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Cantillon Richard Ensayo Sobre La Naturaleza Del Comercio en General PDF

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En

1755 apareció por primera vez este Ensayo sobre la naturaleza del
comercio en general, y es en esa misma fecha donde algunos especialistas
sitúan los inicios de la ciencia económica. En verdad, la obra de Cantillon
inaugura un enfoque de las cuestiones mercantiles, comerciales, financieras,
que es en suma un modo metódico, hasta la fecha inédito, de abordarlas: el
Ensayo resulta por ello «la cuna de la economía política».
Según Henry Higgs, la obra de Cantillon es «un producto cultural tan valioso
como el descubrimiento de la circulación por Harvey». La figura enigmática
de Cantillon —su nacionalidad, sus verdaderas actividades, el lugar donde
residía, son motivo de duda o polémica— contribuyó no poco a convertir su
texto en interesante objeto de discusión; pero al margen de esos misterios
subalternos, queda en este sereno y brillante tratado el primer paso hacia lo
que habría de ser una de las especialidades decisivas de la modernidad.
Say, Ricardo, los fisiócratas, tienen en el Ensayo de Richard Cantillon una
pieza clave, una referencia que explica el contorno de sus obras respectivas
y su posible alcance: el Ensayo valora justamente los tres factores de la
producción, plantea con lucidez difícilmente igualada los problemas de la
moneda, diserta sobre la tierra como factor central de la riqueza y de la
producción, expone y analiza las modificaciones que afectan a la actividad
comercial.

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Richard Cantillon

Ensayo sobre la naturaleza del


comercio en general
ePub r1.0
Steven 31.10.14

www.lectulandia.com - Página 3
Título original: Essai sur la Nature du Commerce en Général
Richard Cantillon, 1755
Traducción: Manuel Sánchez Sarto
Retoque de cubierta: Steven

Editor digital: Steven


ePub base r1.2

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Prefacio
Fuerte contraste el existente entre la serenidad del Ensayo de Richard Cantillon, cuya
versión castellana ofrece ahora el Fondo de Cultura Económica, y la enigmática
personalidad de su autor, en cuyos interesantes perfiles trabajaron con ahínco Sir
Stanley Jevons, verdadero descubridor de esta importante obra, y Henry Higgs, quien
presentó con un admirable artículo la edición bilingüe —en francés e inglés— por
encargo de la Royal Economic Society, de Londres, en 1931.
Leyendo el Ensayo podría decirse que Cantillon había sido uno de esos
afortunados pensadores a los cuales Thorstein Veblen distinguía con la preciada
posesión de largos períodos de «ocio ostensible». Las ideas aparecen en este libro
meditadas, saboreadas, dichas con esa calma, ignorada por nuestros economistas
actuales, acosados siempre por la presión de acontecimientos nuevos y rectificaciones
constantes. Richard Cantillon, el escritor, definía con rigor filosófico, ejemplificaba
con tino y prudencia, insistía una y otra vez, con tenacidad de predicador religioso,
hasta fijar los conceptos con un académico rigor.
En poco más de veinte años el mundo económico asistió a la aparición del
Ensayo, conoció la rica actividad de Turgot y la fisiocracia, y puso la clave a la
primera y gloriosa etapa de la Economía con la aparición de la Riqueza de las
Naciones, de Adam Smith. Pocos años fueron precisos para dar a esta última obra y a
las de Turgot y su grupo la circulación más amplia, no sólo en la Europa continental y
el Imperio británico, sino en los países hispanoamericanos, agitados ya por los
primeros anhelos libertadores e independentistas.
Más de un siglo hubo de transcurrir en cambio hasta que Jevons —en un estudio
que como epílogo reproducimos— llamó la atención sobre el Essai, en 1881, y un
decenio más tarde el Prof. Henry Higgs derramó nuevas luces sobre el autor y su obra
en un luminoso artículo publicado en el Harvard Quarterly Journal of Economics
(año de 1892), en el que quedaron esclarecidas, hasta donde era posible hacerlo, las
vicisitudes, inspiraciones y trascendencia de la obra de Cantillon.
Para el economista tiene este libro el poderoso atractivo de su incomparable
solidez —sólo puesta en duda por Marshall, quien luego lo atribuía a la ligereza con
que efectuó su lectura—. Hoy ya nadie pone en entredicho la razón de quienes
consideran al Essai como «la cuna de la Economía política». La valoración justa de
los tres factores de la producción, luego clásicos en la obra de Jean Baptiste Say; el
planteamiento de los problemas de la moneda, con una concisión y seguridad nunca
más superados, ni siquiera por Ricardo; la función capital de la tierra como
principalísima fuente de la producción y la riqueza, una idea cara a la fisiocracia
naciente; el planteamiento luminoso de la ecuación producto-tierra; la explicación
exhaustiva del problema de los cambios interiores y exteriores, y otros muchos
razonamientos que colman el ámbito entero de la Economía, con la única excepción
de los impuestos, convierten a la obra de Cantillon en «un producto cultural tan

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valioso como el descubrimiento de la circulación de la sangre, por Harvey», según la
feliz frase de Henry Higgs.
Admirará el lector de esta obra la justeza de muchas afirmaciones hechas por
Cantillon hace dos siglos, pero adaptable precisamente a las circunstancias tan nuevas
—y tan viejas— de la actualidad. Ante el espectáculo deprimente de doctrinas y
pronósticos que en la era contemporánea recorren en pocos lustros el trecho que va de
la gloria al descrédito o al olvido, el Essai comunicará inmediatamente a quien lo lea
la sensación de validez eterna, y nos confortará a todos con la convicción de que la
Economía se apoya sobre muy sólidos cimientos.
Detrás de la obra está el hombre, Richard Cantillon, lleno de rasgos
interesantísimos y curiosas antinomias. Jevons y Higgs han aplicado a la personalidad
de este autor la más se vera y paciente de las investigaciones críticas, donde entran
por mucho la heráldica y la jurisprudencia, la contabilidad y la literatura. Perplejos
quedamos entre la opinión de Mirabeau, para quien Cantillon era una admirable
figura, independiente, liberal, dotado de un deslumbrador talento, y el juicio de
George Veron, quien fue por algún tiempo su cajero, y nos lo presenta como un
hombre frío, calculador y despiadado. Caso bien frecuente, por otra parte, el de este
hombre hecho para la vida regalada y suntuosa, donde destaca por el uso
parsimonioso de sus variadas y brillantes dotes persona les, pero que trata con dureza
a sus criados, con crueldad a sus deudores, con doblez a sus socios, con artería y
desprecio —evidenciados en su testamento— a la propia esposa. En pocas palabras,
un personaje que podría figurar dignamente en las galerías de Madame de Sevigné o
del Conde de Saint-Simon.
Sabía mucho Cantillon del dinero y sus secretos, y vivió en una época donde toda
especulación tuvo su asiento. John Law, el astuto y desaprensivo escocés, cuyas
acciones del Mar del Sur subían y bajaban como «burbujas», distinguió con su
encono al autor del Essai y le amenazó con encerrarlo en la Bastilla; pero Cantillon,
avisado negociante de divisas, supo ganarle el juego, colaborando con él en los
períodos de prosperidad; desprendiéndose del desinflado globo, en los de infortunio;
mandando por delante sus ganancias a Amsterdam y Londres; huyendo luego tras
ellas, sin visitar más que por unas horas las prisiones del Chatelet; colocando sus
disponibilidades en distantes y seguros parajes —Bruselas, Viena, Cádiz, los Países
Bajos, la Metrópoli inglesa— acordándose del dicho de Shakespeare: «No poner
todos los huevos en la misma cesta». Una lección que han seguido por instinto, sin
leerla, con la misma sagacidad desaprensiva, muchos nuevos ricos de nuestro tiempo
que no dejarán tras de sí un Ensayo como el de Richard Cantillon.
Sabía hacer suyo y personal un negocio, cuando ganaba, y acogerse a la
solidaridad mercantil, cuando perdía. De esa táctica no escapó ni su mujer siquiera, la
bella Marie Anne Mahony, pintada por el elegante Largilliere, y que contó a
Montesquieu entre sus numerosos admiradores. Con razón o sin ella Cantillon la
desheredó en su testamento de 12 de julio de 1732.

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¡Qué extraño o será que hoy ignoremos su nacionalidad verdadera, si él mismo se
titulaba irlandés cuando la justicia le alcanzaba y londinense en su testamento, y era
francés de Dunkerque a juicio de ciertos amigos o de Provenza según otros! Lo cierto
es que siendo un gran economista vivió con suntuosidad, murió violentamente —por
cierto, a manos de un criado— y dejó una cuantiosa fortuna, muchas joyas y obras de
arte, una casa en París y otra en los arrabales de Asnieres.
En nuestra era actual de crisis, cuando las ideas —como los hechos económicos—
no ofrecen sino inseguros fundamentos para seguir edificando, la lectura del Ensayo,
de Cantillon, nos comunica una grata sensación de solidez y claridad. En esa obra
vemos anticipados muchos de nuestros presentes problemas monetarios, y en ella
encontramos el hilo luminoso para salir con gracia de los peores laberintos
ideológicos y reales en Economía.

M. S. S.

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PRIMERA PARTE

CAPÍTULO I
De la riqueza

LA TIERRA es la fuente o materia de donde se extrae la riqueza, y el trabajo del


hombre es la forma de producirla. En sí misma, la riqueza no es otra cosa que los
alimentos, las comodidades y las cosas superfluas que hacen agradable la vida.
La tierra produce hierbas, raíces, granos, lino, algodón, cáñamo, arbustos y
maderas de variadas especies, con frutos, cortezas y hojas de diversas clases, como
las de las moreras, con las cuales se crían los gusanos de seda; también ofrece minas
y minerales. El trabajo del hombre da a todo ello forma de riqueza. Los ríos y los
mares nos procuran peces que sirven de alimento al hombre, y otras muchas cosas
para su satisfacción y regalo. Pero estos mares y ríos pertenecen a las tierras
adyacentes, o son comunes a todos, y el trabajo del hombre obtiene de ellos el
pescado y otras ventajas.

CAPÍTULO II
De las sociedades humanas

Sea cualquiera la manera de formarse una sociedad humana, la propiedad de las


tierras donde se asienta pertenecerá necesariamente a un pequeño número de
personas.
En las sociedades errantes, como en las hordas tártaras y los campamentos de
indios, que se trasladan de un lugar a otro con sus ganados y familias, precisa que el
caudillo o rey que los guía establezca límites a cada jefe de familia, y dé
aposentamiento a cada uno alrededor del campo. De otro modo siempre habría
disputas respecto a parcelas y productos, maderas, hierbas, agua, etc.; pero una vez
distribuidos los cuarteles y límites de cada uno, tal regulación será valedera, como
una propiedad, durante el tiempo que allí permanezcan.

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He aquí lo que ocurre en las sociedades más estables: cuando un príncipe, a la
cabeza de un ejército, ha conquistado un país, distribuye las tierras entre sus oficiales
o favoritos, de acuerdo con los méritos respectivos o siguiendo un arbitrario designio
(en este caso se halló originariamente Francia); establece leyes para asegurar la
propiedad de esas tierras para ellos o sus descendientes; o bien se reserva la
propiedad de las tierras, empleando a sus oficiales o favoritos en el empeño de
hacerlas producir; o las cede a condición de que le paguen sobre ellas todos los años
un cierto censo o canon; o las entrega reservándose la libertad de gravarlas todos los
años, según sus necesidades propias y la capacidad de sus vasallos. En cualquiera de
estos casos, los oficiales o favoritos, ya sean propietarios absolutos o dependientes,
ya sean intendentes o inspectores del producto de las tierras, no representarán sino un
pequeño número, en comparación con el total de los habitantes.
Aun si el príncipe distribuye las tierras por lotes iguales entre todos los
moradores, en definitiva irán a parar a manos de un pequeño número. Un habitante
tendrá varios hijos, y no podrá dejar a cada uno de ellos una porción de tierra igual a
la suya; otro morirá sin descendencia, y legará su porción a quien ya tiene alguna,
mejor que a otro desprovisto de ella; un tercero será holgazán, pródigo o enfermizo, y
se verá obligado a vender su porción a otro que sea frugal y laborioso, quien irá
aumentando continuamente sus tierras mediante nuevas compras, empleando para
explotarlas el trabajo de quienes, careciendo de tierras propias, se verán obligados a
ofrecer su trabajo para subsistir.
En el primer establecimiento de Roma se dio a cada habitante dos yugadas de
tierra: esto no impidió que muy pronto surgiera en los patrimonios una desigualdad
tan grande como la que hoy advertimos en todos los Estados de Europa. Y así las
tierras pasaron a ser patrimonio de un pequeño número de propietarios.
Suponiendo que las tierras de un Estado nuevo pertenezcan a un pequeño número
de personas, cada propietario hará valer sus tierras con el esfuerzo de sus manos, o las
encomendará a uno o varios colonos; en esta economía es preciso que los colonos y
labradores encuentren su sustento; tal cosa es absolutamente indispensable ya se
exploten las tierras por cuenta del propietario mismo o por la del colono. El
excedente del producto de la tierra queda a disposición del propietario; éste transfiere,
a su vez, una parte al príncipe o al Gobierno, o bien el colono entrega dicha porción
directamente al príncipe, deduciéndola del canon del propietario.
En cuanto al uso a que debe destinarse la tierra, lo primero es dedicar una parte de
ella al mantenimiento y alimentación de quienes la trabajan y la hacen producir; el
destino del resto depende principalmente del arbitrio y del régimen de vida del
príncipe, de los señores del Estado y del propietario; si les gusta beber, cultivarán
viñas; si las sedas les encantan, plantarán moreras y criarán gusanos de seda; por
añadidura precisa emplear ciertas parcelas de tierra para el sustento de quienes
trabajan en ella; si les gustan los caballos, necesitarán praderas, y así sucesivamente.

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Ahora bien, si suponemos que las tierras no pertenecen a nadie en particular no es
fácil concebir que sobre ellas pueda asentarse una sociedad de hombres; por ejemplo,
en las tierras comunales de un poblado, se determina el número de cabezas de ganado
que cada uno de los habitantes puede enviar libremente a pastar en ellas; si se dejaran
las tierras al primero que las ocupase, en una nueva conquista o descubrimiento de un
país, siempre precisaría establecer una regla para fijar la propiedad, y vincular a ella
una sociedad de hombres, ya fuese la fuerza o la política la que decidiese esta regla.

CAPÍTULO III
De los pueblos

Cualquiera que sea el empleo que se haga de la tierra —pastos, cereales, viñas— los
colonos o agricultores que trabajan en ellas deben residir en sus cercanías; de otro
modo el tiempo necesario para ir a sus campos y retornar a sus casas consumiría una
porción muy importante de la jornada. De ahí la necesidad de poblados esparcidos
por todos los campos y tierras cultivadas; en ellos debe haber también veterinarios, y
carreteros para los útiles, arados y carretas que se necesitan, sobre todo cuando la
aldea está alejada de los burgos y de las villas. La magnitud de un pueblo se halla
naturalmente proporcionada, en cuanto al número de habitantes, a la extensión de las
tierras que de él dependen, a la mano de obra necesaria para trabajarla y al número de
artesanos que encuentran ocupación suficiente en los servicios exigidos por colonos y
agricultores; ahora bien dichos artesanos no resultan tan necesarios en la vecindad de
las ciudades cuando los agricultores pueden trasladarse a ellas sin perder mucho
tiempo.
Si uno o varios propietarios de las tierras dependientes del poblado establecen en
éste su residencia, el número de los habitantes será mayor, en proporción a los criados
y artesanos que formen su séquito y de las hosterías establecidas para comodidad de
los criados y obreros que ganan su vida con estos propietarios.
Si la tierra sólo es apta para sustentar rebaños de carneros, como ocurre con las
dunas y las landas, los pueblos serán más escasos y más pequeños, porque la tierra no
exige sino un pequeño número de pastores.
Cuando las tierras no producen más que bosques, en terrenos arenosos donde no
crece hierba para el sustento de ganado, o cuando se hallan alejadas de ciudades y
ríos, lo que hace esos bosques inútiles para el consumo, como se advierte muchas
veces en Alemania, no habrá casas y pueblos sino en la medida necesaria para
recoger la bellota y cebar los cerdos en la estación conveniente; si la tierra es
completamente estéril no habrá en ella ni poblados ni habitantes.

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CAPÍTULO IV
De los burgos

Existen pueblos donde se han establecido mercados, en interés de algún propietario o


señor cortesano. Estos mercados, que se celebran una o dos veces por semana,
animan a muchos pequeños artesanos y mercaderes a establecerse en el lugar; o bien
compran en el mercado los artículos que a él llegan de los pueblos circundantes, para
transportarlos y venderlos en las ciudades; a cambio de ellos adquieren en la ciudad
hierro, sal, azúcar y otras mercancías, vendiéndolos a los habitantes de los pueblos en
los días de mercado: también se aposentan en estos lugares pequeños artesanos, como
cerrajeros, carpinteros y otros, quienes satisfacen las necesidades de los aldeanos que
en sus pueblos carecen de tales servicios, y, en fin, estos poblados se convierten en
burgos. Situado el burgo en el centro de varias aldeas, cuyos habitantes frecuentan el
mercado, es más natural y más fácil que los aldeanos lleven a él sus artículos los días
de mercado, para venderlos, y compren con su producto las mercancías necesarias, en
lugar de que las mercaderías en cuestión sean llevadas por mercaderes y empresarios
a los pueblos, para recibir en cambio los artículos de los aldeanos. 1) Si los
mercaderes fueran pasando de aldea en aldea, en los pueblos se multiplicaría, sin
necesidad, el gasto de transportes. 2) Tales mercaderes se verían obligados, acaso, a
visitar diversos lugares antes de encontrar la calidad y cantidad de los artículos cuya
compra les interesa. 3) Los aldeanos se hallarían con frecuencia trabajando en los
campos, a la llegada de los mercaderes, y, no sabiendo qué género de mercaderías
desean, no tendrían nada dispuesto para ofrecerles en cambio. 4) Casi imposible
resultaría fijar en los pueblos los precios de productos y mercaderías entre los
mercaderes y los aldeanos. El mercader no se avendría a pagar en un pueblo el precio
que allí se solicita por la mercancía, con la esperanza de encontrarla más barata en
otro lugar, y los aldeanos rehusarían el precio que el mercader les ofrece por sus
productos, ante la expectativa de otro mercader que pueda venir después y la tome a
mejor precio.
Todos estos inconvenientes se evitan si los aldeanos se trasladan al burgo en los
días de mercado, para vender allí sus productos y comprar en él las mercancías
necesarias. Los precios van fijándose en el mercado conforme a la proporción de los
artículos que se ofrecen en venta y del dinero dispuesto a comprarlos; todo ello
ocurre en el mismo lugar, a la vista de todos los aldeanos de diversos poblados y de
los mercaderes o empresarios del burgo. Una vez determinado el precio entre
algunos, los otros lo siguen sin dificultad, estableciéndose así el precio del mercado
para aquel día. El aldeano regresa a su pueblo y reanuda su trabajo.

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La grandeza del burgo se halla naturalmente proporcionada al número de colonos
y agricultores precisos para cultivar las tierras que de él dependen, y al número de
artesanos y pequeños mercaderes ocupados en las aldeas de la jurisdicción de este
burgo, con sus auxiliares y caballerías, y, por último, al número de personas
sustentadas por los propietarios de tierras, allí residentes.
Cuando los pueblos de la circunscripción de un burgo, cuyos habitantes llevan
ordinariamente sus artículos al respectivo mercado, sean importantes y dispongan de
abundantes productos, el burgo adquirirá también importancia y grandeza
proporcionales; pero cuando los pueblos circundantes cuenten con escasos productos,
el burgo será también pobre y miserable.

CAPÍTULO V
De las ciudades

Cuando los propietarios sólo disponen de pequeñas porciones de tierra, viven


ordinariamente en los burgos y en las aldeas, cerca de sus tierras y de sus colonos. El
transporte de los productos que constituyen su renta, a ciudades lejanas, no les
permitirá vivir con holgura en dichas ciudades. En cambio los propietarios dotados de
extensas tierras tienen medios para vivir lejos de ellas, gozando de una agradable
sociedad, con otros propietarios y señores de la misma condición.
Si un príncipe o señor que, con ocasión de la conquista de un país, ha recibido
grandes concesiones de tierra, fija su morada en un lugar placentero, y otros señores
deciden establecer allí su residencia, con ánimo de verse a menudo y gozar de una
agradable sociedad, este lugar se convertirá en una ciudad: en ella se construirán
casas espaciosas, para vivienda de los señores en cuestión; se erigirán otras para los
mercaderes, artesanos y profesionales de toda especie, atraídos a ese lugar por la
residencia de estos señores. Para servirles harán falta panaderos, carniceros,
cerveceros, vinateros y fabricantes de toda clase; estos empresarios edificarán sus
casas en el lugar en cuestión, o alquilarán las construidas por cuenta ajena. No existe
un gran señor cuyos gastos domésticos, su tren de vida y sus criados no mantengan
mercaderes y artesanos de toda especie, como puede verse, por los cálculos
detallados que figuran en el Suplemento de este Ensayo.
Como todos estos artesanos o empresarios se sirven mutuamente, a más de servir
a la nobleza, suele pasar inadvertido el hecho de que el mantenimiento de unos y
otros corresponde finalmente a los señores y propietarios de las tierras. No se advierte
que todas las pequeñas casas de una ciudad, tal como aquí la describimos, dependen y
subsisten del gasto de las casas grandes. Más adelante veremos que todos los
estamentos y habitantes de un Estado subsisten a expensas de los propietarios de las

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tierras. Todavía crecerá más la ciudad si el Rey o el Gobierno establece en ella
tribunales de justicia, ante los cuales eleven sus recursos los habitantes de los burgos
y aldeas de la provincia. Un nuevo aumento en el número de empresarios y artesanos
de toda clase resultará indispensable para el sostenimiento de las gentes de justicia y
de los abogados.
Si en esta misma ciudad se establecen obradores y manufacturas más allá de lo
requerido por el consumo interno, para transportar los productos y venderlos en otras
tierras, la magnitud de la ciudad será proporcionada al número de obreros y artesanos
que subsistan a expensas de los forasteros. Pero dejando a un lado estas ideas para no
embrollar el tema de nuestra investigación, podemos decir que la reunión de varios
ricos hacendados, que se aposentan en un mismo lugar, basta para formar lo que se
llama una ciudad, y que diversas ciudades europeas, en el interior del Continente,
deben la cifra de sus vecinos al hecho de dicha reunión; en tal caso, la magnitud de
una ciudad se halla naturalmente proporcionada al número de propietarios de tierras
que en ella residen, o más bien al producto de las tierras de su pertenencia, después
de deducir los gastos de transporte para aquellos cuyas tierras estén más distantes, y
la porción que vienen obligados a suministrar al Rey o al Gobierno, y que suele ser
consumida en la capital.
Si en esta misma ciudad se establecen obradores y manufacturas más allá de lo
requerido por el consumo interno, para transportar los productos y venderlos en otras
tierras, la magnitud de la ciudad será proporcionada al número de obreros y artesanos
que subsistan a expensas de los forasteros. Pero dejando a un lado estas ideas para no
embrollar el tema de nuestra investigación, podemos decir que la reunión de varios
ricos hacendados, que se aposentan en un mismo lugar, basta para formar lo que se
llama una ciudad, y que diversas ciudades europeas, en el interior del Continente,
deben la cifra de sus vecinos al hecho de dicha reunión; en tal caso, la magnitud de
una ciudad se halla naturalmente proporcionada al número de propietarios de tierras
que en ella residen, o más bien al producto de las tierras de su pertenencia, después
de deducir los gastos de transporte para aquellos cuyas tierras estén más distantes, y
la porción que vienen obligados a suministrar al Rey o al Gobierno, y que suele ser
consumida en la capital.

CAPÍTULO VI
De las ciudades capitales

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Una capital se forma del mismo modo que una ciudad de provincia, con la diferencia
de que los mayores propietarios de todo el país residen en la capital; el Rey o el
Gobierno supremo la convierten en residencia suya, y en ella gastan las rentas del
Estado; allí se emplazan en última instancia los Tribunales de Justicia; ése es el
centro de las modas, y todas las provincias lo toman por modelo; los propietarios de
las tierras, residentes en el interior, no dejan de venir a veces a pasar algún tiempo en
la capital, y envían a sus hijos para formarlos en ella. Así, todas las tierras del Estado
contribuyen más o menos a la subsistencia de los habitantes de la capital.
Si un soberano abandona una ciudad para establecer su residencia en otra, no
dejará de seguirle la nobleza y de aposentarse con él en la ciudad nueva, la cual
adquirirá grandeza y prestancia a expensas de la primera. Tenemos un ejemplo muy
reciente en la ciudad de San Petersburgo, cuyo crecimiento se ha logrado a expensas
de Moscú; así vemos arruinarse muchas ciudades antiguas de notoria importancia, y
renacer otras en las riberas del mar y de los grandes ríos, para mayor comodidad de
los transportes; en efecto el transporte acuático de los artículos y mercaderías
necesarios para la subsistencia y comodidad de los habitantes es mucho más barato
que el transporte efectuado con vehículos por tierra.

CAPÍTULO VII
El trabajo de un labrador vale menos que el de un artesano

El hijo de un labrador, entre los siete y doce años de edad, comienza a ayudar a su
padre, ya sea guardando los rebaños, labrando la tierra o dedicándose a actividades
rurales que no reclaman habilidad ni artesanía.
Si su padre le hiciese aprender un oficio, la ausencia implicaría una pérdida
durante todo el tiempo de aprendizaje, y su progenitor se vería obligado, además, a
pagar su sustento y los gastos de formación, durante varios años. Este hijo
representaría, pues, una carga para su padre, y el trabajo por él desarrollado no le
procuraría ventaja alguna sino al cabo de mucho tiempo. La vida de un hombre
(como individuo activo) no se calcula más que en diez o doce años, y como se
pierden varios en aprender un oficio, la mayor parte de los cuales exigen en Inglaterra
siete años de aprendizaje, un labrador nunca se avendría a que su hijo lo aprendiese,
si las gentes de oficio no ganasen más que los agricultores.
Así pues quienes emplean artesanos o gente de oficio, necesariamente deben
pagar por su trabajo un precio más elevado que el de un labrador u obrero manual; y
este trabajo será necesariamente caro, en proporción al tiempo que se pierda en
aprenderlo, y al gasto y al riesgo precisos para perfeccionarse en él.

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Las mismas gentes de oficio no hacen aprender el mismo suyo a todos sus hijos;
habría demasiado número de ellos para las necesidades de una ciudad o de un Estado,
y muchos se encontrarían sin posibilidad de trabajar; sin embargo, este trabajo es
siempre naturalmente más caro que el de los labradores.

CAPÍTULO VIII
Los artesanos ganan, unos más, otros menos, según los distintos casos y
circunstancias

Si dos sastres hacen todos los trabajos de un pueblo, podrá tener uno de ellos más
clientes que el otro, sea por su manera de practicar el oficio, sea porque trabaja mejor
o confecciona artículos más duraderos que el otro, sea porque sigue con más fidelidad
las modas en el corte de los vestidos.
Si muere uno de ellos, encontrándose el otro agobiado de trabajo podrá elevar el
precio de sus confecciones, dando a ciertos consumidores preferencia sobre los
demás, hasta el punto de que algunos lugareños advertirán que les tiene más cuenta
encargar sus trajes en otro pueblo, burgo o ciudad, aunque pierdan tiempo en ir y
volver a ella, hasta que venga otro sastre con ánimo de residir en el pueblo y hacerse
cargo de parte del trabajo.
Los oficios que reclaman más tiempo para perfeccionarse en ellos, o más
habilidad y esfuerzo, deben ser, naturalmente, los mejor pagados. Un ebanista hábil
deberá recibir por su tarea un precio más alto que un carpintero común, y un buen
relojero más que un herrador.
Las artes y oficios que llevan consigo ciertos riesgos y peligros, como en el caso
de los fundidores, marineros, mineros de plata, etc., deben ser pagados en proporción
a dichos riesgos. Cuando, además de los peligros, se exige habilidad, la paga será
todavía más alta; tal ocurre con los pilotos, buzos, ingenieros, etc. Cuando se precisa
capacidad y confianza se paga todavía más caro el trabajo, como ocurre con los
joyeros, tenedores de libros, cajeros y otros. Con estos ejemplos, y otros cien que
podrían extraerse de la experiencia común, fácilmente se advierte que la diferencia de
precio que se paga por el trabajo cotidiano está fundada en razones naturales y
obvias.

CAPÍTULO IX
El número de labradores, artesanos y otros, que trabajan en un Estado, guarda
relación, naturalmente, con la necesidad que de ellos se tiene

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Si todos los labradores de un pueblo educan varios hijos para su mismo trabajo, habrá
exceso de labradores para cultivar las tierras que a ese pueblo pertenecen, lo cual
obligará a que los adultos excedentes vayan a cualquier otra parte para ganarse la
vida, como ocurre ordinariamente en las ciudades: si algunos de ellos permanecen
junto a su padre, como no todos encontrarán ocupación suficiente, vivirán en un
estado de gran pobreza y no se casarán, por falta de medios para criar a sus hijos, o si
se casan, los hijos pronto morirán de miseria, con el padre y con la madre, como
advertimos a diario en Francia.
Es cierto que las mujeres y las muchachas del pueblo, en las horas que deja libres
el trabajo en los campos, pueden ocuparse en hilar, hacer calceta o desarrollar otras
actividades cuyo producto pueden vender en las ciudades; pero esto pocas veces basta
para criar a los hijos excedentes, los cuales, a fin de cuentas, tendrán que abandonar
el pueblo para buscar fortuna en otra parte.
El mismo razonamiento puede hacerse respecto de los artesanos de un pueblo. Si
un artesano hace en él todos los trajes, y educa tres hijos en el mismo oficio, como no
habrá trabajo sino para el que le suceda, los otros dos tendrán que buscarse su
sustento en otro lugar; si no encuentran trabajo en la ciudad cercana tendrán que ir
más lejos, a menos que cambien de profesión para ganarse la vida, convirtiéndose en
lacayos, soldados, marineros, etc. Es fácil darse cuenta, siguiendo este mismo
razonamiento, que el número de labradores, artesanos y otros, que ganan su vida
trabajando, deben guardar relación con el empleo y la necesidad que de ellos se tiene
en los burgos y en las ciudades.
Pero si cuatro sastres bastan para hacer todos los trajes de un poblado y surge un
quinto sastre, éste sólo podrá conseguir trabajo a expensas de los otros cuatro, de tal
suerte que si la tarea se reparte entre los cinco sastres, el trabajo de cada uno será
insuficiente, y todos ellos vivirán con mayor pobreza.
Ocurre a menudo que los labradores y artesanos no tienen ocupación suficiente
cuando existen en número excesivo para repartirse el trabajo. También sucede que se
ven privados de su habitual ocupación por accidentes o por una variación en el
consumo; puede acontecer también que el trabajo abunde y aun sea excesivo, según
los casos y circunstancias. Sea como quiera, cuando carecen de trabajo abandonan los
pueblos, burgos o ciudades donde residen, en número tal que los que permanezcan en
el poblado guarden constantemente proporción con el empleo suficiente para
permitirles subsistir; y cuando sobreviene un aumento constante de trabajo, hay algo
que ganar, y otros afluyen para compartir la tarea.
Con todo ello, fácil es colegir que resultan perfectamente inútiles las Escuelas de
Caridad, en Inglaterra, y los proyectos encaminados en Francia a aumentar el número
de artesanos. Si el Rey de Francia enviase cien mil súbditos suyos, por su cuenta, a
Holanda, para que aprendiesen a trabajar como marineros, serían inútiles si no se
hicieran a la mar más barcos que antes. Es cierto que resultaría muy ventajoso para
un Estado enseñar a sus súbditos a confeccionar productos que de ordinario se

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adquieren en el extranjero, y todos los demás artículos que allí se compran, pero
ahora sólo estoy considerando un Estado, en sí mismo.

CAPÍTULO X
El precio y el valor intrínseco de una cosa en general es la medida de la tierra y del
trabajo que interviene en su producción

Un acre de tierra produce más trigo o alimenta más ovejas que otro acre. El trabajo de
un hombre es más caro que el de otro, según la destreza y las circunstancias, como
hemos explicado ya. Si dos acres de tierra son de la misma calidad, el uno alimentará
tantos corderos y producirá la misma cantidad de lana que el otro, suponiendo que el
trabajo sea el mismo, y la lana producida por el uno se venderá al mismo precio que
la producida por el otro.
Si la lana producida en una de esas parcelas se destina a confeccionar un vestido
de estameña, y la lana de la otra para un traje de paño fino, como este último exigirá
mayor cantidad de trabajo, y un trabajo más caro que el de la estameña, puede llegar
a ser diez veces más cara, aunque uno y otro vestidos contengan la misma cantidad de
lana, de la misma calidad. La cantidad del producto de la tierra, y la cantidad, lo
mismo que la calidad, del trabajo, se reflejarán necesariamente en el precio.
Una libra de lino convertida en finos encajes de Bruselas, exige el trabajo de
catorce personas durante un año, o el de una persona durante catorce años, como
puede advertirse mediante el cálculo de las diferentes partes del trabajo registrado en
el Suplemento. También se advierte que el precio pagado por esos encajes basta para
atender al sustento de una persona durante catorce años, y para pagar, por añadidura,
los beneficios de todos los empresarios y comerciantes interesados.
El resorte de acero fino que regula la marcha de un reloj de Inglaterra se vende
ordinariamente a un precio en el que la proporción del material con el trabajo, o del
acero con el resorte, es como de uno a un millón, de manera que el trabajo absorbe en
este caso el valor casi entero del resorte, conforme al cálculo que reproducimos en el
Suplemento.
De otro lado, el precio del heno de una pradera, en el lugar mismo, o de un
bosque que se quiera talar, se fija por la materia o producto de la tierra, de acuerdo
con su calidad.
El precio de un cántaro de agua del río Sena no vale nada, porque su abundancia
es tan grande que el líquido no se agota; pero por él se paga un sueldo en las calles de
París, lo cual representa el precio o la medida del trabajo del aguador.

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Mediante estas inducciones y ejemplos, espero haber aclarado que el precio o
valor intrínseco de una cosa es la medida de la cantidad de tierra y de trabajo que
intervienen en su producción, teniendo en cuenta la fertilidad o producto de la tierra,
y la calidad del trabajo.
Pero ocurre a menudo que muchas cosas, actualmente dotadas de un cierto valor
intrínseco, no se venden en el mercado conforme a ese valor: ello depende del humor
y la fantasía de los hombres y del consumo que de tales productos se hace.
Si un señor abre canales y erige terrazas en su jardín, el valor intrínseco estará
proporcionado a la tierra y al trabajo, pero el precio en verdad no seguirá siempre esta
proporción: si ofrece el jardín en venta, puede ocurrir que nadie esté dispuesto a
resarcirle la mitad del gasto que ha hecho; y también puede suceder que si varias
personas lo desean, le ofrezcan el doble del valor intrínseco, es decir, del valor de la
finca y del gasto realizado.
Si los campesinos de un Estado siembran más trigo que de ordinario, es decir
mucho más del que hace falta para el consumo del año, el valor intrínseco y real del
trigo corresponderá a la tierra y al trabajo que intervinieron en su producción; pero a
causa de esta excesiva abundancia, y existiendo más vendedores que compradores, el
precio del trigo en el mercado descenderá necesariamente por debajo del precio o
valor intrínseco. Si, a la inversa, los agricultores siembran menos trigo del necesario
para el consumo, habrá más compradores que vendedores, y el precio del trigo en el
mercado se elevará por encima de su valor intrínseco.
Jamás existe variación en el valor intrínseco de las cosas, pero la imposibilidad de
adecuar la producción de mercancías y productos a su consumo en un Estado, origina
una variación cotidiana, y un flujo y reflujo perpetuos en los precios del mercado. Sin
embargo, en las sociedades bien administradas, los precios de los artículos, y
mercaderías en el mercado, cuyo consumo es bastante constante y uniforme, no
difieren mucho del valor intrínseco, y cuando los años no son estériles o abundantes
en demasía, los regidores de la ciudad se hallan en condiciones de fijar el precio de
mercado de muchas cosas, como el pan y la carne, sin que nadie tenga motivo de
queja.
La tierra es la materia, y el trabajo la forma de todos los productos y mercaderías,
y como quienes la trabajan necesariamente han de subsistir a base del producto de la
tierra, parece que podría encontrarse una relación entre el valor del trabajo y el del
producto de la tierra: este será el tema del siguiente capítulo.

CAPÍTULO XI
De la paridad o relación entre el valor de la tierra y el valor del trabajo

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No parece que la Providencia haya dado el derecho de posesión de las tierras a un
hombre, con preferencia a otro. Los títulos más antiguos están fundados en la
violencia y la conquista. Las tierras de México pertenecen hoy a los españoles, y las
de Jerusalén a los turcos. Pero cualquiera que sea la forma en que se llegue a adquirir
la propiedad y posesión de las tierras, hemos advertido ya que siempre corresponden
a un número de personas reducido en comparación con la totalidad de los habitantes.
Si el propietario de una gran extensión de terreno trata por sí mismo de hacerlo
valer, empleará esclavos, o gentes libres, para trabajarlo si emplea numerosos
esclavos, habrá de contar con capataces, para hacerlos trabajar; también le serán
precisos esclavos artesanos, que habrán de procurarle todas las comodidades y
ventajas de la vida, a él mismo y a las personas por él empleadas; por último tendrá
que hacer aprender oficios a otros para dar continuidad al trabajo.
En este régimen económico, el propietario habrá de ofrecer un modesto pasar a
sus obreros esclavos, y los medios para que éstos alimenten a sus hijos. Dará también
a sus capataces ventajas proporcionales a la confianza y autoridad que posean;
también será preciso que mantenga a los esclavos a los cuales hace aprender oficios,
durante el tiempo que dure su aprendizaje, sin provecho, y que otorgue a los esclavos
artesanos que trabajan, así como a sus capataces, forzosamente entendidos en los
oficios, una subsistencia de nivel más alto que la de los esclavos trabajadores, ya que
la pérdida de un artesano sería más onerosa que la de un trabajador, lo cual obliga a
tener más cuidado de aquéllos, atendiendo a lo que cuesta siempre que alguien
aprenda un oficio, para reemplazarlos.
En este supuesto, el trabajo del esclavo adulto más vil corresponde, por lo menos,
y tiene el mismo valor que la cantidad de tierra destinada por el propietario para su
sustento y sus mínimas necesidades, y aun el doble de la cantidad de tierra necesaria
para educar un hijo hasta la edad de trabajo, considerando que la mitad de los niños
que nacen mueren antes de los diecisiete años, según los cálculos y observaciones del
célebre doctor Halley: así, precisa criar dos hijos para que uno llegue a la edad de
trabajar, y parece que este cómputo no es aún suficiente para dar continuidad al
trabajo, porque los hombres libres mueren en toda edad.
Es cierto que la mitad de los niños nacidos, que mueren antes de la edad de
diecisiete años, sucumben con mucha más frecuencia en los primeros años de su vida
que en los siguientes, ya que más de un tercio de los que nacen muere durante el
primer año. Esta circunstancia parece disminuir el gasto que se requiere para criar un
hijo hasta la edad en que comienza a trabajar; pero como las madres pierden mucho
tiempo cuidando a sus hijos en sus enfermedades durante la infancia, y como las
muchachas aun adultas no igualan el trabajo de los varones, y apenas ganan con qué
subsistir, parece que, para conservar uno de cada dos niños criados, hasta la edad viril
o hasta el momento en que se hallan aptos para trabajar, precisa emplear tanto
producto de la tierra como para la subsistencia de un esclavo adulto, ya sea que el
propietario mismo los crie en su casa o haga criar a estos muchachos, ya sea que el

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padre esclavo los crie en una casa o en una aldea aparte. De ello deduzco que el
trabajo cotidiano del esclavo más vil corresponde en valor al doble del producto de la
tierra de que subsiste, ya sea que el propietario se la transfiera para su propia
subsistencia y la de su familia, ya los aloje y alimente con su familia en su casa.
Trátase de una materia que no es susceptible de cálculo exacto, y en la cual ni
siquiera es muy necesaria la precisión; basta con que no nos alejemos mucho de la
realidad.
Si el propietario emplea en sus trabajos vasallos o aldeanos libres, probablemente
les dará mejor trato que a los esclavos, siguiendo en esto la costumbre del lugar; pero
aun en este supuesto, el trabajo del labrador libre debe corresponder, en valor, al
doble del producto de la tierra, necesario para su sustento; ahora bien, para el
propietario siempre sería más ventajoso mantener esclavos que individuos libres,
teniendo en cuenta que cuando haya criado un número excesivo en proporción a las
necesidades de su trabajo, podrá vender los excedentes, como hace con el ganado, y
logrará obtener un precio proporcional al gasto que haya hecho para criarlos hasta la
edad viril o hasta el momento en que puedan empezar a trabajar, ello sin contar con
los casos de enfermedad o de vejez.
Del mismo modo se puede estimar el trabajo de los artesanos esclavos en el doble
del producto de la tierra, por ellos consumido; y el de los capataces de trabajo,
también del mismo modo, según las ventajas y comodidades que se les procure sobre
las de quienes trabajan bajo su vigilancia.
Los trabajadores o artesanos, cuando disponen libremente de su doble porción, si
son casados emplearán una parte para su propio sustento, y la otra para el de sus
hijos.
Si son solteros, dejarán de lado una pequeña parte de su doble porción, para
ponerse en estado de matrimonio, constituyendo un pequeño fondo destinado a la
adquisición del ajuar doméstico; pero la mayor parte consumirá la doble porción para
su propio sustento.
Por ejemplo el trabajador casado se contentará viviendo a base de pan, queso,
legumbres, etc.; raras veces comerá carne; beberá poco vino o cerveza, no dispondrá
sino de vestidos viejos y de mala calidad, que usará el mayor tiempo posible: el
remanente de su doble porción lo destinará a la crianza y sustento de sus hijos; en
cambio, el trabajador soltero comerá carne siempre que pueda, se procurará trajes
nuevos, y por consiguiente empleará su doble porción para el propio sustento, con lo
cual consumirá, en su persona, doble cantidad de productos de la tierra que el
trabajador casado.
No tengo en cuenta ahora el gasto de la mujer: supongo que su trabajo apenas
bastará para su propio sustento. Cuando veo un gran número de niños pequeños en
uno de estos pobres hogares, supongo que ciertas personas caritativas contribuirán de
algún modo a su subsistencia, sin lo cual el marido y la mujer habrán de privarse de
una parte de lo indispensable, con el ánimo de asegurar el sustento de sus hijos.

