El Hombre Bizantino - AA VV
El Hombre Bizantino - AA VV
El Hombre Bizantino - AA VV
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AA. VV.
El hombre bizantino
El hombre europeo - 5
ePub r1.0
Titivillus 12.02.2020
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Título original: L’uomo bizantino
AA. VV., 1992
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Índice de contenido
Cubierta
El hombre bizantino
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO I EL POBRE
CAPÍTULO II EL CAMPESINO
CAPÍTULO IV EL PROFESOR
CAPÍTULO V LA MUJER
CAPÍTULO IX EL EMPERADOR
CAPÍTULO X EL SANTO
Sobre el autor
Notas
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Introducción
EL HOMBRE BIZANTINO
Guglielmo Cavallo
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Proclamación del emperador Teófilo rodeado de sus consejeros y dignatarios. Miniatura de la
Crónica de Escilitzes, fol. 42v., siglos XIII-XIV. Madrid, Biblioteca Nacional
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Dejadas a un lado, de una vez por todas, las desgastadas imágenes de un
Bizancio con el refinamiento propio de un cromo o de sutiles disquisiciones,
hoy se tiende a abandonar también, pese a ciertas resistencias, la visión
estereotipada de un Bizancio granítico en su continuidad, estático e
inmutable, en la que se agotan las experiencias del imperio de la Roma
antigua. Por el contrario, el punto de vista de hoy día se ha desplazado hacia
el hombre bizantino[1], a las características distintivas que lo hicieron distinto
a los demás, respecto de la herencia del pasado, pero también de la tipología
cultural específica de Bizancio: una tipología que madura y se manifiesta en
sus formas más completas entre los siglos VII y XII dentro del amplio período
que va del nacimiento de la nueva capital de Constantino, hacia 330, hasta la
caída en manos turcas el 29 de mayo de 1453. Pero ¿quién es el hombre
bizantino en la realidad de etnias diversas y de un milenio de vida que tuvo
Bizancio?
Pongamos en escena una ceremonia: la procesión imperial, continuación y
culmen de los desfiles que ya en la época tardoantigua denotan formas
solemnes de vida pública en las ciudades más populosas del imperio romano.
La Nueva Roma en el Bósforo —Constantinopla— conserva y proyecta hacia
la Baja Edad Media su imponente aparato y su significado. Más allá de
detalles que cambian con el curso del tiempo (y se trata de transformaciones,
más profundas, descubiertas por otros) lo que permanece constante en la
procesión imperial es su valor de «ceremonia», táxis en la lengua griega
bizantina: «ceremonia» elaborada con sabiduría, en la cual los grupos sociales
y los individuos se colocaban cada uno en su lugar. Desfilan, en orden
ascendente, los portadores de insignias, la jerarquía de las dignidades civiles y
militares, y al final del cortejo, circundado por cuerpos de elite de la guardia
imperial y por los eunucos cubiculares, el emperador. Y el cortejo pasa entre
las autoridades municipales de la ciudad, los empleados civiles de diverso
grado, los grupos de notarii y los maestros de escuela, médicos y abogados,
los rangos compactos de las asociaciones de comerciantes y artesanos, la
masa de soldados, campesinos, jornaleros, esclavos, pobres, desarraigados de
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todo tipo, hombres santos, mientras coros, que llevan siempre los nombres de
las antiguas facciones del Circo, cantan aclamaciones en honor del soberano,
«lugarteniente de Dios» sobre la tierra[2], con rítmicas y repetitivas cadencias,
semejantes a las de la liturgia divina. Una vez llegado a Santa Sofía, el
emperador entra en al Gran Iglesia, recibe el saludo del patriarca, obispo de
obispos, desaparece tras un telón, donde los eunucos le quitan la corona en
deferencia hacia el soberano celeste, y participa en las funciones litúrgicas en
las formas previstas dentro del complejo ceremonial. Cuando sale, distribuye
oro entre el clero, entre los cantantes y sobre todo entre los pobres, ya que
bajo los harapos de un mendigo puede hallarse el propio Cristo.
El hombre bizantino se puede reconocer aquí, en una de estas procesiones
ceremoniales, descompuesto en las figuras que mejor pueden tomarse como
referencia de la identidad que se quiere reconstruir: el pobre, el campesino, el
soldado, el enseñante, la mujer, el hombre de negocios, el obispo, el
funcionario, el emperador, el santo. Táxis, «ceremonia», por tanto, pero táxis
significa también «orden». De este modo, el autor del diálogo Sobre la
ciencia política, quizá Menas Patricio, dice: «la autoridad imperial hará que
brote de sí misma, por así decir, la luz política y la infundirá a sus máximos
cargos estatales que son sus subordinados, gobernando con un sistema
científico a través de ellas, las de segundo y tercer nivel y todas las demás; así
los mejores tomarán parte justamente en la vida del Estado y dispondrán todas
las cosas con perfecto acuerdo, aunque lo hagan cada uno por su parte; y en
definitiva, todos los demás órdenes del Estado serán ordenados del mejor
modo…»[3]. El hombre bizantino, cualquiera que sea la figura social con la
que se identifica, sabe que —a la par que en la «ceremonia»— tiene asignado
un puesto en el «orden» de esta tierra. Se puede cambiar de puesto —no es
desconocida la movilidad social en el mundo bizantino— pero no de «orden»
en su conjunto. La anōmalía, la «irregularidad», es sinónimo inquietante de
desorden.
El orden terrenal no es otra cosa que el orden imperfecto del celestial. Si
su vértice, el emperador, es el «lugarteniente de Dios», su corte es el reflejo
de la celestial (o más bien, el bizantino medio se imaginaba la corte celestial
como el arquetipo exaltado de la imperial): no por caso es Cosme el monje,
chambelán del emperador Alejandro (912-13) antes de retirarse del mundo,
quien nos ofrece la descripción más vívida del palacio celestial[4]. La osmosis
es continua. En este orden, la obligación ineludible de sumisión al emperador
es pagar los impuestos a los recaudadores, y evadirlos es como cometer un
pecado. Así, en un texto del siglo X, maledicencia y envidia, fornicación y
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usura, rencor y avaricia, soberbia y homicidio, y otros infamantes pecados del
hombre —escritos por demonios en los detallados registros de «oficinas de
impuestos», telōnia, colocados entre el cielo y la tierra— solo se pueden
borrar después de la confesión plena y la expiación del alma que ha sido
manchada[5]. Del mismo modo, el incumplimiento de los deberes tributarios,
anotado en los registros por los recaudadores imperiales, tenía que ser
enmendado con la reparación o con la tortura. Por su parte, el emperador debe
asegurar el abastecimiento de víveres, para que los súbditos se mantengan
leales. En esta relación entre el emperador y los súbditos solo es libre el
pobre, el que no paga impuestos porque no posee nada y a quien se le
suministra el alimento diario por caridad.
En el siglo X el emperador victorioso Juan I Tsimisces (969-76) pasaba
por la Puerta de Oro de la capital con el antiguo carro triunfal romano; pero
en el carro se exponía un icono de la Virgen, considerada por los emperadores
bizantinos systratēgós, «comandante adjunto[6]». Encontramos aquí la
representación de la síntesis entre la herencia de Roma y la religiosidad
oriental que, desde la tardo-antigüedad, constituye el factor tipológico de
fondo de toda la civilización bizantina. La proximidad entre el Hipódromo y
la basílica de Santa Sofía en Constantinopla es otro símbolo, quizá el más
intrínsecamente «popular», de superación del dualismo entre tradición romana
y fe cristiana[7]. Por tanto, los dos pilares de Bizancio son el imperio de Roma
y la ortodoxia religiosa. «Por lo que se refiere al imperio de los Romanos que
surge junto con Cristo —escribe Cosmas Indicopleustes— no será destruido
en el curso de los siglos. Me atrevo a afirmar que, incluso si por nuestros
pecados o porque no nos enmendamos, algunos enemigos bárbaros se
levantan de vez en cuando contra el Estado romano, el imperio permanece
invicto por la potencia de quien gobierna, para que el dominio cristiano no se
reduzca, sino que se dilate. De hecho fue el primero de todos los imperios que
creyó en Cristo y obedeció a los principios cristianos: por ello Dios, señor de
todo, lo conserva invicto[8]». El hombre bizantino, por tanto, tiene un imperio
cuyos valores —ideales y sobre todo religiosos— debe defender frente a
quienes son «extranjeros», barbároi, respecto a esos valores. De aquí se
puede extraer una de las características más específicas del hombre bizantino:
la consciencia de pertenecer a un imperio, y es esta consciencia el fundamento
y salvaguardia de la continuidad de la Nueva Roma y de Oriente frente al
desmoronamiento de Occidente[9].
Muchos siglos después de Cosmas, resulta significativo un pasaje de
Miguel Pselo, relativo a Romano III (1028-34): «nuestro hombre estaba
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empapado de literatura clásica y conocía también la cultura que es patrimonio
de los latinos… Queriendo moldear su propio reino sobre el de los antiguos y
celebrados Antoninos, del virtuosísimo Marco y de Augusto, se había fijado
estos dos objetivos: el estudio de la literatura y la disciplina de las armas. En
esta segunda era perfectamente incompetente, mientras que de letras entendía
tanto como para rozar la superficie pero quedando muy lejos del fondo». Y
luego: “dando un poco de reposo a las letras, he aquí que el soberano dirige su
atención a los escudos. El debate se dirige hacia los espaldares y corazas, la
hipótesis que se examina es la siguiente: aniquilar a los bárbaros, todos, de
Oriente a Occidente. Y él quería demostrarla no con palabras sino con la
fuerza de las armas. En el caso de que esta doble inclinación del emperador
no hubiera sido una veleidad y una actitud, sino genuino dominio de ambas
disciplinas, podría haber sido muy útil al Estado; en cambio sus iniciativas se
resolvieron, de hecho, en nada…”[10]. El cuadro que surge de la personalidad
de Romano —verdadera o construida por un Pselo que ya está al servicio de
otra dinastía— es el de un inepto, pero lo que hay que subrayar aquí es que
Pselo aprueba y considera extremadamente útiles para el Estado esos
ingredientes: modelar el imperio según el que va de Augusto a los Antoninos,
rechazar a los bárbaros, cultivar las letras, los lógoi griegos y latinos. Queda
por entender, sin embargo, la índole de esta cultura. De la cultura latina que
penetró en Oriente sobre todo en época justinianea, no quedará después de la
época de Heraclio (610-41) más que el derecho, la ciencia jurídica o fósiles de
la lengua burocrática y militar, mientras que son los lógoi hellēnikoí, el
helenismo tardoantiguo, pagano y cristiano, el que constituyó el auténtico
carácter de la cultura de Bizancio. Bajo este aspecto, la fractura que se
consumó en el siglo vil no se pudo sanar y también los latinos en la Edad
Media serán considerados bárbaros. Nicetas Coniata, consagrando «lamentos,
lágrimas vanas e indecibles gemidos» por la Constantinopla ofendida por los
cruzados, dirá que «se le ha disminuido la capacidad de hablar; —y en
cambio—, ¿quién podría soportar que sobre una tierra que ya se ha convertido
en extraña a la cultura y completamente bárbara se repitan los ecos de las
Musas?»[11]. Así pues, el hombre bizantino estará orgulloso de la herencia
ideal de la Roma antigua y del prestigio de una cultura totalmente de signo
griego.
El Hipódromo. La Gran Iglesia de Santa Sofía. La procesiones imperiales.
Bizancio es un mundo de espectáculo y de ostentación: juegos, liturgias y
pompas fascinan al hombre bizantino. Carreras de carros y pedestres,
exhibiciones de animales exóticos o salvajes, virtuosismos de acróbatas en
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equilibrio sobre cuerdas tensadas o sobre caballos al galope atraían la
atención de una muchedumbre, apiñada en el Hipódromo, lugar de encuentro
de ricos y pobres. En la calle hay músicos y cantantes, danzarinas y
malabaristas, charlatanes e ilusionistas, bestias y seres humanos monstruosos.
La liturgia es centro y culmen de la vida espiritual de Bizancio; pero, por
lo menos en las grandes iglesias, es una liturgia deslumbrante, exaltada por el
color de los mosaicos y de los iconos, por el centellear de decoraciones
preciosas y de gemas, por el esplendor de los ornamentos, por las velas y los
reflejos de las lámparas, por los giros de los libros ceremoniales, por la
cadencia de los cánticos. Si estas pompas terrenas caducas —se pregunta
Porfirio de Gaza— son tan suntuosas, ¿cuál no será la suntuosidad de las
pompas celestiales, preparadas para los justos? El hombre bizantino se ve
atraído no solo por el carácter espiritual del culto, sino también por el fasto,
por el aparato cargado de sugerencias, que le sumergían en una zona lindante
entre la inmanencia y la trascendencia, permitiendo al alma probar las alegrías
y delicias de las ceremonias celestiales[12].
La disposición de las procesiones imperiales es espectacular, con el
soberano envuelto en seda en medio de un esplendor de púrpura y oro, los
dignatarios cubiertos de pesados y preciosos vestidos ceremoniales, los
portadores de insignias con las vexilla del antiguo poder romano y los
estandartes y banderas «con dragón» ondeantes al viento, el recorrido ornado
con guirnaldas de flores, tejidos y platería. Embriagadoras para la vista —y
para el oído— son también las audiencias solemnes concedidas por el
emperador en una sala, donde animales mecánicos, puestos en acción por
complicados aparatos, se elevan de improviso haciendo un ruido estrepitoso,
mientras el trono subía hasta el techo en presencia de delegaciones abrumadas
y turbadas por el fragor.
Son ostentosas la riqueza y la pobreza. La pompa se manifiesta no solo en
las suntuosas procesiones imperiales sino también en otras cosas, en las
apariciones silenciosas de los obispos revestidos con brocados, o en los
desplazamientos de los funcionarios de alto rango o de los ricos. La viuda de
Danielis, a fines del siglo IX, para visitar al emperador, se traslada desde sus
posesiones del Peloponeso hacia la capital en una lujosa litera que llevan
trescientos esclavos jóvenes y robustos sobre sus espiadas, en turno de diez.
Esta mujer anciana y riquísima lleva consigo un inmenso séquito de sirvientes
y trae al emperador quinientos esclavos de regalo, de entre los cuales hay cien
eunucos, sabiendo que estos en Palacio son bien aceptados, dado que allí
circulan en número superior al de las moscas en un establo en primavera[13].
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Frente a esto hay una pobreza exhibida y gritada por las calles: «a nosotros las
moneditas de plata y de bronce, y solo para el alimento diario», «todos dicen
que morir de hambre es la más penosa de las muertes». Aquí el escenario es el
de los mendigos, mentecatos, campesinos fugitivos, enfermos sin asistencia,
prostitutas que pululan por las calles intentando refugiarse en los tugurios, en
los portales, bajo los pórticos, en los estercoleros. Y la filantropía, que viene
en ayuda de estos desventurados, también es ostentosa. Fundaciones y «casas
pías» lo ponen de manifiesto.
Incluso de la santidad puede hacerse exhibición, en sus casos más
extremos, como los de los santos estilitas, que viven en lo alto de columnas
para ponerse como atracción o reclamo, o de los santos locos —locos en
Cristo— que ofrecen sus mortificaciones a la vista de todos, como san Andrés
Salos: «padecía un frío insoportable, el hielo le congelaba, todos le odiaban, y
los muchachos de la ciudad le golpeaban, lo llevaban a rastras, y le
abofeteaban sin piedad; o le ponían una cuerda al cuello y lo llevaban tras de
sí de esta guisa a pleno día; o le untaban el rostro de tinta y carbón[14]».
También la crueldad es vistosa y extrema. El martirio de los santos revela
detalles espantosos: la sangre brota de profundos cortes en la carne, las
vísceras se salen fuera del vientre descuartizado y se mezclan con la suciedad
de la calle. Los campesinos insolventes son azotados, o despedazados por
perros hambrientos. En el mismísimo Palacio se cae en abismos de ferocidad:
el emperador puede plantar «las tinieblas en los ojos», cortar «las
extremidades del cuerpo como racimos de uva», convertirse en «carnicero de
hombres[15]». Pero objeto y espectáculo de crueldad puede ser el propio
emperador; y así, en el siglo XI, a Miguel V que tiembla de miedo, agita las
manos, se aprieta la cara y muge profundamente, los ojos le ruedan «fuera de
las órbitas», arrancados por el verdugo en medio del tumulto de una
muchedumbre exaltada y envuelta en griterío[16]; más tarde, Andrónico I
Comneno, subido en un camello tiñoso, vestido con harapos, con un ojo
sacado, es expuesto al escarnio de la ciudad: golpeado en la cabeza con
bastones, embadurnado de estiércol, atravesado con espetones, escaldado con
agua hirviendo, «es llevado al teatro» para ser exhibido en un triunfo
grosero[17].
En definitiva, es en formas espectaculares y emotivas donde el hombre
bizantino percibe la vida pública y la experiencia religiosa, riqueza y pobreza,
caridad y ferocidad.
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Fin de Bizancio, fin del mundo. Este es el enunciado de tantas profecías
que, en su significado histórico-político, identifica al imperio bizantino con el
reino de Cristo, y obliga al emperador a vencer a los enemigos, semejantes al
Anticristo, y a los súbditos a preservar el imperio no solo como realidad
estatal sino como sistema de valores, en espera de la última venida de Cristo y
del último triunfo de su representante en la tierra[18]. De aquí viene la
ortodoxia política: el conformismo del hombre bizantino —o de la sociedad—
y de sus modos de pensamiento. Este conformismo se expresa en el respeto a
la tradición, más allá de rupturas y discontinuidades que de todas formas no
faltan, en particular en el siglo VII y luego en el XI[19]. Pero, según los
parámetros antiguos, tradición significa, sobre todo, sometimiento a una
autoridad en la vida política —es decir, sancionar siempre y de todas formas
el orden existente— así como en las relaciones sociales, dejándose guiar por
los superiores, a cuyos deseos hay que obedecer incluso si estos superiores
son unos ineptos. La independencia no es un valor. Los puestos más elevados
son ocupados por el funcionario-dignatario, que vive en la corte, y por el
monje-asceta, que vive en el desierto, puesto que están sometidos de la
manera más directa, el primero al emperador, el segundo a Dios. Por el
contrario, no someterse a la autoridad equivale a ponerse fuera del orden. La
delación, la calumnia, la condena, la hoguera y el homicidio persiguen el
restablecimiento del orden perturbado, la devolución de su fuerza a valores
como la devoción y la resignación.
El ideal es la mimēsis, la imitación de los modelos. El propio emperador
tiene que practicar la mimēsis imitando a Cristo. El bizantino pide
respuestas a los modelos y a la tradición, y siente la necesidad de inscribir sus
comportamientos en la tradición, sin saltos, iniciativas, ni innovaciones
profundas. Consideremos algunos aspectos. El mercado libre está controlado
rígidamente por el Estado, que concede a artesanos y mercaderes —y al que
ellos piden— no más que la justa medida. Dado que los mercaderes son
inducidos por su propio oficio a cometer actos ilícitos y a practicar la falta de
honestidad, es justo que se les imponga un freno. Por lo que se refiere a los
artesanos, es inútil preocuparse por mejorar técnicas consolidadas por una
larga tradición, quizá con el único objetivo de acrecentar los beneficios. La
avidez de riqueza está condenada. Queda como la mejor opción la de
conformarse, incluso si se está en la miseria.
El «pobre» ocupa, por este motivo, un lugar esencial en el orden de
Bizancio, como objeto de la philanthrōpía. Ana Comnena describe de esta
forma la atención de su padre Alejo I hacia los huérfanos, enfermos y
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necesitados: «A la hora de comer, hacía llamar a todas las mujeres y hombres
que estuvieran agotados por las enfermedades o la vejez, les ofrecía lo mejor
de su comida y ordenaba a sus comensales que cumplieran también con esta
obra de caridad… Repartió entre todos aquellos de sus allegados, que sabía
llevaban una vida honesta, y entre los higúmenos de los sagrados monasterios
a todos los niños que habían quedado privados de padres y estaban sumidos
en la amarga desgracia de la orfandad, y les recomendó que no los criasen
como esclavos, sino como seres libres, considerándolos merecedores de una
completa formación e instruyéndoles en las Sagradas Escrituras. También
entregó algunos al orfanato que él había fundado…». De hecho, Alejo hace
construir, dentro de la ciudad imperial, una segunda ciudad: una ciudad de
«infelices», a donde podían verse afluir ciegos, cojos, paralíticos,
desgraciados privados de pies o manos y enfermos afligidos por
enfermedades repugnantes. Alejo no puede decir al lisiado, como hizo Cristo,
«levántate y anda», pero puede darles sirvientes para que camine con artes
ajenas o para que use las manos de otros, o puede quizá, con la obra de
caridad ordenada por Dios, asignar a esta gente desamparada rentas de tierra y
de mar[20]. Sin el pobre, sin sus sufrimientos para aliviar, no habría a quien
destinar una parte de las finanzas públicas o de las riquezas privadas. El
propio emperador, «terrible» por su autoridad, puede hacerse querer gracias a
su philanthrōpía; y el rico puede utilizar parte de sus haberes de forma justa y
santa. A todos, por lo tanto, no se les pide más que la liberalidad, sin que sea
invocada nunca una reforma económico-social de raíz. «Que cada uno se
quede en la misma condición en la que estaba cuando fue llamado», o incluso,
«No desplazar los confines antiguos, puestos por tus padres» son los
versículos bíblicos que todo bizantino tenía que tener en mente[21].
El tradicionalismo es el fundamento de la educación, entendida en su
significado más amplio, y de sus formas. Educación puede ser conocimiento
de los signos alfabéticos a nivel elemental; y el alfabetismo es un hecho
importante en el mundo bizantino. San Basilio trazando las letras sobre la
arena para instruir a los jovencillos puede ser el símbolo de esto. En el
esquema del relato hagiográfico escuela y amor por el estudio forman parte de
la vida y educación del santo, al que se le enseñan las letras por medio de un
maestro terreno o por inspiración celestial. En último término surge siempre
la autoridad de la escritura, de la tradición escrita, según la concepción —que
ya se había hecho camino en época tardorromana— de que lo que está escrito
tiene un valor absoluto y exige sumisión. En la cúspide de las autoridades
escritas están la Sagradas Escrituras y las Leyes. El hombre bizantino, incluso
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si es analfabeto, sabe que estas autoridades escritas —en las figuras del Cristo
de la ortodoxia y del emperador, su delegado y garante— son las que han de
regular su vida y disponen de ella.
De todo esto proviene la mentalidad libresca del hombre bizantino, la cual
se manifiesta en la interacción obsesiva de referencias, de alusiones textuales,
de reminiscencias, en el repertorio fijo de conocimientos ajenos a la
experiencia, de conceptos famosos, de certezas sin sacudidas, en la
elaboración de summae y compilaciones de conocimientos transmitidos, de
compilaciones repetitivas; mentalidades que tienen su referencia en el libro,
incluso en momentos cruciales de una actuación (Nicéforo Urano, hombre de
armas, hace sus movimientos estratégicos de batalla confiando en una
compilación libresca anónima), y también —ya se trate de libros de astrología
o de oniromancia, de oráculos o de magia— cuando el hombre intenta
respuestas a inquietudes existenciales, cuando se esfuerza por explicar
acontecimientos individuales o colectivos que se escapan de la esfera de lo
racional, cuando siente la exigencia o la urgencia del misterio, cuando le
mueve la ansiedad del futuro, cuando quiere dirigir su mirada curiosa y
angustiada al más allá de la vida terrenal[22]. Mentalidad libresca, que también
es signo de inseguridad, de inestabilidad psicológica.
Los modelos de la cultura superior siguen siendo los «clásicos», no solo
los de la antigüedad pagana, sino también los clásicos cristianos, los Padres
de la Iglesia sobre todo, a los que el hombre bizantino veía en tantas
ocasiones representados en las paredes de sus iglesias. Tampoco los métodos
de enseñanza habían variado: en el siglo XII Nicéforo Basilaces, maestro en la
escuela patriarcal, no se aparta de formas de estudio tardoantiguas, y tanto es
así que «no podemos apartarnos de la impresión de que el tiempo se haya
parado[23]». La categoría de lo esencial y de lo útil domina en las obras que se
leen y/o escriben en Bizancio, es más, es esencial lo que es útil para penetrar
en las enseñanzas morales y para seguirlas, útil al alma. La utilidad, la
ōphéleia, puede justificar una lengua y un estilo simple, «popular». Pero la
literatura no es elegante si no es una exhibición retórica, recurso obstinado a
los términos clásicos, búsqueda artificiosa de expresiones y construcciones
consolidadas por la tradición. Y así, Juan Cantacuzeno cuenta la gran peste
que afligió a Bizancio en 1348-49, con el recuerdo casi literal de Tucídides.
Por eso se puede hablar de una «atemporalidad» de la literatura bizantina. La
oposición no la encontramos entre «antiguos» y «modernos», sino en la
capacidad o no de utilizar los modelos: capacidad que a veces roza el
virtuosismo, la disquisición erudita, el discurso sutil que se tiene a sí mismo
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como única finalidad. Ciertamente, esta clase —o «casta», si se quiere— de
literatos y eruditos era bastante restringida respecto del resto de la población,
pero ejerció un peso inmenso, gracias a los escritos que nos han quedado, en
la conservación y en la representación de la herencia de Bizancio.
El monje, el santo, posee por su parte la tradición de las Escrituras, pero
también la de los dichos de los padres del desierto, la de los textos
hagiográficos más antiguos. El relato de la santidad se convierte entonces en
una serie de lugares comunes que se repiten: el santo no es tal si no es
«narrado» por medio de frases, versos, términos consolidados y
convencionales. Y el comportamiento de quien desee llegar a ser santo no
puede hacer otra cosa que esforzarse en recorrer las secuencias del discurso
sacro, desde las Escrituras a los apotegmas (apophtégmata), a las obras
edificantes, a la enseñanza del viejo monje, el gérōn, que ha adquirido ya el
verdadero conocimiento, el de la tradición, y no puede equivocarse.
Pero el tradicionalismo en su forma más vistosa es el que implica el
sistema figurativo bizantino, en particular en el icono, ese fundamento de la
vida espiritual (y política…) de Bizancio. Arte de clichés, arte estático, arte
formular. Para el hombre bizantino la realidad de la imagen sagrada —
considerada un auténtico retrato— coincidía con la realidad de las fórmulas
iconográficas que la componían: fórmulas fijadas de una vez para siempre y
por ello inmutables, porque son reconocidas universalmente como propias de
una imagen determinada. El monje Cosmas reconoce en un sueño a los
apóstoles Andrés y Juan porque ¡son como las figuras que ha visto en los
iconos! Modificar habría significado falsear el retrato real de Cristo, de la
Virgen, de los santos y de los ángeles, que solo la forma física de la «manera
icónica» podía restituir y garantizar. Perdido el carácter concreto por culpa de
las fórmulas, es precisamente por ellas como la imagen sagrada se hace eterna
y real. Representada siempre frontalmente, y por lo tanto con la mirada
dirigida al observador, el hombre bizantino la reconocía en esas fórmulas y
quedaba sobrecogido. La dimensión física del icono tranquilizaba y elevaba el
alma: al mundo de lo demoníaco, agitado, cambiante, se contrapone el de la
santidad, tranquilo e inmutable.
Hay solo un momento en el siglo XI en el que el orden impuesto por la
tradición tiende a romperse no solo en el sistema político, con lo que se ha
dado en llamar «le gouvernement des philosophes[24]», apoyado por los
emperadores del «partido civil», y con la ascensión al poder de nuevas clases,
sino también en la literatura con el diseño de nuevas experiencias, en la
pintura con la creación del gesto y del movimiento, en la incertidumbre de las
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ideas con la búsqueda de estatutos distintos del saber. Sin embargo, se trata de
empujes destinados a remitir, de saltos rápidamente reabsorbidos por los
arquetipos de la tradición, ya que todo lo que en el siglo XI parecía estar en la
vía de la renovación se disuelve en la reacción política, social, económica y
monetaria en el momento en que la aristocracia militar lleva al trono de
Bizancio a los Comnenos[25].
El arte bizantino se dirige al rostro como referente y fulcro de la
representación; el cuerpo permanece escondido entre los pliegues de los
vestidos: No por casualidad. Es en el rostro donde se concentra la fuerza
interior, donde se expresa el individualismo de la imagen. El individualismo
constituye otra de las características fundamentales del hombre bizantino[26]:
individualismo que se encuentra en todas las figuras sociales y que puede
rozar el egoísmo por la excesiva preocupación por uno mismo que hace que
todo sea lícito sin rémoras de amistad, de lealtad ni de rectitud. Pero este
individualismo es también aislamiento y constituye uno de los elementos más
marcados de discontinuidad con el pasado tardorromano de Bizancio: de
hecho, a partir de la época de Heraclio, el derrumbamiento de la vida urbana y
la crisis de las relaciones sociales —al contrario que en Occidente, donde se
reorganizan en un sistema distinto— determinan el repliegue del individuo
sobre sí mismo, la soledad. El campesino —junto con el soldado, pilar de la
sociedad bizantina después del siglo vil— está solo frente a la presión fiscal y
a la rapacidad y crueldad de los exactores. Pero en un sistema fuertemente
jerarquizado como el bizantino, todo funcionario está solo frente a su
superior, y los altos rangos del poder están solos ante el emperador, que puede
privarles de los atributos del cuerpo, e incluso de la vida. El emperador está
encerrado en la soledad del Palacio, a menudo entre emperatrices y eunucos
infieles, intrigas y conjuras, o puede ser entregado a un gentío enfurecido.
Nadie puede sentirse seguro. El estado de ánimo más frecuente es el de la
precariedad, la inseguridad de vivir. De ahí la confianza en los santos, el
recurso obsesivo al icono, pero también a las ciencias ocultas, a la
oniromancia, a las predicciones astrológicas. A todo esto no se sustraen ni los
emperadores ni los intelectuales. En esa inestabilidad, que es también
desconfianza respecto a lo social, la ética a la que atenerse sigue siendo la del
justo término medio, la de la moderación, la humildad y… el aislamiento. ¡Se
cierra el círculo!
También el hombre santo está solo, él, que busca voluntariamente un
coloquio más directo y verdadero con Dios; se retira por eso del mundo y de
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sus tentaciones para refugiarse como monje en una vida «separada». A veces
exaspera esa separación del consorcio humano viviendo como estilita, en una
columna, casi para marcar la separación de esta tierra, o comportándose como
un loco, poniendo entre sí mismo y los demás el abismo de la
incomunicabilidad de la razón. El hombre santo —incluso en sus formas
socialmente más integradas, como las del monje cenobita y urbano, o las del
obispo que se ocupa espiritual y materialmente de los fieles— representa la
defensa de la ortodoxia, el camino para la salvación del alma, a la que tiende
todo bizantino. Por lo tanto, en Bizancio, la utilidad del santo no se puso
nunca en entredicho. De hecho son ellos, sobre todo el monje —cuando
consigue derrotar las «bestias salvajes» del pecado, ganándose la confianza de
Dios— quien con oraciones, vigilias, ayunos, incomodidades y humillaciones,
puede garantizar la salvación del individuo y la salud del imperio frente a una
tremenda autoridad celestial, con frecuencia eludida por la debilidad humana.
Pero esta misión interior y exterior —victoria espiritual sobre sí mismo y
salvación de los demás— la lleva el monje en soledad. De hecho, el monacato
bizantino no tiene órdenes, con frecuencia es idiorrítmico, y por tanto con
connotaciones de fuerte individualismo. Sin una vida de mortificación y en
soledad la propia función monástica pierde valor; los monjes que se sientan a
la mesa de un emperador inepto y corrupto, comen «peces frescos y gordos»,
beben «el vino perfumado más puro», solo para su vergüenza visten «un
hábito que agrada a Dios[27]».
El otro polo, el de quien no se consagra a la vida espiritual, es la familia,
esa «suma de individualismos» que es el fundamento de la estructura social
de Bizancio[28]; la solidez de la institución familiar es a un tiempo
consecuencia y causa ulterior del aislamiento del hombre respecto a otras
formas de organización social. Además, es en la familia donde la mujer tiene
su puesto digno y elevado, reconocido por las leyes y por la tradición: la
mujer es el centro de este mundo ordenado que es para el bizantino la familia,
cuando ella es hacendosa y severa administradora del patrimonio. Viviendo a
veces junto a ella como hermano y hermana, el hombre puede conciliar
matrimonio y santa castidad. De lo contrario, fuera de la familia o de un
recinto monástico que subraya los modos de vida honestos, la mujer no es
otra cosa que tentadora desvergonzada del deseo sexual del hombre: un ser en
vilo, en la representación bizantina, entre María, la Virgen madre de Cristo, y
Eva, la seductora que ha arrastrado a Adán y a todo el género humano a su
corrupción.
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Tradicionalismo, conformismo, pero como cobertura y refugio de un
individuo solo e inseguro.
Una vez desmontados —en los diez estudios recogidos en este volumen—
los mecanismos marcados por la historia política, económica, agraria, militar,
administrativa, y más ampliamente social y cultural, el hombre bizantino
emerge con los comportamientos, impulsos y las contradicciones de un
mundo hecho a base de continuidad y ruptura, de conformismo, pero también
—todo hay que decirlo— de modernidad que impresionan: Bizancio anticipa
el Estado centralizado de la edad moderna, experimenta formas «estatutarias»
de pobreza y de asistencia pública y privada desde época bastante antigua, se
abre a modos «capitalistas» de expansión económica, concede a la mujer —
aunque sea bajo el ropaje de un difundido antifeminismo— una dignidad y un
papel desconocidos hasta nuestro siglo, y anticipa prácticas de trabajo
intelectual (ediciones de textos, formas de lectura) de la edad moderna.
Ciudadano de un mundo terrenal que es proyección descolorida e
incompleta del celeste, súbdito de un «lugarteniente de Dios», el hombre
bizantino vive su individualismo en el orden jerárquico constituido, en el
respeto de la ortodoxia, en los valores de la tradición, buscando la justa
medida, pero sin sustraerse a la fascinación y al horror de los excesos; él es el
orgulloso heredero de un imperio que pisotea a los enemigos porque tiene de
su parte a la potencia de Cristo, «el cual dispersa a los pueblos que quieren
guerra y no se alegra del derramamiento de sangre[29]»: Cristo, que da al justo
la fuerza «para caminar sin daño ni ofensa entre serpientes y escorpiones[30]».
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Capítulo primero
EL POBRE
Evelyne Patlagean
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Fragmento de una miniatura representando la curación del leproso, fol. 142r de un
Tetraevangelio del siglo XIII, cód. 5 del Monasterio de Iviron, Monte Atos
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Los pobres y la pobreza constituyen hoy una categoría de uso corriente y
que sabemos es susceptible de definiciones económicas y sociales precisas,
pero en principio relativas. Ahora bien, el que considera la sociedad bizantina
en su período originario, siglos IV al VI, encuentra de inmediato en el discurso
de las fuentes la presencia obsesiva de esta condición con sus personajes
correspondientes: indigentes acurrucados en los pórticos, niños abandonados
en las calles, tullidos, enfermos, campesinos empujados a las ciudades por
diversas circunstancias, hambrientos en busca de comida, braceros pidiendo
trabajo a jornal, mendigos inválidos o útiles. ¿La novedad radical y violenta
de este cuadro se debe a una coyuntura social sin precedente o a una
operación de testimonio aplicada a esa coyuntura? Merece la pena plantear
este interrogante en un momento tan decisivo para la historia el imperio.
Sin embargo, el vocabulario griego nos habla de una historia ya larga.
Desde Homero hay dos formas para designar la pobreza: el pénēs realiza una
actividad, pero sus esfuerzos son insuficientes para garantizarle una
subsistencia satisfactoria y segura; el ptōkhós está reducido a un estado de
postración pasiva y espera todo de los demás. Existen palabras subsidiarias,
como deómenos «necesitado», que completan la definición de la pobreza
como un estado carencia, de falta de algo, considerado lo bastante grave como
para que, desde el siglo III, se instituya una discriminación de estatus en el
seno de la población libre: el pobre (lat. pauper) no puede ser testigo. Entra
en la clasificación de pobre aquel que no posea cincuenta monedas de oro
(aurei), tal es lo que al respecto contempla el Digesto y válido, por tanto, en
533. Para la época se trataba de una suma modesta, pero nada despreciable. El
pobre posee menos, el rico más de lo que se necesita. El exceso de lo segundo
debe resolverse entonces mediante la «magnanimidad», por la dádiva en el
marco de la ciudad y en beneficio de esta. Tal es el juicio de Aristóteles en la
Ética a Nicómaco. Esta concepción no pone al rico frente al pobre, como hará
la predicación cristiana del siglo IV. Esta última, perfectamente clásica aún
por la formación de los predicadores, dispone en efecto de sus propias
fuentes: la versión bíblica de los Setenta y el Nuevo Testamento, dicho de
otro modo, se trata de las referencias propias de una civilización extraña a la
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de la ciudad clásica. Este tipo de griego tiende a neutralizar en parte la
distinción entre pénēs y ptokhós, que los predicadores saben mantener. En
cambio, qué de textos hay, de las Bienaventuranzas a los Salmos —como el
del Salmo 112 (113).7, que dice «levantando al pobre del polvo…» y que
campeaba en los dinteles de las instituciones de caridad—. Asimismo, el rico
se halla en una posición de exceso que debe intentar resolver: se trata de un
pensamiento antiguo que todavía parece tener vigor, pero que, una vez
cristianizado, introduce dos modificaciones esenciales. En primer lugar, los
beneficiarios no son ya unos conciudadanos que aplaudan la magnificencia de
un homenaje ofrecido a los valores comunes de la ciudad, sino de pobres que
aguardan una caridad, a cambio de la cual ellos ofrecerán su intercesión.
Luego el rico no se define ya por relación a una justa mesura (tó métrion),
sino que es toda su fortuna la que debe disolverse a través de la redistribución
caritativa. Dicho esto, la historia cultural y social de los siglos IV al VI no
reposa todavía completamente sobre estas nociones cristianas, sino que opera
solo para irlas introduciendo en el seno de las ciudades que conservan el vigor
de sus formas tradicionales pero añadiéndoles ahora la nueva forma de una
Iglesia basada en el orden episcopal; los obispos se reclutan en el ambiente de
los nobles de la ciudad. El florecimiento de esa Iglesia, en lengua griega, se
sitúa entre 370 y 450; pasada esta fecha el discurso episcopal se dirige hacia
otros objetivos. La cristianización se manifiesta por otra parte en el auge del
monacato, institución extraña en su misma esencia a la ciudad (aunque en esta
época todavía ocurre que los monjes recorren las calles de la ciudad) y
destinada sin embargo a una función primordial en la respuesta que esa época
dará a los pobres y a la pobreza misma. El monaquismo no predica, narra
historias ejemplares, relatos edificantes («útiles para el alma»), donde la
presencia de los pobres es tan intensa como en la predicación episcopal.
Además el monaquismo compone (de manera especialmente intensa después
de 450), las Vidas de sus hombres ilustres, destinadas a mantener el fervor por
sus respectivas conmemoraciones y la devoción atraída hacia sus conventos y,
en su caso, hacia sus tumbas. El influjo, la impronta, la lección se afirma en la
propia Iglesia episcopal, como testimonian los mayores exponentes de esta:
Basilio de Cesárea, Gregorio de Nisa o Juan Crisóstomo.
A estas obras de autor, como a otras que no vamos a detallar aquí, hay que
añadir las inscripciones, todavía abundantes, así como las directrices de la
Iglesia y las medidas legislativas imperiales. De este vasto conjunto de textos,
que además puede comentarse con ayuda de la documentación no escrita de
los emplazamientos arqueológicos, por la iconografía y por la numismática,
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emerge un modelo de relaciones sociales que carece de verdaderos
precedentes y cuya piedra angular son los pobres; todo esto, obviamente, si
perjuicio de los restantes modelos que siguen en vigor: el de la ciudad o el del
Estado imperial. No es posible pues sustraerse a la pregunta que
planteábamos más arriba: la de la relación histórica y dialéctica entre una
coyuntura y un discurso que la comenta. ¿Qué podemos ver a través de este
comentario?
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trastornos derivados de la malnutrición y, probablemente, por una mayor
fragilidad psíquica. En cualquier caso, las enfermedades endémicas y las
demás enfermedades tuvieron para los pobres consecuencias prácticas y
sociales muy graves. La predicación cristiana redescubre en esta situación los
motivos edificantes o milagrosos de sus Evangelios. Pero ¿no se ve empujada
por la coyuntura misma? Antes incluso que la legislación imperial del siglo VI
lo sugiera explícitamente, el conjunto de las fuentes, escritas o no, traza desde
luego una historia coyuntural al principio de la cual los pobres penetran
masivamente en una sociedad cristiana aún antigua, causando, parece, la
quiebra de los esquemas tradicionales, mientras que al final la estructura
misma se ve modificada a causa de ellos.
Parece poder apreciarse ante todo un crecimiento demográfico relativo
desde la primera mitad del siglo V, y quizá ya desde la segunda mitad del IV.
Para explicarlo bastaría que el normal movimiento de uniones y nacimientos
no se hubiera visto afectado por ningún factor decisivo durante más de una o
dos generaciones; al mismo tiempo la epigrafía provincial documenta la
existencia, a pesar de la probable mortalidad infantil, de familias con varios
hijos, si bien es cierto todavía no demasiado pobres. Ahora bien, este período
parece efectivamente indemne respecto de grandes calamidades. Por otra
parte, el hecho de evitar el matrimonio por razones ascéticas continúa en
Oriente desde finales del siglo m, cuando el fenómeno afecta por primera vez
al campesinado egipcio, pero sus efectos reguladores o perturbadores no son
todavía perceptibles. En ausencia de trastornos de tipo ecológico o técnico, y
en el marco de una evolución más lenta de las estructuras sociales existentes,
solo un incremento demográfico puede explicar las manifestaciones que en
conjunto aparecen después del 450. Las ciudades por esa época rebosan con
una población que afluye del campo y que permanece desocupada. Se
produce un cambio de escala y de frecuencia marcado por la violencia urbana:
pueblo urbano contra los representantes del poder, grupos étnicos y
confesionales y facciones del Hipódromo unos contra otros, en Antioquía y en
Constantinopla. La insistencia de la legislación justinianea parece atestiguar
la nueva importancia que reviste el abandono de recién nacidos y de niños en
la vía pública. El monacato cenobítico conoce un auge sin precedentes como
revelan la literatura hagiográfica y la construcción de grandes centros como
Qal’at Sim’án en Siria septentrional donde varios millares de hombres
trabajan bajo Zenón (474-475). Hasta la política imperial, habida cuenta de
sus aspectos monetarios, presupone la existencia de un número adecuado de
personas, ya se trate de las obras en la frontera, como en Dara en época de
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Anastasio, o de la empresa de reconquista inaugurada por León I (457-474) y
continuada tenazmente por Justiniano (527-565). El crecimiento demográfico
se interrumpe durante el reinado de este último porque su margen era en
realidad muy estrecho y su capacidad de renovación frágil. Capacidad que se
agotará desde 550 debido a las guerras (a pesar de la aportación de fuerzas
bárbaras), además de por los efectos acumulativos del monaquismo, de la
agitación en provincias, de las sublevaciones de samaritanos y judíos en
Palestina, de las incursiones persas en Siria, por una década en fin de
calamidades diversas, como la gran peste de 542-544. Pero el incremento
demográfico duró lo bastante como para favorecer, en este imperio
públicamente cristiano, la elaboración de un modelo religioso y social
destinado a sobrevivir a la coyuntura que le había hecho nacer y en la cual los
pobres eran la justificación.
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sus ojos y que evidentemente es la lepra. Podrían multiplicarse los textos que
integran, a partir de este momento, la definición social del pobre como un ser
desarraigado, solo, privado de recursos, frecuentemente afectado desde el
punto de vista físico.
Desde este mismo momento comienzan las respuestas, que son nuevas. Se
observa una articulación entre caridad y abstinencia sexual —aspecto que tan
bien ha comentado Peter Brown— y la cristianización de los valores
tradicionales del donativo. Este último cambia desde entonces tanto de
destinatario como de contenido. La predicación desarrolla el fenómeno de la
limosna y su correspondiente recompensa celestial. La hagiografía procura el
ejemplo de la caridad sin reservas de las mujeres solas, afortunadas y devotas
de la Iglesia, como Macrina, hermana de Gregorio de Nisa, o la joven viuda
Olimpia, seguidora fiel de Juan Crisóstomo. El obispo, por su parte, en
relación con la ciudad antigua asume una función tan original como su
autoridad. Juan Crisóstomo menciona en un sermón el registro de los pobres,
vírgenes y viudas que lleva la Iglesia de Antioquía. Dos leyes de 416 y 418
atestiguan la existencia de camilleros dependientes del patriarca de Alejandría
(parabalani o parabolani). Basilio de Cesárea ofrece por su parte un ejemplo
completo cuando, efectivamente, resuelve una crisis de subsistencia que se
abate sobre su ciudad en 368. Basilio establece a las puertas de aquella un
punto de acogida que recibe a vagabundos y enfermos, en concreto parece que
a leprosos. En esta época se inventa de hecho la institución del hospital, lo
que constituye un hito histórico de gran importancia; pero conviene no
equivocarse sobre la definición del mismo teniendo en cuenta los siglos que
separan aquella primera institución de la nuestra. El hospital de la Antigüedad
cristiana tiene como primera finalidad reunir a aquellos necesitados de
asistencia y, en primer lugar, a quienes están incapacitados físicamente para
atender a sus propias necesidades. Los pobres que pueden valerse por sí
mismos son, por el contrario, difíciles de clasificar en la ciudad en vías de
cristianización, y una ley de 382 llega a prohibirles la mendicidad en la
capital.
El monaquismo desborda el marco urbano, o por decirlo mejor,
contribuye a su abolición y en más de un punto toca la cuestión de la pobreza
y de los pobres. En primer lugar, los monjes, que renuncian a todo
compromiso social, familiar y carnal, así como a cualquier tipo de posesión,
se convierten así en el grupo con mayor disponibilidad para atender a la
caridad cristiana y a los desarraigados que la reclaman. Además los monjes, a
finales del siglo IV, cuentan con tres formas de organización de base bien
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atestiguadas: la vida estable en comunidad, el eremitismo y la vida errante,
preferentemente urbana y, con frecuencia, heterodoxa. Estas tres modalidades
sustituyen la incertidumbre de la miseria corriente por una pobreza regulada,
venerada por la población y mantenida por las donaciones. No se puede
excluir que al menos una parte de las mujeres y hombres, sobre los que las
menciones griegas son las más numerosas, prefirieran la primera condición a
la segunda. Por último, el monacato inicia ya la figura de sus santos varones,
cuyas proezas ascéticas se ven coronadas por la concesión de poderes
milagrosos que los convierten en imitadores de Cristo; naturalmente los
milagros relativos a la subsistencia y a la curación confieren un lugar
importante a los pobres.
Entre 370 y 420 todo lo anterior es claramente perceptible en un interim
todavía fluido y en estado naciente. El panorama es mucho más nítido durante
los años 451-565. Las fuentes no dejan la menor duda sobre la realidad y la
urgencia del problema de la pobreza y de los pobres. Si la actividad de la
predicación comienza de ahora en adelante a disminuir, la legislación y la
historiografía, la hagiografía y la arqueología rivalizan en cambio con
informaciones concretas y contemporáneas sobre las dos modalidades de
pobreza, la de quienes pueden trabajar y la de quienes no pueden.
Se persigue la elaboración de un estatuto jurídico de la pobreza,
empezando por el trabajador, provisto incluso de un oficio definido que le
asegure la supervivencia cotidiana y la de los suyos. Una ley de 539 renueva
la incapacidad de actuar como testigo a aquellos que no posean al menos
cincuenta monedas de oro, salvo que cuenten con garantía de terceros; en su
defecto, la persona solo puede ser interrogada mediante tortura, igual que el
esclavo. En el siglo V la discriminación de las penas por un mismo delito sitúa
al pobre en la misma posición del humilior en el Alto Imperio. La diferencia
de condición del pobre se advierte especialmente en relación con el
matrimonio. En efecto, una ley del 454 condena la confusión de la práctica
entre infamia y pobreza. Pero otra de 538 ratifica una escala social de las
formas de matrimonio en la que los pobres, los soldados los campesinos,
«último estrato de la población de la ciudad», ven reconocido el matrimonio
por cohabitación, porque son —dice el legislador— «ajenos a la vida civil» y
se hallan sumidos en sus ocupaciones; la estabilidad de estas es pues el
fundamento del matrimonio así concebido, como ya lo había notado Libanio.
Un grado inferior es el de los pobres «válidos con capacidad de
movimiento». Un movimiento enorme en su conjunto, orientado hacia el
campo, las ciudades, pero también imantado por los Santos Lugares, o por
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una región con notable desarrollo monástico como el Norte de Siria después
de 450. Durante el reinado de Justiniano huyen campesinos dependientes,
esclavos y contribuyentes; no se trata de un fenómeno nuevo. Constantinopla
se llena de gentes que no saben hacer nada, mientras que el trabajo
cualificado, sólidamente encuadrado en asociaciones gremiales, mantiene sus
tarifas, e incluso las aumenta, sin que sus efectivos, al parecer, aumenten. Una
serie de leyes durante los años 30 del siglo VI sugiere la existencia de una
creciente presión social. Otra ley de 535 apunta hacia los proxenetas que
reclutan en el campo a hijas de campesinos, generalmente muy jóvenes,
engañadas con una oferta de ropa y calzado; con frecuencia son vendidas por
sus familias y luego retenidas por contratos indefinidos; el mal, en un
principio limitado, acabó por invadir toda la capital. En ese mismo año, la
policía de la capital, con demasiada frecuencia cómplice de los ladrones, es
reorganizada. En 539, se crea un magistrado especial para purgar a
Constantinopla de los hombres útiles y desocupados que la atestan y que son
susceptibles de caer en la delincuencia. La mendicidad, una vez más, les sigue
estando prohibida. Aquellos que habían venido del campo y de provincias
serán devueltos a sus puntos de origen, no sin antes haber examinado los
abusos de los que eventualmente hubieran sido víctimas. Aquellos con
domicilio en la ciudad serán empleados en las obras públicas, necesitadas
siempre de mano de obra o, mejor, de fuerza motriz en sectores como la
construcción, panadería, horticultura. En el año 541, en un informe de un
sacerdote de Tesalónica, una ley vuelve sobre el caso de los niños
abandonados que son recogidos para criarlos como esclavos. Se está, en ese
momento, en vísperas de la gran peste, cuyos estragos fueron quizá
directamente proporcionales al relativo excedente demográfico. Otros textos
completan el panorama de criminalidad y violencia. Una ley de 539 prohíbe la
fabricación y venta privada de armas en la capital y en todas las ciudades, con
excepción de los «cuchillos de pequeño tamaño que no puedan usarse con
intenciones belicosas». La época fue, como se ha dicho, testigo de graves
violencias urbanas e, incluso, de olas de terror desatadas por bandas que
proclaman pertenecer a las facciones de los Azules o los Verdes. Los motines
se suceden. Sin embargo, aunque parece razonable suponer alguna relación
entre pobreza «hábil» y marginalidad criminal, nuestras fuentes impiden
cualquier precisión en este sentido. Una única revuelta está atribuida a los
pobres (ptōkhoi), en el 553, y tuvo como motivo una medida desfavorable
para la moneda de bronce, la moneda de los pobres.
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Fuera de las ciudades, o de un ciudad a otra, el desplazamiento de los
pobres útiles los lleva allí donde pueden ofrecer su trabajo sin cualificar, al
primer capataz de cualquier clase de obra que se presente, dentro de la
muchas que hay en curso durante este período. Pero también acuden a los
monasterios. El auge monástico fuera de las ciudades a lo largo de este siglo
posee una amplitud que es imposible reducirla solo a las motivaciones
espirituales desarrolladas por la literatura de los monjes o limitarla a un
simple juego de factores coyunturales. El monaquismo, socialmente muy
complejo, desde luego, aporta en cualquier caso una solución a la pobreza tal
y como la siente la sociedad. El monje reproduce efectivamente y de manera
exacta —como se ha dicho— las extremas condiciones de la pobreza activa.
La fraternidad, en cuyo seno el individuo abdica, le garantiza la estabilidad de
esta condición, hasta el punto de asumir la carga de los hermanos que la vejez
o la enfermedad ha dejado inactivos. La fraternidad en sí misma nunca falla,
ya sea por su actividad (por ejemplo la producción de aceite en el Norte de
Siria o cerca de Belén), ya sea sobre todo por la inmunidad, las rentas y
continuas ofrendas que reconocen el papel espiritual y social que en lo
sucesivo juegan los monjes. La arqueología desmiente aquí o allá el modelo
de ausencia de bienes individuales. En Egipto (por ejemplo en la localidad de
al-Bauit fundada en el siglo VI, o en la zona de Kellia, que se desarrolla a
partir del V) la arqueología revela el desahogo de algunas residencias
privadas. Asimismo los monasterios no dejan de ser para muchos verdaderos
refugios de la pobreza estabilizada, y lo que es más, algunas veces los
mojones de los recintos monásticos sirios, todavía en el siglo VI, son también
—o quizá ante todo— mojones que significan asilo; los autores monásticos
saben de sobra que algunas vocaciones no son sino evasiones. Los
monasterios en fin pueden ofrecer empleo temporal a muchos de los que están
de paso. El monacato eremítico es autosuficiente a base de la horticultura y la
artesanía, elementales las más de las veces; la soledad individual y la lejanía
del mundo del pueblo son bastante relativas. Por lo que se refiere a los monjes
errantes, estos frecuentan las calles y los caminos, pese a las prohibiciones
canónicas que persiguen la subversión herética de la que aquellos suelen ser a
menudo portadores.
Los pobres no útiles también se desplazan por los mismos itinerarios; van
a las ciudades y grandes monasterios, se dirigen sobre todo a Constantinopla,
al Norte de Siria o a Tierra Santa. Las narraciones «útiles al alma» continúan
proponiendo modelos individuales de caridad directa para laicos, como aquel
del mendigo que ahorra para dar limosna a quien es más pobre que él. Hay
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grupos de laicos que hace del auxilio a los pobres uno de los aspectos de la
vida devota que los congrega. Egipto tiene sus cofradías. Los «servicios»
(diakoníai) de Antioquía y Constantinopla parecen curiosamente vinculados a
ambientes monofisitas. Las asociaciones de «misericordia» (philoponíai)
segregan a los sexos; en el pensamiento cristiano del siglo IV se ha podido ver
la relación entre caridad y castidad. Los miembros de ese tipo de cofradías
invierten dinero, por ejemplo para el reparto de ropa; de noche recorren las
calles en busca de enfermos para recogerlos y de muertos para enterrarlos.
Mas el primer puesto corresponde a las fundaciones asistenciales que, en su
momento, constituyen —y desde luego no por azar— una tipología duradera.
La asistencia así concebida va especificando las enfermedades que intenta
socorrer y las distribuye en diferentes establecimientos: hospicios de infantes
(brephotropheía), de huérfanos (orphanotropheía), de ancianos
(gerontokomeía), de enfermos (nosokomeía), de indigentes
(ptōkhotropheía), de transeúntes pobres (xenodukheía) y hasta ese
convento fundado por Teodora dedicado a las muchachas arrancadas de la
prostitución. La realidad no podía evidentemente ser tan precisa: los leprosos,
como se ha visto, son los ptōkhoí por excelencia, mientras que a partir del
siglo VI el xenŏn —pasa a adoptar el sentido de «hospital». En otras
palabras, si el hospital está en adelante anclado en el paisaje, su finalidad es
más la asistencia que la curación; lo que prima es el cuidado de los pobres y,
por encima de todo, el de aquellos que la enfermedad ha dejado
incapacitados. Todo esto no quiere decir que falte la figura del médico.
Las iglesias y monasterios están dotados de una «hospedería», pero la
especialización aparece, por ejemplo, en el monasterio palestiniense del abad
Teodosio, muerto en 529. Como escribe un hagiógrafo, Teodosio ponía en
práctica la palabra del Apóstol: «a cada uno según sus necesidades». Dispensa
por tanto la asistencia adecuada a cada variedad de postración: leprosos,
hambrientos, solos. El estatuto de las llamadas «casas de piedad» se elabora
así sobre la base de los principios adoptados desde época de Constantino para
los bienes de la Iglesia: exenciones fiscales, como contrapartida a la
prestación de un servicio considerado de interés público, e inalienabilidad de
sus bienes. Privilegiados así en razón de las tareas que les incumben, los
establecimientos unas veces serán independientes, otras propiedad de laicos,
del emperador, de obispos o de otros monasterios. Falta aquí la predicación,
tan floreciente en la segunda mitad del siglo IV y a principios del V, ya que se
ha volcado ahora en asuntos teológicos, pero su magisterio ha fundado una
tradición. Esta última continúa expresándose en las inscripciones de edificios
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y en la práctica testamentaria y tiene que verse estimulada esta vez por la
importante producción hagiográfica de los monjes. La historiografía señala en
los emperadores gestos de caritativa generosidad, como distribución de
limosnas, fundación o dotación de un hospital o de una leprosería. El
emperador no es solo, en este aspecto, el primero de los laicos, o un
gobernante preocupado por solucionar un problema social acuciante. Su
legislación en la materia está justificada por la virtud imperial tradicional de
la philanthrōpeía, que adquiere aquí su forma cristianizada, orientada
específicamente hacia los pobres. Los testamentos a favor de estos están
garantizados contra cualquier recurso por una ley de 455, renovada en 531. El
heredero encargado de construir un establecimiento hospitalario permanece
bajo vigilancia legal hasta su ejecución. Los legados realizados a favor de
Cristo o de un santo se interpretarán como hechos a favor de los pobres y
dirigidos hacia el establecimiento más próximo, o distribuidos, bajo control,
por el obispo del lugar. Sin embargo el obispo, en materia de asistencia, no
parece que desempeñe ya la función primordial que tenía en época de Basilio
de Cesárea; en cambio su posición en las ciudades de provincias continúa
siendo tan importante como en el siglo IV. Lo dicho no vale ciertamente para
el patriarca de Alejandría, a juzgar por la Vida de san Juan el Limosnero
(muerto en 620), compuesta por Leoncio, su contemporáneo e íntimo, obispo
de Neápolis de Chipre. Pero Alejandría es un caso aparte. La misma
observación cabe para Hipacio, el arzobispo de Éfeso que, hacia 531-537,
dirige una carta a los «fieles» (pistoí) de la ciudad —un grupo bien
atestiguado— al que otorga un reglamento de pompas fúnebres garantizadas
por la Iglesia local: el documento es totalmente coetáneo de la Novella sobre
el mismo asunto relativo a la Gran Iglesia de Constantinopla. Teniendo en
cuenta todo esto, después de 450, el servicio mismo de la asistencia parece
pasar en lo esencial, y durante mucho tiempo, a manos de los monjes, aunque
las iniciativas monásticas, cualesquiera que sean, continúan subordinadas a la
autoridad episcopal por ley y por derecho canónico.
Podría objetarse que esta interpretación está inducida por el predominio
de la literatura hagiográfica, más concretamente aquella escrita en el siglo VI
para ensalzar la gloria de los conventos de Palestina. Pero el auge de este
género resulta significativo frente al eclipse de la predicación episcopal.
Libres, por lo menos en principio, de todo vínculo con el mundo, entregados a
la «vida angélica», los monjes se presentan y se afirman como los mediadores
de la salvación gracias a la limosna y la intercesión. Sus respectivas
comunidades reciben por ello inmuebles, rentas, donaciones, un continuo
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aflujo de donativos grandes y pequeños. Por otro lado, su disciplina, que
rompió ya toda relación con la ciudad antigua, hace que su disponibilidad
hacia los pobres sea perfectamente fluida en cualquier sitio. Su presencia se
convierte recíprocamente en un factor de atracción, por ejemplo, hacia Tierra
Santa. Tanto la pobreza como la asistencia que aquella recibe implican
entonces dos niveles de significado: una innegable urgencia social y política,
así como un elemento esencial e indispensable en la dialéctica cristiana de la
salvación. El pobre es una figura de Cristo, pero la caridad es una imitación
de Cristo que se manifiesta claramente en el caso a la vez ejemplar y
excepcional de los santos mediante la tipología de sus milagros. Ignorar esta
lectura espiritual llevaría a un contrasentido. El problema de la cura y de los
médicos basta para probarlo. Los monjes hagiógrafos no ignoran desde luego
que la enfermedad y, en consecuencia, la demanda de curación, afectan a
todas las capas sociales: así lo prueba su galería de milagros y su propósito es
demostrar así la superioridad de la oración de los enfermos y de la cura
milagrosa de los santos sobre la acción —psicológica y venal a un tiempo—
del médico. En realidad, las relaciones de los monjes y sus establecimientos
con la medicina son mucho más complicadas y variadas que todo eso y no nos
corresponde aquí tratarlas. Mas en líneas generales las «casas de piedad»
están consagradas al trabajo meritorio asegurado por aquellos que, en un
infortunio supremo y perfecto, acumulan sobre sí la enfermedad y la pobreza.
Se ha insistido mucho en este primer período porque fue la matriz de un
modelo que en el futuro los sobrepasó y le sobrevivió. Un modelo nacido del
encuentro de una coyuntura dada con la transformación cristiana de la
sociedad civil clásica y de su emperador. Un modelo garantizado a su vez
como clásico por la autoridad en que se convertirán los Padres de la Iglesia y
la legislación justinianea con el transcurso de los siglos. Podemos distinguir
aquí la definición ambivalente de una pobreza afectada también por la
incapacidad civil pero revestida, sin embargo, de un valor espiritual
primordial; la cristianización de la dádiva; la situación privilegiada
reconocida ya a los establecimientos dedicados a la asistencia; por último, la
función asignada a cada elemento: monjes, obispos, laicos y hasta el
emperador, todos ellos considerados interlocutores de los pobres en la tarea
de la salvación. El período de elaboración de este modelo se cierra con la
conquista árabe del siglo VII, que le amputa al imperio sus regiones
meridionales, tan pobladas y activas.
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El imperio entra, en esa época, en un siglo oscuro, a cuyo término los
equilibrios sociales aparecen modificados: un siglo de continuas guerras y con
una primera prohibición del culto a las imágenes, que se prolonga de 729 a
787. Todo eso se traduce en una notable disminución de las fuentes retóricas
y de la hagiografía, aunque el trabajo jurídico prosigue. La legislación
justinianea tendía en efecto, como ya se ha visto, a dotar a la pobreza de un
estatuto civil, jurídico y penal, continuando en este aspecto la obra iniciada
por los Severos. El trabajo culmina con el código del 726 (la Écloga), que
sanciona —al menos para algunos delitos— la alternativa de una pena
pecuniaria para el «acomodado» culpable (eúporos), o corporal si el culpable
es un «necesitado» o un completo «indigente». Las incapacidades existentes
son obviamente reconducidas. En cambio, la discriminación por las formas de
matrimonio queda abolida de hecho, porque una ley de la emperatriz Irene
(780; 797-802) convierte a la bendición nupcial no solo en suficiente sino en
obligatoria. La actividad codificadora de Basilio I (1867-886), el Prókheiron
y la Epanagō, recuperan estas disposiciones, que se volverán a encontrar
todavía en el Manual en seis libros (Hexábiblos) de Constantino
Armenópulos, juez de Salónica, donde publica su obra en 1345.
Dentro de la categoría así constituida subsisten las dos funciones de
siempre: la del pobre incapaz de subvenir a sus necesidades, y la de aquel que
ejerce una actividad. A finales del siglo VIII el primero se encontrará en
instituciones afines a las precedentes, pero en una sociedad que es ya
diferente. El II Concilio de Nicea, con la primera restauración de las imágenes
(787), procede a una puesta a punto del estatuto de los clérigos, monjes y sus
respectivos establecimientos. Fundados en disposiciones jurídicas y canónicas
de la época anterior, sus cánones sirven a su vez de punto de partida para el
período que se inaugura on el siglo IX, y que supone de entrada una
recuperación. Recuperación que se encuadra sin embargo en una sociedad
cuyas estructuras y equilibrios se ven modificados. La ciudad antigua, en
particular, cedió su puesto a una forma urbana cuya importancia relativa
parece indiscutiblemente bastante menor. Los obispos y monjes siempre están
presentes, y el siglo IX señala el triunfo de la primacía monástica. Mas la
autoridad reivindicada por la Iglesia sobre los laicos y sobre el propio
emperador tiene ahora como apuesta la disciplina y la devoción. Ni la
elocuencia ni la hagiografía recién recuperadas consiguen otorgar al
desamparo de los indigentes el protagonismo que habían tenido hasta el
umbral del siglo VIII. Así, la Vida de Teofilacto de Nicomedia (ca. 765-840),
compuesta en novecientos versos por un clérigo de su iglesia, presenta
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todavía la figura ejemplar de un obispo que parece continuar la tradición de la
asistencia episcopal. Teofilacto, cuenta el hagiógrafo, pertenecía inicialmente
al personal del patriarca Tarasio (784-806), dedicado también él a la caridad.
Una vez llegado a la sede de Nicomedia, Teofilacto hizo edificar un complejo
dotándolo de un santuario a los santos Cosme y Damián, provisto de camas,
mantas y todo lo necesario para los «indigentes», así como de un presupuesto;
estableció en ese centro médicos, personal de servicio, y todo el complejo
adoptó la forma de un monasterio. Hasta hoy —prosigue el autor— la «casa
de curación» (iatreîon) tal como se creó existe y funciona todavía. Además
Teofilacto llevaba un registro de pobres con indicación del nombre, familia,
origen, aspecto; y los inscritos en él se benefician de una distribución mensual
de comida; todo lo cual recuerda a la matrícula de pobres documentada por
esa misma época en Occidente. Esta práctica continuó vigente en Nicomedia
junto con la participación personal del obispo en la atención a los enfermos.
Efectivamente Teofilacto, imitador de Cristo, los visitaba todos los días, y el
viernes, después de una noche de oración, les daba un baño caliente con sus
propias manos, especialmente a los leprosos. Este importante relato enlaza
perfectamente con los ejemplos de obispos de finales del siglo IV y con la
doble asistencia a los indigentes, tanto sanos como enfermos. Sin embargo,
aunque el auxilio dado a estos últimos es fruto ante todo de la piedad
cristiana, el papel de la medicina se manifiesta explícitamente, hasta el punto
que el centro toma el nombre de aquella y no del de «hospicio», como en
época de Justiniano, es decir se trata ya de un iatreîon y no de un xenōn.
La Vida de Teofilacto constituye, no obstante, un caso singular en la
hagiografía de los siglos IX y X por su precisión. Por supuesto que la
«compasión» (sympátheia) y la limosna (eleēmosyne) continúan siendo rasgos
distintivos del encomio hagiográfico, pero están lejos de estar siempre
igualmente señalados. Los escritores del monasterio constantinopolitano de
Estudio, por ejemplo, que dominan el panorama monástico de la época, siglo
IX, están siempre en conflicto con el poder imperial. El reglamento del
monasterio urbano descrito en la Vida de Teodoro de Estudio (muerto en
826), y que se convierte pronto en un modelo, no tiene nada que ver con la
organización episcopal que acabamos de exponer, ni recuerda tampoco a los
grandes monasterios del siglo VI. En Estudio existe un monje encargado de la
recepción de huéspedes, un xenódokhos, el cual los acoge con unción
religiosa, les lava los pies, los acuesta y los arropa. Un tal Lucas Estilita
(muerto en 879) otorga dádivas a manos llenas durante sus años de servicio en
el ejército, pero su Vida no especifica más. Otras obras hagiográficas dejan a
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un lado la imbricación entre enfermedad y pobreza en la medida en que
insisten sobre todo en la relación entre medicina y milagro. Tal es el caso de
los Milagros de san Artemio, en Constantinopla, cuya colección se prolonga
hasta el siglo VIII, y de la Vida de san Sansón, que puede fecharse en el siglo
VII o principios del VIII. Este último relato es presentado como la Vida del
fundador de un hospital atestiguado ya en Constantinopla durante el reinado
de Justiniano; el autor ensalza a la vez la ciencia médica y el poder
taumatúrgico de su personaje y que se manifiesta después en su sepulcro. A
su vez el monacato fuera de la ciudad continúa existiendo. Pero ya no hay
nada en común entre las muchedumbres de necesitados de los siglos V y VI y
los visitantes de los monjes del Olimpo de Bitinia y de Latros en el siglo IX.
Monasterios como estos cuentan con «hospicios» u «hospederías»
(xenodokheía), como el «grandísimo» establecimiento mencionado en la Vida
de Miguel Maleino (muerto en 961). Pero si las Vidas de estos monjes
recogen bien el antiguo esquema en el que la huida del mundo y la ascética se
ven coronadas por el poder de realizar milagros, estos últimos han perdido
aquella concreta sustancia social en la que los encuadraba la hagiografía del
siglo VI.
Es difícil resistirse a la tentación de explicar este cambio por una
distribución de la población modificada en detrimento de las ciudades, y la
concurrencia de factores que parece conducir a una disminución de la
población después de 550, antes que la conquista árabe privara al imperio de
las regiones más superpobladas. Los siglos VII y VIII padecen una inseguridad
en las provincias y repetidos asaltos de la peste hasta mediados del siglo VIII;
después de esta época la peste se eclipsa hasta el siglo XIV. Si esta hipótesis
general es cierta, se entiende bien que las ciudades dejen de ser focos de
atracción. Contra las ciudades juegan ahora factores que no tienen carácter
coyuntural. El territorio del imperio queda en lo sucesivo dividido en
circunscripciones concebidas por la situación de guerra, nos referimos a los
«temas» (thémata), en los que las ciudades pierden su posición tradicional.
Decaen Atenas y Corinto, Sardes en Licia; Éfeso y Magnesia del Meandro
merman considerablemente; los textos indican incluso una involución en la
misma Constantinopla.
En el siglo IX se apunta con claridad una recuperación, cuyo comienzo y
amplitud varían de un lugar a otro, y cuyos frutos se verán en el siglo X y
sobre todo en el XI. En el siglo X, en la capital, se presentan escenas que
recuerdan al VI. Así en 927-928 el imperio tiene que hacer frente a un
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invierno excepcional, que acelera en el campo un proceso que veremos más
adelante. El emperador Romano I manda habilitar refugios en los pórticos y
ordena una distribución mensual de monedas de plata entre los pobres
refugiados en aquellos; y ordena también que mensualmente se entregue en
las iglesias a los pobres (pénētes) un tercio de sólido. Quizá los
beneficiarios de estas medidas estuviesen inscritos en un registro como
aquellos que antes vimos en Nicomedia. Andrés el Loco por Cristo, cuya Vida
puede datarse en la segunda mitad del siglo X, era uno de los que dormían en
esos pórticos, sufriendo el hambre y el frío en compañía de prostitutas y
recogiendo limosnas que le roban los otros pobres; pero es un relato que el
autor colorea «a la antigua». El viejo modelo justinianeo de fundación
piadosa continúa siendo válido y productivo. El patriarca Focio se lamenta así
en una carta escrita en el exilio (868/69) de que sus adversarios hayan llegado
hasta expulsar y espoliar a los pobres (ptōkhoí) leprosos que él había
organizado «en consideración de [sus] pecados». El modelo conservaba su
interés patrimonial y fiscal, y al mismo tiempo religioso. Una ley de Nicéforo
Focas (964) contiene un importante testimonio a este respecto. El emperador
comprueba por una parte que la pobreza de los monjes no es ya más que un
recuerdo y que su condición temporal no deja de aumentar con incesantes
donaciones que son, además, mal gestionadas por ellos; por otra observa que
las fundaciones destinadas a enfermos o ancianos exceden a las necesidades.
En consecuencia el emperador exhorta a los monjes para que vuelvan al
modelo de los antiguos Padres del desierto y prohíbe nuevas fundaciones
monásticas, salvo en lugares remotos y deshabitados. Solo se autorizarán
donaciones destinadas a mejorar las fundaciones existentes. El emperador
recuerda además el precepto evangélico de vender los propios bienes y
distribuir entre los pobres lo recaudado. En una palabra, el modelo con una
antigüedad de cuatrocientos años tiene efectos coyunturalmente perversos.
El siglo X imprime un fuerte desarrollo al elemento de la caridad imperial,
manifestada bajo formas protocolarias. Desde 899 el Tratado sobre las
precedencias de Filoteo documenta la presencia de «doce pobres» entre los
invitados a la mesa imperial el día de Navidad. Romano I (920-944) acoge
cada día en su mesa a tres pobres que reciben un sólido de oro cada uno, y a
tres monjes pobres en las mismas condiciones los días de ayuno —miércoles
y viernes—. Cabe observar pues la existencia de una pobreza «protocolaria».
Constantino VII amplió y asignó la correspondiente dotación a una leprosería
en la que, según parece, prodigaba cuidados con sus propias manos. Esta
práctica, que es segura en Juan Tzimisces (969-976) se hizo tradicional
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porque significa la imitación de Cristo por antonomasia. El emperador
mantiene así una relación privilegiada con el modelo cristológico, ya que en
esa época el propio Cristo es el basileús celestial.
La historia del campo en los siglos IX y X pone de relieve la pobreza como
categoría, en una clasificación social que es ante todo fiscal. El «pobre»
(péněs) está delante del «rico» (ploúsios) y especialmente por delante del
«potentado» (dynatós) en un tipo de oposición que ciertamente no es nuevo,
pero que en el momento se presenta como un exacto equivalente griego de la
oposición potens/pauper en el mundo carolingio, de lo cual se desprende que,
en el mundo bizantino contemporáneo del occidental, la pobreza queda
definida más por una debilidad social que por una deficiencia material. Con
todo, aparece un innovación en la oscuridad del siglo VIII: el conjunto de los
contribuyentes está dividido entre «militares» y «civiles». Los primeros,
inscritos en un registro fiscal diferente, están obligados (personalmente o a
través de un miembro de su familia) a prestar un servicio armado equipándose
a sus expensas; esta obligación viene garantizada por un bien inmueble que,
en compensación, goza de un privilegio fiscal. Ahora bien, dos referencias de
principios de siglo muestran la existencia de soldados «pobres» (ptōkhoí):
una, en la Crónica de Teófanes, es el enrolamiento vejatorio de reclutas
indigentes ordenado por Nicéforo I (802-811) que deben ser equipados a
expensas de su localidad de origen; el segundo testimonio se encuentra en la
Vida de Filareto, citada anteriormente, donde aparece un soldado que no
posee nada más que un carro y un caballo. Al morir este, solo la caridad del
santo le permite al soldado disponer de otro. En estos casos la indigencia es
indicativa de una categoría. Pero volvamos a los pobres del campo. El campo
no cambia de estructura. Los campesinos continúan siendo propietarios o
arrendatarios de las tierras que cultivan. En su gran mayoría pertenecen a
comunidades de pueblos o aldeas, unas independientes, otras parte integrante
de grandes propiedades. Lo cual significa que la renta de la tierra viene a
repartirse entre el fisco y los grandes propietarios, los cuales están interesados
en tener los más arrendatarios posibles y también en pagar los menos
impuestos posibles. Es una situación que se remonta mucho tiempo atrás. A
finales del siglo IV ya los campesinos propietarios estaban acorralados entre
los agentes del fisco, que los presionaban, y los «poderosos» que disponían de
medios para interponerse, mediante la fuerza armada o el peso político, entre
el poder público y sus arrendatarios, y por tanto disponían de los medios para
atraerse a su propia dependencia las posesiones ajenas, o bien transformar
prácticamente en posesiones propiedades campesinas independientes. Ya una
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ley de 328, comprendida de nuevo en el Codex Iustinianus determina, en
latín, la oposición potentiores/tenuiores. Las Novelas de Justiniano, en griego,
colocan en la misma posición a los dynatoi. En los siglos IX y X el opuesto
al «potentado» es el «pobre».
Veamos primero la Vida de Filareto el Misericordioso (muerto en 792),
compuesta en 821-822 por su nieto y ahijado, el monje Nicetas. Filareto, al
igual que su mujer, era de buena familia y un terrateniente «muy rico»
(ploúsios). El empobrecimiento de este nuevo Job comienza con las
incursiones de los árabes cuando sus vecinos lo ven reducido a la pobreza
pasiva (ptokheía), porque Filareto no podía ni mantener ni explotar la tierra
que le pertenecía. Los vecinos se repartieron entonces esta tierra dejando a
Filareto únicamente la casa de su padre con su terreno correspondiente. Los
vecinos de Filareto se muestran pertenecientes a dos categorías. Unos logran
sus fines mediante solicitudes, y son «campesinos» (geōrgoí), otros
mediante la fuerza, y son los «potentados», denominados por Nicetas no
dynatoi sino dynástai, palabra cuya connotación pública es mucho mayor
todavía. Despojado de esta forma, Filareto continúa sin embargo haciendo la
caridad con los «indigentes» (ptōkhoí) del campo. Otros relatos
hagiográficos documentan la realidad del siglo X. La Vida de Pablo el menor
(muerto en 955), monje del monte Latros, en la región de Mileto, contiene un
episodio que se desarrolla en una zona de tierras de propiedad imperial,
confiadas a la gestión de un protospatario, en los lindes de las cuales habitan
«pobres» (pénetēs). Estos son molestados por vecinos que actúan como
bandidos y que están todos emparentados entre sí. Esos campesinos acosados
constituyen un caso de debilidad social y el protospatario intenta por tanto
defenderlos; pero es tanta la fuerza de sus adversarios que aquel lo habría
pasado mal sin la intervención del santo. Miguel Maleino (muerto en 961)
proviene de una gran familia del tema de Carsiano, en la curva del Kizil
Irmak. Miguel establece las disposiciones sobre su herencia antes de dejar el
mundo y dona sus bienes muebles a los indigentes ptōkhoí) y se pudo ver
entonces —cuenta el hagiógrafo— a rebaños y a una masa de bienes de todas
clases en manos de los pobres, (pēnetes) que no eran otros que sus vecinos.
Debemos citar aún la Vida de Nicón Metanoíta, cuyo argumento se sitúa en la
segunda mitad del siglo X, pero cuya redacción es como poco de finales del
XI. Su historia comienza en el reinado de Nicéforo II Focas (963-969), en un
tema de Asia Menor. «Un día su padre lo envió a inspeccionar sus
propiedades, —que eran considerables—, pudo ver el trabajo y las fatigas de
los que vivían como campesinos dependientes, y que estaban continuamente
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ligados al trabajo de la tierra. Se apiadó de la vida de estos pobres pēnetes,
penosa, oprimida y declaró» su intención de dejar este mundo.
Dos textos historiográficos del siglo X van en el mismo sentido. La Vida
de Basilio I, compuesta en palacio hacia mediados de siglo, en su encomio al
emperador da cabida a la misericordia fiscal de este, que se manifiesta en la
ausencia de censo, lo cual permite a los pobres pasar libremente a las tierras
vecinas. Después, León Diácono, historiógrafo de Juan I Tsimisces (969-976),
cuenta el comportamiento del emperador después de haber asesinado a su tío
Nicéforo II Focas, al que sucedió. Tsimisces dividió en dos su considerable
patrimonio: una mitad se destinó a la fundación y dotación de una leprosería
cerca de la capital, y la otra mitad se repartió entre los campesinos (geōrgoí)
limítrofes y próximos a los terrenos en cuestión. De este modo la pobreza
campesina pudo no ser solo una categoría, caracterizada en tal caso como
dificultad para entrar en posesión de tierras y herramientas de trabajo, cuya
disposición es gratuita según los ejemplos que encontramos en los textos. Los
«pobres» son por lo demás débiles. Este aspecto lo ilustra la legislación del
siglo X, motivada por la evolución social en general, y por las repercusiones
de la hambruna de 927-928.
Las leyes que entonces se suceden se expresan mediante oposiciones de
términos que no son nuevas, pero que encierran un significado
contemporáneo. El objetivo es preservar los bienes campesinos —y con ello
los intereses del fisco— del acaparamiento de los «potentados», que se
apropian de parcelas con diversos procedimientos y que, con frecuencia,
terminan por absorber toda la comunidad rural de la que han llegado a
convertirse en miembros. Carece de importancia referir aquí de manera
pormenorizada las medidas imperiales. La constancia de todo esto se repite
hasta la gran ley de 996, prueba de que el movimiento no había podido ser
detenido. Esta legislación tiene el interés de exponer una clasificación social.
La ley de 935 expone detalladamente la categoría de los «potentados»:
titulares de una dignidad o de un cargo, senadores, gobernadores de temas;
arzobispos, metropolitas, higúmenos; responsables del mantenimiento de
establecimientos piadosos o de propiedades imperiales. En una palabra: si la
riqueza de estas categorías puede estar implícita, el criterio explícito es
siempre una delegación del poder público, o una forma de autoridad: los
«pobres» se definen entonces por defecto. En otras ocasiones los «pobres» se
oponen a los «ricos»: una ley adoptada entre 959 y 963 distingue así, a
propósito del pago a los jueces por parte de los justiciables, a «los que viven
desahogadamente» (euporoúntes, término empleado ya en la clasificación
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penal de 726), de la «masa rústica» y «demás pobres». La ley de 996, que
corona la serie, opone a los pobres (pēnetes) tanto a los ricos (ploúsioi)
como a los «potentados», los que ostentan el poder (dynasteía). La ley
menciona al pobre «que no tiene poder para nada» (adŷnatos). En el mismo
período, leyes de análoga orientación se esfuerzan por preservar también los
bienes de los «militares», sobre los cuales ya se ha hablado antes. La ley de
967 los distingue de los «civiles» (politikoi) y más concretamente de los
«pobres». Mas la ley de 959-963 introduce distinciones internas en cada
grupo, especificando por una parte los «militares» —«indigentes» o no por
relación a un patrimonio de cuatro libras (288 sólidos), decretado inalienable
—, y por otra los «civiles» que no dispongan de recursos por un valor
superior a los cincuenta sólidos, con lo cual se puede reconocer sin el menor
cambio el criterio anterior. Sin entrar en detalles, debe hacerse notar que las
ventas de parcelas de tierra en este período pueden tener precios muy
inferiores a esta cifra.
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fundaciones obedecen a la definición que conocemos: el fundador cree obrar
por su propia salvación y la de los suyos con la mediación de los monjes y la
ayuda de la limosna; el tipo de obra pía así instituida puede entonces aspirar,
en cualquier situación, tanto a la inmunidad que volverá de hecho sus bienes
más rentables, como al provecho de la hermandad monástica si el
establecimiento es autónomo, o de la familia fundadora si continúa
manteniéndose como propiedad privada. Las actas que se conservan indican
sin embargo la importancia primordial atribuida a la conmemoración litúrgica
de los difuntos. El principio no es desde luego nuevo, pero el desarrollo que
conoce sí parece serlo.
La actividad de las ciudades en los siglos XI y XII resulta evidente cuando
leemos las fuentes. Asunto más delicado es reconocer en estas la pobreza
urbana. La historiografía indica la presencia y la presión del pueblo de la
capital cuando el trono está en juego. El «pueblo» (dêmos, politikoí), que
reanuda el papel público y de masa armada que tenían los dêmoi del siglo VI,
se compone de «gentes de los talleres y del mercado», según expresión de
Pselo, agrupadas en sus respectivas asociaciones. Tal es el caso de lo que
ocurre en 1042 cuando el pueblo defiende a Zoé, legítima soberana por
nacimiento, del asalto que pretende Miguel V; en 1047, con ocasión de
intento de usurpación de León Tornicio; en 1057, cuando Isaac Comneno
toma el poder en colaboración con el patriarca Miguel Cerulario (con el
apoyo este último del pueblo de la capital); en 1059, cuando Constantino
Ducas se presenta ante las corporaciones de Constantinopla como soberano
escatológico. Es evidente que esta masa popular no siempre se hallaba en una
posición desahogada, aunque sí podemos distinguir con claridad diferentes
situaciones internas. Las agitaciones de 1042 parece que fueron las más
violentas, incluso cabría considerarlas revolucionarias. Ataliates señala el
asalto de las casas de aquellos que estaban emparentados con el emperador o
que eran muy poderosos. Las turbas —cuenta— saquearon «la riqueza
acumulada con tanta injusticia y con tantas lágrimas de los pobres», y no solo
en la ciudad, como bien podrá entenderse. Sin embargo sobre el terreno la
pobreza de los trabajadores está siempre latente, surge en cuanto las
circunstancias agravan la presión fiscal. Así sucede en 1091. En la capital
cercada por turcos y pechenegos, el patriarca Juan de Antioquía dirige al
emperador un discurso de reprobación. En efecto, Alejo I había osado echar
mano del tesoro de la Iglesia para atender a las necesidades de la guerra, y el
patriarca denuncia esta política que no podrá garantizar la victoria a su autor.
Resultan inútiles por tanto —prosigue Juan— estas procesiones de
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desgraciados que, dejando sus talleres, se ven obligados a adquirir cada uno
su lámpara para participar en aquellas, cuando quizá apenas pueden atender a
la alimentación de cada día.
En el campo, la oposición entre «poderoso» y «pobre» continúa vigente a
mediados del siglo XI, como se desprende del registro de sentencias del juez
Eustacio. La condición de los campesinos sigue siendo la alternativa entre
independencia y dependencia, bajo la égida de un Estado que con los
Comnenos está alineado con los poderosos a los que combatía un siglo antes.
La documentación de los archivos revela una clasificación fiscal basada en el
número de cabezas de bestias de tiro: dos pares de bueyes, un par, una sola
cabeza, o ninguna. Aquellos que «no poseen nada» (aktēnes), que «no son
sujeto fiscal» (ateleîs), merecen si ninguna duda la calificación de pobres; aún
más la merecen aquellos «libres» (eleútheroi) llegados no se sabe de dónde y
reclutados por los grandes terratenientes, que en esta época consiguen
autorización para inscribirlos en su propio registro fiscal. Sin embargo, en el
estado actual de la investigación arqueológica las variaciones de tipo
coyuntural o regional se nos siguen escapando en gran medida.
Durante los siglos XI y XII las fuentes vuelven a documentar notablemente
la obras asistenciales, no sin privilegiar, una vez más, a la capital. Y de nuevo,
ante esta evidente recuperación, cabe preguntarse por la incidencia del factor
social y por la del factor cultural en esta renovación. Por lo demás, la
historiografía y la documentación conservada ofrecen dos tipos de testimonio
diferentes. La documentación se sucede a partir de un modelo como la regla
(typikón) del monasterio de la Virgen Bienhechora (Euergétis) de
Constantinopla, redactado hacia mediados del siglo XI. A continuación se
pone en práctica en la institución la conmemoración litúrgica de difuntos: los
monjes en el modelo, la familia del fundador (y más tarde el fundador mismo)
en las fundaciones laicas. La asistencia, de manera más o menos variable, está
constituida por la hospitalidad a pobres transeúntes o enfermos, por
distribución cotidiana de sobras de la mesa monástica, o de cantidades fijas de
pan y vino los días de fiesta y de conmemoración. En todo caso la asistencia
queda subordinada por entero a la liturgia. Por esa razón Miguel Ataliates
instala doce pobres en Rodosto (1077), y Juan II Comneno veinticuatro
ancianos en el complejo de Cristo-Pantocrátor (1136); treinta y seis enfermos
rezarán por su hermano Isaac en la fundación de la Salvadora del Mundo
(Kosmosōteíra), ubicada cerca de un pueblo de su propiedad en Tracia
(1152). Las cifras hablan por sí solas. Isaac Comneno detalla con precisión las
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oraciones que deberán seguir a la distribución de donativos en los días de
fiesta, especialmente el día de la Dormición, en que cien pobres antes de
volverse a casa tendrán que levantar las manos al cielo y exclamar cuarenta
veces el kirieleisón por las intenciones del fundador. La cuantía de los
productos para distribuir también está fijada y, en consecuencia, limitada. En
suma, la caridad forma parte integrante del programa, pero de manera
emblemática, por lo menos en los ejemplos mencionados. Sin embargo los
laicos se benefician de las inmunidades tradicionales. Pero estas son también
un favor imperial, concedido al fundador por una razón o por otra, y, como
siempre, un factor económico favorable. Por fin en el siglo XI los
establecimientos monásticos se confían frecuentemente, mediante donación
vitalicia (kharistikē) a administradores laicos, a los que el patriarca de
Antioquía acusa de descuido en lo relativo a las limosnas y donativos
previstos (entre 1085 y 1092).
La historiografía no ignora el empleo de signos cuando nos muestra al
emperador como imitador por antonomasia de Cristo, emperador celestial Él
mismo. Las atenciones prodigadas a los leprosos por el soberano en persona
constituyen la forma emblemática de esta imitación, como lo recuerda un
Menologio del mes de enero destinado a Miguel IV, al que Pselo atribuye en
efecto esta práctica. La admisión de leprosos en la mesa de Alejo I es un
elemento del encomio pronunciado en 1089 por Teofilacto, rétor imperial y
futuro arzobispo de Ocrida. Asimismo, una leprosería figura en lugar
destacado en el complejo de Cristo Pantocrátor, dedicado por Juan II en 1136.
Dicho esto, la historiografía da cuenta también de medidas imperiales que
sugieren una interpretación social. Miguel IV funda un hospicio y un
convento destinados a las mujeres arrepentidas. Constantino IX Monómaco
restaura sobre nuevas bases el complejo de San Jorge de las Máquinas de
guerra (Manganôn). Alejo I construye un importante conjunto asistencial,
orfanato, hospicio para pobres, leprosería; al frente de todo pone al
orhanotróphos («cuidador de huérfanos»), cargo atestiguado ya en el siglo VI
y que adquiere nueva importancia. Alejo acude también en ayuda de unas
monjas de Iberia (del Cáucaso) huidas de su tierra por los acontecimientos y
que, reducidas a la miseria, se han visto obligadas a mendigar en la capital.
Todo esto deriva de la antigua philanthrōpía imperial. Creemos sin
embargo que es posible distinguir aquí una situación social más tensa,
determinada indudablemente por las consecuencias de la guerra, pero quizá
también por una cierta presión demográfica, hipótesis que podría confirmarse
mediante una investigación de la roturación, si estuviese disponible. Un
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ejemplo aislado y por eso más llamativo, es el del pueblo de Radólibo, en
Tracia, que experimenta un auge entre principios del siglo XII y mediados del
XIV, con una deforestación en el XIII. Comoquiera que sea, correríamos el
riesgo de equivocarnos si en estas medidas se vieran respuestas directas a una
coyuntura social: la función litúrgica de los pobres, la mediación esperada de
los monjes, el «amor de los monjes» entendido como virtud imperial, son
inseparables de las urgencias efectivas.
Los eclesiásticos de letras en el siglo XIII denuncian por su parte las
sospechosas comparsas de la cristiandad. En las calles de la capital, falsos
ascetas exhiben llagas trucadas que impresionan a los incautos. En la Vida de
Cirilo Fileota el monje Nicolás se enzarza en una violenta diatriba contra la
figura del monje errante, pecador y parásito, que frecuenta las fiestas de la
Iglesia, las conmemoraciones litúrgicas y las mesas ajenas; es una figura
antigua y siempre inquietante. La literatura de época de los Comnenos esboza
el tema de la pobreza profesional. Es algo que encontramos, por ejemplo, en
la obra poética del «pobre Pródromo» (Ptōkhopródromos), donde el autor
hace brillar la riqueza de la lengua vulgar con un virtuosismo enteramente
erudito. En un poema dirigido al emperador «Juan el Negro» (Mavroyanis), el
autor pinta la existencia miserable de un poeta famélico. En otro poema
fustiga a los higúmenos de la capital, contraponiendo al lujo de sus mesas y
sus baños el rigor de la suerte del monje corriente, cuya amargura intenta
expresar el texto.
