Goleman, Daniel - Inteligencia Emocional
Goleman, Daniel - Inteligencia Emocional
Goleman, Daniel - Inteligencia Emocional
Inteligencia Emocional
PARTE I................................................................................................................................7
EL CEREBRO EMOCIONAL..............................................................................................7
PARTE II.............................................................................................................................29
LA NATURALEZA DE LA INTELIGENCIA EMOCIONAL.........................................29
PARTE III.........................................................................................................................107
INTELIGENCIA EMOCIONAL APLICADA.................................................................107
PARTE IV..........................................................................................................................155
UNA PUERTA ABIERTA A LA OPORTUNIDAD........................................................155
PARTE V...........................................................................................................................188
LA ALFABETIZACIÓN EMOCIONAL..........................................................................188
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
EL DESAFÍO DE ARISTÓTELES
Era una bochornosa tarde de agosto en la ciudad de Nueva York. Uno de esos días
asfixiantes que hacen que la gente se sienta nerviosa y malhumorada. En el camino de
regreso a mi hotel, tomé un autobús en la avenida Madison y, apenas subí al vehículo, me
impresionó la cálida bienvenida del conductor, un hombre de raza negra de mediana edad en
cuyo rostro se esbozaba una sonrisa entusiasta, que me obsequió con un amistoso «¡Hola!
¿Cómo está?», un saludo con el que recibía a todos los viajeros que subían al autobús
mientras éste iba serpenteando por entre el denso tráfico del centro de la ciudad. Pero,
aunque todos los pasajeros eran recibidos con idéntica amabilidad, el sofocante clima del día
parecía afectarles hasta el punto de que muy pocos le devolvían el saludo.
No obstante, a medida que el autobús reptaba pesadamente a través del laberinto
urbano, iba teniendo lugar una lenta y mágica transformación. El conductor inició, en voz
alta, un diálogo consigo mismo, dirigido a todos los viajeros, en el que iba comentando
generosamente las escenas que desfilaban ante nuestros ojos: rebajas en esos grandes
almacenes, una hermosa exposición en aquel museo y qué decir de la película recién
estrenada en el cine de la manzana siguiente. La evidente satisfacción que le producía
hablarnos de las múltiples alternativas que ofrecía la ciudad era contagiosa, y cada vez que
un pasajero llegaba al final de su trayecto y descendía del vehículo, parecía haberse sacudido
de encima el halo de irritación con el que subiera y, cuando el conductor le despedía con un
«¡Hasta la vista! ¡Que tenga un buen día!», todos respondían con una abierta sonrisa.
El recuerdo de aquel encuentro ha permanecido conmigo durante casi veinte años.
Aquel día acababa de doctorarme en psicología, pero la psicología de entonces prestaba
poca o ninguna atención a la forma en que tienen lugar estas transformaciones.
La ciencia psicológica sabía muy poco —si es que sabía algo— sobre los mecanismos
de la emoción. Y, a pesar de todo, no cabe la menor duda de que el conductor de aquel
autobús era el epicentro de una contagiosa oleada de buenos sentimientos que, a traves de
sus pasajeros, se extendía por toda la ciudad. Aquel conductor era un conciliador nato, una
especie de mago que tenía el poder de conjurar el nerviosismo y el mal humor que
atenazaban a sus pasajeros, ablandando y abriendo un poco sus corazones.
Veamos ahora el marcado contraste que nos ofrecen algunas noticias recogidas en los
periódicos de la última semana:
En una escuela local, un niño de nueve años, aquejado de un acceso de violencia
porque unos compañeros de tercer curso le habían llamado «mocoso», vertió pintura sobre
pupitres, ordenadores e impresoras y destruyó un automóvil que se hallaba estacionado en
el aparcamiento.
Página 2 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Ocho jóvenes resultan heridos a causa de un incidente ocurrido cuando una multitud
de adolescentes se apiñaban en la puerta de entrada de un club de rap de Manhattan. El
incidente, que se inició con una serie de empujones, llevó a uno de los implicados a disparar
sobre la multitud con un revólver de calibre 38. El periodista subraya el aumento alarmante
de estas reacciones desproporcionadas ante situaciones nimias que se interpretan como
faltas de respeto.
Según un informe, el cincuenta y siete por ciento de los asesinatos de menores de
doce años fueron cometidos por sus padres o padrastros. En casi la mitad de los casos, los
padres trataron de justificar su conducta aduciendo que «lo único que deseaban era castigar
al pequeño». Cuya falta, la mayoría de las veces, había consistido en una «infracción» tan
grave como ponerse delante del televisor, gritar o ensuciar los pañales.
Un joven alemán es juzgado por provocar un incendio que terminó con la vida de
cinco mujeres y niñas de origen turco mientras éstas dormían. El joven, integrante de un
grupo neonazi, trató de disculpar su conducta aludiendo a su inestabilidad laboral, a sus
problemas con el alcohol y a su creencia de que los culpables de su mala fortuna eran los
extranjeros. Y, con un hilo de voz apenas audible, concluyó su declaración diciendo «Me
arrepentiré toda la vida. Estoy profundamente avergonzado de lo que hicimos».
A diario, los periódicos nos acosan con noticias que hablan del aumento de la
inseguridad y de la degradación de la vida ciudadana. Fruto de una irrupción descontrolada
de los impulsos.
Pero este tipo de noticias simplemente nos devuelve la imagen ampliada de la
creciente pérdida de control sobre las emociones que tiene lugar en nuestras vidas y en las
vidas de quienes nos rodean. Nadie permanece a salvo de esta marea errática de arrebatos y
arrepentimientos que, de una manera u otra, acaba salpicando toda nuestra vida.
En la última década hemos asistido a un bombardeo constante de este tipo de noticias
que constituye el fiel reflejo de nuestro grado de torpeza emocional, de nuestra
desesperación y de la insensatez de nuestra familia, de nuestra comunidad y, en suma, de
toda nuestra sociedad. Estos años constituyen la apretada crónica de la rabia y la
desesperación galopantes que bullen en la callada soledad de unos niños cuya madre
trabajadora los deja con la televisión como única niñera, en el sufrimiento de los niños
abandonados, descuidados o que han sido víctimas de abusos sexuales y en la mezquina
intimidad de la violencia conyugal. Este malestar emocional también es el causante del
alarmante incremento de la depresión en todo el mundo y de las secuelas que lo deja tras de
sí la inquietante oleada de la violencia: escolares armados, accidentes automovilísticos que
terminan a tiros, parados resentidos que masacran a sus antiguos compañeros de trabajo,
etcétera. Abuso emocional, heridas de bala y estrés postraumático son expresiones que han
llegado a formar parte del léxico familiar de la última década, al igual que el moderno
cambio de eslogan desde el jovial «¡Que tenga un buen día!» a la suspicacia del «¡Hazme
tener un buen día!».
Este libro constituye una guía para dar sentido a lo aparentemente absurdo. En mi
trabajo como psicólogo y —en la última década— como periodista del New York Times,
he tenido la oportunidad de asistir a la evolución de nuestra comprensión científica del
dominio de lo irracional. Desde esta privilegiada posición he podido constatar la existencia
de dos tendencias contrapuestas, una que refleja la creciente calamidad de nuestra vida
emocional y la otra que nos parece brindarnos algunas soluciones sumamente
esperanzadoras.
Página 3 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Página 4 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
NUESTRO VIAJE
El presente libro constituye una guía para conocer todas esas visiones científicas sobre
la emoción, un viaje cuyo objetivo es proporcionarnos una mejor comprensión de una de las
facetas más desconcertantes de nuestra vida y del mundo que nos rodea.
La meta de nuestro viaje consiste en llegar a comprender el significado —y el modo—
de dotar de inteligencia a la emoción, una comprensión que, en sí misma, puede servirnos de
gran ayuda, porque el hecho de tomar conciencia del dominio de los sentimientos puede
tener un efecto similar al que provoca un observador en el mundo de la física cuántica, es
decir, transformar el objeto de observación.
Nuestro viaje se inicia en la primera parte con una revisión de los descubrimientos
más recientes sobre la arquitectura emocional del cerebro que nos explica una de las
coyunturas más desconcertantes de nuestra vida, aquélla en que nuestra razón se ve
desbordada por el sentimiento. Llegar a comprender la interacción de las diferentes
estructuras cerebrales que gobiernan nuestras iras y nuestros temores —o nuestras pasiones
y nuestras alegrías— puede enseñarnos mucho sobre la forma en que aprendemos los
hábitos emocionales que socavan nuestras mejores intenciones, así como también puede
mostrarnos el mejor camino para llegar a dominar los impulsos emocionales más
destructivos y frustrantes. Y, lo que es aún más importante, todos estos datos neurológicos
dejan una puerta abierta a la posibilidad de modelar los hábitos emocionales de nuestros
hijos.
En la segunda parte, la siguiente parada importante de nuestro recorrido,
examinaremos el papel que desempeñan los datos neurológicos en esa aptitud vital básica
que denominamos inteligencia emocional, esa disposición que nos permite, por ejemplo,
tomar las riendas de nuestros impulsos emocionales, comprender los sentimientos más
profundos de nuestros semejantes, manejar amablemente nuestras relaciones o desarrollar lo
que Aristóteles denominara la infrecuente capacidad de «enfadarse con la persona
adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo
correcto». (Aquellos lectores que no se sientan atraídos por los detalles neurológicos tal vez
quieran comenzar el libro directamente por este capítulo).
Este modelo ampliado de lo que significa «ser inteligente» otorga a las emociones un
papel central en el conjunto de aptitudes necesarias para vivir. En la tercera parte
examinamos algunas de las diferencias fundamentales originadas por este tipo de aptitudes:
cómo pueden ayudarnos, por ejemplo, a cuidar nuestras relaciones más preciadas o cómo,
por el contrario, su ausencia puede llegar a destruirlas; cómo las fuerzas económicas que
modelan nuestra vida laboral están poniendo un énfasis sin precedentes en estimular la
inteligencia emocional para alcanzar el éxito laboral; cómo las emociones tóxicas pueden
llegar a ser tan peligrosas para nuestra salud física como fumar varios paquetes de tabaco al
día y cómo, por último, el equilibrio emocional contribuye, por el contrario, a proteger
nuestra salud y nuestro bienestar.
Página 5 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Página 6 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
PARTE I
EL CEREBRO
EMOCIONAL
Página 7 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Ahora, los últimos momentos de las vidas de Gary y Mary Jane Chauncey, un
matrimonio completamente entregado a Andrea, su hija de once años, a quien una parálisis
cerebral terminó confinando a una silla de ruedas. Los Chauncey viajaban en el tren anfibio
que se precipitó a un río de la región pantanosa de Louisiana después de que una barcaza
chocara contra el puente del ferrocarril y lo semidestruyera. Pensando exclusivamente en su
hija Andrea, el matrimonio hizo todo lo posible por salvarla mientras el tren iba
sumergiéndose en el agua y se las arreglaron, de algún modo, para sacarla a través de una
ventanilla y ponerla a salvo en manos del equipo de rescate. Instantes después, el vagón
terminó sumergiéndose en las profundidades y ambos perecieron. La historia de Andrea, la
historia de unos padres cuyo postrero acto de heroísmo fue el de garantizar la supervivencia
de su hija, refleja unos instantes de un valor casi épico. No cabe la menor duda de que este
tipo de episodios se habrá repetido en innumerables ocasiones a lo largo de la prehistoria y
la historia de la humanidad, por no mencionar las veces que habrá ocurrido algo similar en
el dilatado curso de la evolución. Desde el punto de vista de la biología evolucionista, la
autoinmolación parental está al servicio del «éxito reproductivo» que supone transmitir los
genes a las generaciones futuras, pero considerado desde la perspectiva de unos padres que
deben tomar una decisión desesperada en una situación limite, no existe más motivación que
el amor.
Este ejemplar acto de heroísmo parental, que nos permite comprender el poder y el
objetivo de las emociones, constituye un testimonio claro del papel desempeñado por el
amor altruista —y por cualquier otra emoción que sintamos— en la vida de los seres
humanos. De hecho, nuestros sentimientos, nuestras aspiraciones y nuestros anhelos más
profundos constituyen puntos de referencia ineludibles y nuestra especie debe gran parte de
su existencia a la decisiva influencia de las emociones en los asuntos humanos. El poder de
las emociones es extraordinario, sólo un amor poderoso —la urgencia por salvar al hijo
amado, por ejemplo— puede llevar a unos padres a ir más allá de su propio instinto de
supervivencia individual. Desde el punto de vista del intelecto, se trata de un sacrificio
indiscutiblemente irracional pero, visto desde el corazón, constituye la única elección
posible.
Cuando los sociobiólogos buscan una explicación al relevante papel que la evolución
ha asignado a las emociones en el psiquismo humano, no dudan en destacar la
preponderancia del corazón sobre la cabeza en los momentos realmente cruciales. Son las
emociones —afirman— las que nos permiten afrontar situaciones demasiado difíciles —el
riesgo, las pérdidas irreparables, la persistencia en el logro de un objetivo a pesar de las
frustraciones, la relación de pareja, la creación de una familia, etcétera— como para ser
resueltas exclusivamente con el intelecto. Cada emoción nos predispone de un modo
diferente a la acción; cada una de ellas nos señala una dirección que, en el pasado, permitió
Página 8 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Fue una terrible tragedia. Matilda Crabtree, una niña de catorce años, quería gastar
una broma a sus padres y se ocultó dentro de un armario para asustarles cuando éstos,
después de visitar a unos amigos, volvieran a casa pasada la medianoche.
Pero Bobby Crabtree y su esposa creían que Matilda iba a pasar la noche en casa de
una amiga. Por ello cuando, al regresar a su hogar, oyeron ruidos. Crabtree no dudó en
coger su pistola, dirigirse al dormitorio de Matilda para averiguar lo que ocurría y dispararle
a bocajarro en el cuello apenas ésta salió gritando por sorpresa del interior del armario.
Doce horas más tarde, Matilda Crabtree fallecía. El miedo que nos lleva a proteger del
peligro a nuestra familia constituye uno de los legados emocionales con que nos ha dotado
la evolución. El miedo fue precisamente el que empujó a Bobby Crabtree a coger su pistola
y buscar al intruso que creía que merodeaba por su casa. Pero aquel mismo miedo fue
también el que le llevó a disparar antes de que pudiera percatarse de cuál era el blanco,
antes incluso de que pudiera reconocer la voz de su propia hija. Según afirman los biólogos
evolucionistas, este tipo de reacciones automáticas ha terminado inscribiéndose en nuestro
sistema nervioso porque sirvió para garantizar la vida durante un periodo largo y decisivo
de la prehistoria humana y, más importante todavía, porque cumplió con la principal tarea
de la evolución, perpetuar las mismas predisposiciones genéticas en la progenie. Sin
embargo, a la vista de la tragedia ocurrida en el hogar de los Crabtree, todo esto no deja de
ser una triste ironía.
Pero, si bien las emociones han sido sabias referencias a lo largo del proceso
evolutivo, las nuevas realidades que nos presenta la civilización moderna surgen a una
velocidad tal que deja atrás al lento paso de la evolución. Las primeras leyes y códigos
éticos -el código de Hammurabi, los diez mandamientos del Antiguo Testamento o los
edictos del emperador Ashoka— deben considerarse como intentos de refrenar, someter y
domesticar la vida emocional puesto que, como ya explicaba Freud en El malestar de la
cultura, la sociedad se ha visto obligada a imponer normas externas destinadas a contener la
desbordante marea de los excesos emocionales que brotan del interior del individuo.
No obstante, a pesar de todas las limitaciones impuestas por la sociedad, la razón se
ve desbordada de tanto en tanto por la pasión, un imponderable de la naturaleza humana
cuyo origen se asienta en la arquitectura misma de nuestra vida mental. El diseño biológico
de los circuitos nerviosos emocionales básicos con el que nacemos no lleva cinco ni
cincuenta, sino cincuenta mil generaciones demostrando su eficacia. Las lentas y deliberadas
Página 9 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
fuerzas evolutivas que han ido modelando nuestra vida emocional han tardado cerca de un
millón de años en llevar a cabo su cometido, y de éstos, los últimos diez mil —a pesar de
haber asistido a una vertiginosa explosión demográfica que ha elevado la población humana
desde cinco hasta cinco mil millones de personas— han tenido una escasa repercusión en las
pautas biológicas que determinan nuestra vida emocional.
Para bien o para mal, nuestras valoraciones y nuestras reacciones ante cualquier
encuentro interpersonal no son el fruto exclusivo de un juicio exclusivamente racional o de
nuestra historia personal, sino que también parecen arraigarse en nuestro remoto pasado
ancestral. Y ello implica necesariamente la presencia de ciertas tendencias que, en algunas
ocasiones —como ocurrió, por ejemplo, en el lamentable incidente acaecido en el hogar de
los Crabtree—, pueden resultar ciertamente trágicas. Con demasiada frecuencia, en suma,
nos vemos obligados a afrontar los retos que nos presenta el mundo postmoderno con
recursos emocionales adaptados a las necesidades del pleistoceno. Éste, precisamente, es el
tema fundamental sobre el que versa nuestro libro.
Página 10 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Página 11 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
El largo período evolutivo durante el cual fueron moldeándose estas respuestas fue,
sin duda, el más crudo que ha experimentado la especie humana desde la aurora de la
historia. Fue un tiempo en el que muy pocos niños lograban sobrevivir a la infancia, un
tiempo en el que menos adultos todavía llegaban a cumplir los treinta años, un tiempo en el
que los depredadores podían atacar en cualquier momento, un tiempo, en suma, en el que la
supervivencia o la muerte por inanición dependían del umbral impuesto por la alternancia
entre sequías e inundaciones. Con la invención de la agricultura, no obstante, las
probabilidades de supervivencia aumentaron radicalmente aun en las sociedades humanas
más rudimentarias. En los últimos diez mil años, estos avances se han consolidado y
difundido por todo el mundo al mismo tiempo que las brutales presiones que pesaban sobre
la especie humana han disminuido considerablemente.
Estas mismas presiones son las que terminaron convirtiendo a nuestras respuestas
emocionales en un eficaz instrumento de supervivencia pero, en la medida en que han ido
desapareciendo, nuestro repertorio emocional ha ido quedando obsoleto. Si bien, en un
pasado remoto, un ataque de rabia podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte, la
facilidad con la que, hoy en día, un niño de trece años puede acceder a una amplia gama de
armas de fuego ha terminado convirtiendo a la rabia en una reacción frecuentemente
desastrosa.
Página 12 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Para comprender mejor el gran poder de las emociones sobre la mente pensante —y la
causa del frecuente conflicto existente entre los sentimientos y la razón— consideraremos
ahora la forma en que ha evolucionado el cerebro. El cerebro del ser humano, ese kilo y
pico de células y jugos neurales, tiene un tamaño unas tres veces superior al de nuestros
primos evolutivos, los primates no humanos. A lo largo de millones de años de evolución, el
cerebro ha ido creciendo desde abajo hacia arriba, por así decirlo, y los centros superiores
constituyen derivaciones de los centros inferiores más antiguos (un desarrollo evolutivo que
se repite, por cierto, en el cerebro de cada embrión humano).
La región más primitiva del cerebro, una región que compartimos con todas aquellas
especies que sólo disponen de un rudimentario sistema nervioso, es el tallo encefálico, que
se halla en la parte superior de la médula espinal. Este cerebro rudimentario regula las
funciones vitales básicas, como la respiración, el metabolismo de los otros órganos
corporales y las reacciones y movimientos automáticos. Mal podríamos decir que este
cerebro primitivo piense o aprenda porque se trata simplemente de un conjunto de
reguladores programados para mantener el funcionamiento del cuerpo y asegurar la
supervivencia del individuo. Éste es el cerebro propio de la Edad de los Reptiles, una época
en la que el siseo de una serpiente era la señal que advertía la inminencia de un ataque.
De este cerebro primitivo —el tallo encefálico— emergieron los centros emocionales
que, millones de años más tarde, dieron lugar al cerebro pensante —o «neocórtex»— ese
gran bulbo de tejidos replegados sobre sí que configuran el estrato superior del sistema
nervioso. El hecho de que el cerebro emocional sea muy anterior al racional y que éste sea
una derivación de aquél, revela con claridad las auténticas relaciones existentes entre el
pensamiento y el sentimiento.
La raíz más primitiva de nuestra vida emocional radica en el sentido del olfato o, más
precisamente, en el lóbulo olfatorio, ese conglomerado celular que se ocupa de registrar y
Página 13 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
analizar los olores. En aquellos tiempos remotos el olfato fue un órgano sensorial clave para
la supervivencia, porque cada entidad viva, ya sea alimento, veneno, pareja sexual, predador
o presa, posee una identificación molecular característica que puede ser transportada por el
viento.
A partir del lóbulo olfatorio comenzaron a desarrollarse los centros más antiguos de la
vida emocional, que luego fueron evolucionando hasta terminar recubriendo por completo
la parte superior del tallo encefálico. En esos estadios rudimentarios, el centro olfatorio
estaba compuesto de unos pocos estratos neuronales especializados en analizar los olores.
Un estrato celular se encargaba de registrar el olor y de clasificarlo en unas pocas categorías
relevantes (comestible, tóxico, sexualmente disponible, enemigo o alimento) y un segundo
estrato enviaba respuestas reflejas a través del sistema nervioso ordenando al cuerpo las
acciones que debía llevar a cabo (comer, vomitar, aproximarse, escapar o cazar).
Con la aparición de los primeros mamíferos emergieron también nuevos estratos
fundamentales en el cerebro emocional. Estos estratos rodearon al tallo encefálico a modo
de una rosquilla en cuyo hueco se aloja el tallo encefálico. A esta parte del cerebro que
envuelve y rodea al tallo encefálico se le denominó sistema «límbico», un término derivado
del latín limbus, que significa «anillo». Este nuevo territorio neural agregó las emociones
propiamente dichas al repertorio de respuestas del cerebro.”
Cuando estamos atrapados por el deseo o la rabia, cuando el amor nos enloquece o el
miedo nos hace retroceder, nos hallamos, en realidad, bajo la influencia del sistema límbico.
La evolución del sistema límbico puso a punto dos poderosas herramientas: el
aprendizaje y la memoria, dos avances realmente revolucionarios que permitieron ir más allá
de las reacciones automáticas predeterminadas y afinar las respuestas para adaptarlas a las
cambiantes exigencias del medio, favoreciendo así una toma de decisiones mucho más
inteligente para la supervivencia. Por ejemplo, si un determinado alimento conducía a la
enfermedad, la próxima vez seria posible evitarlo. Decisiones como la de saber qué ingerir y
qué expulsar de la boca seguían todavía determinadas por el olor y las conexiones existentes
entre el bulbo olfatorio y el sistema límbico, pero ahora se enfrentaban a la tarea de
diferenciar y reconocer los olores, comparar el olor presente con los olores pasados y
discriminar lo bueno de lo malo, una tarea llevada a cabo por el «rinencéfalo» —que
literalmente significa «el cerebro nasal»— una parte del circuito limbico que constituye la
base rudimentaria del neocórtex, el cerebro pensante.
Hace unos cien millones de años, el cerebro de los mamíferos experimentó una
transformación radical que supuso otro extraordinario paso adelante en el desarrollo del
intelecto, y sobre el delgado córtex de dos estratos se asentaron los nuevos estratos de
células cerebrales que terminaron configurando el neocórtex (la región que planifica,
comprende lo que se siente y coordina los movimientos).
El neocórtex del Homo sapiens, mucho mayor que el de cualquier otra especie, ha
traído consigo todo lo que es característicamente humano. El neocórtex es el asiento del
pensamiento y de los centros que integran y procesan los datos registrados por los sentidos.
Y también agregó al sentimiento nuestra reflexión sobre él y nos permitió tener sentimientos
sobre las ideas, el arte, los símbolos y las imágenes.
A lo largo de la evolución, el neocórtex permitió un ajuste fino que sin duda habría de
suponer una enorme ventaja en la capacidad del individuo para superar las adversidades,
haciendo más probable la transmisión a la descendencia de los genes que contenían la misma
configuración neuronal. La supervivencia de nuestra especie debe mucho al talento del
neocórtex para la estrategia, la planificación a largo plazo y otras estrategias mentales, y de
él proceden también sus frutos más maduros: el arte, la civilización y la cultura.
Este nuevo estrato cerebral permitió comenzar a matizar la vida emocional.
Tomemos, por ejemplo, el amor. Las estructuras límbicas generan sentimientos de placer y
Página 14 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
de deseo sexual (las emociones que alimentan la pasión sexual) pero la aparición del
neocórtex y de sus conexiones con el sistema limbico permitió el establecimiento del vinculo
entre la madre y el hijo, fundamento de la unidad familiar y del compromiso a largo plazo de
criar a los hijos que posibilita el desarrollo del ser humano. En las especies carentes de
neocórtex —como los reptiles, por ejemplo— el afecto materno no existe y los recién
nacidos deben ocultarse para evitar ser devorados por la madre. En el ser humano, en
cambio, los vínculos protectores entre padres e hijos permiten disponer de un proceso de
maduración que perdura toda la infancia, un proceso durante el cual el cerebro sigue
desarrollándose.
A medida que ascendemos en la escala filogenética que conduce de los reptiles al
mono rhesus y, desde ahí, hasta el ser humano, aumenta la masa neta del neocórtex, un
incremento que supone también una progresión geométrica en el número de interconexiones
neuronales. Y además hay que tener en cuenta que, cuanto mayor es el número de tales
conexiones, mayor es también la variedad de respuestas posibles. El neocórtex permite,
pues, un aumento de la sutileza y la complejidad de la vida emocional como, por ejemplo,
tener sentimientos sobre nuestros sentimientos. El número de interconexiones existentes
entre el sistema límbico y el neocórtex es superior en el caso de los primates al del resto de
las especies, e infinitamente superior todavía en el caso de los seres humanos; un dato que
explica el motivo por el cual somos capaces de desplegar un abanico mucho más amplio de
reacciones —y de matices— ante nuestras emociones. Mientras que el conejo o el mono
rhesus sólo dispone de un conjunto muy restringido de respuestas posibles ante el miedo, el
neocórtex del ser humano, por su parte, permite un abanico de respuestas mucho más
maleable, en el que cabe incluso llamar al 091. Cuanto más complejo es el sistema social,
más fundamental resulta esta flexibilidad; y no hay mundo social más complejo que el del
ser humano.’ Pero el hecho es que estos centros superiores no gobiernan la totalidad de la
vida emocional porque, en los asuntos decisivos del corazón —y, más especialmente, en las
situaciones emocionalmente críticas—, bien podríamos decir que delegan su cometido en el
sistema limbico. Las ramificaciones nerviosas que extendieron el alcance de la zona limbica
son tantas, que el cerebro emocional sigue desempeñando un papel fundamental en la
arquitectura de nuestro sistema nervioso. La región emocional es el sustrato en el que
creció y se desarrolló nuestro nuevo cerebro pensante y sigue estando estrechamente
vinculada con él por miles de circuitos neuronales. Esto es precisamente lo que confiere a
los centros de la emoción un poder extraordinario para influir en el funcionamiento global
del cerebro (incluyendo, por cierto, a los centros del pensamiento).
Página 15 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Horace Walpole
Era una calurosa tarde de agosto del año 1963, la misma en que el reverendo Martin
Luther King, jr. pronunciara en Washington aquella famosa conferencia que comenzó con la
frase «Hoy tuve un sueño» ante los manifestantes de la marcha en pro de los derechos
civiles. Aquella tarde, Richard Robles, un delincuente habitual condenado a tres años de
prisión por los más de cien robos que había llevado a cabo para mantener su adicción a la
heroína y que, por aquel entonces, se hallaba en libertad condicional, decidió robar por
última vez. Según declaró posteriormente, había tomado la decisión de dejar de robar pero
necesitaba desesperadamente dinero para su amiga y para su hija de tres años de edad.
El lujoso apartamento del Upper East Side de Nueva York que Robles eligió para
aquella ocasión pertenecía a dos jóvenes mujeres, Janice Wylie, investigadora de la revista
Newsweek, de veintiún años, y Emily Hoffert, de veintitrés años de edad y maestra en una
escuela primaria. Robles creía que no había nadie en casa pero se equivocó y. una vez
dentro, se encontró con Wylie y se vio obligado a amenazarla con un cuchillo y
amordazaría, y lo mismo tuvo que hacer cuando, a punto de salir, tropezó con Hoffert.
Según contó años más tarde, mientras estaba amordazando a Hoffert, Janice Wylie le
aseguró que nunca lograría escapar porque ella recordaría su rostro y no cejaría hasta que la
policía diera con él. Robles, que se había jurado que aquél sería su último robo, entró
entonces en pánico y perdió completamente el control de sí mismo. Luego, en pleno ataque
de locura, golpeó a las dos mujeres con una botella hasta dejarlas inconscientes y, dominado
por la rabia y el miedo, las apuñaló una y otra vez con un cuchillo de cocina. Veinticinco
años más tarde, recordando el incidente, se lamentaba diciendo: «estaba como loco. Mi
cabeza simplemente estalló».
Durante todo este tiempo Robles no ha dejado de arrepentirse de aquel arrebato de
violencia. Hoy en día, treinta años más tarde, sigue todavía en prisión por lo que ha
terminado conociéndose como «el asesinato de las universitarias».
Este tipo de explosiones emocionales constituye una especie de secuestro neuronal.
Según sugiere la evidencia, en tales momentos un centro del sistema limbico declara el
estado de urgencia y recluta todos los recursos del cerebro para llevar a cabo su
impostergable tarea. Este secuestro tiene lugar en un instante y desencadena una reacción
decisiva antes incluso de que el neocórtex —el cerebro pensante— tenga siquiera la
posibilidad de darse cuenta plenamente de lo que está ocurriendo, y mucho menos todavía
de decidir si se trata de una respuesta adecuada. El rasgo distintivo de este tipo de
secuestros es que, pasado el momento crítico, el sujeto no sabe bien lo que acaba de ocurrir.
Hay que decir también que estos secuestros no son, en modo alguno, incidentes
aislados y que tampoco suelen conducir a crímenes tan detestables como «el asesinato de las
universitarias».
Página 16 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
En forma menos drástica, aunque no, por ello, menos intensa, se trata de algo que nos
sucede a todos con cierta frecuencia. Recuerde, sin ir más lejos, la última ocasión en la que
usted mismo «perdió el control de la situación» y explotó ante alguien —tal vez su esposa.
su hijo o el conductor de otro vehículo— con una intensidad que retrospectivamente
considerada, le pareció completamente desproporcionada. Es muy probable que aquél
también fuera un secuestro, un golpe de estado neural que, como veremos, se origina en la
amígdala, uno de los centros del cerebro límbico.
Pero no todos los secuestros límbicos son tan peligrosos porque cuando por ejemplo,
alguien sufre un ataque de risa, también se halla dominado por una reacción límbica, y lo
mismo ocurre en los momentos de intensa alegría. Cuando Dan Jansen, tras varios intentos
infructuosos de conseguir una medalla de oro olímpica en la modalidad de patinaje sobre
hielo (que, por cierto, había prometido alcanzar, en su lecho de muerte, a su moribunda
hermana) logró finalmente alcanzar su objetivo en la carrera de mil metros de la Olimpiada
de Invierno de 1994 en Noruega, la excitación y la euforia que experimentó su esposa fue
tal, que tuvo que ser asistida de urgencia por el equipo médico junto a la misma pista de
patinaje.
Página 17 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
gyrus cingulatus. Cuando uno se siente apoyado, consolado y confortado, esas mismas
regiones cerebrales se ocupan de mitigar los sollozos pero, sin amígdala, ni siquiera es
posible el desahogo que proporcionan las lágrimas.
Joseph LeDoux, un neurocientífico del Center for Neural Science de la Universidad
de Nueva York, fue el primero en descubrir el Importante papel desempeñado por la
amígdala en el cerebro emocional. LeDoux forma parte de una nueva hornada de
neurocientíficos que, utilizando métodos y tecnologías innovadoras, se han dedicado a
cartografiar el funcionamiento del cerebro con un nivel de precisión anteriormente
desconocido que pone al descubierto misterios de la mente inaccesibles para las
generaciones anteriores. Sus descubrimientos sobre los circuitos nerviosos del cerebro
emocional han llegado a desarticular las antiguas nociones existentes sobre el sistema
límbico, asignando a la amígdala un papel central y otorgando a otras estructuras límbicas
funciones muy diversas.
La investigación llevada a cabo por LeDoux explica la forma en que la amígdala
asume el control cuando el cerebro pensante, el neocórtex, todavía no ha llegado a tomar
ninguna decisión.
Como veremos, el funcionamiento de la amígdala y su interrelación con el neocórtex
constituyen el núcleo mismo de la inteligencia emocional.
EL REPETIDOR NEURONAL
Página 18 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
EL CENTINELA EMOCIONAL
Página 19 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
LeDoux descubrió, junto a la larga vía neuronal que va al córtex, la existencia de una
pequeña estructura neuronal que comunica directamente el tálamo con la amígdala. Esta vía
secundaria y más corta —una especie de atajo— permite que la amígdala reciba algunas
señales directamente de los sentidos y emita una respuesta antes de que sean registradas por
el neocórtex.
Este descubrimiento ha dejado obsoleta la antigua noción de que la amígdala depende
de las señales procedentes del neocórtex para formular su respuesta emocional a causa de la
existencia de esta vía de emergencia capaz de desencadenar una respuesta emocional gracias
un circuito reverberante paralelo que conecta la amígdala con el neocórtex. Por ello la
amígdala puede llevarnos a actuar antes incluso de que el más lento —aunque ciertamente
más informado— neocórtex despliegue sus también más refinados planes de acción.
El hallazgo de LeDoux ha transformado la noción prevalente sobre los caminos
seguidos por las emociones a través de su investigación del miedo en los animales. En un
experimento concluyente, LeDoux destruyó el córtex auditivo de las ratas y luego las
expuso a un sonido que iba acompañado de una descarga eléctrica. Las ratas no tardaron en
aprender a temer el sonido. aun cuando su neocórtex no llegara a registrarlo. En este caso,
el sonido seguía la ruta directa del oído al tálamo y, desde allí, a la amígdala, saltándose
todos los circuitos principales. Las ratas, en suma, habían aprendido una reacción emocional
sin la menor implicación de las estructuras corticales superiores. En tal caso, la amígdala
percibía, recordaba y orquestaba el miedo de una manera completamente independiente de
toda participación cortical. Según me dijo LeDoux: «anatómicamente hablando, el sistema
emocional puede actuar independientemente del neocórtex. Existen ciertas reacciones y
recuerdos emocionales que tienen lugar sin la menor participación cognitiva consciente».
La amígdala puede albergar y activar repertorios de recuerdos y de respuestas que
llevamos a cabo sin que nos demos cuenta del motivo por el que lo hacemos, porque el
atajo que va del tálamo a la amígdala deja completamente de lado al neocórtex. Este atajo
permite que la amígdala sea una especie de almacén de las impresiones y los recuerdos
emocionales de los que nunca hemos sido plena. Una señal visual va de la retina al tálamo,
en donde se traduce al lenguaje del cerebro. La mayor parte de este mensaje va después al
cortex visual, en donde se analiza y evalúa en busca de su significado para emitir la
respuesta apropiada. Si esta respuesta es emocional, una señal se dirige a la amígdala para
activar los centros emocionales, pero una pequeña porción de la señal original va
directamente desde el tálamo a la amígdala por una vía más corta, permitiendo una
respuesta más rápida (aunque ciertamente también más imprecisa).
De este modo la amígdala puede desencadenar una respuesta antes de que los centros
corticales hayan comprendido completamente lo que está ocurriendo.
Página 20 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Página 21 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Pero, además de todo lo que acabamos de ver, los recuerdos emocionales pueden
llegar a convenirse en falsas guías de acción para el momento presente.
Uno de los inconvenientes de este sistema de alarma neuronal es que, con más
frecuencia de la deseable, el mensaje de urgencia mandado por la amígdala suele ser
obsoleto, especialmente en el cambiante mundo social en el que nos movemos los seres
humanos. Como almacén de la memoria emocional, la amígdala escruta la experiencia
presente y la compara con lo que sucedió en el pasado. Su método de comparación es
asociativo, es decir que equipara cualquier situación presente a otra pasada por el mero
hecho de compartir unos pocos rasgos característicos similares. En este sentido se trata de
un sistema rudimentario que no se detiene a verificar la adecuación o no de sus conclusiones
y actúa antes de confirmar la gravedad de la situación. Por esto que nos hace reaccionar al
presente con respuestas que fueron grabadas hace ya mucho tiempo, con pensamientos,
emociones y reacciones aprendidas en respuesta a acontecimientos vagamente similares, lo
suficientemente similares como para llegar a activar la amígdala.
No es de extrañar que una antigua enfermera de la marina, traumatizada por las
espantosas heridas que una vez tuvo que atender en tiempo de guerra, se viera súbitamente
desbordada por una mezcla de miedo, repugnancia y pánico cuando, años más tarde, abrió
la puerta de un armario en el que su hijo pequeño había escondido un hediondo pañal. Bastó
con que la amígdala reconociera unos pocos elementos similares a un peligro pasado para
que terminara decretando el estado de alarma. El problema es que, junto a esos recuerdos
cargados emocionalmente, que tienen el poder de desencadenar una respuesta en un
momento crítico, coexisten también formas de respuesta obsoletas.
En tales momentos la imprecisión del cerebro emocional, se ve acentuada por el
hecho de que muchos de los recuerdos emocionales más intensos proceden de los primeros
años de la vida y de las relaciones que el niño mantuvo con las personas que le criaron
(especialmente de las situaciones traumáticas, como palizas o abandonos). Durante ese
temprano período de la vida, otras estructuras cerebrales, especialmente el hipocampo
(esencial para el recuerdo emocional) y el neocórtex (sede del pensamiento racional)
todavía no se encuentran plenamente maduros. En el caso del recuerdo, la amígdala y el
hipocampo trabajan conjuntamente y cada una de estas estructuras se ocupa de almacenar y
recuperar independientemente un determinado tipo de información. Así, mientras que el
hipocampo recupera datos puros, la amígdala determina si esa información posee una carga
emocional. Pero la amígdala del niño suele madurar mucho más rápidamente.
LeDoux ha estudiado el papel desempeñado por la amígdala en la infancia y ha
llegado a una conclusión que parece respaldar uno de los principios fundamentales del
pensamiento psicoanalítico, es decir, que la interacción —los encuentros y desencuentros—
entre el niño y sus cuidadores durante los primeros años de vida constituye un auténtico
aprendizaje emocional. En opinión de LeDoux, este aprendizaje emocional es tan poderoso
y resulta tan difícil de comprender para el adulto porque está grabado en la amígdala con la
impronta tosca y no verbal propia de la vida emocional. Estas primeras lecciones
emocionales se impartieron en un tiempo en el que el niño todavía carecía de palabras y, en
consecuencia, cuando se reactiva el correspondiente recuerdo emocional en la vida adulta,
no existen pensamientos articulados sobre la respuesta que debemos tomar. El motivo que
explica el desconcierto ante nuestros propios estallidos emocionales es que suelen datar de
un período tan temprano que las cosas nos desconcertaban y ni siquiera disponíamos de
palabras para comprender lo que sucedía. Nuestros sentimientos tal vez sean caóticos, pero
Página 22 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
las palabras con las que nos referimos a esos recuerdos no lo son.
Página 23 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
sentido, por ejemplo, el caso de aquella camarera que derramó una bandeja con seis platos
en cuanto vislumbró la figura de una mujer con una enorme cabellera pelirroja y rizada
exactamente igual a la de la mujer por la que la había abandonado su ex-marido.)
Estas rudimentarias confusiones emocionales, basadas en sentir antes que en el
pensar, son calificadas por LeDoux como «emociones precognitivas», reacciones basadas
en impulsos neuronales fragmentarios, en bits de información sensorial que no han
terminado de organizarse para configurar un objeto reconocible. Se trata de una forma
elemental de información sensorial, una especie de «adivina la canción» neuronal —ese
juego que consiste en adivinar el nombre de una melodía tras haber escuchado tan sólo unas
pocas notas—, de intuir una percepción global apenas percibidos unos pocos rasgos. De
este modo, cuando la amígdala experimenta una determinada pauta sensorial como algo
urgente, no busca en modo alguno confirmar esa percepción, sino que simplemente extrae
una conclusión apresurada y dispara una respuesta.
No deberíamos sorprendemos de que el lado oscuro de nuestras emociones más
intensas nos resulte incomprensible, especialmente en el caso de que estemos atrapados en
ellas. La amígdala puede reaccionar con un arrebato de rabia o de miedo antes de que el
córtex sepa lo que está ocurriendo, porque la emoción se pone en marcha antes que el
pensamiento y de un modo completamente independiente de él.
El día en que Jessica, la hija de seis años de una amiga, pasó su primera noche en casa
de una compañera, mi amiga se hallaba tan nerviosa como ella. Durante todo el día había
tratado de que Jessica no se diera cuenta de su ansiedad pero, cuando estaba a punto de
acostarse, sonó el timbre del teléfono y mi amiga soltó de inmediato el cepillo de dientes y
corrió hacia el teléfono, con el corazón en un puño, mientras por su mente desfilaba todo
tipo de imágenes de Jessica en peligro.
«¡Jessica!» —dijo mi amiga, descolgando bruscamente el teléfono. Y entonces
escuchó la voz de una mujer disculpándose por haberse equivocado de número. Ante
aquello, la madre de Jessica, recuperando de golpe la compostura, replicó mesuradamente:
« ¿Con qué número desea hablar?» El hecho es que, mientras la amígdala prepara una
reacción ansiosa e impulsiva, otra parte del cerebro emocional se encarga de elaborar una
respuesta más adecuada. El regulador cerebral que desconecta los impulsos de la amígdala
parece encontrarse en el otro extremo de una de las principales vías nerviosas que van al
neocórtex, en el lóbulo prefrontal, que se halla inmediatamente detrás de la frente. El córtex
prefrontal parece ponerse en funcionamiento cuando alguien tiene miedo o está enojado
pero sofoca o controla el sentimiento para afrontar de un modo más eficaz la situación
presente o cuando una evaluación posterior exige una respuesta completamente diferente,
como ocurrió en el caso de mi amiga. De este modo, el área prefrontal constituye una
especie de modulador de las respuestas proporcionadas por la amígdala y otras regiones del
sistema límbico, permitiendo la emisión de una respuesta más analítica y proporcionada.
Habitualmente, las áreas prefrontales gobiernan nuestras reacciones emocionales.
Recordemos que el camino nervioso más largo de los que sigue la información sensorial
procedente del tálamo, no va a la amígdala sino al neocórtex y a sus muchos centros para
asumir y dar sentido a lo que se percibe. Y esa información y nuestra respuesta
correspondiente las coordinan los lobulos prefrontales, la sede de la planificación y de la
organización de acciones tendentes a un objetivo determinado, incluyendo las acciones
emocionales. En el neocórtex, una serie de circuitos registra y analiza esta información, la
comprende y organiza gracias a los lóbulos prefrontales, y si, a lo largo de ese proceso, se
Página 24 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Página 25 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Página 26 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Página 27 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
poner la razón en su lugar —como quería Erasmo-, sino que nuestra intención es la de
descubrir el modo inteligente de armonizar ambas funciones. El viejo paradigma proponía
un ideal de razón liberada de los impulsos de la emoción, El nuevo paradigma, por su parte,
propone armonizar la cabeza y el corazón. Pero, para llevar a cabo adecuadamente esta
tarea, deberemos comprender con más claridad lo que significa utilizar inteligentemente las
emociones.
Página 28 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
PARTE II
LA NATURALEZA DE LA
INTELIGENCIA
EMOCIONAL
Página 29 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Hasta la fecha no ha sido posible determinar todavía el motivo exacto que indujo a un
brillante estudiante de secundaria a apuñalar con un cuchillo de cocina a David Pologruto,
su profesor de física. Pasemos ahora a describir los hechos, sobradamente conocidos.
Jason H., estudiante de segundo año del instituto de Coral Springs (Florida) e
indudable candidato a matrícula de honor, estaba obsesionado con la idea de ingresar en una
prestigiosa facultad de medicina como la de Harvard. Pero Pologruto le había calificado con
un notable alto, una nota que le obligaba a arrojar por la borda todos sus sueños, de modo
que, provisto de un cuchillo de camicero, se dirigió al laboratorio de física y, en el
transcurso de una discusión con su profesor, no dudó en clavárselo a la altura de la clavícula
antes de que pudieran reducirle por la fuerza.
El juez declaró inocente a Jason porque, según reza la sentencia —confirmada, por
otra parte, por un equipo de psicólogos y psiquiatras— durante el altercado se hallaba
claramente sumido en un estado psicótico. El joven, por su parte, declaró que, apenas tuvo
conocimiento de la nota, pensó en quitarse la vida pero que, antes de suicidarse, quiso
visitar a Pologruto para hacerle saber que la única causa de su muerte sería su baja
calificación. La versión de Pologruto, no obstante, fue muy diferente, puesto que, según él,
Jason se hallaba tan furioso que «creo que me visitó completamente decidido a atacarme».
Más tarde, Jason ingresó en una escuela privada y, dos años después, logró graduarse
con la nota más alta de su clase. De haber seguido un curso normal, hubiera alcanzado un
sobresaliente pero decidió matricularse en varias asignaturas adicionales para elevar su nota
media, que finalmente Fue de matrícula de honor. Pero a pesar de que Jason hubiera
terminado graduándose con una calificación extraordinaria, Pologruto se lamentaba de que
nunca se hubiera disculpado ni tampoco hubiera asumido la menor responsabilidad por su
agresión.
¿Cómo puede una persona con un nivel de inteligencia tan elevado llegar a cometer un
acto tan estúpido? La respuesta necesariamente radica en que la inteligencia académica tiene
poco que ver con la vida emocional. Hasta las personas más descollantes y con un CI más
elevado pueden ser pésimos timoneles de su vida y llegar a zozobrar en los escollos de las
pasiones desenfrenadas y los impulsos ingobernables.
A pesar de la consideración popular que suelen recibir, uno de los secretos a voces de
la psicología es la relativa incapacidad de las calificaciones académicas, del CI, o de la
puntuación alcanzada en el SAT Test de Aptitud Académico (Abreviatura de Scholastic
Aptitude Test, el examen de aptitud escolar que realizan los estudiantes estadounidenses
que acceden a la universidad) para predecir el éxito en la vida. A decir verdad, desde una
perspectiva general sí que parece existir —en un sentido amplio- cierta relación entre el CI
y las circunstancias por las que discurre nuestra vida. De hecho, las personas que tienen un
bajo CI suelen acabar desempeñando trabajos muy mal pagados mientras que quienes tienen
un elevado CI tienden a estar mucho mejor remunerados. Pero esto, ciertamente, no
siempre ocurre así.
Existen muchas más excepciones a la regla de que el CI predice del éxito en la vida
que situaciones que se adapten a la norma. En el mejor de los casos, el CI parece aportar
tan sólo un 20% de los factores determinantes del éxito (lo cual supone que el 80% restante
depende de otra clase de factores). Como ha subrayado un observador: «en última instancia,
Página 30 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
la mayor parte de los elementos que determinan el logro de una mejor o peor posición social
no tienen que ver tanto con el CI como con factores tales como la clase social o la suerte».
Incluso autores como Richard Herrnstein y Charles Nurray cuyo libro Tite Bell Curve
atribuye al Cl una relevancia Incuestionable, reconocen que: «tal vez fuera mejor que un
estudiante de primer año de universidad con una puntuación SAT en matemáticas de 500 no
aspirara a dedicarse a las ciencias exactas, lo cual no obsta para que no trate de realizar sus
sueños de montar su propio negocio, llegar a ser senador o ahorrar un millón de dólares La
relación existente entre la puntuación alcanzada en el SAT y el logro de nuestros objetivos
vitales se ve frustrada por otras características».
Mi principal interés está precisamente centrado en estas «otras características» a las
que hemos dado en llamar inteligencia emocional, características como la capacidad de
motivarnos a nosotros mismos, de perseverar en el empeño a pesar de las posibles
frustraciones, de controlar los impulsos, de diferir las gratificaciones, de regular nuestros
propios estados de ánimo, de evitar que la angustia interfiera con nuestras facultades
racionales y, por último —pero no. por ello, menos importante—, la capacidad de
empatizar y confiar en los demás. A diferencia de lo que ocurre con el Cl, cuya
investigación sobre centenares de miles de personas tiene casi un siglo de historia, la
inteligencia emocional es un concepto muy reciente. De hecho, ni siquiera nos hallamos en
condiciones de determinar con precisión el grado de variabilidad interpersonal de la
inteligencia emocional. Lo que sí podemos hacer, a la vista de los datos de que disponemos,
es avanzar que la inteligencia emocional puede resultar tan decisiva —y. en ocasiones,
incluso más— que el Cl. Y, frente a quienes son de la opinión de que ni la experiencia ni la
educación pueden modificar substancialmente el resultado del cual trataré de demostrar—en
la quinta parte— que, si nos tomamos la molestia de educarles, nuestros hijos pueden
aprender a desarrollar las habilidades emocionales fundamentales.
Página 31 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Página 32 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
dentro de unos años tenemos que trabajar para quien hoy en día consideramos «tonto». En
cualquiera de los casos, en la tercera parte veremos que hasta los «tontos» pueden
beneficiarse de la inteligencia emocional para alcanzar una posición laboral privilegiada.
Existe una clara evidencia de que las personas emocionalmente desarrolladas, es decir, las
personas que gobiernan adecuadamente sus sentimientos, y asimismo saben interpretar y
relacionarse efectivamente con los sentimientos de los demás, disfrutan de una situación
ventajosa en todos los dominios de la vida, desde el noviazgo y las relaciones íntimas hasta
la comprensión de las reglas tácitas que gobiernan el éxito en el seno de una organización.
Las personas que han desarrollado adecuadamente las habilidades emocionales suelen
sentirse más satisfechas, son más eficaces y más capaces de dominar los hábitos mentales
que determinan la productividad. Quienes, por el contrario, no pueden controlar su vida
emocional, se debaten en constantes luchas internas que socavan su capacidad de trabajo y
les impiden pensar con la suficiente claridad.
Página 33 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Página 34 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
pueda dar cuenta de la amplia diversidad de inteligencias de que goza el ser humano. A la
vista de ello, Gardner y sus colegas ampliaron esta lista inicial hasta llegar a incluir veinte
clases diferentes de inteligencia. La inteligencia interpersonal, por ejemplo, fue
subdividida en cuatro habilidades diferentes, el liderazgo, la aptitud de establecer relaciones
y mantener las amistades, la capacidad de solucionar conflictos y la habilidad para el análisis
social (tan admirablemente representada por Judy. la niña de cuatro años de la que hemos
hablado antes).
Esta visión multidimensional de la inteligencia nos brinda una imagen mucho más rica
de la capacidad y del potencial de éxito de un niño que la que nos ofrece el CI. Cuando los
alumnos de Spectrum fueron evaluados en función de la escala de inteligencia de Stanford-
Binet (uno de los test más utilizados para la determinación del CI) y en función de otro
conjunto de pruebas específicamente diseñadas para valorar el amplio espectro de
inteligencias de Gardner, no apareció ninguna relación significativa entre ambos resultados.
Los cinco niños que obtuvieron las puntuaciones más elevadas del CI (entre 125 y 1 33)
evidenciaron una amplia diversidad de perfiles en las diez áreas cuantificadas por el test de
Spectrum. En este sentido, por ejemplo, uno de los cinco niños «más inteligentes» —según
los parámetros del CI— mostraba una habilidad especial en tres de las áreas (medidas por la
prueba de Spectrum), otros tres tenían aptitudes especiales vinculadas con dos de ellas y el
último de los niños más «inteligentes» sólo destacaba en una de las habilidades consideradas
por la clasificación de Spectrum. Además, estas áreas se hallaban dispersas: cuatro de las
habilidades de estos niños tenían que ver con la música, dos con las artes visuales, otra con
la comprensión social, una con la lógica y dos con el lenguaje. Ninguno de los cinco
muchachos «inteligentes» mencionados demostró la menor habilidad especial en el
movimiento, la aritmética o la mecánica. En realidad, dos de ellos presentaban serias
deficiencias en las áreas de movimiento y aritmética.
La conclusión de Gardner es que «la escala de inteligencia de Stant Ord Binet no
sirve para pronosticar el éxito en el rendimiento de un subconjunto coherente de las
actividades señaladas por Spectrum». Por otra parte, las puntuaciones obtenidas por los
tests de Spectrum proporcionan a padres y profesores una guía muy esclarecedora sobre
aquéllas áreas en las que los niños se interesarán de manera natural y aquellas otras con las
que, por el contrario, nunca llegarán a entusiasmarse lo suficiente como para transformar
una simple destreza en una auténtica maestría.
A lo largo del tiempo, el concepto de inteligencias múltiples de Gardner ha seguido
evolucionando y. a los diez años de la publicación de su primera teoría, Gardner nos brinda
esta breve definición de las inteligencias personales:
«La inteligencia interpersonal consiste en la capacidad de comprender a los demás:
cuáles son las cosas que más les motivan, cómo trabajan y la mejor forma de cooperar
con ellos. Los vendedores, los políticos. los maestros, los médicos y los dirigentes
religiosos de éxito tienden a ser individuos con un alto grado de inteligencia
interpersonal. La inteligencia intrapersonal por su parte, constituye una habilidad
correlativa —vuelta hacia el interior— que nos permite configurar una imagen exacta y
verdadera de nosotros mismos y que nos hace capaces de utilizar esa imagen para actuar
en la vida de un modo más eficaz.»
En otra publicación. Gardner señala que la esencia de la inteligencia interpersonal
supone «la capacidad de discernir y responder apropiadamente a los estados de ánimo,
temperamentos, motivaciones y deseos de las demás personas». En el apartado relativo a la
inteligencia intrapersonal —la clave para el conocimiento de uno mismo—, Gardner
menciona «la capacidad de establecer contacto con los propios sentimientos, discernir
entre ellos y aprovechar este conocimiento para orientar nuestra conducta».
Página 35 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Página 36 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Página 37 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Para poder forjamos una idea más completa de cuáles podrían ser los elementos
fundamentales de dicha educación debemos acudir a otros teóricos que siguen el camino
abierto por Gardner, entre los cuales el más destacado tal vez sea Peter Salovey, notable
psicólogo de Harvard, que ha establecido con todo lujo de detalles el modo de aportar más
inteligencia a nuestras emociones. Esta empresa no es nueva porque, a lo largo de los años,
hasta los más vehementes teóricos del CI, en lugar de considerar que «emoción» e
«inteligencia» son términos abiertamente contradictorios, de vez en cuando han tratado de
introducir a las emociones en el ámbito de la inteligencia. E.L. Thorndike, por ejemplo, un
eminente psicólogo que desempeñó un papel muy destacado en la popularización del CI en
la década de los veinte, propuso en un artículo publicado en el Harper Magazine que la
inteligencia «social» —un aspecto de la inteligencia emocional que nos permite comprender
las necesidades ajenas y «actuar sabiamente en las relaciones humanas»— constituye un
elemento que hay que tener en cuenta a la hora de determinar el CI. Otros psicólogos de la
época asumieron una concepción más cínica de la inteligencia social y la concibieron en
términos de las habilidades que nos permiten manipular a los demás, obligándoles, lo
quieran o no, a hacer lo que deseamos. Pero ninguna de estas formulaciones de la
inteligencia social tuvo demasiada aceptación entre los teóricos del CI y, alrededor de 1960,
un influyente manual sobre los test de inteligencia llegó incluso a afirmar que la inteligencia
social era un concepto completamente «inútil».
Pero, en lo que atañe tanto a la intuición como al sentido común, la inteligencia
personal no podía seguir siendo ignorada. Por ejemplo, cuando Robert Stembeg, otro
psicólogo de Yale, pidió a diferentes personas que definieran a un «individuo inteligente»,
los principales rasgos reseñados fueron las habilidades prácticas.
Una investigación posterior más sistemática condujo a Stemberg a la misma
conclusión de Thomdike: la inteligencia social no sólo es muy diferente de las habilidades
académicas, sino que constituye un elemento esencial que permite a la persona afrontar
adecuadamente los imperativos prácticos de la vida. Por ejemplo, uno de los elementos
fundamentales de la inteligencia práctica que suele valorarse más en el campo laboral, por
ejemplo, es el tipo de sensibilidad que permite a los directivos eficaces darse cuenta de los
mensajes tácitos de sus subordinados. En los últimos años, un número cada vez más nutrido
de psicólogos ha llegado a conclusiones similares, coincidiendo con Gardner en que la vieja
teoría del CI se ocupa sólo de una estrecha franja de habilidades lingüísticas y matemáticas,
y que tener un elevado CI tal vez pueda predecir adecuadamente quién va a tener éxito en el
aula o quién va a llegar a ser un buen profesor, pero no tiene nada que decir con respecto al
camino que seguirá la persona una vez concluida su educación. Estos psicólogos —con
Stemberg y Salovey a la cabeza— han adoptado una visión más amplia de la inteligencia y
han tratado de reformularla en términos de aquello que hace que uno enfoque más
adecuadamente su vida, una línea de investigación que nos retrotrae a la apreciación de que
la inteligencia constituye un asunto decididamente «personal» o emocional.
La definición de Salovey subsume a las inteligencias personales de Gardner y las
organiza hasta llegar a abarcar cinco competencias principales:
1. El conocimiento de las propias emociones. El conocimiento de uno mismo, es
decir, la capacidad de reconocer un sentimiento en el mismo momento en que aparece,
constituye la piedra angular de la inteligencia emocional. Como veremos en el capítulo 4, la
capacidad de seguir momento a momento nuestros sentimientos resulta crucial para la
Página 38 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
introvisión psicológica y para la comprensión de uno mismo. Por otro lado, la incapacidad
de percibir nuestros verdaderos sentimientos nos deja completamente a su merced. Las
personas que tienen una mayor certeza de sus emociones suelen dirigir mejor sus vidas, ya
que tienen un conocimiento seguro de cuáles son sus sentimientos reales, por ejemplo, a la
hora de decidir con quién casarse o qué profesión elegir.
2. La capacidad de controlar las emociones. La conciencia de uno mismo es una
habilidad básica que nos permite controlar nuestros sentimientos y adecuarlos al momento.
En el capítulo 5 examinaremos la capacidad de tranquilizarse a uno mismo, de
desembarazarse de la ansiedad, de la tristeza, de la irritabilidad exageradas y de las
consecuencias que acarrea su ausencia. Las personas que carecen de esta habilidad tienen
que batallar constantemente con las tensiones desagradables mientras que, por el contrario,
quienes destacan en el ejercicio de esta capacidad se recuperan mucho más rápidamente de
los reveses y contratiempos de la vida.
3. La capacidad de motivarse uno mismo. Como veremos en el capítulo 6, el control
de la vida emocional y su subordinación a un objetivo resulta esencial para espolear y
mantener la atencion, la motivación y la creatividad. El autocontrol emocional —la
capacidad de demorar la gratificación y sofocar la impulsividad— constituye un
imponderable que subyace a todo logro. Y si somos capaces de sumergimos en el estado de
«flujo» estaremos más capacitados para lograr resultados sobresalientes en cualquier área de
la vida. Las personas que tienen esta habilidad suelen ser más productivas y eficaces en
todas las empresas que acometen.
4 .El reconocimiento de las emociones ajenas. La empatía, otra capacidad que se
asienta en la conciencia emocional de uno mismo, constituye la «habilidad popular»
fundamental. En el capítulo 7 examinaremos las raíces de la empatía, el coste social de la
falta de armonía emocional y las razones por las cuales la empatía puede prender la llama
del altruismo. Las personas empáticas suelen sintonizar con las señales sociales sutiles que
indican qué necesitan o qué quieren los demás y esta capacidad las hace más aptas para el
desempeño de vocaciones tales como las profesiones sanitarias, la docencia, las ventas y la
dirección de empresas.
5. El control de las relaciones. El arte de las relaciones se basa, en buena medida, en
la habilidad para relacionarnos adecuadamente con las emociones ajenas. En el capitulo 8
revisaremos la competencia o la incompetencia social y las habilidades concretas
involucradas en esta facultad. Éstas son las habilidades que subyacen a la popularidad, el
liderazgo y la eficacia interpersonal. Las personas que sobresalen en este tipo de habilidades
suelen ser auténticas «estrellas» que tienen éxito en todas las actividades vinculadas a la
relación interpersonal.
No todas las personas manifiestan el mismo grado de pericia en cada uno de estos
dominios. Hay quienes son sumamente diestros en gobernar su propia ansiedad, por
ejemplo, pero en cambio, son relativamente ineptos cuando se trata de apaciguar los
trastornos emocionales ajenos. A fin de cuentas, el sustrato de nuestra pericia al respecto es,
sin duda, neurológico, pero, como veremos a continuación, el cerebro es asombrosamente
plástico y se halla sometido a un continuo proceso de aprendizaje. Las lagunas en la
habilidad emocional pueden remediarse y, en términos generales, cada uno de estos
dominios representa un conjunto de hábitos y de reacciones que, con el esfuerzo adecuado,
pueden llegar a mejorarse.
Página 39 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Página 40 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Página 41 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
4. CONÓCETE A TI MISMO
Según cuenta un viejo relato japonés, en cierta ocasión, un belicoso samurai desafió a
un anciano maestro zen a que le explicara los conceptos de cielo e infierno. Pero el monje
replicó con desprecio:
—¡No eres más que un patán y no puedo malgastar mi tiempo con tus tonterías!
El samurai, herido en su honor, montó en cólera y. desenvainando la espada, exclamó:
—Tu impertinencia te costará la vida.
—¡Eso —replicó entonces el maestro— es el infierno!
Conmovido por la exactitud de las palabras del maestro sobre la cólera que le estaba
atenazando, el samurai se calmó, envainó la espada y se postró ante él, agradecido.
—¡Y eso —concluyó entonces el maestro—, eso es el cielo!
La súbita caída en cuenta del samurai de su propio desasosiego ilustra a la perfección
la diferencia crucial existente entre permanecer atrapado por un sentimiento y darse cuenta
de que uno está siendo arrastrado por él. La enseñanza de Sócrates «conócete a ti mismo»
—darse cuenta de los propios sentimientos en el mismo momento en que éstos tienen lugar
— constituye la piedra angular de la inteligencia emocional.
A primera vista tal vez pensemos que nuestros sentimientos son evidentes, pero una
reflexión más cuidadosa nos recordará las muchas ocasiones en las que realmente no hemos
reparado —o hemos reparado demasiado tarde— en lo que sentíamos con respecto a algo.
Los psicólogos utilizan el engorroso término metafórico cognición para hablar de la
conciencia de los procesos del pensamiento y el de metaestado para referirse a la conciencia
de las propias emociones. Yo, por mi parte, prefiero la expresión conciencia de uno
mismo, la atención continua a los propios estados internos. Esa conciencia autorreflexiva en
la que la mente se ocupa de observar e investigar la experiencia misma, incluidas las
emociones: Esta cualidad en la que la atención admite de manera imparcial y no reactiva
todo cuanto discurre por la conciencia, como si se tratara de un testigo, se asemeja al tipo
de atención que Freud recomendaba a quienes querían dedicarse al psicoanálisis, la llamada
«atención neutra flotante». Algunos psicoanalistas denominan «ego observador» a esta
capacidad que permite al analista percibir lo que el proceso de la asociación libre despierta
en el paciente y sus propias reacciones ante los comentarios del paciente.
Este tipo de conciencia de uno mismo parece requerir una activación del neocórtex,
especialmente de las áreas del lenguaje destinadas a identificar y nombrar las emociones. La
conciencia de uno mismo no es un tipo de atención que se vea fácilmente arrastrada por las
emociones, que reaccione en demasía o que amplifique lo que se perciba sino que, por el
contrario, constituye una actividad neutra que mantiene la atención sobre uno mismo aun en
medio de la más turbulenta agitación emocional. William Styron parece describir esta
facultad cuando, al hablar de su profunda depresión, menciona la sensación de «estar
acompañado por una especie de segundo yo, un observador espectral que, sin compartir
la demencia de su doble, es capaz de darse cuenta, con desapasionada curiosidad, de sus
profundos desasosiegos». En el mejor de los casos, la observación de uno mismo permite la
toma de conciencia ecuánime de los sentimientos apasionados o turbulentos. En el peor,
constituye una especie de paso atrás que permite distanciarse de la experiencia y ubicarse en
una corriente paralela de conciencia que es «meta», —que flota por encima, o que está
Página 42 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Página 43 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
bien suelen percibir con claridad lo que están sintiendo, también tienden a aceptar
pasivamente sus estados de ánimo y, por ello mismo, no suelen tratar de cambiarlos. Parece
haber dos tipos de aceptadores, los que suelen estar de buen humor y se hallan poco
motivados para cambiar su estado de ánimo y los que, a pesar de su claridad, son proclives
a los estados de ánimo negativos y los aceptan con una actitud de laissez-faire que les lleva
a no tratar de cambiarlos a pesar de la molestia que suponen (una pauta que suele
encontrarse entre aquellas personas deprimidas que están resignadas con la situación en que
se encuentran).
EL APASIONADO Y EL INDIFERENTE
Imagine, por un momento, que está volando entre Nueva York y San Francisco. El
vuelo ha sido muy tranquilo pero, al aproximarse a las montañas Rocosas, se escucha la voz
del piloto advirtiendo: «Señoras y caballeros, estamos a punto de atravesar una zona de
turbulencia atmosférica. Les rogamos que regresen a sus asientos y se abrochen los
cinturones». Luego el avión entra en la turbulencia y se ve sacudido de arriba a abajo y de
un lado al otro como una pelota de playa a merced de las olas.
¿Qué es lo que usted haría en esa situación? ¿Es el tipo de persona que se
desconectaría de todo y seguiría ensimismado en un libro, una revista o la película que en
aquel momento estuviera proyectándose, o acaso echaría mano rápidamente a la hoja de
instrucciones a seguir en caso de emergencia, escudriñaría el rostro de las azafatas y los
auxiliares de vuelo en busca de algún signo de pánico o prestaría atención al sonido de los
motores tratando de advertir en ellos algún sonido alarmante’?
El tipo de respuesta natural que tengamos ante esta situación refleja la actitud de
nuestra atención ante el estrés. En realidad, esta misma escena forma parte de una de las
pruebas de un test desarrollado por Suzanne Miller, una psicóloga de la Temple University,
para determinar si, en una situación angustiante, la persona tiende a centrar minuciosamente
su atención en todos los detalles de la situación o si, por el contrario, afronta esos
momentos de ansiedad tratando de distraerse. Porque el hecho es que estas dos actitudes
atencionales hacia el peligro tienen consecuencias muy diferentes en la forma en que la
gente experimenta sus propias reacciones emocionales. Quienes atienden a los detalles, por
este mismo motivo tienden a amplificar inconscientemente la magnitud de sus propias
reacciones (especialmente en el caso de que su atención esté despojada de la ecuanimidad
que proporciona la conciencia de uno mismo) con el resultado de que sus emociones
parecen más intensas. Quienes, por el contrario, se desconectan y se distraen, perciben
menos sus propias reacciones, y así no sólo minimizan sino que también disminuyen la
intensidad de su respuesta emocional.
Y esto significa que, en los casos extremos, la conciencia emocional de algunas
personas es abrumadora mientras que la de otras es casi inexistente. Considere, si no, el
caso de aquel estudiante interno que, cierta noche, al descubrir un fuego en su dormitorio,
cogió un extintor y lo apagó. No hay nada especialmente extraño en su conducta, a
excepción del hecho de que, en lugar de correr a apagar el fuego, nuestro estudiante lo hizo
caminando tranquilamente porque, para él, no existía ninguna situación de peligro.
Esta anécdota me fue contada por Edward Diener, un psicólogo de la Universidad de
Illinois, en Urbana, que se ha dedicado a estudiar la intensidad con la que la gente
experimenta sus emociones. El estudiante del que hablábamos destacaba entre todos los
casos estudiados por Diener como uno de los menos intensos con los que se había
encontrado, una persona completamente desapasionada, alguien que atravesaba la vida
sintiendo poco o nada, aun en medio de una situación de peligro de incendio como la
Página 44 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
descrita.
Consideremos ahora, en el otro extremo del espectro de Diener, el caso de una mujer
que quedó muy consternada durante varios días por haber perdido su pluma estilográfica
favorita. En otra ocasión, esta misma mujer se emocionó tanto al ver un anuncio de rebajas
de zapatos que dejó todo lo que estaba haciendo, montó a toda prisa en su coche y condujo
sin parar durante tres horas hasta llegar a Chicago, donde se hallaba la zapatería en
cuestión.
Según Diener, las mujeres suelen experimentar las emociones en general, tanto
positivas como negativas, con más intensidad que los hombres. En cualquier caso, y
dejando de lado las diferencias de sexo, la vida emocional es más rica para quienes perciben
más. Por otra parte, el exceso de sensibilidad emocional supone una verdadera tormenta
emocional —ya sea celestial o infernal— para las personas situadas en uno de los extremos
del continuo de Diener, mientras que quienes se hallan en el otro polo apenas si
experimentan sentimiento alguno aun en las circunstancias más extremas.
Gary era un cirujano de éxito, inteligente y solícito, pero su novia, Ellen, estaba
exasperada porque, en el terreno emocional, Gary era una persona chata y sumamente
reservada. Podía hablar brillantemente de cuestiones científicas y artísticas pero, en lo
tocante a sus sentimientos, era —aun con Ellen— absolutamente inexpresivo. Y, por más
que ella tratara de mover sus emociones, Gary permanecía indiferente e impasible y no
cesaba de repetir: «yo no expreso mis sentimientos» al terapeuta a quien visitó a instancias
de Ellen y, cuando llegó el momento de hablar de su vida emocional, Gary concluyó: «no sé
de qué hablar. No tengo sentimientos intensos, ni positivos ni negativos».
Pero Ellen no era la única en estar frustrada con el mutismo emocional de Gary
porque, como le confió a su terapeuta, era completamente incapaz de hablar abiertamente
con nadie de sus sentimientos. Y el motivo fundamental de aquella incapacidad era, en
primer lugar, que ni siquiera sabía lo que sentía, lo único que sabía era que él no se
enfadaba; era alguien sin tristezas pero también sin alegrías. Como observó su terapeuta, la
impasibilidad emocional convierte a la gente como Gary en personas sosas y blandas,
personas que «aburren a cualquiera. Es por ello por lo que sus esposas suelen aconsejarles
que emprendan un tratamiento psicológico».
La monotonía emocional de Gary es un ejemplo de lo que los psiquiatras denominan
alexitimia, —del griego a, un prefijo que indica negación, lexis , que significa «palabra» y
thymos, que significa «emoción»—, la incapacidad para expresar con palabras sus propios
sentimientos. En realidad, los alexitímicos parecen carecer de todo tipo de sentimientos
aunque el hecho es que, más que hablar de una ausencia de sentimientos, habría que hablar
de una incapacidad de expresar las emociones. Los psicoanalistas fueron quienes primero
advirtieron la existencia de este tipo de personas refractarias al tratamiento porque no
proporcionaban sentimientos, fantasías ni sueños de ningún tipo, porque no aportaban, en
suma, ninguna vida emocional interna acerca de la cual hablar. Los rasgos clínicos más
sobresalientes de los alexitímicos son la dificultad para describir los sentimientos —tanto los
propios como los ajenos— y un vocabulario emocional sumamente restringido. Es más, se
trata de personas que hasta tienen dificultades para discriminar las emociones de las
sensaciones corporales, así que tal vez puedan decir que tienen mariposas en el estómago,
palpitaciones, sudores y vértigos, pero son ciertamente incapaces de reconocer que lo que
sienten es ansiedad.
