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El Cuarto

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El cuarto

“He buscado tus cenizas


en el hondo atardecer.”
Eduardo A. Romano

Hay días en que despierto y me parece ver a cada persona de la misma e idéntica
manera, como si supiera directamente qué decir, o como si esas palabras que tengo que
decir, las hubiera dicho antes a la misma persona con el mismo tono y con el mismo
gesto. A veces camino un buen rato y paso por la misma calle abajo a la misma hora,
pisando la misma baldosa y respirando el mismo aire, ese aire que está lleno de vos, el
que me encarcela metiéndose por todos lados hasta los tuétanos. Entonces me detengo,
levanto la mirada y espero a que se arranque la misma hoja de su árbol, allí entiendo que
el tiempo no ha pasado, que cada centésima de segundo es desgraciadamente la misma y
comprendo que te extraño.
Era el otoño de 1.998 y habíamos atravesado la ciudad, el viaje había sido más
que placentero, sentí con cada kilómetro que pasaba cómo iba cambiando todo, hasta el
corazón latía distinto. Los colores, las formas, los aromas giraban, abrazaban y
envolvían y todo, todo era un nuevo mundo para nosotros. Estábamos cansados de ese
mundo lleno de mentiras, de flores de plástico, de saludos olvidados, de las sirenas de
las ambulancias gritando por la madrugada, hartos que el único aroma a limón provenga
del interior de un taxi… María jugaba con todo, de vez en cuando presionaba su cara
sobre el vidrio de la ventanilla, y les hacía muecas a los niños que veíamos en los
vehículos que nos pasaban en el camino, y una vez terminado el acto, bajaba el telón
con un enorme beso, luego, suspendía su mano sobre la mía como una mariposa y
hablaba de lo hermoso que sería tener una familia: “porque ahora la vida empieza con
nosotros amor.” -decía mientras apoyaba su mano en la mía-
La noche anterior al viaje, había soñado que íbamos toda mi familia montados sobre
camellos y elefantes atravesando un desierto, nos detuvimos en un Oasis, mi padre nos
decía que vayamos entrando y no veía nada, mis hermanos me decían que entre y no
me había dado cuenta que era una casa de cristal. Dormimos plácidamente en el
primer piso, me desperté y miré boca abajo el oasis, lo miré un buen rato, levanté un
poco la mirada y vi a todos alejándose sobre las dunas, quise salir pero no encontraba
la salida, la sangre me caía tapándome los ojos, me caía de tanto golpe en las paredes
de cristal, con la misma sangre fui marcando las paredes hasta salir de la casa pero
ellos ya no estaban. Me desperté llorando y gritando sobre la almohada.
Bajamos del coche, tomé a María por la cintura, dejó caer la cabeza sobre mi
hombro, nos quedamos mirando hacia el frente y a lo lejos, después de una larga
alfombra de hojas estaba la casa. Caía la tarde y la naturaleza parecía un espejo de cielo.
Las aves cargaban los árboles devolviéndoles su naturaleza; caía la tarde repito y el sol,
no terminaba de desangrarse en el horizonte.
Parados en la entrada de la casa empecé a soñar con mis hijos y a ver a María
acunándose en mi sueño. Unas enredaderas abrazaban los pilares de la entrada pero… si
ustedes hubieran visto ¡la enormidad de la sala! a la chimenea que está justo frente de la
entrada y a la antigua araña que abría sus patas a la altura del primer piso, que al
encenderla, sus cristales, hacía que la habitación se cercara por una inmensa tela de
luces. María lloraba, reía y lloraba, subía corriendo las escaleras y a mitad del camino,
aferrada al pasamanos arroja un beso al aire y me dice: ¡La casa está llena de cuadros!,
llena de cuadros y es hermosa, ahora puedo elegir un cuarto para mis atriles, quién iba a

