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Miranda y La Flauta Traversa 20200226 - 22143599

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En DO

Eso dificiliza el trabajo

Miranda había atravesado, como un rayo aceitado, la


esquina de Colombia con Berrío, y ahora acezaba
intensamente. Entre tanto, el metro cruzaba raudo y
ruidoso, hacia el sur de la ciudad, encima de su
desmelenada cabeza rubia.
Luego de un rato, ya resguardada, la respiración de
Miranda comenzó a tranquilizarse poco a poco. Empezó a
sentir algo que jamás había experimentado. Entonces
percibió, asombrada y sin mayor explicación, que algo en
su vida comenzaba a cambiar. Como si estuviese
despertando de una pesadilla. O saliendo de un túnel
oscuro.
Estaba como paralizada. Anclada bajo el pequeño
bosque del jardín exterior, una especie de gruta de árboles
de una residencia de El Poblado; parecía ya no importarle si
alguien la perseguía todavía.
Pensaba que la maratón que la había llevado a esa esquina los
labios untados de la deliciosa mantequilla de maní del
sándwiche y la barriga adolorida por el golpe que se había
dado al saltar estaban plenamente justificados por lo que
estaba sintiendo.
Su oído había sido atrapado por algo que jamás 10 había
escuchado, pues estaba acostumbrada a oír, día y noche,
música de carrilera, salsa, vallenato, despecho, y una que otra
melodía del folclor antioqueño, que se filtraba con dificultad
en las numerosas emisoras que Miranda escuchada a diario,
por todas las esquinas de su hogar, es decir, por las diversas
calles y avenidas de Medellín.
Poco a poco se percató de que el sonido que le llegaba por
detrás y que la tenía atrapada desde hacía unos instantes
venía del otro lado del jardín. Allí se había escondido para
huir de la autoridad de los pocholos. Había pegado un brinco
tan grande que ningún agente de la Policía, de los cuatro
Plátanos Verdes, como les decía, que habían salido detrás de
ella, pudo siquiera imaginarse que Miranda estuviese
escondida en el jardín exterior del Conservatorio de Música
de Antioquia.
A pesar de sus doce años, de su agitada y a veces difícil vida
en las aceras, calles, avenidas, suburbios de Medallo, como
nominaba con orgullo a su tierra, Miranda era una niña
fuerte. Viva. Agil. Muy audaz. Y tremendamente inteligente.
Pocos gamines de la zona le ganaban en correr, trepar
árboles, saltar bardas, robar en las cafeterías, decir
palabrotas, cuando era necesario. Además, tenía una gran
habilidad para el "tumbe" de transeúntes. Y era lo que más la
emocionaba. Le divertía, decía ella. Pero jamás hacía daño
físico a sus clientes, como llamaba a sus víctimas.
Con su cara de yo no fui, sus ojitos aperlados, su simpático
rostro pecoso, su sonrisa amplia y sus desmarañados cabellos
rubios, Miranda se acercaba a la víctima, quien jamás
desconfiaba, con una suavidad, cadencia y movimiento
delicadamente gatunos.
Y cuando el alma caritativa intentaba buscar algunas
monedas para darle, Miranda ya se había autoabastecido. Con
un suave jalonazo ella se llevaba cualquier cartera, celular o
bolsa, porque, como trabajaba en sectores pudientes de la
ciudad, algunas de sus víctimas aún tenían la manía
de lucir y cargar prendas y elementos de algún valor.
Había que verla practicando su oficio, que en Miranda
ya era una profesión. Y con seguidores de su causa y fama,
pues siempre andaba con dos niñas, más pequeñas que ella,
sus sisas del alma, sus caravanas, como las apodaba, a las
cuales 12 quería y defendía con su vida. Pero a las que
utilizaba como pantalla, o como escudo cuando había que
correr, pues les enseñó a enredarse, con gran habilidad,
entre las piernas de las víctimas, a agarrarse como
sanguijuelas al bolillo o a la chaqueta del policía que
intentara salir raudo en pos de Miranda.
Como acababa de ocurrir hacía unos minutos. Solo que
en esta oportunidad, Miranda estrenaba sector. Lo hacía con
alguna frecuencia. Para limpiar los sitios cuando estaban
quemados y para ampliar el negocio, decía ella con gran
sabiduría. "No ve que luego de unos días a uno ya lo
distinguen. Y eso dificiliza el trabajo".
Porque para ella, para Miranda, que fue abandonada en
la puerta de la Catedral Metropolitana de Medellín cuando
tenía tres días de nacida, en la
madrugada del día de la Virgen del Carmen, este era su
trabajo y lo hacía respetar.
Cuando su respiración le permitió escuchar plenamente,
sintió que la melodía que le llegaba por detrás la invadía y
se metía en sus poros y en su cabeza, causándole una
satisfacción, un placer, una paz que jamás había
experimentado.
Miranda sintió que estaba volando. Como en 13 el cielo.
En ese sitio lejano y extraño del cual le hablaba siempre el
padre Domingo, el curita de la iglesia de Santa María de los
Dolores de El Poblado, que de alguna manera era su tutor.
Y que, a veces, cuando sus labores pastorales y sociales le
dejaban tiempo, sacaba un poquito e iba a ver y a conversar
con la niña, quien lo escuchaba con juicio, pero jamás le
aceptaba que la llevase a vivir a la casa cural.
Ella prefería las calles de Medallo, en donde, mal que
bien, comía, dormía, jugaba, robaba, se divertía y soñaba.
Porque lo que Miranda no dejaba de hacer jamás era soñar.
Pero lo hacía despierta, la mayoría de las veces.
En oportunidades, cuando el Nacional ganaba en su
propia sede, Miranda, que jamás faltaba a un
partido del "Nanal", como lo llamaba con cariño, duraba
horas, a la salida del estadio, pensando en ser futbolista
cuando fuera grande. Como las mujeres que aparecían a
veces en los televisores de las vitrinas de algunos
almacenes.
