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Euripides - Tragedias II (Gredos) PDF

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EURÍPIDES

TRAGEDIAS
n
S UPLICANTES - HERACLES - ION - LAS TROYANAS
ELECTRA • IFIGENIA ENTRE LOS TAUROS

INTRODUCCIONES, TRADUCCIÓN Y NOTAS DE

JOSE LUIS CALVO MARTfNEZ

&
EDITORIAL GREDOS
Asesor para la sección griega: C arlos G arcía G ual .

Según las normas de la B. C. G., la traducción de este volumen ha


sido revisada por E duardo A costa M éndez .

© ED ITO R IAL CREDOS, S. A.

Sánchez Pacheco, 81, Madrid. España, 1985.

P r im e r a e d ic ió n , abril de 1978.
1.* reimpresión, febrero de 1985.

Depósito Legal: M. 5001-1985.

IS B N 84-249-3504-7. Obra completa.


IS B N 84-249-3503-9. Tom o II.
Impreso en España. Printed in Spain.
Gráficas Cóndor, S. A., Sánchez Pacheco, 81, Madrid, 1985. — 5840.
Presentamos en este volumen de Eurípides la tra­
ducción de las tragedias: Suplicantes, Heracles, Ion,
Las Troyanas, E lectra e Ifigenia entre los Tauros, acom­
pañadas, cada una, de Introducción y notas.
En las notas me he limitado, en general, a explicar
datos de realia, m itología, etc. Algunas veces, sin em­
bargo, se han introducido explicaciones de índole filo­
lógica cuando se trata de un texto corrupto o dispu­
tado; o para justificar la elección de una variante
determinada. La edición seguida es, como en los demás
volúmenes, la de G. Murray en O xford Classical Texts.
Los pasajes en que diferim os de esta edición van al
final de cada Introducción: nuestra lectura en cabeza,
la de Murray indicada luego. Cuando se acepta la
lectura que el editor pone entre cruces o entre cor­
chetes, simplemente señalamos «sin cruces» o «sin
corchetes»; cuando no creemos que exista laguna en el
texto, así lo hacemos notar.
Al final del volumen he incorporado una selección
bibliográfica de ediciones de Eurípides — tanto gene­
rales como de cada una de Ins obras aquí traducidas—
y de monografías sobre la tragedia griega o Eurípi­
des. Los-trabajos citados sólo una vez, lo son en form a
completa a pie de página; los que se citan varias veces,
o son de obras de carácter general, pueden aparecer
sólo bajo el nombre del autor y página (o capítulo),
ya que están integrados en la Bibliografía.
También he incorporado un Glosario de términos
referidos al teatro, dado que se hace un am plio uso de
ellos en las Introducciones.
Finalmente, quiero agradecer a Alicia Baches, del
Personal N o Docente de la Universidad de Granada,
la colaboración prestada en mecanografiar el original.

Granada, abril 1977.


SUPLICANTES
1. Después del fracaso de la expedición de los
Siete contra Tebas, los tebanos se negaron a devolver
los cadáveres de los guerreros argivos para sus honras
fúnebres y entierro —com o establecía la ley panhelé-
nica— . Adrasto, al frente de las madres e hijos de los
siete capitanes caídos en Tebas, se dirige a Eleusis,
donde Etra, madre de Teseo, rey de Atenas, realiza un
sacriñcio. La rodean con ramos de suplicantes y le
piden que interceda ante su hijo Teseo para que éste
recobre los cadáveres. Teseo, que llega a Eleusis para
buscar a su madre, se niega al principio ante tal peti­
ción, pero es persuadido más tarde por Etra, quien se
basa en argumentos de religión, honor y humanita­
rismo. Después de una batalla sangrienta con los teba­
nos, Teseo recobra los cadáveres y, tras su incinera­
ción y procesión fúnebre, establece con Argos un tra­
tado de amistad.
Éste es, en síntesis, el argumento de las Suplican­
tes. Se basa en un episodio muy concreto de la saga
tebana, aunque Eurípides — como es habitual en los
autores trágicos— incorpora elementos nuevos y pre­
senta algunos que están en desacuerdo con otras ver­
siones de la misma. Concretamente, frente al mismo
mito dramatizado años antes por Esquilo en sus Eíeu-
s in io s ', en el que, con toda probabilidad, Teseo llegaba
a un acuerdo verbal con los tebanos, aquí la recupe­
ración de los cadáveres se consigue mediante la lucha
armada. Entre los elementos introducidos ex imagina-
tione por Eurípides, cobra especial relieve el suicidio
de Evadne, quien ante la desesperación de su padre
Ifis, se arroja sobre la pira de su esposo Capaneo.
Sobre este simple argumento y con la adición de
un agón sobre la democracia, de una resis de Mensa­
jero sobre la victoria de Teseo contra Tebas, de una
oración fúnebre que Adrasto pronuncia sobre los ca­
dáveres y una sucesión espasmódica de cantos de
duelo por parte del Coro de madres e hijos, Eurípides
compuso hacia el final del prim er período de la guerra
del Peloponeso2 una tragedia que muchos críticos han
declarado, incomprensiblemente, la peor de este autor
desde el punto de vista de su arquitectura.

2. En términos muy generales, las Suplicantes forma una


unidad que resulta de la sucesión de cinco actos (o Episodios)
separados por cuatro cantos del coro (Estásimos), enmarcado
todo ello entre un Prólogo y un Epílogo (Éxodo). Veamos la
estructura más en detalle.
El drama comienza con una escena pintoresca y muy del
gusto de Eurípides: Etra, madre de Teseo, rey de Atenas, se
encuentra realizando un sacrificio en Eleusis. Un grupo de
ancianas y niños rodean con ramos de suplicantes a Etra y
el altar en que ésta sacrifica. Al frente de ellos está el anciano
Adrasto, rey de Argos.

1 Cf. Atorre, Das verlorene Aischylos, Berlín, 1963.


2 La cronología de las obras de Eurípides es uno de los
problemas más debatidos de este autor. Los criterios para
fijarla no siempre son seguros; se trata de criterios internos
(alusiones a hechos contemporáneos, etc.) o de hechos de esti­
lística y métrica. En general seguimos la que aparece en la
edición que nos ha servido de base para esta traducción.
El P rólogo (1-41) se inicia con una resis de Etra que con­
tiene un súplica a los dioses y una presentación de la situación:
las ancianas son las madres de los siete campeones caídos en.
Tebas y reclaman sus cadáveres. El tirano de Tebas, Creón, se
niega a entregárselos y ellas se han dirigido a Eira para que
interceda ante su hijo.
Tras la resis, el coro canta la párodos. De hecho no se trata
de una entrada propiamente dicha, ya que el coro está ro­
deando a Etra desde que comienza la o b ra 3 y tampoco está
cantada en el ritm o anapéstico más propio de la párodos.
En este canto de entrada, el coro comienza exponiendo su
situación (en ritmo jónico) y concluye profundizando en sus
sentimientos de dolor y desolación (en ritmo yambotrocaico).
Terminado el canto del coro, entra precipitadamente Teseo
buscando a su madre. Comienza así el P r i m e r episo dio ( w . 87-
364), formado en su totalidad por dos grandes agones (Teseo-
Adrasto y Etra-Teseo).
Tras un breve diálogo con su madre, en que ésta le expone
la situación, Teseo descubre a Adrasto e inicia con él un primer
agón, que se desarrolla en un nivel más político que emocional.
La primera parte es un diálogo rápido en esticomitía. Teseo
somete a Adrasto a un interrogatorio en el que se revela su
condena de la expedición que condujo Adrasto contra Tebas:
actuó con ligereza y precipitación al entregar sus hijas a Poli­
nices y Tideo sin comprobar si el oráculo que le ordenaba en­
tregarlas a un «cabrón» y un «león» se referia a estos dos
jóvenes; actuó con h$bris («n o atravesaste Grecia precisamente
en silencio») —justamente los dos vicios cuyas virtudes corres­
pondientes (reflexión y comedimiento) representan Teseo y
Atenas—.
A continuación inicia Adrasto una resis en la que solicita
la ayuda de Teseo, petición que se basa más en la adulación
que en las razones válidas que podía haber exhibido (la hfbris

