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Andres Diaz Sanchez - El Asirio

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Entre los siglos X-VII a. C., el imperio asirio hizo temblar de ira y miedo todo
Oriente Próximo. Ocupaba grandes extensiones de lo que hoy es Egipto, Siria,
Irak, Jordania, Kuwait, Arabia Saudita e Irán, entre el Mediterráneo oriental,
los ríos Tigris y Eufrates, el Mar Rojo, el Golfo Pérsico y el Mar Caspio.
Asiria tomó su nombre a partir del dios Assur, el Vencedor del Caos. Para los
asirios, cualquier pueblo del mundo debía someterse a Su Señor. Ante la
negativa, los enemigos tenían que ser exterminados sin compasión. Las tropas
imperiales cubrieron de sangre desiertos, oasis, ríos, litorales y montañas.
Arrasaron chozas, palacios y bastiones fortificados. Sus soldados esparcieron
por doquier la crueldad y el terror, pues habían hecho de su vida una guerra
sagrada.

El Asirio

“Con el mandato del Dios Assur, el Gran Señor, caí sobre el enemigo como un
huracán... Los derroté y los hice retroceder. Atravesé las unidades del enemigo
con flechas y jabalinas... Corté sus gargantas como a borregos... Mis caballos
encabritados, enjaezados, se sumergieron en la sangre que corría como en un río;
las ruedas de mi carro de batalla se salpicaron de sangre y despojos. Llené la
llanura de cadáveres de los guerreros, como si fueran hierba...”
Sennacherib, emperador de Asiria, tras la

batalla de Halklue, en la ribera del


río
Tigris, s. VII a. C.

Se llamaba Tilat. Era un soldado de infantería, al servicio del emperador Sargón


II, señor de la hermosa Nínive, la temible Assur, propietario de toda Asiria, de
Babilonia la de las fuentes brillantes, de Samaria, del país de Media, de los
vergeles que bebían del Tigris y el Eufrates. Tilat tenía un rostro ajado, de
labios gruesos, nariz ancha y aguileña y penetrantes ojos oscuros. La corta
melena, espesa y negra, surgía por los bordes del casco cónico y ondulado, con
fina punta y orejeras metálicas. La barba también resultaba densa, en bucles
regulares que cubrían toda la garganta. Era una cabeza poderosa, sobre un grueso
cuello, entre dos macizos hombros. Una camisola verde-parduzca, de mangas
cortas, se le ceñía al ancho y duro torso. Lucía cinto de cuero duro, adornado
con rombos azules y rojos, más grueso en sus bordes, sujeto por un recio cordel.
Bajo él reposaba una banda de tela, a rayas rojas y azules, igualmente ancha. La
falda era vasta y cómoda, en tono cremoso oscuro. A la altura de los muslos caía
en espesos flecos blancos y azules. Venía cortada entre las dos piernas, y
aquella abertura quedaba cubierta por otra línea de flecos. Tilat, como buen
infante, mostraba los pies desnudos, bajo unas piernas densas, acostumbradas a
correr y saltar. Sobre las endurecidas plantas podrían desmenuzarse cantos de
grava. Los dedos parecían piedrecillas, con uñas carcomidas por los arbustos y
la arena.
Su recio brazo derecho empuñaba una lanza, tan alta como él mismo, de
afiladísima punta en forma de hoja estilizada. En el izquierdo llevaba embrazado
el escudo circular, un cono de piel rígida recubierto de bronce, adornado con
pinturas geométricas y tachones alrededor del centro. Tal protección lograría
cubrirle desde la cabeza a la cintura, y le había salvado la vida una docena de
veces, tal y como demostraban las marcas de puntas de flecha, lanza, y los
rayones provocados por las hojas de espada.
Una ancha tela le cruzaba el torso, desde un hombro a la cadera contraria.
Estaba decorada con círculos rojos y blancos, y sostenía la espada corta, recta,
de puño estrecho y sin guardas, envainada en metal, ideada para luchar en
distancias cortas.
Tilat saltaba sobre las piedras y guijarros de tierra seca, internándose en la

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ancha cañada, rojiza y veteada de naranja. Era un terreno áspero y ardiente, al
pie de varios montes cuyos nombres desconocía. El Sol de Oriente castigaba
implacablemente, el sudor le resbalaba por el surco lumbar, hasta las nalgas. La
camisola estaba empapada en las axilas y el bajo vientre, las manchas de humedad
se mezclaban con las de la sangre arrancada de venas enemigas.
