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DOI: http://dx.doi.org/10.14201/teri.20945
RESUMEN
El objetivo de este artículo radica en analizar las presiones que recibe el
sistema educativo para adaptarlo a las necesidades del mundo económico. Para ello
se examinan las direcciones que está tomando en tres planos diferentes. En primer
lugar, se aborda el papel de la innovación educativa vinculada al desarrollo de apli-
caciones tecnológicas, que no solo está configurando nuevos modelos de enseñanza
y aprendizaje, sino también oportunidades de negocio inspiradas en la industria del
entretenimiento, amenazando así la continuidad del sistema educativo tal y como
lo conocemos hoy en día. En segundo lugar, se examina el enfoque pedagógico de
las competencias que, más allá de promover cambios en la cultura escolar, favorece
1. Este artículo da continuidad al trabajo iniciado por el autor en el marco del Seminario Interna-
cional PEI Abierto «Aprender a imaginarse» organizado por el Programa de Estudios Independientes del
MACBA en el año 2017. La ponencia que se presentó en el seminario se publicará en una obra colectiva
de la colección de ensayos MACBA «Et AL», coeditada con Arcadia.
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ABSTRACT
The purpose of this article is to analyse the pressures placed upon the education
system in order for it to adapt to the needs of the economic world. Therefore, we shall
investigate what directions that system is taking nowadays on three different levels.
First, we analyze the role of educational innovation linked to the development of
technological applications, which is not only configuring new teaching and learning
models, but also business opportunities inspired by the entertainment industry, thus
threatening the continuity of the educational system and as we know it today. Secondly,
we examine the pedagogical approach to competencies that, beyond promoting
changes in school culture, favors the development of a pragmatic and economic vision
of education. Finally, and based on the discourse about competency education and the
theory of multiple intelligences, we analyze the role that the promotion of emotional
competencies in education is taking from the influence of positive psychology and
the happiness industry. The connections between these three levels underline how
it contributes to configure the functional subjectivities according to the neoliberal
rationality that governs us. Facing these tendencies, it appears necessary to claim the
renewal of the pedagogical commitment with the new generations. This commitment
has to provide more than only a free election of a formative menu for the profes-
sional development or the development of an educational culture interested mainly
in the emotional competencies and the promotion of the spirit of entrepreneurship.
In opposition to the current pedagogical tendencies that only encourage a model of
individualistic and psychological citizenship, we claim — like Hannah Arendt — a
pedagogical commitment relating the subject with culture, the desire of knowledge
and the opening to a common world.
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1. Introducción
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2. La innovación tecnológica
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2. En una entrada del blog de El Diari de l’educació, el profesor Francesc Imbermón apuntaba que
en Cataluña existen «610 empresas dedicadas a las tecnologías educativas (infraestructuras, equipamiento,
servicios de consultoría, relativas a los contenidos y recursos de aprendizaje, software, plataformas, etc.)
y que, actualmente, representan el 1’03% del PIB de Cataluña y va en aumento con el tratamiento de
datos, aprendizaje a través de videojuegos, material, etc.» (Imbermón, 2019).
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3. Mientras escribo este artículo, la Fundación Telefónica acaba de anunciar la apertura del «plazo
de inscripción de la denominada ‘Escuela 42’, una iniciativa que pretende «reinventar la educación» y
aportar una alternativa «a un sistema educativo reglado incapaz de adaptarse a las demandas del mercado
digital». Si bien no inventan nada que no ofrezcan ya los títulos oficiales de muchas universidades virtuales
y otras plataformas educativas, sus promotores se apresuran en destacar que «la propuesta educativa
carece de certificación y no requiere la presencia del profesor tradicional porque los alumnos aprenden
a través de proyectos, que corrigen sus propios compañeros con el apoyo de un equipo pedagógico».
Se puede acabar de leer la noticia en el periódico digital elEconomista.es. Recuperado de: https://www.
msn.com/es-es/dinero/formacion-empleo/telef%C3%B3nica-propone-reinventar-la-educaci%C3%B3n-
digital-colaborativa-gratuita-y-sin-profesores/ar-AACjUXo (Consultado el 18/06/2019).
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Realizar hoy en día una crítica de la educación emocional cuando cuenta con el
consenso de tantos educadores y educadoras, parece un poco arriesgado. No faltan
las voces que defienden, incluso, que se incluya en su propia formación profesional
(Palomera, Fernández-Berrocal y Brackett, 2008; López-Goñi y Goñi, 2012; Body,
Ramos, Redondo y Pelegrina, 2016; Darder, 2017). De hecho, «una de las corrientes
pedagógicas que mayor presencia está teniendo en los nuevos discursos y prácticas
educativas y que, por ello, es susceptible de fomentar nuevas identidades docentes,
es el coaching educativo» (Valero, 2019, p. 272; cursiva en el original). Sin embargo,
nosotros quisiéramos llamar la atención —tal y como hemos apuntado— sobre los
efectos de esta emopedagogía en el discurso educativo actual. En un trabajo anterior
ya hablamos de la colonización Psi del sistema educativo (Solé y Moyano, 2017).