En el cuadro de la sociedad bizantina los pobres se mueven desde este
momento en dos registros diferentes. Por un lado permanece la tipología
tradicional de los necesitados en una perspectiva litúrgica, unida a las
discriminaciones seculares del derecho. Por otro, emerge una pobreza ya de
tipo moderno.
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juicio, pero la colección de sus homilías (a partir del cód. París. Coisl. 278)
está todavía por estudiar, al igual que la predicación en Salónica durante el
mismo período. No vamos a encontrar aquí grandes detalles sobre la época.
Conviene sin embargo poner de manifiesto que la figura imperial sigue
conservando la virtud de la caridad, lo cual justifica el que la población
reconozca la santidad de Juan III Vatatzes, emperador de Nicea (1222-1254),
aspecto que no vamos a comentar, pero que le valió el sobrenombre de
«Limosnero», en clara alusión al santo patriarca Juan de Alejandría, en el
siglo VI.
El panorama se enriquece tras la restauración paleóloga y gracias a la
relativa abundancia de las fuentes documentales y literarias que, por lo demás,
todavía no están suficientemente explotadas. Dichas fuentes nos permiten
distinguir dos órdenes de factores en la historia social y en la recrudescencia
de la pobreza que entonces parece manifestarse. Por un lado existen
numerosos desórdenes, mientras prosigue la fragmentación del imperio:
empresas de reconquista, disfrazada de cruzadas, por parte de los latinos,
rivalidad de las repúblicas mercantiles italianas, voluntad de potencia por
parte del Estado serbio, incursiones de los mercenarios catalanes en el
siglo XIV, avance de los turcos que pesa en la sociedad provincial. Luego la
gran peste afecta al imperio en 1347. Por si fuera poco la paz civil está
comprometida. La sociedad se halla dividida entre el patriarca Arsenio y
Miguel VIII paleólogo. Al morir Miguel IX en 1320 comienza la guerra de
sucesión que desgarrará al imperio durante años. En este contexto, el partido
de los zelotes toma el poder en Salónica en 1342 y lo mantiene hasta 1349
con una actitud totalmente antiaristocrática. Los zelotes figuran también entre
los adversarios de Gregorio Palamás, el teólogo místico del movimiento
hesicasta. El triunfo de Palamás lo lleva a la sede episcopal de Salónica
(1349-1358) lo que significa en realidad el triunfo de la ortodoxia
conservadora sobre un humanismo «a la griega», cuya modernidad implicaba
la apertura hacia Occidente. Por otra parte, el auge económico, y más
concretamente mercantil, del Mediterráneo implica también a los bizantinos
del siglo XIV: los monasterios del Monte Atos propietarios de tierras de trigo y
vino, los aristócratas de la capital que se dedican al comercio, incluso las
corporaciones, están en plena actividad. Sin embargo, el gran comercio está
fuera del alcance de los griegos, y la coyuntura política provoca a comienzos
del siglo XIV una caída del valor de la moneda, el hipérpiro, con lo que se
produce un alza de los precios. En medio de este clima los pobres del campo
y los pobres de la ciudad vuelven a hacerse notar en un primerísimo plano.
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La pobreza rural, una vez más, no es objeto de discurso, pero emerge de
los documentos. Los archivos del Monte Atos revelan, para el siglo XIV, no
solo una desigualdad entre las explotaciones campesinas de su propiedad sino
también la fragilidad e inestabilidad de aquellas de menor extensión y con
menor número de brazos. Existe sin duda una relación entre esta última
tendencia y la marcada importancia del número de «libres», aquellos
campesinos sin tierra de los que ya se ha hablado. Simultáneamente, parece
aumentar la cuota de explotación directa de estas mismas propiedades, quizá
para responder a la apertura mediterránea del mercado de cereales. Todo esto
se halla relacionado. Sin embargo sería un error imaginar que todo el
monacato campesino se encuentra en una situación de prosperidad. Sin hablar
de los monjes desplazados por los acontecimientos; basta leer, por ejemplo, el
segundo testamento de Caritón, higúmeno del monasterio de Cutlumisiu en el
Monte Atos (30 de Noviembre de 1370), donde Caritón recuerda que al entrar
en el cargo la comunidad era tan pobre que estaba a punto de caer en la
mendicidad, desprovista de bienes y de murallas que la protegieran de los
ataques enemigos. La pobreza urbana otra vez está sobre todo documentada
—al menos en el estado actual de la investigación— en Constantinopla y
Salónica, dos casos evidentemente de primera importancia y por eso, en cierta
medida, excepcionales.
En primer lugar conviene distinguir el elemento coyuntural, explicitado
por ejemplo en las cartas que el patriarca Atanasio I dirige a su soberano entre
1303 y 1310, donde puede verse el sufrimiento de la capital desde 1302 por
una carestía que culmina en el invierno de 1306/7. En efecto, a medida que
aumenta la afluencia de refugiados por el avance de los turcos, mayor y más
nociva es la especulación sobre el grano y el pan. El patriarca invoca además
la penuria de oro y plata como consecuencia de las exigencias de los latinos.
Atanasio reclama un control sobre el mercado y pide leña para la cantina que
ha abierto destinada a distribuir comida caliente entre los indigentes y
desventurados. Insiste continuamente en el desorden de las instituciones: los
agentes del fisco presionan sin piedad a los contribuyentes, los obispos de
provincias alargan su estancia en la capital donde se banquetean con los
recursos destinados a los pobres (ptōkhiká). Estas quejas distan mucho de
ser nuevas, pero se agravan con la dureza de los tiempos, que el patriarca
atribuye en varias ocasiones a los pecados de Bizancio: adulterio, magia y
brujería, pero también opresión a los pobres. Las relaciones sociales y por
tanto las formas de pobreza, se modifican en esta época debido a la evolución
económica antes señalada. Evidentemente el modelo anterior continúa siendo
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claramente perceptible. El Tratado sobre los oficios, compuesto entre 1347 y
1368 como mucho, indica que el emperador lava, el día de Jueves Santo, lo
pies a doce pobres, que reciben antes vestidos y después tres monedas de oro;
el gesto imita explícitamente a Cristo. La regla del monasterio de Nuestra
Señora de la Firme Esperanza, fundado por una sobrina de Miguel VIII, prevé
distribuciones a la puerta del mismo, con cantidades fijadas previamente, en
ocasión de los aniversarios de fallecimientos y en las festividades, a la
intención —declara la fundadora— de «mis hermanos en Cristo, los
necesitados». En la Vida de Máximo Causocalibita (es decir «el que quema
las chozas»), seguidor de Gregorio Palamás muerto hacia 1365, volvemos a
encontrar de la pluma de Teófanes, higúmeno de Vatopedi y luego
metropolita en Tracia, aquella ambigüedad entre miseria real y ascética que
originariamente caracterizó a las figuras de la hagiografía. En el período
«urbano» de su vida, Máximo, harapiento y descalzo, pasa las noches como
un pobre en la puerta de la iglesia de las Blaquernas. Se distingue sin embargo
por sus lágrimas de penitencia, y durante el día simula estar loco para mayor
edificación de todos. Se vuelve a encontrar una pobreza estamental: clérigos,
monjes, letrados. Para estos últimos es indudable que la pobreza es en parte
un motivo literario; pero en cualquier caso sí que debe tener alguna relación
con la realidad. El testamento del patriarca Isidoro, en 1530, revela una
inquietud por los clérigos y monjes pobres de la capital. El renovado vigor de
la predicación, en fin, y la vuelta a los temas de la moral social recuerdan la
gran coyuntura urbana del final del mundo antiguo. Tanto el patriarca Filoteo
como Gregorio Palamás, arzobispo de Salónica, vuelven a predicar sobre la
limosna y sobre «el amor al dinero» (philárgyría). El crimen del préstamo
con interés, asunto que ya tratara antaño Basilio de Cesárea, vuelve a inspirar
una homilía de Gregorio Palamás, y también un informe preparado por
Nicolás Cabasilas, nacido en 1320 de una hermana de Nilo Cabasilas,
arzobispo de Salónica; dos composiciones y una alocución dirigida a la
emperatriz Ana, así como otra de Demetrio Cidones a Juan V. Al margen de
los precedentes clásicos, nos hallamos bien entrado el siglo XIV, como
podemos darnos cuenta por el Diálogo de los ricos y los pobres, escrito a
mediados de siglo por un enseñante y hombre de letras de la capital Alejo
Macrembolita.
Es verdad que en esta obra pueden leerse definiciones clásicas, acaso con
una acritud nueva: los pobres están cerca de los ángeles y de Dios, la moral
está de su lado; los ricos viven acumulando lo superfluo; hay que restablecer
el equilibrio, y hacer así que los pobres cumplan su papel de intercesores. La
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evocación de la vida cotidiana de los pobres también es un elemento
tradicional. Ofrece no obstante indicaciones precisas: «para nosotros la
calderilla de plata y bronce, solo para la comida de cada día, —y que llegan
hasta la brutalidad—: todos dicen que morirse de hambre es la más triste de
las muertes». Uno se enriquece —continúa el autor— con el saber, con los
negocios, con el acaparamiento, con la rapiña, y mucho más con el poder y el
patrimonio. Los pobres se definen a sí mismos como trabajadores de la tierra,
de las casas, de los barcos, como los artesanos, en suma, como todos los que
constituyen las ciudades. Al número de los ricos se añaden los traficantes. Los
ricos replican que en la sociedad hay extremos, igualmente delincuentes, y un
justo medio, lo cual es rebatido por los pobres. Todo este discurso parece ya
contemporáneo. Y de hecho otros pasajes rompen con la tradición. Los pobres
se quejan a gritos de tener que trabajar por un beneficio escaso o nulo; los
ricos evitan comer con ellos, relacionarse y sobre todo contraer matrimonio
con ellos. Rechazan la idea de que ser pobre es hacerse extraños a Dios:
¿circulaba entonces esta idea? Eso significaría un concepto ya muy moderno.
Los pobres recuerdan por fin que la antigua organización asistencial ya no
funciona; los ricos se justifican insistiendo en que las condiciones generales
eran antaño mucho mejores y los pobres menos numerosos. Que el sistema
antiguo ha caído en desuso puede verse efectivamente en el Tratado sobre los
oficios citado anteriormente, donde se aprecia que el título de orfanótrofo no
se corresponde con la realidad.
Por otra parte, la época paleóloga aúna pobreza, falta de instrucción,
disidencia religiosa, marginalidad y, en ocasiones, delincuencia. Todo lo cual
se ve en el conflicto que opone a Miguel VIII con el patriarca Arsenio, un
monje, fiel a la dinastía de los Láscaris y a la que Miguel traicionó en la
persona del pequeño Juan IV. El partido arsenita levantó una oposición contra
el emperador Paleólogo cimentada en la hostilidad contra los latinos, algo que
es socialmente complejo puesto que encontramos popes, monjes y laicos de
condición modesta junto con los mensajeros errantes de lo que pronto se
convertirá en un cisma: los «hombres vestidos de saco» (sakkophóroi),
denominación que recuerda a la vez un antiguo ascetismo y una antigua
herejía. El testimonio del registro de audiencias del tribunal patriarcal va en el
mismo sentido. Tal es el caso del pope Gariano, en junio de 1316, acusado de
contactos heréticos. Gariano declara ser originario de Anatolia y proceder de
una buena y piadosa familia. Abandonó su tierra con la mujer y los hijos a
causa de los ataques militares de los enemigos; anduvo errante buscando
donde instalarse empujado por la carestía del trigo en ese momento. Se detuvo
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en un lugar que, según los términos de la acusación, era un refugio de
bogomilos, los cuales atendieron sus necesidades. De ahí le vinieron todos los
contratiempos a Gariano, que terminarían por lo demás en un no-lugar. Otras
audiencias hacen desfilar a popes, monjes y monjas, implicados en casos de
magia y herejía o de costumbres.
A decir verdad el cuadro que presentamos de época paleóloga es
incompleto. No solo porque las fuentes griegas de los siglos XIV XV no han
revelado todas sus informaciones, sino también, y sobre todo, porque la
definición de este mundo griego, cuyos pobres debemos describir, constituye
un problema. La investigación tendría que haber contemplado tanto las
poblaciones griegas sujetas a dominación veneciana o franca, como al imperio
de Trebisonda conquistado por los turcos en 1461; y debería contarse además
con las primeras generaciones bajo dominio otomano, documentadas en
fuentes griegas y documentos turcos.
De las páginas precedentes se extraen dos conclusiones. En primer lugar,
el viejo modelo de pobre que trabaja, de pobre indigente y de la asistencia,
modelo justinianeo de raíces antiguas, articulado con el modelo de poder
imperial, y basado en la economía cristiana de la salvación, vemos que resiste
durante siglos. Sobrepasa incluso las fronteras del imperio; emigra a países
evangelizados por la Iglesia bizantina, como Rusia. Es de justicia afirmar que
la cristiandad latina elabora un modelo similar, sobre bases enteramente
comunes y sin ignorar el derecho justinianeo; sin embargo habría sido
necesario establecer más comparaciones. En segundo lugar, al final de la
historia política de Bizancio, parece apuntar otro tipo de pobreza sobre aquel
modelo venerable, una pobreza moderna. Como en Occidente.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Fuentes
El presente estudio se basa en un número de fuentes lo suficientemente elevado como para poder dar
un inventario completo de las mismas. Por esta razón se indican los repertorios que permitirán al lector
hallar con facilidad los trabajos mencionados además de cualquier referencia particular.
Beck, H.-G. Kirche und theologische Literatur im byzantinischen Reich, Múnich 1959; para la
hagiografía se complementa con la Bibliotheca Hagiographica Graeca, vols. I-III, ed. de F. Halkin,
Bruselas 19573, así como con los suplementos publicados en 1969 y 1984; un complemento para el
derecho y la jurisprudencia de la Iglesia de Constantinopla lo constituyen Les Regestes des actes du
Página 51
patriarcat de Constantinople, I, Les actes des patriarches, fasc. 1-3, ed. de V. Grumel, París
1932-1947, fasc. 4, ed. de V. Laurent, Paris 1971, fasc. 5-6, ed de J. Darrouzés, París 1977-1979.
Ediciones de cánones y de comentarios canónicos: G. A. Rhalles-M. Potles Syntagma kanónón, Atenas
1852-1859.
Derecho imperial
Codex Iustinianus, ed. de P. Krüger, Berlín 1877; Novellae, ed. de R. Schóll y W. Kroll, Berlín 1895.
Ius Graecoromanum, I-II, ed. de I. y P. Zepos, Atenas 1930-1931 (para la legislación posterior a
Justiniano).
Hunger, H., Die hochsprachliche profane Literatur der Byzantiner, I-II, Múnich 1978, en especial I, pp.
243-441 por lo relativo a la historiografía hasta el comienzo de la dominación latina (1204).
Inventarios de fuentes
Patlagean, E., (1977; véase más adelante la sección Estudios) para los siglos IV a VII excepto Egipto,
para el cual se consultará E. Wipszycka (1972). Los documentos de archivo, atestiguados en el
ámbito bizantino a partir de finales del siglo IX pueden verse en Lemerle (1979), Patlagean (1987),
Laiou-Thomadakis (1977).
Referencias particulares
Gauthier, P., «Le dossier d’un haut fonctionnaire d’Alexis Ier Comnène, Manuel Straboromanos», en
Revue des Études Byzantines 23 (1965) 168-204; Ídem «Diatribes de Jean l’Oxite contre Alexis Ier
Comnène» ibídem 28 (1970) 5-55.
Para la cuestión del Ptocopródromo, véase H. G. Beck Geschichte der byzantinischen Volksliteratur,
Múnich 1971, pp. 101-105; M. J. Kyriakis «Poor Poets and Starving Literati in Twelfth Century
Byzantium» Byzantion 4 (1974) 290-309.
Pseudo-Kodinos, Traité des offices, introd., texto y trad. de J. Verpeaux, París 1966.
The Correspondance of Athanasius I Patriarch of Constantinople. Letters to the Emperor Andronicus II.
Members of the Imperial Family and Officials, ed., trad. y comentario de A. M. Maffry Talbot,
Washington 1975.
Sĕvčenko, I., «Alexios Makrembolites and his “Dialogue between the Rich and the Pooren”» Zbornik
Radova Vizantoloskog Instituta 6 (1960) 187-228 (reimpr. en Society and Intellectual Life in Late
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Estudios
Brown, P., The Body and Societv. Men, Women and Sexual Renunciation in Early Christianity, Nueva
York 1988.
Laiou-Thomadakis, E., «The Byzantine Economy in the Mediterranean Trade System. Thirteenth-
Fifteenth Centuries» en Dumbarton Oaks Papers 34-35 (1980-81) 177-222.
— «The Greek Merchant of the Palaelogan Period. A collective Portrait» en Praktiká tês akadēmías
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Lefort, J., «Radolibos: population et paysage» en Travaux et Mèmoires 9(1985) 195-234.
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Lemerle, P., The Agrarian History of Byzantium from the Origins to the Twelfth Century. The Sources
and Problems, Galway 1979 (ed. adaptada por el mismo en «Esquisse pour une histoire agraire de
Byzance: les sources et les problèmes» Revue Historique) 219 (1958) 32-74, 254-284; 220 (1958)
43-94.
Patlagean, E., «La pauvreté à Byzance au temps de Justinien; aux origines d’un modèle politique» en
Études sur l’histoire de la pauvreté (Moyen Age-XVIe siècle), ed. dirigida por M. Mollat, vol. I, París
1974 pp. 59-81.
— Pauvreté économique et pauvreté sociale à Byzance, 4e, 7e siècles, París-La Haya 1977.
— «Les donateurs, les moines et les pauvres dans quelques documents byzantins des XIe et XIIe siècles»
en Horizons marins, itinéraires spirituels (= Mélanges M. Mollat), ed. de H. Dubois, J. C. Hocquet,
A. Vauchez, vol. I, París 1987, pp. 223-231.
Sĕvčenko, I., Society and Intellectual Life in Late Byzantium, Londres 1981 (Variorum Reprints).
Wipszycka, E., Les resources et les activités économiques des églises en Egypte diu IVe au VIIIe siècle,
Bruselas 1972.
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Capítulo segundo
EL CAMPESINO
Alexander Kazhdan
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Fragmento de un menologio del siglo XI, fol. 368 v, cód. 14 del Monasterio de Esfigmenu,
Monte Atos
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Cuando decimos «Bizancio» generalmente entendemos Constantinopla, la
corte imperial, el bullicio de la vida urbana. Pero Bizancio, como todos los
países en la Edad Media, era predominantemente rural. Aunque no
disponemos de datos seguros que nos permitan calcular el volumen de las
diferentes categorías de la población bizantina, es evidente que la mayoría
vivía en el campo. El emperador León VI (886-912), en su manual de arte
militar llamado Taktiká, dice que eran dos los tipos de trabajo necesarios para
el bienestar del Estado: el de los campesinos (geōrgiké), que alimentaba y
mantenía a los soldados, y el de los soldados (stratiōké), que defendía y
protegía a los campesinos. La misma idea sostiene el emperador Romano I
Lecapeno (920-944) en un edicto promulgado en 934, donde se insiste en que
las condiciones necesarias para la normal existencia de la sociedad son dos: el
pago de impuestos y el servicio militar; los campesinos eran considerados los
principales contribuyentes, que sostenían al Estado y a su aparato militar.
La palabra usada generalmente para designar al campesino era geōrgós,
es decir «el que trabaja la tierra, labrador», pero había también otras, unas
más vagas, otras más específicas. Los campesinos podían llamarse, por
ejemplo, oikodespótai («dueños de casa») o khōrítai («campesino»
propiamente dicho). En documentos tardíos a los habitantes de los pueblos se
los denomina frecuentemente paroíkoi, término que de su significado inicial
de «colono» pasa a tener el de «campesino dependiente». Entre los términos
específicos aplicados a categorías específicas de la población rural había
palabras como, por ejemplo, dēmosiárioi, es decir, personas obligadas a
pagar tributo fiscal (dēmósion); xénoi («forasteros»); eleútheroi («exentos
de impuestos»); zeugarátoi («propietarios de una yunta de bueyes»);
áktēmones («sin propiedad alguna», «desposeídos»); kalybítai
(«propietarios de una choza»); kapnikárioi («propietarios de un hogar»).
Todos estos son términos que hacen hincapié en la respectiva condición
patrimonial, o sea, se indica que se es dueño de algo —a veces de nada— y se
indica por tanto un tipo de relación con el sistema fiscal. El término ágroikos
(«rústico») tenía solo una connotación despectiva, con el sentido de «tosco» o
«patán».
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Los campesinos eran ante todo los que vivían en los pueblos, aldeas. En
griego clásico la palabra kōmē, para designar «pueblo» o «aldea», continuó
utilizándose en las fuentes narrativas, pero en los documentos (empezando
por los papiros del siglo III) se utiliza khōríon, que en griego clásico
significaba «sitio», «lugar». Resulta difícil establecer una distinción rigurosa
entre el pueblo (khōríon) de un lado y el asentamiento urbano, por otro, y no
conocemos ordenanzas que concedan a un sitio los privilegios propios de la
«ciudad» después del siglo VI. La terminología era fluida y un mismo
asentamiento puede aparecer en los textos que conservamos unas veces como
polis («ciudad»), otras como kástron («castillo»), otras como khōríon;
precisamente por lo indefinido de esta situación resulta sintomático un
compuesto del tipo de kōmópolis («ciudad-pueblo»). La existencia de
fortificaciones no constituía el signo distintivo de un estatus urbano: los
cruzados se sorprendieron al ver que la ciudad de Andrávida, en el
Peloponeso, carecía de recinto amurallado y que, en cambio, había
monasterios y pueblos muy bien fortificados, especialmente en los últimos
siglos. Tampoco puede decirse que la única actividad de los habitantes de los
pueblos fuese la agricultura. Conservamos un documento fiscal, fechado en
1218/19, relativo a la ciudad de Lámpsaco (en la costa oriental del
Helesponto), donde se relacionan los 173 núcleos familiares que constituían la
población, de los cuales 60 son denominados «urbanos» y 113 como
«campesinos». No tenemos noticia de que hubiera en Lámpsaco ningún tipo
de manufactura, pero sí que había molinos, viñedos, salinas, actividad
portuaria y pesquera que producían rentas sometidas a fiscalidad. Atenas era
una ciudad famosa, considerablemente más que Lámpsaco, pero a finales del
siglo XII su arzobispo Miguel Coniata se lamentaba de que un número de
campos hubiese invadido el área anteriormente ocupada por edificios y que
hasta la Estoa se había convertido en un lugar de pastoreo. También dentro
del recinto de las murallas de Constantinopla había viñas y campos. Pero
¿cómo definían la ciudad los bizantinos? El mismo Miguel Coniata menciona
las fortificaciones, un puente de entrada y un gran número de habitantes como
los rasgos distintivos de una ciudad, pero se inclina sobre todo a señalar una
definición moral: la peculiaridad de la pólis, dice, «no está en unas murallas
fuertes o en la altura de las casas, sino en las creaciones de los artesanos,
como imaginaban los antiguos, pero sobre todo en la existencia de hombres
dotados de piedad y valor, de pudor y justicia».
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Asentamientos rurales
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distinción entre agrídion y proásteion, entonces el agrídion empezó a albergar
una población dependiente y a designar una «finca».
Un pueblo corriente incluía unas tierras comunales: colinas con bosques,
pastos, bosques de castaños, nogales y otros árboles, el borde del mar u orillas
de un lago, también podía ser común la propiedad de un torrente. Pero la
mayor parte del territorio de los pueblos se dividía entre los núcleos de
habitación, cada uno de los cuales —casa y terreno— se llamaba stásis, en el
sentido de unidad física, y stíkhos («línea») en el sentido de unidad fiscal,
aludiendo a la línea que ocupaba en el correspondiente catastro. En la
documentación la stásis incluye casas, viñas, cocina, huerto, árboles, campos
y a veces pastos, pozos o fuentes. Estas tierras solían estar divididas en
parcelas. Un documento del siglo XIV describe diez núcleos del pueblo de
Afeto, concedidos al monasterio de Jilandari (en el Monte Atos), y nos
permite examinar desde dentro la estructura fraccionada de estos núcleos,
pues los campesinos poseían cada uno de 5 a 33 parcelas —muchas
verdaderamente mínimas, dispersas por las distintas partes del territorio del
pueblo. Las dimensiones medias de un campo, propiedad de Teodoro Trasces,
eran solo de 3,5 modios (un modio equivalía aproximadamente a 0,08
hectáreas). Las tierras de una stásis, o las de una finca, estaban jerarquizadas.
Las más valiosas se denominaban autoúrgia (literalmente «explotadas sin
ayuda»), categoría que comprendía las propiedades que rendían el máximo:
olivares, viñedos, pastizales, salinas, molinos de agua, alfares o viveros. Por
debajo de las autoúrgia, en la escala de propiedades, venían los campos
corrientes, los llamados khōráphia en la terminología bizantina.
Los documentos no solo oponen los khōráphia a los viñedos y pastos
sino normalmente a la tierra, gê, término este último que designa
primordialmente a las grandes parcelas de terreno, mientras un khōráphion
rara vez sobrepasa los diez modios. Entre los khōráphia se pueden
distinguir los campos «internos» y «externos», probablemente se trataba
respectivamente de terrenos situados más cerca de la káthedra del pueblo y de
aquellos —¿recién cultivados quizá?— ubicados en los suburbios del
asentamiento. Los khóráphia eran unidades cerradas, delimitadas por zanjas o
empalizadas u otras señales de límites; podían lindar con parcelaciones de
otra naturaleza, por ejemplo viñedos, olivares, huertos o hasta caminos y
edificios. No se consideraban lotes en campo abierto ni tampoco estaban
sujetos a una redistribución sistemática.
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La agricultura: productos y técnicas
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testamento de Escarano encontramos más centeno (45 modios) que trigo.
También se cultivaba el mijo, pero el dietólogo Simeón Set (siglo XI) tiene sus
dudas al respecto pues dice que sienta mal al estómago. En cuanto a la avena,
era conocida por lo menos en el Peloponeso durante la dominación franca.
Los bizantinos cultivaban para cosechar en verano y en invierno. Nicéforo
Gregorás, polígrafo del siglo XIV, podía observar simultáneamente en los
campos el grano joven y el maduro; las cosechas de invierno se sembraban en
noviembre, por lo común entre los días 11 y el 30. Las abundantes lluvias de
otoño eran beneficiosas para madurar el grano.
En la dieta bizantina las legumbres seguían en importancia a los cereales.
Una vez más las cifras a nuestro alcance son casuales; en la propiedad de
Baris se almacenaba una modesta cantidad de legumbres, 5 modios; sin
embargo en el monasterio de Santa Marina había 39, lo que suponía un tercio
del cereal almacenado. Una buena variedad de frutas y verduras venía a
completar la dieta; frecuentemente se mencionan uvas y aceitunas. Los
bizantinos plantaban también coles, cebollas, puerros, zanahorias, ajos,
sandías, calabazas, melones, etc. En los huertos de los bizantinos abundaban
los árboles frutales. Una sátira tardía en griego vulgar, el Libro de los frutos
(el Pórikológos) imagina una corte en que todos sus componentes son frutas y
verduras, con el membrillo como rey, el limón, la pera, la manzana, la cereza,
la ciruela, el higo, etc. Se conocía también el melocotón (o «fruto persa»). Los
cálculos de N. Kondov demuestran que en el Norte de los Balcanes el peral
estaba más extendido que el manzano y el cerezo más que el ciruelo. Los
bizantinos plantaban también granados, morales, almendros, nogales,
castaños. Algunas plantas se cosechaban con fines industriales, pensemos en
el lino, sésamo, algodón, producto este último que se daba solo en las
regiones más cálidas del Imperio. Tras la pérdida de Siria, el mayor centro de
sericultura fue Italia meridional.
La tecnología agrícola continuó las antiguas tradiciones mediterráneas. El
arado que se utilizaba era todavía el de época romana, sin ruedas, del tipo más
sencillo. Constaba de las siguientes partes: el timón, el yugo, la esteva y la
reja. El timón es la parte curva del arado que une la reja con el yugo. La reja
es la parte esencial del arado, estrecha por la punta y frecuentemente
reforzada por un mango para reducir la fricción y evitar una posible rotura. El
arado sujeto horizontalmente al timón mediante una clavija —y por eso al
yugo— era arrastrado por un par de bestias (normalmente bueyes) a través de
la superficie del suelo que se ablandaba; al quedar removida la tierra se
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depositaba a ambos lados del surco resultante. La profundidad exacta del
surco se regulaba según la presión ejercida sobre la esteva, mientras se
controlaba a los bueyes con un aguijón. Al abrirse solo los estratos superiores
del terreno, la humedad quedaba debajo, lo cual es importante en regiones
semiáridas como Grecia y Asia Menor con veranos secos y cálidos.
Muchos manuscritos iluminados (pensemos en algunos de Los trabajos y
los días de Hesíodo o de las Homilías de Gregorio Nazianzeno) muestran el
modelo de este instrumento de madera. Evidentemente era bastante ligero
pues un labrador, de regreso a su casa, podía cargarlo a la grupa de un buey.
Los bueyes se guarnecían con colleras, al menos hasta el siglo X, cuando se
introdujo un sistema de arreos más complicado; como el arado no tenía ruedas
los bueyes con la collera solo podían llevar unos arreos ligeros.
Dado que el arado se limitaba a «arañar» el suelo, se hacía necesario pasar
más de una vez; este método se refleja en los términos dibólisma y tribólisma
que indican respectivamente la segunda y tercera pasada con el arado. En
muchos casos el suelo era de tal naturaleza que era imposible ararlo con lo
que había que labrar a mano. Así, en la relación de propiedades del
monasterio de Patmos hacia finales del siglo XI, el conjunto de los terrenos se
calcula en unos 3860 modios, de los que solo 627 son aptos para el cultivo; de
estos no más de 160 podían ser labrados con bueyes; el resto tenían que
labrarse a mano. Los bizantinos disponían de una amplia terminología para
designar los diversos tipos de azadas, zapas, azadones usados por los
labradores; la díkella u horca de dos puntas, la makélē, el liskárion, el
tzápion y la llamada «hacha de agricultor». El cultivo de viñedos y huertos
exigía evidentemente un trabajo manual. Las miniaturas de los manuscritos
bizantinos, así como los mosaicos, nos muestran la díkella unida en ángulo
recto con el mango; la makélē como una horquilla de tres puntas y
empuñadura larga, además de otro tipo de aperos. Para la cosecha se usaba la
hoz (drépanon) pero no la guadaña. El labrador empuñaba la hoz con la mano
derecha y con la izquierda agarraba el manojo de espigas para segarlas.
Después de terminadas las faenas de la siega quedaban los tallos que se
aprovechaban para pasto del ganado, contribuyendo así a la fertilización del
suelo mediante el estiércol.
También se conservaban en la trilla los antiguos modelos mediterráneos.
Los bizantinos no utilizaban correas; las espigas se ponían en la era, situada
por lo general en un lugar elevado y expuesto al viento, los bueyes o asnos
arrastraban por encima un trillo (doukánē). El grano se separaba de la parva
con un bieldo o con una horca de aventar para después almacenarlo en las
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goúbai, unos graneros en forma de pozo, excavados en el suelo, o en los
píthoi, grandes recipientes de barro cocido, muchos de los cuales han
aparecido en las excavaciones arqueológicas.
Eran muchos los tipos de molinos utilizados. Conocemos la existencia de
molinos de mano (kheirómyla). La Vida de san Lucas Estiriota narra la
historia de unos ladrones que robaron un molino de mano al santo y que
fueron severamente castigados por su impío crimen. Estos molinillos se solían
llevar en la impedimenta de las expediciones militares. Con mayor frecuencia
las fuentes mencionan los molinos accionados por animales: bueyes viejos,
asnos y hasta caballos. Este tipo de molino fue el instrumento primario para la
molienda de cereales durante el imperio romano; por una ley de 364 una
tahona normal estaba dotada de animales y esclavos. Este molino continuó
existiendo en Bizancio; el Libro del prefecto o del eparco —colección de
estatutos de los gremios de Constantinopla en el siglo X— menciona los
animales que movían los molinos. Los molinos accionados por animales se
fueron reemplazando gradualmente por molinos de agua (hydromylônes).
Los primeros molinos de agua se habían construido ya en la baja
antigüedad; en el Agora de Atenas se ha excavado un molino de agua del
siglo V. Un eje horizontal corría de la rueda de palas y transmitía la fuerza
mediante unos engranajes al árbol vertical que hacía mover la muela. En
Roma tenemos documentados molinos de agua durante el período que va del
siglo IV al VI. En Bizancio llegaron a ser algo corriente. Los había de dos
tipos: molinos de invierno que funcionaban solo cuando bajaban las aguas
torrenciales, y los ergastēria anuales (el ergastērion «taller» era una
denominación típica para los molinos). Los molinos de viento
(anemomylônes) aparecen en Bizancio más tarde que en Occidente y rara
vez se mencionan en las fuentes, pero no hay duda de que ya existían en el
siglo XIV.
Probablemente en el siglo X se inventó un nuevo instrumento: una
máquina accionada por bueyes y destinada a producir masa de pan. La
primera referencia se encuentra en la Vida de san Atanasio el Atónita, cuando
el santo construyó uno para su comunidad monástica y en el siglo XI varios
monasterios del Atos adquirieron bueyes para accionar esa máquina, que
resultaba demasiado complicada para ser utilizada en una casa particular.
En los hornos se cocía el pan, generalmente en forma de hogaza, a veces
de torta. En el siglo XIV Nicéforo Gregorás se queja por haber tenido que
comer hogazas cocidas en ceniza por algunas familias campesinas. Los
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soldados en campaña comían el paximádion, pan cocido dos veces y secado al
sol hasta formar una especie de bizcocho.
Las aceitunas constituían una de las bases de la alimentación bizantina,
prensadas en una almazara producían el aceite, destinado para freír alimentos
o aliñarlos. Hasta la conquista árabe, las regiones especializadas en el cultivo
del olivo eran Sicilia y el Norte de África; cuando dichas regiones se
perdieron por el Imperio (siglo VII) la olivicultura se limitó a las costas de
Asia Menor, Grecia e Italia meridional. En Anatolia no se daba el olivo; los
documentos procedentes de Macedonia solo mencionan rara vez el olivo.
Conviene señalar que la llamada Ley Agraria, controvertida recopilación de
normas reguladoras del campo, correspondiente al siglo VIII o IX, no menciona
para nada la olivicultura. Por otra parte los viajeros ingleses del siglo XII
relatan que en ningún otro lugar del mundo se producían tantos olivos como
el sur del Peloponeso.
La producción de aceite de oliva era bastante complicada, requería
eliminar el hueso y separar el aceite del orujo. Muchas almazaras de los
siglos V al VII descubiertas en Siria revelan este proceso. Las aceitunas se
acumulaban en una pileta con dos rodillos de piedra en los extremos. Estos
rodillos prensaban con tal fuerza que permitían retirar las impurezas y que la
pasta resultante pudiera recogerse en cestos redondos para volver a colocarla
en otra pileta y someterla a un segundo prensado. La pasta así exprimida
dejaba fluir el aceite en una pileta inferior. El aceite así obtenido se dejaba
correr hasta otra pileta con agua; las impurezas se sedimentaban y el aceite
flotaba en la superficie para acarrearlo a otro recipiente. Todas estas
operaciones tenían que realizarse con sumo cuidado porque los restos de las
pepitas que eventualmente pudieran haberse prensado producían un
desagradable sabor y una retirada completa del cualquier impureza, de heces
o huesos por ejemplo, era muy difícil.
Además de olivares, se plantaban viñedos en casi todo el territorio del
Imperio; junto con el khōráphion, el viñedo constituía la forma típica de
terreno cultivado en Bizancio, pues el pan y el vino eran los principales
productos alimenticios. Normalmente no se empleaban pérgolas para sostener
las vides; los campesinos usaban rodrigones de caña o dejaban que las vides
se agarraran a los troncos de los árboles del huerto. En un relato latino del
Peloponeso en época franca se da el nombre de ambellonia a las tierras en las
que se cultivan vides y otras plantas, incluidos los olivos. No es casual el
hecho de que los bizantinos emplearan no solo el término ampelón «viñedo»,
sino también sus compuestos ampeloperibólion, ampelokēpion, es
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decir «huertos con viñas». Podían encontrarse viñedos en cualquier parte, se
plantaban incluso en zonas de montaña. En la Macedonia del siglo XIV una
gran mayoría de campesinos poseían viñas: de un 83,7 por 100 a un 92 por
100, según Kondov, de un 74 por 100 a un 96 por 100, según Laiou. La
superficie de un viñedo oscilaba entre los 0,5 y 22 modios, según Kondov,
pero Laiou subraya «la distribución relativamente igual de los viñedos» en
una población económicamente desigual en otros aspectos.
Las herramientas esenciales del viñador eran el klaudeutērion o navaja
de podar. Los racimos de uva se recogían en banastas o bastones y se llevaban
del viñedo a una cuba o tinaja, llamada lēnós. Antes de pisar la uva, se
incesaba la tinaja, se retiraban de las banastas las hojas y los racimos pasados
para evitar el gusto amargo en el mosto. Hecha este selección, se ponían los
racimos en la tinaja, tras haberse lavado los pies, los hombres se metían en la
tinaja y exprimían el jugo de las uvas pisándolas. Se retiraba luego el orujo
del fondo; el mosto pasaba por un canalillo a un receptáculo (el hypolēnion)
situado debajo de la tinaja; después el mosto se almacenaba en toneles
(harélia) para su fermentación. En diversas partes del Imperio se han
descubierto tinajas de época tardorromana, unas fijas y otras transportables.
Muchos documentos de época tardobizantina mencionan las tinajas, en
ocasiones junto con los phithária, grandes recipientes para el vino; eran
propiedad de ciudadanos particulares y se colocaban en los patios.
Liutprando de Cremona visitó Constantinopla a mediados del siglo X; su
embajada oficial no tuvo éxito y sufrió una amarga frustración. Todo lo
bizantino le resultaba detestable, incluido el «vino griego», que consideraba
«imbebible» porque sabía a «pez, resina y yeso». Al margen de la difícil
cuestión de gustos, Liutprando se refería a los ingredientes como las agujas de
pino, que daban al vino un sabor parecido a la retsina de los griegos actuales.
Se facilitaba así la conservación del vino pero dándole desde luego un aroma
muy particular. Otros viajeros occidentales probablemente se interesaron más
por el vino griego, sobre todo por el de Creta, especialmente famoso; así el
erudito Burgundio de Pisa, en el siglo XII, tradujo muchos párrafos dedicados
al vino de la colección bizantina de agronomía conocida como Geoponica.
Estos Geoponica contienen cinco libros dedicados a la producción vinícola,
pero es difícil establecer en qué medida reflejan la realidad del siglo X y hasta
qué punto no están influidos por la antigua tradición erudita.
Sabemos muy poco sobre la elaboración de otros productos agrícolas. El
lino, que apenas está mencionado en los Geoponica, ocupó un importante
papel en la agricultura bizantina. El mencionado catastro de 1073 señala que
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en el proásteion de Baris había almacenado no solo trigo, sino cebada,
legumbres y lino (linokókkoi). Las semillas se trataban en unos talleres
especiales llamados linolaoitribiká de donde se extraía aceite.
Las fibras de lino para productos textiles se trabajaban en otros talleres,
los linobrokeía, normalmente instalados a orillas de un río o de un lago, dado
que la elaboración del lino requería mucha agua. La industria del lino estaba
muy desarrollada en el Egipto tardorromano, pero después de la conquista
árabe en el siglo VII, Constantinopla importaba los tejidos de lino de Bulgaria,
sobre todo, y del Norte de Anatolia, es decir de las regiones del Estrimón, del
Ponto y de Trebisonda.
El clima cálido y seco provocaba frecuentes, sequías en Bizancio, de
manera que el agua era constante motivo de preocupación. Durante el Bajo
Imperio las técnicas de irrigación se desarrollaron mucho en Egipto y las
provincias occidentales; en Egipto continuaron usándose gran número de
instrumentos para la extracción de agua y su acarreo a distintos niveles, como
por ejemplo el tornillo de Arquímedes, bombas de succión, norias, bandas de
cangilones, etc. Sin embargo son escasos los datos sobre aparatos semejantes
en Siria, Palestina o Grecia. En Asia Menor y en Grecia el agua (de torrentes,
lluvias o acueductos) se recogía preferentemente en cisternas y no se utilizaba
la irrigación mediante canales u otros ingenios mecánicos de extracción de
aguas. Las reglas (typikón) del monasterio de la Cosmosotira, cerca de Enos,
en Tracia, describe una compleja construcción para la traída de aguas
directamente de un manantial por medio de una conducción hasta un
receptáculo protegido del sol y la suciedad. En otras ocasiones se recurría al
acarreo humano del agua en recipientes.
El agua se utilizaba ocasionalmente para irrigar viñedos, huertos y
olivares. Un documento cretense, fechado hacia 1118, da cuenta de un
conflicto entre el propietario de un molino y sus vecinos, cultivadores de
khōráphia de regadío, porque la construcción del molino les privaba del
agua necesaria para sus campos. En un documento tesalonicense del año 1421
se describen proyectos para cultivos a gran escala; dicho documento refiere
las actividades de la familia de los Argirópulos, arrendatarios de un huerto del
monasterio de Iviron que mejoraron con obras de regadío aumentando
extraordinariamente la producción y los beneficios.
Ganadería y afines
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Los bizantinos criaban muchas clases de ganado: caballos, va cas, búfalos
de tipo asiático, camellos, asnos, mulos, ovejas, cabras cerdos. Aún está por
escribir la historia de la cabaña bizantina lo que plantea problemas
importantes. Los registros catastrales tardorromanos, que dicho sea de paso,
solo cubren una mínima parte del territorio del Imperio, dan a entender una
situación con graves carencias: no había bastante ganado. Sin embargo la Ley
Agraria presenta una sociedad rural en la que la cría de ganado parece haber
tenido un papel más significativo que la producción cerealista: de los 85
artículos de esa ley, 40 tienen que ver con el ganado bovino, mular, ovino y
porcino (en cambio no hay mención del equino); únicamente 16 artículos
están dedicados al cultivo de la tierra y a cuestiones conexas, 9 a viñedos y
huertos, 2 a aperos de labranza y 4 a las casas, graneros y establos. Al igual
que las leges medievales occidentales, la Ley Agraria protegía al animal de
los perjuicios que pudiera ocasionarle el vecino más que a los cultivos del
vecino respecto del animal que pudiera perjudicar a aquellos. Fuentes de
época posterior dan la misma impresión; a principios del siglo XII el peregrino
ruso Daniil Ugumen se sorprendió de la cantidad de reservas que pudo ver en
las islas de Patmos, Rodas y Chipre; el juglar normando Ambroise señaló en
esa misma época la gran abundancia de vituallas y ganado en Chipre. En el
siglo XIV grandes terratenientes como Juan Cantacuzeno poseían enormes
rebaños en Tracia; al lamentar sus pérdidas Cantacuzeno menciona 2500
yeguas, 1000 parejas de bueyes, 5000 vacas, 50 000 cerdos, 70 000 ovejas (o
quizá cabras), centenares de camellos, mulos y asnos. Bulgaria y las
provincias anatolias al este del río Sangario (Paflagonia, Capadocia, Licando)
eran especialmente ricas en ganadería.
Se han conservado algunos registros fiscales de pueblos de Macedonia del
Sur que demuestran el drástico declive de la cabaña entre 1300 y 1341.
Conforme a los cálculos de Laiou el pueblo de Gomatu, hacia 1300, contaba
con unas 1131 cabezas de ganado ovino y caprino; en torno a 1320 el número
de ovejas desciende a 612, y el apunte para 1341 arroja no más de diez
animales en todo el pueblo. Si estas cifras son ciertas y las tomamos al pie de
la letra, hay que preguntarse el porqué de este descenso. ¿Bastan solo las
crisis políticas de Bizancio (guerra civil, incursiones de mercenarios, la
invasión serbia) para explicar esta catástrofe? En cualquier caso, a mediados
del siglo XIV la cría de ganado en los pueblos macedonios no era precisamente
próspera.
Los camellos eran típicos de Egipto, Siria y África del Norte, pero como
puede verse en la relación de pérdidas de Juan Cantacuzeno, también los
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había en la Tracia del siglo XIV. El autor del llamado Stratégikón de Mauricio,
un tratado de arte militar escrito probablemente a comienzos del siglo VII,
consideraba a los camellos como el tipo de bestia de carga corriente en el
ejército; cuando fue depuesto el emperador Andrónico I Comneno
(1183-1185) se le hizo desfilar por las calles de Constantinopla a lomos de un
camello escuálido.
El caballo no estaba muy extendido en el Imperio romano, las bestias de
carga más comunes eran los bueyes y los mulos y el ejército dependía
principalmente de la infantería. El papel de la caballería creció entre los
siglos IV y VI por influjo de la caballería de los bárbaros y a comienzos del
siglo VII la caballería constituía ya el contingente más numeroso del ejército
bizantino. Resulta plausible pensar, junto con el conde Lefebvre des Noettes,
que la invención de un nuevo sistema de arreos para bestias de tiro hizo
aumentar el uso del caballo en la vida diaria. Sin embargo el caballo continuó
siendo el animal de los ricos y los nobles; personajes como Cantacuzeno eran
propietarios de centenares de caballos y los stratiōtai debían adquirir su
cabalgadura para participar en una expedición militar. El caballo es raro en las
faenas agrícolas y en la vida campesina en general; era un hecho excepcional
que un labrador tuviese una pareja de caballos, y en registros fiscales
campesinos menos pudientes figuran como propietarios de «medio caballo»,
lo que quiere decir que compartían la propiedad de un caballo con otro
vecino.
Las ovejas y cabras constituían el tipo principal de animal doméstico,
especialmente en lo que se refiere a la vida en el campo. Un núcleo familiar
campesino podía poseer hasta 300 cabezas entre ovino y caprino. A. Laiou
calcula que en el pueblo de Gomatu, en Macedonia oriental como hemos
visto, podía llegar a tener una media de nueve cabezas entre cabras y ovejas.
El número de cerdos era menor, entre 2 y 5 animales, y menor el número de
familias propietarias.
Algunas reses pacían en los bosques y colinas cercanos, así la imagen de
jóvenes pastores que llevan sus lechones u ovejas al campo todo el día
constituye un topos hagiográfico. El ganado podía pacer en el bosque sin
pastor porque el cencerro o la campanilla que llevaban colgada ayudaba a
encontrar a las reses que se perdían. Sin embargo la reducida extensión de los
prados, unida a las diferentes características de cada estación obligaba a los
campesinos a emplear la trashumancia. Nicéforo Gregorás, al describir a los
campesinos de la región macedonia del Strumitsa, cuenta que en primavera
dejaban sus casas para ir a la montaña y se quedaban allí para alimentar a sus
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rebaños. Una situación similar encontramos en Asia Menor: la Vida de san
Pablo de Latros (del siglo X) narra la historia de un campesino que pastoreaba
sus cabras en el monte y regresaba a casa para la cosecha; el santo del siglo
XI, Lázaro del Monte Galesio (también en el siglo XI), viajando por Capadocia
se encontró con rebaños de ovejas vigiladas por perros que lo persiguieron; el
santo tuvo que refugiarse subiéndose a una peña, y los perros saltaban
intentando atraparlo. Otro santo, Pafnucio, fue confundido con un animal por
un pastor que le disparó una flecha.
Durante la estación fría los rebaños iban a pastos invernales (kheimádeia);
en un acta, fechada en 1333, procedente del archivo del monasterio de
Jenofonte, en el Atos, se menciona un kheimádeion en la zona de Casandra,
junto al que había un campo de 1800 modios y un encinar, probablemente
utilizado para la cría del cerdo. Se nos ha conservado un contrato que regula
el uso de un pasto de invierno, según el cual los dos terratenientes colindantes
podían utilizarlo para alimentar a su respectivo ganado durante el invierno,
pero a partir del comienzo de la primavera, cuando empezaba a crecer la
yerba, debían permanecer fuera. Pastores afamados eran los valacos, que
habitaban en Macedonia, Tesalia y regiones limítrofes, donde practicaban la
trashumancia; a finales del siglo XI los valacos vivían en estrecho contacto
con los monjes del Monte Atos a los que proveían de productos lácteos. El
emperador Alejo I Comneno (1081-1118) fue el que expulsó a los valacos del
Monte Santo con gran disgusto de los monjes.
El ganado se utilizaba también para la tracción, ya fuera de carros o de
arados, y para el acarreo de carga. Con el estiércol de toda la cabaña se
contribuía a la fertilización del suelo. En determinadas áreas de Asia Menor
se utilizaba como combustible una mezcla de estiércol y paja en lugar de
madera. La piel constituía asimismo la materia prima para la industria del
cuero. Actividad que no parece haber tenido gran importancia durante la
Antigüedad, pero que en Bizancio, tanto a través de la elaboración de curtidos
como de la producción de todo tipo de guarnicionería, fue una de las
actividades más extendidas a nivel artesanal. El uso del cuero no se limitaba a
la producción de calzado, sino que comprendía también determinados tipos de
prendas, arreos, toldos, escudos, así como la industria del pergamino. La
división del trabajo estaba relativamente elaborada y solo era comparable con
la complejidad de la producción de la seda.
El principal producto de la ganadería era sin embargo la alimentación:
lacticinios (la leche y sobre todo el queso, que se preparaba directamente en
las zonas de pasto) y la carne. Nuestra informaciones relativas al régimen
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alimenticio de los bizantinos proceden principalmente de los textos
eclesiásticos, por eso se tiende a pensar que los bizantinos evitaban el
consumo de carne, algo que efectivamente estaba prohibido a los monjes,
pero los laicos no se abstenían desde luego de su consumo. Una historia típica
al respecto podemos encontrarla en la Vida de san Teodoro de Sición, escrita
a mediados del siglo VII. El santo recluta a unos operarios para que le arreglen
el monasterio y les prohíbe taxativamente el consumo de carne dentro del
recinto. Según las reglas monásticas, a los huéspedes se les autorizaba a tomar
carne en tres ocasiones al año, en los días dedicados a los santos protectores
del monasterio: el arcángel san Miguel, san Jorge y san Platón. La
prohibición, subraya el hagiógrafo, no es resultado de la pobreza, sino del
deseo de preservar la santidad del lugar. Pero el capataz no quiso obedecer la
regla y en secreto siguió «devorando» carne. En otros casos semejantes el
hagiógrafo de Teodoro da a entender que la carne era un alimento muy
común, aunque la señale negativamente desde su punto de vista religioso: así,
cuando entró en la iglesia de San Jorge un hombre con un trozo de cerdo en la
mano o cuando todo el pueblo de Apócome sacrifica un buey y lo devora
durante una fiesta intoxicándose los comensales por culpa de la carne.
La caza y la pesca eran actividades corrientes en la vida bizantina, pero la
diferencia entre ellas era sustancial. La caza era el entretenimiento preferido
de los nobles y emperadores bizantinos (tres soberanos encontraron la muerte
como consecuencia de las heridas a resultas de accidentes de caza); en cuanto
a los campesinos, bastante tenían estos con proteger de las alimañas a sus
casas y predios. La pesca en cambio se practicaba mucho tanto en la ciudad
como en el campo, especialmente en las localidades situadas junto al mar o
cerca de ríos, pantanos y lagos. Así, según un registro de 1317, la localidad de
Toxómpodo, junto al lago de Táquino en Macedonia, contaba con 3000
modios de tierra de labor y 80 modios de viñedos, además los campesinos
podían disponer de lugares especiales donde echar las redes para pescar, de
barcas, de un embarcadero y de 60 estanques para usar como viveros. Del
total de sus rentas —600 hipérpiros— cerca de 300 constituían el total de la
imposición fiscal por las actividades relacionadas con la pesca. Cabe la
hipótesis de que la pesca constituyese en sus vidas un papel en nada inferior
al de la agricultura y que los campesinos realizasen alguna actividad
comercial relacionada con el pescado.
Rara vez se menciona la avicultura en los textos; se sabe que el mártir
Trifón de joven cuidaba ocas. En los Geoponica y en el Pulólogo (Libro de
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las aves), un poema en lengua vulgar, se mencionan aves de corral como
palomas, gallinas, ocas, faisanes, pavos; estos dos últimos utilizados
principalmente para adornar los parques y las mesas de la nobleza. La carne
de pollo era muy popular en Bizancio; en el Pulólogo la gallina se jacta de
que sus polluelos se los coman luego los obispos, popes, embajadores,
emperadores, senadores y demás gente importante. En el siglo XII Eustacio,
arzobispo de Salónica, se muestra encantado por el pollo que le sirven
después de un cansado viaje; las carnes blancas se marinaban con vino y se
trufaban de compota. Los pollos formaban parte de los denominados kanískia
(literalmente «cestillos»), presentes que los paréeos (paroíkoi) estaban
obligados a ofrecer a sus señores. Los huevos de gallina eran corrientes
incluso en casa de los pobres; el emperador Juan III Vatatzes (1222-1254)
estimuló el desarrollo de la avicultura en Asia Menor occidental, hasta el
punto de que llegó a regalar a su esposa una hermosa corona adquirida con el
dinero por la venta de huevos.
La apicultura tuvo un gran desarrollo en la Grecia antigua y siguió
teniéndolo en Bizancio. Las colmenas se mencionan en diversos textos
hagiográficos y documentales. A finales del siglo VIII san Filareto tenía
colmenas en Paflagonia; en los inventarios de las propiedades monásticas del
pueblo de Gomatu (en el siglo XIV) encontramos que hay paréeos propietarios
de melíssia, es decir colmenas. Se trataba evidentemente de campesinos
afortunados, propietarios de algunas cabezas de ganado y de una o dos
colmenas. Sin embargo un campesino, Nicolás de Ténedos, parece haber sido
un auténtico apicultor pues, además de quince colmenas, tenía un buey y una
pequeña viña y pagaba la modesta renta de un nómisma. Resulta difícil
evaluar el puesto que ocupaba la apicultura en la economía rural bizantina,
pero es obvio que estuvo muy desarrollada para lo que era el estándar
medieval. Un escritor judío del siglo XII, Samuel ben Meir, afirma que la
apicultura en el «reino griego» estaba a un nivel mayor que en su tierra, el
norte de Francia. No obstante, los bizantinos, por lo menos los monjes,
también recogían miel silvestre, como se cuenta, por ejemplo, en la Vida de
Lázaro del Monte Galesio.
La miel era una de las principales fuentes e hidratos de carbono (azúcar)
en la dieta bizantina. Pero el desarrollo de la apicultura en Bizancio se veía
estimulado también por otra necesidad social: a partir del siglo VII los
bizantinos comenzaron a sustituir las antiguas lámparas de aceite por velas,
así los talleres de kēroulárioi, cereros o fabricantes de velas, necesitaban
considerables cantidades de cera.
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Si bien los campesinos producían la mayor parte de sus objetos de uso, en
las áreas rurales —especialmente en las localidades de determinadas
dimensiones— encontramos sin embargo la presencia de artesanos. En los
registros fiscales macedonios del siglo XIV, las profesiones artesanales más
corrientes son tres: el herrero (khalkeús), el sastre (rháptēs) y el zapatero
(tzangários). Con una menor frecuencia se menciona a los alfareros,
toneleros, carpinteros de ribera, etc. que probablemente se limitaban a
satisfacer las necesidades de la población local.
No está claro hasta qué punto el campo bizantino estaba inserto en
actividades de carácter comercial. Evidentemente los campesinos vendían sus
productos y pagaban tasas e impuestos fundamentalmente en moneda. Los
pescadores llevaban el pescado a Constantinopla y normalmente lo vendían
en la orilla y a los pescaderos. El ganado bovino, ovino y porcino
probablemente llegaba a los mercados urbanos de la mano de los propios
campesinos que además participaban en las ferias locales. Sin embargo todos
estos datos no nos permiten especificar la incidencia relativa de la economía
de mercado en la familia bizantina.
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Podemos adelantar la hipótesis de que los cereales fueron perdiendo
gradualmente su preponderancia en la dieta bizantina y que las frutas y
verduras, lacticinios y huevos, así como el consumo de carne, fueron
adquiriendo cada vez más importancia. Por lo que se refiere a los cereales, el
grano duro comenzó a reemplazar el grano tierno y se introdujeron variedades
nuevas como el centeno. El desarrollo de las técnicas agrícolas fue lento pero
sensible: se aceptó ampliamente el molino de agua y se introdujo un nuevo
sistema de arreos para las bestias de tiro. Es plausible la hipótesis de que la
cría de ganado fue cobrando importancia; la evidencia de la Ley Agraria
encuentra una confirmación en campos como la industria del cuero y en las
dimensiones de la cabaña ganadera en los últimos siglos de Bizancio.
Mas lo cierto es que el período tardobizantino estuvo lejos de ser
próspero. El progreso de la agricultura bizantina entre los siglos XIII y XV
afectó a las grandes propiedades; los poderosos terratenientes producían en
sus fincas cereales, huevos, carne y pieles para los mercados italianos o
adriáticos, como Ragusa (Dubrovnik). Las escasas informaciones relativas a
las parcelas de los campesinos resultan bastante más deprimentes; algunos
pueblos de Macedonia se vieron especialmente afectados por el declive
generalizado de la población rural. En efecto, podemos culpar de todo esto a
la situación política y, en particular, a la invasión turca. Pero existe un
precedente paralelo que conviene tomar en consideración; las conquistas
ávaro-eslavas, persas y árabes del siglo VII destruyeron ante todo la vida
urbana y, en cierto modo, liberaron las energías del campo. En los últimos
siglos de Bizancio, en cambio, ni los turcos ni los guerreros o mercenarios
occidentales asestaron un golpe mortal a las ciudades bizantinas, muy pocas
de entre ellas dejaron de existir. Pero el campo, evidentemente, no pudo
contener la acometida. Por lo menos esto es lo que indican los documentos
macedonios del siglo XV.
Vivienda y utensilios
Lo poco que se sabe sobre la vivienda bizantina afecta sobre todo a las
residencias de la nobleza y a los edificios urbanos; las casas de campo
raramente se describen en los textos que se nos han transmitido y son también
pocos los lugares en los que se han realizado excavaciones a este respecto.
Las tradiciones locales solían determinar los materiales de construcción: la
casa de campo podía ser de piedra, de ladrillo, de madera o de cañizo
enlucido. Por lo general la vivienda constaba de dos o tres habitaciones; en
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una se encontraba el hogar y servía tanto de cocina como de dormitorio para
toda la familia, mientras que la otra se utilizaba como despensa
conservándose el vino y el grano en grandes tinajas (píthoi). En ocasiones la
casa tenía dos plantas; el piso superior constituía la vivienda propiamente
dicha y el piso inferior guardaba las tinajas, los aperos de labranza y en
ocasiones un molino accionado por una acémila. Las casas de los labriegos
tenían el piso de tierra y el techo le paja, era rarísimo el uso de baldosas o de
tejas.
Las casas campesinas eran de materiales muy sencillos, como parece
indicar el typikón del monasterio de la Cosmosotira. El autor de este typikón
es Isaac Comneno, el tercer hijo del emperador Alejo I. Isaac hizo el
inventario de las diversas propiedades donadas al monasterio, incluidas las de
Neocastro; según cuenta, él pensaba transferir Neocastro que estaba más cerca
del monasterio, pero le preocupaba la distancia entre el khōríon y los
campos de los parecos. A Isaac no parece que la transferencia física de las
casas representase un problema.
La planta de la casa podía ser rectangular o irregular, especialmente si
contra el muro del edificio se construía una pequeña dependencia «de tres
paredes». El mobiliario doméstico era mínimo. Los testamentos y registros
monásticos de los siglos XI al XV inventarían iconos, libros, vajilla, pero
curiosamente no hablan de camas, mesas, bancos que, evidentemente, serían
de madera. En las celdas de los monasterios los ascetas no tenían más que una
cama y una mesa; hasta los iconos o las lucernas podían estar prohibidas. Las
camas no solo se usaban para dormir sino también para sentarse, incluso para
comer. Normalmente estaban hechas con tablas y el plano horizontal se
apoyaba en un par de caballetes. El lecho propiamente dicho estaba provisto
de cuerdas o cadenas que sostenían una colchoneta rellena de juncos, paja o
lana. Las mesas estaban más difundidas en el Imperio bizantino que en el
romano, especialmente a partir del siglo X, porque la costumbre romana de
comer echado y en torno a la mesa cedió paso a la costumbre medieval de
sentarse a la mesa. Existen descripciones de mesas preciosas; algunas se han
conservado, como por ejemplo una larga mesa con el tablero de mármol, en el
refectorio de la Nea Moni o Monasterio Nuevo de Quíos, pero todo esto se
refiere al mobiliario de los ricos, no de los campesinos. Es dudoso que las
escribanías y mesas plegables que conocemos por los textos y las miniaturas
formaran parte del mobiliario de los campesinos.
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Los utensilios domésticos eran de metales diversos, y los bizantinos
establecieron una clara jerarquización: el oro y la plata ocupaban un lugar por
encima del bronce, del plomo y del hierro; el marfil era mucho más preciado
que el simple hueso. De Rabula de Edesa, importante figura de la Iglesia siria
del siglo V, se cuenta que ordenó a su clero desembarazarse de los platos de
plata y sustituirlos por otros de cerámica; en el siglo XIV Nicéforo Gregorás se
lamenta de que la pobreza de la corte imperial determinase la sustitución del
menaje de oro y plata por hojalata y barro cocido. Normalmente los
materiales caros no figuraban en la vida cotidiana del campesino: el
hagiógrafo de san Filareto, cuenta cómo el santo se vio en la miseria, perdió
sus tierras y ganado y conservó únicamente su hermosa casa y una mesa de
marfil a la que podían sentarse treinta y seis personas. El marfil y el oro eran
algo ajeno al ambiente campesino. En un acta de 1110, donde se determina la
división de la propiedad entre tres hermanos de Salónica, se declara que los
bienes muebles de la casa eran de «madera, hierro, bronce y demás
materiales». Los utensilios domésticos más corrientes eran, por supuesto, de
madera, hierro, bronce y cerámica.
El mobiliario campesino y los aperos de labranza eran de madera, a veces
con elementos de metal, ya fuera por tratarse de herramientas o bien por
motivo ornamental. La madera se empleaba también para hacer vajillas y para
la talla de imágenes. Los cestos se hacían de corteza, varillas o fibras. El
hierro se utilizaba para las armas y herramientas, para reforzar puertas y
cancelas, para fabricar anclas y cadenas, además de objetos más pequeños,
como cerraduras, llaves, clavos, candeleros, etc. El bronce estaba considerado
como un metal semiprecioso y tenía una amplia aplicación en la acuñación de
moneda, fundido de imágenes religiosas, campanas, instrumentos quirúrgicos,
elementos para la iluminación, etc.; los objetos domésticos de bronce incluían
aguamaniles, jofainas, sartenes y demás menaje de cocina, como los calderos.
Sin embargo no está todavía claro en qué medida entraron los utensilios de
bronce en las casas campesinas. De todos los materiales referidos, la cerámica
es el que mejor se ha preservado pero no podemos establecer una línea
divisoria clara entre objetos «urbanos» y «rurales». Los alfareros que
trabajaban en el campo producían ladrillos, tejas, tubos, y vajillas; pero es
más fácil distinguir entre utensilios de cocina (pucheros, tarros, etc.) y de
mesa, que distinguir el menaje de ciudad del que se usaba en el campo. Una
serie de objetos de uso muy común se manufacturaba toscamente y en gran
medida algunos podían producirse a mano en las propias casas de los
campesinos.
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Los recipientes para el transporte y almacenamiento, así como los
servicios de mesa (por lo general esmaltados y decorados) se modelaban con
tornos y se cocían luego en hornos. Según la función se pueden distinguir
algunos tipos fundamentales de cerámica: los píthoi o grandes tinajas,
normalmente enterrados en el suelo, servían para el almacenamiento de
líquidos o áridos; las ánforas para el transporte; las tinajas y las ánforas se
fueron reemplazando gradualmente por toneles de madera. Existían
recipientes alargados, de cuerpo esférico y cuello alargado, con una o dos
asas; había también calientaplatos, consistentes en una especie de escudilla
colocada sobre un soporte con una abertura para el aire y un receptáculo para
las brasas; los servicios de mesa comprendían platos hondos y lisos; tazones,
por lo general con un par de asas; tampoco faltaban las copas o cálices
estilizados y los frascos. Algunos recipientes estaban fabricados en vidrio,
pero es dudoso que en las casas campesinas hubiera objetos de vidrio.
La historia del vestido en Bizancio está todavía por escribir. Conocemos
relativamente bien la vestimenta de la corte y los ornamentos litúrgicos, pero
el modo de vestir de los campesinos rara vez se describe en los textos
literarios, aunque muchos autores subrayan que el vestido del campesino tenía
sus propias características; no podemos estar seguros de si las miniaturas y
frescos medievales representan a sus personajes con ropas contemporáneas o
en desuso. Existe un grave problema debido a la discrepancia entre las fuentes
literarias y las iconográficas sobre el uso de las calzas. Los artistas bizantinos
rara vez representan esta prenda, mientras que el vocabulario para designarla
es bastante corriente en los textos bizantinos. En Edictum de pretiis del
emperador Diocleciano (286-305) se conoce ya la palabra braccarii,
«fabricante de calzas». Se trataba de un elemento característico del vestuario
masculino: cuando Teodoro de Sición, un santo del siglo VII, exorcizó a una
banda de espíritus malignos, no les permitió que se marcharan desnudos; y
ordenó que los hombres se cubrieran con el brákion («calzas») y las mujeres
con el spendýtēs, una especie de túnica. El historiador del siglo XII Niceta
Coniata, cuenta que en su época los soldados usaban la expresión «llevar
calzas» como sinónimo de virilidad, exactamente como nuestro «llevar los
pantalones». No sabemos si esta prenda era una moda aristocrática (Eustacio
de Salónica, contemporáneo de Nicetas, era bastante crítico al respecto) o si la
llevaban también los campesinos.
Cuando los autores bizantinos hablan de la ropa campesina son muy
imprecisos y señalan solo la baja calidad. Así el hagiógrafo del patriarca
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Nicéforo I (806-815), al elogiar la modestia de su héroe, dice que llevaba un
vestido viejo y andrajoso (probablemente se trataba de un manto, el
himátion), que el autor señala como «rústico» (agroíkikos) y «tosco».
Persisten sin embargo algunas dudas sobre si la gente de los pueblos era
siempre tan desaliñada en el vestir. Por ejemplo, en el caso de la madre de san
Teodoro de Sición, que era una prostituta de pueblo, se sabe que podía
procurar a su hijo de seis años un cinturón de oro y ropa costosa; cuando más
tarde el futuro san Teodoro decidió renunciar al mundo, se desprendió del
cinto de oro, de una cadena y un brazalete.
Podemos hacernos una idea del vestir de la gente por la descripción —
bastante singular— de un retrato del emperador Andrónico I Comneno.
Nicetas Coniata narra que Andrónico pretendía ser un soberano «popular»,
por eso dispuso que su retrato lo representara junto a la iglesia
constantinopolitana de los Cuarenta Mártires. Nicetas escribe que Andrónico
no estaba representado con la vestimenta imperial, sino con estaba vestido
con ropa de faena (ergatikós)\ llevaba una camisa azul que le llegaba por
debajo de la cintura y con unas aberturas (evidentemente para no impedir los
movimientos), algo muy diferente de las largas túnicas de la corte decoradas
con oro y púrpura. En cuanto al calzado, este Andrónico proletario llevaba
unas botas blancas hasta las rodillas (las botas de cuero se pusieron de moda
en Bizancio), en lugar de las antiguas sandalias. Coniata no menciona qué
llevaba Andrónico entre la cintura y las rodillas, parte de cuerpo que
evidentemente iba cubierta, la prenda más adecuada no podría ser otra que
unos calzones.
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incluso hay otras teorías que han vinculado las comunidades de los pueblos
bizantinos con instituciones del mundo tardorromano cuando no del Oriente
antiguo. Cualesquiera que hayan sido los orígenes, la comunidad del pueblo
en Bizancio tuvo sus características propias. Por una parte, estaba impregnada
de actitudes individualistas que, al menos en parte, explican sus formas
económicas: agricultura intensiva (huertos, viñedos, olivares…), límites
estables de las tierras cultivadas, papel preponderante del trabajo manual (con
la azada y herramientas similares), arado ligero de yugo pequeño: todo esto
hacía que la familia bizantina fuera en la práctica independiente de sus
vecinos. Las tierras comunes se encontraban sobre todo en los bordes del
pueblo, sin estar aún divididas en parcelas adonde las generaciones futuras
transferirían sus casas para levantar nuevos agrídia. Por otra, los derechos de
los habitantes del pueblo (sobre todo cuando se trataba de vecinos o parientes)
sobre tierras de propiedad privada eran muy importantes; cuando se adquiría
una nueva propiedad había que garantizar a los vecinos el derecho de
recogida de leña, de castañas o el derecho de pesca; un habitante del pueblo
podía entrar en la viña del vecino y comer las uvas; cuando salía a la venta
una parcela, los parientes y los vecinos tenían derecho a la protímésis, una
especie de opción de compra preferente, de manera que el campesino estaba
obligado a ofrecer su tierra a diversos grupos de adquirientes preferenciales
antes de poder venderla a personas ajenas a la comunidad. Se desarrollaron
varios tipos de copropiedad: los hermanos procuraban no dispersar lo que
tenían; un campesino podía ser propietario de un árbol o incluso de una
edificación en tierras que eran propiedad de otro (se había abrogado el
principio romano según el cual toda superestructura —superficies en la
terminología jurídica— estaba ligada a la tierra); cuando un pueblo poseía un
pastizal común, todos los que llevaban a él su ganado estaban obligados a
pagar al pueblo una cantidad por cabeza, y luego toda la suma obtenida se
dividía entre todos los miembros de la comunidad, koinótēs, incluidos
aquellos que no tenían animales.
De esta manera el pueblo bizantino, aunque fuera individualista
físicamente y estuviera con frecuencia disperso por causa del trabajo agrícola
—con casas o caseríos lejos de la kathédra— constituía una unidad
administrativa y fiscal. Tenía sus «ancianos» y probablemente otros
funcionarios; actuaba colectivamente en caso de emergencia; todo el pueblo
participaba en los trabajos que requerían un esfuerzo colectivo, pues podía
contratar los servicios de carpinteros y albañiles, por ejemplo; el pueblo como
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entidad podía afrontar los procesos judiciales y defender sus derechos de
propiedad frente a ajenos. El pueblo tenía sus festividades y cantos religiosos.
Entre las necesidades comunes la más importante era la responsabilidad fiscal
colectiva; las tasas se imponían al khōríon como conjunto y como tal
conjunto la comunidad de vecinos acogía a los funcionarios imperiales de
paso; el campesino era responsable de la morosidad fiscal del vecino,
especialmente si este ponía tierra por medio; entonces su parcela podía ser
asignada de manera forzosa a cultivadores más responsables. Pese a la
interconexiones recíprocas, los geōrgoí estaban bastante lejos de constituir
una confraternidad de iguales que vivieran en paz y armonía. En el pueblo no
existía una igualdad material; unos campesinos eran más ricos que otros: los
registros fiscales distinguen a los propietarios de dos yugos de bueyes
(dizeugáratoi) de los indigentes (aktēmones, kapnikárioi). Había
labradores que tenían que ganarse la vida, por ejemplo, con un peral porque
era lo único que poseían; otros que sí tenían tierra pero no animales para
cultivarla, debían cederla en arriendo; como no faltaban campesinos
asalariados (místhioi) que tenían que hacer de rabadanes. La Iglesia exhortaba
a ayudar a los pobres, pero el sistema fiscal bizantino no era indulgente con
los necesitados: por regla general, cuanto más rico era un propietario, tanto
más baja era la carga fiscal, de manera que un campesino pobre entregaba al
fisco una cuota proporcionalmente más gravosa que la de su vecino rico. El
que triunfaba siempre quería más: en un edicto del emperador Basilio II
encontramos la historia de Filócales, un antiguo labriego que llegó a ser tan
influyente como para someter a todos los habitantes de su pueblo; el
hagiógrafo de san Lázaro del monte Galesio cuenta otra triste historia, la de
un pueblo que echó de sus casas a unos huérfanos —demasiado débiles para
resistirse debido a su corta edad— y se apropió de todos sus recursos.
La población de un pueblo bizantino también era desigual desde el punto
de vista social. Por debajo de la masa campesina se encontraban los esclavos,
por encima, los señores. El número de esclavos en los campos parece haber
sido insignificante en el siglo VIII; la Ley Agraria menciona solo esclavos en
calidad de pastores. Su número se multiplicó en el siglo X debido a los éxitos
militares de los emperadores bizantinos, que conquistaron nuevos territorios
en Siria y los Balcanes. Los esclavos se empleaban tanto en los pequeños
proásteia como en las grandes propiedades. Al igual que en el mundo antiguo
podían ser vendidos y su cohabitación carecía de valor matrimonial (por lo
menos hasta finales del siglo XI). Otro problema es saber hasta qué punto el
fundamento legal de la esclavitud tenía algo que ver con la vida real, lo
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mismo que la cuestión de si había diferencias entre las casas aristocráticas y
las familias campesinas, donde los esclavos y los místhioi funcionaban más
como miembros «inferiores» de la familia que como exponentes de un
diferente estrato social.
Los señores del pueblo, en la terminología bizantina se llamaban dynatoí
es decir, «poderosos». El significado de la palabra no está del todo claro,
porque comprendía dos grandes categorías: por un lado la administración
secular y eclesiástica, por otro, a los propietarios terratenientes. En la Vida de
san Teodoro de Sición aparece un tal Teodosio (protíktōr igual al latín
protector) de la ciudad de Anastasiópolis, que es un poderoso capaz de
perjudicar injustamente a los geōrgoí que viven en las proximidades de la
ciudad. Los campesinos exponen su caso al obispo local (es decir a Teodoro
de Sición) que evidentemente también tenía algún derecho sobre esos
campesinos. Teodoro convoca a Teodosio y lo amonesta por las injusticias
perpetradas contra los campesinos, pero Teodosio no cambia. Entonces los
habitantes del khōríon de Éucrato, que así se llamaba el pueblo, se sublevan,
empuñan las armas (espadas y petrobóloi, probablemente hondas) y expulsan
a Teodosio. Teodoro censura de nuevo al protíktór y le pide que se abstenga
de la administración (epitropé) de los pueblos, pero Teodosio replica
acusando a Teodoro de instigación a la revuelta y le reclama las dos libras de
oro que Teodosio no había conseguido sacarle al pueblo sublevado. El
conflicto entre ambas autoridades se resuelve con la intervención de un factor
sobrenatural: a Teodosio se le aparece un temible joven vestido de manera
resplandeciente (probablemente san Jorge) que le hace arrepentirse.
La relación entre las dos categorías de señores bizantinos dependía de la
época y el lugar. En el imperio romano de Occidente el noble terrateniente
adquirió más influencia política que su equivalente de la parte oriental; en
Oriente, por el contrario, es el funcionario imperial quien acumula poder y
puede así hacerse con grandes extensiones de tierra, pero es raro que su
familia permanezca en el poder durante muchas generaciones. La Ley Agraria
no contempla para nada a los «señores»; el término kýrios («el que tiene
autoridad») se refiere al campesino. Los textos coetáneos de carácter narrativo
conservan pocas referencias a grandes propietarios terratenientes. En el
siglo X reaparece la gran propiedad, pero en esta época el poder
administrativo y la propiedad de la tierra están más integrados; el dynatós o
árkhōn poseen autoridad administrativa y se encuentran por lo tanto en
condiciones de adquirir tierras. En el siglo XI la propiedad terrateniente
empieza a desvincularse de los cargos administrativos; paralelamente los
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grandes propietarios y los nobles (lo que equivale a decir los parientes de la
casa reinante) marean con los títulos más elevados y ocupan los puestos (se
sobreentiende militares) más importantes. Así, durante los últimos siglos del
Imperio, el poder se convierte más en un atributo que en la base de la gran
propiedad de la tierra. Sin embargo no siempre está claro quién era el señor
del pueblo, si el que lo había heredado o si era un funcionario administrativo
y fiscal (un gobernador, un recaudador, un juez) que ejercía el poder durante
un tiempo limitado.
Las calamidades
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un naufragio, por enfermedad o a manos de un ladrón— era un elemento de la
vida, y podemos suponer (aun no disponiendo de datos seguros) que la ciudad
era un lugar más peligroso que el campo, que los pobres y los humildes
estaban menos preocupados por la muerte que los nobles, los cuales tenían
mucho más que perder y habitualmente tenían también más oportunidades de
pecar. Al contrario que los humildes santos, Diyenís Acritas, el héroe de la
épica caballeresca bizantina, lamenta su partida con la buena manera de los
antiguos; para él la muerte es una separación de la riqueza y el placer más que
una unión con Dios.
Las catástrofes políticas incluían la conquista por parte del enemigo, la
rebelión o un asalto pirata. Al igual que la enfermedad y la muerte, la
catástrofe política podía alcanzar lo mismo en la ciudad que en el campo;
probablemente los campesinos, al tener una mayor movilidad, sufrieran
menos que los habitantes de las ciudades. Las montañas y las colinas
cubiertas de bosques les podían procurar un refugio temporal, además el
ganado poseía hábitos seminómadas de transhumancia y las casas, por su
extrema sencillez se podían fácilmente restaurar o construir de nuevo. Los
pueblos atraían menos la atención de los conquistadores, había poco botín que
pillar, salvo la comida y el forraje. En todo caso, lo cierto es que los pueblos
sobrevivieron a las grandes invasiones del siglo vil…
Las agitaciones sociales causaban sin embargo más devastación en el
campo que en la ciudad. Los campesinos podía resultar víctimas de sus
señores, eclesiásticos o seglares; sufrían por causa de las rivalidades entre los
señores cuando uno atacaba los pueblos de su adversario; pero si leemos las
quejas de los autores bizantinos, estos se centran primordialmente en dos
figuras: el recaudador de impuestos y el prestamista.
Resulta bastante natural que la sociedad bizantina, y en particular el
mundo del campo, viera en el recaudador al representante más nocivo de la
burocracia del Estado: los recaudadores de diverso tipo establecían los
registros fiscales, percibían los pagos, sacaban a la venta las tierras de los
contribuyentes insolventes. «Recaudadores de impuestos con colmillos de
hierro», los llamó un escritor de finales del siglo XII. Nicolás Muzalón,
patriarca de Constantinopla (1147-1151), escribió un poema en el que
describe su estancia en Chipre y las dificultades de los campesinos chipriotas;
entre otras calamidades estaban los recaudadores que caían sobre los pueblos,
apresaban a los campesinos que no podían pagar sus arriendos y los ataban a
los árboles junto con perros hambrientos. Para recaudar el dinero se solía
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recurrir regularmente al castigo de azotes; Amiano Marcelino que vivió
mucho antes cuenta que los campesinos egipcios del siglo IV estaban
orgullosos de sus cicatrices por haberse negado a pagar los tributos.
El prestamista iba del brazo del recaudador. La mayor parte de los
impuestos se pagaban en metálico, aunque también se exigía de los
campesinos que acogieran y alimentaran a soldados y funcionarios, que
construyeran puentes y fortificaciones, que enviaran víveres y forraje a las
tropas, etc. Además algunas tasas se recaudaban exclusivamente en monedas
de oro. Es difícil imaginar que los campesinos dispusiesen de la suficiente
liquidez en oro para satisfacer las exigencias del fisco, y en casos límite —por
insuficiencia de la cosecha, por muerte de un buey— no tenían dinero
suficiente para pagar. El usurero bizantino prestaba dinero lo mismo en la
ciudad que en el campo. En la ciudad los nobles pedían dinero en préstamo
para dilapidarlo, los comerciantes para desarrollar su negocio, los
funcionarios para cumplir sus obligaciones con el Imperio, y todos para poder
celebrar bodas o atender a la correspondiente dote. En cambio los campesinos
se endeudaban esencialmente para pagar los impuestos. Para recibir el dinero
el campesino tenía que empeñar algo, por lo general la tierra de que disponía.
Para tener el privilegio de acceder a un préstamo tenía que pagar intereses. La
palabra griega para el interés es tókos, literalmente «hijo». Eustacio de
Salónica, escritor bastante sensible a las desigualdades sociales, se
escandalizaba de esta etimología inhumana; otros muchos autores llegaron a
protestar contra los usureros. Basilio I intentó prohibir el cobro de intereses,
pero su hijo León VI canceló la medida. En el siglo X Romano I ordenó que
todas las deudas se liquidasen y que todos los contratos de préstamo se
quemaran. Cuenta el cronista que todos, ricos y pobres, se beneficiaron de
este rescripto. Pero esto sucedía en Constantinopla donde las masas podían
hacer sentir su peso ante los legisladores; en el campo la situación era menos
afortunada. Aquí la fianza era a menudo el primer paso para la venta, y ni
siquiera el requisito legal del justiprecio ni la protímēsis detuvieron el
progresivo empobrecimiento campesino. En la Vida de san Filareto el
Misericordioso, un campesino que ha perdido a su buey dice «¿Qué voy a
hacer? ¿Cómo voy a pagar mis impuestos y mis deudas? Solo me queda
escapar». El hombre tuvo la suerte de encontrarse a Filareto que
generosamente le regaló su buey. Pero en la vida diaria los pobres no siempre
podían disponer de un santo. La tierra así iba cambiando de manos. Solo
conocemos una parte de este proceso, porque únicamente se han conservado
archivos monásticos. Se trata de una documentación parcial, en el sentido que
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muestra específicamente el crecimiento de las propiedades monásticas. Sin
duda los terratenientes seglares se apoderaban de las tierras de los campesinos
y a veces de las de los monasterios y conventos.
Algunos campesinos despojados de sus tierras permanecían en sus
pueblos. Entonces tomaban en arriendo la tierra de nuevos propietarios y les
pagaban las tasas ya en dinero, ya en especie; se desarrollaba así una
prestación personal, o corvée, que los bizantinos llamaban angareía, antigua
palabra de origen persa que solía denotar un tipo especial de obligación para
con el Estado, como poner a disposición caballos o acémilas para el servicio
postal. Las prestaciones personales bizantinas no eran demasiado gravosas,
rara vez sobrepasaban un día a la semana. Los campesinos dependientes o
colonos (paroíkoi o proskathēmenoi en la terminología bizantina) estaban
inicialmente autorizados a dejar a sus señores para pasar al servicio de otros,
pero en el siglo XIII perdieron este derecho y si antes estaban obligados con el
Estado ahora lo estaban con los propietarios terratenientes.
Sin embargo es un hecho que un número sustancial de campesinos andaba
siempre por los caminos: unos huyendo de los recaudadores, otros de la
crueldad de sus señores, otros de las incursiones turcas. Las cifras de que
disponemos son escasas, pero la impresión general es que en el siglo XIV
muchos pueblos estaban desiertos o despoblados. Pero ¿a dónde huían los
campesinos? En ocasiones, y en busca de condiciones mejores, se establecían
en tierras de nuevos propietarios, donde obtener algunos privilegios. Si eran
descubiertos podían ser azotados y devueltos, cargados de cadenas, a sus
pueblos de procedencia; en otros casos los funcionarios cerraban los ojos y
los dejaban estar. En principio los fugitivos no estaban sometidos al pago de
tasas, si bien tenían que pagar una renta a sus nuevos señores; por eso se
llamaban precisamente «libres de tasas» (eleútheroi) o «desconocidos para el
Tesoro». Otros se escapaban a las ciudades donde acababan como
vagabundos, siervos o mendigos.
Los monasterios podían ofrecer refugio a los fugitivos. La persona que
tomaba los hábitos de monje adoptaba un nuevo nombre y un nuevo estatus
social dentro de la relativa protección de la reclusión monástica. Así afluían a
los monasterios hijos cansados del yugo paterno, esclavos fugitivos y
campesinos arruinados. Algunas comunidades monásticas se mostraban
generosas y consideraban a los huidos como hermanos de pleno derecho o
como trabajadores en las dependencias del monasterio. En otras comunidades
los higúmenos eran desconfiados y rehusaban aceptar a criminales o esclavos.
San Nicón, que luego fue llamado Metanoítés (porque siempre exigía el
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arrepentimiento, es decir la metánoia), había huido de su familia y se había
escondido en un monasterio, pero luego fue obligado a abandonar su refugio
porque su padre lo buscaba. Entonces se escapó mientras la familia le pisaba
los talones y solo un milagro le permitió escapar: la Virgen en persona lo
transportó a la otra orilla de un río, fuera del alcance de su padre.
La vida espiritual
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noche se quemaban montones de paja saltando por encima y anunciando
buena o mala suerte. Con paños dorados y sedas se adornaba la casa de la
predicción y se trenzaban guirnaldas. Balsamón también critica las populares
fiestas de Enero, cuando los participantes legos se disfrazaban de monjes y de
clérigos y el clero se disfrazaba de guerreros o de animales. Balsamón
subraya el fondo lascivo de esas fiestas lamentando que los días dedicados a
los santos se hayan convertido en algo tan indecente que las mujeres piadosas
rehúyen esas celebraciones por miedo a ser asaltadas por los lujuriosos
participantes.
Sin embargo estas fiestas eran meras derivaciones de los rituales
establecidos, y sus participantes, campesinos o ciudadanos de Constantinopla,
se consideraban a sí mismos cristianos ortodoxos; iban a la iglesia, oían misa
y participaban en la eucaristía. En las áreas rurales había muchas iglesias; por
la Vida de san Teodoro de Sición sabemos que muchas pequeñas iglesias se
levantaban cerca del pueblo de origen del santo, como el martyrion de san
Jorge, la capilla (euktērion) de san Juan Bautista, la de san Cristóbal;
Teodoro construyó un hermoso templo dedicado a san Miguel Arcángel con
dos capillas adyacentes, una dedicada al Bautista y otra a la Virgen María.
Los campesinos levantaban en ocasiones iglesitas y monasterios, como
atestigua el emperador Basilio II en un rescripto de 996. «En muchos pueblos
—dice el emperador— ocurre que un campesino levanta una iglesia en su
tierra y luego, con el consentimiento de otros pueblos, asigna su parcela a esta
iglesia y vive allí como un monje; después se le unen otro y otro, y se juntan
allí dos o tres monjes». En el siglo XI, Miguel Pselo, escritor y funcionario,
menciona un caso similar: un monja mendiga (probablemente una campesina)
y otras personas más construyeron un monasterio, pero inesperadamente una
de ellas se retiró y rehusó dar su parte; Pselo intentó persuadir a esta persona
o por lo menos obligarla a cumplir con su voto. Los hagiógrafos narran
historias de santos que se instalaban en tierras vírgenes y empezaban a
levantar monasterios; en seguida los habitantes de los pueblos de alrededor
intervenían en su ayuda, unos con dinero, otros con materiales de
construcción, otros con alimentos y algunos —la mayoría— ayudaban en las
tareas de la edificación.
Por regla general no queda nada de estas pequeñas capillas, con excepción
de reducidas iglesias rupestres en las rocas volcánicas de Capadocia. Toda esa
región está llena de esas pequeñas capillas, algunas con capacidad para acoger
a una comunidad de doce personas. Lyn Rodley calcula que para excavar una
de estas iglesitas bastaba un solo albañil con la ayuda de un asistente y uno o
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dos operarios que en dos semanas podían terminar la obra. Después la roca se
enlucía y decoraba. Las iglesias rupestres de Capadocia presentan varios
enigmas: solo unas pocas pueden datarse con las inscripciones; la cronología,
por lo tanto, ofrece problemas, aunque la construcción de iglesias en la región
parece que tuvo lugar entre el siglo VII y el XIII. ¿Quién las construyó y para
quién? Algunos donantes eran gente noble, en una de las capillas hay una
inscripción que menciona al emperador Nicéforo II Focas (963-969) y a su
mujer Teofanó; otra menciona al protospatario Miguel Escépides. ¿Se trata
quizá de una comunidad monástica que contaba con la generosidad de
emperadores y aristócratas? ¿Participaba en la construcción la población local
con experiencia en arquitectura rupestre? ¿Participarían también del culto? No
tenemos respuestas precisas para estos interrogantes. Algunas capillas parece
que fueron abandonadas pronto, poco después de la culminación de las obras;
las pinturas están limpias, sin huellas del hollín de las velas; es difícil
imaginar semejante práctica en una comunidad monástica estable. No
podemos pues identificar las iglesias rupestres capadocias con los templos
campesinos de que hablábamos, pero sí al menos suponer que, por sus
dimensiones y sencillez de estructura, recuerdan a las iglesias del campo, pero
teniendo, eso sí, en cuenta la peculiaridad de los materiales y de la técnica de
construcción.
¿Constituía quizá la herejía, si no el paganismo, un rasgo típico de la
ideología rural? La herejía más popular en Bizancio fue la concepción
dualista que los escritores bizantinos llamaron maniqueísmo, aunque aparece
también bajo otros nombres, incluso con el término eslavo de bogomilismo.
La denominación de «maniqueísmo» viene del nombre del predicador persa
del siglo ni Manes o Mani, y esto con independencia de que las herejías
medievales estuvieran frenéticamente relacionadas con el maniqueísmo persa
o romano. Los bogomilos medievales creían que el mundo visible, incluido el
cuerpo humano, había sido creado por el principio del Mal, enemigo de Dios,
creador del alma humana. Por lo tanto el universo y el cuerpo humano
simultáneamente son un campo de batalla entre Dios y el Maligno. El mejor
camino para vencer al principio del Mal era abstenerse de los elementos
materiales de la vida, especialmente del matrimonio y de los excesos en el
comer y beber (la carne y el vino). Los bogomilos eran críticos con la Iglesia,
con sus sacramentos y el culto, pero crearon su propia jerarquía de
«perfectos» y de creyentes de a pie, teniendo más tolerancia para el
comportamiento de estos últimos.
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Evidentemente el bogomilismo se extendió entre los campesinos. Ana
Comnena, la hija y encomiasta del emperador Alejo I, describe la
reconciliación de su padre con los «maniqueos», que recogía a todos aquellos
que «trabajaban con la pala y con el arado y los bueyes» y que les construyó
una ciudad llamada Alexiúpolis o Neocastro, en las cercanías de Filipópolis
(hoy Plovdiv); les concedió tierras, viñas, casas y demás propiedades. Sin
embargo de estos herejes, unos eran campesinos y otros no, y carecemos de
datos para concluir qué porcentaje de «maniqueos» tenía un origen
campesino. Más difícil aún que la caracterización social de los «maniqueos»
es la interpretación social de sus creencias dualistas: ¿la oposición entre el
Bien y el Mal es específicamente un rasgo campesino? ¿Es típica del
campesinado la oposición entre el «perfecto» que ha conseguido dominar a la
materia y limpiar su alma de toda impureza material, y el «creyente» común,
que ara la tierra y vive con su mujer? Son preguntas fáciles de plantear pero
difíciles de responder.
Los arrogantes intelectuales bizantinos miraban con desdén a los
campesinos. Al ágroikos se lo concebía como a un pobre mal vestido, sucio e
inculto. El emperador León VI dispuso que, en la ciudad, para los testamentos
se requirieran cinco testigos, mientras que en el campo bastaba con tres; en
otro edicto (el 43) es aún más explícito y establece que el testigo de la ciudad
debe ser persona instruida, porque en la ciudad «no falta quien sepa leer y
escribir», sin embargo, en otros sitios, es decir en el campo, donde «la
educación y el conocimiento no son corrientes», no era obligatorio que el
testigo fuese persona instruida. Los niños del campo participaban desde muy
pequeños en las faenas agrícolas. San Joanicio, nacido en el pueblo de
Maricato (Bitinia) en 754, con solo siete años hacía de porquero; más tarde se
enroló en el ejército, con lo que evidentemente no tuvo tiempo de adquirir una
educación regular. Las escuelas rurales elementales se mencionan solo de
pasada en las vidas de santos, allí era donde los niños recibían una instrucción
por parte de maestros que, con frecuencia, no eran profesionales; la enseñanza
la solía impartir algún pariente, un cura local o el notario del lugar.
