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Manuel Alvar

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MANUEL ALVAR

LA FORMACIÓN DEL LÉXICO PSIQUIÁTRICO EN ESPAÑOL

La formación del léxico psiquiátrico en español


Manuel Alvar

Para mi hija Carmen

El léxico de cualquier actividad suscita una cuestión previa:


el enfrentamiento entre la lengua común y la que afecta al
grupo limitado de los especialistas1. Esto determina una
serie de hechos a los que debemos enfrentar como
principios teóricos en los que tendremos que apoyar
cualquier especulación. Porque aquí tenemos planteada una
cuestión que ha suscitado otras muchas, pues debemos
considerar qué es el lenguaje que utilizan, pongo por caso,
psiquiatras y psicólogos y su representación en la lengua
común. Si nos adscribiéramos sólo a la jerga (permítaseme
provisionalmente este término) de un grupo de
profesionales, es muy difícil que los demás hablantes
pudiéramos entender gran cosa, y de lo que yo quisiera
ocuparme no es de lo que pertenece a unos términos muy
especializados y que nada dicen al resto de los mortales,
sino ver hasta qué punto una lengua profesional afecta, y
es afectada, por el habla cotidiana, dentro -claro está- de
un nivel cultural instaurado sobre lo que pueda ser una
comunicación de vulgaridades. Entonces se nos plantean
dos cuestiones previas: qué entendemos por lengua de
grupo de unos profesionales harto especializados y qué
pertenece al habla culta general y, sin embargo, es propio
de los tecnicismos de cualquier profesión.

Los lexicógrafos han discutido, acaso demasiado, sobre lo


que pueda ser una terminología que afecta a un
determinado grupo. Y aquí tenemos que dilucidar si lo que
vamos a estudiar es una nomenclatura o un terminología.
Desde la etimología de ambas palabras (nomen o terminus
«límite») podríamos llegar a una partición de los campos
que nos lleva a un problema de cierto valor, pues
científicamente nombrar es imprescindible para que las
nociones sean precisas e inequívocas, pero ponerles
exactos límites es un quehacer más riguroso. Sobre esto se
ha discurrido mucho y no deja de ser curioso saber que, si
nomenclatura es término que emplearon como exigencia
técnica los hombres del XVIII («arte de clasificar los
objetos de una ciencia y atribuirles nombre»), terminología
se generalizó muchísimo después («estudio sistemático de
los términos que sirven para denominar clases de objetos y
conceptos»)2, sin que se llegara a una total satisfacción.
Más aún, los ejemplos que se han aducido no son, a mi
parecer, nada convincentes y, como diría Cervantes, los
razonamientos se suelen quebrar de sutiles. O, de otro
modo, se plantean las cuestiones en un plano general que
las hace difícilmente aplicables en la realidad práctica. Nos
quedamos con algo válido con que el objeto de nuestro
estudio será el vocabulario, entendiendo como tal «los
términos de la lengua, escogidos con criterios
extralingüísticos»3. Hemos llegado a un puerto de arribada:
para seleccionar los elementos que voy a considerar partiré
del diccionario normativo de nuestra lengua y extraeré de
él las definiciones que van tildadas con una observación
que las hace pertinentes a nuestro objeto. De este modo
tendremos un corpus dispuesto para unos fines que no son
los de elaborar un repertorio técnico, pero sí los que tienen
una validez generalizada.

Claro que esto también tiene sus quiebras. La Academia


Francesa rechazó de su repertorio todas las palabras que
pertenecían a las ciencias o a las técnicas, por más que
este criterio fuera modificándose; la nuestra incluye, según
se dice, los términos que se deben conocer en la segunda
enseñanza. Sin embargo, se van incluyendo palabras de
una especialización excesiva y que no pertenecen a la
lengua, sino a la realidad precisa de unas cuantas hablas,
pero hemos de partir de este hecho. Por otra parte,
extraídos del Diccionario general todos los términos
marcados, he tratado de documentarlos en los riquísimos
materiales del Diccionario histórico. Tampoco ahora
podemos decir que sean incontrovertibles los datos que
presento, pues los materiales del Dicc. hist. están recogidos
muchas veces con no poco subjetivismo, pero, ojalá,
estuviera terminada su publicación. Así, pues, procedo por
una doble comprobación: he separado todos los términos
señalados en el DRAE con los indicadores Psicol., Psiquiat.4
y, después, he comprobado la lista obtenida con los
materiales publicados e inéditos que son de la propia
Academia. He seleccionado los términos de ambas
nomenclaturas porque, a un tratándose de ciencias
distintas, se nos manifiestan con abundantes puntos de
contacto. Las definiciones académicas deslindan muy bien
los campos (Psicología, «parte de la filosofía que trata del
alma, sus facultades y operaciones» y, por extensión, «todo
lo que atañe al espíritu». Psiquiatría, «ciencia que trata de
las enfermedades mentales»), pero no resulta tan clara la
separación en el mundo de la realidad práctica.

