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Capitulo 10 El Juicio Moral Sobre La Ciencia y La Tecnica Agazzi

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Semana 3 – Agazzi Evandro – Cap.

10 1

AGAZZI, EVANDRO: EL BIEN, EL MAL Y LA CIENCIA. LAS DIMENSIONES ÉTICAS


DE LA EMPRESA CIENTÍFICO-TECNOLÓGICA

CAPÍTULO 10

EL JUICIO MORAL SOBRE LA CIENCIA Y LA TÉCNICA

EL LUGAR PROPIO DE ESTE JUICIO

Las consideraciones desarrolladas en los capítulos precedentes nos han proporcionado una
serie de elementos analíticos útiles para encuadrar correctamente el problema del juicio moral
sobre ciencia y técnica. En primer término, podemos ver actualmente con nitidez cómo el juicio
moral, siendo un juicio práctico en el sentido técnico clarificado antes, haga referencia
solamente a las acciones y por tanto, no pueda remitirse a los contenidos del saber científico y
tecnológico.

De hecho, se puede preguntar si reconocer que la ciencia en cuanto saber no entra en la esfera
práctica (sino en la teorética) signifique simplemente que ésta no exprese juicios prácticos (en
particular, juicios de valor), o si significa también que no puede estar sometida (siempre en
cuanto saber) a juicios prácticos o de valor. La cuestión no es baladí, pues, de hecho,
recordemos que incluso la ciencia en cuanto saber expresa la realización del proceso de
consecución de un valor: el del conocimiento verdadero (u objetivo y riguroso, como se quiera
decir), que también podemos denominar el valor de la teoreticidad.

Por tanto, se puede afirmar (idealizando un poco el cuadro) que la ciencia como saber consta de
un vasto sistema de proposiciones, las cuales son «juicios» en el sentido técnico de la lógica,
vale decir, enunciados en los cuales se afirma o se niega algo a propósito de ciertos objetos.
Desde el momento en que tales proposiciones o juicios se limitan a afirmar cómo están las cosas
(o sea, tienen el carácter de descripciones y explicaciones) constituyen puros juicios teoréticos y
no poseen el carácter de juicios de valor.

Con todo, es innegable que tales proposiciones no son establecidas o aceptadas por capricho,
pues la práctica de la investigación científica consiste en la aplicación de un complejo sistema de
procedimientos y metodologías de control, de inferencia, y de selección critica, sobre cuya base
se pretende expresar un juicio de validez a propósito de las afirmaciones científicas (protocolos,
hipótesis, y teorías).

Ahora bien, ni siquiera los juicios que se expresan en la ciencia sobre la base de los criterios
normativos de la metodología entran en sentido estricto en la esfera del deber-ser. Una vez
aclarado así el marco de encuadramiento de la cuestión, podemos ahora preguntar si la ciencia
puede ser sometida (siempre en cuanto saber) a juicios de valor. Y el asunto no resulta
admisible.
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De hecho, someter a un juicio de valor las proposiciones cientificas significa introducir un


criterio de deber-ser (distinto, repetimos, del criterio de objetividad) sobre cuya base aquéllas
deberían ser aceptadas o rechazadas, pero eso es imposible, pues limitándose éstas a expresar
«cómo están las cosas» no puede exigirse que digan «cómo deberían ser» respecto a un cierto
valor, cualquiera que sea (moral, estético, político, religioso, etc.); es decir, no se puede exigir
que la ciencia «tome posición» sobre los objetos que indaga, respecto al valor en cuestión.

En otros términos, someterse a juicios de valor diferentes del de validez teorética comportaria
la renuncia a la fiabilidad cognoscitiva de la ciencia.

Un discurso análogo se puede repetir respecto de la técnica. En vez de distinguirse en ella el


simple «saber» por una parte y la actividad del «hacer ciencia» por otra, habrá que distinguir de
un lado el «conocimiento eficaz» o «procedimiento eficaz», y de otro lado la actividad
consistente en investigarlos y ponerlos en práctica. Diremos entonces que la eficacia es también
un valor y que el juicio de eficacia es el típico juicio interno a la técnica en cuanto investigación
poiética o pragmática.

CIENCIA Y TÉCNICA COMO ACTIVIDADES HUMANAS

Hasta aquí se ha visto que ciencia y técnica, respectivamente en cuanto «sistema de saber» y
«sistema de procedimientos eficaces», se sustraen al juicio de valor, y, en particular, al juicio
moral; pero la cosa no debe asombramos porque, consideradas exclusivamente bajo dichos
puntos de vista, no son formas de actividad humanas (y en cuanto tales sometibles a juicio
moral), sino tan sólo resultados de tales actividades.

Precisamente para evitar este inconveniente ya hemos tenido ocasión de afirmar que la ciencia
(y análogamente la técnica) es una actividad en el sentido de «hacer ciencia», si bien entonces
la actividad, hablando propiamente, es la de aquel o aquellos que hacen ciencia, o sea, la de los
científicos (y análogamente la de los técnicos). Por consiguiente, el juicio moral puede (y debe)
referirse a tal tipo de actividad, que es justamente actividad de seres humanos. Sin embargo,
por este camino parecería desvanecerse toda posibilidad de expresar juicios morales incluso
acerca del «hacer ciencia» en cuanto tal.

