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El Despertar de Los Tonos 4

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EL DESPERTAR DE LOS

TONOS: DOSSIER DE
TEORÍA DE LA
TRADUCCIÓN 4
11 jun 2015

Este jueves, en El despertar de los tonos: Dossier de teoría de la traducción,


presentamos un texto de Octavio Paz (1914-1998). Poeta mexicano. Premio
Nobel de Literatura 1990. Además de su trabajo poético y ensayístico, Paz
se dedicó arduamente a la traducción poética. En el siguiente ensayo medita
a ese respecto:
 
Traducción: literatura y literalidad
Aprender a hablar es aprender a traducir; cuando el niño pregunta a su madre
por el significado de esta o aquella palabra, lo que realmente pide es que
traduzca a su lenguaje el término desconocido. La traducción dentro de una
lengua no es, en este sentido, esencialmente distinta a la traducción entre dos
lenguas, y la historia de todos los pueblos repite la experiencia infantil:
incluso la tribu más aislada tiene que enfrentarse, en un momento o en otro,
al lenguaje de un pueblo extraño. El asombro, la cólera, el horror o la
divertida perplejidad que sentimos ante los sonidos de una lengua que
ignoramos, no tarda en transformarse en una duda sobre la que hablamos. El
lenguaje pierde su universalidad y se revela como una pluralidad de lenguas,
todas ellas extrañas e ininteligibles las unas para las otras. En el pasado, la
traducción disipaba la duda: si no hay una lengua universal, las lenguas
forman una sociedad universal en la que todos, vencidas ciertas dificultades,
se entienden y comprenden. Y se comprenden porque en lenguas distintas
los hombres dicen siempre las mismas cosas. La universalidad del espíritu
era la respuesta a la confusión babélica: hay muchas lenguas, pero el sentido
es uno. Pascal encontraba en la pluralidad de las religiones una prueba de la
verdad del cristianismo; la traducción respondía con el ideal de una
inteligibilidad universal a la diversidad de las lenguas. Así, la traducción no
sólo era una prueba suplementaria, sino una garantía de la unidad del
espíritu.
La Edad Moderna destruyó esa seguridad. Al redescubrir la infinita variedad
de los temperamentos y pasiones, y ante el espectáculo de la multiplicidad
de costumbres e instituciones, el hombre empezó a dejar de reconocerse en
los hombres. Hasta entonces el salvaje había sido una excepción que había
que suprimir por la conversión o la exterminación, el bautismo o la espada;
el salvaje que aparece en los salones del siglo XVIII es una criatura nueva y
que, aunque hable a la perfección la lengua de sus anfitriones, encarna una
extrañeza irreductible. No es un sujeto de conversión, sino de polémica y
crítica; la originalidad de sus juicios, la simplicidad de sus costumbres y
hasta la violencia de sus pasiones son una prueba de la locura y la vanidad,
cuando no de la infamia, de los bautismos y conversiones. Cambio de
dirección: a la búsqueda religiosa de una identidad universal sucede una
curiosidad intelectual empeñada en descubrir diferencias no menos
universales. La extrañeza deja de ser un extravío y se vuelve ejemplar. Su
ejemplaridad es paradójica y reveladora: el salvaje es la nostalgia del
civilizado, su otro yo, su mitad perdida. La traducción refleja estos cambios:
ya no es una operación tendiente a mostrar la identidad última de los
hombres, sino que es el vehículo de sus singularidades. Su función había
consistido en mostrar las semejanzas por encima de las diferencias; de ahora
en adelante manifiesta que estas  diferencias son infranqueables, trátese de la
extrañeza del salvaje o de la de nuestro vecino.
Una reflexión del Dr. Johnson en el curso de un viaje expresa muy bien la
nueva actitud: A blade of grass is always a blade of grass, whether in one
country or another… Men and women are my subjects of inquiry; let us see
how these differ from those we have left behind. (“Una brizna de hierba es
siempre una brizna de hierba, tanto en un país como en otro… Los hombres
y las mujeres son mis objetos de estudio; veamos pues cómo estos se
diferencian de aquellos que hemos dejado atrás”). La frase del Dr. Johnson
tiene dos sentidos, y ambos prefiguran el doble camino que había de
emprender la Edad Moderna. El primero se refiere a la separación entre el
hombre y la naturaleza, una separación que se transformaría en oposición y
combate: la nueva misión del hombre no es salvarse, sino dominar la
naturaleza; el segundo se refiere a la separación entre los hombres. El mundo
deja de ser un mundo, una totalidad indivisible, y se escinde entre naturaleza
y cultura; y la cultura se parcela en culturas. Pluralidad de lenguas y
sociedades: cada lengua es una visión del mundo. El sol que canta el poema
azteca es distinto al sol del himno egipcio, aunque el astro sea el mismo.
Durante más de dos siglos, primero los filósofos y los historiadores, ahora
los antropólogos y los lingüistas, han acumulado pruebas sobre las
