El Significado de Los 7 Dones Del Espíritu Sant1
El Significado de Los 7 Dones Del Espíritu Sant1
El Significado de Los 7 Dones Del Espíritu Sant1
Espíritu Santo
El Catecismo de la Iglesia católica, en el número 1830, explica que “la vida moral de los
cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo. Estos son disposiciones
permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo”.
1. Sabiduría
Es el don de entender lo que favorece y lo que perjudica al proyecto de Dios. Él
fortalece nuestra caridad y nos prepara para una visión plena de Dios.
El mismo Jesús nos dijo: “Mas cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a
hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis
vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros” (Mt
10, 19-20).
El Señor dijo: “Les daré corazón para conocerme, pues yo soy Yahveh” (Jer 24,7).
3. Consejo
Es el don de saber discernir los caminos y las opciones, de saber orientar y
escuchar. Es la luz que el Espíritu nos da para distinguir lo correcto e incorrecto, lo verdadero
y falso. Nos ilumina la conciencia en las opciones que la vida diaria nos propone, sugiriéndonos
lo que es correcto, lo que conviene más al alma.
Sobre Jesús reposó el Espíritu Santo, y le dio en plenitud ese don, como había profetizado
Isaías: “No juzgará por las apariencias, ni sentenciará de oídas. Juzgará con justicia a los
débiles, y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra” (Is 11, 3-4).
4. Ciencia
Es el don de la ciencia de Dios y no la ciencia del mundo. Por este don el Espíritu Santo nos
revela interiormente el pensamiento de Dios sobre nosotros, pues “nadie conoce lo íntimo
de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1Co 2, 11). El don de Ciencia nos da a conocer el verdadero
valor de las criaturas en su relación con el Creador.
5. Piedad
Es el don que el Espíritu Santo nos da para estar siempre abiertos a la voluntad de Dios,
buscando siempre actuar como Jesús actuaría.
Si Dios vive su alianza con el hombre de manera tan envolvente, el hombre, a su vez, se siente
también invitado a ser piadoso con todos.
En la Primera Carta de San Pablo a los Corintios escribió: “En cuanto a los dones espirituales,
no quiero, hermanos, que estéis en la ignorancia. Sabéis que cuando erais gentiles, os dejabais
arrastrar ciegamente hacia los ídolos mudos. Por eso os hago saber que nadie, hablando con
el Espíritu de Dios, puede decir: «¡Anatema es Jesús!»; y nadie puede decir: «¡Jesús es
Señor!» sino con el Espíritu Santo” (1Co 12, 1-3).
6. Fortaleza
Este es el don que nos vuelve valientes para enfrentar las dificultades del día a día de la vida
cristiana. Vuelve fuerte y heroica la fe. Recordemos el valor de los mártires. Nos
da perseverancia y firmeza en las decisiones.
Los que tienen ese don no se amedrentan frente a las amenazas y persecuciones, pues confían
incondicionalmente en el Padre.
El Apocalipsis dice: “No temas por lo que vas a sufrir: el Diablo va a meter a algunos de
vosotros en la cárcel para que seáis tentados, y sufriréis una tribulación de diez días.
Manténte fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida” (Ap 2,10).
7. Temor de Dios
Este don nos mantiene en el debido respeto frente a Dios y en la sumisión a su voluntad,
apartándonos de todo lo que le pueda desagradar.
Por eso, Jesús siempre tuvo cuidado en hacer en todo la voluntad del Padre, como Isaías había
profetizado: “Reposará sobre él el espíritu de Yahveh: espíritu de sabiduría e inteligencia,
espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahveh” (Is 11,2).
El don de Sabiduría nos da gusto por lo espiritual, capacidad de saborear las cosas divinas y de
valorar las cosas creadas según Dios.
«La sabiduría "es la luz que se recibe de lo alto: es una participación especial en ese
conocimiento misterioso y sumo, que es propio de Dios... Esta sabiduría superior es la raíz de
un conocimiento nuevo, un conocimiento impregnado por la caridad, gracias al cual el alma
adquiere familiaridad, por así decirlo, con las cosas divinas y prueba gusto en ellas. ... "Un cierto
sabor de Dios" (Sto Tomás), por lo que el verdadero sabio no es simplemente el que sabe las
cosas de Dios, sino el que las experimenta y las vive ".
»Además, el conocimiento sapiencial nos da una capacidad especial para juzgar las cosas
humanas según la medida de Dios, a la luz de Dios. Iluminado por este don, el cristiano sabe
ver interiormente las realidades del mundo: nadie mejor que él es capaz de apreciar los valores
auténticos de la creación, mirándolos con los mismos ojos de Dios.
El don de Inteligencia (Entendimiento) es una gracia del Espíritu Santo para comprender la
Palabra de Dios y profundizar las verdades reveladas.
