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Rueda de Hamster

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RUEDA DE HAMSTER

Por Zorrita Negra

Cruzamos la Gran Vía corriendo, justo cuando el semáforo da paso a los coches.

Carolina se coge de mi brazo con sus dedos de pianista, el movimiento rítmico de sus

pestañas rizadas marca el compás de sus pasos. Corta y pega los fotogramas de una

película romántica, acurrucándose sonriente, y aprovecha el momento: me da un beso

mínimo en los labios.

Carolina estudia cine y le gusta Lelouche, no se lo digo, pero parece anticuado y

snob. El beso dispara los más absurdos interrogantes. ¿Y si me ve alguien? ¿Y si algún

cliente, cuñada o hijo pasa por la calle y registra con el móvil la escena, la sube a

Youtube y se transforma en trending topic? Resoplo con fastidio.

—¿Te da miedo que alguien te vea conmigo?

—Sabes de sobra que sí.

Aprieto las mandíbulas, un gesto nuevo que alienta quijadas de cowboy urbano.

Equilibrista cuarentón en fuga, piso de puntillas, con la vista puesta en el horizonte por

costumbre, ahogando el temor a caer.

Somos dos espías estudiándonos, hacemos un inventario rápido de las

debilidades del otro. Desde la visión periférica percibo esa mueca que la delata,

aparecen sus dos antenas invisibles y captan las capas más profundas de lo que siento.

De pronto aparece esa voz interna que resuena grave, imperativa y paternal. La llamo La

Voz , en mayúsculas. Surge en mi cabeza en forma impertinente y se va cuando le da la

gana. Ahora dice que soy un gilipollas, que mejor sería atender la gran cantidad de

asuntos pendientes que arrastro, en lugar de jugar a las escondidas con Carolina. La Voz

inicia una salmodia gregoriana, pasa lista por lo que considera preocupaciones

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importantes, desde las más abstractas a las más tangibles: la insatisfacción vital, la falta

de objetivo en la vida, interrogantes sobre amar, la nula atención que pongo a trabajar.

Sabe que correteo incansable en busca de emoción en cada sobresalto amoroso. Mi

familia queda difuminada tras la culpa.

Carolina clava sus ojos en los míos de frente, adoro sus mejillas rosadas y

detesto ese amor que siente por Lelouche y los escenarios lluviosos. Cuando intuye mi

inestabilidad, salta a la otra orilla antes de que la marea la arrastre. Se inventa un

compromiso.

—Tengo que irme, después te llamo —pausa teatral—, si me da tiempo.

El contraluz del mediodía la dibuja en un halo incandescente. Se da vuelta en un

giro amplio, otra de sus maniobras cinematográfica. Su cabello sigue el trayecto de su

sonrisa con un milisegundo de retardo y sacude la melena con desdén estudiado.

Hace días que sufro la presencia de La Voz en mi cabeza, se presenta en las

situaciones más diversas, repasa y analiza lo que hago: dice que en el último año he

acrecentado los affaires que no duran más de dos meses. No paro en casa ni duermo

bien, no estoy presente. Esta especie de entidad desaprueba mis conquistas amorosas, le

desagradan sobremanera.

Escapo de La Voz, acudo al bar de costumbre. Espero volcar la preocupación

que siento sobre uno de mis amigos que siempre está allí, un tibio confesor de barra.

Pormenorizo las estadísticas amorosas frente a dos daiquiris. Mi amigo toma un sorbo,

muerde el hielo, mueve la boca como si rumiara, agita el vaso en forma circular y

suspira varias veces. Le animo a soltar el diagnóstico sin rodeos.

—El suspenso me mata —protesto.

—Es difícil, lo tuyo ya no es excitación por la aventura, ni erotismo, ni hastío de

tu mujer.

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—Es cierto. ¿Y qué más?

—Has entrado en la rueda del hámster.

