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Sacramentología

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Aurelio Fernández

DOCTRINA GENERAL
SOBRE LOS
SACRAMENTOS

Texto tomado de su obra: Teología


dogmática, Tomo II (BAC, Madrid 2012)

Para uso privado de los alumnos


2

2020
INTRODUCCIÓN
La existencia histórica de Jesús en la tierra estuvo limitada por el tiempo. San Lucas
describe así su despedida de los hombres: «Jesús los llevó cerca de Betania, y levantando
las manos, les bendijo, y mientras los bendecía se alejaba de ellos y era llevado al cielo»
(Lc 24,50).
Benedicto XVI finaliza el segundo volumen de su obra Jesús de Nazaret con esta
consideración-comentario a este hecho descrito por san Lucas: «Jesús se va bendiciendo,
y permanece su bendición. Sus manos quedan extendidas sobre el mundo […] En el gesto
de las manos que bendicen se expresa la relación duradera de Jesús con sus discípulos,
con el mundo»1.
En efecto, su ida al cielo no niega su presencia actual en la tierra, más bien la supone de
acuerdo con esta sorprendente promesa de Jesús con la que concluye el evangelio de san
Mateo: «Yo estaré con ustedes siempre hasta la consumación del mundo» (Mt 28,20).
Ahora bien, es obligado preguntar: ¿Cómo Cristo está presente en la tierra? ¿Cómo
armonizar sin entrar en contradicción el «allí» y el «aquí», el «entonces» y el «ahora»?
¿Qué sentido tiene afirmar que el que se fue, siga estando? ¿Cómo explicar el «aquí» y el
«ahora» de esa presencia de Jesús que vivió entre nosotros pero se fue a otro tipo de
existencia radicalmente distinto del que experimentó en su vida terrena? ¿Cómo armonizar
la vida en el cielo y esta otra presencia en la tierra?
Los cristianos desde siempre creyeron en esa presencia real de Jesucristo en la
comunidad de los creyentes. Era una conclusión que no admitía duda alguna, era una
obviedad: si había resucitado, vivía. Evidentemente, era una presencia actuante: Cristo
continuaba actuando en sus vidas; pero, además, sabían que su persona estaba también
presente entre ellos y la celebraban.
El libro de los Hechos de los Apóstoles narra este dato referido a la creencia de san Pablo
en que Jesucristo seguía vivo. Ante la admiración de Festo, nuevo procurador romano,
Pablo, al hablar de Jesús, al que el antecesor Poncio Pilato había condenado a muerte y
crucificado, «dice que vive» (Hch 25,19). Para Saulo el hecho era irrefutable, dado que se
había encontrado con Cristo camino de Damasco y, en consecuencia, él predica no a un
Jesús que vivió y murió, sino a Jesús de Nazaret que vive.
La respuesta de la teología es que Cristo se hace presente de muchos modos (SC 7), pero
sobre todo por la palabra y por los sacramentos. Admitir su presencia por la palabra no
ofrece dificultad especial, pues sus enseñanzas perduran y orientan de continuo la
existencia de los hombres.
Sin embargo, su presencia por medio de los sacramentos exige una concepción rigurosa
de la naturaleza de estos signos misteriosos que hacen presente su persona. Los
sacramentos, respecto a la persona de Jesús, son lo que era su corporalidad mediante la
cual actuaba la divinidad durante su vida terrena: entonces, el Dios encarnado se hacía
presente por su humanidad, hoy se hace presente por los signos sacramentales. Pero esto
exige una explicación más detallada, tal como exponemos en páginas más abajo.
De momento, adelantamos este aserto: la celebración de los misterios de la vida de Cristo
permite actualizarlos y hacerlos presentes de nuevo. Lo exponemos en dos apartados,
aunque ambos se incluyen mutuamente: la presencia de Jesús en la liturgia y, más en
concreto, en los sacramentos.
1. Jesucristo se hace presente en las celebraciones litúrgicas
La presencia permanente de Jesús entre sus fieles se actualiza y se cumple en la Liturgia
que presencializa los misterios de la vida de Cristo. La constitución Sacrosanctum
Concilium expresa en estos términos la relación entre la liturgia, la redención alcanzada
por Jesucristo y el misterio de la Iglesia:

1
J. RATZINGER, Jesús de Nazaret. Desde la entrada a Jerusalén hasta la Resurrección (Encuentro, Madrid 2011) II, 339.
3

«Para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo
en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa [...] Está presente con su
fuerza en los Sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza.
Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él
quien habla […] Realmente, en esta obra tan grande por la que Dios es perfectamente
glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima
Esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por Él tributa culto al Padre Eterno. Con razón,
entonces, se considera la Liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los
signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y
así el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto
público íntegro» (SC 7).
La liturgia, pues, actualiza los misterios de Cristo y hace partícipe a toda la Iglesia de los
bienes salvíficos logrados por Él: «Por medio de la liturgia, la Iglesia celebra el misterio
pascual por el que Cristo realizó la obra de nuestra salvación» (CCE 1067). Esta
enseñanza se repite en el Catecismo de la Iglesia Católica:
«En la Liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su misterio pascual.
Durante su vida terrestre Jesús anunciaba con su enseñanza y anticipaba con sus actos el
misterio pascual. Cuando llegó su Hora (Cf. Jn 13,1; 17,1), vivió el único acontecimiento de
la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se
sienta a la derecha del Padre "una vez por todas" (Rm 6,10; Hb 7,27; 9,12). Es un
acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los
demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El
misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado,
pues por su muerte destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y
padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y
en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la
Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida» (CCE 1085).
La liturgia es, pues, la fe celebrada, al modo como la moral es la fe vivida. En este sentido,
la Iglesia, mediante la acción litúrgica actualiza el misterio de Cristo y hace partícipes a los
fieles de su obra salvadora. En la liturgia, especialmente en los sacramentos, se celebra la
presencia de Cristo como Sumo sacerdote que, mediante signos y palabras, hace eficaz la
salvación.
Este nuevo modo de presencia de Cristo es exigido por el misterio mismo del Verbo
Encarnado que, una vez presente en el mundo y de ofrecerse en favor del hombre, no
podía concluir con su ascenso al Padre, sino que su presencia perdura a través del
tiempo. A este respecto cabe aludir al principio clásico con el que se expresa san
Bernardo al comentar las palabras del salmo 61,12: Una vez habló Dios: Semel quia
semper, o sea, «una sola vez, no interpolada, sino continua y perpetua» 2. En
consecuencia, semel quia semper («una vez porque es siempre») y semper quia semel
(«siempre porque es una vez»).
El cardenal Ratzinger comenta este singular aforismo y lo refiere a la liturgia eucarística,
que es la cima de la acción litúrgica (SC2). Esta es su argumentación:
«La institución de la Eucaristía sobrepasa el tiempo y siempre puede ser recuperado. Por
ello, es posible la simultaneidad. Este es el sentido de las palabras de san Bernardo de
Claraval cuando dice que el semel verdadero (una vez) lleva dentro de sí el semper
(siempre); en lo único tiene lugar lo permanente, pues «el pasado y el presente se
compenetran y tiene proyección de futuro».
Ratzinger muestra la sintonía conceptual del adverbio ephafax («una vez para siempre»),
tal como san Pablo califica a la muerte de Cristo (Rom 6,10) y la eternidad significada en
el término aiôn:
«El ephafax (una vez) está ligado al oionos (perpetuo). El “hoy” abarca todo el tiempo de la
Iglesia. Por ser esto así, la liturgia cristiana no es solo algo que apunta al pasado, sino que
se vive en contemporaneidad con lo que es fundamento de la propia liturgia»3.
2
SAN BERNARDO, Sermones varios 5,1, en Obras completas, I (BAC, Madrid 1953) 906.
3
J. RATZINGER, El espíritu de la liturgia (Cristiandad, Madrid 2001) 78-79. Ratzinger fundamenta estas reflexiones a
partir de que la eternidad de Dios es pura simultaneidad; para nosotros es tiempo, hoy; pero para Dios es siempre: «La
liturgia introduce el tiempo terrenal, en el tiempo de Jesucristo y en su persona»: ibíd., 83. Por el contrario, «en el Hijo
coexisten el tiempo y la eternidad»: ibíd., 112; cf. ibíd., 114-115.
4

2. La presencia de Cristo en los sacramentos


En la historia salvadora, el diálogo de Jesucristo con cada creyente no se interrumpe, sino
que continúa mediante el encuentro en los sacramentos. La Iglesia es la actualización en
cada momento de la acción salvífica de Cristo. La eclesiología es el saber teológico que
explica cómo Jesús se hace contemporáneo de todas las épocas de la humanidad porque
presencializa su persona y lleva a término la continua intercesión ante el Padre (Jn 17,24;
Heb 10,19-23). La Iglesia, «pueblo de Dios», «cuerpo misterioso de Cristo» y «templo del
Espíritu», lleva a cabo el «misterio de comunión» de Dios con los hombres, que «se hizo
verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el
pecado» (GS 22; cf. Heb 4,15).
Pero la Iglesia es también un misterio, pues ella misma manifiesta la riqueza insondable
del Dios Trino y Uno: la Iglesia es el proyecto salvador de Dios Padre, que continúa la obra
redentora del Hijo, y es la institución vivificada, que, a la vez, vivifica de continuo a la
humanidad mediante la acción santificadora del Espíritu (LG 2-4). Ahora bien, como es
obvio, la acción salvadora de la Iglesia no puede separarse de la persona de Jesús,
misteriosamente presente en su mismo ser y existir.
De ahí que el tema acerca de la naturaleza de los sacramentos se pueda formular en
estas y otras preguntas: ¿Cómo está Cristo presente en la Iglesia? ¿Cómo actúa en ella?
¿Por qué medios la Iglesia actualiza la acción redentora de Jesús? ¿Existen algunos
signos externos por los que Cristo sigue actuando entre los hombres?
Este conjunto de enunciados encierra verdades distintas, pero asocia postulados
convergentes, por lo que también la respuesta a ese cúmulo de preguntas –además de ser
afirmativa- es única, de modo que es posible responder en estos términos: Cristo está
presente en la Iglesia, fundamentalmente, por los sacramentos. Estos son los signos
visibles y eficaces, mediante los cuales, Cristo, al tiempo que acusa su presencia entre los
hombres, comunica a la Iglesia la capacidad de ofrecer a los bautizados los frutos de su
obra salvadora.
Más en concreto: en los sacramentos Cristo se hace realmente presente en la vida de los
que creen en Él. Y aún más preciso: los sacramentos son encuentros de los creyentes con
su Señor, Jesucristo. La Iglesia, al celebrar los ritos sacramentales, actualiza los misterios
de Cristo: tales ritos no son meros recuerdos, tampoco son repeticiones, sino que con
ellos se actualizan y se hacen eficaces los misterios de su muerte y de su resurrección. El
Catecismo de la Iglesia Católica lo consigna en estos términos:
«La liturgia cristiana no solo recuerda los acontecimientos que nos salvaron, sino que los
actualiza, los hace presentes. El Misterio pascual de Cristo se celebra, no se repite; son las
celebraciones las que se repiten; en cada una de ellas tiene lugar la efusión del Espíritu
Santo que actualiza el único Misterio» (CCE 1104).
Es cierto que los sacramentos no agotan la presencia de Cristo y que la Iglesia tampoco
concluye su misión solo celebrando y ofreciendo estos signos eficaces de la gracia divina.
Bajo prismas distintos, también cabe señalar otras misiones que competen a la Iglesia.
En efecto, en un sentido más genérico, la misión de la Iglesia es anunciar a Jesucristo,
proponer al mundo su mensaje y ofrecer a los hombres los medios de la salvación por Él
alcanzados. O, si se parte de la teoría de tria munera Christi, que se corresponden con tria
munera Ecclesiæ, cabría afirmar que la Iglesia cumple su misión cuando anuncia y
actualiza los tres oficios propios de la persona de Jesús: ofrecer los medios de
santificación, recordar su doctrina y organizarse de forma que haga eficaz su encargo
mediador entre Cristo y la humanidad4.
Benedicto XVI esquematiza la función de la Iglesia en esta triple tarea: «el anuncio de la
palabra (Kerygma-martyria), la celebración de los sacramentos (leiturgia) y el servicio de la
caridad (diakonia)» (DCE 25).
Ahora bien, estas propuestas, así como otras que cabe idear para interpretar el papel de la
Iglesia, no oscurecen la respuesta de que los sacramentos son, precisamente, los medios
4
A. FERNÁNDEZ, Munera Christi et munera Ecclesiæ. Historia de una teoría (EUNSA, Pamplona 1982).
5

por los que Cristo se hace realmente presente y por los cuales la Iglesia comunica de un
modo eficaz a los bautizados el fruto de la obra salvífica de su Señor.
Cabe aún decir más: precisamente, los sacramentos hacen más inteligibles los demás
oficios que a la Iglesia le incumbe cumplir y llevarlos a término. En efecto, afirmar que
Cristo se hace presente y actuante mediante los sacramentos es la fórmula teológica más
lograda, de modo que las demás misiones se reducen a esta, pues en el sacramento se
incluye el mensaje cristiano y la gracia salvadora, que, de algún modo, sintetizan la vida y
la misión de Cristo5.
Pues bien, en cierto sentido, los sacramentos re-presentan (en el sentido de hacer
presentes) los mismos signos eficaces y causativos que Cristo llevó a cabo durante su
vida pública y, a su vez, la Iglesia, desde Pentecostés, los actualiza, tal como enseña el
Catecismo de la Iglesia Católica:
«El día de Pentecostés, por la efusión del Espíritu Santo, la Iglesia se manifiesta al mundo
(Cf. SC 6; LG 2). El don del Espíritu inaugura un tiempo nuevo en la "dispensación del
Misterio": el tiempo de la Iglesia, durante el cual Cristo manifiesta, hace presente y
comunica su obra de salvación mediante la Liturgia de su Iglesia, "hasta que él venga" (1
Co 11,26). Durante este tiempo de la Iglesia, Cristo vive y actúa en su Iglesia y con ella ya
de una manera nueva, la propia de este tiempo nuevo. Actúa por los sacramentos; esto es
lo que la Tradición común de Oriente y Occidente llama "la Economía sacramental"; esta
consiste en la comunicación (o "dispensación") de los frutos del Misterio pascual de Cristo
en la celebración de la liturgia "sacramental" de la Iglesia» (CCE 1076).
En resumen, hay una estrecha relación entre la actividad de Jesús en su vida histórica y
su acción misteriosa en el tiempo mediante la liturgia de los sacramentos. Estos son a
modo de arco que unen el presente con la muerte redentora de Cristo. Der ahí la íntima
unión que existe entre la cristología y la sacramentología. Así lo expresa santo Tomás, el
cual, en la «Introducción» a este tratado, con gran lógica, lo sitúa después de la
cristología, y lo razona de este modo: «Una vez estudiado lo perteneciente a los misterios
del Verbo encarnado, hay que estudiar los sacramentos de la Iglesia, que reciben del
mismo Verbo encarnado su eficacia»6.
Este mismo orden se sigue en la exposición de los Catecismos tradicionales, incluido el
Catecismo de la Iglesia Católica, el cual, después de «la profesión de fe» (la fe creída),
expone «la economía sacramental» (la fe celebrada). Y es que en ningún caso como en el
presente se aúnan tan eficazmente la lex credendi y la lex orandi (cf. CCE 1124).
Pero los sacramentos son también medios eficaces por los que la Iglesia cumple su
misión. De ahí la íntima relación entre la eclesiología y la sacramentología. Esta relación
entre los sacramentos y la Iglesia ha sido puesta de relieve por no pocos expertos de la
teología actual. Por ejemplo, Karl Rahner escribe:
«Por donde se ve también que el tratado De sacramentis in genere, bien comprendido, no
es una formalidad abstracta de la esencia de los sacramentos en particular, sino que
forma parte del tratado de la Iglesia, que precede realmente a la doctrina de los
sacramentos en particular, en lugar de seguirlos como una generalización a posteriori,
dado que solo partiendo del tratado del protosacramento se puede reconocer la
sacramentalidad de más de un sacramento»7.
La Iglesia, más que administrar los sacramentos, los celebra; es decir, mediante la liturgia
de los sacramentos actualiza los grandes misterios de la pasión, muerte y resurrección de
Cristo y los hace presentes; por lo que, seguidamente, los administra. En consecuencia,
mediante los sacramentos, la Iglesia se une a la persona de Cristo, misteriosamente
actuante en su cuerpo místico. Los sacramentos son los «misterios» de Cristo celebrados
y actualizados en el tiempo8.

5
Desde el principio conviene hacer esta elemental afirmación: los sacramentos son «presencias actuales de Cristo».
Pero, al mismo tiempo, es preciso formular una distinción importante: mientras la Eucaristía contiene la misma
persona de Jesús, como enseña Pablo VI, «en su misma física corporeidad» (MF 27), los demás sacramentos acusan
una «presencia de Cristo actuante».
6
STh III q.60, introd.
7
K. RAHNER, La Iglesia y los sacramentos (Herder, Barcelona 1967) 45.
6

En resumen, el tratado teológico sobre los sacramentos deriva de la cristología y de la


eclesiología. De algún modo, la sacramentología es el anillo de inserción entre esos dos
tratados: es el nudo que los ensambla y el puente que los une. No en vano, como
dejaremos constancia más abajo, la noción teológica de «sacramento» -¡y su grandeza!-
se explica y enriquece cuando se entiende a Cristo y a la Iglesia como «sacramentos»: el
Verbo encarnado de Dios «es el sacramento del Padre» y la Iglesia se explica, a su vez,
cuando se la entiende como el «sacramento de Cristo».
Asimismo, dado que los sacramentos comunican la gracia divina, también están
íntimamente unidos al Espíritu Santo, con lo que la sacramentología, además de la
eclesiología y la cristología, incluye también la pneumatología y, en general, el mismo
misterio de Dios, el cual se hace presente y actúa en el mundo mediante esos signos
eficaces de la gracia.
Estas mismas ideas se repiten de continuo en el desarrollo de la teología sacramentaria,
que se expone a continuación.

