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Poetica de Poetas

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CONSEJO ASESOR

Carlos Alvar (Universidad de Ginebra)

Alberto Blecua (Universidad de Barcelona) Francisco Javier Díez de Revenga


(Universidad de Murcia) Germán Gullón (Universidad de Ámsterdam) José-Carlos
Mainer (Universidad de Zaragoza) Francisco Marcos Marín (The University of Texas at
San Antonio) Evangelina Rodríguez Cuadros (Universidad de Valencia) Fanny Rubio
(Universidad Complutense de Madrid) Andrés Sánchez Robayna (Universidad de La
Laguna) Ricardo Senabre (Universidad de Salamanca) Jenaro Talens (Universidad de
Ginebra)

Jorge Urrutia (Universidad Carlos III de Madrid) Darío Villanueva (Universidad


de Santiago de Compostela) Domingo Ynduráin (Universidad Autónoma de Madrid)
(fi)

JOSÉ MARÍA POZUELO YVANCOS

 
Reúno en este libro una serie de estudios que he venido escribiendo sobre la
poesía y los poetas, entre 1991 (fecha del más antiguo) y 2007. Hay, por tanto, dieciséis
años de recorrido a través de un género, el de la poesía, que como lector y estudioso he
tenido siempre a mi lado, pero del que hacía tiempo no daba un libro. Prueba de que
me ha acompañado siempre da cuenta el hecho de que mi primer libro, publicado en
1979, trató sobre El lenguaje poético de la lírica amorosa de Quevedo; después he
publicado diferentes estudios sobre la poesía de Garcilaso, Góngora o el mismo
Quevedo, estudios que, sin embargo, he preferido no incluir aquí.

Porque he querido que éste no fuera un libro de simple acarreo de estudios


diversos, como tan frecuentemente ocurre, me ha importado salvar la unidad de
Poéticas de poetas. Cuando lo lea, verá el lector que, aunque reúne estudios distintos,
ha sido pensado como un conjunto que he ido construyendo conforme tenía
oportunidad de ir haciéndolo avanzar.

Muchos de esos estudios, como le ocurre tantas veces a los profesores de


universidad, han nacido de requerimientos para ponencias de congresos, homenajes por
centenarios u otras circunstancias, de las que doy cuenta al final de este Prefacio. Pero,
porque tenía pensado el libro previamente, llevaba mi intervención en ellos siempre a la
misma zona de preocupación: la idea de poesía que puede traducirse de lo escrito por
los poetas mismos, esto es, su pensamiento implícito o explícito sobre la actividad de
escribir, que latía muchas veces en la crítica literaria que hacían (una gran sección del
libro, la primera parte, trata de la crítica literaria de los poetas del 27). Otras veces,
mayoritariamente es así en los poetas posteriores (excepto en el caso de Biedma), lo que
me ha ocupado no ha sido la crítica literaria de los poetas, sino el pensamiento que una
parte de sus libros puede ofrecer sobre su manera de entender la poesía.

Advierto, eso sí, que la primera parte nene el motivo unificador de un grupo
poético concreto. No ocurre así en la segunda parte, donde hay un poeta de la quinta
del 42, otro de la generación del 50, dos calificables de novísimos y un poeta de la
experiencia. No vea el lector en tales elecciones ningún canon ni nada parecido. Muchos
a quienes considero grandes poetas y son autores de poéticas y críticas o de un
pensamiento implícito en absoluto inferior a los considerados, no han sido estudiados
porque, como dije, el libro ha ido naciendo también al reclamo de peticiones concretas.
Todos los que incluyo son poetas que estimo, pero obviamente no están todos los que
son admirables en mi jerarquía estética como lector y en mi apreciación como crítico y
estudioso.
Otra unidad del libro la proporciona la cronología. Todos los capítulos versan
sobre poetas del siglo xx. Hay dos partes. La primera viene dedicada a algunos poetas
de la conocida como Generación del 27 (concepto que la crítica literaria de Salinas y su
filiacion intelectual vendrá a desmentir, como podrá verse). Han sido capítulos que iban
naciendo de mi contribución a las conmemoraciones de sus centenarios. He dejado
fuera a aquellos poetas que, como Dámaso Alonso o Federico García Lorca, tenían ya
muy estudiada esta parcela de su obra, a cuyos análisis poco tenía, por tanto, que
añadir.

En esta parte, posteriormente en el caso de Biedma también, es la crítica literaria


o la poética pensada como tal el motivo central. He analizado lo que sobre la literatura
suya, o de otros, escribían los propios poetas, con la ambición de que sirviera para
recoger el pensamiento o idea de la poesía que latía en tales críticas. Otras veces, como
ocurre mayoritariamente en la segunda parte del libro, lo analizado es la poética que
queda implícita en la poesía de los poetas estudiados.

Todo el libro viene presidido por la convicción de que la buena poesía siempre
ha sido un ejercicio consciente, trabajado, hijo de una estética y de una reflexión, por
más que no todos la tengan conceptualizada de la misma forma, ni en algunos casos
sean incluso conscientes de que la tienen. A ello ayuda el hecho de que, excepto Vicente
Aleixandre, José Hierro y Gil de Biedma, los poetas incluidos comparten la situación de
haber sido, circunstancialmente o no, profesores de Literatura, y haber ejercido ellos
mismos tanto la docencia como la crítica sobre otros. La manera como Auden o Borges
formularon que cuando un poeta habla de la poesía de otros está en secreto hablando
también de la suya, podría ser una forma de afianzar el propósito que ha guiado esta
investigación.

Los pasos por cada poeta se ven precedidos por un capítulo introductorio en que
he planteado una teoría del género lírico desde la insatisfacción que me producía la
teoría articulada por las escuelas contemporáneas en torno a la enunciación, el llamado
«yo lírico», que veía mal perfilado o desenfocado. Es un capítulo que, por otra parte,
adeuda mucho a Machado y a Ortega, que diagnosticaron muy bien un planteamiento
que he visto asimismo claro en Hegel, Ingarden o Stierle.

Advierto al lector que he preferido no modificar la versión que fue publicada en


el momento en que cada estudio nació. Los capítulos reproducen, salvo ligeros retoques
de estilo, la forma en que se publicaron y consta al final de este Prefacio. Alguna
redundancia o idea sobre la que se vuelve (tampo ocurre mucho) es huella de tal
opción, pero hay dos motivos que la hacen necesaria. Uno es que actualizar dieciséis
años de bibliografía y estar atento a lo mucho que sobre cada poeta se iba publicando
habría desbordado mis posibilidades, que he tenido que combinar con otras varias
preocupaciones y libros de teoría, de narrativa o de autobiografía.

Pero hay otra razón no menor. Me parece que así se respeta el momento en que
estaban los estudios cuando los escribí y el valor, mayor o menor, de la intervención en
ese momento. Incluso he respetado en la bibliografía la edición concreta que consulté.
No es menos importante la posibilidad de una historia interna de los procesos de
maduración que las ideas de la crítica y la teoría han tenido.

Dejo constancia de mi enorme gratitud a la ayuda que mi colaboradora Cinta


María Pérez Urrea me ha proporcionado en la preparación, corrección y pulcritud
formal del conjunto.

Todos los libros, pero mucho más uno que ha sido realizado durante tanto
tiempo, suman deudas de cariño e intelectuales. Dar cuenta de ellas sería muy largo, y,
por tanto, me basta decir que tengo la suerte de tener amigos que son los de siempre.
Saben quiénes son y que con igual fidelidad se lo dedico.
1.1. LA BRECHA EN EL TIEMPO
Comencemos con una hermosa parábola de Kafka, ese escritor-filósofo que
acertó como pocos a expresar las grandes articulaciones de nuestra condición humana:

Él tiene dos adversarios: el primero lo presiona desde atrás, desde su origen. El


segundo le bloquea el camino hacia adelante. Lucha contra ambos. En realidad, el
primero lo apoya en su lucha contra el segundo, pues lo quiere empujar hacia adelante
e, igualmente, el segundo le presta su apoyo en su lucha contra el primero, ya que lo
presiona desde atrás. Pero esto sólo teóricamente es así. Pues ahí no están sólo los dos
adversarios, sino él mismo también, ¿y quién no conoce sus intenciones? Siempre sueña
que, en un momento de descuido -y esto, debe admitirse, requeriría una noche
impensablemente oscura-, puede evadirse del frente de batalla y ser elevado, gracias a
su experiencia de lucha, por encima de los combatientes como árbitro (E Kafka, «Él»
[1920] apud H.Arendt, 1961: 79-80).

El sueño de ese inquietante personaje «Él», que quiere ser árbitro en la lucha del
tiempo y vencer al presente y al futuro, instalándose como imagen de la experiencia del
presente, lo cumple el poeta. Quizá no haya otro rasgo que defina la enunciación lírica
de modo más palmario que el que reflejaría el sue ño de un espacio, de una región, o de
un momento, o una acción de decir (veremos luego la contigüidad fundamental de estos
conceptos) en el que el tiempo se colma como actualidad, como presencia, como lugar
que ha logrado ejecutarse a sí mismo para transmitir a los hombres la idea de una
creación verbal en la que el tiempo deja de ser una línea de pasado-futuro o de futuro-
pasado, y que es, por encima de ellos, la imagen misma de la presentez, por allegar un
vocablo grato a Pedro Salinas.

Cuando leemos un poema, sea de la época que sea o por remota que parezca su
situación, ya de Píndaro o ya de Guillén, no asistimos a un acto clausurado. El lector
vivencia en el poema una experiencia que convierte siempre en experiencia presente, y
que por ello, como veremos luego, le imbrica a él. El «ahora» de la poesía no remite al
momento en que el poema fue escrito, sino al presente de su lectura. Igual valdría decir
para los espacios recuperados, que son para la experiencia del lector imágenes de su
propio mundo. Y lo que ocurre con el espacio y el tiempo del poema, que universalizan
su condición por referencia a la imagen de una experiencia no clausurada, valdría para
el llamado «Yo lírico» y su posibilidad de intercambio con el «tú». Ningún acto
enunciativo diferente al de la poesía lírica permite el intercambio de roles por el cual el
«Yo» incluye en sí mismo al «otro», no sólo en la esfera de desdoblamiento del propio
yo, como se ha leído en la famosa sentencia de Rimbaud le est un autre, sino en la
posibilidad de incluir al tú como imagen proyectada del yo, experiencia que acontece a
cualquier lector de poemas que no siente el yo del poeta, ni lo dicho en el poema sobre
ese yo, como ajeno a sí mismo.

Hannah Arendt, filósofa alemana discípula de Heidegger y Husserl, ha escrito un


hermoso ensayo cuyo título es «La brecha entre el pasado y el futuro» en el que
comenta el texto arriba reproducido de Kafka para intentar explicar el fenómeno del
pensar, el acontecimiento del pensamiento. Y escribe:

Desde el punto de vista del hombre, que siempre vive en el intervalo entre el
pasado y el futuro, el tiempo no es un continuum, un fluir en ininterrumpida sucesión;
el tiempo se fractura en el medio, en el punto donde «él» está, y su posición no es el
presente tal y como normalmente lo entendemos, sino más bien una brecha en el tiempo
[...]; siempre que piensa en independizarse sueña en una región superior y por encima
del frente de batalla - ¿qué son este sueño y esta región sino el viejo sueño de la
metafísica occidental, desde Parménides a Hegel, de un ámbito atemporal, no espacial,
suprasensible, como la verdadera región del pensamiento? [...] Es muy posible que sea
la región del espíritu o, mejor, el sendero pavimentado por el pensamiento, la pequeña
senda del no tiempo que la actividad de pensar traza en el tiempo-espacio de los
hombres mortales y en la que los hilos del pensamiento, del recuerdo y la anticipación
salvan todo lo que tocan de la ruina del tiempo histórico y biográfico. Este pequeño
espacio atemporal en el mismo corazón del tiempo sólo puede ser señalado, pero no
puede ser heredado (H.Arendt, 1961: 83-85).

Pretendo desarrollar en este capítulo una tesis sobre la enunciación lírica que
extienda al acto de creación poética lo que Arendt desarrolla para el acto de pensar. Los
hilos del pensamiento, del recuerdo y de la anticipación son también los hilos de la
poesía; es más, considero que la enunciación lírica no sería otra cosa que la creación de
una región donde esta brecha del tiempo se ejecuta y donde la experiencia humana se
realiza en el mismo corazón del tiempo, siendo por ello una constante emergencia de la
propia temporalidad, no como historia pasada, sino como vivencia presente.

¿Podría leerse atesta luz de otra manera la famosa sentencia de Machado cuando
define la esencia de la poesía como «palabra en el tiempo»? Muchos y muy agudos han
sido los comentarios que ha suscitado el tema del tiempo en la poesía y en la poética de
A.Machado. Destacaré de entre ellos los escritos por E.Frutos (1960) y R.Gullón (1970).
Ligada a la influencia de Bergson, bien analizada por ambos, la «palabra en el tiempo»
va mucho más allá del tópico heraclitiano:

A.Machado ha explicado en muy diferentes lugares esta definición de su poética.


Por ejemplo, en el fragmento enviado para la Antología de Gerardo Diego de 1932
desarrolla la idea de que la poesía es «palabra esencial en el tiempo» y añade:

La poesía moderna [...] viene siendo hasta nuestros días la historia del gran
problema que al poeta plantean estos dos imperativos, en cierto modo contradictorios:
esencialidad y temporalidad. El pensamiento lógico, que se adueña de las ideas y capta
lo esencial, es una actividad destemporalizadora. Pensar lógicamente es abolir el
tiempo, suponer que no existe, crear un movimiento ajeno al cambio, discurrir entre
razones inmutables [...] Pero al poeta no le es dado pensar fuera del tiempo, porque
piensa su propia vida, que no es, fuera del tiempo, absolutamente nada.

[...] El intelecto no ha cantado jamás, no es su misión. Sirve, no obstante, a la


poesía, señalándole el imperativo de su esencialidad. Porque tampoco hay poesía sin
ideas, sin visiones de lo esencial. Pero las ideas del poeta no son categorías formales,
cápsulas lógicas, sino directas intuiciones del ser que deviene, de su propio existir; son
pues temporales, nunca elementos ácronos, puramente lógicos. El poeta profesa, más o
menos conscientemente, una metafísica existencialista, en la cual el tiempo alcanza un
valor absoluto. Inquietud, angustia, temores, resignación, esperanza, impaciencia que el
poeta canta, son signos del tiempo, y al par, revelaciones del ser en la conciencia
humana (G.Diego, 1932: 220-223).

A.Machado es consciente de que Filosofía y Poesía tienen una relación y una


aspiración comunes. Y antes que Hannah Arendt reclamara la brecha del tiempo entre
el pasado y el futuro como imagen del pensar, A.Machado había coincidido con Kafka
en el cifrado de que la aspiración del pensamiento es abolir el tiempo y definirse como
árbitro por encima de la lucha entre el pasado y el futuro. Esa metafísica existencialista
del poeta que aspira a convertir todas sus situaciones y temas en «intuiciones del ser
que deviene, de su propio existir» o «signos del tiempo y revelaciones del ser en la
conciencia humana», pienso yo que pueda decir mucho sobre el acto de la enunciación
lírica como espacio donde esa revelación se ejecuta, en el instante esencial de la vivencia
del tiempo como existir actualizado, presencial, lo que supondría que la poesía es el
lugar donde se ha realizado el viejo sueño de la filosofía: pensar en el corazón del
tiempo y salvar de ese modo la ruina del tiempo histórico y biográfico.

No puedo extenderme ahora en la fortuna que esta cuestión alcanza en la obra


posterior de A.Machado, y especialmente en el luan de Mairena. Pero no me resisto a
reproducir dos textos, siquiera fragmentariamente:

Ya en otra ocasión definíamos la poesía como diálogo del hombre con el tiempo,
y llamábamos «poeta puro» a quien lograba vaciar el suyo para entendérselas a solas
con él, o casi a solas; algo así como quien conversa con el zumbar de sus propios oídos,
que es la más elemental materialización sonora del fluir temporal. Decíamos, en suma,
cuánto es la poesía palabra en el tiempo y cómo el deber de un maestro de Poética
consiste en enseñar a sus alumnos a reforzar la temporalidad de su verso (A.Machado,
1936: 70 y 76).

Ricardo Gullón (1970) admirablemente relacionó la dimensión del tiempo en


Machado con la del espacio: «espacio colmado de tiempo y tiempo espacializado en el
que se instalará el poeta» (pág. 166), y si el tiempo es tan esencial y acaba siendo la
realidad última es «porque nuestra vida coincide con nuestra conciencia».

En lo que sigue desarrollaré la idea de que la enunciación lírica no será otra cosa
que el lugar creado para la conciencia del presente como vivencia temporal. El espacio
de enunciación lírica crea, y a ello contribuyen diferentes rasgos que después se
analizarán, una zona en la que el yo establece la experiencia del tiempo no como un
tema o asunto sino como la dominante de toda su construcción, de ahí que en tal
experiencia los sucesos no estén clausurados, aunque pertenezcan al pasado. El tiempo
histórico se reescribe en ese espacio de enunciación lírica como actualidad de la
vivencia, que afecta no sólo a las deixis espaciales y temporales, sino a las propias deixis
personales, por las cuales la vivencia se ejecuta en el presente de la lectura como
perteneciente al momento del tú que es otro yo. Veremos también cómo Ortega y Gasset
cuajó perfectamente, aunque él no se refiriese a la enunciación lírica, una reflexión en
tomo al que llama «Yo ejecutivo», que si lo trasladamos, como pretendo hacer, al «Yo
lírico», alcanza a explicar esta experiencia de la vivencia de la acción como «ser en el
tiempo».

1.2. LA LÍRICA EN EL SISTEMA ENUNCIATIVO

Es preciso preguntar a Machado, a Ortega, a Hegel, en la misma medida en que


el tratamiento que la tradicional y moderna teoría de los géneros literarios ha dado a la
cuestión de la enunciación lírica es altamente insatisfactorio y está lleno de problemas,
instalados en la falsa seguridad de tópicos manidos del tipo de «enunciación del Yo»
para el espacio enunciativo lírico, o naufragando en la múltiple y crecida ambigüedad
no declarada del adjetivo en el conocido sintagma «Yo lírico». Para definir el lugar de
enunciación del poeta, ni manuales, ni diccionarios, ni, lo que es peor, tratados
monográficos sobre la cuestión de los géneros, han explicado con visos de plausibilidad
la cuestión básica: ¿ejerce la lírica una especificidad enunciativa? ¿Puede definirse desde
el concepto metalingüístico de enunciación? Ofrecer simplemente una respuesta
negativa resultaría insuficiente, por lo que conviene nos detengamos en tales preguntas
e indaguemos las vías de una respuesta diferente y creíble a la cuestión planteada.
Los problemas que la mala compañía de la enunciación ha acarreado a la teoría
de los géneros son muchos y desde luego, las desventajas cosechadas no creo que
compensen la pírrica ganancia de una claridad cartesiana y el acomodo al sistema
triádico, confirmado por doquier. No cabe duda de que por esta vía se llegó a un
mundo perfecto: tres personas gramaticales, tres modos, tres tiempos, tres géneros. Ya
Claudio Guillén (1971) se adelantó a explicar la formación de un sistema triádico en el
Renacimiento que hunde sus raíces en razones histórico-culturales de diferente
naturaleza, incluida la teológica de la época. Posteriormente G.Genette (1979), quien
sigue de cerca el modelo propuesto por Guillén, ha ofrecido una muy difundida
explicación histórica de la transición desde el primitivo esquema modalenunciativo de
Platón y la versión aristotélica del mismo hasta su consagración por el Romanticismo y
las llamadas por Goethe «formas naturales». En otro lugar (J.M.Pozuelo, 1988a: 70-73)
he discutido tal consagración del modelo triádico de los géneros, en parte debido a la no
feliz convergencia del fervor triádico del estructuralismo con la tradición perpetuada
desde el Romanticismo de Jena, Schelling y Hegel y continuada por el idealismo de
Staiger (1946). Que R.Jakobson, con su reconocida autoridad, acabase sosteniendo la
poesía lírica como el ámbito de la enunciación en primera persona acabó por reafirmar
desde el rigor del metalenguaje estructuralista a quienes venían defendiendo que la
lírica era el género de la expresión de los sentimientos subjetivos del poeta y entendían
lo subjetivo no en el ámbito modal de la enunciación del yo, sino en el temático de la
traducción de un estado de ánimo. Una de las constantes en la relación de la lírica con la
enunciación es la continua mezcla, dentro de la categoría de la subjetividad, entre
criterios de mo dalidad enunciativa y criterios de contenido, o lo que es lo mismo, lo
modal se ha contaminado con frecuencia de la función expresiva, en parte por la
vinculación del esquema triádico a las formas personales y a las funciones del lenguaje.
Tal contaminación no pertenece a los estadios románticos o idealistas, sino que pervive
hoy, incluso reforzada por quienes entienden que «son las tres grandes modalidades
teóricas básicas, en cuanto estructuras mayores de polarización enunciativo-receptora y
en grado menos evidente, actitudes básicas de la actividad simbólico-referencial de la
literatura, las que orientan, sin excepciones, la caracterización de las formas históricas
de transición» (García Berrio y Huerta Calvo, 1992: 83). De nuevo vemos mezclados los
polos enunciativos y las actitudes básicas de la actividad simbólico-referencial, sin una
abdicación siquiera del concepto de «formas naturales», convertido en «factores
universales» de base antropológico-imaginaria (ibíd., págs. 50 y 68).

Sin embargo, un tratadista actual de la solvencia de JeanMarie Schaeffer (1989),


quien dedica un extenso capítulo de su libro a la cuestión de la enunciación y los
géneros (págs. 82-96), y que ya había reconocido al hablar del sistema de Hegel que
«comme de coutume cette interpretation modale rencontre des problémes au niveau de
la poésie lyrique» (pág. 37) acaba concluyendo:
Le vaste continent qu'on regroupe Bous le nom de «poésie lyrique» réalise quant
á lui tour les cas des figures [de enunciación] possibles: énonciateur réel, énonciateur
fictif, énonciateur feint [...] Autant dire qu'il est inerte par rapport á la diversité
énonciative, ce qui est une des raisons de la difficulté qu'on rencontre lorsqu'on veut le
corréler á ses faux fréres que sont la poésie épique et la poésie dramatique, toutes deux
liées plus ou moins fortement á des spécificités énonciatives (Schaeffer, 1989: 85-86).

Palmariamente reconoce Schaeffer, cuando intenta definir los géneros desde el


nivel de la enunciación, que la lírica escapa a una especificidad. No sólo porque sus
marcas sean menos claras que las de la narrativa (hablar del narrador) y la dramática
(hablar de los personajes), esto es, los otros géneros que sí tienen definido un lugar en el
esquema modalenunciativo, sino también porque todos los tipos posibles de
enunciación han encontrado realizaciones en el seno de ese vasto continente de la
poesía lírica.

No es casual a este respecto que el poderoso sistema que Hegel construyó en sus
Lecciones sobre la Estética dejara sin marcar a la poesía lírica en cuanto enunciación. Su
apelación a lo subjetivo lo es respecto a su contenido, pero así como en el caso de la
forma épica había definido que ella narra poéticamente en forma de amplio acontecer
una acción en sí total como los caracteres», y en el caso de la poesía dramática había
recogido el carácter actuante («de su propio actuar» dice), para la poesía lírica deja sin
marcar el registro modalenunciativo de su forma (Hegel, 1817-1820: 748 y 749). No
puede ser casual esa ausencia de marca en un sistema con distinciones y matices tan
poderosos y tan exigentes en su coherencia interna.

Desde Hegel hasta la conclusión de Schaeffer hay un largo camino sembrado de


fiascos en el intento por meter a la lírica en el esquema modalenunciativo y del que el
libro de P.Hernadi (1972) recoge abundantes muestras. No se ha recorrido tal camino
sin violencia, y apelo al conocimiento que quienes me leen tienen, de la difícil vía de
salida que para una autoridad tan reputada en cuestión de géneros literarios como
G.Genette (1991) ha supuesto la forzada situación de establecer, junto a los géneros de la
ficción (en el que entran los miméticos, distinguidos en el interior de esa categoría por
rasgos enunciativos claros: narrativo y dramático), otra categoría o régimen de
literariedad definida por la dicción y que explícitamente se refiere, aunque no
exclusivamente, a la poesía lírica (pág. 32), huérfana de un lugar habitable en el sistema
enunciativo-modal de la representación narrativa o dramática de las acciones humanas,
que forma para Genette el régimen constitutivo de la literariedad, frente al otro
régimen, condicional, en que la poesía habita con otras muchas formas no líricas,
carentes como ella de un estatuto modalenunciativo bien definido.
Seguramente este destierro de la lírica, inespecífica para el sistema enunciativo,
acarree a su autor menos problemas que los que ha traído la posición extrema de
K.Hamburger (1957), quien ha defendido radicalmente la definición de la lírica desde el
sistema enunciativo de la primera persona, pero a costa de crear un problema a la
narrativa homodiegética, que queda entonces fuera del sistema y se configura como una
forma especial o mixta desde el punto de vista lógico adoptado. No es el momento de
recorrer la teoría de Hamburger, cuya coherencia interna nos obligaría a reproducir
aquí todo su sistema. A quienes me leen les bastará con recordar que Hamburger otorga
a la lí rica un estatuto algo complejo. Opone el polo lírico al polo que forman el drama y
el relato épico - en tercera persona - (aquí cabe encontrar una poderosa influencia en la
teoría de Genette). Aunque no forme parte de la ficción, ni cree Yo-origen ficticio, crea
un espacio enunciativo que se ha denominado Yo-lírico, para el que la autora sostiene
ser «un sujeto de enunciación» (Hamburger, 1957: 158). Que eso sea así obliga a
desplazar tanto las formas narrativas de la lírica (que llama balada), como, lo que
resulta más sorprendente, a concebir toda la narrativa en primera persona como «forma
especial o mixta».

Seguir rigurosamente el esquema enunciativo genera una paradójica


indistintividad con un género de tan proverbial carácter narrativo no lírico como el
picaresco. Si no olvidamos que la que se considera primera novela europea, La vida de
Lazarillo de Tormes, y origen de tantas otras, comienza con las palabras «Yo por bien
tengo que cosas tan señaladas», reconoceremos la dificultad de establecer una
especificidad enunciativa desde la primera persona que ha poblado la novela europea
de enunciaciones del yo, no sólo ficcionales, sino autobiográficas, confesionales, diarios
íntimos y tantas otras formas o recursos concretos de enunciación de la primera persona
como la stream of conciousness, el monólogo interior, etc., que ningún lector calificaría
como poemas líricos.

Posiblemente para salvar la propia dificultad de su carácter no distintivo se ha


creado para el Yo enunciativo de la poesía ese adjetivo «lírico». Salvo que queramos
hacer entrar lo definido en la definición, el adjetivo poco aclara respecto a tal
especificidad, en términos estrictos de enunciación. La evidencia es que desde el punto
de vista enunciativo, Yo es la forma verbal del sujeto que habla, lo haga en un poema o
en un relato. ¿Qué se quiere decir con el adjetivo «lírico»? En realidad todo lo que no
cabe en la estricta definición enunciativa; «lírico» sería de ese modo una forma de
confirmar, adjetivando, la inespecificidad que vengo argumentando en términos
enunciativos, y el intento por cubrir unos rasgos de género que no resultan cubiertos
por el sistema enunciativo como tal y que son precisamente los que se trata de aislar o
definir (lo mismo valdría para el sintagma popularizado por W.Kayser [1954: 446] de
«enunciación lírica»).
Sentidos distintos ha tenido según F.Cabo (1988: 216-218) el concepto de
«enunciación lírica». En primer lugar la adjetivación «lírico» supone una serie de rasgos
para la enunciación lírica enunciada: la subjetividad, el presente como su dimensión
temporal y la soledad o aislamiento del enunciador. Ninguno de los tres es una marca
enunciativa, puesto que la subjetividad (hablar sobre sí) es en todo caso un referente
temático y la atribución de lo enunciado al autor real no dejaría tampoco de ser una
condición referencial y no enunciativa (también puede hablar el poeta, si quisiera
hacerlo sobre sí mismo, por boca de otros). Subjetividad y enunciación del Yo no se
cubren.

Otras veces por Yo lírico se quiere dar a entender que el Yo del que estamos
hablando no es el poeta como tal, sino una fuente ficticia de discurso. Esta evidencia ha
obtenido ya un tratamiento teórico tan abrumador que no merece la pena insistir.
Serviría «lírico» como adjetivo que marca la fuente retórico-irónica de la enunciación. El
adjetivo aquí ha sido muy útil, aunque cada vez más innecesario dado que los que
sostienen la vieja creencia de que el sujeto enunciativo es la persona del poeta como
sujeto personal son afortunadamente minoría y sobre todo tienen frente a sí a todos los
poetas-teóricos Yeats, Eliot, Pound, Baudelaire, Pessoa, Gil de Biedma y una larga
nómina que comprendería también a los románticos ingleses y la tradición tratadística
de la «ironía» tan agudamente glosada por Pere Ballart (1994).

Una primera conclusión se deduce de cuanto vengo diciendo, conclusión en la


que me alegra coincidir con R.Wellek en «Genre Theory, The Lyric and Erlebnis» (1970):
la dificultad de definir el género lírico desde el estatuto enunciativo, no sólo por su
enorme variabilidad histórica, sino por la falta de especificidad de las formas de la
primera persona enunciativa, que le son predominantes.

1.3. DE LA ENUNCIACIÓN AL «UNIVERSO DEL DISCURSO»

Las investigaciones que desde hace años la Semántica, la Pragmática (que incluye
la teoría de los actos de habla) y la propia teoría de los géneros literarios vienen
llevando a cabo han ampliado notablemente el campo de atención y extensión posible
de lo que antes simplemente se llamaba «enunciación». Estoy convencido de que si bien
resulta totalmente inespecífico y poco rentable intentar definir la lírica desde el sistema
enunciativo estrictamente considerado, los avances teóricos en el campo de la teoría de
los contextos, las situaciones de habla, los en tornos y todo lo que podríamos llamar de
modo genérico «universo del discurso» (como aquel conjunto de informaciones,
presuposiciones, referencias, etc. que comparten enunciador y receptor de un mensaje)
pueden ayudamos a salir del atolladero en que nos situó la estricta y reducida
aplicación del concepto de enunciación a la poesía lírica.
Se ha hecho célebre, en el campo de la teoría de la información, la cuestión
formulada para enumerar los cinco factores que intervienen en un acto discursivo, a
saber: Who says what in which channel to whom with that effect? Una mayor humildad
y conocimiento histórico habrían hecho recordar que incluso la versión pedagógica
reducida que la historia de la Retórica proporcionó para los lugares (loci) en el
desarrollo de un tema (quaestio), y se popularizó en las famosas formulas: quis, quid,
ubi, quando, quemadmodum, quibus adminiculis o en el hexámetro quis?, quid?,
quibus auxiliis?, quomodo?, quando? (Lausberg, 1960, § 373-399) amplía notablemente
no sólo el elenco de factores, sino que en el propio planteamiento aristotélico de la
tópica y sus extensiones posteriores a los discursos jerarquiza el ubi y el quando, el
contexto situacional diríamos hoy, no tenido en cuenta en la fórmula seguida por los
teóricos de la información y que para la caracterización de un género literario es lugar
privilegiado, pues la determinación del espacio y el tiempo de la enunciación debería
ser insoslayable.

Cualquiera de las versiones actuales aportadas por la Lingüística o la Semiótica


para el estudio de lo que comúnmente se llama «contextos comunicativos» podría
servimos de base para entender adecuadamente que también la lírica puede definirse
desde ellos, evitando así el estricto corsé de la posición enunciativa referida al shifter o
embrague discursivo, cuestión, como hemos visto, excesivamente limitada y poco
aclaratoria de la enorme variedad y complejidad de variables históricas. Incluso la
bastante temprana de E.Coseriu (1963) en su clásico «Determinación y entorno»
distinguía ya cuatro diferentes tipos de entornos: la situación, la región (con sus
concreciones en zona, ámbito y ambiente), el contexto y el universo del discurso, «el
sistema universal de significaciones al que pertenece un discurso (o un enunciado) y
que determina su validez y su sentido».

Estas consideraciones nos llevarían necesariamente muy lejos, puesto que la


pregunta acerca de la enunciación se enriquece con todos los factores posibles
imbricados en el hecho comunicacional en sentido amplio, incluidos (y no en un lugar
menor, por supuesto) los saberes que la propia historia de los textos y de las
comunicaciones en ciertos ámbitos de discurso institucionales han provocado, lo que se
llama «competencia genérica»: habilidades, conocimientos previos, presuposiciones,
actitud, etcétera, con que un lector tiene capacidad de descifrar un mensaje por sus
saberes sobre el «universo de discurso» al que tal mensaje pertenece. Para la teoría de
los géneros ha habido ya suficientes concreciones metateóricas como para que tengamos
que insistir aquí (una pequeña antología teórica para esta cuestión debería incluir a
J.Culler, 1975: 163-187; Stierle, 1977; M. L.Ryan, 1979; W.Raible, 1980; J.M.Schaeffer,
1989; F.Cabo, 1992: 163-217).
En la amplia bibliografía sobre contextos comunicativos y géneros se ofrece
significativamente muy poco sobre la lírica, cuando se trata no de definir intenciones,
sino de proporcionar rasgos genéricos que puedan aislarla como fenómeno
comunicativo. Ya vimos que Schaeffer reconocía su enorme variabilidad, dispersión y la
dificultad de un estatuto claro, y este estado de cosas se traslada a manuales y obras de
referencia. Por ofrecer un ejemplo: el Diccionario de términos literarios de Estébanez
Calderón, bastante riguroso y muy bien documentado en la teoría literaria actual,
cuando intenta conectar la teoría del Entorno con la de los géneros literarios dice:
«Trasladados estos conceptos a la Teoría y Crítica Literarias, el estudio de los diferentes
tipos de entorno es importante para el análisis de cualquier texto, pero especialmente de
los narrativos y dramáticos. En ambas modalidades de discurso el entorno juega un
papel clave en la determinación de las circunstancias espacio-temporales en que se
desarrolla la acción...» (Estébanez Calderón, 1996: 329).

No considero que sean menos claves los entornos en el caso de la poesía lírica. La
primera característica que tendremos que aislar es, precisamente para el caso de este
género, la creación de un espacio enunciativo propio, que influirá en la posición tanto
de la fuente origen del discurso como de su localización espacial y temporal. Sabemos
por la teoría de los actos de habla que el éxito de la comunicación depende de la
adecuación del discurso a una situación particular. En la comunicación hablada, el
oyente comparte el aquí y el ahora del productor del discurso y se dan todos los
fenómenos de reconstrucción del contexto preciso para que la comunicación se realice,
incluido el feed back. En el caso de la comunicación escrita, la falta de esta si tuación se
corrige por medio de las informaciones proporcionadas por el propio texto. El emisor
dota al texto de un carácter especialmente estructurado en orden a salvar la situación de
comunicación in absentia. Para el espacio enunciativo hay aquí una primera gran
diferencia entre la lírica y el texto narrativo y dramático. Como advierte Susana Reisz:

Precisamente una de las maneras de generar las condiciones de comprensión, de


crear un marco situacional en que el lector y el texto puedan converger, es delinear la
situación interna de enunciación con nitidez suficiente como para que se perciba su
relación contradictoria con la situación de escritura. Esta situación que en el teatro
representado adquiere la contundencia de lo visto y lo oído y que en la narrativa se
pone de relieve - entre otras cosas - por las capacidades de conocimiento suprahumanas
del narrador, no se perfila ni siempre ni con igual claridad en el caso de la lírica
(S.Reisz, 1986: 201).

La lírica no especifica casi nunca la situación de habla, ni el contexto situacional


preciso para situar los objetos, las acciones, los espacios y los tiempos. El texto lírico se
halla por voluntad de género, y precisamente por su inespecificidad o falta de nitidez en
la situación interna de enunciación, mucho menos estructurado y completo. Lejos de
llenar los «vacíos situacionales» el lenguaje lírico tiende a crearlos, por medio de
distintos procedimientos que iremos viendo. En rigor el principal de ellos es dejar la
situación de enunciación sin una marca histórica de origen, de determinación del origen
o fuente del discurso, que parece emerger de la nada o ser en todo caso autosuficiente y
autorreferencial. El texto lírico no construye siempre, casi nunca lo hace, lo que de
antemano precisamos saber para situar a quién habla, cuándo habla, desde dónde habla
y, en el otro lado del canal, quién escucha, cuándo y dónde escucha. Esa creación de
espacios de indeterminación enunciativa veremos que es rasgo estructurador y
dominante y contribuye a crear un contexto enunciativo muy peculiar que requiere del
lector una actitud especial de recepción, que no reclama tales contextos y acepta los
vacíos situacionales no como una merma, sino como un esquema discursivo necesario
para el tipo de recepción y para la consecución de los fines de tal discurso.

Muchos han sido los testimonios de quienes se refieren a un «estado o actitud


receptora» especial, que no será sino el reco nocimiento de un espacio enunciativo-
receptor específico y preciso para recibir el discurso lírico. José Ortega y Gasset lo
advierte: «Leer versos no es una de mis ocupaciones habituales. En general no concibo
que pueda ser la de nadie. Tanto para leer como para crear poesía debiéramos exigir
cierta solemnidad. No una solemnidad de exteriores pompas, mas sí aquel aire de
estupor íntimo que invade nuestro corazón en los momentos esenciales» (Ortega y
Gasset, 1914: 248).

Desde algunos lugares de la moderna teoría literaria se ha intentado dar cuenta


de que, por encima de los rasgos formales, la especificidad comunicativa de la lírica
radicaba en lo que Genette, en Figures II, llamó una «attitude de lecture» que el poema
impone a sus lectores:

Una actitud motivadora que, más allá o más acá de los rasgos prosódicos o
semánticos, concede a la totalidad o a parte del discurso esa presencia intransitiva y
existencia absoluta que Eluard llama «prominencia poética». En este caso el lenguaje
poético parece revelar su auténtica «estructura», que no es la de una forma particular
definida por atributos específicos sino la de un estado, un grado de presencia e
intensidad... (apud J.Culler, 1975: 233).

El propio J.Culler (1975: 234-260) ha desarrollado algunas de las convenciones


que intervienen en la competencia del género y que contribuyen a crear esa actitud de
lectura, entre ellas, la distancia e impersonalidad, por el funcionamiento de los
deícticos, la expectativa de totalidad que salva el fragmentarismo, la mayor
significación y el esfuerzo para salvar la inteligibilidad. En otro lugar (J.M.Pozuelo,
1988b: 213-225), al trazar algunos rasgos de la Pragmática del género lírico, ya me he
referido a otros fenómenos concurrentes con los de Culler y desarrollados por U.Oomen
(1975), Lázaro Carreter (1990) y otros autores.

De modo que la indeterminación del espacio enunciativo es la que crea las


condiciones para que se den los rasgos pragmáticos y las principales convenciones de
lectura que el texto lírico sostiene y al que invita. Respecto a la cuestión que nos ocupa,
la relación de la lírica con la enunciación, es muy de considerar la propuesta de Stierle
(1977), por cuanto incide directamente en la pregunta formulada por este capítulo y
puede servir de gozne para mi propia propuesta de explicación de la especificidad del
que vengo llamando «espacio enunciativo», que se corresponde con un «universo de
discurso» o «esquema de discurso». Para entender bien este concepto será necesario
reproducir unas palabras del propio Stierle:

Le discours n'est sensé - et n'est donc discours au sense propre - que lors qu'il
peut étre projeté sur un schéme discoursif trouvant sa place dans les institutions de la
action symbolique, qui ont pour condition et conditionnent en méme temps une culture
donnée... Le discours dans sa signification, n'est jamais univoque, et dans tour ses
aspects n'est jamais assuré; il est nécessairement assujetti a l'activité d'arriére-plan du
lecteur, qui ne se contente pas de percevoir un texte, mais l'organise avant tout en
discours. Sans doute, le transfert du texte en discours n'est pas arbitraire. L'identité du
discours dépend essentiellement du fait qu'elle n'est pas un acte né d'une position
subjective, mais qu'il procéde d'une praxis de la réception qui vise au consensus (Stierle,
1977: 426).

No, por tanto, enunciación lírica, sino identidad de discurso como realización de
esquemas de discurso institucionalmente reconocidos y sobre los que hay una
competencia basada en realizaciones históricas de emisión y de lectura. En otro lugar
convine con F.Cabo (1992: 235) en reconocer que este texto puede perfectamente servir
como arranque de una teoría de los géneros literarios que fije el espacio o contexto de
enunciación no en función del concepto restringido de acto de habla, de intervinientes
en el acto o enunciaciones propiamente dichas, sino en los esquemas o competencias de
género que nacen y se desarrollan en contextos históricos y no son catalogables fuera de
tal historia. El esquema de discurso preciso para entender la poesía de Góngora no es el
mismo que precisa Baudelaire, ni en sentido estricto se formularían sus obras como
partiendo de una identidad genérica de discurso. Para el caso de la poesía lírica
posromántica, que es la que aquí nos viene ocupando, lo que vengo llamando espacio
enunciativo y que sería mejor definir como «esquema discursivo» supondría, según
Stierle, una transgresión de los esquemas de discurso que condicionan las posibilidades
de organización de los estados de hecho y del principio de realidad que atribuye
materialidad a los hechos. En este sentido la lírica se propondría como «anti-discurso, o
manera específica de transgredir un esquema discursivo preexistente» (pág. 431), tanto
por abolición de la linealidad del discurso y sus órdenes de coherencia, como por la
creciente complejidad de los contextos discursivos, la función reflexiva del yo, la
concepción del discurso mismo como una función del sujeto de enunciación, de tal
forma que tal sujeto parece tener una existencia independiente del enunciado, lo que
convierte aquel Yo en una identidad siempre problemática, etc. Frente a la formidable
construcción teórica de Stierle (muy poco convocada sin embargo en las
caracterizaciones del género más difundidas) para explicar el espacio enunciativo de la
lírica como espacio problemático y transgresor del esquema enunciativo mismo y de sus
roles habituales, quedan sin efecto las tópicas e inespecíficas atribuciones a la lírica de
una «enunciación del yo» como rasgo distintivo.

1.4. UN YO EN EL PRESENTE

En este estudio querría complementar las caracterizaciones de la bibliografía


convocada hasta aquí, y en concreto las señaladas en el acápite anterior, no tanto para
acumular más o menos rasgos discursivos que intervienen en la competencia del género
lírico como creación de un espacio enunciativo propio y específico, sino en la dirección
de explicar por qué sea así, y si esos rasgos convocados por la bibliografía para suponer
una especificidad enunciativa (insisto que en tanto «esquema de discurso») pueden
tener una explicación unitaria, un principio constructivo común. Al comienzo de este
estudio me refería a ese principio como «presencia actual», como ejecución de una
brecha en el tiempo. Por encima de cualquier otro rasgo, la poesía lírica convierte los
estados de hecho, las realidades, los objetos e incluso las personas que en ella se
convocan en presencias actuales. La función primordial de su esquema enunciativo y de
los rasgos que por él se vehiculan es otorgar a la comunicación una dimensión de
presente. Pero como ya tuve ocasión de adelantar a propósito de la fábula de Kafka, ese
presente no es un tiempo en el sentido cronológico, sino un estado de presencia que
actúa o ejecuta una brecha en el sistema de los tiempos y transpone el continuum de la
sucesión, transformándolo en presencia actual o vivencia del tiempo, según pudo
perfilar A.Machado como esencia de la poesía. En el corazón del tiempo, sin ser un
tiempo más, e independientemente de cuál sea el tiempo del enunciado (que puede ser
el del pretérito, el del futuro o el del presente mismo), la poesía lírica se realiza como
presencia presente, como estado en que la historia se reescribe en el ámbito del decir
mismo y la acción de decir se corresponde con la de escuchar: lo dicho por la lírica es el
decir, el ser ejecutivo de la acción de discurso que emerge como presencia, por lo que
las acciones, los sucesos, las personas, los objetos, los lugares y los tiempos salen de la
fugacidad de haber sido y se salvan de la ruina de lo histórico, inscribiéndose en el
nuevo tiempo de la presencia, el tiempo actual de cuando leemos.
Y creo que tendríamos que comenzar intentando conocer mejor a ese extraño
personaje de la fábula, que le da título: «Él», ese personaje que pugna por abolir el
tiempo y que H.Arendt relacionaba con el pensador, con quien ejecuta el acto de pensar.
Puede ser, en una analogía que no sería rara a Machado, el sujeto poético, el yo lírico, el
enunciador de la poesía lírica, el que ejecuta el acto de enunciación del poema.

Para conocerle mejor será preciso, como tantas otras veces, acudir a Ortega y
Gasset. Su conocido «Ensayo de Estética a manera de Prólogo» (1914) que situó al frente
del libro de Moreno Villa El Pasajero ha sido citado casi siempre en relación con la
teoría de la metáfora (cfr. Lázaro Carreter, 1990: 112127). Pero antes de exponer sus
lúcidas intuiciones sobre el tropo (que considera en realidad una metonimia de lo
poético), elabora Ortega una explicación sagacísima sobre «El Yo como lo ejecutivo», en
la que encuentro la formulación más acertada de la tesis de la creación del Yo lírico y
que, aunque dicho como un Yo estético, el yo que crea el objeto artístico, tanto por
tratarse de un Prólogo a un libro de poemas como por lo dicho sobre él, creo que
fundamentalmente se refiere a la creación del yo enunciativo del poema. F.Cabo (1994-
1995) había subrayado ya la importancia de este texto de Ortega el cual recibió muy
pronto una glosa por Juan Ferraté (1968: 141-167); también ha señalado Cabo su
contexto intelectual filosófico: la explicación fenomenológica del fenómeno estético,
puesto que es texto penetrado de ideas y vocabulario de la Fenomenología, en especial
la explicación de la Erlebnis (aquí crea Ortega su traducción por «vivencia»).

En lo que afecta a la tesis que vengo defendiendo será fundamental el


subcapítulo dedicado al «Yo ejecutivo» y los que le siguen en el intento orteguiano de
contraponer a una teoría esteticista de «lo bello» (que formula con la crítica a Ruskin),
otra teoría que explique dónde radica la «creatividad» de la poesía, su ganar para
nosotros mundo, su construcción de mundo.

Hacer de algo un yo mismo es el único medio para que deje de ser cosa.

Mas, a lo que parece nos es dado elegir ante otro hombre, ante otro sujeto, entre
tratarlo como cosa, utilizarlo, o tratarlo como «yo». He aquí un margen para el arbitrio,
margen que no sería posible si los demás individuos humanos fuesen realmente «yo».
El tú, él, son, pues, ficticiamente «yo». En términos kantianos diríamos que mi buena
voluntad hace de ti y de él como otros yo (Ortega, 1914: 250).

En este formidable texto tenemos ya la primera formulación de la teoría esencial


de Ortega: ¿cómo tratarse uno a sí mismo como objeto siendo sujeto? Pedagógicamente
Ortega da un rodeo: a él le interesa la «duplicidad del Yo», pero no llega a ella por el
momento sino indirectamente; la creación de la mimesis de personas que son tratadas
«ficticiamente» como yo. Esa construcción de la persona en rigor sólo puede hacerse
desde el yo, incluso cuando se trata de «él» o de «tú», o bien se les trata como «cosa», o
bien se realiza una construcción ficcionalizadora en la cual esas identidades personales
advienen, abdicando de su condición de cosas (objeto), a la categoría de sujetos,
categoría que, en propiedad, sólo puede radicar en el yo.

Ño quiero llevar a Ortega adonde él no fue1(si hubiera querido decirlo lo habría


hecho), pero ¿sería posible contraponer el llamado «Yo lírico» a las otras identidades
personales? Creo que sí y que aquí radica su especificidad: en la ficción narrativa y en el
drama existen personas como objetos; hay una «voz» o una instancia de discurso que
las construye como voces de otros diferentes a sí, distanciadas respecto a la fuente origo
del discurso. En el caso de la lírica esa objetualización no se da. El yo, el tú y el él,
comunican precisamente en la medida en que «ficticiamente se traducen como yo». Esta
subjetivización esencial de la fuente del discurso es la radical diferencia del llamado
«Yo lírico». La dificultad estriba ahora en advertir que tal subjetivización no puede
explicarse desde la sola enunciación como registro discursivo o como forma de
distribución de los roles del discurso. Si así se tratara el «Yo lírico», en cuanto al yo de la
enunciación, no podría distinguirse para nada del yo narrativo homodiegético que
formalmente, en cuanto enunciación, es idéntico (esta es la dificultad que atenaza el
sistema de Hamburger). Por encima del shifter, lo que el esquema del discurso lírico
hace es la creación de un espacio en el que se rompen, haciéndolos intercambiables en la
esfera del «yo», los pro pios roles de la enunciación: ¿cómo?, refiriéndolos a la actividad
del yo como tal actividad. El espacio enunciativo lírico es aquél en el que el tú y el él se
comportan como imágenes del yo. Este rasgo que Stierle (1977: 434-438) o Lázaro
Carreter (1990: 34-51) ya habían ofrecido como una especificidad de la enunciación
lírica, es explicado por la teoría de Ortega, quien ve un deslizamiento ficticio del espacio
enunciativo: una apropiación que de tú y de él hace el yo. «Pero antes hablábamos del
yo como de lo único que no sólo no queremos, sino que no podemos convertir en cosa.
Esto ha de tomarse al pie de la letra» (pág. 251).

Explica Ortega esta idea desarrollándola dentro del pensamiento fenomenológico


con ejemplos muy pertinentes sobre la diferencia entre el «yo ando» y «él anda», para
concluir: «Hay, pues, un yo-andar, completamente distinto del andar de los demás»
(pág. 251).

Y añade:

Baste advertir que, en cambio, toda una clase de verbos se caracteriza por ser su
significación primaria y evidente la que tienen en primera persona. Yo deseo, yo odio,
yo siento dolor. El dolor o el odio ajenos ¿quién los ha sentido? Sólo vemos una
fisonomía contraída, unos ojos que punzan de través. ¿Qué hay en estos objetos visuales
de común con lo que yo hallo en mí cuando hallo en mí dolor u odio? Con esto queda
clara, a lo que pienso, la distancia entre «yo» y toda otra cosa, sea ella un cuerpo
inánime, un «tú», un «él». ¿Cómo expresaríamos de un modo general esa diferencia
entre la imagen o concepto del dolor y el dolor como sentido, como doliendo? Tal vez
haciendo notar que se excluyen mutuamente: la imagen de mi dolor no duele, más aún,
aleja el dolor, lo sustituye por su sombra ideal. Y viceversa: el dolor doliendo es lo
contrario de su imagen.

[...] Yo significa, pues, no este hombre a diferencia del otro, ni mucho menos el
hombre a diferencia de las cosas, sino todo, hombres, cosas, situaciones, en cuanto
verificándose, siendo, ejecutándose (págs. 251-252).

En este texto se encuentra la primera formulación central del yo lírico (y el del


pensador como veremos luego): el que es yo verificándose, siendo, ejecutándose. Ortega
ha visto en esta reducción al espacio único del yo la auténtica raíz de la vivencia que
luego dirá intimidad. Pero para la cuestión lírica (no olvidemos que estas palabras están
dichas en el prólogo a un libro de poemas) es central la posibilidad de extender ese yo
ejecutivo, siendo, verificándose, a un espacio que abraza igualmente al tú y al él. Tú
doliente o él doliente (sintiendo amor, dolor, odio) no son, en el espacio enunciativo
inaugurado por el poema, tús o ellos, sino que son imágenes proyectadas ficticiamente
del propio yo, representaciones de la conciencia íntima del sujeto. Precisamente porque
esa transposición o proyección es una imposibilidad ontológica, porque es imposible
que un tú sea un yo ejecutivo, doliente, un dolor no objeto, sino dolor doliendo, siendo
dolor de otro, se ha creado el espacio lírico: el espacio que abre esa posibilidad de
realizar en la imagen representada (tú, él, el otro) la esfera de representación
competente en exclusiva al yo. El espacio de la enunciación lírica ha nacido para dar
credibilidad a esa imposibilidad ontológica de la vivencia del otro como vivencia. De
ahí que sea un espacio intrínsecamente ficticio, una construcción imaginaria, que es
precisamente la que permite la distancia señalada por Ortega para con el dolor u odio
originales. El dolor o el odio llevan a la impotencia expresiva de su representación, sólo
cuando son imagen construida trascienden de sí, como ve Ortega:

Todo mirado desde dentro de sí mismo es yo. [...] Cuando yo siento un dolor,
cuando amo u odio, yo no veo mi dolor, ni me veo amando u odiando. Para que yo vea
mi dolor es menester que interrumpa mi situación de doliente y me convierta en un yo
vidente. Este yo que ve al otro yo doliente es ahora el yo verdadero, el ejecutivo, el
presente. El yo doliente, hablando con precisión, fue, y ahora es sólo una imagen, una
cosa, un objeto que tengo delante (págs. 252-253).
¿Será la lírica fundamentalmente eso: un mirar las cosas, los objetos, las
situaciones, los sucesos pasados o futuros o imaginados, un mirar desde el yo como
vivencia que se ejecuta en el instante de la mirada y que fuera de ese instante - que
vivencia el presente actual de la lectura - se desvanece? Mirar desde dentro el objeto
como si no fuese objeto y fuese sujeto, trascender el rol al que obliga la distancia
enunciativa, subvertir el mandato de la enunciación, por el cual el objeto no es sujeto.

Doliente, doliendo, siendo, ejecutándose, verificándose. Los gerundios nos están


diciendo el otro gran rasgo de la enunciación lírica: la presentez, el ser, como Ortega
dice, presente; para lo que ya fue hay un presente que lo ejecuta siendo: el presente del
espacio de enunciación lírico. Pero presente no sólo cronológico, sino de presencia,
como se ve en este otro texto:

Mas tampoco el objeto fantástico es el objeto estético [...] No es la blancura de


este mármol, ni estas líneas y formas, sino aquello a que todo esto alude, y que hallamos
súbitamente ante nosotros con una presencia de tal suerte plenaria que sólo podríamos
describirla con estas palabras: absoluta presencia. [...] ¿Qué diferencia hay entre la
imagen visual que a veces tenemos de un hombre pensando frente a nosotros y el
pensar del Pensieroso? [...] en el Pensieroso tenemos el acto mismo de pensar
ejecutándose, presenciamos lo que de otro modo no puede sernos nunca presente (pág.
255).

Esta idea de la absoluta presencia (que traducen en el lenguaje los verbos en


gerundio «ejecutándose», «verificándose», «doliendo») es la que explica el espacio de
enunciación lírico, precisamente por ser el espacio donde queda abolida la distancia
entre el sujeto y su representación, y por el cual el yo, siendo representación e imagen,
no se da como tal, sino como ser, directamente. La presentez lírica quiere decir la
aprehensión del yo (y de sus imágenes proyectadas: tú, él) «doliendo»: del dolor
ejecutándose no como imagen o representación sino como vivencia o experiencia.

Y que en el fondo de las palabras de Ortega hay una consciencia de estar


hablando de la lírica quizá lo pruebe el hecho de que añada de inmediato una
contraposición de lo que viene sosteniendo con el hablar narrativo:

La narración hace de todo un fantasma de sí mismo, lo aleja, los traspone más


allá del horizonte de la actualidad. Lo narrado es un «fue» y el fue es la forma
esquemática que deja en el presente lo que está ausente, el ser de lo que ya no es.

[...] Pues bien: pensemos en lo que significaría un idioma o un sistema de signos


expresivos de quien la función no consistiera en narrarnos las cosas, sino en
presentárnoslas como ejecutándose.

Tal idioma es el arte. El objeto estético es una intimidad en cuanto tal - es todo en
cuanto yo (pág. 256).

Obsérvese que la intuición de H.Arendt respecto a que la fábula de Kafka era


referida al ser que piensa, al acto de pensar, al filósofo en cuanto ejecutando en la
brecha del tiempo una abolición del tiempo, había sido conseguida por Ortega: el Pen
sieroso (el Pensador de Rodin) es la absoluta presencia del acto de pensar ejecutándose.
Y esa es también la creación lírica, y en esa presencia abre una brecha definitiva en el
tiempo, salvándolo de la historia de su ser efímero y del continuum, para rescatarse
como presente, como ejecución del acto de decir y de ser.

Todo desde dentro de sí mismo es yo.

Tal ejecuta el acto lírico. Observe el lector que Ortega ha realizado con esa frase
un acto lírico; para decirla ha tenido que crear un verso que parece de J.Guillén. Todo
cuanto vengo diciendo, estas ideas de Ortega, el yo que se piensa, la presencia absoluta
del ser ejecutando su vivencia, todo eso nos lleva a Cántico, cuyos primeros poemas (de
la edición de 1950, pero también los de la edición del 36) son una evidencia del acto
lírico como presentez, presencia y vivencia de las cosas siendo.

E incluso más. Porque hasta el motivo concreto del yo que se piensa, o el motivo
de la contraposición entre el que se es y el que fue nutren versos concretos de Cántico.
Leamos:

Sobre estos versos escribe E.Lledó:

El Yo es suma de consciencia y temporalidad, es sujeto de pensamiento porque


piensa en el instante y desde el instante, y puede además actuar en él. Ese Yo
trascendental que acompaña a todos los momentos de consciencia, sin identificarse con
ella, no sólo pone de manifiesto la esencial dualidad que hace posible la creación, y su
carácter especulativo, que permite fundar la memoria, sino también el latido mental
que, acompañando al desgranarse del tiempo, es capaz de actuar desde el fondo de sí
mismo como memoria (E.Lledó, 1995: 187).

Todo el ensayo de Lledó, que lleva a su punto más alto la hermenéutica y crítica
sobre Guillén, en el que comenta estos y otros versos de Cántico, podría también leerse,
sin violentar en exceso su sentido, como una reflexión sobre la idea que en este estudio
venimos glosando en torno al acto de enunciación - de creación - lírica, puesto que de la
poética esencial de un poeta trata. Ortega se había referido al sujeto que ve; Lledó
desarrolla la idea de la actividad de consciencia, luz y temporalidad presente, en versos
de Guillén. En un momento afirma Lledó:

Por eso en relación con este yo en el borde del tiempo, memoria y olvido son dos
temas esenciales en la poética de Guillén. Constituyen, precisamente, la posibilidad de
ese yo que fue: un ser hacia el olvido de sus propios actos en el río de la temporalidad, y
un ser que aglutina en su estar - en su materia corporal de la que vive - la sustancia que,
acto a acto, palabra a palabra, va llenando la sustancia humana, su ser [...] la
sustancialidad de un yo que espera y acoge los datos que alumbra el yo instantáneo, el
yo que sorbe las gotas del presente (ibíd., págs. 188-189 [el primer subrayado es mío]).

El espacio de enunciación lírico es el que desarrolla esa presencia del yo


instantáneo que ejecuta en su acción (de pensamiento y de creación en su sentido más
lato) la temporalidad presente necesaria para rescatarse de su ser efímero. Relea el
lector el poema que abre Cántico en su versión definitiva:

El primer poema del poemario. Imagen viva de la creación, cifra del universo
lírico, donde aparece la luz, y donde se vive el instante mismo del ser ejecutando su
destino en una eternidad en vilo. Ningún poeta ha acertado a expresar el espacio de la
enunciación lírica con tanta profundidad.

Es a la luz de esta tesis como creo puede entenderse en su sentido cabal un texto
de Hegel, precisamente aquél en que define la poesía lírica:

En segundo lugar, el otro aspecto inverso a la poesía épica lo forma la lírica. Su


contenido es lo subjetivo, el mundo interno, el ánimo contemplativo, sentiente, que, en
vez de proceder a acciones, más bien se queda en sí mismo como interioridad y puede,
por tanto, tomar también como forma única y como meta última la autoexpresión del
sujeto. No es aquí, por tanto, ninguna totalidad sustancial la que se desarrolla como
acontecer externo; sino que la intuición, el sentimiento y la consideración singularizados
de la subjetividad introvertida comunican también lo más sustancial y lo más fáctico
como lo suyo, como su pasión, disposición y reflexión y como testimonio actual de éstos
(Hegel, 1817-1820: 748. Yo subrayo).

Para entender mejor este texto de Hegel, tan mal interpretado por la teoría de los
géneros literarios, que se ha limitado a reproducir el tópico de la subjetividad sin más
como elemento de contenido o temático, será preciso recordar que unas líneas más
arriba del texto citado, cuando Hegel trata de la poesía épica, advierte que la materia
épica está con respecto al poeta alejada de él en cuanto sujeto y para sí conclusa. En
cambio, para la lírica advierte que comunica «lo más sustancial y lo más fáctico como lo
suyo, como su pasión, disposición y reflexión y como testimonio actual de éstos».

Contrariamente a lo que se ha entendido tradicionalmente, no creo que Hegel


esté pensando, con la contraposición conclusa para el poeta (épica) versus testimonio
actual del poeta (lírica), en una determinación referencial o de contenido temático, pues
a Hegel no podía escapar lo que a nadie escapa: que la lírica puede tratar sucesos
pasados. El matiz de Hegel en esa contraposición creo más bien que se refiere a cuanto
venimos diciendo de la presentez de la lírica, de ejecutarse en el presente, no como
tiempo histórico o temático, sino como tiempo de la vivencia lírica, emisora y receptora.
El traductor ha elegido un excelente vocablo castellano para esa presentez del sujeto
sentien te (como ya adelanté ésta es una temporalidad que se trasvasa al lector, que
actualiza, presentifica lo leído como emergente en ese momento).

Lo histórico (el yo que fui) y lo presente (el yo ejecutivo) no se oponen, pues,


como una cualidad de los asuntos tratados, como comúnmente se ha dicho, sino como
una cualidad del acto enunciativo mismo. Hegel lo marca bien en ambos casos, en el de
la épica la materia es respecto del poeta «para sí conclusa» y en la lírica habla de
testimonio actual. La determinación no es semántico-extensional, sino semántico-
intensional y netamente pragmática: se trata de una relación del emisor con el mensaje
(y del receptor, como Hegel mismo desarrolla en pág. 802): distanciada y conclusa en la
épica; cercana, vivida, convertida en su testimonio en el caso de la lírica. Muy claro en el
siguiente texto de Hegel: «El espíritu desciende de la objetividad del objeto a sí mismo,
mira la propia consciencia y da satisfacción a la necesidad de representar en vez de la
realidad externa de la cosa, la presencia y la realidad efectiva de la misma en el ánimo
subjetivo» (pág. 799).

Posteriormente a Hegel posiblemente sea el fenomenólogo polaco Roman


Ingarden quien haya alcanzado una más completa formulación de la idea de
«presentez» y del tiempo como vivencia presente en el género lírico, en desarrollo de las
teorías de Husserl, proyectadas también sobre Ortega, como ha señalado entre nosotros
Fernando Cabo (1994-1995). En el apartado §18 de su libro The Cognition of The
Literary Work of Art (1968), dedicado a analizar la «perspectiva temporal en la
concretización de la obra de arte literaria», enuncia Ingarden y desarrolla con pormenor
la tesis de la vivencia del presente en la lírica. Primeramente, comentando un poema de
Leopold Staff, escribe Ingarden: «It is not as if the lyric "I" entered the past. On the
contrary, the past is revived for a moment, like an echo summoned to the present, and
merges with what is happening "now"» (Ingarden, 1968: 133).

Y posteriormente, a propósito de otro poema de Zwierzynski, prosigue:


Like almost of genuine lyric poems, this one portrays an actual «now» (the many
analysis carried out in my advanced seminar in 1934-1935 show that the caracteristic
feature of at least a certain kind of lyric poem consists in their being a mode of behavior
of the lyrical subject itself within the scope of a single present moment, which is
qualitatively determined by an experience concentrated in it. This present moment is, at
the same time as it were, lifted out of the flow of time, or elle it is not localized in the
temporal flow, not even when a past or future is indicated in the experience of the
lyrical subject, from the standpoint of the present. In Poland Julius Kleiner showed still
earlier that the present plays a special role for lyric poetry) [el paréntesis recoge una
nota a pie de página de Ingarden]. The lyric «I» is so submerged in this «now» that all
perspectives en past and future dissappear. All that remains is the actual emotion of
delight which is expressed in the attitude of the lyric «I» in this moment [...] the
assertion and the emotion together constitute that actual self-contained present created
in the poem, which we have to experience in its peculiar, unique form in full qualitative
determination (ibíd., pág. 134).

Todavía resulta más ilustrativo, en el desarrollo de esta tesis, la solidaridad que


Ingarden establece entre este modo de presente que se tiene a sí mismo y la experiencia
pragmática de la identidad del lector con el «Yo lírico», respecto del cual rompe toda
distancia, y la consiguiente influencia de esta experiencia en la vivencia de un yo
intrínsecamente ficcional, como puede verse en lo que sigue:

But we cannot «apprehend» it from a distance [...] In a proper reading there


should be no distance, no duplexity, between the «now of the poem» and the «now» of
the reading. The «now» of the poem is determined exclusively by the semantic content
of the sentences forming the poem and, as one can see from the text, is set in no
particular temporal flow; is not at all localized in time. In other words, because of just
this lack of a unique, fixed position in the real flow of time, the poem can be
concretized, so to speak, in any present [...] The reader, as a particular psychological
subject, must, in other words, not only identify with the lyric «I» expressing itself in the
poem; he must feel for a moment as if were such an «I» experiencing and expressing
himself as the lyric «I» does; he must become the lyric «I» in fiction (Ingarden, 1968:
135).

Junto a los textos seleccionados hay otros en la obra de Ingarden (véase, por
ejemplo, págs. 135-139 y págs. 263-276 de la edición inglesa citada) que muestran un
desarrollo de esta tesis, y no ser casual en su sistema, sino uno de los ejes del con cepto
de concretización, que él aportó a la teoría literaria y que para el caso de la lírica
definirá el género en virtud de una experiencia peculiar, en que la vivencia de esa
presencia del presente ha suspendido el fluir temporal como tiempo histórico, y
adquiere una dimensión de emergencia actual, en el momento de la lectura.

Hegel había apuntado otra idea que en punto de agudeza será extrema cuando
comenta un fenómeno en el que no puedo detenerme ahora, pero que reclama un
análisis minucioso: la relación de este fenómeno de presentez, de actualidad, de yo
instantáneo, de lo que Hegel llamará claramente emergencia momentánea, con la forma
métrica, con el ritmo del verso. Dice:

Ya en el metro debe anunciarse la índole de la disposición y todo el modo de


concepción. Pues la efusión lírica está con el tiempo, en cuanto elemento externo de
comunicación, en una relación mucho más próxima que el relato épico, el cual transfiere
al pasado los elementos reales y los yuxtapone o entrelaza en una expansión más
espacial, frente a lo que la lírica representa la emergencia momentánea de los
sentimientos y representaciones en la sucesión temporal de su nacimiento y desarrollo y
tiene por tanto que configurar artísticamente el heterogéneo movimiento temporal
mismo. Ahora bien, de esta diversidad forman parte en primer lugar la más variopinta
sucesión de largas y breves en una más quebrada [...] luego las más diversas cesuras...
(pág. 816).

Quizá no es extraño que sea el poeta que ha definido la poesía como «palabra
esencial en el tiempo» quien haya acertado también con esa idea del ritmo del verso
como forma misma de emergencia de la temporalidad. Vuelva el lector al fragmento del
Juan de Mairena reproducido en el apartado 1 de este estudio y encontrará en él
relacionados el diálogo poético con el tiempo, como vivencia del mismo, y el verso
como el modo de ejercitar el profesor con los alumnos la temporalidad (análoga al
zumbar del latido del corazón en sus propios oídos).

¿Puede resultar casual, despúés de cuanto llevamos dicho, que un gran maestro
de teóricos, el más reputado especialista en métrica y el que inició con el concepto de
shifter la atención de la Lingüística posterior en los fenómenos de la enunciación,
Roman Jakobson, asegure lo siguiente?:

Comme le suggére l'étymologie méme du terme latin versus, le vers contient


l'idée d'un retour régulier, á l'inverse de la prole, que la composition étymologique du
terme latin prosa (provorsa) présente comme une progression directe. Nous vivons
toujours le vers Bous une forme complexe: la sensation inmédiate du présent, le retour
du regard á l'impulsion des vers précedents et la vivante anticipation des suivants. Ces
trois impressions conjuguées forment le jeu vivant de l'invariant et des variations
(R.Jakobson y K.Pomorska, 1980: 76. Subrayo yo).
Curiosamente, aunque no arbitraria o casualmente según se ve en lo que vamos
diciendo, sólo dos párrafos después del dedicado a la sensación inmediata del presente
que proporciona el verso, y tras analizar este fenómeno en la experiencia infantil del
lenguaje, R.Jakobson pasa, sin solución de continuidad, a hablar de la teoría de los
shifter (los embragues de la enunciación o discurso), teoría que para Jakobson tiene una
dimensión eminentemente temporal, según puede verse en la cita siguiente:

La signification générale de la forme grammaticale appelée shifter se distingue


par le fait qu'elle contient un reenvoi á un arte de parole, c'est-á-dire á Pacte de parole
que comprend cette forme. Ainsi le temps du passé est un shifter puisqu'il désigne
littéralement l'événement qui précéde Pacte de parole dormé. La premiére personne du
verbe, ou encere le pronom de la premiére personne, est un shifter puisque la
signification principale de la premiére personne contient un reenvoi á l'auteur de Pacte
de parole (pág. 77).