Recientemente Nicolás Oikonomides ha estudiado las firmas que aparecen
en documentos de los archivos del Monte Atos y ha llegado a la conclusión de
que las firmas indican un alto grado de analfabetismo, incluso en algunos
casos se encuentran cruces en lugar de firmas o firmas con tremendos errores.
Pero una vez más llegamos a una pregunta de índole sociológica; ¿cuántos de
estos firmantes eran de origen campesino? Probablemente nunca tengamos
respuesta a esta pregunta.
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No sabemos casi nada de la producción intelectual en el campo bizantino.
Balsamón cuenta que el patriarca Nicolás Muzalón ordenó quemar la Vida de
santa Parásceve porque —dice Balsamón— como la había escrito un
campesino del pueblo Calicracia, era una obra zafia e indigna de la angélica
conducta de la santa. Lo cual nos permite al menos saber que algunos
campesinos se aventuraban a probar su destreza en géneros tradicionales de la
literatura bizantina y chocando por ello con la Iglesia oficial. La Vida de
santa Parásceve resultó ser «tosca», pero desconocemos la naturaleza de la
tosquedad que irritó al patriarca y a su círculo.
Sin embargo, de forma tentativa, podemos intentar descubrir algunas
huellas de leyendas campesinas en los textos hagiográficos que nos han
llegado, especialmente en los Milagros de san Jorge. San Jorge es uno de
esos santos con un origen enigmático y cuya actividad resulta legendaria. La
leyenda de Jorge el «megalomártir» es conocida desde el siglo V, pero sus
Milagros son de fecha más reciente. La colección de milagros fue formándose
de manera gradual y por lo menos uno de los textos, que refleja la reforma
monetaria de Alejo I, no puede ser anterior a 1100; de origen tardío parece
haber sido el más famoso de entre los milagros de San Jorge, aquel en el que
da muerte al dragón. El contexto geográfico de los Milagros parece ser una
tierra limítrofe con los sarracenos o agarenos: lo más probable es que sea
Capadocia, y en algunos otros textos, por ejemplo en la Vida de san Teodoro
de Sición, san Jorge es denominado el capadocio. Algunos milagros se
desarrollan en el campo, y es interesante hacer notar que el nombre mismo de
Jorge (Geōrgios) está estrechamente relacionado con la palabra griega
geōrgós, «campesino». Resulta así bastante plausible que san Jorge fuera
especialmente popular en el ambiente campesino.
El contexto rústico es pues normalmente el ambiente de los milagros de
san Jorge. Así, en uno de ellos, relativo a unos muchachos del pueblo de
Fatrino, en Paflagonia, uno de los jóvenes promete a san Jorge una torta
(sphongáton) si el santo le ayuda a ganar en un juego. Sin embargo cuatro
comerciantes se comen la torta recién hecha y aún humeante, por lo que son
castigados; san Jorge los encierra en una iglesia y no los deja salir hasta que
paguen un nómisma de multa. De contenido aún más rústico es la historia de
Teópisto, un acomodado campesino capadocio que salió a arar el campo con
sus esclavos o siervos, y mientras estaban durmiendo desaparece una pareja
de bueyes. Teópisto envía a su esclavo a trabajar con otra pareja de bueyes y
él se pasa una semana buscando los animales perdidos. Entonces los vecinos
—un elemento obligado en muchas historias de ambiente rural— se burlan de
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él diciendo que no puede ser oikodespótēs («amo») si anda perdiendo sus
bueyes. Pero con la ayuda de Dios y del gran mártir Jorge, Teópisto encuentra
su yugada de bueyes en un camino. Llega así el momento de recompensar a
san Jorge por su ayuda y la mayor parte de la historia está dedicada al regateo
entre el astuto campesino Teópisto y el todavía más astuto san Jorge.
Teópisto quería quedar bien con un cabrito pero san Jorge se le apareció
en sueños y le dijo: «Sacrifica un buey y me iré». El tacaño campesino pensó
que un buey era demasiado y que podía quedar perfectamente bien con una
oveja y un carnero. San Jorge, irritado, subió la apuesta y se anunció como un
conde (kómēs) acompañado de un largo séquito y pidió que se le sacrificase
una pareja de bueyes. Teópisto se acongojó: aterrorizado por la visión, pues
no quería volverse pobre (pénēs), aunque su piadosa mujer, Eusebia
(nombre que significa precisamente «piedad») seguía albergando esperanzas,
de manera que si todo se hacía según lo dicho, el santo los haría ricos.
Teópisto dudaba; a la noche siguiente volvió a ver a san Jorge, esta vez
montado en un caballo blanco y con una cruz en la mano. El santo estaba
furioso y amenazaba con pegar fuego a la casa de Teópisto. La cosa no tenía
ninguna gracia, a la mañana siguiente Teópisto ordenó a sus siervos y
parientes sacrificar todos los animales: ovejas, cerdos, bueyes y preparar vino
para el almuerzo (aristón) invitó a todos los pobres del pueblo mientras los
popes cantaban himnos sagrados desde el alba hasta el anochecer. La sorpresa
fue cuando llegaron treinta caballeros anunciando que su kómēs se acercaba.
Luego llegó otro grupo y, por último, el santo con su séquito, que se presentó
como Jorge el Capadocio. Cuando concluyó la comida, a base de carne, pan y
vino, el santo ordenó que le trajesen los huesos. Los comensales se quedaron
atónitos pensando que estaba borracho y que no sabía lo que se hacía. Pero
Teópisto, que ya había reconocido a san Jorge, esperaba alguna ayuda de él.
Los criados trajeron los huesos y los pusieron a los pies del santo. San Jorge
se puso a orar y la tierra tembló hasta el punto que todos cayeron al suelo. Y
¡Milagro! los animales reaparecieron multiplicados por tres… El santo de esta
historia es un buen compañero para Teópisto: sabe apreciar la buena mesa,
sabe cómo negociar y se irrita cuando alguien se le resiste. San Jorge puede
por tanto considerarse como el santo del campo, el patrono del ganado, capaz
de hallar a los animales extraviados y de multiplicarlos.
No sabemos si las vidas de santos del campo (Nicolás de Sión, Teodoro
de Sición, Filareto el Misericordioso, Joanicio el Grande) describen
efectivamente el ambiente rural o si se limitan solo a representar un canon
hagiógrafico trasladado a un contexto campesino. Disponemos también de un
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paralelo profano con la historia de un santo campesino. Se trata de la Vida del
emperador Basilio I (siglo x), que nació en un familia campesina, se ganó la
vida como luchador, fue domador de caballos y subió al trono como piadoso y
justo soberano, solícito con los campesinos. La Vida de Basilio es un texto
literario de carácter programático, surgido en el círculo de Constantino VII
Porfirogénito (913-959), el nieto de Basilio que hizo de su plebeyo abuelo el
descendiente de numerosas familias reales. Sin embargo podemos considerar
que, además de este programa político, en la Vida de Basilio hay rastros de
elementos del folclore campesino.
Al no conocerse la cultura campesina bizantina es muy difícil adelantar
hipótesis sobre el impacto que pudo ejercer sobre los modelos de la cultura
dominante. ¿Existió un concepto «natural» del tiempo, como algo circular,
con sus estaciones, sus períodos y fiestas anualmente repetidos? ¿Fue quizá
producto de la vida del campo mientras la idea de un tiempo lineal se
originaba en la teleología teológica? El respeto hacia el cuerpo humano que se
manifiesta en algunos escritores bizantinos ortodoxos ¿tiene su origen en los
sencillos hábitos del mundo rural o procede solo de las tradiciones clásicas?
No lo sabemos. El campesino en Bizancio continúa siendo mucho más
enigmático que el basileo bizantino o el intelectual constantinopolitano.
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Página 91
l’organisation intérieure, la société et V économie de l’empire byzantin, Londres, 1973, Variorum
Repr. III],
Página 92
Capítulo tercero
EL SOLDADO
Peter Schreiner
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Fragmento de un Evangeliario de 1059, fol. 151 v del cód. 587m del Monasterio de Dionisiu,
Monte Atos
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«Si quieres saborear los frutos de la paz, deberás ante todo estar preparado
para la guerra; solo así podrás disfrutar de ella, pues, como dicen los sabios, la
inactividad no consigue mantener nada: hay que poner manos a la obra. Te lo
repito: solo podrás saborear la paz si estás preparado para la guerra. Quien no
lo esté, nunca podrá participar de aquella». Así habla en la primera mitad del
siglo XIV el erudito y orador Tomás Magistro en su Espejo de príncipes. Pero
con ellos no expresa, en absoluto, una verdad nueva. Simplemente, reviste de
palabras más bellas lo que ya había constatado en el siglo V el romano
Vegecio, autor de un manual militar: Qui desiderat pacem, praeparet bellum
(«Quien desee la paz, prepare la guerra»).
En Bizancio la guerra pertenecía de forma permanente a la realidad de la
vida y el soldado formaba parte de la imagen de lo cotidiano. En la historia
más que milenaria de Bizancio apenas transcurrió un año sin alguna campaña
militar. Visto así, el soldado era, quizá, la persona más importante del Estado,
lo cual, por otra parte, no es exclusivo del imperio bizantino.
El soldado aparece, aquí como en otros Estados, en formas diversas, desde
la función que asume en el ejército hasta el arma a la que pertenece. Desde un
punto de vista totalmente genérico, el general o almirante es también un
simple soldado. Pero si la actividad que lleva a adoptar una forma de defensa
se mantiene igual a lo largo de siglos, el armamento, la función en las
unidades militares, los grados y, sobre todo, las circunstancias y fundamento
de la vida, varían. Es difícil trazar un cuadro general del soldado «bizantino».
La mayor dificultad (e inseguridad metodológica) en los planteamientos se da
sobre todo en el terreno social. No podemos abordar aquí el tema muy
debatido de la continuidad del mundo antiguo en el Estado bizantino, pero es
un hecho que las instituciones militares estaban vinculadas de manera
especial con la Antigüedad romana y que, por ejemplo, se mantuvieron
durante mucho tiempo en la terminología militar expresiones en lengua latina.
Así, podrá parecer quizá arbitrario o incluso injustificado iniciar el análisis
con el siglo VI, la época de Justiniano. Por otro lado, ya en los siglos XI y XII,
pero sobre todo en la época tardía, se recurrió cada vez más en Bizancio a
mercenarios que cumplían, sin duda, las funciones del soldado pero que
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difícilmente podrían denominarse «bizantinos». Por eso es perfectamente
defendible concluir en lo esencial la caracterización del soldado con el siglo
XII.
En esta contribución a modo de ensayo, y tras un breve ojeada a las
fuentes y la bibliografía, abordaremos los aspectos históricos y culturales de
la profesión militar: la actividad de los soldados y las circunstancias de la vida
militar, el trasfondo material y social, la función del soldado en el Estado, el
soldado y la muerte, la fe y la religión y el esplendor y la miseria del soldado.
Estos puntos de vista no abarcan todos los aspectos posibles. Dejamos a un
lado las cuestiones de táctica y combate y nuestra investigación se limita
exclusivamente al soldado del ejército de tierra. En el periodo considerado, la
armada desempeñó un papel no menos importante. Pero los especiales
problemas del soldado son idénticos tanto en el ejército de tierra como en la
flota. En conjunto no se ha de esperar una exposición exhaustiva.
Presentamos, más bien, ciertos frutos más o menos casuales de nuestras
lecturas y hemos valorado siempre la cita o el resumen de las fuentes.
Fuentes y bibliografía
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del poderío del ejército bizantino. Es cierto que no se pueden aceptar los
Taktiká acríticamente como fuentes históricas del momento en que
aparecieron, pues contienen también materiales de la Antigüedad o de siglos
anteriores carentes de valor contemporáneo y a menudo resulta difícil separar
lo útil de lo anticuado.
La parte de información transmitida por los historiadores es
decepcionantemente escasa. Su interés se centra en los procedimientos
tácticos, las campañas, el curso de los combates y, en cualquier caso, la
función de los generales; sobre los soldados en particular solo se nos informa
de pasada. Como ocurre también en otros ámbitos de la historia cultural de
Bizancio, los textos hagiográficos ayudan a ilustrar las condiciones sociales y
económicas del soldado. No obstante, las referencias concretas son también
en este terreno muy selectivas y nunca deberá pasarse por alto que la
descripción de las circunstancias materiales no puede ser jamás el centro del
interés de una hagiografía. Varios escritos admonitorios al emperador o a
personalidades de rango elevado («espejos de príncipes») constituyen una
fuente nada despreciable para conocer la ética del guerrero. En buena parte
está aún por evaluar la rica literatura astrológica que, en relación con la fe (o
mejor, con la superstición), posee una importancia verdaderamente
interesante.
La arqueología nos deja casi por completo en la estacada. Faltan
prácticamente del todo objetos de armamento y en este punto dependemos por
entero de las fuentes figurativas (miniaturas de manuscritos, relieves, arte
menor), cuya información metódica resulta limitada debido al tradicionalismo
del arte bizantino.
Así, no es sorprendente que la investigación de la vida del soldado no
haya avanzado demasiado. No existe una exposición de conjunto. Ciertas
cuestiones particulares sobre el equipamiento del guerrero quedaron casi del
todo clarificadas en tiempos anteriores. Los problemas que más interés han
despertado han sido los de la posesión de tierras por parte de los soldados,
que, sin embargo, están muy lejos de una solución definitiva, si es que tal
solución es posible.
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enemigo que huye. Las tropas de protección sirven para resguardar a las
llamadas tropas de asalto de un ataque enemigo. Tras la línea de combate y,
llegado el caso, a continuación de esta, se halla el cuerpo de sanitarios. Pero
en una campaña no deben faltar tampoco los «técnicos»: los agrimensores,
que determinan la situación del campamento en el terreno, y los
aposentadores, encargados de los detalles de las instalaciones. La actividad de
los exploradores es de gran importancia y los textos la destacan de continuo.
La caballería y la infantería, los dos contingentes principales en que se
distribuía a los soldados, no se modificaron desde la época romana hasta ese
siglo. Los soldados de a caballo eran los portadores de armas pesadas en
sentido propio.
En la medida en que los soldados desempeñaban determinadas funciones
de mando poseían también denominaciones concretas. A la cabeza del ejército
se halla el general en jefe (stratēgós), que puede estar representado por un
subgeneral (hypostratēgós). Al mando de las distintas divisiones (en
griego, méros, parte del ejército) aparece un general (merárkhēs). Los
regimientos (moîron), tres de los cuales componen una división, están
dirigidos por un coronel (moirárkhēs). Dentro de las subdivisiones del
regimiento (que no trataremos aquí en detalle) y cumpliendo otras funciones
se hallan el capitán (kómēs), el teniente (ilárkhēs) y el sargento
(hekatontárkhes, al mando de 100 hombres), a cuyas órdenes se encuentran
los cabos de secciones de diez hombres y pelotones de cinco. El último de la
serie lleva el nombre de tetrarca o guardián (phýlax). Fuera de los cuerpos
existen aún algunas otras actividades especiales, como la del abanderado
(bandophóros) y el portador del manto del oficial, que también podía sustituir
en su función al abanderado.
La selección de los soldados era responsabilidad del general en jefe, quien
casi siempre ordenaba realizar revistas anuales y tenía que cuidar, sobre todo,
de que no se alistaran personas demasiado jóvenes (paídes, niños) ni
demasiado viejas (gérontes, ancianos). Las cualidades que se requerían eran:
fuerza física (iskhyrós), buena salud y robustez (eúrostos), valentía y
presencia de ánimo (eúpsykhos) y habilidad (eúporos). Estos criterios
aparecen en un manual de guerra del siglo X y suenan un tanto retóricos y
teóricos, pues se trata sobre todo de cualidades psíquicas difícilmente
mensurables. En él se caracteriza más bien al «soldado ideal».
Se daba un gran valor a los ejercicios militares, que debían practicarse en
invierno o en periodos en que no se combatía. El manual del emperador León
presenta 48 ejemplos, tanto de ejercicios individuales como colectivos. Entre
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ellos se concedía una especial importancia, ya en el siglo VI, al tiro con arco
combinado con la equitación y el lanzamiento de jabalina. En este terreno los
pueblos iranios y turcos llevaban siempre la delantera a los bizantinos y, por
tanto, los soldados de Bizancio necesitaban realizar constantes esfuerzos para
poder estar de alguna manera a su altura. El manual de Mauricio da una idea
de la variedad de esta importante disciplina: se practicaban ejercicios de
disparo rápido con arco a pie, a distancia, contra una lanza u otro tipo de
diana; de disparo rápido con arco en movimiento a caballo en todas las
direcciones; de disparo con arco saltando a caballo; de colocación del arco
tensado en la aljaba durante la cabalgada; del intercambio rápido de arco y
lanza, y muchas otras cosas más. La lectura de tales textos recuerda a veces a
los acróbatas de circo más que a los soldados bizantinos. Parece ser, además,
que en el ejército se daban instrucciones más bien teóricas acerca de los
enemigos en cuestión, sobre las peculiaridades de su carácter y su forma de
combatir, a la que el soldado debía acomodarse. En los textos se exponen
esquemáticamente determinados tipos de enemigos. Así, por ejemplo, se dice
de los francos que son fuertes y asustadizos en combate, atrevidos \
temerarios, pero que se dejan sobornar con facilidad por su avidez para las
ganancias.
A pesar de la amplia escasez de fuentes gráficas y arqueológicas, estamos
así mismo relativamente bien informados sobre el aspecto externo del
soldado, aunque no siempre es posible representarse visualmente los detalles.
Se consideraba importante que la infantería vistiera una indumentaria ligera:
una túnica que llegaba a las rodillas y calzado cosido con sencillez. Además
de los infantes había guerreros de a pie con armas pesadas a quienes se
permitía cabalgar a mula debido al peso de estas y de la coraza. A veces
disponían también de acompañantes (que les ayudaban a colocarse la
armadura) y que en principio debían marchar a pie. Una figura característica
del ejército bizantino es, de todos modos, el caballero armado (gr.
kataphráktēs). Procopio, en el siglo VI, esboza en pocas palabras su
aspecto que cambió poco hasta entrado el siglo X, momento en que
disponemos de nuevas descripciones: «Actualmente los arqueros salen a
combate acorazados y con grebas hasta la rodilla y llevan las flechas en el
lado derecho y en el izquierdo la espada. Algunos cargan además con una
jabalina, mientras que en sus hombros descansa un escudo corto, sin asidero,
destinado a cubrir la cara y la nuca». Una descripción algo más exacta es la
que nos proporciona el manual de Mauricio: coraza completa hasta los
tobillos, con capucha, con lima y lezna (para que el mismo soldado pueda
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reparar su armadura), lanza de jinete con correa, arco, aljaba y, en parte
incluso guanteletes. Es curiosa, sin embargo, una observación adicional del
autor: los petos de los caballos han de llevar pequeños penachos y las
hombreras de las corazas, banderolas, «pues cuanto más vistoso resulte un
soldado por su armadura, tanto mayor será su disposición para el ataque y
tanto más espanto provocará en los enemigos». ¡La estética para rechazar al
enemigo!
Los manuales de táctica aluden constantemente a la importancia del
ejercicio continuado con armas. Naturalmente, deberá practicarse en periodos
libres de guerra, es decir, en los meses de invierno. Mientras los soldados de
hoy necesitan una instrucción larga y permanente y una constante adaptación
para familiarizarse con armas y sistemas de armamento nuevos, en la
Antigüedad y la Edad Media estos problemas se daban en grado mucho
menor y en el caso de Bizancio podría decirse que eran prácticamente
inexistentes. Había, en cambio, otra dificultad: la de adaptarse a enemigos
continuamente nuevos y diversos.
Frente a los pueblos turcos, que, desde los hunos a los otomanos en el
siglo XI, arremetieron sin pausa contra el imperio bizantino, el ejercicio del
tiro con arco y a caballo era de especial importancia. Es difícil imaginar que
el soldado bizantino alcanzara la habilidad de los jinetes nómadas. También
para los enfrentamientos con los árabes era de considerable interés la práctica
del combate a caballo: no es casual que en el manual de guerra de Mauricio se
consagre el primer capítulo al tiro con arco. Como es natural, podríamos
dedicar páginas enteras a tratar de las armas, pero aquí deberá bastarnos con
algunas indicaciones. Según hemos señalado ya, debemos constatar, en
general, que las armas experimentaron pocos cambios esenciales con el correr
de tantos siglos. Los mercenarios solían combatir con armas propias, a las que
estaban acostumbrados, y formaban por interés personal unidades exclusivas.
Un problema metódico especial para la descripción de las armas es que
apenas disponemos de hallazgos arqueológicos de armamento
inequívocamente atribuible a los bizantinos. Mucho material de los museos
del este y sur de Europa podría ser de origen bizantino, pero no existen
criterios seguros para distinguir las armas de los pueblos vecinos de las de
Bizancio. Debemos, por tanto, fiarnos sobre todo de la terminología de las
fuentes, que suele ser francamente discutible, y de representaciones gráficas, a
menudo difíciles de clasificar espacial y, sobre todo, cronológicamente (en
cuanto a los posibles modelos). En principio, se ha de distinguir entre armas
defensivas y ofensivas. Para muchos cuerpos del ejército era importante la
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armadura, en especial en la época bizantina temprana y media; podía pesar
hasta 16 kg y solía impedir notablemente la movilidad del soldado, sobre todo
cuando huía. En esos casos, su única posibilidad era liberarse de las partes
más pesadas. No se ha de olvidar que muchas de las grandes batallas se
producían en la época de la canícula, cuando la armadura suponía una carga
adicional. Incluso quien no portara una coraza llevaba protecciones de hierro
en brazos y piernas. En muchos casos, sin embargo, en vez del metal se
utilizaba cuero de vaca o determinadas combinaciones de tejidos. El casco (en
sus formas ligeras y pesadas) formaba parte del equipo regular, lo mismo que
el escudo. Las armas ofensivas eran de una gran variedad y solo podremos
tratarlas aquí muy globalmente. No es necesario mencionar en especial la
espada y el puñal. El hacha (además de su utilización como herramienta de
mano para la construcción del campamento) era conocida de los soldados de
la guardia imperial, sobre todo como arma de desfile, aunque determinados
tipos de hacha se empleaban también como armas de combate. Desde la
Antigüedad tardía se hacía también uso de porras y mazas. La lanza y la
jabalina pertenecen a la tradición romana antigua. La teoría según la cual los
jinetes emplearon la jabalina solo desde el siglo XII se basa en la
interpretación errónea de una fuente. Como ya hemos mencionado, el arma de
mayor importancia es el arco en sus diversas formas de presentación; también
era conocida una especie de ballesta. En el bagaje de los soldados bizantinos
aparece igualmente una de las armas más antiguas conocidas: la honda.
Las penas por desobedecer órdenes eran variadas y rigurosas. Una fuente
del siglo VII u VIII cita un catálogo de más de cincuenta penas y prohibiciones.
Para la mayoría de faltas se fijaba la pena de muerte. Solo podremos
mencionar aquí algunos pocos ejemplos: se condenaba a pena capital a quien
contraviniera la orden del general en jefe, aunque (como en el caso del
príncipe de Homburg) un buen resultado justificara su acción, a quien
abandonara el campamento, perdiera las armas o las vendiera (caso este en
que era posible cargar por gracia con una pena menor), a quien simulara una
enfermedad por miedo al enemigo y cualquier tipo de deserción. La
mutilación o el exilio amenazaban a quienes intentaran una sublevación en el
ejército. Quien se pase al enemigo y regrese luego a las propias filas será
arrojado a las fieras salvajes o empalado. Estas medidas punitivas se
instituyeron en una época de enorme tensión bélica en Bizancio, durante los
enfrentamientos con búlgaros y árabes, cuando se requería practicar una
disciplina estricta. No sabemos con seguridad hasta qué punto se mantuvieron
también más tarde, pero, tanto en Bizancio como en otros Estados
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medievales, la aplicación de la pena de muerte suponía pocos quebraderos de
cabeza.
Además de las penas conocemos algunas prohibiciones. Así, los soldados
no podían administrar ni arrendar ni tomar en prenda posesiones ajenas; por el
Código de Justiniano conocemos la prohibición de ejercer la agricultura y el
comercio. Estas disposiciones se modificaron más tarde, al cambiar las
circunstancias (sobre todo en lo referente a la posesión de tierras), pero aquí
no nos es posible examinar la cuestión en detalle.
Este importante terreno es también uno de los más debatidos por los
investigadores, pues los datos de las fuentes son escasos y dispares y, además,
resulta difícil situarlos cronológicamente. Entre las numerosas opiniones
expresadas apenas puede reconocerse un hilo conductor. En principio hay que
partir de la idea de la existencia de un servicio obligatorio para la población
campesina, al menos hasta el siglo XI. Para ello existían catastros mediante los
cuales se realizaba la llamada a filas en caso de guerra. Sin embargo,
considero un problema no resuelto el saber hasta qué punto se reclutaba
también a la población urbana: es difícil imaginar un servicio militar en
campaña para comerciantes y artesanos, por no hablar de quienes se ocupaban
en servicios bajos. Además, en determinados cuerpos de elite como la guardia
imperial, hubo también siempre soldados profesionales. Ya desde el siglo X
esta forma de reclutamiento sustituyó ampliamente o del todo al servicio
militar general y, junto con la contratación de mercenarios, llevó poco a poco
a la ruina las arcas del Estado.
Según un texto legal no se reclutaba para el servicio militar ni «a niños ni
a ancianos». Esta afirmación, de poco contenido, se precisa algo más en dos
vidas de santos: el ingreso en el ejército ocurría habitualmente a los 18 o 19
años y, en general, era habitual hasta los 24 años. Este amplio plazo se explica
por el hecho de que —como ocurre hoy en día—, si no había necesidad, no se
alistaba a todos los jóvenes de una misma quinta. La llamada a filas podía
repetirse en cualquier edad —según las circunstancias bélicas. Habremos de
suponer que también se hacían levas en tiempo de paz a fin de familiarizar a
los jóvenes con la táctica y las armas. Es difícil imaginar que los ejercicios no
comenzaran hasta el momento de los preparativos para una campaña. Además
de los conocimientos necesarios para intervenir en la guerra, los jóvenes
debían habituarse a reparar las armas. Al simple soldado no se le exigía más y
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tampoco era necesario. Solo en los jefes del ejército era deseable también una
formación literaria, sobre todo, naturalmente, el conocimiento de las obras de
táctica antiguas y bizantinas, pero también el estudio de los dogmas y los
autores teológicos, pues fomentaban la conducta moral requerida para el
mando.
El soldado recibía un pago durante el tiempo de servicio. La cantidad y
los vencimientos tenían carácter regional y variaron en cada uno de los siglos.
Para los años finales del siglo VI tenemos una indicación que alude a la
entrega de la soldada en primavera, cuando se reunía el ejército. En siglos
posteriores, los soldados recibían su paga solo al cabo de algunos años, casi
siempre tres o cuatro. Existía la posibilidad de liberarse del servicio mediante
un pago en dinero (p. ej., cuatro nomismas en el año 949) y los propietarios
de tierras que no podían presentar a nadie (por trabajar solos) eran atraídos
con ventajas fiscales. Apenas disponemos de datos fiables acerca de la cuantía
de la soldada, a excepción de la que cobraban los mandos de grandes distritos
militares.
Una de la cuestiones más debatidas es la de la relación entre propiedad de
la tierra y servicio militar. Desde el siglo X existen disposiciones legales sobre
este punto. Es seguro que nunca se dio una asignación de tierras a cambio de
la obligación de prestar servicio militar. Lo que ocurrió fue, más bien, que los
soldados pudieron adquirir bienes con sus pagas, sobre todo tierra. Al parecer,
cuando el propietario prestaba servicio militar no debía pagar impuestos, o
solo muy reducidos. Lo sabemos por una ley de la emperatriz Irene, quien
eximió del pago de los mismos a las viudas de soldados muertos en combate,
«a fin de que no sufran también daños materiales, además de sus penas y
duelos». Pero tal decisión fue abolida pronto, según nos consta por una vida
de santo: según esta, cierta madre, a fin de aliviar sus fuertes cargas fiscales,
inscribió en cuanto pudo en el catastro del ejército a su hijo, el futuro san
Eutimio el Joven. Ya en el siglo X parece haber quedado fijada legalmente la
vinculación tradicional entre posesión de tierras y servicio militar: fue
entonces cuando se pusieron en relación el tamaño de la propiedad y el
servicio. Pero el incipiente empobrecimiento del campesinado, cuyas causas
han de quedar aquí al margen de nuestro estudio, marcaron poco a poco el fin
de esa unión entre tenencia de tierras y servicio militar; a ello se unió el
interés por crear un ejército dirigido centralistamente desde Constantinopla
basado nuevamente en el pago de soldadas y que trajo consigo el
reclutamiento de extranjeros. Este principio se mantuvo, en sentido estricto,
hasta el final del imperio. En realidad, el siglo XIII (o quizá ya el XII) aportó
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una variante: el Estado ponía a disposición de los soldados la recaudación de
impuestos de determinadas tierras (prónoia). Pero el soldado no era ya un
campesino y, en la mayoría de los casos, ni siquiera vivía en las tierras sino de
los ingresos obtenidos de ellas. Junto a este tipo de soldado existía el
mercenario, que era reclutado casi exclusivamente en el extranjero, solía
prestar sus servicios en compañías de mercenarios propias y (como ocurría
también en Occidente) no se identificaba ya con el país que había de
defender.
Además de la paga, los soldados recibían armamento y manutención.
Sobre la alimentación y aprovisionamiento de los soldados nos informan
relativamente bien los manuales militares y los relatos históricos. En
principio, los abastecimientos se transportaban con el mismo ejército pero en
territorio enemigo se recurría, naturalmente, a lo que pudiera encontrarse allí
a fin de economizar los medios propios. Por esta razón solo se devastaba el
país hostil cuando se preveía la retirada por otro camino. El alimento básico
del soldado, el bizcocho, se mantuvo sin cambios desde la Antigüedad,
aunque cambiara el nombre con que se designaba (paximádion en vez de
hukeláton). Había, además, pan cocido y secado luego al sol, que apenas se
diferenciaba del bizcocho. Como alimento «caliente» se recurría también a
diversos tipos de masa preparada en fresco. En los bagajes se transportaba
también carne en adobo o tocino. Las fuentes mencionan asimismo, sin
embargo, carne cocida o asada, que debían aportar los campesinos durante la
campaña como carne para consumir en fresco. Más importante, en cierto
sentido, que los alimentos era la provisión suficiente de agua, que en
ocasiones se mantenía fresca añadiéndole vinagre y guijarros. Los soldados
llevaban consigo agua en frascas y los libros de táctica señalan que en ellas no
debía guardarse vino en ningún caso, lo cual hace referencia a la verdadera
predilección de los soldados. No obstante, en principio, se les suministraba
vino. Había, además, diversas bebidas mezcladas como, por ejemplo, vino
agrio al que se añadía ruda y malvas, o una combinación de leche, vino y
agua. Los soldados tomaban su comida principal al mediodía y en caso de
batalla deberían haber comido con anterioridad, pues en ciertas ocasiones
habían de resistir largo tiempo sin alimentarse. El momento de la comida
quedaba a la libre elección de los jefes y se daba a conocer por medio de un
toque de trompeta que al mismo tiempo podía servir de estratagema bélica
para dar confianza al enemigo, cuando, en realidad, se preparaba un ataque.
Como es natural, la ausencia de los soldados de su entorno social habitual,
a menudo larga, traía consigo ciertos problemas. Así, el manual de guerra de
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León el Sabio habla sobre todo de desterrar la deshonestidad del ejército. Por
otra parte, esa deshonestidad podía también ser sometida a control: sobre este
punto poseemos tan solo una fuente épica que, sin embargo, puede muy bien
responder a la realidad; en ella se habla de la instalación de burdeles en el
campamento.
Ya mencionamos de pasada cómo, por lo que sabemos, no existía una
edad determinada para el alistamiento del soldado en el ejército. Tampoco
está clara la cuestión de la atención a los soldados inútiles para el combate,
pues solo disponemos de una referencia proveniente del siglo VI. En aquel
momento, después de un motín, el emperador Mauricio dio orden de que se
permitiera a los veteranos habitar en las ciudades y de que se les otorgara un
obsequio imperial. En mi opinión, esto se refiere a soldados solteros y sin
posibilidad de ser recibidos en el seno de una familia en el campo. No existen
todavía pruebas de que en Bizancio se atendiera a los veteranos de forma
análoga a lo determinado por las disposiciones de la época romana.
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cuando se impuso la soberanía de una dinastía (la de los Paleólogos), el
consentimiento era simplemente un acto formal, pero hasta el año 1204 cada
uno de los grupos poseyó un peso decisivo.
En este sentido hablamos de la participación del ejército, que ha de
considerarse en una doble dirección: como confirmación pacífica en la que
están de acuerdo los demás grupos o como usurpación que impone a estos su
voluntad y lleva a la deposición del anterior emperador. La intervención
activa solo corresponde al ejército en este último caso y aquí la trataremos
únicamente mediante algunos ejemplos.
El historiador Teofilacto Simocata relata con detalle una usurpación de
estas características que en el año 602, en el periodo bizantino temprano,
costó a Mauricio el reinado y la vida. En el otoño del 602 el emperador
Mauricio prohibió regresar a la patria a los soldados estacionados en la
frontera del Danubio y les ordenó que marcharan a establecer sus cuarteles de
invierno al otro lado del río. Los soldados se apartan de sus jefes, eligen como
guía a uno de ellos (Focas) y hacen saber al emperador que no lo aceptan ya
al frente del Estado. El emperador no cede, de modo que las tropas rebeldes
del Danubio marchan contra la capital. Sin embargo, ellos por sí solos no
consiguen provocar la caída del emperador: solo cuando el pueblo,
representado por los partidos o facciones del Hipódromo, se pone del lado del
ejército, el usurpador Focas consigue hacer su entrada en Constantinopla y
asegurarse el trono.
La función del ejército y de los soldados en el periodo entre el final de la
dinastía Heráclida (695 o 711) y la toma del poder por León III (717) es bien
conocida y ha sido constantemente estudiada. En este momento parecen casi
repetirse las circunstancias de la época de los emperadores militares del siglo
m. Pero la situación era distinta: ahora se trataba de la rivalidad entre los
grandes distritos administrativos militares (temas) y sus dirigentes. En un
primer momento el general del tema de la Hélade (Leoncio) se apodera del
trono imperial; le sigue un comandante de la flota (Tiberio); luego (tras un
intermedio que no trataremos aquí), un general armenio (Filípico), quien al
cabo de dos años es derrocado por las tropas de otro distrito militar. Estas
colocan en la cúspide a un funcionario civil (Artemio), quien, igualmente
después de dos años, es expulsado por las tropas de otro tema (Opsicio). Su
favorito (Teodosio III) conserva el trono aún menos de dos años, hasta que se
ve obligado a cederlo al general del tema de Anatolia (León III), quien
consigue instituir de nuevo un imperio estable. Esta actividad política del
ejército, singular en la época bizantina, coincidió precisamente con un tiempo
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en que la salvación del imperio frente a árabes y búlgaros estaba por entero en
sus manos.
Ahora bien, por muy interesantes que puedan ser las «usurpaciones de
masas» que acabamos de mencionar, solo dos historiadores (Nicéforo y
Teófanes) tratan estos procesos con datos escuetos; muchos detalles nos
siguen siendo desconocidos. Otra usurpación de la historia bizantina, la de
Alejo I (1081) aparece, en cambio, bajo la clara luz de la historia. Alejo, que
vivió en ambientes militares desde sus catorce años, había tenido en la década
anterior a su acceso al trono varias posibilidades de ejercitarse en el terreno de
las usurpaciones contra Roussel de Bailleul, Nicéforo Briennio y Nicéforo
Basilaces. Los soldados no le encomendaron que se alzara contra el
emperador reinante (Nicéforo Botaniates); fue más bien él, miembro de una
antigua familia y uno de los principales generales en jefe del imperio, quien
incitó a sus soldados a hacerlo. Con el pretexto de avanzar contra una ciudad
conquistada por los selyúcidas, reúne tropas, da largas a otro usurpador
(Nicéforo Meliseno) con promesas de colaboración, se deja proclamar
emperador por su ejército y entra violentamente en Constantinopla. Estamos
ante un ejemplo inequívoco de revuelta militar cuyo éxito se debió por entero
(además de a la habilidad diplomática) a la ayuda de los soldados.
Junto a estas usurpaciones apoyadas por los soldados, que provocaron un
cambio en el poder imperial o que estaban destinadas a provocarlo (pues no
todas consiguieron su objetivo), hubo en el ejército sublevaciones que no iban
encaminadas a una modificación en la cúspide del Estado. Una vez más es
Teofilacto Simocata (s. VII) quien nos proporciona sobre este punto un
ejemplo muy elocuente. En la Pascua de 588 se comunicó a los soldados que
se hallaban en campaña contra los sasánidas una reducción de sus pagas en
una cuarta parte. La desagradable misión de anunciarlo se encomendó a un
general recién nombrado (Prisco), quien, además, cometió el error de no
desmontar del caballo al recibir el primer saludo de los soldados. De este
modo se produjo en el campamento un doble descontento: por la arrogancia
del general y por la reducción de la soldada. La sublevación se produjo en
varias fases. Los soldados se congregan con espadas y piedras ante la tienda
del general. Este ordena pasear en procesión un icono de Cristo por el
campamento. Cuando, a pesar de todo, la multitud no se aplaca sino que osa
arrojar piedras contra la imagen, el general emprende la fuga y abandona el
campamento. Su tienda es saqueada y los soldados no se dan por satisfechos
hasta que se revoca el recorte de sus pagas. El general huido recurre a un
obispo como mediador —lo cual, sin duda, no era un procedimiento habitual
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— y permite que el ejército elija un nuevo jefe. Pero la mediación del prelado
fracasa y los soldados derriban incluso las estatuas del emperador y destruyen
sus retratos. Solo la llegada de un alto dignatario enviado desde
Constantinopla por el emperador logra sofocar el motín.
En este ejemplo aparecen con claridad el poder y la influencia de los
soldados, así como la proximidad entre la sublevación en el ejército y la
usurpación del poder imperial. La similitud con la revuelta en el frente del
Danubio es evidente, si tenemos en cuenta los motivos. Al parecer, en este
segundo caso faltó tan solo la posibilidad de proponer un antiemperador. La
función del soldado en el Estado se aprecia también claramente en la serie de
emperadores que fueron elevados a la suprema dignidad desde la carrera
militar. Mencionaremos aquí solo algunos nombres. Justino, tío de Justiniano,
llegó al trono a través de la carrera militar; Mauricio comenzó perteneciendo
a la guardia de palacio antes de ser enviado como general en jefe a las
fronteras del Este, desde donde regresó a Constantinopla al cabo de unos
pocos meses antes de ser nombrado emperador. Heraclio era hijo de un
general y ocupaba también en Cartago un puesto en el ejército que le
proporcionó los medios para la usurpación. León III fue uno de los grandes
generales de los temas y Alejo I creció desde niño en el ejército, según hemos
señalado más arriba. Aparte de ellos habría que hablar igualmente de aquellos
emperadores que tenían tras de sí un pasado «civil» pero que al ocupar la
cabeza del Estado demostraron ser excelentes soldados y jefes del ejército. El
ejemplo más impresionante de esta serie es sin duda Basilio II, quien pasó a la
historia precisamente como emperador guerrero y se hizo retratar con su
armadura de soldado.
Es sabido que el elemento constitutivo de la elección imperial era la
aclamación, en la que se alzaba al elegido sobre un escudo y se lo mostraba a
la multitud. Esta costumbre se mantuvo aun cuando el nuevo emperador no
procediera del ejército o este no hubiese tenido una participación decisiva en
su elección. Independientemente de la cuestión de si la ceremonia de alzar
sobre el pavés se mantuvo durante el periodo bizantino medio, esta la
volvemos a encontrar (o continuaba aún) en el siglo XIV y, en cierto modo
como signo de continuidad y muestra al menos la unión ideal entre el
emperador y la milicia. ¿No es esto un indicio de la importancia del soldado
en el mundo bizantino?
El soldado y la muerte
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La disposición permanente del soldado para la muerte es común a todas
las culturas. «La guerra es el pintor de la muerte», dice un general bizantino, y
en otro pasaje se dirige a los soldados como a hombres que se ejercitan
constantemente en el morir. Un género de la literatura bizantina poco
estudiado hasta el momento, la retórica militar, nos da algunas indicaciones
sobre la valoración de la muerte en el campo de batalla. Quizá resulte
sorprendente el predominio de las antiguas ideas sobre la fama del soldado
valeroso en la posteridad, mientras que el concepto cristiano de la retribución
celestial aparece más raramente. Todavía en el siglo VI, un general que leía
con dificultad a Horacio repite que nada es más dulce que morir en combate.
En la novela del metropolita Constantino Manasés, del siglo XII, reaparecen
también los mismos pensamientos: es mejor morir en la batalla que en la
cama. Parece como si para estos autores el más allá se encontrara en los
Campos Elíseos y no en el paraíso cristiano. Solo en contadas ocasiones
resuenan los ecos cristianos de una continuación de la vida tras la muerte
heroica. Así, por ejemplo, cuando (siguiendo, igualmente, una tradición
antigua) se califica a la muerte de breve sueño en comparación con el día que
habrá de llegar, o cuando se dice que los ángeles sostienen con firmeza las
almas de los muertos. El emperador León en sus Taktiká habla expresamente
de los héroes que destacan en el combate en favor de los cristianos de manera
no muy distinta a como lo hace Nicéforo Focas de los soldados, a los que da
el título de mártires. Con todo, hasta donde he comprobado, solo ha llegado
hasta nosotros un único oficio por los muertos en la guerra.
Por lo demás, el combatiente heroico se presenta como un paradigma solo
en raras ocasiones. Citaremos aquí una excepción tomada también de la obra
histórica de Teofilacto Simocata (siglo VII). Se trata de un soldado que
luchaba con la muerte al llevar clavadas en su cuerpo varias flechas que no
podían extraerse. Lo transportaron al campamento pero los médicos se sentían
impotentes. Aquel hombre, sin embargo, parecía querer sobrevivir solo para
hacer una pregunta: ¿Habían vencido los bizantinos? ¡Por supuesto que sí! Al
oírlo, se dejó extraer las flechas y expiró.
Las fuentes retóricas hablan enfáticamente de la preocupación del
emperador y del general en jefe por la familia de los caídos. Debía acogerlos
como si fueran sus propios hijos y cuidarse de toda la casa y sus parientes.
Pero la mayoría de las veces la realidad resultaba mucho más
descorazonadora. El cuidado de las viudas quedaba en manos de la
generosidad del emperador. Así, por ejemplo, Miguel I entregó a las mujeres
de los soldados caídos en la guerra contra los búlgaros una cantidad de oro
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equivalente a cinco talentos, pero el valor de esta limosna sigue siendo poco
claro. La emperatriz Irene garantizó, como ya hemos expuesto en otro lugar,
reducciones fiscales cuando no fuera posible satisfacer las obligaciones
militares sin daño para los terratenientes, pero estas concesiones fueron
abolidas ya, al parecer, por Nicéforo, sucesor de Irene. Un estudio profundo
de las fuentes podría quizá sacar a la luz algún que otro detalle, pero en
esencia la atención a los deudos de los muertos en combate solo se producía
en la retórica.
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Las costumbres cristianas solo penetraron en el ejército paulatinamente.
Las fuentes mantienen un silencio general sobre este punto o no han sido
todavía suficientemente investigadas, de modo que los ejemplos que
exponemos son apenas representativos.
El tratado militar de Mauricio (segunda mitad del siglo VI) menciona
como grito de guerra (siguiendo una tradición antigua) el «nobiscum». Los
estandartes militares se bendicen y el lábaro marcha delante del ejército (de
acuerdo con la tradición constantiniana). La cena concluye con el canto del
trisagio. Antes de entrar en combate se pronunciará en el campamento una
oración que terminará con el «Señor, ten piedad». Un sacerdote estará
presente en el acto. En las ordenanzas de Nicéforo Focas (siglo X), que
además destacó en vida por su devoción militar, esta oración del soldado se
aconseja también en el momento de acercarse el enemigo. En el siglo VI no se
habla todavía de un servicio religioso en el ejército pero sí en los llamados
Praecepta de Nicéforo. Cuando se haya fijado la fecha de la batalla, deberá
realizarse un servicio divino al que seguirá un ayuno de tres días, de modo
que los soldados solo podrán tomar una comida diaria por la noche. Pero en
las filas de Nicéforo no faltaba tampoco la devoción incluso en ausencias de
batallas: por la mañana y por la noche se celebraban oficios divinos. Ningún
soldado podía realizar otras actividades en ese momento. El jinete debía
desmontar del caballo y, lo mismo que el soldado de a pie, dirigirse hacia
Oriente. Las transgresiones de esta norma se castigaban con azotes, cortes de
pelo o degradaciones. Debemos suponer, sin embargo, que una disciplina
religiosa tan estricta solo estuvo vigente en el ejército en la época del
emperador Nicéforo. En el caso del motín de los soldados en la frontera
oriental (588), del que hemos hablado anteriormente, se menciona por
primera vez, que yo sepa, la presencia de una imagen de Cristo en el ejército.
En el siglo XI, en una situación similar pero mucho menos grave, se mostraron
igualmente iconos a la tropa.
Con todo, siempre pervivieron ciertos elementos del primitivo
cristianismo que aludían al carácter impío del servicio militar. Uno de lo
principales era la prohibición de que los sacerdotes se alistaran en el ejército.
Como ya hemos señalado, había capellanes en el ejército que rezaban las
oraciones y celebraban el servicio divino. En la vida de un tal san Nicéforo se
habla de cómo este acompañó al ejército a Sicilia (966). No obstante, les
estaba prohibido portar armas. Este punto se establece con claridad en el
canon VII del concilio de Calcedonia (451): quien pertenezca al clero o al
estado monacal no puede ingresar en el ejército ni entrar al servicio del
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Estado. También los cánones apostólicos, apócrifos, sancionados por el
derecho canónico el 692, hablan con un lenguaje inequívoco: «El obispo,
presbítero o diácono que sirva en el ejército y quiera mantener ambas
actividades, el servicio al mundo y la actividad espiritual, será suspendido».
No obstante, disponemos de testimonios que prueban que las instituciones
estatales enrolaron sacerdotes en el ejército o que estos tomaron las armas
voluntariamente.
Esta prohibición podría interpretarse, o mejor aún, aprovecharse, en un
sentido opuesto. Ingresando «oportunamente» en el estado clerical o monacal
se eludía el servicio militar. Ya en los siglos IV y V se intentó impedir este
subterfugio. En la correspondencia entre el papa Gregorio Magno y el
emperador Mauricio hay alusiones a esta problemática y la supresión de los
monasterios y la persecución de los monjes durante el conflicto iconoclasta
pueden contemplarse desde este trasfondo.
Encontramos, además, constantemente casos en que la dureza del servicio
militar conduce al abandono de la vida secular. El declive del ejército
bizantino en la lucha contra los búlgaros el año 811 y la muerte del emperador
Nicéforo impulsan al soldado Nicolás durante la retirada a ingresar en un
monasterio. La iglesia oriental celebra el recuerdo de este guerrero y monje el
24 de diciembre y su vida, adornada de historias edificantes, se ha conservado
en varias versiones. Un relato de esa misma década nos habla de la
«conversión» de otro soldado que seria más tarde el ermitaño Jacobo. Jacobo
pertenecía a la guardia personal del emperador León V y, al parecer,
compartía la postura iconoclasta de este. Su hermano, en cambio, era un
monje sacerdote y se sentía muy apenado por la actitud de Jacobo. No
obstante, consiguió devolverlo al buen camino. El texto, conservado solo en
latín, nos habla de una «mirabilis metamorphosis», que «hominem mundanum
transformavit in virum spiritualem» y que de un «miles saecularis» hizo un
«miles christianus».
Pero entre los soldados no encontramos solo fe sino también, y
seguramente mucho más a menudo, según se puede deducir de las fuentes
escritas, superstición: cierto Teófilo, astrólogo cristiano en la corte de
Bagdad, escribió una obra en la que, sirviéndose de medios astrológicos, se
describían las distintas actividades bélicas. Veamos aquí unos pocos ejemplos
tomados de un texto que, aunque solo se nos ha conservado extractado, ocupa
en la edición moderna nada menos que 60 páginas. Si Crono y Selene
(Saturno y la Luna) están en conjunción, indicarán traición e insidia; por el
contrario, la conjunción entre Afrodita y Selene (Venus y la Luna) excluye en
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cambio, las insidias. En caso de asedio, todo depende del signo del zodiaco en
que se encuentre la luna a la hora del mismo. Cuando Selene está en armonía
con Crono, su posición aludirá a un general temeroso y débil y traerá consigo
muchos peligros. Estas indicaciones estaban destinadas, sin duda, a los
oficiales y no a los soldados individuales, pero también los soldados
conocían, como es natural, el recurso a prácticas astrológicas. El ejemplo de
Manuel I muestra hasta qué punto el mismo emperador confiaba en los
horóscopos.
En la categoría de los presagios supersticiosos se incluyen también los
sueños. El libro de los sueños de Ahmed suministra toda una serie de indicios
relacionados con la guerra y las armas, no solo para el jefe del ejército sino
también para el simple soldado. Si este sueña que encuentra una coraza,
vencerá al enemigo y será tan rico como pese la coraza. Si una persona
corriente sueña con armas de hierro, conseguirá una fortuna. Si el emperador
se ve a sí mismo armado, alcanzará una victoria sobre un pueblo extranjero.
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negado ya antes (428) a los maniqueos el cumplimiento del servicio militar
normal y solo los había aceptado en el ejército de tierra propiamente dicho.
La actitud del ejército en la disputa iconoclasta (que se ha de considerar
una continuación de los conflictos dogmáticos) ha sido objeto permanente de
investigación. Sin embargo, siempre que aparecen a la luz los soldados, nos
hemos de limitar a constatar que no es posible afirmar nada sobre su postura
interna. Ni una sola revuelta está ligada en todo el periodo a la disputa de las
imágenes. Igualmente se ha demostrado insostenible la distribución de los
cuerpos de tropas entre unidades iconodulas (p. ej., en Occidente) e
iconoclastas (p. ej., en Oriente).
Los únicos enfrentamientos de origen dogmático en el ejército se dieron
entre los siglos IX y XI contra los paulicianos V los bogomilos. Los
paulicianos, dentro de su organización estatal en el Éufrates, habían formado
ejércitos que se enfrentaron al poder del Estado constantinopolitano. El
mismo cariz tuvieron también las revueltas bogomilas en territorio búlgaro;
contra ellas intervino todavía a finales del siglo XI el emperador Alejo
Comneno. Con todas las precauciones que precisa el uso de este termino, nos
encontramos aquí en cierto sentido, ante guerras de religión y los soldados
implicados en ellas debieron de sentirse incluso como luchadores de la fe.
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una fuente cuya cronología no se ha fijado del todo. El santo soldado no es
solo un protector individual sino que interviene en las acciones de combate
(como lo hicieran antes los dioses homéricos) y robustece así la confianza del
ejército en sí mismo. En la literatura histórica y encomiástica encontramos
continuos ejemplos de ello. Durante la campaña de Juan Tsimisces contra los
rusos (971) estalló de pronto una tormenta que arrojó polvo a las caras de los
enemigos impidiéndoles ver. En ese mismo momento habría aparecido sobre
un caballo blanco un jinete que sería nada menos que «el gran mártir
Teodoro», que enardeció a los bizantinos. Algunos siglos más tarde, quienes
acuden en ayuda del emperador bizantino son los dos Teodoros. En la
campaña para la conquista de Melnik (1255) el emperador Teodoro VI recibió
la aparición de dos hombres de extraordinaria estatura. Al haberlos visto solo
él y ninguno de sus acompañantes, pareció demostrado que se había tratado
de los dos santos soldados. Una vez iniciada la conquista de la fortaleza, los
dos aparecieron de nuevo y concluyeron la empresa con la victoria de los
bizantinos. A veces, sin embargo, el santo se convierte en la mala conciencia
del soldado. Cuando los rusos asediaron Constantinopla el año 907, los
bizantinos ofrecieron negociaciones y llevaron a Oleg comida y bebida
envenenada. Oleg rechazó la comida y los griegos (según dice la crónica de
Néstor) se asustaron y dijeron: «No es Oleg sino san Demetrio, enviado por
Dios contra nosotros».
«Hoy hay un cielo especial, hoy es un día distinto, hoy los jóvenes señores
cabalgarán (al combate)». Así comienza una de las epopeyas bizantinas más
antiguas y bellas, el canto de Amuris. Nos presenta a los combatientes de la
frontera, los akrítai, que salen a guerrear contra los infieles. Son los grandes
modelos de heroísmo en la época del máximo esplendor del imperio
bizantino. Pero no son héroes realistas sino que poseen fuerzas fabulosas y
vencen ejércitos completos luchando en solitario. La fe y los poderes de la
magia van estrechamente unidos. Un ángel muestra a Amuris dónde hay un
vado para atravesar el torrencial Éufrates; luego, el héroe se arroja contra los
enemigos y él solo los derrota en un día y una noche.
El esplendor épico del heroísmo fue siempre excepción. El soldado tenía
miedo y se ayudaba con la oración y con prácticas supersticiosas. Estaba
obligado a cumplir órdenes y su propia opinión no tenía ningún valor. Pero
también podía hacer carrera en una «sociedad abierta» como la bizantina
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hasta alcanzar los rangos más altos. Si hay algo que distinga de manera
especial al soldado bizantino, es precisamente su relación inmediata con el
Estado y el emperador. Al margen de ciertas peculiaridades del trasfondo
material y social, no hay apenas otras particularidades que lo diferencien
notablemente de otros soldados del mundo medieval, a pesar de que las
fuentes occidentales consideran al soldado bizantino como alguien consentido
y reblandecido, opinión que quizá no esté del todo injustificada si se lo
compara, por ejemplo, con los guerreros normandos.
Esta exigua exposición ha dejado sin tocar más de un aspecto de la
cuestión. Deberíamos hablar aún de la suerte de los prisioneros, que
conocemos casi exclusivamente por los acuerdos internacionales pero que
también cobra vida en un caso en los relatos hagiográficos de los cuarenta y
dos mártires de Amorion. Tampoco hemos hablado de cómo, con el paso de
los años, los soldados eran víctimas de enfermedades y que hasta un
emperador, Juan VIII, padeció tan gravemente de la gota a sus cincuenta años
que apenas era capaz de escribir su nombre. Deberíamos haber tratado
también de la criminalidad en el ejército, de los asesinatos, saqueos y pillajes
que aparecen no solo en los catálogos de penas sino también en la realidad, en
descripciones realistas. Falta también, finalmente, la imagen iconográfica; no
solo los hermosos santos guerreros del arte eclesiástico, sino los guerreros
reproducidos en platos de plata de los siglos XI y XII, las sencillas
representaciones en objetos de cerámica y los grafitos pintados en paredes o
los dibujos con representaciones de soldados sobre páginas de manuscritos en
blanco que recuerdan manos infantiles.
En una época en que la guerra y las armas no parecen ser los medios
adecuados para la consecución de ningún tipo de intereses, esta reflexión
dedicada a la figura del soldado puede resultar obsoleta. En cualquier caso, el
imperio bizantino habría perdurado sin Focio, Pselo o Teodoro Metoquita,
pero nunca sin los soldados bizantinos.
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Jena, 1938.
Viellefond, J. R., «Les pratiques religeuses dans l’armée byzantine d’après les traités militaires» Revue
des Études Anciennes 37 (1935), 322-330.
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Capítulo cuarto
EL PROFESOR
Robert Browning
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Miniatura de la Crónica de Escilitzes representando al patriarca Trifón firmando para
demostrar ante el Sínodo que es un hombre letrado, fol. 128v, a. siglos XIII-XIV. Madrid,
Biblioteca Nacional
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Los profesores bizantinos, ya se tratara de maestros de escuela elemental
o de profesores de gramática, de retórica o de filosofía, eran herederos de una
antiquísima tradición que se remonta al siglo V a. C. Un fragmento de una
comedia perdida de Aristófanes nos presenta a un maestro de escuela
preguntando a sus alumnos por el significado de palabras difíciles que se
encuentran en los poemas de Homero; sin duda se les había facilitado antes
una lista de tales palabras para que las aprendieran de memoria. El historiador
Tucídides cuenta cómo en 413 a. C., durante la guerra del Peloponeso, una
banda de soldados mercenarios tracios irrumpió en la pequeña ciudad de
Micaleso en Beocia y mató a sus habitantes. «Entre otras cosas, —escribe—,
irrumpieron en una escuela, la mayor del lugar, en la que los niños acababan
de entrar, y les dieron muerte a todos». Que hubiera varias escuelas en una
ciudad tan diminuta —el geógrafo Estrabón en el siglo I a. C. la llama aldea—
da testimonio de la extensión de la educación en Grecia en el siglo V a. C.
Fue en época helenística —aproximadamente desde la muerte de
Alejandro Magno en 323 a. C. hasta la de Cleopatra en 31 a. C.— cuando
tomó forma un sistema educativo que se mantuvo, aun con los inevitables
cambios, a lo largo de los períodos romano y bizantino de la historia griega
hasta la toma de Constantinopla por los turcos otomanos en 1453. La
educación constaba de tres etapas: la etapa elemental, la gramatical y la
retórica.
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sin tener en cuenta las formas arcaicas y dialectales de la poesía griega
clásica. Más tarde pasaban a copiar y aprender de memoria breves máximas
edificantes, del tipo «Acepta el consejo de las personas sabias» o «No confíes
a ciegas en todos tus amigos». Finalmente, debían aprender de memoria
breves textos en prosa como las fábulas de Esopo, que el profesor
acompañaba de explicaciones gramaticales y moralizantes. El castigo corporal
«reforzaba» con regularidad las clases. En qué consistía el trabajo de este
profesor de escuela elemental lo podemos percibir en un mimo de Herodas
(siglo ni a. C.) y en las hojas dispersas de libros de ejercicios entre los papiros
encontrados en los vertederos de basura de pequeñas ciudades egipcias. Sus
métodos parecen haber variado poco o nada durante milenio y medio. No
había libros de texto y sí mucho aprendizaje memorístico.
Sabemos bastante más de las actividades del gramático y del rétor, los
profesores responsables de las siguientes etapas de la educación helenística y
bizantina. Pertenecían a la pequeña pero articulada clase culta que escribía
libros y algunas de sus obras se conservan. Lo que el gramático enseñaba a
sus alumnos era cómo leer la literatura de la Grecia clásica comprendiéndola
y en ocasiones valorándola de un modo crítico. Empezaba por enseñar de un
modo mucho más detallado que el maestro de escuela elemental la compleja
morfología del sustantivo y el verbo tal y como aparecía en aquella literatura,
teniendo en cuenta las numerosas excepciones. Ello implicaba cierto estudio
de los distintos dialectos, reales o artificiales, en los que estaba escrita la
literatura y de las palabras raras que eran solo de uso literario. Con el paso del
tiempo, el griego hablado de la vida cotidiana se separó cada vez más del de
la literatura griega clásica, de modo que el gramático se veía obligado a
«corregir» y «purificar» la lengua de sus alumnos y a insistir en que utilizaran
en cualquier tipo de expresión formal las palabras y flexiones que no habían
interiorizado en su infancia. Para ello utilizaba libros de texto que, aun
compuestos en la Antigüedad, siguieron siendo utilizados a lo largo de la
Edad Media, entre ellos, el Arte de la gramática (tékhnē) de Dionisio
Tracio, escrito en el siglo u a. C.
Este breve tratado, que en una edición impresa no ocupa más de dieciséis
páginas, trata de las partes del discurso, morfología, prosodia, etimología y
figuras de lengua y pensamiento. En sus enseñanzas los gramáticos
explicaban e ilustraban esta obra sucinta y elemental y algunos dieron a
aquellas forma de comentario escrito a la obra de Dionisio. Se conservan
muchos de tales comentarios compuestos por maestros en la Antigüedad
tardía y en la Edad Media; complejos y prolijos, empequeñecen y confunden
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el breve y lúcido texto que se esfuerzan por explicar. El otro libro de texto
que utilizaron ampliamente los gramáticos bizantinos son los Cánones de
Teodosio de Alejandría (ca. 500 d. C.), una lista sistemática de reglas breves
para la declinación de sustantivos y la conjugación de verbos en griego
clásico. En realidad, los Cánones incluyen también muchas formas que no
aparecen en los escritores clásicos, pero que fueron inventadas por gramáticos
posteriores, a menudo en busca de falsas analogías. También en torno a este
tratado se acumuló un corpus de comentarios que superó ampliamente en
volumen el texto de Teodosio.
Esta enseñanza teórica iba acompañada de la lectura práctica de los textos
literarios, preferentemente los poéticos porque, a la vez que eran fáciles de
recordar, solían presentar un número mayor de formas poco usuales y de
alusiones, mitológicas o no. Eran sobre todo los poemas de Homero los que
constituían las herramientas del gramático. Estaban escritos en una lengua
literaria artificial que reflejaba la utilizada en la composición oral por
trovadores de época preliteraria, una lengua con muchas variantes y flexiones
pertenecientes a los distintos dialectos del griego arcaico. Y estaban llenos de
referencias a figuras y sucesos mitológicos, que debieron de ser familiares a
los escolares de la Atenas pagana pero que debían ser explicados a sus
sucesores cristianos bizantinos. En consecuencia, el gramático empleaba
buena parte de su tiempo explicando detalladamente, palabra por palabra y
verso a verso, la Ilíada o la Odisea o, con menos frecuencia, Hesíodo, una
tragedia ática o la poesía refinada y llena de alusiones del mundo helenístico.
Los alumnos no disponían normalmente de una copia de los tratados de
Dionisio o Teodosio, por no hablar de los poemas homéricos. Los libros eran
objetos raros y caros tanto en la Antigüedad tardía como en el mundo
bizantino. La enseñanza era oral: el gramático dictaba pasajes para que sus
alumnos los aprendieran de memoria y después los explicaba, a menudo
leyendo en voz alta o parafraseando ligeramente el comentario de uno de sus
predecesores, quizá su propio maestro. Más tarde pasaría a evaluar los
conocimientos de los alumnos haciéndoles preguntas sobre el contenido de la
lección, como hacía el maestro de la pieza de Aristófanes. Los progresos del
alumnado deben de haber sido lentos: un comentador aristotélico del siglo XII
menciona de pasada que lo normal era aprender y explicar cada día treinta
versos de Homero y que solo los alumnos más brillantes podían llegar a
abarcar cincuenta versos. Cuando se tiene en cuenta que la Ilíada tiene 15 694
versos y que la Odisea no es mucho más breve, se comprende que los
alumnos a duras penas pudieran adquirir de las enseñanzas del gramático una
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visión global de la arquitectura y la grandiosa dimensión de esos poemas
épicos. Tenían, sin embargo, a su disposición epítomes de los poemas
homéricos, aunque, a juzgar por los que se conservan, era poco probable que
despertaran el entusiasmo del joven. Se conservan algunos comentarios
bizantinos de Homero, que varían en inteligibilidad y profundidad, pero que
dan una idea de cómo un gramático podía explicar un texto difícil, así como
cierto número de prosificaciones ad versum que surgieron en un contexto
educativo. Los inmensamente largos, detallados, eruditos y discursivos
comentarios sobre la Ilíada y la Odisea de Eustacio, profesor de la Escuela
Patriarcal a mediados del siglo XII y después arzobispo de Salónica —al que
tendremos que volver— se debían claramente a su actividad como profesor.
Pero él mismo declara que están dirigidos a un público más amplio de lectores
educados y que pueden ser leídos con o sin el texto del poeta. Sería insensato
suponer que la explicación de Homero proveída por el gramático medio fuera
tan rica, erudita, variada en enfoque o extensa como las magníficas
«compilaciones» (parekbolaí) de Eustacio, como él las titula. Los ricos
escolios críticos de la Ilíada que se conservan en un manuscrito del siglo X de
la Biblioteca Marciana de Venecia y que contienen los restos de la erudición
homérica de los grandes alejandrinos, desde Zenódoto y Aristarco hasta
Dídimo, son asimismo poco representativos de lo que un gramático medio
enseñaría a sus discípulos. Están dirigidos a eruditos maduros, no a niños en
edad escolar.
El rétor que se hace cargo de los alumnos del gramático cuando estos
tienen catorce años aproximadamente —no había una reglamentación oficial
al respecto— les enseñaba cómo expresar sus pensamientos, hablando o
escribiendo, con elegancia y persuasión. Debemos tener presente que, en una
cultura ampliamente oral, la habilidad oratoria era más importante y se la
tenía en mayor consideración que en nuestros días. En la Antigüedad tardía se
esperaba que el rétor, además de enseñar, ofreciera demostraciones de su arte
en el teatro o en la cámara del consejo, pronunciara panegíricos, oraciones
fúnebres, de boda o similares para los dirigentes de su ciudad y que, cuando
fuera preciso, actuara como portavoz de sus conciudadanos ante gobernadores
provinciales, prefectos del pretorio o el propio emperador y así sirviera de
vínculo vital entre las ciudades parcialmente autónomas y el gobierno
imperial. En el siglo IV, Libanio, profesor de retórica en Antioquía,
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desempeñó todas estas funciones a tenor de las circunstancias. Con la
progresiva centralización del poder, el rétor dejó poco a poco de ser mediador
entre su comunidad ciudadana y un gobierno remoto, pero aún se esperaba de
él que diera pruebas de su elocuencia y que celebrara los eventos importantes
en la vida de su ciudad y de su elite gobernante. A mediados del siglo VI,
Coricio, profesor de retórica en Gaza, pronuncia encomios, oraciones
fúnebres, etc., tanto para los laicos como para los obispos de una sociedad que
es ahora predominantemente cristiana, del mismo modo que compone
descripciones sobre las iglesias y otros edificios de Gaza. En el discurso
fúnebre en memoria de Procopio, su viejo profesor de retórica, Coricio señala
que «la calidad de un rétor se demuestra en dos cosas, en la habilidad para
asombrar a la audiencia con su sabiduría y la belleza de sus palabras y en
cómo inicia al joven en los misterios de los antiguos».
En el mundo bizantino, el profesor de retórica tenía pocas oportunidades o
ninguna de desempeñar un papel político, pero se esperaba todavía de él que
apareciera en público y pronunciara elogios fúnebres, encomios de
gobernantes, discursos en conmemoración de victorias militares, etc. Se podía
solicitar de los titulares de cátedras de retórica financiadas con fondos
públicos que pronunciasen discursos en alabanza del emperador por Epifanía
y del patriarca en la festividad de san Lázaro, el sábado anterior al domingo
de Ramos. A los profesores de retórica del mundo tardoantiguo, y más aún del
bizantino, se les podía pedir que compusieran discursos para que sus alumnos
los pronunciaran en actos públicos y su habilidad como profesores podía muy
bien ser juzgada por tales representaciones de sus estudiantes. Esta función
pública del profesor de retórica se mantuvo inalterada hasta los ultimísimos
días del estado bizantino. Jorge Escolario, que sería más tarde nombrado
patriarca ecuménico por el sultán Mehmet II tras la toma de Constantinopla,
pronunció un discurso en memoria del déspota Teodoro II Paleólogo en 1448.
Juan Argirópulo, profesor en Constantinopla y después en Padua, Florencia y
Roma, conmemoró la muerte del hermano de Teodoro, el emperador Juan
VIII, que murió ese mismo año. Y la muerte en 1450 de la emperatriz-madre
Helena, viuda de Manuel II, fue motivo de no menos de seis discursos de
profesores y otros hombres de letras.
Resulta por tanto evidente que el profesor de retórica se movía en círculos
de poder e influencia, y esto se debía tanto a su función de portavoz público
como al hecho de que enseñara a los hijos de los ricos y poderosos. Parece
que muchos profesores sufrieron una especie de disonancia de estatus social:
sin riqueza, poder o influencia por sí mismos, se relacionaban con el rico, el
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poderoso y el influyente. Esto puede explicar la tendencia que a veces
manifiestan a exagerar e hinchar la importancia de su disciplina y, por ende,
de sí mismos. Un ejemplo típico de esta exageración se puede encontrar en la
Introducción a las Conferencias sobre los Progymnásmata de Aftonio —un
libro de texto elemental que data del siglo IV y que es utilizado por los
profesores durante todo el Imperio bizantino— escrita por Juan Doxapatres,
un profesor de retórica en la Constantinopla del siglo XI. «Para aquellos que
acaban de llegar del estudio de la poesía y de las maravillas que encierra al
gran misterio de la retórica y están ansiosos por beber profundamente de su
inspiración y de su grandeza de conceptos, es natural que sientan un estupor
no pequeño y que experimenten un desconcierto no innoble cuando pisan su
maravilloso umbral. Tales son la grandeza de su reputación y su
extraordinario renombre, que es lógico que sientan cierta confusión y que las
almas más nobles de ellos experimenten un ansia y un anhelo que rivalicen
con su desconcierto. Cuanto más difícil oigan que es este estudio, con mucho
más afán se prepararán, de modo que, al alcanzar el éxito en algo que a la
multitud le resulta difícil de captar o comprender, ellos lograrán la distinción
y la alabanza de su elocuencia».
El profesor de retórica heredó los libros de texto tardoantiguos, que
siguieron siendo utilizados a lo largo de la Edad Media. El primero era una
colección de progymnásmata o ejercicios preliminares, breves textos
modélicos que ilustraban distintos géneros de composición. El utilizado con
más frecuencia por los profesores bizantinos fue compilado por Aftonio de
Antioquía, maestro de retórica en la Atenas de finales del siglo IV. Cada texto-
paradigma está precedido de una breve definición que explica los rasgos
característicos del género en cuestión. Presumiblemente, el profesor leía en
voz alta y, si era necesario, explicaba la definición y después dictaba el texto-
paradigma. Aftonio, siguiendo un criterio establecido ya siglos antes,
comienza con la fábula, sigue con la narración, cría (khreía, una anécdota
ilustrativa que ejemplifica cierta afirmación de carácter general), máxima
moral, refutación, confirmación, lugar común, encomio, insulto, comparación,
prosopopeya, descripción, cuestión de carácter general (por ejemplo ¿debe
uno casarse?) y proposición de una ley. He aquí un ejemplo del material que
el alumno debía aprender: «Refutatio es el hecho de rebatir algún asunto. Se
puede refutar lo que no es obvio del todo ni totalmente imposible, sino que
ocupa una posición intermedia. Aquellos que pretenden refutar deben antes
que nada desacreditar a quien haga el aserto y después atacar el modo en que
se ha expuesto la cuestión utilizando los siguientes epígrafes de
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argumentación: primero, que es confusa e improbable; después, que es
imposible o inconsecuente con sus premisas, o que es impropia; finalmente,
hay que añadir que carece de ventajas. Este ejercicio preliminar contiene en sí
toda la fuerza del arte (de la retórica)». A continuación ejemplifica bajo cada
uno de esos epígrafes los argumentos para rechazar la historia de Dafne, la
ninfa perseguida por Apolo y convertida en laurel. En el siguiente ejercicio
preliminar, la confirmación, expone los argumentos a favor de la verdad de la
historia de Dafne.
A mediados del siglo V, Nicolás de Mira, profesor de retórica en
Constantinopla y probablemente titular de una cátedra oficial, publicó una
colección paralela de progymnásmata, pero no parece que esta haya sido
usada tan extensamente como la de Aftonio, cuya popularidad está puesta de
manifiesto por el número de comentarios que sobre ella compilaron los
profesores bizantinos. Estos nos permiten vislumbrar indirectamente la
enseñanza real en las primeras fases de un curso de retórica. Son demasiado
prolijos y repetitivos para ser citados aquí y el gusto moderno no puede dejar
de considerarlos tediosos y faltos de inspiración, pero evidentemente
cumplieron su cometido bastante bien. Solo se puede desear para bien de los
alumnos que el estímulo de la exposición oral en el aula indujera a los
profesores a darles vida con su tratamiento de las argumentaciones.
Hubo intentos esporádicos de componer progymnásmata que atrajeran de
un modo más directo el interés de los alumnos. Así, en el siglo XII, Nicéforo
Basilaces, profesor de retórica de la Escuela Patriarcal de Constantinopla y
autor de cierto número de discursos, de aparato o no, compuso una nueva
colección de progymnásmata. Siguen la ordenación tradicional por temas y
ofrecen unos cuantos textos-paradigma para ejemplificar cada género, pero no
incluyen definiciones, que el profesor comunicaría oralmente. Basilaces
introduce asimismo una nueva selección de autores que deben ser leídos por
los estudiantes de retórica y que incluyen ejemplos del estilo florido, como
Calístrato y Procopio de Gaza. Su otra gran innovación es el uso ocasional de
material cristiano en sus progymnásmata; así, bajo el encabezamiento de
«prosopopeya» (descripción de un personaje), encontramos «¿Qué diría Pluto
al resucitar Lázaro al cuarto día?», «¿Qué diría Sansón al ser cegado por los
gentiles?». «¿Qué diría Zacarías al recuperar la voz tras el nacimiento del
Precursor?», «¿Qué diría la Virgen cuando Cristo convirtió el agua en vino en
la fiesta de bodas?», «¿Qué diría José al ser acusado por la mujer egipcia y
encerrado en prisión?», «¿Qué diría David cuando fue perseguido por Saúl y
capturado por los gentiles y estuvo a punto de ser ejecutado?» y «¿Qué diría
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la doncella de Edesa cuando fue engañada por el godo?» (esta última es una
alusión a la célebre historia de la joven cristiana que se vengó de un soldado
godo). Basilaces se veía a sí mismo como un innovador, definiendo la suya
como «nueva retórica».
Otra innovación educativa —está vez en el ámbito gramatical— fue la
llamada «esquedografia», introducida al parecer a finales del siglo XI. Parece
haber consistido en el uso de textos breves compuestos especialmente por el
profesor y que pueden acabar con un breve pasaje en verso. Eran dictados a
los alumnos y después comentados en detalle por el profesor. El aspecto del
nuevo método que en un principio se encontró con la oposición de los
tradicionalistas era que el texto podía ser concebido para ilustrar aspectos
gramaticales concretos, lexicográficos, de estilo y construcción sobre los que
el maestro deseaba dirigir la atención de sus alumnos. Así, algunos textos
esquedográficos contienen muchos ejemplos de palabras y expresiones cuyo
sonido coincide pero cuyo significado difiere según cómo estén escritos; y es
que, desde época helenística, el griego tuvo una ortografía más histórica que
fonética. Escribir correctamente al dictado testimoniaría, pues, la habilidad
del alumno para elegir la interpretación correcta a la luz del contexto. Se han
conservado desde el siglo XII muchos textos esquedográficos, a menudo
compuestos por profesores por lo demás conocidos, y un grupo posterior de
tales textos, obra de Manuel Moscópulo (comienzos del siglo XIV), siguió
siendo utilizado hasta mucho después del final del Imperio bizantino.
Ninguna autoridad superior regulaba la enseñanza ofrecida por los
profesores de gramática o retórica. La tradición, modificada por presiones
sociales cambiantes, determinaba en última instancia tales cuestiones, pero los
profesores disfrutaban individualmente de una gran libertad de elección. Del
mismo modo, no había una edad fija para acceder a las distintas etapas de la
educación. La edad normal para comenzar la escuela elemental era de seis
años y a los nueve o diez un alumno podía seguir estudiando bajo la
supervisión de un gramático, mientras el estudio de la retórica podía
emprenderse a los catorce y seguir hasta los dieciocho. Pero había niños
prodigio —el propio Hermógenes fue uno de ellos— y muchos casos de
abandono o comienzo tardío de los estudios. En ocasiones las diferencias de
edad entre los alumnos pueden haber sido fuente de problemas para el
maestro. Finalmente, hay que recordar que solo una pequeñísima parte de los
que adquirían una educación elemental continuaban estudiando con el
gramático y el rétor.
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Después de sus estudios preliminares de retórica, los alumnos leerían una
selección de los discursos de Demóstenes o quizá de Esquines o Libanio y
compondrían declamationes sobre temas impuestos por el profesor. Estos
eran fundamentalmente discursos fúnebres declamados ante una corte
imaginaria sobre un caso imaginario según leyes imaginarias o discursos
puestos en boca de personajes históricos de la Atenas del siglo V o IV a. C. A
primera vista, resulta sorprendente que jóvenes que se preparaban para ocupar
puestos de responsabilidad en su ciudad, el Estado o la Iglesia, tuvieran que
emplear su energía en temas tan irreales y tan alejados del mundo en que
vivían e iban a tener que trabajar. Esto es debido en parte al peso muerto de la
tradición pedagógica, que se remonta al Imperio romano y a los reinos
helenísticos, pero, al mismo tiempo, bien puede ser que este excitante mundo
imaginario de piratas y tiranicidas despertara el interés de los jóvenes en
mayor grado que el mundo cotidiano de la administración y la justicia
bizantinas y que les hiciera más fácil aprender el difícil y delicado arte de la
argumentación, hecho de invención y desarrollo del pensamiento, de su
presentación y valoración. Los profesores bizantinos no eran locos que
siguieran ciegamente la tradición antigua por el hecho de ser antigua, como se
verá cuando consideremos más de cerca los casos de uno o dos de ellos.
Por último, en el arsenal del profesor de retórica estaba el estudio de
tratados teóricos sobre el tema. Los de uso casi exclusivo en Bizancio eran los
cuatro tratados de Hermógenes de Tarso (ca. 160-ca. 235), Sobre las «stáseis»
(«posiciones», esto es, sobre la postura que un orador adopta respecto del
asunto en litigio), Sobre la invención, Sobre las formas, y Sobre la técnica de
la «deinótés» «grandeza». Tales tratados proporcionan una introducción sutil
y al mismo tiempo práctica a los diferentes procedimientos utilizados en un
discurso público y a los efectos que cada uno de ellos está destinado a
producir. Estos textos de Hermógenes dieron lugar a su vez a una densa masa
de comentarios medievales, lo que pone de manifiesto su uso regular en las
aulas. Ningún profesor bizantino compuso nunca un manual teórico
comparable.
El profesor de filosofía
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por muchos, pero en profundidad solo por unos pocos. En el mundo
tardoantiguo, florecieron las escuelas de filosofía de Atenas y Alejandría y, en
la Constantinopla del siglo V y sin duda también en otras ciudades, se
designaba oficialmente a un profesor de filosofía. Se hacía clara distinción
entre cursos elementales, que parecen haberse ocupado in extenso de la lógica
aristotélica y estar dirigidos a una audiencia de no especialistas que había ya
completado o estaba completando sus estudios de retórica, y cursos
superiores, a los que asistían ante todo los que deseaban convertirse a su vez
en profesores de filosofía. El contenido de estos era predominantemente
neoplatónico y por lo general tomaban forma de comentarios analíticos de los
textos de Platón y Aristóteles. Muchos de estos comentarios tardoantiguos se
conservan —aunque no todos han sido publicados—, y está claro que muchos
de ellos surgieron en un ámbito escolar: el profesor leía en voz alta o dictaba
un breve pasaje del texto estudiado, del que más tarde comentaba el
significado, el lugar en la argumentación de la que formaba parte, su relación
con otras obras de Platón o Aristóteles, etc. Por lo que parece, en ocasiones la
exposición del texto daba lugar a preguntas de los estudiantes o a una
discusión general.
La actividad de la escuela de Atenas había sido, si no suprimida,
ciertamente sí muy restringida en 529, en el curso de una caza de brujas del
gobierno de Justiniano contra los paganos o criptopaganos en puestos
influyentes. La escuela alejandrina, cuyos profesores eran todos cristianos en
aquella época, prolongó su existencia hasta la toma de Alejandría por los
persas en 618, cuando Esteban, el jefe de la escuela, probablemente con
alguno de sus colegas, se retiró a la seguridad de Constantinopla.
Durante los cuatro siglos siguientes, hay pocos testimonios de una
enseñanza sistemática de la filosofía en el mundo bizantino. De esta época se
conservan algunos breves epítomes de lógica aristotélica, pero es muy incierto
quiénes eran sus destinatarios. Bien pueden haber estado dirigidos a clérigos
como ayuda al estudio de la teología. La recuperación del interés por la
herencia literaria de la antigua Grecia a finales del siglo IX y en el siglo X
implica que se pusieran en circulación una vez más los textos de Platón y
Aristóteles y de los neoplatónicos. Los más antiguos manuscritos conservados
de Platón —el Clarkianus de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, el Platón de
la Vaticana y el Platón de París— fueron escritos los tres a finales del siglo IX
o en las primeras décadas del siglo X y uno de ellos fue copiado para Aretas,
arzobispo de Cesárea, un conocido erudito y bibliófilo. En esta época existía
probablemente algún tipo de enseñanza filosófica informal y no organizada.
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Pero solo en 1054 Constantino IX Monómaco puso a Miguel Pselo, que era
un hombre de letras más que un filósofo, al frente de una escuela de filosofía
en Constantinopla financiada por el emperador, otorgándole el título de
hypatos tôn philosóphōn. Este título, con frecuencia traducido
incorrectamente como «cónsul de los filósofos», quiere decir más bien «jefe
de los filósofos» e implica que en la capital había también otros profesores de
filosofía. Pselo se consideraba a sí mismo un platónico cristiano. Entre sus
numerosas obras se incluyen algunos tratados sobre cuestiones filosóficas así
como un batiburrillo de breves notas sobre cuestiones filosóficas y científicas.
Si tales obras representan su enseñanza filosófica, entonces esta no tenía un
nivel especialmente alto.
Su alumno y sucesor Miguel ítalo, nacido en el sur de Italia de padre
normando y madre griega, era un filósofo mucho más serio. Ana Comnena en
su historia del reino de su padre Alejo I Comneno dice que ítalo tuvo entre la
juventud de finales del siglo XI seguidores entusiastas. De sus escritos se
conservan una serie de breves discusiones sobre problemas filosóficos así
como comentarios a algunas obras de Aristóteles. Su aplicación de los
métodos de la filosofía a cuestiones teológicas, su origen occidental y
probablemente su dependencia del mecenazgo de los adversarios políticos de
Alejo precipitaron su caída. En 1082, tuvo que comparecer ante un tribunal,
por el que fue juzgado culpable de herejía y depuesto de su cargo,
desapareciendo así de la historia. Sus teorías aún son solemnemente
anatematizadas por la Iglesia ortodoxa durante la liturgia de la festividad de la
Ortodoxia el primer domingo de Cuaresma. Sus sucesores no olvidaron la
lección de que los filósofos que se aventuraban por los dominios de la
teología lo hacían por su cuenta y riesgo. Otro titular del cargo de «jefe de los
filósofos», Miguel ho toû Ankhiálou, en su lección inaugural,
probablemente en 1167, declara haberse alejado de Platón y basado su
enseñanza en Aristóteles: no nos sorprende que acabara sus días como
patriarca de Constantinopla (1170-1178).
Hubo quienes ostentaron ocasionalmente el título de «jefe de los
filósofos» durante los dos siglos entre la restauración del Imperio bizantino en
1261 y la toma de Constantinopla por los turcos otomanos en 1453. Pero
parece ser que una gran parte de la enseñanza filosófica y de la composición
de textos filosóficos se debió a hombres cuyo campo de actividad era otro.
Jorge Paquimeres (1242 - ca. 1319), funcionario, historiador y polígrafo,
escribió un erudito tratado sobre el Quadrivium y una exposición larga y
detallada de la filosofía de Aristóteles. Evidentemente fue un pensador serio,
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pero no está claro que se ocupara de una enseñanza sistemática de la filosofía.
Teodoro Metoquita (1260/61-1328), otro hombre de estado erudito, compuso
comentarios a muchas de las obras de Aristóteles, lo que lleva a pensar que él
sí se dedicó en cierta medida a la enseñanza de la filosofía. El diácono Juan
Pediásimo, que desempeñó el cargo de «jefe de los filósofos» en la primera
mitad del siglo XIV y que además era un maestro a todos los efectos, escribió
comentarios sobre las obras lógicas de Aristóteles. En el mismo período, el
clérigo griego del sur de Italia Barlaam de Calabria, que tuvo un papel
importante en la querella hesicasta, dio clases sobre Platón y Aristóteles en
Constantinopla, probablemente en calidad de algo así como profesor invitado.
Hacia 1400, Juan Cortasmeno, profesor de retórica y notario del patriarcado,
escribió una introducción a la lógica de Aristóteles. Su discípulo Jorge
Escolario, más tarde patriarca de Constantinopla tras la conquista turca de la
ciudad, dio clases de filosofía a un pequeño grupo de jóvenes y después
redactó el contenido de sus cursos en forma de libros de texto. El último de
los filósofos bizantinos fue Jorge Gemisto Pletón; su tratado sobre las
diferencias entre Aristóteles y Platón y las lecciones sobre el mismo tema que
dio en el Concilio de Florencia hicieron furor entre los humanistas italianos y
condujeron a la fundación posterior por Cosme de Médicis de la Academia
Platónica de Florencia. Seguramente Pletón enseñó filosofía en Mistra, la
capital de la provincia bizantina del Peloponeso donde transcurrió la segunda
mitad de su vida, y probablemente enseñó antes en Constantinopla; no
sabemos, sin embargo, si se le puede considerar un profesional o un maestro
nombrado oficialmente. Gran parte de la enseñanza filosófica de los últimos
dos siglos de Bizancio parece haber sido obra de «eruditos nobles» más que
de maestros profesionales. Esto no se debía a la falta de interés por la
tradición filosófica clásica —muy al contrario— sino que reflejaba más bien
la interrupción de las instituciones que tuvo lugar cuando el Imperio bizantino
fue desmantelado y reducido a un puñado de fragmentos dispersos de
territorio en una región bajo hegemonía turca o latina. No obstante, en la
última década de existencia del Imperio, encontramos un profesor nombrado
oficialmente que enseña tanto filosofía como gramática. Se trata de Juan
Argirópulo, uno de los pocos griegos de su época que había estudiado en
Padua y que después emigró a Italia y enseñó en Padua, Florencia y Roma. Su
enseñanza, así como sus numerosas traducciones latinas de obras de
Aristóteles, supusieron una contribución sin igual al mundo intelectual del
Renacimiento. Se conserva un retrato suyo enseñando en Constantinopla
(aunque con una iconografía tradicional que debe mucho a los retratos de los
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evangelistas). Este retrato y el algo anterior de Manuel Crisoloras enseñando
en Florencia, ahora en el Louvre, son las únicas representaciones que se han
conservado de un profesor bizantino realizando su trabajo.
A lo largo del Imperio bizantino, se fueron borrando los límites entre los
ámbitos del gramático y el rétor y, en menor medida, entre los del rétor y el
filósofo: podemos encontrar a menudo al mismo maestro enseñando dos de
estas materias. Así pues, toda la educación postelemental es confiada en
ocasiones al mismo maestro. De ahí que se dijera de Eustacio que «cuando
presidía los misterios de las artes literarias, bastaba con que un alumno pisara
el umbral de las Musas, para que al punto se le concediese una visión de su
santuario más secreto». En otras palabras, Eustacio enseñaba tanto gramática
como retórica. Del mismo modo se nos dice que «en un breve espacio de
tiempo, suficiente para una introducción a la retórica o para pisar el umbral de
la filosofía, sus estudiantes parecían discípulos de Aristóteles o poetas
inspirados por las Musas». Pero no todos los profesores tenían el talento de
Eustacio.
Algunos profesores de Constantinopla recibían ayuda financiera o de otro
tipo del gobierno, de la iglesia o de ambas partes. Pero la mayoría de los
profesores parecen haber dependido de los honorarios pagados por sus
alumnos. El modelo tardoantiguo, por el que los consejos de las ciudades
nombraban y pagaban a un profesor de gramática y retórica, se vino abajo en
los siglos VI y VII con el declive de la autonomía y la iniciativa ciudadanas.
Muchas «escuelas» dependían de la labor de un solo profesor, que a
menudo enseñaba en su propia casa. Pero, en época bizantina, como en la
Antigüedad tardía, no es infrecuente encontrar en Constantinopla profesores
asistentes, los llamados hypogrammateís o próximoi (lat. proximi). Así, por
ejemplo, Cristóforo de Mitilene (primera mitad del siglo XI) menciona en un
poema una escuela dependiente de la iglesia de San Teodoro en el barrio
denominado Ta Sphorakia, cuyo profesor principal (maístōr) era León y
cuyo próximos era Estiliano. Miguel Pselo pronunció un emocionante
discurso fúnebre en memoria de Nicetas, maístōr de la escuela de San Pedro
y antiguo condiscípulo suyo. Mientras Pselo se dedicó fundamentalmente a la
retórica, Nicetas eligió convertirse en profesor de gramática. En primer lugar,
se nos dice, fue hypogrammateús, no por elección, sino por ley. Ya estaba
preparado para ponerse al frente de una escuela (prokathémenos), pero la ley
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lo prohibía. En otras escuelas, quizá las de una continuidad institucional
menor, los alumnos mayores ayudaban en la enseñanza del más joven.
Tendremos ocasión de citar con frecuencia la correspondencia de un profesor
anónimo de gramática (y quizá también de retórica) que vivió en la
Constantinopla del segundo cuarto del siglo X. En una carta a un clérigo de
palacio, plantea el problema así: «Tengo alumnos que siguen estudios
superiores y les he confiado la supervisión de los menos avanzados, aunque
mantengo el control debido sobre su trabajo». En otra carta, escribe que los
alumnos mayores interrogan a los más jóvenes en su presencia y que después
él completa posibles omisiones de su parte. En otra carta más, afirma que él
personalmente evalúa dos veces por semana los progresos de todos los
principiantes en gramática. Esta utilización de los alumnos como profesores
ayudantes no es meramente una medida económica, puesto que establece
como principio pedagógico que cada estudiante debe confirmar su propio
dominio de lo que ha aprendido transmitiéndolo a otros. Los alumnos
mayores que tenían el importante papel de profesores ayudantes (y algunos de
los cuales pasarían a abrir una escuela por su cuenta) formaban un grupo
aparte dentro de la escuela, el de «elegidos» o «supervisores» y parecen haber
disfrutado de una considerable independencia e iniciativa. No todas las
escuelas adoptaban tales procedimientos, pero resulta poco probable que estos
fueran exclusivos de la escuela de nuestro profesor anónimo. Dentro de las
limitaciones de una pedagogía tradicional, este parece haber sido un profesor
concienzudo e incluso imaginativo. He aquí un informe a otro clérigo de
palacio sobre los progresos de su sobrino: «Tu sobrino está realizando el
curso escolar apropiado. Dos veces por semana se le pregunta en mi presencia
sobre lo que ha estudiado. Puede repetir de memoria el texto de la gramática
casi sin fallos. En los epimerismos ha completado el tercer salmo. Sabe
conjugar la tercera conjugación barítona, que aprende por medio de
preguntas, y ha aprendido a recordarla transmitiendo a otros lo que ha
estudiado. Ruega continuamente por él y, si he llegado a entender su carácter,
las esperanzas que hemos puesto en él no se verán defraudadas». Los textos a
los que se refiere el fragmento son probablemente el Arte gramatical de
Dionisio Tracio, los Epimerismos sobre los Salmos, comentario gramatical de
Jorge Querobosco (siglo VIII/IX y la clasificación de los verbos griegos
establecida por los Cánones de Teodosio de Alejandría (siglo IV d. C.).
Nuestro profesor anónimo no tenía la misma suerte con todos sus alumnos.
