Puppo Julio Cesar Cronicas de El Hachero
Puppo Julio Cesar Cronicas de El Hachero
Puppo Julio Cesar Cronicas de El Hachero
DE
EL
HACHERO
JULIO
CESAR
PUPPO
BOLSILIBROS ARCA
Crónicas de El Hachero
JULIO CESAR PUPPO
Crónicas de
El H a c h e r o
ARCA / Montevideo
Copyright by Editorial Arca
Arquímedes 11 8 7 , M ontevideo
Queda hecho el depósito que marca la ley
Impreso en Uruguay; Printed ¡n Uruguay
Edición am parada en el art. 7 9 , ley 1 3 .3 4 9
Son crónicas de El Hachero. Este nom bre
se da en el fútbol al que prefiere em plear el
juego ilícito, al m argen de los reglam entos. Lo
he adoptado porque yo tam bién empleo un len
guaje —ese mismo lenguaje popular— que po
d ría calificarse de ilegal, gram ática en mano.
Soy pues, un hachero de la literatura. Y no me
acuso de ello; sim plem ente informo. — E l H a
chero. (Prólogo a las Crónicas de El Hachero.)
— 7
aunque pensara "; haber hecho lo con-
trario hubiera noche y su amistad.
Usaba sombrero y no le gustaban los viejos. Las mu
jeres sí, mucho. Y la música, y no desafinaba cuando
cantaba aunque sí cambiara las letras.
Con el tiempo, su estilo cambió. Se modernizó y
“cada vez escribía más” aunque por adentro era igual. Y
le gustaba hablar de las cosas que escribía, pero no de
cómo las escribía.
..L o reventaban las convenciones. No visitaba enfer
mos. Tampoco quería que lo fueran a visitar cuando él
lo ;estaba.
Nunca conocí su casa porque nunca me invitó.
Editó, en vida, “Ese mundo de el Bajo” (Ed. Arca,
1966) y las “Crónicas de El Hachero” (Ed. Nueva Amé
rica) ambas ediciones agotadas.
Hoy, la suerte, sí, la suerte y la audacia me han
convertido en un seleccionador de sus notas, y en una
especie de “viuda de Gardel” que detesto.
El Hachero se hubiera merecido un análisis litera
rio —como corresponde a un buen escritor— que no ha
go porque no me gusta “payar” y además porque no es
toy “mamado”.
Su viudez, es de quienes la merecen ,esa cantidad
de viudas verdaderas de aquellos ranchos del Buceo, a
l^s que él siempre recordó con tanto amor.
A la que robó el banco para el rancho o a la que
soportó con él los nervios de la final del Mundial del
30, a todas ellas, a esas “Mimí estilizadas a fuerza de
ayuno”, a todas ellas a las que me atrevería a. dedicar
esta selección de lo que escribió su compañero.
Jorge Sclavo
8 —
EL HACHERO ENTREVISTADO
POR JULIO C. PUPPO
— 9
OPINION SOBRE EL AMOR
10 —
Hachero. — Creo; además, creo que el mejor amigo
del perro es el bichicome, que lo tiene siempre gordo,
que se priva de su comida para dársela, aparte de que
le otorga una libertad que es lo que más vale para el can.
Repórter. — ¡Veo que conoces bien la material
Hachero. — Al perro le das de comer y chau. No te
pregunta a dónde vas, ni a qué hora vas a volver, no
tenes que aguantar su charla insulsa y, de premio, invi
tarlo con el copetín y llevarlo a comer y después al cine
y entretenerlo con las pavadas que decís vos mismo y
acompañarlo hasta la casa y ya en la puerta, esperar que
diga que le gustaría mucho tener una carterita de antí
lope. ¿Calás?
— 11
OPINION SOBRE LA MORAL
12 —
LOCURAS DE PRIMAVERA
— 13
—¿Tás loco? ¿Qué ocurrencia es ésa?
—¡Vamos, no seas boba; que la noche tá macanuda!
Lo estaba efectivamente. Aquel cielo alto de
estrellitas; aquel olor fresco a pasto y a salitre; ese mar
oscuro y misterioso que rezongaba su cansancio. . .
Empezamos a cantar. Primero, bajito; después, mas
fuerte, y las voces rebotaban en el espacio y se tiraban
lejos, rodando, rodando...
Los dos solos, en medio de esa noche tibia, primave
ral, deberíamos estar magníficos. Nos besamos.
—¡Vieja!...
-¿Qué, negro?
Me había asaltado una inspiración repentina; un
proyecto realizable, quizás el único en esa noche que
encendía los nervios. Le señalé hada la sombra de una
verja:
—Mirá qué lindo banco!
—Pero¿ vos tas loco? Sí nos llega a ver alguno?...
—No seas boba; vamos.
La pobre era muy débil y acató mi sugestión. Tem
blando, se aproximó al banco, lo tomó por un brazo, si
guiendo mi ejemplo, y empezamos la marcha.
—Pero nene, ¿para qué lo queremos?
—Vos dejame: ¡para sentarnos!
Aquel demonio de banco pesaba una enormidad.
Las patas nos golpeaban en las canillas obligándonos a
dar pasetes falsos. Como potrillos. A las cuatro cuadras
no podíamos más. Jadeantes, exhaustos, doblados, hom
bre y mujer en ese riguroso esfuerzo de solidaridad, de
beríamos semejar alguna de esas estampas del Exodo.
—Viejo, ¡mirá!
—¿Qué? ¿Lo qué?
14 —
Lo que se presentó a mis ojos, y más que eso, lo
que súbitamente me vino a la imaginación, fue terrible.
Corriendo, con los brazos abiertos, con el capote
abierto como las alas de un vampiro gigante, se apro
ximaba un guardia civil.
Tiramos el banco y empezamos a correr nosotros
también. Pero mi desdichada amiga, con sus taquitos
altos, con sus tobillos flojos y quebradizos, no podía con
tinuar mucho tiempo. Era inútil, pues, huir. Esperamos.
Como dos niños sorprendidos en una huerta, contra el
alambre.
—¿Qué hacían ustedes?
La pregunta estaba demás, lo mismo que la respues
ta. Sin embargo nos ajustamos a estas elementales fór
mulas sociales.
Con gesto desolado, en que no había la mínima
ficción, le señalé el banco.
—¿Dónde lo robaron?
- A llá ...
—¿Y ustedes saben lo que les espera?
¡Si lo sabría! Lo que nos esperaba era que nos ha
rían culpables de todos los robos por allí ocurridos. Lo
que nos esperaba eran las fotografías de frente y de
perfil, las impresiones digitales, las rejas...
El temor me hizo locuaz; expliqué al agente mi si
tuación con términos sinceros, con expresiones de fran
co arrepentimiento. Le hablé al alma: a su corazón de
hombre,a su conciencia de funcionario. Y conseguí que,
al menos, no llevara a la muchacha. Pero todo ese traba
jo también fue inútil. Ella no quería irse sin mí. Se em
peñó. Su gesto tenía algo de heroico, de abnegado y va
liente cuando se prendió a mi brazo, con la frente le
vantada, acusando su decisión.
— 15
Parecía una de aquellas mujeres fuertes de la his
toria que en un desprendimiento sobrehumano, en un
sacrificio de sí mismas, dijeran a su compañero:
—"Viejo, tome la garabina y vaya a matar salvajes
unitarios”.
Era así. Tuvo esos rasgos de fidelidad, de cariño,
siempre, hasta el día que se me escapó con un violinista.
Tenía esos rasgos entemecedores, admirables, con que al
fin tocó la sensibilidad del buen guardián, paisanito de
recho, comprensivo, noble.
Estoy seguro por eso, que tenía éste los ojos llenos
de lágrimas, igual que yo, cuando dijo, en un acento
fraternal:
—Bueno; yo no les viá'acer nada. Lleven el banco.
Le regalé todo lo que tenía en el bolsillo, que eran
dos pesos; lo abracé efusivamente, lo llamé “gaucho lin
do”, le indiqué la redacción del diario en que traba
jaba —por si alguna vez necesitaba algo— y tomamos el
banco y volvimos para atrás.
Otra vez los golpes en las canillas, otra vez los pa-
setes falsos y los saltitos, como si nos pincharan con una
picana. Otra vez la misma escena del guardia civil co
rriendo hacia nosotros, con las alas abiertas, cuando ape
nas habíamos hecho irnos doscientos metros.
—¿A Dónde van?
—A ponerlo donde estaba. . .
—No, hombre; lléveselo pa su casa.
Ustedes creerán que eso nos produjo una gran sa
tisfacción. Se equivocan. Nos miramos, ella y yo; las mi
radas cayeron doloridas al banco; medimos la distancia
recorrida y la que tendríamos que recorrer, y sentimos
una profunda depresión moral. Otra vez para atrás!
16 —
Torcidos, desfallecientes, golpeados, arrastrando los
pies, parecíamos los barqueros del Volga, Qué castigo,
señor! Castigo interminable!
Llegamos al rancho y el banco no cabía. Para me
terlo hubiésemos tenido que sacar la cama. No podía
mos, tampoco, dejarlo afuera, a la vista de todos. ¿En
tonces?
Volvimos a miramos, volvimos a mirar el banco y,
sin hablamos —que no hubiéramos podido con las ga
nas de llorar que teníamos— lo tomamos por los brazos y
salimos: yo adelante, ella atrás, separados por el banco
como por una maldición, aferrados a él como a un
destino.
¿Estábamos condenados a banco perpetuo? Llegué
a temerlo. Quién sabe, todavía, lo que podría sobre
venir!
Así, pues, nos abrazamos y nos besamos, más ale
gres que si hubiésemos huido del infierno, cuando el
maldito mueble volvió a su antiguo rincón, al lugar don-*
de lo habíamos tomado. Una sensación amplia de liber*
tad nos llenaba el alma. Daban ganas de descalzarse y
ponerse a correr.
Efectivamente, yo había estado loco, como decía
ella. Pero ya éramos libres y dichosos.
Transcurrió un par de meses. No había olvidado aún
aquella severa enseñanza, ni habían desaparecido total
mente los machucones de mis canillas, cuando una noche
se me presenta el guardia civil en la redacción:
—Como usté me dijo que si precisaba algo. . .
—Ah, sí! Macanudo, viejo —le dije con fingido hu
mor, pero molestado por la idea de que aquel hombre
se sintiera con algún derecho sobre mí—. Sí; hizo bien
en venir!