Nos parece importante retomar aquella reflexión para analizar cómo va penetrando
esta nueva ideología en el conjunto del sistema.
Desde que Édouard Claparède inaugurara el primer instituto de ciencias de la
educación, dando nacimiento a la psicopedagogía a fin de prescribir los compor-
tamientos de los educadores a partir del conocimiento científico de los niños, el
discurso pedagógico está impregnado de lenguaje psicológico. Desde hace algunos
años, además, conceptos como felicidad, necesidades emocionales, competen-
cias sociales, motivación, autoestima forman parte de la vulgata pedagógica más
extendida. Junto a ello, se han instaurado multitud de herramientas de evaluación,
tablas de observación, protocolos, etc., con los que se diagnostican todo tipo de
trastornos del aprendizaje, que cuentan ya con un amplio mercado de etiquetas y
clasificaciones nosográficas (Morel, 2015), con sus tratamientos estandarizados, su
derivación a dispositivos de externalización especializados y su batallón de expertos.
La muestra más evidente en esa gestión tecnocrática de las diferencias sería, por
ejemplo, la sobrediagnosticación del TDAH —en España ya se habla de la existencia
de 400.000 niños diagnosticados con el TDAH—, ese cajón de sastre, tan rentable
para una psicoindustria plenamente integrada en el Estado del bienestar, con el
que se clasifica el malestar de la infancia en torno a la educación (Ubieto, 2014;
Ubieto y Pérez Álvarez, 2018). Al respecto, Meirieu apunta que vivimos una época
marcada por la hegemonía del psicologismo. Así, «ante la menor situación crítica se
moviliza a los psicólogos y cuando, en una institución, aparece un conflicto, desde
el primer momento se busca la fuente en los problemas de autoestima antes que…
¡en la lucha de clases!» (Meirieu, 2016, p. 87).
Poco a poco, asistimos a un proceso de conversión de las cuestiones educativas
—tal y como sucede en un orden social, político y cultural mucho más amplio— a
cuestiones médicas e individuales cuando aparecen problemas disciplinarios, tanto
en la adquisición de los aprendizajes como en el comportamiento de los alumnos
en las aulas. Así, las diferencias acaban derivando en una pedagogía de las identi-
dades patológicas, anulando la subjetividad (Leite y Christofoletti, 2018). Sin duda,
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en esa conversión intervienen diversos factores. Entre ellos, hay que destacar las
transformaciones de los campos científico y médico y su desplazamiento hacia el
paradigma positivista y empirista (tecnologías de cosificación, clasificación, medición,
observación empírica, evaluación, etc.), reforzado por el impulso de las neurociencias
cognitivas, que han penetrado con fuerza en el mundo de la educación (Ocampo,
2019). En poco tiempo, la neuroeducación, impulsada por la misma OCDE (2007),
se ha convertido en un paradigma psicopedagógico dominante, hasta el punto que
hay quien llega a afirmar la necesidad de rechazar cualquier propuesta educativa
que no tenga «una base empírica verificada por la neurociencia» (Guillén, Pardo,
Forés, Hernández, y Trinidad, 2015, p. 51), aunque sus aplicaciones prácticas sean
más bien limitadas o no hayan hecho más que corroborar lugares comunes pedagó-
gicos a la hora de apoyar, mediante evidencias empíricas, una escuela con cerebro.
Como es sabido, el ser humano no vive solo de ciencia, necesita también hogares
mitológicos. Tal vez por eso la ciencia crea sus propios mitos; en este caso, los
neuromitos (Ferrero, Garaizar y Vadillo, 2016). Si observamos de cerca algunos de
los descubrimientos de la neurociencia, hallaremos que no hacen más que presentar
con gran solemnidad científica ideas populares enraizadas en nuestra cultura sobre
la psique, el bienestar o la salud humanas a partir de la objetividad que es capaz
de proporcionar una simple radiografía. Sabemos muy bien la fascinación que
despiertan las imágenes tomográficas del cerebro, las gráficas y cálculos matemáticos
y los marcadores de actividad cerebral vistos desde la pantalla de un ordenador.
