El documento narra la historia de Miranda, una niña de 12 años que vive en las calles de Medellín y se dedica a robar. Mientras huye de la policía, descubre por casualidad la música de una flauta traversa en el Conservatorio de Música de Antioquia, lo que la impacta profundamente.
El documento narra la historia de Miranda, una niña de 12 años que vive en las calles de Medellín y se dedica a robar. Mientras huye de la policía, descubre por casualidad la música de una flauta traversa en el Conservatorio de Música de Antioquia, lo que la impacta profundamente.
El documento narra la historia de Miranda, una niña de 12 años que vive en las calles de Medellín y se dedica a robar. Mientras huye de la policía, descubre por casualidad la música de una flauta traversa en el Conservatorio de Música de Antioquia, lo que la impacta profundamente.
El documento narra la historia de Miranda, una niña de 12 años que vive en las calles de Medellín y se dedica a robar. Mientras huye de la policía, descubre por casualidad la música de una flauta traversa en el Conservatorio de Música de Antioquia, lo que la impacta profundamente.
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En DO
Eso dificiliza el trabajo
Miranda había atravesado, como un rayo aceitado, la
esquina de Colombia con Berrío, y ahora acezaba intensamente. Entre tanto, el metro cruzaba raudo y ruidoso, hacia el sur de la ciudad, encima de su desmelenada cabeza rubia. Luego de un rato, ya resguardada, la respiración de Miranda comenzó a tranquilizarse poco a poco. Empezó a sentir algo que jamás había experimentado. Entonces percibió, asombrada y sin mayor explicación, que algo en su vida comenzaba a cambiar. Como si estuviese despertando de una pesadilla. O saliendo de un túnel oscuro. Estaba como paralizada. Anclada bajo el pequeño bosque del jardín exterior, una especie de gruta de árboles de una residencia de El Poblado; parecía ya no importarle si alguien la perseguía todavía. Pensaba que la maratón que la había llevado a esa esquina los labios untados de la deliciosa mantequilla de maní del sándwiche y la barriga adolorida por el golpe que se había dado al saltar estaban plenamente justificados por lo que estaba sintiendo. Su oído había sido atrapado por algo que jamás 10 había escuchado, pues estaba acostumbrada a oír, día y noche, música de carrilera, salsa, vallenato, despecho, y una que otra melodía del folclor antioqueño, que se filtraba con dificultad en las numerosas emisoras que Miranda escuchada a diario, por todas las esquinas de su hogar, es decir, por las diversas calles y avenidas de Medellín. Poco a poco se percató de que el sonido que le llegaba por detrás y que la tenía atrapada desde hacía unos instantes venía del otro lado del jardín. Allí se había escondido para huir de la autoridad de los pocholos. Había pegado un brinco tan grande que ningún agente de la Policía, de los cuatro Plátanos Verdes, como les decía, que habían salido detrás de ella, pudo siquiera imaginarse que Miranda estuviese escondida en el jardín exterior del Conservatorio de Música de Antioquia. A pesar de sus doce años, de su agitada y a veces difícil vida en las aceras, calles, avenidas, suburbios de Medallo, como nominaba con orgullo a su tierra, Miranda era una niña fuerte. Viva. Agil. Muy audaz. Y tremendamente inteligente. Pocos gamines de la zona le ganaban en correr, trepar árboles, saltar bardas, robar en las cafeterías, decir palabrotas, cuando era necesario. Además, tenía una gran habilidad para el "tumbe" de transeúntes. Y era lo que más la emocionaba. Le divertía, decía ella. Pero jamás hacía daño físico a sus clientes, como llamaba a sus víctimas. Con su cara de yo no fui, sus ojitos aperlados, su simpático rostro pecoso, su sonrisa amplia y sus desmarañados cabellos rubios, Miranda se acercaba a la víctima, quien jamás desconfiaba, con una suavidad, cadencia y movimiento delicadamente gatunos. Y cuando el alma caritativa intentaba buscar algunas monedas para darle, Miranda ya se había autoabastecido. Con un suave jalonazo ella se llevaba cualquier cartera, celular o bolsa, porque, como trabajaba en sectores pudientes de la ciudad, algunas de sus víctimas aún tenían la manía de lucir y cargar prendas y elementos de algún valor. Había que verla practicando su oficio, que en Miranda ya era una profesión. Y con seguidores de su causa y fama, pues siempre andaba con dos niñas, más pequeñas que ella, sus sisas del alma, sus caravanas, como las apodaba, a las cuales 12 quería y defendía con su vida. Pero a las que utilizaba como pantalla, o como escudo cuando había que correr, pues les enseñó a enredarse, con gran habilidad, entre las piernas de las víctimas, a agarrarse como sanguijuelas al bolillo o a la chaqueta del policía que intentara salir raudo en pos de Miranda. Como acababa de ocurrir hacía unos minutos. Solo que en esta oportunidad, Miranda estrenaba sector. Lo hacía con alguna frecuencia. Para limpiar los sitios cuando estaban quemados y para ampliar el negocio, decía ella con gran sabiduría. "No ve que luego de unos días a uno ya lo distinguen. Y eso dificiliza el trabajo". Porque para ella, para Miranda, que fue abandonada en la puerta de la Catedral Metropolitana de Medellín cuando tenía tres días de nacida, en la madrugada del día de la Virgen del Carmen, este era su trabajo y lo hacía respetar. Cuando su respiración le permitió escuchar plenamente, sintió que la melodía que le llegaba por detrás la invadía y se metía en sus poros y en su cabeza, causándole una satisfacción, un placer, una paz que jamás había experimentado. Miranda sintió que estaba volando. Como en 13 el cielo. En ese sitio lejano y extraño del cual le hablaba siempre el padre Domingo, el curita de la iglesia