El término alexitimia , fue acuñado en 1972 por el doctor Peter Sifneos, un psiquiatra
Página 45 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
de Harvard, para referirse a un tipo de pacientes que «dan la impresión de ser diferentes,
seres extraños que provienen de un mundo completamente distinto al nuestro, seres que
viven en medio de una sociedad gobernada por los sentimientos». Los alexitímicos, por
ejemplo, rara vez lloran pero, cuando lo hacen, sus lágrimas son copiosas y se quedan
desconcertados si se les pregunta por el motivo de su llanto. Una paciente alexitímica, por
ejemplo, quedó tan apesadumbrada después de haber visto una película de una mujer con
ocho hijos que estaba muriendo de cáncer, que aquella misma noche se despertó llorando.
Cuando el terapeuta le sugirió que tal vez estuviera preocupada porque la película le
recordara a su propia madre —que, por cierto, también se hallaba a punto de morir de
cáncer—, la mujer se sentó inmóvil, desconcertada y en silencio. Luego, cuando el
terapeuta le preguntó qué era lo que sentía, lo único que pudo articular fue que se sentía
«muy mal» y agregó que, a pesar de las ganas de llorar que experimentaba, ignoraba cuál
era el verdadero motivo de su llanto. Ése es precisamente el nudo del problema. No es que
los alexitimicos no sientan, sino que son incapaces de saber y especialmente incapaces de
poner en palabras lo que sienten. Se trata de personas que carecen de la habilidad
fundamental de la inteligencia emocional, la conciencia de uno mismo, el conocimiento de lo
que están sintiendo en el mismo momento en que las emociones bullen en su interior. Los
alexitímicos ni siquiera tienen una idea de lo que están sintiendo y, en este sentido, son un
ejemplo que refuta claramente la creencia de que todos sabemos cuáles son nuestros
sentimientos. Cuando algo —o, más exactamente, alguien— les hace sentir, se quedan tan
conmovidos y perplejos, que tratan de evitar esta situación a toda costa. Los sentimientos
llegan a ellos, cuando lo hacen, como un desconcertante manojo de tensiones y, como
ocurría en el caso de la paciente que acabamos de mencionar, se sienten «muy mal» pero no
pueden decir exactamente qué tipo de mal es el que sienten.
Esta confusión básica de sentimientos suele llevarles a quejarse de problemas clínicos
difusos, a confundir el sufrimiento emocional con el dolor físico, una condición conocida en
psiquiatría con el nombre de somatización (algo, por cierto, muy distinto a la enfermedad
psicosomática. en la que los problemas emocionales terminan originando auténticas
complicaciones médicas). De hecho, gran parte del interés psiquiátrico en los alexitímicos
consiste en el reconocimiento de los pacientes que acuden al médico en busca de ayuda
porque son sumamente proclives a la búsqueda infructuosa de un diagnóstico y de un
tratamiento médico para lo que, en realidad, es un problema emocional.
Aunque la causa de la alexitimia todavía no esté claramente establecida, el doctor
Sifneos apunta la posibilidad de que radique en una desconexión entre el sistema límbico y
el neocórtex (especialmente los centros verbales), lo cual parece coincidir perfectamente
con lo que hemos visto con respecto al cerebro emocional. Según Sifneos, aquellos
pacientes a quienes, para aliviarles de algún tipo de ataques graves, se ha seccionado esa
conexión, terminan liberándose de sus síntomas pero se convierten en personas parecidas a
los alexitímicos, personas emocionalmente chatas, incapaces de poner sus sentimientos en
palabras y súbitamente despojados de toda imaginación. En resumen, pues, aunque los
circuitos emocionales del cerebro puedan reaccionar a los sentimientos, el neocórtex de los
alexitimicos no parece capaz de clasificar esos sentimientos y hablar sobre ellos. Y, como
dice Henry Roth en su novela Call It Sleep sobre el poder del lenguaje:
«Cuando puedas poner palabras a lo que sientes te apropiarás de ello».
Ese, precisamente, es el dilema en el que se encuentra atrapado el alexitímico, porque
carecer de palabras para referirse a los sentimientos significa no poder apropiarse de ellos.
Página 46 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Una operación quirúrgica extirpó por completo el tumor que Elliot tenía
inmediatamente detrás de la frente, un tumor del tamaño de una naranja pequeña. Pero,
aunque la operación había sido todo un éxito, los conocidos advirtieron un cambio tal de
personalidad que les resultaba difícil reconocer que se trataba de la misma persona. Antes
había sido un abogado de éxito pero ahora ya no podía mantener su trabajo, su esposa
terminó por abandonarle, dilapidó todos sus ahorros en inversiones improductivas y se vio
obligado a vivir recluido en la habitación de huéspedes de casa de su hermano.
Algo en Elliot resultaba desconcertante porque, si bien intelectualmente seguía siendo
tan brillante como siempre, malgastaba inútilmente el tiempo perdiéndose en los detalles
más insignificantes, como sí hubiera perdido toda sensación de prioridad. Y los consejos no
tenían el menor efecto sobre él y le despedían sistemáticamente de todos los trabajos. Los
tests intelectuales no parecían encontrar nada extraño en sus facultades mentales, pero Elliot
decidió visitar a un neurobiólogo con la esperanza de descubrir la existencia de algún
problema neurológico que justificara su incapacidad porque, de no ser así, debía concluir
lógicamente que su enfermedad era meramente inexistente.
Antonio Damasio, el neurólogo al que consultó, se quedó completamente atónito ante
el hecho de que, aunque la capacidad lógica, la memoria, la atención y otras habilidades
cognitivas se hallaran intactas, Elliot no parecía darse cuenta de sus sentimientos con
respecto a lo que le estaba ocurriendo. Podía hablar de los acontecimientos más trágicos de
su vida con una ausencia completa de emociones, como sí fuera un mero espectador de las
pérdidas y los fracasos de su pasado, sin mostrar la menor desazón, tristeza, frustración o
enojo por la injusticia de la vida. Su propia tragedia parecía causarle tan poco sufrimiento
que hasta el mismo Damasio parecía más preocupado que él.
Damasio llegó a la conclusión de que la causa de aquella ignorancia emocional había
que buscarla en la intervención quirúrgica, ya que la extirpación del tumor cerebral debería
haber afectado parcialmente a los lóbulos prefrontales. Efectivamente, la operación había
seccionado algunas de las conexiones nerviosas existentes entre los centros inferiores del
cerebro emocional, (en panicular, la amígdala y otras regiones adyacentes) y las regiones
pensantes del neocórtex. De este modo, su pensamiento se había convertido en una especie
de ordenador, completamente capaz de dar los pasos necesarios para tomar una decisión,
pero absolutamente incapaz de asignar valores a cada una de las posibles alternativas. Todas
las posibilidades que le ofrecía su mente resultaban, así, igualmente neutras. Ese
razonamiento francamente desapasionado era, en opinión de Damasio, el núcleo de los
problemas de Elliot, ya que la falta de conciencia de sus propios sentimientos sobre las
cosas era precisamente lo que hacía defectuoso su proceso de razonamiento.
Las dificultades de Elliot se presentaban incluso en las decisiones más nimias. Cuando
Damasio trató de concertar un día y una hora para la próxima cita, Elliot se convirtió en un
amasijo de dudas porque encontraba pros y contras para cada uno de los días y de las horas
que le proponía Damasio y no acertaba a elegir entre ninguna de ellas. Los motivos que
aducía para aceptar u objetar cualquiera de las alternativas eran sumamente razonables, pero
era incapaz de darse cuenta de cómo se sentía con cualquiera de ellas. Y aquella falta de
conciencia de sus propios sentimientos era precisamente lo que le convertía en alguien
completamente apático.
Los sentimientos desempeñan un papel fundamental para navegar a través de la
incesante corriente de las decisiones personales que la vida nos obliga a tomar. Es cierto
que los sentimientos muy intensos pueden crear estragos en el razonamiento, pero también
lo es que la falta de conciencia de los sentimientos puede ser absolutamente desastrosa,
Página 47 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
especialmente en aquellos casos en los que tenemos que sopesar cuidadosamente decisiones
de las que, en gran medida, depende nuestro futuro (como la carrera que estudiaremos, la
necesidad de mantener un trabajo estable o de arriesgarnos a cambiarlo por otro más
interesante, con quién casamos, dónde vivir, qué apartamento alquilar, qué casa comprar,
etcétera). Estas son decisiones que no pueden tomarse exclusivamente con la razón sino que
también requieren del concurso de las sensaciones viscerales y de la sabiduría emocional
acumulada por la experiencia pasada. La lógica formal por sí sola no sirve para decidir con
quién casamos, en quién confiar o qué trabajo desempeñar porque, en esos dominios, la
razón carente de sentimientos es ciega.
Las señales intuitivas que nos guían en esos momentos llegan en forma de impulsos
límbicos que Damasio denomina «indicadores somáticos», sensaciones viscerales, un tipo
de alarma automática que llama la atención sobre el posible peligro de un determinado curso
de acción. Estos indicadores suelen orientarnos en contra de determinadas decisiones y
también pueden alertamos de la presencia de alguna oportunidad interesante. En esos
momentos no solemos recordar la experiencia concreta que determina esa sensación
negativa, aunque en realidad lo único que nos interesa es la señal de que un determinado
curso de acción puede conducimos al desastre. De este modo, la presencia de esta sensación
visceral confiere una seguridad que nos permite renunciar o proseguir con un determinado
curso de acción, reduciendo así la gama de posibles alternativas a una lista mucho más
manejable. La llave que favorece la toma de decisiones personales consiste, en suma, en
permanecer en contacto con nuestras propias sensaciones.
SONDEANDO EL INCONSCIENTE
Página 48 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Página 49 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
5. ESCLAVOS DE LA PASIÓN
Tú has sido...
un hombre capaz de aceptar con igual semblante los premios
y los reveses de Fortuna...
Dame a un hombre que no sea esclavo de sus pasiones y lo
colocaré en el centro de mi corazón, ¡ay! en el corazón de mi
corazón.
Como hago contigo...
Página 50 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
debamos evitar los sentimientos angustiosos, sino tan sólo que no nos pasen inadvertidos y
terminen desplazando a los estados de ánimo más positivos. Aun quienes atraviesan
episodios de enojo o depresión aguda disponen, a pesar de todo, de la posibilidad de
disfrutar de cierta sensación de bienestar si cuentan con el adecuado contrapunto que
suponen las experiencias alegres y felices. Estos estudios también confirman la escasa
relación existente entre el bienestar emocional de la persona y sus calificaciones académicas
o su CI, lo cual demuestra la independencia de las emociones con respecto a la inteligencia
académica.
De la misma forma que existe un murmullo continuo de pensamientos en el fondo de
la mente, también podemos constatar la existencia de un constante ruido emocional.
Despiértese a alguien, por ejemplo, a las seis de la mañana o a las siete de la tarde y
descubrirá que siempre se halla en un determinado estado de ánimo. Por supuesto que, en
dos mañanas diferentes, uno puede hallarse en dos estados de ánimo muy distintos pero,
cuando tratamos de determinar el estado de ánimo general de una persona a lo largo de las
semanas o los meses, los datos obtenidos tienden a reflejar su sensación global de bienestar.
Y también resulta evidente que los sentimientos muy intensos son relativamente raros y que
la mayor parte de las personas vivimos en una especie de término medio gris, en una suave
montaña rusa emocional apenas salpicada de ligeros sobresaltos.
Llegar a dominar las emociones constituye una tarea tan ardua que requiere una
dedicación completa y es por ello por lo que la mayor parte de nosotros sólo podemos
tratar de controlar —en nuestro tiempo libre— el estado de ánimo que nos embarga. Todo
lo que hacemos, desde leer una novela o ver la televisión, hasta las actividades y los amigos
que elegimos, no son más que intentos de llegar a sentirnos mejor. El arte de calmarse a uno
mismo constituye una habilidad vital fundamental, y algunos intérpretes del pensamiento
psicoanalítico, como, por ejemplo, John Bowlby y D.W. Winnicott consideran que se trata
del más fundamental de los recursos psicológicos. En teoría, los niños emocionalmente
sanos aprenden a calmarse tratándose a sí mismos del modo en que han sido tratados por
los demás, y es así como se vuelven menos vulnerables a las erupciones del cerebro
emocional.
Como ya hemos visto, el diseño del cerebro pone de manifiesto que tenemos escaso o
ningún control con respecto al momento en que nos veremos arrastrados por una emoción y
que tampoco disponemos de mucho margen de maniobra sobre el tipo de emoción que nos
aquejará. Lo que tal vez si se halla en nuestra mano es el tiempo que permanecerá una
determinada emoción. El problema no estriba tanto en la diversidad emocional que reflejan,
por ejemplo, la tristeza, la preocupación o el enfado (ya que normalmente estos estados de
ánimo desaparecen con el tiempo y paciencia), como en el hecho de que su desmesura y su
inadecuación conlleva los más sombríos matices: la ansiedad crónica, la furia desbocada y la
depresión. Tanto es así que, en sus manifestaciones más graves y persistentes, su
erradicación puede llegar a requerir medicación, psicoterapia o ambas cosas a la vez.
Uno de los indicadores de la autorregulación emocional es el hecho de saber
reconocer en qué momento la excitación crónica del cerebro emocional es tan intensa como
para requerir ayuda farmacológica. Por ejemplo, dos tercios de las personas que sufren de
trastornos maníaco—depresivos no han recibido nunca tratamiento médico al respecto.
Pero el hecho es que el litio u otros fármacos más vanguardistas pueden llegar a frustrar el
ciclo característico del trastorno maníaco—depresivo (en el que se alternan la euforia
caótica y la grandiosidad con la irritación y la rabia). Uno de los problemas característicos
de los trastornos maníaco-depresivos es que, cuando la persona está inmersa en plena crisis
maníaca, se halla plenamente convencida de que no necesita ningún tipo de ayuda a pesar de
las desastrosas decisiones que pueda estar tomando. Así pues, la medicación psiquiátrica
brinda a las personas que están atravesando este tipo de episodios un instrumento para
manejar más adecuadamente sus vidas.
Página 51 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Pero cuando se trata de superar un tipo más habitual de estados negativos sólo
contamos con nuestros propios recursos.
Como ha señalado Diane Tice, psicóloga de la Case Western Reserve University que
interrogó a más de cuatrocientas personas sobre las diferentes estrategias que utilizaban
para superar los estados de ánimo angustiantes y sobre el grado de éxito que éstas les
procuraban, estos recursos no siempre se mostraron lo suficientemente eficaces Hay que
decir, para comenzar, que no todos los encuestados partían de la premisa de que fuera
necesario cambiar los estados de ánimo negativos. La investigación de Tice puso de
manifiesto la existencia de cerca de un 5% de «puristas del estado de ánimo», es decir,
personas que afirmaban que ellos nunca trataban de cambiar un determinado estado de
ánimo porque, en su opinión, todas las emociones son «naturales» y deben experimentarse
tal y como se presentan, por más desalentadoras que resulten. Asimismo, también había
otros que buscaban promover estados de ánimo negativos por razones pragmáticas:
médicos que necesitan mostrarse apesadumbrados para dar una mala noticia a sus pacientes;
activistas sociales que alimentan su indignación ante la injusticia para poder ser más eficaces
a la hora de combatirla; y hubo incluso un joven que admitió que alimentaba su rabia para
poder defender más adecuadamente a su hermano menor de las agresiones de que era objeto
en el patio de recreo. Otros, por último, se mostraron abiertamente maquiavélicos en la
manipulación de sus estados de ánimo, como atestiguaron varios cobradores que ejercitaban
su irritabilidad para poder mantener su inflexibilidad ante los morosos. En cualquiera de los
casos, la verdad es que, aparte de estos raros ejemplos de cultivo deliberado de las
emociones negativas, la mayoría admitió que se hallaba a merced de sus estados de ánimo.
Los caminos que emprende la gente para sacudirse de encima los estados de ánimo
perturbadores son decididamente muy heterogéneos.
Página 52 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
razones para estar enfadados, pero éstas rara vez son buenas».
Existen, claro está, diferentes tipos de enfado. Es muy probable que la amígdala sea
el principal asiento del súbito chispazo de ira que experimentamos hacia el conductor cuya
falta de atención ha puesto en peligro nuestra seguridad. Pero, en el otro extremo del
circuito emocional, el neocórtex tiende a fomentar un tipo de enfados más calculados, como
la venganza fría o las reacciones que suscitan la infidelidad y la injusticia. Estos enfados
premeditados suelen ser aquéllos a los que Franklin se refería cuando decía que «esconden
una buena razón» o, por lo menos, que así nos lo parece.
Como afirma Tice, el enfado parece ser el estado de ánimo más persistente y difícil de
controlar. De hecho, el enfado es la más seductora de las emociones negativas porque el
monólogo interno que lo alienta proporciona argumentos convincentes para justificar el
hecho de poder descargarlo sobre alguien. A diferencia de lo que ocurre en el caso de la
melancolía, el enfado resulta energetizante e incluso euforizante. Es muy posible que su
poder persuasivo y seductor explique el motivo por el cual ciertos puntos de vista sobre el
enfado se hallan tan difundidos. La gente, por ejemplo, suele pensar que la ira es
ingobernable y que, en todo caso, no debiera ser controlada o que una descarga «catártica»
puede ser sumamente liberadora. El punto de vista opuesto —que quizá constituya una
reacción ante el desolador panorama que nos brindan las actitudes recién mencionadas—,
sostiene, por el contrario, que el enfado puede ser totalmente evitado. Pero una lectura
atenta de los descubrimientos realizados por la investigación de Tice nos sugiere que este
tipo de actitudes habituales hacia el enfado no sólo están equivocadas sino que son francas
supersticiones. Sin embargo, la cadena de pensamientos hostiles que alimenta al enfado nos
proporciona una posible clave para poner en práctica uno de los métodos más eficaces de
calmarlo. En primer lugar, debemos tratar de socavar las convicciones que alimentan el
enfado. Cuantas más vueltas demos a los motivos que nos llevan al enojo, más «buenas
razones» y más justificaciones encontraremos para seguir enfadados. Los pensamientos
obsesivos son la leña que alimenta el fuego de la ira, un fuego que sólo podrá extinguirse
contemplando las cosas desde un punto de vista diferente. Como ha puesto de manifiesto la
investigación realizada por Tice, uno de los remedios más poderosos para acabar con el
enfado consiste en volver a encuadrar la situación en un marco más positivo.
La «irrupción» de la rabia
Este descubrimiento confirma las conclusiones a las que ha llegado Dolf Zillmann,
psicólogo de la Universidad de Alabama, quien, a lo largo de una exhaustiva serie de
cuidadosos experimentos, ha determinado con detalle la anatomía de la rabia. Si tenemos en
cuenta que la raíz de la cólera se asienta en la vertiente beligerante de la respuesta de lucha-
o-huida, no es de extrañar que Zillman concluya que el detonante universal del enfado sea la
sensación de hallarse amenazado. Y no nos referimos solamente a la amenaza física sino
también, como suele ocurrir, a cualquier amenaza simbólica para nuestra autoestima o
nuestro amor propio (como, por ejemplo, sentirse tratado ruda o injustamente, sentirse
insultado, menospreciado, frustrado en la consecución de un determinado objetivo,
etcétera), percepciones, todas ellas, que actúan a modo de detonante de una respuesta
límbica que tiene un efecto doble sobre el cerebro. Por una parte, libera la secreción de
catecolaminas que cumplen con la función de generar un acceso puntual y rápido de la
energía necesaria para «emprender una acción decidida —como dice Zillman— tal como la
lucha o la huida». Esta descarga de energía límbica perdura varios minutos durante los
cuales nuestro cuerpo, en función de la magnitud que nuestro cerebro emocional asigne a la
amenaza, se dispone para el combate o para la huida.
Mientras tanto, otra oleada energética activada por la amígdala perdura más tiempo
que la descarga catecolamínica y se desplaza a lo largo de la rama adrenocortical del sistema
Página 53 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Página 54 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
A la vista de este análisis sobre la anatomía del enfado, Zillman considera que existen
dos posibilidades de intervención en el proceso. El primer modo de restar fuerza al enfado
consiste en prestar la máxima atención y darnos cuenta de los pensamientos que
desencadenan la primera descarga de enojo (esta evaluación original confirma y alienta la
primera explosión mientras que las siguientes sólo sirven para avivar las llamas ya
encendidas). El momento del ciclo del enfado en el que intervengamos resulta sumamente
importante porque, cuanto antes lo hagamos, mejores resultados obtendremos. De hecho, el
enfado puede verse completamente cortocircuitado si, antes de darle expresión, damos con
alguna información que pueda mitigarlo.
El poder de la comprensión para desactivar la irritación resulta bien patente en otro de
los experimentos realizados por Zillman, en el que un ayudante especialmente grosero
(cómplice, en realidad, del experimentador) se dedicaba a insultar y provocar a los sujetos
que en aquel momento realizaban un ejercicio físico.
Cuando se les brindó la posibilidad de desquitarse de su desagradable compañero —
dándoles la oportunidad de estimar sus aptitudes para un posible trabajo—, acometieron la
tarea con una mezcla de enojo y complacencia. En cambio, en otra versión del mismo
experimento, una mujer entraba en la sala, después de que los voluntarios hubiesen sido
provocados e inmediatamente antes de que se les diera la oportunidad de desquitarse, y
hacía salir al cómplice del lugar con la excusa de que acababa de recibir una llamada
telefónica urgente. Cuando éste salía, se despedía despectivamente de la mujer quien, sin
embargo, parecía tomarse el comentario con muy buen humor, explicando a los demás que
su compañero se hallaba sometido a terribles presiones porque estaba muy nervioso ante la
inminencia de un examen oral. En este caso, la explicación ofrecida pareció despertar la
compasión de los sujetos del experimento quienes, cuando tuvieron la oportunidad de
desquitarse, rehusaron hacerlo. Este tipo de información atemperante parece, pues, permitir
la reconsideración del incidente que desencadena el enfado.
Sin embargo, como decíamos anteriormente, también existe otra posibilidad para
desarticular el enfado que, según Zilíman, sólo resulta posible en casos de irritación
Página 55 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
moderada y, por el contrario, no funciona en niveles más intensos, debido a lo que el mismo
Zillman denomina «incapacidad cognitiva», que impide a las personas razonar
adecuadamente. Cuando la gente se halla sometida a un nivel de irritabilidad muy intenso,
tiende a infravalorar los posibles mensajes de información mitigante con frases tales como «
¡esto es intolerable!» o -como afirma Zillmann —con suma delicadeza— con «las más
burdas procacidades que nos brinda nuestro idioma».
El enfriamiento
En cierta ocasión, cuando sólo tenía trece anos, me enzarcé en una agria discusión en
casa y salí de ella jurando que jamás regresaría. Era un hermoso día de verano y estuve
paseando por el campo hasta que la paz y la belleza circundantes me invadieron y
gradualmente fui tranquilizándome. Al cabo de unas horas regresé a casa sereno y
completamente arrepentido. A partir de aquel momento, cada vez que me enfado busco una
oportunidad para hacer lo mismo, lo que considero el mejor de los remedios.
Este relato forma parte de uno de los primeros estudios científicos sobre el enfado
llevado a cabo en 1899, un estudio que aún sigue siendo todo un modelo de la segunda
forma de aplacar el enfado que citábamos anteriormente, tratar de aplacar la excitación
fisiológica ligada a la descarga adrenalínica en un entorno en el que no haya peligro de que
se produzcan más situaciones irritantes. Eso supone, por ejemplo, que, en el caso de una
discusión, la persona agraviada debería alejarse durante un tiempo de la persona causante
del enojo y frenar la escalada de pensamientos hostiles tratando de distraerse. Como ha
descubierto Zillmann, las distracciones son un recurso sumamente eficaz para modificar
nuestro estado de ánimo por la sencilla razón de que es difícil seguir enfadado cuando uno
se lo está pasando bien. El truco, pues, consiste en darnos permiso para que el enfado vaya
enfriándose mientras tratamos de disfrutar de un rato agradable.
El análisis realizado por Zillmann sobre los mecanismos que contribuyen a
incrementar o disminuir la irritación nos brinda una explicación a buena parte de los
descubrimientos realizados por Diane Tice acerca de las estrategias que la gente suele
emplear para aliviar el enfado. Una de tales estrategias —claramente eficaz— consiste en
retirarse y quedarse a solas mientras tiene lugar el proceso de enfriamiento. Para la gran
mayoría de los varones esto se traduce en dar un paseo en automóvil, una actividad que
concede una tregua mientras uno conduce (y, que según me confesó Tice, la hace conducir
ahora con mayor precaución).
Quizás una alternativa más saludable sea la de dar una larga caminata. El ejercicio
activo contribuye a dominar el enfado y lo mismo puede decirse de los métodos de
relajación, como, por ejemplo, la respiración profunda y la distensión muscular porque estos
ejercicios permiten aliviar la elevada excitación fisiológica provocada por el enfado y
propiciar un estado de menor excitación y también obviamente porque así uno se distrae del
estímulo que suscitó el enfado. El ejercicio activo puede servir además para disminuir el
enfado por una razón similar ya que, después del alto nivel de activación fisiológica
suscitado por el ejercicio, el cuerpo vuelve naturalmente a un nivel de menor excitación.
Pero el período de enfriamiento no será de ninguna utilidad si lo empleamos en seguir
alimentando la cadena de pensamientos irritantes, ya que cada uno de éstos constituye, por
sí mismo, un pequeño detonante que hace posibles nuevos brotes de cólera. El poder
sedante de la distracción reside precisamente en poner fin a la cadena de pensamientos
irritantes. En su revisión de las estrategias utilizadas por la mayoría de las personas para
controlar el enfado, Tice descubrió que las distracciones más utilizadas para tratar de
calmarse —ver la televisión, ir al cine, leer y actividades similares— ponen coto eficazmente
a la cadena de pensamientos hostiles que alimentan el enfado. No obstante, también
tenemos que matizar, no obstante, como ha explicado Tice, que actividades tales como
Página 56 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
La falacia de la catarsis
Apenas subí a un taxi de la ciudad de Nueva York, un joven que quería cruzar la calle
se detuvo ante el vehículo a esperar que el tráfico disminuyera. El taxista, impaciente por
arrancar, tocó entonces el claxon y comenzó a mover el vehículo lentamente a fin de que el
joven se apartara de su camino. La réplica de éste fue un ademán obsceno y grosero.
—Eh. tú. hijo de puta! —le espetó, entonce, el taxista. pisando el acelerador y el
freno al mismo tiempo amenazando con embestirle.
Ante aquella intimidación, el joven se hizo a un lado bruscamente y descargó un
puñetazo sobre la carrocería del taxi mientras éste trataba de abrirse paso a través del
tráfico. El taxista soltó entonces una burda letanía de exclamaciones dirigidas al joven.
—No puedes cargar con la mierda del primer imbécil que se te cruce en el camino.
Tienes que devolvérsela a gritos. Por lo menos, eso te hace sentir mejor —me dijo luego el
conductor, a guisa de conclusión, todavía visiblemente afectado.
La catarsis —el hecho de dar rienda suelta a nuestro enfado— se ensalza a veces
como un modo adecuado de manejar la irritación.
La opinión popular sostiene que «eso te hace sentir mejor» pero, tal como nos
sugieren los descubrimientos realizados por Zillmann, existe un poderoso argumento en
contra de la catarsis, un argumento que comenzó a elaborarse a partir de la década de los
cincuenta cuando los psicólogos comprobaron experimentalmente los efectos de la catarsis
y descubrieron que el hecho de airear el enfado de poco o nada sirve para mitigarlo
(aunque, dada su seductora naturaleza, pueda proporcionarnos cierta satisfacción). No
obstante, existen ciertas condiciones concretas en las que el hecho de expresar abiertamente
el enfado puede resultar apropiado como, por ejemplo, cuando se trata de comunicar algo
directamente a la persona causante de nuestro enojo; cuando sirve para restaurar la
autoridad, el derecho o la justicia; o cuando con ello se inflige «un daño proporcional» a la
otra persona que la obliga, más allá de todo sentimiento de venganza por nuestra parte, a
cambiar la situación que nos agobia. Hay que decir también que, debido a la naturaleza
altamente inflamable de la ira, esto es más fácil de decir que de llevar a la práctica.
Tice descubrió, asimismo, que el hecho de expresar abiertamente el enfado constituye
una de las peores maneras de tratar de aplacarlo, porque los arranques de ira incrementan
necesariamente la excitación emocional del cerebro y hacen que la persona se sienta todavía
más irritada. En este sentido, las respuestas ofrecidas por la gente confirmaron a Tice que el
efecto de expresar abiertamente la cólera ante la persona que la provocaba había sido el de
prolongar su mal humor en lugar de acabar con él. Parece mucho más eficaz, en suma, que
la persona comience tratando de calmarse y que posteriormente, de un modo más asertivo y
constructivo, entable un diálogo para tratar de resolver el problema. Como escuché en
Página 57 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
cierta ocasión, al maestro tibetano Chogyam Trungpa cuando se le preguntó por el mejor
modo de relacionarse con el enfado:
«Ni lo reprimas ni te dejes arrastrar por él».
¡Oh no! Parece que se ha estropeado el silenciador del tubo de escape... Tendré que
llevarlo a reparar... Pero ahora no tengo dinero... Tal vez pueda coger el dinero de la
matrícula de Jamie...Pero ¿qué pasará si luego no puedo pagar su matrícula?... Bueno, el
último informe del instituto ha sido francamente desalentador... Es muy probable que sus
notas sigan siendo malas y finalmente no pueda matricularse en la universidad. El
silenciador sigue haciendo ruido...
Así es como la mente obsesionada da vueltas y más vueltas, una y otra vez, a un
culebrón aparentemente interminable de preocupaciones concatenadas. El ejemplo anterior
nos los proporcionan Lizabeth Roemer y Thomas Borkovec, psicólogos de la Pennsylvania
University State, cuya investigación sobre la preocupación —el núcleo fundamental de la
ansiedad— ha llamado la atención sobre el tema de los artistas y de los científicos
neuróticos. « Según parece, una vez iniciado, no hay modo alguno de detener el ciclo de
la preocupación. En el extremo opuesto, la reflexión constructiva acerca de un problema
—una actividad sólo en apariencia similar a la preocupación— puede permitirnos dar con
la solución adecuada».
En realidad, toda preocupación se asienta en el estado de alerta ante un peligro
potencial que, sin duda alguna, ha sido esencial para la supervivencia en algún momento de
nuestro proceso evolutivo. Cuando el miedo activa nuestro cerebro emocional, una parte de
la ansiedad centra nuestra atención en la amenaza, obligando a la mente a buscar
obsesivamente una salida y a ignorar todo lo demás. La preocupación constituye, pues, en
cierto modo, una especie de ensayo en el que consideramos las distintas alternativas de
respuesta posibles. En este sentido, la función de la preocupación consiste, por
consiguiente, en una anticipación de los peligros que pueda presentamos la vida y en la
búsqueda de soluciones positivas ante ellos.
El problema surge cuando la preocupación se hace crónica y reiterativa, cuando se
repite continuamente sin procuramos nunca una solución positiva. Un análisis más detenido
de la preocupación crónica evidencia que ésta presenta todos los rasgos característicos
propios de un secuestro emocional moderado: parece no proceder de ninguna parte, es
incontrolable, genera un ruido constante de ansiedad, se muestra impermeable a todo
razonamiento y encierra a la persona preocupada en una actitud unilateral y rígida sobre el
asunto que la preocupa. Cuando el ciclo de la preocupación se intensifica y persiste,
ensombrece el hilo argumental hasta desembocar en arrebatos nerviosos, fobias, obsesiones,
compulsiones y auténticos ataques de pánico. En cada uno de estos desórdenes la
preocupación se centra en un contenido diferente: en el caso de la fobia, la ansiedad se fija
en la situación temida; en las obsesiones, se ocupa en impedir algún posible desastre; por
último, en los ataques de pánico suele gravitar en torno a la muerte o a la misma posibilidad
de sufrir un ataque de pánico.
El denominador común de todas estas condiciones es una falta de control sobre el
ciclo de la preocupación. Por ejemplo, una mujer aquejada de un trastorno obsesivo-
compulsivo se veía obligada a ejecutar una serie de ceremonias rituales que le ocupaban la
mayor parte del tiempo que pasaba despierta, como ducharse durante cuarenta y cinco
minutos varias veces o lavarse las manos cinco minutos seguidos veinte o más veces al día.
No se sentaba a menos que antes hubiera limpiado el asiento con alcohol para esterilizarlo.
Página 58 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Tampoco podía tocar a niño o a animal alguno porque, según decía, estaban «demasiado
sucios». En realidad, todos estos comportamientos compulsivos estaban motivados por un
miedo mórbido a los gérmenes, puesto que albergaba el temor constante de que, si no se
lavaba y esterilizaba, terminaría enfermando y moriría.”
Otra mujer que estaba siendo tratada de un «trastorno de ansiedad generalizada» —la
etiqueta psicológica utilizada para referirse a una persona excesivamente aprensiva—
respondió del siguiente modo a la petición de que durante un minuto expresara en voz alta
sus preocupaciones:
«—Podría no hacerlo bien. Sonaría tan artificial que no nos permitiría hacernos una
idea correcta de la realidad de mi problema y lo que necesitamos es comprender esa
realidad... Porque si no vemos la realidad jamás me pondré bien y, si no me pongo bien,
jamás podré llegar a ser feliz.»
En este despliegue de preocupación sobre preocupación, el mismo hecho de pedirle al
sujeto que expresara en voz alta sus preocupaciones durante un minuto provocó una
escalada que terminó desembocando, poco después, en una conclusión auténticamente
catastrófica: «jamás llegaré a ser feliz». El ciclo de la preocupación suele comenzar con
un relato interno que salta de un tema a otro y que no suele incluir la representación
imaginaria del infortunio en cuestión. En efecto, las preocupaciones son de carácter más
auditivo que visual -es decir, se expresan en palabras y no en imágenes—, un hecho muy
importante a la hora de intentar controlarlas.
Borkovec y sus colegas comenzaron a estudiar la preocupación en si misma cuando
estaban tratando de encontrar un tratamiento para el insomnio. La ansiedad, como han
observado otros investigadores, tiene una manifestación cognitiva —los pensamientos
preocupantes— y otra somática, evidenciada por los síntomas fisiológicos típicos de la
ansiedad (como el sudor, la aceleración del ritmo cardíaco o la tensión muscular). Sin
embargo, lío como descubrió Borkovec, el problema principal de la gente que padece
insomnio no es la excitación somática sino los pensamientos intrusivos. Se trata de
aprensivos crónicos que no pueden dejar de estar preocupados, por más cansados que se
encuentren. Lo único que parece ayudarles a conciliar el sueño es el hecho de alejar su
mente de las preocupaciones, focalizándola, en su lugar, en las sensaciones producidas por
el ejercicio de algún tipo de relajación. Resumiendo: se puede cortar el círculo vicioso de la
preocupación cambiando el foco de la atención.
Sin embargo, la mayoría de las personas aprensivas no parecen responder a este
método, y según Borkovec, esto se debe a que el ciclo de la preocupación proporciona una
recompensa parcial que refuerza el hábito. El aspecto positivo, por así decirlo, de la
preocupación, es que constituye una forma de afrontar las amenazas potenciales y los
peligros que puedan cruzarse en nuestro camino. Como ya hemos dicho, la verdadera
función de la preocupación es la de constituir una especie de ensayo frente a esas amenazas
que nos ayuda a encontrar posibles soluciones.
Pero el hecho es que este aspecto de la preocupación no siempre resulta adecuado.
Las soluciones originales y las formas creativas de encarar un problema no suelen estar
ligadas a la preocupación, especialmente en el caso de la preocupación crónica. En lugar de
buscar una posible solución a los problemas potenciales, los aprensivos se limitan
simplemente a dar vueltas y más vueltas en torno al peligro, profundizando así el surco del
pensamiento que les atemoriza. Los aprensivos crónicos pueden albergar miedos frente a un
amplio abanico de situaciones —la mayoría de ellas con escasas probabilidades de ocurrir—
y advierten peligros en el viaje de la vida que los demás no llegamos siquiera a barruntar.
Sin embargo, según confirmaron a Borkovec algunas de estas personas, aunque la
preocupación pueda ayudarles, lo cierto es que tiende a autoperpetuarse y a girar
incesantemente en tomo a un mismo y angustioso pensamiento. Pero ¿por qué la
Página 59 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Ella se había trasladado desde el Medio Oeste hasta Los Angeles porque un editor le
había ofrecido trabajo pero, una vez ahí, se enteró de que la editorial había sido comprada
por otra empresa y se quedó sin él. Entonces empezó a trabajar como escritora
independiente, una profesión muy inestable que lo mismo la sobrecargaba de trabajo que la
colocaba en una precaria situación económica. No era infrecuente que tuviera que racionar
las llamadas telefónicas y por vez primera carecía de seguro de enfermedad. Aquella
inestabilidad la hacía sentirse tan angustiada que no tardó en descubrirse teniendo
pensamientos sombríos sobre su salud, convencida de que su dolor de cabeza era el síntoma
de un tumor cerebral e imaginando que iba a sufrir un accidente cada vez que tomaba el
coche. Muchas veces se descubría completamente perdida en una interminable secuencia de
preocupaciones que la envolvían como una especie de neblina. Como ella misma decía, sus
obsesiones habían acabado convirtiéndose en una especie de adicción.
Borkovec también menciona otra ventaja adicional de la preocupación, ya que,
mientras la persona se halla inmersa en sus pensamientos obsesivos, no parece reparar en las
sensaciones subjetivas de ansiedad (el aumento del ritmo cardíaco, la sudoración, los
temblores, etcétera) suscitadas por esos mismos pensamientos. Así pues, la persistencia de
la preocupación parece silenciar esa ansiedad, al menos en lo que respecta al ritmo cardíaco.
Al parecer, la secuencia de la preocupación es la siguiente: la persona comienza adviniendo
algo que suscita la idea de alguna amenaza o un peligro potencial, una catástrofe imaginaria
que, a su vez, desencadena un ataque moderado de ansiedad: luego el aprensivo se sumerge
en una serie de pensamientos de angustia, cada uno de los cuales desata nuevas
preocupaciones. Mientras la atención permanezca circunscrita a este ámbito obsesivo y se
mantenga focalizada en este tipo de pensamientos, conseguirá apartar de su mente la imagen
original catastrófica que disparó la ansiedad. Como descubrió Borkovec, las imágenes son
más poderosas que los pensamientos a la hora de activar la ansiedad fisiológica. Es por esto
por lo que la inmersión en los pensamientos y la exclusión de las imágenes catastróficas es
capaz de aliviar parcialmente la angustia. Y. en ese sentido, la preocupación se ve reforzada
porque constituye una suerte de antídoto parcial de la angustia.
Pero la preocupación crónica también resulta frustrante porque se constituye una
secuencia de ideas obsesivas y estereotipadas que no aportan ninguna solución creativa que
contribuya realmente a resolver el problema. Esta rigidez no sólo se manifiesta en el
contenido mismo del pensamiento obsesivo —que simplemente se limita a repetir la misma
idea una y otra vez— sino también a nivel neurológico, en donde parece presentarse una
cierta inflexibilidad cortical y una incapacidad del cerebro emocional para adaptarse a las
circunstancias cambiantes. En resumen, pues, aunque la preocupación crónica funcione en
ciertos sentidos, no lo hace en otros aspectos mucho más importantes. Tal vez pueda disipar
parcialmente la ansiedad, pero jamás contribuirá a aportar la solución a un determinado
problema.
En cualquier caso, no hay nada más difícil para un aprensivo crónico que seguir el
Página 60 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
consejo que más frecuentemente se le brinda: «deja de preocuparte» (o peor todavía: «no te
preocupes; se feliz»). No olvidemos el papel que desempeña la amígdala en el desarrollo de
las preocupaciones crónicas, un papel que justifica su irrupción inesperada y su persistencia
una vez que han hecho su aparición en escena. Sin embargo, la investigación realizada por
Borkovec le ha permitido elaborar un método sencillo que puede ayudar a los aprensivos
crónicos a controlar su hábito.
El primer paso consiste en tomar conciencia de uno mismo y registrar el primer
acceso de preocupación tan pronto como sea posible. En circunstancias ideales, este
registro debería tener lugar inmediatamente, en el mismo instante en que una fugaz imagen
catastrófica pone en marcha el ciclo de la preocupación y la ansiedad. En este sentido, el
adiestramiento propuesto por Borkovec consiste en comenzar enseñándoles a darse cuenta
de los signos de la ansiedad y, en especial, adiestrándoles a identificar las situaciones, las
imágenes y los pensamientos ocasionales que desencadenan el ciclo de la preocupación y las
sensaciones corporales de ansiedad que las acompañan. Con el debido entrenamiento, la
persona puede llegar a captar el surgimiento de la preocupación en un momento cada vez
más cercano al inicio de la espiral de la ansiedad. También es posible recurrir al aprendizaje
de alguna técnica de relajación que la persona pueda aplicar apenas advierta el inicio del
ciclo y ejercitarse en ella hasta ser capaz de utilizarla adecuadamente en el momento
preciso.
Sin embargo, la relajación no basta por sí sola. Las personas aprensivas también deben
afrontar más activamente los pensamientos perturbadores porque, de lo contrario, la espiral
de la preocupación volverá a iniciarse una y otra vez. El siguiente paso consiste en adoptar
una postura crítica ante las creencias que sustentan la preocupación. ¿Cabe ciertamente la
posibilidad de que ocurra el acontecimiento temido? ¿Es algo absolutamente necesario y no
existe más alternativa que aceptarlo? ¿Hay algo positivo que pueda hacerse al respecto?
¿Realmente me sirve de algo dar vueltas y más vueltas a los mismos pensamientos?
Esta combinación de atención y sano escepticismo puede servir para frenar la
activación neurológica que subyace a la ansiedad moderada. La inducción activa de este
tipo de pensamientos puede terminar inhibiendo el impulso límbico que alimenta la
preocupación. Paralelamente, la inducción activa de un estado de relajación contrarresta las
señales de ansiedad que el cerebro emocional envía a todo el cuerpo.
De hecho, como señala Borkovec, estas estrategias determinan un curso de actividad
mental que es incompatible con la preocupación. La reiterada persistencia de un
determinado pensamiento obsesivo aumenta su poder persuasivo pero, en el caso de que
logremos desviar la atención hacia un abanico de alternativas igualmente plausibles,
evitaremos tomar ingenuamente como verdaderos los pensamientos que nos obsesionan.
Este método se ha mostrado eficaz para aliviar este contumaz hábito hasta con aquellas
personas cuyas preocupaciones son tan serias como para merecer un diagnóstico
psiquiátrico.
Por otra parte, sería también recomendable —e incluso diríamos que sería una señal
de autoconciencia— que las personas cuyas preocupaciones son tan graves como para
desembocar en fobias, trastornos obsesivo—compulsivos o ataques de pánico, recurrieran a
la medicación para tratar de interrumpir este círculo vicioso. No obstante, una reeducación
emocional a través de la terapia sigue siendo imprescindible para disminuir la probabilidad
de que los trastornos de ansiedad vuelvan a presentarse una vez que se haya dejado la
medicación.
Página 61 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
EL CONTROL DE LA TRISTEZA
La tristeza es el estado de ánimo del que la gente más quiere despojarse y Diane Tice
descubrió que las estrategias para conseguirlo son muy variadas. Sin embargo, no debería
evitarse toda tristeza porque, al igual que ocurre con cualquier otro estado de ánimo, tiene
sus facetas positivas. La tristeza que provoca una pérdida irreparable, por ejemplo, suele ir
acompañada de ciertas consecuencias: disminuye el interés por los placeres y diversiones,
fija la atención en aquello que se ha perdido e impone una pausa momentánea que renueva
nuestra energía para permitirnos acometer nuevas empresas. La tristeza, en suma,
proporciona una especie de refugio reflexivo frente a los afanes y ocupaciones de la vida
cotidiana, que nos sume en un periodo de retiro y de duelo necesario para asimilar nuestra
pérdida, un período en el que podemos ponderar su significado, llevar a cabo los ajustes
psicológicos pertinentes y, por último, establecer nuevos planes que permitan que nuestra
vida siga adelante.
Pero, si bien la tristeza es útil, la depresión, en cambio, no lo es. William Styron nos
brinda una elocuente descripción de «las múltiples manifestaciones de la postración», entre
las que se cuentan el «odio hacia uno mismo», «la falta de autoestima», «la pesadumbre
enfermiza» que va acompañada de una «sombría constricción, cierta sensación de
sobrecogimiento y alienación y, por encima de todo, de una ansiedad abrumadora».
También podemos enumerar las secuelas intelectuales que acompañan a ese estado:
«confusión, imposibilidad de concentrarse y pérdida de memoria» y, en un nivel más
intenso, la mente se ve «caóticamente distorsionada» y «los procesos mentales se ven
arrastrados por una marea tóxica y abyecta que impide cualquier posible respuesta
satisfactoria al mundo en que uno vive». Además, este estado también tiene sus correlatos
físicos: el insomnio, la apatía, «una sensación de embotamiento, nerviosismo y, más
concretamente, una extraña fragilidad» que van acompañados de «un inquietante
desasosiego». A todo ello debemos añadir también la disminución de la capacidad de gozar
de las situaciones: «todas las facetas de la sensibilidad se vuelven difusas y hasta la
comida parece completamente insípida». Señalemos, por último, que toda esperanza se
disipa dejando el residuo de una «gris llovizna de congoja» que genera una desesperación
tan palpable como el dolor físico, un dolor tan insoportable que la única solución posible
parece ser el suicidio.
En el caso de una depresión mayor como la descrita, la vida se paraliza y parece que
no exista la menor alternativa para salir de la situación. Los mismos síntomas de la
depresión indican que el flujo de la vida ha quedado estancado. En el caso de Styron, la
medicación y la terapia no sirvieron de gran cosa sino que fue el paso del tiempo y el
internamiento en un hospital lo que finalmente despejó su abatimiento. Pero, en lo que se
refiere a la mayoría de las personas, especialmente a aquéllas aquejadas de depresiones más
benignas, la psicoterapia y la medicación pueden ser de gran ayuda. El Prozac es el
tratamiento de moda, pero existe más de una docena de fármacos que pueden ser útiles para
tratar la depresión.
Sin embargo, mi principal centro de interés es la tristeza común, o la simple
melancolía que, en sus manifestaciones más extremas, puede llegar a convertirse,
técnicamente hablando, en una «depresión subclínica». Las personas con suficientes
recursos internos pueden manejar por sí solas este tipo de melancolía pero, por desgracia,
algunas de las estrategias más frecuentemente empleadas resultan francamente perjudiciales
y no hacen más que empeorar la situación. Una de estas estrategias consiste en aislarse, lo
cual, si bien puede resultar atractivo cuando nos sentimos abatidos, también contribuye a
aumentar nuestra sensación de soledad y desamparo. Esto puede explicar, en parte, por qué
Tice constató que la táctica más extendida para combatir la depresión son las actividades
Página 62 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Página 63 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
inesperada en la mente. Aun en el caso de que la persona deprimida trate de eliminar los
pensamientos obsesivos, no resulta fácil conseguirlo.
Una vez que el tren de los pensamientos depresivos se ha puesto en marcha resulta
muy difícil detener el continuo proceso de asociaciones mentales que desencadena. Un
estudio realizado con personas deprimidas a quienes se pidió que ordenaran frases con
palabras desordenadas al azar, tuvieron mucho más éxito con los mensajes negativos («el
futuro me parece sombrío») que con los más optimistas («el futuro me parece espléndido»).
La depresión es un estado de ánimo que tiende a perpetuarse y a eclipsar incluso las
distracciones elegidas por el sujeto. Cuando Richard Wenzlaff, psicólogo de la Universidad
de Texas, llevó a cabo una investigación en la que proporcionó a varias personas deprimidas
una lista de actividades para apartar de sus mentes un hecho triste como, por ejemplo, la
muerte de un amigo, casi todos ellos eligieron las alternativas menos risueñas. En su
opinión, las personas deprimidas deben hacer el sobreesfuerzo de prestar atención a algo
que pueda animarles y poner un cuidado especial en no elegir inconscientemente todo
aquello que les hunda nuevamente (como, por ejemplo, una película o una novela muy
triste).
Imagine que está conduciendo en medio de la niebla por una carretera desconocida,
empinada y tortuosa, y que, de pronto, un coche sale bruscamente de una vía lateral pocos
metros delante de usted sin darle tiempo siquiera a detenerse. Lo único que puede hacer es
pisar a fondo el pedal del freno, con lo cual su vehículo derrapa de un lado a otro de la
calzada. Un instante antes de oír el ruido del impacto metálico y de los cristales rotos, se da
cuenta de que el otro coche está lleno de niños y de que es un transporte escolar que va
camino de la escuela. Luego, tras el breve silencio que sucede a la colisión, oye un coro de
llantos y se las arregla como puede para correr hasta el otro coche. Entonces descubre
consternado que uno de los niños está tendido en el suelo completamente inerte y se siente
invadido por el sentimiento de culpa de haber sido el causante de una tragedia...
Escenas tan estremecedoras como la que acabamos de describir se utilizaron en uno
de los experimentos realizados por Wenzlaff para impresionar a los sujetos que participaban
en él. La tarea que debían llevar a cabo era la de apartar la escena de sus mentes y registrar,
durante un periodo de nueve minutos, el número de pensamientos ligados a la escena. Este
experimento puso de relieve que, a medida que iba pasando el tiempo, la mayoría de los
participantes tendían a pensar cada vez menos en las escenas perturbadoras, pero los
deprimidos, por el contrario, mostraban un marcado incremento en el número de
pensamientos intrusivos, llegando incluso a pensar tangencialmente en la escena mientras se
hallaban inmersos en actividades distractivas.
Y, lo que es todavía más significativo, los voluntarios deprimidos solían distraerse
recurriendo a otro tipo de pensamientos aflictivos para tratar de apartar de su mente la
escena en cuestión.
Como me dijo Wenzlaff: «las asociaciones de pensamientos no sólo se basan en su
contenido sino también según el propio estado de ánimo. Las personas contamos con un
repertorio de pensamientos negativos que acuden a nuestra mente con mayor facilidad
cuando estamos alicaídos. Quienes son más proclives a la depresión tienden a establecer
fuertes lazos asociativos entre estos pensamientos, de modo que, una vez que se ha
evocado un determinado estado de ánimo negativo, resulta mucho más difícil suprimirlo.
Por más irónico que pueda parecer, las personas deprimidas tienden a distraerse
recurriendo a otros pensamientos depresivos, con lo cual lo único que consiguen es
profundizar todavía más su depresión».
Página 64 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Según afirma una teoría, el llanto puede constituir un método natural para reducir los
niveles de neurotransmisores cerebrales que alimentan la angustia. Pero, aunque el hecho de
llorar puede romper a veces el maleficio de la tristeza, también puede obsesionar a la
persona con la causa de su aflicción. La idea de que «el llanto es bueno» resulta un tanto
equívoca porque, cuando refuerza el ciclo de pensamientos obsesivos, sólo sirve para
prolongar el sufrimiento. La distracción, en cambio, es capaz de romper la cadena de
pensamientos sombríos que sostiene a la depresión. Una de las teorías imperantes que
explica el éxito de la terapia electroconvulsiva en el tratamiento de la mayor parte de las
depresiones graves se basa en el hecho de que provoca una pérdida de memoria a corto
plazo y, en consecuencia, los pacientes mejoran simplemente porque no pueden recordar el
motivo de su tristeza. Como descubrió Diane Tice, muchas personas se sacuden las flores
mustias de la tristeza con entretenimientos tales como la lectura, la televisión, el cine, los
videojuegos, los rompecabezas, el sueño y las ensoñaciones diurnas como, por ejemplo,
divagar acerca de unas fantásticas vacaciones. Wenzlaff añade que las distracciones más
eficaces son aquéllas que pueden cambiar nuestro estado de ánimo como, por ejemplo, un
apasionante acontecimiento deportivo, una película divertida o un libro interesante.
(Advirtamos también, en este punto, que algunas distracciones pueden contribuir a
perpetuar la depresión, como lo demuestran los estudios llevados a cabo con
telespectadores empedernidos. que han puesto de relieve que, después de una sesión de
televisión, suelen hallarse todavía más deprimidos que antes de ella.)
Según Tice, el aerobic es una de las tácticas más eficaces para sacudirse de encima
tanto la depresión leve como otros estados de ánimo negativos. Pero el caso es que los
beneficios derivados de este elevador del estado de ánimo resultan más palpables en las
personas perezosas, es decir, en aquéllas que no suelen practicar este tipo de ejercicios.
Quienes se atienen a una rutina diaria de ejercicio físico obtienen, por el contrario, más
beneficios de este tipo antes de llegar a consolidar el hábito. De hecho, quienes practican
habitualmente un deporte obtienen el efecto inverso sobre el estado de ánimo y se sienten
peor en aquellos días en los que se saltan su rutina. La eficacia del ejercicio parece radicar
en su poder para cambiar la condición fisiológica provocada por el estado de ánimo: la
depresión constituye un estado de baja activación mientras que el aerobic, en cambio, eleva
el tono corporal. Por el mismo motivo, las técnicas de relajación -que reducen el nivel
general de activación física— funcionan adecuadamente para tratar la ansiedad (que es un
estado de alta activación fisiológica) pero resultan inadecuadas para el tratamiento de la
depresión. En todo caso, cada uno de estos enfoques parece romper el ciclo de la depresión
y de la ansiedad, porque pone al cerebro en un nivel de actividad incompatible con el
estado emocional que lo embarga.
Tratar de infundirse ánimo a si mismo mediante regalos y placeres sensoriales
constituye otro antídoto muy difundido para combatir la tristeza. Entre los métodos más
utilizados por las personas para aliviar su depresión podemos enumerar el tomar un baño
caliente, disfrutar de las comidas favoritas, escuchar música o hacer el amor. Hacerse un
regalo o invitarse a uno mismo para tratar de desprenderse de un estado de ánimo negativo
es una estrategia muy común entre las mujeres, como también lo es, en general, ir de
compras. Tice descubrió asimismo que el hecho de comer es una estrategia bastante
generalizada entre las estudiantes universitarias —una media tres veces superior a los
hombres— para calmar la depresión. Los hombres, por su parte, parecen mostrar una
inclinación cinco veces superior a las mujeres hacia el consumo de drogas y alcohol. Pero el
hecho de recurrir al alcohol o a la comida como antídotos para la depresión constituye una
estrategia que tiene sus obvias contraindicaciones. La sobrealimentación suele provocar
remordimientos mientras que el alcohol, por su parte, es un depresor del sistema nervioso
central cuyas secuelas se suman a las de la misma depresión.
Según Tice, una aproximación más constructiva para elevar el estado de ánimo
Página 65 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Página 66 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
aptas como para regular sus emociones. Se diría, pues, que estas personas están tan
acostumbradas a protegerse de los sentimientos problemáticos que ni siquiera son
conscientes de sus aspectos negativos. A la vista de lo anterior tal vez fuera más adecuado
no llamarles represores —como resulta habitual entre los investigadores— sino impasibles.
La mayor parte de esta investigación, llevada a cabo por Daniel Weinberger,
psicólogo de la Case Western Reserve University, demuestra que, aunque estas personas
puedan parecer completamente tranquilas e inalterables, a veces se encuentran sometidas a
una serie de alteraciones fisiológicas de las que no son conscientes. Durante la prueba de
formar frases que hemos mencionado anteriormente, los voluntarios también fueron
monitorizados con el fin de controlar su nivel de activación fisiológica.
De este modo, el barniz de calma que aparentan los represores se ve desmentido por
el elevado grado de agitación corporal que evidencian los síntomas manifiestos de ansiedad
(aceleración del ritmo cardíaco, sudoración y aumento de la tensión arterial) cuando deben
enfrentarse a la tarea de completar la frase sobre un compañero de habitación violento u
otras similares. Sin embargo, cuando se les pregunta al respecto afirman rotundamente que
se sienten perfectamente tranquilos.
Esta continua falta de sintonía con respecto a emociones tales como el enfado y la
ansiedad es bastante habitual y. según Weinberger, afecta a una de cada seis personas. Las
causas teóricas que explican los motivos por los cuales un niño desarrolla este patrón de
relación con sus emociones son muy distintas. Una de ellas, por ejemplo, afirma que se trata
de una estrategia de supervivencia ante una situación problemática tal como un padre
alcohólico en una familia que ni siquiera admite la existencia del problema. Otra posibilidad
consiste en tener unos padres que son ellos mismos represores emocionales y que de este
modo transmiten el continuo ejemplo de una despreocupación o de una rigidez muscular
que se refleja en la elevación del labio superior ante cualquier sentimiento angustioso. O tal
vez se trate simplemente de un rasgo heredado. En cualquier caso, todavía no estamos en
condiciones de determinar cómo y a qué altura de la vida se origina esta pauta de conducta:
sin embargo, en el momento en que las personas represoras alcanzan la madurez, ya se
muestran fríos e indiferentes cuando se sienten coaccionados.
Lo que todavía nos queda por determinar, de hecho, es cuán calmos y fríos se
mantienen en realidad. ¿Es posible que realmente no sean conscientes de los síntomas físicos
que provocan las emociones perturbadoras y que simplemente estén fingiendo una
tranquilidad aparente? La respuesta a esta pregunta nos la brinda la hábil investigación
llevada a cabo por Richard Davidson, psicólogo de la Universidad de Wisconsin y anterior
colaborador de Weinberger. Davidson pidió a varias personas que presentaban esta pauta de
impasibilidad, que efectuaran una serie de asociaciones libres sobre una lista de palabras,
muchas de ellas neutrales, aunque algunas poseedoras de connotaciones sexuales o violentas
capaces de suscitar ansiedad en la mayoría de las personas. La investigación puso de
manifiesto que las asociaciones realizadas con las palabras más perturbadoras —aquéllas
cuyos síntomas fisiológicos revelaban una evidente respuesta de angustia— también
demostraban un claro intento de eliminar las connotaciones más negativas. Por esto si, por
ejemplo, la primera palabra era «odio», la respuesta ofrecida por ese tipo de sujetos solía ser
«amor».
El estudio de Davidson se benefició considerablemente del hecho de que (en las
personas diestras) la mitad derecha del cerebro constituye el centro clave del procesamiento
de las emociones negativas, mientras que el centro del habla se halla en el hemisferio
izquierdo. Cuando el hemisferio derecho reconoce una palabra perturbadora, transmite esta
información al centro del habla a través del cuerpo calloso, que conecta ambos hemisferios
cerebrales, y es entonces cuando aparece una palabra como respuesta. Sirviéndose de un
elaborado dispositivo óptico, Davidson mostraba cada palabra de modo que ésta ocupara
Página 67 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
sólo la mitad del campo visual y, por la peculiar disposición neurológica de la visión, si la
palabra se presentaba de modo que incidiera en el lado izquierdo del campo visual, primero
era reconocida por el hemisferio cerebral derecho, con su acusada sensibilidad para las
perturbaciones. Si, por el contrario, incidía en el lado derecho del campo visual, la señal era
captada por el hemisferio cerebral izquierdo sin experimentar ninguna alteración.
Asimismo, cuando las palabras problemáticas se presentaban de tal modo que eran
captadas fundamentalmente por el hemisferio cerebral derecho, se producía una demora en
la respuesta de las personas impasibles. En cambio, no había ningún intervalo apreciable en
la velocidad de asociación frente a las palabras neutras, y el retraso sólo aparecía cuando las
palabras se presentaban ante el hemisferio derecho, pero no ante el izquierdo. Dicho de otro
modo, la impasibilidad parece originarse en un mecanismo neural que lentifica o interfiere
con el flujo de información perturbadora. Ello significaría que tales personas no están
fingiendo una falta de conciencia ante la angustia que puedan sentir, sino que es su mismo
cerebro el que les mantiene alejados de esta clase de información. Para ser más exactos, el
barniz de sentimientos positivos que encubre las percepciones amenazantes bien podría
originarse en la actividad del lóbulo prefrontal izquierdo. Para mayor sorpresa, cuando
Davidson cuantificó los niveles de actividad de los lóbulos prefrontales, quedó patente un
marcado predominio de la actividad del lóbulo izquierdo (el centro del bienestar) y un
descenso en la actividad del lóbulo derecho (el centro del malestar).
Según me comentaba Davidson, estas personas «se ven a sí mismas desde una
perspectiva positiva, con un estado de ánimo teñido de optimismo, niegan que el estrés les
cause ningún trastorno y muestran una pauta de activación frontal del lóbulo izquierdo
cuando están descansando, lo que suele estar ligado a la aparición de sentimientos
positivos. Este tipo de actividad cerebral podría ser la clave que explicara su pretendido
optimismo a pesar de la existencia de una excitación fisiológica subyacente muy semejante
a la angustia». Davidson sostiene que, en términos de actividad cerebral, el intento de
experimentar continuamente los acontecimientos perturbadores bajo una luz positiva exige
un gasto enorme de energía. Así pues, el aumento de la activación fisiológica podría estar
originado en el sostenido intento por parte del circuito neurológico, tanto de mantener los
sentimientos positivos a cualquier precio como de suprimir o inhibir cualquier clase de
sentimientos negativos.
La impasibilidad, en suma, constituye un intento de negación optimista, una especie
de disociación positiva y, muy posiblemente, la clave que explicaría el mecanismo
neurológico que interviene en estados disociativos más graves, como los que suelen existir
en los desórdenes de estrés postraumático. Pero, según Davidson, cuando se trata
simplemente de conseguir una cierta estabilidad, «parece una estrategia positiva para la
autorregulación emocional», el coste adicional para la conciencia de uno mismo resulta
todavía desconocido.
Página 68 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
6. LA APTITUD MAESTRA
Fue con ocasión del examen de cálculo del primer curso de universidad, un examen
para el que no me había preparado lo suficiente. Todavía recuerdo el momento en que
entré en el aula con una intensa sensación de fatalidad y culpa. Había estado en aquella
sala muchas veces pero aquella mañana no vi nada más allá de las ventanas y tampoco
puedo decir que prestara la menor atención al aula. Mientras caminaba hacia una silla
situada junto a la puerta, mi vista permanecía clavada en el suelo, y cuando abrí las tapas
azules del libro de examen, la ansiedad atenazaba el fondo de mi estómago y escuché con
toda nitidez el sonido de los latidos de mi corazón.
Bastó con echar un rápido vistazo a las preguntas del examen para darme cuenta de
que no tenía la menor alternativa. Durante una hora permanecí con la vista clavada en
aquella página mientras mi mente no dejaba de dar vueltas a las consecuencias de mi
negligencia. Los mismos pensamientos se repetían una y otra vez, como si se tratara de un
interminable tiovivo de miedo y temblor. Yo estaba completamente inmóvil, como un
animal paralizado por el curare. Lo que más me sorprendió de aquel angustioso lapso fue
lo encogida que se hallaba mi mente. Durante aquella hora no hice el menor intento de
pergeñar algo que se asemejara a una respuesta, ni siquiera ensoñaba, simplemente me
hallaba atenazado por el miedo, esperando que mi tormento llegara a su fin. 1
El protagonista de este relato de terror soy yo mismo y ésta ha sido la prueba más
palpable que he tenido hasta el momento del impacto devastador que causa la tensión
emocional sobre la lucidez mental. Hoy en día sigo considerando aquel suplicio como el
testimonio más rotundo del poder del cerebro emocional para sofocar, e incluso llegar a
paralizar, al cerebro pensante.
Los maestros saben perfectamente que los problemas emocionales de sus discípulos
entorpecen el funcionamiento de la mente. En este sentido, los estudiantes que se hallan
atrapados por el enojo, la ansiedad o la depresión tienen dificultades para aprender porque
no perciben adecuadamente la información y. en consecuencia, no pueden procesarla
correctamente. Como ya hemos visto en el capítulo 5, las emociones negativas intensas
absorben toda la atención del individuo, obstaculizando cualquier intento de atender a otra
cosa. De hecho, uno de los signos de que los sentimientos han derivado hacia el campo de
lo patológico es que son tan obsesivos que sabotean todo intento de prestar atención a la
tarea que se esté llevando a cabo. Cualquier persona que haya atravesado por un doloroso
divorcio (y cualquier niño cuyos padres se hallen en este proceso) sabe lo difícil que resulta
mantener la atención en las rutinas relativamente triviales del trabajo y la escuela, y
cualquier persona que haya padecido una depresión clínica sabe también que, en tal caso,
los pensamientos autocompasivos, la desesperación, la impotencia y el desaliento son tan
intensos que impiden cualquier otra actividad.
Cuando las emociones dificultan la concentración, se dificulta el funcionamiento de la
capacidad cognitiva que los científicos denominan «memoria de trabajo», la capacidad de
mantener en la mente toda la información relevante para la tarea que se esté llevando a
cabo. El contenido concreto de la memoria de trabajo puede ser algo tan simple como los
dígitos de un número de teléfono o tan intrincado como la trama de una novela. La memoria
de trabajo es la función ejecutiva por excelencia de la vida mental, la que hace posible
cualquier otra actividad intelectual, desde pronunciar una frase hasta formular una compleja
Página 69 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Página 70 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Imagine que tiene cuatro años de edad y que alguien le hace la siguiente propuesta:
«ahora debo marcharme y regresaré en unos veinte minutos. Si lo deseas puedes tomar una
golosina pero, si esperas a que vuelva, te daré dos». Para un niño de cuatro años de edad
éste es un verdadero desafío, un microcosmos de la eterna lucha entre el impulso y su
represión, entre el id y el ego, entre el deseo y el autocontrol, entre la gratificación y su
demora. Y sea cual fuere la decisión que tome el niño, constituye un test que no sólo refleja
su carácter sino que también permite determinar la trayectoria probable que seguirá a lo
largo de su vida.
Tal vez no haya habilidad psicológica más esencial que la de resistir al impulso. Ese es
el fundamento mismo de cualquier autocontrol emocional, puesto que toda emoción, por su
misma naturaleza, implica un impulso para actuar (recordemos que el mismo significado
etimológico de la palabra emoción, es del de «mover»). Es muy posible —aunque tal
interpretación pueda parecer por ahora meramente especulativa— que la capacidad de
resistir al impulso, la capacidad de reprimir el movimiento incipiente, se traduzca, al nivel de
función cerebral, en una inhibición de las señales límbicas que se dirigen al córtex motor.
En cualquier caso, Walter Misehel llevó a cabo, en la década de los sesenta, una
investigación con preescolares de cuatro años de edad —a quienes se les planteaba la
cuestión con la que iniciábamos esta sección —que ha terminado demostrando la
extraordinaria importancia de la capacidad de refrenar las emociones y demorar los
impulsos. Esta investigación, que se realizó en el campus de la Universidad de Stanford con
hijos de profesores, empleados y licenciados, prosiguió cuando los niños terminaron la
enseñanza secundaria. Algunos de los niños de cuatro años de edad fueron capaces de
esperar lo que seguramente les pareció una verdadera eternidad hasta que volviera el
experimentador. Y fueron muchos los métodos que utilizaron para alcanzar su propósito y
recibir las dos golosinas como recompensa: taparse el rostro para no ver la tentación, mirar
al suelo, hablar consigo mismos, cantar, jugar con sus manos y sus pies e incluso intentar
dormir. Pero otros, más impulsivos, cogieron la golosina a los pocos segundos de que el
experimentador abandonara la habitación.
El poder diagnóstico de la forma en que los niños manejaban sus impulsos quedó
claro doce o catorce años más tarde, cuando la investigación rastreó lo que había sido de
aquellos niños, ahora adolescentes. La diferencia emocional y social existente entre quienes
se apresuraron a coger la golosina y aquéllos otros que demoraron la gratificación fue
contundente. Los que a los cuatro años de edad habían resistido a la tentación eran
socialmente más competentes, mostraban una mayor eficacia personal, eran más
emprendedores y más capaces de afrontar las frustraciones de la vida. Se trataba de
adolescentes poco proclives a desmoralizarse, estancarse o experimentar algún tipo de
regresión ante las situaciones tensas, adolescentes que no se desconcertaban ni se quedaban
sin respuesta cuando se les presionaba, adolescentes que no huían de los riesgos sino que
Página 71 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
los afrontaban e incluso los buscaban, adolescentes que confiaban en sí mismos y en los que
también confiaban sus compañeros, adolescentes honrados y responsables que tomaban la
iniciativa y se zambullían en todo tipo de proyectos. Y, más de una década después, seguían
siendo capaces de demorar la gratificación en la búsqueda de sus objetivos.
En cambio, el tercio aproximado de preescolares que cogió la golosina presentaba una
radiografía psicológica más problemática. Eran adolescentes más temerosos de los
contactos sociales, más testarudos, más indecisos, más perturbados por las frustraciones,
más inclinados a considerarse «malos» o poco merecedores, a caer en la regresión o a
quedarse paralizados ante las situaciones tensas, a ser desconfiados, resentidos, celosos y
envidiosos, a reaccionar desproporcionadamente y a enzarzarse en toda clase de discusiones
y peleas. Y al cabo de todos esos años seguían siendo incapaces de demorar la gratificación.
Así pues, las aptitudes que despuntan tempranamente en la vida terminan floreciendo
y dando lugar a un amplio abanico de habilidades sociales y emocionales. En este sentido, la
capacidad de demorar los impulsos constituye una facultad fundamental que permite llevar a
cabo una gran cantidad de actividades, desde seguir una dieta hasta terminar la carrera de
medicina. Hay niños que a los cuatro años de edad ya llegan a dominar lo básico, y son
capaces de percatarse de las ventajas sociales de demorar la gratificación de sus impulsos,
desvían su atención de la tentación presente y se distraen mientras siguen perseverando en el
logro de su objetivo: las dos golosinas.
Pero lo más sorprendente es que, cuando los niños fueron evaluados de nuevo al
terminar el instituto, el rendimiento académico de quienes habían esperado pacientemente a
los cuatro años de edad era muy superior al de aquéllos otros que se habían dejado arrastrar
por sus impulsos. Según la evaluación llevada a cabo por sus mismos padres, se trataba de
adolescentes más competentes, más capaces de expresar con palabras sus ideas, de utilizar y
responder a la razón, de concentrarse, de hacer planes, de llevarlos a cabo, y se mostraron
muy predispuestos a aprender. Y, lo que resulta más asombroso todavía, es que estos chicos
obtuvieron mejores notas en los exámenes SAT. El tercio aproximado de los niños que a los
cuatro años no pudieron resistir la tentación y se apresuraron a coger la golosina obtuvieron
una puntuación verbal de 524 y una puntuación cuantitativa («matemática») de 528,
mientras que el tercio de quienes esperaron el regreso del experimentador alcanzó una
puntuación promedio de 610 y 652, respectivamente (una diferencia global de 210 puntos).”
