San Juan Eudes
San Juan Eudes
San Juan Eudes
San Juan Eudes siente la urgencia de comunicar a sus hermanos sacerdotes el ardor
quemante de su propia experiencia de amor a Jesús.
Por eso el 25 de marzo de 1643, día de la Encarnación del Verbo de Dios, él y cinco
compañeros sacerdotes fundaron la Congregación de Jesús y María.
“En 1643, por exceso de su bondad, nuestro Señor y su santísima Madre, nos hicieron la
gracia de empezar la fundación de nuestra pequeña Congregación; aconteció el 25 de
marzo, día en que el Hijo de Dios se encarnó y la Virgen fue constituida Madre de Dios. A
la Trinidad sacrosanta, a la humanidad de Cristo Jesús, a la fecundidad de la Virgen Madre,
a la totalidad de los santos, se tributen alabanza sempiterna, honor, poder y gloria, de parte
de toda criatura por los siglos infinitos.”
EL CORAZON DE JESÚS
Este amabilísimo Corazón de Jesús es una hoguera de amor. Ama a su Padre celestial con
amor eterno, inmenso e infinito. Ama a su madre sin límites ni medidas. Como lo
demuestran las gracias inconcebibles con que la ha colmado.
De la misma manera nos ama nuestro Salvador: con amor infinito, eterno, inmenso,
esencial. Todo cuanto hay en él: su divinidad y humanidad, su alma y su cuerpo, su sangre,
todos sus pensamientos, palabras y acciones, sus privaciones, humillaciones y sufrimientos,
todo lo que él es, posee y puede, está empleado en amarnos.
El Corazón de Jesús, empero, no es solamente el templo: es también el altar del amor
divino, sobre el corazón de Jesús cual está encendido, día y noche, el fuego sagrado de ese
amor. Sobre este altar el sumo Sacerdote, Jesús, ofrece de continuo toda clase de sacrificios
a la santa Trinidad.
El Corazón de Jesús, nuestro Salvador, es una hoguera ardiente de amor por nosotros. De
un amor que purifica, ilumina, santifica, transforma y deifica. En ese amor se aquilatan los
corazones más que el oro en el crisol. Ese amor disipa las tinieblas del infierno que cubren
la tierra y nos hace penetrar en la luz admirable del cielo, como nos dice san Pedro: Él nos
ha llamado a salir de las tinieblas y a entrar en su luz maravillosa (1Pe 2, 9).
El Corazón de Jesús es una hoguera que envía sus llamas en todas las direcciones, en el
cielo, en la tierra y en todo el universo, y enciende los corazones de los serafines y
encendería todos los corazones humanos si los hielos del pecado no lo impidieran.
El Corazón de nuestro Redentor rebosa un amor extraordinario por los hombres, buenos y
malos, amigos y enemigos.
El corazón de Jesús es un amor tan ardiente que, todos los torrentes y diluvios de sus
pecados no logran apagarlo: las aguas torrenciales no podrían apagar el amor.
¡Llamas sagradas del Corazón de mi Salvador, vengan a encender mi corazón y el de todos
mis hermanos!
Corazón de María
Allegarse al Corazón de María es encontrarse con Jesús. El corazón representa todo el
interior del hombre, pero principalmente su amor. Por eso, cuando honramos al Corazón de
María no queremos recordar algún misterio, acción o cualidad, y ni siquiera la persona
dignísima de la Virgen, sino la fuente y el origen de la santidad de todo ello: su amor y
caridad.
Porque este amor santificó todas sus acciones, las facultades de su espíritu, su vida exterior
e interior, con sus virtudes y perfecciones. El amor la hizo digna de ser madre de Jesús y de
todos los miembros de Cristo y fuente inagotable de gracias.
Ustedes, todos los sedientos, vengan presurosos a beber de esta fuente. ¿Por qué vacilan?
¿Temen acaso rebajar la bondad de su Redentor cuando les dirige al Corazón de su madre?
Porque María nada es, nada tiene y nada puede sino de Jesús, por él y en él. Es Jesús el que
lo es todo, lo puede todo y lo hace todo en ella.
