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Minicuentos E

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Minicuentos

La tristeza
Rosario Barros Peña

El profe me ha dado una nota para mi madre. La he leído. Dice que


necesita hablar con ella porque yo estoy mal. Se la he puesto en la mesilla,
debajo del tazón lleno de leche que le dejé por la mañana. He metido en el
microondas la tortilla congelada que compré en el supermercado y me he
comido la mitad. La otra mitad la puse en un plato en la mesilla, al lado
del tazón de leche. Mi madre sigue igual, con los ojos rojos que miran sin
ver y el pelo, que ya no brilla, desparramado sobre la almohada. Huele a
sudor la habitación, pero cuando abrí la persiana ella me gritó. Dice que si
no se ve el sol es como si no corriesen los días, pero eso no es cierto. Yo sé
que los días corren porque la lavadora está llena de ropa sucia y en el
lavavajillas no cabe nada más, pero sobre todo lo sé por la tristeza que está
encima de los muebles. La tristeza es un polvo blanco que lo llena todo. Al
principio es divertida. Se puede escribir sobre ella, “tonto el que lo lea”,
pero, al día siguiente, las palabras no se ven porque hay más tristeza
sobre ellas. El profesor dice que estoy mal porque en clase me distraigo y
es que no puedo dejar de pensar que un día ese polvo blanco cubrirá del
todo a mi madre y lo hará conmigo. Y cuando mi padre vuelva, la tristeza
habrá borrado el “te quiero” que le escribo cada noche sobre la mesa del
comedor.

Volver
Antonio Di Benedetto

Le explico a Horacio:
-Hoy he recibido la invitación para el acto de Manuel que se hizo el lunes.
Horacio comenta:
-Lindo tema para un cuento fantástico.
No me dice cómo, queda a mi cargo.
Decido volver al lunes, pero el acto se ha suspendido. Tengo que volver al
jueves, el día que hablé con Horacio.
Pero al regresar ya no es jueves, sino viernes. Entretanto el jueves ha
ocurrido que…
Reflexiono que de otra manera ya me ocurrió. Yo tenía que buscar, hacia
atrás, a una mujer. Y ella tenía que buscarme a mí. Retrocedimos, pero
cada uno por su propia inspiración y sin ponernos de acuerdo
previamente.
Nunca coincidimos en nuestros retrocesos e intentando dar con el día
exacto para los dos, malgastamos la vida.
Cada vez llegábamos más atrás en el calendario.
Deduzco que, de una y otra experiencia, podría sacar una conclusión,
aunque evidentemente amarga: No se puede volver a lo que se quiso.

Tranvía
Andrea Bocconi

Por fin. La desconocida subía siempre en aquella parada. “Amplia sonrisa,


caderas anchas… una madre excelente para mis hijos”, pensó. La saludó;
ella respondió y retomó su lectura: culta, moderna.
Él se puso de mal humor: era muy conservador. ¿Por qué respondía a su
saludo? Ni siquiera lo conocía.
Dudó. Ella bajó.
Se sintió divorciado: “¿Y los niños, con quién van a quedarse?”

Mitología de un hecho constante


Tomás Borrás

A la madre le habían confiado los dioses el secreto: “Mientras alimentes la


llama de esa hoguera, tu hijo vivirá”. Y la madre, infatigable, sostenía el
fuego, vigilándolo, sin permitir que disminuyese en intensidad ni altura.
Así pasaron los años. La madre, arrodillada ante el lar, veía cómo las
ascuas alargaban sus alegres brazos escarlata, garantía de la vitalidad de
su hijo. Sin dormirse, hora tras hora, agregaba al montón caliente nuevos
troncos, en vela de su hermosa calentura.
Un día, por la puerta abierta que daba a los campos, entró una joven
blanca, sonriente y hermosa, de paso seguro y ojos que miraban con gozo
y fe al porvenir. Sin hablarle, ayudó a levantarse a la madre, sorprendida,
le hizo un ademán de adiós, y se arrodilló ante el lar, a nutrir ella, la
crepitante llamarada.
La madre no preguntó. Súbitamente comprendía que era su relevo, que
estaba obligada a ceder el turno a la desconocida, a la que se encargaba
desde entonces de sostener el alimento de la incesante llama para que
viviera su hijo.
Y, también en silencio, se salió de la casa y no se fue lejos; solo donde
podía prudentemente contemplar el humo delicado disolviéndose en el
delicado azul.

Un tercero en discordia
Robert Burton
En su Vida de Apolonio, refiere Filostrato que un mancebo de veinticinco
años, Menipio Licio, encontró en el camino de Corinto a una hermosa
mujer, que tomándolo de la mano, lo llevó a su casa y le dijo que era
fenicia de origen y que si él se demoraba con ella, la vería bailar y cantar y
que beberían un vino incomparable y que nadie estorbaría su amor.
Asimismo le dijo que siendo ella placentera y hermosa, como lo era él,
vivirían y morirían juntos. El mancebo, que era un filósofo, sabía moderar
sus pasiones, pero no ésta del amor, y se quedó con la fenicia y por último
se casaron. Entre los invitados a la boda estaba Apolonio de Tiana, que
comprendió en el acto que la mujer era una serpiente, una lamia, y que su
palacio y sus muebles no eran más que ilusiones. Al verse descubierta, ella
se echó a llorar y le rogó a Apolonio que no revelara el secreto. Apolonio
habló; ella y el palacio desaparecieron.