Estamos ya en el arduo camino de seguir la marcha de una


parcela, innecesario decir, importante de nuestro léxico.
Además organizada científicamente en una época, en
general, moderna o muy moderna. Los antecedentes
también son válidos, pues, si hay técnicas de hoy mismo,
hay otros caminos que rezaron hace siglos, lo que nos lleva
a iniciar una andadura que irá reflejando pasos muy
heterogéneos, pero en los que, por lejano que sea su
origen, se proyectará lo que precisamente hoy. Porque se
ha dicho de mil modos: las unidades léxicas han de ser
unidades de significación. Este principio formulado ya en la
Encyclopedie es el que se ha venido repitiendo hasta ahora
mismo, porque no podemos pensar que una ciencia invente
su propio vocabulario: pensemos en el mundo de los
ordenadores, tan reciente, tan críptico, y sin embargo
utiliza palabras tan triviales como hardware que significa,
sencillamente «quincalla, ferretería». Necesitamos nombrar
con precisión para poder utilizar la lengua sin
ambigüedades, pero eso no es pensar que haya un
lenguaje puro. Si en la estilística se dice que no hay ningún
término neutro, en ciencia experimental tampoco pueden
serlo todos los términos que se manejan.
Restricciones significativas

En primer lugar, partamos de un hecho claro: en el DRAE


se designó como Med. una gran cantidad de términos que
luego se especificaron como Psicol., o Psiquiat. He aquí
planteada una cuestión fundamental: la ciencia no es una
organización estática sino dinámica. La evolución que
condiciona su propio existir determinará también la
adaptación de un léxico previo. A esto volveré, pero
bástenos ahora saber algo harto elemental: el Diccionario
va a remolque de la evolución científica, lo que es tanto
como decir que hay una necesidad de transmisión que
afecta al lenguaje de los técnicos y a la comprensión por
parte de los usuarios del diccionario. La lista de palabras
que se incluye en este apartado es ciertamente notable;
según mis cómputos, veintiséis. Algunas de ellas incluidas
en el habla común, digamos afectividad, alienación,
ambivalencia, autosugestión; otras menos generalizadas:
disartría, ecolalia, lipemanía. Si abrimos las páginas del
DRAE veremos que, todavía en 1950, afasia era definida
como «Med. Pérdida de la facultad de hablar» y así seguía
en el Diccionario manual de 1983, pero en la edición de
1970 constaba: «Psiquiat. Pérdida del habla a consecuencia
de un desorden cerebral»5. No en vano la medicina cubría
anchos campos que se le han independizado. Baste con
abrir diccionarios clásicos como el que se publicó en 1815-
18576 o el de 1842-18467. Otra palabra bastante
corriente, cenestesia, figuraba como término filosófico, pero
ya se incorporó al apéndice de 1947 como voz de la
Psicología, acepción que Pío Baroja usó en 1901: «La
cenestesia, o yo sensitivo»8. Pongamos un último ejemplo,
sacado de los muchos que podrían aducirse: todavía en
1927 erotomanía era para el DRAE un término médico que
significaba «enajenación mental caracterizada por un delirio
erótico», hasta que en 1984 vino a ser un término
psiquiátrico que se definía más o menos del mismo modo.
Cierto que Pío Baroja en La sensualidad pervertida9 y
Brumer en su Patología médica10 habían testimoniado unos
valores que estaban en el dominio de una ciencia más
restringida11. Dejemos estas breves muestras y pasemos a
considerar un nuevo aspecto de nuestros problemas.

Adopción de términos antiguos

Ya he tenido ocasión de plantearme la cuestión de las


necesidades terminológicas de cualquier ciencia; antes de
descender a otros problemas, el primero que, a mi modo de
ver, se suscita, es la formación de un vocabulario técnico a
partir de un repertorio general. Cualquier terminología
reposa sobre el conocimiento de la propia lengua; que
luego confluyen en ese remanso otros muchos arroyos, es
algo que no se puede negar, pero tampoco que haya una
necesidad de organizar los diversos manaderos; el más
importante, por su antigüedad, por su significado y por su
validez es la propia lengua. Tenemos un antecedente de
excepción, el Examen de ingenios del Dr. Juan Huarte de
San Juan12, que crea su propio vocabulario sobre Platón,
Aristóteles, Galeno, etc.; es decir, sobre las doctrinas
clásicas que le facilitan una terminología válida para la
psicología y aplicable a la psiquiatría. Pero ese vocabulario,
convertido en un repertorio de tecnicismos, muchas veces
no era otra cosa que partir de conceptos comunes para
convertirlos en específicos. Otro tanto es lo que podemos
observar ahora: en viejos odres, se deposita un vino nuevo.
Estamos en el antiguo problema de la arbitrariedad del
signo lingüístico, que puede corresponderse con unos
símbolos que están ya en el sistema de la lengua, pero que
se modifican por acción de factores extralingüísticos13. Se
habla continuamente del cambio fonético, pero también hay
otro semántico que es el que nos afecta en este momento.
Según mis cálculos, unos veinte términos de la lengua
común han pasado al dominio de los especialistas. Ni que
decir tiene que cambios semejantes están dominados por
una necesidad elemental: la monovalencia que debe tener
la lengua de los científicos. Entonces resulta que el corpus
general, por su historia, por su geografía, por los mil
avatares que lo han condicionado, es necesariamente
polisémico o dicho de otro modo: de la polivalencia se
deben extraer principios monovalentes. Campo éste de
cuya configuración no podemos desentendernos. Y no
podemos desentendernos porque aparte otros significados
a los que me referiré, la lengua reflejará siempre una
cultura y por muy universal que sea el vocabulario de una
ciencia o de una técnica no lo será tanto que pueda
desentenderse del mantillo que lo sustenta. Hay otros
valores, evidente, y de ellos me ocuparé, pero no podemos
olvidar la criatura que se ha formado bajo nuestros ojos.
Casi veinte términos especializados pertenecen a nuestra
más vieja tradición lingüística: es el hecho de lengua que
va a realizarse en un acto de habla. Y así tenemos ejemplos
bien ilustrativos.

