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Virginia Woolf-Londres

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Londres

Virginia §7oolf

Traducción de
Andrés Bosch y Bettina Blanch Tyroller

Lumen
narrattaa
Retrato de una londinense

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nA dónde, oh espléndida naver, se preguntaba el poeta
tendido en Ia playa, mientras contemplaba cómo el gran
velero desaparecía en el horizonte. Quizá, tal como el
poeta imaginó, el buque se dirigía a un puerto del Pacl-
fico. Pero, con casi total certidumbre, hubo un dla en
que el buque oyó una irresistible llamada y pasó ante
North Foreland y los Reculvers, penetró en las angostas
aguas del puerto de Londres, desfiló ante las bajas orillas
de Gravesend, Northfeet y Tilbury, ascendió por Erith
Reach, Barking Reach y Gallions Reach, rebasó lafábri-
ca de gas y las desembocaduras de las cloacas, y avanzó
hasta encontrar ni más ni menos que un automóvil en
un lugar destinado a aparcamiento, un lugar que le ha-
bía sido reservado en las profundas aguas de los muelles.
Allí recogió velas y echó el ancla.
Por muy románticos, libres y caprichosos que pue-
dan parecer los buques, apenas hay uno que, en su día,
no venga a echar el ancla en el puerto de Londres. Des-
de una lancha en mitad de las aguas se les puede ver
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deslizándose rlo arriba, mostrando todavÍa todas las Sintiendo en nuestro olfato la sal que el viento ma-
marcas del viaje. Llegan buques de pasajeros, con sus rino nos manda, nada hay más estimulante que con-
altas cubiertas, sus galerías, sus toldillas, con sus pasaje- templar los buques que ascienden por el Támesis: los
ros maleta en marro, inclinados sobre la barandilla, grandes buques, las naves pequeñas, las embarcaciones
mientras los cables caen, se deslizan y se hunden. A casa maltratadas y las magníficas, los buques que vienen de
llegan estos grandes buques, mil todas las semanas del la India, de Rusia, de América del Sur, los buques lle-
junto a los muelles de Londres. Avan-
añ,o, para anclar gados de Australia, procedentes del silencio, del peligro
zan mayestáticamente por entre una multitud de vapo- y de la soledad, pasan ante nosotros, camino del lugar
res de cabotaje, barcazas cargadas de carbón y balan- en que anclarán. Pero tan pronto lo han hecho, tan
ceantes veleros rojos que, a pesar de su aspecto deportivo, pronto las grúas comienzan sus descensos y sus balan-
traen ladrillos desde Harwich o cemento de Colchestet ceos, parece que cuanto de romántico había en los bu-
ya que todo es industria y negocio, y no hay embarca- ques desap aÍezca. Si damos media vuelta y desfilamos
ciones de placer en el río. Como arrastradas por una ante los buques anclados, camino de Londres, vemos,
irresistible corriente, las naves regresan de las tormentas sin la menor duda, uno de los cuadros más sórdidos del
y de las calmas de los mares, de sus silencios y sus sole- mundo. Sucios tinglados de decrépito aspecto bordean
dades, en busca del lugar en que se les permite anclar. las orillas del río. Se amontonan sobre una tierra apla-
Las máquinas se detienen, las velas se bajan y, de repen- nada, sobre resbaladizo barro. Todos estos almacenes
te, las coloridas chimeneas y los altos mástiles destacan tienen el mismo aire de decrepitud y de haber sido le-
incongruentemente contra una manzana de casas de vantados con carácter provisional. Si se rompe el vidrio
obreros, contra los negros muros de los grandes tingla- de una ventana, roto queda. El fuego que recientemen-
dos. Se produce un curioso cambio. Los buques ya no te ennegreció ylaceró un muro no lo dejó más desola-
tienen la adecuada perspectiva de cielo y mar tras ellos, do y triste que los muros contiguos. Detrás de las chi-
y tampoco tienen el espacio adecuado para estirar sus meneas y los mástiles, se extiende una siniestra ciudad
miembros. Reposan cautivos, como voladores seres ala- enana formada por las casas de los obreros. En primer
dos atados por una pata, que yacen sobre la seca tierra. término, grúas y tinglados, obras de andamiqey depó-
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sitos de gas, bordean las orillas con su esquelética ar- las fiíbricas de cera, y los malolientes montones de tierra

