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Qué Belleza Salvará Al Mundo

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¿QUÉ BELLEZA

SALVARÁ AL MUNDO?
Un estudio de la belleza en El Idiota de Dostoyevski

ALBA RODRÍGUEZ SEGOVIA


MADRID 2019
Asignatura: La kénosis de Cristo en la espiritualidad y la teología rusas
—No riais, hijas. Puede que el príncipe sea más astuto
que las tres juntas. ¡Ya veréis como sí! Pero no ha dicho
usted nada de Aglaya. Ella espera sus palabras y yo
también.
—No puedo decir nada por ahora. Ya hablaré más
adelante.
—¿Por qué? No creo tan difícil estudiarla.
—No, no lo es. Mas Aglaya Ivanovna resulta una beldad
tan extraordinaria que se siente temor de mirarla
aunque sólo se trate de intentar conocerla.
—Bien; pero ¿y su carácter? —insistió la generala.
—Juzgar la belleza es difícil. Aún no me siento con
fuerzas para hacerlo. La belleza es un enigma.1

1
F. DOSTOYEVSKI, El idiota (Alianza editorial, Madrid 32012, reimpr. 2016) 125

1
¿QUÉ BELLEZA SALVARÁ AL MUNDO?
Esta conversación, al inicio de la novela El Idiota, nos ayuda a comprender la
perspectiva desde la que el autor se asoma a un tema profundamente arraigado en la
historia, la espiritualidad y la religiosidad de Rusia, pero también del mundo: La
belleza, que Dostoyevski nos presenta aquí como un enigma.

Si es enigmática es porque en ella se encierran ciertas paradojas que


pretendemos poco a poco desentrañar al paso de la novela y de las preguntas que van
haciéndose los protagonistas. ¿Qué belleza salvará al mundo? Es el título de mi trabajo
y es una pregunta de Ippolit tomada del diálogo que precede a su discurso, la noche
del cumpleaños del Príncipe.

Porque la belleza es un enigma y no todas las bellezas traen por sí mismas ni


por igual, la salvación, la pregunta de Ippolit por ella nos lanza de lleno a la cuestión
del discernimiento de la misma.

1. Claves para abordar el enigma de la belleza


Conocemos la belleza sin necesidad de que nadie nos la explique, nos sentimos
instintivamente atraídos por la belleza que percibimos. Nuestros sentidos exteriores,
pero también los interiores están capacitados y orientados para percibir la belleza, sin
olvidar, que podemos educarlos para que sean todavía más receptivos, para que estén
más despiertos, para que puedan discernir mejor la verdad y la profundidad de la
belleza captada.

¿Qué captan los sentidos interiores y los exteriores como belleza? ¿Es solo una
cuestión subjetiva o hay algo objetivo en ella? ¿Podemos entresacar algunas de las
características de la belleza o estamos abocados a no entendernos en cuestión de
gustos? ¿Qué ha percibido Myshkin en su primer encuentro con Aglaya, en el diálogo
que introduce este trabajo?

Todos somos capaces de distinguir distintos niveles de belleza. Encontramos


una belleza estética, fuente de agrado de los sentidos externos, pero también
encontramos belleza en el interior de las personas, en las acciones que realizan como
expresión de su propio ser, en las decisiones tomadas por altos ideales, estas bellezas
se ponen en valor gracias a nuestra inteligencia y a nuestra afectividad. La
potencialidad atractiva de la belleza crece proporcionalmente a la coherencia que
exista entre todas ellas. La belleza estética alcanza su máxima consistencia cuando es
signo de la belleza que podemos llamar espiritual.

Y la belleza no es, al menos cuando nos detenemos a reflexionar sobre ella,


simplemente una cuestión de gustos, sino que, podemos observar en ella ciertos
parámetros objetivos, características percibidas en todo aquello que resulta bello de
forma inmediata e involuntaria al ser humano.

En primer lugar, la belleza se distingue por su integridad o perfección; a lo bello


no le falta ni le sobra nada. Está terminado en alguna medida, rematado, pero también

2
es perfecto en cuanto que alcanza su fin. Por tanto, en todo aquello que alcanza el fin
para el que fue creado, o que está ejerciendo su función en su lugar, de forma
correcta, adecuada, se percibe belleza. Pero no solo es eso, la belleza es también
armonía o proporción: interior o exterior, en sus partes, bien dispuestas unas respecto
a las otras y también en relación al todo. Así conciben los griegos la belleza en su
escultura, y el Renacimiento lo devuelve al primer plano; el Discóbolo de Mirón y el
hombre de Vitrubio, quieren responder a este ideal de belleza proporcionada. Por
último, la belleza se caracteriza por su claridad, esplendor o luminosidad, la propiedad
que la hace perceptible, una cierta plenitud que irradia y que atrae al que la encuentra.