Escudriñó el desierto paso, pues la vida le iba en ello. Su mente, afilada a
causa de los múltiples peligros que llenaban su existencia, imaginaba enemigos
tras cada tocón y talud. Respiraba con fuerza por la nariz, con las aletas
tensas, y caminaba velozmente, procurando evitar todo ruido innecesario. No
estaba dispuesto a dejarse matar, ni a que se le escapara la presa.
Distinguió diminutas flores de sangre seca, sobre los guijarros del suelo. Al
lado, huellas profundas en la tierrecilla, marcadas por un hombre aterrorizado.
Sonrió. Llevaba persiguiéndolo desde la noche anterior. Era un urartio, un
enemigo de Asiria. Habíase opuesto al poder de Assur y por ello tenía que
morir. Sus compañeros rebeldes fueron azotados, empalados, quemados vivos,
perdieron los ojos, las narices, los dedos, las orejas y la piel. Pero este
logró escapar al castigo.
Tilat rememoró los acontecimientos de los últimos días. La campaña de Urartia
había sido dura...
Todo comenzó muchos años atrás, cuando el rey de Urartia y Midas de Frigia,
señor de Mushki, habíanse aliado para controlar las rutas de comercio a través
de la Cilicia. También el monarca de Tabal quiso entrar en la conspiración, pero
Sargón, El Brazo de Assur, conquistó su territorio. Midas también cedió ante el
Puño Asirio. Rusas de Urartia permaneció rebelde, e incluso derrocó al
gobernador imperial de la región Mannea. Mas, al poco, las hordas nómadas
cimerias golpearon duramente su ejército. Era el momento propicio para que
Sargón atacara, con el grueso de sus fuerzas, dispuesto a arrasar toda Urartia,
sin piedad alguna.
Las tropas de Assur, comandadas por el mismo emperador, atravesaron llanuras,
desfiladeros y ríos de rápidas corrientes, precedidos por un grueso de zapadores
que arrasaban y allanaban, que construían puentes y balsas. El astuto Sargón
evitó la línea de fortificaciones urartias, al Oeste del lago Urmia, avanzando
por la orilla contraria. Cada noche, el emperador y sus soldados oraban y le
pedían a Assur la derrota de los enemigos, su muerte y su dolor. Y cada amanecer
retornaban al duro camino de la guerra, sedientos de sangre y victoria.
Al fin, hallaron al titánico ejército urartio en un valle entre escarpadas
montañas. Los asirios habían atravesado el país a marchas forzadas, estaban
cansados y faltos de sueño. Los urartios les retaron, confiando en su victoria.
No se esperaban la explosiva reacción asiria: Sargón ordenó el ataque sin
dilaciones, marchando él al frente, sobre su espectacular carro de combate
tirado por cuatro corceles. Le rodeaban los qurubti sa sheppe, la Caballería de
la Guardia, lanceros a caballo, ciñéndose con las rodillas a la basta tela o
piel de leopardo que constituía su única silla, capaces de disparar a pleno
galope con su arco rígido y triangular y bajar al salto del noble bruto si éste
era herido, pues no calzaban estribos. En aquella carga brillaron los penachos
sobre las testas equinas, las puntas de lanza, el bronce de cascos y corseletes
y los coloridos flecos al vuelo de lanzas y faldones.
La caballería se abrió para dejar paso a la temible línea de carros: pesados
monstruos de acero, tirados cada uno por cuatro caballos enfundados en armaduras
de tejido, ante los cuales la vanguardia enemiga sentía un indecible pavor. Los
carros arrollaban las filas de caballería e infantería, los cascos y las
tachonadas ruedas de bronce convertían en pulpa miembros, cabezas y torsos.
Además de su contundencia en el choque, el carro servía como atalaya para los
tiradores selectos, que desde tal punto privilegiado masacraban a flechazos
cuantos enemigos podían divisar.
Tras la carga de carros y caballería le tocó el turno a la marea de infantes.
Llegaron a la carrera, internándose en la densa neblina de polvo, pisando con
sus pies descalzos los cuerpos deformes. La mayoría preferían la lanza, que
arrojaban, o cuya hoja pinchaba y sajaba. Los honderos tiraban piedras o bolas
metálicas que abrían cráneos y rompían rostros. Pocos usaban la espada, ya que
no solía producirse la lid a distancias muy cortas. Los escudos anchos y cónicos
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chocaban estruendosamente, el poderoso lanzaba al débil al suelo y lo lanceaba
bajo el riñón, en el cuello o en la ingle.