DOCTRINA GENERAL SOBRE LOS SACRAMENTOS


Es clásica la división de este tratado teológico en dos amplias partes: 1ª La doctrina
general en torno a los sacramentos; o sea, la teología sacramentaria o sacramentología.
2ª El estudio específico de cada uno de los siete sacramentos.
La doctrina sobre la naturaleza de los sacramentos nos introduce profundamente en el
ámbito de los misterios:
1º En el misterio de Dios, que actúa de un modo tan extraordinario como milagroso
mediante unos signos densos de eficacia.
2º En el misterio de Cristo, que se hace presente a través del signo sacramental.
3º En el misterio de la Iglesia, porque, mediante la administración de los sacramentos,
revela su identificación con Cristo.
4º Finalmente, en el misterio de los sacramentos, dado que, a través de estos signos
eficaces, Dios, por su Verbo encarnado, ofrece a la Iglesia unos medios para comunicar a
los hombres la gracia salvadora alcanzada por la muerte redentora de su Hijo.
I. LOS SACRAMENTOS, MODOS EMINENTES DE LA PRESENCIA DE CRISTO
EN LA IGLESIA
Es evidente que la presencia de Cristo en el mundo no concluye con su ascensión al cielo,
sino que se contemporiza con la entera historia humana 9. La contemporaneidad es como
un atributo del Verbo encarnado, que hecho hombre seguirá siempre siendo hombre 10.
Ahora bien, la teología explica que se dan grados y modos distintos (la terminología no es
unánime en los documentos magisteriales) de presencia de Cristo en el mundo e incluso
en la misma Iglesia. Pero la ciencia teológica también nos introduce en el misterio mismo
de la significación de estos signos misteriosos y eficaces por los que se comunica a los
hombres la redención alcanzado por Cristo.
8
«Evidentemente, Cristo no vuelve a morir en el Gólgota cruentamente. Pero es algo más que un mero signo, algo más
que mera muerte simbólica […] No me basta con decir que las acciones como acciones sacramentales son acciones
morales de Cristo. Es preciso que se añada que esas acciones son formalmente las mismas acciones de su vida
personal, y que esas acciones de su vida personal fueron la acción con que Cristo plamó y formó el cristianismo sobre
la tierra»: X. ZUBIRI, El problema teologal del hombre: cristianismo (Alianza, Madrid 1997) 339.
9
En este caso, el término castellano “contemporaneidad” tiene el eco kirkegaardiano de aquello que trasciende el
tiempo, por lo que cabe “presencializarlo” (“hacer presente”) y actualizarlo en cualquier momento: es siempre
contemporáneo. También cabría usar los neologismos “tempiternidad” –que aúna la eternidad y el tiempo- o
“momentaneidad”, que evoca el presente que se eterniza en el futuro; pero estos neologismos podrían ser
malinterpretados. Se corresponde con la expresión “actualización sacramental”, usada por Odo Casel al hablar de los
misterios de Cristo; también equivale al “memorial” bíblico. Es el anámnêsin lucano (Lc 22,12; cf. 1 Cor 11,24). En
cualquier caso, el lenguaje humano sobre el tiempo como sucesión es imposible adecuarlo al tiempo de Dios: la
eternidad de Dios, además de la negación del tiempo, indica que está sobre el tiempo. El hecho es que, dado que las
acciones salvadoras de Cristo acontecen en la “plenitud de los tiempos”, el acontecer histórico de Cristo supera el
tiempo, pues trasciende la historia: aconteció en el tiempo, pero se actualiza de continuo, por lo que puede llegar a
nosotros en un presente siempre actual.
10
J. RATZINGER, El espíritu de la liturgia (Cristiandad, Madrid 2001) 115-116.
7

Por ello, para definir qué son los sacramentos es preciso recurrir al «misterio», del cual,
filológicamente, deriva el término «sacramento». Así los describe Scheeben:
«Entendemos por sacramento de la Iglesia, en sentido estricto, aquellos signos externos
que significan y nos comunican la gracia de Cristo. Con ello queda dicho también, en
principio, que contienen un misterio grande y, por consiguiente, precisamente en su calidad
de sacramentos son grandes misterios»11.
Es así como los términos «misterio» y «sacramento», además de tener el mismo origen
semántico, se identifican conceptualmente.
1. Presencia eficaz de Cristo en los sacramentos
La constitución Sacrosanctum Concilium del Concilio Vaticano II, al señalar la importancia
de la liturgia, por la que «Cristo está siempre presente a su Iglesia», pone de relieve los
«modos de presencia de Cristo», situando con rigor el siguiente orden de preferencia: la
presencia de Cristo en la misa, en los sacramentos, en el sacerdote que ofrece el Santo
Sacrificio, en la palabra de la Sagrada Escritura y en la reunión de los cristianos, que se
juntan a orar en su nombre (SC 7).
Por su parte, la encíclica Mysterium fidei del papa Pablo VI enuncia «las distintas maneras
de estar presente Cristo en su Iglesia», y establece este orden gradual de presencias:
Cristo está en cada hombre, pues Él «ora por nosotros y en nosotros» y está en nuestros
corazones (Ef 3,17; Rom 5,5). También está presente en la reunión de los creyentes
mediante su promesa: «Donde están dos o más reunidos en mi nombre, allí estaré yo en
medio de ellos» (Mt 18,20). Asimismo, acusa su presencia en los pobres y «hermanos
pequeños» que sufren (Mt 25,40). Finalmente, Jesucristo está presente de modo especial
en la «palabra de Dios», sobre todo cuando se expone y predica al pueblo, para que
«haya un solo rebaño y un solo pastor» (MF 18-20).
Ahora bien, esos «modos de presencia» son pálidos reflejos y de menor densidad
presencial que esa otra permanencia real de Cristo en los sacramentos que, a su vez, se
enaltece y llega a su culmen en la Eucaristía. Por ello, el Papa añade: «De modo aún más
sublime, Cristo está presente en su Iglesia, que en su nombre ofrece el sacrificio de la
misa y administra los sacramentos». Y la enseñanza de Pablo VI concluye:
«Nadie ignora, en efecto, que os sacramentos son acciones de Cristo, que los administra
por medio de los hombres. Y así los sacramentos son santos por sí mismos y por la virtud
de Cristo: al tocar los cuerpos, infunde gracia en las almas […] Pero es muy distinto el
modo, verdaderamente sublime, con el cual Cristo está presente a su Iglesia en el
sacramento de la Eucaristía» (MF 21).
En efecto, la densidad de presencia de Cristo en los sacramentos supera no solo en
grado, sino esencialmente, a esos distintos modos, grados o maneras de presencia de
Cristo, de acuerdo con la distinta terminología de la constitución Sacrosanctum Concilium
y de la encíclica Mysterium fidei. Efectivamente, Cristo en los sacramentos acusa su
presencia personal, mediante la cual actúa de manera singular y eficaz. Y, si los
sacramentos revelan la presencia actuante de la persona de Jesús, tal presencia se
personaliza en la Eucaristía, en la que no solo actúa, sino que la misma persona de Cristo
–con su cuerpo, con su sangre, con su alma humana y con su naturaleza divina- se hace
realmente presente en lo que era pan y vino 12. De ahí que a la Eucaristía, en terminología
de santo Tomás (con lenguaje tomado a su vez de Dionicio el Aeropagita) se la califique
de «sacramento por excelencia» o sacramentum sacramentorum13.
Es así como los sacramentos se convierten en los signos misteriosos por los que el
proyecto salvador de Dios, mediante la obra salvífica de Cristo, la acción del Espíritu
Santo, dispensados en el marco y matriz de la Iglesia, acusan una presencia permanente
y real de Jesús en la vida de los cristianos. Santo Tomás lo expresó con una terminología
muy expresiva: al modo como Cristo, durante su vida terrena, actuaba mediante su
humanidad, que el Aquinate denomina instrumentum coniunctum («instrumento unido a la
divinidad»), ahora actúa por los sacramentos, que son los instrumenta separata:
11
M.J. SCHEEBEN, Los misterios del cristianismo (Herder, Barcelona 1964) 598.
12
«Hablando en absoluto, la Eucaristía es el más excelente de todos los sacramentos. La pueba es que […] la Eucaristía
contiene en realidad a Cristo mismo»: STh III, q.65. a.3; cf. nota 5.
13
STh Supplem. q.37 a.2.
8

«El sacramento, según queda dicho, obra como instrumento de la gracia. Ahora bien, el
instrumento puede estar separado, como el bastón, o unido, como la mano. El instrumento
separado es movido mediante el instrumento unido, como el bastón es movido por la mano.
La causa eficiente principal de la gracia es Dios mismo, en relación al cual la humanidad de
Cristo es como un instrumento unido, y el sacramento como instrumento separado. Por
tanto, es necesario que la virtud salvífica se derive de la divinidad de Cristo a los
sacramentos por medio de su humanidad […] En resumen, es manifiesto que los
sacramentos de la Iglesia reciben su virtud especialmente de la pasión de Cristo, cuya
virtud nos llega mediante la recepción de los sacramentos»14.
Ahora bien, la grandeza misteriosa de los sacramentos logra alcanzar cierta luz si, como
ya hemos consignado, se los considera con relación a otras dos realidades previas:
1ª Considerar que su grandeza deriva, precisamente, de definir a Cristo como el
«sacramento del Padre» o «sacramento original, primigenio o protosacramento».
2ª Poner de relieve que los sacramentos, precisamente, son signos eficaces de la Iglesia,
porque ella, a su vez, se define como el «sacramento de Cristo».
En efecto, para descubrir el misterio que encierra el hecho de que Cristo se haga presente
en los siete sacramentos es preciso retrotraerse a estas dos grandes realidades: Cristo es
el «sacramento del Padre» y la Iglesia es el «sacramento de Cristo».
2. Los sacramentos cristianos
Como se repite de continuo, «sacramento» es la traducción del término griego «misterio».
Pues bien, la teología ha ideado, al menos, tres caminos para interpretar y definir esta
realidad misteriosa: a) el sacramento es un «signo eficaz de la gracia»; b) el sacramento
es un «encuentro con Cristo», y c) el sacramento es una «comunicación de Cristo con el
hombre».
a) Sacramento como signo eficaz y causativo de la gracia
Originalmente, la teología escrita en griego, al «sacramento», lo denominaba «misterio»:
los sacramentos eran los «misterios de Cristo». El término «sacramento» es la
acomodación latina al griego mystêrion y, como en tantos otros vocablos latinos, su origen
se debe a Tertuliano9, que adujo el término asumiéndolo del lenguaje común equivalente
al compromiso del soldado en servicio a la patria (sacramentum militiæ)15. También se
denominaba sacramentum la fianza que las partes litigantes depositaban en los templos
paganos. Tertuliano lo usó profusamente y lo aplicó, principalmente al Bautismo 16, pero
también a la Eucaristía17, al Matrimonio18 e incluso al conjunto de la historia salutis19. Pero,
de modo especial, refiere el término al Bautismo, pues con él quería significar el
compromiso del cristiano de servir al Señor con una vida nueva, después de haber
juramentado una existencia purificada en las aguas bautismales. También lo menciona en
réplica a los ritos paganos –especialmente, de Mitra-, que afirmaban que esos ritos
purificaban. Para Tertuliano solo purifican realmente los sacramentos cristianos o lo que
denomina sacramenta Christi20.
Con el tiempo, el término «sacramento» se enriqueció. San Agustín denomina al
sacramento como «signo sagrado»21. Y, lentamente, se amplió su significado
extendiéndose a los demás sacramentos. La teología posterior, con categorías formales y
esencialistas, definió los sacramentos como signos eficaces de la gracia. O con palabras
de santo Tomás: «Puede llamarse sacramento a una cosa, bien porque tiene en sí una
santidad oculta, y entonces sacramento es equivalente a “secreto sagrado”, bien porque

14
STh III q.62 a.5; cf. q.64 a.4.
15
Originalmente, Tertuliano aplica el término «sacramento» al Bautismo y lo populariza entre los cristianos; pero la
traducción de mystêrion por sacramentum se encuentra ya en la versión latina de la Biblia. El término se repite de
continuo en las obras de Tertuliano. En conjunto, 134 veces.
16
TERTULIANO, De baptismo, I,1: CCL 1,277; PL 1,1197-1200.
17
ÍD. De resurrectione mortuorum, VIII,3: CCL 2,931; PL 2,806.
18
ÍD. Adversus Martionem, IV,34: CCL 1,634; PL 2,441.
19
«Sacramentum humanæ salutis»: Adv. Martionem, II,27,7: CCL 1,507; PL 2,317. «Sacramentum voluntatis suæ»:
ibíd., V,17,1: CCL 1,712; PL 2,512.
20
TERTULIANO, Liber de præscriptionibus adversus hæreticos, XL,7: CCL 1,220; PL 2,55.
21
SAN AGUSTIN, De civitate Dei, X,5, en Obras completas de san Agustín, XVI (BAC, Madrid 2007) 607: PL 41,282.
9

se ordene a la santidad como causa, como signo o bajo otro aspecto cualquiera. Nosotros
aquí hablamos, especialmente, de los sacramentos en cuanto implican relación de
signo»22. El sacramento es, pues, un signo sagrado muy cualificado, dado que efectúa
aquello que realmente significa23.
b) El sacramento, «encuentro con Cristo»
Este otro modo de definir el sacramento es más moderno. Se inicia con los intentos de
acercarse a las verdades cristianas con categorías de pensamiento más existenciales y
personalistas. Así se define como «un encuentro con Cristo». Schillebeeckx lo explica en
el prólogo de su obra Cristo, sacramento del encuentro con Dios. Según el teólogo belga,
los fenómenos auténticamente humanos se realizan cuando el hombre los lleva a cabo
mediante lo que realmente él es; es decir, a través de su cuerpo: «Toda relación humana
con los demás –escribe- se da a través de la corporeidad». Y es precisamente «su
corporeidad la que descubre su interior». Por ello, llevado al campo de la comunicabilidad
de Dios con el hombre, Schillebeeckx sostiene que se ha de llevar a cabo también a través
de signos sensibles que involucren la corporeidad humana. Argumenta así:
«Dios, que es la fuente absoluta de su misterio íntimo, que es persona en el sentido más
propio de la palabra, solo puede aproximarse en el misterio personal de su vida, cuando
sale a nuestro encuentro. En este caso la revelación y la fe reciben su más pleno
significado como constitutivos del auténtico encuentro. En la idea del “encuentro con Dios”
se halla una referencia a nuestra experiencia natural de la existencia. Sin este significado
mundano humano del encuentro, el concepto teológico del “encuentro con Dios” no tendría
sentido alguno para nosotros. En virtud de la peculiaridad y corporeidad del encuentro
humano, la revelación religiosa y la fe religiosa tienen un aspecto corporal de visibilidad y
perceptibilidad histórica»24.
Precisamente, el término «encuentro» para significar la acción de Cristo por medio de los
sacramentos también ha sido incorporado por el Catecismo de la Iglesia Católica, que
define la acción litúrgica, «especialmente la celebración de la Eucaristía y de los
sacramentos», como «un encuentro entre Cristo y la Iglesia» (CCE 1097). Asimismo,
enseña que «toda celebración sacramental es un encuentro de los hijos de Dios con su
Padre, en Cristo y en el Espíritu Santo, y este encuentro se expresa como un diálogo a
través de acciones y palabras» (CCE 1153).
c) Los sacramentos como «comunicación»
Derivado de la teoría sacramentaria a partir del significado existencial de «encuentro»,
otros teólogos recientes –L. Lies, H. Koch, P. Hünermann- intentan explicar los
sacramentos con la categoría nueva de «comunicación»: mediante los sacramentos, se da
un nuevo modo de ser-con-los hombres del Verbo encarnado, pues por ellos se les
comunican los efectos de la redención.
Todo el cristianismo, como religión revelada, es una plena comunicación de Dios con la
humanidad, pero es la Encarnación donde Dios se ha comunicado con el hombre de una
forma humana. En efecto, con la Encarnación del Verbo se da un nuevo modo de Dios de
«ser-con-el hombre», pues se manifiesta como un Dios-para, o sea, con una misión
concreta: salvar a la humanidad y ser uno de los nuestros. Como consigna el Vaticano II:
«El Hijo de Dios con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (GS 22).
G. L. Müller, interpretando a estos autores que explican los sacramentos con la categoría
filosófica de «comunicación», escribe:
«El Dios trino es, ya en sí mismo, comunicación de amor personal. En la encarnación
queda incluido el hombre –y con él el universo entero- en el acontecer de esta
22
STh III q.60 a.1
23
Zubiri habla de «acciones significativas». Y se pregunta: «¿Qué significa aquí significativamente?». Y responde:
«Tómese, por ejemplo, el agua, símbolo de la purificación en el caso del Bautismo. O la imposición de manos para la
transmisión de poderes sacerdotales en el sacramento del Orden. Son acciones significativas […] No se trata
meramente de un símbolo […] No solamente simbolizan algo, sino que lo producen real y efectivamente […] Producen
significativamente4 […] >No es simbolismo ni magia, sino que algo que es realidad: es justamente una significación […]
Realizar las acciones significativamente consiste en que esas acciones ejecutan, con un carácter dinámico y productivo,
aquello que intrínsecamente significan»: X. ZUBIRI, El problema teologal, o. c., 344-345.
24
E. SCHILLEBEECKX, Cristo, sacramento del encuentro con Dios (Dinor, San Sebastián 1966) 10. Esta obra ha sido
ensalzada por los teólogos, pues responde a la época ortodoxa del este autor.
10

comunicación trinitaria. La humanidad de Jesús es el protosímbolo de la comunicación


humano-divina, luego continuada, prolongada y concretada en el espacio y el tiempo en la
Iglesia. Pueden aquí entenderse los sacramentos como formas de ejercitación de esta
comunicación mediadas por la Iglesia»25.
Pues bien, tampoco la categoría de «comunicación», referida a los sacramentos, es ajena
a los documentos magisteriales. Así, el Catecismo de la Iglesia Católica consigna que «la
comunicación que el Padre ha hecho de sí mismo en el Espíritu Santo sigue presente y
activa en la Iglesia» (CCE 79). Poor ello, el término «comunicación», como sinónimo de
«dispensación sacramental», también se menciona en el Catecismo con citas expresas de
santo Tomás (Symb. 10) y del Catecismo Romano (I,10,24) (CCE 947). En este mismo
sentido, el Catecismo de la Iglesia Católica, bajo el sintagma genérico «Economía
sacramental», emplea con evidente sinonimia los términos «sacramento», «comunicación»
y «dispensación» (CCE 1076; 1088).
En resumen, nos encontramos de nuevo con el esfuerzo intelectual de la teología por
comprender y explicar con nuevas categorías mentales el hondón misterioso de los
sacramentos instituidos por Cristo como signos visibles para hacerse presente en la
Iglesia y entenderlos como medios eficaces de salvación. Se acepte o no esta nueva
nomenclatura, es claro que estas explicaciones logran iluminar (ciertamente, sin agotarlos)
algunos aspectos de estos «misterios» cristianos 26.
3. Jesucristo, «sacramento del Padre»
Como queda arriba consignado, la teología de los sacramentos, su misterio y su riqueza
insondable, solo cabe interpretarla a la luz de Jesucristo, entendido como «sacramento».
Ahora bien, la pregunta subsiste acerca del modo de entender que Cristo es «el
sacramento del Padre». La cuestión es difícil de conceptuar, pero sí es fácil comprender
que la definición de sacramento se cumple propia y eminentemente en el Verbo encarnado
de Dios. En efecto, al sacramento, con categorías formales, se le define como «un signo
sensible, que encierra una significación trascendente y, al mismo tiempo, causa aquello
que significa».
En concreto: el agua, signo sensible del Bautismo, tiene una significación trascendente,
dado que supera el sentido inmediato del agua, que, si bien, por su propia naturaleza, lava
la suciedad física, en este caso significa que limpia del pecado original que afecta al
bautizado. Pero no solo adquiere este sentido trascendente, sino que lleva al término lo
significado; es decir, el agua bautismal no solo significa que quita el pecado original, sino
que realmente lo elimina.
Pues bien, esta rica significación de sacramento se cumple de una forma eminente en la
persona de Cristo: Jesús de Nazaret, su humanidad, es un signo sensible, que encierra
una significación plenamente trascendente, pues evoca a Dios: tanto hace referencia a
Dios, que algunos de sus coetáneos se preguntaban «quién es este» (Mt 8,27). Los
mismos apóstoles, ante el milagro de andar sobre las aguas, ven en Él una significación
tan trascendente, por lo cual lo adoran (Mt 14,33). Pero la humanidad de Cristo, además
de evocar una significación más elevada, es, realmente, aquello que significa. Es decir,
Jesús de Nazaret no solo hace referencia a Dios, sino que realmente es Dios. En este
caso, el signo y el significado se identifican. Por ello, a la pregunta sobre su persona,
Pedro responde con la afirmación de su mesianidad (Mt 16,16). Y el mismo Jesús repite y
testifica su identidad con el Padre (Jn 14,7-11).
Si ahora, desde la definición formal de «sacramento», recurrimos a la definición
personalista como encuentro, se cumple aún más plenamente en la persona de Jesucristo,
dado que la mismidad de Dios se da en el Hijo, de forma que Jesús llega a decir al apóstol
Felipe que quien le ve a Él, ve al Padre (Jn 14,9). El encuentro entre Cristo y el Padre se
da en la mismidad de la naturaleza del Padre y del Hijo en el seno de la Trinidad; lo cual

25
G. L. MÜLLER, Dogmática. Teoría y práctica de la teología (Herder, Barcelona 1998) 662.
26
Otras nomenclaturas fueron rechazadas por el Magisterio. Por ejemplo, la Congregación para la Doctrina de la Fe
condenó la interpretación de los sacramentos como «celebraciones del pueblo que lucha»: instrucción Libertatis
nuntius, 16. A esa interpretación se acercan las obras de C. FLORISTÁN, Los sacramentos signos de liberación (Mañana,
Madrid 1977); L. BOFF, Los sacramentos de la vida (Sal Terræ, Santander 1978); J. Ma. CASTILLO, Símbolos de libertad.
Teología de los sacramentos (Sígueme, Salamanca 1981).
11

