Cuento Teddy
Cuento Teddy
Cuento Teddy
CHACÓN
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TEDDY
Jacky, la viuda de Ernesto Córdova, tenía el rostro notablemente demacrado. Las arrugas que
intentó ocultar por años a base de cremas eran su carta de presentación. ¿Cuándo esta bella mujer
dejó de ser la joven esposa que lo podía todo y pasó a ser la sombra tenebrosa de una anciana débil
e inexpresiva que arrastraba los zapatos al caminar? Su pelo prolijamente recogido dejaba en
evidencia las canas que no había retocado por meses. Era un desastre. Se había abandonado
totalmente, cayendo en un oscuro abismo de pena y desolación que sólo podía ser comparable con
las más terribles abominaciones del averno. Ya nadie se atrevía a decirle nada. Su mirada dejó de
ser triste y llorosa para pasar a ser dura y carente de horizonte. Algo así como cuando un ave pierde
el rumbo de la bandada y simplemente se guía por el viento, el sol, sus instintos, pero termina
estrellándose contra alguna pared que aparece de la noche a la mañana y que antes,
inexplicablemente no estaba ahí. Así como ese parajito, todo abollado y sin plumas, con el pico
brotando sangre a borbotones, se encontraba Jacky.
Ese día, llevaba un traje enteramente negro adornado con una pequeña rosa blanca recién cortada,
a uno de los lados de la solapa. El vestido la cubría completamente, haciéndola lucir como una
monja. Nadie hablaba en el lugar. Todo era completo silencio. Es que pasar por una situación como
la de Jacky no era nada regular. Cuando se puso de pie con dificultad, comenzaron los murmullos.
Sí, aquellos murmullos que habían quedado ocultos por meses que, aparentemente, ese día
empezaron a revolotear por el ambiente como el polvo de la alfrombra que sacudes por la ventana.
Las personas que estaban en aquél recinto eran en mayoría familiares, pero no faltaron los amigos
de los amigos, los curiosos y los “familiares nuevos” que aparecían de sorpresa cuando este tipo de
eventos ocurrían.
La mujer, muy seria y con los ojos vidriosos, ignorando por completo los comentarios que se hacía
alrededor y que sonaban como un chillido de murciélago, tomó la palabra dirigiéndose al público
que ese día había llegado a despedir a su esposo difunto. Miró directamente a la audiencia, como
para darles a entender que los podía dominar, que ellos eran los que al final quedarían asombrados
con su espectacular historia. Así que, con un pequeño gesto con la mano y una imperceptible
afinación de garganta, empezó:
- Hay personas que jamás he visto y que han venido este día. Me sorprende la cantidad de
gente que puede haberse tomado un tiempo del día para únicamente escucharme; les
agradezco. Imagino que eran amigos de mi esposo. No soy de tener muchos amigos,
siempre he sido una mujer solitaria y se me ha hecho muy difícil iniciar un vínculo amical
con cualquier persona. Los que me conocen sabrán que siempre he sido así… Sé que a
muchas personas quizá no les guste mi personalidad. ¿Les parezco esquiva o altanera?
Bueno, tal vez sí, tal vez no. Hay tantas cosas que quiero decir y que he callado. Así como
Ernesto se sintió, me estoy sintiendo yo ahora. Pero, ¿a qué me refiero con todo esto? ¿Es
que acaso ni siquiera yo puedo saber con total certeza que algunas situaciones son
completamente absurdas o inexplicables y no aportan nada a la vida, más que tristeza,
temor y dolor? Bueno…
Agradezco también a aquellos que se tomaron un tiempo para viajar desde muy lejos para
darle el último adiós a mi esposo. Realmente lo aprecio. Ernesto nunca fue bueno
expresando sus sentimientos. Él era muy frío, corto de palabras… jaja… tan testarudo.
Saben, a estas alturas de mi vida ya no tengo temor en decir lo que siento, en expresar lo
que tengo dentro de mí. No creo que existan las personas buenas o malas. Todos tenemos
un poco de ambos lados. No todo es blanco o negro… Bien…
Ernesto siempre pensaba que la felicidad era algo que encontraríamos después de la vida
y que esto era solo un camino para algo más importante, como una suerte de purgatorio
en la vida terrenal. Recuerdo haber discutido por horas con él. Sí, sí… lo sé. Yo tan escéptica
y él tan creyente. Tal vez eso fue lo que nos atrajo el uno del otro.
