ENTREVISTA CON LA HISTORIA - Oriana Fallaci PDF
ENTREVISTA CON LA HISTORIA - Oriana Fallaci PDF
ENTREVISTA CON LA HISTORIA - Oriana Fallaci PDF
1. Ensayo Histórico. I. Pou, María Cruz, trad. II. Antonio Samons, trad.
CDD 909
ISBN 978-950-02-0713-3
Este libro no quiere ser más de lo que es: es decir, un testimonio directo sobre
veintiséis personajes políticos de la historia contemporánea. No quiere prometer
nada más de lo que promete ser: es decir, un documento a caballo entre el periodismo
y la historia. Pero tampoco quiere presentarse como una simple recopilación de
entrevistas para los que estudian el poder y el antipoder. Yo no me siento, ni
lograré jamás sentirme, un frío registrador de lo que escucho y veo. Sobre toda
experiencia profesional dejo jirones del alma, participo con aquel a quien escucho
y veo como si la cosa me afectase personalmente o hubiese de tomar posición (y,
en efecto, la tomo, siempre, sobre la base de una precisa selección moral), y ante
los veintiséis personajes no me comporto con el desasimiento del anatomista o del
cronista imperturbable. Me comporto oprimida por mil rabias y mil interrogantes
que antes de acometerlos a ellos me acometieron a mí, y con la esperanza de
comprender de qué modo, estando en el poder u oponiéndose a él, ellos determinan
nuestro destino. Por ejemplo: ¿la historia está hecha por todos o por unos pocos?
¿Depende de mil leyes universales o solamente de algunos individuos?
Éste es un antiguo dilema que nadie ha resuelto ni resolverá nunca. Es
también una vieja trampa en la que caer, y esto es peligrosísimo porque cada
respuesta lleva consigo su contradicción. No por azar muchos responden con la
componenda y sostienen que la historia está hecha por todos y por unos pocos
que llegan al mando porque nacen en el momento justo y saben interpretarlo. Tal
vez. Pero el que no se engaña respecto a la absurda tragedia de la vida acaba por
seguir a Pascal cuando dice que, si la nariz de Cleopatra hubiese sido más corta,
habría cambiado la faz de la tierra; acaba por temer lo que teme Bertrand Russell
cuando escribe: «No te preocupes. Lo que sucede en el mundo no depende de ti.
Depende del señor Kruschev, del señor Mao Tse-tung, del señor Foster Dulles.
Si ellos dicen “morid”, moriremos. Si dicen “vivid”, viviremos». No consigo
aceptarlo. No consigo prescindir de la idea de que nuestra existencia dependa de
unos pocos, de los hermosos sueños o de los caprichos de unos pocos, de la iniciativa
o de la arbitrariedad de unos pocos. De estos pocos que, a través de las ideas,
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los descubrimientos, las revoluciones, las guerras, tal vez de un simple gesto, el
asesinato de un tirano, cambian el curso de las cosas y el destino de la mayoría.
Cierto que es una hipótesis atroz. Es un pensamiento que ofende porque,
en tal caso, ¿qué somos nosotros? ¿Rebaños impotentes en manos de un pastor,
ora noble, ora infame? ¿Material de relleno, hojas arrastradas por el viento? Y
para negarlo abrazamos incluso las tesis de los marxistas según las cuales todo
se resuelve con la lucha de clases; la-historia-la-hacen-los-pueblos-a-través-de-la-
lucha-de-clases. Pero pronto se da uno cuenta de que la realidad cotidiana también
a ellos los desmiente, no se tarda en objetar que sin Marx no existiría el marxismo
(nadie puede demostrar que si Marx no hubiese nacido o no hubiera escrito El
capital, John Smith o Mario Rossi no lo habrían escrito). Y, desconsolado, uno
concluye que son pocos los que, en lugar de un cambio, dan otro, que son pocos
los que en lugar de hacernos tomar un camino nos hacen tomar otro, y que son
pocos los que paren ideas, descubrimientos, revoluciones, guerras y matan tiranos.
Entonces, más desconsolado aún, uno se pregunta cómo son esos pocos: ¿más
inteligentes que nosotros, más fuertes que nosotros, más iluminados que nosotros,
más emprendedores que nosotros? ¿O bien individuos como nosotros, ni mejores ni
peores que nosotros, criaturas cualesquiera que no merecen nuestra cólera, nuestra
admiración o nuestra envidia?
La pregunta se extiende al pasado, más bien a un pasado remoto del que
conocemos sólo lo que nos han impuesto, para que, obedientes, lo aprendiésemos
en la escuela. ¿Quién nos asegura que en la escuela no nos han enseñado mentiras?
¿Quién nos aporta pruebas capaces de demostrar la verdadera naturaleza de Jerjes,
de Julio César o de Espartaco? Lo sabemos todo sobre sus batallas y nada sobre
su dimensión humana, sus debilidades o sus mentiras o, por ejemplo, sobre sus
chirridos intelectuales o morales. No tenemos un solo documento del que resulte
que Vercingétorix fuera un bribón. Ignoramos si Jesucristo fue alto o bajo, rubio o
moreno, culto o sencillo, si dijo las cosas que afirman san Lucas, san Mateo, san
Marcos y san Juan. ¡Ah! ¡Si alguien lo hubiese entrevistado con un magnetófono
para conservar su voz, sus ideas, sus palabras! ¡Si alguien hubiese taquigrafiado
lo que Juana de Arco dijo en el proceso antes de subir a la pira! ¡Ah, si alguien
hubiese interrogado con un tomavistas a Cromwell y a Napoleón! No me fío de
las crónicas transmitidas de oído, de los relatos redactados demasiado tarde y sin
posibilidad de pruebas. La historia de ayer es una novela llena de hechos que
nadie puede controlar, de juicios a los que nadie puede replicar.
La historia de hoy, no. Porque la historia de hoy se escribe en el mismo instante
de su acontecer, se puede fotografiar, filmar, grabar en cinta, como las entrevistas
con los pocos que controlan el mundo y cambian su curso. Se la puede difundir en
seguida, desde la prensa, la radio, la televisión. Se puede interpretar y discutir
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en caliente. Amo el periodismo por esto. Temo al periodismo por esto. ¿Qué otro
oficio permite a uno vivir la historia en el instante mismo de su devenir y también
ser un testimonio directo? El periodismo es un privilegio extraordinario y terrible;
no es raro, si se es consciente, debatirse en mil complejos de ineptitud. No es raro,
cuando me encuentro ante un acontecimiento o un encuentro importante, que
sienta como una angustia, el miedo de no tener bastantes ojos, bastantes oídos
y bastante cerebro para ver y oír y comprender, como una carcoma infiltrada
en la madera de la historia. No exagero cuando digo que en cada experiencia
profesional dejo jirones del alma. No me es fácil decir para mis adentros: no
es necesario ser Herodoto; por mal que vaya aportaré una piedrecita útil para
componer el mosaico, daré informaciones útiles para hacer pensar a la gente. Y
si se equivoca, paciencia.
