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Un Elefante Ocupa Mucho Espacio y Otros Cuentos ELSA BORNEMANN PDF

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A mis hermanas Hilda y Margarita,

como cuando crecíamos bajo el sol


del jardín de nuestra casa, al mismo tiempo
que los teros, los pinos y el laurel.
UN ELEFANTE OCUPA ..
MUCHO ESPACIO

() ue un elefante ocupa mucho espacio lo


sabemo�os. Pero que Víctor, un elefante de cir-
,,,. '
co, se decidió una vez a pehsar "en elefante", esto es,
a tener una idea tan enorme como su cuerpo... ah...
eso algunos no lo saben, y por eso se los cuento. Ve­
rano. Los domadores dormían en sus carromatos,
alineados a un costado de la gran carpa. Los anima­
les velaban desconcertados. No era para menos: cin­
co minutos antes, el loro había volado de jaula en
jaula comunicándoles la inquietante noticia.
El elefante había declarado huelga general
y proponía que ninguno actuara en la función del
día siguiente.
-¿Te has vuelto loco, Víctor? -le pre­
guntó el león, asomando el hocico por entre los
barrotes de su jaula-. ¿Cómo te atreves a ordenar
algo semejante sin haberme consultado? ¡El rey de
los animales soy yo!
10

La risita del elefante se desparramó como


papel picado en h oscuridad de la noche:
-Ja. El rey de los animales es el hombre,
compañero. Y sobre todo aquí, tan lejos de nues­
tras anchas selvas...
-¿De qué te quejas, Víctor? -interrum­
pió un osito, gritando desde su encierro-. ¿No
son acaso los hombres los que nos dan techo y co­
mida?
' 1

-Tú has nacido bajo la lona del circo...


-le contestó Víctor dulcemente-. La esposa del
domador te crió con mamadera... Solamente co­
noces el país de los hombres y no puedes entender,
aún, la alegría de la libertad...
-¿Se puede saber para qué haremos huel­
ga? -gruñó la foca, coleteando nerviosa de aquí
para allá.
-¡Al fin una buena pregunta! -exclamó
Víctor entusiasmado, y ahí nomás les explicó a sus
compañeros que ellos eran presos... que trabajaban
para que el dueño del circo se llenara los bolsillos
de dinero... que eran obligados a ejecutar ridículas
pruebas para divertir a la gente... que se los forza­
ba a imitar a los hombres... que no debían sopor­
tar más humillaciones y que patatín y que patatán.
11

(Y que patatín fue el consejo de hacer entender a


los hombres que los animales querían volver a ser
libres... Y que patatán fue la orden de huelga gene­
ral...).
-Bah... Pamplinas... -se burló el león-.
¿Cómo piensas comunicarte con los hombres?
¿Acaso alguno de nosotros habla su idioma?
-Sí -aseguró Víctor-. El loro será
nuestro intérprete -y enroscando la trompa en
los barrotes de su jaula, los dobló sin dificultad y
salió afuera. En seguida, abrió una tras otra las jau­
las de sus compañeros.
Al rato, todos retozaban en torno a los carro­
matos. ¡Hasta el león!

Los primeros rayos de sol picaban como


abejas zumbadoras sobre las pieles de los animales
cuando el dueño del circo se desperezó ante la ven­
tana de su casa rodante. El calor parecía cortar el
aire en infinidad de líneas anaranjadas... (Los ani­
males nunca supieron si fue por eso que el dueño
del circo pidió socorro y después se desmayó, ape­
nas pisó el césped...).
De inmediato, los domadores aparecieron
en su auxilio:
12

-¡Los animales están sueltos! -gritaron


a coro, antes de correr en busca de sus látigos.
-¡Pues ahora los usarán para espantarnos
las moscas! -les comunicó el loro no bien los do­
madores los rodearon, dispuestos a encerrarlos
nuevamente.
-¡Ya no vamos a trabajar en el circo!
¡Huelga general, decretada por nuestro delegado,
el elefante!
-¿Qué disparate es éste? ¡A las jaulas!
-y los látigos silbadores ondularon amenazadora-
mente.
-¡Ustedes a las jaulas! -gruñeron los oran­
gutanes. Y allí mismo se lanzaron sobre ellos y los
encerraron. Pataleando furioso, el dueño del circo
fue el que más resistencia opuso. Por fin, también él
miraba correr el tiempo detrás de los barrotes.
La gente que esa tarde se aglomeró delan­
te de las boleterías, las encontró cerradas por gran­
des carteles que anunciaban:

CIRCO TOMADO POR LOS TRABAJADORES.


HUEGA GENERAL DE A IMALES.

Entretanto, Víctor y sus compañeros tra­


taban de adiestrar a los hombres:
1 :>
<)

-¡Caminen en cuatro patas y luego sal­


ten a través de estos aros de fuego!
-¡Mantengan el equilibrio apoyados so­
bre sus cabezas!
-¡No usen las manos para comer!
-¡Rebuznen! ¡Maúllen! ¡Píen! ¡Ladren!
¡Rujan!
-¡Basta por favor, basta! -gimió el due­
ño del circo al concluir su vuelta número doscien­
tos alrededor de la carpa, caminando sobre las ma­
nos-. ¡Nos damos por vencidos! ¿Qué quieren?
El loro carraspeó, tosió, tomó unos sorbi­
tos de agua y pronunció entonces el discurso que
le había enseñado el elefante:
-...Con que esto no, y eso tampoco, y
aquello nunca más, y no es justo, y que patatín y
que pararán ... porque ... o nos envían de regreso
a nuestras anchas selvas... o inauguramos el pri­
mer circo de hombres animalizados, para diver­
sión de todos los gatos y perros del vecindario.
He dicho.
Las cámaras de televisión transmitieron
un espectáculo insólito aquel fin de semana: en el
aeropuerto, cada uno portando su correspondien­
te pasaje entre los dientes (o sujeto en el pico en
14

el caso del loro), todos los animales se ubicaron en


orden frente a la puerta de embarque con destino
al África.
Claro que el dueño del circo tuvo que
contratar dos aviones: en uno viajaron los tigres,
el león, los orangutanes, la foca, el osito y el loro.
El otro fue totalmente utilizado por Víctor... por­
que todos sabemos que un elefante ocupa mucho,
mucho espacio...
POTRANCA NEGRA ..
En la estancia de padrino Ernesto, don­
de estoy pasando mis vacaciones, hay muchos po­
trillos ... ¡pero ninguno como mi potranca negra!
Cuando los arados van a dormir su fatiga,
ella se me aparece al tranquito, lamiendo el atarde­
cer como si fuera el agua de los bebederos.
Es arisca. No viene cuando yo la llamo sino
cuando ella quiere, despeinando los juncales con
sus largas crines. Sus huellas van oscureciendo los
caminitos de barro.

Espero que toda la gente de las casas se haya


acostado y abro las ventanas de mi cuarto para mi­
rarla: la veo trotando sobre malezas y pastizales, esca­
bulléndose entre los cardos, saltando los alambrados...

¡Potranca desbocada! Galopa sobre el cam­


po o sobre los techos, enfriando el aire con su
aliento. Sus cascos golpean las puertas y su cola
16

azota molinos y chimeneas. Escucho el roce de su


poncho al engancharse en los postes, mientras
arroja negrura por todas partes.
A veces, le relincha a la luna, y otras, la lle­
va sobre la grupa para que reparta sus luces por la­
gunas y charcos.

¡Potranca salvaje! ¡Imposible cabalgar so­


bre su lomo! Pero puedo tocarla cuando apago mi
lámpara: en ese momento se me acerca mansita y
la acaricio. Ella me mira desde la oscuridad de sus
ojos enormes y yo la contemplo en silencio, hasta
que los gallos abren la madrugada y la mañanita
empieza a remontar su barrilete de sol...

Mi potranca huye entonces, tijereteando


las sombras ...

Más tarde, mientras le cebo unos mates,


padrino Ernesto me dice que esa que tanto quiero
es La Noche y promete regalarme una yegüita ove­
ra, para que no siga imaginando pavadas ... Yo son­
río y me callo... Padrino debe de estar celoso: él
tiene muchos potrillas... ¡pero ninguno como mi
potranca negra!
/
/
CASO GASPAR ..
Aburrido de recorrer la ciudad con su
valija a cuestas hasta vender -por lo menos- doce
manteles diarios, harto de gastar suelas, cansado de
usar los pies, Gaspar decidió caminar sobre las ma­
nos. Desde ese momento, todos los feriados del
mes se los pasó encerrado en el altillo de su casa,
practicando posturas frente a un gran espejo. Al
principio, le costó bastante esfuerzo mantenerse en
equilibrio con las piernas para arriba, pero al cabo
de reiteradas pruebas el buen muchacho logró
marchar del revés con asombrosa habilidad. Una
vez conseguido esto, dedicó todo su empeño para
desplazarse sosteniendo la valija con cualquiera de
sus pies descalzos.
Pronto pudo hacerlo y su destreza lo alentó:
-¡Desde hoy, basta de zapatos! ¡Saldré a
vender mis manteles caminando sobre las manos!
-exclamó Gaspar una mañana, mientras desayu­
naba.
20

Y -dicho y hecho- se dispuso a iniciar esa


jornada de trabajo andando sobre las manos.
Su vecina barría la vereda cuando lo vio
salir. Gaspar la saludó al pasar, quitándose caballe­
rosamente la galera:
-Buenos días, doña Ramona. ¿Qué tal
sus canarios?
Pero como la señora permaneció boquia­
bierta, el muchacho volvió a colocarse la galera y
dobló la esquina.
Para no fatigarse, colgaba un rato de su pie
izquierdo y otro del derecho la valija con los man­
teles, mientras hacía complicadas contorsiones a
fin de alcanzar los timbres de las casas sin ponerse
de pie.
Lamentablemente, a pesar de su entusias­
mo, esa mañana no vendió ni siquiera un mantel.
¡Ninguna persona confiaba en ese vende­
dor domiciliario que se presentaba caminando so­
bre las manos!
"Me rechazan porque soy el primero que
se atreve a cambiar la costumbre de marchar sobre
las piernas... Si supieran qué distinto se ve el mun-
do de esta manera, me imitarían... Paciencia ... Ya
impondré la moda de caminar sobre las manos... ",
21

pensó Gaspar, y se aprestó a cruzar una amplia


avenida.
Nunca lo hubiera hecho: ya era el medio­
día ... Los autos circulaban casi pegados unos con­
tra otros. Cientos de personas transitaban apura­
das de aquí para allá.
-¡Cuidado! ¡¡¡Un loco suelto!!! -gritaron
a coro al ver a Gaspar. El muchacho las escuchó
divertido y siguió atravesando la avenida sobre sus
manos, lo más campante.
. .
-,·Loco yo.I Bah , opm10nes...
Pero la gente se aglomeró de inmediato a
su alrededor y los vehículos lo aturdieron con sus
bocinazos, tratando de deshacer el atascamiento
que había provocado con su singular manera de
cammar.
En un instante, tres vigilantes lo rodearon:
-Está detenido -aseguró uno de ellos,
tomándolo de las rodillas, mientras los otros dos se
comunicaban por radioteléfono con el Departa­
mento Central de Policía.
¡Pobre Gaspar! Un camión celular lo con­
dujo a la comisaría más próxima, y allí fue interro­
gado por innumerables policías:
-¿Por qué camina sobre las manos? ¡Es
22

muy sospechoso! ¿Qué oculta en sus guantes?


