Cuadernillo Renacimiento Humanismo
Cuadernillo Renacimiento Humanismo
Cuadernillo Renacimiento Humanismo
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Juan Pico de la Mirándola, Conde de la Concordia (1463-1494)
ORACIÓN SOBRE LA DIGNIDAD DEL HOMBRE (FRAGMENTO)
Tengo leído, Padres honorabilísimos, en los escritos de los árabes, que Abdaláh sarraceno, interro-
gado sobre qué cosa se ofrece a la vista más digna de admiración en este a modo de teatro del mundo,
respondió que ninguna cosa más admirable de ver que el hombre. Va a la par con esta sentencia el di-
cho aquél de Mercurio: "Gran milagro, oh Asclepio, es el hombre". Revolviendo yo estos dichos y bus-
cando su razón no llegaba a convencerme todo eso que se aduce por muchos sobre la excelencia de la
naturaleza humana, a saber: que el hombre es el intermediario de todas las criaturas, emparentado con
las superiores, rey de las inferiores, por la perspicacia de sus sentidos, por la penetración inquisitiva de
su razón, por la luz de la inteligencia, intérprete de la naturaleza, cruce de la eternidad estable con el
tiempo fluyente y (lo que dicen los Persas) cópula del mundo y también enlace de todos los seres del
mundo, un poco inferior a los ángeles, en palabras de David. Muy grande todo esto ciertamente, pero
no lo principal, es decir, que se arrogue el privilegio de excitar con justicia la máxima admiración. ¿Por
qué no admirar más a los mismos ángeles y a los beatísimos coros celestiales? A la postre me parece ha-
ber entendido por qué el hombre es el ser vivo más dichoso, el más digno, por ello, de admiración, y
cuál es aquella condición suya que le ha caído en suerte en el conjunto del universo, capaz de despertar
la envidia, no sólo de los brutos, sino de los astros, de las mismas inteligencias supramundanas. Increíble
y admirable. Y ¿cómo no, si por esa condición, con todo derecho, es apellidado y reconocido el hombre
como el gran milagro y animal admirable?
Cual sea esa condición, oíd Padres con oídos atentos, y poned toda vuestra humanidad en aceptar
nuestra empresa. Ya el gran Arquitecto y Padre, Dios, había fabricado esta morada del mundo que ve-
mos, templo augustísimo de la Divinidad, con arreglo a las leyes de su arcana sabiduría, embellecido la
región superceleste con las inteligencias, animado los orbes etéreos con las almas inmortales, henchido
las zonas excretorias y fétidas del mundo inferior con una caterva de animales y bichos de toda laña. Pe-
ro, concluido el trabajo, buscaba el Artífice alguien que apreciara el plan de tan grande obra, amara su
hermosura, admirara su grandeza. Por ello, acabado ya todo (testigos Moisés y Timeo), pensó al fin
crear al hombre. Pero ya no quedaba en los modelos ejemplares una nueva raza que forjar, ni en las ar-
cas más tesoros como herencia que legar al nuevo hijo, ni en los escaños del orbe entero un sitial donde
asentarse el contemplador del universo. Ya todo lleno, todo distribuido por sus órdenes sumos, medios
e ínfimos. Cierto, no iba a fallar, por ya agotada, la potencia creadora del Padre en este último parto. No
iba a fluctuar la sabiduría como privada de consejo en cosa así necesaria. No sufría el amor dadivoso que
aquél que iba a ensalzar la divina generosidad en los demás, se viera obligado a condenarla en sí mismo.
Decretó al fin el supremo Artesano que, ya que no podía darse nada propio, fuera común lo que en
propiedad a cada cual se había otorgado. Así pues, hizo del hombre la hechura de una forma indefinida,
y, colocado en el centro del mundo, le habló de esta manera: "No te dimos ningún puesto fijo, ni una faz
propia, ni un oficio peculiar, ¡oh Adán!, para que el puesto, la imagen y los empleos que deseas para ti,
ésos los tengas y poseas tu propia decisión y elección. Para los demás, una naturaleza contraída dentro
de ciertas leyes que les hemos prescrito. Tú, no sometido a cauces algunos angostos, te la definirás se-
gún tu arbitrio al que te entregué. Te coloqué en el centro del mundo, para que volvieras más cómoda-
mente la vista a tu alrededor y miraras todo lo que hay en ese mundo. Ni celeste, ni terrestre te hicimos,
ni mortal ni inmortal, para que tú mismo, como modelador y escultor de ti mismo, más a tu gusto y hon-
ra, te forjes la forma que prefieras para ti. Podrás degenerar a lo inferior, con los brutos; podrás realzar-
te a la par de las cosas divinas, por tu misma decisión." ¡Oh sin par generosidad de Dios Padre, altísima y
admirable dicha del hombre! Al que le fue dado tener lo que desea, ser lo que quisiere. Los brutos, nada
más nacidos, ya traen consigo (como dice Lucilio) del vientre de su madre lo que han de poseer. Los es-
píritus superiores, desde el comienzo, o poco después, ya fueron lo que han de ser por eternidades sin
término. Al hombre, en su nacimiento, le infundió el Padre toda suerte de semillas, gérmenes de todo
género de vida. Lo que cada cual cultivare, aquello florecerá y dará su fruto dentro de él. Si lo vegetal, se
hará planta; si lo sensual, se embrutecerá; si lo racional, se convertirá en un viviente celestial; si lo inte-
lectual, en un ángel y en un hijo de Dios. Y, si no satisfecho con ninguna clase de criaturas, se recogiere
en el centro de su unidad, hecho un espíritu con Dios, introducido en la misteriosa soledad del Padre, el
que fue colocado sobre todas las cosas, las aventajará a todas. ¿Quién no admirará a este camaleón? o
¿qué cosa más digna de admirar? No sin razón dijo Asclepio ateniense que el hombre, en razón de su
naturaleza mudadiza y trasformadora de sí misma, era representado en los relatos místicos por Proteo.
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De ahí aquellas metamorfosis de hebreos y pitagóricos. Porque la teología más secreta de los hebreos,
ya trasfigura al santo Enoch en un ángel de la deidad, a quien llaman ya en diversas reali-
dades divinas. Y los pitagóricos trasforman a los hombres malvados en brutos y, si creemos a Empédo-
cles, en plantas. Imitando lo cual, Mahoma tenía frecuentemente en la boca aquello de que: «Quien se
apartare de la ley de Dios, se hace un bruto», y con razón, porque a la planta no la hace la corteza, sino
su naturaleza obtusa e insensible, ni a los jumentos su pellejo, sino su alma de bestia y sensual, ni al cie-
lo el cuerpo redondo, sino la recta razón, ni el ángel lo es por no tener cuerpo, sino por su inteligencia
espiritual. Así, si vieres a uno entregado a su vientre, arrastrándose por el suelo, es una planta, no un
hombre lo que ves; si vieres a alguien enceguecido, como otra Calipso, con vanas fantasmagorías y em-
badurnado con el halago cosquilloso de los sentidos, esclavo de ellos, bruto es, y no hombre lo que ves;
si a un filósofo discerniéndolo todo a la luz de la recta razón, a éste venerarás, animal celeste es, no te-
rreno; si a un puro contemplativo olvidado del cuerpo, recluido en las intimidades del espíritu, ese no es
un animal, terrestre ni celeste, es ése un superior numen revestido de carne humana.
¿Quién no admirará al hombre? En las sagradas Letras, mosaicas y cristianas, para nombrarle se
habla de «toda carne» o «toda criatura», pues es así que él mismo se forja, se fabrica y transforma en la
imagen de toda carne, en la hechura de todo ser creado. Por ello escribe Evantes Persa, al exponer la
teología caldea, que el hombre no tiene de por sí y por nacimiento una figura propia, sí muchas ajenas y
advenedizas; de ahí aquello de los caldeos es decir, el
hombre, animal de naturaleza multiforme y mudadiza.
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ERASMO DE ROTTERDAM 1469-1536
ELOGIO DE LA LOCURA (SELECCIÓN)
Capítulo I
Diga lo que quiera de mí el común de los mortales, pues no ignoro cuán mal hablan de la Estulticia in-
cluso los más estultos, soy, empero, aquélla, y precisamente la única que tiene poder para divertir a los
dioses y a los hombres. Y de ello es prueba poderosa, y lo representa bien, el que apenas he compareci-
do ante esta copiosa reunión para dirigiros la palabra, todos los semblantes han reflejado de súbito nue-
va e insólita alegría, los entrecejos se han desarrugado y habéis aplaudido con carcajadas alegres y cor-
diales, por modo que, en verdad, todos los presentes me parecéis ebrios de néctar no exento de nepen-
te, como los dioses homéricos, mientras antes estabais sentados con cara triste y apurada, como recién
salidos del antro de Trofonio.
Al modo que, cuando el bello sol naciente muestra a las tierras su áureo rostro, o después de un ás-
pero invierno el céfiro blando trae nueva primavera, parece que todas las cosas adquieran diversa faz,
color distinto y les retorne la juventud, así apenas he aparecido yo, habéis mudado el gesto. Mi sola pre-
sencia ha podido conseguir, pues, lo que apenas logran los grandes oradores con un discurso lato y me-
ditado que, a pesar de ello, no logra disipar el malhumor de los ánimos.
Capítulo II
En cuanto al motivo de que me presente hoy con tan raro atavío, vais a escucharlo si no os molesta
prestarme oídos, pero no los oídos con que atendéis a los predicadores, sino los que acostumbráis a dar
en el mercado a los charlatanes, juglares y bufones, o aquellas orejas que levantaba antaño nuestro in-
signe Midas para escuchar a Pan.
Me ha dado hoy por hacer un poco de sofista ante vosotros, pero no de esos de ahora que inculcan
penosas tonterías en los niños y los enseñan a discutir con más terquedad que las mujeres. Imitaré, en
cambio, a los antiguos, que para evitar el vergonzoso dictado de sabios prefirieron ser llamados sofistas.
Se dedicaban éstos a celebrar las glorias de los dioses y los héroes. Por ello, vais a oír también un enco-
mio, pero no el de Hércules ni el de Solón, sino el de mí misma, el de la Estulticia.
Capítulo VII
Ya conocéis mi nombre, varones... ¿Qué adjetivo añadiré? Ningún otro que estultísimos, porque
¿puede llamar de modo más honroso a sus devotos la diosa Estulticia? Como mi genealogía no es cono-
cida de muchos, voy a tratar de exponerla, con el favor de las musas. No fue mi padre ni el Caos, ni el
Oreo, ni Saturno, ni Júpiter, ni otro alguno de esta anticuada y podrida familia de dioses, sino Pluto,
aquel que a pesar de Hesíodo y Homero y hasta del mismo Júpiter, es el verdadero padre de los dioses y
de los hombres. Según su antojo se agitaban y se agitan las cosas sacras y las profanas, y a tenor de su
arbitrio se rigen guerras, paces, mandatos, consejos, juicios, comicios, matrimonios, pactos, alianzas, le-
yes, artes, lo cómico, lo serio y -me falta el aliento- las cosas públicas y privadas de los mortales. Sin su
favor, toda esta turba de dioses de que hablan los poetas, y diré más, ni los mismos dioses mayores, o
no existirían en absoluto o no podrían comer caliente en sus propios altares. Si alguien tuviese a Pluto
airado contra él, no le valdría ni el auxilio de Palas. Por el contrario, quien le tenga propicio, puede per-
mitirse mandar a paseo al Sumo Júpiter y su rayo. Éste es el padre de quien me enorgullezco y éste fue
quien me engendró, no sacándome de la cabeza, como lo hizo Júpiter con la aburrida y ceñuda Palas,
sino en la ninfa Neotete, que es la más bella y la más alegre de todas. Tampoco soy fruto de un triste
deber conyugal, como lo fue aquel herrero cojo, sino lo que es mucho más deleitoso, «de un amor furti-
vo», como dice nuestro Homero. No caigáis en el error de creer que me engendró aquel Pluto aristofá-
nico, que tenía un pie en el ataúd y la vista perdida, sino un Pluto vigoroso, embriagado por la juventud,
y no sólo por la juventud, sino aún mucho más por el néctar que gustaba beber puro y largo en el ban-
quete de los dioses.
Capítulo XI
Primeramente, ¿qué podrá ser más dulce y más precioso que la misma vida? Y en el principio de ésta,
¿quién tiene más intervención que yo? Pues ni la temida lanza de Palas ni el escudo del sublime Júpiter
que mora en las nubes, tienen parte en engendrar o propagar la especie humana.
El mismo padre de los dioses y rey de los hombres, que con un ademán estremece a todo el Olimpo,
tiene que dejar el triple rayo y deponer el rostro de titán, con el que cuando quiere aterroriza a todos
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los dioses, para encarnarse miserablemente en persona ajena, al modo de los cómicos, si quiere hacer
niños, cosa que no es rara en él.
Los estoicos se creen casi dioses; pues bien dadme uno de ellos que sea tres, o cuatro y hasta seis-
cientas veces más estoico que los demás, e incluso a éste le haré abandonar si no la barba, signo de sa-
biduría, común por cierto con los machos cabríos, por lo menos el entrecejo fruncido; le haré desarrugar
la frente, dejar a un lado sus dogmas diamantinos y hasta tontear y delirar un poquito. En suma, a mí, a
mí sola, repito, tendrá que acudir el sabio en cuanto quiera ser padre. Mas ¿por qué no os hablaré con
mayor franqueza, según es mi costumbre? Decid si son la cabeza, el pecho, la mano, la oreja, partes del
cuerpo consideradas honestas, las que engendran a los dioses y a los hombres. Creo que no, antes bien
es aquella otra parte tan estulta y ridícula, que no puede nombrarse sin suscitar la risa, la que propaga el
género humano.
Tal es el manantial sagrado de donde todas las cosas reciben la vida, mucho más ciertamente que del
«número cuartenario» de Pitágoras. Pues decidme: ¿qué hombre ofrecería la cabeza al yugo del matri-
monio si, como suelen esos sabios, meditase los inconvenientes que le traerá esta vida? O, ¿qué mujer
permitiría el acceso de un varón si conociese o considerase los peligrosos trabajos del parto o la moles-
tia de la educación de los hijos? Pues si debéis la vida a los matrimonios y el matrimonio a la Demencia,
mi acompañante, comprended cuán obligados me estáis. Además, ¿qué mujer que haya sufrido estas in-
comodidades una vez querría repetirlas, si no interviniese el poder del Olvido? Ni la misma Venus, diga
lo que diga Lucrecio, podría esparcir su veneno, y sin el auxilio de nuestro poder sus facultades queda-
rían inválidas y nulas.
De esta suerte, de nuestro juego desatinado y ridículo proceden también los arrogantes filósofos, a
quienes han sucedido en nuestro tiempo esos a los que el vulgo llama monjes, y los purpurados reyes, y
los sacerdotes piadosos, y los pontífices tres veces santísimos, y, en fin, toda esa turba de dioses men-
cionados por los poetas, tan copiosa, que apenas cabe en el Olimpo, con ser éste espaciosísimo.
Capítulo XII
Sin embargo, poco sería el que me debieseis el principio y fuente de la vida, si no os demostrase tam-
bién que todo cuanto hay en ella de deleitoso procede asimismo de mi munificencia. ¿Qué sería, pues,
esta vida, si vida pudiese entonces llamarse, cuando quitaseis de ella el placer? Veo que habéis aplaudi-
do. Ya sabía yo que ninguno de vosotros era bastante sensato, quiero decir bastante insensato, mas
vuelvo a decir bastante sensato, para no adherirse a mi parecer.
Aun cuando los mismos estoicos no desprecien el placer, lo disimulan habilidosamente y lo censuran
con mil injurias cuando están delante del vulgo, sin otro objeto que poder gozar de él más generosa-
mente cuando hayan apartado a los demás. Díganme, si no, por Júpiter: ¿Qué día de la vida no vendrá a
ser triste, aburrido, feo, insípido, molesto, si no le añadís el placer, es decir, el condimento de la Estulti-
cia? De tal aserto puede valer de testigo idóneo aquel nunca bastante loado Sófocles, de quien se con-
serva un hermosísimo elogio nuestro: «La existencia más placentera consiste en no reflexionar nada».
Capítulo XX
Cuanto queda dicho de la amistad debe aplicarse con mucho mayor motivo al matrimonio, ya que no
es éste otra cosa que la conjunción indivisa de las vidas. Júpiter inmortal, ¡cuántos divorcios y aun acci-
dentes peores que los divorcios ocurrirían si el trato doméstico del varón y la esposa no se viese afian-
zado y sostenido por la adulación, la broma, la indulgencia, el engaño y el disimulo, que forman como mi
cortejo! ¡Ah, qué pocos matrimonios llegarían a cuajar si el novio investigase prudentemente a qué jue-
gos se había dedicado aquella doncellita delicada, al parecer, y pudorosa, mucho antes de casarse! ¡Y
cuántos menos permanecerían unidos si muchos de los actos de las esposas no quedasen ocultos gracias
a la negligencia y estupidez de los maridos!
Todas estas cosas se atribuyen justificadamente a la estulticia y a ella se debe aún que la esposa sea
agradable al marido y éste a su mujer, a fin de que la casa permanezca tranquila, a fin de que en ella
perviva la concordia. Inspira risa y se hace llamar cornudo, consentido y qué sé yo qué, el infeliz que en-
juga con sus besos las lágrimas de la adúltera. Pero ¡cuánto mejor es equivocarse así que no consumirse
con el afán de los celos y echarlo todo por lo trágico!
Capítulo XXI
Añadiré, en fin, que sin mí no habría ni sociedad, ni relaciones agradables y sólidas, ni el pueblo so-
portaría largo tiempo al príncipe, ni el amo al criado, ni la doncella a su señora, ni el maestro al discípu-
lo, ni el amigo al amigo, ni la esposa al marido, ni el arrendador al arrendatario, ni el camarada al cama-
rada, ni los comensales entre ellos, de no estar entre sí engañándose unas veces, adulándose otras,
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condescendiendo sabiamente entre ellos, o untándose recíprocamente con la miel de la estulticia. Ya
me doy cuenta de que esto os parecerá afirmación de mucho bulto, pero aún las oiréis mayores.
Capítulo XXIX
Así, tras haber reivindicado el mérito del valor y el ingenio, ¿qué os parecería que pretendiese tam-
bién el de la prudencia? Aunque alguno dirá que esto equivale a mezclar el agua y el fuego, yo espero
triunfar en mi propósito si, como antes, me seguís favoreciendo con vuestra atención y vuestra aproba-
ción.
En primer lugar, si la prudencia se acredita en el uso de las cosas, ¿a quién procede aplicar mejor tal
dictado y tal honor, al sabio que, en parte por pudor y en parte por cortedad de ánimo, no se atreve a
emprender cosa, o al estulto que no retrocede ante nada ni por vergüenza, de que carece, ni por temor
al peligro, que no se para a considerar?
El sabio se refugia en los libros de los antiguos, de donde no extrae sino meros artificios de palabras,
mientras que el estúpido, arrimándose a las cosas que hay que experimentar, adquiere la verdadera
prudencia, si no me equivoco. Parece que esto lo vio con claridad Homero, a pesar de ser ciego, cuando
dijo: «El necio sólo conoce los hechos».