— 17
Le di cincuenta centésimos. El oficio no daba para
más. Y al mismo tiempo me propuse descartarme de ese
sujeto que tenía toda la apariencia de un chantajista.
—|Qué clavo con el banco! No supe dónde ponerlo.
Me hizo una guiñada cordial, como si ocultara un
secreto familiar que reservaba para último momento, y
dijo persuadido:
Era un banquito macanudo, amigo!
—Sí. . . pero no me sirvió para nada.
—¿Cómo amigo? ¿Y para sentarse?
Evidentemente, no creía en mis palabras. Supo
nía que al restarle méritos al banco me proponía des
merecer su buena acción para conmigo y retirarle, en
consecuencia, la protección o ayuda prometidas.
—Sí; tuve que volver a ponerlo donde estaba!
Esta revelación le cayó como un balde de cemento.
Se fijó en mí extrañado, huido; miró los cinco reales que
tenía en la mano como si estimara injusta esa recom
pensa; volvió a fijarse en mí angustiado, pensativo, qui
zás defraudado en sus más sanas intenciones.
Me dio lástima. Me arrepentí de haberle hecho ese
desprecio a él, que tan noblemente se había portado
conmigo. Bajé los párpados avergonzado y permane
cimos así, en silencio, unos minutos; no sé cuantos. Has
ta que él, siempre mirando al suelo, habló con voz en
trecortada:
—Ahora estoy en el Parque Durandeau. . . Allí no
hay nada para ro b a r... Pero cuando tenga una parada
buena, vengo y le aviso...
Aquel muchacho era, sin disputa, un hombre hon
rado.
Debo a una locura primaveral, el haberlo conocido.
18 —
UNA VIDA EXCEPCIONAL
— 19
aquellas piernas oscuras y finas empezaran a hundirse
en los años y las visagras enmohecidas por muchas llu
vias empezaran a chirriar.
Lo predijimos.
20 —
Cuando estaba en su apogeo, Andrade, más de una
vez creimos descubrir en la mueca desdeñosa de sus
labios y en sus ojos entornados que parecían mirar siem-
jre a la distancia, un infinito desprecio hacia quienes
fe rodeaban y proclamaban como ídolo. Entonces pen
samos que el tiempo habría de castigar cruelmente su
altivez.
Pero poco más tarde volvemos a ver a Andrade.
Había perdido su brillo y su fama. No interesaba a
nadie. Había perdido sus amigos de las épocas buenas y
cuando volvió al barrio tampoco encontró allí una mano
que se extendiera fraterna. Había perdido todo.
Todo menos su gesto despectivo, y la gallardía de
su estampa y la indiferencia altiva hacia este mundo
nuestro.
Porque es así: duro, impenetrable tanto al odio co
mo a la ternura.
Esa nota que publicamos lo molestó. Quienes lo
vieron en aquel momento dicen que tomó el diario y lo
deshizo en virutas.
Más aún, prometió tomarse venganza.
Pero pasaron dos meses, no más, y una noche de
Carnaval nos encontramos a Andrade confundido en una
agrupación de negros frente a la redacción del diario.
El tambor cruzado al pecho, los ojos cerrados en
un profundo éxtasis, el oído dormido sobre el canto ar
monioso y dulce de los pinos. Andrade, olvidando todo
resquemor, venía, él también, a ofrendarnos su simpa
tía con el alma puesta en el parche.
— 21
tas como a un extraño amuleto, con algo de temor, algo
de curiosidad y quién sabe qué extraño sensualismo sal
vaje.
Una vez el loco Romano lo fue a buscar a una di
rección que el mismo José Leandro le había dado.
Llegó frente a un suntuoso apartamento y pensó:
“Me habré equivocado”. Igual se resolvió. Y allí, su sor
presa no tuvo límites. Ante la invocación de una don
cella a quien lo único que se le entendía era “mesié An-
drad”, apareció José Leandro vistiendo un regio kimo
no de seda, en aquellas habitaciones llenas de pieles, de
estatuitas, de “abat jours” y perfumes.
Un par de días más tarde Andrade andaba de nuevo
suelto. Lo aburría el amor, lo ahogaban las pieles, lo as
fixiaba ese aire cargado de esencias, a él acostumbrado a
respirar fuerte en la costa de Palermo que bendice el
mar, y a recibir con el pecho descubierto el sol picante
de la muralla.
22 —
ENTRETENIMIENTO INOCENTE
— 23
Existe una gran satisfacción, un buen desahogo en
eso de gritarle al juez. Por un momento se tiene la im
presión de que no volverán a reproducirse los errores.
Pero sucede siempre que la cosa es a la inversa, y
el juez así maltratado empieza a fallar mecánica, riguro
sa, sistemáticamente.
Entonces el hombre perdió la línea. Rojo como un
ladrillo, enfurecido, brillante de rabia, le gritó:
—Ladrón, atorrante, chorro, bombero!!
24 —
Y he visto a los chiquilines con una decisión salva*
je, con un gesto voraz, zambullirse sobre las sandías
abiertas y devorarlas con una fruición indescriptible.
La actitud de ese hombre esperando el pasaje del
juez por la escalera me recordó aquellas escenas.
Quizá, él también, ahí mismo fuera a devorarle las
entrañas. Corrió ágilmente hacia el borde del precipi
cio; el sobretodo, desprendido, le vuela detrás. De re
pente pierde equilibrio, pero sigue corriendo con un
pie en el escalón y otro en el de arriba, como si tuviera
una pierna más corta.
Hasta que llega al destino. Allí cuelga medio cuer
po para no perderse detalle del que sube la escalera.
Con la boca abierta, los ojos salientes, parece una gár
gola o alguno de esos otros monstruos.
El juez —pobre!— que es un voluntario, viene po
niéndose el saco. Está en eso cuando un naranjazo le
saca el sombrero limpito. Insulta. Los llama maulas a
todos esos que forman una muralla de caras hostiles.
Se agacha a recoger el sombrero, y otro naranja
zo le revienta en el lomo.
En ese momento, una cáscara le pasa silbando por
el oído y le proporciona un ligero sobresalto.
En seguida otra por sobre el cráneo. Sube y baja la
cabeza como tero de chacra. Las cáscaras llueven. A
estar a esas manifestaciones, es indudable que no tienen
interés en oírlo. Y el juez lo comprende así e inicia una
retirada rápida. Se devora los escalones. De a tres, de a
cuatro, pasan bajo sus piernas largas.
Lleva el pescuezo encogido, hundido é r e las hom
bros. Sigue igualmente, con sus moviraíefttóV dé teru
tero. Es posible que en este momento eiwidie tat suerte
—
de los caracoles que se pueden meter enteritos dentro
de sí mismos.
Las cáscaras siguen lloviendo hasta que el home
najeado desaparece.
El hombre se sacudió las manos, se acomodó la ro
pa, y satisfecho del deber cumplido volvió a su primi
tivo asiento, con la paz reflejada en el semblante, con la
conciencia tranquila, con el corazón alegre.
Allá, en su casa, la señora que salió a la puerta a
enterarse de los cuatro gurises, le explica a las vecinas.
—Sí, mi marido fue al fóbal. Es la única diversión
que tiene el pobre! B ueno... cuando se llega a cierta
edad! Pero ya las habrá hecho, él también, en su juven
tud! No vaya a creer. Ya habrá hecho de las suyas...
26 —
DOMINGO SIN FUTBOL
— 27
salú de la vieja no se juega —argüía sensatamente— por
que madre hay una sola”.
Entonces. . . ¿Ir al cine como los botijas? ¿Al sport?
28 —
to a la luz del día lo perturba. Parece que se le vieran
todos los defectos, o sea los pelos de la oreja, los puntos
negros de la nariz. Además, no es lo mismo para hablarse
al alma, que sean las diez de la noche como las tres de
la tarde. Y todavía otra cosa: que habituado al fútbol a
esa hora, a dar rienda suelta a su entusiasmo, al delirio
contenido durante toda la semana junto al torno, este
cambio a que lo obligaba un domingo en blanco, lo te
nían molesto, descentrado.
El no era tímido; estaba fuera de su ambiente, na
da más.
— 29
—“Van a escuchar al “Zorzal de Comercio y Comodo
ro Cué”, —dijo la radio que siempre tiene salidas muy
oportunas.
30 —
EL MALVON DE LA CASITA
— 31
Me propuse hacer lo mismo frecuentemente y en esa
forma fuimos trabando amistad hasta el momento en que,
ya íntimos, la llevé para adentro y le di mi techo.
La transformación experimentada por la planta fue
notable. Limpita, cuidadosa, vigorosa, me llenaba de
alegría y de orgullo.
Le pinté la lata, la bañé todos los días, le corté el
pelo y le limpié las uñas. Sin darme cuenta la iba que
riendo. Aquella plantita era como un niño recogido en
la calle. Y como esos pobres niños, había tenido también
la piel áspera y el tronco vencido.
32 —
Cuando sus ojos tropezaron con la planta se acen
tuó un gesto de ternura, tal vez de piedad y dijo dul
cemente:
—Ay, negro! ¿De dónde sacaste esa porquería?
El calificativo me hizo mal.
Después, andando los días, advertí que la mujer, con
su terrible intuición, había adivinado desde el primer
momento una rival en la humilde plantita.
Una rival que le sustraería un poco de mi atención,
y otro poco de mi cariño.
Y así, para contrarrestar los efectos del malvón, una
tarde se vino con un culandrillo. Yo nunca le había teni
do afecto a las plantas; ya lo dije. Pero en el caso de te
nérselo a alguna, seguramente que no habría sido al cu
landrillo.
No me gusta. Es una planta maricona, de sombra,
de calor. Como esas personas enfermas de aristocracia.
Pálido, débil. Debe ser hasta cocainómano!
A ese sujeto, ponía contra mi malvoncito reo, gracio
so y lleno de salud.
Y para él eran todos los cuidados.
— 33
Allí me esperaba un cielo limpio, alto, cubierto de
estrellas; un aire tibio con olor a campo, toda la belleza,
en fin, contra la miseria que dejaba atrás.
Había andado apenas un par de metros cuando oí
entre las cañas de los choclos una agitación de hojas.
Como el aletear de un ave que despertara asustada.
En seguida, el golpe sordo de un cuerpo pesado que
cae de lo alto.