Revancha
Giraldus Cambrensis

El señor de Château-roux en Francia mantenía en su castillo a un hombre


al que había castrado y cegado. Este hombre, a fuerza de prolongados
hábitos, conocía de memoria los largos pasillos del castillo y los escalones
que conducían a las torres. Aprovechando el hecho de que todos lo
consideraban un inválido, puso en efecto su plan para vengarse. Subió a
las habitaciones y tomó a su único hijo y heredero del gobernador del
castillo, y lo llevó a lo alto de la torre, no sin antes pasar los pestillos de las
puertas desde adentro, impidiendo el acceso a la escalera. Desde la
almena de la torre llamó la atención de los que estaban abajo, y amenazó
con lanzar al niño si no venía el gobernador de inmediato.
El gobernador del castillo llegó corriendo y, aterrorizado, procuró por todos
los medios el rescate de su hijo, pero recibió por respuesta que eso sólo
podría llevarse a efecto por la misma mutilación de las partes bajas, tal
como el señor del castillo había infligido en él. El gobernador, luego de
suplicar en vano por clemencia, finalmente accedió, e hizo que le fuera
propinado un fuerte golpe en el cuerpo; la gente que presenciaba la escena
irrumpió en gritos y lamentos, como si se hubiera mutilado.
El ciego le preguntó dónde había sentido el mayor dolor. Cuando el
gobernador le respondió que “en los riñones”, dijo que era falso y amenazó
con lanzar al niño. Al hombre se le propinó un segundo golpe, y aseguró
que lo que más le había dolido había sido el corazón. El ciego expresó
incredulidad y volvió a acercar al niño al borde de la almena. La tercera
vez, sin embargo, el gobernador, para salvar a su hijo, realmente se castró;
y cuando exclamó que el mayor dolor lo había sentido en los dientes, el
ciego dijo: “Es cierto, como ha de ser creído un hombre que haya pasado
por tal experiencia. Tú has vengado, en parte, mis heridas. He de enfrentar
la muerte con mayor satisfacción, y tú no podrás ni concebir otro hijo, ni
ser reconfortado por este acto”.
A continuación, se precipitó desde lo alto de la torre con el niño, y al caer
al suelo se rompieron las extremidades y murieron en el acto. El señor del
castillo ordenó la construcción en el lugar, por el alma del niño, de un
monasterio, que todavía está en pie, y se llama De Doloribus.

Historia del joven celoso


Henri Pierre Cami

Había una vez un joven que estaba muy celoso de una muchacha bastante
voluble.
Un día le dijo:
-Tus ojos miran a todo el mundo.
Entonces, le arrancó los ojos.
Después le dijo:
-Con tus manos puedes hacer gestos de invitación.
Y le cortó las manos.
“Todavía puede hablar con otros”, pensó. Y le extirpó la lengua.
Luego, para impedirle sonreír a los eventuales admiradores, le arrancó
todos los dientes.
Por último, le cortó las piernas. “De este modo -se dijo- estaré más
tranquilo”.
Solamente entonces pudo dejar sin vigilancia a la joven muchacha que
amaba. “Ella es fea -pensaba-, pero al menos será mía hasta la muerte”.
Un día volvió a la casa y no encontró a la muchacha: había desaparecido,
raptada por un exhibidor de fenómenos.

Equivocación
Karel Capek

Nos embarcamos en el Mediterráneo. Es tan bellamente azul que uno no


sabe cuál es el cielo y cuál el mar, por lo que en todas partes de la costa y
de los barcos hay letreros que indican en dónde es arriba y en dónde
abajo; de otro modo uno puede confundirse. Para no ir más lejos, el otro
día, nos contó el capitán que un barco se equivocó, y en lugar de seguir
por el mar puso rumbo al cielo; y como el cielo es infinito no ha regresado
aún, y nadie sabe en dónde está.

Destino
Robert W. Chambers
Llegué al puente que muy pocos logran cruzar.
-¡Pasa! -exclamó el guardián, pero me reí y le dije:
-Hay tiempo.
Entonces él sonrió y cerró los portones.
Al puente que muy pocos logran cruzar llegaron jóvenes y viejos. A todos
ellos se les denegó la entrada. Yo estaba ahí cerca, holgazaneando, y fui
contándolos, uno a uno, hasta que, cansado ya de sus ruidos y protestas,
volví al puente que muy pocos logran cruzar.
La muchedumbre cerca del portón chilló:
-¡Este hombre llega tarde!
Pero me reí y les dije:
-Hay tiempo.
-¡Pasa! -exclamó el guardián mientras yo ingresaba; luego sonrió y cerró
los portones.

