Las Miserias Del Proceso Penal
Las Miserias Del Proceso Penal
Las Miserias Del Proceso Penal
La Toga
Franceso Carnelutti equipara la toga con una “divisa”, como se refiere a la vestimenta
propia de un militar, incluso a la de un sacerdote. Este término alude a la idea de división,
de separar a los magistrados y abogados del resto de los civiles, de los que se distinguen
por el signo de autoridad que representa la toga. No obstante, el autor expresa que la
palabra divisa es sinónimo de uniforme, lo que podría poner en contraposición el
significado de cada expresión; sin embargo, manifiesta que son términos
complementarios en razón a que obedecen a aspectos distintos que concurren en una
misma calidad, así mientras el primer término alude a la división de los magistrados y
abogados, quienes ejercitan la autoridad, de aquellos sobre los que se ejercita; el segundo
término se refiere a la unión: de magistrados, como vínculo entre uno y otro para
constituir cuerpos colegiados; y de acusador y defensor, divididos por fines específicos,
propios de su calidad como sujetos en el proceso, pero unidos por el fin de alcanzar la
justicia. Carnelutti hace notar el símbolo de solemnidad que ofrece la toga y que consagra
el espíritu de la profesión, pero que hoy en día se ha visto desvirtuado por la falta de
civilidad de los concurrentes a las audiencias y del morbo de los medios de comunicación,
que solo puede ser subsanado por el rigor de los jueces para reprimir tal desorden y por la
capacidad de los mismos, para rectificar.
Capítulo II
El preso
El autor distingue al delincuente del preso, manifiesta que en una misma persona
concurre el bien y el mal; mientras la bondad permanezca reprimida en nosotros, seremos
presos de nosotros mismos. Es por esta razón, que como refiere el autor, “una explosión
de egoísmo en su raíz”, es lo que hace al delincuente y equipara su conducta con la de una
bestia, y la expresión de bondad de éste, cuando ha sido esposado o encarcelado, lo hace
verdadero hombre, aunque su condición no lo haga parecer como tal. Así, el derecho
cumple su función, que es desentrañar el valor del hombre que ha sido, en virtud de este,
atado de manos. Y solo el hombre es digno de mirarse con compasión.
Capítulo III
El abogado
La función del abogado, según el autor, es la de socorrer al cliente, a aquel que solicita
nuestra protección, pero socorrer implica satisfacer la necesidad espiritual del preso,
aquella que nace del desprecio de los demás en razón de su conducta, de aquella que lo
desposeyó de la amistad de otros y por la que requiere la de su protector. Dice el autor
que la forma elemental de esta ayuda es la alianza y que esta, a su vez, es la raíz de la
abogacía. La esencia de la abogacía es saberse compañero del preso, colocarse a su lado y
soportar con él el desprecio de la gente, e incluso luchar contra la desconfianza y la
sospecha del delincuente, y pedir al juez por él, porque solo a través de su auxilio, el
abogado puede encontrar la satisfacción de su profesión, el beneficio de luchar al lado de
aquellos que se encuentran en el último lugar de la escala de los necesitados.
Capítulo IV
El juez y las partes
Carnelutti refiere la posición del juez y las partes en el proceso penal, y ubica al juez en el
peldaño más alto y a las partes por debajo de él, precisa el autor que este último término
hace referencia a la división, pues de esta proviene la parte, esto es, hay intereses
opuestos entre una y otra. Además, el autor hace especial referencia a que en una parte
converge el ser y el no ser, es decir, mientras se es alguien o algo no se puede ser otro, de
lo que resulta que todas las cosas y los hombres son partes, y por lo tanto, el juez también
lo es. Es precisamente esta última premisa que confunde el concepto de juez porque
mientras es hombre también debe estar por encima de ellos, pero la verdadera esencia de
esta concurrencia de calidades en una misma persona es que ser juez no implica la
dignidad para juzgar, pues la naturaleza del hombre lo hace imperfecto, implica ser menos
indigno de aquel al que se pretende juzgar. Y el mismo sistema ha adoptado medios para
garantizar la dignidad del juez, como lo es el juicio colegiado que no importa la suma de
sujetos para alcanzar la dignidad, sino la mayor suficiencia para juzgar, y por la tanto, la
imparcialidad para realizar su función. Carnelutti hace una última reflexión en este
capítulo en la que manifiesta que un juez más que conocer el derecho y otras ciencias,
debe conocer al hombre, al más bueno y al peor, solo así aprenderá a distinguirlos.