A la consecución del conocimiento de los hechos se oponen dos obstáculos principales: la vergüenza
que ensombrece con sus nieblas al ánimo, y el miedo que, una vez evidenciado el peligro, disuade de
emprender las hazañas. De ambos libra estupendamente la Estulticia. Pocos son los mortales que se dan
cuenta de las ventajas múltiples que proporciona el no sentir nunca vergüenza y el atreverse a todo. Y si
alguno prefiere adquirir la prudencia que consiste en el examen de las cosas, os ruego que me oigáis
cuán lejos están de ella los que se adjudican este título.
Es, ante todo, manifiesto que todas las cosas humanas, como los silenos de Alcibíades, tienen dos ca-
ras que difieren sobremanera entre sí, de modo que lo que exteriormente es la muerte, viene a ser la
vida, según reza el dicho, si miras adentro; y, por el contrario, lo que parece vida es muerte; lo que her-
moso feo; lo opulento, paupérrimo; lo infame, glorioso; lo docto, indocto; lo robusto, flaco; lo gallardo,
innoble; lo alegre, triste; lo próspero, adverso; lo amigable, enemigo; lo saludable, nocivo; y, en suma,
veréis invertidas de súbito todas las cosas si abrís el sileno.
Si esto parece quizá dicho demasiado filosóficamente, me guiaré según una Minerva más vulgar, co-
mo suele decirse, y lo pondré más claro. ¿Quién no convendrá en que un rey sea hombre opulento y po-
deroso? Pero si no está propicio a ninguna cualidad espiritual y nada sacia su codicia, resultará paupé-
rrimo, y si tiene el alma entregada a numerosos vicios, permanecerá torpemente esclavizada. Del mismo
modo podría discurrirse también acerca de otras cosas, pero me basta con el anterior ejemplo. Alguno
preguntará: «¿A qué viene esto?» Escuchadme para que extraigamos la moraleja.
Si alguien se propusiese despojar de las máscaras a los actores cuando están en escena representan-
do alguna invención, y mostrase a los espectadores sus rostros verdaderos y naturales, ¿no desbarataría
la acción y se haría merecedor de que todos le echasen del teatro a pedradas como a un loco? Repenti-
namente se habría presentado una nueva faz de las cosas, de suerte que quien era mujer antes resulta-
se hombre; el que era joven, viejo; quien poco antes era rey, se trocase en esclavo; y el dios apareciese
de pronto como hombrecillo. El suprimir aquel error equivale a trastornar la acción, porque son preci-
samente el engaño y el afeite los que atraen la mirada de los espectadores.
Ahora bien: ¿Qué es toda la vida mortal sino una especie de comedia donde unos aparecen en escena
con las máscaras de los otros y representan su papel hasta que el director del coro les hace salir de las
tablas? Éste ordena frecuentemente a la misma persona que dé vida a diversos papeles, de suerte que
quien acababa de salir como rey con su púrpura, interpreta luego a un triste esclavo andrajoso. Todo el
mecanismo permanece oculto en la sombra, pero esta comedia no se representa de otro modo.
Si un sabio caído del cielo apareciese de súbito y clamase que aquel a quien todos toman por rey y
señor ni siquiera es hombre, porque se deja llevar como un cordero por las pasiones y es un esclavo
despreciable, ya que sirve de grado a tantos y tan infames dueños; que ordenase a estotro que llora la
muerte de su padre, que ría, porque por fin ha empezado la vida para aquél, ya que esta vida no es sino
una especie de muerte; que llamase plebeyo y bastardo a aquel otro que se pavonea de su escudo, por-
que está apartado de la virtud, que es la única fuente de nobleza; y si del mismo modo fuese hablando
de todos los demás, decidme: ¿qué conseguiría sino que cualquiera le tomase por loco furioso?
Porque nada más estulto que la sabiduría inoportuna ni nada más imprudente que la prudencia des-
caminada, y descaminado anda quien no se acomoda al estado presente de las cosas, quien va contra la
corriente y no recuerda el precepto de aquel comensal de «O bebe, o vete», pretendiendo, en suma,
que la comedia no sea comedia.
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Por el contrario, será en verdad prudente, quien, sabiéndose mortal, no quiere conocer más que lo
que le ofrece su condición, se presta gustoso a contemporizar con la muchedumbre humana y no tiene
asco a andar errado junto con ella. Pero en esto, dirán, radica precisamente la Estulticia. No negaré que
así sea, a condición de que se convenga en que tal es el modo de representar la comedia de la vida.
Capítulo XXXI
Veamos: Si alguien volviese la vista a su alrededor desde lo alto de una excelsa atalaya, como los poe-
tas le atribuyen hacer a Júpiter, vería cuántas calamidades afligen la vida humana, cuán mísero y cuán
sórdido es su nacimiento, cuán trabajosa la crianza, a cuántos sinsabores está expuesta la infancia, a
cuántos sudores sujeta la juventud, cuán molesta es la vejez, cuán dura la inexorabilidad de la muerte,
cuán perniciosas son las legiones de enfermedades, cuántos peligros están inminentes, cuánto desplacer
se infiltra en la vida, cuán teñido de hiel está todo, para no recordar los males que los hombres se infie-
ren entre sí, como, por ejemplo, la miseria, la cárcel, la deshonra, la vergüenza, los tormentos, las insi-
dias, la traición, los insultos, los pleitos y los fraudes. Pero estoy pretendiendo contar las arenas del
mar...
No me es propio explicar ahora por qué razón los hombres han merecido tales cosas o cual fue el dios
encolerizado que les hizo nacer en el seno de estas miserias, pero el que las considere para su capote,
¿acaso no aprobará el caso de las doncellas de Mileto, aunque se compadezca de ellas? ¿Y quiénes fue-
ron, sobre todo, los que acusaron de tedioso al sino de su vida? ¿No fueron los familiares de la sabidu-
ría? Entre ellos, pasando por alto a los Diógenes, Jenócrates, Catones, Casios y Brutos, citaré a aquel
ilustre Quirón que, pudiendo ser inmortal, optó por la muerte.
Creo que ya os dais cuenta de lo que ocurriría si de modo general los hombres fuesen sensatos, es
decir, que haría falta otra arcilla y otro Prometeo alfarero. Pero yo, en parte por ignorancia, en parte por
irreflexión, algunas veces por olvido de los males, ora por la esperanza de bienes, ora derramando un
poco de la miel del placer, voy acorriendo a tan grandes males, de suerte que nadie se complace en de-
jar la vida aunque se le haya acabado el hilo de las Parcas y espera que sea la misma vida la que se deje
a él; lo que menos causa debía ser de que le correspondiese vivir, es lo que más ansias le da de ello. ¡Tan
lejos están de que les afecte ningún tedio de la vida!
Es beneficio especial mío que podáis ver por doquier a viejos de nestórea senectud en los que ya no
sobrevive ni la figura humana, balbucientes, chochos, desdentados, canosos, calvos, o, para describirlos
mejor, con palabras aristofánicas, «sucios, encorvados, miserables, calvos, llenos de arrugas, sin dien-
tes», pero que se deleitan con la vida y aun aspiran a rejuvenecerse, de suerte que uno se tiñe las canas,
el otro disimula la calva con una cabellera postiza, el de más allá se vale de los dientes que acaso adqui-
rió de un cerdo y aquél se perece por alguna muchacha y supera en tonterías amatorias a cualquier ado-
lescente, pues es frecuente, y casi se aplaude como cosa meritoria que cuando están ya con un pie en la
tumba y no viven sino para dar motivo a un ágape funerario, se casen con alguna jovencita, sin dote,
que tendrá que ser disfrutada por otros.
Pero mucho más divertido, si se pone atención en ello, es ver a ancianas que hace mucho que tienen
edad de haberse muerto y aun ponen cara de estado y de haber retornado de los infiernos, que tienen
siempre en la boca aquella frase de que «es bueno ver la luz del día»; llegan a entrar en celo según sue-
len decir los griegos, como machos cabríos, y compran a buen precio a algún Faón; se embadurnan asi-
duamente el rostro con afeites; no se separan del espejo; se depilan el bosque del bajo pubis; exhiben
los pechos blandos y marchitos; solicitan la voluptuosidad con trémulo gañido, y acostumbran a beber, a
mezclarse en los grupos de las muchachas y a escribir billetes amorosos. Todos se ríen de estas cosas te-
niéndolas por estultísimas, como lo son, pero ellas están contentas de sí mismas y entretenidas, mien-
tras, con vivos placeres; la vida les resulta una pura miel y son felices gracias a mi favor.
Querría yo que quienes consideren ridículas estas cosas mediten si no es mejor conseguir una vida
dulce gracias a tal estulticia que ir buscando, como dicen, un árbol de donde ahorcarse, pues aunque
por el vulgo estas cosas sean tenidas por deshonrosas infamias, ello no importa a mis estultos, puesto
que dicho mal, o no lo sienten o, si lo sienten, lo desprecian con facilidad. Si les cae una piedra en la ca-
beza, esto sí que es un verdadero mal, pero como la vergüenza, la deshonra, el oprobio y las injurias no
hacen más daño del caso que se les hace, dejan de ser males si falta el sentido de ellas. ¿Qué te impor-
tará que todo el pueblo te silbe, con tal de que tú mismo te aplaudas? Y solamente la Estulticia puede
ayudar a que ello sea posible.
Capítulo XXXV
Por el contrario, entre los hombres antepone por muchos conceptos los ignorantes a los doctos y fa-
mosos, y el célebre Grilo fue bastante más avisado que el prudente Ulises, porque prefirió continuar
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gruñendo en la pocilga en vez de lanzarse con él a tantas aventuras peligrosas. No me parece que Ho-
mero, padre de las fábulas disienta de esta opinión, puesto que llama a todos los mortales frecuentísi-
mamente desdichados y desgraciados, y al mismo Ulises, que es su ejemplar de sabio, le califica a me-
nudo de infeliz, cosa que nunca hace con Paris, Ayax ni Aquiles. ¿A qué obedece tal cosa sino a que
aquel farsante y embaucador no hacía nada sin el consejo de Palas y, siendo demasiado sabio, se apar-
taba a más no poder de la pauta de la naturaleza?
Así, pues, como entre los mortales se alejan de la felicidad aquellos que se afanan por la sabiduría -
mostrándose en ello mismo doblemente estultos, ya que, a pesar de haber nacido hombres, afectan el
género de la vida de los dioses inmortales, olvidándose de su condición y, a ejemplo de los gigantes, con
las máquinas de las ciencias declaran la guerra a la naturaleza-, de la misma manera están más libres de
desdichas aquellos que se acercan cuanto pueden al genio y a la estulticia de los brutos y no se fatigan
con nada que supere a la condición humana.
Vamos a tratar de mostrarlo, pero no con entimemas de los estoicos, sino con un ejemplo vulgar. Y,
por los dioses inmortales, ¿hay algo más feliz que esta especie de personas a las que el vulgo llama es-
túpidos, estultos, fatuos e insípidos, títulos éstos que, en mi opinión, son hermosísimos? Confesaré que
a primera vista la cosa parece quizá estúpida y absurda, pero, sin embargo no puede ser más verdadera.
En principio, carecen de miedo a la muerte, mal nada despreciable, ¡por Júpiter!, y de remordimientos
de conciencia; no les conturba la hostilidad de los espíritus, no les asustan fantasmas ni duendes y ni les
turba el miedo de los males que amenazan ni les desasosiega la esperanza de bienes futuros. En suma,
no se dejan atormentar por millares de preocupaciones que atosigan a esta vida. No padecen vergüen-
za, ni temor; no ambicionan, no envidian ni aman. Por último, si llegan a acercarse más a la insensatez
de los animales brutos, no pecan, según los teólogos.
Quisiera que meditases, estultísimo sabio, cuántas preocupaciones torturan por doquier tu ánimo de
noche y de día; que reunieses en un montón todos los sinsabores de tu vida y así comprenderías de
cuánto mal he preservado a mis amados necios. Añade a esto que éstos no sólo se regalan sin cesar,
juegan, cantan y ríen, sino que también a dondequiera que van llevan consigo el placer, la broma, el jue-
go y la risa como si la misericordia de los dioses se los hubiese otorgado para alegrar la tristeza de la vida
humana.
Capítulo XL
Queda otro estilo de hombres el cual, sin duda alguna, pertenece por entero a nuestra grey. Se com-
place en escuchar o explicar falsos milagros y prodigios y nunca se cansa, por maravillosas que sean, de
recordar fábulas de espectros, duendes, larvas, seres infernales y otros mil portentos semejantes, los
cuales cuanto más se apartan de la verdad, con tanto mayor placer son creídos y hacen titilar los oídos
con afán más deleitoso. Y ello no lo emprenden solamente para matar el tedio de las horas, sino tam-
bién a fin de ganar lucro, singularmente para los sacerdotes y los predicadores. Parientes suyos son
quienes profesan la necia, pero agradable persuasión de que si ven una talla o una pintura de San Cris-
tóbal, esa especie de Polifemo, ya no se morirán aquel día, o que si saludan con determinadas palabras a
una imagen de Santa Bárbara, volverán ilesos de la guerra, o que si visitan a San Erasmo en ciertos días,
con ciertos cirios y ciertas oracioncillas, se verán ricos en breve.
¿Y qué diré de estos que se ilusionan halagadoramente con fingidas compensaciones de los pecados
y, por encima de todo error, miden, como con una clepsidra, los tiempos del Purgatorio, los siglos, los
años, los meses, los días y las horas, a modo de una tabla matemática? de aquellos que, valiéndose de
ciertos signos y ensalmos que algún piadoso inventor ideó para bien de las almas o para su propio lucro,
se lo prometen confiadamente todo, riquezas, honores, placeres, harturas, salud y perpetuamente
próspera, vida longeva, lozana vejez y, en fin, la estrecha vecindad con Cristo en los cielos, cosa la última
que no quieren que ocurra sino lo más tarde posible, es decir, cuando emigran a su pesar de los placeres
de esta vida, a los que se aferran con los dientes: entonces es cuando quieren sustituirlos por las delicias
celestiales.
A este lugar corresponde la especie de negociantes, de militares o de jueces que, por haber apartado
una vez de tantas rapiñas una menuda ofrenda, creen ya purificada la hidra de su conducta y redimidos
como por contrato tanto perjurio, tanta libidinosidad, tanta embriaguez, tanta riña, tanto crimen, im-
postura, perfidia y traición, y redimidos de suerte que les es lícito reanudar de arriba abajo todo un
mundo de delitos.
¿Quiénes, empero, más necios ni más felices que estos que, por recitar diariamente aquellos siete
versículos de los Sagrados Salmos, se prometen aún más que la suprema felicidad? Se cree, por cierto,
que estos versículos mágicos le fueron indicados a San Bernardo por cierto demonio bromista, pero más
frívolo que astuto, como que el pobre salió mañosamente trasquilado.
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Estas cosas tan estultas, que casi a mí misma me avergüenzan, son, sin embargo, aprobadas no sólo
por el vulgo, sino también por los que declaran la religión. ¿Pues qué? A lo mismo corresponde el que
cada región reivindique algún santo peculiar y que cada uno posea cierta singularidad y se le tribute cul-
to especial, de suerte que éste auxilia en el dolor de muelas, aquél socorre diestro a las parturientas, el
otro restituye las cosas robadas, el otro socorre benigno en los naufragios, estotro preserva a los gana-
dos, y así sucesivamente, pues detallarlos todos sería latísimo. Los hay que valen para varias cosas, so-
bre todo la Virgen Madre de Dios, a la que el vulgo casi tiene más veneración que a su Hijo.
Aunque tenga un poco de prisa, no puedo, empero, pasar en silencio ante aquellos que no se diferen-
cian en nada de un ínfimo remendón, pero que se lisonjean increíblemente con la posesión de un título
de nobleza vana. Uno vincula su linaje con Eneas, otro con Bruto, el de más allá con el rey Arturo; por
todas partes muestran los retratos esculpidos y pintados de sus mayores; enumeran los bisabuelos y ta-
tarabuelos y sus antiguos apellidos, pero en realidad no difieren mucho de estas mudas estatuas, excep-
to en ser de peor aspecto que los retratos que muestran. A pesar de ello, viven felizmente merced al
dulcísimo Amor Propio. No faltan tampoco necios que miran a esta colección de bestias como a dioses.
Pero ¿por qué hablo de uno u otro género de necedad, como si el Amor Propio no dispusiese por do-
quier de prodigiosos medios para hacer felices a muchos, como en el caso de este que, más feo que un
mico, se cree un Nireo? Otro se cree un Euclides por saber trazar tres líneas con el compás; aquel «asno
tañedor de lira» y cuya voz es más desagradable que la de la gallina cuando pide marido, se figura ser
otro Hermógenes. Sin embargo, existe una especie de locura que es con mucho la más placentera, por
obra de la cual muchos se envanecen de lo suyo, sea cual fuere su valor, y se glorían de ello precisamen-
te por ser suyo. Tal era la de aquel rico doblemente feliz de que habla Séneca que, cuando tenía que
contar algún cuentecillo, tenía siervos a mano para que le apuntaran las palabras y a los cuales no hu-
biera dudado de hacer bajar a la palestra a luchar por él, pues era hombre de tanta poquedad, que vivía
con el único consuelo de tener en casa muchos y notablemente robustos siervos. ¿Y qué se podrá decir
de los cultivadores de las artes? A todos ellos les es tan peculiar el Amor Propio, que sería más fácil de
encontrar quien renunciase a la herencia paterna que a la fama de talento, sobre todo entre los actores,
cantores, oradores y poetas, entre los cuales cuanto más ignorante es cada cual, tanto más se complace
arrogantemente en sí mismo y se pavonea y se exalta más. Y encuentran tipos de su calaña hasta el ex-
tremo de que aquel más inepto es el que se granjea más admiradores, puesto que lo peor siempre es ce-
lebrado por la mayoría, dado que la máxima parte de los mortales, según hemos dicho, es esclava de la
Estulticia. Por ende, si el más torpe es aquel más satisfecho de sí y el rodeado de mayor admiración,
¿quién preferirá la verdadera sabiduría, que cuesta tanto trabajo adquirir, que vuelve luego más vergon-
zoso y más tímido y que, en suma, complace a mucha menos gente?
Capítulo XLV
Dirán algunos, sin embargo, que el equivocarse es lamentable; más lo es el no equivocarse. Yerran a
más no poder quienes creen que la felicidad del hombre radica en las cosas mismas. En realidad, depen-
de de la opinión que nos formamos de ellas, pues es tan grande la oscuridad y la variedad de las cosas
humanas, que nadie las puede conocer de modo diáfano, según dijeron acertadamente los platónicos,
los menos presuntuosos entre los filósofos.
Pero aunque se llegue a saber algo, ello suele redundar en detrimento de la alegría de la vida, pues el
espíritu humano está moldeado de tal manera, que aprehende mucho mejor lo ficticio que lo verdadero.
