicamente por una élite
científica, tienen, de hecho, dos visiones radicalmente distintas de la
sociedad y del hombre. Puesto que cada uno de esos grupos persigue una
meta diferente, no puede sorprender que cada uno condene los métodos del
otro; el gobierno constitucional, las reglas establecidas por la ley y los
procedimientos legales establecidos son, sin duda, medios ineficaces para
inspirar un cambio de personalidad en los criminales, en particular si su
crimen no consiste en robar en las tiendas (ejemplo favorito de
Menninger), sino en violar las leyes que regulan el control de la natalidad,
el aborto, el abuso de drogas, o la homosexualidad. Asimismo, la
discrecionalidad psiquiátrica ilimitada para la identificación y diagnóstico
de supuestos delincuentes, las intervenciones terapéuticas coactivas y el
encarcelamiento perpetuo en un manicomio no son medios eficaces ni
éticos para proteger libertades individuales, o asegurar controles sobre los
poderes del gobierno, en particular cuando la «enfermedad» del individuo
consiste en estar desesperado ante una vida inconsecuente y el deseo de
ponerle fin.

Las aproximaciones legales y médicas al control social representan dos


ideologías radicalmente distintas, dotadas, en cada caso, de su propia
retórica justificativa y de acciones restrictivas. Esto nos obliga a entender
claramente las diferencias que las separan.

En el concepto legal del Estado, la justicia es tanto un fin como un medio;


cuando semejante Estado es justo, puede decirse que ha cumplido su
función doméstica. No tiene entonces otras pretensiones sobre sus
ciudadanos (excepto la defensa contra una agresión externa). Lo que las
personas hagan —que sean virtuosas o viciosas, saludables o enfermas,
ricas o pobres, educadas o estúpidas— no es en absoluto de la
incumbencia del Estado. Se trata, por lo tanto, de un concepto del Estado
como una institución de horizontes y poderes limitados. (En semejante
Estado, desde luego, nadie impide a nadie el querer realizar, mediante
asociaciones voluntarias, cosas que el Estado no realiza).
En el concepto científico-tecnológico del Estado, la terapia es sólo un
medio, no un fin: la meta del Estado terapéutico es la salud universal, o, al
menos, un infalible alivio del sufrimiento. La situación de convivencia
pacífica del hombre y de la sociedad es un aspecto esencial de la
perspectiva médico-terapéutica en política: los conflictos entre individuos,
y especialmente entre los individuos y el Estado, se ven invariablemente
como un síntoma de enfermedad, o psicopatología; y la función primera
del Estado es, en estas circunstancias, la supresión de este conflicto
mediante la terapia apropiada, impuesta a la fuerza en el caso de ser
necesario. No cuesta detectar, en la imaginería del Estado terapéutico, el
viejo concepto inquisitorial, o el totalitario más reciente, del Estado, hoy
revestido con la bata blanca del tratamiento psiquiátrico.

Que deseemos una sociedad en la que el hombre tenga una oportunidad,


aunque sea pequeña, de desarrollar sus poderes y convertirse en un
individuo, o una sociedad en la que este individualismo se considere
maligno, y el hombre (si podemos llamarlo así) se transforme en un
obediente robot de plástico gracias a sus maestros científicos, es, en último
análisis, una cuestión ética básica que no podemos ni debemos plantearnos
aquí. Naturalmente, todos los que se comprometen profundamente con
alguna de esas alternativas creen estar defendiendo las aspiraciones más
deseadas y auténticas del hombre. Según los libertarios, el hombre necesita
más que nada protección contra los peligros del gobierno ilimitado; según
los terapeutas, necesita protección ante los peligros de la enfermedad
ilimitada. Por añadidura, como sucede con tanta frecuencia cuando las
personas resultan separadas por una barrera ideológica, quienes abogan por
esos dos puntos de vista ya no se hablan. En especial, los ingenieros de la
conducta y los terapeutas psiquiatras, que han logrado definir su posición
como la posición progresiva y científica, han dejado incluso de reconocer
la existencia de un notable conjunto de hechos y pensamientos críticos con
respecto a lo que yo llamo «teoría y práctica de la violencia psiquiátrica».
Es cierto que Rush, hace ya casi 200 años, jamás se unió en sus escritos a
quienes se oponían a la tiranía, ya fuese sacerdotal o médica; lo mismo
ocurre hoy con Menninger, quien jamás se enfrenta ni a los políticos ni a
quienes temen y desconfían de la violencia psiquiátrica.

Entre los profesores y pensadores contemporáneos, opuestos a las fuerzas


conductistas-cientifistas, que tienden a la «abolición del hombre», ocupa
un lugar realmente muy destacado C. S. Lewis. Hasta su muerte en 1963,
Lewis fue profesor de inglés medieval y renacentista en la Universidad de
Cambridge. Su libro quizás más conocido es The Screwtape Letters, que lo
consolidó por primera vez como portavoz influyente de la cristiandad en el
mundo de habla inglesa, y como un brillante crítico de la ciencia y la
tecnología modernas en cuanto instituciones sociales
deshumanizadoras[146]. Enumero algunos fragmentos que ilustran
criterios de Lewis pertinentes para las relaciones entre psiquiatría y ley:

No estoy suponiendo que ellos [los Condicionadores] sean malas personas.


Más bien han dejado de ser hombres [en el viejo sentido]. Si así lo
prefieren, son hombres que han sacrificado su propia participación en la
humanidad tradicional para entregarse a la tarea de decidir qué deberá
significar en lo sucesivo «humanidad»… Ni son sus súbditos hombres
necesariamente infelices. No son hombres simplemente: son artefactos. La
conquista final del hombre ha resultado ser la abolición del Hombre[147].

…cuando dejemos de considerar lo que merece el criminal y tomemos en


cuenta sólo aquello que podrá curarle a él o disuadir a otros, le habremos
apartado tácita y totalmente de la esfera de la justicia; en vez de una
persona, un individuo con derechos, tendremos un mero objeto, un
paciente, un «caso»[148].

En consecuencia, el primer objetivo de la teoría Humanitaria consiste en


sustituir una sentencia definida (que refleja, en alguna medida, el juicio
moral de la comunidad sobre el grado de enfermedad-soledad que implica)
por una sentencia indefinida que sólo tendrá fin, si los expertos, que la
dictan, lo deciden así. ¿Quién de nosotros, si se viese en estas
circunstancias, no preferiría ser juzgado según el viejo sistema?[149]

De todas las tiranías, la que se practica sinceramente para el bien de sus


víctimas puede ser la más opresiva… Ser «curado» en contra de la
voluntad de uno, y curado de estados que pueden no ser considerados
como enfermedad, significa ser colocado al mismo nivel de los que no han
alcanzado la edad de razón y nunca la alcanzarán; son equiparados a los
niños pequeños, a los imbéciles y a los animales domésticos. Pero ser
castigado, aunque sea severamente, porque lo hemos merecido, porque
debimos «habérnoslo pensado», es ser tratado como una persona humana,
hecha a imagen de Dios[150].

Porque, si el crimen y la enfermedad deben considerarse como una misma


cosa, se sigue de ello que cualquier estado mental que nuestros amos
decidan llamar «enfermedad» podrá tratarse como un crimen; y ser curado
a la fuerza… pero, encubierto por la teoría Humanitaria, no recibirá el
escandaloso nombre de Persecución… El nuevo Nerón se nos aproximará
con los modales suaves de un médico… Aunque el tratamiento sea
doloroso, aunque dure toda la vida, aunque desemboque en la muerte, sólo
será un lamentable accidente; la intención era puramente terapéutica[151].

Pero los Humanitarios no se desaniman. Quince años después de que


Lewis escribiese los pasajes que acabamos de citar, Menninger declara:
«El secreta del éxito en todos los programas [penales] es la sustitución de
la actitud punitiva por la actitud terapéutica. Una actitud terapéutica es
esencial, prescindiendo de la forma específica de tratamiento, o
ayuda»[152].

La decisión de tratar a los demás con justicia (equitativamente), o


mediante medidas terapéuticas (benévolamente) no es una elección con la
que se enfrenten únicamente los juristas y los psiquiatras; al contrario, es
una elección que todos debemos asumir. El modo en que un individuo
responde a este desafío, la elección que haga, configurará ampliamente y
definirá su carácter moral. Algunos eligen la justicia; son considerados tan
competentes y dignos de confianza por sus amigos como cerriles por sus
enemigos. Otros eligen la benevolencia; son considerado tan encantadores
y atentos por sus amigos como despóticos por sus enemigos. Esto no
significa que los individuos, en principio, no puedan ser a la vez justos y
benévolos. Pueden ser ambas cosas como personas; pero, cuando se ven
enfrentados a situaciones concretas, deberán a menudo elegir entre esos
dos valores y tipos de conducta.

La misma consideración vale para las sociedades. William Frankena lo


expone muy bien al afirmar que «las sociedades pueden ser amables,
eficaces, prósperas, buenas y justas, pero también pueden ser justas sin ser
notablemente benévolas, eficaces, prósperas o buenas»[153]. También
observa, correctamente, que existe una contradicción interna en un Estado
que es a la vez amable y justo; cuanto más amable es, más injusto tendrá
que hacerse, y viceversa (salvo que la propia justicia sea considerada una
forma de amor). Una «sociedad justa», sigue diciendo Frankena volviendo
a la definición tradicional, «es, en sentido estricto, una sociedad no
simplemente atenta o amable. En sus acciones e instituciones debe cumplir
ciertos requisitos formales, dictados más por la razón que por el amor:
debe estar gobernada por reglas»[154]. Eso nos plantea el caso del Estado
justo contra el Estado terapéutico, sin ningún paliativo. Y nos ayuda a ver
lo que he considerado defecto definitivo —tanto empírica como
éticamente— en la argumentación favorable al amor por encima de la
justicia.

Como vimos antes, en su sentido más estricto, la justicia puede definirse


como el cumplimiento de los contratos o expectativas. Además, los
contratos consisten en actuaciones y en reacciones a esas actuaciones, en
actos explícitos. Así, difieren de las intenciones, los sentimientos, o los
estados de ánimo, que constituyen experiencias privadas. En consecuencia,
la justicia está abierta a la inspección pública, a la vigilancia y al juicio,
mientras que el amor se cierra a semejantes exámenes y evaluaciones. Por
consiguiente, la pretensión de actuar justamente es una forma de pedir el
apoyo de la buena opinión de los demás, mientras la pretensión de actuar
pródigamente no permite el juicio de los demás, ni admite en su celo
oposición alguna. En resumen, aunque el amor apele al ideal de tener en
cuenta las reglas convenidas, en la práctica efectiva, las acciones justas
pueden satisfacer con más eficacia los intereses auto-definidos de los
demás que las acciones pródigas.

He intentado demostrar que la justicia y la libertad son conceptos


estrechamente vinculados, y que el valor de la primera depende del de la
segunda. De este modo, si se envilece la libertad, también se envilece la
justicia.

Uso el término libertad para indicar la capacidad humana de elegir sin


coacción. En este sentido del término, la libertad se ve amenazada desde
dos direcciones diferentes y por dos tipos distintos de peligros. Uno radica
en el interior del individuo, en las limitaciones de su cuerpo, su mente y su
personalidad; por ejemplo, la enfermedad y la idiotez disminuyen o
lesionan la libertad, disminuyendo o lesionando la capacidad humana para
formular opiniones o elegir sin coacción. Otro peligro radica en el exterior
del individuo, en las limitaciones de sus circunstancias en el mundo y,
sobre todo, en la sociedad; por ejemplo, ciertos hombres que actúan
individualmente, o a través del aparato coactivo de la Iglesia o del Estado,
disminuyen o lesionan la libertad, disminuyendo o lesionando la capacidad
del hombre para formular opiniones, o elegir sin coacción.

Confundir esas dos fuentes de peligro para las libertades individuales es


desastroso para su causa. Sin embargo, eso es precisamente lo que hacen a
menudo el moderno reformista liberal y el crítico social científico:
destacando más las semejanzas que las diferencias entre la vulnerabilidad
del hombre frente a la naturaleza y frente al Estado, y entre el perjuicio
infligido a una persona por una enfermedad y por otro individuo, el
científico conductista tecnifica los problemas humanos y transforma así al
hombre en una cosa. Tras hacer eso al empezar, ¿qué le queda por
proteger? Nada sino una imagen, una sombra, que él proyecta entonces
sobre el papel del supuesto beneficiario de su magnanimidad espiritual.
Así, el tecnólogo conductista se afirma como un gran terapeuta y un gran
científico. Pero su actuación es una trágica farsa, un juego muy poco
distinto al del niño o al llamado loco: en cada uno de esos casos, el autor
encarna a un actor importante o noble —sea éste bombero, Salvador o
médico— y representa su papel sin preocuparse por la participación de los
demás actores, ni del público. Es esta falta de aceptación y credibilidad por
parte de sus respectivos beneficiarios —del niño como bombero, del loco
como Jesús y del psiquiatra humanitario e institucional como curador— lo
que define cada uno de esos papeles como representaciones contrahechas.
Pero, en psiquiatría, hay esta diferencia: mientras el niño y el loco carecen
de poder para imponer su histrionismo a otros (con lo cual suelen tener que
limitar representaciones a sus familias), los psiquiatras, investidos del
poder coactivo que les otorga el Estado, imponen a menudo sus
definiciones de la realidad a otros[155]. De ahí que, en el Estado
terapéutico, la atención, la ayuda y el tratamiento no sean lo que piden los
pacientes no voluntarios, sino lo que imponen los psiquiatras humanitarios.