Jesús expresa también en su vida al afirmar: «Yo y el Padre somos una misma cosa» (Jn
10,30).
Respecto a los sacramentos, entendidos como «comunicación con Cristo» y «medios de
comunicación del hombre con Dios», se podría repetir la misma o parecida argumentación,
puesto que la «comunión» de Cristo con el Padre es de naturaleza: comunican en la
mismidad de su ser divino en el seno de la Trinidad.
En consecuencia, estos breves trazos son los que justifican la afirmación de los teólogos
que denominan a Jesús el «protosacramento» o el primer sacramento o, simplemente, el
sacramento de Dios, dado que cumple en su persona la definición de sacramento con
relación al Padre27.
Zubiri, ante la teoría de algunos teólogos que pretenden aplicar a la Iglesia el término de
«protosacramento», escribe que este término no cabe referirlo a la Iglesia, sino solo y
exclusivamente a Cristo:
«Es muy usual, sobre todo en la teología actual, decir que la Iglesia es sacramento radical.
Pero eso me parece que es absolutamente falso. El sacramento radical es Cristo, que es
sacramento subsistente […] La vida personal de Cristo era la constitución de un Yo
teántrico, que expresa y refluye a un tiempo en la índole teántrica de su realidad sustantiva.
Esta influencia es lo que, en el caso de todos los hombres, he llamado intimidad. En Cristo
era una intimidad última y radical, en la que Cristo vivía por identidad (de naturaleza,
empleando el lenguaje de Calcedonia) con el Padre, en una intimidad en la que él tenía la
verdad vivida de su propia realidad y de su relación con el Padre»28.
Y Zubiri añade que la sacramentalidad de Cristo se manifiesta fundamentalmente cuando
sigue actualizando su pasión, muerte y resurrección en la vida de los creyentes; es decir,
«en esas acciones de Cristo, por las cuales va deiformando y configurando en forma de
muerte y resurrección a los otros cristianos». De ahí su teoría sobre los sacramentos, a
partir de la sacramentalidad originaria de Cristo:
«Por eso yo creo que la teoría del sacramento tiene que estar apoyada en estos dos
pivotes: en primer lugar, la sacramentalidad subsistente de Cristo, y, en segundo lugar, la
dimensión de dominancia y de poder, en el cual y según el cual se va produciendo la
presencia y la figura misma de la pasión, muerte y resurrección en el ser (no en la realidad)
de los demás cristianos, cada uno en sus propias modalidades personales»29.
En resumen, sin demasiadas consideraciones conceptuales, lo que la teología clásica
denomina «sacramento» se cumple de un modo eminente en la persona de Jesucristo. En
efecto, con terminología sacramentaria, cabe definirlo en estos términos: Jesús de
Nazaret es el signo en el tiempo que significa a Dios y Él mismo «causa» a Dios, por
cuanto es uno con Él. Así se expresa el eminente teólogo Matthias Josef Scheeben:
«En el sentido de que hay unión real de lo oculto con lo visible, los misterios del
cristianismo en su mayoría son misterios sacramentales. La Trinidad no lo es, por lo menos
no lo es directamente en sí, solo llega a serlo de un modo mediato en el Hombre-Dios […]
Él es el gran sacramento, el sacramentum de la piedad, como la Vulgata traduce en este
pasaje de un modo significativo el griego mistêrion, “que ha manifestado en carne” (1 Tim
3,16). Lo sobrenatural, en el sentido más elevado, se unió en este caso, del modo más
íntimo y real, con la humanidad visible, con la carne, como suele llamarse la humanidad
precisamente por su carácter visible, y se unió de tal manera, que, si bien está presente
substancial y personalmente en la carne, no obstante queda oculta en la misma»30.
4. La Iglesia, «sacramento de Cristo»
Asimismo, esas tres definiciones de «sacramento» se cumplen también en la Iglesia,
entendida como «sacramento de Cristo». En efecto, si atendemos a las cinco imágenes de
la Iglesia que se exponen en la Eclesiología31, en todas ellas se cumplen las tres
características que confluyen en la definición formal de «sacramento».
27
La denominación de Cristo-sacramento se menciona ya en las obras de san Agustín. El obispo de Hipona designa a
Cristo como «gran sacramento»: Sermo 200; PL 38,1029; Sermo 201: PL 38,1031; Sermo 293: PL 38,1330, etc.
Asimismo, le denomina sacramentum mediatoris: Epistola 166: PL 33,723; Epistola 190: PL 33,861, etc. C. ISQUIERDO,
«Mediatoris Sacramentum: Cristo mediador en san Agustín»: ScrTheol 39 (2007)735-763.
28
X. ZUBIRI, El problema teologal del hombre, o.c., 427.
29
Ibíd., 348-349.
30
M. J. SCHEEBEN, Los misterios del cristianismo, o. c. 591.
12

1a La Iglesia es un «signo sensible», tanto si se la interpreta como «sociedad espiritual»,


como cuando se la denomina «pueblo de Dios», «cuerpo de Cristo», «templo del
Espíritu» o «comunión». Todas estas cinco imágenes expresan la visibilidad de la
Iglesia. Como es sabido, la Eclesiología nace como tratado específico teológico,
precisamente, con el intento de mostrar –contra la interpretación luterana- que la
Iglesia es una realidad visible y social, jerárquicamente instituida por Cristo.
2a Esa diversa especificidad institucional, de acuerdo con cada una de esas cinco
eclesiologías, no se queda en la materialidad del signo externo, sino que todas ellas
evocan una realidad trascendente, pues esa diversidad de imágenes sensibles alude a
una significación más elevada. En concreto, la Iglesia no es una simple sociedad, ni un
cuerpo físico, ni un templo material, ni siquiera una comunidad de personas, sino que
trasciende esas imágenes para evocar una realidad nueva, con significación
específicamente sobrenatural.
3a Esa significación trascendente de cada una de las cinco imágenes no se queda en la
simple evocación de algo ideal; tampoco se refiere exclusivamente a los medios de
salvación que ofertan, sino que esas imágenes son trascendentes: realmente,
significan –causan- lo que evocan. La Iglesia es, en verdad, una «sociedad
sobrenatural», es el «nuevo pueblo de Dios», es el «cuerpo misterioso de Cristo», es el
«templo del Espíritu», es la «comunión» real con la vida de Cristo, de este con los
fieles y de los bautizados entre sí.
En una palabra, las imágenes sensibles con las que se intenta explicar la riqueza
misteriosa de la Iglesia no solo evocan la propia persona de Jesús, sino que, en cierto
sentido, la Iglesia se identifica con Él. Como escribe Pablo VI: «La Iglesia es el signo
sagrado que nos expresa y confiere a Cristo» 32. O, como enseña san Juan Pablo II: «La
Iglesia fundada por Cristo […] es signo e instrumento de la gracia […], y lo es por la
administración de los sacramentos»33. Con otras palabras, la «Iglesia es el sacramento de
Cristo».
Es tan íntima la relación que existe entre Cristo y la Iglesia, que en algunas expresiones
del NT se les identifica (Hch 9,5; 1 Cor 12,12). En consecuencia, cabe definir a la Iglesia
como «sacramento de Cristo», puesto que es el signo visible en el tiempo que evoca a
Cristo y se identifica con Él.
De modo semejante, la definición de sacramento como encuentro con Cristo, también se
cumple en esas cinco imágenes que han servido a los eclesiólogos para interpretar el
misterio de la Iglesia. Zubiri insiste en denominar a Cristo «sacramento subsistente»; con
otras palabras, la persona de Cristo subsiste en la Iglesia como «sacramento», o mejor
aún: «la vida de Cristo sobre la tierra es un sacramento subsistente» en la Iglesia 34.
En efecto, que Cristo y la Iglesia están estrechamente unidos es lo que motiva el tema
teológico de la «necesidad de la Iglesia para la salvación», tan predicada y exigida por los
Padres y el Magisterio. La razón última es que solo en la Iglesia se encuentra a Cristo.
Asimismo, ese «encuentro» entre Cristo y la Iglesia es la razón última que explica el
principio, tan repetido como estudiado por la eclesiología, «fuera de la Iglesia no hay
salvación».
Finalmente, justificar la noción de sacramento, referido a la Iglesia como «comunicación»
de Cristo y de la Iglesia con los hombres, sería volver a repetir la argumentación. Baste
consignar que las diversas eclesiologías lo que buscan es descubrir el misterio de la
Iglesia, en la cual y por la cual, además de la eficacia de la obra salvadora, se comunica la
persona misma de Jesucristo.
La convicción de que definir a la Iglesia como «sacramento de Cristo» aclara el misterio de
la Iglesia, es lo que explica que no solo haya sido objeto de estudio por parte de los

31
La doctrina de la Iglesia-sacramento se surte, en buena medida, de las ideas de Odo Casel en su importante obra El
misterio del culto cristiano (Dinor, San Sebastián 1953)
32
PABLO VI, Alocución (19-11-1966).
33
JUAN PABLO II, Homilía en Barcelona (7-11-1982)
34
X. ZUBIRI, El problema teologal del hombre, o.c. Expresiones muy similares, con el mismo sintagma, las repite en esta
misma obra; cf. págs. 312, 348, 427, 436, 438.
13

teólogos, sino que también el sintagma se repita en los documentos del Concilio Vaticano
II (cf. LG 1; 9; 48; SC 5; 26).
Posteriormente, el Magisterio pontificio repite la misma expresión. Por ejemplo, Pablo VI la
usa profusamente (EN 23; 28; 38, etc.). y en el importante documento el Credo del Pueblo
de Dios, sin consignarla literalmente, la supone al afirmar que los sacramentos «manan»
de la Iglesia, al tiempo que profesa que son los medios por los cuales Cristo la
perfecciona:
«Durante el transcurso de los tiempos, el Señor Jesús forma a su Iglesia por medio de los
sacramentos que manan de su plenitud. Porque la Iglesia hace por ellos que sus miembros
participen de la muerte y resurrección de Jesucristo, por la gracia del Espíritu Santo, que la
vivifica y mueve» (CPD 19).
Asimismo, Juan Pablo II ha hecho uso frecuente de este sintagma. He aquí un ejemplo:
«La Iglesia, fundada por Cristo sobre Pedro y los Apóstoles […] es sacramento universal de
salvación, signo e instrumento de la gracia de Cristo en la que renacemos a vida nueva. Lo
es por su figura visible, que recuerda a los hombres la presencia divina. Lo es por la
predicación de la Palabra de Dios y la administración de los sacramentos»35.
Juan Pablo II va más allá al afirmar: «La Iglesia, al tomar conciencia cada vez más viva de
este misterio, se ve mejor a sí misma sobre todo como sacramento» (DoV 63). Más aún, el
papa Juan Pablo II aúna la sacramentalidad de Cristo referida al Padre y la
sacramentalidad de la Iglesia con relación a Cristo (DoV 64). No obstante, en esta misma
encíclica, fija el sentido exacto de esta expresión en los siguientes términos: «Cuando
usamos la palabra sacramento referida a la Iglesia, hemos de tener presente que en el
texto conciliar la sacramentalidad de la Iglesia aparece distinta de aquella que, en sentido
estricto, es propia de los sacramentos» (DoV 64).
Esta enseñanza magisterial ha sido precedida por los estudios de los teólogos, que, a
partir de la doctrina de los Santos Padres, con el fin de la renovación del tratado teológico
de Eclesiología, introdujeron el término «sacramento» para explicar el misterio de la
Iglesia. Uno de los pioneros, el P. Otto Semmelroth, escribe:
«La realidad sacramental fue creada para el hombre, sacramenta propter homines. Por esta
razón debe fundarse en la naturaleza misma el que “antes” de los sacramentos particulares
haya un sacramento original que trascienda a todos […] El mismo Cristo es el prototipo de
toda sacramentalidad. En él se define la ley fundamental de la economía salvífica de Dios,
en el sentido de que Él, partiendo de su invisibilidad espiritual, llega a nuestra proximidad
personal y, precisamente por eso mismo, encarnada, para que nosotros los hombres –
espíritu en el cuerpo- pudiéramos acercarnos a Él en su encuentro personal. Este
sacramento original, Cristo, viene ahora a esta existencia nuestra humana, ligada al tiempo
y al espacio por medio de la Iglesia, como sacramento de la humanidad y, mediante los
sacramentos particulares, como sacramento de cada uno de los hombres»36.
5. El término «sacramento» aplicado a Cristo, a la Iglesia y a los signos sacramentales
Algunos mantenían cierta reserva para aplicar la noción de sacramento a Cristo y a la
Iglesia37. Ahora bien, la consideración de Cristo y de la Iglesia, definidos como
sacramento, no desfigura, sino que enriquece y aporta una nueva luz para comprender la
noción de los siete sacramentos de la Iglesia. En efecto, el ser y la grandeza de los
sacramentos cristianos se descubren a la luz de la riqueza que encierra ese mismo
término cuando se aplica con propiedad a Cristo y a la Iglesia. Más aún: como ya hemos
consignado, donde se da el genuino sentido del término «sacramento» es en Cristo, que –
en terminología escolástica- cabría definir como el analogatum prínceps. Y de esa riqueza
genuina y originaria participa la noción de sacramento referida a la Iglesia y a los siete
signos sacramentales.
35
JUAN PABLO II, Homilía en Barcelona (7-10-1982). El papa Juan Pablo II hizo uso frecuente de esa misma expresión.
Por ejemplo, la encíclica Dominum et vivificantem enuncia la quinta parte con este significativo título: «La Iglesia,
sacramento de la unión íntima con Dios», cf. 61, 63-64, también 9. Asimismo, en la encíclica Ut unum sint 5.
36
O. SEMMELROTH, La Iglesia como sacramento radical (Dinor, San Sebastián 1963) 64-65. Juanto con Semmelroth,
otros teólogos, fundamentalmente del ámbito alemán, se asociaron a la doctrina de la Iglesia-sacramento. Es el caso
de K. Rahner, H. Volk, L. Scheffczyk, W. Kasper. Esta sentencia es ya común entre los autores y el Magisterio.
37
A un padre conciliar que demandó por qué razón se aplicaba el nombre de «sacramento» a la Iglesia, la Comisión
conciliar respondió que era común en los Santos Padres aplicar este término a Cristo y a la Iglesia: «Relatio n.9 LG».
14

Esta enseñanza es ya común entre los teólogos. Por ejemplo, el padre H. De Lubac
describe esa triple significación de la teología sacramentaria en los siguientes términos:
«La Iglesia es un misterio, lo cual equivale a decir que es también un sacramento. Además
de ser la depositaria total de los sacramentos cristianos, ella misma es el gran sacramento
que contiene y vivifica a todos los demás. Ella es en el mundo el sacramento de Jesucristo,
de igual manera que el mismo Jesucristo es para nosotros, en su humanidad, el
sacramento de Dios»38.
Por su parte, el papa Pablo VI, al tiempo que justifica el uso del término sacramento,
reasumió la triple dimensión de esta palabra, referida a Cristo, a la Iglesia y a los siete
signos sacramentales en los siguientes términos:
«Un modo eminente y muy cercano a la experiencia común, sirviéndose de cosas sensibles
y familiares para adentrarnos en el misterio del reino de las realidades espirituales, es el
camino de los signos. El signo: esta palabra de nuestra doctrina es una palabra clara y
polivalente. Vosotros sabéis cómo sobre ella se basa la doctrina de los sacramentos; el
sacramento es, de hecho, “un signo de cosa sagrada”, no solo esto, sino que tiene además
particulares virtudes santificadoras (STh III q.60 a.1-2); y sabréis también cómo este
término de signo y sacramento se aplica al mismo Cristo, como “imagen de Dios invisible”
(Col 1,15); y ahora especialmente, después del Concilio, se atribuye a la Iglesia. La Iglesia
es el signo sagrado que nos expresa y que nos confiere a Cristo. Observando a la Iglesia
debemos entrever a Cristo. La visibilidad material y temporal de la Iglesia debe servirnos
para tener una visión atemporal y espiritual del Señor»39.
En resumen, la noción de sacramento, en sus tres acepciones de signo eficaz, de
encuentro con Cristo y de comunicación con los hombres, aúna la relación Dios-Cristo-
Iglesia-Sacramentos. A partir de la corporeidad humana y de la necesidad adherente a su
ser de moverse por lo sensible, Dios se ha hecho visible en la Encarnación. A su vez, la
visibilidad de Cristo se hace patente en la Iglesia, su cuerpo místico, y esta actúa por
medio de siete signos sensibles que acusan la presencia de Cristo actuante en seis
sacramentos o la persona misma de Jesús presente en la Eucaristía. Al mismo tiempo
que, también de un modo visible, Jesús hace eficaz la nueva vida de la gracia. De este
modo, la Iglesia garantiza al hombre su salvación de un modo sensible por medio de los
sacramentos que administra y que el cristiano recibe. Así podemos comprender en toda su
hondura la definición de sacramento que formula el Catecismo de la Iglesia Católica:
«Los sacramentos son signos eficaces de la gracia, instituidos por Cristo y confiados a la
Iglesia por los cuales nos es dispensada la vida divina. Los ritos visibles bajo los cuales los
sacramentos son celebrados significan y realizan las gracias propias de cada sacramento.
Dan fruto en quienes los reciben con las disposiciones requeridas» (CCE 1131)40.
No será difícil descubrir en esta definición tan sintética los constitutivos esenciales que la
teología integra en el concepto sacramento, que ahora –tras dignificar su genuino sentido
a la luz de definir a Cristo como sacramento del Padre y a la Iglesia como sacramento de
Cristo- pasamos a exponer.

6. Los siete sacramentos, signos visibles y eficaces de la acción de Cristo y del


Espíritu Santo en la Iglesia
Dado que Cristo es el «sacramento del Padre» y la Iglesia es el «sacramento de Cristo»,
se deduce que la estructura de la Iglesia es sacramental. Esto significa que su misma
naturaleza es de índole sacramentaria. Santo Tomás lo expresa de una forma plástica
cuando escribe: «Ecclesia fabricata a sacramentis»41. Es decir, la Iglesia, en su más íntimo
ser, está constituida por los sacramentos y ella misma se expresa, fundamentalmente, por
los signos sacramentales. Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: «Los
38
H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia (Desclée, Bilbao 1958) 197.
39
PABLO VI, «Alocución» (19-11-1966).
40
En los escritos de los últimos papas encontramos otras descripciones de los sacramentos. Por ejemplo, Pablo VI
escribe: «Los sacramentos son acciones de Cristo, que las administra por medio de los hombres. Y así los sacramentos
son santos por sí mismos y por la virtud de Cristo: al tocar los cuerpos, infunden gracia en las almas» (MF 21). Y Juan
Pablo II: «Los sacramentos son signos eficaces de la presencia y de la acción salvífica del Señor Jesús en la existencia
cristiana» (EV 84)
41
SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comm. in 1 Cor 11,2.
15

sacramentos son “de la Iglesia” en el doble sentido de que existen “por ella” y “para ella”»
(CCE1118). Y el papa Benedicto XVI formula la misma verdad en estos términos: «La
Iglesia se recibe y al mismo tiempo se expresa en los siete sacramentos, mediante los
cuales la gracia de Dios influye concretamente en los fieles» (SCa 16).
De ahí deriva que los siete sacramentos no constituyan un elemento secundario de la
Iglesia, sino que expresan su más íntima naturaleza: brotan de su ser sacramental. Y,
mediante los sacramentos, la Iglesia comunica a los creyentes la gracia salvadora de
Cristo. Como enseña la constitución Sacrosanctum Concilium: «Los signos sensibles
significan y cada uno a su manera realizan la santificación del hombre» (SC 7). La
constitución Lumen Gentium afirma: «La vida de Cristo se comunica a los creyentes,
quienes están unidos a Cristo paciente y glorioso por los sacramentos, de un modo
misterioso, pero real» (LG 7). Y, como se dirá más abajo, esa nueva vida la comunican los
sacramentos mediante la acción del Espíritu Santo.
En efecto, mediante los sacramentos, la Iglesia re-presenta (hace presente) las acciones
históricas de Cristo y lleva a efecto su obra salvadora mediante la acción del Espíritu
Santo. El Catecismo de la Iglesia Católica, en una audaz comparación, pone cierta
similitud entre las acciones que Cristo llevó a cabo durante su vida pública y la
administración de los sacramentos, tal como hoy lo hace la Iglesia:
«Las palabras y las acciones de Jesús durante su vida oculta y su ministerio público eran
ya salvíficas. Anticipaban la fuerza de su misterio pascual. Anunciaban y preparaban
aquello que Él daría a la Iglesia cuando todo tuviese su cumplimiento. Los misterios de la
vida de Cristo son los fundamentos de lo que en adelante, por los ministros de su Iglesia,
Cristo dispensa en los sacramentos» (CCE 1115)
Y el Catecismo garantiza tal aserto con esta sentencia del papa san León Magno: «Lo que
era visible en nuestro Salvador ha pasado a sus sacramentos» 42. Esta enseñanza del
papa León evoca una novedosa verdad: lo que Cristo, durante su vida pública, llevaba a
cabo de un modo externo (público) mediante su actuar humano-divino, en la actualidad lo
realiza mediante estos signos misteriosos que la Iglesia y la teología denominan
«sacramentos».
Sentencia parecida la escribió con admiración san Ambrosio: «¡Cristo, te me has
manifestado cara a cara: te encuentro en tus sacramentos!» 43. O sea, si los coetáneos de
Jesús lo descubrían por los sentidos, los cristianos lo encontramos en los sacramentos,
también signos sensibles, pues, como escribe J. Ratzinger: «También mediante los signos
del mundo material entramos en contacto con Dios. Dicho de otra manera: los signos son
expresión de la corporalidad de nuestra fe. Con otras palabras: los sacramentos son una
especie de contacto con el mismo Dios: demuestran que la fe no es puramente espiritual,
sino que entraña y genera comunidad»44.
Estas consideraciones sobre el ser de los sacramentos, como signos eficaces por los que
Cristo actúa en y por medio de la Iglesia, nos retrotraen al modo como Cristo actuaba en
su existencia terrena. Con otras palabras, a la manera como Jesús en su vida pública
realizaba obras salvadoras, en la actualidad las lleva a término en su existencia gloriosa –
desde el cielo- a través de los sacramentos. Así se expresa el Catecismo de la Iglesia
Católica:
«Sentado a la derecha del Padre" y derramando el Espíritu Santo sobre su Cuerpo que es
la Iglesia, Cristo actúa ahora por medio de los sacramentos, instituidos por Él para
comunicar su gracia. Los sacramentos son signos sensibles (palabras y acciones),
accesibles a nuestra humanidad actual. Realizan eficazmente la gracia que significan en
virtud de la acción de Cristo y por el poder del Espíritu Santo» (CCE 1084).