Si alguien solicita una prueba manifiesta y obvia de tal cosa, acuda a la hora del sermón en una iglesia y
verá que si se está hablando de algo serio, todos dormitan, bostezan y se asquean; en cambio, si el voci-
ferador (me he equivocado, quise decir el orador), comienza, según hacen con frecuencia, a explicar al-
guna historieta asnal, se despabilan todos, prestan atención y escuchan con la boca abierta. Del mismo
modo, si se celebra algún santo orlado de fábulas y poesías -como, si me pedís ejemplos, lo son Jorge,
Cristóbal o Bárbara-, veréis que se les venera con mucha más devoción que a San Pedro, San Pablo o al
mismo Jesucristo. Pero tales cosas no son propias del lugar.
¡Cuán poco cuesta esta consecución de la felicidad! Al paso que el conocimiento de las cosas en sí
significa muchas veces voluminosa labor, aunque sean de tan poca monta como la gramática, las opi-
niones son de muy fácil adoptar y conducen igual, si no con mayor holgura, a la felicidad. Decid, pues: Si
alguien come una salazón podrida ni cuyo olor siquiera puedan soportar los demás, y a él le sabe a am-
brosía, ¿qué le impide sentirse feliz? Por el contrario, si a uno le produce náuseas el esturión, ¿de qué le
sirve para la felicidad? Si alguien tiene una mujer de egregia fealdad, pero que en opinión del marido
puede rivalizar hasta con la misma Venus, ¿acaso no será lo mismo para él que si fuese realmente her-
mosa? Si alguien contempla una tabla pintarrajeada de rojo y amarillo y se admira persuadido de que la
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ha pintado Apeles o Zeuxis, ¿no será acaso más feliz que aquel que ha comprado por alto precio un cua-
dro a un gran pintor y que quizá siente menos placer al contemplarlo?
Conozco a cierto sujeto que se llama como yo, el cual regaló a la novia al casarse ciertas piedras fal-
sas, convenciéndola, con lo bromista y alegre que era, de que no sólo eran verdaderas y auténticas, sino
también de precio singular e inestimable. Pregunto yo, ¿qué podía importarle a la joven la burla, si delei-
taba igual los ojos y el espíritu y las guardaba junto a sí como eximio tesoro? En tanto, el marido no sólo
se había ahorrado el gasto, sino que se divertía con el engaño de su mujer, a la que no tenía menos obli-
gada que si la hubiese obsequiado con grande costa.
¿Qué diferencia veis entre aquellos que se admiran en la caverna de Platón de las sombras y figuras
de diversas cosas, sin ansiar nada ni pavonearse, y el sabio que, salido de la caverna, contempla las co-
sas en su realidad? Porque si aquel Micilo de Luciano hubiese podido soñar perpetuamente que era rico
y continuar su áureo ensueño, no tenía por qué desear otro bien.
Por tanto, no hay diferencia entre estultos y sabios o, si las hay, es favorable a los primeros, prime-
ramente porque su felicidad les cuesta muy poco, ya que consiste en una modesta persuasioncilla, y
luego, porque la comparten con la mayoría de las personas.
Capítulo XLVIII
Si a alguien le parece que lo que digo es más presuntuoso que veraz, quiero que examinemos un poco
la vida de los hombres, y entonces se manifestará claramente cuánto me deben y el aprecio que grandes
y pequeños hacen de mí. No vamos a pasar revista, una por una, a todas las vidas, porque esto sería in-
terminable; sino solamente a las de relieve, y por ellas podremos juzgar con facilidad de las demás. ¿De
qué aprovecha que os recuerde la plebecilla y el vulgo cuando sin disputa alguna me pertenecen por
completo? Abundan en él tantas clases de estulticia y todos los días inventa tantas nuevas, que aún no
bastarían mil Demócritos para reírse de todas ellas y sería necesario otro para que se burlara de los de-
más Demócritos.
Son increíbles las risas, la alegría y los regocijos que los míseros humanos procuran diariamente a los
inmortales. Éstos se dedican las sobrias horas de la mañana a celebrar asambleas escandalosas y luego,
escuchando los votos deliberan. Cuando ya están embriagado por el néctar y no tienen gana de ningún
asunto serio, se van a sentar a la parte más alta del cielo y, bajando la frente, miran lo que hacen los
hombres. No hay espectáculo que les sea más grato. ¡Dioses inmortales, qué teatro, qué variedad en esa
turbamulta de necios!... Yo también de vez en cuando acudo a sentarme entre las filas de los dioses de
los poetas. Uno se muere por cierta mujercilla, a la que ama con mayor pasión a medida que menos ca-
so le hace ella; el otro se casa con una dote y no con una esposa; el otro prostituye a su misma mujer; el
de más allá, celoso, vigila como un Argos; aquél, de luto, ¡oh!, cuántas necedades dice y hace! Parece un
actor que represente un papel de duelo. Aquel otro llora ante la tumba de la madrastra; éste le da al
vientre todo lo que logra ganar, a costa de morirse de hambre poco después; el otro considera que no
hay cosas más agradables que el sueño y la holganza. Los hay que se agitan afanosamente en el desem-
peño de los asuntos ajenos y olvidan los propios; que derrochan velozmente el dinero prestado y se
creen ricos mientras tienen caudales ajenos. Otro no ve dicha comparable a la de vivir pobremente a fin
de enriquecer a un heredero; aquél, para ganar un lucro exiguo e incierto, revolotea por todos los ma-
res, confiando a las olas y a los vientos la vida, que ninguna riqueza, podría reparar. Uno prefiere buscar
riquezas en la guerra, a disfrutar de seguro sosiego en el hogar. Hay quien cree que no hay medio más
cómodo de enriquecerse que captar la voluntad de los viejos, ni faltan tampoco quienes prefieren con-
seguir lo mismo haciendo el amor a las viejecitas ricas. Los dioses, empero, se complacen magníficamen-
te cuando ven, en ambos géneros, que éstos acaban siendo burlados astutamente por aquellos a quie-
nes sedujeron.
La clase de los comerciantes es la más estulta y sórdida de todas, porque tratan los asuntos más mez-
quinos que hay y lo hacen, además, del modo más miserable que cabe imaginar, pues a pesar de que
van mintiendo a todas horas, perjurando, robando, defraudando, engañando, se creen a la cabeza de la
humanidad por el mero hecho de llevar los dedos llenos de sortijas de oro. No les faltan frailecillos adu-
ladores que les miran con admiración y les llaman en público «venerables» sólo con el fin de que les al-
cance alguna porcioncilla de sus bienes mal adquiridos. En otras partes podrás ver a ciertos pitagóricos a
quienes todas las cosas les parecen ser comunes, de suerte que apenas encuentran alguna mal guarda-
da se la apropian con la misma tranquilidad que si les viniese por herencia. Los hay que son tan ricos en
deseos y se forjan unos ensueños tan agradables, que con ello se dan por contentos. Algunos gozan al
hacerse pasar por potentados fuera de casa y se mueren de hambre en ella. Otro se apresura a derro-
char lo que posee, mientras hay quien se procura bienes por todos los medios. Este ególatra busca la
popularidad y los honores, en tanto que aquél se solaza junto al hogar. Una buena parte promueve pro-
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cesos que se hacen eternos y donde se contiende a porfía, mientras se enriquecen el juez aficionado a
dilatar los asuntos y el abogado felón. Uno trata afanosamente de renovarlo todo y otro mueve un pro-
yecto magno, y, en fin, los hay que emprenden una peregrinación a Jerusalén, a Roma o a Santiago,
donde no tienen nada que hacer, y, en cambio, dejan abandonados la mujer, la casa y los hijos.
En suma, si, como antaño Menipo, pudieseis contemplar desde la Luna el tumulto inmenso del géne-
ro humano, creeríais estar viendo un enjambre de moscas y mosquitos peleando entre sí, luchando,
tendiéndose asechanzas, robándose, burlándose unos de otros, y naciendo, enfermando y muriendo sin
cesar. Nadie podría imaginar el bullicio y las tragedias de que es capaz un animalito de tan corta vida,
pues en una batalla o en una peste se aniquilan y desaparecen en un instante millares de seres.
Capítulo XLIX
Pero yo misma sería necia a más no poder y merecería las carcajadas de Demócrito si pretendiese
enumerar todas las formas de necedad y de locura del vulgo. Me limitaré, pues, a tratar de aquellos
mortales que gozan reputación de sabios y, según los que les rodean, han alcanzado los laureles, entre
los cuales descuellan los gramáticos, casta que sería sin disputa la más mísera, afligida, y dejada de la
mano de los dioses si yo no acudiese a mitigar las desdichas de tan sórdida profesión con la ayuda de
una dulce locura. No sólo han caído sobre ellos las cinco furias, es decir, las cinco ásperas calamidades
de que habla el epigrama griego, sino mil, pues siempre se les ve famélicos y harapientos en sus escue-
las, o pensaderos o, mejor dicho aún, obradores, y rodeados de verdugos en figura de un montón de
chicos que les hacen envejecer antes de tiempo a fuerza de cansancio y que les aturden con sus gritos,
amén de los hedores que exhalan; pero a pesar de esto, gracias a mí, se estiman por los primeros entre
los hombres. Se pavonean así ante la aterrada turba y se dirigen a ella con voz y cara tenebrosas; luego
con la palmeta, las disciplinas, o la varilla abren las carnes a los desdichados y con razón o sin ella, les
hacen víctimas de su arbitrariedad, imitando al asno de Cumas. Pero, mientras tanto, la suciedad les pa-
rece pulcritud; los hedores, aromas de ámbar, y su esclavitud miserable, un trono, de suerte que no
cambiarían su tiranía por la de Fálaris o Dionisio.
Pero cuando su dicha llega al colmo es cuando creen haber descubierto alguna doctrina nueva, por-
que, aunque no hagan sino atiborrar a los niños de extravagancias, ¡oh dioses propicios!, desprecian a
su lado a cualquier Palemón o Donato. No sé con qué argucias logran que las madres tontas y los igno-
rantes padres les crean tales como ellos se presentan. Únase a esto la satisfacción que reciben cuando
en algún carcomido pergamino encuentran el nombre de la madre de Anquises o hallan una palabreja
desconocida del vulgo, como «bubsequa», «bovinator» o «manticulator»; si logran desenterrar un cacho
de piedra antigua con alguna mutilada inscripción, ¡oh Júpiter, qué alegría, qué triunfo, qué encomios,
como si hubiesen conquistado el África o tomado a Babilonia! Y cuando recitan sus versos, insulsos y ab-
surdos por demás, y nunca falta quien se los celebre, creen de buena fe que el espíritu de Virgilio ha re-
encarnado en su pecho. Pero nada hay más divertido que ver a estos desdichados cuando se prodigan
mutuas alabanzas y admiraciones y se rascan recíprocamente; pero si uno de ellos por descuido se equi-
voca en alguna palabreja y el otro, más listo, tiene la suerte de cazársela, ¡por Hércules, qué drama, qué
pelea, qué de injurias y denuestos!... Y si falto a la verdad, que caiga sobre mí la cólera de todos los gra-
máticos.
Conozco a un omnisciente helenista, latinista, matemático, filósofo, médico y otras cosas más, y
cuando ya era sexagenario, lo arrumbó todo para dedicarse sólo al conocimiento de la gramática, con la
que se atosiga y tortura desde hace casi veinte años. Y sería feliz, dice, si pudiera vivir hasta haber cla-
ramente establecido cómo se han de distinguir las ocho partes de la oración, cosa que nadie entre los
griegos y los latinos ha logrado hacer de manera definitiva. Como si fuera caso de guerra el que se con-
funda una conjunción con un adverbio. Y como hay tantas gramáticas como gramáticos, o, por mejor
decir, más, pues sólo mi querido Aldo ha dado más de cinco diferentes, no pueden dejar de exprimir y
recorrer ninguna, aunque sea oscura y bárbara, para no tener que envidiar a cualquiera que se tome, si-
quiera sea torpemente, tales trabajos, puesto que temen que les arrebaten su gloria y les inutilicen tan-
tos años de labor.
Capítulo L
Menos me deben los poetas, a pesar de pertenecer también a mi facción de modo categórico, pues
como dice el proverbio, son espíritus libres cuya ocupación única consiste en regalar los oídos de los es-
tultos con frivolidades y fábulas ridículas. Es admirable, empero, cómo con sus composiciones no sola-
mente quieren hacerse inmortales y semejantes a los dioses, sino conseguirlo también para los demás.
De todos mis deudos son éstos los más estrechamente emparentados con el Amor Propio y la Adulación
y los que me rinden culto más sincero y constante.
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En cuanto a los retóricos, aunque algunos prevariquen para entenderse con los filósofos, forman
también parte de los nuestros, y la mejor prueba, entre otras muchas, de lo que digo está en que, aparte
de otras tonterías, han redactado con cuidado tantas reglas del género festivo. Hasta el que escribió
acerca del arte de hablar; dedicándolo a Herenio, sea quien fuere, no olvidó incluir a la Estulticia entre
los medios de echar las cosas a broma. Quintiliano, que es con mucho el príncipe de este grupo, compu-
so sobre la risa un capítulo más largo que la Ilíada. Tanta es la importancia que conceden a la Estulticia,
porque con frecuencia lo que ningún argumento oratorio puede deshacer, la risa lo desbarata. Y nadie
ha de negarme que el arte de hacer reír con dichos graciosos me pertenece a mí.
De idéntica calaña son los que corren tras de fama imperecedera publicando libros; todos ellos me
deben mucho, y especialmente aquellos que emborronan papel con meras majaderías. Los que escriben
doctamente para agradar a un corto número de eruditos, y que no rechazarían para críticos suyos a Per-
sio y Lelio, me parecen más dignos de lástima que felices, puesto que viven en continua tortura: añaden,
modifican, quitan, vuelven a poner, rehacen, aclaran, aguardan nueve años, nunca se dan por satisfe-
chos. Todo ello para la fútil recompensa de las alabanzas; alabanzas, además, de unos cuantos, pagadas
a costa de tantas vigilias, del sueño, la más agradable de todas las cosas, y de fatigas, sudores y trabajos
infinitos. Añádanse la pérdida de la salud, la ruina del cuerpo, la debilidad de la vista y hasta la ceguera,
la pobreza, la envidia, la privación de placeres, la vejez anticipada, la muerte prematura y otros innume-
rables sufrimientos. Males todos de gran magnitud, que el sabio cree compensar con la aprobación de
unos pocos legañosos como él. Por el contrario, el escritor que me pertenece es tanto más dichoso
cuanto más disparata, porque sin lucubración alguna escribe todo lo que se le ocurre, todo lo que le vie-
ne a los puntos de la pluma, o lo que sueña, sin más gasto que un poco de papel, y no ignora que cuan
mayores tonterías escriba, más aplaudido será de la mayoría, es decir, por los ignorantes y por los ne-
cios. ¿Qué le importa que tres sabios le desprecien si aciertan a leerle? ¿Y qué representa el parecer de
tan pocos ante tan inmensa muchedumbre que le aclama?
Pero quienes verdaderamente saben lo que hacen son los que dan a la luz obras ajenas como propias
y espiando hacen suya la gloria ganada por los demás con gran trabajo. Aunque saben que se les acusará
de plagio algún día, mientras llega se aprovechan. Vale la pena de ver el pisto que se dan cuando se ven
ensalzados por el vulgo; cuando la multitud les señala con el dedo diciendo: «Éste es aquel hombre tre-
mendo»; cuando ven sus obras en las librerías y cuando en la portada de sus libros ponen títulos solem-
nes, muy a menudo extravagantes, que parecen de magia, y que, dioses inmortales, no son sino palabre-
ría. Pocas personas saben descifrarlos en todo el vasto mundo y menos aún habrá que los aprueben,
pues también hay diversidad de gustos entre los indoctos. En general, aquellos títulos se inventan o pro-
ceden de los libros antiguos. Así, uno gusta de llamar a su libro Telémaco; otro, Esteleno o Laertes;
aquél, Polícrates, y el de más allá, Trasímaco, y como no tienen nada que ver con estos nombres, daría
lo mismo que se llamasen Camaleón o Calabaza, o bien, como suelen decir los filósofos, Alfa o Beta.
Resulta chistoso sobremanera verlos alabarse unos a otros con epístolas, poesías y encomios, donde
un tonto adula a otro tonto y un indocto replica a otro indocto. Éste es superior a Alceo, dice aquél; y
aquél es más que Calímaco, dice éste. Aquél, según el parecer de éste, es mejor que Cicerón, y éste para
aquél, más sabio que Platón. Otras veces se buscan un adversario con objeto de aumentar la reputación
rivalizando con él. Así, «incierto el vulgo opina contradictoriamente», hasta que uno y otro dan por bien
reñida la batalla, y se retiran ambos victoriosos y en triunfo. Los sabios se ríen juzgando todo esto, según
lo es, el colmo de la sandez. ¿Quién podrá negarlo? Pero entretanto, gracias a mí, estas gentes están sa-
tisfechas y no cambiarían sus glorias por las de los Escipiones. Aunque los sabios, que se ríen de esto a
mandíbula batiente y que tanto gozan con la insensatez ajena, me deben también grandes favores y no
podrán por menos de reconocerlo, si no son ingratos más que nadie.
Capítulo LXVIII
Pero noto que me he olvidado de que estoy traspasando los límites convenientes. Si alguien conside-
ra que he hablado con demasiada pedantería o locuacidad, pensad que lo he hecho no sólo como Estul-
ticia, sino como mujer. Recordad, además, el proverbio griego que dice: «Los locos a veces dicen la ver-
dad», a menos que penséis que este refrán no reza con las mujeres.
Veo que estáis aguardando el epílogo; pero os erráis si imagináis que me acuerdo de una sola palabra
de todo este fárrago que acabo de soltar... Vaya este adagio antiguo: «No me gusta el convidado que
tiene buena memoria.» Y yo invento éste: «Detesto al oyente que se acuerda de todo.» Por todo ello,
¡salud, celebérrimos devotos de la Sandez, aplaudid, vivid y bebed!
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TOMAS MORO (1478-1535)
UTOPÍA [FRAGMENTOS]
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unos cuantos acaparen casi todos los bienes y disfruten a placer de ellos, mientras los otros se mueren
de miseria.
Por eso, no puedo menos de acordarme de las muy prudentes y sabias instituciones de los utopianos. Es
un país que se rige con muy pocas leyes, pero tan eficaces, que aunque se premia la virtud, sin embargo,
a nadie le falta nada. Toda la riqueza está repartida entre todos. Por el contrario, en nuestro país y en
otros muchos, constantemente se promulgan multitud de leyes. Ninguna es eficaz, sin embargo.
Aquí cada uno llama patrimonio suyo personal a cuanto ha adquirido. Las mil leyes que cada día se dic-
tan entre nosotros no son suficientes para poder adquirir algo, para conservarlo o para saber lo que es
de uno o de otro. ¿Qué otra cosa significan los pleitos sin fin que están surgiendo siempre y no acaban
nunca?