Mi libro nace así, en el espacio de siete años: aquellos en los que hice las
veintisiete entrevistas para mi periódico, «L’Europeo». Y en los personajes que
muestro me guió la misma intención: buscar, junto a la noticia, una respuesta
a la pregunta en-qué-son-distintos-de-nosotros. Encontrarlo, que quede claro, fue
una empresa extenuante. A la solicitud de una cita, oponían casi siempre helados
silencios o negativas (en efecto, los veintiséis del libro no son los únicos a quienes
intenté entrevistar), y si luego respondían con un sí, había que esperar meses para
que me concedieran una hora o media hora. Sin embargo, una vez allí era un
juego tocar la verdad y descubrir que ni siquiera un criterio selectivo justificaba su
poder: quien determina nuestro destino no es realmente mejor que nosotros, no es
más inteligente, ni más fuerte, ni más iluminado que nosotros. En todo caso, es
más emprendedor, más ambicioso. Sólo en rarísimas circunstancias tuve la certeza
de encontrarme ante criaturas nacidas para guiarnos o para hacernos tomar un
camino en lugar de otro. Pero esos casos eran los de hombres que no se hallaban
en el poder: es más, lo habían combatido y lo combatían con el riesgo de su propia
vida. En cuanto se refiere a aquellos que de un modo u otro me gustaron o me
sedujeron, ha llegado el momento de confesarlo, mi cerebro mantiene una especie
de reserva, y mi corazón, cierta insatisfacción. En el fondo me disgustaba que
estuviesen sentados en el vértice de una pirámide. No consiguiendo creerles como
hubiese querido, no podía juzgarlos inocentes. Y, menos aún, compañeros de ruta.
Quizás porque no comprendo el poder, el mecanismo por el cual un hombre
o mujer se sienten investidos o se ven investidos del derecho de mandar sobre los
demás y de castigarlos si no obedecen. Venga de un soberano despótico o de un
presidente electo, de un general asesino o de un líder venerado, veo el poder como
un fenómeno inhumano y odioso. Me equivocaré, pero el paraíso terrenal no
acabó el día en que Adán y Eva fueron informados por Dios de que en adelante
trabajarían con sudor y parirían con dolor. Terminó el día en que repararon en
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la existencia de un amo que les prohibía comer una manzana y, expulsados por
una manzana, se pusieron al frente de una tribu y se les prohibió incluso comer
carne el viernes. De acuerdo: para vivir en grupo es necesaria una autoridad
que gobierne; si no, es el caos. Pero éste me parece el aspecto más trágico de la
condición humana: tener necesidad de una autoridad que gobierne, de un jefe;
la única cosa segura es que no se lo puede controlar y que mata tu libertad. Peor:
es la más amarga demostración de que la libertad no existe en absoluto, no ha
existido nunca y no puede existir. Aunque hay que comportarse como si existiera
y buscarla. Cueste lo que costare.
Creo mi deber advertir al lector que estoy convencida de esto y del hecho de
que las manzanas nacen para ser tomadas, que la carne se puede comer incluso
en viernes. Creo también mi deber recordarle que, en la misma medida en que no
comprendo el poder, comprendo a quien se opone al poder, quien censura el poder,
quien replica al poder, sobre todo a quien se rebela contra el poder impuesto
por la brutalidad. La desobediencia hacia los prepotentes la he considerado
siempre como el único modo de usar el milagro de haber nacido. El silencio de los
que no reaccionan, e incluso aplauden, lo he considerado siempre como la muerte
verdadera de una mujer o de un hombre. Y oídme: el más bello monumento
a la dignidad humana es el que vi sobre una colina del Peloponeso, junto con
mi compañero, Alejandro Panagulis, el día en que me llevó a conocer a unos
cuantos miembros de la resistencia. Era el verano de 1975 y Papadopoulos estaba
todavía en el poder. No era una estatua ni tampoco una bandera, sino tres letras:
OXI, que en griego significa NO. Hombres sedientos de libertd la habían escrito
entre los árboles durante la ocupación nazifascista y, durante treinta años, aquel
NO había estado allí, sin desteñirse con la lluvia o el sol. Después, los coroneles
lo hicieron borrar con una capa de cal. Pero en seguida, casi por sortilegio, la
lluvia y el sol disolvieron la cal. Así que, día tras día, el NO reaparecía, terco,
desesperado, indeleble.
Este libro no pretende ser nada más de lo que es. No quiere prometer nada
más de lo que promete, es decir, un testimonio directo que procede de una treintena
de personajes de la historia contemporánea, dotado, cada uno, de su propio
significado simbólico. Lo cierto es que al reimprimir el libro en esta nueva edición,
mucho más rica que la precedente, no he querido reconstruir ninguna de las
entrevistas, y he modificado las presentaciones sólo mínimamente: limitándome,
en algunos casos, a alterar los tiempos verbales, es decir, poniendo en indefinido
o en pretérito perfecto los verbos que antes figuraban en presente. Igual principio
he seguido en cuanto al aditamento de diez de las más importantes entrevistas que
llevé a cabo después de la aparición del libro: la de Giulio Andreotti; la de Giorgio
Amendola; la del arzobispo Makarios; la del jefe de la CIA, William Colby; la
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de su adversario, Otis Pike; la de Santiago Carrillo; la de Álvaro Cunhal; las de
Mário Soares y la que mantuve con Yamani. Como es obvio, el juicio que un
encuentro o un personaje nos ha merecido va haciéndose más amplio y profundo
con los años. Pero, de haber yo sucumbido a la tentación de comentarlos conforme
a la visual del Tiempo, habrían perdido su valor de documentos cristalizados
en el instante en que los vi y los presenté: su carácter de inmediatos se hubiese
visto alterado cual una fotografía que se somete a retoques. Sólo en el caso de
la entrevista con Alejandro Panagulis, que emblemáticamente cierra el libro, he
juzgado oportuno añadir un amplio retazo que da cuenta de lo que fue de él. Los
motivos no son sentimentales, es decir, que no obedecen al hecho de que Alekos
llegase a ser mi compañero en la vida, también en lo moral. Murió víctima del
mismo Poder que este libro denuncia, condena y odia. Lo que he intentado decir
con esta obra mía debe, pues, y a mayor razón después del asesinato de Alejandro
Panagulis, ser leído teniendo presente ese NO que reaparece terco, desesperado,
indeleble, entre los árboles de una colina del Peloponeso.