¿Qué hay entonces de la justicia en el Estado terapéutico? Su destino


puede ser múltiple, pero podemos estar seguros de que dejará de existir tal
como es ahora. La justicia puede, o bien ser recluida en los libros de
historia como una reliquia de una era bárbara que valoraba la libertad
individual más que la seguridad individual, o bien puede volver a
definirse, en el nuevo lenguaje de nuestros tiempos, como tratamiento.

La incoherencia y la inmoralidad de las intervenciones psiquiátricas no


voluntarias: una reafirmación personal

La hospitalización mental no voluntaria —o la admisión forzosa a un


hospital, como se dice en Inglaterra— es la política paradigmática de la
psiquiatría. Allí donde la psiquiatría ha sido reconocida y practicada como
la especialidad médica encargada de tratar la locura, la demencia, o la
enfermedad mental, ha habido y hay personas encarceladas en
manicomios, asilos de locos u hospitales mentales[156].

En años recientes, este tipo de privación de libertad se ha justificado a


partir de distintos fundamentos, uno de ellos más popular en los Estados
Unidos y otro más popular en Inglaterra. En los Estados Unidos, los
defensores de la psiquiatría no voluntaria pretenden que la salud mental es
más importante que la libertad personal, y que el bienestar del individuo y
de la nación justifican ciertas infracciones psiquiátricas de la libertad
individual. En Inglaterra, sus defensores, rehuyendo el dilema de
semejante jerarquización de valores, pretenden que el problema de las
libertades civiles, inherente a la hospitalización mental forzosa, es hoy tan
pequeño que resulta insignificante[157].

De acuerdo con el criterio norteamericano, el confinamiento psiquiátrico


forzoso es una especie de ley marcial limitada; mientras que, en el criterio
inglés, constituye una especie de ley sin vigencia. Pero los pacientes
mentales no amenazan a la sociedad tan gravemente como para justificar
su supresión mediante medidas no legales, ni tampoco son suprimidos tan
pocas veces como para justificar que consideremos insignificantes las
medidas adoptadas contra ellos.

Puesto que la hospitalización mental no voluntaria sigue siendo la práctica


paradigmática de la psiquiatría coactiva o institucional, me parece que vale
la pena recapitular brevemente los títulos de legitimidad expuestos por sus
defensores, y los títulos de su ilegitimidad expuestos por mí.

La coacción y la limitación del paciente mental por el psiquiatra —o,


mejor, del loco por el alienista, como primero se llamaron estos
protagonistas— coincide con el origen y el desarrollo de la psiquiatría.
Como disciplina separada, la psiquiatría empezó en el siglo XVII con la
construcción de manicomios, primero en Francia y luego en todo el mundo
civilizado. Naturalmente, esas instituciones eran prisiones, donde eran
confinados no sólo los llamados locos, sino también todos los indeseables
sociales: niños abandonados, prostitutas, enfermos incurables, ancianos e
indigentes[158].

¿Cómo justificaban las personas en general y las directamente


responsables de esos confinamientos —los legisladores y juristas, los
médicos y los parientes de las víctimas— semejante reclusión de personas
no culpables de delitos penales? La respuesta es: utilizando la imaginería y
la retórica de la demencia, la locura, la psicosis, la esquizofrenia, la
enfermedad mental —llámese como se llame—, que transformaba al
recluso en paciente, su prisión en hospital y su carcelero en médico. Es
significativo que la primera propuesta oficial de la Asociación de
Supervisores Médicos de las Instituciones Norteamericanas para
Dementes, organización que, en 1921, se convirtió en la Asociación
Psiquiátrica Norteamericana, haya sido: «Decidir, como unánimemente
considera esta convención, que el intento de abandonar por completo el
uso de cualquier medio de restricción personal está reñido con los
verdaderos intereses de los dementes»[159].

Desde entonces, esta justificación paternalista de la coacción psiquiátrica


ha sido un tema destacado en la psiquiatría, no sólo en Norteamérica, sino
en todo el mundo. De este modo, en 1967 —123 años después de emitir su
primera resolución— la Asociación Psiquiátrica Norteamericana volvió a
afirmar su apoyo a la coacción psiquiátrica. En su «declaración de
principios sobre el tema de la adecuación del tratamiento», la Asociación
declaró que «pueden imponerse restricciones [al paciente] usando medios
farmacológicos, o cerrando la puerta de una celda. Cualquiera de estas
imposiciones puede ser componente legítimo en un programa de
tratamiento»[160].

La ley inglesa sobre salud mental, de 1959, prevé medidas médico-legales


para una reclusión tanto civil como criminal, prácticamente idéntica a la de
diversos Estados norteamericanos. El capítulo cuarto de la ley, llamado
«Admisión forzosa a hospitales, y custodia», articula los criterios para la
reclusión civil del siguiente modo: «Puede solicitar admisión con fines de
observación el paciente que responda a las siguientes características: (a)
que padezca trastorno mental de tal naturaleza o grado que justifique el
encierro, bajo observación, del paciente en un hospital…; (b) que deba
quedar recluido en estas condiciones, en el interés de su propia salud o
seguridad, y para proteger a otras personas»[161].

Justificaciones para intervenciones psiquiátricas no voluntarias de todo


tipo —y especialmente para la hospitalización mental no voluntaria—
semejantes a las aceptadas en los Estados Unidos y en el Reino Unido son,
naturalmente, sugeridas y aceptadas también en otros países. En resumen,
así como la servidumbre involuntaria se viene aceptando hace milenios
como solución económica y social adecuada, se viene aceptando también
durante siglos la psiquiatría como una solución médica y terapéutica
adecuada.

Lo que he analizado y atacado desde hace casi veinte años es todo este
sistema de ideas, insinuaciones, justificaciones y prácticas psiquiátricas
interconectadas. He descrito y documentado el status legal concreto del
paciente en el hospital mental, y lo he descrito como el de una persona
encarcelada en una prisión psiquiátrica; he articulado mis objeciones a la
psiquiatría institucional como un sistema no legal de castigo; y he
demostrado cuál me parece ser la única opción moralmente adecuada en
una sociedad libre para el problema de los llamados abusos psiquiátricos, a
saber: la total abolición de todas las intervenciones psiquiátricas no
voluntarias.

Mis objeciones a los principios y a las prácticas en los que se apoyan las
intervenciones psiquiátricas no voluntarias pueden resumirse del siguiente
modo:

El término enfermedad mental es una metáfora. Más específicamente, tal


como este término resulta utilizado en la legislación sobre higiene mental,
la enfermedad mental no es el nombre de un trastorno, o de enfermedad
médica, sino una etiqueta cuyo propósito es ocultar el conflicto como
enfermedad y justificar la coacción como tratamiento.

Si la enfermedad mental es una enfermedad de buena fe, «como cualquier


otra», según mantienen los organismos oficiales médicos, psiquiátricos y
de salud mental, como la Organización Mundial de la Salud, las
asociaciones médicas norteamericanas e inglesas y la Asociación
Psiquiátrica Norteamericana, se sigue lógica y lingüísticamente que debe
ser tratada como cualquier otra enfermedad. Por consiguiente, las leyes
sobre higiene mental deben derogarse. No hay leyes especiales para
pacientes con úlcera péptica, o pulmonía; ¿por qué entonces tendrían que
existir leyes especiales para pacientes con depresión, o esquizofrenia?

Si, por otra parte, la enfermedad mental es —como pretendo— una


metáfora y un mito, se sigue de ello que las leyes sobre higiene mental
deberían derogarse.

Además, si no hubiese leyes sobre higiene mental —que crean una


categoría de individuos que, a pesar de ser etiquetados oficialmente como
enfermos mentales, preferirían no verse sometidos a intervenciones
psiquiátricas no voluntarias—, los entuertos hoy cometidos por quienes
tienen a su cuidado pacientes mentales no podrían producirse, ni subsistir.

En resumen, todos aquellos que administran leyes que se refieren a


intervenciones psiquiátricas no voluntarias deberían considerarse como
adversarios, y no como aliados, del llamado paciente mental. Los
libertarios civiles y, de hecho, todos los hombres y mujeres que creen que
nadie, en justicia, puede ser privado de su libertad, a no ser que cometa un
crimen, deberían oponerse a todas las formas de intervención psiquiátrica
no voluntaria.

¿Cuáles son, pues, esas objeciones, al menos las más importantes; a mi


opinión de que los trastornos mentales no son enfermedades y de que el
encarcelamiento por locura, comparado con el encarcelamiento por
transgresión de la ley, es incompatible con los principios morales de una
sociedad libre?

En primer lugar, algunos de mis críticos dicen que estoy equivocado


porque lo que hoy llamamos enfermedades mentales podrían, con el paso
del tiempo, considerarse como estados causados, al menos en algunos
casos, por procesos patofisiológicos sutiles —en especial, por trastornos en
la química molecular del cerebro—, que todavía no sabemos cómo medir o
registrar. Según ellos, estos procesos, al igual que las causas de psicosis
asociadas con paresis o pelagra, ya existen de hecho, y sólo debido al
actual estado de nuestros conocimientos, o más bien a nuestra ignorancia,
no podemos aún diagnosticarlos adecuadamente. Pero, digo yo, semejante
proceso, en la ciencia y en la tecnología del diagnóstico médico, sólo
incrementaría la lista de enfermedades literales, sin perjudicar en lo más
mínimo la validez de mi argumentación en el sentido de que, cuando
llamamos enfermedades mentales a ciertos tipos de conductas no
aprobadas, creamos una categoría de enfermedades metafóricas. Este tipo
de objeción a mis criterios, que, en realidad, sólo representa otro caso de
reducción a lo biológico, no logra captar lo que pretende decir; sostenerla
sería como sostener que, dado que ciertos supuestos Renoirs o Cézannes
resultaron a la larga ser auténticos, todas las obras maestras falsificadas lo
sean también. Si existen enfermedades reales o literales, deben existir
también otras que son falsas o metafóricas.

En segundo lugar, otros críticos dicen que estoy equivocado, no porque


diga que las enfermedades mentales se distinguen de las enfermedades
corporales (afirmación con la que pretenden estar de acuerdo), ni tampoco
porque diga que la hospitalización mental no voluntaria, o el tratamiento,
no se justifica más en las llamadas enfermedades mentales que en las
enfermedades corporales (principio moral hacia el cual también pretenden
sentir simpatía), sino porque el término enfermedad mental designa a
menudo una categoría de conducta fenomenològicamente identificable y,
por eso mismo, válida. Pero yo no niego eso. Nunca he mantenido que la
conducta de una persona deprimida, o exaltada, es idéntica a la de una
persona contenta o equilibrada, ni que la conducta de quien pretende ser
Jesús o Napoleón sea idéntica a la de quién no expresa semejantes
pretensiones. Objeto los términos diagnósticos de la psiquiatría, no porque
carezcan de significado, sino porque se utilizan para estigmatizar,
deshumanizar, encarcelar y torturar a aquellos a quienes se aplican. Por
expresarlo de un modo algo distinto, me opongo a la psiquiatría no
voluntaria, o a la violación del paciente por parte del psiquiatra; pero no
me opongo a la psiquiatría voluntaria, o a las actividades psiquiátricas
entre adultos que consienten.

La idea de que una persona, acusada de un crimen, es inocente hasta que se


demuestra su culpabilidad no la comparte todo el mundo, pero es
típicamente inglesa en su origen y singularidad histórica, y angloamericana
en su acostumbrada aplicación social. También lo es su corolario: el hecho
de que un individuo tenga el derecho inalienable a la libertad personal,
salvo que un tribunal demuestre con pruebas suficientes la práctica real de
un delito que se castiga con la cárcel. Porque este magnífico edificio de
dignidad y libertad está siendo minado por la psiquiatría, considero que la
abolición de las intervenciones psiquiátricas no voluntarias es un eslabón
de especial importancia en la cadena que he intentado forjar para mantener
a raya a ese enemigo mortal del individualismo y la autodeterminación.
Espero que mi trabajo ayudará a las personas a discriminar entre dos tipos
de médicos: los que curan, no tanto porque son santos, sino porque éste es
su trabajo. Y los que hacen daño, no tanto porque son pecadores como
porque éste es su trabajo. Y si algunos médicos hacen daño —torturan más
que tratan, asesinan el alma más que cuidan el cuerpo—, es en parte
porque la sociedad, a través del Estado, les pide que lo hagan y les paga
para ello.

Lo vimos en la Alemania nazi, y ahorcamos a muchos de los médicos. Lo


vemos en la Unión Soviética, y denunciamos a los médicos con virtuosa
indignación. Pero, ¿cuándo veremos que lo mismo ocurre ahora en las
llamadas sociedades libres? ¿Cuándo reconoceremos —y denunciaremos
públicamente— a los médicos criminales que se encuentran entre
nosotros? ¿O acaso se excluye la posibilidad misma de ver bajo esta
perspectiva a muchos de nuestros psiquiatras más prominentes y a muchas
de nuestras instituciones psiquiátricas, simplemente porque representan los
criterios y las prácticas oficialmente aceptados, porque tienen a su
disposición a nuestros abogados y legisladores, periodistas y jueces, y
porque controlan los fondos recaudados por el Estado mediante los
impuestos a los ciudadanos, fondos capaces de financiar una empresa cuya
legitimidad moral básica he puesto en cuestión?

