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Entre La Vida y La Muerte - Samuel Estepa PDF

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Entre

la vida y la muerte

Samuel Estepa Chica
Título: Entre la vida y la muerte
© 2017 Samuel Estepa Chica
Ilustración de portada: Marina Gullón
1ª edición
Todos los derechos reservados
ISBN: 9781521842171
Para mi hermana Valeria,
porque, aunque estés aprendiendo a leer,
espero que algún día te apasione esta historia.
Y si nada nos libra de la muerte,
al menos que el amor nos salve de la vida.
Javier Velaza
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Epílogo
Agradecimientos
Primera Parte
Prólogo


«Huye, aléjate».
Algo lo ordena. Una voz en mi cabeza. Es mi instinto. El de supervivencia.
Le obedezco. Corro. «Tengo que salir de aquí, tengo que salir de aquí». Ese
pensamiento recorre mi mente como una mecha explosiva. Mi cuerpo se
mueve empujado por una fuerza invisible. No sé hacia dónde voy. Solo una
cosa tengo clara: si paro, estoy muerta.
Sigo corriendo, sin rumbo, sin freno. Me sigue. Lo noto. Está muy cerca.
Casi puedo sentir su presencia en mi espalda. Su aliento en mi nuca. Como el
aliento de un lobo hambriento. El aliento de la muerte.
Avanzo lo más rápido que puedo. Las pequeñas calles se suceden a los
lados. Apenas puedo distinguirlas. Todo está destruido. Los edificios
demolidos, las calles anegadas de escombros, las farolas partidas en dos, los
bancos de madera astillados y desmembrados por la mitad. Un fino manto de
polvo cubre el asfalto y lo hace resbaladizo y arenisco. Temo resbalar y caer.
Si lo hago, se acabó.
Mis piernas arden. No sé cuánto aguantarán. Ojalá supiera la distancia que
le saco. Pero no puedo pararme. Tampoco mirar atrás. Si lo hago, caeré y
entonces… Cierro los ojos con fuerza y aprieto el paso más si cabe. Noto mi
corazón desbocado, mi respiración acelerada. Tengo miedo. Quiero escapar.
Giro por una esquina, luego por otra. Salto troncos caídos y esquivo
piedras y coches oxidados. Los cristales rotos se clavan en mis pies descalzos.
Reprimo un grito y continúo. Sin pausa. Las calles parecen iguales. No logro
orientarme. Si al menos pudiera entrar en alguna casa. Empujo una puerta con
el hombro sin resultado. Después otra, y nada. Están cerradas a cal y canto.
Empiezo a desesperarme. Más aún. Pronto me quedaré sin fuerzas. Sin
resuello. Sin aire. No puedo correr eternamente. Tengo que buscar una
alternativa.
Pienso rápido. Lo máximo que mi mente en esa situación puede. Y
encuentro la solución. ¿Qué lugar está abierto en cualquier pueblo? La iglesia.
De repente conozco el camino. De algún modo lo sé. Echo a correr. Esta vez
con una dirección concreta. Giro un recodo, tuerzo por un callejón y la
encuentro. Frente a mí, su campanario se alza imponente, como retándome a
entrar. Detengo mi marcha un segundo y contemplo la veleta de la cúspide,
inmóvil sobre el tejado. A mi espalda, ya no me sigue. Al menos no tan de
cerca.
Aprovecho esa ventaja y ando hacia allí. Cruzo el umbral con cautela. Los
goznes del portón de madera crujen y me sobresaltan. Aun así entro. Al pasar,
la entrada se cierra produciendo un sonido hondo que retumba en las paredes.
Y la oscuridad se adueña del lugar. Pese a que hay ventanales, pese a que es de
día. O al menos lo era. ¿Cuándo ha anochecido? Noto mis latidos en los oídos.
Pum, pum, pum. Algo va a pasar. Lo presiento.
Busco un sitio para esconderme. Veo columnas gruesas, bancos
destartalados y hasta una pila bautismal enorme. Pero al echar un último
vistazo en busca de un sitio mejor, le veo.
Está allí. Encima del altar. De pie. Es solo una sombra, una mera silueta. La
oscuridad le engulle el rostro. No puedo reconocerle.
Pero me ha encontrado. Y eso solo significa una cosa: estoy muerta.
Empiezo a respirar sin control. Tiemblo. El miedo me domina. ¿Qué hago?
Mi corazón se dispara. Lo noto zumbar en mi pecho. Con ahínco. Como si
quisiera salirse. No puedo apartar la mirada. Y eso que aún no le he visto la
cara. La puerta se ha cerrado tras de mí. Y aunque quisiera no podría llegar
hasta ella. Me atraparía antes.
Pero tengo que intentarlo. Es mi única opción. «Arriésgate», diría mi
madre. Doy un paso al frente, decidida. Pero justo cuando voy a dar el
segundo, me bloqueo. La sombra ha saltado del altar. Los temblores ahora son
sacudidas. Sudo. Las gotas recorren mi cuello, perlan mi frente. Estoy aterrada.
Es el fin.
Mientras, la silueta sigue yendo directa hacia mí. Se encamina con lentitud,
disfrutando de su presa, relamiéndose. Entonces un haz de luz mortecina se
proyecta sobre ella.
Y le reconozco. O mejor dicho, me reconozco. Su piel pálida, sus ojos
verdemar, su pelo rubio largo y encrespado, sus pecas… Soy yo. Es mi reflejo.
¿Qué está pasando?
Algo en mí hace que desconfíe. «Esa no soy yo», dice una voz en mi cabeza.
También puedo deducirlo en su sonrisa. Esa sonrisa endiablada. Perversa.
Atroz… Yo jamás podría mostrar semejante sonrisa.
Ahora avanza con los ojos clavados en los míos. Sigo sin poder moverme.
Solo tiemblo. En cambio, ella camina despreocupada, regocijándose en su
victoria. Porque ha encontrado a su presa. Y no parará hasta tenerla. Lo sé.
Puedo verlo en el deseo de sus pupilas dilatadas, en su ávida mirada.
De repente corre, como si no le fuera posible contener más su apetito. Salta
los escalones, cruza la distancia en un suspiro. Ni siquiera tengo tiempo de
pestañear. Cuando quiero darme cuenta, su cara casi roza la mía.
Entonces abre la boca. Más de lo normal. Más de lo que cualquier persona
sería capaz. Se le desencaja la mandíbula. Puedo ver sus fauces estirarse más y
más, sus dientes afilados brillar amenazantes. Sus tendones dan de sí, sus
mejillas se desgarran. Aquello no puede ser real, no puede ser humano.
Pero, justo cuando comienza a cerrar los dientes, cuando su oscura
garganta empieza a cernirse sobre mí, alguien toma mi mano. Y me arrastra.
Lejos de allí. Lejos de ese horror.
Lejos de la muerte.
Capítulo 1


Sábado, 29 de agosto. 1:09 a.m.

—Sarah, Sarah, despierta.
Abro los ojos súbitamente. Miro a todos lados, alterada. Pero solo
encuentro el rostro de mi padre muy cerca. Su mano aferra la mía con fuerza.
Sonríe, pero noto preocupación en su expresión.
—¿Dónde…? Ha sido…
—Una pesadilla, cariño —termina él, pues ve que no logro ubicarme.
El sudor inunda las sábanas. Vuelvo a girarme en todas direcciones, aún con
el corazón encogido. Pero no hay ni rastro de la iglesia. Sigo en mi cuarto,
dentro de mi cama. Veo las luces del pasillo encendidas.
—Tenemos que irnos, Sarah —dice de repente mi padre.
—¿Qué? —pregunto, extrañada.
Por la rendija de la persiana no se cuela aún el sol. ¿Qué hora es? Busco el
despertador y compruebo que marca las 3:06 a.m.
—¿Ahora?
—Sí, tú madre ya está en el coche.
Antes de que pueda bostezar, me levanta de la cama en brazos. Cojo como
puedo el iPod de mi escritorio y los auriculares.
Mi madre espera con una sonrisa incómoda en la cara. La misma que lleva
poniendo tres años. Estoy a punto de preguntarle qué ocurre, cuando ella dice:
—No te preocupes, corazón. Hemos encontrado una oferta buenísima y
tenemos que irnos antes de que nos la quiten.
Yo, todavía con los ojos pegados, asiento como un robot. No tengo ganas
de discutir. Menos a esa hora.
Poco después, ya estamos montados todos en el coche y saliendo de nuestra
casa a toda prisa.


Sábado, 29 de agosto. 5:18 a.m.

Mis padres están tarados. Esa es mi conclusión.
Vale, en realidad no es que sean tontos, ni que les falte un tornillo por aquí,
o una tuerca por allá. No. Más bien son algo raros, diferentes. O si no, ¿cómo
explicaríais que, bien entrada la madrugada y ya acurrucadita en la cama, me
levanten de golpe y digan que nos mudamos esa misma noche?
De acuerdo, es verdad que últimamente nos hemos cambiado más de casa
que un cangrejo ermitaño, pero eso no es excusa para tener que irnos tan
rápido y en plena noche. Normalmente lo hemos hecho por la mañana, con al
menos un día de antelación para organizar lo mínimo. Que esa es otra, con
tantas prisas, no nos ha dado tiempo a hacer las maletas. Es más, ni siquiera
estoy segura de que me haya cambiado el pijama…
Al echar una ojeada a mi ropa, compruebo que tengo razón. Todavía hasta
se notan las manchas de sudor por el cuello. Qué cerda. Generalmente suelo
acordarme de con qué he salido puesto a la calle. Lo que ocurre es que a las no
sé qué horas de la madrugada, el cerebro tiende a olvidarse de todo y solo
piensa en una cosa: dormir, dormir y dormir.
Aunque eso sucede justo después de arrancarte de las calentitas sábanas de
tu cama. Si al cabo de un tiempo aún no has vuelto a dormirte, tu mente se
activa de nuevo y te desvelas. Así me pasa a mí. Por si fuera poco, mi última
pesadilla me ha dejado un poco ida. Nunca había soñado nada así. Cierro los
ojos y todavía puedo ver esa boca inmensa, abriéndose más y más.
La lluvia cae, suave. La observo resbalar por los cristales desde el asiento
trasero del coche. El iPod con los suaves acordes de Ed Sheeran, mi cabeza
encajada entre el reposacabezas y la ventanilla en la posición perfecta… Y ni
aun así soy capaz de conciliar el sueño. Con lo marmota que suelo ser por la
noche. Y también por el día. ¿Qué está pasando?
Creo que esta mudanza me ha afectado más de la cuenta. Está bien, no es que
me haya influido mucho; estoy más que acostumbrada a cambiar de aires.
Simplemente ha venido de sopetón y ahora estoy descolocada. Tal vez sea esa
la razón de este insomnio repentino, ¿quién sabe?
El caso es que no puedo dormir y en nuestro Ford Escort tengo tiempo para
pensar. O mejor dicho, para hacerme preguntas. ¿Por qué nos mudamos? ¿Qué
les ocurre a mis padres para que no nos quedemos en la misma ciudad por lo
menos un año? No es que yo sea una ingenua y no les haya preguntado. Todo
lo contrario. Primero decían que querían cambiar de ambiente, que se habían
cansado de vivir en La Coruña. Aquella vez sí que me afectó. Tenía catorce
años y a esa edad el círculo de amigos ya empieza a afianzarse. Por no hablar
de lo bien decorado que estaba mi cuarto. En definitiva, la vida a esas alturas
ya la tenía más o menos organizada. No recuerdo las noches que pasé
llorando. Luego se trataban de cuestiones de trabajo: que si no había nada
conveniente en tal ciudad, que si el sueldo era muy bajo… lo típico. Esta última
vez, la excusa ha sido que hay una oferta en internet de una casa en no sé
dónde, que nos sale el doble de barata, que tiene mejor entorno… más de lo
mismo. Cuando una se ha cambiado tantas veces de casa, se acaba
acostumbrando. Ya no se hacen amigos creyendo que van a ser para siempre,
sino que se intenta entablar una amistad frágil e impersonal que resulte mucho
más fácil de romper a la hora de partir.
Porque últimamente siempre nos marchamos. Solo con decir que he vivido
en ocho sitios distintos en tres años…
Pero ahora, la excusa del trabajo ya huele a cuerno quemado y, como mis
padres sigan queriendo cambiar de ambiente, va a ser cierto que están tarados.
Además, en los diecisiete años que tengo y que llevo con ellos, sé reconocer
cuál es la cara de preocupación de mi padre. Y la de esta noche al despertarme
era una buena muestra, por muy bien que él crea disimularla.
Al principio creía ciegamente en ellos. Pensaba que de alguna forma,
estaban haciendo lo mejor. Aunque ahora, con este fugaz traslado, mis ojos se
han abierto y veo, cada vez con más claridad, que me han engañado. Pero, ¿por
qué? ¿Acaso detrás de todo esto se esconde una razón que ellos, a lo mejor
para no asustarme, han ocultado? ¿Una razón peligrosa?
Sacudo la cabeza rápidamente. La falta de sueño está jugándome una mala
pasada. Será mejor que duerma y deje de desvariar.
Vuelvo a mirar por la ventanilla para que el cambiante paisaje me relaje. La
densa capa de abetos oscuros y alargados me hace caer en la cuenta de la
cantidad de lugares en los que he vivido. Las escarpadas costas de Galicia en
las que vivía inicialmente, los Alpes franceses, las playas de la costa Brava, la
nieve de Sierra Nevada, las avenidas de Roma, Madrid y Londres y finalmente,
Murcia. Pero claro, ahora a saber adónde vamos. Creo recordar que mi madre
ha mencionado el nombre del pueblo, pero estaba medio dormida. Solo sé que
no tiene costa y, a juzgar por las pendientes que estamos escalando con el
motor revolucionado, es un pueblo de montaña.
Tal vez parezca divertido, incluso guay, cambiar tanto de ciudad, pero,
creedme, es un latazo. Al principio todo es muy alucinante, muy nuevo, muy
entretenido. Pero cuando ya lo has visto todo, lo que realmente necesitas es
compañía. En otras palabras, amigos. Y hacer nuevas amistades con la idea de
que sustituyan a las antiguas, ya no está tan guay.
Pero, en fin, esta va a ser mi vida por razones que aún desconozco. Tal vez
debería preguntarles seriamente a mis padres qué está pasando. Decirles que ya
no soy una niña, que su pequeña Sarah ya se ha hecho mayor y es capaz de
reconocer una mentira, o varias.
La canción del iPod termina y las voces de mis padres se cuelan por los
auriculares. No logro distinguir lo que dicen antes de que empiece el punteo de
guitarra de Tenerife Sea, pero sus tonos me llaman la atención. Pulso el botón
«pausa» y finjo seguir escuchando música.
Hablan en susurros pero con cierta agresividad, igual que hablaría una
pareja que discute y que no quiere que se despierte su bebé.
Agudizo el oído todo lo que puedo.
—…lo hiciste? —murmuraba mi padre sin apartar la vista de la carretera.
—Quería decirle que nos dejara en paz. Ya te lo he dicho —respondió mi
madre.
—¿Y esa es razón para no avisarme? Maldita sea, Araceli. Creía que
confiábamos el uno en el otro.
—Cariño, sabes que confío en ti. Pero sabía que te pondrías así.
—¿Y cómo quieres que me ponga? ¿Es que esperabas un «ah, cariño, qué
buena idea»? Además, no me enfado por eso, sino porque lo hicieras tú sola.
¿No te acuerdas lo que vimos? Es muy fácil caer de nuevo.
—Ya lo sé, pero…
—No, pero nada —la interrumpe mi padre, alzando la voz—. Me has dado
un susto de muerte. ¿Qué soy, una cría de parvulario?
—¡Shhh! Vas a asustar a la niña —recuerda mi madre. Odio cuando se
refiere a mí así.
—Sarah está con su música y no se entera de nada.
Se gira súbitamente. Aparento oír una de mis canciones favoritas moviendo
la cabeza. Nuestras miradas se cruzan un instante. Le sonrío. Me sonríe. Se lo
ha tragado. Se da la vuelta y prosigue la conversación, esta vez más relajado.
—Cuando la he visto a ella, empapada en sudor, retorciéndose en la cama…
creía que estaba dentro de una pesadilla… una más.
—Tú también sueñas con esto…
—Todas las noches. Pero eso no es lo peor.
Ahora silencio. Espero paciente y por si acaso desvío la mirada hacia el
exterior y acentúo los ademanes con la cabeza. Si tuviera una canción puesta,
sería la más heavy de todas sin duda. Parezco idiota.
Durante unos segundos solo escucho el rugido del Ford subiendo las
cuestas y el golpeteo de la lluvia en los cristales.
—Lo peor —continúa mi padre— es que le pase algo a Sarah.
Me da un escalofrío. ¿Qué tengo que ver yo en todo esto? ¿Qué es lo que
me va a pasar?
—Él no va a ir a por ella —tercia mi madre, secante.
—¿Cómo estás tan segura? Ya has visto lo de esta noche.
Mi madre sonríe. Y conozco esa sonrisa. Es la que muestra cuando sabe que
tiene razón aunque no le guste. Entre mordaz y tajante, entre macabra y
sincera. Agridulce.
—Porque me quiere a mí.
El escalofrío de antes se convierte en un miedo que hiela toda mi sangre.
Mi padre suelta una mano del volante y agarra la de mi madre, que reposa
en la palanca de cambios. Las dos se estrechan con fuerza, dándose apoyo,
ánimo, valor.
—Amor, esta vez va a ser diferente. Tenemos la pista esa. Sempiterno.
Seguro que nos ayuda. Lo que quiera que sea.
Mi madre asiente levemente. Si pudiera verle la cara estoy segura de que
estaría con los labios fruncidos, reprimiendo las lágrimas.
Mi padre la atrae hacia sí con un brazo. La abraza y le da un beso intenso en
la frente.
—Voy a estar aquí, contigo. Siempre.
—Te quiero, Aaron.
—Y yo, Araceli, y yo.
Los dos permanecen juntos unos instantes.
Ver a mis padres así normalmente me resulta empalagoso. Pero ahora, en
este momento tan confuso, agradezco que su amor les siga uniendo. Apenas he
entendido la conversación, pero sí lo suficiente como para confirmar mi
sospecha sobre una posible amenaza. Y eso me aterra. Pero, ¿de qué estarán
hablando? ¿Qué puede hacerme daño? ¿Quién va a por mi madre?
La idea de delatarme y pedir una explicación resulta tentadora, aunque
conociendo a mis padres, sé perfectamente cuándo van a darme largas y ésta es
una ocasión idónea. Seguro que saltan con la excusa de que han sido
imaginaciones mías o que lo he soñado.
Vuelvo a observar el paisaje por la ventanilla y a tratar de dejarme llevar
por el leve traqueteo del coche. Bueno, no tan leve porque la carretera se
encuentra en tan malas condiciones que parece que los que la asfaltaron se
quedaron escasos de alquitrán. O tal vez el alquitrán se les subió a la cabeza,
porque menudos socavones.
Miro hacia delante y veo algo extraño a lo lejos, en medio de la calzada. No
parecen los faros de otro coche en sentido contrario (más que nada porque en
esa carretera no hay ni un alma). Por no haber, no hay ni iluminación. Me
quedo mirando fijamente el objeto y deduzco que puede ser una bolsa blanca,
o incluso un vestido harapiento. Lo raro es que no está sobre el asfalto, sino a
media altura, como sostenido en el aire. Creo que mi padre también lo ha visto
porque frena.
A medida que nos vamos aproximando, lo que quiera que sea parece
hacerse más borroso, como una cortina de humo que se difumina. Si no fuera
por el sueño que tengo, diría que se está desvaneciendo poco a poco.
Al alcanzarlo, desaparece. No hay nada. Tal vez ha sido el reflejo de algún
metal, o quizás un animal. ¿Qué más da?
Quedo pendiente de la carretera un rato hasta que veo que la modorra por
fin se va apoderando de mí. Mis párpados se van cerrando cada vez más y más.
Pero de pronto se abren. He visto algo. Una niña. En la carretera. Muy cerca.
Demasiado. No hay tiempo para frenar.
Aun así mi padre reacciona. Pisa el pedal a fondo. Las ruedas patinan, el
sonido es ensordecedor. El coche se desestabiliza. Mi padre no puede
controlarlo. La chica no se aparta. Cada vez estamos más cerca. ¡La vamos a
atropellar!
De repente un volantazo. El coche evita a la niña. Pero sale despedido.
Y entonces vueltas. Todo gira a nuestro alrededor. Los cristales estallan.
Cierro los ojos. Noto cómo se clavan en mis párpados, manos, cuello, cara,
piernas. Mi madre chilla. Yo también. Oigo los crujidos de la carrocería, los
golpes contra el suelo. Un choque más fuerte, y luego más vueltas. Algo me
golpea la cabeza. Sangro. Pero sigo gritando. De nuevo un impacto más
intenso. Se me corta la respiración, me mareo. Tengo ganas de vomitar. Mi
madre ha dejado de chillar. El coche sigue girando.
Silencio.
Tardo un minuto en abrir los ojos. Al hacerlo la vista se me nubla y caigo
en la cuenta del dolor que atenaza mis músculos y me impide pensar. Al
recuperar la visión, todo está lleno de cristales, humo, hierros y de un rojo
intenso.
—¿Sarah? ¿Estás bien? —Es la voz de mi padre desde el asiento del piloto.
—Creo que sí.
Entonces oigo el chasquido de algo y veo que mi padre sale del coche.
—Voy a pedir ayuda.
Sin embargo, algo en su voz indica que es mentira.
Lo veo avanzar delante del coche, en zigzag. Al fondo creo ver una silueta
blanca. Mi padre va tras ella, pero entonces se detiene. Aún está lejos. Se queda
mirándola. Yo le imito. La silueta se aleja lentamente y el bosque de abetos se
la traga.
Entonces recuerdo algo. Mi madre. Todavía no se ha movido de su asiento.
Desabrocho como puedo el cinturón y me acerco a ella. Su ventanilla está
totalmente destrozada y la puerta tiene una abolladura profunda.
Al aproximarme a su cara, veo que está inconsciente. Trato de reanimarla
dándole golpecitos en la cara, pero nada.
—¿Mamá? ¿Mamá, me oyes? Mamá, responde. Por favor, mamá. ¡Mamá!
Pero la respuesta no llega.
Capítulo 2


Domingo, 30 de agosto.

Es increíble cómo es capaz de desmoronarse el mundo de un momento a
otro. Se tienen planes, proyectos, ambiciones, sueños... pero todo puede
torcerse.
La vida es traicionera. Bueno, más bien es una mierda enorme. Basta con
que te arrebate lo que más quieres, para saber cuánto apesta.
¿Y ahora qué? Eso es lo que me pregunto. ¿Merece la pena continuar? Ojalá
lo supiera...
Me he dado cuenta de que no estaremos aquí para siempre, de que la
existencia es solo pasajera y que cualquier persona, por muy importante,
prestigiosa o famosa que se considere, sólo es una ínfima parte de un mundo
cambiante y caduco. Simples motas de polvo que antes de darnos cuenta
desaparecerán.
Mi madre es ahora una de esas motas. Ella fue arrastrada por el viento,
arrancada de mis brazos. Y al hacerlo, se llevaron una buena parte de mí.
Puede parecer exagerado, pero solamente aquellos que han perdido alguien
realmente importante, sabrán de lo que hablo. Porque siempre que se va un ser
querido, también se lleva un pequeño pedazo de las personas en las que deja
huella. Y ella dejó una huella enorme en mí. Inmensa.
Cuando cambias de ciudad, también lo hacen las relaciones. Las amistades
se quedan inacabadas a la espera de un improbable regreso que nunca llega.
Hasta que se hunden en el olvido. Solo se crea un vínculo especial con las
personas con las que viajas, con tus compañeros de camino. Ellos siempre
están a tu lado y jamás se marchan. O eso creía.
Ahora me doy cuenta de que eso de «siempre estaré a tu lado» es una
patraña. Una burda mentira. Ya se lo digan los amantes más enamorados del
mundo, los padres a sus hijos o, qué sé yo, un niño pequeño a su primer
hámster. Tarde o temprano, uno se acabará yendo. Un ataque al corazón, un
derrame cerebral, o, en mi caso, un accidente de tráfico. Siempre algo fastidia
esa bonita frase.
Maldigo al destino, al futuro y al jodido karma, ¿qué mal he hecho yo para
merecer esto? Ya nadie me arropará por las noches como ella lo hacía. Nadie
me despertará con un beso por las mañanas. Nadie hará locuras conmigo:
nadie con quien saltar al vacío desde un acantilado, con quien bajar las
escaleras automáticas al revés, con quien tirar globos de agua desde el balcón
al vecino molesto. Nadie escuchará mis secretos. Nadie hará de mi consejera
particular… Nadie me comprenderá.
Vale, sí, aún está mi padre, pero ¿cómo le voy a contar a él que me he
echado un novio? Ni siquiera estoy segura de que se lo contase a mi madre.
Eso, en el hipotético caso de que consiguiera novio.
Maldita sea. Ya no sé ni lo que digo. Quiero expulsar este malestar, esta
asfixia. Pero por más que lloro, por más que grito y por más que descargo mi
ira a golpes contra el pecho de mi padre, no se va. No sé qué hacer. Quiero
seguir llorando, pero ya no me quedan lágrimas. Yo, que me negaba a entablar
amistades serias, que para mí los vínculos eran algo tedioso. ¿Por qué ha
tenido que marcharse la única persona con la que podía formar un lazo
verdadero? Tal vez sea mejor no afianzarse a nada, tener una relación vacía
con todo el mundo. Así el batacazo del adiós será menos doloroso.
Porque no hay duda de que duele. Y mucho...


Viernes, 18 de septiembre. 7:30 a.m.

—Papá, no quiero ir.
Mi padre observa con gesto cansado el par de ojos suplicantes que asoman
por el edredón.
—Sarah, cariño, ya hemos hablado de esto y los dos hemos decidido que
cuanto antes, mejor.
Entonces acerca mi ropa, mientras yo me estiro con un gesto gatuno. Acto
seguido, un bostezo prolongado por mi parte y su mirada de réplica por la
suya.
—Vístete de una vez y deja de remolonear. Voy a prepararte el desayuno.
Más te vale no hacerme subir otra vez.
Asiento con la cabeza, pero no prometo nada. No sería la primera vez que
me quedo sobando después de despertarme. Él aún no conoce el truco de mi
madre: quitar las sábanas y dejarme tiritando. Craso error.
Ha pasado casi un mes desde que ella murió y tanto mi padre como yo
hemos acordado que ya es hora de que empiece a ir al instituto, así él tendrá
más tiempo para rehacer su vida y no estar tan pendiente de mí. Ni siquiera
estoy segura de que haya encontrado trabajo todavía. Y eso que nunca ha
tenido dificultad para entrar en cualquier pastelería porque hace unos bollos de
crema que quitan el sentido. Es probarlos, y el jefe queda encantado.
Por mi parte, creo que le vendrá bien a mi cuerpo algo de aire fresco. Me
da la sensación de que los días pasan el triple de lentos encerrada en la nueva
casa. Sí, tal vez parezca una locura, pero al final decidimos mudarnos a la
oferta de casa. ¿Cómo volver a nuestro anterior piso donde todo nos
recordaría a ella? Mejor empezar de cero en una nueva ciudad. Bueno, en un
nuevo pueblo. Valdepeñas de Jaén se llama, en plena sierra, al sur de España.
Apenas he salido de la casa para inspeccionar, pero, por lo que veo por la
ventana, está entre montañas, todas ellas plagadas de olivos. Según tengo
entendido, aquí todo el mundo se dedica a recoger aceitunas y sacarle el aceite.
¡Genial!
Del accidente no logro recordar gran cosa. Los giros, los golpes, los
gritos… mi madre inconsciente… muerta. Y una palabra que resuena en mi
cabeza: Sempiterno. Me acuerdo haberla oído en la conversación de mis
padres. «Que durará siempre; que no tendrá fin», la define el diccionario. Pero,
¿qué querrá decir? Le he dado mil vueltas y buscado en algún libro, pero nada
concluyente. Me temo que solo mi padre podrá sacarme de dudas, aunque, por
desgracia, todavía es pronto para preguntar. La herida aún está abierta y
sangrante. Muy sangrante.
La voz de mi padre sube por las escaleras:
—Sarah, el desayuno.
Vale, aún estoy acurrucada en la cama. Me levanto de un salto y estoy
vestida en un periquete. Paso al cuarto de baño y la imagen del espejo me
sobresalta. En él hay una chica ojerosa, más delgada que de costumbre, con los
pelos rubios enredados y una cara de zombi que no puede con ella. Las pecas
resaltan sobre la piel, más pálida de lo habitual. ¿Hace cuánto que no veo la luz
del sol? Hasta ese momento no soy consciente del peso que he perdido y la
mala pinta que tengo. No es que antes fuera muy guapa, pero es que ahora soy
un orco.
Meto la cara bajo el frío chorro del grifo y, cuando ya siento el color sobre
las mejillas, empiezo a arreglarme. Todo sea por crear una buena impresión el
primer día de clase. Al terminar, parezco persona.
Bajo corriendo las escaleras. Tengo menos de veinte minutos para comer,
lavarme los dientes y llegar al instituto. Uf, menudo reto.
—¿Has ventilado la habitación? —dice mi padre mientras tomo asiento—.
Cuando he entrado olía a perros muertos. Todavía sigues siendo una apestosa
por la noche… y bueno, por el día.
—Sí, papá —digo, con tono cansado. Antes él y mi madre solían llamarme
la pequeña apestosa, porque me tiraba unos pedos que echaban para atrás,
sobre todo cuando me ponía nerviosa o cuando mentía. Pero eso ocurría
siendo yo muy niña, ahora me contengo mejor y solo se escapa alguno cuando
tengo miedo o estoy alterada. Que él me venga siempre con la misma historia
una y otra vez no hace más que resaltar lo poco que nos conocemos.
Mientras devoro las tostadas, él friega los platos de la cena de anoche.
Desde que mamá murió ha dejado de ser el mismo. Sé que intenta ser más
considerado conmigo, prestarme la atención que ella me daba. Y sé que le
cuesta, porque nosotros nunca hemos conectado del todo y era mamá la que
hacía de enlace entre los dos. Pero eso no es lo peor. Desde el accidente,
siempre anda cabizbajo, con ojeras y varias veces lo he sorprendido llorando.
Me rompe el alma verlo así. Aunque supongo que no puedo hacer nada.
Entonces él se gira y me pilla observándole. Y sonríe. Una sonrisa con un
tinte amargo que en lugar de alegrarme, me entristece.
—Vas a tener que correr si quieres llegar a tiempo a clase. —Señala el reloj
que cuelga de la pared.
Sigo la dirección de su dedo y… mierda. Quedan diez minutos. Las ganas
de ir a clase se evaporan.
—Papá, no quiero ir, de verdad —murmuro lo más convincente que puedo.
Siempre me pasa lo mismo. Primero quiero ir, enfrentarme a ese nuevo
desafío. Luego vienen los nervios, la vergüenza y hasta el arrepentimiento. Y
finalmente, cuando algo se complica, la negociación, que es la etapa en la que
estoy y en la que nunca consigo nada.
—¿Y si lo dejamos mejor para el lunes? Así empiezo la semana completa
—propongo.
Él deja de secar los platos y se gira para encararse conmigo.
—Sarah —en su voz reconozco una ternura atípica, pero seguro que no por
eso me voy a librar—, si cada vez que vayas a empezar algo te pones así, no
vas a hacer nada por ti misma. Hay que aceptar que en la vida vas a hacer
muchas cosas que no te gustan. Yo tampoco quiero limpiar los cubiertos y
mírame.
—Supongo que eso es un «no».
—Un «no» muy rotundo, así que ya estás corriendo.
Refunfuño un poco, pero soy consciente de que no tengo ninguna
posibilidad. Es una pena que en eso de negociar mi padre y mi madre sean
igual de estrictos.


Llego medio ahogada y quince minutos tarde. Si hubiera sido el primer día
de clase supongo que sería algo más normal. El problema es que el curso ya
está empezado y casi puedo imaginarme cómo me mirarán todos al irrumpir
en el aula.
Al entrar en el edificio, que es bastante pequeño, (dudo que quepan más de
quinientos estudiantes), un conserje serio, pero correcto y amable, me conduce
a mi clase. Al parecer ya esperaban mi llegada. Supongo que seré la «nueva»,
o lo que es lo mismo, la comidilla del pueblo durante una temporada.
—Es la última puerta de la izquierda —indica tras doblar una esquina.
—Vale. Gracias.
Camino hacia allí con pasos rápidos y decididos. Aunque por dentro no
estoy tan segura. Sí, ya he pasado por esto siete veces, pero siempre es duro
volver a sentir esas miradas clavadas en mí. Las preguntas, las risitas, los
cuchicheos. Y sobre todo los nervios. Recuerdo la primera vez que apenas era
capaz de articular dos palabras seguidas. Por suerte esa vez no hicieron que me
presentara a toda la clase. Aquello sucedió en Madrid y menuda vergüenza.
Casi sufro un ictus allí mismo. ¡Vaya profesor! Tiendo a juzgar bien a los
profesores, pero aquel descubrí que era un capullo de mucho cuidado.
Vuelvo a la realidad y descubro que estoy paralizada en medio del pasillo,
riendo y murmurando sola. Miro alrededor. No hay nadie. Suspiro de alivio.
Solo faltaba que se corriera el rumor de que «la nueva» está algo chiflada.
Sigo andando hasta llegar a la puerta. Desvío la mirada hacia arriba: 1ºB
Bach. Así que ésa es mi nueva clase. Espero que todo salga bien, o no muy mal.
No como aquella vez que tuve que quitarle el sitio a uno. Respiro hondo, toco
con los nudillos y giro el pomo de la puerta.
Me encuentro con un hombre medio anciano, con cara de pocos amigos. Se
ha quedado petrificado con la tiza apoyada en la pizarra. La clase entera ya está
sentada y, por supuesto, escaneando todo mi ser con sus miradas. Ahora sí que
estoy arrepentida de haberme acurrucado en las sábanas.
—Perdón por el retraso; me he perdido —miento.
El profesor arquea una ceja y suelta la tiza en el alfeizar de la pizarra.
—¿Y usted es? —pregunta mientras ojea el cuaderno de notas.
—Soy Sarah Pereira, la chica que…
—¡Oh! Sarah, ya sé quién es… Siéntese. Hay un asiento allí al fondo.
Los pupitres están distribuidos de dos en dos. Mientras me dirijo al único
sitio libre, escucho la voz del profesor a mis espaldas.
—Y procure llegar un poco antes el próximo día. No suelo ser muy
permisivo con la impuntualidad, señorita Pereira.
El sitio que me ha tocado está junto a un chico que parece estar dibujando
algún tipo de arte abstracto con el boli bic.
—Hola —le susurro.
Él detiene sus garabatos para dedicarme una mirada y un asentimiento de
cabeza.
A simple vista resulta un chico mono. Pelo medio corto cobrizo con un
mechón rubio hasta los ojos, que, para mi gusto, es algo excéntrico y un pelín
hortera. Aunque, bien mirado, he de reconocer que le queda estupendamente.
Rasgos afilados, nariz pequeña, ojos azul claro. Viste bien, huele bien. En
general, bastante atractivo.
No le presto más atención de la necesaria, pues el profesor prosigue con lo
que quiera que esté explicando. Miro la pizarra y veo que son derivadas. Yo he
visto eso ya decenas de veces. Se nota que el nivel de enseñanza varía mucho
de una parte del país a otro. Por no hablar del extranjero.
Resoplo disimuladamente mientras saco una libreta de la mochila. Todo sea
por aparentar ser una chica aplicada. El chico de al lado sí se da cuenta de mi
suspiro.
—Yo también odio las matemáticas.
Le miro. Me ha malinterpretado.
—No es eso. Solo que ya las he dado. —Podría añadir algo. Pero opto por
quedarme callada vaya a ser que se piense que soy una empollona.
Él asiente repetidas veces y prosigue con su proyecto.
El silencio se vuelve a instalar entre los dos. Solo la voz del profesor
indicando cómo despejar la x lo rompe. El resto de la clase no parece muy
entusiasmada. Como es tradición, realizo mi chequeo de los que van a ser mis
compañeros hasta saber cuándo. Los chicos, por cómo se pasan bolitas de
papel y algún que otro avioncito, parecen algo infantiles. En las chicas hay más
variedad. Las del principio de la clase parecen atender seriamente; otras se
miran las uñas, leen, y hasta una se maquilla detrás de la espalda de un
muchacho regordete. Algunas murmuran y me lanzan miradas a hurtadillas,
aunque sus dotes del disimulo dejan bastante que desear. Todos están sentados
de dos en dos, excepto un chico.
—Dicen que te has mudado varias veces —susurra mi compañero,
interrumpiendo mis pensamientos.
¡Vaya! Es la primera vez que salgo de casa y ya saben eso de mí. Soy
consciente de que las noticias vuelan en los pueblos pequeños, pero en éste han
ido más rápido de la cuenta. Puede que sepan hasta qué champú uso.
—Sí —le contesto.
—Supongo que estarás harta de las típicas conversaciones para hacer
amigos: hola, soy Claudia y me gusta la música indie porque me recuerda a mi
ciudad natal, bla bla, bla. Yo prefiero ir al grano. ¿Qué te parece una ronda de
preguntas-respuestas? Te diré lo que de verdad te interesa saber de este pueblo.
Puedes plantearme lo que sea.
Me quedo de piedra. ¡Pero bueno! ¿Quién se ha creído? No es que no
tuviera razón, pero esos aires de niño engreído no me gustan nada.
—No me llamo Claudia —digo para empezar.
—Ya sé que te llamas Sarah. Y eso cuenta como respuesta. Venga, te toca
preguntar.
Le sostengo la mirada unos segundos. No parece bromear. El profesor, o
tiene mucho que explicar, o tal vez desde atrás no nos escuche. Ventajas de
sentarse en la última fila.
—Está bien —acepto. Todo sea por matar el tiempo; de todas formas la
clase no promete mucho—. ¿Cómo te llamas?
—Axel.
—¿De dónde viene ese nom…?
—Esa es otra pregunta —interrumpe—. Me toca a mí. ¿Por qué te has
mudado?
Parpadeo varias veces, sorprendida. Esa no es la primera pregunta que le
haces a una chica que acabas de conocer, pero bueno, supongo que no es tan
raro.
—No lo sé.
—No vale mentir —susurra con voz cantarina.
—Es la verdad —replico, alzando la voz—. No sé por qué me he venido
aquí. Se supone que por una buena oferta, ¿vale?
Él me observa con una sonrisa torcida muy molesta.
—De acuerdo, no te pongas a la defensiva. Es solo un juego. Te toca.
Respiro hondo y trato de no perder la paciencia. Si él empezaba así de
fuerte, yo no voy a ser menos.
—¿Te gusta alguien de la clase? —No es que me importase mucho, pero sé
dónde hay que darle a los chicos para que les duela.
—Sí —responde rápidamente—. Me gusta la chica de las gafas de la
primera fila, la rubia que está hablando con la morena, y también la morena.
Entre otras…
Admito que su supuesta sinceridad es nuevo para mí. Normalmente un
muchacho de nuestra edad tendría más reparo en responder. Aunque tal vez sea
mentira. Quién sabe.
—Eres todo un mujeriego.
—Puede ser. Me toca —se relame los labios y se frota las manos. Miedo me
da—. Ya que has sacado el tema del amor. ¿Te gusto yo?
Arqueo una ceja. ¿Va en serio? Por su penetrante mirada deduzco que sí.
—No.
—No vale mentir —recuerda.
—No he mentido.
—Has tardado demasiado en contestar.
Este chico me pone de los nervios. Maldita sea. Encima de chulo,
inteligente. ¿Por qué habré dudado?
—Está bien, está bien. La verdad, ¿no? Ahí va: me pareces guapo, sí. Pero tú
flequillo rubio está más que pasado de moda y tu actitud de niño guay y chulito
no me gusta nada. Resultado: no me liaría contigo en la vida.
Axel sonríe.
—¡Guau! Buena respuesta. Admiro tu sinceridad.
¡Será tonto! Ahora se va a enterar. A ver si es tan chulito como aparenta.
—Mi turno —digo—. ¿Eres capaz de darle un beso a las tres chicas que has
dicho que te gustan, o es demasiado para ti? ¿Eh, Axel?
—¿Ahora?
—Sí. Y eso cuenta como pregunta. Ahora vuelvo a preguntar otra vez.
Porque claro, no eres capaz de hacer…
Sin esperar a que termine, se levanta y se encamina a la chica rubia que se
sienta junto a la morena. El profesor aún no se ha dado cuenta pues está
terminando de escribir no sé qué fórmula. Axel, sigiloso y rápido, se agacha
detrás de las dos chicas que ahora sí parecen prestar atención. Le da un par de
toquecitos en el hombro a la morena. Ésta se gira y antes de que le dé tiempo a
ver quién le llama, le planta un besazo en los labios. La chica se queda
perpleja. La parte de la clase que lo ha visto reprime un grito ahogado. Su
compañera se da la vuelta, aún sin comprender, momento que Axel aprovecha
para repetir la jugada. Ella sí reacciona y se lo quita de encima de un empujón.
—¿Pero qué haces? —grita.
—Silencio, chicas —dice el profesor sin girarse.
Axel no pierde un segundo y corre a por la última chica, la de la primera
fila. Ella está inmersa en la explicación y no se ha enterado de nada. Resulta
increíble la facilidad que Axel tiene para moverse tan silenciosamente, parece
que lo ha hecho siempre. Se coloca detrás de la chica y repite la jugada. La
chica se gira sobresaltada y él la besa. Entonces le suelta un bofetón, de esos
sonorosos.
—¿Pero qué te has creído?
El profesor ya no soporta más las interrupciones y se vuelve hacia la clase.
Y todos miran a Axel.
—¿Se puede saber qué hace ahí de pie? —interroga.
Éste se queda unos instantes sin saber qué decir.
—No veía bien la pizarra y me he acercado un momento para copiar la
fórmula para despejar la x.
He de reconocer que sabe mentir. El profesor le mira, inquisitivo.
—¿Y no puede preguntarle a su compañera que para algo está junto a usted?
—Es ella la que me ha dicho que no ve.
El profesor se vuelve hacia mí. Yo me quedo petrificada. Él parece notar mi
estupor pues hace un ademán impreciso con el brazo y murmura:
—Está bien, puede sentarse. Pero la próxima vez levante la mano, tanto
usted como la señorita Pereira.
Axel regresa a su sitio con una sonrisa de suficiencia en el rostro. Admito
que tiene agallas. Toda la clase se está riendo, menos las chicas a las que ha
besado. Bueno, y otro chico, el que no tiene compañero al lado. Este último me
mira como preocupado. No parece hacerle gracia lo de Axel. Tiene algo en sus
ojos que me inquieta e intimida.
—Te vuelve a tocar preguntar —dice Axel, rescatándome de esa mirada.
—¿Quién es ese chico y por qué se sienta solo?
No sé por qué he preguntado eso, simplemente las palabras han salido solas.
—Eso son dos preguntas, pero acepto. Se llama Eric, es amigo mío. Se
sienta solo porque no le gusta la compañía. Además, en la clase éramos
impares hasta que tú has llegado y, claro, alguien tenía que quedarse sin pareja.
—Pero este sitio estaba libre cuando he llegado.
—Porque mi compañero ha faltado —explica Axel. Entonces vuelve a
señalar al chico solitario y dice—: Es algo rarito. No tienes nada que hacer con
él. Varias mejores que tú lo han intentado, pero ninguna ha llegado a estar a
solas con él cinco minutos.
¿Varias mejores que yo? ¿Pero qué es esto, un concurso de belleza?
Le dedico un par de miradas más al chico y vuelvo a observar a Axel.
—No me gusta —contesto.
—Yo no he dicho que te guste.
—Lo has insinuado.
—Como quieras, pero ¿a que te ha encantado mi atrevimiento?
—Sí —confieso—. Y se acabó el juego. Ya me he cansado.
—Oh, venga, si nos lo estamos pasando muy bien.
Finjo estar muy ocupada copiando la pizarra para que me deje en paz. Da
resultado pues él también vuelve a pintarrajear.
Noto la mirada de Eric, el chico solitario, clavada en mi espalda. Me sonríe
torcidamente. Lo observo un segundo y veo en sus ojos enigmáticos una
mezcla de intriga y extrañeza, como si viera en mí algo que solo él puede ver.
¿Acaso tengo monos en la cara?
Le ignoro. A él y a Axel.
Capítulo 3


Sábado, 19 de septiembre. 15:00 p.m.

—Ya te he dicho que no pienso llamar a ese chico —le repito a mi padre
por enésima vez.
Es sábado y estamos almorzando berenjenas rellenas de carne picada. De
postre, fresas. Ha pasado solo un día desde que ese chico creído y guapo, Axel,
besó en medio de la clase a tres chicas. Yo, en mi afán por congeniar más con
mi padre, se lo he contado. Error. Ahora cree que Axel me gusta y se empeña
en que vaya a dar una vuelta con él. Piensa que porque haya entablado
«amistad» ya tiene que ser mi novio. Pobre de mí. Si lo sé, no le digo nada.
—Pero si es un chico mono y atrevido. Además si hizo aquel reto fue para
impresionarte, está claro que quiere algo contigo —insiste. Que mi padre
hable de ese modo resulta chocante. Él es un tipo serio, correcto, el que ponía
algo de freno a la alocada mente de mi madre. No le pega. Supongo que
también está haciendo el esfuerzo por conectar conmigo.
—Ya, pero yo no quiero nada.
Dejo mi tazón de fresas con nata a medias y me largo del comedor. Subo a
mi cuarto y cierro de un portazo. ¡Qué pesado!
Me parece genial que mi padre trate de ganarse mi confianza con consejos
sobre chicos, pero no me interesan lo más mínimo. Puede parecer que estoy
muy susceptible, pero es que ha estado dando la lata toda la comida con el
mismo tema y ya estoy harta. Hasta he tenido que hacer el esfuerzo por no
tirarme un pedo, como me pasa cada vez que me altero.
Reconozco que Axel no se parece a nadie que haya conocido, pero no tiene
que ser en el buen sentido. También es guapo, sí, pero es precisamente eso lo
que me disgusta. Parece uno de esos gallitos que saben que pueden conseguir a
cualquiera, que solo con alardear un poco ya la tienen en la palma de la mano.
Y yo de esos no quiero, gracias. Bueno, de esos y de ninguno. ¿Por qué ese
empeño en que tenga novio? Solo tengo diecisiete años. ¿Ya se me empieza a
pasar el arroz, o qué?
Oigo pasos por las escaleras. No me apetece hablar con él. Enciendo los
altavoces, enchufo el iPod y busco el álbum X de Ed Sheeran. Es curioso que
siempre que estoy enfadada trate de calmarme con mi cantante favorito.
Aunque también lo escucho cuando estoy contenta… y cuando estudio… y
cuando paseo… y cuando voy a dormir… Creo que siempre es un buen
momento para Ed Sheeran. Supongo que es lo que tiene tener un grupo
preferido.
Encuentro su canción Sing y le doy voz. Por desgracia la música apenas
logra acallar su voz. Necesito unos altavoces más grandes. Un amplificador.
—Lo siento, Sarah. No es necesario que te enfades.
Odio que diga eso cuando ya estoy cabreada.
—Solo había pensado —continúa—, que a lo mejor te podías distraer un
poco con alguien de por aquí, del pueblo.
Respiro hondo. Trato de ser comprensible. Quizás me haya calentado
demasiado rápido.
—No pasa nada, papá. Pero ¿por qué tengo que buscar una distracción?
Estoy bien así.
Escucho un suspiro prolongado desde el otro lado de la puerta.
—Hija, no estás bien. Llevas cerca de un mes sin hablar con nadie que no
sea yo y ahora que tienes la oportunidad de hacer amigos nuevos, no quiero
que te aísles.
Aquello sí que es el colmo. Admito que no he salido mucho, que incluso he
llegado a pasar varios días recluida en mi habitación. Pero, ¿qué esperaba?,
¿que nada más perder a mi madre fuera de fiesta al día siguiente? ¿Que hiciera
como si nada hubiera pasado? Porque en eso él parece un experto; no hemos
hablado del accidente ni una sola vez.
Noto que me pongo roja de ira. De un salto estoy en pie, abro la puerta de
un tirón y clavo mi mirada en él.
—¿Amigos nuevos, papá? ¿Para qué? ¿Para que luego nos mudemos y
vuelta a llorar? ¿Para eso quieres que tenga novio?
Corro al cuarto de baño y echo el pestillo. No quiero empezar a llorar, esa
etapa ya la he pasado. Pero sé cuándo las lágrimas amenazan con brotar. Y esta
es una amenaza clara. No hay más que ver mi cara encendida en el espejo y
mis ojos cristalinos.
—Eso no va a pasar más —afirma él con un hilo de voz.
—¿Ah, no? ¿Y por qué iba a ser diferente esta vez? Ya van siete veces, papá.
¡Siete veces! ¿Ya te has cansado de cambiar de aires? ¿O es que por fin has
encontrado el trabajo perfecto?
Ahora guarda silencio. Siempre igual, siempre tan esquivo.
—Solo quiero lo mejor para ti.
Otra cosa que odio. Vale, sí, yo también quiero lo mejor para él. Y para
todo el mundo. Quiero que se acabe el hambre, que no haya guerras… lo
mejor para todos. ¿Quién no?
—Pero eso no es excusa para que no me cuentes qué pasa —le grito—. Ayer
me preguntaron que por qué nos mudábamos y no tenía ni idea de qué
contestar. ¿Sabes lo frustrante que es eso? No sé qué pasa en mi propia vida,
¡qué está ocurriendo!
La primera lágrima se desliza por mi mejilla. ¡Maldita sea! Antes no
lloriqueaba con tanta facilidad. Se nota que algo en mí ha cambiado desde que
ella no está.
—Sarah, yo…
—No, tú nada —le escupo desde el baño—. Ibas a decir que lo sientes, ¿no?
Si de verdad lo sintieras me dirías lo que está ocurriendo.
Salgo a enfrentarme a él. No me importa que vea cómo lloro, sabe de sobra
que lo estoy haciendo; mi voz me delata. Necesito respuestas, ya estoy harta de
parecer una niña inocente y estúpida.
—¿Quién nos persigue? —pregunto, seria.
Mi padre rehúye de mis ojos, desconcertado.
—¿Quién nos persigue? —repite.
—Os escuché a mamá y a ti hablar en el coche, el día del accidente. Dijo que
algo iba detrás, que la quería a ella.
Él desvía la mirada. Cómo no.
—No me vas a decir nada —no es una pregunta.
—Sarah, yo…
Pero ya es tarde. Recorro el pasillo como una exhalación y salgo de la casa,
no sin antes cerrar de otro portazo. Esta vez más fuerte.
Desde la ventana escucho su voz:
—Sarah, vuelve. —Le ignoro—. Perdóname. Solo quería que rehicieras tu
vida, que llenaras el vacío que tu madre ha dejado con alguna ocupación. La
que fuera.
—Ese vacío nunca se llenará —murmuro sin que él pueda oírlo.


Estoy perdida. Y lo peor de todo, me da igual.
Reconozco que tengo poco aguante, al menos con mi padre. No suelo
enfadarme así a menudo, es más, creo que no he llegado a tal nivel de
irritación en mi vida. Pero, entendedme, llevo toda mi vida tratando con mi
madre, contándole a ella todo; es la única que me comprende. Mi padre es
poco más que un desconocido. Sí, de acuerdo, vivo con él desde que nací, no
hay duda, pero no hemos hablado de nada íntimo. No es que no sea un buen
padre, pero, ni yo me he empeñado en conocerle bien, ni él a mí. Por eso no
puede venir ahora y tratar de recuperar el tiempo perdido en un mes.
Llevo deambulando por el pueblo bastante tiempo. No sé cuántas horas han
pasado, pero por la posición del sol, diría que son las siete. Pronto anochecerá.
Lo poco que conozco del pueblo es la panadería donde han contratado a mi
padre y el instituto. Nada más. No conozco a nadie, ni mucho menos las calles.
No sé dónde está mi casa, ni siquiera el nombre de la calle.
De todos modos quiero volver. No sabría qué decir, ni mucho menos qué
hacer. ¿Cojo y me encierro en mi cuarto? ¿Actúo como si no hubiera pasado
nada? Eso sería ridículo. Ya veré que surge.
Lo primero es tratar de orientarme. Sé que he visto la plaza del pueblo, la
iglesia, el ambulatorio (no, no hay hospital ni por asomo), una calle de bares,
una heladería y varios parques con fuentes. Lo peor es que después he chocado
con un hombre extraño, de andares zigzagueantes, y no ha parado de seguirme.
Entonces, tras pasar un cruce, he tenido que correr para darle esquinazo. A
partir de ahí, ni idea de qué más he visto, ni de por dónde he venido. Bastante
concentrada estaba ya en la huida.
Ahora estoy junto a un río de aguas cristalinas, que discurre por un canal
construido en medio de una maraña de árboles de toda clase. Llevo
remontando su curso poco más de cinco minutos, cuando la entrada a un
pasaje precioso se abre ante mí. No hay carretera, sino una senda de hojarasca
marrón que cruje bajo mis pies. La maleza verdosa envuelve la entrada del
camino, como una bóveda de ramas y hojas. El sol del atardecer se cuela por
los resquicios creando una sucesión de rayos que parpadean a merced del
viento. Un viento fresco, cargado de gotitas diminutas del río.
Me encanta. El pueblo en sí no es feo, pero el calor que sigue haciendo en
octubre a pleno sol, es horroroso. En cambio aquí, el ambiente tan refrescante,
tan lleno de naturaleza, todo tan verde, tan fértil… Ahora comprendo eso de
que en los bosques se respira de verdad. Menudo cambio de aire; mi padre
tiene que estar encantado.
El sendero discurre paralelo al río y se infiltra en la maleza. Como aún hay
cierta claridad, opto por comprobar si es muy largo.
Mis pasos rompen la calma del lugar. Cada pisada hace recrujir el suelo,
parte ramas secas y hasta algún saltamontes escapa de su remanso de paz.
Llego a un puente de madera, cubierto de musgo y que pasa por encima del
río. No sé si la gente pasa por allí a menudo o es un viejo camino abandonado.
Entonces escucho algo. Son pasos, se acercan detrás de mí. Me pongo
nerviosa. ¿Y si es el hombre que me perseguía? El lugar resulta de repente
aterrador. Algún que otro pedo amenaza con escaparse de mí. No sé qué hacer.
Cada vez está más cerca. Echo a correr por el puente. La madera cruje, pero no
cede. No sé dónde esconderme. Quienquiera que sea se mueve rápido.
Demasiado para mí. Sigo avanzando. El camino no ofrece cobijo alguno.
Corro sin descanso. Mis pies se enredan en las ramitas, pero no lo bastante
como para caer. Noto mi corazón, mi respiración entrecortada. ¡Maldita sea!
¿Cómo he llegado a esta situación? Ahora sí me gustaría estar en casa, con mi
padre. Pero en vez de eso huyo, huyo de algo desconocido. Siento que está
muy próximo. Quizás ya me haya visto. Pero no soy capaz de mirar atrás.
Avanzo lo más rápido que puedo. El camino es largo. Conforme más me
adentro en él, más densa es la oscuridad.
Entonces tropiezo. Caigo de bruces. Los pasos siguen detrás. No sé qué
hacer. Solo se me escapan pedos. Voy a morir ventoseando.
Veo una especie de hondonada en la pared de vegetación. Arrastro mi
cuerpo a trompicones hasta allí, notando las hojas bajo mis manos y a saber
qué cosas más. Me agacho. Y espero.
Mi corazón va a mil por hora, los pasos están a punto de alcanzarme. Le
veo las zapatillas. Anda decidido, con prisa. Llega a mi lado, y me da la
impresión de que se detiene un segundo. Cierro los ojos. Tengo miedo.
«Por favor, que pase; por favor, que pase», rezo.
Y pasa.
Cuando ya apenas se entreoyen los pasos, asomo un ojo entre las ramitas. Y
quedo impresionada. No es el hombre extraño. Es Eric, el chico solitario del
que Axel habló en clase. Pese a que no corre, anda rápido, como si llegase
tarde a algún sitio.
No sé si es el aburrimiento, que no tengo ningunas ganas de volver a mi
casa, o simplemente la curiosidad. El caso es que le sigo. Hay algo en sus
pasos que resulta intrigante.
Trato de perseguirlo con cautela, respetando siempre una distancia de
seguridad y con el máximo sigilo posible. Aun así, alguna vez se oye el
chasquido de una rama que mis torpes pies han partido. Me he mudado muchas
veces, sí, pero no estoy acostumbrada a caminar por una capa de vegetación
putrefacta. Qué le voy a hacer. Solo ruego por que no me escuche. Moriría de
vergüenza si me pillase espiándole.
Eric continúa por el pasaje un tiempo. Llegado un punto, se sale del camino
y toma una senda que no se merece ese nombre; todo son malas hierbas,
zarzas, ramas y troncos echados abajo. ¿Adónde irá? Tengo que apretar el
paso para seguirlo porque él parece hacer este recorrido todos los días. Gira
por un recodo, se agacha, salta… Yo le persigo como puedo: tropiezo, caigo,
se enredan espinas en mi coleta. Pero de todos modos no le pierdo de vista.
Hasta que gira por una esquina y adiós. ¿Dónde se ha metido? No iba tan
lejos como para perderle. ¿Se lo ha tragado la tierra? Lo peor va a ser salir de
aquí. Y encima anocheciendo. Genial.
Busco el camino como puedo, quitando ramas de en medio, apartándolas de
mi pelo. Empiezo a agobiarme. Ni siquiera escucho el murmullo del río. He
vuelto a perderme. Y eso que ya estaba perdida. Me he «reperdido». Seré
estúpida…
De repente, entre rama y rama asoma un caserón. Está abandonado, no hay
duda. Eso, o al dueño le gusta que las plantas trepadoras engullan la casa hasta
los cimientos. Tiene un aspecto sobrecogedor, imponente. Un escalofrío no
tarda en recorrer todo mi ser.
Estoy acercándome un poco más, cuando noto una mano sobre mi hombro.
Chillo. Muy fuerte. Demasiado. Y alguien chilla conmigo.
Me giro y veo que el chico al que seguía se ha asustado de mi grito. Vaya
par de valientes estamos hechos.
—¿Qué demonios estás haciendo? —pregunto cuando mi corazón ha
recuperado un ritmo sostenible, lejos del paro cardíaco.
—¿Qué demonios estás haciendo tú? —replica él, recobrando también la
calma—.¿A qué viene ese grito?
—¿Y el tuyo?
—Me has asustado.
—Y tú a mí, no te digo.
Los dos estamos respirando entrecortadamente, solo que yo mucho más que
él. Nos quedamos mirándonos fijamente un momento. Él con el rostro perlado
de sudor, yo con goterones colgando de mi nariz. Menuda pinta para conocer a
alguien. Menos mal que él tampoco se queda atrás: tiene el pelo alborotado, la
ropa sucia y restos de no sé qué cosa oscura en la cara. Aun así, no está feo.
Tiene algo especial, algo que gusta, un encanto diferente al de Axel. No es que
sea guapísimo, (más bien es del montón), pero por decirlo de algún modo me
agrada su aspecto. Y aquellos ojos… ¿de qué color son? ¿Castaños?
¿Esmeralda? No logro descubrirlo.
—¿Por qué me seguías?
—No te seguía —miento.
Él señala mi cabeza con el dedo. Palpo con cuidado y noto vestigios de
vegetación por todo el pelo. Más me vale pensar una buena mentira que
justifique mi deprimente estado. Pero por más que pienso no encuentro
ninguna.
—Entonces —dice él— has acabado en medio del bosque por propia
voluntad, con la cabeza llena de hojas, como si te hubieras escondido en un
agujero, o en una hondonada…
O sea que sí me ha visto. No me he imaginado que se detenía, sino que se ha
parado de verdad.
Me ruborizo, aunque no creo que se note por el susto de antes, que todavía
lo tengo metido en el cuerpo.
—Vale, te estaba siguiendo —admito. Reconozco cuándo es demasiado
tarde para mentir.
—Eso ya lo sé, te he preguntado por qué.
—Me aburría —digo simplemente.
—¿Y cuando te aburres te escondes entre los arbustos y espías a los demás,
«si a eso se le puede llamar esconder»?
Dicho así parezco un poco estúpida. Bueno, bastante estúpida.
—No exactamente —explico—. Antes ha estado siguiéndome un tipo muy
raro y cuando te he escuchado pensaba que era él. Por eso me he escondido.
—Y luego has dicho: «Ah, no es él, vamos a seguirlo», ¿no?
Me quedo sin palabras. Eric me observa, medio riéndose, con la
incredulidad plasmada en el rostro. La verdad es que si yo fuera él tampoco
sabría si creer mi historia. ¿Para qué le habré perseguido?
—Tuve curiosidad —confieso—. Y ya que estaba perdida no tenía nada que
perder.
El chico se rasca la barbilla y dice:
—Recapitulando, que te has perdido por el pueblo porque alguien te
perseguía y cuando me has visto a mí te has tirado entre las hierbas y has
decidido seguirme… porque sí.
—Suena muy absurdo, pero sí.
Asiente varias veces con la cabeza. Parece a punto de echarse a reír. Y no le
faltan motivos.
—Vaya con la nueva…
—¿Y tú qué hacías aquí? —pregunto, tratando de desviar la conversación a
un tema menos vergonzoso para mí.
—Desde luego, espiar no —contesta—. Daba un paseo.
¡Claro! Un paseo. ¿Cómo no se me ha ocurrido esa mentira a mí antes? No
digo que en su caso sea falsa, pero tampoco es que tuviera pinta de ir a dar una
vuelta con esas prisas. Seguro que le he interrumpido. Pero, en fin, aquí la que
ha sido pillada in fraganti he sido yo.
Ahora reina el silencio. Ninguno sabe qué decir. Veo que está mirando
alrededor, como apreciando el ambiente. O tal vez esté incómodo en mi
presencia. Recuerdo que Axel mencionó que prefería estar solo. Aprovecho y
le miro los ojos, intentando averiguar de qué color los tiene. Parecen entre
grises y verdes, pero con motas castañas. De repente me mira y nuestras
miradas se cruzan. Un segundo. Lo suficiente para morirme de vergüenza. ¿En
qué estaría pensando?
—Bueno, ya hemos jugado a los espías y yo te he descubierto. Fin del
juego. Ya puedes irte a perseguir a otro. Déjame a mí con mi paseo.
—Te he dicho que me he perdido.
—Pero ha sido en el pueblo.
Suspiro. Estoy cansada, ahora sí que quiero llegar a casa. Seguro que ese
chico ya tiene cientos de motes para mí. La hierbajos, o la acosadora. Solo
quiero que acabe este absurdo encuentro ya. Si al menos supiera regresar…
—Aunque supongo —continúa hablando— que aquí también estarás más
que perdida.
Asiento, resignada. Eric también parece rendido. Aun así, no se le borra esa
sonrisa escondida, como si le hiciera gracia la situación.
—Te llevaré a casa.
Emprendemos el camino de vuelta en silencio. Él va delante, abriéndose
paso. Solo habla para señalar algún agujero, alguna raíz suelta o para indicar
que agache la cabeza. La mayoría del trayecto me sostiene las ramas y me da la
mano para saltar algún que otro tronco en el que antes he tropezado.
Aparecemos en el sendero del río y me conduce hasta el principio, donde ya
empieza la carretera. Se queda esperando a que prosiga yo sola el camino.
Pero no muevo un dedo. Entonces él lo comprende al momento.
—Sigues sin saber volver —afirma, categórico.
—Soy nueva aquí —me excuso.
—Está bien, tendré que dar el paseo acompañado.
No puedo evitar sonreír. Le he chafado su plan, sea cual sea, pero no parece
muy enfadado. Todo lo contrario, sonríe.
Para sorpresa mía, sabe dónde vivo. Claro, en un pueblo, todo el mundo
conoce a la nueva.
La luz de las farolas ilumina nuestro caminar. El sol hace poco que se ha
puesto entre las montañas de olivos. Suerte que Eric me acompaña, porque si
no estaría muerta de miedo.
Cuando reconozco la calle, suelto un suspiro de alivio.
Estoy deseando llegar a casa y darme un buen baño. Que el agua se lleve el
recuerdo de aquel día nefasto. Aunque seguro que a la mañana siguiente ya
estoy bautizada con algún mote ingenioso, pero odioso.
—Muchas gracias, Eric —digo sinceramente.
—¿Cómo sabes mi nombre? —inquiere él, con una ceja arqueada.
¡Mierda! Otra metedura de pata más. No doy una.
—Y luego dices que no me acosas…
Sigo sin poder decir nada. ¿Dónde se ha metido mi lengua? ¿Qué les pasa a
mis cuerdas vocales? ¡Vamos, espabilad, defendeos!
—Si tanto interés tienes en mí —murmura—, podríamos quedar mañana,
así no tienes que perseguirme y observarme desde las sombras.
Me quedo pasmada. ¿Qué lógica es esa? Es como si yo le propusiese al
hombre que me ha seguido esta tarde que fuésemos a tomar un café.
—No quiero nada contigo —le digo, pareciendo más brusca de lo que
quiero ser.
—Yo no he dicho lo contrario —replica—. Solo es para enseñarte el
pueblo, vaya a ser que te vuelvas a perder.
Me sonrojo. Y esa vez sí que lo noto.
—Vale, pásate mañana —logro decir.
—No hace falta que me digas tu dirección.
No tengo tiempo de despedirme porque ya se ha girado y rehace sus pasos.
Al entrar a casa, veo que mi padre está en la posición en la que lo dejé;
mirando por la ventana. Parece que lo cotilla de mi madre se le haya pegado a
él. Pero ya no estoy enfadada. Es más, para cuando quiero darme cuenta, siento
que estoy sonriendo. Y mi padre ha visto esa sonrisa. Bah, qué más da.
Después de todo, no ha sido un día tan malo.
Capítulo 4


Domingo, 20 de septiembre. 10:00 a.m.

