Poetica de Poetas
Poetica de Poetas
Poetica de Poetas
CONSEJO ASESOR
Reúno en este libro una serie de estudios que he venido escribiendo sobre la
poesía y los poetas, entre 1991 (fecha del más antiguo) y 2007. Hay, por tanto, dieciséis
años de recorrido a través de un género, el de la poesía, que como lector y estudioso he
tenido siempre a mi lado, pero del que hacía tiempo no daba un libro. Prueba de que
me ha acompañado siempre da cuenta el hecho de que mi primer libro, publicado en
1979, trató sobre El lenguaje poético de la lírica amorosa de Quevedo; después he
publicado diferentes estudios sobre la poesía de Garcilaso, Góngora o el mismo
Quevedo, estudios que, sin embargo, he preferido no incluir aquí.
Advierto, eso sí, que la primera parte nene el motivo unificador de un grupo
poético concreto. No ocurre así en la segunda parte, donde hay un poeta de la quinta
del 42, otro de la generación del 50, dos calificables de novísimos y un poeta de la
experiencia. No vea el lector en tales elecciones ningún canon ni nada parecido. Muchos
a quienes considero grandes poetas y son autores de poéticas y críticas o de un
pensamiento implícito en absoluto inferior a los considerados, no han sido estudiados
porque, como dije, el libro ha ido naciendo también al reclamo de peticiones concretas.
Todos los que incluyo son poetas que estimo, pero obviamente no están todos los que
son admirables en mi jerarquía estética como lector y en mi apreciación como crítico y
estudioso.
Otra unidad del libro la proporciona la cronología. Todos los capítulos versan
sobre poetas del siglo xx. Hay dos partes. La primera viene dedicada a algunos poetas
de la conocida como Generación del 27 (concepto que la crítica literaria de Salinas y su
filiacion intelectual vendrá a desmentir, como podrá verse). Han sido capítulos que iban
naciendo de mi contribución a las conmemoraciones de sus centenarios. He dejado
fuera a aquellos poetas que, como Dámaso Alonso o Federico García Lorca, tenían ya
muy estudiada esta parcela de su obra, a cuyos análisis poco tenía, por tanto, que
añadir.
Todo el libro viene presidido por la convicción de que la buena poesía siempre
ha sido un ejercicio consciente, trabajado, hijo de una estética y de una reflexión, por
más que no todos la tengan conceptualizada de la misma forma, ni en algunos casos
sean incluso conscientes de que la tienen. A ello ayuda el hecho de que, excepto Vicente
Aleixandre, José Hierro y Gil de Biedma, los poetas incluidos comparten la situación de
haber sido, circunstancialmente o no, profesores de Literatura, y haber ejercido ellos
mismos tanto la docencia como la crítica sobre otros. La manera como Auden o Borges
formularon que cuando un poeta habla de la poesía de otros está en secreto hablando
también de la suya, podría ser una forma de afianzar el propósito que ha guiado esta
investigación.
Los pasos por cada poeta se ven precedidos por un capítulo introductorio en que
he planteado una teoría del género lírico desde la insatisfacción que me producía la
teoría articulada por las escuelas contemporáneas en torno a la enunciación, el llamado
«yo lírico», que veía mal perfilado o desenfocado. Es un capítulo que, por otra parte,
adeuda mucho a Machado y a Ortega, que diagnosticaron muy bien un planteamiento
que he visto asimismo claro en Hegel, Ingarden o Stierle.
Pero hay otra razón no menor. Me parece que así se respeta el momento en que
estaban los estudios cuando los escribí y el valor, mayor o menor, de la intervención en
ese momento. Incluso he respetado en la bibliografía la edición concreta que consulté.
No es menos importante la posibilidad de una historia interna de los procesos de
maduración que las ideas de la crítica y la teoría han tenido.
Todos los libros, pero mucho más uno que ha sido realizado durante tanto
tiempo, suman deudas de cariño e intelectuales. Dar cuenta de ellas sería muy largo, y,
por tanto, me basta decir que tengo la suerte de tener amigos que son los de siempre.
Saben quiénes son y que con igual fidelidad se lo dedico.
1.1. LA BRECHA EN EL TIEMPO
Comencemos con una hermosa parábola de Kafka, ese escritor-filósofo que
acertó como pocos a expresar las grandes articulaciones de nuestra condición humana:
El sueño de ese inquietante personaje «Él», que quiere ser árbitro en la lucha del
tiempo y vencer al presente y al futuro, instalándose como imagen de la experiencia del
presente, lo cumple el poeta. Quizá no haya otro rasgo que defina la enunciación lírica
de modo más palmario que el que reflejaría el sue ño de un espacio, de una región, o de
un momento, o una acción de decir (veremos luego la contigüidad fundamental de estos
conceptos) en el que el tiempo se colma como actualidad, como presencia, como lugar
que ha logrado ejecutarse a sí mismo para transmitir a los hombres la idea de una
creación verbal en la que el tiempo deja de ser una línea de pasado-futuro o de futuro-
pasado, y que es, por encima de ellos, la imagen misma de la presentez, por allegar un
vocablo grato a Pedro Salinas.
Cuando leemos un poema, sea de la época que sea o por remota que parezca su
situación, ya de Píndaro o ya de Guillén, no asistimos a un acto clausurado. El lector
vivencia en el poema una experiencia que convierte siempre en experiencia presente, y
que por ello, como veremos luego, le imbrica a él. El «ahora» de la poesía no remite al
momento en que el poema fue escrito, sino al presente de su lectura. Igual valdría decir
para los espacios recuperados, que son para la experiencia del lector imágenes de su
propio mundo. Y lo que ocurre con el espacio y el tiempo del poema, que universalizan
su condición por referencia a la imagen de una experiencia no clausurada, valdría para
el llamado «Yo lírico» y su posibilidad de intercambio con el «tú». Ningún acto
enunciativo diferente al de la poesía lírica permite el intercambio de roles por el cual el
«Yo» incluye en sí mismo al «otro», no sólo en la esfera de desdoblamiento del propio
yo, como se ha leído en la famosa sentencia de Rimbaud le est un autre, sino en la
posibilidad de incluir al tú como imagen proyectada del yo, experiencia que acontece a
cualquier lector de poemas que no siente el yo del poeta, ni lo dicho en el poema sobre
ese yo, como ajeno a sí mismo.
Desde el punto de vista del hombre, que siempre vive en el intervalo entre el
pasado y el futuro, el tiempo no es un continuum, un fluir en ininterrumpida sucesión;
el tiempo se fractura en el medio, en el punto donde «él» está, y su posición no es el
presente tal y como normalmente lo entendemos, sino más bien una brecha en el tiempo
[...]; siempre que piensa en independizarse sueña en una región superior y por encima
del frente de batalla - ¿qué son este sueño y esta región sino el viejo sueño de la
metafísica occidental, desde Parménides a Hegel, de un ámbito atemporal, no espacial,
suprasensible, como la verdadera región del pensamiento? [...] Es muy posible que sea
la región del espíritu o, mejor, el sendero pavimentado por el pensamiento, la pequeña
senda del no tiempo que la actividad de pensar traza en el tiempo-espacio de los
hombres mortales y en la que los hilos del pensamiento, del recuerdo y la anticipación
salvan todo lo que tocan de la ruina del tiempo histórico y biográfico. Este pequeño
espacio atemporal en el mismo corazón del tiempo sólo puede ser señalado, pero no
puede ser heredado (H.Arendt, 1961: 83-85).
Pretendo desarrollar en este capítulo una tesis sobre la enunciación lírica que
extienda al acto de creación poética lo que Arendt desarrolla para el acto de pensar. Los
hilos del pensamiento, del recuerdo y de la anticipación son también los hilos de la
poesía; es más, considero que la enunciación lírica no sería otra cosa que la creación de
una región donde esta brecha del tiempo se ejecuta y donde la experiencia humana se
realiza en el mismo corazón del tiempo, siendo por ello una constante emergencia de la
propia temporalidad, no como historia pasada, sino como vivencia presente.
¿Podría leerse atesta luz de otra manera la famosa sentencia de Machado cuando
define la esencia de la poesía como «palabra en el tiempo»? Muchos y muy agudos han
sido los comentarios que ha suscitado el tema del tiempo en la poesía y en la poética de
A.Machado. Destacaré de entre ellos los escritos por E.Frutos (1960) y R.Gullón (1970).
Ligada a la influencia de Bergson, bien analizada por ambos, la «palabra en el tiempo»
va mucho más allá del tópico heraclitiano:
La poesía moderna [...] viene siendo hasta nuestros días la historia del gran
problema que al poeta plantean estos dos imperativos, en cierto modo contradictorios:
esencialidad y temporalidad. El pensamiento lógico, que se adueña de las ideas y capta
lo esencial, es una actividad destemporalizadora. Pensar lógicamente es abolir el
tiempo, suponer que no existe, crear un movimiento ajeno al cambio, discurrir entre
razones inmutables [...] Pero al poeta no le es dado pensar fuera del tiempo, porque
piensa su propia vida, que no es, fuera del tiempo, absolutamente nada.
Ya en otra ocasión definíamos la poesía como diálogo del hombre con el tiempo,
y llamábamos «poeta puro» a quien lograba vaciar el suyo para entendérselas a solas
con él, o casi a solas; algo así como quien conversa con el zumbar de sus propios oídos,
que es la más elemental materialización sonora del fluir temporal. Decíamos, en suma,
cuánto es la poesía palabra en el tiempo y cómo el deber de un maestro de Poética
consiste en enseñar a sus alumnos a reforzar la temporalidad de su verso (A.Machado,
1936: 70 y 76).
En lo que sigue desarrollaré la idea de que la enunciación lírica no será otra cosa
que el lugar creado para la conciencia del presente como vivencia temporal. El espacio
de enunciación lírica crea, y a ello contribuyen diferentes rasgos que después se
analizarán, una zona en la que el yo establece la experiencia del tiempo no como un
tema o asunto sino como la dominante de toda su construcción, de ahí que en tal
experiencia los sucesos no estén clausurados, aunque pertenezcan al pasado. El tiempo
histórico se reescribe en ese espacio de enunciación lírica como actualidad de la
vivencia, que afecta no sólo a las deixis espaciales y temporales, sino a las propias deixis
personales, por las cuales la vivencia se ejecuta en el presente de la lectura como
perteneciente al momento del tú que es otro yo. Veremos también cómo Ortega y Gasset
cuajó perfectamente, aunque él no se refiriese a la enunciación lírica, una reflexión en
tomo al que llama «Yo ejecutivo», que si lo trasladamos, como pretendo hacer, al «Yo
lírico», alcanza a explicar esta experiencia de la vivencia de la acción como «ser en el
tiempo».
No es casual a este respecto que el poderoso sistema que Hegel construyó en sus
Lecciones sobre la Estética dejara sin marcar a la poesía lírica en cuanto enunciación. Su
apelación a lo subjetivo lo es respecto a su contenido, pero así como en el caso de la
forma épica había definido que ella narra poéticamente en forma de amplio acontecer
una acción en sí total como los caracteres», y en el caso de la poesía dramática había
recogido el carácter actuante («de su propio actuar» dice), para la poesía lírica deja sin
marcar el registro modalenunciativo de su forma (Hegel, 1817-1820: 748 y 749). No
puede ser casual esa ausencia de marca en un sistema con distinciones y matices tan
poderosos y tan exigentes en su coherencia interna.
Otras veces por Yo lírico se quiere dar a entender que el Yo del que estamos
hablando no es el poeta como tal, sino una fuente ficticia de discurso. Esta evidencia ha
obtenido ya un tratamiento teórico tan abrumador que no merece la pena insistir.
Serviría «lírico» como adjetivo que marca la fuente retórico-irónica de la enunciación. El
adjetivo aquí ha sido muy útil, aunque cada vez más innecesario dado que los que
sostienen la vieja creencia de que el sujeto enunciativo es la persona del poeta como
sujeto personal son afortunadamente minoría y sobre todo tienen frente a sí a todos los
poetas-teóricos Yeats, Eliot, Pound, Baudelaire, Pessoa, Gil de Biedma y una larga
nómina que comprendería también a los románticos ingleses y la tradición tratadística
de la «ironía» tan agudamente glosada por Pere Ballart (1994).
Las investigaciones que desde hace años la Semántica, la Pragmática (que incluye
la teoría de los actos de habla) y la propia teoría de los géneros literarios vienen
llevando a cabo han ampliado notablemente el campo de atención y extensión posible
de lo que antes simplemente se llamaba «enunciación». Estoy convencido de que si bien
resulta totalmente inespecífico y poco rentable intentar definir la lírica desde el sistema
enunciativo estrictamente considerado, los avances teóricos en el campo de la teoría de
los contextos, las situaciones de habla, los en tornos y todo lo que podríamos llamar de
modo genérico «universo del discurso» (como aquel conjunto de informaciones,
presuposiciones, referencias, etc. que comparten enunciador y receptor de un mensaje)
pueden ayudamos a salir del atolladero en que nos situó la estricta y reducida
aplicación del concepto de enunciación a la poesía lírica.
Se ha hecho célebre, en el campo de la teoría de la información, la cuestión
formulada para enumerar los cinco factores que intervienen en un acto discursivo, a
saber: Who says what in which channel to whom with that effect? Una mayor humildad
y conocimiento histórico habrían hecho recordar que incluso la versión pedagógica
reducida que la historia de la Retórica proporcionó para los lugares (loci) en el
desarrollo de un tema (quaestio), y se popularizó en las famosas formulas: quis, quid,
ubi, quando, quemadmodum, quibus adminiculis o en el hexámetro quis?, quid?,
quibus auxiliis?, quomodo?, quando? (Lausberg, 1960, § 373-399) amplía notablemente
no sólo el elenco de factores, sino que en el propio planteamiento aristotélico de la
tópica y sus extensiones posteriores a los discursos jerarquiza el ubi y el quando, el
contexto situacional diríamos hoy, no tenido en cuenta en la fórmula seguida por los
teóricos de la información y que para la caracterización de un género literario es lugar
privilegiado, pues la determinación del espacio y el tiempo de la enunciación debería
ser insoslayable.
No considero que sean menos claves los entornos en el caso de la poesía lírica. La
primera característica que tendremos que aislar es, precisamente para el caso de este
género, la creación de un espacio enunciativo propio, que influirá en la posición tanto
de la fuente origen del discurso como de su localización espacial y temporal. Sabemos
por la teoría de los actos de habla que el éxito de la comunicación depende de la
adecuación del discurso a una situación particular. En la comunicación hablada, el
oyente comparte el aquí y el ahora del productor del discurso y se dan todos los
fenómenos de reconstrucción del contexto preciso para que la comunicación se realice,
incluido el feed back. En el caso de la comunicación escrita, la falta de esta si tuación se
corrige por medio de las informaciones proporcionadas por el propio texto. El emisor
dota al texto de un carácter especialmente estructurado en orden a salvar la situación de
comunicación in absentia. Para el espacio enunciativo hay aquí una primera gran
diferencia entre la lírica y el texto narrativo y dramático. Como advierte Susana Reisz:
Una actitud motivadora que, más allá o más acá de los rasgos prosódicos o
semánticos, concede a la totalidad o a parte del discurso esa presencia intransitiva y
existencia absoluta que Eluard llama «prominencia poética». En este caso el lenguaje
poético parece revelar su auténtica «estructura», que no es la de una forma particular
definida por atributos específicos sino la de un estado, un grado de presencia e
intensidad... (apud J.Culler, 1975: 233).
Le discours n'est sensé - et n'est donc discours au sense propre - que lors qu'il
peut étre projeté sur un schéme discoursif trouvant sa place dans les institutions de la
action symbolique, qui ont pour condition et conditionnent en méme temps une culture
donnée... Le discours dans sa signification, n'est jamais univoque, et dans tour ses
aspects n'est jamais assuré; il est nécessairement assujetti a l'activité d'arriére-plan du
lecteur, qui ne se contente pas de percevoir un texte, mais l'organise avant tout en
discours. Sans doute, le transfert du texte en discours n'est pas arbitraire. L'identité du
discours dépend essentiellement du fait qu'elle n'est pas un acte né d'une position
subjective, mais qu'il procéde d'une praxis de la réception qui vise au consensus (Stierle,
1977: 426).
No, por tanto, enunciación lírica, sino identidad de discurso como realización de
esquemas de discurso institucionalmente reconocidos y sobre los que hay una
competencia basada en realizaciones históricas de emisión y de lectura. En otro lugar
convine con F.Cabo (1992: 235) en reconocer que este texto puede perfectamente servir
como arranque de una teoría de los géneros literarios que fije el espacio o contexto de
enunciación no en función del concepto restringido de acto de habla, de intervinientes
en el acto o enunciaciones propiamente dichas, sino en los esquemas o competencias de
género que nacen y se desarrollan en contextos históricos y no son catalogables fuera de
tal historia. El esquema de discurso preciso para entender la poesía de Góngora no es el
mismo que precisa Baudelaire, ni en sentido estricto se formularían sus obras como
partiendo de una identidad genérica de discurso. Para el caso de la poesía lírica
posromántica, que es la que aquí nos viene ocupando, lo que vengo llamando espacio
enunciativo y que sería mejor definir como «esquema discursivo» supondría, según
Stierle, una transgresión de los esquemas de discurso que condicionan las posibilidades
de organización de los estados de hecho y del principio de realidad que atribuye
materialidad a los hechos. En este sentido la lírica se propondría como «anti-discurso, o
manera específica de transgredir un esquema discursivo preexistente» (pág. 431), tanto
por abolición de la linealidad del discurso y sus órdenes de coherencia, como por la
creciente complejidad de los contextos discursivos, la función reflexiva del yo, la
concepción del discurso mismo como una función del sujeto de enunciación, de tal
forma que tal sujeto parece tener una existencia independiente del enunciado, lo que
convierte aquel Yo en una identidad siempre problemática, etc. Frente a la formidable
construcción teórica de Stierle (muy poco convocada sin embargo en las
caracterizaciones del género más difundidas) para explicar el espacio enunciativo de la
lírica como espacio problemático y transgresor del esquema enunciativo mismo y de sus
roles habituales, quedan sin efecto las tópicas e inespecíficas atribuciones a la lírica de
una «enunciación del yo» como rasgo distintivo.
1.4. UN YO EN EL PRESENTE
Para conocerle mejor será preciso, como tantas otras veces, acudir a Ortega y
Gasset. Su conocido «Ensayo de Estética a manera de Prólogo» (1914) que situó al frente
del libro de Moreno Villa El Pasajero ha sido citado casi siempre en relación con la
teoría de la metáfora (cfr. Lázaro Carreter, 1990: 112127). Pero antes de exponer sus
lúcidas intuiciones sobre el tropo (que considera en realidad una metonimia de lo
poético), elabora Ortega una explicación sagacísima sobre «El Yo como lo ejecutivo», en
la que encuentro la formulación más acertada de la tesis de la creación del Yo lírico y
que, aunque dicho como un Yo estético, el yo que crea el objeto artístico, tanto por
tratarse de un Prólogo a un libro de poemas como por lo dicho sobre él, creo que
fundamentalmente se refiere a la creación del yo enunciativo del poema. F.Cabo (1994-
1995) había subrayado ya la importancia de este texto de Ortega el cual recibió muy
pronto una glosa por Juan Ferraté (1968: 141-167); también ha señalado Cabo su
contexto intelectual filosófico: la explicación fenomenológica del fenómeno estético,
puesto que es texto penetrado de ideas y vocabulario de la Fenomenología, en especial
la explicación de la Erlebnis (aquí crea Ortega su traducción por «vivencia»).
Hacer de algo un yo mismo es el único medio para que deje de ser cosa.
Mas, a lo que parece nos es dado elegir ante otro hombre, ante otro sujeto, entre
tratarlo como cosa, utilizarlo, o tratarlo como «yo». He aquí un margen para el arbitrio,
margen que no sería posible si los demás individuos humanos fuesen realmente «yo».
El tú, él, son, pues, ficticiamente «yo». En términos kantianos diríamos que mi buena
voluntad hace de ti y de él como otros yo (Ortega, 1914: 250).
Y añade:
Baste advertir que, en cambio, toda una clase de verbos se caracteriza por ser su
significación primaria y evidente la que tienen en primera persona. Yo deseo, yo odio,
yo siento dolor. El dolor o el odio ajenos ¿quién los ha sentido? Sólo vemos una
fisonomía contraída, unos ojos que punzan de través. ¿Qué hay en estos objetos visuales
de común con lo que yo hallo en mí cuando hallo en mí dolor u odio? Con esto queda
clara, a lo que pienso, la distancia entre «yo» y toda otra cosa, sea ella un cuerpo
inánime, un «tú», un «él». ¿Cómo expresaríamos de un modo general esa diferencia
entre la imagen o concepto del dolor y el dolor como sentido, como doliendo? Tal vez
haciendo notar que se excluyen mutuamente: la imagen de mi dolor no duele, más aún,
aleja el dolor, lo sustituye por su sombra ideal. Y viceversa: el dolor doliendo es lo
contrario de su imagen.
[...] Yo significa, pues, no este hombre a diferencia del otro, ni mucho menos el
hombre a diferencia de las cosas, sino todo, hombres, cosas, situaciones, en cuanto
verificándose, siendo, ejecutándose (págs. 251-252).
Todo mirado desde dentro de sí mismo es yo. [...] Cuando yo siento un dolor,
cuando amo u odio, yo no veo mi dolor, ni me veo amando u odiando. Para que yo vea
mi dolor es menester que interrumpa mi situación de doliente y me convierta en un yo
vidente. Este yo que ve al otro yo doliente es ahora el yo verdadero, el ejecutivo, el
presente. El yo doliente, hablando con precisión, fue, y ahora es sólo una imagen, una
cosa, un objeto que tengo delante (págs. 252-253).
¿Será la lírica fundamentalmente eso: un mirar las cosas, los objetos, las
situaciones, los sucesos pasados o futuros o imaginados, un mirar desde el yo como
vivencia que se ejecuta en el instante de la mirada y que fuera de ese instante - que
vivencia el presente actual de la lectura - se desvanece? Mirar desde dentro el objeto
como si no fuese objeto y fuese sujeto, trascender el rol al que obliga la distancia
enunciativa, subvertir el mandato de la enunciación, por el cual el objeto no es sujeto.
Tal idioma es el arte. El objeto estético es una intimidad en cuanto tal - es todo en
cuanto yo (pág. 256).
Tal ejecuta el acto lírico. Observe el lector que Ortega ha realizado con esa frase
un acto lírico; para decirla ha tenido que crear un verso que parece de J.Guillén. Todo
cuanto vengo diciendo, estas ideas de Ortega, el yo que se piensa, la presencia absoluta
del ser ejecutando su vivencia, todo eso nos lleva a Cántico, cuyos primeros poemas (de
la edición de 1950, pero también los de la edición del 36) son una evidencia del acto
lírico como presentez, presencia y vivencia de las cosas siendo.