He aquí un fragmento de la carta que escribe a Alejandro, metropolita de
Nicea, él mismo anteriormente profesor de retórica: «Desde que tus niños
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(probablemente sus sobrinos) salen con sus compañeros de clase y hacen lo
mismo que ellos, preocupándose sobre todo de perdices y codornices, debo
disuadirles de todo eso con admoniciones y castigos. Les conmino
repetidamente a obedecer las instrucciones de su padre y no hacer caso omiso
de sus deseos, pero sin éxito, de modo que he decidido dirigirme a ti. Los
encuentro de lo más desconsiderados hacia su padre, que, por su parte, se
muestra demasiado clemente con ellos. Tuve, pues, que castigarlos y ellos
volvieron diligentemente a sus estudios. Pero, en cuanto se aburrieron una vez
más de estudiar, empezaron a hacer novillos y a pasar el tiempo comprando
pajarillos. Una vez su padre se presentó por casualidad y los encontró
entretenidos con tales juegos. ¿Así es como estudiáis? Preguntó, y se marchó.
Habrían tenido que acudir a mí o a uno de sus compañeros o a su tío; en vez
de eso, no se acercaron por la escuela. Pregunté a sus compañeros por ellos y
obtuve distintas respuestas, unos diciendo una cosa, otros otra. Si se han
refugiado en tu casa, te ruego que seas clemente con ellos, puesto que van
como suplicantes. Si han ido a otro lugar, intenta, como un buen pastor que
lleva la oveja perdida de vuelta al rebaño, que no caigan víctimas del lobo».
Los profesores se quejan a menudo de los novillos de sus alumnos.
Cuando uno piensa en el interminable aprendizaje memorístico requerido por
la enseñanza literaria en la época anterior a la imprenta, no puede
sorprenderse de que algunos decidieran no acercarse por la escuela. Pero este
absentismo escolar tenía también un cariz social. Entre los discípulos de un
maestro, especialmente en la capital, podían estar los hijos o sobrinos de
hombres cuya riqueza, posición social e influencia los elevaban en la
pirámide social mucho más que a cualquier profesor, por grandes dotes o
mucho éxito que tuviera. Tales jóvenes solían considerar a su profesor como
una especie de subordinado social cuya autoridad podía ser burlada
impunemente. Teodoro Hirtaceno, profesor y figura literaria de segundo
orden de comienzos del siglo XIV, escribe a Teodoro Metoquita, primer
ministro del emperador Andrónico II, en los siguientes términos: «Habría
preferido estar presente en persona y reprender a tu hijo de viva voz en vez de
por escrito. Dado que no me es posible a causa de la urgencia de tus asuntos,
que yo no desearía aumentar con mi presencia, me dirijo a ti in absentia por
medio de esta carta. Tu querido hijo está descuidando sus estudios y
dedicándose a la equitación; galopa y corre por las calles a rienda suelta,
atravesando a caballo hipódromos y teatros, arrogante y exultante… Lo he
reprendido repetidamente, pero ni se ruboriza ni enmienda su
comportamiento. Se le han infligido también castigos corporales cuando lo
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merecía. Cinco días han pasado desde la última vez, durante los cuales ni ha
venido a la escuela ni ha prestado la menor atención a sus estudios. Lo que le
gusta son los caballos y los instrumentos musicales. Pero si no vistiera
prendas delicadas ni llevara un cinto de cuero en torno a su talle ni cabalgase
con riendas doradas, sino que anduviera a pie, entonces dominaría su sinrazón
en vez de dejarse dominar por ella. Era mi deber comunicarte este mensaje. El
tuyo es pensar de ahora en adelante en tu hijo». Quizá resulte irónico que una
gran parte de la correspondencia de Hirtaceno esté consagrada a su propio
caballo y a las esperanzas de conseguir del emperador una subvención para su
forraje, pero Hirtaceno era un profesor de retórica que trabajaba duramente,
no un jovenzano consentido…
He aquí un pasaje, ligeramente abreviado, sobre cómo Nicetas, el amigo
de Miguel Pselo, enseñaba gramática a mediados del siglo XI en la escuela de
San Pedro, a la que ya hemos encontrado en un poema de Cristóforo de
Mitilene: «La gramática ha sido durante mucho tiempo considerada una parte
elemental de la educación, pero él la convirtió en la mayor de las artes y la
mayor de las ciencias (se trata de una alusión a una famosa frase de
Aristóteles), tratándola como una estructura racional. Distinguió
cuidadosamente los dialectos griegos y explicó científicamente las reglas de
la acentuación. Explicó la consecutio verbal, el uso del relativo y de otros
pronombres y muchas cuestiones más. Su éxito explicando poesía está
probado por el número de sus alumnos que se convirtió en ejemplo para otros.
Era consciente de que los helenos (esto es, los griegos paganos) hablaban con
enigmas y concebían significados secretos bajo una forma trivial, pero él
arrancó el velo y reveló los conceptos ocultos. De este modo, la cadena
dorada que Zeus dejaba colgar del cielo a la tierra en un pasaje homérico tan
célebre como enigmático (Il. 8. 19-27) representaba para él el centro inmóvil
de la revolución del universo; Ares atado, el poder de la razón que controla el
elemento pasional; la tierra natal a la que Ulises y sus compañeros procuran
volver era para él una metáfora de la celeste Jerusalén». Este tipo de
interpretación alegórica de Homero se remonta al siglo VI a. C., y fue más
tarde desarrollada por estoicos, neoplatónicos y cristianos.
Una oración fúnebre en memoria de Eustacio, «maestro de los rétores» de
la Escuela Patriarcal de Constantinopla y más tarde arzobispo de Salónica en
el último cuarto del siglo XII, describe con palabras un poco altisonantes pero
a la vez conmovedoras la enseñanza de este hombre notable, que la Iglesia
ortodoxa reconoció santo; aún puede verse su retrato en un fresco datable ca.
1320 en la capilla del monasterio real serbio de Grasanica. Solo podemos
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ofrecer unos pocos extractos, a veces abreviados, de este texto. «Las clases de
Eustacio exudaban miel como fuentes de néctar, hasta el punto de que sus
enseñanzas penetraban en lo más profundo de las almas de sus oyentes y
permanecían indelebles ante la corriente del olvido. En sus clases diarias, no
explicaba solamente el libro que tenía en la mano ni se limitaba a elucidar los
pasajes de interpretación oscura, también añadía mucho material reunido a
partir de otros libros, no porque se enorgulleciera de hacer digresiones
inoportunas sobre el tema que estaba tratando, sino porque se había inspirado
en ellas. (…) Si un estudiante con un libro de poemas bajo el brazo le pedía
aclaraciones sobre las reglas métricas y los ritmos de la armonía y sobre la
etimología de palabras o la mitología de los antiguos, entonces él respondía
como un auténtico iniciado a tales preguntas, familiarizado con sus más
profundos secretos. ¡Cuántos que se dirigieron a él de niños alcanzaron la
madurez no solo gracias a la leche sino al sólido alimento del saber! (…)
¡Cuántos que creían conocer bien la gramática y poder enseñarla a otros,
cuando se medían con él se daban cuenta de cuán poco sabían en realidad!,
¡cuántos creían poseer la gracia de la retórica hasta que escucharon la voz de
sirena de Eustacio!, ¡cuántos parecieron sobresalir en filosofía hasta que se
compararon con él y aprendieron a conocerse a sí mismos y a reconocer su
propia ignorancia y comenzaron a cambiar opiniones por ciencia!». Entre
otros aspectos que pone de relieve este pasaje, está el de cómo se borra la
distinción entre gramática, retórica y filosofía en la enseñanza de los mejores
profesores en una época de innovación y exploración. Los amplísimos
comentarios de Eustacio a la Ilíada y la Odisea, aunque no son ciertamente el
texto literal de sus clases, sí son el fruto de una larga experiencia como
profesor y dan cierta idea de la riqueza y variedad de su cultura.
La mayor parte de los profesores, sin embargo, tenían que dedicar la
mayor parte de su tiempo a asuntos menos elevados. Uno de sus problemas
recurrentes era conseguir que se les pagaran sus honorarios. Aun los que
ostentaban puestos oficiales parecen haber dependido en parte de los
honorarios pagados por sus alumnos. El profesor anónimo del siglo X del que
ya hemos hablado dedica varias cartas a recordar a los padres o tutores su
descuido en el pago de los honorarios. Por desgracia para los estudiosos
actuales, las sumas reales no se mencionan nunca y no parece de hecho que
nuestro profesor haya tenido tarifas fijas. En una carta, renuncia por completo
a reclamar un pago del destinatario, porque la persona en cuestión es un
amigo y el alumno un campesino de su misma región —probablemente Tracia
— y al mismo tiempo le agradece el haber enviado una pequeña contribución.
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En otra carta, dice a su destinatario, probablemente un funcionario de la corte,
que siempre deja sus honorarios a la conciencia de aquellos que los pagan, sin
forzar nunca tal pago. El anónimo se queja asimismo a los funcionarios
patriarcales y finalmente al propio patriarca de que no le hayan pagado sus
eulogíai (un término religioso). Se refiere probablemente más que a un salario
a cierto tipo de dotación económica suplementaria para los monjes y
eclesiásticos que enseñan. Incluso a los profesores de nombramiento imperial
no siempre les sería fácil conseguir el salario que se les debía. Teodoro
Hirtaceno escribe a una serie de altos funcionarios y finalmente al propio
emperador para reclamar el pago de lo que se le había prometido. Este
episodio puede muy bien reflejar no solo un retraso burocrático sino también
los apuros económicos de la administración bizantina durante el desastroso
reino de Andrónico II. No obstante, tales quejas son cursadas también en otras
épocas.
Otro problema con el que un profesor se tenía quizá que enfrentar era que
sus alumnos fueran captados por otro profesor. Esto era en parte un problema
económico, puesto que la pérdida de un discípulo implicaba descenso en los
ingresos. Pero era también una cuestión de prestigio dentro de un grupillo
profesional de individualistas hipersensibles. En más de una carta el profesor
anónimo del siglo X se queja de tales sustracciones; en una de ellas, dirigida a
otro maístōr, escribe: «Para nada me preocupa ese o aquel alumno al que
indujiste a que se apartara de mí, ya personalmente ya a través de otros que
llaman a mi puerta y raptan a mis alumnos como si fueran mis prisioneros,
cual perros de veloces patas y agudo olfato que olfatean desde lejos la presa
para los cazadores (…) Me parece execrable y completamente ajeno al
comportamiento cristiano persuadir a gente para que capte alumnos de una
escuela y los envíe a otra». En otra carta, más mordaz, acusa a un funcionario
patriarcal de connivencia con tales captaciones. Ese sentido de inseguridad y
desconfianza entre colegas parece típico de una profesión cuyos miembros
disfrutaban de escasa protección institucional, al contrario de lo que sucedía
con abogados, notarios y otros grupos profesionales.
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helenística a la teoría de los números; también sabía latín y tradujo muchos
textos occidentales al griego, desde el De trinitate de san Agustín hasta las
Metamorfosis de Ovidio. Por lo demás, estaba al frente de una escuela
constantinopolitana que, aunque emplazada en un monasterio, no era en
ningún sentido una escuela monástica. En Constantinopla, había al menos
otras dos escuelas disfrutando de subvención imperial hacia finales del
siglo XIII. Una estaba dirigida por un tal Calcomatópulo, otra por cierto
Hialeas. La correspondencia de Planudes incluye una interesante carta a
Calcomatópulo en la que amablemente reprocha a su destinatario que no
preste suficiente atención a un alumno al que había enviado a la escuela de
Calcomatópulo. «Es un joven con talento» escribe «y está ávido por aprender.
Por eso lo he enviado a tu escuela antes que a cualquier otra, porque tú eres
mi amigo y un profesor excelente. Este alumno sería capaz de adquirir más
conocimientos, pero sus supervisores —probablemente alumnos mayores que
ejercen como profesores ayudantes— le están haciendo perder el tiempo. Lo
que podría aprender en un día ellos no lo abarcan en tres. Te ruego que le
prestes atención de un modo personal y que instruyas a sus supervisores para
que le dicten textos más largos y se preocupen más de él. ¿Por qué debería
sufrir como Tántalo en medio del agua, recibiendo la misma instrucción que
los niños que acaban de pasar de su nodriza a la escuela?».
En otra carta, dirigida esta vez al arzobispo de Creta, que vivía en
Constantinopla desde que los gobernantes venecianos de Creta no permitían a
la jerarquía ortodoxa poner pie en la isla, escribe Planudes: «Tu sobrino es un
estudiante entusiasta y un profesor más entusiasta aún y su entusiasmo
provoca igual entusiasmo en mí; puede contar con obtenerlo de mí, puesto
que espero y ruego que los progresos de mis discípulos en sus estudios vayan
a la par del desarrollo de su carácter y la adquisición y cultivo de la virtud en
otras áreas». El discípulo en cuestión era Manuel Moscópulo, que después
llegó a ser a su vez profesor y publicó muchos libros de texto, entre ellos una
edición de selecciones de poesía griega clásica con un comentario de uso
escolar y una gramática de griego clásico en forma de preguntas y respuestas.
Algunas de sus obras se conservan en hasta sesenta manuscritos y es evidente
que fueron ampliamente usadas por profesores durante dos siglos o más tras
la muerte de su autor. Es posible que no hagan mucho alarde de erudición
original pero estaban admirablemente adaptadas a la enseñanza escolar.
Un contemporáneo de Moscópulo, pero más joven que él, Jorge
Lacapeno, enseñó tanto gramática como retórica en Tesalia —o quizá en
Salónica— en el segundo cuarto del siglo XIV. Él también fue autor de cierto
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número de libros escolares. Su selección de 264 de las 2000 cartas de Libanio,
con un comentario elemental, estaba dirigida a los estudiantes de retórica y se
conserva en muchos manuscritos. También publicó una colección de su
propia correspondencia con Andrónico Zarides, un discípulo de Planudes. Las
cartas tienen poco contenido concreto —el que tuvieran fue eliminado cuando
se las preparó para ser publicadas como modelo de estilo— pero son buenos
ejemplos del amanerado griego aticista tan apreciado en el siglo XIV. Por ello
sin duda se las equipó de un largo comentario ad verbum. Algunos códices le
atribuyen también una breve obra gramatical y un comentario elemental a los
dos primeros libros de la Ilíada.
La actividad editorial de Moscópulo y Lacapeno y de otros
contemporáneos suyos sugiere que, a comienzos del siglo XIV, los profesores
de gramática y retórica griegas cambiaron sus métodos y vías de acercamiento
a la literatura clásica. Se leía menos a Homero y más las obras de otros
autores, en particular, los dramas de Sófocles y Eurípides y textos en prosa de
la Segunda Sofística, como las Imagines de Filóstrato. Al mismo tiempo, un
corpus con comentario gramatical, retórico y mitológico de tipo más bien
elemental reemplazó los antiguos escolios que contenían muchos de los restos
de la erudición de la Antigüedad clásica. Conocer con exactitud lo que este
cambio pudo haber significado en lo relativo a la actitud de los profesores y
discípulos bizantinos hacia su herencia clásica es una cuestión demasiado
compleja para ser tratada adecuadamente aquí.
Los profesores de los últimos siglos de Bizancio muestran en ocasiones un
interés inesperado y cierta familiaridad con la literatura científica de la
Antigüedad y en particular con las obras de astronomía; probablemente esto
se debe en parte al papel más preeminente desempeñado por la astrología en
la vida bizantina, pero también da testimonio de un abandono parcial del
carácter estrechamente literario que había tenido la educación griega desde
época helenística. Así, Demetrio Triclinio (ca. 1280-ca. 1340), profesor de
gramática en Salónica a comienzos del siglo XIV, cuyo conocimiento de los
tratados métricos antiguos le posibilitó la corrección de muchos errores en la
tradición textual de los dramáticos áticos, fue también autor de un breve
tratado sobre las fases de la luna. Barlaam de Calabria, del que ya hemos
hablado, escribió un comentario a una parte de los Elementos de Euclides y
breves tratados sobre los eclipses solares de 1333 y 1337. A este respecto, los
profesores siguen la corriente intelectual general de su época: hombres de
estado y eruditos privados como Teodoro Metoquita y su discípulo Nicéforo
Gregorás, eclesiásticos como Juan Cortasmeno (ca. 1370-1435/7), expertos en
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medicina como Jorge Crisococes y Gregorio Cioniades —después obispo de
Tabriz en Persia—, el moralista y poeta Teodoro Meliteniota, todos ellos
escribieron serios estudios en el campo de la astronomía matemática,
inspirados en ocasiones en obras de astronomía árabes o persas.
Ya hemos señalado que los altos dignatarios del estado dedicaban a veces
su tiempo a cierta forma de enseñanza. Antes de ser nombrado patriarca en
858, Focio dirigió una especie de seminario en su casa, que describe con
nostalgia en una famosa carta al papa Nicolás I, escrita inmediatamente
después de su elevación al patriarcado. «Cuando me quedaba en casa»
escribió «disfrutaba de mi mayor alegría, la de poder contemplar el trabajo de
mis estudiantes, sus agudas preguntas y su conversación, a través de la que las
ideas salen a la luz más fácilmente; mientras algunos aguzaban su ingenio con
los estudios matemáticos, otros acorralaban la verdad mediante
procedimientos lógicos y otros entrenaban su mente en la piedad estudiando
las Santas Escrituras, lo que es fruto de una tarea muy distinta. Tal era la
compañía de que me rodeaba en casa. Cuando salía camino del palacio
imperial, me despedían con ruegos por mi pronta vuelta. (…) Y al volver
encontraba esta misma compañía docta ante mi puerta; algunos a los que se
les había concedido gran familiaridad, dada su gran virtud, me reprendían por
mi retraso; a otros les bastaba con saludarme, a otros con mostrar que me
habían esperado». Los discípulos de Focio, si es que así se les puede llamar,
eran probablemente adolescentes, si no de edad más avanzada. Lo mismo
podría decirse de los discípulos de otros personajes de las altas esferas.
Miguel Pselo tenía un círculo similar de discípulos o admiradores a los que
enseñaba en casa a la vez que ostentaba un puesto en la corte imperial. En el
período que siguió a la restauración del Imperio en 1261, algunos altos
funcionarios tenían un círculo de discípulos que se reunían en su casa.
Teodoro Metoquita, primer ministro de Andrónico II hasta su caída en 1328,
enseñó matemáticas y astronomía a un grupo así, aparentemente con apoyo
imperial. Nicéforo Gregorás, discípulo y protegido de Metoquita, congregó a
su alrededor un grupo similar de jóvenes que se reunía regularmente para
estudiar retórica, filosofía y matemáticas. Estos encuentros probablemente se
asemejaban a seminarios de post-grado o a reuniones de una sociedad erudita
más que a las clases normales de una escuela. En una de tales reuniones
encontramos a Gregorás exponiendo sus propuestas para reformar el
calendario. La existencia de tales grupos no se limitaba a la capital: el filólogo
Tomás Magistro invitó a José el filósofo, profesor y amigo de Teodoro
Metoquita y de Nicéforo Gregorás, a visitar los «seminarios» (sýllogoi) en
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Salónica y a dirigirse a ellos. En las últimas décadas del Imperio bizantino,
Jorge Escolario, el futuro patriarca Genadio, enseñó filosofía aristotélica a un
círculo privado. Este desarrollo de la enseñanza privada por eruditos cuya
actividad principal era otra, aunque tiene sus raíces en una práctica bizantina
que se remonta al siglo IX o quizá antes, es probablemente un síntoma del
derrumbe final del patronazgo estatal y eclesiástico de la educación superior.
Puede también reflejar las relaciones cada vez mayores de los bizantinos con
las emergentes universidades italianas y la preparación sistemática en
filosofía y matemáticas que proporcionaban. Demetrio Cidones, primer
ministro de Manuel II, observa que «El estudio de la Estoa y el Perípato
florece ahora entre los italianos». Y Jorge Escolario, a pesar de su posición
teológica rígidamente antirromana, era un gran admirador de los profesores de
filosofía occidentales. Muchos bizantinos habían comenzado a darse cuenta
de que podía haber algo que aprender de los menospreciados y a menudo
odiados latinos.
Occidente, por su parte, era cada vez más consciente de lo que tenía que
aprender de los profesores bizantinos. La importancia de la contribución
griega al Renacimiento italiano ha sido tema de discusión desde el siglo XVII y
este no es el lugar adecuado para volver a examinar los argumentos en detalle
o en profundidad. Actualmente hay consenso general sobre que el origen del
humanismo renacentista se debió a la interacción de factores internos en la
sociedad de las ciudades italianas, sin depender de una influencia externa.
Pero la contribución de los eruditos y profesores bizantinos, antes y después
de 1453, en el desarrollo de la forma y contenido de la cultura humanista fue
significativa, precisamente porque satisfizo una demanda preexistente. Tal
contribución era el resultado de varios componentes.
En primer lugar, los eruditos bizantinos llevaron consigo textos griegos
que o eran desconocidos en Occidente o estaban disponibles solamente en
inadecuadas traducciones latinas hechas al modo medieval ad verbum, a
menudo no de un original griego, sino de su traducción árabe, que a su vez era
a veces una interpretación de la traducción siríaca. No podemos reconstruir la
biblioteca con la que el profesor y diplomático Manuel Crisoloras viajó a
Florencia en 1397 invitado por la Signoria a enseñar griego. Sabemos en todo
caso que contenía Homero, Tucídides, Platón, Isócrates, Demóstenes y
Plutarco. Sin duda llevó consigo también textos escolares como Aftonio y
Hermógenes, así como tratados elementales de gramática. En especial, llevó
consigo una copia de la obra de san Basilio dirigida A los jóvenes, sobre la
lectura de la literatura helénica, obra que tuvo gran influencia y de la que se
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conservan más de ochenta códices. Fue muy utilizada por los alumnos
italianos de Crisoloras y traducida al latín por Leonardo Bruni. Dado que
proporcionaba la justificación por parte una autoridad incuestionable del
estudio de la literatura pagana antigua, este breve texto apoyó el éxito
creciente de los studia humanitatis ante la poderosa oposición de algunos
sectores eclesiásticos y ayudó con ello a modelar la cultura del primer
Renacimiento. Todos los profesores que fueron más tarde de Constantinopla a
Italia llevaban libros en su equipaje y de este modo se constituyó rápidamente
el grupo de textos griegos accesibles a los humanistas italianos.
En segundo lugar, los profesores bizantinos introdujeron un estilo de
enseñanza y toda una tradición educativa que no era familiar a Occidente. A
partir de los escritos de Bruni, Guarino de Verana y otros humanistas
podemos hacernos cierta idea del entusiasmo que suscitó la enseñanza de
Crisoloras. Este animó a sus alumnos a mirar más allá de la estructura general
de los textos que leían y a examinar los tropos y figuras, los mecanismos y
adornos de estilo, las palabras y sílabas por separado. En otras palabras, se les
enseñaba a ir más allá de los principios ciceronianos de la retórica y hacer uso
de los procedimientos analíticos más sutiles y sofisticados de Hermógenes.
Asimismo los alumnos debían utilizar su sentido de la lengua y el estilo para
detectar y en lo posible corregir los errores en los manuscritos que utilizaban.
Una generación después, Miguel Apostolio, un profesor bastante menos
dotado que Crisoloras, insiste en la gran diferencia que hay entre sus métodos
de enseñanza y los occidentales. Esta aproximación crítica a los textos
literarios pasó pronto del dominio del griego al del latín y llegó hasta el
recinto sagrado de los estudios bíblicos.
En tercer lugar, muchos eruditos griegos que fueron a enseñar a Italia
poseían ya o adquirieron pronto un buen dominio del latín y tuvieron un papel
importante en la traducción de textos griegos. Hombres como Teodoro de
Gaza (ca. 1400-1476) o Juan Argirópulo (ca. 1415-ca. 1482) realizaron
traducciones, en ocasiones acompañadas de comentario, no solo haciendo
accesibles en lo sucesivo muchas obras griegas sino también creando un
modelo de precisión filológica que sirvió de paradigma a otros.
Finalmente, los profesores griegos llevaron a Occidente no solo los textos
de Platón y Aristóteles, sino también los de sus comentadores antiguos y
medievales, especialmente los aristotélicos. Estos comentarios revolucionaron
las actitudes occidentales hacia «Il maestro di color che sanno». Las disputas
tardobizantinas sobre los méritos relativos de Platón y Aristóteles, que
reflejaban un largo conflicto de la cultura bizantina, fueron dadas a conocer
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en Occidente por las lecciones que Pletón ofreció durante el Concilio de
Florencia en 1438. Uno de los resultados indirectos de esto fue la fundación
de la Academia Platónica de Florencia y las traducciones platónicas de
Marsilio Ficino. Esta nueva entrada ayudó a modelar el conjunto del
pensamiento filosófico renacentista. De hecho, puede decirse con fundamento
que, sin las contribuciones de los profesores griegos, la filosofía renacentista
nunca habría salido de la camisa de fuerza del escolasticismo medieval.
La influencia de los profesores griegos al comienzo del Renacimiento se
proyectó más allá de las fronteras de Italia. Bastará un ejemplo para ilustrar
cómo la ciencia, los textos y los valores que ellos trajeron consigo desde
Bizancio recibieron una calurosa bienvenida al otro lado de los Alpes. Pier
Paolo Vergerio era natural de Capodistria, territorio húngaro a comienzos del
siglo XV. Estudió en Florencia, aprendió griego con Manuel Crisoloras y se
hizo amigo de Coluccio Salutati, Leonardo Bruni y Guarino de Verona, todos
ellos discípulos e íntimos de Crisoloras. En 1414, Vergerio acompañó al
emperador Segismundo al Concilio de Constanza y después volvió con él a
Buda, donde vivió y enseñó durante los siguientes veintiséis años. Congregó a
su alrededor un grupo de humanistas húngaros, entre los que estaba János
Vitéz, obispo de Várad, erudito y coleccionista de manuscritos. Vitéz,
animado por Vergerio, envió a su sobrino János a Ferrara a estudiar griego
con Guarino de Verona. El sobrino llegó a ser después obispo de Pécs y un
notable poeta latino. En Pécs, fundó la primera biblioteca de libros griegos de
Hungría. Mientras tanto, el rey Juan Hunyadi, el último cruzado, nombró a
Vitéz profesor de su hijo y sucesor Matías Corvino. Matías no solo creó una
espléndida biblioteca de manuscritos griegos y latinos, después conocida
como Biblioteca Corviniana, sino que también patrocinó un ambicioso
programa internacional de traducción de textos griegos al latín. Entre los que
tomaron parte de este proyecto estaban Angelo Poliziano y Marsilio Ficino,
que habían estudiado griego en Florencia con el constantinopolitano Juan
Argirópulo. Fue por caminos como este, a través de sus discípulos, como los
maestros de escuela griegos ayudaron, directa o indirectamente, a modelar
una cultura común europea.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Fuentes
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Página 144
Capítulo quinto
LA MUJER
Alice-Mary Talbot
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Miniatura de la Crónica de Escilitzes, fol. 102r. siglos XIII-XIV. Madrid, Biblioteca Nacional
Página 146
Solo durante estas dos últimas décadas, las mujeres bizantinas, con
excepción de las emperatrices, han comenzado a ser objeto de una
investigación seria, aunque el cuadro aún no está completo. La investigación
se ha encontrado con el gran inconveniente de que casi todos los bizantinos
que nos han dejado algún documento escrito sobre su civilización (se trate de
historiadores, juristas o hagiógrafos) eran hombres y sus escritos tienden a
centrarse en las actividades de sus colegas varones. Las fuentes históricas, que
ponen el énfasis en las intrigas políticas y cortesanas, la diplomacia, las
controversias religiosas y los conflictos militares —dominios
fundamentalmente masculinos—, mencionan rara vez a las mujeres, a no ser
que se trate de miembros de la familia imperial. En las Vidas de santos, las
mujeres tienen un papel marginal, como madres o hermanas de los ascetas, o
quizá como peregrinas que se dirigen a un santuario o beneficiarías de un
milagro. Las biografías de las mujeres bizantinas que alcanzaron la santidad
(y se trata de un número más bien pequeño) son, por su escasez, una valiosa
fuente de información. Del mismo modo, se han conservado menos reglas de
conventos femeninos que de su equivalente masculino; de hecho, es probable
que en el Imperio bizantino se escribieran, en proporción, aún menos, puesto
que los monasterios masculinos superaron ampliamente en número a los
conventos femeninos. Las compilaciones de derecho civil y canónico con sus
respectivos comentarios, así como las decisiones de los tribunales
eclesiásticos, son una fuente más fructífera sobre la condición legal de la
mujer, que aún está esperando un estudio sistemático. Los documentos
monásticos, especialmente los que dejan constancia de donaciones a los
monasterios, arrojan alguna luz sobre el papel de las mujeres terratenientes, lo
que puede decirse también de los pocos testamentos escritos por mujeres que
se han conservado.
El examen de los textos que han llegado hasta nosotros sugiere que la
sociedad patriarcal bizantina tiene hacia la mujer una actitud ambivalente,
simbolizada de un modo muy clarificador por la antítesis, formulada con
frecuencia, entre Eva, injuriada sin cesar por haber tentado y persuadido a
Adán de comer del Árbol prohibido de la Ciencia y haber causado así el
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pecado original, y la Virgen María, venerada como la Madre de Dios, pura e
inmaculada, cuyo hijo vino a purificar al mundo de sus pecados y a ofrecer la
posibilidad de la salvación y la vida eterna. La poetisa Casia (siglo IX)
enunció con agudeza y concisión esta doble naturaleza de la mujer en la
conversación que cuenta haber tenido con el emperador Teófilo: cuando este
atacó mordazmente a Eva, afirmando: «Una mujer fue la fuente de todas las
tribulaciones humanas, —Casia inmediatamente salió en defensa de su sexo,
replicando—: Y de una mujer surgió el curso de la regeneración humana».
En Bizancio, hay siempre cierta tensión entre el ideal ascético cristiano de
la virginidad y el celibato, por una parte, y la promoción del matrimonio, por
otra; el matrimonio proporciona una salida legítima a las relaciones sexuales y
a la procreación, indispensable para la perpetuación de la especie; al fin y al
cabo, el matrimonio era un sacramento de la Iglesia y la familia, la unidad
básica de la sociedad. El papel más importante de la mujer era ser portadora
de hijos y es en su papel de madres como con más frecuencia se las elogia:
encontramos a menudo descripciones de mujeres presentadas como
educadoras tiernas y afectuosas, responsables no solo del bienestar físico de
su prole sino también de su formación espiritual: enseñaban a sus hijos los
Salmos, les contaban historias de la Biblia o narraciones sobre santos y
santas. En los romances bizantinos, las mujeres son alabadas por su belleza y
sus relaciones amorosas son valoradas positivamente.
Por otro lado, la mujer era considerada constantemente sospechosa de
provocar la tentación sexual, juzgada periódicamente impura durante las
menstruaciones y en los cuarenta días que siguen al parto, tachada de débil y
de poco fiable. En consecuencia, la mujer era en realidad víctima de muchas
formas de discriminación; por ejemplo, en algunos aspectos de su condición
legal, en su acceso a la educación y en su libertad de movimientos. También
la literatura las retrataba de un modo negativo, tanto abiertamente como a
través de una elección inconsciente de palabras y metáforas (piénsese en la
descripción de los distintos pecados en femenino).
Con pocas excepciones, las escasas mujeres que alcanzaron la santidad se
habían consagrado vírgenes, y por lo tanto habían rechazado la sexualidad, o
eran viudas cuya vida conyugal había concluido. El ideal de la mujer santa
pasaba por la negación de su feminidad y por la emulación de los hombres; y
hubo mujeres que, practicando la ascética, llegaron a comer tan poco que sus
pechos se encogieron y perdieron la menstruación. Es significativo que,
cuando la función de general, médico o entrenador deportivo estaba
normalmente restringida a hombres, las abadesas se animaran a ponerse al
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frente de sus tropas, a curar espiritualmente a sus monjas afligidas, a
supervisar unas prácticas ascéticas rigurosas en las personas que estaban a su
cargo. Incluso las ocasionales escritoras no eran siempre inmunes a la
presentación de un estereotipo negativo de su sexo. Así, Teodora Sinadena, la
fundadora en el siglo XIV del Convento de la Virgen de la Esperanza
Constante, apremiaba a su abadesa a superar su innata debilidad femenina, a
«remangarse como un hombre» —diríamos hoy— y a asumir un
temperamento resuelto y masculino; pocos años antes, la emperatriz viuda
Teodora Paleologuina, fundadora del convento de Lips, afirmaba que las
mujeres son débiles por naturaleza y necesitan mucha protección.
La legislación bizantina protegía algunos derechos de la mujer, por
ejemplo, el de heredar y legar propiedades. Hijos e hijas tenían derechos a
partes iguales sobre la propiedad familiar. La mujer tenía garantizada la
recuperación de la dote que su familia entregaba al marido con ocasión del
matrimonio. Este derecho a la herencia y a la transmisión de los bienes
familiares permitió a muchas mujeres amasar fortunas considerables que
podían utilizar en sus iniciativas de mecenazgo artístico, con fines caritativos,
para fundar un monasterio, adquirir más tierras o invertir en negocios. Una
gran parte de la legislación, no obstante, (por ejemplo las leyes sobre el
divorcio y el adulterio), discriminaban a la mujer y la colocaban en una
posición de desventaja. Las mujeres podían comparecer ante un tribunal en
calidad de demandantes, demandadas o testigos, pero en general su testimonio
era considerado menos fiable que el de los hombres: así, un documento
sinodal de 1400 afirmaba que la declaración de una tal Ana Paleologuina no
era fiable porque era mujer y se contradecía a sí misma. Los Instituta de
Justiniano preveían que las mujeres no pudieran ser testigos de un testamento
y esto fue recogido por la legislación posterior. La novella 48 de León VI
prohibía a las mujeres actuar como testigos en contratos de negocios,
justificando la nueva ley en función de que las mujeres no debían frecuentar
los tribunales donde había muchos hombres y no debían verse envueltas en
cuestiones que solamente concernían al ámbito masculino. La misma ley, sin
embargo, consentía a las mujeres testificar en algunas situaciones
concernientes a la esfera femenina, por ejemplo, en lo relativo al nacimiento
de un niño. En todo caso, a pesar de las prohibiciones legales, algunos
documentos llevan de hecho las firmas de mujeres actuando como testigos.
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La vida de la mujer media bizantina puede dividirse en tres etapas: la
niñez, el período de matrimonio y maternidad, y, finalmente, si sobrevivía a
su marido, la viudedad y la vejez.
La niñez en Bizancio era breve y peligrosa y lo era más aún para las niñas
que para los niños, a causa del trato preferente que estos recibían. Los padres
rezaban por tener descendencia masculina y se alegraban doblemente del
nacimiento de un niño, como se nos dice en un poema Teodoro Pródromo.
Existen pruebas del recurso al infanticidio femenino (por asfixia o abandono a
la vera de un camino) para tener bajo control el tamaño de las familias,
aunque esta práctica estaba prohibida por la legislación tanto civil como
canónica. Parece que las niñas eran destetadas antes que sus hermanos y de
este modo eran más vulnerables a las enfermedades infecciosas durante la
infancia. En consecuencia, su mortalidad era evidentemente algo más alta que
la de los niños.
Las niñas tenían pocas oportunidades de recibir una educación.
Probablemente no asistían regularmente a la escuela, pero desde los seis o
siete años sus padres o tutores les daban clase en casa. La referencia de Pselo
a los «condiscípulos» de su hija Estiliana sugiere que en ocasiones un tutor
puede haber enseñado a un grupo de niñas. En los conventos se impartían
clases de un modo más sistemático pero, en general, estaban restringidas a las
huérfanas recogidas por el convento o a las jovencitas novicias destinadas a
pronunciar sus votos. Con pocas excepciones, la educación de las niñas se
limitaba al aprendizaje de la lectura y la escritura, la memorización de los
Salmos y el estudio de las Escrituras. Las mujeres que pertenecían a la
aristocracia tenían más oportunidades de seguir estudiando y algunas
desarrollaron un serio interés por la literatura. No obstante, hasta una mujer
como Irene Cumno, alabada por un historiador contemporáneo por la
profundidad de sus conocimientos y su devoción al estudio de las Escrituras y
de la doctrina eclesiástica, escribía cartas plagadas de faltas de ortografía y
errores gramaticales. Solo en casos excepcionales, como el de la princesa
imperial Ana Comnena, una joven llegaba a leer un amplio espectro de
autores antiguos y a estudiar otras disciplinas; pero, incluso en este caso,
como cuenta Jorge Tornices, sus padres no la animaron al principio a estudiar
la literatura profana.
La información sobre las actividades de las jóvenes antes del matrimonio
es extremadamente escasa pero da la impresión de que las doncellas solteras
pasaban la mayor parte del tiempo recluidas en sus hogares, protegidas de la
mirada de hombres extraños y de cualquier amenaza a su virginidad. Cuando
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los enviados imperiales llegaron a la morada de Filareto el Misericordioso en
busca de una esposa adecuada para Constantino VI, a Filareto no le gustó la
petición de ver a sus nietas: «por muy pobres que seamos, nuestras hijas
nunca han dejado sus habitaciones». Teodoro Estudita elogió a su madre por
cómo había protegido a su hermana del trato con hombres y Cecaumeno
recomendó a los padres que mantuvieran a sus hijas recluidas e invisibles. Si
las jóvenes salían de casa, aun con propósitos tan loables como ir a la iglesia,
estaban obligadas a ir acompañadas de sus padres, familiares o sirvientas. La
Vida de san Nicón menciona una joven a quien su madre envió a buscar agua
al pozo pero, evidentemente, pertenecía a una familia de clase baja.
Así pues, las jóvenes pasaban la mayor parte de su juventud aprendiendo
las tareas domésticas como preparación para su vida de casadas, su papel de
amas de casa. Desde muy pequeñas, aprenderían a hilar, tejer y bordar. Una
de las pocas descripciones conservadas de la vida de una niña se encuentra en
el encomio de Miguel Pselo por su única hija Estiliana, que murió a los nueve
o diez años, probablemente de viruela. Pselo alaba su piedad, pudor y
habilidad con la aguja; como erudito, aprobaba igualmente su devoción por el
estudio. Estiliana acudía a los oficios eclesiásticos regularmente, tanto
maitines como vísperas, disfrutaba cantando salmos e himnos y sentía
especial devoción por ciertos iconos. Ya de muy pequeña participaba en obras
de caridad, ayudando a cuidar enfermos y pobres. La niña era muy cariñosa,
solía abrazar y besar a sus padres y sentarse sobre sus rodillas; su muerte fue
un duro golpe para Pselo y su esposa.
Una de las pocas formas de diversión a las que tenían acceso las niñas era
ir a los baños públicos, donde podían entretenerse charlando o merendando
con las amigas. Una joven de buena familia como Teófano, la futura esposa
de León VI, no se aventuraba a ir a los baños hasta el atardecer para reducir
las oportunidades de exponerse a la mirada de extraños y hacía el trayecto
muy bien custodiada por sus sirvientes. A las niñas se les consentía también
acompañar a sus padres en la visita a un santuario, un hombre santo o cuando
asistían a una procesión. Hacían muñecas de cera o arcilla y jugaban a la
pelota con bolas blandas de cuero o a un juego similar a las tabas (pentálitha)
utilizando cinco piedrecillas. También les gustaba disfrazarse: Teodoreto de
Ciro, por ejemplo, nos habla de unas pequeñuelas que se vestían de monjes y
demonios. Pero el biógrafo de san Simeón el Loco miraba con recelo a las
niñas que cantaban en la calle, señalando que con el tiempo acabarían
ejerciendo de prostitutas.
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En Bizancio, para muchas niñas la infancia llegaba a un brusco punto final
en cuanto comenzaba la pubertad, que normalmente se encadenaba con los
esponsales y el matrimonio. Lo normal era casarse a una edad temprana y
procrear enseguida; la única alternativa para las adolescentes era ingresar en
un convento. En un principio, la legislación bizantina permitía que una niña
se prometiera a los siete años, límite este que más tarde se retrasó a los doce
años; pero con frecuencia se hacía caso omiso de la ley y podían ser
prometidas niñas hasta de cinco años. La edad mínima para el matrimonio era
de doce años para las muchachas y de catorce para los muchachos, pero la
edad más normal para casarse puede haberse acercado a los quince y veinte
respectivamente. Muy rara vez nos encontramos con mujeres casadas a los
veinte años o más tarde, como sucede con Tomaide de Lesbos, que no tomó
marido hasta los veinticuatro. Uno de los motivos por los que se prefería
matrimonios entre adolescentes era la gran importancia que se daba a la
virginidad de la novia. Otra razón implícita puede haber sido el deseo de
aprovechar al máximo los años de fertilidad: a causa de la alta tasa de
mortalidad infantil, una mujer tenía que engendrar muchos hijos para asegurar
la supervivencia de unos pocos. Además, dado que muchas mujeres morían
jóvenes (si superaban la infancia, tenían una esperanza media de vida de unos
treinta y cinco años), era menester que se casaran y empezaran a procrear en
cuanto les fuera físicamente posible.
Los matrimonios eran negociados por los padres, para quienes primaban
las consideraciones económicas y las conexiones familiares; la ceremonia de
los esponsales incluía la presentación de los arra sponsalicia, un regalo
prenupcial de la familia del novio que asumía naturaleza de contrato formal
garantizando el compromiso mutuo. Si la joven rompía este compromiso, su
familia tenía que devolver el regalo al novio acompañado de una suma
equivalente en dinero. Si, por el contrario, era el novio quien rompía el
compromiso, la joven tenía derecho a quedarse con las arras. Normalmente,
las jóvenes aceptaban al prometido elegido por sus familias, aunque
ocasionalmente podía haber resistencia, por parte tanto de las que preferían
hacer votos monásticos y vivir como vírgenes consagradas como de las que
ponían graves objeciones al novio que se les había elegido. Una niña de doce
años del Epiro, por ejemplo, comprometida a los cinco años, amenazó con
suicidarse si la obligaban a llevar a cabo el matrimonio y su familia consiguió
de los tribunales la anulación de los esponsales. Los documentos de los
tribunales eclesiásticos dan testimonio de los resultados trágicos de algunos
esponsales y matrimonios prematuros, como el de aquella niña cuyo
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matrimonio se consumó cuando tenía once años, provocando una lesión
irreversible en sus órganos genitales. Hacia 1300, Simonis, la hija de
Andrónico II, entregada en matrimonio al soberano de Serbia, cuando solo
tenía los cinco años, mientras que su marido era ya de mediana edad; las
relaciones sexuales prematuras lesionaron también a Simonis, quien ya no
pudo, por esta causa, tener hijos.
Elemento esencial del matrimonio era que los padres de la novia
presentaran al novio una dote. La esposa seguía siendo propietaria de su dote
con carácter vitalicio, lo que significaba que tenía parte en la herencia
familiar, pero su marido tenía garantizado el usufructo de la suma de dinero o
de la propiedad que conformaba la dote y el derecho a administrarla. Si el
marido moría antes que la esposa o el matrimonio acababa en divorcio, la
esposa tenía derecho a recuperar el control total sobre la dote. Por otra parte,
si ella moría antes que el marido, entonces la dote volvía a su familia (si no
había tenido hijos). El contrato de matrimonio preveía también que el marido
hiciera una donación sustancial a su esposa. Esta contribución exigida al
marido se llamaba originalmente donado propter nuptias («donación
matrimonial») y, en época justinianea, su suma igualaba la de la dote; más
tarde, con el paso del tiempo, su valor disminuyó. A partir del siglo IX, esta
donación recibía el nombre de hypóbolon y equivalía normalmente a la mitad
o a la tercera parte de la dote. Si el marido moría antes y la pareja no había
tenido niños, la esposa recibía el hypóbolon en su totalidad; si había niños por
medio, se los repartían. A partir del siglo X, está atestiguada una donación
matrimonial suplementaria por parte del marido, el theōrětron. Ascendía a
una doceava parte de la dote y estaba en su totalidad bajo el control de la
esposa, manteniendo su carácter de propiedad exclusiva de ella si el
matrimonio acababa en divorcio o si el marido moría.
Aunque lo normal era que los padres arreglaran el matrimonio, no por ello
eran desconocidas en Bizancio las situaciones sentimentales de tipo
romántico. En las capas superiores de la sociedad, podríamos mencionar la
pasión de Andrónico I por Felipa, hija de Raimundo de Poitiers (con la que
vivió una historia de amor en Antioquía), y el affaire con su prima Teodora
Comnena, con la que se fugó al Cáucaso. La Vida de Irene de Crisobalanto
nos ha conservado la triste historia de una pareja de prometidos de Capadocia.
La joven decidió romper el compromiso y hacer los votos monásticos en
Constantinopla, pero pronto comprendió que había cometido una grave
equivocación: desesperanzada, se consumía de amor por su prometido,
intentando en vano escaparse del convento y llegando incluso a amenazar con
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suicidarse si no conseguía verlo. El joven tampoco pudo olvidar a su
prometida y recurrió a un brujo para que lo ayudara a recuperar su amor
perdido. Al final, fue la propia abadesa Irene, para liberar a la monja de su
pasión por su exprometido, quien se vio obligada a quemar las imágenes de
los amantes. La misma Vida nos cuenta la historia del viñador Nicolás que se
enamoró de una monja del convento cuyas viñas él cuidaba.
Cierta simpatía hacia los amores románticos se ve reflejada en la
persistente popularidad, al menos en algunos círculos, de las novelas
tardoantiguas y la recuperación de ese género en el siglo XII. Estas novelas
son en ocasiones interpretadas alegóricamente, como representaciones de la
lucha del alma por la salvación y su anhelo de Dios, pero deben de haber sido
objeto también de disfrute en tanto que literatura de aventura y evasión. El
poema épico Diyenís Acritas incluye muchos episodios románticos, en
especial cuando Diyenís se enamora de Eudocia; el joven héroe la ve asomada
a la ventana y su belleza le impresiona tanto que es incapaz de comer ni beber
y vuelve al castillo para raptarla y llevarla consigo.
Las nupcias incluían tanto el rito matrimonial como las ceremonias y
celebraciones que lo acompañaban. Después del baño ritual, la novia se vestía
de blanco y se dirigía a la iglesia, donde la pareja era bendecida por un
sacerdote, que le imponía las coronas matrimoniales; novia y novio
intercambiaban igualmente anillos y bebían vino del mismo cáliz. La pareja
era entonces escoltada hasta la casa del novio por una séquito alegre de
amigos que entonaban cantos nupciales llamados epithalámia. Según la fiesta
de bodas, durante la cual la pareja de recién casados se retiraba al dormitorio.
Allí el novio regalaba a su novia el cinturón matrimonial y la unión de ambos
cónyuges se consumaba mientras los invitados de la boda seguían con la
fiesta. En el Diyenís Acritas, las celebraciones continuaban durante tres
meses.
El objetivo principal del matrimonio era la procreación: continuadores de
la línea familiar, los hijos transmitían los bienes familiares de generación en
generación, eran el apoyo de sus padres en la vejez y les aseguraban su
funeral y conmemoración póstuma. Por ello, la esterilidad era motivo de gran
pesar para una mujer y su marido; Diyenís y su esposa se entristecían día tras
día por «la llama inextinguible y dolorosísima de la falta de hijos». Un lugar
común de la hagiografía es la esterilidad de los padres del futuro santo, lo que
sugiere que ese bien puede haber sido un problema para muchas parejas de
época medieval. Los padres de la futura emperatriz santa Teófano (la primera
esposa de León VI), por ejemplo, se lamentaban de su incapacidad para tener
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descendencia, considerando su suerte «más amarga que la muerte».
Consiguieron finalmente concebir un hijo, después de muchas visitas diarias a
una iglesia de Constantinopla, donde imploraban a la virgen con largos rezos
que los bendijera con un niño. Algunas mujeres recurrían a brebajes hechos a
base de sangre de conejo, grasa de oca o trementina, de los que se decía que
favorecían la fertilidad. Otras parejas estériles recurrían a los médicos: en la
Vida de Antonio el Joven, un terrateniente promete a un médico cederle la
tercera parte de sus propiedades si les ayuda a tener un hijo. El médico (que
en realidad era el santo disfrazado) pide a cambio como pago diez caballos de
batalla, precio con el que al punto estuvo de acuerdo el marido. Los amuletos
mágicos eran otro instrumento popular para evitar la esterilidad. Algunas
mujeres estaban tan desesperadas que llegaban a simular el embarazo y el
parto: lo que después mostraban al marido era un supuesto heredero adquirido
a cualquier pobre mujer que no podía permitirse alimentar una boca más.
Otras parejas adoptaban un bebé, como hizo Miguel Pselo tras la muerte de su
hija Estiliana. Para forzar el sexo del niño que esperaban concebir, durante el
acto sexual, los esposos podían recurrir a no pocos remedios populares, en
realidad prácticas supersticiosas.
Muchas mujeres ambicionaban dar a luz un buen número de hijos a fin de
asegurar la supervivencia de alguno al menos y no practicaban ningún tipo de
control de natalidad. La lactancia, que normalmente duraba dos o tres años,
servía de anticonceptivo natural (aunque de escasa fiabilidad) y ayudaba de
este modo a espaciar la llegada de los hijos. Aun así, en los pocos casos de los
que tenemos noticia en lo relativo a la fecha de nacimiento de los hijos en
determinada familia, estos nacen más o menos con un año de diferencia, pero
ignoramos si a esos niños se les daba el pecho. La madre de Gregorio
Palamás, por ejemplo, dio a luz cinco niños en ocho años, lo mismo que
Helena Esfrantzes, la esposa del historiador del siglo XV. La suerte que
corrieron los hijos de Helena ilustra muy bien la alta tasa de mortalidad
infantil de la época, puesto que solo dos de los cinco hijos sobrevivieron; del
resto, uno murió a los ocho días, otro a los treinta y el último poco antes de
cumplir seis años.
Normalmente, las mujeres daban a luz a sus hijos en casa con ayuda de
una comadrona y de parientes o vecinas: las ilustraciones de los códices
muestran a mujeres dando a luz sentadas, de pie o echadas en la cama y hay
una lista de instrumentos quirúrgicos que incluye un asiento especial para
partos. En circunstancias especiales, las mujeres podían acudir a una
maternidad, como en el caso de las refugiadas indigentes en la Alejandría del
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siglo VII. El patriarca Juan el Limosnero fundó en distintos lugares de la
ciudad siete pabellones de maternidad, cada uno con cuarenta camas. A las
mujeres se les permitía permanecer en estos hospitales durante la semana que
seguía al parto y en el momento de su marcha se les daba el tercio de una
moneda de oro.
En caso de dificultades o complicaciones en el parto, las mujeres podían
recurrir a distintos tipos de asistencia, médica, mágica o espiritual. Así, Ana,
la madre de santa Teófano, recibió durante un penoso parto la milagrosa
ayuda de un cinturón que su marido le había traído de una iglesia dedicada a
la Virgen. Una mujer que estuvo de parto veinte días pudo al final dar a luz
después de que san Lucas el Estilita le ofreciera un poco de pan consagrado y
de agua bendita. La Vida de san Ignacio incluye la historia de una mujer que
no conseguía dar a luz porque el feto no tenía la posición correcta. Los
cirujanos estaban dispuestos a hacer una embriotomía, esto es, a cortar y sacar
el feto para salvar a la madre, pero el niño se salvó, porque un trozo del manto
del santo colocado sobre el abdomen de la madre permitió que el
alumbramiento continuara con normalidad. De hecho, algunas veces los
médicos debían recurrirá este último recurso de la embriotomía, y las listas de
instrumentos quirúrgicos incluían los necesarios para desmembrar el feto. No
hay constancia de que los cirujanos bizantinos hicieran cesáreas. Si después la
tasa de mortalidad femenina era más alta que la de los hombres, esto se debía
en parte a los peligros que suponía la maternidad, ya que las mujeres morían
prematuramente por abortos, complicaciones en el parto o de infecciones o
hemorragias durante el período postparto. Todo este proceso del
alumbramiento era considerado impuro y la parturienta era excluida de la
comunión durante los cuarenta días siguientes, a no ser que estuviera en
peligro de muerte.
Acabado el parto, se bañaba y envolvía en pañales al recién nacido. La
mayoría de las mujeres amamantaban a sus hijos, pero también podían utilizar
nodrizas, por ejemplo cuando la madre ya no daba más leche o moría en el
parto. Hay también constancia de que las mujeres de las clases superiores
tendían más a utilizar los servicios de las nodrizas por cuestiones de
comodidad. El nacimiento del niño se celebraba con una fiesta y los
familiares, amigos y vecinos iban a visitar a los padres y a desear al recién
nacido salud y larga vida.
Si una pareja decidía limitar el número de hijos después de que dos o tres
de su descendencia hubieran sobrevivido a los peligrosos años de la infancia,
un método de control de natalidad era la abstinencia total de relaciones
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sexuales; desde ese momento, marido y mujer vivían como hermano y
hermana. Conservamos escasa información sobre las precauciones o las
pociones anticonceptivas, pero parece que eran utilizadas fundamentalmente
por prostitutas, mujeres adúlteras o no casadas envueltas en algún asunto
amoroso ilícito. Estas mujeres podían hacer uso de pomadas a base de hierbas
o supositorios que servían de espermicidas u otros impedimentos de la
fertilización del óvulo; los pesarios vaginales se hacían normalmente con lana
empapada en miel, alumbre, albayalde o aceite de oliva. Las mujeres podían
asimismo recurrir a métodos mágicos de contracepción, como los amuletos
recomendados por Ecio Amideno, que consistían en una porción de hígado de
gato o (menos práctico todavía) un útero de leona metido en un tubo de marfil
atado al pie izquierdo.
Tanto la ley civil como la canónica prohibían terminantemente el aborto y
lo castigaban con penas tales como el exilio, el azote o la excomunión; aun
así, era inevitable que muchas mujeres recurrieran a él para librarse de
embarazos no deseados, especialmente las prostitutas y otras mujeres solteras,
por ejemplo, esclavas que temían la ira de sus amos o incluso monjas.
De Teodora, la actriz-prostituta que acabó casándose con el emperador
Justiniano, leemos que abortó varias veces; en cierta ocasión, sin embargo, su
embarazo estaba tan avanzado que no consiguió abortar y dio a luz un hijo.
Procopio comenta que ella probablemente habría asesinado al niño no
deseado si su padre no lo hubiera rescatado. Un documento sinodal del siglo
XIV atestigua el caso de una monja del convento constantinopolitano de San
Andrés en Crisi que tenía relaciones con Josafat, un monje del monasterio de
los Hodegos. Cuando se quedó embarazada, Josafat buscó un médico brujo
del que obtuvo una poción abortiva mediando la sustancial suma de cinco
hipérperos de oro, más un manto y un vaso de cristal de Alejandría. La droga
produjo el efecto deseado, pero la transgresión del monje salió a la luz y el
sínodo lo castigó. Otro método para producir abortos era colocar un gran peso
sobre el abdomen.
En Bizancio, los quehaceres domésticos suponían un trabajo ingente,
agotador. Había que afrontar todo el trabajo de preparación de la comida, se
confeccionaban cosméticos y ungüentos de un modo completamente artesanal
y todas las fases de manufactura de la ropa desde cardar la lana hasta coser la
tela y los adornos se hacían en casa. En las familias más pobres, las mujeres
realizaban ellas solas todas estas tareas, por ejemplo, el cuidado de los niños y
la preparación de la comida (en ocasiones incluyendo la molienda del grano).
La mujer de Filareto el Limosnero cocía el pan en el horno, recogía hierbas
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silvestres y asaba carne. Las mujeres también se encargaban de limpiar, lavar
y coser la ropa. Las mujeres de las clases pudientes instruían y supervisaban a
las doncellas en estas mismas tareas, pero parece que su condición social no
les impedía bordar y tejer. Como comentaba Jorge Tornices en su oración
fúnebre por Ana Comnena, «las mujeres han nacido para bordar y tejer», y
aunque había tejedores profesionales, en la conciencia popular la rueca y el
telar estaban inextricablemente unidos a las mujeres y se consideraba que la
confección de ropa era la ocupación más apropiada para ellas. En el siglo XI,
Miguel Pselo criticaba a la emperatriz Zoé porque no se ocupaba de las tareas
propiamente femeninas, es decir, bordar y tejer. Las mujeres de los artesanos
podían ayudar a sus maridos en el taller, que normalmente se localizaba en el
mismo edificio donde se vivía. En el campo, el concepto de tarea doméstica
era aún más amplio y la actividad de la campesina se extendía al huerto y al
viñedo fuera de la casa.
Puesto que, en Bizancio, el pudor era considerado un ideal femenino, las
mujeres llevaban vestidos que ocultaban prácticamente todo su cuerpo, a
excepción de las manos. El vestido típico era una túnica de cuerpo entero y
mangas largas, con capas adicionales si el frío lo requería. Las mujeres de
clase baja podían llevar túnicas sin mangas. De las mujeres decentes, siempre
que estuvieran en público, se esperaba que llevaran la cabeza cubierta con el
maphórion, un velo que llegaba hasta los hombros, cerrado por un ceñido
tocado que ocultaba sus cabellos.
A pesar de estas restricciones, sin embargo, las mujeres que se lo podían
permitir cuidaban mucho su aspecto, gastando grandes sumas de dinero en
telas finamente tejidas, en ocasiones bordadas y recamadas de piedras
preciosas. Adornaban además sus vestidos con broches y bandas o cinturones
enjoyados y llevaban elegantes tocados. Se adornaban el pelo con horquillas,
cintas y redecillas de malla adornadas. Los numerosos ejemplos conservados
de joyas —pendientes, brazaletes y gargantillas— demuestran la pericia de
los orfebres bizantinos y la riqueza de las clases pudientes, así como la
popularidad de que disfrutaban las joyas entre las mujeres más pobres. Para
gran consternación de los Padres de la Iglesia, las mujeres también intentaban
resaltar su belleza natural con cosméticos: utilizaban harina de judías para
lavarse la cara, se empolvaban para conseguir una tez más clara, se pintaban
de rojo labios y mejillas y de negro las cejas, utilizaban sombra de ojos y tinte
de pelo.
Como en otras sociedades en las que los esponsales eran acordados por
los padres, las parejas en Bizancio no esperaban del matrimonio un amor
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romántico, sino que contemplaban su unión como un sacramento ordenado
por Dios para la perpetuación de la familia y, de un modo secundario, como
una fusión de los bienes de ambas familias. De la mujer se esperaba que fuera
obediente y sumisa con su marido, le diera herederos y sacara adelante la
casa. En la mayoría de los casos, el matrimonio arreglado parece haber
funcionado bien y a menudo entre marido y mujer nacía afecto verdadero e
incluso amor. Hubo casos, sin embargo, de parejas incompatibles y a veces la
discordia matrimonial llevaba al adulterio, el divorcio o la huida a un
monasterio. Un documento sinodal testimonia el triste desenlace de un
matrimonio prematuro: una muchacha casada a los ocho años llegó, después
de cinco años de matrimonio, a detestar a su marido hasta tal punto que el
sínodo convino en anular los esponsales originales considerándolos
estipulados en contradicción con el derecho canónico. Los maridos pegaban a
menudo a sus mujeres, unas veces como consecuencia de haber bebido en
exceso, otras irritados por el comportamiento de sus esposas o porque estas
dilapidaran la fortuna familiar. Algunas de estas mujeres maltratadas
soportaban la situación con estoicismo, otras se refugiaban en un convento.
La situación inversa también se daba, como en la descripción que Pródromo
nos ofrece de un marido maltratado por su mujer. Algunos hombres
mantenían concubinas, bien porque no conseguían encontrar satisfacción en
su matrimonio, bien porque sus esposas no podían tener hijos. Normalmente,
aunque no siempre, las concubinas procedían de las clases inferiores y a veces
eran sirvientas.
La ausencia de felicidad en los matrimonios podía llevar a hombres y
mujeres a cometer adulterio, aunque ello estaba severamente castigado por el
código civil y el canónico. En los primeros siglos del imperio, el código civil
preveía la pena de muerte como castigo del adulterio; la legislación posterior
preveía la pena más indulgente de la mutilación, que consistía en cortarle la
nariz a ambas partes culpables. Una mujer acusada de adulterio era enviada a
veces a un convento como castigo; su marido tenía entonces derecho a su
dote. El código civil aplicaba una doble normativa para el adulterio: los
maridos eran castigados solo si tenían relaciones sexuales con una mujer
casada. El derecho canónico castigaba el adulterio con excomunión y
penitencia.
Aunque tanto el código civil como el canónico insistían en la
indisolubilidad del matrimonio, algunas parejas infelices decidieron afrontar
el procedimiento formal de divorcio. La legislación restringía las causas que
justificaban el divorcio: en época de Justiniano, un marido podía conseguir el
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divorcio solo si su esposa era culpable de adulterio o su conducta era
deshonesta (por ejemplo, si comía o se bañaba con un extraño o acudía a los
juegos circenses o al teatro sin el consentimiento del marido). Otras causas de
divorció eran la locura o la impotencia del marido. Una alternativa del
divorcio era la separación de la pareja, que abrazaba la vida monástica, a
menudo mediante un acuerdo amistoso, pero en ocasiones para solucionar una
situación matrimonial intolerable.
Aunque, en Bizancio, la esperanza de vida femenina era más baja que la
de los hombres, la viudedad seguía siendo un fenómeno común: los maridos
solían ser mayores que sus mujeres y por lo tanto era frecuente que fallecieran
antes que ellas, aparte de que muchos de ellos morían en combate. La ley
permitía un segundo matrimonio, pero algunos moralistas rigurosos lo
condenaban. La imagen tradicional de la viuda era la de una mujer desdichada
y desvalida, que la sensibilidad popular asociaba a huérfanos y pobres. Se
esperaba de los cristianos que fueran solícitos con las viudas, a las que se
tenía en cuenta en distribuciones caritativas especiales. Algunas instituciones
filantrópicas, llamadas khérotropheía, tenían como objetivo especial alojar a
viudas indigentes. Algunas mujeres que perdían a sus maridos entraban en
conventos, donde encontraban sustento físico y apoyo moral.
En Bizancio, no obstante, como en otras sociedades, la viudedad era una
etapa de la vida en que la que muchas mujeres lograban el mayor aprecio y
poder. Puesto que las viudas eran normalmente de mediana edad o mayores,
ya no eran vistas como vehículo de tentación sexual, sino personas maduras,
de fiar y respetables. En los comienzos de la Iglesia, se creó una orden
eclesiástica especial de viudas que realizaban obras de caridad. Al recuperar
el control total de su dote, muchas viudas alcanzaban un alto grado de
bienestar económico: un buen número de las más generosas mecenas eran de
hecho viudas cuando fundaron iglesias o monasterios o encargaron obras de
arte. La viuda de Danelis, que poseía grandes propiedades en el Peloponeso
en el siglo IX, es un ejemplo de estas viudas extremadamente ricas. Muchas se
ponían al frente del hogar, aunque vivieran con hijos adultos: los datos acerca
de ciertos pueblos de Macedonia a comienzos del siglo XIV indican que había
viudas al frente del 20 por 100 de los hogares.
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más arriba, se mantenía bajo estrecha vigilancia a las jóvenes, en especial las
de buena familia, para proteger su virginidad y reputación. En cuanto a las
mujeres casadas, existía en la práctica una amplia variedad, según su clase
social, su lugar de residencia (la ciudad o el campo) y quizá la época en la que
vivieran. La campesina, obviamente, tenía que pasar mucho tiempo fuera de
casa, atendiendo la huerta o alimentando al ganado. Las mujeres de la ciudad
de baja condición social, que carecían de sirvientes, debían hacer la compra
ellas mismas y a veces hacían labores fuera del hogar. Puesto que vivían en
casas pequeñas, carecían de habitaciones propias a las que poder retirarse. Las
mujeres de clase media y alta, por otra parte, solían estar más confinadas en
sus casas y puede ser que pasaran la mayor parte del tiempo en ciertas
habitaciones reservadas para este propósito: el historiador Agatias comenta
que, después del terremoto de 557, el orden social de Constantinopla se había
visto perturbado, porque las mujeres de la nobleza se mezclaban libremente
con hombres por la calle. Del mismo modo, en 1042, durante la revuelta
popular que derribó a Miguel V y llevó a Zoé al trono, Pselo señala con
asombro que algunas mujeres, «a las que nadie hasta entonces había visto
salir de sus habitaciones, se mostraron en público, gritando y golpeándose el
pecho y profiriendo terribles lamentos por la desgracia de la emperatriz».
También nota Pselo la presencia de mujeres jóvenes en la turba que atacó y
destruyó mansiones pertenecientes a la familia de Miguel V. El historiador
Ataliates, al describir el terremoto que sacudió Constantinopla en 1068,
comenta que las mujeres, olvidando su pudor innato, corrían por las calles. A
mediados del siglo XIV, cuando la gran cúpula de Santa Sofía se derrumbó
parcialmente durante un nuevo terremoto, las nobles constantinopolitanas se
precipitaron a la iglesia para ayudar a sacar los escombros.
En tiempos de guerra, especialmente durante los asedios, las mujeres
dejaban sus casas para contribuir a la defensa de la ciudad: transportaban
piedras para reparar la muralla o como proyectiles para las catapultas y
hondas, llevaban vino y agua a las tropas sedientas, atendían a los heridos.
Incluso a veces las mujeres asumían el mando de las tropas, como cuando
Irene, la esposa de Juan Cantacuzeno, se puso al frente de la guarnición de
Didimótico durante la guerra civil de 1341-1347 o, en 1348, cuando tomó la
responsabilidad de la defensa de Constantinopla en ausencia de su marido. E
incluso en circunstancias normales, las mujeres podían con frecuencia
encontrarse fuera de casa, para trabajar, acudir a la iglesia, distraerse o asistir
a un funeral.
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Como hemos visto, los deberes principales de la mujer en el hogar eran
criar a los hijos, preparar la comida y hacer la ropa. Muchas de las tareas que
las mujeres desempeñaban fuera de sus propios hogares eran una extensión de
estas tareas domésticas básicas. Las mujeres empleadas como cocineras,
panaderas o lavanderas desempeñaban tareas tradicionalmente femeninas,
pero se les pagaba para que las hicieran en otros hogares o en instituciones.
Hay testimonios de que algunas mujeres hacían ropa no ya para sus propias
familias, sino, a mayor escala, en talleres de la ciudad. Un breve tratado del
siglo XI, obra de Miguel Pselo, describe la festividad constantinopolitana de
Ágata (el 11 de mayo), celebrada por mujeres que trabajaban en cardar e hilar
la lana y tejer ropa. La festividad incluía oficios religiosos en una iglesia, pero
también bailes; en un determinado momento de la ceremonia, las participantes
debían reunirse en torno a una representación (¿un fresco?) de mujeres
cardando y tejiendo, unas menos hábilmente que otras; a las trabajadoras poco
competentes se las azotaba como castigo. Estas mujeres puede que fueran
miembros de un gremio de tejedoras; hay incluso evidencias seguras de que
había mujeres que formaban parte del gremio de artesanos de las seda.
Disponemos de muy pocos datos sobre mujeres trabajadoras o artesanas,
aunque probablemente ayudaban a sus maridos o hijos, como sugiere un
cofrecillo de marfil de Darmstadt donde está representada una herrería en la
que Eva maneja el fuelle mientras Adán está en la fragua.
Las mujeres también se dedicaban a la venta al por menor, especialmente
de productos alimenticios: están atestiguadas mujeres proveedoras de pan,
verdura, pescado y leche. Sin duda esto se veía como una ocupación
apropiada para las mujeres, porque trataban sobre todo con otras mujeres (o
sus doncellas) que hacían la compra. Las vendedoras al por menor iban a
veces ofreciendo sus productos de casa en casa, evitando así a sus clientes que
tuvieran que salir. En todo caso, ni la producción de ropa ni el comercio al
detal eran labor exclusiva de mujeres, puesto que las fuentes describen
tejedores, tenderos, carniceros y pescaderos.
En la venta al por menor, las mujeres no solo trabajaban como empleadas
a sueldo, sino que a veces eran dueñas de almacenes o talleres. Las fuentes
mencionan mujeres propietarias, totalmente o en parte, de una tienda de
ungüentos-perfumes y de una lechería; también estaban al frente de oficinas
de cambio, comerciaban, invertían en operaciones mineras o poseían molinos.
Otra categoría profesional es la que, implicando contacto íntimo con
mujeres y/o niños, debía ser obligatoriamente desempeñada por mujeres: es el
caso de las casamenteras, ginecólogas, enfermeras del pabellón femenino de
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un hospital, comadronas, nodrizas, enfermeras pediatras, doncellas,
diaconisas, peluqueras y asistentes en los baños públicos de mujeres. Las
fuentes mencionan con cierta frecuencia mujeres médicos, que no solo hacían
de tocólogas y ginecólogas, sino que también se ocupaban de mujeres
afectadas por una variedad de indisposiciones. Entre los médicos que se
encargaban del pabellón femenino del hospital del monasterio del
Pantocrátor, había una mujer y mujeres eran todas las enfermeras y asistentes
de enfermería. Estas enfermeras tenían el mismo sueldo que sus colegas
masculinos del hospital pero, por razones que siguen estando poco claras, la
única doctora recibía la mitad del salario de sus compañeros masculinos (tres
nomísmata en vez de seis) y una ración menor de grano (26 módioi en vez de
36). Es curioso que en el hospital del convento de Lips, que reservaba doce
camas a mujeres, el personal fuera exclusivamente masculino, a excepción de
las lavanderas. Las doctoras y nodrizas podían ser requeridas en procesos
judiciales en calidad de expertos: podían, por ejemplo, pronunciarse sobre la
virginidad de una novia, determinar si una mujer está embarazada o actuar
como testigo en el nacimiento de un niño.
Se deben también agrupar las ocupaciones de mala reputación como las de
prostitutas, mesoneras y taberneras (que con frecuencia ejercían
paralelamente de prostitutas) o también de las que trabajaban en el mundo del
espectáculo en calidad de bailarinas o actrices.
Disponemos de poca información sobre la labor de las mujeres
campesinas. Además de cultivar los huertos próximos a sus casas y de atender
al ganado, trabajaban ocasionalmente en los viñedos bien como viñadoras
bien solo durante la vendimia; podían igualmente colaborar en la cosecha de
cereales, como sugiere el recuadro de una píxide de marfil del siglo X
conservada en Nueva York, que representa a Adán segando trigo con una hoz,
mientras Eva transporta a hombros las gavillas cosechadas. No obstante, un
texto del siglo XIII afirma que las mujeres ayudaban en la siega solo en
circunstancias especiales, por ejemplo, en tiempos de guerra. El biógrafo de
Cirilo, Fileotes, cuenta que la mujer del santo trabajaba la tierra con ayuda de
sus hijos mientras él se retiraba y encerraba dentro de casa. Había niñas y
mujeres que trabajaban de pastoras: un caso inusual es el de las mujeres
valacas que se disfrazaban de hombres para poder pastorear en el Monte Atos,
habitado por comunidades monásticas y eremíticas, y al que las mujeres
tenían prohibido el acceso. El escándalo que se originó fue mayúsculo, sobre
todo cuando se supo que las pastoras servían queso y leche a los monasterios.
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Como sus hijas, más jóvenes que ellas, las mujeres casadas pasaban la
mayor parte del día en casa, sobre todo en compañía de familiares y
sirvientes. A veces tenían animales domésticos, pájaros o perritos.
Evidentemente, la familia cenaba reunida cotidianamente, pero, si había
invitados varones, las mujeres de bien se quedaban en sus habitaciones. En
todo caso, había numerosas ocasiones para salir de casa: los baños públicos,
los oficios eclesiásticos, los santuarios que guardaban reliquias, las visitas a
un hombre santo, las procesiones, los funerales y las celebraciones familiares,
como el nacimiento de un niño o las bodas. Se consideraba impropio de una
mujer asistir a las carreras o a otros espectáculos del Hipódromo; la
legislación justinianea establecía que un marido presentara demanda de
divorcio si su mujer se comportaba de un modo tan poco apropiado. Rara vez
las mujeres de la aristocracia o las emperatrices participaban en cacerías a
caballo.
Como en otras sociedades en las que las mujeres llevaban una vida
relativamente recluida, el culto religioso tenía un papel vital en las vidas de
las mujeres de Bizancio. Para las seglares, la asistencia a servicios religiosos,
procesiones y visitas a santuarios eran las únicas oportunidades bien vistas
socialmente de salir de casa; por otra parte, tales actividades satisfacían sus
necesidades emocionales y espirituales. Las mujeres de las clases superiores
podían asistir a los oficios en capillas privadas anejas a sus casas, pero la
mayoría acudía a iglesias de su barrio o incluso a otras alejadas de sus casas.
Así, la piadosa santa María de Bizie se encaminaba a la iglesia dos veces al
día, hiciera el tiempo que hiciera, aunque tenía que cruzar una torrente para
llegar hasta ella. En todo caso, su biógrafo nos cuenta que permanecía en la
parte más oscura de la iglesia durante el oficio y que, cuando se trasladó a una
ciudad más grande, rezaba sus oraciones en casa, para evitar las multitudes de
los lugares públicos de culto. Dentro del edificio de la iglesia, las mujeres
estaban separadas de los hombres, siendo relegadas a una galería superior o a
una nave lateral en función del tamaño y la planta de la iglesia. A comienzos
del siglo XIV, el patriarca Atanasio sugería una justificación de esta
discriminación sexual, al criticar a las nobles que acudían a Santa Sofía no
por devoción sino para lucir sus joyas, galas y maquillajes. A finales de ese
siglo, un peregrino ruso describió cómo en Santa Sofía las mujeres
permanecían en las galerías detrás de cortinas de seda traslúcida, de manera
que pudieran seguir el oficio sin ser vistas por los hombres durante la liturgia.
Una de las actividades favoritas de las mujeres era visitar santuarios,
donde rogaban por la salud y la salvación propias y de sus familias o donde
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podían buscar la curación milagrosa de una enfermedad o una lesión.
Sabemos que Tomaide de Lesbos, que llegó a ser santa, a pesar de estar
casada y tener hijos, solía rezar en iglesias ubicadas en distintas zonas de
Constantinopla, incluso quedándose a vigilias nocturnas en el santuario de la
Virgen de las Blaquernas. Durante los primeros siglos del Imperio, hubo
mujeres —sobre todo aristócratas y miembros de la familia imperial— que
hacían el largo peregrinaje a Tierra Santa; después de la conquista árabe en el
siglo vil, sin embargo, las mujeres rara vez se aventuraban a emprender este
peligroso viaje y se limitaban a desplazarse a santuarios dentro del área bajo
control bizantino.
Excluidas en su mayoría de la participación en la vida política, muchas
mujeres se vieron involucradas en las controversias religiosas de su época. En
los siglos VIII y IX, por ejemplo, cuando los emperadores adoptaron una
política iconoclasta, prohibiendo el culto de las imágenes, las mujeres
estuvieron en primera línea de la oposición. Eran apasionadamente devotas de
los iconos, a los que veneraban en la iglesia y tenían en casa como su más
valiosa pertenencia. Miguel Pselo hace una vívida descripción del apego de la
emperatriz Zoé a su icono de Cristo, embellecido con metales preciosos. La
emperatriz creía que el icono podía predecir el futuro y, en momentos de
ansiedad, lo estrechaba entre sus brazos y le hablaba como si estuviera vivo.
Tenemos noticia de que, en los comienzos de la iconoclastia, cuando un
soldado fue enviado a destruir la imagen de Cristo que presidía la puerta
Calce del Gran Palacio, un grupo de monjas capitaneado por santa Teodosia
echó abajo la escalera a la que se había subido el soldado. Estas mujeres se
convirtieron en las primeras mártires iconodulas, puesto que fueron
ejecutadas por orden de León III. Otra monja iconodula, santa Antusa de
Mantinea, fue sometida a una tortura que consistía en esparcirle por la piel los
ardientes rescoldos de iconos quemados. Muchas mujeres de la familia
imperial se opusieron a la política de sus maridos y padres y seguían
venerando iconos en el recogimiento de sus habitaciones. Además, fueron dos
emperatrices quienes restauraron el culto de las imágenes tras la muerte de
sus respectivos maridos: en 787, Irene convocó el Segundo Concilio de Nicea
que restableció los iconos por un breve período y, en 843, Teodora, la viuda
del emperador iconoclasta Teófilo, presidió la restauración definitiva del culto
de las imágenes como doctrina oficial de la Iglesia ortodoxa. A finales del
siglo XIII, una mujer tuvo un papel preponderante en la oposición a la política
de Miguel VIII de unión de las iglesias de Constantinopla y Roma; algunas
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familiares del emperador fueron incluso enviadas al exilio por condenar la
Unión de Lyón en 1274.
La mujer estaba excluida del clero, excepto en el caso del orden de las
diaconisas que sobrevivió hasta el siglo XII. Las diaconisas administraban el
bautismo a mujeres en la época en la que se acostumbraba a bautizar por
inmersión; la evolución de la orden comportó su transformación en un grupo
de mujeres que llevaba a cabo obras de caridad, instruyendo a sus hijos en la
fe cristiana, enseñándoles el salterio y contándoles historias de antiguos
santos. Otras organizaban grupos privados de lectura o estudio, como
sabemos por la Vida de Atanasia de Egina, que reunía a las mujeres de la
vecindad los domingos y días de fiesta y les leía las Escrituras, «inculcándoles
el temor y el amor de Dios». Mucho más especial es el caso de santa Antusa
de Mantinea, que enseñaba a los monjes del doble monasterio que dirigía, o el
de Irene, abadesa del convento constantinopolitano de Crisobalanto, que
predicaba a multitudes de hombres y mujeres, incluyendo mujeres y niñas de
familias eminentes como las senatoriales.
Una actividad importante y socialmente admitida en las mujeres fuera del
hogar eran las obras de caridad. Las mujeres ricas podían ayudar al necesitado
indirectamente, mediante donación de fondos a instituciones que
proporcionaban servicios sociales, como orfanatos, casas para desamparados,
asilos, hospitales y monasterios. Otras preferían implicarse de un modo más
personal en el cuidado de sus hermanos más desgraciados y entraban en
contacto con enfermos y pobres. Algunas trabajaban como voluntarias en los
hospitales, ayudando a dar de comer y bañar a los pacientes; algunas visitaban
las prisiones, consolando a los que sufrían confinamiento; otras recorrían las
calles, buscando mendigos y gente sin hogar para darles ropa, comida y
dinero. Este espíritu filantrópico estaba motivado por la piedad cristiana y se
consideraba un modo honorable de servir a Cristo. En los siglos IX y X, unas
pocas mujeres, como María de Bizie y Tomaide de Lesbos, llegaron a
alcanzar la santidad por su devoción en el auxilio a los pobres.
Igual que la mujer era la figura principal en el momento de dar a luz un
hijo, como madre, nodriza y enfermera, del mismo modo asumía un papel
preeminente en el momento de la muerte de un miembro de su familia. En
primer lugar, ayudaba a preparar el cuerpo para el funeral, lavando el cuerpo,
ungiéndolo con aceites y especias olorosas y amortajándolo. Después, durante
el velatorio, eran las mujeres quienes se ponían al frente de las lamentaciones:
las plañideras demostraban su pesar gimiendo, tirándose del pelo, lacerando
sus mejillas con las uñas, golpeándose el pecho y arrancándose la ropa. No
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solo las parientes del difunto sino también plañideras profesionales de alquiler
entonaban cantos fúnebres, alabando las virtudes y lamentando la muerte del
que se había ido. Las plañideras continuaban con sus gemidos y lamentos
mientras acompañaban el cadáver al cementerio. Esta costumbre suscitó la
crítica de los Padres de la Iglesia, que se quejaban de que las plañideras en sus
paroxismos de pesar se asemejaran a ménades en el frenesí de un rito báquico,
entregándose a un comportamiento vergonzoso: descubrían sus cabezas y se
despojaban de sus ropas, dejando así al descubierto parte de sus cuerpos. La
iglesia exhortaba a que los sepelios se realizaran de un modo digno y solemne
y para ello se encargó de suministrar coros entrenados de hombres y mujeres
que cantaran salmos e himnos funerarios. Los parientes masculinos y
femeninos del difunto iban al cementerio al tercer, quinto y decimocuarto día
después de su fallecimiento con ofrendas a la tumba. Además, las mujeres
solían frecuentarla para conmemorar a sus parientes fallecidos, preparando
kóllyba (una mezcla de granos de trigo hervidos y frutos secos) y acudiendo a
los oficios conmemorativos en el aniversario de su muerte.
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decorado del herbario de Dioscórides, actualmente uno de los tesoros de la
Biblioteca Nacional de Viena.
Nobles y emperatrices fundaron muchos complejos monásticos en
Constantinopla conocidos hoy en día gracias a la conservación casual de sus
typika o de sus edificios eclesiásticos. Aunque las mujeres ocasionalmente
fundaron monasterios masculinos, era más común en ellas fundar conventos,
a menudo considerados como futura morada para sus hijas o para ellas
mismas. Así, la emperatriz Irene Ducas, esposa de Alejo I Comneno, fundó el
convento de la Cecaritomene en el siglo XII y redactó una larga lista de
normas para las monjas que habían de habitarlo. De época paleóloga, el
convento de Lips, restaurado por Teodora Paleologuina, viuda de Miguel
VIII, nos es conocido por su typikón y por la iglesia que la emperatriz añadió
al lado sur de la iglesia anterior como mausoleo de la familia paleóloga
(Fenari Isa Cami). Teodora Raulena restauró el convento de San Andrés en
Crisi y construyó el modesto monasterio de Aristine para alojar al patriarca
Gregorio II de Chipre tras su abdicación del patriarcado en 1289. Irene
Cumno, la joven viuda del déspota Juan Paleólogo, utilizó gran parte de su
herencia para crear el doble monasterio del Cristo Filántropo y se convirtió en
su abadesa. Otra de las magníficas iglesias que aún adornan Estambul, el
parakklěsion de la Iglesia de la Virgen Panmacaristo (Fethiye Cami), fue
construido por María-Marta, viuda de Miguel Tarcaniotes Glabas, como
mausoleo para su marido. Algo de atípico tiene el convento llamado «del
Arrepentimiento» fundado por Teodora, la esposa de Justiniano, para alojar a
exprostitutas.
Además del «Dioscórides de Viena», como ejemplos de códices de lujo
encargados por mujeres, podemos mencionar el typikón del siglo XIV del
monasterio de la Virgen de la Esperanza Constante, que se inicia con una
serie de retratos a plena página (Typikón del Lincoln College) y el grupo de
dieciséis códices atribuidos a scriptoria patrocinados por una tal
«Paleologuina», identificable quizá con Teodora Raulena o Teodora
Paleologuina, respectivamente sobrina y esposa de Miguel VIII.
Por lo que respecta al ámbito de la producción literaria, existe un pequeño
grupo de mujeres de gran formación intelectual que o bien fueron escritoras o
bien apoyaron a literatos por vía epistolar o con una financiación económica,
prestándoles libros y admitiéndoles en sus salones literarios. Sin duda alguna,
la obra más importante escrita por una mujer bizantina es la Alexíada de Ana
Comnena, hija de Alejo I Comneno. Esta larga y subjetiva historia no solo es
la fuente histórica fundamental del reinado de su padre y de la primera
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cruzada sino que también proporciona información detallada sobre tres
generaciones de mujeres decididas, Ana Dalasena (la madre de Alejo), Irene
Ducas (su esposa) y la propia Ana. Unas pocas mujeres se midieron con la
poesía y la himnografía, siendo la que mejor lo hizo la poetisa del siglo IX
Casia, que ingresó en un convento al no conseguir la mano del príncipe
heredero Teófilo. Del mismo modo, solo están atestiguadas dos o tres mujeres
hagiógrafas, como la abadesa Sergia que escribió en el siglo VII una breve
narración sobre las reliquias de santa Olimpia, la madre fundadora de su
convento. Siglos más tarde, la versátil Teodora Raulena compuso una extensa
Vida de los hermanos iconodulos Teodoro y Teófanes Grapti. Plagada de citas
clásicas que atestiguan los gustos literarios de su autora, la Vida ha sido
interpretada como una alusión velada a los sufrimientos soportados por sus
hermanos que se opusieron a la política unionista de Miguel VIII.
Cierto número de mujeres con intereses literarios se convirtieron en
mecenas de escritores y eruditos. La sebastocratorisa Irene, esposa de
Andrónico Comneno y cuñada de Manuel I, parece haber sentido predilección
por la poesía, puesto que apoyó la obra de los poetas Teodoro Pródromo y
Manganio Pródromo, así como la de Juan Tzetzes, autor de comentarios
homéricos y comentarios en verso a su propia colección epistolar.
Constantino Manases, otro de los protegidos de Irene, dedicó a su mecenas su
historia universal (escrita en versos decapentasilábicos), llamándola «hija
adoptiva del saber». Irene Cumno poseía una biblioteca bien provista de obras
seculares y religiosas, intercambió libros con su director espiritual, encargó la
copia de manuscritos y parece haber estado al frente de una especie de salón
literario en su convento. Teodora Raulena, por su parte, era una erudita
bibliófila que llegó a poseer un importante códice de Tucídides; su cultura le
valió el elogio de sus contemporáneos; intercambió correspondencia con
Nicéforo Cumno y el patriarca Gregorio II de Chipre.
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mujeres afligidas por problemas familiares, la enfermedad o la vejez; al pobre
le proporcionaba comida, ropa y en ocasiones atención médica. Asimismo, el
convento ofrecía un entorno institucional en el que se esperaba que las
mujeres alcanzaran cierto nivel de educación y pudieran detentar puestos de
responsabilidad.
Como en el Occidente medieval, las jóvenes ingresaban en los conventos
bizantinos por diferentes razones. Algunas doncellas, inclinadas a la vida
piadosa desde la niñez, preferían el matrimonio con Cristo, el esposo celestial,
al matrimonio terrenal. Aunque la mayoría de los padres apoyaban a sus hijas
en su decisión de renunciar al mundo, hubo casos en que los padres
arreglaban el matrimonio contra los deseos de la joven y se resistían a que
esta tomara los hábitos monásticos. Ocasionalmente, la joven podía abrazar la
vida monástica más por necesidad que por vocación; por ejemplo, podía ser
considerada incasable por estar picada de viruelas o sufrir de alguna
enfermedad mental. Aunque la mayoría de las reglas monásticas conservadas
declaran que no era necesaria una contribución económica para ingresar en un
monasterio, la norma era que la familia de la joven hiciera un donativo
sustancial al convento, a menudo equivalente al dinero o la propiedad que
hubieran constituido su dote. Después de un noviciado de tres años, la joven
hacía los votos monásticos.
Se desaconsejaba el ingreso en el monasterio de niñas con menos de diez
años, puesto que eran vistas como fuente potencial de trastornos en la
comunidad monástica; no obstante, a veces se admitía a muchachas muy
jóvenes. Hubo casos de padres que llevaban a sus hijas a conventos a una
edad muy tierna como ofrenda de gracias a Cristo o a la Virgen,
especialmente si habían concebido la niña tras años de infertilidad o si esta
había sobrevivido milagrosamente mientras morían sus hermanos o hermanas
(como en el caso de la hija de Teodora de Salónica). También podían ser
educadas en conventos niñas huérfanas, que aprendían allí a leer y escribir,
cantar los oficios y hacer labores manuales. Una vez que habían alcanzado la
mayoría de edad, podían decidir si deseaban permanecer permanentemente en
el convento y hacer formalmente los votos: la regla del convento de Lips
establecía que las niñas educadas desde la infancia o la niñez por las monjas
debían esperar a tener dieciséis años para tomar los hábitos monásticos.
Muchas monjas hicieron esto en un momento posterior de su vida, en la
madurez o incluso en la vejez. Era extremadamente común que una mujer
ingresara en un convento después de quedarse viuda; en el entorno monástico
podía encontrar consuelo espiritual, compañía y apoyo para su vejez. Se han
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conservado algunos documentos que describen los acuerdos económicos a los
que se llegaba en tales ocasiones: la viuda haría una contribución sustancial al
convento en metálico o propiedades y a cambio recibiría la tonsura, se la
mantendría por el resto de su vida y al morir sería convenientemente
enterrada y conmemorada en oficios anuales. En algunos casos la viuda no
tomaba los hábitos, sino que vivía en el convento como pensionista seglar o
permanecía fuera del claustro y recibía una asignación regular de comida. No
solo las viudas adoptaban el hábito monástico en la Edad Media: no era
infrecuente que un marido y su esposa acordaran acabar su vida de casados
una vez que sus hijos hubieran crecido y retirarse a monasterios separados.
Otros motivos variados llevaban a las mujeres a la puerta del convento:
para algunas, como las esposas maltratadas o desgraciadas, refugiadas de
invasiones enemigas o enfermas mentales, el convento era en efecto un
refugio. Para otras, era más como una prisión o un lugar de confinamiento,
como en el caso de las emperatrices cuyos maridos eran depuestos, mujeres
acusadas de adulterio o brujas y herejes condenadas por el sínodo a hacer los
votos monásticos para expiar su conducta pecaminosa.
Las monjas eran normalmente de origen aristócrata o de clase media, pero
las mujeres de clases inferiores también vivían y trabajaban en conventos
como doncellas privadas y ayuda doméstica. A pesar del ideal establecido de
igualdad en la comunidad monástica, muchas nobles que ingresaban en
conventos al final de sus vidas encontraban difícil renunciar a su confortable
estilo de vida y se les permitía vivir en apartamentos separados con sus
antiguas criadas y tomar las comidas en privado.
Las hermanas del coro y las responsables del convento tenían que ser
capaces de leer y escribir y a menudo eran mujeres de una considerable
educación, que encontraban en el ambiente monástico salida a sus aptitudes.
La madre superiora, que no era solo la cabeza espiritual de la comunidad sino
también la responsable de supervisar el mantenimiento del complejo
monástico y la administración de sus recursos económicos, debía ser una
mujer de negocios perspicaz que conjugara una voluntad severa y una
disciplina estricta con un temperamento bondadoso hacia las monjas que
estaban a su cargo y una comprensión sicológica aguda de los problemas que
podían producirse en un grupo de mujeres tan unido.
Los conventos requerían los servicios de algunos funcionarios para su
administración, dependiendo su número de la cantidad de monjas de una
institución dada, lo que podía variar de un puñado a un centenar. En
conventos pequeños, una monja podía combinar las tareas desempeñadas por
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dos o más personas en una institución mayor. Uno de los cargos más
importantes, que debía ser desempeñado por alguien con aptitudes musicales
e iniciado en los laberintos de la liturgia, era el de ekklēsiárkhissa. Era
tarea suya la supervisión de la iglesia y los oficios, incluyendo el canto propio
de los oficios por las hermanas del coro. La sacristana (skeuophylákissa) era
responsable de la custodia de los objetos sagrados litúrgicos, mientras que la
tesorera (dokheiária) estaba al cargo de la economía y la obtención de
suministros (como la comida para el refectorio y vestidos para las monjas). La
archivera (kkartophylákissa) tenía el deber de salvaguardar los archivos
monásticos, en especial los documentos relativos a las concesiones de
privilegios imperiales, donaciones y adquisiciones de tierras y exenciones de
impuestos. Este grupo de funcionarios debía estar muy bien cualificado para
organizar, registrar y llevar la contabilidad. Otros cargos desempeñados por
monjas son el de portera y enfermera. El administrador o ecónomo
(oikónomos), al frente de la administración de las propiedades monásticas, era
a veces un seglar que vivía fuera del monasterio, pero en algunos conventos el
cargo era desempeñado por una monja mayor con mucha experiencia. Se
suponía que debía salir del monasterio cuanto fuera necesario para visitar las
propiedades remotas del convento, inspeccionar el desarrollo de la cosecha y
los ingresos de la venta de su producto.