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Para comprender mejor este asunto conviene saber que un trabajador pobre puede
mantenerse, conforme al cálculo más bajo, con el producto de un acre y medio de
tierra, alimentándose con pan y legumbres, llevando vestidos de cáñamo y zuecos; en
cambio si consume vino y carne, trajes de paño, etc., tendrá que gastar para ello, aun
sin embriaguez ni golosina, esto es, sin caer en ningún exceso, el producto de cuatro a
diez acres de tierra de mediana calidad, como son, en promedio, la mayor parte de las
tierras de Europa; yo he mandado hacer cálculos, que pueden verse en el Suplemento,
para establecer la cantidad de tierra a base de la cual un hombre puede procurarse el
producto de cada especie de alimento, vestido y otras cosas necesarias para subsistir,
durante un año, según el género de vida de nuestra Europa, en la cual los habitantes
de diversos países se alimentan y subsisten de modo bastante diferente.
Por esta razón no he precisado a cuánta tierra corresponde, en valor, el trabajo del
aldeano o del obrero más vil, cuando dije que valía el doble del producto de la tierra
que sirve para sustentarlo, ya que esa cantidad varía según el género de vida de los
distintos países. En algunas provincias meridionales de Francia, el aldeano se
mantiene con el producto de un acre y medio de tierra, pudiendo estimarse su trabajo
como equivalente al producto de tres acres. Pero en el Condado de Middlesex, el
aldeano gasta ordinariamente el producto de cinco a ocho acres de tierra, y su trabajo
puede estimarse, también, en el doble.
En el país de los iroqueses, en que los habitantes no cultivan la tierra, y viven
exclusivamente de la caza, el cazador más vil puede consumir el producto de
cincuenta acres de tierra, ya que verosímilmente será precisa dicha extensión para
alimentar los animales que a consume durante un año, con tanta más razón cuanto
que estos salvajes no tienen el suficiente talento para producir pastos, roturando una
zona del bosque, sino que lo encomiendan todo al capricho de la Naturaleza.
Se puede estimar, por tanto, que el trabajo de este cazador se equipara, en valor, al
producto de cien acres de tierra. En las provincias meridionales de China, la tierra
produce al año tres cosechas de arroz, y rinde hasta cien granos por semilla, cada vez,
por el gran esmero con que trabajan en la agricultura y por la excelencia de la tierra,
que no descansa jamás. Los aldeanos, que allí trabajan casi desnudos, no comen sino
arroz, ni beben sino agua de arroz; parece ser que un acre sustenta más de diez
personas, y así no es extraño que el número de habitantes sea muy grande. Sea como
fuere, de estos ejemplos se infiere que a la Naturaleza le es indiferente que las tierras
produzcan hierba, bosques o cereales, y que en ellas pueda nutrirse un número grande
o pequeño de vegetales, animales u hombres.
Los granjeros en Europa corresponden, al parecer, a los capataces de esclavos
obreros de otros países, y los maestros artesanos bajo cuya dirección trabajan varios
compañeros, a los inspectores de esclavos artesanos.

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Estos maestros artesanos saben aproximadamente qué tarea puede hacer cada día
un «compañero» artesano en cada oficio y les pagan, a menudo, en proporción al
trabajo que realizan; y así estos compañeros trabajan tanto como pueden, por su
propio interés sin necesidad de vigilancia alguna.
Como los granjeros y maestros artesanos en Europa son todos empresarios y
trabajan a su propio riesgo, unos se enriquecen y ganan más que el doble de su
subsistencia, otros se arruinan y quiebran, como explicaremos más en detalle cuando
nos ocupemos de los empresarios, pero en su mayoría se mantienen al día con su
familia; podría estimarse que el trabajo o inspección de estas gentes vienen a ser,
poco más o menos, el triple del producto de la tierra que sirve para mantenerlos. Es
cierto que si bien estos granjeros y maestros artesanos rinden el trabajo de diez
agricultores o compañeros, serían igualmente capaces de dirigir el trabajo de veinte,
según la extensión de sus granjas o el número de sus clientes, circunstancia que hace
incierto el valor de su trabajo o vigilancia.
A base de estas inducciones y de otras que podrían hacerse por el mismo estilo, se
advierte cómo el valor del trabajo cotidiano guarda relación con el producto de la
tierra, y que el valor intrínseco de una cosa puede medirse por la cantidad de tierra
que para su producción se emplea, y por la cantidad de trabajo que interviene en ella,
es decir por la cantidad de tierra cuyo producto se atribuye a los propietarios; y como
todas estas tierras pertenecen al príncipe o a los propietarios, todas las cosas que
tienen ese valor intrínseco lo poseen a expensas de ellos.
El dinero o la moneda, que encuentra en el cambio las proporciones de valor, es la
medida más certera para juzgar de la paridad entre la tierra y el trabajo, y de la
relación que uno y otro tienen en los diferentes países, variando dicha paridad según
la mayor o menor cantidad de producto de la tierra que se atribuye a los que la
trabajan.
Por ejemplo, si un hombre gana una onza de plata, diariamente, con su trabajo, y
otro no gana más que media onza en el mismo lugar, se puede concluir que el primero
tiene disponible el doble de producto de la tierra que el segundo.
Sir William Petty, en un breve manuscrito del año 1685, estima esta paridad o
ecuación de la tierra y del trabajo como la consideración más importante en materia
de aritmética política, pero la investigación practicada por él, un poco a la ligera,
resulta arbitraria y lejana de las reglas de la Naturaleza, porque no ha tenido en
cuenta las causas y principios, sino tan solo los efectos, lo mismo que ha ocurrido con
Mr. Locke, Mr. Davenant y todos los demás autores ingleses que han escrito sobre la
materia.

CAPÍTULO XII

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Todas las clases y todos los hombres de un Estado subsisten o se enriquecen a costa
de los propietarios de tierras

Sólo el príncipe y los propietarios de las tierras viven con independencia; todas las
demás clases y todos los habitantes están contratados o son empresarios. En el
capítulo siguiente encontramos la prueba y detalle de este aserto.
Si el príncipe y los propietarios de las tierras cercaran sus haciendas, y no
quisieran dejar trabajar a nadie en ellas, es evidente que no habría alimento ni vestido
para ninguno de los habitantes del Estado: por consiguiente no sólo todos los
habitantes del Estado subsisten a base del producto de la tierra que por cuenta de los
propietarios se cultiva, sino también a expensas de los mismos propietarios de las
fincas de las cuales derivan todos sus haberes.
Los granjeros retienen ordinariamente los dos tercios del producto de la tierra,
uno para los gastos y sustento de quienes les ayudan, y otro como beneficio de su
empresa: de estos dos tercios el granjero sustenta generalmente a todos cuantos viven
en el campo, directa o indirectamente, e incluso a muchos artesanos o empresarios de
la ciudad, proveedores de las mercancías de la ciudad que en el campo se consumen.
El propietario recibe ordinariamente el tercio del producto de su tierra, y a base de
este tercio no solamente procura sustento a todos los artesanos y otras personas a las
que da empleo en la ciudad, sino también a los carreteros que llevan los productos del
campo a las ciudades.
Generalmente se supone que la mitad de los habitantes de un Estado subsiste y
habita en las ciudades, y la otra mitad en el campo; siendo así, el granjero que posee
los dos tercios o los cuatro sextos de la tierra, del producto de ésta cede directa o
indirectamente un sexto a los habitantes de la ciudad, a cambio de las mercancías que
de ellos recibe; unido esto al tercio o a los dos sextos que el propietario gasta en la
ciudad, resultan los tres sextos o una mitad del producto de la tierra. Este cálculo no
lo hacemos sino para dar una idea general de la proporción; pero, en el fondo, si la
mitad de los habitantes permanece en la ciudad, gastará más de la mitad del producto
de la tierra, puesto que los de la ciudad viven mejor que los del campo y gastan más
productos de la tierra, ya que todos son artesanos o dependientes de los propietarios,
y por consiguiente están mejor mantenidos que los ayudantes y dependientes de los
granjeros.
Sea como fuere, si examinamos los medios de subsistencia de un habitante,
encontraremos siempre, al remontarnos hasta el origen, que estos medios surgen del
fondo del propietario, ya sea en los dos tercios del producto que se atribuye al
granjero, ya sea del tercio que resta al propietario.
Si un propietario no tuviese más cantidad de tierra que la encomendada a un solo
granjero, éste obtendría de ella una subsistencia mejor que aquél; pero los señores y
propietarios de grandes tierras en las ciudades, tienen, a veces, varios centenares de
colonos, y en cada Estado no son sino un reducido número, en relación con el total de

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los habitantes.
Evidentemente en las grandes ciudades existen a menudo empresarios y artesanos
que viven del comercio exterior, y, por consiguiente, a expensas de los propietarios de
tierras en país extranjero: pero hasta ahora me limito a considerar un solo Estado, en
relación a su producto y a su industria, para no complicar mi argumento con
circunstancias accidentales.
La tierra pertenece a los propietarios, pero sería inútil para ellos si no se cultivase.
Cuanto más se la trabaje, en igualdad de circunstancias, mayor será la cuantía de sus
productos; y cuanto más se elaboran estos productos, siendo iguales todas las cosas,
mayor valor poseerán como mercancías. Todo esto hace que los propietarios tengan
necesidad de otros habitantes, como éstos la tienen de los propietarios; pero en esta
economía son los propietarios que disponen y dirigen sus dominios, quienes han de
dar el giro y movimiento más ventajoso al conjunto. Así, todo en un Estado depende
principalmente del arbitrio, los modos y maneras de vivir de los propietarios de las
tierras, como trataré de esclarecer a lo largo de este Ensayo.
Es la necesidad y la urgencia lo que permite subsistir en el Estado a los granjeros
y artesanos de toda especie, a los comerciantes, oficiales, soldados y marinos, criados
y todos los demás elementos que trabajan o son empleados en el Estado. Toda esta
clase de trabajadores no sólo sirve al príncipe y a los propietarios, sino que sus
componentes se sirven mutuamente, unos a otros; de esta suerte existen muchos que
no trabajan directamente para los propietarios de las tierras, y así pasa inadvertido
que subsisten de sus fondos, y viven a expensas suyas. En cuanto a los que ejercen
profesiones que no son necesarias, como los bailarines, comediantes, pintores,
músicos, etc., sólo se les mantiene en el Estado para diversión u ornato, y su número
es siempre muy reducido, en comparación con el resto de los habitantes.

CAPÍTULO XIII
La circulación y el trueque de bienes y mercaderías, lo mismo que su producción, se
realiza en Europa por empresarios a riesgo suyo

El colono es un empresario que promete pagar al propietario, por su granja o su tierra,


una suma fija de dinero (ordinariamente se la supone equivalente, en valor, al tercio
del producto de la tierra) sin tener la certeza del beneficio que obtendrá de esta
empresa. Emplea parte de la tierra en criar ganados, en producir cereales, vino, heno,
etc., a su buen juicio, sin posibilidad de prever cuál de estos artículos le permitirá
obtener el mejor precio. El precio de estos productos dependerá, en parte, del tiempo,
y, en parte, del consumo; si hay abundancia de trigo en relación con el consumo, el
precio se envilecerá; si hay escasez el precio será más caro.

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¿Quién sería capaz de prever el número de nacimientos y muertes entre los
habitantes del Estado, en el curso del año? ¿Quién podría prever el aumento o la
disminución del gasto que puede acaecer en las familias? Sin embargo, el precio de
los artículos producidos por el colono depende naturalmente de estos acontecimientos
imprevisibles para él, lo cual significa que conduce la empresa de su granja con
incertidumbre.
La ciudad consume más de la mitad de los artículos alimenticios producidos por
el colono. Éste los lleva al mercado de la ciudad, o los vende en el del burgo más
cercano, o bien otras personas se convierten en empresarios para realizar este
transporte. Estos últimos se obligan a pagar al colono, por sus productos, un precio
fijo, que es el del mercado del día, para obtener en la ciudad un precio incierto, pero
suficiente para sufragar, además, los gastos del transporte, que todavía les deje, como
remanente, un beneficio. Ahora bien, la variación diaria de los precios de los
productos en la ciudad, aun sin ser considerable, hace incierto su beneficio.
El empresario o comerciante que acarrea los productos del campo a la ciudad no
puede permanecer en ella para venderlos al menudeo, esperando que sean solicitados
para el consumo: ninguna de las familias de la ciudad soportará por sí misma la
compra inmediata de los productos necesarios para una temporada, ya que cada
familia puede aumentar o disminuir su cifra, y el volumen de consumo, o, por lo
menos, escoger a su gusto el tipo de mercaderías a consumir. En las familias apenas si
se hace provisión copiosa de otro artículo que viven del vino. Sea como fuere, la
mayoría de los ciudadanos viven al día, y, sin embargo, son los que representan la
mayor parte del consumo, pero no pueden hacer provisión alguna de productos del
campo.
Por esta razón muchas gentes en la ciudad se convierten en comerciantes o
empresarios, comprando los productos del campo a quienes los traen a ella, o bien
trayéndolos por su cuenta: pagan así, por ellos un precio cierto, según el del lugar
donde los compran, revendiéndolos al por mayor, o al menudeo, a un precio incierto.
Estos empresarios son los comerciantes, al por mayor, de lana y cereales, los
panaderos, carniceros, artesanos y mercaderes de toda especie que compran artículos
alimenticios y materias primas del campo, para elaborarlos y revenderlos
gradualmente, a medida que los habitantes los necesitan.
Estos empresarios no pueden saber jamás cuál será el volumen del consumo en su
ciudad, ni cuánto tiempo seguirán comprándoles sus clientes, ya que los competidores
tratarán, por todos los medios, de arrebatarles la clientela: todo esto es causa de tanta
incertidumbre entre los empresarios, que cada día algunos de ellos caen en
bancarrota.
El artesano que ha comprado la lana del comerciante, o directamente del
productor, no puede saber qué beneficio obtendrá al vender sus paños y telas al sastre.
Si este último no cuenta con una venta razonable, no acumulará paños y telas del
artesano, y menos todavía si ciertos tejidos pasan de moda.

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El lencero es un empresario que compra telas al fabricante, a un determinado
precio, para revenderlas a un precio incierto, porque él no puede prever la cuantía del
consumo; ciertamente es libre de fijar un precio y obstinarse en él, negándose a
vender a precio más bajo; pero si sus clientes lo abandonan para comprar más barato
a otro lencero, incurrirá en gastos cada vez mayores, mientras espera vender al precio
que se ha propuesto, y esto lo arruinará tanto o más que si vendiera sin ganancia.
Los tenderos y detallistas de toda especie son empresarios que compran a un
precio cierto, y revenden en sus tiendas o en las plazas públicas a un precio incierto.
Lo que estimula y mantiene activo este género de empresarios en un Estado, es que
los consumidores, clientes suyos, prefieren pagar un precio algo mayor, para tener a
su alcance, a medida que las necesitan, pequeñas cantidades, en lugar de hacer
provisiones, a lo cual se agrega que la mayor parte carecen de medios para hacer
provisiones, comprando directamente al productor.
Todos estos empresarios se convierten en consumidores y clientes unos de otros,
recíprocamente; el lencero, del vinatero; éste, del lencero. En un Estado va siendo su
número proporcionado a su clientela, o al consumo que ésta hace. Si existen
sombrereros en exceso en una ciudad o en una calle, para el número de personas que
en ella compran sombreros, algunos de los menos acreditados ante la clientela caerán
en bancarrota; si el número es escaso, otros sombrereros considerarán ventajosa la
empresa de abrir una tienda, y así es como los empresarios de todo género se ajustan
y proporcionan automáticamente a los riesgos, en un Estado.
Todos los otros empresarios, como los que benefician las minas, o los de
espectáculos, edificaciones, etc. —lo mismo que los empresarios de su propio trabajo,
que no necesitan fondos para establecerse, como los buhoneros, caldereros,
zurcidoras, deshollinadores, aguadores, etc.—, subsisten con incertidumbre, y su
número se proporciona al de su clientela. Los maestros artesanos, zapateros, sastres,
ebanistas, peluqueros, etc., que emplean oficiales en proporción a los encargos que
reciben, viven en la misma incertidumbre, porque sus clientes pueden abandonarles
de un día a otro: los empresarios de su propio trabajo en las artes y en las ciencias,
pintores, médicos, abogados, etc., subsisten con la misma incertidumbre. Si un
procurador o abogado gana cinco mil libras esterlinas al año, sirviendo a sus clientes
o en el ejercicio de su práctica profesional, y otro no gana más que quinientas, se
pueden también considerar inciertos los ingresos que reciben de quienes los emplean.
Acaso podría afirmarse que los empresarios tratan de lucrarse cuanto pueden, en
su profesión, y aun de engañar a sus clientes, pero esta cuestión queda fuera de mi
tema.
Por todas estas inducciones y por otras muchas que podrían hacerse acerca de un
tema cuyo objeto son todos los habitantes de un Estado, cabe afirmar que si se
exceptúan el príncipe y los terratenientes, todos los habitantes de un Estado son
dependientes; que pueden, éstos, dividirse en dos clases: empresarios y gente
asalariada; que los empresarios viven, por decirlo así, de ingresos inciertos, y todos

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los demás cuentan con ingresos ciertos durante el tiempo que de ellos gozan, aunque
sus funciones y su rango sean muy desiguales. El general que tiene una paga, el
cortesano que cuenta con una pensión y el criado que dispone de un salario, todos
ellos quedan incluidos en este último grupo. Todos los demás son empresarios, y ya
se establezcan con un capital para desenvolver su empresa, o bien sean empresarios
de su propio trabajo, sin fondos de ninguna clase, pueden ser considerados como
viviendo de un modo incierto; los mendigos mismos y los ladrones son
«empresarios» de esta naturaleza. En resumen, todos los habitantes de un Estado
derivan su sustento y sus ventajas del fondo de los propietarios de tierras, y son
dependientes.
Es cierto, sin embargo, que si algún habitante percibe altos emolumentos, o un
empresario poderoso ha ahorrado capital o riqueza, es decir, si tiene almacenes de
trigo, lana, cobre, oro o plata, o de alguna otra mercadería o artículo de uso o
consumo constante en un Estado, y posee un valor intrínseco real, podrá
considerársele, con razón, como independiente, por la cuantía de ese caudal. Podrá
disponer de él para adquirir una hipoteca, para obtener una renta de la tierra, o de
fondos públicos garantizados con tierra: podrá, incluso, vivir mucho mejor que los
propietarios de pequeñas parcelas, y aun adquirir la propiedad de algunas de ellas.
Pero los productos y mercaderías, incluso el oro y la plata, se hallan mucho más
sujetos a accidentes y pérdidas que la propiedad de las tierras; y de cualquier manera
que hayan sido ganados o ahorrados, siempre salen del fondo de los propietarios
actuales, sea por ganancia, o ahorrando parte de los emolumentos destinados a su
subsistencia.
El número de los poseedores de dinero en un gran Estado es, a menudo, bastante
considerable; y aunque el valor de todo el dinero que en el Estado circula apenas
excede en la actualidad de la novena o la décima parte del valor del producto que se
saca de la tierra, sin embargo, como los poseedores de dinero prestan sumas de las
cuales obtienen interés, sea hipotecando las tierras, o por los mismos productos y
mercaderías del Estado, las sumas que se les deben exceden, con frecuencia, las
disponibilidades monetarias del Estado, y a menudo se convierten en un estamento
tan importante que en ciertos casos rivalizarían con los propietarios de tierra, si éstos
no fueran con frecuencia, a la vez, propietarios de dinero, y si los poseedores de
grandes caudales no tratasen siempre, también, de convertirse en propietarios de
tierras.
No obstante, siempre podría afirmarse con verdad que todas las sumas ganadas o
ahorradas por ellos salieron del fondo de los actuales propietarios: pero como muchos
de éstos se arruinan diariamente en un Estado, y otros, al adquirir la propiedad de sus
tierras, los reemplazan, la independencia otorgada por la propiedad de las tierras sólo
beneficia a quienes conservan la posesión de ellas; y como todas las tierras tienen
siempre un dueño o propietario actual, infiero que es siempre del fondo de éstos de
donde todos los habitantes del Estado derivan su sustento y riqueza. Si estos

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propietarios se limitaran a vivir de sus rentas, no había duda alguna en nuestro aserto,
y en este caso sería mucho más difícil, a los demás habitantes, enriquecerse a su
costa.
Estableceré, pues, el principio de que los propietarios de tierras son los únicos
individuos naturalmente independientes en un Estado; que todas las clases restantes
son dependientes, ya sean empresarios o asalariados, y que todo el trueque y la
circulación del Estado se realiza por mediación de estos empresarios.

CAPÍTULO XIV
Las fantasías, modos y maneras de vivir del príncipe, y en particular de los
propietarios de las tierras, determinan los usos a que esas tierras se destinan en un
Estado, y causan, en el mercado, las variaciones de los precios de todas las cosas

Si el propietario de un latifundio (y quiero proceder en mi argumentación como si no


hubiera ningún otro en el mundo) lo cultiva por sí mismo, procederá a su arbitrio en
cuanto a la utilización de las tierras. 1.º. Destinará necesariamente una parte al cultivo
de cereales, para el mantenimiento de todos los agricultores, artesanos y mayordomos
que trabajan para él; otra parte se aplicará a alimentar los bueyes, carneros y otros
animales necesarios para su vestido y alimento, o para otras comodidades, según sus
gustos; 2.º dedicará una porción de sus tierras a parques, jardines y árboles frutales, o
a viñedos, según su inclinación, y a praderas para procurar pasto a los caballos, de los
cuales se sirva para su recreo, etc.
Supongamos ahora que para evitar tantos cuidados y desvelos haga un cálculo
con los mayordomos de sus labriegos; que les dé granjas o parcelas de su tierra; que
les deje el cuidado de atender ordinariamente a todos estos agricultores sobre los
cuales actúa como mayordomo, de tal modo que, convertidos así los mayordomos en
granjeros o empresarios, ceden a los labradores, por el trabajo de la tierra o granja,
otro tercio del producto, tanto para su sustento como para su vestido y otras
comodidades, análogas a las que tenían cuando el propietario administraba su trabajo.
Supongamos, además, que el propietario haga un cálculo con los capataces de los
artesanos, respecto a la cantidad de alimento y de otras cosas que antes les procuraba;
que los convierta en maestros artesanos; que establezca una medida común, como el
dinero, para fijar el precio al cual los granjeros les venderán lana o lienzo, y que los
cálculos de estos precios estén regulados de tal modo que los maestros artesanos
tengan las mismas ventajas y satisfacciones que tenían, poco más o menos, cuando
eran capataces; y que los oficiales artesanos cuentan también con un sustento
semejante al de pasada época. El trabajo de los oficiales artesanos se regulará por
jornal o a destajo; las mercancías por ellos confeccionadas, ya sean sombreros,

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medias, zapatos, trajes, etc., serán vendidas al propietario, a los colonos, a los
agricultores y a los otros artesanos, respectivamente, a un precio susceptible de
procurar a todos las mismas ventajas de que gozaban; y los colonos venderán a un
precio conveniente sus productos y materias primas.
Ocurrirá, por lo pronto, que los capataces, transformados en empresarios, se
convertirán también en dueños absolutos de quienes bajo su dirección trabajan, y
tendrán, así, más empeño y satisfacción trabajando por su cuenta. Suponemos, pues,
que tras este cambio todos los habitantes de esa vasta hacienda de nuestro ejemplo
subsisten lo mismo que antes; como consecuencia digo que se emplearán todas las
parcelas y granjas de esta gran propiedad para los mismos fines y usos a que se
destinaban.
En efecto, si algunos de los colonos siembran en su granja o parcela más cereales
que de ordinario, será necesario que críen un número más reducido de carneros, y
tendrán menos lana y menos carne para vender; por consiguiente, habrá demasiado
grano y poca lana para el consumo de los habitantes. La lana se encarecerá, obligando
a los habitantes a llevar sus trajes durante más tiempo del acostumbrado, y habrá un
gran mercado de granos y un excedente para el siguiente año. Y como suponemos
que el propietario ha estipulado en dinero el pago del tercio de los productos del
campo, los colonos con exceso de trigo y escasez de lana no estarán en condiciones
de pagarle sus rentas. Si les condona su deuda, al año siguiente tendrán buen cuidado
de producir menos trigo y más lana; porque los colonos se esfuerzan siempre por
emplear sus tierras produciendo aquellos artículos que a su juicio obtendrán un precio
más alto en el mercado. Pero si en el año siguiente dispusieran de lana en exceso y
hubiera escasez de cereales para el consumo, cambiarían de nuevo, de un año a otro,
el empleo de las tierras, hasta proporcionar aproximadamente sus productos al
consumo de los habitantes. Así, un granjero que haya logrado ajustarse, poco más o
menos, a las exigencias del consumo, destinará una porción de sus tierras a praderas,
para disponer de heno; otra a cereales, a lana, y así sucesivamente; y no cambiará de
método a menos que no advierta alguna variación considerable en el consumo; pero
en el ejemplo presente hemos supuesto que todos los habitantes viven casi del mismo
modo que vivían cuando el propietario mismo administraba sus tierras, y, por
consiguiente, los colonos emplearán la tierra para los mismos usos que antes.
Disponiendo, el propietario, de un tercio del producto de la tierra, es el
protagonista en las posibles variaciones del consumo. Los labradores y artesanos
viven al día, y no cambian su modo de vivir sino por necesidad; existen algunos
colonos maestros artesanos u otros empresarios acomodados que varían en sus gastos
y consumo, y éstos toman siempre por modelo a los señores y propietarios de las
tierras. Los imitan en su vestido, en su cocina y en su modo de vivir. Si los colonos se
huelgan en vestir buena ropa blanca, sedas o encajes, el consumo de estas
mercaderías será mayor que el de los propietarios mismos.

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Si un señor o un propietario, que ha dado todas sus tierras en arriendo, tiene el
capricho de cambiar su régimen de vida; si, por ejemplo, disminuye el número de sus
criados y aumenta el de sus caballos, sus criados no sólo se verán obligados a
abandonar la hacienda de este señor, sino que también habrán de hacerlo, en
proporción, los artesanos y labradores antes ocupados en procurarles su sustento: la
porción de tierra que se empleaba en mantenerlos será utilizada en mayor escala
como praderas para los caballos, y si todos los propietarios de un Estado procediesen
del mismo modo, pronto se multiplicaría el número de caballos y disminuiría el de los
habitantes.
Cuando un propietario ha despedido un gran número de criados y aumentado el
número de sus caballos, habrá demasiado trigo para el consumo de los habitantes, y,
por consiguiente, el trigo se venderá a bajo precio; en cambio, el heno será caro.
Esto hará que los colonos aumenten la extensión de sus praderas y disminuyan las
cantidad de trigo, para guardar proporción con el consumo. Es así como los caprichos
o fantasías de los propietarios determinan el empleo que se da a las tierras, y
ocasionan las variaciones del consumo que son causa de las de los precios en el
mercado. Si todos los terratenientes, en un Estado, administraran por sí mismos las
tierras, las emplearían en producir lo que les agradara; y como las variaciones del
consumo están principalmente motivadas por su régimen de vida, los precios que
ofrecen en el mercado deciden a los colonos a todas las variaciones introducidas en el
empleo y uso de las tierras.
Paso por alto en esta oportunidad las variaciones de los precios del mercado que
pueden resultar de la abundancia o esterilidad de los años, y el consumo
extraordinario ocasionado por ejércitos extranjeros o por otras circunstancias;
procedo así para no complicar el asunto, considerando sólo un Estado en su situación
natural y uniforme.

CAPÍTULO XV
La multiplicación y el descenso en el número de habitantes de un Estado dependen
principalmente de la voluntad, de los modos y maneras de vivir de los terratenientes

La experiencia nos muestra que se pueden multiplicar los árboles, plantas y otros
vegetales hasta donde lo permita la extensión de tierra que se destine a sustentarlos.
La misma experiencia nos revela que se pueden multiplicar igualmente todas las
especies de animales, hasta la cifra tolerada por la extensión de tierra destinada a
sustentarlos. Si se crían caballos, ganado vacuno o lanar, podrá multiplicarse
fácilmente su número hasta donde lo permita la tierra en que se alimentan. Se puede,
incluso, mejorar las praderas que procuran dicho sustento, haciendo que discurran por

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ellas muchos arroyuelos y torrentes, como ocurre en el Milanesado. Se puede
cosechar heno, y mediante este arbitrio criar los animales en los establos,
nutriéndolos en mayor número que si se les dejase pastando libremente por las
praderas. Es posible, a veces, alimentar los corderos con nabos, como en Inglaterra
ocurre, gracias a lo cual un acre de tierra permitirá alimentar un número mayor que si
sólo produjera hierba.
En una palabra, podríamos multiplicar todo género de animales, hasta la cifra
deseada, y aun al infinito, si se dispusiera, hasta el infinito también, de tierras
adecuadas para nutrirlos. La multiplicación de los animales no tiene otros límites que
los medios más o menos abundantes que se destinan a alimentarlos. Indudablemente
si todas las tierras se destinaran al mero sustento del hombre, la especie humana se
multiplicaría hasta la cifra que esas tierras podrían sustentar, tal como seguidamente
explicaremos.
No hay país donde la población se multiplique tan copiosamente como en China.
Las gentes pobres viven, allí, únicamente de arroz y agua de arroz; trabajan casi
desnudas, y en las provincias meridionales levantan tres abundantes cosechas de
arroz, cada año, gracias al gran desvelo de sus habitantes por la agricultura. La tierra
no descansa jamás y da, cada vez, más de ciento por uno; quienes cubren su cuerpo
con vestidos, los llevan en su mayor parte de algodón, planta que exige tan poca tierra
para crecer, que un acre posiblemente puede producir la cantidad de algodón
suficiente para vestir cinco personas adultas.
Todos se casan, pues así lo manda su religión, y crían tantos hijos como pueden
alimentar. Consideran como un crimen el empleo de las tierras para parques o
jardines de placer, como si de este modo se arrebatara a los hombres la posibilidad de
su sustento. Llevan a los viajeros en sillas de manos, y ahorran el trabajo de los
caballos en todo cuanto puede atenderse mediante el esfuerzo humano. Su número es
increíble, según las relaciones de viaje; sin embargo, están obligados a hacer morir a
muchos de sus hijos en la misma cuna, cuando no ven el modo de criarlos,
conservando sólo el número de los que pueden alimentar. Mediante un trabajo rudo y
obstinado extraen de los ríos una extraordinaria cantidad de pescado, y de la tierra
todo cuanto se puede obtener de ella.
Sin embargo cuando llegan años estériles mueren de hambre por millares, a pesar
de los desvelos del Emperador, que almacena arroz en grandes cantidades para
trances semejantes. Aun siendo, como son, numerosos los habitantes de la China,
necesariamente guardan proporción con los medios de subsistencia, y no rebasan la
cifra de los que el país puede sustentar según el género de vida que les es propio; y
sobre este pie, un solo acre de tierra basta para alimentar a varios de ellos.
De otro lado no hay país donde la multiplicación de las gentes sea más limitada
que entre los salvajes del interior de América. Menosprecian la agricultura, viven en
los bosques y hallan su sustento en la caza de animales allí comunes. Como los
árboles consumen el jugo y substancia de la tierra, hay poca hierba para alimentar a

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esos animales; y como cada indio consume varios al año, de cincuenta a cien acres,
no dan alimento bastante para un solo indio.
Uno de estos pequeños poblados de indios suele disponer de unas cuarenta leguas
cuadradas como coto de caza. Entre ellos se riñen guerras crueles y constantes por
cuestión de límites, y el número de los habitantes se proporciona a los medios que
encuentran de subsistir a base de la caza.
Los habitantes de Europa cultivan la tierra y producen cereales para su
subsistencia. La lana de sus carneros les permite vestirse. El trigo es el grano de que
se alimenta la mayor parte de sus gentes, aunque muchos aldeanos hacen su pan de
centeno, y en el Norte, de cebada y de avena. La cantidad de alimento de los aldeanos
y del resto del pueblo no es la misma en todos los lugares de Europa, pues las tierras
son a menudo diferentes en cuanto a excelencia y fertilidad.
La mayoría de las tierras de Flandes y una parte de las de Lombardía rinden de
dieciocho a veinte veces el trigo sembrado, sin descanso alguno: la campagna de
Nápoles todavía más. Hay algunas tierras en Francia, en España, en Inglaterra y en
Alemania que cosechan cantidades semejantes.
Cicerón nos informa que las tierras de Sicilia producían en sus días diez por uno,
y Plinio el Viejo afirma que las tierras leontinas de Sicilia daban cien veces la
semilla, las de Babilonia hasta ciento cincuenta, y algunas tierras de Africa todavía
más.
Hoy las tierras de Europa pueden rendir, una con otra, seis veces la semilla; de tal
manera que queda un saldo de cinco veces la semilla para el consumo de los
habitantes. Las tierras descansan ordinariamente el tercer año, produciendo trigo
candeal durante el primero, y sarraceno en el segundo.
En el Suplemento hemos registrado los cálculos de la tierra necesaria para la
subsistencia de un hombre, en los diferentes supuestos de su modo de vivir.
Mediante esos datos comprobaremos que un hombre que vive con pan, ajo y
tubérculos, que va vestido de cáñamo, usa ropa interior muy burda, se calza con
zuecos y no bebe más que agua, como es el caso de muchos aldeanos en las regiones
meridionales de Francia, puede subsistir a base del producto de un acre y medio de
tierra de calidad mediana, que rinde seis veces la semilla y descansa una vez cada tres
años.
De otro lado, un hombre adulto, calzado con zapatos de cuero y medias, que lleva
vestidos de lana, vive en una casa y muda su ropa interior, posee un lecho, sillas, una
mesa y otras cosas necesarias, que bebe moderadamente cerveza o vino y come todos
los días carne, manteca, queso, pan, legumbres, etc., todo ello en cantidad suficiente
pero moderada, puede procurarse todo esto con el producto de cuatro o cinco acres de
tierra de mediana calidad. Es cierto que en estos cálculos no se reserva ninguna tierra
para el mantenimiento de las caballerías, sólo se trata de las necesarias para labrar la
tierra y para el transporte de los productos alimenticios a diez millas de distancia.

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Cuenta la historia que cada uno de los primeros romanos mantenía su familia con
el producto de dos jornales de tierra, equivalentes a un acre de París, o sean
trescientos treinta pies cuadrados, poco más o menos. Iban, también, casi desnudos;
no consumían vino ni aceite, dormían sobre paja y apenas disfrutaban de
comodidades; pero como trabajaban mucho la tierra, que es bastante buena en los
alrededores de Roma, cosechaban gran cantidad de granos y legumbres.
Si los propietarios de tierra tuviesen en cuenta el aumento de población y se
estimulara a los aldeanos a casarse jóvenes, y a tener hijos, con la promesa de proveer
a su subsistencia, destinando las tierras solamente a esto, sin duda se multiplicarían
hasta el número que las tierras pudiesen soportar, de acuerdo con los productos de las
parcelas necesarias a la subsistencia de cada uno, ya sea un acre y medio, o cuatro a
cinco acres por persona.
Pero si, en lugar de esto, el príncipe o los propietarios de las tierras las emplean
para otros usos que el sustento de los habitantes; si, teniendo en cuenta el precio
ofrecido en el mercado por los productos alimenticios y mercaderías, los labriegos
propenden a destinar la tierra a otros usos distintos de los del sustento de sus
semejantes (porque hemos visto que el precio que los propietarios ofrecen en el
mercado, y el consumo que hacen, determinan el empleo que se da a las tierras, del
mismo modo que si ellos mismos las explotaran), el número de habitantes disminuirá
necesariamente. Algunos, por falta de empleo, se verán obligados a abandonar el
país; otros, careciendo de los medios necesarios para criar a sus hijos, no se casarán
nunca, y sólo lo harán en época tardía, después de haber ahorrado algo para sostener
su hogar.
Si los propietarios de las tierras que viven en el campo se trasladan a ciudades
alejadas de sus dominios, será preciso criar caballos, para transportar a la ciudad sus
medios de subsistencia, y los de los criados, artesanos y otros servidores, atraídos a la
ciudad por los señores que en ella residen.
El transporte de los vinos de Borgoña a París cuesta, a menudo, más que el vino,
en el lugar de su producción; por consiguiente las tierras empleadas para el sustento
de las caballerías empleadas en el transporte y para alimentar a los arrieros, superan
en extensión a las que producen vino, y procuran sustento a quienes participan en su
producción. Cuantos más caballos se crían en un Estado, tanto más reducidos son los
medios de subsistencia disponibles para los habitantes. El mantenimiento de los
caballos de carroza, de caza o de parada, exige a menudo tres o cuatro acres de tierra,
por animal.
Pero cuando los señores y los propietarios de tierras adquieren en las
manufacturas extranjeras sus lienzos, sedas y encajes, y para pagarlos envían al
exterior los artículos alimenticios de su propio país, disminuyen con ello
extraordinariamente las posibilidades de subsistencia de sus compatriotas, y
aumentan las de las extranjeros, que muchas veces se convierten en enemigos del
propio Estado.

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Si un propietario o señor polaco, a quien sus colonos pagan anualmente una renta
aproximadamente igual al producto del tercio de su tierra, acostumbra usar telas,
lienzos, etc., de Holanda, pagará por estas mercancías la mitad de su renta, y acaso
empleará la otra mitad para la subsistencia de su familia en otros artículos y
mercaderías burdas, producidas en Polonia: así, la mitad de su renta, en nuestro
supuesto, corresponde a la sexta parte del producto de sus tierras, y esta sexta parte
será absorbida por los holandeses, a quienes los colonos polacos la entregarán en
forma de trigo, lana, cáñamo y otros artículos. He aquí pues una sexta parte de la
tierra de Polonia sustraída a sus habitantes, ello sin contar con el pienso para los
caballos de coches, carrozas y parada, que se crían en Polonia, para atender el
régimen de vida propio de los señores; además, si sobre los dos tercios del producto
de las tierras que se atribuyen a los colonos, éstos, siguiendo el ejemplo de sus
dueños, consumen manufacturas extranjeras, y saldan su importe, al exterior, en
materias primas de Polonia, habrá un buen tercio del producto de las tierras polacas
sustraído a la subsistencia de los habitantes, y, lo que es peor, la mayor parte de ese
producto se enviará al extranjero, procurando, a menudo, sustento a los enemigos del
Estado. Si los propietarios de las tierras y los señores de Polonia se avinieran a
consumir en un principio manufacturas de su propio Estado, por deficientes que
fueran, poco a poco harían mejorar su calidad, y ocuparían en su producción un
mayor número de sus conciudadanos, en lugar de dar esta ventaja a los extranjeros: y
si todos los Estados mostraran un parecido empeño en no dejarse engañar por los
demás en el comercio, cada Estado adquiriría importancia en proporción a sus
productos y a la laboriosidad de sus habitantes.
Si las damas de París se complacen en llevar encajes de Bruselas, y Francia paga
dichos encajes con vino de Champagne, hará falta pagar el producto de un solo acre,
destinado al cultivo de lino, con el producto de más de 16,000 acres de viñedo, si mis
cálculos son exactos. Explicaremos esto con más detalle en otro lugar y los cálculos
podremos verlos en el Suplemento. Por ahora me limitaré a observar que en este tipo
de comercio se sustrae gran copia del producto de la tierra a la subsistencia de los
franceses, y que todos los artículos enviados a países extranjeros, cuando en
compensación no se reciben otros igualmente valiosos, tienden a disminuir el número
de habitantes del Estado.
Cuando he dicho que los propietarios de tierras podrían multiplicar los habitantes
en proporción al número de los que dichas tierras pueden mantener, supongo que la
mayor parte de los hombres no desean cosa mejor que casarse, si pueden hallarse en
condiciones de mantener sus familias, con el régimen de vida que ellos mismos
disfrutan, es decir que si un hombre se contenta con el producto de un acre y medio
de tierra, contraerá matrimonio siempre que esté seguro de tenerlo bastante para
mantener a su familia del mismo modo; pero si aspira a vivir del producto de cinco a
diez acres, no se apresurará a casarse, a menos que no piense sostener a su familia en
un nivel más bajo.