No sé cómo empezar. La vida… la vida… ¿Qué sentido tiene? ¿Ustedes le agradecen a Dios
por vivir sabiendo que algún día van a morir? ¿Es esto parte de un gran teatro donde cada
uno de nosotros interpretamos un papel? No sé si realmente exista esta obra ni tampoco
si es que existe un autor. Me aparté mucho de eso desde que murió Cielo, nuestra pequeña
hija, hace cuatro largos meses. Luego, con la muerte de Ernesto no hice más que confirmar
lo que siempre pensaba. ¿Tienen idea lo que es perder a una hija, a tu única hija?
Definitivamente he comprobado que no hay nada más allá de este umbral. Nada nos
espera… Quizá me llamen pesimista, tonta, loca, estúpida, mujer de poca fe… Pero, ¿saben
qué? No me importa. La esperanza se agota una vez que tu “papel” en este teatro queda
resumido a tres líneas de actuación (a veces muy mala actuación, por cierto) y que, por más
duro que sea, estás obligado a interpretarlo. Recuerden, nunca elegimos nuestro propio
papel, simplemente tenemos que interpretar el que se nos haya otorgado. Pero, por
respeto a las tradiciones que asumo que muchos de ustedes ingenuamente siguen
creyendo, a pesar de que el propio Stephen Hawking dijo alguna vez que no existía aquello
que llamamos “Dios”, voy a leer la carta que Ernesto escribió antes de decidir quitarse la
vida en el baño de la casa con un arma que guardaba desde la juventud.
Graciosamente, el arma era pequeña, plateada y muy brillante. Lucía como nueva, como
que si nunca hubiese sido usada en algún otro momento. Yo sabía de la existencia de ese
revólver. Siempre creimos que sería de utilidad para protegernos de algún ladrón que
pretendiese ingresar a la casa. Hasta había olvidado su existencia.
Ni su cráneo destrozado, ni su sangre que tiñó el piso blanco de las lozetas del baño me
quitarán el peso que ahora tengo que llevar al tener el último papel de nuestras cortas y
efímeras vidas. Y pues, si se preguntan, ¿por quién doblan las campanas? ¡Están doblando
por ti!:
Hoy moriré porque así lo he decidido. No se sorprendan por esta decisión porque creo que cualquier
padre hubiese hecho lo mismo sin el mínimo de duda. Y pensar que aquella cosa plateada que algún
día pensé en lanzar al río, ahora me servirá para consumar la más pura muestra de sinceridad y
empatía por la falta de mi única hija.
La muerte de mi pequeña Cielo es culpa mía, enteramente mía. Su pequeño rostro blanco e
inexpresivo es el último y más doloroso recuerdo que me llevo de ella. Y esas marcas, ¡esas horribles
marcas en sus sienes! Por Dios, ¡qué tortura! Siempre creí que eran producto de alguna enfermedad
o alergia. Al inicio pensé que se trataba de algo pasajero y sólo atinaba a darle calmantes y
estúpidas pastillas que no servían de nada, pero en la medida que pasaban los días y veía que
empeoraba, empecé a darme cuenta que no se trataba de algo simple y le irrogué la importancia
que se merecía; sí, quizá demasiado tarde… muy tarde para su inocente vida.
Llevamos a muchos médicos a la casa para que descubran lo que tenía mi pequeña Cielo pero
ninguno de ellos podía dar con su “enfermedad”. Ella amanecía sudando, casi inmóvil, con los ojos
amarillos y el cuerpo completamente descompensado. Nunca se quejaba de dolor, sólo su ánimo y
su vitalidad estaban cada vez más reducidos, al punto de desvanecerse en nuestros brazos cuando
intentábamos recostarla en la cama. El primer médico dijo que sufría de un estrés acentuado
producido por haberla cambiado de colegio, porque en el que estaba no tenía amigos. Sus
compañeros se habían apartado de ella, la ignoraban, la insultaban, se quejaban constantemente
de su actuar extraño e incoherente. Recuerdo amargamente una llamada temprana de la profesora,
quien desesperada gritaba que vayamos inmediatamente al colegio a recogerla, porque Cielo le
había clavado dos lápices en el cuello a una de sus compañeras, sin motivo aparente. Otro día, la
mandaron de regreso a la casa por haber atacado a su compañero lanzándole una maceta de
cemento desde el segundo piso del colegio. El niño quedó en coma. Quizá algunos de ustedes lo
conozcan; Jaime Souza. Es por ese motivo que decidimos separar a Cielo del colegio y enviarla a otro
lado; a algún sitio donde pueda rehacer su vida y seguir un tratamiento psicológico. Nunca supe qué
era lo que le hacía tanto daño a mi niña.