Noto unos golpecitos en mi hombro. Entre sueños, digo:
—¿Mamá?
—No, soy yo, cielo.
Entreabro los ojos y encuentro una sonrisa amarga estampada en el rostro
de mi padre. Tardo en asimilar mi metedura de pata. Confundir a tu padre con
tu madre cuando ella hace poco que ha muerto, no debe de sentar nada bien.
Mala forma de empezar el día.
—Un tal Eric pregunta por ti.
Bostezo y trago saliva. Todavía no he procesado sus palabras. Pero cuando
lo hago, doy un brinco en la cama. Miro alrededor, asustada por si anda en la
habitación, viéndome roncar. Trato de enfocar en las esquinas, y luego en el
umbral, pero no hay rastro. Menos mal, eso sí que hubiera sido una mala
manera de comenzar el día. ¡Qué vergüenza!
—Está en la entrada. Ha preferido esperar allí. Dice que habéis quedado.
Mi cerebro absorbe la información lentamente. Todavía estoy medio
dormida. ¿Y si sigo soñando?
—¿Qué hora es? —murmullo, con un prolongado bostezo.
—Las diez en punto.
Suelto un bufido de queja, mientras me tiro de nuevo en la cama. Mi cuerpo
rebota entre las sábanas hasta quedar cómodamente envuelto al abrigo del
edredón.
—¿Le digo que no vas? —pregunta mi padre al interpretar mi reacción.
Por un momento, la idea suena tentadora allí acurrucada y calentita. Pero es
solo un instante.
—No, da igual. Ya le digo yo lo que sea.
—Vale, cariño. Si vas a salir, deberías arreglarte un poco. Tienes una
pinta… curiosa.
Me incorporo y observo mi imagen en el tocador. ¡Parezco una leona! Toda
mi melena está al estilo afro y mi cara de sueño llega hasta el suelo. ¿Qué ha
pasado esta noche? ¿Alguna fiesta que no recuerde? Me acicalo como puedo y
cuando creo que estoy algo decente, asomo el rabillo del por las cortinas.
Él está ahí, con una pierna apoyada en la pared y las manos en los bolsillos.
No le oigo, pero parece que silba. Mi corazón se acelera. ¿Por qué? No lo sé,
preguntadle a él. Suerte que Eric está de espaldas y no ha visto mi cara de
pánico y nervios. Desde esa perspectiva parece un chico encantador. Entonces
se gira y me pilla de pleno. Mis latidos ahora se disparan. Creo que me
sonrojo. Él sonríe y saluda con la mano.
Como veo que es inútil fingir que no le miraba, abro la ventana para
disimular, aunque sea un poco.
—¿Qué haces aquí? —le pregunto.
—Buenos días a ti también. Habíamos quedado.
—No creía que llegarías tan pronto.
—Pues pensaba venir más temprano, a las siete más o menos; aquí es
tradición levantarse pronto para ir al campo a los olivos. Aunque, claro,
viéndote con el pijama de corazoncitos, supongo que he hecho bien en venir
más tarde.
Me ruborizo. Debía de haberme vestido antes de asomarme. Es obvio que
mi significado de decencia está lejos de ser aceptable. Maldita sea. Si al menos
estuviera más espabilada, habría caído en ese detalle.
—Vamos, Sarah, tenemos un pueblo en el que perdernos.
Aquello suena raro, pero asiento con la cabeza.
—Ahora bajo —le digo sin pensar.


Vuelvo a ser humana tras pasar no sé cuántos minutos en el baño. Lo siento
por Eric, pero debía haberme avisado de que llegaría a esa hora. Doy gracias
de que mi padre tenga el desayuno listo, pues sería otra media hora de espera.
Ya no estoy enfadada con él. Es más, la conversación de ayer parece tan lejana,
que es como si el tiempo hubiese curado la herida. Debe de ser la cantidad de
cosas que han ocurrido desde entonces.
Mientras tomo mi tazón de cereales, me entran las dudas. En el momento
me pareció bien que Eric se ofreciera a enseñarme el pueblo, pero ahora en
frío no tanto. ¿Y si no es tan buena persona como parece? Después de todo
apenas le conozco. Pero la duda peor de todas es: ¿y si él quiere algo más
conmigo? No sé cuánto tiempo voy a estar en este pueblo, ni tampoco si estoy
preparada para tener algo con alguien. Pero tampoco quiero encerrarme en
casa como mi padre dice que hago. Me gustaría salir a distraerme, pero sin
tener que entablar amistades serias. Pero una cosa implica la otra. Y si no la
implica, acabo perdida entre árboles y un río. No sé si me explico. En
definitiva, que estoy hecha un lío.
Ahora lo recuerdo, eso era lo que me reconcomía anoche y por lo que he
dado tantas vueltas en la cama. Y la razón de mi peluca de leona.
En casos como este, mi madre solía ayudarme. Ella era partidaria de no
achantarse ante nada, de salir a la aventura. Aún parece que la oigo diciendo:
«arriésgate». No había cosa que repitiera más. ¿Que no sabía si le gustaba a tal
chico?, arriésgate y pregúntaselo; ¿que no sabía si probar la salsa habanera en
los espaguetis?, arriésgate y échasela, ¿que no estaba segura de cómo resolver
las matrices?, arriésgate e invéntatelas… Para todo igual.
Pero ahora ella no está. Eso no quiere decir que me niegue en redondo a
hacer amigos, a probar cosas nuevas. Solo digo que de los errores se aprende
y yo he aprendido a no encapricharme con algo que después voy a perder.
Porque tal vez al probar algo nuevo, me guste, pero sé que con el tiempo se
alejará de mí. O yo de él. Y paso de sufrir a lo tonto.
Vuelvo a la realidad y veo que mi padre me está hablando, pero no logro
pillar el hilo de la conversación.
—¿Qué dices, papá? —pregunto.
Él parece comprender que no le estaba atendiendo y murmura con gesto
resignado:
—Nada, solo que vendría bien darle una manita de pintura a la casa.
—Estoy de acuerdo. —La fachada de la casa da pena y el interior de algunas
habitaciones, más todavía.
—¿Vienes para comer?
—Ni siquiera estoy segura de que vaya a ir con él.
—¿Por qué no? —pregunta. Parece decepcionado.
Engurruño los labios.
—No sé, lo acabo de conocer. Además no sé si…
—Vamos, Sarah, no tienes nada mejor que hacer. Aunque no te guste,
puedes ir a dar una vuelta con él y ya está. No te vendrá mal tener un amigo.
Barajo esa posibilidad un momento. Para ser el primer consejo serio de mi
padre no está mal. Un simple paseo por el pueblo no tiene por qué implicar
nada más.
—Arriésgate —dice.
En sus ojos parece asomar la sombra del recuerdo de mi madre.
—Me arriesgaré.


Cuando conoces a alguien y quedas con él por primera vez, la conversación
pasa por tres etapas. La primera, la vergüenza. Se miden mucho las palabras,
se trata de caer bien al otro, haciendo comentarios vacíos sobre cosas
superfluas. Es una mezcla de silencios con palabras que suelen empeorarlo.
¿Por qué entonces las parejas van al cine al principio? Para tener una excusa
con tal de no hablar demasiado, y que la conversación no se sumerja en un
silencio incómodo.
Luego sigue la toma de confianza. Cada uno se muestra cómo es realmente.
Aquí cada cual dice lo que piensa, con más o menos control. Lo peor de esta
fase es perder demasiado el control. Lo que lleva a las meteduras de pata. La
clave está en cómo se toma el otro esa cagada.
La última etapa es la que yo llamo la incertidumbre. Cuando ya se acaba el
encuentro y hay que poner fin a la conversación. Nadie sabe cómo le ha caído
al otro, cómo despedirse o qué hacer luego. Y solo sabes que ha ido bien
cuando pasa un tiempo y los dos sentís ganas de volver a quedar.
Con Eric la cosa no va a ser distinta, por supuesto. Al principio, la
vergüenza nos domina. Apenas sabemos qué decir. Él se limita a enseñarme el
pueblo, cual guía turístico. Yo simplemente le sigo, cual perrito faldero, y
asiento a sus explicaciones sobre cada lugar. No parece un chico muy locuaz,
aunque claro, yo tampoco es que le dé mucho juego. Siento admitirlo, pero
parecemos una pareja de críos que lleva hablando por internet varios meses y
ahora, cara a cara, se les atragantan las palabras.
Aun así, no tener una conversación muy fluida me permite prestar plena
atención a lo que nos rodea. Descubro que la plaza está a una calle de mi casa.
Quizás si lo hubiera sabido ayer, no hubiera acabado perdida, ¿quién sabe? Me
enseña la Calle Real, con varios bares que apestan a alcohol, patatas de bolsa y
pipas. El ambiente dentro ya está bien caldeado; y eso que son las once pasadas.
Habría que verlo a las dos de la madrugada.
Poco a poco la conversación se va animando y entramos en la segunda
etapa. De vez en cuando me lanza alguna pullita sarcástica del estilo: «te estás
quedando con el camino, luego vas a tener que rehacerlo tú sola». A lo que yo
le respondo: «si me pierdo será porque eres un mal guía».
Pronto deja de ser interesante el pueblo y me entran ganas de saber más
sobre Eric. Pero solo por mera curiosidad, como un amigo más. Un paseo no
implica nada más, en eso hemos quedado.
—¿Qué hacéis aquí para divertiros?
Es una pregunta típica, pero creo que servirá para luego indagar más sobre
él.
—Creo que los bares llenos de gente te responden bastante bien.
—Me refería a los jóvenes como nosotros.
—Yo me refería a todo el mundo. Aquí prácticamente el pueblo entero bebe.
Incluidos los de nuestra edad. Los mayores, a los bares; y los pequeños como
nosotros, al botellón, y un poco más tarde a la Azahara, la única discoteca de
aquí. No hay mucho más que hacer.
—¿En serio? —Asiente—. ¿Y tú también bebes?
—No, yo no. Ni me gusta bailar, ni me gusta el ambiente de esa fiesta.
Suspiro de alivio. La bebida y yo no hemos congeniado bien nunca. Menos
mal que Eric también la aborrece.
Entonces él dice, malinterpretando mi suspiro:
—Bueno, también está la feria y las fiestas realengas donde la gente se
disfraza de época, con trajes medievales y demás. Pero claro, es una vez al
año, y para una chica de ciudad como tú, tampoco debe de ser gran cosa.
—No soy una chica de ciudad. Nací en Galicia, pero luego me mudé.
—¿Por qué te mudaste?
—Oficialmente, porque queríamos cambiar de aires. Ahora, ¿la verdad? No
tengo ni idea.
—¿Y por qué aquí, a Valdepeñas de Jaén? Mira que hay pueblos y mucho
más entretenidos que éste.
—No había caído en esa cuestión. Otra incógnita más a mi lista de enigmas
sin resolver de mi vida.
Eric sonríe. Le ha hecho gracia mi comentario. Aunque pronto su sonrisa se
apaga.
—Debe ser muy frustrante cambiar de ciudad sin saber por qué.
—No lo sabes tú bien —digo, resignada.
Quedo callada un rato mirando el suelo. Jamás había comentado mi
situación con nadie. Y la verdad es que me siento mejor. Es cierto eso que
dicen de que hablarlo es bueno. El problema es que ahora no tengo ánimos de
seguir paseando. Me gustaría saber qué va a ocurrir en mi vida, qué le pasó a
mi madre… No tengo ganas de conocer un pueblo del que posiblemente me
mude al día siguiente.
—Mira el lado positivo —comenta Eric, consciente de que he cambiado el
gesto a uno bien serio—, has viajado, visto mundo, y eso siempre será mejor
que quedarse en un pueblucho plagado de olivos y bares.
Me río. Resulta agradable que alguien trate de animarte cuando lo necesitas.
Hacía tiempo que no sentía algo así.
—Tu panorama tampoco parece muy brillante —admito—. Aun así, sigo
pensando que es mejor que el mío. Creo que un poco de estabilidad, aunque
sea muy repetitiva, es mejor que vivir con el miedo a que tu padre te despierte
diciéndote que cambiáis de casa.
Caigo en la cuenta de que más que indagar en la vida de Eric, ha indagado
él en la mía. Vaya idiota.
—Me has dicho que tú no bebías —recuerdo mirando hacia arriba—,
entonces ¿qué es lo que haces para pasártelo bien? Axel me dijo que era amigo
tuyo, quedarás con él para hacer algo, digo yo, ¿no?
—Sí.
Espero paciente a que prosiga, pero no lo hace.
—¿Y bien? —le presiono.
Él parece dividido. Como queriendo contarme algo, pero no haciéndolo
por algún motivo.
—Mira, Sarah —explica—, en este pueblo, lo que más se valoran son los
secretos. La gente se pirra por ellos, están deseando tener un nuevo
chismorreo para intercambiarlo con la vecina, con su hija, o con quien sea. Y
éstos a su vez con sus amigos. Y así se entera todo el pueblo. No hay vida
privada. ¿No has visto los cuchicheos de la gente cuando pasamos a su lado?
Ellos me conocen a mí, pero no a ti. Pronto se correrá el rumor de que
estamos juntos, o de que eres mi prima, o sabe dios qué. Te daré un consejo:
guarda bien tus secretos y tendrás vida privada.
—Resumiendo, que no vas a contarme qué haces para divertirte.
—Lo siento —dice.
—Vaya, qué misterioso —trato de ser irónica.
—No pretendo serlo. Solo digo que…
De repente, noto una mano en mi hombro. Doy media vuelta y veo al tipo
que me persiguió ayer, el de andares zigzagueantes. Pego un grito.
—Las más oscuras sombras se ciernen sobre ti, criatura —me susurra.
Corro detrás de Eric y me refugio en su espalda.
—¡Este es! ¡El hombre que me seguía ayer! ¡Es él! —le digo.
Eric suelta una carcajada.
—¿Este? Es Nico el loco, Sarah. No tienes de qué preocuparte. Es buena
persona, el pobre enloqueció cuando perdió a su mujer. Hola, Nico.
Sin embargo, el hombre no parece nada pacífico. Mira intimidantemente y
se acerca poco a poco con una mano a modo de garra.
—Él se hace más poderoso. Cada día tiene más abyectos. Pero vosotros no
tenéis que caer en su trampa. Debéis evitar el contacto, no os dejéis engatusar
con sus trucos. Es muy fuerte, cada vez más. Debéis huir. ¡Huir!
El hombre se abalanza sobre nosotros con movimientos lentos. Extiende los
brazos con la intención de estrangularnos.
Eric le retiene, desconcertado.
—Vamos, Nico. Soy Eric. ¿No me reconoces?
—¡HUIR!
El loco forcejea con mucha intensidad. Parece más agresivo conforme pasa
el tiempo.
—Sarah, no sé qué le ocurre. Sal de aquí. —Me quedo bloqueada—. ¡Ya!
Su grito me hace reaccionar. Salgo disparada. Sin rumbo. Solo corro.
Mi corazón se acelera. Me entra el pánico. Escucho un gritito tras de mí.
Luego un golpe. Miro y veo que Eric ha empujado al loco y éste ha caído. Eric
me da alcance en un santiamén. Coge mi mano y me conduce por un sinfín de
calles. Giramos a la izquierda, luego derecha. Bajamos una cuesta. Estoy
cansada. Eric tira de mí. Noto unos pasos que nos siguen. Me agobio.
—¡Nos está persiguiendo! —le grito, histérica.
—Ya lo sé. No te preocupes, no pasará nada.
Pasamos por una carretera que sale del pueblo. Atravesamos un pequeño
puente. Giramos por un camino de tierra y luego pierdo la noción del espacio.
Veo matorrales, ramas, raíces secas. Yo esquivo, salto, me agacho. Imito a
Eric, pero sin soltar su mano. Me aferro a ella como si dependiera mi vida en
ello.
Seguimos el curso de un río. Tengo sed, ojalá pudiera beber un sorbo de
agua… Pero en lugar de eso, corro. Y Mucho. Me falta el aliento.
—Eric, no puedo más —confieso.
Él para en seco y se detiene a escuchar. Agudizamos el oído, pero solo
logro oír mi ajetreada respiración. Estoy agotada.
—Parece que lo hemos despistado.
—Menos mal —suspiro, recuperando la normalidad.
Noto mis latidos en los tímpanos. No sé cuánto tiempo hemos pasado
corriendo, pero se me ha hecho eterno. Y vuelvo a estar perdidísima, cómo no.
—Ahora tienes que volver a casa sola —afirma Eric.
Le miro, aterrada.
—Es broma, ¿no?
—Obviamente.
Tengo el impulso de propinarle un codazo, pero lo reprimo apretando los
dientes.
—¿Cómo puedes gastar una broma en un momento así?
—Porque sabía que en un momento así te la creerías.
Ahí me ha pillado.
Reemprende la marcha, pero no para regresar, sino siguiendo el camino.
Yo le sigo sin rechistar unos segundos hasta que mi sentido de la orientación
se da cuenta de que nos estamos alejando del pueblo, en vez de acercarnos.
—El pueblo está para allá —señalo.
—Muy aguda —aplaude, irónico.
—Me refiero a si no deberíamos volver.
—Un momento, me gustaría enseñarte algo —dice, haciéndome un gesto
para que le acompañe.
—Mientras no nos acorrale el loco ese… —le recuerdo—. ¿Buena gente?
¡Y una leche!
—Suele serlo —se excusa—. Nunca había pasado algo así. Debe ser que no
te conoce, supongo.
—Supongo… —repito, pareciendo algo estúpida.
Y los dos nos sumergimos entre la naturaleza..


No sé muy bien cómo hemos acabado aquí, pero, tras apartar matorrales,
ramas de olivos, meternos en algo parecido a una cueva y subir unas buenas
pendientes; surgimos en un risco desde el que se ve todo el pueblo.
Vale, reconozco que no soy muy impresionable con esto de los paisajes,
sobre todo porque he estado en los Alpes y eso es difícil de superar. Pero
tengo que decir que aquella vista tiene su encanto. Las casas blancas, recogidas
al abrigo de las montañas, parecen estar protegidas de cualquier peligro. Y
aquellas hileras de olivos… se pierden en el horizonte cual mar en tierra.
—Por eso dicen que Jaén es el mar de olivos —dice Eric.
—Es… increíble —digo simplemente—. Todos los árboles tan bien
alineados.
—Si tuvieras que ir a la aceituna, lo verías con otros ojos.
—¿Qué es la aceituna? —pregunto—. A parte del fruto, claro.
—Ves que hay cientos de olivos, ¿verdad? —Asiento. Parezco una novata
aprendiendo cultura agraria—. Pues imagínate que tienes que recoger las
olivas de todos ellos en pleno invierno a las siete de la mañana.
—No creo que me guste —admito.
—Ni a ti, ni a nadie. Pero es lo que hay. Prácticamente todo el pueblo se
dedica a eso.
Admiro el paisaje un rato, hasta que Eric me sorprende con un bocadillo y
una cantimplora.
—¿De dónde lo has sacado?
—Tengo provisiones escondidas aquí.
—¿No viene alguien y te las quita? —me extraño.
—Poca gente conoce este lugar. Como parecí algo brusco antes al decirte lo
de los secretos, pensé que tal vez este secreto sí lo podía compartir contigo.
Total, puede que mañana te mudes, ¿no?
—Vaya, qué honor —digo, exagerando mucho mi sorpresa.
«Seguro que no se ha traído a más chicas a este precioso rincón, vamos»
pienso, pero obviamente no lo digo. No sé por qué, pero tan pronto cruza esa
idea por mi mente, la rechazo. No imagino a Eric haciendo esas cosas. Aunque
también es verdad que lo acabo de conocer. Pero no sé, mi instinto parece
convencido.
—¿No te gusta? —interpreta, claramente mal, mi ironía.
—No, no es eso. Me encanta. Es solo que…
—Espera a verlo en la puesta de sol y verás.
—Pues que así sea —le digo sin meditarlo detenidamente.
Quizás me arrepienta, pero me gusta su compañía. Pasar una tarde aquí
sentados, tampoco tiene que ser nada malo, ¿no?
—¿Pero y el tour por el pueblo? —recuerda.
—La verdad es que estoy harta de andar, bastante hemos corrido huyendo
del chalado ese.
Eric se ríe. Y yo río con él. Me gusta su compañía.


Anochece. No sé cuánto tiempo llevamos hablando, pero se me ha pasado
volando. Cuando quiero darme cuenta el sol ya adquiere esa tonalidad
anaranjada.
Cuanto más charlo con Eric mejor me cae. Me ha contado cosas de la gente,
de su llamativo acento cerrado, de la aceituna, de la dichosa manía de mirar sin
descaro a cualquier desconocido. También de los motes más graciosos de
algunas familias, como los matarratas, los guardamierdas, los rancheros o los
pistolos. Pero sobre todo me ha hablado de chismorreos: que Axel es un
mujeriego de mucho cuidado, que un día está con una y luego con otra, o que
ni siquiera deja a la otra y está con dos a la vez… Aunque luego ha añadido
que es un gran amigo. Otro es que hace poco encontraron un cementerio bajo
la iglesia del pueblo. Y demás cosas curiosas.
En definitiva, una conversación agradable que hacía tiempo que no
mantenía con nadie.
—Deberíamos irnos —dice él. Creo detectar cierto tono de disgusto en su
voz.
Emprendo el camino de vuelta, pero me doy cuenta de que Eric no viene
conmigo, sino que continúa sentado en el peñasco, observando el horizonte.
Los rayos de sol hacen que su pelo parezca de cobre.
—¿Qué te pasa? —pregunto.
Me acerco a él y le pongo una mano en el hombro.
Entonces me besa.
Y me quedo de piedra.
Pero luego me dejo llevar.
Y me gusta.
Me dan escalofríos.
Y me encanta.
Mis dedos se enredan en su pelo.
Los suyos, en el mío.
Y me encanta aún más.
Cuando retira sus labios de los míos, todas esas sensaciones se hacen a un
lado y dejan paso a un pensamiento, a una imagen: Eric besándose en ese
mismo sitio con una chica distinta, y luego con otra, y otra y otra… Su
picadero… Maldita sea, y yo me he dejado engañar. Soy muy estúpida por no
haberlo visto venir.
Abro los ojos y veo que Eric se aleja de mí. Pero no parece triunfante, ni
feliz. Sino aterrado. No es la expresión que esperaba. ¿Tan mal beso?
Se quita de mi lado y recoge sus cosas rápidamente, mientras sigue en él esa
cara de miedo. Como si hubiera cometido un gravísimo error.
—Sarah, lo siento. No quería hacerlo. Ahora pensarás que soy el típico
chico que se trae aquí a cualquiera para hacer esto, que me enrollo con la
primera que se deja engatusar. Pero no soy así. No me parezco a Axel en
absoluto. Es que contigo me siento… pienso que puedes mudarte al día
siguiente y… no sé, me noto diferente, como si… —Le cuesta mucho
pronunciar cada palabra— no pudiera apartarme de ti. Suena estúpido.
Olvídalo. Ya no sé lo que digo. Lo siento, de verdad. No debería haberlo
hecho.
Y se va. Arrepentido y maldiciendo para sí.
Capítulo 5


Lunes, 21 de septiembre. 16:01 p.m.

Estoy hecha un lío. Y enfadada. Y extrañada. Y faltan palabras para definir
mi situación ahora mismo. Como dice la canción de Ed Sheeran, I'm a mess
right now.
Lo de ayer fue surrealista. Estuve con Eric, nos persiguió un chiflado y nos
escondimos en la montaña. Hasta ahí, más o menos normal. Pero entonces me
besó y lo que estaba siendo una tarde bien agradable, se transformó en una de
lo más rara. Eric se escabulló casi corriendo, como si yo tuviera un virus y le
hubiese contagiado. O como si besase realmente mal. Que vale, he besado a
pocos chicos en mi vida, pero tampoco creo que sea para tanto. ¡Si
prácticamente no tuve tiempo de reaccionar!
Por si fuera poco me dejó tirada en la montaña y tuve que salir sola. Creo
que ha quedado bastante claro lo malo que es mi sentido de la orientación.
Menos mal que se veían las casas del pueblo y podía tomar esa referencia. Aun
así, las pasé canutas para llegar a casa. Os podéis imaginar la situación: yo
asustada, casi de noche, tropiezo, caigo, me araño los brazos, sufro
moratones… En resumen, un sinfín de desgracias fruto de mezclar el
senderismo con mi persona.
Por eso estoy tan cabreada con Eric, porque después de ofrecerse para
mostrarme el pueblo y ser tan considerado, me abandonó a mi suerte en el
campo. Bueno, por eso y porque hoy no ha aparecido por clase para dar
explicaciones. Más le vale que no esté evitándome…
Lo peor de todo es que creo que siento algo. Es pensar en él y los nervios
bullen en mí como una chispa en un bidón de gasolina. Y como recuerde el
beso… me dan escalofríos. Maldito. No sé bien qué significa eso, si estoy
enamorada, o si es la rabia lo que me corroe por dentro. El caso es que estoy
indecisa. Por un lado quiero toparme con él para cantarle las cuarenta y
hacerle pagar la jugarreta. Pero por otro estoy deseando volver a verle, de
pasar otra tarde así. Es raro, sí, pero quizás tenga algo que ver el hecho de que
no tengo más amigos con los que entretenerme en este dichoso pueblo.
En cuanto al beso, tengo que admitir que me gustó. Sí, a mí, Sarah Pereira,
la que antes daba arcadas con estas cosas, la que cuando veía una pareja
dejándose los morros en el parque desviaba la mirada para no vomitar. Pero
con Eric es distinto. ¡Me han dado escalofríos! Y eso ya es mucho decir en mí.
Quizás fuera el hecho de que me pilló de improviso, de que nunca había
besado así a nadie, o que el paisaje era perfecto para hacerlo… yo qué sé. Lo
que digo es que jamás había sentido lo que noté ayer y quiero saber si me pasa
exclusivamente con Eric, o si mi padre tiene razón y ya ha llegado la hora de
tener novio.
Tan solo quiero salir de dudas y averiguar a qué venía esa huida porque si
al menos hubiera sido yo la que se lanzó, pues vale, acepto que saliera
corriendo. ¡Pero me besó él! No tiene sentido salir corriendo. Para que luego
digan que las tías son complicadas. Como oiga a alguien decir eso…
Solo queda esperar. Esperar a que mañana aparezca por clase. Esperar a que
me dé una explicación lógica. Y esperar a que despeje mis dudas. Porque ni yo
misma sé lo que quiero.


Martes, 22 de septiembre. 8:19 a.m.

He pasado una noche de perros. Ya van dos días seguidos sin pegar ojo y
todo por su culpa. Me estoy comiendo la cabeza de una forma descomunal. He
llegado a pensar que Eric salió corriendo porque es diabético y tenía que
tomarse su dosis de insulina. Hasta se me ha ocurrido que podía haberle dado
un apretón. Fijaos el tamaño de mi paranoia.
El problema es que ya va a empezar la clase y sigue sin aparecer. Miro la
puerta, rezando por verle cruzar el umbral. Pero, por desgracia, no llega. Y me
enfado más aún.
—Hoy tampoco va a venir —explica Axel, adivinando lo que estoy
pensando.
Le miro, asombrada, como recabando por primera vez en su presencia.
Todavía sigo sentada a su lado. Su compañero continúa enfermo.
Entonces caigo en la cuenta de que Axel es su amigo, al menos eso afirmó
el primer día. Supongo que él sí sabrá qué le pasa. Aunque, claro, no sé hasta
qué punto son amigos.
—¿Sabes por qué no viene? —pregunto. Finjo desinterés, pero si Axel me
ha estado observando estos dos últimos días, seguro que me tiene más que
calada.
—No, pero si quieres te puedo decir su dirección.
Le miro fijamente, intentando descubrir si me está tomando el pelo. Sus
ojos azules no parecen mentir.
La idea de plantarme en su casa y exigir explicaciones suena tentadora.
—¿Dónde vive?
¿Seré capaz de hacer semejante locura?


Jueves, 24 de septiembre. 16:15 p.m.

Estoy frente a la puerta de la casa de Eric.
Han pasado ya tres días y el muy capullo no da señales de vida. Al final va
ser verdad que le he contagiado algo malo y lo he dejado tieso. Conforme
pasan los días, en mi mente surgen nuevas teorías cada cual más descabellada.
Quizás los habitantes de este pueblo no estén inmunizados contra las bacterias
y los virus de los forasteros. O quizás haya una prohibición local de tener
relaciones con personas de fuera. ¿Quién sabe?
El caso es que he necesitado un día entero para armarme de valor y acudir a
su casa. Ahora contemplo la argolla de la puerta con temor. No ha sido fácil,
pero ya estoy harta de no poder conciliar el sueño. No es que pase toda la
noche sin pegar ojo (eso solo ocurrió los dos primeros días), pero sí que
cuesta. Y, por lo que veo, no tiene intención de aparecer por clase. Así que no
tengo más remedio que dar yo el siguiente paso.
Y lo primero es tocar el timbre.
Al alzar la mano siento que un ligero estremecimiento me recorre el
cuerpo. ¿Qué me ocurre? ¡Estoy nerviosa! Pero si solo voy a llamar a la
puerta. Luego le pediré explicaciones, él tendrá que darlas y arreglado. Sin
pensarlo más, presiono el botón. Y espero… espero… espero.
Hasta que cunde el pánico en mi interior. ¿Por qué he llamado tan deprisa?
Tenía que haberlo pensado mejor. Ahora miles de problemas amenazan con
hacerme salir huyendo. ¿Y si solo está enfermo de verdad? Quedaría como una
idiota por haber ido a su casa. ¿Y si no es aquí donde vive y el traidor de Axel
me la ha jugado? ¡¿Y si abren los padres?! ¿Qué les voy a decir? «Hola, soy
Sarah y me preguntaba por qué su hijo me besó el otro día, echó a correr y
desde entonces no aparece por el instituto». ¿Y si les he pillado echando la
siesta? Son poco más de las cuatro de la tarde, no me extrañaría nada.
La espera se está haciendo eterna. Reprimo un pedo. «Ahora sí que no», le
digo. Sí, estoy hablando con un pedo. Me pregunto cuánto puede tardar una
persona en abrir suponiendo que esté en el otro extremo de la casa. ¿Y si fuera
la persona más lenta del mundo? No creo que sea más de lo que llevo yo aquí
esperando y comiéndome la cabeza como una estúpida.
Decido tomar las riendas de mis nervios y poner algo de control en mi
cuerpo.
«Vamos, Sarah, no has hecho más que llamar a una puerta. Nadie te va a
matar por ello». Respiro hondo y empiezo a contar. «Si llego hasta diez, me
largo», me digo.
Uno, dos, tres… Tal vez no haya nadie y esté yo aquí apurando mis uñas a
lo tonto.
Cuatro, cinco, seis… O no han oído el timbre. Me planteo volver a llamar,
pero rechazó inmediatamente esa idea. Eso implicaría duplicar la espera. O lo
que es lo mismo, ponerme más nerviosa, histérica.
Siete, ocho, nueve… O simplemente estén observando por la mirilla y no
quieran abrir porque no saben quién soy. Puede que piensen que vengo a
endosarles un seguro de vida, o vete a saber qué. Aunque, claro, mucha pinta
de vendedora con mis Vans desgastadas y un jersey grueso, no tengo. Solo
espero que no estén viendo todo lo que estoy moviéndome a través de la
puerta. Menos mal que en mis pensamientos no se puede colar nadie, porque si
no…
Diez. Se acabó, me voy de aquí, YA.
Comienzo a bajar las escaleras del zaguán, cuando escucho a mi espalda
que la puerta se abre. ¿En serio? Todo el tiempo que llevo esperando como
una campeona, para que abra la puerta cuando ya daba por hecho que no
tendría que enfrentarme a nadie. Rezo por que al menos no sean sus padres.
—¿Sarah? ¿Qué haces aquí?
Suspiro de alivio. Reconozco esa voz. Doy media vuelta y le veo. Al
muchacho que me dejó plantada en mitad del campo, al que por su culpa casi
no vuelvo al pueblo y por el cual tengo las piernas plagadas de arañazos y
moratones. Pero, por algún extraño mecanismo de mi cerebro, cuando
nuestras miradas se cruzan, solo aparece la imagen de aquel beso repentino. Y
de nuevo un escalofrío recorre todo mi cuerpo. Lo cual solo sirve para
aumentar mis nervios más si cabe.
—Hola —logro decir.
Recordar el dichoso beso no ha hecho más que dejarme sin habla. La cosa
empieza mal.
—¿Qué haces aquí? —repite él, entre sorprendido e intrigado.
Mi voz se resiste a salir. ¿Dónde están todas las preguntas que tenía pensado
soltarle? Con lo sencillo que sonaba en mi cabeza por la noche, envuelta en mi
edredón.
—Quería hablar contigo.
Es curioso que todas las conversaciones importantes empiecen por esa
frase. Es como el preámbulo de algo serio. Vale, ya empiezo a desvariar otra
vez, cómo no.
—¿Quién te ha dicho dónde vivo? —inquiere él.
—Axel.
—¿Y por qué has venido?
—Porque quiero hablar contigo —repito.
Con la de cosas que tengo que averiguar y quien no pare de acribillarme a
preguntas es él.
—No hacía falta que vinieras aquí —afirma.
Aquello ya hizo que explotase.
—¿Qué no hacía falta que viniera? —repito—. ¿Lo dices en serio? ¿Y
cuándo tenías pensado darme una explicación? ¿En el instituto? Ah, perdona,
que llevas sin ir a clase cuatro días. No sabes la de noches que llevo
rallándome por tu culpa. No sé si tú lo ves normal, o quizás es que estáis todos
locos en este pueblo, pero si un chico se lanza a una chica y la besa, no es
lógico que el chico salga corriendo y, si lo hace, al menos que dé una buena
razón.
Cojo aire. Le he escupido todo de golpe sin siquiera respirar.
Vale, creo que ha quedado bastante claro que mi timidez solo aparece en el
principio de una conversación, luego, cuando empiezan a calentarme, soy otra.
El problema es que si me dejo llevar por mis emociones, éstas se pueden
adueñar de mí. ¿Y eso en qué se traduce? En lágrimas. Me resulta incómodo
admitirlo, pero sí, cuando pierdo el control, me enfado o simplemente sufro
demasiada tensión, lloro. Y me peo, pero esa es otra historia. Odio parecer
débil a ojos de los demás, pero no puedo evitarlo. Aun así, ahora mismo,
parece que lo controlo.
—Sarah, lo siento. Yo solo…
—Tú solo, ¿qué? ¿Querías ver cómo besa una chica forastera? ¿Querías
dejarla loquita por tus huesos?
—¡No! ¿Cómo puedes pensar eso de mí?
—¿Y qué esperas que piense? Me besas de repente, sin apenas conocernos y
luego sales pitando. Y encima me dejas en medio de la montaña. ¿Sabes lo que
tuve que pasar para salir de allí?
Eric por fin parece reaccionar. Durante toda la conversación mostraba un
gesto desairado, como ligeramente molesto por venir a increparle a la puerta
de su casa. Bueno, ¿y qué esperaba? Necesitaba una explicación y si no pensaba
dármela por las buenas, tendría que ser por las malas. No obstante, como digo,
por fin parece asumir las consecuencias de sus actos. Estoy segura de que si
levanto el pernil de mis vaqueros y le enseño las heridas, se apiada aún más de
mí.
—Lo siento mucho, Sarah —murmura. Parece arrepentido de verdad—. No
era mi intención.
—¿Y cuál era tu intención? ¿Por qué me besaste? —pregunto yo al fin.
Él desvía la mirada, incómodo. ¿Dónde ha quedado la confianza de toda la
tarde anterior? ¿Todo arruinado por un beso? Espero que no.
—Sarah, tú me gustas —suelta de golpe y porrazo.
Noto la sangre subir a mi cabeza. No me esperaba aquello. Bueno, en el
fondo puede que sí, pero no en ese momento. Por suerte él sigue hablando
porque yo no sería capaz de decir palabra.
—Pero no deberíamos estar juntos —concluye.
Esto me deja aún más descolocada. ¿No debería decir eso yo que soy la que
posiblemente se mude de un momento a otro? ¿Por qué tengo la sensación de
que con Eric los roles están invertidos? Primero me besa y, en vez de echar yo
a correr, lo hace él; ahora me dice que le gusto, pero que no deberíamos estar
juntos. Todo lo que supuestamente tendría que hacer yo, lo asume él.
—Tienes novia —reflexiono, tras meditarlo un tiempo—. Genial, ahora
además de ser la nueva, la hierbajos y no sé qué más, también soy la roba-
novios.
—¡No! No es eso. ¿De verdad me ves capaz de algo así?
—Te conozco de dos días. No sé cómo eres.
—No soy de esos —afirma, categórico.
—¿Y entonces por qué te marchaste? O mejor, ¿por qué no deberíamos
estar juntos?
Eric suspira. Se muerde el labio con fuerza, como tratando de contenerse.
Parece que tenga algo que quiera contar con toda su alma, pero no pueda por
alguna causa. Entonces recuerdo aquello que dijo sobre los secretos. Algo así
como «guarda bien los secretos en este pueblo si no quieres que la gente se
meta en tu vida».
—¿Es por algo que no puedes contar? —pregunto.
Eric levanta la cabeza y me mira fijamente. He dado en el clavo.
—Aunque te lo contara no me creerías.
—Puedes probar —le tiento.
—Seguramente saldrías corriendo —garantiza—. Y no quiero perderte, al
menos, no como amiga.
Reconozco que eso suena a típica frase de peli romántica, pero al parecer la
gente normal también la dice. Bueno, si es que a Eric se le puede considerar
normal. Sin embargo, su efecto conquistador lo hubiera conseguido si no
estuviera tan intrigada por el supuesto secreto.
—Tampoco sería yo la primera que sale corriendo. Además, si no me das
un buen motivo, dudo que seamos amigos.
Eric sonríe por primera vez. No recordaba lo bien que se le daba hacerlo.
—Está bien. Pero me vas a llamar loco.
—Es posible.
Entonces coge aire, mira a su alrededor y, tras comprobar que nadie está
escuchando a hurtadillas, clava su mirada en mí.
—¿Tú crees en el más allá?
Aquello me deja muda. Cuando por fin estaba arrojando algo de luz a este
asunto, mira por dónde me sale.
—¿Ahora me vas a decir que eres un espíritu y que no te marcharás a tu
mundo hasta que beses a todas las chicas del pueblo? —pregunto, burlona.
Hasta yo me sorprendo de mi brote de originalidad.
—¿Ves? Sabía que no me creerías.
Amenaza con marcharse, pero yo le retengo inmediatamente.
—Un momento, ¿entonces es verdad? ¿Eres un fantasma?
Eric hace un mohín.
—¿Cómo voy a ser un fantasma? Todo el pueblo sabe quién soy, me vieron
crecer.
—Eso no lo puedo garantizar yo, quizás seas solo una proyección de mi
mente y esté hablando sola. ¿Quién sabe?
—Tal vez en un mundo paralelo sí, pero en éste, no.
¿Soy yo, o la conversación cada vez me parece más absurda?
—Sería mejor que no hubiera venido —reflexiono, agotada.
—No digas eso —dice Eric—. A mí me has alegrado la tarde.
—¡¿Entonces por qué no podemos estar juntos?! —le grito. Ya no me
importa que los vecinos se enteren, que seamos la comedilla de todos.
Eric apoya sus manos en mis hombros con una delicadeza que me hace
estremecer. Sus ojos agrisados, a escasos centímetros de los míos.
—Porque soy médium.
Capítulo 6


Jueves, 24 de septiembre. 16:35 p.m.

Eric es médium. Sus palabras resuenan en mi cabeza como si las estuviera
repitiendo él en persona.
Los dos seguimos plantados en la entrada de su casa, sin siquiera pestañear.
Las calles respetan nuestro silencio y ni siquiera un vecino inoportuno se
digna a aparecer por la esquina. Solos él y yo. Solos con su secreto y mi
asombro.
Le sostengo la mirada, esperando que sea una broma pesada, pero sus ojos
no mienten.
—Puede que no creas en estas cosas —dice—, pero, créeme, suceden.
Eric se muestra cohibido. En su rostro se dibuja una expresión de
arrepentimiento, como si hubiera cometido un terrible error.
—Yo no he dicho que no crea —contesto.
—Tampoco has dicho que sí —replica él.
—Porque no me lo he planteado. Además, qué importa lo que yo crea. Si a
ti te pasa, da igual mi opinión.
Trato de llevar lo mejor posible la situación. El viento sopla suave entre
ambos, agita mis cabellos y éstos oculta mi cara bajo una cortina dorada. Aun
así, no le quito ojo. Todavía estoy esperando que diga que todo es mentira.
Pero no lo hace. En lugar de eso murmura:
—Tú opinión sí importa porque ahora eres de las pocas personas que
conocen mi secreto.
¿Pocas personas? ¡Vaya, me siento halagada! Si de verdad Eric es médium y
me ha revelado su secreto, debo de ser alguien muy importante en su vida.
Aunque, claro, tampoco sé cómo he llegado hasta este punto si apenas hemos
tenido tiempo para conocernos. Quizás tenga otras razones para contármelo.
Sea como sea, me siento privilegiada.
—¿Quién más conoce que eres…? ¿Tus padres?
Eric se echa las manos a la cabeza. Parece que he dicho alguna locura.
—¿Mis padres? —Suelta una única carcajada que me sobresalta. Con lo
bajito que estábamos hablando…—. Ojalá pudiera contárselo, pero en un
pueblo tan remoto como este, donde no hay otro modo de vida que no sea el
campo, la mayoría de las mentes son algo reacias a reconocer nuevos
horizontes.
—Vamos, que ni loco se lo cuentas —simplifico yo.
Eric asiente repetidas veces.
—Para empezar, no creo que me creyesen y, en el hipotético caso de que lo
hagan, seguro que me dan toda clase de pastillas y me llevan al psicólogo.
Eric sonríe amargamente. Siento algo de lástima por él. Imagino todo lo
que habrá tenido que sufrir y la de veces que ha tenido que ser rechazado. Esa
sonrisa refleja su situación: incomprendido por un pueblo cuya mentalidad aún
está lejos de aceptarlo. Aunque, claro, más que un pueblo, también se puede
generalizar y decir la sociedad entera porque no sé yo si en otras ciudades lo
reconocerían tal y como es de buenas a primeras. Ni siquiera yo misma sé
cómo voy a reaccionar. Todavía sigo en estado de shock.
—¿Entonces quién lo sabe? —pregunto.
—Con lo que habla la gente en este pueblo, solo lo saben personas de
confianza. Entre ellas, cuatro chicas que trataban de tener algo conmigo. No es
que yo sea un donjuán —aclara al ver mi gesto torcido—, pero sí que he
intentado mantener alguna relación. Y antes de llegar a nada, tenía que
contarles lo que era realmente. No me sentiría bien conmigo mismo si no lo
hiciera.
¡Vaya, qué caballeroso por su parte! Admiro ese gesto de sinceridad, pero
ni que fuera a casarse con ellas. Conozco a chicos que con tal de liarse con
alguna son capaces de ocultar hasta su propio nombre. Aun así, lo prefiero
sincero a canalla.
Entonces, justo en ese momento, caigo en la cuenta de que Eric me está
revelando toda su vida, y que soy una chica, y que estamos a solas, y ya me ha
dicho que le gusto… Otro escalofrío. Uno más. O me voy a resfriar, o algo
serio me está pasando con este chico.
Regreso a la realidad con una sacudida de mi cabeza. Será mejor que me
centre antes de que Eric piense que le estoy tomando por el pito del sereno.
—Cuando me creían —prosigue Eric. Parece que le cuesta mucho hablar de
este tema. Lógico—. Ellas salían corriendo, me llamaban loco o me soltaban
cualquier excusa para que no siguiéramos juntos.
Su voz se entrecorta ligeramente. Durante toda la conversación tenía la
corazonada de que en cualquier momento diría que estaba de broma y que todo
era mentira. Pero ahora me doy cuenta de que Eric ha sufrido mucho y que con
algo así no se bromea. Eso, o es un actor nato.
—Pero tampoco es tan malo —continúa, parece que le está dando una
explicación al mundo entero, más que para mí—. Lo único que me pasa es que
puedo sentir a los muertos, siento cuando algún espíritu está cerca de mí, a
veces puedo verlos, comunicarme con ellos. Hay cosas mucho peores.
Ahora parece enfurecido, indignado y agotado, todo a la vez. Yo trato de
poner mi mirada más compresiva, pero reconozco que no sé cómo apoyarlo.
Entonces Eric vuelve a clavar sus ojos en los míos, y yo, en contra de lo
que pueda parecer, me siento atraída. Suena absurdo, ¿verdad? Hasta mi más
objetivo y racional punto de vista se percata de que lo normal es sentir algo de
miedo, o estar intimidada al menos. Pero sucede lo contrario. Veo a Eric y lo
comprendo a la perfección. Sé lo que es sentirse rechazado, no encajar en
lugares donde solo estás de paso, donde cada persona tiene ya sus amigos, sus
planes… sus vínculos. Quizás no sea por los mismos motivos, pero Eric y yo
tenemos historias similares. Ambas transcurren por caminos paralelos.
Senderos sembrados de rechazos y abandonos, de despedidas y de
incomprensiones… vidas anegadas de soledad.
—Sarah —murmura él, recobrando la compostura. Su anterior tono de voz
se le ha ido de las manos y no me extrañaría nada que algún vecino cotilla
estuviera asomado detrás de las cortinas—, ya conoces mi secreto. ¿De qué
clase de chica vas a ser tú?
Creo que sé a qué se refiere, pero por si acaso prefiero asegurarme.
—No te entiendo —miento.
—¿Me vas a llamar tarado, vas a salir corriendo, o simplemente vas a dejar
de dirigirme la palabra? La mayoría optan por la última opción.
Miro a Eric, sorprendida. Me acerco a él con el propósito de que vea que no
tengo miedo. Entonces le miró fijamente a los ojos y le digo con una
seguridad impropia de mí:
—Eric, tú me gustas. Y me da igual lo que seas, quiero estar contigo.
Él tarda en reaccionar, pero cuando lo consigue, lo hace de la mejor
manera posible. Me besa. Y todas sus dudas y temores se derrumban. Adiós a
todo. Los escalofríos me recorren todo el cuerpo… otra vez. Soy un flan.
No quiero admitirlo, pero sí, he soñado con este momento. No esperaba que
fuese tan raro al principio, pero el final es lo que cuenta. Y no hay mejor final
que este.
Pierdo la noción del tiempo. También la del espacio. Cuando paramos para
coger aire y mirarnos a la cara, no puedo dejar de sonreír. Y creo que es la
primera vez que sonrío de verdad desde que mi madre murió.
Mi mente inquieta no tiene mejor momento que ese para formar una
pregunta. Una de esas que no se pueden retener ni un segundo.
—Eric, ¿por qué me besaste el otro día? El hecho de que seas médium no
viene a cuento para hacerlo.
Sus ojos observan los míos con interés, como recabando en que no soy la
típica chica tonta que no se cuestiona nada. Aunque si no llega a ser por mi
mente astuta que ha sido la que se ha dado cuenta de que algo no encajaba, yo
ni me entero. Tengo un subconsciente tremendo.
—Un momento un tanto curioso para preguntarlo —dice.
—Se me ha ocurrido de repente —explico. Tal vez tenga razón y no sea la
ocasión más idónea.
Entonces el rostro de Eric se pone serio.
—Esperaba no tener que contártelo tan pronto, pero, ya que no vas a salir
corriendo, será mejor que lo haga.
Mi corazón se acelera sin poder remediarlo. No, por favor, más problemas
no. Ojalá diga que me besó porque le resulto irresistible, porque no se puede
contener o cualquier otra cursilería. Lo prefiero mil veces antes de que ponga
más impedimentos para estar juntos. Después de todo lo que hemos tenido que
pasar, que vale, solo llevamos intentado tener algo (si es que a esto se le puede
llamar intentarlo) poco menos de una semana, cuatro días concretamente, pero
¿y las trabas que hemos tenido que superar?
—Tranquila —susurra, al ver mi cara de espanto—, no es nada grave…
bueno, en realidad no estoy seguro, tal vez pueda ser un aviso, o quizás una
mera casualidad. El caso es que…
—¡Quieres contármelo ya! —exploto—. ¿Por qué cuesta tanto sacarte las
cosas? Lo de guardar bien tus secretos lo llevas al extremo, eh.
Eric se ríe. Entonces deduzco que lo que pretendía era ponerme de los
nervios. Maldito.
—Está bien, basta de rodeos. Desde la primera vez que te vi, sentí algo. No,
por desgracia, no fue amor a primera vista. Al principio pensé en una
coincidencia, algo que había ocurrido una sola vez y ya está. Pero cuando nos
encontramos en el pasaje del río, se repitió.
—¿El qué? —pregunto intrigada. No estoy segura de querer saber la
respuesta.
—Noté el otro lado más cerca. Mi… ¿cómo decirlo?... mmm… capacidad
como médium se agudizó. Oía a los espíritus, sus voces, más claras, los veía
con más frecuencia y mucho más nítidos. Es una sensación difícil de
describir… es como si fuera más médium. Además, tu aura…
—¿Mi qué? —interrumpo.
—Tu aura, es como una especie de brillo que todos tenemos. No sé
exactamente qué es, pero cada persona tiene una. Es algo así como tu esencia.
O incluso tu alma. Yo lo llamo aura. El caso es que la tuya es distinta.
—¿Cómo distinta? —pregunto. Estoy empezando a asustarme.
Eric hace un gesto impreciso con el brazo restándole importancia.
—Normalmente —explica— la gente mantiene su aura cerca de su cuerpo,
como si fuera una prolongación de su piel. En cambio la tuya es alargada y
más vaporosa, como si quisiera escaparse. Y también tiene dos tonalidades
distintas, una más oscura que otra. Creo que es por eso por lo que contigo
puedo sentir a los espíritus más de cerca. Como si tu aura fuera una especie de
imán.
Me quedo paralizada. Aquello ha sonado realmente extraño.
—¿Y eso es malo? —pregunto con miedo.
—Oh, no, no te preocupes. A ti no tiene por qué afectarte. Después de todo,
el que ve fantasmas aquí soy yo. Eso sí, si cuando estamos juntos de repente
me abduce un espíritu maligno, que no te extrañe si escupo por la boca y digo
palabrotas.
Le miro con una ceja arqueado.
—Estás de coña, ¿no?
—Obviamente.
—Idiota —le suelto con desdén—. ¿Entonces qué significa?
—No lo sé. Contigo me siento más paranormal que nunca —dice, a la vez
que imita el gesto de un forzudo—, pero no veo que eso sea malo para
ninguno de los dos. —Se rasca un poco la barbilla y entonces dice—:
posiblemente sea porque estamos hechos el uno para el otro. Tú, mi chica
fantasma; yo, tu chico médium.
Esta vez soy yo la que se lanza a sus labios. Y vuelvo a perder la noción del
tiempo y del espacio.
Cuando regreso a la realidad, mi mente, implacable, no da su brazo a torcer
y amenaza con chafarme la tarde tan bonita que está quedando.
—Un momento. Si conmigo has notado que tu… capacidad se ha
intensificado, ¿por qué me besaste? No sería más lógico que te alejases de mí.
Eric me dedica su más encantadora sonrisa torcida.
—¿No te has dado cuenta de que contigo no me puedo contener?
Capítulo 7


Viernes, 25 de octubre. 20:00h.