42
«Quod itaque Redemptoris nostri conspicuum fuit, in sacramenta transivit»: SAN LEÓN MAGNO, Sermo 74,2: PL
54,398.
43
SAN AMBROSIO, Apologia prophetae David, XII, 58: PL 14,875.
44
J. RATZINGER, Dios y el mundo. Creer y vivir en nuestra época. Una conversación con Peter Seewald (Galaxia
Gutenberg, Barcelona 2002) 377. En este amplio texto, el entrevistador cita esta expresión de Goethe referida a los
sacramentos de la Iglesia Católica: «Son no solo lo más sublime de la religión, sino también el símbolo sensible de una
extraordinaria benevolencia y gracia divinas»: ibíd., 133.
16

De ahí esta afirmación del Magisterio que resalta esa presencia tan cualificada de Jesús
en la administración de los sacramentos. La Iglesia apoya su doctrina en las palabras de
los Santos Padres. Así, por ejemplo, san Agustín escribe: «Que bautice Pedro, o Pablo, o
Judas, siempre es Él el que bautiza»45. Y san Agustín confirma que esta misma presencia
de Cristo se debe afirmar también de los demás sacramentos, en cuanto en ellos actúa el
amor de Dios, pues, según el santo, «al alma le atrae el amor» (cf. SC 7).
En concreto: los sacramentos son los signos eficaces por los que la acción de Dios se
lleva a cabo por medio del Verbo encarnado, el cual, glorificado en el cielo, actúa mediante
la Iglesia, la cual, a su vez, cumple su misión, fundamentalmente, por los sacramentos,
que son presencias cualificadas de Cristo, su divino Fundador.
Eugenio d´Ors escribió que «el pensamiento debía ser dibujado» 46. Pues bien, si resulta
difícil expresar conceptualmente las verdades de la fe, es tarea casi imposible
representarlas gráficamente. Pero en un intento de aproximación, podría ilustrarse en el
siguiente cuadro esquemático:

DIOS Jesucristo Jesucristo, sacramento del Padre

JESUCRISTO Iglesia La Iglesia, sacramento de Jesucristo

Bautismo
Confirmación
Eucaristía
IGLESIA Sacramentos Penitencia
Unción de los enfermos
Orden sacerdotal
Matrimonio
El misterio insondable de Dios se hace visible y eficazmente salvífico en la persona de
Jesucristo, que se define como «el sacramento de Dios-Padre». A su vez, la presencia
invisible del Verbo encarnado se actualiza y se hace eficazmente presente en la Iglesia,
que es el «sacramento de Jesucristo».
Finalmente, la Iglesia –fabricata a sacramentis, como sentenció Tomás de Aquino- actúa
mediante los siete sacramentos, que son los signos sensibles por los que el proyecto
salvífico de Dios se lleva a término por medio de Jesucristo a través de la Iglesia por la
acción eficaz del Espíritu Santo, que actúa por medio de estos siete signos eficaces de la
gracia.
Los sacramentos son, en efecto, los «instrumentos separados» que santo Tomás
denomina gráficamente como las «huellas de Cristo» 47. En una palabra, como titula el P.
Cándido Aniz uno de sus comentarios a la doctrina sacramentaria del Aquinate, «los
sacramentos son prolongación del misterio de Cristo» 48.
En resumen, los sacramentos cristianos hacen referencia directa a la misma Persona de
Jesucristo. Primero, porque en Él tiene su origen. Segundo, porque ellos comunican su
vida (gratia Christi)49. Tercero, porque son signos sensibles del Cristo encarnado, pues,
conforme escribe la literatura tomista, «los sacramentos son reliquias divinas de la
encarnación». Cuarto, asimismo, los sacramentos hacen referencia directa a la Iglesia, tal
como enseña la tradición patrística y consigna la constitución Sacrosanctum Concilium
(SC 5), con palabras de san Agustín: «Del costado de Cristo dormido en la Cruz brotaron
los sacramentos, por los que se constituye la Iglesia» 50.

45
SAN AGUSTÍN, In Iohannis Evangelium VI,7, en Obras completas, XIII (BAC, Madrid 2005) 130: PL 35,1428. Lo mismo
repite al hablar de que el ministro sea indigno: ibíd., VI, 10, en ibíd.., 133.
46
E. d´ORS, Autogeografía (La Veleta, Granada 1997) 134.
47
In Psalmos, pars. 16, n.1.
48
C. ANIZ, «Introducción general al tratado de los sacramentos», en SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, XIII
(BAC, Madrid 1957) 6.
49
«Los sacramentos significan la gracia y confieren la gracia, significan la vida y dan la vida» (DoV 63).
50
SAN AGUSTÍN, In Iohannis Evangelium, XV,8, en Obras completas, o.c., XIII, 348: PL 35,1513.
17

Ante esta grandeza y originalidad de los sacramentos cristianos, convendría reservar el


término sólo para los siete sacramentos y no trivializar su nombre para otras expresiones
de la existencia cristiana51. Igualmente, se consideran insuficientes algunas teorías que
pretenden explicar los sacramentos desde aspectos que no ponen de relieve la
sacramentalidad de Cristo y de la Iglesia 52. A este respecto, es preciso valorar la
importancia de los sacramentos en la doctrina del Concilio Vaticano II y su influencia en la
reforma de la teología sacramentaria53.
II. ORIGEN DE LOS SACRAMENTOS
Dada la importancia y el significado de los sacramentos, su origen debe situarse en la
misma voluntad de Cristo. Los teólogos argumentan así: solo Dios puede ser autor de los
sacramentos, pues, si solo Dios crea en el orden natural («crear» es exclusivo de Dios),
también solo Dios crea el mundo sobrenatural, propio de los sacramentos.
Es, pues, claro que los sacramentos, por su natural originalidad y excelencia, no pueden
dimanar solo de la Iglesia, ni ser el resultado de su capacidad de crear formas nuevas, y
menos aún pueden ser fruto de sus aportaciones pastorales o catequéticas. Tampoco
pudieron originarse a lo largo de la historia de la Iglesia como proceso evolutivo de los
ritos litúrgicos. Con menor razón cabe interpretarlos al modo de un desarrollo normal del
hecho religioso cristiano, tal como ha sido común en los «misterios» de las religiones
paganas, que tenían vigencia en el área geográfica en la que se desarrolló el cristianismo.
Su origen se sitúa en el ser mismo del Verbo encarnado, en la sacramentalidad original de
Jesucristo y su permanencia misteriosa en la Iglesia, tal como acabamos de mostrar.
Es cierto que en todas las expresiones religiosas se practican algunos ritos, mediante los
cuales, quienes los realizan lo hacen con el fin de comunicarse con la divinidad. A este
respecto, se mencionan los «cultos mistéricos» de la historia de las religiones, que se
desarrollaron desde el siglo VII a. de C. en Grecia y Roma, y que perduraron hasta la
caída del Imperio. Estas religiones paganas tenían determinados ritos para iniciados,
mediante los cuales los fervorosos se comunicaban con los dioses. Las denominadas
religiones mistéricas eran el resultado del maridaje del espíritu religioso greco-romano con
la ascética oriental.
En las religiones tenían lugar ritos cualificados, casi siempre de sentido mágico, que
encerraban cierto automatismo entre los signos al uso en cada religión y los efectos que el
devoto se proponía alcanzar. Se cría que se daba cierta causalidad mecánica entre el
efecto y la causa. Los dioses actuaban al ritmo en que se ejecutaban tales acciones
simbólicas del culto por parte de los sacerdotes o por sus fieles que los invocaban 54.
Pero la diferencia máxima entre los misterios paganos y los sacramentos cristianos
consiste en la genuina concepción de los «misterios de Cristo» tal como de estos ha
elaborado la doctrina de Odo Casel: las acciones salvíficas de Cristo han tenido lugar en el
tiempo, pero lo trascienden, pues acontecen como actos salvíficos, a modo de co-
realización en la celebración litúrgica de los sacramentos 55. Por el contrario, las acciones
del culto pagano eran acciones puntuales y simultáneas al momento en que se realizaban.
Los misterios de la pasión, muerte y resurrección de Cristo –cuyos frutos comunican los
sacramentos- no se repiten, sino que se actualizan y se presencializan o hacen presentes
51
Leonardo Boff habla del «sacramento del vaso» de agua fresca en los calores estivales; del «sacramento de la
colilla»; del «sacramento de la vela de Navidad», en: Los sacramentos de la vida.
52
Es el caso, por ejemplo, de las obras de J. Ma. Castillo, Codina, Schupp, y otros.
53
N. LÓPEZ MARTÍNEZ, «La sacramentología general en el posconcilio», Burg 34 (1993) 11-39.
54
Algunos han pretendido buscar similitudes entre esos gestos de las religiones paganas con los sacramentos
cristianos. Más aún, a partir del término griego mystêrion, se ha ideado un parentesco entre los «misterios» de las
religiones paganas y los «misterios cristianos». Ahora bien, las diferencias son muy marcadas. Por una parte, en
aquellos «misterios» era el sujeto quien pretendía influir en el dios o dioses, mientras que en el «sacramento» el
proceso es inverso: es la acción divina la que actúa en quien lo recibe. Como enseña santo Tomás: el sacramento «no
actúa en virtud de la justicia del hombre que lo da o que lo recibe, sino por el poder de Dios» (STh III q.68a.8; cf. CCE
1128). Asimismo, los «misterios» del paganismo encerraban siempre un cierto automatismo mágico; por el contrario,
los «sacramentos» cristianos hacen siempre referencia a la acción de Dios y a Cristo que en ellos actúa: ellos son los
verdaderos «misterios». Y solo en la medida en que el creyente comunica con el «misterio de Cristo», participa de la
gracia que este le comunica. En resumen, los sacramentos son simples signos –si bien eficaces- de la gracia salvadora
que Jesucristo ofrece a quienes los reciben.
55
O. CASEL, El misterio del culto cristiano (Dinor, San Sebastián 1953).
18

en el tiempo, pues con ellos, en expresión del NT, se dio la «plenitud de los tiempos» (Ef
1,10; Gál 4,4).
Con otras palabras, los actos históricos de Jesucristo son irreversibles. Ciertamente,
acontecieron en un momento determinado, tocaron la historia humana, pero persisten a lo
largo del tiempo: son, pues, permanentes. En este sentido, lo temporal de las acciones
humano-divinas de Cristo son asumidas en el siempre, y se hacen actuales
sacramentalmente. Este es el sentido genuino de la liturgia sacramentaria: la presencia
permanente de Jesús y de sus misterios salvíficos que se actualizan en la acción litúrgica.
En consecuencia, los antecedentes de los sacramentos no son esos ritos de las religiones
mistéricas. Solo cabría idear un punto de referencia lejano de los sacramentos con ciertos
ritos del AT, tal como menciona el Catecismo de la Iglesia Católica (CCE 1217-1222;
1334) y se repite en las catequesis de los Santos Padres. Por ejemplo, el pacto de Yahvé
con Noé después del diluvio (Gn 8,21-22); el sacrificio de pan y vino que realizó
Melquisedec (Gn 14,17-20); el sacrificio del cordero pascual (Ex 12,1-14); el rito del
carnero sobre el cual imponían las manos para pasar a él los pecados del pueblo y luego
lo sacrificaban (Ex 29,14-15); el macho cabrío que se «inmolará como sacrificio por el
pecado del pueblo» (Lv 16,15-22), etc.
Cierto eco veterotestamentario de los sacramentos se podría también encontrar en los
paralelismos que san Pablo rememora entre Moisés y Cristo (Rom 5,12-21) o entre el
paso del Jordán y el Bautismo cristiano (1 Cor 10,1-6), en el rito de la circuncisión… Pero,
como el Apóstol advierte de inmediato, «todas estas cosas les sucedieron en figura y
fueron escritas para amonestarlos a ustedes» (1 Cor 10,11). Por ello, frente a los signos y
culto del AT, san Pablo asevera que los bautizados están «santificados» y «han resucitado
a una vida nueva» (Rom 6,4). Del mismo modo, los cristianos son «justificados en el
nombre de nuestro Señor Jesucristo» (1 Co 6,11), de forma que, como se afirma acerca
de la naturaleza de los sacramentos, cada uno de ellos realiza lo que significa.
Un dato elocuente acerca de la diferencia entre los ritos del AT y los del NT es la amplia
reflexión de la carta a los Hebreos, que expone la novedad del sacerdocio y del culto
cristiano frente a los sacrificios del pueblo judío (Hb 1-6). Como enseña el Concilio de
Florencia (1439), los sacramentos difieren de los ritos del AT, pues «estos no producían la
gracia, sino que solo figuraban la que había de darse por medio de la pasión de Cristo;
pero los nuestros no solo contienen la gracia, sino que la confieren a los que dignamente
los reciben» (DzH 1310). Esta misma verdad ha sido recogida y definida por el Concilio de
Trento (DzH 1602).
Tema bien distinto es precisar cómo y cuándo Jesucristo instituyó cada uno de los siete
sacramentos. Ciertamente, el origen divino de los sacramentos es una verdad definida en
Trento contra la doctrina de Lutero, que afirmó que algunos sacramentos tenían origen
humano, en la praxis de la Iglesia. Esta es la literalidad del canon:
«Si alguno dijere que los sacramentos de la nueva Ley no fueron instituidos todos por
Jesucristo nuestro Señor, o que son más o menos de siete, a saber, bautismo,
confirmación, Eucaristía, penitencia, extremaunción, orden y matrimonio, o también que
alguno de estos no es verdadera y propiamente sacramento, sea anatema» (DzH 1601).
Esta definición dogmática ha iluminado en todo momento la reflexión teológica sobre la
doctrina sacramentaria posterior y la ha enriquecido notablemente al situar su origen en la
iniciativa y en el querer mismo de Jesucristo. Pero precisar en qué momento han sido
instituidos, carecemos de datos bíblicos suficientes. Lo que sí se confirma casi con
seguridad es que todos ellos existían en la época apostólica. Y en ningún caso consta que
los Apóstoles se atribuyesen el derecho fundacional sobre ninguno de los siete
sacramentos.
El tema es amplio y de nuevo será tratado en la sacramentología específica cuando se
hable del origen de cada uno de los sacramentos. No obstante, cabe adelantar que en los
Evangelios no nos consta cuándo Cristo instituyó uno a uno los siete sacramentos. Parece
que las palabras últimas de Jesús a los Apóstoles confirman el origen del Bautismo (Mt
28,19). Asimismo, san Juan relata el momento en que Jesús concede a los Apóstoles el
poder de perdonar los pecados (Jn 20,22-23).
19

Los sacramentos del Orden y de la Eucaristía se incluyen en el mandato expreso de Jesús


de hacer aquello en su nombre (Lc 22,19). Como diremos en su lugar, ofrecen mayores
dudas los sacramentos de la Confirmación, de la Unción de los enfermos y del Matrimonio,
pues carecemos de datos explícitos en boca de Jesús.
Santo Tomás argumenta que solo Cristo, en cuanto es Dios, puede actuar tan
profundamente en las almas como lo ejercen los sacramentos 56. Por eso, añade, solo el
Verbo encarnado puede ser el autor de los mismos. Pero, a su vez, afirma que Jesucristo
es también el autor de los sacramentos, en cuanto hombre, si bien «de diversa manera»,
pues, «en cuanto Dios, lo hace por propia autoridad», y, en cuanto hombre, «tiene la
potestad de ministro, o potestad de excelencia»57. Finalmente, el Aquinate llega a afirmar
que Cristo podría haber dado a «los hombres que pudiesen instituir sacramentos» 58.
La tradición teológica –incluso en la época medieval- no llegó a un consenso acerca de si
los siete sacramentos fueron instituidos inmediatamente o solo de forma genérica por
Jesucristo. En este último caso, habría concedido a los Apóstoles el poder de especificar y
fijar el sentido de alguno de ellos 59. La cuestión se suscitó con el origen del sacramento de
la Confirmación, pues se aseguraba que no pudo ser instituido antes de Pentecostés 60.
En resumen, en medio de las discusiones, los teólogos han ideado etas tres posibilidades:
1ª Institución inmediata (o in individuo): Cristo instituyó los siete sacramentos en cuanto a
su esencia o naturaleza, incluso determinando lo que la teología clásica denominó
«materia y forma», como elementos constitutivos de los mismos. Es la sentencia de
Tomás de Aquino.
2ª Institución mediata (o in specie). Admite dos formas: a) Cristo instituyó los sacramentos
sólo en su esencia, pero sin fijar «el signo sacramental que debe utilizarse», lo cual
llevaron a cabo los Apóstoles. Es la opinión mantenida por Hugo de San Víctor y san
Buenaventura. B) Jesús instituyó unos sacramentos «en forma específica» y otros de
«modo genérico» dejando a la Iglesia el poder de fijar el signo sacramental. Esta postura
la mantuvo, junto con otros, el teólogo tridentino Tapper.
Estas tres teorías –con matices diversos- se han repetido en las diversas épocas, incluso
después de la definición de Trento 61. Modernamente es más común la teoría de la
«institución mediata», tanto por las dificultades que originan los sacramentos de la
Confirmación y de la Unción de los enfermos como por las actitudes que ha asumido la
Iglesia62. Las tres teorías son plenamente católicas. Como escribe el P. Aniz: «Todas y
cada una de estas posibilidades están dentro de la más completa ortodoxia». Y añade:
«Pero no todas explican igualmente las variaciones que se han observado en los ritos
sacramentales de la Iglesia oriental y occidental, y aun dentro de la misma Iglesia
occidental»63.

56
STh III q.64, a.1.
57
Ibíd., a.3.
58
Ibíd., a.4.
59
Se cita a un autor del siglo XI que escribe: «La santa y universal Iglesia… tiene muchos sacramentos. Sin embargo,
tiene solamente dos transmitidos por el Señor en persona, otros fueron instituidos por los Apóstoles»: Libellus de
sacramentis: PL 150,857. Pero conviene tener a la vista que en esa época aún no se había fijado el sentido teológico
del término «sacramento». Otros autores distinguen entre «sacramentos principales» y la fórmula genérica «otros
sacramentos». San Pedro Damiano, que enumera hasta doce sacramentos y menciona «tres sacramentos más
importantes»; se refiere al Bautismo, Confirmación y Eucaristía. P. DAMIANO, Liber gratissimus, IX: PL 145,109.
60
Karl Rahner se cuestiona sobre la institución por parte de Cristo también de los sacramentos del Matrimonio y de la
Unción de los enfermos. K. RAHNER, La Iglesia y los sacramentos, o.c., 45.
61
Parece que, con la fórmula que asumió Trento: «Salva illorum substantia», el Concilio no ha querido dirimir la
cuestión. El hecho es que los teólogos postridentinos mantuvieron sentencias distintas. El tema se centra en la
interpretación de esa fórmula que asumió el Concilio.
62
Se argumenta que la Iglesia tiene cierto poder para determinar la «forma y la materia» (no solo el rito de
administración). Un caso concreto es el cambio introducido por Pío XII al determinar que la «materia» del sacramento
del orden no era la entrega de los instrumentos (como había sido sentencia común), sino la imposición de las manos.
No obstante, en la constitución Sacramentum ordinis (30-11-1944), subraya la doctrina de los concilios de Florencia y
de Trento. Por ello, profesa que cada uno de los sacramentos ha sido instituido por Jesucristo y recuerda la doctrina de
que la Iglesia no dispone de poder alguno para cambiar la «sustancia» de los sacramentos (DzH 3857).
63
C. ANIZ, «Introducción a “Suma teológica”» en SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, o.c., XIII, 108-109.
20

En todo caso, el hecho según el cual Jesucristo instituyó todos los sacramentos (si bien ha
dejado libre el modo de la institución) es una creencia que la Iglesia Católica ha mantenido
en todos los tiempos y se califica como una verdad de fe, a partir de las definiciones de los
concilios, especialmente de la doctrina definida en Trento.
III. DESARROLLO HISTÓRICO DE LOS SACRAMENTOS
Dada la novedad cristiana de los sacramentos –hasta el punto de que ni siquiera se
disponía del término adecuado para nombrarlos-, la fijación terminológica y la estructura
teológica estuvieron sometidas a una lenta evolución histórica, pues, desde el principio, en
el ámbito de la cultura cristiana escrita en latín, el término «sacramento» tuvo diversas
acepciones, algunas ajenas y otras más cercanas al carácter de «signo eficaz de la
gracia».
Como ya queda dicho, la nomenclatura latina deriva del griego mystêrion. Este término se
encuentra 27 veces en el NT (de los que 20 corresponden a los escritos de Pablo) y se
refiere a la riqueza insondable de Dios, bien sea en sí mismo o en sus planes salvíficos.
Por ello, es frecuente que también haga referencia a la persona misma de Jesucristo: se
trata, pues, del «misterio de Cristo». Así se repite en la carta a los Efesios (Ef 1,9; 3,3.4.9;
5,32; 6,19) Cristo es el misterio de Dios eternamente oculto y manifestado al final de los
tiempos. Pablo considera que su misión es dar a conocer el misterio insondable de Cristo
(Ef 3,4-7). De ahí que, lentamente, el término «misterio» llegase a significar la acción
sobrenatural salvífica de Jesucristo en su Iglesia.
A pesar de las lagunas históricas que existen en la crónica teológica del significado y
contenido del término «sacramento», señalamos algunos jalones que están unidos a
autores muy concretos64. Lo resumimos en los siguientes autores más significativos:
Tertuliano (160-222) Como ya queda consignado, la versión latina de los LXX y del NT
tradujo mystêrion por sacramentum. Pero fue Tertuliano quien lo aplicó y divulgó referido a
los signos por los que se comunica la gracia redentora. Tertuliano lo unió al concepto de
«cosa sagrada», pues sacra-mentum deriva de «sacro» y lo aplicó de inmediato al
Bautismo, como consagración del cristiano, al modo como el soldado se juramentaba a la
defensa de la patria (sacramentum militiæ). El Bautismo es el signaculum fidei, o sea, lo
que sella al cristiano con el signo de la fe 65.
En primer lugar, Tertuliano contrapone los ritos de las religiones paganas y los signos
sagrados de la Iglesia: aquellos no producían gracia alguna; estos, por el contrario, causan
efectos salvadores, pues son «misterios», que actúan operativamente en el creyente que
los recibe66. Él tiene a la vista, de modo preferente, el sacramento del Bautismo, pero se
siente impelido a refutar y alejarse de la doctrina del culto mistérico, propio de las
religiones paganas de su tiempo.
El escritor africano también contempla el efecto de otros sacramentos, en concreto –como
ya hemos consignado-, la Eucaristía y el Matrimonio. Por ejemplo, enumera las gracias
que otorgan sobre el creyente con relación a la resurrección de la carne. Así relata que la
carne es lavada, es ungida, es iluminada por el Espíritu y es alimentada con el cuerpo y la
sangre de Cristo67.
Además, para el jurista y teólogo africano, el sacramento comunica al que lo recibe un
efecto sobrenatural. El Bautismo le otorga un baño espiritual que limpia el alma, lo
santifica y le pone en camino de la salvación eterna: «El Espíritu Santo baja del cielo y
santifica el agua y así recibe el agua en sí la fuerza y virtud del Santo». Estos y otros
efectos del Bautismo, Tertuliano los argumenta en contra de los herejes; en especial en
los escritos contra los judíos y contra Marción.
A partir de la doctrina de Tertuliano, los autores posteriores encontraron el camino más
expedito para la futura doctrina sacramental. Sobre estas ideas iniciales, los Santos
64
Existen amplias monografías en distintas lenguas sobre las épocas y autores. En el campo de manuales, un extenso
estudio se encuentra en R. ARNAU, Tratado general de los sacramentos, o.c., 48-173.
65
TERTULIANO, De spectaculis, XXIV,2: CCL 1,248; PL I,656. De baptismo, I,1: CCL I,277; PL I,1197-1200.
66
ÍD., «Instrumenta divinarum rerum et sactorum christianorum»: Liber de præscriptionibus adversus hæreticos, XL,7:
CCL 1,220; PL 2,55.
67
ÍD., De resurrectione mortuorum, VIII,3: CCL 2,931; PL 2,806.
21

