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Puppo Julio Cesar Cronicas de El Hachero

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CRONICAS

DE
EL
HACHERO
JULIO
CESAR
PUPPO

BOLSILIBROS ARCA
Crónicas de El Hachero
JULIO CESAR PUPPO

Crónicas de
El H a c h e r o

ARCA / Montevideo
Copyright by Editorial Arca
Arquímedes 11 8 7 , M ontevideo
Queda hecho el depósito que marca la ley
Impreso en Uruguay; Printed ¡n Uruguay
Edición am parada en el art. 7 9 , ley 1 3 .3 4 9
Son crónicas de El Hachero. Este nom bre
se da en el fútbol al que prefiere em plear el
juego ilícito, al m argen de los reglam entos. Lo
he adoptado porque yo tam bién empleo un len­
guaje —ese mismo lenguaje popular— que po­
d ría calificarse de ilegal, gram ática en mano.
Soy pues, un hachero de la literatura. Y no me
acuso de ello; sim plem ente informo. — E l H a­
chero. (Prólogo a las Crónicas de El Hachero.)

Fuimos amigos. Lo leí desde niño en “Peloduro”, “El


País” y “Fútbol-Actualidad”. Crecí, leyéndolo. Aprendí a
fumar, leyéndolo. Descubrí el tango, leyéndolo.
Cuando lo pude conocer, él ya era viejo. Las fotos
dicen que tuvo pelo y parece atractivo. Cuando lo encon­
tré tenía una pelada entera, a lo Von Stroheim, unos
ojos tan chiquitos y nerviosos con bolsas abajo, orejas
largas y puntiagudas, a lo diablo. Parecía un monje li­
bertino, de esos de los que se habla en las historias me­
dievales.
Armaba. Tomaba mucho (caña) y hacía propaganda
de la “asquerosa vieja”. “Desconfío de un tipo que toma
leche”. Era anarquista —según él—. “Ahora que si tal
cosa es ser comunista, y tal otra, y tal otra. Entonces, yo
debo ser comunista”.
Era sensiblero, más cuando escribía que cuando
hablaba, pero no sentimentalón y si no lean atentamen­
te “El remate del pur sang”.
Humilde. Una vez alguien le dijo que él era el Ma­
riano José de Larra nuestro. El le respondió (había mu­
jeres): No embromes. Vos estás mamado —y luego, me
miró preguntando:— No te parece. Yo le dije que sí,

— 7
aunque pensara "; haber hecho lo con-
trario hubiera noche y su amistad.
Usaba sombrero y no le gustaban los viejos. Las mu­
jeres sí, mucho. Y la música, y no desafinaba cuando
cantaba aunque sí cambiara las letras.
Con el tiempo, su estilo cambió. Se modernizó y
“cada vez escribía más” aunque por adentro era igual. Y
le gustaba hablar de las cosas que escribía, pero no de
cómo las escribía.
..L o reventaban las convenciones. No visitaba enfer­
mos. Tampoco quería que lo fueran a visitar cuando él
lo ;estaba.
Nunca conocí su casa porque nunca me invitó.
Editó, en vida, “Ese mundo de el Bajo” (Ed. Arca,
1966) y las “Crónicas de El Hachero” (Ed. Nueva Amé­
rica) ambas ediciones agotadas.
Hoy, la suerte, sí, la suerte y la audacia me han
convertido en un seleccionador de sus notas, y en una
especie de “viuda de Gardel” que detesto.
El Hachero se hubiera merecido un análisis litera­
rio —como corresponde a un buen escritor— que no ha­
go porque no me gusta “payar” y además porque no es­
toy “mamado”.
Su viudez, es de quienes la merecen ,esa cantidad
de viudas verdaderas de aquellos ranchos del Buceo, a
l^s que él siempre recordó con tanto amor.
A la que robó el banco para el rancho o a la que
soportó con él los nervios de la final del Mundial del
30, a todas ellas, a esas “Mimí estilizadas a fuerza de
ayuno”, a todas ellas a las que me atrevería a. dedicar
esta selección de lo que escribió su compañero.
Jorge Sclavo

8 —
EL HACHERO ENTREVISTADO
POR JULIO C. PUPPO

Repórter. — Ya que hablamos de popularidad, ¿qué


significa eso para vos?
Hachero. — Te voy a contestar por medio de una fi­
gura: la popularidad significa una mano de hierro que se
te prende de un brazo e impone: “Esta vez no me vas a
despreciar; tomate la penúltima”.
Repórter. — ¡Pero no me vas a negar que el perio­
dismo tiene sus satisfacciones!
Hachero. — Si has sido bueno y honrado, cuando
mueras vas al cielo!
Repórter. — Lo tomás a broma; ¿te parece malo eso?
Hachero. — Me parece molesto; más ahora que el
paraíso debe estar superpoblado con los angelitos que
esperan algo de la Alianza para el Progreso.
Repórter. — De todos modos, estarás rodeado de
angelitos!
Hachero. — No me convencés. Imagínate cómo es la
cosa: llega el angelito al cielo y te lo sientan en una nube
superpullman y le dan un arpa o una flauta o un violín
y el pobrecito angelito de Dios se pone a rascar y aque­
llo debe ser un programa de TV continuado para peor.
Repórter. — Pero también hay angelitas, ché, que
han sido las mujeres buenas, honradas, hacendosas. . .
Hachero. — Sí, sí, sí; justamente las que no me van
a dar audiencia!

— 9
OPINION SOBRE EL AMOR

Repórter. — Y a propósito de mujeres, ¿qué te gusta


más: una negra limpia o una blanca sucia?
Hachero. —i Prefiero una negra limpia.
Repórter. — ¿Por qué?
Hachero. — Porque para mí no hay ni blancas ni
negras ni altas ni petisas ni inteligentes ni brutas. Hay
limpias y sucias, nada más.
Repórter. — ¡Que te tiró, viejo! ¡Hablás como En­
rique IV! Y decime: ¿creés en el amor?
Hachero. — Creo, pero no en el amor eterno. Para
mí, el contrato matrimonial debería renovarse cada cua­
tro años que, he visto, es el límite de capacidad tanto
para el hombre como para la mujer.
Repórter. — ¿Te parece que es delito en el hombre
llorar por una mujer?
Hachero. — Según la hora; de noche y con copas
es ui} buen ejercicio sentimental. Además, hay que tener
un perro a mano para decirle que es el único amigo del
hombre y que “mujeres y perras tuito son lo mesmo”.

OPINION SOBRE EL PERRO

Repórter. — ¿Y vos creés que efectivamente, es el


.mejor amigo del hombre?
Hachero. — No irás a hacerme el chiste de que le
pida diez pesos prestados]...
Repórter. — No; es una pregunta honrada.

10 —
Hachero. — Creo; además, creo que el mejor amigo
del perro es el bichicome, que lo tiene siempre gordo,
que se priva de su comida para dársela, aparte de que
le otorga una libertad que es lo que más vale para el can.
Repórter. — ¡Veo que conoces bien la material
Hachero. — Al perro le das de comer y chau. No te
pregunta a dónde vas, ni a qué hora vas a volver, no
tenes que aguantar su charla insulsa y, de premio, invi­
tarlo con el copetín y llevarlo a comer y después al cine
y entretenerlo con las pavadas que decís vos mismo y
acompañarlo hasta la casa y ya en la puerta, esperar que
diga que le gustaría mucho tener una carterita de antí­
lope. ¿Calás?

OPINION SOBRE LA VOCACION

Repórter. — ¿Cómo elegiste la profesión de pe­


riodista?
Hachero. — No la elegí, caí en ella. Si me hubieran
dejado elegir habría sido maquinista de ferrocarril que
fue lo que más me entusiasmó siempre. Creo que a todos
nos sucedió lo mismo.
Repórter. — Sin embargo, todavía estás a tiempo.
Hachero. — No, ahora es muy distinto; esos moto-
cars cuadrados, sucios, con mal olor, no que echan fue­
go por los costados, ni humo, ni lanzan bufidos, no tie­
nen personalidad, como la tenían las locomotoras pode­
rosas, llenas de sudor, que los poetas de antes llamaban
"monstruos de acero”.

— 11
OPINION SOBRE LA MORAL

Repórter. — Una cláusula moral pide una buena


acción cada día: ¿la cumplís?
Hachero. — Del mejor modo posible: por ejemplo,
si se atasca un auto en medio de la calle, voy y ayudo a
empujarlo. Otra; cuando pasa un ómnibus con el desti­
no equivocado, en seguida le hago señas al conductor y,
además, soy siempre el primero en llegar al boliche con
las tres cifras en la cabeza y, muchas veces, en asom­
brarlos desde la puerta con el dato: “¿ A qué no saben
quién está preso?

Hachero. — Decime la verdad: estás esperando que


haga un chiste para decir: . .y con esto dimos por ter­
minada la entrevista con el estimado colega*'. ¿No es así?
Repórter. — No te lo puedo ocultar; estaba espe­
rando esol
Hachero. — Bueno, por esta vez perdóname la falta.
Total, somos pocos y nos conocemos!. . .

12 —
LOCURAS DE PRIMAVERA

La llegada de la primavera, ese clima cordial, pa­


rece que rejuveneciera la sangre sugiriendo grandes
ideas, infundiéndonos un dinamismo que no sospecha­
mos tener.
Se siente el impulso de hacer, de obrar. De ser es­
critor, uno escribe: de ser torero, torearía; de ser guarda,
en fin, treparía a un pedestal y desde allí, señalando al
infinito, podría gritar con toda su inspiración: “Más
adelantel”.
Pero yo en aquel tiempo no era nada. La primavera
me sorprendió sin oficio. Apenas cronista de box en un
momento en que no había boxeo. Como quien dice: un
disfrazado sin carnaval.
Entonces, sucede con frecuencia, que lo que no
podemos realizar nos contentamos con soñarlo, y el pri­
mer paso para ello consiste en vaciar unos copetines.

Así llegué al rancho aquella madrugada. La mucha­


cha —¡pobre Mimí criolla estilizada a fuerza de ayunosl
— todavía no estaba acostada. Había muerto una vieja
al lado y siempre que moría alguno se ponía muy pen­
sativa.
Algo que nunca pude explicarme y que observé
también en el perro. Cada vez que aparecía alguna ga­
llina colgada en la cocina lloraba desconsoladamente.
Quizá presintiera en ello, su destino.
—Vieja, pónete el saco que vamos a dar una vuelta
por la costa.

— 13
—¿Tás loco? ¿Qué ocurrencia es ésa?
—¡Vamos, no seas boba; que la noche tá macanuda!
Lo estaba efectivamente. Aquel cielo alto de
estrellitas; aquel olor fresco a pasto y a salitre; ese mar
oscuro y misterioso que rezongaba su cansancio. . .
Empezamos a cantar. Primero, bajito; después, mas
fuerte, y las voces rebotaban en el espacio y se tiraban
lejos, rodando, rodando...
Los dos solos, en medio de esa noche tibia, primave­
ral, deberíamos estar magníficos. Nos besamos.
—¡Vieja!...
-¿Qué, negro?
Me había asaltado una inspiración repentina; un
proyecto realizable, quizás el único en esa noche que
encendía los nervios. Le señalé hada la sombra de una
verja:
—Mirá qué lindo banco!
—Pero¿ vos tas loco? Sí nos llega a ver alguno?...
—No seas boba; vamos.
La pobre era muy débil y acató mi sugestión. Tem­
blando, se aproximó al banco, lo tomó por un brazo, si­
guiendo mi ejemplo, y empezamos la marcha.
—Pero nene, ¿para qué lo queremos?
—Vos dejame: ¡para sentarnos!
Aquel demonio de banco pesaba una enormidad.
Las patas nos golpeaban en las canillas obligándonos a
dar pasetes falsos. Como potrillos. A las cuatro cuadras
no podíamos más. Jadeantes, exhaustos, doblados, hom­
bre y mujer en ese riguroso esfuerzo de solidaridad, de­
beríamos semejar alguna de esas estampas del Exodo.
—Viejo, ¡mirá!
—¿Qué? ¿Lo qué?

14 —
Lo que se presentó a mis ojos, y más que eso, lo
que súbitamente me vino a la imaginación, fue terrible.
Corriendo, con los brazos abiertos, con el capote
abierto como las alas de un vampiro gigante, se apro­
ximaba un guardia civil.
Tiramos el banco y empezamos a correr nosotros
también. Pero mi desdichada amiga, con sus taquitos
altos, con sus tobillos flojos y quebradizos, no podía con­
tinuar mucho tiempo. Era inútil, pues, huir. Esperamos.
Como dos niños sorprendidos en una huerta, contra el
alambre.
—¿Qué hacían ustedes?
La pregunta estaba demás, lo mismo que la respues­
ta. Sin embargo nos ajustamos a estas elementales fór­
mulas sociales.
Con gesto desolado, en que no había la mínima
ficción, le señalé el banco.
—¿Dónde lo robaron?
- A llá ...
—¿Y ustedes saben lo que les espera?
¡Si lo sabría! Lo que nos esperaba era que nos ha­
rían culpables de todos los robos por allí ocurridos. Lo
que nos esperaba eran las fotografías de frente y de
perfil, las impresiones digitales, las rejas...
El temor me hizo locuaz; expliqué al agente mi si­
tuación con términos sinceros, con expresiones de fran­
co arrepentimiento. Le hablé al alma: a su corazón de
hombre,a su conciencia de funcionario. Y conseguí que,
al menos, no llevara a la muchacha. Pero todo ese traba­
jo también fue inútil. Ella no quería irse sin mí. Se em­
peñó. Su gesto tenía algo de heroico, de abnegado y va­
liente cuando se prendió a mi brazo, con la frente le­
vantada, acusando su decisión.

— 15
Parecía una de aquellas mujeres fuertes de la his­
toria que en un desprendimiento sobrehumano, en un
sacrificio de sí mismas, dijeran a su compañero:
—"Viejo, tome la garabina y vaya a matar salvajes
unitarios”.
Era así. Tuvo esos rasgos de fidelidad, de cariño,
siempre, hasta el día que se me escapó con un violinista.
Tenía esos rasgos entemecedores, admirables, con que al
fin tocó la sensibilidad del buen guardián, paisanito de­
recho, comprensivo, noble.
Estoy seguro por eso, que tenía éste los ojos llenos
de lágrimas, igual que yo, cuando dijo, en un acento
fraternal:
—Bueno; yo no les viá'acer nada. Lleven el banco.
Le regalé todo lo que tenía en el bolsillo, que eran
dos pesos; lo abracé efusivamente, lo llamé “gaucho lin­
do”, le indiqué la redacción del diario en que traba­
jaba —por si alguna vez necesitaba algo— y tomamos el
banco y volvimos para atrás.
Otra vez los golpes en las canillas, otra vez los pa-
setes falsos y los saltitos, como si nos pincharan con una
picana. Otra vez la misma escena del guardia civil co­
rriendo hacia nosotros, con las alas abiertas, cuando ape­
nas habíamos hecho irnos doscientos metros.
—¿A Dónde van?
—A ponerlo donde estaba. . .
—No, hombre; lléveselo pa su casa.
Ustedes creerán que eso nos produjo una gran sa­
tisfacción. Se equivocan. Nos miramos, ella y yo; las mi­
radas cayeron doloridas al banco; medimos la distancia
recorrida y la que tendríamos que recorrer, y sentimos
una profunda depresión moral. Otra vez para atrás!

16 —
Torcidos, desfallecientes, golpeados, arrastrando los
pies, parecíamos los barqueros del Volga, Qué castigo,
señor! Castigo interminable!
Llegamos al rancho y el banco no cabía. Para me­
terlo hubiésemos tenido que sacar la cama. No podía­
mos, tampoco, dejarlo afuera, a la vista de todos. ¿En­
tonces?
Volvimos a miramos, volvimos a mirar el banco y,
sin hablamos —que no hubiéramos podido con las ga­
nas de llorar que teníamos— lo tomamos por los brazos y
salimos: yo adelante, ella atrás, separados por el banco
como por una maldición, aferrados a él como a un
destino.
¿Estábamos condenados a banco perpetuo? Llegué
a temerlo. Quién sabe, todavía, lo que podría sobre­
venir!
Así, pues, nos abrazamos y nos besamos, más ale­
gres que si hubiésemos huido del infierno, cuando el
maldito mueble volvió a su antiguo rincón, al lugar don-*
de lo habíamos tomado. Una sensación amplia de liber*
tad nos llenaba el alma. Daban ganas de descalzarse y
ponerse a correr.
Efectivamente, yo había estado loco, como decía
ella. Pero ya éramos libres y dichosos.
Transcurrió un par de meses. No había olvidado aún
aquella severa enseñanza, ni habían desaparecido total­
mente los machucones de mis canillas, cuando una noche
se me presenta el guardia civil en la redacción:
—Como usté me dijo que si precisaba algo. . .
—Ah, sí! Macanudo, viejo —le dije con fingido hu­
mor, pero molestado por la idea de que aquel hombre
se sintiera con algún derecho sobre mí—. Sí; hizo bien
en venir!

— 17
Le di cincuenta centésimos. El oficio no daba para
más. Y al mismo tiempo me propuse descartarme de ese
sujeto que tenía toda la apariencia de un chantajista.
—|Qué clavo con el banco! No supe dónde ponerlo.
Me hizo una guiñada cordial, como si ocultara un
secreto familiar que reservaba para último momento, y
dijo persuadido:
Era un banquito macanudo, amigo!
—Sí. . . pero no me sirvió para nada.
—¿Cómo amigo? ¿Y para sentarse?
Evidentemente, no creía en mis palabras. Supo­
nía que al restarle méritos al banco me proponía des­
merecer su buena acción para conmigo y retirarle, en
consecuencia, la protección o ayuda prometidas.
—Sí; tuve que volver a ponerlo donde estaba!
Esta revelación le cayó como un balde de cemento.
Se fijó en mí extrañado, huido; miró los cinco reales que
tenía en la mano como si estimara injusta esa recom­
pensa; volvió a fijarse en mí angustiado, pensativo, qui­
zás defraudado en sus más sanas intenciones.
Me dio lástima. Me arrepentí de haberle hecho ese
desprecio a él, que tan noblemente se había portado
conmigo. Bajé los párpados avergonzado y permane­
cimos así, en silencio, unos minutos; no sé cuantos. Has­
ta que él, siempre mirando al suelo, habló con voz en­
trecortada:
—Ahora estoy en el Parque Durandeau. . . Allí no
hay nada para ro b a r... Pero cuando tenga una parada
buena, vengo y le aviso...
Aquel muchacho era, sin disputa, un hombre hon­
rado.
Debo a una locura primaveral, el haberlo conocido.

18 —
UNA VIDA EXCEPCIONAL

Era una cuestión prevista: Andrade tenía que ter­


minar así, porque fue siempre así: desaprensivo, indi­
ferente para con todos, incluso consigo mismo.
Una vez —hace algunos años— escribimos algo de
Andrade en “El País”.
Fue en vísperas del Campeonato Mundial. Nos ocu­
pamos especialmente de él, porque habíamos sorprendi­
do en la vidriera de un cambalache uno de sus trofeos
olímpicos: la medalla de campeón. Allí, al lado de un
clarinete adusto y negro como un cura, entre un par de
espuelas —sin dientes ya las pobres, de tanto morder
caminos— y unas bolas de billar cansadas de rodar, allí,
el pequeño disco de oro escondía su vergüenza al co­
mentario mordaz e intencionado de las gentes.