1.5. CONCLUSIÓN

Concluyamos. Para quien ejecuta la acción de pensar (ese personaje kafkiano en


la brecha del tiempo) y para quien enuncia un acto lírico, tan semejantes en su creación
de mundo, no puede la enunciación ser simplemente un atributo formal o forma de
embrague discursivo. Ni la lírica explicarse de este modo. La que llamamos
«enunciación lírica» guarda una especificidad en la creación de un espacio de
enunciación o esquema de discurso en gran medida propio (aunque compartido en
parte con el acto filosófico): el de la vivencia del presente como presencia absoluta de un
yo ejecutivo, sentiente, doliente, que convierte los objetos, los espacios y los sucesos en
experiencia actual. Para que esto sea así el yo poético, que trata de cosas y sucesos de la
historia propia o ajena, ha de realizarse no como objeto temático (como historia
conclusa y ya ida) sino como sujeto, el objeto que fue deviene sujeto que es, siendo,
sintiendo, doliendo. La relación sujeto-objeto deviene emergencia del sujeto o
realización plena del acto de su conciencia reflexiva, refleja. De ahí que Ortega comience
su ensayo hablando de la poesía no como representación de algo ocurrido (en el
mundo), sino como creación de mundo, como «ganar realidad», extendiendo nuestro
conocimiento y nuestra vivencia. El yo de la enunciación lírica se proyecta en la esfera
inmediata y presente de su relación con el objeto (a veces él mismo, a menudo otros), no
tanto por su tematizar, sino por su realizarse en él la esfera de su conciencia inmediata o
experiencia, vivencia, o como quiera llamarse a esa inmediatez momentánea que
emerge como consciencia de sí mismo. Y de los otros realizados como yo, puesto que en
ese espacio de enunciación es fundamental la intrínseca comunicabilidad y traslación
del yo al tú, como otro yo, y del tú al yo. Ese espacio es el que permite la identificación
del lector, fenómeno tan común y conocido por los lectores de poemas como
experiencia propia, la identificación del tú no sólo con lo dicho, sino con la experiencia
del yo en lo dicho, en el acto de su vivencia, que coincide con la ejecución de su
lenguaje, con el nacimiento del poema y con el acto de su lectura.
2.1. PERFIL DE UN CRÍTICO

Cada día encuentro menos admirable este tipo del artista inconsciente, que no
sabe lo que hace, sobre todo que no sabe lo que quiere hacer. Tanto Azorín y Baroja (sic)
saben lo que han hecho, tienen plena conciencia de su obra. Pero entendámonos bien,
de su obra. Y la obra de un artista dentro de un movimiento de generación [...] no es
más que una fase, uno de los ingredientes que entran en la composición total del
complejo histórico. El artista puede muy bien no percibir, justamente por lo inserto que
el artista está siempre dentro de su obra, la profunda relación de coetaneidad espiritual
con aquellos que trabajaban a su lado. El escritor está sumido, o debe estarlo, en el valor
absoluto de su obra y opina desde ese nivel; a los demás es a quienes nos corresponde
estudiar los valores de relaciones y de confrontación que permiten llegar a conceptos
claros sobre movimientos de grupos o de generación'.

He comenzado este estudio de la crítica de Pedro Salinas con una cita suya en la
que se muestra admirador de los artistas cons cientes, preocupados por una reflexión
sobre su obra, al tiempo que advierte sobre cómo los demás debemos trazar puentes
entre esa reflexión y lo que Salinas llama «complejo histórico» de que forma parte. La
crítica literaria de Pedro Salinas, en efecto, nos mostrará esas dos vertientes realizadas,
puestas en acción: al mismo tiempo que dibujará el perfil de un intelectual plenamente
consciente de los grandes temas de la creación literaria y de la historia de la literatura,
servirá para percibir a Salinas como miembro de un momento muy peculiar de la
historia del pensamiento español. Y no hablo de miembro de una generación y mucho
menos de la llamada Generación del 27, porque una de las conclusiones de este estudio,
que ya quiero adelantar, es que Pedro Salinas, como ensayista y como crítico, participa
de un conjunto de ideas, valores y referencias muy próximos a la Generación del 14 y
profundamente influido por la huella del 98. Su crítica literaria y sus ensayos de
significación cultural más amplia, como los incluidos en su libro El Defensor, permiten,
creo, poner en cuestión, al menos en lo que se refiere a su perfil intelectual, los límites
cómodos que la historiografía ha imaginado, como ése de Generación del 27, que si bien
puede explicar algo del Salinas poeta, y no será materia que pueda discutir ahora, sin
duda alguna dejaría fuera lo más importante de su ensayismo: su filiación inequívoca,
consciente y explícita, afirmada respecto a un proyecto intelectual novecentista que
extiende su huella renovadora desde los grandes maestros del 98 a la generación de
Ortega y Gasset y del visible discipulaje que Salinas confirma por doquier respecto a
Menéndez Pidal, en compañerismo consiguiente con la obra de Américo Castro, los
Alonso, Fernández Montesinos y demás miembros del Centro de Estudios Históricos,
institución científica a la que Pedro Salinas perteneció y que, como veremos, marcó
decisivamente algunos de los conceptos clave de su crítica literaria.

Decía T.S.Eliot, un poeta-crítico tan semejante a Salinas en muchos aspectos, que


algunos autores creativos son superiores a otros solamente porque su facultad crítica es
superior, y se refería el crítico norteamericano a la común tendencia a denigrar el
esfuerzo crítico del artista inconsciente2. Pedro Sa Tinas y Jorge Guillén, este último
autor de la célebre máxima «no hay creación sin crítica», se mostraron siempre
pertinaces defensores de la actividad reflexiva sobre su obra y la de los demás. Es
conocido, por otra parte, que la dedicación de Pedro Salinas al ensayo fue constante y
muy acentuada en largos períodos de su vida; es más, como Dámaso Alonso anota en el
Prólogo a la edición de los Ensayos Completos de don Pedro, que ocupan tres gruesos
volúmenes, su dedicación a la prosa y al ensayo era progresiva y creciente conforme
avanzaba su madurez vital3.

El principal interés de su crítica literaria no creo que pueda cifrarse en una


hipotética autonomía que la encerrase en los dominios de su propia obra creativa o la
hiciera subsidiaria de ellos, ni tampoco en los interiores de la historia literaria en cuanto
tal. Aunque son muy valiosas sus contribuciones a la historia literaria, como los libros
sobre Jorge Manrique o Rubén Darío, considero que su principal interés no se agota en
las fronteras interiores de la crítica e historia literarias. Por el contrario, creo que los
ensayos de Pedro Salinas alcanzan su máxima significación cuando pueden conectarse
con una actitud reflexiva y una posición vital frente a la cultura que los hacen ejemplos
de un proyecto intelectual de largo alcance, hijo de las ideas regeneracionistas y
animado por un impulso renovador del propio género crítico literario hacia el que se
entrega, mucho más que como ejercicio profesional, como afirmación vital de una
perspectiva sobre la realidad cultural que le rodea. En este sentido la obra crítico-
literaria de Pedro Salinas es más la de un ensayista y un intelectual que la de un técnico
o un mero historiador de la literatura. En sus ensayos será fundamental la perspectiva,
la actitud de hondo vitalismo, su afirmación como lector. Toda su crítica es reflexión de
un lector. Claro está que no empece esa actitud la incorporación de saberes histórico-
literarios muy dilatados y el dominio de las técnicas filológicas4, pero las unas y los
otros se incorporan a su crítica como ingredientes necesarios y nunca suficientes para su
acto crítico en que predomina el intérprete sobre el historiador, el lector sobre el técnico,
y en el que aquellos ingredientes histórico-técnicos, sin desaparecer, están ordenados
subsidiariamente a la explicación de una idea que considera fundamental y apenas se
toman con valor documental por sí mismos: se subordinan a la tesis de su ensayo en
cada momento. Jorge Guillén lo vio muy bien cuando en una reseña al libro sobre
Manrique dijo: «Como el estudio de Jorge Manrique se atiene al estilo del ensayo
literario, la erudición está embebida en la página y no esparcida en notas al pie»'. Alan
Bell relaciona tal estilo ensayístico con el practicado por T. S. Eliot6, quien se encontraba
más preocupado, como Salinas, por el contacto con el lector y con la exposición de sus
tesis que con el aparato crítico, que siendo notable en ambos queda entreverado en las
páginas, sin que la mucha erudición distraiga al lector de las ideas que precisamente de
esos saberes amplios han nacido.

-Al género ensayo literario se adscribe, pues, Salinas, pero llamo la atención
sobre el enorme caudal de conocimientos literarios y culturales. Todo lector de sus
ensayos queda admirado por la gran capacidad de relación entre lecturas diversas.

Autores de la literatura española de todas las épocas, principales y secundarios,


han merecido atención o cita, pero también las literaturas francesa e inglesa
principalmente, que conocía muy bien. El índice de autores citados en sus Ensayos
Completos ocupa diecisiete páginas a dos columnas y junto a escritores literarios hay
filósofos, lingüistas, sociólogos, críticos, historiadores, etc., y ello en un ensayista poco
preocupado por acumular datos. Cuando hace Salinas su conocido elogio de las
bibliotecas universitarias norteamericanas bien se ve que las conocía y frecuentaba en
apasionadas tardes y noches de lectura continuada. He aquí su primer perfil crítico:
nada sustituye al lector. Y no necesitamos para comprobarlo acudir a su famoso ensayo
«Defensa de la lectura». Toda su obra es una implícita loa del acto de leer. Incluso
cuando escribe sobre Feijoo la nota más elogiable que de él encuentra es la de la
curiosidad intelectual y fi delidad a los libros, hasta llegar Salinas a exclamar que el
ejemplo de Feijoo «es su propia vida de constante leer y escribir, ochenta y ocho años»
(E. C., 1, pág. 56). Envidiaba Salinas a Feijoo su longevidad no para cualquier otra
actividad: para años que dedicar a leer.

Hay un segundo rasgo de su entrega al ensayo literario: más que los datos
externos, interesó a Salinas su comunicación con el lector u oyente, hacerles ver lo que
consideraba nuclear de una obra o de un autor. Porque sus ensayos son sobre todo
espacios comunicativos con un público que lo escuchaba o leía. Este rasgo se deduce
muchas veces del propio contexto pragmático en que se han producido: de las setenta y
cuatro entradas diferentes que la bibliografía ensayística ordenada por Solita Salinas
ofrece, diecisiete son reseñas de libros en la revista índice de Literatura Contemporánea,
por él creada en el Centro de Estudios Históricos. Salinas mismo, al hablar de estos
trabajos, publicados anónimamente en principio, da cuenta del espíritu pedagógico que
los animaba para un público fundamentalmente extranjero (E.C., 1, pág. 16). Aparte de
esas reseñas hay veintitrés ensayos, una mitad de los restantes que nacieron como
conferencias, homenajes o prólogos en revistas de mucha difusión, para el gran público.
Quiere esto decir que una buena parte de sus ensayos literarios han nacido como
proyectos comunicativos directos con un público presente, lo que dice mucho de su
sesgo y tono, pero también de la profunda dedicación de Salinas a una dimensión
pedagógica, educativa, en conexión con el espíritu que animó asimismo a sus maestros
del 98 y a la llamada Generación del 14, encabezada por Ortega y Gasset. Salinas
concebía su producción ensayística las más de las veces como una misión intelectual, se
sentía, y es muy visible en su estilo comunicativo, con la responsabilidad de educar a la
sociedad contemporánea en unos modos, estilos, talantes y actitudes, para los que la
literatura era un ejemplo y los grandes escritores un modelo.

El carácter comunicativo, a menudo con incorporaciones coloquiales de actos de


habla de conferenciante o sus miras pedagógicas, no empecen la profundidad,
oportunidad y cuidado de las relaciones, porque el ensayismo de Salinas alcanza con
frecuencia reflexiones generales arrancadas aquí y allá, sobre cualquier pretexto, pero
que mueven a excursos agudísimos. Pondré un ejemplo de su juvenil y primer ensayo,
dedicado a una novela menor, Señor Alegre, de un escritor secundario: Claudio de la
Torre. Con motivo de producirse allí una típica situación cómica, hace Salinas breves
pero agudas reflexiones sobre la función de la broma y el fingimiento en la constitución
de nuestra cultura. Se refiere a Bergson y a Kant, quienes escribieron sobre la comicidad
e ironía, y termina el excurso con una honda meditación sobre la ficción de la broma y
su propiedad de dejar al hombre desnudo: de la miel de la ficción (el engaño vital) a la
hiel del desengaño (E.C., 1, pág. 47).

El afán reflexivo prima sobre la anécdota y no fue casual que me refiriese antes a
Ortega y Gasset. La mirada de Salinas es a la vez de curiosidad intelectual y de
perspectivismo vital, porque frente a lo absoluto de la realidad prefería la
transmutación perspectivística de lo literario, del observador que tiende constantes
puentes entre lo que ve o lee y su propia posición vital a la búsqueda de una explicación
sobre nosotros mismos. Dice en un momento:

Estas conferencias son, pues, sólo un intento de unir alrededor de un centro


temático - el poeta ante la realidaduna serie de reacciones espirituales que han ido
fermentando en mi alma a lo largo de muchas horas de gozo y de iluminación, de lucha
y de claridad [...] es decir, muchas horas transcurridas leyendo y releyendo a algunos de
nuestros más grandes poetas (E.G., 1, pág. 189).

Reacciones espirituales, dudas, gozos y claridades, luchas y sombras. Nada del


ensayo literario de Salinas puede entenderse sin que la actitud vital, la perspectiva
propia, la entrega a la reflexión más allá de la anécdota, aparezca en primer término.

Hay otra constante en tales reflexiones, constante de actitud, que son las que
ahora me ocupan: su tendencia a referir muchas veces las explicaciones de un género,
un estilo o una modalidad al ambiente de época o al carácter según el pensamiento
predominante en ella. A Salinas debemos, por ejemplo, y muy tempranamente, la
siguiente anotación sobre el 98: «Pero sería difícil negar también que ideológicamente
había un guía de esa generación, Nietzsche, y aparte de eso, yo me atrevería a decir que
en todo el ambiente y no sólo literario, sino político...» (E.C., 1, pág. 97). ¿Qué otro
historiador de la literatura, a la altura de 1941, tenía tanta generosidad de miras? Hoy
nos parece natural, tras la excelente monografía de Gonzalo Sobejano de dicada a la
cuestión', el trazado de tales conexiones, pero hay que retrotraerse a los años 40 y mirar
la bibliografía de la historiografía literaria de entonces, abrumada y perdida en los datos
externos y la casuística biográfico-positivista, para valorar en su dimensión exacta las
agudas observaciones de Pedro Salinas. No se trataba de más o menos información, sino
de una posición intelectual distinta, y una actitud que por aquellos años era más rara en
los ensayos crítico-literarios de lo que es hoy, gracias a ella. En otro momento, en el
formidable análisis sobre el género chico de Amiches, pone en relación la estructura del
género con el público receptor y ahonda en el debate de la literatura y consumo, de obra
y sociedad (E. C., 1, pág. 120), o en el comentario a la Antología de Gerardo Diego, su
excurso predilecto: la literatura como horizonte comunicativo y proyecto cultural de
más amplia significación que la estética, que le lleva, en el caso de Rubén Darío, a
lamentar, vertiendo en uno de sus ensayos más académicos su propia posición
personal, el poco justiprecio que una sociedad hace de sus poetas y el mucho que
concede a los necios, ramplones, reseñeros y revisteros (E. C., II, pág. 19), asunto que le
preocupó y al que se refiere repetidamente y con carácter sistemático en los ensayos de
El Defensor.

Lo social, el ambiente que rodea a una obra, la relación con su público y la


determinación que éste ejerce sobre su factura, son constantes en esta última obra,
incluso cuando trata de la epístola o carta personal para cuyo análisis diacrónico se dota
Salinas de instrumentos conceptuales sociológicos y de historia del pensamiento nada
desdeñables. A ello une el interés de lo que llamaríamos, y llamó él, semántica literaria,
o estudio de una obra no en términos de sus evoluciones formales o sólo temáticas, sino
de su significación última en el proceso de constitución de una literatura. Como ejemplo
de este acento pondré el estudio titulado «El héroe literario y la novela picaresca
española (Semántica e historia literaria)» (1946) que es pionero en una modalidad crítica
estructural avant la lettre pero en que las estructuras no son las externas narratológicas,
sino las semánticas en su funcionamiento histórico y la evolución que un género - el
picaresco - proporciona a la estructura de un arquetipo cultural: el héroe. H.R.Jauss y su
libro Experiencia estética y hermenéutica literaria ha sido aquí precedido, y no me
refiero a contenidos, me refiero a la tonalidad, a intereses, a actitud o punto de vista y a
las preguntas que hacer a los textos literarios, preguntas que, como señaló Ricardo
Gullón en una breve nota titulada «Salinas, el intelectual»8, responden a una constante
indagación sobre el porqué de las cosas, justamente lo que Ortega decía ser la actitud de
quien merece tal título.

Hasta aquí he dibujado un perfil de su actitud crítica. No se crea que ella ha


nacido solamente de su personalidad humana. Las notas que acabo de señalar
corresponden también a la elección consciente de un nuevo modo de enfocar los
estudios literarios que a su vez resulta consecuencia de su participación en un esfuerzo
intelectual de renovación de la cultura española - la literaria y la general - que paso
inmediatamente a analizar y que se adentra en eso que Salinas llama «complejo
histórico», del que formó parte activa.

2.2. LA UNIDAD DE UN PROYECTO INTELECTUAL

La cronología de Pedro Salinas le sitúa en una posición muy peculiar dentro de la


España de nuestro siglo. Datos biográficos externos y un análisis del cuerpo de sus
ideas como ensayista contribuirán, creo, a situar su personalidad intelectual mucho más
conectada con el novecentismo y la Generación de 1914 que con la Generación del 27, a
la que normalmente se le adscribe, precisamente porque su poesía ha sido la parcela
más analizada de su obra'.

Comencemos por algunos datos externos significativos. Su nacimiento en 1891 lo


acerca cronológicamente a Américo Castro (1885), Federico de Onís (1885), Madariaga
(1886), García Morente (1886), Ramón Basterra (1888). Con todos ellos, miembros de la
Generación del 14, encabezada por Ortega y Gasset, se lleva distancia de hasta seis años
de edad, inferior por tanto a la que se lleva con buena parte de los poetas de la
Generación del 27. Pensemos en que Alberti nace en 1902 y Cernuda vio a Salinas como
maestro siempre y nunca como discípulo. La circunstancia de ganar Pedro Salinas muy
pronto, en 1918, cátedra de Universidad, le sitúa asimismo en un plano de compañero
académico de los más significativos intelectuales de la llamada Generación del 14. Tres
datos también significativos: su asistencia, en 1913, al famoso acto de Aranjuez en
homenaje y desagravio a Azorín, acto convocado por Ortega y Gasset y donde se
produjo - según palabras de J.L.Abellán - «la transmisión de la antorcha de la
Generación del 98 a la del 14». Las mismas palabras de Azorín en aquella comida bien
revelan el espíritu de participación en una misma «tendencia» - así la llama Azorín - de
renovación no sólo literaria sino también social para participar en un mismo espíritu de
reforma ante los graves problemas de la España del momento10. En este año de 1913
Pedro Salinas es nombrado secretario de la Comisión de Literatura por la nueva junta
Directiva del Ateneo de Madrid, cuando tal institución vinieron a ocuparla, como se
sabe, los intelectuales de la Generación del 14. Precisamente ese año, 1914, que ha
servido para dar nombre a ese impulso, vemos a Pedro Salinas firmante de la Liga de
Educación Política, junto con Ortega, que la convocó y cuya conferencia del 23 de mayo
de 1914 sir vió de acta de nacimiento del movimiento intelectual que firmaron también
Manuel Azaña, Pablo de Azcárate, Ramón de Basterra, Díez Canedo, García Morente,
Salvador de Madariaga, Federico de Onís, Américo Castro, etc. Con estos dos últimos,
Castro y Onís, compartiría luego responsabilidades en el Centro de Estudios Históricos,
que encabezaba Martínez Pidal, como luego analizaremos. Algunos primeros estudios y
poemas de Pedro Salinas, aparte de sus entradas anónimas a la revista índice Literario
de este centro, se publicaron en la Revista de Occidente y en la revista creada por
Manuel Azaña, La Pluma". Para quienes conocen la importancia de algunos de estos
actos en la formación de la nueva minoría intelectual que se fraguaba en España de
aquellos años, todas estas adscripciones son de por sí elocuentes para situar a Salinas y
ayudar a explicar el perfil de su figura ensayística.

Pero más importante que la biografía es todavía el conjunto de ideas que revelan
un pensamiento afín con los institucionistas, la Generación del 14, y que en modo
alguno supone una fractura o solución de continuidad respecto a ciertos motivos
centrales de la Generación del 98. La autorizada voz de Juan Marichal, autor de
distintos ensayos sobre este momento español y muy directo conocedor de la
personalidad y obra de Pedro Salinas, sostuvo en su fundamental ensayo «Pedro
Salinas y los valores humanos de la literatura hispánica» que hay una línea de fuerza
que ayuda a entender la labor crítica del poeta: su entrega a la defensa y pedagogía de
los valores humanos. Y conecta ese eje vertebrador con las personalidades críticas de
Unamuno, Azorín y Menéndez Pidal. «Por eso Salinas - escribe Marichal - aspiró
siempre a elaborar un nuevo tipo de crítica que combinara la precisión informativa y el
rigor universitario de Menéndez Pidal y de su escuela filológica, con la proyección
trascendente de Unamuno y con la sensibilidad recreadora de Azorín» 12.

Contextualizar el pensamiento crítico-literario de Pedro Salinas obliga a repensar


en un principio de unidad fundamental del proyecto intelectual habido en la España de
los primeros treinta años del siglo, mucho menos fragmentado y más cohesionado de lo
que la historiografía literaria, prendida a los flujos de generaciones que se suceden cada
quince años, plantea hoy. El ensayo de Pedro Salinas titulado «La literatura española
moderna» (1943) es representativo de la concepción de una unidad básica de los
impulsos novecentistas, que Salinas afirma explícitamente: «Así tomada, la generación
del novecientos trasciende del simple carácter de una escuela literaria y se nos presenta
con mayores proporciones. Es en realidad una nueva actitud del artista y del intelectual
español ante los problemas espirituales que con tanta urgencia le acosaron en esta fecha
histórica» (E. C., III, pág. 170). Posteriormente, al hablar de los miembros de la
Generación del 98 incluye en ella, amén de todos los que incluimos hoy, a Ortega y
Gasset y también a Pérez de Ayala, de quienes dice «prolongan fielmente el espíritu
esencial del 98, que llega hasta nuestros mismos días, traído por algunos de los últimos
escritores» (ibíd., pág. 170). Claro está que hoy la bibliografía ha sido capaz de
establecer distinciones entre el regeneracionismo y nacionalismo casticista del 98 y el
espíritu de la generación de Ortega, pero conviene no perder de vista que a los ojos de
Salinas las fronteras que hoy marcaríamos -y que él mismo no marca - serían en todo
caso interiores de un «complejo histórico» de mayores y más amplias proporciones que
la literaria: la renovación cultural que la minoría intelectual española estaba llamada a
realizar y dentro de la cual comparten una misma estructura espiritual (así la llama
Salinas) que la Guerra Civil truncó. Cuando Salinas habla de Unamuno, de Ortega, de
Menéndez Pidal, de Américo Castro, no se siente diferente a ellos y no los plantea como
un pasado que trascender sino como un presente que reivindicar. La falta de distancia
suficiente para con estas generaciones ha motivado, creo, un defecto de óptica que
tiende - al contrario que Salinas hace - a subrayar más las diferencias entre ellos que las
más comunes coincidencias. Si nos fijamos, por poner un ejemplo, en los rasgos
fundamentales que Salinas destaca, en el estudio que vengo glosando, para el
pensamiento de la Generación del 98, a saber, entre otros, el europeísmo, el profundo
amor a lo popular puro y el predominio del ensayo veteado de vitalismo y tonalidad
lírica (E. C., III, págs. 173-174), todos ellos son rasgos que el propio ensayo literario de
Salinas comparte y cumple. Es más, al final de esa introducción a la literatura española
moderna preparada para el Columbia Dictionary of European Literature y en el
epígrafe «Los últimos años» dice Salinas: «A los veinte años de iniciado el afanoso
esfuerzo renovador por escritores novecentistas se ve capear claramente su cosecha.» Y
con la mención explícita a Menéndez Pidal y a toda su escuela pasa de inmediato a
hablar de la renovación del lenguaje lírico en los poetas modernos, que hoy llamamos
del 27, estableciendo, sin embargo, en un primer grupo a Guillén y García Lorca (por
razones obvias no se nombra él mismo) y en el otro al resto de poetas como Aleixandre,
Cernuda, Prados y Altolaguirre. Quiero señalar con esto que para Salinas hay un mapa
unitario que se fundamenta en dos constantes: el ensayismo veteado de carácter lírico y
la conciencia de la responsabilidad educadora del intelectual vocacionado a una misión
indeclinable. Dice en otro momento: «En España, pues, la agitación de las capas
intelectuales es mayor en amplitud y hondura, no se limita al propósito de reformar el
modo de escribir poesía o el modo de escribir en general, sino que aspira a conmover
hasta sus cimientos la conciencia nacional, llegando a las mismas raíces de la vida
espiritual» (E. C., III, págs. 208-209).

Más adelante, en su ensayo titulado «El Romanticismo y el siglo xx» añade:

El ensayo, además, por venir cargado de anhelos restauradores, de bienhechor


propósito para toda España, se convierte en la más viva y amplia zona de contacto entre
la aristocracia espiritual de una nación y un buen golpe de su pueblo. No es usual en
otros países ver a escritores del rango de un Unamuno, un Azorín, un Ortega y Gasset,
discutidos en la mesa del café, leídos por el vecino del tranvía... (E. C., III, pág. 227).

Una aristocracia intelectual, la minoría pensante y leyente, entregada a un


propósito cultural de gran envergadura y a la búsqueda de un lector-oidor que sea gran
público, al que conectar con sus propias raíces espirituales. He aquí un programa que,
además de explicar la mayor parte de los ensayos de Pedro Salinas, puede sancionar su
hermanamiento generacional con el espíritu que animó a las generaciones del 98 y del
14, que son su constante y más directa referencia. También por aristocracia intelectual
con voluntad pedagógica, un sentido individualista que, sin embargo, más que llevar al
egotismo propicia la exten Sión de un yo circunstanciado con el entorno, del que sin
embargo para nada se siente solidario, por su trivialización creciente. En este sentido es
recurrente en los ensayos de Salinas la afirmación del «mal de siglo», su constante
rechazo a los efectos de la civilización contemporánea y su demoledora destrucción del
ámbito que permite luz espiritual y el afloramiento de las más positivas tendencias del
individuo espiritual. La perspectiva de Salinas sobre la época que le tocó vivir, su
horror a la masificación, sus ataques a los vicios convergentes con el espíritu de época,
se explican como deducidos de su afán restaurador de un individualismo minoritario
que la frenética civilización moderna acaba arrinconando (véase E.C., II, pág. 310 y E.C.,
III, pág. 19). No sólo los ensayos de El Defensor actúan aquí de ejemplos. A mitad de un
ensayo sobre el Quijote se adentra en un subcapítulo que titula «El imperio de las
cosas» y traza un sobrio panorama de su tiempo, una época que no presta ya atención a
las realidades interiores y se ha entregado al deslumbramiento de la gran fiesta de las
cosas (E.C., III, pág. 77). La técnica, la modernidad y sobre todo la prisa le hacen añorar
implícita, y a veces explícitamente, épocas pasadas. Lo contrario que ocurriera con el
ensayismo vanguardista. En lo que afecta a la crítica literaria, echa de menos a los
grandes críticos del xix, aunque no es óbice para que destaque de entre los actuales a
sus compañeros del Centro de Estudios Históricos y no por razones sentimentales, eso
sí, sino por objetivo reconocimiento del gran impulso renovador que esta escuela
imprimió a los estudios literarios (E.C., III, pág. 300). En el contexto que vengo trazando
se puede situar asimismo su interés por escritores de la literatura del siglo xviü. Juan
Marichal hizo ver cómo su atención a las figuras de Feijoo y Meléndez Valdés se
inscribe en la vindicación del intelectual reformador conectado con el mismo proyecto
modernizador de la cultura española y con semejante ímpetu de apertura a las
corrientes europeas13. Feijoo luchaba, dice Salinas, «contra lo español de entonces, con
lo extranjero de entonces, para el vulgo y contra el vulgo, para su patria pero fuera de
su patria...», para añadir: «A ratos nos parece que está cerca de nosotros. El era un
intelectual» (E. C., 1, pág. 58) e inmediatamente subraya su semejanza, en el desengaño,
con el eje del pensamiento del 98. Aunque, claro está, marca diferencias, también traza
un paralelismo de actitud y de propósito con ese proyecto unitario al que el mismo
Salinas no se siente ajeno.
En directa concordancia con cuanto llevo dicho, conviene volver con algo más de
reposo a la pertenencia de Salinas al Centro de Estudios Históricos que dirigía
Menéndez Pidal y que fue creado en 1910 por la junta de Ampliación de Estudios. En
los últimos años la bibliografía española viene concediendo merecida atención a esta
iniciativa cultural, y no sólo ya desde las autorizadas voces de sus miembros o
discípulos directos como R.Lapesa, Muñoz Cortés o Diego Catalán, sino incluso de
investigadores más jóvenes como J.Portolés o F.Abad Nebot14 Todas estas entradas y la
reciente biografía de Menéndez Pidal por Pérez Villanueva van aumentando el
conocimiento que se tiene de la vida externa y de la obra del Centro y me dispensan de
otra tarea que no sea la de subrayar cómo esta pertenencia influyó en la crítica literaria
de Pedro Salinas. Más adelante me referiré a su concepto de tradición frente al de Eliot,
que creo directamente influido por la escuela de Menéndez Pidal y constituye una clara
muestra de la huella de tal discipulaje en su crítica. Pero no se limita a un concepto, por
importante que éste sea en su concepción crítico-literaria, ni tampoco a la muy clara
filiación con el idealismo lingüístico en la tradición de Vossler patente en su discurso
«Defensa del lenguaje», analizado en el capítulo siguiente. La pertenencia de Salinas al
Centro de Estudios Históricos, donde desde 1928 dirigía la sección de Literatura
Contemporánea, que editaba la revista índice Literario y donde dirigió asimismo los
cursos para extranjeros (1928-1931), creo que supuso, antes que otra cosa, su decidida
participación en el proyecto de renovación de la cultura literaria española, en
concordancia con el espíritu generacional arriba comentado. La crítica literaria de Pedro
Salinas, aparte del concepto de tradición al que me referiré enseguida, refleja la huella
del Centro de Estudios Históricos de tres maneras:

1.Primeramente su diagnóstico, compartido por Dámaso Alonso, sobre la


necesidad de un cambio de rumbo en los estudios literarios sometidos, según Salinas, a
falta de rigor y apresados por el Positivismo más ciego. Cuando reseña el libro de
Casalduero sobre Cántico, precede a su favorable crítica un alegato contra las fáciles
divagaciones sin compromiso de responsabilidad de las críticas al uso y contra la
gradual desaparición de la crítica fundamentada en saberes, entregada como está en
esos momentos a la manía historicista por las fuentes e influencias (E. C., III, págs. 297-
298) y añade que Casalduero «pertenece a esa corriente de críticos modernos en los que
figuran señeramente Amado Alonso, Dámaso Alonso, José F.Montesinos, que suman
sus esfuerzos a la labor de maestros como Menéndez Pelayo, Menéndez Pidal, Américo
Castro para ir aclarando la tan necesitada de luces historia de nuestras letras» (ibíd.,
pág. 300). Todos los mencionados, salvo Menéndez Pelayo, claro está, pertenecen al
Centro de Estudios Históricos.

2.Én segundo lugar sus manifestaciones de constante reconocimiento a la labor


de Menéndez Pidal, a quien llama «mi querido maestro» y de quien pondera y abraza
su crítica y labor filológica sobre el Poema del Mio Cid (E.C., 1, pág. 193 y E. C., III, pág.
12). Tal filiación le lleva al interés por determinados temas como el de la pervivencia de
la forma romance, a la que dedica el ensayo publicado póstumamente «El
Romanticismo y el siglo xx» y en el que los críticos citados son Menéndez Pidal, Vossler,
Leo Spitzer, Américo Castro, Hatzfeld, José Manuel Blecua y Dámaso y Amado Alonso.

3.En tercer lugar, como veremos en el siguiente capítulo, las veces que Salinas se
refiere a problemas de lenguaje y a la relación de lenguaje y poesía coinciden con lo
fundamental de la escuela idealista de Vossler, que, como se sabe, influyó notablemente
sobre la Estilística de la escuela española, además de que le permite, ya en 1944,
referirse a De Saussure, desconocido lingüista para casi todos, pero no para los
miembros del Centro, que tanta responsabilidad tuvieron en la difusión de las ideas del
ginebrino, pues Amado Alonso tradujo el Cours y años después Dámaso Alonso lo
discutió. El ensayo «Defensa de la minoría literaria» cita a Bally y rezuma por doquier
comunicación con las fuentes de la Estilísitica''.

2.3. PRINCIPALES CONCEPTOS DE SU CRÍTICA LITERARIA

Trazado el perfil de su actitud crítica y el contexto intelectual que la alienta, es


hora de referimos a algunos conceptos claves que ayuden a situar su pensamiento
crítico literario1ó. Me centraré en tres: 1. El concepto de tradición; 2. La idea de la poesía
como creación original, y 3. El concepto de «tema vital» y su relación con el formalista
de «dominante».

2.3.1. La tradición

Comúnmente se viene admitiendo la influencia del concepto de tradición de


T.S.Eliot en la crítica de Pedro Salinas y singularmente en su libro Jorge Manrique,
tradición y originalidad. Como se sabe, en ese libro don Pedro cita a Eliot, en parte para
corregir la preponderancia que éste otorgó a la tradición culta y defender un concepto
de tradición iletrada, anónima, popular, que le lleva en El Defensor a su conocida loa de
la tradición analfabeta. En su ejemplificación con las coplas y romances castellanos y en
todo su vocabulario en tomo a la tradicionalización de las formas poéticas y su
pervivencia inconsciente y anónima, respira Salinas el ambiente y la sensibilidad
cultural hacia tales fenómenos del Centro de Estudios Históricos; ambiente que res
pondía, como bien ha mostrado Diego Catalán, a una influencia del programa
institucionista que proponía cambiar el modo de hacerse la Historia nacional
«despertando la idea (sin decirlo) de que todo lo que hay se hace por todos y de que el
verdadero sujeto de la Historia no es el héroe, sino el pueblo entero, cuyo trabajo de
conjunto produce la civilización» (palabras de M. B. Cossío); de ahí nacía el estudio de
la lengua, la literatura, el arte, el folklore, el derecho consuetudinario, etc., como
búsqueda de la genuina España «tradicional»17. Con todo, un examen atento del
concepto crítico-literario de tradición en Pedro Salinas muestra que si quedan claras sus
divergencias - aunque también hay proximidades - con T.S.Eliot, no se puede atribuir
sin más a una pragmática línea de explicación de Menéndez Pidal, sino más bien a una
vaga incorporación, con tintes más románticos que los dados por éste, de una atmósfera
y de un ambiente, no de un preciso concepto filológico.

Comencemos por sus proximidades y distancias respecto de Eliot, para el que


hay un buen artículo de A.Bell, ya citado, que me exime de mayores detalles, si bien
Alan Bell se limita a admitir las ideas de Salinas como hijas de una influencia de
Menéndez Pidal, sin contrastarlas. Pedro Salinas, insisto, toma la cuestión del
anonimato, de la tradición analfabeta y de pervivencia inconsciente subrayando
precisamente los aspectos iletrados del fenómeno y sin atender - según me indican unos
materiales que agradezco a la gentileza del profesor Muñoz Cortés18 - que Menéndez
Pidal no dejó nunca de prestar atención al origen individual, y muchas veces codificado
en pliegos, de las formas romances, como ocurre con el conocido problema de las
versiones comparadas de Gerineldo y la Boda estorbada. Conviene, pues, matizar la
fidelidad que Bell atribuye a Salinas para con Menéndez Pidal, y al hablar mucho más
de influencia de atmósfera y propósito que de concepto filológico preciso de «tradi
ción», que en Pedro Salinas adopta tintes mucho más románticoidealistas que los
favorecidos por la historia filológica concreta de la tradición romancista, en los que
obviamente tampoco puedo entrar ahora, aunque claramente se muestra central en las
preocupaciones del Centro de Estudios Históricos, y de esa atmósfera coge Salinas la
base para su matización y discrepancia con T.S.Eliot.

Había defendido éste, fundamentalmente en sus ensayos «Tradition and the


individual talent» y «The function of criticism» de 1919 y 1923, respectivamente19, que
el concepto de tradición para un escritor es mucho más y algo diferente a la común
atribución de «influencias y fuentes», contraponiendo una concepción mucho más
problemática del fenómeno de la transición creadora en el seno de una cultura. Salinas
se hace eco visiblemente de tal renovación repetidas veces, en especial en el estudio
sobre Jorge Manrique, en la «Defensa del Lenguaje» y también cuando en una anotación
sobre la poesía de Alberti y el gongorismo de Cal y canto, advierte: «El libro de Rafael
Alberti no es imitación de Góngora [...] no es producto de la influencia gongorina: es
tradición, tradición de Góngora. [...] Pero toda tradición viva, la única verdadera, en
cuanto tiene la forma auténtica y nueva de vivir una actitud artística que tuvo otros
puntos y modos de realización suele, paradójicamente, parecer revolucionaria» (E.C., 1,
pág. 157).
En esta breve cita y en otra del discurso «Defensa del lenguaje» (E. C., II, pág.
434) en que se produce en síntesis la noción de tradición del norteamericano, es donde
Salinas se acerca más al pensamiento de éste. Significa la «tradición» un nuevo modo de
entender la creación artística en que la literatura reproduce órdenes o conjuntos
orgánicos20 que permanecen dentro de las obras individuales, familiarizando la
literatura europea desde Homero hacia acá. Para Eliot, las literaturas de un país o de
una época no son sumas de escritos individuales de escritores-individuos, sino
conjuntos orgánicos o sistemas sólo en relación con los cuales obtienen significación las
aportaciones modificadoras del conjunto que las grandes obras vienen a realizar. Eliot,
inmediatamente, en su estudio de 1923 que vengo glosando, matiza y ahonda en lo que
llama función crítica o laboreo de tamiz, expurgo y corrección que el artista imprime a
sus materiales y que es tan importante como la dimensión creativa; más, es una parte de
ella, y para ciertas épocas de la tradición - recordemos nosotros a Horacio y toda la
tradición renacentista sobre ese topos teórico - la parte más importante21. En realidad
cuando Salinas diseña el estudio sobre Manrique tiene bien presente este concepto y
convierte ese conjunto orgánico en topo¡ tradicionales, pero de herencia cultural
vivificada, como quería Eliot contemplar la tradición; mucho más que un problema de
fuentes.

Ahora bien, a pesar de estas concomitancias, Salinas no se separa únicamente de


Eliot en su conocida defensa de la tradición iletrada e inconsciente frente a la tradición
culta y consciente que Eliot estimaba primordial; hay otro aspecto de la noción de
tradición y originalidad en que Salinas se diferencia mucho de Eliot, precisamente el
papel que el madrileño concede al alma del artista y a su personalidad artística
individual como motor de la creación. Eliot había llegado a sostener que la crítica
literaria no debería quiciarse sobre la diferencia específica en términos de expresión de
personalidad, es más, creía Eliot que tales interpretaciones no favorecían la percepción
de que los más grandes escritores y las partes más individuales de sus obras pueden ser
aquellas en que los poetas muertos que le preceden afirman más vigorosamente su
inmortalidad 22. Incluso llega Eliot a la afirmación siguiente: «la poesía no es una
exteriorización de la emoción sino un escape respecto a la emoción, no es la expresión
de personalidad sino una huida de la personalidad»23. En cambio, la concepción crítico-
literaria de Salinas no puede admitir tal idea; al contrario, afirma explícitamente en
diferentes ocasiones ser la personalidad del poeta y el alma, su individualidad creadora,
la fuente de su significación y el motivo o raíz última de la originalidad. En esta raíz
estilístico-idealista que reposa asimismo en una concepción trascendente del acto
poético y en un vitalismo con tintes romántico-metafísicos, como veremos enseguida, se
produce la principal diferencia en tre la teoría de Eliot y la de Salinas. Compárese la
frase anterior del norteamericano con esta de Salinas: «Toda explicación de la poesía
vuelve, por muchos rodeos que se den, allí donde el poema nació, al alma» (E.C., 1,
págs. 293-294). Si no pudieron acordar un mismo concepto de tradición fue porque
pertenecen a dos tradiciones espirituales distintas y a dos maneras diversas de explicar
la creación del poeta.

Llamo la atención, sin embargo, sobre visibles coincidencias no sólo cuando se


trata en ambos de insistir sobre la presentez del pasado (the present moment of the
past), la actualización vivificadora del mismo por parte del genio, la única tradición, la
viva, sino también a la hora de contrarrestar el Positivismo biografista y la inútil
referencia externa a las fuentes. Para ambos, pero esta vez en palabras de Salinas, la
tradición no trata de la imitación, sino que «la tradición es la habitación natural del
poeta. En ella nace poéticamente, en ella encuentra el aire donde alentar [...] fuera de esa
zona no hay más que el giro inarticulado del cuadrumano o el silencio inefable, el
éxtasis glacial del que no halla palabra suficiente, porque por soberbia, timidez o miedo
no quiere juntarse al eterno grupo de los que hablaron, a la tradición» (E.C., 1, pág. 363).

2.3.2. La poesía, creación original

El segundo concepto crítico-literario que vamos a analizar es el de la poética


implícita en sus análisis y aquellas explícitas declaraciones suyas sobre qué sea la
poesía. Será ahora y a la luz de los términos profundamente idealistas y neo-románticos
cuando comprenderemos su divergencia fundamental con Eliot, crítico mucho más
formalista que Salinas, o al menos mejor conectado con algunas preocupaciones que
serían luego claves en el desarrollo de New Criticism. Si Eliot elabora una poética
antimetafísica y para ello le fue fácil la nueva crítica antibiográfica, Salinas con igual
propósito renovador encontró en cambio en Europa otra vía para su oposición al
historicismo positivista: la fundamentación idealista de la estilística, sobre todo la obra
de Vossler y la tradición alemana de filólogos del lenguaje, del que es muy
representativo el libro de Stenzel Filosofía del lenguaje24, obra que Salinas cita y cuya
edición española en Revista de Occidente manejó. De esta corriente neo-humboldtiana
extrae Salinas su concepción de la poesía como lenguaje asentado en una particularidad
psíquica o anímica, espiritual se le llama casi siempre, de raíz individual, que se
formula muchas veces en Salinas con el sintagma «alma del poeta». El libro de García
Tejera, al tratar de una teoría literaria implícita que es a la vez conectada con paralelos
impulsos creadores y temas de su poesía, favorece asimismo la unidad de explicación
de la nutrida dimensión romántica que Salinas aporta a su explicación del acto de crear
poemas.

Como quiera que Salinas fue sobre todo poeta y fue en los ensayos de La realidad
y el poeta donde incorporó sus textos más teóricos, la poética de Salinas es casi toda ella
una explicación de la relación poeta-lenguaje-realidad. Además nunca deja de afirmar
que la poesía lírica es el modo más excelso de expresión y comunicación con la realidad:

El poeta es el autor del camino más hermoso que cabe desde un alma humana a
una cierta realidad [...] Da el poeta lírico a la palabra de los hombres tensión de sentido,
multiplicidad de potencias incomparables. Pero a esa primacía entre sus compañeros
escritores corresponde una fatalidad: lo irreductible de la palabra en función lírica a
ninguna otra palabra equivalente [...] por esta servidumbre nos espera siempre en su
poesía lírica (E. C., III, pág. 1 12).

Además de ser la poesía el lenguaje más alto, traduce Salinas un viejo mito
romántico, el del origen y equivalencia de poesía y lenguaje en su dimensión creadora
más genuina:

La metáfora es cosa tan vieja como la poesía y todavía mucho más vieja porque la
metáfora es lenguaje o lenguaje es metáfora. Un gran antropólogo de la cultura,
E.Cassirer, considera que poesía, lenguaje y mito, aunque sean tres formas de actividad
intelectual distintas en su desarrollo, originariamente son lo mismo, están
intelectualmente unidos lenguaje, poesía y mito. Y es un poeta, Schiller, el que dijo: «el
lenguaje es netamente metafórico, es decir, señala las relaciones de las cosas antes no
percibidas y permite esta comprensión». Esto que dice Schiller poeta lo han corroborado
los filólogos (E.G., III, pág. 121).

Y se refiere Salinas a las teorías de Vossler, al libro de Stenzel, etc.

En la cita anterior y en el estudio «Una metáfora en tres tiempos» realiza don


Pedro una constante sinécdoque muy del gusto del idealismo: la de metáfora por
lenguaje y de éste por poesía como creación de realidad. Hay sin cesar repeticiones de
tal idea, como cuando afirma contundentemente que «la lengua misma es poesía» (E. C.,
1, pág. 191) y que la poesía da nombre a las cosas y que al nombrarlas las crea. Salinas
es consciente de ese mito del origen e interpreta incluso la evolución de la poesía de
Occidente como una progresiva entrada en la complejidad de la relación poeta-realidad,
rompiendo una unidad primigenia. Dice en una ocasión, al comentar el romance de la
toma de Alora:

La operación poética es primitiva y elemental: dar nombre a las cosas y los actos,
traducirlos en palabras [...] En esta poesía el espíritu del hombre se nos aparece en un
estado de paradisíaca inocencia y pureza, antes del pecado. Este pecado es el
pensamiento, o sea, la aplicación a la maravilla externa que es el mundo de esas
manifestaciones del hombre que son el análisis, la duda y la pregunta: no caben allí (en
tal poesía) los interrogantes. Sólo se da la mera existencia, la presencia de la realidad, la
poesía adánica, es decir, la poesía de la visión primigenia del mundo que nos rodea.
Esta actitud poética puede parecernos hoy algo simple y elemental si la comparamos
con la riqueza y complejidad de las cosas que han venido después. Pero siempre
nuestra mirada se irá hacia aquélla - al menos esto sucede en mi caso - con la nostalgia
de un paraíso, de un mundo virgen en el cual la poesía y la realidad conviven en paz y
armonía. Abandonemos, pues, como proscritos que somos, ese paraíso terrenal y
poético, ese edén de la unidad (E.C., 1, pág. 206).

No se crea que tal texto, preñado de Romanticismo y que respira


conscientemente por los poros del gran tópico del origen armónico que sólo la poesía
puede revelar, es una emoción aislada suscitada por la elementalidad ingenua de un
romance. Otras veces y con otro tono discursivo, Salinas insiste en una especie de
diacronía de la relación poeta-realidad que escribe la historia de un tránsito desde la
unidad primitiva de las culturas poéticas antiguas hacia una complejidad
contemporánea que enajena al hombre en su relación con el mundo. Piensa Salinas que
el hombre es cada vez más complejo y a esa mayor complejidad sigue un mayor
dramatismo y conflicto con la realidad (véase E.C., 1, págs. 217-218).

A este fondo romántico incorpora Salinas el topos idealista de la particularidad


psíquica, lo que Salinas llega a llamar «realidad psicológica e insólita del alma del
poeta, tan excepcional y clarividente», su peculiar actitud ante el mundo, idea para la
que busca apoyos en textos clave de la filosofía del lenguaje idealista, especialmente de
Vossler. Aunque se muestra admirador de Amado y de Dámaso Alonso, sus
compañeros del Centro de Estudios Históricos, no da Salinas el paso hacia una
Estilística como método y ciencia, con mayores exigencias filológicas y para con el
concepto de lengua literaria en ambos Alonso que en Salinas, más entregado a una
visión de la poesía que Spitzer, al comentar las palabras preliminares de La realidad y el
poeta, relacionó con el misticismo25 y García Tejera conecta con el espiritualismo y
verticalidad de su propia poesía26.

2.3.3. Tema vital y estructura fundamental

Cuando se trata de sus análisis críticos concretos el aspecto más novedoso e


interesante es la particular agudeza que muestra para captar la estructura fundamental
de una obra. Pero entiéndase que no hablo sólo de estructuras formales. En sus reseñas
de libros en índice literario, y ayudado por la necesaria concisión y el carácter
pedagógico, es capaz de dar en breves palabras con la estructura semántica
fundamental que sostiene a un libro, autor o estilo. Cuando destaca que lo fundamental
en Lorca es la tensión dramática que nace de un enfrentamiento del hombre con fuerzas
elementales (E. C., 1, pág. 162) o cuando cifra que la raíz del Cántico de Guillén es la
«ordenación poética del entusiasmo» (ibíd., pág. 150) o relaciona el género de la
greguería de Ramón Gómez de la Serna con lo juglaresco y a Bergamín con la agudeza
del conceptismo, está apoyando en breves formulaciones la percepción del elemento
que los formalistas rusos llamaron dominante. Como se sabe, en Jakobson y Tinianov
este concepto era algo más que un tema y que una forma: era la estructura fundamental
que, combinando temas, formas y tonalidades, ordena una jerarquía de interés para
explicar la génesis de una estructura. Es lo que la retórica clásica llamó inte llectio,
captación de la estructura textual en su nivel más alto o general y previo a su
realización lingüística, pero necesario para la coherencia y constitución de la misma
textualidad. Esa idea está constantemente realizada en las poderosas intuiciones
totalizadoras a las que la crítica literaria de Pedro Salinas se entrega. Como se sabe
también habló o teorizó Salinas sobre el fenómeno, bajo la denominación, a mi juicio
poco afortunada, de tema vital. Lo hizo en extenso dentro del capítulo tercero del libro
dedicado a Rubén Darío y bajo el epígrafe «El tema del poeta». Salinas insiste en que el
tema vital no es un tema, sino una raíz, un eje estructurador, un principio de coherencia
que alcanza a ser algo así como el emblema que acierta en la definición de un universo
poético en lo que tiene de fundamental, para que en su interior puedan explicarse luego
los diferentes temas, formas y motivos concretos. El modo como Salinas explica tal
noción sigue aquejado de una referencia a la vida espiritual del poeta, al alma, al
hombre, donde quiere buscar la raíz originaria del hecho poético; ahora bien, la noción
de un principio temático medular, que no es semántico-formal por cuanto es previo a la
realización expresiva, al lenguaje, y que se definiría entonces como semántico
sustancial, es noción provechosísima, sobre todo cuando se acierta a detectarla en el
acto crítico. El erotismo en Rubén Darío no es un tema, ni unos motivos, ni unas formas,
sino un eje vertebrador de todos ellos, el topos fundamental, la macroisotopía que
permite la lectura unitaria de fenómenos muy diferentes como símbolos, tonalidades,
metro, léxico, motivos concretos como series temáticas, etc. El concepto de tema vital de
Pedro Salinas no se deduce de la forma o de los temas de una obra concreta, al
contrario, las formas y los temas nacen de él. Es el tema vital el que crea la obra y no se
reduce en Salinas a un principio de interpretación, se comporta semejante al modo
como se estudian las recurrencias en el círculo hermenéutico-filológico de Leo Spitzer
para dar con el etymon espiritual. También creo que podría relacionarse con el
momento y concepto de intuición, tal como Dámaso Alonso lo explica en su libro Poesía
Española. Conectaría, pues, con este concepto en tanto en cuanto Salinas insiste en que
el tema vital es concepto pre-lingüístico, y en su desarrollo explicativo en Rubén Darío
se convierte en una especie de genealogía de los grandes arquetipos imaginarios que
operan en la configuración de los temas del poeta. En realidad, Salinas traza una crítica
que vincula temática con topo¡ básicos del imaginario de Rubén Darío a la búsqueda de
una coherencia o hilo conductor que se encuentra en el Eros dariniano, donde se
explican tanto las formas suntuosas del cisne como el helenismo y otros muchos
caracteres. Creo que la singularidad crítica de Salinas alcanza en esta concepción que he
querido relacionar con la de la crítica formal como el de dominante o macroisotopía,
pero que se explica genealógicamente mejor desde conceptos de la estilística como el de
intuición, que tampoco se reduce a uno solo, sino que es una conjunción de tema, forma
y tonalidad, alcanza, digo, su punto de originalidad más alto.

La perspicacia para captar lo fundamental de un género o de una época histórica


es visible también en otros estudios, como el formidable dedicado a la picaresca, donde
se resiste a reducir su significado a un problema social-histórico a que nos había
acostumbrado la crítica historicista cuando había buscado en la figura del momento y
en la pobreza de la España del Siglo de Oro la raíz del género. Salinas contrapone a esta
tesis un estudio de semántica literaria que relaciona al pícaro con el héroe y sólo en la
dimensión de la semántica diacrónico-literaria puede entenderse su aportación,
sagazmente proyectada por Salinas a la constitución misma del modo de novelar de
Balzac (véase E.C., III, págs. 47-48). Igual puede decirse del dibujo saliniano sobre el
esperpento, donde integra datos de naturaleza formal con proyecciones histórico-
literarias y también sociales de la época.

Todo los ejemplos antedichos y otros que podrían allegarse han mostrado un
crítico que concibe su lectura como acto unitario, nunca se pierde Salinas en datos
externos, atiende mucho más a la significación semántico-literaria que, eso sí, se refiere
siempre a una actitud, a la visión del artista y a su personalidad creadora, mucho más
que al estudio de los sistemas de la lengua literaria, salto éste que de haberlo realizado
habría allegado a Salinas a un terreno menos proclive al idealismo, pero le habría
arrebatado también parte de su fuerza. La «limitación» que una crítica actual podría ver
en su sistema crítico, su fuerte idealismo y personalismo individualista para la
explicación del fenómeno poético, es - desde el otro lado - su grandeza, porque ese
aliento a la búsqueda del poeta, del hombre que vive e imagina, que sufre y crea, ha
proporcionado a su crítica páginas de gran belleza, además de inscribirse en un
propósito humanista de la cultura del que la Literatura era para Salinas un ejemplo y un
medio: el texto y el fin, la razón vital última de su crítica era el hombre.
En este capítulo nos centraremos en una serie de ensayos de una amplia
significación cultural reunidos en El Defensor, cuyo tema es la pedagogía de un nuevo
humanismo. En ese libro, de 1948, se incluye «Defensa del lenguaje». Reproduce este
ensayo el texto de un discurso pronunciado por don Pedro el 24 de mayo de 1944 con
motivo de la cuadragésima colación de grados de la Universidad de Puerto Rico bajo el
título inicial de «Aprecio y defensa del lenguaje»'.

El título inicial del discurso, además de justificarse por su parecido con los demás
reunidos en El Defensor, a saber, «Defensa de la carta misiva y de la correspondencia
epistolar», «Defensa de la lectura», «Defensa de la minoría literaria», «Defensa implícita
de los viejos analfabetos», creo que puede estar inspirado, como título, por la conocida
Défense et illustration de la langue francaise del humanista francés Du Bellay. No me
llevan a esta conclusión razones de contenido, distinto en uno y otro caso, ni el hecho de
que la obra de Du Bellay venga citada en el ensayo de Salinas, sino un explícito
razonamiento, inserto en la parte final del ensayo, en que el poeta madrileño apela al
modelo del Renacimiento como predicación de una actitud hacia la lengua y una
voluntad de perfeccionamiento que inspira la propia actitud de Salinas y la alabanza
que hace de la obra de Nebrija. Salinas arranca con un llamamiento a una intervención
humanista en la lengua ante los peligros que la acosan, según el ejemplo renacentista, y
anota ante el auditorio puertorriqueño:

Tocante a nuestra común lengua, el español, corre por los mejores autores, desde
el año del descubrimiento de América, precisamente, cuando Antonio de Nebrija
publica su primera gramática castellana, una doble corriente: una, estudiar el idioma,
precisar sus reglas, la corriente de los científicos, de los filólogos, y otra, embellecerlo,
sumando a la lengua nueva todas las artes y sabidurías de las lenguas clásicas y
magistrales. Cristóbal de Villalón cree que nuestra lengua no sería en nada inferior a las
clásicas «si nosotros la ensalzásemos y guardásemos y puliésemos» (E.G., II, pág. 436).

Además de Nebrija y Villalón acompañan el elenco de autoridades renacentistas


allegadas por Salinas en beneficio de su idea las de Fray Luis de León en el prólogo a De
los nombres de Cristo, Cervantes y su prólogo a La Galatea y dos citas de filólogos del
Siglo de Oro, Ambrosio de Morales y Francisco de Medina2. Como se ve, escritores y
estudiosos, poetas y gramáticos, reunidos por Salinas para reforzar la idea de que tanto
sirve para la defensa de una lengua su estudio y sometimiento a regla como la grandeza
y embellecimiento a la que la llevan sus escritores. Como veremos más adelante, Salinas
se muestra preocupado por la fortuna de su lengua y, ante el auditorio americano que le
escuchaba, heredero de una común responsabilidad frente a los ataques y decadencia
que la civilización de la prisa y la chapuza le asestan. Para ello mira hacia una tradición
de saber y sabor humanista y encuentra en el brote renacentista un argumento excelente
para su defensa del lenguaje: la proposición de un simultáneo orden de saber filológico
- el estudio y consideración de la norma lingüística - y de sabor literario, pues son los
escritores los mejores adelantados para el desarrollo de la plenitud de una lengua.

Para entender cabalmente las ideas sobre el lenguaje vertidas por Pedro Salinas
en este ensayo convendría dibujar el doble contexto humano e intelectual en que se
originan. Del contexto humano da cumplida cuenta el propio don Pedro en el exordio
de su discurso, cuando justifica el tema de su alocución, no siendo él especialista, ni
filólogo ni lingüista, con estas palabras:

Tres motivos coincidentes me llevaron a escoger este tema. Uno, el primero, la


emoción sentida, después de varios años de residencia en país de habla inglesa, al
encontrarme en un aire, digámoslo así, en un aire lingüístico español. Cuando se siente
uno rodeado de su mismo aire lingüístico, de nuestra misma manera de hablar, ocurre
en nuestro ánimo un cambio análogo al de la respiración pulmonar; tomamos de la
atmósfera algo, impalpable, invisible, que adentramos en nuestro ser, que se nos entra
en nuestra persona y cumple en ella una función vivificadora, que nos ayuda a seguir
viviendo. Sí, he vuelto a respirar español en las calles de San Juan, en los pueblos de la
isla, y he sentido una gratitud, no sé a quién, al pasado, al presente, a todos y a ninguno
en particular, gratitud a los que me dieron mi idioma al nacer yo, a los que siguen
hablándolo a mi lado (E.C., II, pág. 416).

Tan emocionadas y bellas palabras, nacidas del contacto de un exiliado con la


lengua común a su auditorio americano, no obedecen a una captatio benevolentiae del
exordio retórico oportuno a la ocasión, sino que además de motivar el tema del discurso
responden a una realidad biográfica constatada. Pedro Salinas, tras su primera etapa de
exilio en universidades norteamericanas, vivió sus años de Puerto Rico como un gozo
vital de enormes repercusiones intelectuales. Solita Salinas ha comentado la influencia
de la estancia antillana en la obra de Pedro Salinas no sólo como los más felices y
mejores años de su exilio, sino incluso como aquellos que marcan una frontera en su
producción ensayística.

Escribe Solita Salinas de Marichal:

La residencia en tierras de ultramar ofreció, en verdad, a Pedro Salinas, tiempo


abundante (y a veces su forzosa acompañante: soledad intelectual) para su afán creador;
hay, sin embargo, dos geografías y dos ámbitos humanos en los años 1936-1951: Estados
Unidos y la isla de Puerto Rico. [...] Al llegar a Puerto Rico, en el verano de 1943, Salinas
se encontró en el solar de su idioma y en un clima intelectual de gratas compañías. Es
comprensible así que Salinas, el profesor tanto como el conferenciante público, se
sintiera entonces libre de las limitaciones lingüísticas impuestas por su propio afán
comunicativo en los terrenos universitarios norteamericanos, y hay en la prosa de
Salinas, desde el primer verano antillano, un manifiesto goce verbal: muy claramente
expresado en su poesía (véase el poema «Verbo» en el libro Todo más claro: «Delante
tengo ahora toda tan ancha mar castellana»). Pero además, en el ámbito intelectual tan
propicio de Puerto Rico, entre 1943 y 1946 Salinas escribió los ensayos de meditación
social y cultural recogidos por él en el volumen de 1948 El Defensor. En esos ensayos
tuvo también un papel incitador el público lector de tierras de lengua castellana
próximas a Puerto Rico: Colombia, Venezuela, Cuba, México (y a revistas de esos países
envió sus ensayos)'.

De hecho Salinas escribe, junto a El Defensor, en tales años los ensayos quizá más
importantes de su crítica literaria, concretamente los libros dedicados a Jorge Manrique
y a Rubén Darío. Hay, por tanto, algo más que un exordio retórico: el contacto vivo y
diario con su lengua en Puerto Rico propició sus ensayos de mayor envergadura.

Una segunda contextualización sería necesaria para entender tanto los


contenidos como las fuentes doctrinales allegadas por Salinas en su «Defensa del
lenguaje», es más, para valorar su propósito mismo: la pertenencia de Pedro Salinas al
Centro de Estudios Históricos dirigido por don Ramón Menéndez Pidal, de quien se
mostró admirador entusiasta4. Señalábamos en el capítulo anterior que poca insistencia
se ha hecho, en la bibliografía sobre Salinas, en su pertenencia al Centro y en lo que esta
circunstancia pudo influir en su obra ensayística'. Además de vertebrar, por su conexión
con algunas obras claves de la Estilística y del idealismo lingüístico, la concepción del
lenguaje que Salinas defiende en su ensayo, la pertenencia al Centro lo mantuvo en
contacto y amistad con Dámaso Alonso y Amado Alonso, Gil¡ Gaya, Américo Castro y
demás discípulos de Menéndez Pidal, a cuyas obras concede encendidos elogios en
diferentes ensayos críticos y a quienes veía como modelos en el necesario impulso
renovador de los estudios filológicos y literarios6.

Una de las principales conclusiones del ensayo de Salinas y su propuesta para la


defensa del lenguaje ha sido, como dije, la recuperación del aliento humanista del
Renacimiento en la doble vertiente: estudio gramatical para la fijación de una norma
basada en el conocimiento profundo de nuestra lengua y educación en la lectura y
convivencia con nuestros clásicos escritores que la engrandecen y ensanchan. No creo
que fuera acertado sucumbir a la evidencia de que es un poeta, un creador quien habla,
y deducir que tal conclusión obedece sólo a la perspectiva de un artista, preocupado por
la vigencia de los clásicos escritores. Considero más bien que el equilibrio con que
Salinas pondera la simultaneidad y mutuo apoyo de la educación lingüística y literaria
ha nacido del contexto intelectual del Centro de Estudios Históricos, donde Pedro
Salinas, como miembro que fue del Centro y amigo de los filólogos de la llamada
Escuela Lingüística Española7, ha vivido un método filológico de singular factura: la
interconexión de estudios literarios, culturales y lingüísticos. Como se sabe, una
particularidad de la obra ensayística de Menéndez Pidal, Dámaso Alonso, Amado
Alonso, Américo Castro, Rafael Lapesa, Lázaro Carreter, Manuel Alvar, E. Alarcos, etc.,
es haber dado importancia suficiente a las vías de conexión necesarias entre estudios
literarios y lingüísticos en una filología con ambiciones de totalidad. Podría allegarse
muchos testimonios explícitos de miembros del Centro o de sus discípulos en que se
pondera la interdependencia de ambos dominios en el tronco común de la Filología.
Pero bastará con apelar a la obra de Menéndez Pidal y su atención constante a la cultura
literaria y a obras como las de Dámaso y Amado Alonso para que no se precisen
mayores testimonios a favor de la fortuna de tal simbiosis filológico-literaria. Eugenio
Coseriu vio muy pronto, en 1953, tal singularidad «de escuela» cuando dijo:

Pertenecer a la escuela de Menéndez Pidal no sólo constituye un título de honor


y una garantía de seriedad científica, sino que al mismo tiempo implica una orientación
teórica y metodológica móvil y viva en la que lo viejo y lo nuevo se combinan
armoniosamente [...] La Escuela de Menéndez Pidal es la única que ha mantenido y
mantiene firme -y no sólo en teoría - el principio de la unidad de las ciencias filológicas,
la única en la que la lingüística se sigue cultivando conjuntamente con la historia
político-social y con la historia y crítica literarias: por eso los lingüistas españoles suelen
conciliar la erudición con la agudeza y, ya por su formación, son al mismo tiempo
historiadores y críticos literarios8.

Es en ese contexto formativo donde creo alcanzan explicación las observaciones y


propósitos que Pedro Salinas establece como recuperación de un aliento humanista en
su programa final de síntesis de Filología y Literatura. Curiosamente en ese ensayo
Pedro Salinas no se define a sí mismo como «filólogo». Dice no serlo. Y reserva tal
denominación no para los lingüistas sino para una serie concreta de éstos. Tanto en este
ensayo como en el resto de los suyos Salinas otorga el título de «filólogo» a Karl Vossler,
Leo Spitzer, Menéndez Pidal, los Alonso. Pero no califica así nunca a otros estudiosos
como Menéndez Pelayo, González de Amezúa o Casalduero. Reserva, pues, tal
denominación precisamente para aquellos lingüistas atentos a los fenómenos culturales
y literarios, fundamentalmente en la tradición heredera del idealismo9. Tenía don Pedro
muy claro el perfil de síntesis lingüístico-literaria cultural de la raíz formativa de la
Escuela europea para cuyos lingüistas reserva el calificativo de filólogos, que no quiere
para sí al no ser un lingüista de formación.

El ensayo «Defensa del lenguaje» puede también explicar algunos de sus rasgos
si es puesto en relación con un contexto aún más amplio del que el Centro de Estudios
Históricos participaba: un proyecto intelectual hijo de los institucionistas y animado por
el talante de formación de minorías en la vanguardia y vigilancia de una nueva
pedagogía. En el capítulo anterior analizábamos la pertenencia de Salinas - no como
poeta pero sí como intelectual, por formación, valores y sistema de ideas - a la llamada
Generación de 1914, encabezada por don José Ortega y Gasset. Muchos de los rasgos del
perfil ensayístico de Pedro Salinas se explican en relación con tal contexto intelectual.
Por edad estaba más próximo a miembros de dicha generación y dio muestras públicas
de su pertenencia a ella cuando asiste a la comida-homenaje a Azorín en Aranjuez,
interpretada por J. L. Abellán como «el acto de transmisión de la antorcha de la
Generación del 98 a la del 14» o cuando firma la «Liga de Educación política», que
encabeza Ortega y que se considera el acta de nacimiento de esta generación de
intelectuales. También sus publicaciones en Revista de Occidente, La Pluma (revista
creada por Azaña), etc. A los efectos de explicación de su ensayo «Defensa del
lenguaje», esta adscripción intelectual tiene importancia porque conecta a Salinas con
un espíritu pedagógico de recuperación de raíces culturales por una minoría que se ve
amenazada por la barbarie y creciente masificación de la cultura. En este sentido creo
que puede explicarse también que Pedro Salinas inserte en su ensayo «Defensa del
lenguaje» unos excursos, tomados directamente de ensayos suyos paralelos de El
Defensor sobre el final de la conversación, el declive de la carta íntima, el utilitarismo
del lenguaje, los muchos peligros de la nueva cultura visual simplificadora y la serie
larga de advertencias hacia la pérdida del horizonte humanístico que permitiera resistir
la creciente barbarie de la civilización actual. Llamo la atención en concreto, aparte del
perfil semejante en cuanto a perspectiva ensayística, del parecido del estilo y de ciertas
ideas paralelas, entre los ensayos de El Defensor y algunos de los que Ortega y Gasset
escribió y reunió en El Espectador. También hay semejanza de propósito y comunidad
de ideas con ensayos sobre la pedagogía de la lengua que Américo Castro escribió en su
época de estancia en Madrid en el Centro de Estudios Históricos, donde era compañero
de Salinas. Éste, al final del ensayo que vengo comentando y bajo el epígrafe «Deber de
intervención del hombre en la lengua», profundiza en las consideraciones antedichas
sobre el espíritu del humanismo renacentista para oponerse a la norma lingüística
cuando ésta es fijada por la exclusiva autoridad de la Academia y cuando ésta se arroga
el patrimonio de la autoridad, lo que le parece a Salinas herencia del despotismo
ilustrado de los orígenes de la Institución y contrapone a la norma académica
desenraizada la de un espíritu pedagógico basado en la persuasión y educación del
individuo y el desarrollo armónico de su vida espiritual y cultural al contacto con los
clásicos escritores. La identificación de educación lingüística con superación de la
gramática y algo más que ella: «hacer vivir su lengua de manera consciente,
descubriéndole todas las significaciones vitales que contiene y que él (el individuo
hablante) acaso no percibía» (E. C., II, pág. 439) es un programa concordante con el
propuesto en diferentes ensayos sobre la enseñanza de la lengua por Américo Castro y
singularmente en los titulados La enseñanza del español en España (1922) y Lengua,
enseñanza y Literatura (1924). La política que Pedro Salinas propone para la defensa de
la lengua está basada en tres principios:

a)La norma culta del español que brota no de la gramática - idea asimismo
rechazada por Américo Castro - sino de la «fidelidad al espíritu profundo del lenguaje y
a su tradición literaria» (E.C., II, pág. 450) junto a la fidelidad a un pueblo hablante que
sustenta un fondo de respeto a la buena expresión.

b)La lectura de los clásicos.

c)La revitalización del teatro.

Los dos primeros aspectos han sido programáticamente fijados - en


contraposición a la sola enseñanza gramatical - por destacados miembros del Centro de
Estudios Históricos, como Samuel Gil¡ Gaya y Salvador Fernández Ramírez, en
términos muy similares a los propugnados por Pedro Salinas'). Todos ellos serán
además mejor entendidos si se traza su relación con el espíritu regeneracionista, muy
preocupado por la pedagogía, de aquellos grupos intelectuales de la España del primer
tercio del siglo, al calor de la llama que encendieron los partidarios de la Institución
Libre de Enseñanza de Giner de los Ríos, que tanta influencia ejerció sobre el tono y las
preocupaciones del ensayismo hispánico y que creo ha influido notablemente en el
propósito y tonalidad del discurso pronunciado por Salinas que venimos analizando.

