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La Noche de La Coatlicue, Mauricio Molina PDF

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La noche de
la Coatlicue Mauricio Molina

Los mitos hablan a través de nosotros y su lenguaje se compo-


ne de imágenes, atisbos, intuiciones. En este cuento Mauricio
Molina, autor de Tiempo lunar, La geometría del caos y El
planetario de Barba Azul, entre otros, nos ofrece una ficción en
torno a la Coatlicue, una de las figuras más inquietantes del
panteón azteca.
Para Óscar Guerra, in memoriam

Lo conocí en una vieja cantina del Centro. Era uno de portes o hacían tarjetas de presentación
tantos parroquianos, de ésos que pasaban, se quedaban e invitaciones para fiestas de quince
para tomar un par de tragos y luego se marchaban. Al años, casamientos o funerales.
verlo así, con su trajecito luido, brilloso por el uso, sus Borunda trabajaba en el Ar-
zapatos baratos y su viejo portafolios de piel descasca- chivo Muerto de la Secretaría
rada, nadie se podría imaginar que era poseedor de un de Hacienda a un lado del tem-
secreto, ni mucho menos, por supuesto, que hubiera plo de Santo Tomás, cerca de
vivido tantos años. Cetrino, enjuto, de fuertes rasgos donde alguna vez estuvo la
indígenas, siempre frente a sus inevitables tequila y cer- Biblioteca Nacional. Vivía en
veza, el licenciado Borunda era todo menos un ser la calle de Regina en un viejo
mitológico de ésos que parecen provenir del sueño o de departamento de renta con-
la pesadilla. Y sin embargo comenzaré diciendo que era g elada. Su vida al parecer era
la personificación misma de todo aquello que se ocul- s i mple. Un alcoholismo suave,
taba debajo de la Ciudad de México, en el antiguo lago tranquilo, casi indiferente, le
fósil que durante la temporada de lluvias, año con año, permitía vivir sus días con decoro e
amenaza siempre con regresar. incluso con alguna dignidad: al estar
Nos hicimos amigos o cómplices a partir de la fre- sumido en aquel estado de intox i-
cuentación de la misma cantina, Los viejos tiempos, ubi- cación permanente era como si un
cada en la esquina de la Plaza de Santo Domingo, a un sonámbulo o un ser de otro mundo o de
lado de donde antaño estuvo instalada la Inquisición, otro tiempo estuviera hablando frente
frente a los puestos donde los evangelistas escribían a uno. Esta despersonalización era el
cartas para familias lejanas, falsificaban títulos y pasa- signo fundamental de su carácter.

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*** Lupita lo miró con la sorpresa de alguien que está