de Santa María de los Dolores de El Poblado, que de alguna manera era su tutor. Y que, a veces, cuando sus labores pastorales y sociales le dejaban tiempo, sacaba un poquito e iba a ver y a conversar con la niña, quien lo escuchaba con juicio, pero jamás le aceptaba que la llevase a vivir a la casa cural. Ella prefería las calles de Medallo, en donde, mal que bien, comía, dormía, jugaba, robaba, se divertía y soñaba. Porque lo que Miranda no dejaba de hacer jamás era soñar. Pero lo hacía despierta, la mayoría de las veces. En oportunidades, cuando el Nacional ganaba en su propia sede, Miranda, que jamás faltaba a un partido del "Nanal", como lo llamaba con cariño, duraba horas, a la salida del estadio, pensando en ser futbolista cuando fuera grande. Como las mujeres que aparecían a veces en los televisores de las vitrinas de algunos almacenes. Había que ver a Miranda cuando lograba tocar alguna pelota que se le atravesaba en su camino 14 por las diversas calles de Medellín, y hacer con la bola y su cuerpo maravillosas gambetas delante de la alegre sonrisa de sus dos pequeñas compinches. Y de muchos transeúntes que se sorprendían con el talento de la niña con un balón. Así mismo, cuando le tocaba trabajar, a su modo, cerca de la Plaza de las Estatuas, se acercaba a las esculturas de Botero, se sentaba debajo de alguna de ellas y gozaba un pullero, construyendo mentalmente en el aire diversas formas nuevas, deseando algún día mostrar sus trabajos en alguna plaza de su ciudad. Entonces amanecía, debajo del Gato, del Toro o de cualquier otra obra, abrazando animales elaborados con alambres, con trozos de papel o con pedazos de cartón. Cuando no con bolitas de plastilina que lograba pescar en cajas de basura aban- donadas cerca de algún jardín infantil. O que le tumbaba a algún niño riquito y titino, que distraído caminaba hacia su casa, con sus útiles enmaletados. Y, cosa curiosa, después de las manifestaciones de algún político, Miranda acostumbraba coger cualquier palo, usarlo de micrófono e imitar 16 los discursos de los candidatos. Ante los grupos de gamines compañeros de calle, que gozaban con las piruetas verbales, las groserías, la gestualidad y las burlas de la niña a los oradores que había escuchado. El padre Domingo sabía de todos los talentos de la niña. Y siempre trataba de convencerla de entrar a estudiar, de matricularse en una academia de fútbol o de arte. Pero la niña, que había estado desde muy pequeña en una guardería, y había recibido todo tipo de maltrato hasta huir de ella una noche de sus seis años, se negaba a ser llevada a ningún sitio. "Mi casa, Dominguito, es la calle", le contestaba con frecuencia. "Aquí, fuera de los pocholos, a los que me vacilo y me paso por la faja, nadie me jode, padrecito". Cuando despertó del éxtasis, Miranda parecía otra persona. Empezó a moverse, con mucho sigilo, hacia atrás, tratando de acercarse a la ventana de donde procedía la música que la había conmovido. Pero no era solo la melodía lo que le había llamado la atención. Era el sonido del instrumento de donde salía aquella, lo que había estremecido el 17 alma de la muchachita. Entonces, con el mayor cuidado posible, para impedir que la vieran, se levantó hasta un extremo de la ventana. Y, guiada por la imagen que se reflejaba en el vidrio del postigo abierto que daba a la calle y que le había permitido a la niña escuchar la música, Miranda dio un pequeño salto y se ocultó detrás del postigo. Y pudo ver lo que quería. Así descubrió, como si fuese una aparición, algo sobrenatural: la imagen de una pequeña niña instrumentista, casi de su misma edad, interpretando un bello, alargado y elegante instrumento que brillaba como un sol, una flauta traversa soprano. Frente a la joven flautista, un señor muy serio la contemplaba atento, haciéndole señas con las manos, con las cejas y con un palito que le pareció a Miranda muy chistoso. Nunca había oído ese sonido. Ni había visto el instrumento. A pesar de que en una de las avenidas que deambulaba a menudo había algunas casas de música. Y que, con cierta frecuencia, la niña se paraba frente a sus amplios ventanales y miraba lo que allí exponían. 19 Entonces, sin pensarlo dos veces, como hacía siempre que se decidía a hacer algo, tumbar a un catano, abrir una cartera o rapar una bolsa, pegó un salto. Y como alma que lleva el diablo, se dirigió hasta la iglesia de Santa María de los Dolores. O mejor hacia la casa cural de la iglesia que regentaba el padre Domingo. A pesar de que varias cuadras la separaban del sitio, Miranda corría como una gacela, ya que se entrenaba todos los días, huyendo con frecuencia y éxito de los policías de Medellín. —iDominguito... Dominguito! —gritó desde la esquina Miranda, exactamente de la manera como el padre le había dicho frecuentemente que no lo hiciera—. iPadre Domingo... Padre Do ... . I —corregía su grito, cuando su amigo sacó la cabeza por la ventana del segundo piso de la casa cural. Y le hizo mala cara. —Miranda, Miranda, ¿qué pasa? Deja de gritar que parece que te estuvieran matando —habló fuerte el cura—. Espérame unos minutos que ya bajo. Al instante, sin sotana, el párroco apareció en 20 la puerta de la casa cural y se dirigió a la muchachita con cara de malos amigos. —Ya te he dicho, Miranda del Carmen —así la llamaba cuando estaba disgustado con ella— que aquí en la parroquia no me digas Dominguito, muchacha, no ves que la gente luego me pierde el respeto —le soltó sin saludarla. —Mire, padre Domingo —le habló con burla—, no me diga que ya se le subió el betún a la múcura, padrecito, porque, si es así, me piso —amenazó con irse, pero el padre, lo que hizo fue sonreír, abrazarla y besarla, ya que quería a Miranda como a una hija, sin poder jamás negarle