No le quito ojo al reloj de mi cuarto, mientras devoro una uña. Ya es la hora
y él todavía no ha llegado. Raro. Muy raro. Eric nunca suele retrasarse. Todo
lo contrario, casi siempre me pilla a medio vestir o incluso en la ducha. Pero
hoy no. Por algún motivo esta vez soy yo la que espera y no al revés.
Mordisqueo la uña y cuando noto que está a ras de la yema del dedo,
cambio y ataco al índice. Normalmente no suelo impacientarme tanto, pero
Eric me ha dicho que tenía algo preparado y que estuviese lista a las ocho. Ya
el hecho de que me advirtiera de una sorpresa resulta extraño, sobre todo
cuando siempre se presenta de improviso en mi puerta, con una sonrisa en los
labios, y una única frase: «nos vamos». Casi nunca sé adónde, pero yo acabo
accediendo. Ya sea subir una colina, colarnos en el campanario de la iglesia, o
dar un simple paseo. Simplemente estar con él, basta. Porque a su lado tengo la
sensación de que puedo hablar de cualquier cosa, desde la tontería más
absurda, hasta la cosa más íntima. Creo que hasta le he contado que soy una
pedorra en potencia. Con eso os lo digo todo.
De lo único que no hemos hablado es sobre mi madre. Él debe de saberlo,
pues en un pueblo tan cotilla como Valdepeñas de Jaén, ese tipo de noticias no
solo vuela, sino que se teletransportan. Yo tengo la teoría de que los vecinos
comparten un poder extrasensorial e intercambian los chismorreos a través de
sus mentes, sin necesidad de moverse. El caso es que Eric, quizás por respeto,
no ha sacado el tema y yo le estoy agradecida porque no sé si estoy preparada.
Han pasado dos meses desde el accidente y aunque con él me olvido por
momentos, todavía es pronto para hurgar en la herida.
Unos nudillos tocan en la puerta y me sobresaltan. El pomo gira y mi padre
asoma con el traje de pastelero por el umbral. Al parecer ha salido antes del
trabajo.
Veo que abre la boca para decir algo, pero se detiene y olfatea
exageradamente.
—Puf, Sarah, ¿has sido tú? ¿Qué son? ¿Los nervios? —pregunta.
—¿De qué hablas? —inquiero.
—Que huele un poco raro aquí, como a…
—¡Habrás sido tú! —le suelto.
Estoy a punto de lanzarle la almohada o lo primero que pille, pero se
esconde y solo escucho su risa desde el pasillo. Que mi padre me eche en cara
que la habitación apesta es solo para reírse de mí, porque allí nadie se ha
tirado ningún pedo. Al menos no recientemente.
La puerta casi se cierra por completo, hasta que asoma de nuevo la cabeza y
recuerda que iba a decir algo:
—¿Aún no te has ido? —pregunta—. Creía que habíais quedado a las ocho.
Le dedico una mirada de desconcierto. No recuerdo haberle comentado
nada de mi cita con Eric.
Es cierto que él sabe lo nuestro, y está encantado. Dice que el muchacho es
un buen partido. Además Eric está un poco chapado a la antigua y vino a
presentarse oficialmente a ojos de mi padre. Como si tuviera que darle su
bendición. «Costumbres de pueblo», dice. El caso es que con ese detalle ya se
lo metió en el bolsillo. Y aunque sea un chico tímido, ya no le da vergüenza
tener que venir a buscarme a casa. Por si fuera poco, también está
distrayéndome, que es lo que mi padre quería en un primer momento, que no
me aislase.
—¿Quién te lo ha dicho? —pregunto levantándome de la cama de un salto.
Él tuerce el gesto, como si fuera obvio.
—Eric —contesta con indiferencia.
—¿Desde cuándo te cuenta Eric nuestros planes?
De aceptar nuestra relación a que sepa más cosas de ella que yo, hay un
paso, uno bastante grande.
—Desde que ha venido a la pastelería a pedirme permiso.
Noto cómo mi ceja sube lentamente y se arquea.
—¿Permiso para qué?
Se encoge de hombros.
—Voy a ducharme. Pasadlo bien.
No va a soltar prenda. Maldita sea. Y yo con estos nervios. Pronto estaré sin
uñas.
En momentos así preferiría haber llevado nuestra relación en secreto.
Aunque lo intentamos, sí, pero solo tres días. No os imagináis el sinfín de
estupideces que hay que tener en cuenta en un pueblo como este para que no
descubran algo así. Que si no podíamos besarnos porque la vecina de arriba
estaba tendiendo la ropa, que si no nos cogíamos de la mano en la plaza
porque los ancianos no paraban de mirar… En resumen, sandeces que solo
iban a retrasar lo que era inevitable. Porque estaba claro que todo el mundo se
enteraría. De modo que nos olvidamos del «qué pensarán» y empezamos a
hacer lo que nos daba la gana.
Soy consciente de que hace unas semanas era yo la que se negaba en
redondo a formar un lazo serio con cualquiera, la que afirmaba que era mejor
no entablar ninguna relación porque tarde o temprano se rompería. Sobre todo
después de lo de mi madre. Pero Eric ha hecho añicos esa creencia. Con él veo
la vida de otra forma, más parecido a la filosofía de mi madre. Porque he
comprendido que lo contrario de vivir no es morir, sino no arriesgarse.
Que hayamos formado un vínculo tan intenso en tan poco tiempo suena
algo peliculero, lo reconozco. Pero la verdad es que no concibo la vida sin él.
Me da igual lo que venga después, quiero aprovechar este momento, esto que
siento, sin importarme el futuro.
Sé que aún es probable que me acabe yendo de este pueblo de un momento a
otro, pero con lo contento que está mi padre al verme sonreír, que hasta dice
que parezco otra, supongo que ese momento se va a retrasar mucho, o puede
que para siempre. Y si finalmente llega, estoy preparada para enfrentarme a él
con uñas y dientes. Bueno, solo con dientes, porque le estoy dando un repaso a
mis uñas…
Vuelvo a mirar el reloj por octava vez. Diez minutos tarde. ¿Le habrá
pasado algo? Cuando estoy a punto de asomarme por la ventana, escucho el
timbre. Sonrío. Corro al espejo y echo una última ojeada a mi reflejo. Llevo el
jersey rojo de lana que me regaló por Navidad mi madre, unos vaqueros
ajustados y mis converse desgastadas y algo descoloridas. No es un modelo
muy arreglado, pero con Eric nunca se sabe. Lo mismo nos metemos en mitad
del bosque, que cenamos en algún restaurante. Prefiero ponerme algo cómodo
que luego acabar por los suelos.
Doy unos retoques finales a mi peinado y coloco un mechón inquieto detrás
de la oreja.
Eric me recibe con una sonrisa plasmada en su cara. Lleva el pelo un poco
alborotado y… ¿son restos de hojas lo que asoma por su nuca? Creo que he
acertado en ponerme esta ropa, sobre todo mis zapatillas.
—Siento mucho la espera, he tardado más de lo que creía.
—¿Haciendo qué?
—Paciencia, mi lady, pronto lo sabrás. —Hace una reverencia exagerada y
me tiende su mano con elegancia forzada—. ¿Me permite usted este paseo?


Le sigo por una vía menos angosta que de costumbre, pero eso sí, más
apartada del pueblo. Hemos subido hasta lo más alto, donde las casas se abren
y las cordilleras se alzan poderosas sobre una falda de abetos verdes. Ahora la
carretera se ha convertido en un serpenteante sendero de guijarros y grava. El
sol hace unos minutos que se ha ocultado y solo los últimos destellos nos
alumbran.
Pronto el camino se hace más estrecho y los árboles se ciernen sobre
nuestras cabezas como sombras alargadas. Deduzco que ha debido de ser por
aquí donde se ha despeinado. Aun así su mano me guía sin titubeos. Su
facilidad para apoyar un pie sobre las rocas y dar el siguiente paso, contrasta
con mi torpeza y mis tropiezos constantes. Menos mal que él siempre está ahí
para sujetarme, o para caer conmigo. Pero eso sí, nunca me suelta.
A veces aún me cuesta asimilar que seamos novios. Es más, me he hecho
antes a la idea de que es médium que a que estemos juntos como pareja. Porque
que sea médium tampoco me influye tanto; algún que otro aspaviento sin
motivo, miradas al infinito, pero nada más. Es cierto que mi dichosa
curiosidad no ha podido quedarse calladita y hemos hablado del tema. Eric me
dijo que hay cientos de voces que le susurran frecuentemente, que a veces
puede verlos, pero que casi nunca puede hablarles. También me explicó que en
ciudades todo se acentúa, como si dentro de ellas hubiera más espíritus. Quizás
por eso le gusta tanto salir al aire libre, a un sitio apartado del mundo. Aunque
si mi aura atrae a los espíritus, como él asegura, no sé si servirá de algo. Aún
no comprendo del todo qué significa eso. No me gusta la idea de ir por ahí
siendo un imán andante para los espíritus. Eric ha buscado alguna explicación,
pero nada.
—No he visto ningún aura como la tuya —comentó una noche mientras
terminábamos de cenar en la terraza de su casa cuando sus padres estaban
fuera. Sus ojos mostraban la misma intriga que cuando me miró por primera
vez en el instituto—. Pero no tienes de qué asustarte. Los espíritus son
pacíficos por regla general. Todos proceden de personas a quienes les ha
quedado algún asunto pendiente antes de morir. Hasta que no lo resuelvan, no
se marcharán.
Aquello me relajó un poco y decidí no darle mayor importancia. De todos
modos si él no hubiera dicho nada, yo ni me habría enterado.
Lo que me llamó la atención son los escalofríos. Según explicó, muchos de
los escalofríos sin motivo se producen porque un espíritu te ha atravesado, o
porque tienes uno que te está rondando.
Al final ya veo su capacidad como otra peculiaridad. Unas personas se
comen el postre antes que el primer plato, o, peor todavía, se duermen
bocarriba. El caso de Eric es que es médium. Y no es nada del otro mundo…
aunque no sé si esa expresión es la más acertada.
En cambio, que seamos novios… todavía no me acostumbro. Yo, que me
consideraba la chica más anti empalagosa del mundo, y fijaos ahora,
corriendo por el campo de su mano, sin poder evitar sonreír cuando nuestras
miradas se cruzan. ¡Qué cosas!
De repente se detiene y se gira hacia mí. En su cara veo reflejada la ilusión,
como un niño a punto de abrir un regalo de cumpleaños. De su bolsillo extrae
una especie de pañuelo negro. Lo extiende.
—Ahora es cuando tienes que ponerte esto.
Lo observo detenidamente y descubro que no es un pañuelo, sino una venda.
—¿Lo dices en serio?
—Totalmente.
Noto cómo mi ceño se frunce poco a poco hasta dejar mis cejas muy juntas,
casi rozándose.
—¿Pretendes que vaya con los ojos vendados por el campo? Creía que me
conocías mejor.
—Sé que es un gran reto para una patosa como tú, pero aquí estaré yo para
no dejarte caer. Tómatelo como una prueba de amor.
Le sostengo la mirada. No bromea.
—Como me pase algo, te dejo —garantizo con toda la convicción que
logro acumular, que no es mucha.
Él sonríe y me acaricia la cara con un gesto único. El roce de sus dedos me
hace estremecer.
—Me gustaría creerte, Sarah.
Entonces me ata la venda a los ojos con un doble nudo sencillo. Con los
pelos que tengo cualquiera me hubiera dado un buen tirón, pero él se toma su
tiempo para ir apartando mechón a mechón.
—Espera un segundo —dice cuando termina.
Sus pisadas se alejan, pero pronto toma mi mano con delicadeza. Su tacto
cálido me reconforta. Aún estamos en otoño pero el frío en este pueblo
empieza a apretar, sobre todo al anochecer. Menos mal que esta noche parece
dar un respiro.
Con sumo cuidado, soy guiada por sus manos sobre mis hombros. De vez
en cuando, me avisa de algún obstáculo y yo lo esquivo como puedo. Para
cuando nos detenemos, solo he trastabillado dos veces. Récord.
Eric se coloca detrás de mí y deshace el nudo. Noto su olor, esa fragancia
suya a bayas y bosque, aunque también distingo algo diferente, algo que me
encanta. ¿Lavanda? No tiene sentido, por allí no crece esa planta. Lo he
preguntado.
—¿Lista? —pregunta antes de que deje caer la venda.
Estoy nerviosa. No tengo ni idea de lo que tiene preparado, pero con solo
recordar su cara de ilusión, debe de ser muy bueno.
—Lista.
Entonces me destapa los ojos. Parpadeo un par de veces hasta que mi vista
se acostumbra.
Y se me escapa un grito ahogado.
En un claro del bosque, recogido al abrigo de bajos arbustos y de pinos
altísimos, una pequeña tienda de campaña descansa sobre un manto de verde
pasto. Junto a ella el fuego de una hoguera modesta crepita suave. Dos palos de
madera a modo de pinchos descansan clavados en la tierra, al lado de las
llamas. Una decena de velas envuelven el lugar, con un aroma embriagador.
Así que eso era lo que olía a lavanda. ¿Cómo habrá descubierto que es mi olor
favorito?
—Bienvenida a mi gran resort natural.
—Eric, esto es…
—Una pasada, lo sé. Tenemos un menú de primera que a las brasas sabe
incluso mejor, calefacción natural al estilo Eric —dice, señalando la hoguera
—, dos colchones a modo de sacos de dormir y, por último, una tienda de
campaña que casi no monto porque me ha costado un trabajito y ha hecho que
llegue tarde a mi cita contigo. Y, si miramos al cielo un momento, tenemos el
plato fuerte, la gran atracción de mi complejo: lluvia de estrellas. Aunque
también puede que haya alguna otra sorpresa a lo largo de la noche…
Sigo la dirección de su dedo y, aunque la luz del fuego molesta, puedo ver
miles de puntos brillantes sobre nosotros.
—Te ofrezco una noche bajo un cielo estrellado, pero eso sí, con un tío
loco que dice oír voces y ver fantasmas. No creas que todo iba a ser bueno.
Llevo con la boca abierta más tiempo de lo normal. La sonrisa de oreja a
oreja de Eric, debe de ser directamente proporcional a mi cara de asombro.
—Eric, no tenías…
—Shh —me interrumpe, posando un dedo en mis labios—, hoy es un gran
día. ¿No te has dado cuenta?
Lo pienso un instante, pero no logro entenderlo. Que yo recuerde no es
ninguna fecha especial. Tampoco es que llevemos mucho tiempo juntos, pero a
bote pronto, diría que es un día como cualquier otro.
Niego con la cabeza.
—¡Hoy hacemos un mes menos un día juntos! —aclama.
—Idiota.
Él sonríe. Yo le beso. Tierna y lentamente. Noto de nuevo ese escalofrío. Si
es un espíritu atravesándome, tiene la costumbre de hacerlo siempre que Eric y
yo nos besamos. Esa sensación recorre mi cuerpo desde los pies hasta el
cogote. Como una corriente eléctrica de placer. ¡Bendito espíritu! Yo antes no
creía en estas cosas. Pensaba que solo eran exageraciones, que en la vida real
no existía.
Qué equivocada estaba.


La cena no salió como esperábamos. Primero intentamos asar la carne, unas
pechugas de pollo fileteadas, demasiado cerca del fuego. Resultado: carne
cruda por dentro y chamuscada por fuera. Luego nos pasó lo contrario, la
dejamos demasiado rato a fuego lento y no había dentadura que le hincase el
diente. Para cuando encontramos el punto exacto solo nos quedaban un par de
filetes. Así que ya hemos dejado claro que las barbacoas y nosotros no
cuajamos del todo bien.
Ahora estamos tirados en la tienda de campaña, con los cuerpos metidos en
los sacos de dormir, pero las cabezas fuera. Miramos las estrellas y, por
supuesto, de vez en cuando se nos escapa un grito de sorpresa al ver un haz de
luz cruzando el firmamento.
—¿Crees que seremos los únicos? —pregunta Eric.
—Sería muy egocéntrico por nuestra parte pensar que somos el único
planeta con vida, ¿no crees?
No le veo la cara, pero sé que asiente.
—A veces creo que al morir —dice—, nuestras almas viajan a un planeta en
la otra punta del universo y vuelven a nacer allí.
—Antes pensaba que cuando alguien moría —confieso—, moría y ya está.
No creía en que hubiera algo más allá, ni otro mundo, ni nada parecido. ¿Por
qué iba a haberlo? Pero ahora, contigo…
—He echado por tierra tus creencias —concluye Eric—, vaya, lo siento.
Yo niego con la cabeza.
—No tienes que disculparte. En cierto modo creo que es mejor así. Da
esperanza a quienes ya no están.
—Y a quienes están a punto de irse.
Las estrellas fugaces se suceden una tras otra, como líneas de luz. Sopla una
brisa fresca, pero las ascuas de la hoguera y nuestras envolturas de poliéster
nos mantienen calientes. Además, Eric está bien pegado a mí y prácticamente
puedo notar su calor desde aquí. Creo que estoy en el cielo.
—¿Si pudieras desear algo ahora mismo, qué pedirías? —pregunta de
pronto.
—¿A qué viene eso?
—Se supone que cuando ves una estrella fugaz tienes que pedir un deseo.
Contemplo durante un instante mi alrededor. Sus brazos rodeándome, las
estrellas parpadeando, la calidez de nuestros sacos de dormir, el olor a
lavanda…
—Estoy perfecta así —concluyo.
—Vamos, seguro que hay algo, un detalle, que mejoraría mi pequeño
complejo turístico. Dímelo, aunque solo sea para tenerlo en cuenta con los
próximos clientes.
Sonrío. Entonces pienso un segundo y caigo en la cuenta de algo. Ese
detalle que pondría el broche de oro a la noche.
—Ahora que lo dices, no vendría mal…
—Si lo dices no se cumple.
Noto que Eric se mueve a mi lado y que corre la cremallera de su saco. Se
levanta y se introduce entre la maleza.
—¿Adónde vas?
—Cierra los ojos —me pide—. Es mi última sorpresa.
Yo obedezco sin rechistar. No puedo creer que aún tenga algo más
preparado. Y que lo haya estado guardando todo este tiempo...
Espero y espero. Hasta que un sonido agudo llega a mis oídos. Y lo
reconozco. Madre mía si lo reconozco. Abro los ojos. Los pelos se me ponen
de punta. Me dan escalofríos.
—No puede ser…
Esas notas, esos acordes. Es una guitarra. Una acústica. Y es Ed Sheeran. Y
no solo eso. ¡Es The A Team! Mi canción favorita. La mejor.
Me levanto de un brinco del suelo y veo a Eric con una Gibson oscura como
la noche enganchada del hombro. Me mira entre avergonzado y entusiasmado.
—Como lo de médium es un secreto que más gente sabía, quería enseñarte
algo que nunca he revelado a nadie.
Entonces empieza a tocar con más fuerza. Las cuerdas resuenan entre las
montañas. Baja los párpados y canta. Su voz inunda el claro. Suave, frágil y
temerosa. Suena distinta en inglés. También se inventa palabras. Pero me gusta.
Me encanta. Veo que se traba en alguna parte, que las cuerdas se le resbalan,
que las manos le sudan, que la voz le tiembla, que su pie pierde el ritmo un
segundo. Está nervioso. Nunca le he visto así. Debe de ser la primera vez que
canta delante de alguien. O incluso que toca. Pero al llegar al estribillo se
suelta. Le veo sonreír para sí, como compartiendo un recuerdo que solo él y su
guitarra conocen. Quizás alguna parte temida y que ha superado. O algún fallo
que solo él percibe.
Los últimos acordes se apagan en nuestro refugio y yo no tardo en
lanzarme a sus brazos al ver su cara de vergüenza. Y la expresión «comérmelo
a besos» cobra sentido. Él, sorprendido por mi reacción, tarda un poco en
corresponderme. Pero luego me devuelve los besos con énfasis y me abraza
intensamente. Como si hubiera superado un reto imposible.
—¿Desde cuándo tocas la guitarra? —pregunto excitada entre beso y beso.
Mi voz suena tan chillona que se me escapa un gallo.
—Empecé hace unos años, pero lo abandoné. Luego vi que te gustaba la
misma música que a mí, y decidí retomarlo. Un día, mientras esperaba a que te
ducharas, cogí tu iPod y vi cuáles eran las más escuchadas. No me sorprendió
en absoluto que las veinticinco fueran de Ed Sheeran.
—Eres… —pero no se me ocurre nada.
«Perfecto», me sugiere mi mente. Pero cuando quiero decírselo él ya
empieza la siguiente canción, Kiss me.
—Canta conmigo —dice.
Yo sonrío.
—Ya tenía pensado hacerlo.


Cantamos tanto tiempo que las llamas de las velas hace rato que se han
extinguido y las brasas de la hoguera son solo un tenue resplandor. Primero
empezamos con Kiss me, Give me love y Tenerife Sea. Después tocó
Photograph y a los dos se nos escapó alguna lágrima. Entonces dejamos las
más románticas y nos animamos con Sing y Don't. Yo hacía los coros y,
aunque llevar el ritmo no es lo mío, de vez en cuando chasqueaba los dedos.
Hasta nos atrevimos con el rap de Eraser. Eric se las conoce todas. Quizás
alguna muy antigua no le suena, pero el resto se las sabe tan bien como yo. Es
verdad que la letra se la inventa un poco, que el inglés no lo maneja del todo
bien y que los agudos se le van bastante, pero me da igual. El hecho de
encontrar a alguien que comparta mi gusto musical con tanto entusiasmo como
yo es algo especial. Mágico.
—¿No se nos olvida una canción? —pregunta, al terminar I see fire.
Yo hago memoria, pero hemos cantado tantas que no estoy segura.
—No hemos cantado Thinking out loud —dice—. Y ésta sí que entiendo lo
que dice.
Sus dedos empiezan a rasgar la guitarra, pero esta vez no quiero cantar.
Prefiero escucharle. Nuestras miradas se cruzan. Me la está dedicando. Otra
más. Hago todo el esfuerzo por reprimir las ganas de abalanzarme sobre él.
De devorarlo a besos.
Pero entonces llega al estribillo:
—So, honey, now / take me into your loving arms, / kiss me under the light of
a thousand stars, / place your head on my beating heart, / I'm thinking out loud,
/ maybe we found love right where we are.
Y no puedo aguantar más. Me lanzo sobre él con un beso por delante.
Responde con frenesí. La canción es nuestra. Lo comprendo. Le quito la
guitarra. Su cazadora. Damos rienda suelta a nuestra pasión. A nuestro amor.
Cuando estoy plenamente a merced de sus labios, se separa lentamente y no
puedo evitar sonreír. Entonces le miro y veo que él también sonríe. Como si
fuéramos uno.
Pronto nos quedamos sin ropa. Desnudos. No nos importa el frío. Nuestros
abrazos pueden con él y con mil ventiscas más. Estoy sedienta de él. Él de mí.
Los besos se entremezclan unos con otros. No sé dónde acaba y empieza el
siguiente.
Entonces se detiene en seco. Me coge el rostro con ambas manos. Sus ojos
muy cerca de los míos. Noto que tiembla y no es por el frío.
—Sarah, si no quieres, no tenemos por qué hacer…
Yo también estoy asustada, pero con él sé que nada me puede pasar. Por eso
le tiro al saco y ahogo su voz entrecortada con un beso acelerado, ansioso.
Como si esos dos segundos de pausa fueran una eternidad. Como si nunca más
pudiera separarme de él.
Y los dos, bañados por el fulgor de un millar de estrellas, nos fundimos en
un único ser.
Capítulo 8


Jueves, 29 de octubre. 17:30 p.m.

Ojalá todas las noches fueran como esa.
Eric y yo lo hemos hecho. Aún no lo asimilo bien. Yo ni me lo había
planteado. Pero ocurrió. Me trae sin cuidado que fuera demasiado pronto, que
solo lo conozca de un mes o vete a saber qué más habladurías de pueblo
pueden surgir por ahí. Esa noche fue mágica. Las estrellas, su calor, nuestros
besos... y luego dormir acurrucada en su pecho, notando el roce de su piel con
la mía. Jamás hubiera pensado que un simple saco de dormir y su pecho
desnudo le quitarían el primer puesto en comodidad a mi cama. Cierro los
ojos y aún puedo notar su respiración, el leve subir y bajar de su abdomen.
Todo quedará grabado para siempre en mi cabeza. Nunca lo olvidaré. Estoy
segura.
Aunque, claro, no todo es tan bonito cuando llevo dos días de atraso con la
regla y la dichosa no se digna a aparecer. Algunos diréis: «bah, dos días no es
nada. No tienes por qué preocuparte». Pero sí me preocupo. Porque nunca he
tenido un retraso. Soy como un reloj suizo; si tiene que bajar un día, baja ese
día. Salvo ahora. Quizás sea el ambiente cargado de polen de olivo o tal vez
vivir a esta altitud. Ojalá lo sea.
Como es lógico la amenaza de un bebé sorpresa me ha asustado tanto que se
me ha escapado un pedo al darme cuenta. Pero que no cunda el pánico. Lo he
hablado con Eric, que está casi más angustiado que yo, y esta misma mañana
ha ido a Jaén en autobús a comprar uno de esos tests de embarazo. ¿Que por
qué ha tenido que ir hasta a la capital de la provincia a por uno? Imaginaos a
Eric saliendo con una cosa de esas de la farmacia del pueblo donde todo el
mundo le conoce y donde todo el mundo se va de la lengua. La noticia la
sabría el pueblo entero antes de que Eric saliese por la puerta.
Ahora estoy encerrada en el baño de mi casa, con las bragas en los tobillos
y el chisme ese entre las piernas. Suerte que mi padre trabaja. Eric espera
pegado a la puerta, con temblores. Casi puedo notar sus pálpitos desde aquí.
Puede parecer que es un poco absurdo que él espere fuera cuando ya me ha
visto sin nada encima. Pero lo prefiero así.
Miro el test dándole vueltas entre mis manos. Hemos leído cerca de veinte
veces las instrucciones y más o menos nos ha quedado claro. Dos líneas,
embarazada; una, alivio. Y no rosa, niña; azul, niño, como bromeaba Eric. Me
gusta que le quite hierro al asunto, pero éste es de gravedad mayor, así que el
coscorrón se lo mereció.
Suspiro hondo por última vez. Allá vamos. Lo introduzco abajo y espero
paciente con los párpados bien apretados. El prospecto aconseja que pase más
de cinco minutos para dar un resultado fiable. Yo no soy capaz de aguantar ni
cinco segundos con los ojos cerrados. Lo observo con pavor… hasta que
pasado un tiempo (el más eterno de mi vida), solo aparece una fina banda gris.
Suspiro. Menudo peso acaba de desaparecer de mis hombros. Unas dos
toneladas, calculo; una por cada día de retraso.
Salgo del cuarto de baño y, al ver el pánico en la mirada de Eric, no lo
puedo evitar. Me llevo las manos a la cara y finjo llorar.
—No —musita, pasmado—, no, no, no.
Se queda quieto como una estatua. Sus ojos están a punto de salirse de sus
órbitas. Yo me echo a sus brazos antes de que me entre la risa. Él me abraza,
pero con tan poco fuerza que apenas noto sus manos sobre mi espalda. ¡Está
tieso! Como una tabla. Si le doy un empujoncito seguro que se da de bruces
contra el suelo. Pobre. Creo que ya he cumplido mi venganza por todas las
veces que me toma el pelo.
—Yo quería ser mamá —miento, entre risas.
Le muestro el test. Él lo observa con el ceño muy arrugado y tarda casi
medio minuto en comprenderlo. Entonces me alza por la cintura, mientras mis
carcajadas retumban por los pasillos. Cuando quiero darme cuenta, estoy
tumbada sobre el sofá, atrapada con una especie de llave de kárate.
No recuerdo el tiempo que estuvo haciéndome cosquillas.


Sábado, 31 de octubre. 18:06 p.m.

—¿Adónde vamos? —pregunto.
Eric me conduce por un revoltijo de callejuelas y pronto dejo de saber
dónde estoy. Sí, todavía no he aprendido a orientarme por el pueblo, soy así de
desastre, ¿qué le voy a hacer?
Se acaba de presentar en mi casa diciendo que tenía una sorpresa, que usara
deportivas cómodas y corriera antes de que el sol se ocultase por las montañas.
Hoy es Halloween. Al parecer aquí también lo celebran, aunque nosotros no
vamos disfrazados. Es curioso cómo llegan otras culturas a sitios tan
recónditos como este. Aunque en Valdepeñas la gente no se disfraza y va
pidiendo caramelos de casa en casa; aquí la gente se disfraza y va a beber al
botellón. Es triste que todas las fiestas y tradiciones se conviertan en una
excusa para empinar el codo. Supongo que se lo pasarán bien, pero digo yo
que también hay otras cosas más sanas y a la vez igual de entretenidas. O
quizás sea yo la rara al detestar el alcohol.
En fin, que me voy del tema. Eric está prácticamente arrastrándome por las
calles del pueblo y no tengo ni idea de adónde.
—Ya lo verás, impaciente —dice. Detecto en su voz cierta ilusión, como la
de aquella noche, que no hace otra cosa que avivar mi curiosidad.
Dejamos atrás las casas y nos adentramos en el pasaje del río donde
perseguí a hurtadillas a Eric. Allí fue nuestra primera conversación, un tanto
absurda, pero fue la primera. Han ocurrido tantas cosas que parece mentira que
haya pasado poco más de un mes. Recuerdo aquel sendero serpenteante que
trascurre paralelo al agua. Aunque había olvidado lo bonito que es, con esos
túneles de hojas y esa paz que trasmite el murmullo del agua y el canto de los
pájaros.
Bordeamos una hermosa cascada con aguas heladas y atravesamos varios
puentes de madera. No sé qué trama, pero cada vez nos alejamos más del
pueblo. Entonces nos desviamos del sendero y nos introducimos en una
vegetación más densa y angosta. Las ramas de los arbustos me molestan al
andar y cada vez se hace más intransitable el supuesto camino. Si no supiera
cómo es Eric, empezaría a desconfiar y a montarme mis propias paranoias
sobre posibles secuestros, o vete tú a saber. Pero le conozco y sé que haga lo
que haga va a sorprenderme para bien.
—No recuerdas este camino, ¿verdad? —Niego con la cabeza—. Fue el
primero que te enseñé. Supongo que soy un mal guía.
Río. Eric todavía usa la excusa de enseñarme el pueblo para raptarme a todo
tipo de lugares pintorescos.
De repente el camino se abre. Ante nuestros ojos, se alza un viejo caserón
de madera oscura. Las enredaderas escalan por sus cimientos y se cuelan en el
interior a través de unos ventanales que en su época debían de ser grandiosos,
pero que ahora solo le dan un aspecto apagado. El tejado está medio
derrumbado por el ala norte y únicamente el otro extremo parece estar en
mejor estado. La antigua construcción se eleva sobre un manto de hojas secas
y se halla al pie de un risco de piedras afiladas. La luz del atardecer tiene
dificultades para infiltrarse a través de ese amasijo de ramas y troncos, lo cual
le confiere un aspecto aún más sombrío.
Un repelús no tarda en recorrer mi espalda. Eric lo nota y coge mis dos
manos con suavidad.
—Espero que no hayamos venido hasta aquí para entrar ahí.
Él me mira fijamente y siento que me relajo. Debe de tener un don para
tranquilizarme, si no, no lo entiendo.
—Sarah —murmura con una voz melodiosa que contrasta con el ambiente
tan siniestro—, ¿recuerdas la primera vez que me seguiste? Creo que fue de las
pocas veces que te mentí. Te dije que iba a dar un paseo y no era así. Me dirigía
a esta casa abandonada.
Es verdad, ahora lo recuerdo. No es la primera vez que observo esta casa.
Cuando perseguí a Eric tras perderle la pista, pude verla un segundo. Luego
me dio un susto de muerte por la espalda y la olvidé.
—¿Para qué vamos a entrar? —pregunto con una voz chillona que ralla la
histeria.
Eric suelta una de mis manos para acariciar con ternura mi mejilla.
Definitivamente tiene un don para calmarme.
—Creo que ya ha llegado la hora de que te presente a mis amigos.
Noto que abro mucho los ojos sin remedio. En mi mente se empiezan a
formar toda serie de ideas, cada cual más descabellada. Pero, tengo razón,
¿quién queda con sus amigos en un sitio como este? ¿Para qué?
—No me digas que tus amigos no son… de este mundo —digo, suavizando
lo que pasa por mi cabeza en ese momento.
Él suelta una carcajada que retumba entre la maleza.
—No, no, Sarah, no son espíritus. Estos amigos son de carne y hueso, como
tú y como yo.
Suspiro de alivio. Con un novio médium nunca se sabe.
—Lo que sí te tengo que pedir es que no te asustes. Este es otro gran secreto
y no quiero que te entre el pánico.
—¿Qué otro gran secreto?
—Ahora lo verás, pero tienes que mantener la calma. ¿Lo harás por mí?
Me mira cariñosamente. ¿Así cómo voy a negarme?
—Peor que lo de ser médium no creo que sea, ¿no?
Eric sonríe.
—Entonces vamos allá.
Y emprendemos el camino al viejo caserón.


Al atravesar el umbral, me invade el miedo. Lo noto porque uno de mis
gases infalibles se va formando en mi barriga y pide paso. Lo contengo como
puedo pero conforme avanzamos cuesta más.
La oscuridad apenas deja ver nada, el frío parece más intenso dentro y la
humedad es tan densa que se puede respirar. Se me erizan los pelos. Menos mal
que está Eric sujetándome la mano con fuerza, porque si no habría echado a
correr hace rato. No suelo asustarme con facilidad, pero tampoco entro todos
los días en una casa abandonada cuando está anocheciendo, llamadme rara…
otra vez.
Atravesamos varios corredores inmensos, de esos que no se ven el final.
Los viejos tablones de madera restallan con nuestras pisadas, a lo que yo
respondo con un sobresalto. Eric se detiene frente a una puerta cerrada que no
tiene nada distinto de las anteriores. Toca con los nudillos de una manera
peculiar, como si fuera una clave secreta. ¿Para qué necesitan contraseña en un
sitio como este? ¿Quién iba a venir aquí a estas horas? La puerta se abre con
un chasquido brusco.
Paso al interior con pasos indecisos y una luz tenue me recibe. A pesar de su
baja intensidad, mis ojos tardan unos segundos en adaptarse. Parece una
habitación igual de estropeada que el resto de la casa. En el centro, un grupo de
chicos de nuestra edad se sientan sobre cojines alrededor de una mesita. Hasta
ahí todo normal. El problema es que la sala está iluminada con velas en cada
esquina y… ¿es incienso eso que huelo? Eso ya no parece una fiesta de
Halloween habitual. Por si fuera poco, los chicos no van vestidos con trajes de
vampiro, de hombre lobo o de Freddy Krueger; llevan una túnica negra entera
con capucha, como si pertenecieran a una secta o dios sabe qué. Admito que
estoy aguantando las ganas de ir al baño y no precisamente a orinar.
Detecto que algo se mueve a mi lado. Me giro y veo que hay otro individuo
de igual manera disfrazado detrás de la puerta.
—Al final la has traído —dice—, ¿seguro que no echará a correr?
Un momento, conozco esa voz. Ese aire de superioridad en su tono, la
forma tan pedante de dejar caer las palabras…
—¡Axel! ¿Qué haces aquí?
El encapuchado muestra su cara y reconozco aquel flequillo rubio pollo
pegado a la frente, como el cuerno a un unicornio. No esperaba encontrar una
cara conocida entre los amigos de Eric. Aunque, ahora que lo pienso, ya me
habían dicho que ellos dos eran amigos.
—Yo también me alegro de verte, Sarah.
«No puedo decir lo mismo», pienso. Aunque por otro lado no sé si es peor
conocer a alguien nuevo, o vérmelas otra vez con el creído de Axel.
—¿Qué haces tú aquí? —repito.
—Lo mismo que tú; espiritismo.
Miro a Eric esperando que él lo desmienta. Pero solo aprieta más fuerte mi
mano.
—No lo digas así, que la vas a asustar —dice. Entonces me acerca al resto
del grupo sin dejarme tiempo para pensar—. Chicos, esta es Sarah. La chica de
la que os hablé.
Noto que me pongo algo nerviosa. Son en total cinco chicos, contando a
Eric y a Axel. Los tres que aún no conozco se levantan de sus asientos para
saludarme uno a uno. El primero es un chico rollizo, que me suena de verlo
por el instituto, aunque no está en nuestra clase. Lleva una bolsa de patatas
pegada a la mano y cuando me saluda noto la grasa en sus dedos.
—Éste es Kevin, el niño más cagón del pueblo —le presenta Eric con un
tono de provocación en su voz.
—No soy un cagón —replica—, solo soy el más cauto de todos vosotros.
—Claro que sí —le suelta Axel—, y yo soy el menos ligón. Puestos a
soñar…
Todos se ríen. Y sus risas aflojan la tensión que atenaza mi cuerpo. Qué
alivio, al menos parecen humanos. Con el ambiente tan solemne y sus trajes
oscuros a juego, seguía en pie mi teoría de que eran fantasmas.
—Yo soy Félix —indica un chico que será uno o dos años menor. Tiene
unas gafas de enorme montura y un peinado con la raya en medio que le dan
un aspecto muy remilgado—, es un gran honor recibir a un nuevo miembro de
nuestra humilde asociación. Si tienes alguna pregunta o quieres saber algo
más, yo soy tu hombre.
Le sonrío. Con esa pinta de niño mimado parece cualquier cosa menos un
hombre. Aun así, admito su manera de hablar; transmite confianza, y parece
bastante inteligente.
—¿Saber algo más sobre qué? —pregunto mientras le devuelvo el saludo.
—Pues creo que está claro, si no, no sería necesaria toda esta parafernalia
—contesta, extendiendo los brazos.
—Es el sabelotodo del grupo —interrumpe Eric—, a veces no para de
hablar y es un incordio, pero es el más listo sobre el tema.
—¿Sobre qué tema?
—Y esta es Adriana —prosigue Eric haciendo oídos sordos. Soy consciente
de que está evitando responderme. Tiene suerte de que esté algo cortada entre
sus amigos, si no ya estaría cantando.
Me sorprende que haya otra chica, aunque con esa túnica resulta difícil
distinguirla. La tal Adriana es una chica mona, elegante. Pelo moreno largo
hasta la cintura y rizado. Cara pálida y con pinta de cuidada. Sus ojos son
completamente negros, pero a la vez tan grandes que le dan un aspecto muy
peculiar.
—La guapa del grupo —aclara Axel, a la vez que emite un silbido.
—Aún no hemos ni abierto el portal y ya vas a empezar tú a darme el latazo
—dice la chica con una voz débil, pero tajante.
—¿Qué portal? —pregunto yo sin poder aguantar más—. ¿Me quiere
explicar alguien qué se supone que vamos a hacer aquí?
—La primera vez siempre impresiona —me susurra Adriana con una voz
que da escalofríos—. Pero tú no tengas miedo.
—Eso es —se mete Axel, que ha escuchado a hurtadillas—, mejor no tengas
miedo porque ellos huelen el miedo, se alimentan de él.
—Quieres dejarla ya en paz —se encara Adriana—, ¿acaso tú no estabas
cagadito la primera vez?
Axel hace un ademán con los brazos en son de paz.
—Está bien, Adri.
—Te he dicho que no me llames así —le grita. La chica se acerca tanto a la
cara de Axel que temo que en cualquier momento se enzarcen en una pelea.
—De acuerdo, A-dri-a-na, con tanto amor Sarah se va a creer que estamos
juntos.
Entonces ella se le acerca, pero con otra intención. Le pasa la mano por los
hombros, mientras se pasea a su alrededor con ademanes seductores. Entonces
le susurra al oído:
—¿No me digas que no te encantaría? ¿Que no lo desearías?
La chica le acaricia el pecho y le sigue rodeando con andares sinuosos.
Axel se deja hacer. Veo cómo se dibuja la sonrisa en su cara. Solo le falta la
baba colgando.
—Lo deseo con toda mi alma —admite.
Entonces los dos se quedan muy juntos, casi rozándose. Pero cuando Axel
la va a besar, Adriana se gira y le deja de morros, dando un beso al aire.
No puedo evitar soltar una risa ahogada.
—Sigue soñando, chaval —le dice volviendo a sentarse en su sitio junto a la
mesa—. Antes te corto ese flequillo rubio que tienes.
Axel se muerde el labio de impotencia. Aun así, en su rostro asoma una
sonrisa pícara, como consciente de que se la iba a jugar así.
Eric, que ha permanecido a mi lado durante toda la escenita, les observa,
cansado.
—Esto pasa siempre —comenta cerca de mi oído—, están todo el día
discutiendo. No hay de qué preocuparse.
—Pues vaya amigos —señalo.
—No estoy del todo seguro de que sean realmente amigos. Lo que pasa es
que ambos están unidos por lo que hacemos.
Entonces caigo en la cuenta de que aún no sé qué estoy haciendo allí.
—¿Y qué es lo que hacéis? ¿Piensas contármelo algún día?
Eric parece reacio a contestar. La situación es idéntica a cuando me reveló
que era médium. La misma mirada indecisa, el mismo temblor en el labio
inferior… al final va a ser verdad que es un secreto comparable al otro.
—Pues verás…
—De verdad, Eric —le corta Adriana—, con lo decidido que eres con
nosotros y lo que te cuesta con ella. —Entonces me mira a mí fijamente y
suelta sin reparo—: Hacemos la güija, ¿sabes lo que es?
—Es una especie de tablero que sirve para comunicarse con los muertos,
¿no? —contesto. He oído hablar de ella, pero tampoco estoy muy segura.
—No es solo un tablero —interviene Félix—, es una entrada a otro mundo,
un enlace entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Aunque en realidad
no se contacta con el mundo de los muertos-muertos, sino que se suele quedar
en un espacio intermedio: el mundo de los espíritus. Porque, claro, la mayoría
de personas al morir pasan al otro lado, pero hay algunos que se quedan entre
ambos y que sin la ayuda de…
—Félix —le interrumpe Eric—, eso ya se lo he contado yo.
—O sea que aquí habláis con los espíritus, o con los muertos-muertos —le
digo a Eric que rehúye de mi mirada. Parece tener miedo de mi reacción. Le
observo intensamente hasta que no tiene más remedio que mirarme a la cara.
—En realidad solo con los espíritus, aquellos que no han conseguido pasar
del todo al otro lado. Siento no habértelo dicho antes. No sabía cómo te lo ibas
a tomar. —Me coge de las manos y clava su mirada piadosa en mí—. No vas a
salir corriendo, ¿verdad?
Vale, admito que hablar con los espíritus, o con quien sea que no esté vivo,
no me agrada mucho, es más, le tengo bastante respeto. Pero no es razón para
que abandone a Eric. Supongo que cada uno tiene sus costumbres y gustos, y si
a Eric le gusta hablar con los muertos, pues allá él. Es como si a mí Eric me
dejara porque no le gusta que duerma hasta las tantas, que no es que sean cosas
equiparables, pero que si no aceptamos las rarezas de cada uno, entonces
adiós. Hay que adaptarse, aunque sea un poco. Además, después de contarme
que puede ver a los muertos y sentir cómo le atraviesan, hablar abiertamente
con ellos no es para tanto, ¿no?
Eric espera una respuesta sincera. Me observa con ojos de cordero
degollado y, lo siento, pero no me puedo contener. Le planto un beso ahí,
delante de todos. Luego, vuelvo a la realidad y me doy cuenta de mi
atrevimiento. Y, claro, me ruborizo. Maldita vergüenza. Suerte que está bien
oscuro y no se nota.
Los dos nos miramos y sonreímos a la vez. Y noto que le quiero más.
—Siento interrumpir este momento tan romántico, pero vamos a empezar
ya.
Eric y yo nos giramos de mala gana y vemos a Axel que nos indica que nos
sentemos.
Un momento, ¿entonces pretenden que yo participe en la güija? Eso ya me
da más mala espina. Una cosa es saber que otra persona la hace, y otra muy
distinta realizarla tú también. Es como si le pidiese a Eric que durmiese
conmigo hasta la hora de comer, a pesar de que a las ocho ya está en pie.
—¿Yo también tengo que hacerla? —le murmuro con una nota de pánico en
mi voz.
—Sarah, no tienes de qué asustarte, es solo un hobby, como quien juega al
fútbol. Pero si no quieres, no hace falta que intervengas, ¿verdad, Félix?
—Exacto —corrobora el chico colocándose bien sus gafas—, se puede
acudir aquí en calidad de observador si lo prefieres. Pero luego no puedes
inmiscuirte en la sesión de repente, el ente se puede sorprender y no es
aconsejable hacerlo.
—¿No es peligroso que yo esté aquí sin decir nada?
—Generalmente, los espíritus tienden a contactar con las personas que lo
están llamando. Por ponerte un ejemplo, es como si tú llamas a tu padre por
teléfono y tu padre, que sabe que estás con Eric, te pide que le pases a Eric a
pesar de que eres tú la que quiere hablar con él. No tiene mucho sentido,
¿verdad?
—Suena convincente —digo tras pensarlo un segundo.
—Lo es —confirma Axel acercándose a Félix—, este chiquitín es el más
listo del espiritismo.
—No le llames chiquitín —interviene Adriana.
—O si no, ¿qué?
—Chicos, chicos —se mete Eric con aire apaciguador—, no empecéis otra
vez. Hagámoslo antes de que se nos pase este día y no nos dé tiempo de hablar
con nadie.
—¿Qué pasa en este día? —pregunto yo.
—Hoy es Halloween, querida amiga —explica Félix con dotes de profesor
—, es el mejor día para contactar. Desde sus orígenes celtas, (y no
estadounidenses como piensa la mayoría), se ha dicho que la franja que divide
este mundo del otro es más fina esta noche y eso permite el paso de los
espíritus con más facilidad. Los celtas usaban los trajes y máscaras como
forma de ahuyentarlos, porque creían que si adoptaban una forma tenebrosa,
espantarían a los entes.
—Entonces, ¿por qué lleváis todos esas túnicas? Vosotros queréis hablar
con ellos, no ahuyentarlos, ¿no?
—En la actualidad han cambiado mucho las cosas, Sarah —dice Eric—,
nosotros llevamos túnicas, ponemos velas, encendemos incienso y nos
metemos en esta casa abandonada porque así se crea ambiente. La atmósfera es
muy importante, a veces es lo primordial a la hora de entablar conversación.
—También es clave no asustarse, tener confianza en uno mismo y
tranquilidad mental. Yo siempre digo que una persona atrae lo que siente. Si
una persona está deprimida, atraerá a espíritus deprimidos. Así de simple.
—¿Y nunca habéis atraído a algo… no sé… peligroso?
Todos se miran.
—La primera vez casi me lo hago encima —dice Adriana.
—A mí se me escaparon algunas gotas... —confiesa Kevin, concediéndole
un respiro a su bolsa de patatas mientras le da un respingo.
—¿Qué pasó? —pregunto, medio intrigada, medio asustada. No olvido que
estoy en una casa abandonada… en medio del campo… de noche…
—El vaso se estrelló contra la pared y todas las velas se apagaron. Te
puedes imaginar la situación, niños de trece, catorce años corriendo
despavoridos completamente a oscuras por el campo. Fue bastante traumático.
Pero entre la inexperiencia y lo asustados que estábamos, no fue para menos.
—No te preocupes, Sarah —me consuela Eric, al ver, supongo, mi cara de
horror—, ahora ya estamos preparados.
—Sí, ahora tenemos linternas —dice Axel, burlón, deslumbrándome con
ráfagas de luz.
—La clave es mantener la calma —recuerda Eric—. También hay que tener
en cuenta que hay espíritus traviesos que solo quieren divertirse.
—Son los poltergeists—prosigue Félix—. Supongo que conocerás la
película. Lo más probable es que nosotros contactásemos con alguno de ellos
la primera vez. Solo buscan algo de diversión a nuestra costa, pero si sabemos
identificarlos, no hay problema porque normalmente se van cuando son
descubiertos.
—¿Entonces esperáis que me quede tranquila y calmada si un vaso explota o
si se apagan las velas? —pregunto. Ni siquiera sé si soy capaz de aguantar
cuando el vaso empiece a moverse.
—No vamos a contactar con nada raro, Sarah. Solo nos ha pasado ese
incidente una vez de todas las veces que hemos hecho la güija.
—¿Es que hacéis esto todos los días?
—Solo en días especiales como hoy —explica Eric. Entonces clava su
mirada en mí, me coge las manos firmemente y dice—: pero si no quieres
hacerlo, lo entiendo. Nos iremos de aquí y volveremos a casa. No quiero que
te asustes por caprichos de un tío loco como yo. Tú decides.
La idea de volver al resguardo de mi calentita y segura casa suena
tentadora. Aun así, lo pienso mejor. Hasta hace poco siempre he pensado que
esas cosas no eran ciertas, que ni los fantasmas, ni los espíritus existían. Pero
desde que conozco a Eric las cosas han cambiado y ahora creo en todo eso.
Aunque, claro, creer no es lo mismo que comprobarlo con tus propios ojos.
Yo sé que Eric no miente, es más, ¿quién diría que ve muertos y que puede
sentirlos? La cuestión es que siempre queda una duda inquieta que se muere
por comprobar que todo eso es cierto. Que hay algo más allá. Que la muerte es
solo el tránsito a otro sitio.
Y claro, es esa duda, esa curiosidad incansable, la que me corroe por dentro
y hace, como diría mi madre, arriesgarme.
—Veré cómo la hacéis.
Eric sonríe.
Todos se sientan alrededor de la mesita mientras yo me coloco detrás de
Eric, sin apartarme más de dos palmos de su espalda. Estoy nerviosa, lo
reconozco, pero su presencia me reconforta.
—Antes de nada, Sarah —dice Félix girándose hacía mí—, debes sentarte
sin cruzar las piernas, ni tampoco los brazos. En el hipotetiquísimo caso de
que se dirigiese hacia ti, ni se te ocurra salir corriendo. Recuerda mantener la
calma y responder con normalidad, como si estuvieras hablando con nosotros.
No le preguntes por alguien conocido que haya fallecido. Y, por encima de
todo, nunca le preguntes si el ente es bueno o malo, ni mucho menos cómo
murió. Algunos seres creen que todavía siguen con vida y desvelarles que
están en el otro barrio les altera.
Asiento con la cabeza repetidas veces.
—De todas formas no creo que le vaya a preguntar nada —aclaro.
Entonces se cogen de las manos formando un círculo y guardan silencio en
torno a la mesa. En ella hay un vaso de cristal bocabajo sobre un tablero con
un «sí», un «no», un «hola», un «adiós» y todas las letras del abecedario en
forma de abanico. No sé bien cómo funciona eso, pero, por lo que he visto en
las películas, creo que tienen que apoyar los dedos sobre el vaso para que
reaccione. Sin embargo, ellos siguen agarrados sin moverse un centímetro.
Se me ponen los pelos de punta. Todo está en la más inquietante de las
calmas. La atmósfera está cargada de humedad, incienso y tensión. Mucha
tensión. El titilar de las velas hace que nuestras sombras dancen a su antojo con
parpadeos fugaces. No entiendo cómo se mueven las llamas si la habitación
está cerrada a cal y canto, incluido las ventanas. Supongo que alguna brizna de
viento se debe de colar por los resquicios, aunque yo no noto que haya una
gota de aire en la estancia. Ya empiezan mis delirios.
Permanecen inmóviles unos minutos parecen eternos. Hasta que lentamente
van colocando con suma delicadeza el dedo índice sobre el centro del vaso,
uno a uno. Primero Eric y luego los demás.
Entonces, Eric inspira hondo y dice:
—¿Hay alguien ahí?
Su voz, fuerte y honda, retumba en las esquinas. Todos esperan en silencio,
pero no sucede nada. Yo no le quito ojo al vaso, expectante ante el más mínimo
movimiento. Lo miro tan fijamente que hasta tengo la sensación de que se
mueve. Lo que es la mente humana, te hace ver cosas que no son.
—Entes del más allá, seres del otro mundo, si estáis ahí, acudid a mi
llamada —insiste Eric.
Si se supone que no se les debe decir que están muertos, con eso de «entes
del más allá» y «seres del otro mundo», Eric se ha lucido. Espero que no se lo
tengan en cuenta.
El vaso tiembla. Esta vez no me lo he imaginado. Todos lo han notado, pues
se han erguido como ávidos sabuesos a punto de ser alimentados con carne
fresca.
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —Pero el vaso se niega a moverse—. Si estás
ahí, te ruego que te manifiestes.
Quietud. Pasan segundos. Luego minutos. Pero nada sucede. Yo doy por
perdido aquel ente, cuando Eric pronuncia:
—Ya está aquí.
Entonces las velas se agitan con más vehemencia. Doy un sobresalto, sin
querer me aferro a Eric como si dependiera mi vida de ello. No sé si puedo
tocarlo, pero me niego a soltarme. La temperatura desciende, lo noto. Como si
alguien hubiera abierto un ventanal al polo norte, solo que sin nieve y sin
viento. Me dan escalofríos, y esta vez de los malos. Seguro que tengo miles de
espíritus atravesando mi cuerpo en este momento. ¡Y encima siendo yo un
imán! No quiero admitirlo, pero mi confianza y tranquilidad mental se
evaporan. Creo que Eric se da cuenta porque me aprieta fuerte la mano que le
queda libre.
Pasan pocos segundos y el vaso se desplaza, lenta pero incesablemente.
«Hola»
—Hola —contesta Eric con una voz potente y clara. Es sorprendente que
guarde tanto la compostura en una situación como esa. Verlo tan seguro me
resulta admirable. Los demás, aunque serenos, no parecen por la labor de
hablar. En cambio, él asume el control de la situación y no muestra señales de
miedo o duda. Ni siquiera un titubeo—. Somos un grupo de chicos que
estamos interesados en hablar contigo. Mi nombre es Eric y ellos son Axel,
Adriana, Félix y Kevin. —No ha dicho mi nombre, aunque como no estoy
participando en la sesión, supongo que será mejor así. Espero que los espíritus
no me puedan ver allá donde estén—. ¿Nos puedes decir tu nombre?
El vaso tarda un poco en reaccionar, pero cuando lo hace se desplaza de una
letra a otra sin detenerse.
«Ya os conozco», dice.
Me da un escalofrío. Aquello no me gusta. ¿Por qué los conoce? ¿Cómo es
posible? Ahora sí que estoy asustada.
—¿Eres Bartolomé? —pregunta Eric sin temblarle la voz ni nada. Vaya tío.
«Sí».
Entonces todos parecen tranquilizarse un poco: la mayoría suspiran de
alivio, otros relajan los hombros. Pero no yo no logro entender por qué.
¿Quién es ese tal Bartolomé? ¿Es un espíritu bueno o malo? ¿Puedo hablar ya?
Kevin, que parece darse cuenta de mi estado, se gira y me susurra al oído:
—No es la primera vez que hablamos con él. Bartolomé es un espíritu
pacífico. Hace tiempo que se quedó atrapado entre este mundo y el otro y no
recuerda bien por qué. No tienes nada que temer.
Ahora soy yo la que suspira de alivio. Menos mal.
—¿Todo bien por ahí, Bartolomé? —pregunta Eric.
«Sí».
—¿Hay mucha gente como tú en ese plano? —dice Félix de pronto—. Me
refiero a personas que no recuerdan lo que han ido a hacer o lo que no han
terminado.
«Bastantes».
—¿Recuerdas hoy por qué estás atrapado en ese lugar? —dice Axel.
«No».
—¿Sigues sin ver a mi hermana, verdad? —pregunta Adriana.
«Nunca la he visto».
—Adriana perdió a su hermana pequeña hace dos años—me susurra Eric—.
Teme que algún día contacte con ella, lo que significaría que no ha podido
pasar al otro lado.
—Pobre —murmuro.
Todo parece ir con normalidad. Pero entonces, un soplo de viento apaga
parte de las velas. Solo quedan encendidas dos. La temperatura desciende
varios grados más de golpe. El frío me atenaza los músculos. El pánico se
apodera de mí. No sé qué sucede.
—Bartolomé, ¿qué ocurre? —pregunta Eric.
Pero el viento vuelve a arremeter. Una de las ventanas cede y deja pasar un
chorro de aire que zarandea mis cabellos. No veo nada. Las velas se han
apagado. Estoy aterrada. Noto mi corazón desbocado, mi respiración
entrecortada.
Un haz de luz ilumina la estancia. Y luego otro. Son las linternas. Gracias a
dios. Veo el rostro de Eric. No parece tan asustado para todo lo que está
ocurriendo, no me ha soltado de la mano ni un instante.
—Vámonos de aquí, por favor, Eric.
—Tenemos que cortar la conexión, si no puede ser peor.
De pronto silencio. El viento ha amainado por completo. Solo se oyen
nuestras respiraciones. Los rayos de luz alumbran la habitación. Los amigos
de Eric siguen con el dedo sobre el vaso, después de un estoico esfuerzo por
no retirarlo.
—Bartolomé —comienza Eric—, no sé qué ha ocurrido, pero tenemos que
regresar ya. ¿Podemos irnos?
El vaso se toma unos segundos en responder. Cuando lo hace se dirige
hacia un monosílabo. El peor.
«No».
Los amigos se quedan de piedra. A mí me entran ganas de llorar. Para
nuestra sorpresa, el vaso prosigue su marcha.
«Alguien quiere hablar con Sarah».
Noto cómo se hiela mi sangre. ¿Por qué sabe que estoy allí? Y lo peor de
todo: ¿cómo sabe mi nombre? Antes Eric no dijo nada al respecto. Todos se
miran, atónitos. El vaso parece convulsionar. Temo que vaya a salir disparado
contra la pared, o contra mí. Entonces se queda inmóvil. Nadie se mueve un
ápice. Miramos el cristal sin pestañear. Esperamos un buen rato… hasta que a
Eric le da un escalofrío.
—Hay alguien más —susurra— y no es conocido.
El vaso se activa con movimientos fugaces. Va de aquí para allá, primero en
círculos, luego de una punta a otra sin marcar una letra concreta. Se ha vuelto
loco, y nos va a enloquecer a nosotros también. Sobre todo a mí, que estoy al
borde de la histeria.
Se detiene justo en el centro del tablero. Entonces señala muy lentamente
una letra tras otra. Y mis ojos no dan crédito al mensaje:
«Hola, Sarah. Soy yo, mamá».
Capítulo 9


Sábado, 31 de octubre. 20:30 p.m.