Una vez trazadas las líneas maestras de su génesis, en cuanto a contexto vital e
intelectual, atenderé a su contenido e ideas lingüísticas en tres momentos:

1.Estructura de contenidos.

2.Algunos conceptos clave sobre el lenguaje.

3.Actitud frente a la lengua española.

1. La estructura del discurso «Defensa del Lenguaje» ha sido enormemente


cuidada en orden pedagógico para un público general. Aunque sus epígrafes reúnen
veintinueve entradas distintas responden, creo, a cuatro grandes apartados:

a)Exposición de motivos: el personal, ya comentado y dos más: el poder de la


palabra y glosa sobre la maravilla de la lengua. Sitúa al oyente en un horizonte de
interés, actual, social, sobre el fenómeno del lenguaje, incluso con una referencia
explícita - estamos en 1944, en plena Guerra Mundial - a los poderes maléficos de la
palabra que pueden ser utilizados para la mentira y el engaño de las masas. En el
epílogo citará en concreto los efectos devastadores de la palabra de Hitler y hará un
llamamiento a la paz (E. C., II, págs. 417 y 455). Conecta pues Salinas con la
preocupación real de su auditorio y consigue, con tal exordio, captar su interés hacia la
materia de su discurso, el lenguaje, trascendental para el individuo y los pueblos.

b)Una segunda parte del discurso propone una teoría del lenguaje de raíces
profundamente idealistas, en la que recorre la cuestión del lenguaje de modo muy
pedagógico y que al mismo tiempo refleja la impronta de su fuente idealista: comienza
con el tema de individuo y lenguaje (lo que el lenguaje representa para el individuo,
solo, aislado en sí mismo, como fuente de conocimiento, antes de entrar en relación con
el otro), prosigue con el diálo go, la lengua y comunidad, lengua y nacionalidad, lengua
hablada y escrita (donde se percibe muy clara la influencia de Amado Alonso)",
lenguaje y tiempo (que podría haber titulado «e Historia», puesto que habla también de
la percepción de la tradición por medio de la lengua) y lenguaje y poesía. Como puede
observarse, la ordenación de los contenidos no es fortuita: sigue un principio de génesis
individual para ir abrazando progresivamente las diferentes extensiones que por la
lengua afectan al fenómeno de la conexión comunicativa (el diálogo con el otro, la
comunidad cercana, la nacionalidad) para desembocar en el medio escrito e ir
paulatinamente entrando en sus tesis central: el lenguaje poético como vehículo de
plenitud donde se percibe la dimensión trascendental de la vivencia humana.

c)Llamo tercera parte del ensayo a la que comienza con el epígrafe «Poder del
hombre sobre la Lengua». A partir de aquí se inicia la cuestión de la responsabilidad de
la vigilancia y cuidado de la lengua. La que había cerrado la que he llamado segunda
parte, a saber, la de lenguaje y poesía, le permite una transición fácil, puesto que en esta
sección y a partir de la comentada recuperación del doble aliento humanista del
Renacimiento en el epígrafe «La mejora consciente del español en el Siglo de Oro» se
iniciará precisamente un programa de actuación e intervención posible del hombre
sobre el lenguaje, basado tanto en la vigilancia de su pureza como en la cultura literaria.
El orden, ya se ve, es impecable, porque de unas ideas nacen las siguientes. A esta parte
pertenecen problemas concretos tratados como la actitud ante los neologismos y
barbarismos, la cuestión del español en Puerto Rico, etc. Esta tercera parte contiene un
excurso sobre los peligros actuales de la lengua, en la que introduce conclusiones de
ensayos suyos de El Defensor que trazan un alarmante dibujo de la actual civilización
de la prisa que arrincona el saber y buena ejecución del lenguaje.

d)Tras ese recorrido, que despierta la necesidad de una actuación eficaz, viene la
cuarta y última parte en que he dividido los contenidos del ensayo, la dedicada a la
explicación de la Política de la lengua que se basa en los tres citados principios de
norma lingüística, lectura de los clásicos y revitalización del teatro. Cierran el ensayo
unos epígrafes que responden a Epílogo, con un doble llamamiento a la paz por la
palabra - en contraste con el grito de Hitler - y hacia el cuidado que debemos a nuestro
patrimonio y riqueza lingüísticos como herencia que transmitir a generaciones
venideras.

2. Las ideas lingüísticas vertidas por Salinas en su ensayo no son separables ni de


la filiación intelectual analizada ni de la actitud profundamente persuasiva del discurso,
realizado en la línea del ensayo literario y de la emoción lírica que alcanza cotas de
belleza. Al igual que en el resto de su producción ensayística, las fuentes de erudición
lingüística no son descuidadas - Salinas documenta bien su discurso - pero están
embebidas en la página y no con notas al pie. Con todo, no escatima revelar las
apoyaturas de autoridad lingüísticas sobre las que edifica su discurrir por los temas.
Aparte de Nebrija, Villalón, Morales y Medina, ya citados, el resto de autoridades sobre
las que asienta su concepción del lenguaje revela, como digo, muy bien la filiación
intelectual de Salinas y sobre todo su asimilación de las fuentes doctrinales del
idealismo lingüístico, escuela de enorme influencia en la tradición filológica española.
La autoridad más sobresaliente, de la que se citan textos literales, pero, como siempre,
sin indicar procedencia concreta, es Karl Vossler, allegado en momentos clave de la
argumentación y para reunir los que serían pivotes fundamentales de las ideas
lingüísticas del alemán, sobre todo tres:

a)La conexión de la lengua al sentimiento de nacionalidad y origen, de


pertenencia a una comunidad, idea esta heredada del Romanticismo que se proyectó
con enorme fuerza sobre la tradición idealista y a través de ella en la escuela española
de filología (véase E.G., II, pág. 426).

b)La estrecha relación de lenguaje y poesía en la medida en que el lenguaje es


espíritu y sus formas exteriores revelación de una forma interior. Como se sabe, la idea
de «forma interior» es acuñada por W.Von Humboldt y fue gra ta a los miembros de la
escuela de filología española hasta entregar por ella Rafael Lapesa uno de sus mejores
ensayos de sintaxis histórica12.

c)La movilidad de la lengua, no sujeta al mero mecanismo repetitivo ni a la


rígida ley positivista. En este sentido, junto a Vossler, allega Salinas la autoridad de
Amado Alonso, quien vio muy clara la fortuna en la misma tradición humboldtiana del
concepto de energeia como idea que contraponer al naturalismo positivista. Como se
sabe, la principal fuente de debate del idealismo había sido su oposición al cientificismo
positivista que adquirió de las nacientes ciencias naturales su concepción de leyes
mecánicas para la explicación del suceder lingüístico. Todo el idealismo sirvió -y el
debate queda muy claro en el fondo de la argumentación de Salinas (E. C., II, pág. 435) -
al concepto humboldtiano de energeia como vínculo con la creatividad y la impronta de
los individuos y las comunidades en la fisonomía de una lengua, argumento sobre el
que descansa el proyecto de actuación que Salinas nos propone.

En la tradición de Vossler y para cuestiones muy concretas se sirve Salinas de su


reciente lectura del libro Filosofía del lenguaje de Julius Stenzel, libro que había
traducido - muy deficientemente - la Revista de Occidente en 1935 y del que Salinas
extrae citas literales indicando, claro, al autor, pero sin preocuparse por la anotación de
la página. Una lectura del libro de Stenzel muestra muy claro que en los temas comunes
a los tratados por Salinas -y fuera de excursos gramaticales y rítmicos más técnicos - es
un libro profundamente idealista, incluso más, enraizado en la explicación de las tesis
fundamentales de Humboldt que nutrieron tal concepción del lenguaje. Todo el
capítulo primero de Stenzel es una glosa de Humboldt, y viene a ligar «Filología» a una
perspectiva espiritual sobre el lenguaje con atención muy concentrada asimismo a Karl
Vossler, a quien cita constantemente. Para el proceso argumentativo de Salinas puede
decirse que extrae de Stenzel fundamentalmente los epígrafes «Individuo y lenguaje» y
«Literatura y comunidad». Con cretamente sigue de cerca la argumentación de Stenzel
de ser el lenguaje el principal vehículo de articulación del mundo objetivo por el niño,
quien se concibe a sí mismo y su diferencia con el otro merced a la palabra, mucho antes
de servir el lenguaje como vehículo de intercambio con nuestros semejantes.
Concretamente el capítulo 11.5 de Stenzel titulado «El lenguaje como articulación del
mundo objetivo y del espíritu que refleja y aprehende» y - en el mismo orden sitúa
Salinas ambos temas - el 11.6 «Lenguaje y Comunidad». Stenzel cita también a
Delacroix, concretamente su libro Le langage et la pensée publicado en París en 1930,
fuente que asimismo maneja Salinas para desarrollar su tema de la constitución del
mundo de los objetos y representaciones por el lenguaje. El hecho de que los textos
reproducidos por Salinas de este autor, a quien llama psicólogo, no coincidan con los
manejados y citados por Stenzel, hace concluir un conocimiento directo por parte de
Salinas de la obra de Delacroix, lo que tampoco es difícil por la frecuencia con que
Salinas se relacionaba con las publicaciones francesas de la época desde su período de
lector en la Sorbona, donde realizó su doctorado. Volviendo al libro de Stenzel, Salinas
no vuelve a citarlo hasta reproducir un texto de él para la cuestión de la relación
lenguaje y poesía, donde éste hace un elogio de los poetas como fuente nutridora del
desarrollo pleno de la lengua13. Para semejante cuestión - muy grata al idealismo y a la
constante reivindicación de los poetas y filólogos ligados al Centro de Estudios
Históricos - atrae Salinas también los testimonios de Humboldt y de Vossler. Podría
haber hecho concurrir alguno de los muchos textos en que el filólogo y amigo, muy
citado por él, Amado Alonso, se refiere a idéntica cuestión con conclusiones muy
semejantesla
La relación lenguaje-poesía es eje vertebrador - no podría ser de otro modo y
Salinas lo declara en su exordio - tratándo se en su caso de un profesor de literatura y
también poeta: «Entiendo que enseñar literatura es otra cosa que exponer la sucesión
histórica y las circunstancias exteriores de las obras literarias: enseñar literatura ha sido
siempre, para mí, buscar en las palabras de un autor la palpitación psíquica que me la
entrega encendida a través de los siglos: el espíritu de su letra» (E. C., II, págs. 418-419).

En la misma línea, por tanto, de la estilística genética de Leo Spitzer, quien


desarrolló su método estilístico precisamente con idéntico objetivo que él llamó etymon
espiritual y particularidad psíquica''. Como sabemos, Spitzer procede asimismo del
idealismo lingüístico y fue amigo de Salinas, compañero en John Hopkins, y filólogo
muy admirado por don Pedro, quien le dedica la hermosa semblanza «Esquicio de Leo
Spitzer» (E. C., III, págs. 415-420).

Para la relación lenguaje-poesía, medular, repito, en la argumentación de este


discurso, allega Salinas una concepción crítica neorromántica que ya analicé en mi
estudio citado en el capítulo anterior. Sin embargo, considero interesante advertir que
es en este discurso donde Salinas se ha mostrado más fiel a los ensayos de T.S.Eliot en
los que expusiera su concepto de tradición. En el único y muy útil artículo dedicado a la
relación de Salinas y Eliot en tomo al concepto de tradición, el de A. Bell16 se pone
énfasis en las muchas diferencias de Salinas con Eliot, sobre todo en la defensa que el
madrileño hace de la tradición popular o analfabeta, frente a la culta, influido claro está
por el lugar que a la tradición popular concedió la escuela de Menéndez Pidal en la
configuración de los romances españoles. Sin embargo, en la cita de Eliot traída en este
discurso para nada lo contradice; es más, expone muy sucinta y claramente la teoría del
norteamericano citando textos, siempre, como suele, sin indicar procedencia concreta,
salvo el autor, del ensayo «Tradition and individual talent»".

Para la historia de la filología española quizá sea interesante extraer algún dato
curioso y significativo presente en las fuentes doctrinales del ensayo de Salinas. Por
ejemplo, el modo como el ginebrino Ferdinand de Saussure es asimilado y citado. Antes
de ello quiero subrayar que un especialista en literatura española, no lingüista, a la
altura de 1944 maneje la obra de Saussure, dato sólo explicable en el rico contexto
intelectual del Centro de Estudios Históricos, muy abierto a la asimilación de las nuevas
corrientes lingüísticas, como Coseriu señaló, sin que ello alterase la fidelidad a su
tradición. Es conocido que fue Amado Alonso, un miembro del Centro, quien tradujo el
Cours de Saussure al español y sólo en los círculos intelectuales próximos a Menéndez
Pidal se cita por aquellos años la obra fundadora de la nueva lingüística europea. Pero
Salinas puede ayudar a algo más que a subrayar esta apertura innovadora: puede
darnos idea de cómo Saussure era leído, por cuanto las ideas que a Salinas interesan del
Cours no son los conceptos clave que lo hacen fundador de la lingüística estructural.
Saussure no viene citado por Salinas en tanto estructuralista, sino en un contexto de
defensa de la relación de lenguaje y comunidad, individuo y medio social, del aspecto
social del lenguaje y, en el proceso de argumentación de Salinas, de una pervivencia y
afirmación por el lenguaje del grupo, de la comunidad hablante. Más adelante, después
de apelar a Vendryes para glosar tal relación añade Salinas: «Ya afirmó De Saussure que
la lengua es una institución. Es una obra social que viene a inscribirse en el espíritu de
cada individuo. Existe en virtud de una especie de contrato. Lenguaje es comunicación,
comunidad...» (E. C., II, pág. 425).

Claro está que para añadir inmediatamente que no conviene extremar esta idea,
aunque sea cierta: «Hay una poderosa corriente de la filología moderna que acentúa tan
exclusivamente lo social del lenguaje que no ve en el hablar otra cosa que un fenómeno
social. Así, en lo que tiene de exclusivo me parece errónea. Pero es errónea por
extensión desmesurada de una verdad: el aspecto social del lenguaje» (ibíd., pág. 425).

Él contexto de estas frases y el conjunto del ensayo muestran que la reserva de


Salinas radica en el olvido que algunos hacen de la auténtica fuente del lenguaje: la
expresión del hablante como hombre, como persona y la medida que su hablar refleja
de su actitud y de la raíz psíquica y cultural que lo origina.

3. En el ensayo «Defensa del lenguaje» hay un tercer aspecto que no podemos


preterir: la actitud de Salinas ante la lengua española, teniendo en cuenta el auditorio
americano y muy particularmente la difícil cuestión de la lengua española en la isla de
Puerto Rico. Contrariamente a Du Bellay con la francesa y con tra lo que cabría esperar
de un acto académico y en el caso de un exiliado que se encuentra con su lengua
materna compartida por el auditorio, no constituye Salinas su discurso como una
«Defensa de la lengua española». Es más, considero que evita consciente y
reflexivamente una fácil caída en el patriotismo superficial. Concibe su discurso como
una «Defensa del lenguaje» y la mayor parte de las ideas que en él vierte habrían
podido justificar un vehículo lingüístico distinto del español. Incluso celebra como
riqueza la posibilidad de que los puertorriqueños se beneficien de un conocimiento de
lengua inglesa, pero eso sí, no del inglés tecnócrata y empobrecido, de una lengua
instrumental para los negocios, sino de una lengua de cultura a la que Salinas se
muestra agradecido. Su actitud, ya lo dije, arranca de la predicación de un humanismo
vital y cultural que se vertebra a través del lenguaje y de la literatura y con el ejemplo
de los humanistas, de Nebrija mismo, llama a concebir la lengua, incluso la extranjera,
como un instrumento enriquecido y enriquecedor. En una palabra, Shakespeare es un
patrimonio común de la Humanidad y puede ser propuesto también como fuente de
nuestra propia vida espiritual. Tal equilibrio, exquisito, evita entrar en la contraposición
inglés versus español, lo que no le impide, claro, denunciar simultáneamente los
frecuentes barbarismos y los peligros que acechan a una actitud poco vigilante hacia la
lengua española (véase E.C., II, págs. 440-442).

Salinas, al actuar así, al evitar que su defensa de la lengua se convierta sin más en
una defensa del español, y al hacerlo, insisto, desde el horizonte humanista del
Renacimiento, creo que colabora mejor aún en una nueva pedagogía: la cultura
lingüística, que define y modela a individuos y comunidades, no podrá ser realmente
ese vínculo de no inscribirse en su dimensión amplia, de no proponerse primero y
principalmente como auténtica cultura, que no es otra cosa para él el lenguaje.
4.1. UNIDAD DE POESÍA Y CRÍTICA

Y ora frente a los tizones, abandonándose a la divagación; ora frente al bufete,


refrenándola con la pluma, se va despeñando por la sima del silencio, del profundo
silencio que se inmoviliza en el despacho. Es que está conteniendo con sus
representaciones, dejándose asaltar por ellas, para después rechazarlas [...] Todo el Arte,
para el artista que lo es con vocablos, es un pormenor de idioma. ¡Peliagudo pormenor!
Entre los innumerables que propone la humareda, forzoso es elegir uno, que excluirá a
los otros, a todos los otros posibles'.

En el profundo silencio del despacho un artista forcejea con las palabras,


construye su arte como pormenor de idioma. Quizá ningún retrato de artista convenga
mejor que éste para el perfil fundamental de don Jorge. Y es Guillén mismo quien habla.
El artista retratado era esta vez Gustave Flaubert. Y sin embargo parece que Guillén
hablara de sí mismo, de su tarea de elección y selección del vocablo justo, con peliagudo
pormenor. Guillén se mira en el espejo de Flaubert, y seguramente se reco noce en ese
bello homenaje que hace a la pluma del escritor que tuvo la responsabilidad de arrancar
al instrumento de la palabra la exactitud querida, el tono deseado y necesario a la
inspiración, por momentos congoja y finalmente felicidad del estilo.

Ef primer rasgo que advierte el lector de la obra crítica de Jorge Guillén es su


profunda capacidad reflexiva. Su crítica, al tiempo que se proyecta sobre la obra de
muchos escritores, poetas y prosistas de la literatura europea, es también un reflejo de
su modo de concebir y realizar la tarea de la creación. En muy pocos poetas que sean a
la vez críticos hay tan grande coherencia y proximidad entre las dos actividades.

Sin duda alguna la posibilidad de establecer vías de comunicación entre la


actividad crítica de un poeta y su propia poesía se da siempre. Lo recordaba el gran
lírico Gil de Biedma, citando unas palabras del crítico poeta Auden cuando advertía que
los poetas metidos a críticos acababan por hablar en secreto de ellos mismos y de su
propia concepción de la poesía, cuando no de la obra que estaban haciendo'. Y si he
elegido a Auden entre los muchos escritores que se han referido a esta comunicación
entre crítica y poesía es porque cabe situarlo al final de una tradición extensa y rica en
las letras angloamericanas, donde se sitúan también T.S.Eliot o E.Pound, por no
retrotraernos a la gran comunicación que entre poesía y crítica se estableció en la
tradición romántica con nombres como Coleridge, Wordsworth, entre los ingleses, y la
casi totalidad de los críticos poetas del Romanticismo alemán. El Romanticismo acentúa
el fenómeno, y la coincidencia posterior, a partir de este siglo, de poetas que han sido
profesores universitarios, bien de profesión, bien circunstancialmente. En la llamada
Generación del 27 Guillén, Salinas, Dámaso Alonso y Gerardo Diego tuvieron la crítica
como actividad ligada a su propia profesión; circunstancialmente se unieron a ella
otros, como fue el caso de Luis Cernuda.

Pero no todos los poetas por serlo tienen igual fortuna en la formulación explícita
de su poética cuando hacen crítica literaria. Porque no todos gozan obviamente de igual
talante reflexivo. Convendría distinguir muy claramente, cuando se trata de hablar de la
crítica literaria de un poeta, dos cuestiones que a menudo se mezclan, pero pertenecen a
dos órdenes diferentes. Por un lado está la cuestión de la poética implícita de todo poe
ta. Dejemos que sea Jorge Guillén quien diga palmariamente, hablando de San Juan de
la Cruz: «A la poesía de un gran poeta corresponde siempre una poética más o menos
organizada y formulada, un punto de vista general sobre la obra ya hecha o por
hacer»3, juicio semejante al formulado por su compañero generacional J.Bergamín,
cuando hizo unas de las primeras críticas aparecidas sobre Cántico y que tituló «La
poética de Jorge Guillén». Aseguraba allí Bergamín: «toda poesía determinada implica
una poética determinante que, a su vez, explica esta poesía. Sin choque con su propia
conciencia crítica, la obra poética no existe»4. Ese orden de la poética implícita en la
obra creativa no será atendido aquí. Sin duda alguna se puede construir una poética de
Cántico, de Clamor (¿coincidirían?), pero excede mis posibilidades y propósitos
actuales.

El otro orden es la poética explícita y aquella que cabe deducir en sus escritos de
crítica literaria, que será el objeto de nuestra atención. Pero ocurre, y ése es el primer
rasgo definitorio del Guillén crítico, que resulta casi imposible no referirse a la poética
del poeta, porque ambos órdenes se unen en su caso con una frecuencia e intensidad
notabilísimas. La crítica literaria de Guillén está informada por una poética que coincide
en sus líneas maestras, y cuando se trata de concepción de la actividad creativa en todas
ellas, con la deducible de su propia obra de poeta. Esta unidad fundamental de
propósito y concepción que vincula la crítica y la poesía de Guillén es hija de una
determinación muy consciente, de una pertinaz afirmación de principios que, como ha
analizado F.Lázaro Carreter, Guillén tenía conseguidos ya en los años 20 y que fue
profundizando a lo largo de su vida con una resolución y lucidez superior a cualquier
otro poeta de su tiempo. Afirma Lázaro Carreter que Guillén esperó a publicar:

hasta que perfila una poética diferenciada, de tal modo que sus impulsos
artísticos queden perfectamente encuadrados en un claro sistema estético. Es eso lo que
distingue a Guillén entre la mayor parte de los líricos de su momento; la perfecta lu
cidez en la determinación de qué hacer y cómo hacerlo. Y su firmeza en no cambiar de
resolución durante gran parte de su vida, en fortalecerla sin variarla'.
Ello convierte a Guillén en «el lírico contemporáneo de ideal más definido y
constante»6.

Llamo la atención sobre el hecho, muy bien seguido por K. M.Sibbald, de que
Guillén publicara en la primera mitad de los años 20 mucha más crítica que poesía y
que sus muchas colaboraciones periodísticas, recogidas en Hacia «Cántico», revelan ya
al poeta «que va moldeando su propio lugar en la poesía moderna»'. La coherencia es,
por tanto, doble: la que se da entre la poesía y la crítica del gran poeta, pero también la
que se da entre el crítico joven y el poeta posterior, coherencia y continuidad que
convierten su crítica literaria en la historia de una afirmación, en la intensificación de un
sistema estético conseguido en sus líneas fundamentales en la estancia parisina de los
años 20 y que fraguó en su primer Cántico (1928). Para conseguir esa madura
coherencia Guillén espera a publicar. Y es tan consciente de ello que, cuando en 1921
hace una reseña de los primeros versos de Valéry, titula la reseña «Una jugada
emocionante» y la finaliza así: «Firme, seguro, sosegado, ha sabido esperar la hora de la
poesía sin juventud. Espera muy difícil. Multitud de riesgos la erizan. Sumo riesgo:
carecer de obra. ¿No es casi milagroso salvar tantos peligros? Paul Valéry se ha jugado
la juventud a ese "casi" y ha ganado. Jugada emocionante»8.

No cabe duda de que Guillén está en ese momento apostando en la misma


jugada. Y de que esa emoción es la suya, la emoción del riesgo a esperar, a madurar la
obra. Habla de Valéry y lo descubrimos a él. También en el contenido de lo que afirma.
A esa misma reseña pertenecen estas palabras de Guillén: «Hay una poesía que es todo
sapiencia y rigor consciente. Hay una disciplina de la imaginación. Hay una matemática
de la imagen y el ritmo. Hay, en suma, la medida y el número, que no entorpecen el
fuego, antes lo avivan. Quien considere inconciliables la pasión con el orden ignora el
meollo mismo del arte poética» 9.

A los veintiocho años y en una fugaz reseña periodística encontramos netamente


formulado el principio horaciano que guiará toda su poética durante su larga vida de
creador y que, como subrayó F. Lázaro10, debe mucho a las ideas estéticas de Valéry,
anudadas con las clásicas.

Cuarenta años más tarde de sus glosas críticas a Flaubert o Valéry y esta vez en
su conferencia sobre Góngora, que constituiría una de las conferencias en la cátedra
Charles E. Norton de la Universidad de Harvard, que formaron su libro Lenguaje y
poesía (1961), escribió: «Poesía, por lo tanto, como "lenguaje construido". Si toda
inspiración se resuelve en una construcción, y eso es siempre el arte, lo típico de
Góngora es la abundancia y la sutileza de las conexiones que fijan su frase, su estrofa.
Nunca poeta alguno ha sido más arquitecto. Nadie ha levantado con más implacable
voluntad un edificio de palabras»"

Cuando-leemos estas frases y ya conocemos sus artículos sobre los citados


escritores franceses, o el dedicado a Cara de Plata de Valle-Inclán, reconocemos la
importancia positiva que Guillén otorga en su metalenguaje crítico a vocablos como
«construcción» o «arquitectura», que para nada se encuentran reñidos en su sistema
estético con los de la inspiración o genio, antes al contrario. Guillén prodiga a Góngora
su mejor elogio: el arte es construcción y el poeta cordobés el mayor arquitecto de
palabras. Vincula inmediatamente esta habilidad constructora con el genio. «Genio
verbal por excelencia» llama a Góngora. «Genio» y «construcción», contiguas y
solidarias propiedades del arte poética. La una lleva a la otra. Por ello mismo las
mejores páginas de su ensayo sobre Góngora son las que dedica al minucioso recorrido
por el entramado de sutiles conexiones en el arte estrófico del autor del Polifemo. Tales
conexiones fijan una inteligencia verbal netamente espacial. Para Guillén «Góngora
suscita sin cesar una metáfora de espacio»12. Cualquier lector de la poesía de Guillén
reconoce también en éste, así lo ha hecho la crítica con frecuencia, esa misma cualidad
de visión espacial. «Sobre el espacio de la página - añade Guillén para Góngora - van
desarrollándose de continuo simetrías que requieren una visión simultánea»13

Recordamos nosotros entonces la importancia que Guillén daba a la ordenación


de la página en las ediciones de su Cántico, lo mucho que le importaba la visión del
lector de la página como espacio y límite que favorece la sensación y el conocimiento -
que son uno - del poema. Francisco J.Díaz de Castro ha recordado y convertido en
autoexigencia para su excelente edición14 la atención que don Jorge prestó siempre a la
visión espacial y a las distribuciones simétricas y acordadas de cada poema de su
Cántico.

Sí. El gongorismo de Guillén fue mucho más hondo que una eventual ya tópica
participación en el homenaje sevillano. Tampoco es un gongorismo entregado sólo a la
predicada en los manuales condición de modernidad de las imágenes y metáforas del
poeta cordobés. Afecta a algo mucho más profundo: al reconocimiento en Góngora de
una maestría en el modo de laborar el poema y la estrofa, de un cuidado en la conexión
más insospechada, de una entrega a la composición poética como «meta de perfección»
y como «escrupuloso quehacer». Añade Guillén:

Góngora se propone y nos propone - sin apelar a teoría que, propugnada, le


ruborizase - una meta de perfección, o más estrictamente, la asequible a un escrupuloso
quehacer. «... Don Luis de quien se cuenta que se estaba en remirar un verso muchos
días, imitando a Virgilio» (Andrés Cuesta lo rememora). El poeta ha de seguir su vía de
perfeccionamiento, que no es camino de perfección. No era una modalidad rara entre
sus coetáneos, que solían inscribir sus inspiraciones con la mejor escritura al alcance de
sus recursos. Góngora los supera a todos, maestro exigente como lo fue Velázquez en la
pintura. Recordemos a estos grandes españoles enamorados de «la perfección», de la
obra cuidadosamente trabajada, para corregir ese tópico vulgarismo sobre los dones
geniales, sí, pero sólo espontáneos y desbordados de la personalidad española''.

Guillén aprendía de Góngora mucho antes de 1927. Poco se ha recordado que


años antes de la conmemoración del centenario ya estaba Guillén estudiando a Góngora
para su tesis doctoral que, dedicada al Polifemo, leyó en la Universidad de Madrid el
año 192316 y que comenzaría a preparar con anterioridad. Fue pionero, pues, en la
recuperación crítica del gran poeta, pues los primeros estudios de Dámaso Alonso
datan de 192717. Y no se fijaba únicamente el poeta vallisoletano en las trabadas
arquitecturas de don Luis, también ponderaba el prodigioso mundo de los objetos, las
cosas concretas que Góngora esparce por doquier en sus poemas. Dice Guillén:

Pero el objeto lo domina todo, y a la objetividad del tema, concepción y método


corresponde el más adecuado estilo, de una resplandeciente materialidad suntuosa.
Imágenes y metáforas proceden, sobre todo, del mundo concreto. En la poesía
gongorina habrá siempre muchas más cosas - ideas de cosas - que ideas abstractas [...]
Góngora se apasiona por la hermosura del mundo, o lo describe convertido en
hermosura [...] tan absorbente es el culto a la belleza que no se ve al adorador: ella sola
triunfa. Todo glorifica al objeto. Del sujeto mismo no conocemos sino lo que nos cuente
el objeto glorificado18.

Un mundo absoluto, de cosas, de maravillas concretas, que enseñarían sin duda


al joven Guillén vías de realización de una estética de la glorificación del objeto que
penetra todo su Cántico. Y constituye una de las radicales notas de su estilo. Como lo es
la que marca él mismo para Góngora: la unión de inteligencia y sensorialidad, de lo
abstracto y lo concreto en una contigüidad fundamental:

Mientras tanto es la inteligencia con los sentidos quien tiende una red de
relaciones entre los objetos. Relaciones de carácter muy racional entre los objetos
sensibles: ahí está el quid de la poesía gongorina19.

La «coincideñcia de las cosas» se nos da «bajo palabra»... El sonido inteligible es


descubrimiento a la vez que forma: descubrimiento de mundo a través de forma verbal.
En el lenguaje ve nuestro lírico «la profundidad máxima». Y cuanto más concreto sea,
más profundo Será...20

La lectura del gran ensayo dedicado a Gabriel Miró, a mi juicio la mejor que el
prosista levantino pudo recibir, dice mucho del mundo de Miró, de la sensorialidad de
sus objetos y de las palabras que los evocan y los crean. Pero dice mucho también de la
estética literaria de Guillén, la que afecta a su modo de concebir la creación y en
consecuencia a las líneas básicas de su propio estilo de poeta. Cuando asistimos al
emocionado encuentro del crítico con un mundo de sonidos que se paladean en
palabras de la prosa lírica de Miró, asistimos al mismo tiempo a la crítica hecha por un
poeta, para quien esa forma de revelación luminosa por la palabra de la cualidad
rotunda de las cosas fue aliento constante para su propia poesía. Y de ese emocionado
encuentro arranca Guillén frases de crítico que parecen, son, versos de poeta, como los
que siguen:

Ahí están una campiña a la hora de la siesta, un pájaro, y de pronto, a través de


esa calma el canto del pájaro. ¿Qué más? Un hombre siente y funde entre sus ojos y su
alma campiña, siesta y pájaro. Esa intuición no alcanzaría plenitud sin una palabra:
«Claridad», «Claridad» es algo también realísimo: foco de idea y sugestión. Y todo se
encauza, se ilumina. Esos tres golpes, «Cla-ri-dad», resueltos en un solo resplandor,
«Claridad», enriquecen un instante de cruce: el del espíritu con el mundo -y son forma.

Y la forma, revelación del contenido, es algo más que revelación. La forma


descubre y rehace, crea... La expresión constituye, pues, una conquista espiritual, que en
último término será creación estética. Vida con espíritu más forma dentro de una sola
unidad indivisible: ¿no será eso la poesía?21

Fijémonos ahora nosotros en la palabra de Guillén. Luminosa palabra de crítico,


pero también de poeta. «Y todo se encauza, se ilumina.» Un endecasílabo perfecto,
propio de su verso, en la prosa crítica. E inmediatamente otro: «La forma descubre y
rehace, crea.» La creación como luminoso hacer, quehacer, encauzado. Toda una
estética fragua aquí, pero revela también un lenguaje que hemos conocido antes, que
suena a Cántico. En el vitalismo que recorre en Miró, en su tacto invasor de una
realidad que enaltece, que se siente palpitar y estremecerse, vivir en las palabras del
paisajista que ha sumido la existencia en todos sus grados. Sólo un poeta podría haber
recreado de modo tan bello, y a la vez preciso, el mundo artístico de Miró.

Hacía muchos años que había conseguido Guillén la madurez artística en su


prosa crítico-literaria. Sin salir de su constante admiración a Miró podemos verlo en
unos artículos dedicados al escritor levantino ya en 1931. Escojo un fragmento de uno
de ellos:

Gabriel Miró se define como un conjunto de vocablos concretos. ¡Qué bien se


destacan sus tres dimensiones: audibles, visibles y tangibles! Vocablos de aristas,
anchuras y profundidades modeladas en terrón compactísimo. El terrón se esponja, sin
embargo, como tierra bien sembrada, resonante de feracidad. Refinamiento no significa
aquí molicie estéril. Todo es fecundo en este universo de palabras: todas nos dan su flor
y su fruto. No está compuesta la frase de volúmenes inmóviles. De volúmenes, sí; ¡qué
precisión, qué claridad cuajada! Pero merced a su virtud irradiante, los volúmenes
penetran en esa zona que los geógrafos llaman atmósfera, y los psicólogos, alma. Lo
espiritual brota como un esplendor de lo sensible...

Ésta es otra de las condiciones de la crítica guilleniana. Sobresale por su excelente


prosa, que reúne al mismo tiempo precisión y belleza. La segunda no oculta la primera,
ni la distrae. Es Guillén parco en el desarrollo de los párrafos, escueto en las
afirmaciones, pero su economía no se aplica a la profunda vivificación de los textos a los
que se glosa y explica con calidades prosísticas de un gran escritor. Vierte en su prosa
crítica excelentes calidades de dominio verbal. Y sólo en el registro excelso que le
motiva Miró. Otras veces su vena discurre por la ironía inteligente o la viñeta sarcástica.
Varios son los registros que Guillén domina cuando se trata de su obra crítica.
Atendamos a los principales.

Ya en su primer ensayo El hombre y la obra nos beneficiamos de una


personalidad y estilo crítico que van más allá de los usos habituales del género. Allí es
por momentos visible su carácter juvenil y también el contenido y límites de lo que es:
una tesina, trabajo académico, si bien donde Guillén despliega ya gran capacidad de
lector informado e instinto para saber elucidar dónde se encuentra el fondo
fundamental de cada problema. Volveremos luego sobre las ideas ahí desplegadas. En
lo que nos afecta ahora, la calidad de su estilo crítico, que revela cualidades del escritor
que ya era, retengamos un ejemplo. Se está oponiendo al biografismo y ha expuesto en
el Capítulo VI del trabajo lo que ha sido el triunfo del tópico en el siglo xlx, el siglo
donde triunfó la crítica como biografía y la comunicación constante de literatura y vida
del autor. El capítulo finaliza con la coda «Bouvard et Pécuchet, biógrafos» donde
Guillén coge un fragmento de la novela inconclusa de Flaubert y hace la sátira del
biografismo crítico, a partir de una viñeta en que ha recreado a los personajes de
Flaubert, como historiadores de la Literatura.

Esa ironía inteligente, rara en los moldes de una tesina, será la que gobierne
buena parte del estilo de los artículos de prensa que configuran las series «Desde París»
y «Correo Literario» recogidas en Hacia «Cántico». Es natural que la grandeza de
Cántico haga que todo lo escrito por Guillén se mire hacia esa cima o desde esa cima.
También la coherencia de su quehacer lo favorece y la constancia de sus ideas que
perviven en sus diferentes épocas, intensificándose. Sin embargo, considero injusto no
valorar por sí mismos y desde su propio valor estos artículos de los años 20,
singularmente los escritos desde París. Por su perfecta y cuidada construcción, a veces
en forma de diálogo socrático, otras en forma monologal, están cuidando un estilo de
exposición en el que una idea es contrastada con sus contrarias en una ágil dialéctica
que en los primeros artículos ve la presencia repetida de dos personajes: Alec y el señor
Manrique, juvenil uno y maduro y reflexivo el otro. Otras veces repite el personaje don
Esteban. Hay en esos cuadros verdaderas viñetas satíricas de costumbres, arrebatadas a
la actualidad del momento por un suceso que se comenta entre los personajes, pero
siempre con un hábito de trascendencia y con cuidado estilo.

Destilan casi siempre ef registro irónico de una sutil y madura inteligencia,


cuando no muestran una viveza en los tipos y aun en el lenguaje directo reproducido
con talento. Son, por tanto, al margen de las ideas crítico-literarias, auténticas piezas de
interés literario, por sí mismas, como construcción de un estilo periodístico. Por
supuesto que muchos de ellos, como el que cité dedicado a Flaubert, nos informan
mucho de la estética del autor de Cántico, claro está que los más pueden referir al autor
de Clamor, pero insisto en el valor que tienen, en su género periodístico y por sí mismos
considerados, por la viveza e interés de los temas tratados, por la sabiduría en la
dosificación de la idea, por la agilidad de su estructura de viñeta o estampa, por la sutil
ironía que despliegan, por la valentía de su sátira (como el dedicado al Embajador de
España en París). Hay mucho más que crítica literaria en estos artículos: hay literatura
bien hecha en el género del artículo periodístico. Buena literatura que merecería un
estudio aparte y una atención que me es imposible en este momento. Muestran además
una faceta de Guillén, la del moralista y el satírico preocupado por los temas sociales de
la civilización contemporánea que era desconocida hasta Clamor y que, sin embargo,
fue preocupación muy temprana, que se acentuaría con los años. El mismo don Jorge lo
manifiesta en una carta a su gran amigo Pedro Salinas cuando observa la paralela
acentuación en éste de la veta de moralista y escribe, anotando que él va por igual
camino:

El prefacio muestra lo que para mí es cada día más evidente: que has llegado
(¿acaso yo también vaya por ahí?) a la época del moralista satírico. Se te ve (sic) en el
verso, y en la prosa de los ensayos y las comedias. Tienes que escribir tus Sueños, tu
Hora de todos, tienes que desarrollar cada día más profundamente ese sentido irónico,
sarcástico, cómico (tragicómico) del Bien y del Mal -y sobre todo del Error - o más
concretamente de la Tontería Humana`.

En el hermoso y rico diálogo epistolar de los dos amigos poetas, ofrecen ambos
testimonios de idéntica preocupación social, que les hace comentar los horrores de la
guerra, los mil problemas surgidos por una civilización que no se encuentra a sí misma
y que se depaupera. Es emblemática, y buen ejemplo de otras muchas, la carta núm.
177, extensa reflexión de Guillén sobre el hombre de su tiempo y la civilización
norteamericana que les rodea23.

-Hay continuidad en esta veta, más irónica en los años 20, mucho más teñida de
honda reflexión moral en las cartas al amigo fiel. Aunque sin olvidar aquellos muchos
momentos del epistolario en que la vena mordaz y sarcástica se vierte contundente
sobre algunos colegas miopes del hispanismo o frente a la mediocridad de una
atmósfera falsa. No sabían los Peers o las profesoras del Departamento entregadas a
rutinarias reuniones que eran observados por mirada tan inteligente. Los artículos
escritos desde París están llenos de esa veta sarcástica que aborrece sobre cualquier cosa
la vulgaridad y superficialidad de lo consabido y aceptado sin más compromiso.
Ofrezco tan sólo un ejemplo, de 1924: se ha publicado en París una edición traducida
del Oráculo Manual de Gracián. Lo celebra Guillén. Pero advierte de inmediato que
Gracián viene envuelto en una no deseable atmósfera de «hombre a la moda». París
hace una lectura de salón de un Gracián mucho más hondo que la imagen grácil y
descomprometida que de él da el editor. Y anota Guillén esta reflexión, que selecciono
entre otras:

Siempre habíamos sospechado que para algunos temperamentos lánguidos, más


o menos guatemaltecos, el secreto de la exquisitez se reducía a, en el trance de afrontar
las cosas, saber eludirlas. De espaldas al universo, interpretarle según las gracias de una
bailarina: es una filosofía acaso endeble, que se puede quebrar como filosofía: pero no
arruina. No arruina, antes sostiene la crónica de París, por ello mismo tan flexible, tan
ondulante24.

El registro irónico alterna con otro a lo largo de sus escritos de crítica literaria: la
del creador que vive los textos y como escritor que es sabe diagnosticar de inmediato
dónde se encuentra su novedad o su aportación fundamental. Un ejemplo, espigado
entre muchos, de esta sensibilidad: su saludo a la renovación radical que Valle-Inclán ha
impuesto a la lengua literaria. Entusiasta, comenta en 1924 Cara de Plata. Pero hay
mucho más que entusiasmo. Hay la sagacidad de adelantar juicios y valores que la
historia de la recepción de los textos confirmaría luego. Por ejemplo, que Benavente
estaba ya del lado conservador en cuanto a estética literaria, que Azorín estaba
perdiendo a los lectores jóvenes, que éstos estaban con Valle-Inclán, autor dramático y
prosista que llevaba la lengua literaria al futuro renovado.

Ótro rasgo puede pulsarse en este mismo artículo: la calidad de escritor le hace
arrancar a su prosa crítico-literaria certeros perfiles en el dibujo de un estilo, hechos con
frase de creador. Como cuando da cima de este modo a un párrafo sobre Valle: «E irán
desfilando hidalgos y pordioseros, feriantes y chalanes, sacristanes y jaques, y todas las
cuentas negras del rosario gallego de Valle-Inclán»25.

Esa misma calidad de escritor que ve el desfile de personajes como las cuentas de
un negro rosario gallego se cubre de distinta tonalidad cuando se trata de glosar la
emocionante renuncia de don Quijote y su aceptación final de Alonso Quijano a ser él
mismo. En efecto, el ensayo de 1952 que nació como conferencia titulado «Vida y
muerte de Alonso Quijano» es fundamental para pulsar esa excelente tonalidad de
crítico-escritor, ésta es, en la madurez de su actividad y de su vida. Por la sensibilidad
para percibir la importancia de los últimos capítulos del Quijote en el diseño total de la
obra y en su estructura significativa, pero también por pulsar en ellos el gran tema de la
muerte y de la renuncia. Perspicacia y madurez une a Guillén al hondo sentido poético,
que le lleva a páginas magistrales, que captan como pocas el mismo profundo sentido
poético de la muerte de Alonso Quijano-Quijote, en ese momento donde el desenlace es
ya «último acto heroico de quien no puede hacer suya una vida sin heroísmo [...] Se
murió el gran caballero a la altura que le correspondía, en puntual concordancia con su
propio ser»26.

Hasta aquí hemos visto unos apuntes sobre la unidad fundamental del escritor y
el crítico, que tan singular hace su labor crítico-literaria. En lo que sigue intentaremos
situar esa crítica en el contexto de su tiempo: ¿Qué incorpora o asume la crítica literaria
de Guillén? ¿Dónde situarla, en el complejo horizonte intelectual de su tiempo?

4.2. JANO INTELECTUAL: ¿CLASICISMO VERSUS VANGUARDIA?

Cuando, en la conferencia que cierra su serie de las ofrecidas en la cátedra


Norton de la Universidad de Harvard y bajo el título «Lenguaje de poema, una
generación», Jorge Guillén sitúa la estética del grupo de poetas que hemos conocido
como Generación del 27, advierte que éstos, entendemos nosotros que él mismo, no
rompieron radicalmente con la poesía anterior. La ruptura con el pasado, dice, fue
mucho mayor en las generaciones contemporáneas de otros países, que se vieron más
sacudidas por los distintos - ismos. Con todo, Guillén sí advierte un «aire de época»,
que si bien no configura, según él mismo previene, un estilo de grupo, sí supone un
lenguaje bien conectado con la época que les tocó vivir. Reacciona Guillén contra la
etiqueta orteguiana de «Deshumanización», si por ella se entiende un formulismo
hueco, pero sí admite que hubo una reacción antisentimentalista y antirrealista (esa
ruptura con el realismo es precisamente la que detectaba Ortega en su conocido ensayo
de 1925)27.

En realidad la situación del Guillén crítico respecto a la tradición y la vanguardia


muestra un perfil bifronte. Bien convendrían a él las palabras que dedica a la música de
Stravinsky, cuando celebra en el gran músico su profunda asimilación de la tradición
clásica, latente en sus pentagramas. La consagración de la primavera muestra bajo sus
heterodoxias un linaje clásico perfectamente acordado, es el lujo de una
archicivilización cultural, con el nervio moderno y la búsqueda de un lenguaje nuevo28.

Pero, al igual que Stravinsky, haber asimilado la gran tradición clásica no


equivale a continuidad sin fisuras. Guillén no deja de sentirse nunca hijo de su tiempo,
en lo que este sentimiento tenga de saludo a la renovación estética y a la
responsabilidad de ensayar nuevos caminos respecto a los trillados en el siglo xix. Si
hay algo que caracteriza su perfil intelectual es la lucha contra las distintas
manifestaciones sentimentalistas y biografistas que la tradición del realismo había
acentuado del arranque romántico. Una lucha constante con lo consabido y con lo
manido y trillado que le lleva a saludar con alborozo las inequívocas manifestaciones de
modernidad que se daban en el París de los años 20. En Hacia «Cántico» encontramos
artículos y reseñas que le llevan a ponderar ímpetus de modernidad en todas las
manifestaciones culturales, sea la teoría de la relatividad de Einstein, sea la música de
Stravinsky, sea el cine expresionista alemán en El gabinete del Doctor Caligari29... Y en
el mismo ámbito literario es inequívoca su admiración por Mallarmé, Baudelaire o
Apollinaire. Por ello se situó siempre más cerca de Vallé-Inclán que de Unamuno.

Pero al mismo tiempo, de ahí el carácter bifronte, de verdadero Jano intelectual,


cuánto admira y celebra a Proust, a Flaubert, a Moliére. Hay un artículo muy
significativo para calibrar ese carácter bifronte: el que lleva por título «Museo de
Novedades» (1921). Está dedicado a comentar la presencia en el Louvre del cuadro de
Manet El pífano, cuadro que fue rechazado en la Exposición de 1863, circunstancia que
lleva a Guillén a una de sus ideas más queridas: cómo el arte y la democracia son
términos que se repelen con frecuencia y escribe:

Mas ¿no convendría que el clásico, para llegar a serlo de veras en el futuro,
comenzase por penetrar con irreverencia en la Exposición? Sí. Para ser un buen clásico
el día de mañana, hay que comenzar en el día de hoy por ser un buen bárbaro.

¡Ay de los que nacen clásicos, como recién nacidos ya barbudos! Sí, sí. Primero,
algarabía en las Exposiciones. Y después, en el museo, santa conversación por los siglos
de los siglos30

Por idéntico motivo llega a celebrar una versión no muy ortodoxa del
Misántropo de Moliére que se sale valientemente de los consabidos tópicos de las
representaciones acartonadas de la Comédie Francaise31. La estética de Guillén se deja
apresar mal por cualquiera de los dos lados, el del clasicismo o el de la modernidad,
considerados en sí mismos y por separado. Si he dicho que es Jano bifronte intelectual
es por esta propiedad de celebrar lo moderno, pero al mismo tiempo denunciar en el
cubis mo un cierto dogmatismo o denigrar contra las gansadas y los arabescos de cierto
arte con estética asimilada a la música negra. F.Lázaro ha podido comentar el gusto
clasicista de Guillén precisamente a propósito de la ridiculización moral y estética que
hace en sus artículos «Negritos» y «Más Negritos» a ciertos gestos de la actual
vanguardia resueltos a la postre en «chocarrería bufa de guiñol» 32. Por extremosidad
de éste abjura del surrealismo con entusiasmo. No necesitamos insistir en el gran
modelo de Flaubert, en la entrega a una composición medida y ajustada, a un
pentagrama severo y autoexigente. Pero simultáneamente celebra a Apollinaire.
Veamos el siguiente texto de 1924, donde tal carácter bifronte es palmario:

La influencia de la vida y la obra de Apollinaire en todo el arte parisiense de


vanguardia ha sido y es aún enorme. El cubismo y su dogmatismo; el «picasismo» y sus
travesuras; la afición al arte negro; el humorismo en la calle, en la prosa, en el verso, con
un particular desenfado que va de la trascendental ironía a la lacre «gansada» - ningún
término más propio que éste-; la disolución romántica de la poesía en los últimos más
allá del verso libre; un apetito furioso de vida y de realidad, y por lo tanto, un
romanticismo y un realismo exasperados - que junto a la exasperación del arte por el
arte conducen a una vitalidad cruda, robusta y jocundísima, confiada, en paradójico
mensaje, al arabesco-: todo eso que ha sido y es aún el Montparnasse bohemio de antes
y de después de la guerra procede muy principalmente de Guillaume Apollinaire,
vitalidad extrema y extremo arabesco33

El conjunto del retrato de Apollinaire es positivo; se ve en Guillén un lector que


sabe extraer lección de lo novedoso y vanguardista, pero es visible en estas líneas un
desapego respecto a los extremosos juegos, que, por cierto, relaciona Guillén no con lo
moderno; los ve como brote final de un romanticismo y realismo vitalista exasperado;
esto es: fuera de su tópica consideración de novedad, Guillén advierte en el fondo una
estética sentimentalista y realista, de la que siempre abjuró.

Este equilibrio que le lleva a denigrar las representaciones de un clasicismo


consabido en la Comédie Francaise o a pulsar el fondo conservadurista de muchos -
ismos a la moda muestra una imagen de intelectual, bifronte respecto a la cuestión del
eterno debate clasicismo versus vanguardia. Podríamos encontrar muchos testimonios
de clasicismo, podríamos recoger igualmente muchos textos de admiración por autores
vanguardistas, Mallarmé a la cabeza. Ninguno de los lados dibujaría un perfil
intelectual completo de la estética de Guillén.

Pero no tenemos por qué renunciar a la búsqueda de un fondo unitario. No es


Guillén autor que vaya unas veces por un sitio y otras por el contrario. No. Hay una
poderosa razón y sistema estéticos que pueden explicar ese carácter bifronte como
deducido por un pensamiento unitario y en absoluto contradictorio. Esa razón es que ni
el clasicismo ni el abrazo a la modernidad lo da Guillén sin reservas reflexivas. A
menudo prefiere la actualización inteligente aunque poco ortodoxa de un clásico que su
simple repetición monocorde o aburrida. Y es que Guillén no confunde nunca lo clásico
con lo ortodoxo, ni lo perenne con lo estático. El clasicismo estético de Guillén es
complejo, por ello. Parece querer ir a la esencia final de lo clásico, a lo que le es
fundamental: un sentido de verdad y de rigor, de exigencia que nada tiene que ver con
los derroteros falsos de lo consabido y trillado. Lo consabido, lo trillado, el tópico fácil
no es el clasicismo.

Del mismo modo prefiere saludar la modernidad, pero denunciar el gesto


gratuito o el alarde malabarista. No le satisfacen los - ismos no por lo que tienen de
novedoso, sino por lo contrario, por lo que tienen de «escuela», de forzado esquema
repetido, de nueva ortodoxia para un gusto generalizado y, por tanto, nada
revolucionario en el fondo. Ese elitismo intelectual que le lleva a huir de lo consabido es
quizá el perfil que mejor conviene a su estética y el que le da carácter unitario, pues se
aplica igual contra lo clásico conservador y contra lo moderno acrítico.

En efecto, hay un rasgo notabilísimo de su crítica literaria: el sentido de la


distancia. Un equilibrio que muestra un desapego fundamental, nada visceral, ni en
positivo ni en negativo. Podríamos verlo en muchos textos aplicados a la vanguardia.
Reconoce el nervio febril del arabesco vanguardista como algo valioso y necesario, pero
tampoco le otorga un aplauso entusiasta y acrítico. Al tiempo que puede hablar del
dogmatismo cubista, se muestra admirador del genio de Picasso, al tiempo que califica
de gansada el verso experimental, celebra a Apollinaire. No veamos en esto paradojas.
Responde a un sistema estético perso nal de buen gusto clasicista, abierto sin embargo
al genio allá donde éste se manifieste. No asimila clasicismo con norma rígida o
conservadurismo cómodo, como tampoco la modernidad con la negación de los
clásicos. Bien lo ve en Stravinsky o en las interpretaciones novedosas de Wanda
Landowska. Ello da a su crítica literaria un sesgo bifronte, el balanceo típico de un
intelectual que acoge la realidad con sus ojos y sus gustos - no podría ser de otro modo -
pero que pone mucho cuidado en no elevar a categoría, ni a forma rígida, ni lo que más
le gusta afirmar ni lo que se esfuerza en negar. Si hubiese en Guillén tal elevación a
categoría universal del personal histórico podríamos hablar de un Guillén
contradictorio. Pero esa elevación no se da. No se contradice porque en él predomina un
relativismo individualista, profundamente liberal, que le hace huir de los dogmas,
escuelas, lugares comunes y esquemas fijos allá donde se encuentren: en la tradición o
en la modernidad. Por ello Guillén abraza no «la Vanguardia», sino manifestaciones
vanguardistas particulares, dotadas de genio. Por ello alaba en la tradición literaria a
quien se sale del gusto tradicional cuando éste vierte imágenes o tópicos consabidos.

Un lugar fundamental de ese relativismo individualista en su crítica literaria es el


sentido de élite intelectual con dimensión europeísta y universalizadora. Hay una
constante en la crítica literaria de Guillén: su renuncia a cualquier manifestación del
nacionalismo casticista, del que aborrece. Es bien sabido que toda la Generación del 27
se benefició del magisterio de Ortega y Gasset. Ha sido ya analizado cómo el ímpetu de
renovación regeneracionista que aportó Ortega a la cultura española puede pulsarse en
lugares concretos de los autores del 2734. Fue muy grande esa influencia en el terreno
estético y crítico-literario, sobre todo en los autores mayores, más cercanos en edad y
por su profesión y circunstancias vitales a los proyectos de Ortega, lo que es muy visible
en ciertos motivos concretos de la personali dad intelectual de Pedro Salinas, tan
cercano a Guillén en gustos y en actitudes, según se hace patente en el epistolario entre
ambos. A propósito de Salinas pude ya extenderme en el contexto intelectual que
entiendo común a ambos y que no voy a repetir aquí. Esa minoría cualificada de
intelectuales de la República que Guillén y Salinas representan aborrecía al mismo
tiempo el sentimentalismo romántico y el realismo en que desembocó, como las
manifestaciones menos universalistas de los escritores del 98. En Guillén se acentúa esa
lucha contra un localismo casticista. Su clasicismo lo entiende como enemigo de lo local
y de lo particular hispánico. Celebra en Valle-Inclán que no haya caído en el tópico
nacionalista en que caen otros autores del 98, deplora el uso literario constante del
«problema de España»:

Elogiando así a Valle-Inclán - dice Guillén en un artículocarta al profesor


Cardona - reaccionaba contra los del 98, o sea, contra la concepción romántica de
España: país anómalo - genialmente anómalo - al margen de la historia europea, es
decir, contra «aquel temible nacionalismo a contrapelo». De ahí el problema - en
abstracto - de España.

Ese destino así problemático daba al español una especie de irrealidad vaga
irresoluta. Hamlet al borde de la historia. «Basta, basta. Necesito ser tan real como un
europeo cualquiera.» Yo personalmente no me sentía fuera de aquel Viejo Mundo. En la
estación de Valladolid contemplaba, niño, aquellos vagones de los Grands Express
Européens. Y se me iban los ojos en pos de aquel tren que me llevaría a Europa con toda
naturalidad35.

En una carta de 1948 a su amigo Salinas vuelve a referirse al «problema de


España» como «más musarañas, más telarañas, más cochambre romántica, más
postrimerías, más frustración... Y al final nada entre dos angustias»36
Es muy importante contemplar juntos estos dos fenómenos: el de un intelectual
universalista, europeo, que muy pronto se educa en Suiza, abraza entusiasmado el París
de los años 20, es profesor en Inglaterra, etc., y al mismo tiempo manifiesta un sentido
de profundo individualismo liberal que le lleva a com batir los tópicos consabidos, la
inercia, los viejos moldes. Toda su crítica literaria viene informada por este talante
renovador, pero no en el gesto o en el fácil arabesco técnico: renovador de la cultura y
de la propia situación de una España centrífuga que mirando sobre sí misma cierra
muchas veces los ojos y la inteligencia al arte y a los problemas del momento. Si Guillén
aborrece tantas veces de la masa, de las proclamas de un arte democrático37, es por esa
misma exigencia universalista, universal del arte que le lleva a idéntica lucha contra los
tópicos sociales y culturales; otra vez, contra lo consabido.

4.3. ANTIRROMANTICISMO Y ANTIPOSITIVISMO. INFLUENCIAS

Al trazar arriba las que he entendido líneas básicas del perfil intelectual que
dibuja la crítica literaria de Guillén, nos hemos encontrado repetidas veces con su crítica
al Romanticismo, casi siempre vinculada a otros dos conceptos: el de realismo
documental y el de sentimentalismo. Conviene recorrer el antirromanticismo de
Guillén, pues constituye una posición neta de renovación en el proceso histórico de las
corrientes literarias, de la que Guillén fue consciente.

Y desde muy temprano. La tesina depositada en la Biblioteca del Seminario de la


Sorbona es una monografía tendente a criticar la orientación biografista de la crítica
posromántica y la pirámide de datos documentales del Positivismo que impedían ver la
obra del autor aunque dijeran mucho sobre las circunstancias externas de éste. En un
contexto epistemológico con gran influencia de Croce, la crítica de Guillén al
biografismo de la tradición romántica y positivista le lleva a afirmaciones radicales en
su juvenil rechazo del tipo «Ningún dato biográfico ha ayudado nunca a la mejor
comprensión de una obra»38. Este radicalismo sólo es explicable en un contexto en que
interesaba a Guillén, y es la estructura argumentativa de todo el trabajo, contrapesar los
excesos de la imagen de héroe-escritor como protagonista de una historia en la cual lo
mucho dedicado al héroeautor empalidecía o dejaba fuera lo muy poco dedicado al
análisis de la obra misma:

Y muchas veces, luego que tanta curiosa noticia se ha reunido en torno al texto
literario, no se llega a penetrar directamente en éste [...] Y después de que se ha
reconstruido sólida y minuciosamente la época y vida del poeta, el crítico da fin a su
labor sin decir nada de la propia lírica. La narración biográfica es generalmente el
subterfugio del que se vale el crítico para comentar un texto cuando es incapaz de
interrogarle directamente [...] Todo crítico que empieza desplegando una gran batería
de datos y documentos biográficos anuncia casi siempre una suma pobreza ideológica
31.

Por los mismos años uno de los fundadores de la renovación de la poética


moderna, el formalista ruso Roman Jakobson, había de saldar con parecidos
diagnósticos ese documentalismo de la crítica positivista, denunciando que los estudios
literarios con todo lo que tenían de documentos psicológicos o sociológicos se habían
convertido en una «tierra de nadie», por ser tierra de todos, y lo que era la obra en sí
(sintagma que todos deben a la poética de Valéry) quedaba postergada4o

Guillén sabe que ha sido la tradición romántica la que ha quebrado el orden de


prioridades y la responsable última del documentalismo, precisamente por la tendencia
a expresar en términos de realismo documental, de vida y no de representación, el
contenido de las obras literarias. Dedica todo el trabajo El hombre y la obra a un
recorrido por la vertiente historicista posrromántica.

Hay que subrayar, empero, que en los medios académicos españoles y también
franceses a los que va dirigido este trabajo, tal posicionamiento, a la altura de 1919, no
era marchar a favor de la corriente, pues predominaban los críticos positivistas del dato
y la concepción de la obra como documento. Subrayo este hecho porque en la misma
obra se refiere ya Guillén a Coleridge, siguiendo una argumentación de Baldensperger,
según muestra muy bien K.M.Sibbald. Baldensperger, al que otro Guillén, Claudio, ha
llamado uno de los fundadores de la «hora francesa de la Literatura Comparada»41. El
joven Guillén apostaba, pues, por la modernidad antirromántica y antipositivista. Y no
lo hacía por moda juvenil o por ímpetu iconoclasta. Afirmó entonces una constante que
conviene tener en cuenta y que será ya uno de los pilares de su ideología crítica: el
fenómeno de la obra como lenguaje, y una cierta autonomía de éste respecto a su
creador, precisamente porque el creador, las más de las veces, así lo ha querido.

Llamo la atención sobre las muchas veces en que Guillén a lo largo de su obra
crítica ha hablado del «disfraz del autor». Ya en este primer trabajo habla del «disfraz
retórico», se refiere a Coleridge, consciente de que esa «distancia irónica» - aloofness-,
«ruptura de contacto, reserva distanciada» es frecuente en los escritores42, que a veces
construyen su obra con el propósito de «cambiar o disfrazar el yo real auténtico en un
retrato conscientemente ficticio»43. Vuelve a recordarlo, a propósito de la ocultación
que Góngora hace de su yo, en el ensayo incluido en Lenguaje y poesía, y en ese mismo
libro advierte contra la genetic fallacy en la interpretación de San Juan de la Cruz44.
Geneticfallacy, como se sabe, era un sintagma introducido en la crítica literaria
norteamericana por los representantes del New Criticism para criticar los excesos de las
interpretaciones documentalistas de la crítica positivista y está muy en consonancia con
la tradición crítica de la «retórica de la ironía» que autores como Eliot, Empson, Brooks
y otros muchos críticos norteamericanos comprometidos con una renovación del
método crítico-literario quisieron revindicar.

Guillén censura sobre todo el documentalismo contenidista que llevaba a


interpretar las obras como documentos que referían a la vida del autor, o creer que un
poema es una carta que se escribe al público. Afirma «Distingamos, distingamos: de un
lado la Obra - con Mayúscula - y fuera del Arte, extramuros de la Obra, los documentos
personales [...] Precisamente el Romanticismo consiste en embrollarlo todo y considerar
como literatura lo que es aún sólo vida [...] Es tal la confusión traída al espíritu por un
siglo de Romanticismo, que ya resulta difícil y pedante querer distinguir términos tan
claramente opuestos»45. De ahí la crítica a ese sentimentalismo contenidista y
«entrañable» de Vasos de arcilla de Villaespesa. Interesan a Guillén los vasos, los versos
de un poeta y no si éste vierte o no sus entrañas en ellos46

Participa, pues, Guillén de un impulso de renovación de los estudios literarios


que, con distintos acentos, estaban reivindicando por esas fechas los formalistas rusos o
el New Criticism americano. Ese impulso le llevará a afirmaciones como las siguientes:

La poesía no requiere ningún especial lenguaje poético. Ninguna palabra está de


antemano excluida; cualquier giro puede configurar la frase. Todo depende, en
resumen, del contexto. Sólo importa la situación de cada componente dentro del
conjunto y este valor funcional es el decisivo [...] Bastaría el uso poético, porque sólo es
poético el uso, o sea, la acción efectiva de la palabra dentro del poema: único organismo
real. No hay más que lenguaje de poema: palabras situadas en un conjunto47.

Si de esa cita he subrayado el adjetivo funcional es para que se vea mejor el


paralelo con las teorías de Tinianov sobre el valor del contexto y el uso en la
determinación de la eficacia estética de cualquier elemento48. No quiero con ello hacer
una extrapolación históricamente no acertada, porque será bastante lo que separe a
Guillén del cientificismo formalista. Pero las diferencias, que enseguida veremos,
tampoco ocultan semejanzas en el proyecto de una nueva crítica y en la consideración
de la obra y sus constituyentes, entendidos como conjunto autónomo e
interdependiente, como principal objeto de la nueva crítica literaria, frente al
Romanticismo y al Positivismo.

Es muy evidente que el primer Guillén bebe en Croce su juvenil aliento


antirromántico. Lo hace explícito en la última parte de El hombre y la obra, preñada de
citas del filósofo italiano. Pero muy pronto serán otras las influencias en su lenguaje y
estética crítico-literaria. Fundamentalmente tres: la estética de Paul Valéry, la actividad
crítica de T.S.Eliot y una influencia indirecta de la filosofía fenomenológica. Las
atenderemos brevemente.

Muy poco se refiere a sí mismo Guillén en su ensayo «Lenguaje de poema, una


generación», pero cuando lo hace es para subrayar lo mucho que aprendió del autor de
Cementerio marino: «Valéry - dice - leído y releído con gran devoción por el poeta
castellano, era un modelo de ejemplar altura en el asunto y de ejemplar rigor en el estilo
a la luz de una conciencia poética»49.

A la luz de una conciencia poética. Fue esa conciencia de creador preocupado por
encauzar su inspiración, por domeñar la palabra, fueron las glosas de la propia poética
de Valéry las que influyeron en Guillén. En una de las cartas a Pedro Salinas vuelve a
ponderar las prosas breves de Valéry. Sobre ellas dio en 1946 una conferencia30.
F.Lázaro ha analizado los límites y el sentido de la influencia de Valéry en la poética de
Guillén, lo que nos exime de insistir en este extremo, para lo que remitimos a ese
estudio fundamental''.

La cita anterior tomada de Lenguaje y poesía hacía explícita la influencia de


Valéry. Pues bien, esa cita terminaba con unas palabras de T.S.Eliot. Dice Guillén:

«Crear», término del orgullo, «componer», sobrio término profesional, no


implican fabricación. Valéry fue ante todo un poeta inspirado. Quien lo es tiene siempre
cosas que decir. T.S.Eliot, gran crítico ya en los años 20, lo ha dilucidado más tarde con
su habitual sensatez: «poets have others interests beside poetry - otherwise their poetry
would be very empty: they are poets because their dominant interest has been in
turning their experience and their thought... into poetry». El formalismo hueco o casi
hueco es un monstruo inventado por el lector incompetente o sólo se aplica a escritores
incompetentes.

K.M.Sibbald se ha referido a los paralelismos en las trayectorias académicas de


T.S.Eliot y Jorge Guillén 52, quienes compartían otras muchas características de talante
profesional y estilo crítico. Son varias las veces en que Guillén cita reflexiones de Eliot
sobre la creación literaria en momentos claves de su argumentación. Por ejemplo,
cuando habla de Miró y después de hacer un análisis de lectura atenta y minuciosa de
una descripción del paisaje levantino añade:

Por eso es creación. Lo elucida T.S.Eliot: «When a poem has been made,
something new has happened, something that cannot be wholly explained by anything
that went before. That, 1 believe, is what we mean by creation.» La creación instituye
una totalidad que no estaba en la experiencia, cuyos materiales se transforman,
superados. Entiéndase mejor la frase [de Miró] «Quizá por la palabra se me diese la
plenitud de la contemplación». Contemplación creadora53.

El paralelismo con la crítica de Eliot es muy grande y también el respeto de


Guillén a las formulaciones teóricas del crítico norteamericano. Pero por encima de
detalles concretos predomina en ese paralelo un estilo, un modo de hacer crítica que
conecta con la modernidad, pero que les hace huir a ambos simultáneamente del
formalismo entendido en su versión más cientificista. Guillén se ha empeñado en la
misma empresa que otros, como los formalistas. Pero difiere de ellos en el modo de
plantear su crítica concreta. Son frecuentísimas las observaciones que Guillén hace,
compartiéndolas con Salinas en su epistolario, al formalismo de los críticos
universitarios y a una cierta consagración a ultranza del método de la ciencia llevado a
los estudios literarios. Incluso por este motivo se separa de la crítica de la escuela de
filología que representa Amado Alonso. Cuando recibe el libro Poesía y estilo de Pablo
Neruda, escribe a Salinas ponderando con entusiasmo la suerte que ha tenido el chileno
con tener ese gran crítico, pero lamenta ya que la crítica poética de Amado «no esté
situada en un plano de Literatura general, y que arrastre ese vocabulario y ese aire
científicos, técnicos» 54. Vuelve a ese reproche años más tarde: «A pesar de todo Amado
está más del lado "positivista" de lo que él se figura. En este punto nosotros somos
incorregibles y yo hago mío cuanto me dices sobre la scholarship que anda por ahí. Lo
del método científico en Literatura me horripila desde mi más tierna infan cia. Hasta tal
punto que no empleo jamás la idea o la palabra de "técnica": metáfora de origen
científico cuyo error me denunció Croce hace muchos años»".

Guillén quiere situarse en un punto equidistante del Positivismo y del


cientificismo, que ve hermanos. En un momento de sus primeras críticas, en 1924, tenía
ya don Jorge muy claras las alternativas que se encontraban frente a él para los estudios
literarios:

El punto céntrico, nuestro Menéndez y Pelayo, está vacante. Acércansele, aunque


ya en posición desviada, las escuelas de filología, que cultivan la historia literaria como
una disciplina científica. Comienzan por la lingüística; y tras el estudio del habla,
acometen el de nuestros hablistas. La literatura aparece entonces como lo que realmente
es: como la flor y nata del lenguaje. Todo ello está muy bien. Pero no es todavía la
síntesis superior: el texto «recreado», el texto que vuelve a nacer al ser comprendido.