Daba lástima y por eso escribimos.


A veces, escribir es como cantar: dulcifica las tris­
tezas.
Otras veces es como una confidencia, que alivia las
amarguras.
Por eso escribimos.
Aquella medallita rubia, había nacido para arri­
marse, mimosa, al pecho de un campeón y soñar allí al
ritmo sereno de un corazón fuerte. Pero el hombre desa­
prensivo la arrojó a la vida. La mandó al asfalto como
se manda a un clarinete o a un puñal.

Esto sólo pintaba la psicología de Andrade. Y adi­


vinamos lo que habría de suceder más tarde, cuando

— 19
aquellas piernas oscuras y finas empezaran a hundirse
en los años y las visagras enmohecidas por muchas llu­
vias empezaran a chirriar.
Lo predijimos.

Andrade vivió con la precipitación e indiferencia


de los triunfadores. Pareció que la vida se le entregaba
para siempre y sin condiciones.
El pardito humilde, que se pasó los días fumando,
arrimado a un buzón de la Estación Pocitos y en es­
pera de que alguno lo invitara con un vinito de a vin­
tén, subió rápidamente sobre las multitudes y las con­
quistó y despreció ensoberbecido.

Fue a París. Como el tango.


Se cambió la gorra grasienta y las alpargatas des­
tripadas por el capelo clarete que le hacía sombra sobre
los ojos y las botitas de charol que iluminaban todavía
más, aquellos pies privilegiados. Y lo bailaron las fran-
cesitas y lo acercaron a su corazón. Era el tango, era.
Reo, compadre, varón y cruel. Era el tango que triun­
faba arrollándolo todo.
Por eso, en lo mejor de su vida, cuando se le ofre­
cía la fortuna con los ojos ciegos y las mujeres con los
ojos entornados, se desprendió de aquella medallita, que
ara él no tenía otro valor que el de todas las cosas de
E l tierra. Es decir, ninguno, porque todas las conseguía
fácilmente.
Espíritu excepcional el de este negro que no con­
movieron las glorias ni quebraron las miserias.
Tipo admirable que vio con indiferencia pasar a su
lado el triunfo y la celebridad y soportó con la misma
hidalguía y entereza las horas tristes de la decadencia.

20 —
Cuando estaba en su apogeo, Andrade, más de una
vez creimos descubrir en la mueca desdeñosa de sus
labios y en sus ojos entornados que parecían mirar siem-
jre a la distancia, un infinito desprecio hacia quienes
fe rodeaban y proclamaban como ídolo. Entonces pen­
samos que el tiempo habría de castigar cruelmente su
altivez.
Pero poco más tarde volvemos a ver a Andrade.
Había perdido su brillo y su fama. No interesaba a
nadie. Había perdido sus amigos de las épocas buenas y
cuando volvió al barrio tampoco encontró allí una mano
que se extendiera fraterna. Había perdido todo.
Todo menos su gesto despectivo, y la gallardía de
su estampa y la indiferencia altiva hacia este mundo
nuestro.
Porque es así: duro, impenetrable tanto al odio co­
mo a la ternura.
Esa nota que publicamos lo molestó. Quienes lo
vieron en aquel momento dicen que tomó el diario y lo
deshizo en virutas.
Más aún, prometió tomarse venganza.
Pero pasaron dos meses, no más, y una noche de
Carnaval nos encontramos a Andrade confundido en una
agrupación de negros frente a la redacción del diario.
El tambor cruzado al pecho, los ojos cerrados en
un profundo éxtasis, el oído dormido sobre el canto ar­
monioso y dulce de los pinos. Andrade, olvidando todo
resquemor, venía, él también, a ofrendarnos su simpa­
tía con el alma puesta en el parche.

En París fue la novedad. Se le dispensó una admi­


ración supersticiosa. Se lo disputaron las lindas francesi-

— 21
tas como a un extraño amuleto, con algo de temor, algo
de curiosidad y quién sabe qué extraño sensualismo sal­
vaje.
Una vez el loco Romano lo fue a buscar a una di­
rección que el mismo José Leandro le había dado.
Llegó frente a un suntuoso apartamento y pensó:
“Me habré equivocado”. Igual se resolvió. Y allí, su sor­
presa no tuvo límites. Ante la invocación de una don­
cella a quien lo único que se le entendía era “mesié An-
drad”, apareció José Leandro vistiendo un regio kimo­
no de seda, en aquellas habitaciones llenas de pieles, de
estatuitas, de “abat jours” y perfumes.
Un par de días más tarde Andrade andaba de nuevo
suelto. Lo aburría el amor, lo ahogaban las pieles, lo as­
fixiaba ese aire cargado de esencias, a él acostumbrado a
respirar fuerte en la costa de Palermo que bendice el
mar, y a recibir con el pecho descubierto el sol picante
de la muralla.

Así, despreciándolo todo, se precipitó el triste final.


Andrade, en la miseria, fue a parar a un sanatorio de
enfermos pulmonares. Sus amigos le organizaron algunos
festivales de beneficio que nunca se realizaron. Ahora
—qué diablos!— ahora Andrade no interesa.
Hay algo de admirable y de grande en todo esto.
Algo admirablemente dramático en esta vida original,
personalísima, que se despegó de un buzón hediondo a
perros, y se levantó hasta los labios perfumados de las
finísimas parisinas, para ser devuelto a la calle, más po­
bre y abandonado que antes. Hay hasta poesía. Hay, sí.
Poesía de arrabal: letra de tango.

22 —
ENTRETENIMIENTO INOCENTE

Llegó tranquilo. Con las manos hundidas en los bol­


sillos del sobretodo, con la panza erguida, adelantada
como un espolón, estuvo allí un momento parado obser­
vando a los lados.
Hecha esta minuciosa recorrida de exploración, fijó
la mirada en el field.
Fríamente. Sin mayor interés. Era un match de re­
servas —Peñarol y River— y eso no entraba en sus pre­
dilecciones.
Se recogió el sobretodo hasta la cintura, igual que
si pensara entrar al agua y tomó asiento en las gradas.
Se trataba, sin duda, de un hombre serio.
Cuando el juez cobró contra Peñarol un foul co­
metido por River, sonrió con amargura y decepción.
Cuando se repitió la escena, buscó con la vista
a un vecino para comunicarle su desagrado, seguro de
que lo compartiría aquél, y se hizo esta reflexión:
—Hay que embromarse!
En ese momento sacó del bolsillo un caramelo, lo
limpió de las miguitas y pelusas que tenía adheridas, y
se lo tiró de lejos a la boca.
Cuando el juez volvió a sancionar mal una falta,
castigando a Peñarol, el hombre no pudo aguantar más
y explotó:
—Ché, pobre hombre! ¿Quién te dijo que sos referí?

— 23
Existe una gran satisfacción, un buen desahogo en
eso de gritarle al juez. Por un momento se tiene la im­
presión de que no volverán a reproducirse los errores.
Pero sucede siempre que la cosa es a la inversa, y
el juez así maltratado empieza a fallar mecánica, riguro­
sa, sistemáticamente.
Entonces el hombre perdió la línea. Rojo como un
ladrillo, enfurecido, brillante de rabia, le gritó:
—Ladrón, atorrante, chorro, bombero!!

Terminó el partido. El hombre —que ahora está


nuevamente de pie— vuelve a escrutar las caras, vuelve
a buscar un alma gemela.
No la encuentra.
Pero un acontecimiento sorprendente lo llena de

—Oh, viene para acá, che. Viene para acá!


Se dirige a todos como un orador que incitara al
motín.
El juez, en lugar de encaminarse al pasadizo sub­
terráneo, como es costumbre, se dirige hacia la escalera
de la Olímpica.
—Viene para acá?
La satisfacción, la alegría más intensa resplandecen
en su cara roja. Es un delirio casi infantil.
Yo he visto a los canillitas, en determinado paraje
de la calle 8 de Octubre, esperar el paso de los camio­
nes que vienen —no sé de dónde— cargados de sandías.
En ese paraje hay un desnivel, como una zanja,
donde el camión, a la carrera, da un salto, despidiendo
fatalmente parte de su carga.

24 —
Y he visto a los chiquilines con una decisión salva*
je, con un gesto voraz, zambullirse sobre las sandías
abiertas y devorarlas con una fruición indescriptible.
La actitud de ese hombre esperando el pasaje del
juez por la escalera me recordó aquellas escenas.
Quizá, él también, ahí mismo fuera a devorarle las
entrañas. Corrió ágilmente hacia el borde del precipi­
cio; el sobretodo, desprendido, le vuela detrás. De re­
pente pierde equilibrio, pero sigue corriendo con un
pie en el escalón y otro en el de arriba, como si tuviera
una pierna más corta.
Hasta que llega al destino. Allí cuelga medio cuer­
po para no perderse detalle del que sube la escalera.
Con la boca abierta, los ojos salientes, parece una gár­
gola o alguno de esos otros monstruos.
El juez —pobre!— que es un voluntario, viene po­
niéndose el saco. Está en eso cuando un naranjazo le
saca el sombrero limpito. Insulta. Los llama maulas a
todos esos que forman una muralla de caras hostiles.
Se agacha a recoger el sombrero, y otro naranja­
zo le revienta en el lomo.
En ese momento, una cáscara le pasa silbando por
el oído y le proporciona un ligero sobresalto.
En seguida otra por sobre el cráneo. Sube y baja la
cabeza como tero de chacra. Las cáscaras llueven. A
estar a esas manifestaciones, es indudable que no tienen
interés en oírlo. Y el juez lo comprende así e inicia una
retirada rápida. Se devora los escalones. De a tres, de a
cuatro, pasan bajo sus piernas largas.
Lleva el pescuezo encogido, hundido é r e las hom­
bros. Sigue igualmente, con sus moviraíefttóV dé teru­
tero. Es posible que en este momento eiwidie tat suerte


de los caracoles que se pueden meter enteritos dentro
de sí mismos.
Las cáscaras siguen lloviendo hasta que el home­
najeado desaparece.
El hombre se sacudió las manos, se acomodó la ro­
pa, y satisfecho del deber cumplido volvió a su primi­
tivo asiento, con la paz reflejada en el semblante, con la
conciencia tranquila, con el corazón alegre.
Allá, en su casa, la señora que salió a la puerta a
enterarse de los cuatro gurises, le explica a las vecinas.
—Sí, mi marido fue al fóbal. Es la única diversión
que tiene el pobre! B ueno... cuando se llega a cierta
edad! Pero ya las habrá hecho, él también, en su juven­
tud! No vaya a creer. Ya habrá hecho de las suyas...

26 —
DOMINGO SIN FUTBOL

El tipo, sentado en el umbral, con los pies a medio


estribar en las chancletas, consultó al canarito con una
mirada vaga: ¿Y? Después, levantó el termo y sirvió
otro mate. Iban como mil, ya. Desde las seis y eran
las ocho! El sol aparecía de a ratos. En la boca del po­
rongo flotaban algunos palitos náufragos. Era una ma­
ñana lacia, apagada, triste, precursora de quién sabe
cuantos desengaños. Por de pronto, eso del fútbol apa­
recía tan turbio como el cielo mismo. Y un domingo sin
fútbol!. . . Cuesta ché, conformarse! Cuesta transformar
así, de un momento para otro, las costumbres de todo
el año, de muchos años sin fallar un partido.
Empezó a llover. El tipo descolgó el pasulín del
plátano y con la jaulita en una mano y el termo en la
otra, embocó en el zaguán, cacheteando las baldosas con
las zapatillas. Prefería cantar. Y desde la calle se oyó un
murmullo igual al que hacen los nenes cuando les dan
un carretel para que jueguen.

Imaginó el programa suplente. El boliche. Diez co­


pas y aquello que sería fatal:
—¿Sos mi amigo o no sos mi amigo? Mozo, ¿se debe
algo?
No, no. Debía huir de eso. Ya se tenía jurado por la
vieja que no agarraría más viajes de copas. . . “Y con la

— 27
salú de la vieja no se juega —argüía sensatamente— por­
que madre hay una sola”.
Entonces. . . ¿Ir al cine como los botijas? ¿Al sport?

Compró una bolsita de bombones y la escondió rá­


pidamente. Si lo ven los muchachos, ni tomada de pelol
Y, al tranquito, enderezó para lo de la pebeta bajo ese
sol pegajoso que resbalaba en las veredas mojadas.
Ella le había dicho:
—“Vos sabés que no te privo de nada, Juan Julio.
Vos decís de ir al fóbal y entre nosotros ni un sí, ni un
no. Pero el domingo que no haiga fóbal, vos te venís en
casa, que yo no voy de madrina”.
Así era como cumplía.
La paloma lo esperaba radiante, durita en sus ropas
muy limpias; sonriente, fresca su carita inflada. El burro
cayó azareado, con la cabeza baja. Las orejas calientes
le parecían más grandes y caídas. Se tanteó los bombo­
nes: estaban allí. El problema, sin embargo, era decidirse
á sacar el paquete y entregarlo con alguna elegancia sin
colocarse orsay.
Se sentaron en el patio de baldosas coloradas, aba­
jo del parral desnudo. Allí corría un airecito fresco.
—“Estate cómodo, Juan Julio” —había aconsejado la
nena.
Y el tipo se quitó el saco y el cuello, mostrando en
él centro del cogote, abajo de la nuez, el manchón vio­
leta del gemelo de cobre.

Ya el muchacho agarró más confianza. Porque lo que


pasa es una cosa. El no es tímido, pero acostumbrado
como’ está a ver a su pebeta de noche, ese acontecimien­

28 —
to a la luz del día lo perturba. Parece que se le vieran
todos los defectos, o sea los pelos de la oreja, los puntos
negros de la nariz. Además, no es lo mismo para hablarse
al alma, que sean las diez de la noche como las tres de
la tarde. Y todavía otra cosa: que habituado al fútbol a
esa hora, a dar rienda suelta a su entusiasmo, al delirio
contenido durante toda la semana junto al torno, este
cambio a que lo obligaba un domingo en blanco, lo te­
nían molesto, descentrado.
El no era tímido; estaba fuera de su ambiente, na­
da más.

Los taños viejos prendieron la radio. —Si tan siquiera


transmitieran las carreras!—Aunque él no es burrero, eh?
Por esta cruz que nol Ya su cariñito le tiene dicho y re­
petido muchas veces:
—“Mirá, Juan Julio: no es porque vos esteas adelan­
te, pero yo te perdonaría cualquier cosa menos que fue­
ras jugador. Por mama que sí!”
Y orgullosa de su sensatez, ponía una carita tan seria
y retobada y rica que daban ganas de encajarle un bife.
—“Ah, sí! Yo sí, Juan Julio, (sacá esa mano). Para mí,
el hombre jugador está perdido. Que te guste el fóbal es­
tá bien, porque eso no es juego, como quien dice. Pero el
juego por p la ta ... Eso sí que no! ¿Qué porvenir para
nuestros hijos hoy o mañana? (Sacá esa mano, negro!...).
Decime: ¿qué porvenir? ¿Qué los señalen con el dedo..,
—“Pero mi santa!”
—“Es un decir, no más. Como quien dice, un ejem-
i » 1
pío .
Quedaron mirándose a los ojos. Efectivamente, se
amaban.

— 29
—“Van a escuchar al “Zorzal de Comercio y Comodo­
ro Cué”, —dijo la radio que siempre tiene salidas muy
oportunas.

Cayó la tarde sobre las parras desnudas del patio


colorado. La piba quedó lloriqueando en el zaguán y el
tipo se encaminó hacia el boliche. Iba a olvidar.
El mostrador sintió el roce de diez vasitos corridos:
—¿Sos mi amigo o no sos mi amigo? A ver patrón:
¿se debe algo?
Estas consultas son, por lo general, el presagio de un
acontecimiento mayor.

A las cuatro de la mañana el tipo se paseaba en la


jaula de portland de la seccional. Cerraba un ojo para
identificar los bombones y separarlos de ese masacote
negro e informe.
Mientras, hacía el balance funesto de ese domingo
sin fútbol:
—“Me amuró la chiquilina (y contaba un dedo), me
palié con mi mejor amigo (dos dedos); me gasté la quin­
cena en copetines (tres)... Y todo para qué? Para termi­
nar aquí, en cana, en curda, con el lomo tan tirante que
no puedo ni toser sin que se me agriete... Bah! Si yo
siempre dije que el profesionalismo iba a ser la ruina
del f ó b a l...”

30 —
EL MALVON DE LA CASITA

Nunca me hubiera imaginado que podría tomarle


cariño a una planta. Ni yo, ni ningún otro hombre.
Se me ocurría que ésa era una debilidad reservada
exclusivamente a las mujeres.
Sin embargo, por más que rueden años y años, por
más que uno aprenda la vida y se ponga arisco y descreí­
do, siempre aparece un motivo nuevo que trae al alma
una nueva sensación.

En la puerta del rancho, a pocos metros, había un


malvón tirado. Quién sabe quién lo abandonó allí, donde
estaba triste y sucio. Acaso los viejos inquilinos, que, en
el momento de levantar el niño se desprendieron de lo su-
perfluo: el gato y el malvón.
La primera vez que lo vi me despertó un deseo ba­
nal: embocarle un salivazo. Desde el escalón donde es­
taba sentado, escupí con fuerza, una, dos, diez veces,
hasta que temblaron las hojitas acusando el impacto.
Entonces quedé tranquilo y conforme de mi puntería.
Pero el juego lo repetí cada vez que me hallé en la
misma posición.
Asi, durante muchos días.
Una tarde de intenso calor se me ocurrió echarle
agua. Vi cómo la bebía ávidamente, cómo se coloreaban
sus hojas, cómo brillaba alegre y risueño y eso me pro­
dujo una ligera satisfacción.

— 31
Me propuse hacer lo mismo frecuentemente y en esa
forma fuimos trabando amistad hasta el momento en que,
ya íntimos, la llevé para adentro y le di mi techo.
La transformación experimentada por la planta fue
notable. Limpita, cuidadosa, vigorosa, me llenaba de
alegría y de orgullo.
Le pinté la lata, la bañé todos los días, le corté el
pelo y le limpié las uñas. Sin darme cuenta la iba que­
riendo. Aquella plantita era como un niño recogido en
la calle. Y como esos pobres niños, había tenido también
la piel áspera y el tronco vencido.

Los reos que van al rancho deben haber sentido una


impresión idéntica a la mía. En los primeros momentos
no repararon en ella más que para echarle los puchos.
Sin embargo, de a poco se fueron encariñando, y ya
todos se preocupaban por echarle agua, abonos, quizás
caña para compartir con ella alguna farra de esas que
juntan los corazones.
Aquella plantita era un pequeño ser vivo, bueno y
débil que necesitaba amor y protección de nosotros. Era,
además, una nota delicada que, nunca sospechamos se
nos hiciera tan, íntima. Le llamábamos “El Botija”.