revelando un secreto largamente compartido. Después
En muchas de nuestras pláticas, a las que a menudo se de guardar silencio unos instantes, sopesando su res-
sumaban un libre ro de viejo de la calle de Palma y un puesta, dijo con resignación:
profesor de preparatoria jubilado, abundaban los —Desde hace como cuarenta años. Yo tenía dieci-
temas del esoterismo mexicano: la identidad secre t a séis.
de la Virgen de Guadalupe, la existencia de sectas que —¿Y qué ha pasado desde entonces?
todavía, a principios del siglo XXI, veneraban a Tláloc —Que sigues siendo el mismo viejo… Tú no te
y Huichilobos, y que, se decía, llevaban a cabo sacrifi- puedes morir.
cios humanos. A menudo discutíamos si Qu e t z a l c ó a t l Después de mirarlo con resentimiento Lupita se
y Xólotl, los dioses gemelos que re p resentaban a dio vuelta y pensé en lo horrible que sería, de ser ver-
Venus en el crepúsculo y al amanecer, eran la misma dad, vivir cerca de una persona para la que no pasa el
deidad, si el Panteón Azteca no era sino una sola enti- tiempo.
dad dispersa en múltiples facetas, como ocurría con el Como si me estuviera leyendo el pensamiento,
hinduismo, o si se trataba de innumerables deidades Borunda me contó cómo había conocido a la Lupita,
m e n o res cuya multiplicación incontrolada estaba una huérfana abandonada que se dedicaba a vender su
sujeta a los caprichos de un rico imaginario colectivo cuerpo en una época en que a nadie le importaba la
que se manifestaba, aun hoy, con el culto a multitud pornografía o la prostitución infantil. Se la llevó a vivir
de santos. a una vecindad de Peralvillo y fueron felices a su mane-
Todo esto transcurría entre tequilas, cantantes de ra pobre y tosca. Tuvieron un hijo que nació con mal-
boleros y, sobre todo, con la compañía de la inevitable formaciones y que murió antes de cumplir un año.
presencia de Lupita, la mesera de la cantina que, allá Dos nacimientos trágicos más y un embarazo que ter-
por los tiempos en que los tranvías aún cruzaban la ciu- minó en una histerectomía acabaron con la juventud
dad, había sido su querida, una desdichada prostituta de Lupita. Un día ella lo dejó sin decirle nada; vivir en
de Peralvillo que habitaba lo que Borunda llamaba “los el Centro era una condena. Meses después Borunda se
labios de la tierra”, aludiendo a lo que antaño había la encontró por el rumbo de la Merced ofreciéndose
sido la orilla del lago fósil, frente a Tlatelolco. por unos pesos. Borunda se hizo su cliente regular,
pero ella se negó a regresar con él. La imposibilidad de
*** envejecer de Borunda la abrumaba. Él la amaba según
Una tarde, mientras conversábamos, al calor de los me confesó, como nunca lo había hecho antes.
tequilas, me confesó su secreto. Era un lunes, lo recuer- —Tuvieron que pasar más de ciento cincuenta años
do bien porque no había nadie en la cantina. Borunda para encontrar a quién amar… ¿No le parece terrible?
y yo éramos los dos únicos comensales y ya había pasa- Sería el alcohol o el hecho de que afuera llovía a cán-
do la hora de comer. Llovía a cántaros sobre la ciudad. taros y que en realidad yo no tenía nada que hacer en mi
Ríos de lodo corrían a los lados de la calle. Esporádicos departamento de Tlatelolco, no lo sé: el hecho es que algo
relámpagos rasgaban el lento atardecer. me hizo quedarme a escuchar la historia de Borunda, y si
—Estoy tan cansado —dijo mirando hacia los ven- bien su edad era de suyo algo fantástico, lo que vendría
tanales opacos donde la lluvia se agolpaba como un habría de ser aún más increíble. He aquí su relato:
molusco tratando de entrar— …a veces todavía me pa-
rece oler las aguas estancadas del viejo lago y me parece Hace doscientos años, en 1790, aquí, muy cerca en el
que la Santa Inquisición sigue existiendo. ¿Sabe usted?, Zócalo, se encontraron dos piedras: una era el Calenda-
llevo vagando en estas calles más de doscientos años. rio Azteca y la otra, monstruosa, era la Coatlicue. Muy
Le eché una mirada burlona pero no me atreví a cerca de ellas, en el centro de la plaza, fueron hallados
contradecirlo. Algo en su silencio logró ponerme muy también —y en esto los historiadores siempre se equivo-
incómodo. ¿Qué podía decirle? El alcohol, pensé, ya can al omitirlo en las crónicas— un altar de sacrificios
había hecho su trabajo. Aun así, después de dejar pasar con los huesos de un animal enorme que parecía corres-
algunos minutos y de darle un par de tragos a mi tequi- ponder a un felino o a un reptil, que se perdieron por la
la, algo me impulsó a preguntarle: superstición o el horror que causaron los hallazgos entre
—¿Y ha cambiado mucho la ciudad desde entonces? las autoridades virreinales y el pueblo.
—Sólo le pido que no se burle y a las pruebas me En tropel, la gente acudía a ver las piedras, unos
remito —respondió tajante. para venerarlas y otros para escupirlas y deshonrarlas.
Llamó a Lupita y cuando la tuvo enfrente la miró a Las viejas creencias habían regresado. Yo acudí a verlas
los ojos y le preguntó: muchas veces. En aquellos tiempos trabajaba en la Real
—Lupe, a ver, ¿desde cuándo me conoces? Aduana, justo aquí enfrente —dijo señalando hacia los