¡Confiese! ¡Hable!
Ese día, los ladrones de la ciudad asaltaron
los bancos con absoluta tranquilidad: toda la poli­
cía estaba ocupadísima con el "Caso Gaspar -suje­
to sospechoso que marcha sobre las manos-".
A pesar de que no sabía qué hacer para sa­
lir de esa difícil situación, el muchacho mantenía
la calma y -¡sorprendente!- continuaba haciendo
equilibrio sobre sus manos ante la furiosa mirada
de tantos vigilantes. Finalmente, se le ocurrió pre­
guntar:
-¿Está prohibido caminar sobre las manos?
El jefe de policía tragó saliva y le repitió la
pregunta al comisario número 1, el comisario nú­
mero 1 se la transmitió al número 2, el número 2 al
número 3, el número 3 al número 4 ... En un mo­
mento todo el Departamento Central de Policía se
preguntaba: ¿ESTÁ PROHIBIDO CAMINAR SOBRE LAS
MANOS? Y por más que buscaron en pilas de libros
durante varias horas, esa prohibición no apareció.
No, señor. ¡No existía ninguna ley que prohibiera
marchar sobre las manos ni tampoco otra que obli­
gara a usar exclusivamente los pies!
Así fue como Gaspar recobró la libertad
23

de hacer lo que se le antojara, siempre que no mo­


lestara a los demás con su conducta.
Radiante, volvió a salir a la calle andando
sobre las manos. Y por la calle debe de encontrar­
se en este momento, con sus guantes, su galera y
su valija, ofreciendo manteles a domicilio...
¡¡¡Y caminando sobre las manos!!!
UNA TRENZA TAN LARGA... ..

Nunca le habían cortado el pelo. Ni


siquiera se lo habían recortado. Margarita no que­
ría. Por eso lo tenía tan largo. Larguísimo.
Su trenza negra alcanzaba a cubrir una
cuadra.
Cuando Margarita dormía, su trenza se es­
tiraba por el dormitorio, se doblaba por la sala, se­
guía por el balcón y -desde el tercer piso de la ca­
sa- caía hacia la calle, saliendo por la ventana que
dejaban abierta a propósito.

Para peinarse, Margarita viajaba una vez


por semana al campo, con su mamá, su papá, su
abuela y sus dos hermanas mayores.
Allá, sobre el ancho verde, la destrenzaban.
Luego, la cepillaban por turno, para no
cansarse: su mamá le alisaba los primeros metros de
pelo; seguía la abuela, desenredando unos cuantos
metros más. A continuación, sus dos hermanas,
26

siempre protestando porque esa tarea las aburría, y


-finalmente- el papá, que peinaba los últimos me­
tros del pelo de su hija menor.
Una vez, en plena labor de cepillado, los
sorprendió un fuerte viento. El pelo de Margarita
se levantó entonces, abriéndose en abanico.
-¡Una nube negra! -gritaron los campe­
sinos-. ¡Tormenta! -mientras pájaros, libélulas,
mariposas, langostas y vaquitas de San Antonio
quedaban enredados. Lejos de preocuparse, Mar­
garita estaba contenta:
-¡Mi pelo canta! -decía al escuchar los
pájaros piando en ¡Uso las más lindas hebi­
llas! -aseguraba el verse adornada por tantas va­
quitas de San Antonio.
-¡Deberemos cortarte el pelo! -chilla­
ban mamá, papá y la abuela.
-¡Bien corto! -agregaban las hermanas.
Otra vez, su pelo suelto en la noche cam­
pesina se llenó de bichitos de luz y hubo que espe­
rar al día siguiente para trenzarlo...
¡Era tan hermoso verlo! ¡Parecía un retaci­
to de la misma noche, bordado con estrellitas!

El problema más grande se presentó la


27

mañana en que Margarita debió ir a la escuela por


primera vez.
-¡Tendremos que cortarle el pelo! -le di­
jeron sus hermanas, riendo.
Claro, ellas estaban un poquito celosas: la
mayor tenía una melenita castaña que apenas le roza­
ba los hombros ...
La mediana, escasos rulitos apretados en co­
ronita rubia... Ninguna de las dos lograba que el pe­
lo les creciera tanto como a la más chica...
La mamá trató de encontrar una solución
sin cortarle el pelo.
-Te recogeré la trenza en un rodete, Mar­
garita... -le dijo esa mañana.
-¡Manos a la obra! -se escuchó a la abue­
la. Y tornando varios metros de trenza cada una,
empezaron a girar alrededor de Margarita hasta
formar un enorme rodete sobre su cabeza.
¡Ay! Era tan pesado que Margarita no pudo
moverse ...
¡Ay! Era tan alto que Margarita no pudo sa­
lir de su casa... ¡Llegaba hasta el techo!
Entonces, Margarita tuvo una buena idea:
llamó por teléfono a todos sus amiguitos y esperó
que llegaran a buscarla.
28

Entretanto, su mamá, su abuela y sus her­


manas trabajaban deshaciendo el rodete.
En media hora, la trenza negra ya estaba
en libertad.

Al rato, Margarita salió a la calle, bajando


por la escalera los tres pisos de su casa, seguida por
su trenza. Sus amiguitos ya la estaban esperando,
todos con sus delantales blancos.
Margarita subió a su bicicleta, rumbo a la
escuela... Y hacia allá fue, con sus amiguitos en hi­
lera cargando la trenza tras ella:
Sebastián la seguía en triciclo.
Carlitos en karting.
Gustavo en bicicleta.
Cristina en remociclo.
Pilar en monopatín.
Aníbal en autito.
Matías corriendo.
Sonia en carrito, empujada por Darío y
Hernán, y finalmente Bettina, en patines, sujetán­
dose del gran moño floreado y dejándose arrastrar
por los demás ...
¡Qué viva!
30

¡Cómo se divirtieron en la escuela!


Cada recreo, la trenza de Margarita servía
para saltar a la soga, para enrollarse en caracol, pa­
ra formar guardas sobre las baldosas del patio ... ¡y
hasta para colgar un ratito al sol la ropa recién la­
vada por la portera!
¡Margarita se sentía tan feliz! ...

Cuando llegaron las vacaciones, sus papás


decidieron hacer un viaje en barco.
-¡Tendremos que cortarte el pelo! -vol­
vió a insistir su hermana mayor.
-¡Bien corto! -agregó la mediana, yen­
do a buscar las tijeras.
Pero a Margarita se le ocurrió algo, tam­
bién en esa oportunidad, y no fue necesario cor­
tarle la trenza.
Durante el viaje en barco la dejó caer des­
de la borda al agua. Su trenza abrió un caminito
negro en el río...

¡Cuentan que cuando la izaron, al terminar


el paseo, traía pececitos prendidos de su moño!
¡Cómo la aplaudieron los pescadores en la
orilla!
31

Ah... ¿ Ustedes creen que Margarita se cor-


tó su pelo?
No, no y mil veces no.
Ni siquiera se lo ha recortado.
Su trenza negra cubre ahora dos cuadras y
sigue siendo, a veces, un retacito de la misma no­
che, bordado por los bichitos de luz... o una nube
oscura, sobre la que el viento sopla pájaros, libélu­
las, mariposas, langostas y vaquitas de San Anto-
nio... o simplemente una trenza, una trenza tan
larga..
PABLO

E1 pueblo se llamaba...
Chato y polvoriento, recostado frente al
mar, era una cinta de argia y piedra oscura.
Sus habitantes écharon a rodar esa maña­
na de primavera como una moneda más, sin no­
tar en ella nada diferente.
Al mediodía, la gente se arremolinó en el
mercado del puerto, como tantas otras veces.
Aquello sucedió por la tarde. El silbato de
un tren pasando a lo lejos fue el sonido que seña­
ló el principio. Justo en ese momento, los pesca­
dores quedaron con las bocas abiertas, mientras
cantaban recogiendo sus redes. Y de sus bocas ya
no salió ninguna palabra. Lo mismo les sucedió a
los vendedores del mercado...
a las mujeres en sus cocinas ...
a los viejos en sus sillas ...
34

a los estudiantes en sus aulas...


a los más chicos en sus juegos..
Por más que intentaron, ninguno pudo
decir ni siquiera una sílaba. Las caras se esforza­
ron, sorprendidas, una y otra vez. Fue inútil.
El silencio fue un poncho abierto oscure­
ciendo al pueblo. ¿Qué pasaba?
De pronto, vieron cómo cinco, diez, cua­
renta, cien, dos mil palabras saltaban al aire desde
sus bocas silenciosas, tomando extrañas formas. Y
tras ellas fueron, amontonándose en desordenada
carrera, sin saber adónde los llevaría ese rumbo sur
que señalaban.
Hubo quienes siguieron a la palabra "mar",
maravillados por esas tres letras verdes ondulando
en la tarde ...
Otros prefirieron marchar tras la palabra
"sol", partida en gajos de una enorme naranja...
Algunos se decidieron por la palabra "ca-
racol ... o ''viento
" . " ... o "te1ar,, ... o "man.. posa"... o
,, '" ,,
"cebolla ... o "vmo ... o...
Pero la que congregó la mayor cantidad
de caminantes fue la palabra "rAZ". Ésa sí que
deslumbraba, con su amplia zeta abierta como la
cola de un pavo real...
No les fue posible seguir a cada una en
especial. Las palabras eran tantas, tantas, que
muchísimas debieron volar en soledad, chocan­
do entre sí en su afán de llegar primero a ...
¿adónde?
Pronto lo supieron. La gente detuvo sus
pasos ante una casa grande, mirando con sor­
presa cómo por la chimenea, por las ventanas,
por puertas y cerraduras, todas las palabras se
precipitaban convertidas en una fantástica llu­
via de letras.