Hay una palabra en español cargada de las más dulces


emociones: durante siglos, ausencia significó el vacío
espiritual que produce el distanciamiento. El refrán dijo
tristemente: «La ausencia causa olvido»14, y Sor Juana
Inés de la Cruz con no menos belleza:

Y, si de luz avaro,
De tinieblas se emboza el claro día,
Es con su oscuridad y su inclemencia
Imagen de mi vida en esta ausencia.15

Pero, en 1976, se publicó en el Boletín de la Real Academia


Española16 una definición exclusivamente psicológica:
«distracción del ánimo respecto de la situación o acción en
la que se encuentra el sujeto» y ya, en 1985, F. Dorsch,
incluía la palabra en el Diccionario de Psicología como
«pérdida transitoria de la conciencia, muy breve, que se
presenta en la epilepsia»17.

Complejo es una palabra de la que todo el mundo echa


mano, no sé si sabiendo o no lo que significa. Pero el hecho
cierto es que, ya en el siglo XVIII, el padre Feijoo habló de
un «complexo de symptomas»18 o «de inclinaciones»19 y
P. Pedro de Ulloa lo definió como «período harmónico»20,
pero el P. Restrepo, en 195521, y Alarico di Filippo, en
196422, dieron la motivación científica del término y la
Academia, todavía no en 1939, pero sí en 1956, incluyó la
voz con el verbete de Psicol. y con el significado de
«combinación de ideas, tendencias y emociones que
permanecen en la subconsciencia, pero que incluyen en la
personalidad del sujeto y a veces determinan su conducta».
Los autores aficionados a retratar estados del espíritu
buscaron la voz desde antes de su inclusión académica, así
Unamuno. Pero sobre el término castellano se cruzó el
inglés complex que acaballado sobre el valor freudiano
penetró en textos de psicología, de psiquiatría o de
psicoanálisis23 y, fuera ya del lenguaje técnico, se ha
extendido por la lengua común. Después, una catarata de
complejos atosiga al hombre corriente, desde unos
archisabidos (de Edipo, de inferioridad) hasta otros
ocasionales. Que nos valgan los complejos antioccidentales,
de castración, colonial, de culpabilidad, de fidelidad, de
inferioridad, moral, de superioridad, etc., con lo que
vendría a hacerse bueno el comentario de García Morente
en sus Ensayos (1945): «Mucho convendría [...] la práctica
grandiosa de un ingente psicoanálisis colectivo que sanara
nuestra alma y deshiciera los complejos que la agobian»24.
Y no hemos salido de un campo relativamente coherente,
porque fuera de él los complejos abundan.

Si antes de cerrar este capítulo quisiéramos aducir un par


de casos más: me fijaría en melancolía y vértigo, que
pueden completar un campo léxico relativamente
coherente, porque melancolía era un viejo término de
origen griego, que bien sabían los antiguos tratadistas. Así,
melancolía es una palabra con prestigio literario: en un
lejanísimo 1254, Alfonso el Sabio escribió en el Libro
complido de las estrellas: «E si euence la melencolía, uerá
que es en tiniebra o semblante que'l afogan o que tien
sobre sí cosa pesada, o aquello que dizen la pesadiella»25.
Desde entonces no han faltado las interpretaciones médicas
del término hasta llegar a las precisiones de hoy, pues la
melancolía se consideró elemento de los alquimistas26. La
etimología fue correctamente establecida por los más
antiguos diccionaristas (melagxoli/a «bilis negra», lo mismo
que atrabilis)27 que la identificaron con «tristeza» (Nebrija
[1514], Vittori [1609], Requejo [1729]) de donde la
vinculación de melancolía con tristeza y, agravándose la
inclinación, con demencia28 o desesperación29. La
enfermedad vino a designar una serie de afecciones mal
determinadas, que se localizaron en el bazo (fray Luis de
Granada, Fragoso [1666]), en el entresijo30 o que tienen
que ver con la histeria31 y que hacen al hombre «cogitativo
y mucho pensativo» (fray Bartolomé de las Casas). Ni que
decir tiene que conceptos muy deslizantes aparecen toda
suerte de autores (Moratín, Bécquer), aunque se fuera
imponiendo el sentido de «cierta suerte de tristeza» que se
documenta ya en médicos de rigurosa doctrina como Laín
Entralgo32, que se apartan del carácter folclórico de otros,
como el pintoresco Torres Villarroel que «a las melancolías
del humor las aburro con la guitarra» 33. Otro camino
siguió la palabra en la sabiduría del pueblo, que se aferró a
ideas tradicionales para explicar las manchas de la piel, tal
y como se hace en Cuba, Méjico, Costa Rica, Colombia o en
las Islas Canarias34, pero los científicos fueron precisando
el valor de la palabra y liberándola de tantas gangas
adventicias, fue Drumen en su Patología médica35 o, sobre
todo, Marañón quienes fijaron el significado de «estado de
depresión del ánimo, de tristeza profunda, inmotivada o
desproporcionada a las causas que suscitan, coloreadas de
dolorosa ansiedad»36. La Academia, desde 1927, asignó
significados que convinieron a unos principios técnicos37,
hasta llegar a 1967 en que María Moliner dio ya la
consideración científica que la palabra tiene cuando, en su
Diccionario dijo que un valor del término «se usa
específicamente en psiquiatría aplicado al estado de
depresión propio de la psicosis maníaco-depresiva,
caracterizado por postración, abatimiento y pesimismo», tal
y como figura en la DPP, s.v. Largo ha sido el camino que
hemos seguido con una palabra desde 1250 hasta hoy
mismo: una ciencia incipiente nos ha ido llevando por
caminos inciertos hasta la arribada final de lo que el
término es para los médicos especialistas en psiquiatría.
Quiero cerrar esta serie de ejemplos, no demasiados, pero
ojalá hayan resultado representativos, con la palabra
vértigo38. Evidentemente se trata de un cultismo que ha
venido significando «apresuramiento anormal intensísimo y
extraordinario de la actividad de una persona o
colectividad», pero ya los autores clásicos conocían una
acepción médica: «enfermedad donde todo parece se
mueve a la redonda»39, o «falta de la vista y conssupçion
del espíritu sensible por lo qual pareçe supitamente que
todo sea en tiniebras y mezclado lo alto a lo baxo»40. El
origen latino de la palabra ampara estos significados, pues
vértigo era el «movimiento circular», pero las acepciones
de los médicos abundaron muchísimo: cirugía de Vigo
(1537, f. 6), «vaguido de la cabeça»41, accidente del
cerebro42, etc. Que la lengua de los médicos pesó en la
historia de la palabra, es evidente: el esdrújulo es un
barbarismo, como tantos otros de la jerga de los galenos43
e hizo escribir a Dámaso Alonso estas líneas: «esta ligazón
entre significante esdrújulo e intenso significado es lo que
explica deformaciones, unas veces del lado espiritual [...] y
otras del fonético como ocurre con fárrago, vértigo e
impúdico, cuya acentuación es un disparate sancionado por
el uso»44. Pero no sólo la ambigüedad de unas
descripciones, espejo de una ciencia médica incipiente, o la
pedantería de una acentuación, sino que otros valores
vinieron a dejar constancia de la lengua normal. Así el
Diccionario manual de la Academia ya anotaba el valor que
el término tiene en Psiquiatría: «Turbación del juicio,
repentino y por lo regular pasajero; ramo de locura». Que
en esta definición pudieron influir tratadistas como Brumen
(II, pág. 436) parece lógico y lógico también ese trasvase
del lenguaje médico al popular y su posterior
especialización psiquiátrica. En efecto, en un libro
apasionante que se entronca con las cuestiones que más
afectan a nuestra estética, Stanley R. Palombo dedicó unas
páginas luminosas a la función del sueño en Vértigo, de
Hitchcock, y William Roman atendió al papel de la mujer
desconocida en la misma película45.
Préstamos