La forma en que los niños de cuatro años de edad responden a este test de demora de
la gratificación constituye un poderoso predictor tanto del resultado de su examen SAT
como de su CI; el CI, por su parte, sólo predice adecuadamente el resultado del examen
SAT después de que los niños aprendan a leer. “Esto parece indicar que la capacidad de
demorar la gratificación contribuye al potencial intelectual de un modo completamente
ajeno al mismo CI. (El pobre control de los impulsos durante la infancia también es un
poderoso predictor de la conducta delictiva posterior, mucho mejor que el CI.)”' Como
veremos en la cuarta parte, aunque haya quienes consideren que el CI no puede cambiarse y
que constituye una limitación inalterable de los potenciales vitales del niño, cada vez existe
un convencimiento mayor de que habilidades emocionales como el dominio de los impulsos
y la capacidad de leer las situaciones sociales es algo que puede aprenderse.
Así pues, lo que Walter Misehel, el autor de esta investigación, describe con el
farragoso enunciado de «la demora de la gratificación autoimpuesta dirigida a metas» —
la capacidad de reprimir los impulsos al servicio de un objetivo (ya sea levantar una
empresa, resolver un problema de álgebra o ganar la Copa Stanley)— tal vez constituya la
esencia de la autorregulación emocional. Este descubrimiento subraya el papel de la
inteligencia emocional como una metahabilidad que determina la forma —adecuada o
inadecuada— en que las personas son capaces de utilizar el resto de sus capacidades
mentales.
Página 72 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Página 73 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Página 74 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
específico de estado, es decir que, por ejemplo, en un estado positivo, solemos recordar
acontecimientos positivos. De este modo, en la medida en que nos sentimos a gusto
mientras estamos pensando en los pros y los contras de un determinado curso de acción,
nuestra memoria busca datos en una dirección positiva, inclinándonos, por ejemplo, a
emprender acciones más aventuradas y arriesgadas.
De la misma manera, los estados de ánimo negativos sesgan también nuestros
recuerdos en una dirección negativa, haciendo más probable que nos contraigamos en
decisiones más temerosas y suspicaces. Así pues, el descontrol emocional obstaculiza la
labor del intelecto pero, como ya hemos visto en el capitulo 5, podemos volver a hacernos
cargo de las emociones descontroladas, la verdadera aptitud maestra que facilita otros tipos
de inteligencia. Veamos ahora algunos casos pertinentes a este respecto, las ventajas de la
esperanza y el optimismo y aquellos momentos difíciles en los que la gente se supera a si
misma.
Página 75 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
esperanza es algo más que la visión ingenua de que todo irá bien; en opinión de Snyder se
trata de «la creencia de que uno tiene la voluntad y dispone de la forma de llevar a cabo sus
objetivos, cualesquiera que éstos sean».
Ciertamente, no todo el mundo tiene el mismo grado de expectativas. Hay quienes
creen que son capaces de salir de cualquier situación o de encontrar la forma de resolver los
problemas, mientras que otros simplemente no se ven con la energía, la capacidad o los
medios de alcanzar sus objetivos. Según Snyder, las personas con un alto nivel de
expectativas comparten ciertos rasgos, entre los que destacan la capacidad de motivarse a sí
mismos, de sentirse lo suficientemente diestros como para encontrar la forma de alcanzar
sus objetivos. de asegurarse de que las cosas irán mejor cuando están atravesando una
situación difícil, de ser lo bastante flexibles como para encontrar formas diferentes de
alcanzar sus objetivos —o de cambiarlos en el caso de que le resulten imposibles de
alcanzar— y de saber descomponer una tarea compleja en otras más sencillas y manejables.
Desde el punto de vista de la inteligencia emocional, la esperanza significa que uno
no se rinde a la ansiedad, el derrotismo o la depresión cuando tropieza con dificultades y
contratiempos. De hecho, las personas esperanzadas se deprimen menos en su navegación a
través de la vida en búsqueda de sus objetivos y también se muestran menos ansiosas en
general y experimentan menos tensiones emocionales.
Página 76 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
que puede cambiarse y, así, en la siguiente ocasión en la que afronten una situación parecida
pueden llegar a triunfar. Los pesimistas, por el contrario, se echan las culpas de sus
fracasos, atribuyéndolos a alguna característica estable que se ven incapaces de modificar. Y
estas distintas explicaciones tienen consecuencias muy profundas en la forma de hacer frente
a la vida. Ante un despido, por ejemplo, los optimistas tienden a responder de una manera
activa y esperanzada, elaborando un plan de acción o buscando ayuda y consejo porque
consideran que los contratiempos no son irremediables y pueden ser transformados. Los
pesimistas, en cambio, consideran que los contratiempos constituyen algo irremediable y
reaccionan ante la adversidad asumiendo que no hay nada que ellos puedan hacer para que
las cosas salgan mejor la próxima vez y, en consecuencia, no hacen nada por cambiar el
problema. Para ellos, los problemas se deben a algún déficit personal con el que siempre
tendrán que contar.
Al igual que ocurre con la esperanza, el optimismo también es un buen predictor del
éxito académico. Las puntuaciones obtenidas en un test de optimismo por quinientos
estudiantes de los primeros cursos de 1984 de la Universidad de Pennsylvania, fueron un
mejor predictor de su rendimiento académico en aquellos años que las puntuaciones
obtenidas en el examen SAT. Según Seligman, el autor de esta investigación, «los exámenes
de ingreso en la universidad constituyen una medida del talento, mientras que el estilo
explicativo le dice quién abandonará. Es la combinación entre el talento razonable y la
capacidad de perseverar ante el fracaso lo que conduce al éxito. En los tests que valoran
las habilidades de uno u otro tipo suele dejarse de lado la motivación. Todo lo que usted
debe saber es si seguirá adelante cuando las cosas resulten frustrantes. Yo creo que, dado
un determinado nivel de inteligencia, el logro real no depende tanto del talento como de
la capacidad de seguir adelante a pesar de los fracasos» Una de las pruebas más claras del
poder motivador del optimismo nos la proporciona un estudio realizado por el mismo
Seligman sobre los vendedores de seguros de la compañía MetLife.
Ser capaz de encajar una negativa es algo fundamental en todo tipo de ventas,
especialmente en el caso de un producto tal como los seguros, en el que la proporción entre
«noes» y «síes» puede llegar a ser desalentadoramente elevada. Esta es la razón que explica
el que tres cuartas partes de los vendedores de seguros abandonen su trabajo durante los
tres años primeros. La investigación realizada por Seligman demostró que durante los
primeros dos años los optimistas vendían un 3,7% más que los pesimistas, y que el
porcentaje de abandono entre los pesimistas era el doble que entre los optimistas.
Y, lo que es más, Seligman persuadió a MetLife de contratar a un grupo especial de
demandantes de empleo que no habían superado las pruebas estándar (basadas en
determinar su proximidad a un perfil confeccionado con las habilidades que parecían
presentar los vendedores de éxito) que, sin embargo, habían puntuado muy alto en un test
de optimismo. Este grupo especial vendió un 21 % más que los pesimistas el primer año y
un 57% más durante el segundo.
Pero el optimismo no sólo es un factor importante en cuanto al éxito en las ventas
sino que fundamentalmente se trata de una y actitud emocionalmente inteligente. Para un
vendedor, cada «no» constituye una pequeña derrota, y la reacción emocional a ese fracaso
es decisiva a la hora de controlar suficientemente la motivación para proseguir su actividad.
Y a medida que los «noes» aumentan, la moral se debilita, haciendo cada vez más difícil
marcar el número de la siguiente llamada telefónica. Estos rechazos son especialmente
difíciles de asumir para un pesimista, quien los interpreta como significando «soy un fracaso
en esto; jamás llegaré a ser un buen vendedor», una interpretación que, con toda seguridad,
despierta la apatía y el derrotismo, cuando no la franca depresión. Ante esta situación, en
cambio, los optimistas se dicen: «estoy utilizando un abordaje inadecuado» o «esa última
persona estaba de mal humor» y, de este modo, al considerar que el fracaso no depende de
una deficiencia en si mismos sino de algo que radica en la situación, pueden cambiar su
Página 77 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
enfoque la próxima llamada. Es así como el equipaje mental de los pesimistas les conduce a
la desesperación mientras que el de los optimistas reactiva su esperanza.
Uno de los orígenes de una visión positiva o negativa puede ser el temperamento
innato, ya que hay personas que tienden naturalmente hacia una o hacia la otra. Pero, como
también veremos en el capítulo 14, el temperamento puede verse modulado por la
experiencia. El optimismo y la esperanza —al igual que la impotencia y la desesperación—
pueden aprenderse. Detrás de los dos existe lo que los psicólogos denominan autoeficacia,
la creencia de que uno tiene el control de los acontecimientos de su vida y puede hacer
frente a los problemas en la medida en que se presenten. Desarrollar algún tipo de
habilidad fortalece la sensación de eficacia y predispone a asumir riesgos y problemas más
difíciles. Y el hecho de superar estas dificultades aumenta a su vez la sensación de
autoeficacia, una aptitud que lleva a hacer un mejor uso de cualquier habilidad y que
también contribuye a desarrollarlas.
Albert Bandura, un psicólogo de la Universidad de Stanford que se ha ocupado de
investigar el tema de la autoeficacia, resume perfectamente este punto del siguiente modo:
«las creencias de las personas sobre sus propias habilidades tienen un profundo efecto
sobre éstas. La habilidad no es un atributo fijo sino que, en este sentido, existe una
extraordinaria variabilidad. Las personas que se sienten eficaces se recuperaran
prontamente de los fracasos y no se preocupan tanto por el hecho de que las cosas puedan
salir mal sino que se aproximan a ellas buscando el modo de manejarlas»
Página 78 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
De uno u otro modo, casi todo el mundo ha entrado en alguna que otra ocasión en el
estado de «flujo» (o en un apacible «microflujo»), especialmente en aquellos casos en los
que nuestro rendimiento es óptimo o cuando trascendemos nuestros límites anteriores. Tal
vez la experiencia que mejor refleje este estado sea el acto de amor extático, la fusión de
dos personas en una unidad fluidamente armoniosa.
El rasgo distintivo de esta experiencia extraordinaria es una sensación de alegría
espontánea, incluso de rapto. Es un estado en el que uno se siente tan bien que resulta
intrínsecamente recompensante, un estado en el que la gente se absorbe por completo y
presta una atención indivisa a lo que está haciendo y su conciencia se funde con su acción.
La reflexión excesiva en lo que se está haciendo interrumpe el estado de «flujo» y hasta el
mismo pensamiento de que «lo estoy haciendo muy bien» puede llegar a ponerle fin. En este
estado, la atención se focaliza tanto que la persona sólo es consciente de la estrecha franja
de percepción relacionada con la tarea que está llevando a cabo, perdiendo también toda
noción del tiempo y del espacio. Un cirujano, por ejemplo, recordó una difícil operación
durante la que entró en ese estado y al terminarla advirtió la presencia de cascotes en el
suelo del quirófano, sorprendiéndose al oír que, mientras estaba concentrado en la
operación, parte del techo se había desplomado sin que él se diera cuenta de nada.
El «flujo» es un estado de olvido de uno mismo, el opuesto de la reflexión y la
preocupación, un estado en el que la persona, en lugar de perderse en el desasosiego, se
encuentra tan absorta en la tarea que está llevando a cabo, que desaparece toda conciencia
de sí mismo y abandona hasta las más pequeñas preocupaciones de la vida cotidiana (salud,
dinero e incluso hasta el hecho de hacerlo bien). Dicho de otro modo, los momentos de
«flujo» son momentos en los que el ego se halla completamente ausente. Paradójicamente,
sin embargo, las personas que se hallan en este estado exhiben un control extraordinario
sobre lo que están haciendo y sus respuestas se ajustan perfectamente a las exigencias
cambiantes de la tarea. Y aunque el rendimiento de quienes se hallan en este estado es
extraordinario, en tales momentos la persona está completamente despreocupada de lo que
hace y su única motivación descansa en el mero gusto de hacerlo.
Hay varias formas de entrar en el estado de «flujo». Una de ellas consiste en enfocar
intencionalmente la atención en la tarea que se esté llevando a cabo; no hay que olvidar que
la esencia del «flujo» es la concentración. En la entrada en estos dominios parece haber un
bucle de retroalimentación puesto que, si bien el primer paso necesario para calmarse y
centrarse en la tarea requiere un considerable esfuerzo y cierta disciplina, una vez dado ese
paso funciona por si sólo, liberando al sujeto de la inquietud emocional y permitiéndole
afrontar la tarea sin el menor esfuerzo.
Otra forma posible de entrar en este estado también puede darse cuando la persona
emprende una tarea para la que está capacitado y se compromete con ella en un nivel que
exige de todas sus facultades. Como me dijo en cierta ocasión el mismo Csikszentmihalyi.
«Las personas parecen concentrarse mejor cuando se les pide algo más que lo corriente,
en cuyo caso son capaces de ir más allá de lo normal. Si la demanda es muy inferior a su
capacidad, la persona se aburre y si, por el contrario, es excesiva, termina angustiándose.
El estado de «flujo» tiene lugar en esa delicada franja que separa el aburrimiento de la
ansiedad». El placer, la gracia y la eficacia espontánea que caracterizan el estado de «flujo»
es incompatible con el secuestro emocional en el que los impulsos limbicos capturan la
totalidad del cerebro. La cualidad de la atención del «flujo» es relajada aunque muy
concentrada; es una concentración muy distinta de la atención tensa propia de los momentos
en los que estamos fatigados o aburridos, o en los que nuestra atención se ve asediada por
sentimientos intrusivos como la ansiedad o el enojo.
Si exceptuamos la presencia de un sentimiento intensamente motivador de apacible
éxtasis, el «flujo» es un estado carente de todo ruido emocional. Este éxtasis parece ser un
Página 79 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
subproducto del mismo enfoque de la atención que constituye uno de los requisitos del
«flujo». De hecho, la literatura clásica de las grandes tradiciones contemplativas describe
estos estados de absorción que se viven como pura beatitud como un «flujo» solamente
inducido por una intensa concentración.
Si observamos a alguien que se halle en este estado tendremos la impresión de que las
dificultades se desvanecen y el rendimiento cumbre parece algo natural y cotidiano, una
impresión que corre pareja a lo que está sucediendo en el cerebro, en donde las tareas más
complejas se realizan con un gasto mínimo de energía mental. En el «flujo», el cerebro se
halla en un estado «frío», y la activación e inhibición de todos los circuitos neuronales
parece ajustarse perfectamente a las demandas de la situación. Cuando las personas están
comprometidas con actividades que capturan su atención y la mantienen sin realizar
esfuerzo alguno, su cerebro «se sosiega», en el sentido de que hay una disminución de la
estimulación cortical. Este descubrimiento es notable, puesto que el «flujo» permite abordar
las tareas más complejas de un determinado dominio, ya sea jugar una partida contra un
maestro de ajedrez o resolver un complejo problema matemático. Al parecer, en este caso
se esperaría precisamente lo contrario, es decir que esta clase de tarea requeriría más
actividad cortical, no menos, pero una de las claves del «flujo» es que tiene lugar sin
alcanzar el límite de la capacidad, un estado en el que las habilidades se realizan más
adecuadamente y los circuitos neurales funcionan más eficazmente.
La concentración tensa —en la que la preocupación alimenta la atención— aumenta la
actividad cortical. Pero la zona de flujo y de rendimiento óptimo parece ser una especie de
oasis de eficacia cortical en el que el gasto de energía cortical es mínimo. Tal vez la destreza
práctica que permite a la gente entrar en el estado de «flujo» tenga lugar después de
dominar los movimientos básicos de una determinada actividad (ya sea física, como, por
ejemplo, ascender una montaña) o mental (como elaborar un complejo programa
informático). Un movimiento bien practicado requiere mucho menos esfuerzo mental que
aquél otro que esté siendo aprendido o los que todavía resultan muy difíciles. Por otra
parte, cuando el cerebro trabaja menos eficazmente a causa de la fatiga o el nerviosismo —
como ocurre, por ejemplo, al final de una larga y agotadora jornada de trabajo—,
disminuye la precisión del esfuerzo cortical y se activan muchas áreas superfluas, un estado
mental que se experimenta como sumamente distraído, y lo mismo ocurre en el caso del
aburrimiento. Pero cuando el cerebro está trabajando en la zona cúspide de su eficacia,
como ocurre en el caso del estado de «flujo», existe una relación muy precisa entre la
actividad cerebral y los requerimientos de la tarea. En ese estado hasta el trabajo más duro
puede resultar renovador y pleno en lugar de extenuante.
El «flujo» aparece en esa zona en la que una actividad exige a la persona el uso de
todas sus capacidades y es por ello por lo que, en la medida en que aumenta la destreza,
también lo hace la dificultad de entrar en el estado de «flujo». Si una tarea es demasiado
sencilla resulta aburrida y si, por el contrario, es más compleja de la cuenta, el resultado es
la ansiedad. Podría objetarse que la maestría en un determinado arte o habilidad se ve
espoleada por la experiencia del «flujo», que la motivación a hacerlo cada vez mejor —ya se
trate de tocar el violín, de bailar o del más especializado trabajo de laboratorio— consiste
en permanecer en «flujo» mientras se lleva a cabo. En realidad, en un estudio efectuado
sobre doscientos artistas dieciocho años después de que terminaran sus estudios,
Csikszentmihalyi descubrió que aquéllos que en sus días de estudiante habían saboreado el
puro gozo de pintar eran los que se habían convertido en auténticos pintores, mientras que
Página 80 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
la mayor parte de quienes habían sido motivados por ensueños de fama y riqueza
abandonaron el arte poco después de graduarse.
La conclusión de Csikszentmihalyi es clara: «por encima de cualquier otra cosa, lo
que los pintores quieren es pintar. Si el artista que se halla frente al lienzo comienza a
preguntarse a cuánto vendera la obra o lo que los críticos pensarán de ella, será incapaz
de abrir nuevos caminos. La obra creativa exige una entrega sin condiciones»
Del mismo modo que el estado de «flujo» es un requisito para el dominio de un oficio,
una profesión o un arte, lo mismo ocurre con el aprendizaje. Al margen de lo que digan los
tests de resultados, el rendimiento de los estudiantes que entran en «flujo» al estudiar es
mayor que el de quienes no lo hacen así. Los estudiantes de una escuela especial de ciencias
de Chicago —todos los cuales se hallaban entre el 5% de los que habían alcanzado una
puntuación más elevada en un test de destreza matemática— fueron clasificados por sus
profesores de matemáticas en dos grupos: más aventajados y menos aventajados. Luego se
vigiló la forma en que invertían el tiempo utilizando un avisador que sonaba al azar varias
veces al día y el estudiante debía anotar lo que estaba haciendo y cuál era su estado de
ánimo. No es sorprendente que los que habían sido clasificados como menos aventajados
invirtieran sólo unas quince horas semanales de estudio en casa, un promedio claramente
inferior a las veintisiete horas que dedicaban quienes habían sido clasificados en el grupo de
los más aventajados. Aquéllos, por otra parte, invertían la mayor parte del tiempo en que no
estaban estudiando en actividades sociales, pasear con los amigos y estar con la familia.
El análisis de su estado de ánimo reveló un importante descubrimiento, porque tanto
unos como otros pasaban mucho tiempo aburriéndose con actividades tales como ver la
televisión, que no ponían a prueba sus habilidades. Así es, a fin de cuentas, el mundo de los
adolescentes. Pero la diferencia fundamental estribaba en su experiencia del estudio, una
experiencia de la que los que formaban parte del grupo de aventajados entraban en «flujo»
el 40% del tiempo invertido, algo que, en el caso de quienes formaban parte del grupo
inferior sólo ocurría el 16% del tiempo, a causa, posiblemente, de la ansiedad que generaba
una demanda que excedía sus capacidades. Estos últimos, por su parte, encontraban placer
y «flujo» en la socialización y no en el estudio. En resumen, los estudiantes más aventajados
tienden a estudiar porque ello les pone en «flujo», pero, por desgracia, los menos
aventajados no entran en «flujo» con el estudio, lo cual limita el alcance de las tareas
intelectuales de las que disfrutarán en el futuro. Howard Gardner, el psicólogo de Harvard
que desarrolló la teoría de la inteligencia múltiple, considera el «flujo» y los estados
positivos que lo caracterizan, como parte de una forma más saludable de enseñar a los
niños, motivándolos desde el interior en lugar de recurrir a las amenazas o a las promesas de
recompensa. «Deberíamos utilizar los mismos estados positivos de los niños para atraerles
hacia el estudio de aquellos dominios en los que demuestren ser más diestros —propone
Gardner—. El “flujo” es un estado interno que significa que el niño está comprometido en
una tarea adecuada. Todo lo que tiene que hacer es encontrar algo que le guste y
perseverar en ello. Cuando los niños se aburren en la escuela y se sienten desbordados
por sus deberes es cuando se pelean y se portan mal. Uno aprende mejor cuando hace
algo que le gusta y disfruta comprometiéndose con ello».
La estrategia utilizada en la mayor parte de las escuelas que están poniendo en
práctica el modelo de la inteligencia múltiple de Gardner gira en torno a identificar y
fortalecer el perfil de competencias naturales de un niño al tiempo que trata también de
despojarle de sus debilidades. Por ejemplo, un niño con un talento natural para la música o
el movimiento entrará en «flujo» más fácilmente en ese dominio que en aquéllos otros en
los que es menos diestro. De este modo, conocer el perfil de un niño puede ayudar al
maestro a adaptar la forma de presentarle un determinado tema y ajustar también el nivel
—desde terapéutico hasta muy avanzado— que suponga para él un reto óptimo. Hacer
esto significa fomentar un aprendizaje más placentero, un aprendizaje que no resulte
Página 81 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
angustioso ni tampoco aburrido. «La esperanza es que cuando los niños aprendan a
aprender “fluyendo”, se animaran a asumir el riesgo de enfrentarse a nuevas áreas», dice
Gardner, agregando que esto es precisamente lo que parece demostrar la experiencia.
Hablando en términos más generales, el modelo del «flujo» sugiere que el logro del
dominio en cualquier habilidad o cuerpo de conocimientos debe tener lugar de manera
natural en la medida en que el niño se ocupa de las áreas en las que espontáneamente se
siente más comprometido, es decir, que más le gustan.
Esta pasión inicial puede ser la semilla de niveles superiores de éxito en la medida en
que comience a comprender que seguir en ello —ya sea la danza, las matemáticas o la
música— constituye una fuente del gozo del «flujo». Y puesto que ello pone en juego los
límites de su propia capacidad de sostener el estado de «flujo», se convierte en una
motivación para hacerlo cada vez mejor, lo cual hace feliz al niño. Este, evidentemente, es
un modelo más positivo de aprendizaje y educación que el que solemos encontrar en la
mayor parte de las escuelas. ¿Quién no recuerda la escuela, al menos en parte, como un
interminable desfile de horas de aburrimiento puntuadas por momentos de gran ansiedad?
Tratar de que el aprendizaje se realice a través del «flujo» constituye una forma más
humana, más natural y probablemente más eficaz de poner las emociones al servicio de la
educación.
En un sentido amplio, canalizar las emociones hacia un fin más productivo constituye
una verdadera aptitud maestra. Ya se trate de controlar los impulsos, de demorar la
gratificación, de regular nuestros estados de ánimo para facilitar —y no dificultar— el
pensamiento, de motivarnos a nosotros mismos a perseverar y hacer frente a los
contratiempos o de encontrar formas de entrar en «flujo» y así actuar más eficazmente, todo
ello parece demostrar el gran poder que poseen las emociones para guiar más eficazmente
nuestros esfuerzos.
Página 82 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Volvamos ahora a Gary, el brillante cirujano alexitímico que tanto sufrimiento causara
a su prometida Ellen haciendo gala de una ignorancia absoluta con respecto al mundo de los
sentimientos. Como ocurre con la mayoría de los alexitímicos, Gary carecía de empatía y de
intuición. Si ella le comentaba que se sentía abatida, Gary no acertaba a comprenderla, y si
le dirigía palabras cariñosas, él cambiaba de tema. Gary no cesaba de formular críticas
«útiles» sobre las cosas que hacia Ellen, sin percatarse de que tales críticas no la ayudaban
en lo más mínimo sino que sólo la hacían sentirse atacada.
La conciencia de uno mismo es la facultad sobre la que se erige la empatía, puesto
que, cuanto más abiertos nos hallemos a nuestras propias emociones, mayor será nuestra
destreza en la comprensión de los sentimientos de los demás. Los alexitimicos como Gary
no tienen la menor idea de lo que sienten y por lo mismo también se encuentran
completamente desorientados con respecto a los sentimientos de quienes les rodean. Son,
por así decirlo, sordos a las emociones y carecen de la sensibilidad necesaria para percatarse
de las notas y los acordes emocionales que transmiten las palabras y las acciones de sus
semejantes. En este sentido, los tonos, los temblores de voz, los cambios de postura y los
elocuentes silencios les pasan totalmente inadvertidos.
Confundidos, pues, acerca de sus propios sentimientos, los alexitímicos son
igualmente incapaces de percibir los sentimientos ajenos. Y esta incapacidad no sólo supone
una importante carencia en el ámbito de la inteligencia emocional sino que también implica
un grave menoscabo de su humanidad, porque la raíz del afecto sobre el que se asienta toda
relación dimana de la empatía, de la capacidad para sintonizar emocionalmente con los
demás.
Esa capacidad, que nos permite saber lo que sienten los demás, afecta a un amplio
espectro de actividades (desde las ventas hasta la dirección de empresas, pasando por la
compasión, la política, las relaciones amorosas y la educación de nuestros hijos) y su
ausencia, que resulta sumamente reveladora, podemos encontrarla en los psicópatas, los
violadores y los pederastas.
No es frecuente que las personas formulen verbalmente sus emociones y éstas, en
consecuencia, suelen expresarse a través de otros medios. La clave, pues, que nos permite
acceder a las emociones de los demás radica en la capacidad para captar los mensajes no
verbales (el tono de voz, los gestos, la expresión facial, etcétera). Es muy probable que la
investigación más exhaustiva llevada a cabo sobre la facultad de interpretar los mensajes no
verbales sea la efectuada por Robert Rosenthal, psicólogo de la Universidad de Harvard, y
sus alumnos. Rosenthal elaboró un test para determinar el grado de empatía al que
denominó PSNV (perfil de sensibilidad no verbal). Este test consiste en una serie de videos
en los que una mujer joven expresa una amplia gama de sentimientos que van desde el odio
hasta el amor maternal, pasando por los celos, el perdón, la gratitud y la seducción. El vídeo
ha sido editado de modo que oculta sistemáticamente uno o varios canales de comunicación
no verbal. Así, en algunas de las escenas no sólo se ha silenciado el mensaje verbal sino que
también se ha ocultado toda clave —excepto la expresión facial— que pueda ofrecer pistas
acerca del estado emocional; en otras secuencias, en cambio, sólo se muestran los
movimientos corporales, recorriendo así, sucesivamente, los principales canales de
comunicación no verbal. El objetivo, en cualquier caso, consiste en que las personas que
Página 83 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
miran los vídeos detecten las emociones implicadas recurriendo a pistas específicamente no
verbales.
La investigación, llevada a cabo sobre unas siete mil personas de los Estados Unidos y
de otros dieciocho países, puso de manifiesto las ventajas que conlleva la capacidad de leer
los sentimientos ajenos a partir de mensajes no verbales (el ajuste emocional, la popularidad,
la sociabilidad y también —no deberíamos sorprendernos por ello— la sensibilidad). Hay
que decir que, en este sentido, las mujeres suelen superar a los hombres. Por otra parte.
aquellas personas cuya destreza va perfeccionándose a lo largo de los cuarenta y cinco
minutos que dura el test —un indicador de que se hallan especialmente dotadas para
desarrollar la empatía— suelen mantener buenas relaciones con el sexo opuesto, una
habilidad obviamente inestimable para la vida amorosa.
Esta prueba también demostró la relación puramente circunstancial existente entre la
empatía y las calificaciones obtenidas en el SAT, el CI y otros tests de rendimiento
académico. La independencia de la empatía con respecto a la inteligencia académica ha
quedado sobradamente demostrada en una investigación realizada con una versión del
PSNV adaptada para niños. Una encuesta realizada sobre 1.011 niños demostró que quienes
eran mas capaces de leer los mensajes emocionales no verbales no sólo gozaban de mayor
popularidad entre sus compañeros sino que también presentaban una mayor estabilidad
emocional. Estos niños, por otra parte, también mostraban un mayor rendimiento
académico —superior incluso a la media— pero, en cambio, su CI no era superior al de los
menos dotados para descifrar los mensajes emocionales no verbales, un dato que parece
sugerirnos que la empatía favorece el rendimiento escolar (o, tal vez, simplemente les haga
más atractivos a los ojos de sus profesores).
A diferencia de la mente racional, que se comunica a través de las palabras, las
emociones lo hacen de un modo no verbal. De hecho, cuando las palabras de una persona
no coinciden con el mensaje que nos transmite su tono de voz, sus gestos u otros canales de
comunicación no verbal, la realidad emocional no debe buscarse tanto en el contenido de las
palabras como en la forma en que nos está transmitiendo el mensaje. Una regla general
utilizada en las investigaciones sobre la comunicación afirma que más del 90% de los
mensajes emocionales es de naturaleza no verbal (la inflexión de la voz, la brusquedad de un
gesto, etcétera) y que este tipo de mensaje suele captarse de manera inconsciente, sin que el
interlocutor repare, por cierto, en la naturaleza de lo que se está comunicando y se limite
tan sólo a registrarlo y responder implícitamente. En la mayoría de los casos, las habilidades
que nos permiten desempeñar adecuadamente esta tarea también se aprenden de forma
tácita.
EL DESARROLLO DE LA EMPATIA
Cuando Hope, una niña de apenas nueve meses de edad, vio caer a otro niño, las
lágrimas afloraron a sus ojos y se refugió en el regazo de su madre buscando consuelo
como si fuera ella misma quien se hubiera caído. Michael, un niño de quince meses, le dio su
osito de peluche a su apesadumbrado amigo Paul pero, al ver que éste no dejaba de llorar,
le arropó con una manta. Estas pequeñas muestras de simpatía y cariño fueron registradas
por madres que habían sido específicamente adiestradas para recoger in situ esta clase de
manifestaciones empáticas. Los resultados de este estudio parecen sugerirnos que las raíces
de la empatía se retrotraen a la más temprana infancia. Prácticamente desde el mismo
momento del nacimiento, los bebés se muestran afectados cuando oyen el llanto de otro
niño, una reacción que algunos han considerado como el primer antecedente de la empatía.
La psicología evolutiva ha descubierto que los bebés son capaces de experimentar este tipo
Página 84 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Página 85 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Sarah tenía veinticinco años cuando dio a luz a sus gemelos, Mark y Fred. Según
afirmaba, Mark era muy parecido a ella mientras que Fred se parecía más a su padre. Esta
percepción pudo haber sido el germen de una sutil pero palpable diferencia en el trato que
dio a cada uno de sus hijos. A los tres meses de edad, Sarah trataba de captar la mirada de
Fred y, cada vez que éste apartaba la vista, ella insistía en atrapar su atención, a lo que Fred
respondía desviando nuevamente la mirada. Luego, cuando Sarah miraba hacia otro lado,
Fred se volvía a mirarla y el ciclo de atracción-rechazo empezaba de nuevo, un ciclo que
solía terminar despertando el llanto de Fred. En el caso de Mark, no obstante, Sarah jamás
trató de imponerle el contacto visual y podía romperlo cuando quisiera sin que la madre le
obligara a mantenerlo.
Este acto mínimo resulta, no obstante, sumamente decisivo ya que, al cabo de un año,
Fred se mostraba ostensiblemente más temeroso y dependiente que Mark. Y una de las
formas en que expresaba su temor era apartando el rostro, mirando hacia el suelo y evitando
el contacto visual con los demás, tal y como había aprendido a hacer con su propia madre.
Mark, por el contrario, miraba a la gente directamente a los ojos y, cuando quería romper el
contacto visual, desviaba ligeramente su cabeza hacia arriba con una sonrisa de satisfacción.
Los gemelos y su madre fueron sometidos a una observación minuciosa cuando
participaban en una investigación llevada a cabo por Daniel Stern, psiquiatra, por aquel
entonces, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Cornell. Stern, que está
fascinado por los minúsculos y repetidos intercambios que tienen lugar entre padres e hijos,
es de la opinión de que el aprendizaje fundamental de la vida emocional tiene lugar en estos
momentos de intimidad. Y los más críticos de todos estos momentos tal vez sean aquéllos
en los que el niño constata que sus emociones son captadas, aceptadas y correspondidas
con empatía, un proceso que Stem denomina sintonización. En este sentido, Sarah se
hallaba emocionalmente sintonizada con Mark pero completamente desintonizada de Fred.
Según Stern, es muy posible que la continua exposición a momentos de armonía o de
disarmonía entre padres e hijos determine —en mayor medida, posiblemente, que otros
acontecimientos aparentemente más espectaculares de la infancia— las expectativas
emocionales que tendrán, ya de adultos, en sus relaciones íntimas.
La sintonización constituye un proceso tácito que marca el ritmo de toda relación.
Stern, que estudió este fenómeno con precisión microscópica grabando en vídeo horas
enteras de la relación entre las madres y sus hijos, descubrió que, por medio de dicho
proceso, la madre transmite al niño la sensación de que sabe cómo se siente. Cuando un
bebé emite, por ejemplo, suaves chillidos, la madre confirma su alegría dándole una cariñosa
palmadita, arrullándole o imitando sus sonidos. En otra ocasión, el bebé puede menear el
sonajero y la madre agitar rápidamente la mano a modo de respuesta. Este tipo de
interacciones en los que el mensaje de la madre se ajusta al nivel de excitación del niño
tiene lugar, según Stern, a un ritmo aproximado de una vez por minuto, proporcionando así
al niño la reconfortante sensación de hallarse emocionalmente conectado con su madre.
La sintonización es algo muy distinto a la mera imitación. «Si te limitas a imitar al
bebé —me comentaba Stern— tal vez logres saber lo que hace pero jamás averiguarás qué
es lo que siente. Para hacerle llegar que sabes cómo se siente debes tratar de reproducir
sus sensaciones internas. Es entonces cuando el bebé se sentirá comprendido.» Hacer el
amor tal vez sea el acto adulto más parecido a la estrecha sintonización que tiene lugar entre
la madre y el hijo. Según Stern, la relación sexual «implica la capacidad de experimentar el
estado subjetivo del otro: compartir su deseo, sintonizar con sus intenciones y gozar de un
estado mutuo y simultáneo de excitación cambiante»; una experiencia, en suma, en la que
los amantes responden con una sincronía que les proporciona una sensación tácita de
Página 86 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Página 87 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
inadvertida y queda fuera del conocimiento consciente, aunque el paciente puede sentirse
reconfortado y con la profunda sensación de ser respetado y comprendido.
El coste emocional de la falta de sintonización en la infancia puede ser alto... y no sólo
para el niño. Un estudio efectuado con convictos de delitos violentos puso de manifiesto
que todos ellos habían padecido una situación infantil —que los diferenciaba también de
otros delincuentes— muy parecida, que consistía en haber cambiado constantemente de
familia adoptiva o haber crecido en orfanatos, es decir, haber experimentado una seria
orfandad emocional o haber gozado de muy pocas oportunidades de experimentar la
sintonía emocional. El descuido emocional ocasiona una torpe empatía pero el abuso
emocional intenso y sostenido —es decir, el trato cruel, las amenazas, las humillaciones y
las mezquindades— provoca un resultado paradójico. En tal caso, los niños que han
experimentado estos abusos pueden llegar a mostrarse extraordinariamente atentos a las
emociones de quienes les rodean, un estado de alerta postraumática ante los signos que
impliquen algún tipo de amenaza. Esta preocupación obsesiva por los sentimientos ajenos es
típica de aquellos niños que han padecido abusos psicológicos, niños que, al llegar a la edad
adulta, mostrarán una volubilidad emocional que puede llegar a ser diagnosticada como
«trastorno borderline de la personalidad». Muchas de estas personas están especialmente
dotadas para percatarse de lo que sienten quienes les rodean y es bastante común
comprobar que, durante la infancia, han sido objeto de algún tipo de abuso emocional.”
LA NEUROLOGÍA DE LA EMPATÍA
Como suele suceder en el campo de la neurología, los informes sobre casos extraños
o poco frecuentes proporcionan claves muy importantes para asentar los fundamentos
cerebrales de la empatía. Un informe de 1975, por ejemplo, revisaba varios casos de
pacientes que habían sufrido lesiones en la región derecha del lóbulo frontal y que
presentaban la curiosa deficiencia de ser incapaces de captar el mensaje emocional
contenido en los tonos de voz, aunque sí que eran capaces de comprender perfectamente el
significado de las palabras. Para ellos, no existía ninguna diferencia entre un «gracias»
sarcástico, neutral o sincero. Otro informe publicado en 1979, por el contrario, hablaba de
pacientes con lesiones en regiones distintas del hemisferio cerebral derecho que
manifestaban otro tipo de deficiencias en la percepción de las emociones. En este caso se
trataba de pacientes incapaces de expresar sus propias emociones a través del tono de voz o
del gesto. Sabían lo que sentían pero eran simplemente incapaces de comunicarlo. Según
apuntan los investigadores, estas regiones corticales del cerebro están estrechamente ligadas
al funcionamiento del sistema límbico.
Estos estudios sirvieron de base para un artículo pionero escrito por Leslie Brothers,
psiquiatra del Instituto Tecnológico de California, que versaba sobre la biología de la
empatia. Su revisión de los diferentes hallazgos neurológicos y los estudios comparativos
realizados sobre animales le llevó a sugerir que la amígdala y sus conexiones con el área
visual del córtex constituyen el asiento cerebral de la empatía.
La mayor parte de la investigación neurológica llevada a cabo en este sentido ha sido
realizada con animales, especialmente primates. El hecho de que los primates sean capaces
de experimentar la empatía —o, como prefiere llamarla Brothers, la «comunicación
emocional»— resulta evidente no sólo a partir de estudios más o menos anecdóticos sino
también según investigaciones como la que reseñamos a continuación. En este experimento
se adiestró a varios monos rhesus a emitir una respuesta anticipada de temor ante un
determinado sonido sometiéndoles a una descarga eléctrica inmediatamente después de
escucharlo. Los monos tenían que aprender a evitar la descarga empujando una palanca
Página 88 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
cada vez que oían el sonido. Luego se dispuso a los simios por parejas en jaulas separadas
cuya única comunicación posible era a través de un circuito cerrado de televisión que sólo
les permitía ver una imagen del rostro de su compañero. De este modo, cada vez que uno
de los monos escuchaba el sonido que anticipaba la descarga, su cara reflejaba el miedo y,
en el momento en que el otro mono veía ese semblante, evitaba la descarga empujando la
palanca. Todo un acto de empatía... por no decir de altruismo.
Una vez que se comprobó que los primates son capaces de leer las emociones en el
rostro de sus semejantes, los investigadores introdujeron largos y finos electrodos en sus
cerebros para detectar el menor indicio de actividad de determinadas neuronas.
Los electrodos insertados en las neuronas del córtex visual y de la amígdala
mostraban que, cuando un mono veía el rostro del otro, la información afectaba, en primer
lugar, a las neuronas del córtex visual y posteriormente a las de la amígdala. Este es el
camino normal que sigue la información emocionalmente más relevante. Pero el
descubrimiento más sorprendente de esta investigación fue la identificación de determinadas
neuronas del córtex visual que clínicamente parecen activarse en respuesta a expresiones
faciales o gestos concretos, como una boca amenazadoramente abierta, una mueca de
miedo o una inclinación de sumisión. Y estas neuronas son distintas a aquellas otras situadas
en la misma zona que permiten el reconocimiento de los rostros familiares.
Esto podría significar que el cerebro es un instrumento diseñado para reaccionar ante
expresiones emocionales concretas o. dicho de otro modo, que la empatía es un
imponderable biológico.
Según Brothers, otra investigación en la que se sometió a observación a un grupo de
monos en estado salvaje a los que se habían seccionado las conexiones existentes entre la
amígdala y el córtex, demuestra el importante papel que desempeña la vía amigdalocortical
en la percepción y respuesta ante las emociones.
Cuando fueron devueltos a su manada, estos monos seguían siendo capaces de
desempeñar tareas ordinarias como alimentarse o subirse a los árboles pero habían perdido
la capacidad de dar una respuesta emocional adecuada a los otros miembros de la manada.
La situación era tal que llegaban incluso a huir cuando otro mono se les acercaba
amistosamente, y terminaban viviendo aislados y evitando todo contacto con el grupo.
Según Brothers, las zonas del córtex en las que se concentran las neuronas
especializadas en la emoción están directamente ligadas a la amígdala. De este modo, el
circuito amigdalocortical resulta fundamental para identificar las emociones y desempeña un
papel crucial en la elaboración de una respuesta apropiada.
«El valor de este sistema para la supervivencia —afirma Brothers— resulta
manifiesto en el caso de los primates. La percepción de que otro individuo se aproxima
pone rápidamente en funcionamiento una pauta concreta de respuesta fisiológica,
adecuado al propósito del otro, según sea propinar un mordisco, desparasitar o copular».
La investigación realizada por Robert Levenson, psicólogo de la Universidad de
Berkeley, sugiere la existencia de un fundamento similar de la empatía en el caso de los
seres humanos. El estudio de Levenson se realizó con parejas casadas que debían tratar de
identificar qué era lo que estaba sintiendo su cónyuge en el transcurso de una acalorada
discusión. El método era muy sencillo ya que, mientras los miembros de la pareja discutían
alguna cuestión problemática que afectara al matrimonio —la educación de los hijos, los
gastos, etcétera—, eran grabados en vídeo y sus respuestas fisiológicas eran también
monitorizadas. Posteriormente, cada miembro de la pareja veía el vídeo y narraba lo que ella
o él sentían en cada uno de los momentos de la interacción y luego volvía a mirar la
filmación pero tratando, esta vez, de identificar los sentimientos del otro.
El mayor grado de empatía tenía lugar en aquellos matrimonios cuya respuesta
Página 89 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
La frase «nunca preguntes por quién doblan las campanas porque están doblando
por ti» es una de las más célebres de la literatura inglesa. Las palabras de John Donne se
dirigen al núcleo del vínculo existente entre la empatía y el afecto, ya que el dolor ajeno es
nuestro propio dolor. Sentir con otro es cuidar de él y. en este sentido, lo contrario de la
empaña seria la antipatía. La actitud empática está inextricablemente ligada a los juicios
morales porque éstos tienen que ver con víctimas potenciales. ¿Mentiremos para no herir
los sentimientos de un amigo? ¿Visitaremos a un conocido enfermo o, por el contrario,
aceptaremos una inesperada invitación a cenar? ¿Durante cuánto tiempo deberíamos seguir
utilizando un sistema de reanimación para mantener con vida a una persona que, de otro
modo, moriría?
Estos dilemas éticos han sido planteados por Martin Hoffman, un investigador de la
empatía que sostiene que en ella se asientan las raíces de la moral. En opinión de Hoffman,
«es la empatía hacia las posibles victimas, el hecho de compartir la angustia de quienes
sufren, de quienes están en peligro o de quienes se hallan desvalidos, lo que nos impulsa a
ayudarlas». Y, más allá de esta relación evidente entre empatía y altruismo en los
encuentros interpersonales, Hoffman propone que la empatía —la capacidad de ponernos en
el lugar del otro— es, en última instancia, el fundamento de la comunicación.
Según Hoffman, el desarrollo de la empatía comienza ya en la temprana infancia.
Como hemos visto, una niña de un año de edad se alteró cuando vio a otro niño caerse y
comenzar a llorar; su compenetración con él era tan íntima que inmediatamente se puso el
pulgar en la boca y sumergió la cabeza en el regazo de su madre como si fuera ella misma
quien se hubiera hecho daño.
Después del primer año, cuando los niños comienzan a tomar conciencia de que son
una entidad separada de los demás, tratan de calmar de un modo más activo el desconsuelo
de otro niño ofreciéndole, por ejemplo, su osito de peluche. A la edad de dos años, los
niños comienzan a comprender que los sentimientos ajenos son diferentes a los propios y así
se vuelven más sensibles a las pistas que les permiten conocer cuáles son realmente los
sentimientos de los demás. Es en este momento, por ejemplo, cuando pueden reconocer que
la mejor forma de ayudar a un niño que llora es dejarle llorar a solas, sin prestarle atención
para no herir su orgullo.
En la última fase de la infancia aparece un nivel más avanzado de la empatía, y los
niños pueden percibir el malestar más allá de la situación inmediata y comprender que
determinadas situaciones personales o vitales pueden llegar a constituir una fuente de
Página 90 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Página 91 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Página 92 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Leon Bing, quien estaba escribiendo un libro sobre las pandillas de los Crips y los Bloods de
la ciudad de Los Angeles, Faro quiso hacer una demostración para Bing. Según relata éste,
Faro «pareció enloquecer» cuando vio al «par de tipos» que conducían el automóvil que iba
detrás del suyo. Esto es lo que dice Bing acerca del incidente:
«El conductor, al percatarse de que alguien estaba mirándole, echó entonces una
mirada a nuestro coche y, cuando sus ojos tropezaron con los de Faro, se abrieron
completamente durante un instante. Entonces rompió el contacto visual y bajó los ojos
hacia un lado. No cabía duda de que su mirada reflejaba miedo.
Entonces Faro hizo una demostración a Bing de la fiera mirada que había lanzado a
los ocupantes del otro coche:
Me miró directamente y toda su cara se transformó, como si algún truco fotográfico
lo hubiera convertido en un aterrador fantasma que te aconseja que no aguantes la
mirada desafiante de este chico, una mirada que dice que nada le preocupa, ni tu vida ni
la suya.»
Es evidente que hay muchas explicaciones plausibles de una conducta tan compleja
como ésta. Una de ellas podría ser que la capacidad de intimidar a los demás tiene cierto
valor de supervivencia cuando uno debe vivir en entornos violentos en los que la
delincuencia es algo habitual. En tales casos, el exceso de empatía podría ser
contraproducente. Así pues, en ciertos aspectos de la vida, una oportuna falta de empatía
puede ser una «virtud» (desde el «policía malo» de los interrogatorios hasta el soldado
entrenado para matar). En este mismo sentido, las personas que han practicado torturas en
estados totalitarios refieren cómo aprendían a disociarse de los sentimientos de sus victimas
para poder llevar a cabo mejor su «trabajo».
Una de las formas más detestables de falta de empatía ha sido puesta de manifiesto
accidentalmente por una investigación que reveló que los maridos que agreden físicamente
o incluso llegan a amenazar con cuchillos o pistolas a sus esposas, se hallan aquejados de
una grave anomalía psicológica, ya que, en contra de lo que pudiera suponerse, estos
hombres no actúan cegados por un arrebato de ira sino en un estado frío y calculado. Y, lo
que es más, esta anomalía era más patente a medida que su cólera aumentaba y la frecuencia
de sus latidos cardiacos disminuía en lugar de aumentar (como suele ocurrir en los accesos
de furia), lo cual significa que cuanto más beligerantes y agresivos se sienten, mayor es su
tranquilidad fisiológica. Su violencia, pues, parece ser un acto de terror calculado, una
forma de controlar a sus esposas sometiéndolas a un régimen de terror.
Los maridos que muestran una crueldad brutal constituyen un caso aparte entre los
hombres que maltratan a sus esposas. Como norma general, también suelen mostrarse muy
violentos fuera del matrimonio, suelen buscar pelea en los bares o están continuamente
discutiendo con sus compañeros de trabajo y sus familiares. Así pues, aunque la mayor
parte de los hombres que maltratan a sus esposas actúan de manera impulsiva —bien sea
movidos por el enfado que les produce sentirse rechazados o celosos, o debido al miedo a
ser abandonados— los agresores fríos y calculadores golpean a sus esposas sin ninguna
razón aparente y. una vez que han empezado, no hay nada que éstas puedan hacer —ni
siquiera el intento de abandonarles— para aplacar su violencia.
Algunos estudiosos de los psicópatas criminales sospechan que esta capacidad de
manipular fríamente a los demás, esta total ausencia de empatía y de afecto, puede
originarse en un defecto neurológico.* Existen dos pruebas que apuntan a la existencia de
un posible fundamento fisiológico de las psicopatías más crueles, pruebas que sugieren la
implicación de vías neurológicas ligadas al sistema límbico. En un determinado experimento
se midieron las ondas cerebrales del sujeto mientras éste trataba de descifrar una serie de
palabras entremezcladas, proyectadas a una velocidad aproximada de diez palabras por
segundo. La mayor parte de las personas reaccionan de un modo diferente ante las palabras
Página 93 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
que conllevan una poderosa carga emocional, como matar, que ante las palabras neutras,
como silla, por ejemplo. Dicho de otro modo, la mayoría de las personas son capaces de
reconocer rápidamente las palabras cargadas emocionalmente y sus cerebros muestran
patrones de onda característicamente diferentes en respuesta a las palabras cargadas
emocionalmente y a las palabras neutras. Los psicópatas, por el contrario, adolecen de este
tipo de reacción y sus cerebros no muestran ningún patrón distintivo que les permita
discernir las palabras emocionalmente cargadas y tampoco responden más rápidamente a
ellas, lo cual parece sugerir algún tipo de disfunción en el circuito que conecta la región
cortical en donde se reconocen las palabras con el sistema límbico, el área del cerebro que
asocia un determinado sentimiento a cada palabra.
En opinión de Robert Hare, el psicólogo de la Universidad de la Columbia Británica
que ha llevado a cabo esta investigación, los psicópatas tienen una comprensión muy
superficial del contenido emocional de las palabras, un reflejo de la falta de profundidad de
su mundo afectivo. Según Hare, la indiferencia de los psicópatas se asienta en una pauta
fisiológica ligada a ciertas irregularidades funcionales de la amígdala y de los circuitos
neurológicos relacionados con ella. En este sentido, los psicópatas que reciben una descarga
eléctrica no muestran los síntomas de miedo que son normales en las personas cuando
sufren dolor. Es precisamente el hecho de que la expectativa del dolor no suscita en ellos
ninguna reacción de ansiedad lo que, en opinión de Hare, justifica que los psicópatas no se
preocupen por las posibles consecuencias de sus actos. Y su incapacidad de experimentar el
miedo es la que da cuenta de su ausencia de toda empatía —o compasión— hacia el dolor y
el miedo de sus victimas.
Página 94 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Como sucede con tanta frecuencia entre hermanos, Len, de cinco años de edad,
perdió la paciencia con Jay, de dos años y medio, porque había desordenado las piezas del
Lego con las que estaban jugando y en un ataque de rabia le mordió. Su madre, al escuchar
los gritos de dolor de Jay, se apresuró entonces a regañar a Len, ordenándole que recogiera
en seguida el objeto de la disputa. Y ante aquello, que debió de parecerle una gran
injusticia, Len rompió a llorar, pero su madre, enojada, se negó a consolarle.
Fue entonces cuando el agraviado Jay, preocupado con las lágrimas de su hermano
mayor, se aprestó a consolarle. Y esto fue, más o menos, lo que ocurrió:’
—¡No llores más, Len! —imploró Jay— ¡Deja de llorar, hermano, deja de llorar!
Pero, a pesar de sus súplicas, Len continuaba llorando. Entonces Jay se dirigió a su
madre diciéndole:
—¡Len está llorando, mamá! ¡Len está llorando! ¡Mira, mira. Len está llorando!
Luego, dirigiéndose al desconsolado Len, Jay adoptó un tono materno, susurrándole:
—¡No llores, Len!
No obstante, Len seguía llorando. Así que Jay intentó otra táctica, ayudándole a
guardar en su bolsa las piezas del Lego con un amistoso.
—¡Mira! ¡Yo las meto en la bolsa para Lenny!
Pero como aquello tampoco funcionó, el ingenioso Jay ensayó una nueva estrategia,
la distracción. Entonces cogió un coche de juguete y trató de llamar con él la atención de
Len:
—Mira quién está dentro del coche, Len. ¿Quién es?
Pero Len seguía sin mostrar el menor interés. Estaba realmente consternado y sus
lágrimas parecían no tener fin. Entonces su madre, perdiendo la paciencia, recurrió a una
clásica amenaza:
—¿Quieres que te pegue?
—¡ No! —balbució entonces Len.
—¡Pues deja ya de llorar! —concluyó la madre, exasperada, con firmeza.
—¡Lo estoy intentando! —farfulló Len, en un tono patético y jadeante, a través de
sus lágrimas.
Y eso fue lo que despertó la estrategia final de Jay que, imitando el tono autoritario y
amenazante de su madre, ordenó: — ¡Deja de llorar, Len! ¡Acaba ya de una vez!
Este pequeño drama doméstico evidencia muy claramente la sutileza emocional que
puede desplegar un mocoso de poco más de dos años para influir sobre las emociones de
otra persona. En su apremiante intento de consolar a su hermano, Jay desplegó un amplio
abanico de tácticas que iban desde la súplica hasta la ayuda, pasando por la distracción, la
exigencia e incluso la amenaza, un auténtico repertorio que había aprendido de lo que otros
habían intentado con él. Pero, en cualquiera de los casos, lo que ahora nos importa es
subrayar que, incluso a una edad tan temprana, los niños disponen de un auténtico arsenal
de tácticas dispuestas para ser utilizadas.
Como sabe cualquier padre, el despliegue de empatía y compasión demostrado por
Página 95 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
Jay no es, en modo alguno, universal. Es igual de probable que un niño de esta edad
considere la angustia de su hermano como una oportunidad para vengarse de él y hostigarle
más aún. Las mismas habilidades mostradas por Jay podrían haber sido utilizadas para
fastidiar o atormentar a su hermano. No obstante, ello no haría sino confirmar la presencia
de una aptitud emocional fundamental, la capacidad de conocer los sentimientos de los
demás y de hacer algo para transformarlos, una capacidad que constituye el fundamento
mismo del sutil arte de manejar las relaciones.
Pero para llegar a dominar esta capacidad, los niños deben poder dominarse
previamente a si mismos, deben poder manejar sus angustias y sus tensiones, sus impulsos y
su excitación, aunque sea de un modo vacilante, puesto que para poder conectar con los
demás es necesario un mínimo de sosiego interno. Es precisamente en este período
cuando, en lugar de recurrir a la fuerza bruta, aparecen los primeros rasgos distintivos de la
capacidad de controlar las propias emociones, de esperar sin gimotear, de razonar o de
persuadir (aunque no siempre elijan estas opciones).
La paciencia constituye una alternativa a las rabietas —al menos de vez en cuando—
y los primeros signos de la empatía comienzan a aparecer alrededor de los dos años de edad
(fue precisamente la empatía —la raíz de la compasión— la que impulsó a Jay a intentar
algo tan difícil como tranquilizar a su desconsolado hermano).
Así pues, el requisito para llegar a controlar las emociones de los demás —para llegar
a dominar el arte de las relaciones— consiste en el desarrollo de dos habilidades
emocionales fundamentales: el autocontrol y la empatía.
Es precisamente sobre la base del autocontrol y la empatía sobre la que se desarrollan
las «habilidades interpersonales». Estas son las aptitudes sociales que garantizan la eficacia
en el trato con los demás y cuya falta conduce a la ineptitud social o al fracaso interpersonal
reiterado. Y también es precisamente la carencia de estas habilidades la causante de que
hasta las personas intelectualmente más brillantes fracasen en sus relaciones y resulten
arrogantes, insensibles y hasta odiosas. Estas habilidades sociales son las que nos permiten
relacionarnos con los demás, movilizarles, inspirarles, persuadirles, influirles y
tranquilizarles profundizar, en suma, en el mundo de las relaciones.
Página 96 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
otro (algo que suele tener lugar, por ejemplo, en aquellas culturas orientales en las que decir
«no» se considera de mala educación y. en su lugar, se expresan emociones positivas
aunque falsas). El conocimiento de estas estrategias y del momento en que pueden
manifestarse constituye un factor esencial de la inteligencia emocional.
El aprendizaje del despliegue de los roles tiene lugar a una edad muy temprana. Se
trata de un aprendizaje que sólo es parcialmente explícito (el aprendizaje, por ejemplo, que
tiene lugar cuando enseñamos a un niño a ocultar su desengaño ante el espantoso regalo de
cumpleaños que acaba de entregarle su bienintencionado abuelo) y que suele conseguir
mediante un proceso de modelado, con el que los niños aprenden lo que tienen que hacer
viendo lo que hacen los demás. En la educación sentimental las emociones son, al mismo
tiempo, el medio y el mensaje. Si el padre, por ejemplo, le dice a su hijo que «sonría y le dé
las gracias al abuelo» con un tono enfadado, severo y frío que desaprueba el mensaje en
lugar de aprobarlo cordialmente, es muy probable que el niño aprenda una lección muy
diferente y que responda a su abuelo con un desaprobador y seco «gracias». Y, del mismo
modo, el efecto sobre el abuelo será muy diferente en ambos casos: en el primero estará
contento (aunque engañado), mientras que en el segundo estará dolido por la confusión
implícita del mismo mensaje.
La consecuencia inmediata del despliegue emocional es el impacto que provoca en el
receptor. En el caso que estamos considerando, el rol que aprende el niño es algo así como
«esconde tus verdaderos sentimientos cuando puedan herir a alguien a quien quieras y
sustitúyelos por otros que, aunque sean falsos, resulten menos dolorosos». Las reglas que
rigen la expresión de las emociones no sólo forman parte del léxico de la educación social
sino que también dictan la forma en que nuestros sentimientos afectan a los demás. El
conocimiento y el uso adecuado de estas reglas nos lleva a causar el impacto óptimo
mientras que su ignorancia, por el contrario, fomenta el desastre emocional.
Los actores son verdaderos maestros en el despliegue de las emociones y su
expresividad despierta la respuesta de su audiencia. Y no cabe duda de que hay personas
que son verdaderos actores natos. Pero subrayemos que, en cualquiera de los casos, el
aprendizaje del despliegue de los roles varia en función de los modelos de que dispongamos
y que, en este sentido, existe una extraordinaria variabilidad entre los diversos individuos.
Página 97 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
mucho más sutil y es parte del intercambio tácito que se da en todo encuentro interpersonal.
En cada relación subyace un intercambio subterráneo de estados de ánimo que nos
lleva a percibir algunos encuentros como tóxicos y otros, en cambio, como nutritivos. Este
intercambio emocional suele discurrir a un nivel tan sutil e imperceptible que la forma en
que un vendedor le dé las gracias puede hacerle sentir ignorado, resentido o auténticamente
bienvenido y valorado. Nosotros percibimos los sentimientos de los demás como si se
tratase de una especie de virus social.
En cada encuentro que sostenemos emitimos señales emocionales y esas señales
afectan a las personas que nos rodean. Cuanto más diestros somos socialmente, más control
tenemos sobre las señales que emitimos; a fin de cuentas, las reglas de urbanidad son una
forma de asegurarnos de que ninguna emoción desbocada dificultará nuestra relación (una
regla social que, cuando afecta a las relaciones intimas, resulta sofocante). La inteligencia
emocional incluye el dominio de este intercambio; «popular» y «encantador» son términos
con los que solemos referirnos a las personas con quienes nos agrada estar porque sus
habilidades emocionales nos hacen sentir bien. Las personas que son capaces de ayudar a
los demás constituyen una mercancía social especialmente valiosa, son las personas a
quienes nos dirigimos cuando tenemos una gran necesidad emocional puesto que, lo
queramos o no, cada uno de nosotros forma parte del equipo de herramientas de
transformación emocional con que cuentan los demás.
Veamos ahora otro claro ejemplo de la sutileza con que las emociones se transmiten
de una persona a otra. En un determinado experimento, dos voluntarios, tras rellenar un
formulario en el que se describía su estado de ánimo, se sentaban simplemente en parejas
(compuestas por una persona muy comunicativa y otra completamente inexpresiva) a
esperar que el experimentador regresara a la habitación. Un par de minutos más tarde, el
experimentador volvía y les pedía que rellenaran otro formulario. El resultado del
experimento en cuestión demostró que el estado de ánimo del individuo más expresivo se
transmitía invariablemente al más pasivo. ¿Cómo tiene lugar esta mágica transformación? La
respuesta más probable es que el inconsciente reproduzca las emociones que ve desplegadas
por otra persona a través de un proceso no consciente de imitación de los movimientos que
reproduce su expresión facial, sus gestos, su tono de voz y otros indicadores no verbales de
la emoción. Mediante este proceso, el sujeto recrea en sí mismo el estado de ánimo de la
otra persona en una especie de versión libre del método Stanislavsky (un método en el que
el actor recurre al recuerdo de las posturas, los movimientos y otras expresiones de alguna
emoción intensa que haya experimentado en el pasado para evocar la actualización de esos
mismos sentimientos).
La imitación cotidiana de los sentimientos suele ser algo muy sutil. Ulf Dimberg, un
investigador sueco de la Universidad de Uppsala, descubrió que, cuando las personas ven
un rostro sonriente o un rostro enojado, la musculatura de su propio rostro tiende a
experimentar una transformación sutil en el mismo sentido, una transformación que, si bien
no resulta evidente, si que puede manifestarse mediante el uso de sensores electrónicos.
El sentido de la transferencia de estados de ánimo entre dos personas va desde la más
expresiva hasta la más pasiva. No obstante, existen personas especialmente proclives al
contagio emocional, ya que su sensibilidad innata hace que su sistema nervioso autónomo
(un indicador de la actividad emocional) se active con más facilidad. Esta habilidad parece
hacerlos tan impresionables que un mero anuncio puede hacerles llorar mientras que un
comentario banal con alguien alegre puede llegar a animarles (lo cual, por cierto, les
convierte en personas muy empáticas porque se ven fácilmente conmovidas por los
sentimientos de los demás).
John Cacioppo, el psicólogo social de la Universidad de Ohio que ha estudiado este
tipo de intercambio emocional sutil, señala que «comprendamos o no la mímica de la
Página 98 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
expresión facial, basta con ver a alguien expresar una emoción para evocar ese mismo
estado de ánimo. Esto es algo que nos sucede de continuo, una especie de danza, una
sincronía, una transmisión de emociones.
«Y es esta sincronización de estados de ánimo la que determina el que usted se sienta
bien o mal en una determinada relación».
El grado de armonía emocional que experimenta una persona en un determinado
encuentro se refleja en la forma en que adapta sus movimientos físicos a los de su
interlocutor (un indicador de proximidad que suele tener lugar fuera del alcance de la
conciencia). Una persona se mueve en el mismo momento en que la otra deja de hablar,
ambas cambian de postura simultáneamente o una se acerca al mismo tiempo que la otra
retrocede. Esta especie de coreografía puede llegar a ser tan sutil que ambas personas se
muevan en sus sillas al mismo ritmo. Así, la reciprocidad que articula los movimientos de la
gente que se encuentra emocionalmente vinculada presenta la misma sincronía que Daniel
Stern descubrió en aquellas madres que se encuentran sintonizadas con sus hijos.
La sincronía parece facilitar la emisión y recepción de estados de ánimo, aunque se
trate de estados de ánimo negativos. Por ejemplo, en una determinada investigación sobre la
sincronía física se estudió en situación de laboratorio la forma en que las mujeres deprimidas
discutían con su pareja descubriendo que, cuanto mayor era el grado de sincronía no verbal
en las parejas, peor se sentían los compañeros de las mujeres deprimidas al finalizar la
discusión, como si hubieran quedado atrapados en el estado de ánimo negativo de su pareja.
En resumen, pues, parece que cuanto mayor es el grado de sintonía física existente entre
dos personas, mayor es la semejanza entre sus estados de ánimo, sin importar tanto el que
éste sea optimista o pesimista.
La sincronía entre maestros y discípulos constituye también un indicador del grado de
relación existente entre ellos, y los estudios realizados en el aula señalan que cuanto mayor
es el grado de coordinación de movimientos entre maestro y discípulo, mayor es también la
amabilidad, satisfacción, entusiasmo, interés y tranquilidad con que interactúan. Hablando
en términos generales, podríamos decir que el alto nivel de sincronía de una determinada
interacción es un indicador del grado de relación existente entre las personas implicadas.
Frank Bernieri, el psicólogo de la Universidad del Estado de Oregón que llevó a cabo este
estudio me contaba que «la comodidad o incomodidad que experimentamos con los demás
es, en cierto modo, física. Para que dos personas se sientan a gusto y coordinen sus
movimientos, deben tener ritmos compatibles. La sincronía refleja la profundidad de la
relación existente entre los implicados y, cuanto mayor es el grado de compromiso, más
interrelacionados se hallan sus estados de ánimo, sean éstos positivos o negativos».
En resumen, la coordinación de los estados de ánimo constituye la esencia del
rapport, la versión adulta de la sintonía que la madre experimenta con su hijo. Cacioppo
propone que uno de los factores determinantes de la eficacia interpersonal consiste en la
destreza con que la gente mantiene la sincronía emocional.
Quienes son más diestros en sintonizar con los estados de ánimo de los demás o en
imponer a los demás sus propios estados de ánimo son también emocionalmente más
amables. El rasgo distintivo de un auténtico líder consiste precisamente en su capacidad
para conectar con una audiencia de miles de personas. Y, por esta misma razón, Cacioppo
afirma también que las personas que tienen dificultades para captar y transmitir las
emociones suelen tener problemas de relación, puesto que despiertan la incomodidad de los
demás sin que éstos puedan explicar claramente el motivo.
Ajustar el tono emocional de una determinada interacción constituye, en cierto
modo, un signo de control profundo e intimo que condiciona el estado de ánimo de los
demás. Es muy probable que este poder para inducir emociones se asemeje a lo que en
biología se denomina zeitgeber, un «temporizador», un proceso que, al igual que ocurre con
Página 99 de 283
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
el ciclo día-noche o con las fases mensuales de la luna, impone un determinado ritmo
biológico (en el caso del baile, por ejemplo, la música constituye un zeitgeber corporal). En
lo que se refiere a las relaciones interpersonales, la persona más expresiva —la persona más
poderosa— suele ser aquélla cuas emociones arrastran a la otra. En este sentido, también
hay que decir que el elemento dominante de la pareja es el que habla más, mientras que el
elemento subordinado es quien más observa el rostro del otro, una forma también de
manifestar el afecto. Y, por ese mismo motivo, el poder de un buen orador —un político o
un evangelista, pongamos por caso— se mide por su capacidad para movilizar las
emociones de su audiencia.6 Esto es precisamente lo que queremos decir cuando afirmamos
que «los tiene en la palma de la mano». La movilización emocional constituye la esencia
misma de la capacidad de influir en los demás.
Es hora del recreo en la guardería y un grupo de niños está corriendo por la hierba.
Reggie tropieza, se lastima la rodilla y comienza a llorar mientras todos los demás siguen
con sus juegos, excepto Roger, que se detiene junto a él. Cuando los sollozos de Reggie se
acallan, Roger se agacha y se frota la rodilla diciendo: «¡yo también me he lastimado!»
Thomas Hatch, colega de Howard Gardner en Spectrum, una escuela basada en el
concepto de la inteligencia múltiple, cita a Roger como un modelo de inteligencia
interpersonal. Al parecer, Roger tiene una rara habilidad en reconocer los sentimientos de
sus compañeros y en establecer un contacto rápido y amable con ellos. Él fue el único que
se dio cuenta del estado y del sufrimiento de Reggie, y también fue el único que trató de
consolarle aunque sólo pudiera ofrecerle su propio dolor, un gesto que denota una habilidad
especial para la conservación de las relaciones próximas —sea en el matrimonio, la amistad
o el mundo laboral—, una habilidad que, en el caso de un preescolar, augura la presencia de
un ramillete de talentos que irán floreciendo a lo largo de toda la vida.
El talento de Roger representa una de las cuatro habilidades identificadas por Hatch y
Gardner como los elementos que componen la inteligencia emocional:
•Organización de grupos. La habilidad esencial de un líder consiste en movilizar y
coordinar los esfuerzos de un grupo de personas. Ésta es la capacidad que podemos advertir
en los directores y productores de teatro, en los oficiales del ejército y en los dirigentes
eficaces de todo tipo de organizaciones y grupos. En el patio de recreo se trata del niño que
decide a qué jugarán, el niño que termina convirtiéndose en el capitán del equipo.
•Negociar soluciones. El talento del mediador consiste en impedir la aparición de
conflictos o en solucionar aquéllos que se declaren. Las personas que presentan esta
habilidad suelen descollar en el mundo de los negocios, en el arbitrio y la mediación de
conflictos y también pueden hacer carrera en el cuerpo diplomático, en el mundo del
derecho, como intermediarios o como consejeros de empresa. Son los niños, en nuestro
caso, que resuelven las disputas que se presentan en el patio de recreo.
•Conexiones personales. Esta es la habilidad que acabamos de reseñar en Roger, una
habilidad que se asienta en la empatía, favorece el contacto con los demás, facilita el
reconocimiento y el respeto por sus sentimientos y sus intereses y permite, en suma, el
dominio del sutil arte de las relaciones. Estas personas saben «trabajar en equipo» y suelen
ser consortes responsables y buenos amigos o compañeros de trabajo; en el mundo de los
negocios son buenos vendedores o ejecutivos y también pueden ser excelentes maestros.
Los niños como Roger suelen llevarse bien con casi todo el mundo, no tienen dificultades
para jugar con otros niños y disfrutan haciéndolo. Estos niños tienden a ser muy buenos
leyendo las emociones de las expresiones faciales y también son muy queridos por sus
compañeros.
•Análisis social. Esta habilidad consiste en ser capaces de detectar e intuir los
sentimientos, los motivos y los intereses de las personas, un conocimiento que suele
fomentar el establecimiento de relaciones con los demás y su profundización. En el mejor de
los casos, esta capacidad les convierte en competentes terapeutas o consejeros psicológicos
y, en el caso de combinarse con el talento literario, produce novelistas y dramaturgos muy
dotados.
El conjunto de todas estas habilidades constituye la materia prima de la inteligencia
interpersonal, el ingrediente fundamental del encanto, del éxito social e incluso del
carisma. Las personas socialmente inteligentes pueden conectar fácilmente con los demás,
son diestros en leer sus reacciones y sus sentimientos y también pueden conducir, organizar
y resolver los conflictos que aparecen en cualquier interacción humana. Ellos son los líderes
naturales, las personas que saben expresar los sentimientos colectivos latentes y articularlos
para guiar al grupo hacia sus objetivos. Son el tipo de personas con quienes a los demás les
gusta estar porque son emocionalmente nutricios, dejan a los demás de buen humor y
despiertan el comentario de que «es un placer estar con alguien así».
Estas habilidades interpersonales propician el desarrollo de otras facetas de la
inteligencia emocional. Las personas que causan una excelente impresión social, por
ejemplo, son expertas en controlar la expresión de sus emociones, son especialmente
diestras en captar la forma en que reaccionan los demás y son capaces de mantenerse
continuamente en contacto con su actividad social y de ajustarla para conseguir el efecto
deseado. En este sentido, son actores especialmente habilidosos.