irreductibles diferencias entre los individuos, las sociedades y las épocas. La
gran división, apenas menos profunda que la establecida entre naturaleza y
cultura, es la que separa a los primitivos de los civilizados; en seguida, la
variedad y heterogeneidad de las civilizaciones. En el interior de cada
civilización renacen las diferencias: las lenguas que nos sirven para
comunicarnos también nos encierran en una malla invisible de sonidos y
significados, de modo que las naciones son prisioneras de las lenguas que
hablan. Dentro de cada lengua se reproducen las divisiones: épocas
históricas, clases sociales, generaciones. En cuanto a las relaciones entre
individuos aislados y que pertenecen a la misma comunidad: cada uno es
emparedado vivo en su propio yo.
Todo esto debería haber desanimado a los traductores. No ha sido así: por un
movimiento contradictorio y complementario, se traduce más y más. La
razón de esta paradoja es la siguiente: por una parte la traducción suprime
las diferencias entre una lengua y otra; por la otra, las revela más
plenamente: gracias a la traducción nos enteramos de que nuestros vecinos
hablan y piensan de un modo distinto al nuestro. En un extremo el mundo se
nos presenta como una colección de heterogeneidades; en el otro, como una
superposición de textos, cada uno ligeramente distinto al anterior:
traducciones de traducciones de traducciones. Cada texto es único y,
simultáneamente, es la traducción de otro texto. Ningún texto es enteramente
original, porque el lenguaje mismo, en su esencia, es ya una traducción:
primero, del mundo no verbal y, después, porque cada signo y cada frase es
la traducción de otro signo y de otra frase. Pero ese razonamiento puede
invertirse sin perder validez: todos los textos son originales porque cada
traducción es distinta. Cada traducción es, hasta cierto punto, una invención
y así constituye un texto único.
Los descubrimientos de la antropología y la lingüística no condenan la
traducción, sino cierta idea ingenua de la traducción. O sea: la traducción
literal que en español llamamos, significativamente, servil. No digo que la
traducción literal sea imposible, sino que no es una traducción. Es un
dispositivo, generalmente compuesto por una hilera de palabras, para
ayudarnos a leer el texto en su lengua original. Algo más cerca del
diccionario que de la traducción, que es siempre una operación literaria. En
todos los casos, sin excluir aquellos en que sólo es necesario traducir el
sentido, como en las obras de ciencia, la traducción implica una
transformación del original. Esa transformación no es ni puede ser sino
literaria, porque todas las traducciones son operaciones que se sirven de los
dos modos de expresión a que, según Román Jakobson, se reducen todos los
procedimientos literarios: la metonimia y la metáfora. El texto original jamás
reaparece (sería imposible) en la otra lengua; no obstante, está presente
siempre, porque la traducción, sin decirlo, lo menciona constantemente, o lo
convierte en un objeto verbal que, aunque distinto, lo reproduce: metonimia
o metáfora. Las dos, a diferencia de las traducciones explicativas y de las
paráfrasis, son formas rigurosas y que no están reñidas con la exactitud: la
primera es una descripción indirecta, y la segunda una ecuación verbal.
La condena mayor sobre la posibilidad de traducción ha caído sobre la
poesía. Condena singular, si se recuerda que muchos de los mejores poemas
de cada lengua en Occidente son traducciones, y que muchas de estas
traducciones son obra de grandes poetas. En el libro que hace unos años
dedicó a la traducción, el crítico y lingüista Georges Mounin señala que en
general se concede, aunque de mala gana, que sí es posible traducir los
significados denotativos de un texto; en cambio, es casi unánime la opinión
que juzga imposible la traducción de los significados connotativos. Hecha de
ecos, reflejos y correspondencias entre el sonido y el sentido, la poesía es un
tejido de connotaciones y, por tanto, es intraducible. Confieso que esta idea
me repugna, no sólo porque se opone a la imagen que yo me he hecho de la
universalidad de la poesía, sino porque se funda en una concepción errónea
de lo que es traducción. No todos comparten mis ideas y muchos poetas
modernos afirman que la poesía es intraducible. Los mueve, tal vez, un amor
inmoderado a la materia verbal o se han enredado en la materia de la
subjetividad. Una trampa mortal, como Quevedo nos advierte: “las aguas del
abismo/donde me enamoraba de mí mismo…” Un ejemplo de este
engolosinamiento verbal es Unamuno, que en uno de sus arranques lírico-
patrióticos dice:
Ávila, Málaga, Cáceres,
Játiva, Mérida, Córdoba,
Ciudad Rodrigo, Sepúlveda,
Ubeda, Arévalo, Frómista,
Zumárraga, Salamanca,
Turégano, Zaragoza,
Lérida, Zamarramala,
sois nombres de cuerpo entero,
libres, propios, los de nómina,
el tuétano intraducibie
de nuestra lengua española.

