Capitulo 10 El Juicio Moral Sobre La Ciencia y La Tecnica Agazzi
Capitulo 10 El Juicio Moral Sobre La Ciencia y La Tecnica Agazzi
Capitulo 10 El Juicio Moral Sobre La Ciencia y La Tecnica Agazzi
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CAPÍTULO 10
Las consideraciones desarrolladas en los capítulos precedentes nos han proporcionado una
serie de elementos analíticos útiles para encuadrar correctamente el problema del juicio moral
sobre ciencia y técnica. En primer término, podemos ver actualmente con nitidez cómo el juicio
moral, siendo un juicio práctico en el sentido técnico clarificado antes, haga referencia
solamente a las acciones y por tanto, no pueda remitirse a los contenidos del saber científico y
tecnológico.
De hecho, se puede preguntar si reconocer que la ciencia en cuanto saber no entra en la esfera
práctica (sino en la teorética) signifique simplemente que ésta no exprese juicios prácticos (en
particular, juicios de valor), o si significa también que no puede estar sometida (siempre en
cuanto saber) a juicios prácticos o de valor. La cuestión no es baladí, pues, de hecho,
recordemos que incluso la ciencia en cuanto saber expresa la realización del proceso de
consecución de un valor: el del conocimiento verdadero (u objetivo y riguroso, como se quiera
decir), que también podemos denominar el valor de la teoreticidad.
Por tanto, se puede afirmar (idealizando un poco el cuadro) que la ciencia como saber consta de
un vasto sistema de proposiciones, las cuales son «juicios» en el sentido técnico de la lógica,
vale decir, enunciados en los cuales se afirma o se niega algo a propósito de ciertos objetos.
Desde el momento en que tales proposiciones o juicios se limitan a afirmar cómo están las cosas
(o sea, tienen el carácter de descripciones y explicaciones) constituyen puros juicios teoréticos y
no poseen el carácter de juicios de valor.
Con todo, es innegable que tales proposiciones no son establecidas o aceptadas por capricho,
pues la práctica de la investigación científica consiste en la aplicación de un complejo sistema de
procedimientos y metodologías de control, de inferencia, y de selección critica, sobre cuya base
se pretende expresar un juicio de validez a propósito de las afirmaciones científicas (protocolos,
hipótesis, y teorías).
Ahora bien, ni siquiera los juicios que se expresan en la ciencia sobre la base de los criterios
normativos de la metodología entran en sentido estricto en la esfera del deber-ser. Una vez
aclarado así el marco de encuadramiento de la cuestión, podemos ahora preguntar si la ciencia
puede ser sometida (siempre en cuanto saber) a juicios de valor. Y el asunto no resulta
admisible.
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En otros términos, someterse a juicios de valor diferentes del de validez teorética comportaria
la renuncia a la fiabilidad cognoscitiva de la ciencia.
Hasta aquí se ha visto que ciencia y técnica, respectivamente en cuanto «sistema de saber» y
«sistema de procedimientos eficaces», se sustraen al juicio de valor, y, en particular, al juicio
moral; pero la cosa no debe asombramos porque, consideradas exclusivamente bajo dichos
puntos de vista, no son formas de actividad humanas (y en cuanto tales sometibles a juicio
moral), sino tan sólo resultados de tales actividades.
Precisamente para evitar este inconveniente ya hemos tenido ocasión de afirmar que la ciencia
(y análogamente la técnica) es una actividad en el sentido de «hacer ciencia», si bien entonces
la actividad, hablando propiamente, es la de aquel o aquellos que hacen ciencia, o sea, la de los
científicos (y análogamente la de los técnicos). Por consiguiente, el juicio moral puede (y debe)
referirse a tal tipo de actividad, que es justamente actividad de seres humanos. Sin embargo,
por este camino parecería desvanecerse toda posibilidad de expresar juicios morales incluso
acerca del «hacer ciencia» en cuanto tal.
De hecho, si la ciencia no es una entidad que opera, que hace algo, sino solamente un sistema
de saber, por un lado, y, por otro, la calificación abstracta de un posible tipo de actividad
humana, nunca se la podría juzgar moralmente (pues no es alguien que obra), sino únicamente
se podría juzgar el comportamiento concreto de los científicos individuales, o sea, de aquellos
que de hecho obran; pero entonces no sería ya en cuanto científicos sino más bien en cuanto
hombres que ellos pudiesen quedar sometidos a juicio moral: estarán obligados a respetar la ley
moral también en el «hacer ciencia», pero el asunto se reduciría a un problema de conciencia
individual.