En esas supuestas evidencias, donde una resonancia magnética funcional (fMRI) y
un software informático se convierten en metáforas de la mente, confundiendo la
actividad mental con las reacciones químicas y eléctricas del cerebro (Castoriana,
2016), reside todo su misterio, generando así una nueva construcción científica y,
por tanto, un nuevo régimen de verdad que se acabará integrando exitosamente
en el tejido social. El uso de técnicas estadísticas se encargará de ofrecer muestras
empíricas definitivas, y es así como la traslación de esa investigación neurológica
al sistema de diagnóstico de trastornos del aprendizaje y al diseño de programas
cognitivo-conductuales para fomentar el bienestar requerirá de un simple giro
psicopedagógico. Teniendo en cuenta que «la corteza cerebral tiene un potencial
ilimitado de cambio, […] cada persona es la arquitecta de su cerebro» (Bisquerra,
2018, p. 154). De esta forma, reformas curriculares y un sinfín de pautas, consejos y
técnicas psi basadas o directamente extraídas de la literatura científica para ejercitar
el cerebro en la autogestión emocional, incluyendo los tratamientos farmacológi-
cos, empiezan a formar parte de las prácticas y rituales de muchas aulas (De Vos,
2015), a menudo justificadas por el noble objetivo de estimular y potenciar aquellos
estilos y competencias educativas que mejor sintonizan con la manera de trabajar
del cerebro a la hora de fomentar la motivación, controlar el comportamiento y
mejorar los aprendizajes (Mora, 2013; Bueno, 2017).
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Carpena, 2017; GROP, 2009; Güell y Muñoz, 2003; Sánchez, Rodríguez y García,
2018). A menudo se justifica por el hecho de que vivimos un momento de cambios
muy profundos y acelerados que presionan sobre el equilibrio personal y la vida
social y que, por ese motivo, hay que fortalecer la vida afectiva de los individuos.
Desde un punto de vista pedagógico, existe también un acuerdo generalizado en
considerar que muchos problemas de aprendizaje tienen su origen en disfunciones
emocionales y afectivas (Darder, 2017, p. 16). Sea como fuere, todo ello se desa-
rrolla en un contexto vinculado con el creciente valor cultural de las emociones en
la constitución de la propia identidad, las relaciones sociales y el propio bienestar
(Prieto, 2018).
Un ethos terapéutico que encaja muy bien con los valores promovidos por
la cultura neoliberal se está imponiendo, pues, en todos los niveles del sistema
educativo. Solo ha hecho falta asumir que la plena funcionalidad y valor de cada
uno como individuo depende de su constante optimización personal mediante la
adquisición de habilidades de gestión emocional y cognitiva y el desarrollo pleno
de sus capacidades. Aprender a manejar, contener y canalizar las emociones forma
parte, entonces, de un trabajo psicopedagógico necesario al servicio de la maximi-
zación del interés personal.
En este contexto de utilitarismo emocional, la psicología positiva, el coaching
y la literatura de autoayuda, que se encuentran en la base de una educación
emocional new age cada vez más extendida (Malagón, 2011; López y Valls, 2013;
Sánchez y Boronat, 2014; Sandoval y López, 2017), no hacen más que promover
—a nuestro entender— un tipo de educación integral abocada al culto narcisista.
«En la educación —afirma Darder (2017, p. 17)— es indispensable favorecer el nivel
de conciencia (de nosotros mismos, del entorno, de los otros y del contexto y los
vínculos establecidos), para que cada uno asuma el gobierno de sí mismo». En este
sentido, los programas de educación emocional se encargan de ofrecer todo tipo
de estrategias —una suerte de tecnologías del yo, por usar el término de Foucault
(2008)—, así como un modo emocional de reflexividad para que cada cual aprenda
a gestionar su mundo interior, refuerce su autoestima y capacidad de resiliencia,
confronte sus emociones negativas y explore el fantasma de su libertad; un fantasma
que se apoya en el mito de la expansión de uno mismo, el crecimiento personal y la
potenciación de la propia individualidad como el camino más seguro para alcanzar
la felicidad. Y es que la felicidad —tal y como sostienen Cabanas e Illouz (2019,
p. 123)— se ha convertido «en un estilo de vida, en una mentalidad y, en último
término, en un tipo de personalidad para definir en términos psicológicos el ideal
neoliberal del ciudadano contemporáneo».
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hecho de que estos valores o metas sociales han servido para neutralizar y legitimar
la ideología neoliberal del individualismo (Cabanas e Illouz, 2019).
¿Cuál es, pues, el compromiso pedagógico de la educación emocional? Sin
duda, y aquí coincidimos con Darder (2017, p. 21), «prescindir de las emociones es
una simplificación que mutila la complejidad de la realidad y de la educación. Las
vivencias emocionales y afectivas del sujeto intervienen y condicionan su desarrollo
personal y social y, por tanto, el aprendizaje», pero estamos hablando de otra cosa.
Desde nuestra perspectiva, la función educativa capaz de sostener el compromiso
pedagógico es aquella que —al decir de Hannah Arendt (1996)— se hace cargo de
abrir el mundo a las nuevas generaciones; hacer que el mundo (lo que hay más allá
de uno mismo y de la potenciación productiva de su talento), les hable y les interpele.