La belleza en el que la percibe provoca además un enriquecimiento personal


objetivo. Este enriquecimiento de la inteligencia, el afecto y la voluntad al contacto con
la belleza no es fácilmente cuantificable pero es eficaz. Aquel que dedica tiempo a
escuchar música, música realmente bella, se siente atraído cada vez con más fuerza
por esta belleza y es capaz de distinguir, con su inteligencia, los fragmentos más
conseguidos, mejor dispuestos dentro de la partitura, al tiempo que se ve fortalecido
en su voluntad para seguir ejercitándose en una escucha más constante y penetrante
de la misma.

Así pues, el enigma de la belleza nos es asequible en algunos puntos que


debemos dejar asegurados antes de lanzarnos a la pregunta que nos plantea la novela:
¿qué belleza salvará al mundo? De otro modo, correríamos el riesgo de vernos
enredados en un relativismo estéril que convierte la sentencia feliz de Dostoyevski (La
belleza salvará al mundo) en una frase pretenciosa sin más.

2. El enigma de la belleza en El idiota


Podemos pensar que Myshkin cuando ve por primera vez el rostro de Nastasia
Filíppovna y poco después el de Aglaya Ivanovna percibe estas propiedades que le
impelen a hablar de una belleza indescriptible. El Príncipe describe la belleza que ve y
deja traslucir el impacto que le produce, sus reacciones íntimas ante esta belleza, pero
estas reacciones son confusas para él.

La primera vez que contempla la fotografía de Nastasia Filíppovna afirma:

El retrato era, como Myshkin decía, el de una mujer maravillosamente bella,


ataviada, sin afectación alguna, con un vestido de seda negro cuya elegante hechura
no excluía la sencillez. Los cabellos que, al parecer, debían de ser castaños, iban
peinados con casera simplicidad; la frente era pensativa; los ojos negros y profundos;
la expresión apasionada y un tanto desdeñosa, el rostro delgado y probablemente
pálido.2

Poco después, tiene la oportunidad de examinar de nuevo la imagen y se


desvelan nuevos datos, testimoniando así la necesidad de una contemplación
reiterada para encontrar las claves de esta belleza que le atrae:
2
Ibid., 56

3
Dijérase que quisiera descifrar el no se sabía qué de misterioso que antes le
afectara tanto al mirar la faz de aquella mujer. Su impresión entonces había sido muy
viva y ahora quería someterla a nueva prueba. Contemplando otra vez aquel rostro,
que tenía de notable, no sólo su belleza, sino algo más, imposible de definir, el príncipe
tornó a recibir una sensación muy fuerte, más fuerte todavía que la primera. El orgullo
y el desprecio, por no decir el odio, se acusaban en aquel semblante femenino con
intensidad extraordinaria: pero a la vez se desprendía de él una sorprendente
expresión de ingenuidad y confianza, contraste que producía un sentimiento casi
compasivo. La deslumbrante hermosura de Nastasia Filíppovna tenía un carácter
extraño: el rostro era pálido, las mejillas poco menos que hundidas, los ojos ardorosos.
¡Extraña belleza aquélla!3

Interrogado por la misma Aglaya, Myshkin desvela el dato definitivo al que él


atribuye la expresión de la belleza que esconde Nastasia Filíppovna:

—Sí, es bella e incluso muy bella —declaró al fin—. La he visto dos


veces, pero de lejos. ¿Así que le gusta esa clase de belleza? —preguntó
bruscamente a Myshkin.
—Sí, me gusta —repuso él, no sin cierto esfuerzo.
—Pero ¿esta clase de belleza precisamente?
—Ésta precisamente.
—¿Por qué?
—Porque en ese rostro… hay una expresión de intenso sufrimiento — articuló
casi involuntariamente el príncipe, más bien hablando consigo mismo que a su
interlocutora.4

La historia de Nastasia Filíppovna confirma esta intuición de Myskin. Maltratada


desde niña, huérfana, extorsionada, de gran inteligencia y, por lo tanto, consciente de
cada una de sus desgracias, al conocer al Príncipe y ser mirada por él, reconoce
haberse encontrado por primera vez con un hombre, y eso la obliga a debatirse, de
forma desquiciada y desquiciante, entre el horror de su propio pecado y su indignidad
y el arrepentimiento y el amor que le brinda Myshkin.