Y comprendí todo. Volví atrás, me arrodillé junto al
malvoncito quebrado de muerte y arranqué una hoja,
que todavía guardo, para cuando tenga novia, regalársela.
34 —
EL GLORIOSO PASADO DE MI VECINO
— 35
Me propuse hacer lo mismo frecuentemente y en esa
forma fuimos trabando amistad hasta el momento en que,
ya íntimos, la llevé para adentro y le di mi techo.
La transformación experimentada por la planta fue
notable. Limpita, cuidadosa, vigorosa, me llenaba de
alegría y de orgullo.
Le pinté la lata, la bañé todos los días, le corté el
pelo y le limpié las uñas. Sin darme cuenta la iba que
riendo. Aquella plantita era como un niño recogido en
la calle. Y como esos pobres niños, había tenido también
la piel áspera y el tronco vencido.
32 —
Cuando sus ojos tropezaron con la planta se acen
tuó un gesto de ternura, tal vez de piedad y dijo dul
cemente:
—Ay, negro! ¿De dónde sacaste esa porquería?
El calificativo me hizo mal.
Después, andando los días, advertí que la mujer, con
su terrible intuición, había adivinado desde el primer
momento una rival en la humilde plantita.
Una rival que le sustraería un poco de mi atención,
y otro poco de mi cariño.
Y así, para contrarrestar los efectos del malvón, una
tarde se vino con un culandrillo. Yo nunca le había teni
do afecto a las plantas; ya lo dije. Pero en el caso de te
nérselo a alguna, seguramente que no habría sido al cu
landrillo.
No me gusta. Es una planta maricona, de sombra,
de calor. Como esas personas enfermas de aristocracia.
Pálido, débil. Debe ser hasta cocainómano!
A ese sujeto, ponía contra mi malvoncito reo, gracio
so y lleno de salud.
Y para él eran todos los cuidados.
— 33
Allí me esperaba un cielo limpio, alto, cubierto de
estrellas; un aire tibio con olor a campo, toda la belleza,
en fin, contra la miseria que dejaba atrás.
Había andado apenas un par de metros cuando oí
entre las cañas de los choclos una agitación de hojas.
Como el aletear de un ave que despertara asustada.
En seguida, el golpe sordo de un cuerpo pesado que
cae de lo alto.
Y comprendí todo. Volví atrás, me arrodillé junto al
malvoncito quebrado de muerte y arranqué una hoja,
que todavía guardo, para cuando tenga novia, regalársela.
34 —
EL GLORIOSO PASADO DE MI VECINO
— 35
Volvieron a golpear y ya no tuve más remedio que
levantarme. Por la insistencia, debía tratarse de algo serio.
Entonces, frente a mí, un pobre hombre con un pa-
quetito en la mano, me dijo:
—¿No quiere comprar ondulines para la señora?
—No tengo ninguna señoral —contesté con fingida
suavidad, pero con un profundo rencor reprimido, con
una rabia tremeda que me agitaba el corazón. Y en tanto
vi alejarse al odioso vendedor, apareció don Costa, muy
alegre, me hizo la venia y empezó a marcar en tono fes
tivo, llevando una escoba a manera de fusil.
Y yo pensé:
Después, si uno les revienta la ciruela de un tiro
dicen que es un criminal!
86 —
Llegué a la conclusión de que el único remedio,
quizás, fuera escuchar su historia. Lo pensé sin decidir
me, desde luego.
— 37
“¿No hay para mí? ¿No hay para mí?” —les oía decir. To
das, joven!... allí conocí a ésta (señaló con la cabeza ha
cia su casa). Era una linda mujer. Ahora está vieja...
claro, joven, los años pasan. . .
Volvió a clavar sus ojos humedecidos por la emoción
en la claridad del cielo, de ese mismo cielo que cubrió
las luchas de su época juvenil.
—Ay mis tiempos amigol Esos no vuelven. Ya no hay
carteros como aquellos de hace veinte años!...
38 —
“DE INDEPENDENCIA A CARRASCO”
— 39
—Caramelos para el viaje?
Esas palabras tan simples, ahondaron más aún nues
tro sentimiento.
El viajel. . . Sería muy largo, seguramente, si era pre
ciso llevar provisiones con que entretenerse. Dejaríamos
muy atrás, estas lindas palmeras, estas casas viejas, estas
ventanitas iluminadas que nos seguirían largo trecho con
su mirada de despedida. Hasta hacerse difusa, hasta nu
blarse, quizás bajo una lágrima.
40 —
Por suerte tomó ubicación detrás nuestro un matri
monio joven. Recién casaditos, los palomos se deshacían
en ternuras.
Ella era muy rica. Nos observó un instante y dijo
algo al oído de su esposo que, disimuladamente, se cer
cioró si llevaba consigo el revólver.
Después estiró el cogotito, como si tragara saliva y
puso una carita que parecía decir: “Yo soy muy desgra
ciada porque a mí nadie me quiere”.
Pero él, que la entendía, aproximó su cabeza a la de
ella, afectuoso, amante, solícito y le preguntó embargado:
—Erutaste nena? Eso es bueno; eso es bueno!
— 41
De repente el sordo me pegó un codazo y balbuceó
disimulado:
—No mirés p’allá.
—Quién es?
—Es un amigo de la infancia. Hace una hora que me
está afilando pa’ saludarme. Los amigos de la infancia
son una peste. Te miran, te siguen, parece que tuvieran
un gran interés en v e rte ... ¿Y todo para qué? Para de
cirte: “Che, qué gordo estás!”.
—Diga, ¿va a tardar mucho todavía?
—En seguida sale.
Bajamos del ómnibus helados. Tanto rato parados ahí
en la plaza, nos había filtrado el frío hasta los huesos.
Nos sacudimos los miembros entumecidos.
Cuando nos dirigimos al boliche un reo amigo pegó
el grito:
—Mirá los burguesitos; se vienen de Carrasco, nada
menos! ¿Cómo estaba la ruleta, che?
42 —
PUERTO RICO: ULTIMO PUERTO
— 43
LO MAS TIPICO: “PUERTO RICO”
44 -
un poco de ternura a los corazones endurecidos por la
vida infame.
Ese entarimado es, posiblemente, el único punto neu
tral para las pasiones, y hasta allí no llega el odio de los
hombres ni la intriga de las mujeres. Se les admira, se les
reverencia, dentro de ese ambiente en que flota un ma*
chismo áspero, petulante, exaltado por la caña, la mú
sica, las miradas condescendientes de las turras.
LA HISTORIA DE TODOS
— 45
Allí se perfeccionó la pecadora, y cuando volvió al
barrio, ya no era aquélla la pebeta alocada que apuntaba
sus memorias con los afilecitos de la esquina. Era la rea
erudita, con el alma enferma de deseos y la carne en
cendida de placeres todavía no gustados.
Se metió en un cabaret del centro y así empezó su
carrera.
EL ULTIMO PUERTO
46 —
llevó la miseria, los arrastró la comente de la vida a ese
último puerto que está tirado junto a la vía del ferrocarril,
donde los vecinos tiran la basura.
Se redujo el sport de la mina y el tipo necesitó apor
tar algún peso para apuntalar la olla. Entonces se hizo
chorro, batilana, jugador. Confidente desleal de la policía
y de los delincuentes, según viera mejores probabilidades.
Perdió toda su propia estimación, se formó una moral
aparte y a ella se aferró como un último orgullo: ser ma
cho, guapo, bebedor y bailarín.
Esta historia de uno es la historia de todos los que
han llegado al ‘Tuerto Rico” como al último refugio. Es
la vida misma de ese malevaje que se ha reunido por
identidad sentimental en el suburbio de la Unión, lejos
de las miradas del mundo,a solas con su idiosincracia, sus
vicios, sus gustos torcidos y protervos.
Es la población maldita de esa isla que se enciende
en las noches, poniendo animación y bullicio entre el ran
cherío que duerme bajo sus tapiales de madreselvas y
campanillas. . .
— 47
BAILE EN EL CLUB DEL BARRIO
48 —
—Pero Carmen, ¿vos tás loca? Qué pasó? Qué hay?
—le decía él con gestos estudiados. Una cosa trajo a la
otra y que patatín y que patatán y al final el Toto que
es muy hombre le dijo “que te garúe finito”.
Pero en el fondo, ¿sabés?, quedó como una brasa,
encendido aquel cariño. Por eso el Toto anda medio en
curda ahora. Por eso y porque además es el mimado del
cuadro. La gloria, la popularidad le embargan los sen
tidos; la desdicha de su amor lo hace bello, sufrido y
grande a sus propios ojos. Y la presencia de Carmelita,
hoy más linda que nunca, más que cuando lá creía suya,
le inquieta y le hace decir torpezas. Está sin medias, ella.
Esas patitas gordas de deditos cortos, parecen ravioles.
De sus caderas redondas y firmes caen con gracia los
pliegues del vestidito naranja que le regaló el padrino el
día del cumpleaños. En el pecho una flor roja con el
cabito para arriba. Quiere decir que no tiene novio. Una
flor roja como esa boca que tantas veces le juró embele7
sada “te quiero y te querré” y que ahora, en un remilgo
vanidoso y fingido le pregunta al Pepe:
—¿Como dice, joven?
El P e p e ... Apaguen los puchos! El Pepe es un guiso.
¿Vos sabés lo que es un guiso? Hay dos clases. El bacán
que quiere aparentarse reo y el reo que quiere pasar por
tipo bien. El Pepe es de estos últimos. Nació de un caror
zo, como quien dice, y anduvo de vago hasta que entró
en la “Vestigación”, como le llaman los muchachos. ¿Y
ahora qué quiere?
Carmelita baila que es un trompo. Y en los giros del
vals se le ve hasta cercita de las rodillas.
Los amigos del Toto, que la rodean, la miran atra
vesados como trote de perro. Si fuera hace unos años, ya
se habría armado lío. Pero hoy los muchachos no pelean.
— 49
Hoy les da por cantar cuando el alma empuja por salirse,
de amor, de dicha o de rabia.
“Mujer que vas a rodar
Como la falsa moneda
Que de mano en mano va
Y ninguno se la queda. . . ”
No le gusta esa música porque es mentira. La mone
da falsa no rueda; se queda en la mano de algún infeliz
otario, igual que la mujer mala. Pero Carmelita no es
mala. No, no es. Lo que hay es que no quiere rebajarse.