E incluso más. Porque hasta el motivo concreto del yo que se piensa, o el motivo
de la contraposición entre el que se es y el que fue nutren versos concretos de Cántico.
Leamos:
Todo el ensayo de Lledó, que lleva a su punto más alto la hermenéutica y crítica
sobre Guillén, en el que comenta estos y otros versos de Cántico, podría también leerse,
sin violentar en exceso su sentido, como una reflexión sobre la idea que en este estudio
venimos glosando en torno al acto de enunciación - de creación - lírica, puesto que de la
poética esencial de un poeta trata. Ortega se había referido al sujeto que ve; Lledó
desarrolla la idea de la actividad de consciencia, luz y temporalidad presente, en versos
de Guillén. En un momento afirma Lledó:
Por eso en relación con este yo en el borde del tiempo, memoria y olvido son dos
temas esenciales en la poética de Guillén. Constituyen, precisamente, la posibilidad de
ese yo que fue: un ser hacia el olvido de sus propios actos en el río de la temporalidad, y
un ser que aglutina en su estar - en su materia corporal de la que vive - la sustancia que,
acto a acto, palabra a palabra, va llenando la sustancia humana, su ser [...] la
sustancialidad de un yo que espera y acoge los datos que alumbra el yo instantáneo, el
yo que sorbe las gotas del presente (ibíd., págs. 188-189 [el primer subrayado es mío]).
El primer poema del poemario. Imagen viva de la creación, cifra del universo
lírico, donde aparece la luz, y donde se vive el instante mismo del ser ejecutando su
destino en una eternidad en vilo. Ningún poeta ha acertado a expresar el espacio de la
enunciación lírica con tanta profundidad.
Es a la luz de esta tesis como creo puede entenderse en su sentido cabal un texto
de Hegel, precisamente aquél en que define la poesía lírica:
Para entender mejor este texto de Hegel, tan mal interpretado por la teoría de los
géneros literarios, que se ha limitado a reproducir el tópico de la subjetividad sin más
como elemento de contenido o temático, será preciso recordar que unas líneas más
arriba del texto citado, cuando Hegel trata de la poesía épica, advierte que la materia
épica está con respecto al poeta alejada de él en cuanto sujeto y para sí conclusa. En
cambio, para la lírica advierte que comunica «lo más sustancial y lo más fáctico como lo
suyo, como su pasión, disposición y reflexión y como testimonio actual de éstos».
Junto a los textos seleccionados hay otros en la obra de Ingarden (véase, por
ejemplo, págs. 135-139 y págs. 263-276 de la edición inglesa citada) que muestran un
desarrollo de esta tesis, y no ser casual en su sistema, sino uno de los ejes del con cepto
de concretización, que él aportó a la teoría literaria y que para el caso de la lírica
definirá el género en virtud de una experiencia peculiar, en que la vivencia de esa
presencia del presente ha suspendido el fluir temporal como tiempo histórico, y
adquiere una dimensión de emergencia actual, en el momento de la lectura.
Hegel había apuntado otra idea que en punto de agudeza será extrema cuando
comenta un fenómeno en el que no puedo detenerme ahora, pero que reclama un
análisis minucioso: la relación de este fenómeno de presentez, de actualidad, de yo
instantáneo, de lo que Hegel llamará claramente emergencia momentánea, con la forma
métrica, con el ritmo del verso. Dice:
Quizá no es extraño que sea el poeta que ha definido la poesía como «palabra
esencial en el tiempo» quien haya acertado también con esa idea del ritmo del verso
como forma misma de emergencia de la temporalidad. Vuelva el lector al fragmento del
Juan de Mairena reproducido en el apartado 1 de este estudio y encontrará en él
relacionados el diálogo poético con el tiempo, como vivencia del mismo, y el verso
como el modo de ejercitar el profesor con los alumnos la temporalidad (análoga al
zumbar del latido del corazón en sus propios oídos).
¿Puede resultar casual, despúés de cuanto llevamos dicho, que un gran maestro
de teóricos, el más reputado especialista en métrica y el que inició con el concepto de
shifter la atención de la Lingüística posterior en los fenómenos de la enunciación,
Roman Jakobson, asegure lo siguiente?:
1.5. CONCLUSIÓN
Cada día encuentro menos admirable este tipo del artista inconsciente, que no
sabe lo que hace, sobre todo que no sabe lo que quiere hacer. Tanto Azorín y Baroja (sic)
saben lo que han hecho, tienen plena conciencia de su obra. Pero entendámonos bien,
de su obra. Y la obra de un artista dentro de un movimiento de generación [...] no es
más que una fase, uno de los ingredientes que entran en la composición total del
complejo histórico. El artista puede muy bien no percibir, justamente por lo inserto que
el artista está siempre dentro de su obra, la profunda relación de coetaneidad espiritual
con aquellos que trabajaban a su lado. El escritor está sumido, o debe estarlo, en el valor
absoluto de su obra y opina desde ese nivel; a los demás es a quienes nos corresponde
estudiar los valores de relaciones y de confrontación que permiten llegar a conceptos
claros sobre movimientos de grupos o de generación'.
He comenzado este estudio de la crítica de Pedro Salinas con una cita suya en la
que se muestra admirador de los artistas cons cientes, preocupados por una reflexión
sobre su obra, al tiempo que advierte sobre cómo los demás debemos trazar puentes
entre esa reflexión y lo que Salinas llama «complejo histórico» de que forma parte. La
crítica literaria de Pedro Salinas, en efecto, nos mostrará esas dos vertientes realizadas,
puestas en acción: al mismo tiempo que dibujará el perfil de un intelectual plenamente
consciente de los grandes temas de la creación literaria y de la historia de la literatura,
servirá para percibir a Salinas como miembro de un momento muy peculiar de la
historia del pensamiento español. Y no hablo de miembro de una generación y mucho
menos de la llamada Generación del 27, porque una de las conclusiones de este estudio,
que ya quiero adelantar, es que Pedro Salinas, como ensayista y como crítico, participa
de un conjunto de ideas, valores y referencias muy próximos a la Generación del 14 y
profundamente influido por la huella del 98. Su crítica literaria y sus ensayos de
significación cultural más amplia, como los incluidos en su libro El Defensor, permiten,
creo, poner en cuestión, al menos en lo que se refiere a su perfil intelectual, los límites
cómodos que la historiografía ha imaginado, como ése de Generación del 27, que si bien
puede explicar algo del Salinas poeta, y no será materia que pueda discutir ahora, sin
duda alguna dejaría fuera lo más importante de su ensayismo: su filiación inequívoca,
consciente y explícita, afirmada respecto a un proyecto intelectual novecentista que
extiende su huella renovadora desde los grandes maestros del 98 a la generación de
Ortega y Gasset y del visible discipulaje que Salinas confirma por doquier respecto a
Menéndez Pidal, en compañerismo consiguiente con la obra de Américo Castro, los
Alonso, Fernández Montesinos y demás miembros del Centro de Estudios Históricos,
institución científica a la que Pedro Salinas perteneció y que, como veremos, marcó
decisivamente algunos de los conceptos clave de su crítica literaria.
-Al género ensayo literario se adscribe, pues, Salinas, pero llamo la atención
sobre el enorme caudal de conocimientos literarios y culturales. Todo lector de sus
ensayos queda admirado por la gran capacidad de relación entre lecturas diversas.
Hay un segundo rasgo de su entrega al ensayo literario: más que los datos
externos, interesó a Salinas su comunicación con el lector u oyente, hacerles ver lo que
consideraba nuclear de una obra o de un autor. Porque sus ensayos son sobre todo
espacios comunicativos con un público que lo escuchaba o leía. Este rasgo se deduce
muchas veces del propio contexto pragmático en que se han producido: de las setenta y
cuatro entradas diferentes que la bibliografía ensayística ordenada por Solita Salinas
ofrece, diecisiete son reseñas de libros en la revista índice de Literatura Contemporánea,
por él creada en el Centro de Estudios Históricos. Salinas mismo, al hablar de estos
trabajos, publicados anónimamente en principio, da cuenta del espíritu pedagógico que
los animaba para un público fundamentalmente extranjero (E.C., 1, pág. 16). Aparte de
esas reseñas hay veintitrés ensayos, una mitad de los restantes que nacieron como
conferencias, homenajes o prólogos en revistas de mucha difusión, para el gran público.
Quiere esto decir que una buena parte de sus ensayos literarios han nacido como
proyectos comunicativos directos con un público presente, lo que dice mucho de su
sesgo y tono, pero también de la profunda dedicación de Salinas a una dimensión
pedagógica, educativa, en conexión con el espíritu que animó asimismo a sus maestros
del 98 y a la llamada Generación del 14, encabezada por Ortega y Gasset. Salinas
concebía su producción ensayística las más de las veces como una misión intelectual, se
sentía, y es muy visible en su estilo comunicativo, con la responsabilidad de educar a la
sociedad contemporánea en unos modos, estilos, talantes y actitudes, para los que la
literatura era un ejemplo y los grandes escritores un modelo.
El afán reflexivo prima sobre la anécdota y no fue casual que me refiriese antes a
Ortega y Gasset. La mirada de Salinas es a la vez de curiosidad intelectual y de
perspectivismo vital, porque frente a lo absoluto de la realidad prefería la
transmutación perspectivística de lo literario, del observador que tiende constantes
puentes entre lo que ve o lee y su propia posición vital a la búsqueda de una explicación
sobre nosotros mismos. Dice en un momento:
Hay otra constante en tales reflexiones, constante de actitud, que son las que
ahora me ocupan: su tendencia a referir muchas veces las explicaciones de un género,
un estilo o una modalidad al ambiente de época o al carácter según el pensamiento
predominante en ella. A Salinas debemos, por ejemplo, y muy tempranamente, la
siguiente anotación sobre el 98: «Pero sería difícil negar también que ideológicamente
había un guía de esa generación, Nietzsche, y aparte de eso, yo me atrevería a decir que
en todo el ambiente y no sólo literario, sino político...» (E.C., 1, pág. 97). ¿Qué otro
historiador de la literatura, a la altura de 1941, tenía tanta generosidad de miras? Hoy
nos parece natural, tras la excelente monografía de Gonzalo Sobejano de dicada a la
cuestión', el trazado de tales conexiones, pero hay que retrotraerse a los años 40 y mirar
la bibliografía de la historiografía literaria de entonces, abrumada y perdida en los datos
externos y la casuística biográfico-positivista, para valorar en su dimensión exacta las
agudas observaciones de Pedro Salinas. No se trataba de más o menos información, sino
de una posición intelectual distinta, y una actitud que por aquellos años era más rara en
los ensayos crítico-literarios de lo que es hoy, gracias a ella. En otro momento, en el
formidable análisis sobre el género chico de Amiches, pone en relación la estructura del
género con el público receptor y ahonda en el debate de la literatura y consumo, de obra
y sociedad (E. C., 1, pág. 120), o en el comentario a la Antología de Gerardo Diego, su
excurso predilecto: la literatura como horizonte comunicativo y proyecto cultural de
más amplia significación que la estética, que le lleva, en el caso de Rubén Darío, a
lamentar, vertiendo en uno de sus ensayos más académicos su propia posición
personal, el poco justiprecio que una sociedad hace de sus poetas y el mucho que
concede a los necios, ramplones, reseñeros y revisteros (E. C., II, pág. 19), asunto que le
preocupó y al que se refiere repetidamente y con carácter sistemático en los ensayos de
El Defensor.
Pero más importante que la biografía es todavía el conjunto de ideas que revelan
un pensamiento afín con los institucionistas, la Generación del 14, y que en modo
alguno supone una fractura o solución de continuidad respecto a ciertos motivos
centrales de la Generación del 98. La autorizada voz de Juan Marichal, autor de
distintos ensayos sobre este momento español y muy directo conocedor de la
personalidad y obra de Pedro Salinas, sostuvo en su fundamental ensayo «Pedro
Salinas y los valores humanos de la literatura hispánica» que hay una línea de fuerza
que ayuda a entender la labor crítica del poeta: su entrega a la defensa y pedagogía de
los valores humanos. Y conecta ese eje vertebrador con las personalidades críticas de
Unamuno, Azorín y Menéndez Pidal. «Por eso Salinas - escribe Marichal - aspiró
siempre a elaborar un nuevo tipo de crítica que combinara la precisión informativa y el
rigor universitario de Menéndez Pidal y de su escuela filológica, con la proyección
trascendente de Unamuno y con la sensibilidad recreadora de Azorín» 12.
3.En tercer lugar, como veremos en el siguiente capítulo, las veces que Salinas se
refiere a problemas de lenguaje y a la relación de lenguaje y poesía coinciden con lo
fundamental de la escuela idealista de Vossler, que, como se sabe, influyó notablemente
sobre la Estilística de la escuela española, además de que le permite, ya en 1944,
referirse a De Saussure, desconocido lingüista para casi todos, pero no para los
miembros del Centro, que tanta responsabilidad tuvieron en la difusión de las ideas del
ginebrino, pues Amado Alonso tradujo el Cours y años después Dámaso Alonso lo
discutió. El ensayo «Defensa de la minoría literaria» cita a Bally y rezuma por doquier
comunicación con las fuentes de la Estilísitica''.
2.3.1. La tradición
Como quiera que Salinas fue sobre todo poeta y fue en los ensayos de La realidad
y el poeta donde incorporó sus textos más teóricos, la poética de Salinas es casi toda ella
una explicación de la relación poeta-lenguaje-realidad. Además nunca deja de afirmar
que la poesía lírica es el modo más excelso de expresión y comunicación con la realidad:
El poeta es el autor del camino más hermoso que cabe desde un alma humana a
una cierta realidad [...] Da el poeta lírico a la palabra de los hombres tensión de sentido,
multiplicidad de potencias incomparables. Pero a esa primacía entre sus compañeros
escritores corresponde una fatalidad: lo irreductible de la palabra en función lírica a
ninguna otra palabra equivalente [...] por esta servidumbre nos espera siempre en su
poesía lírica (E. C., III, pág. 1 12).
Además de ser la poesía el lenguaje más alto, traduce Salinas un viejo mito
romántico, el del origen y equivalencia de poesía y lenguaje en su dimensión creadora
más genuina:
La metáfora es cosa tan vieja como la poesía y todavía mucho más vieja porque la
metáfora es lenguaje o lenguaje es metáfora. Un gran antropólogo de la cultura,
E.Cassirer, considera que poesía, lenguaje y mito, aunque sean tres formas de actividad
intelectual distintas en su desarrollo, originariamente son lo mismo, están
intelectualmente unidos lenguaje, poesía y mito. Y es un poeta, Schiller, el que dijo: «el
lenguaje es netamente metafórico, es decir, señala las relaciones de las cosas antes no
percibidas y permite esta comprensión». Esto que dice Schiller poeta lo han corroborado
los filólogos (E.G., III, pág. 121).
La operación poética es primitiva y elemental: dar nombre a las cosas y los actos,
traducirlos en palabras [...] En esta poesía el espíritu del hombre se nos aparece en un
estado de paradisíaca inocencia y pureza, antes del pecado. Este pecado es el
pensamiento, o sea, la aplicación a la maravilla externa que es el mundo de esas
manifestaciones del hombre que son el análisis, la duda y la pregunta: no caben allí (en
tal poesía) los interrogantes. Sólo se da la mera existencia, la presencia de la realidad, la
poesía adánica, es decir, la poesía de la visión primigenia del mundo que nos rodea.
Esta actitud poética puede parecernos hoy algo simple y elemental si la comparamos
con la riqueza y complejidad de las cosas que han venido después. Pero siempre
nuestra mirada se irá hacia aquélla - al menos esto sucede en mi caso - con la nostalgia
de un paraíso, de un mundo virgen en el cual la poesía y la realidad conviven en paz y
armonía. Abandonemos, pues, como proscritos que somos, ese paraíso terrenal y
poético, ese edén de la unidad (E.C., 1, pág. 206).
Todo los ejemplos antedichos y otros que podrían allegarse han mostrado un
crítico que concibe su lectura como acto unitario, nunca se pierde Salinas en datos
externos, atiende mucho más a la significación semántico-literaria que, eso sí, se refiere
siempre a una actitud, a la visión del artista y a su personalidad creadora, mucho más
que al estudio de los sistemas de la lengua literaria, salto éste que de haberlo realizado
habría allegado a Salinas a un terreno menos proclive al idealismo, pero le habría
arrebatado también parte de su fuerza. La «limitación» que una crítica actual podría ver
en su sistema crítico, su fuerte idealismo y personalismo individualista para la
explicación del fenómeno poético, es - desde el otro lado - su grandeza, porque ese
aliento a la búsqueda del poeta, del hombre que vive e imagina, que sufre y crea, ha
proporcionado a su crítica páginas de gran belleza, además de inscribirse en un
propósito humanista de la cultura del que la Literatura era para Salinas un ejemplo y un
medio: el texto y el fin, la razón vital última de su crítica era el hombre.
En este capítulo nos centraremos en una serie de ensayos de una amplia
significación cultural reunidos en El Defensor, cuyo tema es la pedagogía de un nuevo
humanismo. En ese libro, de 1948, se incluye «Defensa del lenguaje». Reproduce este
ensayo el texto de un discurso pronunciado por don Pedro el 24 de mayo de 1944 con
motivo de la cuadragésima colación de grados de la Universidad de Puerto Rico bajo el
título inicial de «Aprecio y defensa del lenguaje»'.
El título inicial del discurso, además de justificarse por su parecido con los demás
reunidos en El Defensor, a saber, «Defensa de la carta misiva y de la correspondencia
epistolar», «Defensa de la lectura», «Defensa de la minoría literaria», «Defensa implícita
de los viejos analfabetos», creo que puede estar inspirado, como título, por la conocida
Défense et illustration de la langue francaise del humanista francés Du Bellay. No me
llevan a esta conclusión razones de contenido, distinto en uno y otro caso, ni el hecho de
que la obra de Du Bellay venga citada en el ensayo de Salinas, sino un explícito
razonamiento, inserto en la parte final del ensayo, en que el poeta madrileño apela al
modelo del Renacimiento como predicación de una actitud hacia la lengua y una
voluntad de perfeccionamiento que inspira la propia actitud de Salinas y la alabanza
que hace de la obra de Nebrija. Salinas arranca con un llamamiento a una intervención
humanista en la lengua ante los peligros que la acosan, según el ejemplo renacentista, y
anota ante el auditorio puertorriqueño:
Tocante a nuestra común lengua, el español, corre por los mejores autores, desde
el año del descubrimiento de América, precisamente, cuando Antonio de Nebrija
publica su primera gramática castellana, una doble corriente: una, estudiar el idioma,
precisar sus reglas, la corriente de los científicos, de los filólogos, y otra, embellecerlo,
sumando a la lengua nueva todas las artes y sabidurías de las lenguas clásicas y
magistrales. Cristóbal de Villalón cree que nuestra lengua no sería en nada inferior a las
clásicas «si nosotros la ensalzásemos y guardásemos y puliésemos» (E.G., II, pág. 436).
Para entender cabalmente las ideas sobre el lenguaje vertidas por Pedro Salinas
en este ensayo convendría dibujar el doble contexto humano e intelectual en que se
originan. Del contexto humano da cumplida cuenta el propio don Pedro en el exordio
de su discurso, cuando justifica el tema de su alocución, no siendo él especialista, ni
filólogo ni lingüista, con estas palabras:
De hecho Salinas escribe, junto a El Defensor, en tales años los ensayos quizá más
importantes de su crítica literaria, concretamente los libros dedicados a Jorge Manrique
y a Rubén Darío. Hay, por tanto, algo más que un exordio retórico: el contacto vivo y
diario con su lengua en Puerto Rico propició sus ensayos de mayor envergadura.
El ensayo «Defensa del lenguaje» puede también explicar algunos de sus rasgos
si es puesto en relación con un contexto aún más amplio del que el Centro de Estudios
Históricos participaba: un proyecto intelectual hijo de los institucionistas y animado por
el talante de formación de minorías en la vanguardia y vigilancia de una nueva
pedagogía. En el capítulo anterior analizábamos la pertenencia de Salinas - no como
poeta pero sí como intelectual, por formación, valores y sistema de ideas - a la llamada
Generación de 1914, encabezada por don José Ortega y Gasset. Muchos de los rasgos del
perfil ensayístico de Pedro Salinas se explican en relación con tal contexto intelectual.
Por edad estaba más próximo a miembros de dicha generación y dio muestras públicas
de su pertenencia a ella cuando asiste a la comida-homenaje a Azorín en Aranjuez,
interpretada por J. L. Abellán como «el acto de transmisión de la antorcha de la
Generación del 98 a la del 14» o cuando firma la «Liga de Educación política», que
encabeza Ortega y que se considera el acta de nacimiento de esta generación de
intelectuales. También sus publicaciones en Revista de Occidente, La Pluma (revista
creada por Azaña), etc. A los efectos de explicación de su ensayo «Defensa del
lenguaje», esta adscripción intelectual tiene importancia porque conecta a Salinas con
un espíritu pedagógico de recuperación de raíces culturales por una minoría que se ve
amenazada por la barbarie y creciente masificación de la cultura. En este sentido creo
que puede explicarse también que Pedro Salinas inserte en su ensayo «Defensa del
lenguaje» unos excursos, tomados directamente de ensayos suyos paralelos de El
Defensor sobre el final de la conversación, el declive de la carta íntima, el utilitarismo
del lenguaje, los muchos peligros de la nueva cultura visual simplificadora y la serie
larga de advertencias hacia la pérdida del horizonte humanístico que permitiera resistir
la creciente barbarie de la civilización actual. Llamo la atención en concreto, aparte del
perfil semejante en cuanto a perspectiva ensayística, del parecido del estilo y de ciertas
ideas paralelas, entre los ensayos de El Defensor y algunos de los que Ortega y Gasset
escribió y reunió en El Espectador. También hay semejanza de propósito y comunidad
de ideas con ensayos sobre la pedagogía de la lengua que Américo Castro escribió en su
época de estancia en Madrid en el Centro de Estudios Históricos, donde era compañero
de Salinas. Éste, al final del ensayo que vengo comentando y bajo el epígrafe «Deber de
intervención del hombre en la lengua», profundiza en las consideraciones antedichas
sobre el espíritu del humanismo renacentista para oponerse a la norma lingüística
cuando ésta es fijada por la exclusiva autoridad de la Academia y cuando ésta se arroga
el patrimonio de la autoridad, lo que le parece a Salinas herencia del despotismo
ilustrado de los orígenes de la Institución y contrapone a la norma académica
desenraizada la de un espíritu pedagógico basado en la persuasión y educación del
individuo y el desarrollo armónico de su vida espiritual y cultural al contacto con los
clásicos escritores. La identificación de educación lingüística con superación de la
gramática y algo más que ella: «hacer vivir su lengua de manera consciente,
descubriéndole todas las significaciones vitales que contiene y que él (el individuo
hablante) acaso no percibía» (E. C., II, pág. 439) es un programa concordante con el
propuesto en diferentes ensayos sobre la enseñanza de la lengua por Américo Castro y
singularmente en los titulados La enseñanza del español en España (1922) y Lengua,
enseñanza y Literatura (1924). La política que Pedro Salinas propone para la defensa de
la lengua está basada en tres principios:
a)La norma culta del español que brota no de la gramática - idea asimismo
rechazada por Américo Castro - sino de la «fidelidad al espíritu profundo del lenguaje y
a su tradición literaria» (E.C., II, pág. 450) junto a la fidelidad a un pueblo hablante que
sustenta un fondo de respeto a la buena expresión.