Cuando considero en mi interior todo esto, más doy la razón a Platón. Y menos me extraña que no qui-
siera legislar a aquellas ciudades que previamente no querían poner en común todos sus bienes. Hom-
bre de rara inteligencia, pronto llegó a la conclusión de que no había sino un camino para salvar la repú-
blica: la aplicación del principio de la igualdad de bienes. Ahora bien, la igualdad es imposible, a mi jui-
cio, mientras en un Estado siga en vigor la propiedad privada. En efecto, mientras se pueda con ciertos
papeles asegurar la propiedad de cuanto uno quiera, de nada servirá la abundancia de bienes. Vendrán
a caer en manos de unos pocos, dejando a los demás en la miseria. Y sucede que estos últimos son me-
recedores de mejor suerte que los primeros. Pues estos son rapaces, malvados, inútiles; aquellos, en
cambio, son gente honesta y sencilla, que contribuye más al bien público que a su interés personal. […]
De sus jornadas o viajes con diversas otras materias hábilmente razonadas e ingeniosamente argu-
mentadas
[…] Cuanto más opuestas a nosotros son las costumbres extranjeras, menos dispuestos estamos a creer-
las. Con todo, el hombre prudente, que juzga sin prejuicio las cosas, sabe que los utopianos piensan y
hacen lo contrario de los demás pueblos. ¿Se sorprendería, acaso, de que empleen el oro y la plata para
usos distintos a los nuestros? En efecto, al no servirse ellos de la moneda, no la conservan más que para
una eventualidad que bien no pudiera ocurrir nunca.
Mientras tanto, retienen el oro y la plata de los que se hace el dinero. Pero nadie les da más valor que el
que les da su misma naturaleza. ¿Quién no ve lo muy inferiores que son al hierro tan necesario al hom-
bre, como el agua y el fuego? En efecto, ni el oro ni la plata tienen valor alguno, ni la privación de su uso
o su propiedad constituye un verdadero inconveniente. Sólo la locura humana ha sido la que ha dado
valor a su rareza. La madre naturaleza ha puesto al descubierto lo que hay de mejor: el aire, el agua y la
tierra misma. Pero ha escondido a gran profundidad todo lo vano e inútil.
Por lo mismo, los utopianos no encierran sus tesoros en una fortaleza. El vulgo podría sospechar, como
acostumbra maliciosamente, de que el gobierno y el senado se sirven de estratagemas para engañar al
pueblo, y para enriquecerse. Tampoco se hace con el oro y la plata vasos ni otros objetos de valor. En la
hipótesis de tener que fundirlos, para pagar a los soldados en caso de guerra, es claro que los que hubie-
ran puesto su afecto en estas obras de arte, no se desprenderían de ellas sin gran dolor.
Para obviar estos inconvenientes, los utopianos han arbitrado una solución en consonancia con sus insti-
tuciones, pero en total desacuerdo con las nuestras. Entre nosotros, en efecto, el oro se estima desme-
suradamente y se le guarda con todo cuidado. Por eso, su solución resulta increíble para los que no la
han comprobado.
Comen y beben en vajilla de barro o de cristal, realizada en formas elegantes, pero al fin y al cabo, de
materia ínfima. Los vasos de noche y otros utensilios dedicados a usos viles, se hacen de oro y plata no
sólo para los alojamientos públicos sino para las viviendas particulares. Con estos mismos metales se
forjan las cadenas y los grilletes que sujetan a los esclavos. Finalmente, todos los reos de crímenes lle-
van en sus orejas anillos de oro. Sus dedos van recubiertos de oro, su cuello va ceñido por un collar de
oro. Y su cabeza cubierta con un casquete de oro. Todo concurre, pues, para que entre ellos el oro y la
plata sean considerados como algo ignominioso. Así, mientras su pérdida en otros pueblos resulta tan
dolorosa como si se tratara de las propias entrañas, entre los utopianos, caso de desaparecer todos es-
tos metales, nadie creería haber perdido ni un céntimo.
Recogen también perlas a la orilla del mar, así como diamantes y piedras preciosas en algunas rocas. Pe-
ro no se afanan por ir a buscarlas. Cuando la suerte se las depara, las cogen y las pulen para hacer ador-
nos a los niños. Y si éstos en los primeros años se glorian y se enorgullecen de llevar tales adornos,
cuando son ya mayores y se dan cuenta de que estas bagatelas no sirven más que a los niños, se des-
prenden de ellas. Y se desprenden de tales adornos por propia voluntad y por cierto amor propio, sin
esperar a que sus padres intervengan. Algo así como sucede con nuestros niños que, cuando crecen,
abandonan el chupete, los aros y las muñecas.
14
[…]
Nadie, en efecto, por austero e inflexible seguidor de la virtud y aborrecedor del placer que sea, impone
trabajos, vigilias y austeridad, sin imponer al mismo tiempo la erradicación de la pobreza y de la miseria
de los demás. Nadie deja de aplaudir al hombre que consuela y salva al hombre, en nombre de la huma-
nidad. Es un gesto esencialmente humano -y no hay virtud más propiamente humana que ésta- endulzar
las penas de los otros, hacer desaparecer la tristeza, devolverles la alegría de vivir. Es decir, devolverles
al placer. ¿Por qué, pues, no habría de impulsar la naturaleza a cada uno a hacerse el mismo bien que a
los demás?
Porque, una de dos o la vida feliz o placentera es un mal o es un bien. Si es un mal, no solamente no se
puede ayudar a los demás a que la vivan, sino que además hay que hacerles ver que es una calamidad y
un veneno mortal. Si es un bien, ¿por qué -si existe el derecho y el deber de procurársela a los demás
como un bien-, por qué, digo, no comenzar por uno mismo? No hay motivo para ser menos complacien-
te contigo mismo que con los demás. ¿Puede la naturaleza invitarte a ser bueno con los demás, y a ser
cruel y despiadado contigo mismo? Por tanto, concluyen, la naturaleza misma nos impone una vida feliz,
es decir, placentera, como fin de nuestros actos. Para ellos, la virtud es vivir según las prescripciones de
la naturaleza.
La naturaleza, siguen pensando, invita a todos los mortales a ayudarse mutuamente en la búsqueda de
una vida más feliz. Y lo hace con toda razón, ya que no hay individuo tan por encima del género humano
que la naturaleza se sienta en la obligación de cuidar de él solo. La naturaleza abraza a todos en una
misma comunión. Lo que te enseña una y otra vez, esa misma naturaleza, es que no has de buscar tu
medro personal en detrimento de los demás.
Por esto mismo, piensan que se han de cumplir no sólo los pactos privados entre simples ciudadanos,
sino también las leyes públicas que regulan el reparto de los bienes destinados, a hacer la existencia más
fácil. Es decir, cuando se trata de los bienes que constituyen la materia misma del placer. En estos casos
se han de cumplir tales leyes sea que estén promulgadas justamente por un buen príncipe, sea que ha-
yan sido sancionadas por el mutuo consentimiento del pueblo no oprimido por la tiranía ni embaucado
por manipulaciones. Procurar tu propio bien sin violar estas leyes es de prudentes. Trabajar por el bien
público es un deber religioso. Echar por tierra la felicidad de otro para conseguir la propia es una injusti-
cia. Privarse, en cambio, de cualquier cosa para dársela a los demás, es señal de una gran humanidad y
nobleza, pues reporta más bien que el que nosotros proporcionamos.
Al mismo tiempo, esta buena obra queda recompensada por la reciprocidad de servicios. Y por otra par-
te, el testimonio de la conciencia, el recuerdo y el reconocimiento de aquellos a quienes hemos hecho
bien producen en el alma más placer que hubiera causado al cuerpo el objeto de que nos privamos. Fi-
nalmente, Dios compensa con una alegría inefable y eterna la privación voluntaria de un placer efímero
y pasajero. De ello está fácilmente convencida un alma dispuesta a aceptarlo. En consecuencia, bien
pensado y examinado todo, siguen pensando que todas nuestras acciones, incluidas todas nuestras vir-
tudes, están abocadas al placer como a su fin y felicidad.
Llaman placer a todo movimiento y estado del cuerpo o del alma, en los que el hombre experimenta un
deleite natural. No sin razón añaden «Apetencia o inclinación natural». Porque no sólo los sentidos, sino
también la razón nos arrastran hacia las cosas naturalmente deleitables. Tales son, por ejemplo, aque-
llos bienes que podemos conseguir sin causar injusticia, sin perder un deleite mayor o sin que provo-
quen un exceso de fatiga. Existen, por otra parte, cosas a las que los humanos han dado en atribuir frívo-
lamente placeres al margen de la misma naturaleza. ¡Cómo si los humanos pudieran cambiar tan fácil-
mente las cosas como las palabras! Con ello, lejos de contribuir a la felicidad, hacen de ellas otros tantos
obstáculos a la verdadera felicidad. Tales ilusiones del espíritu le embargan de tal manera que ya no le
dan lugar a los auténticos y verdaderos deleites. Hay, en efecto, una multitud de cosas a las que la natu-
raleza no ha vinculado ningún placer, e incluso ha impregnado de amargura. No obstante, los hombres,
presas de una seducción perversa, causada por las peores pasiones, las consideran no sólo como los pla-
ceres supremos, sino que además constituyen las primeras razones para vivir.
En esta especie de placer adulterino, sitúan los utopianos la vanidad de aquellos de quienes ya hablé y
que se figuran valer tanto más cuanto mejor visten. Su vanidad es doblemente ridícula. No son menos
fatuos cuando piensan que es mejor su toga que cuando se figuran lo son ellos mismos. ¿Cuál es la ven-
taja -si del vestido se trata- de una lana más fina sobre una más basta? Pero estos insensatos se engallan
y se imaginan que la tela da a su persona un prestigio no despreciable, como si se distinguieran de los
demás por la excelencia de su naturaleza y no por su engaño.
Llegan hasta exigir, en atención a la elegancia del vestido, honores que no se atreverían a esperar con
un atuendo menos costoso y se indignan cuando se pasa ante ellos con indiferencia.
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¿No es acaso también signo de imbecilidad el estar preocupado por honores vanos y baladíes? ¿Qué
placer natural y verdadero puede ofrecer la testa descubierta de otro hombre o inclinado de rodillas?
¿Te cura acaso los dolores de tus rodillas? ¿O te quita el dolor de cabeza?
Dentro de este marco de placeres equivocados, hay que situar a los que se entregan dulcemente a sus
manías de nobleza. Se felicitan de que la suerte les haya hecho nacer de una larga línea de antepasados
considerada como rica. Pues no otra cosa es la nobleza al presente: una nobleza rica, sobre todo en lati-
fundios. Y no se consideran un pelo menos nobles, porque sus mayores no les dejaron nada, o porque
ellos hayan dilapidado su herencia.
Con el mismo aire de nobleza consideran a todos aquellos que, como dije, se dejan fascinar por las ge-
mas y perlas preciosas. Si llegan a conseguir una de esas particularmente bella y rara, altamente cotiza-
da en su país y en su tiempo, se creen unos dioses. ¡Porque la misma piedra no conserva siempre y en
todas partes el mismo valor! No las compran si no están desnudas y desprovistas de oro. Y no se conten-
tan con esto. El vendedor tiene que certificar bajo juramento y caución que se trata de una gema y pie-
dra verdaderas. Tan preocupados están porque sus ojos les hagan ver una piedra auténtica donde hay
una falsa. Y yo pregunto: ¿Qué placer puede haber en mirar una piedra natural más que a una artificial,
si el ojo no puede captar su diferencia? Para ti, lo mismo que para un ciego, ambas habrán de tener el
mismo valor. […]
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NICOLÁS MAQUIAVELO
EL PRÍNCIPE (SELECCIÓN)
CAPÍTULO XV. DE LAS COSAS POR LAS QUE LOS HOMBRES, Y ESPECIALMENTE LOS PRÍNCIPES, SON
ALABADOS O CENSURADOS
Conviene ahora ver cómo debe conducirse un príncipe con sus amigos y con sus súbditos. Muchos escri-
bieron ya sobre esto, y, al tratarlo yo con posterioridad, no incurriré en defecto de presunción, pues no
hablaré más que con arreglo a lo que sobre esto dijeron ellos. Siendo mi fin hacer indicaciones útiles pa-
ra quienes las comprendan, he tenido por más conducente a este fin seguir en el asunto la verdad real, y
no los desvaríos de la imaginación, porque muchos concibieron repúblicas y principados, que jamás vie-
ron, y que sólo existían en su fantasía acalorada. Hay tanta distancia entre saber cómo viven los hom-
bres, y cómo debieran vivir, que el que para gobernarlos aprende el estudio de lo que se hace, para de-
ducir lo que sería más noble y más justo hacer, aprende más a crear su ruina que a reservarse de ella,
puesto que un príncipe que a toda costa quiere ser bueno, cuando de hecho está rodeado de gentes que
no lo son no puede menos que caminar hacia un desastre. Por ende, es necesario que un príncipe que
desee mantenerse en su reino, aprenda a no ser bueno en ciertos casos, y a servirse o no servirse de su
bondad, según que las circunstancias lo exijan.
Dejando, pues, a un lado las utopías en lo concerniente a los Estados, y no tratando más que de las co-
sas verdaderas y efectivas, digo que cuantos hombres atraen la atención de sus prójimos, y muy espe-
cialmente los príncipes, por hallarse colocados a mayor altura que los demás, se distinguen por deter-
minadas prendas personales, que provocan la alabanza o la censura. Uno es mirado como liberal y otro
como miserable, en lo que me sirvo de una expresión toscana, en vez de emplear la palabra avaro, dado
que en nuestra lengua un avaro es también el que tira a enriquecerse con rapiñas, mientras que llama-
mos miserable únicamente a aquel que se abstiene de hacer uso de lo que posee. Y para continuar mi
enumeración añado: uno se reputa como generoso, y otro tiene fama de rapaz; uno pasa por cruel, y
otro por compasivo; uno por carecer de lealtad, y otro por ser fiel a sus promesas; uno por afeminado y
pusilánime, y otro por valeroso y feroz; uno por humano, y otro por soberbio; uno por casto, y otro por
lascivo; uno por dulce y flexible, y otro por duro e intolerable; uno por grave, y otro por ligero; uno por
creyente y religioso, y otro por incrédulo e impío, etc.
Sé (y cada cual convendrá en ello) que no habría cosa más deseable y más loable que el que un príncipe
estuviese dotado de cuantas cualidades buenas he entremezclado con las malas que le son opuestas.
Pero como es casi imposible que las reúna todas, y aun que las ponga perfectamente en práctica, por-
que la condición humana no lo permite, es necesario que el príncipe sea lo bastante prudente para evi-
tar la infamia de los vicios que le harían perder su corona, y hasta para preservarse, si puede, de los que
no se la harían perder. Si, no obstante, no se abstuviera de los últimos, quedaría obligado a menos re-
serva, abandonándose a ellos. Pero no tema incurrir en la infamia aneja a ciertos vicios si no le es dable
sin ellos conservar su Estado, ya que, si pesa bien todo, hay cosas que parecen virtudes, como la benig-
nidad y la clemencia, y, si las observa, crearán su ruina, mientras que otras que parecen vicios, si las
practica, acrecerán su seguridad y su bienestar.
CAPITULO XVII. DE LA CRUELDAD Y LA CLEMENCIA; Y SI ES MEJOR SER AMADO QUE TEMIDO, O SER
TEMIDO QUE AMADO
Paso a las otras cualidades ya citadas y declaro que todos los príncipes deben desear ser tenidos por
clementes y no por crueles. Y, sin embargo, deben cuidarse de emplear mal esta clemencia César Borgia
era cruel, pese a lo cual fue su crueldad la que impuso el orden en la Romaña, la que logró su unión y la
que la volvió a la paz y a la fe. Que, si se examina bien, se verá que Borgia fue mucho más clemente que
el pueblo florentino, que, para evitar ser tachado de cruel, dejó destruir a Pistoya. Por lo tanto, un prín-
cipe no debe preocuparse porque lo acusen de cruel, siempre y cuando su crueldad tenga por objeto el
mantener unidos y fieles a los súbditos; porque con pocos castigos ejemplares será más clemente que
aquellos que, por excesiva clemencia, dejan multiplicar los desórdenes, causa de matanzas y saqueos
que perjudican a toda una población, mientras que las medidas extremas adoptadas por el príncipe sólo
van en contra de uno. Y es sobre todo un príncipe nuevo el que no debe evitar los actos de crueldad,
pues toda nueva dominación trae consigo infinidad de peligros. Así se explica que Virgilio ponga en boca
de
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Dido:
Res dura el regni novitai me talia cogunt / Mofiri, el late fines custode tueri
[La dura precisión y el reino nuevo me obligan de este modo y por mis fines a obrar, y a defender nues-
tros confines.VIRGILIO, Eneida]
Sin embargo, debe ser cauto en el creer y el obrar, no tener miedo de sí mismo y proceder con modera-
ción, prudencia y humanidad, de modo que una excesiva confianza, no lo vuelva imprudente, y una des-
confianza exagerada, intolerable.
Surge de esto una cuestión: si vale más ser amado que temido, o temido que amado. "Nada mejor que
ser ambas cosas a la vez; pero puesto que es difícil reunirlas y que siempre ha de faltar una, declaro que
es más seguro ser temido que amado. Porque de la generalidad de los hombres se puede decir esto: que
son ingratos, volubles, simuladores, cobardes ante el peligro y ávidos de lucro. Mientras les haces bien,
son completamente tuyos: te ofrecen su sangre, sus bienes, su vida y sus hijos, pues -como antes expli-
qué- ninguna necesidad tienes de ello; pero cuando la necesidad se presenta se rebelan. Y el príncipe
que ha descansado por entero en su palabra va a la ruina al no haber tomado otras providencias; por-
que las amistades que se adquieren con el dinero y no con la altura y nobleza de almas son amistades
merecidas, pero de las cuales no se dispone, y llegada la oportunidad no se las puede utilizar. Y los hom-
bres tienen menos cuidado en ofender a uno que se haga amar que a uno que se haga temer; porque el
amor es un vínculo de gratitud que los hombres, perversos por naturaleza, rompen cada vez que pueden
beneficiarse; pero el temor es miedo al castigo que no se pierde nunca. No obstante lo cual, el príncipe
debe hacerse temer de modo que, si no se granjea el amor, evite el odio, pues no es imposible ser a la
vez temido y no odiado; y para ello bastará que se abstenga de apoderarse de los bienes y de las muje-
res de sus ciudadanos y súbditos y que no proceda contra la vida de alguien sino cuando hay justifica-
ción conveniente y motivo manifiesto; pero sobre todo abstenerse de los bienes ajenos, porque los
hombres olvidan antes la muerte del padre que la pérdida del patrimonio. Luego, nunca faltan excusas
para despojar a los demás de sus bienes, y el que empieza a vivir de la rapiña siempre encuentra pretex-
tos para apoderarse de lo ajeno, y, por el contrario, para quitar la vida, son más raros y desaparecen con
más rapidez.
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presa del vencedor. con placer y satisfacción del vencido; y no hallará compasión en aquél ni asilo en és-
te, porque el que vence no quiere amigos sospechosos y que no lo ayuden en la adversidad, y el que
pierde no puede ofrecer ayuda a quien no quiso empuñar las armas y arriesgarse en su favor.