Capítulo V
Parcialidad del defensor
El autor manifiesta que la verdad tanto como la razón es una sola, y la verdad o razón que
cada parte cree tener no es sino solo una parte de estás. La función del juzgador es decidir
de qué parte está la verdad, y al haber dos partes en el proceso, la defensa y el ministerio
público, se abren para el juzgador dos vías por medio de las cuales resolver sobre el
particular. Las partes son razonadores que guían al juez mediante premisas y
consecuencias que constituyen las razones de su razón, es decir, los motivos que justifican
su postura. Estas razones son planteadas ante el juzgador en el contradictorio, a fin de que
a través del choque de argumentos el juzgador supere la duda y elija la vía en la que
considere radica la verdad. Si bien es cierto, teóricamente la única parte que es y debe ser
imparcial en el proceso, porque ese es el espíritu propio de su labor, es la defensa; el
Ministerio Público, aunque se reputa un razonador imparcial, actúa de manera parcial; de
modo que esto permite la contienda entre la defensa y el acusador en el contradictorio, y
por lo tanto, la resolución del juzgador.
Capítulo VI
Las pruebas
El autor enfatiza que la finalidad del proceso penal es saber si el imputado es inocente o
culpable, es decir, si ha incurrido o no en determinado hecho, y conceptualiza a este
como un trozo de camino que se ha recorrido, para cuya comprobación se requiere volver
atrás, esto es, hacer la historia (la historia individual). Y para tal efecto, las pruebas son el
medio a través del cual se reconstruye la historia. Así, es tarea conjunta de la policía, el
ministerio público, el juez instructor, los jueces de la audiencia, los defensores, los peritos
volver atrás para desentrañar la verdad de los hechos. Mientras tanto, es un derecho
reconocido y reiteradamente vulnerado, el respeto que merece el imputado, no debiendo
ser considerado culpable mientras no sea condenado por una sentencia definitiva. Sucede
lo mismo respecto de los testigos, ambos son considerados en el proceso penal como
objetos y se olvida su calidad de individuos, está situación ha sido reforzada aún más por
el morbo en el tratamiento de la información por parte de los medios de comunicación,
que se amparan bajo el derecho de prensa y que atacan la dignidad del imputado, dañan a
su familia, su trabajo, su casa, como sucede con los testigos, que ante el asedio de tales
medios, expone “la verdad”.
Capítulo VII
El juez y el imputado
Como se abordó en el capítulo anterior, el juez es uno de los sujetos en el proceso penal
que debe reconstruir los hechos. Al efecto, el juzgador debe investigar no solo los
aspectos externos de la conducta del imputado, también debe acudir al psiquis del mismo
para evaluar su intención. Y si bien es cierto, que solo a través de su conducta se puede
juzgar su intención, también lo es, que esta conducta no solo se refiere a la acción que le
otorgo la calidad de imputado, sino a la conducta de su historia individual, y así lo
confirma la legislación penal que impone la obligación al juez de evaluar la conducta
previa al delito y la vida del reo, la conducta posterior, sus condiciones de vida individual,
social y familiar. Esto es, el juzgador debe entrevistarse con el imputado, a efecto de que
él mismo le cuente al juez su historia para que posteriormente éste verifique tal relato y
evalué. Sin embargo, esto no sucede porque el juzgador no tiene ni la paciencia ni el
tiempo para escuchar al imputado, ni el imputado la confianza y sinceridad para relatar.