«Mediante este don el Espíritu Santo, que "escruta las profundidades de Dios" (1 Cor 2,10),
comunica al creyente una chispa de capacidad penetrante que le abre el corazón a la gozosa
percepción del designio amoroso de Dios. Se renueva entonces la experiencia de los discípulos
de Emaús, los cuales, tras haber reconocido al Resucitado en la fracción del pan, se decían uno a
otro: "¿No ardía nuestro corazón mientras hablaba con nosotros en el camino, explicándonos
las Escrituras?" (Lc 24:32).
»Esta inteligencia sobrenatural se da... a los fieles que, gracias a la "unción" del Espíritu (cfr 1
Jn 2:20 y 27) poseen un especial "sentido de la fe" (sensus fidei) que les guía en las opciones
concretas.
»Efectivamente, la luz del Espíritu, al mismo tiempo que agudiza la inteligencia de las cosas
divinas, hace también mas límpida y penetrante la mirada sobre las cosas humanas. Gracias a
ella se ven mejor los numerosos signos de Dios que están inscritos en la creación. Se descubre
así la dimensión no puramente terrena de los acontecimientos, de los que está tejida la historia
humana. Y se puede lograr hasta descifrar proféticamente el tiempo presente y el futuro.
"¡Signos de los tiempos, signos de Dios!"».
El don de Consejo ilumina la conciencia en las opciones que la vida diaria le impone,
sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma.
«El don de consejo se da al cristiano para iluminar la conciencia en las opciones que la vida
diaria le impone.
»Una necesidad que se siente mucho en nuestro tiempo, turbado por no pocos motivos de crisis
y por una incertidumbre difundida acerca de los verdaderos valores, es la que se denomina
«reconstrucción de las conciencias». Es decir, se advierte la necesidad de neutralizar algunos
factores destructivos que fácilmente se insinúan en el espíritu humano, cuando está agitado por
las pasiones, y la de introducir en ellas elementos sanos y positivos.
»En este empeño de recuperación moral la Iglesia debe estar y está en primera línea: de aquí la
invocación que brota del corazón de sus miembros -de todos nosotros- para obtener ante todo la
ayuda de una luz de lo Alto. El Espíritu de Dios sale al encuentro de esta súplica mediante el don
de consejo, con el cual enriquece y perfecciona la virtud de la prudencia y guía al alma desde
dentro, iluminándola sobre lo que debe hacer, especialmente cuando se trata de opciones
importantes (por ejemplo, de dar respuesta a la vocación), o de un camino que recorrer entre
dificultades y obstáculos. Y en realidad la experiencia confirma que «los pensamientos de los
mortales son tímidos e inseguras nuestras ideas», como dice el Libro de la Sabiduría (9, 14).
»El don de consejo actúa como un soplo nuevo en la conciencia, sugiriéndole lo que es lícito, lo
que corresponde, lo que conviene más al alma (cfr San Buenaventura, Collationes de septem
donis Spiritus Sancti, VII, 5). La conciencia se convierte entonces en el «ojo sano» del que habla
el Evangelio (Mt 6, 22), y adquiere una especie de nueva pupila, gracias a la cual le es posible
ver mejor que hay que hacer en una determinada circunstancia, aunque sea la más intrincada y
difícil».
El don de Fortaleza es una fuerza sobrenatural que sostiene la virtud moral de la fortaleza, para
obrar valerosamente lo que Dios quiere de nosotros, y sobrellevar las contrariedades de la vida,
para resistir las instigaciones de las pasiones internas y las presiones del ambiente. Supera la
timidez y la agresividad.
«1. En nuestro tiempo muchos ensalzan la fuerza física, llegando incluso a aprobar las
manifestaciones extremas de la violencia. En realidad, el hombre cada día experimenta la propia
debilidad, especialmente en el campo espiritual y moral, cediendo a los impulsos de las pasiones
internas y a las presiones que sobre él ejerce el ambiente circundante.
»Esta virtud encuentra poco espacio en una sociedad en la que está difundida la práctica tanto
del ceder y del acomodarse como la del atropello y la dureza en las relaciones económicas,
sociales y políticas. La timidez y la agresividad son dos formas de falta de fortaleza que, a
menudo, se encuentran en el comportamiento humano, con la consiguiente repetición del
entristecedor espectáculo de quien es débil y vil con los poderosos, petulante y prepotente con
los indefensos.
»3. Quizá nunca como hoy, la virtud moral de la fortaleza tiene necesidad de ser sostenida por el
homónimo don del Espíritu Santo. El don de la fortaleza es un impulso sobrenatural, que da
vigor al alma no solo en momentos dramáticos como el del martirio, sino también en las
habituales condiciones de dificultad: en la lucha por permanecer coherentes con los propios
principios; en el soportar ofensas y ataques injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre
incomprensiones y hostilidades, en el camino de la verdad y de la honradez.