quitectura. sobre los que los camiones arrojan constantemente nue-


Cuando, después de acres y acres de semejante deso- vos montones, que han cubierto por completo los cam-
lación, se pasa fotando, de repente, ante una vieja casa pos en que, cien años atrás, paseaban parejas de enamo-
de piedra que se alza en un campo de verdad, con verda- rados, arrancando violetas.
deros árboles agrupados, Ia visión es desconcertante. ¿Es A medida que avanzamos rlo arriba camino de Lon-
posible que haya tierra, es posible que otrora hubiera dres, nos cruzamos con los desechos de la ciudad que
campos y cosechas bajo esta desolación y este desorden? descienden. Barcazas repletas de viejas botas de vino, cu-
Los árboles y los campos causan la impresión de sobrevi- chillas de afeitat colas de pescado, periódicos viejos y
vir incongruentemente, cual muestra de otra civiliza- cenizas, repletas de cuanto dejamos en el plato y arcoja-

ción, entre las fábricas de papel de empapelar paredes y mos al cubo de la basura, descargan en la tierra más de-
las fábricas de jabón, que han dado muerte a viejos pra- solada del mundo. Durante cincuenta años, esos alarga-
dos y arboledas. Más incongruente todavía es pasar ante dos montones han estado pudriéndose y hurneando,
una gris y víeja iglesia campestre, cuyas campanas toda- dando cobijo a innumerables ratas, abonando áspera y
vla suenan, y que conserva verde el cementerio parro- macilenta hierba, e impregnando el aire de un hedor
quial, como si aún hubiera gente que cruzara los campos acre y punzante. Los montones se hacen más y más al-
para asistir a los servicios religiosos. Más allá, una posa- tos, más y más densos, sus laderas se hacen más peligro-
da de hinchados balcones mirador conserva aún un raro sas por culpa de las viejas latas, y sus cumbres, más an-