Su carácter había cambiado mucho, ya no era la niña alegre que siempre había sido con nosotros.
Ya no disfrutaba pasar el tiempo ni con su madre ni conmigo. Se encerraba por horas en su
habitación y no se comunicaba con nadie. Su cuerpo estaba muy delgado y sus deseos de comer se
limitaban únicamente a panes y agua. Su madre y yo no sabíamos qué hacer. Ningún médico daba
con su enfermedad. Sólo tenía esas marcas en las sienes, como unas heridas hechas por unas
ventosas que desprendían sangre viva por las noches y un líquido amarillento y putrefacto por el
día.
Inicialmente pensamos en que su cama estaba infestada de chinches, así que decidimos quemarla.
Lo mismo hicimos con sus almohadas, su ropa de cama y su pijama. Compramos todo nuevo.
Esperamos que pasen unos días y el resultado era el mismo. Las marcas seguían ahí, manando
sangre rojísima. Sólo nos quedaba curar sus heridas mientras desprendíamos de sus cabellos los
cúmulos de aquella sangre coagulada que se enredaban y se pegaban a su cuero cabelludo. Incluso,
tuvimos que cortar grandes mechones de pelo de los cuales era imposible desprender las costras.
Ella sólo atinaba a mirarnos y tratarnos con desdén.
Cielo estaba mal, muy mal. Cada día su salud empeoraba. Cerca de cinco médicos fueron a verla, ya
que era imposible llevarla al hospital. Cada vez que intentábamos levantarla de la cama con la
intención de llevarla de emergencias, ella profería unos alaridos indescriptibles, como si estuviesen
desgarrando su carne desde adentro. Ninguno de los médicos que fue a verla dio con la enfermedad.
Su extraño carácter era lo que más nos aterrorizaba. Era otra niña, no era mi pequeña. Algunas
veces, su cuerpecito convulsionaba y teníamos que llamar al pediatra que siempre la atendía y sólo
le recetaba calmantes. Nunca le encontraron nada anormal, sólo el líquido que salía de sus sienes,
que nadie en este mundo sabía explicar. Mi nena no lloraba, sólo nos observaba fijamente mientras
la curábamos, frotando suavemente sobre su frente unos paños tibios, pero todos esos pequeños
insectos que se tragó del jardín nos hicieron comprender que algo no estaba bien, que algo no
médico estaba sucediendo y que pasaba frente a nosotros, en nuestras propias narices.
Las palabrotas que salían de su boca, no sabría decir de dónde las había aprendido. Eran palabras
aberrantes, asquerosas, que ni siquiera un hombre adulto las diría y que, por supuesto, no podría
reproducir en esta carta. Intenté averiguar qué pasaba, tratar de hablar con ella y preguntarle que
sentía, por qué actuaba de esa forma, si quizá ella misma se producía estas heridas… pero nada.
Sólo puedo decirles que llegué hasta a sentir náuseas cada vez que ella nos trataba con ese odio
inexplicable y sobrenatural. Parecía como que su única intención era la de herirnos y hacernos sentir
miserables a su madre y a mí.
No era ella, yo sabía que no era ella. Había algo que se había apoderado de su inocente ser y le
hacía decir esa serie de improperios, esas aberraciones que nos causaban tanto daño. Ella era todo
lo que tenía, nuestra única hija.
En medio de nuestra desesperación, decidimos recurrir a alternativas poco ortodoxas. Primero,
trajimos a un sacerdote católico, pero increíblemente, cuando éste llegó a nuestra casa, Cielo se
mostraba completamente recuperada y alegre. Parecía como que si estuviese actuando, como que
si quisiera demostrar al cura que no había nada que “sanar”. Luego, trajimos a una santera, una
mujer que se especializaba en brujería y magia negra. Cuando tuvo a Cielo al frente, luego de una
serie de ritos y demás oraciones, sólo atinó en decirnos que no era una enfermedad. Simplemente
se trataba de maldad. La maldad se había apoderado de ella. ¿Pero, cómo pudo suceder todo esto?