No puedo creerlo.
El mensaje resuena en mi cabeza, como si la voz de mi madre lo hubiera
pronunciado. «Hola, Sarah. Soy yo, mamá». Trato de asimilarlo, de asumir que
no es ninguna mentira, ninguna mala jugada de mi imaginación, ninguna
broma de los amigos de Eric. Tengo que comprender que el vaso se ha
movido por aquello que dice ser mi madre.
Pero no lo consigo. Mi mente se niega a procesar la información, a admitir
que aquello está ocurriendo de verdad, que no es una pesadilla.
—¿Cómo que tu madre? —me pregunta Eric—. ¿Es que ella está muerta?
Soy incapaz de escucharle. Mi mirada sigue fija en el vaso de cristal.
¿Cómo es posible que hayamos contactado con ella? Hace casi dos meses del
accidente. Yo ya empezaba a olvidarla, a hacerme a la idea de que se había
marchado, de que estuviera donde estuviese, ya no estaba conmigo. ¿O es que
todavía hay posibilidades de que regrese? ¿Acaso no está muerta del todo?
¿Eso es posible o simplemente desvarío?
Siento que no estoy preparada para esto. No puedo reabrir esa herida. No de
esta forma.
—¡Sarah, reacciona! —insiste Eric.
Hasta que no me zarandea por los hombros, no consigo volver en mí. Sé
que he entrado en shock, pero desconozco cuánto tiempo. Miro alrededor y
comprendo que sigo en el mismo caserón. Las linternas iluminan como
pueden la estancia. Eric y sus amigos aún tienen el dedo posado sobre el vaso y
éste permanece sobre la letra «a», de la palabra «mamá». Ha debido de ser un
breve lapso de tiempo.
—Tuvimos un accidente —digo. Soy incapaz de despegar la mirada del
tablero—. Hace dos meses.
Eric recibe mis palabras con ojos muy abiertos. No da crédito a lo que oye.
—¿Por qué no me lo has dicho antes? ¿No sabes lo peligroso que puede
llegar a…?
—Eric, no es momento de discutir —interviene Adriana.
Lo dice por una buena razón: el vaso ha comenzado a agitarse. Y me da
miedo, me aterra. No sé si estoy lista para ver qué sucede. Aquello me
sobrepasa. Estoy tan impactada que lo vivo todo como en un sueño. Como
cuando llevas más de un día sin dormir y todo parece que vaya a cámara lenta.
¿Cómo he llegado a esta situación?
El vaso cesa sus temblores. Luego se desplaza lento pero sin pausa.
«Te necesito».
Se refiere a mí. Mi madre desde el otro lado, me necesita. ¿Por qué? Estoy
hecha un lío, no entiendo nada.
Entonces caigo en la cuenta de algo. Si mi madre está comunicándose
conmigo y nosotros solo podíamos contactar con espíritus que no han pasado
completamente al más allá, ella aún no descansa en paz. Tiene un asunto
pendiente por resolver.
Aquello hace que reaccione por fin. Me activo. Noto la energía bullir en mí.
De un brinco me incorporo al círculo de amigos y pongo mi dedo índice
también sobre el vaso.
—Mamá, estoy aquí, ¿qué te pasa?
Todos se quedan perplejos ante mi iniciativa. No sé si es lo correcto, si
debería haber hecho algún tipo de ritual antes de entrar, pero me da igual. Mi
madre necesita mi ayuda. Solo con pensar que ella puede estar atrapada… Me
da un vuelco el alma.
El vaso se mueve.
«Tienes que sacarme de aquí».
Aquello reabre la idea de que mi madre aún tiene posibilidades de volver
conmigo. Y no puedo controlarme, necesito saber qué ocurre.
—¿De dónde te tengo que sacar? —grito—. ¿Qué tengo que hacer?
Entonces el vaso se detiene. Es un parón brusco. Temo que se haya perdido
la conexión, que haya hablado demasiado alto o que haya hecho alguna cosa
mal de las que me explicó Félix. El frío sigue haciendo mella en nosotros y en
aquellos momentos de aparente calma es cuando más se nota. Las linternas
enfocan la güija, expectantes al recorrido del vaso. Pero éste no se mueve ni un
centímetro.
Entonces monto en cólera y la histeria me domina.
—¡¿Por qué no se mueve, Eric?! ¡Qué está pasando! —Le agarro por los
brazos, clavándole las uñas, y ahora soy yo quien le zarandea.
—No lo sé, Sarah. Tienes que calmarte.
—¿Que me calme? —repito con una voz tan chillona que cuesta
reconocerla—. ¿Cómo quieres que me calme cuando estoy hablando con mi
madre muerta? Tienes que arreglar la comunicación. —Me dirijo entonces al
resto del grupo—. Tenéis que arreglarla, como sea.
—A veces los mensajes tardan más tiempo en llegar —dice Félix con un
hilo de voz.
Me lanzo sobre él con una rapidez pasmosa. Noto que estoy respirando muy
rápido, como si un torrente de adrenalina corriera por mis venas.
—¿Cuánto tiempo? —le exijo saber.
—Minutos, puede que incluso horas. En cada caso depende de las
condicio…
Se interrumpe al notar que el vaso vuelve a vibrar. Para mi alivio,
reemprende su camino sobre el tablero. Jamás hubiera pensado que necesitaría
tanto seguir hablando por la güija. Pero es de mi madre de quien estamos
hablando. Tengo que saber qué le ocurre, lo necesito.
«Ayúdame a pasar al otro lado».
Aquello destroza la posibilidad de recuperar a mi madre. Aunque, siendo
realistas, creo que esa idea solo era fruto de mis más ansiados sueños. Yo
misma vi cómo cerraban la tapa de su ataúd. Aun así no es momento para
depresiones. Decido olvidar ese tema y prestar atención.
—¿Por qué no puedes pasar?
—Le tiene que faltar algo por hacer —contesta Félix—, todos los espíritus
no pasan definitivamente al otro lado porque les queda algo por hacer en este
mundo.
El vaso se activa esta vez más pronto. Es raro notar que el cristal se mueva
de forma tan decidida y sin parar un segundo. Ahora que estoy yo con el dedo
puesto, noto perfectamente que nadie lo está manipulando, que no hay ningún
graciosillo gastando una broma. Aunque quizás lo hubiera preferido.
«No queda tiempo».
—No queda tiempo, ¿para qué? Dime qué tengo que hacer.
El vaso vuelve a pararse en seco y me entra miedo. Miedo a que se corte la
conexión. Miedo a que mi madre esté en peligro. Miedo a que haya cometido
algún error al hablar. Y lo peor de todo: miedo a no saber qué ocurre.
—Por favor, mamá, no me abandones. Por favor, contesta. Yo te quiero.
Háblame. Por favor…
De repente el vaso responde a mis súplicas. Se agita. Pero esta vez lo hace a
una velocidad sorprendente. Va de una letra a otra sin tiempo a recordar la
anterior. Adriana reacciona a tiempo y coge boli y papel. No sé de dónde los
ha sacado, pero doy gracias de que los tenga a mano. Cuando el ajetreo cesa,
me muerdo las uñas esperando a que me muestre el mensaje. Primero es ella la
que lo lee supongo que para ver si tiene sentido, y por la mueca y lo mucho
que se abren sus ojos, deduzco que sí lo tiene. Y no parece agradable.
Me muestra el folio. Y me quedo sin aliento.
«Sálvame. Mi muerte no fue lo que parece. No fue un accidente. Te necesito,
Sarah, por favor, te necesito».
Todos clavamos la mirada en el tablero. Sin embargo, el vaso permanece
inmóvil, sin signos de que vuelva a moverse.


Sábado, 31 de octubre. 21:36 p.m.

Yo era feliz en la ignorancia. Bendita frase esa de «ojos que no ven,
corazón que no siente». No puedes preocuparte por algo que no sabes. Así de
sencillo.
En cambio ahora no puedo dejar de pensar en mi madre. En sus mensajes:
«Te necesito», «sálvame…», «…no fue un accidente…» Parece que su voz
resuena en mi cabeza una y otra vez, una y otra vez, incansable. Como una
pésima canción.
—¿… Quieres escucharme?
Vuelvo a la realidad y veo que unos ojos grisáceos se clavan en los míos.
Por su ceño fruncido parecen molestos.
—¿Qué decías? —le digo a Eric como una autómata. Es como si aquella
maldita sesión de espiritismo me hubiera absorbido la energía.
Acabamos de recoger los bártulos y ahora emprendemos el camino de
vuelta a casa todos juntos, sin separarnos demasiado y cabizbajos. Parece que
volvemos de la guerra y la hayamos perdido. ¿Quién me mandaría a mí
hacerle caso a Eric? Sería mejor que le hubiera dejado a él con sus rarezas y
yo haberme quedado tan a gusto en casita.
El silencio del bosque solo queda roto por la fractura de alguna que otra
rama, o el batir de las alas de algún pájaro que vuela despavorido ante
nosotros. Bueno, y por la voz de Eric que no para de acribillarme a preguntas.
Parece enfadado, pero no estoy de humor para dar explicaciones. Solo quiero
regresar cuanto antes y olvidar ese día.
El problema es que él no para de hablarme. Decido prestarle algo de
atención por fin.
—…vez no sea el mejor momento, lo admito —va diciendo—, pero solo te
pido que me expliques por qué no me has contado antes lo de tu madre.
—Yo creía que tú lo sabías. Bueno, que todo el mundo lo sabía —me
defiendo—. ¿No me dijiste que en este pueblo la gente se entera de tus
secretos? Pues ése ni siquiera era un secreto. Era un hecho. Mejor dicho, es un
hecho: mi madre está muerta.
—Pues no lo sabíamos, no. Deberías habérmelo contado —insiste él.
¿Cómo puede ser tan cabezón? Me está poniendo negra.
—¿Y cómo quieres que te lo dijera? «Hola, Eric, ¿has visto que día tan
bonito hace hoy? Ah, por cierto, mi madre murió en un accidente de tráfico. Ya
podemos ir a dar un paseo».
—No me hace gracia —dice de pronto.
—¡Ni a mí tampoco!
No entiendo a qué ha venido ese comentario. Ni que me estuviera
tronchando de la risa en su cara. A lo mejor no sabe diferenciar la cara que
pongo cuando río, de cuando estoy a punto de llorar.
—Pues no lo parece. Tú tal vez no lo entiendas, pero nos has puesto en
grave peligro a todos.
Espera que ahora voy a ser yo la culpable de que mi madre se haya muerto.
—¿Grave peligro?
—Sí, Sarah, en tu estado has participado en la güija. Y eso no es nada bueno.
—¿En mi estado?
—Todas las personas que participen y sientan baja su autoestima, o se
sientan deprimidas, ponen en riesgo la sesión y atraen a entes malignos. Félix
te lo dijo bien claro: «una persona atrae lo que siente». Y tú aún estás afectada
por la pérdida de tu madre.
—Eso es una estupidez —me excuso—. Además fuiste tú quien
prácticamente me obligó a participar.
—Pero te pregunté antes si querías hacerlo y si estabas segura. ¿Recuerdas
lo de la tranquilidad mental y todo eso? No era una tontería, es algo que hay
que cumplir.
—¿Cómo pretendes que me acuerde de todas las reglas que ha soltado tu
amigo en un momento? ¿Y qué esperabas que hiciera? ¿Que me hubiera ido yo
sola de vuelta a casa porque no tenía paz mental? ¿Que te hubiera obligado a
acompañarme? Me habrían llamado la aguafiestas de por vida. Además creo
que te estás yendo de la cuestión, porque lo importante aquí…
—No, Sarah, lo siento pero no. La cuestión aquí es que has puesto en
peligro a todo el grupo, al saltarte una norma crucial, ¿verdad, Félix?
—A mí no me metas —dice el chico que permanece detrás de nosotros
junto al resto de la comitiva con gesto incómodo. No debe ser grato presenciar
semejante escena.
No sé si es porque Eric está delante de sus amigos, el caso es que no le
reconozco. ¿Dónde está el chico considerado y divertido del que me enamoré?
Desde luego ése no es.
—Bueno —prosigue—, el caso es que no nos has hecho caso y creo que
todos nos merecemos una disculpa.
Espera, espera, espera. ¿Una disculpa? ¿Por no tener paz mental o como
sea?
—¿Pretendes que me disculpe yo? —repito, incrédula—. ¿Que pida perdón
después de lo que he pasado? Por si se te ha olvidado, mi madre está muerta y
lo peor de todo es que acabo de hablar con ella y me ha pedido ayuda. Y no sé
qué hacer, no sé cómo ayudarla. Por si fuera poco tú no me apoyas y te encaras
conmigo como si yo lo hubiera estropeado todo, como si fuera la única
culpable.
Sí, estoy llorando. Las lágrimas recorren mis mejillas y salen de mis ojos a
borbotones. Pero me da absolutamente igual.
Eric por fin parece que se da cuenta de lo mal que lo estoy pasando. Me
envuelve con sus brazos y me pega contra su pecho.
Pero aquello no me sienta bien. No después de todo lo que me ha soltado. Si
hubiera sido una disculpa por su parte, un «lo siento», o simplemente una
explicación de por qué se está comportando así, me valdría. Pero no consiento
que acalle mi llanto contra su pecho, porque así parece que solo soy una niña
chica que pierde la paciencia muy pronto y que esa es su forma de consolarme.
Yo no necesito consuelo, sino ayuda. Alguien que sepa cómo actuar ahora, que
coja las riendas de la situación.
Pero Eric no es ese alguien. Solo es el terco que cree tener razón cuando
más equivocado está.
Por eso me libro de su abrazo y seco mis lágrimas con los puños de mi
chaqueta.
—Déjame en paz. Ya sé volver sola.
—Espera, Sarah.
Aunque yo ya estoy corriendo camino abajo. Lejos, muy lejos de él.
Demasiado…
Capítulo 10


Martes, 3 de noviembre. 10:17 a.m.

—Vamos, Sarah, tienes que comer algo —la voz de mi padre tiene la
súplica escondida en su tono.
Llevo cerca de media hora con el plato de las tostadas delante y sin probar
bocado. Tengo el estómago cerrado, bueno, mejor dicho sellado. Y eso que no
me he llevado nada consistente a la boca desde hace varios días. No quiero
preocuparle, pero si intentase comer algo, lo echaría todo de vuelta.
Han pasado tres días y aún no sé qué pasó en Halloween exactamente.
Conocí a los amigos de Eric, hicimos la güija y nos comunicamos con un
espíritu aparentemente pacífico. Hasta ahí, todo está dentro de una normalidad
relativa. Pero entonces el ambiente se volvió oscuro y no estoy segura de vivir
los momentos siguientes: la conversación con mi madre, su mensaje de ayuda
y, lo peor de todo, la discusión con Eric. Ojalá hubiera sido todo una pesadilla,
una alucinación o cualquier otra cosa. Sin embargo, no he vuelto a ver a Eric
desde entonces y eso es como un jarro de agua fría que la realidad me lanza
sin piedad. Vamos, que todo ocurrió, no hay duda.
No he ido al instituto desde entonces. El hecho de que no haya comido nada
en días basta para que mi padre se crea aquello de «no me encuentro bien» y
me deje en la cama sin presionarme. Es cierto que no tengo hambre, que me
entran arcadas nada más pensar en comida, pero creo que la culpa no es de una
enfermedad, sino de una persona: Eric. El dichoso muchacho del que hace
cuatro días estaba locamente enamorada. Él es el causante de todos mis males.
De mi falta de apetito, de mis embelesamientos inoportunos, de mis noches en
vela y de algún que otro llanto nocturno. Cuesta reconocerlo, pero sí, es la
primera vez que lloro por algo así.
Diréis que menuda estupidez, que vaya imbécil o que soy una peliculera.
Pero es así. Pienso en los días que pasamos juntos, en la noche bajo las
estrellas, en lo que me reía con él, en nuestros besos, en cómo me miraba con
aquellos ojos que parecían decir «te quiero»; y me entra nostalgia, ganas de
correr a su casa y lanzarme a sus brazos. Pero entonces recuerdo la noche de
Halloween y todo se desmorona.
Cualquiera con dos dedos de frente se habría dado cuenta de mi estado, de
que después de hablar con mi madre muerta no estaba para discutir y que lo
único que necesitaba era comprensión y apoyo. Pero Eric parece que solo tiene
un dedo de frente porque no ha venido a disculparse, o al menos a explicarme
por qué se puso así de estúpido. Es verdad que yo no estaba del todo tranquila
para hacer la güija, pero eso es lo de menos, al fin y al cabo en esa sesión no
atraje a nada peligroso, a ningún ente malvado. Aunque, sinceramente, quizás
lo hubiera preferido. Porque la conversación con mi madre es la otra gran
razón de mis noches sin pegar ojo.
«Te necesito, Sarah», sus palabras resuenan en mi cabeza con su voz, y eso
que las formaron un vaso encima de un tablero. Es de locos. Yo no tengo ni
idea de cómo ayudar a una persona atrapada entre el mundo de los vivos y el
de los muertos. Otro motivo más por el que deseo ver a Eric, estoy segura que
si estuviera con él ya habríamos encontrado alguna forma de ayudarla.
Luego está lo de que su muerte no fue un accidente. Le he dado miles de
vueltas en la cabeza y en una de esas vueltas, he conseguido recordar la
conversación de mis padres antes del accidente. Ellos dijeron que alguien
estaba detrás de mi madre, que quienquiera que fuera no iba a ir a por mí
porque la buscaba a ella. Mi padre no quiso contestar cuando le pregunté más
tarde. Entonces conocí a Eric y ese asunto se quedó guardado en algún
profundo rincón de mi mente. Hasta ahora.
Si como mi madre dijo, su muerte no fue un accidente, es probable que
quien estaba persiguiéndola, sea la misma persona que la mató. Pero eso es
solo una suposición porque no veo la relación entre el accidente y un supuesto
asesinato. Nuestro coche no dio señales de estar estropeado o de haber sido
manipulado. Además, llevábamos cientos de kilómetros recorridos cuando
sucedió, así que si hubiera sido saboteado, se habría notado antes, digo yo.
Aunque tampoco estoy muy puesta en el mundo del motor.
Sé que debería preguntarle a mi padre, que él es el único que puede arrojar
algo de luz. Pero ahora lo veo con algo más de energía desde que ella murió,
con alguna que otra sonrisa sincera a lo largo del día y, conociéndolo, soy
consciente de que indagar en el asunto sería como hurgar en la llaga. Y no
quiero eso. Para una vez que se encuentra más recuperado, prefiero morirme
de incertidumbre. Además, tarde o temprano Eric y yo tenemos que hablar.
Aunque no sé a qué espera para aparecer por casa, porque si se cree que voy a
ir yo a la suya, va listo.
—¿…no crees que deberíamos? —pregunta mi padre.
No he seguido el hilo de la conversación, así que no me queda más remedio
que decir:
—¿Qué?
Mi padre suspira, cansado.
—Decía que aún tenemos el trastero lleno de cajas con cosas antiguas y que
tampoco vendría mal una manita de pintura a la casa, ¿no crees?
Reconozco que la fachada da un poco de pena. Por no hablar de los
desconchones del desván y del salón.
—Podríamos pintarla esta tarde —sugiero.
Mi padre abre muchos los ojos, impresionado.
—¿Lo dices en serio?
No entiendo a qué viene tanta sorpresa, hasta que intento recordar cuándo
fue la última vez que mi padre y yo hicimos algo juntos. Y, claro, no consigo
hacer memoria. Alguna que otra vez habremos ido a lavar el coche, o a hacer
la compra, pero poco más. Supongo que de ahí su ilusión. Ahora veo que he
sido bastante desconsiderada con él. El pobre no creo que tenga muchos
amigos en el pueblo y desde que mamá murió solo ha salido de casa para ir a
trabajar y poco más. Yo encima apenas le he prestado atención. Me siento fatal.
—Claro que lo digo en serio. Creo que algo de actividad nos vendría bien
para… despejarnos —digo finalmente.
Mi padre asiente repetidas veces. No le he comentado nada sobre Eric, pero
está claro que algo se huele porque si no hubiera preguntado. Deduzco por su
cara que prefiere no decir nada antes que meter la pata.
—Primero tendríamos que ordenar un poco todo lo que hay en el trastero.
—Se detiene un momento, como si no supiera cómo seguir hablando—. La
mayoría son cosas de tu madre. Yo no sé qué hacer con ellas. A ver si entre los
dos…
—Está bien, papá —le corto.
Soy consciente del esfuerzo que tiene que hacer para hablar de su gran
amor. Tengo el impulso de abrazarlo, pero no sé muy bien cómo hacerlo, así
que me contengo. Todavía me sigue dando algo de corte, qué le voy a hacer.
—Primero tendrás que comer algo si quieres tener fuerzas para cargar con
todo.
Y milagrosamente, parece que el hambre llama a mi estómago.


Ordenar las cosas de un muerto es la actividad más enigmática y pesada del
mundo. Y si le añades un fuerte vínculo emocional, como el que tenía yo con
mi madre, la cosa se hace aún peor.
Por un lado es intrigante ver qué te vas a encontrar entre tantas cajas,
bolsas, arcones y armarios. Que si un vestido mono que podría ponerme hasta
yo, que si unos zapatos que ni muerta me pondría yo, que si su diario de
cuando era joven, que si su móvil, maquillaje, monedero, bolso…, hasta
acabar con las manos entre sus tangas dados de sí. Esa puede ser la parte más
entretenida de la organización, lo que yo he bautizado como el «qué
encontraré».
Luego está la parte más «ahogadiza», como dicen en el pueblo; la que más
cuesta. Cuando encuentras una foto de mi padre y ella de vacaciones en no sé
qué isla, o cuando ves otra del día en que yo nací, en los brazos de mi madre:
la primera foto familiar. O peor aún, cuando te topas con el álbum de su boda,
con aquel hombre joven, sonriente y trajeado, junto a aquella mujer de blanco,
igual de feliz, bajo una lluvia de arroz, a las puertas de la iglesia.
También está cuando tropiezas con el primer CD-ROM de mi madre de
Robbie Williams y rememoras aquella vez que intentó ponerlo en el
reproductor de vinilos por equivocación. O cuando desembalas una maleta y
ves aquel albornoz que ella solía dejar mojado y lleno de pelos para irritación
de mi padre.
Recuerdos y más recuerdos. Muchos son dolorosos, no hay duda; otros te
sacan una sonrisa espontánea, que, por desgracia, pronto adquiere ese matiz
amargo. Porque ya no está allí contigo relatando cada anécdota, probándose de
nuevo cada camiseta roñosa, cada vestido harapiento. Porque sabes que eso no
lo podrás volver a repetir, que no regresará.
Menos mal que tengo a mi padre al lado. Ahora es él el que me narra cada
batallita, cada historia que yo aún desconozco. En definitiva, dándole algo de
alegría al ambiente. Está la historia de la rata que salió del bolsillo del
pantalón de mi madre. El cortaúñas que le rebanó medio dedo gordo a mi
padre. «Herencia de tu querida madre», dice, pues fue ella quien se lo hizo al
asustarse con una abeja. También está la vez que les llovió de camino a
Marsella en mitad de un carril embarrado y quedaron atrapados en el coche.
Mi padre asegura que esa fue la peor noche de su vida; tuvieron que dormir en
el coche y encima había una manada de lobos afuera. Suerte que a la mañana
siguiente hizo sol y pudieron arrancar sin bajarse.
De historia en historia perdemos la noción del tiempo y cuando nos damos
cuenta ya son más de las cuatro de la tarde. Y todavía no hemos comido nada.
—¿Tienes hambre? ¿Qué te parece si me paso a por un pollo asado? —
propone.
Asiento. La verdad es que el desayuno me parece un tanto lejano. Y ya no
hay ni rastro de las náuseas al pensar en comida. Es más, mi estómago ruge
como apoyando la propuesta de mi padre.
—¿Quieres acompañarme? —pregunta.
La verdad es que con las pintas de zombi que debo de tener, mejor no salir a
la calle vaya a ser que me den caza.
—Prefiero quedarme aquí.
—Como quieras. Puedes descansar, llevamos toda la mañana ordenando
cosas sin parar.
Pero yo no tengo ganas de parar. Cuando mi padre sale por la puerta, sigo
desempaquetando las últimas cajas que nos quedan. Hay de todo, desde
disfraces, hasta contratos de alquiler de a saber qué época. Intento agruparlas
como puedo, porque después de tanto tiempo en el desván, tampoco hemos
organizado muy bien tanto trasto. Básicamente dejamos en un montón lo que
sirve y en otro lo que no. Apilo como puedo los papeles en una esquina y me
encamino hacia otro mueble. Es un tocador antiguo que dudo que aguante
mucho peso. No recuerdo haberlo visto, quizás estuviera allí antes de que nos
mudásemos. Abro sus cajones y compruebo que están casi vacíos. Salvo uno.
Algo del fondo llama mi atención. Lo extraigo con cuidado y le quito la capa
de polvo con un soplido.
Mi corazón se detiene un instante. Aquello no puede ser cierto, después de
tanto tiempo sin comer bien, debe de faltarme alguna vitamina y no veo con
claridad. Me restriego bien los párpados con el puño de la camiseta, pero lo
sigo viendo igual. Un tablón de madera astillosa, con una luna y un sol en cada
esquina. Con las letras y los números borrosos, pero visibles. ¡Es una güija!
Pero, ¿qué hace allí? No es el mismo modelo que la que usé con los amigos de
Eric, ésta tiene un color ocre, mientras que la de ellos era negra y con
símbolos blancos. Aun así, supongo que debe funcionar igual.
Me siento intrigada. No sé si es de mi madre o estaba ya en la casa cuando
llegamos. Por su aspecto diría que lleva aquí un tiempo. Lo que es extraño es
que mi padre no se haya dado cuenta de ese tocador en el rincón.
«Te necesito, Sarah», la voz de mi madre parece arremeter de nuevo. A mi
mente acuden los recuerdos de la sesión güija. De cómo el vaso se movía
pidiendo ayuda. De que no le quedaba mucho tiempo. Y el pánico se apodera
de mí.
Llevo el tablón a la cocina y cojo un vaso de cristal. Mi padre hace apenas
unos minutos que se ha ido, todavía le tiene que quedar un buen rato.
No estoy segura de qué es lo que me impulsa a hacer aquello yo sola,
supongo que las ganas de salir de dudas. El caso es que cojo un vaso y lo
coloco sobre la madera.
—¿Hay alguien ahí? —pregunto.
Y el cristal no tarda en moverse.
Segunda parte
Capítulo 11


Martes, 3 de noviembre. 3:00 p.m.

«Soy un idiota, soy un idiota».
Eric no para de repetírselo una y otra vez. Luego lo piensa de nuevo y no se
recrimina tanto su actuación con Sarah. «Es que ha puesto en peligro a todos
mis amigos. Si al menos hubiéramos estado los dos solos…». Aunque más
tarde recapacita otra vez y vuelve a lamentarse. «Si es que soy un idiota, un
completo idiota».
Han pasado tres días desde que Sarah se marchó enfadada y ha tenido tantos
pensamientos contradictorios que ahora mismo le cuesta sumar dos más dos.
Juega a la consola en su casa, acompañado de Axel que sospechosamente no
quiere dejar solo a su amigo, a pesar de que Eric afirma y reafirma que se
encuentra bien, Axel no se fía del todo y por eso pasa con él más tiempo del
habitual.
—Tenemos que llegar a la base antes que los nazis —dice Axel taladrando
el mando.
Los altavoces de la televisión rugen a tope en el cuarto de Eric, pero nadie
les escucha; ventajas de tener su habitación en la buhardilla.
Eric también colabora en la lucha: dispara, cubre a sus compañeros, salta,
se agacha… Pero lo hace prácticamente por inercia porque dentro de su cabeza
está teniendo lugar otra batalla, una mucho más crucial. Por un lado se muere
de ganas de ver a Sarah, hablar con ella, disculparse por haberle hablado así.
Reconoce que no actuó bien. En su defensa alegaría que él también estaba
nervioso ese día, que era la primera vez que llevaba a alguien tan especial a
una de sus sesiones y, lo peor de todo, que habían hablado con la madre de
Sarah. Aunque, pensándolo detenidamente, podían haber contactado con algo
mucho peor, con cosas horribles… Sin embargo, lo que más le molesta a Eric
es que Sarah no le haya dicho nada sobre ese tema. Él sabía que vivía sola con
su padre y se imaginaba que tal vez sus padres estuvieran divorciados o
cualquier otra cosa. Pero nunca que había muerto en un accidente de tráfico
dos meses antes. Eso es lo que le molesta, que ella no le haya dicho nada. Es
verdad que no es una cuestión que salga de manera espontánea, pero si
realmente le preocupa, debería habérselo contado, ¿no? Para eso están los…,
bueno, lo que sean en ese momento ella y él, que, desde luego, no lo tiene nada
claro.
—¡Dale, dale! —grita Axel. Pero Eric no reacciona a tiempo y el «game
over» no tarda en aparecer en la pantalla—. Tío, Eric, así no se puede jugar.
Hay que estar más atento.
Suelta el mando encima de la alfombra y se encara con su amigo. Éste se
halla recostado en la cama, observando las tablas de madera del techo.
—Tú puedes decir que estás perfectamente, pero a mí no me la das. Llevas
unos días que no estás y los dos sabemos desde cuándo es.
—Tienes razón. ¿Pero qué quieres que haga?
Axel se sienta a su lado y le mira fijamente.
—Sabes que yo siempre te he dicho que la amistad es lo primero, que si
entre nosotros se mete cualquier chica, primero tú y luego ella. Por eso
precisamente he dejado a Clara.
Eric deja de mirar las musarañas para dedicarle una mirada de reojo.
—¿Quién es Clara? ¿Y qué tengo que ver yo en tus relaciones?
—Puede que no lo sepas, pero llevo usándote como excusa para cortar un
tiempo. Espero que no te importe.
—¿Cómo que excusa? —pregunta Eric. Luego hace un ademán impreciso
con el brazo—. Mira, da igual, no quiero saberlo. Ni siquiera sé de qué me
sorprendo.
—Sí, mejor que no lo sepas.
Ambos permanecen en silencio un momento, tratando de acordarse a qué
venía esa conversación. Pero, en lugar de recordar, lo que viene a la mente de
Eric es otra duda.
—¿Pero tú no estabas con Mónica?
—Mónica y yo hace una eternidad que lo dejamos. Bueno, que la dejé.
—¿En serio? Yo creía que ésa era la buena. ¿Cuánto tiempo llevabais juntos
ya?
—Rozando la semana.
Eric silba exageradamente.
—¡Guau! —exclama—. Y, ¿cómo la dejaste? Un record como ese merecía
algo especial.
—«Te dejo», le dije.
—¿Ya está?
—¿Para qué enrollarme más? Es la economía del lenguaje. El ser humano
tiende a ahorrar tiempo y fuerzas en todo lo que dice y hace, y un ejemplo de
ello es en las conversaciones. Una persona no dice: «voy a ir al baño que tengo
que hacer mis necesidades», dice: «voy a mear». ¿Por qué alargar más las
cosas cuando el mensaje es idéntico, pero más corto? Podría inventarme eso
de «no es por ti, sino por mí», o «es que he conocido a otra». Pero el mensaje
seguiría siendo el mismo: «te dejo».
—Eres un cabrón.
—No soy yo el cabrón, lo es la especie humana. Es pura genética. No me
culpes solo a mí.
—Como quieras, pero eres un cabrón.
Ambos se quedan mudos de nuevo. Llevan relaciones muy diferentes, pero
su amistad jamás se ha visto afectada. Por un lado está Axel y la cantidad de
chicas que han probado sus labios. Y por otro lado muy distinto, está Eric, que
nunca ha tenido una relación tan intensa como la que tiene con Sarah.
—Ahora llevo un tiempo con otra —dice de pronto Axel sin parar de
observar el techo.
Eric, que conoce perfectamente las ambigüedades en la forma de hablar de
su amigo, no tarda en preguntar:
—¿Un tiempo, cuánto es? ¿Un día, unas horas, unos minutos?
Axel continúa con la vista clavada en los tablones del techo. Normalmente
contradeciría a Eric, explicándole que en realidad lleva junto a esa chica algo
más de dos días o puede que incluso tres, pero en aquella ocasión sigue
meditando sin desviar la mirada. Eric no tarda en darse cuenta de que algo
distinto le sucede a su amigo. Se incorpora en la cama y se interpone en su
campo de visión.
—¿Quién es la afortunada esta vez?
Axel traga saliva y se muerde el labio. Parece que no quiera contárselo.
—Se supone que no debería decir nada todavía. Pero a ti no puedo
ocultártelo más.
—¿Quién es?
—Adriana.
Eric suelta una carcajada.
—Venga ya, Axel. —Le da un codazo en el costado—. Me lo estaba
creyendo.
Pero él no tuerce su gesto serio. Y Eric empieza a pensar que no es ninguna
broma.
—Espera, espera. ¿Lo dices de verdad? ¿Tú y Adriana? Pero si os lleváis
como el perro y el gato.
—Lo sé. Pero eso es parte de nuestra relación. Hay parejas, como tú y
Sarah, que no paráis de besuquearos por aquí y de daros cariñitos por allá.
Pero nosotros nos peleamos… hasta que salta la chispa.
—¿Cuánto tiempo lleváis así?
—Casi un mes.
Eric nota que sus ojos se le van a salir de sus órbitas.
—Pero si cuando hicimos la güija casi os tiráis de los pelos —recuerda.
—Ya te lo he dicho. Así es nuestra relación. Se supone que es un secreto,
pero a ti te lo quería contar.
Eric sonríe. Sabe que Axel y él siempre se han intercambiado sus batallitas,
sobre todo las de Axel. La mayoría son historias sin importancia, solo para
echar unas risas. Pero le agrada pensar que también puede contar el uno con el
otro en momentos serios.
—¿Y crees que vas a durar más que de costumbre? ¿Qué pasa con tu teoría
de lo interesante? —pregunta Eric.
La teoría de lo interesante es una excusa más que Axel se inventó a la hora
de dejar plantada a una chica. Según él, la mente humana tiende a irse a lo
interesante. Por eso cuando se cansaba de estar con una por cualquier tontería,
Axel siempre se acogía a esa teoría, diciendo que ya se había acabado el
interés de esa relación, que su mente tendía a irse con otra chica cuando pasaba
por su lado, o que le resultaba más interesante la nueva vecina. Un ejemplo que
se ingenió fue el hombre que duerme. Tal y como le explicó a Eric hace ya un
tiempo, cuando una persona se duerme es porque su mente está imaginando
algo más interesante que la propia realidad. Es decir, que los sueños son más
atrayentes para la mente que estar metido en una cama con todo a oscuras. Por
eso, según él, las personas se quedan dormidas; el cerebro desconecta para irse
al mundo de los sueños que es más interesante.
Eric ha tratado de rebatírsela en varias ocasiones. Una de ellas fue cuando le
preguntó qué ocurre con las personas que se duermen en sitios con mucha
actividad, a lo que Axel respondió que esas personas tienen una gran
imaginación y son capaces de crear mundos muy interesantes, más que todo el
barullo que pueda haber a su alrededor. Ha habido más intentos de refutar la
teoría, pero él siempre se las apaña para salir del paso.
—Esta vez es distinto. Con ella cada día se convierte en lo más interesante
del mundo, aunque no hagamos nada. Por eso sé que no es como las anteriores
chicas. Además llevo un mes y mi mente no se ha fijado en ninguna otra. Ni
siquiera un simple giro cuando pasa una con un trasero de infarto.
—¡Vaya! —dice Eric—. Creo que es la primera vez que tú, Axel Fuentes,
dices que no te giras para mirarle el culo a una chica.
—Yo estoy igual o más sorprendido que tú, créeme —confiesa Axel—.
Pensarás que por qué te lo he contado ahora, aparte de porque eres mi amigo y
porque te quiero mucho y todo eso.
—No me lo había planteado, pero ahora que lo dices…
—¿Ves? Tienes tal empanada mental que no eres tú, Eric. Antes siempre te
preguntabas el porqué de las cosas. Y cuando digo siempre, digo hasta para la
más ridícula estupidez. Como aquella vez que buscaste en Internet por qué
alguna caca flota y otra. Pero ahora, mírate, no haces más que mirar al vacío
sin prestar atención a nada.
—¿Y qué propones? —pregunta Eric subiendo el tono de voz.
—¡Que reacciones! Que vayas a casa de Sarah, le mires a los ojos y hagas
lo que te salga del alma. Pero no quiero verte así de atontado más. Quiero
recuperar a mi amigo.
Eric se incorpora, volviendo a recobrar las energías que antaño siempre le
sobraban.
—Pero tal vez ella no quiera verme o…
—Si te quedas aquí tirado nunca lo sabrás. Así que ponte guapo, plántate en
su puerta y aclara las cosas de una vez.
Axel lo arrastra hasta el cuarto de baño y le enciende la ducha con agua fría.
Al cabo de unos minutos, Eric sale con un aspecto más vivo. Parece otro. Axel
le ha preparado una ropa que hasta él mismo se pondría en sus noches de
ligues. Se la prueba y… ¡un nuevo y apuesto Eric está listo para enfrentarse a
su destino!
—Nunca has sido de acicalarte mucho, pero he de reconocer que cuando
quieres, sabes cómo hacerlo.
Ambos salen de la casa de Eric y toman direcciones opuestas. Antes de girar
por una esquina, Axel le dice:
—Piensa que si Adriana y yo hemos podido tener algo, tú y Sarah deberíais
estar ya casados y con varios hijos.
Eric sonríe. He ahí su mejor amigo.


Conforme se acerca a la casa de Sarah, los nervios aumentan, es
directamente proporcional.
Ese recorrido lo ha andado decenas de veces en las últimas semanas y nunca
se ha sentido tan tenso. Aunque tampoco ha tenido tantas ganas de ver a Sarah
como ahora. Porque sabe que ella es para él. Porque a pesar del desliz del otro
día, Sarah y él aún tienen un largo camino juntos. Porque ha sido imaginarse a
ambos con sus vidas resueltas, envejeciendo juntos, hasta con hijos, como ha
sugerido Axel, y el corazón se le ha acelerado. Ahora lo tiene claro, no quiere
separarse de ella, y si tiene que arrodillarse a sus pies para que le perdone, lo
hará. Porque cuanto más lo piensa, más reconoce que cometió un error la
noche de Halloween. Debería haber apoyado a Sarah y no echarle en cara que
hubiera puesto en peligro a sus amigos. Después de todo, contactaron con su
madre, bastante tiene ya con eso, como para que además le pidiera
explicaciones.
«Si es que soy un idiota, un idiota integral», piensa. Pero esta vez no hay
otro pensamiento que lo contradiga. Es idiota y punto.
Gira la esquina de la casa de Sarah y…
Se detiene en seco.
En la puerta hay una ambulancia. La casa está abierta. Tiene un mal
presentimiento.
Eric corre. Se abalanza al interior. Mira a todos lados. No ve nada. Se va a
otra habitación. Tampoco. Algo le llama la atención en la cocina. Un tablero.
Parecido al que él y sus amigos usan. Y un vaso encima, hecho añicos.
Su corazón da un vuelco. Está temblando. De miedo, de puro miedo. Desde
el otro lado le llegan voces. Y pasos. Se dirige hacia allí. Muy rápido, como
una exhalación. Irrumpe en la estancia. Sin importarle nada. Sus ojos buscan
aquello que no quiere ver. «Por favor, que no sea ella, por favor, que no sea
ella...». A la derecha, un tumulto de gente. Todos se agolpan, formando un
círculo. Hay varios enfermeros, también policías. Reconoce al padre de Sarah.
Que no para de llorar.
Eric se lanza sobre ellos. Se abre hueco a empujones. No le importa que
sean agentes.
Y entonces la ve a ella. Su amor. Sarah. Tumbada en el suelo. Con los ojos
cerrados. Con gesto de paz. Eric no da crédito. «No puede ser, esto no puede
estar pasando». De repente unas manos lo sacan de allí con fuerza. Él se resiste
y consigue zafarse a base de sacudidas.
Llega corriendo a la escena justo cuando el enfermero se levanta del suelo
y le dice al padre de Sarah:
—Lo siento, señor Pereira, su hija ha entrado en coma.
Capítulo 12


Martes, 3 de noviembre. 4:49 p.m.

Eric corre. Ha salido de la casa de Sarah como alma que lleva el diablo. No
sabe hacia dónde, pero no para. Corre para ahogar sus pensamientos, corre
para que el cansancio de sus músculos le robe fuerzas a las ganas de llorar.
Corre para paliar el dolor, para no gritar.
Porque Sarah está en coma y muy posiblemente sea por su culpa. Se
maldice, se muerde el labio hasta hacerse sangre y aprieta tanto los puños que
se clava la uñas. Pero aquello no enmendará su error. ¿Por qué ha tenido que
tardar tanto en decidirse? ¿Por qué tuvo que darse esa ducha antes de ir a
verla? ¿Por qué no fue corriendo como tantas otras veces hasta su casa?
Quizás así hubiera llegado antes, tal vez solo unos minutos. Pero suficientes.
Cuando se da cuenta, está en el zaguán de su casa. Se apoya en la puerta y
descarga su rabia a golpes contra el quicio. El puño le arde, nota la hinchazón,
el dolor agudo. Pero sigue propinándole sacudidas. Una, y otra, y otra… Hasta
quedarse sin fuerzas. Se derrumba en el bordillo y rompe a llorar. Las
lágrimas se derraman por sus facciones, su llanto irrumpe en la anodina tarde
de pueblo. Los vecinos, curiosos, se asoman, pero ninguno se atreve a
preguntar, pero, eso sí, no le quitan ojo.
A Eric lo que menos le importa ahora son las apariencias. Ni siquiera se ha
dado cuenta de que está siendo observado. En su cabeza ronda la misma
pregunta una y otra vez: ¿cómo? ¿Cómo ha podido entrar en coma? ¿Cómo es
posible que tuviera una güija? ¿Cómo fue capaz de usarla sin nadie? ¿Cómo no
le advirtió de lo peligroso que era hacerla sola? Cómo, cómo y cómo… Pero
ninguna respuesta. Solo una cosa es segura: Sarah está en coma y, por mucho
que digan los médicos que se debe a una de esas cardiopatías o enfermedades
que pueden provocar la muerte súbita, Eric lo tiene claro: la güija es la
responsable. Lo sabe. Como otro poder. Como cuando ve una sombra lejana y
de inmediato reconoce que es un espíritu. Solo que este poder no sabe si se
debe a su condición de médium. Es simplemente algo en su interior que le
advierte de que Sarah no despertará de buenas a primeras, que está lejos, muy
lejos de él.
No sabe a ciencia cierta si es posible que la güija induzca un estado de
coma. Pero, si no, ¿qué hacía el tablero sobre la encimera con un vaso? Está
claro que ella se ha topado con ese chisme en algún sitio y lo ha usado para
contactar con su madre. Aunque algo ha tenido que salir mal. Quizás Sarah no
sabía cómo cerrar una sesión y no se ha despedido del ente. O le ha preguntado
alguna cosa prohibida. O tal vez haya contactado con algo extraño. «Maldita
sea, son tantas las posibilidades», piensa Eric. Si él hubiera estado allí con ella,
nada habría sucedido.
Pasan los minutos y empieza a recobrar la calma. Ya no le quedan apenas
lágrimas y conforme recupera la compostura, su capacidad de análisis vuelve
a él. Siempre que se encuentra en un aprieto, se pregunta lo mismo: «¿qué
hago?». Porque sabe que por muy peliaguda que sea esa situación, por muy
callejón sin salida que parezca, siempre hay una solución, una vía de escape,
unas escaleras que saltan el muro del callejón. «Tiene que haber algo que se
pueda hacer», se repite. Es consciente de que es muy poco probable que Sarah
despierte así como así, que seguramente haya que hacer algo para ayudarla. La
cuestión es que no tiene ni idea de qué puede ser ese algo.
Respira hondo y trata de borrar la imagen de Sarah inconsciente de su
cabeza. Hace un soberano esfuerzo y al final lo logra. Ahora piensa rápido
porque quedarse de brazos cruzados nunca arregla nada. Medita durante un
buen rato, pero no encuentra la forma de ayudar a Sarah. No está tan puesto en
el tema del espiritismo, como para resolver aquella encrucijada.
«Llama a Félix», parece que le dice una voz en su cabeza.
Eric se queda rígido un instante. ¿Quién ha dicho eso? Mira alrededor, pero
no hay nadie. ¿Ha sido su subconsciente? Se mantiene quieto, expectante a que
esa voz se repita en su cabeza. Pero no lo hace. Entonces se incorpora de
inmediato. ¿Qué más da lo que haya sido? Acaba de dar con la clave. Félix.
¡Claro! Él lo sabe todo sobre los espíritus. Seguro que ha leído algo en algún
libro.
Se pone de pie de un brinco y entra en su casa como un obús. Ha encontrado
ese algo que hacer.


En menos de media hora, el grupo de los espiritistas ya está reunido. Pese a
la cita imprevista, han podido acudir todos: Axel y Adriana, que guardan las
formas delante de tanta gente, el asustadizo Kevin y, el más importante, Félix.
Eric ha optado por avisarlos a todos para así tener más ayuda.
Se hallan en la plaza del pueblo, a los pies de una fuente redonda que antes
solía inundar el lugar con el murmullo de sus chorros, pero que ahora yace
apagada por algún motivo. Lo ideal hubiera sido que se encontrasen como
tantas otras veces en la casa abandonada, pero debido a la urgente necesidad,
han acordado verse allí. De todas formas, el lugar está tan tranquilo como
siempre, con sus ancianos incansables sentados al sol, cual salamanquesas, y
algún que otro bar terminando de recoger las últimas mesas para echar el
cierre.
—Se puede saber a qué viene tanta prisa —dice Kevin, que, junto a Félix, es
el último en llegar y trae cara de dormido—. Estaba echando la siesta.
—Por eso has tardado tanto en coger el teléfono, ¿no? —inquiere Axel.
—Es que estaba en silencio —se excusa.
—¿Qué es lo que pasa? —pregunta Félix, preocupado.
Eric narra la historia con pelos y señales, sin omitir ningún pormenor. No
es agradable recodar cómo encontró a Sarah tumbada en el suelo con aquella
expresión en el rostro, pero hace un esfuerzo y lo cuenta todo. Sabe que
cuantos más detalles dé, mejor para que sus amigos le ayuden. Sin embargo, la
mente que más piensa es la de Félix y si él no encuentra una solución,
difícilmente lo harán los demás.
Al acabar, Eric tiene que reprimir las ganas de llorar, y no resulta nada
fácil. Axel no tarda en darle un abrazo de esos que ahogan. Comprende que no
tiene que ser sencillo encajar ese duro golpe, después de que finalmente se
decidiera a recuperar su relación.
—¿Estás seguro de que Sarah usó la güija? —inquiere Félix que no ha
pestañeado ni una vez en todo el relato.
Eric hace un gesto contrariado.
—No la vi haciéndola exactamente, pero es demasiada casualidad que haya
un tablero a la vista y con los restos de un vaso encima.
—Lo digo para que no saquemos conclusiones precipitadas.
—Os lo he contado tal y como lo vi —asegura Eric con la mano en el
pecho.
—¿Es verdad que alguien se puede quedar en coma con la güija? —
pregunta Kevin con una nota de temor en su voz.
—No es muy corriente, pero sí —explica Félix—. Lo normal cuando entras
en contacto con un ente del otro plano es que tu cuerpo reaccione de forma
defensiva. Es igual que si uno de nosotros, que no hemos salido de Europa en
la vida, nos vamos de repente a la selva tropical. Nuestras defensas no están
preparadas y nuestro sistema inmunológico lucharía contra los nuevos
gérmenes.
—No sé si estoy todavía medio dormido, pero no te sigo —confiesa Kevin,
restregándose los ojos con el puño de su camiseta.
—Lo que quiero decir —indica Félix—, es que nuestro cuerpo reacciona al
contacto con un espíritu. Aunque no veamos nada, algún tipo de energía llega a
nosotros. Por eso nos puede doler la cabeza, o tener problemas al dormir.
—Vamos, que es como un virus más —resume Adriana, al comprenderlo.
—Más o menos. La diferencia es que un virus provoca unos síntomas
concretos, y un espíritu puede afectar de manera más general. Lo que me
extraña es que no he leído nada de síntomas tan extremos como el coma. Por
regla general cuando alguien hace la güija por primera vez siente dolor de
cabeza, problemas intestinales, náuseas, falta de apetito, depresión, ansiedad…
—¿Entonces? —pregunta Eric.
—Pues quizás sea algo más grave que eso.
Eric se queda perplejo.
—¿A qué te refieres?
—Quizás el hecho de que su madre esté en apuros ha hecho que Sarah se
introduzca voluntariamente en el otro plano.
—¿Pero es que Sarah está en el más allá? —pregunta Kevin, atemorizado.
Félix niega con la cabeza.
—Si estuviera en el más allá, estaría muerta y no en coma. Pero si de algo
estoy completamente seguro es de que Sarah está en el espacio entre este
mundo y el otro. Su conciencia debe de estar vagando entre los dos planos en
busca de sabe dios qué.
—Si llego a conocer que era tan peligroso, no hago la güija ni en broma,
vamos —declara Kevin.
—Es peligroso si no se tiene el conocimiento necesario.
Eric no da crédito a lo que escucha. Su amor, su chica, Sarah, perdida en un
espacio intermedio entre el mundo de los muertos y el de los vivos. Entre la
vida y la muerte. Y todo por su culpa. Si hubiera sido más considerado…
Ahora estarían los dos dando un paseo, o incluso planeando otra acampada en
esta soleada tarde de otoño.
—¿Y qué propones? —pregunta Eric, reprimiendo esos pensamientos—.
Algo se podrá hacer para sacarla de allí, ¿no?
Félix se rasca la barbilla.
—Creo que leí algo hace un tiempo sobre ascensiones…
—Vamos, piensa —le presiona un Eric ansioso que no suele tratar así a sus
amigos. Se nota que aquella situación le hace perder los estribos.
—Ahora mismo no lo recuerdo exactamente —afirma Félix tras unos
minutos—, pero estoy seguro de que tengo el libro en casa.
—Pues te acompañamos a cogerlo —zanja Axel, emprendiendo el camino.
No obstante, Félix niega con la cabeza.
—No, no hace falta. Mejor vosotros buscad las cosas que necesito. Sea lo
que sea lo que vayamos a hacer, necesitaré velas, unas mantas y un pulsímetro.
Tú padre es enfermero, Kevin, quizás tú puedas conseguir el pulsímetro.
—¿Qué vamos a hacer con todo eso?
—Mucho me temo que más rituales.
Los amigos intercambian miradas de temor. Adriana busca la mano de Axel
disimuladamente y la estrecha con fuerza, Kevin aprieta los labios y Eric
mantiene su gesto serio. Aun así, ninguno se deja amedrentar tan fácilmente.


Poco tiempo después, los cinco jóvenes ya están reunidos en el viejo
caserón abandonado, con los rayos del ocaso como telón de fondo. A nadie le
preocupa que se les haga de noche en mitad del campo, excepto a Kevin. El
muchacho, que ya es miedoso de por sí, ha tenido que hacer acopio de todo su
valor para poder acudir. Tras saber que se están jugando la vida con esa
peligrosa afición, ve la güija con otros ojos, unos mucho más asustados.
—Juro que esta vez sí que he notado que alguien nos seguía —afirma el
joven, tratando de aparentar serenidad y no ese pavor que de verdad siente.
—Sí, claro, nuestras sombras —se mofa Axel.
No es la primera vez que Kevin tiene la sensación de estar siendo
perseguido, pero esta vez lo ha notado de verdad. Quizás sea por el miedo, o
por el hecho de que está más nervioso que nunca. El caso es que no para de
lanzar miradas furtivas hacia atrás, y juraría que en una de ellas, ha visto a
alguien.
—Nos gustaría creerte, pero ya hemos salido en busca de perseguidores
fantasma tres veces y en ninguna hemos encontrado nada —dice Eric,
recordando tiempos pasados—. Será mejor que te tranquilices. ¿Habéis traído
las cosas?
Todos asienten. Adriana ha cogido las mantas roñosas de su casa que
estaban a punto de ser propiedad de sus dos gatos. Axel ha acarreado con la
indumentaria de la güija, incluyendo velas, plantas aromáticas y linternas.
Kevin, acompañado de Eric, ha cogido el pulsímetro del maletín de su padre y
de paso se ha provisto de una de sus bolsas de patatas gigantes, las reservadas
para ocasiones de suma tensión.
—Suerte que mi padre tiene un equipo de repuesto en casa —dice Kevin,
soltando el aparato en el suelo—, ¿qué vamos a hacer con todo esto?
Félix, que ha permanecido más callado de lo habitual desde que entraron
por la puerta, exhibe uno de sus más serios semblantes.
—He estado leyendo por el camino el ritual, y no es agradable —confiesa.
Todos se miran con recelo.
—Escúpelo ya, Félix —pide Eric.
—Me temo que la única forma de sacar a Sarah del coma es enviando a
alguien al otro lado.
El silencio invade la sala. Solo se oye el zarandeo de las ramas y el ulular
de algún búho madrugador.
—¿Estás diciendo que hay que mandar a alguien a buscar a Sarah?
¿Mandarlo al mundo de los espíritus? —inquiere Kevin, con una voz aguda,
casi rozando la histeria.
—Sí —corrobora Félix—. El método consiste en llevar al trance a alguno
de nosotros para poder rescatar a Sarah del espacio intermedio entre la muerte
y la vida. Pero es muy peligroso porque una vez dentro, solo pueden salir del
trance aquellos que consiguen lo que han ido a buscar allí. Es como aquellos
espíritus que vagan entre este mundo y el otro, apegados a un último objetivo,
salvo que al revés: ahora es un vivo el que se introduce en el mundo de los
semimuertos. Lo preocupante es que si no se consigue aquello por lo que
entramos, mucho me temo que no podremos hacer que regrese.
La voz de Félix se extingue entre las sombras de la habitación y cede paso a
un silencio sobrecogedor.
En cualquier otra ocasión, los amigos creerían que están siendo víctimas de
una broma, pero después de lo ocurrido a Sarah, saben que dice la verdad. De
ahí que les cueste asimilar la situación. Ellos, que hacían la güija como
entretenimiento, como quien juega a las canicas o al fútbol, se ven abrumados
ante la posibilidad de que algo que llevan practicando tanto tiempo y que les ha
servido para afianzar sus amistades, se vuelva en su contra.
Adriana se repone antes de la impresión y rompe la calma:
—¿Qué pasa si no hacemos nada?
Los amigos se giran hacia ella y, acto seguido, hacia Félix.
—Que Sarah seguirá en coma.
—¿Pero no cabe la posibilidad de que ella solucione por sí sola aquello por
lo que ha entrado en ese espacio?
Félix se rasca la barbilla.
—Eso no puedo saberlo. El problema es que desconocemos si Sarah es
consciente de que ha pasado al otro plano; tengo entendido que el tránsito de
un espacio a otro deja a la persona aturdida y confusa. Además, pueden pasar
meses, o incluso años hasta que Sarah logre resolver su asunto pendiente. El
problema es que ella necesite ayuda. Cuando una persona pasa a ese plano,
deambula de un lugar a otro. Y cuanto más tiempo pase, más lejos andará,
reduciendo así las posibilidades de encontrarla más tarde. El otro lado es un
lugar igual que la Tierra.
A Eric le da un escalofrío. La idea de perder a Sarah para siempre le aterra.
No quiere separarse de ella, quiere que todo vuelva a ser como al principio,
como la primera vez que la besó en la montaña. Daría lo que fuera por poder
ir al pasado y quedarse anclado en esos días, anclado a Sarah.
Sin embargo, la realidad lo reclama y si quiere hacer algo por salvar al
amor de su vida, tiene que reaccionar. Ahora.
Y él sabe muy bien cómo hacerlo.
—Iré yo.
Capítulo 13


Martes, 3 de noviembre. 8:35 p.m.

De repente, el frío inunda la estancia.
El ritual ha comenzado hace ya un tiempo y hasta ahora nada ha ocurrido.
Eric se encuentra mal monitorizado con un pulsímetro de dudosa fiabilidad,
que emite regulares pitidos cada dos segundos.
Desde el primer momento, ninguno de sus amigos se ha opuesto a su
elección. No porque no les preocupara que Eric quedase atrapado en el plano
intermedio entre la vida y la muerte, sino porque le conocen bien y saben que
una vez tomada una decisión, no hay quien la quite de su cabeza. Además, para
comentarios del estilo «no vayas, que es muy peligroso», o «puedes quedarte
atrapado para siempre», ya tiene a su propia conciencia. Saben que
seguramente esté muerto de miedo, por mucho que no lo demuestre. Y si él
tiene las agallas de guardar la compostura y no dar una mínima señal de
pánico en un momento así, ellos tampoco tienen derecho a expresar su temor.
Por su parte, Eric trata de pensar en otra cosa, pero el silencio y la espera
son el mejor aliado de sus peores miedos. Piensa en lo que se encontrará al
otro lado y se imagina a él siendo devorado por las tinieblas. O vagando de un
lugar a otro sin recordar quién era. Solo pensar en Sarah le da fuerzas. Las
tardes discutiendo sobre temas absurdos, sus dedos enredados en su pelo, su
cara de dormida cuando la recogía por las mañanas, sus pedos mal
disimulados, aquella primera vez que se encontraron sus miradas allá por
septiembre. Pero sobre todo piensa en aquella noche mágica, en los dos
metidos en su saco de dormir, con ella acurrucada en su torso desnudo. Y el
valor para continuar gana terreno al miedo.
Por eso no se asusta cuando el frío inunda su cuerpo. Ni cuando las velas de
la habitación se desvanecen. Ni cuando el círculo que ha pintado Félix empieza
a brillar y todo tiembla. Aun así, sí que se estremece al presentir que algo se
aproxima. No sabe si es por ser médium, pero nota cómo los espíritus se le
acercan. Y no es igual que siempre. No son meros susurros, o roces del aire.
Es algo más evidente. Más real.
Le da un escalofrío. El pulsímetro pita con frecuencia; no lo niega, está
empezando a asustarse. Pero eso no significa que vaya a echarse atrás. Luchará
por Sarah, por la chica que ha alterado su mundo. Entonces los espíritus
comienzan a suspirarle, a susurrarle; nota sus hálitos vacuos en su nuca, en sus
oídos. Pero él solo cierra los ojos. El pulsímetro se acelera aún más. Parece
que el ritual está funcionando. El suelo comienza a vibrar, pero aguanta dentro
del círculo. La sala gira y gira. No lo ve, pero sabe que algo está cambiando a
su alrededor. Siente el frío penetrar en su ser con más vehemencia. Le cuesta
respirar. El pitido del pulsímetro se hace cada vez más lejano, como si
estuviera varias habitaciones más allá. Se está mareando.
Y de golpe los nota. Comienzan a tocarle. Un dedo, luego las manos. Los
espíritus jamás le han tocado antes. No de esa forma. Es un tacto frío,
penetrante y ligero, como el pinchazo de una aguja de viento. Al principio solo
es uno, luego vienen más. Y más, y más. No es capaz de contarlos. Tampoco
quiere verlos. Piensa en Sarah y desea que aquello pase pronto. Pero no puede
ignorar cuando comienzan a tirar de él, cuando las leves caricias se convierten
en zarandeos. Primero de un brazo. Luego del otro. Más tarde de las piernas y
hasta de la cara y del pelo. Todo su cuerpo es agitado con violencia. Aprieta
cuanto puede los párpados. No quiere mirar. El pitido del pulsímetro está
desbocado. Sabe que se aleja de su mundo, porque apenas lo oye ya. Eso, o que
se está desmayando. Una de dos.
De repente, todos tiran de él desde todas las direcciones. Y Eric no puede
evitar gritar. No de miedo, sino de dolor. Pero su voz no sale. No parece ser
poseedor de su cuerpo. Solo el dolor llega hasta él. Los espíritus no dejan de
tensar cada extremidad, cada pelo, cada dedo, cada trocito de piel. Como miles
de minúsculos pellizcos que tratan de arrancar una parte de su cuerpo.
Hasta que todos esos tirones se desvanecen y comienzan a atravesarle. Uno
tras otro, sin pausa. Aguanta esa sensación indescriptible conteniendo la
respiración. Pero son tantos, que lo que primero parece frío, ahora le quema.
Trata de gritar, pero sigue sin lograrlo. Intenta zafarse, esquivarlos, aunque
tampoco puede moverse.
Al final, el dolor es tan tenaz, el mareo tan fuerte y el frío tan ardiente, que
deja de sentir.