De hecho, si la ciencia no es una entidad que opera, que hace algo, sino solamente un sistema
de saber, por un lado, y, por otro, la calificación abstracta de un posible tipo de actividad
humana, nunca se la podría juzgar moralmente (pues no es alguien que obra), sino únicamente
se podría juzgar el comportamiento concreto de los científicos individuales, o sea, de aquellos
que de hecho obran; pero entonces no sería ya en cuanto científicos sino más bien en cuanto
hombres que ellos pudiesen quedar sometidos a juicio moral: estarán obligados a respetar la ley
moral también en el «hacer ciencia», pero el asunto se reduciría a un problema de conciencia
individual.
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De hecho, se puede observar rápidamente que es algo muy común expresar un juicio moral no
sólo sobre acciones individuales sino también sobre «tipos de acción» o de actividades humanas
consideradas en abstracto. Por ejemplo, el homicidio y el hurto son acciones que se definen en
abstracto y se califican como moralmente ilícitas en sí mismas, y la actividad consistente en
practicarlas «profesionalmente» (o sea, la actividad del homicida o del ladrón) son
consecuentemente condenadas moralmente.

No subsiste por tanto dificultad alguna de principio en considerar la actividad del «hacer
ciencia» como un tipo de actividad definida abstractamente, y demandarse si es o no es de por
sí lícita. Y lo mismo vale para la técnica. En este punto un veredicto de plena e incondicionada
licitud moral parece automático, pues ¿quién podría sostener de hecho que el hacer ciencia (o
sea, la investigación de conocimientos objetivos y rigurosos) y el perseguir la puesta a punto de
procedimientos eficaces y fiables (o sea, el dedicarse a una actividad técnica), fueran por sí
mismos moralmente objetables? ¿No se trataría quizás, como se ha recordado un poco más
arriba, de actividades humanas cuyo fin propio consiste en perseguir auténticos valores? Como
máximo se podrá demandar, caso por caso, si el científico individual o el técnico, al desarrollar
sus actividades que son de por si buenas y lícitas, persiguen otros fines, o utilizan esas
actividades en el contexto de otras acciones que sean moralmente condenables.

No es difícil reconocer que, de modo implícito tal vez, este es el tipo de razonamiento de
aquellos que sostienen la no imputabilidad moral de la ciencia y la técnica incluso concebidas
como actividades humanas.

LOS DIFERENTES ASPECTOS DEL JUICIO MORAL SOBRE LAS ACCIONES

La cuestión no puede considerarse resuelta en este estadio, y para convences de, ello basta
observar que la no imputabilidad moral de ciencia y técnica ha sido pronunciada, en las
afirmaciones precedentes, considerando simplemente sus fines intrínsecos y caracterizadores;
pero ¿basta este tipo de consideración? El ejemplo del hurto que se ha citado arriba debería
persuadimos de que la consideración de los fines no basta por sí sola para caracterizar
moralmente una acción.

De hecho, a diferencia del homicidio, cuyo fin directo es la supresión de una vida humana y
aparece de por si condenable, el fin del hurto puede ser definido como la adquisición de la
posesión de un bien, y como tal no es moralmente condenable.

En primer término, muestran que la consideración de los fines no es suficiente para la


formulación de un juicio moral completo sobre acciones y actividades humanas.

En segundo lugar, muestran que el juicio moral puede ejercitarse no sólo sobre acciones
aisladas del individuo singular sino que se refiere también a tipos de acción, que ciertamente
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pueden configurarse según la tipología de las profesiones (como las de homicida, ladrón, o
falsificador). Los ejemplos mencionados han sido escogidos voluntariamente de modo que
muestren que un cierto tipo de acción puede ser moralmente condenado también en
consideración a uno sólo de los factores tenidos en cuenta (fines, medios, circunstancias o
condiciones, y consecuencias).

EL JUICIO MORAL SOBRE ACTIVIDADES COLECTIVAS

Los ejemplos citados, precisamente en cuanto muy elementales, son todavía insuficientes para
captar un aspecto inherente de modo decisivo a la ciencia y a la técnica cuando son
consideradas como actividades humanas: se trata del aspecto por el cual éstas son típicamente
actividades colectivas. No por nada hemos dedicado a la cuestión de las relaciones entre ciencia
y sociedad un capítulo completo, en el cual hemos visto en qué sentido y en qué medida la
ciencia (y con mayor razón, la técnica) puede ser considerada como un producto social. A
primera vista, el reconocimiento de este hecho exoneraría a la ciencia de cualquier
responsabilidad moral, pues, si es un producto social, los méritos y culpas de cuanto ella hace
recaerían sobre la sociedad.

Por el contrario, uno de los mayores problemas actuales es justamente el de individuar las
líneas de una coparticipación entre responsabilidad individual y responsabilidad colectiva, y de
una definición suficientemente clara de estos dos conceptos'. Sobre este terreno la reflexión
ética parece tener que recorrer todavía mucho camino. Mucho más difícil, y sin embargo de
naturaleza análoga, es la cuestión de la coparticipación en empresas colectivas -Como
justamente la ciencia y la técnica- cuyos fines no son de por sí moralmente ilícitos, sino que su
práctica puede presentar problemas morales en diversas circunstancias.

