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Guía Literaria
martes, 27 de agosto de 2013

40 Cuentos de Julio Cortázar para leer online

Julio Cortázar es sin duda uno de los grandes cuentistas de la historia. Un experimentador del
lenguaje y la forma que, creador de grandes frases, y autor además de la gran novela  Rayuela.
Compartimos 40 Cuentos de Julio Cortázar para leer online, de 5 de sus libros más conocidos,
que esperamos disfruten.

Bestiario (1951)
1. Casa tomada
2. Carta a una señorita en París
3. Lejana
4. Ómnibus
5. Cefalea
6. Circe
7. Las puertas del cielo
8. Bestiario

Final del juego (1956)


1. Continuidad de los parques
2. No se culpe a nadie
3. El río
4. Los venenos
5. La puerta condenada
6. Las ménades
7. El ídolo de las Cícladas
8. Una  flor amarilla
9. Sobremesa
10. La banda
11. Los amigos
12. El móvil
13. Torito
14. Relato con un fondo de agua
15. Después del almuerzo
16. Axolotl
17. La noche boca arriba
18. Final del juego

Las armas secretas (1959)


1. Cartas de mamá
2. Los buenos servicios
3. Las babas del diablo
4. El perseguidor
5. Las armas secretas

Todos los fuegos el fuego (1966)


1. La autopista del sur
2. La salud de los enfermos
3. Reunión
4. La señorita Cora
5. La isla al mediodía
6. Instrucciones para John Howell
7. Todos los fuegos el fuego
8. El otro cielo

Y un texto del libro "Historias de cronopios y famas"


1. Instrucciones para subir una escalera
https://www.literatura.us/cortazar/amarilla.html
¡Buenas tardes! Hoy es sábado, agosto 17, 2019 y son las 4:15 pm 

Julio Cortázar
(1914-1984)

UNA FLOR AMARILLA


(Final del juego, 1956)