Semana 3 – Agazzi Evandro – Cap.10 3
De hecho, se puede observar rápidamente que es algo muy común expresar un juicio moral no
sólo sobre acciones individuales sino también sobre «tipos de acción» o de actividades humanas
consideradas en abstracto. Por ejemplo, el homicidio y el hurto son acciones que se definen en
abstracto y se califican como moralmente ilícitas en sí mismas, y la actividad consistente en
practicarlas «profesionalmente» (o sea, la actividad del homicida o del ladrón) son
consecuentemente condenadas moralmente.
No subsiste por tanto dificultad alguna de principio en considerar la actividad del «hacer
ciencia» como un tipo de actividad definida abstractamente, y demandarse si es o no es de por
sí lícita. Y lo mismo vale para la técnica. En este punto un veredicto de plena e incondicionada
licitud moral parece automático, pues ¿quién podría sostener de hecho que el hacer ciencia (o
sea, la investigación de conocimientos objetivos y rigurosos) y el perseguir la puesta a punto de
procedimientos eficaces y fiables (o sea, el dedicarse a una actividad técnica), fueran por sí
mismos moralmente objetables? ¿No se trataría quizás, como se ha recordado un poco más
arriba, de actividades humanas cuyo fin propio consiste en perseguir auténticos valores? Como
máximo se podrá demandar, caso por caso, si el científico individual o el técnico, al desarrollar
sus actividades que son de por si buenas y lícitas, persiguen otros fines, o utilizan esas
actividades en el contexto de otras acciones que sean moralmente condenables.
No es difícil reconocer que, de modo implícito tal vez, este es el tipo de razonamiento de
aquellos que sostienen la no imputabilidad moral de la ciencia y la técnica incluso concebidas
como actividades humanas.
La cuestión no puede considerarse resuelta en este estadio, y para convences de, ello basta
observar que la no imputabilidad moral de ciencia y técnica ha sido pronunciada, en las
afirmaciones precedentes, considerando simplemente sus fines intrínsecos y caracterizadores;
pero ¿basta este tipo de consideración? El ejemplo del hurto que se ha citado arriba debería
persuadimos de que la consideración de los fines no basta por sí sola para caracterizar
moralmente una acción.
De hecho, a diferencia del homicidio, cuyo fin directo es la supresión de una vida humana y
aparece de por si condenable, el fin del hurto puede ser definido como la adquisición de la
posesión de un bien, y como tal no es moralmente condenable.
En segundo lugar, muestran que el juicio moral puede ejercitarse no sólo sobre acciones
aisladas del individuo singular sino que se refiere también a tipos de acción, que ciertamente
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pueden configurarse según la tipología de las profesiones (como las de homicida, ladrón, o
falsificador). Los ejemplos mencionados han sido escogidos voluntariamente de modo que
muestren que un cierto tipo de acción puede ser moralmente condenado también en
consideración a uno sólo de los factores tenidos en cuenta (fines, medios, circunstancias o
condiciones, y consecuencias).
Los ejemplos citados, precisamente en cuanto muy elementales, son todavía insuficientes para
captar un aspecto inherente de modo decisivo a la ciencia y a la técnica cuando son
consideradas como actividades humanas: se trata del aspecto por el cual éstas son típicamente
actividades colectivas. No por nada hemos dedicado a la cuestión de las relaciones entre ciencia
y sociedad un capítulo completo, en el cual hemos visto en qué sentido y en qué medida la
ciencia (y con mayor razón, la técnica) puede ser considerada como un producto social. A
primera vista, el reconocimiento de este hecho exoneraría a la ciencia de cualquier
responsabilidad moral, pues, si es un producto social, los méritos y culpas de cuanto ella hace
recaerían sobre la sociedad.