aire de disipación y ofera de placeres. A mitad del siglo gulosas, año tras año. Pero he aquí que, ante esta
pasado, esta posada era lugar favorito de calaveras y pen- sordidez, se desliza indiferente un gran buque de pasaje-
dones, y salió a relucir en algunos de los más famosos ros, que parte rumbo a la India. Pasa por entre barcazas
casos de divorcio de la época. Ahora el placer se ha ido y cargadas de desechos y podredumbre y restos de draga-
ha venido el trabajo. Ahora la posada se alza caduca, dos, para salir al mar. (Jn poco más allá, a nuestra iz-
como una belleza ataviada con sus más hermosas ropas quierda, quedamos súbitamente sorprendidos, y la vi-
de medianoche, que contemplara las llanuras de barro y sión vuelve a alterar totalmente nuestro sentido de las
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proporciones, por lo que parece ser el más solemne edi- Ahora, desde el borde del muelle, contemPlamos el
ficio jamás levantado por el hombre. El Greenwich Hos- buque que tentado ha dirigido el rumbo de su viaje has-
pital, con todas sus columnas y sus cúpulas, llega en per- ta aquí, para quedar amarrado a la seca tierra. Los pasa-
fecta simetría hasta las aguas, y transforma de nuevo el jeros y sus equipajes han desaparecido. Los marineros
río en el sereno caudal al que la nobleza de Inglaterra en también se han ido. Las grúas uabaian infatigables, ba-
otros tiempos se dirigía, paseando sin prisas por verdes jando ybalanceándose, balanceándose y bajando. Cajas,
prados, o cuyos peldaños de piedra en la orilla descen- sacos, barriles, son extraídos de lapanza del buque, con
dían para pasar a bordo de sus embarcaciones de recreo. constante regularidad, y la grúa, balanceándose, los de-
Cuando nos acercamos al puente de la Torre, la autori- posita en el muelle. Rítmica y diestramente, con un or-
dad de la ciudad comienza a imponerse. Los edificios den que no deja de producir estético deleite, cada barril
son más sólidos, y, amontonándose, alcanzan mayores es colocado junto a los otros barriles, y lo mismo las ca-
alturas. El cielo parece poblado de nubes más pesadas y jas y los sacos, uno detrás de otro, en interminable agru-
más purpúreas. Cúpulas que se hinchan y los campana- pamiento, a 1o largo de los pasillos ybq" los arcos de los
rios eclesiales, blanqueados por el paso del riempo, se tinglados inmensos, de bajo techo, expeditos y carentes
m'ezclan con las chimeneas de las Fábricas, en forma de de todo adorno. Madera, hierro, cereales, vino, az(rcar,
lápiz, puntiagudas. Se oyen los rumores y el rugido del papel, sebo, fruta, todo lo que el buque ha cargado pro-
mismísimo Londres. Por fin, hemos llegado a ese grueso cedente de las llanuras, los bosques, los pastos del mun-
y formidable círculo de viejas piedras, en el que rantos do entero, es extraído de su parruay depositado aquí, en
tambores han batido y tantas cabezas han caído, la Torre su correspondiente lugar. Todas las semanas se descargan
de Londres. Este es el nudo, Ia clave, el cogollo de todas mil buques con mil cargas. Y no solo cada fardo de esta
esas desperdigadas millas de esquelética desolación y de vasta y variada mercancía es cuidadosamente extraído y
actividad de hormigas. Aquí se oye la ruda canción ciu- depositado en su lugar, sino que cada uno de ellos es
dadana, con sonido de gruñidos y estertores, que ha pesado y abierto, se comprueba su contenido y se regis-
convocado a las naves del ma¡ para que quedaran aquí tra,y otrayez se vuelve a cerrar y se devuelve a su lugar,
cautiYas, junto a los tinglados. sin prisas, sin menoscabos, sin pérdida de tiempo ni
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confusiones, por unos cuantos hombres, pocos, en ca- pueden formar bolas de billar, sino tan solo la empuña-
misa, que trabajan con suma organización en interés de dura de un paraguas o el dorso de los espejos de mano
todos que los compradores aceptan su palabra y más baratos. Por eso, quien compre un paraguas o un
-ya
acatan sus decisiones-, pero que a pesar de ello son espejo que no sean de la más alta calidad probablemente
capaces de hacer una pausa en su trabajo y decir al oca- comprará el colmillo de un animal que anduvo vagando
sional visitante: «¿Quiere ver las cosas que a veces en- por los bosques asiáticos, antes de que Inglaterra fuera
contramos en los sacos de canela? ¡Mire, una serpiente!». una isla.
Una serpiente, un escorpión, un escarabajo, una por- De un colmillo se saca una bola de billar, y de otro se