En primer lugar, que la simple y «buena» ejecución de la propia tarea especializada no agota el
ámbito completo de las responsabilidades morales del científico individual respecto a su misma
actividad en cuanto científico (o sea, también, y obviamente, prescindiendo de sus deberes de
padre, cónyuge, ciudadano, etc.), ya que él debe sentirse igualmente partícipe de la
responsabilidad moral de la empresa científica en su conjunto, a niveles de participación que
sean proporcionales a sus niveles de compromiso.

En segundo lugar, que tiene sentido perfectamente considerar la ciencia como actividad
humana colectiva y tratar de individualizar respecto de ella las grandes líneas de un juicio moral,
sin tener tampoco que establecer sobre quiénes recaigan las responsabilidades de las elecciones
morales a adoptar. Esto constituye un problema ulterior del que nos ocuparemos en un
segundo momento (se verá entonces que tales responsabilidades no recaen solamente sobre la
así llamada «comunidad científica»).
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EL PROBLEMA DE LOS FINES DE LA CIENCIA Y DE LA TÉCNICA

Con todo, una cierta dificultad se puede encontrar a propósito del primer problema, o sea, el de
la consideración de los fines. De hecho hemos afirmado antes que la ciencia persigue el objetivo
de conseguir un conocimiento objetivo y riguroso y que la técnica persigue la puesta a punto de
procedimientos eficaces, pero, este modo de expresarse, ¿no resulta quizás demasiado
expeditivo? O al menos, ¿se puede determinar seriamente el fin de la ciencia? o ¿«el fin de la
técnica»?

Realmente, parece evidente que la Ciencia de por sí, en cuanto entidad abstracta, no tiene un
fin, mientras que sí lo tienen los hombres que «hacen ciencia»~ y que solo ellos quienes actúan
y, por tanto, se comportan persiguiendo fines.

Pero entonces se está obligado a considerar una gama muy amplia de tales fines, entre los
cuales entra también (quizás en notable medida) el de adquirir conocimientos objetivos y
rigurosos, aunque no hay solo esto, por lo que no se ve cómo se podría hablar de un fin de la
ciencia. La objeción no es muy sólida por cuanto confunde el fin con el propósito, es decir, con
el fin querido intencionalmente por un agente.

Ahora bien, mientras el propósito es subjetivo: el fin es objetivo, es algo intrínseco a un gran
número de actividades humanas, que sólo gracias a él pueden ser definidas caracterizadas así
que se puede afirmar que una persona practica tales actividades en la medida en que se
propone también subjetivamente perseguir su fin respectivo.

Parece lícito afirmar que precisamente el haber confundido el fin con el propósito ha
determinado esa especie de ostracismo respecto del concepto de fin que se encuentra en la
ciencia, y, en general, en la concepción moderna de la «racionalidad »: los fines son
considerados de hecho subjetivos, y por tanto algo que debe ser suprimido de toda
consideración objetiva del mundo, y, como norma general, de toda realidad que se quiera
indagar racionalmente',

De hecho, es imposible caracterizar la mayor parte de las actividades humanas sin referirse
explícitamente a los fines especificas que las contra distinguen objetivamente, asumiendo
justamente estos fines como condiciones definitorias, y, como tales, dotadas de un papel
analítico, es decir, sin la pretensión de que estos «tipos ideales» se hallen realizados siempre y
de todas formas en la realidad en estado puro. Podremos decir consiguientemente que los
sujetos humanos practican una de tales actividades cuando se propongan como camino
inmediato la consecución de su fin definitorio, incluso aunque no sea como objetivo único y ni
siquiera principal de su acción considerada en su conjunto.
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Queremos subrayar que las consideraciones arriba desarrolladas acerca de la diferencia entre
fines y propósitos no han sido presentadas con el objetivo de separar los dos planos, excluyendo
uno e incluyendo otro en la esfera del juicio moral. Al contrario, hemos querido distinguir los
dos aspectos precisamente para subrayar que es lícito hablar de fines también fuera de la
consideración de los propósitos, o, si se prefiere, se ha deseado distinguir el aspecto objetivo y
el aspecto subjetivo del fin de una acción, de manera que resultara claro que cuando se habla
de la relevancia de los fines desde el punto de vista del juicio moral ambos aspectos son
tomados en consideración,

En el sentido aclarado más arriba, podremos entonces calificar como ciencia pura aquella
actividad cuyo fin intrínseco y definitorio es la adquisición de un saber, y cuyos cultivadores
(ideales), por tanto, se propongan como objetivo inmediato describir, comprender y explicar los
hechos concernientes a un determinado ámbito de objetos. Por el contrario, denominaremos
ciencia aplicada aquella actividad cuyo fin es el de proporcionar conocimientos eficaces
encaminados a encontrar soluciones a cualquier problema concreto y, al menos desde el punto
de vista que nos interesa, podremos considerar la técnica como una acepción particular del
concepto de ciencia aplicada (o, queriendo ser más precisos, como la realización efectiva y
concreta de productos o procedimientos que traducen en la práctica conocimientos ofrecidos
por la ciencia de aplicaciones).