Tilat participó en la batalla, pues era un infante más. La garganta y los ojos
se le llenaron de polvo, pero continuó corriendo, casi a ciegas. Distinguió un
cuerpo urartio que gemía y braceaba, con las piernas destrozadas por las ruedas
de un carro. Los huesos sobresalían, blancuzcos, entre jirones de carne húmeda.
Su boca parecía un agujero difuso. Tilat desorbitó los ojos y hundió la lanza en
la cara rival, atravesándola hasta que la punta tocó el interior del casco.
Siguió avanzando sobre el terreno devastado, que hedía a muerte y resonaba con
los gritos de ira y dolor. Poco a poco, la tierra iba depositándose y podía
verse con mayor claridad. Los combates eran aislados, en general de un hombre
contra otro, mas a veces podía contemplarse un tumulto abigarrado, hasta una
docena de guerreros cuyas lanzas y escudos chocaban violentamente. Tanto asirios
como urartios corrían hacia tales combates en grupo, pero todo terminaba tan
rápidamente como había empezado, normalmente quedando la victoria en manos
asirias.
Tilat caminaba cerca de otros compañeros, la mayoría pertenecientes a distintas
tropas, y por tanto desconocidos. Muy lejos, hacia el frente, distinguió una
espesa nube, donde la caballería y los carros continuaban destruyendo las líneas
urartias.
Tilat observó un carro volcado, y alrededor varios cadáveres asirios, sin duda
los arqueros y el auriga. El eje central estaba quebrado, una de las dos pesadas
ruedas tachonadas yacía a cierta distancia. Los caballos relinchaban
espantosamente, con las patas rotas, algunos reventados bajo el peso del
armatoste. Sin duda, el vehículo había tropezado con un bache o socavón
profundo, y voló por los aires, rebotando y hundiéndose sobre los cuerpos y la
tierra.
Un soldado urartio surgió de su escondite, tras el carro. Vestía una camisola
parda, de mangas cortas, con protecciones rectangulares metálicas, una falda que
superaba los muslos, igualmente marrón, medias de tela roja y azul, y botas de
cordones que subían hasta la rodilla. Un irtu o círculo metálico, sujeto por
cuatro bandas de cuero, protegía su pecho. El casco era cónico, coronado por una
cresta en forma de gancho, con flecos de vivos colores. La barba caía, recortada
y gris, sobre la garganta. El rostro estaba contraído por la furia. Se armaba
con una lanza, un pequeño escudo plano y redondo, y una espada corta, envainada.

Aquel hombre arrojó su lanza. El compañero a la derecha de Tilat no había


descubierto aún al enemigo. La hoja se le hundió en la zona lumbar, sin más
protección que la basta camisola. La punta surgió a la altura del hígado. Era
una herida mortal. El ensartado trastabilló y cayó de rodillas, jadeando de puro
dolor.
Tilat aulló y echó a correr hacia el carro volcado. Le seguían cinco asirios
más. Un segundo urartio asomó por la diestra del carro. Era un arquero. La
cuerda crujió al ser reculada, y restalló cuando los dedos envueltos en manoplas
de cuero la soltaron. Tilat se agachó y cubrió con el escudo. El proyectil chocó
contra el bronce y su brazo vibró dolorosamente, hasta el hombro. Siguió
corriendo.
El arquero urartio desorbitó los ojos. Una punta metálica le sobresalía por el
estómago, bajo el irtu. Un asirio cercano, aún tambaleante, le había arrojado su
lanza. El otro urartio se había perdido. Agachado junto a un cadáver, trataba de
arrebatarle la lanza. Pero Tilat le atacó. El urartio esquivó la hoja asesina y
desenvainó su espada. Alzó el escudo y paró una nueva estocada. Un asirio
reculaba su lanza, más no se atrevió a arrojarla, debido a la cercanía de Tilat.

Los escudos chocaron y resbalaron. La espada partió el astil, Tilat retrocedió y


tiró el arma rota. Desenvainó su espada, golpeando en el mismo movimiento. Se
rodearon, estudiándose el uno al otro. Los guerreros imperiales les observaban y
animaban a Tilat. Éste llevaba puesto un corselete de placas de bronce que le
restaba movilidad. El urartio atacó con varias estocadas y un golpe de escudo.