Por el contrario, uno de los mayores problemas actuales es justamente el de individuar las
líneas de una coparticipación entre responsabilidad individual y responsabilidad colectiva, y de
una definición suficientemente clara de estos dos conceptos'. Sobre este terreno la reflexión
ética parece tener que recorrer todavía mucho camino. Mucho más difícil, y sin embargo de
naturaleza análoga, es la cuestión de la coparticipación en empresas colectivas -Como
justamente la ciencia y la técnica- cuyos fines no son de por sí moralmente ilícitos, sino que su
práctica puede presentar problemas morales en diversas circunstancias.
En primer lugar, que la simple y «buena» ejecución de la propia tarea especializada no agota el
ámbito completo de las responsabilidades morales del científico individual respecto a su misma
actividad en cuanto científico (o sea, también, y obviamente, prescindiendo de sus deberes de
padre, cónyuge, ciudadano, etc.), ya que él debe sentirse igualmente partícipe de la
responsabilidad moral de la empresa científica en su conjunto, a niveles de participación que
sean proporcionales a sus niveles de compromiso.
En segundo lugar, que tiene sentido perfectamente considerar la ciencia como actividad
humana colectiva y tratar de individualizar respecto de ella las grandes líneas de un juicio moral,
sin tener tampoco que establecer sobre quiénes recaigan las responsabilidades de las elecciones
morales a adoptar. Esto constituye un problema ulterior del que nos ocuparemos en un
segundo momento (se verá entonces que tales responsabilidades no recaen solamente sobre la
así llamada «comunidad científica»).
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Con todo, una cierta dificultad se puede encontrar a propósito del primer problema, o sea, el de
la consideración de los fines. De hecho hemos afirmado antes que la ciencia persigue el objetivo
de conseguir un conocimiento objetivo y riguroso y que la técnica persigue la puesta a punto de
procedimientos eficaces, pero, este modo de expresarse, ¿no resulta quizás demasiado
expeditivo? O al menos, ¿se puede determinar seriamente el fin de la ciencia? o ¿«el fin de la
técnica»?
Realmente, parece evidente que la Ciencia de por sí, en cuanto entidad abstracta, no tiene un
fin, mientras que sí lo tienen los hombres que «hacen ciencia»~ y que solo ellos quienes actúan
y, por tanto, se comportan persiguiendo fines.
Pero entonces se está obligado a considerar una gama muy amplia de tales fines, entre los
cuales entra también (quizás en notable medida) el de adquirir conocimientos objetivos y
rigurosos, aunque no hay solo esto, por lo que no se ve cómo se podría hablar de un fin de la
ciencia. La objeción no es muy sólida por cuanto confunde el fin con el propósito, es decir, con
el fin querido intencionalmente por un agente.
Ahora bien, mientras el propósito es subjetivo: el fin es objetivo, es algo intrínseco a un gran
número de actividades humanas, que sólo gracias a él pueden ser definidas caracterizadas así
que se puede afirmar que una persona practica tales actividades en la medida en que se
propone también subjetivamente perseguir su fin respectivo.
Parece lícito afirmar que precisamente el haber confundido el fin con el propósito ha
determinado esa especie de ostracismo respecto del concepto de fin que se encuentra en la
ciencia, y, en general, en la concepción moderna de la «racionalidad »: los fines son
considerados de hecho subjetivos, y por tanto algo que debe ser suprimido de toda
consideración objetiva del mundo, y, como norma general, de toda realidad que se quiera
indagar racionalmente',
De hecho, es imposible caracterizar la mayor parte de las actividades humanas sin referirse
explícitamente a los fines especificas que las contra distinguen objetivamente, asumiendo
justamente estos fines como condiciones definitorias, y, como tales, dotadas de un papel
analítico, es decir, sin la pretensión de que estos «tipos ideales» se hallen realizados siempre y
de todas formas en la realidad en estado puro. Podremos decir consiguientemente que los
sujetos humanos practican una de tales actividades cuando se propongan como camino
inmediato la consecución de su fin definitorio, incluso aunque no sea como objetivo único y ni
siquiera principal de su acción considerada en su conjunto.