El príncipe afina su percepción de la belleza de Nastasia con la compasión,


surge en él atracción hacia la belleza externa pero también esa extraña atracción que
ejerce el dolor en el corazón de aquel que es compasivo. Concibe así, en esta mezcla
de atracciones, la idea de salvar a la desdichada joven.

La belleza de Aglaya es también alabada por el Príncipe y presentada, como ya


hemos visto, como un enigma. Una belleza de impacto similar a la de Nastasia
Filíppovna, pero diferente, como él mismo reconoce. No se trasluce sufrimiento, sino
cierta crueldad. La historia de Aglaya nos permite entrever una personalidad insegura,
que también oscila entre la necesidad de protegerse frente la atracción que siente
hacia Myschkin burlándose de él, y la intuición de que él podría amarla y cumplir su
ideal un tanto bohemio de vida.

3
Ibid., 129
4
Ibid., 130

4
Dice Guardini en su libro sobre el universo religioso de Dostoievski:

La belleza de Aglaya, en cambio, impresiona a Myshkin de un modo totalmente


distinto, con un carácter personal. Ve en la belleza de Aglaya la posibilidad de lograr su
dicha personal y resulta trágicamente conmovedor comprender que el propio Myshkin
considera inalcanzable esa felicidad, que apenas se atreve a aspirar a ella hasta que
queda destruido por el peso de su misión y de la realidad.5

En la belleza enigmática de Aglaya lo que se nos presenta del Príncipe es una


pregunta sobre sí mismo: ¿Seré digno de esta belleza? ¿Tendré capacidad para
disfrutarla e incluso poseerla? Él mismo se sabe incapaz debido a su enfermedad, pero
la fuerza de atracción que ejerce sobre él, despierta energías ocultas incluso para él
mismo, y, al tiempo, el temor de que la respuesta a estas preguntas sea negativa.

La esperanza parece surgir cuando Aglaya Ivanovna reconoce ante su familia


que siente respeto por la figura del hidalgo pobre, cuyas características encajan con las
del Príncipe:

Una cosa resulta clara en todo caso, y es que, quien quiera que fuese su dama,
e hiciese lo que hiciera, ello, importaba poco a ese hidalgo pobre. La había elegido, la
creía su «belleza pura» y eso bastaba para que no cesase de inclinarse ante ella, para
que, puesto que se había declarado su servidor, rompiese lanzas por ella, aun cuando a
continuación la viera convertirse, por ejemplo, en una ladrona. Parece que el poeta
quiso encarnar así la noción del amor platónico, tal como lo concebían los caballeros
de la Edad Media, en un tipo extraordinario. Naturalmente, todo eso es mero ideal. En
el «hidalgo pobre», tal sentimiento llega al máximo grado: alcanza el ascetismo.
Preciso es confesar que la facultad de amar así habla mucho en pro de quien la posee.
Es un rasgo de carácter que denota un alma sublime y, en cierto sentido, es cosa muy
loable. El «hidalgo pobre» es un Don Quijote, pero un Quijote serio y no cómico. Al
principio yo no comprendía al personaje y me reía de él de buena gana, pero ahora le
admiro y sobre todo, respeto sus altas proezas… Aglaya dejó de hablar. Era difícil
saber, mirándola, si había hablado en serio o en broma.6

Parece que, a partir de aquí Myshkin siente que su decisión está tomada por
Aglaya y que, ni siquiera su sentimiento de estar enfermo y de no ser digno o capaz de
casarse con ella, puede ensombrecer su esperanza. La idealización del personaje para
Aglaya, es la idealización con la que intentará encajarse el príncipe. En el fondo de la
relación hay una idealización mutua. Un ideal bello que nunca llega a expresarse
realmente en los gestos o en los actos de ninguno de los dos y que pierde por eso su
belleza.