ción de ámbar, el diente enfermo de un elefante, un re- saca un calzador. Las mercancías procedentes de todas
cipiente con mercurio, estos son algunos de los objetos las partes del mundo han sido examinadas y clasificadas,
raros e insólitos que han sido hallados en la amplia mer- según su valor y su utilidad. El comercio es ingenioso e
cancía, y depositados sobre una mesa. Pero, con la salve- infatigable, hasta puntos que se hallan más allá del al-
dad de esta concesión a la curiosidad, el humor impe- cance de la imaginación. Entre los múltiples productos
rante en los muelles es de severa eficacia. Los objetos y desperdicios de la tierra, ninguno hay que no haya
raros o bellos o insólitos suelen realmente encontrarse, sido probado y para el que no se haya encontrado una
pero de inmediato se examina cuál es su valor mercantil. utilidad. Las balas de lana que son extraídas del interior
En el suelo, entre los círculos formados por los colmillos de un buque australiano van ceñidas con fejes de hierro
de elefante, h^y un montón de colmillos que son más para ahorrar espacio; pero estos flejes no se dejan aban-
grandes y más oscuros que los otros. Y es natural que donados en el suelo, sino que son enviados a Alemania
sean oscuros, porque se trata de colmillos de mamuts para que con ellos se fabriquen hojas de afeitar. La lana
que han estado enterrados, helados, bajo el hielo de Si- suelta una burda grasa, como un sudor. Esta grasa, que
beria durante cincuenta mil años. Pero el paso de cin- perjudica las mantas, es extraída y con ella se fabrica cre-
cuenta mil años siempre suscita sospechas en las mentes ma facial. Incluso las excrecencias que suelen encontrar-
de los expertos en marfil. El marfil del mamut tiene cier- se enla lana de cierta clase de corderos resultan útiles,
ta tendencia a combarse. Con el marfil del mamut no se debido a que demuestran que dicho ganado se aiimentó
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en pastos muy nutritivos. No se desaprovecha ni una pacio. Antes parecemos sacerdotes que rinden culto en
excrecencia, ni un puñado de lana, ni un fleje de hierro. el templo de una silenciosa religión, que simples catado-
Y la utilidad de todas las cosas para un fin determinado, res de vino o funcionarios de aduanas, mientras yaga-
la previsión y la destreza que se han vertido en cada uno mos, balanceando nuestras lámparas, recorriendo ora
de estos procesos, viene (y prr... que entre por la puerta hacia arriba este pasillo, ora hacia abqo este otro. LJn
trasera) a incorporar ese factor de belleza en el que na- gato amarillo nos precede. Salvo nosotros, no hay vida
die, en los muelles, ha pensado siquiera un segundo. humana en la cripta. Aquí, el uno al lado del otro, repo-
Cada almacén está perfectamente dotado para ser un al- san los objetos de nuestro culto, preñados de dulce licor,
macén; y cada grúa, una grúa. Este es el camino por el dispuestos a soitar vino rojo si se les practica un orificio.
que se infiltra la belleza. Las grúas descienden y se ba- lJna vinosa dulzura, como incienso, impregna el aire.
lancean, y h^y ritmo en su regularidad. Las paredes del Aquí y allá tiembla una llamita de gas, y no es su finali-
almacén se abren de par en par para recibir sacos y barri- dad iluminar, ni tampoco insinuar la belleza de las ver-
les. Pero a través de ellas se ven todos los tejados de Lon- digrises arcadas cuyas líneas destaca en interminable
dres, sus mástiles y sus campanarios, y el inconsciente y procesión, avenida tras avenida, sino proporcionar sim-
vigoroso movimiento de los hombres levantando y des- plemente la temperatura precisa para que el vino madu-
cargando mercancías. Dado que es preciso dejar los ba- re. La utilidad da lugar a la belleza, en concepto de
rriles de vino reposando lateralmente en criptas frescas, subproducto. A partir de los bajos arcos, desciende una
todo el misterio de la media hn, toda la belleza de las mancha de color blanco algodón. Se trata de una capa
bajas arcadas quedan incorporados por añadidura. de hongos, aunque poco importa que sea bella o repe-
Las criptas para el vino constituyen una escena de lente, porque esta capa de hongos es deseable, ya que
extraordinaria solemnidad. Balanceando en la mano lar- demuestra que el aire tiene el grado de humedad preciso
gos listones de los que penden lámparas, miramos alre- parala salud del precioso líquido.
dedor y vemos algo que parece ser una amplia catedral, Incluso la lengua inglesa se ha adaptado a las exigen-
donde barril tras barril reposan en una oscura atmósfera cias del comercio. Alrededor de los objetos se han for-
sacerdotal, madurando gravemente, avejentándose des- mado palabras que han adquirido exactamente el perfil
4)