Llovió durante un largo rato.


Entonces entendieron lo que había sucedi­
do y un temblor los unió. Ésa era la casa de Pablo,
el poeta, hermano del amor y la madera, amigo de
paraguas y copihues, caminador de muelles y de
inviernos, timonel del velero de los pobres, voz de
tristes, de piedras y olvidados...
Ésa era la casa de Pablo, que acababa de
monr...
Las palabras habían perdido su ángel
guardián, su domador, su padre, su sembrador...
Ellas lo sabían ... Por eso habían sentido
su adiós antes que nadie y habían disparado en
g7

cortejo, para besar esa boca que ya no volvería a


cantarlas...

La noche no se animaba aún a desenrollar­


se cuando dejó de llover. En ese instante, una niña
desconocida salió de la casa de Pablo.
Su vestido blanco fue un punto de azúcar
luminoso en la oscuridad. Su pelo en llamas se
.
abrió en antorchas alrededor de su cabeza.
,;
Entonces gritó "¡vida!" y la gente de aquel
pueblo que se llamaba ... atajó la palabra en movi­
miento y gritó con ella "¡vida!".
Entonces gritó "¡tierra!" y un aullido corea­
do por todos rajó la noche: "¡tierra!" Y gritó "¡aire!"...
"
y ¡agua.,,,... y "fi !" a 1a par que de sus manos
¡ uego ....
salían todas las palabras de Pablo, mágicas uvas que
repartió entre los que estaban agazapados en torno
de ella.
Y esas uvas se unieron nuevamente en ra­
mos verdes...
Y los versos de Pablo se repitieron una y
otra vez...
Y se siguieron cantando una y otra vez ...
Y retumbaron como tambores en escuelas y
carpinterías, en bosques y mediodías, en trenes
38

y bocacalles, en ruinas y naufragios, en eclipses


y sueños, en alegrías y cenizas, en olas y guitarras,
en ahoras y mañanas... una y otra vez... una y otra
vez... una y otra vez... una y otra vez ...
CUANDO FALLAN LOS ESPEJOS ..

Lo Gustavo me tiró de las trenzas y


luego me hizo girar a su a�ed�do.r sosteniéndome
de un brazo y de una pierna. Ése es el modo de
demostrarme su cariño cuando pasamos varios
días sin vernos. Como aquella tarde en que volví
de mis vacaciones, por ejemplo.
-¡Nena! ¡Por fin de regreso! -me dijo
contento-. Tengo un gran problema con mis dos
espejos. Espero que me ayudes a solucionarlo...
Sin darme tiempo para deshacer mi equi­
paje, me condujo hasta su habitación.
-¿Qué les pasa a tus espejos, tío?
-Están descompuestos ... -aseguró preo-
cupado-. Uno atrasa y el otro adelanta.
-¿Como los relojes?
-Justamente. Aunque ningún relojero ha
podido repararlos... Ya verás. Mirémonos en ése...
-y conmigo de su mano, mi tío caminó hasta
40

que enfrentamos uno de los dos grandes espejos


ubicados sobre las paredes de su cuarto.
-¡Éste... es el que atrasa! -grité mara­
villada al descubrir la imagen de una bebita con
chupete aferrada a la mano de un muchacho de
pelo claro y abundante. ¡Mi tío Gustavo y yo re­
flejados tal cual éramos varios años antes!
ese árbol florecido? -pregunté aun
más sorprendida, señalando un macizo roble que
se reflejaba a nuestras espaldas.
Mientras abría las ventanas para que las
ramas pudieran estirarse cómodamente hacia la
calle, mi tío me explicó:
-La mesa y las sillas, nena. Antes de ser
muebles fueron ese árbol que ahora vemos en el
espeJo ...
-... ¡Que atrasa! -alcancé a agregar an­
tes de que dos ovejitas triscaran mimosas en tor­
no de mí.
-¡Ah, no! ¿ Y estas ovejas? -gimió
mi tío.
Rápidamente ubiqué el lugar del que ha­
bían salido:
-¡La alfombra de lana! ¡La alfombra! -y
durante un rato jugué con ellas.
41

De pronto, una gallina negra aterrizó so­


bre mi cabeza, cacareando inquieta.
-¡El plumero! -exclamó mi tío deses­
lll'rado-. ¡Voy a guardarlo! ¡Y la alfombra tam­
bién! ¡Y la mesa! ¡Y las sillas! ¡Mi habitación se es­
LÍ convirtiendo en una granja! ¿ Te das cuenta de
n1ántas complicaciones me trae este espejo que
.,rrasa?
Muy alterado, intentaba colocar la mesa
dentro del ropero cuando yo tome una sábana y
cubrí el espejo cuidadosamente. En ese instante,
mi tío respiro aliviado.
-No sé qué haría sin esta sobrina tan in-
teligente... llevándome a babuchas, abando-
nó su habitación hasta el día siguiente.
¡No podía soportar esa tarde la emoción
de reflejarse -también- en el otro espejo descom­
puesto!
Pero yo sí. Por eso, no bien se dispuso a
dormir su siesta en la reposera del jardín, volví de
puntillas a su habitación. ¡Tenía tanta curiosidad
por mirarme en el espejo que adelantaba!
Y bien. Me miré. ¡Qué susto! ¡Yo era una
viejecita, de pie en medio de una plaza!
¡Vaya si adelantaba ese espejo!
42

Salí corriendo del cuarto y -casi sm


aliento- me arrojé en los brazos de mi tío. Se des-
pertó sobresaltado.
-¡Tío! ¡Tío! ¡Debes mudarte! ¡En... en
el sitio que ocupa esta casa van ... van a construir
una plaza! ¡Y yo... yo soy muy viejita... y llevo ro­
dete... y... !
-Eres apenas una niña así de alta... --di­
jo él, rozando el aire con su mano izquierda-. Y
una niña desobediente además, que fue a mirarse
en el espejo que adelanta aprovechando mi sue­
ño... Salgamos a dar una vuelta ...

Al día siguiente, cuando entré a su habi­


tación, ansiosa por reflejarme nuevamente en sus
averiados espejos, los encontré totalmente com­
puestos. ¡En cada uno de ellos podía verme tal
cual soy!
-Ése ya no atrasa... y aquél no adelanta
más -comentó mi tío-. Anoche descubrí la
causa de las fallas y los arreglé yo mismo.
-¿Cómo? ¿Cómo?
-Al que atrasaba le di cuerda.
-¿Y al que adelantaba cómo lo repa-
raste?
43

-Ah... Es un secreto, nena guiñán-


dome un ojo, se dirigió conmigo hacia el comedor
para tomar el desayuno.
a
EL PASAJE DE LA ÜCA

E 1 Pasaje de la Oca era una callecita


muy angosta... Tan angosta que a las personas
que allí vivían les bastabá"estirar las manos a tra­
vés de las ventanas para estrechar las de los veci­
nos de enfrente. Todos eran felices allí y yo no
tendría nada más que contarles si una madrugada
no hubiera llegado al Pasaje de la Oca el señor Ál­
varo Rueda.
Este señor estacionó su automóvil justo a
la entrada del pasaje y tocó insistentemente la po­
derosa bocina, hasta despertar a los habitantes de
la callecita. En cinco minutos ya estaban todos al­
rededor del auto, entre dormidos y asustados, pre­
guntándole qué sucedía.

Álvaro Rueda, mostrándoles un plano, les


anunció entonces la terrible noticia:
-Señores vecinos, yo soy el dueño de este
46

terreno. Lamento comunicarles que la semana pró­


xima desaparecerá el Pasaje de la Oca. Haré demo­
ler todas las casas, puesto que aquí construiré un
gran edificio para archivar mi valiosa colección de
estampillas... Múdense cuanto antes despi­
diéndose con varios bocinazos, puso en marcha su
vehículo y se perdió en la avenida.
Por un largo rato, los vecinos del Pasaje de
la Oca no hablaron, no lloraron ni se movieron:
tanta era su sorpresa. Parecían fantasmas dibuja­
dos por la luna, con sus camisones agitándose con
el viento del amanecer.
Más tarde, sentándose en los cordones,
estudiaron diferentes modos de salvar el querido
pasaJe:
I) Desobedecer al señor Rueda y quedarse
allí por la fuerza.
Pero esta solución era peligrosa: ¿y si Al­
varo Rueda -furioso- ordenaba lanzar máquinas
topadoras sobre el pasaje sin importarle nada? No.
En ese caso, lo perderían sin remedio...
2) El Pasaje de la Oca podría ser enrollado
como un tapiz y trasladado a otra parte; solución
que fue descartada:
-¡No! ¡Imposible! ¡Se quebrarían todas
47

las copas! ¡Se harían añicos las jarras y los floreros


de vidrio! ¿Cómo salvarían los espejos?
3) Podrían contratar un hechicero de la
India para que colocara el pasaje sobre una alfom­
bra voladora y lo llevara, por el aire, a otra región.
Pero la India quedaba lejos de allí... y el
viaje por avión costaba demasiado dinero...
Ya estaban por darse por vencidos, resig­
nándose a perder su querida callecita, cuando el
anciano don Martín tuvo una idea sensacional:
-¡Viva! ¡Encontré la solución! Escuchen:
nos dividiremos en dos grupos y cada uno tomará
d pasaje por un extremo. Los de adelante tirarán
de la calle con todas su fuerzas y los de atrás la em­
pujarán con vigor. De ese modo, podremos despe­
garla y llevarla -arrastrando- hasta encontrar un
1erreno libre donde colocarla otra vez. ¡El Pasaje
( le la Oca no será destruido!
-¡Viva don Martín! -gritaron todos los
vecinos, contentísimos. Y esperaron la noche para
1 ('alizar su extraordinario plan.