“El tuétano intraducible de la lengua española” es una metáfora estrafalaria


(¿tuétano y lengua?) pero perfectamente traducible y que alude a una
experiencia universal. Muchísimos poetas se han servido del mismo
procedimiento retórico, sólo que en otras lenguas: las listas de palabras son
distintas pero el contexto, la emoción y el sentido son análogos. Es curioso,
por lo demás, que la intraducible esencia de España consista en una sucesión
de nombres romanos, árabes, celtíberos y vascos. También lo es que
Unamuno traduzca al castellano el nombre de la ciudad catalana Lleida
(Lérida). Y lo más extraño es que, sin darse cuenta de que así desmentía la
pretendida intraductibilidad de esos nombres, haya citado estos versos de
Victor Hugo como epígrafe de su poema:
 
Et tout tremble, Irún, Cóimbre
Santander, Almodóvar,
sitót qu ‘on entena le timbre
des cymbals de Bivar.
 
(Y todo tiembla, Irún, Coimbra
Santander, Almodóvar,
en cuanto se escucha el timbre
de los platillos de Vivar.)

En español y en francés el sentido y la emoción son los mismos. Como los


nombres propios, en rigor, no son traducibles, Hugo se limita a repetirlos en
español sin tratar siquiera de afrancesarlos. La repetición es eficaz porque
esas palabras, despejadas de todo significado preciso y convertidas, suenan
en francés con más extrañeza aún que en castellano… Traducir es muy
difícil – no menos difícil que escribir textos más o menos originales -, pero
no es imposible. Los poemas de Hugo y Unamuno muestran que los
significados connotativos pueden preservarse si el poeta-traductor logra
reproducir la situación verbal, el contexto poético, en que se engastan.
Wallace Stevens nos ha dado una suerte de imagen arquetípica de esta
situación en un pasaje admirable:
                                                   the hard hidalgo
Lives in the mountainous character of his speech;
 
And in that mountainous mirror Spain acquires
The knowledge of Spain and ofthe hidalgo’s hat –
 
A seeming ofthe Spaniard, a style oflife,
The invention of a nation in a phrase…
                                    (el inflexible hidalgo
Vive en el montañoso carácter de su lengua;
Y en ese espejo montañoso adquiere España
El conocimiento de España y del sombrero del hidalgo:
Una apariencia del español, un modo de vida,
La invención de una nación en una frase.)