Padres sistematizarán lentamente la teología de los sacramentos, que culminará en la


Edad Media, especialmente con santo Tomás.
San Cipriano (210-258). Este obispo de Cartago, que tanta simpatía mostró en vida por
las obras de Tertuliano a quien denominaba el «maestro», repite de continuo el término
latino sacramentum, si bien con significaciones distintas. En ocasiones mantiene el sentido
original de «juramento» y en otras asume el sentido genuino cristiano, bien referido al
«misterio divino» o a los sacramentos como signos salvíficos. Estos últimos son los que
incorpora a la nueva perspectiva sacramental. A este respecto, cabe afirmar que san
Cipriano esclarece el sentido nuevo que les atribuyó Tertuliano como medios por los que
el creyente recibe la nueva vida. Así, por ejemplo, escribe que a los cristianos, «por la
gracia divina, se les concede los sacramentos de la unidad y la verdad de la fe» 68.
Asimismo, enseña que, «mediante los sacramentos, se llega a la vida cristiana» 69. Y todo
ello se alcanza mediante la acción del Espíritu Santo 70.
San Ambrosio (335-397). El obispo de Milán escribe ya una obra titulada De sacramentis,
si bien no se trata de un tratado teológico, sino de una catequesis a los fieles con el fin de
ilustrarles y hacer eficaz su recepción 71. Además, en san Ambrosio, el término
«sacramento» tiene todavía una significación genérica. Por ejemplo, habla del sacramento
del lavatorio de los pies72. No obstante, con relación al Bautismo y a la Confirmación,
menciona lo que la teología medieval denomina «carácter», pues enseña que los
cristianos están «sellados con el Espíritu Santo» 73.
San Agustín (354-430). Después de los intentos de los cuatro primeros siglos de la
literatura cristiana escrita en latín, fue san Agustín quien fijó con mayor rigor el sentido
teológico del término sacramentum. No obstante, los autores concuerdan en afirmar que
tampoco resulta fácil entender el significado exacto en cada uno de sus textos, dado que
el término sacramento se repite profusamente en sus numerosos escritos y con
significaciones diversas. Por ejemplo, habla del «sacramento de la encarnación», con lo
que se acerca a la denominación de Cristo como «sacramento» 74. Además, en sus obras
usa por igual los términos «sacramento» y «misterio». También en ocasiones los identifica,
si bien en otras los distingue: casi siempre el sacramentum alude al rito y misterium hace
referencia al contenido original de la gracia.
Sin embargo, a pesar de estas imprecisiones terminológicas y conceptuales, en san
Agustín encontramos ya esta definición de sacramento bastante ajustada: «Los signos
sagrados que se refieren a cosas divinas son llamados sacramentos» 75. Es decir, para san
Agustín el sacramento es un signo visible y eficaz de la gracia.
A este respecto, en controversia con los donatistas (que argumentaban que ellos eran la
verdadera iglesia puesto que tenían los sacramentos), san Agustín arguye que los herejes
tienen solo signos, pero no gozan de la vida que comunican. Para ello introduce una
terminología que tendrá éxito en la teología posterior, pues distingue entre sacramentum y
res sacramenti: Sacramentum (tantum = «solo, es el signo, lo visible; pero más decisivo
que el mero signo es la res sacramenti, dado que significa la gracia divina que se
comunica mediante el signo 76. Para san Agustín los sacramentos son signos que
santifican, pues aúnan el signo con lo significado. En este sentido, algunos autores
afirman que esta íntima unión causal se perdió en la teología posterior, que destacó sobre
todo el carácter de instrumento (que también le es propio), pero que oscurece la
causalidad del signo77.
68
SAN CIPRIANO, Epistola 70, III,3, en J. CAMPOS, Obras de san Cipriano. Tratados. Cartas (BAC, Madrid 1964) 665.
69
ÍD., 89.
70
Con referencia al Bautismo, escribe: «El agua sola no puede purificar y santificar al hombre si no tiene también al
Espíritu Santo»: ÍD., Epístola 74, V,4
71
SAN AMBROSIO, De sacramentis libri sex: PL 16,417-462.
72
ÍD., De virginitate, X,58: PL 16,281; ÍD., De mysteriis, VI, 32: PL 16,398.
73
ÍD., De Spiritu Sancto, I,6: PL 16,723.
74
SAN AGUSTIN, De natura et gratia, 2, en Obras completas VI (BAC Madrid, 1971) 722.
75
ÍD., Epístola 138,7, en Obras completas, XIa (BAC Madrid, 1987) 130.
76
Más tarde, los manuales distinguieron entre sacramentum tantum, o sea, el signo (significt et non significatur); res
tantum, es decir, la gracia que produce (significatur et non significat), y res et sacramentum o signo eficaz del
sacramento (significatur et significat).
77
R. ARNAU, Tratado general de los sacramentos, o.c., 75-76.
22

Así mismo, san Agustín explica cómo en el sacramento se integra la materia y las palabras
que fijan su significación. A él se debe la conocida expresión: «Añade la palabra al signo y
se realiza el sacramento». Esta es la doctrina agustiniana: «Quita la palabra ¿qué es el
agua sino agua? Se junta la palabra al elemento y se hace el sacramento, que es como
una palabra visible»78.
Finalmente, san Agustín desarrolla la doctrina sobre el carácter que imprimen algunos
sacramentos. En concreto, el Bautismo no solo concede la gracia, sino que le consagra a
Dios (lo «sella») y lo introduce en la Iglesia. Por ello, si el cristiano se separa, es como «el
soldado que deserta del ejército del emperador» 79.
Santo Tomás de Aquino (1225-1274). Esta categoría de los sacramentos, como «signos
sensibles y eficaces de la gracia», es la que alienta la teología medieval. A partir de la
doctrina de san Agustín, diversos teólogos de la Baja Edad Media, como Berengario de
Tours (+ 1088), Hugo de san Víctor (+ 1141), Abelardo (+ 1142), Pedro Lombardo (+ 1160)
y Sicardo de Cremona (+ 1215) estructuran la doctrina sacramentaria. Desde el siglo XII,
esta enseñanza ya está teológicamente elaborada: es la que sistematiza y desarrolla
ampliamente santo Tomás de Aquino.
El primero en enumerar los siete sacramentos fue Sicardo de Cremona, pero quien
fundamentó con rigor la doctrina sacramentaria fue Pedro Lombardo. No obstante, se
repite de continuo por los autores que quien elaboró la teología sacramentaria fue el
Aquinate, a quien cabe calificar como el «teólogo de los sacramentos». A su estudio
dedica seis amplias cuestiones (III q.60-65) y, a lo largo de 38 artículos. Así, por primera
vez y de un modo sistemático, santo Tomás expone un competo tratado sobre los
sacramentos en general. Los tomistas desarrollan el estudio de este tratado sobre estos
cinco epígrafes:
1. El misterio de Cristo, fuente de vida sobrenatural.
2. Los sacramentos, prolongación del misterio de Cristo en la Iglesia.
3. Extensión e influencia de la vida sacramental en la Iglesia.
4. Estado de perfección cristiana debido al sacramento y a la virtud.
5. Esquema de santo Tomás para el estudio de los sacramentos 80.
Pues bien, el esquema sobre el cual el Aquinate articula la teología sobre los sacramentos
es el siguiente:
- Definición de sacramento (III q.60, 8 arts.)
- Necesidad de los sacramentos (q.61, 4 arts.)
- La gracia, principal efecto de los sacramentos (q.62, 6 arts.)
- El «carácter», efecto de algunos sacramentos (q.63, 6 aarts.)
- Sobre las causas de los sacramentos: Jesucristo y los ministros (q.64, 10 arts.)
- Razón del número septenario de los sacramentos (q.65, 4 arts.)
En los amplios comentarios en esos 38 artículos de la Suma, santo Tomás expone con
detalle la naturaleza de los sacramentos, su íntima relación con Cristo y con la Iglesia, así
como el efecto santificador que producen en quien los recibe. El resultado confirma que,
en efecto, santo Tomás asume la tradición teológica anterior y elabora la doctrina
sacramentaria más amplia y original que existía en la tradición desde los Padres de la
Iglesia. El P. Aniz se expresa en estos términos:
«La exposición de santo Tomás sobre estos puntos supera en vigor y profundidad los
límites de toda verdad heredada. Apoyándose de continuo en san Agustín, en Hugo de san
Víctor, en Pedro Lombardo y en otros autores de la época, hace suya, personal, tomista, la
sistematización teológica. La doctrina sacramentaria cobra evidencia»81.
Juzgamos de especial relieve, para la comprensión de la naturaleza del sacramento, la
doctrina que el Aquinate resume en el breve artículo 3 de la cuestión 60. En la exposición
afirma que, en la santificación (a la cual se orientan los sacramentos), es «preciso

78
SAN AGUSTÍN, In Iohannis Evangelium LXXX,3, en Obras completas, XIV (BAC, Madrid 2009) 540.
79
ÍD., In Iohannis Evangelium VI,15, en Obras completas, o.c., XIII,141. ÍD., Contra Epistulam Parmeniani, II,28, en Obras
completas, XXXII (BAC, Madrid 1988) 289.
80
C. ANIZ, Introducción general al tratado de sacramentos, o.c., 3-12.
81
C. ANIZ, Introducción general al tratado de sacramentos, 6.
23

distinguir tres aspectos: la causa propia, que es la pasión de Cristo; su forma, que consiste
en la gracia y virtudes; y su último fin, que es la vida eterna». Y concluye:
«Los sacramentos significan todas estas realidades. Por tanto, el sacramento es, a la vez,
signo rememorativo de la pasión de Cristo, que ya pasó; signo manifestativo de la gracia,
que se produce en nosotros mediante esa pasión; y anuncio y prenda de la gloria futura»82.
Es así como los sacramentos aúnan el pasado, el presente y el futuro. En efecto, el
sacramento se origina en la realidad salvífica de la pasión, muerte y resurrección del
Señor. En este sentido, evoca el pasado. Pero ese acontecimiento divino se contemporiza
en el presente ocasionando la salvación y santificación de quienes los reciben.
Finalmente, conduce al creyente hacia el futuro, puesto que son la prenda de la salvación
eterna. La teología posterior designó a los sacramentos con una terminología exacta al
denominarlos como signo rememorativo (evoca un hecho acontecido en el pasado), signo
demostrativo (muestra la aplicación del hecho pasado al presente) y signo prognóstico
(pronostica el futuro, como realización plena del hecho histórico acaecido en el pasado.
Esta es la grandeza de los sacramentos, al tiempo que da lugar a su difícil comprensión,
pues evocan su significado originario, es decir, el misterio: los sacramentos son signos
cargados de misterio.
Esta doctrina medieval es asumida por el Magisterio. Así, por ejemplo, el Concilio de Lyon
(1274) recoge el catálogo de los siete sacramentos y los explica brevemente (DzH 860).
Más tarde, el Concilio de Florencia, en la bula Exultate Deo sobre la unión de los armenios
(22-11-1439), recopila la doctrina tomista y expone con cierto detalle la enseñanza sobre
cada uno de los sacramentos (DzH 1310-1327).
La teología sacramentaria es ampliamente comentada por los maestros del siglo XVI.
Sobre ella se asienta la enseñanza del Concilio de Trento que sale al paso de los errores
protestantes. En el Decreto sobre los sacramentos (3-3-1547) se expone con amplitud la
doctrina católica (DzH 1600-1630).
Con más detalle, en las sesiones conciliares bajo el pontificado del papa Julio III (11-10-
1551), los padres conciliares se ocupan de la doctrina acerca del sacramento de la
Eucaristía, del sacramento de la penitencia, de la Unción de los enfermos; del sacramento
del Orden y del Matrimonio (DzH 1635-1816).
La teología sacramentaria después del Concilio de Trento se mantuvo en la doctrina de los
grandes comentaristas a la Summa Theologiae de los siglos XVI-XVII. No obstante, tuvo
siempre a la vista la enseñanza tridentina como condena de la doctrina protestante. Con
ello adquirió un acento excesivamente apologético y jurídico.
El magisterio posterior se ocupó de otras cuestiones relacionadas con alguno de los
sacramentos. Por ejemplo, un decreto del Santo Oficio condena los errores del jansenismo
(7-12-1690) acerca de la fórmula del Bautismo (DzH 2327). Con ocasión de la crisis
modernista, Pío X rechaza varias proposiciones acerca de la naturaleza de los
sacramentos (DzH 3439-3441) y sobre cada uno de ellos (DzH 3442-3451).
Asimismo, la constitución Sacramentum ordinis de Pío XII (30-11-1947) establece la
materia y forma del sacramento del Orden (DzH 3857-3861).
Como final de la doctrina magisterial hasta el Concilio Vaticano II, la constitución
Sacrosanctum Concilium ensalza la acción de los sacramentos (SC 6; 59) y propone la
reforma de los ritos en su administración (SC 62-78). Del tema se ocupan también otros
documentos conciliares (LG 7; 33; PO 5; AA 2, etc.).
Posteriormente, los papas Pablo VI y Juan Pablo II han salido al paso de algunas
afirmaciones erróneas especialmente en torno a la Penitencia y a la Eucaristía. El rechazo
de algunos errores sobre la Eucaristía fue objeto de la encíclica Myserium Fidei de Pablo
VI (3-9-1965) y de los equívocos sobre la confesión sacramental se ocupó, principalmente,
la exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia de Juan Pablo II (2-12-1984). Sobre
estos temas, Juan Pablo II volvió en otros dos documentos posteriores: la carta a los
sacerdotes el jueves santo (17-3-2002) y la carta Misericordia Dei (7-6-2002).

82
STh III q..60 a.3
24

Frente al sentido juridicista y apologético de la teología sacramentaria que siguió al


Concilio de Trento, tal como hemos mencionado, la sacramentología posterior al Vaticano
II ha sido renovada, en buena medida debido a la orientación antropológica, demandada
por Juan Pablo II. Un buen sector de teólogos ha hecho recto uso de las categorías
filosóficas personalistas con las que se trata de explicar esa presencia real pero misteriosa
de Cristo y el carácter vital de la gracia sobrenatural que producen.
IV. NÚMERO SEPTENARIO DE LOS SACRAMENTOS
La falta de fijación terminológica también jugó un papel decisivo al momento de especificar
el número de los sacramentos. En un principio, dado que la palabra «sacramento» tenía
significaciones múltiples, el término se aplicó a otros muchos ritos sacros, tales como el
agua y el pan benditos, el lavatorio de los pies, el signo de la paz, etc.; incluso se
denominaba «sacramento» al rito de armar a uno caballero o a la coronación del
emperador. Por ejemplo, san Isidoro de Sevilla menciona solo tres sacramentos: «Son
sacramentos el bautismo, el crisma, el cuerpo y la sangre». Seguidamente los justifica 83.
En el otro extremo, san Pedro Damiano enumera doce 84.
Tal disparidad de criterio no indica que los autores desconocieran la novedad de los siete
signos sacramentales. El Bautismo, por ejemplo, no era lo mismo que el uso del agua
bendita, ni la Eucaristía se identificaba con el rito de bendecir el pan… Así, san Basilio
afirma con rigor: «La gracia que se da (en el bautismo) no proviene del agua, sino de la
presencia del Espíritu»85. Lo que sucedía era que, al carecer de un término que se
adecuase rigurosamente a su especificidad, estos dos sacramentos se denominaban por
su propio nombre: «Bautismo de agua» y «fracción del pan» o «Eucaristía». Pero, al
referirlos en plural, se denominaban, simplemente, «sacramentos» o «misterios», con el
mismo significado que tenía el resto de signos o de cosas sagradas en las que se
desenvolvía el culto y la piedad cristiana.
Sin embargo, cuando la palabra «sacramento» se refería a los siete signos eficaces de la
gracia, tenía un eco significativo muy especial tanto en los teólogos como para los
creyentes. Por ello, en el siglo XII, con ocasión de las discusiones con Berengario de
Tours, se fijó la terminología y se distinguió entre sacramentum y sacramentalia. A partir
de entonces, el primero se aplicó a los siete sacramentos, y con el término sacramentales
se designaron todos los demás ritos sacros. Con esta precisión conceptual se eliminó la
polisemia del término «sacramento».
En esta primera escolástica, fue ya común entre los autores la ratificación del número
septenario. Tal es el caso, por ejemplo, de Radulfo Ardens, Otto de Bamberg, el Maestro
Simón, Rolando Bandinelli (más tarde, papa Alejandro III), etc. Mediado el siglo XIII, esta
enseñanza fue sostenida como verdad común en teología y fue declarada verdad de fe por
el segundo Concilio de Lyón en el año 1274 (DzH 860).
Tema distinto es justificar (con verdaderas razones teológicas) el porqué del número siete.
Los argumentos que aportan los teólogos son tan solo pruebas a posteriori o argumentos
de conveniencia. La razón última se debe a la decisión divina. Tomás de Aquino justificó el
número siete en razón de un doble objetivo que él marcó a los sacramentos: 1º
«Perfeccionar al hombre en lo que se refiere al culto divino», y 2º «Ofrecer un remedio
contra el mal del pecado».
De acuerdo con esta teoría, santo Tomás argumenta que los siete sacramentos cumplen
plenamente esa doble finalidad. Así, respecto al culto divino, arguye en estos términos:
«La vida espiritual guarda cierta conformidad con la vida corporal». Pues bien, añade,
dado que «la vida corporal encierra una doble perfección: la personal y la relativa a toda
comunidad social», en consecuencia, los cinco primeros sacramentos responden a las
cinco realidades fundamentales de la existencia personal de cada individuo.