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Los hijos de la nobleza, en Europa, se educan en la abundancia, y como se da
ordinariamente la mayor parte del patrimonio a los primogénitos, los segundones no
tienen prisa por casarse; en su mayoría permanecen solteros, ya sea en el ejército o en
los claustros, pero raramente se encontrará quienes no estén dispuestos a casarse, si
les ofrecen herederas y fortunas, es decir, el medio de mantener una familia en el pie
de vida que han conocido, y sin el cual correrían el peligro de hacer a sus hijos
desgraciados.
También en las clases inferiores del Estado encontramos muchos hombres que,
por orgullo o por razones semejantes a las de la nobleza, prefieren permanecer
solteros y gastar en sí mismos la pequeña hacienda que tienen, en lugar de constituir
una familia. Sin embargo, la mayor parte de estas gentes crearían muy a gusto un
hogar, si pudiesen contar con el sustento suficiente de acuerdo con sus deseos:
creerían perjudicar en cambio a sus hijos si los criaran para verlos caer en una clase
inferior a la suya. No hay sino un reducido número de habitantes en un Estado que
evitan el matrimonio por puro espíritu de libertinaje; todas las clases bajas no piden
otra cosa que vivir y criar hijos que puedan por lo menos vivir como ellos. Cuando
los labradores y artesanos no se casan, es porque esperan ahorrar lo suficiente para
ponerse en situación de constituir una familia, o de encontrar alguna muchacha que
lleve a la misma una pequeña dote; y proceden así porque ven a diario muchos otros
de su clase que, por no tomar las precauciones más elementales, forman un hogar y
caen en la más espantosa miseria, viéndose obligados a privarse de su propio sustento
para alimentar a sus hijos.
Por las observaciones del señor Halley, en Breslau, Silesia, advertimos que entre
todas las mujeres capaces de procrear y comprendidas entre las edades de dieciséis y
cuarenta y cinco años, no hay una, entre seis, que dé a luz efectivamente un hijo cada
año, cuando, según el señor Halley debería haber cuatro o seis que cada año tuviesen
descendencia, sin contar las estériles o las que abortan. La razón por la cual cuatro
mujeres de cada seis no tienen hijos cada año, es que no pueden casarse a causa de
los sinsabores e impedimentos con que tropiezan. Una muchacha tiene cuidado de no
convertirse en madre, si no está casada; no puede casarse si no encuentra un hombre
que quiera correr el riesgo. La mayor parte de los habitantes en un Estado son
asalariados o empresarios; la mayor parte son dependientes, viven en la
incertidumbre de si encontrarán con su trabajo o sus empresas, el medio de mantener
su hogar, en el pie que se imaginan; esto hace que no todos se casen, o que se casen
tan tarde, que de seis mujeres, o de cuatro, por lo menos, susceptibles de procrear un
hijo cada año, no se encuentra efectivamente sino una de cada seis, que se convierta
en madre.
Si los propietarios de las tierras ayudan a sostener las familias, no hará falta sino
una sola generación para aumentar el número de habitantes en la medida necesaria
para que los productos de las tierras puedan suministrar medios de subsistencia. Los
hijos no requieren tanta cantidad de producto como las personas adultas. Unos y otros

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pueden vivir, más o menos, del producto de la tierra, según lo que consuman. Las
gentes del Norte, donde la tierra produce poco, suelen vivir con tan pequeña cantidad
de productos, que han enviado colonos y enjambres humanos para invadir las tierras
del Sur, aniquilando a sus habitantes para apropiarse sus tierras. Según las diferentes
maneras de vivir, cuatrocientos mil habitantes podrían subsistir con el mismo
producto de la tierra que regularmente sólo sustenta a cien mil. Un hombre que vive
del producto de un acre y medio de tierra será quizá más robusto y enérgico que el
que gasta el producto de cinco a diez acres. Me parece así bastante claro que el
número de habitantes de un Estado dependa de los medios a ellos asignados para su
sustento; y como los medios de subsistencia dependen del método de cultivar la
tierra, y el uso de ésta depende, a su vez, de la voluntad, del gusto y del género de
vida de los propietarios de la misma, es evidente que de ellos depende la
multiplicación o decrecimiento de la población de los países.
La multiplicación del número de habitantes, o incremento de la población, puede
acelerarse sobre todo en los países cuyos habitantes se contentan con vivir más
pobremente y gastar el mínimo del producto de la tierra; pero en los países en que
todos los aldeanos y labriegos tienen por costumbre comer a menudo carne, o beber
vino o cerveza, no es posible que se dé sustento a tantos habitantes.
El caballero William Petty y, después de él, el señor Davenant, Inspectores de
Aduanas en Inglaterra, parecen alejarse mucho de los designios de la Naturaleza,
cuando tratan de calcular la propagación de los hombres, por generaciones
progresivas desde Adán, el primer padre. Sus cálculos parecen puramente
imaginarios, y trazados al azar. Considerando lo que han podido observar acerca de la
propagación efectiva de los seres humanos en ciertos distritos, ¿cómo podrían
justificar la disminución de los países populosos, que antes se veían en Asia. en
Egipto e incluso en los pueblos de Europa? Si hace diecisiete siglos había veintiséis
millones de habitantes en Italia, país que en la actualidad apenas cuenta con seis
millones, ¿cómo podría determinarse, conforme a las progresiones del señor King,
que Inglaterra, disponiendo hoy de cinco a seis millones de habitantes, tendrá
probablemente trece millones dentro de un cierto número de años? Vemos a diario
que los ingleses, en general, consumen más cantidad de productos de la tierra que sus
padres, y ésta es la razón verdadera de que haya menos habitantes que en el pasado.
Los hombres se multiplican como los ratones en una granja, si cuentan con
medios ilimitados para subsistir. Los ingleses en las colonias se harán más
numerosos, en proporción, dentro de tres generaciones, que en Inglaterra en treinta,
porque en las colonias encuentran para el cultivo nuevas tierras roturadas de donde
expulsan a los salvajes. En todos los países los hombres han reñido guerras por las
tierras, y por los medios de subsistencia. Cuando las guerras han aniquilado o
disminuido a los habitantes de un país, los salvajes, y las naciones civilizadas pronto
las repueblan en los días de paz, sobre todo cuando el príncipe o los propietarios de
las tierras procuran el necesario estímulo.

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Un Estado que ha conquistado diversas provincias, puede lograr por los tributos
que impone a los pueblos por él vencidos, un aumento de subsistencia para sus
habitantes. Los romanos sacaban gran parte de la suya de Egipto, de Sicilia y de
Africa, y es esto lo que hacía que Italia tuviera entonces una población tan numerosa.
Un Estado donde se encuentran minas, y talleres para confeccionar artículos que
no exigen gran cantidad del producto de la tierra, para su envío a países extranjeros, y
que retira, en cambio, muchos artículos alimenticios y otros productos de la tierra, ve
incrementarse el fondo disponible para la subsistencia de sus súbditos.
Los holandeses cambian su trabajo, sea mediante la navegación, la pesca o las
manufacturas, con los extranjeros, generalmente, contra el producto de las tierras. Sin
esto Holanda no podría sostener, a base de sus propias posibilidades, la mitad de su
población. Inglaterra obtiene del extranjero cantidades considerables de madera,
cáñamo y otras materias o productos de la tierra, y consume gran cantidad de vino
que paga con productos de las minas, manufacturas, etc. Esto les ahorra una gran
cantidad de productos de la tierra; sin esta ventaja, los habitantes de Inglaterra,
teniendo en cuenta el gasto que se hace para sustentarlos, no podrían ser tan
numerosos como lo son en efecto. Las minas de carbón ahorran muchos millones de
acres de tierra que de otro modo habrían de destinarse para la producción de madera.
Pero todas estas ventajas son refinamientos y casos accidentales a los cuales no
aludo aquí más que de pasada. El procedimiento natural y constante de aumentar el
número de habitantes de un Estado es darles empleo en él y hacer que las tierras
produzcan lo necesario para sostenerlos. Es también un problema al margen de mi
investigación saber si vale más tener una gran cantidad de habitantes pobres y mal
alimentados que un número más pequeño pero mejor atendido. Un millón de
habitantes que consumen el producto de seis acres por cabeza, o cuatro millones que
viven del de un acre y medio.

CAPÍTULO XVI
Cuanto más trabajo hay en un Estado tanto más rico se considera, naturalmente

Mediante un detallado cálculo que reproduzco en el Suplemento puede advertirse con


facilidad cómo el trabajo de veinticinco personas útiles basta para procurar a otras
cien, útiles también, todas las cosas necesarias para la vida, de acuerdo con el
consumo que se hace en nuestra Europa.
Evidentemente en estos cálculos la alimentación, el vestido, la vivienda, son de
tipo modesto, no obstante lo cual procuran una vida decente y agradable. Cabe
presumir que una tercera parte de los habitantes de un Estado son demasiado jóvenes
o demasiado viejos para el trabajo cotidiano, y una sexta parte está compuesta de

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propietarios de tierras, enfermos y diferentes clases de empresarios que no
contribuyen con su trabajo a las diferentes necesidades de las empresas. Todo esto
implica que una mitad de los habitantes no trabajan o, por lo menos, no desarrollan
actividad alguna en el aspecto de que estamos tratando. Así que si veinticinco
personas hacen todo el trabajo necesario para sustentar a otras cien, existirán
veinticinco personas de las cien, que se hallan en condiciones de trabajar, pero que no
hacen nada.
Las gentes de guerra y los criados de las familias acomodadas, se incluyen entre
esas veinticinco personas; si se utilizan las restantes para perfeccionar, mediante un
trabajo adicional, las cosas necesarias para la vida, como por ejemplo, en
confeccionar ropa blanca fina, telas más acabadas, etc., el Estado podrá considerarse
rico en proporción a ese aumento de trabajo, aunque no haya añadido nada a la
subsistencia y mantenimiento de los hombres.
El trabajo procura una satisfacción adicional en lo referente al alimento y a la
bebida. Un tenedor, un cuchillo finamente trabajados se tienen en mayor estima que
los que se confeccionaron toscamente y a toda prisa; otro tanto puede decirse de una
casa, de un lecho, de una mesa y, en general, de todo cuanto es necesario para las
comodidades de la vida.
Es cierto que resulta indiferente en un Estado que se acostumbre a vestir con
paños burdos o con telas finas, si unos y otros son igualmente duraderos, y que se
coma delicadamente o en forma tosca, con tal de que se tenga alimento suficiente y
que la salud sea buena. En efecto, beber, comer y vestirse son una misma cosa, ya se
realicen estas actividades de modo conveniente o grosero, puesto que en suma nada
queda en el Estado de este género de riquezas.
Pero siempre resulta correcto decir que aquellos Estados cuyos habitantes se
visten con paños finos, llevan buena ropa blanca, comen con mayor delicadeza y
aseo, son más ricos y estimados que aquellos otros donde todo es tosco y grosero, y
que los Estados donde se ven más habitantes que viven al estilo de los primeros, son
más estimados que aquellos otros donde, en proporción, se ven menos.
Ahora bien, si empleásemos las veinticinco personas, por cada cien de que hemos
hablado, en procurar cosas duraderas, como por ejemplo, en extraer de las minas
hierro, plomo, estaño, cobre, etc., y en elaborarlos para confeccionar utensilios e
instrumentos para la comodidad de los hombres —vasijas, vajilla, y otras cosas útiles,
más duraderas que las que se confeccionan con barro— el Estado no sólo parecerá
más rico sino que lo será realmente.
Lo será sobre todo si se emplea a estos habitantes en extraer del seno de la tierra,
oro y plata, metales que no sólo son duraderos, sino, por decirlo así, permanentes, que
no se consumen por el fuego, que se aceptan de modo general como medida de valor
y pueden cambiarse en todo momento por artículos necesarios para la vida. Y si estos
habitantes trabajan en atraer oro y plata al Estado a cambio de los artículos y
mercaderías que ellos confeccionan y envían a los países extranjeros, su trabajo será

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igualmente útil, y beneficiará considerablemente al Estado.
En efecto, el punto que parece determinar la grandeza relativa de los Estados es el
acervo de reserva que poseen, más allá del consumo anual, y los almacenes de telas,
de ropa blanca, de trigo, etc., para servir en los años estériles, y, en caso de necesidad,
en los de guerra. Y como el oro y la plata pueden comprar siempre todo eso, incluso
de los enemigos del Estado, el verdadero acervo de un país consiste en el oro y en la
plata, cuya cantidad actual, mayor o menor, determina necesariamente la grandeza
relativa de los Reinos y de los Estados.
Si por costumbre se atrae oro y plata del extranjero mediante la exportación de
artículos y productos del Estado, como trigo, vinos, lanas, etc., ello permitirá
enriquecer al Estado a expensas de la disminución del número de habitantes; pero si
el oro y la plata se obtienen del extranjero a cambio del trabajo de los habitantes, así
como de las manufacturas y artículos donde interviene pequeña cantidad de productos
de la propia tierra, esto engrandecerá al Estado en forma útil y sustancial.
Es cierto que en un gran Estado no se podrían emplear las veinticinco personas
por cada cien, de que hemos hablado, en la confección de artículos que pueden ser
consumidos en el extranjero. Un millón de personas harán más telas, por ejemplo,
que las necesarias para el consumo anual en toda la Tierra conocida, en las
transacciones comerciales, porque la mayor parte de los habitantes de cada país se
viste siempre con telas toscas, fabricadas en el mismo.
Raramente se encontraría una nación con cien mil personas empleadas en la tarea
de vestir al extranjero, como puede verse en el Suplemento con relación a Inglaterra,
que entre todas las naciones de Europa es la proveedora de mayor cantidad de telas
para la exportación.
A fin de que el consumo de manufacturas de un Estado llegue a adquirir
importancia en el extranjero, es preciso hacerlas buenas y estimables mediante un
gran consumo en el interior del propio Estado; hace falta también desacreditar en el
propio país las mercaderías extranjeras, y dar mucho trabajo a los conciudadanos.
Si se encontrara ocupación bastante para las veinticinco personas de cada cien en
cosas útiles y ventajosas al Estado, yo no encontraría inconveniente en que se
estimulase aquel tipo de trabajo que sólo sirve para ornato y diversión de las gentes.
Un Estado no se considera rico por las mil futesas que afectan a la elegancia de
las damas y de los hombres, que sirven para juegos y diversiones, sino por las
mercaderías que son útiles y cómodas. Durante el sitio de Corinto Diógenes se puso a
hacer rodar un tonel, para no parecer ocioso mientras los demás trabajaban. En la
actualidad tenemos grupos enteros, tanto de hombres como de mujeres, afanados en
ejercicios y trabajos tan útiles para el Estado como el de Diógenes.
Por poco que el trabajo de un hombre contribuya al ornato y aun a la diversión en
un Estado, vale la pena estimularlo, a menos que dicho individuo no encuentre otro
medio de ocuparse útilmente.

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Es siempre la iniciativa de los propietarios de las tierras lo que estimula o
desalienta las diferentes ocupaciones de los habitantes y los diferentes géneros de
trabajo que éstos arbitran.
El ejemplo del Príncipe, seguido por su Corte, puede determinar, por lo común,
las aficiones y gustos de los propietarios de tierras, del mismo modo que el ejemplo
de éstos influye naturalmente sobre todas las clases subalternas. Así, no es dudoso
comprender que un príncipe puede, por el solo ejemplo, y sin traba alguna, imprimir
el giro que más le plazca al trabajo de sus súbditos.
Si cada propietario, en un Estado, no tuviese más que una pequeña porción de
tierra, semejante a la que por lo común se destina al trabajo de un solo colono, apenas
existirían ciudades; los habitantes serían más numerosos y el Estado más rico si cada
uno de estos propietarios ocupara en trabajos útiles a los habitantes que en su tierra
encuentran el sustento.
Pero cuando los señores poseen grandes posesiones de tierra, necesariamente
arrastran consigo el lujo y la ociosidad. Que un abad, a la cabeza de cincuenta
monjes, viva del producto de extensas y hermosas posesiones, o un señor, con
cincuenta criados y caballos que sólo mantiene para su servicio, viva de sus tierras,
sería indiferente al Estado si pudiese permanecer en constante paz. Pero un señor con
cincuenta caballos es útil al Estado en tiempo de guerra; puede ser también de
provecho en la magistratura y para mantener el orden en el Estado, en tiempo de paz,
y por lo menos en cualquier circunstancia procura al Estado un estimable ornato. En
cambio, es opinión común que los monjes no son de utilidad ninguna, ni significan
ornato en paz ni en guerra, salvo en el Paraíso.
Los conventos de frailes mendicantes son mucho más perniciosos para un Estado
que los de los otros monjes. Los últimos no hacen otro daño sino ocupar tierras que
podrían procurar al Estado militares y magistrados, pero los mendicantes, que no
desempeñan por su parte ningún trabajo útil, perturban el trabajo de los otros
habitantes. Arrancan a los pobres, en forma de limosnas, parte de los medios de
subsistencia que los haría más vigorosos en su trabajo. Obligan a perder mucho
tiempo en conversaciones inútiles, ello sin contar con la cizaña que llevan a las
familias, y con que muchos de ellos son gente viciosa. La experiencia permite
observar que los Estados que abrazaron el protestantismo y no tienen ni monjes ni
mendigos, se han convertido visiblemente en los más poderosos. Disfrutan también
de la ventaja de haber suprimido un gran número de fiestas en las que el trabajo se
interrumpe, en los países católicos, romanos, donde la laboriosidad de los habitantes
sufre sustanciales interrupciones.
Si se quisiera sacar partido de todo, en un Estado, podríase, a mi juicio, disminuir
el número de mendigos incorporándolos al estamento de los monjes, a medida que
fueran ocurriendo vacantes o defunciones, sin prohibir este retiro a quienes no
pudieran dar muestras de su aptitud para las dotes especulativas, o fuesen capaces de
hacer avanzar las artes en la práctica, por ejemplo, en algunos aspectos de las

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matemáticas. El celibato de las gentes de iglesia no es tan desventajoso como
vulgarmente se cree, según se ha establecido en el capítulo anterior. En cambio lo que
sí es muy perjudicial es su holgazanería.

CAPÍTULO XVII
De los metales y de las minas y particularmente del oro y de la plata

Así como la tierra produce más o menos trigo, según su fertilidad y el trabajo que en
ella se invierta, así también las minas de hierro, plomo, estaño, oro, plata, etc.,
producen más o menos cantidad de estos metales según la riqueza de las minas y la
cantidad y calidad de trabajo que en ellas se invierte, sea para excavar la tierra, para
drenar las aguas o para realizar labores de fundición, refinado, etc. El trabajo de las
minas de plata es caro por razón de la mortalidad que causa, ya que los obreros
apenas si resisten cinco o seis años en este trabajo.
El valor real o intrínseco de los metales, como el de todas las cosas, está
proporcionado a la tierra y al trabajo necesario para su producción. El gasto de la
tierra para obtener este producto no es considerable más que en tanto que el
propietario de la mina puede obtener de ella un beneficio mediante el trabajo de los
mineros, cuando se encuentran en dichos terrenos filones más ricos que de ordinario.
La tierra necesaria para el sustento de los mineros y de los trabajadores (es decir, para
el pago del trabajo de la mina), constituye a menudo el renglón principal, y a menudo
determina la ruina del empresario.
El valor de los metales en el mercado, lo mismo que el de todas las mercaderías o
artículos, unas veces está por encima y otras por debajo del valor intrínseco, y varía
en proporción a su abundancia o escasez, según el consumo que de ellos se hace.
Si los propietarios de las tierras y las otras clases sociales subalternas de un
Estado, que imitan a los primeros, renunciaran al uso del estaño y del cobre, en el
supuesto, aunque falso, de que son nocivos a la salud, y generalmente se sirvieran de
vajilla y batería de barro, dichos metales se cotizarían a un precio bajo en los
mercados, suspendiéndose el trabajo que antes se destinaba a extraerlos de la mina;
pero como estos metales se consideran útiles y de ellos nos servimos en los usos de la
vida, tendrán siempre en el mercado un valor correspondiente a su abundancia o a su
rareza, y al consumo que de ellos se hace; y así se continuará extrayéndolos de la
mina para reembolsar la cantidad de dichos metales que en el uso diario se destruyen.
El hierro no sólo es útil para los usos de la vida común; podría decirse que, en
cierto modo, es necesario, y si los americanos, que no se servían de él antes del
descubrimiento de su Continente hubiesen descubierto las minas y conocido las
aplicaciones de este metal, sin duda hubiesen trabajado en la producción del mismo,

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por costosa que hubiera sido.
El oro y la plata no solamente pueden servir para los mismos usos que el estaño y
el cobre, sino, además, para la mayor parte de los usos que se hacen del plomo y del
hierro.
Tienen todavía, sobre dichos metales, la ventaja de que el fuego no los consume,
y son tan duraderos que pueden considerarse como substancias permanentes. No es,
pues, extraño que si los hombres han encontrado útiles los otros metales, estimaran el
oro y la plata ya antes de utilizarlos en los cambios. Los romanos los apreciaban
desde la fundación de Roma, no obstante lo cual no se sirvieron de ellos mediante la
acuñación de moneda sino quinientos años después. Acaso todas las demás naciones
hicieron lo mismo, y no adoptaron estos metales para usos monetarios sino mucho
más tarde de haberse servido de ellos para otros usos ordinarios. Sin embargo, ya en
los historiadores más antiguos encontramos que desde tiempo inmemorial los pueblos
se servían del oro y de la plata para fines monetarios, en Egipto y en Asia, y el
Génesis nos dice que ya en tiempos de Abraham se acuñaban monedas de plata.
Supongamos ahora que la primera plata se encontró en una mina del Monte
Niphates, en la Mesopotamia. Es natural creer que uno o varios propietarios de
tierras, encontrando bello y útil ese metal, hicieron uso de él, estimulando al minero o
al empresario para que se ocupara en los trabajos de la mina, sacando ventaja de esa
producción y cediendo a cambio de su trabajo y del de sus ayudantes, la cantidad de
productos de la tierra que era precisa para su sustento.
Como este metal iba siendo cada vez más estimado en la Mesopotamia —puesto
que los grandes propietarios compraban grandes copas de plata, y las clases
subalternas, según sus recursos y ahorros, podían comprar pequeños cubiletes de ese
metal— el empresario de la mina, viendo que su producto tenía una salida constante,
procedió a asignarle un valor, proporcional a su calidad o a su peso, en relación con
todas las demás mercaderías o artículos que recibía en cambio.
Mientras los habitantes consideraban ya este metal como cosa preciosa y
duradera, y se esforzaban por poseer algunas piezas del mismo, el empresario, único
que podía distribuirlo, estaba en cierto modo en condiciones de exigir, en cambio, una
cantidad arbitraria de otros artículos y mercaderías.
Supongamos ahora que más allá del río Tigris, y, por consiguiente, fuera de
Mesopotamia, se descubriese una mina de plata, cuyas vetas resultaran ser
incomparablemente más ricas y abundantes que las del Monte Niphates, y que el
trabajo de esa nueva mina, fácil de drenar, resultara menor que el de la primera.
Es natural creer que el empresario de esa nueva mina se encontraría en
disposición de suministrar plata a precio más bajo que la del Monte Niphates; y que
los habitantes de Mesopotamia, deseosos de poseer piezas y objetos de plata,
encontrarían más conveniente para ellos transportar sus mercaderías fuera del país, y
cederlas al empresario de la nueva mina a cambio de ese metal, en vez de recurrir al
antiguo empresario. Éste, encontrando menos salida a su producción, forzosamente

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disminuiría sus precios; pero si el empresario nuevo bajase, en proporción, el suyo, el
antiguo necesariamente habría de cesar en sus labores, y entonces el precio de la
plata, como el de las demás mercancías y artículos, se regularía necesariamente a
base del que estableciera la mina nueva. La plata costaría entonces menos a los
habitantes de allende el Tigris que a los de Mesopotamia, puesto que éstos estaban
obligados a incurrir en los gastos de un largo transporte de sus artículos y
mercaderías, para adquirir la plata.
Fácilmente puede comprenderse que una vez descubiertas diversas minas de
plata, y cuando ya los propietarios de las tierras se hubiesen aficionado a este metal,
éste fuera codiciado también por otros estamentos sociales, y que las piezas o
fragmentos de plata, aunque no estuviesen trabajados, se solicitaran con afán, porque
nada más fácil que hacer con ellos los artículos deseados, en proporción a su cantidad
y peso. Como este metal era estimado, por lo menos, de acuerdo con el valor que su
producción costaba, algunas gentes que lo poseían, encontrándose en apuros, podían
constituirlo en prenda, para obtener, a cambio, las cosas de que tenían necesidad, y
aun vender incluso dichas piezas de modo definitivo.
De ahí ha procedido la costumbre de regular el valor de las cosas, en proporción
de su cantidad, es decir de su peso, con referencia a todos los demás artículos y
mercaderías. Pero como la plata se puede alear con el hierro, el plomo, el estaño, el
cobre, etc., que son metales menos raros y cuya extracción de las minas se efectúa
con menor gasto, el trueque de la plata estuvo sujeto a frecuentes fraudes, y esto hizo
que diversos reinos establecieran Casas de Moneda para certificar, mediante una
acuñación pública, la verdadera cantidad de plata que cada moneda contenía, y
entregar a los particulares que a dichas Casas llevaban barras o lingotes de plata, la
misma cantidad de piezas, provistas de una impronta o certificado de la verdadera
cantidad de plata que contenían.
Los gastos de estos certificados o contrastes se pagan unas veces por el público y
otras por el príncipe, medida que se seguía en pasadas épocas en Roma, y hoy en
Inglaterra; a veces, los que llevan plata para su acuñación, soportan los gastos, como
es costumbre en Francia.
Casi nunca se encuentra oro puro y plata pura en las monedas. Los antiguos
ignoraban incluso el arte de refinar estos metales hasta su máxima perfección. Solían
fabricar sus monedas con plata fina; sin embargo, las que conservamos de griegos,
romanos, judíos y asiáticos nunca se caracterizaron por una absoluta pureza. Hoy los
técnicos son más expertos, y se conoce ya el secreto de hacer la plata completamente
pura. Las diferentes maneras de refinarla no son de mi incumbencia; varios autores
han tratado de ello, entre ellos Mr. Boizard. Explicaré únicamente que hace falta
incurrir en muchos gastos para refinar la plata, siendo ésta la razón de que se prefiera,
por ejemplo, una onza de plata pura a dos onzas de plata que contenga una mitad de
cobre o de otra aleación. Para desprender el otro metal de aleación y extraer la onza
de plata pura, contenida en esas dos onzas, hay que invertir trabajo y costo, mientras

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que mediante una simple fundición se puede alear un metal cualquiera con la plata, en
la proporción deseada. Cuando, a veces, se alea el cobre con la plata pura, es para
hacerla más maleable y apta para las obras que se desee efectuar. Pero en la
estimación de la especie metálica, no se cuenta para nada el cobre u otro metal de
aleación, y sólo se considera la cantidad de plata real y verdadera. Por esto se hace
siempre un ensayo o contraste para conocer la cantidad de plata verdadera.
Hacer el ensayo no es otra cosa sino refinar, por ejemplo, un trocito de la barra de
plata objeto de nuestro ensayo, para saber qué cantidad contiene de plata verdadera, y
juzgar de toda la barra a base de ese fragmento.
Se corta entonces un fragmento de la barra, de doce granos, por ejemplo, y se
pesa exactamente en una balanza de tal precisión que basta la milésima parte de un
grano para que el equilibrio se trastorne. A continuación se refina con agua regia o
utilizando el fuego, es decir, se suprime el cobre o el otro metal de aleación. Una vez
obtenida la plata pura se la vuelve a pesar en la misma balanza, y si el peso resulta
ser, entonces, de once granos, en lugar de doce que tenía, el fiel contraste dice que la
barra es de once dineros de fino, es decir, que contiene once partes de plata
verdadera, y una doceava parte de cobre o aleación. Esto resultará bien claro para
quien se tome la molestia de presenciar uno de estos ensayos. No existe en ello
misterio alguno. El ensayo del oro se hace del mismo modo, con la única diferencia
de que los grados de finura o pureza del oro se dividen en veinticuatro partes, a las
que se llama quilates, porque el oro es más precioso. Estos quilates se dividen en
treintaidosavos (mientras que los grados de finura de la plata se dividen en doce
partes llamadas dineros, y estos dineros en veinticuatro granos cada uno). El uso ha
consagrado para el oro y la plata el término de «valor intrínseco», para designar y
significar la cantidad de oro y plata verdadera que la barra contiene. Sin embargo, en
este ensayo me he servido siempre del término «valor intrínseco» con referencia a la
cantidad de trabajo que entra en la producción de las cosas, porque no he encontrado
término más apropiado para expresar mi pensamiento.
Por lo demás hago esta advertencia para no incurrir en equivocaciones, pues de
este modo cuando no nos refiramos al oro o a la plata el término será siempre bueno
sin ningún equívoco.
Hemos visto que los metales, tales como el oro, la plata, el hierro, etc., sirven para
distintos usos, y tienen un valor real proporcionado a la cantidad de tierra y trabajo
empleados en su producción. En la Segunda Parte de este Ensayo veremos cómo la
necesidad ha obligado a los hombres a servirse de una medida común, para
determinar, en sus tratos, la proporción y valor de los artículos alimenticios y
mercaderías cuyo intercambio desean efectuar. La única cuestión es precisar cuál
debe ser el artículo o mercadería más adecuado para esta medida común, y si ha sido
la necesidad, y no el gusto lo que ha inducido a dar preferencia al oro, a la plata y al
cobre, materias de las que generalmente nos servimos hoy para este uso.

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Los artículos alimenticios corrientes, como los cereales, vinos, carne, etc., tienen,
en efecto, un valor real, y satisfacen ciertas necesidades de la vida, pero son bienes
perecederos y aun incómodos para el transporte, y poco aptos, por consiguiente, para
servir como medida común.
Mercaderías tales como las telas, ropa blanca, cueros, etc., son también
perecederas, y no pueden subdividirse sin alterar en cierto modo su valor para los
usos humanos. Ocasionan, como los comestibles, muchos gastos de transporte; su
conservación es, además, costosa, y por consiguiente tales artículos resultan poco
adecuados para servir de medida común.
El hierro, siempre útil y bastante duradero, no dejaría de servir como medida, a
falta de objetos mejores. El fuego lo consume, y se necesita un gran volumen a causa
de su abundancia. Fue utilizado como medida común después de Licurgo, hasta la
guerra del Peloponeso: pero como su valor se basaba por necesidad en su esencia
intrínseca, o estaba en proporción con la suma de tierra y de trabajo necesarios para
producirlo, se necesitaba una gran cantidad para representar un pequeño valor. Lo
curioso es que tratándolo con vinagre se deterioraba su calidad, con lo cual dejaba de
servir a los usos humanos, y solamente se utilizaba para el trueque: así no podía ser
de utilidad sino para el austero pueblo de Esparta, y ni siquiera entre ellos se mantuvo
en uso, en cuanto los espartanos extendieron su comunicación a otros países. Para
arruinar a los lacedemonios no hizo falta sino encontrar ricas minas de hierro, hacer
monedas semejantes a las suyas y obtener con ellas artículos alimenticios y otras
mercaderías; en cambio los lacedemonios no podían obtener productos del extranjero
a cambio de su hierro deteriorado. A la sazón no les interesaba comerciar con el
extranjero, y únicamente se ocupaban de la guerra.
El plomo y el estaño tienen la misma desventaja que el hierro en cuanto al
volumen, y el fuego los consume igualmente: pero en caso de necesidad no servirían
mal para el cambio, si el cobre no fuese mucho más adecuado y duradero.
El cobre sirvió de moneda a los romanos, en forma exclusiva, hasta el año 484 de
la fundación de Roma, y en Suecia todavía se utiliza para los pagos de importancia:
sin embargo, su volumen es demasiado grande para efectuarlos, y los mismos suecos
prefieren ser pagados en oro y en plata, y no en cobre.
En las colonias de América se han utilizado como moneda el tabaco, el azúcar y
el cacao, pero estas mercancías son demasiado voluminosas, perecederas y de calidad
desigual; por consiguiente son poco adecuadas para servir de moneda o de medida
común del valor.
Tan sólo el oro y la plata son de pequeño volumen, de calidad homogénea, fáciles
de transportar y de subdividir sin merma, adecuados para su conservación, hermosos
y brillantes en los objetos que con ellos se confeccionan, y duraderos casi hasta la
eternidad. Cuantos han usado otros artículos como moneda, retornan necesariamente
a aquéllos, en cuanto pueden obtener cantidad bastante, mediante el cambio. Sólo en
las transacciones más pequeñas resultan inadecuados el oro y la plata. Para expresar

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el valor de un liard o dinero, las piezas de oro e incluso de plata resultarían
demasiado pequeñas para ser manejadas con comodidad. Se dice que en las
transacciones menudas los chinos cortaban con tijeras, en pequeñas tiras de plata,
fragmentos que luego pesaban con precisión. Pero en cuanto entablaron comercio con
Europa comenzaron a servirse del cobre para tales tratos.
No es pues extraño que todas las naciones hayan llegado a servirse como moneda
del oro y de la plata, constituyéndolos en medida común de los valores, y del cobre
para los pagos pequeños. La utilidad y la necesidad les han inducido a ello, y no el
capricho ni el mutuo consenso. La plata exige en su elaboración un gran trabajo, y un
trabajo muy caro para producirla. Lo que encarece el trabajo de los mineros de plata
es que apenas pueden dedicarse a esas actividades durante cinco a seis años, a causa
de la gran mortalidad de ese oficio así se explica que una pequeña moneda de plata
corresponda a tanta cantidad de tierra y de trabajo como una pieza de cobre de mayor
tamaño.
Es preciso que la moneda o medida común de los valores corresponda, en forma
real e intrínseca, es decir, en el precio de la tierra y del trabajo, a las cosas que a
cambio de ella se reciben. De otro modo la moneda sólo tendría un valor imaginario.
Si, por ejemplo, un príncipe o una república dieran circulación legal, en sus dominios,
a algo que no tuviese semejante valor real e intrínseco, no solamente los demás
Estados rehusarían aceptarla conforme a ese patrón, sino que los habitantes del propio
país la rechazarían, tan pronto como se persuadieran de su escaso valor real. Cuando,
a fines de la primera guerra púnica, los romanos quisieron dar al as de cobre, con
peso de dos onzas, el mismo valor que antes tenía el as, con peso de una libra, o sea
doce onzas, semejante arbitrio no pudo mantenerse mucho tiempo en el cambio. En la
historia de todos los tiempos se advierte que cuando los príncipes reducen el valor de
sus monedas, manteniendo el mismo valor nominal, todas las mercancías y artículos
alimenticios se encarecen en la misma proporción en que las monedas se debilitan.
Dice Locke que el consentimiento de los hombres ha dado un valor al oro y a la
plata. Esta afirmación no admite réplica puesto que la necesidad absoluta no ha
tenido en ello arte ni parte. Es el mismo consentimiento lo que ha dado y da todos los
días un valor a los encajes, a la ropa blanca, a los paños finos, al cobre y a otros
metales. Hablando en puridad los hombres podrían subsistir sin todo esto, pero no
podemos concluir de ello que todos estos artículos no tengan sino un valor
imaginario. Poseen un valor en proporción a la tierra y al trabajo que en su
producción intervienen. El oro y la plata, como las demás mercancías y artículos
alimenticios, no pueden obtenerse sino con gastos aproximadamente proporcionados
al valor que se les otorga; y cualesquiera cosas que los hombres produzcan mediante
su trabajo, este trabajo debe procurarles lo suficiente para su subsistencia. Es el gran
principio que oímos todos los días a las gentes humildes, ajenas a nuestras
especulaciones, y que viven de su trabajo o de sus empresas. «Todo el mundo debe
vivir.»

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SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO I
Del trueque

EN LA primera parte hemos intentado probar que el valor de todas las cosas usadas
por los hombres es proporcional a la cantidad de tierra empleada para producirlas y
para el sustento de las gentes que las elaboran. En esta Segunda Parte, después de
haber examinado en resumen los grados diversos de fertilidad de la tierra en distintos
países, y las diferentes clases de artículos alimenticios que pueden producir con más
abundancia, según su calidad intrínseca, y dando por supuesto el establecimiento de
las ciudades y de sus mercados para facilitar la venta de dichos artículos,
mostraremos —mediante una confrontación de los cambios que podrían hacerse: vino
por tejidos, trigo por zapatos, sombreros, etc., y por la dificultad que causaría el
transporte de estas diferentes mercancías o artículos alimenticios— la imposibilidad
de fijar su respectivo valor intrínseco, y la necesidad absoluta, para el hombre, de
hallar sustancias de fácil transporte, no perecederas, susceptibles de tener, en su peso,
una proporción o un valor igual a los diferentes artículos alimenticios y a las
mercaderías, tan necesarias como convenientes. De ahí se ha derivado la elección del
oro y la plata para el gran comercio, y del cobre para las pequeñas transacciones;
estos metales no sólo son duraderos y de fácil transporte, sino que, además, requieren
utilizar, para producirlos, una extensa superficie de tierra, circunstancia que les da el
valor real deseable en el cambio.
Locke quien, como todos los demás escritores ingleses que se han ocupado de la
materia, no ha considerado sino los precios de mercado, manifiesta que el valor de
todas las cosas está proporcionado a su abundancia o a su rareza, y a la abundancia o
rareza del dinero contra el cual se cambian. Se sabe en general que los precios de los
artículos alimenticios y otras mercaderías han aumentado en Europa, desde que a esta
parte del mundo se ha traído de las Indias occidentales una tan grande cantidad de
dinero.

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Estimo, sin embargo, que no ha de generalizarse la creencia de que el precio de
las cosas en el mercado deba estar en proporción a su cantidad y a la del dinero que
realmente circula en él, porque los artículos alimenticios y las mercancías que se
transportan para ser vendidas en otras partes no influyen sobre el precio de las
retenidas en el mercado. Por ejemplo, si en un mercado hay dos veces más trigo del
que en él se consume, y comparamos la cantidad total de trigo con la de plata, el trigo
sería proporcionalmente más abundante que el dinero destinado a adquirirlo; sin
embargo, el precio del mercado se sostendrá, como si sólo existiera la mitad de la
cantidad de trigo, porque la otra mitad puede y debe ser enviada a la ciudad, y los
gastos de acarreo se incluirán en el precio de venta en la ciudad misma, que es
siempre más alto si se compara con el de la aldea. No obstante, y prescindiendo del
caso en que esperamos realizar una venta parcial en otro mercado, estimo que la idea
de Locke es correcta, en el sentido del capítulo siguiente, y no de otro modo.

CAPÍTULO II
De los precios de los mercados

Supongamos los carniceros de un lado y los compradores de otro. El precio de la


carne se establecerá después de algunos regateos: una libra de res tendrá
aproximadamente el valor de una pieza de plata, del mismo modo que cada buey
ofrecido en venta en el mercado tendrá como valor la totalidad del dinero en él
disponible para comprar el buey.
Decimos que esta proporción se establece mediante regateo. El carnicero sostiene
su precio según el número de compradores que se presentan; los compradores, por su
parte, ofrecen un precio menor cuando creen que el carnicero tendrá menos ventas: el
precio establecido por algunos es ordinariamente seguido por otros. Unos son más
hábiles para mantener un elevado precio por su mercancía; otros, para rebajarlo.
Aunque este método de fijar los precios de las cosas en el mercado no tenga ningún
fundamento justo o geométrico, ya que a menudo depende de la prisa o del
temperamento expeditivo de un pequeño número de compradores o de vendedores,
sin embargo no hay indicio de que se pueda llegar a determinarlo por otro
procedimiento más adecuado. Es evidente que la cantidad de artículos alimenticios o
mercancías ofrecidas en venta, proporcionada a la demanda o al número de
compradores, es la base sobre la cual se fija o se pretende fijar los precios actuales en
los mercados, y en general estos precios no suelen alejarse mucho del valor
intrínseco.