nada de lo que esta le pedía, las pocas veces que la niña le solicitaba algo. —Claro, hija, como sabes que te quiero, te aprovechas de mi nobleza —habló el cura, quien la había encontrado doce años atrás en la puerta de la catedral de la ciudad y la había bautizado así, Miranda. En recuerdo de aquel personaje de la historia de la lucha libertadora, que el padre Domingo admiraba mucho, Don Sebastián Francisco de Miranda, el venezolano precursor de la independencia latinoamericana. —Eso... eso ... eso ... —imitó Miranda al Cha- 21 vo—. No te pongas trompón, Dominguito —le susurró al oído al sacerdotes—, que te ves, eh, Ave María, muy horrible. —Bueno, bueno, niñita burlona, dime qué te pasó que te noto como alterada, no me digas que te metiste en otro lío con la Policía. —No, Domin... perdón, padre Domingo —comenzó la niña— yo he estado bien limpiecita, nada de nada, como quien dice cero por cero, cero. Lo que quiero es que me ayude a tener una vainita que vi en una casa, y que suena muy cuquis, bacanísimo, como si la sonaran los ángeles. —Ay, Miranda, cada día estás hablando peor. Se dice tocaran, no sonaran. Pero la verdad, Miranda, no entiendo nada. Cómo que una vaina suena bien. Las cosas que suenan bien, no son vai- nas, se llaman instrumentos. Como el violín, las guitarras, el piano... pero una vaina. —Sí, padrecito, es una vainita larga, dorada, que se pone en la boca y suelta un sonido tan bonito —se quedó Miranda en el aire, como soñando, imitando a la pequeña que había visto tocando la flauta. Solo que se había equivocado en el 22 gesto. —Ah, bueno, así la cosa va mejorando. Puede ser un oboe... —¿Un qué? —alzó la voz la niña. —Un oboe, un fagot, una flauta, en fin, pueden ser otros, pero estos son los que se me ocurren en el momento —dijo el cura—. Pero, dime, ¿dónde lo viste, ¿cómo se toca, por qué te interesa tanto? —Mire, padrecito —habló la niña—, ahueque ahí, siéntese p'allá —pidió Miranda correrse unos centímetros al sacerdote, para hacerse a su lado sobre el muro de la casa cural—. Yo estaba en un jardín en El Poblado. Y empecé a oír... —Cómo que estabas en un jardín, no estarías huyendo de alguna travesura que habías hecho —intuyó el cura, que sabía de memoria las andadas de Miranda. Bueno, sí, la verdad es que había tomado unos sándwiches que estaban aburridos encima de una vitrina, salí corriendo y tuve que esconderme en un jardín, porque cuatro Plátanos Verdes querían agarrarme, como si hubiera tumbado un banco. Entonces, cuando los aguacates se perdieron en el camino, empecé a oír esa vainita y me gustó muchísimo, padrecito. Por favor, ayúdeme, por lo 23 menos a saber cómo se llama y dónde las venden. —Ah, no, mi niña, no me vas a poner a que te diga dónde la venden, para ir y meterte en líos. Y que yo sea tu cómplice. Mira, Miranda, si me prometes que te vas a portar bien, vamos juntos a una casa musical, lo identificamos y luego veremos cómo conseguir uno de esos instrumentos que tanto te gustó. Pero desde ya te digo que me alegra mucho que te haya llamado tanto la atención el sonido de un instrumento. En RE Una flauta travesti —Ninguno de esos, Dominguito —concluyó Mi- 25 randa, luego de darle la vuelta a la estantería de la vitrina de una conocida casa musical del centro de Medellín, como si fuera una gran conocedora de instrumentos musicales. —Bueno, entonces, déjame preguntarle a la señorita. Me dices que era largo, dorado y que se tocaba con la boca, ¿no es cierto? —Sí, Dominguito. Y con los dedos. Además sonaba muy colino. —Señorita, déjeme ver un oboe, un fagot o una flauta. Y excuse mi molestia. —No se preocupe, padre, para eso estamos —contestó la vendedora, mientras se internaba en la tienda y miraba de reojo a la niña, reparando en la precariedad de sus ropas, extrañando que andu- viera con el sacerdote y, sobre todo, que estuviera como seleccionando un instrumento. —iEs ese! iEs ese! —gritó Miranda, cuando la joven dependiente apareció en una esquina del almacén y traía en la mano una bella flauta traversa. —Miranda, te dije que te portaras bien, no grites que no estás en la calle —señaló el padre Do26 mingo, sin ocultar su emoción por el entusiasmo de Miranda por el instrumento, que relucía sus partes doradas en aquella brillante y fresca mañana medellinense. —iPero es ese, Dominguito! iLo encontramos! —saltaba Miranda, como lo hacía con frecuencia cuando coronaba un bisnes, como llamaba aquellos logros callejeros de supervivencia, pequeños robos u otras acciones en que sentía que había conseguido concretar sus deseos. Cuando el padre Domingo averiguó por el costo del bello instrumento que Miranda apetecía, casi se cae de para atrás como Condorito, por el altísimo valor de aquella flauta. Pero era tanta la emoción de la muchacha, que le dijo: —Yo no tengo, hija, en el momento, dinero para comprarte esta flauta, mi niña. Pero si me prome- tes que vas a dejar algunas cositas que haces por la calle y te vas a poner a estudiar, yo haré todo lo necesario para comprártelo. Pero no será de inmediato, muchacha. Y, ojo, Miranda, se llama flauta traversa soprano y no "vaina que suena bacanísimo , ¿me entiendes? —¿Por qué ese nombre tan chamuscao, Domin28 guito? —hablaba sin dejar de mirar como si estuviera viendo una aparición, el instrumento que por fin había logrado tocar, o mejor acariciar, sin atreverse a poner sus labios sobre la embocadura de la flauta traversa soprano, ante la mirada severa de la joven dependiente. —No es chamuscao, Miranda, es apropiado. Es una flauta, se toca de través y además está en el registro soprano, o sea en un tono alto, fino, ¿me explico, mi niña? —puntualizó el sacerdote. —No mucho, Dominguito, pero me gusta como usted habla, así no le entienda ni papa. Además, lo que quiero es