Pero la ciencia por su propia condición es universalista, y


aceptando un fondo patrimonial que se adapta a nuevas
realidades, en el plano de la realización práctica, debe
considerarse la necesidad de entendimiento con los
científicos de otras lenguas. Hemos visto cómo desde el
fondo común se pueden generar especializaciones del más
estricto carácter particular, pero también es cierto que
desde este monolingüístico se siente la necesidad de
ampliar la perspectiva de los saberes. Entonces se recurre
al plurilingüismo que agranda el campo y la consolida en
unas circunstancias que lo obligan a la monovalencia. Es la
internacionalización de la cultura. Aquí tenemos un léxico
creado para una determinada actividad científica y que, por
haberlo sido, se ha generalizado más allá de las fronteras
en las que nació; el prestigio de una escuela habrá hecho
que sus invenciones irradien y se asienten fuera de sus
focos originarios. Más de veinte términos de mi lista se
crearon para las dos ciencias de las que estoy tratando y
encontraremos que la cronología nos servirá para señalar
antecedentes. Así agorafobia aparece en textos de Ortega
de 1911 y 191546 y en escasísimos motivos literarios de
fecha mucho más tardía. Nos quedamos a solas con los
diccionarios: el DRAE ya en 1927 decía que era «sensación
de angustia ante los espacios abiertos, etc.». Y así se llegó
a la edición de 1985 que lo consideró término psiquiátrico.
En francés la documentación es de 186547 y, en alemán,
encuentro y dificultades para atestiguar la voz48;
caracterología49 es otro término muy reciente (década de
los cuarenta) y de uso restringido, mientras que el francés
caracteriologie, data de 1909. Así podemos seguir con
multitud de ejemplos. Para no hacer interminable la lista,
pondré la palabra española, y, entre paréntesis, la fecha de
su documentación; al lado de ella, el término francés y la
cronología que da el Dictionnaire de Ley Robert:

cenestesia (1901). cénesthésie (1838)


cenestésico (1948) cénesthésique (1898)
ciclotimia (1956) cychlotymie (1909)
disartría (1947) dysartrie (1897)
ecolalia (1931)écholalie (1890)
egotismo (1927) egotisme (1823)
eidético (1943) éidétique (1920)
eidetismo (1984) éidétisme (1952)
erotomanía (1927) érotomanie (1741)
esquizoide (1962) schizoïde (1921)
esquizofrenia (1937) schizophrénie (1921)
lipemanía (1920) lypémanie (a. 1840)
parapsicología (1964) parapsycologie (1948)
psiquiatría (1910) psychiatrie (1842)
psiquiátrico (1920) psychiatrique (1842)
subdelirio (1985) subdélire (1904)
zoopsicología (1986) zoopsychologie (1909)
Doy las fechas de la documentación francesa, prescindiendo
del origen que pueda tener la palabra. Por ejemplo,
egotismo no creo que proceda directamente del inglés
(1714) que, a su vez, traduce el francés égoïsme, y, por
supuesto, los helenismos -o pseudohelenismos- no son
directos50.

Evidentemente pienso que las fechas, sobre todo las


españolas, sólo tienen un valor referencial, pues los
ficheros que manejo creo que están lejos de tener un
carácter exhaustivo, pero he procedido con absoluta
objetividad: copio lo que las gavetas registran y no puedo
por menos que señalar la posterioridad de las
documentaciones españolas con respecto a las francesas y
esto absolutamente en todos los casos, se trate de voces
de una relativa antigüedad (digamos siglo XIX) o de
creación muy reciente (segunda mitad del XX).