Las metáforas de la fe y el desatino

En la Edad Media, la vida y el lenguaje de las personas estaban


impregnadas de la imaginería de Dios y limitados por la ideología
cristiana; hoy, están impregnados de la imaginería de la ciencia y limitados
por la ideología médica. Por eso, desempeñaban antes un papel
extremadamente importante en los asuntos prácticos de los hombres y las
mujeres las metáforas de la familia, y por eso las metáforas de la
enfermedad desempeñan hoy semejante papel en ellos.

Me parece razonable suponer que una persona en la Edad Media no


necesitaba ser teóloga para entender —si lo hubiese deseado y hubiese
tenido el valor— que el vocabulario de la familia era usado sobre ella y
por ella en dos sentidos bastante distintos. Una cosa era llamar a los
propios padres padre y madre y a los hermanos hermano y hermana, y otra
muy distinta llamar a Dios el Padre en el Cielo y al cura sencillamente
padre.

Si nuestro hipotético desmetaforizador medieval desease llevar adelante un


análisis puramente lingüístico de la religión y las instituciones religiosas,
podría haber descubierto rápidamente que, aunque la Iglesia se
consideraba familia de Dios, no era exactamente su propia familia, ni
ninguna otra familia realmente conocida por El. Por ejemplo, en las
familias a las que conocía la persona había, además de los padres y los
hijos, tíos y tías, primos y primos segundos, etc. Pero no había primos ni
sobrinos en la Familia. Asimismo, se dijo que Dios tenía un hijo. ¿Tenía El
también hígado o riñones? ¿Para qué seguir? Por este camino, se llegaba
entonces a la blasfemia y hoy se llega al humor, salvo que vaya uno
demasiado lejos y ofenda a otros.

Todo lo que intento hacer con estas observaciones preliminares es mostrar


que cualquiera habría podido, en una sociedad teocrática, comprender las
metáforas de la fe, es decir, captar el significado real de palabras tomadas
del vocabulario familiar y, luego, metaforizadas; asimismo quiero partir de
esta hipótesis para sugerir que cualquiera puede hoy, en nuestra sociedad
terapéutica, comprender las metáforas del desatino, o sea, captar el
significado real de palabras tomadas del vocabulario médico y, luego,
metaforizadas.

Empecemos considerando algunos aspectos del lenguaje de la medicina.

Los términos encontrarse mal y estar enfermo[162] se utilizan a menudo


como sinónimos. Por ejemplo, podemos decir «Jones tiene pulmonía, se
encuentra bastante mal». Y podemos igualmente decir «Jones tiene
pulmonía, está bastante enfermo».

Sin embargo, encontrarse mal tiene una historia y un horizonte


perfectamente independientes de la medicina o la enfermedad. Significa, a
grandes rasgos, ser desgraciado, trágico, o algo de ese tipo. Por ejemplo,
podemos hablar de una mala voluntad o de un mal sino, pero no podemos
hablar de una voluntad enferma o de un sino enfermo. Además, podemos
hablar de mala salud, pero no podemos sustituir mala por enferma como
adjetivo para salud.

Por otra parte, mal tiene a menudo un ámbito mucho más restringido que
enfermo, con lo cual hay muchos casos donde podemos usar el primero de
los términos pero no el segundo. Por ejemplo, no decimos «el tigre está
malo», o «el árbol está malo», pero sí decimos «el tigre está enfermo» o
«el árbol está enfermo». Es revelador que el uso estricto de mal se limite a
las personas; ni siquiera partes del cuerpo, u órganos, pueden encontrarse
mal, aunque sí puedan estar enfermos. No decimos «su mano se encuentra
mal», o «tiene una mano mala», pero sí decimos «su mano está enferma» o
«tiene enferma la mano».

Si queremos llevar la idea de encontrarse mal a un animal, a una parte del


cuerpo humano, o incluso a un nombre abstracto, utilizamos la palabra
enfermo. De este modo, podemos decir de una persona que «tiene el
hígado enfermo», y podemos decir también que un gato, o un coche, un
televisor o un chiste, o incluso toda una sociedad están enfermos. Sin
embargo, ninguno de ellos puede encontrarse mal.

Me parece que los únicos nombres a los que no podemos atribuir la


característica, o la condición, de estar enfermos son aquéllos que se
refieren a cosas específicas no vivientes y que no nos afectan. Por ejemplo,
no decimos habitualmente que «la montaña está enferma», pero sí
podríamos decirlo si fuésemos alpinistas amenazados por avalanchas o
deslizamientos. El cielo nos afecta más a menudo, y, por eso, no es tan
infrecuente decir que «el cielo parece enfermo». Y si jugamos al ping-
pong, el equipo siempre nos afecta, y, por eso, es bastante normal decir
que «ésta pelota de ping-pong está enferma». Sin embargo, en ninguno de
esos usos puede malo sustituir a enfermo.

Asociar malo y enfermo con mentalmente introduce nuevos matices en las


modalidades de uso y significado de esos términos. Desde luego, desde un
punto de vista puramente lingüístico, si mentalmente malo significa
exactamente lo mismo que malo (como quieren hacernos creer algunos
propagandistas psiquiátricos), la palabra no habría llegado a nacer, ni
habría mantenido su uso. Pero sólo esto no debe detenernos. Lo que
debería interesarnos es que mentalmente malo y mentalmente enfermo
tienden a funcionar lingüísticamente de modo muy parecido a como
funciona el metafóricamente enfermo, y para nada como funciona el
literalmente enfermo o malo. (Con metafóricamente enfermo indico que la
persona utiliza la expresión para mostrar su desaprobación, o su disgusto,
o que detecta alguna especie de defecto de funcionamiento, o error, en él,
mientras que con literalmente enfermo o malo quiero decir que la persona
lo usa para expresar la idea específica de alguna especie de trastorno
corporal, o enfermedad médica).

Estar literal o médicamente enfermo ocurre en todos los tiempos y estilos;


no sucede así con el metafórico o mentalmente enfermo. Por ejemplo,
podemos decir todo lo que sigue: «Jones está enfermo; no puede trabajar».
«Jones estaba enfermo; no podía trabajar». «Jones ha estado enfermo; no
ha ido a trabajar». «Jones estuvo enfermo; faltó mucho al trabajo». «Jones
estará enfermo; no irá al trabajo». «Jones está enfermo hoy; no trabaja».
«No te pongas enfermo, Jones; no querrás perderte el trabajo».

Criando el metafóricamente enfermo se utiliza explícitamente, tiene un


campo de tiempos verbales mucho más restringido. Podemos decir «el
chiste es enfermizo» o «el chiste era enfermizo». Pero sería raro decir «el
chiste ha sido enfermizo» o «el chiste será enfermizo». Y sería absurdo
decir «el chiste está enfermo hoy», o «el chiste está a menudo enfermo».

El psiquiátrica o mentalmente enfermo, que, según pretendo hace mucho


es un enfermo encubiertamente metafórico, tiene el mismo campo
restringido de uso que el enfermo metafórico. De este modo, podemos
decir «Jones está mentalmente enfermo (o se encuentra… mal); le pegó un
tiro al presidente», o «Jones estaba mentalmente enfermo; le pegó un tiro
al presidente». Pero sería disparatado decir: «Jones ha estado mentalmente
enfermo; pegó un tiro al presidente», o «Jones estuvo mentalmente
enfermo; pegó un tiro al presidente». Y sería bastante incorrecto, y
rarísimo, decir: «Cuando Jones esté mentalmente enfermo, le pegará un
tiro al presidente». (Si pensásemos esto sobre Jones, diríamos que está
enfermo mentalmente). Y sería todavía más extraño decir: «No te pongas
mentalmente enfermo, Jones, no querrás pegarle un tiro al presidente». Por
humorístico que suene, las dimensiones psiquiátricas e ingeniosas de
mentalmente enfermo se harían indiscernibles si dijésemos: «Jones está
mentalmente enfermo hoy; pega un tiro al presidente» o «Jones suele estar
mentalmente enfermo; pega tiros a muchos presidentes».

Algunas de esas diferencias entre enfermo y mentalmente enfermo


provienen de que tendemos a usar enfermo para describir estados y
mentalmente enfermo para describir características, y que atribuimos
mayor permanencia al primero que al segundo. De este modo, Jones puede
tener pulmonía y recobrarse. En consecuencia, decimos «Jones está
enfermo» y «Jones estaba enfermo». Pero, si Jones es norteamericano, y
mientras siga vivo, no podremos decir por igual «Jones es
norteamericano» y «Jones era norteamericano» (pues, lo segundo no
significa que ya no sea norteamericano, sino que ya no está vivo).

El literal o físicamente enfermo, que denota estados en vez de


características, no implica permanencia; en cambio, el metafóricamente o
mentalmente enfermo denota características, no estados. Vale la pena
observar, en relación con esto, que la permanencia ha sido siempre la
esencia misma de la verdadera locura: cuando la locura era demencia, o la
condición de lunático, resultaba incurable; cuando se convirtió en
dementia prae cox, o esquizofrenia, quedó genéticamente establecida y con
un desarrollo crónico de mal a peor. Aún hoy, los psicóticos pueden tener
remisiones pero no recuperaciones.

En la Era de la Fe, los hombres y las mujeres tenían que llamar pecados a
sus problemas espirituales, y padres a las autoridades espirituales que, a su
vez, les llamaban hijos. En la Era de la Medicina, los hombres y las
mujeres tienen que llamar enfermedades a sus problemas espirituales, y
médicos a las autoridades espirituales que, a su vez, les llaman pacientes.

El carácter metafórico de esta especie de lenguaje queda a medias oculto y


a medias revelado. Las palabras y los hechos de los hombres y las mujeres
revelan que saben y no saben, quieren saber y no quieren saber las
diferencias entre la tierra y el cielo, la ley del hombre y la ley de Dios,
padre y sacerdote, cuerpo y mente, medicina y psiquiatría, médico y
filósofo.

Podríamos preguntar ¿cuál es la tarea adecuada de la ciencia frente a este


tipo de situación? Con certeza, no puede ser la de imponer sus imágenes a
aquellos que no desean verlas. Pero, con certeza también, debe insistir en
que aquellos que quieran verlas, las vean.

Medicina y Estado: una entrevista publicada en «El humanista»

PAUL KURTZ: Doctor Szasz, Vd. ha librado batallas en muchos frentes.


De todo lo que ha intentado defender, ¿qué le parece lo más importante?

THOMAS SZASZ: Si tuviese que mencionar un valor único sería la


autodeterminación, o libertad individual, en un sentido político. Después
de todo, la libertad sólo pasa a ser un problema cuando se ve amenazada
por una persona, un grupo, una organización, o alguna fuerza. He
intentado identificar cuáles son las fuerzas principales que hoy amenazan
la libertad individual.

KURTZ: ¿Y cuáles son?

SZASZ: En los países comunistas, el partido comunista, el Estado


burocrático comunista. En las llamadas sociedades libres, especialmente en
Estados Unidos y en Inglaterra, el Estado burocrático capitalista, el Estado
paternalista, o —como yo lo llamo— el Estado terapéutico. Uno de los
aspectos más importantes de este Estado —y, por tanto, una de las
principales amenazas a la libertad individual— es la alianza entre la
Medicina y el Estado, y una faceta específica de esta alianza, a la que he
dedicado especial atención, es la aceptación y el uso de la psiquiatría como
una verdadera disciplina médica. La alianza es peligrosa, porque significa
que el control social de lo que es realmente una conducta auto-determinada
se denomina tratamiento para la enfermedad mental y es aceptado como
algo médico más que moral, como algo terapéutico más que punitivo.

KURTZ: ¿Cómo cree que opera la Medicina unida al Estado? ¿En qué
niega la libertad exactamente?

SZASZ: Permítame que, primero, le dé mis conclusiones, y, según


vayamos progresando, entraremos en detalles. Tal como lo veo, la
Medicina no opera simplemente unida al Estado; en las sociedades
industriales modernas, la Medicina forma realmente parte del Estado, una
especie de religión estatal. Lo digo en el sentido de que la mayoría de las
personas en ambos lados del telón de acero cree hoy en la salud más que
en la salvación, en las píldoras más que en la oración, en los médicos más
que en los sacerdotes, en la medicina y la ciencia más que en la teología y
Dios. En resumen, la medicina funciona hoy como una religión estatal de
modo muy semejante, por ejemplo, a cómo funcionó el catolicismo en la
España medieval.

KURTZ: ¿Quiere decir que el Estado y la Iglesia son instituciones que se


solapan, no entidades realmente separadas y nítidas?

SZASZ: Exactamente. En España, y en otras sociedades teocráticas, el


Estado legitimaba a la Iglesia, y viceversa. Estaban entremezclados
ideológica, económica y políticamente, de cualquier modo. Era una alianza
a la cual resultaba muy difícil, si no imposible, oponerse. Lo mismo ha
estado sucediendo con la Medicina y el Estado en todos los países
civilizados durante aproximadamente los últimos cien años, y más
especialmente desde finales de la Segunda Guerra Mundial. El Estado
apoya y legitima la Medicina, y, a su vez, la Medicina apoya y legitima el
Estado. Es una alianza impía, si se me permite decirlo así.

KURTZ: ¿Podría ilustrar esto con algún ejemplo?