Una vez trazadas las líneas maestras de su génesis, en cuanto a contexto vital e
intelectual, atenderé a su contenido e ideas lingüísticas en tres momentos:
1.Estructura de contenidos.
b)Una segunda parte del discurso propone una teoría del lenguaje de raíces
profundamente idealistas, en la que recorre la cuestión del lenguaje de modo muy
pedagógico y que al mismo tiempo refleja la impronta de su fuente idealista: comienza
con el tema de individuo y lenguaje (lo que el lenguaje representa para el individuo,
solo, aislado en sí mismo, como fuente de conocimiento, antes de entrar en relación con
el otro), prosigue con el diálo go, la lengua y comunidad, lengua y nacionalidad, lengua
hablada y escrita (donde se percibe muy clara la influencia de Amado Alonso)",
lenguaje y tiempo (que podría haber titulado «e Historia», puesto que habla también de
la percepción de la tradición por medio de la lengua) y lenguaje y poesía. Como puede
observarse, la ordenación de los contenidos no es fortuita: sigue un principio de génesis
individual para ir abrazando progresivamente las diferentes extensiones que por la
lengua afectan al fenómeno de la conexión comunicativa (el diálogo con el otro, la
comunidad cercana, la nacionalidad) para desembocar en el medio escrito e ir
paulatinamente entrando en sus tesis central: el lenguaje poético como vehículo de
plenitud donde se percibe la dimensión trascendental de la vivencia humana.
c)Llamo tercera parte del ensayo a la que comienza con el epígrafe «Poder del
hombre sobre la Lengua». A partir de aquí se inicia la cuestión de la responsabilidad de
la vigilancia y cuidado de la lengua. La que había cerrado la que he llamado segunda
parte, a saber, la de lenguaje y poesía, le permite una transición fácil, puesto que en esta
sección y a partir de la comentada recuperación del doble aliento humanista del
Renacimiento en el epígrafe «La mejora consciente del español en el Siglo de Oro» se
iniciará precisamente un programa de actuación e intervención posible del hombre
sobre el lenguaje, basado tanto en la vigilancia de su pureza como en la cultura literaria.
El orden, ya se ve, es impecable, porque de unas ideas nacen las siguientes. A esta parte
pertenecen problemas concretos tratados como la actitud ante los neologismos y
barbarismos, la cuestión del español en Puerto Rico, etc. Esta tercera parte contiene un
excurso sobre los peligros actuales de la lengua, en la que introduce conclusiones de
ensayos suyos de El Defensor que trazan un alarmante dibujo de la actual civilización
de la prisa que arrincona el saber y buena ejecución del lenguaje.
d)Tras ese recorrido, que despierta la necesidad de una actuación eficaz, viene la
cuarta y última parte en que he dividido los contenidos del ensayo, la dedicada a la
explicación de la Política de la lengua que se basa en los tres citados principios de
norma lingüística, lectura de los clásicos y revitalización del teatro. Cierran el ensayo
unos epígrafes que responden a Epílogo, con un doble llamamiento a la paz por la
palabra - en contraste con el grito de Hitler - y hacia el cuidado que debemos a nuestro
patrimonio y riqueza lingüísticos como herencia que transmitir a generaciones
venideras.
Para la historia de la filología española quizá sea interesante extraer algún dato
curioso y significativo presente en las fuentes doctrinales del ensayo de Salinas. Por
ejemplo, el modo como el ginebrino Ferdinand de Saussure es asimilado y citado. Antes
de ello quiero subrayar que un especialista en literatura española, no lingüista, a la
altura de 1944 maneje la obra de Saussure, dato sólo explicable en el rico contexto
intelectual del Centro de Estudios Históricos, muy abierto a la asimilación de las nuevas
corrientes lingüísticas, como Coseriu señaló, sin que ello alterase la fidelidad a su
tradición. Es conocido que fue Amado Alonso, un miembro del Centro, quien tradujo el
Cours de Saussure al español y sólo en los círculos intelectuales próximos a Menéndez
Pidal se cita por aquellos años la obra fundadora de la nueva lingüística europea. Pero
Salinas puede ayudar a algo más que a subrayar esta apertura innovadora: puede
darnos idea de cómo Saussure era leído, por cuanto las ideas que a Salinas interesan del
Cours no son los conceptos clave que lo hacen fundador de la lingüística estructural.
Saussure no viene citado por Salinas en tanto estructuralista, sino en un contexto de
defensa de la relación de lenguaje y comunidad, individuo y medio social, del aspecto
social del lenguaje y, en el proceso de argumentación de Salinas, de una pervivencia y
afirmación por el lenguaje del grupo, de la comunidad hablante. Más adelante, después
de apelar a Vendryes para glosar tal relación añade Salinas: «Ya afirmó De Saussure que
la lengua es una institución. Es una obra social que viene a inscribirse en el espíritu de
cada individuo. Existe en virtud de una especie de contrato. Lenguaje es comunicación,
comunidad...» (E. C., II, pág. 425).
Claro está que para añadir inmediatamente que no conviene extremar esta idea,
aunque sea cierta: «Hay una poderosa corriente de la filología moderna que acentúa tan
exclusivamente lo social del lenguaje que no ve en el hablar otra cosa que un fenómeno
social. Así, en lo que tiene de exclusivo me parece errónea. Pero es errónea por
extensión desmesurada de una verdad: el aspecto social del lenguaje» (ibíd., pág. 425).
Salinas, al actuar así, al evitar que su defensa de la lengua se convierta sin más en
una defensa del español, y al hacerlo, insisto, desde el horizonte humanista del
Renacimiento, creo que colabora mejor aún en una nueva pedagogía: la cultura
lingüística, que define y modela a individuos y comunidades, no podrá ser realmente
ese vínculo de no inscribirse en su dimensión amplia, de no proponerse primero y
principalmente como auténtica cultura, que no es otra cosa para él el lenguaje.
4.1. UNIDAD DE POESÍA Y CRÍTICA
Pero no todos los poetas por serlo tienen igual fortuna en la formulación explícita
de su poética cuando hacen crítica literaria. Porque no todos gozan obviamente de igual
talante reflexivo. Convendría distinguir muy claramente, cuando se trata de hablar de la
crítica literaria de un poeta, dos cuestiones que a menudo se mezclan, pero pertenecen a
dos órdenes diferentes. Por un lado está la cuestión de la poética implícita de todo poe
ta. Dejemos que sea Jorge Guillén quien diga palmariamente, hablando de San Juan de
la Cruz: «A la poesía de un gran poeta corresponde siempre una poética más o menos
organizada y formulada, un punto de vista general sobre la obra ya hecha o por
hacer»3, juicio semejante al formulado por su compañero generacional J.Bergamín,
cuando hizo unas de las primeras críticas aparecidas sobre Cántico y que tituló «La
poética de Jorge Guillén». Aseguraba allí Bergamín: «toda poesía determinada implica
una poética determinante que, a su vez, explica esta poesía. Sin choque con su propia
conciencia crítica, la obra poética no existe»4. Ese orden de la poética implícita en la
obra creativa no será atendido aquí. Sin duda alguna se puede construir una poética de
Cántico, de Clamor (¿coincidirían?), pero excede mis posibilidades y propósitos
actuales.
El otro orden es la poética explícita y aquella que cabe deducir en sus escritos de
crítica literaria, que será el objeto de nuestra atención. Pero ocurre, y ése es el primer
rasgo definitorio del Guillén crítico, que resulta casi imposible no referirse a la poética
del poeta, porque ambos órdenes se unen en su caso con una frecuencia e intensidad
notabilísimas. La crítica literaria de Guillén está informada por una poética que coincide
en sus líneas maestras, y cuando se trata de concepción de la actividad creativa en todas
ellas, con la deducible de su propia obra de poeta. Esta unidad fundamental de
propósito y concepción que vincula la crítica y la poesía de Guillén es hija de una
determinación muy consciente, de una pertinaz afirmación de principios que, como ha
analizado F.Lázaro Carreter, Guillén tenía conseguidos ya en los años 20 y que fue
profundizando a lo largo de su vida con una resolución y lucidez superior a cualquier
otro poeta de su tiempo. Afirma Lázaro Carreter que Guillén esperó a publicar:
hasta que perfila una poética diferenciada, de tal modo que sus impulsos
artísticos queden perfectamente encuadrados en un claro sistema estético. Es eso lo que
distingue a Guillén entre la mayor parte de los líricos de su momento; la perfecta lu
cidez en la determinación de qué hacer y cómo hacerlo. Y su firmeza en no cambiar de
resolución durante gran parte de su vida, en fortalecerla sin variarla'.
Ello convierte a Guillén en «el lírico contemporáneo de ideal más definido y
constante»6.
Llamo la atención sobre el hecho, muy bien seguido por K. M.Sibbald, de que
Guillén publicara en la primera mitad de los años 20 mucha más crítica que poesía y
que sus muchas colaboraciones periodísticas, recogidas en Hacia «Cántico», revelan ya
al poeta «que va moldeando su propio lugar en la poesía moderna»'. La coherencia es,
por tanto, doble: la que se da entre la poesía y la crítica del gran poeta, pero también la
que se da entre el crítico joven y el poeta posterior, coherencia y continuidad que
convierten su crítica literaria en la historia de una afirmación, en la intensificación de un
sistema estético conseguido en sus líneas fundamentales en la estancia parisina de los
años 20 y que fraguó en su primer Cántico (1928). Para conseguir esa madura
coherencia Guillén espera a publicar. Y es tan consciente de ello que, cuando en 1921
hace una reseña de los primeros versos de Valéry, titula la reseña «Una jugada
emocionante» y la finaliza así: «Firme, seguro, sosegado, ha sabido esperar la hora de la
poesía sin juventud. Espera muy difícil. Multitud de riesgos la erizan. Sumo riesgo:
carecer de obra. ¿No es casi milagroso salvar tantos peligros? Paul Valéry se ha jugado
la juventud a ese "casi" y ha ganado. Jugada emocionante»8.
Cuarenta años más tarde de sus glosas críticas a Flaubert o Valéry y esta vez en
su conferencia sobre Góngora, que constituiría una de las conferencias en la cátedra
Charles E. Norton de la Universidad de Harvard, que formaron su libro Lenguaje y
poesía (1961), escribió: «Poesía, por lo tanto, como "lenguaje construido". Si toda
inspiración se resuelve en una construcción, y eso es siempre el arte, lo típico de
Góngora es la abundancia y la sutileza de las conexiones que fijan su frase, su estrofa.
Nunca poeta alguno ha sido más arquitecto. Nadie ha levantado con más implacable
voluntad un edificio de palabras»"
Sí. El gongorismo de Guillén fue mucho más hondo que una eventual ya tópica
participación en el homenaje sevillano. Tampoco es un gongorismo entregado sólo a la
predicada en los manuales condición de modernidad de las imágenes y metáforas del
poeta cordobés. Afecta a algo mucho más profundo: al reconocimiento en Góngora de
una maestría en el modo de laborar el poema y la estrofa, de un cuidado en la conexión
más insospechada, de una entrega a la composición poética como «meta de perfección»
y como «escrupuloso quehacer». Añade Guillén:
Mientras tanto es la inteligencia con los sentidos quien tiende una red de
relaciones entre los objetos. Relaciones de carácter muy racional entre los objetos
sensibles: ahí está el quid de la poesía gongorina19.
La lectura del gran ensayo dedicado a Gabriel Miró, a mi juicio la mejor que el
prosista levantino pudo recibir, dice mucho del mundo de Miró, de la sensorialidad de
sus objetos y de las palabras que los evocan y los crean. Pero dice mucho también de la
estética literaria de Guillén, la que afecta a su modo de concebir la creación y en
consecuencia a las líneas básicas de su propio estilo de poeta. Cuando asistimos al
emocionado encuentro del crítico con un mundo de sonidos que se paladean en
palabras de la prosa lírica de Miró, asistimos al mismo tiempo a la crítica hecha por un
poeta, para quien esa forma de revelación luminosa por la palabra de la cualidad
rotunda de las cosas fue aliento constante para su propia poesía. Y de ese emocionado
encuentro arranca Guillén frases de crítico que parecen, son, versos de poeta, como los
que siguen:
Esa ironía inteligente, rara en los moldes de una tesina, será la que gobierne
buena parte del estilo de los artículos de prensa que configuran las series «Desde París»
y «Correo Literario» recogidas en Hacia «Cántico». Es natural que la grandeza de
Cántico haga que todo lo escrito por Guillén se mire hacia esa cima o desde esa cima.
También la coherencia de su quehacer lo favorece y la constancia de sus ideas que
perviven en sus diferentes épocas, intensificándose. Sin embargo, considero injusto no
valorar por sí mismos y desde su propio valor estos artículos de los años 20,
singularmente los escritos desde París. Por su perfecta y cuidada construcción, a veces
en forma de diálogo socrático, otras en forma monologal, están cuidando un estilo de
exposición en el que una idea es contrastada con sus contrarias en una ágil dialéctica
que en los primeros artículos ve la presencia repetida de dos personajes: Alec y el señor
Manrique, juvenil uno y maduro y reflexivo el otro. Otras veces repite el personaje don
Esteban. Hay en esos cuadros verdaderas viñetas satíricas de costumbres, arrebatadas a
la actualidad del momento por un suceso que se comenta entre los personajes, pero
siempre con un hábito de trascendencia y con cuidado estilo.
El prefacio muestra lo que para mí es cada día más evidente: que has llegado
(¿acaso yo también vaya por ahí?) a la época del moralista satírico. Se te ve (sic) en el
verso, y en la prosa de los ensayos y las comedias. Tienes que escribir tus Sueños, tu
Hora de todos, tienes que desarrollar cada día más profundamente ese sentido irónico,
sarcástico, cómico (tragicómico) del Bien y del Mal -y sobre todo del Error - o más
concretamente de la Tontería Humana`.
En el hermoso y rico diálogo epistolar de los dos amigos poetas, ofrecen ambos
testimonios de idéntica preocupación social, que les hace comentar los horrores de la
guerra, los mil problemas surgidos por una civilización que no se encuentra a sí misma
y que se depaupera. Es emblemática, y buen ejemplo de otras muchas, la carta núm.
177, extensa reflexión de Guillén sobre el hombre de su tiempo y la civilización
norteamericana que les rodea23.
-Hay continuidad en esta veta, más irónica en los años 20, mucho más teñida de
honda reflexión moral en las cartas al amigo fiel. Aunque sin olvidar aquellos muchos
momentos del epistolario en que la vena mordaz y sarcástica se vierte contundente
sobre algunos colegas miopes del hispanismo o frente a la mediocridad de una
atmósfera falsa. No sabían los Peers o las profesoras del Departamento entregadas a
rutinarias reuniones que eran observados por mirada tan inteligente. Los artículos
escritos desde París están llenos de esa veta sarcástica que aborrece sobre cualquier cosa
la vulgaridad y superficialidad de lo consabido y aceptado sin más compromiso.
Ofrezco tan sólo un ejemplo, de 1924: se ha publicado en París una edición traducida
del Oráculo Manual de Gracián. Lo celebra Guillén. Pero advierte de inmediato que
Gracián viene envuelto en una no deseable atmósfera de «hombre a la moda». París
hace una lectura de salón de un Gracián mucho más hondo que la imagen grácil y
descomprometida que de él da el editor. Y anota Guillén esta reflexión, que selecciono
entre otras:
El registro irónico alterna con otro a lo largo de sus escritos de crítica literaria: la
del creador que vive los textos y como escritor que es sabe diagnosticar de inmediato
dónde se encuentra su novedad o su aportación fundamental. Un ejemplo, espigado
entre muchos, de esta sensibilidad: su saludo a la renovación radical que Valle-Inclán ha
impuesto a la lengua literaria. Entusiasta, comenta en 1924 Cara de Plata. Pero hay
mucho más que entusiasmo. Hay la sagacidad de adelantar juicios y valores que la
historia de la recepción de los textos confirmaría luego. Por ejemplo, que Benavente
estaba ya del lado conservador en cuanto a estética literaria, que Azorín estaba
perdiendo a los lectores jóvenes, que éstos estaban con Valle-Inclán, autor dramático y
prosista que llevaba la lengua literaria al futuro renovado.
Ótro rasgo puede pulsarse en este mismo artículo: la calidad de escritor le hace
arrancar a su prosa crítico-literaria certeros perfiles en el dibujo de un estilo, hechos con
frase de creador. Como cuando da cima de este modo a un párrafo sobre Valle: «E irán
desfilando hidalgos y pordioseros, feriantes y chalanes, sacristanes y jaques, y todas las
cuentas negras del rosario gallego de Valle-Inclán»25.
Esa misma calidad de escritor que ve el desfile de personajes como las cuentas de
un negro rosario gallego se cubre de distinta tonalidad cuando se trata de glosar la
emocionante renuncia de don Quijote y su aceptación final de Alonso Quijano a ser él
mismo. En efecto, el ensayo de 1952 que nació como conferencia titulado «Vida y
muerte de Alonso Quijano» es fundamental para pulsar esa excelente tonalidad de
crítico-escritor, ésta es, en la madurez de su actividad y de su vida. Por la sensibilidad
para percibir la importancia de los últimos capítulos del Quijote en el diseño total de la
obra y en su estructura significativa, pero también por pulsar en ellos el gran tema de la
muerte y de la renuncia. Perspicacia y madurez une a Guillén al hondo sentido poético,
que le lleva a páginas magistrales, que captan como pocas el mismo profundo sentido
poético de la muerte de Alonso Quijano-Quijote, en ese momento donde el desenlace es
ya «último acto heroico de quien no puede hacer suya una vida sin heroísmo [...] Se
murió el gran caballero a la altura que le correspondía, en puntual concordancia con su
propio ser»26.
Hasta aquí hemos visto unos apuntes sobre la unidad fundamental del escritor y
el crítico, que tan singular hace su labor crítico-literaria. En lo que sigue intentaremos
situar esa crítica en el contexto de su tiempo: ¿Qué incorpora o asume la crítica literaria
de Guillén? ¿Dónde situarla, en el complejo horizonte intelectual de su tiempo?
Mas ¿no convendría que el clásico, para llegar a serlo de veras en el futuro,
comenzase por penetrar con irreverencia en la Exposición? Sí. Para ser un buen clásico
el día de mañana, hay que comenzar en el día de hoy por ser un buen bárbaro.
¡Ay de los que nacen clásicos, como recién nacidos ya barbudos! Sí, sí. Primero,
algarabía en las Exposiciones. Y después, en el museo, santa conversación por los siglos
de los siglos30
Por idéntico motivo llega a celebrar una versión no muy ortodoxa del
Misántropo de Moliére que se sale valientemente de los consabidos tópicos de las
representaciones acartonadas de la Comédie Francaise31. La estética de Guillén se deja
apresar mal por cualquiera de los dos lados, el del clasicismo o el de la modernidad,
considerados en sí mismos y por separado. Si he dicho que es Jano bifronte intelectual
es por esta propiedad de celebrar lo moderno, pero al mismo tiempo denunciar en el
cubis mo un cierto dogmatismo o denigrar contra las gansadas y los arabescos de cierto
arte con estética asimilada a la música negra. F.Lázaro ha podido comentar el gusto
clasicista de Guillén precisamente a propósito de la ridiculización moral y estética que
hace en sus artículos «Negritos» y «Más Negritos» a ciertos gestos de la actual
vanguardia resueltos a la postre en «chocarrería bufa de guiñol» 32. Por extremosidad
de éste abjura del surrealismo con entusiasmo. No necesitamos insistir en el gran
modelo de Flaubert, en la entrega a una composición medida y ajustada, a un
pentagrama severo y autoexigente. Pero simultáneamente celebra a Apollinaire.
Veamos el siguiente texto de 1924, donde tal carácter bifronte es palmario:
Ese destino así problemático daba al español una especie de irrealidad vaga
irresoluta. Hamlet al borde de la historia. «Basta, basta. Necesito ser tan real como un
europeo cualquiera.» Yo personalmente no me sentía fuera de aquel Viejo Mundo. En la
estación de Valladolid contemplaba, niño, aquellos vagones de los Grands Express
Européens. Y se me iban los ojos en pos de aquel tren que me llevaría a Europa con toda
naturalidad35.
Al trazar arriba las que he entendido líneas básicas del perfil intelectual que
dibuja la crítica literaria de Guillén, nos hemos encontrado repetidas veces con su crítica
al Romanticismo, casi siempre vinculada a otros dos conceptos: el de realismo
documental y el de sentimentalismo. Conviene recorrer el antirromanticismo de
Guillén, pues constituye una posición neta de renovación en el proceso histórico de las
corrientes literarias, de la que Guillén fue consciente.
Y muchas veces, luego que tanta curiosa noticia se ha reunido en torno al texto
literario, no se llega a penetrar directamente en éste [...] Y después de que se ha
reconstruido sólida y minuciosamente la época y vida del poeta, el crítico da fin a su
labor sin decir nada de la propia lírica. La narración biográfica es generalmente el
subterfugio del que se vale el crítico para comentar un texto cuando es incapaz de
interrogarle directamente [...] Todo crítico que empieza desplegando una gran batería
de datos y documentos biográficos anuncia casi siempre una suma pobreza ideológica
31.
Hay que subrayar, empero, que en los medios académicos españoles y también
franceses a los que va dirigido este trabajo, tal posicionamiento, a la altura de 1919, no
era marchar a favor de la corriente, pues predominaban los críticos positivistas del dato
y la concepción de la obra como documento. Subrayo este hecho porque en la misma
obra se refiere ya Guillén a Coleridge, siguiendo una argumentación de Baldensperger,
según muestra muy bien K.M.Sibbald. Baldensperger, al que otro Guillén, Claudio, ha
llamado uno de los fundadores de la «hora francesa de la Literatura Comparada»41. El
joven Guillén apostaba, pues, por la modernidad antirromántica y antipositivista. Y no
lo hacía por moda juvenil o por ímpetu iconoclasta. Afirmó entonces una constante que
conviene tener en cuenta y que será ya uno de los pilares de su ideología crítica: el
fenómeno de la obra como lenguaje, y una cierta autonomía de éste respecto a su
creador, precisamente porque el creador, las más de las veces, así lo ha querido.