«Tengo que salvar a Sarah del mal, tengo que salvar a Sarah del mal». Eric
recupera el sentido lentamente. En su mente resuena el objetivo por el que se
ha adentrado en el ritual y que Félix le advirtió que no olvidase.
Está tendido en el suelo, con los ojos cerrados. Levanta los párpados, pero
no reconoce dónde se encuentra. Al incorporarse todo le da vueltas. Una
sensación extraña le recorre; le duele todo, pero en realidad no le duele nada.
Es como si su cuerpo estuviera aletargado, como con falta de energía.
Parecido a lo que siente cuando duerme mal: ha descansado, pero está
destrozado.
Cuando el mareo disminuye, observa su alrededor. Todo está destruido. Hay
una especie de bosque, pero la vegetación está maltrecha y los troncos caídos y
pútridos. Resulta como si hubiera pasado un huracán por esa zona y nadie se
hubiera molestado en retirar los daños. Ni un solo árbol crece vertical, todos
están apilados de cualquier manera y en todas direcciones. Tampoco hay rastro
del caserón abandonado. Es más, ni siquiera está seguro de que se trate del
mismo bosque. Es cierto que oye un riachuelo que podría coincidir con el río
Chorrillo del pueblo, pero su cauce es escueto y sus aguas turbias y espesas.
Por lo demás, no hay nada reconocible.
Se observa a sí mismo y ve que es completamente corpóreo. Toca una
piedra cercana y comprueba que es también materia. Él se esperaba que su
cuerpo fuera traslúcido, que atravesara los objetos y en lugar de andar, que
levitase. Pero nada de eso. Es tan normal y corriente como en el mundo del que
procede. Supone que la concepción que tenía del otro lado no era más que la
creada por las películas, los libros y, en general, la sociedad. Pensándolo con
más detenimiento, no tiene sentido que atravesase los objetos de ese plano
cuando Eric ya es parte de él, en todo caso debería traspasar las cosas del
mundo de los vivos. Aunque, claro, ¿dónde está ese mundo ahora? Vuelve a
contemplar su entorno, pero no identifica nada. Su intención era aparecer en el
mismo lugar desde el que fue enviado, pero surgir en un sitio completamente
desconocido le ha trastocado los planes.
Comienza a caminar sin saber bien adónde dirigirse.
—¡Sarah! —la llama—. ¡Sarah! Soy yo, Eric. ¿Estás por aquí?
«No grites».
Eric se vuelve hacia todos lados. ¿Qué ha sido eso? Era una voz, pero ha
sonado como si estuviera… dentro de su cabeza.
—¿Quién anda ahí?
Pero por más que se gira alrededor, no localiza a nadie. «Bah, me lo habré
imaginado», piensa, pasados unos minutos. Entonces prosigue su tarea.
—¡Sarah! ¿Puedes oírme?
Se da cuenta de que su manera de buscarla no es la más indicada, y más
teniendo en cuenta que el mundo de los espíritus es de igual tamaño que el de
los vivos. Aun así, ¿qué otra forma hay?
Todo se encuentra sumido en una calma inquietante. No corre ni una gota de
aire y solo se escucha su respiración. El cielo está gris. Eric lo observa un
momento y llega a la conclusión de que no son nubes lo que lo cubren, sino
que ese es su tono natural.
Sigue una especie de camino, aunque, con todo tan destrozado, tampoco
está seguro de que lo sea. Lleva un tiempo caminando sin rumbo, cuando ve
que algo se le aproxima de frente. Fuerza la vista, y descubre a una persona.
Asustado, busca un sitio para esconderse, pero no hay ni un mísero arbusto
que florezca como es debido. Al agacharse, se da cuenta de que ya es
demasiado tarde; seguro que le ha visto. Centra su atención en el desconocido
y, a juzgar por sus andares serpenteantes, no parece que tenga ninguna prisa en
toparse con Eric. Es más, ni siquiera sigue una dirección concreta.
Eric se arma de valor y decide probar suerte. Quizás pueda ayudarle. Se
encamina hacia él con pasos decididos, ocultando el miedo que le corroe por
dentro. No obstante, cuando está a escasos pasos, da un brinco. ¿Qué le ocurre
a su cara? Es irreconocible. No es que esté deformada o quemada, es como si
fuera un borrón. Sus ojos no se distinguen, ni tampoco su nariz, ni su boca, ni
sus orejas. En ellos solo hay unas motas más oscuras. Es como si estuviese
desenfocada.
Aun así, lo que quiera que sea esa cosa, parece ver perfectamente. Eric
intenta ignorar sus rasgos difuminados y prosigue con su propósito de pedirle
ayuda.
—Emmm… perdone —musita, temeroso—, ¿ha visto a una chica joven por
aquí? La estoy buscando.
El aludido no se detiene a hablar, sino que lo esquiva, como si de una piedra
se tratase, y prosigue su camino.
Eric se queda perplejo. Reacciona al poco rato, aunque el tipo ya le saca
varios metros de distancia.
—¿Puedes oírme? —inquiere, al darle alcance de nuevo—. Te he
preguntado si has visto a una chica.
El individuo sin rostro por fin le presta atención y aproxima su supuesta
cara a la de Eric, tratando de identificarlo. Entonces le echa a un lado con su
brazo, desinteresadamente.
—Tengo que encontrar mi barco —murmura para sí. Su voz parece un eco
lejano—, lo han robado esos granujas de Espronceda y debo recuperarlo.
Tengo que encontrar mi barco, lo han robado…
El tipo continúa con su retahíla hasta que se pierde por el paisaje.
Eric le sigue con la mirada. No tarda en comprender que no está en sus
cabales y que es mejor no insistir.
Se gira… Y se sobresalta. Frente a él, una cara sonriente lo observa. Está a
escasos centímetros, escrutándole con los ojos como platos, de ahí su
sorpresa.
—¿Quién eres tú? —pregunta el chico retrocediendo.
Se trata de un hombre delgado, con rostro apacible y una sonrisa ancha.
Para alegría de Eric, esta vez es perfectamente reconocible; su cara tiene ojos,
nariz y boca. Nada fuera de lo común. Encima parece muy agradecido de
toparse con él.
«Corre», le sugiere de nuevo esa voz en su cabeza.
Eric echa un rápido vistazo atrás, pero tampoco ve a nadie. Sabe que esta
vez no se lo ha imaginado, pero no está dispuesto a rechazar ayuda así como
así.
—He oído que buscas a Sarah —indica el hombre sonriente.
Eric se sorprende al oír el nombre de su chica.
—¿Sabes dónde está?
—Así es —confirma—, acompáñame y te llevaré hasta ella.
El hombre emprende el camino, sin esperar una respuesta de Eric. Pero Eric
no se fía del todo. Bien es cierto que no tiene ni idea de cómo encontrar a
Sarah, pero también sabe que no es conveniente confiar en el primero que le
ofrezca ayuda desinteresada. Porque todo el mundo tiene un interés en algo, y
Eric no cree que ese espíritu esté allí atrapado por no prestar ayuda a un
desconocido.
«Corre», insiste la voz. Por primera vez quizás deba hacerle caso.
El hombre se detiene al comprobar que no le está siguiendo. Eric retrocede,
temeroso.
—¿Por qué no vienes? —inquiere, acercándose. Su ancha sonrisa ahora
parece más siniestra que antes—. ¿No estabas buscando a Sarah? —su tono de
voz es demasiado complaciente como para ser normal.
Eric se echa hacia atrás instintivamente. Se maldice a sí mismo por no haber
disimulado su desconfianza. O por no haber obedecido a la voz de su cabeza
antes. Ahora el tipo se aproxima y no sabe cómo actuar.
—No, es que… he perdido mi… cartera —improvisa.
No obstante, el hombre sonríe y esta vez no deja lugar a dudas de sus
intenciones.
—No intentes engañarme, chico. Aquí no hay carteras.
Entonces se abalanza sobre Eric, que reacciona a tiempo. Lo esquiva y echa
a correr. Intenta tomar una dirección concreta, pero los troncos, el follaje, las
raíces y las ramas retorcidas no se lo permiten. Es consciente de que puede
acabar dando vueltas en círculos, aunque es mejor eso que ser atrapado por ese
espíritu. No sabe qué pretende, pero prefiere no averiguarlo.
Pasa el tiempo y no es capaz de darle esquinazo. El corazón le va a mil.
Sigue saltando, cambiando de dirección, zafándose de ramas, rocas, hojas,
barro, troncos… pero le pisa los talones. Eric aprieta el paso, aunque teme
caer. Está acostumbrado a moverse por el campo, pero no por un terreno tan
abrupto.
Mira de soslayo para ver si le persigue. Entonces tropieza con una raíz de
un árbol mustio y cae de bruces.
Intenta incorporarse rápido, pero ya le ha dado alcance. Ahora aferra su pie
y no puede soltarse.
—Ya eres mío.
«Tírale tierra», sugiere la voz de su cabeza.
Esta vez Eric no lo duda. Cierra el puño sobre el suelo y le lanza un manto
de polvo con tierra seca. El tipo se lleva una mano a los ojos, y Eric aprovecha
para quitárselo de una patada. Luego corre. Como nunca antes.
«Izquierda», le ordena la voz, al llegar a un cruce.
Eric se fía de su instinto o lo que sea y toma ese sendero. Aprieta el paso
hasta que las piernas le arden. Escucha pasos que le siguen. No sabe cuánto
más aguantará. Pero no mucho.
Entonces se detiene de pronto. Ha llegado a un montón de árboles caídos
que bloquean el paso. «Maldito instinto». Eric trata por todos los medios de
agarrarse a algo para escalar, pero solo hay hierbas secas y hojarasca.
El hombre le alcanza poco después. Su sonrisa perversa estremece a Eric.
—Gracias a ti, chico, estaré más cerca de ser el elegido, de ser su próximo
portador.
—¿Qué quieres de mí?
Él se relame los labios.
—Digamos que…
De repente, una sombra caída del cielo embiste contra el hombre y lo aparta
de Eric. El chico no pierde un segundo y se levanta veloz. Apoya su espalda
contra un gran tronco y se mantiene alerta. Ahora el hombre está en el suelo,
retorciéndose contra algo que Eric no logra identificar. Van de aquí para allá a
una velocidad trepidante. Sus gritos de dolor son lo único que se distingue. Se
retuercen hasta un matojo y Eric les pierde de vista. Solo se escucha el fragor
de la lucha. Piensa huir, pero a la velocidad a la que esa cosa oscura se mueve,
seguro que le alcanza.
Entonces el ruido cesa. Todo queda en un silencio tenso. El corazón de Eric
está desatado. Espera impaciente a que salga algo de detrás del matorral, pero
el sonido de una voz se alza desde la maleza antes de mostrar a su dueño. Solo
que la voz le llega directamente a su cabeza.
«¿Estás bien?», dice.
Eric la reconoce. Es la misma que le ha ido hablando mientras huía. El
corazón le da un vuelco. No entiende nada. Tampoco puede responder, y
aunque quisiera no sabría qué contestar. Todavía está en tensión y no cree que
se vaya a relajar pronto.
Una capucha oscura brota del matojo. Ve un hombre vestido completamente
de negro. Tiene una barba de varios días, aunque bien cuidada, y su porte
grande y esbelto, le confieren un aspecto intimidante. Sin embargo, lo que más
le llama la atención son sus ojos oscuros como la noche. Al contemplar al
muchacho adquieren una nota de interés que Eric juraría haber visto antes.
—No te acerques —le exige, mostrando sus puños. Nunca se ha peleado,
pero en esta situación está dispuesto a cualquier cosa.
«Tranquilízate. Tenemos que salir de aquí cuanto antes. Y será mejor que
hables como yo, Eric», le dice, sin mover los labios.
Pero el muchacho, en lugar de tranquilizarse, se pone más nervioso si cabe.
¿Acaba de decir su nombre? Pero si no lo ha dicho en ningún momento.
—¿Cómo sabes cómo me llamo?
El hombre deja asomar una media sonrisa a través de su barba.
«¿Es que todavía no me has reconocido?»
Capítulo 14


Martes, 3 de noviembre. 9:36 p.m.

Una lágrima silenciosa brota de sus ojos y, recorriendo cuesta abajo su
mejilla, se precipita al vacío hasta deshacerse en el rostro de su hija.
La mira con dolor, sabiendo que por más que rece, no despertará, que por
más que apriete su mano entre sus dedos, no reaccionará. Su gesto beatífico
contrasta con su habitual expresión de jovialidad. En su lugar, varios tubos
surcan sus brazos y recorren su pecho para infiltrarse por los orificios nasales
e insuflarle un hálito de vida artificial. Como si ya ella no recordase lo que es
respirar, como si ya no supiera vivir. Los electrodos se adhieren a su piel cual
sanguijuelas de plástico atentas a cada cambio en su corazón, a cada latido
descompasado, a cada contracción tardía.
Aaron, su padre, no lo soporta. Dicen que lo más duro en la vida es
sobrevivir a un hijo. Pero en realidad, lo peor es sobrevivir a un hijo, solo.
Porque él ya no tiene a nadie a su lado. Sarah es su último apoyo y ahora poco
queda de ella aparte de ese pitido del electrocardiograma que se clava en sus
tímpanos como puñales. Lento, pero inexorable. Pi…pi…pi…pi. Aun así,
todavía no se ha desprendido de su mano ni un instante en esa larga espera.
Es consciente de lo que los médicos van a decir, aunque se niega a
aceptarlo. Se obceca en que está equivocado. Imagina que en cuanto lleguen, le
dirán que han detectado la causa que explica el repentino coma de su hija. Que
está completamente estabilizada. Que mejora favorablemente. Que despertará
en breve. Que es solo cuestión de tiempo. De poco tiempo. Pero, entonces ¿qué
hacía la güija junto a su hija? Cierra los ojos con fuerza, intentando olvidarlo.
Pero no puede, porque sabe que ese maldito tablero echa por tierra toda
esperanza.
El médico irrumpe en la sala y Aaron estrecha la mano de su hija con más
fuerza. Está temblando, aterrado. Repasa sus informes, con gesto contrariado,
y carraspea dos veces:
—Señor Pereira —saluda sin dejar de ojear los papeles.
El padre de Sarah se incorpora como un resorte, aunque no se separa de la
mano de su hija. No sabe si está preparado para lo que tiene que oír.
—Le hemos hecho a su hija todo tipo de análisis, resonancias, un Tac,
electros. —Por primera vez levanta la vista y observa a Aaron con desazón—.
Pero mucho me temo que no hemos encontrado la causa de por qué su hija ha
entrado en este estado. Creemos que puede deberse a algún fallo metabólico
que se nos haya pasado, o a un problema neurológico. El caso es que en
pacientes tan jóvenes resulta raro que haya ese tipo de complicaciones, y más
sin antecedentes previos.
Aaron apenas escucha al doctor. Simplemente espera paciente a que acabe
de excusarse, para luego formular la pregunta. Esa que tanto teme:
—¿Despertará?
El médico desvía la mirada a los informes, buscando refugio ante aquella
dura cuestión.
—Aún es pronto para sacar conclusiones…
—Despertará, ¿sí o no? —le corta Aaron, haciendo de tripas corazón.
El médico duda ante su mirada ardiente. Entonces se humedece los labios y
dice:
—Me temo que no, no despertará. Al menos no hasta que encontremos la
causa y sepamos cómo actuar. Lo siento mucho.
El mundo se le viene encima. Aaron entierra la cabeza en su hija. Y llora. Su
llanto destroza el silencio del hospital. Abraza a Sarah, con todo su ser,
sintiendo su frágil respiración, su débil corazón. No puede creerlo. Primero
Araceli y ahora su hija. ¿No ha tenido bastante el destino ya? ¿Acaso no se ha
cebado lo suficiente con él? Cada lágrima se pierde entre los cabellos de su
niña. Su razón de ser. Lo único que le queda.
Él creía que Sarah se encontraba bien, que no añoraba tanto a su madre. Y
más ahora con su novio Eric. ¿Cómo imaginar que utilizaría la güija? Es más,
¿cómo ha conseguido el tablero? Estaba seguro que se había deshecho de él
antes de mudarse. Él mismo lo quemó.
Se odia por no haberlo visto venir, por no afrontar ese problema antes,
cuando no era demasiado tarde. Se odia por pensar que cambiando otra vez de
ciudad lo resolvería todo. Pero, claro, siempre volvía. Da igual las veces que
se mudasen, siempre regresaba.
Se maldice. Y grita de impotencia. Pero ninguna persona acude. Porque en
el fondo no le queda nadie.
Nadie salvo Sarah.
Y está dispuesto a hacer lo que sea por salvarla.
Por primera vez suelta la mano de su hija y le da un beso lento y suave en su
frente.
—No me abandones. Tú no, por favor.
Sale del hospital a toda prisa. No tiene muy claro qué hacer, aunque no va a
quedarse de brazos cruzados y ver cómo su hija se consume en aquella
maltrecha cama de hospital. Por mucha compañía que le haga, allí no
conseguirá nada.
El camino de vuelta lo hace más pendiente de sus pensamientos que de la
carretera. El asfalto serpentea entre laderas de olivos y acantilados de roca
caliza. No hay farolas, solo los faros de su coche quebrantan la oscuridad de la
noche. Alguna que otra liebre sale espantada.
Algo en su interior se remueve al pasar junto a unas marcas de neumáticos
que ondean sobre la calzada hasta desvanecerse en las tinieblas. Allí fue donde
ella murió. Traga saliva y pone toda su atención al volante. Le había prometido
que cuidaría de Sarah. No puede fallarle ahora.
Entra en el pueblo casi al doble de la velocidad permitida. Por suerte la
gente está cenando o, incluso, a punto de acostarse. Aparca el Ford sin ningún
cuidado encima de la acera. Entonces respira hondo y piensa.
Es consciente de que su hija no ha podido aprender a hacer la güija por sí
sola. Alguien ha tenido que enseñársela. Y Aaron cree saber quién: Eric.
¿Quién si no? Es el único que ha pasado más tiempo con su hija que él mismo.
Cuando cierra la puerta del coche, cae en la cuenta de que no conoce dónde
vive. Se maldice de nuevo por no tener más relación con su hija sobre esos
temas. «Tampoco creo que Sarah estuviera dispuesta a hablar de ellos así, sin
más», piensa.
No le queda otra que dar palos de ciego. Busca por la plaza, por la calle
Real y en las zonas donde se reúnen los muchachos de su edad. Pero nada. El
pueblo se halla sumido en una tranquilidad desesperante. Ni siquiera hay una
persona a quien poder preguntar, aunque teniendo en cuenta que es martes y la
gente trabaja al día siguiente, la cosa encaja. Pero Aaron no puede esperar
hasta mañana, tiene que encontrarlo. Siente que con cada segundo que pasa, su
hija se aleja más de él.
En la distancia ve que una persona se acerca. Corre hacia ella. Al
reconocerlo, se detiene, desilusionado. Es Nico el Loco. Aaron ha oído
historias sobre él en la pastelería y en ninguna es aconsejable pedir su ayuda.
Viene cantando en voz baja una especie de rima.
Trata de darle esquinazo, con tal de no entretenerse. Hasta que escucha su
retahíla:
—Si a una hija anhelas recuperar, al loco de Nico has de preguntar. Pero si
decides ignorar, para siempre la perderás.
Aaron se detiene en seco. ¿Se está burlando de él? Espera a que repita su
canción para comprobar que sus sentidos no le han jugado una mala pasada.
No hay duda, ha dicho «si a una hija quieres recuperar». Aun así, lo más
probable es que haya oído algún rumor por la calle y se lo haya inventado.
Aaron está a punto de darle de lado, cuando oye:
—Si a Eric anhelas encontrar, ¡ayuda, ayuda! has de gritar.
Aquello no puede ser casualidad. Ese tipo tiene que saber algo.
—Nico, espera —le llama Aaron.
El aludido se gira muy lentamente, demasiado para alguien corriente.
Conforme vuelve la cabeza, Aaron piensa que se ha equivocado, pero ya es
demasiado tarde. Solo espera que los rumores que circulan sobre su
agresividad sean falsos.
—¿Qué anhelas? —pregunta con una voz robótica; su mirada fija en el
sudor frío que baja por la frente de Aaron.
—Estoy buscando a Eric, ¿tú sabes dónde está?
Aaron aguarda varios instantes a una respuesta que parece que no va a
llegar nunca. Ni siquiera da señales de haberle entendido. Sus ojos aún siguen
clavados en él, aunque no parece que le esté mirando realmente. Más bien
contempla el vacío, o tal vez algo que solo él puede ver y que se encuentra en
la frente de Aaron.
Al cabo de un rato, tan lentamente como se ha girado, se da la vuelta y
reemprende su marcha, entonando de nuevo esa canción.
Aaron le sigue los pasos y lo intenta nuevamente. «Quizás no me haya
escuchado, o vete a saber en qué estaría absorto».
—Espera, Nico, has dicho que…
—¿Qué anhelas? —repite otra vez como un autómata.
Aaron se lo piensa mejor esta vez. Quizás solo haya que seguirle el juego.
—Anhelo encontrar a Eric.
Pero Nico tampoco responde. Comienza a andar, sin prestar más atención.
Aaron se da por vencido. Es inútil colaborar con él. Lo mejor será seguir
buscando por su cuenta y no perder más tiempo.
En la lejanía, Nico el loco continúa entonando la canción con voz
melodiosa y grave, esta vez más alto.
—…¡ayuda, ayuda! has de gritar…
Entonces se da cuenta. Al fin y al cabo, la canción no puede ser más clara:
«si a Eric anhelas encontrar, ¡ayuda, ayuda! has de gritar». Le ha seguido mal
el juego.
—¡Ayuda, ayuda! —grita Aaron hacia Nico aunque ya ha doblado la
esquina.
Espera paciente a que surta efecto. Pero el loco no aparece. Y seguro que le
ha oído.
Se da la vuelta, decepcionado. Y se choca de bruces con una chaqueta raída
y una barba espesa. Cae al suelo. Ahoga un grito cuando reconoce a Nico el
loco con una sonrisa de oreja a oreja y una mano tendida. Su mirada por fin
parece observarle plenamente y no a los microbios de su frente.
—¿Cómo has llegado a…?
—He dado la vuelta a la manzana —dice con un registro grave, como si la
barba espesase su voz—. He escuchado que anhelas mi ayuda para encontrar a
Eric. ¿Es cierto?
Aaron agarra la mano tendida, no sin cierto recelo, aunque la verdad es que
le incorpora con una fuerza descomunal para un cuerpo tan desnutrido. Se
sorprende por el repentino cambio de personalidad. Si no fuera por su ropa
sucia y maloliente y esa barba de varios años, podría pasar por un ciudadano
de a pie más.
—¿Sabes dónde puedo encontrarlo?
Nico el loco lanza una carcajada que le sobresalta.
—Bueno, se puede decir que ahora mismo estoy con él, pero supongo que
no me creerías. Así que sígueme.
El loco emprende la marcha sin esperar la reacción de Aaron. Éste duda un
segundo si fiarse, pero sabe que no le queda otra si quiere encontrar a Eric
antes de mañana.
Cruzan el pueblo entero a paso rápido. Ni rastro de los andares cabizbajos y
sinuosos de antes. Ahora Nico se dirige como una flecha hacia su objetivo,
sorteando coches y girando esquinas con una agilidad insólita.
—Todo el mundo cree que los locos estamos locos porque no escuchamos
a los demás, pero a veces sois vosotros, los cuerdos, los que no escucháis a
nadie. O peor de todo, escucháis a los menos indicados, a cuatro traidores y a
un gobierno que no piensa en otra cosa que en su bien particular. En ese caso,
¿quiénes son los locos? ¿Los cuerdos que escuchan, o los locos que ignoran?
El mundo está loco.
Aaron asiente, sin saber qué decir. Es consciente que, pese a su apariencia,
Nico tiene razón y que si eso lo hubiera dicho un tertuliano de bar de pueblo,
los demás le aplaudirían a rabiar.
—¿Qué te ha pasado, Nico? —se atreve a preguntar—. ¿Antes parecías… no
sé… distinto?
Él sonríe con una hilera de dientes torcidos y a medio caer.
—No lo entenderías. Es más complejo de lo que parece.
Aaron asiente. Siente curiosidad, pero no está seguro de cuánto puede durar
ese brote de cordura.
Salen del pueblo y pronto las casas quedan atrás. Aaron desconfía. Se están
adentrando en un camino que nunca ha transitado. Es como una especie de
pasaje natural, que remonta un río. Está bordeado por una vegetación frondosa
como la barba de Nico y no tiene nada de iluminación. Solo los tenues reflejos
de la luna ahuyentan la oscuridad.
—Sé que parece el sitio perfecto para deshacerse de un cadáver, pero
tranquilo, hoy no me apetece carne humana.
Aaron se detiene en seco. Nico se da la vuelta y le dedica una sonrisa que
pretende ser irónica, aunque a la débil luz de la luna y con esos dientes, resulta
aterradora.
—Estoy tomándote el pelo, Aaron. Yo me preocuparía más de no pisar
donde no debes. Como caigas al río, te vas a quedar helado.
A pesar de la broma, Aaron no es capaz de relajarse. Hace minutos que han
salido del camino y cada vez se introducen más en la maleza. Reza porque
aquello salga bien.
—Ya estamos llegando.
El sendero se abre y deja entrever un caserón casi derruido de maderas
oscuras que se alza a orillas de un escarpado acantilado. El resplandor de la
luna le confiere un aspecto sombrío.
Aaron duda seriamente que Eric esté allí… hasta que oye unas voces que
proceden del interior. Por uno de los ventanales del primer piso distingue un
halo de luz anaranjado.
Entonces da rienda suelta a su inquietud. Corre hacia la casa e irrumpe en la
estancia de la que emergen esas voces.
Ante sus ojos, un grupo de jóvenes rodea a otro chico que se halla
inconsciente, tendido bocarriba y con el rostro pálido. Tan pálido que le cuesta
reconocer que es Eric.
—¿Qué está pasando aquí? —pregunta desde el umbral, con los ojos
desorbitados—. ¿Otra güija?
Sin esperar una respuesta, Aaron comprende lo que están haciendo. Un
ritual. Otro más. Eso no puede estar pasando. Basta ya de tableros malditos, de
fantasmas, de espíritus, de ritos extraños. Ya ha perdido bastante con todo ello.
Recuerdos de Araceli, su amor, cruzan su mente a toda velocidad.
Ella con su camisa de cuadros a modo de pijama y trayéndole su taza de
Cola Cao a la cama, a pesar de que habían acordado que esas cosas era él quien
tenía que hacerlas.
Ella dormida con esa sonrisa inquietante, como si estuviera soñando con un
universo nuevo y fuera su descubridora.
Ella con una Sarah recién nacida en brazos y con esa ternura infinita en sus
ojos.
Ella cantándole la nana más dulce del mundo.
Ella sonriéndole.
Ella susurrándole.
Ella abrazándole.
Ella besándole…
Entonces estalla en cólera. Se abalanza sobre los chicos, arrasando todo lo
que ve. Velas, inciensos, mesas, cojines. Alguien trata de detenerle. Pero se
zafa de él con violencia. Da igual que sean niños.
Entonces le agarran por detrás. Se retuerce, se arquea, se convulsiona. Pero
no logra escapar. Al poco más manos le sujetan. Tratan de contener su rabia,
su desesperación. Él lucha por salir, por impedir ese maldito ritual.
Hasta que comprende que no puede moverse y desiste.
Una lágrima de impotencia surca su mejilla y, con la pendiente a favor,
desemboca en su barbilla justo antes de precipitarse al vacío.
Un vacío que solo ella podía llenar y que ya nunca lo hará.
Capítulo 15


Miércoles, 4 de noviembre. 0:28 a.m.

Sus respiraciones agitadas son lo único que rompe el silencio. Los
muchachos se reponen del susto, aunque aún desconocen si la situación está
bajo control.
El foco de una linterna ilumina a un hombre desolado, que momentos antes
ha desatado su cólera contra todo lo que se interponía en su camino. De ahí que
dos de los chicos todavía lo retengan con fuerza entre sus brazos, pese a que
ahora él no opone resistencia. Ni siquiera parece ser consciente de dónde está,
ni de lo que ha pasado. Sus ojos, fijos en el suelo, únicamente enfocan el vacío.
—¿Quién es este tío? —pregunta Kevin, con el corazón en la boca.
—Creo que es el padre de Sarah —responde Axel.
Todos intercambian miradas desconcertadas.
—¿Se puede saber qué hace aquí?
Axel se encoge de hombros.
—Ni idea.
—¿Pero por qué nos ataca?
—Y yo qué sé —se excusa Axel—. ¿Por qué me preguntáis a mí?
—Tú eres quien lo ha reconocido —le sueltan.
—¿Por qué no le preguntamos a él? —sugiere Adriana que hasta entonces
no ha hablado.
Se giran hacia Aaron y lo observan con una mezcla de temor e interés. Un
chico con gafas de montura gruesa es el primero en aproximarse, eso sí,
lentamente.
—Hola, padre de Sarah —El aludido no reacciona. Parece en estado de
shock—, ¿por qué nos ataca?
Silencio.
—¿Cómo ha dado con nosotros?
Más silencio.
—Nada, no hay manera —concluye tras varios intentos—. Es como si
estuviera traumatizado.
—¿Y cómo quieres que esté? —interviene Adriana, que es la única que no
tiene miedo—. Su hija acaba de entrar en coma y muy posiblemente no
despierte hasta que Eric consiga encontrarla. Y todo después de que su mujer
muriera en un accidente de tráfico.
—No fue un accidente —replica una voz.
Todos se sobresaltan al escuchar que Aaron por fin da señales de vida. Los
brazos de Axel y Kevin se tensan como mordazas, temerosos de un nuevo
ataque. Pero éste no se produce. Ha recuperado su voz, pero su cuerpo sigue
lacio y débil. Es más, si no estuviera bien sujeto, caería como un saco de
esparto al suelo.
—Nadie soporta perder a un ser querido —murmura Aaron, sin alzar la
cabeza, como si el suelo fuera su más íntimo confesionario—. Cuando Araceli
perdió a su hermano mayor Raúl, una parte de ella se fue con él.
—¿De qué está hablando? —susurra Kevin.
—Callad —ordena Adriana—. Parece que tiene algo que contarnos.
—Araceli y Raúl eran uña y carne —prosigue Aaron, sin saber si está
narrando la historia a los demás o a él mismo—. Siempre juntos, siempre
inseparables. No es para menos después de todo lo que pasaron. Salieron
adelante a pesar de tener un padre borracho y maltratador que pegaba a su
mujer noche sí y noche también. Él era el alcalde de Navia, un pequeño pueblo
de Asturias y su intachable imagen ante los demás, contrastaba con las
borracheras que pillaba en casa y las agresiones que le provocaba a su esposa.
Vivir en una residencia aislada y el terror de su mujer ayudaron a que solo su
familia supiera cómo era realmente. A ojos de los demás fingía ser un hombre
afable y atento, que se preocupaba por el bienestar de su pueblo.
»Pero la cosa cambió cuando lo relevaron del cargo. Su adicción por el
alcohol llegó a oídos de sus más íntimos seguidores del partido, entre ellos
miembros de la directiva, que vieron ese problema como el arma perfecta para
la oposición. Por eso, de un mes a otro, fueron apartándolo de la cabeza del
partido poco a poco, hasta que, finalmente, lo destituyeron. A partir de
entonces, las palizas se incrementaron, y no era de extrañar que cuando los
moratones de su mujer resaltaban demasiado, les tocase a Raúl y Araceli
recibir los golpes. Ellos apenas tenían ocho y seis años y su único consuelo
era saber que el uno estaría junto al otro, apretándole fuerte la mano, mientras
sus cuerpos encajaban los golpes de su padre.
»Una noche, pegó con tal vehemencia a su esposa que la mató. Su buena
reputación, pues había sido durante años el alcalde, y su fachada ante el resto
de la gente, le sirvieron para convencer a todo el mundo de que se había caído
por las escaleras. Pero Araceli y Raúl sabían la verdad y no tardaron en
comprender que ellos serían los próximos. Por aquel entonces apenas
alcanzaban los trece y quince años y su padre les había metido tanto miedo,
que eran incapaces de avisar a nadie. Además, ¿cómo unos críos como ellos
iban a demostrar que su padre, un hombre respetado en el pueblo, era un
maltratador? Para cuando les creyesen, él ya habría tomado cartas en el asunto.
Y, conociéndolo, no tendrían una segunda oportunidad.
»No les quedó otra que fugarse. Fueron ahorrando dinero de lo que
conseguían robarle a su padre cuando se emborrachaba y se quedaba frito en
el sofá. Un día se marcharon del pueblo y no volvieron a saber de él. Tras
muchos años de vivir con miedo, de pesadillas, de sospechar que su padre les
acechaba tras cada esquina, llegaron noticias de él. El periódico local del
pueblo titulaba: Ex-alcalde de Navia agrede a su pareja. Al parecer, el muy
desgraciado se había echado otra novia y, cuando volvió a repetir sus palizas,
ella lo denunció. Le cayeron varios años, pero no llegó a cumplirlos porque se
suicidó al entrar en prisión. Araceli y Raúl jamás imaginaron que se alegrarían
tanto con la muerte de su padre.
»Pero poco les iba a durar la felicidad juntos porque Raúl fue atropellado al
día siguiente. Una panda de inconscientes habían cogido el coche tras unas
cervezas y, en un paso de cebra, ignoraron que la mancha oscura sobre el
asfalto era en realidad una persona. Aunque a Araceli poco le importaron las
circunstancias. Cuando la llamaron del hospital, se desmayó. Tuvieron que
ingresarla y, pasado un año, le diagnosticaron depresión mayor. Se tiraba las
noches llorando, no se levantaba de la cama, apenas probaba bocado, lo poco
que dormía soñaba con su hermano. Sarah acababa de cumplir los doce años y
le dije que mamá había cogido un virus muy potente que no la dejaba dormir y
que le provocaba ganas de llorar. No estoy seguro de que se lo creyera, pero
no hizo muchas preguntas. En el fondo creo que sabía que su madre estaba
dolida por la muerte de su hermano. Fuimos al psicólogo pero nada. Yo trataba
de animarla, de hacerle ver que aún tenía una vida por delante con su hija. Pero
ella no lograba despedirse de su hermano. No se hacía a la idea de que
estuviera muerto.
»Un día, la cosa cambió. Araceli parecía otra. Comía, hablaba, jugaba con
Sarah. Algo en ella había dicho basta. Y yo no podía estar más contento. Por
fin pasábamos esa mala racha. Por fin salía de la depresión… Qué equivocado
estaba.
Aaron hace una pausa. Recordar lo duro que había sido aquella etapa de su
vida le estremece.
Los amigos, sin comprender del todo a qué viene esa confesión, no pueden
pestañear. Las palabras de Aaron suenan con una pesadumbre y un sentimiento
tan hondos que les atrapa en su relato.
—Un día volví antes del trabajo —continúa con la vista fija en el entramado
de escombros y mugre del suelo. Su voz parece teñirse de oscuridad a cada
palabra, como si reabrir esa herida sacase lo peor de sus recuerdos. El lado
oscuro de su mente—. Había pasado tanto tiempo que creía que Araceli estaba
plenamente recuperada. Cuando entré en casa, lo primero que me recibió
fueron unos gritos agudísimos. Por suerte, Sarah estaba en casa de una amiga.
Llamé a Araceli, pero no obtuve respuesta. Cogí el atizador de la chimenea
para defenderme. Estaba asustado. Los gritos se repetían como una melodía
infernal. Subí al segundo piso y abrí la puerta de nuestra habitación. Allí
estaba. Jamás olvidaré cómo me miró ese día. Sus ojos desorbitados, sus
ademanes veloces e imprecisos, como si no supiera qué hacer. Como si
hubiera perdido el juicio. Había tapiado las ventanas por algún motivo que aún
desconozco. Los tablones de los armarios estaban rayados con garabatos
indescifrables, la moqueta llena de cristales. Las velas la rodeaban formando
un amplio círculo sobre el suelo. El tablero estaba a su lado. No era ella. De
eso estoy seguro.
»Cuando logré que volviera en sí, me confesó que se había enganchado a la
güija, que hablaba con su hermano desde hacía meses. Tuve que disuadirla,
convencerla de que aquello no estaba bien. Entretanto, Sarah llegó a casa y nos
pilló en plena discusión. Al vernos tan alterados se sorprendió. Nosotros nunca
discutíamos y mucho menos de esa forma. Entonces, al ver la cara de
preocupación en su hija de doce años, Araceli entró en razón. Se arrepintió
mucho al comprender que se había vuelto paranoica. Me prometió que no
volvería a hacerla nunca más. No quería que su hija recibiera la misma
desatención que ella sufrió cuando era pequeña. Dejé mi trabajo de maestro
pastelero una temporada y prometí que le ayudaría a superarlo juntos.
»El problema es que ella no era la única adicta. El espíritu con el que
entablaba conexión se había enganchado a Araceli. Y cuando ella no hacía la
güija, el ambiente se enrarecía. Al principio solo eran cuadros que se caían sin
motivo, pasos en el piso de arriba, o corrientes de aire repentinas. Pero más
tarde los vasos comenzaron a explotar y hasta nuestra pequeña Sarah pareció
enfermar. Araceli me había asegurado que era el espíritu de su hermano con
quien había contactado. Al menos eso fue lo que el espíritu dijo. Sin embargo,
cuanto más nos atacaba, más sospechábamos que en realidad no era Raúl. Y
teníamos razón.
»Una noche, Araceli se despertó sonámbula y cogió el tablero. Por suerte
yo noté la cama vacía y fui a buscarla. La encontré en una especie de trance,
con los mismos ojos desorbitados y en blanco. Aferraba un cuchillo de cocina
sobre su muñeca izquierda. Se lo arrebaté y la desperté como pude. Al volver
en sí, Araceli sabía perfectamente que ese espíritu no era su hermano, que él
nunca le haría daño. Quemé el tablero y nos mudamos. Creíamos que la casa
estaba maldita y que poniendo distancia nos libraríamos de aquello que nos
atormentaba. Pero nos equivocábamos… otra vez. Es cierto que el espíritu
tardaba un tiempo en localizarnos, pero siempre volvía. Y lo hacía más
agresivo que nunca. Cada vez daba con nosotros preparábamos las maletas y
nos alejábamos todo lo que nuestros ahorros nos permitían. En total
cambiamos de casa siete veces. ¡Con lo mal que lo pasaba Sarah en cada
mudanza! Pero era por su seguridad. Mejor huir que arriesgarnos a que la
tomara con nuestra pequeña.
»Llamamos a exorcistas, espiritistas y hasta a un famoso druida que no
resolvió nuestro problema, pero sí nos sacó bien los cuartos. No digo que
fueran estafadores (que tampoco lo descarto), pero no eran la solución a
nuestro problema. Recurrimos a Internet. Buscamos a gente que había pasado
por lo mismo que nosotros. Y Araceli encontró Valdepeñas de Jaén. En una
extraña página web llamada Sempiterno, su creador aseguraba haber sufrido
lo mismo que nosotros. No dejaba nombre, ni teléfono, ni dirección;
simplemente afirmaba que yendo a ese pueblo, obtendríamos ayuda. Indecisos
ante tanto secretismo, Araceli y yo decidimos esperar. Pero esa misma noche
el espíritu nos encontró en nuestro piso de Barcelona. Y esa vez sí que afectó a
Sarah. Empezó a chillar en sueños, a sudar, a retorcerse en las sábanas. No
sabemos si fue a por nuestra pequeña porque quería torturar a Araceli de esa
forma o por alguna otra razón. Araceli estaba convencida de que el espíritu la
buscaba a ella y que atacó a Sarah para atormentarnos. El caso es que pudimos
despertarla. Y no tuvimos más remedio que marcharnos cuanto antes. No
sabíamos ya qué excusa inventarnos para que Sarah no se asustase. Casi
siempre le contábamos que necesitábamos un trabajo mejor, o que queríamos
cambiar de ciudad. Pero a Sarah esas mentiras le quedaban pequeñas. No
obstante, eso era lo de menos, primero teníamos que ponernos a salvo. Y
Valdepeñas de Jaén era nuestra última esperanza.
»Llegando al pueblo, la oscuridad era absoluta. No hay apenas iluminación
en el tramo de Jaén hasta aquí. Pero eso solo sirvió como un motivo más para
que tuviéramos el accidente. La razón principal fue que algo en medio de la
carretera me sorprendió. Hubiera jurado que se trataba de una chica vestida de
blanco. Apareció tan de repente que no tuve tiempo de frenar. Instintivamente
traté de esquivarla, y justo cuando el coche pasó rozándola, supe que no era
una chica normal. Su mirada tenía los mismos ojos desorbitados y endiablados
que habían poseído a Araceli la noche que la pillé haciendo la güija. Era el
espíritu. Por algún motivo esta vez nos había seguido sin darnos un respiro.
Para cuando quise corregir la dirección, el coche ya derrapaba sin control. En
una curva salimos por los aires. Recuerdo las vueltas. Los gritos de Sarah y
Araceli. Los miles de cristales arañándonos la piel. El dolor. Y de pronto el
silencio. Araceli había muerto. Pero yo tenía que comprobar que la culpa no
había sido mía, que todo era por el maldito ser que nos seguía. Salí del coche
en su busca, ciego de ira, aunque solo entreví cómo se desvanecía entre los
abetos.
Aaron enmudece.
Los amigos intercambian miradas de confusión. Han oído la historia sin
parpadear y ahora comprenden su dolor. Sin embargo, no aciertan a adivinar
por qué se lo ha explicado a ellos.
Axel es el único que se arma de valor y murmura:
—¿Por qué nos cuenta esto a nosotros?
Aaron por fin levanta la cabeza para clavar una mirada penetrante en el
muchacho. Sus ojos, oscuros como el mar en una noche sin luna, son
portadores de una amargura tan tenaz que deja helado al chico. Jamás ha visto
tanta desdicha en una mirada.
—Araceli murió por culpa de un juego, o por lo que fingía ser un juego. Y
vosotros estáis aquí, con ese chico inconsciente, haciendo a saber qué ritual.
Yo he pasado por muchas sesiones de brujería, de santería o como queráis
llamarlo. Pero siempre lo hacía para poner a salvo a mi familia. En cambio
vosotros os arriesgáis por un poco de diversión.
Los amigos intercambian miradas de arrepentimiento. Bien es cierto que en
ese momento el rito que están realizando es para ayudar a Sarah, pero el resto
de ocasiones sí que se lo tomaban como un juego. ¿Cómo imaginar que podía
salir tan caro? Ahora comprendían que no tenía nada de divertido.
—Este ritual es para salvar a su hija Sarah —interviene Adriana.
Aaron la observa con pesar.
—Dudo que mi hija despierte.
—Lo digo en serio —insiste—, hemos enviado a Eric al lugar donde…
digamos… la «conciencia» de Sarah está deambulando.
Ahora su expresión adquiere un tinte de interés.
—Así es —confirma Axel. Por algún motivo, Félix, que es el más indicado
para dar aclaraciones, no ha participado en la conversación—. En estos
momentos Eric está buscando a su hija Sarah para hacerla volver a su cuerpo.
Sé que suena todo muy abstracto, pero créanos, señor Pereira, es la única
forma que se nos ocurre de que su hija despierte del coma.
Axel espera que Félix le secunde, pero el muchacho sigue ensimismado. No
le gusta el gesto de su amigo y mucho menos su ceño fruncido. Algo ocurre. Y
no es bueno.
El padre de Sarah les observa, incrédulo.
—¿De verdad estáis haciendo algo así?
Todos asienten.
—¿Y cómo es posible?
—Eso lo tiene que responder nuestro experto en asuntos esotéricos —
responde Adriana, señalando a Félix.
Sin embargo, el aludido no está pendiente. Contempla el horizonte con el
horror dibujado en sus facciones.
—Creo que la hemos liado —dice de pronto. Cuando Félix pierde su don de
lenguas y le sale la vena vulgar, las cosas van realmente mal.
—¿Qué ocurre?
La habitación se llena de actividad. Todos se han alterado ante tal noticia.
Miran en derredor, se vuelven hacia Eric, comprueban que su pulso es
constante, que respira. Pero ahí no yace el problema.
—¿No os dais cuenta? Según la historia de Aaron, el espíritu que decía ser
la madre de Sarah no tiene por qué serlo. Es más, estoy casi seguro de que no
se trata de ella. Podría ser cualquier cosa, incluso un demonio. Y lo peor de
todo es que hemos enviado a Eric al otro lado, sin conocer el peligro de la
situación, sin saber a lo que se enfrenta. ¡Y no hay forma de contactar con él!
Todos se quedan mudos, el pánico se plasma en sus semblantes pálidos.
—¿Eso qué significa? —pregunta Kevin, que hasta entonces se ha
mantenido al margen, muerto de miedo.
—¿No os dais cuenta? —repite—. Hemos sentenciado a muerte a nuestro
propio amigo.
En ese momento, unos nudillos tocan en la puerta con rapidez y los amigos
ahogan un grito.
—Eso quizás pueda arreglarlo yo —dice una voz áspera.
Todos se vuelven, sobrecogidos, hacia la entrada.
En el umbral, una sonrisa con media docena de dientes torcidos les saluda.
Capítulo 16


Eric observa de arriba abajo al hombre que tiene delante. Su barba
perfilada, su sonrisa irónica, sus ojos oscuros, sus ademanes
grandilocuentes… Desde un principio ha tenido la sensación de que le era
familiar. Como cuando le presentan a alguien y su personalidad le recuerda
irremediable a otra persona. Pero de ahí, a reconocerle, hay un abismo.
—¿Debería conocerte?
El extraño se lleva las manos al pecho fingiendo falsa dolencia.
«Qué decepción. Llevamos más de un año comunicándonos y ahora no eres
capaz de saber quién soy».
La voz vuelve a resonar directamente en su cabeza, sin necesidad de emitir
sonido alguno.
Eric, concentrado, pasa por alto ese detalle. Se rasca la barbilla,
meditabundo. ¿Más de un año hablando con esa persona? Hace memoria…
Hasta que lo comprende.
—Eres el espíritu que suele hablar con nosotros a través de la güija. ¡Eres
Bartolomé!
Los amigos de Eric contactaban normalmente con un mismo espíritu, pero
no sabían su aspecto. Por eso le era imposible reconocerle. Sin embargo,
aquello no explica que su forma de ser le resulte tan familiar. Quizás solo sean
imaginaciones suyas.
«Muy bien, mi querido amigo. Te ha costado, ¿eh? Es un placer verte cara a
cara. Y ahora, si me disculpas, acompáñame. Tenemos que salir de aquí
pitando».
Eric está a punto de preguntar cómo es capaz de hablar a través de su mente,
pero no tiene tiempo. Cuando quiere darse cuenta está siendo empujado con
insistencia. Es agarrado del brazo y juntos atraviesan el bosque a toda prisa.
Esquivan troncos, corren, se agachan, saltan, giran, se detienen, vuelven a
arrancar… Eric teme tropezar pues a la velocidad que van, seguro que
Bartolomé no se detiene y lo lleva incluso a rastras. Apartan ramas, raíces y
continúan sin descanso por la intrincada vegetación.
El trepidante ritmo de la carrera hace perder el resuello a Eric, que pronto
jadea y ralentiza la marcha.
—¿Adónde vamos? —pregunta, con voz entrecortada—. ¿Y por qué tanta
prisa?
«¡No hables en alto! —le grita dentro de su mente con un estallido irritante
—. Cuando estemos a salvo te lo contaré».
—¿No me lo puedes ir contando por el…?
«¡Shhhh!», ordena de pronto. Su índice reposa en sus labios en señal de
silencio.
Se han detenido de sopetón y ahora están agazapados al abrigo de un
amasijo de arbustos y abetos muertos. Bartolomé le señala a Eric algo en la
distancia. El chico sigue la dirección de su dedo y descubre a un grupo de
personas que avanzan rápidamente. Se dirigen hacia el lugar donde Eric había
sido atacado por el tipo de la sonrisa ancha. Hay algo en sus apariencias que le
hace desconfiar. Igual que sucedía con el otro hombre. Le da un escalofrío.
—¿Quiénes son esa…?
«Calla», exige su acompañante, de nuevo sin necesidad de abrir la boca.
Su dedo vuelve a señalar a otro grupo de personas, esta vez menos
numeroso, que se dirige al mismo punto, aunque desde otra parte del bosque.
«Hasta que no te diga, no hables».
Eric asiente. Está convencido de que quienesquiera que sean, no tienen
buenas intenciones.
Al cabo de un rato, reemprenden su camino en sentido opuesto al de sus
perseguidores. El bosque se abre, dejando atrás la maleza, y surgen en un
camino despejado, sin nada salvo destrucción. Finas grietas negras
resquebrajan el asfalto con sinuosos trazos. Amplios cultivos de lo que, por la
forma de la tierra y el color, podrían ser calabazas o zanahorias, se extienden
sobre un manto de malas hierbas que sería la pesadilla de todo agricultor. A lo
lejos, Eric divisa unas casas derruidas. No hay ni una que se mantenga en pie
sin daños. Sobre la maraña de escombros, un campanario maltrecho se alza
tímidamente. Eric se queda observándolo, con interés. Aquellas tejas de
ladrillo y su torre cuadrangular le son fácilmente reconocibles, por muy
pésimo que sea su estado.
—Aquella es la iglesia del pueblo. ¡Estamos en Valdepeñas!
«A ti lo de guardar silencio te cuesta, ¿verdad?»
—Lo siento. Creía que ya había pasado el peligro.
El espíritu le quita importancia con un ademán impreciso del brazo.
«No te preocupes, chico. Yo también flipé cuando llegué aquí por primera
vez».
Eric se siente contrariado. Desde que contactaron con Bartolomé, Eric se
muere por saber más sobre qué le ha pasado, cuánto tiempo lleva atrapado en
ese plano y por qué. Pero su amigo Félix siempre se lo impedía y le echaba el
sermón sobre los temas prohibidos con espíritus. Casi lo puede oír, diciendo:
«A los espíritus no les puedes preguntar quiénes son, ni por qué están
encerrados en ese lugar. Muchas veces ellos ignoran que estén confinados en
ese plano y, al recordar lo sucedido, se vuelven agresivos». El caso es que
Bartolomé parece muy consciente de dónde se encuentra y no tiene pinta de
que vaya a atacarle, y mucho menos después de salvarle la vida. Además, ya se
conocen de antes, ¿eso no le da derecho a saltarse las normas? Quizás ahora
que están los dos en el mismo plano sea la única ocasión para indagar en ese
asunto sin riesgo.
Mientras tanto, siguen avanzando, descendiendo el curso de un río, que si
fuera Valdepeñas, se correspondería con el Chorrillo. Sin embargo, ése
transporta aguas embarradas y carece del ágil fluir de la corriente del otro.
Cuando van a adentrarse en el pueblo, toman un desvío y se infiltran en una
vega apartada del camino. Si a Eric no le falla la memoria, ese lugar es
propiedad de una familia que solo va allí a veranear. Al menos en el mundo del
que procede.
Se introducen en la casucha, cómo no, en ruinas y cierran la puerta tras de
sí. El interior permanece igual de destrozado que la fachada: los muebles
carcomidos, las sillas podridas, los cristales de los relojes reventados… La luz
gris del exterior se cuela por las rendijas de las tejas, por los agujeros de la
pared y por las contraventanas, otorgándole un aspecto lúgubre y tétrico al
salón.
—¿Por qué estamos aquí?
Bartolomé le agarra de un salto y le tapa la boca con la mano.
«¿Es que no sabes hablar como lo hago yo?»
Eric, sorprendido por su reacción, niega con la cabeza. Siente el tacto de su
fría piel sobre su cara. Bartolomé no tarda en liberarle de su abrazo y asiente
repetidas veces.
«De modo que eres un potente receptor y no sabes cuáles son tus poderes».
Eric le mira sin comprender.
—¿Soy un qué? —repite, lo más bajo que puede.
Bartolomé tuerce el gesto con aire cansado.
«Un receptor. Tienes la capacidad de percibir a los espíritus incluso desde el
otro plano. Puedes sentirlo, ver sus auras. ¿No me digas que no te habías dado
cuenta?»
—Eso es ser médium —susurra Eric.
«Da igual como quieras llamarlo. Lo que importa es que tienes unos
poderes muy útiles aquí, así que úsalos».
—¿Qué clase de poderes? —inquiere Eric intrigado.
Bartolomé se encoge de hombros.
«Bueno, eso lo tienes que saber tú mejor que yo. Para empezar puedes
comunicarte a través de este canal», indica, señalándose la sien.
—¿Qué canal?
«El que tú mismo creaste cuando os pusisteis en contacto conmigo la última
vez que hicisteis la güija. Os recuerdo que en esa sesión no cerrasteis el portal.
Eric frunce el ceño.
—Sí lo cerramos, siempre lo hacemos.
«No, Eric. La comunicación se interrumpió, pero eso no es cerrarlo».
Eric hace memoria y asume que es cierto. Cuando la madre de Sarah se
puso en contacto con él y sus amigos, la conexión se cortó de pronto. Todos
creyeron que al detenerse así la conversación, se habían despedido
correctamente. O mejor dicho, no hacía falta hacerlo. Al parecer se
equivocaban.
«Normalmente un portal que permanece abierto de ese modo, suele cerrarse
si nadie lo reclama tras un tiempo. Pero gracias a tus poderes, éste quedó
abierto. Y eso me permitió ponerme en contacto contigo incluso desde la
distancia. Fui yo quien te aconsejó que pidieras ayuda a Félix, quien te guio
por el bosque para que me encontraras. ¿O vas a decir que no has oído mi voz
mientras escapabas, o mientras pensabas cómo ayudar a tu chica?»
Eric asiente con un vaivén continuo de su cabeza. Ahora lo comprende. No
había sido su subconsciente lo que le sugirió que avisara a su amigo, ni que
escapara por un camino u otro, sino Bartolomé. Todo había sido él. Le debía la
vida. Quizás la de Sarah también.
—¿Pero cómo es posible? Yo no puedo comunicarme así contigo.
«Inténtalo. El canal resulta muy ventajoso cuando no quieres ser oído por
algún fisgón porque no hay riesgo de que nadie se entrometa. Es nuestro
medio privado de comunicación. Solo tienes que pensar bien lo que quieres
decir y lanzármelo».
«No sé si podré…»
Eric se lleva las manos a la cara, impresionado. Acaba de enviar su
pensamiento casi sin querer. Y por la sonrisa de Bartolomé, sabe que lo ha
recibido.
«No es tan difícil, ¿verdad? —dice el espíritu—. A partir de ahora será
mejor que nos comuniquemos así. Aunque ahora mismo este sea el único lugar
seguro del pueblo, nunca se sabe quién puede estar escuchando. Ya has visto la
de Abyectos que hay dando vueltas.
«¿La de qué?», repite Eric sin comprender. Ahora que ha aprendido a usar
el canal, le resulta cómodo no tener que mover los labios para hablar. Aunque
aún tiene que acostumbrarse.
«Ah, es verdad. Olvidaba que aún no tienes ni idea de cómo funciona este
plano».
Eric asiente. Se siente un poco idiota por tener que pedir tantas
explicaciones, pero si no fuera por ese espíritu, probablemente ahora estaría
perdido, o incluso muerto.
«En resumidas cuentas: la cosa en este mundo está jodida, bien jodida».
Eric arquea una ceja. No sabe a qué se refiere. El espíritu, al ver la cara de
extrañeza del joven, suspira.
«Supongo que hay que dártelo todo bien mascado. En fin, te lo explicaré. En
este lugar, se podría decir que hay tres tipos de espíritus. Por un lado están los
que se han quedado atrapados en este plano, pero que aún conservan sus
recuerdos. Son los espíritus "relativamente" recientes».
«¿Relativamente?», repite Eric.
«Sí, relativamente. Si algo es completamente cierto en este mundo es que
todo es relativo. O lo que es lo mismo, nada es completamente verdad. Todo
está distorsionado, sobre todo el tiempo. Que no haya una noche y un día bien
diferenciados nos hace perder la noción del tiempo muy deprisa y eso puede
ser fatal según la fortaleza mental de cada uno. Me explicaré —aclara al ver la
expresión de desconcierto del joven—; aquí una persona se puede quedar mal
de la azotea una vez pasado un determinado tiempo, y en cambio otra necesita
el doble. Por norma general, los espíritus recientes, debido a que llevan poco
tiempo en este plano, son capaces de acordarse de por qué están aquí, cómo
han llegado y, lo más importante, cuál es su aspecto. En definitiva, son los
únicos que están bien de la sesera. Esta clase son los menos numerosos, porque
con el paso de los años se acaban perdiendo en el olvido».
«Nosotros somos espíritus recientes, ¿no?», inquiere Eric.
«Así es».
Eric se estremece.
«¿Pero yo aún no estoy muerto? Quiero decir…»
«Tranquilo, nadie ha dicho que lo estés —aclara el fantasma—. Ya sé que
estáis haciendo un ritual para mandar a tu alma, conciencia o como queráis
llamarlo, a este lugar. Pero eso es diferente. Yo me refiero a que somos de los
pocos que tenemos memoria».
Eric suspira de alivio. Aunque al instante le devuelve la mirada, intrigado.
«¿Cómo sabes lo del ritual?»
Bartolomé suelta una sonrisa inquietante. Sus ojos se posan en algún punto
de la pared que solo él parece apreciar. Eric sigue su dirección, pero no logra
ver nada especial.
«Lo sé porque prácticamente lo estoy presenciando en este justo momento».
Bartolomé continúa absorto en el vacío durante un tiempo que a Eric se le
antoja eterno. Finalmente sacude la cabeza. Parece que vuelve en sí
«En fin, eso es lo de menos —prosigue—. Tú y yo somos de los pocos
espíritus recientes que quedan. Se podría decir que somos unos privilegiados».
Le da un codazo cómplice en las costillas a lo que Eric no sabe qué
responder. Sonríe muy a su pesar; en el fondo no cree que ese sea motivo para
sentirse afortunado.
«¿Cuánto tiempo tenemos hasta que perdamos nuestros recuerdos?»
Su acompañante lanza una carcajada sonora que le hace dar un brinco. ¿No
se supone que debían guardar silencio?
«¿Acabas de llegar y ya estás temiendo el olvido? Disfruta de tus primeros
momentos como ser fantasmal».
«No estoy aquí de vacaciones —replica el joven, serio. Con tanto ajetreo ha
olvidado por qué está allí—. He venido a salvar a Sarah del mal».
Bartolomé se siente tentado a hacer una broma al respecto, pero ve tanta
determinación en los ojos del muchacho que prefiere callar.
«Ah, es cierto, casi olvidaba que habían sido tus gritos llamando a esa tal
Sarah lo que ha alertado a todo el pueblo. Gran idea la tuya».
Eric ignora el tono irónico.
«¿Sabes dónde está?»
El espíritu exhibe una media sonrisa torcida que remueve algo en los
recuerdos de Eric. ¿Dónde la ha visto antes?
«Es posible», dice misterioso.
«¿Cómo que es posible?», repite indignado Eric.
«Puede que sepa dónde está, o puede que no», explica, con el mismo tono
odioso.
Eric observa la sonrisa de Bartolomé, entre perplejo e incrédulo. ¿Le está
tomando el pelo? ¿Sarah está en peligro y ese maldito espíritu pretende jugar a
los acertijos? Cada segundo cuenta y no está dispuesto a tolerar sus tonterías,
por mucho que le haya salvado la vida.
«Esto es ridículo. Me marcho».
Eric le da la espalda y sale de la estancia con pasos firmes y decididos.
«¿Adónde vas?», quiere saber Bartolomé.
«A buscar a Sarah».
«Oh, vamos, estaba bromeando. ¿No te habrás enfadado?»
El chico le ignora. Si tiene que encontrar a Sarah por sus propios medios,
que así sea. No perderá el tiempo de esa forma.
Aunque no pueda verlo, Bartolomé le sonríe exultante.
«Me gusta tu entusiasmo —grita cuando ya ha salido por el umbral—, pero
si vas tú solo, lo único que conseguirás es que te maten».
Eric se detiene a escuchar. No sabe hasta qué punto es eso cierto.
Bartolomé se aproxima al muchacho y le pasa el brazo por los hombros en
señal de paz.
«Creo que sé dónde está tu chica —confiesa con tono suave—, pero lo
difícil es llegar hasta ella».
«¿Por qué?»
«Para entender eso primero necesitas saber la embrollada y compleja
dinámica de este mundo. ¿O es que pretendes empezar la casa por el tejado?
Aunque viendo cómo están las casas por aquí, quizás sea mejor no hacerle
caso a ese refrán. Anda, volvamos, adentro estaremos seguros».
Eric se plantea si hacerle caso o no. Baraja las opciones que tiene si
emprende su búsqueda en solitario. Y comprende que no son muy
prometedoras. Lo único que se le ocurre es dar palos de ciego por el pueblo
aunque esta vez sin gritar; visto lo visto no es buena idea.
«¿Y qué se supone que debo saber?», cede Eric.
«Como iba diciendo —prosigue el espíritu, arrastrando suavemente al
chico hacia el interior de la vivienda—, hay tres tipos de espíritus. El primero
hemos dicho que son los espíritus "relativamente" recientes, es decir, tú y yo».
«Hasta ahí lo he cogido».
«Luego están los espíritus pasivos, aquellos que vagan sin rumbo fijo,
incapaces de recordar qué es lo que estaban buscando, o la razón por la que
están aquí».
Eric ata cabos.
«O sea, que los espíritus "relativamente" recientes se convierten en espíritus
pasivos una vez hayan olvidado sus recuerdos».
«Así es. Vas a resultar menos estúpido de lo que habías parecido».
«Yo no soy estúpido», se defiende Eric.
«Lo siento, pero tus anteriores berridos por el bosque de "Sarah, Sarah,
¿dónde estás?", indican lo contrario».
Eric guarda silencio. Reconoce que no ha sido muy acertada esa forma de
buscar, aunque en su defensa alegaría que tampoco estaba al tanto del peligro.
«Los espíritus pasivos son pacíficos y fácilmente reconocibles porque su
cara suele estar emborronada, como si la vieras a través de unas gafas
empañadas».
La imagen del tipo que buscaba su barco robado acude a la memoria de
Eric. Recuerda que no pudo reconocerlo, porque sus facciones estaban como
desdibujadas.
«¿Por qué tienen la cara así?»
«Mi querido amigo, ese es el triste destino de la mayoría que estamos aquí.
El olvido afecta a todos nuestros recuerdos, incluidos los de nuestra propia
imagen. Tener la cara emborronada es solo una muestra de que ya ni se
acuerdan de quienes eran. En este mundo no hay espejos, y si los hubiera
nuestra imagen no se reflejaría porque al fin y al cabo solo somos la esencia
de lo que fuimos en el mundo real. Por mucha apariencia que tengamos de
seres corpóreos y de carne y hueso, solo sucede en este plano. En realidad
somos nuestra conciencia, y ésta adopta el molde de nuestro cuerpo real. Pero
cuando olvidemos cómo éramos, qué forma tenía nuestro rostro, el color de
nuestros ojos, el contorno de nuestros labios; solo seremos un ente sin forma,
que al mirarse en el reflejo del agua, únicamente verá la nada».
Eric enmudece. Por primera vez es consciente del grave riesgo de quedarse
atrapado en ese mundo para siempre. Y tiene miedo. Miedo de no regresar.
Miedo de perder sus recuerdos. Miedo de ser sorprendido por algún espíritu
perverso. Pero sobre todo tiene miedo de no recuperar a Sarah. De que ella
quede confinada en ese plano gris y distorsionado de por vida.
«No te preocupes, chico —comenta el espíritu al ver su semblante
descompuesto—. Después de todo, eso es lo menos peligroso que hay por
aquí».
«¿Cuál es el peligro entonces?»
Bartolomé suelta una risa seca e inquietante.
«Los Abyectos».
A Eric le invade un escalofrío. Volver a oír esa palabra no le da buena
espina y mucho menos con el tono frío y cortante que la mente de Bartolomé
la ha expresado.
«¿Qué son los Abyectos?»
«Son esclavos. Espíritus que han sido engañados por alguien y que ahora le
obedecen sin tener voluntad propia. El que te atacó en el bosque era uno de
ellos».
Eric recuerda una sonrisa con dobles intenciones a escasos centímetros de
su cara. Se acuerda de que estuvo a punto de dejarse engañar por ese espíritu,
pero que la voz de Bartolomé y tal vez su instinto le hicieron desconfiar.
«¿Quién los controla?»
«No estoy seguro. Solo tuve ocasión de verle una sola vez hace varios años
y no supe quién era. Desde aquel encontronazo, se mantuvo inactivo… hasta
ahora. Ni siquiera estoy seguro de que se trate del mismo ser, pero quienquiera
que sea llegó hace apenas dos meses y está creando un ejército. Espíritu que se
encuentra con un Abyecto, espíritu que es raptado y convertido en uno de ellos.
Ya casi no quedan normales; todos son capturados y transformados en
Abyectos».
«¿Para qué?»
«Eso lo desconozco».
Eric se toma un segundo para procesar la información. Su mente empieza a
estar saturada. Aun así, todavía le surgen dudas que no logra despejar por sí
solo.
«¿Pero por qué alguien quiere hacer el mal en un sitio como este? Quiero
decir, prácticamente todos los que están aquí son unos pobres desdichados, no
hay razón para que se les capture y se les anule la voluntad. ¿Qué ganan con
ello?»
Bartolomé suelta un atisbo de sonrisa teñida de una tristeza honda.
«Yo me he preguntado eso varias veces, pero tampoco lo logro entender.
Verás, Eric, no hay espíritus malos por naturaleza. En cualquier caso hay
espíritus que tienen un objetivo que no han cumplido, o que están tan apegados
a una persona, que simplemente son capaces de causar daños si algo se
interpone en su camino. Pero por regla general, no tiene por qué haber
espíritus malignos».
Eric arquea una ceja. Sus razonamientos van por derroteros que no sabe si
coinciden con los de Bartolomé.
«¿Acaso insinúas que quienquiera que sea el creador de esos Abyectos no
es…?»
«Exacto. No es un espíritu».
Eric teme preguntar, cada vez tiene la sensación de que su vida peligra más
y más. Respira hondo y trata de mantener la calma.
«¿Entonces qué es?»
«No lo sé», concluye con voz queda.
Su expresión se torna cohibida: desvía la mirada al suelo, se encoge, se
rasca el pelo, aprieta los labios… Ni rastro de la insolencia y el desparpajo de
antes.
«Solo puedo decir que la primera y única vez que me topé con eso, casi
muero de terror».
Eric traga saliva. Lleva todo el tiempo escuchándole con una pregunta
guardada en la recámara. Pero la pregunta cada vez se hace más y más difícil
conforme descubre un nuevo dato que complica la situación. Ahora que
Bartolomé guarda silencio, es el momento de sacarla a la luz. Se arma de valor
y temiendo lo peor, proyecta con su mente:
«¿Y Sarah?»
Bartolomé alza los ojos y observa a Eric como si recayera en su presencia
por primera vez.
«Llevo esquivando Abyectos desde que empezaron a crearse. Prácticamente
los conozco a todos. Y para bien o para mal, a Sarah no la he visto formar
parte de ellos».
«¿Entonces está bien? ¿Está a salvo?»
—Eso todavía es pronto para saberlo. Si fuera lista se habría escondido en
algún lugar remoto que no haya sido invadido por los Abyectos. Pero teniendo
en cuenta que ella tampoco tiene ni idea de cómo están las cosas aquí, lo más
probable es que la hayan atrapado».
El corazón de Eric da un vuelco. Que Sarah haya sido capturada por esos
monstruos, le aterra.
«Pero Sarah no estaba sola, su madre debería estar con ella».
La duda surge en la cara de Bartolomé.
«¿Su madre?»
Eric no entiende a qué viene esa pregunta.
«Sí, la mujer que nos interrumpió en Halloween, la última vez que
contactamos contigo haciendo la güija. Estaba junto a ti, ¿no? Tú mismo nos
dijiste que había alguien que quería hablar con Sarah. Esa persona era su
madre. Ella misma nos lo dijo».
Eric observa cómo el rostro de Bartolomé pasa de la incertidumbre al
desconcierto, hasta desembocar en el horror.
«No había nadie conmigo esa noche, Eric. Alguien interfirió en nuestra
conversación desde otro lugar».
Eric no da crédito. Le mira fijamente, intentando adivinar la broma en sus
ojos sinceros.
«¿Y eso qué significa?»
«Que alguien os engañó. La madre de Sarah jamás ha estado en este plano».
Capítulo 17