La terminología del psicoanálisis ha trascendido, como es


bien notorio, a no pocas investigaciones en las que ha
tenido brillante aplicación: pienso en Hölderlin analizado
desde la psiquiatría51 o Baudelaire desde Freud52, por no
citar sino dos ejemplos de excepción. Pues, como dice
Bersani:

There is, it's true, ample justification for reductive


psychoanalytic interpretation in Freud himself. But it is also
possible to find in Freud the basis of a theory of fantasy as
a phenomenon of psychic de construction. De construction
and mobility: these are the mental processes in which we
discover that self-scattering which is the principal feature of
Baudelaiream desire. This discovery is important for both
esthetics and psychological theory. It implies a radical
questioning of traditional assumptions about the nature and
stability the self.

(pág. 7)

Incluso el psicoanálisis se consideró desde pronto en el


estudio de la evolución de la religión53.

Todas estas consideraciones nos pueden llevar a otras, la


necesidad de adquirir términos extranjeros, por cuanto la
universalización de la cultura obliga al acercamiento de las
lenguas. Unas veces se ha cumplido con la traducción más
o menos feliz de cierta nomenclatura; otras, con el calco
lingüístico y, las más, con el traslado sin recelo de una
palabra a otra que se le parezca. Hay que tener en cuenta
que muchas veces, el término está en manos del traductor,
que no será el más fiel intérprete desde la perspectiva del
profesional, y que establecerá correspondencias no válidas,
o, al menos, no totalmente válidas. En ocasiones se dejará
el término sin acicalarlo para la nueva lengua o, lo que es
peor, se retraducirá al sistema patrimonial un término que
salió de él. Algo así como cuando Trigueros tradujo a
Florián lo que hizo fue restituir al español La Galatea
cervantina. Veamos algunos casos.

En el siglo XIV, en Francia se usó aliénation d'ésprit54, pero


nuestra alienación como término psicológico debe separarse
de otras alineaciones, políticas por ejemplo, que entonces
tienen origen alemán, inspirado en doctrinas que van desde
Heger y Marx a Feuerbach (Entfremdung, Verfremdung).
Alienación vino arrastrando diversos, e inseguros, valores
desde el siglo XIV, pero sólo en 1985 fue aceptada como
término psiquiátrico, fuera ya de las mediatizaciones
anteriores. Pero no se olvide, fue Freud quien definió el
término dentro de un marco muy preciso: «Proceso por el
que se convierten en extraños y actúan como tales los
hechos y las vivencias que fueron reprimidos y pueden
desencadenar una neurosis»55.

De origen francés ha de ser anomia o anomía. La Academia


acentuó anomía hasta 1926 y, desde 1945, anomia (así
también la DPP). La documentación española del término
médico (prescindo de otros valores) es sumamente
reciente: la literatura científica no es anterior a la segunda
mitad del siglo XX y en los diccionarios aparece en 1910 en
la Enciclopedia Espasa y en 1916 en el Diccionario de
medicina de Cardenal, mientras que anomie fue recogido
en francés en 1885 y a finales del siglo pasado le dio
contenido teórico Emile Durkheim56.

El neologismo monomanie (gr. mo/nos + mani/a fue


admitido por la Academia Francesa en 1835 y como
término médico consta en el Dictionnaire de Hatzfeld y
Darmesteter (1920)57, en español hay ejemplos en
Ilarraza (1843), Pedro A. de Alarcón (1881), Eusebio Blasco
(1886), Salvador Rueda (1887), en la Patología de Drumen
(1850-51) y en autores posteriores (Echegaray, Unamuno,
Concha Espina, etc.). Sólo como término psiquiátrico tuvo
acceso al DRAE en su edición de 1970. Se ha señalado que
monomanía de grandeza procede del alemán Gröszenwahn,
pero creo que los datos transcritos hacen pensar que
monomanía sea un galicismo en español. Lo mismo que es
psicoanálisis, que, a su vez, el francés lo había tomado del
alemán58. En 1953, Álvarez Lejarza había señalado que era
un método «originado por Freud para investigar las causas
ocultas de la conducta humana», etc.59 Tenemos, en
español, alguna referencia a la cronología del fenómeno: en
1938, Rubén Romero dio una curiosa in formación: «[uno]
de esos episodios que los escritores emplean para escribir
novelas que ahora se llaman de psicoanálisis y que antes se
conocían por culebrones»60. En el DRAE la palabra no entró
con pleno derecho hasta la 17.ª edición (1947) y como
elemento psiquiátrico en 1985. No deja de ser significativo
que Laín Entralgo pudiera escribir en 1976 que
«acogiéndose a una disposición legal reciente, anunció en
la Facultad un curso monográfico sobre psicoanálisis»61. Si
pienso en el galicismo de la palabra es porque entró en
nuestra lengua como femenino62 y como tal fue usado
nada menos que por Ortega y Gasset en la más antigua
documentación que poseo de la voz (1911): «La
psicoanálisis no es un sistema»63.