Tilat los paró y, al acercarse, trabó su pierna en la del rival y empujó. El
rebelde se estrelló en el suelo, rodó y la espada asiria sólo probó tierra. Al
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levantarse, el urartio golpeó con su escudo hacia arriba y estoqueó por lo bajo.
El bronce abrió la boca de Tilat, quien tragó sangre y un diente. Se revolvió y
la hoja maligna resbaló sobre las broncíneas placas, cortando las sujeciones de
un costado. El corselete voló, semi suelto, y el borde inferior rasgó la
barbilla de Tilat. Éste lanzó una serie de tajos, que rebotaron en el escudo
plano. Retrocedió y, puesto que le estorbaba, se deshizo del corselete.
Ahora sentíase más ligero, y cargó como un toro furioso. Las espadas restallaron
de nuevo, en los oídos de Tilat rugían los gritos de sus compañeros: “¡ASSUR!
¡ASSUR! ¡ASSUR!”. El rostro urartio se llenó de miedo. Tilat le tajó una sien,
lo arrolló con el escudo y le cortó la garganta. Alzó la hoja húmeda y sintió un
éxtasis indescriptible. Aún riendo, echó a andar, en busca de más enemigos.
La batalla pronto llegó a los estertores. La caballería y los carros habían
abierto la vanguardia como un cuchillo la manteca. Se daba caza a los huidos y
los infantes peleaban contra los resistentes. Cada soldado asirio entonaba una
loa de agradecimiento a Assur mientras cortaba el cuello de un rival que
inútilmente sollozaba piedad.
Cuando el carro del emperador paseó por la zona, seguido de la Caballería de la
Guardia, y Sargón levantó las flechas de la victoria, los soldados asirios
rugieron vítores, enloquecidos de felicidad y adoración.
En la tarde, se organizaron grupos de caza. Debían hacerse con todos los huidos
y traerlos, vivos o muertos, ante el emperador, quien, como en otras ocasiones,
dispondría una pila de cadáveres descomunal, símbolo de su poder y promesa de
venganza para quienes no se le sometieran en el futuro.
Tilat, ya sin su protección de placas, se internó en los secos montes adyacentes
a la batalla, al igual que cientos de compañeros más, siguiendo un rastro de
pisadas apresuradas y manchas de sangre. El dios Assur les ayudó, pues la Luna y
las estrellas iluminaron aquella búsqueda; gracias a su fulgor, muchos urartios
que confiaron en las sombras nocturnas para escapar, gritaron de miedo y dolor
antes de perecer bajo la lanza asiria.
El rastro fácil llevó a Tilat a través de un terreno que se escarpaba poco a
poco. Estuvo tan sumido en la persecución que casi no se percató del tránsito
entre la noche y el día.
Ahora, Tilat sabía que su presa estaba muy cerca. En aquella estrecha barranca,
la sangre seca restallaba contra el Sol cegador, marcando un camino sencillo de
seguir. El asirio se maldijo durante un instante por no haberse apropiado de
otro corselete o armadura. En el calor de la batalla y la euforia del triunfo,
tal punto se le pasó por alto. Sí tomó una lanza, de un compañero muerto.
Apreciaba la espada, pero sentíase desnudo si no empuñaba un astil tocado de
filoso metal. El labio partido, amoratado y brillante, le ardía como si hubiese
mordido un rescoldo de hoguera. Pero estaba acostumbrado al dolor, y su voluntad
de soldado mantenía tal molestia en un plano intrascendente.
Entonces, escuchó una respiración débil y jadeante. Era casi un silbido
inapreciable, mas él lo había detectado. Comprendió que había un enemigo tras un
recodo del camino; sin duda, cuando doblase ese talud rojizo, una hoja afilada
caería sobre su rostro.
Muy lentamente, se desembrazó el escudo y lo pasó por sobre el casco y un
hombro, quedando sujeto a su espalda por las tiras de cuero. Sin hacer el más
mínimo ruido, rodeó el talud, hasta hallar una rampa natural fácil para la
escalada. Ató con un cordel la espada envainada al muslo y la nalga, para que no
chocara contra la piedra, y comenzó a ascender lentamente, metiendo manos y pies
en grietas, tan sigiloso como un gran felino, poniendo infinito cuidado en que
el borde del escudo no rozara el firme duro y caliente.
Al llegar a la cúspide, se levantó y avanzó semiagachado, notando el ardor de la
piedra bajo sus durísimos pies. El corazón atronaba en sienes y garganta, el
sudor untaba párpados y mejillas. Llegó al borde del talud. Abajo, tras una
caída que como poco le rompería las piernas, distinguió al urartio.