3 Esta falsa «párodos», que se da también en los Heraclidas


y Heracles es normal en tragedias donde el coro está consti­
tuido por «suplicantes», dado que éstos debían rodear el altar
desde el comienzo mismo de la acción. Es evidente que esto
pertenecía a una convención teatral y no resultaba contradic­
torio para los espectadores.
de los tebanos, las leyes panhelénicas, la desolación de las
madres, etc.). Sólo alude a su mala suerte. Incluso alguna frase
puede parecer un reto insolente a Teseo («lo sensato es que los
afortunados sientan temor del infortunio»).
La contestación de Teseo —que aparentemente se sale del
tema— 4 es en realidad muy adecuada a la argumentación de
Adrasto: no se puede culpar a la mala suerte; los dioses nos
han dado medios para que nos desenvolvamos bien, lo que
sucede es que queremos saber más que ellos.
Teseo no puede hacerse aliado de un insensato y un impío
y, por tanto, rechaza la petición de ayuda.
Adrasto ordena entonces al coro que abandone sus ramos
de suplicantes y regresen a Argos, pero las madres se dirigen
patéticamente a Teseo y consiguen ablandar al menos a Etra.
Por fin ésta se decide a actuar abiertamente a favor de las su­
plicantes, dando lugar a un segundo agón. Éste termina con la
victoria de aquélla, que acaba convenciendo a su hijo de que
preste ayuda a los argivos con argumentos basados en el hu­
manitarismo, la piedad hacia los dioses, el respeto a las leyes
panhelénicas y una llamada al honor de Teseo en particular y
de Atenas en general. Teseo cede, pero va a consultar a su
pueblo. »
365 380
Sigue el P rim e r estásim o (vv. - ), que cubre el tiem po
de esta consulta y que pone de manifiesto el debatirse del coro
de madres entre el deseo y la duda.
Cuando termina el canto, aparece Teseo dando órdenes a un
heraldo para que comunique a Creón su exigencia de que de­
vuelva los cadáveres. El pueblo ha aceptado su decisión de
ayudar a los argivos. Se inicia así el Sbgundo episodio ( w .381-
597), que se presenta también como un agón doble, ahora entre
Teseo y el heraldo tebano.
La entrada de éste último preguntando por el «tirano» de
Atenas da pie al prim er agón. Es el célebre debate sobre la
democracia. Ante la contestación de Teseo de que Atenas no es
gobernada por un tirano, sino que es libre, el heraldo inicia

4 Decimos aparentemente porque el discurso de Adrasto


presenta en el texto griego una laguna muy extensa; quizá de
co n servar la resis completa comprobaríamos que Teseo le con­
testa punto por punto.
el debate censurando a la democracia por dejar al pueblo al
arbitrio de los demagogos. La contestación de Teseo, que sigue
el esquema usual de la oratoria del siglo v (proemio, exposi­
ción, argumentación, peroración), incluye una censura a la
arbitrariedad de la tiranía y una alabanza de la libertad e igua­
litarismo de la democracia, seguida de un contraste entre los
efectos que una y otra producen en la valoración de los hombres.
La segunda parte del agón :se ciñe al contexto inmediato del
drama y constituye de hecho una contrastación entre las acti­
tudes de tiranía y democracia en el caso presente del entierro
de unos cadáveres. No hay ganador en este agón, sólo la opo­
sición armada resolverá el litigio. El heraldo comienza con inti­
midaciones y amenazas, pero luego exhibe argumentos —que
Teseo no rebate— desde una posición muy general de paci-
ñsmo que, como veremos, son fundamentales a la obra.
Teseo, en su contestación, baja a un nivel todavía más in­
mediato y los argumentos que presenta a favor de la devolu­
ción de los cadáveres se basan en el derecho internacional y
en el humanitarismo, aunque también acusa a Tebas de co­
bardía e irreflexión por temer a unos muertos y la previsión
aduciendo la mutabilidad de la fortuna.
El agón termina, como sucede a menudo, en una esticomitía
que constituye un forcejeo vivaz entre los dos contendientes.
El episodio se cierra con una orden de movilización total por
parte de Teseo para atacar la ciudad de Tebas.
El S bgundo est As im o (598-633) cubre el tiempo en que se
desarrolla la lucha en Tebas. Está dividido en dos semicoros,
de los que uno se muestra confiado en los dioses y en un re­
sultado favorable de la contienda, mientras que el otro se
muestra desconfiado. El canto marca, de esta fprma, un compás
de espera angustiosa con vistas al
T er c e r episodio ( w . 634-777), el cual toma la forma de una
resis de Mensajero en la que éste informa sobre el resultado,
favorable a Atenas, de la contienda y una esticomitía entre
Adrasto y el Mensajero, en la que éste nos aclara la suerte que
han corrido los muertos. Ambas están separadas por una inter­
vención de Adrasto (que se mantenía en silencio desde el
v. 262, [472 v v .]) en la que reflexiona sobre la futilidad de la
guerra en general —¡precisamente tras la victoria de Teseo 1—.
Como consecuencia de ésta, ei coro entona su
778 793
T e r c e r estásimo ( - ), canto en el que entremezcla la ale­
gría del triunfo con el doior de sus propios muertos. Ya sólo
falta celebrar las honras fúnebres, y esto es lo que va a des­
arrollar el
C uarto est á sim o (794-954). Formalmente se divide en dos
partes: un kommós, canto de duelo entre Adrasto y el coro, y
una resis, en la que Adrasto pronuncia la oración fúnebre por
los capitanes muertos, excepto por Polinices y Anfiarao, cuyo
elogio hace luego brevísimamente Teseo por no encontrarse
presentes sus cadáveres. Tras una nueva esticomitia entre
Adrasto y Teseo, en que deciden realizar la cremación y honras
fúnebres fuera de escena (para evitar que las madres contem­
plen los cadáveres), culmina el episodio con una patética in­
tervención de Adrasto, en la que vuelve a reflexionar amarga­
mente sobre la locura de la guerra.
El C uarto gstAs im o (955-979), en realidad un treno por los
muertos, cubre el lapso de tiempo en que se desarrolla la cre­
mación de los cadáveres.
Cuando parece que la acción ha terminado con la devolu­
ción de los cadáveres y sus honras fúnebres, se añade un
Q uinto episodio (980-1113) con el suicidio de Evadne, esposa
de Capaneo. Consta de dos escenas, la primera de las cuales
está constituida formalmente por una monodia lírica estrófica
de Evadne (un himeneo en el que canta su segunda boda de
muerte con Capaneo en Hades) y un monólogo (yámbico) de
su padre Ifis, en el que llora desesperadamente su lamentable
situación; ambas separadas por un forcejeo en esticomitia en
el que Ifis trata de disuadir a Evadne.
A esta escena, muy efectista sin duda desde el punto de
vista teatral, sigue otra no menos espectacular, el kommós
final, en el que los coros de madres y niños alternan el la­
mento dolorido por la pérdida de sus esposos y padres con la
promesa de venganza que los niños insinúan y las madres acep­
tan. Finalmente, el .Éxodo (1165-1234) comprende un breve diá­
logo entre Teseo y Adrasto, en el que acuerdan un pacto de
amistad, y una resis de Atenea ex machina. Ésta aparece de
improviso no para resolver conflicto alguno, sino para dar tras-
cendencía a la acción inmediata del drama estableciendo una
etiología —como a menudo sucede— de la existencia en época
de Eurípides de unos objetos rituales que recordaban una
alianza con Argos; y para confirmar la venganza, que los niños
habían prometido en el kommós, en una doble proyección del
drama hacia el pasado y el futuro.

3. Y a he señalado más arriba que esta obra ha


sido considerada por la generalidad de los filólogos
com o un drama menor, una obra im perfecta en su
estructura y demasiado obvia en su finalidad — casi un
panfleto de glorificación de Atenas— desde que los
hermanos Schlegel lanzaron su juicio negativo sobre
ella clasificándola de piéce d 'ocasion5.
Estoy en com pleto desacuerdo con este ju icio de
la obra, que considero superficial y sólo explicable por
no tener en cuenta o, quizá, por no com prender la
auténtica idea dramática que está en la base de la
obra.
Vamos a analizar los «fa llos» que tradicionalmente
se le han atribuido y que recoge bien G ru be6.
Desde el punto de vista de la estructura misma de
la obra, se dice que carece de unidad, ya que consta
de dos partes conspicuamente separadas: por un lado,
la petición de ayuda a Atenas por parte de Teseo y la
recuperación de los cadáveres; por otro, el suicidio
de Evadne en un episodio inesperado cuando parecía
que la acción había llegado a su fin. En efecto, la ac­
ción del drama termina propiamente en el v. 975 con
la devolución de los cadáveres seguida de su crema­
ción y planto ritual. Sin embargo, inesperadamente, el
Coro vuelve la vista hacia las alturas y descubre a
Evadne, esposa de Capaneo, que comienza a entonar

5 Schlegel, Uber dramatische Kunst und litera tu r, Heidel-


berg, 1809.
4 Cap. V II, págs. 229 y sigs.

TRAGEDIAS, I I . — ?
un himeneo para acabar arrojándose sobre la pira del
esposo.
T ambién se suele afirm ar que el debate entre De­
mocracia y Oligarquía no está bien encajado en el
drama, que excede el marco del mismo y que es ana­
crónico.
En cuanto a la composición del Coro, se dice: si
las madres eran siete y el Coro se componía de quince
coreutas, ¿por qué éstas quince se refieren a sí mismas
como siete en total? Además, ¿cómo podrían estar pre­
sentes Yocasta, madre de Polinices, que ya había muer­
to, y Atalanta, madre de Partenopeo...? ¿Cómo la ma­
dre de Capaneo no es aludida, ni habla, en el episodio
de Evadne, si estaba presente en el Coro?
Finalmente, se dice que algunos pasajes son indig­
nos de Eurípides; tales la escena del Mensajero y la
Oración fúnebre.
Es muy de tem er que los juicios negativos sobre
las Suplicantes partan de autores que han concentrado
sus esfuerzos más en resaltar que en tratar de justi­
ficar, en base al contenido del mismo, los aparentes
defectos formales del drama.
En efecto, si se piensa que la obra es una pieza de
ocasión, un pafleto de glorificación de Atenas, no hay
nada que pueda justificar o explicar lo que se nos
muestra como una estructura defectuosa. Es muy pro­
bable, sin embargo, que la obra tenga una finalidad
más seria, que se trate de una tragedia esencialmente
pacifista7, como son casi todas las de Eurípides escri­
tas durante la guerra del Peloponeso, exceptuando al­
gunas escapadas hacia el melodrama.