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decir que ¡Yo tendría esto! ¡Una casa llena de cuadros para una pintora! y ¿Vos amor?,
¿Cuál va a ser tu cuarto? Ya subo María, andá eligiendo tu cuarto que ya subo.
Mientras ella buscaba el cuarto me dispuse a encender la chimenea, retrocedí para
mirarla desde la puerta e imaginé cómo se vería iluminada la casa desde fuera con ese
resplandor que emanan las llamas. Miré hacia mi derecha y allí estaba, un pequeño libro
reposaba sobre el marco de la ventana, en realidad, era un pequeño diario. Acerqué un
sillón al fuego y leí:
“Querido mío: hace ya bastante que esperaba verte, pero como
siempre la espera fue inútil, aguardé tu presencia hasta bien
entrada la tarde, inclusive hasta que el último rayo de luz dejara
caerse sobre las hojas muertas. Sé que muchos profesan males
para nuestro amor, pero no entienden que ¡no hay razón para la
vida, si uno no necesita del otro! Sé también que piensan que es
imposible nuestra unión, pero dentro de esa imposibilidad radica
la posibilidad de que estemos juntos. Lo de tu ausencia se lo
atribuyo a tu mujer. Por siempre tuya. Luciana, Mayo de 1.929.”

- ¡Ya tengo mi cuarto Alfredo! ¡Ahora te toca a vos!


- Está bien mi vida, ya subo.
En realidad no había advertido sobre la belleza de los cuadros, ellos estaban por toda la
casa. Cuando subí las escaleras noté que faltaba un listón de bronce a mitad de camino
pero, lo que llamó mi atención fue un rayón que se prolongaba desde el borde del
escalón subiendo por la pared hasta el marco de un cuadro. Levanté la mirada, vi su
rostro, los ojos, la boca y el cabello cayéndole como una lluvia sobre el hombro
derecho, doblando, curvándose como un río hasta el abismo de los pechos. Un brazo se
cruzaba sobre el vientre y el otro dejaba descansar sus dedos sobre un mueble antiguo;
más abajo, en el borde inferior derecho, tres iniciales “A. D. C.”, en mi vida había visto
una mujer tan hermosamente pintada, quise restarle importancia pero no fue la
suficiente, seguí escalando con el fin de encontrar mi cuarto de escritor pero algo me
inquietaba, pues a esa mujer la había visto antes, no sé en dónde, aunque lo más
probable es que haya sido en sueños. La suerte dispuso que al abrir la primera puerta,
ésta me conduciría al cuarto de los besos y las letras, la habitación tenía unas ventanas
amplias que al abrirlas, se podía ver cómo las aves rasaban el lago, pero todo era
armonía cuando la luz del atardecer entraba por el ojo de buey arrojándose sobre los
muebles en madera de rosas y de ciruelos. El ojo, iluminaba y revivía la habitación
confabulando con el retablo de espejos. A veces solía sentarme en el piso, justo al borde
de una esquina y esperaba a que las luces me dictaran. Parecía que las frases se
despojaban de sus dueños, porque un pétalo de cielo cayó sobre la hoja, el giro de dos o
tres mariposas se plegaron a la historia cuando un perro dormía bajo la mano; en el otro
cuarto, María atrapaba el mundo a su manera con el pincel. Habían pasado varios meses
de nuestra estadía en la casa y ella empezó a pintar paisajes y animales, entonces decidí
comprar un par de caballos sabiendo que mi amor había crecido en las afueras de Santa
Fe y éstos, la harían sentirse un poco más cerca de su tierra. No olvidaré nunca la cara
de María, ella se puso tan contenta con mi regalo que empezamos a extender nuestras
charlas con un paseo de cabalgata por las tardes. Hablábamos de cuando éramos niños,
de nuestros pueblos y de tan lejos que estábamos en ese entonces, pero, salvaba toda la
nostalgia con su… “Te amo Alfredo”. Una mañana al despertar, sobre el velador estaba
el pequeño diario, esa misma mañana, María me dijo que debía partir hacia el pueblo.
Abrí la ventana, volví a la cama y leí:

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“Mi único amor: ayer mientras cabalgaba llegué hasta el olmo
seco, el que tiene nuestros nombre tallados a punta de navaja.
Pienso que si el destino se dispone a enfrentarme con todas las
cosas que te recuerdan, he de concluir con la vida antes que la
vejez toque mi puerta. También estuve aguardando tu llegada,
pero sé que esta vez tu mujer tuvo toda la culpa. No te
preocupés amor, pronto estaremos juntos. Por siempre tuya.
Luciana. Setiembre de 1.929.”
Creo que vi el árbol. Dejé el diario sobre la almohada, corrí hasta el ventanal y allí
estaba el muerto, erguido y gigante al otro lado del lago. Mudé de ropa lo más rápido
posible, ensillé el caballo y me fui a buscarlo. Bajé del caballo, y justo al borde del agua
yacía lavándose los pies pero, ¿a quién pertenecen estos nombres?, parado frente al
árbol me dí cuenta que desde allí podía verse el balcón de mi cuarto. Monté nuevamente
y cuando regresaba a casa, una camioneta negra y un automóvil partían desde la entrada,
María gritaba y movía los brazos, exigí al animal al extremo del galope pensando que
algo le había sucedido a mi esposa o que habían asaltado la casa, pero al acercarme ella
gritaba que nos habíamos vuelto ricos. Desmonté aturdido, corrí a abrazarla y me dijo:
- ¿Viste a los hombres que se acaban de ir en esos vehículos?
- ¿Qué pasa con ellos María? ¿Te hicieron algo?
- ¡Ellos compraron todo! ¡Mirá el cheque!
- ¿Pero qué compraron?
- ¡Los cuadros Alfredo! ¡Todos los cuadros de la casa! -Parecía que el mundo se
me venía en pedazos- ellos representaban a la firma de un coleccionista europeo,
y vinieron acá porque estaban los últimos cuadros de un famoso pintor, -no
entendía nada y empujé a María contra los Pilares-.
- ¿Qué hiciste imbécil?
- ¿Por qué me gritás así amor mío?
Entré en la casa con la misma desesperación de olvido que sentí con la muerte de mi
padre. Me detuve en el centro del salón y no podía creerlo. Subí corriendo las escaleras
y al tocar el espacio, el destierro fue mayor. ¿Dónde está ella?, me senté en los
escalones frente a mi vacío y me tapé la cara con las manos. Mi esposa no entendía y no
sabía si podía tocarme.
- Perdoname amor, no sabía que iba a hacerte tanto daño.
- ¿No hay manera de recuperarlos María?
- No Alfredo, los cuadros iban directo a puerto y de allí a destino, -se para, me
toca la cabeza y me dice- me olvidaba, Alberto…
- ¿Quién es Alberto?
- Alberto Damián Cruz era el Pintor.
Esa noche me quede parado frente a la chimenea pero esta vez sin fuego y pensé, pensé
cada segundo de la madrugada en ella. A la mañana, cuando subí las escaleras, noté que
faltaba otro listón, pero esta vez, entre los escalones quince y diecisiete. Al llegar a la
puerta del cuarto allí estaba él, boca abajo, tendido con los brazos abiertos. El pequeño
diario yacía sobre el piso. Dejé caer cuatro dedos sobre su lomo y con el pulgar lo ceñí
por el medio, lo giré y leí:
“Querido mío: ayer estuve esperando toda la tarde, pienso que
no escuchaste mi llamado a pesar del esfuerzo, puesto que
estabas al otro lado del lago cuando te vi visitar nuestro
espacio. Luego te fuiste y no pude llegar a tiempo. Recuerdas
que te dije ¿Que no te preocuparas? Ahora vamos a estar
juntos. Ya me encargué de ello, esperé a que se durmiera y la

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maté, ¡La Maté! Por fin vamos a ser felices. Por siempre tuya.
Luciana, Setiembre de 1.929.”

Arrojé el cuerpo por las escaleras y cayó deshojándose de angustia sobre el piso. Abrí la
puerta y allí estaba ella, esparcida sobre la cama, ¡María estaba Muerta! ¡Muerta!, con
un listón de bronce que le atravesaba la cabeza.

Néstor Martín Arenas

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