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Consideremos otra hipótesis. Varios proveedores de hoteles han recibido el
encargo de comprar diez cuartos de guisantes: a uno de ellos se le fija como precio
máximo para los diez cuartos sesenta libras; al segundo cincuenta libras; al tercero
cuarenta libras, y al cuarto treinta libras por los diez cuartos de guisantes. Para que
todas estas órdenes puedan ser cumplimentadas, hace falta que en el mercado existan
cuarenta cuartos de guisantes frescos. Supongamos que no existen más que veinte.
Los vendedores, viendo que hay abundancia de compradores sostendrán sus precios,
y los compradores llegarán hasta los precios que les han sido prescritos: en
consecuencia los que ofrecen sesenta libras por diez cuartos serán atendidos en
primer lugar. Seguidamente los vendedores, viendo que nadie quiere elevar el precio
por encima de cincuenta libras, dejarán los otros diez cuartos a ese precio. En cambio
los que tenían orden de no comprar a más de cuarenta y treinta libras
respectivamente, volverán de vacío.
Si en lugar de veinte cuartos se dispusiera en el mercado de cuatrocientos, no sólo
los proveedores de hoteles podrían adquirir guisantes verdes muy por debajo de las
sumas que les habían sido prescritas, sino que los vendedores, en su deseo de ser
preferidos a otros, dado el pequeño número de compradores, bajarán el precio de su
mercancía casi a su valor intrínseco, y en este caso muchos proveedores de hoteles,
que no tenían orden de comprar, comprarán.
Ocurre a menudo que los vendedores, obstinándose en sostener sus precios en el
mercado, pierden la oportunidad de vender ventajosamente sus artículos alimenticios
y mercaderías, incurriendo en pérdida por ello. También puede ocurrir que,
manteniendo estos precios, puedan vender a menudo con mayor ventaja en el
siguiente día.
Los mercados distantes pueden influir siempre sobre el precio del mercado
propio: si el trigo está muy caro en Francia, su precio se elevará en Inglaterra y en
otros países vecinos.

CAPÍTULO III
De la circulación del dinero

En Inglaterra es opinión general que un colono debe velar por la existencia de tres
rentas: 1) la renta principal y verdadera, pagada al propietario, y que se supone igual,
en valor, al producto del tercio de su granja; 2) una segunda renta para su
mantenimiento y el de los hombres y animales de labor de que se sirve para cultivar
sus tierras, y, por último, 3) una tercera renta que retendrá en su poder para que su
empresa sea rentable.

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La misma idea se halla generalizada en otros países de Europa, aunque en algunos
Estados, como el Milanesado, el colono entregue al propietario la mitad del producto
de su tierra, en lugar del tercio, y de que muchos propietarios sin distinción de países
traten de obtener de sus tierras la máxima renta posible: pero cuando esta renta se
eleva por encima del tercio del producto, los colonos son generalmente muy pobres.
Para mí es indudable que el propietario chino obtiene de su colono más de las tres
cuartas partes del producto de su tierra.
Sin embargo, si un colono posee algún capital para explotar su granja, el
propietario que le entrega la finca a cambio de una renta del tercio del producto,
estará seguro del pago, y se encontrará más aventajado que si la entrega, a precio más
alto, a un colono indigente, con el riesgo de perder la renta entera. Cuanto más grande
sea la finca, más próspero será el colono. Así se advierte en Inglaterra, cuyos colonos
son, por lo común, más acomodados que en otros países donde las granjas son
pequeñas.
El supuesto en que me basaré para mi estudio sobre la circulación del dinero será
que los colonos constituyen tres rentas, e incluso gastan la tercera para vivir con
mayor holgura, en lugar de ahorrarla. Esto es, en efecto, lo que ocurre con la mayoría
de los granjeros de todos los Estados.
Todos los artículos alimenticios producidos por un país salen, directa o
indirectamente, de las manos de los colonos, y otro tanto ocurre con los materiales de
los que se confeccionan las mercancías. Es la tierra la que produce todas las cosas,
con excepción del pescado, e incluso los pescadores se mantienen con el producto de
la tierra.
Precisa considerar las tres rentas del colono como las fuentes principales o, por
decirlo así, como el móvil primordial de la circulación en el Estado. La primera renta
debe ser pagada al propietario en dinero contante y sonante; para la segunda y tercera
renta hace falta dinero efectivo con que adquirir el hierro, el estaño, el azúcar, el
cobre, la sal, los paños y, generalmente, todas las mercaderías de la ciudad que en el
campo se consumen; pero todo esto apenas excede la sexta parte del total, o sea de las
tres rentas. En cuanto al alimento y a la bebida de los habitantes del campo, no hace
falta dinero efectivo para obtenerlo.
El colono puede preparar su cerveza o hacer vino, sin gastar dinero efectivo;
cocer su pan, matar los bueyes, corderos y cerdos que le sirven de sustento en el
campo; puede pagar en granos, en carne y bebida a la mayor parte de sus ayudantes,
no sólo a los obreros manuales, sino a los artesanos del campo, evaluando tales
artículos al precio del mercado más próximo, y el trabajo al precio ordinario de la
localidad.
Las cosas necesarias para la subsistencia son los alimentos, el vestido y la
habitación. No hace falta dinero efectivo para procurarse alimentos en el campo, tal
como hemos explicado. Si en las zonas campesinas se hacen telas bastas y burda ropa
blanca, si se construyen casas, como habitualmente sucede, el trabajo necesario para

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todo ello puede pagarse por vía de trueque mediante evaluación, sin que sea necesario
dinero en efectivo.
El único dinero contante necesario en los distritos rurales, será, por consiguiente,
el preciso para pagarla renta principal del propietario y las mercaderías que el campo
adquiere forzosamente en la ciudad, como cuchillos, tijeras, agujas y alfileres, telas
para algunos granjeros u otras gentes acomodadas, ajuar de cocina, vajilla y,
generalmente, todo cuanto se produce en la ciudad.
Ya he observado que, según estimaciones, la mitad de los habitantes de un Estado
vive en las ciudades, y en consecuencia dichos individuos gastan más de la mitad del
producto de las tierras. Hace falta, por tanto, dinero contante no sólo para abonar al
propietario la renta correspondiente al tercio del producto, sino también el necesario
para adquirir las mercancías de la ciudad, consumidas en el campo, lo que acaso
corresponda a poco más de la sexta parte del producto de la tierra. Ahora bien, un
tercio y una sexta parte componen la mitad del producto: por consiguiente será
preciso que el dinero contante necesario para la circulación en los distritos rurales sea
igual, por lo menos, a la mitad del producto de la tierra; la otra mitad o un poco
menos puede consumirse en el campo sin necesidad de dinero en efectivo.
La circulación de ese dinero se logra porque los propietarios gastan al por menor,
en la ciudad, las rentas que los colonos les han pagado en conjunto, y porque los
empresarios de las ciudades —carniceros, panaderos, cerveceros, etc.— recogen poco
a poco este dinero, para comprar a los colonos, en conjunto, ganado, trigo, cebada,
etc. Así todas esas sumas de dinero se distribuyen en sumas pequeñas, y todas estas
pequeñas cantidades se reúnen para hacer directa o indirectamente pagos en grandes
cantidades a los colonos; este dinero circula siempre en pago de servicios, lo mismo
al por mayor que al detalle.
Cuando afirmo que necesariamente hace falta, para la circulación en el campo,
una cantidad de dinero a menudo igual en valor a la mitad del producto de la tierra,
me estoy refiriendo a una cantidad mínima; mas para que la circulación en el campo
se haga con facilidad supondré que el dinero contante, necesario para la circulación
de las tres rentas, es igualen valor a dos de estas rentas, es decir al producto de los
dos tercios de la tierra. Diversas circunstancias, a las cuales nos referiremos más
tarde, patentizan que esta hipótesis no está muy lejos de la verdad.
Supongamos ahora que el dinero suficiente para toda la circulación de un
pequeño Estado se cifra en diez mil onzas de plata, y que todos los pagos que se
hacen con ese dinero, del campo a la ciudad y de la ciudad al campo se realizan una
vez al año; admitamos, también, que estas diez mil onzas de plata equivalen a dos
rentas de los colonos, es decir: a dos tercios del producto de las tierras. Las rentas de
los propietarios corresponderán a cinco mil onzas, y toda la circulación de plata entre
las gentes del campo y las de la ciudad, que debe hacerse mediante pagos anuales,
corresponderá también a cinco mil onzas.

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Pero si los propietarios de tierras estipulan con sus colonos el pago semestral de
las rentas, en lugar de pagos anuales, y los deudores de las otras dos rentas hacen
también sus pagos cada seis meses, esta modificación en el régimen de pagos alterará
también el ritmo de la circulación: y así en lugar de las diez mil onzas que antes eran
precisas para realizar los pagos una vez al año, ahora solamente harán falta cinco mil
onzas, porque cinco mil onzas, pagadas dos veces, producirán el mismo efecto que
diez mil onzas, pagadas una sola vez.
Y si los propietarios estipulan con sus colonos que los pagos se hagan
trimestralmente, o se contentan con recibir de ellos las rentas a medida que con la
sucesión de las cuatro estaciones del año puedan ir vendiendo sus productos, y si
todos los demás pagos se hacen por trimestre, bastará contar con dos mil quinientas
onzas para la misma circulación que antes requería diez mil onzas, cuando los pagos
eran anuales. Por consiguiente, suponiendo que todos los pagos se hagan por
trimestre, en el pequeño Estado de referencia, la proporción del valor del dinero
necesario para la circulación será, con respecto al producto anual de las tierras, es
decir, con referencia a las tres rentas, como dos mil quinientas libras es a quince mil
libras, o como 1 es a 6, de tal suerte que el dinero corresponderá a la sexta parte del
producto anual de las tierras.
Pero si consideramos que cada sector de la circulación, en las ciudades, está
atendido por empresarios; que el consumo de alimentos se hace por pagos diarios, o
por semanas o por meses, y que el del vestido, aunque en las familias se hace todos
los años, o cada seis meses, suele hacerse en épocas diferentes, según la distinta
calidad de las personas; si se advierte que la circulación respecto a la bebida se hace
por lo común diariamente, para la mayor parte de los habitantes, y que la de la
cerveza barata, el carbón y otros mil productos de consumo es muy rápida, podrá
parecer que la proporción establecida respecto a los pagos por trimestre es demasiado
alta, y que acaso se podría efectuar la circulación de un producto de la tierra por valor
de quince mil onzas de plata con mucho menos de dos mil quinientas onzas de plata,
en efectivo.
Sin embargo, como los colonos se ven obligados a hacer importantes pagos a los
propietarios, por lo menos cada trimestre, y como los derechos que el príncipe o el
Estado perciben sobre el consumo van reuniéndose poco a poco por los recaudadores,
para hacer pagos de conjunto a los recaudadores generales, hará falta, en la
circulación, una cantidad suficiente de dinero en efectivo para que estos importantes
pagos puedan hacerse con facilidad, sin poner trabas a la circulación del dinero
necesario para atender al sustento y al vestido de los habitantes.
A base de lo antedicho se comprenderá que debe existir la proporción cuantitativa
de dinero en efectivo necesaria para la circulación de un Estado, y que esta cantidad
puede ser mayor o menor en los Estados, según el ritmo que se siga y la velocidad de
los pagos. Es, sin embargo, muy difícil establecer con precisión y en términos
generales esta cantidad que puede ser diferente, según los casos, de un país a otro, y

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sólo por vía de conjetura cabe afirmar, en términos generales, que «el dinero contante
necesario para asegurar la circulación y el cambio en un Estado, es casi igual, en
valor, al tercio de las rentas anuales de los propietarios de las tierras». Tanto si el
dinero es raro como si es abundante en un Estado, la proporción indicada no variará
mucho, porque en los Estados donde el dinero es abundante, las tierras se arriendan a
más alto precio, y a un canon más bajo allí donde el dinero es más escaso, regla ésta
que siempre se revelará como válida para todos los tiempos. Pero en los Estados
donde el dinero es más raro ocurre con frecuencia que las transacciones por vía de
evaluación son más numerosas que en aquellos Estados donde el dinero es más
abundante, y por consiguiente la circulación resulta más rápida y menos retardada
que en los Estados donde el dinero no escasea tanto. Así, para estimar la cantidad de
dinero circulante, hay que considerar siempre la velocidad de su circulación.
Suponiendo que el dinero circulante es igual al tercio de todas las rentas de los
propietarios de las tierras, y que estas rentas son iguales al tercio del producto anual
de las mismas, podemos inferir que «el dinero circulante en un Estado es igual en
valor a la novena parte de todo el producto anual de las tierras».
Sir William Petty, en un manuscrito del año 1685, admite que el dinero circulante
es igual en valor a la décima parte del producto de las tierras, sin decir por qué. Yo
creo que formó este juicio a base de la experiencia y práctica que él tenía, tanto del
dinero circulante a la sazón en Irlanda (cuyas tierras había recorrido más de una vez),
como de los artículos cuya estimación llevó a cabo, grosso modo. Yo no discrepo
mucho de su aserto, pero hubiera preferido comparar la cantidad de dinero circulante
con las rentas de los propietarios que ordinariamente se pagan en dinero, y cuyo valor
puede averiguarse fácilmente mediante una tasa igual sobre las tierras, en lugar de
comparar la cantidad de dinero con los artículos alimenticios o productos de las
tierras mismas, cuyo precio varía diariamente en los mercados, y una gran parte de
los cuales se consumen sin pasar por los mercados de referencia.
En el capítulo siguiente daré varias razones, apoyándome en ejemplos, para
confirmar mi hipótesis. Sin embargo, yo la considero útil, aunque físicamente no la
veamos realizada en ningún Estado. Bastará con que se acerque a la verdad y evite
que los gobernantes de los Estados se formen extravagantes ideas acerca de la
cantidad de dinero que en ellos circula; no existe en efecto rama del conocimiento tan
sujeta a error como ésta de los cálculos, cuando se confían a la imaginación; en
cambio no hay conocimiento más elocuente, cuando están basados en hechos
concretos.
Existen ciudades y Estados que carecen de territorio propio, y que subsisten
cambiando su trabajo o su técnica por el producto de las tierras ajenas: así ocurre con
Hamburgo, Dantzig y otras ciudades imperiales, e incluso con una parte de Holanda.
En estos Estados resulta difícil formarse un juicio de la circulación. Pero si se pudiera
estimar la cantidad de tierra extranjera que les procura su sustento, probablemente el
cálculo no diferiría del que hago para otros Estados que subsisten únicamente a base

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de sus propios fondos, y que constituyen el objeto de este Ensayo.
En cuanto al dinero contante necesario para efectuar transacciones comerciales
con el extranjero, no hará falta otro sino el que circula en el Estado mismo, cuando la
balanza de comercio con el extranjero está equilibrada, es decir, cuando los productos
y mercaderías enviados al exterior sean iguales en valor a los que de los otros países
se reciben.
Si Francia envía paños a Holanda y recibe de ella especias por el mismo valor, el
propietario que consume estas especias pagará el valor al tendero, y éste pagará el
mismo valor al fabricante de paños, a quien se debe en Holanda el mismo valor por
los paños enviados a este último país. Semejante negocio se realiza mediante letras de
cambio, cuya naturaleza explicaré más adelante. Los dos pagos en dinero se hacen en
Francia al margen de la renta del propietario, y ningún dinero sale de Francia por este
concepto. Todas las demás clases sociales que consumen especias de Holanda las
pagan igualmente al tendero; a saber: los que subsisten a base de la primera renta —
es decir de la del propietario— efectúan los pagos con la primera renta, y los que
subsisten a base de las dos últimas rentas, sea en el campo o en la ciudad, pagan al
tendero directa o indirectamente con dinero correspondiente a la circulación de las
dos últimas rentas. El tendero paga, a su vez, con este dinero al fabricante, por sus
letras de cambio sobre Holanda; en resumen, no hace falta incremento alguno en el
dinero circulante en un Estado, respecto al comercio con el extranjero, cuando la
balanza mercantil está equilibrada. Pero si no lo está, es decir: si se venden en
Holanda más mercancías que las extraídas de dicho país, o si se sacan más de las que
a él se envían, hará falta dinero para el excedente que Holanda debe enviar a Francia
o Francia a Holanda; esto aumentará o disminuirá, según los casos, la cantidad de
dinero contante y sonante que circula en Francia. También puede ocurrir que cuando
la balanza con el extranjero esté equilibrada, el comercio con el exterior retrase la
circulación de dinero contante, y por consiguiente se requiera una cantidad mayor de
dinero por razón de este comercio. Por ejemplo, si las damas francesas, que se visten
con tejidos de Francia, quieren vestirse con terciopelos de Holanda, que se
compensan con los tejidos enviados a este último país, habrán de pagar dichos
terciopelos a los mercaderes que los han sacado de Holanda, y estos mercaderes los
pagarán a los fabricantes holandeses. Esto hace que el dinero pase a través de mayor
número de manos que si estas damas llevasen su dinero a los fabricantes de su país y
se contentaran con telas de Francia. Cuando el mismo dinero pasa por las manos de
varios empresarios, se reduce la velocidad de la circulación. Resulta, sin embargo,
difícil hacer una justa estimación de este género de retrasos, que dependen de
variadas circunstancias. Así, en el mencionado ejemplo, si las damas han pagado hoy
el terciopelo al comerciante, y mañana éste paga al fabricante su letra de cambio
sobre Holanda; si el fabricante paga al día siguiente al comerciante de lana, y éste, un
día después, al colono, puede ocurrir que este último, a su vez, lo retenga en su caja
más de dos meses, hasta reunir lo necesario para el pago de la renta trimestral que

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debe ceder al propietario. Por consiguiente este dinero hubiera podido circular
durante dos meses, a través de las manos de cien empresarios, sin entorpecer la
circulación necesaria para el Estado.
En consecuencia, la renta principal del propietario aparece como la rama más
necesaria e importante del dinero, por lo que a la circulación respecta. Si el
propietario permanece en la ciudad, y el colono vende en ella todos sus productos, y
compra las mercancías necesarias para su consumo en el campo, el dinero contante
puede permanecer siempre en la ciudad. El colono venderá en ella los artículos que
excedan a la mitad del producto de su granja; pagará en la misma ciudad, a su
propietario, el dinero correspondiente al tercio de este producto, y el remanente a los
comerciantes empresarios, por las mercancías que habrán de consumirse en el campo.
Sin embargo, en este mismo caso, como el colono vende sus productos en conjunto, y
estas grandes sumas deben ser luego distribuidas al por menor, y ser reunidas de
nuevo para servir a los pagos de conjunto de los colonos, la circulación produce
siempre el mismo efecto (de acuerdo con su rapidez) que si el colono llevara consigo
el dinero de sus productos al campo, y seguidamente lo enviase a la ciudad.
La circulación consiste siempre en que las grandes sumas que el colono obtiene
de la venta de sus productos, se distribuyen en pequeñas transacciones, y a
continuación se reúnen en grandes sumas para hacer los pagos de importancia. Ya sea
que este dinero salga, en parte, de la ciudad, o permanezca en ella por completo, cabe
considerarlo como medio circulante entre la ciudad y el campo. Toda la circulación se
lleva a cabo entre los habitantes del Estado, y todos estos habitantes se alimentan y
atienden de los más diversos modos, mediante el producto de las tierras y materias
primas del campo.
Cierto es que, por ejemplo, la lana, que se saca del campo, cuando con ella se
hacen paños en la ciudad, vale cuatro veces más de lo que valía. Pero este aumento de
valor, que es el precio del trabajo de los obreros y de los fabricantes de la ciudad, se
cambia, a su vez, por los productos del campo que sirven para el sustento de dichos
obreros.

CAPÍTULO IV
Nueva reflexión acerca de la lentitud de la circulación del dinero en el cambio

Supongamos que el colono paga mil trescientas onzas de plata cada trimestre al
propietario; que éste distribuye dicha cantidad en pequeñas proporciones todas las
semanas: cien onzas al panadero, al carnicero, etc., y que estos empresarios
devuelven dichas cien onzas, todas las semanas, al colono, el cual recoge
semanalmente tanto dinero como el propietario gasta. En este supuesto no habrá más

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que cien onzas de plata en perpetua circulación, y las otras mil doscientas onzas
permanecerán en caja, parte en manos del propietario, parte en manos del colono.
Pero rara vez sucede que los propietarios gasten sus rentas en una proporción
constante y regular. En Londres, tan pronto como un propietario recibe su renta sitúa
la mayor parte de la suma en manos de un orfebre o de un banquero, quienes la
prestan a interés; por consiguiente, esta porción circula.
O bien el propietario emplea una cierta suma en la compra de diversas cosas
necesarias para su hogar, y antes de que pueda recibir un segundo pago trimestral
acaso tenga que tomar dinero prestado. Así el dinero de ese primer trimestre circulará
de mil maneras distintas antes de que pueda ser recogido y depositado en manos del
colono, para permitirle hacer el pago del segundo trimestre.
Cuando llegue el momento de hacer este segundo pago trimestral, el colono
venderá sus productos en conjunto, y quienes adquieran los bueyes, el trigo, el heno,
etc., habrán recogido antes el precio en pequeñas transacciones. Así el dinero del
primer trimestre habrá circulado por los canales del comercio al por menor durante
cerca de tres meses, antes de ser recogido por quienes negocian al detalle, y éstos lo
entregarán al colono, quien, a base de este dinero, hará el pago del segundo trimestre.
Así podría parecer que para la circulación en un Estado fuese suficiente una cantidad
menor de dinero contante que la que nosotros hemos supuesto.
Todos los trueques que se hacen por evaluación no exigen, en absoluto, dinero
contante. Si un cervecero suministra a un lencero la cerveza que consume para su
familia, y el lencero suministra a su vez al cervecero los paños que éste necesita, todo
ello al precio vigente en el mercado, el día de la entrega no hará falta entre estos dos
comerciantes más dinero que la suma necesaria para pagar la diferencia de lo que uno
de ellos ha suministrado de más.
Si un comerciante, en un burgo, envía a un corresponsal en la ciudad productos
del campo para su venta, y éste, a su vez, remite al primero mercancías de la ciudad
de las que en el campo se consumen, existiendo durante todo el año una
correspondencia entre los dos empresarios, y llevando, a base de mutua confianza,
cuenta detallada de sus productos y mercaderías al precio de los mercados
respectivos, no hará falta otro dinero real para mantener este comercio sino el saldo
que uno deberá pagar a otro a fin de año; y todavía este saldo podrá ser transferido a
una cuenta nueva para el año siguiente, sin desembolsar cantidad alguna en efectivo.
Todos los empresarios de una ciudad, que continuamente mantienen entre sí relación
de negocios, pueden practicar este método. Semejantes trueques por evaluación
pueden ahorrar mucho dinero contante en la circulación, o al menos acelerar su
movimiento, haciéndolo innecesario en varias manos por donde necesariamente
debería pasar si no existiera esta confianza y este género de trueques por evaluación.
Así se justifica la afirmación de que la confianza en el comercio hace menos escaso el
dinero.

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Los orfebres y banqueros públicos, cuyos billetes circulan corrientemente en los
pagos como dinero contante y sonante, contribuyen también a la velocidad de la
circulación, la cual sufriría un retraso si hiciera falta dinero efectivo en todos los
pagos en que la gente se contenta con billetes; y aunque estos orfebres y banqueros
guardan siempre en caja una buena parte del dinero efectivo que han recibido al
emitir sus billetes, no dejan de poner también en circulación una considerable
cantidad de este dinero efectivo, como explicaré más tarde, cuando trate de los
Bancos públicos.
Todas estas reflexiones parecen probar que podría efectuarse la circulación
monetaria en un Estado con bastante menos dinero efectivo del que estimé necesario
a tal efecto; pero las inducciones siguientes parecen contrarrestar dichos supuestos y
contribuir al retraso de esta misma circulación.
Observaré primero que todos los productos del campo pueden obtenerse con un
trabajo susceptible de desarrollarse, hablando en términos absolutos, con poco o
ningún dinero efectivo, como repetidas veces he insinuado. Pero todas las
mercaderías se producen en las ciudades o en los burgos como fruto del trabajo de
unos obreros a los cuales se ha de pagar en dinero efectivo. Si la construcción de una
casa ha costado cien mil onzas de plata, toda esta suma, o por lo menos la mayor
parte, debió pagarse todas las semanas, al detalle, a quienes elaboraron los ladrillos, a
los albañiles, carpinteros, etc., en forma directa o indirecta. El gasto de las familias
humildes, que en una ciudad son siempre muy numerosas, se hace necesariamente
con dinero efectivo. En estas transacciones menudas, la evaluación y los billetes no
tienen utilidad alguna. Los mercaderes o empresarios al por menor exigen dinero
contante por el precio de las cosas que suministran; o si dan crédito a una familia por
pocos días o meses, al final reclaman un pago sustancial en dinero. Un guarnicionero
que venda una carroza en cuatrocientas onzas de plata, en billetes, se verá en la
necesidad de convertir estos billetes en dinero efectivo para pagar los materiales y
obreros que han sido necesarios para construir su carroza, si el trabajo se hizo a
crédito; o si anticipó el dinero, para hacer una carroza nueva. La venta del vehículo le
dejará una utilidad a su empresa, utilidad que gastará para la manutención de su
familia. No se contentará con billetes sino cuando pueda retirar una parte, o colocarla
para recibir un interés.
El consumo de los habitantes de un Estado corresponde, en cierto modo,
únicamente a su sustento. La vivienda, el vestido, los muebles, etc., corresponden al
sostenimiento de los obreros que en ellos han trabajado, y en las ciudades toda la
comida y la bebida se pagan necesariamente con dinero efectivo. En las familias de
los propietarios residentes en la ciudad, la comida se paga todos los días o cada
semana; el vino consumido por estas familias se paga por semanas o por meses, los
sombreros, las medias, los zapatos, etc., se adquieren ordinariamente al contado, a
menos que se entreguen a cuenta de los salarios de los obreros que trabajaron en ello.
Todas las sumas que sirven para hacer pagos de cuantía, se dividen, distribuyen y

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difunden necesariamente en pequeños pagos, para atender a la subsistencia de
obreros, criados, etc., y a su vez estas pequeñas cantidades se recogen y reúnen
necesariamente por los pequeños empresarios y detallistas de bienes de subsistencia
para los habitantes, y así pueden hacer pagos de importancia cuando compran
productos a los colonos. El dueño de un expendio de cerveza recoge en sueldos y
libras las sumas que paga al cervecero, y éste las utiliza para pagar todos los cereales
y materiales que el campo le suministra. Imposible sería imaginar algún artículo,
como muebles, mercancías, etc., que no se compre a base de moneda corriente en un
Estado, y cuyo valor no corresponda a la subsistencia de quienes han intervenido en
su elaboración.
La circulación de la moneda en las ciudades se lleva a cabo por los empresarios, y
corresponde siempre, en forma directa o indirecta, a la subsistencia de los criados,
obreros, etc. Es inconcebible que el comercio al por menor pueda realizarse sin
dinero efectivo. Los billetes pueden servir como unidades de cambio, en los pagos
importantes, durante un cierto lapso; pero cuando es preciso distribuir y esparcir las
grandes sumas en pequeñas transacciones, como pronto o tarde resulta necesario en la
corriente de circulación de una ciudad, los billetes no pueden servir a este efecto, y
hace falta dinero contante.
Si admitimos esta hipótesis, todos los estamentos de un Estado que practican el
ahorro, mantienen fuera de la circulación pequeñas sumas de dinero contante, hasta
que reúnen la suficiente cantidad para colocarla a interés o con beneficio.
Existen, además, gentes avaras y medrosas que entierran y atesoran sin cesar el
dinero efectivo, durante un lapso a veces bastante prolongado.
Muchos propietarios, empresarios, etc., guardan siempre algún dinero contante en
sus bolsas o en sus cajas para afrontar casos imprevistos y no quedar exhaustos. Si un
señor advierte que por espacio de un año nunca tuvo menos de veinte luises en la
bolsa, puede decirse que esta bolsa ha mantenido veinte luises fuera de la circulación
durante el año entero. Nunca llegamos a gastar hasta el último centavo; disfrutamos
sabiendo que no estamos desprovistos del todo y que recibiremos un nuevo refuerzo
de ingreso antes de pagar, incluso, una deuda, con el dinero que se posee. Los haberes
de menores y litigantes se depositan con frecuencia en dinero efectivo, y se
mantienen fuera de la circulación.
Además de los grandes pagos que pasan a través de las manos de los colonos en
los cuatro términos trimestrales del año hay que contar con otros, de empresario a
empresario, en los mismos términos, así como, en épocas diversas, los realizados por
los prestatarios a los prestamistas de dinero. Todas estas sumas se recogen en el
comercio al por menor, y se esparcen de nuevo, volviendo, pronto o tarde, al colono;
pero ello exige, al parecer, una cantidad más considerable de dinero efectivo en la
circulación que si estos grandes pagos se hicieran en tiempos diferentes de aquéllos
en los cuales se pagan los artículos a los colonos.

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Por lo demás, es tan grande la variedad entre los diferentes estamentos en que se
agrupan los habitantes de un Estado, así como en la circulación de dinero efectivo
que les corresponde, que parece imposible estatuir nada preciso o exacto en cuanto a
la cantidad de dinero proporcionalmente necesaria para la circulación. Si he aducido
tantos ejemplos e inducciones, ha sido para evidenciar que mi hipótesis de «que el
dinero efectivo necesario para la circulación en el Estado aproximadamente
corresponde al valor del tercio de todas las rentas anuales de los propietarios de
tierras», no se aleja mucho de la verdad. Cuando los propietarios perciben una renta
equivalente a la mitad del producto, o a más del tercio, hace falta más dinero efectivo
para la circulación, aun permaneciendo inalteradas todas las demás cosas. Si es
grande la confianza en los Bancos, y además se practican trueques por evaluación,
podría bastar una cantidad menor de dinero, y otro tanto ocurre si el ritmo de la
circulación puede acelerarse de algún otro modo. Más adelante podré demostrar
cómo los Bancos públicos no procuran tantas ventajas como usualmente se supone.

CAPÍTULO V
De la desigualdad de la circulación del dinero efectivo en un Estado

La ciudad suministra siempre al campo diversas mercaderías, y los propietarios de


tierras residentes en la ciudad deben siempre recibir en ellas aproximadamente el
tercio del producto de sus haciendas: de este modo el campo debe a la ciudad más de
la mitad del producto de las tierras. Esta deuda rebasaría siempre la mitad si todos los
propietarios residieran en la ciudad; pero como muchos pequeños terratenientes viven
en el campo, supongo que el saldo, o la deuda que continuamente retorna del campo a
la ciudad, equivalen a la mitad del producto de las tierras, y que este saldo se paga en
la ciudad con la mitad de los productos del campo, que a ella se transportan, y cuyo
precio de venta se emplea para pagar esta deuda.
Ahora bien, todas las zonas rurales de un Estado o de un reino son deudoras de un
saldo constante a la capital, tanto por la renta de los propietarios principales que en
ellas residen, como por los impuestos del Estado mismo, o de la Corona, la mayor
parte de los cuales se consumen en la capital. Así también todas las ciudades de
provincia adeudan a la capital un saldo constante, sea para el Estado, en impuestos
sobre las viviendas o sobre el consumo, sea para pagar las diferentes mercancías que
en la ciudad se adquieren. También acontece que muchos particulares y propietarios
residentes en las ciudades de provincia van a pasar temporadas a la capital, sea con
fines placenteros o para atender al fallo de un proceso en última instancia, sea porque
envían a sus hijos para que en la ciudad reciban una educación escogida.
Evidentemente todos estos gastos, que se hacen en la capital, se extraen de las

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ciudades de provincia.
Se puede decir así, que todos los distritos rurales y todas las ciudades de un
Estado deben constante y anualmente un saldo, o deuda, a la capital. Ahora bien,
como este saldo se paga en dinero, es evidente que las provincias deben sumas
considerables a la capital, porque los productos y mercaderías que las provincias
envían a la capital se venden en ella por dinero, y con él se paga la deuda o saldo en
cuestión.
Supongamos ahora que la circulación monetaria es igual en las provincias y en la
capital, tanto en cantidad de dinero como respecto a la velocidad de la circulación. El
saldo será enviado primeramente a la capital en especie, y como consecuencia
disminuirá la cantidad de dinero en las provincias, aumentándose en la capital; por
tanto, los productos y mercaderías serán más caros en la capital que en las provincias,
debido a la mayor cantidad de dinero que en la capital existe. La diferencia de precios
en la capital y en las provincias debe pagar los gastos y riesgos de transporte, pues de
otro modo se remitirá dinero en efectivo a la capital para pagar el saldo, y esto durará
hasta que la diferencia de precios entre la capital y las provincias venga a compensar
los gastos y riesgos de transporte. Entonces los mercaderes o empresarios de los
burgos comprarán a bajo precio los productos de las aldeas, y los acarrearán a la
capital para venderlos en ella a más alto precio; esta diferencia de precios pagará
necesariamente el mantenimiento de caballos y criados y el beneficio del empresario,
sin lo cual éste cesaría en su empresa.
De ahí resulta que el precio de los artículos de igual calidad es siempre más
elevado en los distritos rurales cercanos a la capital que en los alejados de ella, de
acuerdo con los gastos y riesgos del transporte, y que los campos adyacentes a los
mares y ríos que con la capital comunican obtendrán proporcionalmente para sus
mercaderías un precio mejor que el de las que están distantes (permaneciendo en
igualdad de condiciones todo lo demás), porque los gastos de transporte por agua son
menos crecidos que los de tierra. De otra parte, los productos y mercaderías de
pequeña importancia que no pueden consumirse en la capital (ya porque no son
adecuados para su consumo, o porque no se pueden transportar allí, a causa de su
volumen, o porque sufrirían deterioro en el camino), serán infinitamente más baratos
en las zonas rurales y en las provincias alejadas que en la capital misma, en relación
con la cantidad de dinero circulante para estas transacciones, cantidad que es
considerablemente más pequeña en las provincias distantes.
Así los huevos frescos, la caza, la mantequilla, la leña, etc., serán ordinariamente
mucho más baratos en las provincias del Poitou que en París; en cambio, el trigo, los
bueyes y los caballos no serán más caros en París, sino por la diferencia de gastos y
riesgos de su envío y por las alcabalas pagadas al entrar a la ciudad.

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Así podríamos seguir haciendo numerosas inducciones de la misma naturaleza
para justificar experimentalmente la necesidad de una desigualdad en la circulación
del dinero entre las diferentes provincias de un Estado o reino de gran extensión, y
para demostrar que esta desigualdad guarda siempre relación con el saldo o deuda
que a la capital corresponde.
Si suponemos que el saldo debido a la capital asciende a la cuarta parte del
producto de las tierras de todas las provincias del Estado, la mejor disposición que
podría hacerse de las tierras consistiría en utilizar los campos vecinos de la capital en
obtener aquellos productos que no podrían extraerse de provincias distantes sin
mucho gasto o desperdicio. Así ocurre siempre, en efecto. Como el precio de los
mercados de la capital sirve de guía a los colonos para destinar sus tierras a uno u
otro uso, emplean las más cercanas a la ciudad, si sus condiciones lo permiten, para la
horticultura, praderas, etc.
En la medida de lo posible convendría establecer en las provincias distantes las
manufacturas de paños, ropa blanca, encajes, etc., y en las cercanías de las minas de
carbón o de los bosques, siempre distantes, las de instrumentos de hierro, estaño,
cobre, etc. De este modo se podrían enviar las mercancías elaboradas a la capital con
menos gastos de transporte que si se remitieran los materiales para trabajarlos en la
capital misma, así como la subsistencia de los obreros encargados de elaborarlos.
Se ahorraría así una infinidad de caballos y peones, a los cuales podría darse una
ocupación más adecuada para la conveniencia del Estado: las tierras servirían para
mantener en cada lugar a los obreros y artesanos útiles; de este modo cabría ahorrar
gran copia de caballos que sólo se utilizan para innecesarios transportes. A sí las
tierras lejanas procurarían rentas más considerables a los propietarios, y la
desigualdad en la circulación entre las provincias y la capital sería más proporcionada
y menos considerable.
Sin embargo, para localizar de ese modo las manufacturas, no solamente hacen
falta muchos arrestos y capitales, sino, además, los medios de asegurar un consumo
regular o constante, sea en la capital misma, sea en algunos países extranjeros, cuyas
exportaciones, a su vez, puedan ser útiles a la capital para hacer los pagos de las
mercaderías que de esos países extranjeros se extraen, o para enviar a ellos plata, en
especie.
Cuando se instalan estas manufacturas, no se llega desde un principio a la
perfección. Si existe otra provincia donde las mercaderías son más hermosas o más
baratas, o si la cercanía de la capital o existencia de un mar o de un río que
comunican con ella facilita considerablemente el transporte, no prosperarán las
manufacturas en cuestión situadas en lugares distantes. Es preciso examinar todas
estas circunstancias cuando se trata de establecer nuevas manufacturas. Yo no me he
propuesto tratar a fondo este asunto en el presente Ensayo, sino insinuar tan sólo que,
en lo posible, convendría instalar manufacturas en las provincias alejadas de la
capital, para aumentar su importancia y para determinar una circulación de dinero

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proporcionalmente menos desigual que la de la capital misma.
En efecto, cuando una provincia distante no cuenta con manufacturas y no
produce más que artículos ordinarios, careciendo de comunicación acuática con la
capital o con el litoral marino, es curioso advertir cómo escasea el dinero, en relación
con el que circula en la capital, y cuán escasas rentas producen las más hermosas
fincas al príncipe y a los propietarios que en la capital residen.
Los vinos de Provenza y del Languedoc, enviados a través del Estrecho de
Gibraltar, a los países del Norte, a costa de una navegación larga y penosa, y después
de haber pasado por las manos de diversos empresarios, rinden bien.
Sin embargo, es absolutamente necesario que estas provincias distantes envíen
sus productos, a pesar de todos los inconvenientes del acarreo y de la distancia, a la
capital o a otros lugares, sea en el propio Estado o en países extranjeros, para que con
sus rendimientos pueda realizarse el pago del saldo debido a la capital. Ahora bien,
estos productos serían consumidos en gran parte en el lugar mismo de su producción,
si existieran talleres o manufacturas para pagar ese saldo, y en tal caso el número de
los habitantes sería mucho más considerable.
Cuando la provincia paga el saldo con sus propios productos, que rinden tan poco
en la capital en proporción a los gastos de transporte desde tan lejos, es notorio que el
propietario, residente en la capital, entrega el producto de una gran extensión de tierra
en su provincia, para recibir poco en la capital. Ello se debe a la desigualdad del
dinero, desigualdad que deriva del saldo constante que la provincia debe a la capital.
En la actualidad, si un Estado o un reino que suministra productos de sus
manufacturas a los países extranjeros hace ese comercio de tal suerte que todos los
años obtiene del extranjero un saldo constante de dinero, la circulación será en el
propio país más rápida que en los de fuera, el dinero abundará más también, y en
consecuencia la tierra y el trabajo se pagarán insensiblemente a más alto precio. Esto
hará que en todas las ramas del comercio el Estado en cuestión cambie con el
extranjero una cantidad menor de tierra y de trabajo por otra más grande, mientras
duran estas circunstancias.
Si algún extranjero reside en el Estado en cuestión se hallará casi en una situación
semejante y en circunstancias análogas a aquéllas en que se encuentra en París el
propietario cuyas tierras se hallan situadas en provincias distantes.
Después de instalar, en 1646, manufacturas de paños, y, luego otros talleres,
Francia parecía practicar por lo menos en parte, el comercio al cual acabo de
referirme. Tras de la decadencia de Francia, Inglaterra ha ocupado su lugar: y así los
Estados no parecen florecientes sino por su mayor o menor participación en el citado
comercio. La desigualdad en la circulación de dinero entre los diferentes Estados
determina la desigualdad de su respectiva potencia, cuando las demás cosas
permanecen iguales; esta desigualdad de circulación siempre se refiere al saldo del
comercio exterior.

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A base de lo que hemos dicho en este capítulo, fácil es juzgar que la estimación
realizada a base de los impuestos del diezmo real, tal como la ha hecho el señor de
Vauban, no puede ser ni ventajosa ni practicable. Más justo sería que el impuesto
sobre las tierras se estableciera en dinero, proporcionalmente a la renta de los
propietarios. Pero no quiero apartarme de mi tema, para revelar los inconvenientes y
la imposibilidad del plan formulado por el señor Vauban.