SZASZ: Sí. La educación médica está totalmente controlada por el Estado,


es decir, por los gobiernos estatales y por el federal. El control es, en parte,
económico, pues casi todo el dinero proviene del Gobierno; en parte,
educativo, pues las escuelas tienen que ser autorizadas por departamentos
estatales de educación y organismos similares; y, en parte, legal, porque
los médicos deben recibir un diploma para practicar la medicina. A su vez,
los médicos sirven al Estado de modos sutiles unos y obvios otros,
informando de nacimientos y muertes, controlando la conducta desviada,
apoyando a instituciones para el cumplimiento de la ley. Naturalmente, va
mucho más lejos que eso. ¿Qué son salud, enfermedad y tratamiento? La
definición misma de estas cosas es algo que, en último análisis, determina
el Estado y acepta, complementándolo, la Medicina. Algunos ejemplos
mostrarán lo que quiero decir. En el Estado de Nueva York, hoy, hacer un
aborto es considerado un tratamiento. Hace apenas un año era un delito.
Encerrar a alguien en una prisión llamada hospital mental se considera
también una forma de tratamiento. ¿Por qué? Porque el Estado lo dice; la
ley lo dice.

KURTZ: Sí, la hospitalización mental es un buen ejemplo.

SZASZ: Me he interesado por la hospitalización mental no voluntaria, no


sólo porque constituye una violación tan flagrante de los derechos
humanos, sino también porque revela muy claramente cómo hemos
medicalizado ciertos problemas morales y políticos. Si alguien desea hacer
algo que a nosotros realmente no nos gusta —como matarse—, decimos
que está deprimido y lo encerramos en un hospital mental. ¿Cómo es eso
posible? Porque la psiquiatría dice que la depresión es una enfermedad:
obviamente, según ella, si uno es norteamericano, debería querer vivir.
Observe que es lo mismo que encerrar a las personas en hospitales
mentales, como en la Unión, Soviética, porque critican al sistema.
Obviamente, para el sistema soviético y sus psiquiatras, cualquiera que
exprese públicamente su desacuerdo político debe estar loco; si no
estuviese loco, sería un comunista obediente.

KURTZ: Pero, en la Unión Soviética, esto tiene una base política: se trata
de defender al Estado. ¿Hay aquí el mismo motivo para encerrar a las
personas en instituciones mentales?

SZASZ: Profesor Kurtz, creo que hemos llegado a cierto acuerdo sobre lo
que queremos decir con político y lo que queremos decir con psiquiátrico.
De lo contrario, correríamos el riesgo de que lo que los rusos hacen en
materia de psiquiatría nos pareciera político y lo que nosotros hacemos nos
pareciera psiquiátrico, y probablemente a la inversa. Me atrevería a insistir
en el sentido de que toda psiquiatría no voluntaria es fundamentalmente
política. Es el uso del poder policial del Estado contra el ciudadano que
disiente. Tan sencillo como eso. Naturalmente, el contenido del
desacuerdo varía de país a país, es lógico. Naturalmente, en cada caso, el
desacuerdo se dirige contra aquello que no les gusta a los ciudadanos, y
eso difiere de un país a otro.

KURTZ: Y las personas —algunas personas— que se desvían de la


conformidad ideológica, que disienten de ciertas formas que la sociedad
condena, ¿pueden ser encerradas en instituciones psiquiátricas?

SZASZ: Sí.

KURTZ: ¿Qué otros ejemplos de control estatal a través de la Medicina


podrían apoyar su opinión? Por ejemplo, ¿qué hay sobre el abuso de
drogas?

SZASZ: Este es hoy un tema de gran importancia. Una vez más, el Estado
define —con bastante arbitrariedad desde el punto de vista farmacológico
— qué es enfermedad y qué es tratamiento, qué está permitido y qué está
prohibido. Tomar heroína es adicción. Recibir metadona es tratamiento.
Pero, ¿cuál es la diferencia entre heroína y metadona? Se la diré: la misma
que existe entre el protestantismo y el catolicismo.

KURTZ: Pero se ha dicho al público que es imposible hacer cosas bajo el


efecto de la heroína, mientras que sí lo es bajo el efecto de la metadona; la
gente dice que es necesaria la metadona para mantener un trabajo, por
ejemplo.

SZASZ: Naturalmente. ¿Cómo habría podido Vd. hacer cosas en la Europa


de después de la Reforma si hubiese sido católico en un país protestante, o
viceversa? No muy bien. Del mismo modo, si Vd. hubiese sido protestante
en París, le habría resultado una buena idea convertirse al catolicismo. Y,
si hubiese sido católico en Londres, habría sido una buena idea hacerse
protestante. Lo mismo ocurre con las drogas: en Estados Unidos, es más
fácil vivir con metadona que con heroína; al Gobierno le gusta más.

KURTZ: Pero la metadona es una droga. Es administrada por el Estado en


según qué casos.

Szasz: Precisamente. La metadona es definida como un agente terapéutico


y la heroína como una droga peligrosa e ilegal. Pero la heroína fue primero
elaborada y usada como un agente terapéutico, como un tratamiento en
contra de la adicción a la morfina. Es triste, pero Santayana estaba en lo
cierto cuando advirtió que quienes no son capaces de recordar el pasado,
se verán condenados a repetirlo.

KURTZ: Por lo tanto, ¿piensa que en ambos casos el Estado se limita a


imponer ciertos valores a los ciudadanos?

Szasz: Exactamente. En el caso de la religión, ciertos valores teológicos,


como, por ejemplo, el que uno deba ser católico y no protestante. En el
caso de la Medicina, ciertos valores terapéuticos; por ejemplo, el que uno
deba tomar metadona y no heroína.

KURTZ: ¿No hay diferencia entre estas drogas?

SZASZ: ¿No hay diferencia entre el catolicismo y el protestantismo?

KURTZ: Sí, pero también son similares.


SZASZ: Lo mismo sucede con la heroína y la metadona. No son idénticas,
pero son similares. Y es, desde luego, posible —si se motivase a la persona
de otra manera— hacer cosas bajo la influencia de las dos drogas, así
como es posible hacer cosas siendo católico o protestante, ¡siempre que a
uno no se le persiga por su hábito religioso, o su hábito de drogas! Lo que
incapacita es la persecución, no la droga.

KURTZ: ¿Puede sugerir otro ejemplo para ilustrar cómo funciona esta
alianza entre Medicina y Estado? ¿Cómo restringe la libertad?

SZASZ: Sí, el aborto.

KURTZ: La ley solía prohibir el aborto, pero ya no es así, por lo menos en


el Estado de Nueva York.

SZASZ: Sí, pero hay dos cuestiones distintas aquí: en primer lugar, es el
Estado quien determina si el aborto es un crimen, o una cura; y, en
segundo lugar, el Estado se mantiene íntimamente implicado en el aborto,
incluso ahora que es legal. El Estado no permite que una mujer aborte
como le permite tomar una aspirina. Fuerza al contribuyente a pagar por
esto. Puesto que el aborto, hoy, se define como tratamiento, si una mujer
pobre aborta, el contribuyente lo paga. Pienso que se trata de un defecto
moral grave. Después de todo, el aborto sólo es necesario porque el
hombre y la mujer han realizado un comercio sexual, cosa que puede ser
muy agradable. Es lo que se denomina conducta suntuaria en un lenguaje
imaginativo. Lo mismo sucede con beber y fumar. Por consiguiente, a mi
modo de ver, forzar a los contribuyentes a que paguen los abortos de
mujeres pobres es como forzar a los contribuyentes a comprar cigarrillos a
los pobres. Es un lamentable desatino.

KURTZ: Algunos argumentan que, forzando al contribuyente a pagar los


abortos, la sociedad se protege de niños indeseados.

SZASZ: Eso es una racionalización. Es posible explicar, o justificar,


cualquier política social si uno desea aceptar nociones tan vagas como
«protección contra niños indeseados». Muchos niños deseados mientras
están in utero sólo se vuelven indeseados in vivo, después de nacer. ¿Qué
hay de ellos? ¿Deberíamos matarlos para proteger a la sociedad de niños
indeseados? En realidad, el asunto de los abortos, mantenidos fiscalmente,
suscita otra cuestión interesante, que nunca antes he visto mencionada, o
analizada. Me refiero al hecho de que estos abortos coartan realmente las
libertades de quienes, debido a su convicción religiosa, desaprueban el
aborto y lo consideran un acto moralmente malo. En otras palabras, usar
los fondos fiscales de católicos devotos para pagar abortos pone al
Gobierno, aunque involuntariamente, en la tesitura de apoyar activamente
cierto tipo de actividades antirreligiosas. Desde luego, puede estar bien que
lo haga la ACLU, o cualquier otro grupo privado. Pero, si el Gobierno lo
hace, actúa en un modo muy similar a cómo actúan contra las religiones
las sociedades comunistas. El Estado mismo se convierte en una Iglesia; en
efecto, el dogma político se convierte en dogma religioso, aunque, desde
luego, jamás se llame religión; y caemos entonces en la trampa misma de
la cual se supone que nos protege la Primera Enmienda.

KURTZ: ¿Cómo afecta su argumentación a la educación y,


específicamente, a la educación médica?

SZASZ: Permítame aclarar que, más o menos, creo en la medicina


tradicional, en la llamada medicina científica occidental. Pero no creo —y
éste es el lado peliagudo de mi argumentación— que el Estado sólo
debiera apoyar ese tipo de educación médica, poniendo fuera de la ley a
todos los demás. En mi opinión, no debería apoyar ningún tipo de
educación médica. La medicina científica debería competir en un mercado
libre de ideas —y en un mercado económico libre— con la osteopatía, la
homeopatía, la ciencia cristiana, el budismo zen y lo que Vd. quiera.

KURTZ: ¿Tendría Vd. entonces organizaciones profesionales privadas


como la AMA para que marcasen pautas?
SZASZ: No. Creo que las organizaciones más adecuadas para sentar
pautas son las escuelas. Podría y debería haber pautas en la medicina, tal
como existen en las matemáticas, o en la religión, pero estas pautas no
deberían ser estipuladas ni impuestas a la fuerza por el Estado. He llegado
a creer que, si valoramos la libertad personal y la dignidad, nada nos dejará
satisfechos sino la total separación de la Medicina y del Estado, una
separación análoga a la que se ve garantizada por la Primera Enmienda
entre la Iglesia y el Estado.

KURTZ: Pero la salud y el bienestar son puntos básicos en la


Constitución.

SZASZ: ¿Cómo podría ser más importante para el bienestar general la


salud que la religión? Por no mencionar las cuestiones vejatorias de qué es
salud, qué es religión y, una vez más, quién tiene autoridad final para
definirlo. La respuesta norteamericana clásica a este dilema consistió en
creer que para promover una verdadera religión (no la verdadera religión),
había que promover la libertad religiosa y oponerse a una religión estatal, a
un monopolio religioso, por así decirlo. El concepto básico de la libertad
política norteamericana se arraiga así en la idea de que, como las Iglesias
establecidas solían amenazar el pluralismo, la diversidad y la libertad
personal, el Estado debía garantizar la imposibilidad de que cualquier
Iglesia usase el poder del Estado para imponer sus criterios a cualquiera
que se opusiera a ello. Este es el problema esencial al que nos enfrentamos
ahora con respecto a la Medicina. Por lo cual mi criterio no implica que
toda forma de práctica médica sea tan buena como cualquier otra, así como
el hecho de defender la tolerancia religiosa no implica que uno piense que
cualquier sistema de creencias y prácticas religiosas sea tan bueno como
cualquier otro.

KURTZ: Entonces Vd. piensa que la Medicina es una especie de religión y


que debería ser pluralista, sin que el Estado determine qué punto de vista
debe prevalecer.
SZASZ: ¡Sin que el Estado determine e imponga este punto de vista!

KURTZ: ¿Habría entonces corporaciones profesionales? ¿Habría cualquier


tipo de normas, o pautas de práctica y terapia correctas?

SZASZ: Naturalmente, podría haberlas y debería haberlas, como ya


existen en otras profesiones, como la matemática. Si IBM quiere contratar
a un matemático, no recurre al Estado para determinar su capacitación.
Pero sí sabe si el hombre tiene un doctorado en Harvard, o en el MIT. O la
compañía puede sentar sus propias pautas y valorar por sí misma las
capacidades del solicitante.

KURTZ: ¿Mantiene Vd., entonces, que el Estado no debería dar diplomas


a los médicos?

SZASZ: Desde luego que no. El diploma de los médicos es el símbolo de


lo que estoy mencionando. Es como si el Estado diese diplomas a
sacerdotes católicos para ejercer su ministerio, prohibiendo a todos los
demás clérigos la práctica de la religión porque carecen de título.

KURTZ: Pero ¿quién debería otorgar entonces los diplomas?

SZASZ: No deberían existir diplomas!

KURTZ: ¿Que no deberían existir diplomas? ¿Podría cualquiera practicar


la medicina?

SZASZ: Naturalmente.

KURTZ: Pero ¿cómo se protegería al público? ¿Y qué hay de los


charlatanes y farsantes?

SZASZ: Profesor Kurtz, la idea de que dar diplomas a los médicos protege
al público es una de las falsedades actuales aceptadas con menos sentido
crítico.
KURTZ: ¿Qué quiere Vd. decir?