Había que ver a Miranda cuando lograba tocar alguna
pelota que se le atravesaba en su camino 14 por las diversas
calles de Medellín, y hacer con la bola y su cuerpo
maravillosas gambetas delante de la alegre sonrisa de sus
dos pequeñas compinches. Y de muchos transeúntes que se
sorprendían con el talento de la niña con un balón.
Así mismo, cuando le tocaba trabajar, a su modo, cerca
de la Plaza de las Estatuas, se acercaba a las esculturas de
Botero, se sentaba debajo de alguna de ellas y gozaba un
pullero, construyendo mentalmente en el aire diversas
formas nuevas, deseando algún día mostrar sus trabajos en
alguna plaza de su ciudad.
Entonces amanecía, debajo del Gato, del Toro o de
cualquier otra obra, abrazando animales elaborados con
alambres, con trozos de papel o con pedazos de cartón.
Cuando no con bolitas de plastilina que lograba pescar en
cajas de basura aban-
donadas cerca de algún jardín infantil. O que le tumbaba
a algún niño riquito y titino, que distraído caminaba hacia
su casa, con sus útiles enmaletados.
Y, cosa curiosa, después de las manifestaciones de algún
político, Miranda acostumbraba coger cualquier palo,
usarlo de micrófono e imitar 16 los discursos de los
candidatos. Ante los grupos de gamines compañeros de
calle, que gozaban con las piruetas verbales, las groserías,
la gestualidad y las burlas de la niña a los oradores que
había escuchado.
El padre Domingo sabía de todos los talentos de la niña.
Y siempre trataba de convencerla de entrar a estudiar, de
matricularse en una academia de fútbol o de arte.
Pero la niña, que había estado desde muy pequeña en
una guardería, y había recibido todo tipo de maltrato hasta
huir de ella una noche de sus seis años, se negaba a ser
llevada a ningún sitio. "Mi casa, Dominguito, es la calle", le
contestaba con frecuencia. "Aquí, fuera de los pocholos, a
los que me vacilo y me paso por la faja, nadie me jode,
padrecito".
Cuando despertó del éxtasis, Miranda parecía otra
persona. Empezó a moverse, con mucho sigilo, hacia atrás,
tratando de acercarse a la ventana de donde procedía la
música que la había conmovido.
Pero no era solo la melodía lo que le había llamado la
atención. Era el sonido del instrumento de donde salía
aquella, lo que había estremecido el 17 alma de la
muchachita.
Entonces, con el mayor cuidado posible, para impedir
que la vieran, se levantó hasta un extremo de la ventana. Y,
guiada por la imagen que se reflejaba en el vidrio del
postigo abierto que daba a la calle y que le había permitido
a la niña escuchar la música, Miranda dio un pequeño salto
y se ocultó detrás del postigo. Y pudo ver lo que quería.
Así descubrió, como si fuese una aparición, algo
sobrenatural: la imagen de una pequeña niña instrumentista,
casi de su misma edad, interpretando un bello, alargado y
elegante instrumento que brillaba como un sol, una flauta
traversa soprano.
Frente a la joven flautista, un señor muy serio la
contemplaba atento, haciéndole señas con las
manos, con las cejas y con un palito que le pareció a
Miranda muy chistoso.
Nunca había oído ese sonido. Ni había visto el
instrumento. A pesar de que en una de las avenidas que
deambulaba a menudo había algunas casas de música. Y
que, con cierta frecuencia, la niña se paraba frente a sus
amplios ventanales y miraba lo que allí exponían. 19
Entonces, sin pensarlo dos veces, como hacía siempre
que se decidía a hacer algo, tumbar a un catano, abrir una
cartera o rapar una bolsa, pegó un salto.
Y como alma que lleva el diablo, se dirigió hasta la
iglesia de Santa María de los Dolores. O mejor hacia la casa
cural de la iglesia que regentaba el padre Domingo. A pesar
de que varias cuadras la separaban del sitio, Miranda corría
como una gacela, ya que se entrenaba todos los días,
huyendo con frecuencia y éxito de los policías de Medellín.
—iDominguito... Dominguito! —gritó desde la esquina
Miranda, exactamente de la manera como el padre le había
dicho frecuentemente que no lo hiciera—. iPadre
Domingo... Padre Do ... . I —corregía su grito, cuando su
amigo sacó la cabeza por la
ventana del segundo piso de la casa cural. Y le hizo mala
cara.
—Miranda, Miranda, ¿qué pasa? Deja de gritar que
parece que te estuvieran matando —habló fuerte el cura—.
Espérame unos minutos que ya bajo.
Al instante, sin sotana, el párroco apareció en 20 la
puerta de la casa cural y se dirigió a la muchachita con cara
de malos amigos.
—Ya te he dicho, Miranda del Carmen —así la llamaba
cuando estaba disgustado con ella— que aquí en la
parroquia no me digas Dominguito, muchacha, no ves que
la gente luego me pierde el respeto —le soltó sin saludarla.
—Mire, padre Domingo —le habló con burla—, no me
diga que ya se le subió el betún a la múcura, padrecito,
porque, si es así, me piso —amenazó con irse, pero el
padre, lo que hizo fue sonreír, abrazarla y besarla, ya que
quería a Miranda como a una hija, sin poder jamás negarle
nada de lo que esta le pedía, las pocas veces que la niña le
solicitaba algo.
—Claro, hija, como sabes que te quiero, te aprovechas
de mi nobleza —habló el cura, quien
la había encontrado doce años atrás en la puerta de la
catedral de la ciudad y la había bautizado así, Miranda. En
recuerdo de aquel personaje de la historia de la lucha
libertadora, que el padre Domingo admiraba mucho, Don
Sebastián Francisco de Miranda, el venezolano precursor de
la independencia latinoamericana.
—Eso... eso ... eso ... —imitó Miranda al Cha- 21 vo—.
No te pongas trompón, Dominguito —le susurró al oído al
sacerdotes—, que te ves, eh, Ave María, muy horrible.
—Bueno, bueno, niñita burlona, dime qué te pasó que te
noto como alterada, no me digas que te metiste en otro lío
con la Policía.
—No, Domin... perdón, padre Domingo —comenzó la
niña— yo he estado bien limpiecita, nada de nada, como
quien dice cero por cero, cero. Lo que quiero es que me
ayude a tener una vainita que vi en una casa, y que suena
muy cuquis, bacanísimo, como si la sonaran los ángeles.