Aunque los conventos proporcionaban un entorno en el que las mujeres
podían asumir mayor responsabilidad como administradoras de una
institución compleja, seguía habiendo limitaciones a su independencia de la
autoridad masculina. Puesto que las mujeres no podían hacer de sacerdotes,
necesariamente el clero masculino acudía de fuera del claustro para oficiar la
liturgia. Del mismo modo, el confesor debía ser un hombre, igual que el
médico que visitaba el convento regularmente. Además, el convento estaba a
menudo bajo la autoridad de un éphoros (supervisor), que podía prevalecer
sobre la abadesa si lo juzgaba necesario.
La rutina cotidiana de las monjas variaba de acuerdo con sus tareas
específicas, pero giraba alrededor del canto de los oficios, los rezos en
privado y el estudio de las Escrituras, el trabajo manual de coser, tejer y
bordar y la realización de tareas hogareñas. Algunas monjas trabajaban
también en la viña y el huerto del convento. En contraste con los monasterios
de hombres, donde los monjes a veces realizaban tareas artísticas o
intelectuales, como la caligrafía o la himnografía, la composición musical o
de crónicas y vidas de santos, los conventos ofrecían pocas oportunidades
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para la expresión artística. Había monjas que trabajaban como escribas,
himnógrafas o hagiógrafas, pero en realidad se trata de casos aislados.
Los conventos se diferenciaban de los monasterios en otras cosas. Solían
ser más pequeños, disfrutar de subvenciones menores, localizarse en ciudades
más que en el campo. Las monjas se tomaban en serio el requisito de la
estabilidad monástica, es decir, el permanecer el resto de sus días en el
monasterio donde habían hecho los votos. Al contrario que los monjes, que
solían moverse sin descanso de un monasterio a otro, o alternar un tipo de
vida cenobítico con la dura existencia del eremita, las monjas casi siempre
permanecían en el mismo monasterio hasta su muerte. Asimismo vivían casi
exclusivamente en instituciones cenobíticas; después de los siglos IX o X, las
fuentes dejan de mencionar a mujeres dedicadas a la vida eremítica.
Además, la mayor parte de las monjas observaban estrictamente las reglas
de la clausura monástica y rara vez abandonaban el claustro. Algunos typiká,
sin embargo, especialmente en los últimos siglos, como concesión a la
debilidad humana, relajaron la disciplina monástica y permitieron a las
monjas visitar a sus familias en determinadas ocasiones. Las monjas más
jóvenes, si salían del convento, debían ir acompañadas de monjas mayores
con más experiencia; del mismo modo, si las monjas recibían visitas del otro
sexo en la puerta del convento, una monja mayor debía de supervisar la visita.
Ocasionalmente, la monjas que desempeñaban distintas tareas en el convento
tenían que dejar el claustro para llevar a cabo negocios de todo tipo:
peticiones al sínodo, comparecencia ante tribunales, recogida de rentas,
visitas a las propiedades monásticas o para escoltar a la abadesa en el
momento de la toma de posesión de un patriarca. Normalmente las monjas
podían asistir al funeral de un familiar, visitar a su confesor espiritual o un
santuario o realizar obras de caridad.
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hacían generosas contribuciones a la construcción, restauración y
mantenimiento de iglesias, monasterios e instituciones caritativas o
financiaban la producción de manuscritos y otras obras de arte. Aun así su
riqueza, alta cuna y posición constitucional las apartaban de la norma.
El rasgo más distintivo de las emperatrices bizantinas (y ocasionalmente
las princesas) es que eran las únicas mujeres que tenían cierta participación en
lides políticas: algunas veces tenían un papel clave en la perpetuación de una
dinastía; de vez en cuando ejercían de facto la autoridad imperial, bien en
calidad de regentes bien como soberanos a todos los efectos; no era
infrecuente que ejercieran influencia sobre sus maridos, hijos o hermanos. En
el caso de que no hubiera un heredero al trono, las emperatrices y princesas
podían transmitir el poder imperial a través del matrimonio. Así, Ariadna, la
hija de León I, tomó por primer marido al jefe isaurio Zenón, que reinó de
474 a 491; cuando Zenón murió sin dejar hijos, Ariadna se casó con
Anastasio (I), que fue emperador de 491 a 518. Del mismo modo, la princesa
Zoé, hija de Constantino VIII, prolongó la dinastía macedonia gracias a sus
sucesivos matrimonios con tres hombres que se convirtieron en emperadores,
Romano III Argiro (1028-34), Miguel IV Paflagonio (1034-41) y Constantino
IX Monómaco (1042-55) y por la adopción de Miguel V Calafates (1041-42).
Emperatrices viudas como Irene en el siglo VIII y Teodora en el IX ejercieron
de regentes de sus hijos menores de edad, mientras Ana Dalasena se encargó
de la regencia de su hijo adulto Alejo I Comneno cuando este dejó la capital
para una larga campaña militar. También hubo casos en los que la emperatriz
se negó a hacerse a un lado al alcanzar su hijo la mayoría de edad o no quiso
tomar consorte, detentando el poder por breves períodos. Así, después de una
regencia de un decenio, Irene era reluctante a entregar las riendas del poder a
su hijo Constantino VI; la lucha por el poder la llevó finalmente a ordenar que
su hijo fuera arrestado y cegado en 797, gobernando por derecho propio
durante los cinco años siguientes, hasta que fue destronada. En 1042, la
emperatriz Zoé, humillada por la manera en que su consorte Miguel IV y su
hijo adoptivo Miguel V la habían relegado primero a las habitaciones de las
mujeres y después a un convento, gobernó durante pocos meses con su
hermana Teodora después de que una rebelión popular expulsara a Miguel V
del trono. No obstante, se la convenció para que volviera a dar su mano en
matrimonio, esta vez a Constantino Monómaco. Tras la muerte primero de
Zoé y después de Constantino, Teodora, la tercera hija de Constantino VIII,
subió al trono en 1055 y gobernó en nombre propio durante diecinueve meses.
Antes de morir, transmitió el poder imperial por matrimonio a Miguel (VI)
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Estratiótico, que le sobrevivió únicamente un año. La dinastía macedonia
llegó así a su extinción total, pero a través de las hermanas Zoé y Teodora se
había prolongado por casi treinta años más, de 1028 a 1056.
Legalmente la mujer podía sentarse en el trono, pero el gobierno único de
una mujer era considerado irregular e impropio. La posición de una
emperatriz reinante era ambigua: Irene firmaba los documentos como
«emperador de los romanos» y era alabada por su espíritu masculino,
mientras que en las acuñaciones llevaba el título de «emperatriz». Miguel
Pselo criticaba ásperamente a Zoé y Teodora por su incompetencia, afirmando
que «ninguna de ellas estaba dotada por temperamento para gobernar» y que
el imperio «necesitaba la supervisión de un hombre». Pselo comentaba que
durante el gobierno solitario de Teodora, «todos estaban de acuerdo en que
era impropio que una mujer en vez de un hombre gobernase el Imperio
Bizantino». El historiador Ducas criticó la regencia de Ana de Saboya,
comparando el Imperio en manos femeninas con «una lanzadera que hila al
azar y altera el hilo de la túnica purpúrea». Deliberadamente usaba el símil de
un telar, recordando a sus lectores que las labores del hogar y no los asuntos
de gobierno eran el ámbito propio de una mujer.
Solo tres mujeres se sentaron solas en el trono imperial de Bizancio; las
mujeres regentes fueron más numerosas, solían permanecer en el poder
durante más tiempo y a veces desempeñaban un papel decisivo, influyendo en
el curso de los acontecimientos. No olvidemos que tanto Irene como Teodora
(siglo IX) fueron regentes de hijos menores de edad cuando dieron la vuelta a
la política iconoclasta de su difuntos maridos y restauraron el tradicional culto
de las imágenes.
Otras emperatrices tuvieron también una influencia indirecta pero
significativa en los acontecimientos, a través de la persuasión o la
manipulación de sus maridos. Procopio describió vívidamente el dramático
episodio en el palacio en el momento de la sublevación de la Nika (532),
cuando Teodora persuadió a Justiniano I de que no huyera abdicando del
trono, sino que se mantuviera firme y aplastara la rebelión popular. En efecto,
este pudo mantenerse en el trono y gobernar durante treinta y tres años más.
Las emperatrices tomaban parte en las negociaciones sobre el matrimonio de
sus hijos, se interesaban de un modo apasionado en las cuestiones religiosas,
recomendaban ascensos y deposiciones de cortesanos que les habían agradado
o desagradado y a veces incluso acompañaban a sus maridos en las campañas
militares.
Página 175
A modo de conclusión
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Beaucamp, J., «La situation juridique de la femme à Byzance», Cahiers de civilisation médievale, 20
(1977) 145-176.
Grosdidier de Matons, J., «La femme dans l’Empire Byzantin», en P. Grimal (ed.), Histoire mondial de
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Herrin, J., «In Search of Byzantine Women: Three Avenues of Approach», en A. Cameron-A. Kuhrt
(eds.), Images of Women in Antiquity, Londres, 1983, pp. 167-189.
Koukoules, Ph., Byzantinōn bíos kaí politismós, 6 vols., Atenas, 1948-57, en especial vol. II,
pp. 117-218 y vol. IV.
Laiou, A., «The Role of Women in Byzantine Society», Jahrbuch der Österreichischen Byzantinistik,
31,1 (1981) 233-260.
Talbot, A. M., «A Comparison of the Monastic Experience of Byzantine Men and Women», The Greek
Oríhodox Theological Review, 30 (1985) 1 -20.
Página 176
Capítulo sexto
EL HOMBRE DE NEGOCIOS
N. Oikonomides
Página 177
Fragmento de una miniatura representando el óbolo de la viuda, fol. 330v de un
Tetraevangelio del siglo XIII, cód. 5 del Monasterio de Iviron, Monte Atos
Página 178
El comerciante es sobre todo un hombre de ciudad, un ciudadano.
También es un hombre que viaja. En el proceso de enriquecimiento personal
se convierte en vehículo de mercancías y a veces también de ideas. Para
conseguir sus fines, el comerciante corre riesgos: económicos y también
físicos. No produce nada, pero proporciona servicios: de esta forma su propia
existencia depende del hecho de que en torno a él existe una sociedad que se
interesa precisamente por esos servicios.
El artesano también es sobre todo un ciudadano, pero en principio es
sedentario. También él necesita un elevado número de personas que se
interesen por lo que produce; este «elevado número» solo puede conseguirse
de forma continuada en la ciudad. En la Edad Media las figuras del artesano y
del comerciante se confunden con frecuencia dado que una misma persona
podía ocuparse tanto de la transformación de los bienes como de su venta.
En ausencia total de una industria digna de este nombre, los artesanos y
los mercaderes de la Edad Media constituyen lo que podríamos definir como
«el mundo de los negocios» de esa época. En la Constantinopla bizantina es
frecuente y corriente confundir al comerciante con el artesano. Según la
tradición romana, tanto unos como otros forman parte de los collegia,
organizaciones reconocidas por el Estado cuyo fin es agrupar y al mismo
tiempo controlar mejor a los miembros de cada oficio. En el mundo bizantino
los collegia son transformados y en un primer momento denominados
sōmateîa, o bien systēmata. Sus miembros se definen colectivamente
como «los que tienen tienda» (ergastēriakoí), independientemente del
oficio que se ejercite en cada tienda. Los «hombres de tienda» constituyen
una categoría social.
Luego, en el siglo XI (única época del auténtico florecimiento de los
negocios en Bizancio), se expresará claramente la distinción básica entre los
que desempeñan un trabajo manual, «como los curtidores», cuyas
organizaciones profesionales se denominan sōmateîa, y los que «no
trabajan, como aquellos que importan tejidos de Siria» que pertenecen a los
systēmata. Los ejemplos elegidos para definir las dos categorías son
elocuentes: los curtidores practican la forma de artesanía más dura e insana,
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hasta el punto de que se les obliga —en la medida de lo posible— a
establecerse fuera de la ciudad. En la misma categoría que los curtidores
pondrá también Nicetas Coniata a los charcuteros, los zapateros y los sastres
de poca monta, que representan el nivel más bajo de la «gente de mercado».
Por el contrario, los importadores de tejidos ejercitan el oficio más «limpio» y
menos cansado que se pueda imaginar, sin la más mínima implicación
personal en la preparación de la mercancía; su trabajo se basa en el puro
aprovechamiento obtenido sobre las mercancías adquiridas por un lado y
vendidas por otro; el mercader solo es un intermediario. Es evidente que en el
siglo XI los oficios que excluían el trabajo manual gozaban de un prestigio
social mayor, que era reconocido por el propio Estado. Por lo demás eran
estos los oficios que presuponían una cierta disponibilidad económica.
Resulta evidente que el beneficio derivado de la reventa de bienes entraba
en contradicción con toda la tradición romana que no veía de forma favorable
la ganancia obtenida sin producción de bienes —que consideraba estas
ganancias inmorales, por así decir. Esto quedaba aún más en evidencia en el
caso del préstamo con intereses, que estaba mal visto incluso por la religión
cristiana. Y así, ocurría que todos los que practicaban oficios de este tipo se
encontraban bloqueado el acceso al Senado, equiparados en esto a los libertos,
a los herejes, a los actores (este era el oficio de mala fama por antonomasia).
Con todo, a pesar de la inmoralidad de las ganancias, los oficios «limpios»
presentaban ventajas evidentes desde el punto de vista social. A diferencia del
artesanado, el comerciante que «no trabaja» se presentaba como gran señor en
relación con los humildes campesinos que tenían que trabajar los campos y
tenían las manos ásperas, con sabor a tierra; imágenes análogas servirían para
diferenciar a los curtidores de los importadores de tejidos.
La distinción es importante también desde el punto de vista de la
mentalidad. Aparece una concepción «capitalista» del mundo: un concepción
que no llegará nunca a madurar pero que en este siglo XI bizantino marca el
tono de una sociedad y de una economía desarrolladas. Para la historia de
Bizancio en general —y para la historia de su mundo económico en particular
— el siglo XI constituye un momento crucial.
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siglo VII no habían conocido apenas las invasiones y que continuaban una
tradición urbana consolidada en el curso de los siglos. Era la continuación de
la tradición antigua, de los mercados que circulaban por todo el Mediterráneo,
de los comerciantes «sirios» que llegaban hasta Lyón para transportar tejidos
y al mismo tiempo la correspondencia entre los eremitas. Pero no nos
ocuparemos de la época tardoantigua porque no se trata de lo que llamamos
«Bizancio»; son restos del pasado, desmoronados en Occidente a causa de las
invasiones bárbaras.
En Oriente no hubo bárbaros (o de todas formas no tan pronto) y no hubo
ningún desmoronamiento formal. Pero también el mundo de Oriente conoció
la decadencia y cayó todavía antes de las grandes invasiones de fines del
siglo VI y del VII. Aquel mundo estaba enfermo. Sus ciudades eran grandes,
ornadas con magníficos edificios, pero en declive. Las clases más elevadas de
la sociedad huían ahora de las pesadas cargas municipales que habían sido
inventadas nada menos que para ellos mismos. Las arcadas de los pórticos
monumentales eran rellenadas con muros y transformadas en tugurios para
hospedar a los inmigrados del campo. No había ya restauraciones dignas de
ese nombre, a excepción de las que financiaba el propio emperador. Así, en el
siglo VI y en el VII, contemporáneamente a los acontecimientos externos que
sacudían la ciudad y destruían los edificios —ataques de persas o eslavos, o
bien terremotos— se verifica un fenómeno extraordinario típico de lo que se
define como la caída del mundo antiguo: una vez que se aleja el enemigo,
nadie se ocupaba ya de restaurar los edificios de las ciudades. En algunos
casos, las columnatas con sus arcos han quedado exactamente donde cayeron,
y los arqueólogos los han encontrado intactos. Las grandes ciudades fueron
abandonadas por sus habitantes que en la mayoría de los casos se instalaron
en alguna colina de las cercanías para crear una nueva aglomeración
fortificada, de dimensiones modestas, semejantes a un pueblecito:
desaparecieron definitivamente los esplendores del pasado. Para los
comerciantes todo esto no podía ser más que el comienzo de una grave crisis.
Es el comienzo de la Edad Media, que para Bizancio se puede situar en el
siglo VII aunque en realidad debió de comenzar bastante antes: el siglo VII
marca el momento en el que el cambio es ya evidente, momento en que la
civilización urbana del pasado desaparece definitivamente y de todos los
lugares, excepto quizá de Constantinopla y otras pocas grandes ciudades de
Oriente, que por lo demás habían pasado ya al dominio árabe.
También en Bizancio se consolida la economía cerrada, de base
autárquica, que caracteriza la Edad Media. Solo Constantinopla, que nunca
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dejó de ser una gran ciudad, constituye un importante mercado de consumo
del emperador: de hecho, el único mercado de consumo digno de este
nombre. Por este motivo la capital bizantina y sus cercanías constituyen un
área económica en sí: para que un mercader, bizantino o extranjero, pueda
acceder a ella debe someterse a rígidos controles y pagar aranceles especiales
en dos puestos instituidos para este fin por Justiniano en el siglo IV: Abidos, a
la entrada de los Dardanelos, y Hierón, en la parte del Bósforo. De esta forma
el Imperio se dividió, hasta el siglo VI, en dos zonas económicas distintas por
calibre y por función: la zona económica de consumo (la capital) y la zona de
economía cerrada (todas las provincias).
Aún más: la llegada de los árabes a lo largo del Mediterráneo convierte a
este mar —que había sido antes elemento de unificación de las provincias
romanas— en una frontera disputada con dureza por ambas religiones
totalitarias que gustaban mucho de la guerra corsaria, cuyo fin es la
destrucción de las estructuras económicas del adversario. Naturalmente, esto
no significa que se detuvieran los intercambios, ni siquiera entre los
beligerantes. Los comerciantes sirios seguían visitando Constantinopla y los
bizantinos Siria, pero la circulación de mercancías disminuyó y pasó de la
iniciativa privada a agentes del Estado.
En efecto, encontramos ahora en Bizancio individuos bastante ricos que
con frecuencia organizan asociaciones para tomar «en concesión» ciertas
actividades económicas en nombre del Estado. Son hombres cercanos a la
corte, con deslumbrantes títulos honoríficos, con claras influencias en el
círculo del emperador. El favor imperial les permite dominar algunas
actividades durante un cierto reinado, pero con frecuencia desaparecen apenas
es derribado su protector. Solo con esto queda demostrado hasta qué punto su
ascensión estaba ligada a ciertos favoritismos. Poseen el derecho a usar sellos
de plomo con la efigie del emperador que les ha concedido el cargo que
desempeñan. Con mucha frecuencia están ligados a la organización de la
producción, tinte y comercio de la seda —la mercancía de lujo por
antonomasia, que en esta época (y todavía más en el período siguiente)
constituye uno de los productos nacionales más importantes de la economía
bizantina. En una economía ampliamente monetaria la seda imperial tenía
también la función de moneda fraccionaria, pudiendo el soberano pagar parte
de los salarios en tejidos de seda. Estos tejidos, sobre todo si eran de color
púrpura (y esto es válido también para las pieles de este color), eran productos
muy apreciados tanto dentro como fuera del Imperio. Por medio de una
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autorización a la exportación hecha con cuentagotas, Bizancio mantenía la
demanda y el valor en niveles bastante elevados.
A partir de estos intercambios con el exterior (en realidad se trataba en la
mayoría de los casos de trueque, sobre todo cuando se hacían con vecinos
poco desarrollados económicamente como los búlgaros) los agentes del
Estado conseguían otras mercancías para revender. Los intercambios se
efectuaban en puestos fronterizos fijos. Pero no se trataba solo de seda. Los
mismos personajes llevaban a cabo intercambios a gran escala también a otros
niveles: recogida —y, por lo que podemos suponer, también introducción en
el mercado— del excedente agrícola obtenido con la concesión de impuestos,
parte de los cuales se consignaba en especie; comercio de esclavos, que en
esta época seguían desarrollando un importante papel en la economía de la
ciudades y del campo. Conocemos un caso datado a fines del siglo VII: un
empresario, él solo, se encargó de vender como esclavos a toda una tribu de
eslavos rebeldes; la operación implicó a todo el Imperio y duró tres años.
Quizá fue una operación monstruo, totalmente inusual, pero verdaderamente
ventajosa.
Es importante subrayar que en todos los casos modelo mencionados, estos
«grandes» hombres de negocios figuran como funcionarios estatales. Todas
las operaciones que hemos descrito las emprenden en nombre del Estado, y lo
hacen con la jurisdicción sobre ciertas regiones y por períodos de tiempo
limitados (por lo general una concesión estaba en vigor durante uno o dos
años para una o dos provincias bien definidas). Gracias a esta peculiaridad
podían pertenecer a las altas esferas de la aristocracia y incluso formar parte
del Senado. En tanto en cuanto trabajaban para el Estado, no les afectaba el
carácter innoble de su trabajo, ligado al manejo de dinero.
También había comerciantes y artesanos del mercado de Constantinopla,
los ergastēriakoí propiamente dichos, ciudadanos turbulentos que tenían
todo tipo de tiendas: pescaderías, carnicerías, droguerías, panaderías, bodegas
de vinos, y también estaban los albañiles y constructores; y los tejedores,
tintores, curtidores y las perfumerías. Toda esta gente tenía tienda en los
pórticos de la ciudad, en las zonas reservadas a cada oficio. La población
ciudadana era su clientela, sus mercancías, que procedían de las provincias o
del extranjero, estaban gravadas con aranceles e impuestos diversos, en
especial por ser transportadas al área económica de la capital. De vez en
cuando surgían impuestos añadidos especiales sobre estas mercancías, cuyo
fin era incrementar las finanzas del Imperio; y por el contrario los
emperadores «populistas» las suspendían temporalmente, como hizo por
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ejemplo la emperatriz Irene, en torno al 800 —lo que provocó muestras de
entusiasmo en Constantinopla.
También estaban las ferias en las provincias, citemos la de San Juan
Evangelista (o Teólogo) en Éfeso; en 795 el volumen anual de los negocios
superaba las mil libras de oro (72 000 sólidos). Esta cifra aproximada puede
parecer modesta si se considera que sin duda alguna la feria de San Juan era el
acontecimiento económico más relevante de la región. Pero la misma cifra
parece importante cuando se piensa que en esa época la ciudad de Éfeso
estaba abandonada, reemplazada por un suburbio llamado Theólogos. Por lo
que se refiere a la región, toda ella ruralizada, tenía una economía que se
podría considerar basada sobre todo en la autarquía a nivel local. Cifras como
la de la feria de San Juan nos permiten pensar que los comerciantes del
siglo VIII se desarrollaron en un ambiente bastante menos autárquico de lo que
se suele pensar y mucho más basado en la economía de intercambio.
Por tanto los comerciantes viven en una economía de intercambios
limitados, pero no en una economía en movimiento. Los transportes terrestres,
gravados con tasas de todo tipo, son relativamente costosos e insuficientes. Es
más eficaz el transporte marítimo, pero también bastante más peligroso. A los
riesgos del mar se suman pronto los corsarios árabes que infestan todo el
litoral y obligan a las poblaciones bizantinas a abandonarlo para buscar
refugio en las montañas, en lugares fortificados. Las pequeñas embarcaciones
y barcas que aseguran los transportes entre las diversas escalas de provincia
están condenadas a caer en manos de los piratas tarde o temprano. Por eso, el
gobierno favorece la disolución de esta marina mercante de provincias, muy
expuesta a riesgos, y se esfuerza por emplear el potencial humano para
reforzar la flota militar. Por el contrario, es el propio gobierno el que opta por
invertir en la flota mercante de la capital (a comienzos del siglo IX),
proporcionando a los «grandes armadores de Constantinopla» los medios
financieros para armar mejor sus naves y lanzarlas a operaciones económicas
ventajosas y de gran alcance.
Los grandes armadores de Constantinopla… en realidad eran marineros
propietarios de barcos, individuos carentes casi por completo de prestigio
social. Cuando el emperador Teófilo supo que su mujer poseía un barco
adecuado para el transporte de grano a Constantinopla ordenó que se
prendiera fuego a la embarcación y su carga: esa actividad suponía una
deshonra para él. Así que aún estaba vivo y actual el prejuicio contra todas las
actividades comerciales.
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Para disponer del capital indispensable para el desarrollo de sus negocios,
el comerciante bizantino podía elegir entre dos posibilidades: recurrir a
préstamos o a asociaciones de negocios. En el primer caso, el hombre de
negocios asumía en primera persona todos los riesgos de la empresa, mientras
que en el segundo los compartía con sus socios.
A pesar de la condena religiosa al préstamo con intereses, los
emperadores, con realismo, no intentaron nunca prohibirlo seriamente, sino
que más bien prefirieron autorizarlo para controlarlo mejor. En la legislación
justinianea encontramos los primeros «tipos máximos» de interés: los
senadores no pueden pedir más del 4 por 100, la mayor parte de la población
no puede pedir más del 6 por 100, los hombres de negocio no pueden superar
el 8 por 100; pero para los préstamos marítimos de alto riesgo se puede llegar
hasta el 12 por 100. Es evidente que con estas medidas se intentaba equilibrar
el asunto; por un lado se desanimaba a la aristocracia a participar en el
mercado del capital y por otro se permitía que se exigieran intereses
superiores al generalizado 6 por 100 para, de este modo, animar la
financiación de empresas de riesgo. La situación fue aceptada de hecho
incluso por la Iglesia, que en Oriente no intentó nunca prohibir a los laicos la
práctica del préstamo con intereses. Lo prohibió a los eclesiásticos, y con una
insistencia que suscita algún que otro interrogante. Los argumentos adoptados
eran los siguientes: por una parte el carácter inmoral del interés, por otra
parte, y sobre todo, la prohibición a los eclesiásticos de desarrollar tareas
profanas. A fin de cuentas, en Bizancio el préstamo con intereses se
practicaba con la bendición de todas las autoridades, que solo pretendían
limitar los excesos. No sabemos en qué medida lo consiguieron.
Por lo que se refiere a las asociaciones de negocios se preveía un marco
bastante abierto y elástico. Para que exista una asociación de negocios hacen
falta dos o más participantes; los recursos puestos en común para la empresa
pueden ser el capital o el trabajo personal, o ambos; los fondos pueden
provenir de hombres que tienen los negocios como profesión o de individuos,
personas de extracción modesta, incluso de monjes que quieran llevar a cabo
una buena acción. Por lo general la asociación dura un tiempo limitado (o
sirve para un viaje concreto), durante el cual está vigente la responsabilidad
colectiva. Al comienzo se valora la contribución de cada uno y al mismo
tiempo se fija su parte en los beneficios y en las pérdidas. Algunas
asociaciones se forman con la aportación de numerosos inversores, que ponen
a disposición de la empresa modestas sumas, evitando de esa manera riesgos
grandes; estas asociaciones se deben disolver con rapidez. De todas formas se
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pueden renovar, con frecuencia con los mismos miembros. El carácter
provisional de las asociaciones puede vislumbrar también en el caso de los
grandes capitalistas que «obtienen concesiones» de las empresas de Estado,
en especial de la seda. Aquí encontramos parejas de socios que con frecuencia
aparecen juntos, pero estas asociaciones relativamente estables no excluyen
que uno de los socios ponga en marcha otras asociaciones con miembros
distintos. La inestabilidad de la asociación, su carácter continuamente mutable
es una característica fundamental del mundo de los negocios en Oriente.
Una particularidad bizantina es el uso ininterrumpido de la moneda, en la
línea del sistema de tres metales establecido por Constantino el Grande. Para
todos los reinados del período que tratamos está atestiguada la emisión de
considerables cantidades de moneda que se utiliza en primer lugar para pagar
los salarios, en especial los de los soldados. Luego vuelve al erario público
bajo forma de impuestos: de hecho los impuestos recaudados en especie se
hacen cada vez más raros y en el siglo IX el impuesto básico es ya
completamente monetario. La ampliación de la circulación monetaria abre
nuevos caminos a los hombres de negocios. Se posibilitan formas más
refinadas de actividad económica y ya no hacen falta sistemas de monopolio
del Estado y sus empresarios para hacer progresar esa actividad en el nuevo
espíritu «capitalista» que parece configurarse.
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territorio interior balcánico, en especial por lo que se refiere a los búlgaros,
con los que mantenía contactos ininterrumpidos utilizando las arterias
fluviales del Axios/Vardar y del Estrimón, sobre todo después de la conquista
de Bulgaria por parte de Basilio II en 1018. De la misma manera, Salónica era
un nudo importante de la principal vía balcánica del Imperio, la Vía Egnatia,
y de hecho cada vez atraía más visitantes que venían a hacer sus compras. La
ciudad estaba situada en el cruce de las arterias fluviales norte-sur y de la
arteria terrestre este-oeste. A un gran mercado le corresponden numerosos
intercambios: en el siglo X ya se habla de oro, de plata, de piedras preciosas,
de tejidos en seda y lana, de elaboración de todo tipo de metales, de la
fabricación del vidrio. En la ciudad existían por lo menos dos mercados
permanentes de los que uno era llamadlo «mercado inferior» o «mercado de
los Eslavos». Aún más, con ocasión de la fiesta de san Demetrio, patrón de la
ciudad, se celebraba en el siglo XII un feria de particular importancia,
frecuentada por mercaderes venidos de Italia, de Europa occidental, de
Bulgaria y de las poblaciones ubicadas todavía más al norte. Salónica era la
segunda ciudad del Imperio.
Encontramos menciones de ferias de numerosas ciudades: Corinto,
Almirós, Negroponte [Eubea], Quíos, Andros, Crisópolis, Rodosto,
Adramitio, Ataba. Podemos decir que el fenómeno de las ferias se había
generalizado y que el número de «vendedores ambulantes» debió aumentar
vertiginosamente.
Podemos afirmar además que en las ciudades de provincias se
multiplicaron también los mercados estables. Consideremos el caso de
Corinto. Tanto la Vida de san Lucas como las excavaciones arqueológicas
americanas indican que ya tenía una vida económica activa en los siglos IX y
X. En el mercado de Lacedemonia se establecían mercaderes venecianos. En
el Peloponeso encontramos fabricantes de papel y de púrpura, y al menos
alguno de ellos trabaja para el Palacio imperial. Una ciudad de la vocación
agrícola que profesaba Tebas se convirtió por excelencia en un centro de
producción y transformación de la seda no menos importante. En Asia Menor
es normal que en toda ciudad exista al menos una persona que cambie divisas;
la vida económica es tan activa que exige sus servicios permanentemente.
El comerciante de provincias tiene ahora importantes actividades locales,
pero acude también a Constantinopla personalmente para vender sus
mercancías. A esos efectos se organiza en forma de «cártel»: todos los
comerciantes de un mismo producto (por ejemplo, la seda, los animales, o el
lino) se asocian y van a tratar de negocios con sus colegas de la capital;
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incluso estos acuden para los acuerdos organizados en cártel. El principio
básico que rige estas relaciones es la división del Imperio en dos regiones
económicas: la desarrollada, en la capital, y la de las provincias, menos
desarrollada. Se procura evitar formas de competencia dura dentro de una y
otra región.
Este desarrollo económico coincide con la expansión geográfica conocida
por Bizancio a partir de mediados del siglo IX y sobre todo entre la mitad del
siglo X y la del siglo XI. Las conquistas de Juan Curcuas, de Nicéforo Focas,
de Juan Tsimisces y de Basilio II agregan nuevas poblaciones y nuevas
ciudades al Imperio, y por tanto nuevas fuentes de materias primas y de
productos manufacturados, además de nuevos mercados a los que hacer afluir
las mercancías. La reconquista bizantina de Creta (961), unida a la
supremacía marítima del Imperio, restablece la seguridad en los mares y en
las costas. Las comunicaciones por mar se intensifican; vuelven a aparecer
ciudades en las costas y los puertos experimentan un nuevo florecimiento. Es
el momento propicio para la expansión de la «burguesía». Es totalmente
normal que esta expansión se manifieste en un primer momento en los
grandes centros, sobre todo en Constantinopla, que desempaña ahora el papel
de metrópoli con aspiraciones mundiales. ¡Dichosos los hombres de negocios
que se encontraban en Constantinopla en aquel período!
El creciente volumen de los negocios solo podía acrecentar la demanda de
capital. Esta tendencia en ascenso se manifiesta de forma tímida ya a fines del
siglo IX: el interés máximo aumenta oficialmente un 4,1 por 100
aproximadamente. En el siglo XI los intereses pasan a una escala distinta más
elevada: para los senadores son del 5,55 por 100, para los comunes mortales
del 8,33 por 100, para los hombres de negocios 11,71 por 100 y para los
préstamos marítimos son del 16,66 por 100. Estas tasas permanecerán en
vigor a lo largo del siglo XII. La renta sigue siendo atractiva, pero el sistema
quiere que los hombres más ricos del Imperio —los aristócratas— queden
fuera de este ámbito de actividad. Se trata de una cuestión moral: el préstamo
con intereses sigue siendo considerado como una actividad bastante
deshonrosa.
Deshonrosa, puede, pero es rentable y puede tentar. En el Stratégikón un
autor del siglo XI, Cecaumeno, militar y aristócrata, parece sugerir la hipótesis
de que uno de su clase pueda tener interés en prestar dinero. Cecaumeno
aprueba el préstamo que tenía como fin el rescate de prisioneros (pero esto no
era problema, porque el rescate de prisioneros era el único motivo por el que
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se podía llegar a vender bienes eclesiásticos) y desaprueba todas las demás
formas de préstamo: no hay que prestar dinero para obtener intereses, no hay
que prestar dinero para obtener ganancias ilícitas, por lo tanto no hay que
participar en asociaciones de negocios; no hay que prestar dinero a quien
quiere obtener la concesión de un puesto en la administración; no hay que
prestar dinero a quien quiere adquirir esclavos o terrenos, y por tanto a
quienes quieren invertir en la tierra; sobre todo no hay que prestar dinero a los
que quieren invertirlo en el campo de los negocios. Estos intentarán, con todo
tipo de artimañas, atraer los préstamos del aristócrata: lo invitarán a suntuosas
comidas, lo adularán, le ofrecerán exóticos perfumes, crearán en él la falsa
impresión de ser ricos y dignos de confianza (para lo cual recurrirán al
préstamo de algún otro, de forma que puedan demostrar que tienen una
amplia disponibilidad de liquidez), harán relampaguear ante él extraordinarias
ganancias prometidas por tal o cual mercancía, le dirán que sería una
verdadera lástima perder la ocasión. Es evidente que a los ojos de Cecaumeno
se identifican la figura del que recurre al crédito y la del hombre de negocios,
ya viva este en provincias o en Constantinopla. El autor llega a hablar de los
que, para tener la posibilidad de recurrir al crédito de un aristócrata, llegan a
establecer lazos de parentesco con él, sean verdaderos o falsos: le pide
bautizar a un hijo o hace de intermediario matrimonial. No se para ante nada
con tal de obtener el capital que necesita, dado que así puede obtenerlo a un
coste inferior al del mercado.
Esta necesidad de capital es evidente en Constantinopla, donde
constatamos que los hombres de negocios —comerciantes o artesanos— rara
vez poseen la tienda en la que ejercen su oficio. En general son arrendatarios
o subarrendatarios: el inmueble pertenece a instituciones eclesiásticas de la
capital o a miembros de la aristocracia o la administración. El mismo
fenómeno se puede constatar en Salónica. La mayor parte de las empresas son
pequeñas y no pueden permitirse tener bloqueado en un inmueble una parte
relevante de su capital, dado que el alquiler del inmueble sería seguramente
menor que el provecho de los negocios.
Por lo general las tiendas constantinopolitanas se encuentran a lo largo de
la calle central de la ciudad, la famosa Mese (Mése), que conducía desde la
Puerta de Oro al Palacio. En concreto se encontraban situadas entre el Foro de
Teodosio y el de Constantino: en el mismísimo centro de la ciudad. Allí
estaban los panaderos, los joyeros, los mercaderes de esclavos, los sederos
con todas las actividades ligadas al mundo de la seda, los peleteros, los
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cambistas con sus empleados que sacudían por la calle los sacos llenos de
monedas para atraer a los clientes. En las cercanías de Santa Sofía se
encontraban los fabricantes de velas y cirios y los broncistas. En la misma
área estaban los fabricantes de clavos y calzado. Los notarios estaban
diseminados por toda la ciudad (dos por barrio), los taberneros, los drogueros;
por lo que se refiere a los pescaderos, recurrían a «vendedores ambulantes»
para hacer circular sus mercancías por los distintos barrios. A partir de
siglo XI se sumarán los barrios de los extranjeros, de los venecianos en
especial, que abrirán sus tiendas practicando la venta al detalle como los
comerciantes bizantinos. Así, muchos artesanos occidentales se instalarán en
Constantinopla, adaptándose a los usos y a las costumbres locales.
La actividad de estos comerciantes y artesanos estaba vigilada
atentamente por los servicios del prefecto de la ciudad: el eparco o prefecto de
Constantinopla, típico oficial de la capital romana, jefe del tribunal imperial y
al mismo tiempo gobernador de la ciudad, encargado no solo de mantener el
orden sino también de asegurarse de la buena marcha de los negocios. Para
estos aspectos de sus atribuciones al Prefecto le ayuda un asesor, el sýmponos,
que tiene jurisdicción sobre determinados oficios.
La capital bizantina era una ciudad bastante más grande que las demás, un
mercado de bastante mayor importancia; por eso encontramos en ella
organizados de una forma particular, en corporaciones dotadas de una
organización interna vigilada por el Estado. Desde este punto de vista, la vida
económica de la capital, regulada rígidamente, se distingue claramente de la
correspondiente a las provincias, mucho más confiada a la iniciativa personal
de los hombres de negocios.
El funcionamiento de los oficios en la Constantinopla del siglo X aparece
como una curiosa mezcla de libre iniciativa e intervención estatal. Este
funcionamiento lo podemos conocer con cierta precisión gracias al llamado
Libro del prefecto, una ordenanza emitida en 911-12 cuya finalidad era
regular las asociaciones constantinopolitanas de oficios. Aunque se trata de un
reglamento concebido al más simple nivel, es decir, relativo al
funcionamiento cotidiano y sin contener declaraciones generales de principio,
nos permite en alguna medida mirar dentro del mundo de los negocios en
Constantinopla.
Por un lado, todos son libres de disponer de su dinero a placer, de
invertirlo como mejor les parezca dentro de los límites impuestos por su
propia actividad. Pero el Estado supervisa cualquier acción económica y las
controla todas con objetivos muy claros:
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1. El hombre de negocios no puede competir con otros miembros de su
oficio: sobre todo, no puede hacerlo de forma ilícita. Si tiene que adquirir
mercancías o materia prima tiene la obligación de actuar conjuntamente con
los demás, en un cártel: cada uno contribuye a la caja común con la suma que
considera apropiada; una vez que se produce la adquisición, recibe una parte
de la mercancía proporcional a la suma ingresada. Dicho de otro modo: todos
compran al mismo precio. La iniciativa individual y la competencia se limitan
por tanto a la elección del momento en que se efectúa la compra, a la cantidad
de la inversión, a los tiempos elegidos para despacharla y al precio de venta.
Pero sobre este punto también hay restricciones.
2. El comerciante es libre de fijar el precio de venta pero su beneficio no
puede superar un techo dado, que varía del 4 por 100 al 16 por 100
aproximadamente del valor de la mercancía, teniendo en cuenta los gastos que
le provoca y su carácter perecedero o no. Dado que la adquisición de
cualquier tipo de mercancía se efectúa a la luz del sol, y que la administración
ciudadana está al corriente de ella, es muy difícil —si no imposible— que se
pueda superar este techo.
3. El comerciante está sometido a reglamentos y comprobaciones cuyo
objetivo es proteger al consumidor: la administración estatal verifica la
calidad de los bienes que se llevan al mercado, y esto vale tanto para las
mercancías más costosas como para las más baratas. Los comerciantes de
animales de carga están obligados a volver a hacerse cargo de todos los
animales vendidos que tuvieran algún defecto no evidente; los empresarios
del sector de la construcción (en cuyo grupo están incluidos los pintores y
escultores) garantizan sus trabajos y está obligados a desarrollar sin
compensación alguna las reparaciones que fueran necesarias.
4. Se aplican controles especiales a los llamados bienes «prohibidos»
(kekōlyména): los bienes cuya venta y exportación están sujetos a
controles y prohibiciones particulares. Sobre todo se trata de metales
preciosos y de tejidos de seda de alta calidad o de color púrpura. Está
prohibido trabajar estos materiales fuera de la tienda y especialmente
prohibido hacerlo en casa. La consecuencia es que hay que estar siempre
disponible para un eventual control; no hay forma de ocultar una parte de la
actividad. Toda compra de mercancías o de materia prima —incluso si se
hace a un particular— tiene que ser declarada al prefecto, y otro tanto hay que
hacer con las ventas. Así, cuando Liutprando —el obispo de Cremona que
visitó Constantinopla en calidad de embajador de los Otones— intentó
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exportar mercancías prohibidas, las autoridades constantinopolitanas ya
habían sido informadas de las compras que había hecho.
5. El gobierno controla muy de cerca la participación en los oficios, que
no tiene carácter hereditario. Para entrar a formar parte de un oficio hay que
dar garantías y procurarse recomendaciones. Luego hay que superar una
especie de examen de admisión ante los directivos del oficio. El
nombramiento será posteriormente confirmado por las oficinas del prefecto.
Además, cada nuevo miembro tiene que distribuir dinero a sus colegas en el
momento de la admisión. La importancia económica de esta costumbre es
insignificante, pero es de gran relieve desde el punto de vista moral, porque
expresa el reconocimiento necesario para ser aceptado dentro del oficio.
En consecuencia, el hombre de negocios es un hombre cualificado;
cualificación que exige el Estado, que manifiesta interés e interviene de forma
exclusiva incluso en el momento del nombramiento de los jefes de cada
oficio. Estos son miembros eminentes del grupo que gozan de la confianza de
sus colegas, pero que han de gozar también de la confianza del Estado, porque
la actividad de su grupo la tienen que dirigir en interés del Estado. Dicho de
otro modo: el oficio está controlado desde dentro, pero por parte de una
persona que goza de la confianza del Estado y cuyo nombramiento parece que
era vitalicio. Este es otro factor de estabilidad.
Desde el momento en que se entra en un oficio, hay que ser capaz de
ganarse la vida proporcionando a la población de la ciudad los bienes y los
servicios de los que tiene necesidad. Por lo tanto uno tiene la obligación de
participar personalmente en las distintas actividades del oficio, incluso si se
trata de una actividad de índole puramente ceremonial; para aquellos que no
acuden a una invitación —una procesión, el Hipódromo o una recepción del
prefecto— sin tener motivos justificados están previstas multas. La idea de
«orden» (táxis), que constituye elemento fundamental de la concepción
bizantina del mundo, se manifiesta de este modo dentro de los oficios. Se
podría decir que su propia existencia se inscribe en la concepción del mundo
según la cual el emperador es el legado de Cristo en la tierra, es aquel que está
a la cabeza del mundo cristiano y es objeto de un verdadero culto en curso del
ceremonial de Palacio y en las procesiones oficiales por la ciudad. En la
concepción del Imperio como una enorme «máquina» de aspiraciones
mundiales, los oficios tienen un lugar preciso y —se podría decir— ni más ni
menos esencial que el elemento militar o el administrativo.
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Por otra parte, los hombres de negocios son numerosos, aunque
socialmente estén degradados puesto que no pueden formar parte del Senado.
Se establecen cerca del Palacio y pueden ser turbulentos. Si no tienen
problemas internos no estarán descontentos y no manifestarán deseo alguno
de rebelarse contra la autoridad. En un Estado autocrático, la voluntad del
pueblo se podía expresar directamente solo con motivo de concentraciones de
masas populares. En tal caso, el gentío podía garantizar un cierto grado de
anonimato, con la seguridad que de ello se derivaba. Conocidas son las
explosiones de descontento popular que se manifestaron con ocasión de las
carreras en el Hipódromo. El otro lugar donde se congregaban muchos
constantinopolitanos de forma natural y donde eventualmente podían hacer
negocios era en el mercado.
La paz social garantizada por la prohibición de competencia entre los
miembros de un mismo oficio —incluso dentro del contexto de una economía
libre— limitaba de forma singular las posibilidades de crear grandes capitales
y grandes empresas. El vigor económico y la agresividad económica
indispensables para progresar en los negocios parece que faltan y da la
impresión de que siguieron faltando mientras las cosas les fueron bien a los
hombres de negocios de Constantinopla. De todos modos, tenemos el hecho
de que cuando las fuentes de los siglos IX-XI nos hablan de personas de
riqueza extraordinaria, hacen referencia a personajes de la administración
imperial, a recaudadores de impuestos ávidos de beneficios, y sobre todo de
personas con concesiones de servicios en el campo financiero, o incluso de
artistas, por ejemplo el cantor Ctenas cuyas riquezas eran tan enormes como
para tentar al propio emperador. Es extraño que no se encuentren hombres de
negocios entre los pocos superricos que conocemos.
El Estado vigila de muchas formas que esta especie de los superricos no
haga su aparición en el mundo de los negocios. Por ejemplo, está prohibido
formar parte de más de una asociación de oficios, lo que hace
automáticamente imposible acaparar más comercios y acumularlos de forma
que se consiga un volumen de negocio superior al de los colegas.
Naturalmente hubo muchos que estuvieron tentados de superar esta dificultad
haciéndose aceptar en otras asociaciones profesionales por persona
interpuesta: recurriendo por ejemplo a un esclavo o, en el caso de los
monasterios, a un monje. De todos modos, se trataba de situaciones
marginales, que en realidad no podían modificar la imagen general e
inamovible procedente del hecho de que solo podía pertenecerse a un oficio.
Es evidente que no tenía ningún sentido acumular en el mismo mercado
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tiendas sobre tiendas que tuvieran el mismo tipo de actividad comercial,
porque habrían sido obligadas a hacerse competencia recíproca.
Un ejemplo especialmente elocuente a propósito de esto nos lo ofrecen los
oficios ligados a la producción y comercio de la seda. La seda era un material
muy apreciado pero sometido también a una fuerte demanda, por esto los
oficios que estaban relacionados a ella estaban articulados en numerosas
asociaciones: mercaderes de seda en bruto, que compraban la materia prima a
los productores; fabricantes de hilo de seda; tintoreros de la seda; fabricantes
del tejido de seda; mercaderes de ropa de seda importados de Siria. A cada
estadio de esta producción le correspondía un oficio específico y por
consiguiente ninguno se podía ocupar de más de un anillo de esta cadena. Por
lo tanto ninguno podía dominar de forma completa el comercio.
El rigor con el que se marca la distinción entre los diversos oficios se hace
patente en un caso en particular, que nos lo describe el Libro del prefecto.
Supongamos —se lee en esta obra— que cualquier población bárbara vecina
nuestra, por ejemplo los búlgaros, quiera vendernos lino o miel con una
operación trueque; los mercaderes constantinopolitanos competentes —es
decir los comerciantes de tejidos o los de género alimenticio— harán que les
acompañen otros comerciantes de los que venden objetos que piden los
bárbaros (por lo general, mercaderes de tejidos de seda de baja calidad).
Obtenida la autorización del prefecto acudirán todos juntos al país de los
bárbaros y tendrá lugar el intercambio. Los comerciantes exportadores
tendrán derecho a una comisión por toda la mercancía adquirida gracias a sus
productos. Difícilmente se podría llevar más lejos la distinción entre los
diversos oficios y la protección de la que gozaba cada uno de ellos.
Inmediatamente comprendemos mejor la importancia que tenía para el
comerciante el papel moderador del Estado en la vida económica de la ciudad.
Garantizando una cierta seguridad a todos los miembros de las artes limitaba
tanto su actividad como sus ambiciones. Aun en el ámbito de una economía
libre, los controles conseguían transformar a los comerciantes en individuos
colocados tranquilamente en sus tiendas, casi como si se tratara de
funcionarios en servicio permanente. El sistema garantizaba a todos un buen
tenor de vida, sin demasiadas ambiciones. Pero con el desarrollo de la
economía que caracteriza al siglo X y sobre todo al siglo XI es normal que el
mundo de los negocios comience a agitarse, a manifestar otras aspiraciones.
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Todo lo que se ha dicho hasta aquí tiene que ver con los oficios de los
habitantes de Constantinopla. Pero también están los que vienen
individualmente a comerciar desde fuera a la ciudad. Que procedan de las
provincias del imperio o del extranjero es irrelevante. Desde el momento que
llegan a la capital se ponen a las órdenes del prefecto automáticamente y son
«registrados» por un delegado del prefecto, el legatários, encargado de
ocuparse de los extranjeros. Tienen que declarar a la autoridad las mercancías
que importan, recibir instrucciones sobre el procedimiento que han de seguir
para venderlas, recibir también indicaciones sobre el tiempo de que disponen
para ultimar las transacciones y abandonar la ciudad (no superior a tres
meses), y por último obtener la aprobación de la lista de las adquisiciones
efectuadas en Constantinopla y que quieren exportar. Bajo cualquier aspecto
el comportamiento que se exige a los hombres de negocios
constantinopolitanos no se diferencia mucho del requerido a los procedentes
de provincias o del extranjero. Esto está claro si se consideran las mercancías
«prohibidas», por ejemplo los metales preciosos o la seda de alta calidad,
cuya exportación a las provincias estaba controlada y limitada como si se
tratase de una exportación al extranjero.
El desarrollo de las actividades comerciales en Constantinopla se inscribe
en el marco del desarrollo económico de la Europa que se prepara a
abandonar el siglo X. Hemos visto que Constantinopla mantenía intercambios
con los vecinos: el califato, que era una potencia económica consolidada, y
los búlgaros, cuya economía era bastante más primitiva. Por otra parte,
Constantinopla se aprovisionaba continuamente de productos de Extremo
Oriente, tanto directamente como a través de la mediación árabe, y por medio
de la arteria de Trebisonda podía llegar a Asia Central. Eran intercambios
bastante activos, pero la mayor parte se paraban en Constantinopla ya que no
había clientes importantes más al oeste. Esa es la situación todavía en el siglo
XI.
Además Constantinopla, que por ser un gran centro urbano tenía
permanentes problemas de abastecimiento, mantenía relaciones con el área
del Mar Negro septentrional, que constituía otra puerta de acceso a Extremo
Oriente y que sobre todo le aseguraba la provisión de materias primas. Para
ello, naturalmente, el gobierno ayudaba a los hombres de negocios, instalando
un gobierno militar («tema») en Querson en Crimea, que se convirtió de este
modo en el centro de intercambios con los pueblos del norte, primero los
cátaros y luego los rusos.
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De hecho la apertura de Constantinopla al mundo exterior se manifiesta de
manera bastante más evidente a lo largo del siglo X, para el que disponemos
por fin de informaciones significativas. Se establecen ahora por vez primera
contactos comerciales con los rusos, contactos que conocemos gracias a dos
tratados (911 y 944) que muestran el aspecto fundamental que rige estas
relaciones económicas: el deseo ruso de introducirse en el área económica de
la capital bizantina y de poder obtener las mercancías prohibidas. En otras
palabras, el acuerdo entre los dos Estados tiene que ver esencialmente con la
llegada de mercaderes rusos a Constantinopla y el tratamiento al que tienen
derecho. Los rusos llegan a la capital bizantina en convoyes de embarcaciones
que descienden por el río Dniéper desde Kíev, según la conocida descripción
que hace Constantino Porfirogénito. Se trataba de un peligroso viaje y los
mercaderes (que todavía eran verdaderos vikingos) iban por fuerza armados.
Por lo demás, muchos de ellos deseaban entrar a formar parte de la guardia
imperial en calidad de mercenarios. Se establecían fuera de la ciudad, en el
barrio de San Mamas, y acudían al mercado durante el día, en grupos
desarmados y acompañados de un funcionario imperial. Vendían o
permutaban sus mercancías y tenían derecho a volver a su patria con sus
compras, que podían incluir una cantidad limitada de mercancías prohibidas,
en especial tejidos de seda. El valor de lo que cada mercader ruso podía
exportar no tenía que superar el límite de las 50 monedas de oro. En otros
términos, la cantidad de mercancías prohibidas que se podía exportar
disminuía si su calidad y por tanto su valor eran altos. Hay que agregar que en
el momento de la exportación toda esta mercancía tenía que ser sellada por los
funcionarios competentes. En cuanto a la exportación de otras mercancías, no
parece que hubiera limitaciones.
Además de lo que se dice de Constantinopla, en los dos tratados se habla
también de la visita que ciudadanos de ambas partes contratantes pueden
llevar a cabo a otras partes y de la protección recíproca que les debe ser
proporcionada por parte de los gobernantes. Sin embargo, hay un silencio
absoluto en lo que se refiere a los contratos económicos. Sin duda el motivo
es que cualquier operación comercial que se efectuara fuera de la capital está
gobernada por la idea de mercado libre y regulada solo en la medida en que
los dos Estados garantizaban la seguridad de las personas y de las mercancías
implicadas en los intercambios.
Se establecen contactos comerciales entre Bizancio y Occidente,
empezando por Italia y en particular por los pequeños estados que con el paso
del tiempo reconocieron la soberanía bizantina. Inicialmente es en Roma
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donde aparecen los productos bizantinos, pero sobre todo son los amalfitanos
los que crean en Constantinopla la primera colonia occidental importante. Sus
empresas funcionan gracias al tráfico entre su patria y Constantinopla e
inmediatamente Amalfi se convierte en un mercado importante de Italia. Los
amalfitanos participan también en la vida espiritual del Imperio creando un
monasterio en el monte Atos antes del cisma de las dos iglesias.
También los venecianos empiezan a frecuentar el Imperio. Ya en el
siglo X gozan de un estatuto privilegiado y en 997 obtienen privilegios
suplementarios: privilegios que ponen a los venecianos en ventaja sobre todos
los demás no bizantinos que visitan Constantinopla. Hasta ahora todos los
acuerdos tenían que ver con las visitas de los extranjeros a la zona económica
de la capital, pero es en este momento, a fines del siglo X, cuando
constatamos que los venecianos se establecen en las provincias del imperio
para desarrollar actividades comerciales. Sin duda las provincias constituían
mercados interesantes aunque no pudieran ofrecer mercancías prohibidas.
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Existe, por lo tanto, somnolencia económica, pero también comodidad,
acumulación de riqueza, totalmente natural dada la apertura de nuevos
mercados y dado el despertar económico de la Europa occidental. Este
despertar se manifiesta también en Bizancio, pero con tres diferencias
fundamentales: Bizancio nunca se había adormecido del todo, la aceleración
de su economía empezó antes y se desarrolla en un contexto caracterizado por
la calma y la serenidad. El volumen de negocios aumentó y paralelamente
aumentaron las posibilidades de enriquecimiento, pero todo se desarrolló en el
marco del viejo sistema, sin que fuera necesario adoptar nuevas formas de
gestión y comercio. Creció la necesidad de capital y por eso se produjo la
subida de las tasas de interés. Pero dado que los riesgos que corrían los
mercaderes bizantinos seguían siendo mínimos y dado que el rendimiento de
los negocios estaba más o menos regulado, no parece que se manifestara la
necesidad de préstamos a intereses mayores.
Con el aumento del volumen de negocios también aumentó la potencia
económica de los hombres de negocios constantinopolitanos. En el siglo XI —
cuando todo Bizancio, victorioso en todos los frentes, se acomodó en la
«ilusión de una paz duradera» y demostró la tendencia a ignorar los rigores de
la vida militar para adoptar un nuevo estilo— los hombres de negocio
pudieron por fin tener conciencia de su potencia económica y llegar a
alimentar ambiciones. La «gente del mercado» se dispuso a participar
directamente en la vida política del Imperio. En diciembre de 1041 uno de
ellos —Miguel V, llamado el Calafato por el oficio que desempeñaba su
familia— se convirtió en emperador, habiéndose hecho adoptar por la
emperatriz viuda Zoé. En Constantinopla se produjeron festejos inusitados.
Cuando Miguel V salió en procesión con motivo de la Pascua de 1042, la
«gente del mercado» le dio muestras de adoración. Desde el Palacio a las
puertas de la iglesia de Santa Sofía esta «gente» cubrió el suelo con tejidos de
seda ricamente elaborados, y sobre estos magníficos tejidos hizo que pasara
con gran pompa el emperador con el vistoso séquito que lo protegía. A la
derecha del séquito estaban desplegados tejidos ricos y preciosos, todo era
triunfo ininterrumpido de oro y plata suspendidos; parecía que todo el
mercado, decorado con guirnaldas, festejaba al emperador y todos cantaban
las alabanzas del nuevo señor.
Estos humores del gentío podían cambiar con facilidad. En cuanto supo, al
día siguiente, que Miguel V había llevado a cabo un golpe de Estado
exiliando a su madre adoptiva, es decir a la legítima emperatriz, Zoé, ese
mismo gentío se levantó contra él. Bajo la activa guía y aceptablemente
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organizada de la «gente de las tiendas», del «gentío del mercado», que
comprendía incluso a las mujeres, la población de Constantinopla se sublevó,
combatió con la guardia de palacio y abatió a aquel que el día anterior había
sido su ídolo. El ataque a la dinastía y a la legalidad de la corona prevaleció
sobre cualquier veleidad de acción de clase o de grupo.
Hacía mucho que la población de Constantinopla no provocaba ya por sí
sola un cambio político tan radical. Entiéndase que en las revueltas de siglos
precedentes los constantinopolitanos habían desempeñado un papel, pero
nunca había sido tan determinante. Casi siempre se trataba de sublevaciones
que se manifestaban en el momento en que una armada rebelde próxima ya a
la victoria se plantaba ante la capital. Estas sublevaciones eran dirigidas por lo
general por algún aristócrata local que se ponía a la cabeza de los rebeldes,
acompañado por su propia milicia privada. Pero en 1042 no hubo nada
semejante. Fueron los hombres del mercado los que tomaron la iniciativa y
los que llevaron luego la revuelta hasta su conclusión. Estaban reivindicando
un puesto en la vida política del Imperio. En este caso en particular, como en
otros que veremos, comerciantes y artesanos se ponen de parte de la dinastía
legítima. El hecho es normal: en cualquier lugar del mundo, los habitantes de
las ciudades —y en particular los «burgueses»— se ponen al lado de un poder
central fuerte que se opone a la aristocracia territorial y militar. Con esa
participación en la vida política aspiraban también a un estatuto social mejor,
para sí y para sus hijos. Esta actitud asemeja desde muchos puntos de vista a
los que luego se desarrollarán en la Europa occidental unos siglos más tarde:
la emancipación de la burguesía y la centralización del poder. En Bizancio
había existido siempre una autoridad central fuerte y ahora hacía que la
sostuvieran estos nuevos «burgueses».
No hay duda de que este cambio —sobre todo la participación activa de
los hombres de negocio en la vida política— dependía también de la potencia
económica que entre tanto habían empezado a controlar. A partir de ahora y
durante un cierto período de tiempo, los emperadores intentarán asegurarse
sus favores. Pronto llegará el momento cumbre: la admisión de los hombres
de negocio al rango senatorial. Esta reforma, atribuible a Constantino IX
(1042-55) o a Constantino X (1057-67), presentaba además otra ventaja
considerable para la autoridad central (como por lo demás sucederá también
en Europa occidental): la posibilidad de hincar el diente a una parte de los
capitales acumulados por estos hombres de negocios.
En la Bizancio de siglo XI, para convertirse en miembros del Senado había
que haber obtenido ya una dignidad imperial: la de protospatario u otra
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superior. Para ser protospatario había que obtener la aceptación del
emperador, pero había que ingresar en el Estado una considerable suma: entre
12 y 18 libras de oro (de 864 a 1296 monedas de oro). A cambio se recibía la
dignidad y al mismo tiempo una renta anual de una libra de oro, lo que
significaba un rendimiento del 8,33 por 100 al 5,55 por 100. Se trataba de una
renta de duración de la vida natural, sin la posibilidad de recuperar el capital
invertido. Por consiguiente, el rendimiento —que podría parecer atractivo
teniendo en cuenta los intereses de mercado (y todavía más seductor si se
consideraba que estaba garantizado por el Estado)— a pesar de todo mostraba
ventajas discutibles.
Hasta el siglo XI los hombres de negocios no tuvieron nunca derecho a
participar en el sistema, por causa del prejuicio tradicional contra su
deshonroso oficio. Pero en el siglo XI la situación había cambiado de forma
sensible. El número de los hombres de negocios, su papel económico, social,
político, habían cambiado radicalmente. La revuelta de 1042 proporcionaba
una prueba tangible a este respecto. Los hombres de negocios se habían
convertido en elementos importantes de la vida política y como tal eran
reconocidos. Abriéndoles las puertas del Senado después de tantos años, los
emperadores no solo se ganaban su agradecimiento, sino que atraían también
su dinero a las arcas del Estado, que estaban entonces en una crisis de
expansión, consiguiendo apuntalar con esto las finanzas públicas. Por su
parte, los «burgueses» de Bizancio entraron en la aristocracia de inmediato,
sin sentirse turbados por el hecho de que tuvieran que renunciar a parte de su
capital para depositarlo en las arcas del Estado. ¿Es que no sabían que en
Constantinopla la competencia estaba controlada y limitada? ¿No sabían que
los demás mercaderes —ya fueran bizantinos o extranjeros— estarían
obligados a acudir a ellos, a Constantinopla, para efectuar negocios? Por otro
lado era evidente que sus recientes conquistas estaban ligadas a su riqueza:
riqueza que se podía prever que se convertiría en un factor importante en la
definición de las relaciones sociales. Ante los ojos de los hombres de
negocios bizantinos se abría un futuro «capitalista», o casi «capitalista».
Con la obtención de estos nuevos títulos honoríficos los hombres de
negocios hacían algo más que quebrar un tabú, se aseguraban también una
posición social relevante, la preeminencia sobre los demás, y algunos
privilegios sociales que, a pesar de ser sobre todo de tipo formal, no por ello
eran menos reales. Y presentaban también ventajas concretas: los hombres de
negocios compraban el derecho de cumplir con sus depósitos jurados no en un
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tribunal sino en su propia casa, donde acudiría un funcionario a visitarles. Si
eran citados en un proceso, los senadores tenían el derecho de pedir un
asiento y sentarse tanto como el juez, mientras todos los demás miembros
citados permanecían en pie. Eran mínimas ventajas que, sin embargo, podían
ejercer una considerable influencia en la actitud de los que estaban implicados
en el proceso.
A comienzos de la segunda mitad del siglo XI, está el punto culminante de
la ascensión económica y social de los hombres de negocios bizantinos.
Acababan de afianzarse: económicamente, políticamente, y también
socialmente; vislumbraban ante sí perspectivas prometedoras. Su situación
trae a la memoria la de los burgueses de Europa occidental a fines de los
siglos XIV y XV, pero con una diferencia: en Bizancio nunca hubo imperios
económicos como los de los Bardi o Jacques Coeur (siglos XIV-XV). Los
bizantinos tenían a su capitalismo limitado, seguro, en definitiva un poco
nonchalant, con riquezas distribuidas dentro del gran número de miembros de
cada organización profesional. Una amplia base de capitalismo, pero sin
cumbres. Quizá era este su punto débil.
Fuera como fuese, el sueño bizantino del siglo XI se desvaneció.
Podríamos decir que se desvaneció en 1071, cuando los normandos echaron
definitivamente a los bizantinos del sur de Italia y los turcos, victoriosos en la
batalla de Mantzikert, inundaron Asia Menor. Estos dos episodios
demostraron las debilidades internas del Imperio y los diez años de guerra
civil que siguieron completaron el desastre. En 1081 se puso en marcha en
Constantinopla una cierta actividad de «restauración», bajo la dirección esta
vez de las grandes familias de la aristocracia territorial y militar de provincias,
con la dinastía de los Comneno aliada con la familia de los Ducas. Bizancio
dejó de ser un gran imperio superpersonal para asumir el aspecto de un Estado
de tipo feudal, donde con frecuencia las relaciones familiares prevalecen
sobre los méritos individuales. Ahora la gran aristocracia prevalece y
revaloriza la sangre azul.
Una de las primeras medidas adoptadas por el nuevo régimen fue la
abolición de todos los privilegios que acababan de adquirir los hombres de
negocios. Alejo I Comneno se dedicó en seguida a limpiar el Senado. Se
inventó una nueva jerarquía honorífica que estaba reservada solo a los
aristócratas, mientras que los antiguos títulos obtenidos por los hombres de
negocios cayeron en desuso. El rendimiento de títulos ya había sido abolido y
los privilegios de orden social lo fueron también en virtud de una nueva ley
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de Alejo. A fines del siglo XI la participación de los comerciantes en el
Senado era ya cosa del pasado.
Alejo tomó también otras medidas que podían ir contra los intereses de
sus comerciantes y artesanos. Obligado a hacer frente a la amenaza normanda
en los Balcanes, Alejo se dirigió a Venecia, obteniendo la ayuda de su flota, y
a cambio de esa aportación dio a los venecianos privilegios sin precedentes: el
derecho de comerciar libremente en todo el territorio del Imperio, incluida el
área económica de Constantinopla, con sus propios almacenes y
embarcaderos y con derecho a abrir sus propias tiendas. Además los
venecianos obtuvieron la exención del arancel del 10 por 100 que los
mercaderes bizantinos en cambio tenían que pagar al Estado por el transporte
y la venta de sus mercancías. De esta forma los venecianos se encontraron
automáticamente en una posición privilegiada respecto de sus colegas
bizantinos.
Los venecianos ya habían obtenido privilegios antes del siglo X. En esa
época llegaban a Constantinopla para hacer operaciones de compraventa con
los mercaderes bizantinos. Ahora, en 1082, por primera vez obtenían el
derecho de hacer competencia directa a los comerciantes bizantinos de la
capital, y de hacerlo incluso en condiciones de privilegio. Esta era la principal
innovación del tratado de 1082: la seguridad de los hombres de negocios de
Constantinopla se había destruido y con los venecianos aparecía la libre
competencia.
El tratado de 1082 concluyó en un momento de necesidad, cuando el
Imperio estaba amenazado por todas partes. Más tarde, los emperadores
intentaron revocar los privilegios de los venecianos, pero ya no estaban en
condiciones de resistir a su flota. De esta forma tuvieron que adecuarse a la
situación y extender los mismos límites a otros occidentales, los písanos o los
genoveses, (excluida una exención completa). De todas formas, el elemento
más importante de estos acuerdos era la libertad de comerciar en
Constantinopla, que seguía siendo un mercado de proporciones mucho más
vastas que los demás.
Precisamente por la importancia «intrínseca» del mercado de
Constantinopla las concesiones dadas a los extranjeros no fueron advertidas
de una forma inmediata. Para empezar, hacía falta tiempo para que los
occidentales se establecieran adecuadamente en los mercados de Oriente (no
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todos los mercados eran accesibles; tenían que seguir procurándose ciertos
productos del comercio oriental en los mercados bizantinos). Además está el
fenómeno, característico del siglo XII, época de grandes desplazamientos de
grupos e individuos, según el cual Constantinopla consiguió tener un aspecto
totalmente cosmopolita. Las fuentes hablan con frecuencia de todos los
extranjeros que frecuentaban la ciudad y de que algunos eran tan exóticos que
no era posible encontrar intérprete para hablar con ellos. Se llegó al extremo
de encontrar venecianos que ejercían el comercio al detalle (piénsese en el
comerciante de quesos recordado por Teodoro Pródromo), pero también el
radio de negocios globales aumentó con bastante rapidez y los negocios
marcharon bien para todos. Según también Teodoro Pródromo, los
comerciantes y artesanos bizantinos continuaban obteniendo pingües
ganancias tanto en Constantinopla como en provincias.
A pesar de todo, con el paso del tiempo, la competencia no podía dejar de
hacerse notar. Incluso el emperador intentaba congraciarse con los italianos
que tenían la costumbre de entrar en el puerto de Constantinopla a velas
desplegadas. El resentimiento crecía y los mercaderes bizantinos presionaban
a las autoridades. Así, el 12 de marzo de 1171 el Estado intervino con una
amplia operación: en un solo día la administración bizantina detuvo a todos
los ciudadanos venecianos residentes en el Imperio y les confiscó todas las
mercancías, todas las embarcaciones. Pero hizo falta el auténtico pogromo
antilatino de 1182 y la política típicamente antioccidental —aunque ineficaz
— de Andrónico I Comneno para que los comerciantes italianos se decidieran
a abandonar Constantinopla. Solo por poco tiempo.
Es evidente que hacia fines del siglo XII la situación de los comerciantes
bizantinos en Constantinopla había llegado a ser crítica por culpa de la
competencia italiana. Hubo intentonas reiteradas para desembarazarse de
ellos, recurriendo a la violencia de la acción directa o a la intervención del
aparato estatal, pero ninguna medida dio los resultados previstos. El área
económica de Constantinopla seguía siendo el mercado más ambicionado,
pero el control que los hombres de negocios bizantinos estaban en
condiciones de ejercer era cada vez más escaso. De hecho, mantenían el
control político y podían imponerse gracias a su número, aunque el control
económico se les escapaba; y de ahí, la violencia de sus reacciones y los
intentos de utilizar la fuerza política para restablecer su primacía económica.
Pero nada de esto funcionó. Por el contrario, poco después también el control
político cayó en manos latinas como consecuencia de la Cuarta Cruzada, la
toma de la ciudad y la creación de un imperio latino de Constantinopla. Desde
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ese momento se desvaneció el concepto de área económica «protegida» (la
capital bizantina) y con ello se desvanecieron todas las ventajas que los
hombres de negocios bizantinos habían conseguido reservarse hasta entonces,
en especial por lo que se refería a la provisión de materias primas en el
extremo del Mar Negro.
En la cuenca del Bósforo acabó por instalarse definitivamente el
capitalismo más puro y más competitivo.
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en ambos casos con exención completa y privilegios de todo tipo. Esa era la
competencia, y los comerciantes griegos tenían serias dificultades para
hacerles frente. Por eso se veían obligados a adaptarse, a someterse a la
dominación de hecho que habían impuesto sus colegas latinos. Se trataba de
cesiones impuestas por el realismo económico. Desde hacía tiempo —pero
sobre todo a partir de 1204— los griegos alimentaban no poca desconfianza
respecto a los latinos, que se imponían económicamente y que querían
imponerse también espiritualmente sometiéndolos a la Iglesia de Roma. Las
dos partes de la cristiandad estaban separadas por una violenta animosidad
recíproca. Pero cuando se llegaba al mundo de los negocios había que llegar a
pactar, sobre todo porque las grandes potencias italianas siempre estaban en
condiciones de proporcionar protección adecuada y abrían las puertas de las
mayores empresas de la época. Tanto es así que no pocos bizantinos se las
ingeniaron para obtener la nacionalidad veneciana o genovesa con el fin de
aprovecharse de los privilegios que de ella se derivaban, sin olvidar su
implacable odio hacia los latinos que los consideraban groseros, violentos y
ávidos, por el discutible sentimiento religioso y por el credo «ciertamente
equivocado».
El feroz espíritu antilatino que caracteriza al bizantino medio de los
últimos siglos también estaba motivado por el resentimiento que le inspira el
imperialismo económico de los mercaderes occidentales que se establecían en
Oriente y se enriquecían a su costa. Los bizantinos carecían de un modo
eficaz de reacción ante a ese imperialismo. Solo se puede señalar un intento
en este sentido. En 1348 —cuando la casi totalidad de los territorios del
Imperio había pasado a manos enemigas— el emperador Juan VI
Cantacuzeno tomó medidas radicales. Bajó hasta el 2 por 100 la tasa que
tenían que pagar los mercaderes bizantinos e intentó imponer tarifas al
comercio de los occidentales, pero ellos reaccionaron con tal fuerza que le
obligaron a revocar esta última medida. Juan VI también fue obligado a
renunciar a su ambicioso proyecto de reconstruir una flota militar digna de
ese nombre. Tuvo que reconocer oficialmente también que los mercaderes
griegos no podían competir con los genoveses en el comercio de productos
provenientes de Asia Central a través de la ruta de Tana, al extremo
septentrional del Mar de Azov. Ese era el auténtico gran comercio controlado
por los venecianos y los genoveses y en el cual los mercaderes griegos no
eran bienvenidos en absoluto.
De buen grado o no, los hombres de negocios griegos tuvieron que
adoptar nuevos métodos y las nuevas técnicas que eran ya moneda corriente
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en los mercados occidentales. El préstamo con interés se practicaba ahora de
forma regular, frecuentemente con porcentajes de interés superiores a las
normas fijadas por la ley, es decir, del 10 por 100 al 25 por 100, y a veces más
aún. En cuanto a los préstamos marítimos, el interés normal llegaba al 16,66
por 100 por viaje y no por año. Pero sobre todo se trataba de intereses
«ocultos», apreciados en origen bajo forma de «transferencia», y no
mencionados en los contratos. Los intelectuales denunciaban violentamente la
usura y por ellos deducimos que provocaba grandes desórdenes. En la
atmósfera cosmopolita que caracterizaba la época, era normal hacer
préstamos a distancia, con moneda de otro país: se trataba de «contratos de
cambio», donde el interés se camuflaba de hecho en el valor de cambio
aplicado. También empezó a utilizarse cheques, o pólizas de deuda que
también eran negociables, lo que las acercaba a los cheques. Eran prácticas
corrientes en la Europa occidental capitalista, que se introdujeron y se
practicaron ampliamente en el Oriente latino. Cuando el gobierno bizantino
intentó intervenir para controlar mejor los excesos en los préstamos que
hacían sus propios súbditos, el resultado fue que el capital griego prefirió
dirigirse hacia los latinos.
De hecho, a los griegos no les faltaban ni capitales ni banqueros. Los
banqueros eran numerosos también en Constantinopla y gozaban de suficiente
prestigio para seguir desarrollando un papel político incluso avanzado el
siglo XIV. Estaban en estrecho contacto con sus colegas italianos, junto a los
cuales constituían con frecuencia asociaciones. Les vemos actuar con
prudencia, como por otra parte hacían también los italianos de Oriente:
invierten sumas relativamente modestas en varias empresas e intentan obtener
los intereses más elevados donde los puedan encontrar, incluso a distancia. La
potencia económica de los grandes banqueros era indiscutible, con fuertes
contactos y clientes a nivel internacional, pero nunca consiguieron crear en
Bizancio auténticos bancos públicos como los que en esa época se habían
afianzado ya en Italia, ni consiguieron nunca afiliarse a ningún gran banco
italiano. Por lo demás, sus bancos funcionaban ni más ni menos como los de
sus colegas italianos: abrían cuentas corrientes individuales o de empresas,
recibían depósitos, concedían préstamos, procedían a hacer ingresos y abonos
con simples registros en los libros, cambiaban moneda extranjera y sobre todo
pagaban letras. Podía ocurrir que tuvieran que defender los intereses de sus
clientes ante la justicia. Podía ocurrir también que tuvieran que participar
personalmente en actos comerciales o en viajes de comercio. Su
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especialización en el comercio del dinero no significaba que descuidaran el
comercio de las mercancías y los beneficios que de ello podían extraer.
Para constituir asociaciones de negocio, los bizantinos del último período
usaban las mismas formas que los latinos y llevaban las cuentas de forma
totalmente afín. Así, volvemos a encontrar en Constantinopla la
«encomienda» y la «unión», formas de acuerdo entre el comerciante sin
capital (pero que ofrece su trabajo) y el financiero, que ofrece todo su capital
o parte de él. Trabajo y capital se combinan con otras formas de asociación
relativas al uso de tiendas o de talleres o incluso de naves. La característica
principal de estas asociaciones de negocios es que por lo general se basan en
sumas relativamente limitadas y que tienen validez por un período de tiempo
bastante breve. De forma análoga a como ocurre con los italianos de Oriente,
todos los financieros intentan reducir el riesgo y por consiguiente invierten
simultáneamente en más de una asociación. Por lo que se refiere a los
mercaderes que salen al extranjero, cada uno se asocia a más de un financiero,
de cada uno recibe solo una parte del capital total del que dispone para el
viaje a emprender. La misma cautela caracteriza a las asociaciones ligadas al
uso de un taller o de una tienda. Se tiene la impresión de que los asociados
esperen con ansia el momento en que se disuelva la compañía, se hagan las
cuentas y se dividan los beneficios. Los mismos socios fundan más de una
asociación consecutiva, o bien participan simultáneamente en distintas
asociaciones con otros socios. Se trataba de asociaciones limitadas y
temporales y no parece que hubiera compañías con responsabilidad
compartida e ilimitada, con relaciones fijas y conocidas en otras ciudades,
según el modelo de las compañías que se desarrollaron en Europa occidental
con tanta fortuna. Da la impresión de haber prevalecido el más absoluto
individualismo, signo de la inseguridad, de la falta de confianza y de un cierto
subdesarrollo económico, y parece que este individualismo dictó esas formas
elásticas de asociación de negocios que fueron practicadas por los bizantinos
y los italianos de Oriente, sobre todo venecianos.
Por lo demás, cuando se trata de negocios se da menos importancia a los
nacionalismos y a los grandes sentimientos. Las asociaciones entre griegos e
italianos eran frecuentes, a pesar de las raras prohibiciones de los
emperadores. El hombre de negocios griego puede tener resentimiento contra
los italianos, pero cuando llega el momento de incrementar su patrimonio
desaparecen todas las desconfianzas, cediendo el paso al realismo y al cebo
del beneficio. Así, antes de declarar la guerra a los genoveses de Gálata, el
emperador bizantino dio a sus súbditos algunos días de prórroga para que
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pudieran dejar zanjadas las cuentas con sus socios que en el campo de batalla
se iban a convertir en enemigos. También en los registros contables de
Giacomo Badoer, hombre de negocios veneciano que se instaló en
Constantinopla en el siglo XV, figuran con frecuencia asociaciones de
negocios grecolatinas.
Los mercaderes bizantinos solo emprenden viajes de negocios en la
cuenca oriental del Mediterráneo y en el Mar Negro. Los grandes mercados
de la Europa Occidental los tienen cerrados por la competencia de los
italianos. Los comerciantes bizantinos viajaban sobre todo con embarcaciones
de marinos de Monembasía, que circulaban por todas partes y que llegaron a
instalarse en Constantinopla y en sus cercanías, junto a Cízico. Transportaban
sobre todo materias primas, en especial objetos de poco valor para
aprovisionar Constantinopla y las flotas italianas, que en cambio comercian
con productos de lujo. El comercio bizantino a distancia es limitado y
desempeña un papel subsidiario respecto del de los italianos.
Por el contrario, el comercio al detalle y la artesanía constantinopolitana
están dominadas por los griegos. Sus tiendas y sus talleres se encuentran
diseminados en una ciudad que ahora está formada por trece sectores dentro
de la muralla. A comienzos del siglo XV, el gran mercado de abastos —el
«mercado central»— está situado a lo largo del Cuerno de Oro, fuera de la
muralla, sin duda por su proximidad con el área de descarga de las mercancías
desde los barcos. El aprovisionamiento por vía terrestre cada vez es más
difícil, dada la gradual ocupación de los campos por parte de los turcos. Otras
tiendas se encuentran en el centro de la ciudad, cerca de la vía llamada Mese,
y sabemos que también había «vendedores ambulantes» y de ferias, como la
que se desarrollaba todas las semanas con motivo de la procesión del icono de
la Virgen Hodegetria.
En Constantinopla se practican todos los oficios, pero hay que notar que la
producción de tejidos o la del vidrio han desaparecido casi completamente.
Quizá los griegos abandonaron estos tipos de artesanía porque no eran
capaces de mantener la competencia con las industrias de Europa occidental,
mucho más desarrolladas. Por lo demás, parece que todas las profesiones
estaban organizadas en corporaciones semejantes a las occidentales, con un
jefe que podía representar a todos los miembros ante la autoridad. Esta es otra
característica que aproxima a los hombres de negocio griegos y a sus colegas
latinos, dado que también estos estaban organizados de la misma manera.
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A partir del final del siglo XI los hombres de negocios bizantinos se
encontraron de nuevo excluidos del Senado y de las dignidades imperiales:
desde el punto de vista social se les contaba entre la «plebe». No obstante,
tanto en el siglo XII como, sobre todo, en la primera mitad del siglo XIV, una
vez que se convirtieron en un grupo bastante consistente, los hombres de
negocios se reafirmaron en la vida política y social del Imperio y empezaron a
ser definidos con el término colectivo de «medios» (mésoi), en la idea de que
ocupaban una posición social intermedia, diferente de la aristocracia, pero
también del populacho. Durante las guerras civiles y los conflictos sociales
del siglo XIV, estas «clases medias» tomaron postura cuando se vieron
obligadas y en estos casos se pusieron de parte de los aristócratas, los grandes
propietarios de tierras que por su parte solo mostraban desprecio hacia esa
clase.
Ahora, con los cambios políticos sufridos por Bizancio hacia mediados
del siglo XIV, cuyo resultado fue la pérdida de la mayor parte de las tierras
cultivables del Imperio, muchos aristócratas olvidaron las restricciones
tradicionales y destinaron su capital al único sector que podía rendirles
beneficios importantes: los negocios comerciales. Los grandes nombres,
comprendidos los de la dinastía reinante, los Paleólogos, cada vez son
nombrados con más frecuencia en las actividades de negocios. En el siglo XIV
se cumple de esta forma lo contrario de lo acontecido en el siglo XI:
adoptando en amplia medida las actividades de los «hombres —o clases—
medios», los aristócratas hacen desaparecer la característica fundamental que
les diferenciaba. Una sociedad que cada vez se hacía más mercantil ignora la
alta cuna. Solo había una distinción social que seguía teniendo valor: la de
ricos y pobres.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Fuentes
Página 209
Zacos, G. y Veglery, A., Byzantine Lead Seals, I, Basilea, 1972.
Estudios
Página 210
Capítulo séptimo
EL OBISPO
Vera von Falkenhausen
Página 211
Fragmento de un Evangeliario de 1059, fol. 119v del cód. 587m del Monasterio de Dionisíu,
Monte Atos
Página 212
En un epigrama fúnebre en honor de Metrófanes, metropolita de Esmirna
(segunda mitad del siglo IX), las virtudes episcopales del difunto prelado se
celebran de la siguiente forma:
¿Quieres una santa vida de monje?
Que la vida de Metrófanes te sirva de ejemplo.
¿Buscas el recto verbo pastoral?
Apréndelo en sus escritos.
¿Deseas saber reprender y aconsejar,
proveer para todos, ser como un padre?
Imita su elocuencia que fue libre y sabia.
Que tu tesoro esté en alimentar a los pobres.
Así fue como él llegó al cielo
dejando en la tierra la sombra de su cuerpo.
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tenía que ocuparse tanto de la difusión de la fe como de la pureza de la
doctrina, de la paz social dentro de su grey —«pastor» es una de las
definiciones predilectas para el obispo—, además de preocuparse de los
contactos con las otras comunidades de fieles. En calidad de portavoz y de
defensor de las comunidades que se le han confiado, muchos obispos
murieron en martirio durante las persecuciones anticristianas. En el calendario
litúrgico de Constantinopla se conmemoran más de cincuenta obispos
mártires.
La sede del obispo por lo general era la ciudad, centro de la vida civil y de
la administración imperial, y su jurisdicción se extendía por el territorio
ciudadano. Según la norma del VI canon de Concilio de Sérdica (342-43),
cuyo significado es indiscutible, los obispos no tenían que establecerse en
pueblos o pequeñas ciudades, para cuyo cuidado espiritual bastaba con la
presencia de un simple sacerdote, y así el nombre y la autoridad del obispo no
se veían desvalorizadas. Así como el cristianismo se difundió siguiendo las
estructuras geográficas y administrativas del imperio romano, la organización
de la geografía y la jerarquía eclesiástica correspondía casi necesariamente al
orden político, aunque los confines de las diócesis eclesiásticas no siempre
correspondían con los de las provincias seglares: en las ciudades estaban los
obispos, en las capitales de provincia los metropolitas, y los arzobispos
(obispos sufragáneos, es decir, no sometidos a un metropolita) tenían su
residencia en aquellas ciudades que por algún motivo tenían una importancia
particular. Por último, los obispos de las grandes metrópolis del Imperio
(Roma, Alejandría, Antioquía) pronto asumieron el título de patriarcas. De
hecho, en la concepción eclesiástica bizantina, la primacía del obispo de
Roma no se basaba en la sucesión del apóstol Pedro, sino en el rango político
de la antigua capital del Imperio. Por razones análogas, el titular de la nueva
ciudad imperial, Constantinopla, fue elevado al rango de patriarca ya en el
siglo IV. Solo el título patriarcal del obispo de Jerusalén (a partir del siglo V)se
basaba en el significado específico de la ciudad como teatro de la redención.
Si por alguna razón el estatus político de una ciudad o provincia
cambiaba, por lo general, las estructuras administrativas de la Iglesia se
adecuaban a la nueva situación. Conforme al XVII canon del Concilio de
Calcedonia, la organización eclesiástica tenía que seguir a la organización
política. El caso más significativo a este respecto es el recién mencionado de
la rápida ascensión de categoría eclesiástica de la capital del Imperio:
Constantinopla. El Concilio de 381 le atribuyó el segundo puesto en la
jerarquía, ya que era la Nueva Roma; los Padres del Concilio de Calcedonia
Página 214
(451) fueron más allá, decretando la igualdad de rango entre la antigua y la
Nueva Roma, dado que la segunda se había convertido en la sede del
emperador y del senado. Pero se pueden citar numerosos ejemplos análogos
relativos a otras partes del Imperio. Cuando, por ejemplo, Justiniano I quiso
atribuir mayor dignidad a su mísera ciudad de nacimiento en Dacia, la
convirtió en centro administrativo de la prefectura del Ilírico con el nombre
de Justiniana Prima (la actual Caricin Grad en Yugoslavia), transformó el
obispado local en sede metropolitana (535): el obispo recibió incluso el título
honorífico de vicario papal. Incluso el obispo de Ravena (sede de los
gobernadores bizantinos de Italia desde el final de la guerra goda) en el curso
del siglo VII fue elevado por decreto imperial al rango de metropolita con
privilegios especiales, aunque fuera por poco tiempo. Por lo general fueron
probablemente los ambiciosos obispos locales quienes se interesaron por que
los emperadores y los patriarcas equipararan el rango eclesiástico de una
ciudad al político. Pero había también motivos prácticos para la realización de
estas operaciones: las capitales tenían por lo general una población más
numerosa, que planteaba mayores exigencias a las autoridades religiosas;
además, el hecho de que residieran en el mismo lugar tanto autoridades
religiosas como seglares podía facilitar recíprocamente la tarea
administrativa. En todo caso, en los cambios de la geografía eclesiástica era el
emperador el que tenía la última palabra.
En los cánones eclesiásticos y en las leyes seglares del mundo
tardoantiguo el cargo de obispo se define a grandes rasgos como sigue: el
obispo tenía que ser elegido por el clero y por los notables de su diócesis,
confirmado por el metropolita competente y consagrado por dos o tres
obispos de la misma circunscripción metropolitana. En la elección y
consagración estaban prohibidos la simonía y el nepotismo que en teoría
podían invalidar la ordenación. En cuanto a la elección del metropolita, esta
era competencia del patriarca a propuesta del Sínodo. El patriarca, en cambio,
era elegido inicialmente por su clero, por el pueblo de la ciudad y por los
metropolitas, pero en definitiva —y esto vale tanto para Constantinopla como
para Antioquía— lo hacía el emperador a propuesta de los metropolitas. Sin
embargo, si el emperador tenía un candidato preferido podía proceder de
forma autónoma. Tras la ordenación, es posible que no hubiera que trasladar
al obispo a otra diócesis o promoverlo a una sede metropolitana o patriarcal.
Pero en caso de infracción de las normas religiosas, morales y jurídicas, el
obispo podía ser depuesto y para ello la autoridad seglar actuaba como órgano
ejecutivo de la Iglesia. El obispo no tenía que estar casado y posiblemente
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tampoco tener hijos ni nietos: de hecho, prescindiendo del postulado de la
castidad, existía el fundado temor de que herederos directos pudieran
enriquecerse a costa de los patrimonios y las funciones eclesiásticas. Dentro
de su diócesis, el obispo tenía jurisdicción eclesiástica y, al menos hasta cierto
punto, también seglar sobre el clero local y sobre los monjes, pero les estaba
severamente prohibido el inmiscuirse en los asuntos de otra diócesis. El
obispo estaba obligado a residir en su diócesis, a visitar regularmente todas
las comunidades y a administrar correctamente el patrimonio eclesiástico,
dando preferencia a las erogaciones a favor de los pobres, enfermos,
huérfanos, viudas y encarcelados, además de favorecer la construcción de
edificios religiosos. Tenía que desarrollar sus funciones sin remuneración, lo
que significaba que tenía que proveerse a sí mismo y a su clero con los
ingresos de su iglesia. Según el ejemplo apostólico, era el maestro espiritual
de su comunidad y para que pudiera desarrollar esta función era necesario que
poseyera un cierto grado de cultura general y de conocimientos básicos en
materia de fe.
Al clero le estaban prohibidas las funciones estatales —ya fueran
militares, civiles, o ligados a otras actividades seglares (sobre todo fiscales)—
como incompatibles con el estatus religioso («nadie puede servir a dos
señores»). Sin embargo, la legislación justinianea asignaba al obispo
determinadas funciones de control sobre la administración estatal. Junto con
los ciudadanos más relevantes (primates y possessores), entre los cuales se
cuenta ya sea por la función que desempeña o por la considerable entidad de
la propiedad de la iglesia, el obispo tenía derecho a proponer al defensor de la
ciudad y al responsable del aprovisionamiento de alimentos (sitones), pero
también se esperaba que controlara su administración. Así, junto con los
eminentes ciudadanos arriba mencionados, tenía que velar por la balanza
financiera de la ciudad, y por tanto por el reparto de los ingresos entre las
diversas líneas de gasto: construcción, aprovisionamiento de alimentos,
mantenimiento de acueductos, termas, puertos, puentes, fortificaciones. En
efecto, los nombres de los obispos aparecen con frecuencia junto a los de los
emperadores y los gobernadores en epígrafes de edificios públicos no
eclesiásticos. En casos evidentes de mala administración por parte de los
gobernadores de las provincias, el obispo podía hacerlo notar directamente al
emperador.
Estas fuentes normativas nos ofrecen una imagen de la Iglesia como
organización paralela a la administración estatal: una organización que por un
lado reflejaba el orden geográfico y jerárquico del Imperio, sin que formara
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parte de él, y por otro estaba aún en condiciones de funcionar donde faltaba la
administración estatal o donde había venido a menos. Prescindiendo de la
tendencia a una creciente centralización de la Iglesia en Constantinopla (tras
la pérdida de Egipto, Siria, Palestina e Italia, el patriarcado de la Nueva Roma
se había convertido en la Iglesia del Imperio a secas) y por tanto del aumento
de la ingerencia imperial en los asuntos eclesiásticos, estas normas quedaron
inalteradas sustancialmente en el siguiente milenio de la historia bizantina.
Los requisitos para ser un obispo ideal, que tenía que desarrollar sus
funciones espirituales y seglares según las normas antes descritas, eran los
siguientes: celibato, cultura, conciencia social como para darse cuenta de las
necesidades y los problemas de su diócesis, y sobre todo una buena dosis de
valentía y de autoridad personal, que le consintieran intervenir con éxito,
llegado el caso, contra los abusos de poder de las autoridades públicas y las
clases dirigentes locales. Sin embargo, el número de diócesis del Imperio que
tenían que ser cubiertas con prelados cualificados era muy grande: tengamos
en cuenta que en el Sínodo iconoclasta de 754 tomaron parte 338 obispos,
arzobispos y metropolitas, que en el Segundo Concilio de Nicea, celebrado en
787, los prelados eran 365. En un catálogo oficial de diócesis de comienzos
del siglo X, dependían de Constantinopla 51 sedes metropolitanas, 51
archidiócesis, 531 diócesis, aunque algunas de ellas no se encontraran ya
dentro de los confines del imperio. Dado el gran número de obispos
necesarios, se comprende que no todas las diócesis pudieran ver siempre en su
sede a candidatos que correspondieran a los ideales mencionados.