tocar esa vai... perdón, esa flauta travesti... —Travesti, no, loquita, itraversa! —soltaron la carcajada el cura y la dependiente—. Y mejor, va- yámonos ya, antes de que enloquezcas a esta señorita con tus nominaciones. —No se preocupe, padre, por el contrario esta niña es muy inteligente y me divierte. Además, padre, sería muy lindo que ella aprendiera a tocar este instrumento cuyo sonido es muy bello 30 —sonrió la dependiente a Miranda. —Vos sos una bellecidad, mi parcita, yo que te lo digo —habló Miranda volteando la cara hacia la muchacha, mientras le guiñaba su ojo derecho— Ya verás cómo voy a tocar de bacano. Cuando la niña y el sacerdote tomaron la calle, ya Miranda sabía lo que tenía que hacer para obtener la flauta. No estaba dispuesta a esperar a que el padre Domingo consiguiera la plata. Quería el instrumento, y cuando se le metía algo en la azotea, cuando se le calentaba la corona, pensaba la niña, nadie se lo impedía. En Ml A liberar la flauta travesti
Una vez el padre Domingo partió hacia su parroquia,
como buena líder, Miranda convocó a su tropa, con un fuerte chiflido emitido tres veces. Con una disciplina que ya quisieran tener muchos grupos u organizaciones, de inmediato, sus dos pequeñas guardaespaldas de ocho años, y tres niños de mayor edad que ella, se acercaron a Miranda. Detrás de su comandante, los cinco pequeños siguieron a Miranda hasta un parque, que era como el cuartel de esa curiosa tropa que siempre actuaba no solo de manera conjunta y solidaria, sino bajo las órdenes de la niña. Sentada sobre un montículo, desde el cual podía dominar los cuatro costados, Miranda explicó, con lujo de detalles y una estrategia profesional, la forma como ella pensaba liberar, decía ella, no solo la famosa flauta travesti, como seguía llamando al instrumento que la tenía obsesionada, sino a otros instrumentos, para evitar que se pensara que era ella la responsable. No obstante, que no pensaba dar el golpe en la casa musical en donde había ubicado el instrumento de viento que tanto quería. A pesar de que la pequeña se había comprometido con el padre Domingo a no a no realizar nada 33 indebido, para tener acceso a la flauta, Miranda ya había averiguado que, no muy lejos de la tienda donde había estado con su mentor, había otra casa musical donde también vendían flautas traversas. Y hacia allí había dirigido sus investigaciones, poniendo a su pequeña tropa a confirmar cuántos vendedores trabajaban allí, a qué hora abrían, cuándo cerraban, cómo se comportaban a la hora del almuerzo, qué vigilancia tenía los días de fiesta. En fin. En una semana, Miranda ya sabía, por su propia observación o por obra de sus cinco lugartenientes, todos los pormenores de la tienda que había seleccionado para liberar la flauta travesti que le interesaba. Y ya había decidido que fuera la noche del miércoles Santo el momento indicado, pues hasta cuatro días después no volverían a abrir la tienda y darse cuenta. Sabía que por ser Semana Santa, el padre Domingo se iba a disgustar más. Pero estaba decidida a jugársela toda. Algo le decía que ese instrumento le iba a dar mucha felicidad. Iba a ser muy impor34 tante en su vida. Y llegó la esperada Semana Santa. Y el miércoles Santo. Y la noche... Y la hora del asalto a la casa musical. Pero las cosas no salieron. O mejor, sí salieron. Pero salieron mal. Uno de los lugartenientes de Miranda cometió un error. Y activó por descuido las alarmas. Y así, Miranda y toda su tropa fueron a dar a la comisaría. Y también el padre Domingo. Lleno de cólera, el sacerdote entró en el recinto. Y, antes de ver a la niña, tuvo que firmar una caución, casi contra su voluntad, haciéndose responsable, no solo de la muchachita, sino de toda su tropilla de pequeños pillos adiestrados por Miranda. Luego, cuando pudo ver a la niña, descargó toda su ira contra ella, quien lo escuchaba atenta y seria. Con la cara baja. Pero lo desarmó, cuando en medio de la perorata sacerdotal, lo interrumpió. Y le dijo, delante de los compañeros, del comisario y de varios agentes de Policía. —Perdóneme, padrecito, y perdone a mis amigos. Yo soy la única responsable de lo que pasó. Y le juro, Dominguito —añadió llorando—, que yo solo quería tener esa flauta travesti para aprender 35 a tocarla y ganarme la vida en las plazas de Meda110. Y no robar más —y añadió con la voz entrecortada—. Además, padrecito, es que esa flauta travesti suena tan bonito. Entonces el sacerdote, que tenía un gran amor por Miranda, extendió los brazos y se acercó a la pequeña, quien se escondió en el pecho del padre Domingo, mientras todo el grupo aplaudía emocionado. Miranda y sus amigos salieron de la comisaría con el rostro arrepentido. Una vez en la calle, la niña les pidió perdón por el peligro al cual los había sometido. Y les ordenó que se disolvieran. Que ya se encontrarían más adelante. Una vez solos, el padre Domingo aprovechó para invitar a Miranda a la parroquia. —Vamos, hija, porque tenemos que hablar largo y tendido. Y antes que nada quiero prometerte que haré lo imposible para que muy pronto tengas esa flauta que tanto te llama la atención. Y que me parece —anotó el sacerdote — que te va a cambiar la vida. Con una mano sobre el hombro de Miranda y la otra sosteniendo un gigantesco paraguas, el padre Domingo enfiló hacia su parroquia, pensativo, al igual que la niña, mientras la tarde comenzaba a caer sobre la capital antioqueña. Y la lluvia seguía mojando las calles de Medellín. En FA "A Dios Rogando y..." Miranda, realmente arrepentida por la vergüenza 39 que le había hecho pasar al padre Domingo, y con el deseo de restablecer sus relaciones con el sacerdote, aceptó, sin discutir, acompañarlo en las actividades y trabajos de la parroquia durante los días santos. Con