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La Bella y La Bestia La Novela

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DISEÑADOR

nombre: Xavi

EDITOR
nombre: Ana Cisneros – Mercedes Pascual

CORRECTOR
nombre:
Bella es una joven
que anhela viajar y vivir
ESPECIFICACIONES
aventuras como las de los
título: La Bella y la Bestia. La novela
libros que lee a todas horas,
Si era capaz de amar a una mujer lejos del pequeño pueblo donde vive
encuadernación: Rústica + solapas
con su padre. La sencilla vida de Bella
y ganarse su amor antes de que cayera medidas tripa: 150mm x 210mm
cambia para siempre cuando su padre es
el último pétalo, entonces, se desharía apresado por una bestia que vive en un medidas frontal cubierta: 152mm x 210mm

el hechizo. Pero ¿quién iba a ser capaz castillo encantado. Arriesgando su libertad medidas contra cubierta: 152mm x 210mm

y su futuro, Bella se ofrece a quedarse medidas solapas: 90mm


de amar a una bestia?
en el lugar de su padre como prisionera, ancho lomo definitivo : 20mm

esperando poder escapar. Pero a medida ACABADOS


que conoce mejor a la misteriosa bestia y

L A NOV E L A
Nº de TINTAS:4/0
a sus sirvientes, Bella se da cuenta de que
TINTAS DIRECTAS:
Nace una ilusión, hay más en su historia de lo que ella había
LAMINADO:
imaginado, y que las cosas no son siempre
tiemblan de emoción, PLASTIFICADO:
lo que parecen.
Bella y Bestia son. brillo mate

uvi brillo uvi mate

relieve

falso relieve

purpurina:

estampación:

troquel

PVP 14,95 € 10117797 OBSERVACIONES:


www.planetadelibrosinfantilyjuvenil.com
www.disney.es L A NOV E L A
© 2017 Disney Enterprises, Inc.
Todos los derechos reservados 9 788499 518862

Fecha:
Adaptado por Elizabeth Rudnick

Guion de EVAN SPILIOTOPOULOS,


STEPHEN CHBOSKY y BILL CONDON

Traducción de MARTA GARCÍA MADERA

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© 2017 Disney Enterprises, Inc.
Todos los derechos reservados
© de esta edición: Editorial Planeta, S. A., 2017
Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)
www.planetadelibrosinfantilyjuvenil.com
www.planetadelibros.com
Primera edición: febrero de 2017
ISBN: 978-84-9951-886-2
Depósito legal: B. 1036-2017
Impreso en España

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación


a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio,
sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos,
sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados
puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual
(Art. 270 y siguientes del Código Penal).
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar
o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web
www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

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CA PÍT ULO I

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B ELLA ABRIÓ LA PUERTA DE SU CASA Y,
al contemplar el idílico paisaje campestre
que tenía delante, suspiró. Las mañanas en
la aldea de Villeneuve empezaban siempre del mismo
modo. Como mínimo, desde que ella vivía allí.
El sol salía despacio por el horizonte y sus rayos vol-
vían los campos que rodeaban el pequeño pueblo más
verdes, más dorados o más blancos, según la estación del
año. Después se movían por las esquinas de las paredes
encaladas de la casa de Bella, justo en las afueras, antes
de iluminar los tejados de paja de las casas y las tiendas
que formaban la población. En ese momento, sus habitan-
tes se estarían despertando y preparando para el nuevo
día. En sus casas, los hombres se sentarían a desayunar,
mientras las mujeres vestían a los niños o removían las

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L A BE L L A Y L A BE S T I A

gachas de avena. Reinaba un completo silencio, como si


la aldea aún se estuviera desperezando.
Entonces, el reloj de la iglesia tocaría las ocho.
Y, de ese modo, todo parecería cobrar vida.
Bella lo había visto cientos de veces, pero aquella
mañana, que era igual que todas las demás, también se
sintió sorprendida al contemplar el pueblecito donde la
misma gente emprendía las mismas rutinas cotidianas.
Todo aquello le parecía muy poco interesante. Cerró los
ojos castaño claro y suspiró. A menudo pensaba cómo
sería despertarse de otra forma.
Negó con la cabeza. No era bueno para ella hacerse
preguntas ni desear cosas. Ésa era la vida que siempre
había conocido, la que había compartido con su padre
desde que se habían mudado desde París muchos años
antes. Preocuparse por el pasado o por los «y si...» era una
pérdida de tiempo. Pensó que tenía cosas que solucionar,
recados que hacer y una nueva aventura que encontrar
en el libro que llevaba en la mano. Se enderezó, cerró la
puerta tras de sí y partió hacia el pueblo.