Junio de 1977
ORIANA FALLACI
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Henry Kissinger
Este hombre tan famoso, tan importante, tan afortunado, a quien llamaban
Superman, Superstar, Superkraut, que lograba paradójicas alianzas y
conseguía acuerdos imposibles, tenía al mundo con el alma en vilo, como
si el mundo fuese su alumnado de Harvard. Este personaje increíble,
inescrutable, absurdo en el fondo, que se encontraba con Mao Tse-tung
cuando quería, entraba en el Kremlin cuando le parecía, despertaba al
presidente de los Estados Unidos y entraba en su habitación cuando lo
creía oportuno, este cuarentón con gafas ante el cual James Bond queda
convertido en una ficción sin alicientes, que no dispara, no da puñetazos,
no salta del automóvil en marcha como James Bond, pero aconsejaba
guerras, terminaba guerras, pretendía cambiar nuestro destino e incluso
lo cambiaba. En resumen, ¿quién es Henry Kissinger?
Se han escrito libros sobre él como se escriben sobre las grandes
figuras absorbidas ya por la Historia. Libros como el que ilustra sobre
su formación político-cultural: Kissinger y el uso del poder, debido a la
admiración de un colega de la universidad; libros como el que canta sus
dotes de seductor: Querido Kissinger, debido al amor no correspondido de
una periodista francesa. Con su colega de la universidad no ha querido
hablar nunca. Con la periodista francesa no ha querido acostarse jamás.
Alude a ambos con una mueca de desprecio y liquida a los dos con un
despectivo ademán de su gruesa mano: «No comprenden nada». «No
es cierto nada». Su biografía es objeto de investigaciones rayanas en el
culto. Se sabe todo: que nació en Furth, Alemania, en 1923, hijo de Luis
Kissinger, profesor de una escuela secundaria, y de Paula Kissinger, ama
de casa. Se sabe que su familia es hebrea, que catorce de sus parientes
murieron en campos de concentración, que con su padre, su madre y
su hermano Walter huyó a Londres en 1938 y después a Nueva York;
que tenía en aquel tiempo quince años y se llamaba Heinz, no Henry, y
no sabía una palabra de inglés. Pero lo aprendió muy pronto. Mientras
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el padre trabajaba en una oficina postal y la madre abría un negocio de
pastelería, estudió lo bastante para ser admitido en Harvard y obtener
la licenciatura por unanimidad con una tesis sobre Spengler, Toynbee y
Kant, y convertirse en profesor. Se sabe que a los veintiún años fue soldado
en Alemania, donde estuvo en un grupo de GI seleccionados por un test,
considerados inteligentes hasta rozar el genio. Que por esto, y a pesar de
su juventud, le encargaron la organización del gobierno de Krefeld, una
ciudad alemana que había quedado sin gobernantes. De hecho, en Krefeld
aflora su pasión por la política, pasión que apagaría convirtiéndose en
consejero de Kennedy, de Johnson y, después, en asistente de Nixon.
No por azar se le consideraba el segundo hombre más poderoso de los
Estados Unidos, aunque algunos sostienen que era bastante más, como
lo demostraba el chiste que circulaba por Washington en la época de mi
entrevista: «Imagina lo que sucedería si muriese Henry Kissinger: Richard
Nixon se convertiría en presidente de los Estados Unidos».
Lo llamaban la nodriza mental de Nixon. Para él y para Nixon habían
acuñado un apellido malicioso y revelador: Nixinger. El presidente no
podía prescindir de él. Lo quería siempre cerca: en cada viaje, en cada
ceremonia, en cada cena oficial, en cada período de descanso. Y sobre
todo, en cada decisión. Si Nixon decidía ir a Pekín, llenando de estupor
a la derecha y a la izquierda, era Kissinger quien le había metido en
la cabeza la idea de ir a Pekín. Si Nixon decidía trasladarse a Moscú,
confundiendo a Oriente y a Occidente, era Kissinger quien le había
sugerido el viaje a Moscú. Si Nixon decidía pactar con Hanoi y abandonar
a Thieu, era Kissinger quien lo había llevado a dar ese paso. Su casa era
la Casa Blanca. Cuando no estaba de viaje haciendo de embajador, de
agente secreto, de ministro del Exterior, el negociante entraba en la Casa
Blanca al amanecer y salía ya de noche. A la Casa Blanca llevaba a lavar
sus mudas, envueltas despreocupadamente en paquetes de papel que no
se sabía dónde iban a parar. (¿A la lavandería privada del presidente?).
En la Casa Blanca comía a menudo. No dormía allí porque no hubiera
podido llevar mujeres. Divorciado desde hacía nueve años, había hecho
de sus aventuras galantes un mito que alimentaba con cuidado aunque
muchos no crean ni la mitad. Actrices, figurantas, cantantes, modelos,
periodistas, bailarinas, millonarias. Se decía que todas le gustaban. Pero
los escépticos replicaban que no le gustaba ninguna: se comportaba así
por juego, consciente de que eso multiplicaba su encanto, su popularidad
y sus fotografías en los semanarios. En ese sentido, era también el hombre
más comentado en los Estados Unidos, y el que estaba más de moda.
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Eran moda sus gafas de miope, sus rizos de hebreo, sus trajes grises con
corbata azul, su falso caminar de ingenuo que ha descubierto el placer.