83
SAN ISIDORO, Etimologías, I (BAC, Madrid 1982) 614-615.
84
Son los siguientes: bautismo, confirmación, unción de los enfermos, consagración del Pontífice, unción del Rey,
dedicación de una Iglesia, confesión, erección de canónigos, id. De monjes, id. Eremitas, sanctimonialium y
matrimonio. SAN PEDRO DAMIANO, Sermo 69: PL 144,897-902.
85
SAN BASILIO, Liber de Spiritu Sancto, XV,36: PG 32,131.
25

En concreto, nacimiento (Bautismo); crecimiento (Confirmación); alimento para conservar


la vida y el vigor (Eucaristía), y curación que restituye la salud corporal, que es doble: la
curación del mal del pecado (Penitencia) y el restablecimiento del vigor perdido
((Extremaunción). Por su parte, «con relación a la comunidad, el hombre se perfecciona
de dos maneras»: una, por el «gobierno de la multitud» (Orden), y otra, «por la
propagación de la especie» (Matrimonio)86.
Pero, con el fin de buscar otras similitudes de los siete sacramentos con la existencia
humana, santo Tomás imagina otras dos series más de argumentos:
1ª Los siete sacramentos son como el remedio contra siete clases de pecado, a los que el
hombre es tan proclive. Esta es su argumentación:
«Igualmente se justifica el número de los sacramentos en cuanto están ordenados contra el
defecto del pecado: el bautismo está ordenado a suplir la carencia de vida espiritual; la
confirmación, contra la debilidad del alma en los recién nacidos; la eucaristía, contra la
fragilidad del alma pecadora; la penitencia, contra el pecado actual cometido después del
bautismo; la extremaunción, contras las reliquias de los pecados…; el orden, contra la
desorganización de la multitud; el matrimonio, contra la concupiscencia personal»87.
2ª En un esfuerzo por agotar las semejanzas, el Aquinate asume la argumentación de
Alejandro de Hales, el cual afirmaba que los siete sacramentos responden a las siete
virtudes fundamentales por las que ha de optar el cristiano y, al mismo tiempo, son
también el remedio para el vencimiento de los siete vicios que a ella se oponen:
«Algunos relacionan los siete sacramentos con las virtudes , con las culpas y con las
penas; y así, dicen que a la fe corresponde el bautismo, que se ordena contra la culpa
original; a la esperanza, la extremaunción, ordenada contra el pecado venial; a la caridad,
la eucaristía; a la prudencia, el orden, dirigido contra la ignorancia; a la justicia, la
penitencia, ordenada contra el pecado mortal; a la templanza, el matrimonio, ordenado
contra la concupiscencia; a la fortaleza, la confirmación, ordenada contra la debilidad o la
fragilidad»88.
Posiblemente, el Aquinate recurre a esta argumentación un tanto artificial, porque, como
es sabido, en la II-II de la Summa Theologiae, había articulado todo el existir ético del
cristiano sobre el esquema de estas siete virtudes. De este modo, aúna los sacramentos a
la práctica de las virtudes.
Este tipo de argumentación fue asumido por los teólogos posteriores e incluso se recoge
en los documentos magisteriales más catequéticos. Por ejemplo, se encuentra en el
Catecismo del Concilio de Trento (II,c.1,20), y parecidas pruebas se repiten en el
Catecismo de la Iglesia Católica (CCE 1210-1211).
Es evidente que la razón última del número septenario de los sacramentos es el querer de
Dios, de forma que estos argumentos son simples razones de conveniencia. No obstante,
los razonamientos apuntados responden al sentido último de los sacramentos. En efecto,
si se definen como «signos eficaces de la gracia divina», es normal que el número de
sacramentos responda a aquellas siete situaciones especiales por las que discurre la vida
humana, tanto en el ámbito personal como colectivo. Son a modo de siete pilares sobre
los que se asientan otros tantos momentos decisivos del existir humano. Por ello, es
preciso que Cristo actúe con su gracia en esas etapas a lo largo de las cuales se
desarrolla la existencia del hombre y de la mujer.
Asimismo, si se opta por la definición de los sacramentos como «encuentros eficaces con
Cristo» (CCE 1076;1210), resulta normal que Jesús se haga presente en aquellas
situación vitales que marcan la vida humana: el nacimiento (Bautismo), la maduración
(Confirmación), el fortalecimiento (Eucaristía), en el momento que precise de nuevo
incorporarse a la vida de Cristo (Penitencia) y cuando el bautizado se despide de la
existencia terrena para encontrarse definitivamente con Él (Unción de los enfermos).
Finalment4, un especial encuentro con Cristo debe acontecer cuando el hombre y la mujer
traten de juramentarse el amor único y eterno (Matrimonio), así como debe hacerse

86
STh III q.65 a.1.
87
Ibíd.
88
Ibíd.
26

cercano a aquel bautizado que es llamado para ser «ministro de Cristo y dispensador de
los misterios de Dios» (Orden sacerdotal). Las mismas razones serían las que justifican el
número septenario de los sacramentos, entendidos como «comunicación» de Cristo con
los creyentes y de estos con Él (CCE 947; 1076).
Es así como los sacramentos conjugan, en perfecta armonía, su ser y su objetivo o
finalidad. Los siete sacramentos acusan una presencia cualificada de Cristo en la vida
humana y, al mismo tiempo, representan un encuentro y una comunicación singulares con
Él en los momentos decisivos de la existencia de los bautizados. De este modo, cuando el
cristiano recibe un sacramento, puede repetir la expresión arriba citada de san Ambrosio:
«¡Cristo, te me has manifestado cara a cara: te encuentro en tus sacramentos» 89.
Cuestión menor fue graduar la jerarquía de los siete sacramentos. Al tema volveremos
después. Baste, pues, consignar que, fijado el número septenario, los autores trataron de
señalar cierta jerarquía entre los mismos. Ya los Santos Padres hablaron de potissima
sacramenta, en clara referencia al Bautismo y a la Eucaristía. Y santo Tomás admite esta
misma nomenclatura referida a estos dos sacramentos como principales 90.
A su vez, el concilio de Trento, después de definir el número siete de sacramentos (DzH
1601) y de señalar su especificidad cristiana frente a los ritos del AT (DzH 1602), admite
un rango entre los siete sacramentos: «Si alguno dijere que estos siete sacramentos de tal
modo son entre sí iguales que por ninguna razón es uno más digno que otro: sea
anatema» (DzH 1603).
V. ELEMENTOS DE LOS SACRAMENTOS
La teología y el Magisterio se han ocupado a lo largo de la historia en descifrar la riqueza
íntima de los sacramentos instituidos por Cristo. Los sacramentos son, en verdad,
acciones y presencias cualificadas de Cristo en la Iglesia; pero, ¿cuáles son los elementos
esenciales que los constituyen? ¿Qué componentes son constitutivos y cuáles son
circunstanciales? ¿Tiene la Iglesia facultad para cambiar la naturaleza de los
sacramentos? ¿Cómo actúan en quienes los reciben? ¿Quién tiene capacidad para
administrarlos? ¿Qué condiciones ha de tener el sujeto que los recibe? He aquí una serie
de cuestiones que han ocupado de continuo a la teología y que han recibido diversas
respuestas a través de la historia. De ellas nos ocuparemos en los siguientes apartados.
1. Las acciones y la palabra –la «materia» y la «forma» ̶ elementos esenciales de
los sacramentos
Un principio clásico reza así: «Los sacramentos son para los hombres». Pues bien, dada
la naturaleza corpóreo-espiritual de la persona humana, la acción eficaz de los
sacramentos debe manifestarse mediante esos dos vehículos de expresión y de
comunicación de la persona, que son el gesto corporal y la fórmula verbal91. El primero es
la acción que se realiza y el segundo son las palabras que se pronuncian y aclaran el
sentido exacto del signo o gesto que se lleva a cabo en la administración de los
sacramentos.
El vocabulario clásico era «materia» y «forma». Hoy los términos vigentes son muy
variados: acción, signo, gesto, materia, palabra, fórmula, forma… Pero con ellos se quiere
expresar que en el sacramentos confluyen dos elementos esenciales, que, de modo muy
genérico, cabría expresar así: «lo que se hace» (la acción, el gesto, el signo, la materia) y
«lo que se dice» (las palabras, la fórmula, la forma). Es claro que, dado el carácter externo
de esos ritos, en ellos juegan un papel decisivo los signos y la palabra: ambos elementos
constituyen el sacramento.
En la doctrina sacramentaria, santo Tomás, después de valorar y analizar la importancia
de los signos sacramentales92, se cuestiona sobre la importancia de que el sacramento se
exprese por «algo sensible» (res sensibilis)93, al tiempo que estudia y valora la importancia

89
SAN AMBROSIO, Apologia prophete David, XII, 58: PL 14,875.
90
STh III, q.62 a.5.
91
De hecho, ya el NT aúna el «signo» y la «palabra» 8EF 5,26; cf. Hch 6,6; 8,17).
92
STh III q.60 a.1-3
93
Ibíd., a.4-5.
27

de que lo sensible vaya acompañado de la palabra. El Aquinate se pregunta: «¿En la


significación de los sacramentos se requieren las palabras?» La respuesta es afirmativa 94.
Pues bien, para expresar el rico significado del sacramento, la filosofía clásica hizo uso del
hilemorfismo de la filosofía griega, que distingue en toda realidad la «materia» (hylê) y la
«forma» (morphê): un trozo de tela, la materia, puede tener forma de traje o de manto. La
materialidad de una madera puede tener la forma de tarima o adquirir la forma de marco
de un cuadro… En un ámbito más profundo, en la metafísica, toda realidad está
configurada, de modo que la «forma» es lo que califica la entidad de cada cosa, aquello
que especifica la esencia de algo. De manera semejante (solo con muy delgada analogía),
en el sacramento, la «materia» es la realidad que se usa en su administración, y la
«forma» es la expresión verbal empleada para determinar el sentido de la materia usada
en el sacramento. Así, por ejemplo, el agua puede aliviar la sed o quitar una mancha, pero
también puede significar que se elimina el pecado original. Ahora bien, dado que la
materia que se usa en los sacramentos (agua, aceite, pan, vino, etc.) puede tener
significaciones distintas (lo mismo que la tela o la madera), precisa de la «palabra» ( la
forma) que fije y explique con rigor el significado de la materia («yo te bautizo»; «yo te
absuelvo»…). De ahí que la teología clásica afirme que materia y forma son los dos
elementos constitutivos del sacramento. Tomás de Aquino, en la cuestión acerca de «qué
es el sacramento», argumenta de continuo sobre la materia y la forma como elementos
esenciales de cada uno de los sacramentos.
Esta terminología al uso en la filosofía realista del pensamiento aristotélico entró (si bien,
con sentido analógico) en el lenguaje del Magisterio. Así lo emplea el Concilio de Florencia
(DzH 1312). El Concilio de Trento hace uso de «cosas sensibles y palabras» (DzH 1636).
Pero el binomio «materia-forma» se generalizó entre los teólogos y se menciona en los
Rituales de los sacramentos.
Ahora bien, en el ámbito de la filosofía de carácter personalista y existencia adquieren
significación otros términos, tales como gesto, signo, símbolo, acciones, palabra… Por
ello, tato la teología moderna como el Magisterio se han sumado en ese nuevo lenguaje y,
sin negar la fuerza de los términos materia y forma, para explicar la riqueza de los
elementos que se integran en los sacramentos, usan indistintamente esas nuevas
expresiones y categorías.
Es evidente que el signo es un elemento decisivo en la vida individual y social. Por
ejemplo, los signos (señales) del Código de Circulación dan a entender el modo correcto
de conducirse en la carretera y el apretón de manos es signo de saludo y amistad… San
Agustín lo define en estos términos: «Signo es toda cosa que, además de la fisonomía que
en sí tiene y representa a nuestros sentidos, hace que nos venga al pensamiento otra
cosa distinta»95. O sea, signo es todo aquello que, además de introducir una imagen en los
sentidos, nos lleva al conocimiento de otra realidad, de ordinario más elevada. Esta
definición la hace suya santo Tomás para aplicarla a los sacramentos y la ilustra con
diversos ejemplos96.
A su vez, los signos del cuerpo humano se convierten en gestos, que son un modo mudo
de comunicación. De hecho, los sordomudos también pueden expresarse a través de
gestos muy significativos. Los hombres nos comunicamos por la palabra, pero también
manifestamos nuestro sentir y pensar por medio de gestos. Por ellos podemos expresar
los sentimientos más íntimos, sin el uso de la palabra, y, en otras ocasiones, los gestos
son capaces de mudar la significación de las palabras.
Además de signos y gestos, los humanos somos capaces de crear símbolos. Los
símbolos, a diferencia de los signos, producen en el sujeto una impresión radicalmente
nueva: la bandera es más que un signo: no es un simple combinado de colores, sino que
despierta en el ciudadano sentimientos profundos, entre otros, el de amor a la patria. El
símbolo se diferencia del signo porque, mediante una acepción más honda, adquiere un
significado no esperado. «El símbolo es una asociación no consciente que produce en la
persona impresiones conscientes» (C. Bousoño). De ahí la fuerza del lenguaje poético. El
94
Ibíd., a.6-8.
95
SAN AGUSTIN, De doctrina christiana, II,1, Obras completas, XV (BAC, Madrid 1969) 97; PL 34,35.
96
STh III q.60 a.1-2.
28

estilo simbólico de la poesía y, en general, la simbología del arte despierta en el individuo


sentimientos muy profundos: es que «el símbolo da que pensar» (P. Ricoeur) 97.
Sin embargo, amplios sectores de la cultura moderna –alistada a la fuerza plástica de la
técnica y de la eficacia inmediata de la mecánica- han perdido sensibilidad para los signos
del espíritu y para la simbología trascendental. Si las cosas materiales se consideran
únicamente como objetos, y estos se interpretan como instrumentos y en ellos se atiende
solo a la utilidad, es claro que nos encontramos incapacitados para descubrir que, detrás
de las cosas materiales, Dios puede actuar y comunicar con el hombre los grandes valores
de la redención. De ahí la dificultad para descubrir en los signos sacramentales la
presencia actuante de Dios y la vida exclusivamente propia del espíritu de quienes
sobredimensionan la expresión sensorial, tal como reclaman amplios sectores culturales
de nuestro tiempo.
Las dificultades se han agudizado en los últimos años; pero proceden de lejos, pues el
empirismo inglés a partir de F. Bacon (1561-1626) (tan escorado a la practicidad de lo
sensible) y el racionalismo del Continente desde R. Descartes (1596-1650) –también
proclive a aceptar solo lo que puede razonarse- han restado valor a los signos que
trascienden los sentidos y que superan a la «razón pensante». Si la practicidad del
empirismo desde Bacon a Mill busca la eficacia inmediata, el racionalismo desde
Descartes a Hegel justifica solo la verdad descubierta por el sujeto pensante.
También las corrientes subjetivistas han creado dificultades para la comprensión del
simbolismo religioso. Por ejemplo, el historicismo filosófico –que tanto subraya los
cambios-, aplicado a la teología, ha cuestionado la objetividad de los sacramentos, tal
como los ha expuesto la doctrina de Trento. Amplios sectores del historicismo interpretan
los sacramentos como prácticas religiosas y pedagógicas de la fe, que cambiarían según
las diversas sensibilidades de cada época.
Asimismo, algunas corrientes culturales que valoran el significado de los símbolos, como
es la psicología profunda y, en general, la ciencia psicológica y las artes plásticas, se
pierden en una simbología del subconsciente con referencia a instintos o sueños del ser
humano que buscan un mundo imaginario, al cual, aseguran, se ve inclinada la persona.
Por ello, a pesar de que estas psicologías pretenden descubrir profundidades del existente
humano, no obstante se cierran sobre el sujeto y no saben abrirse a un mundo
trascendente, al cual, precisamente, dan respuesta los sacramentos cristianos.
Por el contrario, la cultura religiosa sabe descifrar el sentido de los signos y el valor del
símbolo, pues, a partir de la antropología –que descubre en el hombre y valora por igual
espiritualidad y corporeidad-, evoca un mundo superior y trascendente al que los sentidos
y la propia razón aspiran. El Catecismo de la Iglesia Católica expresa la riqueza de los
símbolos humanos y anota cómo pueden servir para expresar la riqueza del mundo
espiritual:
«Signos del mundo de los hombres. En la vida humana, signos y símbolos ocupan un lugar
importante. El hombre, siendo un ser a la vez corporal y espiritual, expresa y percibe las
realidades espirituales a través de signos y de símbolos materiales. Como ser social, el
hombre necesita signos y símbolos para comunicarse con los demás, mediante el lenguaje,
gestos y acciones. Lo mismo sucede en su relación con Dios» (CCE 1146).
Pues bien, si la fuerza del signo, el sentido del gesto y la trascendencia del símbolo son
vehículos de comunicación en la convivencia humana, aún resultan más expresivos y ricos
en las relaciones de Dios con los hombres y de estos con Dios. Por ello, también Dios en
el AT se ha revelado por actos simbólicos que quedaron grabados en el alma del pueblo
judío. El Catecismo de la Iglesia Católica menciona la revelación divina a través de signos
visibles, pero subraya que Dios también se revela mediante acciones simbólicas, al tiempo
que advierte que el hombre utiliza estos mismos símbolos para adorar a su creador:
«Signos de la Alianza: El pueblo elegido recibe de Dios signos y símbolos distintivos que
marcan su vida litúrgica: no son ya solamente celebraciones de ciclos cósmicos y de
acontecimientos sociales, sino signos de la Alianza, símbolos de lasa grandes acciones de
Dios en favor de su pueblo. Entre estos signos litúrgicos de la Antigua Alianza se puede
97
K. RAHNER, «Para una teología del símbolo», en Escritos de teología (Taurus, Madrid 1964) IV,283-321. J. NAUD,
«Símbolo», en Diccionario de Teología Fundamental (Ed. Paulinas, Madrid 1992) 1375-1380.
29

nombrar la circuncisión, la unción y la consagración de reyes y sacerdotes, la imposición de


manos, los sacrificios y sobre todo la pascua. La Iglesia ve en estos signos una
prefiguración de los sacramentos de la Nueva Alianza» (CCE 1150)
De acuerdo con esta práctica bíblica, también la enseñanza de Jesús abunda en signos y
símbolos, mediante los cuales grababa en los oyentes sus enseñanzas. Pues bien, el
Catecismo de la Iglesia Católica recuerda que, al modo como Cristo en su enseñanza
terrena hizo uso de los signos de la antigua alianza para abrir a sus oyentes a los nuevos
horizontes de la revelación, de modo semejante instituyó los sacramentos como signos de
su acción y de su presencia en la Iglesia:
«Signos sacramentales. Desde Pentecostés, el Espíritu Santo realiza la santificación a
través de los signos sacramentales de su Iglesia. Los sacramentos de la Iglesia no anulan,
purifican e integran toda la riqueza de los signos y de los símbolos del cosmos y de la vida
social. Aún más, cumplen los tipos y las figuras de la Antigua Alianza, significan y realizan
la salvación obrada por Cristo, y prefiguran y anticipan la gloria del cielo» (CCE 1152).
Cabe aún añadir que Jesús, durante su vida pública, hizo uso de signos que, de algún
modo, preanunciaban los sacramentos. En efecto, Él mismo recibió el Bautismo de Juan y
habló de su muerte como un Bautismo de sangre (Mc 10,38; Lc 12,50); usó la saliva y el
barro para curar a un ciego (Jn 9,6-7); en su nombre, los Apóstoles enviados por Él
«ungían con óleo a muchos enfermos» (Mc 6,13); habló de su cuerpo como «comida» y de
su sangre como «bebida» (Jn 6,43-58), etc. De este modo, Jesús confió a los signos
corporales una fuerza que trascendía el significado material como signos y medios para
alcanzar bienes superiores. Esta especie de sacramentos pre-pascuales significaban los
verdaderos sacramentos que Él instituyó y que más tarde encomendó a los apóstoles.
Ahora bien, además de esa riqueza expresiva de los signos y de los símbolos, es de
admirar que Jesús haya incorporado las realidades visibles y de uso más común en el
ámbito geográfico en que desarrolló su existencia como «materia» de los sacramentos.
También esto incluye un símbolo muy significativo: Jesús asume la naturaleza para
integrar en la existencia específicamente cristiana los materiales visibles de la creación.
En efecto, los elementos más comunes que constituyen los sacramentos son cuatro: el
agua, el pan, el vino y el aceite. Sobre ello, el papa Benedicto XVI ofrece una singular
reflexión:
«El sacramento es el centro del culto de la Iglesia. Sacramento significa, en primer lugar,
que no somos los hombres los que hacemos algo, sino que es Dios el que se anticipa y
viene a nuestro encuentro con su actuar, nos mira y nos conduce hacia él. Pero hay algo
todavía más singular: Dios nos toca por medio de realidades materiales, a través de dones
de la creación, que él toma a su servicio, convirtiéndolos en instrumentos del encuentro
entre nosotros y él mismo. Los elementos de la creación, con los cuales se construye el
cosmos de los sacramentos, son cuatro: el agua, el pan de trigo, el vino y el aceite de oliva.
El agua, como elemento básico y condición fundamental de toda vida, es el signo esencial
del acto por el que nos convertimos en cristianos en el bautismo, del nacimiento a una
nueva vida. Mientras que el agua, por lo general, es el elemento vital, y representa el
acceso común de todos al nuevo nacimiento, como cristianos, los otros tres elementos
pertenecen a la cultura del ambiente mediterráneo. Nos remiten así al ambiente histórico
concreto en el que el cristianismo se desarrolló. Dios ha actuado en un lugar muy
determinado de la tierra, verdaderamente ha hecho historia con los hombres. Estos tres
elementos son, por una parte, dones de la creación pero, por otra, están relacionados
también con lugares de la historia de Dios con nosotros. Son una síntesis entre creación e
historia: dones de Dios que nos unen siempre con aquellos lugares del mundo en los que
Dios ha querido actuar con nosotros en el tiempo de la historia, y hacerse uno de
nosotros».
Seguidamente, Benedicto XVI subraya el simbolismo de cada uno de esos elementos y
añade que en «estos tres elementos hay una nueva gradación» El pan «remite a la vida
cotidiana. Es el don fundamental de la vida diaria». «El vino evoca la fiesta, exquisitez de
la creación y, al mismo tiempo, con el que se puede expresar de modo particular la alegría
de los redimidos. El aceite de oliva tiene un amplio significado. Es alimento, medicina,
embellece, prepara para la lucha y da vigor» 98.