No obstante, si estas habilidades interpersonales no tienen el adecuado contrapeso de
una clara sensación de los propios sentimientos y necesidades y del modo de satisfacerlas,
pueden terminar abocando a un éxito social hueco, a una popularidad, en fin, conseguida
pasando por encima de uno mismo. Esta es, al menos, la hipótesis sostenida por Mark
Snyder, un psicólogo de la Universidad de Minnesota que ha estudiado a las personas cuyas
habilidades sociales las convierten en verdaderos camaleones sociales, campeones en
causar buena impresión, el tipo de persona cuyo credo psicológico podría resumirse en
aquella cita de W.H. Auden, en la que decía que la imagen que tenía de si mismo «es muy
distinta de la imagen que trato de crear en la mente de los demás para que puedan
quererme». Esta especie de mercantilismo emocional suele ocurrir cuando las habilidades
sociales sobrepasan a la capacidad de conocer y admitir los propios sentimientos ya que,
para ser querido —o, por lo menos, para gustar—, el camaleón social parece transformarse
en lo que quieren aquéllos con quienes está. En opinión de Snyder, el rasgo distintivo de
quienes caen en esta pauta es que causan una impresión excelente pero mantienen relaciones
muy inestables y muy poco gratificantes. La pauta realmente saludable consiste, por el
contrario, en utilizar las habilidades sociales equilibradamente sin olvidarse de uno mismo.
Pero los camaleones sociales no dudan lo más mínimo en decir una cosa y hacer otra
diferente, malviviendo así con la contradicción entre su rostro público y su realidad privada,
si ello les reporta un mínimo de aprobación social. La psicoanalista Helena Deutsch llamaba
a esas personas «personalidades como si», personalidades que manifiestan una
extraordinaria plasticidad para adaptarse a las señales que reciben de quienes les rodean.
«En la mayor parte de los casos —me dijo Snyder— la persona pública y la persona
privada se entremezclan adecuadamente, pero en otros casos, sin embargo, parecen
constituir una especie de calidoscopio de apariencias sumamente tornadizas. Son como
Zelig, el personaje de Woody Alíen que trataba desesperadamente de camuflarse en
función de las personas con quienes se encontraba».
Estas personas, en lugar de decir lo que verdaderamente sienten, tratan antes de
buscar pistas sobre lo que los demás quieren de ellos. Para llevarse bien y ser queridos por
los demás, están dispuestos a ser exageradamente amables hasta con las personas que les
desagradan, y suelen utilizar sus habilidades sociales para actuar en función de lo que exijan
las diferentes situaciones sociales, de modo que pueden representar personajes muy
distintos en función de las personas con quienes se encuentran, cambiando de la sociabilidad
más efusiva, pongamos por caso, a la circunspección más reservada. A decir verdad, estos
rasgos son muy apreciados en ciertas profesiones que requieren un control eficaz de la
impresión que se causa, como ocurre en el mundo del teatro, el derecho, las ventas, la
diplomacia y la política.
Existe, no obstante, otro tipo de control de las emociones más decisivo, que permite
diferenciar entre los camaleones sociales carentes de centro de gravedad que tratan de
impresionar a todo el mundo y aquellos otros que utilizan su destreza social más en
consonancia con sus verdaderos sentimientos. Estamos hablando de la integridad, de la
capacidad que nos permite actuar según nuestros sentimientos y valores más profundos sin
importar las consecuencias sociales, una actitud emocional que puede conducir a provocar
una confrontación deliberada para trascender la falsedad y la negación, una forma de
clarificación que los camaleones sociales jamás podrán llevar a cabo.
No cabía la menor duda de que Cecil era brillante; era un universitario experto en
varios idiomas extranjeros y un soberbio traductor pero, en lo que respecta a las habilidades
sociales más sencillas, se mostraba completamente inútil. No sabía ni siquiera tener una
conversación intrascendente sobre el tiempo, y parecía absolutamente incapaz de la más
rutinaria interacción social. Su falta de talento social resultaba más patente cuando se
hallaba con una mujer. Es por ello por lo que se preguntó si todo aquello no se debería a
algún tipo de «tendencias homosexuales latentes» —a pesar de no tener ningún tipo de
fantasías en ese sentido— y se decidió a emprender una terapia.
Como confió a su terapeuta, el problema real radicaba en su temor a que nada de lo
que pudiera decir interesara a nadie. Pero aquel miedo se asentaba en una profunda
carencia de habilidades sociales. Su nerviosismo durante los encuentros le llevaba a reír en
los momentos más inoportunos aunque no lo conseguía, sin embargo, por más que lo
intentara, cuando alguien decía algo realmente divertido. Y esta inadecuación se remontaba
a la infancia porque durante toda su vida sólo se había sentido socialmente cómodo cuando
estaba con su hermano mayor quien, de algún modo, le facilitaba las cosas, pero apenas
salía de casa, su incompetencia era abrumadora y se sentía completamente inútil.
Lakin Phillips, un psicólogo de la Universidad George Washington, concluyó que las
dificultades de Cecil se originaban en su fracaso infantil para aprender las lecciones más
elementales de la interacción social:
¿Qué podría habérsele enseñado a Cecil? Hablar directamente a los demás, entablar
contacto, no esperar siempre que ellos dieran el primer paso, mantener una conversación
más allá de los «síes», los «noes» o los meros monosílabos, expresar gratitud, ceder el paso
a los demás antes de cruzar una puerta, esperar a servirse hasta que el otro se hubiera
servido, dar las gracias, pedir «por favor», compartir y el resto de habilidades sociales que
comenzamos a enseñar a los niños a partir de los dos años de edad.
No queda claro si la deficiencia de Cecil se debe al fracaso de los demás en enseñarle
estos rudimentos de civismo o a su propia incapacidad para aprenderlos. Pero sea cual fuere
su origen, la historia de Cecil resulta instructiva porque subraya la naturaleza esencial de las
múltiples lecciones que el niño aprende en la interacción sincrónica y en las reglas no
escritas de la armonía social.
suelen tener problemas académicos. El aula es simultáneamente una situación social y una
situación académica, de modo que es muy probable que el niño socialmente incompetente
comprenda y responda tan inadecuadamente a un maestro como a otro niño. Y la ansiedad y
confusión resultantes pueden, a su vez, entorpecer la capacidad de aprendizaje. De hecho,
los tests de sensibilidad no verbal infantil han demostrado que el rendimiento académico de
los niños que no tienen en cuenta los indicadores emocionales es inferior al que seria de
esperar en función de su Cl.’
Uno de los momentos en los que la ineptitud social resulta más dolorosa y explícita es
cuando el niño trata de acercarse a un grupo de niños para jugar. Y se trata de un momento
especialmente crítico porque entonces es cuando se hace patente públicamente el hecho de
ser querido o de no serlo, de ser aceptado o no. Es por este motivo por lo que los
estudiosos del desarrollo infantil se han ocupado de investigar estos momentos cruciales y
han llegado a la conclusión de que existe un marcado contraste entre las estrategias de
aproximación utilizadas por los niños populares y las que usan quienes podríamos llamar
proscritos sociales. Los descubrimientos realizados en este sentido destacan la importancia
extraordinaria de las habilidades sociales para registrar, interpretar y responder a los datos
emocional e interpersonalmente relevantes. Es conmovedor ver a un niño dar vueltas en
torno a un grupo de niños que están jugando y descubrir que no se lo permiten. Como
demostró un estudio realizado con niños de segundo y tercer grado, el 26% de las veces,
hasta los niños más populares y queridos son rechazados cuando tratan de aproximarse a
jugar con otros niños.
Los niños pequeños son cruelmente sinceros en los juicios emocionales implícitos en
tales rechazos. Veamos, por ejemplo, el siguiente diálogo que tuvo lugar en una guardería
entre niños de cuatro años de edad.’
Linda queda jugar con Barbara, Nancy y Bill que estaban jugando con animales de
juguete y bloques de construcción. Durante un minuto estuvo observando lo que ocurría y
luego se aproximó a Barbara y comenzó a jugar con los animales.
Barbara entonces se dirigió a ella diciéndole.
—¡No puedes jugar!
—¡Sí que puedo! —replicó Linda— ¡Yo también puedo jugar!
—¡No, no puedes! —respondió Barbara, con brusquedad— ¡Hoy no te queremos!
Entonces Bill protestó en nombre de Linda, pero Nancy se unió al ataque agregando:
—¡Hoy te odiamos!
Es precisamente el riesgo de sentirse odiado, implícita o explícitamente, el que hace
que los niños sean especialmente cautos a la hora de aproximarse a un grupo. Y es muy
probable que esta ansiedad no sea muy distinta de la que siente el adolescente que se
encuentra aislado en medio de una charla que sostienen en una fiesta quienes parecen ser
amigos íntimos. Y también es por esto por lo que este momento resulta, como dijo un
investigador, «sumamente diagnóstico [...] porque revela claramente las diferencias en las
habilidades sociales». Lo normal es que los recién llegados comiencen observando lo que
ocurre durante un tiempo y que luego pongan en marcha sus estrategias de aproximación,
mostrando su asertividad de manera muy discreta. Lo más importante a la hora de
determinar si un niño será aceptado o no es su capacidad para comprender el marco de
referencia del grupo y para saber qué cosas son aceptables y cuáles se hallan fuera de lugar.
Los dos pecados capitales que suelen despertar el rechazo de los demás son el intento
de asumir el mando demasiado pronto y no sintonizar con el marco de referencia. Pero esto
es precisamente lo que tienden a hacer los niños impopulares, tratar de cambiar de tema
demasiado bruscamente o demasiado pronto, o dar sus opiniones y estar en desacuerdo
inmediato con los demás, intentos manifiestos, todos ellos, de llamar la atención y que,
paradójicamente, les lleva a ser ignorados o rechazados. En contraste, los niños populares,
antes de aproximarse a un grupo suelen dedicarse a observarlo para comprender lo que está
ocurriendo y luego hacen algo para ratificar su aceptación, esperando a confirmar su estatus
en el grupo antes de tomar la iniciativa de sugerir lo que todos deberían hacer.
Volvamos ahora a Roger, el niño de cuatro años a quien Thomas Hatch ponía como
ejemplo de niño con un elevado grado de inteligencia interpersonal. La táctica que Roger
utilizaba para aproximarse a un grupo era la de comenzar observando, luego imitaba lo que
otro niño estaba haciendo y finalmente hablaba y se ponía a jugar con él, una estrategia
ciertamente ganadora. La habilidad de Roger era evidente: por ejemplo, cuando él y Warren
estaban jugando a lanzar «bombas» (en realidad, piedras) desde sus calcetines. Warren le
preguntó a Roger si quería estar en un helicóptero o en un avión y antes de responder.
Roger inquirió: « ¿A ti qué te gusta más?» Esta interacción aparentemente inocua revela
una gran sensibilidad ante los intereses de los demás y una gran capacidad para utilizar este
conocimiento para mantener el contacto con ellos.
Hatch comentó con respecto a Roger: «tuvo en cuenta los deseos de su compañero
para no perder la conexión con él. He visto a muchos niños que simplemente cogen su
helicóptero o su avión y que, literal y figurativamente hablando, se alejan volando de los
demás».
PARTE III
INTELIGENCIA
EMOCIONAL APLICADA
9. ENEMIGOS ÍNTIMOS
En cierta ocasión Sigmund Freud le dijo a su discípulo Erik Erikson que la capacidad
de amar y de trabajar constituyen los indicadores que jalonan el logro de la plena madurez.
Pero, de ser cierta esta afirmación, el bajo porcentaje de matrimonios y el alto número de
divorcios del mundo actual convertiría a la madurez en una etapa de la vida en peligro de
extinción que requeriría, hoy más que nunca, del concurso de la inteligencia emocional.
Si tenemos en cuenta los datos estadísticos relativos al número de divorcios,
comprobaremos que la media anual se mantiene más o menos estable pero si, en cambio,
calculamos la probabilidad de que una pareja recién casada acabe divorciándose, nos
veremos obligados a reconocer que, en este sentido, se ha producido una peligrosa
escalada. Así pues, si bien la proporción total de divorcios entre los recién casados
permanece estable, el índice de riesgo de separación, no obstante, ha aumentado
considerablemente.
Y este cambio resulta más patente cuando se comparan los porcentajes de divorcio de
quienes han contraído matrimonio en un determinado año. Por ejemplo, el porcentaje de
divorcio de quienes se casaron el año 1 890 en los Estados Unidos era del orden del 10%,
una cifra que alcanzó el 18% en los matrimonios celebrados en 1920 y el 30% en 1950. Las
parejas que iniciaron su relación matrimonial en 1970 tenían el 50% de probabilidades de
separarse o de seguir juntas ¡mientras que, en 1990, esta probabilidad había alcanzado el
67%! Si esta estimación es válida, sólo tres de cada diez personas recién casadas pueden
confiar en seguir unidas.
Podría aducirse que este incremento se debe, en buena medida, no tanto al declive de
la inteligencia emocional como a la constante erosión de las presiones sociales que
antiguamente mantenían cohesionada a la pareja (el estigma que suponía el divorcio o la
dependencia económica de muchas mujeres con respecto a sus maridos), aun estando
sometida a las condiciones más calamitosas. Pero el hecho es que, al desaparecer las
presiones sociales que mantenían la unión del matrimonio, ésta sólo puede asentarse sobre
la base de una relación emocional estable entre los cónyuges.
En los últimos años se ha llevado a cabo una serie de investigaciones que se ha
ocupado de analizar con una precisión desconocida hasta la fecha los vínculos emocionales
que mantienen los esposos y los problemas que pueden llegar a separarlos. Es muy posible
que el avance más importante en la comprensión de los factores que contribuyen a la unión
o a la separación del matrimonio esté ligado al uso de sutiles instrumentos fisiológicos que
permiten rastrear minuciosamente, instante tras instante, los intercambios emocionales que
tienen lugar en la interacción entre los miembros de la pareja. Los científicos se hallan
actualmente en condiciones de detectar las más mínimas descargas de adrenalina de un
marido —que, de otro modo, pasarían inadvertidas—, las modificaciones de la tensión
arterial y de registrar, asimismo, las fugaces —aunque muy reveladoras— microemociones
que muestra el rostro de una esposa. Estos registros fisiológicos demuestran la existencia de
un subtexto biológico que subyace a las dificultades por las que atraviesa una pareja, un
nivel crítico de realidad emocional que suele pasar inadvertido y que, en consecuencia, se
tiende a soslayarlo completamente. Estos datos ponen de relieve, pues, las auténticas
fuerzas emocionales que contribuyen a mantener o a destruir una relación. Pero no debemos
olvidar, no obstante, que gran parte del fracaso de las relaciones de pareja se asienta en las
diferencias existentes entre los mundos emocionales de los hombres y de las mujeres.
EL FRACASO MATRIMONIAL
Pero este tipo de quejas es algo más que una simple protesta, es un verdadero
atentado contra la personalidad del otro, una crítica dirigida al individuo y no a sus actos.
Ante el intento de disculpa de Tom, Pamela le estigmatizó con los calificativos de «egoísta y
desconsiderado». No es infrecuente que las parejas atraviesen por momentos similares,
momentos en los que una queja sobre algo que el otro ha hecho se convierte en un ataque
en toda regla contra la persona y no contra el hecho en cuestión.
Estas feroces críticas personales tienen un impacto emocional mucho más corrosivo
que una queja razonada y tienden a producirse —quizá comprensiblemente— con mayor
frecuencia cuando la esposa o el marido siente que sus quejas no son escuchadas ni tenidas
en consideración.
La diferencia existente entre una queja y una crítica personal es evidente. En la queja,
uno señala específicamente aquello que le molesta del otro miembro de la pareja y critica
sus acciones —no su persona— expresándole cómo se siente. Por ejemplo, la frase «cuando
olvidaste meter mi ropa en la lavadora sentí que te preocupabas muy poco de mi» no es
beligerante ni pasiva sino una expresión asertiva que ilustra un grado de inteligencia
emocional. Lo que ocurre en el caso de la crítica personal, en cambio, es que un miembro
de la pareja se sirve de una demanda concreta para arremeter contra el otro («Siempre eres
igual de egoísta e insensible. Esto me demuestra que no puedo confiar en que hagas nada
bien»). Este tipo de crítica deja a quien la recibe avergonzado, disgustado, ultrajado y
humillado, y es muy probable que termine abocando a una reacción defensiva que no
contribuya en nada a mejorar la situación.
Las críticas cargadas de quejas suelen ser muy destructivas, especialmente en el caso
de que no sólo se transmitan mediante las palabras sino que se expresen de forma airada y
recurriendo también al tono de voz y al gesto. La forma más evidente consiste en la
ridiculización o el insulto directo («idiota», «puta» o «cabrón»), pero la verdad es que el
lenguaje corporal puede alcanzar el mismo grado de ensañamiento que el ataque verbal (un
gesto despectivo, fruncir el labio —la señal universal del disgusto— o poner los ojos en
blanco en un gesto de resignación).
La impronta facial de la queja consiste en la contracción de los músculos que retraen
los extremos de la boca hacia los lados (normalmente hacia la izquierda) y en la elevación
de los ojos. La presencia tácita de esa expresión emocional en el rostro de uno de los
esposos aumenta el ritmo cardiaco del otro en dos o tres latidos por minuto. Esta
comunicación soterrada termina provocando un efecto fisiológico ya que, según descubrió
Gottman, si un marido muestra con frecuencia su desprecio de este modo, la esposa acusará
una clara propensión hacia una gama concreta de problemas de salud que van desde el
simple resfriado hasta la gripe, las infecciones de vejiga y los desórdenes gastrointestinales.
Y Gottman considera que, cuando el rostro de la esposa expresa contrariedad —el pariente
próximo del reproche— cuatro o más veces durante una conversación de quince minutos, es
un síntoma de que la pareja se separará en un periodo máximo de cuatro años.
Pero aunque las protestas o las expresiones ocasionales de disgusto no suelen
conducir a la disgregación del matrimonio, constituyen un factor de riesgo equivalente al
hecho de fumar o de padecer una elevada tasa de colesterol para terminar desarrollando una
enfermedad cardiaca; de modo que, cuanto más intensa y prolongada sea la descarga de este
tipo de emociones, mayor será el peligro. En el camino que conduce hasta el divorcio, cada
una de estas situaciones sienta las bases para la siguiente, en una escala de sufrimiento
creciente. De este modo, las quejas, las desavenencias y las criticas frecuentes constituyen
peligrosos indicadores que evidencian que la mujer o el marido han establecido un veredicto
concluyente de culpabilidad sobre el otro. Esta condena inapelable constituye una pauta
negativa y hostil de pensamiento que desemboca fácilmente en agresiones que hacen que el
receptor se ponga a la defensiva y se apreste de inmediato al contraataque.
PENSAMIENTOS TOXICOS
Los niños están alborotando más de la cuenta y Martin —su padre— está cada vez
más irritado. Entonces se dirige a su esposa Melanie con un agresivo:
—Querida ¿no crees que los chicos deberían estarse quietos?
(Pero lo que en realidad está pensando es: «Melanie es demasiado permisiva con los
niños».)
Ante el irritante comentario de su marido, Melanie se enoja. Entonces, su rostro se
tensa, frunce el ceño y replica:
—Sólo están jugando un rato. No tardarán mucho en acostarse.
(Pero su auténtico pensamiento es: «ya está Martin quejándose otra vez».)
Ahora es Martin quien se halla ostensiblemente enfadado e, inclinándose
amenazadoramente hacia delante con los puños apretados, exclama:
—¿No podrías acostarlos ahora mismo, querida?
(Su verdadero pensamiento, no obstante, es: «me lleva la contraria en todo lo que
digo. Tendré que hacerlo yo mismo».)
Melanie. asustada por la súbita muestra de cólera de Martin responde, en un tono más
sosegado:
—No. Ya iré yo y los acostaré.
(Pero lo que realmente piensa es: «esta perdiendo el control y podría llegar a pegarles.
Será mejor que le siga la corriente».)
Este tipo de conversaciones paralelas —la verbal y la mental— ha sido puesto de
manifiesto por Aaron Beck. el creador de la terapia cognitiva, como ejemplo de los
pensamientos que pueden emponzoñar una relación matrimonial. «El auténtico intercambio
emocional que tuvo lugar entre Melanie y Martin estaba prefigurado por sus
pensamientos y éstos. a su vez, estaban predeterminados por un estrato mental más
profundo al que Beck denomina “pensamientos automáticos”», es decir, creencias fugaces
sobre las personas con quienes nos relacionamos y sobre nosotros mismos que reflejan
nuestras actitudes emocionales más profundas. El pensamiento profundo de Melanie era
algo así como «Martin me intimida continuamente con sus enfados», mientras que el de
Martin. por su parte, era «no tiene ningún derecho a tratarme así». De este modo Melanie
se siente como una víctima inocente en su matrimonio mientras que Martin cree que tiene
todo el derecho a indignarse por lo que considera un trato injusto por parte de su esposa.
El pensamiento de que uno es una víctima inocente o de que tiene derecho a
indignarse es típico de aquellos matrimonios en crisis que, de un modo u otro, se agreden de
continuo. Una vez que este tipo de pensamientos —como, por ejemplo, la justa indignación
— se automatizan, desempeñan un papel autoconfirmante y. de este modo, el miembro de la
pareja que se siente víctima acecha constantemente todo lo que hace el otro para poder
confirmar su propia opinión de que está siendo atacado o menospreciado, ignorando, al
mismo tiempo, todo acto mínimamente positivo que pueda cuestionar o contradecir esta
visión.
Este tipo de pensamientos es muy poderoso y pone en marcha el sistema de alarma
neurológico. El pensamiento de que uno es una víctima desencadena un secuestro
emocional que activa la larga serie de ofensas que uno ha recibido del otro, olvidando
simultáneamente todo lo positivo que haya aportado que no cuadre con la visión de que uno
es una víctima inocente. De este modo, el otro miembro de la pareja se ve encerrado en una
especie de callejón sin salida ya que todo lo que haga —aunque trate de ser deliberadamente
amable— será reinterpretado a través de este prisma de negatividad y rechazado como una
tímida tentativa de negar su culpa.
En situaciones similares, las parejas que se hallan libres de este tipo de procesos
mentales suelen adoptar una interpretación más positiva, en consecuencia son menos
proclives a experimentar un secuestro emocional y, en caso de hacerlo, se recuperan con
mayor prontitud. El patrón general de pensamientos que alimentan o, por el contrario,
aligeran la crisis se atiene al modelo de optimismo o pesimismo propuesto en el capitulo 6
por el psicólogo Martin Seligman. La visión pesimista sería aquélla que considera que
nuestra pareja tiene un defecto inherente e inmutable que sólo genera sufrimiento: «es un
egoísta que sólo piensa en sí mismo. Así lo parieron y jamás cambiará. Lo único que quiere
de mí es que esté completamente a su servicio sin tener en cuenta cuáles son mis
sentimientos». La visión optimista contrapuesta podría expresarse más o menos del
siguiente modo: «ahora parece muy exigente pero, en el pasado, ha demostrado ser muy
comprensivo. Tal vez esté atravesando una mala racha. Es muy posible que tenga algún
problema en el trabajo». Esta última perspectiva no descalifica al otro miembro de la pareja
ni considera desesperanzadamente que la relación matrimonial esté dañada de manera
irreversible, sino que piensa, en cambio, que sólo se trata de un problema circunstancial y
pasajero. La primera actitud aboca a la desazón mientras que la segunda proporciona, en
cambio, una sensación de mayor sosiego.
Las parejas que adoptan una postura pesimista son sumamente proclives a los raptos
emocionales y se enfadan, ofenden y molestan por todo lo que hace su compañero,
creciendo su irritación a medida que avanza la discusión. Este estado de inquietud interna,
unido a su actitud pesimista, les hace más proclives a recurrir a la crítica y las quejas
desconsideradas en las desavenencias con su pareja, lo cual incrementa, a su vez, la
probabilidad de terminar adoptando una actitud defensiva o de clara cerrazón.
Es muy posible que los pensamientos tóxicos más virulentos sean aquéllos que
albergan los hombres que llegan a maltratar físicamente a sus esposas. Un estudio sobre la
violencia marital llevado a cabo por psicólogos de la Universidad de Indiana demostró que
las pautas de pensamiento de estos hombres son las mismas que las de los niños bravucones
del patio de recreo. Suele tratarse de hombres que interpretan las acciones neutras de sus
esposas como ataques y utilizan este prejuicio para justificar su agresividad hacia ellas
(quienes se muestran sexualmente agresivos en sus citas con las mujeres sufren un proceso
muy parecido, prejuzgándolas con suspicacia y desdeñando sus posibles objeciones)i Como
hemos visto en el capítulo 7, este tipo de hombres se siente especialmente amenazado por el
desdén, el rechazo o la vergüenza pública a que les pueden someterles sus esposas. Una
escena típica que suele activar la «justificación» de la violencia del marido es la siguiente:
«estás en una fiesta y de repente te das cuenta de que hace media hora que tu mujer está
hablando y riendo con ese hombre tan atractivo que parece estar coqueteando con ella». La
respuesta habitual de este tipo de hombres ante el rechazo o abandono de sus esposas oscila
entre la indignación y la humillación. Es muy posible que, en tal caso, pensamientos
automáticos del tipo «ella va a dejarme» actúen a modo de desencadenante de un secuestro
emocional en el que el marido violento reaccione impulsivamente o, como dicen los
investigadores, manifieste una «respuesta conductual inapropiada”
Estas actitudes suelen originar un estado de crisis constante que sirve de detonante a
frecuentes secuestros emocionales que dificultan la cicatrización de las heridas provocadas
por la ira.
Gottman utiliza el término desbordamiento para referirse a esta sobrecarga de
desazón emocional que resulta imposible de controlar y que arrastra consigo a quienes se
ven superados por la negatividad de su pareja y por su propia respuesta ante ella. El
desbordamiento impide oir sin distorsiones el mensaje recibido, responder con la cabeza
despejada, organizar los pensamientos y termina desatando las más primitivas de las
respuestas. Lo único que desean quienes se ven arrastrados por las emociones es que la
tempestad amaine, escapar de la situación o. a veces, incluso vengarse. De este modo, el
desbordamiento constituye un tipo de secuestro emocional que se autoperpetua.
Hay personas que presentan un elevado umbral de desbordamiento, personas que
soportan fácilmente el enfado y los reproches mientras que otras, en cambio, saltan
disparadas en el mismo instante en que su cónyuge las critica. El correlato fisiológico del
desbordamiento se mide por el aumento del ritmo del latido cardiaco. En condiciones de
reposo, la frecuencia cardíaca de la mujer es de unas ochenta y dos pulsaciones por minuto,
mientras que la de los hombres es del orden de setenta y dos (aunque hay que precisar que
el promedio concreto depende de la altura y el peso de la persona). El desbordamiento
comienza con un aumento del ritmo cardíaco de unos diez latidos por minuto sobre la
frecuencia normal en condiciones de reposo y, cuando esta frecuencia alcanza las cien
pulsaciones por minuto (cosa que puede ocurrir fácilmente en situaciones de enfado o de
llanto), se dispara la secreción de adrenalina y de otras hormonas que contribuyen a
mantener elevado el estado de estrés durante un buen rato.
De este modo, la frecuencia cardíaca constituye un claro indicador del momento en
que se produce un secuestro emocional, en cuyo caso el aumento puede llegar ser de diez,
veinte o hasta treinta pulsaciones en el corto intervalo que separa un latido del siguiente. En
esa situación, los músculos se tensan y la respiración se hace dificultosa, se produce una
especie de aluvión de sentimientos tóxicos, una incómoda y aparentemente inevitable
inundación de miedo e irritación que requiere de «todo el tiempo del mundo»,
subjetivamente hablando, para poder ser superada.
En el momento culminante del secuestro, las emociones alcanzan una intensidad
extraordinaria, la perspectiva del sujeto se estrecha y su pensamiento se vuelve tan confuso
que no existe la menor posibilidad de poder asumir el punto de vista del otro y tratar de
solucionar las cosas de un modo más razonable.
Está claro que, en alguna que otra ocasión, todas las parejas atraviesan por momentos
de intensidad similar. El problema comienza cuando uno u otro cónyuge se siente
continuamente desbordado. En este caso, el miembro de la pareja que se siente agobiado
La distinta forma en que los hombres y las mujeres se relacionan con los sentimientos
dolorosos tiene consecuencias tan peligrosas para la vida de relación que tal vez debiéramos
preguntarnos ¿qué es lo que pueden hacer las parejas para salvaguardar el amor y el afecto
que se profesan mutuamente?, o, dicho de otro modo, ¿qué es lo que mantiene a salvo al
matrimonio? Las investigaciones realizadas sobre las parejas que perduran a lo largo de los
años han llevado a los consejeros matrimoniales a esbozar un conjunto de recomendaciones
específicas para hombres y para mujeres, y una serie de consejos de carácter más global
aplicables tanto a unos como a otros.
Hablando en términos generales, los hombres y las mujeres necesitan remedios
emocionales diferentes. En este sentido, nuestra recomendación seria que los hombres no
trataran de eludir los conflictos sino que, en cambio, intentaran comprender que las
llamadas de atención de una esposa o sus muestras de disgusto, pueden estar motivadas por
el amor y por el intento de mantener la fluidez y la salud de la relación (aunque,
ciertamente, la hostilidad manifiesta también puede responder a otros motivos).
La acumulación soterrada de quejas va creciendo en intensidad hasta el momento en
que se produce una explosión, mientras que su expresión abierta, en cambio, libera el
exceso de presión. Los maridos, por su parte, deben comprender que el enfado y el
descontento no son sinónimos de un ataque personal sino meros indicadores de la intensidad
emocional con que sus esposas viven la relación.
Los hombres también debe permanecer atentos para no tratar de zanjar una discusión
antes de tiempo proponiendo una solución pragmática precipitada porque, para una esposa,
es sumamente importante sentir que su marido escucha sus quejas y empatiza con sus
sentimientos (lo cual no necesariamente supone que deba coincidir con ella). En tal caso, la
esposa podría interpretar este consejo como una forma de rechazo, como si sus
sentimientos fueran algo absurdo o carente de importancia. Por el contrario, los maridos
que, en lugar de subestimar las quejas de su esposa, permanecen junto a ella en medio del
fragor de una discusión, las hacen sentirse escuchadas y respetadas. Lo que una esposa
desea es que sus sentimientos sean tenidos en cuenta, respetados y valorados, aunque el
marido se halle en desacuerdo.
No es infrecuente, por tanto, que una esposa se tranquilice cuando sienta que se
escucha su punto de vista y se tienen en cuenta sus sentimientos.
En lo que respecta a las mujeres, el consejo es muy parecido.
Dado que uno de los principales problemas para el hombre es que su esposa suele ser
demasiado vehemente al formular sus quejas, ésta debería hacer el esfuerzo de no atacarle
personalmente. Una cosa es una queja y otra muy distinta una crítica o una expresión de
desprecio personal. Las quejas no son ataques al carácter sino tan sólo la clara afirmación
de que una determinada acción resulta inaceptable. Las agresiones personales suelen
provocar la reacción defensiva y el atrincheramiento del marido, lo cual sólo contribuye a
aumentar la sensación de frustración y a provocar la escalada de la violencia. También
puede ser de gran ayuda el que la esposa trate de formular sus quejas en un contexto más
amplio sin dejar de expresar el amor que pueda sentir hacia su marido.
El periódico de hoy nos brinda una lección objetiva sobre la forma más inadecuada de
resolver los conflictos que aquejan a los matrimonios. Marlene Lenick se peleó con su
esposo Michael porque él quería ver el partido entre los Cowboys de Dallas y los Eagles de
Filadelfia, mientras que lo que ella quería era ver las noticias. Cuando su marido se sentó en
el sofá dispuesto a ver el partido, la señora Lenick dijo que «ya había tenido suficiente
fútbol» y, acto seguido, se dirigió al dormitorio, cogió un revólver del calibre 38 y disparó
dos veces sobre su esposo. Como consecuencia de este incidente, Marlene ha sido acusada
de intento de homicidio con premeditación y puesta en libertad bajo fianza de 50.000
dólares, mientras que el señor Lenick, por su parte, tuvo suerte y sigue recuperándose de
las heridas de bala que rozaron su abdomen y le atravesaron el omóplato izquierdo y el
cuello. Por suerte son pocas las disputas matrimoniales que alcanzan este grado de
virulencia pero nos brindan una oportunidad excelente para revisar aquellas condiciones que
pueden infundir un mínimo de inteligencia emocional a la relación matrimonial. Por ejemplo,
las parejas más estables expresan abiertamente sus puntos de vista cuando abordan un tema,
una actitud que también pone en juego la capacidad de saber escuchar. Desde un punto de
vista emocional, cualquier muestra de empatía constituye una excelente válvula de escape
de la tensión puesto que lo que generalmente busca un cónyuge dolido es que se tengan en
cuenta sus sentimientos.
Las parejas que acaban divorciándose suelen mostrarse incapaces de encontrar
argumentos que detengan la escalada de la tensión. La diferencia existente entre las parejas
que mantienen una relación saludable y aquéllas otras que terminan divorciándose radica en
la presencia o ausencia de vías que ayuden a disolver las desavenencias conyugales. Las
válvulas de seguridad que impiden que una discusión desemboque en una explosión de
consecuencias irreversibles dependen de acciones tan sencillas como atajar la discusión a
tiempo antes de que se desproporcione, la empatía y el control de la tensión. Estas acciones
constituyen una especie de termostato emocional que impide que la expresión de los
sentimientos rebase el punto de ebullición y nuble la capacidad de los miembros de la pareja
para centrarse en el tema que estén discutiendo.
Una estrategia global que puede contribuir al buen funcionamiento del matrimonio
consiste en no tratar de centrarse de entrada en aquellos temas álgidos concretos que suelen
desencadenar las peleas matrimoniales (como, por ejemplo, el cuidado de los niños, el sexo,
el dinero y el trabajo doméstico) sino, en cambio, tratar de cultivar juntos la inteligencia
emocional y así aumentar las posibilidades de que las cosas discurran por cauces más
sosegados. Existe un abanico de competencias emocionales —la capacidad de tranquilizarse
a uno mismo (y de tranquilizar a la pareja), la empatía y el saber escuchar— que facilitan el
que la pareja sea capaz de resolver más eficazmente sus desacuerdos. El desarrollo de este
tipo de habilidades hace posible la existencia de discusiones sanas, de «buenas peleas» que
contribuyen a la maduración del matrimonio y cortan de raíz las formas negativas de
relación que suelen conducir a su disgregación. Pero los hábitos emocionales no pueden
cambiarse de la noche a la mañana, se trata de una labor que exige mucha atención y
perseverancia. Los cambios fundamentales que puede experimentar una pareja están
directamente relacionados con la profundidad de su motivación. La mayor parte de las
reacciones emocionales que se presentan en el seno del matrimonio comenzaron a
modelarse desde nuestra más tierna infancia, imbuidas por el aprendizaje que supuso la
relación entre nuestros padres y ejercitadas posteriormente en nuestras relaciones más
íntimas. Por más que tratemos de convencernos de lo contrario, todos llevamos la impronta
de los hábitos emocionales aprendidos en la relación que sostuvimos con nuestros padres
(como reaccionar desproporcionadamente ante agravios de poca importancia o encerrarnos
en nosotros mismos al menor signo de enfrentamiento).
Si tenemos en cuenta que los pensamientos negativos sobre nuestra pareja constituyen
el desencadenante del desbordamiento emocional, no nos resultará difícil comprender el
gran alivio que puede suponer que la mujer o el marido afectados por este tipo de críticas
las exteriorice. Los pensamientos del tipo «no puedo soportar más tiempo esta situación» o
«no merezco este trato» constituyen expresiones que responden al modelo de víctima
inocente o de justa indignación. Como señala el terapeuta cognitivo Aaron Beck, cuando el
marido o la mujer, en lugar de limitarse a sentirse heridos o enfadados, pueden darse cuenta
de estos pensamientos y hacerles frente, comienzan a liberarse de su influjo. Pero, para ello,
será necesario que primero aprendan a dominar este tipo de pensamientos, a darse cuenta de
que no tienen por qué creer en ellos y a hacer el esfuerzo deliberado de buscar argumentos
o perspectivas que permitan cuestionarlos. Una esposa, por ejemplo, que, en medio de una
discusión, piensa «no tiene en cuenta mis necesidades» o «sólo piensa en sí mismo», puede
afrontar este tipo de pensamientos recordando las múltiples ocasiones en que su marido se
ha mostrado amable con ella.
Esto le permitirá reencuadrarlos y relativizarlos: «aunque lo que ha hecho me parece
absurdo y me ha molestado, otras veces, en cambio ha demostrado claramente que se
preocupa por mí». La primera formulación sólo aboca a sentirse más dolido e irritado
mientras que la segunda, en cambio, deja abierta la posibilidad de que se produzca una
transformación y una resolución positiva.
Él:¡Estás gritando!
Ella: Es cierto, estoy gritando. Pero tú no has oído ni una sola palabra de lo que he
dicho. Tú no me escuchas.
El hecho de saber escuchar constituye una habilidad que contribuye a mantener unida
a la pareja. Aun en medio de una acalorada discusión, cuando tanto la mujer como el
marido son presa de un secuestro emocional, él, ella o, en ocasiones, ambos a la vez,
podrían reconducir la situación tratando de serenarse y respondiendo positivamente a
cualquier intento conciliador. No obstante, las parejas que acaban divorciándose suelen
dejarse arrastrar por la ira, se aferran a los pormenores del problema inmediato y se
muestran incapaces de escuchar —por no hablar de responder positivamente— cualquier
oferta de paz implícita en las palabras de su pareja. La actitud defensiva se manifiesta en la
forma en que el sujeto ignora o rechaza las quejas del otro, reaccionando como si se tratara
de un ataque en lugar de un intento de arreglar las cosas. También es cierto que, a veces, los
argumentos aducidos por el otro miembro de la pareja pueden adoptar la forma de un
ataque o expresarse con tal carga de negatividad que difícilmente podrían tomarse de otro
modo.
Pero, aun en el peor de los casos, siempre cabe la posibilidad de que la pareja
reconsidere conscientemente lo que se han dicho el uno al otro, tratando de obviar los
contenidos más hostiles o negativos del intercambio —el tono, los insultos y las críticas
mordaces—, tratando de extraer sus aspectos más relevantes.
Pero, para poder afrontar este reto, cada miembro de la pareja deberá tener presente
que la negatividad manifiesta de su compañero constituye una declaración tácita de la
importancia que reviste el tema para él o, dicho de otro modo, constituye una demanda de
atención. Así, en el caso de que ella gritase: « ¿no vas a dejar de interrumpirme?», él, por
ejemplo, podría responder sin reaccionar a su hostilidad diciendo: «muy bien. Continúa y di
todo lo que tengas que decir».
La empatía —que consiste en escuchar los sentimientos reales subyacentes al
mensaje verbal— es el modo más eficaz de escuchar sin adoptar una actitud defensiva.
Como vimos en el capitulo 7, para que cada miembro de la pareja sea capaz de empatizar
realmente con el otro es imprescindible que aprenda a sosegar sus reacciones emocionales
hasta volverse lo bastante sensible a sus propias respuestas fisiológicas como para poder
captar con fidelidad los sentimientos de su pareja. Sin esta receptividad fisiológica no
existirá la menor posibilidad de captar los sentimientos del otro. La empatía desaparece en
el mismo momento en que nuestros sentimientos son tan poderosos como para anular todo
lo demás y no dejar abierta la menor posibilidad de sintonizar con el otro.
Existe un método muy eficaz, utilizado con frecuencia en la terapia matrimonial, que
se denomina «reflejar» y que permite establecer una escucha emocionalmente adecuada.
Cuando un miembro de la pareja expresa una demanda, el otro debe reformularla en sus
propias palabras, tratando de expresar no sólo los pensamientos sino también los
sentimientos subyacentes implicados.
Luego, este reflejo debe ser contrastado para asegurarse de que es adecuado y, en
caso contrario, repetirlo de nuevo hasta conseguirlo. No obstante, hay que decir que este
ejercicio no es tan sencillo como parece a simple vista. El hecho de sentirse adecuadamente
reflejado no sólo proporciona la sensación de que uno está siendo comprendido sino que
también conlleva necesariamente una cierta armonía emocional que a veces basta para
desmantelar un ataque inminente y terminar con la escalada de la violencia que puede
conducir a un enfrentamiento abierto.
El arte de hablar de forma no defensiva consiste en la capacidad de ceñirse a una
queja concreta sin terminar desembocando en un ataque personal. El psicólogo Haim
Ginott, el pionero de los programas de comunicación eficaz, afirma que la mejor forma de
expresar una demanda responde al modelo «XYZ», es decir, «cuando dices X me haces
sentir Y, pero me habría gustado sentirme Z». Por ejemplo: «cuando no me llamaste por
teléfono y no me avisaste de que llegarías tarde a nuestra cita para cenar me sentí
despreciada y enfadada. Me habría gustado que me advirtieras de tu retraso», en lugar del
habitual «eres un desconsiderado y un egoísta». En resumen, pues, la comunicación abierta
no supone un desafío, una amenaza ni un insulto, y tampoco deja lugar para ninguna de las
innumerables manifestaciones de una actitud defensiva, como las excusas, la evitación de
responsabilidades, los contraataques destructivos, etcétera. En este caso la empatía vuelve a
revelarse como un instrumento sumamente eficaz.
Cabe añadir, por último, que el respeto y el amor no sólo pueden despejar la
hostilidad del seno del matrimonio, sino también de todos los demás ámbitos de nuestra
vida. Un modo muy eficaz de disminuir la tensión que provoca una pelea es permitir que el
otro miembro de la pareja sepa que somos capaces de comprender su punto de vista y
aceptar su posible validez, aunque no coincida plenamente con el nuestro. Otra posibilidad
consiste en tratar de asumir nuestra parte de responsabilidad o incluso disculpamos si
reconocemos que nos hemos equivocado. En el peor de los casos, esta confirmación
significa que uno comprende lo que se le está diciendo y tiene en cuenta las emociones
implicadas («me doy cuenta de que estás alterada») aunque no esté de acuerdo con su
motivación. En cambio, en otras ocasiones, por ejemplo, cuando no hay ninguna pelea en
juego la confirmación puede adoptar la forma de un elogio, tratando de destacar y alabar
explícitamente alguna cualidad del otro. Este tipo de comunicación no sólo contribuye a
crear una relación de pareja más sosegada, sino que también permite ir acumulando un
capital emocional de sentimientos positivos.
La práctica
del actual. En mi opinión, estas actitudes, hoy en día, están pasadas de moda y se está
abriendo paso una nueva realidad que sitúa a la inteligencia emocional en el lugar que le
corresponde dentro del mundo empresarial. Como me dijo Shoshona Zuboff, psicóloga de
la Harvard Business School, «en este siglo las empresas han experimentado una verdadera
revolución, una revolución que ha transformado correlativamente nuestro paisaje
emocional. Hubo un largo tiempo durante el cual la empresa premiaba al jefe
manipulador, al luchador que se movía en el mundo laboral como si se hallara en la
selva. Pero, en los años ochenta, esta rígida jerarquía comenzó a descomponerse bajo las
presiones de la globalización y de las tecnologías de la información. La lucha en la selva
representa el pasado de la vida corporativa, mientras que el futuro está simbolizado por
la persona experta en las habilidades interpersonales».
Algunas de las razones de esta situación son bien patentes, imaginemos, si no, las
consecuencias de un equipo de trabajo en el que alguien fuera incapaz de reprimir una
explosión de cólera o que careciera de la sensibilidad necesaria para captar lo que siente la
gente que le rodea. Todos los efectos nefastos de la alteración sobre el pensamiento que
hemos mencionado en el capitulo 6 operan también en el mundo laboral. Cuando la gente se
encuentra emocionalmente tensa no puede recordar, atender, aprender ni tomar decisiones
con claridad. Como dijo un empresario: «el estrés estupidiza a la gente».
Imaginemos, por otra parte, los efectos beneficiosos del dominio de las habilidades
emocionales fundamentales (ser capaces de sintonizar con los sentimientos de las personas
que nos rodean, poder manejar los desacuerdos antes de que se conviertan en abismos
insalvables, tener la capacidad de entrar en el estado de «flujo» mientras trabajamos,
etcétera). El liderazgo no tiene que ver con el control de los demás sino con el arte de
persuadirles para colaborar en la construcción de un objetivo común. Y, en lo que respecta
a nuestro propio mundo interior, nada hay más esencial que poder reconocer nuestros
sentimientos más profundos y saber lo que tenemos que hacer para estar más satisfechos
con nuestro trabajo.
Existen otras razones menos evidentes que reflejan los importantes cambios que están
aconteciendo en el mundo empresarial y que contribuyen a situar las aptitudes emocionales
en un lugar preponderante. Permítanme ahora destacar tres facetas diferentes de la
inteligencia emocional: la capacidad de expresar las quejas en forma de críticas positivas, la
creación de un clima que valore la diversidad y no la convierta en una fuente de fricción y el
hecho de saber establecer redes eficaces.
Durante las dos semanas siguientes el ingeniero estuvo obsesionado por los
comentarios del vicepresidente. Desalentado y deprimido, estaba convencido de que nunca
más se le asignaría ningún proyecto de importancia y, aunque estaba contento con su
trabajo, llegó a pensar incluso en abandonar la compañía.
Finalmente fue a visitar al vicepresidente y le habló de la reunión, de sus críticas y de
su desánimo. Fue entonces cuando le preguntó: «Estoy algo confundido con lo que usted
trataba de hacer. No comprendo cuáles eran sus intenciones. ¿Le importaría decirme qué
era lo que pretendía?»
El vicepresidente se quedó perplejo, pues no tenía la menor idea de que sus
observaciones hubieran tenido un efecto tan devastador. De hecho, en modo alguno había
desestimado el proyecto sino que, por el contrario, opinaba que era prometedor, pero que
todavía debía seguir perfeccionándose. Y lo que menos había pretendido era herir los
sentimientos de nadie. Luego, tardíamente, pidió perdón por lo ocurrido.
Éste, en realidad, es un problema de feedback, un problema de dar la información
exacta necesaria para que la otra persona siga por un determinado camino. El feedback, en
su sentido original en la teoría de sistemas, implica el intercambio de datos sobre cómo está
funcionando una parte de un sistema, con la comprensión de que todas las partes están
interrelacionadas, de modo que la transformación de una parte puede terminar afectando a
la totalidad. En una empresa, todo el mundo forma parte del sistema, y el feedback es el
alma de la organización, el intercambio de información que permite que la gente sepa si está
haciendo bien su trabajo o si, por el contrario, debe mejorarlo, efectuar algunos cambios o
reorientarlo por completo. Sin feedback la gente permanece en la oscuridad y no tiene la
menor idea de la forma en que debe relacionarse con su jefe o con sus compañeros, lo que
se espera de ellos y qué problemas empeorarán a medida que pase el tiempo.
En cierto sentido, la crítica es una de las funciones más importantes de un jefe aunque
es también una de las más temidas y soslayadas. Como ocurría con el sarcástico
vicepresidente del ejemplo con el que comenzábamos esta sección, los jefes no suelen ser
especialmente diestros en el arte crucial del feedback. Y esta deficiencia tiene un coste
realmente extraordinario porque, del mismo modo que la salud emocional de una pareja
depende de la forma en que expresen sus quejas, la eficacia, la satisfacción y la
productividad de la empresa dependen también de la forma en que se hable de los problemas
que se presenten. En realidad, la forma en que se expresan y se reciben las críticas
constituye un elemento determinante en la satisfacción del trabajador con su cometido, con
sus compañeros y con sus superiores.
Las vicisitudes emocionales que operan en el seno del matrimonio también lo hacen en
el mundo laboral, donde asumen formas similares. En ambos casos, las críticas suelen
expresarse en forma de quejas personales más que como quejas sobre las que se puede
actuar, en forma de acusaciones personales cargadas de disgusto, sarcasmo y desprecio y,
en consecuencia, también dan lugar a reacciones de defensa, de declinación de la
responsabilidad y finalmente al pasotismo o a la amarga resistencia pasiva que provoca el
hecho de sentirse maltratado. De hecho, como nos dijo un ejecutivo, una de las formas más
comunes de crítica destructiva consiste en una afirmación generalizada y universal —
como, por ejemplo: «¡tú lo confundes todo!», expresada en un tono duro, sarcástico y
enojado— que no propone una forma mejor de hacer las cosas ni tampoco deja abierta la
menor posibilidad de respuesta. Este tipo de afirmación, en suma, despierta los sentimientos
de impotencia y de enojo. Desde el punto de vista de la inteligencia emocional, estas críticas
manifiestan una flagrante ignorancia de los sentimientos que puede llegar a tener un efecto
devastador en la motivación, la energía y la confianza de quien las recibe.
Esta dinámica destructiva quedó clara en una investigación en la que se pidió a una
serie de ejecutivos que recordaran algún momento en el que una amonestación a sus
subordinados hubiera terminado convirtiéndose en un ataque personal. El hecho es que
estos ataques tienen efectos muy similares a los que ocurren en el seno del matrimonio
puesto que, la mayor parte de las veces, los empleados que los recibieron reaccionaron
poniéndose a la defensiva, disculpándose, eludiendo la responsabilidad o cerrándose
completamente en banda (que no es sino una forma de tratar de evitar todo contacto con la
persona que le está regañando). No cabe la menor duda de que, si se les hubiera sometido al
mismo tipo de microscopio emocional que John Gottman utilizó con las parejas casadas, se
habrían descubierto en aquellos atribulados empleados los mismos pensamientos de víctima
inocente o de justa indignación propios de los maridos o esposas que se sentían
injustamente atacados y lo mismo habría ocurrido si se hubieran medido sus reacciones
fisiológicas. Y esta respuesta pone en marcha un ciclo que, en el mundo empresarial, suele
abocar al equivalente laboral del divorcio: la renuncia al trabajo o el despido.
En un estudio realizado sobre 108 jefes y trabajadores de cuello blanco, las críticas
inadecuadas estaban por delante de la desconfianza, los problemas personales y las luchas
por el poder y el salario como uno de los principales motivos de conflicto en el mundo
laboral.
Un experimento llevado a cabo en el Rensselaer Polytechnic Institute demostró
claramente el efecto pernicioso de la crítica mordaz sobre las relaciones laborales. El
experimento consistía en elaborar un anuncio para un nuevo champú, una tarea que fue
encomendada a un grupo de voluntarios. Otro voluntario (confabulado con los
experimentadores) era el encargado de valorar —mediante dos tipos de críticas
predeterminadas— los anuncios que se proponían. Una de las críticas era considerada y
concreta, pero la otra incluía acusaciones sobre supuestas deficiencias innatas de la persona
(con comentarios tales como «no merece la pena que vuelvas a intentarlo. No puedes
hacer nada bien» o «tal vez sea falta de talento. Se lo pediré a otro»).
Comprensiblemente, quienes se sentían atacados se ponían a la defensiva, se enojaban
y rehusaban colaborar en futuros proyectos con la persona que les había criticado. Muchos
dijeron que no volverían a relacionarse con ella; en otras palabras, se cerraron
completamente a ellos. Este tipo de crítica resultaba tan desalentador que, quienes la
recibían, abandonaban toda nueva tentativa y —tal vez lo más perjudicial— afirmaban
sentirse incapaces de hacer las cosas bien. El ataque personal, en suma, tiene un efecto
devastador sobre el estado de ánimo.
La mayor parte de los ejecutivos son muy proclives a la crítica y muy comedidos, en
cambio, con las alabanzas, dejando así que sus subordinados sólo reciban un feedback
cuando han cometido un error. Esto es lo que suele ocurrir en el caso de los ejecutivos que
permanecen sin dar ningún tipo de feedback durante largos períodos de tiempo. «Casi todos
los problemas de rendimiento de los trabajadores no aparecen súbitamente sino que van
desarrollándose a lo largo del tiempo», señala J.R. Larson, un psicólogo de la Universidad
de Illinois (Urbana), quien luego prosigue diciendo: «si un jefe no expresa prontamente sus
sentimientos, su frustración irá lentamente en aumento hasta que, el día más inesperado,
estalle de golpe. Si, por el contrario, manifiesta sus críticas, el empleado tendrá, al
menos, la posibilidad de corregir el problema. Con demasiada frecuencia, la gente sólo
expresa sus críticas cuando las cosas han llegado ya a un punto extremo; en otras
palabras, cuando están demasiado enfadados como para poder controlar lo que dicen. Y
lo que ocurre entonces es que las críticas se vierten del peor modo posible, con un tono de
amargo sarcasmo, sacando a la luz la larga lista de agravios que han ido acumulando,
agrediendo con ella a sus empleados. Pero este tipo de ataques no hace más que
desencadenar una guerra, porque quien los recibe se siente agredido y termina
enojándose. Esta es, en resumen, la peor forma de motivar a alguien».
La estrategia adecuada
ACEPTAR LA DIVERSIDAD
Sylvia Skeeter, ex—capitán del ejército de unos treinta años de edad, era gerente de
un restaurante Denny’s en Columbia (Carolina del Sur). Una tranquila noche, un grupo de
clientes negros —un ministro presbiteriano, un pastor y dos cantantes de gospel— entraron
y se sentaron dispuestos a cenar mientras las camareras les ignoraban. «Las camareras —
recordaba Skeeter— comenzaron entonces a hablar, con las manos en las caderas, como si
las personas que acababan de sentarse a un par de metros no existieran».
Skeeter, indignada, se enfrentó entonces a las camareras y se quejó al director, quien
se encogió de hombros respondiendo: «así es como han sido educadas y no hay nada que yo
pueda hacer por cambiar las cosas». Skeeter, que era negra, renunció entonces a su trabajo.
Si se hubiera tratado de un incidente aislado esta situación hubiera podido pasar
completamente inadvertida. Pero el hecho es que Sylvia Skeeter fue una de las muchas
personas que fueron llamadas a declarar como testigo en un juicio por prejuicios raciales
seguido contra la cadena Denny’s cuyo veredicto final les obligó a pagar 54 millones de
dólares en concepto de indemnización a los miles de clientes negros que habían sufrido este
tipo de vejaciones.
Entre los muchos demandantes se encontraban siete agentes afroamericanos del
servicio secreto que, en un viaje que hicieron como agentes de seguridad del presidente
Clinton cuando éste visitó la Academia Naval de Annapolis, tuvieron que esperar cerca de
una hora su desayuno mientras sus colegas de la mesa de al lado eran servidos al momento.
Otra de las demandantes fue una mujer negra paralítica de Tampa (Florida), quien
permaneció esperando en su silla de ruedas durante un par de horas a que le sirvieran el
postre después de una cena de fin de curso. A lo largo del juicio seguido por esta manifiesta
discriminación, quedó demostrado que el origen del problema radicaba en la creencia —
especialmente al nivel de los gerentes del distrito y de las distintas secciones— de que los
clientes negros eran malos para el negocio.
sus creencias intelectuales al respecto que transformar sus sentimientos más profundos.
No son pocos los sureños que me han confesado que, aunque sus mentes ya no sigan
alimentando el odio en contra de los negros, no por ello dejan de experimentar una cierta
repugnancia cuando estrechan sus manos. Los sentimientos son un residuo del aprendizaje
al que fueron sometidos siendo niños en el seno de sus familias».
El poder de los estereotipos sobre los que se asientan los prejuicios procede de la
misma dinámica mental que los convierte en una especie de profecía autocumplida. En este
sentido, las personas recuerdan más fácilmente los ejemplos que confirman un estereotipo
que aquéllos otros que tienden a refutarlo. Por esto cuando en una fiesta, por ejemplo, nos
presentan a un inglés abierto y cordial —un hecho que desmiente el estereotipo del británico
frío y reservado— la gente suele decirse a sí misma que es una excepción o que «ha estado
bebiendo».
La persistencia de los prejuicios sutiles puede explicar el hecho por el cual, aunque
durante los últimos cuarenta años la actitud de los norteamericanos blancos hacia los negros
haya sido cada vez más tolerante y las personas repudien cada vez mas abiertamente las
actitudes racistas, todavía siguen subsistiendo formas encubiertas y sutiles de prejuicio.
Cuando a este tipo de personas se les pregunta por el motivo de su conducta afirman no
tener prejuicios, pero lo cierto es que, digan lo que digan, en situaciones ambiguas siguen
comportándose de un modo racista.
Éste es el caso, por ejemplo, del jefe que cree no tener prejuicios pero que se niega a
contratar a un trabajador negro —no por motivos racistas, en su opinión, sino porque su
educación y su experiencia «no son idóneas para el trabajo»—, pero que no tiene los
mismos remilgos a la hora de contratar a un blanco que posea la misma formación. O
también puede asumir la forma de colaborar con un vendedor blanco y negarse a hacer lo
mismo con un vendedor de origen negro o hispano.
Pero, si bien los prejuicios largamente sostenidos no pueden ser desarraigados con
facilidad, sí que es posible, no obstante, hacer algo distinto con ellos. En el caso de
Denny’s, por ejemplo, hubiera tenido que amonestarse a las camareras o a los directores de
sección que se dedicaban a discriminar a los negros. Pero, en lugar de eso, algunos jefes
parecen haberles alentado, al menos tácitamente, a ejercer la discriminación (porque algunas
de las políticas seguidas por la empresa —como exigir que los clientes negros pagaran por
anticipado o negarse a enviar felicitaciones de cumpleaños a sus clientes negros, por
ejemplo— eran abiertamente racistas). Como dijo John P. Relman, el abogado que presentó
la demanda contra Denny’s en nombre de los agentes negros del servicio secreto: «el equipo
directivo de Denny’s no quiso darse cuenta de lo que el personal estaba haciendo. Debe
haber habido algún mensaje que permitió a los directores de sección actuar siguiendo sus
impulsos racistas». Pero todo lo que sabemos sobre las raíces de los prejuicios y sobre la
forma de eliminarlos sugiere que es precisamente esta actitud —la de hacer oídos sordos—
la que consiente la discriminación. En este contexto, no hacer nada significa dejar que el
virus del prejuicio se propague sin ofrecer resistencia alguna. Más fundamental todavía que
los cursos de entrenamiento en la diversidad —o tal vez esencial para que éstos logren su
objetivo— es la posibilidad de cambiar de manera decisiva las normas de funcionamiento de
un grupo asumiendo, desde la cúspide del organigrama hacia abajo, una postura activa en
contra de cualquier forma de discriminación. Tal vez, de este modo, los prejuicios no
puedan erradicarse, pero lo que sí que puede eliminarse son los actos de prejuicio. Como
dijo un ejecutivo de IBM: «no podemos tolerar ningún tipo de menosprecio ni de insulto.
El respeto por los derechos de los individuos constituye un elemento capital de la cultura
de IBM». Si la investigación sobre los prejuicios tiene alguna lección que ofrecernos para
contribuir a establecer una cultura laboral más tolerante, ésta es la de animar a las personas
a manifestarse claramente en contra de los más pequeños actos de discriminación o acoso
(contar chistes ofensivos o colgar calendarios de chicas ligeras de ropa que resultan
degradantes para la mujer, por ejemplo). Un estudio descubrió que, cuando las personas de
un grupo escuchan a alguien expresar prejuicios étnicos, los miembros del grupo tienden a
hacer lo mismo. El simple acto de llamar a los prejuicios por su nombre o de oponerse
francamente a ellos establece una atmósfera social que los desalienta mientras que, por el
contrario, hacer como si no ocurriera nada equivale a autorizarlos. En este quehacer,
quienes se hallan en una posición de autoridad desempeñan un papel fundamental, porque el
hecho de no condenar los actos de prejuicio transmite el mensaje tácito de que tales actos
son adecuados. Por el contrario, responder a esas acciones con una reprimenda transmite el
poderoso mensaje de que los prejuicios no son algo intrascendente sino que tienen
consecuencias muy reales (y, por cierto, muy negativas).
Aquí también son beneficiosas las habilidades que proporciona la inteligencia
emocional, no sólo en lo que se refiere a cuándo hay que hablar claro sino también en
cuanto a saber como hacerlo. De hecho, este tipo de feedback debería transmitirse con toda
la sutileza de una crítica eficaz que pudiera escucharse sin despertar las resistencias del
receptor. Cuando los jefes y los compañeros hacen esto —o aprenden a hacerlo— de
manera natural, los actos de prejuicio terminan desvaneciéndose.
Los más eficaces cursos de entrenamiento en la diversidad imponen un nuevo
contexto explicito de reglas que deja los prejuicios fuera de lugar, alentando a los
espectadores silenciosos a manifestar sus malestares y sus objeciones. Otro ingrediente
activo de los cursos de entrenamiento en la diversidad consiste en asumir el punto de vista
del otro, una postura que fomenta la empatía y la tolerancia, porque es más probable que
uno se manifieste claramente en contra de algo cuando ha podido experimentarlo
directamente en carne propia.
En resumen, pues, es más práctico tratar de eliminar la expresión de los prejuicios que
intentar cambiar esa actitud, puesto que los estereotipos cambian muy lentamente (si es que
lo hacen).
Como lo demuestran aquellos casos en los que se ha tratado de eliminar la
discriminación escolar y que terminaron generando más hostilidad intergrupal, el simple
hecho de reunir a la gente procedente de diferentes grupos contribuye poco o nada a
menoscabar la intolerancia. La multitud de programas de entrenamiento en la diversidad que
se han generalizado en el ámbito empresarial ha puesto de relieve que un objetivo realista
consiste en cambiar las normas de funcionamiento de un grupo en el que operan los
prejuicios. Este tipo de programas sirven para promover en la conciencia colectiva la idea
de que la intolerancia o el acoso no son aceptables y no serán tolerados. Pero de eso a tener
la esperanza poco realista de que esta clase de programas erradicará los prejuicios media un
abismo.
Además, dado que los prejuicios constituyen una variedad del aprendizaje emocional,
el reaprendizaje es posible, aunque necesite tiempo y no pueda ser el resultado de un simple
cursillo de entrenamiento en la diversidad. Lo que sí puede servir, en cambio, es la
cooperación sostenida día tras día y el esfuerzo cotidiano hacia un objetivo común entre
personas procedentes de sustratos diferentes. Lo que nos enseñan las escuelas que
promueven la integración racial es que, cuando el grupo fracasa en este intento, se forman
pandillas hostiles y se intensifican los estereotipos negativos. Pero cuando los estudiantes
trabajan en equipo como iguales en la búsqueda de un objetivo común, como ocurre en los
equipos deportivos o en las bandas de música —y como también sucede naturalmente en el
mundo laboral cuando las personas trabajan codo con codo a lo largo de los años— los
estereotipos terminan rompiéndose. No luchar en contra de los prejuicios en el puesto de
A finales de este siglo, un tercio de la población laboral activa de los Estados Unidos
serán «trabajadores del conocimiento», es decir, personas cuya productividad estará
orientada hacia el aumento del valor de la información (va sea como analistas de mercado,
escritores o programadores de ordenador). Peter Drucker, el eminente experto del mundo
empresarial que acuñó el término «trabajadores del conocimiento», señala que la experiencia
de estos trabajadores es altamente especializada y, dado que los escritores no son editores
ni los programadores de ordenadores son distribuidores de software, su productividad
depende de la adecuada coordinación de los esfuerzos individuales en el seno de un equipo.
Hasta ahora, la gente siempre ha trabajado en cadena pero, según Drucker, en el caso de los
trabajadores del conocimiento «la unidad de trabajo no será el individuo sino el
equipo». Por ese mismo motivo es por lo que la inteligencia emocional —las habilidades
que fomentan la armonía entre las personas— será un bien cada vez más preciado en el
mundo laboral.
La forma más rudimentaria de equipo de trabajo organizativo es la reunión —ya sea
en una sala de juntas, en una sala de conferencias o en una oficina—, un elemento
insoslayable del trabajo de cualquier grupo de ejecutivos. La reunión —la confluencia de
personas en una misma habitación— no es sino una forma evidente y algo anticuada de
trabajo, dado que las redes electrónicas, el correo electrónico, las teleconferencias, los
equipos de trabajo, las redes informales, etcétera, están convirtiéndose en nuevas entidades
funcionales dentro del mundo empresarial. Bien podríamos decir que si el organigrama
jerárquico constituye el esqueleto de una organización, estos componentes humanos
constituyen su sistema nervioso central.
Dondequiera que la gente se reúna a colaborar, ya sea en una reunión de planificación
organizativa o en un equipo de trabajo que aspira a la creación de un producto común,
existe una sensación muy real de una especie de CI grupal que constituye la suma total de
los talentos y habilidades de todos los implicados. Y es este CI el que determina lo bien que
cumplen con su cometido.
Pero el factor más importante de la inteligencia colectiva no es tanto el promedio de
los CI académicos de sus componentes individuales como su inteligencia emocional. En
realidad, la verdadera clave del elevado CI de un grupo es su armonía social. Es
precisamente la capacidad de armonizar la que determina el que, manteniendo constantes
todas las demás variables, un determinado grupo sea especialmente diestro, productivo y
eficaz mientras que otro —compuesto por individuos cuyos talentos sean equiparables—
obtenga resultados más pobres.
La idea de que existe una inteligencia grupal procede de Robert Sternberg, un
psicólogo de Yale, y de Wendy Williams, una estudiante graduada, que llevaron a cabo una
investigación para tratar de comprender los elementos que contribuyen a la eficacia de un
determinado grupo.« Después de todo, cuando las personas se reúnen para trabajar en
equipo, cada una de ellas aporta determinados talentos (como, por ejemplo, la fluidez
verbal, la creatividad, la empatía o la experiencia técnica). Y, si bien un grupo no puede
ser «más inteligente» que la suma total de los talentos de los individuos que lo componen,
si que puede, en cambio, ser mucho más estúpido en el caso de que su dinámica interna no
potencie los talentos de los implicados». Este axioma resultó evidente cuando Sternberg y
Williams reclutaron a diversas personas para formar grupos que debían enfrentarse al reto
creativo de diseñar una campaña publicitaria eficaz para un edulcorante ficticio que se
presentaba como un prometedor sustituto del azúcar.
Uno de los hallazgos más sorprendentes de aquella investigación fue que las personas
que estaban demasiado ansiosas por formar parte del grupo terminaron convirtiéndose en un
lastre que enlentecía su rendimiento global, porque eran demasiado controladores y
dominantes. Estas personas parecían carecer de uno de los componentes fundamentales de
la inteligencia social, la capacidad de reconocer lo que es apropiado y lo que no lo es en el
toma y daca de la relación social. Otro factor claramente negativo fueron los pesos muertos,
los individuos que no participaban.
El factor individual más importante para maximizar la excelencia del funcionamiento
de un grupo fue su capacidad de crear un estado de armonía que les permitiera sacar el
máximo rendimiento del talento de cada uno de sus miembros. En este sentido, el
rendimiento global de los grupos armoniosos era mayor cuando alguno de sus integrantes
era especialmente diestro, algo que en los otros grupos en los que existía mayor fricción
interindividual parecía resultar más difícil de capitalizar. El ruido emocional y social —el
ruido provocado por el miedo, la ira, la rivalidad o el resentimiento— disminuye el
rendimiento del grupo mientras que la armonía, en cambio, permite que un grupo saque el
máximo provecho posible de las aptitudes de sus miembros más talentosos y creativos.
La moraleja de este cuento es muy clara en lo que respecta al trabajo en equipo, pero
también tiene implicaciones más generales para cualquiera que trabaje en el seno de una
organización.
Muchas de las cosas que la gente hace en su trabajo dependen de su capacidad para
organizar una red difusa de compañeros, y diferentes tareas pueden exigir la participación
de diferentes componentes de esa red. Y esto, a su vez, permite la creación de grupos ad
hoc, grupos compuestos especialmente para sacar el máximo rendimiento posible de los
talentos, la experiencia y la situación de sus integrantes. En este sentido, la forma en que la
gente puede «trabajar» una red —es decir, convertirla en un equipo provisional ad hoc—
constituye un factor crucial en el éxito en el mundo laboral.
Veamos, por ejemplo, un estudio sobre trabajadores «estrella» realizado en los
mundialmente famosos Laboratorios Bell. de Princeton, un lugar que concentra una
densidad de talentos difícil de igualar. Ahí trabajan ingenieros y científicos cuyo CI
académico es extraordinariamente elevado. Pero dentro de este pozo de talentos, algunos
son verdaderas «estrellas» mientras que otros sólo alcanzan resultados más bien mediocres.
Pues bien, la investigación demostró que la diferencia entre unos y otros no radica tanto en
su CI académico como en su CI emocional y que los trabajadores «estrella» eran personas
más capaces de motivarse a sí mismas y más dispuestas a organizar sus redes informales en
equipos ad hoc.
Los trabajadores «estrella» estudiados trabajaban en una división de la empresa que se
dedicaba a crear y diseñar los dispositivos electrónicos que controlan los sistemas
telefónicos, un instrumento muy complicado de la ingeniería electrónica. La elevada
complejidad de la tarea superaba tanto a la capacidad de cualquier individuo aislado que
debía realizarse en equipos de 5 a 150 ingenieros, puesto que ningún ingeniero aislado sabía
lo suficiente como para realizar a solas su trabajo y necesitaba la colaboración y la
experiencia de otras personas. Para descubrir la diferencia existente entre los muy
productivos y aquéllos otros que eran mediocres, Robert Kelley y Janet Caplan pidieron a
los jefes y a los empleados que seleccionaran entre el 10 y el 15% de los ingenieros que
destacaban como «estrellas».
trabajo y más allá de él— y disponer del autocontrol necesario como para organizar
adecuadamente su tiempo y su trabajo. Todas estas habilidades, obviamente, forman parte
de la inteligencia emocional.
Existe, por tanto, una fuerte evidencia de que el descubrimiento realizado en los
Laboratorios Bell augura un futuro en el que las habilidades básicas de la inteligencia
emocional —el trabajo en equipo, la colaboración entre los individuos y el aprendizaje de
una mayor eficacia colectiva— serán cada vez más importantes. En la medida en que los
servicios basados en el conocimiento y el capital intelectual vayan convirtiéndose en un
factor más decisivo en las organizaciones, la forma en que la gente colabore entre sí irá
convirtiéndose también en una auténtica ventaja intelectual. Así pues, el crecimiento y hasta
la misma supervivencia de la organización depende, en definitiva, del aumento de la
inteligencia emocional colectiva.
Un ligero dolor en la ingle me obligó a visitar al médico. Todo parecía muy normal
hasta que el análisis de orina reveló la presencia de rastros de sangre.
—Quisiera que fuera al hospital a que le hicieran una citología renal —me comentó el
doctor, con tono distante.
No recuerdo nada de lo que dijo a continuación porque mí mente pareció quedarse
atrapada en la palabra citología... ¡cáncer!
Sólo tengo un recuerdo muy vago de lo que me dijo acerca del día y el lugar en que
debía hacerme la prueba. Y, aunque se trataba de unas indicaciones muy sencillas, tuvo que
repetírmelas tres o cuatro veces porque mi mente parecía resistirse a olvidar la palabra
citología y me sentía como si me acabaran de atracar frente a la puerta de mi propia casa.
Pero ¿de dónde provenía una reacción tan desproporcionada?
El médico se había limitado a hacer su trabajo tratando de rastrear todas las posibles
ramificaciones que le permitieran emitir un buen diagnóstico. Poco importaba, en aquel
momento, que la probabilidad racional de padecer cáncer fuera mínima, porque el reino de
la enfermedad está dominado por la emoción y por el miedo. Nuestra fragilidad emocional
ante la enfermedad se asienta en la creencia de que somos invulnerables, una creencia que la
enfermedad -especialmente la enfermedad grave— hace añicos, destruyendo así la seguridad
e invulnerabilidad de nuestro universo privado y volviéndonos súbitamente débiles,
desamparados e indefensos.