El lenguaje se vuelve paisaje y este paisaje, a su vez, es una invención, la


metáfora de una nación o de un individuo. Topografía verbal en la que todo
se comunica, todo es traducción: las frases son una cadena de montañas, y
las montañas son los signos, los ideogramas de una civilización. Pero el
juego de los ecos y las correspondencias verbales, además de ser vertiginoso,
esconde un peligro cierto. Rodeados de palabras por todas partes, hay un
momento en que nos sentimos sobrecogidos: angustiosa extrañeza de vivir
entre nombres y no entre cosas. Extrañeza de tener nombre:
Entre los juncos y la baja tarde
¡qué raro que me llame Federico!
También esta experiencia es universal: García Lorca habría sentido la misma
extrañeza si se hubiese llamado Tom, Jean o Chuang-Tzu. Perder nuestro
nombre es como perder nuestra sombra; ser sólo nuestro nombre es
reducirnos a ser sombra. La ausencia de relación ente las cosas y sus
nombres es doblemente insoportable: o el sentido se evapora o las cosas se
desvanecen. Un mundo de puros significados es tan inhospitalario como un
mundo de cosas sin sentido – sin nombres. El lenguaje vuelve habitable el
mundo. Al instante de perplejidad ante la extrañeza de llamarse Federico o
So Ji, sucede inmediatamente la invención de otro nombre, un nombre que
es, en cierto modo, la traducción del antiguo: la metáfora o la metonimia
que, sin decirlo, lo dicen.
En los últimos años, debido tal vez al imperialismo de la lingüística, se
tiende a minimizar la naturaleza eminentemente literaria de la traducción.
No, no hay ni puede haber una ciencia de la traducción, aunque ésta puede y
debe estudiarse científicamente. Del mismo modo que la literatura es una
función especializada del lenguaje, la traducción es una función
especializada de la literatura. ¿Y las máquinas que traducen? Cuando estos
aparatos logren realmente traducir, realizarán una operación literaria; no
harán nada distinto a lo que hacen ahora los traductores: literatura. La
traducción es una tarea en la que, descontados los indispensables
conocimientos lingüísticos, lo decisivo es la iniciativa del traductor, sea este
una máquina “programada” por un hombre o un hombre rodeado de
diccionarios. Para convencernos oigamos al poeta británico Arthur Waley:
“A French scholar wrote recently with regará to translators: «Qu’ils
s’effacent derriére les textes et ceux-ci, s’ils ont été vraiment compris,
parleront d’eux mentes». Except in the rare case of plain concrete statements
such as «The cat chases the mouse» there are seldom sentences that have
exact word to word exact equivalents in another language. It hecomes a
question of choosing between various approximations… I have always
found that it was I, not the texts, that had to do the talking.” (“Un estudioso
francés escribió recientemente: «Que desaparezcan tras los textos, y estos, si
en verdad han sido comprendidos, hablarán por sí mismos». Salvo en el
caso, bastante raro, de afirmaciones sencillas y concretas como «El gato
persigue al ratón», pocas frases tienen un equivalente exacto, literal, en otra
lengua. El asunto se convierte en una elección entre varias
aproximaciones… A mí siempre me ocurrió que era yo, y no los textos,
quien tenía que hablar.”) Sería difícil añadir una palabra más a esta
declaración.
En teoría, sólo los poetas deberían traducir poesía; en la realidad, pocas
veces los poetas son buenos traductores. No lo son porque casi siempre usan
el poema ajeno como un punto de partida para escribir su poema. El buen
traductor se mueve en una dirección contraria: su punto de llegada es un
poema análogo, ya que no idéntico, al poema original. No se aparta del
poema sino para seguirlo más de cerca. El buen traductor de poesía es un
traductor que, además, es un poeta – como Arthur Waley – ; o un poeta que,
además, es un buen traductor – como Gérard de Nerval cuando tradujo el
primer Fausto -. En otros casos Nerval hizo “imitaciones” admirables y
realmente originales de Goethe, Jean-Paul y otros poetas alemanes. La
“imitación” es la hermana gemela de la traducción: se parecen pero no hay
que confundirlas. Son como Justine y Juliette, las dos hermanas de las
novelas de Sade… La razón de la incapacidad de muchos poetas para
traducir poesía no es de orden puramente psicológico, aunque la egolatría
tenga su parte, sino funcional: la traducción poética, según me propongo
mostrar enseguida, es una operación análoga a la creación poética, sólo que
se despliega en sentido inverso.
Cada palabra encierra cierta pluralidad de significados virtuales; en el
momento en que la palabra se asocia a otras para constituir una frase, uno de
estos sentidos se actualiza y se vuelve predominante. En la prosa la
significación tiende a ser unívoca mientras que, según se ha dicho con