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Queremos subrayar que las consideraciones arriba desarrolladas acerca de la diferencia entre
fines y propósitos no han sido presentadas con el objetivo de separar los dos planos, excluyendo
uno e incluyendo otro en la esfera del juicio moral. Al contrario, hemos querido distinguir los
dos aspectos precisamente para subrayar que es lícito hablar de fines también fuera de la
consideración de los propósitos, o, si se prefiere, se ha deseado distinguir el aspecto objetivo y
el aspecto subjetivo del fin de una acción, de manera que resultara claro que cuando se habla
de la relevancia de los fines desde el punto de vista del juicio moral ambos aspectos son
tomados en consideración,
En el sentido aclarado más arriba, podremos entonces calificar como ciencia pura aquella
actividad cuyo fin intrínseco y definitorio es la adquisición de un saber, y cuyos cultivadores
(ideales), por tanto, se propongan como objetivo inmediato describir, comprender y explicar los
hechos concernientes a un determinado ámbito de objetos. Por el contrario, denominaremos
ciencia aplicada aquella actividad cuyo fin es el de proporcionar conocimientos eficaces
encaminados a encontrar soluciones a cualquier problema concreto y, al menos desde el punto
de vista que nos interesa, podremos considerar la técnica como una acepción particular del
concepto de ciencia aplicada (o, queriendo ser más precisos, como la realización efectiva y
concreta de productos o procedimientos que traducen en la práctica conocimientos ofrecidos
por la ciencia de aplicaciones).
Es claro ahora más que nunca cómo ciencia y técnica pueden ser reconocidas con toda
legitimidad como actividades humanas, caracterizadas de una parte por sus fines intrínsecos y
definitorios, y de otro lado bien configurables incluso concretamente, en cuanto que para
muchísimos hombres su actividad profesional normal consiste en hacer ciencia o en hacer
técnica. Serán los rasgos más generales de actividades similares (o sea" aquellos que resultan
independientes de los fines personales particulares, esto es, de los propósitos particulares, que
cada individuo Introduce en su ejercicio) los que nos permitirán discutir el problema del juicio
moral sobre ciencia y técnica, con todos los limites y cautelas que se deben adoptar cuando se
consideran como en este caso, actividades colectivas.
Menos inmediato resulta el acuerdo cuando se pasa a deducir alguna consecuencia lógica, y, en
particular, esta: no existen verdades moralmente prohibidas, es decir, verdades que no sea
moralmente lícito indagar. Una tal licitud incondicionada de investigación de la verdad no ha
sido siempre admitida en la historia de la civilización, y una razón importante por la cual el
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desarrollo de la ciencia moderna puede ser considerado en justicia como un signo de progreso
se ha presentado como una reivindicación de la investigación incondicionada de la verdad.
Este hecho indica que el perseguir un valor arrastra consigo espontáneamente actitudes
morales positivas. De todas formas, no se trata de una ligazón necesaria, pues el valor científico
de un resultado viene medido sobre la base de aquellos criterios que ya hemos llamado criterios
de validez, y no ya sobre la base de la rectitud de las intenciones y de las actitudes del
investigador. Ésta es la razón por la cual no se puede dar significado moral a la obediencia a las
reglas del método, así como no puede otorgarse relevancia metodológica a los hábitos morales
recordados más arriba.
En sustancia, tal modo consiste en entender la actividad técnica como obligada únicamente
respecto de los requisitos de eficacia, y de atribuirle una suerte de responsabilidad moral como
máximo bajo el perfil de la fiabilidad (que es un poco el equivalente del requisito de validez
intersubjetiva de la ciencia pura, cargado de un vago sentido de obligación a no traicionar la
confianza que los usuarios de la técnica ponen en ella).
Por el contrario, no se considera habitualmente que quien opera en el ámbito de la técnica deba
preocuparse de los fines (es decir, de los objetivos concretos) a los que ésta viene dirigida,
desde el momento en que éstos son generalmente escogidos «por otros»,
Siendo estos otros en todo caso los que se han de plantear los problemas morales relacionados.
Por consiguiente, el técnico seria un simple «ejecutor» de opciones que no ha realizado él
mismo y respecto de, las cuales no lleva consigo responsabilidad alguna. Así, un tipógrafo que se
prestara a imprimir billetes falsos por cuenta de otros (esto es, sin proponerse él mismo el fin de
despacharlos) es considerado en justicia como moralmente -y también legalmente- condenable,
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porque el fin al que está encaminada su actividad «técnica» en este caso particular no es tanto
el de «imprimir» en sí y por si, sino el de «imprimir billetes falsos», y este fin es ilícito. Por tanto,
es claro que de por si la actividad técnica no resulta moralmente indiferente respecto de los
fines intrínsecos a los que está encaminada.