Una noche encontré en la calle, abandonada igual


que el malvón, a una mujer.
Como él, ¿no podría acaso ponerse linda, graciosa,
llena de alegría y de vida, bajo mi techo?
Entramos. Con la emoción de una joven desposada
recorrió la casita con la vista y tuvo una débil sonrisa
benévola.
Quizás lo hallara todo muy desordenado.

32 —
Cuando sus ojos tropezaron con la planta se acen­
tuó un gesto de ternura, tal vez de piedad y dijo dul­
cemente:
—Ay, negro! ¿De dónde sacaste esa porquería?
El calificativo me hizo mal.
Después, andando los días, advertí que la mujer, con
su terrible intuición, había adivinado desde el primer
momento una rival en la humilde plantita.
Una rival que le sustraería un poco de mi atención,
y otro poco de mi cariño.
Y así, para contrarrestar los efectos del malvón, una
tarde se vino con un culandrillo. Yo nunca le había teni­
do afecto a las plantas; ya lo dije. Pero en el caso de te­
nérselo a alguna, seguramente que no habría sido al cu­
landrillo.
No me gusta. Es una planta maricona, de sombra,
de calor. Como esas personas enfermas de aristocracia.
Pálido, débil. Debe ser hasta cocainómano!
A ese sujeto, ponía contra mi malvoncito reo, gracio­
so y lleno de salud.
Y para él eran todos los cuidados.

Soy un tipo por naturaleza pacífico y enemigo de


peleas. No sé, pues, cómo esa noche perdí los estribos y
le canté las cuarenta a la grela ensoberbecida.
Quizás, ella misma provocó la situación para tener
un motivo que justificara su actitud.
Aparentemente estaba muy celosa, porque me echó
en cara el haberle hecho abandonar todo para venirse
conmigo. Yo pude preguntarle qué era lo que abandonó,
pero no lo hice. Le di la espalda y me dirigí a la puerta.

— 33
Allí me esperaba un cielo limpio, alto, cubierto de
estrellas; un aire tibio con olor a campo, toda la belleza,
en fin, contra la miseria que dejaba atrás.
Había andado apenas un par de metros cuando oí
entre las cañas de los choclos una agitación de hojas.
Como el aletear de un ave que despertara asustada.
En seguida, el golpe sordo de un cuerpo pesado que
cae de lo alto.
Y comprendí todo. Volví atrás, me arrodillé junto al
malvoncito quebrado de muerte y arranqué una hoja,
que todavía guardo, para cuando tenga novia, regalársela.

34 —
EL GLORIOSO PASADO DE MI VECINO

Allá, en mi Rancho del Buceo, tengo un vecino que


se llama don Costa.
Es un viejo jubilado. De piel cascarosa como un co­
codrilo; de cara cubierta de puntitos negros, como si allí
hubieran dormido las moscas; de ojos saltones y duros
como dos caracoles pegados en un cajón de muerto.
No tengo nada que ver con él; no me une ninguna
amistad. Apenas nos cambiamos los saludos matinales en
uso. Sin embargo ese hombre me molestaba como una
pesadilla; igual que una obsesión.
No sé por qué, de verdad. Veía que era injusto con
él. Lo comprendía perfectamente.
Alguna vez he tratado de hallar una explicación para
no pasar ante mí mismo como un maniático. Y así, llegué
a la certeza de que mi animosidad contra ese hombre
venía porque adiviné que él, —como todos los jubilados-
tenía una historia muy larga para contar.
Y me había elegido confidente.
El otro día tentaba esforzadamente, dormir la siesta.
Hacía un calor terrible. Las paredes despedían hu-
mito; picaban las moscas; el colchón se pegaba al lomo.
Era una verdadera prueba de fuego. Sin embargo, poco
a poco, arrastrándose penosamente llegó el sueño. Un
sueño liviano, de esos que se deslizan a media agua.
Pero era sueño!
Ya estaban vencidos todos los inconvenientes, ya em­
pezaba por último a dormir, cuando me golpean la puerta.
No hice caso.
Golpearon otra vez, con más fuerza y maldije men­
talmente al autor.

— 35
Me propuse hacer lo mismo frecuentemente y en esa
forma fuimos trabando amistad hasta el momento en que,
ya íntimos, la llevé para adentro y le di mi techo.
La transformación experimentada por la planta fue
notable. Limpita, cuidadosa, vigorosa, me llenaba de
alegría y de orgullo.
Le pinté la lata, la bañé todos los días, le corté el
pelo y le limpié las uñas. Sin darme cuenta la iba que­
riendo. Aquella plantita era como un niño recogido en
la calle. Y como esos pobres niños, había tenido también
la piel áspera y el tronco vencido.

Los reos que van al rancho deben haber sentido una


impresión idéntica a la mía. En los primeros momentos
no repararon en ella más que para echarle los puchos.
Sin embargo, de a poco se fueron encariñando, y ya
todos se preocupaban por echarle agua, abonos, quizás
caña para compartir con ella alguna farra de esas que
juntan los corazones.
Aquella plantita era un pequeño ser vivo, bueno y
débil que necesitaba amor y protección de nosotros. Era,
además, una nota delicada que, nunca sospechamos se
nos hiciera tan, íntima. Le llamábamos “El Botija”.

Una noche encontré en la calle, abandonada igual


que el malvón, a una mujer.
Como él, ¿no podría acaso ponerse linda, graciosa,
llena de alegría y de vida, bajo mi techo?
Entramos. Con la emoción de una joven desposada
recorrió la casita con la vista y tuvo una débil sonrisa
benévola.
Quizás lo hallara todo muy desordenado.

32 —
Cuando sus ojos tropezaron con la planta se acen­
tuó un gesto de ternura, tal vez de piedad y dijo dul­
cemente:
—Ay, negro! ¿De dónde sacaste esa porquería?
El calificativo me hizo mal.
Después, andando los días, advertí que la mujer, con
su terrible intuición, había adivinado desde el primer
momento una rival en la humilde plantita.
Una rival que le sustraería un poco de mi atención,
y otro poco de mi cariño.
Y así, para contrarrestar los efectos del malvón, una
tarde se vino con un culandrillo. Yo nunca le había teni­
do afecto a las plantas; ya lo dije. Pero en el caso de te­
nérselo a alguna, seguramente que no habría sido al cu­
landrillo.
No me gusta. Es una planta maricona, de sombra,
de calor. Como esas personas enfermas de aristocracia.
Pálido, débil. Debe ser hasta cocainómano!
A ese sujeto, ponía contra mi malvoncito reo, gracio­
so y lleno de salud.
Y para él eran todos los cuidados.

Soy un tipo por naturaleza pacífico y enemigo de


jeleas. No sé, pues, cómo esa nocíie perdí los estribos y
fe canté las cuarenta a la grela ensoberbecida.
Quizás, ella misma provocó la situación para tener
un motivo que justificara su actitud.
Aparentemente estaba muy celosa, porque me echó
en cara el haberle hecho abandonar todo para venirse
conmigo. Yo pude preguntarle qué era lo que abandonó,
pero no lo hice. Le di la espalda y me dirigí a la puerta.

— 33
Allí me esperaba un cielo limpio, alto, cubierto de
estrellas; un aire tibio con olor a campo, toda la belleza,
en fin, contra la miseria que dejaba atrás.
Había andado apenas un par de metros cuando oí
entre las cañas de los choclos una agitación de hojas.
Como el aletear de un ave que despertara asustada.
En seguida, el golpe sordo de un cuerpo pesado que
cae de lo alto.
Y comprendí todo. Volví atrás, me arrodillé junto al
malvoncito quebrado de muerte y arranqué una hoja,
que todavía guardo, para cuando tenga novia, regalársela.

34 —
EL GLORIOSO PASADO DE MI VECINO

Allá, en mi Rancho del Buceo, tengo un vecino que


se llama don Costa.
Es un viejo jubilado. De piel cascarosa como un co­
codrilo; de cara cubierta de puntitos negros, como si allí
hubieran dormido las moscas; de ojos saltones y duros
como dos caracoles pegados en un cajón de muerto.
No tengo nada que ver con él; no me une ninguna
amistad. Apenas nos cambiamos los saludos matinales en
uso. Sin embargo ese hombre me molestaba como una
pesadilla; igual que una obsesión.
No sé por qué, de verdad. Veía que era injusto con
él. Lo comprendía perfectamente.
Alguna vez he tratado de hallar una explicación para
no pasar ante mí mismo como un maniático. Y así, llegué
a la certeza de que mi animosidad contra ese hombre
venía porque adiviné que él, —como todos los jubilados-
tenía una historia muy larga para contar.
Y me había elegido confidente.
El otro día tentaba esforzadamente, dormir la' siesta.
Hacía un calor terrible. Las paredes despedían hu-
mito; picaban las moscas; el colchón se pegaba al lomo.
Era una verdadera prueba de fuego. Sin embargo, poco
a poco, arrastrándose penosamente llegó el sueño. Un
sueño liviano, de esos que se deslizan a media agua.
Pero era sueño!
Ya estaban vencidos todos los inconvenientes, ya em­
pezaba por último a dormir, cuando me golpean la puerta.
No hice caso.
Golpearon otra vez, con más fuerza y maldije men­
talmente al autor.

— 35
Volvieron a golpear y ya no tuve más remedio que
levantarme. Por la insistencia, debía tratarse de algo serio.
Entonces, frente a mí, un pobre hombre con un pa-
quetito en la mano, me dijo:
—¿No quiere comprar ondulines para la señora?
—No tengo ninguna señoral —contesté con fingida
suavidad, pero con un profundo rencor reprimido, con
una rabia tremeda que me agitaba el corazón. Y en tanto
vi alejarse al odioso vendedor, apareció don Costa, muy
alegre, me hizo la venia y empezó a marcar en tono fes­
tivo, llevando una escoba a manera de fusil.
Y yo pensé:
Después, si uno les revienta la ciruela de un tiro
dicen que es un criminal!

Desde ese momento aumentó mi antipatía por Cos­


ta. Le huí siempre. Lo saludé de lejos para evitar que se
acercara. Le hablé al pasar para impedir que hablara él
y hasta fui el primero en hacerle un chiste para que no
me ganara de mano. Entonces, como es natural, me le
hice profundamente simpático.
Me lo confesó.
Esas atenciones mías, le habían sentado muy bien a
él que "era un pobre viejo, jubilado después de más de
treinta años de servir al Estado y a la N ación..
Intuí el cuento. Presumí que se acercaba el fatal ins­
tante tan temido y disparé.
Eso no era vida. Me tenía que pasar escondido!...
Aún así, de repente sentía una mano que me gol­
peaba dulzona en el hombro:
—¿Tá pensativo joven? No hay que preocuparse; usté
es joven; si juera un viejo jubilado como yo, dispué de
treinta años de servir al Estado y a la Nación. . .

86 —
Llegué a la conclusión de que el único remedio,
quizás, fuera escuchar su historia. Lo pensé sin decidir­
me, desde luego.

Hasta que una m adrugada...


Al llegar al rancho encontré un hombre uniformado
en la vereda de tierra, frente a la puerta. No tuve tiem*
po de pensar nada malo porque me salió al paso. Era
aon Costa. Tenía una curda bárbara y quizás el calor de
las copas había despertado en él, el fuego bélico de su
lejano pasado.
Me hizo la venia, como de costumbre, y la respondí
en la misma forma. O mejor, todavía, porque le dije:
Buenas noches mi comandante. (Puede ser que yo
también tuviera adentro alguna copa que me despertó el
deseo de armar kermesse.)
—Así está muy bien— agregé con un tono seco muy
marcial.
El viejo se miró el uniforme con orgullo y yo hice
lo mismo con curiosidad.
Era muy antiguo; quizás del Quebracho, o tal vez
de las legiones garibaldinas.
Lo cierto es que yo no lo reconocía.
—De mis tiempos —dijo con una sonrisa triste, suspi­
rando, y sus ojos llenos de agua se elevaron al cielo, a la
luna esa que quizás hubo velado muchas noches en los
campamentos sobre el filo acerado de las bayonetas.
—En mis tiempos. . . ¿a ver? que no me oiga la vie­
j a ... Era un joven como usté (infló el pecho), elegante,
bigote negro... (se pasó los dedos por el labio superior)
asi, retorcido... n eg ro ... No había mujer, —(joven, no lo
digo por alabarme)— pero pasaba yo y todas a la puerta:

— 37
“¿No hay para mí? ¿No hay para mí?” —les oía decir. To­
das, joven!... allí conocí a ésta (señaló con la cabeza ha­
cia su casa). Era una linda mujer. Ahora está vieja...
claro, joven, los años pasan. . .
Volvió a clavar sus ojos humedecidos por la emoción
en la claridad del cielo, de ese mismo cielo que cubrió
las luchas de su época juvenil.
—Ay mis tiempos amigol Esos no vuelven. Ya no hay
carteros como aquellos de hace veinte años!...

La revelación cayó pesada, redonda. Adiós luna de


los campamentos y bayonetas vigilantes, y sables guapos
y fuertes, y uniformes marciales.
¡Pobre don Costa!
Los copetines lo habían devuelto al pasado. Quiso
vivir aquella vida un instante. Se animó y lo hizo.
Vistió el uniforme de sus días gloriosos: el de cartero.
Quizás, de no haber llegado yo tan a tiempo, se hu­
biese puesto 3 repartir cartas imaginarias, como un viejo
guerrero, en el mismo caso, habría levantado su espada,
también imaginaria, señalando a sus hombres el camino
de la conquista, de la victoria, de la fama. Cada uno con
su ilusión. . .

No encontré grotesco el resultado de mi última en­


trevista con don Costa. Al contrario: me pareció muy na­
tural. Tanto que ojalá los jóvenes que me escuchen ma­
ñana —cuando yo tenga la edad de don Costa—, no son­
rían, no se peguen maliciosamente con el codo, ni se bur­
len como no lo hice yo, si les digo también mirando al
cielo:
—Una vez, en mis años mozos, escribí un artículo
muy bonito, y me felicitaron por eso. Había que v e r...

38 —
“DE INDEPENDENCIA A CARRASCO”

Todas las excursiones campestres, desde las destina­


das a la caza hasta el más intrascendental pic-nic, todaS
tienen una emoción particular.
Previendo eso fue, sin duda, que sin convenir nada
expreso, en un acuerdo tácito, Materia y yo resolvimos
la otra noche damos una gira en la banadera "de Inde­
pendencia a Carrasco, cruzando por bosques y playas”.
—¿Tarda mucho en salir?
El tipo miró el reloj y contestó seguro:
—Diez minutos.

Dicen que partir es morir un poco. Ha de serlo, no


más, según el estado de espíritu de mi socio y el mío
mismo en los instantes previos a la partida.
Como si nos despidiéramos para siempre empeza­
mos a recorrer con la vista esa plaza bulliciosa y brillan­
te de luces, esos rincones familiares de este Montevideo
tan nuestro y tan querido.
Dijérase que no era el mismo. Le descubrimos belle­
zas nuevas, aspectos desconocidos. Quizás ahora, que nos
separábamos de él, empezaríamos a darle su verdadero
valer.
Lo veíamos con distintos ojos. Más afectuosos, más
llenos de ternura.
Con los ojos del que se va.
Se nos acerca un vendedor y alargando un paquete
dice:

— 39
—Caramelos para el viaje?
Esas palabras tan simples, ahondaron más aún nues­
tro sentimiento.
El viajel. . . Sería muy largo, seguramente, si era pre­
ciso llevar provisiones con que entretenerse. Dejaríamos
muy atrás, estas lindas palmeras, estas casas viejas, estas
ventanitas iluminadas que nos seguirían largo trecho con
su mirada de despedida. Hasta hacerse difusa, hasta nu­
blarse, quizás bajo una lágrima.

Tengo por hábito, cuando me empiezo a poner senti­


mental, observarme un poco, a ver si la apostura está en
consonancia con la situación.
Allí no lo estaba. Sentados en ese enorme carromato,
de donde sobresalía más de medio cuerpo que dominaba
el panorama, el sordo y yo, solitos, deberíamos parecer
dos estatuas. Para mejor, abajo se habían reunido los chi-
quilines que se esfuerzan por mirarnos, dirigiendo hacia
arriba las narices. Casi hasta desnucarse. Decididamente,
nos estábamos poniendo en una evidencia ridicula.
Tan solos en ese camión tan grande, éramos como
dos plantitas en medio del desierto. Tan altos, sobre el
nivel de la calle, parecíamos dos audaces aviadores que
se lanzarían a descubrir nuevas tierras.
—Che, ¿va a tardar mucho?
—No; ya sale.
Subió el chofer, tocó unas llaves, encendió los focos,
volvió a apagarlos.
Por los preparativos era fácil deducir que estaba
muy próximo el instante decisivo y le di el último adiós
a Montevideo.

40 —
Por suerte tomó ubicación detrás nuestro un matri­
monio joven. Recién casaditos, los palomos se deshacían
en ternuras.
Ella era muy rica. Nos observó un instante y dijo
algo al oído de su esposo que, disimuladamente, se cer­
cioró si llevaba consigo el revólver.
Después estiró el cogotito, como si tragara saliva y
puso una carita que parecía decir: “Yo soy muy desgra­
ciada porque a mí nadie me quiere”.
Pero él, que la entendía, aproximó su cabeza a la de
ella, afectuoso, amante, solícito y le preguntó embargado:
—Erutaste nena? Eso es bueno; eso es bueno!

Hacía cosa de media hora que estábamos ahí senta­


dos. Sin duda que el guarda esperaba que se llenara para
artir de "Independencia a Carrasco cruzando playas y
Eosques”.
Pero era indudable, también, que eso no lo habría
de conseguir nunca, porque mientras llegaban nuevos pa­
sajeros, los que ya estaban arriba, y habían esperado,
como nosotros, tanto tiempo, resolvían postergar la excur­
sión y abandonaban el coche. Así, se iban turnando en
los asientos.
—Che, ¿falta mucho?
—No, no; ya sale. En seguida!
Subió un inspector que empezó a firmar planillas
con verdadero denuedo, con un gesto muy grave y preo­
cupado.
Después, como el anterior, apretó unos tomillos,
abrió una llaves, encendió los focos.
Y yo volví a despedirme de este Montevideo que aho­
ra, para hacer más triste el momento, había comenzado
a apagar sus luces.

— 41
De repente el sordo me pegó un codazo y balbuceó
disimulado:
—No mirés p’allá.
—Quién es?
—Es un amigo de la infancia. Hace una hora que me
está afilando pa’ saludarme. Los amigos de la infancia
son una peste. Te miran, te siguen, parece que tuvieran
un gran interés en v e rte ... ¿Y todo para qué? Para de­
cirte: “Che, qué gordo estás!”.
—Diga, ¿va a tardar mucho todavía?
—En seguida sale.
Bajamos del ómnibus helados. Tanto rato parados ahí
en la plaza, nos había filtrado el frío hasta los huesos.
Nos sacudimos los miembros entumecidos.
Cuando nos dirigimos al boliche un reo amigo pegó
el grito:
—Mirá los burguesitos; se vienen de Carrasco, nada
menos! ¿Cómo estaba la ruleta, che?