Y él tampoco. Para eso es hombre, dice él. Para eso soy
mujer, piensa ella. ¡Y qué bien quedarían juntos! El, el
mejor centrofóbal del barrio; ella, la piba más linda y más
graciosa... Sin embargo, ahora que se acaba el baile pa
recen acercarse. Ella, que estaba tan indiferente, que no
le daba ni un poquito de perejil lo mira con disimulo.
De repente se encuentran los ojos. Como en aquellas no
ches felices junto al portoncito! Pero el Toto, igual que
si le sorprendieran en un delito, se sonroja y pone agrio.
Al cruzar el patio, la zorrita le dice dulcemente y muy
bajito: “Adiós, malo”.
En él pudo más el orgullo y no contestó. El corazón
se le oprime, los ojos le arden. Cada uno de los breves
pasitos que se alejan, le golpea las sienes. De atrás le ve
el cogotito afeitado, muy blanco y se le quiere salir un
beso. Un beso que vaya a acompañarla esta noche mien
tras llore. Que él también va a llorar. Sí; con todo lo
fuerte y lo guapo que es; que los arqueros lo ven acercar
y tiem blan... Sí, con todo!
Quizás ahora m ism o...
Ocultó la cara, dándose vuelta hacia la pared. Los
ojos empañados se clavan en la puerta que tiene calado
50 —
un corazón; parece que se movieran ante ellos las letras
que indican “Conserve la higiene” a las que un reo agre
gó “Vueno”.
En la calle todavía oscura, el zaguán abre una bre
cha iluminada. Sale un hombre y se lleva el pizarrón en
el que el sereno de la madrugada ha borrado el anuncio
de “Hoy, gran baile familiar”. Y una canción dolorida se
anticipa al despertar de los pájaros y va a sacudir los ár
boles dormidos:
“Llora, llora corazón
Llora si tienes por qué,
Que no es delito en el hombre
Llorar por una m u jer.. . ”
— 51
HOY - FUNCION DE BENEFICIO - HOY
52 —
La Cholita brilla en el escenario. Es simpática y ro
busta. Tiene pantorrillas de gaitero y posiblemente va a
bailar una jota.
¿A ver? No; va a cantar.
En seguida sale Morales.
Morales es un pretencioso y los muchachos lo odian.
Juega de entreala y cuando los retratan agacha la cabeza
para no salir. Quiere hacerse el misterioso como aquel
gran Ohaco.
Siempre se retrataba con la cara escondida Ohaco.
La gente empezó a decir que había hecho un crimen y
no quería que lo reconocieran. Esa leyenda duró mu
chos años.
Ahora Morales quiere hacer lo mismo.
“Sus ojos se cerraron
y el mundo sigue an d an d o !...”
Desde la platea, los reos le hacen ruiditos con la boca,
“Su boca que era mía
ya no me besa m á s.. . ”
— 53
De repente saluda y se va, y el cine se viene abajo
en aplausos.
54 —
EL BOLICHE DE LA MUERTE
— 55
con una expresión de curiosidad. Alrededor de una mesa,
en un rincón mal alumbrado, hay cuatro morenos con
el uniforme de los enterradores. Entre ellos, un guitarre
ro. Beben, fuman, bromean. Ya han de haber tomado bas
tante, porque el vino pesa sobre sus párpados. Pedimos.
Pedimos caña y eso nos familiariza un poco con el am
biente. Es un licor popular. Quien lo bebe ha de ser,
también, del pueblo.
—¡Qué nochel ¿Eh?
—Y ... en este tiem po...
Sentado en una barrica, un viejo fuma silenciosamen
te. No nos quita la mirada de encima. Es indudable que
nuestra presencia molesta. Pero está tan feo para sa
lir! . . . A su espalda, empotrada en el muro, una virgen-
cita de metal preside la reunión. La hornacina está cu
bierta de flores y al pie de la imagen arde una velita. Y
arriba un letrero: “La única autoridad en esta casa, es el
respeto. — Nicoletta”.
Es un ambiente muy raro.
Pedimos otra copa para tener tiempo de observarlo.
—¿Los señores son de por acá?
—No; de pasada, no m á s...
Bordonea decidido, desaprensivo el guitarrero. Su
mano oscura, en las cuerdas parece una araña gigantesca
trabajando en la tela.
A media voz entona su canción:
“Y siempre es carnaval;
“Y van cayendo serpentinas
“Y unas gruesas y otras finas,
“Que nos hacen tam balear..
Parece que la música le queda larga y entonces re
llena los versos con “íes” como hacen los tipógrafos con
lós cuadratines.
56 —
Además, disuena un poco eso de que lo hagan tam
balear las serpentinas. Deben caer, quizás, con paquete
y todo.
Sin embargo, la concurrencia escucha seducida la
palabra del moreno cantor.
“El respeto es la única autoridad..
Ahí hay un retrato de Gardel, otro de Florencio, otro
de otros muertos ilustres. Y a un lado, grandes cuadros
compuestos de fotografías. Nos acercamos. Una de esas
fotos, la que resalta más, presenta a un hombre de tupi
dos bigotes negros, emboscado tras un arbusto con un
revólver en una mano y una cuerda en la otra. Por su ac
titud es innegable que se propone matar a alguien. En
otras, el mismo misterioso personaje aparece abocándose
el arma a la sien, contra la pared sin reboque del cam
posanto, en el instante fatal de pegarse un tiro y, ya di
funto —al lado— tirado entre unos cardos. Más allá, otro
hombre a quien un auto ha derribado y va a pasarle
por encima, y junto a esa foto, otra, donde ese hombre
—que al parecer es el único protagonista de tan dramáti
cas escenas— apretándose el cuello con una soga hasta
congestionarse. Hay más figuras. Todas sobre idénticos
motivos. La familiaridad con la muerte es algo cierto y
hasta agradable en ese extraño lugar, enclavado a un
costado del cementerio, con la amistad de los sepulture
ros y la canción fúnebre de los cipreses agitados por el
viento. El boliche de la muerte! No me atreví a preguntar
nada. Pero adiviné —creí adivinarlo— el espíritu de esa
gente que, huyendo de los vivos, se confina en el cam
po de los difuntos.
De quien con la cercanía de la muerte se siente más
bueno, más libre, más generoso y proclama la virtud y
el respeto.
— 57
Creí adivinar el ánimo de quien, acercándose a la
muerte, encontraba más perfecta la v id a...
58 —
LA VENGANZA
— 5»
Nacional hizo un goal y el pibe pegó un brinco. Le
vantó los brazos, tiró al aire su gorrita de marinero.
Las muchachas se miraron en silencio, con ese leve
balanceo de cabeza que tienen las mujeres cuando no
saben qué posición adoptar ante lo inesperado y que
quiere significar:
—Qué me dice! Quién lo iba a decir!
Pero con este optimismo particular de quienes no
son realmente hinchas, pronto se repusieron:
—No importa ahora gana Wanderers. Van a ver. Fal
ta mucho, todavía. . .
Así dijeron y el pibe, desde su lugar, les echó una
mirada burlona, rencorosa, despectiva:
—S í... va a g an ar... ganariola!
Y los novios, que saben la influencia que tiene el
hermanito y que quieren quedar bien con Dios y con el
diablo, observaron a su prenda, observaron al nene, y
sonrieron condescendientes y neutrales. Los dos al mismo
tiempo. Se llevan muy bien. (Dan ganas de darle una
guitarra a cada uno.)
Y vino el goal de Wanderers. Aquí sí que las nenas
se alborotaron francamente. Paradas en puntitas de pie
sobre el asiento, sacuden las manos con una gracia encan
tadora. Diríase que están despidiendo a algún viajero.
Patalean, ríen. La cabeza echada atrás; la boquita bien
abierta, exhibe el paladar rojo y el semicírculo cerrado
de sus dientes blanquísimos.
Y la garganta suave y armoniosa, tiembla de emoción.
Ante ese cuadro espléndido, pensamos que bien ven
dría la amargura de perderse un partido, si con ello con
seguimos proporcionar tanta felicidad a esas preciosas
chiquitínas.
€0 —
Pero ahí está el hermanito que no siente lo mismo*
Lo denuncia su mirada torcida, su gesto huraño, el tinte
que se esparce por sus mejillas, como si un líquido ver
doso se le deslizara desde las sienes. Una de ellas, la más
picara, lo advierte y se le dirige burlona:
—¿Viste, Pirulo? ¿Viste a tu Nacional? Já! Jál Son
unos chivos!!
“Unos chivos!” La frase es hiriente; le rompe los oí
dos, se le hunde en el alma.
“Unos chivos?” Ya v erán ...
Se incorpora pausadamente. Solapado, taimado. Co
mo un delincuente en vísperas de realizar su venganza.
Como un tigre que va a saltar sobre la presa.
Se acerca a su hermana. Espera que no desconfíe.
Se asegura de que la víctima está ajena a sus propósitos.
Entonces, en un movimiento rapidísimo, le levanta
las polleras.
Se oye un grito agudo. Dos rodillas redondas, colo
readas como frutas maduras, cegaron con su esplendor a
los reos. Manotones. Una carita que enrojece, unos ojos
ansiosos que quieren adivinar la magnitud de la ver
güenza sufrida.
Y el gesto abombado del novio, medio sorprendido,
medio angustioso que, tragando saliva parece interrogar:
—¿Pasó algo?
La venganza estaba consumada.
— 61
SIN CINTAS NI CUERDAS
62 —
de sus actos; ya no obra espontáneamente, ya no se des
envuelve confiado. Es un condenado que trata de defen
derse del fallo de ese juez monstruoso, injusto, tornadizo
que es el público. Desde ese momento el jugador no exhi
be su habilidad, sino que esgrime su defensa. Está ata
do a esos millares de ojos; está sujeto a esos miles de
opiniones. Así se encadenan los sucesos, así se viene por
tierra un hombre, haciéndosele cada vez más difícil, más
imposible, convencer a las tribunas ya, de antes, incli
nadas a juzgarlo mal.
— 63
el cajón de querosén, se sentó arriba, hizo un rulo con el
clarinete y dijo:
—Y bueno; tocaremos hasta que aclare. Y eran las dos
de la tarde.
Esa es la fe y la decisión que yo envidio. Dirás que
es fácil conseguir una mujer. Pero no sabés cómo es la
cosa. A mí, el crack de fútbol me hace acordar a la punta
de la toalla. Vos te apretás un barrito y te limpiás en la
punta de la toalla. Total, —pensás—aquí no se seca nadie.