         PARECE UNA BROMA, pero somos inmortales. Lo sé por la negativa, lo sé


porque conozco al único mortal. Me contó su historia en un bistró de la rue
Cambronne, tan borracho que no le costaba nada decir la verdad aunque el
patrón y los viejos clientes del mostrador se rieran hasta que el vino se les
salía por los ojos. A mí debió verme algún interés pintado en la cara, porque
se me apiló firme y acabamos dándonos el lujo de la mesa en un rincón donde
se podía beber y hablar en paz. Me contó que era jubilado de la municipalidad
y que su mujer se había vuelto con sus padres por una temporada, un modo
como otro cualquiera de admitir que lo había abandonado. Era un tipo nada
viejo y nada ignorante, de cara reseca y ojos tuberculosos. Realmente bebía
para olvidar, y lo proclamaba a partir del quinto vaso de tinto. No le sentí ese
olor que es la firma de París pero que al parecer sólo olemos los extranjeros. Y
tenía las uñas cuidadas, y nada de caspa.
         Contó que en un autobús de la línea 95 había visto a un chico de unos
trece años, y que al rato de mirarlo descubrió que el chico se parecía mucho a
él, por lo menos se parecía al recuerdo que guardaba de sí mismo a esa edad.
Poco a poco fue admitiendo que se le parecía en todo, la cara y las manos, el
mechón cayéndole en la frente, los ojos muy separados, y más aun en la
timidez, la forma en que se refugiaba en una revista de historietas, el gesto de
echarse el pelo hacia atrás, la torpeza irremediable de los movimientos. Se le
parecía de tal manera que casi le dio risa, pero cuando el chico bajó en la rue
de Rennes, él bajó también y dejó plantado a un amigo que lo esperaba en
Montparnasse. Buscó un pretexto para hablar con el chico, le preguntó por
una calle y oyó ya sin sorpresa una voz que era su voz de la infancia. El chico
iba hacia esa calle, caminaron tímidamente juntos unas cuadras. A esa altura
una especie de revelación cayó sobre él. Nada estaba explicado pero era algo
que podía prescindir de explicación, que se volvía borroso o estúpido cuando
se pretendía —como ahora— explicarlo.
         Resumiendo, se las arregló para conocer la casa del chico, y con el
prestigio que le daba un pasado de instructor de boy scouts se abrió paso
hasta esa fortaleza de fortalezas, un hogar francés. Encontró una miseria
decorosa y una madre avejentada, un tío jubilado, dos gatos. Después no le
costó demasiado que un hermano suyo le confiara a su hijo que andaba por
los catorce años, y los dos chicos se hicieron amigos. Empezó a ir todas las
semanas a casa de Luc; la madre lo recibía con café recocido, hablaban de la
guerra, de la ocupación, también de Luc. Lo que había empezado como una
revelación se organizaba geométricamente, iba tomando ese perfil
demostrativo que a la gente le gusta llamar fatalidad. Incluso era posible
formularlo con las palabras de todos los días: Luc era otra vez él, no había
mortalidad, éramos todos inmortales.
         —Todos inmortales, viejo. Fíjese, nadie había podido comprobarlo y me
toca a mí, en un 95. Un pequeño error en el mecanismo, un pliegue del
tiempo, un avatar simultáneo en vez de consecutivo, Luc hubiera tenido que
nacer después de mi muerte, y en cambio... Sin contar la fabulosa casualidad
de encontrármelo en el autobús. Creo que ya se lo dije, fue una especie de
seguridad total, sin palabras. Era eso y se acabó. Pero después empezaron las
dudas, por que en esos casos uno se trata de imbécil o toma tranquilizantes. Y
junto con las dudas, matándolas una por una, las demostraciones de que no
estaba equivocado, de que no había razón para dudar. Lo que le voy a decir es
lo que más risa les da a esos imbéciles, cuando a veces se me ocurre contarles.
Luc no solamente era yo otra vez, sino que iba a ser como yo, como este pobre
infeliz que le habla. No había más que verlo jugar, verlo caerse siempre mal,
torciéndose un pie o sacándose una clavícula, esos sentimientos a flor de piel,
ese rubor que le subía a la cara apenas se le preguntaba cualquier cosa. La
madre, en cambio, cómo les gusta hablar, cómo le cuentan a uno cualquier
cosa aunque el chico esté ahí muriéndose de vergüenza, las intimidades más
increíbles, las anécdotas del primer diente, los dibujos de los ocho años, las
enfermedades... La buena señora no sospechaba nada, claro, y el tío jugaba
conmigo al ajedrez, yo era como de la familia, hasta les adelanté dinero para
llegar a un fin de mes. No me costó ningún trabajo conocer el pasado de Luc,
bastaba intercalar preguntas entre los temas que interesaban a los viejos: el
reumatismo del tío, las maldades de la portera, la política. Así fui conociendo
la infancia de Luc entre jaques al rey y reflexiones sobre el precio de la carne,
y así la demostración se fue cumpliendo infalible. Pero entiéndame, mientras
pedimos otra copa: Luc era yo, lo que yo había sido de niño, pero no se lo
imagine como un calco. Más bien una figura análoga, comprende, es decir que
a los siete años yo me había dislocado una muñeca y Luc la clavícula, y a los
nueve habíamos tenido respectivamente el sarampión y la escarlatina, y
además la historia intervenía, viejo, a mí el sarampión me había durado
quince días mientras que a Luc lo habían curado en cuatro, los progresos de la
medicina y cosas por el estilo. Todo era análogo y por eso, para ponerle un
ejemplo al caso, bien podría suceder que el panadero de la esquina fuese un
avatar de Napoleón, y él no lo sabe porque el orden no se ha alterado, porque
no podrá encontrar se nunca con la verdad en un autobús; pero si de alguna
manera llegara a darse cuenta de esa verdad, podría comprender que ha
repetido y que está repitiendo a Napoleón, que pasar de lavaplatos a dueño de
una buena panadería en Montparnasse es la misma figura que saltar de
Córcega al trono de Francia, y que escarbando despacio en la historia de su
vida encontraría los momentos que corresponden a la campaña de Egipto, al
consulado y a Austerlitz, y hasta se daría cuenta de que algo le va a pasar con
su panadería dentro de unos años, y que acabará en una Santa Helena que a
lo mejor es una piecita en un sexto piso, pero también vencido, también
rodeado por el agua de la soledad, también orgulloso de su panadería que fue
como un vuelo de águilas. Usted se da cuenta, ¿no?.
         Yo me daba cuenta, pero opiné que en la infancia todos tenemos
enfermedades típicas a plazo fijo, y que casi todos nos rompemos alguna cosa
jugando al fútbol.
         —Ya sé, no le he hablado más que de las coincidencias visibles. Por
ejemplo, que Luc se pareciera a mí no tenía importancia, aunque sí la tuvo
para la revelación en el autobús. Lo verdaderamente importante eran las
secuencias, y eso es difícil de explicar porque tocan al carácter, a recuerdos
imprecisos, a fábulas de la infancia. En ese tiempo, quiero decir cuando tenía
la edad de Luc, yo había pasado por una época amarga que empezó con una
enfermedad interminable, después en plena convalecencia me fui a jugar con
los amigos y me rompí un brazo, y apenas había salido de eso me enamoré de
la hermana de un condiscípulo y sufrí como se sufre cuando se es incapaz de
mirar en los ojos a una chica que se está burlando de uno. Luc se enfermó
también, apenas convaleciente lo invitaron al circo y al bajar de las graderías