7 Cf. en este sentido trabajos como los de L. H. G. Grton-


Aspects o f Euripidean Tragedy, Cambridge, 1953, y K m o ,
w ood ,
The Greek Tragedy, Londres, 1966.
Este paciñsmo se manifiesta en multitud de decla­
raciones concretas de los personajes (especialmente de
Adrasto, pero también del Coro e incluso del heraldo
tebano) y en la misma dialéctica del drama, que no
busca otra cosa que refleja r el sufrim iento que pro­
duce la guerra en los fam iliares de los combatientes:
madres e hijos (coros), esposas (Evadne) y padres
(Ifis); y, quizá, demostrar que la guerra no soluciona
nada, pues la obra termina con un grito de venganza
y, por tanto, la perspectiva de nuevos sufrimientos.
Esta idea (contenido) pacifista explica la form a del
drama y exige determinadas escenas que superficial­
mente pueden parecer inorgánicas al mismo o mal in­
tegradas, como son la de Evadne y el Debate sobre
Democracia y Tiranía. En efecto, por inesperado que
resulte, es obvio que el episodio de Evadne es impres­
cindible, dado que ejem plifica el dolor de las victimas
de la guerra en su vertiente individual (lo que, además,
profundiza nuestra visión de ese sufrim iento) y form a
el contrapunto del dolor colectivo o generalizado de
las madres y niños.
Por lo demás, el especial énfasis que se venía po­
niendo en el cuerpo y entierro de Capaneo hace más
suave el tránsito hacia ese pasaje.
Respecto al Debate, nadie puede poner en duda que
se trata de un auténtico anacronismo. Pero adm itido
éste como una convención más del teatro griego, de­
bido al pie forzado que el m ito imponía al autor tea­
tral, también es verdad que está plenamente integrado
en la estructura total de la obra. Es más, resulta im­
prescindible en un drama cuyos personajes mismos en­
cam an las ideas de Democracia y Tiranía, así como las
virtudes y defectos de una y otra form a de gobierno.
N o hay que olvidar que íes una obra sobre los efectos
desastrosos de la guerra, escrita durante un conflicto
entre dos potencias que, precisamente, se gobiernan
dem ocrática y oligárquicamente.
El problem a del Coro se resuelve también en base
a otra convención teatral muy conocida: un Coro no
consta de individualidades, es un ente colectivo en que
se sumerge la personalidad de los componentes.
Finalmente, respecto de los pasajes concretos que
se censuran, hay que reconocer que el del Mensajero
es una narración brillante y bien estructurada, si se
prescinde de las oscuridades que pueden haber surgido
de la corrupción del texto a lo largo de la transmisión
textual. En cuanto a la Oración Fúnebre, es sabido
que ésta constituye un elemento recurrente, aunque
no obligado, de la tragedia. Aquí resulta extremo (apar­
te de los anacronismos — disculpables— de que está
llena), sobre todo porque es un elogio de hombres
considerados por el mito, como se ve al comienzo de
las mismas Suplicantes, como la encamación misma
de la hybris. Esto ha hecho que los críticos que con­
sideran esta obra como esencialmente irónica, vean en
este elem ento una crítica y un ataque a las exagera­
ciones y falsedades de las Oraciones Fúnebres de la
época de Eurípides. Nada más alejado de la verdad.
Esta Oración es un complemento a la imagen de la
Democracia ateniense que se deduce de todo el resto
de la obra. Los personajes que elogia Adrasto no son
realmente los Siete Capitanes, sino los diferentes tipos
de ciudadano que produce (o al menos necesita) una
Democracia.
Podemos concluir, por tanto, que se trata de una
tragedia completamente seria, de contenido y finalidad
pacifista, y que es este contenido precisamente e l que
exige la form a episódica que hace de ella una obra un
tanto alejada del canon trágico establecido ya por
Aristóteles.
VACIANTES TEXTUALES

Texto adoptado Texto de Murray

17 untépeí (XTITépOJV

27 p6v<p (1ÓVOV

45 d v d (ío i f i v o jio i
4 6 oú K a T a \ £ [u o o a a ot K a ta X e lu o u o i
62 6aXEpá... áXctlvovia T a ­ OcxA e p ^ . - . d X a ív o v r ’ á x a ^ a
peto
82 fiita u o T o g a te l y¿x»v fiitauOToQ a U l ' yóíúv
149 <*cci<;> <«>
2 50 f í^ a p r o v ^[la p T E V

2 52 d e t r á s d e 253 s in c o r c h e t e s
2 59 kccto(o t £(J>í }> KaxaoTpcx))?)
280. Ikítccv E(i’ á X á ra v tÍK Íx a v fj t i v ’ d c X á ia v í
303 cr<t>áXXr| y á p év toútC(> ^ió- xfiX X ’ eu <J>povcov yotp, ¿v
vq >, táXX’ £¡3 <t>povSv ^óvcp t o ú t <{> ’ a<(>áXAri<;
368 (i£yáX.<jc ( iE y á X a
508-9 o<|KxXEpóv í)y en cb v e p a o ú c; o«(iaXEpÓQ í| y £ (i¿ v G paoóc;.
veóq t e vaÚ T T ií. río u xo t; vécoq te va ó rn t; ffc>oxo<;,
Kaip$ oo<p6<^ oo<tió(;
573 sin cru ces
658 sin <t ’ >
695-666 s e g ú n su o rd en n o rm a l
695-703 s e g ú n su o rd en n o rm a]
755 X ó x o iq óó^ioic;
7 6 3 a o fú ró q bt 0r|O£Ü(; itpó<; t ó
T tá v t’ é^f|pKEO£v;
840 toTopcú tioopco
902-6 s in c o rc h e te s
9 69 s in c r u c e s
993 s in c r u c e s y s in c o m a
995 <1v I k ’ ( a t v o y á f i c D v ) yá| i£¿v ¿ v ÍK a (y á [i(j3 v ) y á jK O V
1026 E Í0E t iv e q [0 ‘ a lT t v E (;
1028 <t>avEiEV < t > a v 5 a iv
1089-91 s in c r u c e s
1101 s in c r u c e s
ARGUM ENTO

La escena es en Eleusis. El Coro se compone de


m ujeres argivas [las madres de los campeones caídos
en Tebas].
El drama es un elogio de los Atenienses.
E tra .
T eseo .
A drasto .
H eraldo .
M ensajero .
E vadne .
I f is .
A tenea .
C oro de Suplicantes.
C oro de niños.

Escena: En Eleusis. En el centro, un altar.


E t r a . — Deméter, guardiana de los hogares de esta
tierra Eleusiana y vosotros, siervos1 de la diosa que
estáis al cargo de este templo, conceded que seamos
felices yo, mi hijo Teseo, la ciudad de Atenas y la
tierra de Piteo en la que m i padre me crió en casa
rica y m e entregó com o esposa a Egeo, h ijo de Pan-
dión, por instrucción del oráculo de Loxias.
Este ruego lo acabo de hacer poniendo m is ojos
en estas ancianas que han abandonado sus casas en
tierras de Argos y se encuentran postradas ante mis
rodillas con ramos de suplicantes. Han sufrido un te­
rrible mal: se han quedado sin hijos, pues han muerto
en torno a las puertas de Cadmo sus siete nobles vás-
tagos a quienes condujo Adrasto, rey de los argivos,
que deseaba asegurar para su yerno, el exiliado Poli­
nices, la parte que le correspondía de la herencia de
Edipo.
Estas sus madres quieren enterrar los cadáveres
de los que murieron en el combate, pero los que
ahora mandan tratan de impedírselo y ni siquiera
quieren acceder a que se los lleven, conculcando con
ello las leyes divinas.

1 N o puede referirse a «dioses*, por tanto es evidente que


se refiere a los sacerdotes, siervos de la diosa, que «conservan»
el templo. Etra los invoca para que intercedan por ella ante
Deméter, aunque aparentemente los invoque en términos de
igualdad con la diosa (c f. E s quilo , Euménides 1024 y sigs., y
Sófocles, Edipo en Colono 1053 ).
Y aquí está Adrasto mismo como suplicante, sopor-
20 tando lo mismo que ellas la carga de pedirm e auxilio.
Sus ojos están húmedos por el llanto y lamenta la
guerra y la maldita expedición que él mismo sacó de
su patria. Él es quien me apremia a persuadir con
súplicas a mi hijo a que se convierta en protector de
los cadáveres, ya sea por la razón o por la fuerza de
2 5 las armas; a que se convierta en copartícipe de su en­
tierro echando sobre mi hijo solo y sobre la ciudad de
Atenas esta carga.
Ahora me encuentro sacrificando en favor de esta
tierra en la fiesta de la labranza2; he venido de mi
30 casa a este recinto donde por primera vez se erizó
sobre esta tierra la florid a m ie s 3; estoy junto a los
santos altares de las diosas K óre y Deméter atada por
este ramo florid o que no ata. Compadezco a estas ma-
35 dres de sus hijos, ya canosas y sin fruto, pero al
tiem po siento tem or ante sus sagradas bandas. Ha
marchado un heraldo a la ciudad para traerme aquí a
Teseo y que arroje de una vez del país la tristeza de
éstos, o que nos libere de este vínculo de súplicas con
40 alguna obra santa hacia los dioses. Que las mujeres,
si son sabias, deben dejar que se haga todo por los
hombres.