Pero te entra una tierrita en un ojo y vas a la punta de la
toalla. Debe estar limpia —decís— porque en la punta
no se seca nadie. Y te querés enjugar la nariz y vas tam
bién allí porque no se seca nadie, no importa que la en
sucies.
Y esto me hace acordar el crack, pero al revés.
—Ah! —dicen las mujeres— éste es famoso, es popu
lar; no le faltarán otras. Y como todas piensan así resulta
que no agarrás ninguna. Sos la punta de la toalla pero
justito al revés. Me muera que sí! Entonces vas a la can
cha haciendo lo posible por tenerte fe, por convencerte
de la utilidad de tu esfuerzo, pero en eí fondo aparece
siempre aquella duda: ¿Para qué hago esto? ¿Para quién?
¿Para ese hincha que no tiene otro reconocimiento a tus
méritos que e l. . .
—Unchacho: démole la biab’al refre.
¿Para aquel otro que se hace una bocina con las
manos y te dice:
—Perro con plumas, cabeza de chancho, panza de
agua!
Son mala comida. Son inconstantes. Y si te levantan
en andas tené ojo que no los vayan a chistar de atrás
porque entonces te dejan caer. A esos, yo les tiraría mi
64 —
desprecio por la cara. “Ahí tienen goles; ahora chillen,
mafras!”.
Ahora, una mujer, un amor, es distinto. ¿Sabés? Yo
no quiero que toque el piano, o que sepa inglés, o que
haga pañitos lenci. ¿Para qué tantas cosas si uno lo que
mira son las piernas?
Que tenga piernas largas, llenitas, ágiles, que al ca
minar te digan toda la alegría de vivir. Que en su casa
sea una obra de arte que nunca te canses de mirarla, de
oiría, de quererla con todos los sentidos.
Ese es mi problema. Por eso no canto y está mi gui
tarra sin cintas ni cuerdas. . .
— 65
LA ULTIMA GARUFA
06 —
Y él volvía siempre, claro está, excepción hecha de
algún día en que como éste, se producían cuatro goles.
En ese caso había que festejar. Dos o tres copetines en
la cantina y un poco de pizza con vino. Después, la mi
longa que nunca estaba ae más.
El cabaretl ¿Cuánto hacía que no lo pisaba?
Le entró como un hormigueo en el cuerpo. ¿Y si
fuera hoy mismo? Hoy!. . . No se atrevió a exponer su
)lan así, en frío. Comenzó hablando del asunto como algo
Íejano pero no inalcanzable. ¿Y si fuéramos?
— 67
—Macana! La morocha te mira a vos.
—¿Te parece, ché reo?
La llaman a la mesa y los cuatro hombres se aba-
lanzan a hablarle a un tiempo.
—Yo creo que la conozco...
—Sí, su cara no me es desconocida. . .
Todos la conocen. Cada uno quiere tener sobre los
demás el privilegio de una relación antigua. Porque ínti
mamente cada unq se cree, también más favorecido que
los demás.
La nena los escucha mascando algo. De repente lo
escupe (era una bolita de papel) y se pronuncia:
—Bueno viejito; ¿pido algo?
—Como no!
—Sí, m’hija. . .
Están todos de acuerdo. Lo que dice uno es apoyado
por el otro.
A veces uno termina la frase iniciada por otro. Están
tan de acuerdo que parece que en una de esas se van
a dar un beso.
La nena pide una copa. Después cigarros. Después
otra copa.
Más tarde llama a una am iga... (Su cara no me es
desconocida...) y los hombres se pasan una mirada de
inteligencia.
—A este paso —parecen decirse orgullosos— nos trae
mos todo el cabaret.
—Como en aquellos tiempos!
—Que va a volver aquello; hoy son todos m aricas...
El alcohol les va infundiendo un vigor inusitado. Los
brazos están más fuertes; como cuando desmayaba en
ellos la rubia Ivonne. Las piernas más ágiles. Como cuan
68 —
do llenaban de medias lunas el tapiz de los viejos perin-
gundines.
—¿Y por qué no va a volver?
Antonio se arrimó a la mariposa y le dio un beso
en la nuca. (Los antiguos tenían un gran amor a la nuca).
Allí le chocó un poco un extraño olor a frito. ¿Usaría al
gún collar de pasteles la nena entre casa? ¿O no era olor
a pasteles? A v e r ...
Arrimó otra vez la cara, le dio un nuevo beso y la
muchacha dijo entonces:
—Mozo; otro guindado.
No había duda; estaba con él. Los tiempos no pasan,
no, para los varones que lo son de verdad. La competen
cia con estas calandracas de ahora, de pelo ondulado
como nurses holandesas, de bigotitos de mosqueteros, le
resultaba una carrera fácil.
Tanto que hasta pensó en provocarlos. Era lo único
que faltaba para consolidar su situación.
Entonces llamó a uno y cuando el tipo se dio vuelta
le hizo un ruidito con la boca.
Este no lo quiso creer y siguió viaje. Pero se repitió
la escena y no tuvo más remedio que mosquear:
—Oiga; ¿es a mí?
—No; a tu tía.
—Usté está lo co ...
—M irá...
Se puso de pie tambaleante Antonio; dio un paso
como si buscara el suelo, afirmó el otro pie y cuando
quiso hablar estaba en la puerta soplando el sombrero.
Los otros tres lo siguieron en fila, como habían en
trado, mirando hacia atrás despectivos y orgullosos.
— 69
Habían dejado bien parados los prestigios de la guar
dia vieja. De aquellos tiempos en que se hacían de a
cuatro. . .
A la otra tarde la vieja vio a Antonio conversando
misteriosamente con los nietos y tuvo un ímpetu de
alarma.
Se acercó con precipitación al grupo e increpándole
duramente le dijo:
—¿Qué les estás diciendo a los muchachos? ¿Qué les
estás contando que, a lo mejor, los pobrecitos se suicidan
cuando se den cuenta de que tienen un abuelo tan es-
70 —
LA PROPUESTA DE ITALIA
— 71
sentado en el amplio comedor con la pierna cruzada y un
cigarrillo que se consume lentamente entre sus dedos.
La gente lo mira y comenta en voz baja: "es el crack
que se va”. Las damas lo desean. El señor pelado que las
acompaña las increpa celoso. El, continúa displicente,
observando el humo del cigarrillo. . .
En ese momento, El Cafún oye una voz familiar:
—Negro; parece que t’ hubieras güelto poeta.
Es la grela que asomó su cabeza de nutria por en
cima de las cobijas.
—Qué gusto tenés en estarte en la ventana con este
frío? Venite al poliye, venite.
Es la eterna Mimí criolla, afinada de pasar hambre,
estilizada de lavar pisos, que tiene para todos un poco de
ámor y que en cambio no pide nada.
Adentro del rancho, hay olor a kerosén, a jabón ama
rillo y a polvos baratos. Siempre lo hubo, pero esta vez
es más notable para El Cafún, embriagado por los perfu
mes imaginarios de aquella nave que se va. Que se va,
tal vez, para Italia. . .
—Ay negro!; no tirés de las cubijas que me se piantan
los quesos para abajo.
Allá, irá a vivir, sin duda, a algún hotel de lujo como
esos que se ven en el cine. Mujeres llenas de pieles y
caballeros de etiqueta pasarían por delante de su depar
tamento y le dirían "Buona sera”.
Su alojamiento tendría que ser muy b acán... ¿como
qué? Abrió los ojos en la oscuridad buscando un símil y
se le representó la piecita del rancho. Mentalmente, fue
ubicando sus detalles. Ahí, a la derecha, el fonógrafo.
Está gangoso. Quizás tenga las amígdalas inflamadas por
el aire marino.
72 —
Al lado, la cortina que da para la cocina y donde
todos se secan las manos. Así es que tiene ese olor a perro
mojado. Atrás de esa cortina fue donde se le declaró a
Leonor. Qué noche aquella! Eso no vuelve más.
Leonor no le daba beligerancia a nadie y eso acució
su deseo. Esperó el momento, y cuando la halló sola le
dijo:
—¿No me da un beso?
A lo que ella respondió resuelta:
—No acostumbro!
Sin em bargo... en Italia las mujeres son más ar
dientes, según se dice. Y más dulces y poéticas.
Cuando le son infieles al marido, salen con un tulcito
en la cara para verse con su amante. Así, al menos, está
en las novelas. Después, el marido, que es un gran co
merciante. .. (porque allá hay de todo; no es como aquí,
que los italianos son lustradores o fruteros...) el marido,
que es un comerciante o un abogado, —andá a sabed
la recibe en la biblioteca, paseándose con las manos atrás
y le dice una punta de cosas en italiano.
—Viejo; ¿por qué no apoliyás? Parece que hubieras
comido tachuelas —resuella de golpe la grela y vuelve
a esconder la cabeza bajo las cobijas.
A veces, el marido engañado, jura que va a matar
el amante y la mujer cae de rodillas.
Como aquella vez la Maruja. Se tiró para impresio
nar al “Casi - casi” pero se le clavó un maíz en la rodilla
y dio un pique desorbitado. El creyó que la traía la car
ga y reculó; ella lo seguía para postrársele delante. An
duvieron así como cinco minutos. Al final, se arregló
todo; la Maruja lo arrinconó contra la pared y se le arro
dilló a los pies, diciéndole:
—Pegame, si es tu gusto, pero no me abandones.
— 73
Fue aquí mismo, en esta misma pieza. Esa noche
había ravioles con caldo de cabeza porque teníamos visi
ta. La que me tocaba a mí, llevaba un sombrerito redon
do, pegado atrás, lo que la asemejaba a San Mateo con el
redondel ese que se ponen los santos en la nuca.
—Estense cómodas —les dijo el “Finito” y les trajo
una salida de baño a cada una.
Los loros se miraron, como si en vez de eso les tra
jeran perejil para que se suicidaran.
Las cosas del “Finito”! Fui yo quien le puse “Finito”.
Y a mí, ¿cómo me dirán en Italia? A Mascheroni lo lla
maban “Tío” porque decían que era muy joven para lla
marle “padre” apodo que le hubiera quedado mejor. A
Faccio le pusieron “Tom Mix”, porque usaba un sombre
ro muy ancho. A m í? ... Quién sabel Me gustaría algo
así como Ventarrón, o Tempestad.