Estaba recostado sobre una piedra, casi escondido tras ella. Sus ropas
oscurecían, empapadas en sudor. Su casco brillaba bajo los rayos solares. Tenía
un muslo vendado, con telas ennegrecidas que supuraban sangre. Mostraba la
pierna roja hasta el tobillo. Tilat imaginó que habría perdido demasiado líquido
vital y con probabilidad la herida estaría infectándose. La lanza y el escudo
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urartios reposaban cerca de su dueño. Era un arquero, y sostenía con flojeza su
arma, reculando malamente la cuerda, en esta una flecha siempre a punto de caer.
El herido cabeceaba, como si estuviera haciendo un tremendo esfuerzo para seguir
despierto. En secreto, Tilat alabó su valor. Aquel arquero sabíase moribundo,
pero, aun así, esperaba al perseguidor para, en sus últimos momentos, clavarle
la flecha. Quería morir matando, como un guerrero.
La sombra de Tilat caía hacia atrás, y no sobre el urartio. El asirio levantó la
lanza, tomó aire, lo retuvo, taladró con su mirada al enemigo y arrojó su arma.
Llegó con tal fuerza que la punta abrió la armadura ligera, pasando el filo
entre dos placas de bronce, junto al cuello, y se hundió hasta el astil. Sin
corselete, el urartio habría sido empalado cuan largo era.
El hombre sufrió un espasmo, soltó un gañido y cayó al suelo, sobre su propio
arco. Tilat ahogó un rugido triunfal. Se embrazó el escudo y bajó a la carrera.
Ya de nuevo en la garganta, desenvainó la espada y se encontró con el herido.
Aún tenía clavada la lanza en la espalda alta. Había logrado sentarse, apoyado
contra la piedra. Sus piernas estaban empapadas de rojo. El líquido se le
escapaba por bajo del corselete, el cinto y los faldones. Sus ojos iban y
venían, enfebrecidos. Tosió sangre por la boca y la nariz; su respiración sonaba
húmeda. El metal debía haber alcanzado un pulmón.
Tilat se le acercó en silencio, con rostro sereno e implacable. Agradeció una
vez más a su dios la oportunidad de matar a un enemigo. Estoqueó en la garganta,
un golpe recto, eficiente, casi misericordioso. Al tiempo, el urartio le agarró
de un antebrazo. Tilat sintió un pinchazo en la piel. Apartó la espada
rápidamente. Un cordelillo rodeaba la mano del moribundo, bajo los nudillos. En
el centro de tal tira, sobre la palma, había un alfiler de punta húmeda,
manchado con la sangre de Tilat. El urartio logró esbozar una extraña mueca
antes de expirar.
Tilat se frotó el antebrazo, alarmado. Sospechó que aquel artero rival le había
envenenado. Aferró la mano exangüe y olfateó la aguja con sumo cuidado. Era un
aroma agrio, le recordaba al de las naranjas podridas. Abrió un tajo leve donde
la aguja le hirió, chupó la sangre y la soltó en rápidos escupitajos.
De pronto, sintió mareo. El mundo se bamboleó a su alrededor. Se levantó, pero
cayó de rodillas. Una arcada lo dobló en dos y vomitó, únicamente jugos
digestivos, ya que tenía el estómago vacío. Se limpió con el dorso de la
diestra, notando el amargor aceitoso en la garganta y el paladar. Una debilidad
fría y rápida se apoderaba de sus miembros. Se preguntó qué veneno corría por
sus venas: ¿el de una serpiente? ¿O quizás un mejunje preparado a conciencia por
viejas malignas o un experto asesino?
Hizo un esfuerzo y volvió a levantarse. Su mirada iba y venía. Debía caminar,
volver con los suyos, tal vez entonces los médicos de campaña pudieran
suministrarle el preciso antídoto.
Envainó la espada y recuperó su lanza. Se obligó a caminar, aunque las piernas
le pesaban como si fuesen de plomo y la vista se le nublaba a cada paso. Un pie
resbaló y cayó, hincando la rodilla, dolorosamente, en las piedras. Se levantó y
volvió a caminar. Sentía frío. Comprendió que iba a morir y experimentó profunda
congoja. Recordó su hogar de Nínive La Hermosa, repleta de fuentes cantarinas,
de jardines verdes y brillantes, sus mujeres dulces y seductoras, los paseos
columnados flanqueados por titánicas palmeras, los palacios de mármol cremoso y
veteado, de basalto y roca negra, donde los leones y las panteras deambulaban
caprichosamente a través de salas y pasillos...