frecuencia, una de las características de la poesía, tal vez la cardinal, es
preservar la pluralidad de sentidos. En verdad se trata de una propiedad
general del lenguaje; la poesía la acentúa pero, atenuada, se manifiesta
también en el habla corriente y aun en la prosa. (Esta circunstancia confirma
que la prosa, en el sentido riguroso del término, no tiene existencia real: es
una exigencia ideal del pensamiento.) Los críticos se han detenido en esta
turbadora particularidad de la poesía, sin reparar que a esta suerte de
movilidad e indeterminación de los significados corresponde otra
particularidad igualmente fascinante: la inmovilidad de los signos. La poesía
transforma radicalmente el lenguaje y en dirección contraria a la de la prosa.
En un caso, a la movilidad de los signos corresponde la tendencia a fijar un
solo significado; en el otro, a la pluralidad de significados corresponde la
fijeza de los signos. Ahora bien, el lenguaje es un sistema de signos móviles
que, hasta cierto punto, pueden ser intercanjeables: una palabra puede ser
sustituida por otra y cada frase puede ser dicha (traducida) por otra.
Parodiando a Charles Sanders Peirce podría decirse que el significado de una
palabra es siempre otra palabra. Para comprobarlo basta con recordar que
cada vez que preguntamos: “¿Qué quiere decir esta frase?”, se nos responde
con otra frase. Pues bien, apenas nos internamos en los dominios de la
poesía, las palabras pierden su movilidad y su intercanjeabilidad. Los
sentidos del poema son múltiples y cambiantes; las palabras del mismo
poema son únicas e insustituibles. Cambiarlas sería destruir el poema. La
poesía, sin cesar de ser lenguaje, es un más allá del lenguaje.
El poeta, inmerso en el movimiento del idioma, continuo ir y venir verbal,
escoge unas cuantas palabras – o es escogido por ellas. Al combinarlas,
construye su poema: un objeto verbal hecho de signos insustituibles e
inamovibles. El punto de partida del traductor no es el lenguaje en
movimiento, materia prima del poeta, sino el lenguaje fijo del poema.
Lenguaje congelado y, no obstante, perfectamente vivo. Su operación es
inversa a la del poeta: no se trata de construir con signos móviles un texto
inamovible, sino desmontar los elementos de ese texto, poner de nuevo en
circulación los signos y devolverlos al lenguaje. Hasta aquí, la actividad del
traductor es parecida a la del lector y a la del crítico: cada lectura es una
traducción, y cada crítica es, o comienza por ser, una interpretación. Pero la
lectura es una traducción dentro del mismo idioma y la crítica es una versión
libre del poema o, más exactamente, una trasposición. Para el crítico un
poema es un punto de partida hacia otro texto, el suyo, mientras que el
traductor, en otro lenguaje, y con signos diferentes, debe componer un
poema análogo al original. Así, en su segundo momento, la actividad del
traductor es paralela a la del poeta, con esta diferencia capital: al escribir, el
poeta no sabe cómo será su poema; al traducir, el traductor sabe que su
poema deberá reproducir el poema que tiene bajo los ojos. En sus dos
momentos la traducción es una operación paralela, aunque en sentido
inverso, a la creación poética. El poema traducido deberá reproducir el
poema original que, como ya se ha dicho, no es tanto su copia como su
transmutación. El ideal de la traducción poética, según alguna vez lo definió
Paul Valéry de manera insuperable, consiste en producir con medios
diferentes efectos análogos.
Traducción y creación son operaciones gemelas. Por una parte, según lo
muestran los casos de Charles Baudelaire y de Ezra Pound, la traducción es
muchas veces indistinguible de la creación; por la otra, hay un incesante
reflujo entre las dos, una continua y mutua fecundación. Los grandes
períodos creadores de la poesía de Occidente, desde su origen en Provenza
hasta nuestros días, han sido precedidos o acompañados por
entrecruzamientos entre diferentes tradiciones poéticas. Esos
entrecruzamientos a veces adoptan la forma de la imitación y otras la de la
traducción. Desde este punto de vista la historia de la poesía europea podría
verse como la historia de las conjunciones de las diversas tradiciones que
componen lo que se llama la literatura de Occidente, para no hablar de la
presencia árabe en la lírica provenzal o la del haiku y la poesía china en la
poesía moderna. Los críticos estudian las “influencias” pero este término es
equívoco; más cuerdo sería considerar la literatura de Occidente como un
todo unitario en el que los personajes centrales no son las tradiciones
nacionales, ni siquiera el llamado “nacionalismo artístico”. Todos los estilos
han sido translingüísticos: John Donne está más cerca de Quevedo que de
William Wordsworth; entre Góngora y Giambattista Marino hay una