SZASZ: Bueno, supongamos que un profesor de medicina o de cirugía de


la Universidad de Londres viniese a Nueva York. ¿Podría practicar la
medicina? O suponga que un profesor de medicina o cirugía de Harvard —
de la Universidad Estatal de Nueva York— se desplazara a Miami porque
el tiempo es más cálido allí. ¿Podría practicar la medicina allí?

KURTZ: No, no sin aprobar primero los exámenes del consejo médico del
Estado.

SZASZ: Exactamente. Y ¿se hace eso para proteger al público? Lo dudo.


Concedo, desde luego, que los exámenes de licenciatura pueden, entre
otras cosas, proteger también al público. Pero insisto en que su función
primordial es proteger a los médicos, a la profesión médica, de una
competencia excesiva. En resumen, el diploma médico es una manera de
preservar una tienda cerrada para los médicos, creando así una escasez
artificial de médicos. Y todo el asunto ha logrado insinuarse con éxito en
la mente del público norteamericano como algo que va en favor suyo.

KURTZ: Entonces ¿cómo debería protegerse al público? ¿Acaso no


necesita protección de médicos incompetentes?

SZASZ: Oh, estoy de acuerdo en que las personas necesitan protección,


pero no sólo ante médicos malos, estúpidos, ineptos, codiciosos, o
malignos; necesitan también protección ante malos padres y malos hijos,
malos esposos y malas esposas, suegras, burócratas, profesores,
políticos… la lista es interminable. Y además, desde luego, necesitarán
protección contra los protectores. Con lo cual la pregunta de cómo debería
protegerse a la gente de médicos incompetentes forma en realidad parte de
la cuestión más amplia de cómo podría protegerse a las personas de los
incontables azares de la vida. Este es un problema muy complicado para el
que no existen soluciones sencillas. La primera medida de protección para
el público radica, a mi entender, en la auto-protección. Las personas deben
crecer y aprender a protegerse a sí mismas, o sufrir las consecuencias. No
puede haber libertad sin riesgo y responsabilidad. En términos más
específicos, el público podría atender a la institución donde se graduó el
médico y poner en marcha todo tipo de mecanismos verificadores no
oficiales, una especie de oficina de consumidores. Las posibilidades de
comprobación no gubernamental sobre competencia son inmensas. El
problema es que hoy a nadie le interesa siquiera pensar en esta posibilidad.

KURTZ: Muchas personas saben muy poco de medicina. Pueden acudir a


un hombre que pretenda saber lo que está haciendo, aunque no sea así.

SZASZ: Es cierto. Pero estoy hablando ahora de una perspectiva a largo


plazo. Es una perspectiva que no podría articularse de la noche a la
mañana. Para hacerla significativa, práctica, tendríamos que realizar los
cambios paralelos en educación, en el interés de las personas y en el
conocimiento de sus propios cuerpos, de los medicamentos y así
sucesivamente.

KURTZ: ¿Por qué piensa Vd. que las personas no saben más de lo que
saben sobre medicina?

SZASZ: Hay muchas razones. Una es porque no se les enseña nada sobre
ello. Ya lo sabe, a la mayoría de las profesiones les atrae la mistificación.
Los profesionales tratan de mantener al público en las tinieblas, a pesar de
todas sus declaraciones de querer popularizar el conocimiento médico. He
pensado siempre que los niños de doce y trece años podrían ser instruidos
mucho más profundamente sobre cómo funciona el cuerpo, sobre cómo
funciona realmente; no es más difícil enseñar o aprender esto que enseñar
o aprender álgebra o gramática francesa.

KURTZ: ¿Enseñaría Vd. medicina en el bachillerato?

SZASZ: Ciertamente. No cómo quitar una apéndice, pero sí cómo


funciona el cuerpo, qué hacen los médicos… los principios y hechos
básicos de la fisiología y la farmacología, las principales enfermedades
que afectan al hombre y sus tratamientos. Una verdadera información —la
que se encuentra en los manuales médicos— y no las mentiras que se les
cuentan ahora a los niños en nombre de la educación sexual, educación
sobre drogas, educación higiénica. Sin embargo, nada de eso es posible
mientras la educación sea un monopolio estatal.

KURTZ: ¿Por qué no?

SZASZ: Porque el médico es un sacerdote que sólo enseña su religión, y


sólo a unos pocos elegidos. Como sacerdote protegido por el Estado, el
médico se convierte en receptor de todo tipo de secretos. Recuerde el uso
del latín y la jerga diagnóstica para mantener a los pacientes en la
ignorancia de lo que padecen. Incluso hoy los médicos vacilan seriamente
a la hora de determinar cuándo debiera decirse o no a los pacientes que
tienen cáncer. Todo el asunto es realmente bastante absurdo cuando uno se
recuesta y lo mira como haría un antropólogo con otra cultura. La magia
solía utilizarse como medicina. Ahora es la medicina la que se utiliza
como magia.

KURTZ: Pero ¿es todo culpa de los médicos?

SZASZ: Desde luego que no. No me gustaría dar la impresión de que esto
es lo que pienso. Se necesitan dos para bailar. Freud estaba bastante en lo
cierto cuando destacaba que una de las mayores pasiones de los hombres
es la pasión de no saber —reprimir, mistificar— lo obvio. Así, hay una
especie de conspiración entre personas que no desean saber y que quieren
permanecer estúpidas, y entre expertos que les mentirán y harán una
profesión de idiotizarlos. Los sacerdotes solían hacerlo mucho. Hoy, lo
hacen los médicos. Y, sobre todo, los políticos están ahí, preparados para
asegurarse de que las gentes oyen todas las mentiras que quieren oír.

KURTZ: Pienso que gran parte de ello proviene de nuestras prohibiciones


religiosas.
SZASZ: Sólo en un sentido histórico. Es fácil culpar a la religión cuando
pienso que deberíamos culpar —si hemos de culpar a alguien— a la
naturaleza humana. La religión —la religión formal— ya no es muy
importante en estas áreas. ¿Cómo podría serlo cuando actualmente la Cruz
Roja paga abortos? Sin embargo, en el Estado de Nueva York, una mujer
no puede comprar un diafragma en una farmacia, aunque sepa su tamaño.
Necesita la receta de un médico. Menciono esto una vez más para advertir
su significado simbólico: revela el papel ceremonial, mágico, y el poder
del médico.

KURTZ: ¿Podemos volver a la heroína y a la metadona para precisar y


destacar su posición? ¿Cuál es su posición sobre las llamadas drogas
peligrosas? ¿Acaso no deberían existir controles?

SZASZ: Ningún control para los adultos. No entiendo cómo puede alguien
tomar en serio la idea de la autodeterminación y la responsabilidad
personal sin insistir en su derecho a tomar cualquier cosa que desee. El
Gobierno norteamericano sencillamente no tiene derecho a decirle qué
puede y qué no puede tomar, como tampoco tiene derecho a decirle qué
puede o no puede pensar. Obviamente, esto no significa que sea bueno
tomar ciertas drogas. Puede, con toda seguridad, ser contraproducente.
Pero, si una persona ha de ser libre, debe tener el derecho a envenenarse y
matarse. Y, efectivamente, lo tiene ahora con el tabaco, pero no con la
marihuana; lo tiene con el alcohol, pero no con la heroína.

KURTZ: Está Vd. de acuerdo con el ensayo sobre la libertad de John


Stuart Mill, que argumenta en el mismo sentido.

SZASZ: Mill nos enseñó todo esto. Realmente, no tenemos elección en


este asunto de las drogas, de la auto-lesión y del suicidio; eso, o
comprometernos con una especie de incoherencia e hipocresía ilimitadas.

KURTZ: ¿Por qué no podemos alcanzar un equilibrio entre libertad


personal y protección estatal?
SZASZ: Podemos en algunas áreas, pero no en otras. Por ejemplo,
podemos tener protección estatal con respecto a los verdaderos asuntos de
salud pública, como el alcantarillado o la purificación del agua. Pero no
podemos ir más allá y esperar que el Estado nos suministre una especie de
salud pública metafórica, poniendo por ejemplo cosas en el agua o en el
pan que sean consideradas buenas para nosotros. Hay cosas que el Estado
no puede hacer y no debería intentar hacer. Me refiero al principio
libertario de que el Estado no debería hacer lo que las personas pueden
hacer por sí mismas. El Estado no puede proteger a las personas más allá
de cierto punto muy mínimo, sin negarles su libertad de elección. Cuando
lo intenta, el resultado es un desastre, para ser precisos, dos clases de
desastres. En el mundo libre, los manifiestos esfuerzos estatales por
proteger a las personas de un perjuicio médico, se han ido de la mano con
los programas, estatalmente apoyados, de «envenenar» a la gente; por
ejemplo, las guerras del opio en el siglo XIX (que se hicieron para divulgar
el uso del opio, no para restringirlo), o los apoyos agrícolas a los
cultivadores actuales de tabaco y el uso de fondos federales para estimular
el consumo de cigarrillos en el extranjero. En los países totalitarios, el
costo de intentar conseguir un equilibrio entre libertad personal y
protección estatal ha sido aún más elevado: allí ha exigido la liquidación
de los más elementales derechos humanos, como el derecho a la
propiedad, a una prensa libre e incluso el de abandonar el propio país.

KURTZ: Bien, ¿está Vd. en contra de las leyes sobre recetas?

SZASZ: Naturalmente.

KURTZ: No debería haber leyes…

SZASZ: ¡No debería haber recetas!

KURTZ: Pero suponga que mi esposa tiene un catarro. A ella le gusta


tomar antibióticos, y a mí me preocupa, me preocupa saber si son
necesarios, si puede hacerse inmune, y esas cosas. ¿Cómo protegería Vd.
al público contra esto?

SZASZ: Estoy buscando la protección a través del auto-control. Hoy, las


gentes compran sin receta lejía y todo tipo de fluidos limpiadores muy
peligrosos, y saben bastante bien cómo protegerse de estas cosas.
Realmente, lo saben sorprendentemente bien. Donde hay una voluntad,
hay un camino. Pero donde no hay una voluntad… Pues bien, entonces,
dejaría que el individuo padeciese las consecuencias antes que castigar a
toda la sociedad prohibiendo la sustancia de la que «abusa» uno.

KURTZ: ¿Piensa Vd. que es realmente imposible proteger a las personas


de sí mismas?

SZASZ: Imposible, y, de cierto modo, hasta inmoral. El problema que


estamos tocando aquí es realmente tan viejo como la humanidad. Llega a
las raíces mismas de la libertad y la responsabilidad, a las raíces del
humanismo y a la cuestión de qué es el hombre. Está todo ello contenido
en la parábola de la Caída. ¿Quién fue el primer tentador? La serpiente. Y
¿quiénes fueron los primeros adictos? Adán y Eva. Y ¿cual fue la
consecuencia de esa «adicción original»? ¡La libertad! Está todo allí, en las
primeras páginas del Antiguo Testamento. Pero, ¿quién lee esto hoy en
día? Y ¿quién lo lee con los ojos abiertos y una mente abierta?

KURTZ: Muchas personas están de acuerdo con parte de lo que dice o con
gran parte, pero luego dicen: «¿Y qué hay de los niños?». ¿Permitiría que
los niños comprasen cualquier droga que desearan?

SZASZ: No, no lo permitiría. En un sentido práctico, para el presente, creo


que el método que hemos desarrollado en relación con el alcohol es
bastante sensato: los niños no pueden comprarlo, pero si, por ejemplo, lo
toman en sus casas no es asunto de la ley. De este modo, un chico de 12
años no puede entrar en una bodega y comprar una botella de ginebra. Y
esta ley se cumple a rajatabla, salvo error. El punto es que el control de los
niños —lo que hacen los niños con respecto a las drogas— es y debe ser
un problema de los padres del niño y, a medida que éste crezca, del niño
mismo. Hemos olvidado el sencillo hecho de que la infancia es el período
de la vida en que uno debería aprender el auto-control, y que, si no lo
aprende, entonces el individuo será un adulto que carezca de él.

KURTZ: Pero ¿cómo trata Vd. aquellos casos donde hay una crisis en la
familia, una creciente falta de responsabilidad entre los padres?

SZASZ: No sé cómo tratar semejantes casos. Sólo sé cómo no tratarlos. Sé


que la crisis de la familia no puede y no debe ser resuelta tratando a toda la
sociedad como a un niño. Pero esto es precisamente lo que hacemos ahora:
porque algunos niños no están controlados por sus padres, y, por lo tanto,
se comportan mal, tratamos a todos los adultos como si fueran niños
desobedientes. El resultado es el Estado paternalista —el Estado
terapéutico, como lo llamo— que hoy tenemos.

KURTZ: Dr. Szasz, destaca Vd. que la alianza entre la Medicina y el


Estado, entre la Psiquiatría y el Estado, es semejante a la alianza entre la
Religión y el Estado. ¿Piensa Vd. eso también en otros campos, como por
ejemplo el de la ley?

SZASZ: Ciertamente, el problema no se limita a la medicina o a la


psiquiatría. En países totalitarios, donde toda la profesión legal es un brazo
del Estado, realmente un siervo del Estado, tenemos algo bastante similar a
lo que se está desarrollando en los países occidentales con respecto a la
profesión médica. Sin embargo, en la ley norteamericana, la situación no
es tan mala. Tenemos una tradición fuerte y viable que articula y legitima
un doble papel para la ley penal: por una parte, la ley sirve al Estado para
protegerse del ciudadano; por otra parte sirve al ciudadano para protegerse
del Estado. Y la ley civil, naturalmente, sirve para proteger a los
ciudadanos entre sí. De este modo, hay acuerdo general en que los
abogados y los tribunales se ocupen de los conflictos, y que, en ellos,
ambas partes tengan derecho a estar representadas. No tenemos nada
semejante en la medicina, y éste es precisamente el problema.
KURTZ: ¿Cree que necesitamos una declaración de derechos para los
pacientes?