Por eso, el hombre seguía siendo un misterio, como su éxito sin
parangón. Y la razón de ese misterio era que acercarse a él y comprenderlo
resultaba difícilísimo; no concedía entrevistas individuales, hablaba sólo
en las ruedas de prensa acordadas por la presidencia. Y yo, lo juro, aún
no he comprendido por qué aceptó verme apenas tres días después de
haber recibido una carta mía sobre la que no me hacía ilusiones. Dijo
que era por mi entrevista con el general Giap, hecha en Hanoi, en febrero
del sesenta y nueve. Tal vez. Pero subsiste el hecho de que después del
extraordinario «sí», cambió de idea y aceptó verme con una condición:
no decirme nada. Durante el encuentro hablaría sólo yo y de lo que di-
jera dependería que me concediera o no la entrevista, suponiendo que
tuviera tiempo para ello. Nos encontramos en la Casa Blanca el jueves
2 de noviembre de 1972. Lo vi llegar apresurado, sin sonreír y me dijo:
«Good morning, miss Fallaci». Después, siempre sin sonreír, me hizo
entrar en su estudio, elegante, lleno de libros, teléfonos, papeles, cuadros
abstractos, fotografías de Nixon. Allí me olvidó y se puso a leer, vuelto de
espaldas, un extenso escrito mecanografiado. Era un tanto embarazoso
estar allí, en medio de la estancia, mientras él leía, dándome la espalda.
Era incluso tonto e ingenuo por su parte. Pero me permitió estudiarlo
antes de que él me estudiase a mí. Y no sólo para descubrir que no es
seductor, tan bajo y robusto y prensado por aquel cabezón de carnero,
sino para descubrir que ni siquiera es desenvuelto ni está seguro de sí.
Antes de enfrentarse a alguien necesita tomarse su tiempo y protegerse
con su autoridad. Fenómeno frecuente en los tímidos que intentan ocultar
su timidez y que, en este empeño, acaban por parecer descorteses. O serlo
de verdad.
Terminada la lectura, meticulosa y atenta a juzgar por el tiempo
empleado, se volvió por fin hacia mí y me invitó a sentarme en el diván.
Después se sentó en el sillón de al lado, más alto que el diván, y en esta
posición estratégica, de privilegio, empezó a interrogarme con el tono
de un profesor que examina a un alumno del que desconfía un poco.
Recuerdo que se parecía a mi profesor de Matemática y Física en el
Instituto Galileo de Florencia: un tipo al que odiaba porque se divertía
asustándome, con la mirada irónica, fija en mí, a través de las gafas.
De aquel profesor, tenía hasta la voz de barítono más bien gutural y
la manera de apoyarse en el respaldo del sillón ciñéndolo con el brazo
derecho; el gesto de cruzar las gruesas piernas mientras la chaqueta
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tiraba sobre el hinchado vientre y amenazaba con hacer saltar los
botones. Si pretendía ponerme incómoda, lo consiguió perfectamente.
La pesadilla de mis días escolares era tan viva, que a cada pregunta suya
pensaba: «¿Sabré contestar? Porque, si no, me suspenderá». La primera
pregunta fue sobre el general Giap: «Como le he dicho ya, no concedo
nunca entrevistas individuales. La razón por la cual me dispongo a
considerar la posibilidad de concederle una a usted es porque he leído
su entrevista con Giap. Very interesting. Muy interesante. ¿Qué clase de
individuo es Giap?». Lo preguntó con el aire de quien tiene muy poco
tiempo disponible, lo que me obligó a resumir con una frase efectista. Y
contesté: «Un esnob francés, en apariencia. Jovial y arrogante al mismo
tiempo, pero, en el fondo, aburrido como un día de lluvia. Más que una
entrevista, aquello fue una conferencia. Y no me entusiasmó. Sin embargo,
todo lo que me dijo resultó exacto».
Minimizar a los ojos de un norteamericano el personaje de Giap es
casi un insulto; todos están un poco enamorados de él como lo estuvieron
de Rommel. La expresión «esnob francés» lo dejó perplejo. Tal vez no
la comprendió. La revelación de que era «aburrido como un día de
lluvia», lo turbó: sabe que sufre también este estigma de tipo aburrido y
por un par de veces su mirada azul relampagueó de modo hostil. Pero
lo que realmente le afectó fue que yo diese crédito a Giap al haberme
previsto cosas exactas. Me interrumpió: «¿Exactas, por qué?». «Porque
Giap había anunciado en 1969 lo que sucedería en 1972», repliqué.
«¿Por ejemplo?». «Por ejemplo, el hecho de que los norteamericanos se
retirarían poco a poco y después abandonarían aquella guerra que les
costaba siempre demasiado dinero, y que amenazaba con llevarlos al
borde de la inflación». La mirada azul relampagueó de nuevo. «¿Y cuál
fue, a su parecer, la cosa más importante que le dijo Giap?». «El no haber
reconocido, en sustancia, la ofensiva del Tet, atribuyéndola únicamente a
los vietcong». Esta vez no hizo comentarios. Sólo preguntó: «¿Considera
que la iniciativa partió de los vietcong?». «Tal vez sí, doctor Kissinger.
Todos saben que a Giap le gustan las ofensivas con carros armados, a
lo Rommel. De hecho, la ofensiva de Pascua la hizo a lo Rommel y...».
«¡Pero la perdió!». «¿La perdió?», le rebatí. «¿Qué le hace pensar que no la
haya perdido?». «El hecho de que haya aceptado un acuerdo que a Thieu
no le gusta, doctor Kissinger». Y, tratando de arrancarle alguna noticia,
añadí en tono distraído: «Thieu no cederá nunca». Cayó en la trampa y
repuso: «Cederá. Debe hacerlo». Después, terreno minado, se concentró
en Thieu. Me preguntó qué pensaba de Thieu. Le dije que nunca me
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había gustado. «¿Y por qué nunca le ha gustado?». «Doctor Kissinger, lo
sabe mejor que yo. Usted se ha fatigado tres días con Thieu, más bien
cuatro». Esto le arrancó un suspiro de asentimiento y una mueca, que,
al recordarla, asombra. Pero en este primer encuentro, no sé por qué, se
controló poco. Cuando yo decía algo contra Thieu, asentía o suspiraba
ligeramente, o sonreía con complicidad.
Después de Thieu, me preguntó sobre Cao Ky y Do Cao Tri. Del
primero dijo que era débil y que hablaba demasiado. Del segundo, que
lamentaba no haberlo conocido: «¿Era, de veras, un gran general?». «Sí
—le confirmé—; un gran general y un general valiente: el único general
que he visto marchar en primera línea y en combate. Por esto, supongo,
lo asesinaron». Fingió estupor. «¿Lo asesinaron? ¿Quién?». «Desde luego
no los vietcong, doctor Kissinger. El helicóptero no cayó tocado por un
mortero, sino porque alguien había manipulado los mandos. Y seguro
que Thieu no lamentó este crimen, ni Cao Ky tampoco. Se estaba
creando una leyenda en torno a Do Cao Tri y hablaba muy mal de Thieu
y Ky. Incluso durante mi entrevista, los atacó sin piedad». Esto lo turbó
más que el hecho de que, más tarde, criticase al ejército sudvietnamita.