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LA NOCHE DE LA COATLICUE

ventanales de la cantina—, pero en mis ratos libres, que


por fortuna eran muchos, me dedicaba a leer antiguos
manuscritos y otros documentos, de los que ahora lla-
man códices. Por aquel entonces tenía apenas cuarenta
años y sabía interpretar el náhuatl con las habilidades de
un tlacuilo. Lo hablaba a la perfección porque mis ances-
tros eran, por el lado de mi madre, de origen náhuatl y
por el de mi padre, otomíes. Ambos provenían de fami-
lias muy antiguas y contaban con algún dinero, por lo
que pude asistir al Colegio de Santiago Tlatelolco, muy
cerca de donde vive usted. Así fue como aprendí a escri-
bir en tres lenguas y al final el español me eligió como su
hablante, pero para dominar una lengua que no es la de
uno se necesitan varias vidas, así como tuvieron que
pasar generaciones para que los españoles pudieran
entender la lengua de mis ancestros.
Dejo esta breve digresión para continuar mi relato
acerca de las piedras. Interpretar el Calendario Azteca o
Tonalámatl no representaba ningún problema: era evi-
dente, y esto hasta los inquisidores lo sabían, que se tra-
taba de una especie de reloj de piedra: la manera en que
los antiguos repartían el año para hacer sus fiestas y con-
memoraciones, para medir el tiempo de la cosecha y de
la siembra, para saber cuándo llegaría Tláloc y cuándo
Quetzalcóatl. También, se marcaban ahí puntualmente
el tiempo y la manera de las ofrendas. Frente al Tonalá- Un relámpago irrumpió en la oscuridad anunciando
matl y sobre la Piedra de los Sacrificios se sacaba el cora- la llegada del anochecer. (Borunda hablaba como hipno-
zón de los ungidos para mantener al tiempo en movi- tizado, con la vehemencia de alguien que ha guardado
miento. El cráneo del sol en el centro de la piedra, ahora un secreto durante años y ha encontrado por fin la
que no puedo mirarlo, todavía me mira en sueños. manera de revelarlo.)
Una noche, ya en la madrugada, con el fin de no ser No sé en qué momento percibí el movimiento de la
molestado y poder mirar con detenimiento aquellos mo- diosa —prosiguió— el hecho es que las dos cabezas de
numentos, me dispuse a contemplar a la Coatlicue, la serpiente, el collar de cráneos, el rostro de cangrejo, la
Virgen Madre, que era de las esculturas la que más me falda de culebras, las garras de ocelote, todo aquello
intrigaba. Había tomado pulque con mezcal para darme petrificado e inmóvil de pronto se puso en movimiento
valor. La luna llena, imponente, Coyolxauhqui en pleno, y un rugido espeso, burbujeante, como proveniente del
iluminaba el Zócalo con una luminosidad harinosa y lodo más profundo, estalló en la noche y su eco aún hoy
salina. Todavía siento escalofríos al recordar aquella noche sigue resonando en mis oídos.
perdida en mi memoria. El osario de la Catedral, su part e Por supuesto la Coatlicue no es azteca, es algo
más antigua, parecía derretirse, y sus relieves agitarse len- mucho más antiguo y espantoso. Tengo para mí, a juzgar
tamente frente a mis ojos. La Coatlicue estaba recargada por lo que percibí aquella noche, que se trata de un ser
a un lado, mirando hacia la calle de la Moneda. No había real que siempre ha habitado el lago mohoso y subterrá-
un alma en la plaza, ni siquiera los dragones virreinales se neo. Los dioses no desaparecen, ¿sabe usted?, sólo se reti-
atrevían a acercarse. Muchos de ellos eran de orígenes in- ran y éste es el caso de la Coatlicue. En aquel momento
dianos y los otros, al ser católicos o criollos, miraban con no lo entendí así o no quise hacerlo. Creo que a partir de
horror aquella figura abominable. Más de cien años des- ahí mis sesos se averiaron. Obsesionado con reconciliar
pués, cuando leí por primera vez los nocturnos de Xavier las creencias de mis antepasados y mi propia convicción
Villaurrutia, encontré las palabras exactas de lo que le guadalupana, concluí que la Coatlicue era la Virgen de
ocurre a la ciudad cuando la ilumina la luna llena. Recuer- Guadalupe, cuyo culto había traído al continente ameri-
do que olía a pantano. Las acequias, si bien se habían cano Santo Tomás Apóstol, el Gemelo, unos años des-
cegado, seguían manando aquella sustancia fangosa, los pués de la Crucifixión.
restos de un lago moribundo que aún hoy se niega a Si en aquella época tal hipótesis era un disparate, hoy
desaparecer y que nos recuerda su presencia permanente me lo parece menos. No creo que Santo Tomás haya
cuando llueve, como ahora. venido a México; las semejanzas entre la Guadalupana y