2 Lit. «realizando un sacrificio previo en beneficio de la la­


branza de esta tierra». Realmente se refiere a la fiesta «Proe-
drosia» (cf. D eubn er , Attische Feste, Berlín. 1932, págs. 68 y
siguientes).
3 Según el mito (cf. H im no a Deméter, 153, 471 y sigs.),
Triptólemo, héroe civilizador eleusino, aprendió de la diosa a
arar la tierra y de ella recibió el grano con el que sembró la
llanura raria. De aquí que se considere a Eleusis como el primer
lugar donde se «erizó el grano». Ésta es una metáfora homé­
rica (cf. Iliada X X III 599).
C o r o de m ad res4.
Estrofa 1.a
Anciana, te suplico con m i anciana boca, ante tus
rodillas caídas. Devuélveme a mis h ijo s 5, no dejes los 45
m iem bros de los m uertos en manos de la m uerte que
los m iem bros desata ni com o bocado de fieras m on­
taraces.

Antístrofa 1.a
Contem pla el lamentable llanto de mis ojos empa­
pando mis párpados y los surcos que mis manos des­
garran en m i vieja y arrugada carne. ¿Qué haré yo so
que a mis hijos cadáveres ni en casa exponer puedo,
ni con mis ojos ver la tierra de sus tumbas?

Estrofa 2.»
También tú, señora, pariste un día un h ijo e hi­
ciste que tu esposo amara tu cama. Com parte ahora 55

4 La párodos de esta obra, como la de Heracles, es pura­


mente nominal, ya que el coro de madres está en escena desde
el comienzo de la obra, como ha señalado Etra (w . 8 y sigs.).
Por tanto, es más similar a un estásimo que a una párodos
ordinaria: en cuanto a la forma, no está cantada en el ritmo
ordinario anapéstico, sino en jónico y luego yambotrocaico
en la segunda estrofa; en cuanto al contenido, faltan las ex­
plicaciones usuales sobre la causa de su presencia y, por tanto,
su intervención es más inmediata y patética, como de otro lado
marcan los ritmos en que va expresada.
5 Es un pasaje corrupto, difícil de restaurar con seguridad,
aunque el sentido general sea fácil de captar. Nuestra traduc­
ción se basa en la lectura conjetural de H. G r eg o ir e , pág. 104.
que es paleográñca e internamente defendible (la corrupción de
ana m oi en ánomoi arrastró, evidentemente, la sustitución de
m í por hoí para que la frase fuera inteligible).
La solución de M urjray , en su intento por mantener a toda
costa el texto, es ingeniosa pero muy improbable («se trata de
exclamaciones confusas de las suplicantes»). Las de K i r c h h off
— ána íeípsana lysai— o B r u h n — ánom' aischea— son infe­
riores a la de G r ég o ire y paleográficamente indefendibles.
conm igo tus sentimientos, com parte el d olor que siento
p o r los m uertos a quienes yo alumbré. Y persuade a
tu hijo, te rogamos, a que venga junto al ls m e n o 6 y
ponga en mis brazos los cuerpos vigorosos de mis
m uertos que vagan sin reposo.

Antístrofa 2.a
N o en sacra romería, mas por necesidad me he
acercado a los altares de los dioses que acogen el fuego
para postrarme, para rogarte. Nosotras tenemos la ra­
zón y tú el poder de, con tu noble hijo, b orra r de m í
el in fortu n io que me asiste. Dolores sufro, te ruego
que tu h ijo ponga en mis brazos — ¡desgraciada!— m i
m uerto, para abrazar los tristes restos de m i hijo.

Estrofa 3.a
Este canto que sigue es de lamentos, continuador de
lamentos. Ya duelen las manos de las siervos1. ¡M ar­
chad, oh golpes del canto compañeros en las penas;
marchad, oh com pañeros del d olor! Éste es el coro
que Hades reverencia. ¡Ensangrentad vuesta uña blanca
en las m ejillas, ensangrentad la piel enrojecida! Que el
llanto p o r los m uertos a los vivos adorna.

Antístrofa 3*
Es insaciable este doloroso deleite en los lamentos
que me arrastra — com o la gota de agua que de elevada
roca rueda— sin cesar, sin cesar en mis gemidos. Y

* El río lsmeno corría al Este de Tebas, constituyendo la


primera defensa en un ataque contra la ciudad. Es muy normal
en poesía griega aludir a una ciudad por el nombre de su(s)
río(s).
7 Esta frase no implica que hubiera un coro adicional de
siervas y mucho menos que «la última estrofa es cantada por
las seguidoras» (H. G régoire, pág. 125). En realidad, el aludir
a plañideras es un tópico más en todo treno. Sobre la compo­
sición del coro, cf. la Introducción.
es que el d olor p o r los hijos perdidos engendra en la
m u jer una pena que arrastra al llanto. ¡Ay, ay! ¡M uerta 85
de una vez olvidaría estos dolores! (Aparece Teseo por
la derecha.)
T eseo . — ¿Qué lamentos y golpes de pecho oigo,
qué cantos funerarios por los muertos cuyo eco pro­
cede de estos recintos? M e ha dado alas el m iedo de
que mi madre, a quien vengo buscando, haya sufrido 9o
alguna novedad por estar tanto tiem po ausente de mi
palacio.
Vamos, ¿qué sucede? V eo nuevos m otivos para ha­
blar; estoy viendo a mi anciana madre sentada junto
al altar y un grupo de m ujeres forasteras. N o tienen
un solo golpe de desgracia, pues de sus ojos seniles 95
caen a tierra lágrimas de duelo. Rapada tienen la ca­
beza y sus mantos no son de fiesta.
¿Qué significa esto, madre? Acláramelo, te escucho,
pues presiento alguna desgracia nueva.
E tra . — H ijo, estas m ujeres son las madres de los
siete capitanes que murieron en tom o a las puertas 100
Cadmeas. Como ves, me han cercado con ramos de
suplicantes, hijo.
T eseo . — ¿Y quién es éste que gime a las puertas
que da lástima?
E tra . — Adrasto, según dicen, el rey de los argivos.
T eseo . — ¿Los niños que le rodean son sus hijos? 105
E tra . — No, son los hijos de los que perecieron.
T eseo . — ¿Y por qué se han venido a nosotros con
manos suplicantes?
E tra . — Conozco el porqué, pero desde ahora la
palabra es cosa suya, hi jo.
T eseo . — (Dirigiéndose a Adrasto, que yace pos­
trado.) A ti pregunto, al q[ue estás envuelto en el manto.
Descubre tu cabeza, deja de llorar y habla, que si no 110
es por m edio de la lengua nada llega a término.
A drasto . — Victorioso soberano de la tierra de Ate­
nas, Teseo, estoy aquí como suplicante tuyo y de tu
pueblo.
lis T eseo . — ¿Qué buscas, qué necesitas?
A drasto . — ¿Conoces la expedición m ortífera que
yo conduje?
T eseo . — Sí, no atravesaste Grecia precisamente en
silencio.
A drasto . — Aquí perdí a los m ejores hombres de
Argos.
T eseo . — ¡Eso es lo que consiguen los esfuerzos de
la guerra!
120 Adrasto. — He venido para reclamar a la ciudad
de Tebas estos muertos.
T eseo . — ¿Y confías en los heraldos de Herm es para
enterrarlos?
A drasto . — Sí, pero quienes los mataron no me lo
permiten.
T eseo . — ¿Y qué pueden alegar si reclamas algo
sagrado?
A drasto . — ¿Qué? N o saben llevar el peso de la
suerte.
125 T eseo . — ¿Entonces has venido a m í para que te
aconseje o para qué?
A drasto . — Teseo, quiero que recobres a los hijos
de los argivos.
T bsbo . — ¿Y ese Argos vuestro dónde se ha que­
dado? ¿En vano fueron vuestras bravatas?
A drasto . — Hem os fracasado, estamos perdidos y
recurrim os a ti.
T eseo . — ¿Y esta decisión es tuya o de todo el
pueblo?
130 A drasto . — Todos los hijos de Dánao8 te suplican
que entierres nuestros muertos.
* Danaidas, palabra creada por Eurípides y aplicada por
primera vez en Hécuba 503, a todos los griegos (como el
T eseo . — ¿Y por qué condujiste contra Tebas siete
batallones?
A drasto . — Porque quería hacer este favor a mis
dos yernos.
T eseo . — ¿A quién de los argivos entregaste a tus
hijas en m atrim onio?
A drasto . — N o emparentaron con hombres de mi
pueblo.
T eseo . — ¿Entonces entregaste tus hijas a hombres 1 3 5
de otra tierra siendo ellas argivas?
A drasto . — Sí, a Tideo y a Polinices, nacido en
Tebas.
T eseo . — ¿Y por qué diste en desear esta alianza
familiar?
A drasto . — Los oscuros designios de Febo me al­
canzaron.
T eseo . — ¿Pues qué d ijo Apolo para concertar el
matrimonio de tus hijas?
Adrasto. — Que entregaba mis dos hijas a un cabrón 140
y a un león.
T eseo . — ¿Y cómo descifraste el oráculo del dios?
A drasto . — Una noche llegaron a mis puertas dos
fugitivos...
T eseo . — ¿Quién era el uno y quién el otro? Aclá­
ramelo, pues estás hablando de dos al mismo tiempo.
A drasto . — Tideo había trabado combate con Poli­
nices.
T eseo . — ¿Así que a éstos entregaste tus hijas en- 14 5
tendiendo que eran las fieras?
A drasto . — Sí, porque m e pareció la lucha de dos
monstruos.
T eseo . — ¿ Y cómo es que llegaron aquí? ¿Por qué
abandonaron sus patrias?