Algo que diera sensación de fuerza, de pujanza, de
avasallador.
—Ay, viejito! Sacame el codo de las costillas!...
Allá no nay costillas. Eso sí, dicen que escasea la
came. Y el mate también. Venden la yerba en la botica
como medicina.
¿Y si uno se enferma? Es triste, che, morir lejos de
la patria. Mirá Tito F rio n i... Allá lejos... Pobre Tito!
Sin conocer el idioma, sin un amigo de estos de aquí, que
te dan un baño de pies por cualquier cosa y que te curan
más con sus palabras que con sus medicinas! Y yo no sé.
Total no es obligación irse. Si me quedara aquí viviría
lo mismo. O mejor. Quién te dice? Lo voy a pensar un
poco. No me voy a tirar así, a lo loco. Vamos a ver
mañana.
74 —
LOS BRUJOS
— 75
del hombre que mató a la viuda a martillazos mientras
dormía. Esto cuando me miraba fijo.
Y por momentos se me ocurría nada más que) un in
feliz.
En un “impasse” de estos se me escapó a mí tam
bién una sonrisa de correspondencia y ya quedamos vin
culados.
Desde allí para adelante, cada vez que pasó a mi la
do dio una prueba de cariño, con un gesto afable, con una
actitud ceremoniosa.
Hasta temí —quizás en un exceso de optimismo—
que fuera a decirme un piropo.
76 —
Y con disimulo se puso a revolver entre las mesas,
a sacudir las miguitas, a acomodar las sillas.
Cuando logró una posición fuera del alcance visual
del dueño, repitió con un gesto su sincero reconocimiento.
Se me representó aquella escena, no sé si auténtica
o imaginaria, de los agricultores cordobeses, entrevistan
do en delegación a Martín Gil para pedirle que hiciera
llover.
Este estaba igual. El también creía que porque los
cronistas pronosticamos y comentamos, podemos hacer,
incluso, ganar o perder un partido.
Para él debemos ser brujos. Y estaba realmente con
fiado.
No obstante, quiso asegurarse más:
—Esa línea de Peñarol es buena, ¿verdad?
—Sí! Es muy buena.
—¿Y la defensa?
Mejor todavía!
Cada respuesta llenaba más de gozo aquel semblan
te ingenuo. Empecé a temer que, de seguir así, reventa
ra, salpicándome todo.
No hubo tiempo. El patrón, que ahora lo ha loca
lizado, le pega unos gritos:
—Salga de ahí. Siempre con el maldito fóbal. Parece
mentira, gandul!
Al tiempo que dice eso se aproxima.
—Estaba hablando de fóbal, ¿no?
Le hice una señal afirmativa.
El amo acentuó un gesto de desprecio, clavó la mi
rada llena de odio, en la puerta por donde había des
aparecido el empleado infiel, se mantuvo así breves se
gundos en una pose digna, arrogante y volviéndose a mí
repentinamente se explicó: ya en otro tono:
— 77
—Yo lo conozco a éste. Siempre Peñarol! Haciendo
trabajitos. Pero atrás mío, ¿eh? Todo atrás mío. Yo le voy
a d ar. . . Peñarol no va a ganar; se lo digo yo —explotó
fuera de sí.
—No, no. No puede ganar.
—¿Verdad? ¿Verdad que no?
El hombre se ablandó de golpe. Sintió que un gozo
intimo le conquilleaba en el corazón, que una dulzura
inefable le embargaba el alma y como señal de agrade
cimiento sincero, me dijo con toda la ternura de que
era capaz:
—Tome algo, señor. Sírvase de algo!...
78 —
ASI PASA LA GLORIA
— 79
Hay algo de místico en nuestra admiración hacia
eso que parece de origen divino. Hay un temor reve
rencial muy difícil de describir, frente a esa soberbia
imagen humana.
El sordo y yo permanecemos absortos, mudos, en la
contemplación. No la deseamos. Más que deseo inspira
veneración y respeto. Estamos pendientes de todos sus
movimientos, como si en ello fuera hilvanado nuestro des
tino. Eso, tan hermoso, se nos ha metido dentro y ha
pasado a ser algo de nosotros mismos. Algo sagrado, sí.
Así, quieta, es un símbolo. Domina todo. Contrasta
su magnífica apostura con la de ese perrito miserable y
enfermo que se aproxima cansado, como para hacer más
deslumbrante su grandeza. Son los dos extremos del vi
vir: la gloria y el fracaso.
Los dos extremos que completan el cuadro.
El perrito se acerca más. Mira sin ver. Y ahí se de
tiene. A su lado. Le huele las piernas, y . ..
La diosa dio un gritito, sorprendida.
Materia bajó la cabeza y con la frente sobre la arena
me dijo calmoso y certero:
—¡Así pasa la gloria por el m undo!...
80 —
EL CRACK SE TIRA UN LANCE
— 81
Desde la pieza entreabierta la veía pasar a cada mo
mento, llevando y trayendo por el patio ropas, cacerolas,
útiles de toda clase. Esa mujer no se daba descanso.
Todo el día trabajando. Y lo que es más extraño, lo hacía
sencillamente, sin sentir fatiga, sin levantar siquiera la
cabeza más que para echarse atrás los rulitos de cobre
que le colgaban graciosos sobre la frente.
Cuando esto hacía, suspiraba hondo y detenía su
mirada azul en el cielo alto y sereno que se descorría
lento sobre los muros. Quizás ahí mismo le asaltara
también un recuerdo.
Había tenido un novio.
El Cafún oye muy cercano el eco de aquellos diá
logos sostenidos contra la escalenta de caracol, que mu
chas veces llenaron de luz y de esperanza, las noches
oscuras de su abandono.
El tipo llegaba balanceando el tronco, se quitaba de
la boca el cigarrillo y el escarbadiente y le daba un beso.
En seguida ella inquiría dónde había estado hoy y
él le respondía con la mirada atenta en su trabajo de
limpiarse las uñas.
Poco a poco la conversación se iba haciendo más
familiar, hasta que tomados de las manos él le pre
guntaba:
—¿De quién es esa boquita?
—Del negrito feo.
—¿Y esos ojitos lindos?
—Del negrito feo.
Todas las noches igual. Los enamorados son como
las orquestas de biógrafo. En cada pieza el violín le pide
el “la” al piano aunque toquen toda la noche juntos. Los
novios hacen lo mismo. Se piden el “sí”.
82 —
Un día, el novio no vino más. La muchacha apare
ció con una nena. (Las mujeres engañadas siempre son
madres de una nena.)
Desde su pieza entreabierta El Cafún la veía traba
jando todo el día. Hasta el anochecer. Entonces vestía
sus ropas nuevas, el busto aparecía erguido y ese peina
do por detrás de las orejas, exhibiendo una frente clara y
audaz le daba una presencia impávida y soberbia. Este
detalle había molestado un poco al principio al reo. El
hubiera querido verla más humilde, más accesible.
—“Debe ser muy orgullosa” —pensó.
Más tarde, sin embargo, se acostumbró a ello y ya no
le molestó. Antes bien, le resultó muy agradable. Y pasó
algún tiempo y ya no tuvo duda. Estaba lo que se dice,
metido. Tanto que su imagen chocó muchas veces con la
de Rosina. Pero esa indiferencial! Eso lo mataba. ¿No se
había enterado, acaso, de quién era él? ¿No veía su re
trato en los diarios donde se le calificaba de crack? ¿No
se le había ocurrido pensar que muchas y muchas mu
jeres harían cualquier cosa nada más que por exhibirse
un momento del brazo suyo?
Porque es cosa cierta que el crack deportivo tiene
una seducción especial sobre las mujeres.
Sin em bargo... Ahí tienen ustedes! El Cafún no
hallaba la forma de entrar en conversación con aquella
muchacha, cuya única preocupación parecía el trabajo
doméstico. Ni adulando a la hijita, ni jugando con ella,
ni ridiculizándose con payasadas para hacerla reir.
Acaso, regalándole alg o ?... ¿Cómo no se le había
ocurrido antes? Llamó a la nena con una sonrisa dulce,
fingida. Entró a la pieza y buscó con la mirada.
— 83
Sus ojos se detuvieron en el despertador, pasaron a
la palangana; de allí al rancho de paja colgado de un
clavo. . .
No había nada.
¿Entonces?
Le vino una idea. Allí, bajo la mesita de luz tenía un
montón de revistas viejas. Casi todas llevaban estampado
su retrato de campeón. ¿Qué mejor que eso? Le daría un
alegrón a la botija y adem ás... (quién te dice?...) la
muchacha hasta podría recortar su foto. Le dio la revista
y esperó ansioso el resultado.
Por la hendija de la puerta vio a la niña cruzar go
zosa el patio, dirigirse a su mamita, hablarle con su me
dia lengua incomprensible.
Ella la atendió amorosa, le arregló el cabello, le ti
roneó del vestido hacia abajo.
Después reparó en las manitas, donde llevaba col
gado el obsequia del Cafún.
Entonces, con un tono regañón, cariñoso, lleno de
tierna reconvención, le dijo:
—¿Quién le dio eso a usté? A v e r ... ¿Quién se lo
dio? Eh? Tire en seguidita esa porquería que debe estar
llena de microbiosl
Y haciendo, arrojó ella misma la revista que cayó
a un rincón con las hojas abiertas, en un temblor de
alas heridas.
84 —
UN MOMENTO EXCEPCIONAL
— 85
o no. Está tan estirada como su vestido nuevo. Su gesto,
como éste, es el de salir, no el de entrecasa.
En tanto el esposo sigue arrojando cohetitos en me
dio del buen humor general.
Deben estar mojados, o tener tierra, o algo raro les
pasa, porque algunos revientan ahí mismo, pero otros
parten rectos hacia el cielo y otros vuelven atrás y ex-
plotan sobre el mismo operador, dando una vuelta de
camero.
La gente está muy contenta con ese espectáculo. Casi
diríase que se burla de ese ingenuo partidario. Y ríe y
lo aplaude.
Entonces la señora, con esa expresión digna que no
la abandona, disimuladamente mira de reojo a su es
poso, le da un tirón del saco y ahuecando la voz le dice:
—Viejo; tirá el petardo.
Y la mirada del hombre se ilumina y busca de nuevo,
nervioso, en los bolsillos y extrae un cohete más grande
y lo arrima al cigarro con la ansiedad y la avidez de un
sabio que espera el resultado de su invento.