—Ay, Miranda, cada día estás hablando peor. Se dice
tocaran, no sonaran. Pero la verdad, Miranda, no entiendo
nada. Cómo que una vaina suena bien. Las cosas que
suenan bien, no son vai-
nas, se llaman instrumentos. Como el violín, las
guitarras, el piano... pero una vaina.
—Sí, padrecito, es una vainita larga, dorada, que se pone
en la boca y suelta un sonido tan bonito —se quedó
Miranda en el aire, como soñando, imitando a la pequeña
que había visto tocando la flauta. Solo que se había
equivocado en el
22 gesto.
—Ah, bueno, así la cosa va mejorando. Puede ser un
oboe...
—¿Un qué? —alzó la voz la niña.
—Un oboe, un fagot, una flauta, en fin, pueden ser otros,
pero estos son los que se me ocurren en el momento —dijo
el cura—. Pero, dime, ¿dónde lo viste, ¿cómo se toca, por
qué te interesa tanto?
—Mire, padrecito —habló la niña—, ahueque ahí,
siéntese p'allá —pidió Miranda correrse unos centímetros al
sacerdote, para hacerse a su lado sobre el muro de la casa
cural—. Yo estaba en un jardín en El Poblado. Y empecé a
oír...
—Cómo que estabas en un jardín, no estarías huyendo
de alguna travesura que habías hecho —intuyó el cura, que
sabía de memoria las andadas de Miranda.
Bueno, sí, la verdad es que había tomado unos
sándwiches que estaban aburridos encima de una vitrina,
salí corriendo y tuve que esconderme en un jardín, porque
cuatro Plátanos Verdes querían agarrarme, como si hubiera
tumbado un banco. Entonces, cuando los aguacates se
perdieron en el camino, empecé a oír esa vainita y me gustó
muchísimo, padrecito. Por favor, ayúdeme, por lo 23 menos
a saber cómo se llama y dónde las venden.
—Ah, no, mi niña, no me vas a poner a que te diga
dónde la venden, para ir y meterte en líos. Y que yo sea tu
cómplice. Mira, Miranda, si me prometes que te vas a
portar bien, vamos juntos a una casa musical, lo
identificamos y luego veremos cómo conseguir uno de esos
instrumentos que tanto te gustó. Pero desde ya te digo que
me alegra mucho que te haya llamado tanto la atención el
sonido de un instrumento.
En RE
Una flauta travesti
—Ninguno de esos, Dominguito —concluyó Mi- 25
randa, luego de darle la vuelta a la estantería de la vitrina de
una conocida casa musical del centro de Medellín, como si
fuera una gran conocedora de instrumentos musicales.
—Bueno, entonces, déjame preguntarle a la señorita. Me
dices que era largo, dorado y que se tocaba con la boca, ¿no
es cierto?
—Sí, Dominguito. Y con los dedos. Además sonaba
muy colino.
—Señorita, déjeme ver un oboe, un fagot o una flauta. Y
excuse mi molestia.
—No se preocupe, padre, para eso estamos —contestó la
vendedora, mientras se internaba en la tienda y miraba de
reojo a la niña, reparando en la precariedad de sus ropas,
extrañando que andu-
viera con el sacerdote y, sobre todo, que estuviera como
seleccionando un instrumento.
—iEs ese! iEs ese! —gritó Miranda, cuando la joven
dependiente apareció en una esquina del almacén y traía en
la mano una bella flauta traversa.
—Miranda, te dije que te portaras bien, no grites que no
estás en la calle —señaló el padre Do26 mingo, sin ocultar
su emoción por el entusiasmo de Miranda por el
instrumento, que relucía sus partes doradas en aquella
brillante y fresca mañana medellinense.
—iPero es ese, Dominguito! iLo encontramos! —saltaba
Miranda, como lo hacía con frecuencia cuando coronaba un
bisnes, como llamaba aquellos logros callejeros de
supervivencia, pequeños robos u otras acciones en que
sentía que había conseguido concretar sus deseos.
Cuando el padre Domingo averiguó por el costo del
bello instrumento que Miranda apetecía, casi se cae de para
atrás como Condorito, por el altísimo valor de aquella
flauta. Pero era tanta la emoción de la muchacha, que le
dijo:
—Yo no tengo, hija, en el momento, dinero para
comprarte esta flauta, mi niña. Pero si me prome-
tes que vas a dejar algunas cositas que haces por la calle
y te vas a poner a estudiar, yo haré todo lo necesario para
comprártelo. Pero no será de inmediato, muchacha. Y, ojo,
Miranda, se llama flauta traversa soprano y no "vaina que
suena bacanísimo , ¿me entiendes?
—¿Por qué ese nombre tan chamuscao, Domin28 guito?
—hablaba sin dejar de mirar como si estuviera viendo una
aparición, el instrumento que por fin había logrado tocar, o
mejor acariciar, sin atreverse a poner sus labios sobre la
embocadura de la flauta traversa soprano, ante la mirada
severa de la joven dependiente.
—No es chamuscao, Miranda, es apropiado. Es una
flauta, se toca de través y además está en el registro
soprano, o sea en un tono alto, fino, ¿me explico, mi niña?
—puntualizó el sacerdote.
—No mucho, Dominguito, pero me gusta como usted
habla, así no le entienda ni papa. Además, lo que quiero es
tocar esa vai... perdón, esa flauta travesti...
—Travesti, no, loquita, itraversa! —soltaron la carcajada
el cura y la dependiente—. Y mejor, va-
yámonos ya, antes de que enloquezcas a esta señorita
con tus nominaciones.
—No se preocupe, padre, por el contrario esta niña es
muy inteligente y me divierte. Además, padre, sería muy
lindo que ella aprendiera a tocar este instrumento cuyo
sonido es muy bello 30 —sonrió la dependiente a Miranda.
—Vos sos una bellecidad, mi parcita, yo que te lo digo
—habló Miranda volteando la cara hacia la muchacha,
mientras le guiñaba su ojo derecho— Ya verás cómo voy a
tocar de bacano.