Antíoco, llamado a Grecia por los etolios para arrojar de allí a los romanos, mandó embajadores a los
acayos, que eran amigos de los romanos, para convencerlos de que permaneciesen neutrales. Los ro-
manos, por el contrario, les pedían que tomaran las armas a su favor. Se debatió el asunto en el consejo
de los acayos, y cuando el enviado de Antíoco solicitó neutralidad, el representante romano replicó:
«Quod autem isti dicunt non interponendi vos bello, nihil magis alienum rebus vestris est, sine gratia, si-
ne dignitate, praemium victoris erifis».
[Se os dice que es muy bueno y muy útil para vuestro estado que no toméis parte en nuestra guerra, y
es precisamente lo que os es más contrario, porque si no tomáis parte quedaréis por premio del vence-
dor sin merced ni reputación. TITO LIVIO]
Y siempre verás que aquel que no es tu amigo te exigirá la neutralidad, y aquel que es amigo tuyo te exi-
girá que demuestres tus sentimientos con las armas. Los príncipes irresolutos, para evitar los peligros
presentes, siguen las más de las veces el camino de la neutralidad, y las más de las veces fracasan. Pero
cuando el príncipe se declara valientemente por una de las partes si triunfa aquella a la que se une,
aunque sea poderosa y él quede a su discreción, estarán unidos por un vínculo de reconocimiento y de
afecto; y los hombres nunca son tan malvados que, dando una prueba de tamaña ingratitud, lo sojuz-
guen. Al margen de esto, las victorias nunca son tan decisivas como para que el vencedor no tenga que
guardar algún miramiento sobre todo con respecto a la justicia. Y si el aliado pierde, el príncipe será am-
parado, ayudado por él en la medida de lo posible y se hará compañero de una fortuna que puede re-
surgir. En el segundo caso, cuando los que combaten entre sí no pueden inspirar ningún temor, mayor
es la necesidad de definirse, pues no hacerlo significa la ruina de uno de ellos, al que el príncipe, si fuese
prudente, debería salvar, porque si vence queda a su discreción y es imposible que con su ayuda no ven-
za.
Conviene advertir que un príncipe nunca debe aliarse con otro más poderoso para atacar a terceros,
sino, de acuerdo con lo dicho, cuando las circunstancias lo obligan, porque si venciera queda en su po-
der, y los príncipes deben hacer lo posible por no quedar a disposición de otros. Los venecianos, que,
pudiendo abstenerse de intervenir, se aliaron con los franceses contra el duque de Milán, labraron su
propia ruina. Pero cuando no se puede evitar, como sucedió a los florentinos en oportunidad del ataque
de los ejércitos del papa y de España contra la Lombardía, entonces, y por las mismas razones expues-
tas, el príncipe debe someterse a los acontecimientos. Y que no se crea que los Estados pueden inclinar-
se siempre por partidos seguros; por el contrario, piénsese que todos son dudosos; porque acontece en
el orden de las cosas que, cuando se quiere evitar un inconveniente, se incurre en otro. Pero la pruden-
cia estriba en saber conocer la naturaleza de los inconvenientes y aceptar el menos malo por bueno.
El príncipe también se mostrará amante de la virtud y honrará a los que se distingan en las artes. Asi-
mismo, dará seguridades a los ciudadanos para que puedan dedicarse tranquilamente a sus profesiones,
al comercio, a la agricultura y a cualquier otra actividad; y que unos no se abstengan de embellecer sus
posesiones por temor a que se las quiten, y otros de abrir una tienda por miedo a los impuestos.
Lejos de esto, instituirá premios para recompensar a quienes lo hagan y a quienes traten, por cualquier
medio, de engrandecer la ciudad o el Estado. Todas las ciudades están divididas en gremios o corpora-
ciones a los cuales conviene que el príncipe conceda su atención. Reúnase de vez en vez con ellos y dé
pruebas de sencillez y generosidad, sin olvidarse, no obstante, de la dignidad que inviste, que no debe
faltarle en ninguna ocasión.
CAPITULO XXV. DEL PODER DE LA FORTUNA EN LAS COSAS HUMANAS Y DE LOS MEDIOS PARA OPO-
NERSE
No ignoro que muchos creen y han creído que las cosas del mundo están regidas por la fortuna y por
Dios de tal modo que los hombres más prudentes no pueden modificarlas; y, más aún, que no tienen
remedio alguno contra ellas. De lo cual podrían deducir que no vale la pena fatigarse mucho en las co-
sas, y que es mejor dejarse gobernar por la suerte. Esta opinión ha gozado de mayor crédito en nuestros
tiempos por los cambios extraordinarios, fuera de toda conjetura humana, que se han visto y se ven to-
dos los días. Y yo, pensando alguna vez en ello, me he sentido algo inclinado a compartir el mismo pare-
cer. Sin embargo, y a fin de que no se desvanezca nuestro libre albedrío, acepto por cierto que la fortu-
na sea Juez de la mitad de nuestras acciones pero que nos deja gobernar la otra mitad, o poco menos. Y
la comparo con uno de esos ríos antiguo que, cuando se embravecen, inundan las llanuras, derriban los
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árboles y las casas y arrastran la tierra de un sitio para llevarla a otro; todo el mundo huye delante de
ellos, todo el mundo cede a su furor. Y aunque esto sea inevitable, no obsta para que los hombres, en
las épocas en que no hay nada que temer, tomen sus precauciones con diques y reparos, de manera que
si el río crece otra vez, o tenga que deslizarse por un canal o su fuerza no sea tan desenfrenada ni tan
perjudicial. Así sucede con la fortuna que se manifiesta con todo su poder allí donde no hay virtud pre-
parada para resistirle y dirige sus ímpetus allí donde sabe que no se han hecho diques ni reparos para
contenerla. Y si ahora contemplamos a Italia, teatro dé estos cambios y punto que los ha engendrado,
veremos que es una llanura sin diques ni reparos de ninguna clase; y que si hubiese estado defendida
por la virtud necesaria, como lo están Alemania, España y Francia, o esta inundación no habría provoca-
do las grandes transformaciones que ha provocado o no se habría producido. Y que lo dicho sea sufi-
ciente sobre la necesidad general de oponerse a la fortuna.
Pero ciñéndome más a los detalles me pregunto por qué un príncipe que hoy vive en la prosperidad,
mañana se encuentra en la desgracia, sin que se haya operado ningún cambio en su carácter ni en su
conducta. A mi juicio, esto se debe, en primer lugar, a las razones que expuse con detenimiento en otra
parte, es decir, a que el príncipe que confía ciegamente en la fortuna perece en cuanto ella cambia. Creo
también que es feliz el que concilia su manera de obrar con la índole de las circunstancias, y que del
mismo modo es desdichado el que no logra armonizar una cosa con la otra. Pues se ve que los hombres,
para llegar al fin que se proponen, esto es, a la gloria y las riquezas, proceden en forma distinta: uno con
cautela, el otro con ímpetu; uno por la violencia, el otro por la astucia; uno con paciencia, el otro con su
contrario; y todos pueden triunfar por medios tan dispares. Se observa también que, de dos hombres
cautos, el uno consigue su propósito y el otro no, y que tienen igual fortuna dos que han seguido cami-
nos encontrados, procediendo el uno con cautela y el otro con ímpetu, lo cual no se debe sino a la índo-
le de las circunstancias, que concilia o no con la forma de comportarse. De aquí resulta lo que he dicho:
que dos que actúan de distinta manera obtienen el mismo resultado; y que de dos que actúan de igual
manera, uno alcanza su objeto y el otro no. De esto depende asimismo el éxito, pues si las circunstancias
y los acontecimientos se presentan de tal modo que el príncipe que es cauto y paciente se ve favoreci-
do, su gobierno será bueno y él será feliz; mas si cambian, está perdido, porque no cambia al mismo
tiempo su proceder. Pero no existe hombre lo suficientemente dúctil como para adaptarse a todas las
circunstancias, ya porque no puede desviarse de aquello a lo que la naturaleza lo inclina, ya porque no
puede resignarse a abandonar un camino que siempre le ha sido próspero. El hombre cauto fracasa ca-
da vez que es preciso ser impetuoso. Que si cambiase de conducta junto con las circunstancias, no cam-
biarla su fortuna.
El papa Julio II se condujo impetuosamente en todas sus acciones, y las circunstancias se presentaron
tan de acuerdo con su modo de obrar que siempre tuvo éxito. Considérese su primera empresa contra
Bolonia, cuando aún vivía Juan Bentivoglio. Los venecianos lo veían con desagrado, y el rey de España
deliberaba con el de Francia sobre las medidas por tomar; pero Julio II, llevado por su ardor y su ímpetu,
inició la expedición poniéndose él mismo al frente de las tropas. Semejante paso dejó suspensos a Espa-
ña y a los venecianos; y éstos por miedo, y aquélla con la esperanza de recobrar todo el reino de Nápo-
les, no se movieron; por otra parte, el rey de Francia se puso de su lado, pues al ver que Julio II había ini-
ciado la campaña, y como quería ganarse su amistad para humillar a los venecianos juzgó no poder ne-
garle sus tropas sin ofenderlo en forma manifiesta. Así, pues, Julio II, con su impetuoso ataque, hizo lo
que ningún pontífice hubiera logrado con toda la prudencia humana; porque si él hubiera esperado para
partir de Roma a tener todas las precauciones tomadas y ultimados todos los detalles, como cualquier
otro pontífice hubiese hecho, jamás habría triunfado, porque el rey de Francia hubiera tenido mil pre-
textos y los otros amenazados con mil represalias.
Prefiero pasar por alto sus demás acciones, todas iguales a aquella y todas premiadas por el éxito, pues
la brevedad de su vida no le permitió conocer lo contrario. Que, a sobrevenir circunstancias en las que
fuera preciso conducirse con prudencia, corriera a su ruina, pues nunca se hubiese apartado de aquel
modo de obrar al cual lo inclinaba su naturaleza.
Se concluye entonces que, como la fortuna varía y los hombres se obstinan en proceder de un mismo
modo, serán felices mientras vayan de acuerdo con la suerte e infelices cuando estén de desacuerdo con
ella. Sin embargo, considero que es preferible ser impetuoso y no cauto, porque la fortuna es mujer y se
hace preciso, si se la quiere tener sumisa, golpearla y zaherirla. Y se ve que se deja dominar por éstos
antes que por los que actúan con tibieza. Y, como mujer, es amiga de los jóvenes, porque son menos
prudentes y más fogosos y se imponen con más audacia.
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MICHEL DE MONTAIGNE (1533-1592)
ENSAYOS (SELECCIÓN)
Al lector
Lector, éste es un libro de buena fe. Te advierte desde el inicio que el único fin que me he propuesto con
él es doméstico y privado. No he tenido consideración alguna ni por tu servicio ni por mi gloria. Mis
fuerzas no alcanzan para semejante propósito. Lo he dedicado al interés particular de mis parientes y
amigos, para que, una vez me hayan perdido —cosa que les sucederá pronto—, puedan reencontrar al-
gunos rasgos de mis costumbres e inclinaciones, y para que así alimenten, más entero y más vivo, el co-
nocimiento que han tenido de mí. Si hubiese sido para buscar el favor del mundo, me habría adornado
mejor, con bellezas postizas. Quiero que me vean en mi manera de ser simple, natural y común, sin es-
tudio ni artificio. Porque me pinto a mí mismo. Mis defectos se leerán al natural, mis imperfecciones y
mi forma genuina en la medida que la reverencia pública me lo ha permitido. De haber estado entre
aquellas naciones que, según dicen, todavía viven bajo la dulce libertad de las primeras leyes de la natu-
raleza, te aseguro que me hubiera gustado muchísimo pintarme del todo entero y del todo desnudo.
Así, lector, soy yo mismo la materia de mi libro; no es razonable que emplees tu tiempo en un asunto
tan frívolo y tan vano.
Adiós, pues. Desde Montaigne, a 12 de junio de 1580.
Fortis imaginatio generat casum, [Una imaginación robusta engendra por sí misma los aconteci-
mientos] dicen las gentes disertas. Yo soy de aquellos a quienes, la imaginación avasalla: todos ante su
impulso se tambalean, mas algunos dan en tierra. La impresión de mi fantasía me afecta, y pongo todo
esmero y cuidado en huirla, por carecer de fuerzas para resistir su influjo. De buen grado pasaría mi vida
rodeado sólo de gentes sanas y alegres, pues la vista de las angustias del prójimo angústiame material-
mente, y con frecuencia usurpo las sensaciones de un tercero. El oír una tos continuada irrita mis pul-
mones y mi garganta; peor de mi grado visito a los enfermos cuya salud deseo, que aquellos cuyo estado
no me interesa tanto: en fin, yo me apodero del mal que veo y lo guardo dentro de mí. No me parece
maravilla que la sola imaginación produzca las fiebres y la muerte de los que no saben contenerla. Ha-
llándome en una ocasión en Tolosa en casa de un viejo pulmoníaco, de abundante fortuna, el médico
que le asistía, Simón Thomas, facultativo acreditado, trataba con el enfermo de los medios que podían
ponerse en práctica para curarle y le propuso darme ocasión para que yo gustase de su compañía; que
fijara sus ojos en la frescura de mi semblante y su pensamiento en el vigor y alegría en que mi adoles-
cencia rebosaba, y que llenase todos sus sentidos de tan floreciente estado; así decía el médico al en-
fermo que su situación podría cambiar, pero olvidábase de añadir que el mal podría comunicarse a mi
persona.
Galo Vibio aplicó tan bien su alma a la comprensión de la esencia y variaciones de la locura que
perdió el juicio; de tal suerte que fue imposible volverle a la razón. Pudo, pues, vanagloriarse de haber
llegado a la demencia por un exceso de juicio. Hay algunos condenados a muerte en quienes el horror
hace inútil la tarea del verdugo; y muchos se han visto también que al descubrirles los ojos para leerles
la gracia murieron en el cadalso por no poder soportar la impresión. Sudamos, temblamos, palidecemos
y enrojecemos ante las sacudidas de nuestra imaginación, y tendidos sobre blanda pluma sentimos
nuestro cuerpo agitado por sí mismo algunas veces hasta morir; la hirviente juventud arde con ímpetu
tal, que satisface en sueños sus amorosos deseos:
[…] Creo yo que la ocupación de escribir la historia conviene bien a un teólogo o a un filósofo, y en ge-
neral a los hombres prudentes, de conciencia exacta y exquisita. Sólo ellos, pueden deslindar su fe de las
creencias del pueblo, responder de las ideas de personas desconocidas y mostrar sus conjeturas como
moneda corriente. De las acciones que pasan ante su vista y que se prestan a interpretaciones varias
opondríanse a prestar juramento ante un juez, y por íntimo trato que tuvieran con un hombre rechaza-
rían igualmente el responder con plenitud de sus intenciones. Tengo por menos aventurado escribir so-
bre las cosas pasadas que sobre las presentes, entre otras razones porque en las primeras el escritor no
tiene que dar cuenta sino de una verdad prestada.
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Me invitan algunos a relatar los sucesos de mi tiempo, considerando que los veo con ojos menos
desapacibles que los demás, y más de cerca, por la proximidad en que la fortuna me ha puesto de los je-
fes de los distintos partidos. Pero no saben aquéllos que por alcanzar la gloria de Salustio no me procu-
raría ningún mal rato, como enemigo jurado que soy de toda obligación asidua y constante; ni que nada
hay tan contrario a mi estilo como una narración dilatada. Falto de alientos, deténgome a cada momen-
to. Ignoro más que una criatura los vocablos y frases que se aplican a las cosas más comunes; por eso he
tomado a mi cargo el escribir sólo sobre aquellas materias que se acomodan a mis fuerzas. Si me impu-
siera un asunto determinado, mi medida podría faltar a la suya, y como la libertad mía es tan grande,
emitiría juicios que, en mi sentir mismo y conforme a las luces de la razón, serían injustos y censurables.
Plutarco nos diría seguramente que en sus obras no es él responsable si todos sus ejemplos no son
enteramente auténticos; que fueran útiles a la posteridad y estuvieran presentados de modo que nos
encaminaran a la virtud, fue lo que procuro. No ocurre lo mismo que con las medicinas con los cuentos
antiguos: en éstos es indiferente que la cosa pasara así, o de otro modo diferente.
Jamás vi padre, por enclenque, jorobado y lleno de achaques que su hijo fuera, que no consintiese
en reconocerlo como tal; y no es que no vea sus máculas, a menos que el amor le ciegue, sino porque le
ha dado el ser. Así yo veo mejor que los demás que estas páginas no son sino las divagaciones de un
hombre que sólo ha penetrado de las ciencias la parte más superficial y eso en su infancia, no habiendo
retenido de las mismas sino un poco de cada cosa, nada en conclusión, a la francesa. Sé, en definitiva,
que existe una ciencia que se llama medicina, otra jurisprudencia, cuatro partes de matemáticas, y muy
someramente el objetivo de cada una de ellas; quizás conozco el servicio que dichas ciencias prestan al
uso de la vida, pero de mayores interioridades no estoy al cabo; ni mi cabeza se ha trastornado estu-
diando a Aristóteles, príncipe de la doctrina moderna, ni tampoco empeñándose en el estudio de
ninguna enseñanza determinada, ni ha arte del cual yo pueda trazar ni siquiera los primeros rudimentos;
no hay muchacho de las clases elementales que no pueda aventajarme, y a tal punto alcanza mi
insuficiencia, que, ni siquiera me sentiría capaz de interrogarle sobre la primera lección de su asignatura;
y si se me obligara a hacerle tal o cual pregunta, mi incompetencia haría que le propusiera alguna
cuestión general, por la cual podría juzgar de su natural disposición, la cual cuestión le sería tan
desconocida como a mí la elemental.
[…]En cuanto a mis facultades naturales, de que este libro es ejercicio, siéntolas doblegar bajo su pesada
carga; marchan mis conceptos y juicios a tropezones, tambaleándose, dando traspiés, y cuando recorro
la mayor distancia que mis fuerzas alcanzan, ni siquiera me siento medianamente satisfecho, diviso to-
davía algo más allá, pero con vista alterada y nubosa, que me siento incapaz de aclarar. Haciendo propó-
sito de hablar de todo aquello que buenamente se ofrece a mi espíritu con el solo socorro de mis ordi-
narias fuerzas, acontéceme a veces hallar tratados en los buenos autores los mismos asuntos sobre que
discurro, como en el capítulo sobre la fuerza de imaginación, materia que trató ya Plutarco [...]
De todas maneras, y sean cuales fueren esos desaciertos, no he pedido menos de sacarlos a la su-
perficie, igualmente que si un artista hiciera mi retrato habría de representarme cano y calvo; no pin-
tando una cabeza perfecta, sino la que tengo. Esto que aquí escribo son mis opiniones e ideas; yo las ex-
pongo según las veo y las creo atinadas, no como cosa incontrovertible y que deba creerse a pie junti-
llas: no busco otro fin distinto al de trasladar al papel lo que dentro de mí siento, que acaso será distinto
mañana, si enseñanzas nuevas modifican mi manera de ser, y declaro que ni tengo ni deseo autoridad
bastante para ser creído, reconociéndome, como me reconozco, demasiado mal instruido para enseñar
a los demás.