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obispo en actitud de escribir, sentado frente a un escritorio, según el ejemplo
de las representaciones de los evangelistas. Una variante muy difundida de
este tipo de representación es la del gran predicador san Juan Crisóstomo
(siglos IV-V) como fuente de la sabiduría: el agua fluye del rótulo colocado en
su escritorio y los presentes la beben. En las escenas biográficas de las Vidas
de los santos obispos, estos están representados sobre todo en situaciones en
las que enseñan, predican, escriben, defienden la fe o condenan la idolatría y
las herejías. En los nártex de las iglesias encontramos con frecuencia
representaciones de los Sínodos ecuménicos, con obispos reunidos en torno a
una mesa: sirven como representación de la Iglesia ortodoxa en conjunto.
Salta a la vista que con la creciente difusión del cristianismo en el área del
Mediterráneo oriental, los jóvenes más dotados y más activos en el plano
intelectual y literario entraron al servicio de la Iglesia. La literatura griega de
época tardoantigua no se podría concebir sin la contribución de obispos como
Basilio de Cesárea (Capadocia), Gregorio de Nazianzo, Juan Crisóstomo, los
llamados «jerarcas», que en su calidad de más populares Padres de la Iglesia
no podían faltar en ninguna pared de las iglesias decoradas, además de
Eusebio de Cesárea (Palestina), Atanasio de Alejandría, Sinesio de Cirene.
Para cubrir el cargo de obispo se requería tener cultura. Para vigilar la pureza
de la ortodoxia en calidad de enseñante de la grey que se le confía, para poder
defenderla de los paganos y los herejes, los obispos tenían que tener sutileza y
capacidades dialécticas, al menos tantas como los adversarios de la fe, si no
superiores. Precisamente la alta cultura y el amor por la literatura y por la
dialéctica con frecuencia llevaba al clero bizantino —sobre todo a los obispos
— a competir en especulaciones y definiciones cada vez más sutiles en
materia teológica y cristológica. Especulaciones y definiciones que luego se
discutían —con frecuencia sin caridad cristiana— en el transcurso de los
sínodos y concilios que las aceptaban como verdaderas o las condenaban
como heréticas. La subsiguiente persecución obligatoria de los derrotados, y
por tanto de la parte no ortodoxa con sus impenitentes autores, llevó a
situaciones próximas a la guerra civil, hacia el final del imperio bizantino.
Los Padres de la Iglesia, los obispos de los siglos IV y V, que en su
mayoría procedían de la clase dominante o de la elite de la clase media,
habían disfrutado de una formación clásica, es decir, pagana: la misma que
habían tenido sus pares en la administración del Estado. En general, aunque
estaban al servicio de la Iglesia y a pesar de muchos escrúpulos —ya fueran
verdaderos o fingidos—, no traicionaban su amor por la literatura antigua.
Asimismo, en los siglos sucesivos, obispos y metropolitas como Aretas de
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Cesárea o Alejandro de Nicea (ambos vivieron entre los siglos IX y X)
comentaron con igual celo los autores de la Antigüedad y la Sagrada
Escritura. Cuando un personaje como León, metropolita de Sínada en la
segunda mitad del siglo X, apunta en su testamento con coqueta contricción
haber descuidado con frecuencia la literatura religiosa a favor de la profana;
verdaderamente su arrepentimiento no es muy sincero. Muchas prédicas
bizantinas están construidas según las leyes de la retórica antigua y contienen
alusiones a textos clásicos. Cuando en época comnena (siglos XI-XII) la
Escuela Patriarcal de Constantinopla se convirtió en el centro cultural del
Imperio, los profesores eclesiásticos dedicaron gran parte de su producción
literaria a la propaganda imperial y al entretenimiento de los exigentes
miembros de la familia imperial y de la corte. Luego, cuando eran colocados
en una sede metropolitana, como coronación de su carrera, ponían su
sabiduría al servicio de la homilética, para la edificación espiritual y moral de
sus diocesanos. El docto comentarista de Homero y metropolita de Salónica,
Eustacio (fines del siglo XII), predicaba con tal ardor y con tal intransigencia
contra los vicios de los tesalonicenses que llegó a ser expulsado
temporalmente de la ciudad.
A pesar de la progresiva cristianización de la vida cultural bizantina, la
enseñanza no fue nunca un privilegio del clero. La formación de la gente culta
siguió siendo unitaria en su conjunto, con mezcla de elementos clásicos y
teología. La consecuencia fue que, prescindiendo de los órdenes eclesiásticos,
que podían eventualmente intervenir en un segundo momento, laicos y
clérigos instruidos eran prácticamente intercambiables. Ya Justiniano I se
había dedicado con gusto a especulaciones teológicas, y por eso no es un caso
aislado el de Manuel II (1391-1425), emperador que fue contado entre los
teólogos bizantinos más preparados. Por otra parte, resulta normal que un
clérigo como Constantino Manases, luego metropolita de Naupacto (muerto
en 1187), escribiera una crónica en verso, pero también una novela de amor.
Siguiendo la tradición bizantina, habrían llegado a ser obispos antes del final
de sus días incluso los predilectos novelistas de la época tardoantigua,
Heliodoro y Aquiles Tacio.
Esta base cultural unitaria de la elite eclesiástica y secular permite
comprender el hecho de que los laicos, que por razones políticas pasaron
directamente del servicio al Estado a una sede episcopal o metropolitana, e
incluso al trono patriarcal, pudieran desempeñar sus tareas con competencia
indiscutible sin necesidad de una preparación ulterior —como, por ejemplo, el
ex comes Orientis Efrén, patriarca de Antioquía de 527 a 545, o los patriarcas
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de Constantinopla Nectario (381-97), Tarasio (784-806), Focio (858-67,
877-86) y Constantino Licudes (1059-1063). Nectario y Tarasio llegaron
incluso a ser venerados como santos en la Iglesia bizantina. El emperador
Teófilo (829-42), sin suscitar escándalo alguno, pudo nombrar metropolita de
Salónica al célebre matemático León el Filósofo, que por sus conocimientos
de ciencias naturales fue llamado a la corte del califa de Bagdad. El
nombramiento se debía en parte a la necesidad de garantizar al gran erudito
un puesto adecuado en la sociedad, en virtud de sus méritos científicos, y en
parte se explicaba por el deseo de dotar a esa importante ciudad de un digno
jefe de la Iglesia. Esto es válido también para personajes como los patriarcas
Nicéforo I (806-15) y Nicolás I Místico (901-907), que interrumpieron más o
menos voluntariamente su carrera seglar, retirándose por poco tiempo a un
monasterio, para luego ascender hasta altas distinciones en el ámbito
eclesiástico. Es verosímil que el emperador no se pudiera permitir a la larga
perder muchos personajes de buena cultura, cediendo al monacato, que para el
Estado era improductivo.
Bajo este aspecto, es bastante significativa una medida atribuida al
emperador Constantino VII Porfirogénito (913-959): afligido por el declive de
la enseñanza y de la ciencia en su imperio, nombró en Constantinopla cinco
profesores, de los cuales tres eran altos funcionarios de la administración
central y uno era metropolita. Tuvieron el cometido de enseñar a los jóvenes
bizantinos filosofía, retórica, geometría y astronomía. El emperador se
preocupó personalmente de los estudiantes, invitándoles a su mesa y
manteniendo con ellos largas conversaciones. Después, entre ellos eligió
jueces, funcionarios civiles y metropolitas. La noticia es importante en tanto
en cuanto nos demuestra que los metropolitas disfrutaban de la misma
educación que los demás funcionarios del Estado y que el emperador les daba
destino como a estos Las colecciones epistolares bizantinas —sobre todo las
de los siglos X y XII— documentan con eficacia las fuertes conexiones
sociales y culturales de este grupo elitista, cuyos miembros habían estudiado
juntos en Constantinopla para acabar luego sirviendo al Estado por todas las
provincias del Imperio, con carreras distintas. En una correspondencia
epistolar, redundante en sus juegos retóricos, se mantenían recíprocamente
actualizados respecto a sus nostalgias y sus achaques, sobre las vicisitudes
positivas o negativas de su vida y de sus carreras. Si ocurría que uno de ellos
tenía necesidad de ayuda política, sabía bien quién podía intervenir en su
favor con cierto éxito.
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La cultura del alto clero correspondía en general a la media de la elite
bizantina, como hemos visto, y según los casos y los períodos estaba sujeta a
las mismas oscilaciones. También había obispos incultos, como el eunuco
Antonio Paques, metropolita de Nicomedia, sobrino del emperador Miguel IV
(1034-1041), que con contención bastante poco episcopal «llevaba en la
lengua el “buey del mutismo”» [locución bizantina que designaba una
expresión tosca e inculta]; pero también otros parientes del emperador, que
ascendió al trono desde modestos orígenes, fueron considerados toscos y
totalmente ignorantes, cuando ocuparon posiciones preeminentes en la
administración del Imperio. Sobre la abdicación forzosa del piadoso Trifón,
patriarca de Constantinopla, a quien el emperador Romano I quiso en 931
sustituir con su propio hijo, las crónicas narran la siguiente historia: de forma
confidencial se hizo saber al ingenuo patriarca que muchos metropolitas le
consideraban analfabeto, y con el pretexto de acallar las pérfidas
insinuaciones se le hizo escribir su nombre y cargo en un pergamino, al que la
cancillería imperial añadió el texto del acto de abdicación. Aunque esta
historia fuera inventada, nos muestra en qué medida se consideraban las
cualidades intelectuales del patriarca de la capital. También el sucesor de
Trifón, el príncipe imperial Teofilacto —un maniático de los caballos que
interrumpió la liturgia festiva del Jueves Santo en Santa Sofía para asistir al
parto de su yegua preferida— no pertenecía por cierto a los intelectuales en el
solio patriarcal.
A pesar de ello, parece que en general los obispos bizantinos satisfacían
los requerimientos culturales propios de su cargo. La firma de los prelados
participantes en los Concilios en las correspondientes actas casi siempre son
autógrafas. El hecho de que en los primeros Sínodos hubiera obispos que
estamparan su firma en latín o en siriaco es una expresión de la variedad
cultural del Imperio, que siempre fue plurilingüe. Se ha calculado, por
ejemplo, que en el siglo XIV al menos una cuarta parte de los literatos
bizantinos que conocemos eran prelados: tres obispos, catorce metropolitas,
siete patriarcas. No hay cálculos similares para otros siglos, pero es verosímil
que se llegara a resultados más o menos análogos.
Cuanto más cultos eran los metropolitas recién ordenados, más a disgusto
aceptaban la obligación de residir en una provincia lejana. Tras los
esplendores, tras los estímulos intelectuales de la vida en la capital, la vida en
provincias se presentaba insoportablemente bárbara. En su autobiografía
poética, conocida con el título De vita sua, Gregorio de Nazianzo (siglo IV)
describe su diócesis capadocia de Sasima como una sucia estación de postas
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en una encrucijada: «Es una estación a mitad de la vía de Capadocia, y luego
se divide en tres calles: no tiene agua, ni hierba —nos enseña—; ¡pueblucho
estrecho, tremendo, horrible! Todo es polvo y ruido y paso de carros:
lamentos y gemidos, recaudadores, tormentos y cepos, y lo habitan forasteros
y vagabundos». El metropolita León de Sínada, que ya hemos mencionado,
informó al emperador en una carta —que probablemente nunca se envió en la
forma en la que la tenemos— sobre las duras condiciones de vida en su
diócesis de Pisidia: «No producimos aceite, y esto nos asemeja a todos los
habitantes de Anatolia. Nuestra tierra no da vino: está situada a demasiada
altura y el tiempo de maduración es demasiado corto. En lugar de leña
usamos zárzakon, estiércol tratado, cosa repugnante y maloliente: todo lo que
sirve para sanos y enfermos lo pedimos al tema de Tracesion, a Atalía, y a la
propia Constantinopla». El emperador no debía permitir que León tuviera que
vivir de cebada, heno y forraje como un bestia, porque la tierra de Sínada no
se adecuaba ni al cultivo del trigo. En el siglo XI, Juan Maurópodo, eminente
maestro y literato de la capital, consideró, seguramente con razón, su
promoción a metropolita de Eucaita en el Ponto como un exilio porque el
emperador no había sido elogiado suficientemente en la obra historiográfica
redactada por él. La gran desolación de su diócesis le oprimía. Aludiendo a
Gregorio de Nazianzo, su poeta favorito, la definió: «sin habitantes, sin
gracia, sin árboles, sin verde, sin bosques, sin sombra, llena de barbarie y de
pereza, cuanto más privada de fama y gloria». Para Miguel Coniata,
metropolita de Atenas entre 1184 y 1204, su ciudad era simplemente un
infierno. En las cartas que escribía a sus amigos de Constantinopla lamentaba
la gran pobreza de la población y la ausencia no solo de libros y de
conversaciones cultas, sino también de artesanos. Escribió que se sentía como
el profeta Jeremías en la Jerusalén destruida por los babilonios. Dado que en
la Edad Media el templo del Partenón había sido transformado en una iglesia,
dedicada a la Virgen, la sede episcopal sobre la Acrópolis le hacía sentir
todavía más que «la época que amaba la ciencia y que rebosaba sabiduría
había pasado, en su lugar había llegado un tiempo hostil a las Musas».
Sin embargo, no tenemos elementos para sostener que los obispos se
preocuparan por elevar la vida cultural de sus ciudades, por ejemplo en el
sector escolástico, como para reducir la diferencia que separaba el centro del
Imperio de su periferia. De hecho, entre sus competencias no se incluía la
educación. Ciertamente, la mayor parte de los obispos se preocupaba por la
educación de uno o más sobrinos —en la vida cultural bizantina la figura del
«sobrino del obispo» es casi una institución— pero en general estos jóvenes
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estudiaban en la capital. Por lo demás, para la mayoría de los obispos y
metropolitas, todo pretexto era bueno con tal de acudir a Constantinopla:
participación en sínodos, despacho de los asuntos de la diócesis con la
administración central o con los oficios patriarcales, intervención ante al
emperador a favor de diocesanos suyos, etcétera. Una vez que llegaban a la
capital intentaban posponer el regreso todo lo que podían, a veces años. Ya
Justiniano había intervenido contra los obispos que acudían con demasiada
frecuencia a Constantinopla, pero más tarde se promulgó un decreto según el
cual un obispo no podía ausentarse de su diócesis durante más de seis meses.
Contra esta norma protestó el mencionado León de Sínada, dado que en las
condiciones de viaje de la Edad Media los titulares de las diócesis más
alejadas solo podían hacer breves visitas a la capital, según esa norma. De
todas formas, parece que fue inútil cualquier dispositivo legal y eclesiástico
relativo a la obligatoriedad de residencia de los obispos en la diócesis
asignada. Además, dado que a partir del siglo XII las provincias de Asia
Menor fueron conquistadas por los turcos poco a poco, cada vez fueron más
los obispos que eligieron Constantinopla como su residencia habitual, con el
pretexto —con frecuencia, pero no siempre, justificado— de no poder llegar a
su diócesis por la situación bélica, o porque su diócesis ya había sido
conquistada por el enemigo. En la cómoda seguridad de la capital,
participaban en las reuniones de llamado sínodo permanente (sýnodos
endēmoûsa) y discutían, verbalmente y por escrito, los problemas teológicos y
políticos del momento. El magisterio episcopal se concentraba y se reducía
cada vez más a Constantinopla y sus alrededores.
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patriarcal, no oses tomar en tu mano el timón de la santa Iglesia de Dios, sin
haber recibido una visión de Dios. Si luego te conviertes en patriarca, no seas
espléndido en cuanto al cortejo de lanceros y no acumules riquezas: no te
preocupes por el oro, la plata y los ricos banquetes; tu preocupación ha de ser
la alimentación del huérfano y de la viuda, los hospitales, la liberación de los
prisioneros de guerra, la paz; permanece al lado del débil y no te arrimes casa
a casa, no te acerques campo por campo, no recabes nada del prójimo con el
pretexto de que “No es para mis hijos para los que pido todo esto, sino para
Dios y para mi Iglesia”. He visto prelados que decían eso y me ha sorprendido
la habilidad del diablo, cómo nos engaña con los que fingen piedad. Te digo
que san Nicolás, san Basilio y los demás santos, mientras han vivido sobre la
tierra, han dado lo suyo a los pobres y han predicado la pobreza, y ahora que
han pasado a la vida celeste ¿necesitan que se robe al pobre?… Que tu
pensamiento se dirija noche y día a lo divino y a lo que sea edificante para
pobres y ricos».
Para este sabio anciano militar —que había servido al Imperio en sus
regiones más variadas, que no amaba la capital, que había excluido
completamente en su tratado los problemas de carácter teológico y dogmático
— el obispo, el metropolita y el patriarca eran sobre todo pastores de almas,
convencidos de su vocación divina y tenían que dedicarse completamente a la
edificación espiritual y al servicio social para el bien de sus diocesanos. El
texto implica el hecho de que la mayoría de los prelados que conocía
Cecaumeno pensaban más en su propia carrera y su enriquecimiento personal
que en proteger a los necesitados y socorrerles. Parece que el testamento del
metropolita León de Sínada, comienzos del siglo XI, corresponde con el juicio
de Cecaumeno. Con cierta ironía aplicada a sí mismo, León se acusa de haber
recitado los Salmos sin la debida participación interior, haber descuidado los
rezos, haberse apoltronado días enteros, haber cabalgado altanero por la plaza
sin atender las súplicas de pobres y enfermos, haber estado de francachela
mientras había gente que sufría hambre. En definitiva, para Cecaumeno
habría sido un antiobispo.
En época tardoantigua (con la paulatina decadencia de la administración
municipal y con la progresiva ruina de las finanzas estatales) la asistencia a
los pobres fue pasando cada vez más a ser competencia de la Iglesia: muchos
obispos se consagraron a esta función con celo y seriedad: el patriarca
constantinopolitano Juan Crisóstomo (397-404) no se limitó a reducir los
gastos de representación de su iglesia, sino que utilizó el ahorro para construir
hospitales en la capital (y entre ellos hizo una leprosería), pero ante todo
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dedicó su infrecuente talento retórico a la causa cristiana del amor al prójimo.
En sus homilías se empeñó en estimular la conciencia social de su auditorio,
para que renunciara a lujos y ornamentos para ayudar a los pobres. Muchos
siglos después, Atanasio, patriarca de Constantinopla de 1289 a 1293 y luego
de 1303 a 1309 fue definido por sus contemporáneos como un «nuevo
Crisóstomo», a pesar de que su elocuencia era bastante menor. También él
predicó contra la avidez, la avaricia, el lujo y la corrupción de los
constantinopolitanos; creó comedores para pobres y refugiados que acudían a
la capital abandonando las regiones del Imperio conquistadas por los turcos;
se interesó por la distribución de alimento, a la que se dedicaba
personalmente. Lo mismo cuentan sus contemporáneos a propósito del
querido obispo Teolepto de Filadelfia (1284-1324/25). Los tópoi literarios
predilectos y casi obligatorios en la hagiografía episcopal son la distribución
de alimento a los pobres, la construcción de hospitales, gestos prácticos de
caridad para con viudas, huérfanos y presos. Un patriarca de Alejandría, Juan,
a quien fue atribuido el significativo epíteto de Limosnero (610-19), tras su
elección realizó un censo de los pobres de su ciudad y alimentó a unos 7500
al día. Sobre el santo obispo Teofilacto de Nicomedia (primera mitad del
siglo IX) podemos leer que cada sábado lavaba con sus propias manos a los
enfermos en el hospital que él había fundado.
Además de esto, se esperaba que un obispo «buen pastor» tutelara a los
débiles frente a los potentes y que, en caso de guerra, defendiese a su grey
frente al enemigo. Dado que el obispo no podía combatir ni matar —en
Bizancio nunca existió el equivalente al prelado guerrero, típico de la Edad
Media occidental— su principal arma era la parrhēsía, la libertad de palabra
ante los poderosos. Estos poderosos podían ser el emperador o los jefes de los
ejércitos enemigos, pero por lo general eran recaudadores de impuestos,
jueces locales, militares o aristócratas locales. Tanto la historiografía como la
hagiografía bizantinas están llenas de noticias meritorias de obispos que se
«expusieron» en su actividad pastoral: obispos que intervinieron ante jueces y
gobernadores a favor de condenados injustamente, obispos que emprendían
viaje hacia Constantinopla para obtener facilidades fiscales para su diócesis,
obispos que en caso de guerra seguían residiendo en sus ciudades
amenazadas, incluso después de que las hubieran abandonado los
comandantes militares, para compartir con su grey los horrores de la
conquista enemiga (le ocurrió, por ejemplo, al gran filólogo Eustacio de
Salónica), u obispos que se ofrecían al enemigo como rehenes por su ciudad,
como hizo el ya mencionado Teolepto de Filadelfia.
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En relación con las autoridades estatales, se demostró en general que era
beneficioso que el obispo procediera de la elite social y pudiera contar con
lazos influyentes en Constantinopla: parientes, amigos, compañeros de
estudios. De esta forma, no solo se podía saltar el largo camino de
procedimientos administrativos y presentar sus quejas directamente a la
autoridad competente o al mismísimo emperador, sino que al mismo tiempo
podía disponer de una cobertura eficaz frente a eventuales amenazas y
presiones por parte de los poderosos locales. Así fue como Sinesio de Cirene,
el rico y culto aristócrata bien introducido en la capital, que de 411 a 414 fue
obispo de Tolemaide en la Pentápolis africana, pudo permitirse llegar a un
enfrentamiento decisivo con el corrupto gobernador Andrónico y
excomulgarlo. Contra los enemigos externos —en este caso nómadas
predadores del desierto— Sinesio pudo organizar una especie de milicia
haciendo la leva entre los colonos de la Iglesia, y, lo que fue más decisivo,
gracias a sus elevados contactos constantinopolitanos, obtuvo el envío de
tropas regulares. Sinesio desempeñó así su tarea en el sentido de un iluminado
patronato romano.
También el mencionado metropolita de Atenas, Miguel Coniata, disponía
de amistades a las que recurrir en beneficio de sus diocesanos: había llegado a
acceder incluso al emperador. Dirigió súplicas continuas a favor de una
política de exacción fiscal más ecuánime, para recibir ayuda contra los piratas
que devastaban las costas de su diócesis y raptaban a sus habitantes; denunció
la prepotencia de los grandes propietarios terratenientes locales, los
funcionarios imperiales y los militares, según la legislación justinianea. Llevó
a cabo todo esto, pero con poco éxito, porque el poder constantinopolitano no
estaba en condiciones de actuar con eficacia en provincias. Nicolás, el
metropolita de Corinto, colega de Miguel, con quien mantuvo
correspondencia epistolar, pagó con su vida sus valientes iniciativas contra un
magnate local.
La parrhēsía era peligrosa y rara vez gratificante, sobre todo cuando se
dirigía contra el propio emperador. Buena prueba de ello tuvo el patriarca
Arsenio (1255-59, 1261-65), que fue depuesto y exiliado por haber
excomulgado al emperador Miguel VIII por haber cegado y suprimido a su
joven coemperador. Lo mismo experimentaron también aquellos obispos que,
como solía ocurrir, en caso de revuelta se interponían como mediadores entre
el emperador y los rebeldes. Teodoro Crítino, metropolita de Siracusa, fue
exiliado cuando recordó al fanático del derecho que era el emperador Teófilo
(829-42) que había infringido los pactos sagrados según los cuales aseguraba
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a un presunto usurpador que no iba a ser perseguido. Menos valientes que el
obispo, los metropolitas de Calcedonia, Heraclea y Colonea enmudecieron y
quedaron impotentes cuando Romano IV fue cegado en 1071, mientras estaba
preso, aunque habían sido garantes de que permanecería incólume.
Cuando contemplamos lo que fue el destino de los obispos caritativos
mencionados hasta aquí, obtenemos un amargo cuadro: los patriarcas Juan
Crisóstomo, Arsenio y Atanasio I fueron depuestos; Teofilacto de Nicomedia,
Teodoro Crítino y Miguel Coniata murieron en el exilio; Nicolás de Corinto
fue cegado y arrojado desde una roca en Nauplio; Eustacio de Salónica fue
hecho prisionero por los normandos y tuvo que pagar por su liberación una
gran suma de dinero; también Sinesio, a pesar de todos sus éxitos, parece que
tuvo dificultades en los últimos años de su episcopado. Es evidente que era
peligroso y frustrante ser un «buen pastor».
Solo los obispos muertos podían obtener éxitos reales, siempre que
llegaran a ser santos. Y quizá en este sentido podemos comprender el culto de
uno de los santos predilectos de los bizantinos: san Nicolás de Mira, que
Cecaumeno cita como ejemplo de obispo. Aquí no importa que no sea fácil
ubicar históricamente a este santo. Para ser exactos se trata de la
contaminación de dos personajes homónimos, un obispo de Mira (siglo IV) y
una abad de Sión, cercana a Mira, que fue obispo de la vecina Pinara (siglo
VI); ya en el siglo IX se había producido una fusión de ambos personajes en un
solo —o mejor, en el verdadero— Nicolás de Mira. En sus Vidas, en la
colección de sus milagros y en sus representaciones iconográficas, san
Nicolás es el prototipo del santo obispo: brillante en la escuela, obtiene una
tras otra las promociones internas en los órdenes: es diácono, sacerdote,
obispo; combate los cultos paganos. Quedan como ejemplo de eficacia
especial sus intervenciones a favor de los necesitados: dio una rica dote a tres
muchachas que su padre arruinado habría arrojado a la prostitución; durante
una carestía en Mira, llevó al puerto de la hambrienta ciudad muchas naves
cargadas de cereales de Egipto que viajaban de Alejandría a Constantinopla;
salvó de la pena capital a tres ciudadanos de Mira que habían sido condenados
injustamente; intervino con éxito ante el emperador y ante el prefecto de
Constantinopla contra la condena de tres generales acusados injustamente de
traición. San Nicolás de Mira ofreció todo lo que se esperaba de un obispo:
ayuda para los pobres, alimento para los hambrientos, defensa para los
perseguidos y, dado que para un verdadero santo no existe obstáculo alguno,
Nicolás demostró sus eficaces cualidades de taumaturgo respecto del mar
tempestuoso y contra los asaltos de las flotas árabes. Su culto gozó de un
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inmutable favor en la Iglesia bizantina, incluso después de que los marineros
de Bari en 1087 se llevaran su cuerpo a Italia y Mira fuera conquistada por los
turcos inmediatamente después.
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y con él también sus partidarios. Si en cambio tomaba partido por los
insurgentes, podía temer lo peor de cualquier emperador que superara una
situación semejante. En tales situaciones, muchos obispos bizantinos
acabaron exiliados, cegados, mutilados o asesinados. La tercera vía, la de
mantenerse al margen de tumulto, no siempre era posible.
Por todo ello, resulta comprensible que los emperadores estuvieran
interesados en controlar la elección de los obispos: no solo los cargos del
Estado tenían que ser ocupados por personas de su confianza, sino también las
sedes eclesiásticas. A pesar de la oposición del patriarca, Nicéforo II Focas
(963-68) promulgó una ley que concedía al emperador carta blanca en los
nombramientos episcopales. Su sucesor tuvo que aboliría, a pesar de lo cual
se mantuvo el control imperial. En cambio, parece que la ocupación de las
diócesis sufragáneas, las sometidas a un metropolita, siempre fue competencia
de este y de los notables locales. Aquí pasaban a primer plano los intereses
locales, especialmente en la periferia del Imperio. Por ejemplo, en las
provincias donde la mayoría de la población no comprendía el griego, por
razones lingüísticas era aconsejable favorecer para su sede episcopal la
elección de candidatos originarios de la propia diócesis o que tenían fijado en
ella su domicilio desde hacía mucho tiempo. Un ejemplo: en el siglo V, el
patriarca de Jerusalén ordenó obispo de los nómadas del desierto de Palestina,
recién cristianizados, a uno de sus jeques.
En cambio, para la elección de los metroplitas, quien decidía en primera
instancia era el emperador. Parece que en su nombramiento, la procedencia
regional no jugase ningún papel; de forma análoga a cuanto ocurría con los
gobernadores de provincias y a los funcionarios con altos cargos
administrativos, se les colocaba en la diócesis que el emperador había elegido
para ellos sin tener en cuenta lazos o intereses locales. De esta forma, un
clérigo de Argos podía convertirse en metropolita de Nicea, uno que procedía
de Lampe en Anatolia podía ser colocado en la sede de Ocrida. Si
consideramos el origen (en la medida en el que lo conocemos) de los
metropolitas mencionados en este capítulo, el cuadro que se nos presenta a
través del imperio es cuando menos variado: Aretas de Cesárea (Capadocia)
procedía de Patras (Peloponeso), los metropolitas de Salónica, León y
Eustacio, eran de origen constantinopolitano, pero Eustacio originariamente
había sido destinado a la sede de Mira; Miguel Coniata, metropolita de
Atenas, había nacido y crecido en Conas, Anatolia, y Teolepto de Filadelfia
en Nicea. Igual que ocurría con los cargos estatales, también por lo que se
refiere a los metropolitas constatamos la existencia de clanes familiares que
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llegaban casi contemporáneamente a la cumbre de la administración
metropolitana en diversas partes del imperio: Alejandro de Nicea y Jaime de
Larisa (siglo X) eran hermanos, como los metropolitas de Side y de Ancira
bajo Miguel IV (1034-1041). Los sobrinos de los metropolitas, por lo general
seguían el camino de los tíos que los habían educado; el ya mencionado
metropolita de Eucaita, Juan Maurópodo, era sobrino del obispo de
Claudiópolis y del arzobispo León de Bulgaria; el tío del metropolita de
Conas era metropolita de Patras (siglo X); Teodoro de Side y el sobrino
homónimo, titular de Sebastea (Anatolia), eran conocidos como autores de
obras históricas que no se nos han conservado. También se dio el caso de que
el sobrino fuera elegido casi como heredero en la sucesión del tío: ocurrió con
Nicéforo Crisoberges, ordenado metropolita de Sardes. Constantinopla era el
eje en torno al cual giraba la rueda de los cargos eclesiásticos, en los que los
intereses económicos en juego eran tan grandes por causa de la enorme
riqueza de muchas diócesis. En la capital habían estudiado los candidatos, allí
se habían distinguido entre el clero de la principal ciudad del Imperio, allí, en
el ambiente de la corte o en el de Santa Sofía, habían creado un lobby que
sostenía su candidatura ante el soberano. Parece que, a pesar de las severas
prohibiciones de los cánones, en la distribución de las sedes metropolitanas la
simonía estaba a la orden del día, hasta los más altos niveles eclesiásticos.
Si luego los metropolitas no respondían por algún motivo a las
expectativas del emperador, no podían ser simplemente sustituidos (como si
fueran oficiales del Imperio), pero siempre era posible deponerlos. Si, por el
contrario, se mostraban dignos de confianza, entonces se les podían confiar
tareas que superaban las inmediatas competencias episcopales: ya hemos
hablado de los metropolitas-paradynasteúountes, que dirigieron asuntos del
Estado para algunos emperadores. Con frecuencia se confiaba a los
metropolitas la misión de embajadores internacionales, porque tenían un
cargo eminente, que se respetaba también en países lejanos, sobre todo en la
Europa occidental cristiana, porque eran hombres instruidos y porque estaban
más disponibles que los gobernadores de provincia, detrás de los cuales
estaban colocados en las jerarquías honoríficas bizantinas. En el caso de
embajadas a pueblos no cristianos siempre entraba en juego un elemento
misionero, una disponibilidad cuando menos teórica a coloquios de carácter
religioso, en los que un metropolita no estaría nunca fuera de lugar. En el
curso de uno de estos viajes diplomáticos (a la corte de Otón III, en 998, había
que discutir la boda del joven emperador occidental con una princesa
bizantina) el tantas veces mencionado aquí León de Sínada participó por
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iniciativa propia en un golpe de estado en Roma: apoyó la expulsión del papa
sajón Gregorio V y lanzó sin éxito la candidatura del antipapa griego Juan
Filagato de Rosano, que a su vez fue depuesto muy pronto además de
cruelmente castigado. En su epistolario con los amigos de Constantinopla,
León narra con cínica complacencia sus experiencias de titiritero político en
la antigua Roma.
El emperador hacía el uso más autoritario de su derecho de nombramiento
cuando se trataba de la elección del patriarca de Constantinopla. En la capital
del Imperio el patriarca vivía, por así decir, puerta con puerta con el soberano.
En los demás patriarcados, sobre todo en Roma, con frecuencia se daba el
caso de que el candidato elegido de forma local fuera confirmado luego por el
emperador —también a causa de las notables distancias geográficas—,
siempre y cuando el candidato fuera ortodoxo y prometiese poseer ciertos
requisitos para ser digno de confianza. En cambio, en Constantinopla nadie
podía llegar a ser patriarca, ni permanecer mucho en el cargo, contra la
voluntad del emperador. Una política eclesiástica totalmente independiente,
como la de los papas medievales, que por lo general trataban con emperadores
lejanos o incluso con ningún emperador, resultaba totalmente inconcebible
para sus hermanos bizantinos. Al menos la tercera parte de los patriarcas de
Constantinopla fueron depuestos —algunos incluso dos veces— o abdicaron
de forma más o menos voluntaria. Estas deposiciones/abdicaciones se
repartieron de forma bastante uniforme a lo largo de las diversas épocas y no
se puede indicar una dinastía que se comportara de forma especialmente
atenta con sus patriarcas: Justiniano I (527-65) y Alejo I (1081-1118)
depusieron a dos patriarcas cada uno y Andrónico II (1282-1329) a cuatro.
Para el emperador, el patriarca constantinopolitano «ideal» tenía que ser
ortodoxo y sobre todo leal y obediente, porque por una parte, en su calidad de
máxima autoridad eclesiástica de la capital, tenía la posibilidad de influir en el
humor de la población (lo que podía ser determinante en caso de revueltas);
por otra parte, en calidad de obispo de la corte, las coronaciones eran de su
competencia, así como las bodas y bautismos en el ámbito de la familia
imperial. Por lo tanto, el primer requisito para ser elegido patriarca era que el
emperador lo conociera y tuviera su confianza. Se podía tratar de clérigos de
Santa Sofía o del clero de Palacio, confesores del emperador, piadosos monjes
cuyo carisma hubiera impresionado al emperador, podían haber sido maestros
o educadores suyos, e incluso príncipes de sangre imperial si carecían de
ambiciones particulares y eran manipulables. Solo llegaron al solio patriarcal
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dos príncipes imperiales —es decir, un hijo no primogénito o un hermano del
emperador en funciones—: Esteban II (886-93), hermano de León VI, y
Teofilacto (933-56), hijo menor de Romano I. De hecho, en ambos casos, el
problema no estaba tanto en hacer hueco en un puesto honorable en la
sociedad para la progenie imperial, sino en ocupar la sede patriarcal
constantinopolitana con un candidato tan dócil como fuera posible. Ambos
patriarcas respondieron a las expectativas que sobre ellos tenían los
respectivos emperadores. El prototipo de patriarca complaciente es Basilio II
Camatero (1183-86), que tras las forzadas dimisiones de su predecesor tuvo
que prometer por escrito al emperador Andrónico que haría todo lo que él
quisiera, aunque fuera ilegal, y que evitaría hacer cosas que no le fuesen
gratas. Como era de esperar, el patriarca Basilio cayó con su emperador.
Cuando se producían situaciones delicadas o especialmente retorcidas de
política eclesiástica, cuando estaba en juego la unidad del Imperio, entonces
se recurría a candidatos que estuvieran dotados con experiencia política y
sensibilidad diplomática. Por ejemplo, cuanto hubo que liquidar el
iconoclasmo, si recurrió directamente a la cancillería imperial para elegir al
laico Tarasio, que a pesar de su elección no canónica, se comportó como
táctico brillante y político paciente. También sus sucesores, Nicéforo y
Metodio (quienes se prodigaron con éxito para reorganizar la Iglesia tras la
disputa sobre las imágenes, sin romper demasiados vidrios) fueron patriarcas
elegidos por su actitud política. También eso es válido para Constantino
Licudes, que tras un brillante carrera al servicio del Estado fue elegido
patriarca de Constantinopla (1059-1063), para restablecer, tras los excesos
políticos de su predecesor Miguel Cerulario, la habitual relación entre el
emperador y su subordinada Iglesia. También Juan XI Becos (1275-82) dio
prueba repetidas veces de su talante político en misiones diplomáticas en las
que participaba como clérigo de Santa Sofía, antes de que Miguel VIII lo
nombrara patriarca con la misión de poner fin al cisma con Roma.
Las causas que subyacen a las deposiciones o a las abdicaciones se
corresponden con las que motivaban los nombramientos. En la mayor parte de
los casos están en juego divergencias entre el emperador y el patriarca en
cuestiones de fe: lo que, por ejemplo, ocurrió a los patriarcas Antimo y
Eutiquio bajo Justiniano, a Germano I y a Nicéforo I, que fueron obligados a
abdicar por emperadores iconoclastas, o al ya mencionado Juan XI Becos, que
inmediatamente después de la muerte de Miguel VIII (1282) fue depuesto por
sus sucesores, contrarios a la unión de las Iglesias. Quizá en otros casos las
cuestiones doctrinales podían ser adoptadas como pretexto para ocultar
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divergencias políticas. Otro motivo que podía determinar la caída o
abdicación de los patriarcas podía ser una lucha por el trono imperial o la
aparición de una nueva dinastía. Con la muerte de un emperador cesaba
también la relación de confianza sobre la que se basaban los contactos entre la
Iglesia y el Palacio. Por ese motivo, el hijo o el sucesor del difunto emperador
buscaba nueva pareja eclesiástica. Pero si el timón del Estado pasaba a otra
dinastía, que a lo mejor había eliminado violentamente a la precedente,
entonces el nuevo soberano, inseguro todavía en el cargo, se apoyaba con
frecuencia en la autoridad reconocida del patriarca que estaba en el cargo;
pero si no se fiaba de él, elegía uno nuevo entre los exponentes religiosos de
su círculo. El primer camino fue elegido por Juan I Tsimisces tras el asesinato
de su predecesor Nicéforo II Focas (969); con tal de ser coronado por el
respetado patriarca Polieucto, Juan aceptó todas las penitencias que este le
impuso. Un ejemplo elocuente del segundo camino es la célebre carrera del
patriarca Focio (858-67; 877-86), con todos los altibajos que la
caracterizaron. Focio había llegado al solio patriarcal siendo laico, y por lo
tanto contra los cánones, cuando Miguel III depuso al patriarca Ignacio por
causa de una divergencia de opiniones en temas de política eclesiástica. La
ordenación de Focio aumentó de forma decisiva las tensiones dentro del
episcopado bizantino por un lado y entre Roma y Constantinopla por otro. Por
eso, Basilio I, cuando accedió al trono imperial tras haber asesinado a Miguel
III (867), se apresuró a deponer a Focio y volver a colocar a Ignacio en la
sede patriarcal, y así reconciliarse con el partido eclesiástico que había sido
contrario a su predecesor. A la muerte de Ignacio, Basilio volvió a llamar a
Focio, ya fuera por causa de una reconciliación general, ya fuera por que no
quería renunciar a los servicios de aquel hombre tan culto y tan preparado.
Pero apenas murió Basilio (886), su hijo León VI exilió inmediatamente al
autocrático patriarca que había sido su maestro: probablemente había llegado
a ser demasiado poderoso y demasiado independiente.
Por todo lo dicho hasta aquí, está claro que los patriarcas de
Constantinopla tomaban parte en la vida política bizantina más como víctimas
que como protagonistas. Muchos de ellos perdieron la libertad y el cargo
luchando por la ortodoxia. También podía suceder que a la larga la doctrina
propugnada por ellos se revelase como ortodoxa, pero eso no ocurría nunca en
vida del emperador si este mantenía una opinión contraria: sobre lo que en
Constantinopla era ortodoxo o no, era el emperador reinante quien decidía.
Pero dentro del espacio que tenían a su disposición, los patriarcas dotados de
sensibilidad política podían hacer valer su peso: ya fuera compartiendo
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activamente la política de su emperador, ya fuera aprovechando las
debilidades de un emperador menor de edad o inseguro. El patriarca Sergio I
fue el más importante consejero político y eclesiástico del emperador
Heraclio, y durante la larga ausencia de Heraclio de Constantinopla por la
guerra contra los persas fue su representante en la capital. Durante la minoría
de edad de Constantino VII el patriarca Nicolás Místico rigió durante años la
política exterior e interior de Bizancio.
Si, por el contrario, un patriarca quería alterar las reglas del juego político,
entonces era abatido inevitablemente. El mencionado Focio, en su segundo
período sobre el solio patriarcal, se sintió tan fuerte y tan superior a sus
iguales que llegó a teorizar sobre una revalorización decidida del oficio
patriarcal. Su idea era que el patriarca, simbolizando la verdad en palabras y
acciones, era imagen viva de Cristo, y contradecía así las concepciones
bizantinas tradicionales a favor de la relación jerárquica
Cristo/emperador/patriarca. El emperador León VI no podía sostener
semejante ensalzamiento de la Iglesia de Constantinopla y Focio tuvo que
marcharse.
También fue depuesto Miguel Cerulario (1043-1058), que con menos
sutileza que Focio se había arrogado de forma visible ciertas prerrogativas
imperiales, por ejemplo, poniéndose calzado purpúreo. Miguel había tomado
parte en una conjura contra el emperador Miguel IV, tras cuyo fracaso tuvo
que retirarse forzosamente a un monasterio. Cuando Constantino IX
Monómaco, que formó parte de la mencionada conjura, accedió al trono
imperial, consoló al monje Miguel por su fracasada carrera seglar,
asignándole el patriarcado de Constantinopla, cargo que Miguel intentó
politizar cuanto pudo. Contra el parecer del emperador, durante las
conversaciones con Roma para la Unión de las Iglesias (1053-1054), el
patriarca provocó la ruptura con los legados romanos, demostrando un
considerable sentido demagógico. Luego, durante una revuelta de generales
contra el emperador Miguel VI, el patriarca se erigió en árbitro del Imperio:
quedó desilusionado e irritado cuando Isaac I Comneno, a quien él había
contribuido a elegir, no le concedió el espacio político que Miguel esperaba.
El emperador tuvo que deponer al incómodo patriarca, pero el influjo de
Miguel sobre la población de Constantinopla era tan fuerte incluso desde el
exilio que el emperador Isaac pronto abdicó en favor de un pariente político
del depuesto patriarca.
Prescindiendo de Miguel Cerulario, que con su afán de poder seglar y con
sus notables capacidades para la actividad política fue más un emperador
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fallido que un típico patriarca, los obispos bizantinos por lo general tuvieron
tanto poder y tanta libertad de movimiento en ámbito político como de vez en
cuando les concedían los emperadores y la administración estatal. En los
últimos siglos los obispos pudieron hacer sentir su influencia en la política
bizantina al menos como grupo, y como grupo hay que entender el «sínodo
permanente» (la sýnodos endēmoûsa), que bajo la presidencia del
patriarca se reunía en Constantinopla varias veces por semana. Participaban
con derecho a voto todos los metropolitas y arzobispos que se encontraran en
Constantinopla, así como los altos funcionaros de la administración patriarcal.
Allí se discutía y se deliberaba sobre temas teológicos y canónicos, sobre
problemas relacionados con la relación entre la Iglesia y el emperador, y
sobre todo sobre las ordenaciones y deposiciones de patriarcas, metropolitas y
arzobispos. El deseo de participar en el Sínodo, de poder meter las manos en
la masa para la asignación de puestos lucrativos, de no quedarse con la boca
seca: todo ello impulsaba evidentemente a los metropolitas a permanecer en
Constantinopla con tanta frecuencia y tanto tiempo como fuera posible.
Cuando, en el último tercio del siglo XI, muchos metropolitas de Anatolia
huyeron ante el avance de los turcos para refugiarse en la capital, pasando allí
años antes de poder regresar a sus diócesis, pareció acrecentarse el influjo
político del sínodo. Empobrecidos por la pérdida de sus diócesis, obligados a
la inactividad en la capital, los frustrados metropolitas se dedicaron a
actividades sinodales. No fue casualidad que en la revuelta contra el
emperador Miguel VII Ducas (1078) jugaran un papel decisivo los
metropolitas insatisfechos y que en la aclamación de su sucesor, Nicéforo III
Botaniates, por primera vez en la historia de Bizancio el sínodo apareciera
como grupo «constituyente», junto con el Senado y antes que el pueblo de
Constantinopla. Los metropolitas, en cuanto Sínodo, podían presionar no solo
a los patriarcas sino incluso al emperador.
En torno a esa misma época (fines del siglo XI) es cuando empezó a
aparecer en la pintura bizantina un nuevo tipo iconográfico de santo obispo,
que luego, pasando el tiempo, pasó a ser un elemento habitual en la
decoración absidal. En el registro inferior del muro absidal se representaban
dos procesiones de obispos, en movimiento hacia la derecha y hacia la
izquierda respectivamente, dirigiéndose hacia el centro del ábside, donde está
el altar. Cada obispo se acerca en silenciosa oración al altar; ligeramente
inclinado hacia adelante, lleva, por lo general, rótulos de escritura con citas de
la liturgia de san Basilio o del Crisóstomo. El número y la identidad de los
obispos representados varían según la iglesia, la época o la región, si bien los
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tres «jerarcas» y Atanasio de Alejandría están siempre representados. Esta
nueva concepción iconográfica de los santos obispos como grupo se puede
poner en relación con la conciencia de grupo específica conseguida
recientemente por los metropolitas del «Sínodo permanente».
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monasterio como en las de los religiosos que al final no pudieron sustraerse a
la ordenación. Son excepciones las figuras como el obispo Jorge de Amastris,
en el Ponto (muerto en torno a 825), que renunció espontáneamente a la vida
claustral, porque no quería continuar concentrándose de forma egoísta en su
perfección espiritual, sino pasar al servicio del prójimo. Por lo tanto, el
monacato entendido como forma de vida era a un tiempo el preludio del cargo
episcopal y su antítesis: una especie de conflicto permanente de la historia de
la Iglesia bizantina.
Desde los orígenes del monacato bizantino se produjo una fuerte
tendencia anárquica: lejos de la ciudad y de la civilización, lejos de la buena
cocina y de la cultura antigua, pero también lejos de cualquier autoridad
eclesiástica o estatal; lejos en el desierto, en las montañas impracticables, o
bien lejos para estar en una columna que se yergue aislada y pasar la vida
dedicándola a severos ayunos, vigilias y oración, por elección personal libre.
Esta existencia heroica que provocó un estupor universal entre sus
contemporáneos, llevó a muchos monjes a alimentar un cierto sentido de
superioridad espiritual sobre los obispos que vivían tranquilos en la ciudad, en
medio de las comodidades de las termas y de la lectura de los clásicos. Este
antagonismo entre episcopado y monacato siguió existiendo incluso cuando
se fundaron buenos cenobios en las ciudades y en sus inmediaciones, y
cuando muchos bizantinos ricos fundaron monasterios privados a modo de
villa en sus propiedades para poder retirarse a la vida contemplativa, pero fue
un antagonismo combatido en dos niveles, el ideal y el material. Por un lado
se trataba de la primacía moral, por otro del control sobre las propiedades
monásticas, con frecuencia de gran magnitud. Sin embargo, en el plano
jurídico no había ambigüedad: no solo los cánones eclesiásticos, sino también
la ley civil confería a los obispos la jurisdicción sobre los monasterios y los
monjes para todo lo que tenía que ver con la disciplina monástica y la correcta
administración de las propiedades monacales. Con todo, en la práctica ambas
partes disponían de oportunidades para manipular las leyes y los cánones.
Junto a muchos obispos que se enriquecieron sin problemas a costa de las
propiedades de los monasterios que de ellos dependían, existían también
muchos monjes que se sustraían al control disciplinar de los obispos cuya
autoridad espiritual no reconocían. Por eso, la ordenación episcopal de un
piadoso monje con frecuencia llevaba a dilemas de naturaleza práctica o
espiritual.
Ya Juan Crisóstomo, que había sido en su juventud monje, había dicho
que los ascetas que habían vivido mucho tiempo alejados del mundo no eran
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adecuados para el cargo episcopal. Esta opinión tiene su demostración en la
Vida de san Teodoro de Sición (siglos VI-VII), venerable archimandrita que fue
elegido obispo de Anastiasiópolis (Asia Menor central). Teodoro fracasó
miserablemente, porque no estaba en condiciones de gestionar los problemas
ligados al aspecto práctico de su oficio: fue incapaz de intervenir con eficacia
en el enfrentamiento entre los vejados campesinos de los latifundios
eclesiásticos y los poderosos que les daban la concesión, y se llegó al
derramamiento de sangre. Luego el obispo fue acusado de despilfarrar los
bienes de la Iglesia y finalmente intentaron envenenarlo. Al mismo tiempo, a
causa de una ausencia de Teodoro, se relajó la disciplina entre los monjes del
monasterio que él había fundado y dirigido. Justificándose con el argumento
de no poder servir a dos señores —monasterio y diócesis— Teodoro abdicó y
regresó con sus monjes. Otros monjes que llegaron a ser obispos y patriarcas
intentaron recurrir a sus derechos disciplinares sobre monjes y monasterios,
sobre todo para limitar el salvaje desarrollo del pseudoascetismo, pero por lo
general no tuvieron mucho éxito. Eustacio de Salónica escribió un largo
tratado contra los excesos de los monjes, donde dio una imagen irónica de
estilitas y otros hombres santos que exhibían con gusto llagas purulentas que
se habían provocado ellos mismos. Cuando el citado Atanasio I de
Constantinopla, que había vivido como giróvago cuando era monje, en el
solio patriarcal mantuvo enérgicamente las virtudes monásticas tradicionales
(por ejemplo, la obediencia y la stabilitas loci), de forma que hizo pasar a los
monjes al bando de sus adversarios, que ya eran numerosos, y al final fue
obligado a abdicar.
No hay que olvidar que en la «clasificación de agrado» de los bizantinos
de cualquier rango, el monje excéntrico y ascético, que se gana el cielo y la
veneración (muchas veces fanática) de sus semejantes a través de todo tipo de
torturas y renuncias, está colocado mucho más arriba que el obispo, que tiene
que conformarse con los problemas de la vida práctica al servicio del prójimo.
Esto se aprecia por el gran número de santos monjes respecto de la menor
cantidad de santos obispos. Evidentemente estos últimos estimulaban la
fantasía de sus contemporáneos mucho menos que los extremistas, ascetas y
estilitas que introducían en el mundo un aspecto sobrenatural. Por lo demás, y
también esto es sintomático, existen sátiras bizantinas sobre monjes que han
traicionado su elevado ideal, mientras que no existe nada semejante para con
los obispos.
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Para concluir tenemos que apuntar un último aspecto sobre el cargo
episcopal en Bizancio y que solo aparece en el declive del Imperio. Cuando,
durante la conquista árabe primero y turca después, los militares huyeron y la
administración civil se fragmentó, con frecuencia fue el obispo la única y
última autoridad bizantina que continuó oponiéndose a los enemigos,
negociando la rendición de la ciudad, protegiendo los «derechos» de la
población local e intentó aliviar sus condiciones de vida. Con frecuencia el
obispo se quedaba en su incómodo puesto en calidad de representante de la
población cristiana e intentaba mantener los contactos con Constantinopla
cuanto le era posible. Así ocurrió en las conquistas árabes de Egipto, Palestina
y Siria, así ocurrió más tarde, en tiempos de la progresiva conquista del
Imperio por parte de los turcos. Son conmovedoras, a este respecto, las
vicisitudes del metropolita Mateo de Éfeso, que entre 1340 y 1351, bajo los
conquistadores turcos, a pesar de los impedimentos y los ataques que tuvo que
soportar por parte del poder y la población islámica, consiguió mirar por su
grey en la diócesis de su competencia. La célebre basílica de San Juan había
sido transformada en mezquita, la residencia episcopal había sido secuestrada,
y los bienes inmuebles confiscados. La comunidad cristiana no era ya más
que de esclavos y prisioneros. Privado de libertad de movimiento, limitada su
correspondencia, siendo objeto de apedreamientos por parte de los habitantes
turcos, Mateo siguió resistiendo hasta que el Sínodo patriarcal decidió
deponerlo acusándolo de tendencias heréticas. Faltaban todavía cien años para
que cayera Constantinopla.
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Walter, Ch., Art and Ritual of the Byzantine Church, Londres, 1982.
Página 240
Capítulo octavo
EL FUNCIONARIO
André Guillou
Página 241
Fragmento de un Evangeliario de 1059, fol. 129r del cód. 587m del Monasterio de Dionisíu,
Monte Atos
Página 242
+Una originalidad del Imperio bizantino en la Europa medieval estriba en
que sea el único Estado que, antes del siglo XIII, presenta un sistema de
administración centralizada, en el que la iniciativa emanada del centro llegaba
a las provincias más remotas, y que fue capaz de imponer, durante siglos, su
voluntad a poblaciones de razas y lenguas diferentes, a veces con intereses
divergentes. Así pues, solo en Bizancio y, en menor medida, en el mundo
musulmán existieron agentes que ostentaban una parte de la autoridad del
Estado y eran responsables ante aquel.
Pese a lo que sobre eso se haya escrito, estos agentes eran poco
numerosos, lo que pueda resultar paradójico en un Estado teocrático donde el
emperador, elegido de Dios, es su representante en la tierra. Al igual que en
las monarquías orientales de la Antigüedad, y después en los Estados
helenísticos, se considera que el emperador gobierna con los demás miembros
de su casa, que forman un cuerpo único, reciben sus órdenes del soberano,
que es quien los ha escogido, directa o indirectamente, y que están
formalmente obligados a ejecutar aquellas so pena de crimen de lesa
majestad. Juan Catafloro, véstēs y notario tōn oikeiakôn, estratego o
encargado del censo (anagrapheús) en el tema de Esmolena con la nueva
circunscripción de Salónica y Serres, en Macedonia, recibió del «poderoso y
divino emperador», como reza un documento oficial suscrito en 1079, orden
de efectuar una investigación en las actas expedidas por sus predecesores para
establecer la cuota fiscal de un pequeño establecimiento religioso, cercano a
Hieriso en la Calcídica.
Es imposible escapar a la voluntad imperial. El discurso de las actas
redactadas, a este efecto, en las oficinas imperiales está perfectamente claro:
«En virtud del poder y la fuerza del presente khrysóboulos lógos (solemne
documento imperial sellado con una bula de oro) de mi majestad», leemos en
una crisóbula de Andrónico III dirigida al monasterio de San Juan el
Precursor en el Monte Meneceo, en 1332, «todo esto (los beneficios
concedidos al monasterio) se conservará de manera inmutable y estable, sin
posibilidad de infracción o violación por parte de quien fuere, en el momento
que fuere, y si quienquiera que fuere, gobernador en ejercicio, agente fiscal u
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otra suerte de funcionario, intentare contravenir del modo que fuere, será
convicto de haber intentado lo imposible, será destituido y despedido».
Se ha imaginado que el Imperio estaba lleno de funcionarios, servidores,
más o menos eficientes, de la cosa pública (tēn douleían toû koinoû
metakheirizómenoi). Pero hay que replantear el concepto que los
historiadores han heredado del Occidente medieval en relación con lo público
y privado. Nos hallamos ante una nueva originalidad bizantina. En Bizancio
no había administración local en el sentido actual del término, ni tampoco
acaparamiento del poder público por parte de los grandes propietarios. El
Estado se hallaba representado en las provincias por los gobernadores civiles
o militares y por prelados que dependían de aquel. Todos estos cargos
contaban con algunos agentes que, de alguna forma, podemos denominar
«funcionarios». Pero, en lo esencial de su cometido, aquellos delegaban su
autoridad en los notables locales, en corporaciones de oficios reagrupadas en
consorcios, y que eran colectivamente responsables ante los representantes
del Estado de tal o cual cargo público, como serán luego los municipios
rurales (khōría), encargados de la recaudación, en su territorio respectivo,
del impuesto, según las órdenes del Estado y conforme a sus reglas. Así es
como, por ejemplo, las cuentas de las grandes propiedades, laicas o
eclesiásticas, las establecían y redactaban, bajo control del Estado y conforme
a sus reglas, personas privadas con una responsabilidad pública delegada.
El emperador representa la concentración, en una única mano, de toda
autoridad política. Ahora bien, como el Palacio imperial (sagrado) es, hasta el
siglo XII, su residencia y, por tanto, la sede del gobierno, podemos
comprender por qué el personal del Palacio ocupaba un lugar preponderante
en todas las épocas entre los agentes del poder. Y es que toda función pública
guardaba algún vínculo con el Palacio. El emperador gobernaba el Estado con
agentes estrechamente vinculados con su persona por medio de una función
palaciega más o menos honorífica, a través de un título áulico que les daba un
rango en la jerarquía.
La importancia de esta presencia en la Corte es excepcional: «Toda
celebridad en la vida que aluda al glorioso valor de los títulos, solo se
manifiesta a los espectadores apelando a su orden de presencia en la
espléndida mesa y en el ansiado convite de nuestros muy sabios
emperadores», escribe en 899 Filoteo, autor de un manual de prelaciones en
Constantinopla. El lugar eminente que uno pueda ocupar en la sociedad
bizantina, así como el valor de los títulos que ostente, dependen de un orden
establecido, el natural en un Imperio que se considera heredero del Imperio
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romano y en el cual el emperador «coronado por Dios» tiene, entre otras, la
misión de mantener este orden y de garantizar el bienestar de sus súbditos: el
orden —táxis en griego— formaba parte del culto imperial. Así es como el
emperador Constantino VII Porfirogénito lo explica en el prefacio de su Libro
de las ceremonias: «Igual que, desde luego, se llamaría desorden a un cuerpo
mal constituido y cuyos miembros estuvieran reunidos de cualquier manera y
sin unidad, así el Estado imperial, si no estuviere guiado y gobernado con
orden», y añade que el hecho de no respetar el orden sería como amputar lo
que hay de más importante en la gloria imperial, de manera que aquel que lo
tolerase despreciaría al pueblo y lo destruiría todo.
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Esta recomendación mediante pago (suffragium) no servía para los
candidatos de origen humilde. Sin embargo la presión era tal que el gobierno
imperial tuvo que capitular, limitándose a exigir que el candidato promovido
por medio de recomendación tuviera que pagar cincuenta sólidos de oro,
mientras que el promovido por antigüedad solo tenía que pagar entre cinco y
diez sólidos de oro. Así se comprende que esta tolerancia imperial diera vía
libre a la corrupción: los altos cargos se ponían a la venta, hasta el punto de
que en el siglo vi Justiniano —como ya había hecho Teodosio un siglo antes
— impuso a los gobernadores provinciales, a sus vicarios y demás
funcionarios de grado equivalente un juramento formulado en estos términos:
«Juro no haber dado nada y que no daré absolutamente nada a nadie por el
cargo que me ha sido confiado… ni mediante recomendación ante el
emperador, ni ante los prefectos u otros dignatarios o personas que les sean
allegadas». Conviene saber que la suma invertida por un candidato para
obtener un puesto de gobernador de provincia equivalía, poco más o menos,
al doble de las retribuciones de un año; más de un candidato tuvo que
endeudarse para conseguir esta cantidad, a reserva de resarcirse luego a
expensas de sus administrados.
Los sucesores de Justiniano intentaron en vano terminar con este estado
de cosas; bajo León VI (886-912) se llegó a fijar una tarifa que tomaba en
consideración la inversión o no de un sueldo en un recién promovido, lo que
puede entenderse como un empréstito público y, para el candidato, como una
inversión vitalicia. A esta suma se añadían naturalmente los derechos de
cancillería susceptibles de exigirse para cualquier nombramiento o
promoción. Un episodio narrado por Constantino VII Porfirogénito explica
con tintes crueles la operación realizada por el Estado bizantino. Un viejo
sacerdote, llamado Ctenas, chantre de la Iglesia Nueva de Constantinopla,
disponía de una gran fortuna. Ctenas quería llegar a protospatario (primer
escudero), cargo bastante elevado, para poder llevar el epikoútzoulon —un
manto de gala— y sentarse en el Lausiaco, una sala de palacio cercana al
salón del trono, donde se reunían los altos funcionarios bien para ser recibidos
por el emperador, bien para acompañarlo en alguna ceremonia, sala en la que
había reservados puestos para cada rango funcionarial. El sueldo de
protospatario ascendía a una libra de oro; el precio del cargo estaba entre doce
y dieciocho libras. Ctenas propuso al emperador una inversión de cuarenta
libras, pero el emperador consideraba que era absolutamente imposible que un
sacerdote fuera protospatario. Ctenas ofreció entonces añadir aún sus joyas y
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muebles por un valor de veinte libras. Intercedió el patricio Samonas, favorito
del emperador, y León VI cedió. Dos años más tarde Ctenas murió.
El modo de reclutamiento de funcionarios no varió. Más que una
preparación técnica, se pedía de ellos conocimientos generales, que podían ir
del arte epistolar a la retórica, pero sobre todo conocimientos jurídicos. A
comienzos del siglo X, lo que se pedía a quienes querían entrar en el colegio
de los veinticuatro notarios imperiales, según el Libro del prefecto de
Constantinopla, era lo siguiente: «No se puede promover a un notario sin una
deliberación y un voto del primicerio (jefe) y de los demás miembros del
colegio de notarios. Desde luego debe conocer perfectamente las leyes, tener
una letra excelente, no debe ser hablador, ni insolente, ni tener costumbres
desordenadas, sino que su carácter ha de imponer respeto, tener recto juicio,
aunar educación e inteligencia, tener facilidad de palabra y poseer un perfecto
dominio del estilo, cualidad sin la cual las trampas que pueden alterar el
contenido o la puntuación de un texto lo pondrían fácilmente en aprietos. Si
alguna vez un notario fuere hallado culpable de haber contravenido la ley en
este punto, así como las instrucciones escritas emanadas de la autoridad,
aquellos que testimoniaran en favor suyo (en el momento de presentar la
candidatura), serán responsables. El candidato debe saber de memoria los
cuarenta títulos del manual (es decir, del Prókheiron o Código abreviado de
Basilio I) y conocer los sesenta libros de las Basílicas (colección legislativa
también de Basilio I); debe asimismo justificar una cultura general sin la que
podría cometer errores en la redacción de las actas o bien atentar contra el
estilo. Se le concederá el tiempo necesario para que pueda realizar la prueba
en plenitud de sus aptitudes físicas e intelectuales. En la misma sesión,
redactará un acta en presencia de los miembros del colegio para garantizarles
que no habrá ninguna sorpresa desagradable por su parte. Si, pese a esta
precaución, se le hallare en falta, que sea expulsado de su puesto».
«Se procederá a la elección del siguiente modo: después de la exposición
de los testigos y del examen del candidato, este se presentará, cubierto con
manto, ante el ilustre prefecto de la ciudad (de Constantinopla), junto con el
cuerpo de notarios y el primicerio, que jurarán, invocando a Dios y a la salud
de los emperadores, que ni el favor, ni la intriga, ni ninguna consideración de
parentesco o de amistad le han servido al candidato para ser llamado a ocupar
el puesto, sino su virtud, su instrucción, su inteligencia y su capacidad en
todos los conceptos. Tras la formalidad del juramento, el prefecto de la ciudad
en ejercicio confirmará al tribunal de la prefectura la elección del candidato,
el cual pasará desde entonces a formar parte del colegio de notarios y será
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considerado uno de ellos. A la salida del tribunal, se dirigirá a la iglesia más
cercana a su domicilio, y allí, en presencia de todos los notarios, revestidos
con sus mantos, aquel se quitará el suyo, se pondrá una sobrepelliz y será
consagrado con una oración del sacerdote. Todos los notarios, revestidos con
sus mantos, le formarán entonces cortejo, el primicerio en persona, tomará el
incensario y lo dirigirá hacia el recién elegido, el cual tomará la Biblia en la
mano y la llevará delante de sí. Los rectos caminos por los que él deberá
marchar quedarán simbolizados con esta incensada dirigida al rostro del
Señor. Con toda esta pompa el elegido irá a tomar posesión del puesto que le
espera y con la misma pompa regresará a su casa para festejar y alegrarse con
todos los presentes».
Desde el siglo VI, y sin duda mucho antes, siempre se aconsejó a los
estudiantes que querían hacerse funcionarios aprender derecho. Esta
preocupación del poder bizantino se expresa con especial claridad en una ley
de Constantino Monómaco: «Las antiguas disposiciones legales relativas a los
notarios y abogados, que han caído en el olvido, deben volver a entrar en
vigor. No solo se instruirán ante el nomophýlax (o custodio de las leyes,
puesto creado en 1045), sino que no serán aceptados en sus colegios sin que
aquellos hayan testimoniado su buena formación jurídica y su habilidad para
hablar y escribir. Quien infrinja esta regla será expulsado inmediatamente
para que sepa que en los asuntos públicos reina la antigua exactitud de las
leyes y no la reciente negligencia». Los futuros administradores deben pues
estar en posesión del diploma concedido por el nomophýlax.
El examen de admisión en la función pública era difícil y muy
complicado; por eso los altos funcionarios, con algunas excepciones, fueron
siempre gentes de letras y, entre ellos, figuran todos los grandes autores
conocidos, desde el rétor bordelés Ausonio, maestro del emperador Graciano,
que lo hizo cónsul en el 379, hasta el Filósofo humanista Teodoro Metoquita,
gran logoteta (especie de primer ministro) de Andrónico III, en el siglo XIV,
pasando por el patriarca Focio en el siglo IX y Miguel Pselo, enciclopedista y
hombre de Estado, dos siglos más tarde. Todos adquirieron su formación bien
en la universidad, en los períodos en los que existió una en Constantinopla,
bien con profesores particulares y a sus propias expensas.
En principio, el acceso de los más altos funcionarios estaba abierto a todos
los súbditos del Imperio: los provinciales de origen modesto llegados a
Constantinopla como estudiantes podían entrar en las oficinas como simples
empleados y alcanzar las cimas de la jerarquía; Juan de Capadocia, el
todopoderoso ministro de Justiniano, empezó su carrera en las oficinas del
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magister militum; en el siglo XI Niceforitzes (un eunuco), Pselo, Jifilino,
Licudes, Juan Maurópodo, personajes todos ellos de origen oscuro, pero
dotados y ambiciosos, subieron todos los peldaños del poder. Alejo
Apocauco, en el siglo XIV, de simple escribano en las oficinas del doméstico
de los temas (jefe de las provincias) de Oriente, llegó a suplantar a su jefe y
sucesivamente, pese a su incompetencia, fue parakoimōmenos (es decir,
jefe del servicio de la cámara imperial), administrador de impuestos,
megaduque (jefe de la flota) y prefecto de la capital. Sin embargo, y desde
fecha temprana, las poderosas familias de los grandes propietarios acapararon
las altas funciones administrativas del Imperio, y después del siglo XII, los
cargos más elevados estuvieron ocupados incluso por parientes y aliados de la
dinastía reinante; se creó una verdadera casta cerrada de funcionarios, que
acogió en sus filas a príncipes extranjeros y, en época de los Paleólogos, con
frecuencia clérigos y monjes ocuparon empleos civiles y hasta militares. En el
siglo VII el monje Teodoto fue logoteta general, una especie de ministro de
hacienda y, a comienzos del siglo siguiente, la misma función fue ejercida por
un diácono de Santa Sofía, que recibió también el mando de una flota; esta
intervención del clero en la administración del Estado fue particularmente
frecuente en los siglos XIV y XV.
La toma de posesión estaba precedida de una ceremonia ritual más o
menos solemne, cuyo elemento esencial fue siempre el juramento y la
adoración del emperador.
Desde el siglo V se exige a los altos funcionarios de la corte y de los
dignatarios del Imperio un juramento de fidelidad, acto religioso que
fortalecía la autoridad imperial y que constituía, por parte del funcionario, un
reconocimiento del carácter divino del poder imperial. Cada nuevo
funcionario estaba obligado a prestar este juramento antes de recibir su
investidura y todos los funcionarios renovaban dicho juramento en cada
elección de un nuevo emperador. En época paleóloga, en el siglo XIV, cuando
moría un emperador dimitían todos los gobernadores de provincias y se
reunían para prestar juramento de fidelidad al nuevo emperador que, cuando
lo consideraba oportuno, los confirmaba de nuevo en sus funciones. El
juramento de fidelidad de los dignatarios y funcionarios se formulaba por
escrito y el atestado quedaba archivado en Palacio en un registro. «Juro por
Dios omnipotente, por su Hijo único Jesucristo, Dios nuestro, por el Espíritu
Santo, por María, la santa y gloriosa siempre virgen Madre de Dios, por los
cuatro Evangelios que sostengo en mis manos, por los santos arcángeles
Miguel y Gabriel, que guardaré pura la conciencia respecto de nuestros muy
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divinos y piadosísimos señores, Justiniano y su esposa Teodora, y que les
prestaré un leal servicio en el ejercicio del cargo que me ha sido dado por su
piedad; aceptaré de buen grado todo esfuerzo y fatiga que se derive del cargo
que me han confiado en interés del Imperio y del Estado. Estoy en comunión
con la santa Iglesia de Dios, católica y apostólica, bajo ninguna forma ni en
ningún momento me opondré a ella, ni permitiré que nadie lo haga en toda la
medida de mi poder. Asimismo juro que, de verdad, no he dado nada a nadie,
ni nada daré por el cargo que me ha sido confiado o por obtener un
patronazgo; no he prometido ni aceptado enviar a nadie de la provincia para
obtener los sufragios del emperador, ni a los muy gloriosos prefectos ni a
otros personajes famosos que dirigen la administración, ni en su entorno, ni a
ningún otro, sino que he recibido mi función, por así decir, sin mediar dinero;
y que por tanto puedo presentarme puro a los ojos de las personas de nuestros
muy santos emperadores, sintiéndome satisfecho del tratamiento que me ha
sido atribuido por el Estado». Este es el compromiso adquirido, en el siglo VI,
por el prefecto del pretorio del Ilírico, y que se extiende al personal
administrativo que habrá de tener a sus órdenes, en cuyo nombre promete
diligencia y desinterés en sus cargas fiscales, equidad y justicia, para luego
concluir: «Y si no obrare en todo así, quede yo expuesto aquí abajo y en el
más allá al terrible juicio de Dios, poderosísimo Señor nuestro y de Jesucristo
nuestro Salvador, sufra la suerte de Judas, la lepra de Guejazi (el estafador
bíblico), el terror de Caín y sea yo sometido a las penas previstas por la ley de
su piedad».
Este juramento persiste, con todo su significado, hasta el final del
Imperio; un formulario corriente del siglo XIV dice lo siguiente: «Juro por
Dios y los santos Evangelios, por la Cruz venerable y vivificante, por la
santísima Señora Madre de Dios Hodegetria y por todos los santos, por
nuestro príncipe y emperador, santo y poderoso, … (aquí el nombre del
emperador reinante), que seré un fiel servidor durante toda mi vida, fiel no
solo de palabra sino de obra en todo aquello que cumplen los buenos
servidores para con sus señores. Y sea yo así no solo respecto de aquel, sino
también respecto de la majestad que tiene y tendrá, soy el amigo de sus
amigos y el enemigo de sus enemigos; nunca emprenderé una acción contra
él, ni daré mi asentimiento a ninguna, no cometeré perfidia ni maldad,
revelaré al emperador toda mala empresa así como el nombre de los
responsables. Seré fiel y verdadero servidor del emperador, si reina
felizmente según la exacta verdad y con rectitud absoluta, seré tal como
realmente la verdad exige que sea el verdadero y recto servidor en relación
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con su señor; y si luego Dios quiere que él caiga en desgracia o sea proscrito,
yo lo acompañaré, compartiré sus sufrimientos y correré los mismos riesgos
que él hasta la muerte y esto durante toda mi vida».
El patriarca de Constantinopla y los prelados de la Iglesia, por lo menos a
partir del siglo VIII, estaban obligados a prestar este juramento en su calidad
de funcionarios del Estado.
En el curso de la ceremonia ritual de la «promoción» el nuevo funcionario
recibía sus vestiduras de gala, que variaban de color y adornos según las
festividades. En el siglo IX, el rector —cargo palaciego personal— tenía
asignada una vestidura blanca con una esclavina tejida de oro que le cubría
los hombros y mangas recamadas de oro, una capa bordada asimismo de oro y
un velo de púrpura tachonado de rosas tejidas también de oro. En el siglo XIV,
el déspota (despótēs) lleva un gorro realzado con perlas y con su nombre en
el borde inferior bordado en oro. El gran doméstico (mégas domestikós) se
cubre con un manto que lleva bordada la efigie del emperador entre dos
ángeles, enmarcado todo ello con perlas. Todo esto se hallaba sometido a la
moda; con el tiempo estas vestiduras tenían menos vuelo, pero eran cada vez
más ricas, sembradas de perlas y pedrería; por lo que se refiere al tocado, el
signo distintivo de cada dignidad era el gorro con ala.
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se preparaban en la práctica de los procesos; no era raro desde luego que se
eligiera entre ellos a los gobernadores de provincias. En la administración de
justicia, el prefecto estaba asistido por consejeros. Venía luego el servicio
propiamente dicho, que comprendía un total de 396 personas divididas en dos
categorías: los empleados, repartidos en diez oficinas con un total de 118
funcionarios, y auxiliares agrupados en nueve colegios (278 funcionarios).
Encontramos también en el séquito del prefecto cinco médicos y cuatro
enseñantes. Todo este personal era nombrado por el prefecto y dependía
exclusivamente de él. Por debajo del prefecto de pretorio había siete
gobernadores que se repartían la administración civil de las provincias de la
diócesis; estos estaban asistidos en sus numerosas tareas por un servicio de
cincuenta funcionarios.
La evolución y el desarrollo de la organización administrativa y por tanto
de la condición de los funcionarios imperiales bizantinos son el resultado de
modificaciones hechas día a día, sin un sistema preconcebido, en una perpetua
adaptación a las transformaciones de las diferentes regiones que componían el
Imperio, con una flexibilidad completamente opuesta a cualquier espíritu
doctrinario.
En el siglo IV Constantino reformó el sistema instaurado por Diocleciano
que, un siglo antes, había militarizado las funciones civiles. Numerosos jefes,
responsables ante el emperador, dirigían los servicios cuyos titulares,
dependientes de aquellos se agrupaban en una escala jerarquizada. Al estar ya
separados los poderes civiles y militares, la administración contemplaba una
jerarquía doble. Con la única excepción del prefecto del pretorio de Oriente,
los antiguos prefectos del pretorio se convirtieron en funcionarios regionales
perdiendo sus atribuciones militares. Sus funciones se repartieron entre
nuevos jefes de servicio. El magister officiorum dirigía la casa imperial con
numerosas oficinas; era el jefe de la guarda de palacio; era también
responsable de los arsenales, del correo y de la policía del Estado. El cuestor
del palacio preparaba y expedía, desde sus oficinas, las constituciones
imperiales; representaba el poder judicial del emperador y la conciencia del
derecho, como escribe Casiodoro: «su habilidad de palabra debía ser tal que
nadie pudiera replicar», lo cual era considerado como el pensamiento del
soberano. La administración de la hacienda estaba repartida entre dos
servicios independientes: las sacrae largitiones y las res privatae. Al frente
del primer servicio estaba el comes sacrarum largitionum, es decir el conde
que gestionaba la caja alimentada por la percepción de los impuestos
suntuarios, destinada a pagar las dádivas que el emperador hacía al ejército, a
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los funcionarios, a los embajadores y príncipes extranjeros. Controlaba las
aduanas, la explotación de las minas, las manufacturas del Estado y la
monetización a través de otros comites o procuradores. La caja privada (es
decir las res privatae) estaba dirigida por otro conde que tenía a sus órdenes
los respectivos comites de las propiedades imperiales de Capadocia y de
África, así como al comes de las largitiones privadas, responsable de los
tradicionales presentes que se hacían sobre todo a las iglesias. El praepositus
sacri cubiculi, o responsable de la «cámara sagrada», un eunuco, estaba al
frente de las estancias imperiales; con su representante directo, el primicerio
de la «cámara sagrada» —que llevaba también el nombre de
parakoimōmenos [es decir, «el que duerme junto al emperador»]— y su
ejército de chambelanes, tenía un puesto importante en el palacio y en
determinadas ocasiones —por ejemplo en la coronación— podía desempeñar
un papel de primerísimo plano. Estos cinco jefes de servicio formaban parte
del consistorio del príncipe, especie de consejo de Estado y tribunal supremo
que contaba además con un cierto número de miembros fijos, llamados
condes del consistorio, asistido en sus labores por la importante corporación
de notarios de la que hemos hablado antes.
La administración provincial, en los últimos años del siglo IV, está
organizada en cuatro prefecturas: Oriente, Ilírico, Italia, las Galias. Los
prefectos ostentan, en el territorio de su respectiva administración, la plena
autoridad imperial: legislan, juzgan sin apelación, dirigen el correo imperial,
las obras públicas, las prestaciones en especie e, incluso, la educación; pagan
los salarios de los funcionarios y la soldada de los militares; reclutan el
ejército y se ocupan también de los arsenales.
Con Constantino las atribuciones militares de los prefectos se transfirieron
a los magistri militum, comandantes reclutados entre soldados de carrera, que
tenían a sus órdenes los duques o comandantes de las tropas de una provincia
determinada.
Confundidos por la magnitud de la labor legislativa de Justiniano, algunos
historiadores han creído que el siglo VI fue un período de profundas
transformaciones; en realidad fue una etapa de reorganización administrativa
concebida por un poder siempre sensible a la situación concreta del Imperio.
La administración central se fragmenta: el tesorero imperial escapa al control
del comes sacrarum largitionum, el conde de la hacienda privada es sustituido
por dos de sus subordinados (el logothétēs tôn agelôn, «logoteta de los
rebaños» y el kómēs toû staúlou o “conde del establo”), los servicios
vinculados a la cámara imperial cobran importancia y el emperador confía las
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funciones civiles y militares a quienes estima oportuno. Así Triboniano fue a
la vez magister officiorum y cuestor.
La administración provincial se ocupa siempre de asuntos locales: la
diócesis de Egipto queda suprimida, el augustal de Alejandría pasa a ser un
simple gobernador y las cinco provincias independientes, directamente
subordinadas al prefecto del pretorio de Oriente, son dirigidas, sea en el
terreno militar, sea en el civil, por un duque, escogido por lo general en el
ámbito de la nobleza palaciega, y cuyas tropas aseguran a la vez la defensa, la
policía y la recaudación de impuestos. La preocupación por proteger de las
incursiones lombardas y bereberes a los territorios reconquistados en Italia y
en África llevó al poder bizantino a transformar definitivamente estas dos
provincias en dos comandancias militares, denominadas exarcados. A partir
de finales del siglo VI, se asignaron a los exarcas todas las responsabilidades:
hacienda, justicia, obras públicas, defensa territorial; los exarcas eran pues
una especie de soberanos, lo mismo que los duques en sus ducados, mientras
que Sicilia conservaba su gobierno independiente puesto bajo la autoridad de
un patricio, que se convirtió entonces en el más alto título de la jerarquía.
La reducción del territorio y de la riqueza experimentada por el Imperio
como consecuencia de las invasiones ávaro-eslavas, búlgaras y árabes,
condujo a nuevas reformas administrativas entre el siglo VII y finales del XI: el
sakellários, jefe del sakéllion o caja particular del emperador, sustituye al
comes sacrarum largitionum y al de las res priuatae. Las tres antiguas
oficinas de hacienda de la prefectura del pretorio (ejército, fisco, erario) se
vuelven autónomas bajo la dirección de sus respectivos jefes de servicio, tres
logotetas, a los que pronto se agrega un cuarto, el responsable del correo
público; este último cubre una parte de las atribuciones del magister
officiorum, que solo retiene ya funciones de la corte, mientras que las otras se
reparten entre el doméstikos tôn skholôn —jefe de los cuerpos de
guardia, denominados «escuelas»—, el cuestor (o jefe de las oficinas), el jefe
de los recursos y el jefe de ceremonias. Antiguos subordinados todos de los
grandes oficiales. Análogas medidas de descentralización administrativa
hallamos en la nueva división territorial en temas. El tema (théma),
originariamente quizá un cuerpo de soldados registrados o matriculados en los
registros militares, luego generalmente un cuerpo de tropas, se convirtió en el
siglo VIII en un cuerpo de ejército acantonado en una provincia y, por último,
pasó a ser la provincia misma o la circunscripción militar y administrativa
donde se acantonaba un cuerpo de ejército. Antiguas unidades especiales con
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nombres históricos, tales como Opsicio o Bucelarios, dieron nombre a los
territorios donde se habían establecido; los demás temas administrativos (el
de los armenios, el de los anatolios —Armeniakôn, Anatolikôn— etc.) se
denominaron según el nombre de los cuerpos de tropas que los ocupaban. La
evolución consagrada por esta profunda reforma de la administración
provincial fue sentida por los teóricos del absolutismo imperial como una
limitación de los poderes del emperador, que delegaba una parte de su
autoridad civil y militar a los estrategos puestos por aquel a la cabeza de cada
tema. «Con el Imperio bizantino, reducido y mutilado por el Este y por el
Oeste, los emperadores sucesores de Heraclio (610-641) sin saber ya dónde ni
cómo ejercer su poder fragmentaron en pequeñas parcelas su dominio y los
grandes cuerpos de tropas; abandonando el latín que hablaban sus
antecesores, adoptaron el griego», escribe Constantino Porfirogénito.
Ciertamente esto es la expresión militar de la remodelación de la
administración provincial, necesaria por razones defensivas, pero también por
el progreso económico y social de la provincia y con una referencia erudita a
la idea de Imperio romano.
La reforma administrativa supuso importantes modificaciones en la
jerarquía: el palacio prevalece en adelante sobre el conjunto de la
administración y ya no se puede distinguir entre la dignidad que acompañaba
desde siempre a la función administrativa del cargo que le está vinculado. En
las actas oficiales o en sus rúbricas al pie de los documentos, los beneficiarios
son, por ejemplo, denominados del siguiente modo: «Nicéforo, proedro y
duque de Tesalónica, Notaniates» (el nombre de la familia se menciona al
final), o «Procopio, patricio, protospatario imperial y estratego de Sicilia»
(indicando la función en último lugar), o bien «Juan, mágistros, procónsul,
protospatario imperial y logoteta del drómos»; «Andrónico, protoproedro,
protovestiario y doméstico de las escuelas de Oriente, Ducas», etc.
En la primera mitad del siglo XI, se modifica profundamente el antiguo
régimen de temas que imperaba en la administración provincial. El nuevo
sistema se caracteriza por la centralización de la organización militar, iniciada
con la creación del alto mando del ejército de Oriente, seguida luego con la
del de Occidente, cargos desempeñados por los domésticos de las escuelas. El
ejército provincial de los temas, poco fiable a juzgar por el total silencio de
las fuentes, fue progresivamente reemplazado por el ejército profesional
integrado por efectivos indígenas o extranjeros al servicio del Imperio y
mantenidos por el Estado. El ejército profesional (los tagmatá), puesto bajo el
mando de duques o de catepanos (katepanō), oficiales que adquieren una
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gran importancia en la jerarquía militar, se asienta en las diferentes regiones
del Imperio, que dan su respectivo nombre a sus comandantes. Son regiones
escogidas únicamente por razones militares, con independencia de los límites
de las circunscripciones administrativas (los temas). El estratego, antiguo
gobernador de los vastos territorios que eran los primeros temas de los siglos
vil y VIII, se convirtió en un oficial subalterno de los duques y catepanos; es
así un comandante de fortaleza sin atribuciones administrativas precisas. Los
comandantes provinciales del ejército no corresponden ya obligatoriamente a
los antiguos temas, que continúan existiendo, gestionados por un juez-pretor,
jefe de la administración civil que ahora es ya independiente y está desgajada
de la administración militar.
El triunfo de las invasiones turcas en Asia Menor trastornó por completo
la administración de esta región. La reorganización de los territorios
reconquistados, iniciada con Alejo I Comneno (1081-1118), continuó de
manera efectiva en el reinado de Manuel Comneno (1143-1180). El tema,
circunscripción administrativa, vuelve a ponerse bajo el control de un militar
de alta graduación: no ya el estratego, figura que desaparece completamente,
sino el duque que asume igualmente determinadas tareas civiles y es asistido
por una serie de nuevos funcionarios. Solo el tema del Peloponeso-Hélade,
puesto bajo el alto mando de un almirante (el gran duque o megaduque),
continúa siendo administrado por un gobernador civil (el pretor), hasta la
ocupación latina de 1204, que dará comienzo a una nueva evolución de la
administración provincial del Imperio. Los tres Estados bizantinos del siglo
XIII —el Imperio de Nicea, el de Trebisonda y el despotado del Epiro—
seguirán cada uno su propia experiencia; la reforma administrativa de los
Comnenos encontrará en cada uno de estos países aplicaciones diferentes,
adaptadas a las condiciones políticas y económicas de estos Estados.
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príncipe) la gracia, la paz, su compasión, la salud de alma y cuerpo, objeto de
tus deseos, su bendición, todo bien y tu salvación… Se me ha informado de
ciertos propósitos que alberga tu nobleza a cerca de mi muy poderoso y santo
basileùs autokrátōr que me han entristecido; se me dice que tú impides
que el metropolita (de Moscú) conmemore en los dípticos (se refiere a la
misa) el nombre divino del basileo (o sea el emperador), lo que es imposible y
que tú dices “Tenemos una Iglesia pero no tenemos emperador y no creemos
que lo tengamos”, lo cual no está nada bien: el santo basileo (el emperador de
Constantinopla) ocupa un importantísimo lugar en la Iglesia, superior al de
los otros notables y príncipes; porque los emperadores siempre han afirmado
y fortalecido la religión en toda la tierra, han reunido los concilios
ecuménicos, han garantizado las reglas fijadas por los sagrados y divinos
cánones sobre dogmas justos y sobre la vida de los cristianos dándoles fuerza
de leyes, han dado numerosas batallas contra las herejías; algunos decretos
imperiales junto con los sínodos han establecido las prelaciones entre los
prelados, la división de sus eparquías y el reparto de las diócesis; por esto
tienen una función importante en la Iglesia. Pese a que, con permiso de Dios,
los pueblos bárbaros han cercado los dominios del emperador, todavía hoy el
emperador recibe la misma investidura por parte de la Iglesia, idéntico rango,
las mismas oraciones, por la gran consagración que lo ordena basilús y
autokrátōr de los romanos, es decir, de todos los cristianos; en todo lugar
los patriarcas, los metropolitas y los obispos mencionan el nombre del basileo
a la vez que el de cristianos, privilegio que no posee ningún notable, ni
ningún otro jefe; su potencia es tal que incluso los latinos, que no tienen
ninguna relación con nuestra Iglesia, le dan el mismo título y le muestran la
misma sumisión que antaño, cuando estaban unidos a nosotros; los cristianos
ortodoxos deben pues tanto más darle testimonio de ello. Desde luego los
cristianos no deben despreciar al basileo porque los pueblos bárbaros hayan
cercado su territorio; al contrario, esto debe ser para ellos une fuente de
enseñanza y de prudencia: si el gran basileo, dueño y señor de la tierra —
precisamente él, que ostenta tal poder— ha llegado a semejante peligro, qué
sufrimientos no podrían tener los jefes de pequeños territorios o notables de
débiles poblaciones. Y cuando tu nobleza y tu tierra soportan tantos males,
asaltos y ocupación de los infieles (se refiere a los mogoles), no es justo que
despreciemos por eso tu nobleza; muy al contrario, nuestra moderación y el
santo emperador te escribimos según la antigua costumbre y te otorgamos en
nuestras cartas y en nuestra ratificación de elección, así como mediante la voz
de nuestros legados, el título que llevaban los grandes reyes que te
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precedieron. No está bien, hijo mío, que digas: “Tenemos una Iglesia, pero no
un emperador”, porque no es posible que los cristianos tengan Iglesia sin
emperador, ya que el Imperio (es decir, el Estado) y la Iglesia forman una
comunidad muy unida y es imposible disociarlos. Los basileos rechazados por
los cristianos son solo los herejes, los que llevan una lucha furiosa contra la
Iglesia, los que introducen malos dogmas, ajenos a la enseñanza de los
apóstoles y de los Padres; pero mi poderosísimo y muy santo autokrátōr,
gracias a Dios, es muy ortodoxo y fiel, es un defensor de la Iglesia, lucha por
ella, la protege, y es imposible que un prelado no mencione su nombre.
Escucha pues al jefe de los apóstoles, a Pedro, en la primera de sus cartas
apostólicas: “Temed a Dios, honrad al emperador”, no dijo “emperadores”
para que no se entendiera “los que aquí o allí son llamados emperadores”,
como sucede con los bárbaros, sino al basileo, para indicar que el basileo
universal es único…». La administración de la Iglesia depende pues del
emperador, y la del patriarcado, cuya jerarquía está inserta en la del palacio
sagrado, se confunde con la de la Iglesia patriarcal de Constantinopla, Santa
Sofía, que se comunica con el palacio imperial a través del Augusteon
(Augoustaîon).
El personal era bastante numeroso: Justiniano lo limitó a 525 personas,
pero en el siglo VII alcanzó casi las 600 y el número no dejó de crecer. Todos
los posesores de cargos eran clérigos, sacerdotes, diáconos, con excepción de
los ordenanzas y maceras (conocidos como manglabítai). Originariamente el
patriarca, como el resto de los obispos, era elegido por el clero y el pueblo; su
elección era luego ratificada por el poder civil y un obispo procedía a la
ordenación. Justiniano mantuvo esta regla, pero restringió el cuerpo electoral
y, sobre todo, hizo que la influencia del emperador tuviera mucho peso en la
elección. En el siglo IX se introdujo la costumbre de admitir para la elección al
cargo de patriarca solamente a los metropolitas, pero se reconoció al
emperador el derecho a intervenir legalmente; los metropolitas presentaban
entonces una lista con tres nombres, entre los cuales el soberano escogía al
que le parecía mejor, o a un cuarto de su agrado. Algunos emperadores
llegaron incluso a designar directamente al patriarca: Basilio II, en su lecho de
muerte (1025), nombró a Alejo del monasterio de Estudio entronizándolo
inmediatamente; más tarde Juan Cantacuzeno impuso sucesivamente tres
patriarcas a los metropolitas, Juan Calecas en 1334, Isidoro en 1347 y Calisto
en 1350. La investidura del patriarca se realizaba en el palacio conforme al
mismo protocolo que para los dignatarios laicos; la fórmula, en el siglo XIV,
era la siguiente: «La Santísima Trinidad, por el poder que nos ha concedido,
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te otorga la promoción a arzobispo de Constantinopla, Nueva Roma, y a
patriarca ecuménico». Luego el patriarca, una vez recibido el báculo de
manos del emperador, subía al caballo y cruzaba la ciudad desde el palacio de
las Blaquernas hasta Santa Sofía, donde era recibido por el arzobispo de
Heraclea.