El elefante blanco
Jean-Pierre Claris de Florian

En varios países de Asia se venera a los elefantes, en especial los blancos.


Tienen por establo un palacio, comen en recipientes de oro, todos los
hombres se postran ante ellos y los pueblos luchan para arrebatarse tan
preciado tesoro. Uno de estos elefantes, gran pensador, inteligente, le
preguntó un buen día a uno de sus conductores por qué le rendían tantos
honores, dado que en el fondo él no era más que un simple animal.
-¡Ay! Eres demasiado humilde -fue la respuesta-. Todos conocemos tu
dignidad y toda la India sabe que, al abandonar esta vida, las almas de los
héroes armados por la patria habitan por un tiempo en los cuerpos de los
elefantes blancos. Nuestros sacerdotes lo han dicho, por lo tanto debe ser
así.
-¡Cómo! ¿Somos considerados héroes?
-Sin duda.
-De no serlo, ¿podríamos disfrutar en paz, en la selva, de los tesoros de la
naturaleza?
-Sí señor.
-Amigo mío, entonces déjame ir, porque te han engañado, te lo aseguro; si
reflexionas comprenderás de inmediato el error: somos altivos pero
cariñosos; moderados pero poderosos; no injuriamos a los más débiles; en
nuestro corazón, el amor sigue las leyes del pudor; pese a la situación
privilegiada en la que nos encontramos, los honores no han modificado
nuestras virtudes. ¿Qué más pruebas se necesitan? ¿Cómo es posible que
alguien haya visto en nosotros el menor rasgo humano?

Muerte en Teherán
Viktor Frankl
En cierta ocasión, un persa rico y poderoso paseaba por el jardín con uno
de sus criados, compungido este porque acababa de encontrarse con la
Muerte, quien le había amenazado. Suplicaba a su amo para que le diera
el caballo más veloz y así poder apresurarse y llegar a Teherán aquella
misma tarde. El amo accedió y el sirviente se alejó al galope. Al regresar a
su casa el amo también se encontró con la Muerte y le preguntó:
- ¿Por qué has asustado y aterrorizado a mi criado?
- Yo no le he amenazado, solo mostré mi sorpresa al verle aquí cuando en
mis planes estaba encontrarle esta noche en Teherán -contestó la Muerte.

Ocurrencia
Juan Amós Comenio

Durante un banquete, Colón era objeto de frases mortificantes por parte


de los españoles, que envidiaban al italiano la gloria de su gran
descubrimiento; y como, entre otras cosas, llegase a oír que el
descubrimiento de otro hemisferio no era debido a la ciencia, sino a la
casualidad, y que, por lo tanto, otro cualquiera podría descubrirlo,
propuso este sutil problema:
De qué modo podría un huevo de gallina sostenerse en pie sobre uno de
sus extremos sin ningún otro apoyo.
Todos lo intentaron en vano, y entonces él, golpeándolo ligeramente sobre
un plato, quebró un poco la cáscara y lo hizo tenerse en pie. Rieron todos,
exclamando que también podrían hacerlo ellos, a lo que les contestó Colón:
-Podrán ahora porque han visto que podría ser, pero ¿por qué no lo
hicieron antes que yo?

Distinguir al adversario
David Cooper

Un monje tibetano, entregado a un largo, solitario, meditativo retiro,


comenzó a ver una araña que cada día se hacía más grande; por último, su
tamaño fue como el del hombre y su apariencia amenazadora. En este
punto, el monje pidió consejo a su maestro espiritual y recibió esta
respuesta:
-La próxima vez que se aparezca la araña, dibuja una X en su vientre y
luego, tras reflexionar, coge un cuchillo y clávalo en medio de esa marca.
Al día siguiente, el monje vio la araña, dibujó la X y luego meditó. Pero en
el preciso instante en que se disponía a clavar el cuchillo, miró hacia abajo
y, con asombro, vio la marca dibujada sobre su propio ombligo.
De la torre
Eliseo Diego

El cazador, echado en el suelo pétreo del valle, sueña. Sueña un león


enorme. Irritado comprueba en el sueño que su bestia apenas tiene forma.
En un esfuerzo que estremece su cuerpo logra diferenciarle las pupilas, las
cerdas de la melena, el color de la piel, las garras. De pronto despierta
aterrado al sentir un peso fatal en el cráneo. El león le clava los colmillos
en la garganta y comienza a devorarlo.
El león, echado entre los huesos de su víctima, sueña. Sueña un cazador
que se acerca. Su rabia le hace aguardarlo sin moverse, esperar a
distinguirlo enteramente antes de lanzarse a destruirlo. Cuando por fin
separa las venas tensas en las manos, despierta y es demasiado tarde. Las
manos llevan una fuerte lanza que le clavan en la garganta rayéndola. El
cazador lo desuella, echa los huesos a un lado, se tiende en la piel, sueña
un león enorme.
Los huesos van cubriendo todo el valle, ascienden por la noche en una alta
torre que no cesa de crecer nunca.