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la Coatlicue son de orden simbóli- En algún momento el mezc a l


co: una da a luz a Jesucristo y la h i zo sus estragos y me sumergí
otra a Huichilobos, ambas en una especie de letargo.
después de un embarazo Miraba a Borunda pero mis
milagroso… oídos no podían escuchar
lo que salía de sus labios.
*** Sus palabras parecían
salir del fondo de una
Llegó la hora de cerrar. cloaca. Literalmente
Borunda me invitó a burbujeaban, eran de
su casa, ubicada a unas una vibración fangosa,
calles de ahí, en la calle repugnante.
de Regina. Según me ex- Luego me encontré
plicó mientras caminába- en el baño. Estaba desma-
mos en la noche húmeda, en yado. Mi estómago no había
épocas remotas muy cerca de ahí soportado tales cantidades de
se hacían rituales a la Coatlicue con- alcohol. Al otro lado de la puerta
sistentes en sacrificar niños deformes porque Borunda preguntaba si me encontraba
para los aztecas los recién nacidos con tres piernas, dos bien. El baño era mohoso, musgoso, sucio, abandona-
cabezas, cubiertos de escamas, síndromes y otras mar- do. Un baño de vecindad que emanaba los colores y
cas de nacimiento, eran especialmente preciados para los olores del antiguo lago fósil. No quise abrir la puer-
el culto de la diosa. ta. Me sentía mal. Estaba asustado. Le tenía miedo a
Su casa, ubicada en una vieja vecindad, tenía tres aquel hombre que me hablaba al otro lado de la puer-
habitaciones. En todas partes había cosas sucias y oxi- ta. En un cesto descubrí un montón de folletones vie-
dadas. Olía a humedad, a cosa vieja, como olía todo el jos de hacía veinte, treinta años. En aquellas revistas
centro de la ciudad, como si nunca se hubiera podido amarillentas de publicaciones sensacionalistas había
quitar de sus cimientos la pestilencia del fango. Entre encabezados que me dejaron estupefacto. Nace niño
las repisas de un librero improvisado con tablones de de dos cabezas, y entre los párrafos el nombre de Lu p i-
madera y ladrillos vi diversas estatuillas, réplicas dema- ta y de Borunda. Niño de tres piernas y un brazo, imá-
siado perfectas a mi modo de ver de piezas prehispá- genes impactantes. Una foto horrible de un ser ensan-
nicas. Había una pequeña estatuilla de barro negro g rentado presidía aquellas palabras. Ha parido a varios
ve rdoso que representaba a la Coatlicue en todos sus m o n s t ruos que han nacido muertos y lo sigue inten-
detalles. Una re p roducción del clásico grabado de t a n d o. El vértigo me invadió de nuevo. Entonces se
León y Gama presidía la pequeña sala y justo enfrente abrió la puerta con un estrépito. Vi a la Coatlicue y a
había un altar dedicado a la Virgen de Guadalupe. Vi la Virgen al mismo tiempo. De pronto ahí estaba tam-
las constelaciones en su manto, las mismas que marca- bién Lupita, la mesera. Es una alucinación, pensé
ban el inicio del solsticio de verano y la llegada de las antes de desvanecerme por completo.
lluvias, la crecida del lago, el tiempo de la cosecha. La
Virgen de Guadalupe y la Coatlicue me parecían tan ***
disímiles que cualquier parentesco me parecía mons- Me despertó Lupita en la cama de Borunda. Me miró
truoso. La Coatlicue era una figura repugnante, un ser con ternura. No me sorprendió ver a una mujer muy
sin pies ni cabeza, una especie de alebrije prehispánico. joven.
La Virgen de Guadalupe, en cambio, emanaba una —No te preocupes, ya todo está bien. Yo me encar-
gracia maternal. Mientras abría una botella de mezcal go, mientras, descansa. Esta vez vivirá nuestro hijo,
y servía un par de tragos en sendos caballitos de barro, ahora sí va a nacer…
pareció leer mi pensamiento. En el piso del baño, amontonado como un disfraz
—Es imposible encontrar algo que las relacione a de piel, vi mi propio cuerpo, el traje que había lleva d o
simple vista, salvo el hecho incontrovertible de su divi- durante treinta años y del que había sido despojado.
nidad. Lupita lo dobló como si se tratara de una escafandra
A pesar de su ebriedad, Borunda no abandonaba el de hule y lo metió en una bolsa de basura. Ya era
tono ceremonioso al hablar. La Coatlicue es la Virgen B o runda. Lupita re g resaría conmigo al anochecer.
de Guadalupe desollada, vista desde dentro, lo que se Había que prepararse para los rituales dedicados a la
oculta dentro de ella: un ser multiforme, muda encar- diosa. Lupita debía embarazarse de nuevo. Nunca más
nación de la vida y de la muerte. supe de mí mismo.

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