Fue así como, cuando toda la ciudad dor-


111 ía, los habitantes del Pasaje de la Oca lo toma-

1 nn de las puntas y empezaron la mudáiiz'a::"


48

Despegarlo fue lo que más trabajo les cos­


tó, porque arrastrarlo no resultó dificultoso.
El pasaje se dejaba llevar como deslizán­
dose sobre una pista encerada.
Pronto se encontraron en la avenida sufi­
cientemente amplia como para permitir el paso de la
callecita... Y allá fueron todos -hombres, mujeres y
niños-, llevándose el pintoresco pasaje a cuestas co­
mo un maravilloso teatrito ambulante, con sus casi­
tas blancas y humildes bamboleándose durante la
marcha, con sus faroles pestañeando luces amarillen­
tas, con sus sábanas bailando en las sogas de las terra­
zas bajo un pueblito de estrellas echado boca abajo.

La mañana siguiente abrió sus telones y


vio al Pasaje de la Oca instalado en el campo.
Allí, sobre el chato verde, lo colocaron fe­
lices.
Esa noche celebraron una gran fiesta y los
fuegos artificiales estrellaron aun más la noche .
campesma.
A la mañana siguiente cuando el señor Al­
varo Rueda llegó, seguido por una cuadrilla de
obreros dispuestos a demoler el pasaje, encontró
su terreno completamente vacío.
49

-¡El callejón desapareció! -alcanzó a


gritar antes de caer desmayado.
Y nunca supo que la generosidad del cam­
po había recibido el pasaje, callecita fundadora del
que, con el correr del tiempo, llegó a ser el fabu­
loso Pueblo de la Oca.
NIEBLA VOLADORA ..
No se atrevía a contárselo a nadie. Ni si­
quiera a Tina, que la quería tanto. Tampoco a
Bimbo, el gato de al lado. ¿Cómo decirles que es­
taba aprendiendo a volar? Además, ¿qué diría T ina
si se enterara? Seguramente exclamaría asombrada:
-¡Mi gata Niebla puede volar! -y enton­
L·es... ¡zácate!, su mamá llamaría al veterinario y...
¿Y Bimbo? ¿Le creería acaso? No; era tan
tonto... Lo único que le importaba era comer y re­
molonear... Nunca creería que ella era una gata
voladora. Imposible. No podía contárselo a nadie.
Así fue como Niebla guardó su secreto.

Una noche de verano voló por primera vez.


l Jn rato antes había escuchado gritar a las estrellas.
,: l ,as había escuchado realmente? Tal vez no... Esta-
1 ia tan excitada sin saber por qué... Se acomodó in­
quieta en las ramas de la parra, donde le gustaba
1 lormir, y miró hacia abajo. De repente, se dejó caer
52

sobre las baldosas del patio, desteñidas por la man­


sa luz de la luna. Cayó blandamente, con las patas j
bien estiradas y la cola ondulando en el vacío.
¡Volar sin alas! ¡Era tan sencillo y hermoso!
¡No se explicaba cómo no lo había hecho
antes!

Desde esa vez, Niebla se lanzó a volar cada


noche, usando la parra como pista de despegue.
Su cuerpito gris se extendía por el aire has­
ta alcanzar las copas de los árboles de la vereda... el
mástil de la escuela de enfrente ... la veleta de la fá­
brica... la torre de la iglesia ...
¡Alto! ¡Cada vez más alto! Cada vez más le­
jos de los sueños de la gente... Cada vez más cerca
de los sueños de la luna... ¡Qué lindo era ver todo ,
desde allí arriba! El aire tibio del verano se rompía
en serpentmas a su paso.
Las calles eran rayitas oscuras con fosforitos·
encendidos aquí o allá. ¡Alto! ¡Cada vez más alto!

Hasta que una noche ... El cielo crujió en


relámpagos. Las estrellas se pusieron caperuzas ,
negras y ya no se las vio... Una fuerte lluvia se vol­
có sobre el verano...
53

Niebla volaba distraída cuando las prime­


ras gotas le mojaron la cola, el lomo, las patas, la
cabecita ... Tina se despertó en su habitación, sacu­
dida por los truenos.
-¡Niebla! -se dijo, preocupada-. Niebla
está en la parra y va a mojarse -y salió corriendo
hacia el patio. Justamente en ese instante, su gata
planeaba bajo la parra, tratando de aterrizar sobre
las baldosas.
Entonces la vio, Tina la vio:
-¡Mi gata vuela! ¡Mi gata vuela! ¡Niebla
es voladora! ¡Qué maravilla!
En un momento, papá y mamá estuvieron
a su lado:
-Pero, Tina, ¿qué haces bajo la lluvia?
-¡Ay, Tina, siempre imaginando disparates!
-Solamente las aves pueden volar...
-A la cama, nena, te hará daño mojarte...
-Pobrecita mi Tina, sigue creyendo que
su gatita volverá... Ya te traeremos otra ...
Tina no los escuchaba. Se dejó llevar ha­
cia su habitación. Se dejó abrigar en su cama. Se
dejó besar... y apenas sus padres volvieron a dor­
mirse, se levantó y miró a través de la ventana.
Entonces vio pasar a Niebla, volando entre
54

lluvia y noche sobre los árboles, sobre las veletas,


sobre los techos de las últimas casas de la cuadra, so­
bre la torre de la iglesia -con su colita ondulando
en el vacío-, hasta que no fue más que un punto
de humo en el horizonte.
¡Alto! ¡Cada vez más alto!

Desde entonces, Tina lleva su sillita de


mimbre a la puerta de su casa las noches de vera­
no y allí se sienta. Mira a lo lejos y no habla.
Sus papás dicen que es una nena muy
imaginativa y acarician el solcito de su pelo, al pa­
sar a su lado...
Los vecinos opinan que sueña despierta
y cuentan que sus ojos claros son dos paisajes
de lluvia, aunque las noches sean tibias y lumi­
nosas ...
Pero yo sé que Tina sólo espera el regre­
so de su gata y sé -también- que Niebla volverá
alguna noche, volando sobre los tejados > en bus­
ca de esa querida parra que filtra la luna sobre el
patio... en busca de esa querida niña...
Mientras tanto, Tina espera y crece.
SOBRE LA FALDA ..
Los Lande formaban una buena familia:
papá Tomás, mamá Clara, Tomasito y los melliws.
Una familia parecida a cualquier otra, aun­
que diferente sólo por un pequeño detalle, por una
costumbre distinta: a los Lande les gustaba sentar­
se uno sobre la falda de otro... ¡Les encantaba!

En el comedor de su casa no tenían más


que una hermosa silla de madera. ¿Para qué más?
Papá Tomás la ocupaba para desayunar, almorzar,
merendar o cenar y sobre su falda se sentaba ma­
má Clara ... sobre la falda de mamá se sentaba To­
masito... sobre la falda de Tomasito se sentaban
los mellizos: primero Javier, después Mónica.
¡Qué divertido era verlos pasándose los
platos con la comida! De Mónica partían bien ser­
vidos hacia papá y los demás, siempre en orden.
'
58

De papá Tomás volvían vacíos hacia Mónica. No


dejaban caer ni siquiera una miguita.
En el jardín de su casa no había más que
una mecedora de hierro forjado, bien reforzada,
para soportar el peso de los cinco juntos.
Y allí se balanceaban durante las noches de
verano, mientras papá, mamá, Tomasito y Javier
cantaban y Mónica tocaba la guitarra.

Así, pues, mientras estaban en su casa, no


tenían ningún inconveniente en sentarse como se
les antojara ... ¡Pero la familia Lande quería hacer
lo mismo en todas partes!

.i
Una tarde fueron al eme. Papá Tomás }
compró cinco entradas... ¡pero ocuparon solamen- :!(
te una butaca!
Tal como de costumbre, se sentaron uno
sobre la falda del otro y las cuatro butacas restan­
tes las utilizaron para colocar sus abrigos, sus som­
breros y sus bufandas.
Por supuesto, las personas que estaban
ubicadas detrás de ellos comenzaron protestar:
-¡No podemos ver la película!
-¡Que se sienten separados!
59

-¡Socorro! ¡Hay cinco locos en la sala!


A los dos minutos, la linterna del acomoda­
dor alumbraba a la familia Lande que -sin hacer ca­
so a los gritos de la gente- continuaba viendo la cin­
ta tranquilamente.
El acomodador -asombradísimo- los in­
vitó a ocupar las cinco butacas o a retirarse inme­
diatamente.
-¡No, no y no! ¡No nos sentaremos sepa­
rados! -chilló mamá Clara.
-¡Yo he pagado cinco plateas y tengo el
derecho de ocuparlas o no! -agregó papá Tomás.
-¡Así estamos cómodos! -aseguraron los
mellizos, mientras Tomasito rewngaba en voz baja.
Pero el acomodador no atendió sus rawnes.
La familia Lande abandonó el cine enojada:
-¿Sentarnos separados? ¡Jamás!