Y no solamente Jesús vive y permanece continuamente en el Corazón de María, sino que él
mismo es el Corazón de su Corazón. Por eso, allegarse al Corazón de María es encontrarse
con Jesús; honrar al Corazón de María es honrar a Jesús; invocar al Corazón de María, es
invocar a Jesús. Este Corazón admirable es el ejemplar y el modelo de nuestros corazones;
y la perfección cristiana consiste en llegar a ser imágenes vivas del Corazón santo de María.
Además, así como el Padre eterno concedió a María concebir a su Hijo primero en su
Corazón y luego en su seno virginal, así también le dio poder de formarlo en el corazón de
los hijos de Adán. Por eso, ella colabora en la obra de nuestra salvación, empleando con
amor increíble este poder especial. Y como ella llevó y llevará eternamente a su Hijo Jesús
en su Corazón, ha llevado también y llevará siempre con él a todos los miembros de la
divina Cabeza, como a hijos muy queridos. Y como frutos de su Corazón maternal que ella
presenta como oblación continua a la divina majestad.
María no amó jamás nada fuera de Dios y lo que Dios quiso que amara en él y por él.
Más aún la unión natural y corpórea de los sarmientos con la vid y de los miembros del
cuerpo con su cabeza, tan estrecha en el mundo físico, es solamente figura y sombra de la
unión espiritual y sobrenatural que por el bautismo contraemos con Jesucristo. Y lo que es
todavía más maravilloso: nuestra alianza bautismal con Jesucristo, y por él con el Padre
eterno, es tan alta y divina que Jesús mismo la ha comparado a la unión entre el Padre y el
Hijo: Que sean uno, como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que sean
perfectos en la unidad (Jn 17, 22-23). Así la unidad entre el Padre y el Hijo es el modelo de
la unión que sellamos con Dios por el bautismo y ésta, a su vez, es la imagen viviente de
aquélla.
Lo que destaca y ennoblece nuestra alianza con Dios en el bautismo es que se fundamenta y
tiene su principio en la sangre preciosa de Jesucristo, por la acción del Espíritu Santo. De
tal manera que este mismo Espíritu, que es la unidad del Padre y del Hijo, es al mismo
tiempo el lazo de unión de nuestra sociedad perfecta con Jesucristo y por él con el Padre
eterno, unión calificada con estas palabras: Que sean perfectos en la unidad (Jn 17, 23).
Así, mediante el bautismo, somos una sola cosa con Jesucristo y por Jesucristo con Dios
Padre, de la manera más elevada y perfecta que pueda existir después de la unión
hipostática de la naturaleza humana con el Verbo eterno. Es una alianza incomparable y
una inefable sociedad, tan excelente que nos obliga a vivir en alabanzas y acciones de
gracias a Dios por su bondad infinita. ¡Gracias sean dadas a Dios por su don inefable!
(2Co 9, 15).
De ahí la santidad que debe distinguir nuestra vida, a causa de la asociación tan íntima que
hemos adquirido con el Santo de los santos. Si somos una sola cosa con Dios debemos
tener también un mismo corazón, un mismo espíritu, un mismo sentir y un mismo afecto
con él: Quien se une al Señor es un espíritu con él (1 Co 6, 17).
Sólo debemos amar y odiar lo que Dios ama y odia. Odiar el pecado que es soberanamente
merecedor del odio de Dios. Pecar mortalmente significa violar y quebrantar esta alianza
contraída con Dios en el bautismo, para volver a ser aliados de su enemigo, Satanás. Es
afrentar la unión del Padre y del Hijo destruyendo en nosotros lo que era su imagen. Es
profanar e inutilizar la sangre preciosa de Cristo que es el fundamento de esta alianza. Es
apagar el Espíritu de Dios, vínculo sagrado de esta sociedad, desobedeciendo así a la
palabra celestial: No impidan las manifestaciones del Espíritu (1 Ts 5, 19).
¡Por eso debemos sentir horror por nuestros pecados para no recaer en ellos y velar por la
conservación de esta rica y preciosa alianza con Dios, tratando con todas nuestras fuerzas
de hacerla compartir por nuestros hermanos!