Por esta razón, últimamente se ha utilizado el auxilio de un psicólogo para realizar la
tarea, no obstante, mientras no haya la confianza que puede ofrecer la amistad, este
medio seguirá siendo ineficaz en el proceso. Por ahora, dice el autor, queda respetar el
trabajo de los jueces, aunque tales historias sean incompletas y aunque no puedan
evaluarse las circunstancias posteriores al delito, que podrían poner de manifiesto la
conversión del delincuente.
Capítulo VIII
El pasado y el futuro en el proceso penal
Expresa el autor que los hombres siempre hemos creído que ante todo existe un remedio,
y en el caso particular, ante la comisión de un delito, que es un desorden, el remedio se
encuentra en el proceso penal, que permite la restauración del orden. Esto es, el remedio
del pasado está en el futuro, es decir, la historia recorrida es el reflejo de nuestra
conducta y es precisamente ahí, donde encontramos la respuesta a cómo es que debemos
vivir el futuro. En el proceso penal, el delito está en el pasado y la pena en el futuro. El
problema surge cuando no basta reprimir los delitos, sino también prevenirlos, porque
entra en pugna la función del juzgador y la del legislador. Ambos tienen la tarea de
determinar la pena, sin embargo los fines a que se dirigen son distintos, así el juez al
asignar una sanción a un caso concreto reprime la conducta delictiva, el hecho, y por el
otro extremo, el legislador establece en el tipo, de manera abstracta, una pena que sirve
al ciudadano como apercibimiento para regular su conducta. De esta manera, el legislador
crea máximos y mínimos en las sanciones de los tipos penales, dentro de los cuales, el
juez, debe encuadrar el hecho, lo que importa el peligro de que el juez se olvide del
hombre y obedezca únicamente al tipo, y ha implicado una atadura para este en sus
resoluciones, de modo tal que estas resultan en ocasiones una pérdida total para el
individuo y para la sociedad.
Capítulo IX
La sentencia penal
Decidir acerca de la culpabilidad o inocencia del sujeto al que se le han imputado hechos
de los cuales puede o no ser responsable, requiere la certeza en la inocencia que aduce la
defensa, ya sea por la no comisión de ilícito o por la no constitución de un delito, o en la
culpabilidad que alega el ministerio público; vistas a la luz de las pruebas. Sin embargo,
cuando el panorama no es suficientemente claro como para decir acerca de un extremo u
otro, el juzgador tiene la potestad de cerrar el proceso mediante la absolución por
insuficiencia de pruebas, la cual no agota la imputación. El autor manifiesta que todas las
sentencias absolutorias, a excepción de la última referida, importan la existencia de un
error judicial, esto es, es el medio por el que se reconoce la equivocación de quienes
acarrearon al imputado a un proceso, que no implica una causa de responsabilidad o culpa
por ser una consecuencia lógica de la limitación del hombre y, dice Carnelutti, está es una
de las miserias del proceso penal, cuyo único mérito es la confesión del error judicial en la
absolución. Respecto a la duda que acarrea el pronunciamiento de una sentencia
condenatoria, el proceso ofrece recursos, instancias y filtros que permiten evaluar la
certeza de la sentencia. Además, el autor expresa que siempre hay un momento en el que
el proceso penal debe agotarse y este es representado por la cosa juzgada, que le otorga a
la sentencia la calidad de veraz.
Capítulo X
El cumplimiento de la sentencia
El proceso culmina en absoluto, en la absolución, cuando esta ha causado cosa juzgada.