Danaol homérico), se restringe aquí específicamente a los


argivos.
A d r a s t o . — Tideo huía de su tierra como parricida.
T e s e o . — ¿Y el hijo de Edipo por qué abandonó
Tebas?
íso A d r a s t o . — Por la maldición paterna, no fuera a
matar a su hermano.
T e s e o . — Sensato es este exilio voluntario que me
cuentas.
A d r a s t o . — Y sin embargo, los que se quedaron in­
justos fueron con quienes partieron.
T e s e o . — ¿No será que el hermano le privó de sus
bienes?
A d r a s t o . — Por eso vine, a reclamarlos. ¡Y ésa fue
mi perdición!
15 5 T e s e o . — ¿Consultaste a algún adivino y observaste
el fuego de las víctimas?
A d r a s t o . — ¡A y !, me estás atacando precisamente
por donde m e equivoqué.
T e s e o . — ¡Conque no viniste, a lo que parece, con
el beneplácito de los dioses!
A d r a s t o . — Y lo que es más, vine contra el parecer
de Anñarao.
T e s e o . — ¿Así tan a la ligera diste la espalda a los
dioses?
160 A d r a s t o . — Es que me asustó la violencia de los dos
jóvenes.
T e s e o . — Seguiste tus impulsos en vez de tu razón.
A d r a s t o . — Y esto es lo que perdió a tantos capi­
tanes. (S e arrod illa.) Pero tú eres el hombre más fuerte
165 de Grecia, rey de Atenas. M e avergüenzo de abrazar
tus rodillas, en el suelo caído, yo que soy un anciano,
aunque en otro tiem po fui soberano poderoso; mas
tengo que ceder ante m i desgracia. ¡Salva a mis muer­
tos, ten piedad de mis males y de estas madres de los
170 que perecieron! Han llegado sin hijos a la vejez canosa,
pero han soportado venir hasta aquí y poner su pie
en el extranjero arrastrando penosamente sus viejos
miembros. N o vienen com o embajadoras a los miste­
rios de Deméter, sino con intención de enterrar a sus
muertos. ¡Ellas debían haber sido enterradas por las 17 3
m a n o s de sus hijos, alcanzando un funeral a su tiem po!

L o sensato es que el rico ponga sus ojos en el po­


bre y que el pobre m ire al rico con emulación, para
que también él tenga am or a las riquezas; y que los
afortunados sientan tem or del infortunio, y que el 180
poeta engendre con alegría los cantos que engendra;
que si no tiene este sentimiento, nunca podrá compla­
cer a los demás cuando en su interior está herido. N o
es lógico*.
Es cierto que podrás decirme: «¿ P o r qué das de
lado a la tierra de Pélope y pones esta carga sobre los íss
hombros de Atenas?» Debo explicarte las razones:
Esparta es un pueblo cruel y de carácter pérfido, los
demás son pequeños y débiles.
Sólo tu nación podría soportar este trabajo, pues 19 0
sabe poner sus ojos en los desgraciados y tiene en ti
a un pastor joven y aguerrido. Muchas ciudades han
perecido por falta de un conductor de su pueblo.
C o r if e o . — También yo, Teseo, me adhiero a sus
razones; ten compasión de m i infortunio.
T eseo . — Y a he disputado con otros sobre esto 195
mismo esgrimiendo el argumento que sigue: decía al­
guien que los hombres poseen males en m ayor can­
tidad que bienes, pero yo sostengo la opinión contraria

» Los versos 176-183 resultan un tanto extraños a primera


vista en este contexto. Por ello se ha tratado de resolver el
problema que presentan ya sea considerándolos interpolados
( B o t h e , 177-178; Paley, 180-183) o suponiendo una laguna detrás
del 179 ( K i r c h h o f f ) y entendiendo que se trata, una vez más,
de una generalización ilustrativa de un caso particular. H. Gré-
C o i r e (págs. 84 y sigs.) cree que los versos perdidos dirían
algo así como «(perdona si no hablo con la elocuencia de que
tengo fama: es necesario que el orador sea persuasivo) y que
el poeta engendre», etc.

TRAGEDIAS. I I . — 3
200 de que los mortales tienen más bienes que males. Si
esto no fuera así, no podríamos estar sobre la tierra.
Y o alabo al dios que arrancó nuestra vida de un es­
tado confuso y bestial: prim ero nos puso dentro el
entendimiento y luego de dam os la lengua com o men­
sajera de palabras — de form a que comprendiéramos
205 el sentido de las mismas— nos entregó el sustento de
los frutos y a los frutos las líquidas gotas del cielo para
alimentar lo que nace de la tierra, para regar su vientre.
Además de esto, nos ha donado defensas contra el
mal tiem po para que nos protejam os contra la intem-
210 perie de dios; y naves para el m ar a fin de que pudié­
ramos intercam biam os mutuamente los frutos que la
tierra produce entre dolores. Y cuando algo está ocul­
to y no lo acertamos a ver con claridad, nos lo inter­
pretan los adivinos mirando al fuego, a los pliegues de
las entrañas de las víctimas o a las aves 10.
215 ¿N o es cierto que somos caprichosos cuando dios
nos ha dado tales armas para nuestra asistencia y nos
parecen insuficientes? Es que nuestra mente anda bus­
cando ser más poderosa que dios y por tener arrogan­
cia nos creemos más sabios que los inmortales.
Tam bién tú perteneces a esa clase. N o fuiste pru-
220 dente al entregar tus hijas a dos forasteros, subyugado
por el oráculo de Apolo, en la idea de que ex isten 11 los

10 Esta exposición de Teseo responde a una concepción


positiva de la historia que surge del ambiente optimista de la
naciente democracia ateniense (cf. E squilo , Prom eteo 442-506;
Demócrito , B 5; G o r g ia s , B li a ; S ófocles, Antigona 332-371;
Hipócrates, V M 3). Se opone abiertamente a la concepción
pesimista que encuentra su m ejor expresión en H bsíodo
(Op. 176-179). Sobre este tema cf. G u t h r i b , A H istory o f Greek
Phüosophy, II, 473 y sigs., Londres, 1967-1969, y E d elstein , The
Idea o f Progress in Classical Antiquity, 1967 (espec. cap. II).
11 Seguimos aquí la lectura de los manuscritos, aunque pre­
cisando que z6nt6n tiene un valor más pleno que el que hemos
dado: «existen y son reales en su poder» (cf. C o n a c h e r ...).
dioses. Y al mezclar con sangre impura tu brillante
m a n sión, abriste una llaga en tu familia. Debías, si
eras prudente, no haber mezclado lo justo con lo in­
justo, sino haber adquirido para tu casa aliados con 225
fortuna. Dios pensó que vuestros destinos eran comu­
nes y arrastró a la perdición, junto con el azote del
culpable, a quien no era culpable ni había delinquido.
A r r a s t r a s t e a la guerra a los argivos, a pesar de las 230
predicciones de los adivinos; deshonraste a los dioses
conculcando sus leyes con violencia y arruinaste tu
ciudad. Te dejaste arrastrar por unos muchachos que
se complacen con la honra y atizan las guerras contra
justicia. Destruyen a los ciudadanos, uno con tal de
mandar un ejército, otro por sentirse superior tenien- 235
do poder en sus manos, otro por sacar provecho sin
pararse a m irar si el pueblo recibe daño al soportar
la guerra...
Hay tres clases de ciudadanos: los potentados son
inútiles y siempre deseosos de poseer más; los que ca- 240
recen de medios de subsistencia son terribles y, entre­
gándose a la envidia la m ayor parte de su vida, clavan
sus aguijones en los ricos, engañados por las lenguas
de malvados demagogos. De las tres clases, la de en-
m e d io 12 es la que salva a las ciudades, pues guarda el 245
orden que imponen los Estados.
Entonces, ¿cómo voy a ser tu aliado? ¿Qué razón
válida daré a mis ciudadanos? ¡Vete en paz! Si no has