Cuando la niña y el sacerdote tomaron la calle, ya
Miranda sabía lo que tenía que hacer para obtener la flauta.
No estaba dispuesta a esperar a que el padre Domingo
consiguiera la plata. Quería el instrumento, y cuando se le
metía algo en la azotea, cuando se le calentaba la corona,
pensaba la niña, nadie se lo impedía.
En Ml
A liberar la flauta travesti

Una vez el padre Domingo partió hacia su parroquia,


como buena líder, Miranda convocó a su tropa, con un
fuerte chiflido emitido tres veces. Con una disciplina que ya
quisieran tener muchos grupos u organizaciones, de
inmediato, sus dos pequeñas guardaespaldas de ocho años,
y tres niños de mayor edad que ella, se acercaron a
Miranda.
Detrás de su comandante, los cinco pequeños siguieron a
Miranda hasta un parque, que era como el cuartel de esa
curiosa tropa que siempre actuaba no solo de manera
conjunta y solidaria, sino bajo las órdenes de la niña.
Sentada sobre un montículo, desde el cual podía
dominar los cuatro costados, Miranda explicó, con lujo de
detalles y una estrategia profesional, la forma como ella
pensaba liberar, decía ella, no solo
la famosa flauta travesti, como seguía llamando al
instrumento que la tenía obsesionada, sino a otros
instrumentos, para evitar que se pensara que era ella la
responsable. No obstante, que no pensaba dar el golpe en la
casa musical en donde había ubicado el instrumento de
viento que tanto quería.
A pesar de que la pequeña se había comprometido con el
padre Domingo a no a no realizar nada 33 indebido, para
tener acceso a la flauta, Miranda ya había averiguado que,
no muy lejos de la tienda donde había estado con su
mentor, había otra casa musical donde también vendían
flautas traversas.
Y hacia allí había dirigido sus investigaciones, poniendo
a su pequeña tropa a confirmar cuántos vendedores
trabajaban allí, a qué hora abrían, cuándo cerraban, cómo se
comportaban a la hora del almuerzo, qué vigilancia tenía
los días de fiesta. En fin.
En una semana, Miranda ya sabía, por su propia
observación o por obra de sus cinco lugartenientes, todos
los pormenores de la tienda que había seleccionado para
liberar la flauta travesti que le interesaba. Y ya había
decidido que fuera la noche
del miércoles Santo el momento indicado, pues hasta
cuatro días después no volverían a abrir la tienda y darse
cuenta.
Sabía que por ser Semana Santa, el padre Domingo se
iba a disgustar más. Pero estaba decidida a jugársela toda.
Algo le decía que ese instrumento le iba a dar mucha
felicidad. Iba a ser muy impor34 tante en su vida.
Y llegó la esperada Semana Santa. Y el miércoles Santo.
Y la noche... Y la hora del asalto a la casa musical.
Pero las cosas no salieron. O mejor, sí salieron. Pero
salieron mal.
Uno de los lugartenientes de Miranda cometió un error.
Y activó por descuido las alarmas. Y así, Miranda y toda su
tropa fueron a dar a la comisaría. Y también el padre
Domingo.
Lleno de cólera, el sacerdote entró en el recinto. Y, antes
de ver a la niña, tuvo que firmar una caución, casi contra su
voluntad, haciéndose responsable, no solo de la
muchachita, sino de toda su tropilla de pequeños pillos
adiestrados por Miranda.
Luego, cuando pudo ver a la niña, descargó toda su ira
contra ella, quien lo escuchaba atenta y seria. Con la cara
baja. Pero lo desarmó, cuando en medio de la perorata
sacerdotal, lo interrumpió. Y le dijo, delante de los
compañeros, del comisario y de varios agentes de Policía.
—Perdóneme, padrecito, y perdone a mis amigos. Yo
soy la única responsable de lo que pasó. Y le juro,
Dominguito —añadió llorando—, que yo solo quería tener
esa flauta travesti para aprender 35 a tocarla y ganarme la
vida en las plazas de Meda110. Y no robar más —y añadió
con la voz entrecortada—. Además, padrecito, es que esa
flauta travesti suena tan bonito.
Entonces el sacerdote, que tenía un gran amor por
Miranda, extendió los brazos y se acercó a la pequeña,
quien se escondió en el pecho del padre Domingo, mientras
todo el grupo aplaudía emocionado.
Miranda y sus amigos salieron de la comisaría con el
rostro arrepentido. Una vez en la calle, la niña les pidió
perdón por el peligro al cual los había sometido. Y les
ordenó que se disolvieran. Que ya se encontrarían más
adelante.
Una vez solos, el padre Domingo aprovechó para invitar
a Miranda a la parroquia.
—Vamos, hija, porque tenemos que hablar largo y
tendido. Y antes que nada quiero prometerte que haré lo
imposible para que muy pronto tengas esa flauta que tanto
te llama la atención. Y que me parece —anotó el sacerdote
— que te va a cambiar la vida.
Con una mano sobre el hombro de Miranda y la otra
sosteniendo un gigantesco paraguas, el padre Domingo
enfiló hacia su parroquia, pensativo, al igual que la niña,
mientras la tarde comenzaba a caer sobre la capital
antioqueña. Y la lluvia seguía mojando las calles de
Medellín. 
En FA
"A Dios Rogando y..."
Miranda, realmente arrepentida por la vergüenza 39 que
le había hecho pasar al padre Domingo, y con el deseo de
restablecer sus relaciones con el sacerdote, aceptó, sin
discutir, acompañarlo en las actividades y trabajos de la
parroquia durante los días santos.
Con la misma habilidad que tenía para tumbar a sus
clientes, o mejor con igual simpatía, logró aumentar las
entradas de la parroquia por concepto de limosnas, de una
manera tan considerable, que el padre Domingo, sin
pensarlo dos veces y sin decírselo a la niña, decidió, utilizar
una parte de ellas para adquirir ese instrumento que
empezaba a ser mágico.