Es claro ahora más que nunca cómo ciencia y técnica pueden ser reconocidas con toda
legitimidad como actividades humanas, caracterizadas de una parte por sus fines intrínsecos y
definitorios, y de otro lado bien configurables incluso concretamente, en cuanto que para
muchísimos hombres su actividad profesional normal consiste en hacer ciencia o en hacer
técnica. Serán los rasgos más generales de actividades similares (o sea" aquellos que resultan
independientes de los fines personales particulares, esto es, de los propósitos particulares, que
cada individuo Introduce en su ejercicio) los que nos permitirán discutir el problema del juicio
moral sobre ciencia y técnica, con todos los limites y cautelas que se deben adoptar cuando se
consideran como en este caso, actividades colectivas.

LA CONSIDERACIÓN DE LOS FINES

Examinemos la ciencia pura en cuanto actividad como se ha visto, su fin característico es la


consecución del saber, es decir, de un conocimiento verdadero (o, como mínimo, el más
objetivo y riguroso posible). Que este fin sea en si mismo moralmente legítimo.

Menos inmediato resulta el acuerdo cuando se pasa a deducir alguna consecuencia lógica, y, en
particular, esta: no existen verdades moralmente prohibidas, es decir, verdades que no sea
moralmente lícito indagar. Una tal licitud incondicionada de investigación de la verdad no ha
sido siempre admitida en la historia de la civilización, y una razón importante por la cual el
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desarrollo de la ciencia moderna puede ser considerado en justicia como un signo de progreso
se ha presentado como una reivindicación de la investigación incondicionada de la verdad.

Este hecho indica que el perseguir un valor arrastra consigo espontáneamente actitudes
morales positivas. De todas formas, no se trata de una ligazón necesaria, pues el valor científico
de un resultado viene medido sobre la base de aquellos criterios que ya hemos llamado criterios
de validez, y no ya sobre la base de la rectitud de las intenciones y de las actitudes del
investigador. Ésta es la razón por la cual no se puede dar significado moral a la obediencia a las
reglas del método, así como no puede otorgarse relevancia metodológica a los hábitos morales
recordados más arriba.

En el caso de la ciencia aplicada y de la técnica, no es posible repetir el discurso trazado en el


caso de la ciencia pura. De hecho, si definimos el fin intrínseco de las mismas como la
adquisición de conocimientos y procedimientos «eficaces», no se ha proporcionado aún
ninguna indicación precisa a los efectos de un juicio moral, ya que es el concepto mismo de
eficacia el que se define no ya respecto a objetos (como el concepto de verdad), sino respecto a
fines queridos, O sea, a objetivos. Por tanto, es claro que no se podrá valorar en abstracto la
licitud moral del fin de la investigación aplicada o de la técnica en cuanto tales, sino que para
cada actividad individual de investigación aplicada o aplicación técnica se deberá indagar cuál es
el fin u objetivo que ellas persiguen en concreto. Si el fin es moralmente aceptable, también lo
serán aquéllas (limitadamente a la consideración de los fines), de otra forma no. Se ve en este
punto cuán oportuna es la distinción entre fines objetivos y fines subjetivos o propósitos: en el
caso de la ciencia aplicada y de la técnica son justamente los propósitos (es decir, el fin que se
propone en la aplicación) lo que constituye el elemento discriminante para el juicio moral.

En sustancia, tal modo consiste en entender la actividad técnica como obligada únicamente
respecto de los requisitos de eficacia, y de atribuirle una suerte de responsabilidad moral como
máximo bajo el perfil de la fiabilidad (que es un poco el equivalente del requisito de validez
intersubjetiva de la ciencia pura, cargado de un vago sentido de obligación a no traicionar la
confianza que los usuarios de la técnica ponen en ella).

Por el contrario, no se considera habitualmente que quien opera en el ámbito de la técnica deba
preocuparse de los fines (es decir, de los objetivos concretos) a los que ésta viene dirigida,
desde el momento en que éstos son generalmente escogidos «por otros»,

Siendo estos otros en todo caso los que se han de plantear los problemas morales relacionados.
Por consiguiente, el técnico seria un simple «ejecutor» de opciones que no ha realizado él
mismo y respecto de, las cuales no lleva consigo responsabilidad alguna. Así, un tipógrafo que se
prestara a imprimir billetes falsos por cuenta de otros (esto es, sin proponerse él mismo el fin de
despacharlos) es considerado en justicia como moralmente -y también legalmente- condenable,
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porque el fin al que está encaminada su actividad «técnica» en este caso particular no es tanto
el de «imprimir» en sí y por si, sino el de «imprimir billetes falsos», y este fin es ilícito. Por tanto,
es claro que de por si la actividad técnica no resulta moralmente indiferente respecto de los
fines intrínsecos a los que está encaminada.