Esto sucedió al preguntarme qué había visto la última vez que estuve
en Saigón, y yo le contesté que había visto un ejército que no valía un
pimiento, y su rostro asumió una expresión perpleja. Sospechando que
fingía, bromeé: «Doctor Kissinger, no me diga que me necesita para
enterarse de estas cosas. ¡Usted que es la persona más informada del
mundo!». Pero no captó la ironía y continuó el interrogatorio como si de
mis opiniones dependiera la suerte del cosmos, o como si él no pudiese
vivir sin ellas. Sabe adular con diabólica e hipócrita delicadeza. ¿O debo
decir diplomacia?
Al decimoquinto minuto del coloquio, cuando me hubiese dado de
bofetadas por haber aceptado aquella absurda entrevista por aquel a quien
quería entrevistar, olvidó un poco Vietnam y, en el tono del reportero
interesado, me preguntó cuáles habían sido los jefes de Estado que más
me habían impresionado. (El verbo impresionar le gusta). Resignada, le
hice la lista. Sobre todo estuvo de acuerdo con Bhutto: «Muy inteligente,
muy brillante». No lo estuvo con respecto a Indira Ghandi: «¡¿De veras
le gustó Indira Ghandi?!». Como si quisiera justificar la desgraciada
elección que había sugerido a Nixon durante el conflicto indopakistaní,
cuando se declaró a favor de los pakistaníes que perdieron la guerra y
contra los hindúes, que la ganaron. De otro jefe de Estado, del cual yo
había dicho que no me parecía excesivamente inteligente, pero me había
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gustado mucho, dijo: «La inteligencia no sirve para ser jefe de Estado.
Lo que cuenta en un jefe de Estado es la fuerza. El valor, la astucia y la
fuerza». Considero esta frase la más interesante que me haya dicho, con
o sin magnetófono. Ilustra su tipo, su personalidad. El hombre ama la
fuerza por encima de todo. El valor, la astucia, la fuerza. La inteligencia
le interesa bastante menos, aunque posea tanta como todos afirman.
(Pero ¿se trata de inteligencia o de erudición y astucia? A mi entender, la
inteligencia que cuenta es la que nace de la comprensión de los hombres.
Y no diría que tal inteligencia la tuviera él. Así, sobre este tema debería
hacerse un estudio un poco más profundo. Admito que vale la pena).
El último capítulo del examen, se inició con la pregunta que menos
esperaba: «¿Qué piensa que sucederá en Vietnam con el alto el fuego?».
Pillada de improviso, dije la verdad. Dije que lo había escrito en mi
correspondencia, recientemente publicada: vendría un baño de sangre por
los dos lados. «Y el primero en empezar será su amigo Thieu». Se me echó
encima, casi ofendido: «¿Amigo mío?». «Bueno, digamos Thieu». «¿Y
por qué?». «Porque incluso antes que los vietcong inicien sus matanzas, él
hará una carnicería en las cárceles y en las penitenciarías. No habrá muchos
neutralistas ni muchos vietcong en el gobierno provisional después del alto
el fuego…». Arrugó la frente, estuvo un momento callado y por fin dijo:
«También usted cree en el baño de sangre... ¡pero habrá supervisores
internacionales!». «Doctor Kissinger, también en Dacca estaban los
hindúes y no consiguieron impedir las matanzas de Mukti Bahini a
expensas de los bihari». «Ya, ya. Y si... ¿Y si retrasáramos el armisticio
un año o dos?», repitió. Me hubiera cortado la lengua, hubiese llorado.
Creo haber alzado hacia él dos ojos lúcidos: «Doctor Kissinger, no me
cree la angustia de haberle metido en la cabeza una idea equivocada.
Doctor Kissinger, la carnicería recíproca tendrá lugar de todos modos,
hoy, dentro de un año o dentro de dos. Y si la guerra continúa todavía un
año o dos años, a los muertos de aquella carnicería habrá que añadir los
muertos por bombardeo o en combate. ¿Me explico? Diez y veinte son
treinta. ¿Qué es mejor? ¿Diez o treinta muertos?». Esta historia me quitó
el sueño dos noches y cuando volvimos a vernos para la entrevista se lo
confesé. Pero me consoló diciendo que no me creara ningún complejo de
culpabilidad, que mi cálculo era exacto, que eran mejor diez que treinta;
incluso este episodio ilustra su tipo, su personalidad. Es un hombre que
lo escucha todo, que lo registra todo, como una computadora. Y cuando
parece que ha desechado una información ya antigua o no aprovechable,
la hace reaparecer fresquísima y útil.
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Al vigesimoquinto minuto aproximadamente, decidió que había
aprobado el examen. Tal vez me hubiera concedido la entrevista. Pero
había un punto que le preocupaba: yo era una mujer y precisamente con
una mujer, la periodista francesa que había escrito Dear Henry, había
tenido una experiencia desafortunada. ¿Y si yo, a pesar de todas mis
buenas intenciones, lo colocaba también en una situación embarazosa?
Entonces me enojé. Y desde luego no podía decirle lo que en aquel
momento me quemaba los labios: que no tenía la menor intención de
enamorarme de él ni de atormentarlo con una corte despiadada. Pero
podía decirle otra cosa y se la dije: que no me colocara en la misma
situación de 1968 en Saigón, en que a causa del papelito hecho por
un italiano aprovechado, me vi obligada a abandonarme a audacias
imbéciles. Que él comprendiera, en suma, que yo no era, en modo
alguno, responsable del mal gusto de una señora que hacía mi mismo
trabajo y que, por lo tanto, no debía pagar por ella. Si era necesario,
saldría del asunto con un par de bofetadas. Convino en ello sin que le
arrancase una sonrisa, y me anunció que había encontrado una hora
en su jornada del sábado. Y a las diez del sábado, 4 de noviembre,
estaría de nuevo en la Casa Blanca. A las diez y media entraba otra
vez en su oficina para iniciar la entrevista quizá más incómoda de
todas las que haya hecho. ¡Señor, qué pena! Cada diez minutos nos
interrumpía el timbre del teléfono, y era Nixon que quería cualquier
cosa, que preguntaba cualquier cosa, petulante, fastidioso, como un
niño que no sabe estar lejos de mamá. Kissinger contestaba apresurada
y obsequiosamente, y el diálogo conmigo se interrumpía haciendo aún
más difícil el esfuerzo de comprenderlo medianamente. Después, justo
en el mejor momento, cuando él me desvelaba la esencia inaprehensible
de su personalidad, uno de los dos teléfonos sonó de nuevo. Era otra
vez Nixon: ¿podía el doctor Kissinger entrevistarse un momento con él?