Del viejecito negro de los velorios


Eliseo Diego

Es el viejecito negro de los velorios, el que se sienta a un rincón, el


paraguas enorme entre las piernas, el sombrero hongo sobre el puño del
paraguas, la cara tan compuesta y melancólica que es la imagen de la
oficial tristeza; a quien nadie pregunta con quién ha venido, porque se
supone siempre que es el amigo del otro, y porque armoniza tan bien con
el dolor de la casa aquella su antigua y espléndida tristeza.
Y si le dan café, lo toma suspirando pesaroso, como dolido de que el
muerto no participe también del piscolabis. Y si no le dan, se está callado
y tranquilo entre las coronas, hecho un cirio de repuesto.
Y cuando desaguazan la noche de entre el aire, quedando apenas sus
últimos posos, y echan en su sitio las primeras cenizas del alba, el viejecito
se escurre entre los asistentes, sube, a la puerta, el cuello de su saco, se
pierde luego al cabo de la calle, sepultado bajo los copos cenicientos de la
madrugada.
Y nadie lo recuerda luego, al viejecito invisible de los velorios.

En todos ha estado, vestido de distintas trazas, desde el principio del


mundo. Y en todos estará, hasta que le toque velar la tierra calva, muerta
de su vejez y de la enfermedad de sus grandes huesos.
El asalto
Carlos Drummond de Andrade

La casa suntuosa en Leblon está guardada por un mastín de terrible


semblante, que duerme con los ojos abiertos; o quizás no duerma, de tan
vigilante que es. Por eso, la familia vive tranquila, y nunca hubo noticia de
asalto a una residencia tan bien protegida.
Hasta la semana pasada. La noche del jueves, un hombre logró abrir el
pesado portal de hierro y penetrar en el jardín. Iba a hacer lo mismo con la
puerta de la casa, cuando el perro, que astutamente lo había dejado
acercarse (para arrancarle toda la ilusión conquistada), se lanza hacia él y
lo acomete en la pierna izquierda. El ladrón quiso sacar el revólver, pero no
hubo ni tiempo para ello. Cayendo al suelo, bajo las patas del enemigo, le
suplicó con los ojos que lo dejase vivir y con la boca prometió que jamás
intentaría asaltar aquella casa. Habló por lo bajo para no despertar a los
residentes, temiendo que la situación pudiera agravarse.
El animal pareció entender la súplica del ladrón y lo dejó salir en un
estado lamentable. En el jardín quedó un trozo de pantalón. Al día
siguiente, la criada no comprendió por qué razón una voz, al teléfono,
diciendo que era de Salud Pública, preguntaba si el perro estaba
vacunado. En ese momento, el perro, que estaba al lado de la doméstica,
agitó la cola, afirmativamente.

La mujer de Capodistria
Lawrence Durrell

Todos mis ancestros terminaron mal de la cabeza. También mi padre, que


además fue un gran mujeriego. Ya viejo mandó a fabricar en caucho a la
mujer perfecta, tamaño natural, que se podía llenar con agua caliente en
las noches de invierno. La llamó Sabina, en honor a su madre.
Él era un apasionado de los trasatlánticos y por dos años vivió en uno,
viajando ida y vuelta a Nueva York, con Sabina y su mayordomo Kelly.
Todos los días fueron vistos entrar al comedor, con la elegante Sabina en
el centro, como una hermosa borracha. La noche en que murió le dijo a
Kelly: “Envía un telegrama a Demetrius y dile que Sabina murió en mis
brazos y sin dolor”. Fueron enterrados juntos en las afueras de Nápoles.

Jesús y la mujer adúltera


Juan el Evangelista

Jesús se fue al Monte de los Olivos. Y por la mañana volvió al templo, y


todo el pueblo vino a él; y sentado él, les enseñaba.
Entonces los escribas y los fariseos le trajeron una mujer sorprendida en
adulterio; y poniéndola en medio, le dijeron:
-Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio. Y
en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué
dices?
Mas esto decían tentándole, para poder acusarle. Pero Jesús, inclinado
hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo.
Y como insistieran en preguntarle, se enderezó y les dijo:
-El que esté sin pecado que arroje la primera piedra contra ella.
E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra.
Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, salían uno a uno,
comenzando desde los más viejos hasta los postreros; y quedó solo Jesús,
y la mujer que estaba en medio.
Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo:
-Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?
Ella dijo:
-Ninguno, Señor.
Entonces Jesús le dijo:
-Ni yo te condeno; vete, y no peques más.

El dedo
Feng Meng-lung

Un hombre pobre se encontró en su camino a un antiguo amigo. Éste


tenía un poder sobrenatural que le permitía hacer milagros. Como el
hombre pobre se quejara de las dificultades de su vida, su amigo tocó con
el dedo un ladrillo que de inmediato se convirtió en oro. Se lo ofreció al
pobre, pero éste se lamentó de que eso era muy poco. El amigo tocó un
león de piedra que se convirtió en un león de oro macizo y lo agregó al
ladrillo de oro. El amigo insistió en que ambos regalos eran poca cosa.
-¿Qué más deseas, pues? -le preguntó sorprendido el hacedor de prodigios.
-¡Quisiera tu dedo! -contestó el otro.