Al vestirte
Recuerda que nuestro Señor Jesucristo, al encarnarse, se revistió, por amor a ti, de nuestra
humanidad, mortalidad, miserias y necesidades. Que, por lo mismo, necesitó de vestido
como tú. Luego eleva hacia él tu corazón para decirle:
“Bendito seas Señor, por siempre, porque de esa manera te has humillado por mi amor. Te
ofrezco lo que estoy realizando en estos momentos para honrarte por haber revestido tu
divinidad con nuestra humanidad y por haber usado vestidos semejantes a los nuestros.
Deseo realizar esta acción con tus mismas disposiciones e intenciones”.
5. Toda nuestra vida está destinada a dar gloria a Jesús
Nuestra vida con sus pertenencias y dependencias pertenece por entero a Jesucristo.
1. Porque él es nuestro Creador. De él recibimos el ser y la vida que llevan impresa la
imagen y semejanza de su vida y de su ser. Por eso le pertenecemos en forma total y
debemos ajustarnos a él como la imagen a su prototipo.
2. Porque él nos conserva a cada instante en el ser que nos dio, y nos lleva continuamente
en su regazo con mayor solicitud y ternura que una madre a su hijo.
3. Porque según la Palabra sagrada su Padre le ha dado desde siempre y por toda la
eternidad todas las cosas en general y a cada uno de nosotros en particular
4. Porque es nuestro Redentor. Él nos ha librado de la esclavitud del demonio y del pecado
y nos ha rescatado al precio de su sangre y de su vida. Por eso a él pertenece todo cuanto
somos y tenemos: nuestra vida, nuestro tiempo, nuestros pensamientos, palabras y acciones,
nuestro cuerpo y nuestra alma, el uso de los sentidos corporales y de las facultades del
espíritu, y de las cosas del mundo. Porque no sólo nos adquirió por su sangre la gracia para
santificar nuestras almas, sino también cuanto requiere la conservación de nuestros cuerpos.
Porque, a causa de nuestros pecados, no tendríamos derecho ni de transitar por el mundo, ni
de respirar el aire, ni de comer un trozo de pan o beber una gota de agua, ni de servirnos de
criatura alguna, si Jesucristo no nos hubiera dado ese derecho por su sangre y por su
muerte. (...)
5. Porque Jesús nos ha dado todo cuanto es y cuanto tiene. Nos ha dado a su Padre para que
sea también nuestro Padre, a su Espíritu Santo para que sea nuestro Espíritu y nos enseñe,
gobierne y guíe en todas las cosas; a su santa Madre para que sea nuestra Madre; a sus
ángeles y santos para que nos protejan e intercedan por nosotros; las criaturas del cielo y de
la tierra para nuestro servicio.
Nos ha dado, además, su propia persona en la Encarnación. Todos los instantes de su vida
los empleó por nosotros; sus pensamientos, palabras y acciones y los pasos que dio
estuvieron consagrados a nuestra salvación. En la Eucaristía nos ha dado su cuerpo y su
sangre, con su alma y su divinidad, con todas sus maravillas y tesoros infinitos; y esto cada
día y cuantas veces nos disponemos a recibirlo.
De ahí nuestra obligación de darnos enteramente a él, de ofrecerle y consagrarle todas las
actividades y ejercicios de nuestra vida. Si fueran nuestras todas las vidas de los ángeles y
de los hombres de todos los tiempos, deberíamos consumirlas en su servicio. Aunque sólo
hubiera empleado por nosotros un instante de su vida, él vale más que mil eternidades, si
así se puede hablar, de las vidas de todos los ángeles y seres humanos. Con mayor razón
debemos consagrar a su gloria y a su servicio el poco de vida y de tiempo que pasamos
sobre la tierra.
Con ese fin, lo primero y principal que debes hacer es conservarte en su gracia y amistad.
Huirás del pecado, que puede hacértela perder, más que de la muerte y de los más terribles
males del mundo. Si, por desgracia, caes en algún pecado, levántate cuanto antes mediante
la confesión. Porque como las ramas, las hojas, flores y frutos pertenecen al dueño del
tronco del árbol, así mientras pertenezcas a Jesucristo y estés por la gracia unido a él, toda
tu vida, con sus dependencias, y todas tus buenas acciones, a él pertenecen.