Entiendo yo, señora, que la mayor y principal dificultad de la humana ciencia reside en la acertada
dirección y educación de los niños, del propio modo que en la agricultura las labores que preceden a la
plantación son sencillas y no tienen dificultad; mas luego que la planta ha arraigado, para que crezca hay
diversidad de procedimientos, que son difíciles. Lo propio, acontece con los hombres: darles vida no es
difícil, mas luego que la tienen vienen los diversos cuidados y trabajos que exigen su educación y direc-
ción. La apariencia de sus inclinaciones es tan indecisa en la primera infancia y tan inciertas y falsas las
promesas que de aquéllas pueden deducirse, que no es viable fundamentar por ellas ningún juicio ati-
nado. No obstante tal dificultad, precisa a mi entender encaminarlos siempre hacia las cosas mejores, de
las cuales puedan sacar mayor provecho, fijándose poco en adivinaciones ni pronósticos de que sacamos
consecuencias demasiado fáciles en la infancia.
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No cesa de alborotarse en nuestros oídos, como quien vertiera en un embudo, y nuestro deber no
se hace consistir más que en repetir lo que se nos ha dicho; querría yo que el maestro se sirviera de otro
procedimiento, y que desde luego, según el alcance espiritual del discípulo, comenzase a mostrar ante
sus ojos el exterior de las cosas, haciéndoselas gustar, escoger y discernir por sí mismo, ir preparándole
el camino, ya dejándole en libertad de buscarlo. Tampoco quiero que el maestro invente ni sea sólo el
que hable; es necesario que oiga a su educando hablar a su vez.
Aquellos que como nuestro uso tiene por hábito aplican idéntica pedagogía y procedimientos igua-
les a la educación de entendimientos de diversas medidas y formas, engáñanse grandemente: no es de
maravillar si en todo un pueblo de muchachos apenas se encuentran dos o tres que hayan podido sacar
algún fruto de la educación recibida. Que el maestro no se limite a preguntar al discípulo las palabras de
la lección, sino más bien el sentido y la sustancia; que informe del provecho que ha sacado, no por la
memoria del alumno, sino por su conducta. Conviene que lo aprendido por el niño lo explique éste de
cien maneras diferentes y que lo acomode otros tantos casos para que de este modo pueda verse si re-
cibió bien la enseñanza y la hizo suya, juzgando de sus adelantos según el método pedagógico seguido
por Sócrates en los diálogos de Platón. Es signo de crudeza e indigestión el arrojar la carne tal como se
ha comido; el estómago no hizo su operación si no transforma la sustancia y la forma de lo que se le die-
ra para nutrirlo. Nuestra alma no se mueve sino por extraña voluntad, y está fijada y constreñida, como
la tenemos acostumbrada a las ideas ajenas; es sierva y cautiva bajo la autoridad de su lección: tanto se
nos ha subyugado que se nos ha dejado sin libertad ni desenvoltura.
El fruto de nuestro trabajo debe consistir en transformar al alumno en mejor y más prudente. De-
cía Epicarmes que el entendimiento que ve y escucha es el que de todo aprovecha, dispone de todo,
obra, domina y reina; todo lo demás no son sino cosas ciegas, sordas y sin alma. Voluntariamente con-
vertimos el entendimiento en cobarde y servil por no dejarle la libertad que le pertenece.
¿Quién preguntó jamás a su discípulo la opinión que tiene de la retórica y la gramática, ni de tal o
cual sentencia de Cicerón? Son introducidas las ideas en nuestra memoria con la fuerza de una flecha
penetrante, como oráculos en que las letras y las sílabas constituyen la sustancia de la cosa. Saber de
memoria, no es saber, es sólo retener lo que se ha dado en guarda a la memoria. De aquello que se co-
noce rectamente se dispone en todo momento sin mirar el patrón o modelo, sin volver la vista hacia el
libro. Pobre capacidad la que se saca únicamente de los libros. Transijo con que sirva de ornamento,
nunca de fundamento, y ya Platón decía que la firmeza, la fe y la sinceridad constituyen la verdadera fi-
losofía; las ciencias cuya misión es otra, y cuyo fin es distinto, no son más que puro artificio. Quisiera yo
que Paluël o Pompeyo, esos dos conocidos bailarines, nos enseñaran a hacer cabriolas con verlos danzar
solamente, sin que tuviéramos necesidad de movernos de nuestros asientos; así pretenden nuestros
preceptores adiestrarnos el entendimiento, sin quebrantarlo; fuera lo mismo el intentar enseñarnos el
manejo del caballo, el de la pica, a tocar el laúd, o a cantar, sin ejercitarnos en estas faenas. Quieren en-
señarnos a bien juzgar y a bien hablar sin acostumbrarnos a lo uno ni a lo otro. Ahora bien, para tal
aprendizaje, todo lo que ante nuestra vista se muestra es libro suficiente: la malicia de un paje, la torpe-
za de un criado, una discusión de sobremesa, son otros tantos motivos de enseñanza. […]
De igual modo es opinión de todos recibida, que no es conveniente educar a los hijos en el regazo de sus
padres; el amor de éstos los enternece demasiado y hace flojos hasta a los más prudentes. No son los
padres capaces ni de castigar sus faltas, ni de verlos alimentarse groseramente, como conviene que se
haga; tampoco podrían soportar el verlos sudorosos y polvorientos después de algún ejercicio rudo, ni
que bebieran líquidos demasiado calientes o fríos, ni el verlos sobre un caballo indócil, ni frente a un ti-
rador de florete o un boxeador, como tampoco disparar la primera arcabuzada, cosas todas necesarias e
indispensables. […]
La autoridad del preceptor, además, debe ser absoluta sobre el niño, y la presencia de los padres la
imposibilita y aminora; a lo cual contribuye también la consideración que la familia muestra al heredero
y el conocimiento que éste tiene de los medios y grandeza de su casa. Circunstancias son éstas, a mi en-
tender, que se truecan en graves inconvenientes. […]
Como ejemplos podrán acompañar todas las sentencias más provechosas de la filosofía, por virtud
de las cuales deben juzgarse los actos humanos. Se le enseñará:
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[Lo que debe desearse; para qué debe servir el dinero; lo que ha de hacerse por la patria y la familia; lo
que Dios quiso que el hombre fuese en la tierra y qué lugar se le asignó en el mundo; lo que somos y con
qué fin se nos dio el ser. PERSIO, III, 69.]
Asimismo se elegirá los que debe saberse e ignorarse; cuál debe ser el fin del estudio; qué cosas sean el
valor, la templanza y la justicia; la diferencia que existe entre la ambición y la avaricia, la servidumbre y
la sujeción; la libertad y la licencia, cuáles son los caracteres que reviste el sólido y verdadero contenta-
miento; hasta qué punto son lícitos el temor de la muerte, el dolor y la deshonra;
cuáles son los resortes que nos mueven y la causa de las múltiples agitaciones que residen en nuestra
naturaleza, pues entiendo que los primeros discursos que deben infiltrarse en su entendimiento deben
ser los que tienden al régimen de las costumbres y sentidos; los que lo enseñen a conocerse, a bien vivir
a bien morir. Entre las artes liberales, comencemos por las que nos hacen libres; todas, cada cual a su
manera, contribuyen a la instrucción de nuestra vida y conducta, del propio modo que todas las demás
cosas prestan también su concurso; mas elijamos entre ellas las de una utilidad más directa, y las que se
refieren a nuestra profesión. Si sabemos restringir aquello que es pertinente a nuestro estado, si a sus
naturales y justos límites lo reducimos, veremos que la mayor parte de las ciencias que se estudian son
inútiles a nuestro fin particular; y que aun entre las de utilidad reconocida, hay muchas partes profundas
inútiles de todo en todo, que procediendo buenamente debemos dejar a un lado. Con arreglo a los prin-
cipios en que Sócrates fundamentaba la educación, debe prescindirse de todo cuanto no nos sea prove-
choso:
Sapere aude,
incipe: vivendi recto qui prorogat horam
rusticus espectat dum defluat amnis; at ille
labitur, et labetur in omne volubilis aevum.
[Resuélvete a ser virtuoso y empieza; diferir la mejora de la propia conducta es imitar la simplicidad
del viajero que, encontrando un río en su camino, aguarda que el agua haya pasado; el río corre y corre-
rá eternamente. HORACIO, Epíst., II, 1, 40.]
Es el juicio un instrumento necesario en el examen de toda clase de asuntos, por eso yo lo ejercito
en toda ocasión en estos Ensayos. Si se trata de una materia que no entiendo, con mayor razón empleo
en ella mi discernimiento, sondeando el vado de muy lejos; luego, si lo encuentro demasiado profundo
para mi estatura, me detengo en la orilla. El convencimiento de no poder ir más allá es un signo del valor
del juicio, y de los de mayor consideración. A veces imagino dar cuerpo a un asunto baladí o insignifican-
te, buscando en qué apoyarlo y consolidarlo; otras, mis reflexiones pasan de un asunto noble y discutido
en que nada nuevo puede hallarse, puesto que el camino está tan trillado, que no hay más recurso que
seguir la pista que otros recorrieron. En los primeros el juicio se encuentra como a sus anchas, escoge el
camino que mejor se le antoja, y entre mil senderos delibera que éste o aquél son los más convenientes.
Elijo de preferencia el primer argumento; todos para mí son igualmente buenos, y nunca formo el de-
signio de agotar los asuntos, pues ninguno se ofrece por entero a mi consideración: no declaran otro
tanto los que nos prometen tratar todos los aspectos de las cosas. De cien carices que cada una ofrece,
escojo uno, ya para acariciarlo solamente, ya para desflorarlo, a veces para penetrar hasta la médula; re-
flexiono sobre las cosas, no con amplitud, sino con toda la profundidad de que soy capaz, y las más de
las veces tiendo a examinarlas por el lado más inusitado que ofrecen. Aventuraríame a tratar a fondo de
alguna materia si me conociera menos y tuviera una idea errónea de mi valer. Desparramando aquí una
frase, allá otra, como partes separadas del conjunto, desviadas, sin designio ni plan, no estoy obligado a
ser perfecto ni a concentrarme en una sola materia; varío cuando bien me place, entregándome a la du-
da y a la incertidumbre, y a mi manera habitual, que es la ignorancia.
Todo movimiento de nuestra alma nos denuncia; la de César, que se deja ver cuando dirige y or-
dena la batalla de Farsalia, muéstrase también cuando la ocupan sus recreos y sus amores. Júzgase del
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valor de un caballo, no sólo al verle correr sobre la pista, sino también cuando marcha al paso y hasta
cuando reposa en la caballeriza.
Entre las distintas funciones del alma, las hay bajas y mezquinas; quien en el ejercicio de ellas no la
considera y examina, dejará de conocerla por entero. A veces mejor se la profundiza en sus acciones
simples, porque el ímpetu de las pasiones la agita y lleva a sus más elevados movimientos; únase a esto
que nuestra alma se emplea por entero en cada una de nuestras acciones y que nunca la ocupa más de
una sola cosa a la vez y en ella pone todo el ser de cada individuo. Consideradas las cosas en sí mismas,
acaso tengan su peso, medida y condición, pero desde el instante en que se relacionan con nosotros, el
alma las acomoda a su manera de ser. La muerte, que a Cicerón estremece, Catón la desea, y es indife-
rente para Sócrates. La salud, la conciencia, la autoridad, la ciencia, las riquezas, la belleza y sus contra-
rios, se despojan, recibiendo del alma, al entrar en ella, nueva vestidura, y adoptando el matiz que la
place: moreno, claro, verde, obscuro, agrio, dulce, profundo, superficial, el que más en armonía está con
las distintas almas, pues éstas no pusieron de acuerdo sus estilos, reglas y formas; cada una es en su es-
tado soberana. ¿Por qué no nos fundamentamos más en nuestros juicios, en las cualidades externas de
las cosas? En nosotros estriba darnos cuenta de ellas. Nuestro bien y nuestro mal no dependen sino de
nosotros. Hagamos donación a nosotros mismos de nuestras ofrendas y deseos, en manera alguna a la
fortuna; ésta es impotente contra el poderío de nuestra vida moral, pues la arrastra consigo la moldea a
su forma. ¿Por qué no he de juzgar yo de Alejandro cuando se encuentra en la mesa, conversando y be-
biendo a saciedad, o cuando juega a las damas? ¿Qué cuerda de su espíritu deja de poner en actividad
este juego necio y pueril? yo le odio y le huyo porque no es tal juego, porque nos preocupa de un modo
demasiado serio, y porque me avergüenzo de fijar en él la atención, que, empleada de otro modo, bas-
taría a hacer algo para que valiera la pena. No se tomó mayor trabajo para organizar su expedición glo-
riosa a las Indias; ni ningún otro que se propone resolver una cuestión de la cual depende la salvación
del género humano. Ved cómo nuestra alma abulta y engrandece aquella diversión ridícula; ved cómo
absorbe todas sus facultades; con cuánta amplitud proporciona a cada uno los medios de conocerse y
de juzgar rectamente de sí mismo. Yo no me veo ni me examino nunca de una manera más cabal que
cuando juego a las damas: ¿qué pasión no saca a la superficie ese juego?, la cólera, el despecho, el odio,
la impaciencia; una ambición vehemente de salir victorioso, allí donde sería más natural salir vencido,
pues la primacía singular por cima del común de las gentes no dice bien en un hombre de honor tratán-
dose de cosas frívolas. Y lo que digo en este ejemplo puede amplificarse a todos los demás; cada ocupa-
ción en que el hombre se emplea, acusa y descubre sus cualidades por entero.
Demócrito y Heráclito eran dos filósofos, de los cuales el primero, encantando vana y ridícula la
humana naturaleza, se presentaba ante el público con rostro burlón y risueño. Heráclito, sintiendo com-
pasión y piedad por nuestra misma naturaleza, estaba constantemente triste y tenía sus ojos bañados
de lágrimas:
Yo me inclino mejor a la actitud del primer filósofo, no porque sea más agradable reír que llorar, sino
porque lo primero supone mayor menosprecio que lo segundo; y creo que dado lo poco de nuestro va-
ler, jamás el desdén igualara lo desdeñado. La conmiseración y la queja implican alguna estimación de la
cosa que se lamenta; al contrario acontece con aquello de que nos burlamos, a lo cual no concedemos
valor ni importancia alguna. En el hombre hay menos maldad que vanidad; menos malicia que estupi-
dez: no estamos tan afligidos por el mal como provistos de nulidad; no somos tan dignos de lástima co-
mo de desdén. Así Diógenes, que bromeaba consigo mismo dentro de su tonel, y que se burlaba hasta
del gran Alejandro, como nos tenía en el concepto de moscas o de vejigas infladas, era juez más desa-
brido e implacable, y por consiguiente más diestro a mi manera de ver, que Timón, el que recibió por
sobrenombre el aborrecedor del género humano, pues aquello que odiamos es porque nos interesa to-
davía. Timón nos deseaba el mal, se apasionaba con ansia por nuestra ruina, y oía nuestra conversación
como cosa dañosa, por creernos depravados y perversos. Demócrito considerábanos tan poca cosa, que
jamás podríamos ni ponerle de mal humor ni modificarle con nuestro contagio; abandonaba nuestra
compañía, no por temor, sino por desdén hacia nuestro trato. Ni siquiera nos creía capaces de practicar
el bien ni de perpetrar el mal.
De igual parecer fue Statilio contestando a Bruto, que le invitaba tomar arte en la conspiración
contra César. Bien que creyera la empresa justa, entendía que no valía la pena molestarse por los hom-
bres; que éstos no eran dignos de tanto, conforme a la doctrina de Hegesias, el cual decía: «El filósofo
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no debe hacer nada por los demás, sólo por sí mismo debe interesarse; solo él es digno de que hagan al-
go por él.» Aquella respuesta está también de acuerdo con la opinión de Teodoro, quien estimaba injus-
to que el hombre perfecto corriera ningún riesgo por bien de su país, puesto que de correrlo se expone
a perder la filosofía en beneficio de la locura. Nuestra propia y peculiar condición es tan risible como ri-
dícula.
A la señora de Estissac
Señora: Si la novedad y la singularidad, que comúnmente avaloran las cosas en el mundo, no me sa-
can airoso de la necia empresa en que me he metido, no saldré muy honrado de mi tarea; mas como és-
ta es en el fondo tan estrafalaria, como se aparta tanto del uso recibido, me atrevo a esperar que aque-
llas circunstancias podrán acaso abrir camino a Los Ensayos. Una disposición de espíritu melancólica,
enemiga por consiguiente de mi natural complexión, producida por las tristezas de la soledad en que vo-
luntariamente vivo sumido hace algunos años, engendró en mi ánimo este capricho de escribir. Como
quiera que me encontrase además enteramente desprovisto y vacío de toda otra materia, decidí pre-
sentarme a mí mismo como asunto y argumento de mi obra. Es el único libro de su especie que existe en
el mundo en cuanto a haber sido escrito con un designio tan singular y extravagante, y en él nada hay
digno de ser notado aparte de esas circunstancias anormales, pues en una cosa tan vana y sin valor, ni el
obrero más hábil del universo hubiera salido de su empeño de una manera señalada. Ahora bien, seño-
ra, debiendo pintarme a lo vivo, habría olvidado un rasgo importante si no hubiera transcrito el honor
que siempre concedía vuestros méritos, y he querido consignarlo expresamente a la cabeza de este ca-
pítulo, porque entre otras hermosas cualidades de las muchas que os adornan, la del cariño que mos-
trasteis siempre a vuestros hijos figura en primera línea. Quien tenga noticia de la edad en que el señor
de Estissac, vuestro esposo, os dejó viuda, de los grandes y honrosos partidos que os fueron ofrecidos,
tantos como a la más excelsa dama de Francia de vuestra condición; de la firmeza y constancia con que
habéis gobernado durante tantos años, en medio de dificultades penosas, la administración y cuidado
de sus intereses, que os llevó por todos los rincones de Francia y aun hoy os tienen sujeta; del buen en-
caminamiento que los habéis impreso merced a vuestra sola prudencia o excelente fortuna, convendrá
conmigo de buen grado en que no existe en nuestro tiempo modelo más cumplido de afección maternal
que el vuestro. Bendigo a Dios, señora, que consintió en que aquélla fuera tan preciosamente empleada,
pues las buenas esperanzas que deja entrever el señor de Estissac, vuestro hijo, muestran elocuente-
mente que cuando sea hombre obtendréis de él reconocimiento y obediencia. Mas como a causa de su
edad temprana no ha podido echar de ver los extremos o innumerables cuidados que recibió de vues-
tros desvelos, quiero yo, por si estos escritos caen algún día en sus manos, cuando yo no tenga ni len-
gua, ni palabra que lo pueda decir, que por conducto mío reciba el verídico testimonio de que ningún
gentilhombre hubo en Francia que debiera más de lo que él debe a su madre, y que en lo porvenir no
podrá dar prueba más relevante de su bondad ni de su virtud que reconociéndoos como tal.