SZASZ: No, no creo que sirviese. Creo que sería simplemente un trozo de
papel. Tiene que haber primero una comprensión popular, una percepción
de sentido común sobre la diferencia entre la enfermedad como concepto
biológico y médico, y el conflicto como concepto personal y político.

KURTZ: ¿De dónde proviene esta confusión, este mal entendimiento?

SZASZ: Hay buenas razones para él. En la medicina, la imagen tradicional


del problema es un paciente que lucha contra su enfermedad; en esta
situación, la enfermedad —la infección, el cáncer, etc.— es el adversario,
y el médico el aliado. Esta es la base para una mala comprensión de todas
las situaciones médicas donde este cuadro y esta explicación no funcionan,
donde el médico es el adversario y no el aliado del paciente. Por ejemplo,
en lo que hoy llamamos adicción a drogas, la droga es el aliado y el
médico el adversario; también en lo que hoy llamamos grave enfermedad
mental, diría que la psicosis —el delirio— es el aliado, y el médico, una
vez más, el adversario. Pero la medicina y la ley no reconocen esto, y las
personas tampoco, salvo cuando son las víctimas, y entonces suele ser
demasiado tarde.

KURTZ: Así pues, ¿cuál es la respuesta? ¿Qué ayudaría si no es una


declaración de derechos del paciente?

SZASZ: Creo que una separación conceptual y económica entre la


Medicina y el Estado debe producirse primero, y naturalmente los
libertarios civiles y otros —filósofos, escritores, sociólogos— podrían
ayudar a separar las situaciones médicas en las que el médico es el aliado
del paciente de aquéllas en las que es su adversario, como es el caso en
casi todas las circunstancias.

KURTZ: Puesto que para Vd. la libertad es aparentemente el valor más


importante ¿hay otras instituciones en la sociedad que también la
amenacen? Hemos hablado sobre medicina y ley, ¿qué le parece hablar
sobre educación?

SZASZ: Bien, muchas de las cosas que he dicho sobre la medicina las han
dicho otros sobre la educación, y estoy bastante de acuerdo con ellos. Paul
Goodman, por ejemplo, y antes de él Bertrand Russell. En la medida en
que la educación está financiada y legitimada por el Estado, se convertirá
inevitablemente en propaganda. Este problema es incluso más amplio y
más antiguo que el de la medicina. ¿Cómo se mantiene la independencia y
la integridad del educador? ¿Qué se enseña y a quiénes? Basta pensar en
Sócrates para comprender lo antiguo que es el problema.

KURTZ: En la sociedad moderna, otro problema es el desarrollo de


grandes instituciones y organizaciones independientes del Estado. Muchas
personas consideran hoy que las grandes empresas y algunas firmas
industriales funcionan como Estados, y que ellas también pueden burlarse
de la libertad e inmiscuirse en la autonomía individual. ¿Cuál es su criterio
sobre eso?

SZASZ: Mi criterio —desde luego no muy original— es que cualquier


organización, cualquier institución pública o privada —el Estado, la
Iglesia, una profesión, un negocio— tiende a hacerse represiva cuando
crece más allá de cierto volumen. Naturalmente, puede incluso empezar
siendo represiva; la represión puede ser su razón de ser. Pero incluso
cuando no ocurre esto al principio, la represión se convierte pronto en una
de sus metas, uno de sus intereses. Por eso, tan pronto como cualquier
organización o institución se establece, entrará en conflicto con otras
organizaciones o instituciones que tengan intereses conflictivos. El grupo
mayor y de más éxito, no sólo intentará promover sus intereses, productos,
mercados, etc., sino que intentará también suprimir y aniquilar a sus
competidores. En ese sentido, cualquier grupo, cualquier organización es
represiva por su propia naturaleza. Esta es una idea que se remonta,
naturalmente, a Montesquieu y a los Padres Fundadores. Es la razón por la
que los libertarios han insistido siempre en que cualquiera que valore al
individuo y su libertad debe oponerse a la acumulación de poder
monolítico, prescindiendo de quién lo acumula y con qué propósito. El
poder acumulado por buenas razones —para hacer el bien— es el más
peligroso de todos. ¿Quién puede estar hoy en contra de la buena salud?
¿Quién, en el pasado, podía estar en contra de la buena religión? ¿Quién
puede estar en contra de la buena educación? Después de todo, sabemos
que dos y dos son cuatro. ¿Por qué habríamos de permitir a alguien decir
que son cinco? Porque, si impedimos enseñar esto a las personas,
desencadenamos un proceso complejo, que conduce inevitablemente a la
acumulación de un poder educativo monopolista con todas sus espantosas
consecuencias.

KURTZ: Sin embargo, muchas personas miran el Estado como un poder


de contrapeso. Consideran que las corporaciones y organizaciones
privadas son sistemas de poder que imponen su voluntad al individuo, y
creen que el Estado funciona como su protector. Por ejemplo, el Estado
establece pautas en medicina, en educación. Y tenemos leyes
antimonopolio, la Comisión para el Comercio Federal, la Comisión
Federal de Comunicaciones. ¿Apoya Vd. todo esto?

SZASZ: El Estado norteamericano se ha convertido en un instrumento


social excesivamente complicado. Partes suyas protegen efectivamente al
individuo, y otras partes lo lesionan. Hoy, naturalmente, el Estado tiene
otras funciones, además de la protección de la libertad individual, y lo
acepto. Sin embargo, pienso, por esta misma razón, que es estúpido confiar
mucho en lo que pueda hacer el Estado por el individuo. Habitualmente
hace más a él que para él.

KURTZ: Como libertario, ¿se opone Vd. al socialismo? Quiero decir,


¿sería posible combinar libertarismo y socialismo?

SZASZ: Bien, antes de contestar, ¿podría Vd. decirme qué entiende por
socialismo?
KURTZ: El socialismo está siendo redefinido hoy en día. Quiero decir
sencillamente la idea de que el Estado detente algunos de los medios
básicos de producción; quizás también de que el Estado irá más y más
produciendo bienes y servicios no producidos en el sector privado, y que
se preocupará por el bienestar social. Eso es cierto, por ejemplo, en el
socialismo británico.

SZASZ: Si esto es lo que quiere Vd. decir, no sólo diría que el socialismo
es incompatible con el pensamiento libertario, sino que es uno de sus
enemigos más peligrosos y poderosos. No soy anarquista, aunque, como
sabe, esta ideología tiene cierto encanto para muchos libertarios.
Considero utópico e impracticable el anarquismo. El hombre es un ser
social. Sólo podemos vivir en grupos; hemos de vivir en grupos;
necesitamos tener ciertos tipos de cooperación social. Ahora, nos
aseguramos esta cooperación en parte a través de lo que llamamos el
Estado. Pero creo, con los libertarios tradicionales, que el Estado debería
hacer la menor competencia posible a la iniciativa individual. El Estado
debería cuidar de la defensa nacional, ejercer la función policial y algunos
tipos de funciones reguladoras. Pero cuanto más haga el Estado fuera de
estos dominios, más se convertirá en enemigo del pueblo. Los mejores
ejemplos se dan actualmente en la educación y la medicina estatales. Mire
nuestras escuelas públicas. Mire nuestros hospitales estatales. ¿Quién los
quiere? ¡No los consumidores «ingresados» en ellos! Estos son los
caminos hacia el totalitarismo. En el comunismo, todo esto se hace
abiertamente, desde luego. Allí, el Estado lo controla todo. En las llamadas
sociedades libres, nos movemos hacia controles semejantes, permitiendo
que el Estado controle la educación y la medicina.

KURTZ: A pesar de todo, hay diferencias.

SZASZ: Por supuesto que las hay. Pero la tendencia, la orientación es


hacia el control estatal. Y el resultado final tiende a ser el mismo, la
reducción de la elección individual.
KURTZ: Dr. Szasz, ha observado Vd. las tendencias colectivistas y
totalitarias en las sociedades occidentales, que emanan del control estatal
sobre la educación y la medicina. ¿Qué hay de la diferencia entre las
sociedades comunistas y las libres?

SZASZ: Pienso que una de las más importantes diferencias sociales


prácticas entre las sociedades comunistas y no comunistas es el cuarto
poder.

KURTZ: ¿La prensa?

SZASZ: Sí, la prensa libre. Considero asombroso —y maravillosamente


revelador— cómo defiende el pueblo la libertad de prensa mientras no
defiende tanto, o casi nada, la libertad de educación o de medicina.
Pensamos que es absolutamente esencial que la prensa sea libre —que los
periódicos puedan imprimir lo que deseen— y que los norteamericanos
tengan derecho a leer lo que quieran. Pero no pensamos que tienen derecho
a comprar penicilina sin receta médica. ¿Por qué no pueden Vds. comprar
penicilina? ¿Porque puede hacerles daño? ¿Acaso no pueden hacerles daño
las mentiras? Los periódicos están llenos de mentiras. Las revistas están
llenas de mentiras. ¿Por qué no protege el Gobierno a las personas de las
mentiras? Porque esto sería violar la Primera Enmienda. Y esto es
excelente. Pero hay un resquicio en la Primera Enmienda, y este resquicio
se llama salud, medicina y tratamiento. Cualquier cosa que pueda ponerse
debajo de este paraguas —que logre ser así clasificada— puede
manipularse, regularse y prohibirse por el Gobierno. Basta un ejemplo
rápido: el tabaco, que es una planta, está clasificado como un producto
agrícola y es promovido por el Gobierno; la marijuana, que es otra planta,
está clasificada como droga peligrosa y está prohibida por el Gobierno.

KURTZ: La libertad personal ¿es un asunto de grado entre los países


totalitarios y las democracias occidentales?

SZASZ: Esto es algo complejo. En parte, es una cuestión de grado; en


parte, es una cuestión de ley; en parte, es una cuestión de soluciones
económicas. Y quizás ante todo, es un asunto de tradición. Después de
todo, creo —y de nuevo me apoyo aquí sobre una larga lista de opiniones
ajenas— que, en Occidente, hay una tradición significativa sobre el valor
del individuo, un sentimiento fuerte a favor de la libertad individual; no
hay una tradición o sentimiento comparables en Oriente.

Kurtz: Así pues, en su opinión, el humanismo sorbe profundamente del


pozo de la libertad —de la libertad individual— y la considera su valor
principal.

SZASZ: Sí. Este sería mi punto de vista del humanismo. Pero, obviamente,
hay otros puntos de vista, otras definiciones. No necesito decirle, a título
de conclusión, que, a mi entender, hay dos modos totalmente distintos de
acercarse a lo que el humanismo es, de identificarlo. Uno consiste en
intentar definir la vida buena, la buena persona, la tolerancia, el estar
abierto, el amor, la razón, o cualquier otra cosa valorada por el definidor.
La articulación y realización de este tipo de vida —de este estilo de vida,
por usar un cliché habitual— se convierte entonces en humanismo. La otra
perspectiva no proporciona definición psicológica o moral alguna. Implica
decir —y ésta es la perspectiva que prefiero— que el humanismo es el
resultado, la consecuencia, de un tipo óptimo, o máximo, de pluralismo o
diversidad en la sociedad. En este sentido, el humanismo no es este o aquel
modo de vida, sino la diversidad que resulta de las circunstancias
económicas, políticas y psicológicas, que permiten a una persona vivir de
una manera y a otra de otra.

KURTZ: Entonces, el humanismo tiende a fomentar al máximo la


autonomía del individuo para poder elegir cómo considere conveniente.

SZASZ: Exactamente. Y esta autonomía no tiene significado fuera de un


contexto político y socioeconómico que suministre y proteja el campo de
elecciones disponibles.
KURTZ: Entonces, no se trata sólo de libertad para el individuo, sino de
una sociedad libre. Van de la mano.

SZASZ: Sí. Pero preferiría reafirmar la dimensión política de todo cuanto


hemos estado mencionando en esta conversación. Se considera
habitualmente el humanismo en términos éticos y psicológicos. Deseo
destacar los criterios y las ideas políticas. Y, entre ellas, hay un concepto
que deseo elegir, el de desacuerdo. Después de todo, las autoridades nunca
se oponen a que el pueblo esté de acuerdo con ellas. Pero se sienten
contrariadas y se ponen a menudo desagradables cuando el pueblo está en
desacuerdo con ellas. Por lo mismo, lo que debe ser cuidado y protegido es
el desacuerdo. En resumen, en vez de pensar en el humanismo como tal o
cual estilo de vida, o ideología, pienso que deberíamos pensar más en el
derecho al desacuerdo y a rechazar la autoridad —religiosa, educativa,
médica— y, naturalmente, en el derecho de cada uno a arriesgarse
siguiendo su propio juicio y decisión. Una definición del humanismo en
términos de desacuerdo, más que en términos de afirmación. Desde luego,
podríamos considerar esto como la afirmación del individuo contra el
grupo, o del lego contra el experto. Es una simple idea, pero sigue llena de
promesas y posibilidades inexploradas. La idea es ésta: la Caída no fue
realmente una caída, sino una ascensión… una ascensión del infantilismo
al humanismo.