El problema estriba en que el personal sanitario se ocupa de las dolencias físicas pero
suele descuidar las reacciones emocionales de sus pacientes. Y esta falta de atención hacia
la realidad emocional del enfermo soslaya la creciente evidencia que demuestra el papel
fundamental que desempeña el estado emocional en la vulnerabilidad a la enfermedad y en la
prontitud del proceso de recuperación. Lamentablemente, sin embargo, la atención médica
moderna no suele caracterizarse por ser emocionalmente muy inteligente.
El hecho es que la entrevista con una enfermera o con un médico debería ser una
oportunidad para obtener una información tranquilizadora, amable y afectuosa y no, como
suele ocurrir, una invitación a la desesperanza. No es infrecuente que los profesionales
clínicos tengan demasiada prisa o se muestren indiferentes ante la angustia de sus pacientes.
A decir verdad, también hay enfermeras y médicos compasivos que dedican tiempo a
tranquilizar, informar y medicar de la manera adecuada, pero la tendencia general parece
abocarnos a un universo profesional en el que los imperativos institucionales transforman al
personal sanitario en alguien demasiado indiferente a la vulnerabilidad de sus pacientes o
demasiado presionado como para poder hacer algo al respecto. Y, si tenemos en cuenta la
cruda realidad de un sistema sanitario cada vez más mediatizado por las cuestiones
económicas, no parece que las cosas vayan a mejorar.
Más allá de las motivaciones humanitarias de que la labor del médico consiste tanto en
cuidar como en curar, existen otras importantes razones que nos inducen a pensar que la
realidad psicológica y sociológica de los pacientes compete también al dominio de la
medicina. Existen pruebas claras de que la eficacia preventiva y curativa de la medicina
podría verse potenciada si no se limitara a la condición clínica de los pacientes sino que
tuviera también en cuenta su estado emocional. Obviamente, esto no es aplicable a todos los
individuos y a todas las condiciones, pero el análisis de los datos procedentes de miles de
casos nos permite afirmar hoy, sin ningún género de dudas, las ventajas clínicas que
conlleva una intervención emocional en el tratamiento médico de las enfermedades graves.
Históricamente hablando, la medicina moderna se ha ocupado de la curación de la
enfermedad (del desorden clínico) dejando de lado el sufrimiento (la vivencia que el
paciente tiene de su enfermedad). Los pacientes, por su parte, se han visto obligados a
compartir este punto de vista y a sumarse a una conspiración silenciosa que trata de ocultar
las reacciones emocionales suscitadas por la enfermedad o a desdeñarías como algo
completamente irrelevante para el curso de la misma, una actitud que se ve reforzada,
asimismo, por un modelo médico que rechaza de pleno la idea misma de que la mente tenga
alguna influencia significativa sobre el cuerpo.
No obstante, en el polo opuesto nos encontramos con una ideología igualmente
contraproducente, la creencia de que somos los principales artífices de nuestras
enfermedades, la creencia de que basta con afirmar que somos felices y salmodiar una
retahíla de afirmaciones positivas para curarnos de las más graves dolencias. Pero esta
panacea retórica que magnifica la influencia de la mente sobre la enfermedad no hace sino
crear más confusión y aumentar la sensación de culpabilidad del paciente, como si la
enfermedad fuera el testimonio palpable de un estigma moral o de una falta de valía
espiritual.
La actitud justa está entre ambos extremos. Trataré, a continuación, de revisar la
información científica disponible para poner de relieve estas contradicciones y aclarar con
más precisión el peso de las emociones —y, en consecuencia, de la inteligencia emocional—
en el curso de la salud y de la enfermedad.
sistema inmunológico había aprendido a responder al agua con sacarina, algo que, según el
criterio científico prevalente, carecía de todo sentido.
Según el neurocientífico Francisco Varela, de la Escuela Politécnica de Paris, el
sistema inmunológico constituye el «cerebro del cuerpo», el que define su sensación de
identidad, de lo que le pertenece y lo que no le pertenece.’ Las células inmunológicas se
desplazan por todo el cuerpo con el torrente sanguíneo, estableciendo contacto con casi
todas las células del organismo y atacándolas cuando no las reconoce, cumpliendo así con la
función de defendernos de los virus, las bacterias o el cáncer. Pero también puede darse el
caso de que las células inmunológicas interpreten equivocadamente el mensaje de ciertas
células del cuerpo y terminen ocasionando una enfermedad autoinmune, como la alergia o el
lupus, por ejemplo. Hasta el día en que Ader realizó su imprevisto descubrimiento, los
fisiólogos, los médicos y hasta los biólogos consideraban que el cerebro (con sus diferentes
ramificaciones a través del cuerpo vía sistema nervioso central) y el sistema inmunológico
eran entidades independientes y. por tanto, incapaces de influirse mutuamente. Según los
conocimientos disponibles desde hacía un siglo, no existía ningún tipo de comunicación
entre los centros cerebrales que controlan el sabor y aquellas regiones de la médula ósea
encargadas de la fabricación de leucocitos.
En los años transcurridos desde entonces, el modesto descubrimiento realizado por
Ader ha obligado a cambiar radicalmente nuestro criterio sobre las relaciones existentes
entre el sistema inmunológico y el sistema nervioso central, dando origen a una nueva
ciencia, la psiconeuroinmunologia (o PNI), actualmente en la vanguardia de la medicina. El
mismo nombre de esta nueva ciencia da cuenta del vinculo existente entre la «mente»
(psico), el sistema neuroendocrino (neuro) —que subsume el sistema nervioso y el sistema
hormonal— y el término inmunología, que se refiere, obviamente, al sistema inmunológico.
A partir de entonces, una serie de investigadores ha descubierto que los mensajeros
químicos más activos, tanto en el cerebro como en el sistema inmunológico, se concentran
en las regiones nerviosas encargadas del control de las emociones? David Felten, colega de
Ader, nos ha proporcionado algunas de las pruebas más concluyentes a favor de la
existencia de un vinculo fisiológico directo entre las emociones y el sistema inmunológico.
Felten comenzó observando que las emociones tienen un efecto muy poderoso sobre el
sistema nervioso autónomo (encargado, entre otras cosas, de regular la cantidad de
insulina liberada en la sangre y la tensión arterial). Trabajando con su esposa Suzanne y
otros colegas, Felten logró determinar el lugar concreto en el que, por decirlo así, el sistema
nervioso se comunica directamente con los linfocitos y las células macrófagas del sistema
inmunológico. En sus observaciones realizadas con el microscopio electrónico, Felten
descubrió también la existencia de conexiones directas entre las terminaciones nerviosas del
sistema nervioso autónomo y las células del sistema inmunológico. Este punto físico de
contacto permite a las células nerviosas liberar los neurotransmisores que regulan la
actividad de las células inmunológicas (aunque, en realidad, la comunicación se establece en
ambos sentidos), un hallazgo ciertamente revolucionario porque hasta la fecha nadie había
sospechado siquiera que las células del sistema inmunológico pudieran ser el blanco de
mensajes procedentes del sistema nervioso.
Para determinar con mayor precisión la importancia de estas terminaciones nerviosas
en el funcionamiento del sistema inmunológico, Felten dio un paso más allá y llevó a cabo
diferentes experimentos con animales a los que extrajo algunos de los nervios de los
nódulos linfáticos y del bazo, en donde se elaboran y almacenan las células inmunológicas, y
luego les inoculó varios virus para tratar de verificar la respuesta de su sistema
inmunológico. El resultado de esta investigación constató un espectacular descenso en la
respuesta inmunológica frente al ataque vírico. La conclusión de Felten es que, a falta de
estas terminaciones nerviosas, el sistema inmunológico es incapaz de responder como
debiera ante una invasión vírica o bacteriana. Así pues, en resumen, el sistema nervioso no
sólo está relacionado con el sistema inmunológico sino que cumple con un papel esencial
para que éste desempeñe adecuadamente su función.
Otro factor fundamental en la relación existente entre las emociones y el sistema
inmunológico está ligado a las hormonas liberadas en situaciones de estrés. Las
catecolaminas (epinefrina y norepinefrina, llamadas también adrenalina y noradrenalina), el
cortisol, la prolactina y los opiáceos naturales (como, por ejemplo, la-endorfina y la
encefalina) son algunas de las hormonas liberadas en situaciones de tensión que tienen una
gran influencia sobre las células del sistema inmunológico. Aunque las relaciones concretas
existentes entre estas hormonas y el sistema inmunológico resultan muy difíciles de precisar,
no cabe la menor duda de que su presencia entorpece el adecuado funcionamiento de las
células inmunológicas. El estrés, por consiguiente, disminuye la resistencia inmunológica, al
menos de forma provisional, tal vez como una estrategia de conservación de la energía
necesaria para hacer frente a una situación que parece amenazadora para la supervivencia
del individuo. Pero, en el caso de que el estrés sea intenso y prolongado, la inhibición puede
terminar convirtiéndose en una condición permanente. ¿A partir del momento en que se hizo
evidente la relación entre el sistema nervioso y el sistema inmunológico? los microbiólogos
y otros científicos en general han seguido descubriendo cada vez más conexiones entre el
cerebro, el sistema cardiovascular y el sistema inmunológico.
Pero, a pesar de tales pruebas, la inmensa mayoría de los médicos siguen mostrándose
renuentes a aceptar la relevancia clínica de las emociones. Si bien es cierto que existen
numerosas investigaciones que demuestran que el estrés y las emociones negativas debilitan
la eficacia de distintos tipos de células inmunológicas, no siempre queda claro que su
alcance establezca algún tipo de diferencia clínica.
Pero el hecho es que cada vez son más los médicos que reconocen la incidencia de las
emociones en el desarrollo de la enfermedad. El doctor Camran Nezhat, eminente cirujano
ginecológico de la Universidad de Stanford, afirma que «cuando una mujer a quien voy a
intervenir quirúrgicamente me dice que tiene miedo, postergo de inmediato la intervención»,
y luego prosigue diciendo «todos los cirujanos saben que la gente muy asustada no
responde adecuadamente a una intervención quirúrgica, ya que tienden a sangrar en
exceso, son más propensos a las infecciones y a las complicaciones y tardan más tiempo
en recuperarse. Es mucho mejor, por tanto, que el paciente se halle completamente
sereno».
Es evidente que el pánico y la ansiedad aumentan la tensión arterial y que, en
consecuencia, las venas dilatadas por la presión sanguínea sangran más profusamente
cuando son seccionadas por el bisturí del cirujano. El sangrado excesivo —recordémoslo—
constituye una de las principales complicaciones a las que se enfrenta toda intervención
quirúrgica, una complicación que a veces puede terminar conduciendo hasta la misma
muerte.
Pero más allá de estos datos anecdóticos cada vez es mayor la información que
subraya la importancia clínica de las emocines. Es posible que los datos más convincentes al
respecto procedan de un metaanálisis que revisa los resultados de 101 investigaciones
llevadas a cabo con miles de personas. Este metaestudio confirma hasta qué punto resultan
nocivas para la salud las emociones perturbadoras « y demuestra que las personas que
sufren de ansiedad crónica, largos episodios de melancolía y pesimismo, tensión excesiva,
irritación constante, y escepticismo y desconfianza extrema, son doblemente propensas a
contraer enfermedades como el asma, la artritis, la jaqueca, la úlcera péptica y las
perdura hasta unas dos horas después de que el enfado haya desparecido.
Pero este descubrimiento no implica que debamos tratar de eliminar el enfado cuando
éste resulte apropiado, puesto que también existen pruebas de que su represión aumenta la
agitación corporal y la tensión arteriales Por otro lado, como hemos visto en el capítulo 5,
el hecho de expresar el enfado contribuye a alimentarlo, haciendo más probable este tipo de
respuesta frente a cualquier situación problemática. En opinión de Williams, la aparente
paradoja existente entre el hecho de expresar o no el enfado carece de toda importancia,
porque lo verdaderamente importante radica en la cronicidad o no de este estado de ánimo.
La expresión ocasional de la hostilidad no resulta peligrosa para la salud; el problema surge
cuando la irritabilidad se hace tan constante como para permitirnos adscribir al sujeto a un
tipo de personalidad hostil, un estilo personal anclado en la desconfianza y el escepticismo y
propenso a las críticas sarcásticas y humillantes, así como a los accesos de mal humor. Pero
el hecho es que la irritabilidad crónica no supone necesariamente una sentencia de muerte
sino que, por el contrario, constituye un hábito y que, como tal, puede ser modificado. En
este sentido, resulta relevante el resultado de un programa desarrollado en la Facultad de
Medicina de la Universidad de Stanford y dirigido a un grupo de pacientes que habían
sufrido un ataque cardíaco con la intención de ayudarles a moderar las actitudes que les
hacían proclives al mal genio. Este entrenamiento en el control del enfado condujo a una
disminución del 44% en la incidencia de nuevos ataques cardíacos en comparación con
aquellos otros pacientes que no se habían sometido a él. Otro programa concebido por
Williams arrojó resultados igualmente esperanzadores El programa de Williams, al igual
que el de Stanford, tiene por objeto enseñar los rudimentos básicos de la inteligencia
emocional, especialmente en lo que concierne al desarrollo de la empatía y a la atención a
los síntomas menores del enfado apenas se advierta su presencia. Este programa pide a los
participantes que hagan el esfuerzo decidido de anotar los pensamientos escépticos u
hostiles en el mismo momento en que se presenten. En el caso de que éstos persistan, el
sujeto debe tratar de interrumpirlos diciendo (o pensando) «¡alto!» y, a continuación, debe
tratar de reemplazarlos por otros más positivos. En el caso, por ejemplo, de que el ascensor
se retrase, uno debería tratar de buscar una explicación positiva en lugar de enojarse por la
falta de cuidado de la persona a quien uno supone responsable y, por ejemplo, en lo que
respecta a los encuentros interpersonales frustrantes, los pacientes deben desarrollar la
capacidad de ver las cosas desde el punto de vista de la otra persona. La empatía, en suma,
constituye un auténtico bálsamo para el enfado.
Como me dijo Williams: «el antídoto más adecuado contra la irritabilidad consiste
en el desarrollo de una actitud más confiada. Todo lo que se requiere es una motivación
adecuada, pero cuando las personas comprenden que su irritación puede conducirles
rápidamente a la tumba, se encuentran mucho más predispuestas a intentarlo».
«Me sentía continuamente ansiosa y tensa, una situación que empezó mientras estaba
en el instituto y era una excelente estudiante. Entonces comencé a preocuparme por las
notas, los horarios y la relación con los profesores y mis compañeros. Mis padres me
presionaban para que me esforzara todavía más y para que me convirtiera en una estudiante
modelo... Supongo que entonces sencillamente me derrumbé ante tanta presión, porque mis
problemas digestivos comenzaron durante el último año de instituto. Desde aquella época
he tenido que evitar el café y las comidas picantes. y cuando me siento inquieta o tensa,
noto como si el estómago me ardiera, y cada vez que estoy preocupada siento náuseas».
Según la experiencia científica disponible, es muy posible que la ansiedad —la
angustia ocasionada por las presiones de la vida— sea la emoción que se halle más
relacionada con el inicio y el proceso de recuperación de una enfermedad. Desde un punto
de vista evolutivo, la ansiedad tal vez resultara útil cuando cumplía con la función de
predisponemos a afrontar algún tipo de peligro, pero en la vida moderna suele manifestarse
de forma desproporcionada e inoportuna. En tal caso, la angustia no constituye tanto una
respuesta de activación ante un peligro real como una reacción ante una situación cotidiana
o que no es más que el producto de nuestra imaginación. En este sentido, los ataques
repetidos de ansiedad constituyen un indicador de un elevado nivel de estrés que, en casos
como el descrito en el párrafo anterior, son un ejemplo de la forma en que la ansiedad y el
estrés contribuyen a incrementar los problemas médicos.
En 1993, la revista Archives of Internal Medicine publicó una extensa investigación
realizada por el psicólogo de Yale Bruce McEwen, en la que refería las consecuencias de la
relación existente entre el estrés y la enfermedad, una relación que compromete a la función
inmunológica hasta el punto de acelerar la metástasis, aumentar la vulnerabilidad ante las
infecciones víricas, incrementar la formación de placa que conduce a la arteriosclerosis,
acelerar la formación de trombos que pueden causar un infarto de miocardio, fomentar la
manifestación de la diabetes de tipo I y el curso de la diabetes de tipo II, y desencadenar o
agravar los ataques de asma. El estrés también puede contribuir a la ulceración del tracto
gastrointestinal y a empeorar los síntomas de la colitis ulcerosa y la inflamación intestinal.
Hasta el mismo cerebro, a largo plazo, es susceptible a los efectos del estrés sostenido,
incluyendo las lesiones del hipocampo y afectando, en consecuencia, a la memoria. Según
McEwen: «cada vez hay más pruebas que demuestran que las experiencias estresantes
afectan directamente al sistema nervioso». Los estudios realizados sobre enfermedades
infecciosas como la gripe, el resfriado y el herpes, proporcionan una evidencia médica
particularmente relevante a este respecto. Continuamente nos hallamos expuestos a la
acción de estos virus, pero nuestro sistema inmunológico suele mantenerlos a raya, excepto
en aquellos momentos en los que el estrés emocional mina nuestras defensas. Ciertos
experimentos han demostrado que el estrés y la ansiedad debilitan la fortaleza del
sistema inmunológico, aunque no queda suficientemente claro si el alcance de esta merma
tiene alguna relevancia clínica, es decir, si resulta tan decisiva como para dejar expedito el
camino a la enfermedad. De hecho, la relación científica más evidente existente entre el
estrés y la ansiedad y la vulnerabilidad clínica procede de las investigaciones prospectivas,
es decir, de aquellas investigaciones realizadas con personas sanas, en las que se registra el
aumento de la ansiedad y luego se observa si se ha producido un debilitamiento del sistema
inmunológico y la posterior manifestación de la enfermedad.
Un estudio realizado por Sheldon Cohen, psicólogo de la Universidad de Carnegie-
Mellon, y otros científicos, en una unidad especializada en resfriados situada en Sheffield,
Inglaterra, cuantificó la magnitud del estrés que experimentaba la gente en sus vidas y luego
los expuso sistemáticamente a la acción del virus del resfriado. El hecho es que no todos los
sujetos expuestos al virus cayeron enfermos porque un sistema inmunológico fuerte puede
—y así lo hace continuamente— resistirse a la acción del virus del resfriado. El resultado
del experimento demostró que cuanta más tensión experimenta la persona en su vida
cotidiana, mayor es su predisposición a contraer un resfriado. Sólo el 27% de quienes
presentaban un bajo nivel de estrés contrajeron la enfermedad después de haber sido
expuestos a la acción del virus; cosa que, por el contrario, ocurrió en el 47% de quienes
tenían una vida más estresante. Esta parece una prueba irrefutable de que el estrés debilita el
sistema inmunológico. (Hay que decir también que ésta podría ser una de esas
investigaciones que confirma lo que todo el mundo sospechaba, una hipótesis elevada ahora
a la categoría de conclusión científica por el rigor metodológico con que se ha realizado.)
Otro estudio similar, realizado, en este caso con matrimonios que durante tres meses
fueron sometidos a un seguimiento para determinar los acontecimientos problemáticos a los
que estaban sujetos (como peleas matrimoniales, por ejemplo) demostró fehacientemente
que tres o cuatro días después de una disputa particularmente intensa, contraían un
resfriado o una infección de las vías respiratorias. Este lapso suele ser, precisamente, el
tiempo de incubación de la mayor parte de los virus, sugiriéndonos que la exposición a éstos
mientras se hallaban preocupados y alterados les volvió especialmente vulnerables. La
misma pauta de estrés-infección es aplicable también al virus del herpes (tanto al que afecta
a la zona de los labios como al genital). Después de que una persona haya sido afectada por
el virus, éste permanece en el cuerpo en estado latente, manifestándose tan sólo de manera
ocasional. Si éste fuera el caso, el nivel de anticuerpos en el torrente sanguíneo nos permite
determinarla y próxima incidencia del virus. Este indicador ha permitido predecir la
reactivación del virus del herpes en estudiantes de medicina que deben afrontar los
exámenes finales, en mujeres recién separadas y en personas sometidas a la presión
constante de tener que cuidar a un familiar aquejado de la enfermedad de Alzheimer. Otras
investigaciones han demostrado que la ansiedad no sólo provoca una disminución de la
respuesta inmunológica sino que también tiene efectos negativos sobre el sistema
cardiovascular.
Mientras la irritabilidad crónica y los episodios repetidos de cólera parecen aumentar
el riesgo de enfermedad coronaria en los hombres, las emociones más letales para las
mujeres son la ansiedad y el miedo. Un estudio llevado a cabo en la Facultad de Medicina
de la Universidad de Stanford sobre más de mil personas que habían padecido un ataque al
corazón demostró que las mujeres que habían sufrido un segundo ataque presentaban un
elevado índice de miedo y ansiedad que, en la mayoría de los casos, adoptaba la forma de
fobias paralizantes que, tras el primer ataque, las llevaba a dejar de conducir, abandonar el
trabajo y encerrarse en su casa. Los efectos fisiológicos perniciosos que acompañan al
estrés y la ansiedad mental —el tipo de estrés provocado por los trabajos en que uno se
halla sometido a una presión constante o a condiciones vitales difíciles (como, por ejemplo,
las que aquejan a las madres que viven solas con sus hijos y tienen que arreglárselas para
trabajar y cuidar de su familia) — están siendo estudiados minuciosamente. Stephen
Manuck, psicólogo de la Universidad de Pittsburgh, llevó a cabo un experimento en el que
sometió a treinta voluntarios a condiciones de estrés mientras controlaba la tasa en sangre
de ATP (adenosintrifosfato, una sustancia secretada por los trombocitos que es capaz de
provocar cambios en los vasos sanguíneos y ocasionar un ataque de apoplejía). El
experimento demostró que cuanto más intenso era el estrés mayor era el nivel de ATP, así
como el latido cardiaco y la tensión arterial.
Es comprensible, pues, que los riesgos para la salud aumenten en el caso de aquellos
oficios cuyo desempeño exija un esfuerzo y una eficacia extremos sin que el sujeto tenga la
menor posibilidad de controlar las condiciones de trabajo (una situación que hace que los
conductores de autobús, por ejemplo, presenten un elevado índice de hipertensión arterial).
En un estudio llevado a cabo con 569 pacientes aquejados de cáncer colorrectal en el que se
utilizó un grupo de control similar, quienes habían experimentado un deterioro manifiesto
de sus condiciones laborales durante los diez años anteriores demostraron ser cinco veces y
media más proclives a desarrollar cáncer que aquéllos otros que no se hallaban sometidos al
mismo nivel de estrés. La importancia médica del estrés es tal que las técnicas de relajación
—orientadas a reducir directamente el grado de excitación fisiológica— se están utilizando
clínicamente para aliviar los síntomas de numerosas enfermedades crónicas (entre las que se
incluyen, por citar sólo unas pocas, las enfermedades cardiovasculares, ciertos tipos de
diabetes, la artritis, el asma, los desórdenes gastrointestinales y el dolor crónico). El
aprendizaje de la relajación proporciona a los pacientes la ocasión de controlar sus
sensaciones y de evitar así un posible empeoramiento de su condición debido al estrés y la
angustia emocional.
Años después de haber sido sometida a una intervención quirúrgica para extirparle un
tumor maligno se le detectó una metástasis en el pecho. Su médico ya no le habló de
curación y le dijo que la quimioterapia sólo prolongaría —como mucho— unos pocos
meses más su vida. Comprensiblemente, se sumió en una profunda depresión y siempre que
acudía al oncólogo acababa estallando en lágrimas. Sin embargo, la única respuesta que
recibía del facultativo cada vez que esto ocurría era pedirle que abandonara la consulta.
Dejando de lado el daño motivado por la desconsiderada actitud del oncólogo ¿tenía
acaso alguna relevancia clínica el hecho de que éste no supiera relacionarse con el
desconsuelo de su paciente? A partir del momento en que una enfermedad alcanza ese
grado de virulencia no parece probable que las emociones puedan tener algún tipo de efecto
apreciable en su desarrollo. Aunque es evidente que la cualidad de los últimos meses de vida
de esta mujer se vio ensombrecida por la depresión, todavía no está claro el efecto de la
tristeza sobre el curso del cáncer. Pero el hecho es que hay muchas investigaciones que
apuntan a la conclusión de que la depresión desempeña un papel relevante en otras
condiciones clínicas, especialmente en lo que concierne a la fase de empeoramiento de la
enfermedad. Cada vez es mayor la evidencia de que los pacientes deprimidos que se hallan
aquejados de una enfermedad grave también deberían recibir tratamiento para su depresión.
Una de las complicaciones que conlleva el tratamiento de la depresión es que sus
síntomas, entre los que se incluye el letargo y la pérdida de apetito, suelen confundirse con
los síntomas de otras enfermedades, especialmente en el caso de que sean tratados por
médicos que tengan poca experiencia en el diagnóstico psiquiátrico. Y esa incapacidad para
diagnosticar y tratar la depresión que puede acompañar a una enfermedad grave (como
ocurría en el caso de la mujer aquejada de cáncer de mama) puede constituir, en si misma,
un riesgo añadido para su desarrollo.
Doce de los trece pacientes aquejados de depresión que formaban parte de un grupo
de cien que habían sido sometidos a un trasplante de médula ósea fallecieron antes del
primer año, mientras que 34 de los 87 restantes todavía seguían con vida dos años después.
Por otra parte, la probabilidad de que los pacientes aquejados de insuficiencia renal crónica
que eran sometidos a diálisis y a quienes se había diagnosticado una depresión mayor
falleciera en los dos años posteriores era mucho mayor que la de aquellos otros que no
estaban deprimidos, un hecho que demuestra que la depresión es un mejor predictor que
cualquier otro síntoma clínico. Pero la vía que conecta la emoción con la condición médica
no es biológica sino actitudinal; dicho de otro modo, los pacientes depresivos están menos
predispuestos a colaborar con el tratamiento y pueden mentir sobre la dieta, lo cual,
obviamente, les expone a un riesgo todavía mayor.
La depresión también parece tener cierta incidencia sobre las enfermedades cardiacas.
En un estudio realizado con 2.832 personas de mediana edad que fueron sometidas a un
seguimiento de doce años, quienes experimentaban una sensación de permanente
abatimiento y desesperación presentaban una tasa más elevada de mortalidad debida a
enfermedades cardíacas y en el 3% de los casos aquejados de una depresión mayor, esa tasa
era cuatro veces superior.
La depresión parece suponer un riesgo médico especialmente grave para los
supervivientes de un ataque cardíaco. En una investigación realizada en un hospital de
Montreal, los pacientes deprimidos que fueron dados de alta después de haber padecido un
primer ataque al corazón presentaron un índice de mortalidad muy elevado durante los seis
meses siguientes. La tasa de mortalidad de uno de cada ocho pacientes de los mas
seriamente deprimidos de ese estudio era cinco veces superior a la de otros pacientes
aquejados de una enfermedad similar, un factor de riesgo tan importante como las
principales causas de muerte por ataque cardiaco, como la disfunción del ventrículo
izquierdo o la existencia de un historial previo en este sentido. Uno de los posibles
mecanismos que explicaría esta situación es que la depresión incide directamente en la
variabilidad del latido cardíaco, incrementando así el riesgo de arritmias fatales.
También se ha constatado que la depresión puede obstaculizar el proceso de
recuperación de las fracturas de cadera. En un determinado estudio llevado a cabo con
varios miles de ancianas aquejadas de este tipo de lesión, todas ellas fueron objeto de un
diagnóstico psiquiátrico en el momento de ingresar en el hospital. Las que fueron
diagnosticadas de depresión no sólo permanecieron ingresadas una media de ocho días más
que aquéllas otras que padecían lesiones similares pero que no presentaban ningún síntoma
de depresión, sino que tan sólo un tercio de ellas logró volver a caminar de nuevo. Por su
parte, las mujeres deprimidas que, además de la atención médica correspondiente, recibieron
ayuda psiquiátrica para tratar de superar su depresión, necesitaron menos fisioterapia para
poder volver a caminar y tuvieron menos reingresos en los tres meses posteriores a que se
les diera el alta que aquellas otras que no recibieron ningún tipo de tratamiento psicológico.
Otro estudio demostró que uno de cada seis pacientes cuya condición física era tan
calamitosa que se hallaban entre el 10% de personas que más recurrían a los servicios
médicos (porque estaban afectados de diversas dolencias como, por ejemplo, la diabetes y la
enfermedad cardiaca) se hallaba aquejado de una depresión grave. Y, cuando estos
pacientes recibieron atención psicológica, el número de días al año que estuvieron de baja
descendió de 79 a 51 en quienes estaban aquejados de depresión mayor y de 62 a 18 días en
quienes sufrían una depresión moderada.
de colesterol o la tensión arterial). Otra investigación demostró que los pacientes más
optimistas que habían sufrido una operación de bypass arterial se recuperaban mucho antes
y sufrían menos complicaciones, tanto durante como después de la intervención, que los
más pesimistas. La esperanza, al igual que su pariente cercano el optimismo, también
constituye un factor curativo. En este sentido, las personas esperanzadas se muestran
comprensiblemente más capaces de superar los retos que les presente la vida, incluyendo los
problemas mentales. En un estudio realizado entre personas paralizadas por una lesión en la
espina dorsal, las más esperanzadas tenían una mayor movilidad física que aquéllas otras
aquejadas de la misma incapacidad pero que se sentían desesperanzadas. La esperanza
resulta especialmente relevante en el caso de las parálisis por lesiones de la médula espinal,
ya que este tipo de tragedia clínica suele aquejar a jóvenes que han sufrido un accidente
automovilístico y que tendrán que permanecer en esta penosa condición durante el resto de
su vida. El modo en que la persona reacciona emocionalmente ante este hecho tiene
profundas consecuencias en el esfuerzo que realice para mejorar su funcionalidad física y
social. Existen muchas posibles explicaciones de las importantes consecuencias de una
actitud pesimista u optimista sobre la salud. Una hipótesis sostiene que el pesimismo aboca
a la depresión y que ésta, a su vez, afecta a la resistencia del sistema inmunológico frente a
las infecciones y los tumores. Pero ésta no es más que una especulación que, hasta la fecha,
no se ha podido comprobar. Otra teoría afirma que la persona pesimista es incapaz de
cuidarse a si misma y, en relación con esto, se aducen estudios que demuestran que los
pesimistas fuman y beben más y hacen menos ejercicio que los optimistas, es decir, que
tienen hábitos más perjudiciales para la salud. Tal vez un día descubramos que la fisiología
de la esperanza supone una ventaja biológica en la lucha del cuerpo contra la enfermedad.
Habría que añadir, por un lado, el aislamiento a la lista de riesgos emocionales para la
salud y decir, por el otro, que los vínculos emocionales constituyen un elemento protector.
Los estudios realizados a lo largo de dos décadas sobre más de treinta y siete mil sujetos
han demostrado que el aislamiento social —la sensación de que uno no tiene a nadie con
quien compartir sus sentimientos o mantener cierta intimidad— duplica las probabilidades
de contraer una enfermedad y de morir Según un informe publicado en Science en 1987, el
aislamiento «tiene la misma incidencia en la tasa de mortalidad que el tabaco, la tensión
arterial elevada, el alto nivel de colesterol, la obesidad y la falta de ejercicio físico». El
tabaquismo multiplica por 1,6 veces el riesgo de mortalidad mientras que el aislamiento
social lo duplica, convirtiéndolo así, a todas luces, en un importantísimo factor de riesgo
para la salud. Los hombres, por otra parte, soportan peor el aislamiento que las mujeres. En
este sentido, los hombres solitarios son de dos a tres veces más propensos a morir que
quienes mantienen estrechos lazos con los demás mientras que, en lo que respecta a las
mujeres solitarias, este riesgo es sólo una vez y media superior al de las mujeres más
sociables. Esta diferencia en el impacto que tiene la soledad sobre las mujeres y sobre los
hombres puede radicar en que aquéllas tienden a establecer relaciones emocionalmente más
próximas que éstos y que, tal vez por ello, no precisen de la misma cantidad de relaciones
que los hombres.
Soledad, no obstante, no significa aislamiento. Son muchas las personas que viven
retiradas o que tienen muy pocos amigos y que, en cambio, se sienten satisfechas y gozan de
una salud excelente. El aislamiento que implica un riesgo clínico consiste en la sensación
subjetiva de desarraigo y de no tener a nadie a quien recurrir. Y esta situación resulta
terrible en la moderna sociedad urbana por el creciente aislamiento producido por la
televisión y por el declive de los hábitos sociales (como pertenecer a una asociación o visitar
a los amigos) y confiere un valor añadido a grupos de autoayuda tales como Alcohólicos
Anónimos u otras comunidades similares.
El estudio que hemos mencionado anteriormente sobre cien pacientes que habían
sufrido un trasplante de médula ósea también demostró el poder del aislamiento como
factor de mortalidad y. en cambio, el valor curativo de las relaciones próximas El 54% de
los pacientes de este estudio que sentían que contaban con el apoyo emocional de su
esposa, su familia o sus amigos, seguían viviendo al cabo de dos años, cosa que sólo ocurría
en el 20% de quienes se sentían emocionalmente desamparados. De modo similar, los
ancianos que han sobrevivido a un ataque cardiaco y cuentan con dos o más personas que
les proporcionan consuelo emocional tienden a vivir un año más que quienes carecen de
este apoyo. Quizás el testimonio más elocuente del potencial curativo de las relaciones
emocionales nos lo proporcione una investigación realizada en Suecia y publicada en l993.
Esta investigación ofreció a todos los hombres que habitaban en la ciudad sueca de
Góteborg nacidos en 1933, un examen médico gratuito. Siete años más tarde se contactó
nuevamente con los 752 hombres que habían acudido al reconocimiento y se comprobó que
41 de ellos habían fallecido.
Quienes habían declarado estar sometidos a un intenso estrés emocional mostraron un
promedio de mortalidad tres veces superior a quienes habían manifestado que sus vidas eran
plácidas y tranquilas. La ansiedad emocional estaba causada por cuestiones diversas, como
las dificultades financieras, la inseguridad laboral, el paro, los procesos judiciales o el
divorcio. EI hecho de haber sufrido tres o más de estos problemas en el año anterior a que
se efectuara el primer examen demostró ser un predictor de la mortalidad más poderoso —
durante el período de los siete años siguientes— que otro tipo de indicadores clínicos como
la tensión arterial elevada, la excesiva concentración de triglicéridos en la sangre o el alto
nivel de colesterol.
Sin embargo, entre los hombres que afirmaron que contaban con una estrecha red de
relaciones —esposa, amigos íntimos, etcétera— no existía ninguna relación entre el nivel de
estrés y el índice de mortalidad. Contar con personas en quienes confiar y con las que poder
hablar, personas que puedan ofrecernos consuelo, ayuda y consejo, nos protege del impacto
letal de los traumas y los contratiempos de la vida.
La cualidad de las relaciones, así como su frecuencia, parecen ser la clave para reducir
el nivel de estrés. Las relaciones negativas tienen un precio muy elevado; las discusiones
conyugales, por ejemplo, inciden negativamente en el sistema inmunológico y, como
demuestra un estudio realizado entre compañeros de clase, cuanto mayor era el rechazo
entre ellos, mayor era también la predisposición a resfriarse, a contraer la gripe y a acudir al
médico. En opinión de John Cacioppo, el psicólogo de la Universidad Estatal de Ohio que
llevó a cabo este estudio, «las relaciones más importantes de nuestras vidas y las que más
incidencia parecen tener sobre la salud son las que mantenemos con las personas con
quienes convivimos cotidianamente. Las relaciones más significativas son las que más
importancia tienen para nuestra salud»
efecto beneficioso que conlleva hablar de los problemas que más nos preocupan. El método
utilizado por Pennebaker es muy sencillo y consiste en pedir a la persona que dedique
quince o veinte minutos cada día, durante cinco días, a escribir acerca de «la experiencia
más traumática de toda su vida» o de alguna otra situación presente que le resulte
especialmente apremiante. Tampoco es preciso que muestre luego a nadie el contenido del
escrito puesto que, si la persona lo desea, puede mantenerlo completamente en secreto.
El efecto manifiesto de esta especie de confesión resultó sorprendente, ya que
fortaleció la función inmunológica, provocó un descenso significativo en la frecuencia de
visitas a los centros de salud durante los seis meses posteriores, disminuyó el absentismo
laboral e incluso mejoró la función enzimática del hígado.
Del mismo modo, aquellas personas cuyos relatos mostraban más sentimientos
angustiosos también lograban mejorar el funcionamiento de su sistema inmunológico. Este
estudio ha demostrado que la pauta «mas saludable» de exteriorización de los sentimientos
problemáticos comienza cargada de tristeza, ansiedad, irritabilidad o cualquier otro tipo de
sentimiento implicado y, a lo largo de los días siguientes, prosigue estableciendo un hilo
narrativo que permite dar algún sentido al trauma o al problema en cuestión.
Es evidente que este proceso es equivalente a lo que ocurre en ciertos tipos de
psicoterapia. De hecho, el resultado de la investigación de Pennebaker explica también la
manifiesta mejora clínica de aquellos pacientes que reciben un tratamiento psicoterapéutico
adicional frente a quienes sólo son objeto de tratamiento médico. Es muy posible que la
demostración más palpable de la incidencia clínica del apoyo emocional nos la proporcione
un estudio realizado en la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford con mujeres
aquejadas de metástasis avanzada de cáncer de mama. Todas las mujeres que participaban
en la investigación habían sido sometidas a algún tipo de tratamiento —frecuentemente
quirúrgico, tras el cual habían experimentado una grave recaída. Clínicamente hablando, era
sólo cuestión de tiempo que el cáncer acabara con sus vidas. El resultado de esta
investigación sorprendió a toda la comunidad médica, comenzando por el mismo doctor
David Spiegel, el director del estudio, ya que puso de manifiesto que las pacientes que
habían recibido apoyo psicológico sobrevivieron el doble de tiempo que aquéllas otras que
afrontaron a solas la enfermedad Todas las mujeres recibieron el mismo tratamiento médico
y la única diferencia consistía en que algunas de ellas acudían, además, a grupos de
encuentro en los que podían sincerarse con otras mujeres que comprendían perfectamente
sus problemas y que estaban dispuestas a escuchar sus penas, sus miedos y su impotencia.
Éste solía ser el único lugar en el que podían manifestar abiertamente sus emociones porque
las personas con quienes convivían tenían miedo a hablar del cáncer y de la inminencia de la
muerte. Las mujeres que asistieron a los grupos vivieron un promedio de diecinueve meses
más que las otras, lo cual supone un incremento de la esperanza de vida en este tipo de
pacientes superior al de cualquier tratamiento médico. Como me dijo el doctor Jimmie
Holland, psiquiatra y director del servicio de oncología del Memorial Hospital de Sloan-
Kettering, un centro para el tratamiento del cáncer situado en la ciudad de Nueva York:
«todos los pacientes afectados por el cáncer deberían participar en este tipo de grupos». En
este sentido deberíamos tomar ejemplo de las compañías farmacéuticas, que no dudan en
invertir todos los esfuerzos necesarios para desarrollar un nuevo fármaco una vez que ha
demostrado su eficacia para alimentar la esperanza de vida de los enfermos.
enfermedad así como con las emociones que éstos pueden llegar a provocarle, e incluso a
magnificicarla. Un modelo ejemplar en este Sentido nos lo proporciona la Clínica para la
Reducción del estrés, dirigida por Ion KabatZinn sita en el Centro Médico de la Universidad
de Massachusetts, que ofrece a los pacientes un curso de diez semanas de duración sobre
yoga y desarrollo de la atención. El objetivo de este programa apunta a que el paciente
tome conciencia de sus emociones y cultive cotidianamente la relajación profunda Algunos
hospitales han elaborado también vídeos pedagógicos al respecto que pueden contemplarse
en las salas de estar del hospital una dieta emocional más provechosa para las personas con
los intrascendentes culebrones de la televisiones, alicientes que la relajación y el yoga
también forman parte integral de un innovador programa desarrollado por el doctor Dean
Ornish para el tratamiento de las enfermedades cardíacas Después de un año de
participación en el programa —que incluía una dieta baja en grasas—. los pacientes cuya
condición cardiovascular era tan grave como para requerir un bypass lograron revertir la
formación de la placa arterial En opinión de Omish el adiestramiento en las técnicas de
relajación constituye una parte fundamental de su programa que, al igual que ocurre con el
programa de Kabat Zinn trata de sacar partido de lo que el doctor Herbert Benson
denomina la «respuesta de relajación» el opuesto fisiológico de la tensa excitación que tanta
incidencia tiene en un abanico tan amplio de condiciones clínicas.
Debemos destacar también, por último, la importancia médica que supone la presencia
de una enfermera o de un doctor emotivos y atentos a sus pacientes, capaces tanto de
escuchar como de hacerse oír. Esto implica el cultivo de una «atención médica centrada en
la relación» y el reconocimiento de que la relación entre médico y paciente constituye un
factor extraordinariamente significativo para el buen curso de la enfermedad. Esta relación
se vería fomentada más ampliamente si en la formación de los futuros médicos se incluyera
el conocimiento de algunos rudimentos básicos de la inteligencia emocional, especialmente
la toma de conciencia de uno mismo y las habilidades de la empatía y la escucha.
Pero estas medidas no son más que el principio. Para que la medicina llegue realmente
a ampliar su visión hasta llegar a reconocer el verdadero impacto de las emociones debemos
tener bien presentes las principales implicaciones de los descubrimientos científicos
realizados en este sentido.
.Una de las medidas preventivas más eficaces consiste en ayudar a que la persona
gobierne mejor sus sentimientos perturbadores (como el enfado, la ansiedad, la
depresión, el pesimismo y la soledad). Los datos que nos proporciona la investigación
ponen de relieve que la toxicidad de las emociones negativas crónicas es equiparable a la
ocasionada por el tabaquismo. Es por ello por lo que ayudar a que la gente domine mejor
estas emociones comporta un beneficio médico potencial tan importante como lograr que
un fumador empedernido abandone su hábito. Un modo de alcanzar este objetivo sería
comenzar a tomar conciencia de los saludables efectos preventivos de la educación infantil
en los rudimentos básicos de la inteligencia emocional para que, por así decirlo, se
conviertan en hábitos que perduren durante el resto de la vida. Otra estrategia preventiva
muy beneficiosa consistiría en enseñar a los jubilados a controlar sus emociones, ya que el
bienestar emocional es un factor determinante de la prontitud con que el anciano envejece o
se mantiene en forma. Un tercer objetivo beneficiaria a lo que podríamos denominar grupos
de población de alto riesgo, es decir a los indigentes, las madres trabajadoras, los residentes
en barrios con un alto índice de criminalidad, etcétera. Todos aquéllos, en suma, que se
hallan sometidos cotidianamente a una gran presión podrían aprovecharse de las ventajas
médicas que supone el dominio de las complicaciones emocionales provocadas por el estrés.
Muchos pacientes podrían beneficiarse si, además del tratamiento estrictamente
médico, recibieran también atención psicológica. Siempre que una enfermera o un médico
consuelan y reconfortan a un paciente angustiado se está dando un importante paso hacia el
logro de una atención médica más humanizada.
Pero todavía nos quedan muchos pasos por dar en este sentido.
Con demasiada frecuencia, en la medicina actual el cuidado emocional del paciente no
es más que una frase vacía. A pesar de la ingente cantidad de investigaciones que subrayan
la conexión existente entre el cerebro emocional y el sistema inmunológico, y la importancia
de considerar las necesidades emocionales de los pacientes todavía hay demasiados médicos
que siguen mostrándose reacios a aceptar que las emociones de sus pacientes puedan tener
alguna relevancia clínica, y siguen rechazando estas pruebas como si tuvieran un carácter
meramente anecdótico, trivial, «marginal» o, peor aún, como el producto de la exageración
promovida por unos cuantos investigadores que sólo buscan promocionarse.
Aunque cada día hay más pacientes que aspiran a disfrutar de una medicina más
humana, lo cierto es que ésta se halla peligrosamente amenazada. Con esto no estoy
diciendo que no haya enfermeras y médicos entregados que brinden a sus pacientes una
atención sensible y compasiva, sino que la nueva cultura médica depende cada vez más de
los imperativos comerciales y está propiciando una situación en la que este tipo de atención
es un bien cada vez más escaso.
También deberíamos considerar las ventajas económicas de una medicina más
humana. Como sugieren las investigaciones que hemos citado, el tratamiento de la angustia
emocional de los pacientes —que previene o retarda el brote de la enfermedad, al tiempo
que acelera el proceso de recuperación— supondría un considerable ahorro en el
presupuesto destinado a gastos sanitarios. En este sentido recordemos el estudio realizado
con ancianas que se habían fracturado la cadera llevado a cabo en la Facultad de Medicina
de Monte Sinaí, de la ciudad de Nueva York y en la Universidad del Noroeste, un estudio
que demostraba que a las pacientes que recibieron terapia adicional contra la depresión se
les daba de alta un promedio de dos días antes que al resto, lo cual supone el considerable
ahorro de 97.361 dólares por cada cien pacientes. Este tipo de atención también logra que
el enfermo se sienta mas satisfecho con su médico y con el tratamiento que se le administra.
En el mercado médico de nuevo cuño, en el que los pacientes tendrán la posibilidad de
elegir entre diferentes planes de salud, el grado de satisfacción de éste formará también
parte integral de esta decisión, puesto que las experiencias desagradables pueden llevar a los
pacientes a buscar atención médica en otra parte, mientras que, por su parte, las
experiencias positivas se traducen en fidelidad.
Cabe añadir, por último, que la ética médica debería promover este tipo de enfoque.
Un editorial del Journal of the American Medical Association sobre un informe que
subrayaba que la depresión quintuplica la posibilidad de un desenlace fatal tras haber
experimentado un ataque cardiaco, destacaba que: «dada la manifiesta evidencia de que
factores psicológicos tales como la depresión y el aislamiento social suponen un importante
riesgo añadido para los pacientes aquejados de una enfermedad coronaria, sería una grave
falta de ética dejar sin tratar este tipo de factores».
Si los descubrimientos realizados sobre la relación existente entre las emociones y la
salud tienen algún sentido, éste seria el de poner en evidencia la inadecuación de un
planteamiento que suele descuidar la forma en que se siente la gente en su lucha contra la
enfermedad grave o crónica. Ya ha llegado el momento en que la medicina saque provecho
de la relación existente entre la emoción y la salud, de modo que lo que hoy es una
excepción termine convirtiéndose en una regla general de la práctica médica futura. Es así
como podremos terminar humanizando la medicina y, al mismo tiempo, potenciando la
PARTE IV
Fue una pequeña tragedia familiar. Carl y Ann estaban enseñando a su hija Leslie, de
cinco años de edad, a jugar a un nuevo videojuego. Pero, cuando Leslie comenzó a jugar,
las ansiosas órdenes de sus padres eran tan contradictorias que más que tratar de «ayudarla»
parecían tentativas de dificultar su aprendizaje.
—¡A la derecha, a la derecha! ¡Alto! ¡Alto! —gritaba Ann, cada vez más fuerte y
ansiosamente.
—¡Fíjate bien! ¿Ves cómo no estás alineada?... ¡Muévete hacia la izquierda! —
ordenaba bruscamente su padre Carl.
Mientras tanto Leslie, mordiéndose los labios, permanecía con los ojos
completamente fijos en la pantalla, tratando de seguir sus indicaciones.
Entre tanto Ann, con una mirada de franca frustración, seguía exclamando:
—¡Alto! ¡Alto!
Entonces Leslie, incapaz de complacer a ambos a la vez, contrajo la mandíbula y
empezó a sollozar. Sus padres, ignorando las lágrimas de Leslie, comenzaron a discutir:
—¿Pero no te das cuenta de que apenas mueve la raqueta? —gritaba Ann,
exasperada.
Las lágrimas rodaban por las mejillas de Leslie, pero ni Carl ni Ann parecieron darse
cuenta de lo que estaba ocurriendo. Pero cuando Leslie se enjugó los ojos, su padre le
espetó:
—¿Por qué quitas la mano del mando? ¿No ves que si lo haces no podrás reaccionar?
¡Ponla de nuevo en su sitio!
—Muy bien. ¡Ahora muévela sólo un poquito! —seguía gritando mientras tanto Ann.
Pero Leslie ya estaba sollozando otra vez, a solas con su angustia.
En momentos así los niños aprenden lecciones muy profundas. Una de las
conclusiones que Leslie debió de extraer de aquella dolorosa experiencia fue que sus padres
no tenían en cuenta sus sentimientos. Este tipo de situaciones, reiteradas continuamente
durante toda la infancia, constituye un verdadero aprendizaje emocional cuyas lecciones
pueden llegar a determinar el curso de toda una vida. La vida familiar es la primera
escuela de aprendizaje emocional; es el crisol doméstico en el que aprendemos a sentimos
a nosotros mismos y en donde aprendemos la forma en que los demás reaccionan ante
nuestros sentimientos; ahí es también donde aprendemos a pensar en nuestros sentimientos,
en nuestras posibilidades de respuesta y en la forma de interpretar y expresar nuestras
esperanzas y nuestros temores.
Este aprendizaje emocional no sólo opera a través de lo que los padres dicen y hacen
directamente a sus hijos, sino que también se manifiesta en los modelos que les ofrecen para
manejar sus propios sentimientos y en todo lo que ocurre entre marido y mujer. En este
sentido, hay padres que son auténticos maestros mientras que otros, por el contrario, son
verdaderos desastres.
Hay cientos de estudios que demuestran que la forma en que los padres tratan a sus
hijos —ya sea la disciplina más estricta, la comprensión más empática, la indiferencia, la
cordialidad, etcétera— tiene consecuencias muy profundas y duraderas sobre la vida
emocional del niño, pero, a pesar de ello, sólo hace muy poco tiempo que disponemos de
pruebas experimentales incuestionables de que el hecho de tener padres emocionalmente
inteligentes supone una enorme ventaja para el niño. Además de esto, la forma en que una
pareja maneja sus propios sentimientos constituye también una verdadera enseñanza, porque
los niños son muy permeables y captan perfectamente hasta los más sutiles intercambios
emocionales entre los miembros de la familia. Cuando el equipo de investigadores dirigidos
por Carole Hooven y John Gottman, de la Universidad de Washington, llevó a cabo un
microanálisis de la forma en que los padres manejan las interacciones con sus hijos,
descubrieron que las parejas emocionalmente más maduras eran también las más
competentes para ayudarles a hacer frente a sus altibajos emocionales
En esa investigación se visitaba a las familias cuando uno de sus hijos tenía cinco años
de edad y cuando éste alcanzaba los nueve años. Además de observar la forma en que los
padres hablaban entre sí, el equipo de investigadores también se dedicó a investigar la forma
en que las familias que participaron en el estudio (entre las cuales se hallaba la familia de
Leslie) enseñaban a sus hijos a jugar a un nuevo videojuego, una interacción aparentemente
inocua pero sumamente reveladora del trasiego emocional entre padres e hijos.
Algunos padres eran como Ann y Carl (autoritarios, impacientes con la inexperiencia
de sus hijos y demasiado propensos a elevar el tono de voz ante el menor contratiempo),
otras descalificaban rápidamente a sus hijos tildándolos de «estúpidos», convirtiéndoles así
en víctimas propiciatorias de la misma tendencia a la irritación e indiferencia que consumía
sus matrimonios. Otras, por el contrario, eran pacientes con las equivocaciones de sus hijos
y les dejaban jugar a su aire en lugar de imponerles su propia voluntad. De esta manera, la
sesión de videojuego se convirtió en un sorprendente termómetro del estilo emocional de
los padres.
El estudio demostró que los tres estilos de parentaje emocionalmente más
inadecuados eran los siguientes:
•Ignorar completamente los sentimientos de sus hijos. Este tipo de padres considera
que los problemas emocionales de sus hijos son algo trivial o molesto, algo que no merece
la atención y que hay que esperar a que pase. Son padres que desaprovechan la oportunidad
que proporcionan las dificultades emocionales para aproximarse a sus hijos y que ignoran
también la forma de enseñarles las lecciones fundamentales que pueden aumentar su
competencia emocional.
•El estilo laissez-faire. Estos padres se dan cuenta de los sentimientos de sus hijos,
pero son de la opinión de que cualquier forma de manejar los problemas emocionales es
adecuada, incluyendo, por ejemplo, pegarles. Por esto, al igual que ocurre con quienes
ignoran los sentimientos de sus hijos, estos padres rara vez intervienen para brindarles una
respuesta emocional alternativa. Todos sus intentos se reducen a que su hijo deje de estar
triste o enfadado, recurriendo para ello incluso al engaño y al soborno.
•Menospreciar y no respetar los sentimientos del niño. Este tipo de padres suelen
ser muy desaprobadores y muy duros, tanto en sus críticas como en sus castigos. En este
sentido pueden, por ejemplo, llegar a prohibir cualquier manifestación de enojo por parte
del niño y ser sumamente severos ante el menor signo de irritabilidad. Éstos son los padres
que gritan «¡no me contestes!» al niño que está tratando de explicar su versión de la
historia.
Pero, finalmente, también hay padres que aprovechan los problemas emocionales de
sus hijos como una oportunidad para desempeñar la función de preceptores o mentores
emocionales. Son padres que se toman lo suficientemente en serio los sentimientos de sus
hijos como para tratar de comprender exactamente lo que les ha disgustado (« ¿estás
enfadado porque Tommy ha herido tus sentimientos?»), y les ayudan a buscar formas
alternativas positivas de apaciguarse («¿por qué, en vez de pegarle, no juegas un rato a
Los estudios a término lejano tienen mucho que enseñarnos sobre los efectos a largo
plazo de unos progenitores emocionalmente inadecuados (especialmente en lo que respecta
al papel que desempeñan en la crianza de niños agresivos). Uno de estos estudios, llevado a
cabo en el área rural de Nueva York, realizó un seguimiento de 870 niños desde los ocho
hasta los treinta años de edad.’ El estudio demostró que cuanto más agresivos son los niños
—cuanto más dispuestos a entablar peleas y a recurrir a la fuerza para conseguir lo que
desean—, más probable es que terminen expulsados de la escuela y que, a los treinta años
de edad, tengan un largo historial de delincuencia. Y estos padres también parecen
transmitir a sus hijos la misma predisposición a la violencia, ya que éstos se mostraron tan
pendencieros en la escuela como lo habían sido aquéllos.
Veamos ahora la forma en que la agresividad se transmite de generación en
generación. Dejando de lado las posibles tendencias heredadas, el hecho es que, cuando
estos niños agresivos alcanzan la edad adulta, terminan convirtiendo la vida familiar en una
escuela de violencia. Cuando eran niños sufrieron los castigos arbitrarios e implacables de
sus padres, y al ser padres repitieron el mismo esquema que habían aprendido en su infancia.
Y esto es igualmente aplicable tanto en el caso de que el agresivo sea el padre como en el
de que lo sea la madre. Las niñas agresivas llegaron a transformarse en madres tan
autoritarias y crueles como ocurría en el caso de los varones. Las madres, en este sentido,
castigaban a sus hijos con especial saña, mientras que ellos se despreocupaban de sus hijos y
pasaban la mayor parte del tiempo ignorándolos. Al mismo tiempo, estos padres ofrecían a
sus hijos un ejemplo vívido de agresividad, un modelo que el niño llevaba consigo a la
escuela y al patio de recreo y que ya no abandonaba durante el resto de su vida. Con ello no
estamos diciendo que estos padres sean necesariamente malvados, ni tampoco que no
deseen lo mejor para sus hijos, sino simplemente que no hacen más que repetir el mismo
trato que han recibido de sus propios padres.
Según este modelo, se castiga a los niños de manera arbitraria porque, si sus padres
están de mal humor, les castigan severamente pero si, por el contrario, están de buen
humor, pueden escapar al castigo en medio del caos. El castigo, pues, en este caso, no
parece depender tanto de lo que hace el niño como del estado de ánimo de sus padres, una
pauta perfecta para desarrollar el sentimiento de inutilidad e impotencia, puesto que la
amenaza puede presentarse en cualquier momento y en cualquier lugar.
Considerar la actitud de estos niños agresivos como el producto de la vida familiar
tiene un cierto sentido, aunque lamentablemente no resulta nada fácil de modificar. Lo que
resulta más descorazonador es lo temprano que pueden aprenderse estas lecciones y el
elevado coste que comportan para la vida emocional del niño.
un sádico cruel.
La mezquindad y la falta de empatía de Martin es típica de aquellos niños que, como
él, han sido víctimas a esa tierna edad, de los malos tratos físicos y emocionales. Martin fue
uno de los nueve niños de uno a tres años maltratados que fueron comparados con otros
nueve niños de la guardería procedentes de hogares igualmente empobrecidos y tensos,
pero que no habían sufrido malos tratos físicos. Las diferencias que mostraron ambos
grupos en respuesta al daño o al malestar de otro fueron muy notables.
Cinco de los nueve niños que no fueron maltratados respondieron a veintitrés
incidentes de este tipo con preocupación, tristeza o empatía, pero en los veintisiete casos en
los que los niños maltratados podrían haberlo hecho así, ninguno mostró la menor
preocupación y, en lugar de ello, respondieron con manifestaciones de miedo, enojo o,
como ocurrió en el caso de Martin, con una agresión física directa.
Por ejemplo, una de las niñas maltratadas, hizo un gesto francamente amenazante a
otra que estaba comenzando a llorar. Thomas, de un año de edad, otro de los niños
maltratados, quedó paralizado por el terror en cuanto escuchó el llanto de otro niño y se
sentó completamente inmóvil, con el rostro contraído por el miedo y la tensión, como si
temiera que fueran a atacarle en cualquier momento. La respuesta de Kate, otra de las niñas
maltratadas de veintiocho meses de edad, fue casi sádica: comenzó a meterse con Joey, un
niño más pequeño, le derribó a patadas y, cuando éste se encontraba tumbado y mirándola
tiernamente, comenzó a darle palmaditas en la espalda que fueron transformándose en
golpes más y más fuertes sin tener en cuenta sus protestas. Luego le dio seis o siete
puñetazos más hasta que éste, arrastrándose, logró alejarse.
Estos niños, obviamente, tratan a los demás tal y como ellos mismos han sido
tratados. Y la crueldad de los niños maltratados es simplemente una versión extrema de lo
que hemos entrevisto en los hijos de padres críticos, amenazantes y violentos (niños que
también suelen permanecer indiferentes cuando un compañero llora o se encuentra herido),
de modo que se diría que los niños maltratados representan el punto culminante de un
continuo de crueldad. Como grupo, estos niños suelen presentar problemas cognitivos en el
aprendizaje, ser agresivos e impopulares entre sus compañeros (poco debe sorprendernos,
pues, que la dureza con la que la familia trata al niño antes de que éste ingrese en el mundo
escolar sea un predictor adecuado de cuál será su futuro), más proclives a la depresión y,
cuando adultos, más proclives a tener problemas con la ley y a cometer más delitos
violentos. A veces—por no decir casi siempre— esta falta de empatía se transmite de
generación en generación, de modo tal que los hijos que fueron maltratados en su infancia
por sus propios padres terminan convirtiéndose en padres que maltratan a sus hijos. Esto
contrasta drásticamente con la empatía que suelen presentar los hijos de aquellos padres que
han sido nutricios, padres que han alentado la preocupación de sus hijos por los demás y
que les han hecho comprender lo mal que se puede encontrar otro niño. Y si los niños no
reciben este tipo de adiestramiento de la empatía en el seno de la familia, parece que no
pueden aprenderlo de otro modo.
Lo que tal vez resulte más inquietante en este sentido es lo pronto que los niños
maltratados parecen aprender a comportarse como si fueran versiones en miniatura de su
propios padres.
Pero esto no debería sorprendemos si tenemos en cuenta que estos niños recibieron
una dosis diaria de esta amarga medicina.
Recordemos que es precisamente en los momentos en que las pasiones se disparan o
en medio de una crisis cuando las tendencias mas primitivas de los centros del cerebro
límbico desempeñan un papel más preponderante. En tales momentos, los hábitos que haya
aprendido el cerebro emocional serán, para mejor o para peor, los que predominarán.
Si nos damos cuenta de la forma en que la crueldad —o el amor— modela el
funcionamiento mismo del cerebro, comprenderemos que la infancia constituye una ocasión
que no debiéramos desaprovechar para impartir las lecciones emocionales fundamentales.
Los niños maltratados han tenido que recibir una lección constante y muy temprana de
traumas. Tal vez debiéramos admitir ya que este tipo de traumas constituye un terrible
aprendizaje emocional que deja una impronta muy profunda en el cerebro de los niños
maltratados, y buscar la forma más adecuada de resolver este problema.
Som Chit, un refugiado camboyano, se quedó estupefacto cuando sus tres hijos, de
seis, nueve y once años de edad, le pidieron que les comprara unas armas de juguete —
imitación de los subfusiles de asalto AK-47— para emplearlas en el juego que algunos de
sus compañeros de escuela llamaban Purdy. En este juego, Purdy, el villano, masacra con un
arma de este tipo a un grupo de niños y seguidamente se quita la vida. A veces, sin
embargo, el juego concluye de modo diferente y son los niños quienes acaban con Purdy.
El juego era, en realidad, una macabra representación de los trágicos acontecimientos
que asolaron la Escuela Primaria de Cleveland el 17 de febrero de 1989. Durante el recreo
matinal de primero, segundo y tercer curso, Patrick Purdy —antiguo alumno de la escuela
veinte años atrás— comenzó a disparar indiscriminadamente desde un extremo del patio de
recreo sobre los cientos de niños que estaban jugando en aquel momento. Durante siete
interminables minutos, Purdy sembró el patio de balas del calibre 7,22 y, finalmente, se
suicidó de un tiro en la sien. Cuando la policía llegó al lugar de los hechos, había cinco
niños muertos y veintinueve heridos.
En los meses siguientes, los niños comenzaron a jugar espontáneamente al llamado
«juego de Purdy», uno de los muchos síntomas que indicaban la profundidad con la que
quedaron grabados aquellos dantescos siete minutos en la memoria de los pequeños.
Cuando visité la escuela, situada a un paseo en bicicleta de un barrio aledaño a la
Universidad del Pacífico en el que había pasado parte de mi infancia, habían transcurrido ya
cinco meses desde que Purdy convirtiera un inocente recreo en una verdadera pesadilla. No
obstante, aunque ya no quedaba el menor indicio del espantoso incidente —porque los
agujeros de bala, las manchas de sangre y los rastros de carne, piel y cráneo habían sido
limpiados en seguida e incluso las paredes habían sido repintadas al día siguiente— su
presencia, sin embargo, seguía siendo todavía muy palpable.
Pero las huellas más profundas del tiroteo ya no estaban en los muros del edificio de
la escuela primaria sino en las mentes de los niños y del personal que, como podían,
trataban de reanudar su vida cotidiana. Tal vez lo más sorprendente fuera la forma en que se
revivía una y otra vez, hasta en sus más pequeños detalles, el recuerdo de aquellos pocos
minutos. Un maestro me confesó, por ejemplo, que una oleada de pánico había recorrido la
escuela el día que se comunicó la proximidad de la festividad de San Patricio, porque
muchos niños creyeron que se trataba de un día especialmente dedicado a Patrick Purdy, el
asesino.
«Cada vez que oímos el sonido de la sirena de una ambulancia —me confesó otro
maestro— todo parece quedar en suspenso mientras los niños se paran a comprobar si se
detiene aquí o sigue su camino hasta la residencia de ancianos situada calle abajo.» Durante
muchas semanas los niños tenían miedo de mirarse en los espejos de los lavabos porque se
había extendido el rumor de que la Sangrienta Virgen María —una especie de monstruo
imaginario— les espiaba desde ellos. Muchas semanas después del tiroteo, una muchacha
aterrada entró en el despacho de Pat Busher, el director, gritando: «¡Oigo disparos! ¡Oigo
disparos!» pero el ruido, como pronto se descubrió, procedía del extremo de una cadena
que el viento hacía chocar contra un poste metálico.
Muchos niños se sumieron en un estado de continua alerta, como si se mantuvieran
constantemente en guardia ante la posibilidad de que se repitiera la ordalía de terror.
Algunos de ellos se arremolinaban en tomo a la puerta sin atreverse a salir al patio en el que
había tenido lugar el incidente; otros adoptaron la costumbre de jugar en pequeños grupos,
mientras uno de ellos montaba guardia; muchos, por último, siguieron evitando durante
meses las zonas «malditas», las zonas en las que habían muerto los cinco niños.
Los recuerdos persistían también en forma de pesadillas que asaltaban a los pequeños
mientras dormían. Algunas de éstas revivían directamente el incidente mientras que en otras
ocasiones los niños se despertaban angustiados en medio de la noche, sobresaltados por
todo tipo de imágenes aterradoras que les hacían creer que ellos tampoco tardarían en
morir. Hubo niños que, para evitar soñar, trataron incluso de dormir con los ojos abiertos.
Como saben los psiquiatras, todas estas reacciones forman parte de los síntomas que
acompañan al trastorno de estrés postraumático (TEPT). Según el doctor Spencer Eth,
psiquiatra infantil especializado en TEPT, en el núcleo de este tipo de trauma se halla «el
recuerdo obsesivo de la acción violenta (un puñetazo, una cuchillada o la detonación de
un arma de fuego). Estos recuerdos se agrupan en tomo a intensas experiencias
perceptibles (ya sean visuales, auditivas, olfativas, etcétera), como el olor a pólvora, los
gritos, el silencio súbito de la víctima, las manchas de sangre o las sirenas de los coches
de la policía».
En opinión de los neurocientíficos, estos momentos aterradoramente vívidos se
convierten en recuerdos que quedan profundamente grabados en los circuitos emocionales
de los afectados.
Todos estos síntomas son, de hecho, indicadores de una hiperexcitación de la
amígdala que impele a los recuerdos del acontecimiento traumático a irrumpir de manera
obsesiva en la conciencia. En este sentido, los recuerdos traumáticos se convierten en una
especie de detonante dispuesto a hacer saltar la alarma al menor indicio de que el
acontecimiento temido pueda volver a repetirse. Esta exacerbada susceptibilidad es la
cualidad distintiva de todo trauma emocional, incluyendo la violencia física reiterada
experimentada durante la infancia.
Cualquier acontecimiento traumático —un incendio, un accidente de automóvil, una
catástrofe natural como, por ejemplo un terremoto o un huracán, una violación o un asalto
— puede implantar estos recuerdos en la amígdala. Son muchas las personas que cada año
sufren este tipo de calamidades, calamidades que, en la mayor parte de los casos, dejan una
huella indeleble en su cerebro.
Los actos violentos son más perjudiciales que las catástrofes naturales, como los
huracanes, por ejemplo, porque las víctimas de la violencia gratuita sienten que han sido
elegidas deliberadamente y esa creencia mina la confianza en los demás y en la seguridad del
mundo interpersonal. En cuestión de un instante, el mundo interpersonal se convierte en un
lugar peligroso en el que los otros constituyen una amenaza potencial.
La crueldad deja en la memoria de la víctima una impronta que la lleva a responder
con miedo ante todo aquello que pueda recordar vagamente la agresión. Por ejemplo, un
hombre que fue atacado por la espalda y que no pudo ver a su agresor, quedó tan afectado
después del incidente, que siempre trataba de caminar delante de una anciana para sentirse
seguro de que no le iban a agredir de nuevo. Otra mujer que fue asaltada en un ascensor por
un hombre que la condujo a punta de cuchillo hasta un piso vacío, permaneció horrorizada
durante semanas por la idea de tener que entrar en un ascensor, en el metro o en cualquier
otro espacio cerrado en el que pudiera sentirse atrapada, y en cuanto veía que un hombre se
metía la mano en el bolsillo de la chaqueta —como había hecho su agresor— se levantaba
en seguida de su asiento.
Como ha demostrado un reciente estudio realizado con supervivientes del holocausto
nazi, la impronta del terror —y el pertinaz estado de hiperalerta resultante— pueden
perdurar toda la vida. Cincuenta años después de haber perecido casi de inanición, de haber
Este terrible recuerdo, todavía vívidamente presente a pesar de los veinte años
transcurridos, sigue teniendo el poder de evocar en este excombatiente el miedo de aquel
aciago día. El TEPT desciende peligrosamente el umbral de alarma del sistema nervioso,
provocando una respuesta ante las situaciones más cotidianas como si se tratara de
auténticos peligros. El circuito implicado en el secuestro emocional —que hemos descrito
en el capitulo 2— desempeña un papel esencial en la grabación de este tipo de recuerdos. Y
cuanto más brutal, estremecedor y horrendo sea el acontecimiento que desencadena el
secuestro de la amígdala, más indeleble será la huella que deje. El fundamento neurológico
de este tipo de recuerdos parece asentarse en una alteración drástica de la química cerebral
desencadenada por un suceso aislado especialmente impresionante. Pero, aunque los
descubrimientos realizados sobre el TEPT se basan en el impacto de un episodio único, los
episodios de crueldad repetidos a lo largo de los años —como ocurre, por ejemplo, en el
caso de los niños que han sufrido reiterados abusos sexuales, físicos o emocionales—
provoca un resultado similar.
El National Center for Post-Traumatic Stress Disorder, una red de centros de
investigación dependiente de los hospitales de la Administración de Veteranos que reúne a
una buena cantidad de asociaciones de excombatientes de Vietnam y de otros conflictos
bélicos, aquejados de TEPT, está llevando a cabo la investigación tal vez más exhaustiva
realizada en este sentido. Casi todos nuestros conocimientos sobre el TEPT en veteranos
de guerra proceden de estudios como el reseñado pero sus conclusiones también pueden
aplicarse a los niños que han sufrido graves traumas emocionales, como el acontecido en la
Ya han transcurrido varios meses desde que un violento terremoto la hiciera saltar de
la cama y correr gritando de pánico a través de la oscuridad en busca de su hijo de cuatro
años. Después, ambos permanecieron durante horas en la fría noche de Los Angeles
ateridos bajo un portal protector y sin comida, agua ni luz mientras el suelo temblaba bajo
sus pies. Hoy en día, meses después del incidente, la mujer parece hallarse completamente
recuperada del pánico que la atenazó los días que siguieron al terremoto, cuando una puerta
que se cerraba de golpe la hacia temblar de miedo. El único síntoma que perduraba era su
incapacidad para conciliar el sueño, pero ese problema sólo se presentaba cuando su marido
estaba de viaje, como ocurriera la noche del terremoto.
Los cambios que tienen lugar en el circuito limbico cuyo foco está en la amígdala
explican los principales síntomas del miedo aprendido (incluyendo el miedo intenso propio
del TEPT). Algunas de estas alteraciones tienen lugar en el locas ceruleus, una estructura
cerebral que regula la secreción de dos sustancias denominadas genéricamente
catecolaminas: la adrenalina y la noradrenalina entre cuyas funciones se cuenta la
activación del cuerpo para hacer frente a una situación de urgencia y la grabación de los
recuerdos con una intensidad especial. En el caso del TEPT este mecanismo se torna
los minutos, las horas o incluso los días más cruciales del suceso traumático.