de aquellos. De nada nos servi¡á consultar el diccionario cuando se encuentra en el muelle contemplando cómo
para saber el significado que en los tinglados tienen las las grúas levantan este barril, esa caja, esa bala, sacándo-
palabras ualinch, shirt, shriue o flogger, ya que en los tin- los de la panza del buque que aquí ha anclado. Puesto
glados estas palabras se forman de modo natural en la que nos gusta encender un cigarrillo, toda esa carga de
punta de la lengua. De la misma manera, el leve golpe tabaco de Virginia se deposita en el muelle. Rebaños y
que se da a uno y otro lado del barril y con el que se rebaños de corderos australianos se han sometido al tras-
consigue que el tapón se mueva es fruto de largos años quilado, debido a que nosotros pedimos abrigos de lana
de experiencia. Es el acto más rápido y más efr,caz. La para el invierno. En cuanto al paraguas que negligente-
destreza no puede alcanzar un punto más alto. mente llevamos en la mano, balanceándolo de aqul para
Y se llega a pensar que lo único que puede cambiar allá, digamos que un mamut que anduvo rugiendo por
las costumbres imperantes en los tinglados es un cambio tierras empantanadas hace cincuenta mil años cedió un
en nosotros mismos. Por ejemplo, si dejáramos de beber colmillo para que con él se construyerala empuñadura.
vino, o si utilizáramos caucho en vez de lana para fabri- Y en cuanto al buque que lleva la bandera de partida,
car mantas, los mecanismos de producción y de distri- helo aqul que apartándose despacio del muelle, y vol-
bución, en su integridad, se tambalearían, y efectuarían viendo a orientar la proa hacia la India o Australia. Pero
un esfuerzo para adaptarse a la nueva realidad. Somos en el puerto de Londres los camiones se apretujan en la
nosotros, con nuestros gustos, nuestras modas, nuestras callejuela de salida del muelle, sí, debido a que ha habi-
necesidades, los responsables de que las grúas descien- do una gran venta, y los carros arrastrados por caballos
dan y se balanceen, nosotros somos quienes llamamos a a,'larrzan trabajosa y lentamente para distribuir la lana
los buques en el mar. Nuestro cuerpo es su amo. Pedi- por toda Inglaterra.
mos zapatos, pieles, bolsos, estufas, aceite, arnoz) velas, y
nos lo traen. El comercio nos observa ansiosamente,
para saber cuáles son los deseos que comienza¡ a for-
marse en nosotros, cuáles son las nuevas antipatías. Uno
se siente un animal complejo, importante y necesario,
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En los muelles, las cosas se ven en su estado primario, en
su volumen, en su enormidad. Pero aqul, en Oxford
Street, han sido refinadas y transformadas. Los grandes
paquetes de tabaco húmedo se han convertido en innu-
merables cigarrillos límpidamente cillndricos, envueltos
en papel de plata. Las corpulentas balas de lana han sido
hiladas y se han convertido en delgadas chaquetas y sua-
ves medias. La grasa de la gruesa lana del cordero se ha
convertido en perfumada crema para las pieles delica-
das. Y quienes compran, así como quienes venden, han
experimentado el mismo cambio ciudadano. Caminan-
do rltmicamente, caminando delicadamente, con cha-