La metáfora da escalofríos, esa condición me transforma en algo carente, de

repente me falta algo, una muela, un dedo, un tramo en la cadena de ADN.

—¿Qué dices?

—Te subes a la rueda porque te permite disfrutar de la dulzura de cazar, seducir

y concluir. Así puedes retornar al principio y volver a sufrir ad infinitum. Eros y

Thanatos reunidos. Te envidio.

—Yo te odio.

Me voy a casa. Mañana será otro día.

Abro la puerta y el Starbucks se presenta acogedor, impersonal, previsible.

Caigo sobre el sillón con los brazos abiertos y bostezo varias veces. Pido medio litro de

americano. La Voz dice que soy un roedor cafeinómano. Barro con la mirada el local,

repleto de extranjeros y estudiantes. Presto atención a dos chicas conversando,

sonrientes, tendrán la edad de Carolina. Tengo un detector para mujeres guapas,

jóvenes, que derrochan alegría.

Recuerdo mi cumpleaños número cuarenta. No lo festejé, prohibí fiestas y

felicitaciones. Esa noche, insomne, tuve la idea de emborracharme con un vodka que

guardé durante años. Bajando las escaleras, la ventana de la cocina devolvió la imagen

nefasta de las imperfecciones que más detesto: pantuflas, barriga, copa de vidrio, ceño

fruncido, calvicie incipiente. Escuché un ruido similar a las fichas de dominó cayendo

en cascada. De la nada surgieron las cuentas pendientes: amores, hijos, fracasos, padres,

amigos, ausencias. Todo quedó a la vista.

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Esa noche no pude atontarme con alcohol ni dormir. Mi corazón protestaba a

lomos de una persistente taquicardia. Vigilia estúpida y pendular sobre cada centímetro

de mi pasado.

Semanas después, conocí a Carolina en una muestra de cine francés.

—Qué raro ver una persona tan joven y amante de Lelouche —dije achispado

por la copa de vino.

—¿Cómo lo sabe?

—¿Que es joven o que es amante de Lelouche?

Su risa me dejó electrizado. La invité a escaparnos a un bar, intuí que debía

escucharla. Quedé prendado de su aliento a caramelos de naranja, su vibración

revitalizante, su perfume sutil. Esa noche concentré la atención en sus movimientos, sus

silencios, sus palabras. Al cabo de un rato, pasó a ser la protagonista principal de mi

escenario.

En las últimas tres horas he tomado mucho café, demasiado. La Voz no se ha

apartado ni un segundo, se ha empeñado en dictar una catarata de ideas que he intentado

escribir en servilletas de papel. Bajo tensión, la letra se convierte en garabato y no

entiendo nada. Me voy, harto de Starbucks, La Voz y el café. En las Ramblas la agencia

de viajes me regala una foto inmensa de la República Dominicana y recuerdo a Fidel, un

viejo compañero de la facultad que vive allí y mil veces me invitó a visitarlo.

Me acerco más a la foto. Pies sobre la arena gruesa, blanca, caliente, placer de

chapotear entre las olas, como alguien que nunca ha visto el mar. La empleada viene

hacia mi.

—¿Hola, veo que le atrae la República Dominicana, desea alguna información?

Estamos por cerrar, pero pase, pase —dice la empelada.

La Voz comienza a interrogarme sobre los daños potenciales.

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—¿Cómo se lo dirás a tu mujer y los chicos?

—Podría dejar una carta para cada uno, explicar que estoy estresado y necesito

descomprimir la situación, que ya volveré, que necesito tiempo.

—¿Y qué harás con la empresa y el socio?

—Nadie volverá a confiar en mí. Pero yo he conseguido los mejores clientes,

podré negociar.

—¿Y Carolina?

—Quedará desconcertada, pero a la larga se repondrá, es joven.

—Quizá nunca puedas volver a Barcelona.

—Quizá.