-No moriré... -se dijo, procurando encontrar la convicción que le faltaba.
Se apoyó en la pared de la barranca, sin aliento. Jadeaba, con la garganta
rasposa y ardiente.
Frente a él, distinguió una cueva, un agujero negro abierto en la roca, que
antes pasó por alto. Escuchó un cántico lejano, que iba y venía en sus oídos,
una letanía de voces etéreas, tan hermosas como jamás pudiera imaginar. Sintióse
tentado y, antes de poderse controlar, se introdujo por la grieta.
Tanteó en la oscuridad, torpemente. El suelo desapareció bajo un pie y rodó por
una escalera de anchos bloques. El escudo rechinó al raspar la roca. La caída
fue breve. Tilat, su cuerpo un manojo de dolor y contusiones, se apoyó en la
lanza y se levantó, gruñendo y jadeando. En la negrura, distinguió un fulgor
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suave, amarillento. Fue hacia allá. Tropezó con un muro y lo siguió hasta doblar
un recodo. Sus ojos parpadearon al descubrir una tea lejana. De ella nacía el
resplandor antes distinguido. A la primera le seguían otras, regularmente
espaciadas, asidas por aros de hierro clavados en la roca. Su luz delimitaba un
ancho pasillo artificial, de negros muros. El humo que expelían las antorchas se
remansaba en el techo, pero varias volutas pesadas provocaron el lagrimeo y las
toses del explorador.
Mareado y débil, atacado de fría temblera, el guerrero echó a andar por el
corredor. La música extraña guiaba sus erráticos pasos. Sonaba con mayor
intensidad, llena de tonos mágicos, en un idioma lánguido y extraño. Quizá
cantaran mujeres. En todo caso, no eran mujeres humanas.
Tilat logró a duras penas doblar varios ángulos, siempre bruscos y afilados.
Tras superar uno más, descubrió la última sección del corredor, conducente a una
gran caverna de la que él aún podía distinguir poco, en cuyo centro brillaba una
superficie ancha y ovalada.
Tras instantes que eran siglos, surgió a tan vasta estancia. Lo que antes
observara refulgir era un gran estanque, sin ornamento alguno, quizá una oquedad
en el suelo rocoso. Había agua en ese lago perfecto, y aquel líquido sereno,
sobre el cual titilaban los reflejos de las antorchas, captó la atención de
Tilat. Nunca había visto una superficie tan bella y clara. El fondo negro era
profundo, y ningún pez o culebra enturbiaba la plácida humedad.
Haciendo un esfuerzo de voluntad, desvió la vista. Vio que se hallaba en una
enorme caverna artificial, de forma esférica. La única pared era perfectamente
redonda, y se curvaba en el techo como una gran cúpula opaca. Decenas de
antorchas, a la altura de un hombre adulto, sujetas a la pared por clavos de
hierro, iluminaban el lugar.
Había diez encapuchados al fondo de la estancia, tras el gran estanque. Sus
túnicas ligeras, de un blanco inmaculado, caían hasta el suelo, cubriendo todo
el cuerpo. La capucha alzada hundía en sombras el rostro. Había seis figuras
masculinas, fornidas y esbeltas, y cuatro femeninas, de curvas rotundas y
ágiles, embelesadoras.
Pero no eran ellos quienes producían la bella letanía. Al descubrir a los
oradores, Tilat sintióse desfallecer a causa del terror.
Eran dos los cantores. Cada uno reposaba en la cúspide de su alta y gruesa
columna de mármol, a la izquierda y derecha de la decena encapuchada. Un par de
seres terribles y maravillosos. Sus cabezas eran humanas, de mujer luciendo una
belleza mágica y atemporal, con rasgos casi felinos, ojos negros y hechiceros,
nariz fina y ligeramente curvada, tez aceitunada, labios en fuego y cabello de
azabache trenzado caprichosamente. Sus cuerpos eran los de leonas poderosas.
Reposaban sobre las patas, y meneaban la cola indolentemente. De cada lomo
surgían dos alas plegadas, compuestas de mil finas y largas plumas, blancas y
negras.
Tilat había oído hablar de tales seres, esfinges las llamaban los egipcios, uno
de los mitos más extendidos, aunque profundamente arraigados en torno al Tigris
y el Eufrates.