Las alteraciones neurológicas provocadas por el TEPT también parecen aumentar la
susceptibilidad de la persona para sufrir nuevos traumas. Existen investigaciones que
demuestran que los animales que se han visto expuestos a un estrés moderado en su
juventud son mucho más vulnerables a los cambios cerebrales inducidos por los traumas (un
dato que parece sugerir la urgente necesidad de que los niños aquejados de TEPT reciban
algún tipo de tratamiento). Esto también podría explicar por qué, a pesar de haber estado
expuestas a la misma situación catastrófica, ciertas personas desarrollan un TEPT mientras
que otras no lo hacen, puesto que la amígdala de quienes han sufrido un trauma previo se
halla especialmente predispuesta y, ante la presencia de un peligro real, no tarda en alcanzar
su cota más elevada de activación.
Todas estas alteraciones neurológicas ofrecen ventajas a corto plazo para hacer frente
a las aterradoras experiencias que las suscitan. A fin de cuentas, en condiciones de extrema
dureza, permanecer completamente alerta, activado, presto a la acción, impasible ante el
dolor, con el cuerpo dispuesto a afrontar una fuerte demanda física y completamente
indiferente —por el momento— a lo que, de otro modo, sería un acontecimiento
angustioso, es una cuestión de supervivencia. Pero esta ventaja a corto plazo termina
convirtiéndose en un verdadero inconveniente cuando las alteraciones cerebrales que
acabamos de mencionar se instalan de manera permanente, como cuando un coche
permanece con el acelerador continuamente apretado. El cambio en el nivel de excitabilidad
de la amígdala y otras regiones cerebrales relacionadas, provocado por la exposición a un
trauma intenso, nos coloca al borde del colapso, una situación en la que el incidente más
inocuo puede terminar desencadenando fácilmente un secuestro neural que aboque a una
explosión de miedo incontrolable.
EL REAPRENDIZAJE EMOCIONAL
en los niños traumatizados fue la doctora Lenore Terr, psiquiatra infantil de San Francisco.
Terr descubrió este tipo de juegos entre los niños de Chowchilla, California —una
población de Central Valley, a una hora aproximada de distancia de Stockton, la ciudad en
la que tuvo lugar la masacre de Purdy—, quienes, en el verano de 1973, fueron objeto de un
secuestro cuando regresaban a casa en autobús después de pasar un día en el campo. En
este caso, los secuestradores llegaron a enterrar el autobús, y con él a los niños,
sometiéndoles a un suplicio que se prolongó durante veintisiete horas.
Cinco años después del incidente, Terr descubrió que los recuerdos del secuestro
todavía perduraban en los juegos de sus víctimas. Las niñas, por ejemplo, simulaban
secuestros simbólicos cuando jugaban con sus muñecas. Una niña que había desarrollado
una extrema repugnancia al contacto con los excrementos durante el incidente, se pasaba el
tiempo lavando a su muñeca. Una segunda jugaba con su muñeca a un juego que consistía
en realizar un viaje —sin importar adónde— y regresar a salvo; el juego favorito de otra
niña, por último, consistía en meter a la muñeca en un agujero en el que se suponía que
terminaba asfixiándose.
Los adultos que han sufrido un trauma de estas características suelen experimentar
una insensibilidad psicológica que bloquea todo recuerdo o sentimiento relativo al hecho,
pero la mente de los niños tiende a reaccionar de manera diferente En opinión de Terr, esto
ocurre porque los niños utilizan la fantasía, el juego y la ensoñación cotidiana para
rememorar y reconstruir el acontecimiento. Esta evocación deliberada del trauma parece
impedir el bloqueo de los recuerdos intensos que luego irrumpen violentamente en forma de
flashbacks. En el caso de que el trauma no sea demasiado grave —como ocurre, por
ejemplo, en una visita al dentista— tal vez baste con una o dos veces, pero si, por el
contrario, se trata de un trauma grave, el niño necesitará reproducir la situación traumática
una y otra vez en una suerte de ceremonial monótono y macabro hasta que pueda
desembarazarse de él.
El arte —uno de los vehículos a través de los que se expresa el inconsciente—
constituye una forma de movilizar los recuerdos estancados en la amígdala. El cerebro
emocional está estrechamente ligado a los contenidos simbólicos y a lo que Freud
denominaba «proceso primarios», el tipo de pensamiento propio de la metáfora, el cuento,
el mito y el arte, una modalidad, por cierto, utilizada con frecuencia en el tratamiento de los
niños traumatizados. En ocasiones, la expresión artística puede despejar el camino para que
los niños hablen de los terribles momentos vividos de un modo que sería imposible por
otros medios.
Spencer Eth, psiquiatra infantil de Los Angeles especializado en el tratamiento de
niños traumatizados, cuenta el caso de un niño de cinco años que fue secuestrado junto a su
madre por el ex-amante de ésta. El hombre los condujo a la habitación de un motel en
donde obligó al niño a esconderse bajo una manta mientras golpeaba a su madre hasta
matarla. Comprensiblemente, el chico se mostraba muy reacio a hablar de todo lo que había
vivido durante aquella terrible experiencia, así que Eth le pidió que hiciera un dibujo sobre
un tema libre.
Eth recuerda que el dibujo representaba a un piloto de coches de carreras cuyos ojos
estaban desmesuradamente abiertos, un hecho que Eth interpretó como una referencia a su
propia mirada furtiva hacia el asesino. La técnica que utiliza Eth para emprender la terapia
con este tipo de niños consiste en pedirles que hagan un dibujo, porque en casi todos ellos
aparecen referencias tangenciales a la escena traumática. Además, el hecho de dibujar es, en
sí mismo, terapéutico, y pone en marcha un proceso que puede terminar conduciendo a la
superación del trauma.
Irene había acudido a una cita que acabó en un intento de violación. Aunque había
podido librarse de su atacante, éste continuó amenazándola, molestándola en mitad de la
noche con llamadas telefónicas obscenas y siguiendo cada uno de sus pasos.
En cierta ocasión, cuando denunció el hecho a la policía, ésta le quitó importancia
aduciendo que «en realidad no había pasado nada». Pero cuando Irene acudió a la terapia
mostraba claros síntomas de TEPT, se negaba a mantener ninguna clase de relaciones
sociales y se hallaba prisionera en su propia casa.
El caso de Irene lo cita la doctora Judith Lewis Herman, psiquiatra de Harvard que ha
desarrollado un método innovador para el tratamiento de los sujetos afectados por un
trauma. Este proceso, en opinión de Herman, pasa por tres fases diferentes: en primer lugar,
el paciente debe recuperar cierta sensación de seguridad; seguidamente debe recordar los
detalles del trauma y, finalmente, debe atravesar el duelo por lo que pueda haber perdido.
Sólo entonces podrá restablecer su vida normal. No es difícil advertir la lógica que subyace
a estos tres pasos, porque esta secuencia parece reflejar la forma en que el cerebro
emocional reaprende que no hay por qué considerar la vida como una situación de alarma
constante.
El primer paso —recuperar la sensación de seguridad— consiste en disminuir el grado
de sobreexcitación emocional —el principal obstáculo para el reaprendizaje— y permitir
que el sujeto pueda tranquilizarse— Normalmente, este paso se da ayudando a que el
paciente comprenda que sus pesadillas, su permanente sobresalto, su hipervigilancia y su
pánico, forman parte del cuadro de síntomas propio del TEPT, un tipo de comprensión que,
por si solo, proporciona cierto alivio. Esta primera fase también apunta a que el paciente
recupere cierta sensación de control sobre lo que le está ocurriendo, una especie de
desaprendizaje de la lección de impotencia que supuso el trauma. En el caso de Irene, por
ejemplo, esta sensación de seguridad pasaba por movilizar a sus amigos y a su familia para
formar un cordón protector entre ella y su perseguidor que le permitió acudir a la policía.
La «inseguridad» que presenta un paciente aquejado de TEPT va más allá del miedo
que pueda suscitar una amenaza externa y tiene un origen más profundo basado en la
sensación de que carece de todo control sobre lo que le ocurre, tanto corporal como
emocionalmente. Esto es algo muy comprensible, dado que el TEPT hipersensibiliza la
amígdala y rebaja el umbral de activación del secuestro emocional.
La medicación también contribuye a que el sujeto recupere la sensación de que no se
halla a merced de la alarma emocional que le embarga en forma de ansiedad, insomnio o
pesadillas. Los especialistas aguardan el día en que se descubra una medicación específica
que normalice los efectos del TEPT sobre la amígdala y los neurotransmisores implicados.
Por el momento, sin embargo, sólo contamos con algunos fármacos que compensan
parcialmente estos desequilibrios, y que suelen ser sustancias que actúan sobre la serotonina
y los fi—inhibidores (como, por ejemplo el propranolol), que bloquean la activación del
sistema nervioso simpático. Los pacientes también pueden recibir un adiestramiento especial
en algún tipo de relajación que les permita aliviar su irritabilidad y su nerviosismo. La calma
fisiológica constituye la clave para que los circuitos emocionales implicados descubran de
nuevo que la vida no supone una amenaza constante y restituyan así al paciente la sensación
de seguridad de que gozaba antes de experimentar el trauma.
El segundo paso del camino que conduce a la curación tiene que ver con la narración
y reconstrucción de la historia traumática al abrigo de la seguridad recientemente recobrada,
una sensación que permite que el circuito emocional reencuadre los recuerdos traumáticos y
sus posibles detonantes y reaccione de un modo más realista ante ellos. Cuando el paciente
ya es capaz de relatar los terribles pormenores del incidente se produce una auténtica
transformación, tanto en lo que atañe al contenido emocional de los recuerdos como a sus
efectos sobre el cerebro emocional. El ritmo de esta rememoración verbal es un factor
sumamente delicado y parece reflejar el ritmo natural de recuperación del trauma de quienes
no llegan a experimentar el TEPT.
En estos casos parece existir una especie de reloj interno que «alterna» —a lo largo
de días o incluso de meses— períodos de recuerdo del incidente con otros en los que el
sujeto no parece recordar nada, permitiendo así una dosificación que favorece la asimilación
gradual del incidente perturbador. Esta alternancia entre el recuerdo y el olvido parece
fomentar tanto la integración espontánea del trauma como el reaprendizaje de una nueva
respuesta emocional. No obstante, según Herman, en aquellas personas cuyo TEPT se
muestra más refractario al tratamiento, el mismo hecho de narrar su historia puede suscitar
la aparición de temores incontrolables, en cuyo caso el terapeuta debería disminuir el ritmo,
tratando de mantener las reacciones del paciente dentro de unos límites soportables que no
interrumpieran el proceso de reaprendizaje.
El terapeuta debe alentar al paciente a relatar los sucesos traumáticos tan
minuciosamente como le sea posible, como si estuviera contando una película de terror,
deteniéndose en cada detalle sórdido, lo cual no sólo incluye todos los pormenores visuales,
auditivos, olfativos y táctiles, sino también las reacciones —miedo, rechazo, náusea— que
le produjeron estas sensaciones. El objetivo que se persigue en esta fase consiste en llegar a
traducir verbalmente todas sus vivencias del acontecimiento, lo cual contribuye a la
reintegración de recuerdos que pudieran estar disociados y desgajados de la memoria
consciente para poder recomponer así la escena con todo lujo de detalles. Esta tentativa
verbalizadora cumple con la función de poner a todos los recuerdos bajo el control del
neocórtex para que así las reacciones suscitadas puedan comprenderse y dirigirse mejor. En
este punto del proceso de recuperación, el reaprendizaje emocional se logra en buena
medida gracias a la vivida rememoración de los sucesos traumáticos y de las emociones que
éstos suscitaron pero, en esta ocasión, en el contexto seguro de la consulta de un terapeuta
responsable. Este abordaje terapéutico permite que el sujeto experimente directamente que
el recuerdo del incidente traumático no tiene por qué ir acompañado de un pánico
incontrolable, sino que puede ser revivido con total seguridad.
En el caso del niño de cinco años que fue testigo del espeluznante asesinato de su
madre, el dibujo del personaje con los ojos desorbitadamente abiertos realizado en la
consulta de Spencer Eth, fue el último que hizo. A partir de entonces, él y su terapeuta se
implicaron en diferentes juegos que les permitieron establecer un vínculo profundo y
armónico. Poco a poco, el niño comenzó a relatar la historia del asesinato, primero de un
modo muy estereotipado, repitiendo una y otra vez los mismos detalles pero, con el paso
del tiempo, sus palabras fueron haciéndose cada vez más flexibles y fluidas, su cuerpo se fue
relajando y, paralelamente, las pesadillas también fueron desapareciendo, indicadores, todos
ellos, en opinión de Eth, de un cierto «control del trauma».
Paulatinamente, el tema de las entrevistas fue cambiando y centrándose cada vez
menos en los miedos relacionados con el trauma y enfocándose en lo que ocurría en los
acontecimientos cotidianos del niño, quien estaba tratando de recuperar paulatinamente el
ritmo normal de su vida en su nuevo hogar con su padre. Una vez liberado del trauma, el
niño fue finalmente capaz de centrarse en su vida cotidiana.
Herman sostiene, asimismo, que los pacientes deben atravesar un período de duelo
por las pérdidas que el trauma haya podido ocasionarles, ya se trate de una herida, de la
muerte de un ser amado, de la ruptura de una relación, del arrepentimiento que les ocasiona
algún paso que no debieran haber dado o simplemente de la crisis que suscita la pérdida de
confianza en el prójimo. En este sentido, las quejas que acompañan a la rememoración
LA NEUROQUIMICA DE LA TIMIDEZ
adolescencia -como una primera cita o un examen importante, por ejemplo-, situaciones que
la mayoría de los niños aprende a manejar sin llegar a desarrollar problemas más serios.
Pero los adolescentes temperamentalmente tímidos y normalmente temerosos de las
situaciones desconocidas presentaban los síntomas típicos del pánico (palpitaciones
cardíacas, insuficiencia respiratoria o una sensación de angustia) junto al sentimiento de que
algo terrible estaba a punto de ocurrirles (como, por ejemplo, volverse locos o morir). Los
investigadores creen que, aunque los episodios no eran lo bastante significativos como para
merecer el diagnóstico psiquiátrico de «crisis de pánico», estos adolescentes corren un
grave riesgo de desarrollar este tipo de problemas; de hecho, muchos de los adultos que
sufren de ataques de pánico afirman que éstos comenzaron en su pubertad. El punto de
partida de los ataques de ansiedad está estrechamente ligado a la pubertad. Las chicas que
manifiestan pocos signos de pubertad no suelen presentar tales ataques pero un 8%
aproximadamente de las que atraviesan la pubertad afirman haber experimentado ataques de
pánico que suelen terminar conduciéndolas a una contracción crónica ante la vida.
En los años veinte, mi joven tía June abandonó su hogar de Kansas City y se aventuró
a viajar sola a Shanghai, un viaje realmente peligroso en aquellos tiempos para una mujer.
En ese centro internacional del comercio y de la intriga, mi tía conoció a un funcionario
británico de la policía colonial que terminaría convirtiéndose en su marido. Cuando, a
comienzos de la II Guerra Mundial, los japoneses ocuparon Shanghai, mis tíos fueron
internados en el campo de concentración sobre el que versa la película El imperio del sol.
Después de sobrevivir a los terribles años pasados en el campo de prisioneros, mis tíos lo
habían perdido prácticamente todo y fueron repatriados a la Columbia Británica.
Todavía recuerdo el primer encuentro que tuve con mi tía June, una mujer anciana y
vital cuya vida había seguido un curso extraordinario. En sus últimos años sufrió un ataque
de apoplejía que la mantenía parcialmente paralizada pero, tras un lento y arduo proceso de
rehabilitación, pudo volver a caminar renqueando. Recuerdo que uno de aquellos días me
hallaba paseando con ella —ya en sus setenta años— cuando se rezagó y al cabo de unos
instantes oí su débil grito pidiendo ayuda. Mi tía se había caído y no podía ponerse en pie.
Yo me precipité a ayudarla y cuando lo hice, en lugar de lamentarse, se rió de sus apuros y
su único comentario fue un despreocupado «bueno, al menos puedo caminar de nuevo».
Hay personas, como mi tía, cuyas emociones parecen gravitar de forma natural en
torno al polo positivo; son personas naturalmente optimistas y despreocupadas. Hay otras,
en cambio, que son malhumoradas y melancólicas. Esta dimensión del temperamento —
entusiasta en un extremo y melancólico en el otro— parece estar ligada a la actividad
relativa de las áreas prefrontales derecha e izquierda, los polos superiores del cerebro
emocional.
Esta es, al menos, la conclusión fundamental de la investigación realizada por Richard
Davidson, un psicólogo de la Universidad de Wisconsin que descubrió que las personas que
tienen una actividad predominantemente más intensa en el lóbulo frontal izquierdo son
temperamentalmente alegres, disfrutan del contacto con las personas y las situaciones que
la vida les depara y se recuperan prontamente de los contratiempos (como ocurría en el
caso de mi tía June).
En cambio, aquellos otros cuya actividad preponderante radica en el lóbulo
prefrontal derecho son proclives a la negatividad y a los estados de ánimo agrios, y se
desconciertan con más facilidad ante los contratiempos. Parece, pues, como si fueran
incapaces de desconectarse de sus preocupaciones y de sus depresiones.
En uno de los experimentos típicos realizados por Davidson, se comparó a una serie
de voluntarios que presentaban una actividad prefrontal preponderantemente izquierda con
otros quince sujetos que mostraban una mayor actividad en el lado derecho.
Aquéllos con una marcada actividad frontal derecha presentaban una pauta
característica de negatividad en un test de personalidad, se asemejaban al personaje
caricaturizado por las películas de Woody Alíen, el tipo neurasténico que ve catástrofes
hasta en las cosas más nimias, el sujeto propenso a asustarse y a enfadarse, suspicaz ante un
mundo preñado de abrumadoras dificultades y de peligros ocultos. Por su parte, aquéllos en
quienes predominaba la actividad prefrontal izquierda veían el mundo de un modo muy
diferente a como lo hacían los melancólicos. Eran sociables y alegres, tenían una gran
confianza en sí mismos y se sentían provechosamente comprometidos con la vida. Sus
puntuaciones en los tests psicológicos sugerían un menor peligro de caer en la depresión o
sufrir otra clase de trastornos emocionales. Davidson también descubrió que, a diferencia de
lo que ocurre con quienes nunca han estado deprimidos, las personas que tienen un historial
de depresión clínica presentan un menor nivel de actividad cerebral en el lóbulo frontal
izquierdo y, por el contrario, una mayor activación en el lado derecho, un patrón que
también se presentaba en aquellos pacientes a quienes se diagnosticaba una depresión por
vez primera. A partir de esos datos —que, por cierto, todavía requieren de una adecuada
verificación experimental— Davidson formuló la hipótesis de que las personas que han
superado una depresión aprenden a intensificar el nivel de actividad de su lóbulo prefrontal
izquierdo.
Aunque esta investigación se haya realizado sobre el 30% aproximado de personas
que se sitúan en ambos extremos de esta dimensión, casi todo el mundo —dice Davidson—
puede ser clasificado, en función de sus pautas de ondas cerebrales, como tendiendo hacia
uno u otro de ambos tipos, puesto que el contraste temperamental existente entre el tipo
arisco y el tipo alegre se manifiesta de muchos modos diferentes. Por ejemplo, en un
determinado experimento, un grupo de voluntarios contemplaba varios cortometrajes.
Algunos de ellos eran divertidos —como el baño de un gorila o los juegos de un cachorrillo,
por ejemplo— mientras que otros, por el contrario -como una película en la que se instruía
a las enfermeras sobre los desagradables pormenores característicos de la Cirugía—, eran
sumamente ingratos. Los sujetos que habían sido adscritos al tipo hemisferio derecho
consideraron que las películas divertidas no lo eran tanto, pero mostraron un disgusto y un
desasosiego manifiesto en reacción a la sangre y al bisturí. El grupo alegre, por su parte,
apenas si reaccionó ante la película médica, pero si que lo hizo ante las películas divertidas.
Así pues, parece como si el temperamento nos predispusiera para reaccionar ante la
vida con un registro emocional positivo o negativo. Al igual que ocurría con la dimensión
timidez-apertura, la tendencia hacia el temperamento melancólico u optimista aparece
también durante el primer año de vida, hecho que apoya fuertemente la hipótesis de que el
temperamento es un dato genéticamente determinado. Como sucede con la mayor parte del
cerebro, durante los primeros meses de vida, los lóbulos frontales todavía están madurando
y su actividad no puede valorarse de un modo fiable hasta los diez meses de edad
aproximadamente. Pero, en niños de esa edad, Davidson encontró que el nivel de activación
relativa de los lóbulos prefrontales predecía, con una correlación de casi el 100%, si los
niños llorarían cuando su madre abandonara la habitación De las muchas decenas de niños
valorados de este modo, todos los que lloraron mostraron una preponderancia de la
actividad cerebral del lóbulo derecho, mientras que en aquéllos que no lo hicieron ocurría
exactamente lo contrario.
Hay que añadir, por último, que, aun en el caso de que esta dimensión temperamental
se establezca desde el momento del nacimiento —o en algún momento muy próximo a él—,
quienes manifiesten una pauta arisca no están necesariamente condenados a pasar la vida
encerrados en su habitación haciendo calceta. De hecho, las lecciones emocionales que
Las alentadoras novedades que nos proporciona la investigación llevada a cabo por
Kagan es que no todos los miedos de la infancia siguen desarrollándose durante toda la
vida, es decir, que el temperamento no es el destino y que las experiencias adecuadas
pueden reeducar la hiperexcitabilidad de la amígdala. Lo que determina la diferencia son las
lecciones emocionales y las respuestas que los niños aprenden durante su proceso de
crecimiento. Lo que cuenta al comienzo para el niño tímido es cómo le tratan sus padres, y
es así como aprenden a superar su timidez natural. Los padres que planifican experiencias
gradualmente alentadoras para sus hijos les brindan la posibilidad de superar para siempre
sus temores.
Uno de cada tres niños que llega al mundo con todos los síntomas de una amígdala
hiperexcitable termina perdiendo la timidez cuando entra en la guardería. De la observación
de estos niños, previamente temerosos, queda claro que los padres —y especialmente las
madres— desempeñan un papel importantísimo en el hecho de que un niño innatamente
tímido se fortalezca con el correr de los años o siga huyendo de lo desconocido y se llene de
inquietud ante cualquier dificultad. La investigación realizada por el equipo de Kagan
descubrió que algunas madres creen que deben proteger a sus hijos tímidos de toda
perturbación; otras, en cambio, consideran que es más importante apoyarles para que ellos
mismos aprendan a afrontar estos momentos y acostumbrarles así a los pequeños
contratiempos de la vida. La sobreprotección, pues, parece alentar el temor privando a
los más jóvenes de la oportunidad de aprender a superar sus miedos, mientras que, en
cambio, la filosofía de «aprender a adaptarse» parece contribuir a que los niños más
temerosos desarrollen su valor.
Las observaciones realizadas en el hogar demostraron que, a los seis meses de edad,
las madres protectoras que trataban de consolar a sus hijos, les cogían y les mantenían en
sus brazos cuando estaban agitados o lloraban, y lo hacían más que aquéllas otras que
trataban de ayudar a que sus hijos aprendieran a dominar por si mismos estos momentos de
desasosiego. La proporción entre las veces en que eran cogidos por sus madres cuando
estaban tranquilos y cuando estaban inquietos demostró que las madres protectoras
sostenían a sus hijos en brazos mucho más durante los momentos de inquietud que durante
los de calma.
Al año de edad, la investigación demostró la existencia de otra marcada diferencia.
Las madres protectoras se mostraban más indulgentes y ambiguas a la hora de poner límites
a sus hijos cuando éstos estaban haciendo algo que podía resultar peligroso como, por
ejemplo, meterse en la boca un objeto que pudieran tragarse. Las otras madres, por el
contrario, eran empáticas, insistían en la obediencia, imponían límites claros y daban
órdenes directas que bloqueaban las acciones del niño.
¿Pero cómo la firmeza de una madre puede conducir a una disminución de la timidez?
En opinión de Kagan, cuando un niño se arrastra decididamente hacia algo que le parece
atractivo y su madre le interrumpe con un contundente «¡apártate de eso!» se produce un
pero eso no significa que nos hallemos inexorablemente condicionados por los rasgos
emocionales heredados. Así pues, aun dentro de las limitaciones genéticas disponemos de la
posibilidad de cambiar. Como observan los estudiosos de la genética de la conducta,
nuestro comportamiento no sólo está determinado genéticamente sino que el ambiente —
especialmente la experiencia y el aprendizaje— configura la forma en que una
predisposición temperamental se manifiesta a lo largo de la vida. La capacidad emocional,
pues, no constituye un dato inmutable puesto que, con el aprendizaje adecuado, puede
modificarse. Las razones que explican este hecho hay que buscarlas en el modo en que
madura el cerebro humano.
pobres en encontrar la salida de los laberintos con los que se trataba de determinar su
inteligencia. Similares experimentos realizados con monos mostraron las mismas diferencias
entre una experiencia «rica» y «pobre» y cabe esperar el mismo resultado en el caso de los
seres humanos.
La psicoterapia, es decir, el reaprendizaje emocional sistemático, constituye un
ejemplo palpable de la forma en que la experiencia puede cambiar las pautas emocionales y
remodelar nuestro cerebro. La demostración más clara de este hecho nos lo proporciona
una investigación realizada con personas que estaban siendo tratadas de desórdenes
obsesivo-compulsivos. Una de las compulsiones más comunes es la de lavarse las manos, un
acto que puede llegar a repetirse tantas veces al día que la piel de la persona termina
agrietándose. Los estudios realizados con escáneres TEP [tomografía de emisión de
positronesj han demostrado que la actividad de los lóbulos prefrontales de los obsesivo—
compulsivos es muy superior a la normal. La mitad de los pacientes del estudio recibieron el
mismo tratamiento farmacológico normal, fluoxetina (más conocido por su nombre
comercial, Prozac) y la otra mitad recibieron terapia de conducta. Durante el proceso
terapéutico, los sujetos fueron sistemáticamente expuestos al objeto de su obsesión o
compulsión sin que pudieran llevar a cabo su ritual (así, por ejemplo, a los pacientes que se
lavaban las manos compulsivamente se les colocaba en un lugar sucio sin que tuvieran la
posibilidad de lavarse).
Al mismo tiempo se les enseñaba a cuestionar los miedos y las amenazas que les
apremiaban (por ejemplo, que el hecho de no lavarse les llevaría a contraer una enfermedad
y a morir). Tras varios meses de estas sesiones, las compulsiones fueron desapareciendo
gradualmente al igual que lo hicieron en el caso de aquellos otros pacientes a quienes se les
había administrado medicación.
Pero el hallazgo más notable fue un escáner TEP que mostraba que la actividad de
una región clave del cerebro emocional de los pacientes sometidos a terapia de modificación
de conducta —el núcleo caudado— descendió de un modo tan significativo como ocurrió
en el caso de aquellos otros tratados eficazmente con fluoxetina. ¡Su experiencia había
llegado a modificar su funcionamiento cerebral —y les había liberado de los síntomas— tan
eficazmente como la medicación!
MOMENTOS CLAVE
El cerebro del ser humano necesita mucho más tiempo que el de cualquier otra
especie para llegar a madurar completamente.
Cada región del cerebro se desarrolla a una velocidad diferente a lo largo de la
infancia, y el comienzo de la pubertad jalona uno de los períodos más críticos del proceso
de «podado» cerebral. Algunas de las regiones cerebrales que maduran más lentamente son
esenciales para la vida emocional. Mientras que las áreas sensoriales maduran durante la
temprana infancia y el sistema limbico lo hace en la pubertad, los lóbulos frontales —sede
del autocontrol emocional, de la comprensión emocional y de la respuesta emocional
adecuada— siguen desarrollándose posteriormente durante la tardía adolescencia hasta
algún momento entre los dieciséis y los dieciocho años de edad.
Los hábitos de control emocional que se repiten una y otra vez a lo largo de toda la
infancia y la pubertad van modelando las conexiones sinápticas. De este modo, la infancia
constituye una oportunidad crucial para modelar las tendencias emocionales que el sujeto
mostrará durante el resto de su vida, y los hábitos adquiridos en esta época terminan
grabándose tan profundamente en el entramado sináptico básico de la arquitectura neuronal,
que después son muy difíciles de modificar. Dada la importancia de los lóbulos prefrontales
ciertamente del mismo modo que en la infancia. Todo aprendizaje implica un cambio
cerebral, un fortalecimiento de las conexiones sinápticas. Los cambios cerebrales
observados en los pacientes con desórdenes obsesivo-compulsivos demuestran que el
esfuerzo sostenido en cualquier momento de la vida puede llegar a transformar —incluso a
nivel neuronal— los hábitos emocionales. Para mejor o para peor, lo que ocurre con el
cerebro en los casos de trastorno de estrés postraumático (o también, por cierto, en el caso
de la terapia) es similar al efecto de todo tipo de experiencias emocionales repetidas o
intensas.
En este sentido, las lecciones emocionales más importantes son las que los padres dan
a sus hijos. Existe una gran diferencia entre los hábitos emocionales inculcados por padres
que están profundamente conectados con las necesidades emocionales de sus hijos y que
proporcionan una educación empática, y aquellos otros proporcionados por padres que, por
el contrario, se hallan tan absortos en si mismos que ignoran la ansiedad de sus hijos o que
simplemente se limitan a gritar y a golpearles caprichosamente. En cierto sentido, la
psicoterapia constituye un intento de enmendar lo que se torció o quedó completamente
soslayado durante los primeros años de la vida. Pero ¿qué es lo que nos impide
proporcionar al niño el cuidado y la orientación necesarios para cultivar esas habilidades
emocionales fundamentales?.
PARTE V
LA ALFABETIZACIÓN
EMOCIONAL
Todo empezó como un pequeño altercado que fue adquiriendo tintes cada vez más
dramáticos. Ian Moore y Tyrone Sinkler, alumnos del Instituto Jefferson, de Brooklyn, se
enzarzaron en una disputa con Khalil Sumpter, de quince años, a quien habían estado
acosando y amenazando hasta que la situación se les escapó de las manos.
Un buen día, Khalil, temeroso de que Ian y Tyrone fueran a propinarle una paliza,
cogió una pistola de calibre 38 y. en la entrada del instituto, a pocos metros del vigilante, les
disparó a quemarropa, acabando con su vida.
Deberíamos interpretar este incidente como un signo más de la urgente necesidad de
aprender a dominar nuestras emociones, a dirimir pacíficamente nuestras disputas y a
establecer, en suma, mejores relaciones con nuestros semejantes. Durante mucho tiempo,
los educadores han estado preocupados por las deficientes calificaciones de los escolares en
matemáticas y lenguaje, pero ahora están comenzando a darse cuenta de que existe una
carencia mucho más apremiante, el analfabetismo emocional. No obstante, aunque siguen
haciéndose notables esfuerzos para mejorar el rendimiento académico de los estudiantes, no
parece hacerse gran cosa para solventar esta nueva y alarmante deficiencia. En palabras de
un profesor de Brooklyn: «parece como si nos interesara mucho más su rendimiento escolar
en lectura y escritura que si seguirán con vida la próxima semana».
Sin embargo, los incidentes violentos como el protagonizado por Jan y Tyrone son,
por desgracia, cada vez más frecuentes en las escuelas de nuestro país. No se trata, pues, de
un incidente aislado, puesto que las estadísticas muestran un aumento de la delincuencia
infantil y juvenil en los Estados Unidos que bien se puede considerar como la punta de lanza
de una tendencia mundial. En 1990 tuvo lugar el índice más elevado de arrestos juveniles
relacionados con delitos violentos de las dos últimas décadas.
En este sentido, el número de arrestos juveniles por violación se duplicó y la
proporción de adolescentes acusados de homicidio por arma de fuego se multiplicó por
cuatro. En esas dos mismas décadas, la tasa de suicidios entre adolescentes se triplicó y lo
mismo ocurrió con el número de niños menores de catorce años que fueron violentamente
asesinados. Por otra parte, cada vez son más —y más jóvenes— las adolescentes que se
quedan embarazadas. En los cinco años anteriores a 1993, el número de partos entre las
muchachas de edad comprendida entre los diez y los catorce años aumentó de manera
constante —un fenómeno que ha sido bautizado con el nombre de «las niñas que tienen
niñas»—, al igual que la proporción de embarazos no deseados y las presiones de los
compañeros para tener las primeras relaciones sexuales. Asimismo, en las tres últimas
décadas también se ha triplicado la proporción de enfermedades venéreas entre
adolescentes. Y, si estos datos resultan desalentadores, ¿qué diríamos entonces de las cifras
que arrojan las estadísticas referidas a los jóvenes afroamericanos que viven en las ciudades,
unas cifras que son dos, tres o incluso más veces superiores a las reseñadas? Por ejemplo,
en 1990 el consumo de cocaína entre los jóvenes blancos se incrementó un 300% con
respecto a las dos décadas anteriores, algo que, en el caso de los afroamericanos, se
multiplicó por 13. Las enfermedades mentales constituyen la causa más común de
incapacitación entre los adolescentes. Los síntomas de la depresión —mayor o menor—
afectan a más de la tercera parte de la juventud y, en el caso de las muchachas, esta
incidencia se duplica en la pubertad. Por otra parte, la frecuencia de los trastornos de la
conducta alimentaria en las adolescentes también se ha disparado. Hay que decir también,
por último, que, a menos que cambie la tendencia actual, las esperanzas de poder casarse y
tener una vida estable y provechosa son cada vez menores. Como vimos en el capítulo 9, el
porcentaje de divorcios propio de las décadas de los setenta y los ochenta era del 50%, pero
la tendencia actual es que dos de cada tres parejas terminan divorciándose.
EL MALESTAR EMOCIONAL
Estos datos alarmantes son el equivalente a aquel canario que los mineros llevaban
consigo a los túneles y cuya muerte les advertía de la falta de oxígeno. Pero, más allá de las
frías estadísticas, debemos abordar la difícil situación que atraviesan nuestros niños desde
un nivel más sutil, teniendo en cuenta los problemas cotidianos antes de que lleguen a
estallar abiertamente. Tal vez los datos más reveladores en este sentido nos los proporcione
una investigación realizada a nivel nacional entre niños y adolescentes norteamericanos
comprendidos entre los siete y los dieciséis años de edad, que comparó la situación
emocional de éstos a mediados de la década de los setenta y a finales de la década de los
ochenta, y demostró la existencia de un claro descenso en el grado de competencia
emocional. Este estudio, que se basa en las valoraciones realizadas por los padres y los
profesores, muestra un deterioro de la situación a este respecto. Y no se trata de que exista
un solo problema sino que todos los indicadores apuntan en la misma inquietante dirección.
Estos son, en términos generales, los ámbitos en los que ha habido un franco
empeoramiento:
•Marginación o problemas sociales: tendencia al aislamiento, a la reserva y al mal
humor; falta de energía; insatisfacción y dependencia.
•Ansiedad y depresión: soledad; excesivos miedos y preocupaciones;
perfeccionismo; falta de afecto; nerviosismo, tristeza y depresión.
•Problemas de atención o de razonamiento: incapacidad para prestar atención y
permanecer quieto; ensoñaciones diurnas; impulsividad; exceso de nerviosismo que impide
la concentración; bajo rendimiento académico; pensamientos obsesivos.
•Delincuencia o agresividad: relaciones con personas problemáticas; uso de la
mentira y el engaño; exceso de justificación; desconfianza; exigir la atención de los demás;
desprecio por la propiedad ajena; desobediencia en casa y en la escuela; mostrarse testarudo
y caprichoso; hablar demasiado; fastidiar a los demas y tener mal genio.
Ninguno de estos problemas, considerado aisladamente, es lo bastante poderoso
como para llamar nuestra atención, pero tomados en conjunto constituyen el claro indicador
de la existencia de cambios muy profundos, de un nuevo tipo de veneno que emponzoña a
nuestra infancia y que afecta negativamente a su nivel de competencia emocional. Este
desasosiego emocional parece ser el precio que han de pagar los jóvenes por la vida
moderna. Por otra parte, aunque los norteamericanos suelen considerar que sus problemas
son especialmente graves, las investigaciones realizadas en otros países replican o incluso
superan estos resultados. Por ejemplo, en la década de los ochenta los maestros y los padres
de Holanda, China y Alemania encontraron en sus chicos los mismos problemas que
presentaban los niños americanos en 1976 y, en el caso de Australia, Francia o Thailandia,
la situación era todavía peor. Por último, es muy posible que esta situación haya empeorado
todavía más porque, en la actualidad, la espiral descendente de la competencia emocional
parece haberse acelerado más en los Estados Unidos que en el resto de las naciones
desarrolladas Y Ningún niño, ya sea rico o pobre, está libre de riesgo, porque esta
problemática es universal y afecta a todos los grupos étnicos, raciales y sociales. Así pues,
aunque los niños pobres manifiesten el peor índice de competencia emocional, su grado de
deterioro en las últimas décadas no ha sido mayor que la de los niños de clase media o
incluso que la de los niños ricos, ya que todos muestran, en definitiva, el mismo grado de
deterioro. El número de niños que han recibido ayuda psicológica también se ha triplicado
(aunque ésta tal vez sea una buena señal que señale la existencia de más recursos en este
sentido) pero, al mismo tiempo, también se ha duplicado el número de niños que, a pesar de
presentar serios problemas emocionales, no han recibido ningún tipo de ayuda (un 9% en
1976 frente a un 18% en 1989, un signo, en este caso, negativo).
Une Bronfenbrenner, conocida psicóloga evolutiva de la Universidad de Cornell que
ha llevado a cabo un estudio comparativo a escala mundial sobre el bienestar infantil,
afirma: «las presiones externas son tan grandes que, a falta de un buen sistema de apoyo,
hasta las familias más unidas están empezando a fragmentarse. La incertidumbre, la
fragilidad y la inestabilidad de la vida cotidiana familiar afectan a todos los segmentos de
nuestra sociedad, incluyendo a las personas acomodadas y con un elevado nivel cultural.
Lo que está en juego es nada menos que la próxima generación —especialmente los
varones—, que durante su desarrollo son especialmente vulnerables ante las fuerzas
disgregadoras y los devastadores efectos del divorcio, la pobreza y el desempleo. El
estatus de las familias y los niños estadounidenses es más inquietante que nunca [...]
Estamos privando a millones de niños de sus capacidades y de sus aptitudes morales».
Pero no se trata de un fenómeno exclusivamente norteamericano sino de una situación
global, puesto que el mercado mundial busca abaratar los costes laborales y termina
haciendo mella sobre la familia. La nuestra es una época en la que las familias se ven
acosadas, en la que ambos padres deben trabajar muchas horas y se ven obligados a dejar a
los niños abandonados a su propia suerte o, como mucho, al cuidado del televisor; una
época en la que muchos niños crecen en condiciones de extrema pobreza; una época en la
que cada vez hay más familias con un solo responsable; una época, en suma, en la que la
atención cotidiana que reciben los más jóvenes raya en la negligencia. Todo esto supone,
aun en el caso de que los padres alberguen las mejores intenciones, el menoscabo de los
pequeños, innumerables y sustanciosos intercambios familiares que van cimentando el
desarrollo de las facultades emocionales.
¿Qué podemos hacer, pues, si la familia ya no cumple adecuadamente con su función
de preparar a los hijos para la vida?
Un análisis más detenido de los mecanismos que subyacen cada uno de estos
problemas concretos nos ayudará a comprender la importancia de las habilidades sociales y
emocionales, y arrojará luz sobre las medidas preventivas o correctivas más eficaces para
encauzar a los niños en una dirección más adecuada.
EL CONTROL DE LA AGRESIVIDAD
El chico duro de mi escuela primaria se llamaba Jimmy, un niño que estaba en cuarto
curso cuando yo todavía me hallaba en primero. Jimmy era capaz de robarte el dinero para
el almuerzo, coger tu bicicleta o darte un golpe para llamar tu atención; era, en suma, el
clásico gamberro que no necesitaba la menor provocación para enzarzarse en una pelea.
Todos albergábamos una mezcla de odio y temor hacia Jimmy, tratábamos de mantenernos
a distancia de él y, cuando se desplazaba por el patio del recreo, era como si una especie de
guardaespaldas invisible mantuviera al resto de los niños alejados de su camino.
Es evidente que los niños como Jimmy tienen muchos problemas pero lo que no todo
el mundo sabe es que una conducta tan agresiva constituye un claro predictor de un futuro
igual de problemático. De hecho, cuando cumplió los dieciséis años Jimmy estaba en la
cárcel condenado por atraco.
el patio de recreo, los chicos indisciplinados siguen confiando en la fuerza bruta, una
conducta que, sin embargo, tiene un elevado coste social, ya que, a las dos o tres horas de
producirse el primer altercado, suelen caerles antipáticos a sus compañeros.
Las investigaciones que han seguido a este tipo de niños desde la enseñanza
preescolar hasta la pubertad demuestran que más de la mitad de los alumnos que durante el
primer curso se mostraban destructivos, incapaces de mantener una relación cordial con los
demás, desobedientes con sus padres y tercos con sus maestros, comenzaron a delinquir a
partir de los diez años de edad. Por supuesto, con ello no estamos diciendo que todos los
niños agresivos estén condenados a caer en la delincuencia y la violencia, pero lo cierto es
que son quienes más probabilidades tienen de llegar a cometer delitos violentos.
Como acabamos de señalar, la propensión al delito se manifiesta sorprendentemente
pronto en la vida de estos niños. Un estudio realizado entre niños de unos cinco años de
edad de una guardería de Montreal demostró que, quienes manifestaban un grado más
elevado de agresividad e indisciplina, antes de haber cumplido los catorce años de edad
revelaron un índice de delincuencia mucho más acusado, mostrando también una tendencia
tres veces superior a la de los demás a golpear sin motivo alguno, a robar en una tienda, a
utilizar algún tipo de armas, a romper o robar piezas de un automóvil y a emborracharse.
Así pues, los niños difíciles y agresivos emprenden el camino que conduce a la violencia y a
la delincuencia durante el primero y el segundo curso. No es infrecuente, por otra parte, que
su escaso autocontrol les lleve también, desde los primeros años de escolarizacion, a ser
malos estudiantes, estudiantes que suelen ser considerados por los demás —y que se ven a
sí mismos— como «tontos», un juicio que se ve confirmado cuando se ven obligados a
asistir a clases de repaso (y que, por cierto, no hacen todos los niños que manifiestan igual
grado de «hiperactividad» o de dificultades de aprendizaje). Los niños que antes de ingresar
en la escuela han sufrido en su hogar un estilo educativo «coercitivo», suelen ser más
castigados por sus maestros, quienes se ven obligados a invertir mucho tiempo en su
disciplina. La constante oposición a las normas de conducta del aula que estos niños
manifiestan espontáneamente supone una pérdida preciosa de tiempo que podría
aprovecharse mejor. Por lo general, el fracaso académico se hace evidente cuando los niños
llegan tercer curso. Así pues, si bien estos niños presentan un CI más bajo que el de sus
compañeros, la principal razón que impulsa su camino hacia la delincuencia hay que
buscarla en su temperamento. De hecho, en los niños de diez años, la impulsividad resulta
un predictor de la tendencia posterior hacia la delincuencia tres veces más adecuado que el
CI Al llegar al cuarto y quinto curso, estos chicos —que por el momento sólo son
considerados revoltosos o «difíciles»— son rechazados por sus compañeros, tienen serias
dificultades para hacer amigos, tienen problemas de fracaso escolar y, sintiéndose faltos de
toda amistad, gravitan en torno a otros marginados sociales. De este modo, entre el cuarto
y noveno curso se aglutinan alrededor de algún grupo marginal y llevan una vida que desafía
las normas, mostrando una tendencia cinco veces superior a la media a hacer novillos, beber
alcohol y tomar drogas, una situación que alcanza su punto culminante durante el séptimo y
octavo curso, un período en el que suelen ser seguidos, a su vez, por otros niños
«rezagados», que se sienten atraídos por ellos. Estos rezagados suelen ser niños más
pequeños, cuyas familias no se preocupan bastante de ellos y que vagabundean a su antojo
por las calles durante el periodo de la educación primaria. En la época en que tendrían que
pasar al instituto, la tendencia a la violencia que albergan los integrantes de estos grupos
marginales suele llevarles a abandonar los estudios y a verse implicados en delitos menores,
como hurtos en tiendas, robos y posesión de drogas. (En este punto es necesario señalar la
existencia de una marcada diferencia entre los caminos seguidos por las niñas y los de los
niños. Un seguimiento llevado a cabo entre las niñas «revoltosas» de cuarto curso —
pequeñas que tenían constantes problemas con sus profesores, no respetaban las normas o
eran impopulares entre sus compañeros— puso de manifiesto que el 40% de ellas ya había
dado a luz un hijo antes de concluir el instituto, una media, por cierto, tres veces superior a
la del resto de compañeras de su misma escuela. Dicho en otras palabras, las adolescentes
antisociales no se vuelven violentas sino que se quedan embarazadas.)
No hay un único camino que conduzca a la delincuencia y a la violencia. En este
sentido hay que tener en cuenta otros factores de riesgo, como el hecho de vivir en un
barrio con un alto grado de delincuencia -en el que los niños se hallen expuestos a la
invitación constante al delito y a la violencia—, crecer en una familia con un elevado grado
de estrés o malvivir en condiciones de extrema pobreza. Ninguno de estos factores, por sí
solo, es el causante inevitable de una vida entregada a la delincuencia. Así pues, a la vista de
que todos estos factores externos tienen una importancia relativa similar, debemos concluir
que las fuerzas psicológicas internas que mueven al niño indisciplinado desempeñan un
papel determinante a la hora de aumentar las probabilidades de que emprenda el camino que
conduce a la delincuencia. Como afirma Gerald Patterson, un psicólogo que ha seguido de
cerca las trayectorias de cientos de niños hasta llegar a la juventud, «los actos antisociales
de un niño de cinco años son el prototipo de los actos que cometerá un delincuente juvenil».
Las tendencias mentales que presentan los niños agresivos perduran hasta que
terminan teniendo problemas de uno u otro tipo. Una investigación realizada sobre jóvenes
convictos de delitos violentos y estudiantes de instituto especialmente agresivos demostró
que ambos grupos comparten las mismas tendencias mentales. Son personas que, cuando
tienen problemas con alguien, tienden automáticamente a considerarlo como un adversario y
extraen conclusiones precipitadas sobre su hostilidad sin recabar más información ni buscar
formas más pacíficas de dirimir sus diferencias. Tampoco suelen detenerse a considerar las
posibles consecuencias negativas de un desenlace violento (generalmente una pelea). Para
ellos, la violencia está plenamente justificada por creencias tales como «está bien pegarle a
alguien que te cuaja», «si evitas las peleas todo el mundo pensará que eres un cobarde» o
«no es tan grave darle un puñetazo a alguien». Pero una ayuda a tiempo podría transformar
estas actitudes e interrumpir el camino del niño hacia la delincuencia. Existen varios
programas experimentales que han conseguido que los niños agresivos aprendan a dominar
sus tendencias antisociales antes de que terminen desembocando en problemas más serios.
Uno de estos programas, diseñado en la Universidad de Duke, trabajó con un grupo de
niños agresivos de la escuela primaria, proclives al enojo. Las sesiones de entrenamiento
duraron cuarenta minutos y se dieron dos veces por semana durante un período de seis a
doce semanas. Ese programa les enseñaba, por ejemplo, que eran parte de las señales que
ellos interpretaban como hostiles eran, en realidad, neutrales e incluso amistosas. También
debían aprender a adoptar la perspectiva de los otros niños para tratar de comprender lo
que pensaban de ellos en los momentos en que perdían el control. El programa también
incluía un adiestramiento directo en el dominio del enfado mediante una especie de
psicodrama en el que debían representar escenas que reproducían situaciones que podían
hacerles perder los estribos. Una de las habilidades clave que se les enseñaba para dominar
el enfado consistía en prestar atención a sus propias sensaciones, haciéndoles tomar
conciencia, por ejemplo, del rubor o de la tensión muscular —que acompañan al enfado— y
considerarlas como una señal de alarma que les indica cuándo deben detenerse a considerar
el siguiente paso que dar en lugar de comenzar a repartir golpes a diestro y siniestro.
En opinión de John Lochman, psicólogo de la Universidad de Duke que formaba
parte del equipo que diseñó este programa: « Los niños hablan de las situaciones en que se
han visto implicados recientemente, como, por ejemplo, haber sido empujados en el pasillo
de entrada a la escuela, y exponen las posibles alternativas de que disponen para afrontar la
situación en caso de que consideren que ha sido a propósito. Por ejemplo, un chico me dijo
que se limitaba a mirar fijamente al muchacho que le había empujado, le decía que no
volviera a repetirlo y seguía su camino. Aquello le situaba en una posición de cierto dominio
en la que, al tiempo que mantenía elevada su autoestima, no tenía necesidad de iniciar
ninguna pelea».
Aquí debemos subrayar un hecho importante, ya que la mayoría de los muchachos
agresivos se sienten muy incómodos con la facilidad con que pierden los estribos, lo cual
hace también que se muestren muy dispuestos a aprender a dominar esta situación. Es
evidente que, en los momentos críticos, las respuestas calculadas, como seguir caminando o
contar hasta diez hasta que se desvanezca el impulso a pelearse, no surgen de manera
automática. Por esto, la representación de escenas imaginarias, como, por ejemplo, subir a
un autobús en el que otros chicos se burlan de ellos, les ofrece la posibilidad de practicar
respuestas alternativas amistosas que les permitan mantener su dignidad y evitar las
reacciones tales como golpear, gritar o salir corriendo.
Tres años después de que los muchachos se hubieran sometido al entrenamiento,
Lochman efectuó un estudio comparativo entre ellos y otros que presentaban un grado de
agresividad similar pero que no se habían beneficiado de las sesiones de control del enfado y
descubrió que, durante la adolescencia, los chicos que se habían sometido al programa se
mostraban mucho más disciplinados en clase, albergaban sentimientos más positivos sobre sí
mismos y estaban mucho menos predispuestos a beber alcohol y a tomar drogas. En
resumen, pues, cuanto mayor habia sido el tiempo de adiestramiento en el programa, menor
era el grado de agresividad que manifestaban en la adolescencia.
LA PREVENCIÓN DE LA DEPRESIÓN
Dana, de dieciséis años, parecía desenvolverse sin problemas pero, de pronto, dejó de
poder relacionarse con las otras muchachas y, lo que era mucho peor, no sabía cómo
conservar a y sus novios, aunque se acostara con ellos. Taciturna y constantemente
fatigada, Dana perdió interés por la comida y por las diversiones. Decía que se sentía
desesperanzada e impotente para hacer algo que le permitiera escapar de ese estado de
ánimo y que incluso había llegado a pensar en el suicidio.
Esta caída en la depresión había sido causada por una reiente ruptura. Según decía, no
sabía salir con un chico sin mantener relaciones sexuales con él —aunque no le gustara— y
tampoco sabía cómo poner fin a una relación por más insatisfactoria que ésta fuera. Por otra
parte, aunque se acostara con los chicos, lo único que deseaba era llegar a conocerlos
mejor.
Dana acababa de cambiar de instituto y se sentía muy insegura acerca de su capacidad
para entablar nuevas amistades. No obstante, se abstenía de iniciar una conversación y sólo
respondía cuando alguien le dirigía la palabra. Se sentía incapaz de manifestar sus
verdaderos sentimientos y ni siquiera sabía qué decir después del habitual «Hola, ¿qué tal?»
Dana emprendió entonces una terapia en un programa experimental para adolescentes
deprimidos promovido por la Universidad de Columbia. El objetivo de este programa
consistía en ayudar a los jóvenes a enfocar más adecuadamente sus relaciones, conservar las
amistades, confiar en los demás, establecer límites sobre la proximidad sexual, desarrollar la
capacidad de tener amigos íntimos y expresar los propios sentimientos; una clase de
capacitación, en suma, de las habilidades emocionales fundamentales que, en el caso de
Dana, resultó tan sumamente eficaz que su depresión terminó desapareciendo.
Los problemas de relación —tanto con los padres como con los compañeros—
constituyen el detonante más frecuente de la depresión entre los adolescentes. Los niños y
los adolescentes deprimidos se muestran remisos o incapaces de hablar de su depresión, no
suelen ser muy diestros para etiquetar adecuadamente sus sentimientos y tienden a ser
irritables, impacientes, caprichosos y malhumorados, especialmente con sus padres, lo cual
constituye una dificultad añadida a la hora de que éstos les brinden la guía y el soporte
emocional que el niño deprimido tanto necesita, iniciando así un círculo vicioso que suele
originar toda clase de disputas.
Una observación minuciosa de las causas de la depresión juvenil señala la presencia
de serias deficiencias en dos competencias emocionales fundamentales: la capacidad de
relacionarse y la forma de interpretar los reveses y contratiempos de la vida.
Aunque la tendencia a la depresión tenga un origen parcialmente genético, su causa
principal parece radicar en los hábitos mentales pesimistas —aunque reversibles— que
predisponen a los niños a reaccionar ante los pequeños contratiempos de la vida —las malas
notas, las discusiones con los padres o el rechazo social— sumiéndose en la depresión. Y
existen indicios que nos sugieren que la predisposición a la depresión —cualquiera sea su
causa— está extendiéndose a gran velocidad entre los jóvenes.
Del mismo modo que el siglo XX ha estado caracterizado por ser la Era de la
Ansiedad, los años que jalonan el final de este milenio parecen anunciar el advenimiento de
una Era de la Melancolía. Todos los datos parecen hablarnos de una epidemia de
depresión a escala mundial, una epidemia que corre pareja a la expansión del estilo de vida
del mundo moderno. Desde los comienzos de este siglo, cada nueva generación se ha visto
más expuesta que la precedente a sufrir depresión, y no nos referimos sólo a la melancolía
sino a la insensibilidad, el abatimiento, la autocompasión y la desesperación. Y no sólo esto,
sino que los episodios depresivos se inician a una edad cada vez más temprana. De este
modo, la depresión infantil —desconocida o, cuanto menos, no reconocida en el pasado—
está emergiendo como un decorado cada vez más frecuente en el escenario del mundo
actual.
Aunque las probabilidades de padecer una depresión se incrementan con la edad, en la
actualidad el aumento más alarmante se produce entre los individuos más jóvenes. La
probabilidad de que una persona nacida después de 1955 sufra una depresión mayor a lo
largo de la vida es —en un buen número de países— tres veces, al menos, superior a la de
sus abuelos. El porcentaje de personas aquejadas de depresión en algún momento de su vida
entre los norteamericanos nacidos antes de 1905, era sólo de un 1% pero, después de 1955,
la proporción de personas deprimidas antes de haber cumplido los veinticuatro años ha
aumentado hasta el 6%. Por su parte, la probabilidad de que los nacidos entre 1945 y 1954
experimenten una depresión antes de llegar a los treinta y cuatro años es diez veces superior
a las de las personas nacidas entre 1905 y 1914. De este modo, a medida que ha ido
transcurriendo el siglo, la irrupción del primer episodio de depresion tiende a ocurrir a una
edad cada vez más temprana.
Un estudio de alcance mundial efectuado sobre más de treinta y nueve mil personas
mostró la misma tendencia en países como Puerto Rico, Canadá, Italia, Alemania, Francia,
Taiwan, Líbano y Nueva Zelanda. En el caso de Beirut, por ejemplo, el aumento de la
proporción de depresiones corría pareja a la marcha de los acontecimientos políticos, de tal
manera que la tendencia se disparaba en determinados momentos de la guerra civil.En el
caso de Alemania, el promedio de depresión era de un 4,4% para las personas nacidas antes
LA DEPRESION INFANTIL
prácticamente imposible acopiar la energía suficiente para que las lecciones del profesor le
estimulen de algún modo (por no mencionar la incapacidad de experimentar el estado de
«flujo», del que hablábamos en el capítulo 6). Según el estudio de Kovac, pues, los niños
cuyos episodios depresivos son más prolongados obtienen peores calificaciones y suelen ir
atrasados en sus estudios. En realidad, parece existir una relación directa entre el período de
tiempo que un niño permanece deprimido y su rendimiento escolar, con una caída en picado
durante el transcurso del episodio depresivo. Por su parte, este pobre rendimiento
académico no hace sino complicar la depresión porque, como afirma Kovac: «no es difícil
comprender lo que ocurre cuando uno comienza a sentirse deprimido y le suspenden,
teniendo que quedarse en casa a estudiar y sin poder salir a jugar con los demás».
Al igual que ocurre con los adultos, las interpretaciones pesimistas de los
contratiempos de la vida parecen alimentar la desesperanza y la impotencia que yacen en el
núcleo de la depresión infantil. Hace mucho tiempo que se sabe que las personas que ya
están deprimidas albergan este tipo de pensamientos, lo que resulta sorprendente es que los
niños propensos a la melancolía tienden a albergar esta visión pesimista antes de caer en la
depresión, una circunstancia que abre la posibilidad de inocularles algún tipo de vacuna
contra la depresión antes de que ésta se apodere de ellos.
Los estudios sobre las creencias que sustentan los niños acerca de las posibilidades
que tienen de controlar lo que les sucede o de su capacidad para transformar positivamente
sus vidas nos brindan una prueba evidente en este sentido. Esto es algo que podemos
constatar en las valoraciones que hacen los niños sobre sí mismos en frases tales como «no
tengo dificultades para resolver los problemas cuando éstos se presentan» o «si me esfuerzo
soy capaz de sacar buenas notas». Los niños que son incapaces de pensar de esta manera
sienten que no pueden hacer nada para cambiar las cosas, lo cual genera una sensación de
impotencia que es más acusada en el caso de los niños más deprimidos. En un determinado
estudio se sometió a observación a varios alumnos de quinto y sexto curso pocos días
después de recibir sus hojas de calificaciones que, como todos recordaremos, suelen ser una
de las principales fuentes de alegría o de desesperación durante la infancia. Los
investigadores descubrieron una marcada diferencia en la forma en que cada niño se
reafirma cuando recibe una calificación peor de la esperada. En este sentido, los niños que
consideran que sus malas notas son el resultado de algún tipo de deficiencia personal («soy
estúpido») se sienten más deprimidos que aquéllos otros que encuentran una explicación
que deja abierta la posibilidad de hacer algo para transformar las cosas («si me esfuerzo más
podré sacar mejores notas en matemáticas»). Los investigadores estudiaron también a un
grupo de alumnos de tercero, cuarto y quinto curso que eran objeto del rechazo de sus
compañeros y efectuaron un seguimiento de aquéllos que seguían siendo marginados al año
siguiente, descubriendo que un factor decisivo en la génesis de la depresión era el modo en
que estos niños se explicaban a sí mismos el rechazo del que eran objeto. Quienes
consideraban que el rechazo se debía a alguna especie de defecto personal eran más
proclives a la depresión, mientras que los niños más optimistas, los que sentían que podían
hacer algo para mejorar la situación, no se sentían especialmente deprimidos a pesar del
rechazo constante de que eran objeto. Otro estudio demostró que los niños que tenían una
actitud pesimista cuando estaban a punto de efectuar la difícil transición al séptimo curso,
eran más proclives a la depresión cuando debían enfrentarse al nuevo nivel de exigencias de
la escuela o del hogar. Pero la prueba más palpable de que la actitud pesimista predispone a
la depresión nos la proporciona un seguimiento de cinco años de duración iniciado cuando
los niños estaban en tercer curso. El predictor más decisivo de la depresión entre los niños
más pequeños resultó ser una actitud pesimista ante la vida en conjunción con un
acontecimiento traumático importante, como, por ejemplo el divorcio de los padres o el
fallecimiento de un familiar (situaciones, en suma, que no sólo conmueven y angustian al
niño, sino que también suelen privarle del apoyo y el consuelo de sus padres). No obstante,
a lo largo de la escuela primaria tiene lugar un cambio significativo en su forma de
interpretar las causas de los acontecimientos positivos y negativos que les toca vivir,
achacándolos, cada vez más, a sus propios rasgos personales («saco buenas notas porque
soy listo» o «no tengo muchos amigos porque no soy divertido»). Este cambio parece tener
lugar entre el tercer y quinto curso y. cuando ocurre, quienes sustentan una actitud
pesimista —y atribuyen la causa de los infortunios a un defecto intrínseco— comienzan a
ser presa de estados de ánimo depresivos. Y lo que es más importante todavía, la misma
depresión contribuye a reforzar las pautas de pensamiento pesimistas, de modo que, aun
cuando la depresión desaparezca, el niño queda marcado con una especie de cicatriz
emocional, un conjunto de creencias alimentadas por la depresión y consolidadas por su
pensamiento (que no es buen estudiante o que es antipático) que le impiden escapar de su
sombrío estado de ánimo. Estas ideas fijas hacen que el niño sea más vulnerable a caer
nuevamente en la depresión.
Pero existen fundadas esperanzas de que es posible enseñar a los niños formas más
eficaces de afrontar los problemas y disminuir así el riesgo de la depresión infantil. En un
estudio llevado a cabo en un instituto de Oregón, uno de cada cuatro estudiantes mostraba
lo que los psicólogos denominan una «depresión moderada», una depresión que, aunque no
reviste la suficiente gravedad como para afirmar que excede el grado de insatisfacción
natural, bien podría constituir la antesala de una depresión auténtica.
Setenta y cinco estudiantes aquejados de esta depresión moderada aprendieron, en
una clase especial fuera del horario habitual lectivo, a modificar las pautas de pensamiento
generalmente
A diferencia de lo que ocurre con los adultos, la medicación no parece ofrecer una
alternativa para el tratamiento de la depresión infantil que pueda sustituir a la terapia o a la
educación preventiva. La investigación ha demostrado que, en el caso de los niños, los
antidepresivos tricíclicos —que tanto éxito han tenido en el tratamiento de los adultos— no
son mejores que la administración de un placeho, efecto de las nuevas medicaciones
antidepresivas, como por ejemplo el Prozac, todavía no ha sido estudiado en los niños.
Por su parte, la desipramina, uno de los tricíclicos más utilizados (y más seguros) para
el tratamiento de los adultos, está siendo actualmente ohjeto de estudio por parte del FDA
Feod and Drues Administration, como una posible causa de mortatidad infantil, asociadas a
ese estado, a hacer amigos, a relacionarse mejor con sus padres y a comprometerse en
aquellas actividades sociales que les resultaban más atractivas. El 55% de los participantes
en el programa, de ocho semanas de duración, logró recuperarse de su depresión, algo que
sólo consiguió el 25% de los estudiantes deprimidos que no se habían beneficiado del
programa. Un año más tarde, el 25% de los componentes del grupo de control había caído
en una depresión mayor frente al 14% de los alumnos que habían participado en el
programa de prevención. Así pues, aunque el programa sólo durase ocho sesiones, redujo a
la mitad el riesgo de contraer una depresión. El mismo tipo de conclusiones esperanzadoras
nos ofrece un programa especial de frecuencia semanal dirigido a niños de edades
comprendidas entre los diez y los trece años que tenían frecuentes disputas con sus padres y
que también presentaban síntomas de depresión. Durante estas sesiones extraescolares los
niños aprendían ciertas habilidades emocionales básicas, como hacer frente a los problemas,
pensar antes de actuar y, tal vez lo mas importante, revisar y modificar las creencias
pesimistas ligadas a la depresión (como, por ejemplo, tomar la firme resolución de
esforzarse más en el estudio después de haber obtenido malos resultados en un examen, en
vez de pensar «no soy lo suficientemente listo»).
En opinión del psicólogo Martin Seligman, uno de los creadores de este programa de
doce semanas de duración: «en estas clases los niños aprenden que es posible hacer frente
a estados de ánimo como la ansiedad, el abatimiento o el enfado, y que la transformación
de nuestros pensamientos nos permite, en cierto modo, transformar también nuestros
sentimientos». Según Seligman, el hecho de hacer frente a los pensamientos depresivos
disipa las tinieblas del estado de ánimo negativo y «sólo depende del esfuerzo sostenido
momento a momento el que esto termine convirtiéndose en un hábito».
Estas sesiones especiales también redujeron a la mitad la frecuencia de las depresiones
después de dos años de haber concluido el programa. Al cabo de un año, sólo el 8% de los
participantes arrojaron unos resultados en un test sobre depresión que los situaba en un
nivel entre moderado y grave, (frente al 29% de los niños pertenecientes al grupo de
control), mientras que, dos años después, el 20% de los muchachos que habían seguido el
curso mostraban algunos síntomas de depresión moderada (en comparación con el 44% del
grupo de control).
El aprendizaje de estas habilidades emocionales puede resultar especialmente útil en
plena adolescencia. Como observa Seligman: «estos chicos suelen estar mejor preparados
para afrontar la ansiedad normal que experimenta el adolescente frente al rechazo, y
parecen haber aprendido esta habilidad en un período especial mente crítico para la
depresión que tiene lugar alrededor de los diez años de edad. Después de aprendida, esta
lección parece persistir e incluso fortalecerse en el curso de los años posteriores,
sugiriendo claramente su aplicabilidad a la vida cotidiana».
Los especialistas en la depresión infantil se muestran sumamente esperanzados con la
aparición de estos nuevos programas.
Según me comentaba Kovac: «si queremos intervenir eficazmente en problemas
psiquiátricos tales como la depresión, tenemos que hacer algo antes de que los niños
enfermen. La única solucion parece pasar por algún tipo de vacuna psicológica».
En una epoca en la que estudiaba psicología clínica a finales de los sesenta, conocí a
dos mujeres que sufrían trastornos de la conducta alimentaria, aunque sólo me di cuenta de
ello varios años después. Una de ellas, una brillante licenciada en matemáticas por Harvard,
era amiga mía desde mis días de estudiante universitario, la otra era bibliotecaria del MIT
(Massachusetts Institute ol Technology) Mi amiga matemática se hallaba esqueléticamente
delgada pero no podía comer porque, según decía, «la comida le repugnaba»; en cambio, la
bibliotecaria era gruesa y solía atiborarse de helados, pastel de zanahoria y todo tipo de
dulces aunque después —como me confesó avergonzada en cierta ocasión— solía ir al
servicio a provocarse el vómito.
Hoy en día, a la primera de ellas le diagnosticaría una anorexia y a la otra una bulimia,
pero, en aquellos años, los clínicos sólo estaban empezando a hablar de estos problemas y ni
siquiera existían estas etiquetas. Hilda Bruch, una pionera de este movimiento, publicó su
primer artículo sobre los trastornos de la conducta alimentaria en 1969. Bruch, que se
hallaba desconcertada por los casos de mujeres cuya dieta las llevaba al borde de la muerte,
propuso que una de las causas de este problema radica en la incapacidad de estas mujeres
para identificar y responder adecuadamente a sus demandas corporales y especialmente, por
supuesto, a la sensación de hambre. Desde entonces, la literatura clínica sobre los trastornos
de la conducta alimentaria ha proliferado como las setas y ha aparecido multitud de teorías
que tratan de explicar sus posibles causas. Estas causas van desde las chicas que se quieren
mantener eternamente jóvenes y se sienten obligadas a luchar infatigablemente para lograr
un modelo inalcanzable de belleza femenina, hasta las madres posesivas que terminan
enredando a sus hijas en una trama autoritaria de culpabilidad y verguenza.
Pero la mayor parte de estas hipótesis adolecían de la gran desventaja de ser
extrapolaciones hechas según observaciones efectuadas durante la terapia. Desde un punto
de visto científico es mucho más aconsejable llevar a cabo investigaciones sobre grandes
grupos durante varios años para determinar quiénes terminan superando el problema. Sólo
este tipo de investigación podrá ayudarnos a determinar con exactitud las variables que
favorecen la aparición del problema y diferenciarlas de aquellas otras condiciones que, si
bien parecen relacionadas, no tienen una incidencia directa sobre él.
Un estudio de este tipo llevado a cabo con más de novecientas muchachas que se
hallaban entre el séptimo y el décimo curso puso de manifiesto la existencia de serias
deficiencias emocionales (como, por ejemplo, la incapacidad de dominar y expresar los
sentimientos desagradables). Sesenta y una chicas de décimo curso de un instituto de las
afueras de Minneapolis presentaban ya graves síntomas de anorexia y bulimia. Cuanto
mayor era la gravedad del trastorno, más desbordantes eran los sentimientos negativos con
que las chicas reaccionaban a los contratiempos, dificultades y problemas que la vida les
presentaba y menor era también su conciencia de sus verdaderos sentimientos.
Y la combinación de estas dos tendencias emocionales con el rechazo hacia el propio
cuerpo, daba como resultado la anorexia o la bulimia. Esa investigación también descubrió
que los padres autoritarios no desempeñan un papel decisivo en la etiología de los
trastornos de la conducta alimentaria. Como la misma Bruch había advertido, las teorías
explicativas basadas en la percepción o comprensión a posteriori (como. por ejemplo, que
los padres pueden llegar fácilmente a ser posesivos como respuesta a sus desesperados
intentos por controlar a una hija que padece un trastorno alimenticio) son probablemente
inadecuadas. Las explicaciones más populares, como el miedo a la sexualidad, el inicio
precoz de la pubertad o la baja autoestima también demostraron carecer de todo
fundamento.
Esta investigación demostró que el principal desencadenante de este trastorno radica
en una sociedad obsesionada por un modelo ideal de belleza antinaturalmente delgado.
Mucho antes del inicio de la adolescencia, las chicas ya comienzan a conceder importancia a
su peso. Por ejemplo, una niña de seis años rompió a llorar cuando su madre le dijo que el
bañador la hacía parecer gorda cuando, en opinión del pediatra que presenta el caso, el peso
de la niña era normal para su estatura» Un estudio realizado con adolescentes descubrió que
el 50% de ellas creían que estaban demasiado gruesas, a pesar de que la inmensa mayoría
tenía un peso completamente normal. No obstante, el estudio de Minneapolis también
demostró que la obsesión por el peso no basta para explicar por qué ciertas chicas
desarrollan este tipo de problemas alimenticios.
Muchas personas obesas son incapaces de expresar la diferencia que existe entre tener
miedo, estar hambriento o sentirse enfadado e interpretan confusamente todos estos
sentimientos como si estuvieran relacionados con el hambre, una situación que las lleva a
comer compulsivamente cada vez que se sienten preocupadasi Y algo similar parece estar
ocurriéndoles a las muchachas que padecen trastornos de la conducta alimentaria. Gloria
Leon, la psicóloga de la Universivad de Minnesota que llevó a cabo este estudio, observó
que: «estas muchachas manifiestan una conciencia muy pobre de sus sentimientos y de
los mensajes de su cuerpo, lo cual constituye un predictor claro de que, en el curso de los
dos años posteriores, desarrollarán alguno de estos desórdenes. La mayoría de los niños
aprenden a disíinguir entre sus sensaciones y son capaces de discernir si están aburridos,
enfadados, deprimidos o hambrientos, una habilidad que forma parte del aprendizaje
emocional básico. Pero estas muchachas tienen dificultades para saber qué es lo que
realmente sienten. De este modo, cuando, por ejemplo, tienen un problema con su novio,
no saben si están enfadadas, ansiosas o deprimidas, lo único que experimentan es una
difusa tormenta emocional con la que no saben cómo relacionarse y tratan de superarla
comiendo, algo que puede llegar a convertirse en un hábito muy arraigado».