Hemos de reconocer, sin embargo, que es sugestiva la co­


rrección dóntón hecha por Escalígero y admitida por muchos
editores (i. e. «en la idea de que fueron los dioses quienes se
las entregaron» (s. e. las hijas).
12 No es la única ocasión, en literatura griega, que se alude
a una «clase media» (m oira en mesoi) o a una posición «media»
o «moderada» (métrios, mésos, mesótés). Cf. T eogmis , 336;
F ocílides , 12; S olón, 4.7. Sobre el tema cf. H. B engl , Staats-
theoretische Probleme in Rahmen der attischen, venehmlich
euripideischen Tragódie, Munich, 1929.
tomado una buena decisión, carga la culpa a tu mala
fortuna y déjanos en paz.
25o C o r i f e o . — Se equivocaron, com o es propio de jó ­
venes. Mas debes tener piedad de éste.
A d r a s t o . — N o te hemos elegido como juez de nues-
255 tros males. Hemos venido a ti, soberano, com o médico
de ellos; tampoco com o acusador ni verdugo — aunque
se pruebe que he obrado mal— , sino para buscar ayuda.
Si no quieres dármela, será fuerza que me contente con
tu decisión. ¿Qué puedo hacer?
Vamos, ancianas, marchad, dejad aquí m ism o vues­
tro brillante ramo coronado de hojas, poniendo por
260 testigos a los dioses y a la tierra, a la diosa Deméter,
productora de trigo, y a la luz del sol, de que las sú­
plicas a los dioses no nos han bastado.
C o r i f e o . — (T e s e o , no olvides que somos parien­
tes: tú eres hijo de la hija de Piteo 13, > el cual era hijo
de Pélope, y nosotros, al proceder de la tierra pelopia,
265 tenemos la misma sangre paterna que tú. ¿Qué harás?
¿Traicionarás a tu estirpe y arrojarás de tu tierra a
unas ancianas sin que obtengan nada de lo que debían
obtener? No, no, el animal tiene como refugio una
cueva, el esclavo los altares de los dioses y un Estado
busca cob ijo en otro Estado cuando hay tempestad. De
270 las cosas humanas, ninguna es posible que sea feliz
por completo.

C o r o 14.
Sem icoro A.
Marcha, infortunada, del sacro recinto de Persé-
fone. Marcha y suplica — poniendo tus brazos en sus

13 Hay una laguna, detectada por Can ter, al comienzo de


la intervención del Corifeo, que hemos traducido siguiendo la
restauración tentativa de H. G re go ire.
14 En este pasaje coral nos apartamos de la distribución en
semicoros propuesta p o r H e r m a n n y seguida por M u r r a y . Acep-
rodillas— que me entregue los cuerpos de mis hijos
difuntos — ¡ay de m í!— , los mozos a quienes perdí 2 7 5
ju n to a los m uros cadmeos u.

Semicoro B.
¡P o r tu m entón! — a ti m e d irijo, amigo, el más
noble de la Hélade caída ante tus rodillas y manos yo,
la desdichada. Ten com pasión de ésta que exhala p o r 280
sus hijos un canto lúgubre, penoso, penoso, de esta su­
plicante, de esta mendiga.

Semicoro A.
H ijo , no m ires con indiferencia, te suplico, a mis
hijos sin tumba — que tienen tu edad— com o presa de
las fieras en tierra de Cadmo.

Semicoro B.
Contem pla en mis ojos el llanto; estoy postrada
ante tus rodillas para conseguir una tumba para los 285
míos.
T e s e o . — Madre, ¿por qué lloras poniendo ante tus
ojos el velo sutil? ¿Es por oír los lamentos de dolor
de éstas? También a m í han llegado. Levanta tu blanca
cabeza, no llores sentada com o estás junto al venera- 290
ble altar de D e ó ,é.
E tra . — jAy, ay!

tamos, en cambio, la de C ollard : 271-274 pertenecen al Semi­


coro A, que incita a B a que suplique a Teseo (75-76); en 77-81
B realiza la súplica, en 82-83 A y en 84-85 B insisten en la
súplica.
15 A continuación hay dos versos, que excluye el editor por
atentar contra la métrica e incluso contra la gramática, cuya
traducción seria: «¡A y de m il, tomad, llevad, dirigid vuestras
183
viejas manos desdichadas.» Parece —cf. C o lu r o , — que se
trata de una interpolación, probablemente de actor, a base de
Hécuba 62 y sigs.
m Deó es un hipocoristico, una abreviatura poética de
Deméter.
T eseo . — N o tienes tú que lamentar las desdichas
de éstos.
E t r a . — ¡Ay pacientes mujeres!
T eseo . — Tú no eres de su raza.
E t r a . — H ijo, ¿quieres que diga algo bueno para ti
y el Estado?
T eseo . — Sí, que también de las mujeres proceden
muchas sabias decisiones.
295 E t r a . — Sin embargo, las palabras que albergo me
inducen a vacilar.
T eseo . — Has dicho algo indigno: ¡ocultar palabras
útiles para los tuyos!
E tra . — Entonces jam ás se me reprochará que mi
300 silencio de ahora fue nocivo. N o pondré en manos del
miedo lo que considero bueno por temor al dicho de
que es inútil que las mujeres hablen bien.
H ijo, en prim er lugar te apremip a que no yerres
deshonrando las leyes divinas. ¡Cuidado, no vayas a
errar en esto cuando eres sensato en lo demás!
305 En segundo lugar, si hubiera que ser audaz con
quienes no han recibido agravio, yo me callaría de
buen grado. Ahora bien, considera cuánto honor te
puede reportar (a mí, desde luego, no m e produce
m iedo el aconsejarte) el constreñir con tu brazo a
hombres violentos que impiden a los muertos tener su
3 10 tumba debida y exequias; y poner coto a quienes tra­
tan de violar las tradiciones de toda la Hélade.
Pues en verdad los Estados se mantienen imidos
cuando todos protegen bien sus leyes.
P ero además, acaso alguien dirá que te intimidaste
315 por la debilidad de tu brazo, cuando te era posible
conseguir para tu pueblo una corona de buen nombre;
o que te ejercitabas en el liviano trabajo de com batir
a un feroz ja b a lí11, pero cuando tenías que poner todo

h Se refiere concretamente al jabalí de Crommlon —entre


tu empeño en afrontar las cimeras y las puntas de
lanza te revelaste como un cobarde.
N o hagas esto, hijo; no, si eres de mi sangre. 320
¿No ves que tu patria, vituperada por irreflexiva,
mira con ojos feroces a quienes la insultan, pues se
crece en el peligro? Los Estados blandos, cuyos actos
son sin brillo, miran sin brillo en su timidez. 325
H ijo, ¿no vas a prestar ayuda a los cadáveres y a
estas afligidas mujeres que te necesitan?
No temo por ti, pues tu empresa es de justicia.
Veo que el pueblo de Cadmo ahora es afortunado,
pero sé que hará otras tiradas con sus dados; pues 330
dios suele dar la vuelta a todo.
C o r if e o . — ¡Oh, mi más querida amiga!, tus pala­
bras son buenas para él y para mí; así que resultan un
placer para dos.
T e s e o . — Madre, mis palabras anteriores tienen ra- 335
zón para con éste. Le he manifestado en qué decisio­
nes creo que ha errado, pero también veo las razones
con las que me reprendes. Veo que no es propio de
mi carácter huir del peligro. Pues, por realizar muchas
hazañas, he cosechado entre los griegos la fama de 340
ser azote permanente de los malvados. Así que no es
posible que me niegue al esfuerzo.
Pues, ¿qué dirán mis enemigos cuando tú, mi pro­
pia madre y la que más tem e por mí, eres la prim era 345
en instarme a afrontar este trabajo?
Lo haré, voy a tratar de liberar a los cadáveres con
la persuasión de mi palabra; pero si no es posible, lo
llevaré a cabo con la violencia de la lanza y sin la en­
vidia de los dioses.

Corinto y Mégara. En realidad era una cerda salvaje, madre del


jabalí de Calidón. Es uno d e ' los muchos trabajos que se le
atribuyeron a Teseo (como la muerte de los bandidos Simis y
Estirón, la del Minotauro, etc.) en el intento de Atenas por
hacer de éste un héroe similar al dorio Heracles.
Quiero que todo el pueblo adopte esta decisión.
35o La adoptará si yo lo deseo, pero si les comunico mi
palabra tendré al pueblo m ejor dispuesto. Pues y o lo
he convertido en soberano liberando este Estado, dán­
dole sufragio igualitario.
355 Tom aré a Adrasto como garante de mis palabras y
marcharé a la. asamblea de mis ciudadanos. Después
de persuadirlos, reuniré mozos atenienses selectos y
m e presentaré aquí. Firm e y en armas, haré llegar a
Creonte mensajeros con el ruego de que devuelva los
cadáveres.
(A las suplicantes.) Conque, vamos, ancianas, reti­
rad de m i madre las venerables bandas, que voy a
360 tom arla de la mano para llevárm ela a casa de Egeo.
Pues es un m iserable el h ijo que no asiste a su vez a
quienes lo engendraron. Ésta es la más hermosa asis­
tencia recíproca; pues quien da, recoge de sus propios
hijos lo que él da a sus padres. (Salen todos p o r la
derecha.)

Coro.
Estrofa 1*
365 ¡O h Argos, criadora de caballos, oh llanura de m i
patria! ¡Habéis oíd o esto, habéis oído al soberano san­
tas palabras sobre los dioses y santas para la gran
tierra de Pelasgo y para Argos!

Antístrofa 1.*
370 ¡O jalá al térm ino suprem o de m is males llegara!
¡O jalá recobrara ya el cadáver sangriento, o rgu llo de
una madre, e hiciera, para m i beneficio, a la tierra de
ln a co aliada!