En primer lugar, la actividad técnica se caracteriza por un nivel de complejidad siempre


creciente, desmenuzándose en una serie de subactividades parciales, cada una con un fin muy
circunscrito el cual puede parecer moralmente irrelevante o cuyos nexos con el fin más general
sean difícilmente apreciables. En segundo lugar, la actividad técnica ha asumido casi en todas
partes los caracteres de una empresa colectiva más o menos grande, de tal modo que el
individuo que se encuentra implicado en ella no se halla únicamente en la situación de poder
ejercitar sólo un número limitadísimo de opciones, sino que ve como disuelta su
responsabilidad moral en el anonimato del comportamiento colectivo.

En tercer lugar, las actividades técnicas más importantes y complejas están públicamente
admitidas (de hecho, se trata de procesos que se llevan a cabo en la práctica a nivel industrial, y
que consiguientemente están sometidos a las leyes y regulaciones correspondientes), y esto
parece constituir garantía suficiente sobre la licitud moral de los fines que aquéllas se proponen.
Ahora bien, estas razones no eliminan el problema de la asunción de responsabilidad moral de
la actividad técnica, sino que se limitan a mostrar su complejidad.

En otros términos, indican cómo este problema no se puede afrontar y resolver sobre la simple
base de una ética individual. Pero un principio largamente admitido en la ética tradicional es
aquel según el cual la responsabilidad moral (a diferencia de la jurídica) puede ser únicamente
individual y no colectiva; se trata de un principio correcto por muchos aspectos, si bien debe ser
integrado con otros instrumentos en grado de conectar esta responsabilidad individual con la
posibilidad de juzgar y gobernar moralmente las actividades colectivas, porque éstas de hecho
existen y poseen un enorme impacto y relevancia.

En sustancia, se trata de reconocer que no es tanto la actividad circunscrita al técnico individual


como el conjunto completo de una cierta actividad técnica lo que persigue inevitablemente un
fin determinado, sobre el cual puede ser importante expresar un juicio moral, si no se quiere
caer en el equívoco de confundir la pura racionalidad técnica con la plena racionalidad
«práctica», según todo cuanto se ha ilustrado en el capítulo precedente.

LA CONSIDERACIÓN DE LOS MEDIOS

Éste evalúa la eficacia o la adecuación de los medios (respecto a un fin), mientras el juicio
práctico valora la licitud de ellos (en si mismos).
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Con todo, un modo semejante de pensar se sitúa fuera de la actitud moral, y, en un cierto
sentido, contra ella, puesto que ésta, como ya hemos señalado, no puede aceptar que el fin
(moralmente bien entendido) justifique los medios. Es más, un principio moral habitualmente
considerado como fundamental es que el fin no justifica los medios.

Que después entre estas acciones hay algunas que, a nivel individual y colectivo, suscitan
problemas y rechazos morales muy serios es cuánto han evidenciado de modo indiscutible los
debates más recientes sobre la contaminación ambiental, el desarrollo y aplicaciones de la
energía nuclear. Viceversa, la acción de la ciencia pura, en cuanto consiste solamente en
investigar la verdad, en reflexión, observar, razonar o criticar, parecería no sufrir de posibles
objeciones morales desde el punto de vista de los medios.

Pero las cosas no son así exactamente. Según hemos aclarado suficientemente en el curso de la
presentación de los caracteres intrínsecos de la objetividad científica, cada ciencia se contra-
distingue por el hecho de «recortar» su propio campo de objetos dentro de la realidad sobre la
base de su punto de vista especifico que debe ser traducido también en una base operacional
adecuada, indispensable entre otras cosas para garantizar así mismo los requisitos de
intersubjetividad en el ámbito de la disciplina en cuestión.

Este conjunto de operaciones constituye un complejo de técnicas (o sea, manifiesta un saber


hacer, un saber operar que tienen como fin hacer posible la investigación pura. Aquí reside la
razón del hecho ya subrayado en su momento oportuno de que ciencia y técnica, incluso
debiendo ser conceptual ente distintas, no pueden estar separadas, no sólo porque la ciencia
constituye la premisa de la tecnología (concebida como ciencia aplicada), sino también porque
toda ciencia ha de procurarse sus técnicas de investigación internas.

Pero, por supuesto, existen disciplinas cuyas técnicas consisten totalmente en el uso de
semejantes instrumentos de la razón: son las disciplinas teóricas, entre las cuales
evidentemente se hallan las matemáticas y las ramas teóricas de las mismas ciencias
experimentales, además de numerosas «ciencias humanas». Por cuanto se refiere a todas ellas,
parece sin lugar a dudas que el uso de tales medios de investigación no plantea problemas de
licitud moral. Distinto es el caso de las disciplinas empíricas. Éstas han de recurrir a
instrumentos «concretos» de indagación, y a este propósito se delinea una distinción entre las
disciplinas experimentales y las de observación estrictamente consideradas".

Esta manipulación se produce ya en la fase de la observación, y se hace aún más evidente en la


fase del experimento, fase en la cual se «construye», artificialmente por supuesto, una situación
en la que comparecen en estado puro solamente aquellos parámetros que se desean controlar,
cosa que en la Naturaleza no se verifica nunca o tan sólo excepcional y casualmente.
Semana 3 – Agazzi Evandro – Cap.10 10

En el uso común el término «manipulación- posee un significado sustantivamente negativo, ya


que se emplea a veces para aludir a una especie de intervención fraudulenta que altera la
genuina sustancia de los datos o de un producto con el fin de engañar a las personas, o bien
para indicar una suerte de intervención arbitraria sobre cosas y personas que se lleva a cabo
como SI estas estuvieran «a disposición- totalmente, mientras que deberían ser «respetadas ».