Cuando viajaban en colectivo, en ómni­


bus, en subterráneo o en tren, sucedía lo mismo.
La familia Lande insistía en ocupar un solo asien­
to, sentándose uno sobre la falda del otro.
Mónica debía entonces inclinar la cabe­
za para no golpearse contra el techo durante el
trayecto.
1
1

60

-¡Qué maníal -comentaba la gente al


verlos-. ¡Qué caprichosos!
Pero a los Lande no les preocupaban las
habladurías de la gente; ellos eran felices...

Una noche, papá Tomás anunció a su


esposa:
-Deberemos viajar a Europa, Clara.
Tengo que ir a trabajar allí durante un año.
-¡Qué suerte! -gritó Tomasito-. ¡Via­
jaremos en avión!
-¡Viva! ¡Viva! -aplaudieron los mellizos.
Y así fue. La familia Lande preparó las va­
lijas y partió rumbo al aeropuerto.
El gran problema se presentó cuando -ya
en el avión- insistieron en sentarse todos juntos,
como de costumbre.
-De ninguna manera, señor expli-
có la azafata a papá Tomás-. No es posible que
viajen todos sobre su regazo.
-Deben ocupar un asiento cada uno y
sujetarse con los cinturones de seguridad para el
despegue -agregó el comisario de a bordo, bas­
tante sorprendido.
61

El vuelo se retrasó una hora; el tiempo jus­


to para convencer a los Lande a que se separaran.
Los demás pasajeros no sabían si reírse o indignar­
se cuando -finalmente- Mónica bajó de la monta­
ña de carne y huesos, seguida por Javier, Tomasito
y mamá Clara.
El avión despegó, llevándolos -por pri­
mera vez- sentados cada uno en su asiento.

Al principio no conversaron, ni miraron


las nubes, ni aceptaron los bocaditos que les ofre­
cía la azafata... ¡Tan grande era su malhumor!

Los mellizos fueron los primeros en ex­


clamar:
-¡Qué cómodos viajamos!
Entonces, Tomasito se animó y dijo:
cierto, papá. ¡Qué confortable es es-
te asiento que ocupo!
Y mamá Clara añadió bajito:
-Hace años que no me sentía tan bien...
Pero papá Tomás no los escuchaba ya: re-
clinado en su sitio, dormía apaciblemente, con las
piernas bien estiradas ...
Así fue como los Lande se dieron cuenta
,.

62

de que era más cómodo, mucho más cómodo,


sentarse cada uno en una silla y fueron abando­
nando -poquito a poco- el raro hábito de ocupar
todos juntos la misma.

Sin embargo, me han contado que -en el


secreto de su casa- siguen sentándose -de vez en
cuando- uno sobre la falda del otro ...
¡Pero muy de vez en cuando!
CUENTO GIGANTE

(Basado en el poema ''El gigante de ojos


azules" de Nazim Hikmet)

Existió una vez un hombre con el cora­


zón tan grande, tan desmesuradamente grande,
que su cuerpo debió crecer muchísimo para con­
tenerlo. Así fue como se transformó en un gigan­
te. Este gigante se llamaba Bruno y vivía junto al
mar. La playa era el patio de su casa; el mar, su ba­
ñera. Cada vez que las olas lo encerraban en su
abrazo desflecado de agua salada, Bruno era feliz.
Por un instante dejaba de ver playa y cie­
lo: su cuerpo era un enorme pez con malla deján­
dose arrastrar hacia la orilla.

La estación del año que más quería Bruno


era el verano. En ella, su patio playero -solo y ca­
llado durante el resto del año- volvía a ser visitado
por los turistas y a llenarse de kioscos. Entonces,
también Bruno se sentía menos solo.
'
,,,
l

64

El pnmer día de un verano cualquiera


Bruno conoció a Leila.
El gigante acababa de salir del mar y cami­
naba distraído. Sus enormes huellas quedaban di­
bujadas en la arena. De tanto en tanto, Bruno vol-
vía su rizada cabeza para verlas. '!.
De pronto, otros pies, unos pies pequeñí- :j
simos, empezaron a pisarlas una por una... ;\
Eran los pies de Leila, una mujercita, una
mujercita apenas más grande que sus propias hue­
llas.
Bruno se detuvo, asombrado:
-¿No me tienes miedo? -le preguntó,
doblando la cintura.
Leila -larga trenza castaña rematada en un
moño- simuló no escucharlo.
Bruno se le acercó un poquito:
-¿Eres sorda acaso? Te he preguntado si
no me tienes miedo... -y el aliento del gigante hi­
zo agitar las cortaderas de las dunas.
La mujercita se rió:
-No. ¿Por qué habría de temerte? Eres
tan hermoso... La belleza no puede hacer daño...
Bruno se estremeció:
-¿Hermoso yo?
65

-Sí. Eres hermoso. Me encanta el metro


de azul que tienes en cada ojo...

El segundo día de aquel verano, Bruno se


enamoró de Leila.
-¿Quieres casarte conmigo? -se animó
a preguntarle, quebrando la timidez por primera
vez en su vida.
-Sí -le contestó ella-. Quiero casarme
contigo... -y se alejó saltando.

El tercer día del verano, no bien la siesta se


despertó, Bruno corrió hacia el mismo lugar del
encuentro, buscando la larga trenza castaña.
Y la encontró, muy ocupada, juntando al­
mejas en un balde.
-¡Hola, Leila!-le dijo después de mirar­
la unos segundos en silencio.
-¿Qué tal, Bruno? -le respondió ella.
Desde esa tarde, y hasta que terminó el verano, el
gigante y la mujercita se encontraron en la playa
todos los días.

El último día de las vacaciones, Bruno la


tomó de la mano y la llevó -con los ojos cerrados-
66

a conocer la casa que él mismo había construido


frente al mar.
-Puedes abrir los ojos, Leila dijo,
tras caminar un largo trecho por la playa-. Ésta
será nuestra casa; aquí viviremos cuando nos case­
mos ... -y el enorme corazón de Bruno hizo agi­
tar su camisa tanto o más que el viento ...
Lo primero que vio Leila fue el zócalo que
le llegaba hasta las rodillas ...
Después miró la puerta, de la que ni si­
quiera podía alcanzar el picaporte...
Finalmente echó su cabecita hacia atrás y
la contempló entera ... Una gigantesca casa de pie-
,:·!.;¡•'
dra ocupó su atención durante media hora: el
tiempo necesario para verla de frente, con sus pe- j
queños ojos.
li

Puerta de madera, tallada con extraños


arabescos...
Ventanales con vidrios azules...
Una cúpula allá, en lo alto, tan lejos de la
playa... tan cerca de las nubes ...

-¡No me gusta! -gritó Leila de repente,


con su vocecita chillona-. ¡No me gusta!
-Pero si todavía no la has visto por

1

\l
67

dentro... -le dijo el gigante un poco triste... y,


tomándola en brazos, franqueó la entrada y llevó
a Leila hacia el interior de la casa.

No bien pisaron la alfombra del vestíbulo,


Leila protestó:
-¿Y esas escaleras? ¿Para qué tantas esca­
leras? ¿No hay ascensor en esta casa? ¿Piensas que
me voy a pasar el día subiendo escaleras?
-Pero por esta escalera podrás alcanzar el
verano... -le explicó Bruno tartamudeando-.
Esta otra te llevará a la terraza... Desde allí mirare­
mos ahogarse el sol en el mar todos los atardece­
res... Aquélla sube hasta la noche de Reyes... Po­
drás poner tus zapatos cada vez que lo desees ... Ésa
llega a un jardín de aire libre... Allí tendrás todo el
que quieras para llenarte las manos... Esa otra...
-¡No, no y no, y réqueteno! -exclamó
Leila pataleando-. ¡No me gusta esta casa! Yo
quiero una casita chica, bien chiquitita, con corti­
nas de cretona y macetitas con malvones...
-Pero allí no cabría yo... -gimió Bru­
no-. No cabría...
-¡Podrías sacar la cabeza por la chime­
nea! -aseguró Leila, furiosa- y desenrollar tu

i
/
68

barba por el tejado ... y estirar los brazos a través de


las ventanas ... y deslizar una de tus piernas por la
puerta y doblar la otra ... y...

No... Bruno era un gigante. Y esa mujerci­


ta no sabía que el corazón de un gigante no cabe
en una casa chiquitita ... Un gigante hace todas las
cosas "en gigante" ... Hasta sus sueños son gigan- · 1
tes ... Hasta su amor es gigante ... No caben en ca­
sas chiquititas ... No caben ...

-Adiós, Bruno -le dijo entonces-. No


puedo casarme contigo dando varios saltitos,
desapareció de su lado.
A la semana siguiente se casó con un hom­
brecito de su misma altura, y desde entonces vive
contenta en una casita de la ciudad, con cortinas
de cretona y macetas repletas de malvones. .. ·i
¿Y Bruno? Pues Bruno sigue allá, junto al
mar.
Sabe que cualquier otro verano encontrará
una mujercita capaz de entender que su corazón gi­
gante necesita mucho espacio para latir feliz.
Y con ella estrenará -entonces- todas las
escaleras de la casa de piedra ...
69

Y con ella bailará en la cúpula, al compás


de la música marina...
Y con ella tocará -alguna noche- la piel
helada de las estrellas...
LA MADRASTRA ..
La mamá de Miguel y Susana había
muerto cuando ellos eran muy chiquititos. Miguel
tenía dos años y Susana apenas uno cuando aque­
llo había sucedido. Por eso, no podían recordarla.
Desde entonces vivían con su abuela -una señora
siempre vestida de negro- en una casa en la que se
había perdido la hermosa costumbre de sonreír.
Miguel y Susana debían besar todas las
noches una fotografía colocada en un gran marco
de plata:
-Ésa es tu mamá, Miguel... -decía la
abuela señalando la foto... -. Ésa es tu mamá, Su­
sana -repetía.
Algunas noches, antes de que el sueño los
fuera a buscar a sus camitas, Miguel y Susana le
pedían a su abuela -saltando sobre el colchón-:
-¡Abuela, cuéntanos un cuento!
Y la abuela les contaba entonces esos
cuentos viejísimos que casi toda las abuelas saben
,
72

de memoria: Blancanieves y los siete enanitos... La


Cenicienta... Hans el y Gretel... Ambos la escucha­
ban muy callados. Pero Susana se chupaba con
fuerza el dedo pulgar y Miguel se acurrucaba bajo
la colcha cuando -en cada uno de esos cuentos­
aparecía la madrastra, una mujer mala como un
ogro que hacía sufrir a los chicos que no tenían
mamá, justamente como ellos dos.
¡Qué alegría sentían entonces cuando el sol
llegaba a la mañana siguiente, barriendo con su luz
la noche y esas horribles madrastras de los cuentos!