Cuando esta forma de tranquilizarse choca con las presiones que sufren las chicas
para mantenerse delgadas, queda expedito el camino para el desarrollo de algún tipo de
trastorno alimentario.
Como observa Leon: «al comienzo, la muchacha puede empezar a comer vorazmente,
pero si quiere mantenerse delgada tiene que tratar de provocarse el vómito, tomar laxantes
o realizar un intenso esfuerzo físico que la libre del exceso de peso. Otra de las modalidades
utilizadas para controlar la confusión emocional puede ser la de no comer en absoluto, ya
que esto parece proporcionarle un mínimo control sobre los sentimientos angustiantes».
Cuando estas chicas, que combinan una escasa conciencia de si mismas con una
habilidad social empobrecida, se sienten alteradas, son incapaces de calmar su sensación de
angustia. En tal caso, los problemas con los padres o los amigos disparan el trastorno
alimenticio, ya sea éste la bulimia, la anorexia o simplemente la voracidad compulsiva. En
opinión de Leon, el tratamiento eficaz de esta clase de chicas debería incluir algún tipo de
adiestramiento en las habilidades emocionales de las que carecen. Según me dijo Leon: «los
clínicos han constatado que la terapia funciona mejor cuando presta atención a estas
deficiencias. Estas muchachas deben aprender a identificar sus sentimientos, a tranquilizarse
y a orientar más adecuadamente sus relaciones sin abandonarse a sus irregulares hábitos
alimenticios.»
Fue un pequeño drama de la escuela primaria. Ben, un alumno de cuarto curso con
muy pocos amigos, acababa de oír decir a su companero Jason que no iban a jugar juntos
durante la hora de la comida porque quería jugar con otro niño llamado Chad. Ben,
entonces, se derrumbó, escondió la cabeza entre las manos y se puso a llorar. Al cabo de un
rato se dirigió a la mesa en la que Jason y Chad estaban comiendo y dijo:
—¡Te odio!
—¿Por qué? —preguntó éste.
—Porque me has mentido —respondió Ben en tono acusatorio—. Toda la semana
has estado diciendo que hoy jugarías conmigo y me has engañado.
Luego Ben se alejó visiblemente enfadado a su mesa vacía y empezó a sollozar en
silencio. Jason y Chad se dirigieron entonces hacia él y trataron de hablarle, pero Ben se
tapó los oídos ignorándoles y salió corriendo del comedor para esconderse detrás de un
contenedor de basura. Un grupo de chicas que había presenciado el diálogo trató entonces
de mediar en la disputa y le dijeron que Jason quería jugar con él. Pero Ben tampoco quiso
escucharías y les respondió que le dejaran solo. Luego siguió alimentando su resentimiento,
acompañado tan sólo de su llanto.
Una situación desoladora, ¿qué duda cabe? La sensación de sentírse rechazado y falto
de la amistad de los demás es algo con lo que todos debemos enfrentarnos en algún
momento de nuestra infancia o de nuestra adolescencia. Pero lo que resulta más llamativo
en el caso de Ben es su ineptitud para responder a todos los intentos realizados por Jason
para corregir su error, una actitud que sólo contribuyó a prolongar su malestar. Esta
incapacidad para comprender ciertos mensajes clave resulta muy común en los niños
impopulares. Como vimos en el capitulo 8, los niños socialmente rechazados suelen tener
dificultades para registrar los mensajes emocionales y sociales y, en el caso de que lleguen a
percibirlos, muestran un repertorio de respuestas sumamente restringido.
Uno de los riesgos principales que corren los niños socialmente rechazados es la
posibilidad de abandonar la escuela. El promedio de abandono escolar entre los niños
rechazados por sus compañeros es entre dos y ocho veces superior al de los niños
populares. Por ejemplo, un estudio puso de manifiesto que aproximadamente el 25% de los
niños impopulares en la escuela primaria abandonan sus estudios antes de terminar el
instituto, cuando el promedio general es del ~ lo cual no resulta sorprendente dada la
dificultad que puede suponer permanecer treinta horas semanales en un lugar en el que no le
caemos simpático a nadie.
Hay dos tendencias emocionales que pueden contribuir a que los niños terminen
marginándose socialmente. Una de ellas, como ya hemos visto, es la propensión a los
arrebatos de cólera y a percibir hostilidad donde no la hay, y la otra consiste en
mostrarse excesivamente tímido, ansioso y vergonzoso. Pero también tenemos que decir
que, por encima de estos factores temperamentales, los niños que más tienden a ser
relegados —aquéllos cuya reiterada terquedad hace sentirse incómodos a los demás— son
los niños «desconectados».
Una de las formas en que estos niños se muestran «desconectados» es a través de las
señales emocionales que emiten al mundo exterior. Por ejemplo, un estudio demostró que
los niños con pocos amigos no sabían emparejar una emoción —como el disgusto o el
rechazo, por ejemplo— con un determinado rostro.
Cuando se preguntó a los niños de una guardería por la forma en que hacían nuevos
amigos o evitaban las peleas, fueron nuevamente los niños impopulares —aquéllos con los
que los demás no querían jugar— quienes ofrecieron las respuestas más inapropiadas (la
respuesta más habitual de estos niños, por ejemplo, en el caso de que desearan el mismo
juguete que uno de sus compañeros era la de empujarles o la de buscar la ayuda de un
adulto). Y cuando se pidió a varios niños de edad más avanzada que escenificaran la
tristeza, el enfado o la desconfianza, fueron también los más impopulares quienes llevaron a
cabo las representaciones menos convincentes. No resulta, pues, sorprendente que estos
niños se sientan incapaces de hacer amigos y que su incompetencia social termine
convirtiéndose en una profecía autocumplida. En lugar de aprender nuevas estrategias de
aproximación a los demás, estos niños se limitan a repetir una y otra vez pautas que no
funcionaron en el pasado o ensayan otras nuevas más torpes aún si cabe.
Estos niños manifiestan un escaso criterio emocional y no se les considera una
compañía agradable ni saben qué hacer para que los demás se encuentren a gusto con ellos.
Por ejemplo, la observación del juego de estos niños impopulares demostró una mayor
tendencia que el resto a hacer trampas, enfadarse y dejar de jugar cuando perdían, o jactarse
y fanfarronear cuando ocurría lo contrario. Está claro que todos los niños quieren ganar,
pero la mayor parte de ellos son capaces de refrenar sus reacciones emocionales de modo
que no afecten a la relación con sus compañeros de juego.
Pero aunque los niños emocionalmente sordos —los niños que tienen dificultades para
registrar y responder a las emociones— suelen convertirse en marginados sociales, existen
muchos otros niños que atraviesan por períodos transitorios de rechazo que no terminan
abocándoles a un horizonte tan sombrío. En cualquier caso, el desolador estatus que
acompaña a quienes son objeto del rechazo constante durante los años de escuela se
agudiza con el paso del tiempo, incrementando así su grado de marginación social. Hay que
tener en cuenta que es en el crisol de la amistad y en el bullicio del juego en donde se forjan
las habilidades emocionales y sociales que condicionan las relaciones que el ser humano
sostiene a lo largo de toda su vida. Es evidente, pues, que los niños que son excluidos de
este ámbito de aprendizaje no cuentan con las mismas posibilidades que los demás.
Es comprensible que los niños rechazados experimenten miedo y ansiedad y se sientan
deprimidos y aislados De hecho, el grado de popularidad de los niños de tercer curso ha
demostrado ser un mejor predictor de los problemas de salud mental que pueden presentar
alrededor de los dieciocho años que cualquier otro dato, como las calificaciones escolares,
el rendimiento académico, el CI e incluso los resultados de los test psicológicos, como ya
hemos visto anteriormente, los niños que tienen pocos amigos terminan convirtiéndose en
solitarios crónicos que, de mayores, correrán más riesgos de contraer determinadas
enfermedades y de sufrir una muerte anticipada.
Como afirma el psicoanalista Harry Stack Sullivan, las relaciones tempranas que
sostenemos con nuestros mejores amigos del mismo sexo nos ensenan a navegar en el
mundo de las relaciones íntimas (a dirimir las diferencias y a compartir nuestros
sentimientos más profundos). Pero los niños rechazados disponen de muchas menos
ocasiones que sus compañeros para poder entablar una amistad íntima en los años de la
escuela primaria perdiendo así una oportunidad crucial para su desarrollo emocional. En
este sentido, tener un amigo —aunque sólo sea uno e iincluso aunque esa amistad no sea
muy sólida— puede suponer, a la larga, una extraordinaria diferencia.
EL APRENDIZAJE DE LA AMISTAD
Pero existe una puerta abierta a la esperanza para los niños rechazados. Steven Asher,
psicólogo de la Universidad de Illinois, ha diseñado un programa de «adiestramiento para la
amistad» destinado a los niños impopulares que ha tenido cierto éxito. La investigación
realizada por Asher comenzó identificando a los alumnos de tercer y cuarto curso que
menos atractivos resultaban para sus compañeros de clase. Luego organizó seis sesiones
para enseñarles el modo de inducirles a «una participación más agradable en los juegos»,
enseñándoles a ser «más amistosos, divertidos y simpáticos». Para evitar cualquier tipo de
estigmatización, Asher les dijo que iban a actuar en calidad de «consejeros» del entrenador,
quien estaba tratando de averiguar las cosas que hacían más atractiva la participación de los
niños en los juegos.
Los niños fueron entrenados a comportarse del mismo modo que Asher consideraba
característico de los más populares. También se les alentaba a tratar de encontrar soluciones
alternativas (en lugar de recurrir exclusivamente a las peleas) si tenían problemas con las
reglas del juego; a comunicarse con los demás y a hacerles preguntas mientras estaban
jugando; a escuchar y observar a los otros niños para averiguar cómo se sentían; a decir
algo agradable cuando los demás hacían algo bien; y a sonreír y a brindar su colaboración,
sus propuestas y su aliento. Los niños debían poner en práctica estas reglas básicas de
cortesía mientras jugaban con un compañero de clase y se les adiestraba a comentar después
sus experiencias durante el juego. El efecto de este cursillo de relaciones sociales fue
considerablemente positivo.
Un año después, los niños que habían participado en este entrenamiento —niños que,
recordémoslo, fueron seleccionados por que eran los que menos simpatías despertaban
entre sus compañeros— gozaban de una posición notablemente más popular. Hay que decir
también que ninguno de ellos destacaba por su brillantez social, pero lo cierto es que habían
Los estudiantes del campus universitario local lo llamaban «beber hasta quedarse en
blanco», es decir, ingerir dosis masivas de cerveza hasta llegar a perder el conocimiento.
Una de las técnicas más utilizadas consistía en insertar un embudo en una manguera de
modo que, a través de ésta, pueda verterse en menos de diez segundos una jarra entera de
cerveza. Pero no debemos considerar que este procedimiento constituya una rareza aislada,
porque una encuesta mostró que aproximadamente el 40% de los estudiantes universitarios
varones son capaces de ingerir un mínimo de siete bebidas alcohólicas de una sentada y el
11% se consideran a sí mismos «bebedores resistentes», otra forma de denominar, en suma,
al alcoholismo. En la actualidad, el 50% de universitarios varones y el 40% de las
universitarias se emborrachaban al menos un par de veces al mes. Aunque en los Estados
Unidos el uso de las drogas entre la ventud disminuyó durante la década de los ochenta, es
cada vez mayor el consumo de alcohol a edades más precoces. Un estudio llevado a cabo en
1993 reveló que el 33% de las estudiantes universitarias admitían que bebían para
emborracharse, frente a un porcentaje del 10% en 1977. En términos generales, uno de cada
tres estudiantes bebe con la intención de embriagarse. Esta situación comporta, a su vez,
otro tipo de riesgos, puesto que el 90% del total de violaciones denunciadas en los campus
universitarios tuvieron lugar después de que la víctima o el agresor —o ambos a la vez—
hubieran estado bebiendo. Por último, los accidentes relacionados con el alcohol son la
principal causa de mortalidad entre los jóvenes de edad comprendida entre los quince y los
veinticuatro años.
La experimentación con el alcohol y las drogas parece ser un rito de pasaje para los
adolescentes pero, en algunos casos, esta primera toma de contacto puede llegar a tener
efectos permanentes. En este sentido podríamos decir que el origen de la adicción de la
mayoría de los alcohólicos y demás toxicómanos se remonta a la edad de diez años, aunque
pocos de los que han experimentado con el alcohol y las drogas terminan convirtiéndose en
alcohólicos o toxicómanos. Por ejemplo, más del 90% de los alumnos que concluyen la
enseñanza secundaria ya han probado el alcohol, pero sólo el 14% de ellos llegan a
transformarse en alcohólicos. Del mismo modo, sólo un porcentaje inferior al 5% de los
millones de norteamericanos que han probado la cocaína se han convertido en adictos. ¿Qué
es, pues, lo que determina la diferencia entre uno y otro caso?
En las dos últimas décadas se han declarado diversas «cruzadas»: contra los
embarazos juveniles, contra el fracaso escolar, contra las drogas y, más recientemente,
contra la violencia. No obstante, el problema con este tipo de campañas es que llegan
demasiado tarde, cuando la situación ya ha alcanzado proporciones endémicas y ha
arraigado firmemente en las vidas de los jóvenes.
En este sentido equivalen a una intervención en momentos de crisis, a tratar de
resolver los problemas clínicos enviando ambulancias para recoger a los enfermos en
lugar de proporcionarles una vacuna que pueda impedir que contraigan la enfermedad.
Pero no necesitamos tanto este tipo de campañas, sino que debemos centrar todos
nuestros esfuerzos en la prevención, ofreciendo a los niños la oportunidad de desarrollar las
capacidades que les permitan afrontar la vida y aumentar así la posibilidad de escapar de
todos esos destinos infaustos. Mi insistencia en la importancia de las deficiencias
emocionales y sociales no pretende subestimar el papel que desempeñan otros factores de
riesgo como, por ejemplo, el hecho de haber nacido en una familia caótica, fragmentada o
violenta, o crecido en un barrio infestado por la delincuencia, la pobreza y las drogas.
La pobreza, por sí sola, ya constituye suficiente azote emocional para los niños y, en
este sentido, a la edad de cinco años los niños más pobres se sienten ya más temerosos,
ansiosos y tristes, presentan más problemas de conducta y rabietas más frecuentes, y se
muestran más destructivos que sus compañeros mejor situados económicamente, una
tendencia que se mantendrá durante los diez años siguientes. La presión de la pobreza
también corroe los cimientos mismos de la vida familiar disminuyendo la expresión del
afecto, aumentando la depresión de las madres (que frecuentemente se hallan solas y sin
trabajo) y aumentando también la incidencia de castigos duros como los gritos, los golpes y
las amenazas físicas. Pero también hay que decir que las habilidades emocionales
desempeñan un papel más decisivo que los factores económicos y familiares a la hora de
determinar sí un niño o un adolescente concreto llegará a arruinar su vida por estas
dificultades o si, por el contrario, podría sobreponerse a ellas. Los estudios a largo plazo
realizados sobre centenares de niños que han crecido en condiciones de extrema pobreza, en
el seno de familias agresivas o con padres que padecían serios trastornos psicológicos,
demuestran que quienes son capaces de afrontar las dificultades más adversas comparten las
mismas habilidades emocionales fundamentales, entre las que podemos destacar la simpatía,
la sociabilidad, la confianza en uno mismo, el optimismo frente a las dificultades y
frustraciones, la capacidad para recuperarse rápidamente de los fracasos y la flexibilidad.
Pero la inmensa mayoría de estos niños deben afrontar las dificultades sin contar con
estas ventajas. Claro está que muchas de estas capacidades son innatas —la lotería genética
de la que hemos hablado en otro momento— pero, tal como vimos en el capítulo 14, hasta
cualidades como el temperamento pueden ser transformadas. Evidentemente, uno de los
niveles de intervención debe ser político y económico, tratando de aliviar tanto la pobreza
como el resto de las condiciones sociales que engendran estos problemas. Pero, además de
estas intervenciones (que, por cierto, parecen ocupar un lugar secundario en los programas
sociales), existen otras posibles alternativas para ayudar a los niños a superar estos
problemas acuciantes.
Tomemos el caso de los trastornos emocionales que afectan a uno de cada dos
norteamericanos. Un estudio demostró que el 48% de los de 8.098 individuos encuestados
había sufrido algún tipo de problema psiquiátrico a lo largo de su vida. El 14% de ellos
estaba afectado más seriamente y había tenido tres o más problemas psiquiátricos al mismo
tiempo. Este último grupo era el más problemático, dando cuenta del 60% del total de
problemas psiquiátricos que ocurrían en un determinado momento y del 90% de los
problemas de incapacitación más graves. Es evidente que estas personas necesitan una
atención inmediata pero, como ya hemos señalado, el tratamiento óptimo sería el
preventivo.
Habría que añadir, sin embargo, que no todos los problemas psiquiátricos pueden
preverse, opinión de Ronald Kessler, el sociólogo de la Universidad de Michigan que
realizó el estudio del que estamos hablando: «debemos intervenir en una fase muy
temprana de la vida. Consideremos, por ejemplo, a una niña de sexto curso que padezca
de fobia social y comience a beber en el instituto como una forma de superar sus
problemas de relación. A la edad de veinte años, cuando la descubre nuestro estudio,
todavía sigue teniendo los mismos miedos, se ha convertido en una politoxicómana y está
deprimida porque su vida es un caos completo. ¿Qué podríamos haber hecho nosotros
durante su infancia para invertir el curso de los acontecimientos?» Esto mismo es
aplicable, obviamente, a la disminución de la violencia o a los muchos peligros que acechan
a la juventud contemporánea Los programas educativos concebidos para la preveneción de
un problema concreto —como, por ejemplo, el abuso de drogas, los embarazos juveniles o
la violencia— han proliferado en la última década, creando una míniindustría dentro del
mercado educativo. Pero la mayor parte de estos programas~ incluyendo los más
hábilmente promocionados y difundidos, han demostrado ser completamente ineficaces, e
incluso hay algunos de ellos que, para desazón de los educadores, parecen agravar los
mismos problemas para los que fueron destinados.
La información no es suficiente
manos de un gamberro escolar o de un posible pederasta. Mucho más grave resulta el hecho
de que los niños que habían pasado por estos programas y habían sufrido algún tipo de
abuso sexual se mostraban la mitad de motivados para denunciarlo posteriormente que
quienes no habían pasado por ningún programa.
Por el contrario, los niños que se habían beneficiado de un programa más global —un
programa que incluía el entrenamiento en habilidades emocionales y sociales— estaban en
mejores condiciones para protegerse y respondían de una manera mucho más decidida,
exigiendo que se les dejara en paz, gritando, peleando, amenazando con contarlo o, en
último extremo, llegando a denunciar el caso si algo malo les ocurría. Este último recurso
—denunciar el abuso— suele ser francamente preventivo ya que muchos de quienes
perpetran este tipo de acciones agreden a centenares de niños. Una investigación realizada
entre personas de este tipo que tenían unos cuarenta años de edad descubrió que, por
término medio, forzaban a una víctima al menos una vez al mes desde la adolescencia. El
expediente de un conductor de autobús escolar y de un profesor de informática revela que,
entre ambos, agredieron sexualmente a más de trescientos niños al año. Sin embargo,
ninguno de los niños llegó a denunciar los hechos. El caso salió a la luz cuando uno de los
niños que había sido agredido por el profesor comenzó a abusar, a su vez, de su propia
hermana. Los niños que habían asistido a estos programas más globales mostraron una
tendencia tres veces superior a denunciar los hechos que los niños a los que sólo se les
brindó un programa mínimo. Pero ¿por qué este tipo de programas funcionan mientras que
los otros no lo hacen? Hay que decir que estos programas no tienen lugar de manera
aislada, sino que se imparten en distintos niveles y en diferentes ocasiones a lo largo del
desarrollo escolar, como parte de la educación sexual o de la educación para la salud.
Además, son programas que también alientan a los padres a transmitir paralelamente el
mismo mensaje que se está enseñando en la escuela (y los niños cuyos padres siguieron este
consejo son los que más probabilidades tienen de superar el riesgo de un abuso sexual).
Pero más allá de este punto, las diferencias dependen de las habilidades emocionales.
A los niños no les basta con saber la diferencia existente entre las caricias y los tocamientos
sino que deben tener, además, la suficiente conciencia de sí mismos como para reconocer
cuándo una situación les hace sentir mal o resulta angustiosa, mucho antes de que se
produzca ningún contacto físico. Pero esto no sólo implica tener conciencia de si mismo,
sino también la suficiente confianza y seguridad para fiarse de su propio criterio y actuar
sobre los sentimientos que les angustian, aunque se hallen frente a un adulto que trate de
convencerles de que «todo está bien». Por último, el niño también necesita disponer de un
amplio abanico de posibles respuestas para evitar lo que está a punto de suceder, desde salir
corriendo hasta amenazar con contárselo a alguien. Por todas estas razones el mejor de los
programas debe enseñar a los niños a afirmar lo que quieren, a establecer sus límites y a
defender sus derechos, en lugar de mostrarse pasivos.
En consecuencia con todo lo dicho hasta ahora, los programas más eficaces
complementan la información básica sobre los abusos sexuales con el adiestramiento en las
habilidades emocionales y sociales fundamentales. Estos programas ensenan a los niños a
resolver de un modo más positivo los conflictos interpersonales, a tener más confianza en si
mismos, a no desprecíarse sí algo malo llegara a ocurrir y a sentir que cuentan con la red de
apoyo de los maestros y los familiares, a quienes pueden pedir ayuda. Y, por último, si algo
no deseado llegara a sucederles, estarían mucho más dispuestos a denunciarlo.
Estos descubrimientos nos han obligado a revisar los elementos óptimos que debe
contener un programa de prevención eficaz, un programa que se base tan sólo en aquellos
ingredientes que, tras una evaluación objetiva, hayan demostrado ser verdaderamente
Erasmo
Es un extraño modo de pasar lista a los quince alumnos de quinto curso que se hallan
sentados en el suelo con las piernas cruzadas al estilo indio ya que, cuando el maestro les
nombra en voz alta, no responden con el habitual « ¡presente!» sino que lo hacen con un
número —en el que uno significa deprimido y diez muy animado— indicativo de su estado
de ánimo. Hoy, por cierto, los ánimos parecen estar muy elevados:
—Jessica.
—Diez. ¡Hoy es viernes y estoy contenta!
—Patrick.
—Nueve. Excitado y un poco nervioso.
—Nicole.
—Diez. Tranquila y contenta.
Estamos en una clase de Self Science, en Nueva Learning Center, la antigua mansión
familiar de los Crocker, la dinastía fundadora de uno de los bancos de más solera de San
Francisco. El edificio, que parece una reproducción a escala del Teatro de la Ópera de San
Francisco, alberga una escuela privada que imparte lo que podríamos denominar un curso
modelo de inteligencia emocional.
El tema fundamental del programa de Self Science son los sentimientos, tanto los
propios como aquéllos otros que tienen que ver con el mundo de las relaciones. Este tema
—francamente soslayado en casi todas las demás escuelas de los Estados Unidos— obliga,
por su misma naturaleza, a que tanto maestros como discípulos focalicen su atención en el
entramado mismo de la vida emocional del niño. La estrategia seguida consiste en convertir
las tensiones y los problemas cotidianos en el tema del día.
De este modo, los maestros hablan de problemas reales (sentirse ofendido, sentirse
rechazado, la envidia, los altercados que podrían terminar transformándose en peleas en el
patio de recreo, etcétera). Como dice Karen Stone McCown, directora de Nueva Leaming
Center y creadora del programa de Self Science: «el aprendizaje no sucede como algo
aislado de los sentimientos de los niños. De hecho, la alfabetización emocional es tan
importante como el aprendizaje de las matemáticas o la lectura».
Este programa constituye una de las primeras incursiones prácticas de una idea que
está difundiéndose rápidamente por todas las escuelas de nuestro país.*
«Quienes deseen más información sobre los cursos de alfabetización emocional
pueden pedirla a The Collaborative for the Advancemení of Social and Emotional Learning
(CASEL), Yale Child Study Ceníer, PO. Box 2u79t)O, 230 South Frontage Road, New
Haven.
CT 06520-7900.»
Los nombres de las distintas asignaturas de este programa van desde el «desarrollo
social» hasta las «habilidades vitales», pasando por el «aprendizaje social y emocional». Hay
quienes, basándose en la noción de inteligencias múltiples de Howard Gardner, se refieren
a todo este conjunto de actividades, cuyo objetivo común consiste en elevar el nivel de
competencia emocional y social del niño como una parte de su educación regular, con el
término genérico de «inteligencia personal». No se trata, pues, de una serie de
conocimientos y destrezas que sólo deban enseñarse a ciertos niños deficitarios o
«problemáticos», sino de algo que es aplicable a todo niño.
Algunas raíces de los cursos de alfabetización emocional se remontan al movimiento
de educación afectiva de los años sesenta, una época en la que se consideraba que los niños
aprendían mucho mejor si estaban psicológicamente motivados y tenían una experiencia
inmediata de lo que se les estaba enseñando. El movimiento para la alfabetización
emocional, en cambio, intemaliza todavía más el concepto de educación afectiva porque no
sólo recurre a los afectos sino que se dedica a educar al afecto mismo.
Sin embargo, casi todos estos cursos tienen su origen inmediato en una serie de
programas escolares de prevención de problemas concretos (el tabaco, la
drogodependencia, el embarazo infantil, el absentismo escolar y, más recientemente, la
violencia infantil). Como ya hemos visto en el último capítulo, el estudio llevado a cabo por
el W. T. Grant Consortium subrayó que los programas de prevención son mucho más
eficaces cuando se ocupan de enseñar un núcleo de competencias emocionales y sociales
concretas (como, por ejemplo, el control de los impulsos, el manejo de la ansiedad o la
búsqueda de soluciones creativas a los problemas sociales). Ahí es donde se origina toda
una nueva generación de intervenciones.
Como ya hemos señalado en el capitulo 15, las intervenciones destinadas a resolver
las deficiencias emocionales y sociales específicas que subyacen a problemas tales como la
agresividad o la depresión pueden ser sumamente eficaces. En realidad, las más eficaces de
todas ellas suelen derivarse de la experimentación psicológica. El siguiente paso consiste en
generalizar las lecciones aprendidas en programas muy especializados para que cualquier
maestro pueda impartirlas a toda la población escolar.
Este enfoque más avanzado y eficaz de la prevención consiste en informar a los más
jóvenes sobre problemas tales como el sida, las drogas y similares, en el preciso momento
en que están comenzando a enfrentarse a ellos. Pero insistamos en que el tema fundamental
de cualquiera de estos problemas concretos es el mismo: la inteligencia emocional.
Señalemos también que el nuevo movimiento escolar de alfabetización emocional no
considera que la vida emocional o social constituya una intrusión irrelevante en la vida del
niño que, en el caso de dificultar la vida escolar, haya que relegar a la visita disciplinaria al
despacho del director o a la consulta de un consejero escolar, sino que centra precisamente
su atención en esas facetas, las más apremiantes, en realidad, de la vida cotidiana del niño.
A primera vista, la clase de Self Science parece algo tan normal que uno difícilmente
cree que pueda llegar a solucionar los dramáticos problemas a los que se enfrenta. Pero, al
igual que ocurre con la educación en el hogar, las lecciones, pequeñas pero eficaces, se
imparten de manera regular a lo largo de muchos años. De este modo, el aprendizaje
emocional va calando lentamente en el niño y va fortaleciendo ciertas vías cerebrales,
consolidando así determinados hábitos neuronales para aplicarlos en los momentos difíciles
y frustrantes. Y, aunque el contenido cotidiano de las clases de alfabetización emocional
pueda parecer trivial, sus efectos —el logro de seres humanos completos— resultan, hoy en
día, más necesarios que nunca para nuestro futuro.
Compare ahora la siguiente imagen de una clase de Self Science con alguna de las
experiencias escolares que recuerde de su infancia.
Un grupo de niños de quinto curso está a punto de jugar al juego «rompecabezas de
cooperación», en el que los alumnos se agrupan en equipos con el fin de componer
rompecabezas con la única condición de trabajar en silencio sin que esté permitida ninguna
clase de gesto.
La maestra, Jo-An Varga, divide a la clase en tres grupos distintos y los coloca en
mesas separadas. Mientras tanto, tres observadores familiarizados con el juego van tomando
nota en un formulario de quién asume el liderazgo y organiza, quién hace el payaso, quién
interrumpe, etcétera.
Luego los alumnos vuelcan las piezas de los rompecabezas sobre la mesa y comienzan
a trabajar. Al cabo de un minuto, aproximadamente, resulta evidente que uno de los grupos
trabaja muy bien en equipo y no tarda en alcanzar su objetivo. Los componentes del
segundo grupo, en cambio, están trabajando aisladamente y no llegan a conseguir nada.
Poco a poco, sin embargo, sus esfuerzos empiezan a confluir y no tardan en completar el
primer rompecabezas y luego siguen trabajando como una unidad hasta terminar
resolviéndolos todos.
Pero el tercer grupo todavía sigue batallando con el primero de los rompecabezas sin
llegar a encajar las piezas adecuadamente. Sean, Fairlie y Rahman no terminan de lograr el
mismo grado de coordinación conseguido por los otros dos grupos. Se les ve claramente
frustrados, moviendo frenéticamente las piezas de un lado a otro, considerando las distintas
posibilidades y tratando de acomodarlas para descubrir finalmente, desengañados, que no
terminan de ajustar entre sí.
La tensión disminuye un poco cuando Rahman cubre sus ojos con dos de las piezas —
como si llevara una máscara— haciendo así reír nerviosamente a sus compañeros (una
situación que terminaría dando pie a la lección de aquel día).
Entonces Jo-An Varga, la maestra, les anima diciéndoles: «los que hayáis terminado
podéis dar alguna pista a quienes todavía siguen trabajando».
Dagan se dirige entonces al tercer grupo, señala las dos piezas que sobresalen del
cuadrado y dice: «tenéis que dar la vuelta a estas dos piezas». De repente, Rahman, con el
rostro tenso por la concentracion, cae en la cuenta de la nueva configuración y rápidamente
coloca en su lugar las piezas del primer rompecabezas y luego hace lo mismo con las
restantes. Cuando la última de las piezas del tercer grupo es colocada en su sitio toda la
clase rompe a aplaudir espontáneamente.
UN PUNTO DE CONFLICTO
Pero cuando están a punto de comenzar a reflexionar sobre el trabajo en equipo que
acaban de realizar, surge un tema mucho más interesante. Rahman, alto y de espeso cabello
negro cortado a cepillo, y Tucker, el observador del grupo, se han enzarzado en una disputa
sobre la regla del juego que prohibía gesticular. Tucker, con el pelo rubio encrespado, lleva
una ancha camiseta azul con el lema «sé responsable», que parece subrayar el rol oficial que
acaba de desempeñar.
—Tú puedes ofrecer una pieza, eso no es gesticular —dice Tucker a Rahman, en un
tono enfático y combativo.
—Sí, me siento bien —responde Rahman, con la voz más sosegada, ahora que se
siente escuchado y comprendido. Tucker también sonríe y mueve la cabeza en señal de
asentimiento. Luego, los dos niños, viendo que todos los demás han salido ya para la clase
siguiente, abandonan juntos la sala.
Mientras el nuevo grupo empieza a sentarse en sus sillas, Varga analiza lo que acaba
de ocurrir. Este acalorado intercambio y la forma de resolverlo constituye para ella un
ejemplo de lo que los niños aprenden con respecto a la solución de conflictos. Lo que
normalmente termina como conflicto, resume Varga, comienza como «un problema de
comunicación, una suposición gratuita y una conclusión precipitada que lleva, a su vez, a
enviar un mensaje “duro”, un mensaje que resulta muy difícil de escuchar».
Los alumnos de Self Science aprenden que no se trata tanto de evitar los conflictos
como de resolver los desacuerdos y los resentimientos antes de que éstos emprendan una
escalada que termine conduciendo a una auténtica batalla. La forma en que Tucker y
Rahman manejaron sus discrepancias es el ejemplo de una de estas lecciones tempranas. En
este sentido, hay que decir que ambos hicieron el esfuerzo de expresar su punto de vista de
un modo que no aumentara el conflicto. La asertividad consiste en expresar los
sentimientos directamente —algo, por cierto, muy distinto a la agresividad y a la pasividad
— y se enseña en Nueva Leaming Center a partir del tercer curso. Al comienzo de la
discusión que acabamos de describir, los dos implicados no se miraban siquiera pero, poco a
poco, comenzaron a mostrar signos de estar «escuchando activamente» a su interlocutor,
mirándole a la cara, estableciendo contacto visual con él y enviándole señales silenciosas
inequívocas para hacerle saber que le estaba escuchando.
El hecho de utilizar estas herramientas, de poner en funcionamiento la «asertividad» y
la «escucha activa», se convierte así, para estos chicos, en algo más que frases vacias; son
verdaderas formas de reaccionar a las que pueden apelar en aquellos momentos en que
realmente lo necesiten.
Dominar el mundo emocional es especialmente difícil porque estas habilidades deben
ejercitarse en aquellos momentos en que las personas se encuentran en peores condiciones
para asimilar información y aprender hábitos de respuesta nuevos, es decir, cuando tienen
problemas. «Todo el mundo, ya se trate de un niño de quinto curso o de un adulto, necesita
ayuda cuando tiene problemas para verse a sí mismo —señala Varga—. No resulta sencillo,
cuando el corazón late con más fuerza, cuando las manos están sudando y uno se encuentra
muerto de miedo, escuchar con claridad y mantener el control de sí mismo sin gritar, sin
echar las culpas a los demás o sin permanecer silenciosamente a la defensiva.»
Lo que puede resultar más llamativo para quienes estén familiarizados con las disputas
propias de los chicos de quinto curso, es el hecho de que Tucker y Rahman afirmaban su
punto de vista sin culpabilizar al otro, sin insultarle y sin gritar. No resulta fácil para estos
niños impedir que la escalada de sentimientos ascienda y termine conduciendo a un
despectivo «¡vete a la mierda!», a una pelea a puñetazos o acosarle hasta echarle de la
habitación. Lo que podría haber sido la semilla de una pelea sirvió para que los niños
aprendieran a dominar los matices de la resolución de conflictos.
¡Qué diferente hubiera sido todo en otras circunstancias! A diario, los niños de esta
edad llegan a los puños —e incluso a cosas peores— por cuestiones menos importantes.
Las respuestas que suelen dar los alumnos a la singular forma de pasar lista con la que
se inicia cada clase de Self Science no es siempre tan elevada como lo era hoy. Cuando
alguien responde con un uno, un dos o un tres, se abre la posibilidad de que otro pregunte:
«¿quieres comentamos cómo te encuentras?» Y, en el caso de que el alumno quiera (porque
nadie está obligado a hablar de lo que no desea), dispone también de la posibilidad de
expresar lo que le inquieta y de buscar posibles soluciones creativas.
Los problemas varían en función del nivel de los alumnos. En los cursos inferiores, los
problemas suelen girar en torno al miedo, al rechazo o a ser objeto de las burlas de los
demás. Alrededor del sexto curso aparece un nuevo conjunto de preocupaciones: sentirse
dolido porque nadie quiere aceptar una cita, sentirse rechazado, amigos que son menos
maduros y, en suma, todos los dolorosos problemas que agobian a los niños («los mayores
se meten conmigo», «mis amigos fuman y quieren que yo también lo haga», etcétera).
Estos son los problemas realmente importantes de la vida de un niño, problemas que
suelen manifestarse en los aledaños de la vida escolar (en el comedor, en el autobús o en
casa de un amigo). Y, en la mayor parte de los casos, estas preocupaciones resultan
obsesivas cuando los niños se encuentran solos y no tienen a nadie con quien compartirlas.
Éstos son los auténticos temas de las clases de Self Science.
De hecho, cada una de estas discusiones constituye una ocasión, que puede ser
provechosa para los objetivos de Self Science, que consiste explícitamente en clarificar la
sensación de identidad del niño y mejorar las relaciones que mantiene con los demás.
Aunque el curso está organizado en lecciones, es lo bastante flexible para capitalizar a su
favor los conflictos diarios que aparezcan, como el que enfrentó a Tucker y Rahman. Así,
los temas que los estudiantes ponen sobre el tapete proporcionan ejemplos vivos sobre los
cuales alumnos y maestro pueden aplicar las habilidades que están aprendiendo (como el
método de resolución de conflictos que permitió enfriar la caldeada situación existente entre
los dos muchachos).
afirmar que la conciencia de uno mismo consiste en reconocer los puntos fuertes y las
debilidades de cada uno y contemplarse bajo una perspectiva positiva pero realista (evitando
así un error muy frecuente en el movimiento de autoestima).
Un tema muy importante consiste en controlar las emociones: comprender lo que se
halla detrás de un determinado sentimiento (por ejemplo, el dolor que desencadena el
enojo), aprender formas de manejar la ansiedad, la ira y la tristeza, asumir la responsabilidad
de nuestras decisiones y de nuestras acciones y proseguir hasta llegar a alguna solución de
compromiso.
Una habilidad social clave es la empatia, la comprensión de los sentimientos de los
demás, lo cual implica asumir su punto de vista y respetar las diferencias existentes en el
modo en que las personas experimentan los sentimientos. Las relaciones también
constituyen un tema extraordinariamente importante (un tema que supone aprender a
escuchar y a preguntar), diferenciar entre lo que alguien dice y hace y nuestras propias
reacciones y juicios, aprender a ser afirmativo (en lugar de enojado o pasivo) y adiestrarse
en las artes de la cooperación, la resolución de conflictos y la negociación de compromisos.
En el aprendizaje de Self Science no existen niveles determinados de antemano sino
que la vida misma constituye el verdadero examen final. En cualquiera de los casos, al
terminar el octavo curso —cuando los alumnos están a punto de abandonar Nueva Learning
Center e ingresar en el instituto—, cada alumno es sometido a una especie de diálogo
socrático y a un test oral en SelfScience. Algunas de las preguntas de uno de los últimos
exámenes finales fueron las siguientes: «describe una respuesta adecuada para ayudar a un
amigo a resolver el conflicto que supone el que alguien le presione a tomar drogas»,
«¿cómo solucionarías el problema de un amigo que suele molestarte?» o «enumera algunas
formas sanas de manejar el estrés, el enfado o el miedo».
Estoy seguro de que, esté donde esté, Aristóteles, siempre tan preocupado por la
cuestión de las habilidades emocionales, aplaudiría este intento.
universo de distancia—, Troup está situada en un degradado barrio obrero en el que, en los
años cincuenta, vivían veinte mil personas con una población laboral empleada en las
fábricas de los alrededores (desde la Olin Brass MilIs hasta la Winchester Arms). Hoy en día
esta población se ha reducido a unas tres mil personas, con lo cual el horizonte económico
de las familias que viven allí se ha visto proporcionalmente restringido. New Haven, como
tantas otras ciudades industriales, se ha hundido en un pozo de pobreza, drogas y violencia.
Como respuesta a las urgencias de esta pesadilla urbana un grupo de psicólogos y
educadores de Yale diseñaron, en los años ochenta, el Social Competence Program, una
serie de cursos que cubren casi el mismo espectro que el programa de Self Science de
Nueva Learning Center. Pero en Troup, la relación con los temas es más directa y clara. Por
ejemplo, cuando en la clase de educación sexual de octavo curso los estudiantes aprenden
que las decisiones personales pueden evitarles contraer una enfermedad como el sida, no
están realizando un mero ejercicio académico. De hecho, New Haven tiene la más alta
proporción de mujeres con sida de todos los Estados Unidos: muchas de las madres que
envían a sus hijos a Troup padecen esa enfermedad y lo mismo ocurre con algunos de sus
alumnos. A pesar de este sustancioso programa educativo, los estudiantes de Troup deben
afrontar todos los problemas de la ciudad y hay muchos niños que viven en una situación
tan caótica —y, a veces, tan aterradora— que ni siquiera pueden acudir a la escuela todos
los días.
Como ocurre en todas las escuelas de New Haven, lo primero que llama la atención
del visitante al entrar en la zona escolar es una señal de tráfico en forma de rombo con una
leyenda que dice «zona libre de drogas». En la puerta nos espera Mary Ellen Collius, una de
las responsables de la escuela, una especie de defensora todo terreno del pueblo que se da
cuenta de los problemas especiales apenas aparecen y cuya función incluye echar una mano
a los profesores con las exigencias propias del programa de competencia social. Si un
maestro, por ejemplo, no sabe bien como encarar una determinada lección, Collins le
acompañará a clase y le mostrará cómo hacerlo.
«Llevo unos veinte años enseñando en esta escuela —me dice Collins, saludándome
—. Eche un vistazo al barrio que nos rodea. Con los problemas a los que estos niños deben
enfrentarse, yo no puedo limitarme a enseñar habilidades académicas. Imagine que uno de
nuestros niños está luchando contra el sida o que lo padece alguien de su familia. No estoy
segura de lo que ellos dirán en las discusiones sobre el sida, pero lo cierto es que una vez
que un niño sabe que su maestro no sólo está dispuesto a escuchar sus problemas
académicos sino también a echarle una mano con sus dificultades emocionales, se abre una
puerta para tener esa conversación.» En el tercer piso del viejo edificio de ladrillos, Joyce
Andrews está llevando a sus alumnos de quinto curso a la clase de competencia social a la
que acuden tres veces por semana. Andrews, como todas las demás maestras de quinto
grado, asistió a un curso especial de verano para poder impartir esta materia, pero su
apertura y simpatía naturales sugieren que se trata de una persona especialmente
predispuesta hacia los temas de la competencia social.
La lección del día versa sobre cómo identificar sentimientos, uno de los temas clave
de las habilidades emocionales que consiste en dar nombre a los sentimientos para poder así
diferenciarlos. Los deberes que debían traer de casa aquel día consistían en recortar la
fotografía —extraída de una revista— del rostro de una persona, asignar un nombre a las
emociones que mostrara y exponer posibles formas de hacérselo saber a la persona.
Después de recoger los deberes, Andrews enumera una lista de sentimientos en la pizarra —
tristeza, preocupación, excitación, felicidad, etcétera— y comienza a lanzar una rápida
sucesión de preguntas a los dieciocho alumnos que acudieron aquel día a clase. Los niños,
sentados en grupos de cuatro, levantan las manos tratando de llamar su atención para poder
responder.
como una asignatura aparte sino que quedan integradas en el mismo entramado de la vida
escolar. Un modelo de este tipo —esencialmente, un curso encubierto en competencias
emocionales y sociales— es el Child Development Project, un programa diseñado por un
equipo dirigido por el psicólogo Erie Schaps en Oakland, California, que se está
impartiendo en varias escuelas —similares a las del degradado barrio del centro de New
Haven— diseminadas por todo el país. El programa ofrece un compacto conjunto de temas
que se adapta a los cursos existentes. Por ejemplo, en clase de lectura a los niños de primer
curso se les cuenta una historia titulada «Ranita y Tortuguita son amigos», en la que Ranita
quiere jugar con su hibernada amiga Tortuguita, y no deja de recurrir a todo tipo de
subterfugios para tratar de despertarla. La historia se utiliza como un pretexto para iniciar
un debate en clase en torno a la amistad y otros temas tales como la forma en que se siente
la gente cuando alguien le engaña. Otros de los cuentos de este programa proponen temas
tales como la toma de conciencia de uno mismo, la toma de conciencia de las necesidades
de un amigo, cómo se siente uno al ser molestado y cómo compartir los sentimientos con
los amigos. El programa está diseñado de modo que las historias sean cada vez más
complicadas a medida que el niño va atravesando los primeros cursos de la educación
primaria, ofreciendo a los maestros la posibilidad de entrar a discutir temas tales como la
empatia, la asunción de un punto de vista y el respeto.
Otra forma de integrar la enseñanza de las habilidades emocionales en el marco de la
vida escolar consiste en ayudar a los maestros a pensar nuevas formas de corregir a los
estudiantes que se porten mal. El Child Development considera que esos momentos
constituyen una oportunidad inestimable para enseñar a los niños las habilidades de las que
carecen -el dominio de los impulsos, la expresión de los sentimientos, la resolución de
confictos, etcetera—, algo que resulta imposible de conseguir recurriendo exclusivamente a
la mera coerción. Por ejemplo, un maestro que ve que tres alumnos de primer grado se
empujan para llegar primero al comedor puede sugerirles que echen a suertes el orden de
llegada. Así les permite dirimir de una forma imparcial —mucho más positiva que el
rotundo y autoritario «¡ya está bien!»— tanto este problema como otros de naturaleza
similar (después de todo, la actitud «¡yo primero!» no sólo es endémica de los primeros
cursos de la escuela sino que, de una forma u otra. perdura durante toda la vida),
recalcando también la posibilidad de encontrar soluciones negociadas.
crisol y una experiencia que influirá decisivamente en la adolescencia del niño y mas allá de
ella. La sensación de autoestima de un niño depende fundamentalmente de su rendimiento
escolar. Un niño que fracase en la escuela pondrá en movimiento una actitud derrotista que
luego puede arrastrar durante el resto de su vida». Entre los elementos esenciales para sacar
provecho de la escuela, Hamburg señala «la demora de la gratificación, la
responsabilidad social adecuada, el control de las emociones y una perspectiva optimista
ante la vida», otro modo, en fin, de referirse a la inteligencia emocional Y La pubertad es
un período de grandes cambios en el sustrato biológico, las habilidades cognitivas y el
funcionamiento cerebral del niño y, en este sentido, constituye también un período crítico
para el aprendizaje emocional y social. «Entre los diez y los quince años —señala Hamburg
— la mayor parte de los adolescentes se ven expuestos por vez primera a la sexualidad, al
alcohol, al tabaco y a las drogas», entre otras tentaciones. La transición que conduce al
instituto rubrica el fin de la infancia y constituye, en sí misma, un formidable desafío
emocional. Dejando de lado todos los demás problemas, en este nuevo período escolar
disminuye el grado de autoconfianza y aumenta el de autoconciencia, que suele dar una
imagen de sí mismo demasiado inflexible y contradictoria. Uno de los más grandes retos de
este período tiene que ver con la «autoestima social», con la seguridad de que pueden hacer
amistades y mantenerlas. Según Hamburg, esta coyuntura es la que contribuye a consolidar
las habilidades del adolescente para establecer relaciones íntimas, sortear las crisis que
puedan afectar a la amistad y nutrir su seguridad en sí mismos.
Hamburg señala que, en la época en que los estudiantes entran en el instituto, quienes
han atravesado un proceso de alfabetización emocional se muestran en mejores condiciones
que los demás para hacer frente a las presiones de sus compañeros, las exigencias
académicas y las instigaciones a fumar o tomar drogas. El dominio de las habilidades
emocionales constituye una vacuna provisional contra la agitación y las presiones externas
que están a punto de afrontar.
las expresiones faciales de los demás y constituye una facultad esencial para el desarrollo de
la empatía. Por su parte, para desarrollar el control de los impulsos suele recurrirse a un
gran cartel con un «semáforo» en el que se describen los siguientes seis pasos:
Luz roja: Luz amarilla:
1. Detente, serénate y piensa antes de actuar.
2. Expresa el problema y di cómo lo sientes.
3. Proponte un objetivo positivo.
4. Piensa en varias soluciones.
5. Piensa de antemano en las consecuencias.
Luz verde:
6. Sigue adelante y trata de llevar a cabo el mejor plan.
Por ejemplo, cuando un niño está a punto de enojarse, de replegarse ofendido por
alguna nimiedad o de romper a llorar al ser molestado, el maestro puede recurrir al
semáforo para recordarle una serie definida de pasos que le ayudarán a solucionar estos
problemas de una forma más mesurada. Pero, además del control de los sentimientos, el
semáforo subraya también la importancia de una acción más eficaz. Y, en tanto que forma
habitual de manejar los impulsos emocionales ingobernables -el hecho de pensar antes de
actuar—, puede llegar a convertirse en una estrategia fundamental para afrontar los retos de
la adolescencia y de la madurez.
Las lecciones impartidas durante el sexto curso están relacionadas más directamente
con las tentaciones y las presiones ligadas al sexo, las drogas y el alcohol que comienzan a
salpicar la vida de los niños. En noveno curso, los quinceañeros se ven enfrentados a
realidades sociales más ambiguas y se les suele instruir en la capacidad de asumir diversos
puntos de vista, el suyo propio y el de los demás implicados. «Si un chico está furioso
porque ha visto a su novia charlando con otro chico —dice uno de los maestros de New
Haven— se le anima a que, en lugar de pelearse, considere las cosas desde el punto de vista
de ella.»
recordar alguna situación, por pequeña que sea, que les haya ayudado a resolver algún
conflicto. En otro, los estudiantes representan una escena en la que una muchacha está
tratando de hacer sus deberes en medio del ruido de la cinta de rap a todo volumen que está
escuchando su hermana menor. Harta ya, la chica termina apagando el cassette a pesar de
las protestas de su hermana. Luego, toda la clase lleva a cabo un debate tratando de
encontrar soluciones al problema aceptables para ambas hermanas.
Una de las claves del éxito del programa de solución de conflictos hay que buscarla en
su aplicación más allá del aula hasta el patio y la cafetería, los lugares en los que es más
probable que se desaten los conflictos. Con ese objetivo, algunos estudiantes son formados
como mediadores —un papel que pueden comenzar a desempeñar en los últimos años de la
escuela elemental—, aprendiendo a manejar peleas, provocaciones, amenazas, problemas
interracíales y otros incidentes potencialmente violentos de la vida escolar. Así, cuando
estalla la tensión los estudiantes pueden buscar a un mediador que les ayude a resolver el
problema.
Los mediadores aprenden a expresar sus comentarios de modo que hagan sentir su
imparcialidad a las partes en litigio.
Una de las tácticas utilizadas consiste en sentarse con los implicados e invitarles a
escuchar a la otra parte sin interrupciones esBram store, una técnica de trabajo en grupo
que, recurriendo a las sugerencias individuales, permite suscitar un máximo de ideas
originales, en un mínimo de tiempo.
Omitiendo los insultos, de modo que todos tengan la oportunidad de calmarse y
exponer su punto de vista. Luego, cada uno de ellos repite lo que le ha dicho el otro (como
una forma de verificar si realmente le ha escuchado) y finalmente, todos juntos tratan de
buscar soluciones que satisfagan a ambas partes, concluyendo muchas veces, con la firma de
un acuerdo.
Pero, además de la mediación en una determinada disputa, el programa instruye a los
estudiantes a pensar de manera distinta sobre los desacuerdos. En palabras de Ángel Pérez,
que fue formado como mediador mientras se hallaba en la escuela primaria: «el programa
cambió mi manera de pensar. Antes creía que lo único que podía hacer cuando alguien se
metía conmigo, cuando alguien me hacía algo, era pelearme y devolvérselo, pero desde
que he asistido a este programa tengo una forma de pensar más positiva. Si alguien me
hace algo negativo no trato de desquitarme sino que intento solucionar el problema». Y
esto ha terminado difundiendo este punto de vista en su comunidad.
Aunque el objetivo fundamental de Resolving Confiict Creatively Program consiste en
impedir la escalada de la violencia, Lantieri considera que su objetivo es mucho más amplio.
En su opinión, las habilidades necesarias para acabar con la violencia no son ajenas a todo el
espectro de las competencias emocionales (puesto que, por ejemplo, para prevenir la
violencia es tan importante saber dominar la cólera como saber lo que uno está sintiendo,
saber controlar los impulsos o saber expresar las quejas).
Gran parte del entrenamiento en este programa tiene que ver con habilidades
emocionales tan fundamentales como el reconocimiento de un amplio abanico de
sentimientos, la capacidad de darles nombre y la empatía. Cuando Lantieri describe los
resultados de la evaluación de los efectos de su programa, no deja de señalar con
satisfacción el aumento del «respeto entre los niños» y la disminución del número de peleas
y de insultos.
A similares conclusiones sobre la alfabetización emocional llegó un consorcio de
psicólogos que buscaba formas de ayudar a aquellos niños cuya trayectoria vital parecía
abocarles a la delincuencia y a la violencia. Como ya hemos visto en el capítulo 15, muchos
de los estudios que se han llevado a cabo con estos chicos señalan con claridad el camino
que suelen seguir, un camino cuyo inicio está marcado por la impulsividad y la tendencia a
la irritabilidad en los primeros años de la escuela, que íes convierte en marginados sociales
al final de la escuela primaria, que íes lleva a relacionarse con un círculo de muchachos con
problemas similares, que les impulsa a emprender su carrera delictiva durante la enseñanza
media y que, al comenzar la edad adulta, les hace poseedores de un abultado historial
delictivo.
Todos los programas diseñados para llevar a cabo intervenciones que puedan ayudar a
que estos chicos abandonen el camino de la violencia y el delito son, de un modo u otro,
programas de alfabetización emocional. Uno de ellos, desarrollado por un consorcio en el
que se encontraba Mark Greenberg, de la Universidad de Washington, es el PATHS (el
acrónimo de Parents and Teachers Helping Students), un programa que no sólo se aplica en
aquellos niños que tienden al delito y a la violencia —y, en ese sentido, necesitan más de él
—, sino que se imparte a todos los alumnos de la clase, evitando así la estigmatización de
cualquier subgrupo.
Porque lo cierto es que esta clase de enseñanza es provechosa para todos los niños.
Por ejemplo, uno de los temas fundamentales del curso tiene que ver con el estudio del
dominio de los impulsos durante los primeros años de escolarización, un aprendizaje cuya
carencia conlleva la dificultad de prestar atención (con el consiguiente retraso en el
aprendizaje y la posible pérdida del curso), y otro de los temas está relacionado con el
reconocimiento de los sentimientos. De hecho, el programa de PATHS está dividido en
cincuenta lecciones diferentes y se ocupa de impartir a los niños más pequeños lecciones
sobre las emociones más fundamentales (como, por ejemplo, la felicidad y el enojo),
dedicándose luego a sentimientos más complejos (como los celos, el orgullo y la culpa).
Las lecciones sobre conciencia emocional enseñan a controlar lo que siente el niño, a
darse cuenta de lo que sienten quienes le rodean y, lo que resulta todavía más importante
para los demasiado dispuestos a la violencia, les enseña a distinguir entre las situaciones en
las que alguien es realmente hostil de aquéllas otras en las que la hostilidad procede, en
realidad, de uno mismo.
Obviamente, una de las lecciones más importantes tiene que ver con el dominio de la
cólera. La premisa básica que los niños aprenden con respecto a la cólera (y, en realidad,
con respecto a todas las demás emociones) es la de que «todos los sentimientos son
adecuados» pero que algunas reacciones son adecuadas mientras que otras, por el contrario,
no lo son. Una de las herramientas utilizadas para la enseñanza del autocontrol recurre al
«semáforo» al que ya nos hemos referido cuando hablábamos de New Haven. Otras
unidades ayudan al niño con sus relaciones, constituyendo así un verdadero antídoto contra
el rechazo social que puede terminar conduciéndole a la delincuencia.
En la medida en que la vida familiar está dejando ya de ofrecer a un número cada vez
mayor de niños un fundamento seguro para la vida, la escuela está convirtiéndose en la
única institución de la comunidad en la que pueden corregirse las carencias emocionales y
sociales del niño. Con ello no quiero decir que la escuela, por sí sola, pueda sustituir a todas
las demás instituciones sociales (que, por cierto, se hallan al borde del colapso con
demasiada frecuencia).
Pero dado que casi todos los niños están escolarizados (por lo menos en teoría), la
escuela constituye el único lugar en el que se pueden impartir a los niños las lecciones
fundamentales para vivir que difícilmente podrán recibir en otra parte. De este modo, el
proceso de alfabetización emocional impone una carga adicional a la escuela, que se ve así
obligada a hacerse cargo del fracaso de la familia en su misión socializadora de los niños,
una difícil tarea que exige dos cambios esenciales: que los maestros vayan más allá de la
misión que tradicionalmente se les ha encomendado y que los miembros de la comunidad se
comprometan más con el mundo escolar.
En cualquier caso, lo importante no es tanto el hecho de que haya una clase
específicamente dedicada a la alfabetización emocional como la forma en que se imparta
esta enseñanza. Tal vez no haya tema en el que la calidad del maestro resulte tan decisiva,
porque la forma en que el maestro lleve adelante la clase constituye, en sí misma, un
modelo, una lección de Jacto en competencia emocional (o, todo hay que decirlo, en la falta
de ella).
Dondequiera que un maestro responda a un estudiante, hay veinte o treinta más que
reciben una lección.
El hecho es que existe un proceso natural de autoselección con respecto al tipo de
maestro que gravita en torno a estos cursos, porque no todo el mundo es
temperamentalmente apto para impartirlos. Digamos, para comenzar, que los maestros
deben sentirse comodos hablando de los sentimientos y que no todo el mundo se encuentra
a gusto ni quiere estar en esta situación. Lo cierto es que la educación normal que han
recibido los maestros les ha preparado muy poco —si es que les ha preparado algo— para
esta clase de enseñanza. Por todas estas razones los programas de alfabetización emocional
suelen tener en cuenta la necesidad de que los maestros se dediquen durante varias semanas
a formarse especialmente en este nuevo enfoque.
Aunque muchos maestros puedan ser reacios de entrada a abordar un tema que parece
tan ajeno a su formación y a sus rutinas habituales, existen pruebas de que la mayor parte de
quienes lo intentan siguen adelante complacidos. Cuando se enteraron de ello, el 31 % de
los maestros de las escuelas de New Haven que debían reciclarse para impartir los nuevos
cursos de alfabetización emocional mostraron claras resistencias pero, al cabo de un año de
desempeñar esta tarea, más del 90% respondió que estaba encantado con ello y que quería
seguir dando aquella clase el curso siguiente.
auténtica victoria.
Los datos más impresionantes tal vez sean los que me proporcionó el director de una
de estas escuelas que ya llevaba doce años impartiendo clases de alfabetización emocional.
Una regla inapelable en estas clases es que los niños que son descubiertos peleándose son
mandados temporalmente a casa. Pero a lo largo de los años en que han ido impartiéndose
las clases de alfabeti zación emocional ha habido un descenso continuo en el número de
estas expulsiones provisionales. «El último año escolar —me dijo el director— hubo 106
suspensiones de este tipo. En lo que llevamos de año (y estamos en marzo) solo ha habido
26.» Estos son beneficios bien palpables.
Pero, aparte de estos datos anecdóticos en cuanto a la mejora de las vidas de los
implicados, queda todavía por responder la cuestión de cuál es la importancia real que
tienen las clases de alfabetización emocional para los implicados. Los datos sugieren que,
aunque tales cursos no cambien a nadie de la noche a la mañana, a medida que los niños van
atravesando los distintos cursos del programa, existen evidentes mejoras en el clima
emocional de la escuela, en las perspectivas vitales y en el nivel de competencia emocional
de quienes reciben este tipo de formación.
Existen varias evaluaciones objetivas realizadas a este respecto. Una de ellas, tal vez
la mejor, la han realizado observadores independientes y se ha centrado en comparar la
conducta de aquellos alumnos que han pasado por estos cursos con otros que no lo han
hecho. Otro método consiste en detectar los cambios que han tenido lugar en un
determinado grupo de estudiantes, basandose en unas cuantas medidas objetivas de su
conducta (como el número de peleas que tienen lugar en el patio de recreo o el número de
suspensiones provisionales) antes y después de haber participado en el programa. Los datos
de estos estudios muestran la considerable mejora que suponen para la competencia
emocional y social de los alumnos, para su conducta dentro y fuera del aula y para su
capacidad de aprendizaje (véase Apéndice F para más detalles a este respecto).
AUTOCONCIENCIA EMOCIONAL
•Mejor reconocimiento y designación de las emociones.
•Mayor comprensión de las causas de los sentimientos.
•Reconocimiento de las diferencias existentes entre los sentimientos y las acciones.
EL CONTROL DE LAS EMOCIONES
•Mayor tolerancia a la frustración y mejor manejo de la ira.
•Menos agresiones verbales, menos peleas y menos interrupciones en clase.
•Mayor capacidad de expresar el enfado de una manera adecuada, sin necesidad de
llegar a las manos.
•Menos índice de suspensiones y expulsiones.
•Conducta menos agresiva y menos autodestructiva.
•Sentimientos más positivos con respecto a uno mismo, la escuela y la familia.
•Mejor control del estrés.
•Menor sensación de aislamiento y de ansiedad social.
APROVECHAMIENTO PRODUCTIVO DE LAS EMOCIONES
•Mayor responsabilidad.
•Capacidad de concentración y de prestar atención a la tarea que se lleve a cabo.
•Menor impulsividad y mayor autocontrol.
•Mejora de las puntuaciones obtenidas en los tests de rendimiento.
EMPATÍA: LA COMPRENSIÓN DE LAS EMOCIONES
Existe una palabra muy antigua para referirse a todo el conjunto de habilidades
representadas por la inteligencia emocional: carácter. Según Amitai Etzioni, un teórico
social de la Universidad George Washington, el carácter es «el músculo psicológico que
requiere la conducta moral» y, en opinión del filósofo John DewCy, la educación moral es
más poderosa cuando las lecciones se enseñan entremezcladas con el curso real de los
acontecimientos —la modalidad educativa propia de la alfabetización emocional—, no
cuando se imparten en forma de lecciones abstractas. Si el desarrollo del carácter constituye
uno de los fundamentos de las sociedades democráticas, la inteligencia emocional es uno de
los armazones básicos del carácter. La piedra de toque del carácter es la autodisciplina —la
vida virtuosa— que, como han señalado tantos filósofos desde Aristóteles, se basa en el
autocontrol.
Otro elemento fundamental del carácter es la capacidad de motivarse y guiarse uno
mismo, ya sea para hacer los deberes, terminar un trabajo o levantarse cada mañana. Y,
como ya hemos visto antes, la capacidad de demorar la gratificación y de controlar y
canalizar los impulsos constituye otra habilidad emocional fundamental a la que
antiguamente se llamó voluntad. «Para actuar correctamente con los demás debemos
comenzar dominándonos a nosotros mismos (a nuestros apetitos y a nuestras pasiones) —
señala Thomas Lickona, a propósito de la educación del carácter,« quien luego prosigue
diciendo—. Así, la emoción permanecerá bajo el control de la razón.» La capacidad para
dejar de tener en cuenta exclusivamente nuestros propios intereses e impulsos tiene
considerables beneficios sociales, puesto que abre el camino a la empatía, a la auténtica
escucha y a asumir el punto de vista de los demás. Y la empatía, como ya hemos visto,
conduce al respeto, al altruismo y a la compasión. Ver las cosas desde el punto de vista de
los demás nos permite trascender los estereotipos sesgados y alienta la aceptación de las
diferencias y de la tolerancia, aptitudes más necesarias hoy que nunca en una sociedad cada
vez más plural, permitiéndonos vivir así en una comunidad basada en el respeto mutuo que
propicia la existencia de un discurso público constructivo.
Éstas, precisamente, son las artes fundamentales de la democracía.
Las escuelas, señala Etzioni, desempeñan un papel esencial en el cultivo del carácter,
enseñando la autodisciplina y la empatía, lo cual, a su vez, hace posible el auténtico
compromiso con los valores cívicos y morales. Pero para ello no basta con adoctrinar a los
niños sobre los valores sino que es absolutamente necesario practicarlos, algo que sólo se
da en la medida en que el niño va consolidando las habilidades emocionales y sociales
fundamentales. En este sentido, la alfabetización emocional discurre pareja a la educación
del carácter, el desarrollo moral y el civismo.
Cuando finalicé este libro leí algunos artículos impresionantes del periódico que
llamaron poderosamente mi atención. Uno de ellos señalaba que las armas se habían
convertido en la principal causa de muerte en los Estados Unidos, desplazando al número
de víctimas mortales por accidente de automóvil. La segunda afirmaba que, en el último
año, la tasa de asesinatos creció un 39%. Especialmente inquietante me resultó la predicción
realizada -en el segundo artículo— por un criminólogo, de que nos hallamos en una especie
de calma previa a la «tormenta de crímenes» que nos aguarda en la próxima década. La
razón que aduce para justificar tan espantoso pronóstico descansa en el hecho de que está
creciendo el índice de asesinatos cometidos por jóvenes de catorce y quince años, lo cual
constituye una especie de un bomba de relojería. En la próxima década, este grupo tendrá
entre dieciocho y veinticuatro años de edad, la edad clave de los crímenes más violentos de
una carrera delictiva. Estos augurios comienzan ya a vislumbrarse en nuestro horizonte
porque, según dice un tercer artículo, entre los años 1988 y 1992, el Departamento de
Justicia de los Estados Unidos registró un aumento del 68% en el número de jóvenes
acusados de asesinato, robo, asalto con premeditación (un apartado que, por sí sólo,
aumentó un 80%) y violación. Estos adolescentes constituyen la primera generación que no
sólo tiene acceso a pistolas sino también a todo tipo de armas automáticas, del mismo modo
que la generación de sus padres fue la primera en poder acceder a las drogas. Esta difusión
de las armas entre los adolescentes supone que los desacuerdos que antiguamente se
Veamos, antes que nada, unas palabras sobre lo que yo entiendo por el término
emoción, un vocablo cuyo significado concreto han estado eludiendo durante más de un
siglo los psicólogos y los filósofos. En el sentido más literal, el Oxford English Dictionary
define la emoción como «agitación o perturbación de la mente; sentimiento; pasión;
cualquier estado mental vehemente o agitado». En mi opinión, el término emoción se
refiere a un sentimiento y a los pensamientos, los estados biológicos, los estados
psicológicos y el tipo de tendencias a la acción que lo caracterizan. Existen centenares de
emociones y muchísimas más mezclas, variaciones, mutaciones y matices diferentes entre
todas ellas. En realidad, existen más sutilezas en la emoción que palabras para describirías.
Los investigadores todavía están en desacuerdo con respecto a cuáles son las
emociones que pueden considerarse primarias -el azul, el rojo y el amarillo de los
sentimientos de los que se derivan todos los demás— y, de hecho, ni siquiera coinciden en
la existencia real de emociones primarias—. Veamos ahora —aunque no todos los teóricos
estén de acuerdo con esta visión— algunas de esas emociones propuestas para ese lugar
primordial y algunos de los miembros de sus respectivas familias.
•Ira: rabia, enojo, resentimiento, furia, exasperación, indignación, acritud,
animosidad, irritabilidad, hostilidad y, en caso extremo, odio y violencia.
•Tristeza: aflicción, pena, desconsuelo, pesimismo, melancolía, autocompasión,
soledad, desaliento, desesperación y. en caso patologico, depresión grave.
•Miedo: ansiedad, aprensión, temor, preocupación, consternación, inquietud,
desasosiego, incertidumbre, nerviosismo, angustia, susto, terror y. en el caso de que sea
psicopatológico, fobia y pánico.
•Alegría: felicidad, gozo, tranquilidad, contento, beatitud, deleite, diversión, dignidad,
placer sensual, estremecimiento, rapto, gratificación, satisfacción, euforia, capricho, éxtasis
y. en caso extremo, manía.
•Amor: aceptación, cordialidad, confianza, amabilidad, afinidad, devoción, adoración,
enamoramiento y agape.
•Sorpresa: sobresalto, asombro, desconcierto, admiración.
•Aversión: desprecio, desdén, displicencia, asco, antipatía, disgusto y repugnancia.
•Vergüenza: culpa, perplejidad, desazón, remordimiento, humillación, pesar y
aflicción.
No cabe duda de que esta lista no resuelve todos los problemas que conlleva el
intento de categorizar las emociones. ¿Qué ocurre, por ejemplo, con los celos, una variante
de la ira que también combina tristeza y miedo’? ¿Y qué sucede con las virtudes ,cuando la
esperanza, la fe, el valor, el perdón, la certeza y la ecuanimidad, o con alguno de los vicios
clásicos (sentimientos como la duda, la autocomplacencia, la pereza, la apatía o el
aburrimiento)? La verdad es que en este terreno no hay respuestas claras y el debate
científico sobre la clasificación de las emociones aún se halla sobre el tapete.
La tesis que afirma la existencia de un puñado de emociones centrales gira, en cierto
modo, en torno al descubrimiento realizado por Paul Ekman (de la Universidad de
California en San Francisco) de cuatro expresiones faciales concretas (el miedo, la ira, la
tristeza y la alegría) que son reconocidas por personas de culturas diversas procedentes de
APÉNDICE B
Sólo en los últimos años ha aparecido un modelo científico de la mente emocional que
explica la forma en la que muchas de nuestras actividades pueden estar controladas
emocionalmente —cómo podemos ser tan racionales en un determinado momento y tan
irracionales al momento siguiente— y también da cuenta de las razones y la lógica particular
de nuestras emociones. Tal vez las dos mejores estimaciones llevadas a cabo sobre la mente
emocional sean las que han presentado independientemente Paul Ekman.jefe del Human
Interaction Laboratory de la Universidad de California, San Francisco, y Seymour Epstein,
un psicólogo clínico de la Universidad de Massachusetts. Es cierto que cada uno de ellos
nos ofrece una evidencia científica distinta, pero juntos nos proporcionan una enumeración
básica de las cualidades que distinguen a las emociones de los otros aspectos de nuestra
vida mental.
que la mente emocional puede captar una realidad emocional (él está enfadado conmigo,
ella está mintiendo, eso le entristece) en un instante, haciendo juicios intuitivos inmediatos
que nos dicen de quién debemos cuidarnos, en quién debemos confiar o quién está tenso. En
este sentido, la mente emocional funciona como una especie de radar que nos alerta de la
proximidad de un peligro. Si nosotros (o, mejor dicho, nuestros antepasados evolutivos)
hubiéramos esperado a que la mente racional llevara a cabo algunos de estos juicios, no sólo
nos habríamos equivocado sino que podríamos estar muertos. El inconveniente es que estas
impresiones y juicios intuitivos hechos en un abrir y cerrar de ojos pueden estar
equivocados o desencaminados.
Según Paul Ekman, esta velocidad, en la que las emociones pueden apoderarse de
nosotros antes de que seamos plenamente conscientes de lo que está ocurriendo, cumple
con un papel esencialmente adaptativo: movilizarnos a responder ante cuestiones urgentes
sin perder el tiempo en ponderar si debemos reaccionar o cómo tenemos que hacerlo.
Usando el sistema que ha desarrolIado para detectar emociones a través de cambios sutiles
en la expresión facial, Ekman puede rastrear microemociones que cruzan el rostro en menos
de un segundo. Ekman y sus colaboradores han descubierto que la expresión emocional
comienza a poner de manifiesto cambios en la musculatura facial pocos milisegundos
después del acontecimiento que desencadenó la reacción, y que los cambios fisiológicos
típicos de una determinada emoción —como los cambios en el flujo sanguíneo y el aumento
del ritmo cardíaco— comienzan también al cabo de unas pocas fracciones de segundo. Esta
rapidez es particularmente cierta en el caso de las emociones intensas como, por ejemplo, el
miedo a un ataque súbito.