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CAPÍTULO I

En cuestión de minutos ya caminaba sobre los ado-


quines de la calle principal. Cuando se cruzaba con algún
lugareño, asentía con la cabeza de modo distraído. Había
vivido allí casi toda su vida, pero todavía se sentía como
una forastera. El pueblo, como muchos otros del campo
francés, estaba aislado, y sus habitantes eran estrechos
de miras. La mayoría de las personas a las que Bella veía
en su camino habían nacido allí y, en general, todos pasa-
rían allí el resto de su vida. Para ellos el pueblo era el
mundo. Y los forasteros eran observados con cautela.
Bella no estaba del todo segura de que, incluso si
hubiera nacido allí, no la hubieran tratado igualmente
como a una extraña. En realidad, no tenía demasiado en
común con los demás. Y, si era sincera, le gustaba más
leer que los cotilleos, le encantaba viajar a tierras lejanas
y vivir aventuras asombrosas, aunque sólo fuera en las
páginas de sus libros favoritos.
Caminando por la calle, oía al resto de los aldeanos
saludarse unos a otros. Se sentía sola al verlos hablar
entre sí. Todos parecían estar del todo satisfechos con

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L A BE L L A Y L A BE S T I A

la monotonía de sus rutinas matutinas. Nadie parecía


compartir su deseo de vivir algo nuevo y emocionante,
de algo más.
Bella llegó al puesto del panadero. El dulce olor a pan
tierno flotaba en el aire. Como siempre, el hombre esta-
ba estresado, sostenía una bandeja de baguettes recién
hechas y hablaba entre dientes consigo mismo.
—Bonjour! —saludó Bella.
Él asintió distraídamente.
—Una baguette. —Bella miró las filas de tarros lle-
nos de rica mermelada roja—. Y uno de éstos también, s’il
vous plaît —dijo, cogiendo uno y metiéndoselo en el bol-
sillo del delantal. Después de pagar, continuó su camino
para seguir con los recados.
Estaba a punto de doblar una esquina cuando se
detuvo. Jean, el viejo alfarero, estaba junto a su mula y
parecía confuso. El carro atado al animal estaba cargado
con cerámica recién hecha. Jean alzó la vista, la sorpren-
dió a ella mirándolo y sonrió.
—Buenos días, Bella —saludó con la voz ronca por

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CAPÍTULO I

la edad. Seguía mirando su carro con una expresión de


perplejidad en la cara.
—Buenos días, señor Jean —contestó la joven—. ¿Ha
vuelto a perder algo?
El anciano asintió.
—Creo que sí. El problema es que no me acuerdo de
qué —dijo apesadumbrado. Luego se encogió de hom-
bros—. Bueno, ya me acordaré.
Se dio la vuelta y tiró de las riendas, intentando que
aquel animal tozudo se moviera. La mula no quería andar
y estaba tratando de meter el hocico en el bolsillo de Bella.
Buscaba la manzana que había metido allí la chica por si
se cruzaba con el alfarero. Jean dio un tirón fuerte y con-
siguió que el animal dejara de prestar atención a Bella,
pero también hizo que el carro perdiera el equilibrio.
Bella se quedó sin aliento y, en un instante, estiró el
brazo y llegó a coger uno de los bonitos tarros de arcilla,
justo antes de que se estampara contra el suelo. Después,
satisfecha de que no cayera nada más, dio la manzana a
la mula y se volvió para irse.

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L A BE L L A Y L A BE S T I A

—¿Adónde vas? —le preguntó Jean.


Ella giró la cabeza para mirarlo.
—A devolver este libro al padre Robert —contestó,
sonriendo y mostrándole un ajado volumen—. Va sobre
dos amantes en la hermosa Verona...
—¿Alguno de ellos es alfarero? —la interrumpió Jean.
Bella negó con la cabeza.
—No.
—Suena aburrido —dijo él.
Bella suspiró. No la sorprendió la reacción de Jean.
Era la misma de todos los demás cuando les hablaba de
algún libro. O de arte. O de viajes. O de París. Cualquier
cosa que no fuera un chisme del pueblo o de sus lugare-
ños se recibía con indiferencia (o peor aún, con desdén).
«Por una vez —pensó, dando unas palmaditas a
la mula de Jean en el hocico y despidiéndose del alfa-
rero— me gustaría conocer a alguien que quisiera oír la
historia de Romeo y Julieta. O cualquier otra historia,
en realidad.» Echó a andar más deprisa, con más ganas
que nunca de llegar a casa del padre Robert, conseguir

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CAPÍTULO I

un libro nuevo y volver a su casa. Al menos allí no había


nadie que la molestara ni la juzgara. Podía perderse en
sus historias e imaginar el mundo que había más allá de
aquella aldea provinciana.
Absorta en los pensamientos de qué nuevos placeres
literarios podían estar esperándola en la casa del cura,
Bella ni siquiera se dio cuenta del interés que despertaba.
No hizo caso de los comentarios apenas disimulados que
provocaba su presencia. Ya los había oído antes. No era
la primera vez que pasaba por la escuela y oía a los niños
llamarla «rara». A las lavanderas, con sus manos arruga-
das y llenas de espuma de jabón, también les encantaba
murmurar siempre que la veían.
—Es una chica extraña —decían.
—No encaja —era otro de sus comentarios preferidos.
Para aquellas chismosas, ésa era la peor ofensa del
mundo. Nunca se les había ocurrido que Bella elegía no
formar parte de la multitud.
Por fin llegó a su destino: la sacristía de la iglesia.
Abrió la puerta y suspiró aliviada al verse rodeada por