»Cuando experimentamos, como Jesús en Getsemani, «la debilidad de la carne» (cfr Mt 26, 41;
Mc 14, 38), es decir, de la naturaleza humana sometida a las enfermedades físicas y psíquicas,
tenemos que invocar del Espíritu Santo el don de la fortaleza para permanecer firmes y
decididos en el camino del bien. Entonces podremos repetir con San Pablo: «Me complazco en
mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas
por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12, 10).
»4. Son muchos los seguidores de Cristo -Pastores y fieles, sacerdotes, religiosos y laicos,
comprometidos en todo campo del apostolado y de la vida social- que, en todos los tiempos y
también en nuestro tiempo, han conocido y conocen el martirio del cuerpo y del alma, en íntima
unión con la Mater Dolorosa junto la Cruz. ¡Ellos lo han superado todo gracias a este don del
Espíritu!
»Pidamos a Maria, a la que ahora saludamos como Regina caeli, nos obtenga el don de la
fortaleza en todas las vicisitudes de la vida y en la hora de la muerte».
El don de Ciencia nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el
Creador.
«1. La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo, que hemos comenzado en los domingos
anteriores, nos lleva hoy a hablar de otro don: el de ciencia, gracias al cual se nos da a conocer el
verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador.
»Sabemos que el hombre contemporáneo, precisamente en virtud del desarrollo de las ciencias,
está expuesto particularmente a la tentación de dar una interpretación naturalista del mundo;
ante la multiforme riqueza de las cosas, de su complejidad, variedad y belleza, corre el riesgo de
absolutizarlas y casi de divinizarlas hasta hacer de ellas el fin supremo de su misma vida. Esto
ocurre sobre todo cuando se trata de las riquezas, del placer, del poder que precisamente se
pueden derivar de las cosas materiales. Estos son los ídolos principales, ante los que el mundo
se postra demasiado a menudo.
»2. Para resistir esa tentación sutil y para remediar las consecuencias nefastas a las que puede
llevar, he aquí que el Espíritu Santo socorre al hombre con el don de la ciencia. Es esta la que le
ayuda a valorar rectamente las cosas en su dependencia esencial del Creador. Gracias a ella
-como escribe Santo Tomás-, el hombre no estima las criaturas más de lo que valen y no pone
en ellas, sino en Dios, el fin de su propia vida (cfr S. Th., 11-II, q. 9, a. 4).
»Así logra descubrir el sentido teológico de lo creado, viendo las cosas como manifestaciones
verdaderas y reales, aunque limitadas, de la verdad, de la belleza, del amor infinito que es Dios,
y como consecuencia, se siente impulsado a traducir este descubrimiento en alabanza, cantos,
oración, acción de gracias. Esto es lo que tantas veces y de múltiples modos nos sugiere el Libro
de los Salmos. ¿Quien no se acuerda de alguna de dichas manifestaciones? "El cielo proclama la
gloria de Dios y el firmamento pregona la obra de sus manos" (Sal 18/19, 2; cfr Sal 8, 2);
"Alabad al Señor en el cielo, alabadlo en su fuerte firmamento... Alabadlo sol y Luna, alabadlo
estrellas radiantes" (Sal 148, 1. 3).
»3. El hombre, iluminado por el don de la ciencia, descubre al mismo tiempo la infinita
distancia que separa a las cosas del Creador, su intrínseca limitación, la insidia que pueden
constituir, cuando, al pecar, hace de ellas mal uso. Es un descubrimiento que le lleva a advertir
con pena su miseria y le empuja a volverse con mayor Ímpetu y confianza a Aquel que es el
único que puede apagar plenamente la necesidad de infinito que le acosa.
»Esta ha sido la experiencia de los Santos... Pero de forma absolutamente singular esta
experiencia fue vivida por la Virgen que, con el ejemplo de su itinerario personal de fe, nos
enseria a caminar "para que en medio de las vicisitudes del mundo, nuestros corazones estén
firmes en la verdadera alegria" (Oración del domingo XXI del tiempo ordinario)».
El don de Piedad sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con
Dios como Padre y para con los hermanos como hijos del mismo Padre. Clamar ¡Abba, Padre!
Un hábito sobrenatural infundido con la gracia santificante para excitar en la voluntad, por
instinto del Espíritu Santo, un afecto filial hacia Dios considerado como Padre y un sentimiento
de fraternidad universal para con todos los hombres en cuanto hermanos e hijos del mismo
Padre.
«1. La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo nos lleva, hoy, a hablar de otro insigne don:
la piedad. Mediante este, el Espíritu sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la
ternura para con Dios y para con los hermanos.