Y aquello que les debe interpelar —tal y como defienden Masschelein y Simons
(2014, p. 27)—, tiene que ver con el aprendizaje, con la iniciación al conocimiento
y a las destrezas, con la socialización en la cultura de una sociedad entendida en
un sentido amplio, y no con la exaltación emotiva del yo y su autonomía, objetivo
prioritario de las agendas narcisistas de la cultura terapéutica del neoliberalismo.
Si nos apartamos del enfoque psicologizante de la educación y nos ponemos a
trabajar a partir de la cultura, «la única materia de la enseñanza escolar», tal y como
dice Meirieu (2016, p. 72), dotamos a las jóvenes generaciones de «los lenguajes
que les permitirán comunicarse, los instrumentos gracias a los cuales podrán hacer
frente a los acontecimientos cotidianos, los conceptos y los modelos que les darán
los medios de comprender lo que les rodea, lo que les pasa» (2016, p. 72). Defender
el compromiso pedagógico supone comprender que la educación es el esfuerzo
permanente por poner en contacto al sujeto con la cultura, partiendo de su parti-
cularidad, pero no encerrándose en ella.
Hay que cuestionar, pues, todo este discurso de la emopedagogía, así como el
trabajo científico y académico que lo avala. La educación emocional es una falsa
recompensa ante la falta de promesa en educación. Cuando la formación ya no
garantiza nada, cuando los alumnos son muy conscientes del destino social que les
espera (los méritos personales no se traducen en resultados), la educación emocional
supone una falsa salida. Alejados de la cultura, la educación emocional, autocentrada
en un yo vacío de saberes, les impide vivir el placer de los aprendizajes y las «satis-
facciones del pensamiento» (2016, p. 83). Para que esto sea posible, es decir, para
rehabilitar la promesa de la educación mediante el goce de aprender, «hace falta que
el adulto […] —tal y como sostiene de nuevo Meirieu (2016, p. 83)—, tome la posta
de la promesa institucional: a él le corresponde encarnar, en su comportamiento de
educador, el placer de investigar y la alegría de conocer». Ahí reside —siguiendo
a Bárcena (2018, p. 79; cursivas en el original)— su función como «mediador del
deseo de saber del otro». Subordinar los aprendizajes a las emociones desarma a
los alumnos y refuerza las desigualdades, impidiendo el acceso a la única promesa
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educativa que hoy es posible sostener: «la promesa de que el esfuerzo intelectual
permite acceder a la alegría de pensar» (Meirieu, 2016, p. 85).
No podemos sustituir nuestra responsabilidad pedagógica, es decir, despertar
el interés de los jóvenes por los conocimientos y destrezas socialmente importan-
tes que se despliegan a través de las materias escolares, esas ventanas abiertas al
mundo, por una serie de prácticas aplicadas a la gestión psicoemocional de los
talentos individuales. Esas prácticas se ven reforzadas, además, por las estrategias
mercantilizadoras de una educación digital preocupada, tal y como hemos visto
en el primer apartado, por el desarrollo exclusivo de competencias y habilidades
profesionales. La educación es algo más que simple formación para el trabajo. La
educación es también una oportunidad para que los jóvenes dejen de ser seducidos
por algo que vaya más allá de sí mismos y de sus identidades particulares, en el
que antes que la exaltación del individuo, erigido en valor soberano, cabe hallar el
encuentro con el otro encarnado por el maestro, cuya función como mediador de
la cultura, gracias a una interacción de tutela —al decir de Jerome Bruner (2013)—,
prepara la apertura a nuevos mundos «a través de la materia colocada en medio de
la relación» (Bárcena, 2018, p. 90), esos mundos que conforman nuestro mundo
común y permiten instituir lo colectivo (Garcés, 2013). Para ello, sin duda, hace falta
escuela (Larrosa, 2018), y no un simple menú de plataformas educativas a la carta.
Tal es, sin duda, el sentido de la enseñanza de Hannah Arendt cuando, en su
conocido análisis sobre «la crisis de la educación», nos insta a «asumir la responsa-
bilidad del mundo» hacia las nuevas generaciones: «Con la educación decidimos
si amamos lo suficiente a nuestros niños para no apartarlos de nuestro mundo ni
abandonarlos a sí mismos, […], y, en cambio, prepararlos de antemano para la tarea
de renovar un mundo común» (Arendt, 1996, p. 208). No abandonar, pues, a los
alumnos a sí mismos en una pedagogía de las competencias y de las emociones,
a menudo defendida por muchos educadores de una manera tan ingenua como
peligrosa, si se la desconecta de un proyecto cultural fuerte traducido en actos de
trabajo cotidiano que permitan acceder al pensamiento y, por lo tanto, a crecer y
aprender.
Referencias bibliográficas
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