resbaló y se dislocó un tobillo. Poco después su madre lo sorprendió una tarde
llorando al lado de la ventana, con un pañuelito azul estrujado en la mano, un
pañuelo que no era de la casa.
         Como alguien tiene que hacer de contradictor en esta vida, dije que los
amores infantiles son el complemento inevitable de los machucones y las
pleuresías. Pero admití que lo del avión ya era otra cosa. Un avión con hélice a
resorte, que él había traído para su cumpleaños.
         —Cuando se lo di me acordé una vez más del Meccano que mi madre me
había regalado a los catorce años, y de lo que me pasó. Pasó que estaba en el
jardín, a pesar de que se venía una tormenta de verano y se oían ya los
truenos, y me había puesto a armar una grúa sobre la mesa de la glorieta,
cerca de la puerta de calle. Alguien me llamó desde la casa, y tuve que entrar
un minuto. Cuando volví, la caja del Meccano había desaparecido y la puerta
estaba abierta. Gritando desesperado corrí a la calle donde ya no se veía a
nadie, y en ese mismo instante cayó un rayo en el chalet de enfrente. Todo eso
ocurrió como en un solo acto, y yo lo estaba recordando mientras le daba el
avión a Luc y él se quedaba mirándolo con la misma felicidad con que yo
había mirado mi Meccano. La madre vino a traerme una taza de café, y
cambiábamos las frases de siempre cuando oímos un grito. Luc había corrido
a la ventana como si quisiera tirarse al vacío. Tenía la cara blanca y los ojos
llenos de lágrimas, alcanzó a balbucear que el avión se había desviado en su
vuelo, pasando exactamente por el hueco de la ventana entreabierta. «No se
lo ve más, no se lo ve más», repetía llorando. Oímos gritar más abajo, el tío
entró corriendo para anunciar que había un incendio en la casa de enfrente.
¿Comprende, ahora? Sí, mejor nos tomamos otra copa.
         Después, como yo me callaba, el hombre dijo que había empezado a
pensar solamente en Luc, en la suerte de Luc. Su madre lo destinaba a una
escuela de artes y oficios, para que modestamente se abriera lo que ella
llamaba su camino en la vida, pero ese camino ya estaba abierto y solamente
él, que no hubiera podido hablar sin que lo tomaran por loco y lo separaran
para siempre de Luc, podía decirle a la madre y al tío que todo era inútil, que
cualquier cosa que hicieran el resultado sería el mismo, la humillación, la
rutina lamentable, los años monótonos, los fracasos que van royendo la ropa y
el alma, el refugio en una soledad resentida, en un bistró de barrio. Pero lo
peor de todo no era el destino de Luc; lo peor era que Luc moriría a su vez y
otro hombre repetiría la figura de Luc y su propia figura, hasta morir para que
otro hombre entrara a su vez en la rueda. Luc ya casi no le importaba; de
noche, su insomnio se proyectaba más allá hasta otro Luc, hasta otros que se
llamarían Robert o Claude o Michel, una teoría al infinito de pobres diablos
repitiendo la figura sin saberlo, convencidos de su libertad y su albedrío. El
hombre tenía el vino triste, no había nada que hacerle.
         —Ahora se ríen de mí cuando les digo que Luc murió unos meses
después, son demasiado estúpidos para entender que... Sí, no se ponga usted
también a mirarme con esos ojos. Murió unos meses después, empezó por
una especie de bronquitis, así como a esa misma edad yo había tenido una
infección hepática. A mí me internaron en el hospital, pero la madre de Luc se
empeñó en cuidarlo en casa, y yo iba casi todos los días, y a veces llevaba a mi
sobrino para que jugara con Luc. Había tanta miseria en esa casa que mis
visitas eran un consuelo en todo sentido, la compañía para Luc, el paquete de
arenques o el pastel de damascos. Se acostumbraron a que yo me encargara
de comprar los medicamentos, después que les hablé de una farmacia donde
me hacían un descuento especial. Terminaron por admitirme como enfermero
de Luc, y ya se imagina que en una casa como ésa, donde el médico entra y
sale sin mayor interés, nadie se fija mucho si los síntomas finales coinciden
del todo con el primer diagnóstico... ¿Por qué me mira así? ¿He dicho algo
que no esté bien?
         No, no había dicho nada que no estuviera bien, sobre todo a esa altura
del vino. Muy al contrario, a menos de imaginar algo horrible la muerte del
pobre Luc venía a demostrar que cualquiera dado a la imaginación puede
empezar un fantaseo en un autobús 95 y terminarlo al lado de la cama donde
se está muriendo calladamente un niño. Para tranquilizarlo, se lo dije. Se
quedó mirando un rato el aire antes de volver a hablar.
         —Bueno, como quiera. La verdad es que en esas semanas después del
entierro sentí por primera vez algo que podía parecerse a la felicidad. Todavía
iba cada tanto a visitar a la madre de Luc, le llevaba un paquete de bizcochos,
pero poco me importaba ya de ella o de la casa, estaba como anegado por la
certidumbre maravillosa de ser el primer mortal, de sentir que mi vida se
seguía desgastando día tras día, vino tras vino, y que al final se acabaría en
cualquier parte y a cualquier hora, repitiendo hasta lo último el destino de
algún desconocido muerto vaya a saber dónde y cuándo, pero yo sí que estaría
muerto de verdad, sin un Luc que entrara en la rueda para repetir
estúpidamente una estúpida vida. Comprenda esa plenitud, viejo, envídieme
tanta felicidad mientras duró.
         Porque, al parecer, no había durado. El bistró y el vino barato lo
probaban, y esos ojos donde brillaba una fiebre que no era del cuerpo. Y sin
embargo había vivido algunos meses saboreando cada momento de su
mediocridad cotidiana, de su fracaso conyugal, de su ruina a los cincuenta
años, seguro de su mortalidad inalienable. Una tarde, cruzando el
Luxemburgo, vio una flor.
         —Estaba al borde de un cantero, una flor amarilla cualquiera. Me había
detenido a encender un cigarrillo y me distraje mirándola. Fue un poco como
si también la flor me mirara, esos contactos, a veces... Usted sabe, cualquiera
los siente, eso que llaman la belleza. Justamente eso, la flor era bella, era una
lindísima flor. Y yo estaba condenado, yo me iba a morir un día para siempre.
La flor era hermosa, siempre habría flores para los hombres futuros. De golpe
comprendí la nada, eso que había creído la paz, el término de la cadena. Yo
me iba a morir y Luc ya estaba muerto, no habría nunca más una flor para
alguien como nosotros, no habría nada, no habría absolutamente nada, y la
nada era eso, que no hubiera nunca más una flor. El fósforo encendido me
abrasó los dedos. En la plaza salté a un autobús que iba a cualquier lado y me
puse absurdamente a mirar, a mirar todo lo que se veía en la calle y todo lo
que había en el autobús. Cuando llegamos al término mino, bajé y subí a otro
autobús que llevaba a los suburbios. Toda la tarde, hasta entrada la noche,
subí y bajé de los autobuses pensando en la flor y en Luc, buscando entre los
pasajeros a alguien que se pareciera a Luc, a alguien que se pareciera a mí o a
Luc, a alguien que pudiera ser yo otra vez, a alguien a quien mirar sabiendo
que era yo, y luego dejarlo irse sin decirle nada, casi protegiéndolo para que
siguiera por su pobre vida estúpida, su imbécil vida fracasada hacia otra
imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra...
         Pagué.