Llamo la atención sobre las muchas veces en que Guillén a lo largo de su obra
crítica ha hablado del «disfraz del autor». Ya en este primer trabajo habla del «disfraz
retórico», se refiere a Coleridge, consciente de que esa «distancia irónica» - aloofness-,
«ruptura de contacto, reserva distanciada» es frecuente en los escritores42, que a veces
construyen su obra con el propósito de «cambiar o disfrazar el yo real auténtico en un
retrato conscientemente ficticio»43. Vuelve a recordarlo, a propósito de la ocultación
que Góngora hace de su yo, en el ensayo incluido en Lenguaje y poesía, y en ese mismo
libro advierte contra la genetic fallacy en la interpretación de San Juan de la Cruz44.
Geneticfallacy, como se sabe, era un sintagma introducido en la crítica literaria
norteamericana por los representantes del New Criticism para criticar los excesos de las
interpretaciones documentalistas de la crítica positivista y está muy en consonancia con
la tradición crítica de la «retórica de la ironía» que autores como Eliot, Empson, Brooks
y otros muchos críticos norteamericanos comprometidos con una renovación del
método crítico-literario quisieron revindicar.
A la luz de una conciencia poética. Fue esa conciencia de creador preocupado por
encauzar su inspiración, por domeñar la palabra, fueron las glosas de la propia poética
de Valéry las que influyeron en Guillén. En una de las cartas a Pedro Salinas vuelve a
ponderar las prosas breves de Valéry. Sobre ellas dio en 1946 una conferencia30.
F.Lázaro ha analizado los límites y el sentido de la influencia de Valéry en la poética de
Guillén, lo que nos exime de insistir en este extremo, para lo que remitimos a ese
estudio fundamental''.
Por eso es creación. Lo elucida T.S.Eliot: «When a poem has been made,
something new has happened, something that cannot be wholly explained by anything
that went before. That, 1 believe, is what we mean by creation.» La creación instituye
una totalidad que no estaba en la experiencia, cuyos materiales se transforman,
superados. Entiéndase mejor la frase [de Miró] «Quizá por la palabra se me diese la
plenitud de la contemplación». Contemplación creadora53.
Más lejos trabajan los investigadores de copiosa labor y dato suelto. Beneméritos,
dignos de aprecio y, en algunos casos, de admiración: ¡acarreadores! Traen los
cartapacios atiborrados; y a nuestra vista van y ¡zas!, los descargan 56.
Filólogos, de los que le separa el afán cientificista de ellos, eruditos que salen
peor parados. Y Guillén concibe, en el centro y como posible, una crítica recreadora del
texto, una crítica que lo ilumine al margen de las notas y que explícitamente relaciona
con la de T.S.Eliot o con la practicada por su amigo Pedro Salinas, con quien se
identifica también en esto. Sobre el debate entre erudición y crítica y sobre la ausencia
de notas de aparato crítico en el libro de Salinas sobre Rubén Darío advierte: «Ese pleito
de las notas es ridículo: ¡Señor! Si ha habido siempre dos modos: el histórico y el crítico.
La Hispanic Review y T.S.Eliot. Acabo de releer tu Rubén Darío... ¡Admirable !»57
Y continúa Guillén haciendo ver que cada artista hará una cosa diferente con el
lenguaje. Para unos, bien por experiencia mística (San Juan) o por visionarios (Bécquer),
el lenguaje será insuficiente, otros lo tendrán como su mejor amigo y aliado (Góngora,
Miró). Habrá incluso quienes no querrán distanciarlo mucho de la lengua de la
conversación (Berceo). Y añade Guillén: «¿No sería tal vez más justo aspirar a un
"lenguaje de poema", sólo efectivo en el ámbito de un contexto, suma de virtudes
irreductibles a un especial vocabulario?»6'
Basta con leer la poesía de Guillén para advertirlo. Una poderosa convicción
anima su poesía y su poética: que la palabra crea.
Fijémonos en este texto, porque aparece aquí un concepto que puede servimos de
pórtico a la explicación del otro éxito: el institucional, muy superior en el caso de esta
Antología, al comercial o editorial. Me refiero al concepto que aparece en las frases
«citando como modelos, singularmente el de 1932 [...] áncora y guía de profesores y
desesperación de poetas y aficionados». Ya aparece el concepto de «modelo» y «áncora
y guía de profesores». Este tipo de éxito fue rotundo. Logró G.Diego in tervenir muy
directamente en el «estado de la cuestión» de la Historia de la poesía, y lo hizo por su
influencia en profesores y poetas que en la «Institución literaria» rigen el tipo de éxito
capaz de intervenir en la historia posterior, perpetuando o fijando una norma o ideal
estilístico, que se proyecta sobre la Historia Literaria posterior. La Antología fue pues
un éxito en lo que tiene de enseñanza o virtual ejemplificación de un modelo.
Afortunadamente y gracias a Andrés Soria y a Gabrielle Morelli7 se tiene hoy una
documentadísima historia de la recepción pública (reseñas, polémicas) y privada de la
Antología, en sus dos ediciones. Es una historia apasionante y un buen ejemplo de las
diversas voces que intervienen en la constitución de un concierto literario. Y esa
recepción polémica que cartas de amigos saludan como una buena señal y augurio de
éxito8, es índice desde el comienzo de una cuestión: la de la representatividad de los
artistas seleccionados y los criterios para dejar fuera a otros. La mayor polémica no
surge por el mejor gusto o peor de Gerardo Diego, sino por la relación entre Antología e
Historia Literaria, esto es, porque la de Diego reescribe en cierto modo la tradición,
instaurando una nueva.
Mirada como tal conjunto, la poética de esta Antología sólo brilla en breves
instantes, y adolece de una falta de inserción en la problemática de la poesía del
momento y de la renovación real de ideas. Es más avanzada y comprometida la obra
creativa de estos poetas que la reflexiva, y muy pocos profundizan en alguna idea
original, destacando entre los que lo hacen, las aportaciones de A.Machado, que destacó
con mucho al glosar una idea con gran vigor reflexivo, y Jorge Guillén, quien sí
incardina su aportación en la discusión del momento: la de la poesía pura y la defensa
de la poética de Valéry frente al Romanticismo acomodaticio de la «inefabilidad»,
profesado por doquier en la misma Antología. Hay, como veremos, muchas zonas de
interés en otras aportaciones, incluso para medir su grado de conexión con tópicos de
su obra, pero, como diagnóstico general, considero que si la Antología de Diego tuviera
que reflejar una estética de la modernidad y una idea de cambio respecto a la estética de
finales de siglo, no lo conseguiría, puesto que, salvo las excepciones que indicaré, es una
poética bastante conservadora y muestra poca riqueza y hondura reflexiva entre la
mayor parte de los participantes en la Antología, no pudiendo de su análisis deducirse
una homogeneidad o concordancia de ideas de una misma tradición, y tampoco una
variación fundamental entre las más jóvenes respecto a las mayores. Si a las poéticas
solamente tuviéramos que atenernos, el concepto de un «estilo» entendido como la
convergencia de ideas y principios no justificaría su agrupamiento unitario.
Otro grupo lo forman quienes se limitan a una breve nota declarativa en que
dicen o no tener poética o no estar interesados en hacerla o ser tal tarea inútil, puesto
que la poesía es un fenómeno poco asequible a la poética. De ese modo, con distintos
matices, pero defendiendo siempre inasequibilidad de su poesía a una poética,
responden Unamuno, Manuel Machado, José Moreno Villa, García Lorca, Antonio
Espina, etc. Si bien es muy distinta la actitud de Unamuno, quien reniega de preceptos
(pág. 128), o la de García Lorca, quien dice no poder hablar de su poesía y remite a
ciertas conferencias suyas en las que ha hablado de la poesía en general, para terminar
aclarando que entiende la poesía como una síntesis de inspiración y de técnica y
esfuerzo (pág. 485). Muy distinto esto, insisto, de quien como Ernestina de
Champourcín adopta una típica pose antiintelectualista y dice no tener conceptos,
porque la vida le arrebató los pocos que tenía (¡y lo dice a los 26 años!) (pág. 547).
Hay, por último, quien, como Marquina, se entrega con esfuerzo y mucha
reflexión a ofrecer una poética, pero que refleja una estirpe muy tradicional.
Del contenido concreto de las poéticas la única vía de unión entre todas ellas, el
concepto que todos comparten, es el elitismo de la creación poética. Lo mismo Darío
que Valle-Inclán o Salinas y Aleixandre han glosado el carácter especial de tal
comunicación y su naturaleza minoritaria. Con mayor o menor explicitud el ser de la
poesía un lenguaje excelso que separa al poeta del resto de los hombres y concierne a su
producción un «estado de gracia» es tópico en el que todos coinciden. Rubén había
hablado directamente de una «aristocracia del pensamiento» separada de «la
mediocridad y de las muchedumbres» (pág. 91), lo que Valle-Inclán asocia de inmediato
a una oscuridad fundamental basada en un «abismo de emociones que lo separa del
mundo» a la espera de que su verso enigmático sea entendido por las generaciones
futuras (pág. 156). Unamuno considera que todo poeta es un hereje, un heterodoxo
(pág. 129), y tal apartamiento es justificado por casi todos en la idea de la ex celencia y
jerarquía superior de la propia comunicación. José Carlos Mainer ha analizado el
contexto social y cultural en el que se gesta tal elitismo, que penetra toda la Edad de
Plata, hasta ser uno de sus vectores más claros de afirmación de época. En el caso de los
jóvenes burgueses de la Generación del 27, tanto los scholars como los vanguardistas,
coincidían desde un origen social acomodado en la excelsitud de su arte". El
sentimiento de ser minoría literaria fue un sentimiento abrazado con entusiasmo por
quienes habitaron la Edad de Plata, que les hacía concebir la vanguardia formal como
una forma de selección minoritaria inherente a la modernidad y a un talento superior.
Todas las poéticas de la Antología vienen a hablar de tal elitismo de uno u otro modo;
desde quienes como Salinas reclaman una forma superior de interpretación y saludan le
malentendu y la Iluminación súbita, herederas claras de la divisa del simbolismo
francés, que penetra toda su poética (págs. 379-380), hasta quienes, como Aleixandre en
la edición de 1934, fundamentan tal elitismo en un misticismo panteísta de carácter
típicamente neoplatónico: «el genio poético - sostiene - escapa a unos estrechos moldes
previos que el hombre ha creado como signos insuficientes de una fuerza incalificable»,
pero también, «fuga o destino hacia un generoso reino, plenitud o realidad soberana,
realidad suprasensible, mundo incierto donde el enigma de la poesía está atravesado
por las supremas categorías, últimas potencias que iluminan y signan la oscura
revelación para que las palabras trastornen su consuetudinario sentido» (pág. 558).
¿Puede casar toda esta defensa de la inefabilidad con el nuevo estilo que
presupone una poética moderna, una poesía «pura»? La contradicción y la convivencia
en las poéticas de la Antología de antiguos y modernos las muestra muy bien la
intervención de Jorge Guillén, quien dedica la mayor parte de su carta a Fernando Vela
en 1926, que es su contribución a la obra que analizamos, a combatir precisamente el
misticismo de la inefabilidad que remite la excelsitud poética a un estado de gracia. Un
neorromanticismo sentimental de estirpe idealista que J. Guillén concreta en el libro de
Henri Brémond y que es precisamente lo que los jóvenes deberían combatir. Con
rotundidad afirma: «No hay más poesía que la realizada en el poema y de ningún modo
puede oponerse al poema un "estado inefable" que se corrompe al realizarse y que por
milagro atraviesa el cuerpo poemático» (pág. 403). Y es su resistencia al
neorromanticismo sentimental de lo inefable místico lo que le lleva a su conocida
homología del poema con la matemática y la química como esferas de la depuración del
sentimentalismo y afirmación de una esencialidad. Explícitamente se refiere Guillén a
un nuevo estilo que quiere que sea el de «los jóvenes», en la estela inaugurada por Poe y
seguida por Valéry. El joven Guillén, deudatario de la atmósfera renovadora respirada
en París, interesado en una nueva estética del poema como realización verbal12,
convive mal con la mayor parte de los defensores de su inefabilidad definida desde el
estado de gracia, alojados muchos de ellos en esta misma Antología.
También es fundamental, pero ya lo destacó A.Soria y había sido citado por otros
muchos, la renuencia y explícito desacuerdo de Machado con la joven poesía, que
consideraba demasiado conceptual y abstracta.
Sin embargo, hay otro detalle de interés para la genealogía de sus conceptos de
poética vertidos luego en Poesía Española. Apunta que «la Poesía es un nexo entre dos
misterios: el del poeta y el del lector» (pág. 424) y más adelante ensaya un primer
acercamiento al mecanismo de la producción poética y su intención creadora cuya
virtualidad «consiste en producir en el lector una conmoción de elementos de
conciencia profunda igual o semejante a la que fue el punto de partida de la creación»
(pág. 425). No sólo la temprana consideración del lector en el proceso de configuración
de la comunicación poética, que sin duda Dámaso debía a una influencia de ambiente
de la fenomenología, movimiento entonces triunfante y de hondo calado en la tradición
estilística y en la escuela española: también tiene importancia esta breve poética por
acertar en ella un esquema de conexión intuitiva autor-lector, que será luego uno de los
vectores que organizan su libro Poesía Española y una de las especificidades de su obra
teórica.
No valía la pena ir poco a poco olvidando la realidad para que ahora fuese a
recordarla y ante qué gentes. La detesto como detesto todo lo que a ella pertenece: mi
familia, mis amigos, mi país.
No sé nada, no quiero nada, no espero nada. Y si aún pudiera esperar algo sólo
sería morir allí donde no hubiese penetrado aún esta grotesca civilización que envanece
a los hombres (pág. 752).
Quizá por todo esto y porque Cernuda fuese consciente de haberse dejado llevar
por un arrebato, plantea una modificación sustancial en 1934 y hace un gesto de
distancia respecto al muchacho que escribió aquel alegato. Escribe en 1934: «En 1932,
solicitado, obligado casi, por el colector de esta Antología, escribí las siguientes líneas»:
y reproduce íntegra la lamentación (por supuesto no la poética de Eluard Morenos Vila
que se notan añadidos mitigadores de Gerardo Diego). Y continúa Cernuda con una
leve autocrítica y autodistanciamiento respecto al muchacho que escribió aquello, dos
años antes: «Ahora, en 1934, el muchacho que yo fui, ¿qué relación tiene con el hombre
que soy? No sé por qué intento justificar esta diversidad de un espíritu, que sigue a lo
largo de los días su destino vital. Tal vez piense, al escribir esto, en alguien que no
conozco. Y entonces el origen de estas nuevas líneas sería una tentativa para acertar el
deseo, mi deseo a la realidad. Pero, puedo decirlo, en nadie creo» (pág. 581).
Aunque la teoría del género como discurso externo de Poética adolece de las
limitaciones apuntadas, la lírica ha conocido, en contrapartida, una especial capacidad
para proponerse como discurso interno de naturaleza susceptiblemente general y con
ambiciones de metapoesía. En el desarrollo de la lírica europea contemporánea
conviene atender a un fenómeno que este estudio pretende en parte glosar: la capacidad
de comunicación de teoría y praxis lírica, de modo que ambas han tenido puentes de
intercomunicación. Este fenómeno tiene una definitiva confirmación ya que en el
Romanticismo, cuyos principales brotes teóricos los llevan a cabo filósofos pero también
poetas o autores que fueron ambas cosas a la vez. Goethe, Schiller, Herder, Schelling,
los Schlegel, Hegel, Novalis, Wordsworth, Coleridge, Hugo, sientan las bases de una
poética de la lírica cuya significación supuso nada menos que una ruptura radical - por
la vía de la afirmación del subjetivismo como principio temático objetual, modal y
pragmático - con la lírica anterior (susceptible de calificarse como género mimético).
Pero supuso también una radical comunidad de intereses y comunicación recíproca
entre la teoría y la praxis artística, hasta el punto de que la lírica creada por los poetas
posteriores al radical brote romántico ha adoptado las formas, tonos y orientación
pragmático-comunicativa diseñada por los poetas teóricos del Romanticismo.
Una de las vertientes más poderosas de esta concepción absoluta del lenguaje
lírico ha afectado incluso a su orden discursivo, como veremos, pero sobre todo ha
impedido que la lírica sea campo de receptividad para los discursos no líricos. Cuando
M.Bajtin contrapuso una concepción ptoloméica del lenguaje a una concepción galileana
pudo observar la propiedad intensamente monológica y absolutizadora del lenguaje del
poema, a diferencia del lenguaje polifónico, plural y ampliamente abierto a los
discursos sociales del género novela. Bajtin llamará lenguaje autoritario al de la lírica
precisamente por este fenómeno particular de proponerse como singular y único,
alejado de los dialectos sociales no literarios:
Pero, por encima de estas constataciones, interesa aquí subrayar que la crítica de
Bajtin hacia la concepción de un lenguaje poético singular y único, absoluto, no hace
sino reconocer una convención de la que nuestra cultura participa: la experiencia que el
poeta tiene con el lenguaje es primigenia, fundacional, instauradora y, aunque el
poético no sea otra cosa que un discurso más, se propone asimismo como el lugar de
despliegue de la instauración del lenguaje como venero creativo, expulsando de su seno
toda virtualidad de representación de otros lenguajes o mimetización de otros
discursos, como no fuera del religioso, curiosamente la otra esfera de la absolutización
de la experiencia y, casualmente, íntimamente unido al espíritu de los románticos
europeos (H.G.Schenk, 1966; Abrams, 1953; Harmen, 1980; Bowra, 1969), que además
consideró la poesía como su rival.
Igual ocurriría con el tú poético, que a veces tiene un referente designado por el
propio texto y aun en esos casos el valor de la referencia se amplía para abarcar al lector
y en otros al sujeto mismo (yo), en un proceso claro de identificación con quien ha
escrito. «La fuerza ilocutiva de una poesía - escribe F.Lázaro (1984: 47) - es siempre una
invitación al lector a que asuma el mensaje como propio. Esta relación pragmática [...]
me parece fundamental. Sólo por ello se explica el relieve del lector en la comunicación
lírica.»
La extensión del lugar y del tiempo está relacionada con la extensión de lo que
U.Oomen llama espacio de percepción o totalidad de los factores que le vienen dados a
los participantes a través de la situación, la cantidad de información extralingüística
compartida por los interlocutores en el acto comunicativo (objetos comunes,
acontecimientos presentes en la comunicación de habla, etc.). «En la comunicación
escrita no poética el hablante tiene que informar al destinatario de las circunstancias en
que se escribe en el caso de que quiera hacer referencia a la situación. En poesía, sin
embargo, mencionan a menudo objetos y acontecimientos como si vinieran dados por
un espacio de percepción y como si el destinatario formara parte de dicho espacio y
estuviera, por tanto, familiarizado con él» (U.Oomen, 1975: 145).
EL POETA
El poema que analizamos es el primer poema del libro Sombra del Paraíso y
adopta por tanto una doble posición: desde el punto de vista de la comunicación
pragmática establecida en el libro el poema se propone como una dedicatoria del
mismo, dirigida por el poeta a un personaje receptor que se define asimismo como
Poeta. Hay en el poema un marco pragmático que asume una locución como acto de
lenguaje con las fuerzas ilocutivas de la dedicatoria y el efecto doble ruego: que «oiga el
libro» para mirar la luz cara a cara, sin la mediación -y limitación - de la escritura. Tal
ruego final es resultado de un proceso de argumentación que gobierna la dispositio
textual según el siguiente esquema:
-No pasividad
¿Entonces?
Quiero decir que este poema, aparentemente caótico por la libertad de sus
imágenes, está gobernado por una poderosa estructura cuya dispositio implica al menos
una doble realización ilocutiva: el ruego (tanto de ser oído como de la negación del
«libro») y la argumentación, que plantea el poema como un proceso cuya conclusión es
resultado de afirmaciones anteriores y que da lugar a que la última estrofa, precedida
por la preposición «¿Entonces?», sea una consecuencia de lo dicho.
1. Macroisotopía «ESPIRITUALIDAD»:
-«Perceptibilidad máxima»
-«Espiritualidad visionaria»
-«Limitaciones humanas»
queconoces...
quesentiste...
-y en cuyas palabras...
Nótese que el índice de grado máximo para la perceptibilidad que el poeta goza
se muestra en atributos de irracionalidad, puesto que el poeta conoce el centro de la
piedra o el peso de una montaña, y además se marca la especial cualidad cognoscitiva
para sus atributos físicos de percepción: «delicada pupila», «ojo dulce».
El versículo 17: «Sí, poeta: el amor y el dolor son tu reino» actúa de coda-síntesis
de las dos líneas de contenido hasta ahora enfrentadas. «Amor» es lexema que lematiza
la unión del poeta con la naturaleza y su fusión íntima - cognoscitiva y sensible - con
ella. «Dolor» lematiza en cambio la isotopía de materialidad, de limitación cognoscitiva,
tanto del poeta como del vehículo elegido: el libro como «opacidad». Es, pues, este
verso la expresión feliz de la dialéctica de los dos haces isotópicos recorridos.
Las siguientes estrofas serán el desarrollo de esta dialéctica anunciada entre los
dos haces isotópicos: «Espiritualidad» (Amor) versus «Materialidad» (Dolor). No se
desarrollará tal dialéctica, como hasta ahora, en sucesividad, sino en simultaneidad, de
modo que en los siguientes versos sus sememas o grupos de sememas entrarán en
contradicción constante dentro de cada verso. El sema central de la isotopía
Espiritualidad va a adquirir una concreción por medio de la insistencia en el contenido
«luminosidad», recorriendo así Aleixandre el tópico tradicional de la luz profética y de
la capacidad visionaria de que goza el poeta. Veamos los términos de la dialéctica:
ESPIRITUALIDAD VERSUS MATERIALIDAD
Y mira a la luz cara a cara, apoyada la cabeza en la roca, mientras tus pies
remotísimos sienten el beso postrero del poniente
6.3. CONCLUSIÓN
Este libro posee un doble interés que guiará nuestro análisis: el que ostenta como
realización de un género literario muy concreto, el retrato, y el que cabe deducir de la
mucha información histórico y crítico-literaria de su contenido, pues además del
trazado de las semblanzas o evocaciones de personajes concretos, por el hecho de ser
todos los personajes seleccionados escritores españoles contemporáneos según son
vistos por Aleixandre, contiene mucha información crítico-literaria sobre sus gustos y
filiaciaciones literarias y sobre el diseño de su propia perspectiva sobre la historia
literaria española de este siglo.