En el pasado esta toma de conciencia podía manifestarse con mucha dificultad, cuando el
objeto de manipulación era casta exclusivamente la Naturaleza, pero se ha impuesto con
prontitud cuando el método experimental ha sido aplicado al estudio del hombre, y hoy día se
originan problemas morales también~ por cuanto se refiere a la manipulación de la Naturaleza.

Viceversa, por lo que hace referencia al hombre, la cuestión de la licitud moral de manipularlo
con fines científicos ha surgido ya desde hace tiempo, es decir, por lo menos desde cuando la
medicina ha reivindicado plenamente su carácter de ciencia. En un primer momento, tal
carácter se contempló como una utilización de los resultados y de las técnicas desarrolladas en
las ciencias naturales dentro del cuadro de la diagnosis y de la terapéutica, mas allá -o,
ciertamente, para algunos, en sustitución- del «ojo clínico» y de la experiencia profesional del
médico. Análisis químicos de laboratorio, radiografías, y farmacología basada en investigaciones
bioquímicas, están en el origen de tal proceso de cientifización que ha adquirido hoy
dimensiones enormes.

Ahora bien, el principio moral intuitivamente aceptado según el cual el hombre no puede ser
tratado exclusivamente como medio ha hecho surgir rápidamente toda una serie de problemas
de los que la deontología médica, no ciertamente desde hoy, se ha preocupado de estudiar y
regular (evaluación de la importancia científica del resultado esperado, valoración de la relación
entre riesgos y beneficios esperados, el problema del consentimiento informado de quien se
somete al experimento, el tema de la composición aleatoria del grupo de personas que reciben
el tratamiento y el grupo de control que no lo recibe, y así sucesivamente). Se trata de un
capítulo de la ética médica aún no exento de aspectos tan sólo parcialmente aclarados y
resueltos. Hoy surgen en este mismo contexto problemas más vastos y todavía muy
controvertidos, entre los cuales baste aquí mencionar el de la licitud de la investigación
experimental con embriones humanos.

En conclusión, por tanto, el problema de un juicio moral concerniente a los medios hace
referencia también a la ciencia pura y no solamente a la ciencia aplicada",

Por lo que se refiere a la investigación aplicada, ya hemos dado como evidente que ésta,
llevando consigo un hacer, origina problemas de orden moral sobre la licitud de este mismo
hacer, o sea, de los medios que son puestos en acción para la consecución de los fines aplicados
propuestos. Los ejemplos que hemos mencionado (efectos sobre el medio ambiente,
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biotecnologías) pueden dar la impresión de que el juicio moral sobre estos medios depende no
tanto de su intrínseca licitud cuanto mejor de las consecuencias que su utilización puede
producir.

Por el contrarío, vale la pena observar que también la consideración directa y circunscrita de la
licitud de los medios entra en juego en este campo. Como único ejemplo mencionemos el de la
investigación en el campo de las técnicas de reproducción artificial humana. Se trata
evidentemente de un caso de ciencia aplicada, cuyo fin (asegurar la posibilidad de tener un hijo
incluso en el caso de una pareja aquejada de alguna forma de esterilidad) no parece de por si
ilícito.

LA RELEVANCIA MORAL DE LAS CONDICIONES DE LA ACCIÓN

Una acción que puede considerarse licita desde el punto de vista de los fines y de los medios
puede resultar moralmente dudosa o ilícita en determinadas circunstancias, o, como se dice
también, en consideración a las condiciones en las que se desarrolla.

El adulterio y el hurto son ejemplos de acciones cuya ilicitud moral viene pronunciada no ya
considerando la acción en si misma sino la condición o circunstancia de su ejercicio, que viola en
el primer caso el deber de la fidelidad conyugal y en el segundo choca con la circunstancia de
que la cosa que se apropia es ya legítima propiedad de otro.

Los dos conceptos de «condición» y «circunstancia» no poseen siempre un significado idéntico,


desde el momento que la circunstancia indica un simple estado de hecho en cuyo contexto se
desarrolla una acción, mientras la condición señala habitualmente uno de los factores que
hacen posible la acción.

En el contexto de la ciencia y de la técnica ya se aludió en la «Introducción» a un problema que


entra en este tipo de consideración y que ha sido discutido ampliamente en los últimos años: la
atribución de fondos para la investigación. Hoy esto ha asumido connotaciones muy amplias,
desde el momento que la disputa sobre la big science (la ciencia de grandes dimensiones que
absorbe recursos financieros y humanos cuyos órdenes de magnitud son cada vez más
desmesurados) se ensancha actualmente hasta una óptica planetaria.