CAPÍTULO VI
Del aumento y de la disminución de la cantidad de dinero efectivo en un Estado

Si en un Estado se descubren minas de oro o de plata, y de ellas se extraen cantidades


considerables de mineral, el propietario de estas minas, los empresarios y todos
cuantos trabajan en ellas no dejarán de aumentar sus gastos en proporción a las
riquezas y a los beneficios que obtengan; además, prestarán a interés las sumas de
dinero remanente después de disponer de lo necesario para sus gastos.
Todo este dinero, ya sea prestado o gastado, penetrará en la circulación, y no
dejará de elevar el precio de los artículos y mercaderías en todos los canales de
circulación por donde penetre. El aumento de dinero provocará un aumento de los
gastos, y esto último, a su vez, traerá consigo un aumento considerable de los precios
del mercado en los años más favorables del cambio, y otro relativamente menor en
los de nivel más bajo.
Todo el mundo reconoce que la abundancia de dinero o su aumento en el cambio
encarece el precio de todas las cosas. La cantidad de dinero que se ha traído de
América a Europa durante los dos últimos siglos justifica esta verdad por la
experiencia.
Locke establece como máxima fundamental que la cantidad de productos y
mercaderías, proporcionada a la cantidad de dinero, sirve de norma a los precios del
mercado. Yo he tratado de esclarecer su idea en los capítulos precedentes; dicho autor
se ha dado cuenta de que la abundancia de dinero lo encarece todo, pero no ha
investigado cómo ocurre semejante cosa. La gran dificultad de esta investigación
consiste en saber por qué vía y en qué proporción el aumento de dinero eleva el
precio de las cosas.
Ya he observado que una aceleración, es decir, una circulación más rápida del
dinero en el cambio, equivale, hasta cierto punto, a un aumento de dinero efectivo.
También he advertido que el aumento o la disminución de los precios de un mercado
distante, ya sea en el propio Estado o en el extranjero, influye sobre los precios
actuales del mercado. Por otra parte el dinero circula, al por menor, a través de un
número tan grande de canales, que parece imposible no perderlo de vista, que

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habiendo sido acumulado para constituir sumas importantes, se distribuye en los
pequeños arroyos del cambio y luego se vuelve a concentrar poco a poco para
efectuar pagos de importancia. Estas operaciones exigen constantemente cambiar
monedas de oro, plata y cobre, según las peculiaridades del cambio. También ocurre
de ordinario que no advertimos el aumento o la disminución de dinero efectivo en un
Estado, porque fluye en el extranjero, o, si se introduce en el propio país, lo hace por
vías y en proporciones tan pequeñas que resulta imposible saber con exactitud la
cantidad que entra en un Estado o la que sale de él.
Sin embargo, todas estas operaciones acontecen bajo nuestros ojos, y todo el
mundo participa directamente en ellas. Creo así poder aventurar algunas reflexiones
sobre esta materia, aunque no me halle en condiciones de formularlas de un modo
exacto y preciso.
Estimo en general que un aumento de dinero efectivo determina en un Estado un
aumento proporcional del consumo, que gradualmente provoca el aumento de los
precios.
Si el aumento de dinero efectivo proviene de las minas de oro o plata que se
encuentran en un Estado, el propietario de estas minas, los empresarios, fundidores,
refinadores y, en general, todos cuantos trabajan en ello, no dejarán de aumentar sus
gastos en proporción de sus ganancias. En sus hogares consumirán más carne y más
vino o cerveza que antes, se acostumbrarán a llevar mejores trajes, ropa blanca más
fina, a poseer casas mejor decoradas y a disfrutar otras comodidades deseables.
Darán, así, ejemplo a muchos artesanos que antes carecían de trabajo, y que, por la
misma razón, aumentarán también sus gastos; todo este aumento de gasto en carne,
vino, lana, etc., disminuye necesariamente la parte de otros habitantes del Estado que
no participan en un principio en la riqueza de las minas en cuestión. El regateo en el
mercado, o la demanda de carne, vino, lana, etc., serán más intensos que de ordinario,
y no dejarán de elevar los precios. Estos precios elevados inducirán a los colonos a
emplear más extensión de tierra para producirlos en años sucesivos: estos mismos
colonos se beneficiarán con el referido aumento de precios, y aumentarán, como los
otros, sus gastos familiares. Quienes sufrirán este encarecimiento y el aumento del
consumo serán, primeramente, los propietarios de las tierras, mientras duren sus
contratos de arrendamiento; después, sus criados y todos los obreros o gentes con
salario fijo, que a ellos están vinculados. Será preciso que todas estas personas
disminuyan su gasto en proporción al nuevo consumo, circunstancia que obligará a
un gran número a salir del Estado, y a buscar fortuna en otros países. Los propietarios
despedirán a muchos auxiliares y los restantes reclamarán un aumento de salario para
poder subsistir como antes. He aquí, poco más o menos, cómo un aumento
considerable de dinero, originado en las minas, aumenta el consumo, y, disminuyendo
el número de los habitantes, provoca un gasto mucho mayor entre los que se quedan.

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Si se continúa obteniendo rendimiento de las minas, la abundancia de dinero
elevará de tal modo el precio de todas las cosas, que los propietarios de tierras, al
expirar sus contratos, aumentarán considerablemente sus rentas, para tornar a su
antiguo tren de vida, aumentando en proporción los salarios de quienes les sirven;
pero no sólo ocurrirá esto, sino que los artesanos y los obreros encarecerán de tal
modo sus artículos que podrá obtenerse un considerable beneficio en traerlos del
extranjero, donde son más baratos. Esto inducirá naturalmente a muchas a hacer venir
al propio Estado numerosos productos elaborados en el exterior, donde pueden
encontrarse a bajo precio; de este modo se producirá insensiblemente la ruina de los
artesanos e industriales del propio Estado, para quienes resultará imposible subsistir
trabajando a tan bajo precio, a causa de la carestía de la vida.
Cuando la excesiva abundancia de dinero de las minas haya reducido el número
de los habitantes de un Estado, habituándose los restantes a un gasto mayor, elevando
el producto de la tierra y del trabajo de los obreros hasta alcanzar precios excesivos, y
arruinando las manufacturas del Estado por el uso que los terratenientes y quienes
trabajan en las minas hacen de los productos extranjeros, el dinero producido en las
minas fluirá necesariamente al exterior, para pagar lo que de él se importa; ello
empobrecerá insensiblemente al propio Estado y lo hará en cierto modo dependiente
del extranjero, al cual se verá obligado a enviar dinero anualmente, a medida que lo
extrae de las minas. Cesará esa abundante circulación de dinero, que era general al
principio, y sobrevendrán la pobreza y la miseria, con lo que el trabajo de las minas
no resultará sino en ventaja de quienes están ocupados en ellas, y de los extranjeros
que con ello se benefician.
He ahí, aproximadamente, lo que ocurrió en España, desde el descubrimiento de
las Indias. Por lo que a Portugal respecta, desde el descubrimiento de las minas de oro
del Brasil se han servido casi siempre de los artículos y manufacturas del extranjero,
y tal parece como si no trabajaran en las minas sino por cuenta y a beneficio de esos
mismos extranjeros. Todo el oro y la plata que estos dos Estados extraen de las minas,
no les procura, en la circulación, más metales preciosos que a los otros.
Ordinariamente Inglaterra y Francia benefician una mayor cantidad.
Ahora bien, si el incremento de dinero en el propio Estado procede de una
balanza favorable de comercio con el extranjero (es decir, si se envían a otros países
artículos y manufacturas en valor y cantidad mayores que los que de ellos se
importan, y se recibe, por consiguiente, un excedente en dinero) este aumento anual
de dinero enriquecerá un gran número de comerciantes y empresarios en el propio
Estado, y permitirá ocupar a los numerosos artesanos y obreros que producen los
artículos exportables al extranjero, de donde el dinero se obtiene. Ello aumentará
gradualmente el consumo de estos habitantes industriosos, y encarecerá el precio de
la tierra y del trabajo. Pero las gentes laboriosas, atentas a amasar un patrimonio, no
aumentarán por lo pronto sus gastos; esperarán hasta que hayan reunido una buena
suma de donde puedan obtener un interés seguro, independientemente de sus

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actividades habituales. Cuando un gran número de habitantes haya adquirido fortunas
considerables con este dinero que entra constante y anualmente en el propio Estado,
no dejarán de incrementar su consumo y de encarecer todas las cosas. Aunque esta
carestía les obligue a realizar un gasto mayor del que en principio se proponían, la
mayoría continuará haciéndolo, mientras les queden disponibilidades; porque nada es
más fácil y agradable que aumentar el gasto de las familias, pero nada más difícil ni
molesto que reducirlo.
Si un balance anual y constante determina, en un Estado, un aumento
considerable de dinero, no dejará de aumentar el consumo, de encarecer el precio de
todas las cosas y aun de disminuir el número de los habitantes, a menos que del
extranjero se extraiga una cantidad adicional de productos, proporcional al
incremento del consumo. Por otra parte, en los Estados que han adquirido gran copia
de dinero se suelen importar muchas cosas de los países vecinos donde el dinero
escasea, y donde todo es, por consiguiente más barato: pero como esto obligará a
enviar dinero, el saldo de la balanza de comercio se hará más pequeña. La baratura de
la tierra y del trabajo en aquellos países extranjeros donde el dinero escasea,
determinará naturalmente el establecimiento de manufacturas y talleres parecidos a
los del propio Estado, si bien en un principio no serán tan perfectos y estimados.
En esta situación, el Estado puede subsistir en medio de una abundancia de
dinero, consumir todos sus productos y aun buena parte de la producción de otros
países y, por añadidura, conservar un pequeño saldo contra el extranjero, o al menos
mantener este nivel en el saldo de la balanza, por espacio de varios años; es decir,
extraer, a cambio de sus productos y manufacturas, tanto dinero de estos países
extranjeros como está obligado a enviar a cambio de los artículos y productos de la
tierra que de otros países importa. Si se trata de un Estado marítimo, la facilidad y
baratura de la navegación para el transporte de sus productos y manufacturas a los
países extranjeros podrán compensar de algún modo la carestía del trabajo
determinada por la superabundancia del dinero, de suerte que los productos y
manufacturas de ese Estado, por caras que sean, no dejarán de venderse en lejanos
países, a precios más baratos, en ocasiones, que las manufacturas de otro Estado
donde el trabajo se halle a más bajo precio.
Los gastos de transporte aumentan considerablemente el precio de las cosas que
se remiten a lejanos países, pero estos gastos son bastante módicos en los Estados
marítimos, donde existe una navegación regular para todos los puertos extranjeros,
gracias a la cual casi siempre se encuentran naves dispuestas a hacerse a la vela,
transportando cuantas mercancías se les confía, por un flete muy razonable.
No ocurre lo mismo en los Estados donde la navegación no es floreciente. Precisa
en ellos construir navíos expresamente para el transporte de mercaderías, lo que, en
ocasiones, se lleva todo el beneficio; la navegación en tales casos resulta muy
costosa, circunstancia que desalienta por completo al comercio.

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En la actualidad, Inglaterra no sólo consume la mayor parte de sus escasos
productos, sino, además, muchos artículos de otros países, como sedas, vinos, frutas,
ropa blanca en cantidad, etc., mientras que al exterior sólo envía el producto de sus
minas, talleres y de la mayor parte de sus manufacturas, y por caro que allí sea el
trabajo a causa de la abundancia del dinero, no por eso deja de vender sus artículos en
los países lejanos, gracias a la ventaja que le da su navegación, a precios tan
razonables como en Francia, donde esos mismos artículos son mucho más baratos.
El aumento de la cantidad de dinero efectivo en un Estado puede hallarse
determinado, sin balanza de comercio, por los subsidios que a ese Estado abonan las
potencias extranjeras; por los gastos de embajadores o viajeros, a quienes razones de
política, de curiosidad o de diversión, estimulan a buscar en ellos permanencia; por la
transferencia de bienes y fortunas correspondientes a ciertas familias que, por falta de
libertad religiosa o por otras circunstancias, abandonan su patria para establecerse en
ese Estado. En todos estos casos las sumas que entran en el Estado en cuestión
determinan en él, siempre, un aumento de los gastos y del consumo, y encarecen, por
consiguiente, todas las cosas en los canales del cambio donde el dinero penetra.
Supongamos que la cuarta parte de los habitantes del Estado consumen
diariamente carne, vino, cerveza, etc., y adquieren con frecuencia vestidos, ropa
blanca, etc., antes de que se produzca el incremento de dinero; pero después de
efectuado dicho aumento, si un tercio o una mitad de los habitantes consumen las
mismas cosas, los precios de estos artículos y mercaderías se elevarán
irremisiblemente, y la carestía de la carne obligará a muchos de los habitantes, que
integraban aquella cuarta parte de la población del Estado, a consumir menos que de
ordinario. Un individuo que come tres libras de carne por día podrá subsistir con dos,
pero lamentará esa reducción; en cambio, la otra mitad de los habitantes que apenas si
comía carne, no resentirá una restricción semejante. El pan se encarecerá en verdad,
gradualmente, a causa de ese aumento del consumo, tal como en repetidas ocasiones
he señalado, pero el encarecimiento será proporcionalmente menor que el de la carne.
El aumento del precio de la carne determina una disminución del consumo en un
pequeño sector de la población, a la cual se perjudica, pero el aumento del precio del
pan disminuye la participación de todos los habitantes, lo cual hace que se sienta
menos. Si un país de 10 millones de habitantes registra un incremento de 1,000
personas, su consumo extraordinario de pan no se elevará más que en una libra por
cada cien, que será preciso reducir en la cuota de los antiguos residentes; cuando un
hombre, en lugar de 100 libras de pan, consume 99 para su subsistencia, apenas si
siente esta reducción.
Cuando aumente el consumo de carne, los colonos aumentarán también la
extensión de sus cultivos pratenses, para obtener más carne, pero disminuirán
correlativamente las tierras laborables, y, por consiguiente, la cantidad de trigo. Pero
lo que ordinariamente motiva que la carne se encarezca más que el pan, en
proporción, es que por lo común en el propio Estado se permite la libre importación

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de trigo extranjero, mientras que la importación de ganado se prohíbe en absoluto,
como ocurre en Inglaterra, o se establecen sobre esas importaciones fuertes derechos
arancelarios, como acontece en otros países. Ésta es la razón de que, cuando el dinero
abunda, las rentas de los prados naturales y artificiales se eleven en Inglaterra al triple
de las rentas de las tierras laborables.
Los embajadores, viajeros y familias que vienen a establecerse en el propio
Estado aumentarán, sin duda, su consumo, y los precios de las cosas se elevarán en
todos los canales del cambio por donde el dinero circula.
En cuanto a los subsidios que el Estado recibe de las potencias extranjeras, o bien
se atesoran para atender a las necesidades del Estado o son lanzados a la circulación.
En el primer supuesto no nos ocuparemos de ellos, porque sólo me ocupo del dinero
que circula. El dinero atesorado, la vajilla, la plata de las iglesias, etc., son riquezas
que el Estado sólo utiliza en casos de extrema urgencia, porque no son de ninguna
utilidad actual. Si el Estado lanza a la circulación los aludidos subsidios, lo hace por
la vía del gasto, con lo que evidentemente aumentará el consumo y encarecerá el
precio de las cosas. Quienquiera que reciba este dinero, lo pondrá en movimiento en
su principal negocio, esto es, su sustento, el de sí mismo o el de algún otro, puesto
que todas las cosas se refieren al sustento mismo directa o indirectamente.

CAPÍTULO VII
Continuación del mismo tema del aumento y de la disminución de la cantidad de
dinero en un Estado

Como el oro, la plata y el cobre poseen un valor intrínseco, proporcional a la tierra y


al trabajo que en su producción intervienen, en los lugares de donde se les extrae de
las minas, y proporcional, además, a los gastos de su importación o introducción en
los Estados que carecen de minas, la cantidad de dinero, como la de cualesquiera
otras mercancías, determina su valor, en los tratos mercantiles, frente a las otras
cosas.
Si Inglaterra comienza por servirse del oro, de la plata y del cobre en los cambios,
el dinero será estimado, según la cantidad que existe en circulación,
proporcionalmente a su valor frente a todas las demás mercancías y artículos, y se
llegará a esta estimación, en forma aproximada, a base de regateo en el mercado.
Apoyándose en estas estimaciones los propietarios de tierras y los empresarios fijarán
los salarios de los criados y obreros a quienes dan trabajo, a tanto por día o por año,
de tal modo que ellos y sus familias puedan sustentarse con los emolumentos que
perciben.

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Supongamos ahora que a causa de la residencia de embajadores y viajeros
extranjeros en Inglaterra se haya introducido en la circulación otro tanto de dinero del
que había al principio; este dinero pasará primero por las manos de diversos
artesanos, criados, empresarios, etc., que hayan participado en las empresas de
transporte, diversiones, etc., de estos extranjeros; los industriales, colonos u otros
empresarios sentirán el efecto de este aumento de dinero, gracias al cual se creará, en
un gran número de personas, la costumbre de un gasto mayor que en el pasado, lo que
en consecuencia encarecerá los precios del mercado. Incluso los hijos de estos
empresarios y artesanos incurrirán en nuevos gastos: en esta situación de abundancia
sus padres les darán dinero para sus placeres menudos, y con ellos comprarán
pasteles y otras golosinas, y esta nueva cantidad de dinero se distribuirá de tal modo
que ciertas personas antes privadas de dinero podrán ahora disponer de él. Muchas
compras que anteriormente se hacían por evaluación se efectuarán en lo sucesivo con
dinero en mano y, por consiguiente, será mayor la velocidad de circulación del dinero
que la que antes existía en Inglaterra.
De todo esto induzco que cuando se introduce doble cantidad de dinero en un
Estado no siempre se duplica el precio de los productos y mercaderías. Un río que se
desliza y serpentea por su cauce no corre con doble rapidez porque se duplique el
caudal de sus aguas.
La proporción de carestía que el aumento y la cantidad de dinero introducen en un
Estado dependerá del rumbo que este dinero imprima al consumo y a la circulación.
Cualesquiera que sean las manos por donde pase el dinero que se ha introducido en la
circulación aumentará naturalmente el consumo; pero este consumo será más o
menos grande según los casos, y afectará en mayor o menor escala a ciertas especies
de artículos o mercaderías, según el capricho de los que adquieren el dinero. Los
precios de mercado se encarecerán más para ciertas especies que para otras, por
abundante que sea el dinero. En Inglaterra el precio de la carne podrá encarecerse al
triple, mientras que el precio del trigo sólo se aumenta en una cuarta parte.
Siempre se ha permitido en Inglaterra importar trigo, pero no ganado vacuno de
países extranjeros. Por esta razón, aun siendo importante el aumento de dinero
efectivo en Inglaterra, el precio del trigo no puede elevarse en dicho país a nivel más
alto que en otro donde el dinero escasea, a no ser por los gastos y riesgos resultantes
de introducir el trigo de estos mismos países extranjeros.
No ocurre lo mismo con el precio de las reses, que necesariamente será
proporcional a la cantidad de dinero ofrecido por la carne, en proporción a la cantidad
de carne y al número de reses que allí se crían. Un buey con peso de 800 libras se
vende hoy en Polonia y Hungría por dos o tres onzas de plata, mientras que en el
mercado de Londres comúnmente se pagan 40. Sin embargo, el bushel de trigo no
alcanza a venderse en Londres al doble del precio que tiene en Polonia y en Hungría.

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El incremento de dinero no aumenta el precio de los productos y mercaderías sino
por la diferencia de los gastos de transporte, cuando este transporte es viable. Pero en
muchos casos ocurre que el transporte cuesta más que el valor de la cosa, y así se
explica que la madera sea inaprovechable en muchos lugares. Este mismo costo de
transporte es la causa de que la leche, la mantequilla, la ensalada, la caza, etc., apenas
valgan nada en las provincias distantes de la capital.
De ello infiero que un aumento de dinero efectivo en un Estado provoca siempre,
en él, un aumento de consumo y la costumbre de un más elevado nivel de gastos.
Pero la carestía originada por ese incremento de dinero no se distribuye por igual
entre todas las especies de productos y mercaderías, proporcionalmente a la cantidad
de dinero incrementado, a menos que dicho incremento penetre por los mismos
canales de circulación que el dinero primitivo, es decir, a menos que los que ofrecían
en los mercados una onza de plata no sean los mismos y los únicos que allí ofrecen
ahora dos onzas, cuando la cantidad de dinero en circulación se duplica, lo que nunca
ocurre. Se comprende, así, que cuando en un Estado se introduce una respetable
cantidad de dinero excedente, este dinero nuevo dé un nuevo giro al consumo, e
incluso una nueva velocidad a la circulación, si bien no es posible indicar en qué
medida.

CAPÍTULO VIII
Otra reflexión sobre el aumento y sobre la disminución de la cantidad de dinero
efectivo en un Estado

Hemos visto que se puede aumentar la cantidad de dinero efectivo en un Estado,


mediante el laboreo de las minas que en él existen, con los subsidios de las potencias
extranjeras, la inmigración de familias de otros países, la residencia de embajadores y
viajeros, y, principalmente, por el saldo de la balanza de comercio, constante y anual,
que resulta de suministrar productos al extranjero para extraer de él, en oro y plata,
por lo menos una parte del precio. Por este último procedimiento se agranda y
consolida más un Estado, sobre todo cuando el comercio va acompañado y sostenido
por un buen servicio de navegación, y por una producción considerable en el interior
del Estado, susceptible de suministrar las materias primas necesarias para
confeccionar los bienes y mercaderías que se envían al exterior.
Sin embargo, como la continuidad de este comercio provoca gradualmente el
ingreso de una gran cantidad de dinero, aumentando de modo paulatino el consumo, y
como, para satisfacerlo, precisa importar muchos productos del extranjero, una parte
del saldo anual tiene que salir para comprarlos. Por otra parte, como la costumbre del
gasto encarece el trabajo de los obreros, y los precios de los artículos manufacturados

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se elevan sin cesar, irremediablemente algunos países extranjeros tratan de instalar en
sus tierras las mismas clases de talleres y manufacturas, con lo cual dejan de comprar
las del Estado en cuestión: y aunque tales establecimientos nuevos no siempre sean
perfectos al principio, reducen, sin embargo, e impiden incluso la exportación de los
productos del Estado vecino, donde pueden obtenerse más baratos.
De este modo el Estado comienza a perder algunas ramas de su comercio
lucrativo, y muchos de sus trabajadores y mecánicos, viendo que la ocupación
escasea, salen del Estado para buscar empleo en los países de las nuevas
manufacturas. A pesar de esta disminución registrada en el saldo de la balanza de
comercio del Estado, continúa la costumbre de importar diversos artículos del
extranjero. Si los artículos y manufacturas del propio Estado gozan de una alta
reputación, y la facilidad de la navegación procura medios para enviarlos con pocos
gastos a países distantes, el Estado mantendrá durante varios años su superioridad
sobre las nuevas manufacturas a que nos hemos referido, e incluso conservará un
pequeño saldo mercantil activo, o, por lo menos, la balanza quedará equilibrada. Sin
embargo, si algún otro Estado marítimo procura perfeccionar los mismos artículos, y,
al mismo tiempo su navegación, se apoderará, gracias a la baratura de sus productos,
de diversas ramas del comercio en el Estado en cuestión. En consecuencia, este
último registrará pérdidas en la balanza y se verá obligado a enviar, cada año, parte
de su dinero al extranjero, para pagar los artículos importados de él.
Además, aunque el Estado de referencia pudiera conservar una balanza de
comercio, dada su gran abundancia de dinero, razonablemente puede suponerse que
esta abundancia no se producirá sin que muchos particulares opulentos se suman en el
lujo. Comprarán cuadros y piedras preciosas en el extranjero, querrán procurarse
sedas y objetos raros del exterior, y generalizarán de tal modo en el propio Estado las
costumbres de lujo, que, a pesar de las ventajas ordinariamente derivadas del tráfico
mercantil, su dinero fluirá anualmente al extranjero para el pago de dichas atenciones
suntuarias: esta circunstancia empobrecerá gradualmente al Estado, haciendo que
pase de una situación de gran poderío a otra de debilidad extrema.
Cuando un Estado ha llegado a la cúspide de la riqueza (supongo siempre que la
riqueza relativa de los Estados consiste en las respectivas cantidades de dinero que
principalmente poseen) no dejará de caer en la pobreza, con el andar del tiempo. La
excesiva abundancia de dinero, mientras dura, asegura la potencia de los Estados,
pero luego los sume en la pobreza, de modo insensible aunque natural. Parecería así
que cuando un Estado se extiende mediante el comercio y la abundancia de dinero
elevando el precio de la tierra y del trabajo, el príncipe o el poder legislativo deberán
retirar dinero de la circulación, guardarlo para casos imprevistos, y procurar poner
trabas a su curso por todos los medios, excepto la violencia y la mala fe, a fin de
evitar la excesiva carestía de sus artículos, y de poner coto a los inconvenientes del
lujo.

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Pero como no es fácil percatarse del momento oportuno para ello ni saber cuándo
el dinero se ha hecho más abundante de lo necesario para el bienestar y la
conservación de las ventajas del Estado, los príncipes y los jefes de las repúblicas,
muy preocupados por este género de conocimientos, no piensan sino en servirse de
las facilidades derivadas de la abundancia de las rentas públicas, para extender su
poderío e insultar a otros Estados por los motivos más frívolos. Bien mirado, acaso
no obren tan mal cuando tratan de perpetuar la gloria de sus reinos y se esfuerzan por
dejar monumentos que recuerden su poderío y opulencia, ya que si, según es natural
en el mundo, un Estado debe de caer por sí mismo, no hacen con ello sino acelerar un
poco su caída. Sin embargo, parece que deberían esforzarse porque su poderío durase,
por lo menos, todo el tiempo que dura su propia administración.
No hacen falta muchos años para llevar la abundancia al nivel más alto en un
Estado, y menos tiempo hace falta todavía para sumirlo en la pobreza, a falta de
comercio y de productos. Sin hablar del poderío y de la ruina de la república de
Venecia, de las Ciudades hanseáticas, de Flandes y del Brabante, de la República de
Holanda, que se han sucedido en el disfrute de las ramas lucrativas del comercio,
puede afirmarse que el poderío de Francia sólo ha ido aumentando desde 1646; que
las manufacturas de paños —antes importados del extranjero— se instalaron en
1684;que fueron expulsados numerosos empresarios y artesanos protestantes, y que
este reino no ha hecho más que decaer desde esa última fecha.
Para juzgar de la abundancia y de la rareza de dinero en circulación, no conozco
mejor módulo que el de los alquileres y rentas de los propietarios de tierras. Cuando
se arriendan tierras a elevado precio es señal de que el dinero abunda en el Estado;
pero cuando los propietarios se ven obligados a arrendarlas a un precio mucho más
bajo, esto quiere decir que —permaneciendo inalterables todos los demás factores—
el dinero escasea. He leído en un número del État de la France que un acre de viñedo
situado cerca de Mantes, y, por consiguiente, no lejos de la capital de Francia, se
arrendaba en 1660en doscientas libras tornesas, en dinero de pleno valor, mientras
que ahora, en 1700, sólo deja cien libras tornesas en moneda débil, aunque la plata
traída de las Indias occidentales en este intervalo, naturalmente debía haber elevado
el precio de la tierra en Europa.
El autor del État atribuye ese descenso en la renta a falta de consumo. En su
opinión, el consumo de vino disminuye. Pero a mi juicio se halla equivocado, y toma
el efecto por la causa. La causa era una mayor escasez de dinero en Francia, y el
efecto, naturalmente, un descenso en el consumo. Por el contrario, yo he insinuado
siempre en este Ensayo que la abundancia de dinero aumenta naturalmente el
consumo, y contribuye, sobre todo, a poner nuevas tierras en cultivo. Cuando la
abundancia del dinero hace que los precios se eleven a un nivel respetable, los
habitantes se apresuran a trabajar para adquirirlo, si bien no tienen la misma urgencia
por poseer ciertos artículos o mercaderías más allá de lo que es preciso para su
sustento.

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Resulta patente que cuando un Estado posee más dinero en circulación que sus
vecinos, mientras mantiene esa abundancia tiene una ventaja sobre ellos. En primer
lugar en todas las ramas del comercio da menos tierra y trabajo de los que recibe: el
precio de la tierra y el trabajo se estiman por doquier en dinero, y en consecuencia
dicho precio es más elevado en aquel Estado donde el dinero es más abundante. Así
el Estado en cuestión recibe a veces el producto de dos acres de tierra a cambio del de
un solo acre, y el trabajo de dos hombres por el de uno solo. Gracias a esa abundancia
de dinero circulante en Londres, el trabajo de un solo bordador inglés cuesta más que
el de diez bordadores chinos, aunque los chinos borden mejor y realicen más tarea en
la jornada. En Europa causa extrañeza el ver cómo pueden vivir los indios trabajando
tan barato, y cómo pueden costar tan poco las telas admirables que nos envían.
En segundo lugar los ingresos en un Estado donde el dinero abunda aumentan con
mucha más facilidad y en una cuantía relativamente más grande, lo cual procura al
Estado, en caso de guerra o de disputa, medios para ganar todo género de ventajas
sobre los adversarios, en cuyos países el dinero escasea.
Si de dos príncipes que se hacen la guerra por la soberanía o la conquista de un
Estado, uno tiene mucho dinero, y el otro poco, aunque este último cuente, en
cambio, con extensos dominios que pueden valer el doble de todo el dinero que posee
su enemigo, el primero se hallará en mejores condiciones para asegurarse la ayuda de
generales y oficiales mediante dádivas en dinero, mientras que el segundo no podrá
lograrlo dando a los suyos el doble de dicho valor, en tierras y en dominios. Las
cesiones de tierras están expuestas a litigios y revocaciones, y no puede contarse con
ellas como con el dinero contante y sonante. Con el dinero pueden comprarse
municiones de boca y de guerra aun a los enemigos del Estado. Con dinero se pagan
los servicios secretos, y sin testigos: las tierras, los productos y las mercancías no
servirían para estos casos, ni siquiera las joyas y diamantes, porque son fáciles de
reconocer. Después de todo, siendo iguales las demás circunstancias, el poderío y la
riqueza relativa de los Estados consisten en la mayor o menor abundancia de dinero
que circula en ellos, hic et nunc.
Todavía tengo que referirme a otros dos medios de aumentarla cantidad de dinero
efectivo en la circulación de un Estado. El primero se pone en juego cuando los
empresarios y particulares toman dinero a préstamo de sus corresponsales extranjeros
a cambio de un interés; el segundo cuando los particulares extranjeros envían su
dinero al Estado para compraren él acciones o fondos públicos. A veces estas
colocaciones ascienden a sumas muy considerables, y sobre ellas el Estado debe
pagar anualmente un interés a dichos extranjeros. Estos procedimientos de aumentar
el dinero en el Estado hacen que el dinero en él sea más abundante, y disminuyen el
tipo de interés. Mediante este dinero los empresarios del Estado pueden más
fácilmente tomar dinero a préstamo, dar trabajo y establecer manufacturas con afán
de lucro; los artesanos y todos aquellos por cuyas manos pasa este dinero consumen
más que si de él no hubieran dispuesto, circunstancia que eleva en consecuencia el

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precio de todas las cosas, como si pertenecieran al Estado, y al incrementarse el gasto
o el consumo aumentan las rentas que los poderes públicos perciben sobre esa base.
Las sumas de este modo prestadas al Estado procuran muchas ventajas presentes,
pero a la larga siempre resultan onerosas y perjudiciales. Es preciso que el Estado
pague por ellas un interés anual a los extranjeros, y, además de esta pérdida, el Estado
se encuentra a merced de los prestamistas del exterior que siempre pueden sumirlo en
la pobreza cuando les dé el capricho de retirar sus fondos. Esa decisión se adoptará
sin duda en el instante en que el Estado se vea en mayores dificultades, como cuando
se prepara para una guerra o existe el temor de algún acontecimiento desfavorable. El
interés que se paga al extranjero es siempre más considerable que el aumento del
ingreso público debido a ese dinero. Con frecuencia se advierte cómo estos préstamos
de dinero pasan de un país a otro, según la confianza de los prestamistas en los
Estados donde los envían. Pero, a decir verdad, lo más frecuente es que los Estados
gravados por tales empréstitos, sobre los cuales pagaron durante largos años elevados
intereses, lleguen a verse en la imposibilidad de pagar los capitales, y se declaren en
quiebra. Por poco que se mezcle la desconfianza, los fondos públicos o las acciones
se derrumban; los accionistas extranjeros se resisten a realizarlas con pérdida y
prefieren contentarse con sus intereses en espera de que la confianza retorne. Pero en
ocasiones esos valores nunca más se recuperan. En los Estados en trance de
decadencia, la principal misión de los ministros es, por lo común, reanimar la
confianza y atraer hacia sí el dinero de los extranjeros mediante esa clase de
préstamos, porque a menos que el Gobierno falte a la buena fe y a sus compromisos,
el dinero de los súbditos circulará sin interrupción. Y son los caudales de los
extranjeros los que pueden aumentar la cantidad de dinero efectivo en el propio
Estado.
El recurso a estos empréstitos, que procura una ventaja presente, conduce a un
mal fin, y viene a ser fuego de virutas. Para reanimar un Estado hace falta esforzarse
por que cada año y constantemente se logre una balanza de comercio positiva; que
florezcan mediante la navegación los talleres y manufacturas cuyos productos
siempre pueden colocarse en el extranjero a precios más baratos, cuando el Estado se
halla en decadencia y escasean los metales nobles. Los negociantes son los primeros
en hacer fortuna, y acaso después, las gentes de toga; el príncipe y los recaudadores
de contribuciones adquirirán propiedades, unos a expensas de otros, y distribuirán
mercedes a su arbitrio. Cuando el dinero se haga más abundante en el Estado, surgirá
el lujo, y el Estado entrará en decadencia.
He aquí, poco más o menos, el ciclo que recorrerá un Estado importante poseedor
de capital y con ciudadanos industriosos. Un ministro hábil se halla siempre en
situación de recomenzar este círculo, y no precisan muchos años para recoger la
experiencia y lograr el éxito, al menos en un principio, cuando la situación es más
interesante. El incremento en la cantidad de dinero circulante se advertirá por
diversos conductos que mi argumentación no me permite examinar ahora.

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En cuanto a los Estados que carecen de capital y que sólo pueden crecer
accidentalmente y por la coyuntura de los tiempos, resulta difícil hacerlos florecer a
base de los recursos del comercio. No hay ministros capaces de restituir las
repúblicas de Venecia y de Holanda a la brillante situación de donde decayeron. Pero
respecto a Italia, España, Francia e Inglaterra, cualquiera que sea el estado de
decadencia en que se encuentren, una buena administración puede situarlas
nuevamente en un elevado nivel de potencia, tan sólo por el comercio, con tal de que
esa gestión se emprenda por separado, porque si todos los Estados a que nos hemos
referido estuvieran bien administrados por igual, no adquirirían importancia sino en
proporción a sus respectivos capitales y a la mayor o menor laboriosidad de sus
habitantes.
El último medio imaginable para aumentar la cantidad de dinero efectivo en la
circulación de un Estado es el recurso a la violencia y a las armas, medio que a
menudo se mezcla con los otros, puesto que en todos los tratados de paz por lo común
se procura asegurar el derecho a comerciar y las ventajas inherentes a él. Cuando un
Estado impone contribuciones o hace a otros Estados tributarios suyos, podrá
ciertamente, por tal modo, apoderarse de sus caudales. No me ocuparé de examinar
los medios de lograrlo, sino que me contentaré con decir que cuantas naciones han
florecido por ese camino han corrido hacia la decadencia, lo mismo que los Estados
cuya prosperidad se debió al comercio. Los antiguos romanos han sido en este
aspecto más poderosos que todos los demás pueblos de que se conserva noticia; sin
embargo, los mismos romanos, antes de perder una pulgada del terreno de sus vastos
dominios cayeron en la ruina por causa del lujo, y se empobrecieron al disminuir el
dinero efectivo que había circulado entre ellos, y que como consecuencia de sus
hábitos suntuarios pasó del Gran Imperio a las naciones orientales.
Mientras el lujo de los romanos —que no se inició sino después de la derrota de
Antíoco, rey de Asia, hacia el año 564de la fundación de Roma— se limitó al
producto y al trabajo de sus vastos dominios, la circulación del dinero no hizo más
que aumentar en vez de disminuir. El erario público estaba en posesión de todas las
minas de oro, plata y cobre existentes en el Imperio. Poseía minas de oro en Asia,
Macedonia, Aquilea, etc., y ricos yacimientos, tanto de oro como de plata, en España
y en otros muchos lugares. Tenían varias Casas de Moneda, donde se realizaban
acuñaciones de oro, plata y cobre. El consumo en Roma de todos los artículos y
mercaderías que sacaban de sus extensas provincias no disminuía la circulación de
dinero efectivo, y otro tanto ocurría con los cuadros, estatuas y joyas que de ellas se
sacaban. Aunque los señores hicieran gastos excesivos para su mesa, y pagaran hasta
quince mil onzas de plata por un solo pescado, no por ello disminuía la cantidad de
dinero circulante en Roma, puesto que los tributos de las provincias lo hacían afluir
sin cesar, aparte del que pretores y gobernadores obtenían con sus depredaciones. Las
sumas que anualmente se extraían de las minas no hicieron sino aumentar en Roma la
circulación durante todo el reinado de Augusto. Sin embargo, el lujo era ya muy

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grande, y existía una gran avidez, no sólo para cuanto de curioso producía el Imperio,
sino para las joyas de las Indias, la pimienta, las especias y las rarezas de Arabia, e
igualmente comenzaban a ser solicitadas las sedas cuya confección se hacía a base de
materias primas inexistentes en el Imperio. El dinero que se sacaba de las minas
sobrepasaba, sin embargo, las sumas enviadas fuera del Imperio para todas estas
compras.
En tiempos de Tiberio se registró, sin embargo, una escasez de dinero: este
emperador había atesorado en su erario dos mil setecientos millones de sestercios.
Para restablecer la abundancia y la circulación sólo tuvo que tomar prestados
setecientos millones con hipoteca de sus haciendas. A la muerte de Tiberio, Calígula
dilapidó en menos de un año todo este tesoro, y fue entonces cuando la abundancia de
dinero alcanzó el ápice de la circulación en Roma. Siguió aumentando el furor del
lujo, y en tiempos del historiador Plinio todos los años salía del Imperio, según sus
cálculos, una cantidad no menor de seis millones de sestercios. No se obtenía tanto de
las minas.
Bajo Trajano el precio de las tierras descendió en una tercera parte y aún más,
según testimonio de Plinio el Joven, y el dinero circulante fue disminuyendo sin cesar
hasta la época de Septimio Severo. El dinero escaseó tanto en Roma que el
Emperador creó enormes graneros, ante la incapacidad de reunir tesoros bastante
considerables para sus empresas. Así la decadencia del Imperio romano se inició por
la pérdida de su dinero, antes de haber perdido sus territorios. Tal es el resultado del
lujo, y así ocurrirá siempre, en casos parecidos.

CAPÍTULO IX
Del interés del dinero y de sus causas

Del mismo modo que los precios de las cosas se fijan con motivo de las transacciones
en los mercados, proporcionándose la cantidad de las cosas ofrecidas en venta a la
cantidad de dinero disponible, o, lo que es lo mismo, estableciéndose una proporción
numérica entre vendedores y compradores, así el interés del dinero en un Estado se
determina por la proporción numérica entre prestamistas y prestatarios.
Aunque el dinero sirva de base al cambio, no se multiplica ni produce interés
alguno por la simple circulación. Las necesidades de los hombres parecen haber
introducido el uso del interés. Si una persona presta su dinero a base de buenas
prendas o mediante hipoteca de sus tierras, corre por lo menos el riesgo de la mala
voluntad del prestatario, o el de los gastos, procesos y pérdidas subsiguientes; pero
cuando presta sin garantía corre el riesgo de perderlo todo. En consideración a ello
los necesitados de dinero hubieron de tentar, en los comienzos, la avidez de los

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prestamistas con el cebo de un beneficio proporcionado a las necesidades de los
prestatarios y al temor y a la avaricia de los prestamistas. Este es, a mi juicio, el
primordial origen del interés. Pero su uso permanente en los Estados parece fundarse
en los beneficios que pueden obtener los empresarios.
Ayudada por el trabajo humano, la tierra produce naturalmente cuatro, diez,
veinte, cincuenta, cien, ciento cincuenta veces la cantidad de trigo que se siembra en
ella, según la bondad de los campos y la laboriosidad de los habitantes. De este modo
se multiplican los frutos y los ganados. El colono a cuyo cargo corre la dirección del
trabajo retiene generalmente dos tercios del producto: con un tercio paga sus gastos y
mantenimientos, y el otro tercio representa, para él, el beneficio de su empresa.
Si el colono tiene capital bastante para desarrollar su explotación, si posee todos
los útiles e instrumentos necesarios —animales para cultivar la tierra, caballos, etc.—
podrá guardar para sí mismo, después de pagar todos los gastos, un tercio del
producto de su hacienda. Pero si un labrador competente, que vive de su trabajo, al
día, y carece de capital, puede encontrar alguien que quiera prestarle capital o dinero
suficiente para comprarla, estará dispuesto a dar a este prestamista toda la tercera
renta, o el tercio del producto de una hacienda cuando aspira a convertirse en
empresario de ella. Pensará al proceder así, en que su condición será mejor que antes,
porque encontrará medios para su sustento en la segunda renta, convirtiéndose en
dueño, cuando antes era criado: si a base de un gran ahorro, privándose de cosas
necesarias, puede recoger paulatinamente un pequeño capital, cada año tendrá que
pedir prestada una suma más corta, y con el tiempo llegará a apropiarse de esta
tercera renta.
Si este empresario nuevo encuentra medio de comprar a crédito trigo o ganado
para pagarlos a largo plazo, cuando se halle en condiciones de convertir en dinero el
producto de su hacienda, pagará con gusto un precio más alto que el del mercado al
contado. Será lo mismo que si tomase a préstamo dinero efectivo para comprar trigo
al contado, pagando como interés la diferencia entre el precio al contado y el de
plazo: pero cualquiera que sea la forma en que tome el préstamo, al contado o en
mercaderías, forzosamente habrá de quedarle lo suficiente para subsistir con su
empresa, o de lo contrario se declarará en bancarrota. Este riesgo justifica que se le
exija de un veinte a un treinta por ciento de beneficio o de interés sobre la cantidad de
dinero o sobre el valor de los artículos y mercaderías que le presten.
Supongamos ahora un maestro sombrerero que dispone de fondos para operar su
manufactura, para arrendar una casa, comprar castores, lanas, tintes, etc., y para pagar
todas las semanas el sustento de sus obreros; ese artesano no solamente habrá de
mantenerse con el producto de la empresa misma, sino que procurará obtener un
beneficio semejante al del colono, que se reserva la tercera parte del ingreso. Tanto el
sustento como el beneficio habrán de salir de la venta de sombreros, cuyo precio
pagará no solamente los materiales sino también el sustento del sombrero y de sus
trabajadores, y, por añadidura, el beneficio en cuestión.