No hay prisa en abrir los ojos


Medardo Fraile

Tras las cortinas se adivinaba ya la luz aún manchada de sombras, pero


serían –pensó– las ocho, la hora de levantarse, como todos los días de su
vida. ¿Por qué? Se removió en la cama y sintió el cuerpo magullado por la
batalla de cada noche, la colcha caída, sábanas arrugadas, las cenizas de
tanta gente soñada y muerta doliéndole en la almohada endurecida, pero
las siete de la mañana le habían parecido siempre temprano, y las nueve
demasiado tarde. Solo por eso. No había otra razón. ¿Qué prisa tienes? No
abras los ojos, no hay prisa. ¿Quién le hablaba? ¿Oía otra voz o se hablaba
a sí mismo? Sigue ahí, descansa. No abras los ojos. La noche ha sido
terrible y te ha vencido. Sigue durmiendo, abre los ojos hacia ti mismo,
mira dentro de ti, donde aún te late el corazón, donde están las cenizas de
los que habitan tus sueños en las sombras. Pero eran ya las ocho, ¡las
ocho! Y abrió los párpados, y no halló cosa en que poner los ojos, que no
fuera recuerdo del olvido.

Un creyente
George Loring Frost

Al caer la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros corredores


de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo:
-Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas?
-Yo no -respondió el otro-. ¿Y usted?
-Yo sí -dijo el primero, y desapareció.

La mirada del mosquito


Rumi

Te pareces a un mosquito que se cree importante. Al ver una brizna de


paja flotando en un charco de orina de cerdo, el mosquito levanta la
cabeza y piensa: “Hace mucho tiempo que sueño con el mar y con un
barco, ¡y aquí están por fin!”.

Salomón y Azrael
Rumi

Un hombre vino muy temprano a presentarse en el palacio del profeta


Salomón, con el rostro pálido y los labios descoloridos.
Salomón le preguntó:
-¿Por qué estás en ese estado?
Y el hombre le respondió:
-Azrael, el ángel de la muerte, me ha dirigido una mirada impresionante,
llena de cólera. ¡Manda al viento, por favor te lo suplico, que me lleve a la
India para poner a salvo mi cuerpo y mi alma!
Salomón mandó, pues, al viento que hiciera lo que pedía el hombre. Y, al
día siguiente, el profeta preguntó a Azrael:
-¿Por qué has echado una mirada tan inquietante a ese hombre, que es un
fiel? Le has causado tanto miedo que ha abandonado su patria.
Azrael respondió:
-Ha interpretado mal mi mirada. No lo miré con cólera, sino con asombro.
Dios, en efecto, me había ordenado que fuese a tomar su vida en la India,
y me dije: ¿Cómo podría, a menos que tuviese alas, trasladarse a la India?

Lenguaje
Ernesto Sábato

El lenguaje comienza siendo un simple gruñido para designar todas las


cosas; luego se va diversificando y especializando; este proceso se llama
enriquecimiento y es alentado por los padres y profesores de lenguas.
Pero cuando se llega a tener cien o doscientas mil palabras, se encuentra
que el ideal consiste en expresarse con diez o veinte. El lenguaje del
filósofo es muy reducido: objeto, sujeto, materia, causa, espacio, tiempo,
fin y alguna otra más.
Si lo apuran mucho se arregla con una sola palabra, como apeirón o
sustancia.
Es probable que el ideal de muchos filósofos sea terminar finalmente en el
gruñido único y monista.

Detrás de lo obvio
Idries Shah

Todos los viernes por la mañana Nasrudín llegaba al mercado del pueblo
con un burro que ofrecía en venta.
El precio que demandaba era siempre insignificante, muy inferior al valor
del animal.
Un día se le acercó un rico mercader, quien se dedicaba a la compra y
venta de burros.
-No puedo comprender cómo lo hace, Nasrudín. Yo vendo burros al precio
más bajo posible. Mis sirvientes obligan a los campesinos a darme forraje
gratis. Mis esclavos cuidan de mis animales sin que les pague retribución
alguna. Sin embargo, no puedo igualar sus precios.
-Muy sencillo -dijo Nasrudín-. Usted roba forraje y mano de obra. Yo robo
burros.

El uso de una lámpara


Idries Shah

-Yo puedo ver en la oscuridad -se jactaba cierta vez Nasrudín en la casa de
té.
-Si es así, ¿por qué algunas noches lo hemos visto llevando una lámpara
por las calles?
-Es solo para que los otros no tropiecen conmigo.