la misma habilidad que tenía para tumbar a sus clientes, o mejor con igual simpatía, logró aumentar las entradas de la parroquia por concepto de limosnas, de una manera tan considerable, que el padre Domingo, sin pensarlo dos veces y sin decírselo a la niña, decidió, utilizar una parte de ellas para adquirir ese instrumento que empezaba a ser mágico. En doce años jamás había tenido una obediencia de la niña de la manera como lo estaba logrando ahora. Si bien no aceptó a irse a vivir a la parroquia, con su ya conocido discurso libertario, aceptó pasar por allí tres veces por semana, por las tardes. Y acudir a unas clases de matemáticas que allí dictaban. Y que Miranda, a quien le gustaban los números, atendía con mucho empeño. Pero la flauta de Miranda tendría que esperar. En la madrugada del sábado Santo, una tormenta brutal y un temblor inusual en la región del Valle de Aburrá echaron abajo una pared gigantesca de la parte trasera de la parroquia. Y parte del techo. Su reparación no podía dejarse para después. Afortunadamente, se dijo el padre Domingo, los buenos oficios de Miranda hacían posible correr con los gastos necesarios para levantar la pared. Y la niña, contra lo que suponía el sacerdote, no solo había entendido la urgencia de la obra, sino que se había puesto a disposición del padre Domingo, solidariamente, para seguir recogiendo las limosnas los días siguientes. Durante semanas, Miranda acompañó solícita al padre Domingo en todas las actividades relacionadas con la construcción del muro y del techo de la iglesia Santa María de los Dolores. Pero consciente de que la iglesia se había quedado sin un peso por el alto valor del cemento, de la arena, del hierro y de la mano de obra que fue necesario contratar terminar la obra, se aplicó a su habilidad principal. A pedir limosnas. Y ya no lo hacía solamente los días de fiesta o los fines de semana, sino que lo había extendido a todas las misas. Además, se había inventado un 41 eslogan que al padre Domingo no le había gustado mucho al principio, pero que había tenido que aceptar dado el éxito del mismo. Miranda, cuando se acercaba a cada banca de la iglesia de Santa María de los Dolores, exclamaba con simpatía y gran convicción: "A Dios rogando y limosnitas dando". La feligresía, que ya conocía a la niña y la habían visto desde tiempo atrás colaborando con el párroco, a quien mucho quería y respetaba, no podía resistir el cariñoso y certero acoso de la pequeña de cabello de fuego. Y trataba de responder con creces al pedimento de limosnas, llenando las más de las veces la bolsa de terciopelo rojo que Miranda esgrimía con orgullo por todas las avenidas del templo. Pero su labor de recaudadora se vio interrumpida abruptamente. Una tarde, al terminar su actividad diaria de recoger las limosnas, vio cómo entraba a la iglesia, llorando y como alma que lleva el diablo, Magaly, una de las dos niñas de ocho años que eran como sus guardaespaldas. 42 Viviana, la pequeña amiguita, la morena del barrio La Aurora que la había acompañado por varios años, lloviera, tronara o relampagueara, había sido atropellada por una moto en los alrededores del Parque Lleras. Y estaba casi muerta, según anunciaba su compañerita, en el Hospital de la Policía, el más cercano del lugar del accidente. Miranda pegó un grito que retumbó en todo el templo. Y advirtió al padre Domingo, que estaba en la sacristía, que algo le había sucedido a Miranda. Y sin decir más, la niña salió corriendo, con el corazón en llamas hacia el sitio. Cuando Magaly informó al sacerdote sobre lo acontecido, este tuvo que salir en volandas y en taxi en persecución de la niña, quien ya le llevaba varias cuadras. Cuando Miranda se enteró en la puerta del hospital del deceso de Viviana, y le fue impedida la entrada a ver a su amiga, a su hermana, a su parce, a su sisa, a su caravana, a su bruja del alma, entró en conmoción. Y comenzó a gritar como enloquecida, a decir obscenidades, a insultar a los motociclistas, a las motos, a las calles, a los policías, a los santos. A Dios. Fue tanta su furia y tan honda su desazón, que 44 perdió el sentido y terminó acostada, custodiada por Magaly y el padre Domingo, en una de las camas de emergencia del hospital en donde había muerto su compinche. Curiosamente, a pesar de lo dura que había sido la vida de Miranda, de su trasegar por barrios, caIles, avenidas, plazas y demás espacios de una ciudad caliente, jamás la niña había tenido contacto directo con la muerte. Y no supo administrar la de su amiga. Durante algunas semanas, asistida por una especialista que contrató el padre Domingo y pagó con las limosnas de las recolecciones de la niña, Miranda deambuló como autista por los jardines de la casa cural. Hasta el propio padre Domingo llegó a creer que había perdido el juicio, cuando casi no comía, poco dormía y lo único que repetía sin descanso, era la frase "Yo quiero una flauta travesti". Preocupado por la salud mental de la pequeña y entristecido por los eventos que habían impedido que Miranda tuviera su flauta traversa, el padre Domingo optó por realizar algo que realmente no le gustaba mucho. Pero no se le ocurría algo más rápido y eficiente para conseguir el dinero con qué 45 devolverle la alegría a Miranda. Fue así como decidió rifar un televisor plasma que una señora le había donado a la parroquia. Aprovechando, además, la simpatía que la niña había despertado entre la feligresía de la iglesia de Santa María de los Dolores, quien todos los días preguntaba preocupada por la pequeña. Entre tanto, Clemencia, la especialista encargada de apoyar a Miranda, poco a poco le fue cogiendo más cariño a la niña y comprometiéndose más a fondo con su recuperación. Vio a Miranda, extasiada en los ojos aperlados de la niña y en su simpático pero ahora triste rostro salpicado de pecas, y se le ocurrió algo. Al saber con seguridad que en un par de meses, seguramente, la niña tendría el instrumento que la obsesionaba, decidió jugársela toda. A riesgo de una reacción contraproducente para la salud mental de Miranda. Luego de consultar al padre Domingo, quien no estaba seguro del éxito de la idea, se llevó, caminando, a Miranda, a la tienda donde inicialmente había visto la flauta traversa. 