98
BENEDICTO XVI, Homilía en la Misa Crismal (1-4-2010).
30

Los sacramentos son, pues, unas acciones que significan una actividad trascendente de
Jesús, según determinan las palabras que acompañan a esos gestos y acciones con los
que se administran. En consecuencia, la acción y la palabra –la materia y la forma-
integran y constituyen los dos elementos esenciales de los sacramentos.
2. Componentes circunstanciales en los sacramentos
Según lo dicho, tanto la nomenclatura antigua (materia-forma) como la nueva (acciones y
palabras) ponen de relieve que la existencia de dos elementos es lo constitutivo de los
sacramentos, pues las acciones sensibles adquieren la significación justa mediante la
palabra o forma, que fijan y dan pleno sentido al elemento sensible o materia.
El Magisterio considera que ambos elementos constituyen la parte esencial del
sacramento (DzH 3315); por ello son inmutables, hasta el punto de que la Iglesia no tiene
poder para cambiarlos si constan claramente en los textos bíblicos, tal como han sido
interpretados por la Tradición. Pío XII enseñó que «ningún poder compete a la Iglesia
sobre la sustancia de los sacramentos, es decir, sobre aquellas cosas que, conforme al
testimonio de las fuentes de la revelación, Cristo Señor estatuyó que debían ser
observadas en el signo sacramental» (DzH 3857).
Tema bien distinto son los ritos litúrgicos, o sea, «la parte ceremonial» (DzH 3315), en la
que se enmarca la administración de cada sacramento, que varía con el tiempo, de
acuerdo con la significación y las sensibilidades de cada época, cultura o región
geográfica. Ya el Concilio de Trento afirmó que la Iglesia, si bien carecía de autoridad para
cambiar la «sustancia de los sacramentos», sin embargo, «tenía poder para estatuir o
mudar la administración, según tiempos y lugares, si convenía más a la utilidad de los que
los reciben o a la veneración de los mismos» (DzH 1728).
En consecuencia, perdurando el constitutivo del sacramento, la Iglesia puede variar el
marco litúrgico en el que se administra. En caso de duda, el Código de Derecho Canónico
establece que es competencia exclusiva del Romano Pontífice decidir lo que se requiere
para su validez, su administración y su recepción:
«Puesto que los sacramentos son los mismos para toda la Iglesia y pertenecen al depósito
divino, corresponde exclusivamente a la autoridad suprema de la Iglesia aprobar o definir lo
que se requiere para su validez, y a ella misma o a otra autoridad competente, de acuerdo
con el c. 838 & 3 y 4, corresponde establecer lo que se refiere a su celebración,
administración y recepción lícita, así como también al ritual que debe observarse en su
celebración» (CIC 841).
No podemos aquí analizar algunos cambios que se han llevado a cabo a través de la
historia. Por ejemplo, la novedad propuesta por Pío XII en el sacramento del Orden que ya
fue comentada. Pero, dado que los sacramentos son de la Iglesia, también pertenece a la
jerarquía especificar los ritos de su administración. La constitución Sacrosanctum
Concilium establece que, incluso «cuando se trate de adaptaciones, deben proponerse a
la Sede Apostólica» (SC 44).
Esta prescripción también está urgida por el Código de Derecho Canónico en estos graves
términos: «En la celebración de los sacramentos, deben observarse fielmente los libros
litúrgicos aprobados por la autoridad competente; por consiguiente, nadie añada, suprima
o cambie nada por propia iniciativa» (CIC 846).
Por su parte el Catecismo de la Iglesia Católica enseña esta misma doctrina y praxis
eclesial:
«Ningún rito sacramental puede ser modificado o manipulado a voluntad del ministro o de la
comunidad. Incluso la suprema autoridad de la Iglesia no puede cambiar la liturgia a su
arbitrio, sino solamente en virtud del servicio de la fe y en el respeto religioso al misterio de
la liturgia» (CCE 1125).
Este conjunto de prescripciones ha sido recogido y se ha urgido su cumplimiento en
distintos documentos magisteriales posteriores. Últimamente, han sido recapitulados por la
Congregación para el Culto Divino en la instrucción Redemptionis Sacramentum (25-3-
2004).
31

En resumen, a la pregunta arriba propuesta, si la Iglesia tiene facultad de mudar la


naturaleza de los sacramentos, la respuesta es que la suprema autoridad de la jerarquía
tiene poder para discernir, en caso de duda, la materia y forma de los sacramentos, pero
no puede cambiarla. Igualmente, dispone de poder para determinar el ritual de
administrarlos. De ahí los cambios habidos en las distintas reformas litúrgicas a través de
la historia de la vida de la Iglesia. Ello nos permite hablar de la estabilidad y de los
cambios de los sacramentos: son estables en el constitutivo esencial; por el contrario, la
autoridad competente puede mudar los elementos secundarios.
3. Causalidad de los sacramentos
Otra cuestión que hemos formulado en los interrogantes arriba propuestos, que han
ocupado a los teólogos y que demanda la fe de los creyentes, es saber cómo actúan los
sacramentos en los sujetos que los reciben.
La respuesta está dada en la definición misma de «sacramento». En efecto, pertenece a la
naturaleza del sacramento «producir aquello que significa». Precisamente, la definición del
sacramento como un signo eficaz designa que la gracia divina que producen deriva de la
propia persona de Jesús, su autor. Jesucristo es el administrador único de los
sacramentos. Como enseña San Pablo: «¿Acaso Pablo fue crucificado por ustedes o han
sido bautizados en el nombre de Pablo?» (1 Cor 1,13). Y san Agustín reseña en el texto ya
citado: «Cristo es quien bautiza en el Espíritu Santo… Que bautice Pedro, o Pablo, o
Judas, siempre es Él el que bautiza»99.
Pero, una vez reconocida esta causalidad radical cristológica, se impone señalar la
relación que existe entre la acción de Cristo y la del ministro que administra el sacramento.
Los teólogos hablan de una «función vicaria». La cuestión vicaria del ministro se deduce
del carácter del ministerio jerárquico en la Iglesia como representante de Cristo, dado que
los Doce fueron ordenados y enviados por Cristo, lo mismo que Él ha sido enviado por el
Padre (Jn 20,21)100.
Pues bien, supuesto el carácter fontal de Cristo y el ministerio vicario del sujeto ordenado,
se plantea la cuestión acerca de cómo actúan los sacramentos. La respuesta es que
actúan por sí mismos –son signos eficaces o causativos-, obran por su propia naturaleza
(opus operatum), y su efecto no está determinado por el sujeto que lo administra ni por
quien los recibe.
Ahora bien, a través de la historia, se han sucedido diversas interpretaciones acerca del
modo concreto como el sacramento produce su efecto. Pero aquí no podemos detenernos.
En síntesis, las teorías se reparten en tres grupos de opiniones: «causalidad física»
(tomistas); «causalidad intencional» (Billot) y «causalidad simbólica» (Rahner). Es
suficiente mencionar la respuesta clásica de que los sacramentos actúan ex opere
operato, o sea, en razón de lo que se realiza, y no ex opere operantis, es decir, no
dependen de la acción del que los administra (DzH 1608).
Esta verdad está recogida en el Catecismo de la Iglesia Católica. En Él se argumenta a
partir de este dato que atraviesa toda la teología sacramentaria: los sacramentos son
acciones de Cristo, son actos por los que Jesucristo se hace presente y se encuentra con
el hombre. Consecuentemente, la acción del sacramento es una acción de Cristo como
actor principal con la presencia actuante de la gracia del Espíritu Santo. Por ello se
expresa en los siguientes términos:
«Celebrados dignamente en la fe, los sacramentos confieren la gracia que significan (cf
Concilio de Trento: DS 1605 y 1606). Son eficaces porque en ellos actúa Cristo mismo; Él
es quien bautiza, Él quien actúa en sus sacramentos con el fin de comunicar la gracia que
el sacramento significa. El Padre escucha siempre la oración de la Iglesia de su Hijo que,
en la epíclesis de cada sacramento, expresa su fe en el poder del Espíritu. Como el fuego
transforma en sí todo lo que toca, así el Espíritu Santo transforma en vida divina lo que se
somete a su poder» (CCE 1127).

99
SAN AGUSTIN, In Iohannis Evangelium, VI,7, en Obras completas, XIII, 129-130.
100
En efecto, son ministros de los sacramentos en tanto han sido ordenados para ello. Como escribe Zubiri: “La
jerarquía eclesiástica, con toda su importancia, está fundada en la sacramentalidad, y no al revés. Antes de hacer Papa
a san Pedro, Cristo le confirió el sacramento del orden”: El problema teologal del hombre, o.c.
32

Y con relación a la distinción entre las fórmulas ex opere operato y ex opere operantis; es decir, en
virtud de lo que se hace y no en atención a quien lo recibe o administra, el Catecismo añade:
«Tal es el sentido de la siguiente afirmación de la Iglesia (cf Concilio de Trento: DS 1608):
los sacramentos obran ex opere operato (según las palabras mismas del Concilio: "por el
hecho mismo de que la acción es realizada"), es decir, en virtud de la obra salvífica de
Cristo, realizada de una vez por todas. De ahí se sigue que "el sacramento no actúa en
virtud de la justicia del hombre que lo da o que lo recibe, sino por el poder de Dios" (Santo
Tomás de Aquino, S. Th., 3, q. 68, a.8, c). En consecuencia, siempre que un sacramento es
celebrado conforme a la intención de la Iglesia, el poder de Cristo y de su Espíritu actúa en
él y por él, independientemente de la santidad personal del ministro. Sin embargo, los frutos
de los sacramentos dependen también de las disposiciones del que los recibe» (CCE
1128).
En efecto, contra la doctrina de Lutero, el Concilio de Trento enseña: «Si alguno dijere que
por medio de los mismos sacramentos de la nueva Ley no se confiere la gracia ex opere
operato, sino que la fe sola en la promesa divina basta para conseguir la gracia: sea
anatema» (DzH 1608). Pero esta doctrina estaba ya establecida por la teología tradicional
tal como resalta el texto de santo Tomás citado por el Catecismo: «El Bautismo no
produce la santificación en virtud de la santidad de quien lo recibe o de quien lo
administra, sino del poder de Dios»101.
Sin embargo, es preciso resaltar que el ex opere operato en ningún caso alude a un
automatismo mágico, sino que hace referencia al poder de Dios que actúa; es decir,
responde a la riqueza de la obra salvadora de Cristo, que trasciende la historia y sigue
actuando a través de estos signos extraordinarios de gracia.
No obstante –como es obvio-, la actitud del ministro y la disposición del sujeto que los
recibe también son importantes. Por ello, conviene rehuir todo objetivismo exagerado,
pues los frutos del sacramento se acrecientan con las disposiciones de quien los recibe y
del ministro que lo administra.
En todo caso, se han de evitar aquellas explicaciones que pueden inducir a idear una
especie de automatismo mágico tanto por parte del ministro como del que lo recibe. El
ministro solo presta los medios para que la presencia misteriosa de Cristo en la Iglesia
actúe con toda su fuerza salvadora. De este modo, una vez más, se pone de relieve la
íntima relación de Cristo-Iglesia-Sacramento.
Por su parte, se ha de evitar pensar que quien lo recibe se adueña de algún poder mágico;
por el contrario, ha de sentir la presencia misteriosa de Jesús y el apoyo de su gracia
salvadora. Para lo cual debe esmerar las disposiciones para encontrarse con Él. Esas
disposiciones responden a la condición del ser humano que actúa mediante las
operaciones que le son propias: en concreto, la inteligencia y la voluntad. De ahí que estas
dos operaciones del espíritu humano se pueden considerar como causas dispositivas que
preparan al sujeto para una recepción fructuosa de los sacramentos.
Finalmente, se requiere que quien recibe el sacramento «no ponga impedimento» (según
el dicho clásico: produce su efecto non ponentibus obicem). Por ejemplo, para todos se
requiere la fe en quien los recibe. Y en cada sacramento (tal como se consigna en la
exposición de cada uno) se requieren ciertas disposiciones. Por ejemplo, respecto a la
Penitencia, es imprescindible el arrepentimiento y el propósito de mejora; en la Eucaristía,
el estado de gracia; para el Matrimonio, la ausencia de impedimentos o la dispensa
oportuna de los mismos, etc.
En resumen, esta doctrina cabe formularla en tres tesis:
1a Los sacramentos son instrumentos en manos de Dios, como el pincel en mano del
artista.
2a Los sacramentos producen inmediatamente su efecto, por la ejecución del rito,
independientemente del ministro y del sujeto (ex opere operato).
3a Los sacramentos suponen en el sujeto –como prerrequisito- ciertas disposiciones
morales para que produzcan su efecto.

4. Necesidad de los sacramentos


101
STh III q.68 a.8.
33

Dado que Jesús es el único Salvador y que su acción salvífica se lleva a cabo
fundamentalmente por esas instancias visibles que acusan su presencia invisible, se sigue
que los sacramentos son necesarios para la salvación. En efecto, la naturaleza misma de
los sacramentos, como medios por los que la Iglesia comunica a los hombres la gracia
alcanzada por la muerte redentora de Jesús, permite deducir su papel irrenunciable en el
proceso salvador de la humanidad.
Frente al error de Lutero, que profesaba la salvación solo por la fe, el Concilio de Trento
definió en estos términos la necesidad de los sacramentos en la existencia cristiana:
«Si alguno dijere que los sacramentos de la nueva ley no son necesarios para la salvación,
sino superfluos, y que sin ellos o el deseo de ellos, los hombres alcanzan a Dios, por la sola
fe, la gracia de la justificación, aun cuando no todos los sacramentos sean necesarios a
cada uno: sea anatema» (DzH 1604).
El Catecismo de la Iglesia Católica, de acuerdo con la enseñanza de esta doctrina
tridentina, enseña:
«La Iglesia afirma que para los creyentes los sacramentos de la Nueva Alianza son
necesarios para la salvación (cf. Concilio de Trento: DS 1604). La "gracia sacramental" es
la gracia del Espíritu Santo dada por Cristo y propia de cada sacramento. El Espíritu cura y
transforma a los que lo reciben conformándolos con el Hijo de Dios. El fruto de la vida
sacramental consiste en que el Espíritu de adopción deifica (cf. 2 P 1,4) a los fieles
uniéndolos vitalmente al Hijo único, el Salvador» (CCE 1129).
Tal necesidad de los sacramentos es lo que justifica que los fieles deban recibirlos con
frecuencia. Y, dado que algunos solo se reciben una vez en la vida (Bautismo,
Confirmación y Orden sacerdotal) y otros apenas se iteran más que en alguna situación
muy concreta (Matrimonio y Unción de los enfermos), se deduce que la recepción
frecuente de los sacramentos se concreta en la Penitencia y en la Eucaristía. De ahí que
la altura de la vida cristiana, en buena medida, esté condicionada a la práctica frecuente
de estos dos sacramentos. Ello da razón de por qué la teología moral, la teología espiritual
y la teología pastoral insistan en que los fieles reciban frecuentemente estos dos
sacramentos, sin los cuales no es posible mantener una vida cristiana coherente con la
altura de la vocación a la santidad. Como enseña el Concilio Vaticano II:
«El carácter sagrado y orgánicamente estructurado de la comunidad sacerdotal se actualiza
por los sacramentos y por las virtudes… Todos los fieles cristianos, de cualquier condición
y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación (los sacramentos),
son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con
la que es perfecto el mismo Padre» (LG 11).
No obstante, de acuerdo con la cuestión acerca de la salvación por medio de la Iglesia, es
evidente que Dios puede comunicar su gracia por cauces extra-sacramentales. Como
enseña santo Tomás: «La gracia de Dios no está ligada a los sacramentos». Lo que
Trento condenó fue el error protestante, referido a los medios salvíficos específicamente
cristianos. Pero la Iglesia profesa que, «por caminos que Dios solo sabe» (AG 7), la
salvación puede llegar a los hombres por otros medios también eficaces, pero no
sacramentales.
5. Ministro de los sacramentos
Los sacramentos tienen entre sí una relación íntima y lógica, que, de algún modo, se ha
justificado al dar razón de por qué sean siete, pues siete son los momentos decisivos que
unifican la existencia de cada persona. Pues bien, el sacramento del Orden sacerdotal se
orienta, precisamente, a servir a los fieles el resto de los seis sacramentos.
Como queda dicho, quien realmente administra los sacramentos es su mismo fundador:
Jesucristo. El cristocentrismo –característica del hecho cristiano- se cumple plenamente
en los sacramentos, pues se deduce de las tres acepciones de que con reiteración hemos
dejado constancia en estas páginas: «signo eficaz de la gracia», «encuentro» y
«comunicación» con Cristo. La condición ministerial de Cristo es una de las tesis
sacramentales más comunes entre los teólogos a partir de la enseñanza proclamada en
múltiples documentos magisteriales. El papa Pío XII expuso que «desde que el divino
Redentor envió a los Apóstoles al mundo, como Él mismo había sido enviado por el Padre,
34

Él es quien por la Iglesia bautiza, enseña, gobierna, desata, liga, ofrece, sacrifica» (DzH
3806)
San Pablo alude con frecuencia a la condición de «servidores» de aquellos que guían al
pueblo como «ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios» (1 Cor 4,1).
Pablo perdona in persona Christi (2 Cor 2,10) y él, junto con los demás apóstoles, no son
más que «embajadores de Cristo» (2 Cor 5,20). La razón es que donar la gracia
corresponde a Cristo, «mediante el lavado del agua y la palabra» (Ef 5,26).
No obstante, Cristo «lo hace por medio de la Iglesia»: la Iglesia, como sacramento de
Cristo es también el ministro de los sacramentos, por medio de la cual se hacen eficaces y
distribuyen las gracias de la obra salvadora de Jesús. Por ello, en este sentido, la Iglesia –
como ministro de los sacramentos- es a modo de «vicecristo»: es su cuerpo místico. Ahora
bien, la Iglesia, a su vez, se sirve de otros ministros que, en su nombre y con su poder,
administran los sacramentos a los fieles. Precisamente, el sacramento del Orden confiere
a quienes lo reciben la exousía, o sea, la potestad para dirigir como un servicio al pueblo
de Dios, todo él pueblo sacerdotal (LG 10-11; 18-20). Esta representación «vicaria» del
ministro ordenado, a la vista de la estructura esencial de los sacramentos –detrás de las
cuales está la acción y la misma persona de Jesús-, lejos de restar importancia al ministro,
le ensalza y engrandece su misión.
Pero el ministro ordenado debe cumplir su cometido de acuerdo con lo que realmente es:
una función vicaria. De ahí que no pueda actuar de modo aleatorio o veleidoso, sino en
cuanto es ministro de la Iglesia. Es cierto que actúa no por delegación de la Iglesia, sino
en virtud del poder recibido en el sacramento del Orden; sin embargo es «ministro de
Cristo en y para la Iglesia». Por ello, cuando actúa sin poder alguno, es lógico pensar que
no goza de potestad para ello, pues no actúa como «vicario», puesto que carece de
representación oficial.
Problema bien distinto es el caso del ministro indigno y aun del ministro cismático, tal
como exponemos más abajo. La casuística que pueda presentarse es preciso dilucidarla
según este principio formulado por los concilios de Florencia (DzH 1312) y de Trento (DzH
1611): se requiere que el ministro «tenga la intención de hacer lo que hace la Iglesia», tal
como lo esclareceremos en páginas siguientes.
Consecuentemente, cuando sobrepasa sus atribuciones, al gesto objetivo propio de cada
sacramento o la mera simulación por parte del ministro, habría que aplicarle el certificado
de nulidad. Porque, como es sentencia común desde la teología medieval, el «ministro
vicario» se entiende que lo es si, además de usar la materia y la fórmula adecuada,
también actúa en nombre de la Iglesia; o sea, en cuanto ejerce su ministerio como
representante de Cristo y de la Iglesia. Para lo cual está capacitado en virtud del
sacramento del orden recibido y de la potestad (exousía) conferida por la gracia de ese
sacramento.
Además, por su naturaleza (quizá solo por su importancia), algunos sacramentos están
reservados a los obispos: es el caso de la Confirmación y el Orden sacerdotal. Por su
parte, el Bautismo, en razón de que es decisivo para incorporarse a la Iglesia, en
circunstancias muy concretas, puede ser administrado por otros fieles e incluso por un no
cristiano.
Para ilustrar estas situaciones, la teología clásica ha distinguido entre ministro ordinario y
ministro extraordinario. Así, el ministro ordinario de los sacramentos del Bautismo, de la
Eucaristía, de la Penitencia y de la Unción de los enfermos es el presbítero. Del Bautismo
y como delegado del matrimonio (CIC 1108), es el diácono. Del sacramento de la
Confirmación, el ministro ordinario es el obispo y el extraordinario es el presbítero. Por el
contrario, el ministro del Orden es solo el obispo.
Finalmente, sobre el ministro ordinario del Matrimonio no existe un consenso unánime. La
Iglesia oriental sostiene que es el presbítero asistente, mientras que, en la Iglesia latina,
está extendida la opinión de que los ministros son los propios contrayentes. No obstante,
aún perduran opiniones contrapuestas entre los autores. Las Actas del Concilio Vaticano II
contienen la respuesta a un modo en la que, ante las peticiones de algunos padres
conciliares, la Comisión responde que tal sentencia no debe mantenerse como doctrina
35