En doce años jamás había tenido una obediencia de la
niña de la manera como lo estaba logrando ahora. Si bien
no aceptó a irse a vivir a la parroquia,
con su ya conocido discurso libertario, aceptó pasar por
allí tres veces por semana, por las tardes. Y acudir a unas
clases de matemáticas que allí dictaban. Y que Miranda, a
quien le gustaban los números, atendía con mucho empeño.
Pero la flauta de Miranda tendría que esperar.
En la madrugada del sábado Santo, una tormenta brutal
y un temblor inusual en la región del Valle de Aburrá
echaron abajo una pared gigantesca de la parte trasera de la
parroquia. Y parte del techo. Su reparación no podía dejarse
para después. Afortunadamente, se dijo el padre Domingo,
los buenos oficios de Miranda hacían posible correr con los
gastos necesarios para levantar la pared.
Y la niña, contra lo que suponía el sacerdote, no solo
había entendido la urgencia de la obra, sino que se había
puesto a disposición del padre Domingo, solidariamente,
para seguir recogiendo las limosnas los días siguientes.
Durante semanas, Miranda acompañó solícita al padre
Domingo en todas las actividades relacionadas con la
construcción del muro y del techo de la iglesia Santa María
de los Dolores.
Pero consciente de que la iglesia se había quedado sin un
peso por el alto valor del cemento, de la arena, del hierro y
de la mano de obra que fue necesario contratar terminar la
obra, se aplicó a su habilidad principal. A pedir limosnas.
Y ya no lo hacía solamente los días de fiesta o los fines
de semana, sino que lo había extendido a todas las misas.
Además, se había inventado un 41 eslogan que al padre
Domingo no le había gustado mucho al principio, pero que
había tenido que aceptar dado el éxito del mismo.
Miranda, cuando se acercaba a cada banca de la iglesia
de Santa María de los Dolores, exclamaba con simpatía y
gran convicción: "A Dios rogando y limosnitas dando".
La feligresía, que ya conocía a la niña y la habían visto
desde tiempo atrás colaborando con el párroco, a quien
mucho quería y respetaba, no podía resistir el cariñoso y
certero acoso de la pequeña de cabello de fuego.
Y trataba de responder con creces al pedimento de
limosnas, llenando las más de las veces la bolsa de
terciopelo rojo que Miranda esgrimía con orgullo por todas
las avenidas del templo.
Pero su labor de recaudadora se vio interrumpida
abruptamente.
Una tarde, al terminar su actividad diaria de recoger las
limosnas, vio cómo entraba a la iglesia, llorando y como
alma que lleva el diablo, Magaly, una de las dos niñas de
ocho años que eran como sus guardaespaldas.
42 Viviana, la pequeña amiguita, la morena del barrio
La Aurora que la había acompañado por varios años,
lloviera, tronara o relampagueara, había sido atropellada
por una moto en los alrededores del Parque Lleras. Y estaba
casi muerta, según anunciaba su compañerita, en el
Hospital de la Policía, el más cercano del lugar del
accidente.
Miranda pegó un grito que retumbó en todo el templo. Y
advirtió al padre Domingo, que estaba en la sacristía, que
algo le había sucedido a Miranda.
Y sin decir más, la niña salió corriendo, con el corazón
en llamas hacia el sitio. Cuando Magaly informó al
sacerdote sobre lo acontecido, este tuvo que salir en
volandas y en taxi en persecución de la niña, quien ya le
llevaba varias cuadras.
Cuando Miranda se enteró en la puerta del hospital del
deceso de Viviana, y le fue impedida la
entrada a ver a su amiga, a su hermana, a su parce, a su
sisa, a su caravana, a su bruja del alma, entró en
conmoción. Y comenzó a gritar como enloquecida, a decir
obscenidades, a insultar a los motociclistas, a las motos, a
las calles, a los policías, a los santos. A Dios.
Fue tanta su furia y tan honda su desazón, que 44 perdió
el sentido y terminó acostada, custodiada por Magaly y el
padre Domingo, en una de las camas de emergencia del
hospital en donde había muerto su compinche.
Curiosamente, a pesar de lo dura que había sido la vida
de Miranda, de su trasegar por barrios, caIles, avenidas,
plazas y demás espacios de una ciudad caliente, jamás la
niña había tenido contacto directo con la muerte. Y no supo
administrar la de su amiga.
Durante algunas semanas, asistida por una especialista
que contrató el padre Domingo y pagó con las limosnas de
las recolecciones de la niña, Miranda deambuló como
autista por los jardines de la casa cural.
Hasta el propio padre Domingo llegó a creer que había
perdido el juicio, cuando casi no comía,
poco dormía y lo único que repetía sin descanso, era la
frase "Yo quiero una flauta travesti".
Preocupado por la salud mental de la pequeña y
entristecido por los eventos que habían impedido que
Miranda tuviera su flauta traversa, el padre Domingo optó
por realizar algo que realmente no le gustaba mucho. Pero
no se le ocurría algo más rápido y eficiente para conseguir
el dinero con qué 45 devolverle la alegría a Miranda.
Fue así como decidió rifar un televisor plasma que una
señora le había donado a la parroquia. Aprovechando,
además, la simpatía que la niña había despertado entre la
feligresía de la iglesia de Santa María de los Dolores, quien
todos los días preguntaba preocupada por la pequeña.
Entre tanto, Clemencia, la especialista encargada de
apoyar a Miranda, poco a poco le fue cogiendo más cariño
a la niña y comprometiéndose más a fondo con su
recuperación. Vio a Miranda, extasiada en los ojos
aperlados de la niña y en su simpático pero ahora triste
rostro salpicado de pecas, y se le ocurrió algo.
Al saber con seguridad que en un par de meses,
seguramente, la niña tendría el instrumento que
la obsesionaba, decidió jugársela toda. A riesgo de una
reacción contraproducente para la salud mental de Miranda.
Luego de consultar al padre Domingo, quien no estaba
seguro del éxito de la idea, se llevó, caminando, a Miranda,
a la tienda donde inicialmente había visto la flauta traversa.
46 Al llegar allí, y mientras Miranda miraba, o, mejor,
contemplaba su instrumento, se apareció, por arte de magia,
al otro lado de la vitrina, la dependiente que la había
atendido la primera vez.