46 Al llegar allí, y mientras Miranda miraba, o, mejor, contemplaba su instrumento, se apareció, por arte de magia, al otro lado de la vitrina, la dependiente que la había atendido la primera vez. Conocedora de la historia de la niña, del drama de la muerte de su amiguita, de su depresión profunda, de su obsesión por la flauta, y de las vicisitudes del padre Domingo por darle gusto a la pequeña, apenas la vio, salió a la calle y la hizo entrar al almacén. —¿Querés tocar tu futura flauta travesti? —le soltó riéndose con Clemencia. La niña no contestó con palabras. Pero sus ojos se iluminaron, cuando la muchacha colocó la más reluciente flauta traversa que tenía en existencia, en sus manos. —Pon los labios así —la instruyó la muchacha—. Y sopla con todas tus fuerzas. Cuando Miranda escuchó el sonido que produjo la flauta bajo el impulso de su boca, soltó una lágrima. Y una gran carcajada. Y pegó el consabido grito de felicidad. —Y esto no es todo, Miranda —continuó la de48 pendiente—. ¿Qué dice ahí? —la instó a leer una grande y colorida cartelera que estaba expuesta a la entrada de la tienda: PROMOCIÓN GRATUITA DE INICIACIÓN A LOS VIENTOS. NIÑAS Y NIÑOS ENTRE LOS 10 Y LOS 15 AÑOS. INSCRÍBASE YA. — Iniciación a los vientos' —leyó Miranda en voz alta y miró a Clemencia, sin entender ni Pio. La dependiente entendió el gesto de Miranda y le explicó que instrumentos como el oboe, el fagot, las flautas, por la forma como sacaban el sonido apelando al viento, eran llamados así: instrumentos de viento. Y, que si ella quería, la tienda la invitaba a tomar por dos meses un curso de iniciación al aprendizaje de la flauta. Miranda, quien desde la muerte de Viviana había dejado de ser tan expresiva verbalmente, como parte de la depresión de la cual aún no salía completamente, no dijo nada. Se acercó a la dependiente primero y luego a Clemencia, y les dio un beso. —Yo sí quiero. Cómo inscribo eso —habló finalmente Miranda, en medio de las amplias sonri- 49 sas de las muchachas que la acompañaban, quienes parecían estar más felices que la propia Miranda. —Solo tenés que darme tu nombre completo. —Miranda del Carmen —Tu edad. —El día de ella, yo cumplo trece años. —¿Cómo así? —preguntó la dependiente. —Es que Miranda nació —Clemencia le picó el ojo a la dependiente y aclaró— el 16 de julio, día de la Virgen del Carmen. —Dirección. —Casa cural de la Iglesia de Santa María de los Dolores. —Responsable.Padre Domingo, párroco de la Iglesia de Santa María de los Dolores. Miranda tomó el bolígrafo de manera muy particular, y garabateó su nombre en el formulario que la dependiente le alcanzó. Luego de la firma y hasta cuando Clemencia creyó conveniente volver a la casa cural, la niña no hizo sino soplar, con di50 ferente fuerza, la embocadura del instrumento. —Ahora, mi querida flautista, la espero mañana a las tres de la tarde. Mientras el sol, ahora envuelto de arreboles, penetraba por todos los rincones de la gran ciudad, y llenaba las plazas y los parques de Medellín de un hermoso color ocre rojizo, Clemencia le solicitaba a Miranda que no dijera nada de las clases de flauta al padre Domingo, para que fueran una gran sorpresa. La especialista y Miranda caminaban a veces en silencio, a veces conversando, hacia el encuentro con el padre Domingo. En SOL Mi flauta travesti por mi Medallo Medallo bacano
Mi flauta travesti recorre mi Medallo y el Parque 51 de
Berrío en donde hemos nacido todos los antioqueños, los de Medellín y los de todos los alrededores. Mi flauta travesti de mi Medallo se monta al Metro de Medellín, el más rápido y el mejor de toda Colombia. Mi flauta travesti de mi Medallo se subió al Pueblito Paisa, en donde se come la más deliciosa bandeja paisa de toda Antioquia, se ve la más bella panorámica de mi Medallo y se contempla la estatua magnífica de la Princesa Nutibara y de Guillermo Zuluaga, "Montecristo", quien hace años hacía reír a carcajadas a medio Colombia. Mi flauta travesti de mi Medallo se encaramó en la Biblioteca que los Reyes Católicos clavaron en una montaña, para que no se cayeran sobre la ciudad de Medellín todos los libros que allí hay. Mi flauta travesti de mi Medallo se paseó por el Parque de Botero, donde están las gorditas y los gorditos más bonitos del mundo. Mi flauta travesti de mi Medallo se metió en la Plazoleta de la Luz, de donde brota la más clara lu52 minosidad de todo Medellín, a partir de las barras de luz que se esparcen por todo el parque. Mi flauta travesti de mi Medallo dio vueltas por el Parque Simón Bolívar, frente a la Catedral Metropolitana, sitio maravilloso pleno de tantos viejitos conversadores, de saltimbanquis, de emboladores, de embaucadores y de habladores, cerca de donde, según dice el padre Domingo, nací yo hace doce años. Mi flauta travesti de mi Medallo me subió al 53 edificio gigantesco en forma de vela de barco como Coltejer, por cuya falda cruzan todas las personas que caminan por mi Medallo. Mi flauta travesti de mi Medallo entró al Museo de Pedrito Botero con las mejores pinturas del maestro de maestros, quien ha logrado poner sus gorditas en el mundo entero. Mi flauta travesti de mi Medallo se sentó a ver la magnífica escultura de Arenas Betancourt. Mi flauta travesti de mi Medallo se unió a ese grupito maravilloso