42 —
PUERTO RICO: ULTIMO PUERTO

En la noche mansa del suburbio, el “Puerto Rico”


—“O Porto Rico”—es como un cacho de alegría sacado del
rancherío que duerme y tirado allí, junto a la vía, en una
vuelta del camino.
Es una isla iluminada y bulliciosa en medio de la
oscuridad que envuelve el arrabal.
La luz opaca que vuelcan los bailongos de cada lado
de los rieles tiñe de rojo las siluetas imprecisas de solda­
dos, policías montados, perros vagabundos, parejas enla­
zadas que se pierden entre los tapiales apretados de en­
redaderas para amarse allí un minuto silenciosamente. Se
ilumina una ventanita a lo lejos, y su luz amarilla sale a
jugar con las hojas del cercado que tiemblan de gozo.
Después, aquella ventana oscurece y entonces se en­
ciende un cigarrillo en el portón de madera.
La pareja vuelve a la milonga. Se anuncian en la os­
curidad por el crujido del balastro. Y luego se confunden
con otras parejas que van a despertar otras ventanitas.
Llegan a la calle los sonidos entreverados de las dos
orquestas rivales. Parece que salieran, igual que los hom­
bres a discutirse un amor entre las toses ahogadas del
hembraje y la mirada feroz de la barra que pide sangre.
Así parten, de cada lado de la vía, las voces de “La
Caída” y el “Puerto Rico”.

— 43
LO MAS TIPICO: “PUERTO RICO”

Piso de tierra. Las latas desnudas del techo sudan


gotitas brillantes sobre la abigarrada concurrencia, amon­
tonada a los lados de la pista. Hay olor a tabaco y a ca­
ballo. Hay muchas caras innobles, difíciles, grotescas.
A un costado, sobre un tabladito decorado de pal­
mas marchitas, el bandoneón estrangula un tango malevo
que acompasa el bombo candombero. Se extingue el par­
loteo y las risas afónicas de las mujeres. Los machos se
ponen de pie con la gorra en la mano para recibir a la
rea que se ofrece cachonda a sus brazos.
Parecería que pasa como una ráfaga de emoción sa­
cudiendo las almas, y hay algo de ritual y de místico en el
recogimiento con que los hombres —con el pucho tem­
blando en el labio— miran deslizarse las parejas que po­
nen el alma en una media luna alevosa, provocación en
el gesto, sensualismo y dolor en la flexibilidad de los
cuerpos calientes que se besan.
Tal vez el tango viva ahí su mejor vida; tal vez sea
eso el tango hecho carne, tan reo, tan doloroso y compa­
drón como nació. Posiblemente se haya inspirado en los
cuadriles trémulos de esa parda que arrastran las miradas
sin brillo de un soldado borracho.
Por eso, allí se siente mejor su lenguaje atormentado,
que refiere a cada uno un pedazo de su propia vida: vi­
siones de cafúa y de riñas, confidencias de amantes, trai­
ciones de mujer, sollozos de malevo. . .
Los dos negros tocan y beben. Sobre ellos hay un
cartelito. Dice “Viva el Ejército”. Al lado, a una misma
altura, este otro: “Se aceptan pedidos. Mande la vuelta”.
Y se les pide y se les invita porque son los amos de la
situación; en sus manos está el atributo mágico de llevar

44 -
un poco de ternura a los corazones endurecidos por la
vida infame.
Ese entarimado es, posiblemente, el único punto neu­
tral para las pasiones, y hasta allí no llega el odio de los
hombres ni la intriga de las mujeres. Se les admira, se les
reverencia, dentro de ese ambiente en que flota un ma*
chismo áspero, petulante, exaltado por la caña, la mú­
sica, las miradas condescendientes de las turras.

LA HISTORIA DE TODOS

La historia de cada uno de los que han hecho deí


"Puerto Rico” su refugio, es la historia de todos. Allá, en
un rincón apenas alumbrado hay una pareja que reco­
nozco. El es un adolescente. Bajo la gorrita ladeada es­
capa un mechón rubio sobre su frente muy pálida. Tiene
el cuello del sobretodo levantado y calza alpargatas. Ella,
una muchacha que fue linda. Mismo ahora, envejecida
por los vicios, conserva rasgos interesantes.
Se conocieron cuando aún lucían en blanco su pron­
tuario, hace seis o siete años. La piba trabajaba en un
taller y él, un día, a la salida, se le apiló en un portón
hablándole al alma. Se quisieron. Y una noche clara y
linda como un sueño, se amaron con todo su instinto-
amurados en el zaguán del conventillo. Tal vez sin darse
cuenta; a lo mejor fue la luna, quien tuvo la cu lp a...
Pero los padres de ella, la metieron en el Buen
Pastor.

— 45
Allí se perfeccionó la pecadora, y cuando volvió al
barrio, ya no era aquélla la pebeta alocada que apuntaba
sus memorias con los afilecitos de la esquina. Era la rea
erudita, con el alma enferma de deseos y la carne en­
cendida de placeres todavía no gustados.
Se metió en un cabaret del centro y así empezó su
carrera.

LA HISTORIA DE UNO ES LA DE TODOS

El le siguió el tren. Primeramente dejó de trabajar


porque ella misma le instó a eso. ¿Qué necesidad tenía
el tipo de levantarse para ir al yugo a las seis de la ma­
ñana, hora, precisamente, en que ella volvía? Además, la
muchacha podía ganar bien para los dos.
Se dedicó a ella, pues. Junto con eso debió controlar
sus actividades. Primero le exigió que le mostrara la plata
para justificar que su tardanza se debía a cuestiones “del
trabajo”, pero más tarde resultó que la piba le jugaba
sucio, salía por ahí de farra con algún amorcito liviano
y después le mostraba el mismo dinero de la víspera.
Para evitar eso el muchacho le retuvo la moneda en lo
sucesivo. Y así empezó el gigolot a ser rufián.

EL ULTIMO PUERTO

El ambiente fue decayendo para la mujer en los dan­


cings de lujo. Las privaciones, las noches sin sueño, los
vicios, se acumularon en sus pulmones cansados. Y los

46 —
llevó la miseria, los arrastró la comente de la vida a ese
último puerto que está tirado junto a la vía del ferrocarril,
donde los vecinos tiran la basura.
Se redujo el sport de la mina y el tipo necesitó apor­
tar algún peso para apuntalar la olla. Entonces se hizo
chorro, batilana, jugador. Confidente desleal de la policía
y de los delincuentes, según viera mejores probabilidades.
Perdió toda su propia estimación, se formó una moral
aparte y a ella se aferró como un último orgullo: ser ma­
cho, guapo, bebedor y bailarín.
Esta historia de uno es la historia de todos los que
han llegado al ‘Tuerto Rico” como al último refugio. Es
la vida misma de ese malevaje que se ha reunido por
identidad sentimental en el suburbio de la Unión, lejos
de las miradas del mundo,a solas con su idiosincracia, sus
vicios, sus gustos torcidos y protervos.
Es la población maldita de esa isla que se enciende
en las noches, poniendo animación y bullicio entre el ran­
cherío que duerme bajo sus tapiales de madreselvas y
campanillas. . .

— 47
BAILE EN EL CLUB DEL BARRIO

En la calle oscura abre una brecha a luz del zaguán.


A veces, una sombra resbala desde adentro y cae en la
vereda y se quiebra en los cantos de piedra. Otras veces
son dos. Una pareja que salió a decir sus amores y quedó
allí, muda, mirando como se arrastran las hojas secas.
El Everton Juniors está de baile. Adentro, la música
agranda las piezas y hace balancear los farolitos de colo­
res que adornan el patio. Ríen las muchachas con sus
voces de pajaritos alegres; conversan los jóvenes, duritos
dentro de las mangas recién planchadas. Parece que si
doblaran los brazos harían un ruido semejante al de un
pan al romperlo. El Everton Juniors está de baile porque
va invicto. Y hay que ver lo que costó eso. También hay
cada refreí
El domingo pasado, no más, le anularon dos goles
por orsay. El puntero estaba bien colocado, estaba; pero
el refre igual dio orsay.
Gracias al Toto, que en una apilada fantástica hizo
el gol de la victoria. Pero, ¿sabés por qué? ¡Ufa! Estaba
“aquella”; estaba la Carmelita, que quería disimular pero
que sufría más que nadie. Quería disimular porque anda
enojada con él. Macanas de las mujeres! Lo vio pasar
abajo de los andamios y ahí no más se le encrespó como
una gallinita. Pensó que no quería casarse.
—Si sus intenciones son esas, joven, ya puede mar­
charse de aquí —le increpó con dureza.

48 —
—Pero Carmen, ¿vos tás loca? Qué pasó? Qué hay?
—le decía él con gestos estudiados. Una cosa trajo a la
otra y que patatín y que patatán y al final el Toto que
es muy hombre le dijo “que te garúe finito”.
Pero en el fondo, ¿sabés?, quedó como una brasa,
encendido aquel cariño. Por eso el Toto anda medio en
curda ahora. Por eso y porque además es el mimado del
cuadro. La gloria, la popularidad le embargan los sen­
tidos; la desdicha de su amor lo hace bello, sufrido y
grande a sus propios ojos. Y la presencia de Carmelita,
hoy más linda que nunca, más que cuando lá creía suya,
le inquieta y le hace decir torpezas. Está sin medias, ella.
Esas patitas gordas de deditos cortos, parecen ravioles.
De sus caderas redondas y firmes caen con gracia los
pliegues del vestidito naranja que le regaló el padrino el
día del cumpleaños. En el pecho una flor roja con el
cabito para arriba. Quiere decir que no tiene novio. Una
flor roja como esa boca que tantas veces le juró embele7
sada “te quiero y te querré” y que ahora, en un remilgo
vanidoso y fingido le pregunta al Pepe:
—¿Como dice, joven?
El P e p e ... Apaguen los puchos! El Pepe es un guiso.
¿Vos sabés lo que es un guiso? Hay dos clases. El bacán
que quiere aparentarse reo y el reo que quiere pasar por
tipo bien. El Pepe es de estos últimos. Nació de un caror
zo, como quien dice, y anduvo de vago hasta que entró
en la “Vestigación”, como le llaman los muchachos. ¿Y
ahora qué quiere?
Carmelita baila que es un trompo. Y en los giros del
vals se le ve hasta cercita de las rodillas.
Los amigos del Toto, que la rodean, la miran atra­
vesados como trote de perro. Si fuera hace unos años, ya
se habría armado lío. Pero hoy los muchachos no pelean.

— 49
Hoy les da por cantar cuando el alma empuja por salirse,
de amor, de dicha o de rabia.
“Mujer que vas a rodar
Como la falsa moneda
Que de mano en mano va
Y ninguno se la queda. . . ”
No le gusta esa música porque es mentira. La mone­
da falsa no rueda; se queda en la mano de algún infeliz
otario, igual que la mujer mala. Pero Carmelita no es
mala. No, no es. Lo que hay es que no quiere rebajarse.
Y él tampoco. Para eso es hombre, dice él. Para eso soy
mujer, piensa ella. ¡Y qué bien quedarían juntos! El, el
mejor centrofóbal del barrio; ella, la piba más linda y más
graciosa... Sin embargo, ahora que se acaba el baile pa­
recen acercarse. Ella, que estaba tan indiferente, que no
le daba ni un poquito de perejil lo mira con disimulo.
De repente se encuentran los ojos. Como en aquellas no­
ches felices junto al portoncito! Pero el Toto, igual que
si le sorprendieran en un delito, se sonroja y pone agrio.
Al cruzar el patio, la zorrita le dice dulcemente y muy
bajito: “Adiós, malo”.
En él pudo más el orgullo y no contestó. El corazón
se le oprime, los ojos le arden. Cada uno de los breves
pasitos que se alejan, le golpea las sienes. De atrás le ve
el cogotito afeitado, muy blanco y se le quiere salir un
beso. Un beso que vaya a acompañarla esta noche mien­
tras llore. Que él también va a llorar. Sí; con todo lo
fuerte y lo guapo que es; que los arqueros lo ven acercar
y tiem blan... Sí, con todo!
Quizás ahora m ism o...
Ocultó la cara, dándose vuelta hacia la pared. Los
ojos empañados se clavan en la puerta que tiene calado

50 —
un corazón; parece que se movieran ante ellos las letras
que indican “Conserve la higiene” a las que un reo agre­
gó “Vueno”.
En la calle todavía oscura, el zaguán abre una bre­
cha iluminada. Sale un hombre y se lleva el pizarrón en
el que el sereno de la madrugada ha borrado el anuncio
de “Hoy, gran baile familiar”. Y una canción dolorida se
anticipa al despertar de los pájaros y va a sacudir los ár­
boles dormidos:
“Llora, llora corazón
Llora si tienes por qué,
Que no es delito en el hombre
Llorar por una m u jer.. . ”

— 51
HOY - FUNCION DE BENEFICIO - HOY

Desde temprano entró el mareo en el barrio, hoy


va a ser la cosa!
Aguarda un día de ansiedad, de expectativa, de glo­
rias quizás. El cuadrito del lugar se da un beneficio con
el desinteresado concurso del cuadro dramático “Maderas
de Oriente”, con cantores y todo.
Las artistas, pibas del barrio, disfrutan de un instan­
te de celebridad. Andan presuntuosas y altaneras sa­
cudiendo las melenitas y las faldas con su pásete retoba­
do. Esta mañana, no jpás, al ir a comprar el puchero, de­
jaron los umbrales sembrados de envidias y odios. Las
otras muchachas las desprecian. Y ellas hablan fuerte, con
suficiencia, seguras de que hoy como nunca su fama les
da autoridad. Los reos del cuadro, por su parte, también
salieron temprano. En la puerta encendieron un cigarro y
dirigieron sus pasos hacia el cartelón que desde hace
una semana viene acaparando todas sus ansias.
“Hoy — Gran Función de beneficio al Victorioso F.
C. - Hoy”
La sala presenta un aspecto característico. Yo no sé
por qué la gente que va a los beneficios es tan conver­
sadora. Parece una jaula de guacamayos. Además, hay
olor a colchonería. Y se chilla mucho.
—Ahí está la Cholita. Qué mona! Está muy adelanta­
da ¿eh? Ah, sí!

52 —
La Cholita brilla en el escenario. Es simpática y ro­
busta. Tiene pantorrillas de gaitero y posiblemente va a
bailar una jota.
¿A ver? No; va a cantar.
En seguida sale Morales.
Morales es un pretencioso y los muchachos lo odian.
Juega de entreala y cuando los retratan agacha la cabeza
para no salir. Quiere hacerse el misterioso como aquel
gran Ohaco.
Siempre se retrataba con la cara escondida Ohaco.
La gente empezó a decir que había hecho un crimen y
no quería que lo reconocieran. Esa leyenda duró mu­
chos años.
Ahora Morales quiere hacer lo mismo.
“Sus ojos se cerraron
y el mundo sigue an d an d o !...”
Desde la platea, los reos le hacen ruiditos con la boca,
“Su boca que era mía
ya no me besa m á s.. . ”

Ahora, la Coca va a recitar. No tuvo tiempo de pre­


pararse bien y lleva escritos los versos. La pobrecita tiene
un azareo espantoso.
En un estado de lamentable inconciencia lee y lee.
Más de media hora. ¿Estará leyendo la guía del te­
léfono?
Es difícil saberlo porque como todo el mundo habla
al mismo tiempo no se oye nada.
Sin embargo creo adivinar una cosa que me espan­
ta. Sin darse cuenta, la cuitada, a medida que lee, va
poniendo una carilla atrás de las otras. Y así no va a ter­
minar nunca, porque concluido el poema lo empieza de
nuevo.

— 53
De repente saluda y se va, y el cine se viene abajo
en aplausos.

Cumplido su número los artistas se reúnen con sus


familiares en la platea. Allí siguen opinando y hablando
en voz alta cercados por un millón de envidiosos algunos,
llenos de curiosidad otros. Claro! Tener una artista tan
cerca no es pan de todos los días!. . .
Su triunfo es neto. Su popularidad toca en lo glo­
rioso, en esta noche del beneficio. El espíritu se lleva flui­
do y suave como sobre alas. Zumban los oídos, arden los
ojos, y la garganta se estruja en un ansia enorme de can­
tar o de gritar.
El triunfo es neto. Halaga y duele. Aligera y pesa
al mismo tiempo. Es dulce y amargo como el amor. Y
como él, es también misterioso y grande.
Su triunfo es neto.
Y mañana, cuando el sol se abra en la realidad de
todos los días, ellas verán aún flotando en el agua espesa
de las tinas, brillante y risueña como un loto, la ilusion-
cita de anoche, noche de beneficio!...

54 —
EL BOLICHE DE LA MUERTE

Gime el viento entre los altos cipreses que cabecean


como ebrios sobre los muros descoloridos.
El camino Propios, desierto, tiene una triste emoción.
Arrimadas a la pared del cementerio nuevo, de los
pobres, guareciéndose de la penetrante llovizna, tres,
cuatro viejitas de negro marchan en fila. Llevan grandes
ramos de flores que el viento quiere arrebatarles. Pare­
cen hormiguitas luchando con su carga.
Son las últimas visitantes.
Atrás de ellas viene cimiéndose la noche. Como si
quisiera agarrarlas entre sus brazos y llevárselas de una
vez.
El asfalto húmedo brilla al paso de los tranvías ilu­
minados, que traen una ilusión de vida en medio de la
tarde desvanecida.
Se alejan con ruido. Pisando estrellitas azules.
Después, silencio, soledad otra vez. Otra vez el tam­
borileo de la lluvia sobre las hojas secas. No hay un
alma. Todo está muy triste.
Allá, al costado del cementerio, por Propios, en la es­
quina de Asamblea, los focos empañados de un cafetín,
abren una boca en la espesura de la noche mojada y se
desparraman sobre los charcos de la vereda.
Llegamos con precipitación, sacudiéndonos la ropa,
como llega siempre un forastero a un albergue. Al abrir
la puerta, inesperadamente, todas las caras se dan vuelta

— 55
con una expresión de curiosidad. Alrededor de una mesa,
en un rincón mal alumbrado, hay cuatro morenos con
el uniforme de los enterradores. Entre ellos, un guitarre­
ro. Beben, fuman, bromean. Ya han de haber tomado bas­
tante, porque el vino pesa sobre sus párpados. Pedimos.
Pedimos caña y eso nos familiariza un poco con el am­
biente. Es un licor popular. Quien lo bebe ha de ser,
también, del pueblo.
—¡Qué nochel ¿Eh?
—Y ... en este tiem po...
Sentado en una barrica, un viejo fuma silenciosamen­
te. No nos quita la mirada de encima. Es indudable que
nuestra presencia molesta. Pero está tan feo para sa­
lir! . . . A su espalda, empotrada en el muro, una virgen-
cita de metal preside la reunión. La hornacina está cu­
bierta de flores y al pie de la imagen arde una velita. Y
arriba un letrero: “La única autoridad en esta casa, es el
respeto. — Nicoletta”.
Es un ambiente muy raro.
Pedimos otra copa para tener tiempo de observarlo.
—¿Los señores son de por acá?
—No; de pasada, no m á s...
Bordonea decidido, desaprensivo el guitarrero. Su
mano oscura, en las cuerdas parece una araña gigantesca
trabajando en la tela.
A media voz entona su canción:
“Y siempre es carnaval;
“Y van cayendo serpentinas
“Y unas gruesas y otras finas,
“Que nos hacen tam balear..
Parece que la música le queda larga y entonces re­
llena los versos con “íes” como hacen los tipógrafos con
lós cuadratines.