Me hierve la boca del estómago, necesito argumentos a favor de subir al avión:

la catacumba del pasado se dibuja con claridad y veo el presente teñido con los colores

del limbo y el infierno. Las imágenes de la playa con cocoteros se vuelven nítidas,

palpitantes, siento la urgencia de irme.

—No puedo más, o elijo la cobardía en el exilio, o me resigno a tener un infarto

—me digo. La Voz enmudece.

Me siento frente a la empleada de la agencia y pido un viaje de ida, pago con

tarjeta y guardo el billete de avión: salgo de El Prat en cuarenta y ocho horas.

Como un ladrón que ha conseguido arrebatar la cartera soñada vuelvo a casa y

me encierro en la oficina, digo que ha surgido un viaje imprevisto a Portugal. Al día

siguiente cancelo los compromisos. En El Corte Inglés el vendedor —parece ser un

experto en Caribe— se convierte en mi asesor y compro lo necesario para no desentonar

en el clima tropical. Termino de hacer la maleta a escondidas. Gracias al Valium el

sopor blando me atonta por unas horas.

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El avión despegó a horario con todo el pasaje menos una persona: yo. Cuando se

encendieron los motores quedé paralizado por un miedo atroz. El peligro pegado a la

piel, el ritmo de mi corazón retumbando en cada músculo, grité como loco, creí que iba

a palmarla. Me sacaron desmayado, en camilla.

No recuerdo cómo llegué a Urgencias, el cuerpo duele como si hubiese corrido

durante horas. En unos minutos nos darán los resultados de las pruebas. Mi mujer

disimula el temor con dificultad. Después de unos minutos, la preocupación se disipa,

no voy a morir. El médico dice ha sido un ataque de pánico por estrés, necesito

descansar, comer sano y tomar ansiolíticos suaves.

Más relajada, mi mujer sonríe y se sumerge en la fase organizativa, acomoda la

botella de agua, ordena la ropa, cambia la maleta de sitio, toma el billete de avión y se

detiene unos segundos al ver el indicador de destino. Unos ojos incandescentes me

traspasan de lado a lado, es una Gorgona planeando su vendaval destructivo.

Aprieta los puños, sus manos pasan de rosadas a blancas, no dice nada. La

conozco, sigue la estrategia militar, antes de reaccionar necesita analizar a solas los

acontecimientos. Se va a tomar un café. Tengo un par de minutos, envío un WhatsApp

furtivo a Carolina. Le cuento solo la parte de la taquicardia. Me envía ánimos y

emoticonos de besos.

Mi mujer vuelve. Siento ganas de llorar, busco sus ojos de antes, aquellos que

enmarcaban en un retrato amoroso. Ahora, parezco un borrón, un delincuente.

—Puede que alguna vez te haya fallado, pero nunca he sido desleal —digo en

voz baja parafraseando a García Márquez.

Apunta a la mejilla y la bofetada explota como una bomba lapa, siento el

fogonazo de la vergüenza.

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—He soportado con elegancia tu falta de criterio e ignorancia porque los niños te

quieren. Tus incapacidades van desde lo emotivo a lo intelectual, tus coqueteos tan mal

disimulados me ayudaron a verte tal cual eres. Por venganza, también te engañé y de

paso, conquisté la capacidad de aprobar lo que hago sin reservas. Y te lo dije con

claridad en la fiesta de Navidad que festejamos en Gran Canaria.

Retrocedo seis años y recuerdo. Gran fiesta, gente, copas y demás. El tema de

conversación giró rumbo a la infidelidad y los hombres de la reunión, borrachos

estúpidos y sinceros, no supimos dar marcha atrás hasta que estuvimos pisando la

tragedia.

Aquella noche, imbuidos por un súbito ataque de mal de Hubris, caminamos

sobre un cable entre dos torres, descorriendo demasiado las cortinas torpes que cubrían

los escarceos. Justo antes de caer, un brindis inesperado nos echó un capote.