Sólo el error necesita apoyo del Gobierno. La verdad puede valerse por sí
misma… El modo de silenciar disputas religiosas es no darse por enterado.
Juguemos limpio también con este experimento, y liberémonos, mientras
podamos, de esas leyes tiránicas. Es cierto, todavía nos vemos asegurados
contra ellas por el espíritu de los tiempos. Dudo de que el pueblo de este
país padezca una ejecución por herejía, o un encarcelamiento de tres años
por no comprender los misterios de la Trinidad. Pero ¿es ese espíritu del
pueblo algo infalible y permanente? ¿Lo es el Gobierno? Además, el
espíritu de los tiempos puede cambiar, y cambiará. Nuestros gobernantes
se harán corruptos, nuestro pueblo descuidado… A partir de la conclusión
de esta guerra, iremos cuesta abajo. No será entonces necesario recurrir en
todo momento al pueblo como apoyo. El pueblo será olvidado por eso, y
sus derechos no se tomarán en consideración. Se olvidará de sí mismo,
salvo en la exclusiva facultad de hacer dinero, y nunca pensará en
unificarse para asegurar el debido respeto a sus derechos.

Thomas Jefferson, «Notas sobre el Estado de Virginia» (1871).

THOMAS SZASZ (Budapest, 1920 - 2012). Fue profesor emérito de


psiquiatría en la Universidad de Siracusa en Nueva York. Szasz fue crítico
de los fundamentos morales y científicos de la psiquiatría y uno de los
referentes de la antipsiquiatría.

Su postura sobre el tratamiento involuntario es consecuencia de sus raíces


conceptuales en el liberalismo clásico y el principio de que cada persona
tiene jurisdicción sobre su propio cuerpo y su mente. Szasz considera que
la práctica de la medicina y el uso de medicamentos debe ser privado y con
consentimiento propio, fuera de la jurisdicción del Estado.

Es conocido por sus libros El mito de la enfermedad mental y La


fabricación de la locura: un estudio comparativo de la inquisición con el
movimiento de salud mental, en los que planteó sus principales
argumentos con los que se le asocia.


Notas

[1] Marmor ataca a Szasz por su artículo, «Enormes distorsiones».


(«Psychiatric News», el 6 de febrero de 1976, pág. 1). <<

[2] Véanse, en relación con este tema, mis libros The second sin (Garden
City, N. Y.: Doukleday, Anchor Press, 1973) y Heresies (Garden City, N.
Y.: Doukleday, Anchor Press, 1976). <<

[3] Véase The open Society and its Enemies, de K. R. Papper (Princeton,
N. J.: Princeton University Press, 1950). <<

[4] Véase, en particular, The Myth of mental Illness: Foundations of a


Theory of Personal Conduct, ed. rev. (New York: Harper & Row, 1974),
The Manufacture of Madness: A comparative Study of the Inquisition and
the Mental Health Movement (New York: Harper & Row, 1970), y The
Ethics of Psychoanalysis: The Theory and Method of Autonomous
Psychotherapy (New York; Basic Books, 1964). <<

[5] A. Carrel, Man, the Unknown (Nueva York: Harper & Row, 1939),
págs. 299-302 y 318-319. <<

[6] Véase mi libro The Myth of Mental Illness (1961), págs. 32-34. <<

[7] G. Rosen, A History of Public Health (Nueva York: MD Publications,


1958), págs. 161-162. <<

[8] G. Rosen, «Cameralism and the Concept of Medical Police», Bulletin


of the History of Medicine 27 (1953): 42. <<

[9] Rosen, A History of Public Health, pág. 162. <<

[10] Recogido por A. Soubiran en The good Doctor Guillotin and his
strange Device (Londres: Souvenir Press, 1963), pág. 214. <<

[11] J. Lejeune, «Discussion» acerca de la ponencia de F. C. Fraser.


«Survey of Counseling Practices», en Ethical Issues in Human Genetics:
Genetic Counseling and the Use of Genetic Knowledge de B. Hilton y
otros ed. (Nueva York: Plenum, 1973), pág. 19. <<

[12] R. S. Morison, «Implications of Prenatal Diagnosis for the Quality of,


and Right to. Human Life: Society as standard», in ibid., págs. 210-211.
<<

[13] Véase mi Ideology and Insanity: Essays on the Psychiatric


Deshumanization of Man (Garden City, N. Y.: Doubleday, Anchor Press,
1973) esp. págs. 190-217. <<

[14] Recogido en Noyes’ Modern Clinical Psichiatry, de L. C. Kolb, 7.ª ed.


(Philadelphia: Saunders, 1968), pág. 516. <<

[15] Véase mi The Manufacture of Madness: A Comparative Study of the


Inquisition and the Mental Health Movement (Nueva York: Harper &
Row, 1970), págs. 180-206. <<

[16] Véase, en este libro, el capítulo titulado «La ética del suicidio». <<

[17] A. Montagu, «The Long Search for Euphoria», Reflections 1 (Mayo-


junio, 1965): 65. <<

[18] A. B. Light y otros, Opium Addiction (Chicago: American Medical


Association, 1929), pág. 115; recogido por Alfred R. Lindesmith en
Addiction and Opiates (Chicago: Adline, 1968), pág. 40. <<

[19] L. Kolb, «Drug Addiction: A Study of Some Medical Cases»,


Archives of Neurology and Psycriatry 20 (1928): 178; recogido por
Lindesmith en Addiction and Opiates, págs. 41-42. <<

[20] Editorial titulado «About Narcotics» del Syracuse Herald-Journal, 6


de marzo de 1969. <<

[21] «The New York Times», 29 de junio de 1970. <<

[22] Véase mi libro Ideology and Insanity: Essays on the Psychiatric


Deshumanization of Man (Garden City, N. Y.: Doubleday, Anchor Press,
1970). <<

[23] «Pursuit of the Poppy», Time, 14 de septiembre de 1970, pág. 28. <<

[24] «CLU says Addict has Right to use Methadone», Civil Liberties, julio
de 1970, pág. 5. <<

[25] Véase mi libro The Manufacture of Madness, capítulo 11. <<

[26] Syracuse Post-Standard, 8 de octubre de 1970. <<

[27] The International Herald Tribune, 4-5 de diciembre de 1971. <<


[28] J. S. Mill, On Liberty (Chicago: Regnery, 1955), pág. 13. <<

[29] O. R. Lindsley y B. F. Skinner, «A Method for the Experimental


Analysis of the Behaviour of Psychotic Patients», American Psychologist
9 (agosto de 1954): 419. <<

[30] Véase mi crítica a About Behaviour de B. F. Skinner en «Libertarian


Review», 3 (diciembre de 1974): 6-7. <<

[31] Véase mi The Myth of Mental Illness: Foundations of a Theory of


Personal Conduct, ed. rev. (Nueva York: Harper & Row, 1974). <<

[32] O. R. Lindsley, «Operant Conditioning Methods Applied to Research


in Chronic Schizophrenia», en Psychiatric Research Repots 5 (1956): 118-
119. <<

[33] Op. cit., pág. 128. <<

[34] W. Isaacs, J. Thomas e I. Goldiamond, «Applications of Operant


Conditioning to Reinstate Verbal Behaviour in Psychotics», en L. P.
Ullman y L. Krasner, eds, Case Studies in Behaviour Meditication (Nueva
York: Holt, Rinehart & Winston, 1965), pág. 69. <<

[35] Op. cit. <<

[36] T. Ayllon, «Some Behavioral Problems Associated with Eating in


Cronic Schizophrenic Patients», en Ullman y Krasner, eds., Case Studies,
págs. 73-74. <<

[37] T. Ayllon, «Intensive Treatment of Psychotic Behavior by Stimulus


Satiation and Food Reinforcement», en Ullman y Krasner, eds., Case
Studies, pág. 78. <<

[38] Op. cit., pág. 79. <<

[39] American Psychiatric Association, Task Force on Behavior Therapy,


Behavior Therapy in Psychiatry (Nueva York: Aronson, 1974), pág. 25.
<<

[40] Op. cit., pág. 100. <<

[41] Op. cit., pág. 102. <<


[42] T. S. Szasz, ed., The Age of Madness: The History of Involuntary


Mental Hospitalization Presented in Selected Texts (Garden City, N. Y.:
Doubleday, Anchor Press, 1973), págs. 356-359. <<

[43] D. Mackay, «Behavior Modification and its Psychiatric Straitjacket»,


New Behavior; 15 de mayo de 1975, págs. 153-157. Véase también D. A.
Begelman, «Ethical and Legal Issues in Behavior Modification» en M.
Hersen, R. Eisler y P. Miller, eds., Progress in Behavior Modification
(Nueva York: Academic Press, 1975), vol. 1, págs. 159-189; y G. C.
Davison y R. B. Stuart, «Behavior Therapy and Civil Liberties», American
Psychologist 30 (julio de 1975): 755-763. <<

[44] J. O. Cole, «What’s in a Word? Or Guilt by Definition, Part II»,


Medical Tribune, 18 de junio de 1975, pág. 9. <<

[45] New York Post, 30 de enero de 1975. <<

[46] Véase mi libro Law, Liberty and Psychiatry: An Inquiry into the
Social Uses of Mental Health Practices (Nueva York: Macmillan, 1963) y
capítulo 9 de este libro. <<

[47] Véase mi libro Law, Liberty, and Psychiatry…, op. cit., cap. 9.
Además, el capítulo «Justicia en el Estado terapéutico», en este libro. <<

[48] Véanse mis libros Ideology and Insanity…, op. cit., y The second Sin
(Garden City, N. Y.: Doubleday, Anchor Press, 1973). <<

[49] Publicado en el Roche Report: Frontiers of Hospital Psychiatry, 15 de


marzo de 1975, pág. 1. <<

[50] J. Wolpe y A. A. Lazarus, Behavior Therapy Techniques: A Guide to


the Treatment of the Neuroses (Nueva York: Pergamon Press, 1966), pág.
19. <<

[51] Op. cit., pág. 23. <<

[52] Véase mi libro The Ethics of Psychoanalysis: The Theory and Method
of Autonomous Psychotherapy (Nueva York: Basic Books, 1964). <<

[53] L. P. Ullmann, «Behavior Therapy as Social Movement», en C. M.


Franks, ed., Behavior Theraphy: Appraisal and Status (Nueva York:
McGraw Hill, 1960), pág. 513. <<

[54] Op. cit., 528. <<


[55] Op. cit., págs. 514 y 519. <<

[56] Véase mi libro The Myth of Mental Illness, op. cit. <<

[57] L. Krasner, «Behavior Modification—Values and Training: The


Perspective of a Psychologist», en Franks, ed., Behavior Therapy, op. cit.,
págs. 541-542. <<

[58] Op. cit., pág. 542. <<

[59] Op. cit., págs. 543-544. <<

[60] J. O. Cole, «What’s in a Word?…» (op. cit.), parte I, en Medical


Tribune, 11 de junio de 1975, pág. 22. <<

[61] Editorial, «Changing Concepts of Suicide», Journal of the American


Medical Association, 199 (marzo de 1967): 162. <<

[62] I. Veith, «Reflections on the Medical History of Suicide», en Modem


Medicine, 11 de agosto de 1960, pág. 116. <<

[63] Véase mi libro The Myth of Mental Illness…, op. cit. e Ideology and
Insanity…, también op. cit. <<

[64] B. R. Shochet, «Recognizing the Suicidal Patient», en Modem


Medicine, 18 de mayo de 1970, págs. 117 y 123. <<

[65] H. M. Schein y A. A. Stone, «Psychoterapy designed to detect and


treat Suicidal Potencial», en American Journal of Psychiatry 125 (marzo
de 1969): 1248-1249. <<

[66] Op. cit., págs. 1249 y 1250. <<

[67] R. E. Schulman, «Suicide and Suicide Prevention: A Legal Analysis»,


American Bar Association Journal 54 (septiembre de 1968): 862. <<

[68] Op. cit. <<

[69] Fontenot v. Tracy, Super. Ct. San Deigo Co., Docket n.º 300672
(Cal., 1970); citado en The Citation 21 (mayo de 1970): 17-18. <<

[70] Reid v. Moore - McCormacle Lines, Inc., Dist. Ct., N. Y., Docket n.º
69 Civ. 1259 (D. C., N. Y., 15 de enero de 1970); citado en The Citation
21 (mayo de 1970): 31. <<

[71] Véase mi libro Law, Liberty and Psychiatry…, op. cit. e Ideology and
Insanity, op. cit., en particular los caps. 9 y 12. <<

[72] Griswold v. Connecticut, 381, U. S. 479 (1965). <<

[73] T. S. Szasz y R. A. Nemiroff, «A Questionnaire Study of


Psychoanalytic and Opinions», Journal of Nervous and Mental Deseases,
137 (septiembre de 1963): 209-221. <<

[74] Op. cit., pág. 214. <<

[75] Mencionado en mi artículo «The Ethics of Abortion», The Humanist,


26 (septiembre-octubre de 1977): 147. <<

[76] American Psychoanalytic Association, «Position Statement on


Abortions, 7 de mayo de 1970. <<

[77] Véase mi libro The Myth of Mental Illness, op. cit., págs. 38-39. <<

[78] Schulman, «Suicide and Suicide Prevention», op. cit., pág. 857. <<

[79] Szasz y Nemiroff, «Questionnaire», op. cit., pág. 214. <<

[80] P. Solomon, «The Burden of Responsability in Suicide», Journal of


the American Medical Association, 199 (enero de 1967): 324; E.
Schneidman, «Preventing Suicide», Bulletin of Suicidology (1968): 20. <<