de dos personas que, bajo el nombre de "El Águila Descalza", hace orinar de la risa a todos los que lo escuchan. Mi flauta travesti de mi Medallo es amiga de todos los parces, gamines, rateros, jaladores, huelepega, llevados, rufianes, vendedoras de rosas y de toda clase de cachivaches que andan por el mundo de mi Medallo a la espera de una oportunidad para ser personas. Mi flauta travesti de mi Medallo se parece a esas florecitas y floresotas que salen a pasear por toditas las calles de mi Medallo en el maravilloso y colorido Desfile de Silleteros que cada año en ju54 lio inunda las principales calles y avenidas de mi Medallo. Mi flauta travesti de mi Medallo son esos dúos, tríos, cuartetos y hasta quintetos que iluminan de amor, de romances, de sueños, de pasiones, la noche antioqueña de mi Medallo, llevando al alma todo tipo de consuelo y esperanza. Mi flauta travesti de mi Medallo es como ese comerciante paisa que deambula por las calles y avenidas de mi Medallo y de Colombia, y que ven- 55 de desde un helado en el Polo, hasta la madre, si hay alguien que se la compre. Mi flauta travesti de mi Medallo es ese antioqueño que un día fue arriero y caminó y rompió y atravesó las cordilleras de este lindo país, eh, Ave María, y llevó y trajo cosas, comida, elementos, chismes, canciones, poemas, dichos, alegría, política. Mi flauta travesti de mi Medallo es ese personaje a quien por encima de la Virgen Santísima le gusta el bisnes, el negocio y el biyuyo, la guita, el dinero, la platica, la pasta, el circulante, y anda 56 con una ruanita y un carriel, en donde caben todas las cosas del mundo. Mi flauta travesti de mi Medallo conoció a ese otro personaje que con el deseo de hacer dinero fácil y rápido, y ante la tentación que le pusieron los gringos, decidió meterse a cultivar, negociar, transportar, exportar por el mundo todo tipo de drogas prohibidas, haciendo fama, política, violencia, ruido y sobre todo mucho, pero mucho, pero mucho dinero. Mi flauta travesti de mi Medallo asiste al Festival Mundial de Poesía en donde muchos señores y señoras que se llaman poetas dicen cosas muy bonitas y hablan de manera diferente al resto de antioqueños. Mi flauta travesti de mi Medallo es bien antioqueña, de donde salió primero el oro y luego muchas mercancías para toda Colombia, elaboradas con la gran laboriosidad de los hombres y de las mujeres de Antioquia. Mi flauta travesti de mi Medallo la ciudad del "Medallón", el Deportivo Independiente Medellín, la del Nacional, el "Nanal", la del Atanasio Girardot, va al estadio que lleva el nombre del joven paisa, lugarteniente de Bolívar, quien dio su vida en Bárbula, Venezuela, por la Independencia de América. Mi flauta travesti de mi Medallo adora la arepa antioqueña y los frisoles. Mi flauta travesti de mi Medallo es fascinada de pasar por el Parque de Los Pies Descalzos. 58 Mi flauta travesti de mi Medallo quiere que la oigan en la tierra donde nació el padre Dominguito y Miranda del Carmen. Mi flauta travesti de mi Medallo ama la tierra de mi Viviana, mi primera hermanita, mi parcita, mi brujita, mi panita, mi cuate, mi caravana, mi todo, la niña que nació y murió niña, y de Magaly, mi hermanita, la que aún me queda. Mi flauta travesti de mi Medallo, la ciudad de la flauta travesti, la ciudad más bacana del mundo. Yo solo quiero Ml FLAUTA TRAVESTI. —iDespierta, despierta! Mirandita , idespierta! Mi niña. En LA Do Re Mi Fa Sol La Si Do Si la Fa Mi Re Do Re Mi Fa Sol La Si Do Si sol Mi Re Do Luego de recibir con atención las explicaciones iniciales sobre lo que era y para que servía la escala musical, Miranda empezó a cantarla, con tal facilidad que Clemencia y la dependiente quedaron sin habla, al escuchar la preciosa voz de la niña y sobre todo su afinación y talento musical. A partir de aquel momento y durante varios días, la niña no hacía más que repetir la escala, mientras caminaba, todos los días, de la casa cural 60 a la tienda de instrumentos. Le parecía como un juego verbal y ella, tan dada a los juegos de la lengua, estaba fascinada con su nuevo juguete. A pesar de que desde el primer momento quiso tener acceso a la traversa, bien pronto entendió, después de las instrucciones de la muchacha encargada de las clases, que antes de tener contacto con la flauta, ella debería aprender muchas otras cosas. Aunque al inicio del manejo del instrumento Miranda tuvo algunas dificultades para colocar sus labios como lo requería la embocadura del aparato, bien pronto, luego de ensayar sin descanso, logró soplar de la forma y en la medida necesarios para que el sonido de la flauta fuera nítido, perfecto, afinado. Como sus compañeritos no solo estaban adscritos a flautas traversas, sino que tenía como condiscípulos, niños y niñas iniciados para tocar oboes, fagotes, cornos, flautas y pícolos, entre otros, Miranda atendía con mucho cuidado los sonidos y las maneras de tocar los diversos y sonoros instrumentos. En un momento, al escuchar el agudísimo sonido de la flauta pícolo, Miranda estuvo a punto 62 de preferirla. Pero bien pronto comprendió que su amor por la música había nacido por esa flauta travesti que, entre otras cosas, aun no tenía, pero lograría muy pronto, según le confesaba Clemencia. Sin contarle, para no quitarle la sorpresa que quería darle el padre Domingo, lo que el sacerdote estaba haciendo para conseguir el dinero necesario para adquirir la flauta traversa que la niña deseaba. Los días pasaban y también los logros musicales de Miranda, quien igualmente fue saliendo de su ensimismamiento, a medida que se metía de lleno en el aprendizaje de la flauta. De vez en cuando, Miranda preguntaba a Clemencia sobre la flauta que le habían prometido. Y se entristecía un tanto ante la respuesta indecisa de