Conocedora de la historia de la niña, del drama de la
muerte de su amiguita, de su depresión profunda, de su
obsesión por la flauta, y de las vicisitudes del padre
Domingo por darle gusto a la pequeña, apenas la vio, salió
a la calle y la hizo entrar al almacén.
—¿Querés tocar tu futura flauta travesti? —le soltó
riéndose con Clemencia.
La niña no contestó con palabras. Pero sus ojos se
iluminaron, cuando la muchacha colocó la más reluciente
flauta traversa que tenía en existencia, en sus manos.
—Pon los labios así —la instruyó la muchacha—. Y
sopla con todas tus fuerzas.
Cuando Miranda escuchó el sonido que produjo la flauta
bajo el impulso de su boca, soltó una lágrima. Y una gran
carcajada. Y pegó el consabido grito de felicidad.
—Y esto no es todo, Miranda —continuó la de48
pendiente—. ¿Qué dice ahí? —la instó a leer una grande y
colorida cartelera que estaba expuesta a la entrada de la
tienda:
PROMOCIÓN GRATUITA DE INICIACIÓN
A LOS VIENTOS. NIÑAS Y NIÑOS ENTRE LOS 10
Y LOS 15 AÑOS. INSCRÍBASE YA.
— Iniciación a los vientos' —leyó Miranda en voz alta y
miró a Clemencia, sin entender ni Pio.
La dependiente entendió el gesto de Miranda y le
explicó que instrumentos como el oboe, el fagot, las flautas,
por la forma como sacaban el sonido apelando al viento,
eran llamados así: instrumentos de viento. Y, que si ella
quería, la tienda la invitaba a tomar por dos meses un curso
de iniciación al aprendizaje de la flauta.
Miranda, quien desde la muerte de Viviana había dejado
de ser tan expresiva verbalmente, como parte de la
depresión de la cual aún no salía completamente, no dijo
nada. Se acercó a la dependiente primero y luego a
Clemencia, y les dio un beso.
—Yo sí quiero. Cómo inscribo eso —habló finalmente
Miranda, en medio de las amplias sonri- 49 sas de las
muchachas que la acompañaban, quienes parecían estar más
felices que la propia Miranda.
—Solo tenés que darme tu nombre completo. —Miranda
del Carmen —Tu edad.
—El día de ella, yo cumplo trece años.
—¿Cómo así? —preguntó la dependiente.
—Es que Miranda nació —Clemencia le picó el ojo a la
dependiente y aclaró— el 16 de julio, día de la Virgen del
Carmen.
—Dirección.
—Casa cural de la Iglesia de Santa María de los
Dolores.
—Responsable.Padre Domingo, párroco de la Iglesia de
Santa María de los Dolores.
Miranda tomó el bolígrafo de manera muy particular, y
garabateó su nombre en el formulario que la dependiente le
alcanzó. Luego de la firma y hasta cuando Clemencia creyó
conveniente volver a la casa cural, la niña no hizo sino
soplar, con di50 ferente fuerza, la embocadura del
instrumento.
—Ahora, mi querida flautista, la espero mañana a las
tres de la tarde.
Mientras el sol, ahora envuelto de arreboles, penetraba
por todos los rincones de la gran ciudad, y llenaba las
plazas y los parques de Medellín de un hermoso color ocre
rojizo, Clemencia le solicitaba a Miranda que no dijera
nada de las clases de flauta al padre Domingo, para que
fueran una gran sorpresa.
La especialista y Miranda caminaban a veces en
silencio, a veces conversando, hacia el encuentro con el
padre Domingo.
En SOL
Mi flauta travesti por mi Medallo Medallo bacano

Mi flauta travesti recorre mi Medallo y el Parque 51 de


Berrío en donde hemos nacido todos los antioqueños, los de
Medellín y los de todos los alrededores.
Mi flauta travesti de mi Medallo se monta al Metro de
Medellín, el más rápido y el mejor de toda Colombia.
Mi flauta travesti de mi Medallo se subió al Pueblito
Paisa, en donde se come la más deliciosa bandeja paisa de
toda Antioquia, se ve la más bella panorámica de mi
Medallo y se contempla la estatua magnífica de la Princesa
Nutibara y de Guillermo Zuluaga, "Montecristo", quien
hace años hacía reír a carcajadas a medio Colombia.
Mi flauta travesti de mi Medallo se encaramó en la
Biblioteca que los Reyes Católicos clavaron
en una montaña, para que no se cayeran sobre la ciudad
de Medellín todos los libros que allí hay.
Mi flauta travesti de mi Medallo se paseó por el Parque
de Botero, donde están las gorditas y los gorditos más
bonitos del mundo.
Mi flauta travesti de mi Medallo se metió en la
Plazoleta de la Luz, de donde brota la más clara lu52
minosidad de todo Medellín, a partir de las barras de luz
que se esparcen por todo el parque.
Mi flauta travesti de mi Medallo dio vueltas por el
Parque Simón Bolívar, frente a la Catedral Metropolitana,
sitio maravilloso pleno de tantos viejitos conversadores, de
saltimbanquis, de emboladores, de embaucadores y de
habladores, cerca de donde, según dice el padre Domingo,
nací yo
hace doce años.
Mi flauta travesti de mi Medallo me subió al 53 edificio
gigantesco en forma de vela de barco como Coltejer, por
cuya falda cruzan todas las personas que caminan por mi
Medallo.
Mi flauta travesti de mi Medallo entró al Museo de
Pedrito Botero con las mejores pinturas del maestro de
maestros, quien ha logrado poner sus gorditas en el mundo
entero.
Mi flauta travesti de mi Medallo se sentó a ver la
magnífica escultura de Arenas Betancourt.
Mi flauta travesti de mi Medallo se unió a ese grupito
maravilloso de dos personas que, bajo el nombre de "El
Águila Descalza", hace orinar de la risa a todos los que lo
escuchan.
Mi flauta travesti de mi Medallo es amiga de todos los
parces, gamines, rateros, jaladores, huelepega, llevados,
rufianes, vendedoras de rosas
y de toda clase de cachivaches que andan por el mundo
de mi Medallo a la espera de una oportunidad para ser
personas.