—Vamos chicos, la discusión sobre la infidelidad es absurda, ni un anillo, ni

juramentos de iglesia, ni un contrato garantiza nada —explicó mi mujer en tono liberal-

didáctico.

—¡Brindemos por el amor, como sea! —insistió. Alzó la copa sonriente, la

apoyé con todas mis fuerzas.

—¡Brindemos! ¡Brindemos! —dije, alzando demasiado la voz.

—Sí, para que las decisiones que tomes tengan buen criterio y mejor discreción,

porque yo haré lo mismo —enfatizó la última parte.

Carcajada general.

Siempre fue más inteligente que yo, su sabia comprensión de la vida es un

tsunami implacable que me arrasa.

—Ahora es el momento de atender a tu salud, ya veremos qué rumbo tomará la

historia entre nosotros. Por el momento, no la cagues más —exige.

7
Se va, quedo solo y envuelto entre sábanas con olor a hospital.

Después de un mes sin vernos, quedé con Carolina en el Starbucks. Los nervios

del reencuentro me hicieron comprar un traje nuevo y un corte de pelo más juvenil.

Llega despampanante con un vestido verde muy ajustado, el cabello suelto y un fulgor

dorado.

—Estás preciosa y muy bronceada.

—Sí, estuve unos días en Ibiza.

—¿Trabajo?

—No, fui con unos amigos de la oficina —baja la vista.

—Ah, qué guay —respondo en versión estúpida.

El camarero le sonríe y deja sobre la mesa su café orgánico de Etiopía. Creo que

se siente incómoda, la veo revolver el café una y otra vez.

—Te veo bien —agrega.

Nos quedamos unos segundos en silencio, me atacan los nervios.

—Podríamos ir a cenar a El Bulli, hoy hay degustación de mariscos.

—No puedo, ya he quedado —se disculpa.

No disimula su desdén. Ya no le intereso. Hablo del trabajo, presto atención a

sus gestos, sus ojos se desvían buscando un punto de apoyo, antes yo era el centro de su

atención. Este traje me ajusta demasiado en la cintura.

Nos despedimos con cortesía, un final horrible, la relación merecía algo mejor,

un llanto, unos gritos, algo que marcara un colofón en lugar de esta pobre pausa

publicitaria.

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Ya en la calle la veo marcharse. Meto las manos en los bolsillos y camino sin

rumbo. Llego a mi librería favorita. La Voz, con cadencia maternal me alienta a buscar

el bálsamo de las tramas poéticas.

La empleada de la tienda sonríe al saludarme. La miro y descubro que se ha

aclarado el cabello. Antes no había reparado en la belleza de sus ojos. Charlamos de las

novelas de suspenso y libros de economía. Alguien le pregunta por un libro de filosofía.

Sigo curioseando entre las estanterías.

La vendedora vuelve con dos novedades.

—Estos llegaron hoy.

—¡Estos autores me encantan!

—Sí, has comprado la colección.

—¡Qué buena memoria tienes! —le digo, sorprendido.

—Con algunos clientes, si —dice.

La pequeña corriente eléctrica sacude mis sentidos, respiro algo similar a la

alegría.

—Mañana volveré con más tiempo para charlar de libros —digo en un tono

vivaz.

—Genial.

—¿A qué hora sales mañana? —pregunto en tono cálido, simpático.

Sonríe, tiene dientes blanquísimos y se le marca un hoyuelo en la mejilla

derecha. Tarda dos segundos o tres en contestar. La espera se hace eterna.

—A las ocho.

Le guiño un ojo, ella levanta la mano y salgo de la tienda. Me siento ligero, la

noche fresca, respiro mejor. Buscando un taxi por la Gran Vía veo la tienda de animales,

varios hámsteres dan vueltas en su rueditas interminables.

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Me quedo absorto siguiendo el movimiento de las patitas.

Sigo paseando. De pronto siento frío y subo las solapas del traje nuevo.

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