Por supuesto, señor presidente. Se levantó, me pidió que esperara, que
intentaría encontrar un poco de tiempo, salió, y aquí se acabó nuestro
encuentro. Dos horas más tarde, mientras estaba aún esperando, el asis-
tente Dick Campbell compareció muy confuso para decirme que el
presidente salía hacia California y que el doctor Kissinger tenía que
marcharse con él. No regresaría a Washington antes del martes por la
noche, cuando ya hubiera empezado el escrutinio de votos, y dudaba
razonablemente que en aquellos días pudiese terminar la entrevista. Si
hubiese podido esperar hasta fines de noviembre, cuando el panorama
estuviera ya despejado...
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No podía esperar y no valía la pena. ¿De qué hubiese servido
confirmar los perfiles de un retrato que ya poseía? Un retrato que nace
de una confusión de líneas, de colores, de respuestas evasivas, de frases
reticentes, de silencios irritantes. Sobre el Vietnam, es obvio que no
podía añadir más y me sorprende que hubiera dicho tanto: que la guerra
terminase o continuara no dependía sólo de él y no podía permitirse el
lujo de comprometerlo todo con una palabra de más. Sobre sí mismo no
existían estos problemas, pero, no obstante, cada vez que le dirigía una
pregunta concreta, la esquivaba y se escurría como una anguila. Una
anguila más fría que el hielo. ¡Cielos, qué hombre de hielo! En toda la
entrevista no alteró nunca aquella voz monótona, triste, siempre igual.
La aguja del registrador se desplaza cuando se pronuncia una palabra
en un tono más alto o más bajo. Con él no se movió, y más de una
vez hube de controlar el aparato: asegurarme de que el magnetófono
funcionaba bien. ¿Conocéis el rumor obsesionante, martilleante, de la
lluvia que cae sobre el tejado? Pues su voz es así. Y, en el fondo, también
sus pensamientos, jamás perturbados por un deseo de fantasía, por un
esbozo de audacia o por una tentación de error. Todo está calculado
en él; como el vuelo de un avión conducido por el piloto automático.
Pesa cada frase hasta el miligramo. No se le escapa nada que no quiera
decir y lo que dice entra siempre en la mecánica de una utilidad. Le Duc
Tho debe de haber sudado tinta en aquellos días y Thieu debe de haber
sometido su astucia a una prueba durísima. Kissinger tiene los nervios y
el cerebro de un jugador de ajedrez.
Claro está que hay cuestiones a considerar en otros aspectos de
su personalidad: por ejemplo, el hecho de que sea inequívocamente
hebreo e irremediablemente alemán. Por ejemplo, el hecho de que,
como hebreo y como alemán trasplantado a un país que aún mira con
prevención a los hebreos y a los alemanes, arrastre un montón de
problemas, contradicciones, resentimientos y tal vez una humanidad
oculta. Sí, he dicho humanidad. A veces se encuentran tipos parecidos.
Con un poco de esfuerzo, se pueden encontrar en Kissinger elementos
del personaje que se enamora de Marlene Dietrich en El ángel azul. Y
se pierde por ella. Su frívola persecución de mujeres le ha costado ya
un matrimonio; tarde o temprano, dicen, perderá la cabeza por una de
estas bellezas que se lo disputan sólo porque es tan famoso y garantiza
la publicidad. Es posible. Desde mi punto de vista, es el típico héroe
de una sociedad donde todo es posible: hasta que un tímido profesor de
Harvard, habituado a escribir aburridísimos libros de historia y ensayos
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sobre el control de la energía atómica, se convierta en una especie de
divo que gobierna junto al presidente, una especie de playboy que regula
las relaciones entre las grandes potencias e interrumpe las guerras, un
enigma que intentamos descifrar sin advertir que, probablemente, no
haya nada o casi nada que descifrar. Como siempre, cuando la aventura
se viste de gris.
Publicada íntegra en el semanario «New Republic», reproducida en
sus aspectos más importantes por los diarios de Washington, de Nueva
York, y más tarde en casi todos los periódicos de los Estados Unidos,
la entrevista con Kissinger levantó comentarios cuyas consecuencias
me asombraron. Evidentemente había subvalorado al personaje y el
interés que despertaba cada una de sus palabras. Evidentemente había
minimizado la importancia de aquella interminable hora con él. Esto se
transformó, de repente, en el tema del día. Y, rápidamente, comenzó a
circular el rumor de que Nixon estaba furioso con Henry, que rehusaba
incluso verlo, que era inútil que Henry le telefonease, le pidiese audiencia,
fuera a buscarlo a la residencia de San Clemente. Las verjas de San
Clemente estaban cerradas, la audiencia no se concedía y el teléfono no
contestaba porque el presidente continuaba negándose. El presidente,
entre otras cosas, no perdonaba a Henry lo que Henry me había dicho
sobre la razón de su éxito: «La razón principal nace del hecho de haber
actuado siempre solo. Esto les gusta mucho a los norteamericanos. Les
gusta el cowboy que avanza solo sobre su caballo, el cowboy que entra
solo en la ciudad, en el poblado, con su caballo y nada más…». También
la prensa lo criticaba por esto.
La prensa siempre ha sido generosa con Kissinger, despiadada con
Nixon. Pero, en este caso, los partidismos se alteraron y cada periodis-
ta había condenado la presunción, o por lo menos la imprudencia,
de frases como éstas. ¿Cómo se atrevía Henry Kissinger a arrogarse el
mérito de aquello que obtenía como enviado de Nixon? ¿Cómo se atrevía
a relegar a Nixon al papel de espectador? ¿Dónde estaba el presidente
de los Estados Unidos cuando el profesorcillo entraba en el pueblo para
arreglar las cosas al estilo de Henry Fonda en las películas del Oeste?
En los periódicos más crueles aparecieron viñetas en las que Kissinger,
vestido de cowboy, cabalgaba hacia un «saloon». En otros, aparecía la
fotografía de Henry Fonda con las espuelas y el sombrero característico,
y la leyenda «Henry, el cowboy solitario». Exasperado, Kissinger se dejó
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entrevistar por un cronista y dijo que haberme recibido era «la cosa más
estúpida que había hecho en su vida». Declaró que yo había deformado
sus respuestas, alterado sus ideas, inventado sus palabras, y lo hizo de
modo tan grosero que me enfurecí más que Nixon y pasé al contraataque.