Aquellas damas sobrenaturales cantaban graciosamente, una letanía suave y
embriagadora, y sus profundos ojos embarazaban al tosco recién llegado.
Callaron de pronto. Se alzaron sobre las patas, y sus rostros tornáronse
malignos. Una abrió la boca y bostezó felinamente. Dos hileras de colmillos
filosos bordeaban sus perfectos labios. Las alas se desplegaron, majestuosas,
como las de una gigantesca águila. Golpearon el aire y las esfinges volaron,
cruzando ágilmente la estancia. Se posaron en el suelo, levantando la
tierrecilla con el vaivén de sus plumas, y rodearon a Tilat, quien jadeaba de
puro terror. Ellas sonreían con malignidad. Y con hambre. Se relamían y gruñían,
amenazadoras. El asirio arrojó su lanza, casi sin fuerzas. La esfinge voló,
impulsada por sus alas, escapando así al torpe disparo. El arma rodó por el
suelo. La criatura se posó en el suelo y rugió, como lo haría una leona,
cavernosa y escalofriantemente. Tilat desenvainó la espada, dispuesto a morir
en liza.
-¡Alto!
Las esfinges se detuvieron y miraron con disgusto al hombre que había hablado.
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Era uno de los diez. Alzaba su brazo diestro, con la palma hacia el frente. Las
esfinges volaron hasta sus respectivas columnas. Asentaron los cuerpos sobre las
patas y se relajaron. Una apoyó el rostro entre las zarpas, y otra comenzó a
atusarse un costado con la lengua.
-Eres asirio... -atinó a decir Tilat, enronquecido, señalando su espada al que
había hablado.
El aludido bajó su capucha, mostrando un rostro joven, mas no adolescente,
afeitado, una faz propia de los hombres de Assur o Nínive, pero desprovista de
aquella crueldad que los caracterizaba. Sus ojos parecían sabios y poderosos.
Pero no malignos.
-Lo era -contestó, con voz grave y clara.
Sus compañeros bajaron las capuchas. Tilat reconoció rasgos egipcios, medios,
babilónicos, toscas facciones cimerias, incluso la negrura del lejano Sur. Todos
esos hombres y mujeres eran bellos, de una extraña y serena forma, y sus ojos
resplandecían como soles oscuros. Sonreían levemente. Parecían darle la
bienvenida.
-¿Quiénes sois? -preguntó Tilat, sintiéndose feo y estúpido ante aquellos seres
maravillosos.
-Somos los Guardianes de la Fuente -contestó el asirio que ya hablara antes. Con
la mano abierta señaló el estanque del centro-. Es la Fuente de la Eterna
Juventud. Se aparece sólo a los que poseen un fuerte corazón, y están a punto de
morir. Es una nueva oportunidad.
Tilat entrecerró los ojos, confundido. El eco del discurso reverberaba en su
mente, y sintió que sus esperanzas renacían. Pero se obligó a desconfiar.
-No os creo -espetó.
El joven asirio miró a su compañero de piel negra. Éste asintió y echó a correr
ágilmente, rodeando el agua. Tomó la lanza que Tilat había arrojado.
-¡Suelta ese arma! -vociferó su dueño, enfurecido.
El extraño de túnica blanca y tez opaca, casi azulada, le increpó con palabras
crueles en un idioma que Tilat desconocía.
El asirio comprendió que se disponía a luchar contra él. Su rival le rodeaba,
sosteniendo la lanza con fuertes y diestros dedos. Tenía cuerpo temible, bajo la
seda blanca se intuían músculos de hierro. El negro se le acercó de un salto y
le pinchó en un hombro, rasguñándolo. Tilat, enfebrecido, no había logrado alzar
la espada. Qué ironía, pensó, iba a morir ensartado en su propia hoja. El
enemigo le pinchó una vez más, jugando con él. Sonreía burlonamente.
De pronto, se acercó en demasía, una imprudencia increíble, que no cometería ni
el más bisoño recluta de leva. Tilat no desaprovechó la oportunidad. Se lanzó al
frente. Apuntaba al pecho, pero la hoja se hundió hasta medio cuerpo en el
estómago.
El negro retrocedió, dolorido. A pesar de lo ocurrido, continuaba sonriendo.
Aquella era una herida mortal. El vientre se hincharía, lleno de sangre, y su
dueño iría perdiendo las fuerzas poco a poco, hasta morir.
-Observa a Kunn -dijo el joven asirio.