56 —
Además, disuena un poco eso de que lo hagan tam­
balear las serpentinas. Deben caer, quizás, con paquete
y todo.
Sin embargo, la concurrencia escucha seducida la
palabra del moreno cantor.
“El respeto es la única autoridad..
Ahí hay un retrato de Gardel, otro de Florencio, otro
de otros muertos ilustres. Y a un lado, grandes cuadros
compuestos de fotografías. Nos acercamos. Una de esas
fotos, la que resalta más, presenta a un hombre de tupi­
dos bigotes negros, emboscado tras un arbusto con un
revólver en una mano y una cuerda en la otra. Por su ac­
titud es innegable que se propone matar a alguien. En
otras, el mismo misterioso personaje aparece abocándose
el arma a la sien, contra la pared sin reboque del cam­
posanto, en el instante fatal de pegarse un tiro y, ya di­
funto —al lado— tirado entre unos cardos. Más allá, otro
hombre a quien un auto ha derribado y va a pasarle
por encima, y junto a esa foto, otra, donde ese hombre
—que al parecer es el único protagonista de tan dramáti­
cas escenas— apretándose el cuello con una soga hasta
congestionarse. Hay más figuras. Todas sobre idénticos
motivos. La familiaridad con la muerte es algo cierto y
hasta agradable en ese extraño lugar, enclavado a un
costado del cementerio, con la amistad de los sepulture­
ros y la canción fúnebre de los cipreses agitados por el
viento. El boliche de la muerte! No me atreví a preguntar
nada. Pero adiviné —creí adivinarlo— el espíritu de esa
gente que, huyendo de los vivos, se confina en el cam­
po de los difuntos.
De quien con la cercanía de la muerte se siente más
bueno, más libre, más generoso y proclama la virtud y
el respeto.

— 57
Creí adivinar el ánimo de quien, acercándose a la
muerte, encontraba más perfecta la v id a...

Hace poco volví por allí.


Los dueños ya no eran los mismos.
Una pincelada de cal tapó el letrero; la virgencita
desapareció de la hornacina.
Y en el clavo donde estaba Gardel hay una ristra
de cebollas, y donde estaba Florencio, un collar de sa­
lames rojos.
El boliche de la muerte se había suicidado.

58 —
LA VENGANZA

Ellas eran partidarias de Wanderers. No sabían bien


por qué. Acaso por razones de buen gusto. El blanco y el
negro son colores que visten mucho a la mujer. Además,
Wanderers es el viejo club de los gentleman.
Pero el pibe, más en contacto con el ambiente, más
hincha del football, quería a Nacional, a ese Nacional
de quien oía tantas glorias y hazañas cada vez que se
escapaban al zaguán a recibir el diario.
Llegaron al Estadio como una bandada de gorrio­
nes. Cuatro hermanitas y el nene. Además, dos novios.
Llegaron riendo y gritando alegremente, como si es­
tuvieran en un pic-nic. Los reos de las tribunas dieron
vuelta la cabeza para mirarlas y se encontraron con las
caras estúpidas que siempre ponen los novios cuando la
piba es muy juguetona.
Y para dejar expreso su partidismo, ya de entrada
dijeron como sorprendidas:
—Ay! Mirá Muniz; qué divinol. . .
Y cruzaron la pierna y sobre ella apoyaron el codo y
en la mano hundieron sus caritas que el sol picante co­
menzaba a excitar. Todas iguales. Lo mismo que si lo
hubieran ensayado.
Y los novios tiesos, como si se hubieran tragado un
bastón, azareados al extremo, buscando con los ojos otros
ojos, en circuito, en una actitud desafiante.

— 5»
Nacional hizo un goal y el pibe pegó un brinco. Le­
vantó los brazos, tiró al aire su gorrita de marinero.
Las muchachas se miraron en silencio, con ese leve
balanceo de cabeza que tienen las mujeres cuando no
saben qué posición adoptar ante lo inesperado y que
quiere significar:
—Qué me dice! Quién lo iba a decir!
Pero con este optimismo particular de quienes no
son realmente hinchas, pronto se repusieron:
—No importa ahora gana Wanderers. Van a ver. Fal­
ta mucho, todavía. . .
Así dijeron y el pibe, desde su lugar, les echó una
mirada burlona, rencorosa, despectiva:
—S í... va a g an ar... ganariola!
Y los novios, que saben la influencia que tiene el
hermanito y que quieren quedar bien con Dios y con el
diablo, observaron a su prenda, observaron al nene, y
sonrieron condescendientes y neutrales. Los dos al mismo
tiempo. Se llevan muy bien. (Dan ganas de darle una
guitarra a cada uno.)
Y vino el goal de Wanderers. Aquí sí que las nenas
se alborotaron francamente. Paradas en puntitas de pie
sobre el asiento, sacuden las manos con una gracia encan­
tadora. Diríase que están despidiendo a algún viajero.
Patalean, ríen. La cabeza echada atrás; la boquita bien
abierta, exhibe el paladar rojo y el semicírculo cerrado
de sus dientes blanquísimos.
Y la garganta suave y armoniosa, tiembla de emoción.
Ante ese cuadro espléndido, pensamos que bien ven­
dría la amargura de perderse un partido, si con ello con­
seguimos proporcionar tanta felicidad a esas preciosas
chiquitínas.

€0 —
Pero ahí está el hermanito que no siente lo mismo*
Lo denuncia su mirada torcida, su gesto huraño, el tinte
que se esparce por sus mejillas, como si un líquido ver­
doso se le deslizara desde las sienes. Una de ellas, la más
picara, lo advierte y se le dirige burlona:
—¿Viste, Pirulo? ¿Viste a tu Nacional? Já! Jál Son
unos chivos!!
“Unos chivos!” La frase es hiriente; le rompe los oí­
dos, se le hunde en el alma.
“Unos chivos?” Ya v erán ...
Se incorpora pausadamente. Solapado, taimado. Co­
mo un delincuente en vísperas de realizar su venganza.
Como un tigre que va a saltar sobre la presa.
Se acerca a su hermana. Espera que no desconfíe.
Se asegura de que la víctima está ajena a sus propósitos.
Entonces, en un movimiento rapidísimo, le levanta
las polleras.
Se oye un grito agudo. Dos rodillas redondas, colo­
readas como frutas maduras, cegaron con su esplendor a
los reos. Manotones. Una carita que enrojece, unos ojos
ansiosos que quieren adivinar la magnitud de la ver­
güenza sufrida.
Y el gesto abombado del novio, medio sorprendido,
medio angustioso que, tragando saliva parece interrogar:
—¿Pasó algo?
La venganza estaba consumada.

— 61
SIN CINTAS NI CUERDAS

No es cosa que se explique fácilmente, esos descen­


sos en las performances de los cracks, tan habituales
en nuestro medio. Tenemos que de pronto un jugador se
consagra como el mejor en su puesto; su solo nombre ya
es una atracción, su sola presencia la garantía del espec­
táculo. Y tenemos que apenas trancurrido un mes, ese
jugador se viene abajo en forma inexplicable, haciéndose
imposible reconocer en él al crack de días antes.
Un viejo jugador me decía:
—Es muy difícil levantarse una vez que se ha caído.
Mientras uno es el ídolo todo va bien. Pero esa idolatría
del público desaparece con mucha facilidad. Más aún,
cuanto más alto nos lleva más expuestos estamos a caer,
porque entonces su fe en el jugador adquiere proporcio­
nes fantásticas, llegando en su imaginación a esperar de
nosotros más de lo que lógica y humanamente podemos
dar.
Así, un día ante la jugada que no se pudo realizar,
se oyen los primeros silbidos. El crack, seguro de sí mis­
mo no hace caso. “Ahora, con otra jugada, piensa, los
obligaré a aplaudirme”. Pero viene la otra, que también
sale mal, y aquellos silbidos, perdidos entre miles de per­
sonas, se extienden, toman volumen, llegan al alma. La
idea de rehabilitarse, de borrar esa mala impresión, em­
pieza a inquietar al jugador, a ponerlo nervioso. Y ese
es el principio del fin. El hombre ya no es dueño de sí,

62 —
de sus actos; ya no obra espontáneamente, ya no se des­
envuelve confiado. Es un condenado que trata de defen­
derse del fallo de ese juez monstruoso, injusto, tornadizo
que es el público. Desde ese momento el jugador no exhi­
be su habilidad, sino que esgrime su defensa. Está ata­
do a esos millares de ojos; está sujeto a esos miles de
opiniones. Así se encadenan los sucesos, así se viene por
tierra un hombre, haciéndosele cada vez más difícil, más
imposible, convencer a las tribunas ya, de antes, incli­
nadas a juzgarlo mal.

Decadencia! Cuánta, amargura, cuánto misterio e in-


certidumbre hay en esas pocas letras! Quizás un hijo que
empezará a conocer la miseria; tal vez una mujer que
envuelve sus trapitos en un pañuelo y se va sin decir
adiós; quizás el amigo que se aleja cada vez más. Y vos
ahí en el medio, solo, culpable, abandonado.
Una noche de copas me decía uno de estos mucha­
chos, medio triste y medio alegre, como son las mismas
copas:
“¿Que por qué no canto? ¿Porqué está mi viola sin
cintas ni cuerdas?”. .. Mirá: yo voy a la cancha dispuesto,
alegre, hasta entusiasmado. Soy sano, me pagan bien, vivo
sin lujo pero sin apreturas. Vos dirás que eso alcanza pa­
ra ser feliz, pero yo te contesto que eso no es ni la mitad.
—¿Te falta un amor?
—Ahí está. Vos lo dijiste. En mi vida falta un amor.
¿No viste vos a Carlitos Riolfo? No viste cómo al salir del
túnel mira hacia la América y saluda con la mano? Ahí
tenés el secreto de su triunfo, esa fuerza que lo alienta,
que lo empuja, que le da la misma decisión que tenía Pi-
chín. Vos lo conociste a Pichín. Fue aquel que se arrimó

— 63
el cajón de querosén, se sentó arriba, hizo un rulo con el
clarinete y dijo:
—Y bueno; tocaremos hasta que aclare. Y eran las dos
de la tarde.
Esa es la fe y la decisión que yo envidio. Dirás que
es fácil conseguir una mujer. Pero no sabés cómo es la
cosa. A mí, el crack de fútbol me hace acordar a la punta
de la toalla. Vos te apretás un barrito y te limpiás en la
punta de la toalla. Total, —pensás—aquí no se seca nadie.
Pero te entra una tierrita en un ojo y vas a la punta de la
toalla. Debe estar limpia —decís— porque en la punta
no se seca nadie. Y te querés enjugar la nariz y vas tam­
bién allí porque no se seca nadie, no importa que la en­
sucies.
Y esto me hace acordar el crack, pero al revés.
—Ah! —dicen las mujeres— éste es famoso, es popu­
lar; no le faltarán otras. Y como todas piensan así resulta
que no agarrás ninguna. Sos la punta de la toalla pero
justito al revés. Me muera que sí! Entonces vas a la can­
cha haciendo lo posible por tenerte fe, por convencerte
de la utilidad de tu esfuerzo, pero en eí fondo aparece
siempre aquella duda: ¿Para qué hago esto? ¿Para quién?
¿Para ese hincha que no tiene otro reconocimiento a tus
méritos que e l. . .
—Unchacho: démole la biab’al refre.
¿Para aquel otro que se hace una bocina con las
manos y te dice:
—Perro con plumas, cabeza de chancho, panza de
agua!
Son mala comida. Son inconstantes. Y si te levantan
en andas tené ojo que no los vayan a chistar de atrás
porque entonces te dejan caer. A esos, yo les tiraría mi

64 —
desprecio por la cara. “Ahí tienen goles; ahora chillen,
mafras!”.
Ahora, una mujer, un amor, es distinto. ¿Sabés? Yo
no quiero que toque el piano, o que sepa inglés, o que
haga pañitos lenci. ¿Para qué tantas cosas si uno lo que
mira son las piernas?
Que tenga piernas largas, llenitas, ágiles, que al ca­
minar te digan toda la alegría de vivir. Que en su casa
sea una obra de arte que nunca te canses de mirarla, de
oiría, de quererla con todos los sentidos.
Ese es mi problema. Por eso no canto y está mi gui­
tarra sin cintas ni cuerdas. . .

Así se expresaba aquella noche el crack amargado


por la vida. Así él, cansado de ser juzgado por el público,
se colocaba en la recíproca y juzgaba a ese público.
Levantó la copa y se la embuchó precipitadamente.
Después se levantó él y salió casi corriendo:
—Chau! P eram e... ta mañana!!
Limpié la vidriera empañada del cafetín para mirar
hacia afuera. Vi cómo a pasos largos se hundió en las
sombras de los árboles. Delante suyo iba una mujer. Te­
nía las piernas largas, llenitas y el paso ágil.

— 65
LA ULTIMA GARUFA

Salió de su casa limpio, aseado, bien planchado. Ape­


nas se nota el brillo de la espalda, que la vieja refregó
con la caja de fósforos, pasándole después un pañito hú­
medo.
Al llegar a la puerta, ella, que salió para verlo de
atrás como un artista contempla su obra concluida, le
advirtió:
—Viejo, vení temprano, ¿eh?
Y él, sin mirarla dijo que sí, olió el pañuelo y se lo
guardó.
Hacía treinta años que domingo a domingo se repro­
ducía esta escena sin que nada anormal alterara el ritmo
de las costumbres. El salía seguido de la mirada cariñosa
de su vieja, volvía la esquina, presenciaba el partido y
regresaba a casa feliz y tranquilo. Si todos los hombres
pensaran un momento cómo salieron de su casa se evita­
rían muchos disgustos y contratiempos.
Pero esta v e z ... Cuatro golesl
Cuatro goles son algo que le despiertan los chiquiti­
nes a cualquiera. Cosa de otros tiempos, a los que se
remontó con el espíritu y con el deseo.
Recordó cuando mozo. Salía también limpito y plan­
chado. Entonces era la madre la que asomaba a la puer­
ta para recomendarle:
—Antonio, volvé temprano, ¿eh?

06 —
Y él volvía siempre, claro está, excepción hecha de
algún día en que como éste, se producían cuatro goles.
En ese caso había que festejar. Dos o tres copetines en
la cantina y un poco de pizza con vino. Después, la mi­
longa que nunca estaba ae más.
El cabaretl ¿Cuánto hacía que no lo pisaba?
Le entró como un hormigueo en el cuerpo. ¿Y si
fuera hoy mismo? Hoy!. . . No se atrevió a exponer su
)lan así, en frío. Comenzó hablando del asunto como algo
Íejano pero no inalcanzable. ¿Y si fuéramos?

Los beyotos entran siempre al cabaret con un pásete


retobado, tironeando de las piernas que parecen pegadas
a la alfombra en una figura clásica de los viejos danzones.
Uno los mira e imagina en seguida el pantalón de
trencilla y el pelo amontonado en la nuca.
Además, se desplazan en fila. Como cuidándose mu­
tuamente la espalda. Parecen esos guitarreros muy apo­
rreados que por cualquier lado creen ver venirse un
panazo y al menor amago escurren la cabeza como tero
de chacra.
Se sentaron duritos en el borde do la silla. Dan ga­
nas de ponerle un bandoneón en las rodillas.
Y pidieron, después do un breve debate.
—Ginebra!
Como en aquel tiempo gaucho que se fue.

Las muchachas empezaron a mirarlos con familiari­


dad y los señorcitos se tomaron confianza. Ocuparon to­
da la silla.
—Ché, estás de suerte!
—No; si es para v o s...

— 67
—Macana! La morocha te mira a vos.
—¿Te parece, ché reo?
La llaman a la mesa y los cuatro hombres se aba-
lanzan a hablarle a un tiempo.
—Yo creo que la conozco...
—Sí, su cara no me es desconocida. . .
Todos la conocen. Cada uno quiere tener sobre los
demás el privilegio de una relación antigua. Porque ínti­
mamente cada unq se cree, también más favorecido que
los demás.
La nena los escucha mascando algo. De repente lo
escupe (era una bolita de papel) y se pronuncia:
—Bueno viejito; ¿pido algo?
—Como no!
—Sí, m’hija. . .
Están todos de acuerdo. Lo que dice uno es apoyado
por el otro.
A veces uno termina la frase iniciada por otro. Están
tan de acuerdo que parece que en una de esas se van
a dar un beso.
La nena pide una copa. Después cigarros. Después
otra copa.
Más tarde llama a una am iga... (Su cara no me es
desconocida...) y los hombres se pasan una mirada de
inteligencia.
—A este paso —parecen decirse orgullosos— nos trae­
mos todo el cabaret.
—Como en aquellos tiempos!
—Que va a volver aquello; hoy son todos m aricas...
El alcohol les va infundiendo un vigor inusitado. Los
brazos están más fuertes; como cuando desmayaba en
ellos la rubia Ivonne. Las piernas más ágiles. Como cuan­

68 —
do llenaban de medias lunas el tapiz de los viejos perin-
gundines.
—¿Y por qué no va a volver?
Antonio se arrimó a la mariposa y le dio un beso
en la nuca. (Los antiguos tenían un gran amor a la nuca).
Allí le chocó un poco un extraño olor a frito. ¿Usaría al­
gún collar de pasteles la nena entre casa? ¿O no era olor
a pasteles? A v e r ...
Arrimó otra vez la cara, le dio un nuevo beso y la
muchacha dijo entonces:
—Mozo; otro guindado.
No había duda; estaba con él. Los tiempos no pasan,
no, para los varones que lo son de verdad. La competen­
cia con estas calandracas de ahora, de pelo ondulado
como nurses holandesas, de bigotitos de mosqueteros, le
resultaba una carrera fácil.
Tanto que hasta pensó en provocarlos. Era lo único
que faltaba para consolidar su situación.
Entonces llamó a uno y cuando el tipo se dio vuelta
le hizo un ruidito con la boca.
Este no lo quiso creer y siguió viaje. Pero se repitió
la escena y no tuvo más remedio que mosquear:
—Oiga; ¿es a mí?
—No; a tu tía.
—Usté está lo co ...
—M irá...
Se puso de pie tambaleante Antonio; dio un paso
como si buscara el suelo, afirmó el otro pie y cuando
quiso hablar estaba en la puerta soplando el sombrero.
Los otros tres lo siguieron en fila, como habían en­
trado, mirando hacia atrás despectivos y orgullosos.