Le envié un telegrama a París, donde estaba aquellos días, y en resumen le
pregunté si era un hombre de honor o un payaso. Incluso lo amenacé con
publicar la grabación de la entrevista. Que no olvidase el señor Kissinger
que había sido registrada en cinta y que esta cinta estaba a disposición
de todos para refrescarle la memoria y la corrección. Declaré lo mismo
a «Time Magazine», a «Newsweek», a las estaciones de televisión de la
CBS y de la NBC, y a quienquiera que vino a preguntarme sobre lo que
estaba sucediendo. El litigio duró casi dos meses para desdicha de ambos
y especialmente mía. No podía más de Henry Kissinger; su nombre
bastaba para ponerme nerviosa. Lo detestaba hasta el punto de no llegar
siquiera a darme cuenta de que el pobrecillo no había tenido otra elección
que la de echarme la culpa a mí. Y, por supuesto, sería inexacto decir que
en aquel período le deseé cualquier éxito o felicidad.
El hecho es que mis anatemas no tuvieron fuerza. Nixon dejó de
ponerle mala cara a su Henry y los dos volvieron a arrullar como dos
palomas. Su armisticio tuvo efecto. Los prisioneros norteamericanos
volvieron a sus casas. Aquellos prisioneros que urgían tanto al señor
presidente. Y la realidad de Vietnam se convirtió en una espera de la
próxima guerra. Un año más tarde Kissinger era secretario de Estado, en
lugar de Rogers. En Estocolmo, le dieron finalmente el premio Nobel de
la Paz. Pobre Nobel. Pobre paz.
Una cosa triste, doctor Kissinger: a pesar de que usted dijo que la paz estaba
«al alcance de la mano» y pese a que se ha confirmado el acuerdo de paz con
los norvietnamitas, la paz no llega. La guerra continúa como antes y peor
que antes.
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La paz llegará. Estamos decididos a hacerla y se hará. Dentro de pocas
semanas o tal vez menos; en cuanto se reanuden las negociaciones
con los norvietnamitas para el acuerdo definitivo. Así lo dije hace
diez días y así lo repito. Sí, la paz llegará en un espacio de tiempo
razonablemente corto, si Hanoi acepta otra reunión antes de firmarse
el acuerdo, una reunión para determinar los detalles, si la acepta
con el mismo espíritu y con la misma actitud que mantuvo en octubre.
Estos «si» son la única incertidumbre de los últimos días. Pero es una
incertidumbre que ni siquiera deseo considerar; usted es presa del
pánico y en estas cosas no hay que dejarse atemorizar. Ni hay que ser
impaciente. El hecho es que... En resumen: hace meses que hemos
iniciado estas negociaciones, y ustedes, los periodistas, no nos han
hecho caso. Han continuado diciendo que no desembocarían en nada.
Luego, de improviso, se entusiasmaron con la paz ya hecha y ahora
dicen que las negociaciones han fallado. De esta forma nos toman
la temperatura cada día, cuatro veces al día. Pero la toman desde el
punto de vista de Hanoi. Y... preste atención: yo comprendo el punto
de vista de Hanoi. Los norvietnamitas querían que firmásemos el 31 de
octubre, lo que era razonable e irrazonable al mismo tiempo y... No,
no intento polemizar sobre esta cuestión.
Digo y repito que fueron ellos los que insistieron sobre esta fecha y
que, para evitar una discusión abstracta sobre fechas, que en aquel
momento parecían puramente teóricas, nos comprometimos a hacer
todo lo posible para que las negociaciones terminaran antes del 31
de octubre. Pero siempre quedó claro, al menos para nosotros, que
no podíamos firmar un acuerdo al que faltaba ultimar los detalles. No
podíamos mantener una fecha sólo porque, de buena fe, habíamos
prometido hacer todo lo posible por mantenerla. Así, ¿en qué punto
estamos? En el punto en que los detalles están aún por determinar y es
indispensable una nueva reunión. Ellos dicen que no es indispensa-
ble, que no es necesaria. Yo digo que es indispensable y que se hará.
Se hará apenas los norvietnamitas me llamen a París. Pero estamos
recién a 4 de noviembre, hoy es 4 de noviembre, y comprendo que
los norvietnamitas no quieran reanudar las negociaciones tan pocos
días después de la fecha en que habían solicitado firmar. Puedo
comprender este aplazamiento. Pero no es concebible, al menos para
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mí, que se nieguen a otra reunión. Y menos ahora que ya hemos
recorrido el noventa por ciento del camino y estamos llegando a la
meta. No, no estoy decepcionado. Lo estaré, desde luego, si Hanoi
intenta romper el acuerdo, si rehúsa discutir cualquier modificación.
Pero no puedo creerlo, no. Ni siquiera puedo sospechar que se haya
llegado tan lejos para que todo se malogre por una cuestión de
prestigio, de procedimiento, de fechas, de matiz.
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convierte en noticia. Tal vez a finales de noviembre... Oiga, ¿por qué
no nos vemos a fines de noviembre?
Porque es más interesante ahora, doctor Kissinger. Porque Thieu, por ejemplo,
le ha desafiado a hablar. Lea este recorte del «New York Times». Cita una frase
de Thieu: «Pregúntenle a Kissinger cuáles son los puntos que nos separan,
cuáles son los puntos que no acepto».
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respetado. Sí, respeto mucho a Le Duc Tho. Naturalmente, nues-
tra relación ha sido muy profesional, pero creo... creo haber advertido
en él como una sombra de dulzura. Por ejemplo, hubo momentos en
que conseguimos incluso bromear. Decíamos que un día yo iría a
enseñar relaciones internacionales a la Universidad de Hanoi, y él
vendría a enseñar marxismo-leninismo en la Universidad de Harvard.
Bien, yo definiría nuestras relaciones como buenas.
Ya, antes. Los sudvietnamitas han dicho que ustedes no se han saludado
como los mejores amigos.