queta negra, con vestido de seda, la forma humana se ha
adaptado igual que el producto animal. En vez de levan-
tar pesos y jadear, abre cajones con desffeza, desenrolla
rollos de seda sobre mostradores, mide y corta con vara
y rijera.
No hace falta decir que Oxford Street no es la vía
más distinguida de Londres. Los moralistas han señala-
il
do con el dedo del desprecio a quienes compran en esa * da, en un jardín subacuático. En otra, reposan galápagos
{
calle, y al hacerlo han contado con el apoyo de los ele- sobre montoncillos de hierba. Estos seres, los más lentos
gantes. La moda tiene secretos recovecos junto a Hano- y contemplativos, desarrollan sus inofensivas actividades
ver Square, en las cercanías de Bond Street, en los que se en cosa de uno o dos pies de pavimento, celosamente
retira discretamente para celebrar sus más sublimes ri- protegidos de los pies de los transeúntes. Se llega a la
tos. En Oxford Street hay demasiadas gangas, demasia- conclusión de que la atracción que el hombre siente ha-
das ventas con rebajas, demasiados productos rebajados cia los galápagos, al igual que la atracción que la mari-
a una libra con once chelines y tres peniques, que la se- posa nocturna siente hacia la estrella, es un elemento
mana pasada costaban dos libras y seis chelines. El acto constante de la naturaleza humana. Sin embargo, el que
de comprar y vender es excesivamente fagrante y bron- una mujer se detenga y aítada un galápago a los paque-
co. Pero, mientras a paso vivo se avattza hacia el ocaso tes que lleva quizá sea el más raro espectáculo que pueda
entre las luces artificiales, los montones de seda y ofrecerse a nuestros ojos.
-y
los destellantes autobuses, parece que un perpetuo ocaso Teniendo en consideración todo lo anterior su-
-las
se cierna sobre Marble Arch-, el relumbrón y el colori- bastas, las carretillas, la baratura, el relumbrón-, no se
do de la gran alfombra rodante de Oxford Street tiene puede decir que la distinción sea la más destacada carac-
su fascinación. Es como el pedregoso lecho de un río, terística de Oxford Street. Es un criadero, una dinamo
cuyas piedras son siempre lavadas y pulidas por el deste- de sensaciones. Del pavimento parecen brotar horrendas
llante caudal. Todo brilla y reluce. El primer día de pri- tragedias. Los divorcios de actrices, los suicidios de mi-
mavera trae consigo carritos de mano cargados de tuli- llonarios, ocurren aquí con una frecuencia ignorada en
panes, violetas y narcisos, formando esplendentes los más austeros pavimentos de las zonas residenciales.
montones. Los frágiles carritos cfuzanvagamente sinuo- Aquí, las noticias surgen y cambian más deprisa que en
sos el caudal del tránsito. En una esquina, sórdidos ma- cualquier otro lugar de Londres. El constante roce de la
gos consiguen que pedacitos de papel de colores se dila- gente que pasa parece borrar la tinta de los cartelones de
ten en el interior de mágicas vasijas, convirtiéndose en los vendedores de prensa, y consumir más y más cartelo-
exuberantes bosques de fora espléndidamente colorea- nes, así como pedir más deprisa que en cualquier otro
40 41