Mi flauta travesti de mi Medallo se parece a esas
florecitas y floresotas que salen a pasear por toditas las
calles de mi Medallo en el maravilloso y colorido Desfile
de Silleteros que cada año en ju54 lio inunda las principales
calles y avenidas de mi Medallo.
Mi flauta travesti de mi Medallo son esos dúos, tríos,
cuartetos y hasta quintetos que iluminan de amor, de
romances, de sueños, de pasiones, la noche antioqueña de
mi Medallo, llevando al alma todo tipo de consuelo y
esperanza.
Mi flauta travesti de mi Medallo es como ese
comerciante paisa que deambula por las calles y avenidas
de mi Medallo y de Colombia, y que ven- 55 de desde un
helado en el Polo, hasta la madre, si hay alguien que se la
compre.
Mi flauta travesti de mi Medallo es ese antioqueño que
un día fue arriero y caminó y rompió y atravesó las
cordilleras de este lindo país, eh, Ave
María, y llevó y trajo cosas, comida, elementos,
chismes, canciones, poemas, dichos, alegría, política.
Mi flauta travesti de mi Medallo es ese personaje a quien
por encima de la Virgen Santísima le gusta el bisnes, el
negocio y el biyuyo, la guita, el dinero, la platica, la pasta,
el circulante, y anda 56 con una ruanita y un carriel, en
donde caben todas las cosas del mundo.
Mi flauta travesti de mi Medallo conoció a ese otro
personaje que con el deseo de hacer dinero fácil y rápido, y
ante la tentación que le pusieron los gringos, decidió
meterse a cultivar, negociar, transportar, exportar por el
mundo todo tipo de drogas prohibidas, haciendo fama,
política, violencia, ruido y sobre todo mucho, pero mucho,
pero mucho dinero.
Mi flauta travesti de mi Medallo asiste al Festival
Mundial de Poesía en donde muchos señores y señoras que
se llaman poetas dicen cosas muy bonitas y hablan de
manera diferente al resto de antioqueños.
Mi flauta travesti de mi Medallo es bien antioqueña, de
donde salió primero el oro y luego
muchas mercancías para toda Colombia, elaboradas con
la gran laboriosidad de los hombres y de las mujeres de
Antioquia.
Mi flauta travesti de mi Medallo la ciudad del
"Medallón", el Deportivo Independiente Medellín, la del
Nacional, el "Nanal", la del Atanasio Girardot, va al estadio
que lleva el nombre del joven
paisa, lugarteniente de Bolívar, quien dio su vida en
Bárbula, Venezuela, por la Independencia de América.
Mi flauta travesti de mi Medallo adora la arepa
antioqueña y los frisoles.
Mi flauta travesti de mi Medallo es fascinada de pasar
por el Parque de Los Pies Descalzos.
58 Mi flauta travesti de mi Medallo quiere que la oigan
en la tierra donde nació el padre Dominguito y Miranda del
Carmen.
Mi flauta travesti de mi Medallo ama la tierra de mi
Viviana, mi primera hermanita, mi parcita, mi brujita, mi
panita, mi cuate, mi caravana, mi todo, la niña que nació y
murió niña, y de Magaly, mi hermanita, la que aún me
queda.
Mi flauta travesti de mi Medallo, la ciudad de la flauta
travesti, la ciudad más bacana del mundo.
Yo solo quiero
Ml FLAUTA TRAVESTI.
—iDespierta, despierta! Mirandita , idespierta! Mi niña.
En LA
Do Re Mi Fa Sol La Si Do Si la Fa Mi Re Do
Re
Mi
Fa
Sol
La
Si
Do Si sol
Mi
Re
Do
Luego de recibir con atención las explicaciones iniciales
sobre lo que era y para que servía la escala musical,
Miranda empezó a cantarla, con tal facilidad que
Clemencia y la dependiente quedaron sin habla, al escuchar
la preciosa voz de la niña y sobre todo su afinación y
talento musical.
A partir de aquel momento y durante varios días, la niña
no hacía más que repetir la escala, mientras caminaba,
todos los días, de la casa cural 60 a la tienda de
instrumentos. Le parecía como un juego verbal y ella, tan
dada a los juegos de la lengua, estaba fascinada con su
nuevo juguete.
A pesar de que desde el primer momento quiso tener
acceso a la traversa, bien pronto entendió, después de las
instrucciones de la muchacha encargada de las clases, que
antes de tener contacto con la flauta, ella debería aprender
muchas otras cosas.
Aunque al inicio del manejo del instrumento Miranda
tuvo algunas dificultades para colocar sus labios como lo
requería la embocadura del aparato, bien pronto, luego de
ensayar sin descanso, logró soplar de la forma y en la
medida necesarios para que el sonido de la flauta fuera
nítido, perfecto, afinado. Como sus compañeritos no solo
estaban adscritos a flautas traversas, sino que tenía como
condiscípulos, niños y niñas iniciados para tocar oboes,
fagotes, cornos, flautas y pícolos, entre otros, Miranda
atendía con mucho cuidado los sonidos y las maneras de
tocar los diversos y sonoros instrumentos.
En un momento, al escuchar el agudísimo sonido de la
flauta pícolo, Miranda estuvo a punto 62 de preferirla. Pero
bien pronto comprendió que su amor por la música había
nacido por esa flauta travesti que, entre otras cosas, aun no
tenía, pero lograría muy pronto, según le confesaba
Clemencia.
Sin contarle, para no quitarle la sorpresa que quería darle
el padre Domingo, lo que el sacerdote estaba haciendo para
conseguir el dinero necesario para adquirir la flauta traversa
que la niña deseaba.
Los días pasaban y también los logros musicales de
Miranda, quien igualmente fue saliendo de su
ensimismamiento, a medida que se metía de lleno en el
aprendizaje de la flauta.
De vez en cuando, Miranda preguntaba a Clemencia
sobre la flauta que le habían prometido. Y se entristecía un
tanto ante la respuesta indecisa de su amiga. Pero una vez
llegaba a la casa musical
y recibía la traversa, parecía entrar en un mundo
diferente.