Literatura .us
ANALISIS "UNA FLOR AMARILLA" De Julio Cortázar...
Este cuento es un maravilloso relato en el que se plasma la eterna búsqueda del
hombre por saber entender la inmortalidad, saber que hay después de la muerte,
saber que será de todo aquello que un día vivió, sobre el destino, la búsqueda
incesante por descubrir lo oculto en el misterio.
En este cuento Julio Cortazar define la inmortalidad como una sucesión de eventos, la
vida de una persona con sus fracasos, éxitos, fortalezas, debilidades…. se repite
infinitamente en otras personas que sufre y disfruta del mismo destino que heredo de
otro igual a él o ella.
En esta historia el autor muestra la inmortalidad teniendo como paradigma la
mortalidad, cuenta como él personaje con satisfacción pero también con nostalgia, la
nostalgia del fracaso, dice saberse mortal, pues él descubrió la forma de acabar con
una vida de fracasos, de soledad, de miseria, que se podrían repetir infinitamente en
otras personas, él al matar a Luc, quien lo hacia inmortal en cada instante al ser una
sucesión más de su vida, nuevamente una vida de fracasos que no valia la pena
repetir. No obstante al observar la flor amarilla, analiza su vida y el significado de ella,
él es el único mortal, y ahora ya no era nada, su vida, todo su ser y todo aquello que
un día le dio vida hoy se había acabado.