Para esta última significación, con la que iniciaremos nuestro análisis, conviene
tener en cuenta el especial lugar ocupado por Aleixandre en la historia de la poesía
española del siglo xx, un lugar que excede con mucho el de sus propias aportaciones al
lenguaje poético en sus libros de poesía y que alcanza a su personalidad de albacea de
la herencia poética española. No hay historia de la poesía española del siglo xx que no
reconozca el magisterio que Aleixandre ejerció sobre las distintas generaciones de
poetas de la posguerra, para quienes vino a ser una especie de encarnación viva de la
idea de poeta y de poesía y un puente entre los jóvenes poetas de la posguerra y los de
su propia generación'. Un libro como el de su discípulo y amigo J. L. Cano, Los
cuadernos de Velintonia2, ofreció testimonio de esa casa de Aleixandre, en la calle
Velintonia, como el lugar privilegiado de encuentro entre los poetas mayores y los más
jóvenes de diferentes promociones, y de su figura como mentor, árbitro y autoridad
indiscutida que animó callada pero eficazmente a diferentes voces y estilos que se
fueron sucediendo en la historia de la poesía española.
Y comienza el retrato físico de Leopoldo de Luis como tal, para acentuar luego
sus virtudes morales.
Sorprende, por ejemplo, a Pedro Salinas escribiendo con sus hijos en brazos y
esta imagen paternal lejos de convertirse en pura anécdota es la que en todo el
fragmento se desarrolla, como metonimia de la desbordante humanidad y ternura de
don Pedro. El fugaz encuentro con Unamuno, de quien tanto podía haber dicho,
selecciona el talante monologal, nervioso y apasionado del vasco, su preocupación
política y su parecido inextinguible con personajes de sus novelas. De Gerardo Diego se
fija en su laconismo, en sus silencios, en su figura alargada, como una sombra. Todo el
fragmento se centra en esa imagen que queda de ese modo en la retina del lector, con
unas dimensiones plásticas muy eficaces. Quizá se deba tanto a esta intensidad de
desarrollo en profundidad de unos pocos rasgos, y a la enorme plasticidad de los
detalles reconstruidos con minuciosidad de orfebre un fenómeno común a Los
encuentros y que sobresale por sobre otras características: su memorabilidad. El lector
recuerda fácilmente cada escena con su personaje central y rara vez se mezclan en
nuestra memoria. Buena parte de los retratos son recordados con tal facilidad
precisamente por esa dimensión de escena con anclajes espacio-temporales muy claros
y delimitados, y por el desarrollo en profundidad de una anécdota, rasgo o actitud que
los convierte en necesarios a ese personaje del que se selecciona una cualidad
fundamental, anunciada ya en el título del fragmento: «El equilibrio de José María
Valverde», «En pie, Carmen Conde», donde la asimilación de la poetisa a una roca
fuerte domina toda su percepción, «Blas de Otero entre los demás», «Los contrastes de
José Hierro», etc.
Había transcurrido una gran cantidad de tiempo. Una larguísima, una tremenda
ausencia. Jorge Guillén pisaba de nuevo Madrid, después de muchos años. [...] Jorge un
poco menos afilado de carnes. Un poco más cargado, y no de sueño; como si la realidad,
ahora con gravamen, le hubiera dejado una huella sobre los hombros [...] Sonreía y
todavía una alacridad en los ojos transparecía al fondo, casi irónicamente. Y se trocaba
de vez en vez en una seriedad repentina. ¿Pedro Salinas? ¿Aquél amigo muerto? ¿Aquel
otro...? La enumeración se ensordecía con elegancia, retenidamente dolorosa, en una
relación desalentadora [...] No nombró la soledad, ni la tristeza, mucho menos el dolor.
La mano, más descarnada que antaño, más arrasada, se movía con expresividad. Estaba
allí la tensión de la figura. Las sensaciones se habían abrasado; la carne con ellas... (pág.
1184).
Dire, para finalizar este compendio de rasgos del retrato aleixandrino, algo sobre
el perspectivismo. De modo general se podría establecer un doble tipo de perspectiva,
muy diferente para los retratos de sus maestros y de los que podrían figurar como sus
discípulos. Los primeros: Baroja, Unamuno, Azorín, Ortega, Galdós, la Pardo Bazán,
etc., tienen en común la presentación de la figura del maestro desde los ojos admirados
del adolescente o del joven que a una cierta distancia los contempla callado,
emocionado, en actitud de admirado homenaje. Para todos dice algo de las propias
lecturas juveniles de la obra de esos maestros, se acerca a ellos sin atreverse a dirigirles
la palabra, con reconocimiento, en una perspectiva de contrapicado cinematográfico, de
abajo hacia arriba.
En cambio los retratos de los poetas jóvenes están construidos con una
perspectiva muy diferente. Diríamos que si no es de arriba hacia abajo, sí apresan con
frecuencia al retratado al nivel de la comunicación cordial y transparente, de la
confianza. A partir de Luis Felipe Vivanco predomina en casi todos los que le siguen un
rasgo: dar cuenta de una especie de biografía del personaje, de quien se narran su
procedencia, su ambiente y se dice algo sobre su carrera literaria inicial. Para Vivanco,
para Muñoz Rojas, para C.Conde, para Celaya, para Bousoño, para Valverde: todos
ellos actúan como poetas «presentados» por Aleixandre al público, con una perspectiva
que recoge su trayectoria fundamental y la comunicación de esa trayectoria con su
atmósfera o ambiente de procedencia (el andalucismo fino e ilustrado de Muñoz Rojas o
el adusto carácter montañés de Pepe Hierro).
Sobre la eficacia crítico-literaria de estos retratos puede dar cuenta muy bien el
dedicado a Luis Cernuda. ¿Habrá un rasgo más sobresaliente de la obra del sevillano
que el de la figuración, esto es, la distancia, la construcción de un personaje, de una
figura que se impone como máscara de su figura, elaborada sobre sí mismo, en lucha
por la identidad perdida? Pues bien, la aparente imagen externa que de Cernuda ofrece,
fijándose en el atildado manierismo de su atuendo y en el minucioso cuidado de su
pose, esconde toda una indagación sobre el estrato más profundo de la obra del
sevillano, la construcción de una escisión, de una fundamental otredad que se concentra
en la enamorada soledad de su deseo, distanciado ya de la realidad: «repetíase la
escisión, la doble onda se retiraba y la dolorosa resaca dejaba en seco el pie, lejano el
rumor de los otros, y el transeúnte haciendo apresurado su vía, desde la que, no sé si
con desdén, más seguramente con amor, miraba el allá, por encima de la realidad que lo
rodeaba» (pág. 1225). Poco más puede decirse y más hermoso sobre esa escindida
figuración con un ansia de realidad más allá de su desdén, seguramente con más amor.
Acaba, como último ejemplo que allegar aquí, la semblanza de Gabriel Celaya
con esta frase que resume la estética fundamental del vasco: «No seamos poetas que
aúllan como perros solitarios en la noche del crimen» (pág. 1265).
No quisiera finalizar este estudio sin decir algo del retrato de los dos amigos:
Dámaso Alonso y Federico. Son muy diferentes los dos retratos en estilo, en atmósfera,
en significación. De su amigo Dámaso recuerda Aleixandre unas escenas de julio de
1917, cuando lo conoció en Las Navas del Marqués. Podía haber seleccionado otras
muchas, pues estuvieron juntos desde entonces toda la vida, amigos y cómplices,
compañeros y asiduos contertulios, en los encuentros y en las despedidas siempre
fueron uno solo, como lo es el amigo íntimo. Pero ha quedado en la retina de
Aleixandre el rasgo más definidor de Dámaso: su entusiamo, su apasionamiento, su
vitalismo, su nervioso y acalorado desvelamiento de la entraña de los escritores. Los
paseos de Dámaso por la sierra, hablando de poesía, de sus lecturas juveniles, del
descubrimiento de una vocación y, como si fuese un secreto, de su ser los dos poetas,
pues nacieron a la vez para la poesía y sugiere incluso Aleixandre deberle a Dámaso ese
destino. La segunda escena o instantánea está dedicada a un rasgo que todos los que
conocimos a don Dámaso pudimos advertir: su dionisíaco vitalismo, su burlona
ternura, su zumboso humor. Un Dámaso lector pero no libresco, poeta pero sobre todo
hombre desbordado en su humanidad vitalista.
Pasa luego a decir que es único y diferente pero siempre el mismo, como la
naturaleza. Evoca su reír mañanero, su vinculación al paisaje de la tarde y de la noche.
Habla, como tantos otros lo han hecho, de su arrebatadora personalidad indefinible y de
un encanto más allá de toda racionalidad. Hay en este retrato un homenaje, que se
cierra sin embargo con una reflexión muy honda y original sobre un aspecto que muy
pocos han conocido de igual forma: la sima de dolor que animó una obra lírica más
densa y trágica que cuanto suponemos en una primera lectura. Y Aleixandre ya lo
destacó en 1937, y supo descubrirlo dando la primera noticia de los Sonetos del amor
oscuro en que esa tragedia y dolor se manifiestan.
Su corazón no era ciertamente alegre. Era capaz de toda la alegría del universo;
pero su sima, profunda como la de todo gran poeta, no era la de la alegría. Quienes le
vieron pasar por la vida como un ave llena de colorido, no le conocieron [...]. Amó
mucho, cualidad que algunos superficiales le negaron. Y sufrió por amor, lo que
probablemente nadie supo. Recordaré siempre la lectura que me hizo, poco antes de
partir para Granada, de su última obra lírica, que no habíamos de ver terminada. Me
leía sus Sonetos del amor oscuro, prodigio de pasión, de entusiamo, de felicicidad, de
tormento puro y ardiente monumento al amor, en que la primera materia es ya la carne,
el corazón, el alma del poeta en trance de destrucción. Sorprendido yo mismo, no pude
menos que quedarme mirándole y exclamar: «Federico, ¡qué corazón! Cuánto ha tenido
que amar, cuánto que sufrir» (pág. 1210).
El poeta es siempre quien ve más hondo, aquella criatura que es capaz de oír el
canto de una piedra o el susurro suave de un bosque en nuestras venas adormecido.
Aleixandre, que ha sido poeta sobre toda otra cosa, ha mostrado en esta galería de
retratos cuánto puede un poeta hacemos ver sobre otros, más allá de la primera
apariencia, allá donde el universo todo pero también los demás hombres parecen un
libro abierto, con un lector privilegiado asomado a él.
«Todo poeta es, o debe ser, un crítico, un crítico silencioso y creador.» Con esta
frase resumía Cernuda la famosa sentencia de su modelo Charles Baudelaire, quien
había proclamado en un pasaje de su ensayo sobre Wagner: «Tous les grands poétes
devienent naturellement, fatalement, critiques»'. Pero no todos lo poetas han formulado
explícitamente las bases de su pensamiento, ni tienen una obra crítica asentada. No la
tienen García Lorca o Alberti, por citar dos ejemplos de la generación cernudiana, en
tanto que sobresalen mucho en sus ensayos literarios tanto Pedro Salinas como Jorge
Guillén, por no referirme a Dámaso Alonso, que tuvo en la crítica literaria su labor más
constante.
A la luz de los dos extensos volúmenes de prosa cernudiana editados por Derek
Harris y Luis Maristany no puede decirse que la crítica literaria fuese en Cernuda una
actividad circunstancial, pues sus ensayos en este terreno superan las mil páginas, y
tampoco puede sostenerse que fuese una actividad centrada en un momento concreto
de su biografía. Contrariamente al tópico que supone un mayor desarrollo crítico
proporcional al menor desarrollo creador, Cernuda fue aumentando sus intervenciones
críticas notablemente, conforme avanzaba su madurez intelectual y se hacía más hondo
su lenguaje poético, de modo que su obra puede servimos para desmentir esa proclama
de sequedad lírica como contexto proclive al ensayo. Es más, a partir de su estancia en
Inglaterra, se ve cómo aumenta su interés por la poética, lo que hace patente su libro El
pensamiento poético en la lírica inglesa (s. XIX). Cuando se enfrenta en ese libro a
Coleridge dedica dos terceras partes del ensayo a resumir las ideas contenidas en la
Biographia Literaria del poeta inglés y mucho menos espacio al análisis de las Lyrical
Ballads, lo que repite cuando se trata de Percy Shelley, de quien analiza en mayor
medida su Defence of Poetry que su poesía, o en el caso de la correspondencia de Keats.
No todos los poetas ejercen la crítica literaria con igual acento y significación.
Podríamos configurar dos tipos distintos de crítica de poetas: por un lado, como es el
caso de Salinas o Dámaso, o el propio T.S.Eliot, aquéllos en quienes resulta difícil
comunicar su pensamiento y actividad de ensayistas o críticos con su obra creadora. Por
ser catedráticos universitarios o por otras circunstancias, muchos poetas como los
citados han desarrollado una importante tarea crítica sin que ésta tenga mucho que ver
con sus versos. Pero hay otros en los que esa comunicación entre obra creadora y talante
crítico se da de manera estrecha, tanto por la selección que hacen de su corpus de
intereses o referencias, como por la posibilidad de tender puentes entre conceptos de su
pensamiento y su lenguaje lírico. Así el Jorge Guillén que descubre en Góngora o en
Gabriel Miró su entusiasmo por las cosas, así también Cernuda y su descubrimiento de
la poética del monólogo dramático en la lírica inglesa, que tanto influyó sobre sus
últimos libros de poesía, así el Gil de Biedma que lee a Auden, todos ellos poetas cuyos
hallazgos reflexivos pueden arrojar luz indirecta sobre momentos de su búsqueda de
lenguaje poético propio.
En tal sentido el poeta escribe sus versos cuando no puede hallar otra forma más
real a su deseo. Por ello un poeta es casi siempre un fantasma, algo que se arrastra
lánguidamente en busca de su propia realidad [...]. Volviendo a nuestro poe ta, los
demás lo entienden mal y pretenden «saberlo» o lo que es peor juzgarlo: estúpida
blasfemia [...]. Es de nieve por fuera y de llama por dentro. Quien lo toca se hiela
mientras él se abrasa. No sabe amar y está amando siempre [...] no sabe vivir y está
vivo. Su sitio no está en parte alguna. Siempre deseará un lugar diferente. Él es el
«extranjero». Busca la realidad, es decir, la verdad y la poesía. ¿Dónde están? Tal vez
sea él mismo la verdad, él mismo la poesía (Prosa, vol. II, pág. 48).
No se me pregunte más sobre ese poder, porque nada sabría decir. Lo presiento,
pero no lo comprendo. Además ¿cómo expresar con palabras cosas que son
inexpresables? (ibíd., pág. 605).
Pero habrán visto por las citas reproducidas que en esa conferencia aparece ya
un hecho muy significativo del ensayismo de Cernuda: no ofrece tales ideas como ideas,
sino como experiencias por él vividas, propias, como si su condición de poeta hubiera
nacido de su biografía misma, de etapas de su propio destino de hombre y de su
aprendizaje del vivir. Cernuda produce de esa forma un sincretismo muy notable entre
lo recibido como pensamiento, lo leído como poeta y lo experimentado como hombre.
Erraríamos si quisiéramos jerarquizar los tres estratos o considerarlos por separado.
Porque él mismo no se encuentra interesado, según podemos ver que hace en esta
conferencia y haría después en «Historial de un libro», en separar tales estra tos.
Pensamiento poético, necesidad lírica y experiencias personales se imbrican y anudan
de tal forma que el poeta ofrece la cultura poética y cuanto dice sobre la poesía como si
fuese el resultado de una fatalidad, de un destino personal inevitable en quienes lo
poseen, y por tanto una experiencia vital, no solamente unas ideas recibidas o unas
lecturas hechas.
Antes sostuve que uno de los pivotes en los que descansa el cosmopolitismo
crítico, pero también el sentimiento de extranjeridad de Cernuda, es su convicción de no
pertenecer a una comunidad cultural consolidada, por renegar en parte de los
supuestos críticos en que se asentaba la difícil y no lograda plenamente modernidad
española. En el comienzo de su fundamental libro Estudios sobre poesía española
contemporánea señala cómo el final del siglo xviii y el primer Romanticismo (Blake,
Hólderlin, Lepoardi, Nerval) sientan las bases de la modernidad poética y añade:
«época que entre nosotros por desgracia no puede cifrarse en nombre alguno, ni obra
alguna de poeta» (Prosa, 1, pág. 76).
Hay sonetos admirables de Lope, unos pocos en las Rimas sacras y en los
Templos Divinos, cuya falta sería lamentable para nuestra poesía y nuestro recreo como
lectores de ella, pero, repitamos, ¿podría extenderse esa misma opinión a toda su
enorme obra lírica? Tal vez no se diría posible. Entiéndase, además, que no sólo
aludimos a que Lope no parezca aportar a nuestra lírica algo esencial y no existente
antes de él, sino también a que su obra lírica sufre una terrible dilución, acaso a fuerza
de facilidad y habilidad versificadoras, y que, a pesar de tantos pasajes deliciosos como
en su obra ocurren, hay también una evidente falta de intensidad expresiva hasta en sus
composiciones mejores (Prosa, 1, pág. 694).
No son de ese tenor los juicios sobre Góngora, pues junto con Garcilaso y
Bécquer lo considera fundamental, pero es significativo que no dedique a Góngora
ninguno de sus ensayos. En general ocurre que a Cernuda le molesta el Barroco por su
carácter ampuloso y declamatorio, y en sus opiniones críticas siempre le vemos preferir
lo intimista frente a lo retórico, la tersura frente a la facilidad versificadora, la
contención intimista frente al énfasis.
Ni Modernismo ni 98, porque tampoco participa Cernuda del aprecio por los
escritores noventayochistas, excepto del primer Machado. Las referencias al 98 suele
hacerlas en general renegando tanto del castellanismo castizante como de su sentido
agónico. Claro es que quien disgusta a Cernuda es sobre todo Unamuno, y se percibe
que alguna vez, hablando sobre el 98, lo está haciendo sobre Unamuno, como cuando,
para ponderar a Galdós - a quien vindica como auténticamente moderno - escribe: «su
honestidad de artista le impidió utilizar su obra para hablar de sí y hacer en ella su
propio reclamo, como han hecho hasta la náusea las gentes del 98» (Prosa, 1, pág. 517).
Es de Unamuno claramente ya de quien dice: «Ha sido privilegio final de nuestro
tiempo el endiosar entre los hombres ese compuesto de la personalidad, nacido
precisamente para el apartamiento cerca de Dios. No sé si a otros ocurrirá, leyendo a
Unamuno, ante aquella exhibición persistente de su personalidad, apartar los ojos del
libro, como suele hacerse para no ver un espectáculo repulsivo» (Prosa, 1, pág. 509).
Disgusta a Cernuda la lectura unamuniana del Quijote, y prefiere vindicar un Cervantes
irónico, festival de risa, frente al Cervantes metafísico unamuniano. Si bien salva al
Unamuno poeta, porque pese a que «pronto asaltan al lector los defectos externos de su
poesía: la dureza de oído, la tosquedad de expresión [...] dichos defectos compensados
en lo posible por otras cualidades, no impiden que Unamuno sea probablemente el
mayor poeta que España ha tenido en lo que va de siglo» (Prosa, 1, págs. 120-121).
Esta convicción arranca de un principio general que enuncia del siguiente modo:
«Me parecen existir, con respecto a la acogida que los lectores les dispensan, dos tipos
de obras literarias: aquellas que encuentran a su público hecho y aquellas que necesitan
que su público nazca; el gusto hacia las primeras existe ya, el de las segundas debe
formarse. Creo que mi trabajo corresponde al segundo tipo» (Prosa, 1, pág. 641).
Es decir, que Cernuda está convencido de que el canon poético está por decidir,
es mudable, y puede verse modificado con los años. Es una convicción que arranca de
una perspectiva histórica que le hace lúcido y consciente de que así ha ocurrido muchas
veces. Lo enuncia muy claramente cuando al comienzo de sus Estudios sobre poesía
española contemporánea hace un excurso introductorio sobre la idea de
«contemporaneidad», que le parece a él una idea relativa, lo que le permite decir que
entre Garcilaso y su propia poesía hay más «contemporaneidad» que entre él y otros
poetas del siglo xx. Del mismo modo aprovecha para vindicar la «modernidad» de San
Juan de la Cruz, precisamente porque ese concepto de modernidad es movedizo, se ve
sometido al juicio de los siglos.
Los lectores futuros. Los que Cernuda buscaba y a quienes se dirigía, aunque
dijera en una ocasión con motivo de una de las últimas entrevistas que le hicieron
(véase Prosa, II, pág. 810) que el poeta viejo, él entonces, no es quién para juzgar a los
jóvenes; él se sentía como crítico-poeta que juzga los éxitos y fracasos valorativos de los
demás, poniendo su propio destino en el centro de la diana, y con la pretensión de
continuar siendo poeta leído, como así ha sido.
Pero ese detalle es menor. Más importante para calibrar el juicio variable incluso
en su propia estima me parece a mí considerar la opinión que da sobre los poetas de su
generación, la conocida como del 27, que él entonces llamaba Generación de 1925. Hay
dos hechos sobresalientes: el primero es que Cernuda modificó notablemente sus juicios
sobre algunos de esos poetas conforme avanzaron los años, y lo hizo, no cabe duda, al
ca lor o falta de calor de la amistad, lo que es muy evidente en el caso de Pedro Salinas y
de Jorge Guillén, de quienes en el texto que voy a citar, escrito en 1929 con el título de
«Pedro Salinas y su poesía», escribe: «ofreciendo ya totalmente la poesía de un poeta
que con Jorge Guillén habría de compartir luego, ahora, la supremacía poética
española» (Prosa, II, pág. 19), juicio que contrasta con los denuestos que haría de ambos
en los apartados correspondientes a su libro de 1957, Estudios sobre poesía española
contemporánea, donde había escrito juicios tan negativos que motivaron la censura
inicial de esos capítulos del libro, que fueron suprimidos en la primera edición del
mismo, y que sólo han visto la luz en la edición posterior de Derek Harris y Luis
Maristany. En esta edición podemos leer la consideración de ambos poetas como
burgueses acomodados a la realidad y muy lejos de la imagen de rebeldía que para
Cernuda era imprescindible, pero, aún más, despacha a Salinas como poeta de
ingeniosidades y vacuo y llena el capítulo dedicado a Guillén de prejuicios sobre su
carácter burgués. En realidad Cernuda siempre consideró a ambos poetas
pertenecientes a una generación anterior a la suya, llegando a decirlo expresamente al
ponerlos al lado de Moreno Villa y León Felipe (Prosa, 1, pág. 194, nota), y siempre que
aludía a esa generación distinguía dos subgrupos, incluía a Salinas y Guillén en el
primero y situaba a los más jovenes como García Lorca, Aleixandre, Prados,
Altolaguirre y Alberti en otro, en el que se incluía (Prosa, 1, pág. 194).