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Ahora bien un competente oficial sombrerero, desprovisto de capital, puede
arriesgarse a trabajar por cuenta propia, tomando en préstamo dinero y materiales, y
abandonando el beneficio a quien quiera prestarle dinero, o a quien le fíe los castores,
la lana, etc., para pagarle a largo plazo y cuando haya vendido los sombreros. Si a la
expiración del plazo fijado en el pagaré el prestamista del dinero pretende recuperar
su capital, o si el fabricante de lana y otros prestamistas se niegan a concederle más
créditos, el sombrerero habrá de renunciar a su empresa, en cuyo caso puede ocurrir
que prefiera declararse en bancarrota. Ahora bien si es juicioso y trabajador hará ver a
sus acreedores que posee, en dinero o en sombreros, poco más o menos, el valor de lo
que tomó a préstamo, con lo que sus acreedores preferirán probablemente seguir
confiando en él y contentarse, al presente, con el interés o beneficio. Si ocurre así,
acaso reúna poco a poco algunos fondos, privándose incluso de lo necesario.
Mediante este arbitrio cada año será menor la cantidad que solicite en préstamo, y
cuando haya reunido un capital suficiente para explotar su manufactura —que
siempre estará proporcionada a la cuantía de sus rentas— el renglón de beneficio
quedará en provecho suyo, con lo cual irá enriqueciéndose, si acierta a ser prudente
en sus gastos.
Conviene observar que el sustento de uno de estos empresarios es de importancia
pequeña, en proporción a la de las sumas que toma a préstamo para su explotación, o
de los materiales que le otorgan en crédito; por consiguiente los prestamistas no
corren un gran riesgo de perder su capital si se trata de un hombre honorable y
laborioso; pero como es posible que no lo sea, los prestamistas exigirán siempre de él
un beneficio o interés de un veinte a un treinta por ciento del valor del préstamo: y
aun así, sólo se fiarán de él cuando les merezca una buena opinión. Se pueden hacer
las mismas inducciones con respecto a todos los maestros, artesanos, fabricantes y
otros empresarios de un Estado cuyas explotaciones representan un fondo que excede
considerablemente al valor de su sustento anual.
Pero si un aguador de París se convierte en empresario de su propio trabajo, todo
el capital que necesita será el precio de dos cubas que podrá comprar con una onza de
plata, más allá de cuya inversión todo lo demás se convertirá en beneficio. Si gana
con su trabajo cincuenta onzas de plata al año, la suma de su capital, o del préstamo
que ha tomado, en relación con la de su ganancia será como de uno a cincuenta. Es
decir ganará cinco mil por ciento, mientras que el sombrerero gana tan sólo cincuenta
por ciento, y por añadidura está obligado a pagar veinte a treinta por ciento al
prestamista.
Sin embargo, un prestamista de dinero preferirá prestar mil onzas de plata a un
sombrerero, con un interés del veinte por ciento, que mil onzas a mil aguadores, a
quinientos por ciento de interés. Los aguadores gastarán a toda prisa para su
mantenimiento no sólo el dinero que ganen con su trabajo diario, sino todo el que les
hayan prestado. Estos capitales en préstamo son reducidos, en proporción a la suma
que necesitan para su sustento: ya estén muy ocupados o poco, fácilmente pueden

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gastar todo lo que ganan. Por esta razón resulta muy difícil determinar las ganancias
de estos pequeños empresarios. Podría decirse que un aguador gana cinco mil por
ciento del valor de los cubos que sirven como capital de su empresa, y aun diez mil
por ciento, si gracias a un trabajo rudo gana cien onzas de plata por año. Pero como el
aguador puede gastar para su sustento lo mismo las cinco onzas que las cincuenta,
sólo conociendo lo que en su mantenimiento invierte se puede establecer la cifra
alcanzada por sus beneficios.
Antes de determinar el beneficio de los empresarios es preciso deducir su
subsistencia y manutención. Esto es lo que hemos hecho en el ejemplo del colono y
del sombrerero, pero semejante averiguación resulta difícil en el caso de los pequeños
empresarios, y por esta razón la mayor parte se declaran insolventes cuando contraen
deudas.
Es frecuente entre los cerveceros de Londres prestar algunos barriles de cerveza a
los taberneros, y cuando éstos pagan los primeros barriles continúan aquellos
prestándoles otros. Si el consumo de cerveza aumenta considerablemente en las
tabernas, los cerveceros obtienen a veces un beneficio de quinientos por ciento al
año; he oído decir que los grandes cerveceros no dejan de enriquecerse aun cuando la
mitad de las tabernas se declaren en quiebra en el curso del año.
Todos los comerciantes de un Estado tienen el hábito de prestar, a plazo,
mercancías o artículos a los detallistas, y proporcionan el tipo de beneficio o de
interés al del riesgo. Este riesgo es siempre grande a causa de la desproporción
existente entre el sustento del prestatario y el valor de lo prestado. En efecto, si el
prestatario o vendedor al por menor no opera en sus pequeñas transacciones con un
giro rápido, pronto se arruinará, y gastará, para su subsistencia, cuanto pidió prestado;
por consiguiente no tendrá otro remedio que declararse en quiebra.
Las revendedoras de pescado, que lo compran en la Billingsgate de Londres para
revenderlo en otros barrios de la ciudad, pagan habitualmente —según contrato
redactado por un perito escribano— un chelín por guinea (cuyo valor es de veintiún
chelines) de intereses a la semana; esto significa una tasa de interés de doscientos
sesenta por ciento al año. Las revendedoras de Les Halles en París, cuyo negocio es
todavía más modesto, pagan cinco sueldos semanales de interés, por un escudo de
tres libras, lo que equivale a cuatrocientos treinta por ciento al año. Sin embargo,
pocos prestamistas hay que hagan fortuna, aun con tan grandes intereses.
Tan crecidas tasas de interés no sólo son toleradas, sino, en cierto modo, incluso
útiles y necesarias en un Estado. Los que venden pescado en las calles para pagar tan
elevados intereses tienen que aumentar los precios de esa mercancía; este
procedimiento les resulta cómodo y no significa para ellos pérdida alguna. Del mismo
modo un artesano que bebe un tarro de cerveza y paga por él un precio en el cual el
cervecero incluye un beneficio de quinientos por ciento, queda satisfecho y no
advierte la pérdida en una transacción tan pequeña.

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Los casuistas, gentes poco aptas, al parecer, para juzgar de la naturaleza del
interés y de las cuestiones del comercio, han imaginado un concepto (damnum
emergens) que les permite tolerar estas elevadas tasas de interés: y así, en vez de
trastornar el uso y las conveniencias de la sociedad han consentido y permitido a los
prestamistas que operan con un gran riesgo, la obtención de un interés
proporcionalmente elevado; y no hay límite en ello, porque les sería sumamente
embarazoso establecer alguno, puesto que toda la operación, en esa forma, depende
en realidad de los temores del prestamista y de las necesidades del prestatario.
Se elogia la perspicacia de los negociantes marítimos cuando pueden obtener un
elevadísimo beneficio para el capital de su empresa, aunque sea del diez mil por
ciento; cualquiera que sea la utilidad que los comerciantes al por mayor obtienen o
estipulan vendiendo a largo plazo sus artículos o mercaderías a los pequeños
comerciantes al detalle, nunca he oído decir que los casuistas consideran delictiva la
transacción. Son o parecen ser un poco más escrupulosos con respecto a los
préstamos de dinero físico, aunque en el fondo sea la misma cosa. Sin embargo,
toleran estos préstamos apoyándose en otra sagaz distinción (lucrum cessans); a
juicio mío esto quiere decir que una persona acostumbrada a hacer valer su dinero, en
los tratos, a razón de quinientos por ciento, puede estipular este beneficio prestando a
otro la suma en cuestión. Nada más divertido que la multitud de leyes y cánones
promulgados siglo tras siglo respecto al interés del dinero, siempre por gente
sabihonda que apenas tenía noción del comercio, y siempre inútilmente.
De estos ejemplos e inducciones parece derivarse que en un Estado existen
diversas clases y canales para el interés o el beneficio; que en las clases más bajas el
interés es siempre más alto, en proporción al mayor riesgo, y que disminuye de clase
en clase, hasta la más elevada, que es la de los negociantes ricos, a quienes se reputa
solventes. El interés que se estipula en esta clase es el que se denomina precio
corriente del interés en el Estado, y apenas difiere del interés que se estipula sobre la
hipoteca de las tierras. Se estima tanto el pagaré de un negociante solvente y sólido,
al menos en una operación a corto plazo, como el derecho o acción sobre una tierra,
porque la posibilidad de un proceso o de una disputa respecto a dicha tierra compensa
la posibilidad de quiebra del comerciante.
Si en un Estado no hubiese empresarios capaces de obtener beneficios sobre el
dinero o las mercancías que prestan, el uso del interés no sería probablemente tan
frecuente como lo es en realidad. Sólo las gentes extravagantes y pródigas tomarían
dinero prestado. Pero acostumbrados, como todos lo están, a servirse de empresarios,
existe un motivo constante para los préstamos y en consecuencia para el interés. Son
los empresarios los que cultivan las tierras, los empresarios quienes procuran el pan,
la carne, los vestidos, etc., a todos los habitantes de una ciudad. Los que trabajan por
salarios que de estos empresarios reciben, tratan, a su vez, por todos los medios, de
erigirse en empresarios. La multitud de empresarios es todavía mucho mayor entre
los chinos, y como todos tienen espíritu sagaz y genio adecuado para la empresa, así

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como una gran constancia para dirigirla, existen entre ellos empresarios que en
nuestro ambiente se nos ofrecen a sueldo fijo. Son ellos también los que procuran
comida a los labradores, incluso en los campos. Y acaso es esta multitud de pequeños
empresarios, y de los otros, de clase en clase (que encuentran el medio de ganar
mucho en los tratos del consumo, sin que esto sea gravoso a los consumidores), la
que sostiene elevada la tasa de interés, en la clase más alta, al treinta por ciento; en
cambio en nuestra Europa no pasa del cinco por ciento. En Atenas, en los tiempos de
Solón, el interés era del dieciocho por ciento. En la República romana para la mayor
parte de las transacciones fue del doce por ciento, pero a veces se prestó al cuarenta y
ocho por ciento, al veinticuatro por ciento, al ocho por ciento, al seis por ciento, y, en
el caso más favorable, al cuatro por ciento. En el mercado libre nunca estuvo tan bajo
sino a fines de la República y en la era de Augusto, después de la conquista de
Egipto. Los emperadores Antonio y Alejandro Severo sólo redujeron el interés al
cuatro por ciento prestando fondos públicos sobre hipoteca de las tierras.

CAPÍTULO X Y ÚLTIMO
De las causas del aumento y de la disminución del interés del dinero en un Estado

Es idea común y admitida por cuantos han escrito sobre el comercio que el aumento
de la cantidad de dinero efectivo en un Estado disminuye el precio del interés, porque
cuando el dinero abunda es más fácil encontrar alguien que lo preste. Esta idea no
siempre es verdadera ni justa. Para convencerse de ello bastará recordar que en el año
de 1720 casi todo el dinero de Inglaterra fue llevado a Londres, y por añadidura el
número de billetes que se lanzó al mercado aceleró el movimiento del dinero en
forma extraordinaria. Sin embargo, esta abundancia de dinero y de circulación, en
lugar de disminuir el interés corriente, que antes era del cinco por ciento y más alto,
no sirvió sino para aumentar la tasa de interés que alcanzó hasta el cincuenta y el
sesenta por ciento. Es fácil justificar este aumento del tipo de interés a base de los
principios y causas que he formulado en el capítulo precedente. La razón es que todo
el mundo se había convertido en empresario cuando se organice, la Compañía del
Mar del Sur, y deseaba tomar dinero a préstamo para comprar acciones, contando con
obtener inmensos beneficios por medio de los cuales pudiese pagar cómodamente tan
elevada tasa de interés.
Si la abundancia de dinero en el Estado viene a través de las gentes que lo
prestan, disminuirá, sin duda, el interés corriente, conforme aumenta el número de
prestamistas; pero si llega por mediación de personas que lo gastan, tendrá el efecto
inverso, y elevará el tipo de interés aumentando el número de empresarios que
encontrarán trabajo como consecuencia de este aumento en los gastos, viéndose

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obligados a tomar dinero a préstamo, para equipar su industria, en todas clases de
interés.
La abundancia o escasez de dinero en un Estado eleva o rebaja los precios de
todas las cosas en las transacciones, sin que exista ningún nexo necesario con la tasa
de interés, que puede ser muy bien elevada en los Estados donde existe abundancia de
dinero y baja en aquellos otros donde el dinero es más raro; alto donde todo es caro,
bajo donde todo es barato; alto en Londres, bajo en Génova.
El tipo de interés se eleva y baja todos los días, a base de simples rumores que
tienden a disminuir o aumentar la seguridad de los prestamistas, sin que por esto se
altere el precio de las cosas en los tratos comerciales.
La causa más constante de elevación del tipo de interés en un Estado es el gasto
cuantioso de los nobles y propietarios de tierras, o de otras gentes ricas. Los
empresarios y maestros artesanos se hallan en condiciones de proveer las grandes
casas en todos sus renglones de gastos. Estos empresarios tienen casi siempre
necesidad de tomar dinero a préstamo para regularizar sus suministros. Y cuando los
nobles consumen sus rentas por anticipado y toman dinero a préstamo, contribuyen
doblemente a elevar la tasa de interés.
Por el contrario cuando la nobleza del Estado vive con sobriedad y compra de
primera mano cuanto puede, procurándose por medio de sus criados algunas cosas sin
recurrir a intermediarios, reduce las utilidades y el número de empresarios en el
Estado, y en consecuencia el número de prestamistas así como la tasa de interés,
porque ese género de empresarios que trabajan con fondos propios toman prestado
tan poco como pueden, y, contentándose con una pequeña ganancia, impiden a los
que carecen de fondos que se entrometan en las empresas tomando dinero a préstamo.
Tal ocurre hoy en las Repúblicas de Génova y de Holanda, donde el interés es a veces
de un dos por ciento, y aun menor en la clase más alta, mientras que en Alemania,
Polonia, Francia, España, Inglaterra y otros Estados la holgura y el gasto de la gente
noble y de los propietarios de tierras hacen perdurar siempre, entre los empresarios y
maestros artesanos del Estado, la costumbre de realizar pingües ganancias, gracias a
las cuales pueden pagar un interés algo mayor, y todavía más cuando todo lo
importan con riesgo para las empresas.
Cuando el príncipe o el Estado incurren en considerables gastos, por ejemplo con
ocasión de guerra, la tasa de interés se eleva por dos razones: la primera es que dicha
circunstancia multiplica en diversos negocios el número de empresarios que fabrican
útiles de guerra, incrementándose correlativamente los préstamos. La segunda es el
mayor riesgo que la guerra trae naturalmente consigo.
Por el contrario, una vez acabada la guerra, los riesgos disminuyen, se reduce
también el número de empresarios, y como los que se dedicaban a producir
materiales bélicos cesan de trabajar, disminuyen sus gastos y se convierten en
prestamistas del dinero que han ganado. En esta situación si el príncipe o el Estado
ofrecen reembolsar una parte de sus deudas disminuirá considerablemente la tasa de

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interés, y ello ocurrirá de modo más seguro si realmente se encuentran en condiciones
de pagar una parte de la deuda sin tomar dinero a préstamo por otro lado, porque los
reembolsos aumentan el número de prestamistas en las categorías más altas del
interés, circunstancia que bien puede influir sobre las otras clases.
Cuando la abundancia de dinero en el Estado tiene como causa un constante saldo
favorable de la balanza de comercio, este dinero pasa en primer lugar por manos de
los empresarios, y aunque aumente el consumo no deja de disminuir la tasa de
interés, puesto que la mayor parte de los empresarios adquieren entonces fondos
bastantes para proseguir su comercio sin dinero, e incluso se convierten en
prestamistas de las sumas que han ganado, en cuanto exceden lo necesario para sus
propias operaciones de comercio. Si no existe en el Estado un gran número de nobles
y personas acaudaladas que hagan grandes gastos, la abundancia de dinero no dejará
de disminuir la tasa de interés en la misma medida que se aumente el precio de los
artículos y mercaderías en los tratos. Eso ocurre de ordinario en las Repúblicas que
no tienen abundancia de dinero o propiedades territoriales, y que sólo se enriquecen
comerciando con el extranjero. Pero en los Estados que cuentan con abundantes
capitales y con propietarios de extensas haciendas, el dinero que se introduce por los
canales del comercio con el extranjero aumenta sus rentas, y les procura medios de
hacer gastos mayores que dan ocupación a muchos empresarios y artesanos, aparte de
los que se dedican a comerciar con el extranjero. Esto mantiene alto el tipo de interés,
a pesar de la abundancia de dinero.
Cuando los nobles y los propietarios de tierras se arruinan a consecuencia de la
extravagancia de sus gastos, los prestamistas de dinero que han hipotecado las tierras
de aquéllos se alzan a menudo con la propiedad absoluta, pudiendo ocurrir muy bien,
en un Estado, que los prestamistas sean acreedores de cantidades de dinero mucho
mayores que las que se hallan en circulación; en este caso pueden considerarse como
propietarios subrogados de las tierras y mercaderías que garantizan la hipoteca. De lo
contrario su capital se perderá en la bancarrota.
Del mismo modo se puede considerar a los propietarios de acciones y fondos
públicos como propietarios subrogados de las rentas del Estado empleadas para el
pago de intereses. Ahora bien si los Poderes públicos se viesen obligados por las
necesidades del Estado a emplear sus rentas en otros usos, los accionistas o
propietarios de fondos públicos lo perderían todo, sin que por ello el dinero circulante
en el Estado se disminuyera siquiera en un maravedí.
Si el príncipe o los administradores del Estado quieren regular mediante leyes la
tasa corriente de interés, será preciso hacer esa regulación sobre la base del tipo de
interés corriente en el mercado para la clase más alta, poco más o menos; de otro
modo la ley será inútil, porque las partes contratantes, atentas al regateo que en las
transacciones se practican, o al precio corriente regulado por la proporción entre
prestamistas y prestatarios, operarán en mercados clandestinos, y entonces las
restricciones de la ley no servirán sino para obstaculizar el comercio elevando el

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precio del interés, en lugar de fijarlo. Los romanos de antaño, tras de promulgar
diversas leyes para rebajar el tipo de interés, hicieron una para prohibir en absoluto el
préstamo de dinero. Esta ley no tuvo más éxito que las anteriores. La ley promulgada
por Justiniano para impedir que los patricios cobraran más de un cuatro por ciento,
los de clase más baja hasta seis por ciento, y los mercaderes ocho por ciento, era a un
tiempo, chocante e injusta, ya que no estaba prohibido obtener beneficios hasta del
cincuenta y el cien por ciento, en todas las demás clases de operaciones.
Si a un propietario de tierras le está permitido y aun se considera honorable que
ceda su hacienda a un colono indigente por una renta elevada, con peligro de perder
la renta entera en un año, parece también que debería permitirse al prestamista prestar
su dinero a un prestatario necesitado, aun a riesgo de perder no sólo el interés o
beneficio sino incluso su capital, estipulando tal interés como el otro consienta
voluntariamente en aceptarlo. Cierto es que los préstamos de esta naturaleza hacen
muchos desgraciados, que al gastar los capitales así como el interés se hallan más
impotentes para recuperarse que el colono que hipoteca la tierra; pero siendo las leyes
sobre bancarrotas bastante favorables para que los deudores tengan oportunidad de
rehabilitarse, parece que siempre se deberían acomodar las leyes del interés al precio
del mercado, como ocurre en Holanda.
Las tasas corrientes de interés en un Estado parecen servir de base y de regla para
los precios de adquisición de las tierras. Si el interés corriente es de un cinco por
ciento, o sea una vigésima parte, el precio de la tierra debe ser igual. Pero como la
propiedad de las tierras otorga un rango y una cierta jurisdicción en el Estado, ocurre
que cuando el interés es la vigésima parte del capital, los precios de las tierras son la
vigésimacuarta o vigésimaquinta parte, aunque las hipotecas sobre las mismas tierras
apenas rebasen el tipo corriente de interés.
Después de todo, el precio de la tierra, como los otros precios, se regula
naturalmente por la proporción de vendedores y compradores; y como en Londres,
por ejemplo, se encontrarán compradores en mayor número que en las provincias, y a
los habitantes de la capital les gusta más comprar tierras en las cercanías de ella que
en las provincias distantes, propenderán a comprar tierras en sitios cercanos, a la
treintava o treintaicincoava parte, y no las distantes a la veinticincoava o veintidosava
parte. A menudo existen otras razones de conveniencia que influyen sobre el precio
de las tierras, pero renunciamos a ocuparnos de ellas porque no invalidan nuestras
explicaciones sobre la naturaleza del interés.

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TERCERA PARTE

CAPÍTULO I
Del comercio con el extranjero

CUANDO un Estado cambia una pequeña cantidad de productos de la tierra contra


otra cantidad mayor de productos en sus tratos con el extranjero, seguramente lleva
ventaja en este comercio; y si por añadidura el dinero corriente abunda más en el
propio Estado que en el exterior, cambiará siempre una cantidad menor de productos
de la tierra por otra más grande.
Cuando el Estado cambia su trabajo por el producto de la tierra del extranjero
resulta, al parecer, una ventaja en el comercio, puesto que sus habitantes se sustentan
a expensas del extranjero.
Cuando un Estado cambia su producto, conjuntamente con su trabajo, por una
cantidad mayor de productos del extranjero, conjuntamente con un trabajo igual o
mayor, todavía sigue manteniendo la misma ventaja en el comercio.
Si las damas de París consumen, en un año normal, encajes de Bruselas por valor
de cien mil onzas de plata, corresponderá a esta suma la cuarta parte de un acre de
tierra en Brabante, que producirá ciento cincuenta libras de lino a base de las cuales
se confeccionarán encajes finos en Bruselas. Hará falta el trabajo de unas dos mil
personas, aproximadamente, en Brabante, durante un año, para realizar todas las
tareas de esta manufactura, desde la siembra del lino hasta el acabado de los encajes.
El mercader de encajes o empresario de Bruselas hará el anticipo; pagará directa o
indirectamente todas las hilanderas y encajeras, y la proporción del trabajo de quienes
confeccionan los utensilios necesarios; todos cuantos participan en el trabajo, directa
o indirectamente, comprarán los artículos para su sustento al colono barbanzón, quien
a su vez paga la renta de su propietario. Si consideramos que el producto de la tierra
que se atribuye en esta economía a las dos mil personas corresponde a tres acres de
tierra, tanto para el sustento de sus personas como para el de sus familias, que en
parte subsisten a base de él, habrá en Brabante seis mil acres de tierra empleados para
el sustento de quienes participan en la industria encajera, y todo ello a expensas de las
damas de París que pagarán estos encajes y se embellecerán con ellos.

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Las damas de París pagarán las cien mil onzas de plata, cada una en proporción a
su consumo; este dinero se enviará en especie a Bruselas, sin otra deducción que la de
los gastos de remesa, y a base de ello el empresario de Bruselas no solamente habrá
de recuperar la totalidad de sus anticipos y el interés del dinero, que acaso tome, en
préstamo, sino, además, como empresario, un beneficio para el sustento de su familia.
Si el precio que las damas pagan por los encajes no cubre todos los gastos y
beneficios, en general, no existirá aliciente para esta manufactura, y los empresarios
cesarán de producir o se declararán en quiebra. Pero como en nuestro supuesto la
manufactura continúa, forzosamente todos los gastos estarán incluidos en el precio
pagado por las damas de París, y se enviarán a Bruselas las cien mil onzas de plata, a
menos que los brabanzones importen artículos de Francia, para compensar esta
deuda.
Pero si los habitantes del Brabante apetecen los vinos de Champagne, y consumen
durante un año normal cien mil onzas de plata en vino de esa procedencia, el artículo
denominado vino podrá servir de compensación al encaje, y la balanza de comercio,
con relación a estas dos partidas, se hallará equilibrada. La compensación y la
circulación se harán por intermedio de los empresarios y banqueros que participan en
tales operaciones.
Las damas de París pagarán cien mil onzas de plata a quien les vende y entrega
los encajes; este comerciante las pagará al banquero, de quien recibirá una o varias
letras de cambio giradas contra su corresponsal en Bruselas. El banquero, a su vez,
entregará el dinero a los comerciantes de vino en Champagne, que disponen de cien
mil onzas de plata situadas en Bruselas, y como contrapartida los vinateros le darán
letras de cambio por el mismo valor, giradas contra él por su corresponsal de
Bruselas. De este modo las cien mil onzas pagadas por el vino de Champagne en
Bruselas compensarán las cien mil onzas pagadas por los encajes en París. Con ello
se evitará el inconveniente de remesar el dinero recibido en París, hasta Bruselas, y el
recibido en Bruselas, hasta París. Esta compensación se realiza por medio de letras de
cambio, cuya naturaleza trataré de explicar en el capítulo siguiente.
En este ejemplo se advierte, sin embargo, que las cien mil onzas que las damas de
París pagan por los encajes, van a parar a manos de los comerciantes que envían vino
de Champagne a Bruselas; y las cien mil onzas que los consumidores de vino de
Champagne pagan por este vino, en Bruselas, van a parar a manos de los empresarios
o comerciantes de encajes. Los empresarios de cada uno de estos grupos distribuyen
dicha suma entre aquellos cuyo trabajo emplean, sea por lo que respecta a los vinos o
a los encajes.
Por este ejemplo se evidencia que las damas de París sustentan y mantienen a
cuantas personas intervienen en la confección de los encajes de Brabante, y que, por
consiguiente, originan en dicha comarca una circulación de dinero. Es igualmente
notorio que los consumidores de vino de Champagne, en Bruselas, sustentan y
mantienen en Champagne no solamente a los viticultores y a las demás personas que

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participan en la producción del vino, sino a todos los carreteros, herradores, cocheros,
etc., que se ocupan del transporte, así como a las caballerías que en esas tareas se
utilizan, pero pagan además el valor del producto de la tierra de donde se obtiene el
vino, y motivan una circulación de dinero de Champagne.
Sin embargo, esta circulación o este comercio en Champagne, que hace tanto
ruido y da de comer al viticultor, al colono, al carretero, al herrador, al cochero, etc.,
y permite pagar con exactitud tanto la renta del propietario de la villa como la del
propietario de las praderas donde se alimentan las caballerías, es, en el presente caso,
un comercio oneroso y nada rentable para Francia, a juzgar por los efectos que
produce.
Si el muid de vino se vende en Bruselas a sesenta onzas de plata, y suponemos
que un acre de tierra produce cuatro muids de vino, hará falta enviar a Bruselas el
producto de cuatro mil ciento sesenta y seis acres y medio de tierra como
contraprestación de las cien mil onzas de plata, y hará falta ocupar alrededor de dos
mil acres de praderas y de tierras para disponer del heno y de la avena que consumen
las caballerías, y no emplearlas durante todo el año para ningún otro uso. De este
modo se restarán a la subsistencia de los franceses unos seis mil acres de tierra, y se
aumentarán a la de los brabanzones más de cuatro mil acres de producto, puesto que
el vino de Champagne que beben ahorra más de cuatro mil acres que verosímilmente
emplearían para producir cerveza y beberla, en lugar de vino. Sin embargo, el encaje
con el cual se paga todo esto no cuesta a los brabanzones sino el cuarto de un acre de
tierra, donde el lino se produce. Así, con un acre de producto, juntamente con su
trabajo, los brabanzones pagan más de dieciséis mil acres a los franceses, juntamente
con un trabajo menor. De este modo logran un aumento de sus medios de
subsistencia, y no se desprenden sino de un instrumento de lujo que no procura
ventaja real alguna a Francia, porque el encaje se usa y se destruye en este último
país, y por añadidura no puede cambiarse por ningún objeto útil. Según la regla
intrínseca de los valores, la tierra que se emplea en Champagne para la producción
del vino, la necesaria para el sustento de los viticultores, toneleros, carreteros,
herradores, cocheros y caballerías para el transporte, debería ser igual a la tierra que
se emplea en Brabante para la producción del lino, y la que resulta necesaria para el
sustento de las hilanderas, encajeras y todas aquellas personas que de algún modo
participan en esa manufactura. Pero si la plata circula en mayor abundancia en
Brabante que en Champagne, la tierra y el trabajo tendrán en el primer lugar un
precio más elevado, y, por consiguiente, en la evaluación que se hace en dinero, por
ambas partes, los franceses sufrirán todavía una considerable pérdida.
En este ejemplo se advierte una rama de comercio que robustece al extranjero,
disminuye los habitantes de nuestro Estado y, sin hacer salir de él dinero efectivo,
debilita a ese mismo Estado. He escogido este ejemplo para evidenciar cómo un
Estado puede resultar defraudado por otro, en el comercio, y para juzgar acerca de las
ventajas y desventajas del comercio exterior.

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Examinando los efectos de cada sector comercial en particular, se puede regular
útilmente el comercio con los extranjeros, cosa que no se lograría con precisión a
base de simples razonamientos generales.
Examinando las particularidades de cada sector advertiremos siempre que la
exportación de cualquier manufactura es ventajosa al Estado, porque en este caso el
extranjero paga y sustenta siempre obreros útiles del nuestro; que los mejores
rendimientos o pagos obtenidos del exterior son las especies, y, a falta de ellas, el
producto de las tierras del extranjero donde menos interviene el trabajo. En virtud de
estos métodos comerciales a menudo encontramos Estados que apenas cuentan con
productos de la tierra, y sin embargo, dan sustento a mayor número de habitantes a
expensas del extranjero, con lo que los grandes Estados mantienen a sus habitantes
con más holgura y abundancia.
Pero como los grandes Estados no tienen necesidad de aumentar el número de sus
habitantes, basta hacer que quienes viven en él lo hagan sobre el producto bruto del
Estado con más comodidad y holgura, aumentando las fuerzas del Estado para su
defensa y seguridad. Para alcanzar este fin, mediante el comercio con el extranjero,
precisa estimular, en la medida de lo posible, la exportación de artículos y
manufacturas del propio Estado, para obtener en compensación, en lo posible, oro y
plata en especie. Si, como consecuencia de cosechas abundantes, existiesen en el
Estado productos en cantidades excedentes a las del consumo ordinario y anual, será
ventajoso estimular la exportación al extranjero para obtener de él el valor de esos
productos en oro y en plata. Dichos metales no perecen ni se disipan como los
productos de la tierra, y con oro y plata siempre se puede importar a un Estado todo
cuanto le falta.
Sin embargo, no sería ventajoso colocar al Estado en pie de enviar anualmente al
extranjero grandes cantidades de sus materias primas para obtener en pago
manufacturas extranjeras. Ello vendría a debilitar y disminuir a los habitantes y a las
fuerzas del Estado, por ambos extremos.
No me propongo detenerme a examinar en detalle las ramas de comercio que
convendría estimular para bien del Estado. Me conformaré con observar que siempre
procuraremos hacer llegar a él la mayor cantidad de dinero que se pueda.
El aumento en la cantidad de dinero que circula en un Estado le procura grandes
ventajas en el comercio con el extranjero, mientras dicha abundancia de dinero se
mantiene. El Estado procura siempre cambiar una pequeña cantidad de producto y de
trabajo, por otra mayor. Percibe impuestos con facilidad y no encuentra estorbo para
obtener dinero en caso de necesidad pública.
Es cierto que si continúa el aumento de dinero, su abundancia determinará, a la
larga, un encarecimiento de la tierra y del trabajo en el Estado. Los artículos y
manufacturas costarán tanto, andando el tiempo, que el extranjero cesará de
comprarlos poco a poco, habituándose a adquirirlos en otro lugar, a más bajo precio;
ello producirá insensiblemente la ruina del trabajo y de las manufacturas del Estado.

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La misma causa que aumenta las rentas de los propietarios de las tierras del Estado (a
saber: la abundancia de dinero) les inducirá a importar abundantes productos de los
países extranjeros, donde podrán obtenerlos a bajo precio. Éstas son consecuencias
naturales. La riqueza que un Estado adquiere por el comercio, el trabajo y el ahorro lo
arrojará insensiblemente en el lujo.
Los Estados que se exaltan con el comercio, irremediablemente decaen más tarde;
hay reglas que permitirían evitar ese decaimiento, pero no se aplican para impedirlo.
Siempre es cierto que mientras el Estado se halla en posesión de un favorable saldo
mercantil y con abundancia de dinero, parece poderoso, y en efecto lo es mientras esa
abundancia persiste.
Podrían seguir haciéndose inferencias hasta el infinito para justificar estas ideas
del comercio con el extranjero, y las ventajas de la abundancia de dinero. Es extraño
ver la desproporción que existe, respecto a la circulación del dinero, entre Inglaterra y
China. Las manufacturas de las Indias, tales como sedas, telas pintadas, muselinas,
etc., no obstante los gastos de una navegación de dieciocho meses, resultan a precio
muy bajo en Inglaterra, que pagaría por ellas con la trigésima parte de sus artículos y
manufacturas, si los Indios quisieran comprarlos. Pero los Indios no son tan necios
que se presten a pagar precios exorbitantes por nuestros productos, cuando en su país
trabajan mejor y pueden obtener los artículos más baratos. Por esa razón sólo nos
venden sus manufacturas contra dinero contante y sonante, que nosotros les
entregamos anualmente para aumentar sus riquezas y disminuir las nuestras. Los
productos de las Indias que en Europa se consumen no hacen sino disminuir nuestro
dinero y el trabajo de nuestras propias manufacturas.
Un americano que vende pieles de castor a un europeo queda con razón
sorprendido al saber que los sombreros de lana son tan buenos para el uso como los
que se confeccionan con pelo de castor, y que toda la diferencia, motivada por un
transporte tan largo, no consiste sino en la fantasía de quienes encuentran los
sombreros de pelo de castor más ligeros y más agradables a la vista y al tacto. Sin
embargo, como ordinariamente se pagan las pieles de castor a esos americanos en
productos de hierro, acero, etc., y no en dinero, es un comercio que no resulta
perjudicial a Europa, tanto más cuanto que mantiene ocupados a obreros, y
particularmente marinos, que son muy útiles para satisfacer las necesidades del
Estado, mientras que el comercio de las manufacturas de las Indias Orientales nos
priva de dinero y disminuye los obreros de Europa.
Precisa convenir en que el comercio de las Indias Orientales es ventajoso para la
República de Holanda, y que este último país hace descansar la pérdida sobre el resto
de Europa, vendiendo especias y manufacturas en Alemania, Italia, España y en el
Nuevo Mundo, que le procuran todo el dinero que envía a las Indias, y bastante más.
Incluso interesa a Holanda que sus mujeres y otros muchos habitantes se vistan con
tejidos de las Indias, en vez de usar telas de Inglaterra y de Francia. Para los
holandeses es preferible enriquecer a las Indias y no a sus propios vecinos, quienes

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podrían aprovecharse de esta coyuntura para oprimirlos. Además, venden a otros
habitantes de Europa telas y baratijas de su propio país, a precio mucho más alto que
el de las manufacturas vendidas a las Indias para su consumo en aquellas lejanas
tierras. Errarían Inglaterra y Francia imitando en esto a los holandeses. Estos dos
últimos reinos tienen en su propio país medios sobrados para procurar telas con que
vestir a sus mujeres; y aunque resultan a precio más elevado que las manufacturas de
las Indias, deben obligar a sus habitantes a no vestirse con tejidos extranjeros;
tampoco habrán de permitir la disminución de sus propios artículos y manufacturas,
ni prestarse a caer en dependencia de los extranjeros, y mucho menos se avendrán a
ceder dinero, por tal razón.
Pero así como los holandeses encuentran medios de vender en otros países de
Europa las mercancías de las Indias, así también los ingleses y franceses deberían
hacer otro tanto, y afuera para disminuir las fuerzas navales de Holanda o para
aumentar las propias, y, sobre todo, para prescindir del socorro de los holandeses en
las ramas de consumo, que una mala costumbre ha hecho necesario en estos reinos.
Es una evidente desventaja permitir que las gentes se vistan con telas indianas en los
reinos de Europa, cuando tienen medios propios con que vestir a sus habitantes.
Del mismo modo que es desventajoso para un Estado estimular las manufacturas
extranjeras, lo es también fomentar la navegación de otros países. Cuando un Estado
envía al extranjero sus artículos y manufacturas, su ventaja es completa si la remesa
se hace en sus propias naves. Con ello mantiene un buen número de marinos que son
tan útiles al Estado como los obreros. Pero si abandonan el servicio de transporte,
confiándolo a los barcos extranjeros, fortifican la marina de otros países y
disminuyen la suya.
La navegación es un punto esencial del comercio con el exterior. De toda Europa
los holandeses son los que construyen barcos más baratos. Además de los ríos que les
procuran madera y almadías, la cercanía del Norte les permite obtener, con menos
costo, mástiles, maderas, alquitrán, cuerdas, etc.; sus aserraderos facilitan el trabajo;
además, navegan con menos equipaje, y sus marinos viven a muy bajo costo. Uno de
sus aserraderos ahorra diariamente el trabajo de ochenta hombres.
Con estas ventajas serían en Europa los únicos armadores, si se siguiera siempre
el criterio de la baratura. Si en su propio país tuviesen elementos para hacer un
extenso comercio poseerían, sin duda, la marina más floreciente de Europa. Pero el
gran número de sus marinos no basta, sin las fuerzas interiores del Estado, para lograr
la superioridad de sus recursos navales. Jamás armarían barcos de guerra ni
mantendrían marinos si el Estado tuviese grandes rentas para construirlos y tolerarlos
a sueldo; en todo aprovecharían la ventaja de poseer mercados extensos.
Para impedir que Holanda aumente su ventaja en el mar, por razón de la
mencionada baratura, a expensas de Inglaterra, este país ha prohibido a toda nación
conducir a sus tierras otras mercancías que las del país de registro de las naves.
Gracias a este arbitrio los holandeses han podido servir como transportadores para

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Inglaterra, y los ingleses mismos han podido fortalecer su marina. Y aunque navegan
a más elevado costo que los holandeses, la riqueza de sus cargamentos ultramarinos
hace estos gastos menos considerables.
Francia y España son Estados marítimos que cuentan con ricos productos para
enviar al Norte, el cual a su vez les envía artículos y mercaderías. No es extraño que
su marina no sea considerable en proporción al volumen de sus productos y a la
extensión de sus costas marítimas, puesto que dejan a los barcos extranjeros el
cuidado de transportar del Norte todo lo que de él reciben, permitiéndoles también
tomar como cargamento los artículos que los Estados del Norte extraen de Francia y
España.
Estos Estados —me refiero a Francia y España— no hacen entrar en las miras de
su política la consideración del comercio, en cuanto éste sería ventajoso. La mayor
parte de los comerciantes de Francia y España que tienen relación con el extranjero
son más bien factores o comisionistas de negociantes de otros países, en lugar de ser
empresarios animados por la idea de efectuar por cuenta propia este comercio.
Es cierto que los Estados del Norte, por su situación y por la vecindad de los
países que producen todo cuanto se necesita para la construcción de los navíos, se
hallan en condiciones de transportar a precio más bajo del que podrían ofrecer
Francia y España, pero si estos dos reinos tomasen medidas para fomentar su marina,
semejante obstáculo desaparecería. Inglaterra les ha mostrado, en parte, el camino a
seguir, hace mucho tiempo. Tienen en su propio país y en las Colonias todo cuanto
hace falta para la construcción de barcos, o por lo menos no sería difícil producirlos
en ellas. Existen, además, adecuadas medidas que se podrían adoptar para que triunfe
tal designio, si la legislatura o el ministerio quisiese colaboraren ello. Mi
investigación no me permite examinar en este Ensayo, detalladamente, estas medidas;
me limitaré a decir que en los países donde el comercio no mantiene constantemente
un número considerable de barcos y de marinos, es casi imposible que el príncipe
pueda mantener una marina floreciente, a no ser con gastos tales que arruinarían los
tesoros de su Estado.
Convendrá, pues, observar que el comercio más esencial a un Estado para el
aumento o disminución de su poderío es el comercio con el extranjero, mientras que
el del interior de un país no posee una importancia tan grande en el orden político, y
que no se sostiene sino a medias el comercio con el extranjero cuando no se pone en
práctica la idea de mantener grandes negociantes naturales del país, barcos y marinos,
obreros y manufacturas; y, sobre todo, que hace falta siempre empeñarse en mantener
una balanza favorable con el exterior.