¡Claro que me siento optimista! Aún tengo algo que hacer. ¡Mucho
que hacer! Aún no he terminado, ¡no hemos terminado! Y no me
siento impotente. No me siento desalentado. En absoluto. Me siento
preparado, confiado, optimista. Si no puedo hablar de Thieu, si no pue
do contarle lo que estamos tratando en este momento, esto no significa
que me apresure a perder la confianza en arreglar las cosas en el
tiempo previsto. Por eso es inútil que Thieu les induzca, a ustedes
los periodistas, a que me obliguen a detallar los puntos sobre los
que no estamos de acuerdo. Es inútil, porque ni siquiera me pone
nervioso esta pregunta. Además, no soy hombre que se deje llevar
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por las emociones. Las emociones no sirven para nada. Y menos
para obtener la paz.
Pero el que muere, el que está muriendo, tiene prisa, doctor Kissinger. En
los periódicos de esta mañana aparecía una fotografía tremenda: la de un
jovencísimo vietcong muerto dos días después del 31 de octubre. Y había una
noticia tremenda: la de veintidós norteamericanos muertos en el helicóptero
derribado por una granada vietcong tres días después del 31 de octubre. Y
mientras usted condena la prisa, el Departamento de Defensa norteamericano
envía nuevas armas y nuevas municiones a Thieu. Y Hanoi hace lo mismo.
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la «rendición». Y ahora, basta de hablar del Vietnam. Hablemos de
Maquiavelo, de Cicerón, de todo menos del Vietnam.
Y de la guerra del Vietnam, ¿qué tiene que decirme, doctor Kissinger? Usted
no ha estado nunca contra la guerra del Vietnam, me parece.
¿Y no cree que Schiesinger tiene razón cuando dice que la guerra del Vietnam
sólo ha conseguido probar que medio millón de norteamericanos con toda su
tecnología no han sido capaces de derrotar a hombres mal armados y vestidos
con un pijama negro?
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criticando, o los que hemos intentado limitar la guerra y hemos
acabado por liquidarla. Sí, el juicio lo hará la posteridad. Cuando
un país está involucrado en una guerra no basta decir: hay que
terminarla. Hay que terminarla con criterio. Otra cosa sería decir
que fue justo intervenir en ella.
Pero ¿no tiene la impresión, doctor Kissinger, de que ésta ha sido una guerra
inútil?
Sí. Y, sin dejar de hablar del Vietnam, ¿considera que estas negociaciones
han sido y son la empresa más importante de su carrera y, tal vez, de su vida?
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¿Y qué contestaron los astronautas?
Tal vez. Pero es muy, muy improbable. Hay cosas mucho más
interesantes; y si con toda la experiencia que he tenido no encontrase
la manera de mantener para mí una vida interesante..., desde luego,
será culpa mía. Por lo demás, no he decidido aún dejar este trabajo.
Me gusta mucho, ¿sabe?
Cierto. El poder siempre seduce. Doctor Kissinger, ¿en qué medida le fascina
el poder? Intente ser sincero.
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podía entrar en mis planes. Piense que he estado en contra de él por lo
menos en tres elecciones.
Lo sé. Incluso una vez declaró que Nixon «no se adaptaría al papel de
presidente». ¡Alguna vez se siente incómodo ante Nixon por esta declaración,
doctor Kissinger?
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¡Le tiene usted mucho afecto, doctor Kissinger?
Doctor Kissinger, la gente dice que a usted no le importa nada Nixon. Dicen
que usted se limita a hacer su oficio y nada más. Que lo hubiera hecho con
cualquier presidente.
Yo, sin embargo, no estoy nada seguro de que con otro presidente
hubiera podido hacer lo que he hecho con él. Una relación tan
especial, me refiero a la que existe entre el presidente y yo, depende
siempre del estilo de los dos hombres. En otras palabras: no conozco
a muchos líderes, y he conocido a muchos, que tuvieran el valor de
enviar a su asistente a Pekín sin decírselo a nadie. No conozco a
muchos líderes que dejaran a su asistente la tarea de negociar con
los norvietnamitas, e informar sobre ello sólo a un limitadísimo
número de personas. Cierto, algunas cosas dependen del tipo de
presidente. Lo que yo he hecho ha sido posible porque él me lo ha
hecho posible.
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¿Ningún asomo de maquiavelismo, doctor Kissinger?
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distinta, pero, repito, no se la diré. ¿Por qué tendría que hacerlo si
estoy a la mitad de mi trabajo? Mejor es que me diga la suya. Estoy
seguro de que también usted tiene una tesis sobre los motivos de
mi popularidad.
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Incluso, por si le interesa, no me importa nada la popularidad. No
me da ni pizca de miedo el perder a mi público; puedo permitirme
decir lo que pienso. Estoy aludiendo a la sinceridad que hay en mí.
Si me dejase impresionar por las reacciones del público, si avanzase
impulsado sólo por una técnica calculada, no haría nada. Fíjese en los
actores: los que son realmente buenos no se sirven sólo de la técnica.
Actúan siguiendo una técnica y al mismo tiempo, su convicción. Son
sinceros, como yo. No digo que todo esto tenga que durar siempre.
Incluso se puede evaporar con la misma facilidad con que ha llegado.
Pero, por ahora, existe.
Otra cosa, doctor Kissinger: ¿cómo se las arregla para conciliar la tremenda
responsabilidad que tiene y la frívola reputación de que disfruta? ¿Cómo
consigue que lo tomen en serio Mao Tse-tung, Chu En-lai, Le Duc Tho, y
luego se lo juzgue como un despreocupado tenorio, o mejor dicho, un playboy?
¿No le molesta?
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En absoluto. ¿Por qué tiene que molestarme cuando voy a negociar
con Le Duc Tho? Cuando hablo con Le Duc Tho sé lo que tengo que
hacer con Le Duc Tho, y cuando hablo con las chicas sé lo que tengo
que hacer con las chicas. Y, por otra parte, Le Duc Tho no negocia
conmigo precisamente porque yo sea un ejemplo de pura rectitud.
Acepta negociar conmigo porque espera alguna cosa de mí, de la
misma manera en que yo espero algo de él. Verá usted, en el caso
de Le Duc Tho, como en el caso de Chu En-lai o de Mao Tse-tung,
creo que la reputación de playboy me ha sido y me será útil, porque
ha servido y sirve para tranquilizar a la gente. Para demostrarle
que no soy una pieza de museo. Y, además, la reputación de frívolo
me divierte.
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casarme... sí que podría suceder. Pero verá usted: cuando se es una
persona seria, como yo, convivir con otra persona y sobrevivir a esta
convivencia, es muy difícil. Las relaciones entre una mujer y un ti-
po como yo son inevitablemente muy complejas... Hay que andar
con cuidado. Me resulta difícil explicar estas cosas. No soy una
persona que se confíe a los periodistas.
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