La realidad volverá en la forma de Nastasia Filíppovna cuya presencia y


ausencia intermitentes planean sobre esta relación, devolviéndole al Príncipe la
responsabilidad de tomar una decisión para elegir entre las dos bellezas que sacuden
su interior. En esta escena cumbre será también donde se quede más claramente
patente la fragilidad del Príncipe. En el momento supremo es incapaz de tomar una

5
R. GUARDINI, El universo religioso de Dostoievski (Buenos Aires, 1958) 276
6
DOSTOYEVSKI, El Idiota, 377-378

5
decisión, y, simplemente se deja arrastrar por el curso de los acontecimientos. A partir
de aquí, de esta escena suprema en que El Príncipe, literalmente, no decide, su figura
pierde ya toda la relevancia, y desaparece como personaje, es traído y llevado por la
historia, pero ya no interviene activamente en ella.

3. La ambigüedad de la belleza
El príncipe se muestra desde el principio de la novela especialmente vulnerable
a la belleza, y encarna, de algún modo, al hombre en estado natural, al Adán
paradisiaco, seducido por la fruta que Eva le ofrece. Atraído, fascinado por la belleza
que le sale al paso, es todavía incapaz de distinguir en ella la ambigüedad que porta
consigo la apariencia externa. No tiene capacidad de discernimiento y, por lo tanto, es
inconsciente de los efectos devastadores que puede causar esta belleza no discernida.

Su carácter ingenuo, inocente sobre todo en la primera parte de la novela, le


sitúa frente al resto de personajes de forma incómoda. Actúa como si fuese incapaz de
darse cuenta de lo que hay en el trasfondo de sus primeros encuentros con Gania o las
Yepanchinas, o como si no percibiese las consecuencias que pueden traer sus actos.
Actúa de forma libre y desde él mismo, y esto es lo que llama la atención en él y le
otorga la fama de ‘idiota’ pero también es lo que le sitúa frente al resto de personajes
como un ejemplo de autenticidad y de bondad. Sin embargo, de nuevo esta bondad
carece de discernimiento, y se convierte paulatinamente en la novela en un buenismo
naturalista en el que el mismo Príncipe acaba atrapado.

Que el Príncipe carece de las herramientas básicas para discernir nos lo va


descubriendo él mismo poco a poco. Se siente fascinado por la belleza femenina, pero
también por una cierta belleza que le invade previamente a sus ataques epilépticos, y
de igual modo se le descubre vinculado, gracias a las apreciaciones de la misma Aglaya,
a la belleza del ideal caballeresco, que en su caso alcanza proporciones trágicas.

Así describe él los momentos previos a sus ataques epilépticos:

Enmedio del abatimiento, melancolía, oscuridad y opresión de ánimo que


experimentaba el enfermo en tales ocasiones, parecía, a trechos, surgir en su cerebro
un rayo de luz y dijérase que todas sus energías vitales se esforzaban de pronto,
trabajando al máximo de intensidad. La sensación de vivir, la conciencia de sí mismo,
casi se decuplicaban en aquellos instantes fugaces como el relámpago. Una claridad
extraordinaria iluminaba su espíritu y su corazón. Todas las agitaciones se calmaban,
todas las dudas y perplejidades se resolvían a la vez en una armonía suprema, en una
tranquilidad serena y alegre, plenamente racional y justificada. Pero estos momentos
radiantes no eran sino el preludio del instante final, tras el que sobrevenía siempre el
paroxismo. Aquel instante final era inexpresable. Cuando más tarde, vuelto a la razón,
el príncipe reflexionaba en lo sucedido se decía que aquellos instantes fugaces, donde
se manifestaba la más alta e intensa vida, no eran debidos más que a la enfermedad, a
la ruptura de las condiciones normales y, siendo así, no equivalían a una vida superior,
sino a una vida inferior, del orden más mezquino. Ello, no obstante, no le impedía

6
llegar a esta extremadamente paradójica conclusión: «¿Y qué, si esto es enfermedad?
¿Qué importa que se trate de una tensión anormal si su resultado, tal como lo
considero y analizo cuando vuelvo a mi estado corriente, contiene armonía y belleza en
el máximo grado, y si en ese minuto experimento una sensación inaudita,
insospechada hasta entonces, de plenitud, de ritmo, de paz, de éxtasis devoto que me
inmerge en la más alta síntesis de la vida?». Que allí existía, en efecto «armonía y
belleza», que aquello era realmente «la más alta síntesis de la vida», era cosa de que
no quería ni siquiera dudar, no admitiendo ni la menor posibilidad de duda. 7

La paradójica conclusión a la que llega el Príncipe nos confirma en nuestra


teoría: no es la belleza completa la que él distingue. Aquí describe una belleza
vinculada a la enfermedad y, de algún modo, por tanto, desvinculada de las
condiciones que hacen real a la belleza. ¿Qué elementos nos permiten discernir,
entonces, la verdadera belleza? ¿Existen herramientas para distinguirla? ¿Qué solución
nos aporta Dostoyevski en la novela y el Príncipe no es capaz de descubrir? Dejemos la
solución de estas preguntas para más adelante para seguir ahondando, en la medida
de lo posible, problema.