Miércoles, 4 de noviembre. 1:04 a.m.

El trueno retumba en los tablones de madera del caserón en ruinas. La
estructura parece tambalearse ante la sacudida del relámpago que no ha debido
de caer muy lejos. Sin embargo, los amigos permanecen sobrecogidos por
otra razón. En el umbral de la habitación, una figura en tinieblas les observa
con una sonrisa torcida y destartalada.
—Chicos, ¿quién es ese? —exclama Kevin, exaltado, agarrando tan fuerte el
hombro de Axel que le clava las uñas en su piel—. ¿De dónde ha salido? Dios
mío, es un asesino y viene a matarnos.
Los amigos retroceden de quienquiera que sea esa persona. En otra
situación habrían mostrado a Kevin que sus temores son infundados, como
ocurre cientos de veces. Pero en aquella ocasión no saben controlar sus
miedos, quizás porque no encuentran una explicación coherente a la presencia
de ese sujeto. O tal vez porque ya están bastante atemorizados por la anterior
visita sorpresa del padre de Sarah. O también porque la situación ya es bastante
peculiar como para no dejarse llevar por el pánico. Cómo echan de menos en
esos momentos a Eric. Él habría hecho alarde de una falsa valentía y, aunque
también estaría muerto de miedo, habría dado un paso adelante. Y no hacia
atrás, como ellos acaban de hacer.
—Tranquilos, amigos, no vengo a mataros. Si esa fuera mi intención, lo
habría hecho hace mucho, cuando os veía jugar con vuestro tablero.
Los amigos retroceden más todavía ante aquellas palabras. Axel atrae a
Adriana hacia sí con el brazo, en un intento por protegerla. Kevin y Félix se
juntan tanto que sus hombros chocan el uno con el otro. Si por ellos fuera
echarían a correr río abajo, pero no pueden abandonar a Eric en pleno trance.
Además ese tipo bloquea la puerta y la idea de atravesar una ventana no es
demasiado tentadora… por ahora.
El padre de Sarah no entiende a qué viene ese terror.
—¿Qué os pasa? —pregunta—. ¿No lo conocéis? Es Nico el lo… Bueno,
Nico el del pueblo.
Los amigos agudizan la vista, tratando de distinguir la espesa barba y sus
harapos característicos entre las sombras. Al final, reconocen su gesto sagaz y
su mirada indescifrable. Y suspiran aliviados.
—¿Qué haces tú aquí? —pregunta Félix, en quien por fin vuelve a reinar la
cordura. Se gira hacia el padre de Sarah y le dice—: ¿te ha seguido?
Aaron está a punto de negar, cuando Nico se le anticipa.
—¿Seguirle? Perdona, pero he sido yo quien le ha traído hasta aquí. Si no
fuera por mí, ahora mismo estaría dando tumbos por el pueblo, lloriqueando y
chillando. ¿Quién sería el loco entonces?
Félix le ignora dando por sentado que por algún motivo Nico el loco ha
dado con ellos y ahora les supondrá un estorbo.
—Ya está delirando otra vez.
—Lo que ha dicho es verdad —interrumpe Aaron. Los amigos se giran
hacia él, con curiosidad—. Fue Nico quien me condujo hasta aquí. Estaba
buscando a Eric y él se ofreció a traerme.
El rostro de Félix se tiñe de interés. Ahora observa a Nico con nuevos ojos.
—Lo más difícil para un loco es volver a recobrar la credibilidad —dice el
nuevo invitado, al que todos prestan atención—. Hacen falta mil acciones
cuerdas para que la gente vuelva a creer en ti, y un solo gesto para que dejen
de hacerlo. Es lo que tenemos los locos. Pero, ¿a que ya no parezco tan loco?
—¿Cómo nos has encontrado? —pregunta Axel, haciendo las veces del
valor que hubiera mostrado Eric.
—Ya os lo he dicho, no es la primera vez que veo cómo jugáis a los
fantasmas con esa tabla vuestra. Digamos que os he estado observando desde
las sombras.
Kevin sale del seguro cobijo de la espalda de Adriana y exclama:
—¡Lo veis! —dice señalando con el dedo, aunque no sabe muy bien a quién
apunta—. Os lo dije, dije que había visto a alguien escondido detrás de la
ventana y vosotros os burlasteis de mí. Sé lo que vi. Tenía razón.
—Es cierto, era yo –admite Nico levantando la mano y con una sonrisa
pícara—. Una vez estuvisteis a punto de pillarme, pero, ¿ves lo que digo?
Hacen falta mil acciones correctas para confiar en un loco y una sola para
dejarlo de creer. Lo mismo te ha pasado a ti, Kevin.
—¿Y por qué nos espiabas? —pregunta Adriana retomando el hilo de la
conversación.
—Espiar es una palabra muy fea, querida. Digamos más bien que os
vigilaba, que custodiaba vuestra seguridad, que era vuestro seguro de vida. No,
mejor: que era vuestro guardaespaldas particular.
La joven enarca una ceja en una mezcla de desagrado y extrañeza. No le ha
gustado nada cómo ha sonado ese «querida».
—Si eres nuestro guardaespaldas, como tú dices —dice Félix—. ¿de qué se
supone que tienes que protegernos?
Nico tuerce el gesto y lo observa con una mirada penetrante. Félix lamenta
haber formulado esa pregunta.
—Siempre pensé que tú eras el chico más inteligente de este pueblo, por eso
me sorprende que no sepas contestar a esa pregunta por ti mismo.
De repente, Nico se acerca mucho a Félix, tanto que el muchacho se queda
rígido. Nadie hace nada, todos se quedan petrificados ante la rapidez pasmosa
del vagabundo. Félix teme lo peor. Sus rostros casi se tocan. El muchacho
cierra los ojos. Hasta que la voz de Nico le llega como un susurro arrastrado
por el viento:
—Y me sorprende mucho más cuando tú acabas de dar la respuesta hace un
momento.
Entonces se aleja con pasos lentos y sin quitarle ojo, atento a cómo cala la
idea en la mente del joven. Cuando Félix parece comprenderlo, Nico suelta una
risa aguda y estridente que estremece a los presentes.
—¿Sabes de lo que habla? —pregunta Adriana a Félix.
—No estoy seguro —confiesa él, medio sumido en sus pensamientos.
Axel es el primero en reaccionar.
—Se acabó. No podemos perder tiempo con este chiflado. Adriana, tú
quédate con Eric; nosotros echaremos a este tío.
Nico se lleva una mano al pecho, como si estuviera escandalizado por lo
que acaba de oír.
—¿Echarme? ¿A mí? —pregunta, indignado, con un tono teatrero
sobreactuado—. Me temo que aquí el único que tiene derecho de echar a
alguien soy yo.
Los amigos comienzan a agarrarlo por los brazos, pero Nico no ofrece
resistencia alguna.
—¿Ah, sí? ¿Y eso por qué? —preguntan mientras lo arrastran.
—Porque estáis en mi casa.
Los empujones se detienen. Axel libera a Nico inconscientemente. A juzgar
por su semblante serio, no parece que se trate de una broma. Aunque con
alguien tan impredecible, nunca se sabe.
—Esta casa lleva abandonada muchos años —replica Adriana, reacia a
creerle.
—Siete años y seis meses, exactamente. Bueno y… —Desvía la mirada al
techo y cuenta con los dedos—. Ocho días, creo.
—¿Por qué la abandonaste? —inquiere Kevin sin pensar la pregunta.
—Me alegra que lo preguntes, chico. Estaba empezando a creer que después
de la historia del padre de Sarah no iba a tener la oportunidad de contaros la
mía. Era una cálida y gélida tarde de verano, el sol brillaba con fuerza tras las
nubes y yo regresaba antes de tiempo de mi trabajo de escultor profesio…
—Mira, dejadlo —sugiere Axel—, este tío no está bien de la azotea. Será
mejor que lo echemos de aquí y busquemos una forma de ayudar a…
—Perdona que te interrumpa, joven, pero ¿vas a rechazar la única ayuda
que tienes para rescatar a tu amigo? Van a pensar que el loco aquí eres tú.
Axel se muerde el labio, impotente. Está harto de aquella ridícula situación
y solo pensar que Eric puede encontrarse en apuros, mientras ellos siguen los
jueguecitos de ese tipo, le pone aún más histérico.
—Muy bien, si de verdad sabes tanto, ¿cómo pretendes ayudar a Eric?
Nico muestra su sonrisa piadosa.
—Ese es el problema que tenéis los jóvenes de ahora, queréis empezar a
construir la casa por el tejado. Siempre a lo fácil, siempre a lo rápido. Deseáis
saberlo todo, aunque no entendáis nada.
Axel hace un esfuerzo por contener las ganas de abalanzarse sobre él y
quitarle de un puñetazo toda arrogancia. En su lugar, dice:
—¿Y qué se supone que tenemos que saber primero?
—Era una cálida y gélida tarde de verano, el sol brillaba con fuerza tras las
nubes y yo regresaba antes de…
—Se acabó —zanja Axel—. Fuera de aquí.
Los muchachos agarran por las solapas del desgarrado abrigo a Nico y
tiran de él hacia la puerta.
—Espera —les detiene una voz.
Todos se vuelven y observan a Félix, el cual se ha quedado pensando lo que
Nico le había susurrado.
—Ya sé a qué te referías —le dice encaminándose hacia él, con una sonrisa
de satisfacción, como si hubiera resuelto el mayor de los acertijos—. Nos
estabas protegiendo de lo mismo que atacó a Sarah y que ahora acecha a Eric.
De ese espíritu, o de lo que quiera que sea.
—¡Bingo! —aplaude Nico con entusiasmo.
—Y si nos vigilabas antes incluso de que contactásemos con esa… cosa, es
porque tú ya sabías que existía. O sea que tú ya has contactado antes con el
mismo ente.
—Bravo, muchacho. Por un momento creía que me defraudarías.
—Pero, ¿cómo contactaste? ¿Cuándo…?
—Veo que ahora sí os interesa saber mi historia. Ya había pensado que tenía
que hacerme el deprimido, como el padre de Sarah, para que me escuchaseis.
Los amigos intercambian miradas de indecisión y al final le ceden la
palabra a Nico:
—Era una cálida y gélida tarde de verano, el sol brillaba con fuerza tras las
nubes y yo regresaba antes de tiempo de mi trabajo de escultor profesional. Mi
mujer, Laia Gómez Echeverría, y yo nos acabábamos de mudar a este pueblo
en busca de un remanso de paz y tranquilidad. El anterior dueño de esta casa
había fallecido ahorcado de una viga. Si no recuerdo mal, de la que tienes justo
encima, querida —indica, señalando a Adriana. La chica sigue la dirección de
su dedo y discretamente se aparta a un lado—. En fin, por dónde iba… ah, sí,
mi mujer había fallecido ahorcada y entonces yo…
—No —le interrumpen los amigos—, habías dicho que el dueño había
fallecido ahorcado, no tu mujer.
—Ah, es verdad —repite, asintiendo varias veces—. Vaya, hombre, ya os he
chafado el final.
Los amigos intercambian miradas de incertidumbre. No saben si tomarle en
serio. Tal vez esté enterado del asunto porque es cierto que ha estado
observándoles y se ha quedado con la historia. El problema es que parece estar
tan al tanto de la situación, que resulta difícil comprender cómo alguien tan
trastornado como Nico puede recordar tantos detalles.
—¿Tu mujer murió ahorcada? —inquiere Adriana, horrorizada.
—¿Ahorcada? ¡¿De dónde sacas semejante disparate?! —se escandaliza
Nico.
—Pero tú acabas de decir…
—Laia murió al resbalar de la escalera mientras colgaba el retrato de
nuestros padrinos de boda, Luis Alfonso Mena Rodríguez y María del Pilar
García Gracia. ¿O era Gracia García? Bueno, qué más da. El caso es que no
murió ahorcada.
—¿Y qué tiene que ver eso con nuestro amigo Eric? —se enerva Axel.
—¡Es lo que estoy tratando de explicaros! Pero vosotros no me dejáis.
—¿Pero qué dices? Si has sido tú qui…
—Axel —le corta Adriana frenándolo con el brazo, pues el muchacho se
empieza a acercar peligrosamente a Nico—, dejémosle que termine y ya luego
vemos qué hacemos.
Los dos cruzan una mirada cómplice durante un instante y asienten.
—Continúa —le piden a regañadientes.
—Ya qué más da. Tampoco voy a conseguir tanto sentimentalismo como el
padre de Sarah con su historia. Y mucho menos como tengo yo últimamente la
memoria. Además, será mejor que nos demos prisa, las cosas en el otro lado
se están complicando —comenta como para sí.
—¿De qué está hablando? —cuchichea Kevin.
—Ni idea —murmura Félix—. Tú piensa que es tu bisabuelo y que le tienes
que dar la razón como a los locos.
—Nunca mejor dicho.
—Veréis —prosigue Nico ajeno a la paralela conversación—, como ya he
dicho, mi mujer falleció de una manera muy ridícula. Estaba colgando el
cuadro de nuestros sobrinos Miguel Rivas Dorado y Mónica Durán Podadera
y, como salí un poco antes de mi trabajo de sepulturero, se asustó y cayó. La
suerte es traicionera y lo que podía haber sido solo un susto, acabó siendo una
tragedia. Se golpeó en la base de la nuca con el borde del escalón y poco pude
hacer por ella porque murió en el acto. La pobre ni siquiera supo que quien
había entrado en casa no era un ladrón, sino su marido.
»Como os podéis imaginar estaba muy unido a ella. De hecho nos mudamos
a este recóndito lugar porque los dos solos teníamos todo lo que
necesitábamos. Laia y yo éramos amantes de vivir al margen de la sociedad, de
aislarnos y disfrutar de la naturaleza. Pero sobre todo, éramos amantes de
nosotros mismos. Yo me debía a ella y, sé que ella se debía a mí. No
necesitábamos nada más. En nuestro tiempo libre tallábamos figuras de
madera de cedro y con lo que sacábamos vendiéndolas y mi trabajo de
apicultor, teníamos más que suficiente para subsistir. El resto del día lo
pasábamos el uno junto al otro. No teníamos amigos, ni siquiera conocíamos a
nadie del pueblo, simplemente estar los dos unidos nos bastaba. Jamás podré
expresar con palabras lo que vivimos en esa época.
—Así que era cierto lo que dicen en el pueblo de que enloqueció cuando
perdió a su mujer —musita Kevin al oído de Félix.
Nico se detiene bruscamente y le dedica una mirada inquisitiva.
—Un simple rumor no puede simbolizar todo lo que yo he sufrido,
muchacho. Ni la mejor de las historias es capaz de expresar con burdas
palabras una décima parte de la realidad. Y mucho menos un rumor de la gente
del pueblo, que inventa más que habla.
—Lo… siento –murmura Kevin, arrepentido y asustado.
—He oído cientos de historias sobre mí. Tantas que ya he empezado a
olvidar quién soy. Pero de cuando en cuando mi cordura regresa, como ahora.
El problema es que nadie cree a un loco, por muy cuerdo que sea su mensaje.
Los amigos desvían la mirada al suelo. Entienden el calvario que ha debido
pasar y en parte tienen la culpa de ese aislamiento pues al igual que el resto del
pueblo, ellos también le han ignorado cuando murmuraba cosas sin sentido, o
le han dado esquinazo si se les acercaba demasiado.
—Cuando mi mujer se fue, yo quedé destrozado. He oído que la gente dice
que fue entonces cuando enloquecí, pero eso no es así exactamente. Cuando
falleció traté de adaptarme, pero nada era igual, ¿cómo iba a sobrevivir solo si
toda mi vida la había compartido con ella, si ella era la razón de mi existencia?
Por si fuera poco, el sentimiento de culpa me martirizaba todas las noches: no
paraba de pensar que si hubiera llegado a la hora habitual, o si al menos
hubiera esperado a que se bajase de las escaleras para saludarla, ella estaría
viva. Perder al amor de tu vida es una de las cosas más horribles que dios haya
podido crear. Y más aún si se carece del apoyo de alguien. Sopesé la idea del
suicidio, al fin y al cabo nadie me echaría de menos. Estuve a punto de
bañarme con la tostadora hasta que llegó a mí la noticia del tablero mágico
güija. No recuerdo bien cómo di con él, creo que leí algún artículo en un
periódico cuando deambulaba sin rumbo por el pueblo. El caso es que la
posibilidad de poder entablar conversación con mi mujer, con Laia, mi amor,
me pareció un rayo esperanzador en medio de la tempestad.
Nico guarda silencio un momento. Atrás queda cualquier atisbo de locura;
en su lugar, pesadumbre y resignación, como si hubiera repetido la historia
incontables ocasiones y tuviera asumido que rememorarla una vez más no va a
cambiar nada.
—¿Qué pasó con la güija? —se atreve a preguntar Félix.
—Creo que os podéis imaginar que nunca llegué a contactar con Laia —
contesta, amargamente. Hay algo en su manera de decir las cosas que
conmueve a los oyentes—. En cierto modo me alegro porque supongo que eso
es señal de que descansa en un lugar mejor. Aunque me gustaría despedirme de
ella. Pedirle perdón. Repetirle lo mucho que la amo.
El silencio vuelve a ser estremecedor. Nadie sabe qué decir, ni mucho
menos qué hacer. La tormenta amaina y lo que antes era una tromba de agua,
ahora es un fino manto de lluvia que baña el caserón con un rocío suavísimo.
Los relámpagos aún carraspean tímidamente, como señalando que lo peor está
por venir.
—Estuve cerca de cinco meses creyendo que era ella la que hablaba, que mi
amor estaba esperando al otro lado. Pobre de mí, estaba tan ciego, me gustaba
tanto esa mentira… qué iluso. Mi supuesta Laia fue convenciéndome de que
aquel lugar era el paraíso, que ella no podía ascender definitivamente al otro
lado hasta que no la acompañase, que yo era la parte que le faltaba. Y yo,
Nicolás Bartolomé Alfredo Castillo de Romarategui, ingenuo como un
chiquillo, me lo creí. Hice todo lo que ordenó, obedecí como un crío de tres
años engatusado con un caramelo. Fue una sensación extraña, como en un
sueño. Al principio pude ver cómo la imagen de mi esposa me acogía en sus
brazos. Al contemplarla de nuevo sentí que volvía a vivir. Entonces dijo: «ven
conmigo», tomó mi mano y me guio por una senda blanca. Ni siquiera
cuestioné adónde nos dirigíamos, simplemente me dejé llevar. ¿Qué mal podía
pasar en brazos de mi amor? Cuanto más caminábamos, más perdía el control
de mi cuerpo, más vueltas daba todo. Era como si me estuviesen arrancando
del lugar al que realmente pertenecía. Estaba mareado y no era una sensación
agradable en absoluto. Ahí comencé a dudar. Pensé que aquello sería normal,
pues al fin y al cabo me encontraba en el espacio de los espíritus, o como a mí
me encanta llamarlo, el espacio de los no-difuntos. Pero cuando miré a Laia en
busca de su reconfortante apoyo, no fue a ella a quien vi.
La voz de Nico se extingue entre los penumbrosos rincones del caserón.
Todos los amigos le escuchan sin mediar palabra. Alguna que otra vez
intercambian miradas desconcertadas, como cuando Nico cambia de trabajo a
su antojo, o gesticula exageradamente con ademanes imposibles de descifrar.
Todos, salvo Félix. Axel le vigila de reojo y siempre le ha pillado pensando.
Se rasca la barbilla, observa el vacío y tuerce el gesto… Algo debe estar
rondando por su cabeza.
—¿Qué fue lo que viste? —rompe finalmente Adriana el silencio.
—Vi un ser negruzco y sin forma. Era la muerte, iba cogido de la mano de
la muerte.
Todos dan un respingo. Kevin se cobija aún más en la espalda de Adriana y
la toma con las migas de su bolsa de patatas. Hace rato que ya se las ha
zampado, pero necesita pensar en otra cosa si no quiere pasar toda su vida con
pesadillas.
—Intenté resistirme, escapar de su garra. Pero no me soltaba. Arrastraba mi
esencia por esa senda espeluznante. Cada vez estaba más lejos de mi mundo,
más cerca de mi muerte. Y no podía escapar. Mis piernas no respondían, los
brazos me pesaban toneladas. Solo mirar a ese ser me dejaba sin sentido.
Como si absorbiese mi voluntad. Apenas consciente de mí, sabía que tenía que
reaccionar si no quería morir. Cerré los ojos y me opuse con toda mi alma a
ser doblegado por la muerte. Pensé en Laia, en su voz, en su sonrisa… Hasta
que logré escapar, al menos en parte.
Nico enmudece y los amigos quedan con la duda de si ese es el final de la
historia.
—¿Cómo que escapaste… en parte?
—He ahí la razón de mi locura. El contacto con ese ser me dejó tocado,
nunca mejor dicho, y solo una parte de mí regresó, la otra quedó atrapada.
De repente, Félix alza la cabeza y se abre paso entre sus amigos. Se
encamina con el rostro iluminado hacia Nico y le señala con el dedo.
—¡Eres Bartolomé! ¡Tú eres Bartolomé!
El aludido aplaude con entusiasmo.
—Bravo, muchacho. No se te escapa una.
—¿De qué estás hablando? —le interrogan Adriana y Axel—. ¿Bartolomé?
¿Qué Bartolomé? ¿Nuestro espíritu?
—Antes lo ha dicho —explica Félix tan agitado que no encuentra las
palabras—. Ha dicho que se llama Nicolás Bartolomé Alfredo Castillo de no
sé qué.
—De Romarategui, es vasco —aclara Nicolás, que parece divertirse.
—¿Qué más da? El caso es que el ente con quien contactábamos también se
llama Bartolomé.
—Pero eso es pura coincidencia —replica Axel—, el nombre se lo puede
haber inventado como el ochenta por ciento de la historia.
—No es solo eso. ¿Es que no lo entendéis? —continúa Félix—. ¿Por qué
solo podíamos contactar con él en esta casa? La historia es cierta, por lo
menos la gran parte. ¿Por qué si no iba a…?
—Déjame a mí —le interrumpe Nico, echándolo a un lado delicadamente—.
Sé que tú lo has pillado, pero a tus amigos parece que les cuesta un poco más.
Como he dicho, al escapar de esa cosa, una parte de mí quedó atrapada en el
espacio de los no-difuntos. No sé cómo, pero mi alma se partió en dos. Una
mitad quedó confinada en el otro plano y la otra la tenéis delante. Y sí, era
conmigo con quien contactabais en vuestras sesiones güija. Prefería que os
entretuvierais con mi otro yo antes de que la muerte os cazase y engañase
como a mí. Por eso digo que soy vuestro guardaespaldas. Cuando no estaba
detrás de la puerta con la oreja puesta, mi otro yo se ponía en contacto con
vosotros para que nadie se inmiscuyera. No sé si sois conscientes, pero al
hacer la güija estáis haciendo un llamamiento a todos los seres cercanos.
Imaginaos a vosotros mismos dando un fuerte grito en medio de un bosque
lleno de depredadores hambrientos.
—Si es tan peligroso, ¿por qué no nos avisaste antes? —le reprocha Axel—.
Quizás Eric estaría aquí con nosotros y no perseguido por esa cosa oscura.
—¿Me habríais creído? —replica Nicolás.
Pero nadie contesta. Axel retira tácitamente la pregunta.
—Pero no lo entiendo —murmura Kevin, debatiéndose entre la curiosidad
y el miedo a preguntar—. ¿Cómo vas a ser tú Bartolomé? Llevamos hablando
meses, podrías habernos dicho que eras Nico el…
—Nico el loco —termina Nicolás—, no te preocupes, estoy acostumbrado.
Verás, chico, la memoria me falla a ratos y tener el alma, la conciencia o como
quieras llamarlo, fragmentada, no ayuda. Si no fueran por estos momentos de
lucidez, seguiría creyendo que Nico el loco es una persona y Bartolomé, otra.
Quizás en un futuro me invente otra personalidad con Alfredo, mi tercer
nombre.
—¿Entonces puedes volver a perder tus recuerdos?
—Puedo no, los voy a perder —afirma, categórico—. Desgraciadamente,
siempre vuelve a mí la locura. Tengo dos conciencias que se intercambian a su
antojo de cuerpo y me hacen perder el norte. Por eso a veces voy diciendo
majaderías sin sentido por ahí, porque mi conciencia de este plano se ha
pasado al otro, y viceversa. Llega un momento que las imágenes de los dos
espacios se solapan y pierdo la orientación y, por supuesto, la cordura. A veces
logro controlarme y puedo mandar una conciencia a su plano original, con su
cuerpo correspondiente. Otras meto la pata y envío la conciencia que no es al
cuerpo equivocado, y así permanece hasta que me doy cuenta. También hay
veces que las dos partes están en un mismo cuerpo y el otro se queda
inconsciente un tiempo… Es gracioso.
Los amigos cruzan miradas de extrañeza. No ven la gracia por ningún sitio.
—En ese caso, si dices que puedes perder el juicio en cualquier momento,
no perdamos más tiempo y dinos cómo puedes ayudar a mi pequeña.
Todos se giran y ven a Aaron levantarse de su rincón. Sus ojos brillan con
una mota de nueva esperanza. Ha estado escuchando a Nico en completo
silencio desde la penumbra y por un momento han olvidado su presencia. En
cambio ahora todos le observan como si estuvieran viendo un fantasma.
—Mi querido amigo —dice Nicolás, acercándose y pasándole el brazo por
los hombros—, los dos hemos sufrido tanto. Los dos conocemos el dolor de
perder al amor verdadero. Los dos conocemos la desesperación y lo que ésta
es capaz de hacernos por recobrar la esperanza. Los dos somos capaces de
remover cielo con tierra por volver a vivir, por recuperar la esperanza. Y,
aunque desgraciadamente yo la perdí hace mucho, tú, Aaron, todavía tienes una
oportunidad.
—Pero, ¿cómo?
—Tener una parte en el otro lado, tiene sus ventajas. ¿O acaso creíais que
toda locura iba a ser mala?
Capítulo 18


Eric trata de asimilar las palabras de Bartolomé lo mejor que puede. Ha
tenido que procesar que en ese plano hay tres clases de espíritus y que los
Abyectos son sus potenciales enemigos. También que Sarah no ha sido
convertida en uno de ellos, al menos que él sepa.
Pero la última frase le ha dejado descolocado totalmente.
«¿Cómo que la madre de Sarah nunca ha estado en este plano?», repite.
Bartolomé no sabe qué hacer para que el chico no se tome a mal lo que le
va a decir. Aun así alguien tiene que abrirle los ojos, por muy dura que sea la
verdad.
«No sé quién interrumpió nuestra conversación en Halloween, pero una
cosa sí tengo clara: la madre de Sarah no fue».
Eric es la viva imagen del desconcierto. Su mente se aturulla de miles de
preguntas, pero no logra encontrar la más adecuada.
«Pero, ¿quién nos ha podido engañar? ¿Entonces Sarah por qué ha…? ¿Y
cómo…?»
Eric deja la cuestión en el aire. Al observar a Bartolomé, comprueba que no
le presta atención. Parece sumido en una especie de trance… otra vez. Sus
brazos caen lacios, su mirada permanece fija en la pared y su gesto,
impertérrito. Eric le agarra por los hombros y lo zarandea. No es la primera
vez que le asusta de esa forma y está tan cansado que no le importa descargar
parte de su irritación agitándolo con vehemencia.
—Bartolomé, ¿quieres escucharme? —dice en voz alta. Da igual que se
pongan en peligro al hablar normal. Necesita salir de dudas.
Pero por más que lo agita, no reacciona.
Eric retrocede lentamente. Aquello no puede ser normal. Cualquiera hubiera
vuelto en sí con semejantes sacudidas, por muy abstraído que estuviese. Lo
observa detenidamente y puede ver su mirada desenfocada. Es como si se
encontrara en otro lugar, en uno muy lejos.
Un espasmo exagerado saca de su ensueño a Bartolomé. Eric se sobresalta
también y acto seguido se siente idiota por su reacción.
—Vaya —murmura para sí el espíritu, mientras se acaricia su barba de
pocos días con delicadeza—, parece que Félix ya ha descubierto que en
realidad soy Nicolás el loco. Qué chico tan interesante.
Eric no pasa por alto el comentario.
—¿Cómo? ¿Tú eres Nico el loco?
Bartolomé da media vuelta hacia él y choca con el ceño fruncido del joven
muy cerca de su rostro. Al verlo, se sorprende sobremanera.
—Ah, eres tú, Eric. Por un momento creía que me pillarían esos Abyectos.
—No te hagas el loco —le reclama Eric, aunque quizás no sea esa la forma
más acertada de decírselo.
—Todos me llamáis loco, cuando en realidad soy vuestra única esperanza,
tanto en este como en el otro plano. Qué curioso.
—¿Qué has dicho…
«¡Shhh! —le regaña Bartolomé—. Háblame por el canal».
Eric obedece, pero sin despistarse de su interrogatorio.
«¿Qué has dicho de que Félix te ha descubierto? —insiste Eric—. ¿Qué
sabes de él y de mis amigos? Vamos, explícate», exige.
Trata de sonar lo más amenazador posible, aunque reconoce que ha
quedado lejos del efecto que deseaba.
«Está bien, está bien. La he pifiado. Me quería guardar el secreto, pero ya
veo que no se te escapa una —dice, propinándole un nuevo codazo amistoso en
el costado—. El loco del pueblo, como coloquialmente decís, y yo, Nicolás
Bartolomé Alfredo Castillo de Romarategui, somos la misma persona, sí.
Como mi nombre ya es suficientemente largo, decidí utilizar en este plano
Bartolomé; y en el otro, Nicolás. ¿No es ingenioso?»
Eric no da crédito.
«Pero, ¿cómo vas a estar en dos sitios al mismo tiempo? Es imposible».
«¿De verdad crees que es imposible? Tú, que estás vagando en un plano
intermedio entre la vida y la muerte con tu cuerpo inconsciente lejos de aquí».
Eric recapacita. Con los últimos acontecimientos ya no sabe en qué creer, y
mucho menos en qué es posible y qué no.
«Vale, puede suceder —reconoce a regañadientes—, pero, ¿cómo?»
Nicolás Bartolomé suelta un bufido de cansancio.
«No pienso repetir mi historia dos veces hoy. Me niego. Además, no creo
que sea momento para anécdotas personales. Digamos simplemente que yo
también hice la güija y un espíritu me engañó igual que a vosotros, solo que
acabé peor parado. El resto que te lo cuenten tus amiguitos cuando regreses».
«Pero, ¿se lo has contado a ellos?»
«No he tenido más remedio; ¡querían echarme de mi propia casa!»
Eric le mira sin comprender del todo. No sabe si tomarle en serio. El caso
es que ya son demasiadas coincidencias como para no haber nada de cierto en
toda su historia.
«¿Y cómo sabes lo que está ocurriendo en el otro lado?»
«Oh, vamos, Eric. Estoy seguro de que puedes deducirlo por ti mismo».
El muchacho sostiene su mirada, tratando de encontrar la respuesta en sus
ojos. Esos ojos oscuros y profundos que antes parecían estar sumergidos en
otra dimensión…
—Los trances —murmura, tras comprenderlo.
«Exacto. Cada vez que me quedo ido, mirándote fijamente a ti, o algún
punto sin importancia, estoy echando una ojeada al plano de los vivos, a lo que
mi otro yo está viendo. Solo tengo que enviar mi conciencia al otro lado un
segundo, y listo».
A Eric se le escapa un «oh» de asombro. Así que ese tipo y Nico el loco son
la misma persona y, por algún motivo que no logra entender, pueden
comunicarse.
«Eso es increíble —admite—. Podemos hablar con mis amigos cuando
quiera. Estoy convencido de que Félix…»
«No tan deprisa, muchacho —interrumpe, cortando su entusiasmo—. Las
cosas no funcionan así. No siempre decido cuándo contactar, muchas veces
ocurre en el momento menos esperado. Por algo me llaman loco».
Eric aguarda a que prosiga, pero comprende que Nicolás Bartolomé
pretende que el joven siga el curso de sus pensamientos. Cosa que él está lejos
de conseguir. Por eso pregunta:
«¿Qué quieres decir?»
«Ahora estás viendo mi mejor yo —explica—, pero desconozco cuánto
tiempo permaneceré lúcido. Puede llegar el momento en que pierda mis
recuerdos. O mejor dicho, llegará el momento en que pierda mis recuerdos».
La sombra de una amenaza invisible se cierne sobre el rostro de Nicolás
que ahora se muestra compungido y apenado, como si no pudiera evitar su
triste destino.
«¿Por qué te sucede eso?», inquiere Eric, que no sabe si está metiendo el
dedo en la llaga.
«Llevo atrapado en este lugar muchos años, tantos que hace tiempo que
perdí la cuenta. Y me temo que estoy cayendo en el olvido. Mis arrebatos no
son más que síntomas de mi ineludible final: el olvido».
El silencio anega la casucha en ruinas. Una calma total se instala entre los
dos y Eric no sabe qué hacer para animarle. Cuanto más tiempo pasa, más pesa
la absoluta tranquilidad. No corre ni una gota de viento entre las grietas del
techo o por los agujeros de la pared. Eric lo medita un instante y ni siquiera
está seguro de que en ese plano exista el viento.
Finalmente decide que lo mejor es ir al grano, al asunto por el que está allí.
«¿Cómo podemos ayudar a Sarah?»
Nicolás Bartolomé le dedica una mirada, como quien ve un fantasma. Y se
queda observando fijamente al muchacho mucho tiempo. Demasiado tiempo.
«Genial, otra vez ha entrado en trance», piensa Eric. Se dispone a esperar
sentado en una silla que duda que se mantenga en pie, cuando Nicolás le agarra
por el brazo con fuerza.
«Tenemos que salir de aquí».
Sin que le dé tiempo a replicar, Eric es arrastrado a toda prisa por los
pasillos de la casa derruida. Corren de puntillas, pero los desgastados tablones
del suelo les traicionan con algún quejido estruendoso. Eric desconoce qué
sucede. Giran por un corredor mugriento, saltan escombros y abren una puerta
lentamente. Ésta no chirría para alivio del muchacho. Cruzan el umbral y
surgen en un cuarto con una ventana a media altura.
«¿Qué hacemos aquí?», proyecta Eric en voz baja, aunque no tiene
necesidad de hablar en ese tono.
Nicolás hace caso omiso. Se gira a todos lados, con movimientos bruscos
de su cabeza, como si tratase de localizar un mosquito en mitad de la noche.
De repente queda petrificado con la mirada clavada en la ventana. Tras un
instante completamente quieto, salta sobre Eric y el muchacho no puede
esquivarlo. Los dos caen al suelo con un sonido sordo.
—A qué ha ve…
Nicolás silencia a Eric tapándole la boca. El muchacho se sorprende. No
sabe qué sucede pero debe ser peligroso. Su corazón se ha desbocado con el
placaje de Nico. Éste le sujeta con firmeza y le mantiene pegado al suelo. La
caída ha dejado un dolor punzante en su espalda, seguramente al clavarse
algún escombro. Pero Nico no se detiene ahí. Ahora arrastra por el suelo su
cuerpo y se lleva consigo a Eric. Llegan a la pared de la ventana, pegan sus
cuerpos contra la misma y esperan. La mano de Nico aún presiona la boca del
joven. Con la que tiene libre, señala la ventana. Entonces lo comprende. Se
están escondiendo. Si alguien echa un mero vistazo al interior de la estancia, la
verá vacía. Tendría que asomar la cabeza y mirar hacia abajo para
sorprenderles.
Eric contiene la respiración. Ha oído pasos en el exterior. Nico se tensa
también. Aprieta la mano contra Eric y se agazapa más contra los ladrillos de
la pared. Los pasos se acercan. Les han encontrado, no hay duda. Eric cierra
los ojos. Nico también. No tienen escapatoria. Ya están muy cerca, puede sentir
el crujir de las hojas, el partir de las ramas. Una pisada más. ¡Lo tienen encima!
Se ha detenido al otro lado de la ventana. Eric tiembla. Nunca ha tenido tanto
miedo. Nico le aferra con fuerza la boca, pese a que no va a hablar. Los dos
yacen rígidos, atentos a cualquier señal. Listos para defenderse con uñas y
dientes si fuera necesario.
Hasta que oyen cómo los pasos se alejan y continúan bordeando la casa.
Eric exhala una bocanada de aire. Relaja la tensión de su estómago y se
incorpora rascándose la zona del golpe.
«Eso ha estado a punt…»
«Tenemos que irnos —le corta—. Van a registrar el interior».
Sin mediar palabra, saca la cabeza por la ventana y tras mirar a ambos
lados, salta por ella. Eric le imita sin pensarlo dos veces y se dice a sí mismo
que no volverá a dudar de Nicolás Bartolomé. Por muy raras que parezcan sus
intenciones.
Ahora ambos se hallan en un huerto amplio con pocos sitios donde
cobijarse. Las malas hierbas siembran las tierras y extienden su manto pútrido
hasta donde alcanza la vista. El pueblo queda al otro lado, a pocos minutos
caminando. Pero ir en línea recta sería demasiado arriesgado. Y más teniendo
en cuenta que un vasto campo de tierras yermas, sin escondite posible, se
extiende ante ellos.
«Hay que llegar al pueblo. Allí, aunque esté lleno de Abyectos, será más
fácil escondernos».
«No podemos atravesar este cultivo sin más. Seríamos fácilmente visibles
desde lejos», señala Eric, que vuelve a recuperar el liderazgo del que solía
presumir.
«Bien visto —coincide Nicolás—. Los Abyectos no son muy avispados,
pero sí tienen buena vista. Es mejor movernos en distancias cortas con ellos,
tendremos más posibilidades de darles esquinazo en lugares embrollados que
en campo abierto».
«¿Qué pasa si nos descubren?»
Nicolás se gira un instante para dedicarle una mirada penetrante. Se acerca
mucho a su rostro y, cuando sus narices están a punto de rozarse, le proyecta:
«Eric, el dolor es tan real en este plano como en el otro. Tienes que saber
que cualquier herida que sufras aquí, tendrá su repercusión en tu cuerpo de
verdad. Si pierdes una pierna, te quedarás cojo en el mundo de los vivos. Si
pierdes las manos, te quedarás manco. Si mueres aquí, allí también morirás. Y
lo mismo sucede si te ocurre algo en tu cuerpo del mundo real. Si a tus amigos
se les fuera la mano con tus constantes vitales y, por ejemplo, te ahogasen, me
temo que tu yo de este plano, también moriría. Sarah y tú, que os habéis
adentrado voluntariamente en este plano, sois como armas de doble filo. Por
un lado tenéis dos cuerpos que podéis usar a vuestras anchas, pero si alguno de
ellos queda sin vida, el otro también lo hará. En cambio, yo…».
«¿Qué te pasa? ¿No te sucede lo mismo a ti?», inquiere Eric.
«Llevo atrapado mucho tiempo aquí y, desgraciadamente, me he caído,
arañado y magullado más veces de las deseadas. Pero al comprobar si las
heridas se reproducían en mis dos cuerpos por igual, descubrí que no era así.
Por alguna razón, mis cuerpos son independientes; lo que le pase a uno, no le
ocurre al otro. Creo que el hecho de que no me haya introducido libremente en
este plano, tiene bastante que ver. Supongo también que esa es la razón de que
puedan actuar por separado al mismo tiempo. No como tú, que solo puedes ver
lo que ocurre en este plano mientras tu cuerpo del mundo de los vivos sigue
inconsciente».
Eric asiente.
«Entonces tengo dos cuerpos, pero si uno de ellos fallece, el otro también
lo hará», comprende.
Se lleva la mano a la espalda, sopesando si el golpe que ha recibido tendrá
alguna consecuencia en el mundo de los vivos.
«Pero, claro —continua Nicolás con una sonrisa espeluznante—, si nos
capturan con vida, nos aguarda un destino peor incluso que la propia muerte.
Nos convertirán en Abyectos y seremos fieles súbditos para toda la eternidad.
Seremos obligados a hacer cosas que no queremos, cosas que odiamos, cosas
que ni siquiera somos capaces de imaginar».
Eric se mantiene tenso. Suena aterrador. Sin embargo, no se imagina siendo
esclavo de nadie. Y mucho menos sin encontrar a Sarah antes.
«Entonces debemos evitar que nos cojan. Y para eso hay que dar un rodeo
hasta llegar al pueblo».
Nicolás cambia su expresión de espanto, por una sonrisa orgullosa. Le
gusta la determinación que brilla en los ojos de ese chico. Ni siquiera se ha
amedrentado un poco con los peligros de ese plano.
«Primero tenemos que salir de aquí», dice.
Nicolás guarda silencio. Ha oído unos pasos procedentes del interior de la
casa. Eric también los oye. El Abyecto de antes debe de estar deambulando
dentro. Los dos todavía siguen en el exterior, con la espalda apoyada contra el
muro de la vieja casa, ajenos a que ése no es lugar seguro. Tienen que escapar
cuanto antes. Pero no hay nada donde refugiarse. Solo un bosque de arbustos y
pinos al pie de la montaña. Está en dirección opuesta al pueblo, pero es lo más
próximo y al menos ofrece algún sitio donde esconderse.
Eric le señala el lugar a Nicolás. Éste asiente y, sin pensarlo dos veces,
emprenden la carrera como una exhalación hacia la montaña. Las piernas les
arden, pero el miedo es más poderoso que el dolor. En cuestión de segundos
ya se hallan detrás de un tronco caído. Echan la vista atrás justo cuando el
Abyecto abandona la casucha y se encamina hacia el pueblo.
Eric suspira de alivio. Mantiene la mirada fija en la vivienda destartalada, a
la espera de que salgan más Abyectos. Hasta que comprende que no hay
ninguno más. Todo ha sido por culpa de uno solo.
«¿Por qué no le hemos atacado? —pregunta Eric—. Quiero decir, nosotros
somos dos, podíamos haberle derrotado».
Nicolás Bartolomé se gira, escandalizado. Acerca su rostro al de Eric,
apoya sus manos en los hombros del muchacho y murmura con un deje
sombrío en su voz:
«Nunca luches contra un Abyecto. —Sus ojos oscuros están tan cerca de los
de Eric, que por primera vez distingue la pupila del resto del iris—. Si
consigues derrotarle, el resto de Abyectos lo notarán. Tienen una especie de
conexión entre ellos que les hace saber exactamente dónde ha muerto su
compañero, y por consiguiente, dónde estás tú».
Eric asiente repetidas veces.
«Por eso tenías tanta prisa en que nos marchásemos del bosque cuando me
salvaste».
«Si nos quedábamos allí, pronto llegarían más Abyectos. Posiblemente por
eso estén patrullando todos los rincones. Saben que un desconocido anda
suelto y que ha acabado con uno de los suyos. Por eso te aconsejo que no
luches contra ninguno si no tienes un buen plan de huida. Además, son
terriblemente poderosos. Te hablo desde la experiencia».
«Pero tú venciste a uno».
«Tenía el factor sorpresa a mi favor —explica—. Si me hubiese enfrentado
a él cara a cara, sin saltarle desde un árbol, yo estaría ahora en el otro barrio…
bueno, más en el otro barrio todavía, porque éste no sé si sería un barrio
intermedio. No sé si me explico, ¿tú qué opinas?»
Eric arquea una ceja, extrañado. No entiende ese cambio de tema. Teme que
pueda estar perdiendo el juicio momentáneamente.
«No sabría decirte».
De pronto, Nicolás se irgue, estirando mucho el cuello, y señala algo en la
lejanía.
«Tenemos compañía».
Eric sigue la dirección de su dedo y descubre a una batida de Abyectos
desperdigados por el horizonte. Por la cantidad y los muchos caminos que
están tomando, no parecen dirigirse hacia ellos concretamente. Pero eso sí,
avanzan rápido.
«Debemos llegar al pueblo cuanto antes. Lo mejor será bordear el río y
entrar por abajo», opina Eric que, aunque en ese plano el pueblo está muy
cambiado, conoce Valdepeñas de Jaén como la palma de su mano.
«Estoy de acuerdo».
Reemprenden la marcha. Eric mira de reojo a Nicolás. Suspira. Parece que
ha recobrado la cordura y que su comentario fuera de lugar no ha ido a
mayores.
Avanzan sorteando toda clase de vegetación. Los Abyectos no les persiguen
directamente, pero son tan numerosos que podrían acabar rodeándoles.
Eric lleva corriendo varios minutos, cuando repara en algo:
«Nicolás, ¿por qué tenemos que ir al pueblo? ¿Sabes si Sarah está allí?»
«Es el único lugar que no he inspeccionado desde que ella se adentró en este
plano. Si hay un sitio donde pueda estar, es allí. Con suerte quizás esté muerta
de miedo en alguna recóndita habitación».
La imagen de Sarah encerrada durante horas, sola y sin saber qué hacer,
estremece a Eric. El chico cierra los ojos y aprieta el paso. No puede soportar
esa idea.
El bosque se abre a escasos metros de una calle del pueblo. Nicolás y Eric
se detienen antes de abandonar su seguro escondrijo entre la maleza y
comprueban que no haya nadie merodeando.
«Muy bien, Eric, ahora debemos tener el doble de cuidado. Dentro del
pueblo hay muchos más Abyectos y si alguno de ellos nos descubre, estaremos
perdidos. Algunas casas están abiertas, si nos acorralan podemos refugiarnos
en ellas».
Eric asiente de nuevo. Nota un cosquilleo en el estómago que le incomoda e
inquieta.
Tras echar un último vistazo, penetran en el pueblo. Las calles son anchas y
rectas, sin árboles donde ocultarse o callejones en los que introducirse. El
puente del río que conecta la carretera comarcal con el pueblo se encuentra
medio caído y solo pueden cruzarlo por un lateral.
El pueblo parece sacado del escenario de una película de terror. No hay
nadie, todo está destruido, las casas derrumbadas, los cristales por el suelo, el
asfalto agrietado. La luz gris del ambiente se confunde con un manto de fina
niebla. No corre el viento y el denso silencio solo es roto por las pisadas de
Eric y Nicolás sobre los escombros.
Eric se siente un poco cohibido ante semejante paisaje. Él, que ha
deambulado toda su vida por esas calles, no soporta ver su pueblo en ese
estado. Su hogar. Solo recuerda que Valdepeñas haya estado tan tranquilo, tan
muerto como en ese momento, cuando es la hora de la siesta un día de feria.
Eric recuerda la última borrachera de Axel, que acabó encaramado a una
farola sin poder bajarse y no puede evitar reírse por lo bajo. Se pregunta qué
estarán haciendo sus amigos. ¿Será verdad que han hablado con Nicolás?
Un codazo en las costillas saca a Eric de sus pensamientos.
«He oído algo», musita Nicolás.
Rápidamente rehacen sus pasos hasta llegar a un recodo y permanecen
atentos. Tenía razón. Dos Abyectos acaban de torcer la esquina. Caminan con
calma. No les han visto. Al poco giran a la derecha y los pierden de vista.
Eric suspira. La tensión vuelve a embriagar al joven. Teme que un Abyecto
aparezca al fondo de la calle y no les dé tiempo a esconderse. Avanzan con
rapidez, para llegar cuanto antes a la siguiente esquina. Allí, Nicolás frena a
Eric con un gesto, se agacha y asoma el rabillo del ojo. A un lado. Luego al
otro. Nadie. Los dos corren casi sin apoyar los talones. Las aceras están tan
desquebrajadas que crujen al pasar. Como arenisca.
Repiten la maniobra una vez. Luego otra. Pero a la cuarta vez, Nicolás se
levanta rápidamente. Retroceden. Hay alguien justo al torcer. Continúan todo lo
que pueden hacia atrás. Pero unas voces les frenan en seco. Más Abyectos están
a punto de sorprenderles por la espalda también. No tienen salida. Están
arrinconados.
El terror cunde en Eric, pero Nicolás le agarra del brazo y tira de él con
fuerza. Mucha fuerza. Eric tropieza y cae. Aun así es arrastrado por el suelo.
Hasta introducirse en una casa. Tras de sí, la puerta se cierra. Tiene el impulso
de gritar de dolor; se ha raspado la rodilla derecha y el abdomen. Nicolás le
ordena silencio. Eric se muerde el labio y soporta la quemazón como puede.
Al otro lado de la puerta, los dos grupos de Abyectos se detienen enfrente de la
casa. Nicolás y Eric contienen la respiración. Eric aprieta los dientes. «Nos han
pillado, nos han pillado», repite. Pero entonces comienzan a hablar. No
entiende lo que dicen pero parece una conversación sosegada. Nada indica que
les hayan descubierto.
Nicolás hace un gesto con el brazo para que se aparte de la puerta. Una vez
dentro, pasean la mirada por lo que podría ser el salón. Hay cuadros sin fotos,
sofás y tresillos corroídos y estanterías con libros irreconocibles. Todo está
igual de destruido que el resto del pueblo: el mármol del suelo agrietado, las
paredes desconchadas, el techo sembrado de cráteres pequeños… Llama su
atención una lámpara de araña con la mitad de patas y cuyos cristales están tan
mugrientos que parecen ónices.
«Tenemos que esperar a que nos dejen vía libre para salir, porque dudo que
la casa posea una puerta trasera».
Eric asiente con la cabeza. Observa la herida de su pierna y comprueba para
su sorpresa que no sangra. Aun así el escozor es agudo. La examina a fondo.
En su interior hay algo incrustado. Un cristal. Trata de extraerlo con la mano,
pero es imposible, se resbala. Decide esperar a que el dolor remita, hasta que
al cabo de un rato no puede soportarlo más.
«Voy a buscar algo para sacarme esto», dice, mostrándole a Nicolás la
magulladura.
«Como quieras, aunque no creo que haya nada».
Eric vaga por la vivienda y encuentra el cuarto de baño por los azulejos.
Rebusca en los armarios que aún conservan su puerta, pero no tiene suerte.
Prosigue su busca en la cocina, y en el suelo localiza unas tijeras polvorientas
y desafiladas. Tal vez eso le pueda servir. Agarra la punta del cristal con el filo
y tira con fuerza. Tras varios intentos, el cristal se desprende de la piel y Eric
ahoga un grito. Sigue sin salir sangre de la herida aunque está convencido de
que en el plano de los vivos tendrá su repercusión.
Después de reponerse del mal rato, se pone en pie con lentitud y empieza a
andar. Parece que no ha afectado a ningún tendón, ni hueso. Prueba la pierna un
par de veces más y luego se encamina hacia Nicolás. Quizás los Abyectos
hayan terminado su charla ya.
Cuando va a cruzar el umbral de la entrada del salón, se paraliza.
Nicolás se retuerce en el suelo. Sobre él, un desconocido le tiene agarrado
con una soga al cuello. Nicolás intenta zafarse, pero no puede. El sujeto le
aprieta con fuerza. En su cara, una sonrisa de gusto.
Los gemidos angustiosos sacan a Eric de su asombro. ¡Le va a asfixiar!
Aferra las tijeras. Las alza en alto y, apretando los dientes, las hunde en el
cuello del Abyecto.
El sujeto cae, inerte. Un golpe seco retumba en los oídos de Eric.
Nicolás se incorpora cogiendo aire atropelladamente. Poco después le da
las gracias al muchacho
Pero Eric no le oye. Mira sus manos, temblorosas, incapaz de creer lo que
acaba de hacer.
—Lo he matado… lo he matado.
Capítulo 19