Los niños no estaban contentos. Los com­


pañeritos del jardín de infantes tenían una mamá
que podía cantar, peinarse, preparar la leche, hama­
cados en la plaza y asistir a todas las fiestas de la es-
cuela con los labios pintados. En cambio, la mamá
de ellos dos era una fotografía, una cara bonita, de
pelo negro suavemente ondulado, pero sólo eso: una
fotografía, una cartulina protegida por un vidrio
junto a la cual la abuela colocaba flores en un vaso.
El papá de los chicos trabajaba durante to­
do el día y cuando llegaba a su casa, cansado pero
deseando jugar un ratito con sus hijos, ellos ya se
habían quedado dormidos esperándolo.
'I
: 1

73

Nora, la niñera, y Paulina, la mucama,


aprovechaban el momento para quejarse:
-Ay, señor, Miguel es muy travieso. Este
mediodía rompió el plato de la sopa y manchó to­
do el mantel -decía Nora.
-Lo hizo a propósito, señor -intervenía
Paulina.
-Susana es una mal educada -insistía la
niñera...-. Hoy me contestó de muy mala mane­
ra cuando le ordené que recogiera las pinturitas
desparramadas por el piso de su cuarto.
-Miguel se hizo pis en la cama otra vez
-agregaba la abuela-. No hay forma de que
aprenda que eso no debe hacerse...
El papá escuchaba con atención y pensaba
qué distintos serían sus hijos si la voz de una ma­
má les enseñara con firmeza y cariño cómo debían
comportarse.

Miguel y Susana esperaban el domingo co­


mo si fuera la mañana de Reyes. Ese día su papá
no trabajaba y era para ellos. Podía llevarlos al cir­
co o a la calesita.
Ese día abrían grandes cajas y dentro de ellas
aparecían osos de peluche, trompos, patines, mu­
ñecas, trencitos, xilofones...
74

Su papá quería darles el domingo todo el


cariño guardado durante la semana en el mejor
bolsillito de su pecho.
Pero los juguetes no sirven si no hay una
mamá que enseñe a jugar con ellos... Los osos de
peluche no hablan si no hay una mamá que les dé
un beso y los tape cada noche antes de dormir...
Los trencitos no funcionan si no hay una mamá
que toque el silbato y los conduzca al país de los
duendes ...
Por eso, Miguel y Susana estaban serios,
de mal humor, se peleaban continuamente, pata­
leaban y gritaban "por cualquier cosa", como de­
cía la abuela.
Su papá pensaba: "No es 'por cualquier
cosa' ... Es por algo muy importante... Les falta lo
más lindo que puede tener un chico... ".
Y decidió traer a casa, para ellos dos, una
mamá. Pero una mamá de verdad, que supiera con­
tarles cuentos, que los bañara, que corriera riendo
bajo el sol del jardín, que llorara con ellos cuando
se enfermara el gato o se perdiera la tortuga...
Y, por suerte, la encontró.
Miguel y Susana la vieron llegar de visita una
tarde, con su vestido lila y el pelo claro rozándole
76

los hombros. Parecía una niña, de tan joven, y su­


po jugar con los chicos tan bien que los dos se que­
daron encantados con ella.

-¿Puedo decirte "mami"? -le preguntó


Miguel un sábado en el parque, mientras Susana se
limpiaba los dedos pegajosos de caramelo en el
ruedo de su vestido lila.
Desde ese momento, Miguel y Susana tuvie­
ron una mamá como todos los demás chicos y fue­
ron olvidándose -poco a poco- de besar el retrato.

El papá usaba ahora corbatas de colores y


volvía a casa sonriendo pero sin regalos, porque los
niños estaban recién aprendiendo a usar con ale­
gría cada juguete de la pila que llenaba el placard
de su dormitorio.
¡Qué bello sonido tenía el xilofón!
¡Cuántos colores distintos el rompecabezas!
¡Qué suave era la piel del osito panda! ¡Si
parecían otros juguetes! La niñera y la mucama
prepararon sus valijas y se fueron a trabajar a otra
casa: Miguel y Susana no las necesitaban ya.
Desde entonces, cada vez que la abuela les
contaba el cuento de Blancanieves, el cuento de La
77

Cenicienta o el cuento de Hansel y Gretel en los


que aparecía una madrastra terriblemente mala,
fea y gruñona, Miguel y Susana le decían riendo:
-¿Pero cómo, abuela, no te diste cuenta
todavía de que todos esos cuentos son mentirosos?
Claro, Miguel y Susana sabían que habían
encontrado una madrastra de carne y huesos, no
una escapada de esos cuentos viejos, escritos para
asustar a los chicos... Una madrastra que era su
verdadera mamá; porque mamá es quien nos quie­
re, quien nos cuida cuando estamos con gripe,
quien nos enseña a hacer la letra a o el número
uno... y todo eso y mucho más era la joven de ves­
tido lila.

Miguel y Susana iban felices al jardín de


infantes. En las fiestas de la escuela buscaban en­
tre los invitados a su mamá, y ahí estaba ella, son­
riente o seria, con los labios pintados o con la cara
lavada, con el pelo recogido o suelto, como todas
las mamás del mundo.
EL AÑO VERDE ..

Asomándose cada primero de enero des­


de la torre de su palacio, el poderoso rey saluda a
su pueblo, reunido en la plaza mayor. Como des­
de la torre hasta la plaza median aproximadamen­
te unos setecientos metros, el soberano no puede
ver los pies descalzos de su gente.
Tampoco le es posible oír sus quejas (y es­
to no sucede a causa de la distancia, sino simple­
mente, porque es sordo ... ).
-¡Buen año nuevo! ¡Que el cielo los col­
me de bendiciones! -grita entusiasmado, y todas
las cabezas se elevan hacia el inalcanzable azul sal­
picado de nubecitas esperando inútilmente que
caiga -siquiera- alguna de tales bendiciones...
-¡El año verde serán todos felices! ¡Se los
prometo! -agrega el rey antes de desaparecer has­
ta el primero de enero siguiente.
80

-El año verde... -repiten por lo bajo los


habitantes de ese pueblo antes de regresar hacia
sus casas-. El año verde...
Pero cada año nuevo llega con el rojo de
los fuegos artificiales disparados desde la torre del
palacio... con el azul de las telas que se bordan pa­
ra renovar las tres mil cortinas de sus ventanas...
con el blanco de los armiños que se crían para
confeccionar las suntuosas capas del rey... con el
negro de los cueros que se curten para fabricar sus
doscientos pares de zapatos... con el amarillo de las
espigas que los campesinos siembran para amasar
-más tarde- panes que nunca comerán...
Cada año nuevo llega con los mismos co­
lores de siempre. Pero ninguno es totalmente ver­
de ... Y los pies continúan descalzos... Y el rey sor­
do.

Hasta que, en la última semana de cierto


diciembre, un muchacho toma una lata de pintu­
ra verde y una brocha. Primero pinta el frente de
su casa, después sigue con la pared del vecino, es­
tirando el color hasta que tiñe todas las paredes de
su cuadra, y la vereda, y los cordones, y la zanja...
Finalmente; hunde su cabeza en otra lata y allá va,

-
81

con sus cabellos verdes alborotando las calles del


pueblo:
-¡El aire ya huele a verde! ¡Si todos jun­
tos lo soñamos, si lo queremos, el año verde será
el próximo!
Y el pueblo entero, como si de pronto un
fuerte viento lo empujara en apretada hojarasca,
sale a pintar hasta el último rincón. Y en hojaras­
ca verde se dirige luego a la plaza mayor, festejan­
do la llegada del año verde. Y corren con sus bro­
chas empapadas para pintar el palacio por fuera y
por dentro. Y por dentro está el rey, que también
es totalmente teñido. Y por dentro están los tam­
bores de la guardia real, que por primera vez ba­
ten alegremente anunciando la llegada del año
verde.
-¡Que llegó para quedarse! -gritan to­
dos a coro, mientras el rey escapa hacia un desco­
lorido país lejano.

Ese mes de enero llueve torrencialmente.


La lluvia destiñe al pueblo y todo el verde cae al
río y se lo lleva el mar, acaso para teñir otras cos­
tas... Pero ellos ya saben que ninguna lluvia será
tan poderosa como para despintar el verde de sus
82

corazones, definitivamente verdes. Bien verdes,


como los años que -todos juntos- han de cons­
truir día por día.