— 69
Habían dejado bien parados los prestigios de la guar­
dia vieja. De aquellos tiempos en que se hacían de a
cuatro. . .
A la otra tarde la vieja vio a Antonio conversando
misteriosamente con los nietos y tuvo un ímpetu de
alarma.
Se acercó con precipitación al grupo e increpándole
duramente le dijo:
—¿Qué les estás diciendo a los muchachos? ¿Qué les
estás contando que, a lo mejor, los pobrecitos se suicidan
cuando se den cuenta de que tienen un abuelo tan es-

70 —
LA PROPUESTA DE ITALIA

Su primera impresión se tradujo en un desprecio in­


finito hacia todo lo que le rodeaba.
Esa proposición para irse a Italia era lo único que le
faltaba para graduarse de crack auténtico; era como el
espaldarazo consagratorio. Y en seguida comenzó a sen­
tir que este Montevideo que alguna vez le pareció tan
grande y misterioso, ahora le resultaba chico, mezquino,
despreciable. Era como un extranjero en su propio país.
Le hubiera gustado salir a la calle con un revólver en
cada mano a romper faroles. Experimentaba un raro im­
pulso destructor, irrespetuoso, salvaje.
Así había asimilado la tentadora proposición del Am-
brosiana. Pero, después que divulgó sus alegrías, después
que confió su secreto a cada uno que le salió al paso,
entonces, como si de tanto repartir su optimismo resulta­
ra que se quedó sin nada, comenzó a sentirse deprimido,
sin ánimo, sin fe, para la empresa que supuso tan fácil.
Desde la ventanita de su rancho del Buceo en esta
noche clara contempla el mar que lo separaría de la pa­
tria. Es ancho, muy ancho y muy negro. Mirándolo fijo
da miedo.
Allá lejos, un vapor iluminado parece temblar sobre
las aguas. Es como un gusano de luces que se arrastra
penosamente en la noche. A bordo, todo debe ser alegría
y bienestar. Mujeres bellas, sonido de copas finas, música,
perfumes. El Cafún se sintió en ese ambiente. Se ve

— 71
sentado en el amplio comedor con la pierna cruzada y un
cigarrillo que se consume lentamente entre sus dedos.
La gente lo mira y comenta en voz baja: "es el crack
que se va”. Las damas lo desean. El señor pelado que las
acompaña las increpa celoso. El, continúa displicente,
observando el humo del cigarrillo. . .
En ese momento, El Cafún oye una voz familiar:
—Negro; parece que t’ hubieras güelto poeta.
Es la grela que asomó su cabeza de nutria por en­
cima de las cobijas.
—Qué gusto tenés en estarte en la ventana con este
frío? Venite al poliye, venite.
Es la eterna Mimí criolla, afinada de pasar hambre,
estilizada de lavar pisos, que tiene para todos un poco de
ámor y que en cambio no pide nada.
Adentro del rancho, hay olor a kerosén, a jabón ama­
rillo y a polvos baratos. Siempre lo hubo, pero esta vez
es más notable para El Cafún, embriagado por los perfu­
mes imaginarios de aquella nave que se va. Que se va,
tal vez, para Italia. . .
—Ay negro!; no tirés de las cubijas que me se piantan
los quesos para abajo.
Allá, irá a vivir, sin duda, a algún hotel de lujo como
esos que se ven en el cine. Mujeres llenas de pieles y
caballeros de etiqueta pasarían por delante de su depar­
tamento y le dirían "Buona sera”.
Su alojamiento tendría que ser muy b acán... ¿como
qué? Abrió los ojos en la oscuridad buscando un símil y
se le representó la piecita del rancho. Mentalmente, fue
ubicando sus detalles. Ahí, a la derecha, el fonógrafo.
Está gangoso. Quizás tenga las amígdalas inflamadas por
el aire marino.

72 —
Al lado, la cortina que da para la cocina y donde
todos se secan las manos. Así es que tiene ese olor a perro
mojado. Atrás de esa cortina fue donde se le declaró a
Leonor. Qué noche aquella! Eso no vuelve más.
Leonor no le daba beligerancia a nadie y eso acució
su deseo. Esperó el momento, y cuando la halló sola le
dijo:
—¿No me da un beso?
A lo que ella respondió resuelta:
—No acostumbro!
Sin em bargo... en Italia las mujeres son más ar­
dientes, según se dice. Y más dulces y poéticas.
Cuando le son infieles al marido, salen con un tulcito
en la cara para verse con su amante. Así, al menos, está
en las novelas. Después, el marido, que es un gran co­
merciante. .. (porque allá hay de todo; no es como aquí,
que los italianos son lustradores o fruteros...) el marido,
que es un comerciante o un abogado, —andá a sabed­
la recibe en la biblioteca, paseándose con las manos atrás
y le dice una punta de cosas en italiano.
—Viejo; ¿por qué no apoliyás? Parece que hubieras
comido tachuelas —resuella de golpe la grela y vuelve
a esconder la cabeza bajo las cobijas.
A veces, el marido engañado, jura que va a matar
el amante y la mujer cae de rodillas.
Como aquella vez la Maruja. Se tiró para impresio­
nar al “Casi - casi” pero se le clavó un maíz en la rodilla
y dio un pique desorbitado. El creyó que la traía la car­
ga y reculó; ella lo seguía para postrársele delante. An­
duvieron así como cinco minutos. Al final, se arregló
todo; la Maruja lo arrinconó contra la pared y se le arro­
dilló a los pies, diciéndole:
—Pegame, si es tu gusto, pero no me abandones.

— 73
Fue aquí mismo, en esta misma pieza. Esa noche
había ravioles con caldo de cabeza porque teníamos visi­
ta. La que me tocaba a mí, llevaba un sombrerito redon­
do, pegado atrás, lo que la asemejaba a San Mateo con el
redondel ese que se ponen los santos en la nuca.
—Estense cómodas —les dijo el “Finito” y les trajo
una salida de baño a cada una.
Los loros se miraron, como si en vez de eso les tra­
jeran perejil para que se suicidaran.
Las cosas del “Finito”! Fui yo quien le puse “Finito”.
Y a mí, ¿cómo me dirán en Italia? A Mascheroni lo lla­
maban “Tío” porque decían que era muy joven para lla­
marle “padre” apodo que le hubiera quedado mejor. A
Faccio le pusieron “Tom Mix”, porque usaba un sombre­
ro muy ancho. A m í? ... Quién sabel Me gustaría algo
así como Ventarrón, o Tempestad.
Algo que diera sensación de fuerza, de pujanza, de
avasallador.
—Ay, viejito! Sacame el codo de las costillas!...
Allá no nay costillas. Eso sí, dicen que escasea la
came. Y el mate también. Venden la yerba en la botica
como medicina.
¿Y si uno se enferma? Es triste, che, morir lejos de
la patria. Mirá Tito F rio n i... Allá lejos... Pobre Tito!
Sin conocer el idioma, sin un amigo de estos de aquí, que
te dan un baño de pies por cualquier cosa y que te curan
más con sus palabras que con sus medicinas! Y yo no sé.
Total no es obligación irse. Si me quedara aquí viviría
lo mismo. O mejor. Quién te dice? Lo voy a pensar un
poco. No me voy a tirar así, a lo loco. Vamos a ver
mañana.

74 —
LOS BRUJOS

Empezó por mirarme solapadamente. Cada vez que


pasó por el lado de mi mesa, llevando el servicio para la
cocina o trayendo de allí los platos humeantes, sus ojillos
azules, aguados, viraron en redondo atrás de los cristales
y se me fijaron un momento.
Pero parece que después tomó confianza porque ya
no tuvo reparo en observarme con más atención.
Entonces experimenté un ligero sobresalto.
—A lo mejor, alguna vez me fui sin pagar —pensé—
y éste es el instante fatal en que me identifica.
Miré alrededor tratando de imaginar la magnitud del
calor que iría a pasar.
Era emocionante, dramático. La milanesa empezó a
atragantárseme. Las papitas a estrangularme. El vino a
resistirse.
Tuve la sensación de hallarme frente a un verdadero
motín de comestibles.
Quizás se advirtiera de lejos ese azareo porque desde
atrás de los lentes, los ojitos me sonrieron. ¿Era una
burla, un ensañamiento cruel, o una muestra de adhesión?
La cara del mozo no lo dejaba discernir. A veces me
parecía la de algún sabio húngaro que inventó alguna
terrible ametralladora. Eso, cuando sonreía maliciosa­
mente.
Otras veces semejaba una de esas fotos que salen
en los diarios con la referencia expresa de que se trata

— 75
del hombre que mató a la viuda a martillazos mientras
dormía. Esto cuando me miraba fijo.
Y por momentos se me ocurría nada más que) un in­
feliz.
En un “impasse” de estos se me escapó a mí tam­
bién una sonrisa de correspondencia y ya quedamos vin­
culados.
Desde allí para adelante, cada vez que pasó a mi la­
do dio una prueba de cariño, con un gesto afable, con una
actitud ceremoniosa.
Hasta temí —quizás en un exceso de optimismo—
que fuera a decirme un piropo.

El restorán se va quedando solo. Apenas cuatro o


cinco ocupamos el pequeño salón.
Entre ellos, los lentes del mozo que atisban desde
atrás de una cortadora de jamón, y yo.
Los lentes que me miran. Que se desprenden de la
máquina, y espejean bajo los focos y se me acercan si­
lenciosos, taimados, felinos.
Me recogí dentro de mi mismo. Como un caracol.
Junté todas las fuerzas, físicas y morales, y esperé.
Entonces, oí su voz:
—¿Ganaremos mañana?
—Siií. . . — contesté con amplia confianza, rotunda­
mente, con todo el ímpetu que tenía acumulado.
El tipo miró para atrás alarmado. Lo que vio a su
patrón indiferente tras el mostrador, volvió a inquirir:
—¿Está bien Peñarol?
—|Uf! Está macanudo, está!
Una sonrisa de satisfacción, amplia, generosa, le
alumbró los ojitos de agua.

76 —
Y con disimulo se puso a revolver entre las mesas,
a sacudir las miguitas, a acomodar las sillas.
Cuando logró una posición fuera del alcance visual
del dueño, repitió con un gesto su sincero reconocimiento.
Se me representó aquella escena, no sé si auténtica
o imaginaria, de los agricultores cordobeses, entrevistan­
do en delegación a Martín Gil para pedirle que hiciera
llover.
Este estaba igual. El también creía que porque los
cronistas pronosticamos y comentamos, podemos hacer,
incluso, ganar o perder un partido.
Para él debemos ser brujos. Y estaba realmente con­
fiado.
No obstante, quiso asegurarse más:
—Esa línea de Peñarol es buena, ¿verdad?
—Sí! Es muy buena.
—¿Y la defensa?
Mejor todavía!
Cada respuesta llenaba más de gozo aquel semblan­
te ingenuo. Empecé a temer que, de seguir así, reventa­
ra, salpicándome todo.
No hubo tiempo. El patrón, que ahora lo ha loca­
lizado, le pega unos gritos:
—Salga de ahí. Siempre con el maldito fóbal. Parece
mentira, gandul!
Al tiempo que dice eso se aproxima.
—Estaba hablando de fóbal, ¿no?
Le hice una señal afirmativa.
El amo acentuó un gesto de desprecio, clavó la mi­
rada llena de odio, en la puerta por donde había des­
aparecido el empleado infiel, se mantuvo así breves se­
gundos en una pose digna, arrogante y volviéndose a mí
repentinamente se explicó: ya en otro tono:

— 77
—Yo lo conozco a éste. Siempre Peñarol! Haciendo
trabajitos. Pero atrás mío, ¿eh? Todo atrás mío. Yo le voy
a d ar. . . Peñarol no va a ganar; se lo digo yo —explotó
fuera de sí.
—No, no. No puede ganar.
—¿Verdad? ¿Verdad que no?
El hombre se ablandó de golpe. Sintió que un gozo
intimo le conquilleaba en el corazón, que una dulzura
inefable le embargaba el alma y como señal de agrade­
cimiento sincero, me dijo con toda la ternura de que
era capaz:
—Tome algo, señor. Sírvase de algo!...

78 —
ASI PASA LA GLORIA

—Me hacía notar el sordo desde nuestro observatorio


— panza abajo en, la arena—, el gran porcentaje que hay
de mujeres bien formadas. Sin dejarse sugestionar, puede
calcularse en un noventa por ciento el número de mucha­
chas que, en la playa, exhiben un cuerpo armonioso, de
líneas esbeltas, proporcionado.
Dice esto mi viejo Materia recordando que en su
tiempo, no hace muchos años, el caso era totalmente a
la inversa. Es decir, que la mujer bien proporcionada
era casi una excepción.
La raza se va perfeccionando pues, y ello debe agra­
decerse exclusivamente a los deportes. Estas observacio­
nes se las sugiere una preciosura que, desde hace cerca
de una hora, está jugando delante nuestro.
Es una estatuita de oro. El sol ha madurado sus
carnes dándoles un extraño brillo metálico.
Sus movimientos tienen un ritmo de música y suavi­
dad de mariposas.
Sus pequeñas patitas rosadas parecían bailar una
danza religiosa y a través de la bruma del mar uno cree
ver encendidos los braseros del templo, envolviendo en
una nube perfumada de mirra sus formas pulidas y per­
fectas.
Hay algo de sagrado, de subyugante y misterioso
en la belleza de esa joven.

— 79
Hay algo de místico en nuestra admiración hacia
eso que parece de origen divino. Hay un temor reve­
rencial muy difícil de describir, frente a esa soberbia
imagen humana.
El sordo y yo permanecemos absortos, mudos, en la
contemplación. No la deseamos. Más que deseo inspira
veneración y respeto. Estamos pendientes de todos sus
movimientos, como si en ello fuera hilvanado nuestro des­
tino. Eso, tan hermoso, se nos ha metido dentro y ha
pasado a ser algo de nosotros mismos. Algo sagrado, sí.
Así, quieta, es un símbolo. Domina todo. Contrasta
su magnífica apostura con la de ese perrito miserable y
enfermo que se aproxima cansado, como para hacer más
deslumbrante su grandeza. Son los dos extremos del vi­
vir: la gloria y el fracaso.
Los dos extremos que completan el cuadro.
El perrito se acerca más. Mira sin ver. Y ahí se de­
tiene. A su lado. Le huele las piernas, y . ..
La diosa dio un gritito, sorprendida.
Materia bajó la cabeza y con la frente sobre la arena
me dijo calmoso y certero:
—¡Así pasa la gloria por el m undo!...

80 —
EL CRACK SE TIRA UN LANCE

Cuando se triunfa, cuando se llega a ser verdadera­


mente un campeón en cualquier orden de la vida, ésta
se ofrece con un distinto sentido. Pierde mucho de aquel
espíritu que la ha adelantado cuando se era modesto;
más humano, más sensible. Se hace despreciativo y sober­
bio. El Cafún experimentaba perfectamente ese cambio.
Alguna vez se detuvo a pensar, por ejemplo, por qué
no le tentaban ahora que podía comprarlos, aquellos
churros que vendían a los lados de las canchitas humil­
des y que tantas veces se le hicieron agua en la boca.
En otro terreno, aquellos hombres que por su posi­
ción social o económica, le parecieron tan distintos de él y
tan respetables, hoy los consideraba de igual a igual. Y
mismo las mujeres eran otra cosa. Aquella noviecita, refu­
gio de sus esperanzas y de su tristeza, rinconcito amoroso
en su vida árida, hoy la quería, sí, pero veía asimismo
que no era lo único en su existencia.
Y aquella otra muchacha del conventillo, que con­
templó con respeto y cariño como algo inalcanzable, muy
por encima de su pobre condición, ahora no le parecía
tanto. Más aún, la creía tan cerca que quizás bastara
con estirar la mano para tomarla.
Así se transforma el hombre cuando triunfa. Así
cambia su sentido de la vida y se amplían sus horizontes,
antes cercados y mezquinos.

— 81
Desde la pieza entreabierta la veía pasar a cada mo­
mento, llevando y trayendo por el patio ropas, cacerolas,
útiles de toda clase. Esa mujer no se daba descanso.
Todo el día trabajando. Y lo que es más extraño, lo hacía
sencillamente, sin sentir fatiga, sin levantar siquiera la
cabeza más que para echarse atrás los rulitos de cobre
que le colgaban graciosos sobre la frente.
Cuando esto hacía, suspiraba hondo y detenía su
mirada azul en el cielo alto y sereno que se descorría
lento sobre los muros. Quizás ahí mismo le asaltara
también un recuerdo.
Había tenido un novio.
El Cafún oye muy cercano el eco de aquellos diá­
logos sostenidos contra la escalenta de caracol, que mu­
chas veces llenaron de luz y de esperanza, las noches
oscuras de su abandono.
El tipo llegaba balanceando el tronco, se quitaba de
la boca el cigarrillo y el escarbadiente y le daba un beso.
En seguida ella inquiría dónde había estado hoy y
él le respondía con la mirada atenta en su trabajo de
limpiarse las uñas.
Poco a poco la conversación se iba haciendo más
familiar, hasta que tomados de las manos él le pre­
guntaba:
—¿De quién es esa boquita?
—Del negrito feo.
—¿Y esos ojitos lindos?
—Del negrito feo.
Todas las noches igual. Los enamorados son como
las orquestas de biógrafo. En cada pieza el violín le pide
el “la” al piano aunque toquen toda la noche juntos. Los
novios hacen lo mismo. Se piden el “sí”.

82 —
Un día, el novio no vino más. La muchacha apare­
ció con una nena. (Las mujeres engañadas siempre son
madres de una nena.)
Desde su pieza entreabierta El Cafún la veía traba­
jando todo el día. Hasta el anochecer. Entonces vestía
sus ropas nuevas, el busto aparecía erguido y ese peina­
do por detrás de las orejas, exhibiendo una frente clara y
audaz le daba una presencia impávida y soberbia. Este
detalle había molestado un poco al principio al reo. El
hubiera querido verla más humilde, más accesible.
—“Debe ser muy orgullosa” —pensó.
Más tarde, sin embargo, se acostumbró a ello y ya no
le molestó. Antes bien, le resultó muy agradable. Y pasó
algún tiempo y ya no tuvo duda. Estaba lo que se dice,
metido. Tanto que su imagen chocó muchas veces con la
de Rosina. Pero esa indiferencial! Eso lo mataba. ¿No se
había enterado, acaso, de quién era él? ¿No veía su re­
trato en los diarios donde se le calificaba de crack? ¿No
se le había ocurrido pensar que muchas y muchas mu­
jeres harían cualquier cosa nada más que por exhibirse
un momento del brazo suyo?
Porque es cosa cierta que el crack deportivo tiene
una seducción especial sobre las mujeres.
Sin em bargo... Ahí tienen ustedes! El Cafún no
hallaba la forma de entrar en conversación con aquella
muchacha, cuya única preocupación parecía el trabajo
doméstico. Ni adulando a la hijita, ni jugando con ella,
ni ridiculizándose con payasadas para hacerla reir.
Acaso, regalándole alg o ?... ¿Cómo no se le había
ocurrido antes? Llamó a la nena con una sonrisa dulce,
fingida. Entró a la pieza y buscó con la mirada.