Un teólogo en la muerte
Manuel Swedenborg

Los ángeles me comunicaron que cuando falleció Melanchton le fue


suministrada en el otro mundo una casa ilusoriamente igual a la que
había tenido en la tierra. (A casi todos los recién venidos a la eternidad les
ocurre lo mismo y por eso creen que no han muerto.) Los objetos
domésticos eran iguales: la mesa, el escritorio con sus cajones, la
biblioteca. En cuanto Melanchton se despertó en ese domicilio, reanudó
sus tareas literarias como si no fuera un cadáver y escribió durante unos
días sobre la justificación por la fe. Como era su costumbre, no dijo una
palabra sobre la caridad. Los ángeles notaron esa omisión y mandaron
personas a interrogarlo. Melanchton les dijo:
-He demostrado irrefutablemente que el alma puede prescindir de la
caridad y que para ingresar en el cielo basta la fe.
Esas cosas las decía con soberbia y no sabía que ya estaba muerto y que
su lugar no era el cielo. Cuando los ángeles oyeron este discurso, lo
abandonaron. A las pocas semanas, los muebles empezaron a
afantasmarse hasta ser invisibles, salvo el sillón, la mesa, las hojas de
papel y el tintero. Además, las paredes del aposento se mancharon de cal,
y el piso, de un barniz amarillo. Su misma ropa ya era mucho más
ordinaria. Seguía, sin embargo, escribiendo, pero como persistía en la
negación de la caridad, lo trasladaron a un taller subterráneo, donde había
otros teólogos como él. Ahí estuvo unos días y empezó a dudar de su tesis
y le permitieron volver. Su ropa era de cuero sin curtir, pero trató de
imaginarse que lo anterior había sido una mera alucinación y prosiguió
elevando la fe y denigrando la caridad. Un atardecer, sintió frío. Entonces
recorrió la casa y comprobó que los demás aposentos ya no correspondían
a los de su habitación en la tierra. Alguno contenía instrumentos
desconocidos; otro se había achicado tanto que era imposible entrar; otro
no había cambiado, pero sus ventanas y puertas daban a grandes
médanos. La pieza del fondo estaba llena de personas que lo adoraban y
que le repetían que ningún teólogo era tan sapiente como él. Esa adoración
le agradó, pero como alguna de esas personas no tenía cara y otras
parecían muertas, acabó por aborrecerlas y desconfiar. Entonces
determinó escribir un elogio de la caridad, pero las páginas escritas hoy
aparecían mañana borradas. Eso le aconteció porque las componía sin
convicción.
Recibía muchas visitas de gente recién muerta, pero sentía vergüenza de
mostrarse en un alojamiento tan sórdido. Para hacerles creer que estaba
en el cielo, se arregló con un brujo de los de la pieza del fondo, y éste los
engañaba con simulacros de esplendor y de serenidad. Apenas las visitas
se retiraban reaparecían la pobreza y la cal, y a veces un poco antes.
Las últimas noticias de Melanchton dicen que el brujo y uno de los
hombres sin cara lo llevaron hacia los médanos y que ahora es como un
sirviente de los demonios.

Un milagro
Llorenç Villalonga

Le habían asegurado que la Sagrada Imagen retornaría el movimiento al


brazo paralizado y la señora tenía mucha fe. ¡Lo que consigue la fe! La
señora entró temblando en la misteriosa cueva y fue tan intensa su
emoción que enmudeció para siempre. Del brazo no curó porque era
incurable.

La obra maestra
Álvaro Yunque

El mono cogió un tronco de árbol, lo subió hasta el más alto pico de una
sierra, lo dejó allí, y, cuando bajó al llano, explicó a los demás animales:
-¿Ven aquello que está allá? ¡Es una estatua, una obra maestra! La hice
yo.
Y los animales, mirando aquello que veían allá en lo alto, sin distinguir
bien qué fuere, comenzaron a repetir que aquello era una obra maestra. Y
todos admiraron al mono como a un gran artista. Todos menos el cóndor,
porque él era el único que podía volar hasta el pico de la sierra y ver que
aquello solo era un viejo tronco de árbol. Dijo a muchos animales lo que
había visto, pero ninguno creyó al cóndor, porque es natural en el ser que
camina no creer al que vuela.

Leyenda
Bertolt Brecht

Había una vez un príncipe muy lejos, en un país de leyenda.


Como no era más que un soñador, le gustaba tenderse en una pradera
próxima al palacio y soñar, con los ojos clavados en el cielo azul. Porque
en aquellas praderas las flores eran más grandes y más bellas que en
cualquier otra parte. Y el príncipe soñaba con castillos blancos, muy
blancos, con enormes espejos y solanas luminosas.
Pero un día el viejo rey murió y el príncipe fue su sucesor. Y el nuevo rey
frecuentaba las solanas de castillos blancos, muy blancos, con enormes
espejos. Y soñaba con una pequeña pradera, en donde las flores eran más
grandes y más bellas que en cualquier otra parte.
Si los tiburones fueran hombres I
Bertolt Brecht

Si los tiburones fueran hombres, harían construir en el mar cajas enormes


para los peces pequeños, con toda clase de alimentos en su interior, tanto
plantas como materias animales. Se preocuparían de que las cajas
tuvieran siempre agua fresca y adoptarían todo tipo de medidas sanitarias.
Si, por ejemplo, un pececito se lastimase una aleta, en seguida se la
vendarían de modo que no se les muriera prematuramente. Para que los
pececitos no se pusieran tristes, de vez en cuando organizarían grandes
fiestas acuáticas, pues los pececitos alegres tienen mejor sabor que los
tristes.