Estrofa 2.*
H erm oso adorno para los Estados es el esfuerzo
3 7 5 piadoso y arrastra eterno agradecimiento. ¿Qué deci-
sión tomará conm igo Atenas? ¿Acaso hará un tratado
y cobrarem os tumbas para nuestros hijos?

Antístrofa 2.*
Defiende a una madre, ¡oh ciudad de Palas!, que
no lleguen a manchar las leyes de los hombres. Tú,
en verdad, veneras la justicia y no concedes nada a la
injusticia; tú siem pre protejes a todo lo que carece 38o
de fortuna. (Entran por la derecha Teseo, Adrasto, un
heraldo y guardias.)
T eseo . — (Dirigiéndose al mensajero.) Ésta es tu
habilidad permanente: servir al Estado y a m í lle­
vando mensajes en todas direcciones. Conque cruza
el A s o p o 18 y la corriente del Ismeno y comunica estas
palabras al venerable tirano de los Cadmeos:
«Teseo te pide por favor que le permitas enterrar a 385
los muertos, ya que habita un país vecino. Desea ob­
tener esto y mantener tu amistad con todo el pueblo
de los Erecteidas.»
Si se avienen, vuelve rápido después de elogiarlos.
Pero si no te hacen caso, éste será tu segundo mensaje:
«Que se dispongan a recibir el cortejo de m is hom- 390
bres armados.»
El ejército está acampado, se le ha pasado revista
y está dispuesto ahí, junto al sagrado C alícoro19.
Por otra parte, también el pueblo ha aceptado de
buen grado y con gusto esta carga cuando ha sabido
que yo la quiero. ( E n tra un heraldo tebano p o r la
izquierda.) ¡Vaya! ¿Quién es éste que viene a interrum- 395
pir mis palabras? A l parecer — aunque no lo sé de

11 El Asopo era el río más importante al Sur de Beoda,


que formaba en su parte superior vina frontera entre Tebas y
Platea.
19 Fuente sagrada de Eleusis, situada en el extremo Noroeste
del recinto sagrado de Deméter, donde ésta, según el m ito, des­
cansó en la búsqueda angustiada de su hija Kore.
fijo— es un heraldo tebano. ( Dirigiéndose al heraldo
ateniense.) Espera por si éste te evita la m olestia y
viene adelantándose a mis designios.
H eraldo . — ¿Quién es el tirano de esta tierra? ¿A
400 quién tengo que comunicar las palabras de Creonte,
dueño del país de Cadmo, una vez que ha muerto
Eteocles ante las siete puertas por la mano hermana
de Polinices?
T eseo . — Forastero, para empezar, te equivocas al
405 buscar aquí un tirano. Esta ciudad no la manda un
solo hombre, es libre.
El pueblo es soberano mediante magistraturas anua­
les alternas y no concede el poder a la riqueza, sino
que también el pobre tiene igualdad de derechos.
H e rald o . — Como en el a jed re z20, en esto nos con-
4 io cedes ventaja: la ciudad de la que vengo la domina un
solo hombre, no la plebe. N o es posible que la tuerza
aquí y allá, para su propio provecho, cualquier político
que la deje boquiabierta con sus palabras.
A l pronto se muestra blando y le concede cualquier
415 gracia, pero en seguida la perjudica y, con inventadas
patrañas, la oculta sus pasados errores y consigue es­
capar de la justicia.
Y es que ¿cómo es posible que un pueblo, que no
es capaz de hablar a derechas, pueda llevar derecha a
su ciudad?
E l tiem po enseña que la reflexión es superior a la
precipitación.

20 P ettoi es el nombre genérico para los juegos de «tablero*,


pero aquí realmente se refiere al juego de damas o de ajedrez,
y más concretamente al denominado Póleis (como demuestra
quizás el que, humorísticamente, la primera palabra que apa­
rece a continuación es Pólis). Cf. sobre esto Lammer, R. E.,
X III, 2, 1966 y sigs.
Un labrador miserable, aún no siendo ignorante, 420
es incapaz de poner sus ojos en el bien común, como
demuestran los hechos.
Y, en verdad, es dañino para los hombres superio­
res el que un villano alcance prestigio por ser capaz
de contener al pueblo con su lengua, alguien que antes 42 5
no era nadie.
T e s e o . — Ingenioso es este heraldo, aunque dice
palabras que no vienen al caso. Y a que has iniciado
esta disputa, escucha, pues tú has sido el prim ero en
establecer la discusión.
Nada hay más enemigo de un Estado que el tirano.
Pues, para empezar, no existen leyes de la comunidad 430
y domina sólo uno que tiene la ley bajo su arbitrio.
Y esto no es igualitario.
Cuando las leyes están escritas, tanto el pobre como
el rico tienen una justicia igualitaria. El débil puede 4 3 5
contestar al poderoso con las mismas palabras si le
insulta; vence el inferior al superior si tiene a su lado
la justicia.
La libertad consiste en esta frase: «¿quién quiere
proponer al pueblo una decisión útil para la comuni­
dad?» El que quiere hacerlo se lleva la gloria, el que 440
no, se calla.
¿Qué puede ser más dem ocrático que esto para una
comunidad?
Es más, cuando el pueblo es soberano del país, se
complace con los ciudadanos jóvenes que form an su
base; en cambio, un rey considera esto odioso y eli- 445
mina a los m ejores y a quienes cree sensatos por miedo
a perder su tiranía.
Y entonces, ¿cómo es posible que una nación llegue
a ser poderosa, cuando se suprime la gallardía y se
siega a la juventud com o a las espigas de un trigal en
primavera?
450 ¿Para qué atesorar riqueza y bienestar para nues­
tros hijos, si los mayores esfuerzos de nuestra vida
son en beneficio del tirano?
¿Para qué conservar vírgenes en casa a nuestras
hijas, si las estamos preparando como dulce placer de
los tiranos — cuando lo deseen— y lágrimas para
nosotros?
455 N o quisiera vivir más, si mis hijas van a ser novias
a la fuerza.
Estos argumentos son com o dardos que arrojo con­
tra los tuyos. Y ahora, ¿a qué vienes y qué quieres de
esta tierra? Te habrías marchado llorando, por tus
palabras altivas, si no te hubiera enviado un Estado.
460 Un m ensajero tiene por obligación retirarse inmediata­
mente, una vez que ha dicho lo que se le ha ordenado.
Que en el futuro Creonte envíe a m i ciudad un heraldo
menos charlatán que tú.
C o r if e o . — ¡Ay! ¡Ay! Cuando dios reparte bienes a
hombres indignos, se ensoberbecen como si siempre
fueran a ser afortunados.
465 H eraldo . — Hablaré ya. De lo disputado puede que
ésta, sea tu opinión, que la mía es la opuesta. ( Levanta
la voz en tono solem ne.) «P roh íbo y o y todo el pueblo
Cadmeo que Adrasto ponga el pie en esta tierra. Si ya
está en ella, que lo arrojes antes de que se ponga la
470 luz del sol — desatando el sagrado cobijo de las ban­
das— y no levantes los cadáveres por la fuerza, ya que
no tienes parentesco alguno con el pueblo de los ar­
givos.
Si m e obedeces, llevarás tu ciudad a buen puerto
475 sin oleaje; pero si n o , tendremos contigo y tus aliados
una gran tempestad de lanzas.»
Reflexiona y no te irrites con mis palabras. N o vayas
a darme una contestación altanera confiando en tus
brazos, en la idea de que tu ciudad es libre. L a espe­
ranza es cosa poco fiable y ha destruido muchos pue-
blos por dar pábulo a sus impulsos hasta la exage- 48o
ración.
Cuando un pueblo vota la guerra, nadie hace cálcu­
los sobre su propia m uerte y suele atribuir a otros
esta desgracia. Porque si la muerte estuviera a la vista
en el momento de arroja r el voto, Grecia no perecería 485
jamás enloquecida por las armas. Y eso que todos los
hombres conocemos entre dos decisiones — una buena
y una mala— cuál es la m ejor. Sabemos en qué medida
es para los mortales m ejor la paz que la guerra. La
primera es muy amada de la Musas y enemiga de las 490
Furias, se complace en tener hijos sanos, goza con la
abundancia. Pero somos indignos y, despreciando tales
bienes, movemos guerras y nos convertim os en escla­
vos del inferior, com o individuos y como Estados.
¿Y tú estás dispuesto a ayudar a tus enemigos
— que además están muertos— rescatando y enterran- 495
do a quienes perdió su propia insolencia? ¿Es que ya
no es justo que ardiera el cuerpo, alcanzado por el
rayo, de Capaneo, quien, al acercar su escala a las
puertas de Tebas, ju ró que arrasaría la ciudad, lo
quisiera dios o no lo quisiera? ¿N o es justo que el
torbellino arrebatara al a d ivin o21, arrojando su cua- 500
driga en una sima? ¿N o es justo que los demás capi­
tanes estén tirados ante las puertas con las costuras
de sus huesos quebrantadas por las piedras? Entonces
proclama en voz alta que tienes más juicio que Zeus
o confiesa que los dioses pierden con justicia a los 50 5
malvados.
El hombre prudente ha de amar prim ero a sus
hijos y luego a sus padres y a su patria, a la cual tiene
que engrandecer y no envilecer. Cosa peligrosa es un