El matrimonio ha vidido su cuarto de hora fuera de
la vulgaridad.
86
EL REMATE DEL “PUR SANG”
— 87
húmedos de niño pasó una nube de sorpresa, de amar
gura.
Sabía sin duda, de qué se trataba porque rápida
mente recorrió con la mirada el redondel de espectado
res. Quizás procurase adivinar en los rostros a su nuevo
propietario.
Cuando llegó a nosotros el sordo hizo un movimiento
de hombros que quería significarle:
—Y bueno; tené paciencia, hermano!
—Mil pesos, mil pesos... ¿no vale más que mil pesos
este precioso animalito?
Efectivamente es precioso. Sus líneas son armonio
sas, sus movimientos elegantes, su gesto noble y dis
tinguido.
A su lado uno se siente empequeñecido, avergon
zado de su fealdad.
88 —
Lo pasean de la brida para que lo veamos en todos
sus detalles.
Como en las antiguas leyendas paseaban una mujer
desnuda y espléndida entre un círculo de mercaderes
barbudos y panzones.
—Mil cuatro, mil cu a tro ... Mil cuatrocientos pesos
por el hijo de Asteroide? Vamos señoresl El rematador
está por perder la paciencia y el caballo también. Ahora
nos desprecia resueltamente. Ahora nos odia.
Porque si para él era ya una humillación eso de que
lo remataran, ahora es una ofensa y un agravio que se
le infiere al cotizarlo tan bajo.
Nos odia y eso me alegra, porque disipa un poco la
piedad que el sordo y yo sentíamos por él.
—Mil cuatrocientos cincuenta, mil cuatro cincuen
t a . .. Y se fue.
— 8»
EL ASAMBLEISTA
90 —
quizás hubiese faltado una música de fondo, como la
que tocan en las películas cuando una diligencia cruza
el valle desierto o cuando el cowboy se despide de su
hija que va a estudiar a Nueva YorK. Sin embargo, no
es absolutamente necesario eso. El tipo ve que le falta
algo, sí, para estar completo. Entonces saca un escarba-
diente del bolsillo de adentro y se lo coloca a un lado
de la boca.
Estos días su mujer lo ha encontrado preocupado.
—¡Viejo; vos tas enferm o!...
Y él sonríe desdeñosamente, amargamente:
—Toy enfermo, s í... Enfermo de injusticias! Pero
me digo para mi colecto que no será una voz anónima
la que se levante proclamando el respecto múctuo.
Y ella, confundida, enternecida, le dice:
—¡Ay, viejo! Hablás igual que cuando éramos novios.
— 91
menos se aclara, vemos que su intención es sacar a Gesti-
do de back. Entonces el hombre —nuestro hombre— se
levanta furioso, como una tromba y en medio del torbe
llino se hace oir:
—Señor presidente: hago notar que está fuera de la
cuestión.
Y se sienta de nuevo, satisfecho, con un gesto que pa
rece significar: “No sé qué sería de éstos si yo no estu
viera aquíl”. Porque, en realidad, a través del debate, por
la forma como lo sigue, por su actitud de censor, da la
impresión de que posee algún secreto que utilizará a
último momento. Viene a hacérseme presente por ana
logía un secreto en materia de entrenamientos, que tenía
Ondino Viera. Una tarde en el Parque, me tiré un lance
y le pregunté cuál era. Ondino vaciló un momento; miró,
sospechoso a los lados, para cerciorarse de que nadie nos
oía y entonces con el índice se tocó una mejilla, sin decir
nada, como hacen los novios cuando quieren un beso.
—¿El qué*, ché?
Se pegó dos veces más con el dedo en la mejilla. Y
cuando creyó suficientemente, tensa mi expectativa, se
me acercó al oído y recalcó:
—Los mo-la-res.
—¡No diga!
—Sí señor; en los molares está el secreto de mi sis
tema de entrenamiento. (Esperó un momentito a ver qué
efecto me producía y siguió): Sin buenos molares no hay
Luena masticación; sin buena masticación no hay buena
digestión; sin buena digestión no hay buena nutri
ción. Y sin buena nutrición no puede haber buenos
atletas.
Esto recordé frente al asambleísta por su actitud de
superioridad.
92 —
Esto mismo seguí pensando hasta que se levantó la
sesión.
Ya en el tranvía, el hombre va explicando a su es
colta:
—Yo se lo dije claramente; sí señorl Usté está fuera
de la cuestión. Porque yo no tengo pelos en la lengua y
me gusta llamarle al pan, pan y al vino, vino.
Y respiró fuerte, henchido, satisfecho, como si viera
ya reivindicados por su esfuerzo los derechos del hom
bre, y concluyó:
—Les garanto que hemos ganado una gran batalla.
— 93
FALTA UNO: EL OREJA
94 —
Están todos en rueda; con las piernas desnudas, en
zapatillas; con el pelo sobre la frente y el pescuezo sucio.
Falta uno solo: Julio Rimolo.
El bueno del Oreja que se fue con su andar cacha
ciento, arrastrando las alpargatas y con el lomo encorva
do como si le pesara la vida.
Nunca pude explicarme bien de dónde sacaba Julio
esas fuerzas que derrochaba a manos llenas en las pe
ladas.
Una mañana que, como todas se había levantado a
las cuatro para ir al mercado, me decía mientras arras
traba penosamente el carrito de la verdura:
—Yo no sé. Aquí todas las calles son subidas. No
vendrá alguna bajadita?
Y esa misma tarde estaba agrandándose ante el fie
rro y ante la adversidad en la quinta de los Perales. Po
bre Julio!
Falta él sólo. Los demás están todos ahí, aturdien
do con sus gritos hasta que don José, el del almacén, les
mande un balde de agua con olor a vino.
Entonces se desparramarán insultando.
Está Angelito Silveira, los Monzani Nicolari, los Ri
molo, Angel, Bobino, Totola, el Tenderito, mi hermano...
Está ahí, firme, el viejo Lusitania en el espíritu
de los nuevos muchachos que comentan y hacen pro
yectos igual que nosotros antes.
— 95
Pero en cambio, los locatarios, que teníamos tantea
do el campo, no errábamos un goal, tirando de baranda
contra el alambrado que producía distintos efectos.
Eran terribles las goleadas que administrábamos. Y
allí, en el triángulo, quedó despanzurrada la fama de los
mejores valores del momento.
El Pampero, el Huracán, el Juvens, el Recluta, el
Peñarol Potitos, en fin, fueron sometidos a la prueba del
triángulo fatal.
Ya nos habíamos agrandado mucho para caber en ese
terreno fifí, rodeado de casas.
Entonces, —vaya a saber cómo— dimos con el Bileno,
un campo abandonado que se extendía bajo la torre de
William Poole. Allí empezó el Lusitania a vivir intensa
mente su vida.
Y en ese momento histórico se confeccionó la bande
ra social, que inmediatamente recibió su bautismo de
sangre.
Ganamos bien aquel partido. La banderita nueva,
pura, inmaculada, flameaba clavada en el suelo mientras
nos vestíamos bajo los ombúes. Pero la bronca de nues
tros vencidos tenía que explotar en alguna forma. Y su
cedió. Uno, agarró un conejo muerto y lo tiró contra ella.
Hubo un momento de estupor antes de que reaccioná
ramos. Después, Nicolari, tranquilamente tomó el co
nejo por las patas de atrás, se dirigió al osado que
había afrentado nuestra insignia y se lo pegó en la cara
dejándoselo colgado del pescuezo como una bufanda.
E inmediatamente el campo se encendió en una re
volución.
De entre todo aquello, me ha quedado grabada la
estampa del cojito Primo repartiendo fierro con su pata
de madera.
96 —
Parecía un dios semi bárbaro, un dios de exterminio
a cuyo paso se inclinaban los hombres desmayados, apre
tándose la barriga.
Volvió el Lusitania al barrio que lo vio nacer, desde
mi ventana creo reconocer a aquellos amigos que junta
ron sus corazones alrededor de la franja colorada.
Falta uno sólo. El Oreja; que se fue cacheciento,
arrastrando los pies, alto y huesudo. Que se fue dema
siado pronto!
Porque... quién sabe! A lo mejor, esta vez, sí, aga
rró la bajadita. . .
— 97
UN DUELO
98 —
Era cuestión de colocar allí al niño, dar vuelta el
tomo y tocar el tiembre. Nada más. Y entonces un mundo
se abría entre ambos.
Una noche de esa época, el popular artillero salió
de farra con sus amigos.
Pero, como sucede siempre en estos casos, había allí
un agregado imposible de apartar. Era un petizo retobado
y gritón, que no hacía más que hablar de mujeres y pe
leas. Se ensayaron varios sistemas para alejarlo. Todos
fracasaron.
Había que ir, entonces, a soluciones extremas. Al lle
gar a los fondos del asilo una inspirarión súbita resolvió
el problema. Lalo se acercó al petizo con la cautela de
quien va a robar una gallina. Lo palmeó; le acarició el
plumaje, lo levantó cariñosamente, lo colocó en el tomo
y dio vuelta. Y un mundo quedó entre ambos.
— 99
do, muchas veces se manifiesta en una impetuosidad irre
frenable. Lo hemos visto en todos los deportes y en el bo
xeo especialmente. Quien lleva las de perder es el que
ataca primero, como si quisiera así, apurar los minutos.
Y el petizo, ni bien se vio en posesión de la pistola, apre
tó el gatillo una y mil veces. Pero allá, en el otro extremo,
Lalo permanecía de pie.
La visión era horrenda. Ese tremendo muchacho, ba
jó la pistola tranquila, fríamente. Al llegar a la altura de
la cabeza del petizo se detuvo. Sobre el caño, éste veía
un ojo abierto, frío también, como el propio ojo del
arma. Empezó a nublársele la vista. El ojo se acercaba.
Cada vez más grande, más grande y más negro. Ya no
era un caño de revólver; era un caño maestro. Por él
hubiera entrado su cuerpo tembloroso y habría tocado
ese plomo que estaba en el fondo, pronto para salir con
tra él. Sintió que el vientre se le hacía agua. Los padrinos
olfatearon en el aire y después se miraron la suela. Y
siempre ese caño ahí enfrente.