— 83
Sus ojos se detuvieron en el despertador, pasaron a
la palangana; de allí al rancho de paja colgado de un
clavo. . .
No había nada.
¿Entonces?
Le vino una idea. Allí, bajo la mesita de luz tenía un
montón de revistas viejas. Casi todas llevaban estampado
su retrato de campeón. ¿Qué mejor que eso? Le daría un
alegrón a la botija y adem ás... (quién te dice?...) la
muchacha hasta podría recortar su foto. Le dio la revista
y esperó ansioso el resultado.
Por la hendija de la puerta vio a la niña cruzar go­
zosa el patio, dirigirse a su mamita, hablarle con su me­
dia lengua incomprensible.
Ella la atendió amorosa, le arregló el cabello, le ti­
roneó del vestido hacia abajo.
Después reparó en las manitas, donde llevaba col­
gado el obsequia del Cafún.
Entonces, con un tono regañón, cariñoso, lleno de
tierna reconvención, le dijo:
—¿Quién le dio eso a usté? A v e r ... ¿Quién se lo
dio? Eh? Tire en seguidita esa porquería que debe estar
llena de microbiosl
Y haciendo, arrojó ella misma la revista que cayó
a un rincón con las hojas abiertas, en un temblor de
alas heridas.

84 —
UN MOMENTO EXCEPCIONAL

Entraron al Estadio muy serios: como correspondía


a un matrimonio juicioso. Además, la gente que va al
football de noche ya es seria de por sí. Parece que con
la ausencia del sol se ahuyentara también la alegría bu­
lliciosa de las tribunas. El público nocturno es grave co­
mo el que concurre a los cines.
Entraron muy serios y desaparecieron entre la gente.
Pero fue llegar Nacional al field y el hombre, como
impulsado por un resorte, se puso de pie.
Lo saludó con un aplauso frenético. Después chupó
violentamente el cigarrillo y cuando el fuego estuvo bien
vivo sacó algo del bolsillo. Era un cohete.
Un golpe de viento le descolocó el sombrero que el
tipo manoteó pegándolo sobre la cabeza, todo torcido,
con la moña para el frente. Parecía un tricornio. Arrimó
él cigarro a la mecha y antes de que arrojara el cohete
explotó en su mano.
En seguida otro. Y otro. Está poseído por un furor
pirotécnico que le embarga los sentidos.
La señora sentada, lo observa. Uno supone que lo
estará juzgando mal, que íntimamente se sentirá avergon­
zada de las chiquilinadas de su esposo que, a lo mejor,
en la vida privada, es un correcto profesor de aritmética.
El gesto de la dama no es expresivo en ese sentido.
Está tan estirada que es difícil saber si se halla conforme

— 85
o no. Está tan estirada como su vestido nuevo. Su gesto,
como éste, es el de salir, no el de entrecasa.
En tanto el esposo sigue arrojando cohetitos en me­
dio del buen humor general.
Deben estar mojados, o tener tierra, o algo raro les
pasa, porque algunos revientan ahí mismo, pero otros
parten rectos hacia el cielo y otros vuelven atrás y ex-
plotan sobre el mismo operador, dando una vuelta de
camero.
La gente está muy contenta con ese espectáculo. Casi
diríase que se burla de ese ingenuo partidario. Y ríe y
lo aplaude.
Entonces la señora, con esa expresión digna que no
la abandona, disimuladamente mira de reojo a su es­
poso, le da un tirón del saco y ahuecando la voz le dice:
—Viejo; tirá el petardo.
Y la mirada del hombre se ilumina y busca de nuevo,
nervioso, en los bolsillos y extrae un cohete más grande
y lo arrima al cigarro con la ansiedad y la avidez de un
sabio que espera el resultado de su invento.
El matrimonio ha vidido su cuarto de hora fuera de
la vulgaridad.

86
EL REMATE DEL “PUR SANG”

El caballo debe tener un mal concepto de nosotros,


los hombres. Somos egoístas, interesados, envidiosos, mal­
agradecidos. Tenemos, incluso, una punta de defectos
más que son ajenos totalmente a la especie equina. Con
toda razón, pues, el caballo ha de burlarse de que nos
llamemos a nosotros mismos “el ser más perfecto de la
creación”. Perfectos? Perfectos qué?

Esto me hacía notar el sordo Materia —mi bueno y


consecuente sparring-partner—una tarde en un remate de
Maroñas.
Estaba en el tapete un hermoso racer oscuro, de mo­
vimientos nerviosos, de ojos vivaces.
El hombre que presidía el abigarrado y extraño
círculo de caras curiosas, hizo un sincero y expresivo elo­
gio del bello animalito. Recordó su padre y su madre
a quienes también dedicó sentidas frases. Hizo mención
a su campaña en las pistas y a las hermosas dotes natu­
rales que lo adornan. Y cuando todos creíamos que llega­
ba el momento de hacerle justicia colgándole una meda­
lla en el pecho, el orador termina su discurso con estas
palabras:
—Y bien, señores: ¿cuánto dan por este animal?

No sólo a nosotros chocó el ex abrupto. También


el caballo levantó en punta sus orejitas y por sus ojos

— 87
húmedos de niño pasó una nube de sorpresa, de amar­
gura.
Sabía sin duda, de qué se trataba porque rápida­
mente recorrió con la mirada el redondel de espectado­
res. Quizás procurase adivinar en los rostros a su nuevo
propietario.
Cuando llegó a nosotros el sordo hizo un movimiento
de hombros que quería significarle:
—Y bueno; tené paciencia, hermano!

A ver, señores; ¿cuánto vale el hijo de Asteroide?


Nuevo vejamen que el equino recibió con una mueca de
resignación.
“El hijo de Asteroide”. ..
¿No tenía él acaso una personalidad propia? ¿No la
había mencionado ya el mismo rematador, destacando
sus cuarenta carreras ganadas y no sé cuántos placés? En­
tonces ¿a qué diablos apelar a su padre para darle brillo?
Era hijo de Asteroide, sí, y a mucha honra.
Pero sentía sublevársele los nervios ante esa referen­
cia, humillante para su orgullo tanto como para los
hombres es enaltecedor eso de que. . .
—Es el hijo del gerente. ¡Araca!

—Mil pesos, mil pesos... ¿no vale más que mil pesos
este precioso animalito?
Efectivamente es precioso. Sus líneas son armonio­
sas, sus movimientos elegantes, su gesto noble y dis­
tinguido.
A su lado uno se siente empequeñecido, avergon­
zado de su fealdad.

88 —
Lo pasean de la brida para que lo veamos en todos
sus detalles.
Como en las antiguas leyendas paseaban una mujer
desnuda y espléndida entre un círculo de mercaderes
barbudos y panzones.
—Mil cuatro, mil cu a tro ... Mil cuatrocientos pesos
por el hijo de Asteroide? Vamos señoresl El rematador
está por perder la paciencia y el caballo también. Ahora
nos desprecia resueltamente. Ahora nos odia.
Porque si para él era ya una humillación eso de que
lo remataran, ahora es una ofensa y un agravio que se
le infiere al cotizarlo tan bajo.
Nos odia y eso me alegra, porque disipa un poco la
piedad que el sordo y yo sentíamos por él.
—Mil cuatrocientos cincuenta, mil cuatro cincuen­
t a . .. Y se fue.

Cuando nos apartamos de la barandilla, un pibe nos


dijo:
—Es un clavo. Está todo remendado, e s tá ...

— 8»
EL ASAMBLEISTA

Es una lástima que los filósofos no se hayan acer­


cado aún al fútbol. Rico como es en personajes, en ca­
racteres, en psicologías, habría allí un abundante y mag­
nífico material de estudio, desde el dirigente hasta el
hincha, pasando por referees, jugadores y boleteros.
Si los filósofos hubiesen llegado hasta el fútbol, uno
de los elementos que primeramente habrían atraído su
atención hubiera sido, sin duda alguna, el asambleísta.
Vengo a descubrirlo yo ahora, que tantos y tantos he de­
bido tratar en esos días de agitación y expectativa.
El asambleísta del club de fútbol es un parlamenta­
rio que se quedó en gestación. Como esos cachorritos a
los que se emborracha para que no crezcan. Como el que,
sintiendo bullir en su alma la inspiración poética, la vier­
te en esas charadas que dicen: “Un, dos, seis, minga total,
alcanzame la esco... tres, dos”.
De haber tenido un poco de suerte hubiese sido di­
putado. De haber nacido en otra época, habría sido un
orador revolucionario. Porque dentro de sí siente cruel­
mente las injusticias sociales, la opresión del pueblo por
los amos.
Muchas veces se paró frente al espejo de la có­
moda y allí, observando sus cejas pobladas, su mentón
firme, dividido en dos por una zanjita igual a las naran­
jas de ombligo, vio, en sí a un reivindicador de los dere­
chos del hombre. Para hacer más completa la imagen

90 —
quizás hubiese faltado una música de fondo, como la
que tocan en las películas cuando una diligencia cruza
el valle desierto o cuando el cowboy se despide de su
hija que va a estudiar a Nueva YorK. Sin embargo, no
es absolutamente necesario eso. El tipo ve que le falta
algo, sí, para estar completo. Entonces saca un escarba-
diente del bolsillo de adentro y se lo coloca a un lado
de la boca.
Estos días su mujer lo ha encontrado preocupado.
—¡Viejo; vos tas enferm o!...
Y él sonríe desdeñosamente, amargamente:
—Toy enfermo, s í... Enfermo de injusticias! Pero
me digo para mi colecto que no será una voz anónima
la que se levante proclamando el respecto múctuo.
Y ella, confundida, enternecida, le dice:
—¡Ay, viejo! Hablás igual que cuando éramos novios.

El día de la asamblea el hombre se siente maduro.


Maduro en sus razonamientos y en su personalidad.
—“No conseguiremos nada con andar hablando a es­
condidas, porque a los grandes, a los que mandan, no les
perjudica que se hable mal de ellos. Usted diga lo que
quiera de Hitler, que él seguirá siendo Hitler. Pero si
dice lo mismo que de Hitler, de algún pobre hombre, en
fija que lo echan del empleo por inmoral. A los grandes
hay que darles en la cabeza, pues”.
Este programa de acción le conquista algunos adep­
tos, que lo escuchan con los ojos muy abiertos y el som­
brero hundido hasta las orejas. Con las manos en los
bolsillos, se rascan.
Y entra a la sala rodeado por su escolta. Habla uno
al que no se le entiende nada. Esto también es muy co­
mún en las asambleas. Cuando su pensamiento más o

— 91
menos se aclara, vemos que su intención es sacar a Gesti-
do de back. Entonces el hombre —nuestro hombre— se
levanta furioso, como una tromba y en medio del torbe­
llino se hace oir:
—Señor presidente: hago notar que está fuera de la
cuestión.
Y se sienta de nuevo, satisfecho, con un gesto que pa­
rece significar: “No sé qué sería de éstos si yo no estu­
viera aquíl”. Porque, en realidad, a través del debate, por
la forma como lo sigue, por su actitud de censor, da la
impresión de que posee algún secreto que utilizará a
último momento. Viene a hacérseme presente por ana­
logía un secreto en materia de entrenamientos, que tenía
Ondino Viera. Una tarde en el Parque, me tiré un lance
y le pregunté cuál era. Ondino vaciló un momento; miró,
sospechoso a los lados, para cerciorarse de que nadie nos
oía y entonces con el índice se tocó una mejilla, sin decir
nada, como hacen los novios cuando quieren un beso.
—¿El qué*, ché?
Se pegó dos veces más con el dedo en la mejilla. Y
cuando creyó suficientemente, tensa mi expectativa, se
me acercó al oído y recalcó:
—Los mo-la-res.
—¡No diga!
—Sí señor; en los molares está el secreto de mi sis­
tema de entrenamiento. (Esperó un momentito a ver qué
efecto me producía y siguió): Sin buenos molares no hay
Luena masticación; sin buena masticación no hay buena
digestión; sin buena digestión no hay buena nutri­
ción. Y sin buena nutrición no puede haber buenos
atletas.
Esto recordé frente al asambleísta por su actitud de
superioridad.

92 —
Esto mismo seguí pensando hasta que se levantó la
sesión.
Ya en el tranvía, el hombre va explicando a su es­
colta:
—Yo se lo dije claramente; sí señorl Usté está fuera
de la cuestión. Porque yo no tengo pelos en la lengua y
me gusta llamarle al pan, pan y al vino, vino.
Y respiró fuerte, henchido, satisfecho, como si viera
ya reivindicados por su esfuerzo los derechos del hom­
bre, y concluyó:
—Les garanto que hemos ganado una gran batalla.

— 93
FALTA UNO: EL OREJA

Ya no quedan dos calles iguales en este barrio mío,


que vio desfilar a los descamisados del Lusitania tras
la bandera de la franja roja estremecida por los cantos
de guerra.
Su misma esquina ha cambiado. Todo; hasta los
muchachos que hoy con amor y fe, volvieron a dar vida
al viejo cuadrito apagado en el olvido.
Pero se conserva igual, querida y respetada la franja
que yo también me crucé al pecho y con la que sentimos
al corazón tartamudear quién sabe qué palabras de dicha,
de fe, de esperanza.
Los estoy viendo desde mi ventana.
Comentan y hacen proyectos, y al paso de su opti­
mismo infantil van quedando los adversarios tendidos co­
mo ropa al sol.
Los estoy viendo tan cerca que creo oir sus palabras.
Han de ser las mismas que nosotros dijimos antes, mien­
tras el paquete de “Cubanita” o “Ferriolo” rodaba de
mano en mano.
Iguales proyectos, idénticas esperanzas que después
fue borrando el tiempo.
Lusitania!; mi primer cuadrito.
Ahora, a la luz del farol que desdibuja los rostros
y los enmascara con las sombras de los ramajes medio
pelados, me parece reconocer a aquellos muchachos
amigos.

94 —
Están todos en rueda; con las piernas desnudas, en
zapatillas; con el pelo sobre la frente y el pescuezo sucio.
Falta uno solo: Julio Rimolo.
El bueno del Oreja que se fue con su andar cacha­
ciento, arrastrando las alpargatas y con el lomo encorva­
do como si le pesara la vida.
Nunca pude explicarme bien de dónde sacaba Julio
esas fuerzas que derrochaba a manos llenas en las pe­
ladas.
Una mañana que, como todas se había levantado a
las cuatro para ir al mercado, me decía mientras arras­
traba penosamente el carrito de la verdura:
—Yo no sé. Aquí todas las calles son subidas. No
vendrá alguna bajadita?
Y esa misma tarde estaba agrandándose ante el fie­
rro y ante la adversidad en la quinta de los Perales. Po­
bre Julio!
Falta él sólo. Los demás están todos ahí, aturdien­
do con sus gritos hasta que don José, el del almacén, les
mande un balde de agua con olor a vino.
Entonces se desparramarán insultando.
Está Angelito Silveira, los Monzani Nicolari, los Ri­
molo, Angel, Bobino, Totola, el Tenderito, mi hermano...
Está ahí, firme, el viejo Lusitania en el espíritu
de los nuevos muchachos que comentan y hacen pro­
yectos igual que nosotros antes.

Habíamos conquistado de asalto un terreno trian­


gular cerrado por las calles Pereira, Manuel Haedo y
Diego Lamas.
A quien le tocaba el arco de la punta iba aliviado
en los comers porque no podían tirarse.

— 95
Pero en cambio, los locatarios, que teníamos tantea­
do el campo, no errábamos un goal, tirando de baranda
contra el alambrado que producía distintos efectos.
Eran terribles las goleadas que administrábamos. Y
allí, en el triángulo, quedó despanzurrada la fama de los
mejores valores del momento.
El Pampero, el Huracán, el Juvens, el Recluta, el
Peñarol Potitos, en fin, fueron sometidos a la prueba del
triángulo fatal.
Ya nos habíamos agrandado mucho para caber en ese
terreno fifí, rodeado de casas.
Entonces, —vaya a saber cómo— dimos con el Bileno,
un campo abandonado que se extendía bajo la torre de
William Poole. Allí empezó el Lusitania a vivir intensa­
mente su vida.
Y en ese momento histórico se confeccionó la bande­
ra social, que inmediatamente recibió su bautismo de
sangre.
Ganamos bien aquel partido. La banderita nueva,
pura, inmaculada, flameaba clavada en el suelo mientras
nos vestíamos bajo los ombúes. Pero la bronca de nues­
tros vencidos tenía que explotar en alguna forma. Y su­
cedió. Uno, agarró un conejo muerto y lo tiró contra ella.
Hubo un momento de estupor antes de que reaccioná­
ramos. Después, Nicolari, tranquilamente tomó el co­
nejo por las patas de atrás, se dirigió al osado que
había afrentado nuestra insignia y se lo pegó en la cara
dejándoselo colgado del pescuezo como una bufanda.
E inmediatamente el campo se encendió en una re­
volución.
De entre todo aquello, me ha quedado grabada la
estampa del cojito Primo repartiendo fierro con su pata
de madera.

96 —
Parecía un dios semi bárbaro, un dios de exterminio
a cuyo paso se inclinaban los hombres desmayados, apre­
tándose la barriga.
Volvió el Lusitania al barrio que lo vio nacer, desde
mi ventana creo reconocer a aquellos amigos que junta­
ron sus corazones alrededor de la franja colorada.
Falta uno sólo. El Oreja; que se fue cacheciento,
arrastrando los pies, alto y huesudo. Que se fue dema­
siado pronto!
Porque... quién sabe! A lo mejor, esta vez, sí, aga­
rró la bajadita. . .

— 97
UN DUELO

Siempre se me ha ocurrido que el duelo es algo ya


de por sí aterrante.
Dicen que a veces las pistolas van cargadas con ba­
las de grupo y se cita el caso de caballeros que, tocados
en el centro mismo de la frente, tuvieron un momento
de estupor.
—¿Cómo? ¿No estoy muerto?
Y al llevarse la mano a la herida se encontraron
con que tenían pegada una migaja mojada.
Muchos casos igualmente amenos se citan.
Pero no se me va a decir que haya alguien a quien
no se le levanten las patillas al encontrarse frente al caño
de una pistola que le apunta fría y serenamente, por más
que en el fondo del alma tenga la pequeña esperanza
de que la bala sea de corcho.
Yo, felizmente, tengo pocas probabilidades de batir­
me. Y esto lo haría muy exigido aunque fuera en un caso
comq el que se cuenta de Lalo Castro.
En los tiempos en que Lalo Castro enseñaba desde
el centro de la delantera nacionalófila el camino del arco,
con sus shots fantásticos que mandaban la pelota al arro­
yo, en ese tiempo el asilo de huérfanos tenía un tomo
que daba a la calle y donde las madrecitas, avergonza­
das por su pecado, despedían con lágrimas el fruto de
su amor.