Según le comentó Clemencia al padre Domingo, tiempo
después, cuando Miranda comenzaba a soplar el
instrumento, parecía transfigurarse. Salir de su estado
natural y entrar en una dimensión
etérea.
Parecía que la niña hubiera nacido para tocar la 63
flauta. O que la traversa, que tocó magníficamente dos
siglos atrás don Sebastián Francisco de Miranda, hubiese
sido creada para esta niña de MedeIlín, cuyo rostro,
hermoso como siempre, parecía reventar de alegría tras
cada nota que le arrancaba a la flauta. Y su cabello, del
mismo color de la traversa, brillaba intensamente.
De otra parte y como el padre Domingo había previsto,
la rifa del televisor plasma había sido todo un éxito. Todas
las boletas se habían vendido. Y muchos feligreses, al saber
de las intenciones del padre Domingo, habían donado
dinero para el regalo a Miranda, quien ya estaba a punto de
cumplir los trece años.
Pero fue Clemencia, la muchacha especialista, quien se
había convertido en la hermana mayor de Miranda,
la encargada de comprarle el instrumento. A escondidas
de la niña, obviamente. Como a escondidas del padre,
Miranda se acomodaba, cada día más y mejor, con su flauta
travesti.
Y era que el padre Domingo, por dárselas de maestro de
obra y colaborar con el levantamiento de la pared y el techo
de la parte trasera de la sacristía, se había enredado con un
bulto de cemento, había perdido el equilibrio y había dado a
parar sobre el piso, fisurándose el pie derecho, que tuvo que
ser enyesado.
En SI
El padre Domingo se tronchó el tobillo

Solamente dos personas, Clemencia y Rosita, la


muchacha dependiente de la casa de música, sabían lo que
iba a ocurrir, exactamente, ese domingo 16 de julio, en el
salón de la casa cural de la Iglesia de Santa María de los
Dolores de Medellín, recién arreglado y pintado luego del
accidente. A partir de las tres de la tarde.
Cada una guardaba dos secretos: un inmenso amor por
Miranda y la tarea de llegar a la parroquia exactamente a las
tres de la tarde. Cada cual
con su encargo.
Clemencia debía llevar a los tres amigos lugartenientes
de Miranda, limpiecitos y mudaditos. Tanto que parecieran
un trío de pajecitos. Y a Magaly, la hermana de calle de la
niña, quien debía parecer una princesa con el atuendo que
Clemencia le estaba haciendo.
Y Rosita debía llegar nada más ni nada menos que con
la famosa flauta traversa. Precisamente con la que Miranda
había ensayado durante casi dos meses. Para darle más
alegría a la pequeña flautista y para...
Pero obviamente que envuelta en un bellísimo papel de
regalo, con la imagen reproducida de muchas Santas
Cecilias, la santa protectora de los 69 músicos, de quien se
dice que cantaba muy bello y que mientras estaban a punto
de ahogarla con gases letales, cantaba cada vez con mayor
decisión y hermosura.
Lo cierto es que tanto Clemencia como Rosita hicieron
su tarea como se lo habían propuesto. A las tres en punto de
la tarde se encontraron en la puerta de la iglesia y entraron
juntas, con los cuatro niños y con el regalo, al patio trasero
de la casa cural, engalanado de festones y adornos en
homenaje a Miranda.
Y lleno de niños y de adultos vecinos de la parroquia
que no solo habían sido invitados al cumpleaños de
Miranda, sino que habían arreglado desde tempranas horas
el sitio.
El padre Domingo corría con su pie enyesado y una
muleta, de un lado para el otro ultimando los detalles,
mientras Miranda, como lo había organizado el sacerdote,
volvía de la mano de doña Mery, la conserje de la
parroquia, quien la había invitado a tomar un helado cerca
de la iglesia.
Cuando Miranda regresó con doña Mery, tal 70 como
estaba planeado, todo era oscuridad en la casa cural. Sin
decir palabra, doña Mery atravesó con la niña toda la
casona. Cuando Miranda preguntó que si se había ido la
luz, se prendió la casa cural.
Y aparecieron ante sus ojos sorprendidos todos los
invitados y un magnífico ponqué en medio del patio. Y un
paquetico alargado a un lado de la mesa. Cubierto por una
gran cantidad de confeti y rosas de colores.
Jamás Miranda había tenido un cumpleaños así. Algunas
veces, cuando ella lo permitía y no se perdía con sus
compinches por las calles de MedeIlín, el padre Domingo la
invitaba a tomar algo, o a un cine. Pero estas formas de
celebrar eran una novedad y una gran alegría para Miranda.
Un trío de música popular antioqueña, a la cual el padre
Domingo era afecto, comenzó a entonar el Feliz
Cumpleaños, mientras todos comenzaron a corearlo, y
Miranda, un tanto fuera de base, fue llevada por Clemencia
a la mesa donde reposaba el ponqué.
—Que diga su mayor deseo, antes de apagar las 72 velas
—gritó la señora Mery, portando una bandeja con muchos
platicos.
—iYo quiero una flauta travesti! —gritó Miranda.
A la una... a las dos... a las tres... Miranda, siguiendo las
instrucciones de Clemencia, sopló con todas sus fuerzas
apagando las trece velas.
El padre Domingo tomó la palabra en medio de los
gritos de la concurrencia y dijo, dirigiéndose a la niña: —
Qué pena, mi querida Miranda del Carmen, pero fue
imposible conseguirte una flauta travesti. ¡En reemplazo —
afirmó mientras destapaba la caja del instrumento—
tuvimos que optar por una iFLAUTA . . . TRAVERSA!".
Miranda pegó un grito, pero no le dio las gracias a nadie.
O sí, sí las dio, pero a su manera.
Antes, se dirigió a un lado del salón. Y como si fuera
una avezada concertista, comenzó a interpretar, una y varias
veces, bajo la sorpresa y admiración generales y el estupor
del padre Domingo, quien casi se desmaya de la emoción,
la melodía que representa al pájaro en el conocido cuento
sinfónico de Pedro y el lobo, del compositor ruso Sergei
Prokofiev.

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