evidente afinidad, en tanto que nada, salvo la lengua, une a Góngora con el
Arcipreste de Hita, que a su vez hace pensar por momentos en Geoffrey
Chaucer. Los estilos son colectivos y pasan de una lengua a otra; las obras,
todas arraigadas a su suelo verbal, son únicas… Únicas pero no aisladas:
cada una de ellas nace y vive en relación con otras obras de lenguas
distintas. Así, ni la pluralidad de las lenguas ni la singularidad de las obras
significa heterogeneidad irreductible o confusión, sino lo contrario: un
mundo de relaciones hecho de contradicciones y correspondencias, uniones
y separaciones.
En cada período los poetas europeos – ahora también los del continente
americano, en sus dos mitades – escriben el mismo poema en lenguas
diferentes. Cada una de estas versiones es, asimismo, un poema original y
distinto. Cierto, la sincronía no es perfecta, pero basta alejarse un poco para
advertir que oímos un concierto en el que los músicos, con diferentes
instrumentos, sin obedecer a ningún director de orquesta ni seguir partitura
alguna, componen una obra colectiva en la que la improvisación es
inseparable de la traducción y la invención de la imitación.
A veces, uno de los músicos se lanza a un solo inspirado; al poco tiempo, los
demás lo siguen, no sin variaciones que vuelven irreconocible al motivo
original. A fines del siglo pasado la poesía francesa maravilló y escandalizó
a Europa con ese solo que inicia Baudelaire y que cierra Stéphane Mallarmé.
Los poetas modernistas hispanoamericanos fueron de los primeros en
percibir esta nueva música; al imitarla, la hicieron suya, la cambiaron y la
transmitieron a España que, a su vez, volvió a recrearla. Un poco más tarde
los poetas de lengua inglesa realizaron algo parecido pero con instrumentos
distintos y diferentes tonalidad y tempo. Una versión más sobria y crítica en
la que Jules Laforgue, y no Paul Verlaine, ocupa un lugar central. La
posición singular de Laforgue en el modernismo angloamericano contribuye
a explicar el carácter de ese movimiento que fue, simultáneamente,
simbolista y antisimbolista. Pound y T. S. Eliot, siguiendo en esto a
Laforgue, introducen dentro del simbolismo la crítica del simbolismo, la
burla de lo que el mismo, Pound llama funny symbolist trappings
(“graciosos ornatos simbolistas”). Esta actitud crítica los preparó para
escribir, un poco después, una poesía no modernista, sino moderna, y así
iniciar, con Wallace Stevens, William Carlos Williams y otros, un nuevo
solo – el solo de la poesía angloamericana contemporánea.
La fortuna de Laforgue en la poesía inglesa y en la de lengua castellana es
un ejemplo de la interdependencia entre creación e imitación, traducción y
obra original. La influencia del poeta francés en Eliot y Pound es muy
conocida, pero apenas si lo es la que ejerció sobre los poetas
hispanoamericanos. En 1905 el argentino Leopoldo Lugones, uno de los
grandes poetas de nuestra lengua y uno de los menos estudiados, publica un
volumen de poemas. Los crepúsculos del jardín, en el que aparecen por
primera vez en español algunos rasgos laforguianos; ironía, choque entre el
lenguaje coloquial y el literario, imágenes violentas que yuxtaponen el
absurdo urbano al de una naturaleza convertida en grotesca matrona.
Algunos de los poemas de este libro parecían escritos en uno de esos
dimanches bannis de l’Infini, domingos de la burguesía hispanoamericana de
fin de siglo. En 1909 Lugones publica Lunario sentimental: a despecho de
ser una imitación de Laforgue, este libro fue uno de los más originales de su
tiempo y todavía puede leerse con asombro y delicia. La influencia del
Lunario sentimental fue inmensa entre los poetas latinoamericanos pero en
ninguno fue más benéfica y estimulante que en el mexicano Ramón López
Velarde. En 1919 López Velarde publica Zozobra, el libro central del
postmodernismo hispanoamericano, es decir, de nuestro simbolismo
antisimbolista. Dos años antes Eliot había publicado Prufrock and other
observations. En Boston, recién salido de Harvard, un Laforgue protestante;
en Zacatecas, escapado de un seminario, un Laforgue católico. Erotismo,
blasfemias, humor y, como decía López Velarde, una “íntima tristeza
reaccionaria”. El poeta mexicano murió poco después, en 1921, a los treinta
y tres años de edad. Su obra termina donde comienza la de Eliot… Boston y
Zacatecas: la unión de estos dos nombres nos hace sonreír como si se tratase
de una de esas asociaciones incongruentes en las que se complacía Laforgue.
Dos poetas escriben, casi en los mismos años, en lenguas distintas y sin que
ninguno de los dos sospeche siquiera la existencia del otro, dos versiones
diferentes e igualmente originales de unos poemas que unos años antes había
escrito un tercer poeta en otra lengua.

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