CAPÍTULO II
De los cambios y su naturaleza

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En la misma ciudad de París cuesta ordinariamente quinientos sueldos por saco de
mil libras, el transporte del dinero de una casa a otra; si hiciera falta siempre
transportarlo desde el faubourg Saint-Antoine hasta los Inválidos costaría más del
doble, y si habitualmente no se dispusiera de porteadores de confianza costaría
todavía más. Si existiera el peligro de encontrar ladrones en el camino, los envíos se
harían en grandes sumas y con fuerte escolta, circunstancia que aumentaría más aún
los gastos. Por último, si alguien se encarga se del transporte a sus expensas, se haría
pagar la remesa en proporción a los gastos y a los riesgos. Así, los gastos de remesa,
de Rouen a París, o de París a Rouen, ascienden ordinariamente a cincuenta sueldos
por saco de mil libras, lo que, en el lenguaje de los banqueros, equivale a un cuarto
por ciento. Los banqueros envían por lo común el dinero en barriles muy pesados,
que los ladrones no pueden llevarse a causa del peso y del hierro que los barriles
contienen, y como siempre hay mensajeros en esta ruta, los gastos son poco
considerables en relación con las grandes partidas que en ambos sentidos se envían.
Si la ciudad de Chalons-sur-Marne paga todos los años al Recaudador de
Impuestos del Rey diez mil onzas de plata, por un lado, y por otro los cosecheros de
Chalons o de los alrededores venden a París, por mediación de sus corresponsales,
vinos de Champagne por valor de diez mil onzas de plata, si la onza de plata en
Francia vale en las transacciones comerciales cinco libras, el total de las diez mil
onzas en cuestión requerirá cincuenta mil libras, tanto en París como en Chalons.
El Recaudador de Impuestos de nuestro ejemplo tiene que enviar cincuenta mil
libras a París, y los corresponsales de los cosecheros de Chalons tienen que enviar,
por su parte, cincuenta mil libras a esta última localidad. Esta doble transacción o
transporte podrá obviarse mediante una compensación o, en otros términos, por
medio de letras de cambio, si las partes lo estipulan así y se acomodan con ello.
Los corresponsales de los cosecheros de Chalons depositan (cada uno su parte)
cincuenta mil libras en poder del cajero de la Oficina fiscal de París; éste les da uno o
más cheques o letras de cambio, pagaderas a su orden, por el Recaudador de
Impuestos de Chalons. Los cosecheros endosan o transfieren sus letras a los
cosecheros de Chalons, los cuales recibirán del Recaudador de dicha localidad las
cincuenta mil libras. De esta manera las cincuenta mil libras en París serán pagadas al
Recaudador de Impuestos de esta capital, y las cincuenta mil libras de Chalons serán
abonadas a los cosecheros de vino, en esta última ciudad, con lo que, gracias a este
cambio o compensación, se ahorrará el trabajo de enviar dinero de una ciudad a otra.
También puede ocurrir que los cosecheros de vino en Chalons, que dispongan de
cincuenta mil libras sobre París, vayan a ofrecer sus letras de cambio al Recaudador,
el cual las endosará al de París para que éste cobre su importe, tras de lo cual el
Recaudador de Chalons pagará a aquéllos, contra sus letras de cambio, las cincuenta
mil libras que el Recaudador tiene en Chalons. En cualquier forma que esta
compensación se haga, ya sea que se giren letras de cambio de París sobre Chalons o
de Chalons sobre París, como en este ejemplo se paga onza por onza, o sea cincuenta

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mil libras por cincuenta mil libras, se dirá que el cambio está a la par.
El mismo método podrá practicarse entre los cosecheros de vino de Chalons y los
recaudadores de los señores de París que poseen tierras o rentas en los alrededores de
Chalons; igualmente entre los cosecheros de vino o cualesquiera otros comerciantes
en Chalons, que envían artículos o mercaderías a París, y que disponen de dinero en
esta capital, lo mismo que entre los comerciantes que han extraído mercancías de
París y las venden en Chalons. Si existe un animado tráfico entre estas dos ciudades
surgirán banqueros en París y Chalons que entrarán en relaciones con ambas partes,
constituyéndose en agentes e intermediarios para los pagos que habrán de enviarse de
una de estas ciudades a la otra. Ahora bien si en su conjunto los vinos y otros
artículos y mercaderías que se envían de Chalons a París, y que se venden en
efectivo, a cambio de dinero contante y sonante, exceden en valor a la suma de los
ingresos fiscales en Chalons, más las rentas que la nobleza de París posee en los
alrededores de Chalons, más el valor de los artículos y mercaderías enviados desde
París a Chalons y vendidos allí al contado, en cinco mil onzas de plata o veinticinco
mil libras, será necesario para el banquero de París enviar en efectivo esta cantidad a
Chalons. Esta será el excedente o balanza de comercio entre las dos ciudades. Será
preciso, pues, enviar dicha cantidad en especie a Chalons, y la operación será llevada
a cabo del siguiente modo, o en forma parecida.
Los agentes o corresponsales de los cosecheros de Chalons y otras personas que
han enviado artículos o mercaderías de Chalons a París, disponen en efectivo, en la
capital, del dinero correspondiente a estas ventas, y tienen orden de remitirlo a
Chalons. Como no acostumbran arriesgar este envío haciendo uso de carruajes, se
dirigirán al Cajero de la Oficina de Recaudación de Impuestos, el cual les dará
cheques o letras de cambio contra el Recaudador de Impuestos en Chalons, hasta la
concurrencia de los fondos de que en Chalons disponga, y ordinariamente a la par.
Pero como tienen necesidad de entregar todavía otras sumas en Chalons, se dirigirán
al Banquero que tenga a su disposición rentas de señores en París, poseedores de
tierras en los alrededores de Chalons. Este banquero les procurará, como lo hacía el
Recaudador de Impuestos, letras de cambio contra su corresponsal de Chalons, hasta
la concurrencia de los fondos que tenga a su disposición en dicha ciudad, y que de
otro modo hubiera tenido que enviar a París.
También esta compensación se hará a la par, a no ser que el banquero trate de
obtener un pequeño beneficio por su trabajo, tanto de parte de los agentes que se
dirijan a él para enviar su dinero a Chalons, como de los señores que desean decibir
su dinero de Chalons, en París. Si el banquero dispone también, en Chalons, del valor
de las mercancías enviadas desde París. y vendidas al contado en la primera ciudad,
podrá también suministrar letras de cambio por ese mismo valor.

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Pero en nuestro supuesto los agentes de los comerciantes de Chalons disponen
todavía, en París, de veinticinco mil libras en efectivo (con orden de enviarlas a
Chalons), en exceso sobre las sumas a que nos hemos referido. Si ofrecen ese dinero
al Cajero de la Oficina de Impuestos, responderá que ya no dispone de fondos en
Chalons, y que, por consiguiente, no puede suministrar letras de cambio o cheques
sobre dicha ciudad. Si ofrecen esa suma al banquero, les responderá que ya no tiene
fondos en Chalons, ni posibilidad de obtener más, pero que si están dispuestos a
pagarle 3% sobre el monto de la transacción, suministrará letras; acaso los referidos
agentes ofrezcan 1 o 2%, y en último término 2,5. A este precio posiblemente se
resuelva el banquero a darles letras, es decir, que pagándole en París dos libras y diez
sueldos, suministrará una letra de cambio de cien libras contra su corresponsal en
Chalons, pagadera a diez o quince días, a fin de situar en poder de este corresponsal
los fondos necesarios para pagar las veinticinco mil libras que contra él se giran.
Contando con este tipo de cambio, enviará esa suma de efectivo mediante un
mensajero o carroza, en especie de oro, y a falta de ese metal, en plata. Pagará diez
libras por cada saco de mil libras, o, de acuerdo con la jerga de los banqueros, un 1%.
Sobre esa base el cambio en París para Chalons estará a 2,5% por encima de la par,
porque se pagan dos libras y diez sueldos sobre cada cien libras como comisión de
cambio.
Es así, poco más o menos, como el saldo o balance de comercio se transporta de
una ciudad a otra, por mediación de los banqueros, y generalmente en gran escala. No
todas las personas que llevan el título de banqueros suelen dedicarse a estas
transacciones; hay muchos que no negocian sino con comisiones y especulaciones
bancarias. Yo incluyo solamente entre los banqueros a quienes se encargan de las
remesas de dinero. A su cuidado estará siempre la regulación de los cambios, cuyos
precios responden a los gastos y riesgos del transporte de las especies en los
diferentes casos.
Raramente el precio del cambio entre París y Chalons es de más de 2,5 o 3%, por
encima o por debajo de la par. Pero de París a Amsterdam el precio del cambio subirá
a 5 o 6% cuando haga falta hacer remesas de especie. El camino es más largo; el
riesgo mayor; hacen falta más corresponsales y comisionistas. De las Indias a
Inglaterra, el precio del transporte será de 10 a 12%. De Londres a Amsterdam el
precio del cambio no pasará de 2%, en tiempos de paz.
En nuestro ejemplo presente diremos que el cambio en París, para Chalons, es de
2,5% por encima de la par; en Chalons por el contrario, diremos que el cambio con
París está a 2,5% por debajo de la par, porque en estas circunstancias el que entrega
dinero en Chalons por una letra de cambio sobre París, no necesitará dar sino noventa
y siete libras diez sueldos, para recibir cien libras en París. Es evidente que la ciudad
o plaza donde el cambio está por encima de la par, se halla en deuda con aquella otra
donde el precio está por debajo, mientras el tipo de cambio descanse sobre esa base.
El cambio no está en París a 2,5% por encima de la paridad para Chalons, sino

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porque París debe a Chalons, y se tiene necesidad de acarrear el dinero
correspondiente a dicha deuda, desde París hasta Chalons. Por esta causa cuando se
ve que el cambio está habitualmente por debajo de la par en una plaza en relación con
otra, se podrá concluir que la primera ciudad debe a la segunda un saldo comercial, y
cuando el cambio se halla en Madrid, o Lisboa por encima de la par para los demás
países, esto significa que ambas capitales deben seguir enviando especies a esos otros
países.
En todas las ciudades y villas que se sirven de la misma moneda y de las mismas
especies de oro y plata, como París y Chalons-sur-Marne, Londres y Bristol, se
conoce y se expresa el precio del cambio dando y tomando un determinado tanto por
ciento de más o de menos que la par. Cuando se pagan noventa y ocho libras en una
localidad para recibir cien libras en otra, se dice que el cambio está a 2% por debajo
de la par, poco más o menos: cuando se pagan ciento dos libras en una localidad, y no
se reciben más que cien en otra, se dice que el cambio está a 2%, exactamente, por
encima de la par; cuando se dan cien libras en una localidad para recibir cien en la
otra, se dice que el cambio está a la par. En todo esto no hay ninguna dificultad ni
ningún misterio. Pero cuando el cambio entre dos ciudades o plazas donde la moneda
es diferente y las especies son de distintos tamaños, finura talla y denominaciones, la
naturaleza del cambio parece, en un principio, más difícil de explicar, pero en el
fondo este cambio extranjero no difiere mucho del efectuado entre París y Chalons
más que por la diferencia de la jerga de que se sirvan los banqueros. Se habla en París
del cambio con Holanda, según el cual el escudo de tres libras se cambia por tantos
dineros de Holanda, pero la paridad del cambio entre París y Amsterdam es siempre
de cien onzas de oro o de plata, contra cien onzas de oro o de plata del mismo peso y
título; ciento dos onzas pagadas en París para recibir solamente cien onzas en
Amsterdam, representan siempre 2% por encima de la par. El banquero que hace los
transportes de saldos comerciales debe saber siempre calcular la paridad; pero en el
lenguaje de los cambios con el extranjero se dirá que el precio del cambio en Londres
con Amsterdam se hace dando una libra esterlina en Londres para recibir treinta
escalines holandeses en el Banco; con París, dando en Londres treinta dineros o
peniques de esterlina, para recibir en París un escudo, o tres libras tornesas; pero el
banquero que transporta el saldo mercantil sabe calcular correctamente, estableciendo
cuánto recibirá en especies extranjeras a cambio de las de su país, objeto de su envío.
Aunque se fije el cambio sobre Londres para la plata inglesa en rublos de
Moscovia, en marcos lubs de Hamburgo, en talers del Reich de Alemania, en libras
de Flandes, en ducados de Venecia, en piastras de Génova o de Liorna, en milreis o
cruceiros de Portugal, en piezas de a ocho de España, en pistolas, etc., la paridad del
cambio para estos países será siempre de cien onzas de oro o de plata contra cien
onzas; y si en el lenguaje de los cambios advertimos cifras por encima o por debajo
de esta paridad, en el fondo será lo mismo que si se dice que el cambio está a tanto
por encima o por debajo de la par, y se conocerá siempre si Inglaterra debe o no el

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saldo en la plaza con la cual regula el cambio, ni más ni menos que como ocurre en
nuestro ejemplo de París y Chalons.

CAPÍTULO III
Otras explicaciones para el conocimiento de la naturaleza de los cambios

Hemos visto ya cómo los cambios se regulan por el valor intrínseco de las especies,
es decir, a base de la par, y cómo su variación proviene de los gastos y riesgos del
transporte de una plaza a otra, cuando precisa enviar en especie la balanza de
comercio. No hace falta razonar un hecho que advertimos en la realidad y en la
práctica. Sin embargo, los banqueros introducen a veces refinamientos en esta
práctica.
Si Inglaterra debe a Francia cien mil onzas de plata por el saldo comercial, si
Francia debe cien mil onzas a Holanda, y Holanda cien mil onzas a Inglaterra, estas
tres sumas podrán compensarse mediante letras de cambio entre los banqueros
respectivos de los tres Estados, sin que sea necesario enviar dinero alguno por ningún
lado.
Si Holanda envía a Inglaterra durante el mes de enero mercancías por valor de
cien mil onzas de plata, e Inglaterra remesa a Holanda en el mismo mes tan solo por
valor de cincuenta mil onzas (supongo que la venta y el pago se hacen en el mismo
mes de enero por ambas partes), corresponderá a Holanda en este mes un saldo
comercial de cincuenta mil onzas, y el cambio de Amsterdam se situará en Londres,
para el mes de enero, a dos o tres por ciento por encima de la par, lo cual significa, en
el lenguaje de los banqueros, que el cambio de Holanda, que en diciembre estaba a la
par, o sea a treinta y cinco escalines por libra esterlina en Londres, subirá en enero a
treinta y seis escalines, poco más o menos; pero cuando los banqueros hayan enviado
esta deuda de cincuenta mil onzas a Holanda, el cambio para Amsterdam volverá a
situarse nuevamente a la par en Londres, o sea a treinta y cinco escalines.
Ahora bien, si un banquero inglés, teniendo en cuenta el envío que se hace a
Holanda de una cantidad extraordinaria de mercancías, prevé en enero que Holanda
con ocasión de los pagos y ventas de marzo resultará considerablemente deudora de
Inglaterra, ya desde el mes de enero, en lugar de enviar cincuenta mil escudos u onzas
que se deben en aquel mes para Holanda, podrá suministrar sus letras de cambio
sobre su corresponsal de Amsterdam, pagaderas a doble uso o a dos meses, para
saldar su valor a la fecha de vencimiento; gracias a este método podrá beneficiarse
del cambio, que en enero se hallaba por encima de la par, mientras en marzo se
situará por debajo. De este modo ganará doblemente, sin enviar un sueldo a Holanda.

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He aquí lo que los banqueros denominan especulaciones, que a menudo vienen a
alterar los cambios durante poco tiempo, independientemente del balance del
comercio; pero a la larga es forzoso volver a ese saldo que constituye la norma
constante y uniforme de los cambios. Y aunque las especulaciones y créditos de los
banqueros pueden retrasar a veces el transporte de las sumas que un Estado debe a
otro, siempre es preciso, en definitiva, pagar la deuda y enviar el saldo de comercio
en especies al lugar donde aquélla es debida.
Si Inglaterra gana constantemente un saldo comercial con Portugal, y pierde, en
cambio, el de Holanda, los precios del cambio con Holanda y Portugal pondrán en
evidencia este hecho: se advertirá que en Londres el cambio para Lisboa se halla por
debajo de la par, y Portugal es deudora de Inglaterra; se verá también que el cambio
sobre Amsterdam está por encima de la par, y que Inglaterra debe a Holanda, pero no
se podrá inducir, a base de los cambios, el monto de la deuda. No se advertirá si el
saldo de plata que se saca de Portugal es mayor o menor que el que ha de enviarse a
Holanda.
Existe, sin embargo, un medio que permitirá conocer en Londres si Inglaterra
gana o pierde en el saldo general de su comercio (entendiéndose por saldo o balance
general la diferencia de los saldos particulares con todos los países extranjeros que
comercian con Inglaterra), y es el precio de las especies de oro y de plata,
particularmente del oro (hoy que la proporción del precio del oro y de la plata en
especies acuñadas difiere de la proporción del precio de mercado, como explicaremos
en el capítulo siguiente). Si el precio del metal de oro en el mercado de Londres, que
es el centro del comercio de Inglaterra, es más bajo que el precio de la Torre, donde
se acuñan guineas de oro, o tiene el mismo precio intrínseco de estas especies, y se
lleva a la Torre metal de oro para recibir su valoren guineas o especies acuñadas, ello
constituye una prueba evidente de que Inglaterra sale ganando en la balanza general
de su comercio; es una prueba de que el oro que se saca de Portugal, no solamente
basta para pagar el saldo que Inglaterra envía a Holanda, a Suecia, a Moscovia y a
otros Estados de los cuales es deudora, sino que todavía queda oro remanente que
puede enviarse a la Torre, para su acuñación, y la cantidad o suma de este balance
general se conoce por la de las especies acuñadas en la Torre de Londres.
Ahora bien, si el metal de oro se vende en el mercado de Londres por encima del
precio de la Torre, que es habitualmente de tres libras diez y ocho chelines por onza;
ya no se llevará ese metal a la Torre para su acuñación, y ello será signo evidente de
que no se obtiene del extranjero, por ejemplo de Portugal, tanto oro como Inglaterra
está obligada a enviar a otros países de los que es deudora. Ésta es una prueba de que
el balance general de comercio es adverso a Inglaterra. No podríamos llegar a ese
conocimiento si en Inglaterra no existiese una prohibición de enviar metal de oro
amonedado fuera del reino; pero esta prohibición es causa de que los banqueros de
Londres, precavidos como son, prefieran comprar metal de oro (que puedan enviar a
países extranjeros) a tres libras dieciocho chelines, y hasta a cuatro libras esterlinas la

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onza, para enviarlo al exterior, en lugar de enviar guineas o metal de oro amonedado,
a tres libras dieciocho chelines, contraviniendo las leyes y con peligro de
confiscación. Algunos hay, sin embargo, que se aventuran a ello; otros venden las
monedas de oro para enviarlas como simple especie, y no es posible juzgar la
cantidad de oro que Inglaterra pierde cuando el saldo general del comercio le es
adverso.
En Francia se deducen los gastos de fabricación de las especies, que representan
una comisión de 1,5%, es decir, que siempre se paga por la moneda acuñada un
precio más alto que por las especies simples. Para conocer si Francia pierde en el
balance general de ese comercio bastará saber si los banqueros envían al extranjero
monedas acuñadas de Francia. Si lo hacen, ello será una prueba de que no pueden
encontrar las especies que necesitan para este transporte, ya que si bien el metal no
acuñado se cotiza en Francia a precio inferior al de las monedas, tiene un valor más
alto que el de estas acuñaciones, en los países extranjeros, por lo menos de 1,5%.
Aunque los precios de los cambios raramente varían sino con relación a la
balanza de comercio, entre este Estado y los otros países, y aunque, naturalmente,
este balance no es sino la diferencia de valor de los artículos y mercaderías que el
Estado envía a otros países, y de los que él mismo recibe, existen circunstancias y
causas accidentales en virtud de las cuales se envían remesas de considerables sumas,
de un Estado a otro, sin que ello guarde relación con las mercaderías y el comercio, y
estas causas influyen sobre los cambios análogamente a como lo harían la balanza y
el excedente del comercio.
De esta naturaleza son las sumas de dinero que un Estado envía a otro para sus
servicios secretos y finalidades políticas, para subsidio de alianzas, manutención de
tropas, embajadores, señores que viajan, etc., los capitales que los habitantes de un
Estado envían a otro para su inversión en fondos públicos o particulares, el interés
que estos habitantes obtienen anualmente de semejantes fondos, etc. Los cambios
varían con todas estas causas accidentales y siguen la regla del obligado transporte de
dinero. Si consideramos la balanza de comercio no pueden quedar al margen
cuestiones de esta naturaleza, ya que en efecto sería muy difícil separarlas.
Seguramente influyen en el aumento y en la disminución del dinero efectivo de un
Estado y de su fortaleza y poder.
El tema de mi investigación no me permite extenderme acerca de los efectos de
estas causas accidentales, por lo que me limitaré a recoger la práctica común del
comercio, por temor a complicar mi estudio, que ya lo está bastante por la
multiplicidad de hechos que en él se presentan.
Los cambios se elevan más o menos por encima de la par, en proporción de los
gastos, grandes o pequeños, y de los riesgos del transporte del dinero, y en este
supuesto, los cambios se elevan más, naturalmente, por encima de la par, en las
ciudades o Estados donde existe prohibición de transportar dinero fuera del Estado
mismo, que en aquellos otros donde el transporte es libre.

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Supongamos que Portugal consume anualmente y de modo constante cantidades
considerables de manufacturas de lana y otros artículos de Inglaterra, tanto para sus
propios habitantes como para los de Brasil; que de estas sumas paga una parte en
vino, aceites, etc., pero que por el excedente del pago, existe un saldo comercial
constante que precisa enviar de Lisboa a Londres. Si el rey de Portugal, bajo la pena,
no solamente de confiscación, sino aun de perder la vida, prohibe con todo rigor
transportar metal de oro o de plata fuera de su territorio, el terror a estas
prohibiciones impedirá por lo pronto que los banqueros se entremezclen en las
remesas de esos saldos. El precio de las mercaderías inglesas quedará disponible en
efectivo en Lisboa. Los mercaderes ingleses, no pudiendo recibir sus fondos de
Lisboa, no enviarán más tejidos. Como consecuencia, las telas se encarecerán de un
modo extraordinario; sin embargo, los tejidos no han subido de precio en Inglaterra,
sino que los comerciantes se abstienen tan sólo de enviarlos a Lisboa puesto que no
puede disponerse de su importe. Para tener telas inglesas, la nobleza portuguesa y
otras personas, que no se avienen a prescindir de ellas, ofrecerán el doble del precio
usual; pero como no podría obtenerse bastante cantidad sino enviando dinero fuera de
Portugal, el aumento del precio constituirá el beneficio de quien, contraviniendo las
prohibiciones, envíe el oro y la plata, fuera del reino. Este incentivo animará a
muchos judíos y otras personas a trasladar oro y plata a los barcos ingleses surtos en
la rada de Lisboa, aun con riesgo de la vida. Ganarán por lo pronto de cien a ciento
cincuenta por ciento en esta operación, y el beneficio será pagado por los portugueses
en el elevado precio que ofrecerán por las telas. Poco a poco se familiarizarán con
estos manejos, después de haberlos practicado a menudo con éxito, y con el tiempo
podrá situarse dinero a bordo de los barcos ingleses con un recargo de un dos o un
uno por ciento.
El rey de Portugal hace la ley o la prohibición. Sus súbditos, incluso sus
cortesanos, pagan los gastos del riesgo que se corre por soslayar y eludir la
prohibición. Semejante ley carece, por consiguiente, de eficacia; antes bien representa
un efectivo perjuicio para Portugal, porque da lugar a que salga mucho más dinero
del Estado del que saldría si semejante ley no existiese.
En efecto, los que se benefician con semejante maniobra siendo judíos o gentes
de otro origen, no dejan de enviar sus beneficios a países extranjeros, y cuando ya
han reunido cantidad suficiente o les invade el miedo, ellos mismos corren detrás de
su dinero.
Si algunos de estos delincuentes fueran sorprendidos in fraganti, confiscados sus
bienes y aun condenados a perder la vida, esta circunstancia y esta ejecución, en lugar
de impedir la salida de dinero, no haría sino aumentarla, porque los que antes se
conformaban con una tasa de uno o dos por ciento en ese tipo de operaciones querrían
tener veinte o cincuenta por ciento, con lo que siempre será necesaria una exportación
de dinero en cantidad bastante para pagar el saldo.

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No sé si habré conseguido convencer con mis razonamientos a quienes no tienen
idea del comercio. Estoy persuadido de que quienes poseen una práctica al respecto
los habrán comprendido con facilidad, y me explico que se extrañen de que quienes
dirigen los Estados y administran las finanzas de los grandes reinos sepan tan poco de
la naturaleza de los cambios y prohíban la salida de materias primas y de especies de
oro y plata, al mismo tiempo. El único medio de conservarlos es conducir tan bien el
comercio con el extranjero que el saldo no sea desfavorable al Estado.

CAPÍTULO IV
De las variaciones en la proporción de valores, con respecto a los metales que
sirven como moneda

Si los metales fueran tan fáciles de encontrar como lo es el agua, comúnmente, cada
uno tomaría para sus necesidades la necesaria cantidad, y dichos metales apenas
tendrían valor alguno. Los metales que más abundan y que menos cuesta producir
son, también, los más baratos. El hierro parece ser el más necesario, pero como su
extracción se logra comúnmente en Europa con menos pena y trabajo que el cobre, su
baratura es mayor.
El cobre, la plata y el oro son los tres metales de los que comúnmente nos
servimos para la acuñación de monedas. Las monedas de cobre son más abundantes y
cuestan menos, en tierra y mano de obra. Las minas más abundantes de cobre se
hallan actualmente en Suecia; en el mercado hacen falta más de ochenta onzas de
cobre para pagar una onza de plata. También conviene observar que el cobre que se
extrae de ciertas minas es más perfecto y brillante que el producido en otras. El del
Japón y el de Suecia es más apreciado que el de Inglaterra. En tiempo de los romanos
el de España era mejor que el de Chipre. En cambio el oro y la plata, cualquiera que
sea la misma de donde se extraiga, son siempre de la misma perfección, una vez
refinados.
El valor del cobre, y el de todas las demás cosas, está proporcionado a la cantidad
de tierra y de mano de obra que intervienen en su producción. Además de los usos
ordinarios para los cuales se emplea, como la fabricación de cacerolas, vasos, baterías
de cocina, etc. se utiliza casi en todos los Estados para la acuñación de moneda
divisionaria. En Suecia incluso se hace uso de él para pagos importantes, cuando la
plata escasea. Durante los cinco primeros siglos, en Roma no se utilizaba otra
moneda. La plata sólo empezó a usarse en los cambios en el año 484. La proporción
del cobre a la plata se fijó entonces, en las monedas, de 72 a 1; en la acuñación de
512, como de 80 a 1; en la de 537, como 64 a 1; en la de 586, de 48 a 1; en la de 663,
de Druso, y en la de Sila, de 672, en 53,33 a 1; en la de Marco Antonio, de 712, y en

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la de Augusto, de 724, de 56 a 1; en la de Nerón, del año 54 d. C., de 60 a 1; en la de
Antonino, del año 160, de 64 a 1; en tiempo de Constantino, año 330 d. C., de 120 a
125 a 1; en el siglo de Justiniano, alrededor de 550, de 100 a 1; posteriormente ha ido
variando por debajo de la proporción de 100 a 1 en las monedas de Europa.
Hoy, cuando la moneda de cobre sólo se usa en las pequeñas transacciones, ya sea
aleándola con calamina para hacer cobre amarillo como en Inglaterra, o con una
pequeña parte de plata, como en Francia y en Alemania, su valor se suple
comúnmente en la proporción de 40 a 1; aunque el cobre en el mercado sea con
respecto a la plata, de ordinario, como de 80 o 100 a 1. La razón es que de ordinario
se distribuyen sobre el peso del cobre los gastos de fabricación, y cuando no se tiene
suficiente cantidad de moneda divisionaria para atender a las pequeñas transacciones
en el Estado, las monedas de cobre, solo o en aleación, circulan sin dificultad, a pesar
de su carencia de valor intrínseco; pero cuando se quiere darlas en cambio de un país
extranjero, no se las recibe sino al peso del cobre y de la plata que entren en la
aleación. Incluso en los Estados en que, por avaricia o ignorancia de los gobernantes,
se da curso a una cantidad excesiva de esta moneda divisionaria para las pequeñas
transacciones, y donde se dispone quesea admitida una cierta proporción de esa
moneda en los pagos de importancia, no se la admite a gusto. Así la moneda
divisionaria se recibe con un agio contra la plata acuñada, como sucede con la
moneda de vellón y los ardites en España, para los grandes pagos; sin embargo, la
moneda divisionaria circula siempre sin dificultad en las pequeñas transacciones y
siendo ordinariamente pequeño el valor en estos pagos, la pérdida resulta menor
todavía. Ésta es la razón de que sin dificultades se llegue a un acomodo, cambiándose
el cobre por pequeñas monedas de plata por encima del peso y del valor intrínseco del
cobre en el Estado mismo, pero no en los otros Estados, ya que cada uno de ellos
tiene acuñación propia con la cual lleva a efecto las pequeñas transacciones.
El oro y la plata tienen, como el cobre, un valor proporcional a la tierra y al
trabajo necesarios para su producción; y si el público soporta los gastos de acuñación
de estos metales, su valor en lingotes y en moneda es el mismo, su valor de mercado
y su valor de acuñación son parejos, su valor en el Estado y en los países extranjeros
es constantemente idéntico, regulado siempre a base del peso y de la finura, es decir,
el peso solo si esos metales son puros y carecen de aleación.
Las minas de plata se han encontrado con mayor abundancia que las de oro, pero
no de modo igual en todos los países ni en todos los tiempos: siempre han hecho falta
varias onzas de plata para pagar una onza de oro, pero unas veces más y otras menos,
según la abundancia de estos metales y la demanda. En el año 310 de la fundación de
Roma precisaban en Grecia trece onzas de plata para pagar una onza de oro, es decir,
que el oro estaba con respecto a la plata en la proporción de 1 a 13; el año 400 poco
más o menos, como de 1 a 12; el año 460, como de 1 a 10, tanto en Grecia como en
Italia, y en el resto de Europa. Esta proporción de 1 a 10 parece haber continuado
constantemente durante tres siglos, hasta la muerte de Augusto, en el año 767 de la

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fundación de Roma, o sea el 14 de la Era Cristiana. En tiempo de Tiberio el oro se
hizo más raro o la plata más abundante, habiendo subido poco a poco la proporción a
la de 1 a 12, 12,5 y 13. Bajo Constantino, en el año de gracia 330, y bajo Justiniano,
en el 550, fue de 1 a 14,4. Luego la historia se hace más obscura; algunos creen que
la proporción vino a ser de 1 a 18 en tiempo de ciertos reyes de Francia. En el año de
gracia de 840, durante el reinado de Carlos el Calvo, se acuñaron monedas de oro y
plata, y la proporción se estimó de 1 a 12. Bajo el reinado de San Luis, que murió en
1270, la proporción era de 1 a 10; en 1371, como de 1 a 12; en 1421, por encima de 1
a 11; en 1500, por debajo de 1 a 12; hacia 1600, como de 1 a 12; en 1641, como de 1
a 14; en 1700, como de 1 a 15; en 1730 como de 1 a 14,5.
La cantidad de oro y de plata que se había traído de México y del Perú durante el
pasado siglo, no sólo ha hecho más abundantes estos metales sino que incluso ha
elevado el valor del oro con respecto a la plata recibida en mayor cantidad, de manera
que la proporción que se fija en las monedas de España, según los precios del
mercado, es como de 1 a 16; los otros Estados de Europa han seguido bastante cerca
los precios de España en sus monedas, estableciéndolos unos como de 1 a 15,875,
otros como de 1 a 15,75, a 15,625, etc., según las ideas y opiniones de los directores
de las Casas de Moneda. Ahora bien, desde que Portugal extrae considerables
cantidades de oro del Brasil, la proporción ha empezado a bajar de nuevo, si no
respecto a las monedas, por lo menos en cuanto a los precios de mercado, el cual da a
la plata un valor más elevado que en pasadas épocas, aparte de que, con bastante
frecuencia, viene de las Indias orientales mucho oro a cambio de la plata que a esos
países se lleva desde Europa, porque la proporción es mucho más baja en las Indias.
En el Japón, donde existen minas de plata bastante ricas, la proporción del oro a
la plata es, en la actualidad, como de 1 a 8; en la China, como de 1 a 10; en los otros
países de aquende de las Indias, como de 1 a 11, de 1 a 12, de 1 a 13 y de 1 a 14, a
medida que uno se aproxima al Occidente y a Europa. Pero si las minas del Brasil
continúan suministrando tanto oro, la proporción podrá bajar, a la larga, hasta situarse
en la de 1 a 10, incluso en Europa, cosa que me parece la más natural si es que esta
proporción ha de guiarse por cosa distinta del azar. Es evidente que durante la época
en que todas las minas de oro y de plata, en Europa, en Asia y en Africa se
explotaban por cuenta de la República Romana, la proporción de 1 a 10 era la más
constante.
Aunque todas las minas de oro rindieran constantemente la décima parte de lo que
rinden las de plata, no podría afirmarse que, por esta razón, la proporción entre los
dos metales sería como de 1 a 10. Aun en tal caso, dicha proporción dependería
siempre de la demanda y del precio de mercado bien podría ocurrir que los ricos
prefiriesen llevar en sus bolsas monedas de oro en lugar de monedas de plata, y que
empleasen con preferencia dorados y ornamentos de oro más bien que de plata, para
elevar el precio del oro en el mercado.

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Tampoco se podría determinar la proporción de estos metales considerando la
cantidad que un Estado posee. Supongamos la proporción de 1 a 10 en Inglaterra y
que la cantidad de oro y plata que en ese país circula se cifrara en veinte millones de
onzas de plata y de dos millones de onzas de oro, lo que equivaldría a cuarenta
millones de onzas de plata; que se envíe un millón de onzas de oro, de los dos
millones que existen en Inglaterra, y que se introduzcan en cambio, diez millones de
onzas de plata; en tal caso existían treinta millones de onzas de plata, y tan solo un
millón de onzas de oro, es decir, siempre el equivalente de cuarenta millones de onzas
de plata. Si se considera la cantidad de onzas, habrá treinta millones de onzas de plata
y un millón de onzas de oro; por consiguiente si decidieran las cantidades de uno y
otro metal, la proporción del oro a la plata sería como de 1 a 30, pero esto es
imposible. Siendo la proporción de los países vecinos, del extranjero, como de 1 a 10,
no costará, pues, más que diez millones de onzas de plata, más una pequeña cantidad
por los gastos de transporte, traer al Estado un millón de onzas oro, a cambio de los
diez millones de onzas de plata.
En consecuencia, para juzgar acerca de la proporción entre el oro y la plata, lo
único decisivo es el precio del mercado; el número de los que tienen necesidad de un
metal, es lo que determina el precio. La proporción depende a menudo del capricho
de los hombres: las transacciones se hacen en forma burda, y no geométricamente.
Sin embargo, no creo que para precisarlas pueda imaginarse ninguna regla, sino la
mencionada; por lo menos sabemos que en la práctica eso es lo decisivo, lo mismo
que en el precio y en el valor de cualquier otra cosa. Los mercados extranjeros
influyen sobre el precio del oro y de la plata más que sobre el precio de cualquier otra
mercancía o artículo, porque nada se transporta con más facilidad y menos
desperdicio. Si existiera un comercio libre y regular entre Inglaterra y el Japón, si se
empleara constantemente un cierto número de barcos para efectuar ese comercio y el
balance comercial fuese igual en todos los aspectos, es decir, si se enviaran
constantemente de Inglaterra al Japón tantas mercaderías, respecto a precio y valor,
como artículos se extraen del Japón, en definitiva se sacaría todo el oro del Japón a
cambio de plata, y la proporción en el Japón, entre la plata y el oro, sería semejante a
la que impera en Inglaterra, con la única diferencia de los riesgos de navegación,
porque en nuestra hipótesis los costos del viaje estarían soportados por el tráfico de
las mercaderías.
Suponiendo que la proporción fuera como de 1 a 15 en Inglaterra, y de 1 a 8 en el
Japón, podría ganarse más del 87 por ciento llevando plata de Inglaterra al Japón, y
trayendo oro del Japón a Inglaterra. Pero esa diferencia no es bastante, de ordinario,
para pagar los gastos de un viaje tan largo y difícil, siendo preferible traer mercancías
del Japón, a cambio de plata, en lugar de traer oro. Solamente los costos y riesgos del
transporte de oro y plata pueden dejar una diferencia en la proporción existente entre
estos metales, en Estados diferentes; en el Estado más cercano, dicha proporción
diferirá muy poco, cifrándose sucesivamente en un uno, dos o tres por ciento; pero de

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Inglaterra al Japón la suma de todas estas diferencias de proporción ascenderá a más
de 87 por ciento.
Es el precio de mercado lo que decide la proporción entre el valor del oro y el de
la plata: el precio del mercado es la base de esta proporción en el valor que se da a las
especies de oro y plata amonedadas. Si el precio del mercado varía
considerablemente, es preciso reformar el de las especies amonedadas para seguir la
regla del mercado; si no se procede así, la confusión y el desorden reinarán en la
circulación, tomando las monedas de uno u otro metal a precio más elevado que el
que fijó la Casa de Moneda. La Antigüedad nos ofrece infinidad de ejemplos, y existe
uno muy reciente en Inglaterra bajo las regulaciones establecidas por la Casa de
Moneda de la Torre de Londres. La onza de plata, de once dineros de fino, vale allí
cinco chelines y dos dineros o peniques esterlina: desde que la proporción del oro a la
plata (que siguiendo el ejemplo de España se había cifrado de 1 a 16) ha descendido a
la proporción de 1 a 15, y aún de 1 a 14,5, la onza de plata se vendía a cinco chelines
y seis dineros esterlina, mientras que la guinea de oro continuaba teniendo curso a
razón de veintiún chelines y seis dineros esterlina, circunstancia que dio lugar a que
se exportaran de Inglaterra todos los escudos, chelines y medios chelines de plata que
no estaban en circulación. La plata llegó a escasear tanto en 1720 (sólo siguieron en
circulación las piezas más usadas), que las gentes se vieron obligadas a cambiar una
guinea con pérdida de casi un cinco por ciento. El embarazo y la confusión
producidos por tal causa en la circulación y en el comercio obligaron a la Tesorería a
requerir al famoso caballero Isaac Newton, Director de la Casa de Moneda de la
Torre, para que redactase un Informe indicando los arbitrios más convenientes para
remediar ese estado de cosas.
Nada más fácil que lograrlo. Bastaba sólo seguir el precio de mercado de la plata
al hacer acuñaciones en la Torre. Y como la proporción entre el oro y la plata se había
establecido desde tiempo atrás conforme a las leyes y reglas de la Casa de Moneda,
como de 1 a 15,75, bastaba acuñar monedas de plata más débiles, en la proporción
del precio de mercado, que había caído por debajo de 1 a 15, y aun, anticipándose a la
variación que el oro del Brasil causa anualmente en la proporción de los dos metales,
se hubiera podido incluso establecerla sobre el pie de 1 a 14,5, como se hizo en
Francia en 1725, y como será necesario hacerlo después en Inglaterra misma.
Es cierto que también podían ajustarse las acuñaciones de Inglaterra al precio y
proporción del mercado, disminuyendo el valor nominal de las monedas de oro. Tal
fue la política adoptada por Sir Isaac Newton en su Informe, y por el Parlamento
como consecuencia del mismo. Pero era éste el partido menos natural y más
desventajoso, como intentaré demostrar. Por lo pronto era más natural elevar el precio
de las monedas de plata, porque ya el público lo había hecho en el mercado: la onza
de plata que no valía más que sesenta y dos dineros en la Casa de Moneda, alcanzaba
más de sesenta y cinco en el mercado, exportándose las monedas de plata de
Inglaterra salvo cuando la circulación había reducido su peso. Por otra parte hubiera

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sido menos desventajoso para la nación inglesa elevar las especies de plata que bajar
las de oro, considerando las sumas que Inglaterra debe al extranjero. Si suponemos
que Inglaterra debe al extranjero cinco millones de esterlinas de capital, invertido en
fondos públicos, puede igualmente suponerse que el extranjero ha pagado este capital
en oro a razón de veintiún chelines seis dineros la guinea, o sea en plata a sesenta y
cinco dineros esterlina la onza, de acuerdo con el precio del mercado.
Por consiguiente estos cinco millones han costado al extranjero, a veintiún
chelines seis dineros la guinea, cuatro millones seiscientos cincuenta y un mil ciento
sesenta y tres guineas; pero ahora que la guinea está reducida a veintiún chelines, el
capital que habrá de reintegrarse exigirá cuatro millones setecientas sesenta y un mil
novecientas cuatro guineas, lo que significará para Inglaterra una pérdida de ciento
diez mil setecientas cuarenta y una guineas, sin contar la pérdida representada por los
intereses anualmente pagados. En contestación a esta réplica Sir Newton me ha
manifestado que, según las leyes fundamentales del Reino, la plata era el único y
verdadero patrón monetario y que, como tal, no podía ser alterado.[1]
Fácil es argüir que habiendo alterado el público esta ley mediante la costumbre y
el precio del mercado, había cesado de ser ley; que en estas circunstancias no había
necesidad de observarla escrupulosamente, en desventaja de la nación, y pagar a los
extranjeros más de lo que se les debía. Si no se hubieran considerado las monedas de
oro como verdadera moneda, el oro hubiera soportado la variación como ocurre en
Holanda y en China, donde el oro se considera más bien como mercadería que como
moneda. Si el precio de las monedas de plata hubiera subido en el mercado, sin tocar
el oro, ninguna pérdida se hubiere registrado en relación con el extranjero, y las
monedas de plata hubieran sido abundantes en la circulación; en la Torre habrían
proseguido las acuñaciones, mientras que ahora se interrumpirán, hasta que se haga
un nuevo arreglo.
Mediante la disminución del valor del oro (provocada por el Informe Newton) de
veintiún chelines seis dineros a veintiún chelines, la onza de plata que antes se vendía
en el mercado de Londres a sesenta y cinco y sesenta y cinco peniques y medio, ya no
se vendió en realidad sino a sesenta y cuatro peniques; pero tal como se acuñaba en la
Torre, la onza valía en el mercado sesenta y cuatro, y si se la llevaba a la Torre para
acuñar, no valía sino sesenta y dos, razón por la cual no se llevaba ya plata para su
acuñación. Realmente se han acuñado algunos chelines o quintos de escudo, a
expensas de la Compañía del Mar del Sur, perdiendo la diferencia en el precio del
mercado, pero esas acuñaciones desaparecieron tan pronto como fueron puestas en
circulación. Actualmente ya no se ven circular monedas de plata que tengan el peso
legítimo establecido por la Torre; en los cambios sólo se emplean monedas de plata
usadas, cuyo peso no excede el precio de mercado.