El derecho electoral de los metropolitas se conservó sin embargo hasta el
final del Imperio, y los emperadores no llegaron a suprimir su validez
jurídica. Jefe de la Iglesia ortodoxa y segunda personalidad del Estado, el
patriarca disponía de un poderoso ayudante —el síncelo (sýnkellos)—
nombrado por el emperador y asimilado en palacio a los magístroi desde el
siglo X. El síncelo podía imponerse a los metropolitas y podían serle
encomendadas importantes misiones políticas: la función se convirtió en un
título, se multiplicó y luego desapareció. La misma suerte corrió el cargo de
archidiácono, primer auxiliar del patriarca en materia de liturgia. La
administración quedaba garantizada por cinco servicios: el gran ecónomo,
nombrado por el emperador hasta la intervención del patriarca Miguel
Cerulario en 1057, gestionaba el gran patrimonio temporal del patriarcado; el
gran sacelario (sakellários) asistido por el arconte de los monasterios
controlaba el orden y la disciplina monásticas; el gran skeuophýlax (sacristán)
era el custodio de los cálices, ornamentos y libros litúrgicos del tesoro
patriarcal; el gran khartophýlax, archivero y bibliotecario del patriarcado, fue
acrecentando sin cesar su importancia: autentificando los documentos
patriarcales, verificando la exactitud de las copias y traducciones realizadas
de los libros de la biblioteca, acabó por tener un derecho de control sobre
todas las oficinas del patriarcado, «porque es la boca y mano del patriarca»,
según escribe Alejo Comneno, y ejerció también desde sus despachos la
dirección del personal. Por fin, el sacelario, con uno o más arcontes,
garantizaba el control sobre las iglesias y sus respectivos párrocos.
Encontramos además al prōtoékdikos y al colegio de los ékdikoi
(defensores), juristas y ayudantes de justicia que intervenían en defensa de los
acusados, en las causas relativas a manumisión de esclavos, en los juicios de
beneficiarios del derecho de asilo y para instruir a los conversos; venían
después el protonotario, el secretario del patriarca, el logoteta, oficial de
representación, encargado en particular de pronunciar los discursos en las
festividades, el kastrēsios que inspeccionaba las ofrendas, el referendario,
que transmitía al emperador los comunicados del patriarca, el
hypomnēmatógraphos, que redactaba las actas solemnes y los atestados
de las sesiones del sínodo, el hieromnémōn, encargado de las
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ordenaciones, el hypomimnēskōn, consejero y secretario privado del
patriarca, encargado de los juicios y recursos, el maestro de ceremonias, los
notarios, el arconte de los monasterios, el arconte de las iglesias, los maestros
(didáskaloi) del Evangelio, del Apostolado y del Salterio, el arconte del
antimēnsion, que se encargaba de los comulgantes, el arconte de las luces,
que se ocupaba de los neófitos, el rétor, con funciones de orador y de
enseñante, los dos ostiarios, el noumodōtés, que distribuía el dinero a los
clérigos y los pobres, y además el primicerio de los notarios. La acumulación
de cargos era frecuente. Los oficiales recibían un documento escrito de
nombramiento o promoción y se comprometían, también por escrito, a
cumplir los deberes de su cargo, so pena de expulsión. Lo ignoramos todo
sobre su remuneración.
En provincias la administración eclesiástica estaba en manos de los
metropolitas y obispos, respectivamente al frente de las sedes metropolitanas
y de los episcopados sufragáneos, estos dependían de los primeros, salvo en el
caso de los arzobispos autocéfalos, cuyos cargos dependían del patriarca. Los
metropolitas y los obispos eran reclutados al principio entre los dignatarios
del patriarcado y de las sedes metropolitanas, luego lo fueron entre los
higúmenos (abades de los monasterios) o los simples monjes. Los obispos
estaban supeditados a los metropolitas. Metropolitas y obispos administraban
las iglesias y sus bienes, secundados originariamente por los diáconos, luego
por numerosos auxiliares que reproducían en escala menor la corte patriarcal:
arcediano, adjunto del metropolita o del obispo, síncelo, ékdikos o defensor,
referendarios, apocrisiarios, diecetas (dioikétaí) —una especie de
administradores fiscales—, sacristanes, notarios, etc. Nunca en
Constantinopla ni en provincias se puso en cuestión el principio constitutivo
de la jerarquía eclesiástica, en el sentido de que la dignidad de la persona se
fundaba siempre en el título de la ordenación (sacerdote, diácono); pero desde
fuera, las funciones ejercidas por los diversos órdenes provocaron
perturbaciones y transformaciones que están en continua relación con las
mutaciones de la sociedad y de las instituciones civiles, lo cual se debe a la
estrecha dependencia de la jerarquía eclesiástica respecto de la civil. El
mundo monástico queda al margen; nunca llegó a estar controlado por
ninguna de ambas jerarquías, aunque por derecho las dos podían aspirar a
ello.
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Examinaremos la situación del funcionariado bajo seis de sus diferentes
aspectos: salario, carrera, deberes y responsabilidades, castigos, controles y
retiro.
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Pretor de Paflagonia 725 sólidos de oro
Moderador de Fenicia 725 sólidos de oro
Quaesitor (fiscal) 725 sólidos de oro
Pretor de la plebe (con asesor) 720 sólidos de oro
Conde de Armenia III 700 sólidos de oro
Consulares de África 448 sólidos de oro
Los salarios eran bajos, pero los funcionarios tenían muchas maneras de
enriquecerse. La función de juez les procuraba grandes beneficios: así en el
siglo VI el gobernador de Cerdeña recaudaba una tasa regular sobre los
administrados paganos para que pudieran practicar cultos que legalmente
estaban ya prohibidos. En numerosas ocasiones los emperadores prohibieron
a los funcionarios provinciales y a sus familias adquirir bienes inmuebles en
el territorio de su jurisdicción o casarse con ricas herederas del país, pero sin
el menor éxito. Parece que muchos administradores se corrompieron y se
entregaron a numerosos abusos a costa de la población. Pero no todos eran
así. Por una carta de Teodoreto, obispo de Ciro, escrita sobre el 434 y dirigida
al exprefecto Antíoco, sabemos que: «Ciertamente, por otra parte, se puede
ver la equidad de vuestro juicio, pero lo que más pone esto de manifiesto es la
forma en que habéis elegido a los magistrados en quien confiar el gobierno de
pueblos y ciudades, ocupándoos por igual de todos los súbditos y escogiendo
a los hombres más incorruptibles, aquellos que están por encima del dinero y
que sostienen equitativamente la balanza de la justicia y que, por así decir,
son los mejores; si hemos encontrado a muchas de estas personas virtuosas
que han recibido su poder por vuestro sufragio, el que nos ha resultado como
el más digno de aprecio y respeto es el magnífico Neón. En efecto, lo
conocemos muy bien, porque a él le tocó llevar el timón de nuestro país y,
durante todo el tiempo que duró su cargo, actuó de forma que, por su prudente
gobierno, el barco estuvo siempre impulsado por vientos favorables. Si este
hombre, al dejar hoy sus funciones, ha dejado por su parte el fardo de las
preocupaciones e inquietudes, ha privado, por el contrario a sus administrados
de su paternal solicitud; corre a reunirse con Su Excelencia, tras haber
alcanzado la gloria en vez de la fortuna, con el esplendor de esta admirable
pobreza tan digna de alabanza. Enviádnoslo pues provisto de un nuevo
mandato de gobernador, porque Dios nos guarde de que se quite la ocasión de
hacer el bien a un hombre que sabe hacerlo».
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La organización de las dignidades y cargos en el siglo IX tuvo
repercusiones en la forma de hacer efectivo el pago de los salarios. Los
sueldos fueron tomando progresivamente el carácter de «gracia» concedida,
no ya en función de la importancia de los servicios prestados, sino a la
brillantez de la dignidad. Un hecho importante es que todos los dignatarios,
provistos o no de cargos, tenían derecho a retribución. En 1082, por ejemplo,
Alejo Comneno, buscando la alianza de Enrique IV contra los normandos de
Italia, le envió unos diplomas con la concesión de diversas dignidades a
miembros de su corte, acompañados de las retribuciones que implicaban
dichas dignidades.
En el siglo X la distribución de las retribuciones se convirtió en una
ceremonia áulica, que tenía lugar en la semana anterior al Domingo de
Ramos. Liutprando, embajador del emperador Otón I ante Constantino VII, en
950, describe la ceremonia a la que asistió y que duró tres días. «Una mesa de
diez codos de largo y cuatro de ancho estaba cubierta de bolsas llenas de
monedas de oro; en cada bolsa estaba indicado a quién correspondía. Las
personas afectadas empezaron a desfilar ordenadamente ante el emperador; se
las iba llamando sucesivamente según el rango de su cargo respectivo. El
primero en ser llamado fue el rector de palacio, al cual le pusieron el saco de
monedas, no en las manos, sino sobre los hombros junto con cuatro mantos de
ceremonia (llamados skaramángia). Siguieron luego el doméstico de las
escuelas y el drungario de la flota: el primero es el jefe de los soldados y el
segundo el de los marineros. Como estos tenían el mismo rango recibieron la
misma cantidad de monedas de oro y el mismo número de skaramángia. Pero
era tal la cantidad de objetos recibidos que no podían llevarlos a hombros, de
manera que, con la ayuda de sus acompañantes, los arrastraban y no sin
esfuerzo. Después entraron los veinticuatro mágistroi y a cada uno se le
dieron veinticuatro libras de oro y dos skaramángia. Vino luego el orden de
los patricios, recibiendo cada uno doce libras de oro y un skaramángion. De
cuantos siguieron y del número de monedas distribuidas, no sé ni el rango ni
el alcance. Se vio desfilar, en respuesta a la llamada, a una muchedumbre
inmensa de protospatarios, espatarocandidatos, koitōnítai, manglabítai,
prōtokáraboi, cada uno de los cuales recibía, según su rango, siete, seis,
cinco, cuatro, tres, dos, una libra de oro… La ceremonia, iniciada el quinto
día de la semana de Ramos, se prolongó durante el sexto y el séptimo día a un
ritmo de tres o cuatro horas diarias. En cuanto a los que tienen derecho a un
sueldo inferior a una libra de oro, reciben su salario de manos del chambelán
en vez de la del emperador. La ceremonia de la distribución dura toda la
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semana anterior a la Pascua». Esta costumbre continúa en el siglo XI, cuando
vemos que el nomophýlax o «maestro de leyes» (un profesor de derecho)
recibe anualmente de manos del emperador cuatro libras de oro y un manto de
púrpura, y con derecho además a pago en especie. Por supuesto solo los
dignatarios que vivían en Constantinopla percibían sus retribuciones de esta
forma; la mayor parte de los funcionarios las recibían en sus respectivas
localidades porque del conjunto de la recaudación tributaria en provincias se
deducían los salarios de los funcionarios locales antes de enviarse el resto a la
capital del Imperio. Las cantidades distribuidas directamente por el
emperador representaban solo una parte reducida del conjunto de la masa
salarial.
La promoción
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en 444); en caso de renuncia el puesto quedaba disponible para el siguiente de
la lista y así sucesivamente hasta que aparecía algún interesado. La
antigüedad de los supernumerarios no estaba fijada de manera rigurosa, pues
podía modificarse según el criterio de los trece empleados más antiguos a
favor de los que trabajaban con más asiduidad. Si un una plaza se quedaba
vacante por fallecimiento del funcionario, los herederos del difunto podían
vender la plaza al supernumerario más antiguo por la cantidad de 250 sólidos
de oro.
Los correos imperiales, a las órdenes directas del magister officiorum,
constituían un colegio importante que, en el siglo V, comprendía 1248
funcionarios. Como sucedía en los demás servicios el ascenso se realizaba por
antigüedad, salvo para los agentes con méritos excepcionales. Por eso el
emperador se reservó el derecho de hacer dos promociones suplementarias.
En el siglo IV uno de estos funcionarios, tras haber acabado la carrera, era
todavía muy joven para pretender un nombramiento de gobernador provincial.
Pero en el siglo V, parece que aquellos que creían que no podrían alcanzar el
último escalón de la categoría podían retirarse después de veinte o veinticinco
años de servicio. Estamos relativamente mejor informados de las condiciones
de la carrera en uno de los servicios fiscales del Imperio, el de las dádivas
(largitiones). Todo agente que se incorporaba a este servicio se le adscribía a
una de las oficinas y se le promovía por antigüedad, jubilándose después de
haber cumplido su servicio como jefe de la oficina, pero no podía pasar de
una oficina a otra del servicio. Con el paso del tiempo se aceleró el ritmo de
las promociones, de manera que, a principios del siglo V, el puesto de jefe de
la oficina, que duraba tres años, se redujo a uno. Mas la promoción no estaba
relacionada en todas las oficinas con la misma duración del servicio prestado:
los técnicos, por ejemplo los que trabajaban el oro, la plata o la piedra, tenían
que alcanzar treinta, cuarenta o hasta cincuenta anualidades, mientras que en
la mayoría de las oficinas administrativas, bastaba una docena de anualidades
para recorrer todos los tramos.
Deberes y responsabilidades
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preservar a sus administrados de cualquier perjuicio, deben también ocuparse
con mucho celo de la recaudación de impuestos. Los gobernadores y sus
ayudantes, cancilleres o adjuntos así como cualquiera de sus amigos o
parientes no deben recibir nada de los administrados, de lo contrario vendrán
obligados a restituirles el cuádruplo. Es necesario que se contenten con sus
emolumentos que les son devengados por el tesoro público conforme a la
legislación vigente».
En líneas generales los funcionarios, como agentes del emperador, estaban
obligados a serle fieles, a cumplir rigurosamente sus órdenes y las de sus
representantes y a cumplir las leyes en vigor.
Después del siglo VI los funcionarios tenían que permanecer en su puesto
cincuenta días a partir del cese de sus funciones para responder a cualquier
recurso interpuesto por los ciudadanos. Si el proceso abierto eventualmente
contra un funcionario no se resolvía en el plazo de esos cincuenta días, si el
proceso era civil el encausado requería un fiscal, si el proceso era penal el
funcionario debía permanecer en su puesto hasta la culminación de la causa.
Justiniano exigía que todo funcionario, al tomar posesión de su puesto,
recibiera una comunicación con las ordenanzas imperiales donde se
enumeraban sus deberes y que se jurase sobre el Evangelio gobernar sin dolo
ni fraude. Justiniano tenía prohibido a los funcionarios de Constantinopla
comprar bienes muebles o inmuebles, así como edificar sin autorización
imperial y a todos, en general, recibir cualquier donativo durante el
desempeño de sus funciones. Eran leyes antiguas y muy sabias pero
desdichadamente violadas continuamente y que los sucesores de Justiniano
tuvieron que renovar. Justino II (565-578) decidió el nombramiento de
gobernadores mediante su presentación por obispos y propietarios de la
región, obligándoles a depositar una fianza en garantía por el pago de
impuestos, con lo cual se comprometían a recaudarlos con moderación pero
con exactitud y además a administrar justicia.
A comienzos del siglo X todos estos reglamentos, cuando se promulgaron
nuevos textos relativos a la responsabilidad de los funcionarios, se integraron
en el corpus de las Basílicas. En virtud de su misión providencial, el gobierno
del emperador no podía ser otro que el beneficio de los súbditos. Así estos
estaban invitados a denunciar todo tipo de rapiña y violencia del que pudieran
ser víctimas por parte de funcionarios de cualquier categoría. Otra ley
prohibía a los funcionarios dar en matrimonio en la provincia de su
administración no solo a sus hijos, sino a todos aquellos que tuvieran algún
grado de parentesco. El objetivo de esta disposición era impedir que los
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funcionarios estableciesen lazos de parentesco en las provincias y que
pudieran dar lugar a favoritismos o proteccionismos a tal o cual administrado.
El legislador cuidó además que los funcionarios no estuvieran expuestos a
la tentación de adquirir bienes raíces a bajo precio. De ahí la permanente
prohibición —tanto en la capital como en provincias— de comprar bienes
muebles e inmuebles, de edificar, de aceptar herencias, fideicomisos o
donaciones en el territorio de su jurisdicción durante su administración.
León VI (886-912) abrogó estas restricciones con su novela LXXXIV, que
dice: «Las decisiones emitidas a propósito de funcionarios por parte de
nuestros predecesores, quiero decir que queda prohibido a los funcionarios de
la ciudad imperial adquirir bienes muebles o inmuebles o emprender
construcción alguna sin autorización del emperador; además una donación
hecha a un funcionario durante el período de su función no será válida si el
donante no la confirma con la autoridad de una escritura después que el
funcionario haya dejado su cargo, o bien hayan transcurrido cinco años desde
la renuncia a su puesto. Estas decisiones, por rigurosas que sean, han sido
tomadas con razón para impedir el reino de la violencia; pero dado que es
fácil cerrarle el paso a esta de otra forma, esas medidas no nos parecen
necesarias. Por eso queremos que sean abrogadas, sobre todo teniendo en
cuenta el hecho de que, por no implicar sanción alguna, su transgresión
quedaba diariamente impune; ya antes de nuestra presente ley esas
disposiciones no tenían la menor autoridad. ¿Por qué son innecesarias?
Porque el recurso de petición y súplica al emperador está abierto para todos
los que viven en esta ciudad, pobres o ricos, a cualquiera que padezca
violencia le está permitido apelar al emperador para no verse agobiado por la
amenaza, ¿dónde está entonces la necesidad —como si se tratase de un país
privado de todo socorro— de mantener una exigencia tal en una ciudad donde
se puede ser generosamente socorrido? Ordenamos pues que, conforme al
estado de cosas actualmente en vigor, los funcionarios puedan comprar y
edificar y que no sean incriminados por recibir dones voluntarios, dado que
los que puedan sufrir violencia no están desamparados —si se diera el caso—
por tener abierta la vía de apelación al emperador. Por lo que concierne a los
funcionarios de la provincia, hemos querido decidir lo siguiente: el estratego
(gobernador de un tema) no podrá comprar ni construir nada para su uso
particular durante el tiempo de su función, ni aceptar libremente dones. En
cuanto a los demás funcionarios, sus inferiores, una vez expuesto el caso al
estratego, serán revocados o mantenidos en sus funciones, según la decisión
de aquel».
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¿Estamos ante un retroceso del poder central o ante un avance consumado
de los cuerpos funcionariales? Sucedió lo que estaba previsto: la totalidad o
casi de los funcionarios adquirieron patrimonios y grandes propiedades sin
importar el precio en detrimento, sobre todo, de los pequeños propietarios.
Sanciones
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los afectados, dispuso contra los ejecutores y cómplices penas muy severas
entre las que se contemplaba la castración misma, y para los supervivientes el
trabajo en las minas y la confiscación de bienes; pero en esa época las
poblaciones del Cáucaso practicaban la castración a gran escala. Sabemos que
a partir del siglo V la casa imperial y luego la administración central utilizaron
a numerosos eunucos; les estaban reservados determinados cargos y títulos
áulicos, además de poder ejercer todas las funciones públicas con pocas
excepciones. Los eunucos tenían prioridad en las ceremonias. En la Iglesia, en
el ejército y en la jerarquía civil alcanzaron las funciones más elevadas. Entre
ellos se cuentan patriarcas como Germán I (siglo VIII), Metodio I (mediados
del siglo IX), Esteban II (siglo Xx), Eustratio Garidas (siglo XI), metropolitas,
clérigos y monjes. El eunuco Narsés, protospatario y chambelán, en época de
Justino II (565-578), hizo construir en Constantinopla el monasterio de los
«Puros» (Katharoí), reservado a los eunucos; asimismo les estaban abiertos
los más célebres monasterios de la capital, como el de Estudios. Numerosos
mandos militares fueron también eunucos, como Estauracio, en el reinado de
Irene (797-802), Eustacio estratego de Calabria (siglo X), el patricio Nicetas
derrotado y hecho prisionero por los árabes y rescatado medio siglo después
por el emperador Nicéforo II Focas, el patricio Nicolás libertador de Alepo y
Antioquía en 970, casi todos los jefes militares de Constantino IX y de
Teodora a mediados del siglo XI. En el círculo del emperador los eunucos
desempeñaron con frecuencia, hasta el siglo XIII, un papel muy importante: el
praepositus sacri cubiculi llegó a gobernar el Estado; Esteban el Persa llegó a
azotar impunemente a Anastasia, madre del emperador Justiniano II; Baanes
obtuvo las riendas de los asuntos del Imperio cuando Basilio I se marchó a la
guerra; con León VI el chambelán y eunuco Samonas, un exesclavo quizá de
origen árabe, llegó a apartar por un momento del trono patriarcal al poderoso
Nicolás, antiguo jefe de una de las oficinas imperiales; Basilio, hijo natural de
Romano I Lecapeno y una esclava eslava, es un ejemplo aún más llamativo,
porque, después de su victoria sobre los árabes, se le concedió el triunfo en el
Hipódromo, gozó de gran prestigio con Romano II y llegó a ser primer
ministro con Juan Tsimisces, así como uno de los mayores propietarios del
Imperio. Con Miguel IV (1034-41), que tenía tres hermanos eunucos, estos
dirigieron el Imperio, lo que se repetiría luego con Miguel VII y más tarde
con Alejo III Ángel, a finales del siglo XI, cuando el sacelario Constantino
mandaba la guardia palatina. Los eunucos del palacio, cuyo éxito dependía
probablemente del hecho de que no podían pretender la púrpura imperial,
pierden toda su importancia a mediados del siglo XIII, después del regreso de
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los Paleólogos, debido a la influencia de los prejuicios occidentales que
llevaron a considerarlos como seres físicamente inferiores.
La legislación, al reducir las sanciones previstas contra los funcionarios
culpables, demostró la consolidación del cuerpo de los agentes del Estado y el
debilitamiento de la autoridad que sobre ellos ejercía el poder central. A
finales del siglo XI, después de la llegada al poder de la familia de los
Comnenos, la nobleza administrativa, compuesta de grandes propietarios,
comenzó a cobrar auge y escapó cada vez más del control del poder central.
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porque, como dice el historiador Procopio, sabía recortar con extrema
habilidad el canto de las monedas de oro sin alterarlas. Elevado sin duda al
cargo de excónsul, después de haber sido jefe de un departamento,
probablemente el de finanzas, en la prefectura de Oriente, fue enviado a Italia
en el 540 en calidad de comisario imperial provisto de amplios poderes.
Encargado de sanear las deficitarias finanzas del país que, tras una dura
guerra de cinco años, aún no estaba del todo pacificado, empezó por realizar
rigurosos recortes: así los «pobres» de la ciudad de Roma se vieron privados
de los repartos de trigo realizados hasta entonces en San Pedro a expensas del
Estado; se suprimió toda forma de gratificaciones a los guardias de palacio,
práctica mantenida por la monarquía ostrogoda, aunque estas funciones se
hubiesen convertido en sinecuras después de la prohibición a los romanos de
prestar el servicio militar; se dejó igualmente de pagar el sueldo a los
silenciarios, a los senadores, probablemente a todos los demás funcionarios
civiles de una corte que había dejado de existir; los soldados vieron que se les
aplicaban los métodos que Alejandro había aplicado con tanto éxito en
Oriente, como veremos, con lo que se resarcieron a costa de las poblaciones
de Italia. Por otra parte, Alejandro se empleó a fondo y de la manera más
despiadada —habría que remontarse un siglo antes a Teodorico— en la
recuperación de impuestos impagados y en arrancar a los funcionarios las
cantidades que él les acusaba de haber desviado.
Siguiendo su camino Alejandro se detuvo en Grecia para reorganizar el
sistema defensivo de las Termopilas, que acababa de demostrarse insuficiente
con ocasión de la invasión búlgara del año 540. Reemplazó la milicia local,
encargada antes de esa defensa, por dos mil soldados regulares y destinó para
su mantenimiento los recursos municipales que hasta entonces en las ciudades
griegas se destinaban a la subvención de los juegos y de las obras públicas,
medida que condujo a un sensible declive del patrimonio artístico.
A una inspección financiera análoga se dedicó —por orden del emperador
Mauricio— el excónsul Leoncio, un amigo de la familia del emperador y de
su tío Domiciano, obispo de Melitene. Leoncio era un antiguo jefe de la
oficina de hacienda de Constantinopla que desembarcó en Sicilia a fines del
verano de 598, se estableció en Siracusa (en cierto modo la capital de la
Sicilia bizantina) y, en colaboración con la administración eclesiástica, sobre
todo con el obispo de Siracusa, tal como preveían las leyes, convocó durante
dos años a los funcionarios laicos y eclesiásticos, notables y altas
personalidades de Italia y Sicilia, todos excedentes, para verificarles sus
contabilidades.
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Jubilación de los funcionarios
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respetable suma de dinero para que puedan subvenir a sus necesidades en la
vejez».
Si un funcionario fallecía uno o dos años antes de terminar su carrera la
viuda y los hijos podían recibir la recompensa final por los servicios prestados
por su padre.
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aborrecía cordialmente, exalta su energía, su clarividencia política y su
habilidad para superar la mayores dificultades.
Focio, patriarca de Constantinopla (858-867 y 877-886) fue un erudito y
un hombre de Estado. Aristócrata de nacimiento, su familia estaba unida a la
familia imperial por vínculos matrimoniales, ya que su padre era el cuñado de
la emperatriz Teodora. Tampoco cabía ninguna duda sobre la ortodoxia de la
familia, porque el padre de Focio, el mismo Focio y un tío suyo, durante el
iconoclasmo, habían sufrido por causa de su adhesión al culto de las
imágenes. La formación y erudición de Focio en materia teológica y en
ciencias profanas era legendaria, hasta se decía que había vendido su alma al
diablo para adquirirlas. Destinado por su educación a una carrera laica,
parecía encaminado a la administración civil o la diplomacia. En 858, se
encontró a la cabeza de la cancillería imperial, pero desde hacía ya tiempo era
una figura señera del mundo político y de la sociedad bizantina. En su vida
todo fueron ventajas como punto de salida: nacimiento, inteligencia, buenos
modales y dinero, de todo ello supo sacar el mejor provecho. Era íntimo
amigo de Bardas, tío del emperador; cuando este hombre de Estado llegó al
poder en 856, Focio se convirtió naturalmente en su consejero de confianza, y
cuando el patriarca Ignacio fue obligado a dimitir, Focio accedió al cargo más
alto de la Iglesia bizantina. Tuvo el mérito de distinguir con mayor claridad
que nadie que había llegado la hora de nuevas tareas para la Iglesia bizantina,
con la potente extensión de su influencia en el mundo eslavo, y las nuevas
posibilidades que se le abrían a la Iglesia fuera de las fronteras del Imperio;
Focio preparó la realización de esos nuevos retos al aunar la potencia y el
crédito internacional de la sede de Constantinopla. El asesinato del césar
Bardas, su protector, y del emperador Miguel III, supuso la caída de Focio,
recluido por el nuevo emperador Basilio I en un monasterio. En 875, una vez
que se vio que el cambio de política eclesiástica no había mejorado la
situación interna del Imperio ni las relaciones con Roma, Basilio volvió a
llamar a Focio a Constantinopla, le confió la educación de sus hijos y lo
restauró en el trono patriarcal a la muerte del viejo Ignacio en 877. El cambio
de soberano supuso un nuevo desplazamiento de Focio. León VI apartó al
gran patriarca y llamó para sucederlo a su jovencísimo hermano Esteban.
Focio murió exiliado en Armenia.
Escritor y estadista, Miguel Pselo nació y se educó en Constantinopla.
Aprendió sus primeras letras en el monasterio de Tà Narsoû. En esta misma
escuela o en otra realizó sus estudios de ortografía y poesía, y luego de
retórica. En torno a los veinticinco años de edad es todavía un «estudiante» y
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participa en concursos de declamación. Con posterioridad lo encontramos
enseñando en una escuela pública durante un largo período. Enseñaba de
todo: ortografía, materias del quadrivium, derecho, pero sobre todo retórica y
filosofía. Tras estos modestos principios, sus cualidades llamaron pronto la
atención en Constantinopla y se especializó en la enseñanza superior
convirtiéndose en un profesor famoso. Recibió el título de «cónsul de los
filósofos». Y no hubo rama del conocimiento en su tiempo en la que no
destacara. La corte y los emperadores se embelesaban con su talento. Fue
secretario de Estado, gran chambelán, primer ministro y pronto llegó a hacer
y deshacer emperadores; murió en desgracia en marzo de 1078.
Con el siglo XI aparecen las dinastías familiares de altos funcionarios; en
el siglo XIV los notables consideran que los puestos de responsabilidad les
corresponden por derecho. Veamos algunos ejemplos. Miguel Tarcaniotes
Glabas nació hacia 1240; fue nombrado sucesivamente primicerio de la corte
(grado 33), gran papías (grado 22), pincerna (grado 15), gran condestable
(grado 12), gran primicerio (grado 11). Al final de su reinado Miguel VIII
Paleólogo lo nombró protovestiario, pero sobre todo puso este cargo en el
cuarto rango de la jerarquía áulica. Llegado a protostrator en 1293, rehusó por
escrúpulos el título de césar, pero recibió a final de siglo el de megaduque.
Esta larga carrera se inscribe toda ella en los grados más altos de la jerarquía
de la corte, pero hicieron falta cuarenta años para que el titular pudiera
alcanzar el vértice de la jerarquía. Es un ejemplo de ascenso regular de un fiel
servidor, y afortunado, del Imperio. Su suegro Alejo Filantropeno conoció
una suerte algo distinta. Fue nombrado protostrator en 1261; se cubrió de
gloria en numerosas batallas, pero no obtuvo el rango de megaduque hasta
pasado 1271. Su promoción fue por tanto bastante lenta.
Cuatro eran las carreras posibles para las grandes familias: la
administración civil, la corte, el ejército, la Iglesia. En principio, los grandes
oficiales y altos dignatarios eran muy pocos, lo que se explica muy bien por el
excepcional papel desempeñado por ellos en los asuntos del Estado o en el
servicio de la corte. El megaduque mandaba la flota, con lo que no podía
haber más de uno en ejercicio, en virtud de un concepción totalmente unitaria
del mando supremo como expresión de la autoridad imperial. Alejo
Filantropeno fue nombrado megaduque solo después de fallecer el
megaduque titular, Miguel Láscaris.
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El autor de las siguientes reflexiones es un general que tomó parte en la
campaña de Bulgaria en 1041 y que fue estratego del tema de la Hélade, con
residencia en Larisa: Cecaumeno. Este recomienda a su lector dos formas de
satisfacer sus necesidades: entrar al servicio del Estado —en el ejército o en la
administración— y esperar del emperador pensiones, dignidades,
recompensas; o si uno es un simple ciudadano particular o bien un jubilado:
cultivar la tierra. Dice: «Si no eres rico, no te pongas a construir, planta mejor
viñas y trabaja la tierra… si no estás en servicio activo, no tendrás mejores
recursos que los de la tierra». El cultivo de la vid es particularmente
provechoso. En líneas generales hay que buscar las formas de explotación
rural que anualmente, en régimen de arriendo o de aparcería, resulten
ventajosas sin esfuerzo: «Construye molinos, cultiva huertos, planta árboles
de todo tipo, rosales, que cada año te darán fruto sin perjuicio alguno; ten
ganado, bestias de tiro, cerdos, corderos, y todo lo que a lo largo del año
crezca y se multiplique por sí solo; eso es lo que te dará abundancia en la
mesa y placer en todo».
Persona experimentada, sentenciosa, moralista, prudente, receloso,
Cecaumeno dejó escapar un pensamiento cuyo origen neotestamentario es
evidente, pero que pierde su banalidad porque está dirigido al emperador:
«Hay ignorantes que proclaman que tal persona es de ilustre y antiguo linaje,
que tal otra es de extracción baja y humilde: yo afirmo que todos los hombres
son hijos de Adán, ya sean emperadores, notables o proletarios». Esta opinión
era probablemente compartida por todos los bizantinos. Las pautas de vida de
Cecaumeno se reducen todas al temor de Dios y del emperador, a ser justo a
ojos del primero y leal a los del otro; respecto de lo demás, recomienda «estar
en guardia». Cecaumeno va por la vida con pasos prudentes y, según su
expresión, «con la mirada baja»: «temer» —dice— «es provechoso».
Su devoción es sincera y auténtica, pero la religión no le ofrece materia
alguna de reflexión. Para él la humanidad se divide en dos: por un lado los
buenos cristianos, por otro los herejes, judíos y musulmanes. La devoción
consiste para él en asistir a los oficios y decir las oraciones: las de la mañana,
las de las cuatro, las vísperas y las completas; es buena cosa añadir, a mitad
de la noche, el recitado de algún salmo, porque a esa hora se puede conversar
con Dios sin distraerse. También es bueno leer las Escrituras, sin exceso de
curiosidad. Hay que venerar a las santas imágenes, pero no llevar encima
amuletos, sino una cruz, la imagen de un santo o una reliquia; Cecaumeno no
es supersticioso y rechaza creer en sueños y adivinaciones. Es excelente
frecuentar a los monjes, aun cuando parezcan muchas veces simples de
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espíritu; después de todo, así eran los apóstoles. Por el contrario hay que
mantenerse alejados de esos seres inquietantes que son los «locos de Dios».
Ante el emperador, del cual proviene todo, «honores y beneficios», hay
una única regla de conducta: ser fiel a aquel que está sentado en el trono de
Constantinopla, porque siempre tiene razón. Pero esta potencia suprema es
sospechosa, y peligrosas las personas de su entorno. Hay pues que evitar con
cuidado el mezclarse en una conversación sobre el emperador o la emperatriz,
especialmente durante los banquetes. Hay que desconfiar de los celosos,
maledicentes y calumniadores; tener una conducta modesta y reservada, no
dar pie a sospecha alguna. Incluso en favor de los amigos, no hay que
intervenir más que raramente y con discreción. Las mismas reglas valen para
las relaciones con los notables y en general con los superiores: no ser
inoportuno, guardar las distancias, no quejarse, no reclamar nada y, por
encima de todo, observar la mayor reserva con sus esposas, aun cuando estas
den confianzas. Por otra parte, se debe desconfiar de los subordinados, a
menudo son pérfidos y prontos a la corrupción o la calumnia. Si, por fin, se
ocupa un puesto importante, hay que vigilarlo todo, informarse acerca de
todo, tener espías en todas partes. La impresión es la de una tupida red de
maledicencias, espionaje y delación, que se extiende por la corte, por la
capital y las alturas de la administración.
El consejo que con mayor frecuencia acude a la pluma de Cecaumeno es:
«No fiarse». Resulta curioso ver a este general dirigirse a otro general para
recomendarle, conforme a la más pura tradición bizantina, debilitar al
adversario mediante ardides, estratagemas, trampas y solo combatir en último
extremo si es absolutamente necesario; procurando así mantenerse uno en el
justo medio entre la temeridad y la cobardía. El objetivo es triunfar mediante
la habilidad.
Cecaumeno debió ser un buen general y un lúcido gobernador, con muy
buen sentido pero poca finura. Carece de imaginación, pero ha visto de todo.
No es inculto y habla de la lectura con una sencillez conmovedora: «Lee
mucho, aprenderás mucho; aunque no comprendas, persevera; Dios acabará
por enviarte el conocimiento. No te dé vergüenza preguntar lo que no
entiendas a quienes saben».
Sometido a la autoridad absoluta de un Estado omnipotente y a la religión
de ese Estado, Cecaumeno no piensa ni por un instante en enjuiciar al orden
establecido, copia imperfecta del orden celestial que le está prometido.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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Fuentes
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Svoronos, N., Études sur l’organisation intérieure, la societé et l’économie de l’empire byzantin,
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Página 278
Capítulo noveno
EL EMPERADOR
Michael McCormick
Página 279
Comneno y su esposa Crisobula fundacional del Monasterio de Dionisíu, Monte Atos,
emitida en septiembre de 1374
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«El sol reina» o «el sol es como un emperador» (ho hēlios basileúei).
Con estas palabras, los hombres y mujeres del medievo bizantino solían
describir el resplandor purpúreo y los tintes dorados de la puesta de sol
mediterránea. En pocas palabras, esta frase nos dice cosas importantes. Igual
que el sol presidía el mundo natural de los bizantinos, del mismo modo el
emperador aparecía como pináculo y principio organizativo supremo de su
sociedad. Como los rayos del sol mediterráneo, su poder y su espléndida
presencia impregnaban la realidad y la imaginación de los bizantinos. Nuestro
intento de evocar al hombre bizantino no puede dejar de considerar el
emperador sin perder una faceta esencial, quizá incluso determinante, de la
experiencia vital bizantina.
Comenzaremos por el aspecto del emperador que era más visible al
bizantino de la calle y que domina aún hoy nuestro modo de entenderlo, la
simbología de su poder. De aquí intentaremos penetrar en los recintos del
Sagrado Palacio, para descubrir las estructuras físicas del poder. Solo
entonces podremos comenzar a valorar la naturaleza de tal poder y de los
hombres —y mujeres— que lo ejercieron. Y concluiremos después, volviendo
al punto de partida, a la manifestación pública del poder, esta vez no en sus
símbolos estáticos sino en las proyecciones dinámicas y simbólicas del poder,
en las grandes ceremonias del emperador que pretendían llenar el vacío entre
gobernante y gobernado, encarnar en una elaborada codificación de gestos las
verdades y falsedades más profundas del gobierno imperial.
Pero antes debemos advertir al lector que este historiador tendrá que
recurrir en gran medida a su propia investigación y concentrarse en la
experiencia imperial bizantina hasta la línea divisoria marcada por 1204,
fecha del saqueo latino de Constantinopla. Hay que hacer virtud de esta
necesidad: nos ayudará a recordar que, a pesar de la continuidad real en las
tradiciones y rutinas del gobierno imperial, la clase dominante bizantina
afirmó ruidosa e incesantemente y, por ello, magnificó y distorsionó esta
continuidad.
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Los símbolos del poder
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«emperador» por un dócil papa, los herederos de Augusto y Justiniano en
Constantinopla disiparon cualquier confusión proclamando en sus monedas
que eran ellos los «emperadores de los romanos». Su ley era la ley romana: de
hecho, las dos grandes codificaciones de la legislación romana fueron
promulgadas en Constantinopla por dos de los primeros emperadores
«bizantinos», Teodosio II y Justiniano, y algunos paleógrafos consideran que
el magnífico códice florentino del Digesto fue preparado en los talleres
imperiales —latinos— del Bósforo, en vida del propio Justiniano.
La ideología del poder del emperador tiene un origen romano, pero fue
profundizada, reformulada y transformada por las poderosas corrientes
cristianas y helenísticas que se abrieron paso en el mundo de la moribunda
Antigüedad. En el siglo VII, el título más importante de gobernante, basileús,
ostentado antaño por los sucesores de Alejandro de Macedonia, se había
introducido en la titulación oficial romana a partir de la lengua común,
perdiendo de este modo su significado clásico de «rey» para pasar a ocupar el
área semántica de «emperador» o «basileo». La palabra latina rex fue
transliterada en griego rex para designar la forma menor de soberanía que
prevalecía en la periferia del Imperio.
El emperador, dotado del favor divino, seguía siendo elegido comandante
en jefe, bien fuera el ejército, bien el sýnklētos (senado de Constantinopla)
o los ciudadanos quienes actuaran como agentes divinos, proclamando con
aclamaciones cadenciosas que proclamaban legalmente su rango. En los
primeros siglos de Bizancio, este aspecto no hereditario de la ideología
republicana de la antigua Roma seguía teniendo vigencia. El papa Gregorio
Magno consideraba aún la transmisión hereditaria del poder una característica
de pueblos bárbaros, como los francos o los persas. Era el éxito, en particular
el militar, el que legitimaba al emperador, cuyo heredero debía ser designado
coemperador cuando el titular aún vivía, para asegurar una transmisión de
poder no traumática. De hecho, esta exigencia constitucional del éxito como
requisito previo para la supervivencia política —e incluso biológica—
llamaba la atención de los observadores extranjeros, como es el caso del árabe
medieval que afirmaba que los bizantinos deponían a su emperador si volvía
de la guerra sin haber vencido. De ahí la tremenda vitalidad de las
usurpaciones, que constantemente pusieron a prueba la autoridad de los
distintos emperadores, aun sin poner por ello en entredicho el concepto de
emperador.
Este hombre providencial era elegido por Dios: sus monedas proclamaban
el hecho de que él venía «de Dios» (ek theoû). Sus súbditos se llamaban
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doûloi, lo que en tiempos de Tucídides habría significado «esclavos» pero que
ahora quizá se acerca más al concepto de «siervo». El basileo era el
representante de Dios en la tierra, que había heredado el boato del culto a la
divinidad de sus antecesores romanos. Su persona era sagrada, aunque esto no
lo protegiera de la amenaza de asesinato. Era el único laico que disfrutaba de
privilegios especiales dentro de la Iglesia ortodoxa. Si su relación especial
con Dios, intrínseca a la concepción bizantina del mundo, derivaba de que
Dios le había elegido para gobernar, aquella se manifestaba y reforzaba
continuamente con la piedad y la ortodoxia del emperador y con su especial
munificencia hacia Dios. Donde los emperadores romanos habían construido
vastas termas, mercados o columnas triunfales, los emperadores bizantinos
preferían construir iglesias. Las imágenes de la propaganda imperial
mostraban al emperador presentando ofrendas a la Virgen y al Niño, como
sucede en un célebre mosaico de Santa Sofía, y actos de generosidad
cuidadosamente calibrados concluían sus visitas rituales a los edificios
sagrados de la capital.
Por otra parte, todos los emperadores estaban indirectamente santificados
por el culto oficial que la Iglesia ortodoxa oriental concedió a Constantino I,
el prototipo semimítico de emperador ideal —al menos en su legendaria
encarnación de la Edad Media— y por las conmemoraciones regulares de los
predecesores del emperador en el Synaxárion o calendario festivo de la Iglesia
de Constantinopla. Cada año, los aniversarios litúrgicos, procesiones y oficios
litúrgicos señalaban los óbitos de los emperadores, así como sus victorias,
tomas de posesión del trono, etc. que delimitaban el espacio y tiempo
públicos gracias a los monumentos y los días festivos imperiales.
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palacio podían «hablar», dando mudo pero elocuente testimonio de
inminentes acontecimientos. Cuando, por ejemplo, los ciudadanos de
Constantinopla descubrían al despertar la espada y el escudo imperiales
colgados en la puerta de Palacio, sabían que la guerra estaba muy próxima y
que el basileo iba a llevar el ejército a la batalla. La presencia o ausencia de
un mosaico de la Virgen sobre la entrada de Palacio ponía de manifiesto las
opiniones teológicas del entonces emperador y, manipulando esto, se podía
provocar revueltas en las calles.
A comienzos del siglo V, la nueva capital de Constantinopla se había
convertido en uno de los mayores centros urbanos de la mitad oriental,
económicamente más desarrollada, del Imperio romano. El conjunto palatino
había sido fundado por Constantino I al sureste de la accidentada península
sobre la que se construyó la Nueva Roma, en el corazón del espléndido centro
monumental de la ciudad. Las dimensiones y la magnificencia del Palacio
justificaron pronto que el nombre de «Grande» lo distinguiera de las
residencias imperiales más pequeñas asentadas en otros lugares de la ciudad y
sus suburbios. Su acceso estaba marcado por el Milión, el miliario de oro que
informaba de las distancias entre el corazón del Imperio y todas sus grandes
ciudades; los visitantes de Estambul pueden ver un fragmento recientemente
descubierto de este monumento al comienzo de Diwán Yolu, que coincide
aproximadamente con el antiguo «Coso» de Constantinopla. Los espléndidos
pórticos que llevaban desde el Milión hasta la Calce (la «Puerta de Bronce»),
monumental entrada principal de Palacio, estaban reservados a los mercaderes
de perfumes, de modo que el acceso a la morada imperial era una delicia tanto
para el olfato como para la vista de los bizantinos.
Por lo que respecta a la parte occidental o continental, la masa imponente
del Hipódromo —escenario de tantos dramas deportivos y políticos en los
primeros siglos del Imperio— protegía el complejo del Gran Palacio de los
incendios y tumultos que amenazaban la próspera capital de la Antigüedad
tardía. Dentro del Hipódromo, un palco protegido (el káthisma) permitía al
emperador contemplar las carreras del circo y presentarse ante la población de
su ciudad sin riesgo a exponer su propia persona; este palco imperial estaba
físicamente unido al Palacio por un pasadizo de seguridad. Justo al norte del
Palacio, una plaza monumental adornada por la gran columna triunfal de
Justiniano y la sede del Senado proporcionaba el telón de fondo de las
procesiones que acudían a los oficios en Santa Sofía durante las grandes
festividades religiosas. Hacia el sur y el este, el Palacio se extendía pendiente
abajo hacia el mar en una serie de jardines, terrazas, balcones y edificios
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residenciales y oficiales. El magnífico y lujoso palacio de Bucoleón, que tanto
impresionó al arzobispo cruzado Guillermo de Tiro, se extendía sobre la playa
y un embarcadero privado al pie de la vertiente sur.
La máxima expansión del Gran Palacio se alcanzó probablemente en los
siglos V y VI, pero la construcción de edificios importantes continuó durante
otros seiscientos años más. En los siglos IX y X, las repuestas finanzas
imperiales permitieron una amplia remodelación. La dinastía de los
Comnenos, sin embargo, trasladó su residencia principal al nuevo palacio de
las Blaquernas en el límite noroeste de la ciudad, dominando el Cuerno de
Oro y la llanura al otro lado de la muralla; el Gran Palacio, otrora residencia
de gala, cayó poco a poco en un estado de semiabandono.
La corte adoptó el estilo de vida distendida de la sociedad romana y
disfrutaba de períodos de descanso en los alrededores campestres de los
suburbios asiático y europeo de la capital. Los palacios costeros que
salpicaban las orillas del Mar de Mármara y del Bósforo se extendían desde
las magníficas construcciones erigidas por Justiniano y Teodora a lo largo de
la bahía de Calcedonia hasta el pabellón de recreo de Miguel III en San
Mamas, la moderna Beşiktas, una zona que también apreciarían después los
sultanes otomanos.
Comoquiera que fuere, por muchas residencias de verano que
construyeran los emperadores, durante la mayor parte de la historia del
Imperio las estructuras físicas del poder se identificaron con el Gran Palacio.
Resulta llamativo que, a pesar de la atención arqueológica y topográfica
prestada a los escasos restos que han sobrevivido de él, los abundantes
testimonios sobre cómo el Palacio funcionó como institución nunca hayan
sido reunidos e investigados en conjunto.
El Gran Palacio constituía una especie de ciudad dentro de la ciudad y sus
edificios reflejaban sus muchas funciones. Desde fecha temprana, el Palacio
estaba separado por murallas de la ciudad que lo circundaba, si es que el muro
perimétrico identificado en el palacio tardoantiguo de Ravena indica de algún
modo una práctica constantinopolitana. Es seguro que emperadores
posteriores como Justiniano II y Nicéforo II Focas fortalecieron y extendieron
las fortificaciones del Gran Palacio. La seguridad del autócrata se intensificó
con ulterioridad al acuartelarse las fuerzas de asalto justo dentro de la entrada
principal al Gran Palacio, impidiendo el acceso a la familia imperial.
Disidentes y conspiradores desaparecían en el interior de las prisiones del
complejo. Si todo lo demás fallaba, un puerto privado permitía al amenazado
emperador escapar del Gran Palacio. En épocas de tranquilidad, este puerto
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permitía igualmente un transporte por agua rápido y seguro a muchos puntos
de la ciudad a bordo de la embarcación escarlata del emperador. Después de
haber estado a punto de perder su trono durante la sublevación de la Nika,
Justiniano I construyó graneros y hornos de pan dentro del Gran Palacio para
asegurar su autoabastecimiento; las cisternas, por otra parte, garantizaban el
suministro de agua. Las listas de personal indican que el Palacio incluía
establos y talleres artesanales. Un campo de polo privado permitía a los
emperadores y su familia solazarse con alguno de los deportes favoritos en la
Edad Media. Varias capillas e iglesias construidas dentro del complejo
atendían a las necesidades religiosas del Palacio; a finales del siglo IX, una
plantilla permanente de doce sacerdotes y numerosos diáconos residía dentro
de los muros de Palacio.
Los antiguos edificios del Gran Palacio se articulaban probablemente en
una serie de pórticos peristilos rectangulares, cuyos patios ajardinados debían
de estar adornados con estatuas o fuentes, mientras que los propios pórticos
podían albergar magníficos mosaicos, como el que aún se puede ver en el
Museo de Mosaicos de Estambul. Cuando hacía buen tiempo, los altos
funcionarios solían despachar los asuntos de gobierno en los pórticos al aire
libre: ahí es donde se reunieron para discutir la elección de Anastasio I en 491
y, en cierta ocasión, Constantino V dio audiencia en una terraza desde la que
se divisaba el mar. Alrededor de tales pórticos esperaríamos encontrar los
edificios que albergaban los ministerios clave del gobierno imperial. La
expresión «el Palacio», de hecho, se utilizó en ocasiones como forma
abreviada para indicar la «sede del gobierno». Y desde una fecha muy
temprana, algunos miembros de la burocracia como el Maestro de Oficios
(magister officiorum) o el Conde de las Dádivas Sagradas (comes sacrarum
largitionum) —este presumiblemente responsable de la ceca— tenían su
cuartel general en palacio. Sabemos que, en el marco de esa economía
monetaria que fue la bizantina, el emperador tenía a buen recaudo sus vastas
reservas en moneda y metales preciosos dentro de palacio: Basilio II tuvo que
construir galerías especiales en forma de espiral debajo del palacio para
almacenar sus existencias. Parece que el número de oficinas de gobierno con
sede real dentro de sus muros fue aumentando con el paso de los siglos, dado
que allí tenían su sede servicios administrativos tan distintos como la
cancillería imperial y los juzgados. Puertas triples conducían desde los
pórticos a los grandes salas que servían de escenario a los actos solemnes de
gobierno como la lectura en voz alta de nuevas leyes, las audiencias
concedidas a embajadores extranjeros o las promociones de los funcionarios
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de alto rango. El emperador ocupaba una plataforma elevada en uno de los
extremos de la sala, de la que lo separaban una cortina, mientras que la
taracea del suelo servía de guía a los movimientos de los admitidos a su
presencia. Quedará claro cómo se utilizaban estas salas cuando examinemos
la proyección ritual del poder imperial.
La residencia del emperador constituía dentro de palacio una unidad
estructural más. Estaba separada del resto y aislada, y sus recintos estaban
custodiados por el todopoderoso cuerpo de los eunucos de palacio. Hay que
considerar privilegiados, en efecto, a los simples mortales que tenían acceso a
la residencia privada del emperador.
Una muchedumbre tan grande como heterogénea poblaba las estructuras
físicas de esta ciudad dentro de la ciudad. Ya hemos hablado de los burócratas
y los guardias imperiales. El emperador, por supuesto, vivía allí con su madre,
esposa e hijos y eventualmente con otros miembros de su amplia familia. A
otros familiares, como los muchos que tenía la primera esposa del emperador
Constantino VI, se los alojaba en las proximidades de Palacio.
El normal funcionamiento de las esferas privadas y públicas de la vida del
entorno imperial requería una cuidadosa organización. En los primeros siglos
de Bizancio, todos los residentes de Palacio de alto rango constituían al
parecer una especie de célula organizativa autónoma, puesto que vivían con
su propio personal doméstico, incluyendo siervos, guardaespaldas y un
bodeguero, la presencia del cual sugiere que el almacenamiento y la
preparación de la comida de cada unidad se organizaba de un modo
independiente en el interior del palacio. Cada unidad estaba financiada con
ingresos organizados independientemente. Así, a finales del siglo IX, la
embarcación privada de la emperatriz estaba financiada por los ingresos que
iban a parar a su propia «Mesa» (palabra que en griego, trápeza, tiene
implícita la acepción de «banco») o contabilidad de las provisiones, donde se
administraban.
Los hombres y mujeres que prestaban servicios en palacio desempeñaban
todas las funciones esperables en una mansión tan extensa y fabulosamente
rica. Multitud de gente contribuía al bienestar de la sede palaciega: las leyes
tardorromanas nos hablan de encargados de la iluminación, porteros e
intérpretes; artesanos y obreros vinculados a la ceca imperial y artistas de
palacio que imaginamos produciendo en masa obras de arte y troqueles que
necesitaban la acuñación y la propaganda imperial, ya se tratase de obsequios
o de encargos especiales. Las prescripciones del ceremonial medieval revelan
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la presencia de artistas y artesanos vinculados a palacio: tenemos noticia de
los sastres del emperador, expertos en el manejo del oro, y de sus orfebres.
Los atriklínai, maestros de ceremonias en los banquetes de Estado,
desempeñaban un delicado papel estableciendo la precedencia y asignando un
puesto a cada invitado. Los eunucos supervisaban la actividad cotidiana del
palacio: el papías, asistido por su «número dos» (deúteros), que aparece por
primera vez en el siglo VIII, supervisa la rutina elemental del engranaje
palaciego, de las construcciones a la iluminación. A su cargo estaba el
personal de palacio de rango menor (diaitárioi) que se organizaba en
secciones llamadas «semanas», reflejando su calendario de trabajo. En el
siglo X, se hizo un esfuerzo por restringir su reclutamiento a residentes en la
capital o sus alrededores inmediatos.
Los miembros de más alto rango del personal doméstico de palacio eran
los chambelanes, eunucos vinculados a los apartamentos imperiales o
cubucleo (kouboukleíon, del lat. cubiculum). Sin sexo y —al menos en teoría
— sin descendencia, los eunucos cubicularios eran los marginales por
excelencia. Paradójicamente, su falta de poder generó una gran influencia en
forma de absoluta confianza con la familia imperial y la autoridad que ello
suponía. Los eunucos servían la mesa imperial y preparaban la cama y el
vestuario del emperador. Todas las noches se encerraban con él en su
dormitorio y se tendían a dormir entre su cama y la puerta. Controlaban el
programa personal de actividad del emperador y cuidaban sus insignias. Su
cooperación era indispensable para cualquiera que deseara ser escuchado por
el emperador: a san Cirilo de Alejandría, el apoyo imperial a sus posiciones
teológicas le costó en sobornos a eunucos la suma de 50 a 200 libras de oro
para cada uno.
A comienzos del milenio bizantino, la ley romana prohibía la castración
de ciudadanos y muchos eunucos imperiales procedían de regiones situadas
más allá de los confines nororientales del Imperio. En el siglo VIII, los
criterios de reclutamiento parecen haberse modificado: se tiene noticia de que
uno de los más importantes ministros eunucos de la emperatriz Irene conspiró
para obtener la púrpura para su propia familia, lo que implica claramente que
era un bizantino; poco después un campesino paflagonio imploraba a Dios
que le concediera un hijo que poder castrar y le mantuviera durante su vejez
con su servicio en palacio. En la segunda mitad del siglo X, encontramos
incluso un miembro ilegítimo de la familia imperial, Basilio Lecapeno,
ocupando un puesto central en el cubucleo imperial.
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El poder legal de los eunucos creció tanto que, en el siglo X, su jefe estaba
al frente de la organización de las ceremonias imperiales, un privilegio
arrebatado de las manos de los más importantes ministros barbudos del
Estado algún tiempo después del siglo VI. En época tardoantigua, el eunuco
denominado castrensis o mayordomo supervisaba el personal de rango menor
de palacio y ya hemos visto la importancia de su sucesor medieval, el eunuco
papías. Los eunucos contribuían también a la educación de los hijos del
emperador: el célebre Antíoco había sido tutor del emperador Teodosio II y el
papa Gregorio I expresó su preocupación por el ejemplo que los eunucos
podían dar a los hijos del emperador Mauricio. Cuando se planeaba el
matrimonio entre la hija de Carlomagno y el hijo de la emperatriz Irene, un
funcionario eunuco fue despachado a Occidente para instruir a la joven franca
sobre las costumbres y la lengua de la corte bizantina. La preocupación
constante por exponer los privilegios y prerrogativas que correspondían a los
eunucos del cubucleo da a entender que, si bien el emperador Constantino VII
proclama explícitamente su autoría, el gran tratado Sobre las ceremonias —
del siglo X— debía mucho a este grupo social. Tal era el prestigio de los
eunucos que la mentalidad medieval los imaginaba como ángeles. Hasta que
su poder fue recortado por el triunfo de los lazos de parentesco como
principio organizativo de la vida pública en época de los Comnenos, los
eunucos de confianza llegaron incluso a ponerse al frente de los ejércitos
imperiales.
La corte que pasaba día y noche en este espléndido teatro era
verdaderamente un crisol de etnias. A comienzos del Imperio, rodeaban a la
persona del emperador guardianes de origen godo, eunucos persas, burócratas
italianos y norteafricanos; lo mismo sucede en el siglo XII, cuando
comandantes turcos y normandos velaban por la seguridad imperial,
intérpretes latinos con sus familiares de Bérgamo trabajaban para el palacio,
mientras emperatrices húngaras o francesas y sus damas de compañía
presidían la vida social de la corte. No nos puede extrañar que hasta el siglo VI
la corte de Constantinopla constituyera un importante enclave de
latinohablantes en el este griego; el impacto de este bilingüismo puede
todavía ser plenamente captado en el argot técnico de la burocracia medieval
griega, que está plagada de latinismos que van desde patríkios, doûx o
doméstikos hasta sékreton (oficina) o skoutárion (escudo). En el siglo XII, el
entusiasmo del emperador Manuel I Comneno y los miembros latinos de su
séquito por las formas del Occidente feudal fomentó la difusión de un modo
de vida occidental en la clase dominante bizantina: justas y torneos
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reemplazaron a las antiguas carreras de cuadrigas como entretenimiento
favorito de la corte en el Hipódromo.
¿Quiénes fueron estos emperadores, qué hicieron y por qué fueron tan
importantes en la vida de esta gran civilización? El reclutamiento de los
emperadores y los modos de transmisión del poder cambiaron a lo largo del
milenio bizantino. Cayó en desuso que la elección la realizaran el senado y el
ejército, a pesar de que ese declive favoreció el éxito de las usurpaciones, a
menudo no demasiado distintas de las elecciones. La sucesión hereditaria
creció en importancia a lo largo de las siete últimas dinastías bizantinas.
De 610 a 1204, treinta y dos coemperadores designados heredaron la púrpura:
de ellos, veinticinco eran de ascendencia imperial y seis más fueron
cooptados por las familias imperiales. Una única dinastía, los Paleólogos,
dirigió el Imperio durante sus dos últimos siglos.
El fundamento institucional de los emperadores refleja una estructura
política cambiante. Hasta comienzos del siglo VII, el ejército proporcionó la
mayoría de los emperadores, seguido de cerca por la familia imperial; la
burocracia civil solo podía alardear de la excepcional elección de Anastasio I.
Desde Heraclio hasta la conquista latina de Constantinopla en 1204, los
círculos burocráticos y palaciegos ganaron la batalla al ejército. Pero, después
de 1204, el funcionariado civil no tuvo ningún papel como cantera de
reclutamiento de los últimos emperadores bizantinos. Del mismo modo, los
cambiantes horizontes geográficos bizantinos pueden ser interpretados en
función del lugar de origen de los emperadores; téngase en cuenta que,
incluso excluyendo Constantinopla, las provincias europeas del Imperio
suministraron todos los soberanos de origen conocido hasta Tiberio II, si
exceptuamos a Zenón. Desde Focas y hasta los últimos siglos, cuando el
tamaño notablemente reducido del Imperio limitaba en gran manera las
posibilidades y su relevancia, la mayoría de los emperadores nacidos fuera de
la capital procedían de Asia Menor, reflejando así la creciente importancia
política y social de Anatolia. La aristocracia suministraba la mayor parte de
los emperadores. Sin embargo, en lo que constituye un fenómeno excepcional
pero persistente, unos cuantos no aristócratas, prestando servicio a las órdenes
del emperador, se abrieron camino hasta la cumbre, ya fueran campesinos
como Justino I y Basilio I o procedieran de un ámbito más urbano, como
Miguel IV.
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La posición de los emperadores en la ideología política bizantina se
aproximaba bastante al papel que desempeñaban en el Estado bizantino. La
palabra «estado» parece casi una anomalía histórica en el mundo medieval.
Sin embargo, en la cristiandad medieval, solo Bizancio conservó un sistema
político basado en una clase institucional de profesionales a sueldo que a su
vez estructuraron y definieron la aristocracia bizantina hasta el siglo XII.
Como fuente de la que emanaba la ley, el emperador no estaba vinculado a
ella y a menudo actuaba en consecuencia. De hecho, el pensamiento legal
bizantino en algunos aspectos llegó a ampliar las ya extensas prerrogativas
imperiales reconocidas por el derecho romano: el emperador era la única
fuente de las promociones administrativas que hacían funcionar el sistema
político y el sentir popular le concedía extraordinarios poderes confiscatorios
que limitaban quizá la noción misma de propiedad privada.
Aunque la autoridad del emperador podía en ocasiones parecer ambigua o
incluso estar tanto más amenazada cuanto más se alejaba de la capital
imperial de Constantinopla —he basileúousa pólis, «la ciudad reinante»—, el
poder que ostentaba era lo suficientemente real. Al contrario que cualquier
otro gobernante europeo anterior al siglo XIII, los emperadores bizantinos
estaban al frente de un ejército profesional y de una burocracia organizada en
grado sumo, experta en extraer riqueza de las capas de población menos
capaces de proporcionarla, y esto gracias a un elaborado sistema fiscal.
Cuando el chirriante sistema se ponía en acción, los administradores
profesionales del Imperio eran capaces de desempeñar su labor de un modo
un tanto sorprendente para las normas medievales. Hasta un observador
hostil, como cierto cruzado anónimo, se vio obligado a registrar la hazaña
logística de la burocracia, que transportó a toda velocidad barcos a través de
montañas y bosques para facilitar un asalto a la ciudad de Nicea, ocupada por
los turcos, en 1097.
Este sofisticado sistema de gobierno estaba tan estructurado que las tareas
de gobierno se subdividían en un amplio número de burocracias
independientes. La serie resultante de líneas autónomas de autoridad
disuadían a posibles opositores de tomar el poder, puesto que convergían en
un único lugar, en las manos del propio emperador. En otras palabras, todo el
poder estaba centralizado.
Y también la riqueza. Cada mes de marzo y septiembre, grandes
cantidades de oro afluían hasta el palacio en forma de impuesto imperial
sobre la tierra, lo que debe de haber conformado el núcleo del presupuesto de
funcionamiento del Imperio. A las reservas en efectivo de palacio se añadían
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las tasas recaudadas en las aduanas y mercados del Imperio, los pagos y las
inversiones destinadas a los títulos imperiales y sus consiguientes pensiones,
las confiscaciones y las multas. Junto a estas fuentes regulares de ingreso
público, hay que tener en cuenta los beneficios y la producción de los vastos
terrenos privados del emperador, por no mencionar los ingresos que
producían los talleres, monopolio del Estado, con las lujosas telas que daban
fama a los mercados de Constantinopla. De ahí que, bajo el gobierno de
emperadores ahorrativos, se acumularan ingentes reservas de moneda en
palacio: las sumas de oro mencionadas por los historiadores bizantinos se
cuentan en toneladas. Todas estas fuentes de ingreso se combinaban para
financiar una economía monetaria ampliamente centrada en el emperador y
sus desembolsos en ejército, funcionariado, munificencia y diversiones, dando
así un peso económico real a los poderes que le otorgaban la ley y la
tradición.
Por supuesto, el estilo de gobierno de los emperadores cambió
enormemente a lo largo de mil años de historia. Hubo emperadores como
Heraclio o Manuel I que insistieron en estar al frente de sus tropas en la
guerra, desempeñando hasta sus últimas consecuencias el papel de jefes del
ejército. Otros emperadores siguieron los pasos de Justiniano y se refugiaron
detrás de los muros de palacio, trabajando de sol a sol para examinar las
diversas opciones políticas y promulgar decretos a través de una omnipresente
burocracia, o acosando a sus comandantes con órdenes e intentando gestionar
paso a paso las expediciones militares sin moverse de la capital. Y hubo
emperadores eruditos como Teodosio II que podían dejar las riendas del poder
efectivo en manos de sus consejeros más fieles, o emperadores «playboys»
como Alejandro, bajo cuyo mandato la burocracia campaba a sus anchas.
¿Cómo se desarrollaba una jornada habitual en la vida del emperador? La
naturaleza de la sociedad bizantina y por consiguiente de las fuentes
conservadas hace esta pregunta más difícil de responder de lo que podría
parecer a primera vista. A pesar de su posición esencial en el funcionamiento
real de los resortes del poder, el emperador tiende en gran parte a mostrarse
tal y como se reveló a sus contemporáneos, esto es, en las circunstancias
cuidadosamente escenificadas del ceremonial imperial más que llevando a
cabo su gestión de gobierno o en su vida privada. Un predicador bizantino
llegó a explotar esta circunstancia por su potencial capacidad de choque
cuando pidió a su audiencia que imaginara al todopoderoso emperador
roncando en su cama, en una comparación poco lisonjera con los rezos
nocturnos de los monjes de la época. Combinando las fuentes, podemos en
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todo caso recomponer un mosaico sobre lo que debía de ser la vida cotidiana
del emperador.
Como otros bizantinos, los emperadores se levantaban hacia el amanecer a
fin de sacarle el máximo provecho a la luz diurna. La primera actividad
importante del día eran las oraciones en una de las muchas iglesias de palacio:
el conocimiento de esta circunstancia guio a los asesinos de León V. En el
siglo X, el Gran Palacio se abría a los asuntos públicos dos veces al día,
durante tres horas o más, antes y después de la comida principal. Una vez
celebrado el oficio matutino, el eunuco papías, que guardaba las llaves de las
diferentes puertas de palacio, y su equipo de sirvientes palaciegos
acompañaban al comandante de la guardia imperial y sus hombres a través del
palacio, abriendo las puertas y los accesos del exterior al interior. Es
característico que esta importante tarea de seguridad fuera confiada a dos
grupos rivales, los eunucos y los soldados. Sabemos que importantes asuntos
de Estado como las grandes procesiones o la distribución de oro a los
dignatarios del Imperio comenzaban a tratarse a primera hora del día, es decir,
hacia las seis, y podían prolongarse hasta muy avanzada la mañana. Cuando
requerían su atención otros asuntos rutinarios, el emperador subía al trono en
el ábside del Crisotriclinio (la «Sala dorada de banquetes») donde esperaba a
su primer ministro, quien se reunía con él detrás de la cortina que separaba el
ábside imperial del resto de la sala. El primer ministro o logoteta, como
cualquier otro funcionario con el que el emperador necesitara departir, podía
ir y venir varias veces antes de la hora de comer. Cuando el emperador estaba
listo para el almuerzo, el papías desfilaba por el palacio haciendo sonar sus
llaves, señal de que el palacio se cerraba. Todo el procedimiento se volvía a
repetir con la reapertura que seguía al almuerzo.
Durante su jornada normal de trabajo, el emperador consultaba con sus
primeros ministros los asuntos urgentes. Podía tener un interés especial en los
procesos judiciales. Concedía audiencias a los funcionarios que salían o
llegaban del frente de batalla. El conjunto de memoranda gubernamentales
que Constantino VII transcribió en tratados sobre el ejercicio del poder
dedicados a su hijo sugieren que la burocracia imperial generaba un flujo
considerable de documentos que se abrían camino hasta el Gran Palacio,
documentos que van desde informes secretos sobre acontecimientos recientes
del otro lado del Mar Negro hasta detallados informes logísticos sobre los
costes y las medidas administrativas necesarias para equipar una flota de
operaciones contra la Creta ocupada por los árabes. Algunos emperadores
intervenían personalmente en la redacción de leyes. Un historiador
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eclesiástico del siglo VI ha dejado un vívido retrato de Justino II presidiendo
una serie de discusiones con destacados prelados disidentes, mientras varios
funcionarios imperiales intentaban aguijonearles e incitarles a que
encontraran las palabras apropiadas para un edicto religioso que favoreciera el
compromiso teológico. Tras incontables discusiones, el emperador quedó
satisfecho con el texto propuesto y encargó veinte copias para ser firmadas
por él y los demás antes del ocaso. Un especialista ha llegado a detectar lo
que pueden ser los rasgos estilísticos personales de Justiniano I en las
impacientes frases entrecortadas que se han deslizado en algunas de sus leyes
latinas. En cualquier caso y en cualquier período, cuando el emperador ponía
efectivamente su suscripción autógrafa como colofón de los distintos
privilegios, decretos administrativos y nuevas leyes preparadas por su
cancillería, debía de haber estado muy ocupado practicando su purpúrea
caligrafía en latín obsoleto, al tener que firmar documentos con la palabra
legimus, lo que hizo con toda seguridad hasta una fecha tan tardía como el
siglo VIII. En el siglo X, esta parte de la firma imperial recayó en el Maestro
del Tintero (ho epí toû kanikleíou) y los emperadores firmaban con sus
nombres y títulos, «Juan (I) en Cristo Señor, fiel emperador de los romanos».
No menos importante que los asuntos administrativos del Estado eran los del
ceremonial de palacio, como veremos. En estas ocasiones, la mañana o
incluso todo el día, debían ser dedicados a los fatigosos pero indispensables
deberes del ritual imperial.
El ocio imperial podía tomar muchas formas. En fuerte contraste con los
modelos que prevalecían en el Occidente latino, el ambiente aristocrático, por
un lado, y el valor atribuido por la civilización bizantina a la educación
literaria, por otro, se combinaban con la importancia de los documentos en la
administración civil y militar hasta el punto de alimentar las pretensiones
literarias de algunos emperadores, un fenómeno que se extendió a las mujeres
de la familia imperial. Justiniano compuso doctos tratados teológicos. Fuera
cual fuera el papel de sus escritores «negros», Constantino VII, un emperador
tan erudito como Teodosio II medio milenio antes, ambicionó claramente
crear un legado literario componiendo o encargando tratados sobre diferentes
aspectos del gobierno imperial —valiosas fuentes sobre la política exterior,
las provincias, la administración y las articulaciones ceremoniales de la corte
y la aristocracia del Estado— por no mencionar su vasto proyecto
enciclopédico de recoger extractos de autores antiguos. Su padre, León VI,
había compuesto himnos y discursos para diversas circunstancias oficiales.
Manuel II escribió un tratado polémico sobre el cristianismo contra el Islam.
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Juan VII Cantacuzeno parafraseó la Etica a Nicómaco y, durante su forzoso
retiro de la escena política, se dedicó a escribir una autobiografía.
Pero los hombres de la familia imperial no estaban solos a la hora de
empuñar la pluma: Eudocia, que había recibido una completísima educación,
aplicó su talento a la versificación de la Biblia, mientras ni el origen humilde
ni la miopía impidieron que Teodora recibiera tratados teológicos monofisitas
transcritos con letras más grandes de lo normal para facilitarle su lectura. La
notable Ana, hija porfirogénita («nacida en la púrpura») de Alejo I Comneno,
glorificó el reinado de su padre en la Alexíada, cuyo rico entramado de
alusiones clásicas adorna una obra histórica que coloca a esta mujer de gran
talento entre los más grandes historiadores de la Edad Media. Tales
ambiciones culturales en la familia imperial ayudan a explicar el significativo
papel desempeñado por la corte imperial en el notable florecer cultural de
Bizancio.
Emperadores como Miguel III que bajaron a la arena para experimentar
las emociones y peligros de las carreras de cuadrigas fueron casos
excepcionales. A los emperadores les atraía más el digno y aristocrático
ejercicio de la caza. Un delicioso parque vallado, el Filopation, se extendía
justo al lado del palacio de las Blaquernas y proporcionaba un ámbito cómodo
y agradable para practicar la cetrería y la caza de animales que lo poblaban.
Más sofisticadas eran las expediciones que acompañaban a los emperadores
en busca de caza mayor, especialmente de jabalíes, en Asia Menor y Tracia.
Los campos habilitados en el interior de palacio les permitían perfeccionar su
destreza ecuestre en la intimidad imperial. Entretenimientos a puerta cerrada
como los dados o la partida matutina de ajedrez que diariamente jugaba
Alejo I Comneno con sus familiares proporcionaban una diversión menos
agotadora.
Aunque muchos monarcas revestidos de púrpura eran justamente
celebrados por su piedad —incluso, como acabamos de ver, la famosa
excortesana Teodora, cuyas licencias sexuales prematrimoniales nos ha
transmitido detalladamente su implacable detractor Procopio— no pocos
gobernantes, tanto masculinos como femeninos, satisfacían sus caprichos con
hombres y mujeres de su séquito. Los amoríos y después el segundo
matrimonio de Constantino VI con una de las damas de honor de su madre
llevó a la elite del siglo VIII a una auténtica crisis política. Miguel III fue
acusado de orgías alcoholizadas durante las cuales él y sus compañeros de
juerga parodiaban los misterios de la Iglesia y el Estado y se mofaban de la
devoción religiosa de su madre la emperatriz; para facilitar sus propias
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escapadas nocturnas, Miguel llegó incluso a casar a su amante favorita con el
campesino Basilio el Macedonio, entonces su protegido y más tarde su
asesino. Constantino IX Monómaco creó una nueva dignidad cortesana que
permitía a sus amantes aparecer en público al lado de su esposa.
Algunas emperatrices no fueron menos emprendedoras que sus
compañeros varones: Romano II se había dejado embrujar por la hija de un
tabernero que tomó el nombre de Teófano cuando salió de la cama para trepar
al trono. Al morir su marido, ella conservó su posición casándose con el
general más importante del Imperio, portaestandarte de un gran clan militar,
Nicéforo II Focas. Este emperador-guerrero tenía algo de monje y era más
feliz en las fronteras con sus tropas que en casa con su bella y joven esposa,
quien se rindió pronto a los atractivos de un guapo lugarteniente, Juan
Tsimisces. Se pusieron de acuerdo para urdir un complot y asesinar al marido
y Juan subió al trono. Pero la oposición de una Iglesia escandalizada bloqueó
el éxito de Teófano y provocó su expulsión de palacio. Dos generaciones más
tarde, la nieta solterona de Teófano, Zoé, se vio obligada a sus cincuenta años
a casarse con un importante funcionario de sesenta años para que su familia
pudiera mantener el control sobre el poder. Pronto descubrió los encantos de
un joven que, no casualmente, era pariente de un influyente eunuco. Zoé se
casó con su joven amante la misma noche en que su marido sucumbió en el
baño. Después de la muerte de su segundo marido y el desastroso interludio
durante el cual un sobrino suyo ocupó el trono, la emperatriz, que entonces
contaba con 64 años, volvió a casarse.
Los lazos familiares ocupaban un importante lugar en el entorno del
emperador. Por supuesto, a menudo la familia imperial había figurado de un
modo notable en la vida pública desde la época de Augusto. Pero el fenómeno
cobró nueva fuerza en el período bizantino. La tendencia a gobernar a través
de lazos de parentesco llegó al máximo bajo Mauricio, a finales del siglo VI,
cuando el hermano del emperador unía a su cargo de magister officiorum
(encargado de los asuntos exteriores) el de curopalatus (responsable de la
seguridad de palacio); su cuñado era el jefe de las tropas de elite de palacio y
dirigía el ejército en numerosas campañas, mientras un tercer familiar, el
obispo de Melitene, era el consejero más influyente de Mauricio, hasta el
punto de llegar a ser merecedor de un funeral imperial. En la sociedad
bizantina, hubo una clara tendencia a la constitución de dinastías
transgeneracionales, pero las iniciativas fueron muchas veces abortadas antes
de alcanzar su consagración definitiva con la prolongada dinastía macedonia.
Una consecuencia importante de esto fue que cada vez se hicieron más
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borrosas las fronteras entre una concepción del Estado como entidad pública y
otra que lo asimilaba a la idea de patrimonio familiar, concepción sugerida
inconfundiblemente por algunos aspectos de la política comnena. Desde
finales del siglo XI, el grado de parentesco del emperador se convirtió de
hecho en el principio jerárquico del Estado, suplantando las antiguas
distinciones dentro de la aristocracia.
La importancia de los lazos de parentesco subraya la significación
histórica de las emperatrices. Desde el punto de vista legal, las augoústai, tal
era su título oficial, dependían de los emperadores. El Digesto establece
claramente que su poder y posición derivaban del emperador y la ley
bizantina posterior conserva ecos de tal concepción. Sin embargo, esta
circunstancia se unió al progresivo desarrollo del vínculo familiar como factor
primario de la organización social para otorgar a algunas emperatrices un
poder y una autoridad notables. Un análisis sistemático del origen social de
las emperatrices a lo largo del milenio bizantino pondría de manifiesto
probablemente las mutaciones en el modelo de la estructura imperial política
y social: por ejemplo, tanto Honorio como Arcadio contrajeron matrimonio
con hijas de generales; a la inversa, figuras como las esposas de Justiniano o
Teófilo evidencian cómo un matrimonio imperial generaba poder para la
familia de la emperatriz. Advenedizos al trono podían intentar consolidar su
nueva posición casándose con emperatrices: así, en 450, Marciano se casó con
la anciana Pulquería, virgen consagrada de 51 años, y Nicéforo III Botaniates
hizo lo mismo con la emperatriz María en 1078.
Elegir emperatriz no era ninguna nimiedad. Ya hemos visto que un
pequeño grupo de emperatrices provenía de clases sociales no aristocráticas.
De 788 a 881, las fuentes bizantinas mencionan concursos de belleza en los
que varias jóvenes aspirantes desfilaban ante el emperador y su madre.
Aunque se han expresado dudas sobre los motivos de este inusual proceso de
selección, este parece haber sido emulado en Occidente por el hijo de
Carlomagno. Quizá tal procedimiento representaba una estratagema para
liberar la elección del emperador de las tremendas presiones a las que le
someterían los eminentes aristócratas de la corte para que la elección recayese
sobre mujeres de su familia.
La diplomacia comenzó a llevar a los emperadores esposas extranjeras en
el siglo VIII, cuando el matrimonio de Constantino V con una princesa cázara
precedió a las fallidas negociaciones para obtener la mano de la hija del rey
franco. Las novias extranjeras se preparaban intensamente en el aprendizaje
de la lengua griega y en las costumbres de la corte antes de llegar a su nuevo
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hogar y era normal que cambiaran sus nombres cuando asumían su nueva
identidad bizantina, a menudo recibiendo nombres de cualidades ideales
como Irene («paz»). El nivel geopolítico al que los emperadores bizantinos
podían llevar a buen término tales alianzas —junto con su significación en
una estructura política que se reformulaba cada vez más a sí misma a través
de las líneas dictadas por los lazos de parentesco y por el estado patrimonial
— alcanzó su momento más alto con los Comnenos, cuando las esposas
imperiales vinieron del Imperio Germánico y la Francia de los Capetos. Un
magnífico panfleto conservado en la Biblioteca Vaticana (Vat. gr. 1851)
documenta en poesía vernácula y con ilustraciones las ceremonias y
celebraciones que tuvieron lugar a la llegada a Constantinopla de Inés, hija de
Luis VII de Francia. De hecho, tales alianzas se hicieron tan frecuentes que
los maestros de ceremonias elaboraron una normativa de ritual para celebrar
la llegada a Constantinopla de la prometida extranjera del emperador. Sin
embargo, la inferior condición de los Paleólogos supuso el que las
emperatrices extranjeras procedieran de potentados regionales de rango
inferior.
Sería un error creer que todas las esposas imperiales se convertían
automáticamente en emperatrices, al menos en los primeros siglos del
Imperio. A lo largo de los tres siglos que van desde la toma de posesión de
Constantino hasta la de Justiniano y Teodora solo recibieron el título de
emperatrices cerca de un tercio de las esposas imperiales que conocemos. El
rango superior de estas primeras emperatrices puede verse en los distintos
privilegios: acuñaban moneda, autentificaban documentos con sus sellos de
plomo, portaban insignias imperiales, tenían sus propios ingresos y disponían
del personal apropiado para gestionarlo. Y además llevaban el título oficial de
Augoústai. Algunas emperatrices, como Teodora, la esposa de Justiniano, o
Leoncia, la esposa de Focas, se convirtieron en emperatrices a la vez que sus
maridos eran coronados emperadores; otras, cuando se casaban con el
emperador; otras solo lo hicieron en una fase posterior a su matrimonio con el
emperador y otras, finalmente, no lo fueron nunca. Las razones no siempre
están claras, pero hay indicios de que, al menos hasta el siglo VIII, el rango de
emperatriz podía ser obtenido en función del nacimiento de un heredero.
La vida pública de las emperatrices era muy distinta de la de sus maridos.
En esto reflejaban la tendencia general de las clases superiores de Bizancio a
la discriminación sexual. Las emperatrices eran especialmente importantes
para la aristocracia femenina de la corte, en tanto en cuanto constituían el eje
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en torno al cual giraba la vida pública de las glandes damas bizantinas. Por
esa razón los compañeros de Miguel II decían que: «No es propio de un
emperador vivir sin una mujer ni de nuestras mujeres verse privadas de una
emperatriz que sea su guía». Una de las escasas ocasiones en las que las
mujeres de rango senatorial podían desempeñar un papel central en las
ceremonias que tenían lugar por las calles de la capital era cuando daban la
bienvenida a la futura esposa del emperador, por ejemplo cuando Irene llegó a
Constantinopla procedente de Atenas. Las emperatrices presidían su propia
esfera ceremonial y social autónoma, formada por las esposas de los
miembros más relevantes de la jerarquía estatal de dignidades, quienes
ostentaban un rango equivalente al de sus maridos. Así, durante la liturgia
eucarística en Santa Sofía, la emperatriz, rodeada por los eunucos
cubicularios y los espatarios, suyos y del emperador, concedía audiencias
solemnes a las esposas de los dignatarios imperiales y se admitía que cada
rango recibiera de ella el beso de la paz. También cuando la princesa Olga de
Kíev fue presentada a la emperatriz, los siete vela (los momentos en que se
alzaba la cortina para señalar las entradas ceremoniales) diferenciaban a las
mujeres de la corte de acuerdo con un orden preciso de precedencia. El
emperador formó parte de la audiencia privada otorgada a Olga en compañía
de su esposa la emperatriz y de sus hijos en la cámara imperial; tuvieron lugar
dos banquetes oficiales, aparentemente de un modo simultáneo: uno
reservado a las mujeres y otro a los hombres.
Paradójicamente, este tipo de discriminación sexual no impidió la
participación activa de las emperatrices —y de otras mujeres bizantinas— en
una serie de actividades diversas. Así, la visión de un magnífico barco
mercante llevó a un emperador del siglo IX a descubrir con horror que su
esposa tenía un negocio naviero fuera de palacio. Se cuenta que el enfadado
Teófilo preguntó a su séquito sarcásticamente: «¿No sabíais que Dios me hizo
emperador, pero que mi esposa la emperatriz me ha hecho contramaestre?».
Acabó prendiendo fuego al navío. Que esto sucediera realmente puede ser
puesto en duda, pero la historia de por sí sugiere que el hecho de que una
emperatriz actuara como mujer de negocios sin que su marido lo supiera era
una situación posible en el siglo IX. ¿Y por qué no? Después de todo, las
emperatrices disponían de grandes propiedades personales, que debían
administrar como cualquier otro aristócrata bizantino.
La influencia política de la emperatriz puede entenderse de varias
maneras: por ejemplo, en el período que va del año 426 a 600, durante las
primeras fases de la gran crisis que acabó con el mundo antiguo e hizo nacer
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la Edad Media, las emperatrices arrojaban un promedio de viente años de
reinado, sustancialmente más que sus compañeros varones. En concreto, la
emperatriz Verina y su hija Ariadna permanecieron en el Gran Palacio
mientras la corona pasaba de mano en mano de los miembros varones de
cuatro familias biológicas, incluida la suya. La célebre Teodora parece haber
tenido un activo papel entre bastidores durante el gobierno de Justiniano.
Procopio afirma que la pareja imperial manipulaba conscientemente sus
divergencias en materia religiosa: Justiniano mantenía una visión ortodoxa de
la naturaleza de Cristo, haciéndola ley de Estado, mientras que su mujer,
como un amplio segmento de las provincias orientales del Imperio, era una
ferviente hereje y protegía la doctrina monofisita. La afirmación de Procopio
puede ser confirmada si recordamos la innovación que introdujo Justiniano al
incluir el nombre de su esposa en el juramento religioso de lealtad que se
pedía a todos los funcionarios del Estado. En todo caso, Sofía, sobrina de
Teodora, que se casó con el sobrino de Justiniano, Justino II, desarrolló una
labor aún más activa. Dio también un paso adelante en el rango público de la
emperatriz cuando su retrato apareció junto al del emperador en la acuñación
en bronce, precisamente las monedas que circulaban con mayor intensidad en
las transacciones económicas de la vida diaria. De un modo no menos
significativo, los nombres de Sofía y de sus sucesoras inmediatas se unieron a
los de sus maridos en los juramentos públicos por la salud y la victoria del
emperador, juramentos que los ciudadanos se veían obligados a hacer cuando
pagaban sus impuestos o estipulaban los términos de un contrato.
Solo en circunstancias excepcionales las emperatrices administraban el
Imperio directamente, por ejemplo durante la minoría de edad del emperador
o, como sucede con Sofía, la esposa de Justino II, cuando la salud de sus
esposos fallaba. En un buen número de ocasiones, se formalizaban auténticas
regencias oficiales y las emperatrices podían entonces controlar
personalmente los mecanismos del poder. Así, la autoritaria Irene llegó a
asumir un poder absoluto, quizá ante la perspectiva de un matrimonio con
Carlomagno, y con toda seguridad ordenó que su propio hijo fuera cegado
cuando amenazó su poder. Las emperatrices hermanas Zoé y Teodora,
últimos miembros supervivientes de la dinastía macedonia, también
gobernaron brevemente a título personal y con poderes plenos. La regencia
cooptada era oficialmente reconocida en los símbolos de la soberanía:
monedas, aclamaciones y fórmulas de datación de documentos. En tales
circunstancias, la emperatriz acostumbraba a ceder la precedencia oficial al
joven emperador, pero hubo una excepción en el siglo XIV con Ana de
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Saboya. Aunque no recibió formalmente la dignidad imperial, Ana Dalasena,
la madre de Alejo Comneno, asumió el control total de la administración del
Imperio mientras su hijo luchaba desesperadamente por repeler el asalto que
Roberto Guiscard había lanzado desde Italia. Desde la época de Ana
Dalasena, hemos conservado un cierto número de actas oficiales emitidas por
emperatrices que documentan su muy considerable riqueza. Está claro que la
reclusión del palacio imperial y los privilegios del poder supremo mejoraron
la posición y aumentaron la influencia de las augoústai.
Protegidos del resto de la población por una multitud de hombres
asexuados y de toscos soldados bárbaros, el modo de vida de los gobernantes
constituía una especie de arcaísmo viviente. La vestimenta más distintiva de
la pareja imperial, el loros, una especie de complicado pañuelo de seda que
los envolvía en el esplendor de brocados de púrpura y oro —sus orígenes
están conectados con los de la estola sacerdotal y con el palio arzobispal de la
Iglesia romana— era la última fase de la toga trabeata de los cónsules
romanos. Esto no tenía nada que ver con el vestido medio cotidiano del
bizantino, por supuesto. Siglos después de que los bizantinos de a pie
hubieran adoptado el uso moderno de comer sentados a la mesa en taburetes o
sillas, los banquetes oficiales eran presididos por el emperador en los
magníficos triclinios de palacio que mantenían la vieja usanza romana de
comer reclinados en amplios divanes llamados akkoúbita. Siglos después de
que el latín dejara de ser una lengua viva en Constantinopla, las inscripciones
de las monedas imperiales y las clausulas de tratamiento de los privilegios
imperiales continuaban utilizando el antiguo alfabeto romano, aun cuando las
leyendas estuvieran ya normalmente en griego.
¿Cómo un emperador recluido, sacralizado, arcaico, podía tener un papel
tan preponderante en la autorrepresentación bizantina? La respuesta hay que
buscarla en parte, como hemos visto, en la estructura del gobierno imperial,
que tramaba uno a uno todos los hilos que debían concentrarse en un único
par de manos. Por otra parte, la respuesta se encuentra también en la
naturaleza de la aristocracia bizantina. En Bizancio, la condición social estaba
determinada por la posición individual en una jerarquía compleja y cambiante
de precedencias en función del emperador: el rango preciso de cada persona
en la sociedad era determinado por la combinación del nivel de su dignidad
—los títulos honoríficos y las pensiones otorgados por el emperador a un
individuo a título vitalicio y no hereditario— y los cargos de gobierno de ese
momento o de uno anterior, ostentados según la voluntad imperial. Incluso
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después de la revolución comnena a finales del siglo XI, cuando los lazos de
parentesco sustituyeron al viejo sistema de los títulos, el grado de esos
vínculos con el emperador se convirtió en un factor decisivo. En otras
palabras, los lazos imperiales de parentesco suplantaron la escala de ascenso
social; el rango de un individuo estaba en gran parte en manos del propio
emperador. A pesar de la imagen convencional —y errónea— de Bizancio
como sociedad inmóvil, «monumentos del intelecto que no envejece», en
palabras del poeta irlandés [W. B. Yeats en Sailing to Byzantium], la conexión
entre servicios al Estado y estatus aristocrático abrió paso a una especie de
movilidad social que podía catapultar al poder supremo a individuos de
cualquier clase social: piénsese en Basilio I, antiguo luchador, escudero y
guardaespaldas, o en Miguel IV. Y no hay razón para creer que tan
vertiginosos ascensos sociales se limitaran al cargo más elevado.
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como hemos visto, llegó al trono pasando por encima del cadáver de su
pariente y benefactor, resucitó el antiguo carro triunfal romano. Lo hizo así
para poder colocar sobre él un icono de la Virgen dotado del poder de dar la
victoria, bajar humildemente del carro y caminar detrás del icono al atravesar
la Puerta de Oro de la capital, enviando con ello una señal, llena de fuerza,
tanto de su victoria como de su devoción religiosa a un culto popular.
Un emperador del siglo X reconoció así expresamente la función política
de tales ceremonias como medio para proyectar el prestigio imperial y
reforzar su poder. Del vasto repertorio de gestos simbólicos imperiales, dos
ceremonias en particular tuvieron un papel crucial en la vida pública
bizantina, de la que son testimonio fiel: las audiencias oficiales y las
procesiones, ceremonias estas que perduraron durante todo el período
bizantino.
Volvamos por un momento a las magníficas salas situadas enfrente de los
pórticos del Gran Palacio. Todo lo que había en tales estancias estaba
concebido para provocar el estupor de las delegaciones extranjeras o
nacionales. Los bizantinos eran imaginativos inventores de ingenios
mecánicos que en una cultura pretecnológica podían producir profunda
impresión y confusión en el espectador; de hecho, han dejado huella en
testimonios tan lejanos como cierto poema épico anglonormando sobre
Carlomagno. Un buen ejemplo era el «Trono de Salomón», en el cual el
emperador se sentaba para recibir la adoración de suplicantes y embajadores
pasmados y confundidos, admitidos a su presencia cuando se abría la cortina
que ocultaba de su vista al soberano en el trono. Algunas descripciones del
siglo X demuestran que el impacto visual y auditivo que acompañaba a la
aparición del emperador ante diplomáticos extranjeros estaba pensado para
producir un efecto de desorientación psicológica: en cuanto un diplomático
extranjero se postraba ante el trono, el emperador hacía una señal y la sala se
inundaba de un fragor proveniente de los ingenios mecánicos. Autómatas en
forma de animales se levantaban de sus pedestales alrededor del trono
imperial y rugían, mientras el trono del emperador se elevaba hacia el techo.
El estrépito y el efecto de distanciamiento que inundaba a los participantes
obviaba cualquier discusión y su intención parece haber sido ablandar a los
interlocutores del gobierno imperial antes de que las propias conversaciones
dieran comienzo.