común, dado que no existe un consenso entre ambas tradiciones. Por su parte, el
Catecismo de la Iglesia Católica manifiesta estas mismas dudas, al expresarse en estos
términos:
«En la Iglesia latina se considera habitualmente que son los esposos quienes, como
ministros de la gracia de Cristo, se confieren mutuamente el sacramento del matrimonio
expresando ante la Iglesia su consentimiento. En las liturgias orientales, el ministro de este
sacramento –llamado «Coronación»- es el sacerdote o el obispo quien, después de haber
recibido el consentimiento mutuo de los esposos, corona sucesivamente al esposo y a la
esposa en señal de la alianza matrimonial» (CCE 1623).
Ahora bien, para evitar equívocos, este texto fue reformado en la Edición típica latina,
aprobada por el Romano Pontífice el 15-81997, en los siguientes términos:
«Según la tradición latina, los esposos, como ministros de la gracia de Cristo, manifestando
su consentimiento ante la Iglesia, se confieren mutuamente el sacramento del matrimonio.
En las tradiciones de las Iglesias orientales, los sacerdotes –Obispos o presbíteros– son
testigos del recíproco consentimiento expresado por los esposos (cf. CCEO, can. 817),
pero también su bendición es necesaria para la validez del sacramento (cf. CCEO, can.
828)» (CCE 1623).
Por su parte, el ministro extraordinario del Bautismo es «cualquier hombre o mujer». Esta
fórmula se repite en los documentos magisteriales y jurídicos. El Código de derecho
canónico establece la norma siguiente: Es ministro ordinario del Bautismo el obispo, el
presbítero y el diácono. Pero si está ausente o impedido el ministro ordinario, administra
lícitamente el Bautismo un catequista u otro destinado para esta función por el Ordinario
del lugar, y, en caso de necesidad, cualquier persona que tenga la debida intención; y han
de procurar los pastores de almas, especialmente el párroco, que los fieles sepan bautizar
debidamente (CIC 861,3).
La razón de esta facilidad, de que cualquier persona pueda ser ministro extraordinario del
Bautismo en las situaciones descritas, es la importancia de este sacramento, que
convierte al bautizado en fiel cristiano, y por ello en sujeto de los demás sacramentos.
Estas mismas causas justifican que tampoco se requiera que quien bautice sea cristiano ni
siquiera creyente; es suficiente que ponga la «materia» y la «forma» y tenga la intención
genérica de hacer lo que propone y cree la Iglesia.
El Catecismo de la Iglesia Católica, apoyado en diversas autoridades del Magisterio
anterior, abunda en estas mismas razones:
«Son ministros ordinarios del Bautismo el obispo y el presbítero y, en la Iglesia latina,
también el diácono (cf CIC, can. 861,1; CCEO, can. 677,1). En caso de necesidad,
cualquier persona, incluso no bautizada, puede bautizar (cf CIC can. 861, § 2) si tiene la
intención requerida y utiliza la fórmula bautismal trinitaria. La intención requerida consiste
en querer hacer lo que hace la Iglesia al bautizar. La Iglesia ve la razón de esta posibilidad
en la voluntad salvífica universal de Dios (cf 1 Tm 2,4) y en la necesidad del Bautismo para
la salvación (cf Mc 16,16)» (CCE 1256).
Pero esta capacidad de administrar el Bautismo no se extiende a los demás sacramentos,
ni siquiera en situaciones excepcionales, tal como definió el Concilio de Trento: «Si alguno
dijere que todos los cristianos tienen poder en la palabra y en la administración de todos
los sacramentos, sea anatema» (DzH 1610).
No obstante, como enseña el Concilio Vaticano II, todos los fieles, aunque no sena
ministros ni siquiera extraordinario, toman parte activa en la recepción de los sacramentos
en razón «del ejercicio del sacerdocio común» (LG 11).
Ahora bien, con relación a los demás sacramentos, el ministro ordenado debe respetar la
naturaleza del sacramento y cumplir la triple condición de su validez: aplicar la materia,
pronunciar la forma y tener intención de hacer lo que hace la Iglesia. Pero, como ya se ha
repetido, sus disposiciones personales no cuentan al momento de juzgar la validez del
sacramento. La razón es el carácter vicario de su ministerio.
Como escribe san Agustín: «Aunque fueran muchos los ministros santos o pecadores que
bautizaran, la santidad del bautismo no sería atribuida sino a Aquel sobre el que la paloma
36

descendió, y de quien se dijo: Este es el que bautiza en el Espíritu Santo» 102. Lo mismo se
debe afirmar de los demás sacramentos.
Dado que la materia y la forma son los elementos constitutivos del sacramento, si no se
cumple una y otra, el sacramento carece de validez. Dificultad especial encierra la tercera
condición dado que la intención pertenece al ámbito subjetivo, lo que es más difícil de
valorar, por lo que la casuística ha sido y sigue siendo abundante.
La «intención de la Iglesia» suple las deficiencias del ministro, siempre que su voluntad no
se separe de esa intencionalidad radical que se incluye en el querer de la Iglesia sobre el
sacramento respectivo. Por ello, el ministro (aparte de sus propias situaciones
personales), siempre que acepte el sentir de la Iglesia, lleva a cabo eficazmente la acción
propia del sacramento, dado que cumple la función radical de Cristo, cuya misión vicaria
realiza, aunque sea de un modo indigno.
El Catecismo de la Iglesia Católica recoge la doctrina del Concilio de Trento y enseña:
«Puesto que en último término es Cristo quien actúa y realiza la salvación a través del
ministro ordenado, la indignidad de este no impide a Cristo actuar» (CCE 1584). Y el
Catecismo recoge este amplio testimonio de san Agustín:
«En cuanto al ministro orgulloso, hay que colocarlo con el diablo. Sin embargo, el don de
Cristo no por ello es profanado: lo que llega a través de él conserva su pureza, lo que pasa
por él permanece limpio y llega a la tierra fértil [...] En efecto, la virtud espiritual del
sacramento es semejante a la luz: los que deben ser iluminados la reciben en su pureza y,
si atraviesa seres manchados, no se mancha» (In Iohannis evangelium tractatus 5, 15).».
Como es conocido, la cuestión se planteó ya al inicio de la Iglesia con relación a la validez
del Bautismo administrado por los herejes. El papa san Esteban, contra la sentencia de
Tertuliano y san Cipriano, admitió la validez del Bautismo administrado por los grupos
cismáticos de su tiempo. Por su parte, san Agustín admitió también la validez del Bautismo
administrado por los donatistas. Esta doctrina mantiene su validez hasta nuestros días. La
Iglesia Católica también reconoce el Bautismo celebrado en las otras confesiones
cristianas (CIC 869,2).
Finalmente, quien recibe los sacramentos, para que se le otorgue la gracia propia de cada
uno de ellos, ha de estar convenientemente preparado. A este respecto, es de especial
importancia la distinción clásica de los manuales entre «sacramentos de vivos» y
«sacramentos de muertos», según que para su recepción se requiera que el sujeto esté o
no en gracia de Dios.
6. Gracias que otorgan los sacramentos
El don que otorgan los sacramentos es la gracia salvadora que Cristo adquirió con su
muerte redentora en la cruz: la nueva vida en Cristo. Según la doctrina clásica tan
repetida, este don ha sido otorgado a la Iglesia y esta la canaliza, fundamentalmente, a
través de los siete sacramentos. Como enseña la Constitución Lumen Gentium: «La vida
de Cristo se comunica a los creyentes, quienes están unidos a Cristo paciente y glorioso
por los sacramentos, de un modo misterioso, pero real» (LG 7).
La teología distingue entre la gracia increada y la gracia creada. La primera es el don
divino, mediante el cual Dios mismo –la Trinidad- se comunica al hombre y en él se inicia
la «inhabitación» de la vida trinitaria (Jn 14,21; 1 Cor 3,66). La gracia creada es la gracia
justificante, mediante la cual se lleva a cabo el «hombre nuevo» y la «nueva criatura».
Además, cada sacramento comunica una gracia especial: un singular auxilio a quien lo
recibe para el cumplimiento de la nueva condición en la que ese sacramento sitúa al
cristiano en el contexto vital de su existencia. Con frecuencia se repite que esa «gracia
actual» (gracia sacramentis) concede la ayuda necesaria para cumplir las nuevas
exigencias del sacramento recibido.
Es evidente que tanto la inhabitación de la Trinidad en el alma como del justo como la
nueva vida que comunican los sacramentos, así como la gracia para llevar a término tal
condición del cristiano, es lo específico y común a la estructura de los sacramentos. Pero
tres de ellos, Bautismo, Confirmación y Orden sacerdotal, conceden también a quien los
102
SAN AGUSTÍN, In Iohannis Evangelium VI,7, en Obras completas. O.c. XIII, 129-130.
37

recibe una especial señal, que le configura como ciudadano de la Iglesia en orden al culto
divino. Este «sello» (sphragis) es lo que la teología denomina «carácter sacramental». Esa
nueva configuración sacramental, o sea, el carácter, es propio y exclusivo de estos tres
sacramentos.
La doctrina sobre el carácter tiene una base bíblica. San Pablo confirma a los cristianos de
Corinto que «es Dios quien a nosotros y a vosotros nos confirma en Cristo, nos ha ungido,
nos ha sellado y ha depositado las arras del Espíritu en nuestros corazones» (2 Cor 1,21-
22). Expresiones similares se encuentran en la carta a los Efesios (Ef 1,13; 4,30).
Esta doctrina cuenta, asimismo, con una amplia tradición patrística. El término sphragis,
referido al Bautismo, se encuentra ya en san Cirilo de Jerusalén. Si bien es san Agustín
quien se extiende en teorizar sobre el término latino carácter contra los donatistas, y luego
se detiene en otros escritos a especificar esa señal que «marca» al cristiano. Por ello,
afirma, se distingue a los cristianos de los no bautizados y, consecuentemente, permanece
toda la vida.
La teología del carácter también cuenta con una amplia crónica en la historia de los
sacramentos. La tradición teológica lo describe a modo de una «señal indeleble impresa
en el alma». Parece que el primero que aplicó la categoría del carácter a los tres
sacramentos ha sido Pedro Cantor (+ 1197). Pero, a lo largo del siglo XII, la doctrina sobre
el carácter sacramental era enseñanza común entre los teólogos.
Esta descripción coincide con la definición que del carácter ha dado la teología clásica.
Santo Tomás de Aquino lo define como «un sello espiritual en el alma, al modo como en la
antigüedad los soldados eran adscritos al servicio militar», por lo cual el cristiano se
distingue de quien no haya recibido el Bautismo. Santo Tomás añade que se trata de «un
poder espiritual», por el cual «destina a los hombres al culto de Dios, según el rito de la
religión».
Finalmente, completa la doctrina sobre el carácter sacramental con estas otras tesis: Es
«el carácter de Jesucristo, con cuyo sacerdocio están configurados los fieles»; «no tiene
por sujeto la esencia del alma, sino una de sus potencias»; por sí, el carácter «es
indeleble» y solo lo imprimen los sacramentos del Bautismo, la Confirmación y el Orden.
Esta es la razón de por qué estos tres sacramentos se reciben una sola vez en la vida.
El Catecismo de la Iglesia Católica califica al carácter de «sello», que describe en estos
términos:
«El sello es un símbolo cercano al de la unción. En efecto, es Cristo a quien "Dios ha
marcado con su sello" (Jn 6, 27) y el Padre nos marca también en él con su sello (2 Co 1,
22; Ef 1, 13; 4, 30). Como la imagen del sello [sphragis] indica el carácter indeleble de la
Unción del Espíritu Santo en los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y del
Orden, esta imagen se ha utilizado en ciertas tradiciones teológicas para expresar el
"carácter" imborrable impreso por estos tres sacramentos, los cuales no pueden ser
reiterados» (CCE 698).
El carácter de cada uno de estos tres sacramentos no es el mismo. Se trata de tres
caracteres diversos, por lo que también difieren las potestades que comunican y las
funciones que ejercen cada uno de ellos.
La teología del carácter también cuenta con una amplia tradición en la enseñanza del
Magisterio. Ya se recoge en la carta de Inocencia III al arzobispo de Arlés (1201), que lo
menciona al enumerar los efectos del Bautismo. Lo enseña el Concilio de Florencia
(1439), en el Decreto a favor de los armenios, y se define en el canon 9 del Concilio de
Trento en el Decreto sobre los sacramentos (3-2-1547). A partir de entonces, se repite de
continuo en la enseñanza del Magisterio.
También la Constitución Lumen Gentium subraya el carácter, impreso en el Bautismo, y lo
describe diciendo que es como una especie de consagración para el culto cristiano (LG
11). Asimismo, el Catecismo de la Iglesia Católica reseña el carácter al hablar del
Bautismo (CCE 1273). Respecto a la confirmación, afirma que perfecciona el sacerdocio
común recibido en el Bautismo (CCE 1305). Y, con relación al sacramento del Orden,
confirma que el carácter se acrecienta en el sacerdocio ministerial (CCE 1581), tanto del
38

diaconado como de los presbíteros y, especialmente en el episcopado (CCE 1158). En


conjunto, el Catecismo sintetiza la doctrina magisterial sobre el carácter en estos términos:
“Los tres sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y del Orden sacerdotal confieren,
además de la gracia, un carácter sacramental o "sello" por el cual el cristiano participa del
sacerdocio de Cristo y forma parte de la Iglesia según estados y funciones diversos. Esta
configuración con Cristo y con la Iglesia, realizada por el Espíritu, es indeleble (Concilio de
Trento: DS 1609); permanece para siempre en el cristiano como disposición positiva para la
gracia, como promesa y garantía de la protección divina y como vocación al culto divino y al
servicio de la Iglesia. Por tanto, estos sacramentos no pueden ser reiterados” (CCE 1121).
Finalmente, los sacramentos son «prenda» y «arras» de la vida futura (CCE 1130), con lo
que la entera existencia cristiana está como envuelta en la vida sacramental. En efecto, el
Bautismo inicia la vida sobrenatural de la gracia y la Unción de los enfermos prepara el
viaje -«viático»- para la vida futura en la gloria. Y, en el centro, la Eucaristía preanuncia el
estadio último de la resurrección, según la promesa de Jesús: «El que come mi carne y
bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le resucitaré el último día» (Jn 6,54). Los
sacramentos son, pues, la envoltura de la existencia cristiana. En términos teológicos,
santo Tomás reasume esta enseñanza en estos términos:
«Propiamente hablando, se llama sacramento lo que se ordena a significar nuestra
santificación. Hay que tener presente que en la santificación se pueden distinguir tres
aspectos: su causa propia, que es la pasión de Cristo; su forma, que subsiste en la gracia y
virtudes; y su último fin, que es la vida eterna. Los sacramentos significan estas realidades.
Por tanto, el sacramento es, a la vez, signo rememorativo de la pasión de Cristo, que ya
pasó; signo manifestativo de la gracia, que se produce en nosotros mediante esa pasión, y
anuncio y prenda de la vida futura»103.
La teología también se ha propuesto otra cuestión acerca de los sacramentos: se pregunta
si, cuando se reciben sin las debidas disposiciones, una vez que el sujeto se vuelva apto,
puede recibir la gracia sobrenatural. Es un tema clásico que se denomina «reviviscencia
de los sacramentos». La respuesta es unánime: si el sacramento es válidamente
administrado, reviven los sacramentos que imprimen carácter (Bautismo-Confirmación-
Orden), o aquellos que se reciben válidamente, pero no causan la gracia, como es el caso
del Matrimonio, en el que permanece el vínculo aunque no se produzca la gracia. También
la Unción de los enfermos puede revivir por la permanencia de una «unción interior», ya
que, de otro modo, se verían privados de los auxilios eficaces para superar posibles
tentaciones en la agonía.
Por el contrario, no «reviven» la Penitencia ni la Eucaristía. La Penitencia, por cuanto
quien se confiesa sin las disposiciones debidas no recibe el sacramento, porque este
sacramento no puede ser válido e infructuoso a la vez, y la Eucaristía, porque al recibirla
en pecado mortal, se comete un sacrilegio y repugna que Dios quiera premiar el pecado.
Conviene, pues, distinguir entre sacramento «válido» y sacramento «infructuoso». Si no es
«válido», no existe el sacramento. El sacramento válido pero «infructuoso» puede obtener
sus frutos cuando desaparece el obstáculo que impide que confiera la gracia.

VI. PRINCIPIO PNEUMATOLÓGICO DE LOS SACRAMENTOS


Hasta ahora hemos hecho algunas alusiones ocasionales a la acción del Espíritu Santo en
los sacramentos, pero en todo momento hemos subrayado el principio cristológico, pues,
como se ha repetido, ellos son los signos visibles de su presencia o, los instrumentum
separatum, al modo como, durante la existencia terrena de Jesús, su humanidad era el
instrumentum coninctum del Verbo encarnado. La referencia a la persona de Cristo ha de
ser la primera consideración de los sacramentos ya que en el tiempo presente «Cristo vive
y actúa en la Iglesia por medio de los sacramentos» (cf. CCE 1076).
Ahora bien, en el tiempo de la Iglesia, la acción de Cristo es inseparable de la presencia
activa del Espíritu Santo, pues «la Iglesia es continuación de Pentecostés en los
sacramentos» o, dicho de otro modo, «la Iglesia da el Espíritu Santo en los sacramentos».

103
STh III, q. 60 a.3.
39

Por ello, en los sacramentos se deben conjugar en armonía el principio cristológico y el


principio pneumatológico.
A Cristo se le encuentra en el signo sacramental, en el cual Él manifiesta su presencia
misteriosa y al Espíritu Santo se le descubre en la acción santificadora de la gracia divina
que produce y que eleva al cristiano al orden sobrenatural. San León Magno describía la
acción del Espíritu Santo en el bautizado con esta expresión: «Para todo hombre que
renace, el agua del Bautismo es como un seno virginal: el mismo Espíritu que fecundó a la
Virgen fecunda también la fuente» 104. Y san Isidoro de Sevilla escribe: «Estos sacramentos
se emplean fructuosamente en la Iglesia, porque el Espíritu Santo, permaneciendo en
ellos, obra ocultamente el efecto de los sacramentos» 105.
Las distintas misiones que en la predicación de Jesús aparecen confiadas al Espíritu
Santo se cumplen plenamente en la administración de los sacramentos, pues «el Espíritu
Santo es el pedagogo de la fe del Pueblo de Dios, el artífice de las “obras maestras de
Dios” que son los sacramentos de la Nueva Alianza» (CCE 1091). Y el catecismo de la
Iglesia Católica explica cómo en los sacramentos el misterio de Cristo se complementa
con la acción del Espíritu Santo:
«En esta dispensación sacramental del misterio de Cristo, el Espíritu Santo actúa de la
misma manera que en los otros tiempos de la economía de la salvación: prepara la Iglesia
para el encuentro con su Señor, recuerda y manifiesta a Cristo a la fe de la asamblea; hace
presente y actualiza el misterio de Cristo por su poder transformador; finalmente, el Espíritu
de comunión une la Iglesia a la vida y a la misión de Cristo» (CCE 1092).
En resumen, los sacramentos, como «presencias de Cristo», se vivifican por la «acción del
Espíritu Santo» y son «la obra maestra de Dios» (CCE1116). Pero, dado que los
sacramentos revelan la presencia cualificada de Cristo y del Espíritu, es preciso añadir
que en el misterio sacramental, en realidad, se concentra el misterio de la Santísima
Trinidad. Así lo expresa M. Schmaus:
«El movimiento de la administración de los sacramentos parte del Padre, que da a su Hijo,
hecho hombre, su eficaz voluntad salvífica. Cristo la cumple en el Espíritu Santo. El Espíritu
Santo es la mano invisible con la que Cristo agarra al hombre en los sacramentos y le
introduce en su obra salvífica. Los sacramentos, por tanto, son realizados por el Padre,
mediante el Hijo, en el Espíritu Santo»106.
Como podemos ver, las tres divinas personas confluyen también en la teología
sacramentaria: los sacramentos son consecuencia de la voluntad amorosa de Dios-Padre,
por ellos se aplica la obra redentora de Cristo y en ellos se condensa la acción
santificadora del Espíritu Santo. Los sacramentos son, pues, el principio y el fin del orden
sobrenatural trinitario que caracteriza al cristianismo y que debe reanimar a toda la
teología católica.
En resumen, los sacramentos son las «fuerzas que brotan» del Cuerpo de Cristo, siempre
vivo y vivificante; son, asimismo, las «acciones del Espíritu Santo», que actúa en su
Cuerpo que es la Iglesia y constituyen «las obras maestras de Dios», que se manifiesta
como Padre en «la nueva y eterna Alianza» (CCE 1116, 1127, 1129).
La presencia de la Trinidad en los sacramentos y sobre todo la atención al principio
pneumatológico que los anima, además de evitar el riesgo de “cosificar” los sacramentos,
ayuda a descubrir su grandeza y la importancia decisiva que tienen en la vida de la Iglesia
y en la existencia de los cristianos.

104
SAN LEÓN MAGNO, Sermo XXIV in Nativitate, 4,3.
105
SAN ISIDORO, Etimologías, I, 615.
106
M. SCHMAUS, Teología dogmática VI, Rialp, Madrid 1963, 94.

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