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la calma y la serenidad del edificio. El bullicio y el ruido


del exterior se debilitaban y, por primera vez aquella
mañana, Bella se sintió en paz. Al oírla entrar, un hom-
bre amable, vestido con una larga sotana negra, levantó
la vista del libro que estaba leyendo. Era alto y delgado y
se le cerraron los ojos al sonreír a la chica.
—Buenos días, Bella —la saludó el padre Robert—.
¿Adónde te has escapado esta semana?
Ella le devolvió la sonrisa. Aquel sacerdote tan leído
era una de las dos personas de todo el pueblo con las que
podía hablar. La otra era su padre.
—He estado en dos ciudades del norte de Italia —res-
pondió, cada vez más animada. Le tendió el libro, como si
mostrárselo fuera a ayudarla de alguna manera a hacer
que la historia cobrara vida—. Debería haberlo visto. Cas-
tillos. Arte. Incluso había un baile de máscaras.
El padre Robert alargó la mano y cogió el libro con
cuidado. Asintió mientras ella continuaba contándole la
historia de Romeo y Julieta como si él nunca la hubiera
oído, aunque ambos sabían que se la había leído como

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CAPÍTULO I

mínimo una docena de veces. Pero formaba parte de su


ritual. Cuando acabó de hablar, Bella respiró hondo llena
de satisfacción.
—¿Tiene algún sitio nuevo al que pueda ir? —pre-
guntó esperanzada. Dejó vagar la vista por la biblioteca.
En realidad, llamarlo «biblioteca» era una exage-
ración, ya que sólo había unas pocas docenas de libros
alineados en dos pequeñas estanterías llenas de polvo.
Bella echó un vistazo a los estantes y vio los mismos
lomos desgastados y los mismos títulos desteñidos de
siempre. Era bastante raro que se añadiera algo al fondo.
—Me temo que no —respondió el padre Robert.
A pesar de que ya se lo había imaginado, la mirada de
Bella mostró su desilusión.
—Pero puedes volver a leer cualquiera de los viejos si
quieres —añadió él amablemente.
La joven asintió y se acercó a las estanterías. Rozaba
los familiares libros con los dedos; la mayoría de ellos
ya los había leído como mínimo dos veces. Pero había
aprendido a no quejarse. Cogió uno y sonrió al anciano.

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—Gracias —dijo en voz baja—. Su biblioteca hace que


nuestro pequeño rincón del mundo casi parezca grande.
Con el libro en la mano, salió de la sacristía y se diri-
gió a la calle principal del pueblo. Abrió la primera página
y se quedó enfrascada en la lectura; todo lo demás dejó
de existir. Esquivó al vendedor de quesos con su bandeja
de mercancías y se apartó del camino de los dos floristas
que cargaban unos enormes ramos, sin perder la página
de vista.
Se había llevado una desilusión al no encontrar nada
nuevo, pero aquel libro era uno de sus preferidos. Tenía
todo lo que debe tener una buena historia: lugares remo-
tos, un príncipe encantador, una heroína fuerte que
descubre el amor... aunque no todo de golpe, ¡claro!
¡DONG! ¡DONG!
Sorprendida por el estruendo, dejó el libro y levantó
la vista, y vio que el ruido procedía de Agathe. Si los del
pueblo pensaban que Bella era rara, a aquella anciana
la consideraban una marginada. No tenía casa ni fami-
lia y se pasaba el día pidiendo monedas y comida. Sin

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CAPÍTULO I

hacer caso de la suciedad que le cubría las mejillas y


de los harapos que llevaba, Bella siempre había sentido
debilidad por Agathe. Creía que merecía tanto cuidado
y respeto como cualquier otra persona y no le gustaba
nada ver que los aldeanos no le prestaban la más mínima
atención o, peor aún, se burlaban de ella. Siempre que la
veía, la chica intentaba darle algo, por poco que fuera.
—Buenos días, Agathe —la saludó sonriendo con ama-
bilidad—. No tengo dinero, pero toma...
Rebuscó en su bolsa, sacó una baguette que había
comprado especialmente para la anciana y se la dio.
La mujer sonrió agradecida. Después, bromeó:
—¿Y la mermelada?
Como Bella ya se había imaginado que diría eso, metió
la mano en el bolsillo y le dio un tarro de confitura.
—Que Dios te bendiga —le dijo Agathe. Luego bajó la
cabeza, arrancó un trozo de la barra de pan y olvidó al
instante la presencia de la chica.
Bella sonrió. De alguna extraña manera, sentía que
tenía algo en común con aquella anciana. Agathe sim-

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plemente quería tener comida y que la dejaran en paz. Y


ella era igual con sus libros. Por muy sola que se sintiera
a veces, no podía soportar que le prestaran una atención
que no pedía. De hecho, lo odiaba.

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