Hay que reconocer la ambigüedad de la belleza y por lo tanto su carácter


enigmático está magistralmente expuesto en la novela. La belleza física de las Nastasia
y Aglaya y las distintas cualidades que atraen a Myshkin en ambas pertenecen a
múltiples niveles de profundidad. La belleza física de ambas es patente, la belleza que
atrae a Myskhin y que comprende también los valores internos como el sufrimiento
que habita en Nastasia o el deseo de una vida más grande que expresa con gestos,
movimientos y palabras Aglaya, requiere todavía un mayor grado de penetración. Pero
el hecho es que en ellas conviven opuestos que atraen al Príncipe, pero que también le
repelen. De algún modo, se convierte en víctima de la fascinación que la belleza
efímera trae consigo, se siente impotente ante los impactos afectivos que se producen
en él y no es capaz de tomar una decisión con respecto a ellos.8

Por eso, con el final de la novela, la pregunta de Ippolit a Myshkin queda sin
respuesta, es más, queda frustrada, pues el abrupto final parece decirnos: Ninguna
belleza es capaz de salvar de la muerte y del desastre.

Esta afirmación está expresada en la novela de un modo interesante. De hecho,


está contenida en la carta que Ippolit compone para justificar su suicidio. En ella habla
de la fuerte impresión que le produjo ver en la casa de Rogozhin el cuadro de Hans
Holbein, Cristo Muerto. Ya antes en la novela, Myshkin había reparado en ese cuadro,
y había dicho que él que sería capaz de hacer perder la fe a cualquiera. Y aquí, Ippolit
dice por qué:

»El cuadro representa a Cristo en el momento de ser descendido de la cruz. Creo


haber notado que los pintores que muestran a Jesús crucificado o descendido suelen
representarle con un rostro extraordinariamente bello, esforzándose en conservarle
esa belleza aun en medio de los más crueles suplicios. En el lienzo de Rogozhin no hay

7
Ibid., 344
8
LUIGI CASTANGIA, Il mondo religioso di Dostoevskij Romano Guardini interprete dello scrittore ruso, en:
http://veprints.unica.it/520/1/PhD_LuigiCastangia.pdf (27 de marzo) 28.

7
nada semejante: allí se ve realmente un cadáver que antes de morir ha sufrido
infinitamente, que ha sido golpeado por los soldados y el populacho, que llevó su cruz y
sucumbió bajo su peso, que soportó luego seis horas (al menos así lo calculo) la terrible
tortura de la crucifixión. En verdad, el semblante de ese Cristo es el de quien acaba de
ser descendido de la cruz, es decir, que no ofrece rigidez alguna, y presenta aún signos
de calor y de vida, y una expresión dolorosa tal como si el muerto experimentase
todavía el dolor de su suplicio. El artista ha captado eso muy bien. En cambio, el rostro
es de un realismo implacable: allí se ve un cadáver cualquiera con la expresión propia
del que ha padecido previos tormentos. Me consta que, según la creencia adoptada
por la Iglesia desde los primeros siglos del cristianismo, Cristo no sufrió sólo
simbólicamente, sino en realidad y, por consecuencia, su cuerpo en la cruz estuvo
plenamente sometido a la ley de la naturaleza. El semblante representado en el cuadro
está tumefacto y cubierto de laceraciones; los ojos, dilatados, aparecen vidriosos y
turbios…9

Cristo aparece muerto, cruelmente asesinado, solo, con signos visibles de


corrupción. Esa es el final de Cristo. Quienes lo habían representado con un rostro
bello aún en la Cruz de algún modo están influidos por la resurrección. Holbein, de
alguna manera, con su realismo inusitado ha conseguido cerrar la gloria de Cristo y lo
ha presentado sin vida y sin posibilidad de recuperarla. Es el Cristo muerto de los que
no creen en la resurrección. Y es el final de toda belleza de este mundo, abocada a la
corrupción, sin posibilidad de permanecer para siempre, indefensa ante el paso del
tiempo, condenada a la destrucción.