En tercer lugar, las actividades técnicas más importantes y complejas están públicamente
admitidas (de hecho, se trata de procesos que se llevan a cabo en la práctica a nivel industrial, y
que consiguientemente están sometidos a las leyes y regulaciones correspondientes), y esto
parece constituir garantía suficiente sobre la licitud moral de los fines que aquéllas se proponen.
Ahora bien, estas razones no eliminan el problema de la asunción de responsabilidad moral de
la actividad técnica, sino que se limitan a mostrar su complejidad.
En otros términos, indican cómo este problema no se puede afrontar y resolver sobre la simple
base de una ética individual. Pero un principio largamente admitido en la ética tradicional es
aquel según el cual la responsabilidad moral (a diferencia de la jurídica) puede ser únicamente
individual y no colectiva; se trata de un principio correcto por muchos aspectos, si bien debe ser
integrado con otros instrumentos en grado de conectar esta responsabilidad individual con la
posibilidad de juzgar y gobernar moralmente las actividades colectivas, porque éstas de hecho
existen y poseen un enorme impacto y relevancia.
Éste evalúa la eficacia o la adecuación de los medios (respecto a un fin), mientras el juicio
práctico valora la licitud de ellos (en si mismos).
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Con todo, un modo semejante de pensar se sitúa fuera de la actitud moral, y, en un cierto
sentido, contra ella, puesto que ésta, como ya hemos señalado, no puede aceptar que el fin
(moralmente bien entendido) justifique los medios. Es más, un principio moral habitualmente
considerado como fundamental es que el fin no justifica los medios.
Que después entre estas acciones hay algunas que, a nivel individual y colectivo, suscitan
problemas y rechazos morales muy serios es cuánto han evidenciado de modo indiscutible los
debates más recientes sobre la contaminación ambiental, el desarrollo y aplicaciones de la
energía nuclear. Viceversa, la acción de la ciencia pura, en cuanto consiste solamente en
investigar la verdad, en reflexión, observar, razonar o criticar, parecería no sufrir de posibles
objeciones morales desde el punto de vista de los medios.
Pero las cosas no son así exactamente. Según hemos aclarado suficientemente en el curso de la
presentación de los caracteres intrínsecos de la objetividad científica, cada ciencia se contra-
distingue por el hecho de «recortar» su propio campo de objetos dentro de la realidad sobre la
base de su punto de vista especifico que debe ser traducido también en una base operacional
adecuada, indispensable entre otras cosas para garantizar así mismo los requisitos de
intersubjetividad en el ámbito de la disciplina en cuestión.
Pero, por supuesto, existen disciplinas cuyas técnicas consisten totalmente en el uso de
semejantes instrumentos de la razón: son las disciplinas teóricas, entre las cuales
evidentemente se hallan las matemáticas y las ramas teóricas de las mismas ciencias
experimentales, además de numerosas «ciencias humanas». Por cuanto se refiere a todas ellas,
parece sin lugar a dudas que el uso de tales medios de investigación no plantea problemas de
licitud moral. Distinto es el caso de las disciplinas empíricas. Éstas han de recurrir a
instrumentos «concretos» de indagación, y a este propósito se delinea una distinción entre las
disciplinas experimentales y las de observación estrictamente consideradas".
En el pasado esta toma de conciencia podía manifestarse con mucha dificultad, cuando el
objeto de manipulación era casta exclusivamente la Naturaleza, pero se ha impuesto con
prontitud cuando el método experimental ha sido aplicado al estudio del hombre, y hoy día se
originan problemas morales también~ por cuanto se refiere a la manipulación de la Naturaleza.
Viceversa, por lo que hace referencia al hombre, la cuestión de la licitud moral de manipularlo
con fines científicos ha surgido ya desde hace tiempo, es decir, por lo menos desde cuando la
medicina ha reivindicado plenamente su carácter de ciencia. En un primer momento, tal
carácter se contempló como una utilización de los resultados y de las técnicas desarrolladas en
las ciencias naturales dentro del cuadro de la diagnosis y de la terapéutica, mas allá -o,
ciertamente, para algunos, en sustitución- del «ojo clínico» y de la experiencia profesional del
médico. Análisis químicos de laboratorio, radiografías, y farmacología basada en investigaciones
bioquímicas, están en el origen de tal proceso de cientifización que ha adquirido hoy
dimensiones enormes.