Más lejos trabajan los investigadores de copiosa labor y dato suelto. Beneméritos,
dignos de aprecio y, en algunos casos, de admiración: ¡acarreadores! Traen los
cartapacios atiborrados; y a nuestra vista van y ¡zas!, los descargan 56.
Filólogos, de los que le separa el afán cientificista de ellos, eruditos que salen
peor parados. Y Guillén concibe, en el centro y como posible, una crítica recreadora del
texto, una crítica que lo ilumine al margen de las notas y que explícitamente relaciona
con la de T.S.Eliot o con la practicada por su amigo Pedro Salinas, con quien se
identifica también en esto. Sobre el debate entre erudición y crítica y sobre la ausencia
de notas de aparato crítico en el libro de Salinas sobre Rubén Darío advierte: «Ese pleito
de las notas es ridículo: ¡Señor! Si ha habido siempre dos modos: el histórico y el crítico.
La Hispanic Review y T.S.Eliot. Acabo de releer tu Rubén Darío... ¡Admirable !»57

Eliot, Salinas, Guillén: un tipo de crítica que es fundamentalmente un estilo que


combina el rigor y la sensibilidad, la de unos poetas críticos que aborrecen la erudición
o el cientificis mo, pero que no escatiman por ello nada necesario a la comprensión del
texto. Apuestan por la renovación, pero huyen del cientificismo del momento.

Además de Valéry y Eliot me he referido a otra influencia en la crítica literaria de


Guillén: la del poso que pudo dejar en él la triunfante escuela de filosofía conocida
como fenomenología. Esta última influencia es más difícil de ponderar porque, a
diferencia de la de Valéry o T.S.Eliot, que Guillén celebra, no se refiere explícitamente a
ella. Pueden facilitarla, sin embargo, algunos datos externos: en primer lugar los
estudios de filosofía que, según dice Sibbald38, fueron primera inquietud del joven
Guillén, antes de decidirse por la carrera académica en literatura. Para un joven del
momento mínimamente interesado en la filosofía, las triunfantes tesis de la
fenomenología podrían no ser desconocidas. Andrés Soria ha hecho ver, por otra parte,
cómo la fenomenología informó buena parte del pensamiento estético y filosófico de la
Revista de Occidente, en la que estos jóvenes se miraban y participaban39. Está todavía
por hacer la historia de la influencia de la Fenomenología en la crítica literaria de
Amado Alonso y de Alfonso Reyes, dos críticos contemporáneos de Guillén que se
mostraron muy sensibles a esa corriente y así lo traducen sus conceptos y orientación
crítico-literaria ó0. Es más, Amado Alonso, quien hace una de las primeras reseñas de
Cántico, relaciona en esa reseña a Guillén y su poesía, que titula de «esencial», con la
apuesta fenomenológica. Aunque añade Alonso que la esencia y unidad intuidas por el
artista serán de otra especie que las alcanzadas por la filosofía y por la ciencia, reconoce
en las apuestas de todos ellos un cierto aire de familia a todas las manifestaciones de la
más alta cultura. En cualquier caso la característica de Guillén como poeta esencial ha
suscitado relaciones con la filosofía, E.Frutos lo refiere a Heideggeró1. La conciencia por
la crítica más autorizada. ¿Se podría hacer una relación semejante con la labor crítico-
literaria? Al menos creo que sí en su primera etapa. Léase lo siguiente de El hombre y la
obra:

El anhelo más fuerte de las nuevas corrientes estéticas ha sido precisamente


señalar con sutil claridad el abismo enorme que separa el objeto real del objeto estético.
[...] El álamo es bello porque el espíritu ha puesto en ese dato sensible - la visión del
álamo - un halo espiritual que le transforma en realidad estética. Esta realidad está pues
constituida por un contenido esencialmente psíquico. Estético es mi modo de ver, mi
visión personal. La belleza reside en el pensamiento que es estético en lo que tiene de
espiritual, no en lo que contienen de real. La cosa «álamo» es mero accidente. El arte
empieza donde el álamo real termina. El álamo estético es una novísima y original
creación, producto de la actividad estética, de la mente del artista y en ningún modo
traslado, copia, imitación de la cosa objetiva [...] los materiales verdaderamente estéticos
se encuentran únicamente en el espíritu del artista, y los materiales objetivos, desde el
punto de vista estrictamente artístico, son solamente accidentalesó2.

Este texto está penetrado de lenguaje e ideas de la fenomenología cuando ha


descrito la actividad estética. Es muy peculiar de esta corriente también su gradación
expositiva. La contraposición objeto real versus objeto estético se ha dado en Husserl y
la recoge Ingarden, la insistencia en la conciencia del artista como punto de partida y
auténtica dimensión de la realidad del objeto estético. Todo eso es programa
fenomenológico, no sabemos si consciente, pero en cualquier caso hay una
impregnación de ideas muy difundidas entre los años 15 y 20 del siglo xx por esa
escuela filosófica, que tanta importancia tuvo en el desarrollo de la nueva Estética y
Lingüística.

4.4. CONCLUSIÓN. POÉTICA DEL POEMA

Los diferentes perfiles hasta ahora analizados, singularmente su dimensión de


poeta-crítico y su esfuerzo antirromántico, desembocan en la más definitoria de sus
ideas: la defensa de una poética del poema. Octavio Paz nos recuerda que «en Prólogo a
la an tología angloamericana de Cántico Guillén define con una frase el propósito que lo
animaba: "Era indispensable identificar, en el grado máximo, poema y poesía"»63. Tal
identificación poesía-poema, que Guillén ha hecho figurar al frente de una antología de
su poesía, es también el arranque de su fundamental libro de crítica literaria, Lenguaje y
poesía, que inicia con estas palabras:

No partamos de «poesía», término indefinible. Digamos «poema» como diríamos


«cuadro», «estatua». Todos ellos poseen una cualidad que comienza por
tranquilizarnos: son objetos, y objetos que están aquí y ahora, ante nuestras manos,
nuestros oídos, nuestros ojos. En realidad todo es espíritu aunque indivisible de su
cuerpo. Y así poema es lenguaje. No nos convencería esta proposición al revés. Si el
valor estético es inherente a todo lenguaje, no siempre el lenguaje se organiza como
poema. ¿Qué hará el artista para convertir palabras de nuestras conversaciones en un
material tan propio y genuino como lo es el hierro o el mármol a su escultor?64

Y continúa Guillén haciendo ver que cada artista hará una cosa diferente con el
lenguaje. Para unos, bien por experiencia mística (San Juan) o por visionarios (Bécquer),
el lenguaje será insuficiente, otros lo tendrán como su mejor amigo y aliado (Góngora,
Miró). Habrá incluso quienes no querrán distanciarlo mucho de la lengua de la
conversación (Berceo). Y añade Guillén: «¿No sería tal vez más justo aspirar a un
"lenguaje de poema", sólo efectivo en el ámbito de un contexto, suma de virtudes
irreductibles a un especial vocabulario?»6'

Guillén también se muestra antirromántico en esto: quiere eludir la vaguedad del


término poesía. Quiere contraponer a esa abstracción la concreción del poema como
lenguaje construido de un modo, no común a todos los poetas, sino particular a cada
construcción y a cada contexto. No hay más poesía que la de los poemas logrados.

En el curso posterior de esta argumentación (su libro Lenguaje y poesía está


construido también como un cañamazo argumentativo muy notable; no es sólo una
serie de conferencias, hay una urdimbre trazada con singular cuidado entre ellas) vuel
ve repetidas veces sobre la idea de una poética del poema, como en el texto siguiente:

La poesía no requiere ningún especial lenguaje poético. Ninguna palabra está de


antemano excluida; cualquier giro puede configurar la frase [...] A priori, fuera de la
página, no puede adscribirse índole poética a un nombre, a un adjetivo, a un gerundio.
Es probable que administración no haya gozado aún de resonancia lírica. Pero mañana
por la mañana podría ser proferido poéticamente, con reverencia, con ternura, con ira,
con desdén. ¡Administración!... Bastaría el uso poético, porque sólo es poético el uso, o
sea, la acción efectiva de la palabra dentro del poema: único organismo real [...] No hay
más lenguaje de poema: palabras situadas en un conjunto [...] Lenguaje poético, no.
Pero sí lenguaje de poema 66.

Lázaro Carreter ha comentado ampliamente, en su ensayo «El poema como


lenguaje»67, esta tesis de Jorge Guillén. Y lo ha hecho subrayando cómo esta tesis se
eleva poderosa en un amplio contexto de discusión de la poética contemporánea,
dedicada en buena parte a elucidar las relaciones entre el lenguaje y la poesía, un
lenguaje poético como entidad o conjunto diferenciable en muchas formas, también
frente a los que sostuvieron la idea de sistema como código necesitado de una especial
competencia... Frente a todos ellos y al lado de novedosas y poco conocidas
intervenciones de Bally, o de Vinogradov, la tesis de Guillén interviene aclarando,
situando la cuestión en una profunda y provechosa veta de renovación de la poética
contemporánea.
Y es en el contexto de esta poética del poema donde cobran unidad los diferentes
análisis críticos de Guillén, pero también su constante reiteración de la construcción del
poema, del quehacer compositivo, de la noble artesanía que es versificar para Berceo, de
la poderosa arquitectura de la creación gongorina, o la palabra creadora de Miró, quien
logra con ella la plenitud de la contemplación. De ahí la importancia que en sus análisis
confiere a la métrica de los poetas, a cómo la emoción o el sentimiento se ordena, se
encauza y solamente es en el lenguaje del poema. Analizando a Manuel Machado llega
a decir «en el inte rior del verso no hay nada, el verso no es un recipiente»68. Esa
profunda unidad del verso, de la palabra, nace de tal poética. En su análisis de San Juan
de la Cruz lo recuerda: «No es necesario insistir en la más obvia condición de la palabra
poética: su unidad de sentido y sonido. El uno no existe sin el otro. Distintos por
abstracción se nos ofrecen como una sola energía, a la vez alma y cuerpo [...] Es ya
popular aquella frase de Mallarmé, "Qn ne fait pas de vers avec idées mais avec des
mots". ¡Exacto! Y cualquier interpretación formalista [...] sería errónea»69.

Basta con leer la poesía de Guillén para advertirlo. Una poderosa convicción
anima su poesía y su poética: que la palabra crea.

En Jorge Guillén su más exigente avidez corresponde a su don supremo: la


palabra. «Quizá por la palabra se me diese la plenitud de la contemplación. Y de la
creación. Y de la existencia. ¡Gloria a la palabra!»70
5.1. ANTOLOGÍA, CANON E HISTORIA LITERARIA

En el panorama actual de estudios de Teoría Literaria y de Literatura Comparada


se ha reflexionado relativamente poco sobre la posición de género discursivo que
conocemos como «Antología»'. Afortunadamente son cada día mayores los caminos que
comunican la Literatura Comparada y la Teoría Literaria con la Historia Literaria, como
disciplinas en otro tiempo incomunicadas, para los más ignorantes enfrentadas, y que
viven hoy, y habrán de vivir en el futuro aún más, la necesaria convergencia de
programas y colaboraciones mutuas. De hecho, en el perfil de la Teoría Literaria de los
últimos años se dibuja con creciente precisión una mirada nueva a los problemas de la
Historia Literaria, no sólo por el concurso de la corriente conocida como «New
Historicism», sino por la importancia que en las teorías de los polisistemas se da a los
conceptos de «código», poli código, normas de un repertorio2 o por citar un concepto
de interés muy crecido: el de canon, que ha pasado a ser un concepto crítico de uso
constante en la moderna teoría3 cuya relación con el género de la Antología es directa y
necesaria. Y sin embargo, el de las Antologías es territorio que la teoría literaria todavía
no ha hollado ni ha sistematizado con la atención necesaria.

El asunto que pretendo abordar ahora es un aspecto de la famosa Antología de la


Poesía Española Contemporánea, tanto de la versión de 1932 como de 1934,
concretamente el referido a las Poéticas o reflexiones sobre la Poesía que la mayor parte
de los poetas incluidos en la Antología hicieron y que, tras sus notas biográficas,
preceden a los poemas seleccionados.

Pero para valorar la de Gerardo Diego e incluso para contextualizar el contenido


concreto de las Poéticas, no estará de más que recuerde dos o tres preliminares
conceptuales básicos sobre la relación entre antología, canon e Historia Literaria. En
primer lugar la interdependencia de los tres conceptos y la universalidad de las
antologías en todas las culturas literarias (y no literarias). Lo recuerda y analiza Claudio
Guillén al decir: «difícil es concebir la existencia de una cultura sin cánones, autoridades
e instrumentos de selección»4. El mismo género de la Historia Literaria es, en rigor, el
trazado de una antología que selecciona de entre todo lo escrito aquello que merece
destacarse, preservarse y enseñarse. El acto de selección de un antólogo no es distinto al
que preside la construcción de una Historia Literaria, sea ésta de autor individual o
colectivo. Hay, por tanto, una universal importancia de las antologías en la
configuración de la Historia de una Literatura. Esa importancia ha sido mucha y ha sido
siempre, por la vía de florilegios, cancioneros, silvas (que así se llamaron muchas veces
lo que luego se generalizó con el nombre de Antología). Es más, en el caso de la poesía
lírica la impronta de las antologías ha sido siempre de mayor calado y resulta hoy tan
abrumadora que los distintos períodos generacionales y el nombre de algunos de estos
períodos, como es el ejemplo de los poetas novísimos, han nacido al calor de una
antología concreta.

Pero junto a esta evidencia de la enorme importancia de la antología en la


Historia Literaria, de la que Claudio Guillén ofrece ejemplos en diferentes literaturas,
me gustaría destacar que el trazado mismo de la antología y de la Historia Literaria
convergen en el acto de selección y de canonización, que intentan situarse en un lugar
del devenir heteróclito de la sucesión de textos y fijarlo, normativizándolo,
reduciéndolo, proyectando en la historia posterior el acto individual y colectivo de un
principio que tiene vocación de perpetuarse como un valor en cierta medida
representativo.

En-segundo lugar quisiera apuntar la idea de la necesaria conjunción entre


antología y pedagogía. Ese intento de fijar, detener y preservar, seleccionando, suele ir
unido a una instrucción. Nunca se genera o se justifica como un capricho. Si toda
antología es un acto, fallido o no, de canonización, es porque en rigor el concepto de
antología y el de canon guardan también una interdependencia notable con otro tercer
elemento: la instrucción, la paideia. Cuando el Platón de La República se plantea, en la
que puede ser una de las primeras formulaciones de «canon», qué debe enseñarse a los
jóvenes y discute la posibilidad de selección de ciertos discursos (logoi) apartando los
verdaderos de los falsos, está vinculando la selección a una pedagogía, a una
instrucción, a una enseñanza. Las muy importantes páginas que E.Curtius dedica a la
formación del canon clásico, medieval y moderno', son una síntesis perfecta de la
vinculación de canon e instrucción, no sólo en el origen judío de la Ley y la selección de
los libros (Biblia), o la tradición del canon de la Iglesia, seleccionando los textos
verdaderos de los apócrifos para la doctrina correcta a ser enseñada, sino en la propia
tradición literaria, el canon nació vinculado a un sistema escolar. La selección de los
autores en diferentes catálogos y la misma idea de auctor venía vinculada a la escuela,
enseñanza, paidea. Este fenómeno conviene tenerlo en cuenta, toda vez que las
polémicas actuales sobre el canon en los estudios literarios y en los contextos
académicos norteamericanos no son otra cosa que discusiones sobre ¿qué enseñar?,
¿qué seleccionar? y ¿qué valores transmitir? La idea del principio estético como un valor
universal y por encima de la historia de las ideologías se ha quebrado y si el «New
Historicism» plantea la revisión de los principios de la Historia Literaria es al calor de la
importancia que cobra la discusión ideológica y epistemológica sobre los principios que
rigen la construcción de una historia, la canonización, y, por contigüidad fundamental,
la elaboración de una antología.
Con este bagaje conceptual vayamos a la Antología de Gerardo Diego. ¿Cuáles
son las razones de su éxito? ¿Qué explica que manuales y libros de conjunto continúen
asociando la consagración del grupo poético del 27 con la Antología? ¿Por qué en un
libro en que se discute el concepto de «Generación del 27» se le llama nada menos que
«grupo de poder consagrado por la Antología de Gerardo Diego»?6 Hay dos modos
distintos de éxito: el editorial y el institucional. Respecto al primero, es relativo.
Sabemos, sí, que dos años después de la salida de la versión de 1932, se había agotado y
motivó una segunda edición, la ampliada y modificada de 1934. Pero también sabemos
que en 1959 era un libro inencontrable y que según reconoce su autor en el Prólogo de la
edición conjunta de 1959 «la prolongación durante más de veinte años de tal estado de
inencontrabilidad, convierte a estos libros que tantas veces se han venido citando como
modelos, singularmente el de 1932, en pesadilla de bibliófilos, áncora y guía de
profesores, y desesperación de poetas aficionados» (pág. 68).

Fijémonos en este texto, porque aparece aquí un concepto que puede servimos de
pórtico a la explicación del otro éxito: el institucional, muy superior en el caso de esta
Antología, al comercial o editorial. Me refiero al concepto que aparece en las frases
«citando como modelos, singularmente el de 1932 [...] áncora y guía de profesores y
desesperación de poetas y aficionados». Ya aparece el concepto de «modelo» y «áncora
y guía de profesores». Este tipo de éxito fue rotundo. Logró G.Diego in tervenir muy
directamente en el «estado de la cuestión» de la Historia de la poesía, y lo hizo por su
influencia en profesores y poetas que en la «Institución literaria» rigen el tipo de éxito
capaz de intervenir en la historia posterior, perpetuando o fijando una norma o ideal
estilístico, que se proyecta sobre la Historia Literaria posterior. La Antología fue pues
un éxito en lo que tiene de enseñanza o virtual ejemplificación de un modelo.
Afortunadamente y gracias a Andrés Soria y a Gabrielle Morelli7 se tiene hoy una
documentadísima historia de la recepción pública (reseñas, polémicas) y privada de la
Antología, en sus dos ediciones. Es una historia apasionante y un buen ejemplo de las
diversas voces que intervienen en la constitución de un concierto literario. Y esa
recepción polémica que cartas de amigos saludan como una buena señal y augurio de
éxito8, es índice desde el comienzo de una cuestión: la de la representatividad de los
artistas seleccionados y los criterios para dejar fuera a otros. La mayor polémica no
surge por el mejor gusto o peor de Gerardo Diego, sino por la relación entre Antología e
Historia Literaria, esto es, porque la de Diego reescribe en cierto modo la tradición,
instaurando una nueva.

Este concepto de tradición es fundamental, porque si leemos las páginas de


A.Soria y G.Morelli advertimos de inmediato que no molestó tanto la presencia de
Alberti, Cernuda, Guillén o Lorca, sino la contigüidad establecida por la antología entre
este grupo generacional y el Modernismo literario, la modernidad que define un
«estilo» diferente al que se denomina contrario a la mera «literatura». La resistencia no
viene mayoritariamente de ser una antología de grupo o generacional, sino
precisamente porque no es sólo eso, sino un documento que liga esos nombres nuevos
con la gran tradición poética de Darío, los Machado, Unamuno y Juan Ramón. La
polémica nace por tanto de la intervención en el estado de la cuestión institucional.
Ciertamente, Gerardo Diego tiene claro desde el comienzo, y así lo deja ver en los
prólogos, que el criterio de su selección es el tra zado de una filiación estilística: sólo
estarán los poetas que no suenen a siglo xlx, a regionalismo, a naturalismo, a
dialectalismo, a mera «literatura»; estarán los que se hayan beneficiado de la
«fertilización rubeniana» (pág. 84). Frente a una tradición decimonónica, que se califica
comúnmente de «literatura», se intenta levantar una tradición distinta, ésta sí
merecedora del adjetivo «poético». Hay, por tanto, una definición y una opción de
modernidad. Y esto es lo que provocó el problema y la polémica: los jóvenes amigos son
depositarios, herederos en la misma línea consanguínea de afirmación moderna que
Rubén, Juan Ramón. No es por tanto ésta, según se ha dicho, la Antología del 27, sino la
que intenta situar el 27 en la Historia Literaria, en la gran tradición que sirviera de «guía
de maestros y profesores».

Precisamente la transformación profunda que sufre la edición de 1934 es


deudataria de este gesto y de esta intención. Si nos fijamos bien, Pedro Salinas acertó
plenamente al ver que de los tres tipos de antologías que distingue (la del gusto
personal, la del grupo, y la de la antología histórica)' la segunda edición de Gerardo
Diego se sitúa por voluntad en el tercer tipo, quiere pasar de ser una antología de grupo
a una antología histórica, de ahí la insistencia de su autor por inscribirla en un proyecto
más amplio de diseño colectivo de Historia Literaria, a trazar por él y por Salinas,
Dámaso y Guillén (pág. 82). Ya en las reseñas de Salinas y de Marichal, pero también de
algunos de sus detractores, se ve claramente el problema de la obra que comentamos,
que, insisto, no surge precisamente por lo que tiene de Antología del 27, sino por lo que
no tiene de eso: por el trazado de una línea que pretende crear una tradición unitaria y
contigua de sus amigos jóvenes poetas, como la gran tradición del siglo. Un gesto de
creación de una tradición histórico-literaria.

5.2. HETEROGENEIDAD DE LAS POÉTICAS

Es posible que la iniciativa de Gerardo Diego de publicar junto a los poemas


seleccionados una poética de cada autor, entendida como «una declaración de sus
principios poéticos» (pág. 671), obedezca al proyecto de crear tal filiación en el espíritu
de la modernidad y establecer una idea de comunidad fun damental de principios.
Quizá pretendía Gerardo Diego algo más que lo que luego admite en 1959: «esto daba
máxima autenticidad al libro en lo que tenía que tener de diverso y de dentro afuera de
cada ilusión de poeta y resultó uno de los motivos esenciales del triunfo editorial» (pág.
71).

Si fuese cierta la intención primera, la de fundamentar en principios estéticos la


línea que se pretendía instaurar, las poéticas de la Antología habrían constituido un
fracaso, porque su contenido, además de heterogéneo y dispar, resulta totalmente
contradictorio con la idea de grupo. José Carlos Mainer ve aquí una «poética del 27»,
pero de su mismo análisis de las poéticas no se deduce la modernidad pretendida en
ellas, y su heterogeneidad habría crecido de considerar las del 27, que entran dentro del
objeto temático de su excelente libro dedicado a La edad de Plata (1902-1939)10, el resto
de las poéticas incluidas en la Antología. Y es que resulta ciertamente paradójico lo que
ocurre con estas poéticas: autores tenidos por más tradicionales y menos vanguardistas
exhiben una poética mucho más moderna que los que más se entregaron a la
vanguardia en su creación. Y algunos de los jóvenes traducen tópicos tradicionales
veteados de un neorromanticismo ya obsoleto. Y en el mismo grupo del 27 encontramos
de todo, junto a los que exhiben ideas más modernas, como son Jorge Guillén o el
mismo Gerardo Diego, tenemos, de entre los que se comprometen a dar su poética
(puesto que Alberti y García Lorca nada aportan), una estirpe muy tradicional y
sorprendentemente más tópica, como la mostrada por Salinas, Dámaso y Cernuda.
Incluso hay quien, como el caso de Aleixandre, modifica su aportación estética en los
dos años que transcurren entre las dos ediciones. Y esta heterogeneidad es mayor, claro
está, si salimos del grupo del 27 y analizamos el conjunto de poetas.

Mirada como tal conjunto, la poética de esta Antología sólo brilla en breves
instantes, y adolece de una falta de inserción en la problemática de la poesía del
momento y de la renovación real de ideas. Es más avanzada y comprometida la obra
creativa de estos poetas que la reflexiva, y muy pocos profundizan en alguna idea
original, destacando entre los que lo hacen, las aportaciones de A.Machado, que destacó
con mucho al glosar una idea con gran vigor reflexivo, y Jorge Guillén, quien sí
incardina su aportación en la discusión del momento: la de la poesía pura y la defensa
de la poética de Valéry frente al Romanticismo acomodaticio de la «inefabilidad»,
profesado por doquier en la misma Antología. Hay, como veremos, muchas zonas de
interés en otras aportaciones, incluso para medir su grado de conexión con tópicos de
su obra, pero, como diagnóstico general, considero que si la Antología de Diego tuviera
que reflejar una estética de la modernidad y una idea de cambio respecto a la estética de
finales de siglo, no lo conseguiría, puesto que, salvo las excepciones que indicaré, es una
poética bastante conservadora y muestra poca riqueza y hondura reflexiva entre la
mayor parte de los participantes en la Antología, no pudiendo de su análisis deducirse
una homogeneidad o concordancia de ideas de una misma tradición, y tampoco una
variación fundamental entre las más jóvenes respecto a las mayores. Si a las poéticas
solamente tuviéramos que atenernos, el concepto de un «estilo» entendido como la
convergencia de ideas y principios no justificaría su agrupamiento unitario.

La heterogeneidad se ve reflejada también en el propio compromiso de los poetas


para con la demanda de Diego, pues muchos no envían respuesta y tiene el antólogo
que construirla de otros testimonios u obras, que no siempre se refieren a la definición
de unos principios estéticos, lo que le resta lo más de su valor como tal «poética». Por
motivos obvios, puesto que fallece en 1916, así se hace con Rubén Darío, pero igual
ocurre con Valle-Inclán, de quien se reproduce un fragmento de La lámpara
maravillosa, aunque se añade una síntesis de Gerardo Diego de una conversación con el
gallego sobre principios estéticos. En el caso de Juan Ramón lo que se ofrece son
fragmentos de una conferencia del antólogo sobre los ideales estéticos del de Moguer.
De Juan Larrea se producen fragmentos de su obra Presupuesto vital (1926). Para el
caso de Enrique de Mesa, Tomás Morales o Villalón, es el propio Gerardo Diego quien
habla no de la poética sino de los rasgos de sus poesías.

Otro grupo lo forman quienes se limitan a una breve nota declarativa en que
dicen o no tener poética o no estar interesados en hacerla o ser tal tarea inútil, puesto
que la poesía es un fenómeno poco asequible a la poética. De ese modo, con distintos
matices, pero defendiendo siempre inasequibilidad de su poesía a una poética,
responden Unamuno, Manuel Machado, José Moreno Villa, García Lorca, Antonio
Espina, etc. Si bien es muy distinta la actitud de Unamuno, quien reniega de preceptos
(pág. 128), o la de García Lorca, quien dice no poder hablar de su poesía y remite a
ciertas conferencias suyas en las que ha hablado de la poesía en general, para terminar
aclarando que entiende la poesía como una síntesis de inspiración y de técnica y
esfuerzo (pág. 485). Muy distinto esto, insisto, de quien como Ernestina de
Champourcín adopta una típica pose antiintelectualista y dice no tener conceptos,
porque la vida le arrebató los pocos que tenía (¡y lo dice a los 26 años!) (pág. 547).

Cuando no se trata de quienes no han entendido la pregunta, puesto que al decir


su poética simplemente dan cuenta de las influencias que en su obra han tenido poetas
anteriores. Tal es el caso de José del Río Sanz o Rafael Alberti.

Hay, por último, quien, como Marquina, se entrega con esfuerzo y mucha
reflexión a ofrecer una poética, pero que refleja una estirpe muy tradicional.

Menos de la mitad, pues, de los seleccionados, ofrecen una poética propiamente


dicha, por breve que ésta sea. Aunque, como veremos enseguida, muchos de los que no
la ofrecen sí plantean en la misma actitud de negatoria una idea de lo «poético
indecible» o «inefable» muy acorde a las ideas tradicionales de Henri Brémond que
habría de reprochar y denunciar como caduca la contribución de Jorge Guillén.

5.3. DE LO INEFABLE AL NUEVO ESTILO

Del contenido concreto de las poéticas la única vía de unión entre todas ellas, el
concepto que todos comparten, es el elitismo de la creación poética. Lo mismo Darío
que Valle-Inclán o Salinas y Aleixandre han glosado el carácter especial de tal
comunicación y su naturaleza minoritaria. Con mayor o menor explicitud el ser de la
poesía un lenguaje excelso que separa al poeta del resto de los hombres y concierne a su
producción un «estado de gracia» es tópico en el que todos coinciden. Rubén había
hablado directamente de una «aristocracia del pensamiento» separada de «la
mediocridad y de las muchedumbres» (pág. 91), lo que Valle-Inclán asocia de inmediato
a una oscuridad fundamental basada en un «abismo de emociones que lo separa del
mundo» a la espera de que su verso enigmático sea entendido por las generaciones
futuras (pág. 156). Unamuno considera que todo poeta es un hereje, un heterodoxo
(pág. 129), y tal apartamiento es justificado por casi todos en la idea de la ex celencia y
jerarquía superior de la propia comunicación. José Carlos Mainer ha analizado el
contexto social y cultural en el que se gesta tal elitismo, que penetra toda la Edad de
Plata, hasta ser uno de sus vectores más claros de afirmación de época. En el caso de los
jóvenes burgueses de la Generación del 27, tanto los scholars como los vanguardistas,
coincidían desde un origen social acomodado en la excelsitud de su arte". El
sentimiento de ser minoría literaria fue un sentimiento abrazado con entusiasmo por
quienes habitaron la Edad de Plata, que les hacía concebir la vanguardia formal como
una forma de selección minoritaria inherente a la modernidad y a un talento superior.
Todas las poéticas de la Antología vienen a hablar de tal elitismo de uno u otro modo;
desde quienes como Salinas reclaman una forma superior de interpretación y saludan le
malentendu y la Iluminación súbita, herederas claras de la divisa del simbolismo
francés, que penetra toda su poética (págs. 379-380), hasta quienes, como Aleixandre en
la edición de 1934, fundamentan tal elitismo en un misticismo panteísta de carácter
típicamente neoplatónico: «el genio poético - sostiene - escapa a unos estrechos moldes
previos que el hombre ha creado como signos insuficientes de una fuerza incalificable»,
pero también, «fuga o destino hacia un generoso reino, plenitud o realidad soberana,
realidad suprasensible, mundo incierto donde el enigma de la poesía está atravesado
por las supremas categorías, últimas potencias que iluminan y signan la oscura
revelación para que las palabras trastornen su consuetudinario sentido» (pág. 558).

La divisa de la inaccesibilidad del quehacer poético al pensamiento lógico o al


lenguaje común cruza la mayor parte de las poéticas de la Antología, pero da lugar a
una curiosa convivencia del concepto tradicional de «inefabilidad», de raíces románticas
e idealistas, con el elitismo vanguardista, de forma que tal elitismo traduce por igual el
«estado de gracia» que da lugar a la inefabilidad y al compromiso por un lenguaje
nuevo. Da igual que Manuel Machado se limite a sostener que «nada puedo pues
"decir" sobre eso que para mí cae dentro de lo indefinible, mejor, de lo inefable» (pág.
204) o que Moreno Villa hable de un «estado de gracia [...] una zona luminosa y sorda»
(pág. 295) o que Salinas defienda la poesía como «una aventura hacia lo absurdo» que
se impone como evidencia, sin posible defensa dis cursiva fuera de la iluminación del
poema (pág. 379), que Antonio Espina convierte sin más en «lo puro indecible» (pág.
330). Dámaso Alonso ha concretado esta tradición conceptual al escribir: «El objeto del
poema no puede ser la expresión de la realidad inmediata y superficial, sino de la
realidad iluminada por la claridad fervorosa de la Poesía: realidad profunda, oculta
normalmente a la vida, no intuible sino por medio de la facultad poética y no
expresable por nuestro pensamiento lógico» (pág. 424).

¿Puede casar toda esta defensa de la inefabilidad con el nuevo estilo que
presupone una poética moderna, una poesía «pura»? La contradicción y la convivencia
en las poéticas de la Antología de antiguos y modernos las muestra muy bien la
intervención de Jorge Guillén, quien dedica la mayor parte de su carta a Fernando Vela
en 1926, que es su contribución a la obra que analizamos, a combatir precisamente el
misticismo de la inefabilidad que remite la excelsitud poética a un estado de gracia. Un
neorromanticismo sentimental de estirpe idealista que J. Guillén concreta en el libro de
Henri Brémond y que es precisamente lo que los jóvenes deberían combatir. Con
rotundidad afirma: «No hay más poesía que la realizada en el poema y de ningún modo
puede oponerse al poema un "estado inefable" que se corrompe al realizarse y que por
milagro atraviesa el cuerpo poemático» (pág. 403). Y es su resistencia al
neorromanticismo sentimental de lo inefable místico lo que le lleva a su conocida
homología del poema con la matemática y la química como esferas de la depuración del
sentimentalismo y afirmación de una esencialidad. Explícitamente se refiere Guillén a
un nuevo estilo que quiere que sea el de «los jóvenes», en la estela inaugurada por Poe y
seguida por Valéry. El joven Guillén, deudatario de la atmósfera renovadora respirada
en París, interesado en una nueva estética del poema como realización verbal12,
convive mal con la mayor parte de los defensores de su inefabilidad definida desde el
estado de gracia, alojados muchos de ellos en esta misma Antología.

En idéntico empeño se sitúa también Gerardo Diego cuando en sus aforismos


condensa su poética nueva. Lacónico pero profundo viene a contrapesar el
sentimentalismo de otros mu chos compañeros de generación afirmando valiente que la
poesía está en la palabra del poema y no en esa metafísica de supercherías de falso dios
de la Literatura. No el dios inaccesible, sino el demonio que se explica a sí mismo en el
poema. Defiende también Gerardo Diego la inteligencia y concuerda con Guillén: si el
vallisoletano decía química y matemática, defiende el santanderino la aritmética, la
contabilidad, como imágenes de la poesía (pág. 460), metonimias de esa actitud
moderna, renuente a la estética sentimental, si bien la define mejor en las siete primeras
definiciones que en las dos últimas musas, si cabe, contradictorias con lo dicho antes.

En el mismo grupo de jóvenes amigos del 27 conviven estos dos vectores.


Salinas, Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre, se muestran más bien herederos de un
espiritualismo idealista que J.C.Mainer sitúa en la estela del idealismo lingüístico de las
entreguerras13, y que, para Pedro Salinas, cifré en el núcleo idealista de Vossler y en
particular en la lectura del libro del discípulo de éste, Julius Stenzel, editado en Revista
de Occidente con el título de Filosofa del lenguaje. Pero conviene advertir que
igualmente se defiende desde ese idealismo que la poesía radica en la expresividad
lingüística y su fundamental creatividad, que llega a sostenerse, como afirma Dámaso
en su contribución de 1932, que «es un fervor y una claridad, fuerte unión con la gran
entraña del mundo y su causa primera»: allega la experiencia poética a la religiosa (pág.
424). Vicente Aleixandre, en esta misma tradición idealista, se opone a quienes por
entonces cifraban la nueva poética en la realización verbal (como hemos visto que
hacían Guillén y Diego), y advierte contra la divinización de la palabra: «Frente a la
divinización de la palabra, frente a esa casi obscena delectación de la maestría o
dominio verbal del artífice que trabaja la talla, confundiendo el destello del vidrio que
tiene en las manos con la profunda luz creadora, hay que afirmar, hay que exclamar con
verdad: No, la poesía no es cuestión de palabras» (pág. 558).

En la estética de Áleixandre, en su contribución de 1934, muy distinta a la de


1932, se acentúa una separación entre el destello que representa la palabra y la luz
creadora que reside más allá del lenguaje. Y su empeño es precisamente el que refleja
un neoplatonismo unitivo con la fuerza cósmica, aspiración a la unidad o fusión del
hombre con todo lo creado. En su vocabulario, pero también en su argumentación, tal
neoplatonismo que reduce la voz, la palabra, a destello, y la forma a insuficiencia,
queda clara la afirmación de una estética en las antípodas de la guilleniana y la de
Gerardo Diego. Ésta será la estética que fraguaría después en el libro Sombra del
Paraíso y que representa bien el poema «El poeta»: al analizarlo en el capítulo
correspondiente veremos que retrata excelentemente la filiación neoplatónica de ciertas
prácticas nacidas en el ambiente surrelista, vindicador de una experiencia más allá del
lenguaje, de modo que la vanguardia vino en parte a conectar con una tradición
idealista y a fraguar ideológicamente una conexión, seguramente no deseada por ellos,
con el neorromanticismo de lo inefable místico. Curiosa paradoja que venimos
encontrando por doquier en el conjunto de las poéticas de la Antología, pero que en el
caso de una de sus contribuciones, la de Vicente Aleixandre de 1934, viene a vertebrarla
por completo.
5.4. POÉTICAS PARTICULARES

Aunque según sostuve, las poéticas de la Antología no destacaban salvo


excepciones por un pensamiento singularmente rico, su estudio está lleno de interés y
proporciona valiosas informaciones sobre puntos concretos de éste o de aquel autor. De
entre estas informaciones concretas sobre la obra de sus autores seleccionaré, en este
rápido diagnóstico, cuatro intervenciones: la de Valle-Inclán, la de Antonio Machado, la
de Dámaso Alonso y la de Luis Cernuda.

a) El fragmento incluido de Valle-Inclán como poética suya consta de dos


diferentes entradas. La primera, de La lámpara maravillosa, reúne una defensa de la
importancia del factor rítmico y la música del verso en la constitución de la palabra
poética; su esencia, llega a decir, es el milagro musical (pág. 155). No es éste el lugar de
revisar la importancia de esta estética en la obra de conjunto de su autor14. Sí quiero
referirme a la segunda entrada: la síntesis de una conversación con el autor que Gerardo
Diego ofrece en la edición de 1934, con tal fecha. Ade más de defender allí Valle que no
hay diferencia esencial entre prosa y verso, añade: «La poesía actual se esfuerza por
crear el lenguaje de la nueva época. La disgregación de la gramática, el empleo de las
imágenes distantes, el juego de las censuras y silencios, el nuevo escandido, responden
a una necesidad de expresión no euclidiana que tendrá que preparar el terreno a la
novela futura» (pág. 157).

En 1934 Valle-Inclán se sabe novelista comprometido en el empeño de crear un


lenguaje narrativo nuevo, y está aplicando a la novela el resultado de la indagación
vanguardista en el nuevo lenguaje poético desarrollado por ejemplo en su Tirano
Banderas, publicado tan sólo ocho años antes de estas palabras. Los principios de una
nueva estética, que por analogía a la revolución de las nuevas geometrías llama no
euclidiana, lo sabe preludio de una nueva novela, todavía no nacida pero ya emergente
en su propia obra y en la de Joyce, que sin duda conviven con tal disgregación de la
gramática y el empleo de una nueva imaginería. Por ello mismo, la vanguardia apunta
en Valle con una explícita unidad estilística de prosa y verso.

b) De la poética de Antonio Machado, sin duda quien ofrece una mayor


profundidad reflexiva, destacaré el interés de ser, la incluida en la Antología, la primera
formulación y explicación extensa de su conocida definición de la poesía como «palabra
esencial en el tiempo». Como se sabe, muy influido por las lecciones recibidas de
Bergson'', mucho más que del heraclitiano fluir, con el que habitualmente se relaciona
esta definición, Machado acierta a formular ya en Nuevas Canciones:

Tal idea será luego central en indiferentes lugares de su luan de Mairena,


publicado muy poco después de su intervención en la Antología 16. Es precisamente en
ésta donde Machado contextualiza el sentido de su definición al glosar el debate del
poeta entre ser su palabra el resultado de dos imperativos: la temporalidad y la
esencialidad. Esto es, la definición de Machado se inserta en el núcleo de relaciones
entre Filosofía (pensamiento lógico, no temporal, pero esencial) y Poesía (vivencia del
tiempo). Está glosando, pues, Machado no únicamente la temporalización como
condición del ser de la poesía, sino también su aspiración a comunicar una metafísica
que impone el imperativo de esencialidad, pero no como categoría del pensamiento
lógico, sino como «directa intuición del ser que deviene, de su propio existir» (pág. 222).
Esta aspiración de reunir lo esencial de la tradición de pensamiento y vivencia es la que
explica la definición machadiana, se mueve, mucho más allá del tópico heraclitiano, en
el debate contemporáneo desarrollado en el contexto filosófico de la fenomenología17 y
ha encontrado en la poética enviada a la Antología su desarrollo más claro, por lo que
esta contribución es importante no sólo por la riqueza de su formulación, sino también
por elucidar la genealogía y sentido de un concepto clave en la obra de Machado.

También es fundamental, pero ya lo destacó A.Soria y había sido citado por otros
muchos, la renuencia y explícito desacuerdo de Machado con la joven poesía, que
consideraba demasiado conceptual y abstracta.

c) La contribución de Dámaso Alonso tiene interés porque puede ser referida a


su obra posterior, ya que es el único que ha desarrollado luego, en su Poesía Española,
una poética extensa y propiamente dicha. La poética enviada en 1932 es muy diferente a
la posterior de Dámaso. Es mucho menos formalista, y está más penetrada en un
idealismo neoplatónico que comparte con Aleixandre y que pudo verse influido, como
advierte J. C. Mainer, por Croce, por Vossler y consideramos nosotros que quizá por el
libro de Stenzel, recién publicado en Alemania y que vería su luz en la traducción
española, promovida por el Centro de Estudios Históricos, en 1935. Fervor, claridad,
unión de la poesía con la gran entraña el mundo y su causa primera, y una explícita
mención del carácter análogo al religioso impulso poético, muestran a un Dámaso
idealista.

Sin embargo, hay otro detalle de interés para la genealogía de sus conceptos de
poética vertidos luego en Poesía Española. Apunta que «la Poesía es un nexo entre dos
misterios: el del poeta y el del lector» (pág. 424) y más adelante ensaya un primer
acercamiento al mecanismo de la producción poética y su intención creadora cuya
virtualidad «consiste en producir en el lector una conmoción de elementos de
conciencia profunda igual o semejante a la que fue el punto de partida de la creación»
(pág. 425). No sólo la temprana consideración del lector en el proceso de configuración
de la comunicación poética, que sin duda Dámaso debía a una influencia de ambiente
de la fenomenología, movimiento entonces triunfante y de hondo calado en la tradición
estilística y en la escuela española: también tiene importancia esta breve poética por
acertar en ella un esquema de conexión intuitiva autor-lector, que será luego uno de los
vectores que organizan su libro Poesía Española y una de las especificidades de su obra
teórica.

d) La contribución de Luis Cernuda es también singular. En primer lugar porque


es uno de los pocos que modifican el contenido de su poética en la versión de 1934,
respecto a la entregada de 1932. Ya comenté la transformación de Aleixandre, en
conexión quizá con su propia creación. También Cernuda modifica su poética. En 1932
su contribución es de tal negatividad y de tal desarraigo que Gerardo Diego se ve en la
obligación quizá de mitigar el exabrupto cemudiano de poeta maldito por dos
procedimientos. Primeramente introduciendo así el texto cernudiano: «Amablemente
me ha enviado la siguiente nota, que define su posición espiritual ante la vida y la
poesía.» Y es que la nota, que se refiere más a la vida que a la poesía contiene lo
siguiente:

No valía la pena ir poco a poco olvidando la realidad para que ahora fuese a
recordarla y ante qué gentes. La detesto como detesto todo lo que a ella pertenece: mi
familia, mis amigos, mi país.

No sé nada, no quiero nada, no espero nada. Y si aún pudiera esperar algo sólo
sería morir allí donde no hubiese penetrado aún esta grotesca civilización que envanece
a los hombres (pág. 752).

Tan desgarrado texto, en un Cernuda de 30 años, tiene que mitigarlo Gerardo


Diego. A la apostilla que le da entrada sigue este texto, con la buena intención del
antólogo de referir algo de la poesía dicho por el joven Cernuda: «Véase además lo que
a propósito de Paul Eluard publicó en Litoral, 1929», que reproduce. Y añade luego un
fragmento de un artículo de Cernuda en El Sol dedicado a Moreno Vila.

Quizá por todo esto y porque Cernuda fuese consciente de haberse dejado llevar
por un arrebato, plantea una modificación sustancial en 1934 y hace un gesto de
distancia respecto al muchacho que escribió aquel alegato. Escribe en 1934: «En 1932,
solicitado, obligado casi, por el colector de esta Antología, escribí las siguientes líneas»:
y reproduce íntegra la lamentación (por supuesto no la poética de Eluard Morenos Vila
que se notan añadidos mitigadores de Gerardo Diego). Y continúa Cernuda con una
leve autocrítica y autodistanciamiento respecto al muchacho que escribió aquello, dos
años antes: «Ahora, en 1934, el muchacho que yo fui, ¿qué relación tiene con el hombre
que soy? No sé por qué intento justificar esta diversidad de un espíritu, que sigue a lo
largo de los días su destino vital. Tal vez piense, al escribir esto, en alguien que no
conozco. Y entonces el origen de estas nuevas líneas sería una tentativa para acertar el
deseo, mi deseo a la realidad. Pero, puedo decirlo, en nadie creo» (pág. 581).

El resto de la intervención también tiene interés porque ofrece un motivo central


en la obra cernudiana, ligado a los poetas que nombra: Byron, Shelley, Keats, Goethe,
Hólderlin. Luego de nombrarlos, como una especie de filiación, vuelve a la idea de la
identidad: «¿Soy yo el mismo que escribió aquellas antiguas líneas que antes trasladé?
Tal vez, mas siento dentro de mí imperioso el mismo impulso que me llevó a trazarlas»
(pág. 581). Ya andaba acariciando Cernuda el concepto de máscara de sí mismo, ironía
que será central en su obra poética posterior y que arranca de la tradición inglesa, como
muy bien ha glosado, y realizado él también, Jaime Gil de Biedma.
6.1. REFLEXIONES PREVIAS

La investigación sobre el género que llamamos «lírica» ofrece en la Poética


contemporánea una enorme dispersión, cuando no cierto anquilosamiento que
contrasta en el conjunto de la teoría con el vigor alcanzado por la Narratología y con la
creciente afirmación de la Semiología dramática. No me refiero, cuando diagnostico esta
situación, a órdenes cuantitativos; al contrario, son muchos los libros dedicados al
análisis de la poesía, pero adolecen casi todos, con notables excepciones, de las
limitaciones de orden cualitativo: en primer lugar su enorme dispersión en conjuntos de
estudios sobre poetas y poemas, sin que se traduzca casi nunca una consideración de
Poética general; la segunda limitación, que daría cuenta del anquilosamiento al que me
referí, tiene que ver con la óptica del análisis, que casi nunca ha trascendido el nivel del
material verbal o de estructuras composicionales, bien métricas bien de estructuras de
recurrencias sintáctico-posicionales o de lugares tropológicos heredados de la vieja
consideración del ornatus retórico con marcado acento desviacionista, como pude
analizar en otro lugar (cfr. J.M.Pozuelo 1988a: 11-17).

Aunque el comentario'detallado de este fenómeno excedería los límites y


propósitos de este estudio, permítaseme adelantar algunas hipótesis que puedan, junto
a dar una explicación, justificar mi comentario del poema de Vicente Aleixandre y la
naturaleza de la propuesta teórico-metodológica que pondré en juego.

El desarrollo de la Narratología, que puede servirnos de horizonte contrastivo,


comienza y se afianza en el momento en que se plantea el estudio de la narratividad y
de la estructura funcional del cuento. Ambas nociones caminan juntas y llegan a
converger (véase C.Segre, 1974). Y ambas implican una óptica de generalidad en el
objeto de estudio: no tal novela o tal cuento, sino la novela y el cuento como soportes
estructurales, modales y, por la vía del estudio de la ficcionalidad, asimismo
pragmáticos. Pero también suponen generalidad en el método adoptado: el punto de
encuentro final de la óptica narratológica es una versión sobre el viejo problema de los
universales en la estructura funcional y discursiva de la narración. Igual podría decirse
para lo que se conoce como Semiótica teatral, ámbito en el que los puntos de vista sobre
cada uno de los segmentos o unidades de la articulación del texto dramático se han
subordinado a la investigación global del espectáculo como conjunto, incluso con
amplios beneficios para su dimensión pragmática, ineludible del fenómeno teatral (De
Marinis, 1982; C.Segre, 1984; C.Bobes Naves, 1987).

Sin embargo, la lírica ha conocido mayores indeterminaciones objetuales y


metodológicas. Una razón puede residir en la propia historia del género, llena de
avatares y de difícil tratamiento unitario - su inclusión tardía, alejada del corpus
aristotélico-horaciano que motivó un formidable aval para la narrativa y el drama y una
menor consideración teórica de la lírica hasta el Romanticismo (véase C.Guillén, 1971;
G.Gennette, 1979; A.García Berrio, 1988). En el primer capítulo ha quedado analizada la
que considero principal causa de las actuales indeterminaciones de la lírica: su
marginación de la esfera de la ficcionalidad y su definitiva impronta que el
Romanticismo afirmó para un género atraído desde entonces a la esfera de la
expresividad subjetiva, limitó notablemente sus posibilidades de desarrollo y, sobre
todo, supuso, con su marginación del mundo ficcional, una frontera de incomunicación
con los logros conceptuales y metodológicos que el desarrollo de la Semiótica y la
Pragmática venían suponiendo para los otros dos grandes architextos: la narrativa y la
dramática (véase J.M.Pozuelo, 1991). Dos explicaciones podríamos añadir a las ya
mencionadas, estas últimas ligadas al propio contexto teórico-científico de la Poéti ca
contemporánea: la poesía fue para los tres movimientos fundamentales de ésta, el
Formalismo ruso, la Estilística europea y el New Criticism norteamericano, el ámbito de
la dilucidación de la pregunta acerca de la literariedad o el soporte básico de la
investigación sobre el objeto literario en su conjunto. La lírica fue el campo de
despliegue de la teoría sobre la «función poética» y sobre el lugar de la literatura como
lenguaje «especial», lo que favoreció su extensión a un orden no específicamente
genérico. Se hablaba de poesía para hablar de la identificación de la estructura verbal
literaria en su conjunto, sin que las investigaciones estructuralistas ambicionaran una
específica delimitación del género en términos no verbales o elocutivos. Para decirlo en
términos de la Retórica: la lírica se entregó a las esferas elocutivas para que probasen la
cualidad de divergencia de la materialidad verbal literaria respecto de la lengua de uso
comunicativo, pero esta entrega hizo que se abdicase tanto de las consideraciones de
orden de su inventio como de su configuración de dispositio. La inventio y la dispositio
literarias únicamente encontraron acomodo en la teoría narratológica con las
investigaciones en este orden de las funciones y de estructuras discursivas, llegándose
aquí a propuestas muy aquilatadas desde el punto de vista de la globalidad del género
ya en el estructuralismo narratológico, con inclusión posterior de los desarrollos de la
teoría textual integral que atiende tanto a la semántica de los mundos posibles (véase
L.Dolezel, 1979) como a especificaciones de índole pragmática (J.M.Pozuelo, 1988b: 181-
211).

Aunque la teoría del género como discurso externo de Poética adolece de las
limitaciones apuntadas, la lírica ha conocido, en contrapartida, una especial capacidad
para proponerse como discurso interno de naturaleza susceptiblemente general y con
ambiciones de metapoesía. En el desarrollo de la lírica europea contemporánea
conviene atender a un fenómeno que este estudio pretende en parte glosar: la capacidad
de comunicación de teoría y praxis lírica, de modo que ambas han tenido puentes de
intercomunicación. Este fenómeno tiene una definitiva confirmación ya que en el
Romanticismo, cuyos principales brotes teóricos los llevan a cabo filósofos pero también
poetas o autores que fueron ambas cosas a la vez. Goethe, Schiller, Herder, Schelling,
los Schlegel, Hegel, Novalis, Wordsworth, Coleridge, Hugo, sientan las bases de una
poética de la lírica cuya significación supuso nada menos que una ruptura radical - por
la vía de la afirmación del subjetivismo como principio temático objetual, modal y
pragmático - con la lírica anterior (susceptible de calificarse como género mimético).
Pero supuso también una radical comunidad de intereses y comunicación recíproca
entre la teoría y la praxis artística, hasta el punto de que la lírica creada por los poetas
posteriores al radical brote romántico ha adoptado las formas, tonos y orientación
pragmático-comunicativa diseñada por los poetas teóricos del Romanticismo.

A la inversa también hay comunicación: la Poética de la lírica ha diseñado no


sólo sus principales líneas sino incluso su ubicación y confirmación en el esquema
dialéctico de la tríada en los diferentes tratados de Poética de los géneros desde Staiger
a Frye o desde Jakobson a Hernadi adoptando el punto de vista subjetivo que la lírica
ganó en los poetas románticos y sus continuadores posrománticos. Esta recíproca
comunicación de teoría y creación y su mutua influencia ha supuesto que la lírica sea el
género en que la teoría se muestra más deudataria con la creación, pero también el
género que más radical transformación ha sufrido tras el Romanticismo, precisamente
por la convergencia de ambas líneas de fuerza y su peculiar interdependencia, hasta
hacer irreconocible para un Píndaro, un Horacio, un Góngora (o para un Minturno o
Batteux) lo que de la lírica puede decirse hoy y sobre todo lo que en la casilla de lírica ya
no cabe: ni sátiras, ni himnos, ni epigramas, ni fábulas poéticas ejemplifican hoy las
actuales caracterizaciones del género.

Precisamente la convención primera que el estatuto pragmático del género lírico


ha asumido en sus formulaciones contemporáneas ha sido la auto-reflexividad de su
discurso. La poesía lírica parece querer anular su dependencia - ineludible como
cualquier otro mensaje - respecto de la referencia a los «estados de hecho» para
proponerse como auto-revelación, como lenguaje emergente con visible separación de
las construcciones referenciales que la mimetización de acciones históricas parecen
imponer a los discursos narrativos. Tanto K.Stierle (1977) desde la perspectiva de la
fenomenología, como M.Riffaterre (1978) y M.Corti (1976) desde la semiótica, han
insistido en esta función reflexiva, responsable última de la tendencia a proponerse
como metapoesía que todo poema revela. Riffaterre (1978: 9-10) lo explica
contraponiendo a la referencialidad usual de los discursos no poéticos, legible en
términos de meaning, la que él denomina significance o discurso que proyecta una
hermenéutica propia, fundamentalmente por la vía del desarrollo de la matriz
semántico-estructural que todo poema propone y que precisa estrategias propias de
descodificación para alcanzar la interpretación de su referencia (véase también
M.Riffaterre, 1979: 29). K.Stierle deduce de esta especial capacidad autorreflexiva del
poema su situación de anti-discurso por el expediente de la discursivización del texto,
de modo que el texto adviene un elemento del propio discurso (K.Stierle, 1977: 435-437)
y María Corti afirma, por último, que la poesía es afirmación meta-semiótica: dice que
es poesía y el poema se comunica a sí mismo al proponerse su «operación significante»
como el principal de sus significados (M.Corti, 1976: 122-113).

El comentario e interpretación del poema «El poeta» de Vicente Aleixandre será


representativo tanto de la virtual situación meta-poética que adopta buena parte de la
poesía contemporánea como de su capacidad para indicar y asumir, en su propia
estructura semántica y pragmática, los principales tópicos de la Poética actual sobre el
discurso lírico. He elegido este poema de Aleixandre para ilustrar a su través algunos
lugares que considero claves en la teoría del género lírico, si bien he optado por una
perspectiva no formal-elocutiva. Quiero decir que considero bien asentada y
virtualmente cerrada la poética formal de la lírica en sus dimensiones rítmicas, de
estructura paralelística y de topología elocutiva. Sólo atenderé, por tanto, a ellas - por
ejemplo al concepto central de isotopía (véase A.Greimas, 1966; F.Rastier, 1972 y
J.M.Klinkemberg, 1973) - en la medida en que el análisis del poema lo precise o
demande. Me fijaré, por tanto, en la medida en que este poema traduce los principales
tópicos de la consideración de la lírica como modalidad específica de comunicación que
Aleixandre -y otros muchos poetas - han coincidido en subrayar: su dimensión de
privilegiada vía de conocimiento de la totalidad o reconstrucción del mito del hombre
poeta como universo totalizador y fuerza cósmica cuya unicidad se sitúa más allá del
lenguaje, mito platónico ampliamente medular del Romanticismo, pero que ha tenido
continuidad en algunas de las propuestas hoy suscitadas en ambientes científicos para
dilucidar la especial situación pragmática de la lírica.

Antes, pues, de analizar el poema propuesto, me detendré en presentar las tesis


teóricas - fundamentales de teoría pragmática - que la Poética actual sobre la lírica ha
pergeñado y para las que luego el análisis del poema de Aleixandre actuará de ejemplo,
si bien he de advertir que no concibo esta intercomunicación de la misma forma:
Aleixandre ilustra esa especial situación teórica pero lo hace sin conocerla de modo
explícito (la mayor parte de las teorías que comentaré se han explicitado con
posterioridad a su creación poética) y no se puede decir, sin embargo, que la influencia
contraria no se dé, puesto que tales presupuestos teóricos en torno al modo especial de
ser objeto comunicativo el poema lírico han sido hechos, insisto, sobre el núcleo de
poemas posrománticos con una evidente reducción, paulatinamente acentuada, del
campo mismo de actuación del género lírico a su neta formulación dentro de ese núcleo.
El análisis de «El poeta» de Aleixandre ilustrará tres tópicos centrales en la teoría
pragmática de la lírica que inmediatamente enuncio y seguidamente explico con la
brevedad a que obligan los límites de este estudio: 1) el tópico de mayor significación; 2)
la poesía como absolutización de la experiencia con el lenguaje; 3) la inmanencia de los
roles pragmáticos.

1. La de mayor significación es una convención pragmática que puede definirse


como tal en el momento en que afecta a la actitud de lectura que la poesía impone o
reclama de sus lectores. G.Genette (1969: 150) comentó que la lírica despierta en el lector
una actitud motivadora que va más allá de los rasgos prosódicos o semánticos y
concede al discurso poético la presencia intransitiva y existencia absoluta que Eluard
llamó evidencia poética. Más allá de una forma particular la poesía revela un estado, un
grado de presencia particularmente intensa, entre dos márgenes de silencio, que invita
al lector a llevar su interpretación al lugar de la suposición de una mayor significación.
De esta forma añade J.Culler (1975: 175): «To write a poem is to claim significance of
some sort for the verbal construct one produces, and the reader approaches the poem
with the assumption that however brief it may appear, it must contain at least implicitly
potential riches which make it worthy of his attention.»

El ethos del mayor alcance, el símbolo de mayor riqueza semántica, está


íntimamente relacionado con el mayor grado que la lírica guarda de polifuncionalidad.
Este rasgo, comentado por S.J.Schmidt (1978: 29), afecta al fenómeno de reconocimiento
por parte de los lectores de diferentes posibles lecturas de los propios constituyentes
textuales. Aunque el fenómeno de la lectura plural sea un fenómeno general para el
mensaje literario, como la estética de la recepción alemana ha venido a recordar, hay
que advertir que es aceptado en el caso de la lírica con un grado mayor de aleatoriedad
que en cualquier otro mensaje y es reconocido por los usuarios como normal. Es más,
habrá versos del poema de Vicente Aleixandre que puedan quedar vacíos respecto a
una interpretación cabal del poema, sencillamente ininteligibles o de difícil
interpretación en la misma referencialidad de su propio constituyente textual. Advertir
este fenómeno es bien diferente a predicar la apertura del significado artístico como
condición de su recepción. La especificidad pragmática de la lírica en este caso se define
porque el grado de apertura lo acepta el lector comúnmente para el cifrado textual del
propio mensaje. De ese modo la lírica lleva el fenómeno general de la
desautomatización al circuito pragmático y conjuntamente al esquema de
referencialidad textual (véase J.M.Pozuelo, 1988b: 19-68; R.Posner, 1976: 4). Quizá sea
ésta una consecuencia del carácter eminentemente más técnico de la codificación lírica
respecto a la narrativa o a la dramática. Si la llamada por I.Lotman (1976: 341-342)
múltiple codificación es propiedad de la totalidad de la literatura, no es menos cierto
que el cifrado lírico afecta a códigos de técnica elocutiva y de espacio simbólico más
especializados, complejos y minoritarios. Los códigos superpuestos al lingüístico en la
poesía - tanto los propios del material formal como los de género y tradición - han
permitido siempre un mayor grado de despliegue imaginativo y de apertura del sentido
para el poema que para el cuento o la obra dramática. Apelo a la experiencia de los
lectores que son capaces de admitir a la lírica «libertades» de asociación, de oscuridad y
opacidad significativa que difícilmente aceptarían, con igual espíritu colaboracionista,
aquellos otros géneros.

2. El tópico de la absolutización de la experiencia con el lenguaje será muy visible


en el texto de Vicente Aleixandre, que propondrá su poema como fuerza creadora
cósmica y divina aprehensión del universo. Es tópico que los teóricos del Romanticismo
desde Herder habían comentado y posee muy diferentes tratamientos posibles. El más
evidente, en la veta del Romanticismo, había sido la ruptura de la separación
lenguajeorigen natural y la aprehensión por medio de la poesía de la unicidad
primigenia que los órdenes racionales habían roto defini tivamente, entre ellos el propio
orden del lenguaje. P. de Man ha glosado ampliamente la metafísica unitiva del
Romanticismo para criticar, desde posiciones deconstructivistas, el mito del ser como
presencia que tal concepción ofrece (P. de Man, 1984). Sin embargo, la poética
contemporánea no ha dejado de verse influida por tal idea, hasta el punto de elevar la
imagen del poema como totalidad autónoma y de autosuficiente significación como una
de las principales convenciones que afectan a la recepción misma del género lírico.
Comentaba J.Culler (1975: 171) que un final abrupto en poesía no es la quiebra de la
totalidad, sino el índice de una construcción asimismo total con el sentido preciso para
no saldarse como insuficiente o anómalo.

Una de las vertientes más poderosas de esta concepción absoluta del lenguaje
lírico ha afectado incluso a su orden discursivo, como veremos, pero sobre todo ha
impedido que la lírica sea campo de receptividad para los discursos no líricos. Cuando
M.Bajtin contrapuso una concepción ptoloméica del lenguaje a una concepción galileana
pudo observar la propiedad intensamente monológica y absolutizadora del lenguaje del
poema, a diferencia del lenguaje polifónico, plural y ampliamente abierto a los
discursos sociales del género novela. Bajtin llamará lenguaje autoritario al de la lírica
precisamente por este fenómeno particular de proponerse como singular y único,
alejado de los dialectos sociales no literarios:

Aussi, en matiére de poésie, il est possible 1'idée d'un langage poétique


particulier, d'un langage des dieux, d'un langage poétique prophétique [...] Ti est
constant que le poéte, dans son refus de tel langage littéraire, réve de créer
artificiellement un nouveau langage poétique plutót que de récourrir aux dialéctes
sociaux éxistants. Les langages sociaux sont objecteux, caractérisés, socialment localisés
et hornés, mais le langage de la poésie, créé artificiellement, sera directement
intentional, péremptoire, unique et singulier [...] Les symbolistes, puis les futuristes,
révérent de créer un langage spécial pour la poésie, et firent méme des tentatives pour y
parvenir [...] L'idée d'un langage poétique spécial exprime toujours la méme concéption
ptoloméenne d'un monde linguistique stylisé (M.Bajtin, 1978: 109-110).

Cuando hagamos el análisis del poema de Vicente Aleixandre podremos advertir


hasta qué punto Bajtin podría - de haberlo conocido - haber ejemplificado con él su
diagnóstico de la absolutización que la poesía hace de su propio lenguaje y la
impermeabilidad que muestra hacia los otros lenguajes, excepción hecha de los
pertenecientes a la tradición poética anterior, a los que sí se muestra muy abierta. De
hecho cuando C.Segre amplió el concepto de intertextualidad pudo ejemplificar el
primer fenómeno en la lírica para con otros lenguajes poéticos previos, pero la riqueza
de la transmisión interdiscursiva muestra predominancia en elementos de lenguajes no
poéticos y se ejemplifica mejor en la novela o en el discurso cotidiano, preñado de citas
(C.Segre, 1984: 103-118).

Pero, por encima de estas constataciones, interesa aquí subrayar que la crítica de
Bajtin hacia la concepción de un lenguaje poético singular y único, absoluto, no hace
sino reconocer una convención de la que nuestra cultura participa: la experiencia que el
poeta tiene con el lenguaje es primigenia, fundacional, instauradora y, aunque el
poético no sea otra cosa que un discurso más, se propone asimismo como el lugar de
despliegue de la instauración del lenguaje como venero creativo, expulsando de su seno
toda virtualidad de representación de otros lenguajes o mimetización de otros
discursos, como no fuera del religioso, curiosamente la otra esfera de la absolutización
de la experiencia y, casualmente, íntimamente unido al espíritu de los románticos
europeos (H.G.Schenk, 1966; Abrams, 1953; Harmen, 1980; Bowra, 1969), que además
consideró la poesía como su rival.

3. Por inmanencia de los roles pragmáticos quiero referirme al fenómeno


denominado por Lotman (1973: 114) autocomunicación y por I.Levin (1976)
comunicación intra-textual. Supone en lírica un especial estatuto comunicativo que
posibilita y fuerza la situación del yo-tú-él del propio circuito de la comunicación en
favor de una consideración inmanente del mismo. Quiero significar con consideración
inmanente la subordinación de los deícticos personales, espaciales y temporales a la
propia frase que da lugar a la enunciación por parte del llamado yo lírico. El género
lírico comparte con la totalidad de la literatura el fenómeno pragmático peculiar por el
que la comunicación emisor-receptor tiene carácter diferido, in absentia. C.Segre ha
hablado para la literatura en general de un grieta o ruptura del circuito de
comunicación Emisor-Mensaje-Receptor que rompe su sucesión para producir dos
segmentos de circuito agrietado: Emisor-Mensaje/Mensaje-Receptor (C.Segre, 1969: 74).
Pero la lírica obtiene también en este circuito específicas relaciones pragmáticas,
fundamentalmente la de la comunicación yo-yo.

La lírica, en efecto, y tendremos la ocasión de constatarlo en el poema de Vicente


Aleixandre, ha re-situado el papel de los hablantes y por ello adquiere notas de
especificidad en sus roles pragmáticos que conviene analizar. Tan frase imaginaria es
un cuento como un poema lírico pero en éste la cuestión fundamental del Yo y de la
identificación de la primera persona ha adquirido proporciones enormes en la teoría,
hasta el punto de que puede afirmarse que la cuestión del hablante poético, del yo
inmanente y su situación con relación al tú, constituye la cuestión central en los análisis
pragmáticos y será cuestión de singular importancia en el texto que nos proponemos
comentar.

Aunque la lectura tradicional quiso identificar yo = autor hombre, este fenómeno


está hoy ampliamente desterrado y ha originado sólidas críticas desde la raíz ontológica
misma del hablar imaginario que es el literario. F.Martínez Bonati (1960) ha sido
especialmente contundente para con esta cuestión. Una vez situados dentro del habla
imaginaria el principal rasgo pragmático destacado hoy por todos los autores es el que
Culler denomina distancia e impersonalidad. Según la convención de distancia e
impersonalidad, el valor de los deícticos y sus efectos originan un proceso de
generalización según el cual el yo-tú del poema se ubica en un circuito propio,
extensible a cualquier lector (J.Culler, 1975: 164-270). U.Oomen (1975: 141) habla de
serias dificultades para la identificación del yo y del tú poéticos que puede referirse a
varias y diferentes personas, separadas del referente del mundo real e inmanentes al
texto. Una falta semejante del referente de mundo real provoca una multiplicación y
extensión de los roles, hasta incluso, como veremos, llegarse a una identificación del tú
con el yo, en una misma instancia, fenómeno muy peculiar de la comunicación lírica.
Obviamente esta generalización y multiplicación de referentes de los deícticos depende
de que la situación de habla no está en el poema prefijada como en el discurso cotidiano
ni está fijada, como en la novela, por el hablar de los personajes y por la actividad del
narrador. En efecto, tampoco en la novela los referentes son los del mundo real, pero en
cambio la narración fija las situaciones de habla inmanentes del texto y de ese modo
tiende a eliminar su distancia respecto al actuar lingüístico cotidiano. Mientras que en la
novela interesa el que Roland Barthes llamó efecto de realidad (véase R.Barthes, 1970) la
lírica evita a menudo ese efecto, por el expediente de dejar sin fijación alguna la
situación de habla y conseguir por esa vía el margen de ambigüedad, la generalización
de la experiencia y un proceso de identificación del lector (tú) con el yo lírico.

Iuri Levin (1976: 206) se ha referido a que en la lírica el carácter de subjetividad


favorece la emergencia de una comunicación directa entre el lector, el autor implícito y
los personajes explícitos, dándose, por el efecto de generalización, una adaptabilidad de
los roles que permite al lector la proyección de la situación del poema sobre su
experiencia personal o imaginada, soñada o deseada.

K.Stierle (1977) ha explicado magistralmente el fenómeno al señalar que en


poesía el estatuto del emisor y del receptor ha favorecido la discursivización del texto,
de modo que si el sujeto de enunciación es una función del discurso en toda
comunicación, ocurre que en la comunicación lírica también se produce a la inversa: el
discurso mismo llega a plantearse como función del sujeto de enunciación, por lo que
éste, como rol, pierde su identidad o, mejor dicho, rol y función discursiva se funden,
advienen idénticos. Este problema de la identidad del sujeto de enunciación hace
emerger un sujeto lírico o rol de sujeto lírico, que no es una entidad identificable fuera
del poema mismo. El discurso mismo es una función del sujeto de enunciación y
viceversa. Se origina una pérdida de identidad extradiscursiva y el poema señala una
constante búsqueda de esa identidad problemática del sujeto (véase K.Stierle, 1977: 436
y sigs.)

Igual ocurriría con el tú poético, que a veces tiene un referente designado por el
propio texto y aun en esos casos el valor de la referencia se amplía para abarcar al lector
y en otros al sujeto mismo (yo), en un proceso claro de identificación con quien ha
escrito. «La fuerza ilocutiva de una poesía - escribe F.Lázaro (1984: 47) - es siempre una
invitación al lector a que asuma el mensaje como propio. Esta relación pragmática [...]
me parece fundamental. Sólo por ello se explica el relieve del lector en la comunicación
lírica.»