4. Relación de la belleza con la verdad y el bien


En este momento, cuando tocamos el fondo del problema, podemos retomar
las preguntas que antes nos planteábamos. La solución al problema de la belleza, su
ambigüedad, su carácter enigmático, la necesidad que tiene de ser discernida, su
potencia para salvar al mundo. ¿Qué belleza salvará al mundo? ¿Cómo discernirla?

Florenski define la belleza según estos términos: “La verdad manifestada es el


amor, y el amor realizado es la belleza”. Entre los famosos trascendentales, la belleza
es la cima donde le bien y lo verdadero toman cuerpo. La belleza coincide con la
plenitud del ser, o sea, con el bien y lo verdadero, pero en el mundo se revela de una
forma externa de tal modo que el ojo puede percibirla y le puede gustar. La belleza es,
por tanto, la forma sensible del bien y la verdad, la garantía de que se trata del
verdadero bien y de la verdad correcta. ¿Qué sería el bien sin lo verdadero, sin la
verdad? Una ilusión; ¿Y qué sería lo verdadero, si no se encarna como bien? Un
fanatismo. Una verdad que no se hace belleza es incluso peligrosa.10

Este párrafo condensa la profundidad y la complejidad del discernimiento de la


belleza. Verdad y Bien deben estar unidas a la belleza para que esta sea real, para que

9
DOSTOYEVSKI, El idiota, 607-608.
10
T. SPIDLIK – M. RUPNIK, Teología de la evangelización desde la belleza, (Madrid, 2013) 520

8
sea capaz de salvar. La belleza salva únicamente porque es la visibilización del bien y
de la verdad, es la cualidad expresiva del amor.

Podemos decir que toda la belleza que se nos presenta en El Idiota es una
belleza a la que le falta bien y a la que le falta verdad. Las heridas de los personajes
femeninos justifican esta falta de bien y de verdad que les caracterizan, pero de hecho
es así. Ni en Nastasia ni en Aglaya encontramos unida a su belleza externa una
integridad interior que se corresponda y el Príncipe es incapaz de reconocer esto. No
tiene capacidad de discernimiento para trascender la impresión de la belleza exterior y
actuar en consecuencia.

Ciertamente hay en el Príncipe, en su inocencia original, cierta capacidad de


penetración que le permite distinguir el sufrimiento o prever el trágico desenlace de la
relación de Nastasia con Rogozhin. Hay en él algunas predisposiciones, pero no es
capaz de discernir los bienes aparentes. Hay en juego una capacidad de discernimiento
que a él se le escapa. Precisamente es el drama oculto en la belleza lo que
desconcierta al Príncipe. Pueden darse distintos niveles de belleza y lo que importa es
cómo esa perfección atrayente y la imperfección conviven y se relacionan entre sí.

No es suficiente nuestra capacidad innata de percibir la belleza, ni tampoco es


suficiente dejarse llevar por la atracción que ejerce. Es necesario discernirla y no dejar
que sea ella la que decida, sino nuestra capacidad de verla en relación con la verdad y
el bien.

Optar por la belleza verdadera, la que nos va a salvar, es aprender a ponerla en


relación con la verdad y con el bien. Si la belleza que nos atrae no tiene relación con el
bien ni con la verdad en alguna medida, no solo no puede salvarnos, sino que solo
puede destruirnos. Una belleza malvada y mentirosa es la que muerde Adán en la fruta
prohibida, es atrayente, incluso, muy atrayente, pero no tiene relación alguna con el
bien y la verdad y por eso, engendra la muerte en el hombre.

Se vive así en el mundo de las apariencias, y sobre todo, se vive dejándose


arrastrar por lo más aparente o apetecible sin cuestionarse si, de verdad, es lo más
conveniente para la realización, para la salvación de la persona. Así las cosas, ¿qué
belleza es la que salva?

5. La belleza que salva al mundo


Distintos factores influyen en la incapacidad del Príncipe para discernir la
belleza, pero de entre ellos, la mayor dificultad de todas es la fragilidad de su fe, que le
impide acceder a una comprensión de la belleza mucho más profunda y verdadera.

Las ocasiones en que la novela enfrenta el tema de la fe de Myshkin son


siempre escenas sin resolución, sin respuesta verdadera por parte del protagonista.
Salvo en la reunión con la alta sociedad, cuando el Príncipe se deja llevar del momento
y se manifiesta como un ferviente anticatólico, sobre todo como un ferviente ruso, lo
cual es incompatible con el catolicismo según el mismo Príncipe 11. En realidad, todo lo
11
DOSTOYEVSKI, El idiota, 802-804.