Pero no nos llevemos a engaño; la lectura de los capítulos dedicados a cada poeta
puede deparar sorpresas notables, como por ejemplo la muy escasa consideración que
como poeta le merecía Rafael Alberti, en quien ve un virtuosista y poeta juguetón
adaptador de modelos populares o gongorinos, juzgándolo poeta plano, sin
profundidad, y considerándolo a la altura de 1955 un poeta acabado, dedicado a
repetirse a sí mismo. Pero más sorprendente es la intervención sobre García Lorca, del
que hace una reflexión sobre el débito que su valoración actual tiene con las
circunstancias de su muerte y su halo de figura histórica insustituible. Distingue en este
caso entre el valor real como poeta y el valor histórico, que es el que deberán decidir los
lectores futuros, si bien en este capítulo llega a mostrar Cernuda una enorme agudeza
crítica al haber sabido destacar los tres elementos clave de la poesía de Federico: su
dramatismo, al ver en Lorca sobre todo un poeta dramático, su sensualidad visual
orientalista, y por último la naturaleza de impulso sexual subli mado, como será el de
Aleixandre, de la intensidad poética del granadino.
En la serie de juicios sobre el 27, quizá no haya fidelidad más notable que la que
depara a Vicente Aleixandre, de quien evoca su pasado de amistad y al que permanece
siempre fiel, con Prados y Altolaguirre. Pero en el caso de Aleixandre, junto a su
valoración alta, ofrece una muy aguda consideración del fondo de su poesía; es para ese
poeta sin duda para el que Cernuda reserva sus mejores dotes de crítico. Con
Aleixandre bucea en el fondo de su poesía haciendo ver en el ensayo que le dedica en
1950 (Prosa, II, págs. 201 y sigs.) cómo bajo la superficie late un instinto sexual
sublimado, pero también que toda la cosmovisión aleixandrina esconde un fondo
anclado en la religiosidad y el mito de la caída. También es muy aguda la observación
de que en la poesía de Aleixandre se da un contraste entre el impulso elemental hacia
las cosas y su percepción abstracta.
[...] esta poesía funde lo lírico con lo dramático, entendiendo lo dramático no sólo
en la acepción corriente del término [...] sino en su sentido más especial: para nuestro
poeta, en general, la poesía parece by-product de una situación o conflicto dramático, y
dada su preferencia por lo impersonal, expresada a través de un personaje o, más
raramente, de varios personajes. Es decir, que su poesía adopta la forma de un
monólogo dramático, en el cual motivos éticos, psicológicos y subconscientes
tornasolan la forma poética y el efecto se obtiene por concentración y renuncia a los
ornamentos (Prosa, 1, págs. 396-397).
Los tres ejemplos allegados son sólo muetras de un espíritu crítico muy agudo,
de lector sagaz. La crítica literaria de Cernuda tantas veces arbitraria, alguna vez
desgarrada, siempre since ra y veraz, irreductible a componendas de academia, es un
hermoso testimonio del hombre, pero sobre todo es un mapa literario de poeta que
instruyó en sus viajes críticos algunas de la etapas que transitó luego su poesía, esa
poesía que anudada en el deseo puede hacer más grande la realidad de sus lectores.
El poema que vamos a analizar pertenece al libro Cuaderno de Nueva York
(1998), que bien pudiera tratarse de un cuaderno musical porque la mayor parte de los
poemas de su primera y tercera parte se configuran como piezas musicales, canciones,
rapsodias, conciertos, etc. Tal condición está presente en los propios títulos de los
poemas. Selecciono algunos: «Rapsodia en blue», «El laúd», «Beethoven ante el
televisor», «Baile a bordo», «Alma Mahler hotel», «Adagio para Franz Schubert»,
«Villancico en Central Park», «Oración en Columbia University» «Cuplé para Miguel
Molina», «En son de despedida». Resulta así que la música es al mismo tiempo un
motivo de lo evocado, porque se hace homenajes a diferentes compositores como
Beethoven, Mozart, Schubert o Bach, y un motivo de la evocación misma al componerse
los poemas al modo de canción, de adagio, de ha¡ le, de villancico, etc. Un ejemplo muy
característico de este ensamblaje del poema como forma musical lo ofrece la «Oración
en Columbia University», concebida como homenaje implícito al libro de García Lorca
Poeta en Nueva York, cuya primera parte arranca con los «Poemas de la soledad en
Columbia University». Este formidable poema se organiza como una oración que
adopta la forma de salmo cantado con el motivo «Bendito sea Dios...» alternando con
«Maldito sea Dios...» como origen de cada una de las estrofillas de la canción y que
acaba siendo una elegía al padre trágicamente muerto y a la desgraciada e imposible
comunicación con él, pero con la forma de oración a imitación de un salmo, como
también había hecho Federico en poemas de su libro, por ejemplo en «Grito hacia
Roma». En el caso de Hierro esta dimensión del canto y la plegaria cobra la fuerza de la
voz directa y dialogal, la voz como presencia.
Por ello cobran tanta importancia en la primera sección del poema las
metonimias que implican olvido y que desarrollan ese topos, anunciado ya en el primer
verso y repetido en el verso primero de la segunda estrofa, a modo de estribillo: «He
aprendido a no recordar.» Esas metonimias son el «agua del lago» (en la superficie del
agua no se puede escribir, y por tanto no guarda la memoria) o «la intemporalidad» (no
tener acá y allá, recuerdos o proyectos, y literalmente ser «carne intemporal», v 8).
Finalmente, en la penúltima estrofa de esta sección primera, aparece la siguiente de las
metonimias del olvido: la del espejo, que reduplica, narcisa la mirada, y que por ser
autotélico es superficie asimismo intemporal, «lágrima de cristal no sometida al tiempo»
nos dice el verso 22.
La última estrofa de esta primera sección reclama el paso de las nubes como
metonimia de la temporalidad que implica el olvido pues la «caravana majestuosa de
las nubes» significa el borrado de las figuras. Si en el famoso fragmento de «Las nubes»
que incluyó Azorín en Castilla éstas se reclamaban para la contemplación del suceder,
del paso del tiempo, José Hierro las atrae en su significación de la temporalidad como
olvido, como borrado de la huella del dolor. De aquí se sigue el verso conclusivo del
estatismo del olvido: «pues nada ha sucedido, ni podrá suceder». El del olvido es, pues,
por medio de las metonimias del agua, la hoja disecada en el libro, el espejo, y la nube,
el motivo fundamental de arranque del poema, aquel momento de la no memoria («he
aprendido a no recordar»), frente al que se va a conjurar la voz poética como
contrapunto, como canto que rescata la memoria de los horrores, las figuras del dolor y
de la sombra, restauradas por el verso, que es canto, en el idioma yiddish, de los
dolientes.
Las adjetivaciones van señalando el paisaje urbano de tal travesía por lugares
hostiles, deshumanizados: «astros eléctri cos», «desfiladero de acero y de cristal» por el
que van estos desterrados como «arañas al acecho, sobre la red de calles y avenidas». Es
el momento del poema que más debe, por la naturaleza de las imágenes convocadas, a
Federico García Lorca, al mezclar sabiamente las connotaciones de la urbe como un
inmenso animal que parpadea, palpita, y seguir las series de enumeraciones caóticas,
que destilan una mezcla de flores y frutas con botellas vacías y envases de cartón. Hay
asimismo en la formidable imagen de los escaparates como «acuarios donde nadan
maniquíes calvos» la eficacia de la traslación del esquema animal al humano que resulta
así depauperado y desemboca en la naturaleza muerta, sacrificada, de los visones y
leopardos, con su literalidad de animales muertos, pero también con su dimensión de
sinécdoques otra vez del hombre asimismo y todos los seres vivos sometidos al
sacrificio de la civilización urbana, y que sólo encuentran su defensa en el andrajoso que
porta un estandarte inútil.
Comoquiera que el elemento del destierro será fundamental, hay en esta sección
un doble homenaje a otros desterrados que vehiculan dos de las intertextualidades
insertas: la primera rememora la figura del poeta cubano José Martí, por medio de la
inserción del verso «un hombre sincero de donde crece la palma» que está tomado de la
sección 1 de Versos sencillos de este poeta, como lo es la alusión de una muerte «cara al
sol» que reproduce poco después, tomada del verso «moriré de cara al sol», del poeta
cubano. La actividad política de Martí en Nueva York, en cuyo Masonic Temple inició
una serie de proclamas revolucionarias, es evocada por José Hierro de manera directa
en las enumeraciones que siguen. La otra mención intertextual es de Lope de Vega, y
reproduce en lo sintagmas «en otro cielo, en otro reino extraño» (v 89) el conocido verso
5 del soneto de Lope «Passé la mar, cuando creyó mi engaño» (soneto LXVI de las
Rimas de 1609). La metáfora que traslada el plano real - la espuma de cerveza que se
vierte en la jarra - a la nieve, como plano imaginario, evocado, permite que el
formidable verso de Lope evoque asimismo la nieve caída en el lugar de origen, en la
Europa central de los desterrados, que vuelven así, con esa nieve caída en otro cielo, en
otro reino extraño, al lugar del origen, a rememorar «el amargor antiguo».
La sección cuarta del poema viene dedicada a los horrores recordados por el
sujeto lírico, restaurados por sus palabras. El mecanismo figurativo es el de la analogía
del pergamino como un palimpsesto (vv 108-110), del que la cerveza sirve como líquido
que restaura el fondo ilegible de sus signos. La triple calificación de las palabras:
«raspadas, desvanecidas, espectrales», en ese formidable dodecasílabo que desarrolla
una gradatio hacia la sombra, o imposible memoria, vincula esas palabras en
paralelismo también triádico con «sucesos, crónicas desoladas y sombras». Ese
paralelismo constructivo de las enumeraciones acentúa la tonalidad de salmodia que
tiene todo el fragmento, y que contribuye asimismo a reforzar la reiteración de ciertos
versos, en especial el que funciona, como ya vimos en la sección primera, a modo de
estribillo: «que ha aprendido a no recordar» (v 103), y se proyecta en los versos 113-114:
«Que ya no quieren recordar / que ya no saben descifrar.»
Nótese que a esta altura del poema es cuando cobra éste todo su relieve y el
lector comprende el sentido de las tres secciones anteriores, pues el texto olvidado es el
del sacrificio judío, del que el poema es una salmodia rememorativa, pero que sólo
había tenido una prolepsis en la referencia a Buchenwald de la sección primera, cien
versos más arriba. Este fenómeno, en un poema tan extenso, es destacable como
vehículo de unidad: la retroalimentación del sentido, pues la muchedumbre de
desterrados que hemos visto deambular en la sección segunda y detenerse a beber (para
olvidar) y hablar (otras palabras de olvido) son supervivientes de aquella gran tragedia,
según se ha dicho también anticipatoriamente en el verso 92 («Y ellos, mis compañeros,
los supervivientes / los que no tienen fuerza para recordar»).
Hay poetas, como Gil de Biedma, para los que el trazado de las vías de
intercomunicación entre su actividad teórica, su personalidad crítica y su propia poesía
no es sólo posible (y conscientemente reclamado por él mismo, como veremos), sino de
todo punto necesario para la comprensión cabal de su poesía en general y de algunos de
sus rasgos estilísticos en particular. Tal me propongo en este estudio.
Entre los muchos prejuicios arrastrados por la historia literaria tal como fue
concebida en el siglo xIx no es el menos dañino el de la vinculación estudio literario y
nacionalidad. Incluso sería oportuno denunciarlo ahora que hablamos de Gil de
Biedma, pues uno de los constantes reproches que le hizo a la cultura literaria española
-y motivo principal de sus reticencias hacia la construcción teórica de Carlos Bousoño -
es la escasa consideración de la poesía allende las fronteras lingüísticas o nacionales,
como si la evolución literaria se gestase en el flujo de su solo dinamismo interior.
También ha ocurrido con la teoría e incluso con la crítica de los poetas del grupo de
1950, demasiado apegada a subrayar y reducir la novedad de estos poetas a su
enfrentamiento con la llamada poesía social o Generación poética del 36. Bien sea por la
tendencia a concebir en términos de dialéctica pendular la evolución histórico-literaria,
bien sea por el caprichoso flujo y reflujo que la misma ordenación historiográfica en
generaciones poéticas parece propiciar, de hecho las importantes páginas escritas por
J.Gil de Biedma o J.A.Valente, que se han nutrido ambos en nidos teóricos de la
tradición anglo-norteamericana y que por ella han conectado con un gran proyecto de
modernización y renovación del lenguaje poético y de la cultura española, a menudo se
ven reducidas a la sola dimensión del debate doméstico que en la España franquista
hubo entre los «comprometidos» con la poesía social y quienes quisieron -y entre ellos
se sitúa a Biedma - ensayar nuevas fórmulas. Más adelante veremos cómo la polémica
sobre «poesía y comunicación» habida entre los poetas españoles entre 1959-1962, y que
fue indudablemente una importante luz-testigo de un cambio de orientación en la
poesía española del momento, no puede, en lo que a Gil de Biedma respecta, reducirse a
tal dimensión interna a la literatura española, pues afectó de lleno al fondo mismo de su
teoría poética, gestada al calor de la crítica de Auden, Eliot, Empson, Langbaum y otros
teóricos o críticos cercanos a o miembros del New Criticism. También sabemos
inseparable la experiencia poética de Gil de Biedma de la influencia que sobre ella
ejerciera la actividad poética pero también reflexiva de los románticos ingleses como
Coleridge, Wordsworth, Browning y sus continuadores Whitman, Pound, así como
Baudelaire, Rimbaud, etc. Todos ellos, teóricos y poetas, citados en sus lenguas
originales en los ensayos críticos de Gil de Biedma, en su Diario o en los antetextos que
preceden a sus poemas.
Joan Ferraté, quien fue buen amigo del poeta además de un teórico singular y de
no justamente apreciado valor pionero de algunas modernas teorías sobre la
comunicación poética, participó con Biedma en una comunidad de ideas, de lecturas y
de intercambio de ambas. Y dio muy pronto claves valiosas para la interpretación de la
poesía del amigo cuando dijo en su ensayo «A favor de J.Gil de Biedma»:
De su talante reflexivo no hablan sólo los ensayos, diferentes, que escribió sobre
la poesía, poetas y narradores, donde muestra una ingente cantidad de lecturas en sus
propias lenguas, con citas concretas de Proust, Baudelaire, Rimbaud, Robbe-Grillet,
poetas clásicos de nuestro Siglo de Oro, románticos ingleses, y hasta de la tradición
neoclásica o de literatura medieval española. Que fuera lector ambicioso y variado no es
lo más importante. Más me parece a mí que sometiera a disciplina reflexiva aquello que
leía y dialogara constantemente, a través de las lecturas, con sus propias concepciones
acerca de la génesis del poema, sobre los momentos claves de la evolución literaria
europea, la deuda con la tradición o la importancia de lo conceptual como ingrediente
poético. Hasta incursiones lúcidas so bre espinosas cuestiones técnicas como la
importancia del ritmo y la tonalidad en la configuración estilística. De cada uno de estos
asuntos y de otros muchos que sería prolijo enumerar hay reflexiones constantes en los
ensayos de El pie de la letra. En la Introducción a este libro declara:
De entre sus ensayos críticos yen orden a ilustrar la idea que vengo ofreciendo
sobre su conciencia reflexiva y teórica, además del capital libro sobre Guillén, destaca su
agudo análisis de «Emoción y conciencia en Baudelaire». Subrayo esto, además de por
el significativo título del ensayo, porque en él se ofrecen muestras de un instinto crítico-
formal que le lleva a aplicar el bisturí analítico con precisión muy notable sobre
cuestiones de tan especializado carácter como la relación métrica-sintaxis en la génesis
del poema, cuestión que luego conoceríamos importantísima cuando se difundieron en
España las ideas de los formalistas rusos, a quienes Gil de Biedma no había podido
conocer cuando escribió ese ensayo. Son notables también sus aportaciones a la relación
poesía-prosa en la tonalidad rítmica. También he destacado, claro, este ensayo, porque
en esa antinomia de emoción y conciencia, en la que la una hostiga a la otra pero sin
alcanzar a anularla, en esa peculiar dialéctica de discursividad emotiva y reglado
carácter oratorio habremos de pulsar asimismo rasgos de la propia poesía de Biedma.
También el proceso de mitificación narcisista, la cuestión del doble, del otro, del
distanciamiento irónico o dramático y la teatralización de la experiencia han sido
presentados por el propio Biedma como clave de su poesía. Es cuestión que nace de la
lectura anteriormente citada, pero sobre todo parece estar influida por la lectura atenta
que Biedma hizo de las propias fuentes en que Langbaum se basó, singularmente la
poesía inglesa a partir de Coleridge, Wordworth y sobre todo Browning. En diferentes
momentos Biedma mismo ha conectado la problemática de la dramatización y la
dialéctica del «yo» - Narciso y Calibán a la vez - con su propia poesía, e invita al lector a
leerla desde esa atalaya. Lo dice explícitamente en el coloquio «Sobre el hábito de la
literatura» (El pie de la letra, págs. 241 y sigs.) y son constantes en el Diario de 1956 las
referencias al desdoblamiento de su conciencia a modo de Narciso, que en el espejo de
su poesía construye su realidad como simulacro y dialéctica constante con su propia
imagen a la que busca inventar una identidad (Retrato..., págs. 54-55). En 1985, en uno
de sus últimos textos escritos, la contracubierta de la última edición de Las personas del
verbo, vuelve a allegar la imagen de Narciso y Calibán, que ya trajera en 1956 en las
páginas del Diario y que es asimismo importante en la argumentación de Langbaum a
partir del personaje Calibán en la poesía de Browning (J.Langbaum, 1956, pág. 118). La
personalidad inventada, que convierte su poesía en un ejercicio de dialéctica entre
ficción y verdad, de ser poeta y a la vez poema, vida y representación simultáneamente,
de construirse a un tiempo como biografía y contemplación, alcanza a ser, como
veremos más adelante, la dominante estructural que opera en el diseño pragmático de
sus poemas, pero es también consecuencia de una concepción poética a la que Biedma
dio forma teórica en sus diferentes ensayos, concepción y teoría que paso a analizar.
Para Langbaum esa confusión e incertidumbre no es otra que la crisis que advino
posterior a la Ilustración, cuando los poetas comenzaron a entablar una relación con el
mundo diferente, porque la realidad moral y la idea misma de naturaleza que había
asentado la clasicidad comienzan a verse problemáticas, inseguras y poco firmes. La
«desconfianza» para con los órdenes morales e incluso ontológicos fue lema del
Romanticismo y en ese momento - como explica Biedma haciéndose eco de tal
diagnóstico:
La insistencia de Gil de Biedma, repetida una y otra vez en sus ensayos, sobre el
carácter de simulacro de experiencia que por fuerza tiene la poesía (ibíd., pág. 246) no es
ni fortuita ni improvisada o imaginada inconscientemente por capricho suyo. Reposa en
la propia asimilación de la ideología del Romanticismo inglés, que dramatizó el sentido
mismo de identidad y la condición de la aprehensión subjetiva de lo verdadero. La
imagen de Narciso, uno y el otro, la doble condición del sujeto, que aspira a revelarse a
sí mismo y a la vez necesita trascenderse o proyectarse hacia el lenguaje, hacia afuera,
en una dimensión adulta y no expresivo-infantil de la poesía. Fraguó esa imagen y ese
mito en las poesías de Browning o de Tennyson en formas concretas del monólogo
dramático que problematiza el origo mismo de la voz y la génesis de la experiencia
cifrada en el poema (R.Langbaum, 1956, pág. 233). Cuando Biedma reconoce ser
parcialmente cierto el pseudomisticismo de que le acusaba su amigo Ferrater apela ya -
en 1956, y por tanto anteriormente a su lectura del libro de Langbaum - a la condición
dramatizada e incierta - no son una proposición sino una «historia representada o
narrada» - de los poemas de «Las afueras» (véase Retrato..., pág. 141). En el coloquio
con Barral, Marsé y Moura, insiste una y otra vez (coincide en ello con Barral) en que el
problema literario que ellos califican de fundamental - la relación de literatura y vida,
poesía y experiencia - no sólo deforma inevitablemente la experiencia, sino que como
indica bien la cita de Coleridge, que pone en boca de Barral y que a su vez parece
haberse inspirado en la misma que Langbaum recoge, toda la concepción poética de la
modernidad reposa sobre las consecuencias de la distinción entre imaginación y
fantasía que Coleridge desarrolló. Más adelante ilustra Biedma la crisis de la noción
clásica de realidad ligada a naturaleza y la aparición de un concepto problemático de
realidad a partir del Romanticismo. Por último, en tal coloquio acaba hablándose de la
poesía de Biedma, quien se afirma inventor por ella de una identidad plural, uno y los
otros, un simulacro que construye e inventa la necesaria dimensión imaginaria; «Lo que
yo creo es que cuando un poeta habla en un poema quizá no hable como personaje
imaginario, pero como personaje imaginado siempre» (El pie de la letra, pág. 246), y
desmiente a Barral cuando le muestra ser éste un logro ya conscientemente desarrollado
por Wordsworth para concluir:
En otro lugar, al comentar Cántico de Guillén concreta toda esa poética y afirma:
Pero ese pensar, a cuya transposición el poeta se aplica, no es sin más el suyo
propio; lo que en el poema pasa y lo que el poema dice no es pertinente a la situación e
ideas de Jorge Guillén en el acto de escribir, sino del ámbito imaginadamente real desde
el que nos habla la primera persona del singular [...]. De ahí lo que podríamos llamar el
carácter dramático del poema guilleniano, el tono monologal e ilativo (ibíd., pág. 166).
1.El movimiento del poema como dialéctica relación de ida y vuelta desde la
experiencia vital a su representación, obligadamente prendidas al propio movimiento
poemático donde únicamente encuentran aquellas experien cias cumplimiento. Ni la
preceden ni la continúan. Son realidad sólo en su representación (Dinámica de la
poesía, págs. 27, 44, 364, 385).
3.El topos que Ferraté llama irrealización. Concepto que glosa agudamente a
partir de la teoría orteguiana de la metáfora, pero que conecta cabalmente con el
fenómeno de la autonomía del arte como rango que define la necesaria actualidad de
toda representación literaria, en términos de construcción de su presencia (ibíd., pág.
147).
4.La ficción no puede ser definida como rasgo sólo de lo comunicado, sino como
rasgo de la comunicación: «El lenguaje - dice Ferraté - como instrumento de
comunicación de realidades e irrealidades es anulado por la literatura. La comunicación
pasa a ser entonces ficticia, no lo comunicado [...] sino la comunicación misma en tanto
que comunicación» (ibíd., pág. 159).