Me parece oportuno demorarnos en las doctrinas de Freud,


a las que estamos asaeteando desde diversos ángulos.
Fijémonos en una palabra-clave del psicoanálisis, libido. La
primera vez que consta en el DRAE es 1956, y ha dado
lugar a no pocas controversias. En primer lugar la
acentuación, en la que aún no se ha universalizado el
latinismo libido, acaso condicionado por el adjetivo lívido,
«barbarismo» era líbido para el P. Restrepo; en segundo
lugar porque su género femenino pugna con los sustantivos
en -o que son masculinos, pero esto creo que no merece
mucha consideración64. Mayor la tiene saber las fechas en
que Freud y sus discípulos fueron traducidos al español.
Creo que ahí está la clave para entender muchas cosas de
las que digo en el texto. Voy a dar unas referencias
bibliográficas que, por su cronología, afectan a la historia
de estas palabras. Antes de nuestra guerra civil se habían
traducido las Obras Completas de Sigmund Freud por Luis
López Ballesteros y con prólogo de Ortega (t. I. Madrid,
1922; t. II. Madrid, 1929-30); Jung era conocido por La
psique y sus problemas actuales, trad. Eugenio Imaz.
Madrid-Buenos Aires, 1935, por la Teoría del psicoanálisis,
trad. F. Oliver Brachfeld. Barcelona, 1935, por El yo y el
inconsciente, trad. S. Montserrat Esteve, estudio preliminar
de Ramón Sarró, Barcelona, 193665 Alfred Adler, El sentido
de la vida, trad. Oliver Brachfeld. Barcelona, 1935. Otros
muchos títulos rebasan la cronología que es pertinente para
el objeto que pretendemos.

Psiquiatría es también de incorporación reciente: por la


década de los cuarenta apareció la asignatura en los planes
de estudios66 y poco antes había sido utilizada la voz por el
Dr. Marañón en su discurso de ingreso en la Academia
(1934) y aun algo antes había entrado en el DRAE (1927)
como «ciencia que trata de las enfermedades mentales».
Pero, como en tantas ocasiones, Ortega se anticipó en el
uso del término con un texto muy significativo (1911): «El
Dr. Sigmundo Freud es un judío profesor de Psiquiatría en
Viena. Esto ya es bastante. Pero, según un número
considerable de gentes, de médicos jóvenes sobre todo, es
mucho más que eso: es un profeta; es un descubridor de
ciertos secretos humanos, cuya patentización ha de ejercer
una profunda influencia reformadora no sólo en la
terapéutica de los neuróticos, sino en la psicología general,
en la pedagogía, en la moral pública, en la metodología
histórica, en la crítica artística, en la estética, en los
procedimientos judiciales, etc.»67. En francés psychiatrie
fue acogida por la Academia en 1842, pero psychiatre es de
documentación anterior (1802), mientras que son
posteriores los derivados psychiatrique (1842),
psychiatriquement (s. XX), psychiatriser (c. 1970)68.

Por último, aduzcamos el uso de vivencia, palabra que se


generaliza después de 1940 (García de Diego, Gómez de la
Serna, Guillén, D'Ors, Dámaso Alonso, Díaz Plaja, Salinas,
Rosales, etc.), pero hay un texto de Julio Caro Baroja harto
significativo; está en su preciosa historia de Los Baroja
(1972) y dice así: «Nunca he gustado de usar neologismos
ni arcaísmos al escribir. Hay palabras útiles y expresivas
que acepto en mi tarea de ordenar las ideas, pero que
procuro evitar, por considerarlas nuevas y pretenciosas, o
viejas e igualmente sabihondas. Una de ellas es vivencia,
acuñada por los traductores de la Revista de Occidente»
(pág. 486). En efecto, la voz no falta en seguidores de
Ortega como García Morente, Laín Entralgo, Julián Marías,
hasta que, en 1967 y como término de psicología, se
asentó en el DRAE y aun se envileció en el trabajarse la
vivencia «chatear», que a mi parecer no ha prosperado. Por
si hiciera falta algo más, Rosenblat señaló que es
traducción del alemán Erlebnis69.

Cronológicamente son posteriores los anglicismos, pero


como en tantos casos se manifiestan de una agresiva
presencia. Voy a elegir sólo dos términos: behaviorismo y
test.
Behaviorismo es puro inglés, behavior. La primera vez que
vi escrito el término en español fue un artículo de Gustavo
Bueno: «La Colmena», novela behaviorista70. Fuera de
este ejemplo no encuentro la voz sino en Diccionarios de
Psicología (Dorsch), de Economía (Tamames) y creo que
nada más. Sin embargo, la Academia -generosamente- dio
cabida a la voz en su DRAE en 1987, bien, es verdad, que
refiriéndolo a conductismo, que tiene más aire español,
aunque acaso no lo sea mucho: en los materiales del
Diccionario histórico sólo encuentro una papeleta de Cirlot
en su Diccionario de los ismos (1949), otras cuatro en el
Discurso de recepción del profesor José Luis Pinillos y la
definición del DRAE en 1983: «Psicol. Doctrina y métodos
basados exclusivamente en la observación y
comportamiento del ser, sin recurrir a la conciencia o a la
introspección». No deja de ser curioso que el flagrante
anglicismo se documente en francés en 1926, mucho antes
que en español, como si el francés hubiera sido el
transmisor de la palabra que, en inglés, creó el psicólogo
norteamericano J. B. Watson, en 1912 (Le Robert).