9
que tiene Myshkin es un barniz de creyente. No es un cristiano ortodoxo convencido,
sino un patriota, que ve la religión como un factor de identidad nacional. Ciertamente
sus cualidades personales le acompañan, su inocencia es patente, pero no tiene fe, ni
en Dios, ni en Cristo.

—¡Eso es, eso es! —exclamó Myshkin—. ¡Admirable concepto! ¡Al enojo de
nuestras costumbres! No a la sociedad, que en eso se engaña usted, sino a la sed de
saciarse, una sed febril. Cuando los nuestros llegan a lo que creen un descubrimiento
moral, experimentan tal alegría que alcanzan los límites más extremos de todo. La
conducta de Pavlitchev les sorprende; pero no es sólo a ustedes: a Europa sorprende,
en casos semejantes, el temperamento extremista de los rusos. Si un ruso se convierte
al catolicismo, es católico entusiasta; si al ateísmo, quiere impedir a viva fuerza la
creencia en Dios. ¿Por qué este súbito frenesí de los rusos? ¿No lo saben ustedes?
Porque en esos casos encuentran la patria moral que no hallaban aquí, avistan la
costa, la tierra de promisión, y entonces se postran y besan al suelo. No son meros
sentimientos de vanidad los que impelen a los fanáticos rusos, sino también un
sufrimiento moral, una sed espiritual, el doloroso anhelo de un objeto elevado, de un
suelo firme en el que posar sus pies, el mal del país en que no han cesado de creer
porque no lo han conocido jamás. A un ruso le es más fácil convertirse en ateo que a
cualquier otro habitante del globo. Y no es que los nuestros se tornen ateos, no: es que
creen en el ateísmo como en otra religión nueva, sin advertir siquiera que eso es creer
en la nada. ¡Sentimos tal sed espiritual! «Quien no siente su tierra bajo sus pies, deja
de sentir a Dios», me decía una vez un antiguo creyente, un mercader al que encontré
en un viaje. En realidad, no se expresó de este modo, sino que dijo: «El que renuncia a
su tierra natal, renuncia también a su Dios». ¡Cuándo se piensa que entre nosotros hay
hombres muy instruidos que ingresan en la secta de los flagelantes! Aunque, ¿acaso
esa secta rusa es peor que el nihilismo o el ateísmo? ¡Tal vez sea más profunda que
esas otras doctrinas! ¡Hasta ahí llega nuestra necesidad de una creencia! Pero
descubrid a los sedientos compañeros de Colón la costa del nuevo mundo, descubrid al
hombre ruso el «mundo» ruso, hacedle encontrar ese tesoro oculto en las entrañas del
suelo, mostradle en el porvenir la renovación de la humanidad, y acaso su resurrección
merced al pensamiento ruso, al Dios y al Cristo rusos, y veréis qué coloso fuerte y justo,
dulce y prudente, se yergue ante el mundo asombrado y asustado… Asustado, sí,
porque ellos no esperan de nosotros más que la fuerza y la violencia. Así sucede hoy, y
sucederá más aún en el porvenir… Y…12

Aquí es donde busca el Príncipe su salvación, sin caer en la cuenta de que la


resurrección que necesita el hombre, cada hombre no puede darla la patria, sino que
solo Dios puede resucitar y resucitarnos, solo Cristo puede redimirnos. Pero el pobre
Myshkin ha perdido la fe, y por eso, tampoco sabe reconocer la belleza que salva, y
que está escondida bajo la lápida del sepulcro de Cristo.

El cuadro de Holbein provoca en el Príncipe la sensación contraria a la que le


sobreviene cuando contempla a Nastasia Filippovna y a Aglaya Ivanovna, sin embargo,
esta belleza no es capaz de salvar a ninguna de las dos, ni al mismo Príncipe.

12
Ibid., 333.

10
La belleza que salva es más enigmática de lo que Myshkin cree. La belleza que
salva al mundo es la belleza del amor que está oculta en el cuadro de Holbein. La
belleza de una entrega hasta el final. La belleza que salvará al mundo no es estética
sino agápica. Y esto no puede descubrirlo sin más nuestro protagonista, porque
requiere de la fe en la resurrección. Requiere una fe capaz de ir más allá de la muerte,
una fe capaz de descubrir los frutos de esa entrega, de hacerse con ellos, de gustarlos
hasta el fondo y vivirlos en consecuencia.