»La ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, se expresa en la oración. La
experiencia de la propia pobreza existencial, del vacío que las cosas terrenas dejan en el alma,
suscita en el hombre la necesidad de recurrir a Dios para obtener gracia, ayuda y perdón. El don
de la piedad orienta y alimenta dicha exigencia, enriqueciéndola con sentimientos de profunda
confianza para con Dios, experimentado como Padre providente y bueno. En este sentido
escribía San Pablo: «Envió Dios a su Hijo..., para que recibiéramos la filiación adoptiva. La
prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que
clama: Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo...» (Gal 4, 4-7; cfr Rom 8, 15).
»El don de la piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división
como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de
comprensión, de tolerancia, de perdón. Dicho don está, por tanto, en la raíz de aquella nueva
comunidad humana, que se fundamenta en la civilización del amor.
»3. Invoquemos del Espíritu Santo una renovada efusión de este don, confiando nuestra súplica
a la intercesión de Maria, modelo sublime de ferviente oración y de dulzura materna. Ella, a
quien la Iglesia en las Letanías lauretanas Saluda como Vas insignae devotionis, nos ensetie a
adorar a Dios «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23) y a abrirnos, con corazón manso y acogedor, a
cuantos son sus hijos y, por tanto, nuestros hermanos. Se lo pedimos con las palabras de la
«Salve Regina»: «... o clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria!».
El don de Temor de Dios: Espíritu contrito ante Dios, concientes de las culpas y del castigo
divino, pero dentro de la fe en la misericordia divina. Temor a ofender a Dios, humildemente
reconociendo nuestra debilidad. Sobre todo: temor filial, que es el amor de Dios: el alma se
preocupa de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de "permanecer"
y de crecer en la caridad (cfr Jn 15, 4-7).
«1. Hoy deseo completar con vosotros la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo. El Ultimo,
en el orden de enumeración de estos dones, es el don de temor de Dios.
»La Sagrada Escritura afirma que "Principio del saber, es el temor de Yahveh" (Sal 110/111, 10;
Pr 1, 7). ¿Pero de que temor se trata? No ciertamente de ese «miedo de Dios» que impulsa a
evitar pensar o acordarse de El, como de algo que turba e inquieta. Ese fue el estado de ánimo
que, según la Biblia, impulsó a nuestros progenitores, después del pecado, a «ocultarse de la
vista de Yahveh Dios por entre los árboles del jardín» (Gen 3, 8); este fue también el
sentimiento del siervo infiel y malvado de la parábola evangélica, que escondió bajo tierra el
talento recibido (cfr Mt 25, 18. 26).
»Pero este concepto del temor-miedo no es el verdadero concepto del temor-don del Espíritu.
Aquí se trata de algo mucho más noble y sublime: es el sentimiento sincero y trémulo que el
hombre experimenta frente a la tremenda malestas de Dios, especialmente cuando reflexiona
sobre las propias infidelidades y sobre el peligro de ser «encontrado falto de peso» (Dn 5, 27) en
el juicio eterno, del que nadie puede escapar. El creyente se presenta y se pone ante Dios con el
«espíritu contrito» y con el «corazón humillado» (cfr Sal 50/51, 19), sabiendo bien que debe
atender a la propia salvación «con temor y temblor» (Flp, 12). Sin embargo, esto no significa
miedo irracional, sino sentido de responsabilidad y de fidelidad a su ley.
»2. El Espíritu Santo asume todo este conjunto y lo eleva con el don del temor de Dios.
Ciertamente ello no excluye la trepidación que nace de la conciencia de las culpas cometidas y
de la perspectiva del castigo divino, pero la suaviza con la fe en la misericordia divina y con la
certeza de la solicitud paterna de Dios que quiere la salvación eterna de todos. Sin embargo, con
este don, el Espíritu Santo infunde en el alma sobre todo el temor filial, que es el amor de Dios:
el alma se preocupa entonces de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en
nada, de "permanecer" y de crecer en la caridad (cfr Jn 15, 4-7).
»3. De este santo y justo temor, conjugado en el alma con el amor de Dios, depende toda la
práctica de las virtudes cristianas, y especialmente de la humildad, de la templanza, de la
castidad, de la mortificación de los sentidos. Recordemos la exhortación del Apóstol Pablo a sus
cristianos: "Queridos míos, purifiquémonos de toda mancha de la carne y del espíritu,
consumando la santificación en el temor de Dios» (2 Cor 7, 1).
»Es una advertencia para todos nosotros que, a veces, con tanta facilidad transgredimos la ley
de Dios, ignorando o desafiando sus castigos. Invoquemos al Espíritu Santo a fin de que infunda
largamente el don del santo temor de Dios en los hombres de nuestro tiempo. Invoquémoslo
por intercesión de Aquella que, al anuncio del mensaje celeste o se conturbó» (Lc 1, 29) y, aun
trepidante por la inaudita responsabilidad que se le confiaba, supo pronunciar el fiat» de la fe,
de la obediencia y del amor».