La generalización de test resulta impresionante. Desde


1926 en que tengo la primera documentación americana de
la voz hasta 1985 que se incluye en el Diccionario usual de
la Academia hay una teoría de peticiones y rechazos del
término, que se ha generalizado con el valor de «prueba»
en mil campos léxicos diferentes y, en América, ha creado
el adjetivo testeable y el verbo testear71. Como siempre
los científicos españoles anduvieron a remolque de lo que
se innovaba en Francia: test, como palabra inglesa, fue
empleada por nuestros vecinos desde 1890, y con el
preciso valor de «prueba psicológica». Justamente en ese
1890, J. M. Cattell usó el término para designar «toda
prueba psicotécnica estandarizada que permite aprehender
el comportamiento de un sujeto respecto a una población
de referencia»72. Creo que este ejemplo debió ser el que
determinó la presencia del anglicismo en español, habida
cuenta de que nuestros médicos estaban en aquellas
calendas mucho más cerca de lo que se investigaba en
Francia que no de lo que fuera usual en Inglaterra y, no
digamos, en Estados Unidos73.
Internacionalización de la terminología

De pasada he tenido que hablar de la internacionalización


de la terminología científica. Es necesario recurrir a las
creaciones de otras lenguas para facilitar el entendimiento
entre los profesionales de los diversos países. No siempre
es fácil, ni acaso conveniente, aclimatar un término a una
nomenclatura probablemente extraña al común de los
mortales y, por supuesto, a los extranjeros. Pretender que
todo se pueda traducir es ilusorio: pesa el prestigio ajeno,
sus adelantos, su inventiva, su poder industrial. Por todas
partes se oyen lamentos semejantes sin que el acuerdo
llegue nunca. Los neologismos técnicos son abrumadores.
En otro sitio he dado cifras estremecedoras: se inventan
unos tres mil términos técnicos cada año y el Council
Scientific and Technical Terminology, de la India, hace unos
cuantos años tenía registrados alrededor de doscientos
mil74. Ante este aluvión es ilusorio pensar en una justa
traducción y mucho menos en una precisa adaptación. Los
lexicógrafos más solventes (y este es un campo en el que
hay demasiada improvisación) se encuentran abrumados y
hablan de la necesidad de la neología, pues si el préstamo
«constituye la solución más evidente, la más perezosa, es
también la más eficaz internacionalmente, pues neutraliza
de una manera parcial las diferencias interlingüísticas y
respeta la noción original [...]. Se puede decir que el
préstamo denomina la noción y connota su origen, lo que
explica su éxito a pesar de todos sus inconvenientes»75.
Me remito a mi estudio sobre el problema de los
neologismos76, y añadiría el temor de que acabemos
haciendo una nueva lengua, apartada de la común77.
Porque no olvidemos que la lengua evoluciona, pero no
muere. Cualquier estudiante de semántica habrá leído la
diferencia que hay entre la linterna con la que Diógenes
buscaba al hombre y la que hoy ilumina cualquier lugar
entenebrecido, por más que ambas sean lámparas. Claro
que hay que atajar los abusos, pero no se puede olvidar
que haría falta un consenso universal para que la
internacionalización de los términos fuera un hecho real y
concorde con el espíritu de cada lengua; de otro modo
seguiremos atentando contra lo que es la más preciada
herencia de cada comunidad. En otro sentido, pero
concomitante con éste, se encontraba el temor de Dámaso
Alonso cuando veía la fragmentación asomando en los
tecnicismos que se aceptaban indiscriminadamente78 y
éste puede ser también nuestro caso.

Pero sigamos nuestro camino. En la documentación que


poseo hay referencias que tienen un evidente valor
cronológico, y que completan lo que he dicho en este
apartado. He podido aducir una valoración de la cronología
de la palabra vivencia. Pongamos otros ejemplos. Al leer los
datos que tengo sobre ambivalencia se puede ver cómo en
1948 no era un término arraigado, pues se acompaña de
un «como dicen» que, a mi parecer, muestra su falta de
universalización79; en tanto el verbo declarativo sirve en
otras ocasiones como puntualizador de la referencia. He
aquí un texto de 1906: «es una neurasténica, como ahora
se dice»80. Otro tanto cabría decir de complejo, motivado
por los estudios de Freud81, o de otros términos que tienen
que ver con el psicoanálisis del maestro vienés (ego, ello,
yo)82. Otras menciones son más imprecisas, pero hacen
referencia a unos saberes puntuales en un momento dado o
a un tipo de literatura con vigencia en un preciso momento:
estarían ahí la propia definición académica o los perfiles
establecidos por investigadores solventes. En el primer caso
cabrían estas palabras: «enfermedades mentales
correspondientes a la antigua demencia precoz»83, y, en el
segundo, determinaciones que afectarían a su
caracterización por las novelas policíacas (Laín)84 o por
referencias al gran poeta que fue Hölderlin (Rof
Carballo)85. Podría seguir con ejemplos de
parapsicología86, de sinestesia y su trascendencia literaria
(en el modernismo, por ejemplo)87, psiquiatría88, etc.
Permítaseme hacer un alto en parapsicología porque
ampliará lo que acabo de decir. Me fijaré en una figura
literaria de singular relieve: Algernon Blackwood (1869-
1951) perteneció a una familia acomodada, pero sus
padres, fanáticos calvinistas, lo enviaron al Canadá. Tras no
pocas andanzas se decidió a escribir y, en 1906, publicó su
primer libro, The Empty House, al que siguió The Listener
(1907). Se hizo escritor prestigioso, compuso historias de
fantasmas para la radio y la televisión, fue nombrado
Comendador de la Orden del Imperio Británico y, a su
muerte, no dejó un claro sucesor en el arte de los relatos
sobrenaturales. Creo que es útil en estos comentarios
tomar en cuenta las explicaciones que Blackwood dio de
sus propias narraciones: «suele aparecer un hombre medio
que, debido a una súbita impresión de terror o de belleza,
recibe estímulos de naturaleza extrasensorial». En alemán,
con fenómenos de este tipo, se constituyó una ciencia, la
Parapsicología, cuyo nombre se ha impuesto en todas
partes frente al de Metapsíquica. (Uno de los primeros
laboratorios de Parapsicología fue el de la Universidad de
Duke, en Estados Unidos). El estudio de esta ciencia se
inició en el llamado «magnetismo animal», que prosperó en
el siglo XIX con el complejo mundo del hipnotismo y, en el
XX, con el psicoanálisis. Desde estas perspectivas se
entiende bien la obra de Blackwood, pero esto nos alejaría,
aún más, del camino que me he trazado.