No así en el caso de la condena, en la que el imputado tiene aún derecho a la reapertura
del proceso, mismo que continúa pero se desplaza del tribunal al centro de reclusión para
la compurgación de la pena. En la penitenciaria está prohibida la corrección y rectificación
de la sanción, así la pena impuesta por el juez será la que deba compurgar el imputado sin
reparar en la conducta de este dentro del lugar de reclusión, que evidencia la excesiva o
insuficiente medida que le fue impuesta. Esto obedece, precisamente, a que a pesar de
que el imputado ha quedado redimido antes de la conclusión de la condena, el
cumplimiento total de la misma satisface la función preventiva del proceso, que implica
que el caso particular sirva a otros como precedente de las consecuencias ante la comisión
de este tipo de conductas. Y si bien es cierto que la pena es un castigo, también lo es que
una vez siendo satisfecha, el condenado requiere el apoyo de la sociedad para reintegrase
a la misma.
Capítulo XI
La Liberación
El proceso penal culmina con la liberación física del condenado, mientras que la liberación
espiritual puede darse incluso al momento de compurgar la pena o incluso no llegar a
darse. Sin embargo, esta libertad puede no alcanzarse en vida, como es el caso de los
condenados a una pena de prisión por el total de la misma o que compurgando una pena
inferior, mueren; estas personas no logran llegar a cumplir el objetivo que nace al ser
condenados: la reincorporación a la sociedad. No obstante, aquellos que logran salir de
prisión y buscan satisfacer este objetivo, lo ven obstaculizado por la misma sociedad, que
aun habiendo observado el cumplimiento de la pena, no liberan los estigmas. Postura que
el Estado ha adoptado; siendo que es quien tutela la libertad del trabajo, impide el debido
ejercicio de esta garantía a los liberados al requerir un certificado penal limpio, ejemplo
que la sociedad favorece despojando de confianza a estas personas. Por lo tanto, es
evidente que la finalidad de la condena no se cumple para la sociedad, pues de creer que
esta, que se ha compurgado, ha influido en la conversión de la conducta del condenado,
hemos preferido creer que por su conducta precedente es imposible su corrección. Razón
por la cual, el infierno que antes el condenado encontraba en la prisión, ahora lo
encuentra fuera de esta.
Capítulo XII
Fin: más allá del Derecho
La civilidad a la que reiteradamente se refiere el autor, explica él mismo, es la posibilidad
alcanzada por los hombres de vivir en paz. Erróneamente pensamos que esta paz solo se
alcanza al dividir a aquellos que creemos la perturban, de los que la buscamos, y el
proceso penal ha servido de herramienta a través del juicio precisamente para hacer esta
distinción, pero es este proceso el que pone de manifiesto las deficiencias e impotencias
del derecho. Y es que hemos delegado en el derecho la responsabilidad de la civilidad, sin
darnos cuenta de que esta es labor de todos los hombres, y que, en efecto, las medidas
implementadas por el sistema penal han servido para sancionar las conductas que
perturban el orden, de modo que impere la justicia, pero la manera más adecuada para
vivir en un todo armónico es el trato respetuoso, caritativo, cordial hacia nuestros
semejantes, no podemos esperar del otro la amistad que no le damos.
Conclusión
La obra reitera el tema de la civilidad y considero que las miserias del proceso penal giran
en torno a esta, y es que la influencia de los medios de comunicación en la sociedad ha
convertido el proceso penal, tal parece, en un causa de complacencias, en el que las
decisiones de algunos jueces penden del impacto que el caso particular reporta para la
vida pública. Así, el proceso penal es visto como el medio, a la luz del derecho, que
reprime las conductas del delincuente, pero se perfila a tal grado insuficiente, que la
sociedad no nos conformamos por lo que ha hecho ya la autoridad al respecto y sentimos
la necesidad de repudiar aún más la conducta constitutiva del delito, esto es, ya el
condenado ha compurgado la pena que a través del derecho le fue impuesta pero la
sociedad no se satisface hasta imponer su propia sanción al responsable del ilícito. Lo que
deberíamos considerar es que la indiferencia es la peor manera de tratar de alcanzar la
civilidad de la que el autor habla y, que juntos, al lado del liberado, debemos trabajar para
lograr un ambiente armónico para las generaciones presentes y las que están por venir, la
fórmula idónea para reinsertar a una persona a la vida social es haciéndola participe de las
decisiones en la misma.