Quizá la más llamativa aparición del emperador y su círculo tenía lugar en
las grandes procesiones públicas, que tenían su origen en la dinámica vida
pública de las rebosantes capitales del mundo tardorromano: cualquier tipo de
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acontecimiento significativo para la vida de la comunidad —el bautismo de
un niño, el matrimonio, cualquier exhibición de una identidad corporativa, la
vida litúrgica de la Iglesia (la liturgia estacional de la Iglesia de Roma no es
sino otro fósil de esta vida pública de las ciudades tardoantiguas)— asumía
carácter público en forma de procesiones. La Constantinopla medieval
conservó y desarrolló el majestuoso desfile de grupos sociales como elemento
esencial de la vida civil: estudiantes, notarios recién licenciados o
funcionarios del Estado, todos ellos se ponían en escena con la colaboración
de sus colegas y el aplauso de su público. Lo mismo sucedía con el clero de la
Gran Iglesia, Santa Sofía, que celebraba diversas fiestas litúrgicas en distintos
puntos de la topografía sagrada de la ciudad.
Dentro de esta variedad de procesiones, las de la corte imperial eran
claves: complejos desfiles al compás de los movimientos del emperador
incluso dentro de los recintos más públicos del palacio, pero sobre todo
cuando abandonaba el Palacio Sagrado por los principales santuarios de la
capital o en los grandes festejos oficiales, como el regreso triunfal de la
guerra o la bienvenida a la prometida del heredero del trono. De este modo,
las procesiones dominaban también el mundo imaginario de la corte: el césar
Bardas, regente de Miguel III, era advertido de su inminente muerte por una
pesadilla con un san Pedro apocalíptico y amenazadoras apariciones de
eunucos cubicularios al final de una procesión imperial a Santa Sofía; Bardas
acabó muriendo a manos del futuro emperador Basilio I. Y no solo el mundo
imaginario de la corte: hacia el año 1000, Simeón el Nuevo Teólogo jugaba
en las exhortaciones homiléticas que dirigía a sus monjes con las analogías
que tales ceremonias imperiales estimulaban. Metáforas similares eran
frecuentes en las predicaciones tardoantiguas de patriarcas como Juan
Crisóstomo o Proclo de Constantinopla.
¿Cómo era una de estas procesiones? Los detalles varían de un extremo a
otro del milenio bizantino y los cambios pueden ser muy reveladores de los
caminos que tomó la civilización bizantina en su proceso evolutivo. Pero
quedémonos en el siglo X y veamos cómo era una procesión típica en esa
época. Si la procesión debía escoltar al emperador desde los sacros y seguros
recintos palaciegos, el primer paso a dar era limpiar la calle, arreglarla,
nivelarla y rociarla con serrín perfumado con agua de rosas. El recorrido se
decoraba con guirnaldas de flores, plantas olorosas y diversos adornos
costosos —de tela o en plata—, que al menos parcialmente eran procurados
por los ricos comerciantes de la capital que, a la vez que celebraban el paso
del emperador, hacían publicidad de sus mercancías. Todo el procedimiento
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recibía el adecuado nombre de «coronación de la Ciudad», dada la identidad
semántica de las palabras «coronación» y «guirnalda» en griego. Los
funcionarios más importantes de la corte supervisaban la elección y la
disposición de los lugares donde se debía aclamar al emperador; se
componían y actualizaban textos para la ocasión y cantantes y coros los
ensayaban; una instalación de gradas acogía a los espectadores y, junto a la
zona reservada a los cantores, se preparaban fuentes llenas de pistachos,
almendras y vino.
Tras una serie de complicadas ceremonias preparatorias dentro del
palacio, durante las cuales el emperador y eventualmente los jóvenes
coemperadores se ponían las pesadas vestimentas procesionales y los
participantes en el cortejo saludaban a los soberanos antes de dirigirse a los
puestos que se les había asignado en la procesión, el emperador hacía el signo
de la cruz, el desfile se ponía en marcha y aparecía en público. Los primeros
que salían eran los portaestandartes con los antiguos vexilla del poder
romano, insignias y largas banderas «de dragón» y, por supuesto, la gran cruz
de oro considerada tradicionalmente obra de Constantino I. Al frente de la
comitiva imperial marchaban los distintos representantes de la jerarquía de las
dignidades del Estado que la víspera habían recibido la orden de presentarse.
Se los organizaba en orden ascendente de precedencia y llevaban vestimentas
ceremoniales cuidadosamente estudiadas para que no deslucieran el esplendor
de las imperiales. En la parte final del cortejo, los cuerpos de elite de la
guardia imperial y los eunucos cubicularios rodeaban al emperador. La
procesión atravesaba las filas compactas de los comerciantes, los gremios de
la ciudad y las autoridades municipales de la capital, así como de los
embajadores extranjeros que se encontraran entonces en la ciudad imperial.
A lo largo del recorrido que llevaba a la Gran Iglesia, la procesión hacía
un alto y los coros gubernativos que aún llevaban el nombre de las antiguas
facciones del circo entonaban complejas aclamaciones en honor del soberano
universal. Una vez dentro de Santa Sofía, el emperador era saludado por el
patriarca y se encaminaba hacia la cortina detrás de la cual, por deferencia
hacia el soberano celestial, los jefes eunucos le quitaban la corona. El
emperador entraba entonces en el santuario, besaba el paño que cubría el altar
e incensaba el gran crucifijo de oro; a continuación se retiraba a una cámara
aneja al santuario, de donde salía solo para escoltar hasta el altar las ofrendas
eucarísticas y de nuevo para comulgar. Más tarde, mientras la misa concluía,
el soberano desayunaba con sus consejeros. Al salir, distribuía saquitos con
oro entre el clero, los cantores y un grupo de mendigos y finalmente hacía la
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tradicional donación de diez libras de oro a la iglesia. La procesión de vuelta a
palacio se desarrollaba de un modo similar al de la ida; a menudo concluía
con un suntuoso banquete en el que los más altos dignatarios del Imperio eran
invitados a los antiguos triclinios de acuerdo con su rango.
Por muy artificiosamente que estuvieran concebidos estos desfiles,
conseguían funcionar como punto de contacto entre soberano y súbditos. Para
los numerosos visitantes de la capital, extranjeros o bizantinos, el espectáculo
de la pompa y la magnificencia imperiales representaba con la simplicidad de
los gestos simbólicos los motivos clave de la propaganda imperial: el poder,
la riqueza, la presencia sacra del emperador y la solidaridad existente entre él
y la elite gobernante que desfilaba con él. No había diferencias según se
tratase de hacer pública ostentación de la piedad del soberano que acudía a
Santa Sofía en un gran día festivo o de su triunfo anunciado a golpes de
trompeta cuando volvía de una campaña exhibiendo el botín y los prisioneros.
Sus súbditos podían aprovechar la ocasión para presentar peticiones a lo largo
del recorrido del emperador. Por su parte, los que desfilaban con él podían
hacer ostentación de su lealtad y su posición de preeminencia en la vida
pública, cuidadosamente calibrada en función de su dignidad, insignias y
lugar ocupado en el desfile respecto del propio emperador, posición que era el
resultado de años de duro trabajo, intrigas y servicios. Para el emperador,
finalmente, era la ocasión para confirmar todas esas cosas y a la vez para
transmitir el mensaje político del momento: quién subía y quién bajaba, la
guerra o la paz, la alegría o el duelo.
También cuando permanecía en el interior de palacio, el emperador
imponía sin cesar su presencia a sus súbditos. Su ubicuo rostro velaba sobre
cualquier lugar donde se ejerciera la autoridad pública y los retratos oficiales
recibían los mismos honores que su persona: no es extraño que la iconografía
del poder imperial constituyera el más amplio repertorio artístico del arte
figurativo bizantino, solo por detrás de los motivos religiosos. El emperador
estaba ligado a sus súbditos por el ejercicio de sus poderes, en primer lugar el
de la justicia —un gobernante del siglo IX como Teófilo se hizo legendario
por la prontitud con la que sabía hacer justicia durante sus procesiones
semanales por la plaza del mercado de la capital—, justicia que iba
acompañada de la tan solicitada virtud de la philanthrōpía, que, en esta
época, significaba tanto «bondad» o «clemencia» como «filantropía». En esa
era religiosa que fue el milenio bizantino, se esperaba de los emperadores que
colaboraran en el mantenimiento y glorificación de las iglesias, monasterios y
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hospitales del Imperio y, al mismo tiempo, que cumplieran su deber de
eternos vencedores por antonomasia, sobre todo manteniendo y mejorando las
construcciones defensivas de las ciudades, donde una serie notable y
milenaria de inscripciones proclamaba las restauraciones imperiales de las
grandes murallas de Constantinopla y de otras ciudades. Los domingos o las
festividades especiales, sus súbditos rogaban por él en lo que constituye una
única y pública síntesis de devoción religiosa y política y todavía en el siglo
XIX algunos textos impresos de la liturgia ortodoxa oriental contenían
plegarias por la victoria del emperador sobre los bárbaros; aceptaban el pago
en sus monedas y en consecuencia lo reconocían, porque aceptar la moneda
de un usurpador era traición; hacían juramentos de fidelidad o proclamaban su
lealtad aclamándole y pagando sus impuestos, lo que era en sí otro acto de
fidelidad.
De este modo, el emperador era una especie de punto focal y de modelo
para la elite bizantina: poetas tardorromanos y pensadores bizantinos
enunciaron este punto claramente y podemos detectar con facilidad las
repercusiones del estilo de vida del emperador en toda la jerarquía del
funcionariado bizantino y de las clases superiores, e incluso más allá de sus
fronteras. Un cáustico proverbio bizantino, «Las perras imitan a su ama» (hai
kýnes tēn déspoinan mimoúmenai), parece sugerir que la cultura era
consciente de sus propias inclinaciones miméticas. Igual que el emperador,
los nobles de los siglos VIII y IX pueden muy bien tener en su séquito
asistentes llamados prōtostrátōr o prōtovéstitōr, mientras que, en el siglo
VII, un patriarca de Alejandría imitó conscientemente la costumbre imperial
encargando su tumba inmediatamente después de su promoción, como
ostensible signo de humildad. Aquellos imitadores de Cristo que fueron los
emperadores se daban cuenta del carácter modélico de su conducta: al menos,
las exhortaciones atribuidas a Basilio I revelan la consciencia de que los
súbditos iban a seguir el ejemplo del emperador, fuera cual fuera. Y todo el
que se haya fijado en el ceremonial de los soberanos y papas del Occidente
medieval y lo haya comparado con el del emperador bizantino, no puede
haber dejado de sorprenderse con las semejanzas que revelan.
Cumbre, sol y vértice del mundo político y mental bizantino, la presencia
del emperador estaba de algún modo implícita en la propia existencia de
Bizancio. La lealtad al basileo residía en el corazón mismo de la ideología
política bizantina e incluso del patriotismo bizantino. La capital del Imperio
llevaba el nombre de su fundador, el emperador santo y modélico,
Constantino I el Grande. Incluso cuando, al final de la Edad Media, la
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coincidencia fáctica del poder imperial con las áreas de lengua y cultura
griegas se fundió con el resentimiento por el saqueo latino de Constantinopla
y el resentimiento popular hacia las peticiones papales para conformar una
nueva variante helénica del antiguo patriotismo cosmopolita del Imperio
tradicional, el emperador y Bizancio seguían unidos de un modo indisoluble.
Y por ello no debe sorprendernos que el último día del último emperador,
Constantino XI, que murió defendiendo las grandes murallas de
Constantinopla el 29 de mayo de 1453, fuera también el último día de los mil
años de historia de Bizancio.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Página 309
Treitinger, O., Die östrómischen Kaiser- und Reichsidee nach ihrer Gestaltung im hfischen Zeremoniell,
Jena, 1938.
Vid. también numerosos artículos en el Oxford Dictionary of Byzantium (Oxford 1991), s. v. «Emperor»,
«Empress», «Political Structure», «Basileus», etc.
Página 310
Capítulo décimo
EL SANTO
Cyril Mango
Página 311
Miniatura de un Evangeliario de 1059, fol. 116r del cód. 587m del Monasterio de Dionisíu,
Monte Atos
Página 312
Quisiera invitar al lector a que visite cualquier iglesia bizantina que haya
conservado su decoración en condiciones razonablemente buenas y a que
contemple las pinturas o mosaicos que cubren sus paredes. En la parte
superior de la cúpula, el lector verá un busto de Cristo, el Soberano Universal
o Pantocrátor (Pantokrátōr) con el libro de los Evangelios en la mano y
mirando hacia abajo con expresión más bien severa. Justo debajo de él, entre
las ventanas de la cúpula, habrá un grupo de profetas con rollos de pergamino
(que contienen las profecías formuladas por cada uno de ellos) en la mano y
que hacen una señal a Cristo, cuya encarnación habían previsto. Estos
profetas son los únicos representantes del Antiguo Testamento. En el ábside,
habrá una imagen de la Virgen María, la Reina del Cielo, con el Cristo niño
sobre su regazo. Más arriba, en las bóvedas, estarán expuestos de un modo
esquemático los episodios clave del Nuevo Testamento: la Anunciación, la
Natividad, el Bautismo, etc., hasta la Resurrección y la Ascensión. Todo el
espacio restante en los arcos y en la superficie vertical de las paredes estará
consagrado a los santos, representantes de la Nueva Alianza, esto es, la Iglesia
Universal. Los santos no están haciendo nada en concreto: se les representa
solo de busto o de cuerpo entero, mirando al espectador de frente y llevando
una vestimenta adecuada a su condición: mártires, santos guerreros, obispos,
médicos, diáconos, monjes. Para facilitar su reconocimiento, cada santo lleva
claramente escrito su nombre. Si se tiene cierta familiaridad con la
iconografía bizantina, se puede reconocer a los santos más famosos por sus
rasgos faciales, el peinado, la forma y color de su barba (si la llevan); pero, en
la mayoría de los casos, la inscripción es el único modo de identificarlos.
La decoración mural de una iglesia bizantina puede no ser un speculum
mundi, pero sí es un speculum salvationis, que da a conocer en forma
abreviada las principales escenas del gran designio divino (oikonomía). El
papel del Antiguo Testamento es simplemente el de anunciar la Encarnación,
lo que conforma el núcleo del esquema de la providencia, mientras que la
historia de los fieles tras el advenimiento de Cristo está encarnada por los
santos, que sostienen el edificio de la Iglesia y llenan el vacío entre el
creyente común y las entidades atemporales del más allá.
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Es cierto que la mayoría de los santos representados en una iglesia
bizantina no son lo que nosotros, desde nuestra perspectiva historicista,
llamaríamos santos bizantinos. La historia de la humanidad después de Cristo
era una sola: el reino de la Gracia (kháris) en oposición al reino de la Ley
(nomos), ejemplificado por seres humanos que habían complacido a Dios y
que formaban, después de las huestes angélicas, su corte o séquito. El
elemento cronológico era irrelevante: los apóstoles vivían en comunión
atemporal con las víctimas de las persecuciones de los siglos II-IV, los Padres
del desierto, los obispos de época patrística, los héroes de la lucha contra el
iconoclasmo de los siglos VIII-IX. Los santos más populares, los retratados con
más frecuencia, tendían a ser oscuras figuras de un pasado lejano: san Jorge,
san Teodoro, san Demetrio, san Nicolás, santos Cosme y Damián. No se sabía
nada seguro de ellos, excepto que muchos habían sido torturados y asesinados
por algún «tirano» en los días en que los cristianos sufrían persecución.
Cualquier bizantino sabía, sin embargo, que san Demetrio era el patrón de
Salónica, san Nicolás el patrón de Mira, san Teodoro el patrón de Eucaíta en
el Ponto, mientras que los santos Cosme y Damián tenían su base principal de
operaciones en un suburbio de Constantinopla. En este sentido, los santos
eran los sucesores de los antiguos dioses y héroes locales.
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convirtieron en nombres de una lista: Antimo, obispo de Nicomedia,
decapitado, 3 de septiembre.
Después del Edicto de Tolerancia, las oportunidades de sufrir martirio
disminuyeron considerablemente, si no desaparecieron del todo. Se dice que,
durante el breve interludio pagano en época del emperador Juliano (361-363),
hubo cierto número de mártires, entre los cuales algunos con toda seguridad
ficticios. Otros, por lo que parece, sufrieron martirio durante el reinado del
arriano Valente (364-378). Finalmente, la crisis iconoclasta de los siglos VIII-
IX supuso la muerte de un grupo de defensores especialmente resueltos de la
causa de los iconos. Con estas excepciones, solo fuera del Imperio los
cristianos podían morir por su fe: en la Persia zoroástrica a la que siguió el
califato musulmán o en la pagana Bulgaria.
Hablando en términos generales, sin embargo, la era de los mártires había
llegado a su punto final con Constantino y sus protagonistas fueron
reemplazados por otras dos categorías de héroes cristianos, a saber, el
confesor y el monje santo. El confesor es definido normalmente como la
persona que sufre persecución y tortura —pero no una muerte violenta— por
defender su fe o, más específicamente, la doctrina correcta. Esto ocurría con
más frecuencia cuando el gobierno imperial era de creencias heréticas, siendo
las herejías en cuestión el arrianismo, el monotelismo (en el siglo VII) y el
iconoclasmo. Los confesores por antonomasia fueron Atanasio de Alejandría
(t 373), que sufrió cinco períodos sucesivos de exilio por defender la doctrina
católica contra el arrianismo apoyado por el gobierno central, y Juan
Crisóstomo (t 407), que fue injustamente depuesto y murió en el exilio por
oponerse no a la herejía pero sí a la malevolencia y las intrigas de las altas
esferas.
Un desplazamiento semántico contribuyó a que se borraran las fronteras
entre las distintas categorías de santidad. Testimonio de fe (martýria) y
confesión o profesión (homología) eran términos similares. «Lucha en el
noble combate de la fe», escribió san Pablo (1 Ep. Tim. 6.12-13), «conquista
la vida eterna a la que fuiste llamado, de la que has hecho noble profesión
(homologían) en presencia de muchos testigos. Y ahora, ante Dios que da
vida al Universo y ante Jesús el Mesías que dio testimonio
(martyrēsántos) ante Poncio Pilato con tan noble profesión de fe
(homologían)». Dar testimonio de Cristo era deber de todos los cristianos. El
significado de «testigo» podía limitarse solo a aquellos que pagaron el precio
más alto, pero también ampliarse hasta incluir otras formas de resistencia y
renuncia, visto que el martirio era un don o gracia especial otorgada por Dios.
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El paso del mártir, «atleta de Cristo», al monje, que era igualmente el «atleta
de Cristo», fue en gran parte preparado en el siglo ni por Orígenes, que en
vano buscó para sí el martirio y tuvo que contentarse con renunciar a él
durante toda su vida. Además, el martirio era solo momentáneo, mientras que
el testimonio del monje era constante y duraba hasta el momento de su
muerte.
Si tuviéramos que contar todos los santos eminentes del mundo bizantino
hasta el siglo XV, descubriríamos con toda seguridad —teniendo en cuenta la
superposición de categorías— que el número de confesores es bastante
pequeño comparado con el de monjes santos. No es este lugar para ahondar
en el altamente complejo problema del origen del monacato, fenómeno por lo
demás anterior al período bizantino, pero es obligado insistir en el éxito
rápido y extraordinario de que disfrutó esta institución un tanto anárquica.
Desde Egipto, presumiblemente su cuna, se propagó como un reguero de
pólvora hasta Siria y Mesopotamia, Palestina, el este de Asia Menor,
alcanzando Constantinopla a finales del siglo IV. El típico santo bizantino fue
y siguió siendo el monje, esto es, una persona que, en sentido estricto, se
mantenía al margen de las estructuras de la Iglesia oficial, a pesar de los
repetidos esfuerzos por poner el monasticismo bajo la autoridad episcopal. El
monje encontraba su máximo modelo en san Juan Bautista, encarnando, por
lo demás, el ideal cristiano, al seguir como lo hizo el mandato de la palabra de
Jesús: «Si quieres ser perfecto, ve y vende todo lo que posees y así tendrás un
tesoro en el cielo». (Eu. Matt. 19. 21).
La lucha del monje —porque también él, metafóricamente hablando, era
un soldado— no era contra un estado inicuo, como había sido el caso de los
mártires, sino contra los poderes invisibles de las tinieblas, a saber, los
demonios, que asediaban de diversas maneras a los seres humanos para
obstaculizar su salvación. El campo de batalla se había desplazado, pero el
adversario seguía siendo el mismo, dado que el paganismo, con todas sus
instituciones y engaños, sus sacrificios y oráculos, era una invención
demoníaca. Había sido el Demonio quien maquinara la persecución contra la
Iglesia y quien, tras sufrir un revés con la derrota del paganismo, concentraba
ahora su energía en la multiplicación de herejías. Visto desde este ángulo,
mártires, confesores y monjes, todos ellos luchaban por la misma causa, que
era la lucha contra el Diablo y sus demonios, una lucha que solo podía
resolverse con el Segundo Advenimiento; y es en esta gran batalla en la que
los monjes, en virtud de su entrenamiento (áskēsis), eran los auténticos
expertos.
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El lector moderno, que no cree en demonios pero sí en la sociología, en
los factores económicos y similares, no está en la mejor posición para
entender el mundo del cristianismo primitivo. O bien relegará los demonios al
mundo de la fantasía o bien los interpretará metafóricamente como
personificaciones de pecados y pasiones. Es importante, por consiguiente,
afirmar claramente que desde el siglo IV los demonios eran percibidos como
criaturas perfectamente reales. Había miríadas de ellos infestando el aire
sobre la tierra, ocultos en campos, cuevas, montañas y pantanos; y eran
especialmente numerosos en las ruinas paganas, en estatuas o antiguas
tumbas. Los demonios se apoderaban de seres humanos y animales
domésticos, provocando males como la epilepsia y la locura, y, una vez
instalados en un cuerpo, no se dejaban expulsar fácilmente. También podían
estar «instalados» en personas: eso podían conseguir los magos, utilizando a
este fin sus tablillas de encantamientos y maldiciones (defixiones). El monje
santo, que había adquirido poder sobre los demonios, era, por tanto, el mejor
equipado para curar la enfermedad.
Requeriría un capítulo aparte trazar el progreso de la demonología en el
mundo mediterráneo. Baste con decir que el paganismo clásico no participaba
de la creencia en la existencia de un número infinito de poderes maléficos.
Esta creencia había penetrado del exterior, en gran parte, a lo que parece,
desde Mesopootamia y Egipto, conquistando aquella entidad hecha añicos
que había sido el judaísmo antes del comienzo de la era cristiana. El Nuevo
Testamento reconoce la existencia de demonios que provocan trastornos en
humanos y animales, pero también hace referencia al Demonio, que tiene en
su poder todos los reinos de la tierra y siembra las malas hierbas que impiden
el nacimiento del buen trigo. La relación del Diablo con los demonios
inferiores no es mencionada de un modo explícito en el Nuevo Testamento;
no obstante, el hecho de que el Evangelio no contenga una teoría
demonológica coherente no puede ser interpretado en el sentido de una
marginalidad de la demonología respecto del mensaje evangélico. Cristo (si
su representación es correcta) y sus discípulos creyeron en demonios ni más
ni menos que otros judíos de la diáspora. El mensaje cristiano fue dirigido, en
primer lugar, a una audiencia que mantenía posturas semejantes y el poder de
ese mensaje quedó comprobado en exitosos actos de exorcismo. Fueron los
teólogos cristianos, sobre todo durante los siglos III y III, quienes se
implicaron en la tarea de construir una «ciencia» de la demonología basada en
la oscura evidencia suministrada por la Biblia y apoyada en la «experiencia»
del público. Al entrar en el siglo IV, vemos que la demonología, antaño
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considerada con desdén por los intelectuales griegos y romanos, había ganado
una aceptación casi universal y se había convertido en un instrumento muy
poderoso en manos de la Iglesia. La magia de los cristianos era más eficaz
que la de los brujos judíos o egipcios, pues aquellos, con la ayuda adicional
de ángeles y arcángeles, eran capaces de expulsar demonios en nombre de
Cristo.
Estamos ahora en una posición mejor para introducirnos en el mundo del
monje santo. Si su tarea fundamental es dirigir la lucha contra los demonios,
él mismo tiene que hacerse especialista en este tipo de guerra. Sabe que sin un
entrenamiento adecuado no se puede llegar a dominar las fuerzas de las
tinieblas. Los demonios son fundamentalmente débiles, pero también
persistentes y ricos en recursos: actúan sobre la imaginación con pasiones
devastadoras, sobre todo concupiscencia, pero también gula, avaricia, envidia,
ira; provocan alucinaciones y asustan a los seres humanos presentándose ante
ellos bajo apariencia de bestias salvajes, insectos repulsivos, reptiles, gigantes
o soldados; por otra parte, pueden tomar forma de santos, ángeles o incluso de
Jesucristo. Absteniéndose de comer y beber, con sufrimientos y rezos
continuos, el verdadero monje purifica gradualmente su intelecto hasta
adquirir el don del «discernimiento (diákrisis) de los espíritus». Entonces
puede ver a los demonios por debajo de sus distintos disfraces e incluso
olerlos, porque los demonios desprenden un maligno hedor. Al ser capaz de
reconocerlos y diferenciar los tipos más peligrosos de los menos, el monje
está en posición de deshacer sus enredos y expulsarlos.
El monje santo por antonomasia es san Antonio, quien es asimismo el
protagonista de la más antigua biografía conocida de un santo cristiano,
compuesta probablemente hacia 360. No nos interesa ver aquí si esta Vida fue
escrita o no por Atanasio, patriarca de Alejandría, a quien tradicionalmente se
le atribuye, pero es importante notar que se convirtió rápidamente en un best-
seller, fue inmediatamente traducida al latín (dos veces) y a otras lenguas y
ejerció una influencia duradera sobre toda la hagiografía posterior. Si
tuviéramos información de otras fuentes sobre Antonio, estaríamos en una
posición mejor para juzgar si su Vida es fiable en términos objetivos y si el
retrato del héroe que nos presenta es convincente. Ese, sin embargo, no es el
caso; conocemos a Antonio solo por su Vida: el hombre y el documento son
para nosotros uno y lo mismo.
El lector moderno de la Vida de san Antonio se sorprenderá de la omisión
de algunas informaciones que normalmente esperaríamos encontrar en una
biografía. En primer lugar, la Vida no proporciona fechas. Cierto es que
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tenemos una serie de indicios dispersos a lo largo del texto y es posible
combinarlos y elaborar una cronología aproximativa, pero esa es una tarea
que se deja al historiador. En segundo lugar, las indicaciones geográficas son
extremadamente vagas. Antonio nació y creció en un pueblo de Egipto, pero
no se nos dice dónde estaba ese pueblo. El santo se retira a un desierto no
especificado y a un lugar aún más remoto y apartado, que parece estar al pie
de una montaña, a treinta días de viaje de Nitria. En tercer lugar, lo más
importante, no hay una caracterización del héroe, física o moral. Al margen
del hecho de que era un hombre analfabeto, hablaba solo egipcio, no era ni
muy alto ni muy grueso, tenía en el rostro una sempiterna expresión de
felicidad y disfrutó de una salud robusta hasta los ciento cinco años de edad,
no hay nada en el texto que nos transmita un retrato psicológico de la persona.
El único elemento de su personalidad es que se trataba de un santo.
Nos quedamos, pues, con la narración de sus hazañas. Permanece en casa
hasta los dieciocho o viente años de edad; al morir sus padres y después de
dejar cubiertas las necesidades de su hermana, reparte su herencia y emprende
entonces su áskēsis, que se articula en tres momentos, en base tanto a la
separación física como a los niveles de perfección alcanzados: primero, a
poca distancia de su pueblo, donde se gana la vida con el trabajo de sus
manos; segundo, en el desierto, donde permanece confinado veinte años, para
acabar convirtiéndose en un reconocido curandero y propagador del ideal
monástico; tercero, en el «desierto interior». Solo dos veces visita una ciudad,
la primera vez durante la gran persecución, donde sigue a los cristianos
arrestados hasta Alejandría y oficia para los confesores en prisiones y canteras
de piedra. También Antonio desea convertirse en mártir, pero por razones que
no se nos explican no consigue su propósito. Su segunda visita a Alejandría,
por invitación de unos obispos cuyo nombre ignoramos, sirve para denunciar
la herejía arriana. Excepto estos dos interludios en una extensa obra, la carrera
de Antonio puede ser descrita como sin incidentes. Está, sin embargo,
dominada por una lucha interior incesante contra el Diablo, y este es en
realidad el argumento de la biografía. Las tentaciones son descritas como una
«torbellino polvoriento y fantasioso» y conllevan una progresión que empieza
con la nostalgia de la familia, las posesiones y las comodidades de la vida
hogareña, continúa con el deseo sexual y culmina con alucinaciones
acompañadas de violencia física. El largo sermón que Antonio debe
pronunciar está en gran medida consagrado a la naturaleza y el
comportamiento de los demonios, presentados de acuerdo con un sistema
elaborado y coherente. Los demonios son concebidos como habitantes del
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aire, que es por naturaleza turbulento, en contraste con la serenidad de los
cielos. Teniendo su base de operaciones en el aire, los demonios son capaces
de interceptar el progreso ascendente de las almas humanas, exigiéndoles
vasallaje y dejando pasar solo a aquellas que son puras. Aquí encontramos ya
el curioso concepto de las aduanas aéreas (telonio), que tendrán un papel
importante en la especulación bizantina sobre la muerte y el Más Allá.
Además de su énfasis en la demonología, la Vida de san Antonio ha sido
concebida deliberadamente para servir a los intereses de un grupo eclesiástico
particular, a saber, el del patriarca Atanasio. Antonio es presentado como
enemigo declarado de los herejes (melecianos, arríanos y maniqueos) y como
defensor del orden eclesiástico establecido, mostrando el debido respeto hacia
obispos y sacerdotes. Podemos muy bien preguntarnos si un hombre que,
durante el reinado de Constantino, ignoraba manifiestamente el hecho de que
el emperador reinante fuera cristiano y que, por su alejamiento de la sociedad,
se había puesto a sí mismo al margen del ministerio y los sacramentos de la
Iglesia, estaba de verdad en posición de mantener posturas precisas a
propósito de doctrinas teológicas tan sutiles como las que separaron a
católicos de arríanos. Podemos preguntarnos asimismo si el monacato en la
forma en que Antonio lo practicaba no era una traición a la Iglesia
establecida, de cuya organización se colocaba completamente al margen.
Fuera quien fuera el autor de la Vida, parece haber estado ansioso por uncir al
carro de la causa católica una figura carismática y un movimiento cuya gran
influencia advertía.
Nos hemos detenido a examinar la Vida de san Antonio por varias
razones. Nos ofrece el más antiguo y uno de los más claros testimonios de la
ideología monástica y de su relación íntima con el mundo de lo demoníaco.
Proporciona un modelo para toda la hagiografía posterior. Además, nos
enseña que el estudio del santo es realmente el estudio de la hagiografía.
Volveremos a ello más tarde.
Hemos dicho que la mayoría de los santos bizantinos eran monjes, pero
esto no responde a la pregunta de cómo se llegaba a ser santo. Hasta el final
de la Edad Media, la Iglesia ortodoxa oriental no tuvo un proceso regular de
canonización. En teoría, la santidad era conferida por Dios, no por un comité
formado por hombres, y se manifestaba normalmente en milagros póstumos.
En la práctica, por supuesto, el asunto era diferente. Si consideramos el
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proceso a la inversa, vemos que la fase final de reconocimiento era la
inclusión del santo en el calendario litúrgico (synaxárion), cuya redacción
más completa y de mayor autoridad era la de Constantinopla. Se trata de una
voluminosa compilación que incluía a unos dos mil santos e indicaba la
iglesia o iglesias de la capital en las que se celebraba el servicio
conmemorativo de cada uno de ellos (synaxis); muchos lemas iban
acompañados de un breve esbozo biográfico. El sinaxario, tal y como lo
conocemos, es un producto de los siglos X u XI. Una vez compilado y
difundido, tuvo el efecto de limitar el número de entradas posteriores. La
compañía de los santos adoptó el sistema de numerus clausus. De hecho, muy
pocos miembros nuevos fueron añadidos del siglo XII al XV.
Si observamos más de cerca a los santos conmemorados en el sinaxario,
encontramos que conforman un variado surtido. Incluyen, por ejemplo, al
emperador Justiniano I (527-565) que, lejos de ser un santo, era considerado
por el historiador Procopio, su contemporáneo, como una encarnación de
demonio. Hay también un lugar para el emperador «Justiniano el Joven de pía
memoria». ¿Puede de verdad tratarse de ese monstruo de iniquidad y crueldad
que fue Justiniano II (685-95, 705-711)? El patriarca Focio (858-867,
877-86), un gran erudito pero difícilmente un santo, también se encuentra allí,
al lado de su enemigo de toda la vida, el austero patriarca Ignacio (847-58,
867-77). Hay, por supuesto, muchos otros obispos y patriarcas de dudosas
credenciales (cuarenta y nueve solo de Constantinopla), muchos fundadores
de monasterios, incluso santos divididos en dos o tres personalidades
distintas. ¿Cómo entraron todos ellos en el sinaxario? Presumiblemente,
mediante un proceso bastante largo de compilación a partir de calendarios
más antiguos, tanto urbanos como monásticos, a partir de las fuentes literarias
(como la Historia eclesiástica de Eusebio) y los dípticos de distintas iglesias.
Cae por su peso que en el curso de la transmisión se produjo un buen número
de errores.
Esto sigue sin dar respuesta a nuestra pregunta inicial, tan solo nos hemos
limitado a retrotraerla. Dado que el sinaxario de Constantinopla fue
compilado a partir de calendarios anteriores, ¿cómo llegaron estos a incluir a
algunos santos y no a otros? La respuesta no siempre es la misma, pero en
algunos casos está bastante clara. Consideremos un caso concreto. El
monasterio de santa Gliceria, situado en una islita aproximadamente a medio
camino entre Constantinopla y Nicomedia, fue refundado en la primera mitad
del siglo XII y se convirtió durante cierto tiempo en un establecimiento
prestigioso. Su restaurador fue un noble armenio llamado Gregorio Taronita,
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posiblemente el general homónimo que se rebeló contra el emperador Alejo I
(1081-1118) y fue castigado con prisión. Gregorio se hizo monje y fundó su
propio monasterio. El único milagro que se dice llevó a cabo fue librar a su
isla de una plaga de ratas de campo que la había infestado, pero también se le
atribuye el don de predecir el futuro. Como era de esperar, tras su muerte
entró en el calendario específico del monasterio, que fue posteriormente
copiado una y otra vez en manuscritos que viajaron más allá de los confines
de santa Gliceria. De este modo, una figura de interés estrictamente local
entró en el amplio círculo de los santos reconocidos.
La lección que hay que sacar de nuestra pequeña digresión es que, en
nuestra investigación sobre el santo bizantino, no podemos considerar la lista
de los casi dos mil miembros incluidos en el sinaxario o cualquier otra lista
similar y reducirla a un denominador común. El emperador Justiniano se
parece tan poco a san Antonio del desierto como este al patriarca Focio. Por
tanto, deberemos limitarnos a lo que, con razón o sin ella, podemos considerar
representantes típicos de la santidad bizantina. Muchos de ellos pertenecerán
a la clase de «hombres y mujeres santos», pero deberemos añadir unos pocos
ejemplos más para completar el cuadro descriptivo.
Desde los primeros tiempos de la cristiandad, la tumba del santo había
sido su lugar de culto. La tumba era asimismo la prueba definitiva de la
santidad, porque había una diferencia fundamental entre los huesos de un
mortal corriente y los de un santo, como reflejan claramente los Milagros de
santa Tecla: a esta santa estaba dedicado un gran santuario en Seleucia,
Isauria (sureste de Asia Menor). Hacia el año 400 el obispo de Seleucia,
actuando bajo presión, autorizó el sepelio de un personaje eminente y
respetado en la nave sur del santuario de Tecla. Tan pronto como los
sepultureros comenzaron a extraer las losas del pavimento, la santa hizo que
se detuvieran. Después se apareció al obispo en una visión nocturna y le
reprochó el que hubiera deshonrado su iglesia implantando en ella «el hedor
de los cementerios y las tumbas». Tumbas e iglesias, explicó, no tenían nada
en común, excepto en el caso de que el muerto no estuviera muerto, sino vivo
en el Señor, y mereciera en consecuencia compartir el habitáculo de los
mártires. No se podía pedir una definición más clara. Había muertos que
estaban muertos y muertos vivientes, que eran los santos. Con ocasión del
sepelio, se manifestaba algunas veces un signo sobrenatural de aprobación.
Así, cuando san Juan el Limosnero (al que tendremos que volver) estaba
siendo enterrado en un sarcófago que contenía los cuerpos de dos obispos
santos muertos antes, ambos cuerpos dejaron un espacio entre ellos como si se
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hubieran despertado para recibir a san Juan entre ellos. De este modo
indicaban a la congregación allí reunida la gloria que le había sido concedida
al santo. El caso opuesto era también común: el cuerpo de un pecador a
menudo era rechazado por sus vecinos de sepultura.
El sello de la aprobación divina era conferido así al santo en el momento
de su entierro y el santo seguía con vida en su tumba, que por lo general olía
bien. La tumba se convertía en fuente de curación e incluso el aceite de las
lámparas que ardían ante ella podía tener poderes milagrosos para curar
enfermedades y expulsar demonios. Las tumbas de algunos santos
excepcionales tenían la distinción mayor de exudar aceite (san Demetrio, san
Nicolás, etc.) o sangre (santa Eufemia). Así pues, quién era santo no es una
pregunta que se hicieran los bizantinos: Dios mismo daba la respuesta en el
momento de la muerte. En pocas ocasiones, llegaba incluso a remover el
cuerpo a un lugar ignoto, como sucedió con san Simeón, el santo loco de
Emesa (Homs, en Siria), que vivió en el siglo VI. Simeón murió en la miseria
de su humilde choza al caerle encima una pila de ramas; notada su ausencia,
su cuerpo es descubierto y, sin abluciones, sin velas ni incienso, ni ceremonia
alguna, llevado al cementerio común para forasteros y enterrado. El protector
y confidente de Simeón, cierto diácono Juan, es puesto sobre aviso; abrió la
tumba para dar al cuerpo digna sepultura, pero había desaparecido, porque el
Señor lo había sacado de allí para glorificarlo. Esto, en palabras del
hagiógrafo, era «el sello y la confirmación del modo de vida inmaculado del
santo». Por decirlo de otra manera, no había tumba ni había reliquias.
Algunos santos bizantinos nos son conocidos por sus escritos, sus
actuaciones públicas y las referencias que a ellos hacen sus contemporáneos.
Esto nos permite entender al menos en parte su personalidad y expresar a
propósito un juicio que puede no ser enteramente favorable. Cirilo de
Alejandría puede recordarnos más a un bandido que a un santo, e incluso el
gran Juan Crisóstomo ha suscitado entre los historiadores los sentimientos
más opuestos. En la mayor parte de los casos, sin embargo, la hagiografía
proporciona el único (o el principal) testimonio. Siendo esto así, debemos
familiarizarnos con los mecanismos de la hagiografía bizantina, que no era un
medio de comunicación ingenuo ni imparcial.
Puesto que cada caso es único, vamos a considerar uno hipotético. Un
santo equis, vamos a suponer, era el fundador de un monasterio en el siglo VI.
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Procedía de otra provincia, abrazó primero la vida monástica en cierta
comunidad para convertirse más tarde en eremita. Después de muchos años
de lucha ascética y varios cambios de residencia, llegó a su última morada,
reunió un grupo de discípulos y organizó un establecimiento monástico
independiente. Debemos comprender que un monasterio no era simplemente
una hermandad espiritual: necesitaba edificios (aunque fueran modestos), una
capilla, un mausoleo, campos que labrar. En otras palabras, necesitaba una
donación. Gracias a sus virtudes y a sus poderes sobrenaturales de curación,
este santo consigue donaciones de algún rico. Su fama se extiende. Cuando el
santo ya está en edad avanzada o, más a menudo, tras su defunción, uno de
sus discípulos decide componer su biografía. Recoge todas las historias que
ha oído del santo y pide a los hermanos de la congregación que le cuenten sus
recuerdos. Con toda probabilidad, el origen lejano del santo y el comienzo de
su carrera han caído en el olvido. Toda esta parte puede ser aclarada o, mejor,
inventada de acuerdo con un modelo reconocido. El resto es probable que
consista en episodios inconexos y de secuencia cronológica confusa. La
biografía acaba siendo compuesta con el material que está al alcance y si el
griego en que está escrita no es lo suficientemente bueno, puede encargarse a
alguien versado que la corrija. El objetivo de la Vida es dar publicidad a la
existencia del monasterio a través de la persona de su santo fundador y
proporcionar una «lección», esto es, un texto que será leído en voz alta con
motivo de su aniversario, al estar la recitación pública más difundida que la
lectura privada. En consecuencia, el fundador necesita ser presentado como
un santo típico, personificación de todas las virtudes monásticas, y no como
un individuo con todas las peculiaridades y puntos débiles que distinguen a un
ser humano de otro.
La biografía es entonces lanzada a lo que a menudo se convierte en un
largo y tortuoso recorrido. Su suerte depende ante todo del monasterio en
beneficio del cual fue compuesta. Si el monasterio entra en decadencia y
desaparece, el texto puede desaparecer con él. Supongamos, sin embargo, que
el texto sobrevive copiado en lo que se llama un mēnológion, esto es, una
colección de Vidas ordenadas según el calendario. Salvado de este modo, el
texto puede llegar a ser traducido a otra lengua, por ejemplo, el siríaco, y del
siríaco al árabe y del árabe al georgiano. En los casos más afortunados,
podemos poseer la Vida original; así, por ejemplo, la de Hipado por Calínico
(siglo V), las distintas y excelentes biografías compuestas por Cirilo de
Escitópolis (siglo VI), la Vida de san Teodoro de Sición (siglo VII), la Vida de
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san Joanicio, obra de Pedro (siglo IX) y otras muchas. Muy a menudo, sin
embargo, solo se ha conservado una traducción, una paráfrasis o un resumen.
Llegamos así al siglo X, que testimonia un esfuerzo notable por recoger y
reeditar con cierta uniformidad estilística las Vidas de los santos más
importantes, empresa que está especialmente ligada a la actividad de un
funcionario imperial llamado Simeón Metafrastes (esto es, el
«parafraseador»). Si nuestra biografía es considerada lo suficientemente
interesante, puede entonces haber sido reescrita por el equipo de «negros» de
Simeón, proceso que supone no solo un lavado de cara estilístico, sino
también la eliminación de cualquier detalle juzgado innecesario o poco
adecuado. Una vez hecho esto, el texto «mejorado» se aseguraba su
supervivencia, dado que de la edición de Simeón se hicieron cientos de
copias, pero el texto original, desde entonces innecesario, podía perderse con
facilidad. Este no era el final del proceso: la biografía podía entonces ser
abreviada en varias formas para ser incluida en los distintos calendarios
litúrgicos. El día consagrado al santo podía después inspirar laudationes
retóricas e himnos poéticos.
¿Por qué hemos entrado en todos estos detalles? Porque, repetimos, en
muchos casos, el santo bizantino no es una entidad separada de su historial
hagiográfico. Está contenido por completo en ese dossier y él mismo es una
construcción litúrgica. Su personalidad ha quedado casi por completo borrada.
Lo que resta es una narración parcial de algunos hechos (que pueden ser
verdaderos o falsos), unida a algunas particularidades sobre su culto.
Investigar el contenido real de sus actos es tarea de la crítica histórica. El
historiador no puede aceptar simplemente lo que lee en el texto si es que
pretende establecer lo que el santo hizo de verdad, pero puede utilizar el texto
hagiográfico en su conjunto con otros propósitos. A menudo encontrará en él
unas briznas de información vivida y auténtica sobre la vida cotidiana y por
esta razón los historiadores de la economía y la sociedad han explotado la
cantera de la hagiografía bizantina. El historiador también está autorizado a
considerar el texto hagiográfico como expresión de cierta mentalidad, de los
ideales que los bizantinos se proponían y de los límites de su mundo
intelectual. Pero veamos ahora algunos ejemplos concretos que he elegido no
solo para presentar ciertos tipos de santo, sino también para mostrar cómo
funciona el proceso hagiográfico.
Lo primero que hay que decir de santa Matrona —porque nunca se es lo
suficientemente cuidadoso con estos problemas— es que existió de verdad.
Una crónica la menciona como uno de los líderes de los establecimientos
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monásticos en Constantinopla que, hacia 499, se opusieron a la política
religiosa del emperador reinante, Anastasio. En la prolongada disputa entre
católicos y monofisitas, Anastasio, como su predecesor Zenón (474-491),
adoptó una política de conciliación hacia el partido «herético» e intentó
aplicar el Henōtikón («Edicto de la unión») publicado por Zenón con ese fin.
Se esperaba del patriarca de Constantinopla, Macedonio (496-511), que
verificara si los monjes y monjas recalcitrantes que rechazaban el Henōtikón,
considerándolo un peligroso embuste, seguían la línea imperial, pero, ante la
obstinada oposición de estos, el patriarca decidió dejarlos en paz y no
perseguirlos. Nuestra Matrona es mencionada entre estos recalcitrantes que
rechazaron adherirse a la línea oficial de la Iglesia. La crónica la describe
como «estando aún con vida» (lo que significa que debió de morir poco
después) y como autora de «muchos milagros» en la época en que cierto
Crisaorio, diácono de la catedral, la presionaba para que se sometiera a las
directrices superiores. Dicho de otro modo, Matrona obtuvo cierta notoriedad
gracias a su lucha por la justa causa de la doctrina católica y era de esperar
que su convencida oposición a la coerción fuera uno de los elementos de su
fama póstuma.
El historial hagiográfico de Matrona es muy simple. Consiste en una Vida,
su paráfrasis (obra del taller de Simeón Metafrastes) y un resumen de la
misma. Sin embargo, todo lo que tenemos que leer de Matrona es su Vida,
escrita tras su muerte, posiblemente obra de una monja (en cuyo caso se
trataría de una de las escasas obras de la hagiografía bizantina compuesta por
una mujer), quien no pretende haber conocido personalmente a la santa, sino
que afirma haber obtenido la información de la compañera de toda la vida de
Matrona, llamada Eulogia. La Vida nos cuenta la historia de una mujer
perseguida de un país a otro por su tiránico esposo hasta que encuentra la paz
en un convento fundado por ella junto con un grupo de compañeras. ¿Es esto,
hablando en términos generales, una historia verdadera o pura ficción?
Oriunda de Perge en Panfilia (sur de Asia Menor), Matrona llega a
Constantinopla a los veinticinco años con su marido Domeciano y una hija
pequeña, Teodota. No se nos dice por qué van a la capital, pero podemos
suponer que Domeciano tenía que resolver algún negocio allí, quizá un pleito.
Siendo de natural piadoso y evidentemente aborrecida de su marido, Matrona
entra en contacto con un grupo de mujeres devotas que prestaban distintos
servicios en la iglesia de los Santos Apóstoles. Con su ayuda, abandona el
hogar familiar, confía su hija al cuidado de una viuda y se esconde. Mientras
Domeciano sospecha que su esposa está ejerciendo la prostitución, Matrona
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se disfraza de eunuco y entra en un monasterio masculino dirigido por cierto
sirio llamado Basiano, al que podemos calificar de empresario monástico.
Pronto es descubierta (sus orejas están perforadas) y escoltada fuera del
monasterio. Se entera de que entre tanto su hija ha muerto. Domeciano le
sigue la pista, de modo que los compañeros de Basiano deciden en
conciliábulo embarcarla en secreto a un monasterio femenino en Emesa
(Siria) con el que tienen relación. Matrona se hace valer allí y alcanza el
puesto de abadesa. Realiza un milagro (aunque es un milagro de segunda
mano, el único que se le acredita) curando un ciego con aceite santo exudado
de la cabeza de san Juan Bautista, descubierta poco antes, en 453 d. C. Su
fama se extiende. Al tener noticia de ella, el insistente Domeciano se apresura
a llegar a Emesa para reclamar a su esposa, pero ella se escapa a Jerusalén,
desde donde, perseguida aún por Domeciano, huye al Monte Sinaí y de aquí a
los suburbios de Beirut, donde se instala en un templo pagano abandonado,
infestado de demonios. Se convierte en algo así como una celebridad local y
las grandes damas de Beirut van a visitarla montadas en carro o transportadas
en literas; Matrona convierte a hijas de paganos. Está ansiosa, sin embargo,
por volver a Constantinopla y ver de nuevo a Basiano y sus monjes, que tan
amables habían sido con ella. Por el momento Domeciano está fuera de juego,
así que Matrona, en compañía de algunas mujeres de alto rango, navega hasta
la capital. Allí entra en contacto con Basiano, que está encantado de volverla
a ver, y alquila unas habitaciones junto con otras ocho mujeres que la habían
acompañado desde Beirut. Pronto llama la atención de la emperatriz Verina,
esposa de León I, y de la augusta Eufemia, esposa de Antemio, antes
emperador de Roma, pero no les pide favores. La esposa de Esporacio, un
patricio inmensamente rico, la anima a instalarse en una de sus muchas
posesiones y ella elige un terreno justo al otro lado de los muros de
Constantinopla, en un lugar tranquilo y próximo a otros monasterios, entre
ellos el de Basiano. Es pequeño, pero tiene un jardín con rosas. Una vez
cumplidos los trámites legales, Matrona con sus compañeras se convierte a
todos los efectos en propietaria del lugar.
Todo lo que queda ahora es construir un monasterio y esto requiere
dinero. Afortunadamente, hay muchas mujeres ricas en Constantinopla y
pronto aparece una benefactora. Se llama Atanasia y solo tiene dieciocho
años. Casada con un marido disoluto al que aborrece de todo corazón,
Atanasia tiene un niño pequeño que muere poco después. Tras algunas
peripecias, se desembaraza del marido, recupera su considerable patrimonio y
se une a la comunidad de Matrona. Ahora disponen de recursos para
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amurallar la propiedad, construir una capilla de tres niveles, dotar el
establecimiento con un fondo para sus gastos e incluso distribuir algún dinero
entre otros monasterios así como entre los anacoretas de Jerusalén, Émesa,
Beirut y de todo el Oriente. Atanasia muere quince años después, pero
Matrona vive hasta aproximadamente los cien años. El diablo, a quien había
ofendido en Beirut, la atormenta en sueños, pero poco antes de morir se le
concede una visión de la Virgen María en el paraíso, lo que conforma el
«sello» divino que significa aprobación de su carrera de santa. La Vida no
señala milagros póstumos.
Tal es a grandes rasgos la Vida de Matrona. ¿Hasta qué punto podemos
fiarnos de ella? Su docto editor, Hippolyte Delehaye, uno de los mayores
conocedores de la hagiografía griega, era un poco escéptico al respecto. De
hecho, no faltan razones para que la duda nos asalte. Resulta particularmente
sorprendente la omisión del principal motivo de la fama de Matrona, la
resistencia que opuso a la política religiosa del emperador Atanasio. El
diácono Crisaorio, que tanto la presionó, no aparece nunca en la historia. Solo
hay una afirmación más bien retorcida hacia el final de la Vida a propósito de
que muchas de las hazañas de Matrona fueron oscurecidas por la tormenta
que había dominado la Santa Iglesia, aunque ella se había mantenido hasta el
final al lado de la fe ortodoxa. Pero si el autor —o autora— obtuvo su
información, como afirma, de la compañera de toda la vida de la santa y,
además, escribía poco después de la muerte de Matrona, ¿cómo es que el
recuerdo de sus hazañas se había desvanecido tanto? ¿Se debía la reticencia
del autor al hecho de que el emperador Atanasio estuviera aún en el trono? Si
es así, la Vida debe de haber sido escrita antes de 518. Pero, en este caso, ¿por
qué el autor se preocupa de informarnos de que la capilla de Matrona y el
monasterio de Basiano aún permanecen en pie?
Sea cual sea la respuesta, la Vida de Matrona evoca un ambiente muy
preciso, más interesante todavía porque se trata de una comunidad femenina.
Evidentemente, Matrona procedía de una familia rica y se mueve con soltura
entre mujeres adineradas e influyentes. Los únicos hombres virtuosos que se
mencionan en la historia son monjes, mientras que los maridos son
depravados y los niños hacen bien muriendo pronto, librando así a sus madres
de obligaciones mundanas. Matrona se encuentra bien en compañía de sus
monjas, a las que viste no ya con ceñidores y mantos de lana, como
acostumbraban a hacer las mujeres, sino con amplios cinturones de piel y
blancas capas masculinas (un psicólogo podría hacer algún comentario al
respecto). Matrona no realiza de hecho milagro alguno ni practica ninguna
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forma rigurosa de ascetismo. El elemento demoníaco tiene un papel muy
modesto en su Vida. Al final, uno se pregunta si sus pretensiones de santidad
se debieron a la persecución que sufrió por parte de su marido o al hecho de
que fundara un convento e instituyera en él una forma particular de disciplina.
Consideremos ahora el caso de un obispo caritativo. San Juan el
Limosnero fue patriarca de Alejandría durante un período especialmente
crítico de su historia. Chipriota de nacimiento e hijo de un gobernador de la
isla, no era ni un monje ni un clérigo, sino un hombre rico, con mujer e hijos.
En 609, el Imperio bizantino no solo tenía que afrontar el ataque persa sino
que también estaba desgarrado por la guerra civil entre el detestado
emperador Focas y los jefes de una insurrección que había comenzado en
Cartago, a saber, Heraclio (que se convertiría en emperador al año siguiente)
y su primo Nicetas. Los rebeldes consiguieron conquistar Egipto y Chipre;
Juan, cuya esposa e hijos debían de haber muerto entre tanto, fue nombrado
patriarca de Alejandría.
Incluso en tiempos mejores, hacer de obispo de Alejandría por
designación imperial era un asunto peligroso, porque la mayor parte de los
egipcios solían mantener creencias monofisitas y los alejandrinos eran
legendariamente adictos a la revuelta. Cuando Juan tomó posesión del cargo,
las cosas estaban aún peor: los persas habían invadido Siria y Palestina,
grandes masas de refugiados buscaban cobijo en Egipto, había escasez de
alimentos, era preciso rescatar prisioneros y ayudar a los cristianos en Tierra
Santa. Parece ser que Juan cumplió su deber con vigor y tacto. En el décimo
año de su ministerio, mientras los persas avanzaban hacia Alejandría, el
patriarca navegó a su Chipre natal. En la ciudad de Amatunte (antiguo
Limasol), construyó y dotó una iglesia en honor a san Esteban, muriendo al
poco tiempo (no mucho después de 620). Todo esto parece razonablemente
auténtico.
No hay razón para dudar de que Juan fuera un hombre compasivo y no
solo un hábil administrador. Incluso pudo haber merecido los honores de la
santificación. Sea como sea, dos de sus amigos compusieron en su honor un
elogio fúnebre en el que se narran algunas de sus hazañas más notables. Estos
amigos se llamaban Juan Mosco, autor del inmensamente popular Patrum
spirituale, y Sofronio, que sería después patriarca de Jerusalén. Estas son las
hazañas de Juan: su lucha contra los monofisitas, su caridad hacia los
prófugos que acogió, la construcción de hospederías y pabellones de
maternidad, medidas contra la sodomía, la ayuda enviada a los cautivos de
Jerusalén y otros asuntos por el estilo, todo perfectamente creíble. El elogio,
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escrito originalmente en estilo literario elevado, no nos ha llegado in toto,
pero lo conservamos en forma abreviada. Poco después, en 641 para ser
precisos, el entonces arzobispo de Chipre decidió que era necesaria una
biografía suplementaria de Juan y la encargó a uno de sus obispos
sufragáneos, Leoncio de Neápolis, que ya había dado pruebas de su talento
como hagiógrafo. La nueva iniciativa se tomó probablemente en beneficio de
la ciudad de Amatunte, donde fue enterrado Juan y donde su tumba empezaba
a revelarse milagrosa; quizá también en interés de la propaganda
antimonofisita. Por lo que sabemos, Leoncio no había conocido a Juan, pero
fue capaz de compilar toda una serie de anécdotas muy vividas, de las que
falsamente pretende haber sido testigo o haberlas oído de cierto informador
alejandrino. Las anécdotas están narradas en un griego coloquial y muchas de
ellas son ciertamente de procedencia alejandrina, pero resulta difícil decir si
de verdad tienen algo que ver con Juan el Limosnero (algunas ciertamente
no). El siguiente paso era combinar el resumen del elogio fúnebre y la Vida de
Leoncio, parafraseada en un griego más elegante, en un solo texto, que fue de
nuevo parafraseado en el siglo X y reducido a menos de una página con vistas
a su inclusión en el sinaxario de Constantinopla bajo la festividad de Juan, el
12 de noviembre. Aquí leemos que Juan fue designado canónicamente para la
sede patriarcal de Alejandría, donde sirvió durante muchos años, realizó
innumerables milagros, distribuyó dádivas entre los pobres, convirtió a la
verdadera fe a muchos infieles y finalmente emigró al Señor a una edad muy
avanzada. Las facciones de la persona real han sido completamente borradas.
Juan se ha convertido en un icono que colgar en la pared junto a los iconos de
otros tantos obispos santos. ¿Qué sabemos, finalmente, de Juan? Quizá solo lo
que se conserva en el resumen de los elogios de Mosco y Sofronio. En cuanto
a las anécdotas que narra la Vida suplementaria de Leoncio, arrojan mucha
luz incidental sobre la vida de Alejandría, pero resultan impenetrables para la
verificación histórica.
La hagiografía bizantina está llena de ficciones. Hay vidas de santos que
con toda probabilidad nunca existieron. Hay vidas de personajes históricos,
entre los cuales algunos de hecho muy famosos, que distorsionan por
completo sus acciones conocidas y las convierten en fábula: entran en esta
categoría las numerosas vidas del emperador Constantino, las de san Epifanio
de Salamina y las de san Juan Crisóstomo. También hay vidas de santos sobre
los que no sabemos nada en absoluto. He aquí un ejemplo de este tercer
grupo.
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San Sansón el Hospedero (xenódokhos «administrador de una
hospedería») era tenido por fundador del mayor y más famoso hospital de
Constantinopla, un edificio de varios pisos situado entre las iglesias de Santa
Sofía y de Santa Irene que formaba parte del sistema de asistencia social
administrado por la catedral. Un icono de Sansón, esculpido en mármol, en el
Museo Arqueológico de Estambul, muestra a un hombre con barba, de altura
media, con un evangeliario en las manos (por lo tanto, un sacerdote) y
mirando, como de costumbre, de frente. Nos gustaría poder saber algo de
Sansón.
Hasta fecha reciente, toda la documentación disponible era una Vida,
ampliada con milagros póstumos, en la edición de Simeón Metafrastes, y una
reseña en el sinaxario que deriva de la Vida. El infatigable editor de obras
hagiográficas griegas que fue el padre F. Halkin consiguió descubrir un texto
más antiguo, no tanto una Vida como un elogio, que Simeón Metafrastes
debió de tener delante. ¿Qué nos enseña este nuevo texto? Primero, que su
anónimo autor escribió mucho después de la época en que vivió Sansón. Las
hazañas del santo, dice, han sido borradas casi completamente por el paso del
tiempo; casi, pero no del todo. Sansón, pues, era de origen romano, vástago
de una rica familia aristocrática que descendía ni más ni menos que del
emperador Constantino. Fue educado en el estudio de las Sagradas Escrituras
y después, por lo que parece, estudió medicina. Cuando murieron sus padres,
dio todos sus bienes a los pobres, manumitió a sus esclavos y se dirigió a
Constantinopla, donde llamó la atención del patriarca Menas (536-552) y fue
ordenado sacerdote a los treinta años. Vivió en una casita que aún se puede
visitar y allí se dedicó a atender enfermos. Sucedió que el emperador
Justiniano cayó gravemente enfermo por una afección de los órganos
genitales y se vio en sueños rodeado de una muchedumbre de médicos
eminentes. Pero un ángel le señaló un hombre de porte humilde y le dijo:
«Nadie más que este podrá curarte». Se ordenó la búsqueda de Sansón, quien,
por supuesto, consiguió que el emperador sanase. Sansón no quiso aceptar
ninguna recompensa pero insistió en que se levantara un hospital en su casa,
cercana a Santa Sofía (entonces en construcción, 532-537) y así se hizo. En
esta época, el general Belisario volvía de África trayendo consigo el inmenso
tesoro del rey vándalo Gelimer (534), un tercio del cual fue asignado al
hospital. Y así, después de haber atendido enfermos durante muchos años y
haber alcanzado una vejez extrema, Sansón murió y fue enterrado el 27 de
junio en la gran iglesia de San Mocio, en la cripta que había debajo del altar.
Su tumba se reveló milagrosa, exudando aceite sagrado. Por lo que respecta al
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hospital, este siguió siendo maravilla de generaciones venideras, a pesar de
haber sufrido incendios durante revueltas ciudadanas.
Todo lo que se puede decir a favor de la narración que acabamos de
exponer es que las indicaciones cronológicas que ofrece son más o menos
contemporáneas: el autor había llevado a cabo una pequeña investigación
histórica. Pero de hecho se sabe que el hospital fue quemado durante la
llamada sublevación de la Nika, en enero de 532; registrando este episodio, el
historiador Procopio afirma que había sido construido «en época muy
antigua» por cierto hombre piadoso llamado Sansón. Dicho de otro modo,
Sansón, del que evidentemente no se sabía nada, había vivido mucho antes de
la época de Justiniano. La Vida, o el elogio, compuesta probablemente para
ser leída en público el día de la festividad del santo, es una completa
invención, urdida en torno a dos elementos físicos: la casita, incluida quizá en
el complejo hospitalario, en la que se consideraba que Sansón había iniciado
su carrera médica, y la tumba milagrosa en la basílica de San Mocio, que era
una iglesia-cementerio en la parte occidental de la ciudad. La existencia de un
culto creó la necesidad de una biografía y así Sansón el xenódokhos, como
otros muchos santos cuya identidad había sido olvidada, se vio lanzado a la
carrera hagiográfica.
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exaltaba las hazañas de sus correligionarios. En el siglo VII, Juan Mosco, que
había viajado a lo largo de todo el Oriente Próximo coleccionando historias
monásticas, se convirtió en paladín de la causa católica, esto es,
antimonofisita, en su Pratum spirituale. En estas colecciones, sometidas a un
incesante proceso de selección antológica en los siglos sucesivos, los
elementos de rivalidad regional e interconfesional no están ciertamente en un
segundo plano.
El público, siempre ingenuo, deseaba conocer por encima de todo la
técnica precisa con la que tales hombres santos alcanzaban sus legendarios
poderes. En realidad, no había uniformidad al respecto: monjes diferentes
ponían en práctica tipos diferentes de disciplina. Todos ellos sufrían algún
tipo de privación, pero esta tenía muchos grados. Comida, bebida, sueño, ropa
y alojamiento eran obviamente áreas de interés. Los monjes egipcios, como se
ha señalado a menudo en otros lugares, evitaban en general cualquier forma
excesivamente rigurosa o antinatural de mortificación. El gran Apolo, jefe de
una comunidad de quinientos ascetas, condenaba a los que llevaban encima
hierros o se dejaban crecer el pelo. «Estos hombres, —diría con razón—, son
exhibicionistas que buscan la alabanza de los hombres, cuando deberían
someter su cuerpo con el ayuno y hacer buenas obras en secreto. Pero, en vez
de hacer esto, solo piensan en mostrarse en público». El propio Apolo se
abstenía de comer cualquier plato cocinado, incluido el pan, limitándose seis
días por semana a las plantas que crecían naturalmente en el desierto.
Realizaba un centenar de genuflexiones por el día y otras cien por la noche.
Dormía en una cueva. Llevaba una túnica de manga corta y un turbante en la
cabeza. Todos estos detalles nos son cuidadosamente referidos porque
constituyen el régimen (ergasta) particular del santo, que invitaba a la
imitación o despertaba simplemente curiosidad.
El futuro, sin embargo, estaba del lado de los exhibicionistas. La analogía
con el martirio puede haber sido una motivación, puesto que, del mismo
modo que los mártires habían sufrido las más horribles torturas (expuestas
con amoroso cuidado en sus Pasiones), así también los monjes, sucesores de
los mártires, debían someterse a los más severos castigos. Una lectura más
cínica de la documentación sugiere, sin embargo, que la búsqueda de la
notoriedad era un factor importante, como había visto Apolo. El monacato
convencional ya no era una novedad; debía ser más llamativo si pretendía
atraer el interés del público. Fue sobre todo en Siria y Mesopotamia donde los
«excesos» del ascetismo alcanzaron su expresión más extrema y de aquí se
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propagaron a otras regiones del Imperio. El monacato de Constantinopla fue
en gran parte una creación siríaca.
Cuando consideramos de cerca la Historia religiosa de Teodoreto,
encontramos una creciente severidad en las mortificaciones: los monjes viven
en chozas o cuevas demasiado pequeñas para el cuerpo humano, llevan
collares y cadenas de hierro, algunos de ellos no se acuestan jamás, otros
están siempre a la intemperie, exponiéndose al frío y al calor extremos. Un
monje pasa diez años en una estrecha caja cilíndrica, que ha construido con
dos ruedas unidas con ejes y suspendida en el aire por una especie de trípode.
El trofeo más insigne exhibido por Teodoreto es, con todo, san Simeón
Estilita (t 459), creador de una de las formas más extravagantes y ciertamente
más espectaculares de ascetismo. ¿Qué indujo a Simeón a pasar 37 años de
pie sobre una columna? ¿Era, como se decía en aquella época, para servir con
su posición física de intermediario entre Dios y sus ángeles en el cielo y los
hombres en la tierra? ¿O era para exponerse todo lo posible a los ataques de
los demonios, cuyo hábitat era el aire? Sea cual sea la explicación que nos
parezca más verosímil (y se han propuesto muchas), el hecho sigue siendo
que Simeón, como sus imitadores Daniel en el Bósforo y Simeón el Joven en
Antioquía, eligieron con gran cuidado la ubicación de su columna, claramente
visible desde la vía principal de comunicación en un área que entonces estaba
mucho más poblada de lo que lo está ahora. Estos tres estilitas atrajeron
grandes muchedumbres de peregrinos y llegaron a tener gran influencia no
solo sobre la gente corriente sino también sobre dignatarios y emperadores.
Al final del siglo VI, el historiador eclesiástico Evagrio, de origen sirio,
describe con evidente admiración los progresos de la disciplina monástica.
Además de los monjes que se dejaban morir de hambre en sus comunidades,
Evagrio señala la existencia de «herbívoros» (boskoí), hombres y mujeres que
erraban, prácticamente desnudos, por ardientes desiertos y se alimentaban
únicamente de hierbas silvestres. Con el paso de los años, acababan por
parecerse a bestias salvajes, alejados de todo contacto humano. Evagrio siente
predilección por la cuadrilla de monjes cuyo representante más célebre era
san Simeón de Emesa. Eran los santos locos, que simulaban locura y vivían
en ciudades, completamente insensibles a cualquier necesidad y pasión
humana. Tan amortecida estaba su naturaleza que eran capaces de conversar
con mujeres, frecuentar baños y tabernas sin peligro moral alguno, un don que
habían adquirido al precio de un entrenamiento prolongado y escrupuloso.
Amoldándose al papel de los miembros más despreciados de la sociedad, a
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saber, los locos, se exponían a la humillación más completa y así vencían el
pecado del orgullo.
De los refinamientos monásticos ensayados en Siria y Mesopotamia, solo
el de los «herbívoros» no tuvo gran éxito, quizá por el clima más frío de las
áreas septentrionales del Imperio. Estilitas y santos locos, sin embargo,
entraron a formar parte del repertorio común y produjeron muchos notables
representantes en épocas posteriores. Después del siglo VI, no parece que se
introdujeran formas nuevas o más extravagantes de mortificación. Con ajustes
mínimos, el monacato derivó por los canales principales preestablecidos, el
comunitario o cenobítico y el solitario o anacorético. Se respetaba en general
la disciplina recomendada por san Basilio de Cesárea pero no se introdujo
ninguna orden monástica con fines específicos. En este aspecto, Bizancio se
diferencia enormemente de Occidente.
El santo en sociedad
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De este modo, mantienen cierta separación, aun ubicándose al alcance de los
ciudadanos. Dado que esta migración fue voluntaria, solo podemos concluir
que los monjes consideraban importante la proximidad de los habitantes de la
ciudad. ¿Deseaban extender su ministerio o, más cínicamente, tener acceso a
un vínculo mejor con las fuentes de influencia y poder?
Excepto en el caso de los «herbívoros», que se apartaron por completo de
la sociedad humana, todos los santos bizantinos, incluidos los anacoretas del
desierto, ejercieron cierta actividad social. Curaban enfermos, exorcizaban
demonios, protegían animales domésticos, amonestaban a los pecadores,
luchaban contra la herejía, intervenían en ayuda del que había sufrido
injusticia. La naturaleza de sus acciones dependía no solo de la procedencia,
personalidad y ambición del santo, sino también de su localización geográfica
y de la estructura de la sociedad en la que se encontraba. Para ilustrar la
complejidad de esta situación he elegido el ejemplo de un santo «suburbano»
del siglo V, Hipacio, que se estableció en los alrededores de Constantinopla,
en una propiedad bastante grande que había pertenecido antiguamente al
prefecto del pretorio Rufino (f 395), en el límite, por lo tanto, entre la rural
Bitinia y el mundo de la capital. La variedad de sus contactos sociales refleja
su posición intermedia entre campo y ciudad.
A pesar de no haber completado nunca su educación, Hipacio procedía de
una respetable y letrada familia de provincias. Abandonó su posición social al
marcharse de casa y unirse a una comunidad monástica en Tracia, donde
pretendía pasar por esclavo, pero reanudó la relación con su familia cuando su
padre, que había enviudado, descubrió el lugar donde se ocultaba. Un monje
más austero habría rechazado todo comercio con sus familiares, pero Hipacio
acompañó a su padre a Constantinopla, ayudándole en algunos asuntos (quizá
un pleito) mientras se alojaba en la mansión de un rico ciudadano; decidió
entonces no volver a la campiña tracia. Junto con otros dos compañeros,
cruzó el Bósforo en busca de alguna montaña o cueva remota, pero descubrió
a un par de millas de Calcedonia, en una propiedad de Rufino, un monasterio
abandonado y semiderruido, donde se estableció por el resto de sus días.
Rufinianae, así se llamaba, era con seguridad un complejo monástico
espléndido, con un palacio en el que de vez en cuando los miembros de la
familia imperial y otros distinguidos invitados se alojaban: a duras penas un
lugar donde buscar anonimato y alejamiento del mundo.
Si leemos con atención la biografía de Hipacio, descubrimos una tupida
red de motivos: la actitud paternalista hacia los campesinos de la vecindad y
otra gente común, la crítica de la Iglesia institucional y cierto interés por
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cultivar la amistad del rico y el poderoso. Hipacio es el beneficiario de las
donaciones de no pocos importantes dignatarios, incluido el propio
emperador, gracias a las cuales el monasterio es reconstruido y proveído de
recursos. El santo paga sus deudas con distintos servicios: exorciza al
hermano de un militar de rango y rechaza ser recompensado con oro; cura los
caballos de la posta pública; ayuda a un secretario que sirve en la prefectura a
encontrar ciertos documentos oficiales que había perdido; además, consiente
en salir de su monasterio para exorcizar a una dama de rango imperial.
La relación de Hipacio con el poderoso es la que tienen con él los
campesinos, los pobres y los oprimidos. Dicho de otro modo, actúa en calidad
de patrón intermediario, canalizando hacia abajo los beneficios que recibe de
arriba; un redistribuidor de riqueza, usurpando el papel que normalmente
estaba reservado a la Iglesia. En previsión de futuras hambrunas, obtiene en
préstamo el dinero que le permite acumular grandes cantidades de grano y
después entregar pan gratuito a los campesinos que mueren de hambre. Cuida
a los enfermos con sus propias manos, cura animales domésticos y escucha
las quejas del oprimido. Elpidio, un arquitecto inmensamente rico del
emperador, le pide ayuda para liberarse de un demonio. Hipacio comienza su
tratamiento, pero llegan a sus oídos rumores sobre algunos contratistas y
trabajadores pobres a los que Elpidio había estado estafando. De modo que
dice a Elpidio: «Me ha sido revelado que vas a morir. Ve a casa y da una
compensación a los que has timado, si es que quieres salvar tu alma». Elpidio
está a punto de hacerlo así, pero sus médicos le aseguran que vivirá y, en
consecuencia, muere en pecado.
Hipacio actúa asimismo sobre un escenario religioso, convirtiendo a gente
de una zona que en buena parte sigue siendo pagana y combatiendo las
extendidas prácticas mágicas. Lo llevan a actuar así la indolencia y la
embriaguez a las que se ha dejado llevar el clero regular. Incluso el obispo de
Calcedonia, en cuya jurisdicción recaía el monasterio de Hipacio, aprueba la
restauración del festival olímpico en el teatro de su ciudad y necesita que una
delegación de monjes le diga que el festival en cuestión era expresión de puro
paganismo y que debía ser prohibido.
El modelo que proporciona Hipacio es más típico del santo bizantino
posterior que del riguroso asceta de Oriente. No siendo un extranjero venido
de muy lejos, no está obligado, por así decirlo, a esforzarse en llamar la
atención. Las mortificaciones a las que se somete son moderadas y es
retratado como una persona benévola, aunque seguimos sin conocer la
naturaleza real de su autoridad. Su enseñanza, por lo que se nos cuenta, es
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convencional: amor a Dios y al prójimo, importancia de la temperancia (lo
que no quiere decir abstenerse de cualquier tipo de comida sino limitarse a la
verdura, legumbres y cereales), evitar el orgullo y la akēdía (indolencia),
rezar sin descanso. Para Hipacio, vivir virtuosamente en el mundo era posible,
aunque difícil. El matrimonio, en especial, era portador de injusticia, porque
creaba necesidad de dinero, lo que a su vez conducía a peleas y perjurios. El
corazón se endurece con las preocupaciones cotidianas y se deja a menudo de
ir a la iglesia. Con todo, Hipacio no aboga por reforma social alguna y señala
entre las ventajas de que disfrutan los monjes los honores que reciben de
reyes y dignatarios cristianos. Ya solo por esto Dios no será nunca alabado lo
suficiente.
En los siglos venideros, el carácter de la sociedad bizantina sufrió
numerosos cambios. Desaparecieron las elites cultas de las provincias a las
que Hipacio parece haber pertenecido. Con el declive de las ciudades de los
siglos VII y VIII, el equilibrio anterior entre campo y ciudad se alteró por
completo. En Asia Menor, se impuso rápidamente una nueva aristocracia de
señores de la guerra, designados o hereditarios. La pérdida de las provincias
orientales (Siria, Palestina, Egipto) en manos de los árabes hizo que
desaparecieran de la escena bizantina los exponentes del ascetismo oriental
que habían gozado antaño de tanta fama. Si el santo se definiera por su
implicación en la sociedad, de aquí se desprendería que el papel del santo en
la nueva y cambiada sociedad medieval había de ser también diferente. No
obstante, esa no es la impresión que extraemos de los textos hagiográficos de
los siglos IX, X y XI, sin ir más lejos. Es cierto que el paisaje de fondo de los
textos ha cambiado: el campo de acción del santo es por lo general más
restringido, hay mayor inseguridad y un nivel más bajo de «cultura material».
Aun así, los ideales de santidad parecen seguir siendo los mismos y por ello,
mutatis mutandis, el papel social del santo ante la cambiada aristocracia es el
de las clases inferiores. ¿O se trata quizá de una ilusión óptica creada por los
textos que, por una extraña argucia, suelen estar escritos en un griego cada
vez más elegante, mientras que el nivel general de vida ha entrado en declive?
Un último ejemplo puede ayudarnos a enfocar el problema. San Lucas o
Hosios Lucas, como se le llama comúnmente, es probablemente el santo más
famoso de la Grecia medieval; fundó un impresionante monasterio en Beocia
que aún sigue en pie y cuya iglesia principal es una estructura grande y
suntuosa (al menos, para los estándares medievales), decorada con costosos
mármoles y mosaicos, entre los que se puede ver un retrato del propio Lucas,
que exhibe una mirada intensa y una barba puntiaguda, los brazos alzados en
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actitud orante. Los restos de Lucas fueron a parar a una cripta debajo de la
iglesia y se tomaron medidas para poder atender la afluencia de peregrinos.
La suerte de Lucas y sus antepasados se eclipsó con las invasiones
extranjeras que asolaron Grecia durante los siglos IX y X. Descendiente de
campesinos refugiados, se vio obligado, ante las incursiones bárbaras, a huir
dos veces del lugar de residencia que había elegido. Con todo, sus viajes no lo
llevaron muy lejos: Atenas, Tebas y las dos costas del Golfo de Corinto
marcaron los límites de sus desplazamientos. Lucas nunca aprendió a leer y
escribir, pero respetaba la cultura y solía ir a pedir consejo a un erudito que
residía en Corinto; también respetaba la Iglesia institucional. Parece haber
sido algo así como un jardinero y su bondad hacia los animales (rasgo que
poseen también los primeros santos palestinienses) despierta la simpatía del
lector moderno. Su actividad «social» consiste en obras de caridad, que
comienza a practicar de niño, y en la hospitalidad hacia los extranjeros.
Ayuda a dos hermanos que han caído en la miseria a encontrar un tesoro
enterrado, provoca el arrepentimiento de un homicida, gracias a él un
marinero consigue pescar, durante diez años desempeña las humildes labores
de asistente de un estilita, alimenta a refugiados en una isla cercana a la costa,
salva un barco que pasa. Más clarividente que autor de milagros, Lucas atrae,
como era de esperar, la atención de las autoridades y es consultado en caso de
emergencia: se le invita a Corinto para que ayude a recuperar una suma de
dinero robada a un embajador imperial y aconseja al gobernador de Grecia, un
tal Potos, visitar Constantinopla en una coyuntura en que parecía peligrar su
carrera de funcionario. Otro gobernador, Crenites, le invita a cenar y, tras un
malentendido inicial, le toma mucho aprecio. Crenites contribuye con dinero
a la construcción de una iglesia en el retiro monástico del santo, la primera
fase de un ambicioso programa de construcción que continuó tras la muerte
de Lucas en 953.
Comparada con las biografías de santos que habían vivido cinco siglos
antes, la de Lucas nos sorprende por la estrechez de sus horizontes y la
relativa trivialidad de su contenido. Los rigores de la iniciación ascética del
santo, las ocasionales tentaciones demoníacas, la insensibilidad (apátheia)
que alcanza, las aflicciones que lo afectan: todo ello es fiel al modelo, como
lo es su relación con los funcionarios imperiales y los aristócratas de Tebas, la
capital de la provincia de Grecia. Al fin y al cabo, el monasterio se construye
y se convierte en lugar de peregrinación gracias al apoyo financiero del
gobernador; los milagros póstumos de la tumba del santo son más
espectaculares que cualquiera de los que se cuenta que realizó en vida. Una
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vez establecido el culto, se encarga una biografía en griego literario de alto
nivel (porque no se trata de impresionar a los campesinos, sino a los
miembros de la nobleza) de manera que el rústico clarividente es elevado así
al rango de santo.
Aquí podemos estar acercándonos a una de las razones de la aparente
uniformidad de los santos bizantinos durante siglos y siglos. Muchos de ellos
no fueron solo monjes, sino fundadores de monasterios, porque era de hecho
en el contexto de una comunidad organizada donde su recuerdo tenía más
probabilidades de conservarse y ser confiado a un texto escrito. Un tipo
distinto de santo, el santo loco, carecía de marco institucional. Era, por
definición, un «servidor oculto de Dios», que encubría su santidad y carecía
de seguidores y de culto. Ciertamente hubo un gran número de santos locos
durante todo el período bizantino y, sin embargo, no debe sorprendernos que
solo se hayan conservado dos biografías de ellos, la de Simeón de Émesa, ya
mencionada, y la de Andrés de Constantinopla, que es probablemente una
figura ficticia y cuya prolija Vida pretende ser un tratado de moral. En el
siglo XII, san Leoncio, que murió siendo patriarca de Jerusalén, comenzó su
carrera ascética como santo loco en Constantinopla, repitiendo las mismas
hazañas que Simeón había realizado en el siglo VI. Si hubiera seguido siendo
un loco hasta el fin de sus días, no habríamos sabido nada de él, pero pasó a
ser higúmeno del gran monasterio de San Juan Evangelista en la isla de
Patmos y esa es la razón por la que se escribió su Vida, conservada en un
manuscrito que aún se encuentra en Patmos.
El fundador o incluso el abad de un monasterio, aunque su biografía
pueda ocultar sus circunstancias reales, eran administradores que debían
conseguir dinero y se encontraban en una posición de dependencia respecto
de sus ricos patrones: esto vale tanto para Hipacio en el siglo VI como para
Lucas en el siglo X. La generosidad del patrón era una condición previa a la
fundación de cualquier monasterio y a su expansión como institución, de ahí
la tensión que puede observarse en la hagiografía bizantina: por una parte, las
exigencias del género literario, que pedían que el santo fuera retratado como
hombre devoto a Dios en busca únicamente de la quietud y en el rechazo de
cualquier ambición mundana; por otra, su relación con el alto y poderoso
debía ser de algún modo reconocida. Por supuesto, el santo no podía ser
presentado como un pedigüeño: las donaciones no eran solicitadas, sino
concedidas espontáneamente. Hasta el humilde Lucas afirma su
independencia ante el gobernador Crenites cuando le recrimina su conducta
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indecorosa y solo tras las disculpas de Crenites consiente en aceptar su trato y
su dinero.
Es igualmente indudable que el modelo de santo era capaz de perpetuarse
a sí mismo. No solo nosotros leemos las Vidas de los santos bizantinos (con
una intención que difiere de la original): también los bizantinos las leían e
incluso algunos leían un poco más. Los bizantinos tomaban cuidadosamente
nota de las hazañas y la disciplina de los santos y se animaban a emularlas.
Lejos de ser un obstáculo, la antigüedad de los modelos era garantía de
santidad reconocida. Muchos de los monjes pintados en las paredes de las
iglesias bizantinas son de época antigua: Antonio, Eutimio, Onufrio, Teodosio
el Cenobiarca, Amón de Nitria. Solo en raras ocasiones se les unen monjes
medievales como Juan Clímaco u Hosios Lucas. Esto puede muy bien
explicar las grandes similitudes que observamos en un arco de tiempo
plurisecular. El chipriota san Neófito (siglo XII/XIII), que no ostentó el honor
de una Vida, se inspiró claramente en el gran san Sabas (siglo VI).
El prestigio de un pasado lejano y los imperativos de la hagiografía son
algunas de las razones por las que el santo bizantino, en tanto en cuanto
podemos percibirlo, permanece fiel a los modelos antiguos. Otro factor reside
en la naturaleza del monasterio bizantino, que tendía cada vez más a
convertirse en una pequeña empresa agrícola independiente del control
eclesiástico, aunque explotada a menudo por un patrón privado. Esto no
significa que un análisis más minucioso no pueda revelar, en períodos
distintos y en distintas regiones, separaciones de la norma mayores que las
que hemos admitido aquí. Para hacerlo, sin embargo, se habría tenido que
escribir un libro entero, y de un carácter tal que todavía no se ha escrito.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Fuentes
De los textos analizados en el presente capítulo, la Vita de Santa Matrona ha sido editada por
H. Delehaye, Acta sanctorum Novembris, t. III (Bruselas, 1910), pp. 790-813; la de San Juan el
Limosnero, cuyo autor es Leoncio, por A. J. Festugiére-L. Ryden, Vie de Syméon le Fou et Vie de
Jean de Chypre, (París, 1974); la de Sansón por F. Halkin, «Saint Samson le xénodoque de
Constantinople (VIe siécle)», Rivista di Studi Bizantini e neoellenici, n. s. 14-16 (1977-1979), pp. 5-
17; la de Hipacio por G. J. M. Bartelink (ed.), Callinicos, Vie d’Hypatios, Sources Chrétiennes, 177
(París, 1971); la de San Lucas por D. Z. Sofianos, Hósios Loukâs, (Atenas, 1989).
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filología bizantina en la Universidad de Chieti. Entre sus publicaciones cabe
destacar La dominazione bizantina nell’Italia meridionale dal IX all’XI secolo
(1978).
ANDRÉ GUILLOU (Nantes, 1923) es director titular de estudios en la Ecole
des Hautes Etudes en Sciences Sociales de París. Ha publicado La civilisation
byzantine (1974).
ALEXANDER KAZHDAN (MOSCÚ, 1922) desarrolla su actividad
académica en el Dumbarton Oaks Center for Byzantine Studies de la
Universidad de Harvard. Es autor de numerosas obras acerca de la historia de
Bizancio, entre las que sobresalen las siguientes: con G. Constable, People
and power in Byzantium (1982); La produzione intelletuale a Bisanzio
(Nápoles, 1983); y Bisanzio e la sua civilita (1983).
CYRIL MANGO (Estambul, 1928) es profesor de filología e historia de
Bizancio en la Universidad de Oxford (Exeter College). Sus publicaciones
más destacadas son: The homilies of Photius (1958); The Brazen House
(1959); The mosaics of St. Sophia atlstanbul (1962); The art of the Byzantine
Empire (1972); y Byzantine architecture (1976) [hay ed. cast., Arquitectura
bizantina, Madrid, 1990].
MICHAEL MCCORMICK (Tonawanda, Nueva York, 1951) lleva a cabo su
labor investigadora y de enseñanza en la Universidad de Harvard. Entre sus
obras, Les anuales du haut moyen age (1975) y Eternal victory. Triumphal
Rulership in Late Antiquity, Byzantium and the Early Medieval West (1986).
NICOLÁS OIKONOMIDES (Atenas, 1934) es profesor de historia de
Bizancio en la Universidad de Atenas. Ha escrito, entre otros numerosos
libros, Les listes de préseance byzantines de IXa et XL’ siécles (1972);
Documents et eludes sur les institutions byzantines (1976); Honunes
d’affaires grecs et latins a Constantinople (XllE-XVe siècle) (1979); y A
collection of dated Byzantine lead seáis (1986).
EVELYNE PATLAGEAN (París, 1932) imparte clases de historia de la
Antigüedad tardía y de Bizancio en la Universidad de París X-Nanterre. Es
autora de varios ensayos, algunos de los cuales han sido recopilados en
Pauvreté économique et pauvreté sociale à la Bysanee, IVe-XIe siecle (1981).
PETER SCHREINER (Munich, 1940) enseña historia y filología bizantina en
la Universidad de Colonia. Ha publicado Die Byzantinischen Kleinchroniken
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(1975-79); Theophylaktos Simokates (traducción comentada, 1985); Byzanz
(1986); Studia byzantino-bulgarica (1986); y Códices Vaticanigraeci 867-932
(1988).
ALICE-MARY TALBOT es editora ejecutiva del Oxford Dictionarv of
Byzantium, publicado por el Dumbarton Oaks Center for Byzantine Studies de
la Universidad de Harvard. Es autora de: The correspondance of the Emperor
Athanasius I, Patriarch of Constantinople (1975); y Faith healing in Late
Byzantium (1983).
Página 344
Notas
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[1] A. Kazhdan-G. Constable, People and Power in Byzantium. An
Introduction to Modern Byzantine Studies, Washington, 1982, obra que gira
en torno a la consideración del homo byzantinus «in the sense of Byzantine
people and their place in society»: léase la introducción, pp. 1-18 (palabras
citadas, p. 16). <<
Página 346
[2] Sobre este concepto véase últimamente A. Ducellier, Bizance et le monde
Página 347
[3] Menae Patricii cum Thoma referendario de scientia política dialogus,
Página 348
[4] El testimonio está examinado y comentado por C. Mango, Byzantium. The
Empire of New Rome, Londres, 1980, pp. 151-53 [trad. it. La civiltà bizantina,
Roma-Bari 1991, pp. 175-78]. Sobre la equivalencia entre palacio terrenal y
palacio celeste véase también A. Giardina, «L’impero e IL tributo», en Rivista
di filología e di istruzione classica, 113 (1985) 307-27. <<
Página 349
[5] Mango, Byzantium, cit., pp. 164 ss. [trad. it., pp. 189-91]. <<
Página 350
[6] Nicetas Coniata, Historia, ed. I. A. van Dieten, Berlín-Nueva York, 1975,
Página 351
[7] Sobre el Hipódromo de Constantinopla como heredero del Circo Máximo
Página 352
[8] Cosmas Indicopleustes, Topographia christiana, 2,75, ed. W. Wolska-
Conus, I, París 1968, p. 391 [trad. it. de A. Pontani, en Bisanzio e la sua
letteratura, ed. de U. Albini y E. V. Maltese, Milán 1984, p. 36]. <<
Página 353
[9] S. Mazzarino, Stilicone. La crisi imperiale dopo Teodosio, segunda ed. de
Página 354
[10] Miguel Pselo, Chronographia, 3, 2 y 4, ed. S. Impellizzeri (con intr. de D.
Página 355
[11] Nicetas Coniata, Historia, cit., pp. 579, 82-580, 88. <<
Página 356
[12] V. Lazarev, Storia della pittura bizantina, Turín 1967, pp. 22-24; V. V.
Bvckov, L’estetica bizantina. Problemi teorici, Galatina 1983, pp. 148-52. <<
Página 357
[13] El episodio es examinado y comentado por A. Guillou, La civilisation
Página 358
[14] Nicéforo Patriarca, S. Andreae Sali vita, 9, 67 (BHG3 117= Patrologia
Graeca, 111, París, 1863, col. 708 A-B), trad. a partir del texto crítico inédito
de L. Rydén, por P. Cesaretti, en Leoncio de Neápolis, Nicéforo sacerdote de
Santa Sofia, I santi folli di Bisanzio. Vite di Simeone e Andrea, Milán 1990, p.
142. <<
Página 359
[15]
Nicetas Coniata, Historia, cit., p. 548, 5-7, asigna a Alejo III Ángel
(1195-1203) el mérito de no haber llevado a cabo estos errores propios de los
emperadores, a pesar de que hace un juicio bastante severo de Alejo en otros
aspectos. <<
Página 360
[16] Miguel Pselo, Chronographia, cit., 5, 49-50, pp. 242 ss. <<
Página 361
[17] Nicetas Coniata, Historia, cit., pp. 349 ss. <<
Página 362
[18] Estas profecías están recogidas y comentadas por A. Pertusi en Fine di
Bisanzio e fine del mondo. Significato e ruolo storico delle profezie sulla
caduta di Costantinopoli in Oriente e in Occidente, edición póstuma a cargo
de E. Morini, Roma 1988: léanse en particular las conclusiones, pp. 151-55.
<<
Página 363
[19] Kazhdan-Constable, People and Power in Byzantium, cit., pp. 117-39; A.
Página 364
[20] Ana Comnena, Alexias, 15, 7, 2-7, ed. B. Leib, III, París 1945, pp. 215-17,
Página 365
[21] Primera carta a los Corintios, 7, 20 y Proverbios, 22, 28. <<
Página 366
[22] Sobre la mentalidad libresca del hombre bizantino véase mi trabajo «Il
Página 367
[23] Mango, Byzantium, cit., p. 147. <<
Página 368
[24]
P. Lemerle, «Le gouvernement des philosophes», L’enseignement, les
écoles, la culture, en P. Lemerle, Cinq études sur le XIe siécle byzantin, París
1977, pp. 195-248. <<
Página 369
[25]
Véase también, además del trabajo citado de Lemerle, R. Browning,
«Enlightenment and Repression in Byzantium in the Eleventh and Twelfth
Centuries» Past and Present 69 (1975) 3-23. <<
Página 370
[26] Kazhdan-Constable, People and Power in Byzantium, cit., pp. 19-36; A.
Página 371
[27] Nicetas Coniata, Historia, cit., p. 558, 31-36. <<
Página 372
[28] Guillou, La civilisation byzantine, cit., pp. 212-19 y 234-36. <<
Página 373
[29] Nicetas Coniata, Historia, cit., pp. 645, 62-655, 63. <<
Página 374
[30] Ibíd, p. 302, 35-37. <<
Página 375
Página 376