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Sin embargo, el valor de la plata en el mercado continúa elevándose
imperceptiblemente. La onza que después de la reducción a que nos hemos referido,
no valía sino sesenta y cuatro, ha vuelto a elevarse nuevamente a sesenta y cinco y
medio y sesenta y seis, en el mercado; y para tener en circulación monedas de plata y
seguir acuñándolas en la Torre sería necesario reducir el valor de la guinea de oro, de
veintiún chelines a veinte, y perder con el extranjero el doble de lo que se ha perdido
ya, a menos que se prefiera seguir el cauce natural y ajustar las monedas de plata al
precio del mercado. Sólo el precio del mercado puede restituir la proporción de valor
del oro a la plata, lo mismo que todas las proporciones de valores. La reducción de la
guinea a veintiún chelines, propuesta por Sir Newton no ha sido calculada sino para
impedir que desaparecieran las monedas de plata débiles y usadas que continuaban en
circulación; no se imaginó para establecer respecto a las monedas de oro y plata la
verdadera proporción de sus precios, es decir la fijada por los precios de mercado.
Este precio es siempre la piedra de toque en tales cuestiones. Sus variaciones son
bastante lentas y dan tiempo para regular las acuñaciones e impedir desórdenes en la
circulación.
En ciertos siglos el valor de la plata aumenta lentamente con respecto al oro; en
otros el valor del oro sube en relación con el de la plata. Este fue el caso en la época
de Constantino, que prefirió todos los valores al del oro, como más permanente; pero
en términos generales el valor de la plata es más permanente y el del oro se halla más
sujeto a variación.

CAPÍTULO V
Del aumento y de la disminución de valor de las especies amonedadas en
denominación determinada

Conforme a los principios que hemos establecido, las cantidades de dinero que
circulan en los cambios fijan y determinan los precios de todas las cosas en un
Estado, teniendo en cuenta la rapidez o la lentitud de la circulación.
Sin embargo, con ocasión de los aumentos y disminuciones practicados en
Francia, vemos muy a menudo cambios tan extraños que podría imaginarse que los
precios de mercado corresponden más bien al valor nominal de las monedas que a su
cantidad en el cambio; a la cantidad de libras tornesas como moneda de cuenta, más
bien que a la cantidad de marcos y onzas, lo cual parece directamente opuesto a
nuestros principios.

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Supongamos —como ocurrió en 1714— que la onza de plata o el escudo tenga un
curso de cinco libras, y que el Rey publique un mandamiento ordenando la
disminución de los escudos, todos los meses, durante veinte meses, a razón de uno
por ciento al mes, para reducir su valor nominal a cuatro libras, en lugar de cinco.
Veamos cuáles serán las naturales consecuencias, teniendo presente la idiosincrasia
de la nación.
Todos cuantos deben dinero se apresurarán a pagarlo durante las disminuciones
para no perder con ellas; los empresarios y mercaderes encuentran cosa fácil tomar
dinero a préstamo, circunstancia que anima a los menos capaces y solventes a
aumentar sus empresas. Toman dinero a préstamo —a juicio suyo, sin interés— y
adquieren gran copia de mercaderías al precio corriente. Incluso elevan los precios de
las mismas por la presión de su demanda. Los vendedores se muestran remisos a
desprenderse de sus mercancías contra un dinero que en sus manos va perdiendo su
valor nominal. Recurren a las mercancías de países extranjeros importando
considerablemente cantidades de ellas para el consumo de varios años. Todo esto
hace circular el dinero con velocidad mayor y eleva el precio de las cosas. Los altos
precios impiden que el extranjero extraiga mercancías de Francia, como de
costumbre. Francia guarda sus propias mercancías y al mismo tiempo importa
grandes cantidades de artículos extranjeros. Esta doble operación es causa de que sea
preciso enviar sumas considerables de dinero a los países extranjeros para pagar
saldos.
El tipo de cambio nunca deja de reflejar esta desventaja. El tipo de cambio suele
cifrarse a un seis o un diez por ciento contra Francia, durante estas disminuciones.
Las personas enteradas en Francia atesoran su dinero en tales épocas; el Rey
encuentra medio de tomar mucho dinero a préstamo, sobre el cual pierde
voluntariamente la disminución, con la esperanza de compensarse a sí mismo
mediante un aumento al fin de estas disminuciones.
A este fin, después de varias disminuciones, se comienza a atesorar dinero en el
Tesoro real, a posponer los pagos, las pensiones y las soldadas del ejército; en estas
circunstancias el dinero se hace extraordinariamente raro al fin del período de las
disminuciones, a causa de las sumas atesoradas por el Rey y por muchos particulares,
y por la relación con el valor nominal de las monedas, cuyo valor ha disminuido. Las
sumas enviadas al extranjero contribuyen también en gran parte a la rareza del dinero,
y poco a poco esta escasez es causa de que se ofrezcan las mercaderías almacenadas,
de las cuales están abarrotados todos los empresarios, un cincuenta y un sesenta por
ciento más baratas de lo que estaban en la época de la primera disminución. La
circulación cae en convulsiones; apenas si se encuentra dinero para enviar al
mercado; muchos empresarios y comerciantes se declaran en quiebra, y sus
mercancías se venden a vil precio.

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Entonces el Rey aumenta nuevamente las acuñaciones; pone el nuevo escudo u
onza de plata, de nuevo cuño, a cinco libras; comienza a pagar con estas nuevas
monedas las tropas y las pensiones; las monedas viejas quedan fuera de circulación y
no se reciben por la Casa de Moneda sino a un valor nominal más bajo. El Rey se
aprovecha de la diferencia.
Pero el total de nuevos cuños que salen de la Casa de Moneda no alcanza aun a
restablecer la abundancia de dinero en la circulación. Las sumas que los individuos
mantienen atesoradas y las que se envían al extranjero exceden considerablemente al
aumento nominal registrado por las acuñaciones que salen de la Casa de Moneda.
La baratura de las mercancías en Francia comienza a atraer dinero del exterior,
pues el extranjero, encontrándolas un cincuenta o un sesenta por ciento más baratas
envía metal de oro y de plata a Francia para comprarlas. De este modo el extranjero
que lleva dichos metales a la Casa de Moneda queda compensado de la tasa que tiene
que pagar por la acuñación. Encuentra doble ventaja en el bajo precio de la mercancía
que compra, y en el hecho de que la pérdida, representada por el impuesto de
acuñación recae en definitiva sobre el francés, cuando vende sus mercaderías al
extranjero. Los franceses poseen mercancías bastantes para el consumo de varios
años: revenden por ejemplo a los holandeses las especias que les habían comprado, a
los dos tercios del precio que pagaron por ellas. Todo esto se hace lentamente, pues el
extranjero no se determina a comprar estas mercancías de Francia sino por razón de
su baratura. La balanza de comercio, desfavorable a Francia en la época de las
disminuciones, se torna en su favor en la época del aumento, y el Rey puede
beneficiarse con un veinte por ciento más sobre todas las especies amonedables que
entran en Francia, y que se llevan a la Casa de Moneda. Como los extranjeros deben
ahora un saldo comercial a Francia y no disponen, en su propio país, de monedas de
nuevo cuño, es preciso que transporten metales en barra y monedas viejas a la Casa
de Moneda para recibir en cambio monedas nuevas con que atender a sus pagos. Pero
este saldo de comercio que los extranjeros deben a Francia no resulta sino porque las
mercancías han sido importadas a bajos precios.
Francia resulta defraudada como consecuencia de estas operaciones: paga precios
muy altos por las mercancías extranjeras, con motivo de las disminuciones, y las
revende a precio vil a los mismos extranjeros cuando el aumento sobreviene: vende a
precio bajo sus propias mercancías, que ella había mantenido a tan alto precio cuando
empezaron las disminuciones, y así resulta difícil que toda la moneda que salió de
Francia, a causa de la disminución, pueda entrar de nuevo a nuestro país, cuando se
produzca el aumento.
Cuando en el extranjero se falsifican las monedas de nueva acuñación, como con
frecuencia ocurre, Francia pierde el veinte por ciento que el Rey ha establecido como
tasa de acuñación; todo esto es ganancia para el extranjero quien, además, se
beneficia del bajo precio de las mercancías en Francia. El Rey obtiene un
considerable beneficio de la tasa de acuñación, pero a Francia le cuesta el triple

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permitirle al monarca realizar ese provecho.
Claramente se advertirá que cuando existe una balanza de comercio favorable a
Francia, contra el extranjero, el Rey está en condiciones de percibir una tasa de veinte
por ciento o más mediante nuevas acuñaciones y el aumento del valor nominal de la
moneda. Pero si la balanza de comercio es adversa a Francia, en la época de esta
nueva acuñación y aumento de valor nominal, el Rey no obtendrá un gran beneficio.
La razón estriba en que, en estas circunstancias, constantemente nos vemos obligados
a enviar dinero al exterior. Ahora bien, en los países extranjeros el viejo escudo es tan
bueno como el nuevo: siendo así, los judíos y los banqueros ofrecerán en secreto una
prima o beneficio por las viejas monedas, y el particular que pueda venderlas por
encima del precio de la Casa de Moneda no las llevará a ella. En dicha Casa sólo le
darán por su escudo unas cuatro libras, mientras que el banquero le ofrecerá en un
principio cuatro libras y cinco sueldos, después cuatro y diez, y finalmente cuatro y
quince. Así puede ocurrir que un aumento en las acuñaciones se resuelva en un
fracaso. Esto difícilmente puede suceder cuando el aumento se hace después de las
disminuciones indicadas, porque entonces la balanza se torna naturalmente favorable
a Francia, en la forma que hemos explicado.
La experiencia del aumento efectuado en el año 1726 puede servir para confirmar
nuestro aserto. Las disminuciones que habían precedido a este aumento se hicieron
repentinamente, sin aviso, lo cual impidió realizar las operaciones ordinarias de
disminución de valor. Esto hizo, a su vez, que la balanza de comercio no se tornara
fuertemente favorable a Francia al producirse el aumento de 1726; así, pocas
personas llevaron a la Casa de Moneda sus antiguas acuñaciones, y hubo de
renunciarse al beneficio de la tasa de acuñación, con el cual se contaba.
No me propongo explicar las razones que movieron a los ministros a disminuir
repentinamente las acuñaciones, ni las que les llevaron a engañosos cálculos en el
proyecto de aumento del año 1726. Si he hablado de los aumentos y disminuciones en
Francia es porque los efectos que de ellas resultan parecen contradecir los principios
por mí establecidos, conforme a los cuales la abundancia o la escasez de dinero, en un
Estado, eleva o abate proporcionalmente los precios de todas las cosas.
Después de haber explicado los efectos de las disminuciones y aumentos de las
monedas, tal como se han practicado en Francia, sostengo que ellos no destruyen ni
debilitan mis principios. En efecto, si me dicen que lo que costaba veinte libras o
cinco onzas de plata, antes de las indicadas disminuciones, no cuesta siquiera cuatro
onzas o veinte libras de la nueva acuñación, después del aumento, convendré con
ello, sin necesidad de apartarme de mis principios, porque tal como he explicado, hay
menos dinero circulante del que existía antes de las disminuciones. Las dificultades
del cambio en los tiempos y operaciones a que nos referimos motivan alteraciones en
los precios de las cosas y en el interés del dinero, que no podrían tomarse como regla
en los principios ordinarios de la circulación y de los tratos.

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El cambio de valor numerario de la moneda ha resultado en todas las épocas
como efecto de algún desastre o escasez en el Estado, o de la ambición de algún
príncipe o particular. El año 157 de la fundación de Roma, Solón aumentó el valor
numerario de los dracmas de Atenas después de una sedición, y la condonación de las
deudas. Entre los años 490 y 512 de la fundación de Roma, la República romana
aumentó en varias ocasiones el valor nominal de sus monedas de cobre de tal manera
que su as llegó a tener el valor de seis. El pretexto fue subvenir a las necesidades del
Estado y pagar sus deudas, acumuladas por la primera guerra púnica. Este hecho no
dejó de causar gran confusión. En el año 663 Livio Druso, Tribuno de la plebe,
aumentó el valor nominal de las monedas de plata en un octavo, rebajando su
contenido de fino en la cantidad equivalente. Ello permitió a los falsificadores de
moneda introducir confusiones en los tratos. El año 712 Marco Antonio, en su
Triunvirato, aumentó el valor numerario de la plata en cinco por ciento, mezclando
hierro con dicho metal, para subvenir a las necesidades del Triunvirato. En épocas
sucesivas varios emperadores han debilitado o aumentado el valor nominal de la
moneda. Otro tanto han hecho los reyes de Francia en distintas épocas; ésta es la
causa de que la libra tornesa, cuyo valor ordinario era el del peso de una libra de
plata, haya llegado a descender tanto. Estos procedimientos siempre han sido causa
de desorden en los Estados. Poco o nada importa cuál sea el valor numerario de las
especies, con tal de que sean permanentes; la pistola de España vale nueve libras o
florines en Holanda, alrededor de dieciocho libras en Francia, treinta y siete libras y
diez sueldos en Venecia, cincuenta libras en Parma; en la misma proporción se
cambian los valores entre estos diferentes países. El precio de todas las cosas
aumenta insensiblemente cuando aumenta el valor nominal de las monedas, y la
cantidad actual de éstas, en peso y finura, teniendo en cuenta la velocidad de la
circulación, es la base y regla de los valores. Un Estado no gana ni pierde con el
aumento o disminución del valor de las monedas mientras conserva la misma
cantidad de ellas, aunque los particulares puedan ganar o perder, como consecuencia
de la variación según sus compromisos. Todos los pueblos están llenos de falsos
prejuicios e ideas falsas sobre el valor numerario de sus acuñaciones. En el capítulo
relativo a los cambios hemos mostrado cómo la regla constante es el precio y la
finura de las monedas corrientes de los diferentes países, marco por marco, y onza
por onza; si un aumento o disminución del valor nominal cambia durante algún
tiempo esta regla en Francia, sólo ocurre durante un período de crisis y de
dificultades en los tratos. Siempre se vuelve, poco a poco, al valor intrínseco de modo
necesario, tanto en los precios de mercado como en los cambios extranjeros.

CAPÍTULO VI
De los Bancos y su crédito

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Cien señores o propietarios de tierra, buenos ahorradores, reúnen anualmente a base
de sus economías dinero suficiente para comprar tierras cuando la ocasión se
presente, deposita cada uno de ellos diez mil onzas de plata en manos de un orfebre o
banquero de Londres para evitar los inconvenientes de guardar en su casa este dinero
y evitar el robo de que pudieran ser objeto; en compensación podrán obtener billetes
pagaderos a la vista, y a menudo dejarán depositado su dinero durante largo plazo, y
cuando tengan que efectuar alguna compra darán aviso anticipado al banquero para
que les tenga preparado el dinero, en el momento en que se haya dado término a las
consultas y se hallen redactadas las escrituras.
En estas circunstancias el banquero podrá prestar a menudo noventa mil onzas de
plata (de las cien mil que debe) durante todo el año, y no tendrá necesidad de guardar
en caja más de diez mil onzas, para hacer frente a los reintegros que puedan
solicitarle. Sus negocios son con personas opulentas y económicas; a medida que le
piden mil onzas por un lado, le llevan ordinariamente mil onzas, por otro. Basta pues,
por lo común, mantener en efectivo la décima parte de sus depósitos. Ejemplos y
experiencias de esta forma de operar se han podido reunir en Londres. Esto hace que
en lugar de que los particulares guarden en sus arcas durante todo el año la mayor
parte de las cien mil onzas, se acostumbren a depositarlas en manos de un banquero,
y que noventa mil de esas cien mil onzas se pongan en circulación. Tal es,
primordialmente, la idea que podemos formarnos de la utilidad de esta clase de
Bancos; los banqueros u orfebres contribuyen a acelerar la circulación del dinero. Lo
prestan a interés, a su propio riesgo y peligro, y sin embargo siempre están o deben
estar dispuestos a pagar los billetes a voluntad del depositante, y contra su
presentación.
Si un particular tiene que pagar mil onzas a otro, le dará en pago un billete del
banquero, por dicha suma. Posiblemente esta otra persona no irá a reclamar al
banquero el pago respectivo; guardará el billete y lo dará, en ocasión oportuna, en
pago a un tercero, y así el billete en cuestión podrá pasar por muchas manos en los
grandes pagos, sin que durante largo tiempo se piense en requerir su pago al
banquero. Apenas si habrá alguno que, no teniendo una confianza completa o
necesitando pagar sumas pequeñas, solicitará el reintegro. En este primer caso el
dinero efectivo de un banquero no representa sino la décima parte de sus operaciones.
Si cien particulares o propietarios de tierra depositan en poder de un banquero sus
rentas cada seis meses, a medida que reciben los pagos, y luego reclaman la
devolución de su dinero conforme lo necesitan para sus gastos, el banquero estará en
condiciones de prestar buena parte del dinero que debe y recibe al comienzo de cada
semestre, por un corto término de algunos meses, antes de la terminación de dichos
períodos. Su experiencia acerca del modo de proceder de sus clientes le enseñará que
no puede prestar durante todo el año, sobre las sumas que debe, sino
aproximadamente la mitad. Banqueros de este tipo verán arruinado su crédito si por
un instante dejan de pagar sus billetes a la primera presentación, y cuando carecen de

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efectivo serían capaces de dar cualquier cosa para disponer inmediatamente de
dinero, pagando incluso un interés más alto del que obtienen de las sumas por ellos
prestadas. Esto hace que procedan según su experiencia y guarden en efectivo lo
suficiente para atender a sus pagos, siempre de más, y no de menos. Muchos de estos
banqueros (que constituyen el mayor número) guardan siempre en caja la mitad de las
sumas a ellos confiadas en depósito, y prestan la otra mitad a interés, y la ponen en
circulación. En este segundo ejemplo el banquero hace circular sus billetes de cien
mil onzas o escudos con sólo cincuenta mil.
Si dispone de gran copia de depósitos y de un elevado crédito, verá aumentar la
confianza que se tiene en sus billetes, y las gentes mostrarán menos prisa por
reclamar el pago. Pero el pago sólo se difiere unos cuantos días o semanas cuando los
billetes caen en manos de personas que no están acostumbradas a tratar con él, y debe
guiarse siempre por las costumbres de quienes suelen confiarle su dinero. Si sus
billetes caen en manos de gentes de su mismo oficio mostrarán éstas una gran prisa
en retirarle el dinero.
Si las personas que depositan dinero en poder del banquero son empresarios y
negociantes que pagan diariamente grandes sumas y pronto las solicitan en reintegro,
con frecuencia ocurrirá que si el banquero distrae más de la tercera parte de su
efectivo se encontrará en dificultades para atender los reintegros.
Es fácil de comprender, a base de estos ejemplos, que las sumas de dinero que un
orfebre o banquero puede prestar con interés, o distraer de su caja, están naturalmente
proporcionadas a las prácticas y modos de operar de sus clientes; mientras hemos
visto banqueros que están a cubierto con efectivo por valor de la décima parte, otros
necesitan guardar la mitad o los dos tercios, aunque el crédito de estos sea tan
estimado como el de aquéllos.
Unos se fían de un banquero, otros de otro. El banquero más afortunado es aquel
cuyos clientes son señores ricos, que desean inversiones seguras para su dinero, sin
ponerlo a interés mientras esperan.
Un Banco general y nacional tiene sobre el Banco de un orfebre particular la
ventaja de que siempre inspira más confianza; los depósitos más grandes se llevan a
aquél, incluso desde los barrios más lejanos de la ciudad, y el Banco nacional no deja
de ordinario a los pequeños banqueros sino los depósitos de menor cuantía, en sus
respectivos barrios. Incluso las rentas públicas se depositan en aquél, en los países en
que el príncipe no es absoluto. Y esta circunstancia, lejos de alterar la confianza y el
crédito, sólo sirve para aumentarlos.
Si los pagos en un Banco nacional se hacen mediante transferencias o
compensaciones, existirá la ventaja de no hallarse expuestos a falsificaciones,
mientras que si el Banco da billetes, éstos podrán falsificarse, con el consiguiente
perjuicio. También existirá el inconveniente de que quienes se hallan en los arrabales
de la ciudad, lejos del Banco, preferirán pagar y recibir dinero en efectivo que
trasladarse a él, especialmente las gentes del campo. En cambio si se generaliza el

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uso de los billetes de Banco, podrán servirse de ellos cerca y lejos. En los Bancos
nacionales de Venecia y de Amsterdam sólo se paga mediante transferencia pero en el
de Londres puede pagarse también en billetes y en dinero, a gusto de los particulares.
Por esta razón es actualmente el Banco más fuerte.

CAPÍTULO VII
Nuevos esclarecimientos e investigaciones sobre la utilidad de un Banco nacional

Escaso interés tiene examinar por qué el Banco de Venecia y el de Amsterdam llevan
en sus libros cuentas en monedas distintas de la corriente, y por qué existe siempre un
agio al convertir estos créditos contabilizados, en dinero corriente. En efecto
semejante análisis carece de importancia en cuanto a la circulación. El Banco de
Inglaterra no procedió así; sus cuentas, sus billetes y sus pagos se hacen y se
mantienen en moneda corriente, cosa que me parece más uniforme y natural, y no
menos útil.
No he podido reunir informaciones exactas acerca del monto de las sumas que
ordinariamente se llevan a estos Bancos, ni sobre la cuantía de sus billetes y cuentas,
así como tampoco de los préstamos que hacen, y de las sumas que mantienen en
efectivo para hacer frente a los pagos. Quien esté mejor informado sobre estas
cuestiones se hallará en mejor disposición para discutir sobre ellas. Sin embargo,
como me consta que estas sumas no son tan cuantiosas como comúnmente se cree,
trataré de opinar acerca de esta cuestión.
Si los billetes y escrituras del Banco de Londres, que me parece la institución más
importante, se elevan semanalmente, en promedio, a cuatro millones de onzas de
plata, o sea alrededor de un millón de libras esterlinas, y si ese Banco se limita a
guardar regularmente como reserva doscientas cincuenta mil libras, o un millón de
onzas de plata en moneda, la utilidad que ese instituto logra en la circulación
corresponde a un incremento del dinero del Estado por valor de tres millones de
onzas, o setecientas cincuenta mil libras esterlinas, que es, sin duda, una suma muy
grande y de una utilidad considerable para la circulación, en circunstancias en que
ésta necesita ser acelerada. En efecto ya he observado cómo hay ocasiones en que,
para el bienestar del Estado, es preferible retardar la circulación que acelerarla. He
oído decir que los billetes y efectos del Banco de Londres han alcanzado en ocasiones
la cifra de dos millones de libras esterlinas, pero a mi entender esto sólo ha ocurrido
en circunstancias excepcionales. Pienso que la utilidad de este Banco sólo
corresponde en general, aproximadamente, a una décima parte del total del dinero
que circula en Inglaterra.

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Si son verídicos los datos que me han dado, en cifras redondas, respecto a los
ingresos del Banco de Venecia en 1719, podría decirse en general que la utilidad de
los Bancos nacionales nunca corresponde a la décima parte del dinero corriente que
circula en un Estado. Tal es lo que de mis informaciones resulta.
Los ingresos del Estado de Venecia pueden ascender normalmente a cuatro
millones de onzas de plata, que se deben pagar en dinero del Banco, si los
recaudadores encargados de recibir en Pérgamo y en los países más distantes los
impuestos, en dinero, necesitan convertirlos en dinero bancario cuando hacen sus
liquidaciones a la República.
Todos los pagos a Venecia por negociaciones, compras y ventas, por encima de
una módica suma, deben hacerse, de acuerdo con la ley, en dinero bancario. Todos los
detallistas que han reunido moneda corriente con ocasión de sus transacciones se ven
obligados a comprar dinero bancario con el cual puedan realizar sus pagos en grandes
cantidades. Quienes para sus gastos o para las transacciones menudas necesitan
nuevamente hacer uso de moneda divisionaria venderán dinero bancario para
obtenerla.
Evidentemente los vendedores y compradores de este dinero bancario suelen estar
a mano, cuando la suma de todos los créditos o cuentas, en libros, del Banco no
exceden el valor de ochocientas mil onzas de plata, poco más o menos.
El tiempo y la experiencia (según mi informante) han dado este conocimiento a
los venecianos. Cuando el Banco se fundó, los particulares llevaban a él su dinero
para contar con créditos contabilizados por el mismo valor; posteriormente este
dinero depositado en el Banco se gastará para las necesidades de la República, no
obstante lo cual el dinero bancario mantenía su valor primordial porque se
encontraban tantos particulares con necesidad de comprarlo como otros en necesidad
de venderlo. Además, hallándose el Estado en urgencia de procurarse dinero,
entregaba a los proveedores de artículos bélicos, créditos en dinero bancario, en lugar
de plata, con lo que duplicó la suma de estos créditos.
Habiendo así llegado a ser el número de vendedores de dinero bancario superior
al de compradores, dichos acreditivos comenzaron a perder terreno frente a la plata,
hasta cifrarse la pérdida en un veinte por ciento. Con este descrédito los ingresos de
la República disminuyeron en una quinta parte, y el único remedio que se encontró a
este desorden fue pignorar una parte de los fondos públicos para tomar a interés
dinero bancario. Mediante estos empréstitos en dinero bancario la mitad del ingreso
quedó cancelado y hallándose entonces nuevamente equiparados, en cuanto a sus
cantidades, vendedores y compradores, el Banco recuperó su primitivo crédito, y la
suma de dinero bancario quedó reducida a ochocientas mil onzas de plata.
Mediante este procedimiento se ha evidenciado que la utilidad del Banco de
Venecia, por lo que hace a la circulación, corresponde aproximadamente a
ochocientas mil onzas de plata; si se supone que el dinero corriente en los Estados de
esta República se eleva a ocho millones de onzas de plata, la utilidad del Banco

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corresponderá a la décima parte de este último valor.
Un Banco nacional en la capital de un gran Reino o Estado ha de contribuir
menos, al parecer, a la utilidad de la circulación, a causa del alejamiento de sus
provincias, que cuando se trata de un pequeño Estado. Y aunque el dinero circule en
mayor abundancia que entre sus vecinos, un Banco nacional más bien perjudica que
favorece. Una abundancia de dinero ficticia e imaginaria causa las mismas
desventajas que un aumento de dinero real en circulación, elevando el precio de la
tierra y del trabajo, haciendo más costosas las obras y manufacturas con el riesgo de
una pérdida subsiguiente. Pero esta abundancia fugaz se desvanece al primer soplo de
descrédito, y precipita el desorden.
A mediados del reinado de Luis XIV había en Francia más dinero en circulación
que en los países vecinos, y las rentas reales se recaudaban, sin la ayuda de un Banco,
tan fácil y cómodamente como hoy se recaudan en Inglaterra con la ayuda del Banco
de Londres.
Si las compensaciones de Lyon, durante una de sus cuatro ferias, se elevan a
ochenta millones de libras, y las operaciones se rematan con un solo millón de libras
contantes y sonantes, ello se traduce en una gran ventaja, porque se ahorra la pena de
una infinidad de transportes de dinero, de una casa a otra. Pero bien se concibe que
aproximadamente con ese mismo millón en efectivo, que ha iniciado y concluido
dichos giros, resulta factible efectuar en tres meses todos los pagos de ochenta
millones.
Los banqueros en París han observado a menudo que la misma bolsa de dinero les
ha llegado cuatro y cinco veces en los pagos de un solo día, cuando tenían que hacer
muchos pagos y cobros.
Considero que los Bancos públicos son de una gran utilidad en los Estados
pequeños, y en aquellos otros donde el dinero es más bien escaso, pero los creo poco
útiles para la sólida ventaja de un gran reino.
El emperador Tiberio, príncipe severo y ahorrador, había recogido en el Tesoro
imperial dos mil setecientos millones de sextercios, lo que corresponde a veinticinco
millones de libras esterlinas, o cien millones de onzas de plata, cantidad inmensa de
moneda para aquellos tiempos, y aun para los presentes. Evidentemente,
inmovilizando tanto dinero entorpeció la circulación, y la plata se hizo más rara en
Roma de lo que lo había sido.
Tiberio atribuía esta escasez al monopolio de negociantes y financieros que
administraban las rentas del Imperio, y ordenó, mediante un edicto, que comprasen
tierras al menos por los dos tercios de sus fondos. Este edicto, en lugar de animar la
circulación, la desordenó por completo. Todos los financieros atesoraron y
reclamaron sus fondos, so pretexto de ponerse en condiciones de dar cumplimiento al
edicto comprando tierras, que en lugar de encarecerse se envilecían de precio, por la
rareza del dinero en circulación. Tiberio remedió esta escasez de dinero, prestando a
los particulares, sobre la base de buenas garantías, sólo trescientos millones de

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sextercios, es decir una novena parte del dinero disponible en su Erario.
Si la novena parte del Tesoro bastó en Roma para restablecer la circulación,
parecería que el establecimiento de un Banco general en un gran reino (Banco cuya
utilidad nunca correspondería a la décima parte del dinero circulante, cuando no se
atesora) no sería en forma alguna realmente ventajoso y de modo permanente, y que
considerado en su valor intrínseco sólo viene a constituir un expediente para ganar
tiempo.
Pero un aumento real de la cantidad de dinero que circula es de naturaleza
diferente. Ya nos hemos referido a ello, y el Tesoro de Tiberio nos da todavía ocasión
de añadir algunas palabras. Este Tesoro de dos mil setecientos millones de sextercios,
legado a la muerte de Tiberio, fue dilapidado por el emperador Calígula, su sucesor,
en menos de un año. Nunca se vio tan abundante el dinero de Roma. ¿Cuál fue el
efecto de este hecho? Esa cantidad de dinero sumió a los romanos en el lujo y les
indujo a cometer toda suerte de delitos para subvenir a él. Todos los años salían más
de seiscientas mil libras esterlinas fuera del Imperio para pagar mercancías en las
Indias; en menos de treinta años el Imperio se empobreció, y la plata escaseó, sin que
se hubiera producido ninguna desmembración o pérdida de una provincia.
Aunque estimo que un Banco general, en el fondo, tiene poca utilidad efectiva en
un Estado grande, no dejo de reconocer que existen circunstancias en que un Banco
puede producir efectos que parecen asombrosos.
En una ciudad donde la deuda pública alcanza sumas considerables, la facilidad
de contar con un Banco permite vender y comprar sus fondos capitales en un instante,
por sumas enormes, sin perturbar en modo alguno la circulación. Si en Londres un
particular vende sus acciones de la Compañía del Mar del Sur para comprar otros
valores en el Banco o en la Compañía de las Indias, o bien con la esperanza de que,
pasado algún tiempo, podrá comprar a más bajo precio acciones de la misma
Compañía del Mar del Sur, siempre se acomoda recibiendo billetes de Banco, y por lo
común no exige el dinero que estos billetes representan, sino por el valor de los
intereses. Como no gasta su capital, no tiene necesidad de convertirlo en moneda
acuñada, pero siempre se ve obligado a solicitar del Banco el dinero necesario para su
subsistencia, porque la moneda hace falta para las pequeñas transacciones.
Si un propietario de tierras que posee mil onzas de plata, paga doscientas por los
intereses de los fondos públicos, y él mismo gasta ochocientas onzas, las mil onzas
requerirán siempre moneda acuñada. El propietario en cuestión gastará ochocientas, y
los propietarios de los valores públicos doscientas. Pero cuando dichos propietarios
tienen el hábito de la especulación, y se dedican a vender y comprar fondos públicos,
no hace falta dinero contante y sonante para estas operaciones, bastando tener billetes
de Banco. Si fuera necesario retirar de la circulación moneda acuñada para atender a
estas compras y ventas, habría de destinarse a ello una suma considerable, y con
frecuencia se trastornaría la circulación, o más bien ocurriría en este caso que los
valores no podrían venderse y comprarse tan frecuentemente.

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Indudablemente estos capitales —o el dinero que se ha depositado en el Banco y
que sólo en raras ocasiones se retira, como cuando un propietario de valores se dedica
a un negocio donde hace falta efectivo para las operaciones menudas— son la causa
de que el Banco no mantenga en caja sino la cuarta o la sexta parte de la plata con
cuya garantía emite sus billetes. Si el Banco no tuviese los fondos de buena parte de
estos capitales, se vería, en el curso ordinario de la circulación, reducido como los
banqueros privados, a mantener disponible la mitad de los fondos que se le confían
para hacer con ellos frente a sus compromisos. Es cierto que no se puede distinguir a
base de los libros del Banco ni por sus operaciones la cuantía de estas clases de
capitales que pasan por varias manos, en las ventas y compras realizadas en la
Change alley, renovándose a menudo estos billetes en el Banco y cambiándolos por
otros en el trueque. Pero la experiencia de las compras de acciones permite apreciar
que su cuantía es considerable; sin estas compras y ventas las sumas depositadas en el
Banco serían evidentemente más pequeñas.
Esto quiere decir que cuando un Estado no se halla endeudado y no tiene
necesidad de comprar y vender acciones, la ayuda de un Banco será menos necesaria
y menos importante.
En el año 1720 el capital de fondos públicos y de las Bubbles, títulos de
sociedades particulares en Londres, ascendía a la suma de ochocientos millones de
libras esterlinas, mientras que las compras y ventas de estos valores pestilentes se
hacían sin dificultad, mediante abundante número de billetes de todo género emitidos
al efecto, y mientras la gente se conformó con el mismo dinero de papel para el pago
de los intereses. Pero tan pronto como el señuelo de las grandes fortunas indujo a
numerosos particulares a aumentar sus gastos, adquirir carruajes, ropa blanca y sedas
del extranjero, se necesitó moneda acuñada para todo esto (me refiero al gasto del
interés), y ello trajo la ruina de todos los sistemas.
Permite apreciar este ejemplo que el papel y el crédito de los Bancos públicos y
privados pueden provocar sorprendentes efectos en todo aquello que no hace relación
al gasto ordinario para beber y comer, para el vestido y otras necesidades de las
familias. Pero en el curso regular de la circulación la ayuda de los Bancos y del
crédito de esta naturaleza es mucho menos considerable y menos sólida de lo que
generalmente se piensa. Unicamente la plata es el verdadero nervio de la circulación.

CAPÍTULO VIII
De los refinamientos del crédito de los Bancos generales

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El Banco nacional de Londres está integrado por un gran número de accionistas que
designan directores para la gerencia de las operaciones. Su primordial ventaja
consistía en hacer una distribución anual de los beneficios obtenidos por vía de
interés sobre el dinero prestado a base de los fondos depositados en el Banco;
posteriormente se incorporó la Deuda pública, sobre la cual el Estado paga un interés
anual.
A pesar de tan sólidos fundamentos se vio (cuando el Banco hizo fuertes anticipos
al Estado, y los tenedores de billetes suponían que el Banco pasaba por dificultades)
que las gentes corrían en tropel al Banco para retirar su dinero. Algo análogo sucedió
cuando el colapso de la Compañía del Mar del Sur, en 1720.
Los refinamientos introducidos para sostener el Banco y atenuar su descrédito
consistieron primero en establecer un cierto número de empleados para contar el
dinero entregado a los tenedores de billetes, obligando a éstos a recibir grandes sumas
en piezas de seis y de doce sueldos, para ganar tiempo; en hacer pagos parciales a los
tenedores individuales que habían permanecido esperando días enteros para ser
pagados a su vez; las sumas más considerables se pagaban a amigos, los cuales se
retiraban con ellas, devolviéndolas después a escondidas, al Banco, para recomenzar
al día siguiente la misma maniobra. De este modo el Banco salvaba las formas y
ganaba tiempo, con la esperanza de que el descrédito se mitigara. Pero cuando ello no
era suficiente, el Banco abría suscripciones animando a gentes acreditadas y
solventes, a unirse para salir garantes de grandes sumas, con objeto de mantener el
crédito y la circulación de los billetes de banco.
Gracias a este último refinamiento se mantuvo el crédito del Banco en 1720,
cuando el colapso de la Compañía del Mar del Sur. En efecto tan pronto como se
supo en el público que la suscripción había sido cubierta por gentes acaudaladas y
poderosas, cesó la afluencia al Banco y los depósitos se reanudaron en la forma
normal.
Si un ministro de Estado en Inglaterra, tratando de disminuir el precio del interés
del dinero, o por otras razones, fuerza en sentido alcista el precio de los fondos
públicos en Londres, y posee bastante influencia sobre los directores del Banco para
obligarles (con la obligación de indemnizar, en caso de pérdida) a emitir una cantidad
de billetes de Banco sin respaldo alguno, rogándoles que ellos mismos se sirvan de
estos billetes, para comprar diversas partidas o paquetes de fondos públicos, estos
fondos no dejarán de aumentar de precio, como consecuencia de tales
manipulaciones. Los que los han vendido, viendo que el precio continúa elevándose,
acaso se resuelvan, para no dejar inactivos sus billetes, y pensando —a base de
rumores según los cuales el tipo de interés disminuirá y seguirá todavía el alza en
dichos fondos— a comprarlos a un precio más alto de aquél al cual los habían
vendido. Si varios particulares, viendo que los agentes de banca compran estos
fondos, proceden de igual modo en la creencia de que se beneficiarán como ellos, los
fondos públicos aumentarán de precio basta el límite que el ministro desee. Incluso

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puede ocurrir que el Banco revenda con sagacidad a un precio más alto todos los
valores públicos que a solicitud del ministro había comprado, y con ello no sólo
obtendrá un amplio beneficio, sino que retirará y cancelará todos los billetes de
Banco redundantes que había emitido.
Si el Banco sólo eleva el precio de los fondos públicos, comprándolos, reducirá su
precio cuando los revenda para cancelar sus billetes redundantes. Pero siempre ocurre
que cuando diversos particulares quieren imitar a los agentes del Banco en sus
operaciones, ayudan a mantener elevado el precio; incluso hay algunos que,
ignorando el sentido de tales operaciones, quedan atrapados, en virtud de toda una
serie de refinamientos o más bien de fraudes que no son del caso.
Es pues indudable que un Banco, en complicidad con el ministro, es capaz de
elevar y sostener el precio de los fondos públicos y de reducir la tasa de interés en el
Estado, al arbitrio del ministro, cuando las operaciones se llevan a cabo con
discreción, y de este modo se liberan las deudas del Estado. Pero estos refinamientos,
que abren la puerta para realizar grandes fortunas, sólo en contados casos se aplican
para la utilidad exclusiva del Estado, y los que participan en ellos se corrompen con
frecuencia. Los billetes de Banco redundantes, fabricados y emitidos en estas
ocasiones, no perjudican la circulación, porque aplicándose a la compra y venta de
fondos de capital no sirven para el gasto de las familias, y por consiguiente no se
cambian por plata. Pero si en virtud de algún temor o accidente imprevisto los
tenedores de billetes solicitaran la plata del Banco, la bomba explotaría y se pondría
de manifiesto que estas operaciones son por demás peligrosas.

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Notas

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[1] En este caso Sir Newton sacrificó el fondo a la forma. <<

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