Si existe una ley verdaderamente natural, es decir, algún instinto que se vea universal y perpetua-
mente grabado así en los animales como en los hombres (lo cual no quiere decir que no pueda ser asun-
to de controversia), esa le es a mi modo de ver la afección que el que engendra profesa al engendrado,
aparte de los cuidados que todos los animales procuran a su propia conservación, huyendo de lo que les
perjudica, que va en primer lugar. La naturaleza misma parece habernos dictado aquella afección para
propagar la especie y hacer seguir su curso a esta máquina admirable, y no es peregrino si de los hijos a
los padres el cariño decrece; junto además con esta otra consideración aristotélica, según la cual el que
hace bien a alguien le quiere mejor que el que lo recibe; aquél a quien se debe mejor que el que debe, y
todo obrero profesa mayor cariño a su obra que el que le profesaría ésta en el caso de que fuera capaz
de sentimientos. Amamos la vida, el existir, y el existir consiste en movimiento y acción, por los cuales
cada uno reside en algún modo en su obra. Quien ejecuta el bien ejerce una acción honrada y hermosa;
quien lo recibe la ejerce sólo útil. Y como lo útil es mucho menos amable que lo honrado, puesto que lo
segundo tiene un carácter de estabilidad y permanencia que procura al que lo hizo una gratitud cons-
tante, lo útil se pierde y escapa fácilmente, y su recuerdo no permanece en la memoria tan fresco ni tan
dulce. Las cosas nos son más caras cuanto más nos costaron; el dar es de mayor precio que el recibir.
Puesto que al Hacedor supremo plugo dotarnos de alguna capacidad de razón a fin de que no es-
tuviéramos como los animales, sujetos a las leyes comunes, sino que nos fue concedida la facultad de
deliberar, debemos transigir algún tanto con la simple ley de la naturaleza, pero no dejarnos tiránica-
mente dominar por ella; la razón sola debe presidir al gobierno de nuestras inclinaciones. Las más (me
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refiero a las que se producen en el hombre instintivamente, sin el auxilio del juicio) están algo embota-
das en lo tocante a este punto de que hablo: yo no puedo aprobar, por ejemplo, el cariño que se mani-
fiesta a las criaturas apenas nacen, cuando no tienen ni movimiento en el alma ni forma precisa en el
cuerpo, que contribuyan a hacerlas amables, ni tampoco he consentido de buen grado que se criaran
junto a mí. La ordenada y verdadera afección debería nacer o ir creciendo con el conocimiento que las
criaturas por sí mismas nos mostrasen; entonces veríamos si son dignas de ella; la propensión natural
acompañada de la razón haría que las amásemos con cariño paternal, y que si no lo son procediéramos
en consecuencia, a pesar de la fuerza natural. Ordinariamente seguimos el camino contrario, y es muy
frecuente que nos enternezcamos ante los juegos y noñeces pueriles de nuestros hijos, y no nos intere-
semos en sus acciones cuando están ya formados, como si los hubiéramos profesado amor para nuestro
pasatiempo y considerado como monas, no como hombres. Tal provee liberalmente de juguetes a la in-
fancia, que escatima luego el gasto más ínfimo por útil que sea cuando los niños entran en la adolescen-
cia. Diríase que la envidia que tenemos de verlos aparecer y gozar del mundo, cuando nosotros estamos
ya a punto de abandonarlo, nos hace más económicos y avaros para con ellos; moléstanos que nos pisen
los talones, como para invitarnos a salir. Si ese temor nos embarga, puesto que el orden natural de las
cosas exige que la gente nueva no puede existir ni vivir sino a expensas de nuestro ser y de nuestra vida,
también deberíamos rehuir el ser padres. […]
Bien sé que con frecuencia me acontece tratar de cosas que están mejor dichas y con mayor fun-
damento y verdad en los maestros que escribieron de los asuntos de que hablo. Lo que yo escribo es pu-
ramente un ensayo de mis facultades naturales, y en manera alguna del de las que con el estudio se ad-
quieren; y quien encontrare en mí ignorancia no hará descubrimiento mayor, pues ni yo mismo respon-
do de mis aserciones ni estoy tampoco satisfecho de mis discursos. Quien pretenda buscar aquí ciencia,
no se encuentra para ello en el mejor camino, pues en manera alguna hago yo profesión científica. Con-
tiénense en estos ensayos mis fantasías, y con ellas no trato de explicar las cosas, sino sólo de darme a
conocer a mí mismo; quizás éstas me serán algún día conocidas, o me lo fueron ya, dado que la fortuna
me haya llevado donde las cosas se hallan bien esclarecidas; yo de ello no me acuerdo, pues bien que
sea hombre que amo la ciencia, no retengo sus enseñanzas; así es que no aseguro certeza alguna, y sólo
trato de asentar el punto a que llegan mis conocimientos actuales. No hay, pues, que fijarse en las mate-
rias de que hablo, sino en la manera como las trato, y en aquello que tomo a los demás, téngase en
cuenta si he acertado a escoger algo con que realzar o socorrer mi propia invención, pues prefiero dejar
hablar a los otros cuando yo no acierto a explicarme tan bien como ellos, bien por la flojedad de mi len-
guaje, bien por debilidad de mis razonamientos. En las citas aténgome a la calidad y no al número; fácil
me hubiera sido duplicarlas, y todas, o casi todas las que traigo a colación, son de autores famosos y an-
tiguos, de nombradía grande, que no han menester de mi recomendación. Cuanto a las razones, compa-
raciones y argumentos, que trasplanto en mi jardín, y confundo con las mías, a veces he omitido de in-
tento el nombre del autor a quien pertenecen, para poner dique a la temeridad de las sentencias apre-
suradas que se dictaminan sobre todo género de escritos, principalmente cuando éstos son de hombres
vivos y están compuestos en lengua vulgar; todos hablan se creen convencidos del designio del autor,
igualmente vulgar; quiero que den un capirotazo sobre mis narices a Plutarco y que injurien a Séneca en
mi persona, ocultando mi debilidad bajo antiguos e ilustres nombres. Quisiera que hubiese alguien que,
ayudado por su claro entendimiento señalara los autores a quienes las citas pertenecen, pues como yo
adolezco de falta de memoria, no acierto a deslindarlas; bien comprendo cuáles son mis alcances, mi
espíritu es incapaz de producir algunas de las vistosas flores que están esparcidas por estas páginas, y
todos los frutos juntos de mi entendimiento no bastarían a pagarlas. Debo, en cambio, responder de la
confusión que pueda haber en mis escritos, de la vanidad u otros defectos que yo no advierta o que sea
incapaz de advertir al mostrármelos; pero la enfermedad del juicio es no echarlos de ver cuando otro
pone el dedo sobre ellos. La ciencia y la verdad pueden entrar en nuestro espíritu sin el concurso del jui-
cio, y éste puede también subsistir sin aquéllas: en verdad, es el reconocimiento de la propia ignorancia
uno de los más seguros y más hermosos testimonios que el juicio nos procura. Al transcribir mis ideas,
no sigo otro camino que el del azar; a medida que mis ensueños o desvaríos aparecen a mi espíritu voy
amontonándolos: una veces se me presentan apiñados, otras arrastrándose penosamente y uno a uno.
Quiero exteriorizar mi estado natural y ordinario, tan desordenado como es en realidad, y me dejo llevar
sin esfuerzos ni artificios; no hablo sino de cosas cuyo desconocimiento es lícito y de las cuales puede
tratarse sin preparación y con libertad completa. Bien quisiera tener más cabal inteligencia de las cosas,
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pero no quiero comprarla por lo cara que cuesta. Mi designio consiste en pasar apacible, no laboriosa-
mente, lo que me resta, de vida; por nada del mundo quiero romperme la cabeza, ni siquiera por la
ciencia, por grande que sea su valer.
En los libros sólo busco un entretenimiento agradable, si alguna vez estudio, me aplico a la ciencia
que trata del conocimiento de mí mismo, la cual me enseña el bien vivir y el bien morir:
Las dificultades con que al leer tropiezo, las dejo a un lado, no me roo las uñas resolviéndolas, cuando
he insistido una o dos veces. Si me detengo, me pierdo, y malbarato el tiempo inútilmente; pues mi es-
píritu es de índole tal que lo que no ve desde luego, se lo explica menos obstinándose. Soy incapaz de
hacer nada mal de mi grado, ni que suponga esfuerzo; la continuación de una misma tarea, lo mismo
que el recogimiento excesivo aturden mi juicio, lo entristecen y lo cansan; mi vista se trastorna y se disi-
pa, de suerte que tengo que apartarla y volverla a fijar repetidas veces, a la manera como para advertir
el brillo de la escarlata se nos recomienda pasar la mirada por encima en diversas direcciones y reitera-
das veces. Cuando un libro me aburre cojo otro, y sólo me consagro a la lectura cuando el fastidio de no
hacer nada empieza a dominarme. Apenas leo los nuevos, porque los antiguos me parecen más sólidos y
sustanciosos; ni los escritos en lengua griega, porque mi espíritu no puede sacar partido del ínfimo co-
nocimiento que del griego tengo.
Entre los libros de mero entretenimiento me placen entre los modernos El Decamerón, de Boccac-
cio, el de Rabelais, y el titulado Besos, de Juan Segundo. Los Amadises y otras obras análogas, ni siquiera
cuando niño me deleitaron. ¿Añadiré además, por osado o temerario que parezca, que esta alma ador-
mecida no se deja cosquillear por Ariosto, ni siquiera por el buen Ovidio? La espontaneidad y facundia
de éste me encantaron en otro tiempo, hoy apenas si me interesan. Expongo libremente mi opinión so-
bre todas las cosas, hasta sobre las que sobrepasan mi capacidad y son ajenas a mi competencia; así que
los juicios que emito dan la medida de mi entendimiento, en manera alguna la de las cosas mismas. Si yo
digo que no me gusta el Axioca de Platón, por ser una obra floja, si se tiene en cuenta la pluma que lo
escribió, no tengo cabal seguridad en mi juicio, porque su temeridad no llega a oponerse al dictamen de
tantos otros famosos críticos antiguos, que considera cual gobernadores y maestros, con los cuales pre-
feriría engañarse. Mi entendimiento se condena a sí mismo, bien de detenerse en la superficie, porque
no puede penetrar hasta el fondo, bien de examinar la obra bajo algún aspecto que no es el verdadero.
Mi espíritu se conforma con librarse del desorden o perturbación, pero reconoce y confiesa de buen
grado su debilidad. Cree interpretar acertadamente las apariencias que su concepción le muestra, las
cuales son imperfectas y débiles. Casi todas las poesías de Esopo encierran sentidos varios; los que las
interpretan mitológicamente eligen sin duda un terreno que cuadra bien a la fábula; mas proceder así es
detenerse en la superficie; cabe otra interpretación más viva, esencial e interna, a la cual no supieron
llegar los eruditos. Yo prefiero el segundo procedimiento.
Mas, siguiendo con los autores, diré que siempre coloqué en primer término en la poesía a Virgilio,
Lucrecio, Catulo y Horacio; considero las Geórgicas como la obra más acabada que pueda engendrar la
poesía; si se las compara con algunos pasajes de la Eneida, se verá fácilmente que su autor hubiera reto-
cado éstos, de haber tenido tiempo para ello. El quinto libro del poema me parece el más perfecto. Lu-
cano también es de mi agrado, y lo leo con sumo placer, no tanto por su estilo como por la verdad que
encierran sus opiniones y juicios. Por lo que respecta al buen Terencio y a las gracias y coqueterías de su
lengua, tan admirable me parece, por representar a lo vivo los movimientos de nuestra alma y la índole
de nuestras costumbres, que en todo momento nuestra manera de vivir me recuerda sus comedias; por
repetidas que sean las veces que lo lea, siempre descubro en él alguna belleza o alguna gracia nuevas.
Quejábanse los contemporáneos de Virgilio de que algunos comparasen con Lucrecio al autor de la
Eneida; también yo creo que es una comparación desigual, mas no la encuentro tan desacertada cuando
me detengo en algún hermoso pasaje de Lucrecio. Si tal parangón les contrariaba, ¿qué hubieran dicho
de los que hoy le comparan, torpe, estúpida y bárbaramente con Ariosto, y qué pensaría Ariosto mismo?
[…]
Pero acaso se me diga que este designio de servirse de sí mismo como asunto de lo que se escribe
sería excusable en los hombres singulares y famosos que por su reputación hubieran inspirado curiosi-
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dad de su conocimiento. Verdad es lo reconozco y lo sé muy bien, que para ver a un hombre como los
hay a millares apenas si un artesano levantará la vista de su labor, mientras que para contemplar de un
personaje grande y señalado la entrada en una ciudad los obradores y las tiendas se quedarían vacíos. A
todos sienta mal el exteriorizar sus acciones; menos a aquellos que tienen por qué ser imitados y de
quienes la vida y opiniones pueden servir de patrón. César y Jenofonte tuvieron materia sobrada en qué
fundar y fortalecer su narración con la grandeza de sus hazañas, como en una base justa y sólida. Por lo
mismo son de desear los papeles diarios de Alejandro el Grande, y los comentarios que de sus gestas de-
jaron Augusto, Catón, Sila, Bruto y otros; de hombres así gusta estudiar las figuras aun cuando no sea
más que representadas en piedra y en bronce.
Si bien es muy fundada esta reconvención, declaro que a mí me alcanza muy poco:
Yo no fabrico aquí una estatua para que se ostente luego en la plaza de una ciudad, ni en una iglesia, ni
en ningún lugar público,
Non equidem hoe studeo, bullatis ut mihi nugis pagina turgescat. Secreti loquimur
[No es mi propósito llenar estas páginas de frases aparatosas. Escribe cual si hablara con alguien en se-
creto. PERSIO, V, 19.]
sino para ponerla en el rincón de una biblioteca, y para distracción de un vecino, pariente o amigo que
tengan el placer de familiarizarse aun con mi persona por medio de esta imagen. Los otros hablaron de
sí mismos por encontrar el asunto digno y rico: yo al contrario, por haberlo reconocido tan estéril y ra-
quítico que no puede echárseme en cara sospecha alguna de ostentación. Yo juzgo de buen grado las
acciones ajenas, de las propias doy poco que juzgar a causa de su insignificancia. No encuentro tanto
que alabar que no pueda declararlo sin avergonzarme. Holgaríame mucho el oír así a alguien que me re-
latara las costumbres, el semblante, el continente, las palabras más baladíes y las acciones todas de mis
antepasados. ¡Cuán grande sería mi atención para escucharlo! Y en verdad que emanaría de una natura-
leza pervertida el menospreciar los retratos mismos de nuestros amigos y antecesores la forma de sus
vestidos y de sus armas. De ellos guardo yo religiosamente escritos, rúbricas, libros de piedad y una es-
pada que les perteneció, y tampoco he apartado de mi gabinete las largas cañas que ordinariamente mi
padre llevaba en la mano: Paterna vestis, et annulos, tanto carior est posteris, quanto erga parentes
major affectus. [El vestido y el anillo de un padre son tanto más caros a sus hijos cuanta mayor afección
les inspira su memoria, SAN AGUSTÍN, de Civit. Dei, I, 12. ] Si los que me sigan son de entender diferente,
tendré con que desquitarme de su ingratitud, pues no podrán hacer menos caso de mí del que yo haré
de ellos, cuando llegue el caso. Todo el comercio que yo mantengo aquí con el público se reduce a to-
mar prestados los útiles de su escritura más rápida y más fácil; en cambio impediré quizá que algún tro-
zo de manteca se derrita en el mercado:
Y aun cuando nadie me lea, ¿perdí mi tiempo por haber empleado tantas horas ociosas en pensamien-
tos tan útiles y gratos? Moldeando en mí esta figura, me fue preciso con tanta frecuencia acicalarme y
componerme para sacar a la superficie mi propia sustancia, que el patrón se fortaleció y en cierto modo
se formó a sí mismo. Pintándome, para los demás, heme pintado en mí con colores más distintos que los
míos primitivos. No hice tanto mi libro como mi libro me hizo a mí; éste es consustancial a su autor, de
una ocupación propia: parte de mi vida, y no de una ocupación y fin terceros y extraños, como todos los
demás libros. ¿Perdí mi tiempo por haberme dado cuenta de mí mismo de una manera tan continuada y
escudriñadora? Los que se examinan solamente con la fantasía y de palabra no se analizan con exactitud
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igual, ni se penetran como quien de sí mismo hace su exclusivo estudio, su obra y su oficio, comprome-
tiéndose a un largo registro, con toda la fe de que es capaz, e igualmente con todas sus fuerzas. Los pla-
ceres más intensos, si bien se dirigen al interior, propenden a no dejar traza ninguna, y escapan al análi-
sis no solamente del vulgo, sino de las personas cultivadas. ¿Cuántas veces no me alivió esta labor de
tristezas y pesadumbres? Y deben incluirse entre ellas todas las cosas frívolas. La naturaleza nos dotó de
una facultad amplia para aislarnos y con frecuencia a ella nos llama para enseñarnos que nos debemos
en parte a la sociedad, pero la mejor a nosotros mismos. Con el fin de llevar el orden a mi fantasía hasta
en sus divagaciones para que obedezca a mi proyecto, y para impedir que se evapore inútilmente, no
hay como dar cuerpo y registrar tantos y tantos pensamientos menudos como a ella se presentan; oigo
mis ensueños porque mi propósito es darlos cuerpo. Entristecido a veces porque la urbanidad y la razón
me imposibilitaban de poner al descubierto alguna acción, ¡cuántas veces la llamé aquí no sin designio
de público provecho! Y sin embargo estos latigazos poéticos,
se imprimen todavía mejor en el papel que en la carne viva. Nada de extraño hay en que mi oído ponga
más atención en los libros desde que estoy al acecho para ver si puedo apropiarme de alguna cosa con
que esmaltar o solidificar el mío. Yo no he estudiado para componer mi obra, pero estudié algún tanto
por haberlo hecho, si puede llamarse así al desflorar y pellizcar por la cabeza o por los pies ya un autor a
otro, no para formar mis opiniones, sino para fortalecerlas cuando estaban ya formadas, para secundar-
las y venirlas en ayuda.
¿Mas a quién otorgaremos crédito, hablando de sí mismo, en una época tan estropeada como la
nuestra, en atención a que hay pocos o ningunos a quienes hablando de los demás podamos dar fe? El
signo primero en la corrupción de las costumbres es el destierro de la verdad, pues como decía Píndaro
el ser verídico es el comienzo de toda virtud y la primera condición que Platón exige al gobernador de su
república. Nuestra verdad actual no es lo que la realidad muestra, sino la persuasión que acierta a llevar-
la a los demás, de la propia suerte llamamos moneda no solamente a la que es de buena ley, sino tam-
bién a la falsa que circula. Silviano Massiliensi, que vivió en tiempo del emperador Valentiniano, dice
«que en los franceses el mentir y perjurar no es vicio, sino manera de hablar». Quien quisiera sobrepujar
ese testimonio podría decir que ahora la cosa se trocó en virtud: todos se forman y acomodan a la men-
tira como a una justa honorífica; el disimulo es uno de los méritos más notables de nuestro siglo.