[81] S. Zweig, «Amok», en su libro El juego real, (Edición


norteamericana: The Royal Game, Nueva York, Viking, 1944, pág. 137).
<<

[82] The New York Times, 9 de febrero de 1969. <<

[83] Véase «Clinic Moves to Prevent Suicides in Suburbia», Medical


World News, 28 de julio de 1969, pág. 67. <<


[84] Syracuse Port-Standard, 29 de septiembre de 1969. <<

[85] Véase mi libro The Myth of Mental Illness, op. cit. <<

[86] E. Hamilton, The Greek Way to Western Civilisation (Nueva York:


New American Library, Mentor, 1958), pág. 208. <<

[87] En francés en el original. (N. del T.) <<

[88] American Psychiatric Association, Diagnostic and Statistical Manual


of Mental Disorders, 2.ª ed. (Washington, D. C: American Psychiatric
Association, 1968), pág. 33. <<

[89] L. C. Kolb, Noye’s Modern Clinical Psychiatry, 7.ª ed. (Filadelfia:


Saunders, 1968), pág. 95. <<

[90] Véase mi artículo «The Problem of Psychiatric Nosology», American


Journal of Psychiatry 114 (noviembre de 1957): 405-413 y mi libro
Schizophrenia: The Sacred Symbol of Psychiatry (Nueva York: Basic
Books, 1976). <<


[91] E. Bleuler, Dementia Praecox, or the Groups of Schizophrenias,
publicado en U. S. A International University Press, Nueva York, 1950,
pág. 8. <<

[92] Op. cit., pág. 9. <<

[93] Op. cit., pág. 147. <<

[94] Op. cit., pág. 148. <<

[95] Op. cit., pág. 151. <<

[96] Op. cit., pág. 428. <<

[97] Op. cit., pág. 429. <<

[98] Véase mi libro The Myth of Mental Illness…, op. cit. y mi artículo
«Mental Illness as a Metaphor» en Nature 22 (marzo de 1973): 305-307.
<<


[99] Véase mi libro Ideology and Insanity…, op. cit., págs. 190-217. <<

[100] E. Heller, «A Symposium: Assessment of the Man and the


Philosopher», en K. T. Fann, ed. Ludwig Wittgenstein: The Man and His
Philosophy (Nueva York: Dell, Delta Books, 1967), pág. 64. <<

[101] G. Orwell, «Politics and the English Language» en The Orwell


Reader: Fiction, Essays and Reportage (Nueva York: Harcourt Brace
Javanovich, 1956), págs. 363-364. <<

[102] Op. cit., págs. 336. <<

[103] E. Gruenberg, «Counting Sick People», Science 161 (julio de 1968):


347. <<

[104] Op. cit. <<

[105] Véase, por ejemplo, B. S. Brown, «Psychiatric Practice and Public


Policy», American Journal of Psychiatry 125 (agosto de 1968): 141-146.
<<


[106] Desde la Revolución francesa, y siempre más durante el siglo
pasado, casi todos los gobiernos occidentales han fomentado la creencia de
que no sólo las grandes desigualdades en materia de salud, sino también
las desigualdades de todo tipo —por ejemplo, de ambición, talento y, por
supuesto, salud— son iniquidades. El resultado de esta situación ha sido
comentada con gran ironía por C. S. Lewis: «Los hombres no se lamentan
tan sólo de su desventura, sino de la desventura como ofensa. Y el
sentimiento de la ofensa proviene del sentimiento de que una demanda
legítima les fue denegada. Por lo tanto, cuántas más demandas pueda
formular su paciente en la vida, con mayor frecuencia se sentirá ofendido».
(The Screwtape Letters and Screwtape Proposes a Toast, Macmillan,
Nueva York, 1971, págs. 95-96). <<

[107] Véase, por ejemplo, J. S. Clark, Jr., «Can the Liberals Rally?»,
Atlantic Monthly, julio de 1953, págs. 27-31. <<

[108] Los efectos deletéreos sobre el público de la licenciatura profesional


en general, y de la licenciatura médica en particular, han sido bien
analizados y articulados por Milton Friedman. Observa que la justificación
para la vigencia de normas especiales que regulan las licenciaturas, y en
particular las que regulan la práctica médica, radica en que «siempre se
consideró la necesidad de proteger el interés público. Sin embargo, las
presiones sobre los órganos legislativos que regulan las licencias
profesionales rara vez provienen del público… Por el contrario, las
presiones provienen invariablemente de los miembros de la propia
profesión» (Capitalismo y Libertad [Chicago: University of Chicago Press.
1972], pág. 140).

Salvo que uno crea en el especial altruismo de los médicos (del cual no
existen pruebas irrefutables), deberá deducirse inevitablemente que la
actual finalidad de las leyes restrictivas sobre las licencias —comparadas
con las que regulan la capacidad profesional específica de las personas,
como la de matemáticos o físicos, que no implican restricciones legales
sobre otros, que carecen de esa capacidad—, es precisamente contraria a la
meta que manifiesta y profesa. Con el pretexto de proteger al público de
profesionales incompetentes, protegen a éstos de la posible competencia de
otros vendedores de servicios requeridos y de la libertad de elección de un
público ilustrado. <<

[109] Rouse v. Cameron, 125 U. S. App. D. C. 366, 373 F. 2d. 451 (1966),
págs. 452, 453 y 456. <<

[110] Millard v. Cameron, 125 U. S. App. D. C. 383, 373 P. 2d. 468


(1966), pág. 472. <<

[111] Véase, en relación a este tema, mi libro Law, Liberty and


Psychiatry…, op. cit., págs. 214-216. <<

[112] M. Birnbaum, «The Right to Treatment», American Bar Association


Journal 46 (1960): 499. <<

[113] Véase, por ejemplo, T. Gregory, «A New Right» (editorial),


American Bar Association Journal (1960): 516; y The New York Times,
15 de diciembre de 1967. <<

[114] Gregory, «A New Right», op. cit., pág. 516. <<

[115] M. Levine, Psychotherapy in Medical Practice (Nueva York:


Macmillan, 1942), págs. 17-18. <<

[116] Instituto de Administración Pública, «A Mental Hygiene Law for


New York State», Art. 37, febrero de 1968, proyecto. <<

[117] Véase mi libro Law, Liberty of Psychiatry…, op. cit. <<

[118] En el caso Griswold v. Connecticut, los estatutos referentes a la


contracepción en el Estado de Connecticut fueron declarados
inconstitucionales por el Tribunal Supremo, basándose en el criterio de
que la contracepción violaba el derecho a la privacidad matrimonial, un
derecho que el tribunal consideró implícito en la penumbra de las garantías
específicas de la Carta de Derechos Humanos. Lo que debe señalarse de
este caso es que establece un antecedente en el que los legisladores de ese
Estado, debidamente asignados, niegan un tipo determinado de asistencia
médica a sus propios electores, cuando la mayoría del Tribunal Supremo
considera la asistencia médica como un derecho. [Connecticut General
Statutes Revised, pág. 53-32 (Supp. 1965), decretado como nulo en el caso
Griswold v. Connecticut, 381 U. S. 479 (1965)]. <<


[119] En relación con esto, véanse mis artículos «The Ethics of Birth
Control», en The Humanist 20 (noviembre-diciembre de 1960): 332-336 y
«The Ethics of Abortion», ibid, 26 (septiembre-octubre de 1966): 147-148.
<<

[120] L. W. Krinsley y R. M. Jennings, «The Management and Treatment


of Acting-Out Adolescents In a Separate Unit», Hospital and Community
Psychiatry 19 (marzo de 1968): 72. <<

[121] J. S. Mill, «Utilitarism», en M. Lerner, ed., Essential Works of John


Stuart Mill (Nueva York: Bantam Books, 1961), pág. 238. <<

[122] Véase, por ejemplo, «Testing Synanon», Time, 12 de julio de 1968,


pág. 74. <<

[123] La posición del médico en Checoslovaquia es ilustrativa. «La


Constitución [de Checoslovaquia] declara que el cuidado de la salud es un
derecho del pueblo, y que es deber del Estado satisfacer ese derecho». En
la práctica, este derecho se asegura mediante «la asignación [por el Estado]
de un bajo status económico (productivo) para los servicios sanitarios…
Un obrero especializado de fábrica puede ganar mucho más que un médico
gracias a los incentivos. Incluso un taxista puede ganar más que un
médico… Casi universal fue el comentario: “No atraemos a las mejores
personas a la medicina”». (J. D. Cooper, «Checoslovaquia refleja
problemas del plan regional», Hospital Tribune, 9 de septiembre de 1968,
págs. 1 y 16). <<

[124] J. S. Mill, «Utilitarism», op. cit., pág. 230. <<

[125] P. A. Freund, «Social Justice and the Law», en R. B. Brandt, ed.,


Social Justice (Englewood Cliffs, N. J.: Prentice-Hall, 1962), pág. 95. <<

[126] Véase, en relación con este tema, mis libros The Manufacture of
Madness…, op. cit., e Ideology and Insanity…, op. cit. <<

[127] Por ejemplo, véanse F. A. Hayek, The Counter-Revolution of


Science: Studies on the AbiLse of Reason (Nueva York: Free Press, 1964),
y F. Matson, The Broken Image: Man, Science and Society (Nueva York:
Brasiller, 1964). <<

[128] «Benjamin Rush to Granville Sharp», 9 de julio de 1774, en J. A.


Woods, ed., «The Correspondence of Benjamin Rush and Granville Sharp,
1773-1809», Journal of American Studies 1 (abril de 1967): 8. <<

[129] «Rush to Granville Sparp», op. cit., 28 de noviembre de 1783, ibid.,


pág. 20. <<

[130] Rush, Medical Inquiries and observations upon the Diseases of the
Mind (1812; Nueva York: Macmillan, Hafner Press, 1962), págs. 225-256.
<<

[131] Rush, «Lecture on the Medical Jurisprudence of the Mind» (1968),


en The Autobiography of Benjamin Rush: His «Travels Through Life»
Together with His «Commonplace Book for 1789-1812», ed., G. W.
Corner (Princeton, R. J.: Princeton University Press, 1948), pág. 350. <<

[132] Rush, Medical Inquiries, op. cit., pág. 265. <<

[133] Ibid., pág. 175. <<

[134] Rush, Letters of Benjamin Rush, ed. L. H. Butterfield (Princeton, N.


J.: Princeton University Press, 1951), vol. 2, pág. 1090. <<

[135] Ibid., pág. 1092. <<

[136] Véase mi libro Law, Liberty and Psychiatry…, op. cit., esp. págs.
212-222. <<

[137] K. Menniger, The Human Mind, 3.ª ed. (Nueva York: Knopf, 1966),
pág. 449. <<

[138] Menninger, Introducción a The Wolfenden Report: Report of the


Committee on Homosexual Offenses and Prostitution (Nueva Yok: Stein
& Day, 1964), pág. 5. <<

[139] Ibid., pág. 6. <<

[140] Menninger, Man against Himself (Nueva York: Harcourt Brace


Jovanovich, 1938), pág. 61. <<

[141] Menninger, The Crime of Punishment (Nueva York: Viking Press,


1968), pág. 108. <<

[142] Ibid., pág. 207. <<

[143] Ibid., pág. 257. <<

[144] Ibid., págs. 260-261 <<


[145] Ibid,, pág. 265. <<

[146] C. S. Lewis, The Screwtape Letters and Screwtape Proposes a


Toast…, op. cit. <<

[147] Lewis, The Abolition of Man (Nueva York: MacMillan, 1965), págs.
76-77. <<

[148] Lewis, «The Humanitarian Theory of Punishment», Res Judicatae


(Melbourne University, Melbourne, Australia), vol. 6 (1953): 225. <<

[149] Ibid., pág. 226. <<

[150] Ibid., pág. 228. <<

[151] Ibid., pág. 229. <<

[152] Menninger, The Crime of Punishment, op. cit., pág. 262. <<

[153] W. F. Frankena, «The Concept of Social Justice», en Brandt, ed.,


Social Justice, pág. 3. <<

[154] Ibid., pág. 23. <<

[155] Véase, en general, mi libro The Myth of Mental Illness…, op. cit.,
esp. págs. 241-240. <<

[156] Véase mi libro (ed.) The Age of Madness…, op. cit. <<

[157] Véase mi artículo «The ACLU’s ‘Mental Illness’ Cop-Out», Reason,


5 (enero de 1974): 4-19, y mi prefacio a la edición íntegra de The Age of
Madness (London: Routledge & Kegan Paul, 1975), págs. XV-XVIII. <<

[158] Véase mi libro The Manufacture of Madness…, op. cit., págs. 13-16.
<<

[159] Recogido por N. Ridenour, en Mental Heath in the United States: A


Fifty-Year History (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1961),
pág. 76. <<

[160] Consejo de la Asociación Norteamericana de Psiquatría, «Position


Statement on the Question of the Adequacy of Treatment», American
Journal of Psychiatry 123 (mayo de 1967): 1459. <<

[161] Mental Health Act, 1959, 7 y 8 Eliz. 2, Ch. 72 (Londres: Her


Majesty’s Stationary Office, 1959), pág. 15. <<

[162] En inglés, to be ill y sick. (N. del T.) <<


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