'I
punto de Londres nuevos suministros de las últimas edi- nio de estas mismas cualidades en lejanos tiempos. En
ciones. La mente se convierte en una plancha cubierta realidad, los grandes señores de Oxford Street son ran
con gelatina que recibe impresiones, y Oxford Street magnánimos como cualquiera de los duques y condes
pasa perpetuamente por encima de esta plancha una que lanzaban puñados de oro o daban hogazas a los po-
cinta de cambiantes imágenes, sonidos y movimientos. bres en la puerta de sus mansiones. La única diferencia
Caen paquetes al suelo; los autobuses rozan los bordi- estriba en que la generosidad de los primeros roma una
llos; el üompeteo a pleno pulmón de una banda de mú- forma diferente. Toma la forma de la excitación, la exhi-
sica se transforma en un delgado hilillo de sonido. Los bición, la diversión, la forma de escaparares iluminados
autobuses, los camiones, los automóviles y las carretillas de noche, de banderas ondeando durante el día. Y nos
ruedan confusamente mezclados, como fragmentos de dan gratis las últimas noticias. La música escapa libre-
un rompecabezas; se levanta un brazo blanco; el rompe- mente por las ventanas de los comedores en que cele-
cabezas se hace más denso, se coagula, se detiene; el bran sus banquetes. Con solo gastar una libra, once che-
blanco brazo se hunde, y de nuevo se aleja el torrente, lines y tres peniques, se puede gozar del cobijo que esras
manchado, retorcido, mezclado, en perpetua prisa y de- altas y amplias mansiones ofrecen, del suave montón de
sorden. El rompecabezas jamás llega a quedar ordenado, alfombras, de los lujosos ascensores, del esplendor de las
por mucho que 1o contemplemos. telas, las alfombras y la plata. Percy y Cavendish no po-
En las orillas de este río de tambaleantes ruedas, dían dar más. Estos regalos se hacen con una finalidad, a
nuestros modernos aristócratas han levantado palacios, bolsillo, con la menor dificultad po-
saber, sacarnos del
de la misma manera que en los viejos tiempos los du- sible, unas monedas. Pero los Percy y los Cavendish
ques de Somerset y de Northumberland, los condes de tampoco ejercían su generosidad sin albergar esperanzas
Dorset y de Salisbury alzaron en los bordes del Strand de recompensa, ya fuera la dedicatoria de un poera, o el
sus señoriales mansiones. Los distintos edificios de las voto de un campesino. Y tanro los viejos señores como
grandes empresas son testimonio del empuje, la iniciati- los nuevos aumentaron considerablemente el adorno y
vay la audacia de sus fundadores, de la misma manera la diversión de la vida humana.
que las grandes casas de Cavendish y Percy dan testimo- Sin embargo, no cabe negar que estos palacios de
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Oxford Street son cobijos un tanto endebles, que quizá esa piedra con calidad de papel, esos ladrillos que se des-
sean antes patios que lugares en los que permanecer. Se integran en polvo, demuestran la ligereza,la ostenta-
tiene clara conciencia de que se camina sobre planchas ción, la prisa y la irresponsabilidad de nuestros tiempos.
de madera sostenidas por varillas metálicas, y de que el Pero quizá su menosprecio sea tan erróneo como queda-
muro que da al exterior, a pesar de su espectacular deco- ría demostrado que lo es el nuestro, al oír la contesta-
ración pétrea, tiene tan solo el espesor suficiente para ción que daúael lirio cuando le preguntáramos si debe
resistir Ia fuerza del viento. Un vigoroso golpe propina- ser fundido en bronce, o la que diría la margarita si le
do con el paraguas puede causar irreparables daños a la preguntáramos si debe tener pétalos de imperecedero es-
construcción. Muchas serán las casitas campesinas cons- malte. El encanto del Londres moderno consiste en que
truidas para vivienda de un granjero o de un molinero, no ha sido construido para durar, ha sido construido
en los tiempos en que Ia reina Isabel se sentaba en el para pasar. Su vidriosa calidad, su transparencia, sus al-
trono, que seguirán en pie cuando estos palacios se de- tas olas de yeso coloreado dan un placer y alcanzan unos
rrumben, convertidos en polvo. Los muros de las viejas resultados que son diferentes del placer y los resultados
casas campesinas, con sus traviesas de roble y sus hiladas deseados y perseguidos por los antiguos constructores y
de honrados ladrillos concienzudamente unidos con ce- sus clientes, la nobleza delnglaterra. Su orgullo les exi-
mento, siguen ofreciendo recia resistencia a los taladros gía la ilusión de la permanencia. Nuestro orgullo, al
que intentan incorporarles la moderna bendición de la contrario, parece complacerse en demostrar que somos
electricidad. Pero puede muy bien ocurrir que cualquier capaces de lograr que las piedras y los ladrillos sean tan
día veamos cómo Oxford Street desaparece bajo los gol- transitorios como nuestros deseos. No construimos para
pes del pico de un obrero situado en precario equilibrio nuestros descendientes, que quizá vivan en las nubes o
en un polvoriento punto elevado, dedicado a derribar bajo tierra, sino para nosotros y para nuestras necesida-
muros y fachadas con tanta facilidad como si fueran de des. Derribamos y construimos de nuevo tal como espe-
cartón y azicar ramos ser derribados y de nuevo construidos. Este es un
Y, una vez más, los moralistas señalan con el dedo impulso que favorece la creaci ón y la fertilidad. Se incita
del menosprecio. Sl, ya que, según dicen, esa endeblez, al descubrimiento y se pone la invención alerta.
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Los palacios de Oxford Street hacen caso omiso de voces. Superando la barahúnda de camiones y autobu-