La literatura no puede ser (no es, por principio) comunicación, porque lo propio
de ella no está en nada que la literatura nos diga, a pesar de que haya una infinidad de
cosas que sólo ella nos dice (pero que de un modo o de otro se parecen mucho a alguna
de las muchísimas cosas que puede decir cualquiera cuando habla o escribe). Lo propio
de la literatura estriba en que todo lo que ella nos dice está para que lo entendamos bajo
el supuesto imaginativo de que lo estamos viviendo actual y realmente (viéndolo,
haciéndolo, pensándolo o articulándolo, realmente) y no simplemente tomando nota de
ello. La literatura es una ficción de realidad que deja intactas la realidad o irrealidad, la
verdad o falsedad, la posibilidad o imposibilidad efectivas de su asunto, de todo su
asunto. La ficción no reside, pues, en el asunto o contenido de la literatura, sino en la
óptica con que nos hacemos cargo de todo, del contenido y de su expresión, y lo
transformamos esencialmente, en el sentido de que lo que inicialmente parecía consistir
en una simple transmisión de noticias, realizada por medio del instrumento lingüístico,
acerca de cosas, hechos o ideas públicos, e insertos, por lo tanto, en algún distri to del
mundo real, se nos convierte, tanto lo comunicado como su instrumento, en vehículo de
una ficción de nuestro espíritu, ficción de realidad o posición de actualidad, ejecutada
sobre todo lo que dicho vehículo nos transmite. Los contenidos de la literatura no nos
son comunicados como objetos específicos. No es por lo que se nos comunica en ella
como la literatura se distingue de la comunicación lingüística normal, sino por el modo
como la comunicación de todo lo que en ella se nos comunica se anula en cuanto tal y lo
comunicado pasa a convertirse en vehículo de la operación imaginativa que lo pone
como término objetivo de nuestra experiencia pensante (ibíd., págs. 299 y 303).
De manera previa no parece ocioso insistir en un topos que actuó de puente entre
su teoría, ya presentada, y la dominante estructural que analizaré: ese puente, tendido
por el propio Biedma, no es otro que el gran topos de Narciso y de la personalidad
desdoblada, la conciencia de ser otro y otros. En páginas de su Diario ha dejado escrito:
Creo que con esto queda claro que mis versos no aspiran a ser la expresión
incondicionada de una subjetividad, sino a expresar la relación en que ésta se encuentra
respecto al mundo de la experiencia común. Es la interacción entre estos dos factores -
experiencia común y subjetividad - la que poéticamente me interesa [...] El novelista
dispone de una variedad de personajes, con ninguno de los cuales necesariamente le
identificamos. Por el contrario en la poesía moderna [...] es casi inevitable asumir que la
primera persona del poema, la voz que habla, es el poeta mismo. Y lo que esa voz pide
al lector es, antes que nada, que comulgue con ella, que incondicionalmente [...] la tome
por suya. Pues bien, es esa comunión - a la que instintivamente tiende el lector de
poesía actual - lo que la poesía que a mí me interesa se esfuerza muchas veces por
evitar. Para ello el poeta debe situarse a una cierta distancia de su lector - de su
interlocutor - y a una cierta distancia de sí mismo [...] En pocas palabras finales: a
menudo la poesía que yo aspiro a hacer no es comunión sino diálogo.
Los vehículos cuya forma poética imagina para servir tal distancia
dramatizadora son fundamentalmente dos: 1. La narrati vidad y 2. La multiplicación de
los registros de enunciación, sobre todo hacia un complejo juego de las instancias
pronominales de la voz que traen como resultado una problematización del «yo», un
desdoblamiento constante de la instancia originaria de la voz poética. Tanto la
narratividad como la peculiar pragmática de la enunciación que adoptan sus poemas
son, insisto, dependientes de ese esquema estructural dominante que es la
dramatización de la experiencia y que hemos visto central en su concepción teórica
sobre la poesía. Analizaré brevemente uno y otro recurso de forma sucesiva, pero llamo
la atención sobre su carácter unitario, subsidiario y derivado de esa matriz o dominante
que es común y que ya fue glosada con pormenor más arriba. Incluso el título de su
poemario completo, Las personas del verbo, es significativo de tal dominante. Hay en
ese título una doble referencia: por un lado la explícita de la pluralidad de personas
«yo», «tú», «él» que reúnen sus poemas como hijos de aquel desdoblamiento
dramatizador; pero no creo forzado suponer que hay otra referencia en el título, ésta
implícita: la significación etimológica de la persona como máscara de la representación
que la palabra poética conjura.
10.3.1. Narratividad
El eje que llamo «narratividad» en sus poemas afecta a muy diversos fenómenos
estilístico-formales y se proyecta sobre todo el poemario. Tal narratividad, muy
evidente y que el lector percibe de inmediato al ver muchos de sus poemas narrativos,
puede sustentarse básicamente en tres modulaciones que a menudo conviven
simultáneas en poemas muy distintos: en primer lugar el más evidente recurso de la
escena del pasado narrada secuencialmente. Hay poemas como «Conversaciones
poéticas», «Los Aparecidos», «París, postal del cielo», «Un día de difuntos», «Del año
malo», etc., que cuentan una escena vivida, o representada como tal, en el pasado, o
bien incluso una breve historia, como ocurre en alguno de los citados. En el caso de
«Conversaciones poéticas» además con clara secuenciación narrativa en el ciclo del día,
con apoyos adverbiales de narratividad («Fue entonces»...), etc. En ellos hay personajes,
amigos siempre, y el mismo poeta es un personaje narrado o mejor, evocado
narrativamente. Porque en la narratividad de Gil de Biedma el eje constructivo
fundamental es la memoria, el recuerdo desde «ahora» (adverbio que inicia muchas
estrofas en diferentes poemas) hacia el «ayer». En algunos de los poemas citados, y en
otros a los que aludiré de inmediato, la dramatización de la experiencia adopta la forma
de la memoria en la que el pasado es no sólo visto, contemplado y objetivado como tal
desde el presente evocador, sino también comentado, juzgado. Biedma se desdobla en
el «yo» evocador y en el «yo, vosotros» evocado cuando su dimensión de personajes es
sometida a juicio, comentario e incluso, como ocurre en «Contra Jaime Gil de Biedma»,
reprendido y amonestado. El poema, muy famoso y celebrado, «Después de la muerte
de J.Gil de Biedma», contiene toda su poética implícita, hija de ese proceso de
desdoblamiento y en la que el poeta, al tiempo que evoca su biografía, dialoga con el
personaje que esta biografía poética, como no podía ser de otro modo, ha creado.
Los numerosos poemas que tienen la palanca del recuerdo, incluso con formas
verbales explícitas una y otra vez repetidas en ellos («recuerdo», «me acuerdo», «fue
entonces», etc.) implican siempre un desdoblamiento de perspectiva. En el poema «De
ahora en adelante» la voz del «hoy» actual muéstrase insegura respecto de su recuerdo
(«no acertaría a decir en qué instante sucedió...»), que en el poema «Recuerda», que a
pesar del título está enunciado todo él en primera persona, se proyecta
programáticamente como acción de la memoria, fuerza externa que apela y arrastra al
personaje, al yo, como si se tratase de otra persona. «Noches del mes de Junio»,
«Infancia y confesiones», «Ampliación de estudios», «Albada», «Mañana de ayer, de
hoy», «Elegía y recuerdo de la canción francesa», «Ribera de los Alisios» y «Días de
Pagsanjan» se añaden a los que hasta ahora cité y son organizados también sobre la
matriz del recuerdo, a modo de recuperación de una breve escena, anécdota o episodio
en el que el «yo» - bien narrador o bien simplemente evocador - revivifica tal escena,
conjura a su «yo» histórico como personaje y se comenta ya en términos de nostalgia,
desengaño o simplemente dolor. En el fondo las historias de estos poemas narrativos se
proponen como «correlatos objetivos» en el sentido acuñado por Eliot, de la emoción
sentida o de la solidaridad recuperada en el recuerdo. No tienen significación de diario
íntimo sino de diálogo con el «yo» (o el «tú, vosotros») histórico. La dimensión
biográfica, evidente, se subordina pues a la emoción del recuerdo como nostalgia de
juventud, melancolía de la pérdida o simplemente imagen rediviva de sentires
solidariamente compartidos.
(pág. 27)
La segunda parte de Cenizas de sentido, que agrupa los libros publicados entre
1973 y 1975, está concebida circularmente porque el título de El cuerpo fragmentario
denomina a la vez al con junto entero y a su última parte, el libro homónimo de 1975,
que cierra el volumen. Aquí encontramos otra vez bajo el título de Dispositivo denotado
escritor otra forma de autorretrato, esta vez de un «Cuerpo sin atributos», que a través
de La superficie de las cosas y por medio de La máquina de significar llega a la Anomia
y finalmente retorna a la idea de Cuerpo fragmentario.
He elegido solamente los ítems de los títulos que ordenan los conjuntos
sucesivos, para que se vea la posible ordenación total, pero un análisis, en el que ahora
no puedo detenerme, de cada uno de los títulos de los poemas y de su sucesión,
confirmaría y reforzaría la coherencia y pertinaz recurrencia del tema fundamental de
su poética donde ficciones, Narciso, final del laberinto, oscuridad, sima verbal, error,
confín, límite, anti-Platón, máscara, fuga, impostura, esfinge, prejuicio, pre-texto,
Adán/nada, identidad intercambiable, amour, (j'est) autre, mutaciones, espacio sin
centro, van desarrollando, como ítems repetidos, las variaciones del tema medular de la
opacidad que el signo impone como lugar intransitivo, en el debate que el poeta tiene,
en el espacio mismo de su Taller, con esa presencia inevitable del lenguaje, que impone
la autorreferencialidad de su forma.
Esto dicho para Panero puede decirse igualmente de Talens y explicaría mucho
del conjunto de la poética de los novísimos en general. Para dar cuenta de la de Talens
habría que modificar algo la última frase, y en vez de advertir que «sólo queda construir
un lugar» habría que poner la frase en plural; sólo queda construir lugares, porque
Talens entiende que un poeta es un conjunto de lugares desde los que el yo habla, y que
no habría un lugar, llamémosle personal o experiencial, que los resumiese o agrupase,
sino que el yo del poeta es el mismo yo disuelto en la enunciación de cada poema,
distinto en cada texto, sometido a la incertidumbre y azar de su lenguaje.
Esa brecha, esa profunda grieta abierta entre el ser personal y el ser del signo,
que es una brecha que pone en sospecha la transitividad del lenguaje y su capacidad
para decir un ser exterior a él, es la condición definitoria de la poética de los novísimos
y la ha ido consiguiendo Talens paulatina pero constantemente a lo largo de su poesía y
glosando paralelamente en sus ensayos. Obviamente no les pertenece a estos poetas
sino como conjunto de ecos de otras voces que desde Mallarmé, Rimbaud, Antonin
Artaud, Nietzsche y los ecos prolongados de la idea en Lacan, Derrida, Barthes, Kristeva
pautarán lo que llamaríamos provisionalmente la herida, la escisión, la sima abierta en
la poética contemporánea europea al concebir la textualidad como práctica significante
y horizonte mismo de todo sentido, idea que los novísimos trajeron a España,
provocando además una escisión notable con el concepto de la expresividad
bousoñiana de rango idealista dominante en los años 60 y que se perpetuaba aún en los
años 70. Esa brecha no se ha cerrado, según veremos, y en la incomprensión de la
naturaleza falaz de la contraposición poesía como comunicación/poesía como
conocimiento que la polémica de Bousoño con Biedma, Barral y Valente inició y que
pervive, como si no fuese falaz, nutriendo desgraciadamente el sustrato de la
historiografía poética menos advertida, es responsable de la ubicación contraria que los
poetas de la experiencia hacen de sí mismos frente a las poéticas novísimas. Pero
volveremos sobre ello.
Antes de ver cómo se ha fraguado en Talens esa herida del lenguaje, esa brecha
de la textualidad, permítaseme un breve excurso sobre la actualidad que ha cobrado,
después de que Talens la formulara, esa idea de lugar desde el que se habla.
Precisamente la teoría literaria ha sido esta vez la que ha recogido el guante lanzado por
las poéticas novísimas, puesto que el último y capital cambio de paradigma que describí
en mi libro sobre el canon es deudatario de ese concepto de lugar, que Godzich,
Bourdieu o Le Certeau definen como campo y que ha restado ya preponderancia al
circuito llamado semiótico. Allí dije que «La teoría literaria de hoy, en cambio, ya no se
mueve en el interior de tal circuito, es más, lo que ha sometido a crisis es el circuito
mismo, y no porque no se reconozca un emisor, un signo y un receptor, sino porque lo
que ha sometido a desplazamiento del centro de su interés es la relación entre el circuito
semiótico y los sujetos que lo estudian. La pregunta ya no es sobre el sentido o los
sentidos de la obra literaria, en la dinámica de sus estratos comunicacionales, sino el
lugar mismo de la teoría y cuáles son los papeles históricos y sociológicos de los
ejecutantes de la propia teoría» (Pozuelo Yvancos y Aradra Sánchez, 2000: 20). Esa
noción de lugar, location, es la que gobierna asimismo el modo como H.Bhabha o
Gayatri Spivak han reordenado el principio de cultura, tanto para las propuestas
poscoloniales como para las feministas. Pero perseguir la fortuna de tal motivo teórico
nos llevaría muy lejos.
(págs. 65-66)
(pág. 77)
II
(pág. 80)
(pág. 90)
Para adentrarse en la cárcel del lenguaje el siguiente libro será Taller, el lugar del
encuentro del peregrino que figura en su primer poema en prosa (imagen clásica que es
metonimia del que busca, en este caso del poeta) contra el muro de la representación en
los bajorrelieves, y ese encuentro del peregrino con la verdad representada (buscada) se
resuelve en cambio como otredad. Tanto la idea motriz de la otredad, como la del
cuerpo fragmentario figuran ya en el frontispicio de este libro capital en la anudación de
su poética: «Ver cómo, comprobar por medio de la inteligencia la otredad que existe en
cada objeto, la otredad que es cada objeto, la otredad que deviene uno mismo por un
simple ejercicio de autorreflexión. Súbitamente descubrir que no es sino contacto
fortuito, memoria, sueño de un huésped fragmentario» (pág. 102).
Han pasado casi treinta años y hoy resultarán seguramente difíciles de entender
para cualquier lector que no estuviera en ese ambiente, que no lo viviera como entonces
se vivía, leyendo esas fuentes sagradas del conocimiento revolucionario proyectado en
semiótica (Kristeva), en psicoanálisis (Lacan), en lecturas de vanguardias (Artaud,
Mallarmé) en los textos de Mao, etc. Hubo en la España de 1971 esa mixtura que la
poética novísima no creaba caprichosamente sino que era el sistema cultural que
proporcionaba a esa misma poética su nervio revolucionario y de ahí le vino a Talens
una incomprensión más debida creo a los déficits de sus lectores, incapaces de descifrar
sus poemas por desconocer las bases de su sistema expresivo, y dejando ciegas muchas
de sus imágenes e incluso intertextualidades latentes, que un lector culto de la época no
podía ignorar y para quien tenían pleno sentido. Que esos déficits se produzcan en
lectores hoy jóvenes sería disculpable, que ocurran en profesores y críticos que tienen la
responsabilidad de conocer las bases de los sistemas expresivos antes de hablar sobre
ellos es más lamentable. Pero ocurre.
Y el caso es que Talens no dejó nunca de ofrecer a sus lectores las pistas precisas
sobre sus fuentes, en concreto aquellas que podían pautar el discurrir de su diálogo
sobre el nihilismo de la representación. Lo hacía sistemáticamente en los antetextos de
los poemas. Podemos fijamos, sin salir de Taller, en la fundamental serie titulada «Los
fragmentos», donde encontramos antetextos de Nietzsche (sobre la máscara del
significar), de Bataille (sobre la artificialidad del discurso), de Mallarmé («la destruction
fut ma Beatrice»), o la parodia del racionalismo, a la vez que elegía sobre un espacio del
exilio amoroso, que supuso el título «Coito ergo sum». Seguirían luego las traducciones
o versiones modificadas de su «Material Inventariable» sobre los poemas de Ezra
Pound, Wallace Stevens, E.E.Cummings, William Carlos Williams y Charles Olson.
Hay una solidaridad interna en este primer Talens entre mirada (luz) y poesía
(poeta), puesto que buena parte de su sistema expresivo se basa en la mirada del poeta
y la luz, pautando los matices de una constante reducción a noche. Tal sistema
metonímico es muy clásico (uno de los topo¡ centrales de la imaginación poética en el
neoplatonismo es el iluminista, con las metonimias de luz y numen poético, actualizado
en la imaginación romántica según mostraron Bowra y Abrams). Pero Talens lleva ese
sistema expresivo tanto en Taller como en El cuerpo fragmentario a su nuevo lugar, éste
ya metapoético: la opacidad del signo en cuanto tal, topos que el estructuralismo
actualizó, pero que fue prolongado por las lectura de Barthes («Escribir verbo
intransitivo» titularía el de Bayona uno de sus ensayos) y tam bién por la lectura que
Derrida hizo del Fedro platónico y la contigüidad trazada allí entre escritura y olvido.
Es ejemplo el poema «Falsos prejuicios de lector», que luego de recorrer diversas
imágenes de luz apagada en el paisaje en penumbra del museo o la bahía, se vuelve a
las palabras a las que pregunta su insignificación (contigua de noche). El poema se
cierra, en su segunda parte con estos versos:
Otros poemas de Taller como «Imitación de Tu-Fu» o «Fuga y maduración de los
iconos» profundizan esta veta. En este último poema la opacidad sígnica se representa
en un contexto del nuevo artista, con todas las imágenes del escritor en el invierno de
París, la nieve en los cristales, el hombre en la buhardilla ante la mesa, y continúa:
(pág. 147)
(pág. 153)
El excelente análisis que en su libro Logofagias ha hecho Túa Blesa (1998: 105-
113) de este poema me exime ahora de abordarlo, pero se situaría en esta misma
dimensión metapoética que vincula la escritura y la destrucción, la nada y el papel, la
página en blanco como logofagia, según el feliz título que Túa Blesa eligió para esta
poética del silencio que Talens fue acentuando conforme avanzaba la escritura de su
Taller.
Quienes más o menos disimuladamente (en algún caso sin disimulo) someten a
sospecha la poética novísima por entenderla hija de las teorías filosóficas o semióticas
de su época, parecen estar igualmente impermeables a la evidencia de que toda la
poesía de Occidente se ha situado en ese quicio en el que un pensamiento se verbaliza
inevitablemente sometido a su práctica de sentido, a su ejecución como forma. Ni
Hólderlin, ni Rilke, ni Eliot dejaron de nutrir su poética de las teorías vigentes en su
tiempo. ¿De dónde proviene pues la condena a las poéticas novísimas si hacen lo
mismo? Precisamente han sido sometidas al proceso de su sospecha porque este
conjunto de poéticas cometieron el pecado original de la poesía: ser lenguaje atravesado
por los discursos de su contemporaneidad. Muchos críticos están dispuestos a
reconocer la legitimidad de esta impregnación - con el término de polifonía o
dialogismo - para el lenguaje de la novela, pero cierran filas cuando se trata de la poesía,
que dicen defender mejor cuando la quieren impermeable a los discursos de su tiempo,
como si el lenguaje de la poesía obtuviese solamente legitimidad constitutiva en el
interior de sí mismo y en la línea de traducción de contenidos supuesta y propiamente
«poéticos». Este solipsismo que arroja, que expulsa del territorio de la poesía cuanto se
siente ajeno a la comunicación de un poeta personal y que convierte la poesía en la sola
historia de la poesía misma, es paradójicamente el movimiento más ciego a la
historicidad del hecho poético, que es Historia solamente en la medida en que ha
llegado a hacerse también permeable a la teoría, la filosofía, los discursos sociales de su
tiempo y que las distintas metamorfosis del concepto de sujeto poético han ido
revelando. Lo que Talens hizo en 1975, lo que hacían otros poetas de su edad - proclives
a tender puentes entre sus poemas y cuanto acontecía en el pensamiento de su entorno-,
posiblemente sea el mismo impulso que gobernó a los poetas de Das Atheneum.
Pero cada poeta, hijo de una tradición, la vive en su momento, en ese orden
simultáneo, por eso mismo propio. Se hace preciso reconstruir ese momento en que
cada poeta recoge el abanico posible de las variaciones e impone a ellas el acento, que es
suyo, pero también es de la época que le toca vivir. El libro de Jorge Urrutia El grado
fiero de la escritura, que apareció el 27 de enero de 1977 en la colección «El Toro de
Barro» que publicaba en Carboneras de Guadazaón (Cuenca) el poeta Carlos de la Rica',
es comentado por el propio poeta, cuando lo reedita, como deudatario en el título del
ensayo El grado cero de la escritura de Roland Barthes2 y añade «pese a su escasa
distribución tuvo un eco nada desdeñable y fue destacado por más de un crítico como
texto imprescindible en la poética experimental coetánea» (pág. 42). Ciertamente para
muchos lectores jóvenes que quizá accedan a él en su reedición será útil reconocer en él
un aire de época, pero se engañarían si supusieran que el libro debe o puede entenderse
solamente en ese contexto de la denominada por esos críticos aludidos por el poeta,
«poética experimental contemporánea».
Claro está que sin las lecturas, ecos e intertextos concretos de los años 70 del siglo
xx del que era entonces un joven profesor filólogo en la universidad española, sería
imposible entender el sentido de muchos de sus poemas. Lo señala ese concepto de
«poética experimental», que encabeza el juego mismo con un autor de culto entonces (y
ahora) como Roland Barthes. Pero no hace falta destacar la honda significación que
cobra el hecho mismo de que en la reedición de 2006 el autor haya incluido, bajo el
añadido de Y más, otros muchos poemas, hasta duplicar el número de ellos, tomados
casi todos de su libro posterior titulado Una pronunciación desconocida (Madrid, DVD
Edicio nes, 2001), como resulta igualmente significativo que en la noticia bibliográfica
de 2006 advierta: «el autor ha querido incorporar una selección de poemas en torno a
preocupaciones similares a las de ese libro, de hace ya treinta años, que jalonan toda su
obra poética» (pág. 42).
Para que lo fuera además de modo palmario tan sólo tendríamos que añadir los
incluidos en la sección Y más de la segunda edición tomados casi todos como he dicho
de Una pronunciación desconocida. El entronque del tema de la insuficiencia del verbo,
con el otro gran tema de la poesía de Urrutia: el naufragio, la vida como navegación, en
la estela del Ulises homérico, es allegado una y otra vez en su poesía; está presente de
forma clara en el libro Cabeza de lobo para un pasavante (Madrid, Palas Atenea, 1966)
pero es el anclaje temático básico de su último libro, que recibió el XIV Premio Jaime Gil
de Biedma, y que tituló El mar o la impostura (Madrid, Visor, 2004).
No es extraño que ya los paratextos del libro de Jorge Urrutia fueran elocuentes
en esta dirección. El primer paratexto, el de la dedicatoria, dice:
(pág. 5)
Son - eran entonces y deben seguir siéndolo - significativos dos términos: el del
usuario que es un poblador, o por así decirlo, el habitante de un espacio del lenguaje
que ya está construido, que le precede y es, en la idea de que el lenguaje es una
estructura de signos que los hablantes poseen, como los pobladores un territorio. Papá y
mamá, que como Roman Jakobson definiera aquellos años en un estudio liminar
titulado «Why papa and mama?» era un universal referencial vinculado al universal
fonológico de la articulación más fácil y primera, la bilabial. Primeros pobladores por
eso. Pero no es menos significativo que el término elegido sea habla, que entonces
operaba en oposición a lengua como traducción de la antinomia parole/langue que
habíamos aprendido en el Cours de linguistique générale de Ferdinand de Saussure y
que en aquellos años se difundía merced a la traducción que de él hiciera Amado
Alonso.