Si los tiburones fueran hombres II


Bertolt Brecht

Si los tiburones fueran hombres, habría escuelas en el interior de las


enormes cajas construidas para los pececitos. En esas escuelas se
enseñaría a los pececitos a entrar en las fauces de los tiburones.
Necesitarían tener nociones de geografía para mejor localizar a los grandes
tiburones, que andan por ahí holgazaneando. Lo principal sería,
naturalmente, la formación moral de los pececitos. Se les enseñaría que no
hay nada más grande ni más hermoso para un pececito que sacrificarse
con alegría; también se les enseñaría a tener fe en los tiburones, y a
creerles cuando les dijesen que ellos ya se ocupan de forjarles un hermoso
porvenir. Se les daría a entender que ese porvenir que se les auguraba solo
estaría asegurado si aprendían a obedecer. Los pececitos deberían
guardarse bien de las bajas pasiones, materialistas, egoístas o marxistas.
Si algún pececito mostrase semejantes tendencias, sus compañeros
deberían comunicarlo inmediatamente a los tiburones.

Si los tiburones fueran hombres III


Bertolt Brecht

Si los tiburones fueran hombres, se harían la guerra entre sí para


conquistar cajas y pececitos extranjeros. Además, cada tiburón obligaría a
sus propios pececitos a combatir en esas guerras. Cada tiburón enseñaría
a sus pececitos que entre ellos y los pececitos de otros tiburones existe una
enorme diferencia. Proclamarían que, si bien todos los pececillos son
mudos -como todo el mundo sabe-, lo cierto es que callan en idiomas muy
distintos y por eso jamás logran entenderse. A cada pececito que, en la
guerra, matara a unos cuantos pececitos enemigos -de esos que callan en
otro idioma-, se le concedería una medalla de algas marinas y se le
otorgaría además el título de héroe.
Si los tiburones fueran hombres IV
Bertolt Brecht

Si los tiburones fueran hombres, tendrían su arte. Habría hermosos


cuadros en los que se representarían los dientes de los tiburones en
colores maravillosos, y sus fauces como puros jardines de recreo en los
que da gusto retozar. Los teatros del fondo del mar mostrarían a heroicos
pececitos entrando entusiasmados en las fauces de los tiburones, y la
música sería tan bella que, a sus sones precedidos por la orquesta, los
pececitos se precipitarían en tropel dentro de esas fauces, arrullados por
los pensamientos más deliciosos, como en un ensueño.

Si los tiburones fueran hombres V


Bertolt Brecht

Si los tiburones fueran hombres, habría una religión. Esa religión


enseñaría que la verdadera vida comienza para los pececitos en el
estómago de los tiburones.

Si los tiburones fueran hombres VI


Bertolt Brecht

Si los tiburones fueran hombres, los pececitos dejarían de ser todos


iguales como lo son ahora. Algunos ocuparían ciertos cargos, lo que los
colocaría por encima de los demás. A aquellos pececitos que fueran un
poco más grandes se les permitiría incluso tragarse a los más pequeños.
Los tiburones verían esta práctica con agrado, pues les proporcionaría
mayores bocados. Los pececillos más gordos, que serían los que ocupasen
ciertos puestos, se encargarían de mantener el orden entre los más
pequeños, y se harían maestros u oficiales, ingenieros especializados en la
construcción de cajas, etc.

El animal favorito del señor K.


Bertolt Brecht
Cuando se le preguntó cuál era el animal que más le gustaba, el señor K.
respondió que el elefante. Y dio las siguientes razones: el elefante reúne la
astucia y la fuerza. La suya no es la penosa astucia que basta para eludir
una buena persecución o para obtener comida, sino la astucia que dispone
la fuerza para grandes empresas. Por donde pasa este animal queda una
amplia huella. Además, tiene buen carácter, sabe entender una broma. Es
un buen amigo, pero también es un buen enemigo. Es muy grande y muy
pesado, sin embargo es muy rápido. Su trompa lleva a ese cuerpo enorme
los alimentos más pequeños, hasta nueces. Sus orejas son adaptables:
solo oye lo que quiere oír. Alcanza también una edad muy avanzada. Es
sociable, y no solo con los elefantes. En todas partes se le ama y se le
teme. Una cierta comicidad hace que hasta se le adore. Tiene una piel muy
gruesa; contra ella se quiebra cualquier cuchillo, pero por naturaleza es
tierno. Puede ponerse triste. Puede ponerse iracundo. Le gusta bailar.
Muere en la espesura. Ama a los niños y a otros animalitos pequeños. Es
gris y solo llama la atención por su masa. No es comestible. Es buen
trabajador. Le gusta beber y se pone alegre. Hace algo por el arte:
Proporciona el marfil.