La multiplicación de los contextos no se limita en la lírica a los deícticos


personales, sino que se extiende a los contextos espaciales y temporales que sufren
idéntico proceso de generalización. El «ahora» del poema no es el ahora de cuando fue
escrito, sino el ahora de cuando es leído, sus contextos originarios se pierden para dar
paso a una multiplicación y extensión de los mismos (véase U.Oomen, 1975: 143-144;
J.Culler, 1975: 165 y K.Stierle, 1977: 432).

La extensión del lugar y del tiempo está relacionada con la extensión de lo que
U.Oomen llama espacio de percepción o totalidad de los factores que le vienen dados a
los participantes a través de la situación, la cantidad de información extralingüística
compartida por los interlocutores en el acto comunicativo (objetos comunes,
acontecimientos presentes en la comunicación de habla, etc.). «En la comunicación
escrita no poética el hablante tiene que informar al destinatario de las circunstancias en
que se escribe en el caso de que quiera hacer referencia a la situación. En poesía, sin
embargo, mencionan a menudo objetos y acontecimientos como si vinieran dados por
un espacio de percepción y como si el destinatario formara parte de dicho espacio y
estuviera, por tanto, familiarizado con él» (U.Oomen, 1975: 145).

Por esas vías el lector es liberado de su situación «real» e introducido en un


nuevo espacio perceptivo, intemporal, sin restricciones concretas, que multiplica el
contexto comunicativo y lo extiende a toda situación de lectura en que se crea el mundo
imaginario por el que esos objetos y acontecimientos vuelven a tener presencia.

6.2. EL ANÁLISIS DEL POEMA

Una vez planteados algunos extremos teóricos que la metodología de análisis


pragmático ha propuesto para el texto lírico, hora es ya de abordar el análisis del poema
objeto de este estudio: «El poeta», primer poema del libro de Vicente Aleixandre
Sombra del paraíso, publicado por vez primera en 1944 y que reproduzco aquí según la
edición de Obras Completas, Madrid, 1968:

EL POETA

El poema que analizamos es el primer poema del libro Sombra del Paraíso y
adopta por tanto una doble posición: desde el punto de vista de la comunicación
pragmática establecida en el libro el poema se propone como una dedicatoria del
mismo, dirigida por el poeta a un personaje receptor que se define asimismo como
Poeta. Hay en el poema un marco pragmático que asume una locución como acto de
lenguaje con las fuerzas ilocutivas de la dedicatoria y el efecto doble ruego: que «oiga el
libro» para mirar la luz cara a cara, sin la mediación -y limitación - de la escritura. Tal
ruego final es resultado de un proceso de argumentación que gobierna la dispositio
textual según el siguiente esquema:

1. Primera parte: Invocación al poeta (vv 1-16)

A) Cualidades cognoscitivas del poeta:

1.a estrofa: que conoces.

2a estrofa: que sentiste.

B) Cualidades de la representación del libro: CODA síNTESIS: v 17: Sí, poeta: el


amor y el dolor son tu reino.

II. Segunda parte: ESTRUCTURA ARGUMENTATIVA:


(vv 18-38) - No finitud

-No pasividad

III. Conclusión: Síntesis de la argumentación: Negación del libro

¿Entonces?

Fusión con el universo

Quiero decir que este poema, aparentemente caótico por la libertad de sus
imágenes, está gobernado por una poderosa estructura cuya dispositio implica al menos
una doble realización ilocutiva: el ruego (tanto de ser oído como de la negación del
«libro») y la argumentación, que plantea el poema como un proceso cuya conclusión es
resultado de afirmaciones anteriores y que da lugar a que la última estrofa, precedida
por la preposición «¿Entonces?», sea una consecuencia de lo dicho.

Si las posiciones pragmáticas de «invocación»-«ruego»-«argumentación con


conclusión» pueden ordenar los elementos de la dispositio textual, hay otra posición
pragmática que puede ayudamos a su interpretación: la situación de este poema como
dedicatoria de un libro del que es su primer acto y poema. Esta segunda posición -
textual - tiene consecuencias co-textuales de enorme interés y puede proporcionamos
una primera clave respecto al tópico central de su inventio en relación con la
macroestructura que supone no sólo el libro sino su lematización como Sombra del
Paraíso, que traduce el tópico textual base para la interpretación del libro, pero también
del poema. Este poema verá el desarrollo de varios tópicos - que analizaré como redes
isotópicas - de una macroestructura general que el mismo título del libro ya define: «el
libro de poemas es una sombra, una limitación para la unicidad originaria del poeta con
el universo, el lenguaje será sólo sombra de ese paraíso donde el poeta, unido al
cosmos, vive su originaria fusión íntima con la realidad entera». Esta lectura es la
definición de la macroestructura, que, por la especial situación del poema en el libro (su
dedicatoria) tiene la virtualidad de definir tanto el tópico central del libro en su
conjunto como el poema particular que estoy analizando.

En la macroestructura definida hay dos elementos: «sombra» y «paraíso», que


van a obtener, ambos, un desarrollo en dos ejes isotópicos cuya elocución ha preferido
los lexemas «dolor» y «amor», con que los nombra el verso 17, que considero nuclear y
actúa en la dispositio textual como CODA SÍNTESIS de la primera'parte del texto.'
<Amor» y «dolor» son lexematizaciones de dos macroisotopías presentes como tales en
todo el texto: la de «espiritualidad» y la de «materialidad», de cuyo enfrentamiento y
contraste hablarán la mayor parte de los versos. En efecto el poema se propone como
desarrollo de estas dos líneas de contenido o haces isotópicos, tópicos en que se
manifiesta aquella macroestructura.

-Antes de pasar al análisis de estas redes isotópicas textuales permítaseme


proponer una explicitación de la transformación que opera en el poema para permitir la
lectura que defiendo. Dicho de otro modo, voy a proponer en breves fases una lectura
que contemplará el modo como la macroestructura definida se ha desarrollado en los
tópicos textuales (o isotopías). He aquí mi lectura (que no respeta el orden del texto sino
que lo invierte para reescribirlo en el orden de mayor a menor relevancia de los
tópicos): «El poeta está llamado a ser luz profética cósmica, en virtud de sus dotes
especiales para la aprehensión de toda la realidad. Su amor será fuerza unitiva que
llevará a transformar la materia no por vía de su representación finita (el libro) sino por
vía de fusión con el universo. Esto será posible a pesar de las dificultades inherentes a
su materialidad y a condición de superar la distancia que el lenguaje - el libro - le
impone.»

Tal lectura se obtiene por la explicitación de las dos macroisotopías ya definidas,


cuyo desarrollo abordaré de inmediato. Antes representaré en este esquema los
diferentes haces isotópicos en su interrelación:

1. Macroisotopía «ESPIRITUALIDAD»:

-«Perceptibilidad máxima»

-«Espiritualidad visionaria»

Lexema NUCLEAR: AMOR.

II. Macroisotopía «MATERIALIDAD»:

-«Limitaciones humanas»

-«Opacidad de la escritura (libro)»

Lexema NUCLEAR: DOLOR.

Todo el poema es una dialéctica entre las capacidades perceptivas (cognoscitivas


y sensitivas) y la espiritualidad profética del poeta en lucha con la limitación que
impone el lenguaje, el libro, a la fusión del poeta con el universo. Veamos esta dialéctica
en su desarrollo elocutivo.
Las dos primeras estrofas del poema inciden sobre todo en el tópico de la
especial capacidad del poeta para conocer (1.a estrofa) y para sentir (2.a estrofa) la
totalidad de los elementos del universo. Se configura aquí una primera isotopía que he
denominado perceptibilidad máxima. La constituyen sememas y frases (grupos de
sememas) que contienen el sema de la perceptibilidad pero dotándolo de un índice de
grado: el poeta es capaz de alcanzar una capacidad sensitiva y de conocimiento
inaccesible al común de los mortales. Tales sememas se incluyen en frases adjetivas que
desarrollan las cualidades del poeta:

queconoces...

cuyadelicada pupila sabe...

quesentiste...

-y en cuyas palabras...

En todas estas frases se desarrolla el tópico de la capacidad (máxima


perceptibilidad) para acoger el poeta en su rutina, o en sus venas (por interiorización de
la experiencia) y a través de sus palabras, la totalidad de la naturaleza (la abarcabilidad
del poeta es cósmica, total) representada aquí sucesivamente por:

Nótese que el índice de grado máximo para la perceptibilidad que el poeta goza
se muestra en atributos de irracionalidad, puesto que el poeta conoce el centro de la
piedra o el peso de una montaña, y además se marca la especial cualidad cognoscitiva
para sus atributos físicos de percepción: «delicada pupila», «ojo dulce».

La capacidad de actuar este poema como metapoesía no ha descuidado un


fenómeno de continuidad que traduce pasos sucesivos de la propia creación poética:

1.°Aprehensión auditiva: «canto de la piedra»

2.°Aprehensión visual: «delicada pupila»

3.0Interiorización: «aduerme en nuestras venas»

4.0Verbalización: «en cuyas palabras».

Una vez defendida la isotopía de perceptibilidad máxima se invoca (v 8) al poeta


a oír el libro, recordando Aleixandre la oralidad como menor canal de la poesía. Se
califica inmediatamente al libro como totalidad ambiciosa («ademán de selva», «se ve
batir el deseo del mundo»), como primoroso en los detalles («gota de rocío»).

En el versículo 17 comienza la expresión de otra gran isotopía temática que es la


que he definido como «Materialidad». Se desarrollará, como mostré en el esquema,
tanto como predicación del contenido «Opacidad de la escritura», como predicación del
contenido «Limitación humana». En efecto, la estrofa está organizada para hablar del
libro, pero también se habla en ella de las limitaciones, cansancio y dificultad de la
propia percepción. Ambas líneas de contenido convergen en los semas «opacidad» y
«limitación cognoscitiva». Tales semas se encuentran en el contenido de los siguientes
sememas o grupos de sememas:

-«tristeza como párpado doloroso» versus «delicada pupila» de la isotopía


anterior

-«cierra el poniente», «oculta el sol» (opacidad, limitación cognoscitiva)

«lágrimaoscurecida» (opacidad, limitación cognoscitiva)

«frentefatigada» (cansancio, limitación cognoscitiva, opacidad)

-«beso sin luz» (opacidad, limitación cognoscitiva-comunicación)

-«palabras mudas» (opacidad, limitación cognoscitiva)

-«mundo finando» (opacidad).

El versículo 17: «Sí, poeta: el amor y el dolor son tu reino» actúa de coda-síntesis
de las dos líneas de contenido hasta ahora enfrentadas. «Amor» es lexema que lematiza
la unión del poeta con la naturaleza y su fusión íntima - cognoscitiva y sensible - con
ella. «Dolor» lematiza en cambio la isotopía de materialidad, de limitación cognoscitiva,
tanto del poeta como del vehículo elegido: el libro como «opacidad». Es, pues, este
verso la expresión feliz de la dialéctica de los dos haces isotópicos recorridos.

Las siguientes estrofas serán el desarrollo de esta dialéctica anunciada entre los
dos haces isotópicos: «Espiritualidad» (Amor) versus «Materialidad» (Dolor). No se
desarrollará tal dialéctica, como hasta ahora, en sucesividad, sino en simultaneidad, de
modo que en los siguientes versos sus sememas o grupos de sememas entrarán en
contradicción constante dentro de cada verso. El sema central de la isotopía
Espiritualidad va a adquirir una concreción por medio de la insistencia en el contenido
«luminosidad», recorriendo así Aleixandre el tópico tradicional de la luz profética y de
la capacidad visionaria de que goza el poeta. Veamos los términos de la dialéctica:
ESPIRITUALIDAD VERSUS MATERIALIDAD

La representación esquemática de esta dialéctica tiene el inconveniente de no


reflejar el contenido superpuesto de la vinculación que en el poema se va haciendo
entre poeta = universo, a partir de su asimilación a los elementos naturales de luz
cósmica (rayo, luna) y al elemento natural del mar. Aunque el esquema ofrece esta
dialéctica no puede ofrecer la que Aleixandre prepara como resultado de su
«argumentación»: el poeta tiene vocación no receptiva sino emisora, no es su luz la de
un espacio reducido o su cuerpo el de una playa, simple receptáculo de las fuerzas
creadoras. El poeta, se dice aquí, es luz y mar, es fuerza cósmica creadora activa y no
pasiva. De ahí la función especialísima que cumplen las negaciones («No... No...») y la
estructura acoplada de las estrofas 4-7 y 5-6. En la primera pareja de estrofas (4 y 7) se
marca al poeta no como playa (elemento pasivo-receptivo) sino como mar extendido a
todo el planeta. En la segunda pareja de estrofas (5 y 6) se presenta al poeta no como
elemento receptivo o pasivo del rayo de luz sino como fuente misma de la luz cósmica.

Resultado final de todo este desarrollo es la última estrofa que se presenta en el


eje de la dispositio textual como conclusión del proceso, para lo que actúa la partícula
conclusiva: «¿Entonces?» Lo dicho en esta estrofa es la síntesis de cuanto llevamos
analizado. En ella vuelve a recordarse el libro como vana pretensión, como opacidad,
como simple destello opaco de la luz profética y en consecuencia se invita al poeta a
arrojar el libro y entregarse a la fusión interna, directa, con el cosmos en una imagen del
cuerpo del poeta proyectado sobre la totalidad del universo, como imagen telúrica de la
definitiva fusión con el cosmos:

Y mira a la luz cara a cara, apoyada la cabeza en la roca, mientras tus pies
remotísimos sienten el beso postrero del poniente

y tus manos alzadas tocan dulce la luna,

y tu cabellera colgante deja estela en los astros.

6.3. CONCLUSIÓN

El breve análisis que acabo de realizar, apoyándome en los instrumentos


conceptuales de la lingüística textual, singularmente en los ofrecidos por las
investigaciones sobre macroestructuras y sobre constituyentes isotópicos (que vienen a
desarrollar aquéllas), nos ha permitido ir poniendo de relieve algunos de los contenidos
presentes en el texto que - como metapoesía que es - reproducen los presentados en la
primera parte del estudio. Es hora de llegar, en conclusión, a trazar qué elementos de la
pragmática de la lírica enunciados en la primera parte de este estudio pueden
recordarse en este poema.

6.3.1. El que llamé mayor significación ha justificado la posibilidad de una lectura


de este poema en el que los elementos de referencialidad aparentes han venido a ser
sustituidos por una lectura de lo que entendemos contenido fundamental subyacente.
La interpretación ofrecida para este poema ha situado muchos de sus términos en el
dispositivo pragmático de polifuncionalidad. Hemos «interpretado» por encima de su
literalidad, precisamente porque una lectura literalmente referencial de los propios
términos y sus contenidos, según el diccionario, habría llegado a un absurdo. La
codificación misma, el cifrado del texto, no sólo permite sino obliga a una
descodificación elíptica respecto a su potencial imaginario más allá de su aparente
referencialidad.

6.3.2. El lugar teórico de la absolutización es central en el propio texto de


Aleixandre, en tanto propone que el poeta es el vínculo con las fuerzas originarias y
señala la unidad íntima con el cosmos «más allá del lenguaje». El mito del lenguaje
como sombra y opacidad y la capacidad de la poesía de rescatar el primitivo sentido
originario ha sido el centro mismo del poema aleixandrino. Tan absoluta y total es la
experiencia que propone una divinización del poeta-profeta depositario de una verdad
que es luz por encima de la sombra del lenguaje.

6.3.3. El poema ha mostrado también la propia teoría pragmática de inmanencia


de los roles y es preciso para ejemplificar tal teoría una vez que hay un diálogo implícito
entre un yo (poeta) y un tú (poeta), por el que presumimos una identificación de los
roles en la esfera del sujeto. El referido tú-poeta, no es, sin duda, diferente, porque en
ese caso únicamente podríamos creer que el poema está dirigido a ser recibido por
poetas. Hay en este poema autocomunicación (yo-yo, él-yo) por identificación incluso
textual cuando en los versos 2 y 6, el pronombre «cuyas» genera frases en tercera
persona que remiten a un contenido global: POETA. Fuera del marco pragmático de la
enunciación misma es imposible ubicar el referente del tú dialógico que se universaliza
de ese modo hasta alcanzar a ser todo predicación de poeta en la que se unen el yo, el
tú, y el él. Fuera del poema ninguno de estos roles alcanza referencia posible.

De este proceso, y por ser metapoesía explícita, el poema de Aleixandre ha


ilustrado los que considero contenidos centrales que la pragmática de la lírica ha aislado
para explicar la especial comunicación del poema lírico.
El libro titulado Los encuentros fue publicado por Vicente Aleixandre en 1958
(en Ediciones Guadarrama) y reúne 39 fragmentos en prosa con las semblanzas o
retratos de 37 escritores españoles. La disparidad de ambos números proviene de que el
fragmento titulado «Una visita» que Aleixandre sitúa detrás del retrato de Miguel
Hernández evoca en realidad las sensaciones del propio Aleixandre en su visita a la
tumba del oriolano y de que el fragmento que cierra el libro, el titulado «El poeta
desconocido», es un encuentro con un soldado que le visita y le pregunta acerca de la
poesía y que parece ser un personaje inventado que sirve de palanca para un diálogo
entre el pueblo, representado en este anónimo aprendiz de vate, y el poeta V.Aleixandre
que ya por entonces figuraba como la encarnación representativa de los poetas
españoles.

Este libro posee un doble interés que guiará nuestro análisis: el que ostenta como
realización de un género literario muy concreto, el retrato, y el que cabe deducir de la
mucha información histórico y crítico-literaria de su contenido, pues además del
trazado de las semblanzas o evocaciones de personajes concretos, por el hecho de ser
todos los personajes seleccionados escritores españoles contemporáneos según son
vistos por Aleixandre, contiene mucha información crítico-literaria sobre sus gustos y
filiaciaciones literarias y sobre el diseño de su propia perspectiva sobre la historia
literaria española de este siglo.

Para esta última significación, con la que iniciaremos nuestro análisis, conviene
tener en cuenta el especial lugar ocupado por Aleixandre en la historia de la poesía
española del siglo xx, un lugar que excede con mucho el de sus propias aportaciones al
lenguaje poético en sus libros de poesía y que alcanza a su personalidad de albacea de
la herencia poética española. No hay historia de la poesía española del siglo xx que no
reconozca el magisterio que Aleixandre ejerció sobre las distintas generaciones de
poetas de la posguerra, para quienes vino a ser una especie de encarnación viva de la
idea de poeta y de poesía y un puente entre los jóvenes poetas de la posguerra y los de
su propia generación'. Un libro como el de su discípulo y amigo J. L. Cano, Los
cuadernos de Velintonia2, ofreció testimonio de esa casa de Aleixandre, en la calle
Velintonia, como el lugar privilegiado de encuentro entre los poetas mayores y los más
jóvenes de diferentes promociones, y de su figura como mentor, árbitro y autoridad
indiscutida que animó callada pero eficazmente a diferentes voces y estilos que se
fueron sucediendo en la historia de la poesía española.

Precisamente el libro Los encuentros está estructurado teniendo en cuenta esta


labor suya como puente entre la poesía anterior y la siguiente. Su estructura es muy
cuidada pues las dos partes en que se divide son de igual extensión en cuanto al
número de retratos que incluyen (18 retratos, desde Baroja a Manuel Altolaguirre en la
primera parte, que contempla los poetas anteriores y los de su propia generación
poética), sigue luego una breve sección separadora entre las dos partes que con el título
de «Intermedio mayor» dibuja los perfiles de Galdós y de Emilia Pardo Bazán. La
segunda parte del libro, luego de este intermedio, reúne otra vez el mismo número de
retratos de la primera, 18, dedicados a los poetas posteriores a la Generación del 27,
comenzando por Miguel Hernández y hasta José María Valverde. Cierra a modo de
epílogo el fragmento citado «A un poeta desconocido», que representa al aprendiz de
poeta que está por venir. Independientemente, pues, de la maestría de los retratos y del
género mismo, hay en la muy cuidada organización estructural de este libro toda una
autofiliación estética y detalles muy interesantes para la historia literaria española.

No es el menor de ellos la significación implícita de antología de autores que


Aleixandre traza. Aunque en una breve «Nota Preliminar» al libro se esfuerza en
declarar que «El índice, porque no es crítico, no propone al lector un censo estimativo, y
fuera de su letra, hoy, quedan poetas tan cercanos en mi admiración y mi amistad como
los aquí inclusos» (pág. 1154), es un hecho que los que están no aparecen por
casualidad, ni tampoco algunos de los ausentes, cuando esa ausencia es muy llamativa,
como es el caso de Juan Ramón Jiménez, que no sólo no aparece retratado, cuando
podía y diríamos que «tenía» que haberlo sido, sino tampoco mencionado a lo largo del
libro. Una vez Aleixandre ha dicho en la «Nota Preliminar» que la galería de retratos lo
es de «escritores habituales del verso con la excepción de cinco caracterizados creadores
en prosa» a los que reconoce su magisterio (Baroja, Azorín, Ortega y Gasset, Galdós y
Pardo Bazán), y una vez reconoce haberse saltado, aunque sea en un solo caso, el de
A.Machado, la autoexigencia de retratar sólo a personajes que ha visto directamente,
parece que la ausencia de Juan Ramón es clamorosa tratándose predominantemente, ya
digo, de una galería interior al dominio de la poesía española de este siglo.

No solamente es elocuente para una visión propia de la historia literaria el


elenco, sino también la muy cuidada ordenación de los retratos, su disposición en el
libro. En la primera parte comienza con los que considera sus maestros literarios de la
llamada Generación del 98: Baroja, Unamuno, Azorín, y Machado. La inclusión de don
Antonio es un acto de voluntad explícita pues hacerlo le obliga a saltarse el principio de
haber conocido o visto personalmente a los retratados, lo que no es el caso para
Machado. Aleixandre imagina un peculiar artificio, una conversación con un barbero
llamado Eduardo, que afeitaba a don Antonio, y que es quien traza un dibujo
perspectivizado desde sus ojos, centrado casi exclusivamente en el proverbial desaliño
indumentario y callada sencillez personal del poeta, a quien por cierto sólo se nombra al
final, y gracias a preguntas de Aleixandre. El tal Eduardo no había concedido mayor
atención al callado cliente, incluso dice ser un poeta no conocido y «que si hace versos
será de afición, no es lo suyo» (pág. 1172)3 pero esa postergación al final, ese suspense
del resultado de la inda gación sirve precisamente a Aleixandre como recurso de realce
de la figura: se estaba hablando en todo el fragmento nada menos que de don Antonio
Machado, con tal título convocado. Machado es el único poeta cuyo magisterio es
reconocido indirectamente por Aleixandre en este libro. Los otros maestros serán los
prosistas convocados, y para el resto de poetas de esta primera parte del libro el retrato
lo elabora a la altura de su encuentro con ellos o de su significación como amigos con
los que ha tratado al nivel de una afición compartida o de una cálida amistad.

La segunda parte, tras el intermedio de Galdós y Pardo Bazán, con el que


Aleixandre ha querido homenajear a la tradición liberal española de la que se siente hijo
y admirador, inicia un muy claro cambio de registro, pues los poetas incluidos por
Aleixandre en su galería de retratos son ya los que pertenecen a la que Aleixandre
reconoce como generación siguiente, la de discípulos que se han acercado al poeta en su
casa de Velintonia, ámbito espacial en el que tiene lugar la mayoría de los retratos de
esta segunda parte, y para los que Aleixandre actúa como amigo pero tambien muchas
veces como mentor y maestro. Veremos luego, cuando tracemos algunas notas sobre la
estructura y estilo de los retratos, que tal cambio en el trazado de una línea histórica
influye también sobre la perspectiva y estilo elegidos para la evocación. Hay pues, como
primera conclusión, en la estructura y disposición del elenco de retratos, el trazado de
una historia literaria interna de la poesía española, que Aleixandre dibuja teniendo su
propia generación como frontera y situando precisamente a Miguel Hernández, al que
Dámaso había querido llamar epígono de la Generación del 27, en el gozne, entre las
dos partes del libro, pues el poeta oriolano abre la segunda mitad. A nadie escapa por
otra parte que el drama de la Guerra Civil convocado indirectamente tanto en el retrato
del autor de Perito en lunas como en la patética visita que a su tumba alicantina hace
nuestro autor, es otro quicio separador de las dos mitades, pues el universo, atmósfera y
cronología de los retratados en la segunda mitad del libro es el propio de los poetas que
han escrito su obra en la posguerra. No puede ser casual que el retrato de Miguel
Hernández se cierre así: «Era confiado y no aguardaba daño. Creía en los hombres y
esperaba en ellos. No se le apagó nunca, no, ni en el último momento, esa luz que por
encima de todo, trágicamente, le hizo morir con los ojos abiertos» (pág. 1247) y que
inmediatamente después de estas pala bras incluya el fragmento siguiente, titulado
«Una visita», y que sin dar ningún nombre, ni el del poeta muerto, narre de modo
emocionado la visita que Aleixandre hizo a la tumba del poeta de Orihuela. Tampoco es
casual que tras este emocionado homenaje al poeta sacrificado por esa guerra el retrato
siguiente, el dedicado a Luis Felipe Vivanco, retome ya el hilo generacional, con el salto
que inicia así: «Se decía que José Bergamín, prosista de nuestra generación, tenía un
sobrino que escribía versos. Así fue anunciada de lejos [...] la primera noticia de Luis
Felipe Vivanco Bergamín» (pág. 1250). Se ha iniciado así, con esta explícita datación de
un relevo generacional, el de un sobrino de un miembro de la Generación del 27, la
verdadera segunda parte del libro, la de la generación de la posguerra. Actúa pues la
última de las víctimas directas de aquella guerra y la visita a su lápida, que es el único
fragmento que no se propone un retrato como tal, como frontera entre las dos partes del
libro.

Otro punto de interés, en este orden delimitador de las etapas de la poesía


española, tal como indirectamente lo propone Aleixandre al ordenar su galería de
retratos, es la conciencia explícita e implícita del núcleo de poetas del 27 como
generación, así llamada varias veces por Aleixandre, que pivota la primera parte de esa
historia. Estamos en 1958 y ya hace años que su amigo y compañero Dámaso Alonso ha
formulado en su conocido artículo «Una generación poética (1920-1936)» la idea y la
nómina de tal generación4. Muchas veces se ha referido Aleixandre de modo explícito a
la suya como generación poética y en un momento concreto, en la primera parte del
retrato de Jorge Guillén escribe: «Tenía Jorge entonces treinta y cuatro años, lo recuerdo
muy bien, y se hallaba al filo de la aparición de su primer Cántico. A su lado, Pedro
Salinas, un año mayor, el decano de la generación. Estaba Federico. Un poco más allá,
Rafael Alberti. Y algunos más. Creo que se hallaba también Manolito Altolaguirre, el
benjamín. (Desde el mayor, Salinas, al más joven, Altolaguirre, había una distancia de
catorce años, y entre esos dos límites corríamos todos)» (pág. 1183). Aunque sea una
casualidad que el encuentro relatado coincida con el año 27 (cuando estaba a punto de
aparecer la primera edición de Cán tico, 1928) y tenía Guillén 34 años, no obedece ya a
casualidad el empeño de Aleixandre por enumerar los límites de inicio, con Pedro
Salinas, y de término, con Altolaguirre, de la que llama explícitamente generación y
cuyos principales componentes recuerda en aquel encuentro en el café «La Granja El
Henar». Quizá se deba a esta circunstancia, la presentación de la Generación del 27 y su
subrayado, el hecho de que el retrato de Jorge Guillén preceda en este libro al de Pedro
Salinas, cuando para el resto de autores retratados a lo largo del libro hay un
escrupuloso orden cronológico, asimismo guardado, con esta excepción que
comentamos, en el interior de la Generación del 27, que termina con el retrato de
Altolaguirre, precedido del de Cernuda, los dos retratos que cierran la primera mitad
del libro antes del «intermedio mayor». Considero que ha sido el interés de presentar a
la Generación del 27 como grupo lo que ha llevado a Aleixandre a situar el retrato de
Guillén antes que el de Salinas: para poder dar cuenta de aquella foto de generación en
su memoria de un encuentro con la mayoría de sus miembros presentes.

Aparte de tan explícito reconocimiento, hay otros muchos lugares en que


Aleixandre ha insitido en la compacidad clara de la generación que inicia Salinas y
termina Altolaguirre. De hecho la propia estructura de esta galería de retratos obedece a
tal subrayado, pues Altolaguirre cierra la primera mitad, que reúne a todos los
miembros de la generación inmediatamente después de los maestros del 98 y de
Moreno Villa (aquí tendría que haber estado Juan Ramón), y los reúne en este orden
sucesivo: Guillén, Salinas (por el motivo argumentado hay esa falta al respeto
cronológico), Carles Riba, G.Diego, Dámaso Alonso, Clementina Arderíu, Federico
García Lorca, Emilio Prados, Alberti, José María de Sagarra, Luis Cernuda, Manuel
Altolaguirre. En el interior de la generación hay pues un escrupuloso orden
cronológico, también respetado para los tres poetas catalanes insertos en tal sucesión.

Por último, la conciencia y voluntad aleixandrina de subrayar el fenómeno


conocido como Generación del 27 es clarísima en la observación incluida dentro del
retrato de Luis Felipe Vivanco, el primero de los poetas de posguerra convocados. Dice
de él: «como escritor venía inmediatamente después que la Generación del 27, un par de
años más joven que el último de este grupo. Pero ya quedaba fuera de él y resultaría
decano de la generación siguiente» (pág. 1252). Sin explicación literaria algu na, sin
argumentación mayor, el mapa que V.Aleixandre traza de los relevos generacionales
estaba muy claro para él, y confirmaba, incluso al situar entre ambos la figura aislada y
a sus ojos fronteriza de Miguel Hernández, el mapa análogo dibujado por su amigo
Dámaso Alonso por aquellos años en que comenzaba a fraguarse la operación
constitutiva del concepto de Generación del 27.

Además de su contribución a una historiografía interna de la poesía española,


según hemos visto hasta aquí, dijimos que el otro gran interés de Los encuentros
estribaba en su estimable contribución al desarrollo de un género literario mucho
menos atendido de lo que mereciera: el del retrato literario, género cuya historia, según
recordaba recientemente Ricardo Senabre, está todavía por hacer'. En gran medida el
retrato aleixandrino está fuertemente ligado al aspecto anteriormente analizado, puesto
que autolimita mucho su objeto, ya que solamente ofrece retratos de 31 poetas y de
cinco prosistas que considera por uno u otro motivo maestros suyos, pero todos
escritores literarios españoles de este siglo. Se trata, por tanto, de un objeto muy
reducido temáticamente, lo que aumenta su valor para la historia literaria, pero lo
disminuye respecto a su alcance social o político. Este ensimismamiento en el dominio
no sólo literario es una divisa personal muy aleixandrina, que obtiene ventajas para la
historia literaria pero resta posibilidades de comunicación con la otra historia.

He aquí un primer rasgo de los retratos de Aleixandre en este libro: no sólo su


reducción temática, sino incluso dentro de ella hay una preterición y silencio casi para
cualquier otro aspecto que no sea el del lugar del retratado en la historia de la poesía o
en su faceta humana fundamental que comunique con el estilo de su obra. Aunque
estamos en 1958 y poco podía decirse de cualesquiera otras cuestiones, sobre todo las
políticas, tampoco hay ambientaciones sociales, ni noticias de la vida cotidiana que
pudieran trazar un cuadro de la vida de la época ex temo al propio dominio literario y
al perfil psicológico o familiar del retratado. Esta opción hace que los retratos
aleixandrinos tengan valor fundamentalmente para lectores de literatura, y para el
trazado de los rasgos más descollantes de una semblanza que tiene más de individual
que de colectiva, y mucho más de imagen fundamental del escritor que de su ambiente,
convocado muy pocas veces. Solamente veremos espigadas alusiones, en el retrato de
Jorge Guillén a su doloroso exilio, al final del de G. Celaya al compromiso del vasco o
en el de Blas de Otero también a su estética comunicativa. Pero estas notas están muy
autorreprimidas, son alusivas y se las ve muchas veces contenidas, limitadas a lo que
podría decirse la altura de 1958, con una férrea autocensura y control propio. El
episodio más comprometido, la visita homenaje ante la tumba de Miguel Hernández,
evita por ello nombrarlo, lo que otorga con la distancia a este episodio una emocionante
vibración contenida y un mayor peso simbólico de ese poeta como ejemplo de otros
muchos anónimos caídos con idéntica brutalidad.

Pese a que estas limitaciones temáticas le resten universalidad ha logrado


Aleixandre altas cotas expresivas en buena parte de los retratos, y algunos de ellos
pueden figurar en cualquier buena antología del género, por su excelente diseño y
factura estilística. Concha Zardoya dedicó un amplio estudio de 75 páginas a la
descripción del modo de proceder técnico de estos retratos, y aunque con excesivo
descriptivismo, la poetisa y crítica recorre lo fundamental de su estilo, atendiendo a las
sensaciones visuales o sonoras, a la ambientación paisajística, los elementos de la
descriptio personae, los lugares y los tiempos, las condiciones de enfoque, etc., lo que
me exime ahora de un análisis semejante6. Limitaré el mío a aspectos menos
contemplados por el estudio de Zardoya.

En realidad estos encuentros, he aquí la primera nota estilística que conviene


subrayar, son mucho más que retratos literarios, o bien son retratos no limitados a una
prosopografía o a una etopeya del personaje. Los rasgos fisonómicos o caracterológicos
se ofrecen casi siempre, pero insertos en un diseño mayor, en un dibujo que tiene
elementos narrativos fundamentales y que se ordena poniendo tal narratividad en
primer término. Quiero decir que cada fragmento, de unas cuatro o cinco páginas de
extensión casi siempre, supone la narración de un «encuentro», que es el que por ello da
título al libro. Este «encuentro» es situado discursivamente como la narración de una
escena, o de varias, y es dentro de tales escenas que se reproduce dando datación muy
pormenorizada de sus circunstancias y atmósfera, donde se inserta el retrato
propiamente dicho. No todas las escenas narradas reproducen las del primer encuentro
del poeta con sus distintos personajes encontrados; en los de la segunda mitad es más
frecuente este fenómeno, pues Aleixandre casi nunca deja de señalar, cuando se trata de
los poetas más jóvenes que él, la impresión de su primer encuentro, casi siempre en la
casa de Velintonia y de quién medió para que se produjese. Ello proporciona a los
encuentros de la segunda mitad del libro una mayor unidad en el tratamiento y en la
estructura, también más uniformidad y menos eficacia evocadora, con la excepción de
algunos, como el muy logrado de Leopoldo de Luis, en que Aleixandre se sale del
esquema general seguido para los demás poetas de posguerra y ofrece un retrato
focalizado sobre un solo aspecto del personaje, recorrido con intensidad: la extremada
cortesía personal del encontrado, evocada en una atmósfera literaria muy singular, cuyo
comienzo parece el de un novelista habituado al cine, localizando en distintos planos
primero a la secretaria, luego desviando el objetivo de la cámara al físico del personaje
focalizado, y por último a sus actitudes personales de puntualidad y cortesía. Veamos el
comienzo de este retrato y encontraremos un ejemplo de la narratividad fundamental
en que se inserta:

Si al entrar mirábamos al fondo de la habitación veríamos una ventana y,


delante, una mesita pequeña. Sentada, una muchacha trabaja en una máquina de
escribir. El sol caía suavemente hacia los rizos ligeros, que se hacían casi vaporosos en la
luz. Una mano pulsaba, la otra se emparejaba a su diligencia, y era una música vibrátil
donde se trituraba con suavidad la letra que unos ojos claros iban tomando de aquellas
grandes hojas desplegadas.

Como desde un objetivo, desde el umbral podíamos ladear la mirada. Pronto


desaparecería el cuadrito: la muchacha, la máquina, si no la música sonante. Estábamos
viendo una mesa mayor, y en ella una mano grande sobre una página blanca. Los ojos
observadores subían: un brazo conducía esa mano. Subían más, un hombro. Más: un
rostro de un hombre atento, atentísimo al equilibrio, a la regularidad, a la claridad sin
tacha de la escritura elegante (pág. 1299).

Y comienza el retrato físico de Leopoldo de Luis como tal, para acentuar luego
sus virtudes morales.

Junto a la narratividad de su diseño, en el ejemplo allegado hemos podido


apreciar otro rasgo discursivo que es común a todos los encuentros: la evocación. Están
todos narrados en pasado desde un presente que con mucha frecuencia dista mucho en
el tiempo, y no sólo para los encuentros con los poetas mayores o más distantes en el
tiempo cronológico. La actitud y tonalidad evocadora de un instante detenido que ya
pasó pero que se rememora desde una distancia, convocándolo de nuevo, como si se
estuviese viendo, es común a la mayor parte de los encuentros y adquiere significación
estilística general y muy notoria en la tonalidad lírica de la remembranza.
Otro rasgo estilístico común a todos los encuentros es el de la intensidad en el
desarrollo del momento evocado y de su potencial significación más alta. Aleixandre
escoge una breve situación, una anécdota, un rasgo del carácter, y los explota, los
desarrolla en intensidad, seleccionando un rasgo dominante y representativo del
trazado global del personaje, que se evita casi siempre, desplazado por este modo de
caracterización indirecta, por el relieve de ese elemento dominante que traslada muchas
veces al título del encuentro y que convierte en inútiles o menos importantes todos los
demás rasgos. De ese modo el personaje retratado huye de toda dimensión abstracta y
se proyecta con dimensión de escena significativa, de momento recogido con especial
intensidad, momento que con mucha frecuencia está datado por Aleixandre con
puntualidad y exactitud muy minuciosas: «Octubre de 1956, cinco días antes que don
Pío desapareciese» (pág. 1158), o bien: «Vestía [Alberti], aquella tarde, Ateneo de
Madrid, primavera de 1922» (pág. 1215), etc.

Sorprende, por ejemplo, a Pedro Salinas escribiendo con sus hijos en brazos y
esta imagen paternal lejos de convertirse en pura anécdota es la que en todo el
fragmento se desarrolla, como metonimia de la desbordante humanidad y ternura de
don Pedro. El fugaz encuentro con Unamuno, de quien tanto podía haber dicho,
selecciona el talante monologal, nervioso y apasionado del vasco, su preocupación
política y su parecido inextinguible con personajes de sus novelas. De Gerardo Diego se
fija en su laconismo, en sus silencios, en su figura alargada, como una sombra. Todo el
fragmento se centra en esa imagen que queda de ese modo en la retina del lector, con
unas dimensiones plásticas muy eficaces. Quizá se deba tanto a esta intensidad de
desarrollo en profundidad de unos pocos rasgos, y a la enorme plasticidad de los
detalles reconstruidos con minuciosidad de orfebre un fenómeno común a Los
encuentros y que sobresale por sobre otras características: su memorabilidad. El lector
recuerda fácilmente cada escena con su personaje central y rara vez se mezclan en
nuestra memoria. Buena parte de los retratos son recordados con tal facilidad
precisamente por esa dimensión de escena con anclajes espacio-temporales muy claros
y delimitados, y por el desarrollo en profundidad de una anécdota, rasgo o actitud que
los convierte en necesarios a ese personaje del que se selecciona una cualidad
fundamental, anunciada ya en el título del fragmento: «El equilibrio de José María
Valverde», «En pie, Carmen Conde», donde la asimilación de la poetisa a una roca
fuerte domina toda su percepción, «Blas de Otero entre los demás», «Los contrastes de
José Hierro», etc.

La narratividad de la que hablé se proyecta a menudo en una dimensión


temporal interna para cada fragmento, que acoge escenas vividas en tiempos distintos,
en sucesivos encuentros con el personaje retratado. Unas veces el mecanismo discursivo
de embrague es un flashback, una retrospectiva que lleva hacia atrás. De Pío Baroja se
recogen tres momentos. La impresionante evocación de la agonía de don Pío en su casa,
con una atmósfera detenida, silenciosa, profunda, da paso luego a otra escena: el
descubrimiento que el adolescente Aleixandre hizo del vasco en una librería de viejo,
para terminar con un paseo del Baroja solitario, austero, silencioso por el Retiro
madrileño. Tres momentos, tres instantáneas que logran un perfil en el tiempo. Igual
ocurre para el caso de Azorín, en dos tiempos diferentes, o para Ortega, cuya imagen de
conferenciante brillante, que es la que se destaca, es recogida en dos tiempos: un
encuentro en casa de Lope, con un Ortega rodeado de señoras burguesas a quienes
deleita con su verbo inteligente, y una conferencia de un Ortega más joven, años atrás,
comentando cuadros del Renacimiento. Se puede percibir en esta duplicidad el paso del
tiempo y cómo ha hecho mella en el personaje. En el caso de Ortega una cierta
decadencia o frivolización de su auditorio, y una mayor soledad de su protagonista.

Quizá el ejemplo mejor desarrollado de esta dimensión temporal sea el


fragmento dedicado a Jorge Guillén, que lo muestra en dos tiempos, con dos escenas
entre las que ha transcurrido no sólo tiempo cronológico, también el dolor y la ausencia
del exilio. La primera escena recoge como dijimos a Jorge Guillén con sus compañeros,
en la felicidad de 1927, y está don Jorge elegante, irónico, incisivo: «No sé lo que se
hablaba, ni de lo que no se hablaba. Recuerdo, sí, que de vez en cuando Jorge decía
algo, y era como si su mano, armada de una fina cuchilla, operase sobre el tema allí
extenso en el mármol. Había aislado un nervio, una fibra vibrante: lo mostraba y casi
siempre lo comentaba o lo cubría con una sonrisa de humor o de ironía [...] que le
disculpase» (pág. 1183).

La segunda escena comienza así:

Había transcurrido una gran cantidad de tiempo. Una larguísima, una tremenda
ausencia. Jorge Guillén pisaba de nuevo Madrid, después de muchos años. [...] Jorge un
poco menos afilado de carnes. Un poco más cargado, y no de sueño; como si la realidad,
ahora con gravamen, le hubiera dejado una huella sobre los hombros [...] Sonreía y
todavía una alacridad en los ojos transparecía al fondo, casi irónicamente. Y se trocaba
de vez en vez en una seriedad repentina. ¿Pedro Salinas? ¿Aquél amigo muerto? ¿Aquel
otro...? La enumeración se ensordecía con elegancia, retenidamente dolorosa, en una
relación desalentadora [...] No nombró la soledad, ni la tristeza, mucho menos el dolor.
La mano, más descarnada que antaño, más arrasada, se movía con expresividad. Estaba
allí la tensión de la figura. Las sensaciones se habían abrasado; la carne con ellas... (pág.
1184).

Todo el dolor y memoria de lo perdido se encarna en esa figura de la mano,


antaño nerviosa, hoy más tensa. El exilio, el paso del tiempo, los amigos perdidos, son
retenidos de modo alusivo por Aleixandre, sin declaraciones, por metonimias poéticas,
como la del viento frío que va penetrando en la escena, con su poso de enorme tristeza
resignada pero no abatida.

Dire, para finalizar este compendio de rasgos del retrato aleixandrino, algo sobre
el perspectivismo. De modo general se podría establecer un doble tipo de perspectiva,
muy diferente para los retratos de sus maestros y de los que podrían figurar como sus
discípulos. Los primeros: Baroja, Unamuno, Azorín, Ortega, Galdós, la Pardo Bazán,
etc., tienen en común la presentación de la figura del maestro desde los ojos admirados
del adolescente o del joven que a una cierta distancia los contempla callado,
emocionado, en actitud de admirado homenaje. Para todos dice algo de las propias
lecturas juveniles de la obra de esos maestros, se acerca a ellos sin atreverse a dirigirles
la palabra, con reconocimiento, en una perspectiva de contrapicado cinematográfico, de
abajo hacia arriba.

En cambio los retratos de los poetas jóvenes están construidos con una
perspectiva muy diferente. Diríamos que si no es de arriba hacia abajo, sí apresan con
frecuencia al retratado al nivel de la comunicación cordial y transparente, de la
confianza. A partir de Luis Felipe Vivanco predomina en casi todos los que le siguen un
rasgo: dar cuenta de una especie de biografía del personaje, de quien se narran su
procedencia, su ambiente y se dice algo sobre su carrera literaria inicial. Para Vivanco,
para Muñoz Rojas, para C.Conde, para Celaya, para Bousoño, para Valverde: todos
ellos actúan como poetas «presentados» por Aleixandre al público, con una perspectiva
que recoge su trayectoria fundamental y la comunicación de esa trayectoria con su
atmósfera o ambiente de procedencia (el andalucismo fino e ilustrado de Muñoz Rojas o
el adusto carácter montañés de Pepe Hierro).

Había advertido Aleixandre en la «Nota Preliminar» que no iba a hacer «crítica


literaria» en estas semblanzas y en general respeta ese designio, pues no se prodigan,
expresados como tales, los juicios literarios ni intervenciones sobre la obra de los poetas
encontrados. Pero ello no impide que a lo largo del libro se deslicen apretadas notas de
síntesis, en que con un golpe de pincel muy certero se dibuje rápidamente el estilo
fundamental del convocado y la comunicación con su obra. Hay en Los encuentros, sin
pretenderlo, una precisa información crítico-literaria de primer orden que adopta
diferentes registros. Por ejemplo, las páginas dedicadas a Azorín comienzan así: «Por la
ventana cubierta por una tela finísima se cernía la luz de la tarde. ¡Qué quieto el ámbito,
y qué quietas súbitamente las cosas, en el movimiento sutil en que parecíamos haberlas
sorprendido! El aire, inmóvil, detenido en su vuelo, el polvo dorado, casi espiritual en
la luz...» (pág. 1165). No precisa Aleixandre decir nada sobre el estilo de Azorín, lo ha
reproducido, ha apresado toda su atmósfera condensada, y todo su clasicismo
contenido, en esta descripción con que abre la escena dedicada al escritor. Igual ocurre
con otros muchos poetas que han hecho comunicar con su obra en el propio estilo en
que ha sido evocada por el retratista.

Otras veces su paleta crítico-literaria dibuja trazos certeros, juicios explícitos,


siempre lacónicamente expresados, pero contundentes. «Este madrileño [Pedro Salinas]
de poesía toda dibujo y nada color» (pág. 1188). Hay en esta frase, dicha de pa sada,
todo un tratado sobre el rasgo que Leo Spitzer denominó «conceptismo interior» de
Salinas. Con Alberti hace un homenaje indirecto a Marinero en tierra y a la dimensión
de profunda oralidad que tal libro acoge, cuando dice: «El salinero del sur, el pregonero
del sur, llegaba como un marinero que saltase del agua a las arenas, a las ciudades, a las
torres, a las espadañas. Con su grímpola en blanco y azul, con sus ojos voceadores.
Cantaba Rafael y había que oírle en tierra, en tierra precisamente, la canción que se
reparte en la tierra. Un brazo de agua verde y azul había entrado en Madrid, un brazo
verdadero de mar, que corría por la ciudad, dividiéndola de alegría» (pág. 1217).

Sobre la eficacia crítico-literaria de estos retratos puede dar cuenta muy bien el
dedicado a Luis Cernuda. ¿Habrá un rasgo más sobresaliente de la obra del sevillano
que el de la figuración, esto es, la distancia, la construcción de un personaje, de una
figura que se impone como máscara de su figura, elaborada sobre sí mismo, en lucha
por la identidad perdida? Pues bien, la aparente imagen externa que de Cernuda ofrece,
fijándose en el atildado manierismo de su atuendo y en el minucioso cuidado de su
pose, esconde toda una indagación sobre el estrato más profundo de la obra del
sevillano, la construcción de una escisión, de una fundamental otredad que se concentra
en la enamorada soledad de su deseo, distanciado ya de la realidad: «repetíase la
escisión, la doble onda se retiraba y la dolorosa resaca dejaba en seco el pie, lejano el
rumor de los otros, y el transeúnte haciendo apresurado su vía, desde la que, no sé si
con desdén, más seguramente con amor, miraba el allá, por encima de la realidad que lo
rodeaba» (pág. 1225). Poco más puede decirse y más hermoso sobre esa escindida
figuración con un ansia de realidad más allá de su desdén, seguramente con más amor.

Acaba, como último ejemplo que allegar aquí, la semblanza de Gabriel Celaya
con esta frase que resume la estética fundamental del vasco: «No seamos poetas que
aúllan como perros solitarios en la noche del crimen» (pág. 1265).

Y así podríamos continuar, recogiendo en estas pinceladas tanta o más doctrina,


desde luego más eficaz y hermosamente dicha, que cien tratados de crítica literaria.

No quisiera finalizar este estudio sin decir algo del retrato de los dos amigos:
Dámaso Alonso y Federico. Son muy diferentes los dos retratos en estilo, en atmósfera,
en significación. De su amigo Dámaso recuerda Aleixandre unas escenas de julio de
1917, cuando lo conoció en Las Navas del Marqués. Podía haber seleccionado otras
muchas, pues estuvieron juntos desde entonces toda la vida, amigos y cómplices,
compañeros y asiduos contertulios, en los encuentros y en las despedidas siempre
fueron uno solo, como lo es el amigo íntimo. Pero ha quedado en la retina de
Aleixandre el rasgo más definidor de Dámaso: su entusiamo, su apasionamiento, su
vitalismo, su nervioso y acalorado desvelamiento de la entraña de los escritores. Los
paseos de Dámaso por la sierra, hablando de poesía, de sus lecturas juveniles, del
descubrimiento de una vocación y, como si fuese un secreto, de su ser los dos poetas,
pues nacieron a la vez para la poesía y sugiere incluso Aleixandre deberle a Dámaso ese
destino. La segunda escena o instantánea está dedicada a un rasgo que todos los que
conocimos a don Dámaso pudimos advertir: su dionisíaco vitalismo, su burlona
ternura, su zumboso humor. Un Dámaso lector pero no libresco, poeta pero sobre todo
hombre desbordado en su humanidad vitalista.

El retrato de Federico tiene otro tono, y acoge la particularidad de ser el único


que lleva fecha. Aleixandre ha querido dejar constancia, en la cifra de 1937 con que
cierra la «Evocación de Federico García Lorca», que la semblanza ha sido hecha después
de su muerte y a modo de elegía. Es un retrato muy cuidado, perfecto en su
construcción, que comienza con una impresionante serie de analogías en que Federico
es percibido como naturaleza, como si su figura representara sobre todo la vida, la
alegría, la mágica sorpresa de cuanto ha nacido y tiene vida. «A Federico se le ha
comparado con un niño, se le puede comparar con un ángel, con un agua ("mi corazón
es un poco de agua pura" decía él en una carta), con una roca; en sus más tremendos
momentos era impetuoso, clamoroso, mágico como una selva...» (pág. 1207).

Pasa luego a decir que es único y diferente pero siempre el mismo, como la
naturaleza. Evoca su reír mañanero, su vinculación al paisaje de la tarde y de la noche.
Habla, como tantos otros lo han hecho, de su arrebatadora personalidad indefinible y de
un encanto más allá de toda racionalidad. Hay en este retrato un homenaje, que se
cierra sin embargo con una reflexión muy honda y original sobre un aspecto que muy
pocos han conocido de igual forma: la sima de dolor que animó una obra lírica más
densa y trágica que cuanto suponemos en una primera lectura. Y Aleixandre ya lo
destacó en 1937, y supo descubrirlo dando la primera noticia de los Sonetos del amor
oscuro en que esa tragedia y dolor se manifiestan.

Su corazón no era ciertamente alegre. Era capaz de toda la alegría del universo;
pero su sima, profunda como la de todo gran poeta, no era la de la alegría. Quienes le
vieron pasar por la vida como un ave llena de colorido, no le conocieron [...]. Amó
mucho, cualidad que algunos superficiales le negaron. Y sufrió por amor, lo que
probablemente nadie supo. Recordaré siempre la lectura que me hizo, poco antes de
partir para Granada, de su última obra lírica, que no habíamos de ver terminada. Me
leía sus Sonetos del amor oscuro, prodigio de pasión, de entusiamo, de felicicidad, de
tormento puro y ardiente monumento al amor, en que la primera materia es ya la carne,
el corazón, el alma del poeta en trance de destrucción. Sorprendido yo mismo, no pude
menos que quedarme mirándole y exclamar: «Federico, ¡qué corazón! Cuánto ha tenido
que amar, cuánto que sufrir» (pág. 1210).

El poeta es siempre quien ve más hondo, aquella criatura que es capaz de oír el
canto de una piedra o el susurro suave de un bosque en nuestras venas adormecido.
Aleixandre, que ha sido poeta sobre toda otra cosa, ha mostrado en esta galería de
retratos cuánto puede un poeta hacemos ver sobre otros, más allá de la primera
apariencia, allá donde el universo todo pero también los demás hombres parecen un
libro abierto, con un lector privilegiado asomado a él.
«Todo poeta es, o debe ser, un crítico, un crítico silencioso y creador.» Con esta
frase resumía Cernuda la famosa sentencia de su modelo Charles Baudelaire, quien
había proclamado en un pasaje de su ensayo sobre Wagner: «Tous les grands poétes
devienent naturellement, fatalement, critiques»'. Pero no todos lo poetas han formulado
explícitamente las bases de su pensamiento, ni tienen una obra crítica asentada. No la
tienen García Lorca o Alberti, por citar dos ejemplos de la generación cernudiana, en
tanto que sobresalen mucho en sus ensayos literarios tanto Pedro Salinas como Jorge
Guillén, por no referirme a Dámaso Alonso, que tuvo en la crítica literaria su labor más
constante.

A la luz de los dos extensos volúmenes de prosa cernudiana editados por Derek
Harris y Luis Maristany no puede decirse que la crítica literaria fuese en Cernuda una
actividad circunstancial, pues sus ensayos en este terreno superan las mil páginas, y
tampoco puede sostenerse que fuese una actividad centrada en un momento concreto
de su biografía. Contrariamente al tópico que supone un mayor desarrollo crítico
proporcional al menor desarrollo creador, Cernuda fue aumentando sus intervenciones
críticas notablemente, conforme avanzaba su madurez intelectual y se hacía más hondo
su lenguaje poético, de modo que su obra puede servimos para desmentir esa proclama
de sequedad lírica como contexto proclive al ensayo. Es más, a partir de su estancia en
Inglaterra, se ve cómo aumenta su interés por la poética, lo que hace patente su libro El
pensamiento poético en la lírica inglesa (s. XIX). Cuando se enfrenta en ese libro a
Coleridge dedica dos terceras partes del ensayo a resumir las ideas contenidas en la
Biographia Literaria del poeta inglés y mucho menos espacio al análisis de las Lyrical
Ballads, lo que repite cuando se trata de Percy Shelley, de quien analiza en mayor
medida su Defence of Poetry que su poesía, o en el caso de la correspondencia de Keats.

No todos los poetas ejercen la crítica literaria con igual acento y significación.
Podríamos configurar dos tipos distintos de crítica de poetas: por un lado, como es el
caso de Salinas o Dámaso, o el propio T.S.Eliot, aquéllos en quienes resulta difícil
comunicar su pensamiento y actividad de ensayistas o críticos con su obra creadora. Por
ser catedráticos universitarios o por otras circunstancias, muchos poetas como los
citados han desarrollado una importante tarea crítica sin que ésta tenga mucho que ver
con sus versos. Pero hay otros en los que esa comunicación entre obra creadora y talante
crítico se da de manera estrecha, tanto por la selección que hacen de su corpus de
intereses o referencias, como por la posibilidad de tender puentes entre conceptos de su
pensamiento y su lenguaje lírico. Así el Jorge Guillén que descubre en Góngora o en
Gabriel Miró su entusiasmo por las cosas, así también Cernuda y su descubrimiento de
la poética del monólogo dramático en la lírica inglesa, que tanto influyó sobre sus
últimos libros de poesía, así el Gil de Biedma que lee a Auden, todos ellos poetas cuyos
hallazgos reflexivos pueden arrojar luz indirecta sobre momentos de su búsqueda de
lenguaje poético propio.

Y no sólo de lenguaje. Si analizamos el conjunto de la obra crítica de Cernuda se


ve muy bien, tanto en la selección de autores elegidos como en el modo de abordarlos,
que lo que Cernuda pretende en su actividad crítica es establecer el trazado de una
tradición, que se origina en el Romanticismo europeo y que llega hasta su propia
poesía. Su taller crítico está concebido casi en su totalidad desde sus propios intereses
de poeta. Él mismo lo hace explícito en el Prólogo a su libro de 1957 Estudios sobre
poesía española contemporánea, cuando advierte que no va a estudiar sino aquellos
poetas cuyos versos «puedan parecer más vivos al lector de hoy, según la opinión de los
entendidos, confrontada con la mía personal» (Prosa, 1, pág. 119). De hecho, como
veremos luego, este importante libro de Cernuda no tiene tanto un sentido de crítica
literaria como tal, sino en cierto modo un talante canonizador, pues Cernuda intenta
hacer, más que análisis de poemas, un juicio global sobre la modernidad de los poetas
analizados, entendida desde el lugar en que él mismo se encuentra. Esa pesquisa sobre
la modernidad configura una de las constantes de su tarea ensayística, inclinada hacia el
trazado de una tradición propia que Cernuda dibuja casi siempre fuera de la línea de
continuidad de la poesía española. El visible cosmopolitismo de su indagación crítica le
lleva a escribir ensayos sobre poesía francesa, inglesa y alemana, y no sólo en el caso por
ejemplo de la francesa de los evidentes modelos Baudelaire, Mallarmé y Rimbaud, sino
también de otros menos conocidos o evidentes como Nerval o Pierre Reverdy. De la
misma forma se interesa sobre todo por Hólderlin y Rilke en la tradición alemana, que
une a los modelos de la tradición inglesa que tanto le influyeron. Si nos fijamos bien, el
corpus de poetas analizados por Cernuda se configura sobre una tradición del
romanticimso europeo mucho más que de la tradición española, de la que suele renegar,
con especial rechazo del modernismo. Prefiere referir sus modelos españoles al siglo
xvi, con Garcilaso a la cabeza, pero también Aldana o Fray Luis y posteriormente
Bécquer, de quien analiza precisamente su responsabilidad en el giro moderno de
tradición poética española. En ese sentido la personalidad crítica de Cernuda impone
un salto desde el secular hispanocentrismo de la tradición historiográfica hacia una
extranjerización creciente tanto de sus intereses como de sus modelos culturales. En
1957 escribe un ensayo sobre Baudelaire lamentando que su centenario no haya
encontrado eco en España, lo que le obliga a él dos años después a vindicarlo (Prosa, 1,
pág. 749).

Digámoslo ya: Cernuda se siente extranjero, no encuentra su lugar en la tradición


poética hispana y lo repite una y otra vez. Ese carácter de extrañamiento, de enajenación
respecto a su cultura, es una constante en la que conviene deternerse, porque ofrece
muchos perfiles y todos juntos dibujarán bien el rostro de su pensamiento poético y
crítico. Y el caso es que ese pensamiento estará también enraizado en su propia
personalidad humana y social. El sentimiento de extrañamiento, de ser ajeno, afluye por
doquier en sus reflexiones y es una urdimbre bien conocida de su propio tejido
personal. Urdimbre que conforma variedad de motivos porque la idea suya de
desarraigo preside su autobiografía, como bien se ve en la trayectoria intelectual y
humana de «Historial de un libro» (1958), cuyo leitmotiv es esa constante enajenación
suya respecto a la familia, el amor, la sociedad española. Pero también y de modo
entreverado respecto a la tradición cultural que recibe. Su destino biográfico coincidió
con el intelectual en el momento en que descubrió que la fatalidad, el sentido del fatum
lírico, la necesidad, eso que llamó el deseo, impuso su contraste con la realidad. El
Romanticismo cernudiano y la idea baudelariana del fláneur, del artista solita-rio,
enajenado respecto a lo social, dio cobertura ideológica a una autoconciencia personal
que se veía como astillas rotas de la realidad mal soldadas por el deseo. De ese modo
como puede verse muy bien en «Historial de un libro», Cernuda va plegando su
trayectoria personal al mito del destino o fatum lírico, y se solidariza con la modernidad
poética que él entiende cifrada en ese fatum, un espíritu lírico excedentario respecto a
todas las formas de la realidad. Cuando en su ensayo «Unidad y diversidad» (1932)
hace un juicio sobre Juan Ramón Jiménez, no deja de observar en la contradicción de ese
modelo, respecto al que siente atracción y rechazo, que el de Moguer está dotado sin
embargo, y anota el adverbio «fatalmente», del espíritu lírico (Prosa, II, pág. 53). No es
casual que el horizonte de sus modelos poéticos esté presidido por la tríada de tres
«enajenados» como Baudelaire, Hólderlin y Mallarmé, que no eran sólo poetas de la
modernidad lírica, sino también seres que socialmente tensaron hasta la ruptura radical
la dialéctica de la realidad y el deseo. El pensamiento poético de Cernuda está presidido
por esos modelos de un fatum lírico que desemboca en un extrañamiento.

El primer paso para analizar este topos es la autoconciencia que de él muestra el


propio Luis Cernuda. En uno de los ensayos de su primera época, el titulado «El
espíritu lírico» y escrito en 1932, traza un retrato ideal de la figura del poeta y formula
por vez primera, años antes de que decidiera titular así su propia obra, la dialéctica de
la realidad y el deseo. Escribe:

En tal sentido el poeta escribe sus versos cuando no puede hallar otra forma más
real a su deseo. Por ello un poeta es casi siempre un fantasma, algo que se arrastra
lánguidamente en busca de su propia realidad [...]. Volviendo a nuestro poe ta, los
demás lo entienden mal y pretenden «saberlo» o lo que es peor juzgarlo: estúpida
blasfemia [...]. Es de nieve por fuera y de llama por dentro. Quien lo toca se hiela
mientras él se abrasa. No sabe amar y está amando siempre [...] no sabe vivir y está
vivo. Su sitio no está en parte alguna. Siempre deseará un lugar diferente. Él es el
«extranjero». Busca la realidad, es decir, la verdad y la poesía. ¿Dónde están? Tal vez
sea él mismo la verdad, él mismo la poesía (Prosa, vol. II, pág. 48).

Todavía está formulada en 1932 la idea de modo algo inmaduro, pero si he


elegido este texto es porque figura en él esa conciencia de extranjeridad vinculada a la
dialéctica de la realidad y el deseo. La vuelve a formular de modo más maduro en su
conferencia del Lyceum Club en 1935, recogida en su libro Poesía y Literatura, 1, con el
título de «Palabras antes de una lectura». Tal conferencia es una poética de la realidad y
el deseo edificada sobre sus lecturas del Romanticismo europeo y apoyada en la
filosofía de Fichte, según él mismo admite. Así la presenta:

El instinto poético se despertó en mí gracias a la percepción más aguda de la


realidad, experimentando, con un eco más hondo, la hermosura y la atracción del
mundo circundante. Su efecto era, como en cierto modo ocurre con el deseo que
provoca el amor, la exigencia dolorosa a fuerza de intensidad, de salir de mí mismo [...]
y lo que hacía aún más agónico aquel deseo era el reconocimiento tácito de su imposible
satisfacción.

A partir de entonces comencé a distinguir una corriente simultánea y opuesta


dentro de mí: hacia la realidad y contra la realidad, de atracción y hostilidad hacia lo
real. [...] Concluyo que la realidad exterior es un espejismo y lo único cierto es mi propio
deseo de poseerla. Así pues, la esencia del problema poético, a mi entender, la
constituye el conflicto entre la realidad y el deseo, entre apariencia y verdad,
permitiéndonos alcanzar algún vislumbre de la imagen completa del mundo que
ignoramos, de la «idea divina del mundo que yace en el fondo de la apariencia», según
la frase de Fichte (Prosa, 1, pág. 602).

El poeta continúa la conferencia hablándonos de su infancia y prolongada


juventud, de su sentimiento y afán revolucionario, de sus derrotas amorosas y posterior
sentimiento de fatalismo al caer en los muros de la prisión social que lo atenaza. Habla
posteriormente del poder daimónico y añade:

A ese poder daimónico alude Goethe en sus conversaciones con Eckermann y


acaso sea el mismo que consumía la vida de Hólderlin, tal vez el fuego de la zarza
ardiente que vio Moisés. Confundido con el don lírico que habitó en ciertos poetas
parece como si las fuerzas físicas de éstos no pudieran resistirle, viéndose arrastrados a
la destrucción, para alcanzar, al fin, tras la muerte, una enigmática libertad.

No se me pregunte más sobre ese poder, porque nada sabría decir. Lo presiento,
pero no lo comprendo. Además ¿cómo expresar con palabras cosas que son
inexpresables? (ibíd., pág. 605).

Cualquier conocedor de la poética romántica no puede dejar de reconocer en los


textos que he citado de Luis Cernuda todo el sistema de ideas que desarrolló muy bien
Schelling, que se proyectó en el sistema filosófico de Fichte, y que suponía la
modernización de los dos viejos mitos griegos de la pugna entre apariencia y verdad,
que Platón convocó en el mito de la caverna, y también del furor poetici, de la zarza
ardiente, del origen divino de la inspiración que por ello no encuentra palabras para ser
expresada. La inefabilidad del sentimiento lírico, la irracionalidad de su corriente
magnética, asimismo ideada en el Ión platónico, se había actualizado en la modernidad
por la vía de los poetas malditos, de los que Cernuda sólo recoge la cita de Hólderlin,
pero que habría que proyectar, y así lo hace en otros lugares, sobre Baudelaire y sobre
Mallarmé, es decir, quienes han sentido la llamada del fatum lírico y han convertido
toda su vida en una posesión de él y por él. En esa base se edifica la idea de la
enajenación o extrañamiento del fatum lírico, que es idea a la que Cernuda rinde tributo
una y otra vez a lo largo de sus ensayos.

Pero habrán visto por las citas reproducidas que en esa conferencia aparece ya
un hecho muy significativo del ensayismo de Cernuda: no ofrece tales ideas como ideas,
sino como experiencias por él vividas, propias, como si su condición de poeta hubiera
nacido de su biografía misma, de etapas de su propio destino de hombre y de su
aprendizaje del vivir. Cernuda produce de esa forma un sincretismo muy notable entre
lo recibido como pensamiento, lo leído como poeta y lo experimentado como hombre.
Erraríamos si quisiéramos jerarquizar los tres estratos o considerarlos por separado.
Porque él mismo no se encuentra interesado, según podemos ver que hace en esta
conferencia y haría después en «Historial de un libro», en separar tales estra tos.
Pensamiento poético, necesidad lírica y experiencias personales se imbrican y anudan
de tal forma que el poeta ofrece la cultura poética y cuanto dice sobre la poesía como si
fuese el resultado de una fatalidad, de un destino personal inevitable en quienes lo
poseen, y por tanto una experiencia vital, no solamente unas ideas recibidas o unas
lecturas hechas.

De ese modo cuando redacta su «Fondo histórico del Romantic revival»,


introducción a su Pensamiento poético en la lírica inglesa, puede glosar que la nueva
poesía nace cuado «el hombre ya no estaba seguro dentro de la sociedad en la cual vivía
y su figura era la del expulsado» (Prosa, 1, pág. 270). En otro libro, Poesía y literatura, al
escribir sobre «poesía popular», insiste contra esa expresión y concepto:

La expresión poesía popular o la del arte popular es en realidad un contrasentido


porque la esencia misma de la poesía y el arte están en contradicción con lo que el
pueblo representa; el pueblo es pueblo de modo indistinto y colectivo, y la poesía exige
como condición previa para acercarse a ella la singularidad [...] lo cual es incompatible
con lo colectivo. El hombre que se acerca íntimamente a la poesía pierde su engranaje
social y venga del pueblo, de la burguesía o de la aristocracia, se convierte en un poeta,
porque la poesía lo marca como suyo (Prosa, 1, págs. 483-484).

El expulsado romántico, el elegido por la poesía y separado así de lo colectivo. El


propio Luis Cernuda se presenta como tal en «Historial de un libro»; al comentar sus
continuas fugas de ciudades y países en que ha vivido escribe: «Alguno, después de leer
lo anterior, tal vez me considere un "inadaptado", lo cual constituye uno de los
inconvenientes mayores para el individuo en sociedad, y al considerarme así no dejaría
de tener problablemente alguna razón» (ibíd., pág. 659).

El expulsado romántico comentado en un libro de crítica literaria es después el


mismo Cernuda historiado en su autobiografía poética, y será finalmente el
protagonista de sus soliloquios de farero en el mar de Sansueña. Distinguir hombre y
obra, incluso en el caso de la labor crítico-literaria, es muy difícil, porque él mismo
quiso generar una imbricación indestructible con sus modelos poéticos convertidos así
en vitales. Su voluntad es que todo en él fuese al fin poeta y sólo poeta y hacia ese
destino y esa única verdad de la poesía camina también su pensamiento crítico-literario.

Antes sostuve que uno de los pivotes en los que descansa el cosmopolitismo
crítico, pero también el sentimiento de extranjeridad de Cernuda, es su convicción de no
pertenecer a una comunidad cultural consolidada, por renegar en parte de los
supuestos críticos en que se asentaba la difícil y no lograda plenamente modernidad
española. En el comienzo de su fundamental libro Estudios sobre poesía española
contemporánea señala cómo el final del siglo xviii y el primer Romanticismo (Blake,
Hólderlin, Lepoardi, Nerval) sientan las bases de la modernidad poética y añade:
«época que entre nosotros por desgracia no puede cifrarse en nombre alguno, ni obra
alguna de poeta» (Prosa, 1, pág. 76).

Por lo mismo reniega del Romanticismo declamatorio del Duque de Rivas,


Espronceda y Zorrilla, «a quienes la estimación del público contemporáneo elevó
inmerecidamente y a quienes la crítica ha mantenido después en puesto que no llenan»
(ibíd., pág. 91).