De pronto oyó como una voz del cielo:
—Rajá otario; que este bárbaro te matal
El petizo miró a los lados, todo el bosque de luto;
miró al frente el ojo de la muerte que le guiñaba, miró
atrás el camino blanco, lleno de luz y de vida. No pudo
contenerse. Tiró el arma y rajó. Una carrera loca, fantás
tica. Los talones le pegaban en la espalda. El pecho se
le llenaba de aire, de gozo, de sol.
El episodio terminó ahí no más. Ya se entiende que
fue una broma en la cual, el único ajeno fue el petizo.
Pero desde que me contaron esto, yo, cada vez que
veo un revólver en una vidriera cruzo la calle.
100 —
EL SORDO RIVERO
— 101
Nacional. Rivero estaba en esa plataforma que echaba
chispas. Cada talonazo que daba en la campana le hacía
caer las medias. Entonces encogía una pierna para levan
társelas con un par de manotazos. Como los gallos cuan
do se pisan el ala. Cada vez que enroscaba el freno, el
tranvía saltaba como un gusano y los pasajeros se daban
la nariz en el banco de adelante. De repente, al pasito
ratonero de un jamelgo huesudo, ve cruzársele una jar
dinera de panadero. Le dio las campanadas de aviso y el
carro ni se movió. Volvió a tocar y el otro como si nada.
Se acercó más para gritarle y entonces la indignación se
le subió a la cabeza como una oleada de sangre. En
gruesas letras doradas, la jardinera lucía este aviso: “Pa
nadería del Parque”. Al lado un dibujito en que varios
jugadores con la blusa alba, petizos y pantorrilludos co
mo los pintaba Goya, corren atrás de una pelota. Rivero
paró el coche en seco, dejó que el osado tomara dis
tancia y cuando lo tuvo a veinte metros embaló a toda
marcha su motor y lo levantó en el aire. Saltó la jardi
nera en una rueda; después en la otra. Era una danza ti
rolesa. Y los panes volaron en todas direcciones. Algunos
creyentes se arrodillaron suponiendo que se reproducía el
milagro aquel de la lluvia de panes que dice la Biblia.
Pero a Rivero lo echaron de la empresa y desde entonces,
recogido amorosamente en su seno por el decano, presta
servicios domésticos en esa sede. Bien; un hombre que
así se juega el puesto, y quizás algo más por los colores
de sus preferencias, es de un partidismo a toda prueba.
Por eso nos explicaremos que haya recibido con temor
y con rabia, la novedad dé que Cámpora —elemento dis
cretísimo— jugaría en Peñarol. Y se propuso impedirlo.
Vaya a saber las noches que se pasó, sentado en el baúl,
tramando su venganza! Porque no era cosa fácil. A Guz-
102 —
mán, por ejemplo, porque no era artillero como le gus
taba a él, lo castigó haciéndolo bañar con agua fría.
En cambio a Tellechea, el “Burro Chico”, —como le lla
maba, por analogía con el “Burro Grande” que era Young
—, le mandaba el agua caliente al dormitorio apenas se
levantaba. Con Cámpora, ¿cómo haría? Quizás hubiese
desistido de su venganza, pensaron todos, porque de un
día para otro fue fundamental el cambio que tuvieron
sus relaciones. Cariela le decía:
—Che Rivero, ¿no me hacés un churrasquito?
Y Rivero le contestaba solícito, cariñoso:
—¿Cómo no, Carielita? Pero en vez de churrasco te
via’cer una tortilla, que a vos te gusta más. Después te
comés una minestra que tengo ahí, macunuda y, de pos
tre un poco de budín. Está riquísimo, está!
El sordo Rivero se había transformado en un verda
dero padre para Cámpora. No le dejaba desear nada. Sus
menores caprichos eran satisfechos y con una ternura
verdaderamente conmovedora, con un orgullo que sólo
puede sentir quien cumple con su deber, veía al mucha
cho ponerse fuerte, ancho, rosadote. Por eso me pareció
muy justo que hiciese conocer a los periodistas, su ges-r
tión ya concluida. Y una noche, en la sede, agarró a Pe-
drito Filevich y le musitó misteriosamente:
—Decile a El Hachero que a Cámpora lo tengo tan
gordo que ya no puede jugar.
Se apartó, miró para los lados, y siguió siempre en
secreto:
—Y avísame cuando sale publicado así me gasto
dos vintenes en el diario.
El sordo Rivero había consumado su venganza con
un refinamiento superior al del niño imaginado por Ana-
tole France. Y Rivero no sabe leer ni escribir!
— 103
LA CADENA
104 —
Lo esperé. Y cuando lo tuve cerca lo atajé.
—Ya sé —dije—volvés a entrenarte...
Le dio vergüenza que lo adivinara así. Bajó la cabeza.
—Sí; e ste ... Sabés lo que pasa?
Entonces me contó:
—La r e a ... ¿m’entendés? Viviendo con la rea no
puedo entrenarme. Eso lo sabés bien. Entonces, cuando
nos enojamos empiezo. Cuando vuelo al lao de la vie
ja! . . . Vos no sabés las promesas que me hago para mí
mismo! Y empiezo con fe, te juro. ¿Pero qué pasa? Que
ella ve mis retratos en los diarios; ve que vuelvo a peliar
y hacerme popular y entonces le entran ganas de amigar
se, ¿m’ entendés? La rea!. . . Es una cadena. Si no peleo
se aburre de mí, de mi vida anónima y me deja; y si pe
leo, se entusiasma de nuevo, se tienta con esos mismos
artículitos que vos me escribís, me quiere para ella y así,
no me deja peliar. Es una rueda. ¿M' entendés? Es una
cadena. . . Chá mujer que le tengo rabia aunque en el
fondo la quiera!. . .
— 105
EL PLACER DE LA RECONCILIACION
106 —
Más de una vez, él también, atormentado por esa
idea te ha dicho:
—Ufa! Hay tiempo para esclavizarse y de ñapa tener
que mantener a una mujer!
Ahora, pues, al tenerte ahí enfrente, fresquito, afei
tado y soltero, se acuerdan de aquello, se sienten medio
inferiorizados en tu presencia y hacen lo posible por de
mostrarte que si entraron por el aro fue porque era muy
distinto a lo que suponían. Que no hay platos que lavar
ni esclavitud que soportar.
Entonces, bastan imas pocas palabras dichas con
cierto énfasis para que el reo cónyuge termine hundién
dole una sopera en la cabeza a la consorte. Con ese cas
co de aluminio parece el Primer Adelantado. También
lo parece por su empaque. Busca en el suelo con que
replicar la agresión y, encontrando al gato dormido, se lo
pega en la cara al hombre. Y así, estuvieron, luego, todo
el día sin hablarse, observándose de reojo, largándose
pullas:
—Vecina; hoy está brava la chancleta, —decía ella,
señalando con un gesto las de su marido donde asoma
ban dos talones redondos y amarillos como naranjas.
Y él, dirigiéndose también a la vecina, observaba ati
nadamente:
—Hay personas que deberían sacarse las liendras an
tes de h ab lar...
Pero sucede, —y esto es habitual—, que la vecina se
solidariza con la mujer, ("porque las mujeres deben ayu
darse entre sí, y si no es una que cuida de una, está
bien arreglada”), y en ese tren, se exalta:
—Callesé usté que debería darle vergüenza lo que
hizo, que es cosa bien de cafisio y no de hombre.
- 107
Entonces, la cónyuge, indignada, saca de la tina una
media que estaba fregando, y se la cruza ed el pescuezo
a la vecina.
Ese es el primer paso hacia la reconciliación matri
monial. Y esa misma noche, en la cama, ya oscurito, él
le tantea amoroso los chichones del balero y le pregunta
con ternura infantil:
—Y . .. y . .. y . .. ¿quién le hizo chás chás a la nena?
Y ella responde mimosa, subyugada:
—El papuchín malucho!
(Es una sinfonía en ch.)
108 —
El tipo siente que se le sube como un fuego por la
cara. Queda un minuto perplejo. Pero en seguida recuer
da que ella fue criada muy mimosa, recuerda las palabras
de la suegra: “Cuidemelá mucho, que se lleva usté un
tesoro", y sobre todo, la ve tan linda ahí tirada entre los
almohadones, que se transforma bruscamente, él tam
bién, en un niño:
—La mosca se la quele comel a la nena?
-Chí!
—Yo le voy a dar a la mosca picara. Que se eré?
Que le va ’cel nana a la nenita?
Esta o muy parecida es la escena que se repite día
por día. Parecería, a través de ella, que se vive en la más
grande y dulce armonía. Pero tanta dulzura empalaga,
como digo, va gestando una reacción íntima, va origi
nando cierto odio, y otro día. . . El está también leyendo
el diario. Quiere decir que se halla en pleno preparativo
de guerra. Cuando estaba enfrascado en el estudio de
una nueva careta contra los gases, le llega la vocesita fa
miliar y querida:
—Papito!
Y él responde con sequedad:
—Qué hay?
—Otra mosca. . .
Y ya no aguanta. Desde allí, nomás, pela el revólver*
le manda un tiro a la mosca, arrancándole el barril de la
cabeza a un negrito de terracota que le regalaron cuando
se casó. La mujer, sin saber cómo, fue a dar al gallinero.
Y desde ese día se acabó la ficción, se terminaron las vio
lencias y los mimos para quererse limpiamente, sin mos
cas, como Dios manda.
Lo que viene a demostrar, además, en ambos casos,
la necesidad imperiosa que existe de romper de cuando
— 10»
■en cuanto, las relaciones, para reanudarlas con mejoi
orientación.
Porque en amor, lejos de correrse un riesgo desagra
dable con estas cosas, se contribuye a afianzarlo, a hacer
lo más firme. Es cuestión, nada más que de presencia de
ánimo. Tengo siempre en la memoria una escena ejem
plar en este sentido. La turra se le sentó al borde de la
cama a mi socio, que en ese momento daba vuelta la
pisada al mate y le dijo sencillamente:
—Mirá, nene; ¿pa qué te viá engañar? Te lo digo
claro y chau: ya me tenés harta con tus versos y hace
tres días que no prendemo el primu. Lo mejor es cada
uno por su lado y chau.
Sin darle tiempo de reflexionar agarró su atadito y
salió presurosa. Desde la cama, mi amigo quedó mirando
la puerta por donde había salido, aún abierta, aún con
el perfume de ella, fresquito el recuerdo de su figurita
menuda, y recién entonces pudo hablar. Le salió como
un grito:
—Eh! vo. . . la puerta!
no —
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