«¡Eric, muévete!»
Una voz resuena en su cabeza una y otra vez.
«¡Corre, vamos!», insiste. Pero su mente no procesa el mensaje. La imagen
de un hombre tumbado en el suelo, con el rostro lívido y unas tijeras oxidadas
hincadas en el cuello lo ocupa todo. No ve otra cosa, solo su mirada opaca.
Aquellos ojos que poco a poco se han ido apagando, dejando a Eric como
único causante de su muerte.
—Lo he matado, lo he matado —repite.
Entonces alguien le arrastra. Le coge del brazo y tira de él con vehemencia.
Eric solo tiembla. Su cuerpo se tambalea como una torre de naipes a punto de
ser zarandeada por el viento. Su mirada sigue fija en ese bulto inerte. Aún
retumba en sus oídos aquel golpe sordo.
Alguien sigue hablando en su mente, pero no es capaz de escuchar nada.
Los empujones cesan y justo después le abofetean la cara. El dolor agudo sí
hace que reaccione. Se lleva su mano a la mejilla en un acto reflejo.
«Eric, tenemos que salir de aquí. Están a punto de llegar más», le ruega
Nicolás.
Pero el joven le mira sin verle en realidad. Tiene la mente como aletargada.
Nicolás aferra sus hombros con fuerza y choca su frente con la suya. Sus
ojos oscuros como las sombras son lo único que puede ver.
«Eric, has hecho lo correcto. Si no le llegas a atacar, yo estaría muerto. Me
has salvado la vida».
Eric por fin espabila. Los temblores se aplacan poco a poco, su mirada
vuelve a enfocar y la imagen del cuerpo tendido bocabajo desaparece de su
cabeza. En su lugar reconoce la sonrisa de Nicolás muy cerca de su rostro.
«Muy bien, así me gusta. Sé que resulta traumático, pero es preferible un
trauma a la muerte, ¿no te parece?»
Eric no sabe qué decir. Aún está tratando de reconocer dónde se encuentra.
Unas baldosas de mármol mugriento soportan su cuerpo. Un techo agujereado
y una lámpara de araña destartalada amenazan con precipitarse sobre ellos.
«Seguimos en la casa», comprende.
«¿Y dónde quieres estar? He tratado de arrastrarte, pero no hay manera».
«Creía que estaríamos rodeados de Abyectos».
«Como no salgamos de aquí, pronto lo estaremos. El que te has cargado
estaba en la casa cuando nosotros entramos. Suerte que no te vio».
«Pero, ¿y los que estaban fuera?»
«Se han marchado antes de que lo mataras. Vamos, tenemos que irnos. No
sé cuánto tiempo tardarán en volver».
Abandonan la casa, no sin antes comprobar que no hay nadie al otro lado
del umbral. Eric deja escapar un suspiro de alivio. Todo está tranquilo. Lo que
menos desea ahora es enfrentarse a todo un escuadrón de Abyectos. Ni siquiera
ha tenido tiempo de asimilar lo que acaba de hacer, como para tener que
repetirlo.
«Parece que todavía no han saltado las alarmas», señala Eric.
«O quizás no hayan llegado aún —apunta Nicolás—. Tenemos que poner
distancia de por medio. Cuanto más lejos de la escena del crimen, mejor».
Eric le da la razón con la cabeza. Cruzan la calle como una exhalación.
Tuercen por una esquina. Luego por otra. No sabe adónde se dirigen, solo
sigue a Nicolás con el corazón en la boca. En cada recodo aguarda a que le dé
el visto bueno para continuar.
A lo lejos se oyen unos pasos apresurados. Eric se queda rígido.
«No nos siguen —explica Nicolás—, solo se han dado cuenta de que otro de
los suyos ha muerto».
«¿Y eso qué significa?»
«Que pronto todo esto estará plagado de Abyectos. Y más teniendo en
cuenta que muchos de ellos andaban buscándonos por las afueras del pueblo».
Ambos miran alrededor, atentos a cualquier sombra o ruido imprevisto.
Pero la pequeña calle se halla varias manzanas por encima de la vivienda del
asesinato. No hay motivo para que algún indeseado pase por allí… Al menos
que Eric alcance a conocer.
«Antes has dicho que Sarah podía estar encerrada en alguna casa, esperando
a que la rescatemos. ¿Cómo vamos a encontrarla? No podemos ir puerta por
puerta por todo el pueblo».
«Visto lo visto, está claro que no —coincide Nicolás—. No me extrañaría
que la casa en la que hemos entrado no sea la única habitada por un Abyecto».
Eric se muerde el labio. Registrar todas las viviendas del pueblo no es un
plan ni factible para solo dos personas, ni mucho menos seguro. Aunque por
otro lado, ¿qué otra opción les queda? Están en un callejón sin salida.
Observa a Nicolás en busca de un rayo de esperanza. Para su sorpresa, el
ceño fruncido de éste sugiere que algo se cuece en su cabeza.
«¿Qué piensas? ¿Alguna idea?»
Pero Nicolás no responde. Contempla el fondo de la calle con gesto de
concentración. A Eric le encantaría poder ver lo que ronda por su mente en ese
instante.
«Tengo que comprobar una cosa —murmura después de un tiempo de
tensión—. Sígueme».
Eric le obedece sin rechistar. Desconoce sus intenciones, pero se prometió a
sí mismo que no volvería a dudar de él.
Salen de su cobijo y se aproximan al foco del revuelo. En el centro del
pueblo ya no reina el silencio. Conforme van acercándose, el alboroto es
mayor. Los pasos van de aquí para allá, alguna que otra voz se alza entre el
murmullo general y las calles se empiezan a plagar de Abyectos.
Eric y Nicolás aguardan en un callejón con una montaña de escombros que
les sirve de refugio. Desde ahí pueden observar sin ser vistos. El problema es
que sean sorprendidos por la espalda.
Eric espera paciente a que Nicolás dé instrucciones, pero está absorto en sus
pensamientos. Solo presta atención cuando los Abyectos pasan de un lado a
otro.
«¿Qué estás buscando exactamente?», pregunta Eric al cabo de un rato.
Nicolás se gira hacia él y le señala los Abyectos.
«¿Todavía no te has dado cuenta?»
Eric vuelve a girarse, pero no descubre qué es tan obvio.
«Presta atención», indica.
Eric continúa mirando.
«Lo único que veo son Abyectos yendo arriba y abajo», dice, sintiéndose
estúpido.
«¡Exacto! ¿Y qué hay arriba de la calle?»
«La calle Real».
«¿Y un poco más adelante?»
«¿La plaza?»
Eric no sigue el hilo de sus cavilaciones. Nicolás asiente repetidas veces.
«Así es, la plaza. Llevo un rato observándolos y todos parecen dirigirse
hacia la plaza… o salir de ella».
Eric cree comprenderlo por fin.
«¿Quieres decir que es allí donde tienen a Sarah?»
«Bueno, eso sería arriesgar mucho. Yo prefiero pensar que es allí donde
tienen su centro de mandos. La base de los Abyectos».
Eric levanta una ceja en señal de desconcierto.
«Hace no mucho —explica Nicolás— yo paseaba libremente por este plano.
De hecho, no conocía espíritus malignos. Entonces llegaron los Abyectos y
comenzaron a invadirlo todo. Durante un tiempo pude mantenerme en el
pueblo, dándoles esquinazo de un sitio a otro. Pero, ahora que lo pienso, hay
un lugar en el que no he vuelto a entrar: la plaza. Apuesto lo que quieras a que
es en la plaza donde se encuentra su líder, el ente oscuro que los dirige e
impone el mismo mandato a todos».
Eric, receloso, ha escuchado a Nicolás con los ojos puestos en los
Abyectos. No se fía de que estén tranquilamente charlando a solo unos metros
de distancia.
Aparta la mirada de la muchedumbre un instante y la desvía con confusión
hacia Nicolás.
«Vale, es posible que quienquiera que controle a los Abyectos esté en la
plaza. ¿Y a nosotros qué? Quiero decir, no hemos venido aquí a solucionar los
problemas de este plano, al menos yo no. Lo único que quiero es rescatar a
Sarah».
Nicolás esboza una leve sonrisa.
«Eric, ¿de verdad crees que tu chica lleva escondida por aquí tanto tiempo,
sola? Sobre todo cuando nosotros apenas hemos sido capaces de pasar
desapercibidos durante una hora».
Eric contempla el semblante piadoso de Nicolás con gesto serio. Aquella
idea ya rondaba por la mente del joven, pero hasta entonces prefería aferrarse
a la posibilidad de que ella estuviese a salvo. Eric rememora su entrada en ese
plano, lo poco que tardó en llamar la atención de un Abyecto y lo fácil que
hubiera sido capturado de no ser por la ayuda de Nicolás. Recuerda también lo
patosa que era Sarah, la de veces que tropezó por el pasaje del Chorrillo, su
poco sentido de la orientación y su facilidad para acabar en el suelo. Encima
ella no tiene a nadie que le saque de apuros.
Eric guarda silencio, no quiere afrontar esa verdad. Desvía la mirada, lejos
de la aterradora realidad que guardan los ojos de Nicolás.
«Lo raro sería que no la hubieran pillado —señala él, con una palmadita en
la espalda en afán alentador—, y convertido en uno de ellos».
«Eso no podemos probarlo. No hasta que veamos a Sarah con nuestros
propios ojos», se empecina Eric.
«Ese es el quid de la cuestión».
Eric arquea una ceja.
«¿Cómo el quid?»
«No hemos visto a Sarah —explica Nicolás—. Como ya te dije antes, no
hemos comprobado con nuestros propios ojos que tu chica sea un Abyecto.
Cosa extraña, muy extraña».
«Por eso todavía puede estar escondida».
«Es una posibilidad —dice con tono apaciguador Nicolás—, pero tienes que
admitir que tu chica no era muy avispada como para dar esquinazo a toda una
horda de Abyectos».
Eric se muerde de nuevo el labio. «Mierda, tiene razón. Tiene toda la
razón», piensa.
«¿Entonces?»
«Lo que quiero decir es que es muy posible que Sarah haya sido capturada,
pero que por algún motivo, el ente oscuro, el supuesto líder, no la ha
transformado en un Abyecto. Vamos, que tiene otros planes para ella».
«¿Quieres decir que el ente ha reservado a Sarah para algún propósito
distinto a ser un Abyecto?»
«Así es».
Eric, aunque algo reacio a aceptar esa conjetura, empieza a ver por dónde
van los tiros en la mente de Nicolás.
«Entonces, como se supone que Sarah es valiosa para él por alguna razón,
debe tenerla a buen recaudo», señala el joven.
«Y no hay sitio más seguro en cualquier ejército, que su base», completa
Nicolás.
«Quieres que vayamos a la plaza», afirma, categórico, Eric.
Nicolás se encoge de hombros y se incorpora del suelo, listo para partir.
«Solo así saldremos de dudas».
Eric no tiene tiempo de plantear los muchos inconvenientes que se le
ocurren para ese plan, cuando Nicolás ya sale de su escondrijo y emprende la
carrera, sigiloso y veloz como un felino. El muchacho sigue sus pasos antes de
que gire por un recodo y le pierda el rastro. No le gusta su manera tan drástica
de tomar decisiones, y mucho menos tratándose de algo tan peligroso. Aun así
reconoce que, por muchos riesgos, terminarían yendo a la plaza.
Avanzan con rapidez, siempre mirando antes de doblar la esquina. La plaza
posee tres accesos: por la calle Real, por el cruce de la calle Ánimas, que está
detrás de la Iglesia, y el acceso de la calle Sol, donde estaba la casa de Sarah.
Por el rumbo que están tomando, Eric deduce que bordearán la calle Real, pues
da por hecho que esa entrada es impracticable. Solo quedan las otras dos vías.
Al disponerse a entrar en la calle Ánimas, Nicolás le da el alto.
«Por aquí es imposible».
Eric ni siquiera comprueba que sea cierto. Prosiguen su rodeo, desviándose
un par de veces por culpa de los Abyectos. Hasta que por fin alcanzan la calle
Sol.
En esa ocasión sí que pueden adentrarse en ella. Cuando encuentran el cruce
que les conduce hasta la plaza, Nicolás vuelve a detenerse. Con un gesto, Eric
tiene luz verde para asomarse. Desde allí tampoco es posible ver la plaza; dos
Abyectos bloquean el camino.
Nicolás y Eric retroceden y se ocultan tras los restos de lo que podría ser un
tractor agrícola pero que ahora no es más que un montón de chatarra.
«La plaza está totalmente blindada», dice Eric.
«¿No hay otra forma de entrar? O al menos un sitio por donde podamos
echar una ojeada al interior».
Eric se rasca la barbilla un instante. Quizás entrar no puedan, pero sí que
conoce un lugar desde el que las vistas de la plaza son inmejorables.
«Tengo una idea».
Se ponen en marcha, esta vez con Eric a la cabeza. Suben la calle Sol hasta
pasar el cruce con la plaza. Eric se detiene ante una cochera destartalada. Las
puertas de metal están a medio caer, lejos del buen estado que solían exhibir en
el plano de los vivos. Eric empuja con suavidad una de ellas y un leve chirrido
les invita a entrar.
«Este edificio conecta con el Ayuntamiento —declara—. Si las demás
puertas están tan destrozadas como ésta, podremos llegar hasta la terraza y ver
toda la plaza».
«Menudo descubrimiento —aplaude Nicolás—. ¿Cómo lo conocías?»
«Mi tío tenía el coche aquí aparcado y cuando era pequeño me lo enseñó».
El pasillo se halla oscuro y polvoriento, aunque estaría en plena penumbra
de no ser por las rendijas de los ladrillos y dos tragaluces que otorgan al
cochambroso garaje un aspecto aún más desmejorado. Eric avanza con el
temor de que un Abyecto esté merodeando dentro. Camina sin aflojar la
tensión de su estómago, ni de sus puños. Recuerda que Nicolás le ha dicho que
los Abyectos son muy poderosos, pero no por ello se va a dejar amedrentar. Si
hay que luchar, luchará.
Nicolás sigue pegado a su espalda, tanto que casi puede sentir su
respiración en la nuca. Eric aún tiene que hacer un esfuerzo por asumir que
una parte de esa persona está en su mundo y la otra allí con él. «Normal que de
vez en cuando se le vaya la cabeza». Eric le mira de soslayo. De momento
parece que está perfectamente. Reza por que no le dé uno de sus brotes cuando
menos lo espere.
Recorren la cochera y suben los peldaños de unas escaleras. Por suerte la
madera de las puertas está carcomida y los obstáculos de los pasillos se
esquivan con facilidad.
Nota que llegan al ayuntamiento porque el suelo cambia de un hormigón
mal alisado a un mármol sin pulimentar y ennegrecido. Poco después ya se
encuentran en el balcón del bajo primer piso, donde unas banderas que parecen
roídas por ratas caen marchitas, sin ondear lo más mínimo.
Con disimulo y lentitud se asoman por los barrotes de los mástiles. Ante sus
ojos se extiende una jauría de Abyectos que no para de entrar y salir de la
iglesia. Ni rastro de Sarah.
«Nos hemos equivocado —proyecta Nicolás en la mente de Eric—. La base
no es la plaza, sino la iglesia».
Eric asiente de manera casi imperceptible. Le preocupa que le pillen in
fraganti. Sabe que con una simple mirada hacia arriba de algún Abyecto, las
cosas pueden torcerse… y mucho.
«Dudo que podamos entrar en la iglesia. Y menos sin ser vistos», apunta,
cabizbajo.
Nicolás no dice nada. Otea el horizonte con la mirada perdida. Eric lo
observa, temeroso. Reconoce esos cambios drásticos de comportamiento y
tiene miedo de que sufra uno de sus trances.
Como si le estuviera leyendo el pensamiento, Nicolás sufre uno de sus
ataques, aunque este es distinto, bien distinto. Se levanta de un salto, acerca su
cuerpo a la barandilla del balcón y empieza a lanzar besos al aire y a saludar
con la mano. Eric no da crédito. «¿Qué se cree, el alcalde de Ciudad Fantasma
o qué?»
«Nicolas, para. ¿Te has vuelto loco?», le ordena Eric a través de su mente.
Intenta meterlo para dentro por el tobillo, aunque se sacude de él como una
mota de polvo.
Demasiado tarde. Los Abyectos no tardan en verle. Los gritos de alerta se
desatan. Cunde el caos. Las carreras se multiplican, las pisadas se hacen
estrepitosas. Eric sigue agachado, tratando de no ser visto, aunque no hay
escapatoria. Les han pillado. «Se acabó, este es nuestro fin».
Entonces Nicolás deja de lanzar besos y salta desde el balcón.
Eric queda boquiabierto. ¡Ha saltado! La caída apenas es considerable. Pero
los Abyectos sí.
Eric logra vislumbrar cómo un aluvión de Abyectos se abalanzan sobre
Nicolás y lo agarran por todos lados. Nicolás no opone resistencia, solo se
deja hacer.
«Nicolás, ¿qué demonios estás haciendo?», le grita Eric.
Pero éste continúa sin contestar.
Los Abyectos se agrupan como animales. Al tenerlo bien asido, los gritos
cesan y la revolución se ralentiza. Ya no corren de aquí para allá, sino que
todos se agolpan por aferrar cualquier parte del intruso. Entre todos lo llevan
en brazos a la iglesia.
Justo antes de cruzar el umbral, Eric distingue entre todo el barullo que
Nicolás guiña un ojo. No, no guiña un ojo; le guiña un ojo. Eric se plantea que
sean imaginaciones suyas. Pero entonces una sonrisa fugaz recorre su
semblante.
Y lo comprende. Todo es una estrategia. Un plan que no se ha molestado en
contarle. Observa, ahora atento, la escena. Todos los Abyectos se introducen
en la iglesia con Nicolás en alto. No ha quedado nadie. La plaza de repente está
sumida en una tranquilidad total tras cerrar los portones de la iglesia.
Esa es su oportunidad. La zona está despejada. Solo queda él. Ni siquiera los
Abyectos que flanqueaban el cruce de la calle Sol.
Salta desde el balcón, pero solo siente un pequeño cosquilleo en la planta de
los pies. Atraviesa la plaza de un esprint y se pega a la entrada de la iglesia.
Nota su respiración acelerada, su pulso enloquecido. Eric desconoce cómo
piensa Nicolás salir de aquel lío. Quizás él sea su única esperanza.
Dentro se oyen gritos, pasos y voces. Aprovecha el hueco de la cerradura
de uno de los portones para introducir su ojo. Primero ve un cúmulo de
Abyectos que se agolpan por acercarse al altar. Entretanto, cree distinguir el
semblante pasivo de Nicolás, que es zarandeado por la muchedumbre.
De repente un chillido agudísimo acalla todo ruido. Eric se lleva las manos
a los oídos. Los tímpanos le retumban como si alguien los retorciera desde
dentro. Cuando el estruendo cesa, abre los ojos. Todos los Abyectos se han
girado hacia el altar. Eric sigue sus miradas.
Y reconoce aquella silueta a través de la madera.
«No puede ser». Empuja la puerta, creyendo que el agujero por el que
miraba le ha jugado una mala pasada. Necesita verlo bien, sin barreras.
Todos se giran ahora hacia él.
Pero a Eric no le importa. Su mirada sigue clavada en esa figura.
Ella solo sonríe.
—Cuánto has tardado en venir a buscarme.
Eric reconoce esa voz… esa voz femenina.
—¿Sarah?
Capítulo 20


Sus miradas se cruzan salvando la distancia que les separa a la velocidad de
la luz. Entonces el tiempo parece congelarse. El mundo se detiene, el silencio
se condensa, la oscuridad se adueña del lugar. Poco a poco las luces van
atenuándose y lo que antes era una iglesia ahora queda reducido a ella. Solo
ella. Como si un foco iluminase en medio del escenario su silueta con un
negro telón de fondo y únicamente existiera ella.
Sarah, su amor, le devuelve la mirada, pero en sus ojos no está la ternura
con la que él la observa. En ellos alberga una pena profunda e inquietante,
como si algo le atemorizada por dentro y no fuera capaz de disimularlo.
—Sarah, ¿qué haces aquí? —dice Eric. Su voz suena rara, como si algo en
el ambiente la distorsionara, como si ambos se hubieran trasladado a un
espacio privado donde solamente estuvieran ellos.
Eric no se atreve a parpadear. La mirada de Sarah resulta hipnótica, como si
le atrajera de alguna forma y no pudiera quitar sus ojos de encima.
Ella se acerca, cabizbaja, sin despegar la vista de Eric. Sus pasos firmes y su
tranquilidad transmiten una serenidad embriagadora. Tal es así que poco a
poco empieza a olvidar dónde se encuentra. Aun así, no deja de desconcertarle
la seriedad de su rostro.
—Eso no importa —murmura ella, parándose a pocos pasos de Eric. Ahora
desvía la mirada, incómoda.
Eric trata de acercase, pero su cuerpo no obedece. Quizás sea eso, o el
miedo que siente por dentro.
—¿Qué te pasa, Sarah?
Ella alza la cabeza y clava sus penetrantes ojos en los de Eric, incrédulos.
—Para ti es muy fácil olvidar, ¿no? Pretendes actuar como si nada hubiera
pasado.
Eric hace nuevo ademán de aproximarse, de tranquilizarla, de sofocar sus
sollozos con un abrazo. Pero se detiene. Porque es un cobarde. Siempre ha
alardeado de no tener miedo a nada, de ser el valiente del grupo, de ir siempre
en cabeza. Pero ahora se detiene. Y por más que quiere no puede llegar hasta
Sarah, consolarla a besos, comprenderla. Porque en el fondo entiende su
enfado. Porque le parece estar viviendo de nuevo esa noche de Halloween, la
última que vio a Sarah antes de que entrase en coma. Puede verse a sí mismo
echándole en cara que le haya ocultado la muerte de su madre. Luego la
discusión, los gritos y, finalmente, las lágrimas y su adiós. Eric cree estar
viéndola marchar por el bosque, adentrándose en las tinieblas sin posibilidad
de recuperarla nunca más.
Vuelve en sí y las mismas lágrimas de su pesadilla fluyen por el rostro de
Sarah. Entonces algo se remueve en su interior y recobra el habla.
—Sarah, lo siento. Todo es culpa mía.
—Eso no es suficiente —dice ella, con la mirada fija en el suelo.
A Eric le gustaría poder arroparla con sus abrazos, pero sabe que con eso
no bastará, que la herida de su corazón no cicatrizará por más que ahogue su
llanto entre sus brazos.
—Sé que fui un idiota, un completo idiota. No debí culparte a ti por lo que
pasó la noche de Halloween. Y más cuando fui yo quien te presionó para que
hicieses la güija con nosotros. La culpa es solo mía y no sabes cuánto lo
siento.
Eric busca su mirada, pero Sarah mantiene su gesto serio y sin cruzar sus
ojos con los de él.
—Te pido perdón por haberte gritado, por no apoyarte cuando más lo
necesitabas. ¡Era tu madre la que te pedía ayuda! No sé en qué estaba
pensando…
—Ah, claro, ahora no sabes en qué estabas pensando —le recrimina Sarah
—. Te lo diré, Eric —Camina hacia el chico. En las profundidades de sus ojos,
la ira y la desolación se mezclan en una vorágine de dolor aterrador—: yo no
te importo una mierda.
La dureza de sus palabras, el desprecio con el que las escupe a tan solo un
palmo de su cara, hace mella en Eric. No comprende qué, pero algo se retuerce
en su interior y le destroza por dentro.
—¿Cómo puedes pensar eso de mí, Sarah? —musita. Por primera vez siente
que no puede controlar su cuerpo, que sus sentimientos son dueños de él.
—¿Y qué quieres que piense, Eric? —Sarah llora de rabia, las lágrimas
resbalan por su mejilla a todo correr—. Me gritaste a la cara, delante de tus
amigos, exigiste que me disculpara, Eric, ¡que yo me disculpara! ¿Por qué?
¿Por haber contactado con mi madre muerta? —El llanto se entremezcla con
sus palabras formando un balbuceo angustioso—. Me humillaste, Eric, me
trataste como si fuera la peor de las asesinas. ¿Acaso tienes idea de lo que
significa perder a una madre? ¿Sabes lo que es sentir que la persona que amas
te abandone?
Ahora es Eric quien no puede sostenerle ni un segundo más la mirada. Sus
ojos anegados le hacen sentirse tan culpable, tan imbécil, tan... miserable.
—Me imagino que no —prosigue ella, implacable—. Y lo peor de todo, es
que no creo ni que te importe.
A Eric se le parte el alma verla así. Él también llora. Hasta ahora no había
sido consciente del daño que ha causado, de lo mal que se lo ha hecho pasar.
Estaba tan obstinado en buscarla, en ir al rescate de su amor, de su chica, que
no había pensado que lo primero que tenía que rescatar era su relación.
—Lo siento… Sarah… yo…
—Tú no me quieres, Eric —dice ella, entre sollozos.
A Eric esas palabras le duelen como si le hubieran aporreado el estómago
con un mazo de acero macizo.
—Sí te quiero.
—Si de verdad me quisieras, habrías tenido un poco de consideración al
menos.
Eric traga saliva, pero su boca está reseca.
—Tienes toda la razón. No sé qué me pasó, fui superado por la situación.
—Qué estúpida —continúa Sarah para sí—, y pensar que eras distinto…
Da media vuelta y emprende la marcha, alejándose poco a poco de Eric.
El muchacho tarda un tiempo en reaccionar, pues el último comentario de
Sarah se repite en su mente una y otra vez. «Y pensar que eras distinto…»
—¡Sarah! —grita—. No te vayas. No me abandones.
Pero la oscuridad ya ha engullido a su amor.
Eric rompe a llorar. Su cuerpo se convulsiona como si un frío sagaz le
recorriera por dentro. Se siente solo en medio de un abismo. ¿Cómo ha podido
pasar esto? ¿Cómo han llegado a esta situación? Él siempre la ha querido.
Desde que la conoció tuvo la sensación de que aquella chica era distinta, de que
ella era importante. No tiene nada que ver con sus poderes de médium. No
sabría explicarlo, pero es así. Hay cosas que se escapan a la razón y esa es una
de ellas. Desde entonces no se imagina la vida sin Sarah.
—Yo te quiero, Sarah. ¡Te quiero! —grita con todas su fuerzas.
Pero nadie responde. Solo obtiene el sonido de su propio llanto como
respuesta. Eric cae, desolado, y la oscuridad lo devora. No puede creer que
haya perdido a Sarah, que el amor de su vida se haya escapado así, de repente,
después de todo lo que ha luchado por él, después de haber llegado tan lejos.
Después de darse cuenta de que la quería de verdad. Ahora ya es demasiado
tarde, comprende. Así de injusta es la vida.
Cuando lleva tanto tiempo lamentándose que ya no brotan las lágrimas, un
eco de esperanza resuena entre las sombras.
—Si de verdad me quieres, ven conmigo.
Eric se levanta de un salto, enjuga sus lágrimas como puede y emprende la
carrera. Entonces una mano le sale al encuentro. Él no duda un segundo en
tomarla. La aferra con fuerza, sin intención de soltarla jamás. El frío ha
desaparecido, el dolor parece remitir. Camina guiado por esa mano, la mano
de Sarah. La de su chica. Y él no puede ser más feliz. Deambula sin rumbo por
un mar de oscuridad, pero a su lado la luz comienza a brillar. Una luz infinita,
que le deja sin aliento y le devuelve la alegría que creía perdida. Pronto
empieza a notarse más ligero, como si Sarah le estuviese llevando en peso.
Eric se extraña.
—No te preocupes. Ya mismo llegamos —dice ella, con esa voz tan dulce y
suave.
Eric cierra los ojos y se deja llevar. Nada malo puede pasarle a su lado.
De pronto otro eco lejano, como si Eric estuviese sumergido bajo el agua y
la voz llegase distorsionada, se eleva entre la luz. Salvo que esta vez no
procede de Sarah.
«¡Es él, Eric. No te dejes engañar. Esa no es Sarah! ¡Despierta!»
Eric prosigue su camino sin oponer resistencia a la mano que tira de él.
Reconoce esa voz, aunque no logra ponerle cara. «¿Quién habrá dicho eso?».
—¿Sarah? ¿Has dicho tú algo?
Silencio.
Eric no comprende lo que sucede. Abre los ojos. La luz le ciega. Ya no hay
rastro de oscuridad. Mira alrededor. No ve nada. Contempla sus manos y se
asusta. Su cuerpo se trasparenta. Palpa su pecho. Lo nota frágil y arenoso,
como si miles de cristalitos lo formaran. Se gira hacia Sarah. Su pelo rubio
ondea al aire como una bandera, o como las olas en el mar al amanecer. No
puede evitar pensar lo hermosa que es. Entonces se relaja. «Habrán sido
imaginaciones mías…»
Baja los párpados y sonríe. Aferra su mano con más fuerza y vuela…
Pero la nota distinta. Algo ha cambiado. La mano ya no es suave, sino
áspera y rugosa. Vuelve a abrir los ojos y la observa, esta vez con
detenimiento. Entonces lanza un grito que no suena en ninguna parte. Lo que
antes era la mano de Sarah, ahora es un muñón negruzco y deforme. ¿Qué está
pasando?
—¿Sarah?
Pero ella no responde; ni siquiera se gira.
El eco vuelve a resonar en su mente.
«Eric, despierta. Es una trampa».
Eric reacciona. Se opone con todas sus fuerzas a ser arrastrado. La mano se
arremolina en torno a la suya, pero él es más fuerte. Pronto la oscuridad va
inundándolo todo de nuevo. La luz se hace cada vez más pequeña y Eric nota
que vuelve a ser corpóreo. Ni rastro hay de Sarah ahora. Pronto la oscuridad
vuelve a reinar y de un momento a otro Eric recobra el sentido de la realidad.
Se descubre a sí mismo de pie, dentro de la iglesia de su pueblo. Da un
sobresalto y mira a todos lados. El enjambre de Abyectos sigue colmando el
lugar. En lo alto del altar, la figura de Sarah lo observa con una risa macabra
recorriéndole el rostro. Todo parece estar igual que cuando entraron. ¿Cuánto
tiempo ha pasado? ¿Y Nicolás?
Eric aprecia todo lo que le rodea, pero no lo localiza. En cambio, sí cruza
la mirada con Sarah, y en sus ojos descubre una malicia que poco tiene que ver
con la Sarah que acaba de presenciar.
—¿Qué ha sido eso?
Capítulo 21


La realidad jamás ha sido tan abrumadora.
Eric observa todo su alrededor con los ojos a punto de salirse de sus
órbitas. La iglesia se alza ante él, con sus pilares deteriorados, sus bancos
astillados y sus dibujos sobre el mármol polvorientos, lo cual sugiere que
todavía sigue en el plano entre la vida y la muerte. No sabe dónde acaba de
estar, pero poco a poco va cayendo en la cuenta de que esa extraña experiencia
no ha sido real.
Los recuerdos van llegando a su memoria con cuentagotas. Los Abyectos
en la plaza del pueblo, el salto de Nicolás desde el balcón. Luego él
adentrándose en la iglesia… y el encontronazo con los ojos de Sarah. A partir
de ahí todo se distorsiona.
—¿Qué ha sido eso? —repite Eric sin parar de mirar a todos lados.
Sarah baja del altar de un salto.
—Suerte que eres un maldito médium y el loco te ha abierto los ojos… Si
no ahora serías mío. —El sonido de su voz es idéntico al de siempre, sin
embargo, esconde un matiz macabro que nada tiene que ver con la Sarah de
sus recuerdos.
—¿Ha sido un sueño? ¿Cómo es posible?
Ella simplemente sonríe con un gesto arrogante.
Eric la observa con detenimiento. Busca algún rasgo fuera de lo común,
algo que revele que aquella no es su chica, que es un impostor, que de alguna
forma un Abyecto se ha disfrazado con su aspecto. Pero por más que mira, no
encuentra diferencias. Aquella es Sarah, al menos en apariencia.
«Eric, ¿estás bien?»
El muchacho trata de hallar la procedencia de esa voz con bruscos giros de
su cabeza. Entonces recuerda que es Nicolás, que está comunicándose a través
de sus pensamientos.
«Creo que sí. ¿Dónde estás? No puedo verte», proyecta Eric.
«Estoy al lado del altar, detrás de todos los Abyectos».
—Chicos, chicos —interrumpe Sarah exagerando muchos sus ademanes
con las manos—, es de mala educación tener secretos en público. ¿Por qué no
compartís vuestra conversación con nosotros?
Eric contempla el rostro de Sarah con una ceja arqueada. Por mucho que
parezca ella, no lo es.
«¿Puede oírnos?», pregunta Eric a través del canal que comparte con
Nicolás.
—Por supuesto que puedo oíros —responde en su lugar Sarah—, vuestros
poderes no pueden compararse a los míos. En distancias cortas no hay canal de
comunicación que se me resista.
Eric cambia el peso de su cuerpo de una pierna a otra. Nadie, salvo Nicolás,
es capaz de trasmitir mensajes con él a través del canal que ha creado como
médium. ¿Cómo entonces puede saber ella lo que están diciendo? Por su mente
cruza un pensamiento fugaz. La primera vez que vio a Sarah, en el instituto,
sintió algo distinto en ella. ¿Podría ser alguna clase de poder oculto? Eric
sacude la cabeza, desechando esa idea. Una cosa tiene clara: Sarah no es una
médium, ni mucho menos tiene poderes.
—¿Quién eres? —pregunta Eric a voz en grito.
Da un paso al frente, obviando la sarta de Abyectos que flanquean los
accesos y que colman las esquinas, como buitres carroñeros a expensas de un
pedazo de carne que llevarse a la boca.
—¿Es que ya te has olvidado tanto de mí, que ni me reconoces, Eric?
—Tú no eres ella. Has poseído su cuerpo, pero no eres ella. Dime quién
eres —Eric vuelve a recuperar la determinación, tras reponerse del mal trago
de la anterior ilusión, de la anterior tortura…
—Veo que ya no vas a dejarte engañar tan fácilmente.
Eric no la escucha; su mente trabaja a destajo tratando de descubrir la
posible identidad de ese farsante.
—¿Eres la madre de Sarah?
La aludida suelta una carcajada que retumba con un eco siniestro por toda la
iglesia.
—Ay, Araceli, Araceli —dice para sí, como añorando una época pasada—,
le debo tanto. Ella me trajo de nuevo a este pueblo, ella me sirvió en bandeja a
su hija y ahora me deleita con un más que apetecible médium. Es una lástima
que esté muerta. O mejor dicho, que yo la matara.
—¿Tú la mataste?
La supuesta Sarah se lleva un dedo a la barbilla y finge pensar.
—Para ser exactos, en realidad la mató su propio padre, al fin y al cabo era
él quien conducía el coche. Aunque, claro, si no llega a ser por mí, que aparecí
de repente en la carretera, nada hubiera pasado. —Suspira con lástima fingida
y mal disimulada—. Qué ilusos; pensar que podrían escapar de mí…
Eric se tapa la boca, escandalizado. La sencillez con la que lo cuenta, la
falsa modestia, la crueldad de sus palabras… No es capaz de creer que haya
alguien tan rencoroso, que contenga tanta maldad. Ningún espíritu podría ser
tan maligno, tan… diabólico.
Entonces lo comprende. Incluso le parece oír a Félix advirtiéndole del
peligro: «la güija no solo sirve para atraer espíritus».
—Eres un demonio.
La sonrisa de Sarah se ensancha, mostrando una mueca de horror
espeluznante.
—Ya era hora de que te dieras cuenta.
A Eric se le hiela el corazón. Por dentro le invade un terror que hasta ahora
no conocía. Siempre había pensado que contactar con un ser maligno eran
meras habladurías de su amigo, que era muy raro que les pasara a ellos. En
cambio ahora la realidad le golpea de lleno. Y le aterra…
Trata de mantener la calma y respira hondo.
—Vosotros, simples mocosos —continúa el demonio—, lleváis haciendo la
güija mucho tiempo sin nada que temer, creyendo que es solo un juego. Os
creíais sabedores de todos sus secretos, de todas sus alternativas. Sin embargo,
os habéis dejado engañar por la opción más simple, la que nadie olvida: la
güija puede contactar con demonios. Como bien creíais saber, no solo sirve
para hablar con lo que vosotros llamáis espíritus; la güija es un portal a lo
desconocido. Y a los demonios nos encanta rondar por esos portales.
—Pero, la madre de Sarah… nosotros hablamos con ella en Hallowe…
—¿Es que no lo entiendes? —interrumpe la voz de Sarah—. Era yo en todo
momento. Nunca existió la madre de Sarah en este plano. Ella pasó al más allá
el mismo día que murió. Aproveché la oportunidad de que en Halloween,
como vosotros decís, la línea que separa nuestros mundos se debilita. Entonces
interrumpí la conexión con Bartolomé y me hice pasar por Araceli. Vosotros
os creísteis hasta la última palabra que os dije. Bebíais de mí como cachorros.
Y el resultado fue grandioso. —Hace un gesto, como exhibiendo el cuerpo de
Sarah a una multitud imaginaria. Mostrando su gran trofeo—. Nunca pensé que
podría llevarme a madre e hija en tan poco tiempo. Sabía que marcando el aura
de Sarah con mi propia esencia, no le perdería la pista a la familia. Pero jamás
pensé que podría adueñarme de su cuerpo también. He de admitir que me ha
salido la jugada redonda. Y todo gracias a ti, Eric. Tú fuiste quien trajo a Sarah
hasta mí. Debido a tus poderes de médium viste algo en ella que te llamó la
atención desde el principio. Su aura alterada, tus poderes más intensos…
¿Cómo era posible que una persona despertase todo eso en ti? —Levanta la
mano y sonríe—. Mea culpa. Al acosar a Sarah la noche en que se mudaron,
dejé una huella en ella, una pequeña parte de mí que ha servido como un
localizador de su posición. De ese modo no la perdería. Es frustrante, pero
desde este plano no es fácil seguirle la pista a un humano del mundo de los
vivos. Pero gracias a esa marca, pude perseguirla esa misma noche y acabar
con Araceli.
Eric aprieta con fuerza los puños. Puede ver cómo el demonio se recrea con
la rabia que cada palabra despierta en el joven. Esa sonrisa despiadada no da
lugar a dudas, está disfrutando. Intenta contenerse, pero resulta complicado. Él
creía que el aura de Sarah era especial, que su alteración podía deberse a que
algo le estaba avisando de que esa chica era distinta, de que esa chica era su
chica. Como una especie de nuevo poder que solo ha surgido con ella. Pero
estaba equivocado. Lo único que estaba viendo era la esencia de un demonio.
Ni amor, ni nuevos poderes, ni nada. ¿Cómo ha podido dejarse engañar? Si lo
hubiera sabido antes, si solo se hubiera detenido a pensar con frialdad los
acontecimientos, tal vez así…
Pero ahora ya es demasiado tarde, el cuerpo de Sarah ha sido poseído por
un demonio y no tiene idea alguna de cómo liberarlo. Encima está rodeado por
una muchedumbre de Abyectos que pronto se lanzarán sobre él.
—¿Y para qué quieres todos estos Abyectos? —inquiere Eric, tratando de
ganar tiempo para pensar. Sabe que como la conversación acabe, él será el
próximo en convertirse en uno de ellos.
—Qué nombre tan curioso para mis fieles súbditos —comenta con
naturalidad, como si solo le faltase una taza de café y pastas—. Ellos son solo
el comienzo de un proyecto. Verás, Eric, los demonios carecemos de un
cuerpo físico como el tuyo; somos mera esencia flotando en un espacio
indefinido. Pero bien es cierto que no hay cosa que deseemos más que un
cuerpo material, un muñeco con el que poder realizar el mal. Y quien dice un
cuerpo, dice cientos de ellos. ¿Por qué conformarse con una sola forma de
hacer el mal cuando puedes disponer de miles de esclavos que cumplan todas
tus órdenes?
A Eric cada vez le repugna más ese ser. La gracia que parece hacerle la
perversión de sus planes resulta irritante. Pero no es solo eso; su sonrisa, sus
ademanes sus paseos por lo alto del altar… Todo desprende una despreciable y
atroz sensación.
—Además —prosigue, con una elocuencia propia de un profesor nato—,
como bien sabes, los cuerpos no son eternos. Incluso este precioso cuerpo en
el que me hallo perecerá algún día, y más teniendo en cuenta que vaga entre
este plano y el otro. He ahí la razón de poseer tantos. En el hipotético caso de
que el cuerpo de esta pobre chica resultase mal parado, mi esencia saldría de él
antes de fallecer y se introduciría en el Abyecto más cercano. Si permaneciese
dentro de un cuerpo hasta su muerte, mucho me temo que yo perecería con él.
Pero teniendo a tantos esclavos donde elegir, nunca moriré Yo los considero
mis seguros de vida. Si uno se estropea, puedo adueñarme de otro y continuar.
Eric se muerde el labio hasta que le arde. No concibe forma alguna de
derrotar a ese ser.
—¿Por qué ellos? ¿Por qué elegiste a Sarah?
—Yo no elegí a nadie. Fue Araceli quien vino a mí, por equivocación, sí,
pero por su propia voluntad al fin y al cabo. El problema es que ella se dio
cuenta de quién era yo realmente antes de tiempo y, claro, eso no me gustó
nada. Por eso la perseguí. Dio la casualidad de que me condujo hasta este
pueblucho donde unos críos también jugaban con la güija. Y, como entenderás,
no pude resistirme.
Muestra una hilera de dientes que le produce una mezcla de miedo y
desagrado. No comprende cómo alguien puede albergar tanto odio.
—¿Cómo eres capaz de hacer algo así?
Ahora la expresión que muestra Sarah le hace estremecer. Instintivamente,
como movido por un resorte, da varios pasos hacia atrás.
—Vosotros, los humanos, siempre pensáis en el porqué. Por qué esto, por
qué lo otro, cuando no siempre existe un por qué. La maldad no tiene que dar
explicaciones a nadie para sembrar la destrucción. Del mismo modo que la luz
brilla, o que el león devora a la gacela. La devora porque es un depredador,
porque es así, porque esa es su esencia. Yo hago el mal porque soy el mal.
—¡Eric no puedes matarlo. Si lo haces, matarás también a Sarah! ¡Tienes
que convencerla! —advierte, de pronto, la voz de Nicolás desde algún rincón.
Sarah se vuelve hacia él cambiando por completo su gesto. Pasa de la falsa
vulnerabilidad, a la ira más aterradora.
—¿No ves que es una conversación privada, maldito entrometido?
Acto seguido hace un gesto impreciso con el brazo y el grito ahogado de
Nicolás se extiende por la iglesia con un eco de dolor.
—¿Nicolás? —pregunta Eric, preocupado.
Pero nadie contesta.
Eric se gira hacia la supuesta Sarah y descubre una media sonrisa en su
rostro.
—¿Qué le has hecho? —inquiere con rabia.
—Oh, vamos, no la tomes conmigo. He visto que tenía sueño y le he dado
un descanso.
—¿Le has matado?
—He estado a punto de hacerlo, créeme. Aunque lo he pensado mejor y
simplemente lo he dormido… un poco.
A Eric no le gusta nada cómo ha sonado ese «un poco». Sospecha que el
significado de dormir que ella tiene no sea el mismo que el suyo.
—¿Cómo que dormido?
La sonrisa de Sarah se ensancha aún más.
—Lo he dejado inconsciente. Ahora solo le queda la parte de conciencia del
mundo de los vivos. Quizás me sea útil. Alguien que tiene la conciencia
dividida entre este plano y el otro no se ve todos los días. Tal vez se convierta
en mi medio para entrar en el otro mundo, el mundo de los vivos… Quién
sabe.
Sus fauces caninas hacen estremecer a Eric. Imaginarse a ese ser diabólico,
campando a sus anchas por su mundo… Sacude la cabeza. «No le dejaré entrar,
no le dejaré entrar», se repite. Pero su convicción se desvanece a medida que
aumenta su desconcierto. «¿Pero cómo puedo pararlo?»
Entonces la respuesta parece llegar como caída del cielo en forma de un
pensamiento que se cuela en su mente y que lo arrastra la voz de Nicolás:
«Tienes que convencerla, Eric. Hay posibilidades de que Sarah luche en su
interior y expulse al demonio —dice la voz de Nicolás, en un último murmullo
quejumbroso—. Saca a Sarah de su interior».
Su voz se extiende en su mente como arrastrada por el viento.
«¡¿Nicolás?! ¿Sigues ahí? ¿Estás bien?»
Pero el canal de comunicación se ha cortado.
Y por más que lo intenta, no hay receptor al otro lado.


En ese instante, en el otro plano, Nicolás Bartolomé produce un espasmo
tan exagerado que parece una convulsión.
Hace varios minutos que ha perdido el contacto con su yo del otro lado,
pero ahora todos los recuerdos le han asaltado de golpe y porrazo. La
muchedumbre de Abyectos, la entrada en la iglesia del pueblo, la presencia de
Sarah, su verdadera identidad… Todo se amontona en imágenes fugaces. Hasta
que el recuerdo de un dolor es tan intenso que lo sume en la oscuridad.
Realiza varios intentos por recuperar la conexión con su otro yo, pero es
imposible. Esa parte de su conciencia ha desaparecido. El demonio la ha
destruido. Ahora únicamente le queda una parte de conciencia para abastecer a
dos cuerpos.
Nicolás Bartolomé alza la vista. Mira a su alrededor y varios pares de ojos
esperan una respuesta. Aquellos chicos han llegado demasiado lejos. Él ya
tenía hecha la idea de que su conciencia había quedado dividida por el
demonio, al fin y al cabo, fue él quien lo empezó todo. Él fue quien hizo la
güija por primera vez al morir su esposa. Él fue quien contactó con el
demonio. Él fue el primero en dejarse engañar y en cederle las fuerzas
suficientes como para quedar atrapado entre la vida y la muerte. Por su culpa
el demonio ha creado tantos Abyectos. Por su culpa esos chicos ahora se
encuentran en la misma situación que él. Por su culpa Aaron, el padre de
Araceli, ha perdido a su mujer y las esperanzas de recuperar a su hija se
evaporan con el tiempo. Poco a poco Aaron va perdiendo el brillo en su
mirada, ese brillo que le devuelve el deseo de vivir.
Nicolás suspira, agobiado. Si él no hubiera hecho el maldito tablero para
hablar con su esposa. Si no hubiera sido tan ingenuo al pensar que era ella
quien le hablaba. Si no hubiera sido tan imbécil de cederle sus fuerzas…
Si no la hubiera amado tanto…
Jamás creía que tantas personas, tantas familias, tantos mundos se verían
involucrados. Es cierto que sabía que él no sería el último perjudicado por
aquel ser. Que traerlo a ese plano entre la vida y la muerte, tendría sus
consecuencias. Por eso abrió esa página web, ese portal que diese ayuda a
quienes estaban en la misma situación que él, a quienes sufrían el acoso de
seres malignos como ese demonio. Sempiterno, recuerda que lo llamó. Ojalá
le pudiera haber dedicado más tiempo. Ojalá sus brotes de locura no le
hubieran hecho perder la memoria antes de que terminara esa web. Ojalá
Araceli no la hubiera visto, así no se habrían desplazado a Valdepeñas de Jaén
y nada de eso estaría sucediendo.
Ahora piensa en la situación de Eric, solo ante ese ser monstruoso, y se
siente más atormentado aún. Él no será capaz de combatirle, y menos con un
séquito de Abyectos cubriéndole la espalda. Solo se puede recuperar a Sarah
expulsando al demonio de su interior, pero después de tanto tiempo, la
personalidad de la chica debe de estar muy mermada. Probablemente esté
totalmente doblegada y no oponga ni siquiera resistencia. Es verdad que existe
la remota posibilidad de que sea capaz de llegar hasta su interior y hacer que
Sarah luche por recobrar su cuerpo. Nicolás sacude la cabeza. «Es imposible
que ese chico logre algo así. Y mucho menos solo».
Entonces coge aire y piensa: «ya es hora de que me enfrente a los
problemas que yo he creado».
Entonces alza la mirada, vuelve a respirar hondo y se enfrenta a esos ojos,
ávidos de respuestas, que no paran de observarle. «Tengo que informar a todos
de lo que ocurre y de cuáles son las opciones. Después de todo este es mi
último plan».
Entonces comienza a hablar. Con serenidad, con frialdad, pero, sobre todo,
con resignación.
Al acabar, Aaron parece recobrar el brillo de su mirada.
Capítulo 22


Eric no le quita ojo a la masa de Abyectos que empiezan a enseñar los
dientes, como sabuesos a punto de lanzarse sobre su más deliciosa presa.
Desde que el demonio en el cuerpo de Sarah destrozó la conciencia de Nicolás,
los Abyectos han ido moviéndose de un lado a otro, inquietos. Eric no sabe
hasta qué punto le obedecen, pero teme que alguno pruebe bocado antes de
tiempo.
«Tienes que convencerla». El consejo de Nicolás resuena en su mente como
su última esperanza por salir con vida. Sabe que no puede enfrentarse a él
directamente, porque si hace daño al cuerpo de Sarah, tendrá su repercusión en
el plano de los vivos. Además, él solo contra todo un ejército de Abyectos es
prácticamente un suicidio. «Tienes que convencerla». Repite la voz de Nicolás
en su cabeza. Pero, ¿cómo? La idea no parece muy complicada, pero llevarla a
la práctica es más complejo. ¿Cómo puede conseguir que Sarah vuelva a
recuperar su cuerpo? ¿Qué debe hacer para lograrlo? ¿Qué puede decir?
Su mente trabaja a toda velocidad. Intenta encontrar un modo, una solución,
la luz al fin del túnel. Busca y busca. Pero no aparece. Los ojos de Sarah se
ciernen sobre él, inapelables. Tiene que ganar tiempo, tiene que hacer lo
posible por salir de ese aprieto. Piensa en Félix, en qué haría en su lugar.
Seguro que encontraría una vía de escape, él siempre tiene recursos para toda
clase de situación; un ritual extraño que le convierta en invisible, un cántico
que le hiciera inmune a los golpes, o una danza para regresar a su plano
original. Pero Félix no está allí, ni tiene forma de contactar con él.
Mientras tanto, los Abyectos se aglomeran. Sarah se acerca a Eric. Poco a
poco, recorta distancias. Está muy cerca. A escasos metros. Puede apreciar el
miedo en los ojos de Eric, la desesperación en su gesto inquieto.
Eric retrocede como puede. Jamás se le ha antojado tan pequeña la iglesia.
Tarde o temprano quedará sin espacio y su espalda chocará contra un Abyecto.
Entonces estará perdido. Solo le queda una opción: convencerla.
—Sarah, soy yo, Eric —empieza. Su voz trata de ser dulce, embriagadora,
como si realmente le estuviera hablando a su chica. Eric leyó en algún lugar
que las personas cambian el tono de voz dependiendo de a quién se dirijan.
Hasta ese momento no había sido consciente de ello.
«Ya no sé ni lo que pienso», se dice a sí mismo.
—Así que vas a tratar de sacar a tu querida chica. Lamento decepcionarte,
pero dudo mucho que funcione.
Eric hace caso omiso.
—Sarah, lo siento. Sé que no es el mejor momento para hablar de esto, pero
quizás sea nuestra última conversación y no quiero despedirme sin antes
pedirte perdón. Perdón por obligarte a acompañarme al bosque en
Halloween…
—No va a funcionar —interrumpe el demonio con voz cantarina.
Eric prosigue, alejándose todo lo que puede de ella, que no para de avanzar
con pasos lentos, pero decididos.
—Perdón por hacerte que nos acompañases en la güija. Perdón por haberte
gritado, por no haber sido capaz de controlar la situación, por no apoyarte
cuando más lo necesitabas.
—Me aburro.
Eric sigue caminando hacia atrás.
—Perdón por haber tardado tanto en ir a verte. Supongo que no lo sabrás,
pero fui a tu casa justo después de que hiciste la güija. Ahora lo pienso y me
maldigo a mí mismo. Si hubiera tardado menos en decidirme, si no me hubiera
duchado antes de ir a verte, si hubiera ido corriendo…; tal vez ahora nada de
esto estaría pasando. Tú no estarías en coma y yo no habría atravesado la línea
entre dos mundos para salvarte del mal. Sé que suena muy peliculero, pero no
podré regresar a mi mundo hasta que no te salve del mal.
—Te honra tu valía —aplaude la voz de Sarah, aunque desgraciadamente
sigue sin ser ella—, pero tú chica sigue encerrada. Y mucho me temo que no
quiere salir a verte.
Eric aprieta tanto los puños que nota las uñas hundiéndose en su piel. Está
haciendo acopio de todos sus sentimientos, abriendo su corazón a aquel ser,
esperando que reciba una respuesta, un atisbo de la Sarah que él conoce, de su
chica, de su amor… Y lo único que obtiene a cambio son mofas.
—Eres tú quien no la deja salir, maldito demonio —estalla de ira.
Sarah sonríe. Y esa sonrisa despierta en Eric un sentimiento de familiaridad
y rabia. Es aquella sonrisa tímida, la misma que enseñaba cuando metía la pata
y creía que nadie estaba mirando. La misma que le dedicaba cuando derramaba
el agua o cuando se le escapaba un pedo e intentaba disimular. Y ahora ese
canalla, ese demonio, la está utilizando a su antojo, sin saber todas las
implicaciones, sin saber todos los recuerdos que despierta en Eric.
—Tú chica está escuchando todo lo que dices, pero no está surtiendo efecto.
Su corazón aún está dolido. Puedo sentirlo. ¿Acaso sabes las noches que ha
pasado llorando? La de veces que miraba por la ventana a la espera de que
aparecieras por la esquina. La de veces que se imaginaba que llamaban a la
puerta, creyendo que eras tú quien venía a disculparse. Todo eso puedo verlo
en sus recuerdos y siento comunicarte que son muy desoladores, justo como
me encantan.
Eric aprieta los dientes. Trata de ignorar al demonio, pero la idea de que
Sarah le esté oyendo y no quiera salir a su encuentro le destroza por dentro
como una apisonadora ante un castillo de arena.
—Sarah, no todo ha sido malo. Piensa en la primera vez que nos
conocimos, en cómo te escondiste en medio del camino creyendo que no me
daría cuenta. Tienes que admitir que disimulé bastante bien cuando pasé de
largo, ¿de verdad creías que no te vería? —Una sonrisa amarga invade el
rostro de Eric—. Ojalá todo fuera como entonces. Piensa en nuestras rutas por
el pueblo, por nuestro pueblo fantasma a la hora de comer. Piensa en nuestro
primer beso, en aquel peñón, y en cómo salí pitando después porque contigo
mis poderes de médium se disparaban.
El demonio se detiene. Aquel brillo aterrador en la mirada de Sarah parece
difuminarse con cada palabra. ¡Lo está logrando!
—Piensa en cómo te arriesgaste y te plantaste en mi casa, harta de que te
diera esquinazo después de haberte besado. Imagino la cara de embobado que
se me tuvo que quedar.
Eric nota que el rostro de Sarah ha perdido esa expresión de maldad. Que
ya no mantiene esa sonrisa de ególatra tan chocante con la humildad de Sarah.
—Piensa en aquella noche en la montaña. La guitarra, la música, el fuego…
Piensa en los dos durmiendo en una tienda de campaña, en el mismo saco de
dormir, con miles de estrellas sobre nosotros... ¿Lo recuerdas, verdad? —Hace
una pausa, coge aire y continúa—: Porque yo no he olvidado ni un detalle.
Eric traga saliva. No ha hablado de esos temas tan abiertamente con nadie.
Solo con Axel tenía tal grado de confianza. Pero parece que sus esfuerzos
están dando resultado y aquel recuerdo es el único que puede recuperar a su
Sarah. Nunca ha compartido lo que sucedió esa noche, ni siquiera con su
mejor amigo, pero está dispuesto a contárselo a ese demonio con tal de hacer
que Sarah lo expulse de su cuerpo.
El demonio mientras tanto sigue de pie, inmóvil, en la iglesia. Los Abyectos
se han apartado ligeramente de la escena. Permanecen pegados a las paredes
como sombras expectantes. De reojo, Eric ve un bulto en el suelo. Deduce que
es el cuerpo de Nicolás, inconsciente.
—Recuerdo cómo caía el mechón de tu pelo sobre tu espalda. Recuerdo la
comisura de tus labios, cada una de las líneas que los recorre. Recuerdo tu
pestañeo de ojos mañanero, como si fueras un bebé recién salido de su madre.
Recuerdo tu mancha rosada en el abdomen en forma de pétalo. Recuerdo cada
curva de tu cuerpo, cada lunar, cada peca, cada espinilla como si alguien la
hubiera grabado a fuego en mi memoria. Recuerdo el reflejo de mis ojos en
los tuyos y nuestras respiraciones desacompasadas. Recuerdo el vaho de tus
suspiros y cómo se quebraban nuestras voces. Recuerdo cómo sofocamos
nuestros temblores en un abrazo, y cómo el abrazo se transformó en más
besos. Y en pasión y en más besos.
»Lo recuerdo todo como si lo estuviera viviendo ahora mismo. Sé que no
lo voy a olvidar. Pero, por favor, Sarah, no hagas que solo se quede en un
recuerdo. Regresa. Nos quedan miles de recuerdos que crear. Juntos.
Eric llora. No sabe cuándo ha empezado, pero las lágrimas surcan sus
mejillas como caídas de una tempestad. Nunca antes ha llorado así. Son
lágrimas sinceras. Lágrimas de amor.
Sarah se ha quedado completamente rígida. Su rostro encierra una
expresión indescifrable. Eric, entre sollozo y sollozo, reza por recuperar a su
Sarah. Por reconocer el resplandor de su mirada, más allá de esos ojos
poseídos por la maldad.
Entonces Sarah sonríe. Y, muy a su pesar, Eric reconoce esa sonrisa.
—El amor —dice— es la debilidad más grande del ser humano. ¿Cómo
alguien puede hacer tantas estupideces por otra persona? Nunca lo entenderé.
Supongo que por eso soy un demonio. En fin, acabemos con esto.
Eric no reacciona. Ha hecho todo lo que ha podido por convencerla, hasta
ha abierto su corazón. Y aun así, ha fracasado.
Los Abyectos se arremolinan en torno a él. Zarandean, empujan, hacen
jirones su ropa. Eric cierra los ojos. Es el fin.
De repente, todo cesa.
Los Abyectos detienen su actividad y sueltan a Eric, que cae al suelo.
Alguien ha llegado. La puerta de la iglesia está abierta. La claridad grisácea del
exterior se cuela dentro.
Como puede, Eric se incorpora, desvía la mirada hacia la entrada y enfoca.
En sus ojos vuelve a resurgir ese rayo de esperanza que creía perdido.
Capítulo 23