DONDE SE CUENTAN
..
LAS FECHORÍAS DEL COMESOL

Lo llamaban "el Comesol" porque pare­


cía alimentarse de sol crudo, tan gozoso se echaba
pancita arriba bajo los más intensos rayos, al tiem­
po que su hocico se estiraba en algo así como una
sonrisa. Su cuerpo era largamente anaranjado, casi
solcito también él, pero un solcito que maullaba...
Los gigantes dos-piernas-largas lo habían
abandonado en un baldío y desde entonces vivía
allí, pequeño tigre de ciudad retozando entre bo­
tellas, tachos, cascotes y arbustos, como si fuera su
selva.
No entablaba relaciones con los demás ga­
tos del baldío, que eran muchos. Y como siempre
lo veían despatarrarse al sol con su enigmática
sonrisa a cuestas, sin hacer otra cosa que tomar
"baños", llegaron a la conclusión de que era bobo.
-Ha de tener el cerebro seco de tanto
asolearlo...
-Se le hornearon los sesos...
84

-Dentro de poco será un gato asado... -


decían divertidos, mientras el Comesol los miraba
rondarlo, sin darles importancia.
"Ni cerebro seco, ni sesos horneados, ni
gato asado -pensaba- ya verán quién soy en cuan­
to acabe de inventar mi fantástico aparato... ", y
continuaba panza arriba, solitario y callado, mien­
tras su cuerpo se mantenía inmóvil, pero su pen­
samiento no. De haber podido echar un vistazo
dentro de su cabeza, los demás gatos se hubieran
inquietado: números, cálculos, líneas, dibujos y,
por sobre todo, un imaginado sol cayendo a plo­
mo dentro de un extraño embudo.
¿Bobo?
¡Vivo!
Planeaba construir un acaparasol. Su pro­
yectado aparato iba a atraer los rayos solares, del
mismo modo que los pararrayos se tragan los ra­
yos producidos por las tormentas eléctricas.
¿Vivo?
¡Vivísimo!
Su acaparasol le permitiría atrapar toda la
luz del sol que le tocaba al baldío. Los rayos sola­
res enteros serían absorbidos por su increíble apa­
rato, y entonces...
85

Entonces pasaría justamente lo que pasó:


creyéndolo bobo, los otros gatos le dejaron insta­
lar una mañana su raro artefacto. Si hasta le alcan­
zaron tornillos y cables, suponiendo que era un
inservible embudo grandote por el que se desliza­
rían como por un tobogán ...
Pero... no bien instalado y puesto en mar­
cha... zuuuum... el baldío se sumió en la más
gruesa oscuridad. Un único cono de luz se proyec­
taba sobre el aparato.
Desconcertados entre las sombras, todos
miraban la luz del día resbalando por el embudo
y más allá de los límites de su baldío. Contra las
paredes de los altos edificios de los costados, por
ejemplo... Sobre la tapia del frente... Encima de
las copas de los árboles de la vereda.. .
El día en todas partes, menos en su terri­
torio.
Entretanto, el Comesol trabajaba activa­
mente, llenando barriles con los rayos de sol que
cazaba su máquina.
Los toneles se fueron apilando durante va­
rias horas. Recién entonces los demás gatos se die­
ron cuenta de las intenciones del anaranjado. De­
masiado tarde.
86

Un cerco de alambre de púas rodeaba aca­


parasol y toneles, y desde allí dentro, cómodamente
instalado en una casilla, el Comesol lanzaba a la ven­
ta su singular producto:
-¡ Un barril de sol por mil pesos! ¡ Un ba­
rril de sol por mil pesos!

Hasta ese momento el sol les había pertene­ .j


�.
cido a todos por igual. Como el aire. Y a ninguno
-salvo al Comesol- se le había ocurrido adueñarse
de algo que -por derecho natural- era de todos.
Pero desde esa mañana los gatos del baldío
empezaban a sufrir el desabastecimiento de sol so­
bre su territorio.
¿Mud�rse a otro sitio? Jamás. Ni soñarlo.
Estaban afincados en esa tierra. Además, ¿dónde
hallarían espacio suficiente para tantos gatos? Por
otra parte, ¿por qué irse? No era justa la actitud del
Comesol al apropiarse del astro brillante como si
fuera suyo...
¿Qué hacer?
Por empezar, decidieron quedarse en el
baldío.
Soportar sin comprar nada. Pero, desespera­
dos a causa del frío y de la oscuridad, pronto corrie-
87

ron algunos a comprar barriles de sol. Y en seguida


otros. Y otros. Y otros.
El Comesol se enriquecía a ojos vistas. La
escasez de sol le permitía encarecer su producto
, , ...
, ... mas
ca da vez mas ... mas
Hasta que a los demás gatos les resultó im­
posible comprarle siquiera medio barril.
El baldío comenzó entonces a helarse alre­
dedor del negocio del Comesol, quien -réquete sa­
tisfecho con todo lo que había ganado- abría cada
mañana varios toneles sobre su cabeza y derrochaba
sol ante sus compañeros, escarchados hasta la punta
de la cola.
La situación había llegado a un estado into­
lerable. O producían un cambio o sus vidas corrían
serio peligro.
Tiritando, un grupo resolvió entonces con­
vocar una asamblea general...
-¡Brrreunión de brremergencia! -se los
oyó maullar a través de un altavoz. Patinaban a
ciegas sobre el hielo que cubría el baldío, se choca­
ban en la oscuridad que lo tapaba, no sabían qué
solución encontrar... pero asistían a la asamblea
con ganas de encontrarla, y eso era ya muy impor­
tante.
88

-Brrropongo que nos brrrrvayamos a


brrrotro lado... -dijo uno.
Coreado, un maullido burlón desestimó
su propuesta. (¿Irnos? ¡Qué disparate! ¿Por qué
perder nuestro territorio?).
-Brrropino que brrruno de nosotros ata­
que al Comesol... -dijo otro. Y un nuevo maulli­
do burlón recorrió las sombras. (¿Uno solo contra
tanto poder? ¡Qué locura! ¡Sería lo mismo que
atravesar en zancos un desfile de perros de poli­
cía!).
-¡Cobrrraje, compañeros, cobrrraje... ! --ex­
clamó por fin el más jovencito de los gatos--. ¿Por
brrrqué no todos juntos?
-¡Brrrunidos o congelados! -y ahí no­
más se pusieron de acuerdo acerca del modo de
enfrentar al Comesol..
Así fue como -horas después y con la no­
che ya también alrededor del baldío- un grupo
provisto de tenazas se acercó sigilosamente al alam­
brado que protegía al acaparasol. Al mismo tiem­
po, otro grupo se aprestaba a destruir el artefacto
y un último grupo tejía a todo vapor la red para
apresar al "acaparagato".
El calor de la lucha les aliviaba el frío. De
89

pronto, cerco roto, maullerío general, orden de


¡AHORA! y el Comesol maniatado dentro de la red,
sin entender aún lo que había sucedido.
¿Vivo?
¡Bobo!
Nunca había imaginado que todos los de­
más podían unirse en su contra. Juntos. Juntos.
Y juntos abrieron los toneles de sol que se
apilaban formando casi una montaña.
Y juntos destrozaron el acaparasol.
Y juntos ronronearon ante el maravilloso
espectáculo: suelto el sol de los barriles y sumado
al que en ese instante se asomaba sobre el baldío,
una luz deslumbrante lo invadió todo. El día más
luminoso de cuantos habían vivido empezaba a
amanecer y a derretir el antiguo hielo. Un día es­
tallando de luz, lo mismo que sus ojos, otra vez li­
bres. Lo mismo que el sol, que desde esa mañana
volvió a ser compartido por todos.
Sí. Por todos. Porque el Comesol -des­
pués de un merecido encierro en las tinieblas de
una cueva construida en el baldío ( tiempo du­
rante el cual fue alimentado con sol en gotero)­
entendió. Por suerte para él, el egoísmo helado
que llevaba dentro se fundió de a poquito y -de
90

a poquito- volvió a retozar entre botellas, cascotes


y arbustos del baldío junto a sus compañeros.
Puntual e indiferente, arriba seguía saltan­
do el sol.
LA CASA-ÁRBOL ..
La casa en la que mis dos hermanos y
yo crecimos era lo más parecido a un árbol que
puedan imaginarse. Para ser sincera, debo decirles
que ERA un árbol. La construyó papá, elevándola
sobre sólidas raíces, colocando con esmero rama
por rama, pegándole hoja tras hoja durante el úl­
timo mes de cierta primavera.
Cuando estuvo lista, los comentarios de
nuestros vecinos agitaron su follaje de tal modo
que -por varios días- no nos fue posible habitar­
la: una tormenta de murmuraciones la doblaba en
extrañas reverencias...
-¿Pero qué ha hecho, don Carlos? ¡No es
una casa! ¡Qué disparate! ¡Es un árbol!
Papá sonreía en silencio. Sus ojos, hermo­
sos caleidoscopios, pasaron de celestes a grises, de
grises a violetas, de violetas a verdes.
Bien verdes. Como nuestra casa-árbol.
92

-¡La más bella! -aseguró papá por lo bajo.


Y nos invitó a contemplarla hasta que lle­
gó la noche. Entonces, la ocupamos felices. No fue
necesario contratar los servicios de ninguna em­
presa de mudanzas para transportar nuestras perte­
nencias. Teníamos tan pocas cosas ...
Una campana, que papá cargó en sus bra­
zos como a una niña desmayada ...
Un farol, con su lucecita protegida por
mamá ...
Un larguísimo chal blanco, que mi herma­
na Trudi enrollaba cantando ...
La flauta de Alejo y tres o cuatro libros de
versos, sujetos entre mi cinturón y el flaco contorno
de mi cadera.
Muy pronto aprendimos a trepar hasta la
copa, saltando de rama en rama con suma facili­
dad, sin rasgar las leves cortinas que las arañas nos
tejieron de inmediato, descendiendo cada vez que
la campana nos anunciaba la hora de comer y de
repartir frutas y flores con gorriones y vecinos.
Y la casa-árbol siguió subiendo y subien­
do, sin importarle su falta de techo y cerraduras,
abierta al aire de cada día ...
Allí pasé mi infancia.
94

Hasta que una noche se secaron las raíces


de nuestra casa o se durmieron... vaya a saberse por
qué sí o por qué no... El invierno nos desalojó y tu-
. .
vimos que trnos.
Mis padres y mis hermanos se fueron acos­
tumbrando a vivir, como todos los demás, en resis­
tentes casas de ladrillos, en graciosos chalets o en
confortables departamentos, donde el aire ondula
al impulso de un acondicionador y los mosquitos
son puntos que tiemblan del otro lado de los cris­
tales. Pero yo no pude. La mirada se me perdió en­
tre las ramas de nuestra querida casa, las risas se me
volaron con sus hojas y ya no pude olvidar que cre­
cí en un árbol.
La gente no lo nota. Ni cuando, en vez de ha­
blar, suelto un gorjeo a los que me escuchan... Ni cuan­
do mi afónico chillido reemplaza alguna carcajada...
Ni cuando se me caen plumas en vez de lágrimas...
Ninguno se asombra.
Nadie sabe que soy un pájaro.
CUENTO CON CARICIA ..