Se pregunta si es moralmente lícito proceder a desarrollar este tipo de ciencia cuando los
gigantescos problemas del hambre, de la miseria, y del subdesarrollo económico de tantas
partes del mundo, tendrían necesidad de ser afrontados disponiéndose de ingentes medios de
los cuales desgraciadamente no se dispone", y no es éste ciertamente el único ejemplo
significativo".
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LA CONSIDERACIÓN DE LAS CONSECUENCIAS

Obviamente, el miedo no es una base particularmente apreciable para la conciencia moral. De


otra parte, tampoco esta actitud se debe considerar con desprecio", porque, en primer lugar, en
la medida en que lleva consigo la admisión de que «no todo está bien» y que puede «existir el
mal» en un cierto fenómeno producido por el hombre, introduce a propósito de este fenómeno
un tipo de juicio que utiliza ya las dos categorías fundamentales de la esfera moral: el bien y el
mal (aunque sea de modo aproximativo y ampliamente inadecuado)".

En segundo lugar, porque, si esta especie de castigo es percibida como una consecuencia justa
de las acciones que la han provocado, abre el camino directamente hacia una consideración
auténticamente moral de la cuestión, Se puede añadir después que dentro de un tipo particular
de ética, la ética utilitarista, la consideración de las consecuencias es uno de los elementos más
importantes en el esfuerzo de justificación racional de las normas morales; se puede
ciertamente disentir de algunos planteamientos de la ética utilitarista pero eso no nos autoriza
a rechazarla de forma banal.

En esto estaba la diferencia entre consecuencias y fines: los fines de una acción son aquello en
vista de lo cual dicha acción ha sido ejecutada o en función de lo cual alguien se dispone a
llevarla a cabo y, por tanto (en el caso de las acciones humanas), deben transformarse en
propósitos, o sea, en intenciones precisas. De ahí que, cuando se afirma que la moralidad de
una acción es evaluada en primer lugar sobre la base de sus fines, se dice sustancialmente
(aunque no exclusivamente, como se ha visto) que es valorada, sobre la base de las intenciones
del agente, suponiendo que este haya querido alcanzar efectivamente los fines hacia los cuales
aquella acción conduce intrínsecamente.

La razón de tal insuficiencia consiste en el hecho de que la buena intención no basta por sí sola
para justificar la acción desde el punto de vista moral, y esto puede expresarse diciendo que, del
mismo modo que «el fin no justifica los medios», asimismo «el fin no justifica las consecuencias
» .. ~so ha llegado a ser claro de esta forma porque la consideración de las consecuencias posee
verdaderamente relevancia moral.

Ciertamente, la ética tradicional, como ya se ha apuntado en la «Introducción», no había


ignorado el problema de las consecuencias y, en particular, consideraba moralmente imputable
una acción de la cual era previsible un efecto negativo, sobre la base del principio de que el mal
no sólo no ha de ser puesto en práctica sino que tiene que ser rigurosamente evitado. Por
consiguiente, se deben evitar las acciones de las cuales se prevean consecuencias negativas.

A fin de resolver este problema, la moral tradicional había propuesto la adopción del así
llamado «principio del doble efecto»".
Semana 3 – Agazzi Evandro – Cap.10 13

Parece difícil negar que, en la solución dada al conjunto de, estos casos, el principio
verdaderamente operante es aquel según el cual el fin no justifica los medios (por lo que la
supresión directa del feto no se admite como medio que tiene como consecuencia el deseo de
la salvación de la madre), mientras se admite, aunque sin decirlo que «el fin justifica las
consecuencias», o sea, que el efecto no deseado (la muerte del feto) no invalida la legitimidad
de una acción de por sí licita (la terapia que salva a la madre) que, sin embargo, lo implica como
consecuencia previsible e inevitable. He aquí por qué la moral tradicional admitía en este caso el
«aborto terapéutico".

Para convencerse de ello basta plantearse la pregunta: si la terapia con la cual se desea curar a
la madre estuviera destinada sólo a curarla de una gripe, o de una enfermedad que no fuera
grave, ¿admitiríamos todavía la licitud de practicarla aún a riesgo de hacer morir al feto, sobre la
base de la consideración de que este «segundo efecto» no es querido sino que es tan sólo la
consecuencia de la terapia encaminada a conseguir intencionalmente el primer efecto bueno?
Evidentemente, no admitiríamos la licitud moral de una acción tal y ello porque en este caso
resultaría evidente que «el fin no justifica las consecuencias».

Esta observación es importante ya que nos indica que a la raíz de todo juicio moral está un juicio
de valor, el cual obviamente no se limita a discriminar entre lo que está bien y lo que está mal,
sino que procede a comparar los valores en juego, y sólo en presencia de valores de igual nivel
hace entrar en causa, como criterios de elección, otros principios (así, que el fin no justifica las
consecuencias).

Parece ser excepción a este modo de proceder el principio según el cual el fin no justifica los
medios, ya que es habitual decir que en ningún caso el fin bueno justifica el uso de medios que
no sean buenos; pero sobre este problema se volverá más adelante cuando retomemos y
desarrollemos en sus consecuencias el hecho surgido aquí de que un juicio comparativo de valor
sea presupuesto de todo juicio moral sobre las acciones humanas.