98 —
Era cuestión de colocar allí al niño, dar vuelta el
tomo y tocar el tiembre. Nada más. Y entonces un mundo
se abría entre ambos.
Una noche de esa época, el popular artillero salió
de farra con sus amigos.
Pero, como sucede siempre en estos casos, había allí
un agregado imposible de apartar. Era un petizo retobado
y gritón, que no hacía más que hablar de mujeres y pe­
leas. Se ensayaron varios sistemas para alejarlo. Todos
fracasaron.
Había que ir, entonces, a soluciones extremas. Al lle­
gar a los fondos del asilo una inspirarión súbita resolvió
el problema. Lalo se acercó al petizo con la cautela de
quien va a robar una gallina. Lo palmeó; le acarició el
plumaje, lo levantó cariñosamente, lo colocó en el tomo
y dio vuelta. Y un mundo quedó entre ambos.

La cosa no podía quedar así no más. Quien tanto


había hablado de peleas y de mujeres, debía tomar una
resolución enérgica. Debía probar que era varón. En­
tonces mandó sus padrinos. Y el duelo quedó concertado.

La solemnidad que rodea estas cosas pone los pelos


de punta. Se presentan dos tipos vestidos de negro como
un anticipo del empresario de pompas fúnebres. Des­
pués, entre cuatro o cinco tipos, también vestidos de ne­
gro, uno desembarca en un bosque donde árboles al­
tísimos y graves y negros, atajan el sol, y donde el canto
triste de los chingolos parece darle un adiós a la vida.
Es una situación terrible. Es un momento dramático.

Se hicieron los preparativos. Los adversarios se co­


locaron a distancia. Debían cambiarse dos tiros. El mie­

— 99
do, muchas veces se manifiesta en una impetuosidad irre­
frenable. Lo hemos visto en todos los deportes y en el bo­
xeo especialmente. Quien lleva las de perder es el que
ataca primero, como si quisiera así, apurar los minutos.
Y el petizo, ni bien se vio en posesión de la pistola, apre­
tó el gatillo una y mil veces. Pero allá, en el otro extremo,
Lalo permanecía de pie.
La visión era horrenda. Ese tremendo muchacho, ba­
jó la pistola tranquila, fríamente. Al llegar a la altura de
la cabeza del petizo se detuvo. Sobre el caño, éste veía
un ojo abierto, frío también, como el propio ojo del
arma. Empezó a nublársele la vista. El ojo se acercaba.
Cada vez más grande, más grande y más negro. Ya no
era un caño de revólver; era un caño maestro. Por él
hubiera entrado su cuerpo tembloroso y habría tocado
ese plomo que estaba en el fondo, pronto para salir con­
tra él. Sintió que el vientre se le hacía agua. Los padrinos
olfatearon en el aire y después se miraron la suela. Y
siempre ese caño ahí enfrente.
De pronto oyó como una voz del cielo:
—Rajá otario; que este bárbaro te matal
El petizo miró a los lados, todo el bosque de luto;
miró al frente el ojo de la muerte que le guiñaba, miró
atrás el camino blanco, lleno de luz y de vida. No pudo
contenerse. Tiró el arma y rajó. Una carrera loca, fantás­
tica. Los talones le pegaban en la espalda. El pecho se
le llenaba de aire, de gozo, de sol.
El episodio terminó ahí no más. Ya se entiende que
fue una broma en la cual, el único ajeno fue el petizo.
Pero desde que me contaron esto, yo, cada vez que
veo un revólver en una vidriera cruzo la calle.

100 —
EL SORDO RIVERO

De aquella época en que conocíamos los libros por


su título y no por su autor, me quedó grabada una es­
cena que describía Anatole France y que ahora viene a
ser reproducida, en su espíritu, en la vida real.
Tratábase de un niño que fue a meter el dedo en la
jaula de un loro, donde recibió el consiguiente picotazo.
El primer impulso vengativo que le acometió fue tomar
la jaula y deshacerla contra el suelo. Más tarde algo se­
renado, pensó darle una ramita de perejil para hacer más
penosa su agonía. Por último, su refinamiento fue más
allá. Se paró delante del cotorrón y señalándolo con el
dedo picado, le dijo:
—Me vengaré de ti, dejándote vivir.

Esto, que siempre me pareció nada más que una fra­


se, es lo que supo reproducirlo en hechos, vividos. Cuan­
do Peñarol se aseguró el pase del jugador Cámpora, el
sordo Rivero estaba que explotaba de indignación.
Como buen peñarolense, no veía con buenos ojos
esa amenaza para el team. Porque hinchas de la cate­
goría de Rivero, no abundan. Ya saben ustedes que sien­
do conductor de tranvías se le distinguía con el califica­
tivo de “el guarda de la bufanda", por el trapo aurinegro
que invierno y verano llevaba enrollado al pescuezo. Era
muy frecuente, en aquellos días, verlo detener su coche
en la mitad de la cuadra, donde se ponía a discutir con
algún amigo el equipo para el domingo. Hasta que un
lunes de mañana se le quiso hacer víctima de una cruel
humorada. Peñarol había perdido la tarde anterior con

— 101
Nacional. Rivero estaba en esa plataforma que echaba
chispas. Cada talonazo que daba en la campana le hacía
caer las medias. Entonces encogía una pierna para levan­
társelas con un par de manotazos. Como los gallos cuan­
do se pisan el ala. Cada vez que enroscaba el freno, el
tranvía saltaba como un gusano y los pasajeros se daban
la nariz en el banco de adelante. De repente, al pasito
ratonero de un jamelgo huesudo, ve cruzársele una jar­
dinera de panadero. Le dio las campanadas de aviso y el
carro ni se movió. Volvió a tocar y el otro como si nada.
Se acercó más para gritarle y entonces la indignación se
le subió a la cabeza como una oleada de sangre. En
gruesas letras doradas, la jardinera lucía este aviso: “Pa­
nadería del Parque”. Al lado un dibujito en que varios
jugadores con la blusa alba, petizos y pantorrilludos co­
mo los pintaba Goya, corren atrás de una pelota. Rivero
paró el coche en seco, dejó que el osado tomara dis­
tancia y cuando lo tuvo a veinte metros embaló a toda
marcha su motor y lo levantó en el aire. Saltó la jardi­
nera en una rueda; después en la otra. Era una danza ti­
rolesa. Y los panes volaron en todas direcciones. Algunos
creyentes se arrodillaron suponiendo que se reproducía el
milagro aquel de la lluvia de panes que dice la Biblia.
Pero a Rivero lo echaron de la empresa y desde entonces,
recogido amorosamente en su seno por el decano, presta
servicios domésticos en esa sede. Bien; un hombre que
así se juega el puesto, y quizás algo más por los colores
de sus preferencias, es de un partidismo a toda prueba.
Por eso nos explicaremos que haya recibido con temor
y con rabia, la novedad dé que Cámpora —elemento dis­
cretísimo— jugaría en Peñarol. Y se propuso impedirlo.
Vaya a saber las noches que se pasó, sentado en el baúl,
tramando su venganza! Porque no era cosa fácil. A Guz-

102 —
mán, por ejemplo, porque no era artillero como le gus­
taba a él, lo castigó haciéndolo bañar con agua fría.
En cambio a Tellechea, el “Burro Chico”, —como le lla­
maba, por analogía con el “Burro Grande” que era Young
—, le mandaba el agua caliente al dormitorio apenas se
levantaba. Con Cámpora, ¿cómo haría? Quizás hubiese
desistido de su venganza, pensaron todos, porque de un
día para otro fue fundamental el cambio que tuvieron
sus relaciones. Cariela le decía:
—Che Rivero, ¿no me hacés un churrasquito?
Y Rivero le contestaba solícito, cariñoso:
—¿Cómo no, Carielita? Pero en vez de churrasco te
via’cer una tortilla, que a vos te gusta más. Después te
comés una minestra que tengo ahí, macunuda y, de pos­
tre un poco de budín. Está riquísimo, está!
El sordo Rivero se había transformado en un verda­
dero padre para Cámpora. No le dejaba desear nada. Sus
menores caprichos eran satisfechos y con una ternura
verdaderamente conmovedora, con un orgullo que sólo
puede sentir quien cumple con su deber, veía al mucha­
cho ponerse fuerte, ancho, rosadote. Por eso me pareció
muy justo que hiciese conocer a los periodistas, su ges-r
tión ya concluida. Y una noche, en la sede, agarró a Pe-
drito Filevich y le musitó misteriosamente:
—Decile a El Hachero que a Cámpora lo tengo tan
gordo que ya no puede jugar.
Se apartó, miró para los lados, y siguió siempre en
secreto:
—Y avísame cuando sale publicado así me gasto
dos vintenes en el diario.
El sordo Rivero había consumado su venganza con
un refinamiento superior al del niño imaginado por Ana-
tole France. Y Rivero no sabe leer ni escribir!

— 103
LA CADENA

Me buscaba con la vista. Primero en el ring-side;


después en las plateas, por último en los rincones. Y cuan­
do me hallaba, venía a mí sonriente y me decía:
—Che: mirá que volví a entrenarme.
—Entonces digo algo en el diario.
—Sí, sí; decilo no más.
Pasaba un mes, dos, seis. Del muchacho ni noticias.
Hasta que en otra velada, volvía a ver su pescuezo
estirado por sobre todas las cabezas, los ojos muy abier­
tos, buscando algo. Buscándome.
—Che: vuelvo a entrenarme, ¿eh?
- ¿ S í? -
—Sí; si querés haceme un articulito.

La vuelta de un boxeador es siempre difícil.


Más que nada, reintegrarse a los rigores del entre­
namiento, ahí en la soledad de una academia, con olor
a oso, oscura, triste, cubierto de pies a cabeza con gruesos
abrigos. Todo eso es un verdadero sacrificio para quien
ya tiene extinguida lá llama de sus primeros entusiasmos
de pibe. Por eso yo le hacía invariablemente el articulito.
Quería animarlo. Y por eso también, no me extrañaba que
una vez tras otra fuera posponiendo la fecha de su re­
greso.

Aquella noche fue la décima, en el espacio de dos


años estériles en que vi asomarse en el lado opuesto del
ring, sus grandes ojos que me buscaban.

104 —
Lo esperé. Y cuando lo tuve cerca lo atajé.
—Ya sé —dije—volvés a entrenarte...
Le dio vergüenza que lo adivinara así. Bajó la cabeza.
—Sí; e ste ... Sabés lo que pasa?
Entonces me contó:
—La r e a ... ¿m’entendés? Viviendo con la rea no
puedo entrenarme. Eso lo sabés bien. Entonces, cuando
nos enojamos empiezo. Cuando vuelo al lao de la vie­
ja! . . . Vos no sabés las promesas que me hago para mí
mismo! Y empiezo con fe, te juro. ¿Pero qué pasa? Que
ella ve mis retratos en los diarios; ve que vuelvo a peliar
y hacerme popular y entonces le entran ganas de amigar­
se, ¿m’ entendés? La rea!. . . Es una cadena. Si no peleo
se aburre de mí, de mi vida anónima y me deja; y si pe­
leo, se entusiasma de nuevo, se tienta con esos mismos
artículitos que vos me escribís, me quiere para ella y así,
no me deja peliar. Es una rueda. ¿M' entendés? Es una
cadena. . . Chá mujer que le tengo rabia aunque en el
fondo la quiera!. . .

— 105
EL PLACER DE LA RECONCILIACION

No estoy de acuerdo, en manera alguna, con los que


nos suponen un pueblo de hombres tristes, enojados, pe­
leadores. Antes bien; somos todo lo contrario. Y más
civilizados de lo que se nos cree; de una civilización que
llega al refinamiento. De allí esa apariencia de regaño­
nes, que a menudo suele convertirse en realidad. Porque
el regañar da motivos, luego, a la reconciliación que es
uno de los placeres más gratos que puede disfrutar el
mortal.
Hay amigos que apenas se toman unas copas empie­
zan a reconvenirse, a reprocharse mutuamente hechos
pasados, para luego reafirmar su amistad con una recon­
ciliación amplia. Hay muchachas que se enojan con su
novio porque al estornudar le saltó un botón de la pre­
tina, un suponer, para después gustar del inefable deleite
de amigarse de nuevo.
Hay, en fin, muchos ejemplos diarios que dicen lo
importante que es, dentro de nuestros hábitos, dentro de
nuestra vida, eso de la reconciliación.
Lo habremos visto con frecuencia en algún matri­
monio amigo.
Vos conociste sus amores. Eran dos muchachos del
barrio. Más de una ocasión ella, viendo como se prolon­
gaba indefinidamente la fecha del casorio, te habrá ha­
blado de él en forma despectiva:
—Dejame, que para lavar platos no necesito casarme!

106 —
Más de una vez, él también, atormentado por esa
idea te ha dicho:
—Ufa! Hay tiempo para esclavizarse y de ñapa tener
que mantener a una mujer!
Ahora, pues, al tenerte ahí enfrente, fresquito, afei­
tado y soltero, se acuerdan de aquello, se sienten medio
inferiorizados en tu presencia y hacen lo posible por de­
mostrarte que si entraron por el aro fue porque era muy
distinto a lo que suponían. Que no hay platos que lavar
ni esclavitud que soportar.
Entonces, bastan imas pocas palabras dichas con
cierto énfasis para que el reo cónyuge termine hundién­
dole una sopera en la cabeza a la consorte. Con ese cas­
co de aluminio parece el Primer Adelantado. También
lo parece por su empaque. Busca en el suelo con que
replicar la agresión y, encontrando al gato dormido, se lo
pega en la cara al hombre. Y así, estuvieron, luego, todo
el día sin hablarse, observándose de reojo, largándose
pullas:
—Vecina; hoy está brava la chancleta, —decía ella,
señalando con un gesto las de su marido donde asoma­
ban dos talones redondos y amarillos como naranjas.
Y él, dirigiéndose también a la vecina, observaba ati­
nadamente:
—Hay personas que deberían sacarse las liendras an­
tes de h ab lar...
Pero sucede, —y esto es habitual—, que la vecina se
solidariza con la mujer, ("porque las mujeres deben ayu­
darse entre sí, y si no es una que cuida de una, está
bien arreglada”), y en ese tren, se exalta:
—Callesé usté que debería darle vergüenza lo que
hizo, que es cosa bien de cafisio y no de hombre.

- 107
Entonces, la cónyuge, indignada, saca de la tina una
media que estaba fregando, y se la cruza ed el pescuezo
a la vecina.
Ese es el primer paso hacia la reconciliación matri­
monial. Y esa misma noche, en la cama, ya oscurito, él
le tantea amoroso los chichones del balero y le pregunta
con ternura infantil:
—Y . .. y . .. y . .. ¿quién le hizo chás chás a la nena?
Y ella responde mimosa, subyugada:
—El papuchín malucho!
(Es una sinfonía en ch.)

Así se desarrollan inevitablemente los sucesos tanto


en las clases modestas como en las elevadas. La paz con­
tinuada, permanente, empalaga y aburre. Esos recién ca-
saditos, por ejemplo. . .
De repente la nena, que fue criada muy mimosa, le
suspira desde el sofá, a su maridito que está leyendo el
diario en la otra pieza.
—Papito!
Y él murmura:
—Queé?
Hay unos instantes de silencio y expectativa en que
sólo se oye el acompasado tic-tac del reloj. Luego, se re­
pite el llamado de la joven esposa:
—P apiii.. .to!
Y vuelve él a contestar: “Queé?”, y deja el diario so­
bre el sillón y se dirige hacia su tierna compañera. En­
tonces ella, cada vez más almibarada, con un gesto de
infantil estupor, señala con su dedito rosado una mesa
próxima y medio solloza:
—Papito: esa mosma me está mirando.

108 —
El tipo siente que se le sube como un fuego por la
cara. Queda un minuto perplejo. Pero en seguida recuer­
da que ella fue criada muy mimosa, recuerda las palabras
de la suegra: “Cuidemelá mucho, que se lleva usté un
tesoro", y sobre todo, la ve tan linda ahí tirada entre los
almohadones, que se transforma bruscamente, él tam­
bién, en un niño:
—La mosca se la quele comel a la nena?
-Chí!
—Yo le voy a dar a la mosca picara. Que se eré?
Que le va ’cel nana a la nenita?
Esta o muy parecida es la escena que se repite día
por día. Parecería, a través de ella, que se vive en la más
grande y dulce armonía. Pero tanta dulzura empalaga,
como digo, va gestando una reacción íntima, va origi­
nando cierto odio, y otro día. . . El está también leyendo
el diario. Quiere decir que se halla en pleno preparativo
de guerra. Cuando estaba enfrascado en el estudio de
una nueva careta contra los gases, le llega la vocesita fa­
miliar y querida:
—Papito!
Y él responde con sequedad:
—Qué hay?
—Otra mosca. . .
Y ya no aguanta. Desde allí, nomás, pela el revólver*
le manda un tiro a la mosca, arrancándole el barril de la
cabeza a un negrito de terracota que le regalaron cuando
se casó. La mujer, sin saber cómo, fue a dar al gallinero.
Y desde ese día se acabó la ficción, se terminaron las vio­
lencias y los mimos para quererse limpiamente, sin mos­
cas, como Dios manda.
Lo que viene a demostrar, además, en ambos casos,
la necesidad imperiosa que existe de romper de cuando

— 10»
■en cuanto, las relaciones, para reanudarlas con mejoi
orientación.
Porque en amor, lejos de correrse un riesgo desagra­
dable con estas cosas, se contribuye a afianzarlo, a hacer­
lo más firme. Es cuestión, nada más que de presencia de
ánimo. Tengo siempre en la memoria una escena ejem­
plar en este sentido. La turra se le sentó al borde de la
cama a mi socio, que en ese momento daba vuelta la
pisada al mate y le dijo sencillamente:
—Mirá, nene; ¿pa qué te viá engañar? Te lo digo
claro y chau: ya me tenés harta con tus versos y hace
tres días que no prendemo el primu. Lo mejor es cada
uno por su lado y chau.
Sin darle tiempo de reflexionar agarró su atadito y
salió presurosa. Desde la cama, mi amigo quedó mirando
la puerta por donde había salido, aún abierta, aún con
el perfume de ella, fresquito el recuerdo de su figurita
menuda, y recién entonces pudo hablar. Le salió como
un grito:
—Eh! vo. . . la puerta!

no —
INDICE

Prólogo: Jorge Sclavo 7


B Hachero entrevistado por Julio C. Puppo 9
Locuras de prim avera 13
Una vida excepcional 19
Entretenimiento inocente 23
Domingo sin fútbol 27
El malvón de la casita 31
El glorioso pasado de mi vecino 35
"D e Independencia a Carrasco" 39
Puerto Rico; últim o puerto 43
Baile en el club del barrio 48
Hoy — función de beneficio — hoy 52
Et boliche de la m uerte 55
La venganza 59
Sin cintas ni cuerdas 62
La últim a g aru fa 66
La propuesta de Ita lia 65
Los Brujos 75
Así pasa la gloria 79
El crack se tira un lance 81
Un momento excepcional 85
El remate del "P u r Sang" 87
El Asambleísta 90
Falta uno: El O reja 94
Un duelo 98
El sordo Rivero 101
La cadena 104
El placer de la reconciliación 106
Este volumen 'je lo colección
Boliilibros ARCA, fue impreso
en Corporación G ráfico, Gaboto 1 6 7 0 ,
en Noviem bre de 19 6 6 .

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