aquello que tan bueno parecía a los griegos, a los isabeli- ses, podemos oír esas voces a gritos. Bien sabe Dios, dice
nos, a los aristócratas del siglo xvur. Actualmente impe- el hombre que vende galápagos, que me duelen los bra-

ra el avasallador convencimiento de que, si no se formu- zos, que mis posibilidades de vender galápagos son po-

la una arquitectura que exhiba con toda claridad el cas, ¡pero hay que tener valor! Quizá aparezca un com-

neceser, el vestido de París, las medias baratas y la jarra prado¡ de eso depende hoy que pueda dormir en una
de sales para el baño, tanto los palacios de los modernos cama; debo seguir adelante, mientras la policía lo permi-

magnates, sus mansiones y sus automóviles, como las ta, vendiendo galápagos en mi carrito, desde el alba al
casitas en Croydon y Surbiton en las que viven sus de- ocaso. Ciertamente, dice el gran comerciante, no tengo

pendientes no viven mal, a fin de cuentas, intención de educar a las masas, fin de que tengan una
a
-quienes
con su gramófono y su radio, / su dinero para ir al más alta sensibilidad estética. Dedico todo mi ingenio a

cine-, se desmoronarán. De ahí que adelgacen increí- determinar la manera en que puedo exhibir mis mercan-
blemente las piedras, que amontonen en loca y prieta cías con el mínimo coste y la máxima eficacia. A este fin,
confusión los estilos de Grecia, Egipto, Italia y América, quizá poner verdes dragones en lo alto de columnas
y que intenten audazmente conseguir un ambiente de corintias sea una buena idea. Probémoslo. Reconozco,
abundancia, de opulencia, en su intento de persuadir a dice la mujer de clase media, que miro mucho y me paro

las multitudes de que en semejantes lugares la belleza y me demoro, y busco lo barato y regateo, y que paso
constante, siempre lozana, siempre nueva, muy barata y horas y horas manoseando el contenido de los cestos
al alcance de todos, brota burbujeante, todos los días de donde se venden restos. Ya sé que mis ojos brillan desa-

la semana, de un inagotabie manantial. Oxford Street gradablemente, y que agarro y sopeso con repulsiva co-

tiene horror a la simple idea de la edad, de la solidez, de dicia. Pero mi marido es un empleado de poca monta, y
durar siempre. solo cuento con quince libras al año para vestirme, por

En consecuencia, si el moralista desea dar su paseo eso voy a estos palacios, para pasar un rato mirando y
vespertino por esta calle determinada, debe afinar su hacer lo preciso para ir tan bien vestida, si puedo, como

oído a fin de que perciba ciertas raras e incongruentes mis vecinas. Soy ladrona, dice una mujer de esa clase, y,
hombres
además, mujer de vida f,ícil. Me consta que hace falta
mucho valor para apoderarse de un bolso puesto sobre
un mostrador, en el momento en que la clienta dueña
del bolso está distraída. Y bien puede ser que el bolso
solo contenga unas gafas y un billete de autobús ya usa-
do. Por esto voy a esos sitios.
Son miles las voces como estas que gritan en Oxford
Street. Todas tensas, todas reales, todas provocadas en
quienes hablan por la presión de ganarse la vida, de en-
contrar una cama, de mantenerse a flote en el alto, indi-
ferente e implacable oleaje de la calle. Incluso el mora-
lista, quien cabe suponer, dado que puede dedicar una
tarde a soñar, que tiene dinero en el banco, incluso el
moralista debe permitir que esa calle de relumbrón, bu-
lliciosa y vulgar, nos recuerde que la vida es lucha, que
toda edificación es perecedera, que toda exhibición es

vanidad. De todo lo cual cabe concluir... No, hasta que


un avispado tendero no tenga la idea y abra celdas para
pensadores solitarios, celdas forradas de terciopelo ver-
de, con luciérnagas artificiales y unas cuantas mariposas
auténticas, que induzcan al pensamiento y ala reflexión,
es inútil intentar llegar a conclusiones en Oxford Street.

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