Sobre libro:
Autor: Julio Cortázar

*Pertenece al Libro "Final de los Juegos"

Fecha de publicación: 1956

Tipo de Narrador: Narrador testigo

Estilo Narrativo: Indirecto  

                                                  VALORACIÓN PERSONAL
Califico a relato como totalmente intrigante ya que desde el
comienzo de este genera un ambiente intrigante y curioso ("PARECE UNA
BROMA, pero somos inmortales. Lo sé por la negativa, lo sé porque
conozco al único mortal. ") ; En mi opinión desde el inicio de este cuento,
el autor mantiene al lector con ganas de seguir leyendo para saber el "¿Por
que?" de este hecho el cual se va desenvolviendo desde que el narrador
conoce a Luc.

El objetivo de este cuento de Julio Cortázar me hizo ver


la inmortalidad desde una perspectiva poco común, me da a entender que
ella se compone de la vida de una persona; sus fracasos, éxitos, fortalezas,
debilidades que se repiten infinitamente en otras personas que son
destinadas a tener el mismo destino; al igual que el individuo que heredo la
misma vida de alguien más; Dándome un panorama sobre la vida que
nunca pensé imaginar.

  Reseña de la obra:
Este relato nos cuenta sobre un hombre en su búsqueda de entender la
inmortalidad de una manera nostálgica y satisfactoria para él. Esta duda,
cual resolvió cuando conoció
a Luc, un joven con una similar apariencia suya cuando el narrador era
joven. Poco a poco, él se involucra más en la vida del chico, dándose cuenta
que su historia era muy similar a la suya, realizando después que era la
misma, y que tarde o temprano Luc iba a tener la misma vida miserable que
él, al igual de las personas que el narrador heredo esa vida, y que Luc
gracias a Luc la historia se repetiría en un futuro. Pero la muerte de Luc,
hace creer al narrador que el ya no era inmortal. No obstante, al observar
una flor amarilla, piensa sobre su vida y el significado que existe en ella, que
él era el único mortal, su vida, sus fracasos y logros se había acabado, que
no quedaba absolutamente nada, ya no iba a ver una flor como ellos, ya que
futuro no había futuro a quien heredar.

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