El tal Kunn reculó hasta el estanque, se arrodilló y bebió. Al levantarse, dejó
caer la túnica hasta la cintura. La herida del abdomen, un tajo negruzco,
comenzó a cerrarse milagrosamente, absorbiendo toda la sangre derramada. Allí
quedó tan sólo una costra, que pronto fue tensa piel.
-Gracias, Kunn -dijo el joven asirio.
El herido se colocó la túnica rota y manchada y volvió con los demás. Tilat
continuaba mirándolo, atónito.
-Hay una Fuente de la Eterna Juventud en cada rincón del mundo -explicó el joven
asirio-, que se aparece en el momento más inesperado. A quien se le ofrece este
regalo, puede beber de ella, y convertirse en su guardián. Será inmortal, y
gozará de los placeres de la tierra y de la carne, o de los correspondientes al
espíritu o el intelecto. Hoy, la Fuente se te ha presentado a ti. Podrás seguir
siendo un guerrero tras bebes de sus límpidas aguas, podrás tener riquezas y
mujeres, o ser pobre y ascético. Podrás continuar con tu vida o cambiarla por
completo. Pero, en el corazón, siempre serás un Guardián de la Fuente, y cuando
se te convoque, como hoy lo hemos sido todos nosotros, aparecerás.
Tilat guardó silencio. No era estúpido, y no se negaba a creer lo que sus
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sentidos le mostraban. Comprendía que tras la realidad cotidiana había una
segunda realidad, que precedía a otras muchas. Y hoy, ante el umbral de la
muerte, él había rasgado el primer velo.
-¿Por qué yo? -preguntó, al fin.
-Porque la Fuente te ha elegido. Como ya te dije antes, la Fuente sólo desea
Guardianes de espíritu poderoso y lealtad inquebrantable. Por eso te quiere a
ti.
Tilat guardó un solo instante de silencio.
-Dejadme beber -logró ponerse en pie-. Amo la vida y quiero vivir.
El joven asirio sonrió. Dos de sus compañeros, un hombre y una mujer, llegaron
hasta el envenenado y lo ayudaron a caminar. Tilat se sorprendió al percibir la
fuerza y firmeza en el pulso de la pareja. Se arrodilló junto al agua y observó
su propio rostro, ajado, sucio, exhausto, lleno de arrugas y dolor. Por el
contrario, los reflejos de sus acompañantes eran luminosos, bellos y fuertes.
Tilat les envidió.
De pronto, sintió una duda. Alzó la cabeza y miró al joven asirio.
-¿Cuál es el precio? -preguntó.
-El precio es servir a la Fuente con todo tu ser. Habrás de renunciar a
cualquier otra creencia.
Tilat tragó saliva ruidosamente.
-¿Habría de renunciar a mi Señor Assur?
-Renunciarás a Él -fue la grave respuesta-. Será una transición indolora.
Simplemente, lo olvidarás. Dejará de importarte. Vivirás. Encontrarás la
felicidad.
Tilat enarcó una ceja y su mirada quedó suspendida del vacío. Amaba la vida.
Amaba la guerra, la victoria, bromear con los amigos, comer hasta hartarse,
beber y cantar. Amaba reír, y amaba a las dulces mujeres. Deseaba vivir. Lo
deseaba rabiosamente.
Sintió de pronto un dolo que le abría el alma, como un cuchillo afilado. Empuñó
fuertemente la espada.
Cuando alzó la cabeza, las lágrimas arrasaban su faz. Pero sonreía fieramente.
De nuevo era un guerrero. De nuevo marchaba hacia la batalla, la más difícil y
dura. Y cabalgaba junto a su Señor Assur, el Vencedor del Caos.
-No viviré la vida de otro -escupió-. Moriré con orgullo, siendo yo mismo.
Tilat hundió el arma en su propio cuello. Miró hacia el techo, mientras la
sangre empapaba su pecho y abdomen. Los ojos se le llenaron de gloria. Expiró, y
cayó hacia atrás.
Los diez albos Guardianes no pronunciaron una sola palabra. Miraban el cadáver
con tristeza, y quizás una chispa de cierta envidia. Poco a poco, sus figuras
fueron tornándose translúcidas, hasta desvanecerse por completo.
Las esfinges se hicieron piedra. No les dolió el cambio. Ahora eran estatuas,
frías y bellas.
La vasta estancia quedó vacía, con el cadáver guerrero a pocos pasos del
estanque.
Las antorchas perdieron fuerza, hasta apagarse y sumir el lugar en la más
silenciosa negrura, en el más negro silencio.

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