Pero aparte de vindicar el Romanticismo intimista de Bécquer y Rosalía frente a


los anteriormente citados, hay en Cernuda un alejamiento visible de los moldes que
había acuñado la crítica dominante, incluso los de su propia generación. Buena parte de
la resistencia de Cernuda a la idea de un arte y poesía populares, a la que dedica un
ensayo completo, la hace, aunque sin mencionarlo, contra la idealización que Menéndez
Pidal había hecho de la lírica del romancero y de la supuesta base popular de la épica
española. Incluso cuando se trata de valorar a Machado, Cernuda lamenta el casticismo
popular de la última época de su poesía y prefiere por ello al poeta de Soledades que al
de Campos de Castilla y Nuevas canciones. Escribe: «Que Machado no mencione a
Garcilaso y en cambio se extasíe ante cualquier coplilla andaluza es un ejemplo
extremado de los disparates en que pueden incurrir hasta las mentes más razonables y
sensatas» (Prosa, 1, pág. 134).

Si el neopopularismo del 98 y su vindicación del casticismo castellano lo siente


Cernuda como algo ajeno tampoco lo hace para vindicar en su contra una poesía
cultista, pues Cernuda en modo alguno participa del aprecio por Góngora y por el
Barroco de las gentes de su generación. Precisamente uno de los temas recurrentes de
Cernuda es Garcilaso, y le gusta más su continuación en Aldana, Fray Luis y San Juan
de la Cruz, hasta Bécquer, que el Barroco, pues en 1962 escribe sobre Lope de Vega
rebajando la alta estima de que gozaba entonces como poeta lí rico de la mano de
Dámaso y de Gerardo Diego. Cernuda dice de Lope:

Hay sonetos admirables de Lope, unos pocos en las Rimas sacras y en los
Templos Divinos, cuya falta sería lamentable para nuestra poesía y nuestro recreo como
lectores de ella, pero, repitamos, ¿podría extenderse esa misma opinión a toda su
enorme obra lírica? Tal vez no se diría posible. Entiéndase, además, que no sólo
aludimos a que Lope no parezca aportar a nuestra lírica algo esencial y no existente
antes de él, sino también a que su obra lírica sufre una terrible dilución, acaso a fuerza
de facilidad y habilidad versificadoras, y que, a pesar de tantos pasajes deliciosos como
en su obra ocurren, hay también una evidente falta de intensidad expresiva hasta en sus
composiciones mejores (Prosa, 1, pág. 694).

No son de ese tenor los juicios sobre Góngora, pues junto con Garcilaso y
Bécquer lo considera fundamental, pero es significativo que no dedique a Góngora
ninguno de sus ensayos. En general ocurre que a Cernuda le molesta el Barroco por su
carácter ampuloso y declamatorio, y en sus opiniones críticas siempre le vemos preferir
lo intimista frente a lo retórico, la tersura frente a la facilidad versificadora, la
contención intimista frente al énfasis.

Esta línea de preferencias nos llevará al que considero principal foco de


resistencia cernudiana a la crítica imperante: su rechazo del Modernismo en general y
de Rubén Darío en particular. No pierde ocasión aquí y allá de zaherir su «hueco
andamiaje de formas». Para Cernuda, contra lo que la crítica había dicho, y recordemos
que Pedro Salinas le dedicó un libro clave, el Modernismo dariniano no solamente no
había supuesto ningún cimiento para la modernidad lírica española, sino que, al
contrario, había sido una rémora. Y es aquí donde Cernuda exhibe una contundencia y
rotundidad inusual en la crítica literaria: «orfeón de villorrio» llama a los versos del
nicaragüense (pág. 50) y denuesta su «chisporroteo métrico, sus ricas rimas, sus temas
suntuosos y exóticos» (pág. 121). Lo siente, en suma, en los antípodas de su propia idea
de poesía: «Durante esos cuarenta años mi trabajo de poeta fue llevándome instintiva y
reflexivamente hacia una experiencia de la poesía contraria a la que representa la de
Darío y la relectura de éste me aburre y enoja. Es decir, que Darío se ha convertido para
mí en negación de cuanto he llegado a admirar y de cuanto he querido realizar en el
terreno de la poesía» (Prosa, 1, pág. 712).

Ni Modernismo ni 98, porque tampoco participa Cernuda del aprecio por los
escritores noventayochistas, excepto del primer Machado. Las referencias al 98 suele
hacerlas en general renegando tanto del castellanismo castizante como de su sentido
agónico. Claro es que quien disgusta a Cernuda es sobre todo Unamuno, y se percibe
que alguna vez, hablando sobre el 98, lo está haciendo sobre Unamuno, como cuando,
para ponderar a Galdós - a quien vindica como auténticamente moderno - escribe: «su
honestidad de artista le impidió utilizar su obra para hablar de sí y hacer en ella su
propio reclamo, como han hecho hasta la náusea las gentes del 98» (Prosa, 1, pág. 517).
Es de Unamuno claramente ya de quien dice: «Ha sido privilegio final de nuestro
tiempo el endiosar entre los hombres ese compuesto de la personalidad, nacido
precisamente para el apartamiento cerca de Dios. No sé si a otros ocurrirá, leyendo a
Unamuno, ante aquella exhibición persistente de su personalidad, apartar los ojos del
libro, como suele hacerse para no ver un espectáculo repulsivo» (Prosa, 1, pág. 509).
Disgusta a Cernuda la lectura unamuniana del Quijote, y prefiere vindicar un Cervantes
irónico, festival de risa, frente al Cervantes metafísico unamuniano. Si bien salva al
Unamuno poeta, porque pese a que «pronto asaltan al lector los defectos externos de su
poesía: la dureza de oído, la tosquedad de expresión [...] dichos defectos compensados
en lo posible por otras cualidades, no impiden que Unamuno sea probablemente el
mayor poeta que España ha tenido en lo que va de siglo» (Prosa, 1, págs. 120-121).

Sin duda la resistencia al convencionalismo crítico y a admitir lo consabido es lo


que proporciona a Cernuda sus mejores logros como crítico. No suele hacer crítica
formal y es difícil encontrar en sus cuatro libros de crítica literaria análisis concretos;
estuvo más interesado en las ubicaciones históricas y en las valoraciones respecto a la
canonicidad, que siente relacionada con «lo moderno», pero ahí ha encontrado una veta
que le permite observar el decurso de la poesía española en relación con la europea. La
principal idea historiográfica de Cernuda lo convierte en un crítico muy moderno
porque es renuente a considerar un canon fijo: en su obra hay decenas de testimonios
que avalan una consideración movediza y cambiante, propiamente histórica, la
canonicidad poética.

Esta convicción arranca de un principio general que enuncia del siguiente modo:
«Me parecen existir, con respecto a la acogida que los lectores les dispensan, dos tipos
de obras literarias: aquellas que encuentran a su público hecho y aquellas que necesitan
que su público nazca; el gusto hacia las primeras existe ya, el de las segundas debe
formarse. Creo que mi trabajo corresponde al segundo tipo» (Prosa, 1, pág. 641).

Es más, en el momento álgido de su argumentación contra Rubén Darío, a quien


considera el modelo contrario a su propia idea de poesía según hemos visto, advierte:
«No digo que el destino no deje de jugarme alguna travesura y que, dentro de varios
años, se siga honrando a Darío como a gran poeta y en cambio nadie me recuerde a mí
ni a mis opiniones» (Prosa, 1, págs. 714-715).

Es decir, que Cernuda está convencido de que el canon poético está por decidir,
es mudable, y puede verse modificado con los años. Es una convicción que arranca de
una perspectiva histórica que le hace lúcido y consciente de que así ha ocurrido muchas
veces. Lo enuncia muy claramente cuando al comienzo de sus Estudios sobre poesía
española contemporánea hace un excurso introductorio sobre la idea de
«contemporaneidad», que le parece a él una idea relativa, lo que le permite decir que
entre Garcilaso y su propia poesía hay más «contemporaneidad» que entre él y otros
poetas del siglo xx. Del mismo modo aprovecha para vindicar la «modernidad» de San
Juan de la Cruz, precisamente porque ese concepto de modernidad es movedizo, se ve
sometido al juicio de los siglos.

El concepto que él tiene sobre la modernidad española es precisamente de un


carácter muy crítico, según hemos visto, porque considera el canon poético español un
fruto tardío y enuncia la realidad historiográfica en que se basa para decirlo: el dato de
que Garcilaso se edita en 1762 por primera vez después de la edición de 1622 (es decir,
ciento cincuenta años sin una nueva edición de Garcilaso), lo mismo ocurre con Fray
Luis; ello porque los modelos estéticos del siglo XVIII son los que generan a juicio de
Cernuda la nueva poesía, y es solamente entonces cuando se vuelve a los clásicos y se
les hace modernos (Prosa, 1, pág. 77). Por lo mismo en el lúcido ensayo titulado
«Bécquer y el poema en prosa español», uno de los mejores suyos, enuncia la verdad de
la tardía aparición de la prosa moderna en español, precisamente vinculada a la estética
del poema en prosa que es la que permite la contención y la huida de la retórica
ampulosa de la prosa barroca, que se había perpetuado du rante siglos. Son por tanto
los años futuros los que hacen recuperar el pasado e inscribir la modernidad leyendo las
obras clásicas a una nueva luz, idea que seguramente toma Cernuda de T. S.Eliot, crítico
al que admira todavía más que al poeta, y crítico a quien reconoce seguir algunas veces.
Respecto al siglo xx vuelve con ocasión de su crítica de Juan Ramón Jiménez a
considerar lo movedizo de las influencias y cambios que se dan en las series poéticas:

Otros dos poetas contemporáneos suyos, superiores a Jiménez, apenas sí


merecerieron atención de los jóvenes. Y como siempre ocurre el exceso de valoración
trajo luego la desestima. Es verdad que el ambiente y la sociedad española han
cambiado y Jiménez parece sobrevivirse a sí mismo y a su época. La opinión no le es ya
favorable. ¿Podrán cambiar los lectores futuros tal estado de opinión? Eso, claro, es a
ellos a quienes toca decidirlo (Prosa, 1, pág. 151).

Los lectores futuros. Los que Cernuda buscaba y a quienes se dirigía, aunque
dijera en una ocasión con motivo de una de las últimas entrevistas que le hicieron
(véase Prosa, II, pág. 810) que el poeta viejo, él entonces, no es quién para juzgar a los
jóvenes; él se sentía como crítico-poeta que juzga los éxitos y fracasos valorativos de los
demás, poniendo su propio destino en el centro de la diana, y con la pretensión de
continuar siendo poeta leído, como así ha sido.

Cuando Cernuda escribía sus críticas ciertamente el mapa de la canonicidad no


era el actual, y además no estaba tan asentado, quizá porque la historiografía era más
escasa y estaba en estado de remoción, una vez había cedido la influencia poderosa de
Menéndez Pelayo, influencia que Cernuda denunció muchas veces como perniciosa
(Prosa, II, pág. 813). De que no era un mapa asentado puede dar idea la curiosa y
errónea adscripción que hace de Juan Ramón Jiménez y de Pérez de Ayala como
escritores pertenecientes a la Generación del 98, y ello lo hace a la altura de 1955 (Prosa,
1, pág. 117).

Pero ese detalle es menor. Más importante para calibrar el juicio variable incluso
en su propia estima me parece a mí considerar la opinión que da sobre los poetas de su
generación, la conocida como del 27, que él entonces llamaba Generación de 1925. Hay
dos hechos sobresalientes: el primero es que Cernuda modificó notablemente sus juicios
sobre algunos de esos poetas conforme avanzaron los años, y lo hizo, no cabe duda, al
ca lor o falta de calor de la amistad, lo que es muy evidente en el caso de Pedro Salinas y
de Jorge Guillén, de quienes en el texto que voy a citar, escrito en 1929 con el título de
«Pedro Salinas y su poesía», escribe: «ofreciendo ya totalmente la poesía de un poeta
que con Jorge Guillén habría de compartir luego, ahora, la supremacía poética
española» (Prosa, II, pág. 19), juicio que contrasta con los denuestos que haría de ambos
en los apartados correspondientes a su libro de 1957, Estudios sobre poesía española
contemporánea, donde había escrito juicios tan negativos que motivaron la censura
inicial de esos capítulos del libro, que fueron suprimidos en la primera edición del
mismo, y que sólo han visto la luz en la edición posterior de Derek Harris y Luis
Maristany. En esta edición podemos leer la consideración de ambos poetas como
burgueses acomodados a la realidad y muy lejos de la imagen de rebeldía que para
Cernuda era imprescindible, pero, aún más, despacha a Salinas como poeta de
ingeniosidades y vacuo y llena el capítulo dedicado a Guillén de prejuicios sobre su
carácter burgués. En realidad Cernuda siempre consideró a ambos poetas
pertenecientes a una generación anterior a la suya, llegando a decirlo expresamente al
ponerlos al lado de Moreno Villa y León Felipe (Prosa, 1, pág. 194, nota), y siempre que
aludía a esa generación distinguía dos subgrupos, incluía a Salinas y Guillén en el
primero y situaba a los más jovenes como García Lorca, Aleixandre, Prados,
Altolaguirre y Alberti en otro, en el que se incluía (Prosa, 1, pág. 194).

Pero no nos llevemos a engaño; la lectura de los capítulos dedicados a cada poeta
puede deparar sorpresas notables, como por ejemplo la muy escasa consideración que
como poeta le merecía Rafael Alberti, en quien ve un virtuosista y poeta juguetón
adaptador de modelos populares o gongorinos, juzgándolo poeta plano, sin
profundidad, y considerándolo a la altura de 1955 un poeta acabado, dedicado a
repetirse a sí mismo. Pero más sorprendente es la intervención sobre García Lorca, del
que hace una reflexión sobre el débito que su valoración actual tiene con las
circunstancias de su muerte y su halo de figura histórica insustituible. Distingue en este
caso entre el valor real como poeta y el valor histórico, que es el que deberán decidir los
lectores futuros, si bien en este capítulo llega a mostrar Cernuda una enorme agudeza
crítica al haber sabido destacar los tres elementos clave de la poesía de Federico: su
dramatismo, al ver en Lorca sobre todo un poeta dramático, su sensualidad visual
orientalista, y por último la naturaleza de impulso sexual subli mado, como será el de
Aleixandre, de la intensidad poética del granadino.

En la serie de juicios sobre el 27, quizá no haya fidelidad más notable que la que
depara a Vicente Aleixandre, de quien evoca su pasado de amistad y al que permanece
siempre fiel, con Prados y Altolaguirre. Pero en el caso de Aleixandre, junto a su
valoración alta, ofrece una muy aguda consideración del fondo de su poesía; es para ese
poeta sin duda para el que Cernuda reserva sus mejores dotes de crítico. Con
Aleixandre bucea en el fondo de su poesía haciendo ver en el ensayo que le dedica en
1950 (Prosa, II, págs. 201 y sigs.) cómo bajo la superficie late un instinto sexual
sublimado, pero también que toda la cosmovisión aleixandrina esconde un fondo
anclado en la religiosidad y el mito de la caída. También es muy aguda la observación
de que en la poesía de Aleixandre se da un contraste entre el impulso elemental hacia
las cosas y su percepción abstracta.

No es raro encontrar en la extensa producción crítica de Cernuda algunas notas


de agudeza semejante. Para finalizar este estudio destacaré tan sólo tres de ellas, que me
parecen especialmente perspicaces. La primera es haber sabido ver la importancia que
en la construcción estilística de la modernidad romántica tuvo el concepto y técnica de
monólogo dramático, que fija a partir de la poesía de Browning, lo que hace
paralelamente al libro después famoso de Robert Langbaum, y quizá sin conocer tal
libro, que se publicaría en el mismo año en que Cernuda escribía su Pensamiento
poético en la lírica inglesa (1957). Cernuda caracteriza de modo perfecto, y quizá más
claramente aún que Langbaum, el concepto de monólogo dramático, que define así:

[...] esta poesía funde lo lírico con lo dramático, entendiendo lo dramático no sólo
en la acepción corriente del término [...] sino en su sentido más especial: para nuestro
poeta, en general, la poesía parece by-product de una situación o conflicto dramático, y
dada su preferencia por lo impersonal, expresada a través de un personaje o, más
raramente, de varios personajes. Es decir, que su poesía adopta la forma de un
monólogo dramático, en el cual motivos éticos, psicológicos y subconscientes
tornasolan la forma poética y el efecto se obtiene por concentración y renuncia a los
ornamentos (Prosa, 1, págs. 396-397).

De la influencia de este recurso en la propia escritura cernudiana él mismo dio


cuenta al escribir en «Historial de un li bro»: «Algo que también aprendí de la poesía
inglesa, especialmente de Browning, fue el proyectar mi experiencia emotiva sobre una
situación dramática, histórica o legendaria (como en "Lázaro", "Quetzalcóatl", "Silla del
Rey", "El César") para que así se objetivara mejor, tanto dramática como poéticamente»
(Prosa, 1, pág. 647).

La segunda de las muestras de perspicacia crítica cernudiana que querría


mostrar se alberga en el ensayo de 1946 «Tres poetas metafísicos», muy influido por el
famoso ensayo anterior de T.S.Eliot sobre los poetas metafísicos ingleses. Es ensayo que
va más allá del análisis concreto de Jorge Manrique, Aldana y la «Epístola Moral a
Fabio». Cernuda explora una idea sagaz: la de que hay un tránsito de la poesía desde la
oralidad inicial todavía presente en Jorge Manrique hacia una estética escritural, es
decir, una estilización de la palabra que corre paralela a la forma escrita. Tal camino de
escrituralización de la forma comienza en Garcilaso, es visible de modo palmario en
Herrera y culmina en Góngora. La forma escrita va ganando un abanico de
connotaciones y significaciones accesorias que aleja la poesía de la «significación
inmediata» que todavía tiene en Jorge Manrique y que comienza a desaparecer en
Garcilaso, quien vertebraría un vínculo de estilo y escritura por el procedimiento de una
latente intertextualidad, aunque no maneje Cernuda ese término, obviamente.

Un último testimonio de sagacidad crítica, de los tres que he seleccionado, se


ofrece con ocasión de la lectura de Ramón Gómez de la Serna, a quien considera un
poeta en prosa y en quien ve un miembro de la nueva poesía precisamente por su
modernidad expresiva, lo que le permite a Cernuda escribir un capítulo dedicado a
estudiar la influencia de Gómez de la Serna en los poetas del 27. Pero siendo todo el
ensayo muy lúcido, el episodio que me parece mejor es aquél en el que Cernuda
muestra cómo Gómez de la Serna acaba siendo ejemplo del límite que a las vanguardias
españolas puso la tradición realista de la que no abdican del todo y no abdicó Ramón, lo
que le impidió ser Dadá y surrealista. La materialidad realista que actúa como fondo
impidió a Ramón ir más allá y lo dejó constreñido a desarrollar su poderoso ingenio
como verbalidad extremada.

Los tres ejemplos allegados son sólo muetras de un espíritu crítico muy agudo,
de lector sagaz. La crítica literaria de Cernuda tantas veces arbitraria, alguna vez
desgarrada, siempre since ra y veraz, irreductible a componendas de academia, es un
hermoso testimonio del hombre, pero sobre todo es un mapa literario de poeta que
instruyó en sus viajes críticos algunas de la etapas que transitó luego su poesía, esa
poesía que anudada en el deseo puede hacer más grande la realidad de sus lectores.
El poema que vamos a analizar pertenece al libro Cuaderno de Nueva York
(1998), que bien pudiera tratarse de un cuaderno musical porque la mayor parte de los
poemas de su primera y tercera parte se configuran como piezas musicales, canciones,
rapsodias, conciertos, etc. Tal condición está presente en los propios títulos de los
poemas. Selecciono algunos: «Rapsodia en blue», «El laúd», «Beethoven ante el
televisor», «Baile a bordo», «Alma Mahler hotel», «Adagio para Franz Schubert»,
«Villancico en Central Park», «Oración en Columbia University» «Cuplé para Miguel
Molina», «En son de despedida». Resulta así que la música es al mismo tiempo un
motivo de lo evocado, porque se hace homenajes a diferentes compositores como
Beethoven, Mozart, Schubert o Bach, y un motivo de la evocación misma al componerse
los poemas al modo de canción, de adagio, de ha¡ le, de villancico, etc. Un ejemplo muy
característico de este ensamblaje del poema como forma musical lo ofrece la «Oración
en Columbia University», concebida como homenaje implícito al libro de García Lorca
Poeta en Nueva York, cuya primera parte arranca con los «Poemas de la soledad en
Columbia University». Este formidable poema se organiza como una oración que
adopta la forma de salmo cantado con el motivo «Bendito sea Dios...» alternando con
«Maldito sea Dios...» como origen de cada una de las estrofillas de la canción y que
acaba siendo una elegía al padre trágicamente muerto y a la desgraciada e imposible
comunicación con él, pero con la forma de oración a imitación de un salmo, como
también había hecho Federico en poemas de su libro, por ejemplo en «Grito hacia
Roma». En el caso de Hierro esta dimensión del canto y la plegaria cobra la fuerza de la
voz directa y dialogal, la voz como presencia.

He aquí otro de los fenómenos que contribuyen a la cohesión de Cuaderno de


Nueva York y que explican la configuración de «Cantando en yiddish»: la importancia
de la oralidad, de la voz como son audible. Como si José Hierro hubiera querido evitar
el engaño de la escritura y el que Barthes llamó su casamiento desigual con el deseo, ha
concebido sus poemas como canto que restaura una voz primitiva, presencial y
auténtica. No extraña por tanto, a la luz de este fenómeno que recorre el libro, la
sucesión desbordante de imágenes ensartadas como cadenas de versos que se
precipitan por su dimensión oral, como canciones, como sones, como notas de un lied,
en las que el verso es sólo el acompañamiento musical de la voz que canta. A esta luz
conviene leer el excelente poema que abre el libro, el «Preludio» (musical también), que
informa de una coherente poética de la poesía como eco de los sonidos que enlazan
nuestra historia con otras muchas anteriores, que vagaban en el aire hasta que los
poetas las recogen y adensan en su verso. José Hierro propone al poeta como heredero
con su voz de cuantas voces en este universo de ruidos y sones se sienten capaces de
dar con sus secuencias de sonidos forma y sentido a la memoria de los hombres. La
poesía para Hierro es, sí, sonido domesticado, que expande misterioso sus ondas, como
la música, en sonidos que vagan y vagan hasta que el poeta los recoge y los domeña, los
convierte en cuaderno, como en este libro.

En el poema que comentamos la voz del que canta en yiddish es el mecanismo


que activa la vindicación de la memoria, y por tanto la voz poética que se enfrenta al
olvido, rompiendo el sujeto poético en la última sección del poema a cantar la vieja
canción inscrita en un pergamino:

El topos central del poema lo constituye la dialéctica memoria/olvido. La


memoria implica ya una contigüidad fundamental con el pueblo judío, que se encuentra
presente en este poema, aparte del título, que refiere a la lengua yiddish, que hablaron
los judíos de la Europa central, a partir de la implícita suposición que el lector hace de
ser el protagonista de la voz, el sujeto poético, un judío de Nueva York superviviente
del horrible campo de concentración nazi de Buchenwald, tal como se recoge en la
sección primera del poema (vv 12-14), en la que el juego etimológico de las hojas de
haya y la mención a Buchenwald (que en alemán significa eso mismo) redunda la
mención posterior de la estrella amarilla (por la estrella de David, emblema del pueblo
judío). «Hojas disecadas en las páginas de un libro» (v 13) es la primera aparición de
una memoria adormecida, inscrita pero no viva, muerta, con la connotación del adjetivo
«disecadas» y la referencia al libro. Frente a ella, el modo de revivir la memoria va a ser
la canción que el sujeto lírico se lance a cantar, luego de haber visto a sus compañeros
sumidos en el olvido. Porque este poema es un canto contra el olvido, una vindicación
de la memoria.

Por ello cobran tanta importancia en la primera sección del poema las
metonimias que implican olvido y que desarrollan ese topos, anunciado ya en el primer
verso y repetido en el verso primero de la segunda estrofa, a modo de estribillo: «He
aprendido a no recordar.» Esas metonimias son el «agua del lago» (en la superficie del
agua no se puede escribir, y por tanto no guarda la memoria) o «la intemporalidad» (no
tener acá y allá, recuerdos o proyectos, y literalmente ser «carne intemporal», v 8).
Finalmente, en la penúltima estrofa de esta sección primera, aparece la siguiente de las
metonimias del olvido: la del espejo, que reduplica, narcisa la mirada, y que por ser
autotélico es superficie asimismo intemporal, «lágrima de cristal no sometida al tiempo»
nos dice el verso 22.

La última estrofa de esta primera sección reclama el paso de las nubes como
metonimia de la temporalidad que implica el olvido pues la «caravana majestuosa de
las nubes» significa el borrado de las figuras. Si en el famoso fragmento de «Las nubes»
que incluyó Azorín en Castilla éstas se reclamaban para la contemplación del suceder,
del paso del tiempo, José Hierro las atrae en su significación de la temporalidad como
olvido, como borrado de la huella del dolor. De aquí se sigue el verso conclusivo del
estatismo del olvido: «pues nada ha sucedido, ni podrá suceder». El del olvido es, pues,
por medio de las metonimias del agua, la hoja disecada en el libro, el espejo, y la nube,
el motivo fundamental de arranque del poema, aquel momento de la no memoria («he
aprendido a no recordar»), frente al que se va a conjurar la voz poética como
contrapunto, como canto que rescata la memoria de los horrores, las figuras del dolor y
de la sombra, restauradas por el verso, que es canto, en el idioma yiddish, de los
dolientes.

La segunda sección del poema es la del destierro, la de los supervivientes judíos.


Tiene un protagonista colectivo «mis compañeros» (v 31) y un escenario urbano, el de
las calles de Nueva York. Esta sección acarrea imágenes de fuerte desamparo y
desarraigo, aunque se encuentran ancladas en un escenario concreto. La paronomasia
«Solidario, solitario» del verso 46 marca ya el doble juego coral e individual de la
tragedia del exilio, que es otra vez enajenación de la memoria e intento de olvidar:
«ajeno marcho con ellos por una dimensión diferente, liberada de la servidumbre del
tiempo». Antes ha precedido, en esta misma sección segunda del poema, la mención a
las páginas amarillas (que son las del otoño pero que funcionan como contigüidad de
olvido y muerte al ser hojas y páginas), otra vez al agua, «que difumina los surcos de los
rostros» (v 37), otra vez al lago y al chapoteo del limo verduzco, hasta llegar en la
última parte de esta sección a las enumeraciones caóticas de los elementos urbanos que
esta muchedumbre de compañeros atraviesa, en su deambular de peregrinos por un
desolado destierro. Notemos la función que cumplen los plurales de los pronombres y
de los verbos, que marcan esa dimensión colectiva del peregrinaje: «Nuestros pies
chapotean, pisan»..., «Y atravesamos»..., «Avanzamos»...

Las adjetivaciones van señalando el paisaje urbano de tal travesía por lugares
hostiles, deshumanizados: «astros eléctri cos», «desfiladero de acero y de cristal» por el
que van estos desterrados como «arañas al acecho, sobre la red de calles y avenidas». Es
el momento del poema que más debe, por la naturaleza de las imágenes convocadas, a
Federico García Lorca, al mezclar sabiamente las connotaciones de la urbe como un
inmenso animal que parpadea, palpita, y seguir las series de enumeraciones caóticas,
que destilan una mezcla de flores y frutas con botellas vacías y envases de cartón. Hay
asimismo en la formidable imagen de los escaparates como «acuarios donde nadan
maniquíes calvos» la eficacia de la traslación del esquema animal al humano que resulta
así depauperado y desemboca en la naturaleza muerta, sacrificada, de los visones y
leopardos, con su literalidad de animales muertos, pero también con su dimensión de
sinécdoques otra vez del hombre asimismo y todos los seres vivos sometidos al
sacrificio de la civilización urbana, y que sólo encuentran su defensa en el andrajoso que
porta un estandarte inútil.

La dimensión de travesía de los desterrados por las calles de la ciudad, que


suponía la sección segunda, encuentra su embrague discursivo en el primer verso de la
sección tercera «Hemos llegado», que la pausa rítmica subraya eficazmente. La
espacialidad abierta de la sección anterior encuentra su contraste con la espacialidad
cerrada de la presente, y el movimiento de aquélla contrasta asimismo con el estatismo
actual. La metonimia de este estatismo son las sombras y el silencio, que el poeta reitera
una y otra vez: la quiebra del versículo 75-76 permite la relevancia del vocablo silencio,
que vuelve a aparecer en el comienzo del verso 78: es un momento en el que reina el
silencio doloroso. Más adelante (v 88) la contigüidad de esta atmósfera estática la
sugiere la imagen de una temporalidad congelada en el instante de la noche y de la
nieve (ambas metonimias de silencio y de estatismo), si bien la nieve será asimismo
metáfora de espuma de cerveza que permitirá la transición al movimiento de la
experiencia comunal en este bar en que se han detenido los desterrados.

Comoquiera que el elemento del destierro será fundamental, hay en esta sección
un doble homenaje a otros desterrados que vehiculan dos de las intertextualidades
insertas: la primera rememora la figura del poeta cubano José Martí, por medio de la
inserción del verso «un hombre sincero de donde crece la palma» que está tomado de la
sección 1 de Versos sencillos de este poeta, como lo es la alusión de una muerte «cara al
sol» que reproduce poco después, tomada del verso «moriré de cara al sol», del poeta
cubano. La actividad política de Martí en Nueva York, en cuyo Masonic Temple inició
una serie de proclamas revolucionarias, es evocada por José Hierro de manera directa
en las enumeraciones que siguen. La otra mención intertextual es de Lope de Vega, y
reproduce en lo sintagmas «en otro cielo, en otro reino extraño» (v 89) el conocido verso
5 del soneto de Lope «Passé la mar, cuando creyó mi engaño» (soneto LXVI de las
Rimas de 1609). La metáfora que traslada el plano real - la espuma de cerveza que se
vierte en la jarra - a la nieve, como plano imaginario, evocado, permite que el
formidable verso de Lope evoque asimismo la nieve caída en el lugar de origen, en la
Europa central de los desterrados, que vuelven así, con esa nieve caída en otro cielo, en
otro reino extraño, al lugar del origen, a rememorar «el amargor antiguo».

La escena se cierra con el comunal disfrute de la palabra, pero la serie de


enumeraciones reiteradas del verso 94, «Hablan y ríen, hablan, hablan, hablan», es
elemento que se sitúa en correlato del olvido, puesto que estas palabras y ese goce
suceden como vehículo de salvación «de los que no tienen fuerza para recordar», según
ha dicho el verso inmediatamente anterior, referido a «los supervivientes». Aquí se
produce la separación ellos/yo, por la que el sujeto lírico se distancia de ese olvido y
emerge como memoria. La imagen que permite ese contraste es la de la voz poética
como conciencia y lucidez por la memoria, y por tanto como lectora del pergamino
donde se halla inscrito, como un palimpsesto, el mundo de los horrores, el dolor de la
muerte y de la guerra, ese texto antiguo que los compañeros no ven (o pugnan por
olvidar), y sobre el que se ha ido depositando un humus, pero que el poeta tiene que
rescatar, desenterrar con su canto. De ese modo la sección tercera, con tal separación o
divorcio ellos/yo, que escribe como correlato de olvido/memoria, sirve de tránsito hacia
la IV y la V, que son las dedicadas a la palabra poética, redentora de aquel olvido.

La sección cuarta del poema viene dedicada a los horrores recordados por el
sujeto lírico, restaurados por sus palabras. El mecanismo figurativo es el de la analogía
del pergamino como un palimpsesto (vv 108-110), del que la cerveza sirve como líquido
que restaura el fondo ilegible de sus signos. La triple calificación de las palabras:
«raspadas, desvanecidas, espectrales», en ese formidable dodecasílabo que desarrolla
una gradatio hacia la sombra, o imposible memoria, vincula esas palabras en
paralelismo también triádico con «sucesos, crónicas desoladas y sombras». Ese
paralelismo constructivo de las enumeraciones acentúa la tonalidad de salmodia que
tiene todo el fragmento, y que contribuye asimismo a reforzar la reiteración de ciertos
versos, en especial el que funciona, como ya vimos en la sección primera, a modo de
estribillo: «que ha aprendido a no recordar» (v 103), y se proyecta en los versos 113-114:
«Que ya no quieren recordar / que ya no saben descifrar.»

La siguiente estrofa vuelve a la triple adjetivación, acumulativa de sentido, que


funciona como refuerzo de la dimensión musical de la salmodia, progresivamente
edificada al modo de canto épico: «Viejos, cegatos, acurrucados» (v 115). Esta sección
consolida y confirma la separación que ya establecimos entre el mundo de ellos (los
inconscientes, los desmemoriados, que no quieren recordar) y el mundo del yo (el del
sujeto lírico que actúa como rapsoda y palanca de la memoria colectiva). De ahí la
fuerza que adquieren, en esta dimensión contrastiva, las formas personales de la
primera persona del verbo, «Rescato ahora, desentierro ahora»... Se ofrecen en este
momento, en la estrofa que abren estos versos, los índices referenciales más claros de la
dimensión histórica concreta de la tragedia vivida en la Segunda Guerra Mundial, pues
no sólo menciona que ha pasado medio siglo, sino que refieren directamente a las filas
de judíos portados al sacrificio de las cámaras de gas. La dimensión trágica de esta
historia es subrayada por medio de las impresionantes series de sustantivos (tres:
«niños, mujeres, viejos»), seguidos de tres adjetivos («hambrientos, esqueléticos,
desamparados»), según la fórmula épica. El encabalgamiento permite la lectura de estos
adjetivos como adyacencias de «viejos», pero es cierto que la serie de tres sustantivos y
tres adjetivos los liga indisolublemente. La enumeración triádica se agrupa, una vez
acabada, en el sintagma «rebaños resignados», que reúne tanto la metonimia del
sacrificio, hacia «el ara del dios Gas», como la del grupo de inocentes, visto como
colectividad desamparada. El tremendo grito en alemán «Mein Gott!» (¡ Dios mío!)
cierra la evocación del desastre, antes de la conclusión de la sección, con autorreferencia
a «canto salmodiado» y la reiteración de la idea de estar esta memoria dormida como
un texto al que otro texto ha tapado (es decir, de nuevo la analogía con un palimpsesto).

Nótese que a esta altura del poema es cuando cobra éste todo su relieve y el
lector comprende el sentido de las tres secciones anteriores, pues el texto olvidado es el
del sacrificio judío, del que el poema es una salmodia rememorativa, pero que sólo
había tenido una prolepsis en la referencia a Buchenwald de la sección primera, cien
versos más arriba. Este fenómeno, en un poema tan extenso, es destacable como
vehículo de unidad: la retroalimentación del sentido, pues la muchedumbre de
desterrados que hemos visto deambular en la sección segunda y detenerse a beber (para
olvidar) y hablar (otras palabras de olvido) son supervivientes de aquella gran tragedia,
según se ha dicho también anticipatoriamente en el verso 92 («Y ellos, mis compañeros,
los supervivientes / los que no tienen fuerza para recordar»).

La última sección del poema es recapitulativa, pues recupera todos los


topo¡ desarrollados en las secciones anteriores, el pergamino a modo de palimpsesto, el
del silencio por medio de palabras anegadas en el agua del olvido (con reminiscencias a
la Laguna Estigia, que ya vimos anunciadas en el verso 2 del poema), y la insistente
desmemoria que viven los compañeros, empeñados en no recordar, como si pudiesen
cicatrizar con palabras nuevas las heridas antiguas (vv 161-162, el texto de las palabras
que se superponen a las originales en el palimpsesto). Junto a la recapitulación temática,
esta sección es autorreferida a la voz del sujeto y del propio canto. Nótese que el
segundo verso (v 132) de esta sección refiere a ese canto, pero igual más adelante ocurre
con «Y alzo en mi mano el jarro», «Y canto con voz ronca», «canto yo, el mudo, el
ensimismado, el repentinamente loco y ebrio / el que ha roto el silencio por vez
primera». En idénticas posiciones rítmicas y sintácticas se sitúa esta autorreferencia al
rapsoda y a su canto, vinculado a la posesión ebria y a la locura, según es tradición del
rapsoda desde el Diálogo Ion de Platón. En esta sección domina por tanto la primera
persona, y buena parte de los verbos son reiterativos respecto al significado de canto o
de voz. José Hierro ha individualizado en la parte final de su poema al poeta como
memoria colectiva, y esa individualización, que aumenta las reiteraciones de las
posiciones sintácticas y rítmicas de los versos referidos al canto, lo aísla como un
gigante que rompe a cantar la voz colectiva. Pero el poema no podría entenderse
finalmente si acabase en este gesto de afirmación metaliteraria de la función de la poesía
como memoria. Lo es, pero a condición de acentuar el aislamiento del propio poeta en
su dimensión de solitaria voz desatendida por el resto, por los compañeros que no le
acompañan en ese canto, y quizá ni siquiera lo entienden ya.
De hecho la coda del poema no puede ser más desoladora respecto a la memoria,
pues se reitera en ella la frase del verso 158: «como si nada hubiese sucedido», que
vuelve a decir el verso 163, tras el sintagma que actúa como conector conclusivo: «Al
fin, como si nada hubiese sucedido», que en la versión ofrecida por el siguiente verso:
«pero ¿es que algo ha sucedido?», incluye ya al propio poeta en la duda de la
desmemoria, en su resignación hacia el olvido. Y ello ocurre justo antes de la conclusión
«Vámonos: es hora de volver a casa, / como todas las noches». Volver a casa, otra vez,
después de una conversación de palabras nuevas, que cicatrizan o quieren hacerlo, las
heridas antiguas. El texto de la memoria sobre aquel horror permanece latente, subyace
como pergamino recubierto por otras palabras y por otros textos, esperando quizá la
voz de otro poeta que pueda restaurarlo, rescatarlo de esa forma de muerte que
llamamos olvido.
10.1. UN POETA REFLEXIVO

Hay poetas, como Gil de Biedma, para los que el trazado de las vías de
intercomunicación entre su actividad teórica, su personalidad crítica y su propia poesía
no es sólo posible (y conscientemente reclamado por él mismo, como veremos), sino de
todo punto necesario para la comprensión cabal de su poesía en general y de algunos de
sus rasgos estilísticos en particular. Tal me propongo en este estudio.

Curiosamente la poesía de Jaime Gil de Biedma es al mismo tiempo muy


personal, se han gestado sus poemas visiblemente al calor de experiencias concretas y
sin embargo, contra toda fácil apariencia, no es su poesía un ejercicio emotivo que
carezca de actitudes reflexivas y no sea consecuencia de ajustados pentagramas; ocurre
incluso que esos pentagramas pueden leerse como piezas de una concepción global del
fenómeno poético que problematiza cualquier conexión directa entre vida y poesía,
distorsiona desde la ironía o el distanciamiento especular narcisista dicha relación,
conecta bien por último con una poderosa corriente de renovación del lenguaje poético
y se siente hija de la modernidad que ya iniciaron los poetas románticos ingleses y que
ofreció en los teóricos anglosajones cercanos al New Criticism su reconocimiento
teórico.

Entre los muchos prejuicios arrastrados por la historia literaria tal como fue
concebida en el siglo xIx no es el menos dañino el de la vinculación estudio literario y
nacionalidad. Incluso sería oportuno denunciarlo ahora que hablamos de Gil de
Biedma, pues uno de los constantes reproches que le hizo a la cultura literaria española
-y motivo principal de sus reticencias hacia la construcción teórica de Carlos Bousoño -
es la escasa consideración de la poesía allende las fronteras lingüísticas o nacionales,
como si la evolución literaria se gestase en el flujo de su solo dinamismo interior.
También ha ocurrido con la teoría e incluso con la crítica de los poetas del grupo de
1950, demasiado apegada a subrayar y reducir la novedad de estos poetas a su
enfrentamiento con la llamada poesía social o Generación poética del 36. Bien sea por la
tendencia a concebir en términos de dialéctica pendular la evolución histórico-literaria,
bien sea por el caprichoso flujo y reflujo que la misma ordenación historiográfica en
generaciones poéticas parece propiciar, de hecho las importantes páginas escritas por
J.Gil de Biedma o J.A.Valente, que se han nutrido ambos en nidos teóricos de la
tradición anglo-norteamericana y que por ella han conectado con un gran proyecto de
modernización y renovación del lenguaje poético y de la cultura española, a menudo se
ven reducidas a la sola dimensión del debate doméstico que en la España franquista
hubo entre los «comprometidos» con la poesía social y quienes quisieron -y entre ellos
se sitúa a Biedma - ensayar nuevas fórmulas. Más adelante veremos cómo la polémica
sobre «poesía y comunicación» habida entre los poetas españoles entre 1959-1962, y que
fue indudablemente una importante luz-testigo de un cambio de orientación en la
poesía española del momento, no puede, en lo que a Gil de Biedma respecta, reducirse a
tal dimensión interna a la literatura española, pues afectó de lleno al fondo mismo de su
teoría poética, gestada al calor de la crítica de Auden, Eliot, Empson, Langbaum y otros
teóricos o críticos cercanos a o miembros del New Criticism. También sabemos
inseparable la experiencia poética de Gil de Biedma de la influencia que sobre ella
ejerciera la actividad poética pero también reflexiva de los románticos ingleses como
Coleridge, Wordsworth, Browning y sus continuadores Whitman, Pound, así como
Baudelaire, Rimbaud, etc. Todos ellos, teóricos y poetas, citados en sus lenguas
originales en los ensayos críticos de Gil de Biedma, en su Diario o en los antetextos que
preceden a sus poemas.

Joan Ferraté, quien fue buen amigo del poeta además de un teórico singular y de
no justamente apreciado valor pionero de algunas modernas teorías sobre la
comunicación poética, participó con Biedma en una comunidad de ideas, de lecturas y
de intercambio de ambas. Y dio muy pronto claves valiosas para la interpretación de la
poesía del amigo cuando dijo en su ensayo «A favor de J.Gil de Biedma»:

El tema de la poesía de Jaime Gil de Biedma no es, pues, la simple sacudida


emotiva o la combinación de emociones a cuya expansión verbal se entregan
regularmente nuestros poetas, sino siempre un complejo de emoción y conciencia, de
visión y actitud, de vida vivida y juicio sobre la vida, complejo donde, insisto, ambos
polos opuestos guardan la misma distancia con relación al «yo» del poeta [...] la
experiencia privada incluye también su experiencia de lector [...]. La experiencia de
lector de Jaime Gil de Biedma no se distingue, pues, regularmente, de su experiencia
humana.

En efecto, fue Gil de Biedma un poeta muy reflexivo en quien la conciencia de lo


que estaba haciendo nunca se ocultó ni postergó en favor de la expresividad. La
literatura de Biedma es tanto literatura como reflexión de y sobre la literatura. La teoría
aprendida por él en las lecturas de Auden, Eliot, Empson o Langbaum describió pronto
círculos en los que anudar su lectura de los poetas preferidos y tejió un entramado
sorprendentemente sólido y bien ceñido que abrazó su propia actividad de poeta, muy
cohesionada con la personal reflexión teórica por él mismo propuesta con lúcida y
recurrente insistencia, como veremos enseguida.

De su talante reflexivo no hablan sólo los ensayos, diferentes, que escribió sobre
la poesía, poetas y narradores, donde muestra una ingente cantidad de lecturas en sus
propias lenguas, con citas concretas de Proust, Baudelaire, Rimbaud, Robbe-Grillet,
poetas clásicos de nuestro Siglo de Oro, románticos ingleses, y hasta de la tradición
neoclásica o de literatura medieval española. Que fuera lector ambicioso y variado no es
lo más importante. Más me parece a mí que sometiera a disciplina reflexiva aquello que
leía y dialogara constantemente, a través de las lecturas, con sus propias concepciones
acerca de la génesis del poema, sobre los momentos claves de la evolución literaria
europea, la deuda con la tradición o la importancia de lo conceptual como ingrediente
poético. Hasta incursiones lúcidas so bre espinosas cuestiones técnicas como la
importancia del ritmo y la tonalidad en la configuración estilística. De cada uno de estos
asuntos y de otros muchos que sería prolijo enumerar hay reflexiones constantes en los
ensayos de El pie de la letra. En la Introducción a este libro declara:

A medias disfrazado de crítico y a medias de lector estaba en realidad utilizando


la poesía de otro para discurrir sobre la poesía que yo estaba haciendo, sobre lo que
quería y no quería hacer. Por supuesto no pretendo describirme como un singular caso
de perversión profesional; las palabras de Auden que sirven de pórtico a este libro son
bien explícitas. Tiene toda la razón. Incluso en el mejor de los casos los poetas metidos a
críticos de poesía nunca resultamos del todo convincentes, aunque sí muy estimulantes,
porque estamos hablando en secreto de nosotros mismos... (El pie de la letra, págs. 11-
12).

La reciente publicación completa de su Diario de 1956, bajo el título de Retrato


del artista, da cumplida cuenta de su actividad reflexiva cuando habla del proceso de
creación de sus poemas, de las dificultades para encontrar un tono adecuado que de
inmediato se pierde (págs. 33-34), de la relación con duros endecasílabos a los que se
adapta mal una idea, de la solución que puede ofrecer un pareado (pág. 35), de que
nada hay que le haga sentir con tantas ganas de escribir y con más ideas como la lectura
de un libro sobre cuestiones de orden formal, como el de Empson (pág. 38), o el interés
por la métrica del poema de Mio Cid. Las cuestiones de orden técnico le preocuparon
mucho. Con denuedo se entrega a especular sobre la tonalidad o el ritmo (pág. 136).
Preocupado le vemos por la escasa formación literaria del escritor español (pág. 33) o,
cuando analiza Cántico de Jorge Guillén, entregarse a excursos muy lúcidos sobre el
lugar de lo conceptual en la forma y su unidad en un Guillén de quien admira la
convivencia feliz de inmediatez y de conciencia reflexiva. Incluso, contra toda
apariencia fácil, aprecia en su valor el clasicismo sintético de Eliot y su concepto de
tradición.

De entre sus ensayos críticos yen orden a ilustrar la idea que vengo ofreciendo
sobre su conciencia reflexiva y teórica, además del capital libro sobre Guillén, destaca su
agudo análisis de «Emoción y conciencia en Baudelaire». Subrayo esto, además de por
el significativo título del ensayo, porque en él se ofrecen muestras de un instinto crítico-
formal que le lleva a aplicar el bisturí analítico con precisión muy notable sobre
cuestiones de tan especializado carácter como la relación métrica-sintaxis en la génesis
del poema, cuestión que luego conoceríamos importantísima cuando se difundieron en
España las ideas de los formalistas rusos, a quienes Gil de Biedma no había podido
conocer cuando escribió ese ensayo. Son notables también sus aportaciones a la relación
poesía-prosa en la tonalidad rítmica. También he destacado, claro, este ensayo, porque
en esa antinomia de emoción y conciencia, en la que la una hostiga a la otra pero sin
alcanzar a anularla, en esa peculiar dialéctica de discursividad emotiva y reglado
carácter oratorio habremos de pulsar asimismo rasgos de la propia poesía de Biedma.

Antes de pasar al análisisfmás sistemático de las ideas centrales de su poética


explícita, que emprenderé de inmediato, permítaseme añadir algo sobre el fenómeno
que vengo glosando de unidad de teoría y creación, de conciencia y obra, de reflexión y
actividad poética. La solidaridad que vengo marcando entre ambos lados no es fruto de
una perspectiva a posteriori. Fue notoria y repetidamente subrayada por el propio
autor, quien no sólo en la Introducción antes citada, sino en todos sus escritos, se
esforzó por tender puentes de comunicación entre ambas actividades y por ofrecer al
lector de sus poemas pistas concretas sobre su necesaria lectura irónica o para no
equivocar el tiro cuando tendiese ese lector a lanzarse a interpretaciones directamente
romántico-expresivas. Fue leitmotiv de sus reflexiones la voluntad de separación y
negación de su imagen de poeta emotivo y literalmente biografista. Admiraba él en la
poesía sobre todo «cierta dosis de áspero buen sentido al lado, y por debajo, de la
exaltada tesitura lírica. Hacer buenos poemas - añadeno es fácil, pero algunos lo
consiguen; hacerlos y no engañarse con ellos, ni engañar al lector, sólo lo consiguen
poquísimos» (El pie de la letra, pág. 67). C.Riera acertó cuando dijo que Ferrater y
Biedma «cultivan el distanciamiento irónico tal vez para evitar el Romanticismo al que
ambos tienden y prefieren la andadura narrativa del texto a la efusión lírica» (C.Riera,
1988, pág. 61). Más adelante me referiré al problema de la poesía como dramatización
de la experiencia y representación distanciada e irónica, que cuaja en la imagen de
Biedma como doble especular y Narciso irredimible. Por ese concepto de la
dramatización de la experiencia veremos articulada toda su concepción teórica de la
poesía. Pues bien, repetidas veces manifiesta el propio Biedma la deuda de su poesía
para con esa concepción. Cuando en el Prefacio de El pie de la letra reniega del ensayo
«Sensibilidad infantil, mentalidad adulta» advierte sin embargo, que en sus párrafos
finales «acierto en un planteamiento que influyó más que ningún otro en la concepción
y realización de mis poemas». Tales párrafos finales están dedicados a glosar la teoría
expuesta por Robert Langbaum en su libro The Poetry of Experience (1957): «el mejor
libro que conozco - añade Biedma - acerca de los especiales problemas que la creación
poética suscita a partir de la Ilustración» (El pie de la letra, pág. 53). Cuando hemos
leído a Langbaum hemos podido apreciar la enorme deuda que Biedma ya reconoce,
pero que se proyecta además unitaria - como también él advierte - sobre la concepción y
realización de sus poemas.

También el proceso de mitificación narcisista, la cuestión del doble, del otro, del
distanciamiento irónico o dramático y la teatralización de la experiencia han sido
presentados por el propio Biedma como clave de su poesía. Es cuestión que nace de la
lectura anteriormente citada, pero sobre todo parece estar influida por la lectura atenta
que Biedma hizo de las propias fuentes en que Langbaum se basó, singularmente la
poesía inglesa a partir de Coleridge, Wordworth y sobre todo Browning. En diferentes
momentos Biedma mismo ha conectado la problemática de la dramatización y la
dialéctica del «yo» - Narciso y Calibán a la vez - con su propia poesía, e invita al lector a
leerla desde esa atalaya. Lo dice explícitamente en el coloquio «Sobre el hábito de la
literatura» (El pie de la letra, págs. 241 y sigs.) y son constantes en el Diario de 1956 las
referencias al desdoblamiento de su conciencia a modo de Narciso, que en el espejo de
su poesía construye su realidad como simulacro y dialéctica constante con su propia
imagen a la que busca inventar una identidad (Retrato..., págs. 54-55). En 1985, en uno
de sus últimos textos escritos, la contracubierta de la última edición de Las personas del
verbo, vuelve a allegar la imagen de Narciso y Calibán, que ya trajera en 1956 en las
páginas del Diario y que es asimismo importante en la argumentación de Langbaum a
partir del personaje Calibán en la poesía de Browning (J.Langbaum, 1956, pág. 118). La
personalidad inventada, que convierte su poesía en un ejercicio de dialéctica entre
ficción y verdad, de ser poeta y a la vez poema, vida y representación simultáneamente,
de construirse a un tiempo como biografía y contemplación, alcanza a ser, como
veremos más adelante, la dominante estructural que opera en el diseño pragmático de
sus poemas, pero es también consecuencia de una concepción poética a la que Biedma
dio forma teórica en sus diferentes ensayos, concepción y teoría que paso a analizar.

10.2. LA DRAMATIZACIÓN DE LA EXPERIENCIA

La teoría poética de Gil de Biedma arranca simultáneamente de una valoración


de la modernidad poética a partir del Romanticismo (esto es, se propone como una
reflexión sobre la diacronía del género) y de la proposición general del estatuto de
experiencia ficcional o construcción imaginaria que la nueva concepción y el fenómeno
de la distancia irónica hace surgir en los poetas que suceden a la Ilustración. La fuente
principal de tal teoría la he situado en la lectura citada de Langbaum, que el propio
poeta reconoce definitiva para su propia concepción y creación poéticas. Pero más allá
de esa influencia constituyó un tema de constante aparición en diferentes ensayos. Lo
encontramos en el coloquio fingido con Barral, Marsé y Moura, fingido en tanto es,
como su poesía, una dramatización en voces distintas de una conversación real sobre un
problema teórico acuciante para ellos. Incluso en un artículo tan distante de toda teoría
literaria como el titulado «Revista de Bares» leemos:

Ya se sabe que la confusión de géneros ha sido, desde el Romanticismo acá, un


fenómeno constante y que nada tiene de caprichoso. La realidad de nuestra existencia se
reveló pronto como una realidad incierta, mezclada, y los escritores no hicieron otra
cosa que darse cuenta de ello y dar forma a esa incertidumbre. Ocurrió que la vida, a
partir de cierto momento, no sólo empezó a resultar demasiado mezquina para cantada
en un poema épico, sino también demasiado confusa para explicada por carta (El pie de
la letra, pág. 227).

Para Langbaum esa confusión e incertidumbre no es otra que la crisis que advino
posterior a la Ilustración, cuando los poetas comenzaron a entablar una relación con el
mundo diferente, porque la realidad moral y la idea misma de naturaleza que había
asentado la clasicidad comienzan a verse problemáticas, inseguras y poco firmes. La
«desconfianza» para con los órdenes morales e incluso ontológicos fue lema del
Romanticismo y en ese momento - como explica Biedma haciéndose eco de tal
diagnóstico:

Para que el poema resulte satisfactorio ha de presentarnos una realidad en la que


el divorcio entre las cosas o los hechos y las significaciones ha sido superado, pero esa
realidad integrada debe a la vez guardar relación con la realidad de la experiencia
habitual, es decir, con aquella en que precisamente se da el divorcio cuya superación se
pretende [...]. De manera que lo que en última instancia venimos a requerir es la
admisión expresa o tácita de que todo acontece dentro del ámbito de una particular
experiencia; el poeta no puede limitarse a la sola expresión de una realidad integrada,
sino que además ha de expresar su conciencia de la precariedad y de los límites
subjetivos de esa integración. [...] La poesía - citando a Spender - no enuncia verdades:
enuncia las condiciones dentro de las cuales es verdadero algo sentido por nosotros (El
pie de la letra, págs. 53-54).

El estímulo (emoción o hecho) que ha dado lugar al poema se integra en una


construcción en la que al tiempo que prolonga su trayectoria para evadir esa
experiencia concreta y operar en campos más universales, guarda para con esa
experiencia una relación dialéctica, de ida y vuelta, puesto que la necesita como
afirmación de certidumbre o sombra de verdad, pero afirmación insegura y sometida al
vaivén de la subjetividad. Langbaum marcó muy bien que la doctrina de la experiencia
a partir del Romanticismo se propone como realidad porque otra dimensión no
subjetiva remite a una construcción secundaria y problemática, donde no cabe
seguridad alguna. Pero al mismo tiempo se separa necesariamente, por exigencia
artística, de la idea emoción o hecho en la dramatización que garantice tanto su
objetividad como la necesaria generalidad. El poema afirma y niega a la vez la
experiencia y al integrarla en la forma del lenguaje problematiza e ironiza su relación
con ella. Gil de Biedma resume en fórmula feliz esa dialéctica cuando, glosando a
Moore, dice que la poesía consiste en «la creación de jardines imaginarios habitados por
sapos de verdad» (El pie de la letra, pág. 11).

La insistencia de Gil de Biedma, repetida una y otra vez en sus ensayos, sobre el
carácter de simulacro de experiencia que por fuerza tiene la poesía (ibíd., pág. 246) no es
ni fortuita ni improvisada o imaginada inconscientemente por capricho suyo. Reposa en
la propia asimilación de la ideología del Romanticismo inglés, que dramatizó el sentido
mismo de identidad y la condición de la aprehensión subjetiva de lo verdadero. La
imagen de Narciso, uno y el otro, la doble condición del sujeto, que aspira a revelarse a
sí mismo y a la vez necesita trascenderse o proyectarse hacia el lenguaje, hacia afuera,
en una dimensión adulta y no expresivo-infantil de la poesía. Fraguó esa imagen y ese
mito en las poesías de Browning o de Tennyson en formas concretas del monólogo
dramático que problematiza el origo mismo de la voz y la génesis de la experiencia
cifrada en el poema (R.Langbaum, 1956, pág. 233). Cuando Biedma reconoce ser
parcialmente cierto el pseudomisticismo de que le acusaba su amigo Ferrater apela ya -
en 1956, y por tanto anteriormente a su lectura del libro de Langbaum - a la condición
dramatizada e incierta - no son una proposición sino una «historia representada o
narrada» - de los poemas de «Las afueras» (véase Retrato..., pág. 141). En el coloquio
con Barral, Marsé y Moura, insiste una y otra vez (coincide en ello con Barral) en que el
problema literario que ellos califican de fundamental - la relación de literatura y vida,
poesía y experiencia - no sólo deforma inevitablemente la experiencia, sino que como
indica bien la cita de Coleridge, que pone en boca de Barral y que a su vez parece
haberse inspirado en la misma que Langbaum recoge, toda la concepción poética de la
modernidad reposa sobre las consecuencias de la distinción entre imaginación y
fantasía que Coleridge desarrolló. Más adelante ilustra Biedma la crisis de la noción
clásica de realidad ligada a naturaleza y la aparición de un concepto problemático de
realidad a partir del Romanticismo. Por último, en tal coloquio acaba hablándose de la
poesía de Biedma, quien se afirma inventor por ella de una identidad plural, uno y los
otros, un simulacro que construye e inventa la necesaria dimensión imaginaria; «Lo que
yo creo es que cuando un poeta habla en un poema quizá no hable como personaje
imaginario, pero como personaje imaginado siempre» (El pie de la letra, pág. 246), y
desmiente a Barral cuando le muestra ser éste un logro ya conscientemente desarrollado
por Wordsworth para concluir:

La poesía consiste en integrar hechos y objetos de un lado y significaciones por


otro, e integrarlos en una identidad que es a la vez el hecho, el objeto y la significación.
Eso también lo hacían los poetas clásicos pero ellos se apoyaban en una visión
supuestamente universal de la naturaleza que el poeta moderno no tiene. Por tanto lo
que debe hacer un poeta moderno es mostrar los límites subjetivos de esa integración
entre hechos, objetos y significaciones. Es decir, sólo una vez que en el poema estén
claramente expresos los límites subjetivos de la integración de valores y significaciones
con objetos y hechos el poema será válido (ibíd., pág. 248).

En otro lugar, al comentar Cántico de Guillén concreta toda esa poética y afirma:

Pero ese pensar, a cuya transposición el poeta se aplica, no es sin más el suyo
propio; lo que en el poema pasa y lo que el poema dice no es pertinente a la situación e
ideas de Jorge Guillén en el acto de escribir, sino del ámbito imaginadamente real desde
el que nos habla la primera persona del singular [...]. De ahí lo que podríamos llamar el
carácter dramático del poema guilleniano, el tono monologal e ilativo (ibíd., pág. 166).

Se verá en la anterior cita un intertexto, tanto de ideas como de su formulación


técnica metalingüística - el carácter dramático y monologal - del concepto de monólogo
dramático con el que Langbaun desarrolló su investigación sobre la ficcionalización
irónica de la experiencia en los inicios de la poesía moderna, que él sitúa en el
Romanticismo pero que desde el punto de vista de quien esto escribe tiene mucha
menos dependencia histórica de ese momento que funcional, pues el problema de la
representación de los hechos del poema como construcción imaginaria no se inicia
entonces, ha existido siempre e incluso se ha objetivado definitoriamente antes del
Romanticismo, como demostré en otro lugar al hilo de los ensayos sobre la poesía de
Ch. Batteux (J.M.Pozuelo, 1991). Gil de Biedma parece haber adelantado su conciencia
de que los poetas clásicos vieron del mismo modo la relación entre objeto, historia y
significación poética, si bien para ellos no fue dramática o no tuvo las consecuencias de
ironía o distanciamiento que objetiva la desconfianza hacia la imagen misma de lo real.
A diferencia de los poetas románticos, los clásicos tenían afirmado un esquema de
valores definido tanto en el orden de la representación moral como en la noción de
naturaleza y las leyes que la rigen. En la liberación que la poesía hace de esa conciencia
-y por tanto en el desdoblamiento del principio mismo de subjetividad como origo de la
conciencia, y en su consecuente relevancia del papel del juego como distancia irónica -
podría cifrarse la aportación fundamental del Romanticismo para con esa estructura
ficcional del yo poético que, insisto y a aquel estudio me remito, no puede reducirse a
una sola dimensión, la histórica, sino que descansa en la misma estructura funcional del
lenguaje y en la peculiar e insustituible raíz de la representación poética en cuanto tal.
Lo que para su valoración tiene importancia es que Gil de Biedma tuviese ya en 1956
perfectamente conseguido este esquema teórico que le separaba visiblemente en
perspicacia y modernidad de las ideas entonces en circulación en España. Como él
mismo lamenta y puede verse en las páginas que cierran su coloquio con Barral, Marsé
y Moura, los españoles irremediablemente tienden a simplificar en términos biografistas
y a reconocer como transiciones directas de literatura = vida cualquier experiencia
poética, a la que se toma siempre como si fuese una proposición de valor real: «El tomar
lo que en un poema se dice como una proposición genérica, válida en cualquier
situación, es típico de los españoles, porque los españoles son (sic) gente del Antiguo
Régimen, gente que realmente no ha vivido una revolución romántica [...] somos gente
tridentina y todo lo tomamos como si lo dijese el padre Vitoria» (El pie de la letra, pág.
249).

No todos. Y no sólo Barral o Valente o J.A.Goytisolo, en quienes puede


encontrarse textos de cambio de rumbo y lo que es más importante, consciente. Para la
historia de la teoría literaria española y también de relevancia y originalidad
notabilísima en el ámbito occidental quiero dejar constancia aquí de la sagacidad,
modernidad y perspicacia con que Joan Ferraté propuso por aquellos años una teoría
coherente de la ficcionalidad de la comunicación literaria en general y de la lírica en
particular, en textos de una profundidad de ideas, seguridad en el trazado y rigor en la
argumentación filosófica y lingüística que no he encontrado con frecuencia en las
monografías que actualmente se publican en Occidente sobre los mismos problemas. La
de la ficcionalidad literaria y lírica es además una de las fronteras más interesantes de la
actual teoría literaria, frontera en la que Joan Ferraté instaló aduana infelizmente saltada
por todos hoy.

Ferraté desarrolla en Dinámica de la poesía importantes ideas sobre la


explicación de la ficcionalidad literaria. Interesan sobre todo cuatro de ellas que,
repartidas a lo largo del libro, forman una especie de espina dorsal de su
argumentación y que enumero:

1.El movimiento del poema como dialéctica relación de ida y vuelta desde la
experiencia vital a su representación, obligadamente prendidas al propio movimiento
poemático donde únicamente encuentran aquellas experien cias cumplimiento. Ni la
preceden ni la continúan. Son realidad sólo en su representación (Dinámica de la
poesía, págs. 27, 44, 364, 385).

2.Solamente la predicación de eventos contingentes que verse sobre entidades de


la imaginación es propiamente literaria (ibíd., pág. 85).

3.El topos que Ferraté llama irrealización. Concepto que glosa agudamente a
partir de la teoría orteguiana de la metáfora, pero que conecta cabalmente con el
fenómeno de la autonomía del arte como rango que define la necesaria actualidad de
toda representación literaria, en términos de construcción de su presencia (ibíd., pág.
147).

4.La ficción no puede ser definida como rasgo sólo de lo comunicado, sino como
rasgo de la comunicación: «El lenguaje - dice Ferraté - como instrumento de
comunicación de realidades e irrealidades es anulado por la literatura. La comunicación
pasa a ser entonces ficticia, no lo comunicado [...] sino la comunicación misma en tanto
que comunicación» (ibíd., pág. 159).

Todo su ensayo «Ficción y realidad en la poesía de Góngora» versa sobre esta


cuestión central. Allí leemos el siguiente texto:

La literatura no puede ser (no es, por principio) comunicación, porque lo propio
de ella no está en nada que la literatura nos diga, a pesar de que haya una infinidad de
cosas que sólo ella nos dice (pero que de un modo o de otro se parecen mucho a alguna
de las muchísimas cosas que puede decir cualquiera cuando habla o escribe). Lo propio
de la literatura estriba en que todo lo que ella nos dice está para que lo entendamos bajo
el supuesto imaginativo de que lo estamos viviendo actual y realmente (viéndolo,
haciéndolo, pensándolo o articulándolo, realmente) y no simplemente tomando nota de
ello. La literatura es una ficción de realidad que deja intactas la realidad o irrealidad, la
verdad o falsedad, la posibilidad o imposibilidad efectivas de su asunto, de todo su
asunto. La ficción no reside, pues, en el asunto o contenido de la literatura, sino en la
óptica con que nos hacemos cargo de todo, del contenido y de su expresión, y lo
transformamos esencialmente, en el sentido de que lo que inicialmente parecía consistir
en una simple transmisión de noticias, realizada por medio del instrumento lingüístico,
acerca de cosas, hechos o ideas públicos, e insertos, por lo tanto, en algún distri to del
mundo real, se nos convierte, tanto lo comunicado como su instrumento, en vehículo de
una ficción de nuestro espíritu, ficción de realidad o posición de actualidad, ejecutada
sobre todo lo que dicho vehículo nos transmite. Los contenidos de la literatura no nos
son comunicados como objetos específicos. No es por lo que se nos comunica en ella
como la literatura se distingue de la comunicación lingüística normal, sino por el modo
como la comunicación de todo lo que en ella se nos comunica se anula en cuanto tal y lo
comunicado pasa a convertirse en vehículo de la operación imaginativa que lo pone
como término objetivo de nuestra experiencia pensante (ibíd., págs. 299 y 303).

He querido citar con alguna extensión el texto de Ferraté porque ha objetivado


con lucidez la concepción que Biedma asimismo repite una y otra vez y que remite las
declaraciones de la dramatización de la experiencia, otredad, representación simulada
de la construcción de su identidad a su justo lugar en la teoría. No quiero indicar una
simple mimetización en Biedma de lo dicho por Ferraté. Biedma no ha ocultado nunca
sus deudas con Eliot, Langbaum, Auden, etc., y no tenía por qué ser cicatero en su
reconocimiento de la voz teórica del amigo. Además la cronología de las afirmaciones
teóricas de uno y otro se cruza constantemente y hay logros que hemos visto primero en
Biedma y luego agudamente desarrollados autónomamente por Ferraté y a la inversa.
Mejor es concluir, y en ello el libro de Carme Riera es un buen argumento, que uno y
otro, como en general este grupo de amigos, coincidían en una comunidad de lecturas,
de intereses, de visión, fuentes y reflexiones compartidas, que luego cada uno objetivó a
su modo.

Es en los contextos teóricos aquí recordados donde puede situarse cabalmente el


fondo de la conocida intervención de Biedma en la polémica sobre «Poesía y
comunicación». Jaime Gil resume allí los principales argumentos de la poesía de la
experiencia y la necesaria articulación de la poesía en torno al concepto de
«representación», de contemplación rediviva de la emoción y de la ficcionalización de la
voz que habla en el poema (El pie de la letra, págs. 26-27). Obtiene de ese modo la
polémica una explicación más honda que la simple asistencia a un debate interior a la
poesía española del momento y al carácter de la poesía social entonces en boga, a partir
de la sanción de su legitimidad por los aforismos de Vicente Aleixandre y el
fundamental libro de Carlos Bousoño. Jaime Gil centra la cuestión en su poética de la
experiencia como construcción imaginada y la autonomía del proceso creador y lo hace
a partir del concepto de Eliot de la forma poética, añadiendo a él el propio Biedma: «Lo
que transmite (el poeta) no es la compleja realidad anímica, sino la representación de
una compleja realidad anímica» (ibíd., pág. 27). Siendo así la forma poética no es
transmisora de la comunicación, no es vehículo transmisor de una comunicación, sino
de lo comunicado en ella:

Aquí el poema no es mero vehículo transmisor: acaso el autor opere a partir de


personales emociones y experiencias suyas o de formalizaciones temáticas y
conceptuales que se incorporarán a la obra en tanto que presupuestos. Pero todo ese
material se organiza de manera imprevista, según leyes instantáneas y es decisivamente
modificado por los elementos lingüísticos y formales; la comunicación es mediata: no se
produce de hombre a hombre, sino de poeta a lector y lo comunicado es ante todo el
signo afectivo que la realidad del poema confiere a los heterogéneos materiales que lo
integran y que desprendidos de él carecerían de unidad de sentido (El pie de la letra,
págs. 27-28).

10.3. POÉTICA IMPLÍCITA: NARRATIVIDAD Y FORMAS DE ENUNCIACIÓN


EN LAS PERSONAS DEL VERBO

Analizadas las principales ideas de su poética explícita y afirmada como dejé la


unidad de teoría y creación en Gil de Biedma, es el momento de avanzar algunas
conclusiones sobre el modo como su forma poética, en Las personas del verbo, ha
podido verse afectada por tal concepción teórica. Entiendo que lo que he llamado
dramatización de la experiencia como sintagma que quiere condensar lo principal de su
teoría actuó como eje dominante, en el sentido de matriz estructuradora que Tinianov y
Jakobson dan a tal noción, de la forma poética de muchos de sus poemas, y permite
contemplar unitarios y mutuamente interrelacionados varios de los recursos estilísticos
puestos en juego en su poemario. Obviamente los límites de este capítulo sólo me
permitirán trazar las líneas maestras de tal extensión, pero creo que su interés, de
tenerlo, estribaría no tanto en agotar el análisis cuanto en que éste atienda al dibujo de
esa dominante.