He citado adrede al gran filólogo navarro discípulo, junto con el otro Alonso, don
Dámaso, de Menéndez Pidal, y tiene que ver tal convocatoria con el problema antes
argüido de la sustitución de la voz Filología por la de Semiótica, cuando se trata de
glosar el engarce de los jóvenes poetas profesores universitarios españoles con la
modernidad francesa y especialmente con R.Barthes. De la misma forma que Barthes
procedía de los estudios de Filología clásica (su «Aide Memoire» de licenciatura fue su
famoso estudio sobre la retórica antigua)3, pero había derivado a la Semiología (así se
llamaba entonces) a partir del deslumbramiento que supuso la obra de Saussure y
Hjemslev, hasta hacerle publicar unos famosos Elements de sémiologie. En el terreno de
la Filología española también se libraba una lucha. Amado Alonso traducía a De
Saussure, pero Dámaso lo glosaba (bien que para oponerse a su idea de significante sin
significado) en el primer capítulo de su Poesía española. Ensayo sobre métodos y
límites estilísticos. La Estilística era, sí, una forma de modernidad respecto a los viejos
anclajes de la Filología positivista. Pero en la universidad española de los años 60 el
modo como los jóvenes profesores conectaron con tal modernidad no fue
preferentemente ese desarrollo, sino la que se conoció como «nouvelle critique», y que
capitaneaba entre otros Roland Barthes.
Señalo esto porque Jorge Urrutia no solamente no comete en este libro tal
disfunción sino que en 1977 adelanta en su propia escritura algunos de los elementos
centrales de la llamada «deconstrucción». Veamos, por ejemplo, el primer poema del
libro, que es programático del conjunto y que refiere a las opciones que el poeta,
educado en las formas machadianas, en el rojo teñido de sangre del dolor, lo muestra
insuficiente (primera estrofa) y lo lanza en la segunda a
no hay nada que decir o si lo hay no importa, nos oprime allá dentro y estira las
cuerdas vocales la ortografía
El segundo poema cuyo largo título parafrasea la idea de inutilidad del verbo (y
hace aparecer por vez primera la voz silencio, elocuente en la serie histórica de la
indecibilidad) no termina inocentemente con el participio «desconstruido». En 1977, por
tanto mucho antes de la «moda Derrida» (que es de los años 85 y siguientes merced a su
eco americano), Jorge Urrutia tenía presente que «la voz a ti debida», que es el tema del
poe ma, con ecos garcilasianos-salininianos, se convertiría en «y condenadamente me
hago en cada verso a ti desconstruido». Este verso, que es intertextualmente una
deconstrucción misma del motivo de la entrega u ofrenda a la amada, se incluye al final
de toda una interrogación retórica, angustiada, sobre la necesidad de la negación: «ser
descritor, negarme». «Desconstruido» dirá luego, «descritor» dice ahora, y en la propia
forma, la intromisión en el verso del hueco, la pausa o forma de vacío, tan derrideano él
mismo.
(pág. 10)
Fuera de estos contextos, lo que me parece axial en este poema (y que sirve como
ejemplo de varios otros del libro en que se ofrece parecido motivo) es lo que define el
verso: «entregarte palabras es redundante porque solo soy verbo». Aunque hoy día un
lector pueda trazar una inocente transitividad entre ser poeta y ser verbo, en el contexto
intelectual de este libro tal verso ha de leerse en la misma serie que marca el conjunto de
la teoría deconstructivista: el sujeto es verbalizado, la palabra es quien lo ocupa, define,
pervierte, y lo hace ser todo él una impostura. Esa es la dirección en la que debe leerse
esta lucha con el verbo, que muestran otros muchos poemas del libro.
Considero que por muy experimentalista que externamente quiera calificarse este
primer libro, de hecho inscribe como posiblemente no lo haya hecho ningún otro
poemario posterior (si salvamos quizá Una pronunciación desconocida) la firma
autobiográfica de su autor. Lo hace en poemas directamente referidos a su vida de
estudiante, de lector, de profesor y de padre. Es muy evidente en la serie de poemas en
que recorre el aprendizaje de la literatura, tanto el titulado «Crianza» como «Clase de
Literatura» o bien la actividad posterior de profesor de ella según se ve en «Texto que
trata de los poemas que enseñó a su triste profesor de literatura una alumna... [...], etc.».
El poema todo está jugando inicialmente con las dos series, pero a partir de
«bandera arriada» va ya directamente a su sentido de denuncia política, que puede
significar el modo como el Régimen concibe lo de «estar atado». «Bandera arriada» y los
versos que siguen son una valiente evocación de la lucha de re publicanos asesinados en
barrancos. De tal manera lo que comienza siendo un poema aparentemente
metaliterario camina paulatinamente (como anuncia su incipit) hacia la crítica política,
manifestando las formas de atadura, «astada» en la que el sacrificio de víctimas ocupa
finalmente la totalidad el poema, con ese formidable cierre:
(pág. 13)
Sirve este verso, y algunos poemas del conjunto, como principalmente el titulado
«Ante mi hija hablo a la palabra» para analizar un fenómeno muy presente en la poesía
primera de Urrutia, y que tiene que ver con su filiación poética y humana. Creo
fundamental para explicar su forma la filiación poética con Dámaso Alonso. Me refiero
claro está fundamentalmente a su poemario Hijos de la ira. En el poema referido de
Jorge Urrutia hay la misma introducción de lexemas antipoéticos, desgarrados, que
recuerdan esa rebelión tremendista de Dámaso:
Nótese que el hipérbaton de sabor gongorino («En una de fregar cayó bayeta») se
combina con ese vocabulario extrapoético (gargajo bayeta deshilachada etc.), y
finalmente la serie de negatividad de los poemas anteriores se concreta en ese esputo
sin esperanza lanzado hacia dentro. Tamaña imagen tremendista, tal rebelión, no tiene
ya que ver con la serie de paráfrasis metalingüísticas. La insuficiencia de la palabra es
en este poema otra cosa; grito desde el inicio diciendo a la palabra «y te veo nacer
maldita». El lector inmediatamente piensa en la hija, puesto que el título del poema reza
«Ante mi hija hablo a la palabra» y ciertamente el poeta juega con la asimilación de hija
que lo es tanto la una como la otra, en constante alegoría que recorre las etapas del
nacer, como reptil, puesto que la imagen de serpiente se asocia a lengua a lo largo de los
versos de la primera estrofa como avanza el segundo «reptil cadena erecta».
Por mucho que luego jueguen los que creo intertextos del Alberti de Sobre los
ángeles (concretamente del poema «Tres re cuerdos del cielo», azucena de aire, abanico
de ecos), este espléndido poema que merecería un análisis minucioso en que no puedo
entrar, se ejecuta sobre el modelo de Dámaso. Igual ocurre con el poema siguiente, «Voz
sin sentido».
(págs. 24-25)
En esta conclusión se ve bien que Jorge Urrutia ha quiciado su libro sobre los dos
ejes de su primer venero: el de un poeta profesor, interesado en las teorías lingüísticas y
semióticas en boga, también las de la crítica deconstruccionista, pionero en su trasvase
(muy temprano, estamos en 1977) al lenguaje poético español. Pero en el libro hay
huellas intertextuales de la tradición española, desde Garcilaso a Miguel Hernández,
desde Quevedo a Dámaso, construyendo la imagen de un viaje desde la Filología hacia
la Semiótica, pero también desde la tradición poética heredada hacia la voz propia,
rebelde, inconformista, viva.
13.1. UN CONJUNTO UNITARIO
Resulta pues, y he querido comenzar por ahí, una experiencia única y distinta a
la que yo había tenido antes leyendo cada libro por separado y en el momento de su
salida. Porque la poesía de Eloy Sánchez Rosillo es una criatura en crecimiento que se
muestra dotada de atributos de identidad del estilo, muy reconocible, muy suyo, pero
que, me parece a mí un atributo fundamental de su poesía, sus variaciones lo son de
unos motivos centrales, nucleares, presentes desde el primer libro hasta el último, a los
que impone, sí, modificaciones tonales, temáticas o de perspectiva (no es el mismo el
dolor del adolescente que el del hombre maduro, ni igual por lo mismo cada dicha)
pero, dentro de tales variaciones, se mantiene el poeta ligado al asidero de sus símbolos
clave en esos motivos centrales, que más adelante analizaré.
He elegido este breve ejemplo de una imagen, que podría hacerse extensivo a
otras muchas y a ciertos motivos recurrentes (la casa de la infancia en el campo, el
jilguero allí descubierto, los últimos días del verano, la habitación urbana de la soledad
creadora, la Luna, el viaje en tren, la llegada de la primavera) para mostrarles cómo la
poesía completa, leída entonces según diálogo de cada libro con los anteriores, ofrece
un paisaje nuevo que dota de enorme significación a los versos que lo pueblan, porque
forman parte todos de un mismo cuadro, el que ha ido dibujando el tiempo en la piel y
la historia del poeta.
Volveré luego sobre los que son motivos centrales de esa secuencia, pero he
querido adelantarles que la lectura del conjunto ha sido una experiencia para mí
distinta a la que había tenido en el momento de cada libro, aparición que he seguido
con entusiasmo y fidelidad. He de decir que la primera crítica que apareció de su
primer libro, Maneras de estar solo, lleva mi firma y fue publicada en el periódico La
Verdad el mismo día de su aparición. Desde entonces he sido fiel a la poesía de Eloy
Sánchez Rosillo.
Como quiera que lo dicho inspira la unidad del conjunto, los principios y finales
de cada libro (en los tres primeros de lo suyos) se han dispuesto como un orden
sucesivo en la serie abierta por el primero. Maneras de estar solo se cierra con el poema
«Camino del silencio»:
Vean incluso cómo el verso final «el fulgor de los días que se fueron» adelanta el
que será título de la primera reunión de poesía completa Las cosas como fueron.
El libro Elegías se ordena igualmente así: sus dos primeros versos son «Ten
dispuesto el papel, y que la pluma / esté junto al cuaderno. Siéntate aquí en la estancia»
(LCF, pág. 149), y luego se ve nacer la palabra que se ordena desde la percepción de la
luz de un momento único que los ojos verán como por vez primera y que será su modo
de vencer al tiempo.
El primer poema de La vida, que es uno de los mejores poemas de Eloy Sánchez
Rosillo y que merece ser leído completo, vuelve a situar el inicio del libro en una
datación de la edad. Si Aurorretratos se abría con la edad infantil, por virtud del sueño,
tenemos ahora una borgiana penumbra, una sombra y tiniebla del tiempo que se va
cerniendo sobre el vivir.
La poesía de Sánchez Rosillo se cubre desde entonces por esa sombra elegíaca,
que gobierna el tono de La vida. Pero he aquí que el libro La certeza da un giro decisivo.
Por supuesto que no en la ordenación, pues su primer poema «Luz que nunca se
extingue» ha de leerse en relación necesaria con el que acabamos de leer del poemario
anterior, pero de su diálogo interior se deduce la almendra de esa otra variación,
porque aquella sombra y tiniebla que amenazaba el vivir es ahora contrarrestada.
No debiera dejar fuera el análisis de los finales de los tres últimos libros, que
también dialogan entre sí. En el final de Autorretratos, como no podía ser de otro modo
en tan cuidadoso poeta, ha querido que fuera la muerte, aquí llamada «la intrusa», la
que protagonizara el último poema y su último verso: «Yo la estaré esperando. Y
emprenderemos / juntos el más largo viaje» (LCF, pág. 266). En la edición de Las cosas
como fueron se incluye al final, una vez cerrado el libro de La vida, una sección que
adelanta poemas del que será su libro futuro, todavía sin tí tulo, y que luego se llamará
La certeza. Veamos uno de los poemas de ese adelanto:
En un rápido curso, más que el que su riqueza merece, he dado cuenta de cómo
los libros de Sánchez Rosillo se ordenan en torno a los dos motivos centrales que serán
constantes suyas: la edad del hombre y la suerte del poeta. Pero para indagar mejor la
centralidad de ese yo, quizá deberíamos decir que la figuración del yo no únicamente
dialoga libro a libro con su propio destino de hombre y creador, sino que hace emerger
un diálogo de personas enfrentadas, como un Yo desdoblado en - rú, que es siempre ese
mismo yo observado, bien sea el yo Infantil, que en el poema «La llegada del otro»
reprocha al poeta «¿por qué me abandonaste?» (LC, pág. 11), bien sea ese yo que en este
fundamental poema se percibe como otro.
Verá el lector que el primer tiempo es el futuro del poeta convocado como
tiempo posible en que la luna será como la de hoy, y ese futuro guarda dentro de sí el
pasado, porque como enuncia la segunda estrofa, «habrán pasado ya quizá los años...».
TIERRA DE NADIE
Como también esa misma experiencia ha dado fruto en los versos asimismo
quevedianos que iluminan la estrofa primera del poema inicial de La vida:
He dicho arriba que resulta inseparable la figuración del hombre y del poeta.
También éste, en su crear mismo, es asediado como un tú al que se ve ante la página en
blanco, al que otro poema reprocha desidia por crear poco, o a menudo se sorprende
enunciando la verdad honda de ser la poesía el destino y a la vez sentido de su habitar
el mundo. Incluso un poema le permite decir que será su creación la que le salve de la
muerte, por la vida posterior que imagina para sus versos. Temas de la meta-poética en
un poeta que elige los adjetivos de humilde y al tivo (pág. 205), y que mantiene sobre su
destino poético una orgullosa vindicación (pág. 149) pero que le supone muchas veces
un enfrentamiento a las situaciones y proceso de la misma creación -ya sea feliz o
pospuesta. Cualquier lector identifica con facilidad este tema del tú creador, del yo visto
como poeta, tema recurrente en Sánchez Rosillo, en cuyos matices no puedo detenerme
ahora.
Hay un poema de La certeza que puede iluminar este matiz. Se titula «El dolor»
y allí Sánchez Rosillo contrapone el Dolor, como idea, incluso como hábito, a ese dolor
que te golpea nuevo, y que es el dolor verdadero. Dolor, tristeza, felicidad del instante,
celebración de la amistad, recuerdo de días dichosos, miedo al futuro, gratitud por los
dones, todo eso ha sido recorrido más allá de su ser conceptos o ideas. El verso feliz es
únicamente aquel que puede mejor decirlo. Y cuanto más sencillo, directo y desnudo de
artificio, mejor.
Modelos que se van sucediendo huyendo de todo culturalismo, que han venido
inspirando momentos o en los que el poeta se reconoce, como se reconoce en la figura
del novelista Melville, tan demorado en sus éxitos vitales y literarios, o en la dilatada
espera creadora de un cuadro «imagen viva del amor, cifra del universo» de Ramón
Gaya, pintor cuyo trazo de sencillos perfiles explota toda la complejidad del tiempo, la
luz o el color, y cuya estética tiene parangón poético en la de Sánchez Rosillo. De modo
indirecto, quizá entre los españoles del siglo xx, aunque no aparezca citado, puede
convocarse a Jaime Gil de Biedma, poeta con el que pueden identificarse ciertos rasgos
de la mirada hacia el pasado infantil y la mitología de la casa familiar (así quizá en el
poema «La acacia» resuenen ecos del poema de Biedma). Pero Teócrito, Homero,
Leopardi, Garcilaso, Biedma, bien enseñan un camino que se ha ido despojando de casi
todo lo que no sea esencial en el recorrido de una experiencia propia.
Pero ocurre igual si la secuencia del día o del año en lugar de servir para la
vivencia del tiempo afecta a la propia idea de creación. El eje simbólico de luz/sombra
emerge como dialéctica desde la que leer, según vimos antes, los propios poemarios
articulados en su comienzo y final sobre tal modo de decir la fundamental experiencia
del hombre y su asedio a la luz del poema, a la noche de su imposibilidad o al
crepúsculo del cansado hábito, cuando el poema se ha resistido o la inspiración no ha
querido acompañarle.
Tal tema converge con ótro motivo fundamental: la tradición poética a la que
Sánchez Rosillo ha servido siempre: la dialéctica memoria/olvido, que se cruza en este
poeta con las analizadas de luz/sombra y con la de palabra/silencio, aunque en un
poema de La vida titulado «La luz no te recuerda» el mismo motivo de tal dialéctica
sirve para acelerar en un giro inesperado el sentimiento de pérdida de la amada, porque
esta vez será la luz la que ocupe el lugar simbólico de la sombra o la noche, con su falta
de memoria, «porque la luz ama el presente», dice el verso, cuando la luz visita la
misma estancia de aquel tiempo de la dicha, convertida ahora en tristeza del amante
solo, dueño solamente del recuerdo de las horas felices que «siguen viviendo en mí».
Al haber articulado sobre el eje luz/sombra tanto la herida del tiempo como la
dialéctica de la palabra/silencio, cobra una dimensión más significativa el giro dado por
la poesía de Eloy Sánchez Rosillo en el libro La certeza. Si el libro anterior, La vida,
contenía muchos poemas como los titulados «Sobre la experiencia» o «El abismo» que
tenían a la sombra, la oscuridad, la tiniebla, como protagonistas, bien sea para decir la
edad, o el silencio de la apatía creadora, muchos poemas de La certeza, en cambio,
desde el inicial y final, ya analizados, hasta los saludos hechos a Septiembre o finales de
Agosto, ha venido a dar la vuelta a sus ejes simbólicos, imponiendo a ellos un acento
diferente, una mirada celebratoria, que leída además en la serie histórica del resto de
sus libros, en especial de La vida, cobra una dimensión completamente nueva.
Junto a las figuraciones del yo y la estética clara, había adelantado que el tercer
rasgo característico de Eloy Sánchez Rosillo es la importancia que en su poesía cobra la
recuperación del instante, del momento asaltado por el recuerdo que origina muchos de
sus poemas, cifrados en la recuperación súbita de una vivencia efímera, sea ella dichosa
o desgraciada. El propio poeta ha querido ir dejando testigos de esta poética del
instante cuando ha acunado muchos poemas según el acorde de tal súbita percepción,
que ha reclamado tantas veces la escritura, o le ha dado sentido al poema que deja
inscrito en la línea del verso que el lector está leyendo el momento cabal de su origen.
Otro ingrediente que se suma a su poética es que tales momentos no tienen que
ser grandiosos o sublimes. Tiene que serlo el poema, que da cuenta de ellos, pero el
momento casi siempre es una percepción minúscula de una realidad tantas veces
cotidiana. El salto de la amada para apresar el azahar del naranjo, que le trae la felicidad
de aquel perfume efímero, una muchacha entrevista en un balcón de Orán, u otra que
distraída e inadvertida va siguiendo el poeta con los ojos viéndola pasar bajo el balcón
de casa, aquella melodía que en la estación de tren de una ciudad yugoslava le trajo una
humilde flauta acariciada por un anónimo músico callejero, la noble sonata de Vivaldi
compartida con mujer e hijo en una tarde veneciana o la súbita impresión que el sol
amaneciendo entre la lluvia hace hermoso un viaje en tren.
APUNTE
A la vez que se recuerda el momento feliz y hermoso se dice el vínculo entre tal
momento y el posible poema (por hacer entonces, y hecho a los ojos del lector cuando lo
lee). Alguna vez, como sucede en el poema de ese libro «Un brillo derramado, un oro
inútil» (LCF, pág. 107), se siente lo contrario: la incapacidad de apresar el instante de
belleza que lo fue en la juventud, cuando se poseía el mundo, en un mediodía
adolescente irrepetible, inapresable.
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35.En el corazón del cielo. Un viaje al misterio maya del Popol Vuh, JOSÉ
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17 Las fases del concepto de tradición en Menéndez Pidal pueden verse en Diego
Catalán (ed.), M.Pidal, Los españoles en la historia, Madrid, Espasa-Calpe, 1982. He
citado por el extracto de las págs. 56-60 que de tal estudio trae Víctor García de la
Concha (ed.), Época contemporánea (19141939) de la Historia y Crítica de la Literatura
española, vol. 7, coord. por F.Rico, Barcelona, Crítica, 1984, págs. 71-74. Véase también
F.Abad, Diccionario..., cit., pág. 230.
3 Solita Salinas, «Nota Editorial» a Pedro Salinas en E. C., vol. 1, pág. 30. En otro
lugar la misma autora señala: «1943-1946. En el verano de 1943 se traslada a la
Universidad de Puerto Rico, San Juan. Fueron esos tres años, sin duda, los más felices
de la expatriación de Pedro Salinas». Solita Salinas, «Cronología biográfica», en
P.Salinas, Poesías Completas, Barcelona, Barral Editores, 1975, 2.' ed., pág. 43.
"Citado por salinas en este contexto, pero sin indicar el estudio concreto. Creo
que se trata del libro El problema de la lengua en América, Madrid, 1935, libro que
vuelve a influir sobre salinas en el tema de la deuda de la lengua con la literatura. Véase
infra nota 14.
13 El texto que Salinas reproduce en la pág. 429 está extraído del citado libro de
Stenzel, en su edición española de Madrid. Revista de Occidente, 1935, pág. 160, puesto
que coincide la traducción.
3 J.Guillén, Lenguaje y poesía (1961). Madrid, Alianza Editorial, 1969, pág. 84.
46 Hacia «Cántico», cit., pág. 404. Véase Lázaro, De poética y poéticas.... cit., pág.
185.
48 Véase ideas semejantes en los ensayos de I.Tinianov, «Le fait littéraire» y «De
l'evolution littéraire», en Formalisme et histoire littéraire, Lausana, L'Age D'Homme,
1991.
6s Ibíd., pág. 8.
70 Ibíd., pág. 179. Concluye con estas palabras Guillén su ensayo sobre Miró.
'El adverbio quiere hacer justicia a las importantes páginas que al género dedica
C.Guillén en Entre lo uno y lo diverso. Introducción literatura comparada, Barcelona,
Crítica, 1985 págs. 413-417 y que advierte que son un esbozo o proyecto de estudio.
4 C.Guillén, cit., pág. 413.
12 La novedad de esta nueva estética de Jorge Guillén ha sido muy bien glosada
por F.Lázaro Carreter en sus estudios sobre la poética guilleniana recogidos en De
poética y poéticas, Madrid, Cátedra, 1990, págs. 180-220 y también en págs. 66-67.
5 J.M.Pozuelo Yvancos, Teoría del lenguaje literario, cap. 7.4, Madrid, Cátedra,
1988, págs. 142-149.
'Citaré los versos según las siguientes ediciones: los cinco primeros libros los cito
por el volumen en que quedaron reunidos los escritos hasta 2003, con el título Las cosas
como fueron, Barcelona, Tusquets, 2004, para lo que utilizaré en el texto LCF, seguido
de página; para el libro La certeza (Barcelona, Tusquets, 2005) usaré LC, seguido de
número de página.