Según Ekman, técnicamente hablando, el tiempo que dura una emoción intensa es
muy breve y cae más dentro del orden de los segundos que de los minutos, los días o las
horas. En su opinión, sería inadaptado que una emoción secuestrase al cerebro y al cuerpo
por un largo tiempo sin importar las circunstancias cambiantes. Si las emociones
provocadas por un determinado acontecimiento siguieran dominándonos después de que la
situación hubiera pasado, sin importar lo que estuviera ocurriendo a nuestro alrededor,
nuestros sentimientos constituirían una pobre guía para la acción. Para que las emociones
perduren, el desencadenante debe ser sostenido, evocando así la emoción continuamente,
como ocurre, por ejemplo, cuando la pérdida de un ser querido nos mantiene
apesadumbrados. Cuando el sentimiento persiste durante horas, suele hacerlo en forma
muda, como estado de ánimo. Los estados de ánimo ponen un determinado tono afectivo
pero no conforman tan intensamente nuestra forma de percibir y de actuar como ocurre en
el caso de la emoción plena.
Debido al hecho de que la mente racional invierte algo más de tiempo que la mente
emocional en registrar y responder a una determinada situación, el «primer impulso» ante
cualquier situación emocional procede del corazón, no de la cabeza. Pero existe también un
segundo tipo de reacción emocional, más lenta que la anterior, que se origina en nuestros
pensamientos. Esta segunda modalidad de activación de las emociones es más deliberada y
solemos ser muy conscientes de los pensamientos que conducen a ella. En este tipo de
reacción emocional hay una valoración más amplia y nuestros pensamientos —nuestra
cognición— determinan el tipo de emociones que se activarán. Una vez que llevamos a
cabo una valoración —«este taxista me está engañando», o «este bebé es adorable»— tiene
lugar la respuesta emocional apropiada. Este es el camino que siguen las emociones más
complejas, como, por ejemplo, el desconcierto o el miedo ante un examen, un camino más
lento que el anterior y que tarda segundos, o incluso minutos, en desarrollarse.
En cambio, en la modalidad de respuesta rápida los sentimientos parecen preceder o
realmente importa es cómo se perciben, las cosas son lo que parecen y lo que algo nos
recuerda puede ser mucho más importante que lo que «es». En realidad, en la mente
emocional las identidades pueden considerarse como hologramas, en el sentido de que una
parte evoca a la totalidad. Como señala Seymour Epstein, mientras que la mente racional
establece conexiones lógicas entre causas y efectos, la mente emocional es indiscriminatoria,
y relaciona cosas que simplemente comparten rasgos similares. En muchos sentidos, la
mente emocional es infantil, y cuanto más infantil, más intensa es la emoción. Un
ejemplo de este tipo es el pensamiento categórico, en el que todo es blanco o negro, sin
asomo alguno de grises, como ocurre, por ejemplo, en el caso de alguien que haya cometido
una equivocación y a continuación piense «yo siempre digo lo que no tengo que decir».
Otro signo de esta modalidad infantil es el pensamiento personalizado, que percibe los
hechos con un sesgo centrado en uno mismo, como .Nuel conductor que, después del
accidente, explicaba que «el poste telefónico vino directo hacia mí».
Esta modalidad infantil es autoconfirmante, un tipo de pensamiento que elimina o
ignora el recuerdo de hechos que podrían socavar sus creencias y se centra en aquello que
las confirma. Las creencias de la mente racional son tentativas y las nuevas evidencias
pueden refutar una creencia y reemplazarla por otra nueva porque el razonamiento opera
apoyándose en evidencias objetivas. La mente emocional, en cambio, toma a sus creencias
por la realidad absoluta y deja de lado toda evidencia en sentido contrarío. Éste es el motivo
por el cual resulta tan difícil razonar con alguien que se encuentre conmocionado
emocionalmente, porque no importa la contundencia lógica de los argumentos sí no se
acomodan a la convicción emocional del momento. Los sentimientos son
autojustificantes y se apoyan en un conjunto de percepciones y de «pruebas» válidas
exclusivamente para sí.
APÉNDICE C
a proporcionarle ninguna respuesta satisfactoria, las amígdalas lanzan una señal de alarma
que activa el hipocampo, el tallo cerebral y el sistema nervioso autónomo.
En estos momentos de miedo y ansiedad resulta evidente la extraordinaria
arquitectura de las amígdalas como sistema central de alarma. Al igual que ocurre con
aquellos sistemas de seguridad que se encargan de avisar a la policía, a los bomberos y a los
vecinos en caso de alarma, los diversos grupos de neuronas que componen las amígdalas
están diseñados para liberar determinados neurotransmisores.
Cada una de las distintas partes de la amígdala recibe diferente tipo de información. A
su núcleo lateral, por ejemplo, llegan proyecciones procedentes del tálamo y del córtex
visual y auditivo. Los olores, por su parte, llegan, después de pasar por el bulbo olfativo, al
área corticomedial de la amígdala, mientras que los sabores y los mensajes viscerales llegan
a su región central.
De este modo, la recepción de todo tipo de señales convierte a la amígdala en un
centinela que escudriña continuamente toda experiencia sensorial.
Las señales procedentes de la amígdala también se proyectan a diversas partes del
cerebro. Por ejemplo, la rama procedente de las áreas central y medial se dirige a la región
del hipotálamo encargada de segregar una substancia que activa la respuesta de urgencia
corporal —la hormona corticotrópica (HCT) — que, a través de la liberación de otras
hormonas, moviliza la reacción de lucha o huida. Por su parte, el área basal de la amígdala,
envía ramificaciones al cuerpo estriado, que está relacionado con las regiones cerebrales
encargadas del movimiento. Otras ramificaciones neuronales de la amígdala envían señales a
través del núcleo central hasta la médula y, desde ella, al sistema nervioso autónomo,
activando una amplia variedad de respuestas en el sistema cardiovascular, los músculos y
los intestinos.
Otras ramificaciones procedentes del área basolateral de la amígdala, se dirigen al
córtex cingulado y a otras fibras que regulan la musculatura esquelética. Son estas células,
precisamente, las que hacen gruñir a un perro o arquean la espalda de un gato cuando estos
animales se ven amenazados por la presencia de un intruso en su territorio. En los seres
humanos, estos mismos circuitos son los encargados de tensar la musculatura de las cuerdas
vocales responsables del tono de voz agudo propio de quien está muerto de miedo.
Hay otro camino que conduce desde la amígdala hasta el locas cera leus —una
estructura ubicada en el tallo encefálico— que, a su vez, manufactura noradrenalina
(también llamada «norepínefrina») y la dispersa por todo el cerebro. El efecto neto de la
noradrenalina aumenta la reactividad global de las áreas cerebrales que la reciben,
sensibilizando los circuitos sensoriales. La noradrenalina baña el córtex, el tallo encefálico y
el mismo sistema límbico, poniendo al cerebro en estado de alerta. En tales condiciones,
hasta el más común de los crujidos de la casa puede hacerle temblar de miedo. La mayor
parte de estos cambios tienen lugar de modo inconsciente, de modo que uno todavía no
sabe siquiera que experimenta miedo.
Pero a medida en que usted realmente comienza a sentir miedo, es decir, en la medida
que la ansiedad inconsciente penetra en la conciencia, la amígdala dirige una respuesta de
amplio espectro. En este sentido, ordena a ciertas células del tallo encefálico que esculpan
una expresión de miedo en su rostro —que levante sus cejas, por ejemplo—, inmovilizando
simultáneamente otros músculos que no tengan que ver con esa emoción, que aumente su
ritmo cardiaco y su tensión sanguínea y enlentezca su respiración (lo primero que usted
advertirá cuando sienta miedo es que súbitamente retiene la respiración para escuchar con
más claridad aquello que le atemoriza). Esta es sólo una parte del amplio y coordinado
conjunto de cambios orquestados por la amígdala y otras áreas ligadas a ella cuando asumen
la dirección en caso de crisis.
Mientras tanto, la amígdala —y el hipocampo ligado a ella— ordena a las células que
envíen neurotransmisores clave, por ejemplo, para liberar dopamina que lleva a concentrar
la atención sobre la fuente de su miedo -el sonido extraño— y predispone a los músculos a
reaccionar en consecuencia. Al mismo tiempo, la amígdala activa las áreas sensoriales de la
visión, asegurándose de que los ojos enfocan lo que es más importante para la urgencia
presente. Simultáneamente se reorganizan los sistemas de la memoria cortical para que el
conocimiento y los recuerdos más relevantes para la urgencia emocional se recuerden más
rápidamente y prevalezcan sobre otras vertientes del pensamiento menos relevantes.
Una vez que estas señales han sido enviadas, usted se halla atrapado por el miedo: se
torna consciente de la tensión característica de su abdomen, su corazón acelerado, la
tensión de los músculos que rodean su cuello y sus hombros o el temblor de sus
extremidades, su cuerpo inmóvil, mientras aplica toda su atención a escuchar cualquier
sonido nuevo y su mente se dispara al acecho de posibles peligros y formas de respuesta.
Toda esta secuencia —desde la sorpresa a la incertidumbre, la aprensión y el miedo—
puede desplegarse a lo largo de un proceso que dura aproximadamente un segundo.
(Para más información a este respecto, ver Jerome Kagan, Galen Prophecy. New
York: Basic Books, 1994.)
APÉNDICE D
PREVENCIÓN
APÉNDICE E
Principales componentes:
•Conciencia de uno mismo: observarse a sí mismo y reconocer sus propios
sentimientos; elaborar un vocabulario de los sentimientos; conocer las relaciones existentes
entre los pensamientos, los sentimientos y las reacciones.
•Toma de decisiones personales: examinar las propias acciones y conocer sus
consecuencias; saber si una determinada decisión está gobernada por el pensamiento o por
el sentimiento; aplicar esta comprensión a temas tales como el sexo y las drogas.
•Dominar los sentimientos: «charlar con uno mismo» para comprender los mensajes
negativos, como las valoraciones negativas de uno mismo; comprender lo que se halla
detrás de un determinado sentimiento (por ejemplo, el dolor que subyace a la ira); buscar
formas de manejar el miedo, la ansiedad, la ira y la tristeza).
•Manejar el estrés: aprender el valor de ejercicios tales como la imaginación guiada y
los métodos de relajación.
•Empatía: comprender los sentimientos y las preocupaciones de los demás y asumir
su perspectiva; darse cuenta de las diferentes formas en que la gente siente las cosas.
•Comunicarnos desarrollar la capacidad de hablar de los sentimientos, aprender a
escuchar y a hacer preguntas; distinguir entre lo que alguien hace o dice y sus propias
reacciones o juicios al respecto; enviar mensajes desde el «yo» en lugar de hacerlo desde la
censura.
•Aprender a valorar la apertura y la confianza en las relaciones: reconocer cuándo
puede uno arriesgarse a hablar de los sentimientos más profundos.
•Intuición identificar pautas en su vida y en sus reacciones emocionales y reconocer
pautas similares en los demas.
•Autoaceptación: sentirse bien consigo mismo y considerarse desde una perspectiva
positiva; reconocer sus propias fortalezas y debilidades; ser capaz de reírse de sí mismo.
•Responsabilidad personal asumir la responsabilidad; reconocer las consecuencias
de sus decisiones y de sus acciones; aceptar sus sentimientos y sus estados de ánimo;
perseverar en los compromisos adquiridos (por ejemplo, estudiar).
•Asertividad afirmar sus intereses y sentimientos sin ira ni pasividad.
•Dinámica de grupo: cooperación saber cuándo y cómo mandar y cuándo obedecer.
•Solución de conflictos aprender a jugar limpio con los compañeros, padres y
maestros; aprender el modelo ganador/ganador de negociar compromisos.
Fuente; KarCfl F. Stonc y Harold Q. DillehOflt. Self Scieoce: The Subject 1 Mc
(Santa Monleal Goodyear Publishiflg Co.. 1975).
APÉNDICE F
RESULTADOS
•Mayor autocontrol.
•Mejor planificación para la resolución de tareas cognitivas.
•Más pensamiento antes de actuar.
•Resolución más eficaz de conflictos.
•Clima más positivo en clase.
ESTUDIANTES CON NECESIDADES ESPECIALES
•Mejor conducta en clase :
•Tolerancia a la frustración.
•Habilidades sociales asertivas.
•Habilidades con los compañeros.
•Participación.
•Sociabilidad.
•Autocontrol.
•Mejora en la comprensión emocional
•Reconocimiento.
•Etiquetado.
•Disminución de la tristeza y la depresión (según autoinformes).
•Disminución del grado de ansiedad y aislamiento.
Fuentes:Conduct Problems Research Group, Developmental and Clinical Model for
ihe Prevention of Conducí Disorder: The Fasí Track Program: Developnzent ond
Psychoparhology 4(1992).
M.T. Greenberg y C. A. Kusche, Promodng Social and Emotionul Development in
DeafChildren. The PATHS Project (Seattle, Universiíy of Washington Pres>, 1993>.
M. T, Greenberg, C. A. Kusche, E. T. Cook y J. P. Quamma, ~Promoting Emotional
Comperence in School-Aged Chiídren: The Effecís of the PATHS CurricuIum Development
and Psychoparhology 7 (1995).
Linda Lantieri, National Center for Resolving Conflict Creatively Program (una
iniciativa de Educators for Social Responsibility), New York City.
Evaluación realizada en escuelas de New York City (grado K12) y valorada por
maestros antes y después de la realización del programa.
RESULTADOS
•Menos violencia en clase.
•Pocas agresiones verbales en clase.
•Clima más amable.
NOTAS
1971), pág. 87. [Hay traducción castellana, con el titulo Elogio de la locura, Alianza
Editorial, Madrid.] 10. Estas respuestas básicas definen lo que podría ser la «vida
emocional» -o, más propiamente, «la vida instintiva»- de estas especies. En términos
evolutivos, las decisiones más importantes parecen ser las que han resultado fundamentales
para la supervivencia. En este sentido, los animales bien —o suficientemente— adaptados
lograron sobrevivir y transmitir sus genes. En aquella época ancestral, la vida mental se
hallaba limitada a los sentidos y a un repertorio muy restringido de reacciones ante los
estímulos, como los que podía recibir una lagartija, una rana, un pájaro o un pez —y quizás
un brontosaurio— a lo largo de su vida. Pero el pequeño cerebro de aquellas criaturas
todavía no era capaz de albergar lo que hoy entendemos como emoción.
11. Respecto al sistema límbico y las emociones, véase R. Joseph, The Naked
Neuron: Evolution and the Languages of the Brain and Body (Nueva York: Plenum
Publishing, 1993); Paul D. MacLean, The Triune Brain in Evolution (Nueva York: Plenum,
1990).
12. La adaptabilidad y las crías del mono rhesus: véase Ned Kalin, MD. “Aspects of
emotion conserved across species”. Departamento de Psicología y Psiquiatría de la
Universidad de Wisconsin, preparado con ocasión del MacArthur Affective Neuroscience
Meeting (noviembre de 1992).
1. El caso del hombre que carecía de sentimientos ha sido tratado por R.Joseph, op.
cii’., pág. 83. Sin embargo, las personas que carecen de amígdala albergan todavía ciertos
vestigios de sentimientos (véase Paul Ekman y Richard Davidson, eds.. Questions Abow
Emofion. Nueva York: Oxford University Press, 1994). Las diferentes investigaciones
realizadas a este respecto tratan de determinar con precisión cuáles son las zonas de la
amígdala y de los circuitos relacionados afectados. Aún está lejano el día en que se
pronuncie la última palabra sobre la neurología exacta de la emoción.
2. Al igual que muchos otros neurocientificos, LeDoux trabaja a diferentes niveles,
estudiando, por ejemplo, las alteraciones en la conducta de las ratas que acompañan a
determinadas lesiones de su cerebro, tratando de establecer minuciosamente cuál es el papel
que desempeña cada neurona y diseñando elaborados experimentos con el objeto de
provocar un miedo condicionado en ratas cuyos cerebros han sido modificados
quirúrgicamente. Tanto estos descubrimientos como otros recogidos en el presente volumen
constituyen la última frontera de la investigación neurocientífica y, por este mismo motivo,
todavía son algo especulativos, especialmente en lo que se refiere a la posibilidad de
permitirnos comprender la vida emocional basándonos en las implicaciones que se derivan
de los datos brutos. Pero el trabajo de LeDoux está siendo corroborado por un creciente
cuerpo de pruebas aportadas por diferentes neurocientificos que no cejan en su intento de
desvelar el entramado neurológico de las emociones. Véase, a este respecto, por ejemplo,
Joseph LeDoux, “Sensory Systems and Emotion”, Inregrative Psvchiatrv,4, 1986; Josep
LeDoux, “Emotion and the Limbic System Concept”, Concepts in Neuroscience, 2, 1992.
3. El neurólogo Paul MeLean fue el primer investigador en adelantar, hace ya más de
cuarenta años, la hipótesis de que el sistema limbico es el asiento cerebral de las emociones.
En los últimos años, los descubrimientos realizados por LeDoux han permitido pulir el
concepto de sistema limbico, demostrando que algunas de sus estructuras, como el
hipocampo, por ejemplo, no están directamente involucradas en la respuesta emocional
mientras que los circuitos que vinculan a la amígdala con otras regiones del cerebro —
especialmente con los lóbulos prefrontales—, desempeñan un papel mucho más decisivo. Y
lo que es más, existe el convencimiento creciente de que cada emoción está vinculada a
diferentes regiones del cerebro. Sin embargo, la opinión más extendida al respecto
considera que no es posible hablar de un único «cerebro emocional» sino de varios sistemas
de circuitos que diversifican el control de una determinada emoción a regiones cerebrales
muy remotas (aunque, no obstante, coordinadas). En opinión de los neurocientíficos,
cuando logremos cartografiar el asiento cerebral de las emociones, cada una de las
principales emociones contará con su propia topografía, es decir, con un mapa de las vías
neuronales que determinará sus cualidades únicas, si bien la mayoría de estos circuitos se
hallan, con toda probabilidad, interrelacionados con estructuras clave del sistema limbico,
como la amígdala y el córtex prefrontal. Véase Joseph LeDoux, “Emotional Memory
Systems in the Brain”, Behavioral and Brain Research, 58. 1993.
4. El análisis de los circuitos cerebrales de los diferentes niveles del miedo se basa en
la excelente síntesis de Jerome Kagan, Galen Is Prophecy (Nueva York: Basic Books,
1994).
5. En The New York Times del 15 agosto de 1989 escribí acerca de las
investigaciones realizadas por Joseph LeDoux. La exposición de este capitulo se basa en las
entrevistas que mantuve con LeDoux y en varios de sus artículos, entre los que destacan
“Emotional Memory Systems in the Brain”, en Behavioral Brain Research, 58, 1993;
“Emotion, Memory and the Brain”, en Scientífic American, junio de 1994; y “Emotion and
the Limbic System Concept”, en Concepts in Neuroscience, 2, 1992.
6. Preferencias inconscientes: véase William Raft Kunst-Wilson y R. B. Zajonc,
“Affective Discrimination of Stimuli That Cannot Be Recognized”, Science (1 de febrero de
1980).
7. En lo que se refiere a las opiniones inconscientes, véase John A. Bargh, “First
Second: The Preconscious in Social Interactions”, presentado en el congreso de la
American Psychological Society, Washington, DC (junio de 1994).
8. Larry Cahillet al., han tratado el tema de la memoria emocional en “Beta-adrenergic
activation and memory for emotional events”, en Nature (20 de octubre de 1994).
9. En lo que respecta a la teoría psicoanalítica y la maduración cerebral, la exposición
más exhaustiva sobre los primeros años de vida y las consecuencias emocionales del
desarrollo del cerebro puede encontrarse en Alían Sehore, Affect Regulation and the Origin
of Self (Hilísdale, Nueva Jersey: Lawrence Erlbaum Associates, 1994).
10. Peligroso aunque no sepamos de qué se trata: LeDoux, citado en “How Scary
Things Get That Way”, Science (6 de noviembre de 1992).
11. La mayor parte de las hipótesis sobre el ajuste neocortical fino de la repuesta
emocional han sido aportadas por Ned Kalin, .
12. Una observación más detenida de la anatomía cerebral demuestra la función
reguladora de los lóbulos prefrontales. Gran parte de los datos disponibles apuntan a cierta
zona del córtex prefrontal como el asiento en el que confluyen todos —o la mayor parte—
de los circuitos corticales implicados en la respuesta emocional. En los seres humanos, las
conexiones más poderosas existentes entre el neocórtex y la amígdala se agrupan en torno
al lóbulo prefrontal y al lóbulo temporal situados respectivamente en las partes inferior y
lateral del lóbulo frontal (el lóbulo temporal desempeña un papel decisivo en la
identificación de los objetos). Asimismo, ambas conexiones confluyen en una única
proyección, sugiriendo la existencia de una vía rápida y poderosa, una especie de autopista
neurológica. La neurona que conecta la amígdala con el córtex prefrontal llega a una región
denominada córtex orbitofrontal, una zona decisiva para la valoración de las posibles
respuestas emocionales y su posterior corrección.
Elcórtex orbitofrontal recibe señales procedentes tanto de la amígdala como de su
propia e intrincada red de proyecciones a través de todo el sistema límbico. Es esta red la
que le permite desempeñar su papel regulador de las respuestas emocionales, incluyendo la
inhibición de las señales que proceden del cerebro limbico y se dirigen a las diferentes zonas
cerebrales. Las conexiones existentes entre el sistema orbitofrontal y el sistema límbico son
tan cuantiosas que algunos neurocientíficos han bautizado este sistema con el nombre de
«córtex límbico», la parte pensante del cerebro emocional. Véase, a este respecto, Ned
Kalin, “Aspects of Emotion Conserved Across Species” (Departamentos de Psicología y
Psiquiatría de la Universidad de Wisconsin), manuscrito inédito preparado para el
MacArthur Affective Neuroscience Meeting (noviembre de 1992); y también Alían Sehore,
Affect Regulation and the Origin of the Self(Hillsdale, Nueva Jersey: Lawrence Erlbaum
Associates, 1994).
Pero no sólo existe una conexión estructural entre la amígdala y el córtex prefrontal
sino que, como suele ocurrir, también puede hablarse de un auténtico puente bioquímico,
puesto que la sección ventromedial del córtex prefrontal y la amígdala presentan una
elevada concentración de receptores químicos sensibles a la acción de la serotonina. Este
sistema químico cerebral parece desempeñar, entre otras cosas, el papel de favorecer la
cooperación, puesto que los monos que presentan una alta concentración de receptores de
la serotonina en el circuito amigdalo-prefrontal se muestran «muy sociables», mientras que
los que manifiestan una baja concentración suelen ser hostiles y antagónicos. Véase Antonio
Damasio, Descartes’ Error (Nueva York: Grosset/Putnam, 1994).
13. Los estudios realizados con animales demuestran que la lesión de las regiones del
córtex prefrontal dificulta la modulación de las señales emocionales procedentes del sistema
limbico, con lo cual los animales se vuelven erráticos y explotan de rabia o se acurrucan
desbordados por el miedo de un modo impredecible e impulsivo. El brillante neuropsicólogo
ruso A. R. Luna propuso, en la década de los treinta, que el córtex prefrontal es la clave del
autocontrol y de la represión de los estallidos emocionales. Luna se percató de que los
pacientes que tenían dañada esta región se mostraban muy impulsivos y eran propensos a
los arrebatos de miedo e ira. Por otra parte, las imágenes de escáneres TEP de veinticuatro
hombres y mujeres convictos de crímenes pasionales demostraron que todos ellos tenían
una actividad muy pobre en estas mismas áreas del córtex prefrontal.
14. Buena parte de la investigación realizada sobre los lóbulos lesionados de las ratas
la ha llevado a cabo Victor Dennenberg, psicólogo de la Universidad de Connecticut.
15. Véase, con respecto a la jovialidad y las lesiones del hemisferio izquierdo, G.
Gianotti, “Emotional behavior and hemispheric side of lesion”, Cortex, 8, 1972.
16. El caso del paciente feliz ha sido reseñado por Mary K. Morris, del Departamento
de Neurología de la Universidad de Florida, en el International Neurophysiological Society
Meeting, 13-16 de febrero, 1991, San Antonio.
17. El córtex prefrontal y la memoria operativa: Lynn D. Selemon et al., “Prefrontal
Cortex”, American Journal of Psychiatry, 152, 1995.
18. El desequilibrio en el funcionamiento de la corteza frontal: véase Philip Harden y
Robert Pihí, “Cognitive Funetion, Cardiovascular Reactivity, and Behavior in Boys at High
Risk Alcobolism”, en Journal of Abnormal Psychology, 104, 1995.
19. Córtex prefrontal: Antonio Damasio, Descartes’ Error: Emotion, Reason and the
Human Brain (Nueva York: Grosset/Putnam, 1994).
PARTE II: LA NATURALEZA DE LA INTELIGENCIA EMOCIONAL
1. El terror ante el examen: véase Daniel Goleman, Vital Lies, Simple Truths: The
Psychology of Self-Deception (Nueva York: Simon and Sehuster, 1985).
2. La memoria de trabajo: Alan Baddeley, Working Memory (Oxford: Clarendon
Press, 1986).
3. El córtex prefrontal y la memoria de trabajo: véase Patricia GoIdman-Rakic.
“Cellular and Circuit Basis of Working Memory in Prefrontal Cortex of Nonhuman
Primates”, en Progress in Brain Research, 85 (1990): y también Daniel Weinberger, “A
Connectionist Approach to the Prefrontal Cortex”, en Journal of Neuropsvchiatrv, 5(1993).
4. La motivación y el rendimiento sobresaliente: véase Anders Ericsson. “Expert
Performance: Its Structutre and Acquisition”, en American Psvclzologist (agosto de 1994).
5. La superioridad del CI de los asiáticos: Herrstein and Murray. The Belí Curve.
6. El CI y el nivel ocupacional de los asioamericanos: véase James Elynn, Asian-
American Achievement Beyond CI (Nueva Jersey: Lawrence Erlbaum, 1991).
7. El estudio de la capacidad de demorar la gratificación en los niños de cuatro años
de edad procede de Yuichi Shoda, Walter Mischel y Phihp K. Peake. “Predicting
Adolescent Cognitive and Self-regulatory Competencies From Preschool Delay of
Gratification”; en Developmental Psvchology, 26.6(1990), págs. 978-986.
8. Las puntuaciones del SAT en los niños impulsivos y en los niños autocontrolados:
el análisis de los datos del SAT lo realizó Phil Peake, psicólogo del Smith College.
9. El CI frente a la demora de la gratificación como predictores de las puntuaciones
del SAT: comunicación personal de Phil Peake, psicólogo del Smith College, quien analizó
los datos del SAT en el estudio de Walter Mischel sobre la capacidad para posponcr la
gratificación.
10. La impulsividad y la delincuencia: véase el debate de Jack Block, “On the Relation
Between IQ, Impulsivity and Delinquency”, en Journal of Abnormal Psychologv, 104
(1995).
11. La madre preocupada: Timothy A. Brown et al., “Generalized Anxiety Disorder”,
en David H. Barlow, ed., Clinical Handbook of Psvchological Disorders. (Nueva York:
Guilford Press, 1993).
12. La ansiedad y los controladores de tráfico aéreo: véase W. E. Collins et al.,
“Relationships of Anxiety Scores to Academy and Field Training Performance of Air Traffic
11. Nowicki y Duke, Helping the Child Who Doesn’t Fit In.
12. Este intercambio y la revisión de la investigación sobre la forma de entrar en un
grupo procede de Martha Putallaz y Aviva Wasserman, “Children’s Entry Behavior”, en
Steven Asher y John Coie, eds., Peer Rejection in Cbildhood (Nueva York: Cambridge
University Press, 1990).
13. Putallaz y Wasserman, “Children’s Entry Behavior”.
14. Hatch, “Social Intelligence in Young Children”.
15. La historia de Terry Dobson sobre el japonés borracho y el anciano se ha utilizado
con permiso expreso de Dobson. Esta misma historia también la han referido Ram Dass y
Paul Gorman en How Can 1 Help? (Nueva York: Alfred A. Knopf, 1985), págs. 167-171.
PARTE III: INTELIGENCIA EMOCIONAL APLICADA
11. Lectura de las caras tristes: esta investigación la ha realizado el doctor Ruben C.
Gur, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Pennsylvania.
12. La conversación entre Fred e Ingrid procede de Gottman, What Predicts Divorce.
pág. 84.
13. Hay dos libros que describen en detalle la investigación sobre el matrimonio
realizada por Gottman y sus colegas de la Universidad dc W’ashington: Why Marria ges
Succeed or Fail (Nueva York: Simon and Schuster, 1994) y What Predicts the Divorce.
14. El atrincheramiento: Gottman, What Predicts the Divorce.
15. Los pensamientos tóxicos: Aaron Beck, Love Is Never Enough (Nueva York:
Harper and Row, 1988), págs. 145-146. [Hay traducción castellana, con título Con el amor
no basta, Editorial Paidós, Barcelona, 1990.] 16. Las pautas mentales de las parejas
conflictivas: Gottman, WhatPredicts the Divorce.
17. Las distorsiones del pensamiento de los maridos violentos han sido analizadas por
Amy Holtzworth-Munroe y Glenn Hutchinson en “Attributing Negative Intent to Wife
Behavior: The Attributions of Maritally Violent Versus Nonviolent Men”, en Journal of
Abnormal Psychology, 102, 2 (1993), págs. 206-211. En lo que se refiere a la suspicacia de
los varones sexualmente agresivos, véase Neil Malamuth y Lisa Brown, “Sexually
Aggresive Men’s Perceptions of Women’s Communications”, en Journal of Personalitv and
Social Psychology, 67 (1994).
18. Los maridos agresivos: según los especialistas, existen tres tipos de maridos que
agreden a sus esposas, los que raramente lo hacen, los que lo hacen de manera compulsiva
cuando montan en cólera y los que lo hacen de manera fría y calculada. La terapia sólo
parece ser de alguna utilidad en los dos casos primeros. Véase, a este respecto, Neil
Jacobson et al., Clinical Handbook of Marital Therapv (Nueva York:Guilford Press, 1994).
19. El desbordamiento: Gottman, Wbat Predicrs tbe Divorce.
20.A los maridos no les gustan las peleas: Robert Levenson et al.. “The Influence of
Age and Gender on Affect, Physiology and Their Interrelations: A Study of Long-term
Marriages”, en Journal of Personaliry and Social Psvchologv, 67 (1994).
21. El desbordamiento emocional de los esposos: Gottman, What Predicts Divorce.
22. Los hombres se cierran en sí mismos y las mujeres critican: Gottman, What
Predicts Divorce.
23. “Wife Charged with Shooting Husband Over Football on TV”. The New York
Times del 3 de noviembre de 1993.
24. Las «buenas peleas»: Gottman, What Predicts Divorce.
25. La incapacidad de las parejas para la reconciliación: Gottman. What Predicts
Divorce.
26. Los cuatro pasos que conducen a una «buena pelea» se han extraído de Gottman,
Wby Marria ges Succeed or Fail.
27. La monitorización del pulso: Gottman, ibid.
28. La captura de los pensamientos negativos: Beck, Love is Never Enough. [Hay
traducción castellana, con el título Con el amor no basta, Editorial Paidós, Barcelona.
1990.] 29. «Reflejar»: Harville Hendrix, Getting the Love You Want (Nueva York: Henry
Holt, 1988).
1. El accidente del piloto que intimidaba a su tripulación: Carl Lavin, “When Moods
Affect Safety: Comunications in a Cockpit Mean a Lot a Few Miles Up”, en The New York
1. El sistema inmunológico como «cerebro del cuerpo»: Francisco Varela, Third Mmd
and Life Meeting. Dharamsala, India (diciembre de 1990).
2. Mensajeros químicos entre el cerebro y el sistema inmunológico: Robert Ader et
al., psychoneuroimmunology, 2ª edición (San Diego: Academic Press, 1990).
3. La relación existente entre el sistema nervioso y las células inmunológicas: David
Felten et al., “Noradrenergic Sympathetic Innervation of Lymphoid Tissue”, Joarnal of
Immunology, 135 (1985).
4. Las hormonas y la función inmunológica: B. 5. Ravin el al.. “Bidirectional
Interaction Between the Central Nervous System and the Immune System”, en Critical
Reviews in lmmunology. 9 (4), (1989), págs. 279-312.
5. Las relaciones existentes entre el cerebro y el sistema inmunológico: véase, por
ejemplo, Steven B. Maier et al., “Psychoneuroimmunology”, American Psychologist
(diciembre de 1994).
6.Las emociones tóxicas: Howard Friedman y 5. Boothby-KewlCy, “The Disease-
Prone Personality: A Meta-Analytic View”,American Psychologist, 42 (1987). Este amplio
análisis de diferentes estudios utilizó un «metaanálisis», una técnica que permite analizar
estadísticamente los resultados de varios estudios diferentes en un contexo mucho más
amplio. El mayor número de casos estudiados permite así que puedan identificarse más
fácilmente implicaciones que suelen pasar inadvertidas en los estudios más limitados.
7. Los escépticos argumentan que el retrato emocional que suele acompañar a una
mayor incidencia de la enfermedad refleja el perfil caracteristico del neurótico —ansiedad,
depresión y abatimiento emocional—. y que el gran peso de la enfermedad que recogen
estos estudios no se debe tanto a un hecho clínico como a la tendencia que manifiestan estos
enfermos a lamentarse, quejarse y exagerar la gravedad de sus sintomas.Por el contrario,
Friedman y otros aducen que lo que demuestra la relación existente entre emoción y
enfermedad no es la investigación sobre las quejas de los pacientes las pruebas médicas y de
las evaluaciones clínicas de los síntomas objetivos de la enfermedad, que son los que, en
última instancia, determinan su gravedad. Por supuesto, siempre existe la posibilidad de que
el aumento de la angustia sea el resultado de la misma condición clínica o que incluso la
precipite pero, por esta misma razón, los datos más fiables son los que se derivan de los
estudios prospectivos en los que se evalúan los estados emocionales antes de que se
manifieste la enfermedad.
8. Gail Ironson et al., “ Effects of Anger on Left Ventricular Ejection Fraction in
Coronary Artery Disease”, en The American Joarnal of Cardiolo gv, 70, 1992. La eficacia
del bombeo cardiaco —también llamada «fracción de eyección»— mide la capacidad del
corazón para bombear la sangre desde el ventrículo izquierdo hasta las arterias,
cuantificando el porcentaje de sangre ventricular impulsada por cada latido. En el caso de
las enfermedades coronarias, el descenso de la eficiencia del bombeo señala el
debilitamiento del músculo cardíaco.
9. Algunas de las doce investigaciones orientadas a desvelar las relaciones existentes
entre la hostilidad y la muerte por enfermedad cardíaca no han acertado a encontrar ninguna
relación evidente. Esto, sin embargo, puede deberse tanto al método empleado (por
ejemplo, el uso de una escala muy poco sensible a la hostilidad) como a la sutileza del
efecto en cuestión. La mayoría de muertes causadas por la hostilidad parece ocurrir en la
mitad de la vida, y si un estudio no es capaz de seguir y determinar las causas de la muerte
durante este periodo, no podrá advertir esta relación.
10. La hostilidad y las enfermedades cardiacas: Redford Williams, The Trusting Heart
riesgo clínico.
23. Estrés y resfriado: Sheldon Cohen et al., “Psychological Stress and Susceptibility
to the Common CoId”, en New England Joarnal of Medicine, 325 (1991).
24. Los contratiempos de la vida cotidiana y la infección: Arthur Stone ct al.,
“Secretory IgA as a Measure of Immunocompetence”, en Journal of Human Srress. 13
(1987). En otro estudio, 246 esposos, viudas y niños mantuvieron un control diario de las
tensiones que se producían en su vida familiar durante un episodio de gripe. Aquéllos que
tenían crisis familares más frecuentes también manifestaban una tasa más alta de gripe,
determinada en función de los días con fiebre y de los niveles de anticuerpos. Véase R. D.
Clover et al., “Family Functioning and Stress as Predictors of Influenza B Infection”.
Journal of Familv Practice, 28 (mayo de 1989).
25.El estrés y la infección del virus del herpes: véanse en este sentido, los estudios
llevados a cabo por Ronald Glaser y Janice KiecoltGlaser, entre los que cabe destacar
“Psychological Influences on lmmunity”, en American Psychologist, 43 (1988). La relación
existente entre el herpes y el estrés es tan evidente que se ha podido demostrar mediante un
estudio de tan sólo diez pacientes en el que se utilizó la erupción del herpes como medida.
El estudio demostró que cuanto mayor eran la ansiedad, las disputas y el estrés manifestado
por los pacientes, mayor era también la tendencia a sufrir erupciones de herpes en las
semanas siguientes; mientras que, en los períodos más plácidos de la vida de estos
pacientes, el herpes se mantenía en estado latente. Véase también H. E. Schmidt et al.,
“Stress as a Precipitating Factor in Subjects With Recurrent Herpes Labialis”, en Journal of
Family Practice, 20 (1985).
26. La ansiedad y la enfermedad cardiaca en la mujer: Carl Thoreson, artículo
presentado en el Congress of Behavioral Medicine, Uppsala. Suecia (julio de 1990). La
ansiedad también desempeña un papel fundamental en el desarrollo de una enfermedad
coronaria en los hombres. En un estudio llevado a cabo en la Facultad de Medicina de la
Universidad de Alabama se evaluaron 1.123 mujeres y hombres, de edades comprendidas
entre los cuarenta y cinco y los setenta y siete años, para tratar de determinar su perfil
emocional. En el seguimiento que se efectuó veinte años después, los hombres más
predispuestos a la ansiedad y las preocupaciones manifestaban, con gran diferencia, mayores
indices de hipertensión. Véase Abraham Markowitz et al., Journal of the American Medical
Association (14 de noviembre de 1993).
27. El estrés y el cáncer colorrectal: Joseph C. Courtney et al., “Stressful Life Events
and the Risk of Colorectal Cancer”, en Epidemiology, 4 (5), (septiembre de 1993).
28. El uso de la relajación para contrarrestar los síntomas derivados del estrés: Daniel
Goleman y Joel Gurin, Mmd Body Medicine (Nueva York: Consumer Reports BookslSt.
Martin’s Press, 1993).
29. La depresión y la enfermedad: Véase Seymour Reichlin, «Neuroendocrine-
Immune Interactions», en New England Journal of Medicine (21 de octubre de 1993).
30. Trasplante de médula ósea: citado por James Strain, “Cost Offset From a
Psychiatric Consultation-LiaisOn Intervention With Elderly Hip Fracture Patients” en
American Jaurnal of Psychiatry, 148 (1991).
31. Howard Burton et al., “The Relationship of Depression to Survival in Chronic
Renal Failure”, en Psychosomatic Medicine (marzo de 1986).
32. La desesperación y la muerte por ataque cardiaco: Robert Anda et al., “Depressed
Affect Hopelessness and the Risk of Ischemic Heart Disease in a Cohort of U.S. Adults”, en
Epidemiology (julio de 1993).
33. La depresión y el ataque cardíaco: Nancy Frasure-Smith et al. “Depression
Following Myocardial Infarction”, en Journal of the American Medical Association (20 de
octubre de 1993).
34. Depresión y enfermedades múltiples: el doctor Michael von Korff, psiquiatra de la
Universidad de Washington que llevó a cabo el estudio, me confesaba, con respecto de
aquellos pacientes para los que llegar con vida al día siguiente constituye un tremendo
desafio: «el tratamiento de la depresión permite comprobar que los pacientes mejoran al
margen de los cambios en su condición clínica. Si uno se halla deprimido no cabe duda de
que los síntomas le parecerán más graves. Sufrir una enfermedad crónica constituye todo un
reto adaptativo y, en el caso de que uno se halle deprimido, no podrá cuidar adecuadamente
de sí mismo. Pero cuando uno se halla suficientemente motivado, dispone de energía y tiene
la autoestima elevada —factores, todos ellos, ausentes en la depresión— uno puede
adaptarse considerablemente bien hasta a las más graves incapacitaciones».
35. El optimismo y el bvpass: Chris Peterson et al., Learned Helplessness: A Theorv
ftr the Age oJ Personal Control (Nueva York: Oxford University Press. 1993).
36. Lesiones en la columna vertebral y esperanza: Timothy Elliott et al., “Negotiating
Reality After Physical Loss: Hope, Depression, and Disability”, en Journal of Persona lirv
and Social Psvchology. 61,4 (1991).
37. Los riesgos médicos del aislamiento social: véase, en este sentido, James House et
al., “Social Relationships and Health”, en Science (29 de julio de 1988). Véase también una
conclusión similar de Carol Smith et al., “Meta-Analysis of the Associations Between Social
Support and Health Outcomes”, en Journal of Behavioral Medicine (1994).
38. La soledad y el riesgo de mortalidad: otros estudios sugieren la intervención de un
mecanismo biológico. Estos descubrimientos, citados por House en “Social Relationships
and Health”, han demostrado que la mera presencia de otra persona puede reducir la
ansiedad y el malestar físico de las personas ingresadas en una unidad de cuidados
intensivos. También se ha descubierto que el reconfortante efecto que supone la presencia
de otra persona no sólo puede disminuir la tensión arterial y la frecuencia cardiaca sino
también la secreción de ácidos grasos que bloquean las arterias. Una de las hipótesis
adelantadas para tratar de explicar el saludable efecto del contacto social sugiere la
intervención de un mecanismo cerebral.
Esta teoría apunta a los datos procedentes de los estudios sobre animales que
muestran los efectos calmantes de la activación de la región posterior del hipotálamo, una
de las áreas del sistema limbico que tiene abundantes conexiones con la amígdala. Según
esta teoría, la reconfortante presencia de otra persona inhibe la actividad limbica,
disminuyendo la secreción de acetilcolina, cortisol y catecolaminas, todos ellos agentes
neuroquimicos que afectan directamente a la aceleración de la respiración, el ritmo cardíaco
y otros síntomas fisiológicos del estrés.
39. Strain, “Cost Offset”.
40. La supervivencia a los ataques cardiacos y el apoyo emocional: Lisa Berkman et
al., “Emotional Support and Survival After Myocardial Infaretion, A Prospective Population
Based Study of the Elderly”, en Annals of Internal Medicine (15 de diciembre de 1992).
41. El estudio sueco: Annika Rosengren et al., “Stressful Life Events Social Support
and Mortality in Men Born in l933”. en British Medicaliournal (19 de octubre de 1993).
42. Las disputas matrimoniales y el sistema inmunológico: Janice Kiecolt-Glaser et al.,
“Marital Quality, Marital Disruption, and immune Function”, en Psvchosomatic Medicine,
49 (1987).
43. La entrevista con John Cacioppo se publicó en The New York Times del 15 de
diciembre de 1992.
44. La expresión de los pensamientos perturbadores: James Pennebaker, “Putting
Stress Into Words: Helth, Linguistic and Therapeutic Implications”, ponencia presentada en
(primavera de 1994).
3. Las ventajas de unos padres emocionalmente competentes: Hooven, Katz and
Gottman. “The Family as a Meta-emotion Culture”.
4. Los niños optimistas: T. Berry Brazelton. prefacio a Heart Start: The Emotional
Foundations of School Readiness (Arlington, VA: National Center for Clinical lnfant
Programs. 1982).
5. Los predictores emocionales del éxito académico: Heart Start.
6. Los ingredientes clave del rendimiento escolar: Heart Start, pág. 7.
7. Hijos y madres: Heart Start, pág. 9.
8. Los perjuicios del descuido: M. Erikson et al., “The Relationship Between Quality
of Attachment and Behavior Problems in Preschool in a High-Risk Sample”, en 1.
Betherton y E. Waters. eds., Monographs of the Society of Research in Child Development.
50, serie n 209.
9. La extraordinaria importancia de las lecciones aprendidas en la infancia temprana:
Heart Start, pág. 13.
10. El seguimiento de los niños agresivos: L. R. Huesman, Leonard Eron y Patty
Warnicke-Yarmel, “Intelectual Function and Agression”, en The Journal of Personality and
Social Psvchology (enero de 1987). Alexander Thomas y Stella Chess refieren conclusiones
similares en el número correspondiente a septiembre de 1988 de la revista Child
Development, en donde exponen los resultados de un estudio realizado con setenta y cinco
niños a quienes comenzaron a observar regularmente desde 1956, cuando tan sólo contaban
entre siete y doce años de edad. Véase también, a este respecto, Alexander Thomas et al.,
“Longitudinal Study of Negative Emotional States and Adjustments From Early Childhood
Through Adolescence”, en Child Development, 59(1988). Una década después, ya en plena
adolescencia, los niños que, en la escuela primaria, habían sido catalogados por los padres y
por los profesores como muy agresivos, tenían serios problemas emocionales. Se trataba de
chicos (la proporción de chicos doblaba a la de chicas) que no sólo se enzarzaban
continuamente en peleas sino que también se mostraban irrespetuosos o abiertamente
hostiles hacia los otros nínos e incluso hacia sus padres y profesores. A lo largo de todos
estos años, su hostilidad había permanecido inalterable y, al llegar a la adolescencia, tenían
problemas de relación con los compañeros de clase, con la familia y con la escuela. A
medida que el seguimiento prosiguió en la edad adulta, estas dificultades entraron en el
dominio de la delincuencia, la ansiedad y la depresión.
11. La falta de empatía de los niños que han sido victimas de la violencia: las
observaciones diarias y las conclusiones se hallan recogidas en el articulo de Mary Main y
Carol George, “Responses of Abused and Disadvantaged Toddlers to Distress in Agemates:
A Study in the Day-Care Setting”, en Developmental Psvcholo gv, 21 .3 (1985). Estos
datos han sido corroborados también con preescolares: Bonnie Klimes-Dougan and Janet
Kistner, “Physically Abused Preschoolers’ Responses to Peers’ Distress”, en Developmental
Psychology, 26 (1990).
12. Los problemas de los niños que han sufrido la violencia familiar: Robert Emery,
“Family Violence”, en American Psvchologist (febrerode 1989).
13. La transmisión de la violencia familiar de generación en generación: el hecho de
que los niños que han sido víctimas de la violencia tiendan a su vez, a agredir a sus propios
hijos todavía sigue siendo objeto de debate científico. Véase, a este respecto Cathy Spatz
Widom, “Child Abuse, Neglect and Adult Behavior”, en American Journal of
Orthopsvchiatry (Julio de 1989).
se difunde por todo el cuerpo para liberar catecolaminas. Pero, a diferencia de lo que
ocurría con los participantes de un grupo de control integrado por sujetos normales, en el
caso de los pacientes aquejados de TEPT no se apreció ningún cambio detectable en los
niveles de ACTH, un síntoma de que sus cerebros han anulado la acción de los receptores
de la HCT porque ya se hallan sobrecargados con la hormona del estrés. Esta investigación
me fue referida por el psiquiatra Charles Nemeroff de la Universidad de Duke.
11. Mi entrevista con el doctor Nemeroff se publicó en el New York Times del 12 de
junio de 1990.
12. Algo similar parece ocurrir en el caso del TEPT: por ejemplo, en un determinado
experimento se pasaba una película de quince minutos de duración especialmente diseñada
que recogía escenas de combate procedentes de la película Platoon a veteranos de la guerra
del Vietnam diagnosticados de TEPT. A los componentes de uno de los grupos se les
inyectó naloxona —una sustancia que bloquea la acción de las endorfinas— e,
inmediatamente después de ver la película, estos sujetos no mostraron ningún cambio
apreciable en su sensibilidad ante el dolor. Sin embargo, en los sujetos del grupo al que no
se le administró ningún bloqueador de la endorfina, la sensibilidad hacia el dolor disminuyó
un 30% (un indicador del aumento de la secreción de estas sustancias). Por otra parte, estas
mismas escenas no surten efecto alguno en los veteranos que no han sido diagnosticados de
TEPT; lo cual sugiere que las vías nerviosas que regulan las endorfinas en las personas
aquejadas de TEPT se hallan hiperactivas o hipersensibilizadas, un efecto que sólo se hizo
evidente cuando se les volvió a exponer a un estímulo que evocó el trauma original. En esta
secuencia es la amígdala la que evalúa primeramente la carga emocional de lo que vemos.
Este estudio, realizado por el doctor Roger Pitman, psiquiatra de Harvard, demostró que, al
igual que ocurre con otros síntomas del TEPT, este cambio cerebral no sólo se aprende bajo
condiciones de extrema dureza, sino que puede suscitarse nuevamente cuando algún
estímulo recuerda el suceso traumático original. Por ejemplo, Pitman descubrió que, cuando
las ratas de laboratorio recibían descargas eléctricas en una determinada jaula, desarrollaban
la misma analgesia endorfinica constatada en los veteranos de Vietnam que habían asistido a
la proyección de la película Platoon. Semanas después, cuando las ratas se devolvían a las
jaulas en las que habían recibido las descargas eléctricas se volvían tan insensibles al dolor
como cuando recibieron las descargas por primera vez (aunque esta vez sin descarga
eléctrica). Véase, a este respecto, Roger Pitman, “Naloxone-Reversible Analgesis Response
to Combat-Related Stimuli in Posttraumatic Stress Disorders and Other Allied
Psychopathologic States”, en Journal of Traumatic Stress. 5,4 (1992).
13. Los datos cerebrales revisados en esta sección están basados en el excelente
artículo de Dennis Charney, “Psychobiologic Mechanisms.
14. Charney, “Psychobiologic Mechanisms”, pág. 300.
15. El papel del córtex prefrontal en el miedo: en un estudio realizado por Richard
Davidson se midió el grado de sudoración de los voluntarios (una suerte de termómetro de
la ansiedad) mientras oían un sonido que iba seguido de un ruido estridente y desagradable
que siempre provocaba un aumento de la sudoración. Al cabo de un tiempo la simple
emisión del sonido bastaba para provocar un incremento de sudoración similar,
demostrando que los voluntarios habían aprendido una respuesta de aversión hacia el
sonido. Más tarde, a medida que fueron acostumbrándose a escuchar el sonido sin la
presencia del ruido, el miedo condicionado fue desvaneciéndose y el sonido dejó de
provocar un aumento del sudor. Y, cuanto mayor era la actividad del lóbulo prefrontal
izquierdo del córtex de los voluntarios, más rápida era la extinción del miedo aprendido.
En otro experimento llevado a cabo por Maria Morgan —alumna de Joseph LeDoux
en el Center of Neural Science, de la Universidad de Nueva York— que trataba de
demostrar el papel que desempeñan los lóbulos prefrontales en el proceso de extinción del
miedo, se condicionó a las ratas de laboratorio a temer un sonido que iba acompañado de
una descarga eléctrica. Luego se sometía a algunas de las ratas a una especie de lobotomia,
una intervención quirúrgica del cerebro que secciona las conexiones entre los lóbulos
prefrontales y la amígdala. Los días siguientes a la intervención, todas las ratas oyeron el
mismo sonido (aunque esta vez sin recibir ninguna descarga eléctrica). Así, las ratas en las
que se había inducido un miedo aprendido fueron perdiéndolo gradualmente. No obstante,
las ratas que habían sido sometidas a la lobotomía tardaron el doble de tiempo en
desaprender la respuesta de miedo, un hecho que sugiere el papel fundamental que
desempeñan los lóbulos prefrontales en el control del miedo y, en un sentido más amplio, en
el dominio de todas las habilidades emocionales.
16. La recuperación del TEPT: este estudio me lo refirió Rachel Yehuda,
neuroquimica y directora del Programa de Estudios sobre Estrés Postraumático de la
Facultad de Medicina del Monte Sinaí (Manhattan). En un artículo aparecido el 6 de
octubre de 1992 en The New York Times expongo los resultados de esta investigación.
17. El trauma infantil: Lenore Terr, Too Sca red to Crv (Nueva York: Basic Books,
1992).
18. Vías para la recuperación del trauma: Judith Lewis Herman, Trauma andRecovery
(Nueva York: Basic Books, 1992).
19. «Dosificación» del trauma: Mardi Horowitz, Stress Response Syndromes
(Northvale, Nueva Jersey, Jason Aronson, 1986).
20. Otro nivel en el que tiene lugar el reaprendizaje —al menos en el caso de los
adultos— es el filosófico. Para ello hay que afrontar la eterna cuestión de « ¿por qué a mi?»
que corroe a la víctima. Convertirse en víctima de un trauma mina la confianza de la
persona en que el mundo es un lugar en el que se puede vivir y de que la vida es justa o,
dicho de otro modo, de que si uno lleva una vida correcta puede ejercer cierto control sobre
su destino. Pero la respuesta a este problema no tiene por qué ser religiosa ni filosófica; lo
único que se requiere es reestablecer un sistema de creencias que permita que el sujeto
afectado pueda volver a confiar en el mundo y en los demás.
21. Existen estudios que demuestran que el miedo original persiste, aunque se haya
superado. En estos estudios se condiciona a las ratas de laboratorio a temer un determinado
sonido (como, por ejemplo, el de una campana) que va acompañado de una descarga
eléctrica.
Poco a poco, en el transcurso de un año —un periodo de tiempo muy largo para una
rata, (aproximadamente un tercio de su vida) —, las ratas van perdiendo el miedo al sonido
de la campana. Pero, a pesar de que la extinción del miedo aprendido es un proceso que
requiere varios meses, éste reaparece inmediatamente con una sola reexposición al sonido
acompañada de una nueva descarga eléctrica. En el caso de los seres humanos, esta misma
situación se produce cuando algún estimulo evoca ocasionalmente el trauma original que se
ha mantenido latente durante años.
22. La investigación de la terapia de Luborsky se expone detalladamente en Lester
Luborsky y Paul Crits-Christoph, Understaiding Traiísjéren ce: The CCRTMenhod (Nueva
York: Basic Books, 1990).
1. Escribí acerca de los cursos de alfabetización emocional en The New York Times
del 3 de marzo de 1992.
2. Las estadísticas sobre los delitos cometidos por adolescentes proceden del
Uniforme Crime Reports, Crime in the U.S., 1991, publicado por el Departamento de
Justicia.
3. Delitos violentos en la pubertad: en 1990, la proporción de arrestos juveniles por
delitos violentos ascendió a 430 cada 100.000, un aumento del 27% con respecto a la
proporción alcanzada en 1980. Los arrestos por violaciones se incrementaron desde el 10,9
por 100.000 de 1965 hasta alcanzar el 21,9 por 100.000 en 1990. El indice de asesinatos se
cuadruplicó en el periodo comprendido entre 1965 y 1990, ascendiendo desde el 2,8 hasta
el 12,1 por 100.000. Asimismo, tres de cada cuatro asesinatos de adolescentes acaecidos en
1990 tuvieron lugar por arma de fuego, lo que indica un aumento del 79% a lo largo de esta
década. En el periodo comprendido entre 1980 y 1990, los delitos con agravantes se
incrementaron un 64%. Véase, a este respecto, Ruby Takanashi, “The Opportunities of
Adolescence”, en American Psvchologist (febrero de 1993>.
4. El indice de suicidios entre los jóvenes de edad comprendida entre los quince y los
veinticuatro años fue, en 1950, de un 4,5 por 100.000 pero esta misma causa alcanzó, en
1989, el 13,3 un indice tres veces superior. En lo que respecta a los niños entre los 10 y los
14 años, la proporción de sucicidios casi se triplicó en el período comprendido entre 1968 y
1975. Las cifras sobre suicidios, victimas de homicidio y jóvenes embarazadas se han
tomado de Healrh. 1991, US. Department of Health and Human Services, and Children’s
Safety Network.
A Data Book of Child andAdolescent Jn¡urv (Washington, DC: National Center fon
Education in Maternal Child Health, 1991).
5. En las últimas tres décadas, el indice de gonorrea se ha multiplicado por cuatro en
los niños de entre 10 y 14 años de edad, y esa misma cifra se ha triplicado entre los
adolescentes entre 15 y 19 años. En 1990, el 20% de los pacientes afectados de sida tenían
alrededor de veinte años, lo cual significa que muchos de ellos se habían infectado a eso de
los diez años. Por otra parte, también ha aumentado la tendencia a tener relaciones sexuales
a edades cada vez más precoces y una investigación llevada a cabo en 1990 demostró que
más de un tercio de las adolescentes entrevistadas confesó que se decidieron a tener su
primera relación sexual a causa a la presión de sus compañeros, algo que, una generación
anterior, sólo afirmaba el 13% de las adolescentes. Véase, a este respecto, Ruby Takanashi,
“The Opportunities of Adolescence”, y Children’s Safety Network, en A Data Book of
Child and Adolescence Injury.
6. El uso de la cocaína y la heroína se ha triplicado entre los blancos desde una tasa
del 18 por 100.000 en 1970 hasta el 68 por 100.000 en 1990. Más alarmante todavía ha
sido el aumento de esta proporción entre los negros en este mismo periodo, que se ha
incrementado desde el 53 por 100.000 en 1970 hasta el 766 por 100.000 de 1990, un
aumento 13 veces superior. Los datos referentes al abuso de las drogas se han extraído de
Crime in the U.S., 1991, US. Department of Justice.
7. Según encuestas realizadas en los Estados Unidos, Nueva Zelanda, Canadá y
Puerto Rico, uno de cada cinco niños tiene problemas psicológicos que, de un modo u otro,
alteran el equilibrio de sus vidas.
El problema más común entre los menores de trece años de edad es la ansiedad, que
aflige al 10% con fobias lo suficientemente graves como para interferir el curso de su vida
normal, otro 5% padece ansiedad generalizada y precupación constante, y un 4% manifiesta
una intensa ansiedad provocada por el hecho de vivir separados de sus padres. Por otra
parte, la embriaguez aumenta durante los años de la pubertad hasta alcanzar un porcentaje
del 20% a la edad de veinte años. La mayor parte de los datos sobre los trastornos
emocionales que aquejan a los niños se publicaron en The New York Times del 10 de enero
de 1989.
8. Con respecto al estudio nacional sobre los problemas emocionales de los niños y la
comparación con otros paises, véase Thomas Achenbach y Catherine Howell, “Are
America’s Children’s Problems Getting Worse? A 13-Year Comparison”, en Journal of the
American Academy of Child and Adolescent Psvchiatry (noviembre de 1989).
9. La comparación de los datos procedentes de diferentes países ha sido realizada por
Une Bronfenbrenner, en Michael Lamb y Kathleen Sternberg, Child Care in Context: Cross-
Cultural Perspecti ves (Englewood, Nueva Jersey: Lawrence Erlbaum, 1992).
10. Une Bronfenbrenner estuvo hablando en un simposio celebrado en la Universidad
de Cornelí el 24 de septiembre de 1993.
11. En lo que respecta a los estudios proplongados de los niños agresivos y violentos
véase, por ejemplo, Alexander Thomas et al., longitudinal Study of Negative Emotional
States and Adjustments from Early Childhood Through Adolescence”, en Child
Development, vol. 59 (septiembre de 1988).
12. El experimento de los niños pendencieros: John Lochman, “Social Cognitive
Processes of Severely Violent, Moderately Agressive, and Nonagressive Boys”. Journal of
Clinical and Consulting Psychology, 1991.
13. La investigación sobre los muchachos agresivos: Kenneth A. Dodge, “Emotion
and Social Information Processing”, en J. Garber y K. Dodge, The Development of
Emorion Regulation and Dvsregulation (Nueva York: Cambridge University Press, 1991).
14. El rápido rechazo de los niños pendencieros: J. D. Coie y J. B. Kupersmidt, “A
Behavioral Analysis of Emerging Social Status in Boys’ Grups”, en Child Development,
54(1983).
15. Más de la mitad de los niños indisciplinados: Dan Offord et al.,”Outcome,
Prognosis, and Risk in a Longitudinal Follow-up Study”, Journal of the American Acadetny
of Child and Adolescent Psychiatry, 31(1992).
16. Delincuencia y agresividad infantil: Richard Tremblay et al.. Tredicting Early
Onset of Male Antisocial Behavior from Preschool Behavior”, en Archives of Getieral
Psychiatrv, (septiembre de 1994).
17. Los sucesos que jalonan la vida familar de un niño durante el periodo preescolar
resultan decisivos para determinar su predisposición a la agresividad. Por ejemplo, cierta
investigación demostró que los niños cuyo nacimiento había tenido complicaciones y que
habían sufrido el rechazo de sus madres cuando tenían alrededor de un año de edad,
revelaban una mayor propensión a cometer delitos violentos a la edad de dieciocho años.
Adriane Raines et al., ‘Birth Complications Combined with Early Maternal Rejection at Age
One Predispose to Violent Crime at Age 18 Years”, en Archives of General Psychiatry
(diciembre de 1994).
18. Aunque una baja puntuación en las pruebas de aptitud verbal del CI parece ser un
predictor eficaz de la delincuencia (un estudio mostró, en este sentido, una diferencia
promedio de ocho puntos entre los delincuentes y los no delincuentes), existen también
pruebas de que la impulsividad es la causa directa más determinante, tanto de la
delincuencia como de la baja puntuación del CI. Hay que decir que los niños impulsivos
tienden a no prestar la atención necesaria para el aprendizaje del lenguaje y de las
capacidades de razonamiento sobre los que se basa el CI y, por consiguiente, es su elevada
impulsividad lo que propicia estas bajas puntuaciones. En el Pittsburgh Youth Study, un
proyecto prolongado muy bien diseñado, se midió el CI y el nivel de impulsividad en niños
de edad comprendida entre los diez y los doce años, comprobándose que la impulsividad era
tres veces superior al CI como predictor de una futura tendencia a la delincuencia. Véase, a
propósito de este debate, Jack Block, “On the Relation Between IQ, Impulsivity, and
Delinquency”, en Journal of Abnormal Psychology, 104 (1995).
19. Adolescentes embarazadas: Marion Underwood y Melinda Albert, “Fourth-Grade
Peer Status as a Predictor of Adolescent Pregnancy”, ponencia presentada en la reunión de
la Society for Research of Child Development, Kansas City, Missouri (abril de 1989).
20. La trayectoria que conduce a la delincuencia: Gerald R. Patterson, “Orderly
Change in a Stable World: The Antisocial Trait as Chimera ‘,en Journal of Clinical and
Consulting Psvcholo gv, 62 (1993).
21. El escenario mental de la agresividad: Ronald Slaby y Nancy Guerra, “Cognitive
Mediators of Aggression in Adolescents Offenders en Developmental Psychology, 24
(1988).
22. El caso de Dana: véase Laura Mufson el al., Inrerpersonal Psychotherapyfor
Depressed Adolescenís (Nueva York: Guilford Press, 1993).
23. El aumento de la tasa mundial de depresión: Cross-National Colaborative Group,
“The Changing Rate of Major Depresion: CrossNational Comparisons”, en Journal of the
American Medical Associa tion (2 de diciembre de 1992).
24. Una probabilidad diez veces superior de sufrir depresión: Peter Lewinsohn el al.,
“Age-Cohort Changes in the Lifetime Occurrence of Depression and the Other Mental
Disorders”, en Journal of Abnormal Psychology, 102 (1993).
25. Epidemiología de la depresión: Patricia Cohen et al., New York Psychiatric
Institute, 1988; Peter Lewinsohn el al., “Adolescent Psychopathology: 1. Prevalence and
Incidence of Depression in High School Students”, en Journal of Abnormal Psvchology,
102 (1993); véase también Mufson el al., Interpersonal Psychotherapv.
Para una revisión de las estimaciones más bajas, véase E. Costello, “Developments in
Child Psychiatric Epidemiology”, en Journal of íhe Academy of Child and Adolescení
Psychiatry, 28 (1989).
26. Pautas de la depresión infantil: Maria Kovacs y Leo Bastiaens, “The
Psychotherapeutic Management of Major Depressive and Dysthymie Disorders in
Childhood and Adolescence: Issues and Prospects”, en 1. M. Goodyer, ed., Mood
Disorders in Childhood and Adolescence (Nueva York: Cambridge University Press, 1994).
27. La depresión infantil: Kovacs, op. cil.
28. La entrevista con Maria Kovacs se publicó en The New York limes el 11 de enero
dc 1994.
29~El retraso social y emocional de los niños deprimidos: Maria Kovacs y David
Goldston, “Cognitive and Social Development of Depressed Children and Adolescents”, en
Journal of the Amencali Academv o Child and Adolescent Psvchiaírv (mayo de 1991).
30. La impotencia y la depresión: John Weiss el al., “Control-related Beliefs and Self-
reported Depressive Symptoms in Late Childhood” en Journal of Abnormal Psvcholo gv,
102 (1993).
31. El pesimismo y la depresión infantil: Judy Garber. Vanderbilt University. Véase,
por ejemplo, Ruth Hilsman y Judy Garber, “A Test of the Diathesis Model of Depression in
Children: Academic Stressors, Attributional Style, Perceived Competence and Control”, en
journal of Personaliíy and Social Psvchologv, 67 (1994); Judith Garber, “Cognitions,
Depressive Symptoms, and Development in Adolescents”, en Journal of Abnorníal
Psychology, 102 (1993).
32. Garber, “Cognitions”.
51. La principal causa de mortalidad: Alan Marlatt, informe del congreso anual de la
American Psychological Association (agosto de 1994).
52. Los datos sobre la adicción a la cocaína y al alcohol proceden de Meyer Glantz,
director en funciones del Etiology Research Section del National Institute for Drug and
Alcohol Abuse.
53. Angustia y toxicomanía: Jeanne Tschann, “Initiation of Substance Abuse in Early
Adolescence”, en Healíh Psychology, 4(1994).
54. Mi entrevista con Ralph Tarter se publicó en The New York Times del 26 de abril
de 1990.
55. Niveles de estrés en los hijos de padres alcohólicos. Howard Moss cl al..”Plasma
GABA-like Activity in Response to Ethanol Challenge in Men at High Risk for
Alcoholism”, en Biological Psyquiatry 27 (6) (marzo de 1990).
56. Deficiencias del lóbulo frontal en los hijos de padres alcohólicos: Philip Harden y
Robert Pihí. “Cognitive Function, Cardiovascular Reactivity, and Behavior in Boys at High
Risk for Alcoholism”, en Jour,íal of Abnorníal Psychology 104(1995).
57. Kathleen Merikangas ci al Familial Transmission of Depression and Alcoholism”,
en Archives of General Psychiatry (abril de 1985).
58. La inquietud y el alcohólico compulsivo: Moss el al.
59. La cocaína y la depresión: Edward Khantzian, ‘Psychiatric and Psyhodynamic
Factors in Cocaine Addiction” en Arnold Washton y Mark GoId, eds., Cocaine: A Cli,íician
s Handbook (Nueva York: Guilford Press, 1987).
60. El enojo y la adicción a la heroína: estos datos, basados en más de doscientos
pacientes tratados por su adicción a la heroína, me los refirió Edward Khantzian, de la
Facultad de Medicina de Harvard en una conversación privada.
61. No más cruzadas: la frase me fue sugerida por Tun Shriver del Collaborative for
the Advancement of Social and Emotional Learning at the Yale Child Studies Center.
62. El impacto emocional de la pobreza: “Economic Deprivation and Early Childhood
Development” y “Poverty Experiences of Young Children and the Quality ofThcir Home
Environments”, dos artículos aparecidos en Child Developmení (abril de 1994), publicados,
respectivamente, por Greg Duncan y Patricia Garrett.
63. Rasgos emocionales característicos de los niños más resistentes: Norman
Garmezy. The itivulnerable Child (Nueva York: Guilford Press. 1987). Escribí acerca de los
niños que se esfuerzan a pesar de las dificultades en The New York Times del 13 de octubre
de 1987).
64. Prevalencia de los desórdenes mentales: Ronald C. Kessler el al., “Lifetime and
12-month Prevalence of DSM-III-R Psychiatric Disorders in the US.”, en Archives of
General Psychiaírv (enero de 1994).
65. Las cifras relativas a los Estados Unidos sobre las niñas y los niños que han
denunciado abusos sexuales proceden de Malcolm Brown, miembro del Violence and
Traumatie Stress Branch of the National Institute for Mental Health; el número de casos
comprobados se ha extraído del National Committee for the Prevention of Child Abuse
484485 1 and Neglect. Una encuesta a nivel nacional ha mostrado que el porcentaje anual
de abusos infantiles es del 3,2% en el caso de las niñas y deI 0,6% en el de los niños. Veáse
David Finkelhor y Jennifer Dziuba-Leatherman, “Children as Victims of Violence: A
National Survey”, en Pedía trics (octubre de 1984).
66. La encuesta nacional sobre los programas de prevención de los abusos sexuales a
menores la realizó David Finkelhor, sociólogo de la Universidad de New Hampshire.
67. Las cifras relativas al número de abusos infantiles me las proporcionó Malcolm
1. Mi entrevista a Karen Stone McCown se publicó en The New York Times dcl 7 de
noviembre de 1993.
2. Karen F. Stone y Harold Q. Dillehunt, SeljScience: The Subject Is Me (Santa
Monica: Goodyear Publishing Co., 1978).
3. Comité para la Infancia: “Guide to Feelings”, Second Step 4-5 (1992), pág. 84.
4. Child Development Project: véase, por ejemplo, Daniel Solomon et al., “Enhancing
Children’s Prosocial Behavior in the Classroom”, en American Educational Research
Journal (invierno de 1988).
5. Los beneficios de Head Start: informe realizado por la High/Scope Educational
Research Foundation. Ypsilanti, Michigan (abril de 1993).
6. El ritmo del desarrollo emocional: Carolyn Saarni, “Emotional Competence: How
Emotions and Relationships Become Integrated”, en R. A. Thompson, ed., Socioemotional
Development/Nebraska Symposium on Motivation 36 (1990).
7. La transición de la escuela primaria a la enseñanza media: David Hamburg, Today’s
Children: Creating a Futurefor a Generation in Crisis (Nueva York: Times Books, 1992).
8. Hamburg, Today’s Children, págs. 171-172.
9. Hamburg. Todav~s Children, págs. 182.
10. Mi entrevista con Linda Lantieri apareció en The New York Tinies del 3 de marzo
de 1992.
11. Los programas de alfabetización emocional como principal medida de prevención:
Hawkins et al.. Communities That Care.
12. La escuela como una comunidad respetuosa: Hawking et al., Coinnunities That
Care.
13. La historia de la muchacha que no estaba embarazada: Roger P. Weisberg et al.,
“Promoting Positive Social Development and Health Practice in Young Urban Adolescents”
en M. J. Elias, cd.. Social Decision-makin~ in the Middle Scliool (Gaithersburg. MD: Aspen
Publishers, 1992).
14. La forja del carácter y la conducta moral: Amitai Etzioni, The Spirit of
Co,nniunitv (Nueva York: Crown, 1993).
15. Lecciones morales: Steven C. Rockefeller. John Dewev: Religious Faith and
Democratic Humanism (Nueva York: Columbia University Press, 1991).
16. Hacer el bien a los demás: Thomas Lickona, Educatingfor Character (Nueva
York: Bantam, 1991).
17. Las artes de la democracia: Francis Moore Lappe y Paul Martin DuBois, The
Quickcning of America (San Francisco: Jossey-Bass, 1994).
18. El cultivo del carácter: véase Amitai Etzioni etal.. Character Rialding fr>r a
Democratic, Civil Society (Washington, DC: The Communication Network, 1994).
19. El aumento de un 3% de los asesinatos: “Murder Across Nation Rise by 3
Percent, but Overalí Violent Crime is Down”, en The New York Times del 2 de mayo de
1994.
20. Con respecto al aumento de los delitos juveniles véase “Serious Crimes by
Juveniles Soar”,Associated Press (25 dejulio de 1994).
RECONOCIMIENTOS
Libros Tauro
http://www.LibrosTauro.com.ar