Ahora bien, el principio moral intuitivamente aceptado según el cual el hombre no puede ser
tratado exclusivamente como medio ha hecho surgir rápidamente toda una serie de problemas
de los que la deontología médica, no ciertamente desde hoy, se ha preocupado de estudiar y
regular (evaluación de la importancia científica del resultado esperado, valoración de la relación
entre riesgos y beneficios esperados, el problema del consentimiento informado de quien se
somete al experimento, el tema de la composición aleatoria del grupo de personas que reciben
el tratamiento y el grupo de control que no lo recibe, y así sucesivamente). Se trata de un
capítulo de la ética médica aún no exento de aspectos tan sólo parcialmente aclarados y
resueltos. Hoy surgen en este mismo contexto problemas más vastos y todavía muy
controvertidos, entre los cuales baste aquí mencionar el de la licitud de la investigación
experimental con embriones humanos.
En conclusión, por tanto, el problema de un juicio moral concerniente a los medios hace
referencia también a la ciencia pura y no solamente a la ciencia aplicada",
Por lo que se refiere a la investigación aplicada, ya hemos dado como evidente que ésta,
llevando consigo un hacer, origina problemas de orden moral sobre la licitud de este mismo
hacer, o sea, de los medios que son puestos en acción para la consecución de los fines aplicados
propuestos. Los ejemplos que hemos mencionado (efectos sobre el medio ambiente,
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biotecnologías) pueden dar la impresión de que el juicio moral sobre estos medios depende no
tanto de su intrínseca licitud cuanto mejor de las consecuencias que su utilización puede
producir.
Por el contrarío, vale la pena observar que también la consideración directa y circunscrita de la
licitud de los medios entra en juego en este campo. Como único ejemplo mencionemos el de la
investigación en el campo de las técnicas de reproducción artificial humana. Se trata
evidentemente de un caso de ciencia aplicada, cuyo fin (asegurar la posibilidad de tener un hijo
incluso en el caso de una pareja aquejada de alguna forma de esterilidad) no parece de por si
ilícito.
Una acción que puede considerarse licita desde el punto de vista de los fines y de los medios
puede resultar moralmente dudosa o ilícita en determinadas circunstancias, o, como se dice
también, en consideración a las condiciones en las que se desarrolla.
El adulterio y el hurto son ejemplos de acciones cuya ilicitud moral viene pronunciada no ya
considerando la acción en si misma sino la condición o circunstancia de su ejercicio, que viola en
el primer caso el deber de la fidelidad conyugal y en el segundo choca con la circunstancia de
que la cosa que se apropia es ya legítima propiedad de otro.
Se pregunta si es moralmente lícito proceder a desarrollar este tipo de ciencia cuando los
gigantescos problemas del hambre, de la miseria, y del subdesarrollo económico de tantas
partes del mundo, tendrían necesidad de ser afrontados disponiéndose de ingentes medios de
los cuales desgraciadamente no se dispone", y no es éste ciertamente el único ejemplo
significativo".
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En segundo lugar, porque, si esta especie de castigo es percibida como una consecuencia justa
de las acciones que la han provocado, abre el camino directamente hacia una consideración
auténticamente moral de la cuestión, Se puede añadir después que dentro de un tipo particular
de ética, la ética utilitarista, la consideración de las consecuencias es uno de los elementos más
importantes en el esfuerzo de justificación racional de las normas morales; se puede
ciertamente disentir de algunos planteamientos de la ética utilitarista pero eso no nos autoriza
a rechazarla de forma banal.
En esto estaba la diferencia entre consecuencias y fines: los fines de una acción son aquello en
vista de lo cual dicha acción ha sido ejecutada o en función de lo cual alguien se dispone a
llevarla a cabo y, por tanto (en el caso de las acciones humanas), deben transformarse en
propósitos, o sea, en intenciones precisas. De ahí que, cuando se afirma que la moralidad de
una acción es evaluada en primer lugar sobre la base de sus fines, se dice sustancialmente
(aunque no exclusivamente, como se ha visto) que es valorada, sobre la base de las intenciones
del agente, suponiendo que este haya querido alcanzar efectivamente los fines hacia los cuales
aquella acción conduce intrínsecamente.