su amiga. Pero una vez llegaba a la casa musical y recibía la traversa, parecía entrar en un mundo diferente. Según le comentó Clemencia al padre Domingo, tiempo después, cuando Miranda comenzaba a soplar el instrumento, parecía transfigurarse. Salir de su estado natural y entrar en una dimensión etérea. Parecía que la niña hubiera nacido para tocar la 63 flauta. O que la traversa, que tocó magníficamente dos siglos atrás don Sebastián Francisco de Miranda, hubiese sido creada para esta niña de MedeIlín, cuyo rostro, hermoso como siempre, parecía reventar de alegría tras cada nota que le arrancaba a la flauta. Y su cabello, del mismo color de la traversa, brillaba intensamente. De otra parte y como el padre Domingo había previsto, la rifa del televisor plasma había sido todo un éxito. Todas las boletas se habían vendido. Y muchos feligreses, al saber de las intenciones del padre Domingo, habían donado dinero para el regalo a Miranda, quien ya estaba a punto de cumplir los trece años. Pero fue Clemencia, la muchacha especialista, quien se había convertido en la hermana mayor de Miranda, la encargada de comprarle el instrumento. A escondidas de la niña, obviamente. Como a escondidas del padre, Miranda se acomodaba, cada día más y mejor, con su flauta travesti. Y era que el padre Domingo, por dárselas de maestro de obra y colaborar con el levantamiento de la pared y el techo de la parte trasera de la sacristía, se había enredado con un bulto de cemento, había perdido el equilibrio y había dado a parar sobre el piso, fisurándose el pie derecho, que tuvo que ser enyesado. En SI El padre Domingo se tronchó el tobillo
Solamente dos personas, Clemencia y Rosita, la
muchacha dependiente de la casa de música, sabían lo que iba a ocurrir, exactamente, ese domingo 16 de julio, en el salón de la casa cural de la Iglesia de Santa María de los Dolores de Medellín, recién arreglado y pintado luego del accidente. A partir de las tres de la tarde. Cada una guardaba dos secretos: un inmenso amor por Miranda y la tarea de llegar a la parroquia exactamente a las tres de la tarde. Cada cual con su encargo. Clemencia debía llevar a los tres amigos lugartenientes de Miranda, limpiecitos y mudaditos. Tanto que parecieran un trío de pajecitos. Y a Magaly, la hermana de calle de la niña, quien debía parecer una princesa con el atuendo que Clemencia le estaba haciendo. Y Rosita debía llegar nada más ni nada menos que con la famosa flauta traversa. Precisamente con la que Miranda había ensayado durante casi dos meses. Para darle más alegría a la pequeña flautista y para... Pero obviamente que envuelta en un bellísimo papel de regalo, con la imagen reproducida de muchas Santas Cecilias, la santa protectora de los 69 músicos, de quien se dice que cantaba muy bello y que mientras estaban a punto de ahogarla con gases letales, cantaba cada vez con mayor decisión y hermosura. Lo cierto es que tanto Clemencia como Rosita hicieron su tarea como se lo habían propuesto. A las tres en punto de la tarde se encontraron en la puerta de la iglesia y entraron juntas, con los cuatro niños y con el regalo, al patio trasero de la casa cural, engalanado de festones y adornos en homenaje a Miranda. Y lleno de niños y de adultos vecinos de la parroquia que no solo habían sido invitados al cumpleaños de Miranda, sino que habían arreglado desde tempranas horas el sitio. El padre Domingo corría con su pie enyesado y una muleta, de un lado para el otro ultimando los detalles, mientras Miranda, como lo había organizado el sacerdote, volvía de la mano de doña Mery, la conserje de la parroquia, quien la había invitado a tomar un helado cerca de la iglesia. Cuando Miranda regresó con doña Mery, tal 70 como estaba planeado, todo era oscuridad en la casa cural. Sin decir palabra, doña Mery atravesó con la niña toda la casona. Cuando Miranda preguntó que si se había ido la luz, se prendió la casa cural. Y aparecieron ante sus ojos sorprendidos todos los invitados y un magnífico ponqué en medio del patio. Y un paquetico alargado a un lado de la mesa. Cubierto por una gran cantidad de confeti y rosas de colores. Jamás Miranda había tenido un cumpleaños así. Algunas veces, cuando ella lo permitía y no se perdía con sus compinches por las calles de MedeIlín, el padre Domingo la invitaba a tomar algo, o a un cine. Pero estas formas de celebrar eran una novedad y una gran alegría para Miranda. Un trío de música popular antioqueña, a la cual el padre Domingo era afecto, comenzó a entonar el Feliz Cumpleaños, mientras todos comenzaron a corearlo, y Miranda, un tanto fuera de base, fue llevada por Clemencia a la mesa donde reposaba el ponqué. —Que diga su mayor deseo, antes de apagar las 72 velas —gritó la señora Mery, portando una bandeja con muchos platicos. —iYo quiero una flauta travesti! —gritó Miranda. A la una... a las dos... a las tres... Miranda, siguiendo las instrucciones de Clemencia, sopló con todas sus fuerzas apagando las trece velas. El padre Domingo tomó la palabra en medio de los gritos de la concurrencia y dijo, dirigiéndose a la niña: — Qué pena, mi querida Miranda del Carmen, pero fue imposible conseguirte una flauta travesti. ¡En reemplazo — afirmó mientras destapaba la caja del instrumento— tuvimos que optar por una iFLAUTA . . . TRAVERSA!". Miranda pegó un grito, pero no le dio las gracias a nadie. O sí, sí las dio, pero a su manera. Antes, se dirigió a un lado del salón. Y como si fuera una avezada concertista, comenzó a interpretar, una y varias veces, bajo la sorpresa y admiración generales y el estupor del padre Domingo, quien casi se desmaya de la emoción, la melodía que representa al pájaro en el conocido cuento sinfónico de Pedro y el lobo, del compositor ruso Sergei Prokofiev.