De manera previa no parece ocioso insistir en un topos que actuó de puente entre
su teoría, ya presentada, y la dominante estructural que analizaré: ese puente, tendido
por el propio Biedma, no es otro que el gran topos de Narciso y de la personalidad
desdoblada, la conciencia de ser otro y otros. En páginas de su Diario ha dejado escrito:

Me conozco a mí mismo tan demasiado bien [...] Mi narcisismo de adolescente


fue muy positivo, era un impulso que me llevaba hacia mí [...] Entre la fascinación
intelectual de conocerse y el instintivo horror a reconocerse hay sólo una transición de
pocos años. El problema en mí se agrava porque soy todo menos espontáneo: existe un
hiato intelectual que percibo bien entre el que me siento siendo y el que me siento ser y
comportarse. Éste es un simulacro tan calculado y deliberado del otro, una imitación
falsa de tanta falsedad, que el original acaba por resultarme también sospechoso. Más o
menos como si Narciso se disfrazara a sí mismo para poseerse (Retrato, págs. 54-55).

Recoger la constancia de este topos del desdoblamiento, de la mirada a sí como


mirada a otro, de la imagen del monstruo Calibán en La Tempestad de Shakespeare que
se refleja como Narciso y finalmente se rebela contra los dioses en el poema de
Browning, dar cuenta pormenorizada de este topos, repito, nos traería toda su obra
ensayística y también la poética. Otra vez Joan Ferraté nos ofrece el trazado de la que he
llamado dominante estructural de su poesía, cuando dice: «Tanto el tema erótico, como
el tema político, como todos los demás temas que pueden aislarse en la obra de nuestro
autor son sólo variantes transitorias, ocultaciones provisionales, sustitutos pasajeros del
único tema de la poesía de Jaime Gil de Biedma, que es su propio personaje espectral
[...] Se descubre a sí mismo en la medida en que él es el personaje imaginario
incorporado en las palabras del poema.»

Y el propio Biedma se muestra tan consciente de que es así, que en la «Poética»


redactada para la antología de Leopoldo de Luis Poesía social (1965) hay una
aproximación a la cuestión en términos de su comparación con el novelista, quien, al
contrario que el poeta, dispone de varios personajes, en tanto que éste tiene que
esforzarse por evitar una identificación con la persona del poeta mismo, retorizando por
la distancia para que no haya comunión total, sino diálogo, intercambio:

Creo que con esto queda claro que mis versos no aspiran a ser la expresión
incondicionada de una subjetividad, sino a expresar la relación en que ésta se encuentra
respecto al mundo de la experiencia común. Es la interacción entre estos dos factores -
experiencia común y subjetividad - la que poéticamente me interesa [...] El novelista
dispone de una variedad de personajes, con ninguno de los cuales necesariamente le
identificamos. Por el contrario en la poesía moderna [...] es casi inevitable asumir que la
primera persona del poema, la voz que habla, es el poeta mismo. Y lo que esa voz pide
al lector es, antes que nada, que comulgue con ella, que incondicionalmente [...] la tome
por suya. Pues bien, es esa comunión - a la que instintivamente tiende el lector de
poesía actual - lo que la poesía que a mí me interesa se esfuerza muchas veces por
evitar. Para ello el poeta debe situarse a una cierta distancia de su lector - de su
interlocutor - y a una cierta distancia de sí mismo [...] En pocas palabras finales: a
menudo la poesía que yo aspiro a hacer no es comunión sino diálogo.

Paradójicamente, y ahí reside el gran interés de la cuestión, la insistencia en los


fenómenos de distancia, de no subjetivización, se ofrece por un poeta y para una poesía
que temáticamente está quiciada sobre el eje casi exclusivo de la propia experiencia
biográfica. Cualquier lector entendería mal la tesis que el propio Biedma defiende sobre
su poesía y atribuiría a deformación profesional mi esfuerzo por hacer ver que resulta
cierta, precisamente porque la primera impresión que tenemos, ésta no ocultada sino
manifiesta y claramente datada en el Diario y en sus poemas mismos, es que éstos han
surgido de episodios concretos, de circunstancias de la experiencia vital de la persona
particular que fue Jaime Gil. Nadie niega que su temática no puede justificar sino esa
evidencia. Pero lo que estilísticamente interesa es recorrer su diseño artístico, porque
sus poemas no son declaraciones biográficas sino poemas: constructos con vocación
formal y semántica de permanencia artística por encima y más allá de aquellas
circunstancias que pudieron motivar su arranque compositivo. Y ese diseño artístico ha
procurado - en la que he definido como dominante de la estructura funcional de su
poesía - objetivar la experiencia y lanzarla a su generalización por la vía de su
representación o dramatización.

Los vehículos cuya forma poética imagina para servir tal distancia
dramatizadora son fundamentalmente dos: 1. La narrati vidad y 2. La multiplicación de
los registros de enunciación, sobre todo hacia un complejo juego de las instancias
pronominales de la voz que traen como resultado una problematización del «yo», un
desdoblamiento constante de la instancia originaria de la voz poética. Tanto la
narratividad como la peculiar pragmática de la enunciación que adoptan sus poemas
son, insisto, dependientes de ese esquema estructural dominante que es la
dramatización de la experiencia y que hemos visto central en su concepción teórica
sobre la poesía. Analizaré brevemente uno y otro recurso de forma sucesiva, pero llamo
la atención sobre su carácter unitario, subsidiario y derivado de esa matriz o dominante
que es común y que ya fue glosada con pormenor más arriba. Incluso el título de su
poemario completo, Las personas del verbo, es significativo de tal dominante. Hay en
ese título una doble referencia: por un lado la explícita de la pluralidad de personas
«yo», «tú», «él» que reúnen sus poemas como hijos de aquel desdoblamiento
dramatizador; pero no creo forzado suponer que hay otra referencia en el título, ésta
implícita: la significación etimológica de la persona como máscara de la representación
que la palabra poética conjura.

10.3.1. Narratividad

El eje que llamo «narratividad» en sus poemas afecta a muy diversos fenómenos
estilístico-formales y se proyecta sobre todo el poemario. Tal narratividad, muy
evidente y que el lector percibe de inmediato al ver muchos de sus poemas narrativos,
puede sustentarse básicamente en tres modulaciones que a menudo conviven
simultáneas en poemas muy distintos: en primer lugar el más evidente recurso de la
escena del pasado narrada secuencialmente. Hay poemas como «Conversaciones
poéticas», «Los Aparecidos», «París, postal del cielo», «Un día de difuntos», «Del año
malo», etc., que cuentan una escena vivida, o representada como tal, en el pasado, o
bien incluso una breve historia, como ocurre en alguno de los citados. En el caso de
«Conversaciones poéticas» además con clara secuenciación narrativa en el ciclo del día,
con apoyos adverbiales de narratividad («Fue entonces»...), etc. En ellos hay personajes,
amigos siempre, y el mismo poeta es un personaje narrado o mejor, evocado
narrativamente. Porque en la narratividad de Gil de Biedma el eje constructivo
fundamental es la memoria, el recuerdo desde «ahora» (adverbio que inicia muchas
estrofas en diferentes poemas) hacia el «ayer». En algunos de los poemas citados, y en
otros a los que aludiré de inmediato, la dramatización de la experiencia adopta la forma
de la memoria en la que el pasado es no sólo visto, contemplado y objetivado como tal
desde el presente evocador, sino también comentado, juzgado. Biedma se desdobla en
el «yo» evocador y en el «yo, vosotros» evocado cuando su dimensión de personajes es
sometida a juicio, comentario e incluso, como ocurre en «Contra Jaime Gil de Biedma»,
reprendido y amonestado. El poema, muy famoso y celebrado, «Después de la muerte
de J.Gil de Biedma», contiene toda su poética implícita, hija de ese proceso de
desdoblamiento y en la que el poeta, al tiempo que evoca su biografía, dialoga con el
personaje que esta biografía poética, como no podía ser de otro modo, ha creado.
Los numerosos poemas que tienen la palanca del recuerdo, incluso con formas
verbales explícitas una y otra vez repetidas en ellos («recuerdo», «me acuerdo», «fue
entonces», etc.) implican siempre un desdoblamiento de perspectiva. En el poema «De
ahora en adelante» la voz del «hoy» actual muéstrase insegura respecto de su recuerdo
(«no acertaría a decir en qué instante sucedió...»), que en el poema «Recuerda», que a
pesar del título está enunciado todo él en primera persona, se proyecta
programáticamente como acción de la memoria, fuerza externa que apela y arrastra al
personaje, al yo, como si se tratase de otra persona. «Noches del mes de Junio»,
«Infancia y confesiones», «Ampliación de estudios», «Albada», «Mañana de ayer, de
hoy», «Elegía y recuerdo de la canción francesa», «Ribera de los Alisios» y «Días de
Pagsanjan» se añaden a los que hasta ahora cité y son organizados también sobre la
matriz del recuerdo, a modo de recuperación de una breve escena, anécdota o episodio
en el que el «yo» - bien narrador o bien simplemente evocador - revivifica tal escena,
conjura a su «yo» histórico como personaje y se comenta ya en términos de nostalgia,
desengaño o simplemente dolor. En el fondo las historias de estos poemas narrativos se
proponen como «correlatos objetivos» en el sentido acuñado por Eliot, de la emoción
sentida o de la solidaridad recuperada en el recuerdo. No tienen significación de diario
íntimo sino de diálogo con el «yo» (o el «tú, vosotros») histórico. La dimensión
biográfica, evidente, se subordina pues a la emoción del recuerdo como nostalgia de
juventud, melancolía de la pérdida o simplemente imagen rediviva de sentires
solidariamente compartidos.

Otro fenómeno estilístico que colabora en los muchos poemas de narratividad es


la perspectiva distanciadora. En sí misma la contemplación supone una distancia, pero
Biedma la ha acentuado al situar a menudo el verbo «contemplo» o alguno de
perspectivización similar en el eje poemático de mayor responsabilidad, como ocurre en
«Píos deseos», en que el personaje del poema es mirado por el yo poético. Analizaré de
inmediato esta perspectivización en otros poemas que añadir a los citados, cuando me
refiera, y paso a hacerlo, al juego de desdoblamiento entre la primera y segunda
persona del verbo, el singular juego «yo-tú», que hace sentir la poesía de Biedma como
el diálogo que él quería y que ha convertido también el «tú» en una imagen proyectada
- casi siempre en la historia evocada - del propio yo.

10.3.2. Pragmática de la enunciación

Señalé antes que la narratividad (en la que colaboran la construcción de la


memoria, la estructura secuencial y la perspectivización analizadas) compartía solidaria
e interdependientemente el efecto de dramatización de la experiencia con otro rasgo: el
de la multiplicación de los registros de enunciación. Muchos de los fenómenos
elocutivos seleccionados por C.Riera en su libro (1988: 266-280) y singularmente la
pluralización, las impersonalizaciones y el juego de la segunda persona en dialéctica
con el «yo», son a mi juicio dependientes de la dominante estructural que en este
estudio vengo analizando y se explican unitariamente a partir de ella, como dominante
estructural de la cual el «coloquialismo», sagaz y puntualmente anotado por Riera, es en
todo caso resultado, concordante, por otra parte, para qué negarlo, con la renovación de
estilo que esta poesía supuso y en el contexto de semejanzas con otros poetas de la
época. No niega lo segundo - tal concordancia y el coloquialismo mismo - el fenómeno
de la dramatización de la experiencia, antes bien creo que lo confirma. La cuidadosa
pulcritud con que C. Riera ha recogido los ejemplos de impersonalización, juegos
pronominales, etc., me dispensan del detalle, que tampoco permite el espacio de que
dispongo. Me limitaré a subrayar los que entiendo más sobresalientes para la
explicación de la tesis que vengo defendiendo.

De las formas de dialogismo adoptadas por los poemas de Biedma la más


desarrollada -y convergente dentro de la domi nante expuesta con las vías narrativas de
la memoria - es la que enfrenta el «yo» al «tú», en la que el uno y el otro son
manifestaciones, en tiempos distintos, de un único personaje desdoblado. Como
veremos, esa presencia del «tú» es analizada por Jaime Gil cuidadosamente en la poesía
de Luis Cernuda, con citas explícitas allegadas por Biedma de la contundente sentencia
de Rimbaud: le est un autre. Cuando Biedma analiza a Cernuda, y concretamente los
poemas «Soliloquio del farero» y «La gloria del Poeta» los presenta como
formalizaciones del monólogo dramático en los que el poeta sevillano pudo ejemplificar
sin saberlo el conflicto descrito por Langbaum (El pie de la letra, págs. 341-342).

La objetivación del sujeto, la relevancia de una forma que pueda sugerir


simultáneamente el sujeto y el objeto evocados - según querían Baudelaire y Rimbaud -
y en la que el «yo» guarda dentro de sí su «otro», el doble, daimon o demonio de la
guarda, su persona poética, la analiza cuidadosamente Biedma en el último Cernuda;
pero también puede entenderse conclusiva de lo ocurrido en su propia poesía, porque,
en efecto, son numerosos los poemas concebidos por Biedma como monólogos
dramáticos en que el «yo» interpela al «yo/tú» y se siente por él asimismo interpelado
en una forma de conflicto en que la voz imaginada y la voz poética que la conjura son,
como dice el propio Biedma, impersonaciones, personajes, construyendo el mito de sí
mismos (ibíd., pág. 341).

A esta estructura de monólogo dramático obedecen algunos de los más famosos


y logrados poemas de Gil de Biedma; «Albada» en forma de interpelación a un «tú» que
es el yo-personaje, capaz de cubrir con su historia personal las predicaciones concretas a
las que es invitado por el recuerdo. «Contra J.Gil de Biedma» o «Después de la muerte
de J.Gil de Biedma» explotan asimismo el monólogo dramático.
Otra de las formas elocucionales del monólogo dramático es la dialéctica yo/él,
en la que la tercera persona vuelve a ser una objetivación o representación del «yo»:
«Ha venido a esa hora» y «Desembarco en Citerea» pueden actuar de ejemplos
característicos: el cuerpo que este último poema evoca, el que se sueña, el que vive
nostalgias o espera los deseos es el del poetapersonaje.

Otras veces, por último, y «Pandémica y celeste» es un buen ejemplo, el


dialogismo adopta la forma yo/tú, en el que el «tú» acoge simultáneamente, por la
fuerza ilocutiva de la confesión íntima, tanto al lector - ante el que justifica toda una
historia de erotismo - como finalmente al enamorado y por momentos, como en los
versos:

Su juventud, la mía - música de mi fondo-,

se advierte que la tercera persona evocada es representación explícita del «yo» en


los pronombres posesivos que matizaron la primera adscripción personal. Hay en este
poema, pues, un singular juego con las tres personas del verbo.

Tanto la frecuente utilización de los plurales («nosotros») como la abundancia de


las formas de construcción con impersonales fueron vistas muy bien por C.Riera como
«ejemplos de la tendencia a la difuminación del sujeto poético (y asimismo cuando) el
autor opta por la casi desaparición del sujeto lírico» (C.Riera, 1988, pág. 287). Con el fin
de no alargarme remito a los ejemplos allegados por esta autora de tan singulares
formas de representación dialogal o de metamorfosis del «yo» por la vía de su
impersonalización generalizante (las formas del indefinido «uno», frecuentes en el habla
coloquial para la representación narrativa del «yo»).

10.4. CONCLUSIÓN: COMO ÉL MISMO AL FIN

Concluiré el análisis de la poética y poesía de Biedma que he sintetizado en el


sintagma «dramatización de la experiencia» invitando a leer el ensayo «Como en sí
mismo, al fin» (1977), el último de los incluidos en El pie de la letra y fuera de alguna
colaboración periodística posterior, el último ensayo que Gil de Biedma dedicó a la
poesía. Entiendo que actúa a la vez de síntesis de todo su pensamiento y de algo más:
de su especular reflejo en la imagen del poeta Cernuda y representación lúcida de un
diálogo no concluido consigo mismo, una vez que contempla lo que le une y separa del
poeta sevillano. Respecto a lo último es fundamental la idea de que el primer Cernuda
no supo o no pudo resolver irónicamente como otros poetas sí pudieron (Biedma
mismo) el conflicto desatado entre el poeta y el hombre. Y explica así la representación
mental de las conclusiones que hizo sobre tal fenómeno:
Pensaba yo que la fundamental experiencia del vivir está en la ambivalencia de
la identidad, en esa doble conciencia que hace que me reconozca - simultánea y
alternativamente - uno, unigénito, hijo de dios y uno de tantos, un hijo de vecino. El
juego de estas contrapuestas dimensiones de la identidad, que sólo en momentos
excepcionales logran reposar una en otra, que incesantemente se espían, se tienden
mutuas trampas, cuando no se hallan en guerra abierta, configura decisivamente
nuestra relación con nosotros mismos y nuestras relaciones con los demás. Era esa la
experiencia, creía yo, que debe servir como supuesto básico de todo poema
contemporáneo (El pie de la letra, pág. 333).

Y alcanza finalmente Biedma a ver en los soliloquios meditativos de la poesía de


madurez de Cernuda el que creo yo que podría actuar como retrato síntesis de él
mismo, de Biedma poeta:

Hablar consigo mismo presupone una pluralidad de modos de conciencia y de


voces interiores, todas con igual derecho al usufructo de la primera persona del
singular: yo. La acción del monólogo resulta propiamente dramática por ser
conversación interior, controversia [...] De manera paradójica únicamente alcanza a
hablar consigo mismo cuando la segunda persona del singular se le desdobla en
interlocutor, en instancia superior a él pero creada a imagen y semejanza suya: dios
padre o demonio - hermano, amante y torturador: su doble. Tal desdoblamiento le es
necesario precisamente porque su conciencia, aunque la asume, no se reconoce en la
ambivalencia de su identidad: él es el otro... Carje est un cutre. Ese otro, su doble, su
daimon o su demonio de la guarda, su persona poética, en el que durante tantos años se
contempló y en quien finalmente la muerte le ha cambiado (ibíd., págs. 336-347).
Novísimos, un fuego nuevo; pero nuevo ¿respecto a qué? Cuando repasamos lo
que se dice en las Historias de la literatura española sobre estos poetas, encontramos
que la narración que alberga y necesariamente construye toda historia se ha hecho
principalmente referida al dominio doméstico hispánico y en el interior mismo de la
Historia de la poesía, dos interioridades que a mi juicio pueden arrojar poca luz
respecto a la constitución misma de la poética novísima, si acaso queremos evitar la sola
y simple repetición de tópicos. Como ocurre en otras tantas ocasiones, para ver un
objeto es preciso salirse fuera de él, contemplar su movimiento en el exterior de su
propia esfera, y sin embargo, es común hacer lo contrario cuando se trata de la Historia
de la poesía, como si este género llevara implícita la condena de su solipsismo por el
supuesto pecado de su lenguaje autónomo, propio, intrínseco. Curiosamente Mijail
Bajtin, que tanta luz arrojó sobre el discurso de la novela y la constitución polifónica de
su palabra, contribuyó cuando se trataba de la poesía a perpetuar el tópico romántico,
proyectado luego sobre las filas más cicateras del idealismo lingüístico, sobre la
naturaleza absoluta, propia, singular del lenguaje lírico, nacido según Bajtin de una
concepción ptolomeica del lenguaje, frente a la galileana, abierta, pluridiscursiva, de la
palabra novelesca (Bajtin, 1978: 109-110).

Pero las poéticas novísimas han nacido precisamente de la desconfianza hacia el


lenguaje de la poesía, cuando se hizo patente que lo que llamamos tradición poética,
numen, lenguaje especial, no podía dirimirse ya en el interior de su propio optimismo
revelador de esencias peculiares. Lo que proporciona a mi juicio una cierta unidad,
entendida como aire de familia al conjunto de poéticas de los novísimos, es el estigma
del sobreseimiento de la causa de la poesía. Como judicialmente se dice que una causa
está sobreseída, los novísimos advirtieron al final de los años 60 y comienzos de los 70
que a ellos les correspondía en todo caso actualizar y hacer práctica poética de la idea
que habían alimentado las que se conocieron como «filosofías de la sospecha», que
reúnen los brotes nacidos de la crisis de la metafísica y de la filosofía del lenguaje y que
tuvieron en Nietzsche, Heiddeger, Wittgenstein, sus mentores principales. Aunque
aplicadas a la narrativa creo luminosas para nuestro propósito las ideas vertidas por
John Barth (1967) en su conocido ensayo «The Literature of Exhaustion», traducible
como «agotamiento». Si releemos a Barth advertimos de inmediato que ese agotamiento
no proviene tanto de sus déficits como de sus excesos, de la idea de que el lenguaje
sobre el que la modernidad había edificado sus optimismos había cumplido totalmente
su ciclo y que lo que a la literatura que luego se llamó posmoderna le quedaba por hacer
en todo caso era volver sobre el código para denunciar su intrínseca violabilidad,
poniendo en evidencia el carácter textual, sobresignificante, de su propios materiales.
Volver sobre el código, enfatizar la textualidad, cuestionar el lenguaje, ironizar
sobre la falsa inocencia de los materiales, someter a sospecha el dios Yo, ese sujeto
denominado «yo lírico», cuya entidad persiguió obsesivamente Juan Ramón Jiménez, y
que los novísimos convirtieron pronto en un Orfeo derrotado, lo que Ihab Hassan en su
libro de 1971 llamó The Dismemberment of Orpheus, y es el momento de recordar que
Orfeo será mito recreado en uno de los últimos libros de Talens o también Narciso, que
como Antonia Cabanilles (1996) mostró, es mito nuclear de su poética, en tanto resuelve
sus imágenes en especulares engaños, tanto por su exaltación del no objeto, simple
producto de un error de los ojos, cuanto del poder de la imagen. Narciso lleva por tanto,
lo veremos luego, al sujeto vacío, sintagma que ha dado título a un libro de ensayos
reciente de Jenaro Talens (2000), pero que estaba ya en su poesía desde el comienzo,
según me propongo mostrar; porque contrariamente a cuanto leo, casi siempre escrito
por quienes han querido hacer demérito de su poesía, no es que Talens sea un teórico de
la literatura metido a poeta, y empeñado en aplicar al plectro sus intelectualidades de
teórico, sino que, al contrario, todo cuanto Talens dirá en sus libros de ensayos estaba
contenido en sus primeros libros de poemas, evidencia sobre la que él mismo ha
llamado la atención repetidas veces (Juan Miguel Company, 1986: 42 y Talens, 1999). Es
la poesía la que ha nutrido sus posiciones teóricas como bien puede verse en este
poema, publicado en 1962, con el título de «Autorretrato»:

(pág. 27)

El blanco, la quietud, la nada, la sombra, que instauran ya una dualidad del


sujeto resuelta en transparencia, en vacuidad desvanecida, primera aparición de
Narciso en la abominación de los espejos, y con la sombra de la nada que nada nunca
nada. El sujeto vacío pues, cuando es imposible suponer que a los dieciséis años tuviera
leídos Talens los ensayos que todavía estaban por publicarse en 1962 y que pautarán
luego el decurso de una poética reflexiva, consciente ya del dominio que como poeta iba
pergeñando en sus primeros versos.

Si he elegido la poesía de Talens de entre otras poéticas novísimas no es


solamente por mi convicción de ser la suya una poesía de la más alta calidad, sino
también porque es una poesía muy conscientemente deudataria de una poética que creo
muy bien dibujada en su obra y que alcanza a ser representativa del fuego nuevo que
nos hemos propuesto estudiar. Y esa misma convicción me ha llevado a centrarme en la
primera etapa de su producción poética, la recogida en el volumen publicado con el
título de Cenizas de sentido y que comprende su poesía publicada hasta 1975. Aunque
también, no he de ocultarlo, me ha movido a elegir esta primera etapa la injusta y a mi
juicio muy desquiciada valoración que comúnmente leo sobre ella, por quienes ignoran
que todo Talens está ya en esos primeros libros, y que precisamente el nervio principal
de su lenguaje poético y de la poética novísima que aquí estudiamos se halla en los
publicados a partir de Ritual para un artificio (1971), que es el poemario en el que
Talens fragua su poética posterior, una poética cuya continuada coherencia ha sido ya
subrayada por Alfredo Saldaña (1995) y René jara (1989) entre otros.

Porque a menudo la diversidad de Talens y el carácter proteico de su amplísima


producción tienden a despistar a los críticos. La cualidad de lo variable, que en la poesía
toda de Talens es indiscutible, variabilidad de formas puesto que hay poemas en verso
y en prosa; también de metros, de temas, de moldes estróficos, de estilos o registros
donde encontramos odas, elegías, canciones, bromas, haikus. Ninguna forma le ha sido
ajena a Talens, pero lo paradójico es que la cualidad de lo variable y el carácter
poliédrico de su poesía no ha supuesto dispersión errática, sino en todo caso
metamorfosis diversas para unas constantes, ya presentes en su primera etapa. Lo que
proporciona a un poeta voz propia es la constancia que es capaz de mostrar a partir de
las variaciones de su obra. Por eso me pareció especialmente feliz que una antología
reciente editada por Angela Vallvey (Talens, 2000) eligiera el título La constancia del
nómada, que abunda en la idea de que la errancia de Talens visible en su proteica obra
no ha sido errática. Si me permito ese juego de palabras es porque estoy convencido de
que bajo su errancia en estilos, formas, temas, hay una constancia nacida precisamente
de una poética. Las certidumbres de los análisis (si logro alcanzarlas) mostrarán que la
poética implícita en sus poemas (nacida a la par que su itinerancia reflexiva) ha dejado
si no unas huellas, sí un espacio entre ellas que permite traducir el impulso de su salto,
que es impulso de poeta en primer lugar.

La coherencia de la que hablo es muy visible en los títulos de sus libros y


poemas, que contemplados juntos, en el repaso del índice de Cenizas de sentido,
pueden mostrar la posible reconstrucción de un cursus cuasi narrativo, como si Talens
hubiera cuidado, seguramente lo ha hecho, la composición del conjunto y la ordenación
de los poemas como variaciones en torno a un tema, algo que él mismo, en una
entrevista con Susana Díaz (Talens, 1999: 497) ha relacionado con su doble afición inicial
a las matemáticas y a la música, donde las variaciones y las estructuraciones internas de
las partes van ordenando incluso numéricamente las repeticiones y recurrencias, a las
que impone variaciones sucesivas. Fijándonos en los títulos y partes de Cenizas de
sentido se puede ya percibir, casi visualmente, la primera de sus constancias: la que gira
en torno a la propia poética, que nace con un verso de Cortázar que le sirvió de título a
su primer poemario, El vuelo excede el ala, y en cuyo desarrollo encontramos ya la
imagen del espacio del poema, luego el autorretrato de la araña en su laberinto,
continúa con Víspera de la destrucción, proyectada en las series de opacidad recorridas
en Una perenne aurora, cuyas albadas, bien estudiadas por Henriette Partzsch (1998),
esconden la continua recurrencia de la noche, en una serie de nocturnos, que es la que
provoca que el primer poema de Ritual para un artificio tenga el expresivo título de
«Paraíso clausurado». Es en este poemario donde se inicia ya el centro de la poética de
Talens, que gira en torno a la conciencia del signo como mediación inevitable, signo,
texto, que concreta de otro modo las opacidades anteriormente desarrolladas, y que
desemboca en Taller cuyos poemas recorren principalmente el topos de la construcción
de la forma como Intertexto (los libros que he leído) y como Arte-facto (todo el aparato
de Fragmentos, de Inscripciones y de Teoría) que termina en su «Esbozo de una
obertura», como forma de ir, al final, hacia el núcleo inicial: la intertextualidad de un
motivo desarrollado en cuatro diferentes lenguas que imponen sus variaciones al tema,
siendo como son el mismo y siempre diferente texto por la mediación del signo que los
hace intransitivos los unos con los otros.

La segunda parte de Cenizas de sentido, que agrupa los libros publicados entre
1973 y 1975, está concebida circularmente porque el título de El cuerpo fragmentario
denomina a la vez al con junto entero y a su última parte, el libro homónimo de 1975,
que cierra el volumen. Aquí encontramos otra vez bajo el título de Dispositivo denotado
escritor otra forma de autorretrato, esta vez de un «Cuerpo sin atributos», que a través
de La superficie de las cosas y por medio de La máquina de significar llega a la Anomia
y finalmente retorna a la idea de Cuerpo fragmentario.

He elegido solamente los ítems de los títulos que ordenan los conjuntos
sucesivos, para que se vea la posible ordenación total, pero un análisis, en el que ahora
no puedo detenerme, de cada uno de los títulos de los poemas y de su sucesión,
confirmaría y reforzaría la coherencia y pertinaz recurrencia del tema fundamental de
su poética donde ficciones, Narciso, final del laberinto, oscuridad, sima verbal, error,
confín, límite, anti-Platón, máscara, fuga, impostura, esfinge, prejuicio, pre-texto,
Adán/nada, identidad intercambiable, amour, (j'est) autre, mutaciones, espacio sin
centro, van desarrollando, como ítems repetidos, las variaciones del tema medular de la
opacidad que el signo impone como lugar intransitivo, en el debate que el poeta tiene,
en el espacio mismo de su Taller, con esa presencia inevitable del lenguaje, que impone
la autorreferencialidad de su forma.

Esa dimensión no representativa, ese estigma del fragmento, del espacio en


blanco de la página, del silencio, de la nada, acaba por señalar el único ser posible de la
poesía, que trasciende toda representación por ser ésta imposible, salvo que el poeta se
limite a ir modificando su lugar, para hacer ver las máscaras de sus impostaciones, sus
imposturas, precisamente porque toda identidad es el juego de los espejos que la forma
consigue dibujar en el espacio esta vez no sagrado, de la «significancia», espacio en el
que el signo renuncia a ser, no ya realista, sino sobre todo renuncia a una verdad que no
sea la de retratar el corps morcelé que ha hecho del poeta las variaciones de su
fantasma.

El tema de la ruptura de la identidad del poeta, hasta construir la imagen de un


sujeto vacío, el final de esa identidad entendida como estructura personal y resuelta en
estructura lingüística, la idea de ser el poeta nada más (y nada menos) que lenguaje, es
axial en las poéticas novísimas, y es la que ha llevado a Talens a formular la aparente
paradoja del Prólogo de Cenizas de sentido cuando afirmaba que «siempre puso en sus
escritos toda su vida y toda su persona» (Talens, 1989: 7), afirmación que debe ser leída
en la literalidad de su dimensión circular: toda la vida de un poeta es la poesía que
logra, y toda su perso na los poemas que le permitan ignorarse un poco menos, de
forma que cuanto pueda decir de él es cuanto de él ha dicho su propia poesía, quiciada
precisamente sobre el eje de mostrar que toda identidad personal se resuelve en un
cúmulo de lugares desde los que el poeta habla, es decir, los espejos por los que va
construyendo la única imagen accesible, que es por tanto reflejo de la propia obra
construida. En el estudio introductorio a su antología de Panero pudo ya referirse
Talens a este leitmotiv del lugar desde el que un poeta habla:

La posibilidad misma de un «yo» que otorgue unidad a ese fluir inconexo de


imágenes que se superponen sin ilación aparente queda en entredicho. No hay una voz
que busque subrayar su centralidad sino la asunción cada vez más explícita de su
misma vacuidad, de su carácter mestizo, en tanto resultado de otras muchas voces que
se citan, resuenan, renacen y se anulan mutuamente, en un fluir tan consistente como
esquizofrénico. Lo subjetivo no puede eludirse (no se puede no decir «yo»), pero
tampoco ser dicho (el «yo» no puede decirse). Sólo queda construir un lugar donde el
«yo», es decir la falacia que lo constituye, no tenga cabida (Talens, 2000: 308).

Esto dicho para Panero puede decirse igualmente de Talens y explicaría mucho
del conjunto de la poética de los novísimos en general. Para dar cuenta de la de Talens
habría que modificar algo la última frase, y en vez de advertir que «sólo queda construir
un lugar» habría que poner la frase en plural; sólo queda construir lugares, porque
Talens entiende que un poeta es un conjunto de lugares desde los que el yo habla, y que
no habría un lugar, llamémosle personal o experiencial, que los resumiese o agrupase,
sino que el yo del poeta es el mismo yo disuelto en la enunciación de cada poema,
distinto en cada texto, sometido a la incertidumbre y azar de su lenguaje.

Esa brecha, esa profunda grieta abierta entre el ser personal y el ser del signo,
que es una brecha que pone en sospecha la transitividad del lenguaje y su capacidad
para decir un ser exterior a él, es la condición definitoria de la poética de los novísimos
y la ha ido consiguiendo Talens paulatina pero constantemente a lo largo de su poesía y
glosando paralelamente en sus ensayos. Obviamente no les pertenece a estos poetas
sino como conjunto de ecos de otras voces que desde Mallarmé, Rimbaud, Antonin
Artaud, Nietzsche y los ecos prolongados de la idea en Lacan, Derrida, Barthes, Kristeva
pautarán lo que llamaríamos provisionalmente la herida, la escisión, la sima abierta en
la poética contemporánea europea al concebir la textualidad como práctica significante
y horizonte mismo de todo sentido, idea que los novísimos trajeron a España,
provocando además una escisión notable con el concepto de la expresividad
bousoñiana de rango idealista dominante en los años 60 y que se perpetuaba aún en los
años 70. Esa brecha no se ha cerrado, según veremos, y en la incomprensión de la
naturaleza falaz de la contraposición poesía como comunicación/poesía como
conocimiento que la polémica de Bousoño con Biedma, Barral y Valente inició y que
pervive, como si no fuese falaz, nutriendo desgraciadamente el sustrato de la
historiografía poética menos advertida, es responsable de la ubicación contraria que los
poetas de la experiencia hacen de sí mismos frente a las poéticas novísimas. Pero
volveremos sobre ello.

Antes de ver cómo se ha fraguado en Talens esa herida del lenguaje, esa brecha
de la textualidad, permítaseme un breve excurso sobre la actualidad que ha cobrado,
después de que Talens la formulara, esa idea de lugar desde el que se habla.
Precisamente la teoría literaria ha sido esta vez la que ha recogido el guante lanzado por
las poéticas novísimas, puesto que el último y capital cambio de paradigma que describí
en mi libro sobre el canon es deudatario de ese concepto de lugar, que Godzich,
Bourdieu o Le Certeau definen como campo y que ha restado ya preponderancia al
circuito llamado semiótico. Allí dije que «La teoría literaria de hoy, en cambio, ya no se
mueve en el interior de tal circuito, es más, lo que ha sometido a crisis es el circuito
mismo, y no porque no se reconozca un emisor, un signo y un receptor, sino porque lo
que ha sometido a desplazamiento del centro de su interés es la relación entre el circuito
semiótico y los sujetos que lo estudian. La pregunta ya no es sobre el sentido o los
sentidos de la obra literaria, en la dinámica de sus estratos comunicacionales, sino el
lugar mismo de la teoría y cuáles son los papeles históricos y sociológicos de los
ejecutantes de la propia teoría» (Pozuelo Yvancos y Aradra Sánchez, 2000: 20). Esa
noción de lugar, location, es la que gobierna asimismo el modo como H.Bhabha o
Gayatri Spivak han reordenado el principio de cultura, tanto para las propuestas
poscoloniales como para las feministas. Pero perseguir la fortuna de tal motivo teórico
nos llevaría muy lejos.

Vayamos ya al modo como Talens va configurando su poética del sujeto vacío en


la primera etapa de su obra. Creo que no lo tiene conseguido hasta el libro Ritual para
un artificio (1971), donde se dará la primera formulación ya plenamente autoconsciente
de tal poética, pero es posible rastrear los sustratos previos en los libros anteriores por
medio de dos mecanismos expresivos que lo facilitan: el primero es la influencia que
tiene sobre el primer Talens, el anterior a Ritual, el recurso del monólogo dramático que
posiblemente aprendió en Cernuda, que motivó su tesis doctoral, o en Biedma, o en
ambos a la vez. Como ya hemos tenido ocasión de advertir en el capítulo dedicado a Gil
de Biedma, la técnica del monólogo dramático que estudió Robert Langbaum (1956) en
su libro sobre Browning y la tradición inglesa, y que Cernuda desarrolló en sus últimos
libros, prefigura ya la idea de un «yo» desdoblado, que se narra como otro. Poemas de
Talens como el titulado «Desde la ventana», «El espejo» o los que componen toda la
serie del poeta frente al mar en diversos poemas elegíacos de Víspera de la destrucción,
muestran ya esa dislocación del «yo» sentido como otro, contemplado, dramatizado, en
una estirpe netamente cernudiana, pero que señala la idea de una temporalidad
presente resuelta en muerte, por medio de la metonimia clásica del mar, pero también
por el no tiempo del infinito o la quietud.

El otro motivo que va poco a poco preparando la poética de Talens es el de la


opacidad, sentida todavía en los poemas de Una perenne aurora como límite, como
finitud, como ausencia de luz, pero ya relacionable, como puede verse en el final del
poema titulado «Mundo al amanecer», tanto con los espejos como con la idea del eco
repetido de las voces de otro:

(págs. 65-66)

La alusión a la no autoría, la voz anónima, el silencio pronunciado por miles de


voces, la oscuridad de los espejos, todos son motivos que ayudan a fraguar el gran tema
de la opacidad que en este conjunto de cinco poemas de Una perenne aurora se anuda
por un vocabulario muy isotópico de tal dimensión opaca: ceniza absorta, opaca
mansedumbre, peso abolido del amanecer, ausencia en sombra, etc.

Pero es Ritual para un artificio el libro en el que se encuentra la primera


formulación de la poética de Talens, que supone el vínculo claro entre el signo de la
representación y la muerte:

(pág. 77)

Es «Faro sacratif» un extenso poema que desarrolla la idea de la Historia como


ficción: toda historia es una trampa de la memoria. La idea se consigue vertebrar ya
sobre un vocabulario poético nuevo, inédito:
(pág. 77)

Vemos que el vocabulario es ya metalingüístico, pertenece a ese campo que


desarrolla el estructuralismo saussureano, muy en boga en la España de 1971: símbolo,
arbitrario, convención. En ese esquema de notaciones, y por medio de la idea de
arbitrariedad y convención, introduce ya Talens la negación de la referencia unívoca, y
su extensión metonímica por medio del fragmento, del vacío, y posteriormente, en el
resto del poema, de la ficción que implica toda memoria, incapaz de reconstruir la
verdad de la infancia de la que sólo entrega un simulacro.

En el siguiente poema, titulado no por azar «El centro», sitúo el acta de


nacimiento de la poética de Talens:

II

(pág. 80)

La misma serie metalingüística perceptible por quien conozca el vocabulario


semiótico que Talens allega: verosimilitud, función semántica de predicado, turbiedad
de un signo, penetra en el fondo de una construcción elegíaca, para deconstruirla según
el modo que anuncia la ficción de las palabras, y su imposibilidad de decir el rescoldo
del sentimiento. «Que las palabras fingen / cielos donde transitan ponientes sin
derrota», formidables versos. Pero esa literalidad del esquema fragua ya en la idea
metapoética: la página escrita, el poema, es la agonía misma del sentido. Hay una
contraposición entre los elementos de la naturaleza que se dicen reales, y así inician el
poema (alerce, juncos, alabastro), junto con el vocabulario amoroso que los continúa,
con vocación de ser, contrapuestos con la imposibilidad del cen tro y el sentimiento de
no haber límite seguro superior al azar. Poemas posteriores como «Narciso» o
«Ceremonias» desarrollan ya esta poética de la negación del sentido:

(pág. 90)

Ritual para un artificio desarrolla a lo largo de sus poemas un sistema coherente


de enfrentar las cosas y los signos (podríamos recordar aquí el título Las palabras y las
cosas del libro de Foucault). La novedad de Talens es haber allegado a esa
contraposición un sistema de notación metalingüístico por medio del cual los poemas
desarrollan una historia de apropiación que hace el héroe poético de las cosas que
aparecen en su dimensión elegíaca primaria de encuentro con la realidad (los juncos, los
laureles, y también el vocabulario amoroso). Frente a ellas está el héroe, indisociable ya
del escritor. Talens va edificando una doble contigüidad o metonimia: la que hay entre
la memoria - sentida como imposibilidad por ser ficción - y la del espejo de Narciso
como cárcel del lenguaje, en ese sentido autotélico, intransitivo para con el ser.

Para adentrarse en la cárcel del lenguaje el siguiente libro será Taller, el lugar del
encuentro del peregrino que figura en su primer poema en prosa (imagen clásica que es
metonimia del que busca, en este caso del poeta) contra el muro de la representación en
los bajorrelieves, y ese encuentro del peregrino con la verdad representada (buscada) se
resuelve en cambio como otredad. Tanto la idea motriz de la otredad, como la del
cuerpo fragmentario figuran ya en el frontispicio de este libro capital en la anudación de
su poética: «Ver cómo, comprobar por medio de la inteligencia la otredad que existe en
cada objeto, la otredad que es cada objeto, la otredad que deviene uno mismo por un
simple ejercicio de autorreflexión. Súbitamente descubrir que no es sino contacto
fortuito, memoria, sueño de un huésped fragmentario» (pág. 102).

La serie de poemas en prosa que labró Taller es un intento de coherente unidad


en los materiales de la representación, el poeta en el taller de los textos, fraguando sin
embargo tanto el vacío del signo como la idea mallarmeana, que desarrollaría luego
Lacan del corps morcelé. «En el nuevo universo un equilibrio estéril conforma su vacío»
(pág. 103). La isotopía del vacío del signo con sus metonimias de naufragio, olvido,
bruma o silencio, es contigua a otra, la de la opacidad, la de la noche y el otoño. Entre
ambas va componiendo Talens esa oquedad, el hueco del sentido, que seguramente
allega de una larga tradición poética que cuatro años después (anoto por tanto la
prevalencia cronológica de Talens) había actualizado el análisis de Julia Kristeva de las
poéticas de Mallarmé y Lautréamont en su conocido libro de 1974: La révolution du
langage poétique, que dedicó todo su capítulo segundo a la idea de negatividad
solidaria con la de otredad. La tesis de Kristeva suponía trazar un vínculo necesario
desarrollado en términos de la dialéctica hegeliana entre la positiva afirmación de la
esfera simbólica y lo que podríamos llamar un sujeto abismado. Así, venía a decir
Kristeva, describir el funcionamiento y la actividad del sentido, analizar la posibilidad
de la función significante del sujeto, obliga a tener en cuenta ya no sólo el sujeto unitario
de la consciencia hegeliana, positivizante, sino también la posición de la negación,
interior al topos inconsciente (otro de la conciencia hegeliana) y la materia del cuerpo
(J.Llovet, 1978: 37 y Kristeva, 1974: 101-106). Kristeva, pero también Talens unos años
antes, habían allegado para esa idea de otro y su vinculación al cuerpo fragmentado las
tesis entonces muy en boga del psicoanálisis de Lacan, que Talens trajo como fuente de
su poética novísima y que nutrió buena parte de su vocabulario lírico en Taller y en los
libros de El cuerpo fragmentario.
Curiosamente la idea de práctica significante que en su libro de 1969 (Semeiotiké,
recherches pour un sémanalyse) había popularizado (si puede decirse así) Julia
Kristeva, produjo una confluencia muy notable entre distintos sistemas culturales que
afluyen en los libros de Talens escritos entre 1971 y 1975, porque ese sintagma, utilizado
por Kristeva con profusa reiteración en el sistema definidor de la actividad lingüística (y
por tanto poética) es también deudatario del vocabulario empleado por entonces por
Mao Tse-Tung (que distaba de ser un don nadie y estaba revestido de una enorme
autoridad moral por ser al mismo tiempo ideólogo, poeta y luz alternativa de una
revolución). En el libro de Mao Cuatro tesis filosóficas, que tradujo Anagrama en 1974,
se lee dentro de un ensayo titulado «Acerca de la práctica»: «La teoría materialista
dialéctica del conocimiento coloca a la práctica en el primer lugar considerando que el
conocimiento humano no puede separarse de la práctica ni en lo más mínimo, y rechaza
todas las teorías erróneas que niegan la importancia de la práctica y la separan del
conocimiento» (Mao Tse-Tung, 1974: 10).

Hay otros textos de Mao convertidos en palimpsestos de otros de Talens a los


que ahora me referiré enseguida. Antes querría anotar que lo que Kristeva hizo en 1969,
y veremos que se proyectó sobre el vocabulario de Taller y de los libros posteriores de
Talens, es una curiosa mixtura entre la idea de práctica significante y la de poética
nueva, es decir, aquella poética que, lejos de traducir las presencias idealistas, da
muestra de las ausencias, del vacío. La literatura estaría como práctica significante en la
responsabilidad indeclinable de mostrar frente a la Estética de afirmación hegeliana una
estética de la negatividad, de la no identidad, del vacío. Para ello Lacan, Kristeva,
Barthes, Derrida acuden a dos fuentes en que esa nueva literatura fraguó,
singularmente Mallarmé y Lautréamont, pero también Antonin Artaud, que influyó
notabilísimamente en la obra posterior de Talens, concretamente en El Cuerpo
fragmentario. Es a la luz de estas referencias cruzadas del semanálisis, la relectura
posestructuralista de las vanguardias poéticas francesas, y del maoísmo, como pueden
iluminarse los extraños (para críticos poco avisados) textos de un libro posterior de
Talens, el titulado La máquina de significar, incluido como libro tercero de El cuerpo
fragmentario. Allí y con el título de «Acerca de la práctica» reproduce Talens en cursiva
tres textos de Mao Tse-Tung tomados de su ensayo del mismo título, incluido en
Cuestiones filosóficas, editado en español el mismo año en que se publicó el libro de
Talens, textos que nuestro poeta va glosando, como si los textos de Mao fuesen un
palimpsesto, con poemas que desarrollan de otra forma las ideas del ideólogo chino.
Son una serie de poemas que no puedo analizar aquí con detalle, pero que vendrían a
ser convergentes con la ruptura de la conciencia kantiana a favor de un nuevo
conocimiento antiesencialista, que se nutre de la contradicción, de la dialéctica.

Han pasado casi treinta años y hoy resultarán seguramente difíciles de entender
para cualquier lector que no estuviera en ese ambiente, que no lo viviera como entonces
se vivía, leyendo esas fuentes sagradas del conocimiento revolucionario proyectado en
semiótica (Kristeva), en psicoanálisis (Lacan), en lecturas de vanguardias (Artaud,
Mallarmé) en los textos de Mao, etc. Hubo en la España de 1971 esa mixtura que la
poética novísima no creaba caprichosamente sino que era el sistema cultural que
proporcionaba a esa misma poética su nervio revolucionario y de ahí le vino a Talens
una incomprensión más debida creo a los déficits de sus lectores, incapaces de descifrar
sus poemas por desconocer las bases de su sistema expresivo, y dejando ciegas muchas
de sus imágenes e incluso intertextualidades latentes, que un lector culto de la época no
podía ignorar y para quien tenían pleno sentido. Que esos déficits se produzcan en
lectores hoy jóvenes sería disculpable, que ocurran en profesores y críticos que tienen la
responsabilidad de conocer las bases de los sistemas expresivos antes de hablar sobre
ellos es más lamentable. Pero ocurre.

Y el caso es que Talens no dejó nunca de ofrecer a sus lectores las pistas precisas
sobre sus fuentes, en concreto aquellas que podían pautar el discurrir de su diálogo
sobre el nihilismo de la representación. Lo hacía sistemáticamente en los antetextos de
los poemas. Podemos fijamos, sin salir de Taller, en la fundamental serie titulada «Los
fragmentos», donde encontramos antetextos de Nietzsche (sobre la máscara del
significar), de Bataille (sobre la artificialidad del discurso), de Mallarmé («la destruction
fut ma Beatrice»), o la parodia del racionalismo, a la vez que elegía sobre un espacio del
exilio amoroso, que supuso el título «Coito ergo sum». Seguirían luego las traducciones
o versiones modificadas de su «Material Inventariable» sobre los poemas de Ezra
Pound, Wallace Stevens, E.E.Cummings, William Carlos Williams y Charles Olson.

Hay una solidaridad interna en este primer Talens entre mirada (luz) y poesía
(poeta), puesto que buena parte de su sistema expresivo se basa en la mirada del poeta
y la luz, pautando los matices de una constante reducción a noche. Tal sistema
metonímico es muy clásico (uno de los topo¡ centrales de la imaginación poética en el
neoplatonismo es el iluminista, con las metonimias de luz y numen poético, actualizado
en la imaginación romántica según mostraron Bowra y Abrams). Pero Talens lleva ese
sistema expresivo tanto en Taller como en El cuerpo fragmentario a su nuevo lugar, éste
ya metapoético: la opacidad del signo en cuanto tal, topos que el estructuralismo
actualizó, pero que fue prolongado por las lectura de Barthes («Escribir verbo
intransitivo» titularía el de Bayona uno de sus ensayos) y tam bién por la lectura que
Derrida hizo del Fedro platónico y la contigüidad trazada allí entre escritura y olvido.
Es ejemplo el poema «Falsos prejuicios de lector», que luego de recorrer diversas
imágenes de luz apagada en el paisaje en penumbra del museo o la bahía, se vuelve a
las palabras a las que pregunta su insignificación (contigua de noche). El poema se
cierra, en su segunda parte con estos versos:
Otros poemas de Taller como «Imitación de Tu-Fu» o «Fuga y maduración de los
iconos» profundizan esta veta. En este último poema la opacidad sígnica se representa
en un contexto del nuevo artista, con todas las imágenes del escritor en el invierno de
París, la nieve en los cristales, el hombre en la buhardilla ante la mesa, y continúa:

Los belfos de un caballo. Más claridad. Un gorro de piel dulce.

Los afilados sables que jadean.

Y el pánico aflojaba las ventosas en las patas de las lagartijas.

La extinción de caer. Un ruido seco.

(pág. 147)

El homenaje implícito a Baudelaire en la serie del paisaje nevado, invernal,


parisino de los poemas titulados Spleen de Las flores del mal, la lucha por el cifrado de
la escritura ante el papel en blanco: las metonimias de la pintura y la música como
series contiguas a la creación, y finalmente la destrucción, el arañazo brutal que rasga el
papel, nueva tela quemada de la escritura. Puede relacionarse bien este poema con la
parte segunda de las versiones escritas en castellano del poema cuatrilingüe titulado
«Notas para un esbozo de obertura» donde igualmente aparecen las figuras de la mano,
la escritura creadora, la esfinge en esa

(pág. 153)

El excelente análisis que en su libro Logofagias ha hecho Túa Blesa (1998: 105-
113) de este poema me exime ahora de abordarlo, pero se situaría en esta misma
dimensión metapoética que vincula la escritura y la destrucción, la nada y el papel, la
página en blanco como logofagia, según el feliz título que Túa Blesa eligió para esta
poética del silencio que Talens fue acentuando conforme avanzaba la escritura de su
Taller.

El libro primero de El cuerpo fragmentario, se titula «Dispositivo denotado


escritor». El límite de espacio me impide analizar este libro, por otra parte bien
estudiado por Miguel Mas y Juan Luis Ramos (1982). En el vocabulario, «dispositivo», y
también en el antetexto de Paul Zumthor Ca parle, cuaja una idea motriz que he
intentado perseguir en este estudio y que condensa bien toda la poética novísima de
Talens: la de que el autor es una creación del cuerpo del texto e inseparable de él. Lo
más fácil sería glosar esa idea cruzándola como si fuese una simple trasposición poética
del famoso texto de R.Barthes sobre «La muerte del autor». Menos fácil resulta - pero a
mí me parece críticamente más productivo de cara a una interpretación cabal de la
poética de Talens y en general del conjunto de los novísimos - tomar literalmente esas
afirmaciones pero no en el sentido de anular al hombre que crea, sino paradójicamente
en su sentido contrario: entender que la textualidad del dispositivo (la obra) coincide
íntegramente con el lugar del autor, o, dicho de otro modo, tomamos en serio la
literalidad del texto que Ta lens incluye en la solapa de Cenizas de sentido: la relación
entre vida y obra es tan estrecha que solamente la obra permanece para decir, porque en
rigor es la única que puede hablar, la única que habla. De ahí el genérico francés, neutro
de Ca parle. A la postre resulta inútil intentar que ca (esto es, la totalidad sígnica que
configura lo que llamamos obra) precise de un qui, esto es, un lugar personal, en la
exterioridad textual. El lugar personal no es comunicable sino desde la textualidad en
que se cifra la comunicación misma (y por tanto está incluido en ca).

Ésta me parece a mí la lección más importante de las poéticas novísimas, y por


ella se convierte en indecidible (a la par que obsoleta) la vieja dicotomía entre
comunicación versus conocimiento del debate abierto por Bousoño y contestado por
Biedma, Valente y Barral, debate que ya señalé ha lastrado en exceso la historia crítica
de la poesía española. En rigor hay una falacia en el pensamiento de una forma
comunicable exterior a la constitución misma de la textualidad, precisamente porque un
qui que no sea ca, es indecidible.

Quienes más o menos disimuladamente (en algún caso sin disimulo) someten a
sospecha la poética novísima por entenderla hija de las teorías filosóficas o semióticas
de su época, parecen estar igualmente impermeables a la evidencia de que toda la
poesía de Occidente se ha situado en ese quicio en el que un pensamiento se verbaliza
inevitablemente sometido a su práctica de sentido, a su ejecución como forma. Ni
Hólderlin, ni Rilke, ni Eliot dejaron de nutrir su poética de las teorías vigentes en su
tiempo. ¿De dónde proviene pues la condena a las poéticas novísimas si hacen lo
mismo? Precisamente han sido sometidas al proceso de su sospecha porque este
conjunto de poéticas cometieron el pecado original de la poesía: ser lenguaje atravesado
por los discursos de su contemporaneidad. Muchos críticos están dispuestos a
reconocer la legitimidad de esta impregnación - con el término de polifonía o
dialogismo - para el lenguaje de la novela, pero cierran filas cuando se trata de la poesía,
que dicen defender mejor cuando la quieren impermeable a los discursos de su tiempo,
como si el lenguaje de la poesía obtuviese solamente legitimidad constitutiva en el
interior de sí mismo y en la línea de traducción de contenidos supuesta y propiamente
«poéticos». Este solipsismo que arroja, que expulsa del territorio de la poesía cuanto se
siente ajeno a la comunicación de un poeta personal y que convierte la poesía en la sola
historia de la poesía misma, es paradójicamente el movimiento más ciego a la
historicidad del hecho poético, que es Historia solamente en la medida en que ha
llegado a hacerse también permeable a la teoría, la filosofía, los discursos sociales de su
tiempo y que las distintas metamorfosis del concepto de sujeto poético han ido
revelando. Lo que Talens hizo en 1975, lo que hacían otros poetas de su edad - proclives
a tender puentes entre sus poemas y cuanto acontecía en el pensamiento de su entorno-,
posiblemente sea el mismo impulso que gobernó a los poetas de Das Atheneum.

Hay, sí, una diferencia: en el caso del Romanticismo se ha naturalizado (y por


tanto neutralizado) la distancia entre poesía, filosofía, teoría, pensamiento, hasta hacer
solidarios a Hólderlin y Nietzsche. Y en el caso de la poética novísima tal naturalización
ha sido más difícil de alcanzar y todavía no se ha logrado. ¿Por qué? Aventuro la
hipótesis con la que quiero cerrar este capítulo: la razón de esa resistencia estriba en que
en el dispositivo central de las poéticas novísimas se encuentra precisamente la
medición y el trazado de la distancia entre naturaleza y artificio, medición de distancia
proclive a sustentar el propio dinamismo poético como el cifrado artificial de lo que
siempre conocimos como naturaleza, incluido el sujeto personal de la vivencia. Según
mi hipótesis las poéticas novísimas alcanzarían un lugar de explicación bastante
unitario (que podría iluminar asimismo muchos fenómenos expresivos de estos autores)
precisamente en el cifrado de la textualidad como condición primera de la función
personal del poeta y del conjunto de su actividad discernible y atingente al hecho
poético en cuanto tal.

Eso significa, claro, abrir, sobredimensionar, la brecha entre naturaleza y artificio,


entre texto y voz, entre literatura y biografía. Esa grieta, esa que podríamos llamar sima
semiótica (porque de comunicación se trata), vendrá a mostrar que el palimpsesto de un
texto es siempre otro texto, un tejido que lejos de aminorar la relevancia literaria del
dispositivo, lo acentúa, lo enfatiza, en honor precisamente de la literatura.
Se ha hecho justamente famosa la sentencia borgiana sobre la tradición poética en
la que afirmaba ser la variación de unas muy reducidas metáforas fundamentales.
Posiblemente tal reflexión venga apoyada en una lectura del famoso ensayo de T.S.Eliot
sobre la tradición y originalidad. Ciertamente la muerte, la soledad, el amor son los ejes
sobre los que se vertebra ese orden simultáneo de la poesía de occidente. Pero tan
importante como la permanencia de la metáfora base es la variación que cada poeta
logra introducir. La originalidad como la huella de variaciones sucesivas en ese enorme
diálogo intertextual que supone una tradición poética.

El tema, metáfora fundamental habríamos de llamarla, de la insuficiencia del


lenguaje, es uno de los más universales y su línea comienza a dibujarse con la apelación
homérica al auxilio de Musa, nutriente fundamental del topos retórico del exordio, bien
analizado por E.R.Curtius, se traslada luego metamorfoseado a la insuficiencia con que
primeramente el Dante del Paraíso y luego la poesía mística cifran la experiencia
amorosa única, intrasvasable y propiamente indecible. Vendría luego a enriquecerse la
tradición con Novalis, Hólderlin, Rilke y Arthur Rimbaud, hasta llegar a fraguarse en la
lúcida y emblemática Carta de Lord Chandos, ensayo de Hugo von Hofmannsthal con
el que se cierra, en el quicio mismo del siglo xx, el gran arco de silencio como
desembocadura fatal del sentimiento de indecibilidad.

Pero cada poeta, hijo de una tradición, la vive en su momento, en ese orden
simultáneo, por eso mismo propio. Se hace preciso reconstruir ese momento en que
cada poeta recoge el abanico posible de las variaciones e impone a ellas el acento, que es
suyo, pero también es de la época que le toca vivir. El libro de Jorge Urrutia El grado
fiero de la escritura, que apareció el 27 de enero de 1977 en la colección «El Toro de
Barro» que publicaba en Carboneras de Guadazaón (Cuenca) el poeta Carlos de la Rica',
es comentado por el propio poeta, cuando lo reedita, como deudatario en el título del
ensayo El grado cero de la escritura de Roland Barthes2 y añade «pese a su escasa
distribución tuvo un eco nada desdeñable y fue destacado por más de un crítico como
texto imprescindible en la poética experimental coetánea» (pág. 42). Ciertamente para
muchos lectores jóvenes que quizá accedan a él en su reedición será útil reconocer en él
un aire de época, pero se engañarían si supusieran que el libro debe o puede entenderse
solamente en ese contexto de la denominada por esos críticos aludidos por el poeta,
«poética experimental contemporánea».

Claro está que sin las lecturas, ecos e intertextos concretos de los años 70 del siglo
xx del que era entonces un joven profesor filólogo en la universidad española, sería
imposible entender el sentido de muchos de sus poemas. Lo señala ese concepto de
«poética experimental», que encabeza el juego mismo con un autor de culto entonces (y
ahora) como Roland Barthes. Pero no hace falta destacar la honda significación que
cobra el hecho mismo de que en la reedición de 2006 el autor haya incluido, bajo el
añadido de Y más, otros muchos poemas, hasta duplicar el número de ellos, tomados
casi todos de su libro posterior titulado Una pronunciación desconocida (Madrid, DVD
Edicio nes, 2001), como resulta igualmente significativo que en la noticia bibliográfica
de 2006 advierta: «el autor ha querido incorporar una selección de poemas en torno a
preocupaciones similares a las de ese libro, de hace ya treinta años, que jalonan toda su
obra poética» (pág. 42).

En este estudio, centrado en la primera edición de El grado fiero de la escritura,


no me es posible analizar este jalón, pero me hallo convencido de la razón de tales
frases. Sostengo por consiguiente que aunque El grado fiero de la escritura haya de
explicarse en el seno de una concreta forma de experimentalismo de aquellos años, su
filiación honda y su proyección posterior los exceden, hasta alcanzar a ser posiblemente
el rasgo definidor más conspicuo de toda su poesía.

Para que lo fuera además de modo palmario tan sólo tendríamos que añadir los
incluidos en la sección Y más de la segunda edición tomados casi todos como he dicho
de Una pronunciación desconocida. El entronque del tema de la insuficiencia del verbo,
con el otro gran tema de la poesía de Urrutia: el naufragio, la vida como navegación, en
la estela del Ulises homérico, es allegado una y otra vez en su poesía; está presente de
forma clara en el libro Cabeza de lobo para un pasavante (Madrid, Palas Atenea, 1966)
pero es el anclaje temático básico de su último libro, que recibió el XIV Premio Jaime Gil
de Biedma, y que tituló El mar o la impostura (Madrid, Visor, 2004).

A otros estudiosos les ha correspondido analizar tales poemarios y no me


corresponde hacerlo a mí ahora. Pero no puedo dejar de señalar que lo que el autor
llama jalón poético atraviesa ciertamente la poesía toda del poeta, y el que comenzó
siendo un motivo que Barthes difundió el primero entre los filólogos (pero que cuenta
ya en Urrutia con los aportes de la deconstrucción derrideana), esto es, la sospecha
respecto al decir del lenguaje, se convertirá luego en uno de los ejes de la idea de
naufragio, de la vida como navegación en la forma que el verbo obliga a realizar, la de
la impostura o prosopon del héroe, metamorfoseado como Ulises en todas las máscaras
de su vivencia errática.

Un elemento esencial para entender la serie primera de El grado fiero de la


escritura - los poemas incluidos en la edición de 1977 - es la posición misma de Roland
Barthes en la cultura española de los años 70. El ensayista francés era entonces para los
jóvenes profesores de la Universidad española dos cosas: un emblema de modernidad,
por el que se canalizaba la re novación querida por ellos del viejo tronco de la Filología,
pero también un intelectual que hacía posible el puente que uniera las orillas de ésta y
la Ideología. Para ello habría que desterrar el término «Filología» y sustituirlo por el de
«Semiótica» y clausurar igualmente la idea de palabra para introducir el término de
escritura que precisamente fue Barthes quien quiso, en convergencia con Maurice
Blanchot y Derrida, separar del de grafía, para canalizar a través suyo la sospecha de
que en el lenguaje está prendida «la elección» (le choix) que una época y un sujeto
realizan, y que los desposee de toda inocencia.

No es extraño que ya los paratextos del libro de Jorge Urrutia fueran elocuentes
en esta dirección. El primer paratexto, el de la dedicatoria, dice:

(pág. 5)

Son - eran entonces y deben seguir siéndolo - significativos dos términos: el del
usuario que es un poblador, o por así decirlo, el habitante de un espacio del lenguaje
que ya está construido, que le precede y es, en la idea de que el lenguaje es una
estructura de signos que los hablantes poseen, como los pobladores un territorio. Papá y
mamá, que como Roman Jakobson definiera aquellos años en un estudio liminar
titulado «Why papa and mama?» era un universal referencial vinculado al universal
fonológico de la articulación más fácil y primera, la bilabial. Primeros pobladores por
eso. Pero no es menos significativo que el término elegido sea habla, que entonces
operaba en oposición a lengua como traducción de la antinomia parole/langue que
habíamos aprendido en el Cours de linguistique générale de Ferdinand de Saussure y
que en aquellos años se difundía merced a la traducción que de él hiciera Amado
Alonso.

He citado adrede al gran filólogo navarro discípulo, junto con el otro Alonso, don
Dámaso, de Menéndez Pidal, y tiene que ver tal convocatoria con el problema antes
argüido de la sustitución de la voz Filología por la de Semiótica, cuando se trata de
glosar el engarce de los jóvenes poetas profesores universitarios españoles con la
modernidad francesa y especialmente con R.Barthes. De la misma forma que Barthes
procedía de los estudios de Filología clásica (su «Aide Memoire» de licenciatura fue su
famoso estudio sobre la retórica antigua)3, pero había derivado a la Semiología (así se
llamaba entonces) a partir del deslumbramiento que supuso la obra de Saussure y
Hjemslev, hasta hacerle publicar unos famosos Elements de sémiologie. En el terreno de
la Filología española también se libraba una lucha. Amado Alonso traducía a De
Saussure, pero Dámaso lo glosaba (bien que para oponerse a su idea de significante sin
significado) en el primer capítulo de su Poesía española. Ensayo sobre métodos y
límites estilísticos. La Estilística era, sí, una forma de modernidad respecto a los viejos
anclajes de la Filología positivista. Pero en la universidad española de los años 60 el
modo como los jóvenes profesores conectaron con tal modernidad no fue
preferentemente ese desarrollo, sino la que se conoció como «nouvelle critique», y que
capitaneaba entre otros Roland Barthes.

No podría entenderse la forma misma de los poemas incluidos en la edición de


1977 de El grado fiero de la escritura sin esos contextos de renovación y revolución
sufridos por los conceptos de significante, de palabra, de significado, de sentido, que
estaban operándose en el paso de la Filología a la Semiología, paralelo al que se dio de
la Gramática a la Lingüística, y como la propia Semiología, que hoy nos parece un
proyecto sobrepasado, era entonces el vehículo principal de «revolución del lenguaje
poético» (título por cierto de un libro de Julia Kristeva, discípula de Barthes, publicado
en 1974)4.

Para ese deslizamiento es importante ir ya al segundo de los paratextos. Me


refiero al párrafo elegido de Roland Barthes que Urrutia ofrece en el original francés,
con su traducción a pie de página, y que reproduzco según esa traducción: «...la
elección, luego la responsabilidad de una escritura, designan una libertad, pero esa
libertad no tiene idénticos límites según los momentos de la Historia. [...] El lenguaje
nunca es inocente» (pág. 6).

Buena parte de El grado fiero de la escritura se entiende desde este emblema


barthesiano de la escritura como lugar donde la Historia penetra en las que un hablante
o escritor piensa que son elecciones suyas. La denuncia de la falta de inocencia tiene que
ver con la forma como la Ideología, una época, se decía entonces que un Discurso, se
haya presente en la escritura. Precisamente lo que quiero hacer ver en este estudio es
que la escritura de los poemas de Urrutia se da en el contexto de ese «Discurso», donde
se amalgama en una inteligente forma tanto la crítica a las formas convencionales del
ritmo o del verso, la ordenación de su sintaxis, como sobre todo a un vínculo que
Urrutia ve muy bien en este libro: el que hay entre esa idea barthesiana y la
Deconstrucción. Ya señalé en el capítulo titulado «Siempre Roland Barthes» del libro
Teoría del lenguaje literario, publicado en 1988' que los principales conceptos que luego
hará famosos Derrida, y entre ellos el mismo de «escritura» diferente a grafía, se
encontraban presentes en el ensayo primero de Barthes, publicado diez años antes que
los ensayos germinales de la deconstrucción derrideana, que son de 19676. Salía al paso
así de la lectura americana de Barthes, algo sesgada, al hacer epígono a Barthes del
brote deconstruccionista y eso solamente es posible hacerlo si se lee S/Z7 sin haber
recorrido antes los títulos primerizos de Barthes.

Señalo esto porque Jorge Urrutia no solamente no comete en este libro tal
disfunción sino que en 1977 adelanta en su propia escritura algunos de los elementos
centrales de la llamada «deconstrucción». Veamos, por ejemplo, el primer poema del
libro, que es programático del conjunto y que refiere a las opciones que el poeta,
educado en las formas machadianas, en el rojo teñido de sangre del dolor, lo muestra
insuficiente (primera estrofa) y lo lanza en la segunda a

la búsqueda es un tiempo que corre sobre espinas y la

vida añadida (dormida] se desconviene y no es significado no lo fuera nunca

no lo fuera nunca no hay nada

no hay nada que decir o si lo hay no importa, nos oprime allá dentro y estira las
cuerdas vocales la ortografía

aprendida en el colegio o el folleto académico

El poema continúa con una enumeración aparentemente caótica en columnas


triples que derivan a las series de la Lingüística superpuestas a las de las partes
gramaticales tradicionales. En esta estrofa del poema se hace patente cuanto antes dije:
la reconstrucción del lenguaje aprendido con otro lenguaje asimismo aprendido, que
«se desconviene» (verbo típicamente deconstructivista) pero que continúa teniendo en
el fondo la sangre del dolor «que mancha las roquedas machadianas». Esa misma
deconstrucción opera en las segmentaciones versales al quebrar palabras en los
encabalgamientos del verso o redundar sobre la nada en anáforas repetitivas. El
significante se ordena en el mismo sentido rupturista que el significado.

La apelación a la «botánica» como ciencia paralela a la de la Lingüística permite


el gozne con la segunda mitad del poema, que sigue ilustrando, de forma acumulada a
la anterior pero con otros intertextos, Espronceda en este caso, la misma lucha con y
desde el lenguaje, la misma revolución que al poeta exige la forma buscada, para
liberarse de «tanto cauto canto/(cacareado)». La paronomasia cauto/canto permite el
contraste entre forma heredada y propia, pero también la inscripción del juego del
significante como despliegue que será constante en la propia forma del libro.

De cara al concepto de jalón poético, o trayectoria, se encuentra definida ya en


este primer poema la metonimia de la navegación, isotopía del poeta como náufrago, de
horizontes perdidos, que es la que conectará como dije con los libros posteriores, por
ejemplo con los poemas titulados «Poema», «Lotófago» y «De poética» del libro Cabeza
de lobo para un pasavante (págs. 16, 40 y 41) y singularmente con el último «El mar o la
impostura», que se sirve constantemente (es el eje central de todo el libro) del errar
odiséico como metonimia de sí mismo y en cuyo análisis no puedo entrar en este
estudio. La conexión con Una pronunciación aprendida no tiene que señalarse, puesto
que la ha trazado el propio poeta en las inclusiones de la segunda edición de El grado
fiero de la escritura.

El segundo poema cuyo largo título parafrasea la idea de inutilidad del verbo (y
hace aparecer por vez primera la voz silencio, elocuente en la serie histórica de la
indecibilidad) no termina inocentemente con el participio «desconstruido». En 1977, por
tanto mucho antes de la «moda Derrida» (que es de los años 85 y siguientes merced a su
eco americano), Jorge Urrutia tenía presente que «la voz a ti debida», que es el tema del
poe ma, con ecos garcilasianos-salininianos, se convertiría en «y condenadamente me
hago en cada verso a ti desconstruido». Este verso, que es intertextualmente una
deconstrucción misma del motivo de la entrega u ofrenda a la amada, se incluye al final
de toda una interrogación retórica, angustiada, sobre la necesidad de la negación: «ser
descritor, negarme». «Desconstruido» dirá luego, «descritor» dice ahora, y en la propia
forma, la intromisión en el verso del hueco, la pausa o forma de vacío, tan derrideano él
mismo.