Abel y Caín
Jorge Luis Borges

Abel y Caín se encontraron después de la muerte de Abel. Caminaban por


el desierto y se reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy altos.
Los hermanos se sentaron en la tierra, hicieron un fuego y comieron.
Guardaban silencio, a la manera de la gente cansada cuando declina el
día. En el cielo asomaba alguna estrella, que aún no había recibido su
nombre. A la luz de las llamas, Caín advirtió en la frente de Abel la marca
de la piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que
le fuera perdonado su crimen.
Abel contestó:
—¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos
juntos como antes.
—Ahora sé que en verdad me has perdonado —dijo Caín—, porque olvidar
es perdonar. Yo trataré también de olvidar.
Abel dijo despacio:
—Así es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa.

El adivino
Jorge Luis Borges
En Sumatra, alguien quiere doctorarse de adivino. El brujo examinador le
pregunta si será reprobado o si pasará. El candidato responde que será
reprobado…

Un sueño
Jorge Luis Borges

En un desierto lugar del Irán hay una no muy alta torre de piedra, sin
puerta ni ventana. En la única habitación (cuyo piso es de tierra y que
tiene la forma del círculo) hay una mesa de madera y un banco. En esa
celda circular, un hombre que se parece a mí escribe en caracteres que no
comprendo un largo poema sobre un hombre que en otra celda circular
escribe un poema sobre un hombre que en otra celda circular… El proceso
no tiene fin y nadie podrá leer lo que los prisioneros escriben.

Consejos
Lewis Carroll

Alicia solía darse, por lo general, muy buenos consejos (pero rara vez los
seguía), y a veces se regañaba tan severamente que se le saltaban las
lágrimas; se acordaba incluso de unas buenas bofetadas que se dio ella
misma por haber hecho trampas jugando al croquet consigo misma.

Lógica
Lewis Carroll

—¿Cómo sabes que estás loco? —preguntó Alicia.


—Para empezar —repuso el gato—, los perros no están locos. ¿De
acuerdo?
—Supongo que no —dijo Alicia.
—Bueno, pues, entonces —continuó el gato—, observarás que los perros
gruñen cuando algo no les gusta, y mueven la cola cuando están
contentos. En cambio yo gruño cuando estoy contento y muevo la cola
cuando me enojo: luego, estoy loco.

Lógica II
Lewis Carroll

—¿Me podrías indicar, por favor, hacia dónde tengo que ir desde aquí?
—Eso depende de a dónde quieras llegar —contestó el Gato.
—A mí no me importa demasiado a dónde… —empezó a explicar Alicia.
—En ese caso, da igual hacia a dónde vayas —interrumpió el Gato.
—… siempre que llegue a alguna parte —terminó Alicia, a modo de
explicación.
—¡Oh! Siempre llegarás alguna parte —dijo el Gato—, si caminas lo
suficiente.

 
Jesús y el lobo
Enrique Rodó
Era la soledad de los campos, una noche de invierno. Nevaba.
Sobre lo alto de una loma, toda blanca y desnuda, se apareció una forma
blanca también como el camino cubierto de nieve. En derredor de esa
forma flotaba una claridad que venía, no de la luz, sino del nimbo de una
frente. El caminante era Jesús. Allá donde se eriza el suelo de ásperas
rocas, un bulto negro se agita. Jesús marcha hacia él. Él viene como
receloso a su encuentro. A medida que el resplandor divino lo alumbra, se
define la figura de un lobo, en cuyo cuerpo escuálido y en cuyos ojos de
siniestro brillo está impresa el ansia del hambre. Avanzan. Párase el lobo
al borde de una roca, ya a pocos pasos del Señor, que también se detiene y
lo mira. La actitud dulce, indefensa, reanima el espíritu del lobo. Tiende
éste el descarnado hocico
Y aviva el fuego de sus ojos famélicos; ya arranca el cuerpo de Sobre la
roca... ya se abalanza a la presa... ya es suya... cuando Él, con una
sonrisa que filtra a través de su inefable suavidad de palabras:
- “Soy yo” Le dice. Y el lobo, que lo oye en el rapidísimo espacio de
atravesar el aire para caer sobre él, en el mismo rapidísimo espacio muda
maravillosamente de apariencia; se trasfigura, se deshace, se precipita en
lluvia de fragantes flores. A los pies de Jesús, entre la nieve, las flores
forman como una nube mística, sobre la que el divino cuerpo flotara.
El Señor, mirando las flores que a sus plantas había, hizo sonar los dedos
como quien llama un animal doméstico. Entonces debajo del manto de
flores se levantó, cual si despertara, un perro grande, fuerte y de mirada
dulce y noble, de la casta de aquellos que en las sendas del monte San
Bernardo van en socorro del viajero perdido.

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