La fe verdadera nos enseña a descubrir la dinámica de la entrega, que siempre


genera un fruto de vida para los otros. Una entrega verdadera nunca es estéril y
siempre es bella. Pero la mirada tiene que ser capaz de penetrar tanto la apariencia
externa como los primeros movimientos del afecto para descubrir que en una entrega
como la de Cristo, que pasa por la muerte, genera un fruto de vida en la resurrección.

Además, la belleza en la que se unen el bien y la verdad, puede despertar el


deseo más profundo de Dios en el corazón del hombre. Esta es otra de las señales que
nos avisan de que es la belleza que salva, que trasciende la apariencia y abre al hombre
horizontes más anchos, abre al hombre la posibilidad del infinito, de la Belleza que
sostiene a la belleza.

Esta afición a la belleza agápica, esta atracción que supera la fascinación


cosmética, es fruto también de una ascesis de la que carece el Príncipe. Hay integridad
en Él pero no ha practicado el arte de la ascesis, no se ha dejado conducir por el
Espíritu.

La ascesis tiene el fin de conducir hacia la integridad interior, de llevar a la


perfección en la belleza, que es don del Espíritu Santo.13

El misterio de la belleza verdadera está en que, al atraernos, nos va


transformando en ella. No nos deja en nuestro estado inicial, sino que nos transforma
interiormente en un bien. Esta es quizá la prueba definitiva. La belleza que salva es la
que nos transforma y nos hace bellos a nuestra vez. Capaces de belleza, de recibirla, de
devolverla al mundo en nuestras vidas.

13
SPIDLIK – RUPNIK, Teología de la evangelización desde la belleza,523

11
6. Conclusión
La belleza salvará al mundo, la belleza de una vida entregada, la belleza de
Cristo, el más bellos de los hombres, llevando a cabo la obra más bella, la de la
redención, la de la reconciliación del cielo y la tierra, que hace traspasar la muerte a
quien se incorpora a ella.

La belleza de este mundo termina, pero el que durante esta peregrinación


terrena hace la experiencia de verse atravesado por la belleza verdadera, sabe que hay
algo de eterna ya en ella, algo que no va a acabar.

El príncipe está atrapado por una belleza que no le salva, que le deja atrapado
en sí mismo, con la que no es capaz de manejarse. Que le supera y le controla, pero no
le lleva a buen puerto. La belleza de Nastasia Filippovna, le mueve a una compasión
estéril, que le atrapa y no le permite decidir. La belleza de Aglaya Ivanovna le subyuga,
le hace concebir ilusiones, pero luego es incapaz de actuar en consecuencia. La belleza
del ideal del hidalgo pobre, le propone una identidad de la que no se hace cargo y con
la que fracasa. La belleza del patriotismo, la idea de la superioridad del alma rusa le
pone en contra del catolicismo romano, le confina a la posesión de un Cristo hecho a
su medida.

Myshkin intuye que la belleza salvará al mundo, pero no conoce esa belleza.
Sabe que algo de la belleza que conoce es resplandor de otra belleza salvífica, pero es
incapaz de discernirla. Era demasiado complicado, para este pobre hombre ruso, de
inocencia adámica pero sin fe verdadera, distinguir la belleza de Cristo crucificado.

Rogozhin guardó silencia por un instante.


—Me agrada mirar ese cuadro —dijo, como si hubiese olvidado su pregunta.
—¡Ese cuadro! —repuso el príncipe—. ¡Ese cuadro! Yo creo que examinándolo
puede llegarse a perder la fe.
—Así es —asintió Rogozhin, con gran extrañeza de su interlocutor.
Habían llegado a la puerta de salida. Myshkin se detuvo.
—¿Qué dices? —protestó—. Yo había pronunciado una frase que era casi una
broma y tú la tomas en serio. ¿Por qué me has preguntado si creo en Dios?
—Por nada: mera curiosidad. Es una idea que me preocupaba hace tiempo.
Ahora hay muchos incrédulos. No sé quién me ha dicho que en Rusia los ateos son más
numerosos que en sitio alguno. ¿Es cierto? Tú, que has vivido en el extranjero, lo debes
saber14.

14
DOSTOYEVSKI, El idiota, 333

12

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