No sabía lo que era una caricia. Nunca lo


habían acariciado antes. Por eso, cuando el chan­
guita rozó su plumaje junto a la laguna -alisándo­
selo suavemente con la mano- el tero se voló. Su
alegría era tanta que necesitaba todo el aire para
desparramar la.
-¡Teru! ¡Teru! ¡Teru! ¡Teru! ¡Teru! ¡Teru!
-se alejó chillando.
El changuita lo vio desaparecer, sorpren­
dido. La tarde se quedó sentada a su lado sin en­
tender nada.
-¡Hoy me han acariciado! ¡La caricia es
hermosa! -seguía diciendo con sus teru-teru...

-¡Eh, tero! ¡Ven aquí! ¡Quiero saber qué


es una caricia! -le gritó una vaca al escucharlo.
El tero se dejó caer: un planeador blanco,
negro y pardo, de gracioso copete, aterrizando
junto a la vaca...
96

-Esto es una caricia... dijo el tero,


mientras que con el ala izquierda rozaba una y otra
vez una pata de la vaca-. Me gusta tu cuero, ¿sa­
bes? No imaginaba que fuera tan distinto de mi
plumaje...
La vaca no lo escuchaba ya. Pasto y cielo
se iban mezclando en una cinta verdeazul con ca­
da aleteo del ave. Ni siquiera sentía las fastidiosas
moscas...
Con varios felices muuu... muuu... se des-
pidió entonces del tero.
¿Caminaba o flotaba?
¿Mugía o cantaba?
¿Soñaba?
No. Era tan cierto como el sol del atarde­
cer, bostezando sobre el campo.
Era verdad: ella sabía ahora lo que era una
canCia...
Distraída, atropelló a un armadillo que
descansaba entre unos matorrales:
-Cuidado, vaca, ¿no ves que casi me pi­
sas? ¿Qué te pasa? ¿Estás enferma?
"Este quirquincho no puede entender-pen­
só la vaca-. Es tan tonto...", y continuó caminan­
do o flotando, mugiendo o cantando...
97

Pero el animalito peludo la siguió curio­


so, arrastrándose lentamente sobre sus patas.
Finalmente, le chistó:
-Sh ... Shhh... ¿No vas a decirme qué te
pasa?
Suspirando, la vaca decidió contarle:
-Hoy he aprendido lo que es una cari­
cia ... Estoy tan contenta ...
-¿Una caricia? -repitió el armadillo,
tropezando con el nudo de una raíz-. ¿Qué gus­
to tiene una caricia?
La vaca mugió divertida:
-No, no es algo para comer... Acércate
que te voy a enseñar... la vaca rozó con su co-
la el duro y espeso pelo del animalito.
Su coraza se estremeció. Tampoco a él lo
habían acariciado antes ...
¿De modo que ese contacto tan lindo
era una caricia? Para ocultar su emoción, cavó
rápidamente un agujero en la tierra y desapare­
ció en él.

La noche taconeaba ya sobre los pastos


cuando el armadillo decidió salir. La vaca se había
ido, dejándole la caricia ... ¿A quién regalarla?
98

De pronto, un puerco espín se desperezó


en la puerta de su grieta. Era la hora de salir a bus­
car alimentos.
-¡Qué mala suerte tengo! -exclamó el
armadillo- ¡Encontrarte justamente a ti!
-¿Se puede saber por qué dices esa tonte­
ría? -gruñó el puerco espín, dándose vuelta eno­
jado.
-Pues ... porque tengo ganas de regalar
una caricia... pero con esas treinta mil púas que
tienes sobre el cuerpo... voy a pincharme...
-¿ Una caricia? preguntó muy inte-
resado el roedor-. ¿Te parece que mis dientes se­
rán lo suficientemente fuertes para morderla? ¿Es
dulce o salada?
-No, amigo, una caricia no es una made­
ra de las que te gustan tanto... ni una caña de azú­
car... ni un terroncito de sal... Una caricia es esto...
y frotando despacito su caparazón contra la única
parte sin púas de la cabeza del puerco espín, el ar­
madillo se la regaló.
¡Qué cosquilleo recorrió su piel! Un gruñi­
do de alegría se paró en la noche. Su primera cari­
cia..•
-¡No te vayas! ¡No te vayas! -alcanzó a
99

oír que el armadillo le gritaba riendo. Pero él nece­


sitaba estar solo ... Gruñendo feliz, se zambulló en
la oscuridad de unas matas.
La mañana lo encontró despierto, aún sin
desayunar y murmurando:
-Tengo una caricia... Tengo una caricia...
¿A quién podré dársela? Ninguno me la aceptará ...
Tengo tantas púas...
-¿Estás loco? dijo una perdiz.
-¡Se ha emborrachado! -aseguró una
liebre.
Y ambas dispararon para no pincharse. El
puerco espín se enroscó. Su soledad de púas le mo­
lestaba por primera vez...

Ya era la tarde cuando lo vio, recostado so­


bre un tronco, junto a la laguna.
El changuito sostenía con sus piernas la caña
de pescar. Un sombrero de paja le entoldaba los ojos.
Dormitaba...
El puerco espín no lo pensó dos veces y allá
fue, llevándole su caricia.
Su hociquito se apretó un momento con­
tra la rodilla del chango antes de escapar -tem­
blando- hacia el hueco de un árbol.
100

El muchachito ni siquiera se movió, pero a


través de un agujerito de su sombrero lo vio todo.
-¡El puerco espín me acarició! -se dijo
por lo bajo, mirando de reojo su rodilla curtida-.
Esto sí que no lo va a creer mi tata... su silbi­
do de alegría rebotó en la laguna.
"¿Dormita el chango?
¿Sonríe?
¿Pesca o silba?", se preguntó la tarde.
Y siguió sentada a su lado sin entender
nada.

I
ACERCA DE UN ELEFANTE OCUPA ..
MUCHO ESPACIO

Este libro fue publicado -en primera


edición- en diciembre de 1975 bajo el sello de
Ediciones Librerías Fausto. Debido a la entusiasta
recepción que le brindaron los lectorcitos argenti­
nos, fue coeditado -poco después- por las edito­
riales Latina y Círculo de Lectores.
En octubre de 1976 fue incluido en el
CUADRO DE HONOR DEL PREMIO INTERNACIO­
NAL "HANS CHRISTIAN ANDERSEN" otorgado por
IBBY (Internacional Board on Books for Young
People) por considerárselo "un ejemplo sobresa­
liente de literatura con importancia internacio­
nal" (sic). El premio se decidió en Suiza -por
primera vez para un escritor argentino -y Elsa
Bornemann lo recibió en Atenas, Grecia, durante
la celebración del 15 º Congreso Internacional de
Literatura Infantil realizado ese mismo año. La re­
comendación para recibir esa distinción partió de la
102

profesora Martha Salotti, representante del IBBY


en la Argentina.
En octubre de 1977, los quince cuentos
que integran Un elefante ocupa mucho espacio fue­
ron prohibidos por Decreto 3155 del Poder Eje­
cutivo Nacional a cargo de la Junta Militar -de
facto- por considerarse -entre otros conceptos
igualmente injuriosos- que "se trata de cuentos
destinados al público infantil con una finalidad de
adoctrinamiento que resulta preparatoria para la
tarea de captación ideológica del accionar subver­
sivo" (sic) y que "de su análisis surge una posición
que agravia a la moral, a la familia, al ser humano
y a la sociedad que éste compone" (sic).
En 1984 Un elefante ocupa mucho espacio
reapareció en la República Argentina debido al re­
torno de la democracia.
ELSA BORNEMANN

Nació en Buenos Aires y es Profe­


sora en Letras, egresada de la Fa­
cultad de Filosofía y Letras de la
Universidad Nacional de Buenos
Aires.
Escribe libros para niños y jóvenes desde hace trein­
ta años, durante los cuales ha ganado el aprecio de
numerosos lectores, que se van renovando continua
y generacionalmente.
También ha compuesto canciones novelas y piezas
teatrales. Algunas de sus obras han sido publicadas
en varios países de América Latina y de Europa, en
Estados Unidos, Israel y Japón.
Ha recibido muchos premios nacionales e interna­
cionales, entre los que se destacan: Faja de Honor
de la Sociedad Argentina de Escritores; Cuadro de
Honor del Premio Internacional Hans Christian
Andersen, International Board of Books for Young
People (IBBY); Premio Argentores; T he White Ra­
vens y Konex de Platino.
104

Entre sus libros publicados se encuentran: Ttnke­


Ttnke, El espejo distraído, Cuadernos de un de/fin,
El libro de los chicos enamorados, Cuentos a salto de
canguro, Bilembambudín o El último mago, El niño
envuelto, No somos irrompibles, Disparatario, Lisa
de los paraguas, Los josecitos, ¡Nada de tucanes!, De
colores, de todos los colores, Los grendelines, ¡Socorro!,
La edad del pavo, Puro ojos, Sol de noche, A la luna
en punto, Los desmaravilladores, Queridos mons­
truos, Corazonadas, No hagan olas, Socorro Diez y
Palabracadabra 1 y 2. Su último libro de poemas es
Amorcitos Sub-14 (El libro 111 de los chicos enamo­
rados).
,I' ÍNDICE ..
Un elefante ocupa mucho espacio ......... 9
Potranca negra ....................... 15
Caso Gaspar .. ................. ...... 19
Una trenza tan larga... ................. 25
Pablo .............................. 33
Cuando fallan los espejos ............... 39
El Pasaje de la Oca .................... 45
Niebla voladora ...................... 51
Sobre la falda ........................ 57
Cuento gigante ....................... 63
La madrastra ........................ 71
El año verde ......................... 79
Donde se cuentan las fechorías del Comesol .. 83
La casa-árbol ........................ 91
Cuento con caricia .................... 95
Acerca de Un elefante ocupa mucho espacio . 101
Biografía de la autora ................. 103

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