Algo maligno la tenía bajo su poder y la estaba dominando, absorbiendo su energía y dejándola al
filo de la inanición. Algo dentro de nuestra casa estaba acabando con la vida de nuestra pobre hija.
Nos pidió que la vigilemos día y noche, que no le quitemos los ojos de encima. Así lo hicimos, hasta
que dimos con el origen de todo esto.
Es por ese motivo que enfatizo, como lo hice al inicio de esta carta, que fui yo el único culpable de
la muerte de mi hija.
Fue ese oso, ese maldito oso de peluche que le regalé a mi niña cuando cumplió los seis años.
“Teddy”, así llamaba Cielo a ese ser. Debí haberme preocupado en tener más cuidado en lo que le
daba a mi hija, ya no se trataba de cualquier cosa. Teddy era el muñeco que tuve guardado por años
en una caja de madera, oculto al fondo del armario. Era un oso de peluche que me lo había
obsequiado la esposa de mi padre, a quien nunca quise. Ella tampoco me quería; me odiaba. Tuve
la estúpida idea de regalar ese oso a mi pequeña hija, creyendo que era un muñeco común y
corriente, pero cuando la santera nos advirtió sobre algo sobrenatural en nuestra casa, pude
descubrir lo que realmente ocurría.
No se trataba de un muñeco vudú ni nada parecido. Era simplemente un objeto que había atrapado
todo el odio, maldad, miedo, angustia y temores que esa mujer, mi madrastra, tenía en mi contra y
que por largos años se habían acumulado como el magma efervescente de un volcán repleto de
amargura y dolor. Y es que siempre se me hizo tan difícil poder asumir como ciertas estas
afirmaciones, porque mi mente tan romántica me prohibía siquiera pensar en que aquella
posibilidad pueda pasar como una idea que flotaba alrededor de mi cabeza. Mi cordura me decía
que era una aberración, una locura el imaginar que esto podría lindar con la sobriedad de mis actos.
Pero, luego de salir de mi zona de confort y dejarme llevar por algo que llamo simplemente como
“probabilidad”, pude descifrar que incluso, un ser inanimado puede cargar con el odio y la energía
negativa que emanan los humanos, recogiendo en sí toda la miseria y desdicha de alguien, para
simplemente ser trasladada o transformada a otra persona, sin hacer distinción alguna de si se trata
de un ser inocente o no. Un simple oso de peluche marrón de tamaño mediano con un rostro
inexpresivo, con los brazos abiertos en señal de apertura... ¿Quién lo diría?, un juguete inofensivo,
aparentemente. Me rehusaba a creer en ello, hasta que pude comprobarlo con mis propios ojos.
En la oscuridad de la noche, cuando todo parecía ser silencio completo, decidí acercarme de puntillas
a la habitación de mi pequeña hija. No percibí nada extraño, sólo un insólito olor a carne podrida
que pensé que provenía de la cocina. Había dejado su puerta semi abierta desde la noche anterior
para no hacer ninguna clase de ruido que pudiera arruinar mi intento. Me acerqué agachado, como
arrastrándome para evitar que me vean y, sin decirle nada a mi esposa, entré a escondidas a la
habitación de mi hija. El olor a descomposición era insoportable, sentía arcadas, pero me contuve
cubriendo mi boca con la mano. Todo estaba completamente oscuro, no podía ver absolutamente
nada. Llevaba conmigo una linterna y una pieza de metal a manera de protección, ya que no sabía
a qué me enfrentaba. Fui deslizándome poco a poco hasta estar justo al filo de la cama de mi
pequeña Cielo. Ella tenía los ojos abiertos, pero estaba como ida, como dormida, como si su miraba
no respondiera a su cuerpo completamente rígido. Fue en ese momento en que no pude contener
más mi desesperación por ver qué pasaba. Me incorporé de manera rápida y me puse de pie,
iluminando de una forma casi inmediata a la cama de hija con la linterna. Lo que vi en ese momento
será algo que no sé si pueda reproducir en esta carta, pero sólo de escribirlo y recordarlo, hace que
mi cuerpo se estremezca. El oso de peluche estaba sosteniendo con sus brazos las sienes de mi hija.