Tal imprecación es por otra parte la desembocadura de una larga serie de


enumeraciones verbales sobre las formas de trabajo del poeta, la que se inicia con el
verso «romper cortar partir trozar palabras». Interesa mucho la supresión de las comas,
para traducir una equivalencia de los verbos, e interesa igualmente la forma «trozar»
(que recuerda a su étimo pero también «des-trozar» como verbo real donde permanece
en español la derivación de trozo). Si el lector repasa la enumeración que sigue a este
verso, encuentra acumuladas en series todas las formas de acoso a la palabra, en una
gradatio que acentúa la violencia de la refriega con el verbo, y que culmina en los
versos:

(pág. 10)

La introducción en el lenguaje poético de un término tan técnico como


«monema», que había introducido el lingüista André Martinet para referirse a la
palabra, pero convocada con su sentido técnico metalingüístico que explica el siguiente
verso «(mínimas unidades de significación)», permite reunir en la serie, en tanto le
sigue la referencia al fonema, la teoría conocida como doble articulación del lenguaje,
muy en boga en aquellos años dentro de los estudios de la Lingüística, sustituta de la
vieja Gramática8. Urrutia la maneja, pero irónicamente puesto que lo hace para acabar
tan prestigioso metalenguaje referido al so nido (no otra cosa es la segunda articulación
del lenguaje) con «conciertos de pito y abucheo». De esta forma la Lingüística es
desautomatizadora, en tanto no es propio de la tradición del lenguaje poético introducir
en tal segmento de lucha con la palabra tan precisos tecnicismos, pero le sirve asimismo
como veta desautomatizada ella misma, ironizada por su imposible consecuencia del
pito y abucheo, desconcertante para con el nivel metalingüístico elegido.

Fuera de estos contextos, lo que me parece axial en este poema (y que sirve como
ejemplo de varios otros del libro en que se ofrece parecido motivo) es lo que define el
verso: «entregarte palabras es redundante porque solo soy verbo». Aunque hoy día un
lector pueda trazar una inocente transitividad entre ser poeta y ser verbo, en el contexto
intelectual de este libro tal verso ha de leerse en la misma serie que marca el conjunto de
la teoría deconstructivista: el sujeto es verbalizado, la palabra es quien lo ocupa, define,
pervierte, y lo hace ser todo él una impostura. Esa es la dirección en la que debe leerse
esta lucha con el verbo, que muestran otros muchos poemas del libro.

El poema «Datos (no confidenciales) para un informe» vuelve a ser


metaescritural, desde la serie «escribo manuscribo, trazo rayo subrayo», con el verbo
«caligrafío» subrayado en verso aislado, hasta los dos presentes verbales del final:
«firmo y borro» que siguen a «insuficiencia». Todo el poema es una glosa de la escritura
como «llenar los blancos», según reza su verso central, destacado en mayúscula, y junto
a este concepto de «blanco» (vacío) está el de misreading, de tergiversación de la verdad
que ostenta otro verso destacado más adelante. Todo el poema es por tanto una
escritura del vacío que no se llena, el cifrado de una insuficiencia. Los sustantivos y los
verbos recorren todo el proceso de la escritura como grafía, como trazo, pero va dejando
la paulatina constancia de su vacío. Todas son concepciones recorridas por J.Derrida en
L'Escriture et la difference (1967).

Considero que por muy experimentalista que externamente quiera calificarse este
primer libro, de hecho inscribe como posiblemente no lo haya hecho ningún otro
poemario posterior (si salvamos quizá Una pronunciación desconocida) la firma
autobiográfica de su autor. Lo hace en poemas directamente referidos a su vida de
estudiante, de lector, de profesor y de padre. Es muy evidente en la serie de poemas en
que recorre el aprendizaje de la literatura, tanto el titulado «Crianza» como «Clase de
Literatura» o bien la actividad posterior de profesor de ella según se ve en «Texto que
trata de los poemas que enseñó a su triste profesor de literatura una alumna... [...], etc.».

Detengámonos en el que considero más significativo, el titulado «Crianza», en


que se reproduce la forma de aprendizaje de la propia verbalidad. Introduce «tanto
penar para morirse mudo», variante del conocido verso de cierre del soneto «Umbrío
por la pena, casi bruno» de Miguel Hernández, poeta del que ya el braquistiquio
«alimentaba dardos» de un verso anterior, ofrecía intertextualmente, en este caso de la
elegía a Ramón Sijé. De la misma forma que aparece el Quevedo de la «Epístola moral
censoria» en versos posteriores. Esta enumeración de aprendizajes, que reúne famosos
poemas en que el poeta ha ido estableciendo su crianza, ha de saldarse con el silencio,
«morirse mudo», pero concurrente con la idea del verbo, de la palabra como simple
suplemento, idea asimismo muy derrideana que desarrolla el poema siguiente, que
comienza:

Aunque este poema va a desarrollar la idea de Lenguaje no inocente y por tanto


el concepto de «escritura», su primer verso es una irónica referencia a una frase del
Generalísimo Franco sobre la transición (perpetuación) prevista por él para con su
Régimen. Éste es también un signo de época: meter en la serie de un poemario
metaliterario un guiño político, esto es, juntar en rango de equivalencias lo culto y lo
prosaico, lo poético y lo histórico, lo que pertenece a ámbitos diferentes, que el poeta
une como icono también de su irreverencia para con la propia poesía. Y como signo de
compromiso con su tiempo.

Este poema incorpora a los contextos metalingüísticos derrideanos la idea de


hueco, de ausencia, pero, como ha hecho antes, uniendo un concepto culto (y
perteneciente al metalenguaje crítico literario y filosófico como el de hueco, vacío,
ausencia) a un versículo como «huelga de canto ya», que se refiere a estar en huelga,
siendo entonces una actividad prohibida y la forma principal de lucha política.

El poema todo está jugando inicialmente con las dos series, pero a partir de
«bandera arriada» va ya directamente a su sentido de denuncia política, que puede
significar el modo como el Régimen concibe lo de «estar atado». «Bandera arriada» y los
versos que siguen son una valiente evocación de la lucha de re publicanos asesinados en
barrancos. De tal manera lo que comienza siendo un poema aparentemente
metaliterario camina paulatinamente (como anuncia su incipit) hacia la crítica política,
manifestando las formas de atadura, «astada» en la que el sacrificio de víctimas ocupa
finalmente la totalidad el poema, con ese formidable cierre:

como esputo surgido en labio amargo.

(pág. 13)

Sirve este verso, y algunos poemas del conjunto, como principalmente el titulado
«Ante mi hija hablo a la palabra» para analizar un fenómeno muy presente en la poesía
primera de Urrutia, y que tiene que ver con su filiación poética y humana. Creo
fundamental para explicar su forma la filiación poética con Dámaso Alonso. Me refiero
claro está fundamentalmente a su poemario Hijos de la ira. En el poema referido de
Jorge Urrutia hay la misma introducción de lexemas antipoéticos, desgarrados, que
recuerdan esa rebelión tremendista de Dámaso:

Nótese que el hipérbaton de sabor gongorino («En una de fregar cayó bayeta») se
combina con ese vocabulario extrapoético (gargajo bayeta deshilachada etc.), y
finalmente la serie de negatividad de los poemas anteriores se concreta en ese esputo
sin esperanza lanzado hacia dentro. Tamaña imagen tremendista, tal rebelión, no tiene
ya que ver con la serie de paráfrasis metalingüísticas. La insuficiencia de la palabra es
en este poema otra cosa; grito desde el inicio diciendo a la palabra «y te veo nacer
maldita». El lector inmediatamente piensa en la hija, puesto que el título del poema reza
«Ante mi hija hablo a la palabra» y ciertamente el poeta juega con la asimilación de hija
que lo es tanto la una como la otra, en constante alegoría que recorre las etapas del
nacer, como reptil, puesto que la imagen de serpiente se asocia a lengua a lo largo de los
versos de la primera estrofa como avanza el segundo «reptil cadena erecta».

Por mucho que luego jueguen los que creo intertextos del Alberti de Sobre los
ángeles (concretamente del poema «Tres re cuerdos del cielo», azucena de aire, abanico
de ecos), este espléndido poema que merecería un análisis minucioso en que no puedo
entrar, se ejecuta sobre el modelo de Dámaso. Igual ocurre con el poema siguiente, «Voz
sin sentido».

Terminaré mi recorrido por el primer libro de Jorge Urrutia llamando la atención


sobre el excelente poema de cierre titulado «Poema inconcluso del tiempo viejo»:

(págs. 24-25)

La primera parte del poema, ya desde su título, es plenamente quevediana. Su


estirpe clásica no la dice únicamente el ritmo sentencioso del endecasílabo, el
vocabulario (lances, arneses, «reducido» por «vencido») o la composición de cuatro
cuartetos. También la evoca la imagen del miles gloriosus derrotado, que reproduce la
aventura del lenguaje como una batalla (o torneo caballeresco que es su contigüidad
más concreta) en el que la palabra es el héroe caído en el lance, arrastrado ya y vencido.
Urrutia, que ha comenzado el libro con los intertextos derrideanos y barthesianos,
prefiere culminarlo con un poema en el que vuelve a la tradición quijotesca del
caballero vencido, en un poema de estirpe temática y formal clásica. Pero a esos
primeros tres cuartetos añade el último, que reproduce en su propia literalidad el ser
quebrado del tema, puesto que su primer cuarteto esta lleno de vacíos que se ven
rellenados por el siguiente, que es realmente anterior, pues se ha iniciado con la serie
anaforita de «mi palabra...» como los cuartetos anteriores. Verse derrotado, vencido, en
la batalla de la palabra y finalmente «muerto» (último vocablo del poema) es convocado
por un cuarteto desarrollado en dos partes, en el cual los vacíos espacios en blanco han
de llenarse por el cuarteto siguiente. En realidad son el mismo cuarteto, pero roto,
deshecho, algo que ya el significante predica con su elocuencia gráfica, redundante con
el mismo contenido.

En esta conclusión se ve bien que Jorge Urrutia ha quiciado su libro sobre los dos
ejes de su primer venero: el de un poeta profesor, interesado en las teorías lingüísticas y
semióticas en boga, también las de la crítica deconstruccionista, pionero en su trasvase
(muy temprano, estamos en 1977) al lenguaje poético español. Pero en el libro hay
huellas intertextuales de la tradición española, desde Garcilaso a Miguel Hernández,
desde Quevedo a Dámaso, construyendo la imagen de un viaje desde la Filología hacia
la Semiótica, pero también desde la tradición poética heredada hacia la voz propia,
rebelde, inconformista, viva.
13.1. UN CONJUNTO UNITARIO

En muy pocos poetas se da tanta sensación de unidad total y de conjunto poético


indivisible como en la obra de Eloy Sánchez Rosillo. Tengo que comenzar hablando de
la formidable experiencia que ha sido para mí leer seguidos y en su totalidad sus libros,
discurriendo viaje por ellos; caminos de indagación que me llevaban atrás y adelante,
viendo crecer un motivo, modificarse, o bien viéndolo reaparecer en su particular forma
de ser cíclico, como si Sánchez Rosillo hubiera ido haciendo en cada libro capítulos de
uno solo, su Historia de poeta, y hombre, su manera de habitar la soledad y el tiempo
de su destino.

Resulta pues, y he querido comenzar por ahí, una experiencia única y distinta a
la que yo había tenido antes leyendo cada libro por separado y en el momento de su
salida. Porque la poesía de Eloy Sánchez Rosillo es una criatura en crecimiento que se
muestra dotada de atributos de identidad del estilo, muy reconocible, muy suyo, pero
que, me parece a mí un atributo fundamental de su poesía, sus variaciones lo son de
unos motivos centrales, nucleares, presentes desde el primer libro hasta el último, a los
que impone, sí, modificaciones tonales, temáticas o de perspectiva (no es el mismo el
dolor del adolescente que el del hombre maduro, ni igual por lo mismo cada dicha)
pero, dentro de tales variaciones, se mantiene el poeta ligado al asidero de sus símbolos
clave en esos motivos centrales, que más adelante analizaré.

Este fenómeno de unidad y diálogo interno de su propia poesía con la anterior


llega incluso a imágenes concretas. Les daré un ejemplo, que me parece algo más que
casualidad. Una imagen tan suya como la del relámpago se encuentra en el incipit de su
poesía, en el segundo poema de su primer libro, el titulado «El poema», para decir el
tiempo de la muerte:

(LCF, pág. 17)1

Esa imagen, ya modificada, la reencuentra el lector en el primer poema del


último libro publicado, el titulado «Luz que nunca se extingue»:

(LC, pág. 11)

La imagen que había apresado en su primer libro la rapidez de la sucesión


luz/sombra y había concentrado en su interior el vértigo de la muerte agazapada en el
instante mismo de la luz, aparece después, en el giro dado por Eloy a su última poesía,
como luz que nunca se extingue. Pero esta imagen del primer poema del último libro
viene a dialogar asimismo, dándole otro sentido, con el poema último del libro anterior,
es decir el que el lector ha leído inmediatamente si sigue la lectura del conjunto todo,
me refiero al poema que cerró La vida y que lleva por título: «Principio y fin», y que
alcanzó su perfección en estos sus dos últimos versos:

(LCF, pág. 326)

He elegido este breve ejemplo de una imagen, que podría hacerse extensivo a
otras muchas y a ciertos motivos recurrentes (la casa de la infancia en el campo, el
jilguero allí descubierto, los últimos días del verano, la habitación urbana de la soledad
creadora, la Luna, el viaje en tren, la llegada de la primavera) para mostrarles cómo la
poesía completa, leída entonces según diálogo de cada libro con los anteriores, ofrece
un paisaje nuevo que dota de enorme significación a los versos que lo pueblan, porque
forman parte todos de un mismo cuadro, el que ha ido dibujando el tiempo en la piel y
la historia del poeta.

Aunque en la parte final de mi estudio me referiré en concreto al giro dado por el


libro La certeza y en relación de diálogo interior con el libro que había significado cima
de su etapa anterior, el titulado La vida, lo importante es que no puede concebirse un
estudio que simplemente contemple la yuxtaposición de libros, en contigüidad, sino
que cada uno ellos parece haber nacido como un eslabón en una cadena, como un paso
de una secuencia que va señalando la herida de las edades, las edades del hombre
desde la infancia a la madurez y que puede (y creo que debe) por tanto leerse como si se
tratase de una Historia del tiempo y simultáneamente de la creación poética.

Volveré luego sobre los que son motivos centrales de esa secuencia, pero he
querido adelantarles que la lectura del conjunto ha sido una experiencia para mí
distinta a la que había tenido en el momento de cada libro, aparición que he seguido
con entusiasmo y fidelidad. He de decir que la primera crítica que apareció de su
primer libro, Maneras de estar solo, lleva mi firma y fue publicada en el periódico La
Verdad el mismo día de su aparición. Desde entonces he sido fiel a la poesía de Eloy
Sánchez Rosillo.

Tres me parecen los principales rasgos que otorgan unidad al poemario: a) la


centralidad de la figura del poeta, como hombre y como tal poeta. En esta poesía el yo
es origen y desembocadura de toda la experiencia sobre la historia, el paisaje o la
realidad; b) La unidad de un estilo ambiciosamente claro, con una estética edificada
sobre la difícil sencillez de un clasicismo muy particular elaborado alrededor de
imágenes y motivos muy arraigados en la tradición simbólica de nuestra cultura y c) la
es tética del instante. Una experiencia concreta apresada en su fugacidad mueve el
recuerdo, el entusiasmo o el dolor de manera que la mayor parte de la poesía es la
espera, la realización y el resultado de un instante especialmente intenso. Analizaré
sucesivamente estos tres rasgos.

13.2. FIGURACIONES DEL YO

El principal fundamento de la unidad he dicho antes que era un sujeto, el yo


lírico, indisimuladamente autobiográfico (que incluso en algunos poemas se llama a sí
mismo interpelándose como «Eloy») desde el que se origina la poesía y hacia el que
finalmente conduce. Todo cuanto acontece en la poesía de Eloy se hace interno.
Celebrativo, reflexivo o elegíaco, sea cual sea el tono elegido, remite siempre a la
figuración del yo, que además como veremos enseguida es un Yo POETA, el principal y
decisivo de sus atributos. De tal forma el jilguero, la acacia, la habitación urbana, la
luna, el azahar, el verano o su final, los sucesos mismos que en tales espacios ocurren,
no son nunca externos, ni suceden en un lugar marginal del poeta. Si éste los registra y
los atiende es porque algo de su corazón, de su memoria o de su futuro, se ha visto
golpeado. Y le deja huella. Lo importante es el registro de la huella, mucho más que el
salto de las cosas. Veremos luego la importancia del instante en su configuración, pero
valga por ahora que nada de cuanto acontece o existe en esta poesía es externo: se
interioriza como brote de una experiencia personal. De tal forma el poemario se amolda
a este rasgo que su lectura parece ir gobernada por la historia de un hombre, del que
acabamos conociendo, en precisas fulguraciones, la infancia feliz, la adolescencia
asaeteada por el numen poético, la amorosa juventud, la madurez, aceptada o no, y aun
la entrevista, en sus pliegues imaginarios, muerte segura. Esta historia - que
proporciona al motivo de las edades del hombre un lugar central - se amolda asimismo
desde el acendrado simbolismo de la contraposición luz/sombra, que es el símbolo
fundamental de su poesía, y al que remiten las series de verano-otoño-invierno, o bien
la del día: mediodía, ocaso, noche.

El de la dialéctica luz/sombra, que analizaremos luego como eje de buena parte


de sus imágenes poéticas, sirve además para hacer florecer el motivo no subsidiario de
la creación poética. La luz, el numen, la inspiración y el ser poeta es el designio fun
damental de Eloy Sánchez Rosillo, de tal forma que en el poemario se hacen solidarias
las dos historias, la del hombre y la del creador poético, y en cierto modo se otorga un
lugar fundamental al proceso mismo de creación, sobre el que versan muchos poemas,
concebido su ser poético no como una circunstancia, sino como su destino y el sentido
de su estar en el mundo. Todo lo demás es accesorio; parece como si el poeta viviera la
vida esperando el momento en que la plenitud pueda ser dicha, plenitud de la alegría o
del dolor, de la lucidez o de la duda, pero siempre siervo de la Poesía, su única Señora.
Sc ve en los dos primeros poemas que aparecen en el conjunto. El poeta los ha
individualizado en la ordenación de Maneras de estar solo, porque forman entre ellos
una unidad, pero también definen los dos motivos centrales de la figuración de su yo: el
designio del Poeta como voz en la estirpe señalada con un destino entre los hombres, y
que se sucede de poeta a poeta, en el poema titulado «El poeta», y luego en «El poema»
la primera formulación del nacimiento del mismo. Ocurre ese nacimiento al final, «Una
gota de lumbre sobre el papel en blanco», pero el poema ha venido registrando paso a
paso el encuentro en el silencio y la penumbra del amanecer poético, que será luz
definitiva que vence a la sombra.

Como quiera que lo dicho inspira la unidad del conjunto, los principios y finales
de cada libro (en los tres primeros de lo suyos) se han dispuesto como un orden
sucesivo en la serie abierta por el primero. Maneras de estar solo se cierra con el poema
«Camino del silencio»:

(LCF, pág. 72)

Vean incluso cómo el verso final «el fulgor de los días que se fueron» adelanta el
que será título de la primera reunión de poesía completa Las cosas como fueron.

Pues bien, si pudiésemos analizar (lo que no puedo hacer detenidamente) el


primer y último poema de cada libro veríamos que proporcionan al conjunto una sólida
forma de ser la Historia de un hombre que crea la poesía, y que va viendo la sucesiva
forma de sus dificultades o hallazgos. Páginas de un diario se abre con «Otra vez el
poema», poema que se nutre también como hicieran los que inician el anterior libro, de
la luz del sol convocado de nuevo, y una voz que le dice: «Toma la pluma, escribe.» El
poemario se cierra asimismo con un envío que recuerda el anterior del anterior libro,
llamado entonces «Camino del silencio» y ahora convocado en la forma «The rest is
silence»:

(LCF, pág. 142)

El libro Elegías se ordena igualmente así: sus dos primeros versos son «Ten
dispuesto el papel, y que la pluma / esté junto al cuaderno. Siéntate aquí en la estancia»
(LCF, pág. 149), y luego se ve nacer la palabra que se ordena desde la percepción de la
luz de un momento único que los ojos verán como por vez primera y que será su modo
de vencer al tiempo.

El poemario se cierra igualmente con el poema titulado «Final» que, ejecutando


ese mismo designio, impone interesantes variaciones a los envíos de los dos poemarios
anteriores. Porque por vez primera se inscribe el motivo del otro, que es un motivo que
veremos luego asociado a la segunda etapa de la poesía de Sánchez Rosillo y que se
acentúa en el tránsito que va desde La vida hacia La certeza. La primera aparición de
este motivo par te ya, en el cierre de Elegías, de la idea de que el poemario que ha
nacido y ahora se cierra, vivirá su vida independiente del poeta, pero lo importante se
enuncia en la estrofa final:

A partir de Autorretratos surge una nueva relación de los comienzos y finales


que será la que gobierne los tres últimos libros. Y la figuración será ya la de la edad del
hombre, la otra gran constante del conjunto de la poesía. El primer poema de cada uno
de los tres libros últimos no será ya meta-poético, como hemos visto en los anteriores
tres libros, sino que se inscribirá en la serie de la infancia/madurez, como forma de
haber situado Sánchez Rosillo el nuevo eje de la poesía en la observación autobiográfica,
con el tiempo ya ido, quiebro que se da a partir del que fuera el mezzo del cammin de la
sua vita. Si leemos juntos y uno tras otro los poemas que inician Autorretratos, La vida
y La certeza, veremos que será ahora la herida del tiempo la que moverá la evocación.
En el poema «El sueño» se regresa a la casa natal en sueños y se encuentra con el otro,
con ese niño que fue. Se desarrolla entonces la dialéctica yo/otro, que luego veremos en
otros lugares de la poesía de Eloy, pero sobre todo se va hacia la salvación que el
recuerdo hace del tiempo ido, y a la posibilidad de vivir otra vez el presente.

El primer poema de La vida, que es uno de los mejores poemas de Eloy Sánchez
Rosillo y que merece ser leído completo, vuelve a situar el inicio del libro en una
datación de la edad. Si Aurorretratos se abría con la edad infantil, por virtud del sueño,
tenemos ahora una borgiana penumbra, una sombra y tiniebla del tiempo que se va
cerniendo sobre el vivir.

La poesía de Sánchez Rosillo se cubre desde entonces por esa sombra elegíaca,
que gobierna el tono de La vida. Pero he aquí que el libro La certeza da un giro decisivo.
Por supuesto que no en la ordenación, pues su primer poema «Luz que nunca se
extingue» ha de leerse en relación necesaria con el que acabamos de leer del poemario
anterior, pero de su diálogo interior se deduce la almendra de esa otra variación,
porque aquella sombra y tiniebla que amenazaba el vivir es ahora contrarrestada.

Luz QUE NUNCA SE EXTINGUE

(LC, págs. 11-12)

No debiera dejar fuera el análisis de los finales de los tres últimos libros, que
también dialogan entre sí. En el final de Autorretratos, como no podía ser de otro modo
en tan cuidadoso poeta, ha querido que fuera la muerte, aquí llamada «la intrusa», la
que protagonizara el último poema y su último verso: «Yo la estaré esperando. Y
emprenderemos / juntos el más largo viaje» (LCF, pág. 266). En la edición de Las cosas
como fueron se incluye al final, una vez cerrado el libro de La vida, una sección que
adelanta poemas del que será su libro futuro, todavía sin tí tulo, y que luego se llamará
La certeza. Veamos uno de los poemas de ese adelanto:

LoS DÍAS INMINENTES

(LCF, págs. 338-339)

De este espléndido poema queda el futuro apresado como una sombra


enigmática (que esconde la muerte, claro) en intertextualidad evidente con la «Epístola
moral a Fabio», mirando ahora las migajas de luz que el tiempo deja en nuestras pobres
manos.

El libro La certeza, del que ya vimos impresa la variación que imponía su


comienzo a la serie de los inicios de los dos anteriores libros, se cierra asimismo con el
futuro, pero ese final se desprende ya de la sombra enigmática del poemario anterior, y
abraza la seguridad y confianza en la vida que «retorna y que no acaba nunca». Veamos
el final:

(LC, págs. 108-109)

En un rápido curso, más que el que su riqueza merece, he dado cuenta de cómo
los libros de Sánchez Rosillo se ordenan en torno a los dos motivos centrales que serán
constantes suyas: la edad del hombre y la suerte del poeta. Pero para indagar mejor la
centralidad de ese yo, quizá deberíamos decir que la figuración del yo no únicamente
dialoga libro a libro con su propio destino de hombre y creador, sino que hace emerger
un diálogo de personas enfrentadas, como un Yo desdoblado en - rú, que es siempre ese
mismo yo observado, bien sea el yo Infantil, que en el poema «La llegada del otro»
reprocha al poeta «¿por qué me abandonaste?» (LC, pág. 11), bien sea ese yo que en este
fundamental poema se percibe como otro.

Un elemento enormemente importante de esta dualidad de la figuración del yo,


que es una constante muy rica en la poesía de Eloy, es el juego de los tiempos. El
desdoblamiento de la persona no es una decisión solamente temática, sino que tiene
muy precisas plataformas y consecuencias formales. Una de ellas, en la que Sánchez
Rosillo ha realizado poemas magistrales, es la del juego de los tiempos verbales. Un
mismo poema ve nacer pasado, presente y futuro. El paso del tiempo, cuyos granos son
el motivo más puro de su venero elegíaco, se desgrana articulado en espacios
imaginados donde juegan los diferentes tiempos. Seleccionaré un poema de los varios
en que este fenómeno se desarrolla.

EL NARANJO DE LA PLAZA ALEGRE

(LCF, págs. 128-129)

Verá el lector que el primer tiempo es el futuro del poeta convocado como
tiempo posible en que la luna será como la de hoy, y ese futuro guarda dentro de sí el
pasado, porque como enuncia la segunda estrofa, «habrán pasado ya quizá los años...».

Y el poema gira hacia el presente: «Guarda para ese tiempo la belleza», un


presente que es promesa de futuro. De tal forma en este poema el futuro imaginado da
sentido al pasado (porque será ese azahar un leve aroma efímero) y al presente en que
se evoca esa sorpresa.

Por lo mismo a veces, como ocurre en el poema «Tierra de nadie» de


Autorretratos, esa tríada pasado-presente-futuro, que su «fábula del tiempo» (sintagma
que es suyo y que regala en pág. 179), apela a la misma experiencia verbal que un día
convocara Quevedo, en el famoso soneto con el que este poema dialoga.

TIERRA DE NADIE

(LCF, pág. 258)

Como también esa misma experiencia ha dado fruto en los versos asimismo
quevedianos que iluminan la estrofa primera del poema inicial de La vida:

(LCF, pág. 269)

He dicho arriba que resulta inseparable la figuración del hombre y del poeta.
También éste, en su crear mismo, es asediado como un tú al que se ve ante la página en
blanco, al que otro poema reprocha desidia por crear poco, o a menudo se sorprende
enunciando la verdad honda de ser la poesía el destino y a la vez sentido de su habitar
el mundo. Incluso un poema le permite decir que será su creación la que le salve de la
muerte, por la vida posterior que imagina para sus versos. Temas de la meta-poética en
un poeta que elige los adjetivos de humilde y al tivo (pág. 205), y que mantiene sobre su
destino poético una orgullosa vindicación (pág. 149) pero que le supone muchas veces
un enfrentamiento a las situaciones y proceso de la misma creación -ya sea feliz o
pospuesta. Cualquier lector identifica con facilidad este tema del tú creador, del yo visto
como poeta, tema recurrente en Sánchez Rosillo, en cuyos matices no puedo detenerme
ahora.

13.3. UNA POÉTICA CLARA

Analizadas las figuraciones del yo es hora de pasar al segundo rasgo que


propuse característico suyo: la difícil sencillez de una poética clara, de un verso que está
construido con un lenguaje tan depurado que desautomatiza la experiencia del lector,
enfrentado a malabarismos de imágenes surrealistas o a culturalismos varios que
asedian otras poéticas muy alejadas de la suya. Eloy Sánchez Rosillo ha individualizado
una voz propia, despojada de todo adherente extraño, que provoca en el lector la
engañosa creencia de su facilidad. Quizá haya que ir al principio para explicar la
fortuna de esta poética.

El principio más firme parece la convicción de que nada hay en el lenguaje de un


poeta que lo salve si ese lenguaje es solamente lenguaje, palabra y no resultado de una
experiencia de vida. Hay en Sánchez Rosillo una crecida desconfianza hacia el artificio,
hacia lo que podríamos llamar secundario. Si he venido defendiendo la intrínseca
unidad del yo hombre-poeta y el laboreo de la poesía, hasta realizar en ese tránsito toda
la historia personal, es porque el lenguaje de la poesía es o no es en la medida en que
sirva para apresar los estadios de lo vital. Pero esos estadios, por complejos que sean,
han de ser directamente expresados, con claridad, porque entroncan con una
experiencia concreta que tiene que saber decirlos.

Hay un poema de La certeza que puede iluminar este matiz. Se titula «El dolor»
y allí Sánchez Rosillo contrapone el Dolor, como idea, incluso como hábito, a ese dolor
que te golpea nuevo, y que es el dolor verdadero. Dolor, tristeza, felicidad del instante,
celebración de la amistad, recuerdo de días dichosos, miedo al futuro, gratitud por los
dones, todo eso ha sido recorrido más allá de su ser conceptos o ideas. El verso feliz es
únicamente aquel que puede mejor decirlo. Y cuanto más sencillo, directo y desnudo de
artificio, mejor.

Para lograr tan preclara austeridad de medios lingüísticos, el estilo de Sánchez


Rosillo se ha dotado de dos rasgos: el acopio de pocos pero sabios modelos de la
tradición clásica, y la recurrencia, para hablar de su experiencia, de un abanico reducido
y reconocible de símbolos que esa tradición tiene guardados en el tesoro de su memoria.
Si se trata del campo o el idilio será Teócrito, si la imagen elegida es la contraposición
Aurora/Ocaso acudirá a Homero, poetas griegos sobre los que vuelve en varios poemas
y antetextos. Con el vate ciego se abre y se cierra por ejemplo el poemario Páginas de un
diario, pues unos versos de Homero sobre la Aurora lo inauguran y otros del mismo
poeta sobre el ocaso lo cierran (igualmente este poeta informa concretos motivos como
su versión de Paris y Helena en el poema de tal título reunido en La vida), o es el mar
de Homero el que surca el poemario varias veces, en viajes distintos.

Otras veces es la lucha de Quevedo con el tiempo, según vimos, o se le ve peinar


el campo como hicieron Garcilaso primero y luego Góngora (ocurre en el poema «Un
regreso» del libro La certeza). La elegía urbana soñará a Leopardi, que se ha convocado
en su Recanati natal, si bien no puede ignorarse que es un músico, César Frank, el que
ha inspirado el que me parece más hermoso poema de amor de todo el poemario, en sus
imaginadas palabras a Augusta Holmés (Poema «De Cesar Frank a Augusta Holmés»,
en Páginas de un diario, LCF, págs. 111-113).

Modelos que se van sucediendo huyendo de todo culturalismo, que han venido
inspirando momentos o en los que el poeta se reconoce, como se reconoce en la figura
del novelista Melville, tan demorado en sus éxitos vitales y literarios, o en la dilatada
espera creadora de un cuadro «imagen viva del amor, cifra del universo» de Ramón
Gaya, pintor cuyo trazo de sencillos perfiles explota toda la complejidad del tiempo, la
luz o el color, y cuya estética tiene parangón poético en la de Sánchez Rosillo. De modo
indirecto, quizá entre los españoles del siglo xx, aunque no aparezca citado, puede
convocarse a Jaime Gil de Biedma, poeta con el que pueden identificarse ciertos rasgos
de la mirada hacia el pasado infantil y la mitología de la casa familiar (así quizá en el
poema «La acacia» resuenen ecos del poema de Biedma). Pero Teócrito, Homero,
Leopardi, Garcilaso, Biedma, bien enseñan un camino que se ha ido despojando de casi
todo lo que no sea esencial en el recorrido de una experiencia propia.

Rasgo convergente con esta estética de claridad es la recurrencia a una


simbología fundamental en nuestra tradición imaginaria. Repasando algunos de los
motivos centrales de la poesía de Sánchez Rosillo verá el lector que el eje sobre el que
pivota reposa casi siempre en su más elemental símbolo, el de la luz frente a la sombra.
Sirve ese eje simbólico como quicio desde el que se ejecuta la vivencia del tiempo, que
es asaltada en los dos desarrollos que la tradición ha dado más seguros para tal
expresión: el ciclo del día (la secuencia amanecer, mediodía, crepúsculo, noche) o el
ciclo del año, desde la primavera cuya llegada es celebrada siempre con idéntico
alborozo primero, hasta el fundamental verano con una luz vital que se va apagando en
su final y cuya luz otoñal va pareja con la edad, del mismo modo que el verano era el de
la infancia o sus correlatos de optimismo vital. El propio poeta se ha dado cuenta de la
importancia que cobran en su obra estas imágenes, y ha dejado dichos sendos poemas
para hablar de su fidelidad renovada siempre al momento de Marzo en que irrumpe la
primavera, y en un poema reciente de La certeza ha recordado la importancia del
verano en su obra.
Si el lector quisiera tener frente a sí cuanto llevo dicho sobre esta simbología
fundamental, acuda a dos poemas que considero claves y que se han hecho por
densidad y hermosura justamente famosos. Me refiero a los titulados «La acacia» del
libro Páginas de un diario (LCF, págs. 80-84) y «Casta Diva» de Autorretratos (LCF,
págs. 253-257). Ambos son de los más extensos y recorren juntos la rememoración del
verano infantil. Tanto el árbol como el satélite lunar permanecen testigos mudos del
tiempo que ha ido muriendo en los brazos del poeta. El primero de esos dos poemas va
recorriendo los dos ciclos del día y del año, para ir dando en la curva de esos ciclos la
experiencia de la edad fugitiva. En el segundo la Luna ha reunido con su cómplice
hermosura la vivencia intensa que el niño va haciendo suya como si el fulgor que
transmite el plenilunio se viera paralelo a la inspiración y pureza que al poeta, su
enamorado, le es dado percibir y guardar para expresarlo, mientras los demás en casa
duermen. La acacia en el mediodía radiante de la luz veraniega, la Luna en su noche de
quietud, ambas vinculadas a la semilla donde arranca el destino al que el poeta se ve
atado desde entonces. Pero del mismo modo que en «La acacia» se recorre la serie de la
temporalidad inscrita en los ciclos del día y del año, en otro poema de Autorretratos
titulado «Ubi sunt?» (LCF, pág. 250), la Luna es el testigo sereno del tempus fugit, de las
pérdidas y naufragios en «los piélagos del tiempo». Por último, un poema de La certeza,
titulado «Luna», desde la forma de una interpelación que adopta las formas y el tono de
una plegaria, le canta como Señora que ha reunido en el amor de su semblante mágico
al poeta de ahora, al niño que era y al muchacho que fue, aunque la emoción del poema
añade también la que será en la hora final, mientras «va acabándose el tiempo y todo se
termina».

Pero ocurre igual si la secuencia del día o del año en lugar de servir para la
vivencia del tiempo afecta a la propia idea de creación. El eje simbólico de luz/sombra
emerge como dialéctica desde la que leer, según vimos antes, los propios poemarios
articulados en su comienzo y final sobre tal modo de decir la fundamental experiencia
del hombre y su asedio a la luz del poema, a la noche de su imposibilidad o al
crepúsculo del cansado hábito, cuando el poema se ha resistido o la inspiración no ha
querido acompañarle.

El lector percibe desde el comienzo que únicamente el tiempo es el límite del


lenguaje, y la pugna del poeta toda se desarrolla para vencer con el arma de la poesía la
lucha contra el tiempo y poder de ese modo salvarse de él. Es motivo que informa los
poemas iniciales de Maneras de estar solo, porque tanto el titulado «El dolor de lo
perdido» como «El viajero» o «Palabras que regresan» ejecutan el tema central de la
lucha con el tiempo desde la expresión poética.

Tal tema converge con ótro motivo fundamental: la tradición poética a la que
Sánchez Rosillo ha servido siempre: la dialéctica memoria/olvido, que se cruza en este
poeta con las analizadas de luz/sombra y con la de palabra/silencio, aunque en un
poema de La vida titulado «La luz no te recuerda» el mismo motivo de tal dialéctica
sirve para acelerar en un giro inesperado el sentimiento de pérdida de la amada, porque
esta vez será la luz la que ocupe el lugar simbólico de la sombra o la noche, con su falta
de memoria, «porque la luz ama el presente», dice el verso, cuando la luz visita la
misma estancia de aquel tiempo de la dicha, convertida ahora en tristeza del amante
solo, dueño solamente del recuerdo de las horas felices que «siguen viviendo en mí».

Al haber articulado sobre el eje luz/sombra tanto la herida del tiempo como la
dialéctica de la palabra/silencio, cobra una dimensión más significativa el giro dado por
la poesía de Eloy Sánchez Rosillo en el libro La certeza. Si el libro anterior, La vida,
contenía muchos poemas como los titulados «Sobre la experiencia» o «El abismo» que
tenían a la sombra, la oscuridad, la tiniebla, como protagonistas, bien sea para decir la
edad, o el silencio de la apatía creadora, muchos poemas de La certeza, en cambio,
desde el inicial y final, ya analizados, hasta los saludos hechos a Septiembre o finales de
Agosto, ha venido a dar la vuelta a sus ejes simbólicos, imponiendo a ellos un acento
diferente, una mirada celebratoria, que leída además en la serie histórica del resto de
sus libros, en especial de La vida, cobra una dimensión completamente nueva.

13.4. FELICIDAD DEL INSTANTE

Junto a las figuraciones del yo y la estética clara, había adelantado que el tercer
rasgo característico de Eloy Sánchez Rosillo es la importancia que en su poesía cobra la
recuperación del instante, del momento asaltado por el recuerdo que origina muchos de
sus poemas, cifrados en la recuperación súbita de una vivencia efímera, sea ella dichosa
o desgraciada. El propio poeta ha querido ir dejando testigos de esta poética del
instante cuando ha acunado muchos poemas según el acorde de tal súbita percepción,
que ha reclamado tantas veces la escritura, o le ha dado sentido al poema que deja
inscrito en la línea del verso que el lector está leyendo el momento cabal de su origen.

Otro ingrediente que se suma a su poética es que tales momentos no tienen que
ser grandiosos o sublimes. Tiene que serlo el poema, que da cuenta de ellos, pero el
momento casi siempre es una percepción minúscula de una realidad tantas veces
cotidiana. El salto de la amada para apresar el azahar del naranjo, que le trae la felicidad
de aquel perfume efímero, una muchacha entrevista en un balcón de Orán, u otra que
distraída e inadvertida va siguiendo el poeta con los ojos viéndola pasar bajo el balcón
de casa, aquella melodía que en la estación de tren de una ciudad yugoslava le trajo una
humilde flauta acariciada por un anónimo músico callejero, la noble sonata de Vivaldi
compartida con mujer e hijo en una tarde veneciana o la súbita impresión que el sol
amaneciendo entre la lluvia hace hermoso un viaje en tren.

Tales momentos fulgurantes van saliendo ensartados en mi memoria y se


suceden en esta evocación crítica con tanta facilidad rememorativa como intensidad
tuvieron los poemas que los recogen, de ahí que sean tan fácilmente memorables. Sin
esfuerzo pueden acopiarse muchos poemas vinculados a un ins tante, a una visión, a un
olor, o bien, claro está, a un dolor en la habitación del poeta al descubrir una foto
antigua.

Este rasgo de enorme memorabilidad descansa en dos estilemas: el vínculo entre


el poema y su origen, de modo que la pequeña circunstancia de su composición queda
inscrita en los mismos versos, por lo que el motivo no resulta relegado, antes al
contrario, emerge total como fuente de un poema.

Veamos un ejemplo, tomado de Paginas de un diario:

APUNTE

(LCF, pág. 90)

A la vez que se recuerda el momento feliz y hermoso se dice el vínculo entre tal
momento y el posible poema (por hacer entonces, y hecho a los ojos del lector cuando lo
lee). Alguna vez, como sucede en el poema de ese libro «Un brillo derramado, un oro
inútil» (LCF, pág. 107), se siente lo contrario: la incapacidad de apresar el instante de
belleza que lo fue en la juventud, cuando se poseía el mundo, en un mediodía
adolescente irrepetible, inapresable.

Un segundo rasgo estilístico. Si quedan esos instantes prendidos en la memoria


del lector, como si los hubiese vivido (esos u otros parecidos) es porque descansan en
una cotidianeidad nada rara, al contrario, muy de la vida corriente. Esta poética del
instante está diciendo que la poesía no precisa nacer para decir una honda experiencia
del tiempo, del amor, del olvido o de la emoción, de ningún gran momento de la
Historia. Antes al contrario, quizá su minúscula presencia, como la del jarrón de flores
en Ramón Gaya, sea lo que origina lo más alto de su per fil. ¿Qué tiene de poético un
viaje en tren entre Ávila y Salamanca? Sánchez Rosillo, en La certeza, ha incluido tres de
tales viajes (el otro es de regreso a Murcia, el tercero celebra el instante de la lluvia en
un viaje indeterminado). La poesía se hace narrativa (otro rasgo en el que ahora no
puedo fijarme despacio), pero cuenta una circunstancia que se amuebla restando toda
heroicidad al momento. Y es precisamente ese rescate de lo cotidiano, entrevisto en la
lluvia que fertiliza, o en el campesino que peina la mancha oscura, el que permite saltar
de júbilo «aunque el amor se acaba y aunque exista la muerte», según se dice en el
primero de los dos poemas citados.

El verano, el bullicio vital, el momento irrepetible de amistad, toda la poesía de


Sánchez Rosillo, sea en la dimensión elegíaca del poeta de los primeros libros, sea la
plenitud de la certidumbre que acaricia el sujeto maduro, ha venido a decir el tiempo
del hombre retenido en instantes concretos que van dando la música, alegre o dolorida,
de un acento clásico, perfecto, como el alegro y el adagio de una sonata para violín y
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40.Poéticas de poetas. Teoría, crítica y poesía, JosÉ MARÍA POZUELO


YVANCOS.

1 P.Salinas, Ensayos Completos, 1, II y 111, ed. de solita salinas de Marichal,


Madrid, Taurus, 1983, vol. 1, pág. 94. En adelante las citas de ensayos de Pedro salinas
las haré en el texto, al final de la cita y entre paréntesis, donde indicaré E.C. (Ensayos
Completos) y en números romanos el volumen, seguido de la indicación de la página,
siempre por esta edición. En este caso habría sido (E.C., 1, pág. 94).

3 D.Alonso, «Prólogo a Pedro Salinas», E.C., vol. I, pág. 13.

2 T.S.Eliot, «The function of criticism» (1923), en Selected Essays, Londres, Faber


and Faber, 1986, pág. 30. (La 1.' ed. es de 1932; cito por la 3.' de 1951, según la
reimpresión de 1986.)
6 A.Bell, «Pedro Salinas' challenge to T.S.Eliot's concept of tradition», Revista de
Estudios Hispánicos, t. XI, The University of Alabama Press, enero de 1977, pág. 8.

4 Un ejemplo de crítica estilística, con gran precisión técnica y casi el único


análisis formal de un poema, es el que lleva a cabo con el «Llanto por Ignacio Sánchez
Mejías» (véase E.C., 1, págs. 167 y sigs.). Allí se revela maestro de la crítica estilística
minuciosa, que casi nunca practica. Sobre sus muchos saberes históricos literarios
hablaré más adelante.

5 J.Guillén, «Pedro salinas». Modern Language Notes, LXXXII (March, 1967),


pág. 141.

8 R.Gullón, «Salinas el intelectual», en ínsula, VII, núm. 74, pág. 9.

G.Sobejano, Nietzsche en España, Madrid, Gredos, 1967.

9 El análisis de la Generación del 27 en cuanto tal ha mostrado a menudo la


especial situación de Pedro Salinas y Jorge Guillén dentro del grupo, a quienes se ve
mucho más como mentores y maestros que ligan a los poetas jóvenes con las
generaciones precedentes, lo que para Dámaso Alonso habría sido innecesario por su
discipulaje directo de Menéndez Pidal. Ph. Silver, por ejemplo, separa a Salinas y a
Guillén del resto de los poetas, para conectarlos con la generación de Ortega. Habría,
pues, dos grupos en la Generación del 27, por edad, formación, etc. Véase Ph. Silver, «La
estética de Ortega y la Generación del 27», en Nueva Revista de Filología Hispánica, t.
XX, 1971, págs. 360 y sigs. Recientemente J.L.Abellán ha insistido en estos extremos
subrayando al mismo tiempo la difícil unidad del 27 como generación intelectual - sería
ésta una conversación que se sostendría sólo desde su consideración de poetas, pero sin
otra justificación - y muy visible conexión de estos poetas para con las generaciones del
98 y sobre todo del 14 de las que suponen una continuidad, una forma de eso que
Vicens Vives llamó «generación acumulativa del 98» que une bá sicamente a tres
generaciones. Véase J.L.Abellán, Historia crítica del pensamiento español, vol. 5-111: De
la gran guerra a la guerra civil española (19141939), Madrid, Espasa-Calpe, 1991, págs.
57-58 y 344-351. Creo que el ensayismo crítico literario de Pedro Salinas confirma tal
diagnóstico en la medida además en que se proyecta más sobre temas del novecentismo
que de la vanguardia crítica, en la que no participa. La lectura del libro de A.Soria
Olmedo, Vanguardismo y crítica literaria en España, Madrid, Itsmo, 1988, confirmaría
la tesis de que si bien Salinas pudo participar activamente en el nuevo lenguaje poético,
no participa del mismo modo por la dimensión y centro de gravedad de su obra
ensayística, que para nada se quicia en tomo a los problemas de la vanguardia en tal
libro analizados. El tiempo viene reforzando la unidad básica de un proceso cultural,
excelentemente recorrido por el libro de J.C.Mainer, La Edad de Plata (1902-1939),
Madrid, Cátedra, 1980 (2.' ed.).

10 J L.Abellán, Historia crítica.... cit., vol. 5-111, pág. 49.

12 J.Marichal, «Pedro Salinas y los valores humanos de la literatura hispánica»,


recogido en La voluntad de estilo, Madrid, Revista de Occidente, 1971, por donde cito,
pág. 237.

"Pueden seguirse estos datos en la «Cronología Biográfica» publicada por Solita


Salinas de Marichal al frente de Pedro Salinas, Poesías Completas, Barcelona, Barrall
Editores, 1975.

13 J.Marichal, «Pedro Salinas y los valores...», cit., pág. 240.

14 J.Portolés, Medio siglo de Filología Española (18961952), Madrid, Cátedra,


1986; F.Abad, Diccionario de Lingüística de la Escuela Española, Madrid, Gredos, 1986;
Literatura e historia de las mentalidades, Madrid, Cátedra, 1987 y «La obra Filológica
del Centro de Estudios Históricos», en la junta para la ampliación de Estudios e
Investigaciones Científicas 80 años después, Madrid, C.S.I.C., 1988, págs. 503-517. En
estas obras encontrará el lector referencias bibliográficas suficientes para el trazado de
la escuela que añadir a la obra entera de Rafael Lapesa, Diego Catalán y demás
miembros de la cátedra seminario de Ramón Menéndez Pidal. Para lo que supuso el
nacimiento del Centro y su dramática dispersión por la Guerra Civil es un testimonio
valiosísimo el de R.Lapesa, «Menéndez Pidal, creador de escuela: El centro de Estudios
Históricos», en ¡Alca la voz, pregonero!, Madrid, 1979, págs. 43-79.

17 Las fases del concepto de tradición en Menéndez Pidal pueden verse en Diego
Catalán (ed.), M.Pidal, Los españoles en la historia, Madrid, Espasa-Calpe, 1982. He
citado por el extracto de las págs. 56-60 que de tal estudio trae Víctor García de la
Concha (ed.), Época contemporánea (19141939) de la Historia y Crítica de la Literatura
española, vol. 7, coord. por F.Rico, Barcelona, Crítica, 1984, págs. 71-74. Véase también
F.Abad, Diccionario..., cit., pág. 230.

15 M.C.García Tejera ha aludido a la relación y similaridad de Salinas con


algunos de los extremos de la Estilística de Dámaso Alonso. Véase La teoría literaria de
Pedro Salinas, Universidad de Cádiz, 1988, pág. 60.

16 El citado libro de la profesora García Tejera ha hablado de teoría literaria y


plantea una contribución a su poética en la medida que hace aflorar también su
pensamiento implícito en conexión con su poesía. Pero Pedro Salinas destaca como
crítico literario y su pensamiento no es teórico, ni en el método ni en sus intereses,
aunque su crítica literaria responda, eso sí, a un pensamiento crítico.

18 Pertenecientes a un estudio suyo en colaboración bajo el título de «La obra de


historia y crítica literaria de Menéndez Pidal» (en prensa).

19 Recogidos ambos en T.S.Eliot, Selected Essays, Londres, Faber and Faber,


1986, pág. 30. (La 1.' ed. es de 1932; cito por la 3.' de 1951, según la reimpresión de 1986.)

21 T.S.Eliot, «The function of cristicism», cit., pág. 30.

26 T.S.Eliot, «The function of cristicism», cit., págs. 23-24.

22 «Tradition and individual...», cit., pág. 14.

23 En el original: «Poetry in not a turning loose of emotion, but an escape from


emotion; it is not the expresion of personality, but an escape from personality», ibíd.,
pág. 21.

24 J.Stenzel, Filosofía del lenguaje, Madrid, Revista de Occidente, 1935.

25 L.Spitzer, «El conceptismo interior de Pedro Salinas», en Lingüística e historia


literaria, Madrid, Gredos, 1982.

26 M.C.García Tejera, La teoría.... cit., págs. 73-75.

'Publicado por la junta Editora de la Universidad de Puerto Rico, 1944. Recogido


luego en P.Salinas, El Defensor (cinco ensayos), Bogotá, Universidad Nacional de
Colombia.

2 De Nebrija se refiere a la Gramática de la lengua castellana, Salamanca, 1942.


De Cristóbal de Villalón, Gramática Castellana. Arte breve y compendiosa para saber
hablar y escrevir en la lengua castellana congrua y decentemente, Anvers, 1948. De
Ambrosio de Morales, Discurso sobre la lengua castellana, Alcalá de Henares, 1546, y
de Francisco de Medina, «Prólogo» a Obras de Garcilasso de la Vega, con anotaciones
de Fernando de Herrera, Sevilla, 1580.

6 En E.C., III, pág. 300.

4 Se refiere Salinas a Menéndez Pidal en E.C., I, págs. 192-193; en el vol. 1, pág.


198 le llama «mi querido maestro» y dice que es «el hombre a quien más debe una obra
literaria (Mio Cid) después de a su autor» (E. C., III, pág. 12).

3 Solita Salinas, «Nota Editorial» a Pedro Salinas en E. C., vol. 1, pág. 30. En otro
lugar la misma autora señala: «1943-1946. En el verano de 1943 se traslada a la
Universidad de Puerto Rico, San Juan. Fueron esos tres años, sin duda, los más felices
de la expatriación de Pedro Salinas». Solita Salinas, «Cronología biográfica», en
P.Salinas, Poesías Completas, Barcelona, Barral Editores, 1975, 2.' ed., pág. 43.

5 Salvo el fundamental estudio de Juan Marichal «Pedro Salinas y los valores


humanos de la literatura española», en La voluntad de estilo, Madrid, Revista de
Occidente, 1971, que sí lo señalaba como elemento decisivo.

Esa denominación acuña el libro de Diego Catalán: La escuela lingüística


española y su concepción del lenguaje, Madrid, Gredos, 1955. Otras denominaciones
han sido «Escuela Española de Filología» o «Escuela de Madrid». Además de los
diferentes estudios de los discípulos directos R.Lapesa y D.Catalán, puede consultarse
J.Portolés, Medio Siglo de Filología Española (18961952), Madrid, Cátedra, 1986 y
F.Abad, Diccionario de Lingüística de la Escuela Española, Madrid, Gredos, 1986, obras
en las que hay información y bibliografía sobre ella.

8 E.Coseriu, «Amado Alonso». Recogido en su libro Tradición y novedad en la


ciencia del lenguaje, Madrid, Gredos, 1977 por donde cito, pág. 49.

9 Véase, E.C., 11, págs. 375-376.

1o F.Abad, Diccionario de Lingüística.... S.V. «Gramática y enseñanza del


idioma».

"Citado por salinas en este contexto, pero sin indicar el estudio concreto. Creo
que se trata del libro El problema de la lengua en América, Madrid, 1935, libro que
vuelve a influir sobre salinas en el tema de la deuda de la lengua con la literatura. Véase
infra nota 14.

13 El texto que Salinas reproduce en la pág. 429 está extraído del citado libro de
Stenzel, en su edición española de Madrid. Revista de Occidente, 1935, pág. 160, puesto
que coincide la traducción.

12 R.Lapesa, «Evolución sintáctica y forma lingüística interior en español», Actas


XI Congreso Internacional de Lingüística y Filología Románicas, vol. I. Madrid, 1968,
págs. 131-150.
14 Véase por ejemplo A.Alonso, El problema de la Lengua en América, 1935,
donde hay un texto sobre la necesidad de plantearse la historia de las lenguas literarias
en que el autor apela a la autoridad de Vossler, como también hace Salinas. Por ser el de
Amado Alonso libro publicado en la época en que ambos fueron compañeros en el
Centro de Estudios Históricos, es presumible que fuera conocido por Salinas.
Reproduce el texto al que me refiero F.Abad, Diccionario..., cit., pág. 158.

i6 A.Bell. «Pedro Salinas's challenge to T.S.Eliot's concept of tradition», cit. págs.


3-25.

is L.Spitzer, Lingüística e historia literaria, Madrid, Gredos, pág. 19.

17 Ensayo de 1919 recogido en T.S.Eliot, Selected Essays, cit., pág. 14.

1 J.Guillén, «El gorro, la pipa y la pluma» (1924), en Hacia «Cántico». Escritos de


los años veinte, Barcelona, Ariel, 1980. págs. 180-181.

3 J.Guillén, Lenguaje y poesía (1961). Madrid, Alianza Editorial, 1969, pág. 84.

2 J.Gil de Biedma, El pie de la letra, Barcelona, Crítica, 1985, pág.1 1.

J Bergamín, «La poética de Jorge Guillén» (1929), recogido en B.Ciplijauskaité


(ed.), Jorge Guillén. El escritor y la crítica, Madrid, Taurus, 1975, pág. 101.

6 Ibíd., pág. 10.

8 J.Guillén, Hacia «Cántico»..., cit., pág. 104.

9 Ibíd., pág. 103.

F.Lázaro Carreter, De poética y poéticas, Madrid, Cátedra, 1990, pág. 181.

K.M.Sibbald, «Prólogo» a su edición de Hacia «Cántico», cit., págs. 8 y 13.

12 Ibíd., pág. 39.

13 Ibíd., pág. 40.

De poética y poéticas.... pág. 194.

1. Guillén. Lenguaje y poesía..., cit. pág. 38.


14 F.J.Díaz de Castro, «Introducción» a su edición de J.Guillén, Aire Nuestro,
Cántico, Anaya & Mario Muchnik, 1993, págs. XXIX-XXXVII.

16 Véase K.M.Sibbald, «Prólogo» a su edición de 1. Guillén: El hombre y la obra,


Valladolid, Centro de Creación y Estudios Jorge Guillén, 1990, pág. 14. Allí Sibbald
atribuye la fecha de 1925 a la tesis con el título «Notas para una edición de Góngora» y
ofrece en nota la fuente de información: el curriculum vitae que don Jorge presentó a la
universidad de McGill. Añade Sibbald: «Nótese que la tesis de Guillén estudia el
Polifemo». F.J.Díaz de Castro, en la «Cronología de Jorge Guillén» que precede a su
edición citada de Cántico, sitúa la lectura de la tesis en el año 1923 y bajo el título
«Notas sobre Polifemo de Góngora». Dado que las oposiciones a la cátedra de Murcia
las ganó en 1925, la de 1923 es la fecha correcta de la lectura de la tesis, tesis que Guillén
se negó a publicar por considerarla «juvenil», según informa Sibbald, cit., pág. 13.

17 Según la procedencia y cronología que sobre los artículos «Claridad y belleza


de las Soledades», «La simetría bilateral» y otros escritos de 1927 se ofrece en D.Alonso,
Obras Completas. V.• Góngora y el Gongorismo, Madrid, Credos, 1978, pág. 781.

15 J Guillén. Lenguaje y poesía.... cit., pág. 66.

18 Lenguaje y poesía.... cit., págs. 52 y 55.

19 Lenguaje y poesía.... cit., pág. 46.

21 Ibíd., pág. 147.

20 Ibíd., págs. 148 y 149.

23 P.Salinas y J.Guillén. Correspondencia (1923-1951), cit., págs. 485-490.

22 P.Salinas y J.Guillén, Correspondencia (1923-1951), ed. de A.Soria Olmedo.


Barcelona, Tusquets, 1992. La cita corresponde a la carta núm. 182, pág. 501.

24 Hacia «Cántico»..., pág. 326.

25 Hacia «Cántico»..., pág. 384.

26 J.Guillén, «Vida y muerte de Alonso Quijano» (1952), recogido en G. Haley


(ed.), El Quijote, Madrid, Taurus (El Escritor y la Crítica), 1980, por donde cito, pág. 311.

27 Lenguaje y poesía..., cit., págs. 190-195; J.Ortega y Gasset, «La


deshumanización del arte», Madrid, Revista de Occidente, 1925.

28 Véase Hacia «Cántico», pág. 101.

29 Lo valora también Sibbald: «Prólogo» a su edición de Hacia «Cántico», cit.,


pág. 16.

32 Hacia «Cántico»..., cit., págs. 164-169. Véase F.Lázaro, De poética y poéticas...,


págs. 188-189. ---

31 Ibíd., págs. 247-249.'

3t Hacia «Cántico», pág. 154.

ss Ibíd., págs. 278-279.

34 Lo analizan Ph. Silver, «La estética de Ortega y la Generación del 27», N. R. F.


H. (México), XX (1971), págs. 445-460; A.Soria Olmedo, Vanguardismo y crítica literaria
en España, Madrid, Itsmo, 1988, cap. V; R.Senabre ha mostrado cómo esa influencia era
tal que la lectura de Ortega llega a influir sobre frases e imágenes ideadas por él que se
trasvasan luego al lenguaje literario de los escritores del 27. Véase Ricardo Senabre,
«Ortega y Gasset y la Generación del 27», Cuadernos Hispanoamericanos, núms. 514-
515, abril-mayo de 1993, págs. 197-207.

37 Hacia «Cántico», págs. 284-285.

Hacia «Cántico», pág. 380.

36 P.Salinas y J.Guillén, Correspondencia.... pág. 459.

38 El hombre y la obra, cit. pág. 77.

41 C.Guillén, Entre lo uno y lo diverso. Introducción a la Literatura Comparada,


Barcelona, Crítica, 1985, págs. 65-66.

39 El hombre y la obra, cit., pág. 86.

40 R.Jakobson, «Qu'est-ce que la poésie?» (1921), en Questions de poétique, París,


Seuil, 1973.

42 1. Guillén, El hombre y la.... cit., pág. 88.


43 Ibíd., pág. 96.

44 Lenguaje y poesía.... cit., pág. 83.

46 Hacia «Cántico», cit., pág. 404. Véase Lázaro, De poética y poéticas.... cit., pág.
185.

41 Hacia «Cántico», cit., pág. 275.

47 Lenguaje y poesía..., pág. 195.

48 Véase ideas semejantes en los ensayos de I.Tinianov, «Le fait littéraire» y «De
l'evolution littéraire», en Formalisme et histoire littéraire, Lausana, L'Age D'Homme,
1991.

49 Lenguaje y poesía.... pág. 190.

52 K.M.Sibbald, «Prólogo» a su edición de El hombre y la obra, pág. 17.

so P.Salinas y J.Guillén Correspondencia..., pág. 382.

F.Lázaro, De poética y poéticas..., págs. 61-66 y 194-196.

53 Lenguaje y poesía.... pág. 167.

54 P.Salinas y J.Guillén, Correspondencia.... pág. 254.

56 Hacia «Cántico», cit., págs. 421-422.

57 P.Salinas y J.Guillén, Correspondencia.... cit., pág. 499.

55 P.Salinas y J.Guillén, Correspondencia.... cit., pág. 487.

60 La apunta D.Villanueva, quien la reconoce y explica en «La fenomenología


literaria de F.Ayala», en A.Sánchez Trigueros y A.Chicharro Chamorro (eds.), Francisco
Ayala. Teórico y crítico literario, Granada, 1992, págs. 175-176.

di A.Alonso, «Jorge Guillén, poeta esencial», y E.Frutos, «El existencialismo


jubiloso de Jorge Guillén», en B.Ciplijauskaité (ed.), Jorge Guillén, cit., págs. 119 y 195 y
sigs.
58 K.M.Sibbald, «Prólogo» a El hombre y la obra, pág. 18.

59 A.Soria Olmedo, Vanguardismo..., cit., págs. 162 y sigs.

63 O.Paz, «Horas situadas de Jorge Guillén», en B.Ciplijauskaité (ed.), Jorge


Guillén, cit., pág. 249.

62 Lenguaje y poesía, cit., pág. 7.

64 Lenguaje y poesía, cit., pág. 7.

6s Ibíd., pág. 8.

66 Lenguaje y poesía, cit., págs. 195-196.

67 Capítulo 3 de su libro De poética y poéticas, cit., págs. 52-67.

68 Hacia «Cántico», cit., pág. 387.

70 Ibíd., pág. 179. Concluye con estas palabras Guillén su ensayo sobre Miró.

da Lenguaje y poesía, cit., pág. 77.

2 Andrés Soria, en el estudio introductorio a la edición que manejamos de la


Antología de G.Diego, convoca muy inteligentemente esta corriente crítica para
enmarcar el contexto múltiple en que debe contemplarse el género de la Antología.
Véase Antología de Gerardo Diego. Poesía Española Contemporánea, ed. de Andrés
Soria Olmedo, Madrid, Taurus, 1991, pág. 26. En lo sucesivo citaré toda referencia a los
textos de la Antología según esta edición, indicando entre paréntesis el número de
página.

3 He esbozado una reflexión de conjunto sobre el concepto de canon en la


moderna teoría literaria en mi estudio «El canon en la teoría literaria contemporánea»,
en Eutopías, núm. 108, Valencia, Ediciones Episteme, 1995. En relación con el concepto
de canon y la Historia Literaria española he coordinado un número de la revista ínsula,
núm. 600, diciembre de 1996, y publiqué junto con R.M.Aradra el libro Teoría del canon
y poesía española, Madrid, Cátedra, 2000.

'El adverbio quiere hacer justicia a las importantes páginas que al género dedica
C.Guillén en Entre lo uno y lo diverso. Introducción literatura comparada, Barcelona,
Crítica, 1985 págs. 413-417 y que advierte que son un esbozo o proyecto de estudio.
4 C.Guillén, cit., pág. 413.

s E.R.Curtius, Literatura Europea y Edad Media Latina, trad. de M. Frenk


Alatorre y A.Alatorre, México, F.C.E., 1955 págs. 361-383.

6 E.Mateo Gambarte, El concepto de generación literaria, Madrid, Síntesis, 1996,


pág. 171.

7 A.Soria, Introducción.... cit., págs. 32 y sigs. y G.Morelli, «Recepción de la


Antología Poesía Española de Gerardo Diego en España (y en Italia)», en Gerardo Diego
y la vanguardia hispánica. J.L.Bernal (ed.). Universidad de Extremadura. 1993, págs. 67-
95.

8 Un buen ejemplo lo constituye la carta fechada el 11 de marzo de 1932, muy


militante a favor de un nuevo estilo, de Vicente Aleixandre, reproducida por G.Morelli,
cit., págs. 73-74.

9 P.Salinas, «Una antología de la poesía española contemporánea», publicado en


índice literario (1934) y recogido en Ensayos completos, vol. 1, ed. de Solita Salinas de
Marichal, Madrid, Taurus, 1983, págs. 125-130.

10 J C.Mainer, La Edad de Plata (1902-1939), Madrid, Cátedra, 1987, págs. 215-


218.

"J.C.Mainer, cit., pág. 210-211.

12 La novedad de esta nueva estética de Jorge Guillén ha sido muy bien glosada
por F.Lázaro Carreter en sus estudios sobre la poética guilleniana recogidos en De
poética y poéticas, Madrid, Cátedra, 1990, págs. 180-220 y también en págs. 66-67.

13 J.C.Mainer, cit., págs. 216-217.

14 Lo ha hecho con formidable acierto Javier Blasco en el extenso estudio


introductorio a su edición de esta obra en Madrid, Espasa-Calpe, Colección Austral,
1995.

16 Concretamente en los fragmentos reproducidos en las págs. 70-76 de Juan de


Mairena en la edición de J.M.Valverde, Madrid, Castalia, 1971.

1' Para la importancia y desarrollo de este tópico machadiano son fundamentales


los estudios de E.Frutos, «El primer Bergson en Antonio Machado», Revista de filosofía,
t. XIX, núms. 73-74, págs. 1 17-168; R.Gullón, Una poética para Antonio Machado,
Madrid, Espasa-Calpe, 1970. Una excelente aplicación estilística a «Un poema en el
tiempo» (A José María Palacio) la ofrece el temprano estudio de C.Guillén, «Estilística
del silencio», recogido ahora en su Teorías de la historia literaria, Madrid, Espasa-Calpe,
1988 (1957), págs. 21-82.

17 He valorado la intervención machadiana en el contexto de «la brecha en el


tiempo» que supone el acto de enunciación lírica en el capítulo que abre este libro.

2 J.L.Cano, Los cuadernos de Velintonia, Barcelona, Seix Barral,1986.

'Véase V.García de la Concha, Poesía Española de 1935 a 1975, vol. 1, Madrid,


Cátedra, 1987, pág. 37.

s Citaré Los encuentros por la edición de V.Aleixandre, Obras completas,


Madrid, Aguilar, 1968.

4 Artículo publicado inicialmente en la revista Finisterre, 1, 1948 e incluido luego


en su libro Poetas españoles contemporáneos, Madrid, Gredos, 1952. Se halla recogido
en el tomo IV de sus Obras completas, Madrid, Gredos, 1975, págs. 653-676.

5 R.Senabre, El retrato literario (Antología), Salamanca, Ediciones Colegio de


España, 1997 pág. 25. Esta antología es ya una primera contribución importante a esta
historia, pues da cuenta de ciertas características básicas de los retratos de diferentes
autores y épocas desde la Edad Media a 1997 y en su estudio introductorio su autor
delimita parámetros del retrato clásico. El seleccionado de Los encuentros es un
fragmento del dedicado por Aleixandre a Miguel Hernández.

6 Concha Zardoya, «Aleixandre: Los encuentros», en Poesía española


contemporánea, Madrid, Guadarrama, 1961, págs. 526-598.

i L.Maristany, «El ensayo literario de Luis Cernuda», en Luis Cernuda, Prosa. 1:


Obra Completa, vol. II, Madrid, Siruela, 2002, págs. 18-19. En adelante todas las citas de
Cernuda se harán por esta edición, de la que señalaré, en el texto y entre paréntesis, el
número de página.

2 La edición en español de este título de Barthes se publicó en México, Siglo XXI,


en 1972, con el título: El grado cero de la escritura seguido de nuevos ensayos críticos,
aunque la fecha de la edición original francesa del ensayo principal que da título al libro
es de 1953.
1 Tomo los datos de la noticia bibliográfica incluida por el propio poeta al final
(pág. 42) de la reedición ampliada del libro que lleva como título: El grado fiero de la
escritura y más (Córdoba. Publicaciones de la Obra Social y Cultural Cajasur, 2006), por
la que citaré en adelante en el texto la página correspondiente.

s «L'Ancienne Rhéthorique», Communications, 16, 1970. Una primera versión en


español de este ensayo en el libro de varios autores: Investigaciones Retóricas, 1, Buenos
Aires, Tiempo contemporáneo, 1974.

4 La révolution langage poétique: l'avant-garde a la fin du XIX siécle:


Lautréamont et Mallarmé, París, Editions du Seuil, 1974.

5 J.M.Pozuelo Yvancos, Teoría del lenguaje literario, cap. 7.4, Madrid, Cátedra,
1988, págs. 142-149.

6 Me refiero especialmente a De la Grammatologie y L'Ecriture et la différence,


ambos publicados en París, Seuil, en la colección Tel Quel.

Roland Barthes, S/Z, París, Seuil, Col. Tel Quel, 1970.

8 A.Martinet, Eléments de Linguistique Génerale, París, Armand Colin, 1970. La


primera versión española de Julio Calonge la publicó Gredos en 1974.

'Citaré los versos según las siguientes ediciones: los cinco primeros libros los cito
por el volumen en que quedaron reunidos los escritos hasta 2003, con el título Las cosas
como fueron, Barcelona, Tusquets, 2004, para lo que utilizaré en el texto LCF, seguido
de página; para el libro La certeza (Barcelona, Tusquets, 2005) usaré LC, seguido de
número de página.

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