La razón de tal insuficiencia consiste en el hecho de que la buena intención no basta por sí sola
para justificar la acción desde el punto de vista moral, y esto puede expresarse diciendo que, del
mismo modo que «el fin no justifica los medios», asimismo «el fin no justifica las consecuencias
» .. ~so ha llegado a ser claro de esta forma porque la consideración de las consecuencias posee
verdaderamente relevancia moral.
A fin de resolver este problema, la moral tradicional había propuesto la adopción del así
llamado «principio del doble efecto»".
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Parece difícil negar que, en la solución dada al conjunto de, estos casos, el principio
verdaderamente operante es aquel según el cual el fin no justifica los medios (por lo que la
supresión directa del feto no se admite como medio que tiene como consecuencia el deseo de
la salvación de la madre), mientras se admite, aunque sin decirlo que «el fin justifica las
consecuencias», o sea, que el efecto no deseado (la muerte del feto) no invalida la legitimidad
de una acción de por sí licita (la terapia que salva a la madre) que, sin embargo, lo implica como
consecuencia previsible e inevitable. He aquí por qué la moral tradicional admitía en este caso el
«aborto terapéutico".
Para convencerse de ello basta plantearse la pregunta: si la terapia con la cual se desea curar a
la madre estuviera destinada sólo a curarla de una gripe, o de una enfermedad que no fuera
grave, ¿admitiríamos todavía la licitud de practicarla aún a riesgo de hacer morir al feto, sobre la
base de la consideración de que este «segundo efecto» no es querido sino que es tan sólo la
consecuencia de la terapia encaminada a conseguir intencionalmente el primer efecto bueno?
Evidentemente, no admitiríamos la licitud moral de una acción tal y ello porque en este caso
resultaría evidente que «el fin no justifica las consecuencias».
Esta observación es importante ya que nos indica que a la raíz de todo juicio moral está un juicio
de valor, el cual obviamente no se limita a discriminar entre lo que está bien y lo que está mal,
sino que procede a comparar los valores en juego, y sólo en presencia de valores de igual nivel
hace entrar en causa, como criterios de elección, otros principios (así, que el fin no justifica las
consecuencias).
Parece ser excepción a este modo de proceder el principio según el cual el fin no justifica los
medios, ya que es habitual decir que en ningún caso el fin bueno justifica el uso de medios que
no sean buenos; pero sobre este problema se volverá más adelante cuando retomemos y
desarrollemos en sus consecuencias el hecho surgido aquí de que un juicio comparativo de valor
sea presupuesto de todo juicio moral sobre las acciones humanas.
Así, habiendo aclarado suficientemente que las consecuencias de nuestras acciones poseen
relevancia moral y nos hacen responsables, se sigue de ello como deber tratar de prever tales
consecuencias, no solamente para poner en práctica todos los medios capaces de evitarlas (si es
posible) siempre que sean negativas, sino también en el sentido de que, si esas consecuencias
negativas aparecieran como inevitables, podría derivarse la obligación moral de renunciar a la
acción que se pretendía llevar a cabo.
Solamente deseamos añadir una observación: decir que uno es «responsable» de las
consecuencias de las propias acciones no significa que se sea siempre y en toda manera
«moralmente responsable » de ellas. De hecho, cuando la consecuencia negativa de una acción,
que aquí denominaremos el daño, además de totalmente involuntaria, fuera objetivamente
Semana 3 – Agazzi Evandro – Cap.10 14
Queremos concluir con una observación que preparará nuestros sucesivos análisis, Hemos
abierto nuestras consideraciones sobre el problema de las consecuencias haciendo observar
que son sobre todo éstas las que han suscitado, casi de improviso, la preocupación moral en
referencia a las realizaciones de la ciencia
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Nos limitamos a estas consideraciones aplazando al capítulo sobre «La dimensión ética» una
discusión más profunda de estos temas. Entonces se verá que, mejor que sobre bases
utilitaristas, una ética de la responsabilidad se puede fundar sobre los conceptos de respeto, de
dignidad humana y de preocupación por los otros, que figuran entre las categorías típicas de
una ética deontológica.