Esos segundos en que pude ver tal escenario macabro, fueron terribles. La cosa esa se comportaba
como un ser vivo, con propia consciencia y voluntad. Sus movimientos humanoides eran precisos,
sin vacilaciones. El acto visceral que estaba cometiendo podría traducirlo como un rito diabólico
mediante el cual le pasaba o transmitía el mal que llevaba dentro de él; sí, aquél odio y frustación
acumulada que su antigua dueña le había traspasado. El rostro impertérrito de este ser infernal no
era ya el de un inocente oso de peluche, sino el de un monstruo grotesco sacado de las
profundidades del averno. Sus ojos eran completamente rojos y brillantes, como los de un demonio
y, a través de sus manos de peluche que tomaban por las sienes a mi pequeña hija, salía un humo
rojizo que le perforaban la piel y los huesos, terminando en unas ventosas dentadas que se
aferraban a la cabeza de mi niña. Él se alimentaba de ella y, a su vez, le transmitía toda su maldad
contenida por años y que había sido heredada por mí desde mi madrastra, esposa de mi padre,
quien me odió tanto cuando estuvo viva. La cosa no se separó ni un momento de mi pequeña Cielo,
por lo que de un porrazo lo lancé al otro lado de la habitación y cayó de golpe en una de las esquinas.
Las sienes de mi bebé estaban llenas de sangre, por lo que encendí las luces y llamé a su madre para
que venga a auxiliarnos. Al mirar al lugar donde había lanzado al oso, ya no había nada.
Aparentemente ese ser había escapado. No tenía otra cosa en mente más que curar a mi pobre hija,
quien agonizó las siguientes ocho horas, hasta que finalmente murió en el hospital cercano por
anemia.
Nada pude hacer para evitar este desenlace… ¡nada! ¡Qué desdicha! Maldigo el día en que decidí
entregar ese muñeco a mi hija y me maldigo a mí mismo por haber cometido semejante barbarie
que me quitó lo que más amo.
Luego de que pasó todo este momento oscuro de mi vida, quise buscar a esa cosa y desterrarla de
nuestra casa. Hemos desbaratado todo pero ni rastro del maldito ser.
Es de esta forma que comprendí que pueden existir personas que nos odian tanto y que pueden
transmitirnos todo ese odio de mil formas, hasta de las menos imaginadas. Quién pensaría que un
oso Teddy sería el causante de este triste sufrimiento que mi pobre hija tuvo que padecer por culpa
mía. Sí, sólo por culpa mía, por haberle obsequiado algo que jamás pensé que le haría daño, pero
que dentro llevaba tanta maldad que era capaz de ahogar su vida hasta el punto de arrebatársela,
como vengándose de algún odio pasado que yo no pude pagar y que tuvo que sufrir mi
descendencia, como una maldición.
Luego de estos cuatro meses de no tener a mi niña no he podido recuperarme. Todas las noches
recuerdo a ese horripilante oso consumiendo poco a poco la vida de mi pequeña, sepultándola en
la más profunda pena y dolor que nunca pude evitar. La idea de pensar que aquella cosa aún puede
estar escondida aquí, me aterra, me llena de desconsuelo y desesperanza, como si tuviera al asesino
de mi propia hija durmiendo en mi casa y sin que yo pueda hacer absolutamente nada. Es por eso
que insisto en afirmar que todo es culpa mía. Yo llevé la muerte a la puerta de mi casa, la dejé pasar
y ésta se llevó a mi hija. No puedo seguir viviendo con esta cruz tan pesada, así que no tengo más
remedio que acabar con mi vida.
Sólo le pido a mi esposa o a cualquier persona que esté escuchando mi historia, que encuentren a
ese oso, a ese maldito oso de peluche que se llevó a mi bebé, que lo queme, lo destruya, ¡se deshaga
de él! Nunca pude encontrarlo de nuevo, pero sé que está aquí en mi casa. La maldad aún vive aquí
y no se irá hasta que haya logrado lo que quiere y ahora ya va ganando, porque se está llevando
dos vidas.
No puedo seguir con esto, no puedo… simplemente no puedo. No esperemos que sean más víctimas.
Búsquenlo. ¡Busquen a Teddy! ¡Busquen a ese maldito oso de peluche!
FIN.