Así, habiendo aclarado suficientemente que las consecuencias de nuestras acciones poseen
relevancia moral y nos hacen responsables, se sigue de ello como deber tratar de prever tales
consecuencias, no solamente para poner en práctica todos los medios capaces de evitarlas (si es
posible) siempre que sean negativas, sino también en el sentido de que, si esas consecuencias
negativas aparecieran como inevitables, podría derivarse la obligación moral de renunciar a la
acción que se pretendía llevar a cabo.

Solamente deseamos añadir una observación: decir que uno es «responsable» de las
consecuencias de las propias acciones no significa que se sea siempre y en toda manera
«moralmente responsable » de ellas. De hecho, cuando la consecuencia negativa de una acción,
que aquí denominaremos el daño, además de totalmente involuntaria, fuera objetivamente
Semana 3 – Agazzi Evandro – Cap.10 14

imprevisible, debemos reconocer que en el plano moral la persona que indirectamente la ha


producido no tiene subjetivamente culpa por ello.

Pues la responsabilidad moral es atribuible solamente en relación con las consecuencias


negativas de una acción que sean al mismo tiempo inevitables y previsibles. Ahora bien, en el
caso de la ciencia pura, las eventuales consecuencias negativas de sus descubrimientos tienen
necesariamente un carácter aplicativo y como tales no son previsibles sino necesarias, desde el
momento que dependen de elecciones libres y conscientes, y esto es tan cierto que sobre la
base de opciones, pueden dar lugar (y de hecho es así) a numerosas aplicaciones útiles y
benéficas.

Naturalmente eso no elimina totalmente el problema de valorar en ciertas circunstancias


concretas (se trata de un problema que se refiere a las condiciones de la investigación), si el
resultado de la investigación pura no corre el nesgo «casi inevitablemente» de ser utilizado
prontamente para fines moralmente inaceptables. En un caso de este tipo la investigación pura
acaba transformándose en una investigación implícitamente aplicativa. Una mayor luz sobre
este punto provendrá de las consideraciones de tipo sistémico que desarrollaremos más
adelante.

Un problema no banal de responsabilidad moral de la investigación pura, bajo el contorno de las


consecuencias, nace del modo en el que se transmite y divulga la información concerniente a
sus resultados.

Semejantes «interpretaciones», además de ser a menudo arbitrarias y a veces facciosas, vienen


presentadas como si fueran consecuencias lógicas de los descubrimientos científicos, mientras
que no lo son jamás (a causa del carácter circunscrito y especializado de toda disciplina
científica), y, en cualquier caso, deberían ser introducidas con todo el carácter conjetural y
opinable que le son inherentes y no ya como dotadas del mismo carácter de objetividad que
corresponde al descubrimiento científico tomado dentro de su contexto de validez.

Lo que se quiere subrayar es simplemente el hecho de que la divulgación científica, la cual en un


cierto sentido entra dentro de las consecuencias de la investigación científica y tecnológica,
debe ser supervisada por rigurosos criterios morales de honestidad sobre los cuales es
demasiado fácil pasar por alto.

Queremos concluir con una observación que preparará nuestros sucesivos análisis, Hemos
abierto nuestras consideraciones sobre el problema de las consecuencias haciendo observar
que son sobre todo éstas las que han suscitado, casi de improviso, la preocupación moral en
referencia a las realizaciones de la ciencia
Semana 3 – Agazzi Evandro – Cap.10 15

y de la técnica, y hemos atribuido este hecho a la reacción de miedo que ha advertido la


colectividad. Hemos dicho también que el miedo, de por si, no es un buen fundamento de la
preocupación moral. No obstante, ahora podemos decir que, viceversa, el problema de las
consecuencias posee (y lo hemos visto) una relevancia moral indiscutible. Pues bien, el hecho de
que precisamente este problema esté hoy en el centro de los debates éticos sobre la ciencia y la
técnica es asimismo una consecuencia del hecho que, entre las escuelas éticas de nuestro
tiempo, el utilitarismo goce de un amplio seguimiento, el cual se caracteriza justamente por el
hecho de medir la moralidad de las acciones sobre la base de los efectos que éstas producen.
Ahora bien, estos efectos tienen relevancia moral porque hacen referencia a los demás, y con
ello el utilitarismo introduce explícitamente en la ética la consideración de la dimensión
colectiva, que, viceversa, puede permanecer más bien oculta en la ética de la intención, o en
general en aquellas posiciones que se limitan a considerar «de por sí» la naturaleza de una
acción.

He aquí por qué Weber no llega, en sustancia, a conciliar la ética de la intención (o de la


convicción) y la ética de la responsabilidad: porque estas dos éticas no son conciliables sobre el
plano individual, mientras podrían llegar a serlo si se hace entrar en juego, a nivel de
compromiso ético, la consideración de los demás como parámetro de juicio ético.

Nos limitamos a estas consideraciones aplazando al capítulo sobre «La dimensión ética» una
discusión más profunda de estos temas. Entonces se verá que, mejor que sobre bases
utilitaristas, una ética de la responsabilidad se puede fundar sobre los conceptos de respeto, de
dignidad humana y de preocupación por los otros, que figuran entre las categorías típicas de
una ética deontológica.

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