El tiempo parece detenerse de nuevo. Todo se paraliza. Las miradas se
congelan, los movimientos se ralentizan más y más hasta quedar petrificados.
Y un mismo gesto es imitado por los presentes. Ese desvío de miradas, ese
giro de cabezas, ese entrecerrar de ojos, esa forma de enfocar. Todos lo
ejecutan, como títeres conectados a los mismos hilos invisibles. Eric, Sarah,
los Abyectos, hasta el mismísimo Nicolás, inconsciente, parece realizarlo.
Una sombra recortada en el umbral de la iglesia se alza, impasible. El polvo
de las desquebrajadas y sucias baldosas de mármol cruje bajo sus pies.
Los Abyectos se apartan a ambos lados, abriéndole un camino que conduce
directamente hasta Sarah. Ella, por primera vez, tiene algo de asombro en su
semblante. Pero no es la única. Eric pestañea repetidas veces, incrédulo.
El demonio abre la boca, pero las palabras tardan varios instantes en salir.
—¿Qué haces tú aquí? —murmura con voz queda.
—He venido a acabar contigo de una vez por todas —el tono de Aaron
suena solemne y con una decisión tan honda que hace estremecer al
mismísimo demonio.
Aaron clava la mirada en la de Sarah. En sus ojos hay un odio tan intenso,
una rabia contenida tan ferviente que todo parece vibrar a su alrededor. Eric
puede distinguir la furia bullendo en su interior, y no tiene nada que ver con
sus poderes de médium para poder notarla. Simplemente la desprende, como el
calor que flota sobre el asfalto en un caluroso día de verano.
Aaron avanza con determinación. Sus pisadas resuenan por las paredes con
un eco fantasmagórico. Nadie mueve un dedo. Se planta a escasos pasos del
cuerpo de su hija.
Eric contempla cómo los Abyectos se retiran, volviendo a congregarse en
las esquinas del templo, como la marea que sube y baja. Solo espera que no
vuelva a subir de nuevo. Al dejar despejado el lugar, Eric puede observar su
alrededor. Sarah mantiene la vista clavada en Aaron, detrás de ella, el cuerpo
de Nicolás, inerte, contempla la escena con una mirada opaca. Eric mantiene la
mirada fija en él unos segundos. Por un momento juraría que se ha movido,
que su pecho se ha inflado en un último aliento de vida. Sin embargo, al
intentar contactar con él proyectando un tímido «¿hola?», el canal continúa sin
receptor. Eric suspira. No hay motivo alguno para que Nicolás haya
recuperado la conciencia. «Ahora solo le queda su parte del mundo de los
vivos», recuerda.
Sarah y Aaron mantienen un impenetrable duelo de miradas. En contra de lo
que pueda parecer no es un recuentro entre padre e hija; no se respira cariño,
ni mucho menos alegría. Todo lo contrario, entre ambos fluyen unos
sentimientos oscuros que poca relación tienen con el amor paternal.
Eric deduce que el Nicolás del mundo de los vivos ha tenido que alertar a
sus amigos de lo ocurrido en la iglesia y, de algún modo, han enviado a Aaron
a ese plano para combatir al demonio. Apuesta a que Félix ha tenido algo que
ver en todo ello. Lo que no entiende es cómo pretende acabar con el demonio.
Él ya ha intentando todo lo que estaba en su mano para recuperar a Sarah, para
salvarla del mal, que era su objetivo al entrar en este plano. Sin embargo, la
suerte no le ha sonreído.
La voz de Aaron se expande por el templo, suave, pero fría y letal.
—Llevo dos años intentado darte esquinazo, dos años mudándonos de
ciudad en ciudad, de país en país. Dos años de no pegar ojo, de noches en vela,
de despertarme en mitad de la noche al más leve ruido. Dos años de deudas, de
pedir préstamos a los bancos, de miseria. Dos años de angustias, de mentiras,
de lágrimas, de desesperación. En esos dos años te has llevado a Araceli, al
amor de mi vida. Creía que cuando ella murió, todo acabaría, que nos dejarías
en paz. Pero ahora pretendes arrebatarme lo único que me queda. —Su voz se
quiebra y un halo brillante cubre sus ojos. Suspira y toma aire—. Siempre
pensaba que eras un espíritu, una de esas cosas que no se pueden presenciar,
que en realidad no tienes cuerpo y que no podría verte nunca. Pero ahora que
te tengo aquí delante, a pocos pasos, me gustaría arrancarte la vida.
Desahogarme a golpes, sin descanso, hasta que no quedará nada de ti.
Destrozarte, igual que tú has destrozado mi vida. Vengar a Araceli.
»Pero sé que los golpes no sirven, que solo eres un ser amorfo que invade
como un parásito el cuerpo de mi hija. E incluso así, puedes estar seguro de
que no te vas a llevar a Sarah porque juro que antes acabaré contigo.
El rostro de Sarah ahora se muestra inexpresivo. Eric, que esperaba una risa
burlona como respuesta, se sorprende de la seriedad del demonio. La tensión
que desprende la voz de Aaron es insoportable. Ha de admitir que el amor de
un padre es la fuerza de convicción más poderosa. El demonio parece saberlo
también, por eso no le menosprecia, sino que analiza la situación con el
entrecejo fruncido, prudente, como tratando de medir hasta qué punto será
capaz de suponerle un problema.
—Sarah no va a salir, da igual quién seas —murmura con firmeza, aunque
su tono no desprende la misma seguridad apabullante.
Aaron no parece escucharle. Permanece cabizbajo, con la mirada perdida en
algún punto del suelo.
—Siempre creí que serías mi niña, mi pequeña mujercita —dice con una
voz llena de añoranza—. Esa niña que chupaba las pilas de los mandos a
distancia, o la que no conseguía pronunciar la letra «r» bien y la decía como
una «g». En lugar de carro decías cago. Pero, claro, de eso hace ya mucho
tiempo. ¿Cuántos años tenías? ¿Tres… cuatro? Tú ni siquiera te acordarás. Por
aquel entonces empezaste a decir tus primeras mentiras. Comiendo el postre se
te escapaban unos pedos tremendos y luego me echabas la culpa a mí, incluso
cuando no estaba. «Ha sido papá», decías con indiferencia. Han pasado muchos
años desde entonces, pero aún sigues siendo una pedorra sin igual. Solo que
ahora te buscas mejores excusas. No me di cuenta cómo ibas creciendo, de que
te hacías mayor poco a poco. Aunque por muy mayor que te hicieras, tu
cabezonería seguía ahí.
Una risa fugaz cruza por su rostro con un destello de alegría.
—Recuerdo cuando mamá compró la scooter y te empecinaste en que
querías cogerla, ¡solo tenías siete años! Insististe e insististe hasta que, con tal
de no escucharte, tu madre decidió prestártela con ella montada atrás. Ella
siempre decía eso de arriésgate. Todavía parece que la escucho, repitiendo «si
no lo pruebas ahora, ¿cuándo lo vas a probar? ¿Cuando tengas 70 años?» De
modo que dejó que condujeras la dichosa moto, eso sí, con tu madre llevando
la dirección. Pero, claro, semejante mezcla no podía ser más explosiva. Tú,
que nunca has tenido buena mano con los vehículos, y tu madre, que apenas se
había sacado el carnet. Como no podía ser de otra forma, acabasteis en el
hospital. Fractura de cúbito y luxación del hombro para ti, y seis puntos en la
ceja por no llevar el casco para Araceli. Aun así, no dejasteis de sonreír en
ningún momento. Ni siquiera ella cuando le eché la bronca por poner en juego
tu vida. Es más, recuerdo cómo os tronchabais de risa las dos, allí tiradas en el
suelo, con la sangre corriendo por su cabeza y tú con un brazo roto. Parecíais
las personas más felices del mundo. Araceli tenía ese don. Siempre sacaba el
lado bueno de las cosas y, lo mejor de todo, contagiaba a todos con su
entusiasmo.
Aaron enmudece. Sonríe entre nostálgico y resignado. Eric lo observa,
conmovido por la tristeza que encierra, no tanto su historia, sino su forma de
contarla. Sus palabras desprenden pesar y melancolía, como si Aaron deseara
regresar a esa época pasada aunque sabe que no podrá. Que su esposa está
muerta; y su hija, poseída por el demonio.
Eric mira al demonio, pero su expresión no trasmite emoción alguna.
Arquea una ceja, indeciso. No sabe si eso es bueno o malo.
Aaron recobra el habla:
—Aquella no fue ni la primera ni la última de vuestras locuras. Recuerdo
cuando fuimos a Formentera de vacaciones y descubrimos unos acantilados
preciosos junto al mar. Debía de haber unos ocho metros de caída. Tú apenas
eras una niña de diez años, pero cuando tu madre te propuso saltar, no lo
pensaste. Yo le advertí que no sabíamos la profundidad, que aunque era verdad
que se veía bastante bien el fondo, un mal salto y se acabó. Mientras tanto, ella
ya tomaba carrerilla y se quitaba el vestido. Era como una cría. Las dos erais
como crías. Por suerte aquella vez salió bien; ninguna herida. El peor parado
fui yo; la guardia costera os vio lanzaros al vacío y me lo recriminaron.
¡Cómo si yo no os lo hubiera advertido! Recuerdo vuestras risas traviesas,
escondidas bajo la toalla, mientras el agente me echaba la regañina y yo le
daba la razón con tal de librarnos de la multa.
Un suspiro prolongado interrumpe su relato. No observa a Sarah, Aaron
sigue con los ojos clavados en algún lugar remoto de su mente. Un lugar
inalcanzable.
—También está la vez que os dio por experimentar con los servicios a
domicilio —continúa—. No recuerdo de quién fue la idea exactamente, pero
por lo descabellada que fue, seguro que de tu madre. Cuando os entraba
hambre de repente o llegábamos tarde a casa, llamabais a dos pizzerías a la vez
y la que llegase antes era la que os comíais. La otra le decíamos que se había
equivocado de casa o que no habíamos llamado a ningún sitio, que ya teníamos
nuestra propia pizza. Hasta hicisteis un ranking de las pizzerías más rápidas de
La Coruña. Tu madre decía que la pizza que sobraba no la tiraban, que era la
cena de los repartidores, así que tú lo veías como un favor porque a ti te
gustaba mucho la pizza. Como siempre, yo no lo veía así. Trataba de
convencer a tu madre de que aquello no estaba bien, de que tarde o temprano
nos pillarían. Hasta que la policía vino a casa y nos hizo pagar todas las pizzas
que habíamos pedido de más en los últimos meses. Y adiós al ranking de las
pizzerías más rápidas de La Coruña. Creo que la ganadora fue la Bella Napoli.
Es curioso cómo la mente puede acordarse de tantos detalles insignificantes. Y
pensar que cada vez recuerdo menos su rostro. Cómo me miraba. El color
exacto de sus ojos…
El silencio invade la iglesia. Aaron no es capaz de levantar la mirada. Eric
no logra verle la cara, pero sabe que llora. Que los sollozos que se cuelan por
las grietas de la iglesia no son más que una pequeña muestra de la desolación
de ese hombre, de ese padre que lo ha dado todo por su familia.
—Más tarde, cuando llegó ese primer novio tuyo, creasteis esa asociación,
la Top Secrets Organization, donde, por supuesto, yo estaba excluidísimo.
«Solo chicas», decíais. Todos los martes os encerrabais en el desván y yo solo
podía oír las risitas que se colaban por la rendija de la puerta. Allí contabais
toda clase de cotilleos. Yo me moría de ganas de saber qué tramabais, aunque
es verdad que tu madre luego me desvelaba algún que otro secreto. Eso sí, los
más importantes se los callaba.
La expectación es total. Las palabras de Aaron son recibidas en un silencio
sepulcral. Ni la maraña de Abyectos se atreve a perturbar la calma.
De repente, la voz de Aaron pasa de la melancolía a la desesperación.
—Los problemas llegaron ese año, al morir el hermano de Araceli. Fue
cuando mamá enfermó gravemente, ¿recuerdas? Tú apenas tenías doce años,
pero eras inteligente de sobra como para saber lo que ocurría. Los días se
hacían eternos escuchando a tu madre llorar, no sabía qué hacer. Lo probamos
todo. Hasta que un día se recuperó. O al menos así pareció. Tú no cabías en ti
de la alegría, volvisteis a abrir la Top Secret Association, volvíais a hacer
locuras juntas. Hasta reparasteis la moto que ya empezaba a coger telarañas.
Pero, claro, todo aquello era una fachada.
Aaron hace una pausa. En su rostro está a punto de aflorar una lágrima
silenciosa, pero él la retiene enjugándose con el puño de su camisa.
—Debí contarte esto desde el primer momento, todo lo que nos estaba
pasando, todo lo que se nos venía encima. Tú ahora no estarías en esta
situación y quizás ella…
Su voz se fragmenta y el eco se esconde entre las columnas de la iglesia.
Respira hondo, y en sus ojos vuelve a brillar esa determinación que había
quedado eclipsada por las nubes de su amor fallecido.
—Tu madre era adicta a la güija, Sarah. Ella llevaba haciéndola en secreto
mucho tiempo, desde el día que se recuperó milagrosamente. Decía hablar con
su hermano, pero cuando la convencí de que aquello no estaba bien, de que
debía pasar página, las cosas se torcieron. El espíritu con el que contactaba no
era su hermano. Se cebó con nosotros, nos persiguió, nos hacía la vida
imposible. ¿Sabes lo que es sentirse indefenso en tu propia casa? ¿No saber
cuándo estallará el siguiente vaso entre tus dedos, cuándo una fuerza invisible
te empujará por la escaleras, cuándo la puerta del baño se atascará, o la ducha
te quemará con agua hirviendo?
»Por eso nos mudamos, Sarah. Era la única opción que se nos ocurría.
Poner distancia. Creímos que la casa estaba maldita, que el espíritu se había
adueñado de ella. Pero nos equivocábamos. Al tiempo el espíritu regresaba y
con más fuerza. Tarde o temprano siempre daba con nosotros. A veces la
tranquilidad duraba meses, otras solo semanas. Cuando nos encontraba,
volvíamos a cambiar de casa. Tuvimos que gastarnos nuestros ahorros,
cambiar de trabajo, pedir préstamos. Era la única solución para ponerte a
salvo. Eso, y rezar para que cada vez tardase más.
»Recuerdo cuando vinimos a Valdepeñas. Aquella noche te despertamos de
golpe porque tú parecías sufrir algún tipo de pesadilla. Sudabas, chillabas, te
retorcías, tu espalda se arqueaba en una postura antinatural. Araceli y yo nos
temimos lo peor; creíamos que el espíritu te había atrapado y que no
despertarías. Por suerte logré levantarte. Aun así, no podíamos arriesgarnos a
permanecer en esa casa, teníamos que irnos cuanto antes. Por eso cogimos el
coche en plena madrugada. Recuerdo la carretera, la oscuridad, las curvas.
Entonces surgió esa sombra en mitad del camino. Esa figura, la chica. Apenas
pude reaccionar. La esquivé movido por mis reflejos, ¡por mis malditos
reflejos! Ojalá la hubiera atropellado, ojalá hubiera estado algo más
adormilado, ojalá hubiera cerrado los ojos y simplemente acelerar. Pero no.
Di un volantazo. Nos salimos de la carretera. Dimos vueltas. Noté los impactos
contra el suelo, los cristales. Todo estallaba. Todo giraba. Gritamos. De
repente, un golpe más fuerte. Fue un tronco. Los gritos de Araceli cesaron. Y
tuve esa sensación, como si me ahogara. De algún modo supe que ella había
muerto, que ese árbol la había matado.
Contiene la respiración un segundo y apretando los ojos muy fuerte, logra
mantener a raya su llanto.
—Cuando paramos, vi de nuevo a esa chica. Habíamos caído por un
terraplén de veinte metros, pero allí seguía ella, al final de los matorrales. Yo
tenía que comprobarlo. Tenía que averiguar que era el espíritu, que no había
sido mi culpa. Entonces la vi desaparecer. Y lo comprendí. Esa cosa nos había
seguido y se había aparecido en mitad de la carretera. Nosotros creíamos que
poniendo tierra de por medio, el espíritu tardaría un tiempo en localizarnos.
Jamás sospechamos que podría perseguirnos al mismo tiempo que
escapábamos. Ese fue nuestro gran error.
»Esperaba que con su muerte, todo acabase. Pero me equivocaba. Una vez
más…
Aaron alza la vista y en sus ojos brilla la desesperación. Un reguero
cristalino baña sus mejillas pintando su rostro de una amargura y un dolor
tenaz.
Sarah lo observa sin pestañear. Aaron mira con detenimiento a su hija y ve
que un ligero temblor recorre su cuerpo. No comprende lo que está
ocurriendo, pero algo en su ser sugiere que tiene complicaciones, como si
sufriera un ataque epiléptico.
—Maldito humano —dice. Su voz ha dejado de ser la de Sarah. Un tono
grave y desgarrado ocupa su lugar.
Eric da un brinco. Nunca ha escuchado sonido igual.
Ahora Aaron sí clava sus ojos en los de su hija. No los aparta ni un
segundo. Sarah da señales de recuperar su cuerpo. O de al menos hacer un
esfuerzo.
—El problema fue —prosigue Aaron sin descanso— que no supe tratarte
como la adulta que eres. Para mí siempre fuiste mi pequeña Sarah, mi
princesita. Fui idiota al no darme cuenta de que mi princesa se había hecho
mayor. De que se había convertido en una reina.
Conforme habla, los aspavientos de Sarah aumentan.
—Lo siento, Sarah. Siento que ahora te esté contando todo esto. No supe
apreciar cómo crecías, cómo dejabas de ser una niña. Yo siempre estaba tan
preocupado, tan pendiente de que no te pasara nada, de que estuvieras
protegida, que no me di cuenta de que te estaba ahogando. De que no te dejaba
crecer. Vivir.
—No permitiré que me echéis. ¡Id a por él! —ordena de repente la voz de
ultratumba de Sarah.
Los Abyectos cobran vida y salen de las esquinas. Todos, sin excepción,
hasta los que cubrían las espaldas de Eric, se lanzan al unísono sobre Aaron y
le agarran. Le toman de los hombros, de las piernas, de la ropa, del cuello.
Tratan de derrumbarlo, de apartarlo de su hija, de acallar su voz por la fuerza.
Pero Aaron no desiste. Con un estoico esfuerzo por mantenerse en pie,
logra zafarse de varios Abyectos de un empujón sobrehumano, como si
Araceli desde el más allá le lanzase sus últimas fuerzas. Su último hálito de
vida por salvar a su hija.
Entonces dice:
—Por eso lo siento, Sarah. Siento que no te haya contado la verdad antes,
que no te haya considerado como la adulta que ya eres. Pero vuelve conmigo,
por favor. Te necesito para superar la pérdida de mamá. Porque eres lo único
que me queda. Porque ya sé que has crecido, que no eres una niña. Porque
tenemos una vida por la que arriesgarnos juntos. Por favor, Sarah. Arriésgate.
Y sucede.
Un resplandor de oscuridad emana del cuerpo de Sarah. Le sale de los ojos,
de la boca, de la nariz. Su espalda se encorva en una posición imposible. Un
chirrido intenso destruye el silencio. El suelo tiembla, las paredes se
balancean. La iglesia entera parece a punto de derrumbarse. Algunos cascotes
caen al vacío y se rompen en mil pedazos contra el mármol. Pronto todo se
llena de más escombros, de polvo y de tinieblas. Unas tinieblas que engullen
con lentitud la claridad de ese plano gris. De ese mundo intermedio.
Eric se echa las manos a la cabeza, protegiéndose como puede de la
tempestad desatada. La gravilla salpica su cara con ráfagas de un viento
huracanado. Apenas puede mantener los ojos abiertos. Observa todo a través
de un filtro de polvo y destrucción. Los Abyectos se han paralizado y quedado
como estatuas.
Sarah sigue vomitando ese espectro oscuro. Sus ojos se han convertido en
dos esferas negras como una noche sin luna, de las cuales parece brotar un
mar de sombras. Poco a poco todo va quedando sumido bajo su manto de
oscuridad. De poco sirve la tenue claridad que brinda la claraboya o los
ventanales.
Junto a ella, Aaron se protege con ambos brazos el rostro. Observa a su hija
con temor y preocupación. Eric parece distinguir una pequeña sonrisa entre
tanto caos. Una sonrisa de triunfo.
Cuando las columnas empiezan a desquebrajarse, amenazantes, y el aire está
tan cargado de esa oscuridad, que hasta parece condensarse, el chirrido cesa.
Sarah deja de expulsar esa sustancia. Se mantiene en pie unos segundos,
pero finalmente se desploma. Su padre llega justo antes de que se dé de bruces
contra el suelo. La estrecha entre sus brazos y la cubre con su propio cuerpo.
Entonces un fuerte viento sacude los cimientos de la iglesia. Eric busca su
procedencia, pero no la encuentra. Es como si soplase de todas direcciones.
Las tinieblas se arremolinan como un torbellino. Proceden de todos lados:
rincones, suelo, tejado, ventanas, columnas, altar, bancos de madera… y se
concentran en torno al cuerpo de un Abyecto. Flotan encima de él, igual que
una nube negra de tormenta. El Abyecto sigue rígido, como un soldado en
plena batalla sin una orden de su capitán. Aunque por su mirada opaca y vacía,
más que un soldado parece un fantasma.
Eric comprende lo que sucede. El demonio ha salido del cuerpo de Sarah,
sí, pero ahora se adueñará de otro de sus Abyectos y proseguirá con su labor.
«Yo los considero mis seguros de vida. Si uno se estropea, puedo adueñarme
de otro y continuar», recuerda las palabras del demonio.
Eric se muerde el labio, impotente. Por mucho que hayan ganado ese asalto,
la guerra está decantada para ese ser del mal. Da igual que acaben con el nuevo
portador del demonio, su esencia abandonará su cuerpo antes de que muera y
se introducirá en otro Abyecto.
—¡Nicolás, ahora! —grita el padre de Sarah.
Todo sucede muy rápido. Eric lo observa, como un espectador
privilegiado, desde un lateral del templo.
El cuerpo de Nicolás, que hasta ahora había estado inconsciente por culpa
del demonio, toma vida. Se levanta. Anda. Salta desde el altar. Corre. Cruza la
iglesia a toda prisa. Entonces alcanza la masa oscura, se abalanza sobre el
Abyecto que yace bajo ella y coloca su cuerpo bajo la masa negruzca,
apartando de un placaje al Abyecto, que rueda por el suelo.
—Cariño, voy contigo —escucha Eric que dice Nicolás, mirando al cielo.
Entonces recibe un impacto certero de la oscuridad.
Nicolás permanece tieso mientras la masa penetra en su ser. Un grito
desgarrador irrumpe de su garganta. Sus músculos se tensan. Su piel se eriza y
cambia de tonalidad. Se ensombrece, como si de repente hubiera pasado varios
días al sol.
La oscuridad entra en él en pocos instantes, pero a Eric se le hacen eternos.
Observa cómo el cuerpo de Nicolás es poseído, incrédulo. No logra encontrar
una explicación a lo que sucede. Para empezar, ¿Nicolás no estaba, por lo
menos en ese plano, muerto?
Al terminar, Nicolás cae al suelo. Se retuerce con espasmos bruscos y con
alaridos de dolor.
Hasta que los temblores cesan y a Eric le invade una sensación extraña. La
misma que sintió cuando vio a Sarah por primera vez en ese plano. La
sensación de peligro.
El demonio en el interior de Nicolás mesa su cabello y contempla su nuevo
cuerpo con fascinación. Observa sus manos como quien acaba de recibir un
implante y las abre y cierra como probando su margen de movimiento.
Entonces se mueve y trata de incorporarse. Pero justo cuando apoya una
rodilla en el suelo, una barra de metal afilado le atraviesa el estómago por
completo.
Eric da un respingo, sorprendido. Busca al portador de semejante arma. Y
se topa con el rostro, enrabietado, de Aaron. Aferra con tanta fuerza el acero,
que los tendones se le marcan en la muñeca.
—Esto es por Araceli, maldito —le susurra con un desdén sobrecogedor.
El demonio le devuelve la mirada. En su rostro, el asombro y el
desconcierto. El mismo que sufre Eric.
—Tú… ¿Por qué…?
—Si hubieras invadido el cuerpo de un Abyecto y hubiéramos acabado con
él, tú lo habrías abandonado para meterte en otro. Pero al ser el de Nicolás, la
cosa cambia. Él no te va a dejar que huyas. Te llevará consigo al otro lado. A
dondequiera que sea. Esta vez vas a ser tú quien desee salir de ese cuerpo. Pero
no lo lograrás.
Los ojos de Nicolás están al borde de salirse de sus órbitas.
—Pero… Nicolás… él estaba… muerto… ¿cómo…?
—Nicolás estaba muerto en este plano. Pero te recuerdo que tiene la
conciencia dividida en dos mundos. Él ha decidido enviar la parte que le
quedaba en el mundo de los vivos para recuperar su cuerpo en este plano, y así
sorprenderte. Se hizo pasar por muerto hasta que logré sacarte de dentro de mi
hija. Entonces ofreció su cuerpo para que lo poseyeras y yo acabase contigo.
Tú, ingenuo, has caído en la trampa.
La incredulidad en el rostro de Nicolás va dejando paso a la ira. Con un hilo
de voz logra decir:
—Si yo muero, él también morirá.
Aaron tuerce el gesto.
—Nicolás lo ha querido así. Lleva años vagando entre dos mundos, perdido
y solo. Pronto perdería sus recuerdos en el olvido. Pero supo que acabar
contigo era su verdadero destino. Su último fin antes de partir.
La rabia que anega el rostro de Nicolás resulta espeluznante y temible.
—Malditos…
Intenta alcanzar a Aaron, aunque solo logra que la barra de metal se clave
más en él y le arrebate más rápido su último suspiro de vida.
—Hay más como yo… —musita con una sustancia viscosa saliendo de su
boca— tarde o temprano…
Aaron retuerce la barra apretando los dientes. No va a permitir que el
demonio le amenace en su lecho de muerte.
Entonces, entre indulgente y complacido, dice:
—Mi familia ya ha sufrido bastante.
Y asesta una última estocada, que provoca que la vida se desvanezca en ese
rostro macabro. Sus ojos pierden el brillo, su gesto abandona la maldad.
Aaron contempla cómo ambas vidas, la de Nicolás y la del demonio se van
apagando poco a poco hasta que cae al suelo. Inmóvil. Inerte.
Muerto.
El silencio se instala en la iglesia. Nadie se atreve a decir nada, ni siquiera a
mover un dedo.
Aaron suspira. No cree que haya acabado, que por fin haya terminado.
Eric respira aliviado. Nota cómo esa sensación tenebrosa que le invadió al
entrar en ese plano se evapora. Mira al cielo, como incapaz de aceptar que, al
fin y al cabo, lo hayan conseguido.
De repente nota que su cuerpo se va haciendo traslúcido. Parpadea varias
veces, sospechando que su mente le juega una mala pasada, pero sus manos
son menos corpóreas. Su respiración se acelera. ¿Qué ocurre ahora?
Busca a Aaron con la mirada. Lo encuentra sosteniendo a su hija sobre su
regazo. Corre hacia ellos y cuando está detrás, comprueba que él también se va
haciendo más y más trasparente.
—¿Qué está pasando? —pregunta Eric con voz histérica.
Aaron le mira de reojo, sin soltar a su hija, y dice:
—Ya hemos cumplido nuestro objetivo aquí. Regresamos a nuestro plano.
Eric asiente. Al acabar con el demonio ya han salvado a Sarah del mal y por
tanto la tarea por la que habían entrado en ese mundo se ha cumplido. Su
esencia solo está volviendo al lugar del que procede.
—Lo que no entiendo es esto —señala Aaron.
Al echarse ligeramente a un lado, Eric contempla que Sarah empieza a abrir
los ojos. Arruga la nariz y aprieta los labios, como si estuviera despertando de
una horrible pesadilla. A Eric se le acelera el corazón. Su chica, por fin… es
ella.
Sin embargo, al fijarse bien, algo le inquieta.
Sarah no se evapora. Sigue completamente corpórea.
Capítulo 24


Los Abyectos se derrumban como fichas de dominó. Uno a uno van
cayendo y los golpes sordos se suceden como redobles de tambor. Pasado un
tiempo se levantan del suelo y, rascándose la cabeza, miran a todos lados,
desorientados. Algunos salen de la iglesia, otros observan su interior como
sacados de un espeso sueño. También los hay quienes comienzan a dar tumbos,
o los que preguntan dónde están en voz alta. Aun así, poco a poco, van
abandonando el templo en ruinas y dejando únicamente a tres personas dentro.
Aaron y Eric cada vez son más trasparentes. Se diluyen como vapor de agua
agitado por el viento. Pronto regresarán a su plano, el mundo de los vivos. Sin
embargo, por algún motivo, Sarah permanece tan corpórea como antes de
acabar con el demonio. Eric sospecha que ella lleva más tiempo en trance y
por tanto tardará más en volver a su plano.
La chica comienza a recobrar la conciencia con varios mohines: se agita,
gesticula, mueve las manos…
—¿Ma… má? —musita aún entre sueños.
Aaron sostiene su cabeza con suma delicadeza, como si fuera de frágil
porcelana. Le aparta el pelo de la cara con un gesto infinitamente tierno.
—Cariño, soy yo. Descansa, todo irá bien.
Pero Sarah hace caso omiso. Tras apretar fuerte los párpados, consigue
abrir los ojos. La recibe la silueta de una cara emborronada. Para cuando
consigue enfocar, su padre ya la estrecha entre sus brazos. Entonces, se echan a
llorar. Y los dos se abrazan de nuevo. Fuerte. Sin barreras. Sin demonios. Solo
padre e hija.
—Oh, papá —logra decir entre sollozos—. Creía que no volvería a verte.
Creía que quedaría atrapada para siempre, que esa cosa oscur…
—Ya está, Sarah. Ya se ha ido.
Aaron también llora, pero sus lágrimas carecen de la rabia de antes. Ahora
son de felicidad, de recuentro, de salvación.
—Lo siento, papá. —Su voz entrecortada hace casi ininteligibles sus
palabras—. Me dejé engañar como una estúpida.
—Tú no eres ninguna estúpida.
—Sí lo soy. Si no hubiera creído que quien me hablaba era mamá, yo nunca
habría hecho el maldito tablero y todo esto… nunca…
Aaron silencia a su hija envolviéndola entre sus brazos otra vez. Se
mantienen así durante un tiempo. Porque lo necesitaban. Porque Aaron ya creía
que nunca compartiría con su hija un abrazo tan sincero. Porque creía que
nunca la volvería a escuchar, que nunca abriría sus ojos otra vez. Porque creía
que siempre quedaría postrada en aquella cama de hospital, conectada a un
sinfín de cables.
Sarah tampoco quiere soltarle. Sentir la seguridad de su padre, arropándola
con su cuerpo, es la mejor manera de reconfortarla. Ella pensaba que jamás
podría reencontrarse con él, que siempre yacería encerrada en ese plano, sin
controlar su propio cuerpo. Con aquella oscuridad…
Entonces lo recuerda. La razón de su renacimiento. La causa de que todo
eso sea posible. Su amor. Eric.
Lo busca con la mirada, ansiosa de repente. Se maldice por haber tardado
tanto en acordarse de él. Lo ve allí, apartado ligeramente de la escena familiar,
esperando paciente su turno. Su cara refleja la desesperación, las ganas de
abrazarla, de besarla, de no soltarla más. Porque es cierto que Eric se muere
por hacer todo eso y mil cosas más con Sarah.
La chica señala con un movimiento de cabeza hacia él. Su padre, aunque
reacio a cederla tan pronto, comprende que el chico también tiene derecho.
Después de todo, también se ha adentrado en ese mundo, arriesgando su vida
por recuperarla. Con un asentimiento, se echa a un lado.
Aquel gesto es la señal que Eric esperaba. Cruza la distancia que les separa
como un rayo y se lanza sobre ella. Sarah no puede esperar a su llegada. Se
pone en pie y corre, corre como nunca antes. Entonces se fusionan en un
abrazo inmenso, gigante. Eric reconoce el aroma dulce de su cabello; Sarah, la
sensación de sus dedos enredados en su nuca. Los dos se estrechan con tanta
fuerza que nada ni nadie podría separarlos. Entonces salen de su cobijo; él saca
la cara de sus enredos; ella, de su pecho firme. Se miran a los ojos un instante,
para luego fundirse en un beso. Cálido, intenso, vibrante… pero sobre todo,
deseado, muy deseado. El tiempo parece congelarse de nuevo, pero esa vez
por una buena causa. Los dos jóvenes se funden en un solo ser, unidos para
siempre. Engarzan sus emociones con sus labios, sincronizando sus
sentimientos con otra bocanada de él, de ella. Se desean tanto que les cuesta no
dar rienda suelta a su deseo. De poco sirve que su padre esté allí, mirando a su
hija, orgulloso. Hasta él comprende que ha encontrado a alguien muy especial
y que por muy jóvenes que sean, quizás estén hechos el uno para el otro. Al
contemplarlos, sonríe. Porque reconoce en ellos esa mirada. La misma que
Araceli y él intercambiaban. La misma que tanto decía solo con los ojos.
Porque solo un tipo de personas pueden dedicar esa mirada.
Una lágrima se desliza por la mejilla de Eric. Ha luchado tanto, ha sufrido
tanto… Pero ahora la tiene ahí, entre sus brazos. Poco importa que su padre les
observe, él no la soltará jamás.
—Lo siento, Sarah —logra decir el joven cuando sus rostros se separan un
ápice para que sus voces den vida a sus pensamientos, a sus inquietudes—.
Siento haberte tratado mal la noche de…
Sarah silencia sus disculpas con un dedo sobre sus labios. Su suave gesto
derrite a Eric.
—Lo sé. Sé lo que has hecho, lo que has pasado por mí. No tienes que dar
explicaciones. Te quiero, y es lo único que importa.
Eric suspira. Ha soñado con ese recuentro, con ese momento justo, con esas
palabras. Pero ni sus mejores sueños superan la realidad. Porque en ese
instante, su vida es mejor que un sueño. Su realidad es mejor que cualquier
imaginación, que cualquier deseo que pueda aspirar. Porque todo lo que
necesita está ahí delante, mirándole fijamente, con esos ojos verdosos como
universos dedicándole la más bonita de las sonrisas.
Eric sonríe y sonríe y no puede parar. Duda que haya alguien más feliz en el
mundo. Que dos personas sean más felices que ellos dos en ese instante.
Ambos se aproximan dispuestos a otra sacudida de placer. Eric inclina su
cuello, Sarah estira el suyo, listos para encontrarse, para otro beso hipnótico,
eléctrico.
Sin embargo, cuando sus labios se rozan, una sensación distinta les recorre.
Se separan lentamente y no tardan en mirarse el uno al otro. Sarah se topa
con el entrecejo fruncido de Eric; y éste, con la ceja arqueada de ella. ¿Qué ha
ocurrido? Por algún motivo sus labios no se han unido igual que antes. Como
si Sarah fuera de agua y sus labios se hubieran deformado al entrar en contacto
con los suyos. Como si estuviera hecha de otra pasta, de algo distinto a la piel.
¿O tal vez fuera Eric?
—¿Lo has notado? —preguntan los dos al unísono.
Ambos asienten.
Eric se retira lo suficiente como para observar a Sarah por completo. Y
descubre que su cuerpo sigue sin evaporarse. Que por alguna razón, Sarah no
ha empezado su viaje de vuelta a su plano. A su mundo. En cambio, él continúa
humeando, como una taza de té hirviendo. Ya hasta puede ver lo que hay a
través de la punta de sus dedos. Pero, ¿por qué Sarah no? La hipótesis de que
ella ha permanecido más tiempo en ese plano, deja de tener sentido. A esas
alturas, el hecho de que no haya empezado, resulta preocupante.
—¿Por qué sigues tan…?
—¿Corpórea? —completa Sarah.
Eric asiente. Nota cómo su ser se hace más y más volátil. Sus gestos son
más fugaces, su cuerpo más ligero.
Al alzar los ojos hacia ella, choca con una sonrisa triste. Aquella que Sarah
mostraba cuando quería y no podía, cuando acertaba pero no le gustaba,
cuando lo entendía pero lo odiaba. Eric conoce esa sonrisa. Es la misma que le
mostró esa noche de Halloween cuando le decepcionó. Aquella que daba por
sentando que todos los tíos son iguales y que él no era una excepción, aunque
detestase tener razón. Pero, ¿por qué ahora? ¿Qué hace ese gesto en su rostro?
Ya está todo arreglado: el demonio ha desaparecido, Sarah le ha perdonado,
conoce la verdad sobre su familia… Entonces, ¿por qué?
Eric desvía la mirada hacia Aaron en busca de respuestas. Pero él mantiene
el mismo gesto de pesar y resignación que su hija. No comprende nada. ¿Qué
ha pasado por alto? Alterna su mirada de Aaron a Sarah a la espera de una
explicación.
Mientras tanto, sus cuerpos se diluyen en el aire, como el humo de las
últimas cenizas de un incendio.
—¿No lo entiendes? —pregunta Aaron.
Eric trata de encontrar la solución en los ojos, de Aaron pero por más que
bucea en ellos, no averigua lo que es tan obvio.
—¿Qué tengo que entender?
Aaron aprieta los labios, sospesando la mejor manera de revelárselo. Sus
manos temblorosas auguran malas noticias. Eric teme lo peor. Quizás esté
herido, quizás no sepan salir de allí. Su mente empieza a imaginarse miles de
alternativas, cada una más espantosa que la anterior.
Es entonces cuando Sarah dice:
—Vosotros ya habéis cumplido vuestros objetivos. —Se le quiebra la voz y
apenas puede mirar a Eric a los ojos.
El muchacho lo piensa un momento. Hasta que lo comprende. Contiene la
respiración. Sus ojos se abren. Sus manos tiemblan también. Empieza a sudar.
Un sudor frío.
—No —musita, horrorizado—, no, no, no.
Sarah rompe a llorar incapaz de contener más el llanto. Tras ella su padre
tampoco puede soportarlo más. Su cuerpo ya es tan traslúcido que se puede ver
el altar a través de su pecho. Los gimoteos inundan de desconsuelo la
tranquilidad de la iglesia en ruinas.
Eric no reacciona. Se mantiene congelado, bloqueado por la aterradora
verdad. Sus labios, paralizados en un «no» que no deja de murmurar. Pero por
más que lo repite, la voz de Félix, como águila de mal agüero, resuena con
fuerza en su mente: «es muy peligroso porque una vez dentro sólo pueden salir
del trance aquellos que consiguen lo que han ido a buscar…». «Lo preocupante
es que si no se consigue aquello por lo que entramos, mucho me temo que no
podremos hacer que regrese». Félix, el sabelotodo, su fiel amigo, su luz guía.
Él lo advirtió antes de entrar en ese plano. Solo pueden salir aquellos que
hayan cumplido su objetivo. Eric recuerda el suyo: «salvar a Sarah del mal», y
comprende que lo ha cumplido. El demonio ha desaparecido, y ahora mismo
no hay ninguna amenaza sobre la chica. Por eso regresa a su mundo.
—Vosotros ya habéis cumplido vuestros objetivos —repite Sarah, con voz
queda—, pero yo no.
A Eric se le encoge el corazón. Comienza a temblar, a ver borroso, a
marearse. Nota el frío sacudir su cuerpo, el miedo adueñándose de él de nuevo.
Solo que esta vez no es el miedo al mal, al demonio; ese miedo irracional, a lo
desconocido, a la muerte. Ese terror puro.
No. Esta ocasión es distinto. Es miedo a perderla para siempre. A dejarla
atrás. A no poder abrazarla, besarla, acariciarla… Y es mucho peor que el
otro.
Mira, desesperado, a Sarah. Espera que se eche a reír como cuando le
engañó con el test de embarazo. Busca un titubeo, una sonrisa, un gesto…
cualquier cosa, lo que sea con tal de salir de esa pesadilla. Pero las lágrimas en
su rostro es la verdad más sincera.
—Cuando hice la güija —explica Sarah entre sollozos—, creía que hablaba
con mi madre. Ella me dijo que tenía que sacarla de allí, que la rescatase. Al
pasar al otro lado, mi único objetivo era ayudarla, hacer que pasase al más
allá.
Sarah guarda silencio.
Eric no puede creer lo que escucha. No asimila cómo esa aterradora verdad
va formándose en su cabeza. Sus cuerpos cada vez son más y más etéreos, las
briznas de su esencia se desprenden como hojas arrancadas por el viento.
Sarah inspira hondo. Eric puede ver el esfuerzo que está haciendo por
mantener a raya sus lágrimas. Cae en la cuenta de lo que ha madurado, de lo
mucho que ha crecido. Apenas puede reconocer a la chica de la que se
enamoró, aquella chica torpe que se escondía en mitad del camino fingiendo
ser una piedra. Aquella que se sonrojaba cuando quedaba sin excusas. Esa
Sarah seguro que estaría llorando sin consuelo en sus brazos, incapaz de
articular dos palabras seguidas. Pero ahora… con esa sonrisa amarga y esos
ojos cautos y serenos, le da una última lección. Una que jamás olvidará.
Sarah coge aire y hace de tripas corazón.
—Mi madre no está en este plano. Está muerta. No puedo ayudar a alguien
que no existe. Por eso no regreso, porque jamás podré cumplir mi objetivo de
ayudarla. Porque simplemente ella no está. No hay nadie a quien ayudar.
Eric retrocede. Como intentando escapar. Como si así huyera de aquella
aterradora realidad. Como si pudiera… Pero no es posible. No hay
escapatoria. Todo es real. Esa vez no es una ilusión. Su cuerpo se desvanece, y
el de Sarah permanece.
Mira a su alrededor, buscando un apoyo, algo que le sirva para solucionar
esa situación. Pero no hay nada que pueda hacer. El objetivo de Sarah es
irrealizable. Imposible. Se cruza con los ojos de Aaron que están anegados de
lágrimas.
—Yo entré aquí con el objetivo de acabar con el demonio que atormentó a
mi familia. Creía que cuando lo destruyese, todo acabaría... pero… ahora…
—No, no, ¡NO! —grita Eric, incapaz de aceptar la realidad.
Corre hacia ella. Ciego de amor, ciego de miedo. Nadie le volverá a
arrebatar a su Sarah. Después de tanto esfuerzo, de tanto sufrimiento… Nota
las lágrimas golpeándole las rodillas, sus piernas dar zancadas más largas de
lo normal, como si flotara. Entonces se tira a sus brazos.
Y la atraviesa como si solo fuese aire. Sus cuerpos no llegan a tocarse. Solo
un mero cosquilleo recorre su espalda. Un cosquilleo que cruza sus venas y
traspasa su corazón.
Se da de bruces contra el suelo. Sarah intenta levantarlo, pero es inútil;
pronto regresarán.
Eric llora. Sarah también. Las lágrimas de ella caen como gotas de lluvia en
la arena; las de él se disuelven en el aire como la espuma.
Contemplan sus rostros lo más cerca que pueden, tanto que sus narices
estarían rozándose.
—Tenía razón —murmura Eric—. Nunca tenía que haberte besado.
Sarah niega con la cabeza.
—No podías contenerte —le excusa.
Ambos sonríen. Una sonrisa sincera, como las de antes.
Entonces se acercan y sus labios se rozan un momento. Solo un instante.
Porque luego una brisa sacude la iglesia y ella se queda inmóvil, esperando un
beso que nunca llega. Un adiós que nunca acaba.
En el aire, dos lágrimas se encuentran. Una sube hacia el cielo. La otra se
hunde en las sombras. Por un instante se sueldan, se acarician entre la vida y la
muerte. Forman una única gota inmensa. Gigante.
Pero luego una de ellas desaparece. Y la otra cae y se pierde en la
oscuridad.
Epílogo


—¿Otra vez aquí, Eric?
Eric asiente con la cabeza, mientras se sienta en el banco de madera de la
segunda columna, el mismo de todos los días.
—Así es, padre.
El anciano sacerdote intercambia una sonrisa entristecida con el muchacho.
Desde que pasó lo de la chica, ha venido todos los días, sin excepción. Algunos
hasta en dos ocasiones. Cuando le ven entrar, la gente susurra a sus espaldas y
desvían la mirada. Muchos admiran su constancia, su amor por la joven, su
espiritualidad. Otros creen que ha enloquecido, que en lugar de rezar sobre ese
banco, lo que de verdad hace es hablar con su amada. Igual que Nico el loco
antes de desaparecer. Algunos hasta dicen que cierra los ojos y sonríe, como si
estuviera viéndola enfrente de él. Como si aquel ratito en la iglesia fuera la
mejor parte del día.
Lo que no saben es que todos esos rumores son ciertos. Incluso que ha
enloquecido. Porque es verdad que Eric no es el mismo. Que en cierto modo
una parte de él se quedó en el otro lado, entre la vida y la muerte. Una parte
muy importante.
—Hoy cerramos antes —le recuerda el padre Alfonso—. Es Nochevieja.
Eric contesta con un asentimiento casi imperceptible.
—De todas formas —continúa el cura—, si necesitas más tiempo, ya sabes
que puedes salir por atrás. Solo tira bien de la puerta al marcharte.
—Gracias, padre. Creo que hoy no voy a necesitar mucho tiempo.
El anciano de túnica sacra se encoge de hombros y se aleja con un caminar
lento y arrítmico, fruto de su cojera.
Eric se queda solo bajo la atenta mirada del Cristo que cuelga sobre el altar.
Cierra los ojos y se concentra. Nota el frío, el silencio, las presencias pasar
junto a él. Le rozan, le agarran. Algunas hasta susurran, hablan, gritan. Pero
Eric se desprende de ellas con facilidad. Tiene claro a quién busca.
Tarda casi dos minutos, pero finalmente la encuentra. Ella nunca se separa
de esa iglesia. Siempre le espera.
«Hola, Sarah», dice a través de ese canal que tantas veces ha construido.
Sin embargo, la chica se resiste a recibir el mensaje. Intenta zafarse de su
voz, huir de él. No es la primera vez que sucede. Tiene miedo. El problema es
que últimamente se repite con demasiada frecuencia.
«Sarah, soy yo, Eric. Tu Eric».
Hace lo posible por mantener el contacto. Al oír esas palabras, ella deja de
resistirse, aunque tampoco da muestras de querer comunicarse. Desde hace
unos meses ha empezado a no reconocer a Eric. Ha empezado a olvidar.
«Nos conocimos hace muchos años. Tú eras una chiquilla que se acababa de
mudar. Yo un pueblerino sin nada que destacar. Desde el primer momento yo
me sentí atraído por ti. Tú sentiste lo mismo, aunque no sé cómo pudiste fijarte
en mí. Te conté mi gran secreto, que era médium y, aun así, seguiste conmigo.
Supongo que estábamos hechos el uno para el otro. Entonces tuve la mala idea
de presentarte a mis amigos e hicimos la güija. Las cosas se torcieron y tú
acabaste atrapada en ese plano entre la vida y la muerte. Tu cuerpo físico sigue
en coma, en el hospital de Jaén. Lo hemos intentado todo por rescatarte,
pero… es imposible».
Condensar toda su vida junto a ella tan rápidamente mientras trata de
mantenerla dentro de su canal, es un mal trago que no sabe hasta cuándo podrá
aguantar. Que su amor, su vida, no quiera hablarle, aunque sea debido al
olvido, es doloroso. Muy doloroso.
Sin embargo, después de todo, Sarah le reconoce. Le recuerda. Sus
esfuerzos por escapar cesan y su esencia se entrega a él. Eric la recibe con los
brazos abiertos, eternamente agradecido. Ese debe de ser el momento en el que
la gente dice que sonríe en la iglesia. Porque es verdad que la ve, que puede
ver a Sarah. Bien es cierto que no es la misma imagen que tiene guardada en su
memoria. Nunca es igual. Cada vez la chica olvida algún rasgo de su ser. El
otro día fue el color de su pelo; ayer, la forma de su nariz. Hoy, sus ojos son
grises en lugar de verdemar.
Eric no puede disimular una ligera mueca de sorpresa. Pero no le importa.
Es ella. Aún lo es.
«Oh, Eric, por fin vienes. Has tardado mucho».
«Lo mismo que todos los días, cariño. Siempre vengo a la misma hora».
Sarah guarda silencio. En su rostro, una expresión de preocupación.
«Lo siento, cada vez tengo la sensación de que olvido antes las cosas».
Ahora es Eric quien enmudece. Siempre tienen que pasar por esa parte de la
conversación para luego poder hablar con normalidad. Otro trago amargo que
superar. No obstante, hoy sería el último.
«¿Cuánto hace ya?», pregunta.
«Más de cinco años».
Sarah se queda mirando el vacío, ensimismada. Eric recuerda a Nicolás
Bartolomé. Lo ve reflejado en Sarah, en sus gestos, en sus embotamientos, en
sus cambios de tema repentinos, en sus pérdidas de memoria. Cada vez ella se
parece más a quien dio su vida por salvarla. Eric no puede soportarlo. Porque
tarde o temprano ella acabará como Nico; vagando entre los espíritus
eternamente.
«Tengo miedo, Eric —confiesa ella, como tantas veces desde que empezó a
olvidar—. Quiero salir de aquí antes de que sea demasiado tarde. Temo perder
mis recuerdos, acabar como los espíritus de este mundo. Ellos no paran de ir
de aquí para allá, sin rumbo. Temo olvidarte, Eric. No recordarte jamás… No
sé hasta cuándo podré acordarme de ti. No lo sé…
Eric la silencia con un abrazo. Pero no es igual. Aquel abrazo no es
corporal. No es cálido, tampoco reconfortante. Se trata más bien del
acercamiento de dos esencias. Dos seres que se aman, pero que nunca podrán
estar juntos realmente… Al menos no de esa forma.
«¿Cómo está mi padre?»
Eric la mira fijamente a los ojos. Siempre pregunta por él, pero creía que
esa vez tardaría más en hacerlo.
Se equivocaba. El momento ha llegado. Debe confesárselo, él no es quien
para retrasarlo. Por eso dice sin titubear:
«Tu padre ha muerto esta mañana».
Sarah se queda perpleja. Sus ojos dejan de enfocar. Observan a Eric, pero
en realidad ven más allá. Teme que desfallezca, que le dé un arrebato o que el
olvido haga más mella en ella.
Pero lo que más teme es que tenga que volver a explicarle todo lo que la
muerte de Aaron implica. Que haya olvidado su acuerdo.
«Desde que quedaste atrapada, no ha vuelto a ser el de siempre. Los
médicos dicen que ha sufrido un infarto de miocardio, pero yo sé que ha sido
la depresión, que su amor por ti se lo ha llevado».
Sarah sigue sin decir palabra. Eric sabe que le ha escuchado, aunque no le
esté observando.
«Lo siento», murmura.
Ella asiente y, lentamente, se deja caer en sus brazos. Eric la aprieta lo más
fuerte que puede, lo más intenso que esa forma de comunicarse le permite. Y
aunque no sea igual que antes, al menos es algo. Los dos permanecen unidos
un tiempo que a Eric se le antoja muy corto. No quiere soltarla, no quiere
afrontar lo inevitable. Creía que estaba preparado para dar ese paso, pero
ahora que llega el momento, el miedo se apodera de su ser, haciéndole ver que
no es más que otro cobarde con aspecto de valiente.
Pero la hora de la verdad ha llegado y no se echará atrás. Haciendo de tripas
corazón, retira a Sarah con suma delicadeza de su pecho. La chica lo observa
con los ojos relucientes, como acero al rojo.
«Supongo que tengo que recordarte lo que acordamos», da por hecho Eric.
Para su alivio y sorpresa, Sarah niega con la cabeza.
«De eso todavía me acuerdo».
Entonces vuelven a abrazarse, quizás por última vez. Y Eric llora. Por todo
el daño causado, por tantas vidas destruidas. Pero, sobre todo, por haberle
fallado.
«Lo siento».
«Los dos lo acordamos. Es mejor así».
Eric asiente, enjugándose las lágrimas.
«Siento haberte besado ese día».
«Para un beso hacen falta dos. No tienes que arrepentirte de nada».
«Adiós, Sarah».
Ella sonríe abiertamente. Habrá olvidado muchas cosas, pero aún conserva
esa sinceridad en su sonrisa, esa forma de animar a los caídos. Entonces le
besa tiernamente. Solo un roce, un ínfimo contacto entre dos esencias lejanas,
pero suficiente para que Eric recobre las fuerzas que creía perdidas.
«Te espero en un planeta en la otra punta del universo», le recuerda.
Eric tarda un segundo en comprenderlo. Cuando lo hace, se le escapa esa
sonrisa torcida suya, la misma que le dedicó por primera vez en aquella clase
de matemáticas.
«¿Y renaceremos allí, tal y como yo dije?», pregunta.
Ella asiente con decisión.
«Sí, pero siempre juntos», afirma.
«¿Cómo estás tan segura?»
Sarah mira fijamente sus ojos y le dice desde el alma:
«Porque nada podrá separarnos».
Eric ve reflejada la verdad en sus pupilas. Sabe que tiene razón.
Entonces ella, para no hacérselo más complicado, se separa y con una
sonrisa en los labios y un deseo en el corazón, dice:
«Esto no es un adiós, Eric. Es un hasta luego».


Esa misma noche, un joven de negro, con un anorak abultado, salta la valla
del hospital comarcal de Jaén y se introduce en su interior como una sombra.
Con tan solo agachar la cabeza por debajo del mostrador, burla a las dos
enfermeras de recepción. Sube por las escaleras para no levantar sospechas y,
cuando alcanza el segundo piso, se detiene. Un enfermero cabizbajo y
somnoliento no se molesta en disimular sus ronquidos. El joven de negro solo
tiene que pasar de puntillas a su lado para evitarlo. Luego se adentra en la
habitación 207.
En ella, una chica descansa bocarriba con expresión beatífica y las manos
entrecruzadas sobre su pecho. Las sábanas blancas la envuelven hasta la
cintura, dejando entrever una vía que se infiltra en su muñeca como una
sanguijuela asesina. Su respiración acompasada y sus latidos quedan grabados
en una pantalla pequeña: 90, 85, 87, 91…
El joven le aparta un mechón de sus cabellos con los dedos. Contempla su
rostro con mirada apesadumbrada. Aquellos ojos cerrados, esa piel pálida…
Acaricia su mejilla y acto seguido, deposita un beso prolongado en su frente.
Nota su gélido tacto en sus labios, como si ya estuviera muerta. Se estremece.
Aquel es el destino que le aguarda. El frío. La muerte.
Aun así, no se acobarda. Esa vez no.
La besa por última vez en sus labios, agrietados y resecos. Desea recibir un
movimiento, un temblor, una descarga, una alteración en su pulso, el levantar
de sus párpados… lo que sea que sirva como respuesta. Cualquier cosa que le
recuerde que aún sigue viva. Pero nada ocurre.
Entonces, muy lentamente y con las lágrimas corriendo por sus facciones,
se aleja de ella, de su amor. Coge un cojín de la butaca de invitados y, sin
poder mirarla a la cara, lo entierra en su rostro. Con fuerza, con decisión. Con
miedo, con amor.
—Te quiero.
Ella ni siquiera se estremece. Solo la máquina que mide sus constantes avisa
de que algo no va bien. 105, 120, 137, 149… Su pulso aumenta. El del joven
también. 156, 164, 172, 180…
De repente, cero. Un pitido incesante alerta al enfermero que dormita en la
entrada. «Para cuando llegue, todo habrá acabado», piensa el joven de negro.
Entonces extrae de su anorak una funda de cuero alargada. La desabrocha y
saca la vieja escopeta recortada de caza de su padre. Cargada.
Sin detenerse, se apunta directamente al corazón. Suspira. Mira a su chica
postrada en la cama. Entonces sonríe. Pronto estará a su lado. Dondequiera que
sea.
—Cariño, voy contigo. Espérame.
El gatillo se hunde.
El disparo retumba.
Agradecimientos


He tardado más de cuatro años en escribir esta historia y ojalá pudiera
agradecer a todas y cada una de las personas que han colaborado en ella, ya
sea de manera consciente, o porque mi imaginación las haya tomado como
fuente de inspiración. Por eso me disculpo por las personas que no aparezcan
en estas meras líneas. Aun así, hay personas que no puedo pasar por alto.
En primer lugar, quiero dar las gracias a mi compañero de profesión, mi
primer lector, pero, sobre todo, mi gran amigo, David Román, por sus
correcciones, críticas y su habilidad para localizar fallos de argumento
invisibles para mí. Juntos empezamos en esto, aprendiendo el uno del otro, y
sé que sin ti esta novela no sería nada. Gracias.
A mi prima Ana Belén, por enfocar su atención en aspectos más técnicos
que solo ella puede ver y dedicarle tiempo a algo tan laborioso.
También agradezco a mi amigo Adrián Alba por ser el crítico más exigente
del mundo, cebándose con los clichés y las explicaciones gratuitas, y además
por proponer ese giro al final. Me minas la moral, pero razón no te falta,
amigo.
A mi enorme amigo Lucio Durán por ser el apoyo que nunca me va a faltar.
Por supuesto no puedo olvidar a mis amigos Tatiana García, Sandro López,
Sandro Medina, Alba Liñán y Miguel Galindo por compartir mil vivencias e
inspirarme de alguna forma que ni yo mismo sabría decir.
También quiero agradecer a Raquel Santos, por ser la amiga más criticona
del mundo, porque, aunque apenas nos veamos, sé que siempre estarás ahí.
A todo el Club Natación Marbella y Club Deportivo Natación Limoneros
por ser compañeros de brazadas en el agua y grandes amigos en tierra firme.
A las joyas de la universidad: Nerea Escobar, por ayudarme cuando más lo
necesitaba y por compartir sueños juntos; Adrián Durán, por creer en mi
historia y por ese enorme videojuego que vas a crear con ella; Elena Reina,
por hacerme reír con tus comentarios.
Cómo no, miles de gracias a toda mi familia. A mi hermano Agustín, por
leerte por fin la novela y pensar que es mejor que 1984; a mi madre y mi
padre, por ayudarme siempre; y a mi hermana, por ser la mejor razón por la
que seguir adelante, luchando.
Por último, gracias a ti, mi vida. Por ser la primera en leer y llorar con esta
historia. Porque hay aspectos tuyos y míos muy presentes en ella. Porque eres
mi Sarah, y siempre lo serás (aunque no seas tú la de los pedos). Pero también
por ser la que más me apoya siempre, por creer en todo lo que hago, por
ayudarme a conseguirlo. Por emocionarte más que yo con la publicación de
este libro. Pero sobre todo por seguir enamorada de un pobre tonto que sueña
con ser escritor. De verdad, gracias. Si la muerte es inevitable, tú eres lo que
me salva de la vida. Te quiero, María.

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