Algunos resultados

Al llegar a este momento, podemos poner punto final a las


consideraciones que he hecho sobre el léxico de la
psiquiatría y, en menor grado al de la psicología. Hemos
visto cómo unas ciencias modernas han necesitado
constituir ese vocabulario que sirviera para caracterizarlas
dentro del amplio campo de la Medicina y, por supuesto,
del léxico de la lengua común89. Valdrían para esta ocasión
las palabras que Alain Rey puso al frente del monumental
diccionario Le Robert, al que tanto he tenido entre mis
manos. Las palabras recogidas pertenecen, en su mayoría,
a un fondo comprensible por todos los hablantes; algunas
son del léxico especializado, pero, a pesar de ello, constan
en el DRAE. He dicho que, sin embargo, no podría
mantenerse el criterio académico del nivel de habla al que
va destinado el diccionario usual, pero su valor es
indudable -y único- como marco referencial. Es cierto que
los tecnicismos cuentan, y cada vez más, en la lengua
común. Pero no olvidemos que los inventos, y las
innovaciones léxicas que determinan, hacen que las
innovaciones sean continuas e incluso estén en una
cuarentena que nos permita ver su desaparición. De ahí
que nuestros antecesores hubieran querido eliminar
«muchos vocablos técnicos [...] que no debieron estar»90 y
esta es una amenaza que amaga siempre. Baste recordar
algo que se ha dicho en estas mismas páginas: elementos
no marcados, o con una tilde general, según ha prosperado
nuestras ciencias, han sido acogidos bajo una marca
restrictiva. En este momento sería oportuno hacer una
alusión a lo que se sabe de otras lenguas. En francés, por
ejemplo, se ha comprobado que, entre 1949 y 1960, el
Petit Larousse añadió 3.973 palabras; de ellas 350
pertenecían al vocabulario general y 3.266 al de las ciencias
de toda índole91. Pero tengamos en cuenta otra cosa: un
término introducido genera una teoría de satélites, con lo
que el campo de los neologismos se multiplica
considerablemente: cinestesia-cinestésico, ego-egotismo-
egolatría, etc., esquizofrenia-esquizofrénico-esquizoide,
psicología-psicológico-psicólogo-psicosis y otros no pocos
derivados con el componente psico-. Dejemos esta
cuestión.

Pero ese aumento del vocabulario técnico tiene unas


manifestaciones muy precisas en todas las lenguas92. La
derivación recién aludida es un testimonio, pero hay otros.
La necesidad del valor monovalente de las palabras
científicas: cada uno de los términos introducidos son
consecuencia de una precisa motivación cultural, que busca
la precisión monovalente de los significados. Por tanto
carece de conmutación93. De ahí que haya términos viejos
utilizables en una nueva ordenación de valores y, sobre
todo conste la aparición de otros nuevos, con lo que nos
hemos enfrentado en una suerte de adaptación y una teoría
de adopciones. La adaptación es el resultado de la
evolución semántica; la adopción, la necesidad de
incorporarnos a unas nuevas directrices de la ciencia. Y
estas nuevas directrices podrían llamarse
internacionalización de los conocimientos y así llegaríamos
-por la experiencia de todos- a esos anhelos mil veces
expresados de que, en principio, la ciencia sea una lengua
bien hecha. De ahí la coherencia de los sistemas
considerados porque el conjunto de que se dispone no está
ligado, en su totalidad, al sistema de dependencia que se
establece entre los integrantes del léxico usual. Pensemos
en el mundo de los ordenadores: ¿sería muy conveniente la
traducción, tantas veces difícil, desde una lengua (digamos
el inglés) a todas las demás y su comprensión por el
conjunto de especialistas que recurren en ese vocabulario?
Entonces hemos de admitir que la internacionalización de
los léxicos especializados depende de la capacidad creadora
de un pueblo en un momento determinado. Unamuno fue
un hombre genial, pero cayó en no pocas exageraciones.
Cuando exclamaba «¡que inventen ellos!» no se daba
cuenta de la negación que hacía de unos conocimientos que
habían de imponerse y que acabarían por anegar nuestra
propia capacidad de creación. Han inventado ellos y estos
comentarios nos han reflejado el tributo que pagamos por
un desdén inconsciente. Fue el francés la fuente donde
siempre estuvieron los manaderos de nuestros
investigadores: abruma la enorme cantidad de galicismos
que aparecen en el campo de la psiquiatría y de la
psicología. Pero ¿sólo en esos campos? Vino después la
eclosión de la ciencia que se expresó en alemán y, sobre
todo, cuanto significaron Freud y su escuela (Jung, Adler)94
y aun habría que ampliar los datos que aquí he aducido con
ejemplos como psicología de las profundidades, que no es
sino la versión de Tiefenpsychologie; después vendrían los
anglicismos y aun en estos casos habrá que pensar en la
interposición del francés.

He intentado poner orden a un dominio muy variado y creo


que con no pocas dificultades. Se ha hablado de la
interdisciplinaridad del vocabulario científico y, añadiría, de
la esencia misma de la ciencia. Son éstas las
consideraciones que me han suscitado unos saberes a los
que he querido ilustrar desde el mío.

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