Por eso he considerado muchas veces de dónde podía provenir la costumbre que religiosamente
observamos de sentirnos agriamente ofendidos cuando se nos acusa de este vicio que nos es tan ordina-
rio, y que constituya la mayor de las injurias que de palabra pueda hacérsenos. En este punto entiendo
que es natural defenderse con mayor ahínco de los defectos que nos dominan más. Diríase que al resen-
tirnos de la censura conmoviéndonos, nos descargamos en cierto modo de la culpa; si incurrimos en
ella, al menos condenámosla aparentemente. ¿No será también la causa el que esta acusación parece
envolver la cobardía y flojedad de ánimo? ¿Puede existir ninguna que supere a desdecirse de la propia
palabra y del propio conocimiento? Es el mentir feo vicio, que un antiguo pintó con vergonzosos colores
cuando dijo «es dar testimonio de menospreciar a Dios al par que de temer a los hombres». Es imposi-
ble representar con mayor elocuencia el horror, la vileza y el desarreglo que constituyen la esencia de la
mentira, pues ¿qué puede imaginarse más villano que el ser cobarde para con los hombres y bravo para
con Dios? Guiándose nuestra inteligencia por el solo camino de la palabra, el que la falsea traiciona la
sociedad pública. Ese es el único instrumento por cuyo concurso se comunican nuestras voluntades y
pensamientos; es el intérprete de nuestra alma. Si nos falta, ya no subsistimos, ni nos conocemos los
unos a los otros. Si nos engaña, rompe todo nuestro comercio y disuelve todas las uniones de nuestro
pueblo. Ciertas naciones de las Indias nuevas (no hay para qué citar sus nombres, no existen ya, pues
basta la cabal abolición de los mismos y hasta ignorar el antiguo conocimiento de los lugares ha llegado
la desolación de esta conquista sin ejemplo) ofrecían a sus dioses sangre humana, y la sacaban de la len-
gua, y de los oídos para expiación del pecado de la mentira, tanto oída como proferida. Decía Lisandro
que a los muchachos se divierte con las tabas y a los hombres con las palabras.
Cuanto a los usos diversos del desmentir, las leyes de nuestro honor en este punto y las modifica-
ciones que las mismas han experimentado, remito a otra ocasión el decir lo que sé. Enseñaré al par, a
serme dable, la época en que comenzó esta costumbre de pesar y medir tan exactamente las palabras y
de hacer que de ellas dependiera nuestra reputación, pues fácil es convencerse de que no existía en lo
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antiguo, en tiempo de griegos y romanos. Por eso me ha parecido nuevo y extraño el verlos desmentirse
e injuriarse sin que ninguna de las dos cosas constituyera motivo de querella. Sin duda las leyes de su
deber tomaban otro camino distinto de las nuestras. A César se le llama ya ladrón, ya borracho en sus
barbas, y vemos que la libertad en las invectivas que se lanzaban los unos contra los otros, hasta los más
afamados caudillos de una y otra nación, las palabras se contestan solamente con las palabras, sin que
sobrevenga consecuencia mayor.
En este hacinamiento de tantas piezas diversas sólo pongo mano cuando un vagar demasiado
ocioso me empuja, y nunca en otro lugar que no sea mi propia casa; por eso fue formándose en ocasio-
nes distintas y con largos intervalos, por haberme ausentado de mi vivienda a veces durante meses en-
teros. Tampoco enmiendo mis primeras fantasías con las segundas; si alguna vez me ocurre cambiar al-
guna palabra, lo hago para modificar, no para suprimir. Quiero representar el camino de mis humores
para que cada parcela sea vista en el instante de su nacimiento, y me sería muy grato hoy haber comen-
zado más temprano la labor para así reconocer la marcha de mis mutaciones. Un criado que me servía a
escribirlas bajo mi dictado creyó procurarse rico botín sustrayéndome algunas que escogió a su gusto,
pero me consuela que no hallará más ganancia que pérdida yo he experimentado. Desde que comencé
he envejecido siete u ocho primaveras, lo cual no aconteció sin que yo ganara alguna adquisición nueva:
la liberalidad de los años hízome experimentar el cólico; que el comercio de ellos y su conversación dila-
tada nunca transcurren sin algún fruto semejante. Hubiera querido que entre los varios presentes que
procuran a los que durante largo tiempo los frecuentan, eligieran alguno para mí más aceptable, pues ni
adrede hubiesen acertado a ofrecerme otro que desde mi infancia mayor horror me infundiera; era de
todos los accidentes de la vejez precisamente el que más yo temía. Muchas veces pensé conmigo mismo
que iba metiéndome demasiado adentro, y que de recorrer un tan dilatado camino no dejaría de hablar
a mi paso algún desagradable obstáculo; sentía que la hora de partir era llegada y que precisaba cortar
en lo vivo y en lo no dañado, siguiendo a regla de los cirujanos cuando tienen que amputar algún miem-
bro; y que a aquel que no devuelve a tiempo la vida naturaleza acostumbra a hacerle pagar usuras bien
caras. Pero tan lejos me hallaba entonces de encontrarme presto a entregarla, que después de diez y
ocho meses, o poco menos, que me veo en esta ingrata situación, aprendí ya a acomodarme a ella; me
encuentro bien hallado con este vivir colicoso y doy con qué consolarme y esperar. ¡Tan acoquinados es-
tán los hombres con su ser miserable que no hay condición, por ruda que sea, que no acepten para con-
servarse! Oíd a Mecenas:
y Tamerlán encubría con visos de torpe humanidad la increíble que ejerciera contra los leprosos hacien-
do matar a cuantos venían a su conocimiento para de este modo, decía, «libertarlos de la existencia pe-
nosa que vivían»: pues todos ellos hubieran mejor preferido ser tres veces leprosos que dejar de ser; y
Antistenos el estoico, hallándose enfermo de gravedad, exclamaba: «¿Quién me librará de estos ma-
les?» Diógenes, que lo había ido a ver, le dijo presentándole un cuchillo: «Éste, si tú quieres, y en un ins-
tante. -No digo de la vida, replicó aquél, sino de los dolores.» Los sufrimientos de que simplemente el
alma padece me afligen mucho menos que a la mayor parte de los hombres, ya por reflexión, pues el
mundo juzga horribles algunas cosas, o evitables a expensas de la vida, que para mí son casi indiferen-
tes, merced a una complexión estúpida e insensible para con los accidentes que me acometen en dere-
chura, la cual considero como uno de los mejores componentes de mi natural; mas los quebrantos ver-
daderamente esenciales y corporales los experimento con harta viveza. Por eso, como antaño los pre-
veía con vista débil, delicada y blanda, a causa de haber gozado la prolongada salud y el reposo que Dios
me prestara durante la mejor parte de mis años, mi mente los había concebido tan insoportables, que, a
la verdad, más miedo albergaba con la idea que mal experimenté con la realidad; por donde creo cada
día con mayor firmeza que la mayor parte de las facultades de nuestra alma, conforme nosotros las
ejercitamos, trastornan más que contribuyen al reposo de la vida.
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Yo me encuentro en lucha con la peor de las enfermedades, la más repentina, la más dolorosa, la
más mortal y la más irremediable; me ha hecho ya experimentar cinco o deis dilatadísimos y penosos
accesos, mas sin embargo, yo no vanaglorio o entiendo que aun en ese estado encuentra todavía modo
de sustraerse quien tiene el espíritu aligerado del temor de la muerte y descargado de las amenazas,
conclusiones y consecuencias con que la medicina nos llena la cabeza; ni siquiera al efecto mismo del
dolor circunda una agriura tan áspera y prepotente para que un hombre tranquilo se encolerice y de-
sespere. Este provecho he sacado del cólico que no había logrado con mis solas fuerzas alcanzar: que me
concilia de todo en todo con la muerte y me arrima a ella, pues cuanto más aquél me oprima o importu-
ne, tanto menos el sucumbir me será temible. Había ya ganado el no amar la vida sino por la vida mis-
ma; aquel dolor servirá aún para desatar esta inteligencia; ¡y quiera Dios que al fin (si la rudeza del aca-
bar viene a sobrepujar mis fuerzas) el mal no me lance a la opuesta extremidad, no menos viciosa, de
amar y desear el morir!
Son de temer los dos sentimientos, mas uno tiene un remedio mucho más fácil que el otro. […]
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WILLIAM SHAKESPEARE (1564-1616)
SONETO V
Las horas que gentiles compusieron
tal visión para encanto de los ojos,
sus tiranos serán cuando destruyan
una belleza de suprema gracia:
porque el tiempo incansable, en torvo invierno,
muda al verano que en su seno arruina;
la savia hiela y el follaje esparce
y a la hermosura agosta entre la nieve.
Si no quedara la estival esencia,
en muros de cristal cautivo líquido,
la belleza y su fruto morirían
sin dejar ni el recuerdo de su forma.
Mas la flor destilada, hasta en invierno,
su ornato pierde y en perfume vive.
SONETO XVIII
¿A un día de verano compararte?
Más hermosura y suavidad posees.
Tiembla el brote de mayo bajo el viento
y el estío no dura casi nada.
A veces demasiado brilla el ojo
solar, y otras su tez de oro se apaga;
toda belleza alguna vez declina,
ajada por la suerte o por el tiempo.
Pero eterno será el verano tuyo.
No perderás la gracia, ni la Muerte
se jactará de ensombrecer tus pasos
cuando crezcas en versos inmortales.
Vivirás mientras alguien vea y sienta
y esto pueda vivir y te dé vida.
William Shakespeare, Sonetos. Selección y traducción de Manuel Mujica Lainez, Editorial Losada, Buenos
Aires
(otra versión)
¿Te comparo a un día de verano?
Vos sos más temperado y placentero.
El viento bate el capullito enano
y el verano se pasa muy ligero.
A veces quema el sol con su destello,
otras, sus rayos tórridos se opacan
lo bello cede a veces de lo bello
suerte o naturaleza los atacan.
Pero el verano tuyo no se amengua
ni perderás tampoco lo que es tuyo
ni la Muerte usará su engreída lengua
si con versos eternos te construyo.
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Sólo vos sos vos. Los sonetos de Shakespeare en traducción rioplatense. Traducción de Miguel Angel
Montezanti, Editorial de la Universidad Nacional de Mar del Plata, Mar del Plata, 2011
TROILO Y CRESSIDA: DISCURSO DE ULISES EN EL PRIMER ACTO, ESCENA III (VERSIÓN DE LUIS CERNUDA)
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y es tal la negligencia de los grados,
que un paso atrás nos lleva, aunque el propósito
era escalar. El general es desdeñado
por quien subordinado sigue, este por el siguiente,
y este del inmediato; así los escalones todos,
a estímulo de aquel primer paso ya enfermo
hacia su superior, sufren celosa calentura
de emulación amarillenta, exangüe.
Y una tal calentura a Troya en pie mantiene,
mas no su propio nervio. Para acabar la historia,
nuestro error, no su fuerza, es quien sostiene a Troya.
BEROWNE: No puedo sino amplificar sus protestaciones, querido soberano, habiendo jurado ya vivir y
estudiar aquí tres anualidades. Pero quedan otros estrechos compromisos, como no ver mujer alguna en
este término, cláusula que espero no se habrá anotado; no tomar alimento un día a la semana y no ha-
cer sino una comida al día, lo cual espero igualmente no se habrá anotado; y además, dormir tan sólo
tres horas de noche y no cerrar los ojos en el curso de la jornada..., cuando tengo por costumbre dormir
tranquilamente toda la noche y aun hacer una espesa noche de la mitad del día. ¡Espero que esto tam-
poco se habrá anotado! ¡Oh! ¡Serían rudas tareas, difíciles de cumplir, no ver mujeres, estudiar, ayunar,
no dormir!
REY.: Vuestro juramento se acondicionó a las expresadas condiciones.
BEROWNE: Permitidme contradeciros, mi soberano, si os place. He jurado únicamente estudiar con
Vuestra Gracia y permanecer tres años en vuestra Corte.
LONGAVILLE: Biron, habéis jurado eso y lo demás.
BEROWNE.- Entonces, señor, sea como fuere, he jurado de broma. ¿Cuál es el fin del estudio, si se pue-
de saber?
REY: Pues saber lo que de otro modo no podríamos saber.
BEROWNE: Cosas escondidas y vedadas al sentido común, queréis decir.
REY: Sí, ésa es la divina recompensa del estudio.
BEROWNE: Venga, pues, juraré estudiar para saber lo que no me es dado saber, como lo siguiente: es-
tudiar dónde puedo cenar bien cuando me estén expresamente prohibidos los banquetes; o estudiar
dónde dar con una bella dama cuando las damas se escondan de los sentidos comunes; o, habiendo he-
cho una promesa vinculante demasiado severa, estudiar cómo quebrantarla y no quebrantar mi fe. Si
éstas son las ganancias del estudio, y esto es así, el estudio sabe lo que todavía no sabe. Juradme esto, y
nunca me negaré.
REY: Estos son los obstáculos que tanto obstruyen el estudio y conducen nuestros intelectos a vanos de-
leites.
BEROWNE: Vaya, todos los deleites son vanos, pero aquél es el más vano que, con dolor alcanzado, he-
reda dolor; tan doloroso como estudiar minuciosamente un libro en busca de la luz de la verdad mien-
tras la verdad ciega con falsedades la perspicacia de su mirada. La luz, buscando la luz, a la luz distrae de
la luz; así, antes de que averigüéis en qué lugar de las tinieblas reposa la luz, vuestra luz se oscurece por
la pérdida de los ojos. Estudiad más bien cómo deleitar al mismo ojo fijándolo sobre un ojo más bello,
que, deslumbrándolo, será su cura, y dará luz al que quedó ciego. El estudio es como el glorioso sol del
cielo, que no permiten que lo interroguen profundamente con miradas insolentes. Nada ha conseguido
el estudio obstinado salvo la mísera autoridad de los libros ajenos. Estos padrinos terrestres de las luces
celestiales, que asignan un nombre a cada estrella fija, no sacan más provechos de sus noches brillantes
que aquellos que caminan sin saber quiénes son. Conocer demasiadas cosas es no conocer nada más
que los nombres, gloria que os pueden asignar todos los padrinos.
REY: ¡Cuánto ha leído para razonar así contra la lectura!
DUMAINE.- ¡No se emplearía mejor procedimiento para detener el progreso!
LONGAVILLE.- ¡Arranca el trigo y deja crecer las malas hierbas!
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BEROWNE.- ¡La primavera está próxima, cuando incuban los tiernos gansos!
DUMAINE.- ¿Qué se sigue de eso?
BEROWNE.- Que todas las cosas, en su tiempo y lugar.
DUMAINE.- Pierde el concepto.
BEROWNE.- Tanto mejor para la rima.
LONGAVILLE.- Berowne es semejante a la dañosa helada, cuyas ardientes mordeduras perjudican los
primeros retoños de la primavera.
BEROWNE.- Bien; y digo yo: ¿por qué el orgulloso estío ha de envanecerse antes que los pájaros hallen
causa para cantar? ¿Por qué he de regocijarme de un nacimiento abortivo? No apetezco en Navidad
más una rosa, que deseo la nieve en las risueñas y presumidas festividades de mayo, sino que cada cosa
la quiero en su estación. Así pues, ahora es demasiado tarde para que os dediquéis al estudio; tanto val-
dría escalar una casa para abrir una diminuta puerta.
EL REY.- Bien quedaos vosotros; marchaos vos, Berowne. Adiós.
BEROWNE.- No mi buen señor. He jurado permanecer con vos; y aunque haya hablado más sobre la ig-
norancia que podríais decir vos sobre la ciencia angélica, mantendré mi juramento y sufriré la penitencia
cada uno de los días de estos tres años. Entregadme ese papel, que yo lo lea y firme con mi nombre los
más vigorosos decretos.
EL REY.- ¡He aquí una sumisión que te levanta a nuestros ojos!
(Fragmento de Trabajos de amor perdidos, Acto I Escena 1. Versión de Joan Solé
JACQUES:
El mundo entero es un teatro;
y los humanos, simplemente actores
con sus entradas y con sus salidas.
Cada hombre a lo largo de los años
hace varios papeles, y conforman
sus actos siete edades. Es primero
el bebé, que berrea y que vomita
en brazos de la nana. Luego el niño
con su radiante cara matinal:
apático, cargando su mochila,
se arrastra receloso hacia el colegio
como si fuera un caracol. Después
es el amante, que resopla como
una fragua caliente y le compone
una canción patética a las cejas
de su novia. Después es el soldado:
lleno de palabrotas y barbudo
como un oso, celoso del honor,
veloz, siempre dispuesto a pelearse,
buscando la burbuja de la fama
hasta en la boca misma del cañón.
Luego es el magistrado: la barriga
redonda y firme a fuerza de capones,
la barba recortada, severísimos
los ojos, todo lleno de sensatos
proverbios y de ideas novedosas.
Va cumpliendo su rol. La sexta edad
nos trae un arlequín enflaquecido
con ojeras y anteojos y en pantuflas;
su juvenil colgante, bien guardado,
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no va con este cuerpo que se achica,
y su voz ronca de varón va haciéndose
de nuevo la de un niño, y chilla y falla
cuando trata de hablar. La última escena,
con la que acaba esta confusa historia,
es la de otra niñez y el puro olvido,
sin ojos, diente o gusto, ya sin nada.
(Fragmento de Cómo gustéis.. Parlamento de Jacques, Acto 2, Escena 7. Traducción de Alejandro Croto)
ALGUNOS MONÓLOGOS
Enrique VIII
No vengo ahora a haceros reír; son cosas de fisonomía seria y grave, tristes, elevadas y patéticas, llenas
de pompa y de dolor; escenas nobles, propias para inducir los ojos al llanto, lo que hoy os ofrecemos.
Los inclinados a la piedad pueden aquí, si a bien lo tienen, dejar caer una lágrima: el tema es digno de
ello. Aquellos que dan su dinero sin la esperanza de ver algo que puedan creer, hallarán, no obstante, la
verdad. Los que vienen solamente a presenciar una pantomima o dos, y convenir en seguida en que la
obra es pasable, si quieren permanecer tranquilos y benevolentes, les prometo que tendrán un rico es-
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pectáculo ante sus ojos en el transcurso de dos breves horas. Sólo aquellos que vienen a escuchar una
pieza alegre y licenciosa, un fragor de broqueles, o a ver un bufón de larga vestidura abigarrada, con ri-
betes amarillos, quedarán defraudados; pues sabed, amables oyentes, que mezclar nuestra-verdad au-
téntica con tales espectáculos de bufonería y de combate, además de que sería rebajar nuestro propio
juicio y la intención que llevamos de no representar ahora sino lo que reputamos verdadero, nos haría
perder para siempre la simpatía de todo hombre culto. Así, pues, en nombre de la benevolencia, y pues-
to que se os conoce como los primeros y más felices espectadores de la ciudad, sed tan serios como
deseamos; imaginad que veis los personajes mismos de nuestra noble historia tales como fueron en vi-
da; imaginad que los contempláis poderosos y acompañados del gentío enorme y de la solicitud de mi-
llares de amigos; luego considerad cómo en un instante a esta grandeza se junta de repente el infortu-
nio. Y si entonces conserváis vuestra alegría, diré que un hombre puede llorar el día de sus bodas.
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