21 Anfiarao, el único de los Siete que se opuso a la expe­


dición. Esquilo en los Siete atribuye su muerte al hecho de
haberse unido a hombres «im puros» y «deslenguados» (versos
6ÓM14).
general o un piloto temerario. Sabio es quien se man-
510 tiene sereno en el momento oportuno. A m i juicio, la
verdadera valentía es la previsión.
C o r if e o . — Fue suficiente el que Zeus los castigara,
vosotros no teníais que insolentaros de tal form a.
A drasto . — ¡Oh m aldito!...
T eseo . — Calla, Adrasto, ten tu boca y no adelantes
515 tus palabras a las mías. Éste no ha venido a ti como
mensajero, sino a mí. Soy yo quien tiene que con­
testar.
Prim ero contestaré al prim er punto. N o sabía yo
que Creonte fuera mi soberano ni que tuviera más
520 poder que yo para obligar a Atenas a hacer esto. Las
cosas irían contra corriente si fuera yo a recibir sus
órdenes.
N o soy yo quien ha levantado esta guerra ni tam­
poco vine con éstos a la tierra de Cadmo. Pero consi­
dero justo enterrar a los muertos — sin dañar a tu
525 pueblo ni provocar luchas entre hombres— por salva­
guardar la ley de todos los griegos. ¿Qué hay de malo
en esto? Si recibisteis daño por parte de los argivos,
ya están muertos, habéis rechazado al enem igo con
530 honor para vosotros y vergüenza para ellos. Vuestra
venganza ha llegado a su término. Dejad ya que la
tierra cubra a los muertos; que cada elemento vuelva
al sitio de donde vino a la luz: el espíritu al éter y el
535 cuerpo a la tie rra 22. Sólo poseemos nuestro cuerpo
para habitarlo en vida; luego, la que lo alimentó tiene
que llevárselo.
¿Crees que perjudicas a Argos no enterrando a sus
muertos? Te equivocas; atañe a toda la Hélade el que

22 No es la única vez que se expresa en Eurípides esta con­


cepción dualista del ser humano (cf. Helena 1014-1016; Orestes
1086; Electra 59; Hipsípile, fr. 60-93; Fragmentos 839.8 y sigs.;
908.4).
se deje sin enterrar a los m uertos y se les prive de lo 540
que tienen que obtener; pues si se impone esta cos­
tumbre, produciría cobardía en los valientes.
Además, ¿has venido a m í con palabras terribles
y amenazadoras y en cambio tenéis m iedo de que unos
cadáveres sean sepultados por la tierra? ¿Qué teméis
que suceda, que minen vuestro suelo si son enterrados 54 5
o que engendren en las entrañas de la tierra hijos que
vayan a vengarles?
Albergar temores miserables y sin fundamento es
un gasto necio de palabras.
Insensatos, ya conocéis las miserias humanas; núes- 550
tra vida es lucha. Unos hombres tienen éxito más
pronto, otros más tarde y otros en el momento. Y
mientras tanto dios juguetea caprichosamente con nos­
otros, pues el desafortunado le honra para alcanzar
fortuna y el afortunado lo ensalza por tem or a aban­
donar esta vida.
Es preciso, pues, saber esto para no dejarse llevar 555
por la ira si se recibe una pequeña injuria y no delin­
quir en cosas que dañen a toda la comunidad.
¿Cuál sería, entonces, la conclusión? Dejadnos en­
terrar a los muertos, ya que queremos ser piadosos. En
caso contrario, las consecuencias son claras: iré yo a 560
enterrarlos por la fuerza. Nunca se extenderá entre
los griegos la fama de que la antigua ley de los dioses
se han conculcado al alcanzarme a mí y a la tierra de
Pandión.
C o r if e o . — Adelante, que si salvaguardas la luz de
la Justicia, evitarás el reproche de los hombres. 565
H e r a l d o . — ¿Quieres que resuma mis palabras en
una?
T e s e o . — Habla si quieres. No eres precisamente
tímido.
H e r a l d o . — Jamás te llevarás de esta tierra a los
hijos de los argivos.
T e s e o . — Escúchame también a mí, si quieres, a
tu vez.
570 H e r a ld o .— Te escucharé, pues hay que ceder el
tumo.
T e s e o . — Me llevaré a los muertos de la tierra del
Asopo y los enterraré.
H e r a l d o . — Prim ero tendrás que arrostrar el pe­
ligro de las armas.
T e s e o . — Ya he soportado peligros de otra índole.
H e r a l d o . — ¿Es que tu padre te engendró para
enfrentarte a todo el mundo?
575 T e s e o . — No, sólo a los impíos y altaneros. N o cas­
tigamos a los buenos.
H e r a l d o . — Acostumbrados estáis tú y tu pueblo
a meteros en todo.
T e s e o . — Sí, pero por mucho esforzarse muchos
éxitos ha cosechado.
H e r a l d o . — Ven, pues, que el ejército de los «S em ­
b ra d o s »23 te alcanzará en mi ciudad.
T e s e o . — ¿Y qué belicoso A re s 24 puede descender
de una serpiente?
580 H e r a l d o . — Y a lo sabrás cuando lo sufras. Ahora
eres joven todavía.
T e s e o . — No conseguirás encender mi ánim o con tus
bravatas. Vamos, abandona esta tierra y llévate las pa­
labras inútiles que has traído. Nada hemos conse­
guido. (Sale el heraldo.)
585 Es preciso que se movilicen todos los que comba­
ten a pie y en carro; que los corceles se dirijan a la
tierra de Cadmo cubriendo de espuma sus testeras.
Marcharé en persona a las siete puertas de Cadmo lle-
590 vando agudo hierro entre mis manos. Y o mismo seré

23 Expresión que caracteriza a los tebanos, nacidos, según


el mito, de los dientes del dragón de Ares que Cadmo sembró
al fundar la ciudad (cf. también Heracles, 5).
24 Metonimia homérica con el significado de «guerrero».
heraldo. Y a ti, Adrasto, te ordeno que permanezcas
aquí; no quiero que mezcles tu suerte con la mía.
Y o solo, con m i propio destino, conduciré el ejér­
cito. A nueva guerra, nuevo conductor.
Sólo necesito una cosa: tener a m i lado a los dio­
ses protectores de la justicia. Todo esto sumado nos 595
dará la victoria. La virtud nada significa para el hom­
bre si no tiene a dios propicio. (Sale Teseo p o r la
izquierda.)

C o r o ( dividido en dos semicoros que d ia loga n )1*.


Estrofa 1.a
A. — ¡Ay miseras madres de míseros capitanes,
cóm o se asienta en m i vientre el pálido te rro r!
B. — ¿Qué nuevo grito es éste que profieres? 600
A. — ¿Cóm o resolverá la contienda el e jé rcito de
Palas?
B. — ¿Quieres decir si con las armas o con palabras
de acuerdo?
A. — Así sería m ejor. Pues si guerreras m uertes y
luchas, si ruidos de golpes contra el pecho en la ciudad tos
aparecieran, ¡ah desdichada!, ¿cuál sería m i culpa y
cuál m i explicación?

Antístrofa 1.a
B. — P ero quizá el Destino abata a quien brilla p o r
su suerte. Esta confianza m e envuelve.
A. — Sin duda afirmas que son justos los dioses. 610
B. — Pues ¿quién, si no, reparte él infortu nio?
A. — De los m ortales m ucho los dioses se distin­
guen.
B. — P o rq u e 26 te ves perdida con el te rro r pasado.
Justicia a justicia llama, m uerte a m uerte. De los ma- 6is

25 Aquí también seguimos, en la distribución de los semi­


coros, la propuesta de C o iu r d .
26 Se. «sin duda lo dices».

TRAGEDIAS, I I . — 4
les respiro los dioses a los m ortales dan, pues de todo
en sus manos está el térm ino.

E strofa 2*
A. — ¿Cóm o llegar podría a la llanura, de hermosas
torres llena, y abandonar la divina agua de Calícoro?
620 B. — Si algún dios alas te diera para acercarte a la
ciudad de los dos ríos, verías, sí, verías la suerte que
están corriendo tus amigos.
A. — ¿Qué destino, qué suerte aguarda al vigoroso
625 rey de esta tierra?

Antístrofa 2.a
B. — Volvem os a invocar a los dioses ya invocados.
E llos son nuestra confianza prim era en estos miedos.
A. — ¡Zeus, de nuestra antigua madre semental, de
630 la ternera hija de In a c o v , sé benévolo aliado de esta
m i ciudad!
B. — Devuélveme a la pira el adorno, él firm e asien­
to de tu ciudad. (Entra por la izquierda un soldado
como m ensajero.)
M ensajero . — Mujeres, he llegado con buenas no-
635 ticias que daros después de salvarme yo — pues fu i
capturado en la batalla que libraron junto a la có­
rlente Dircea las siete falanges de los capitanes muer­
tos. Os anuncio que Teseo es vencedor. Te voy a evitar
un largo interrogatorio: yo era un siervo de Capaneo,
640 a quien Zeus abrasó con su rayo encendido.
C o r if e o . — Amigo, agradable es la noticia de tu
regreso y tus palabras sobre Teseo. Pues si el ejército
de Atenas está a salvo, toda noticia es buena.
M ensajero . — Está a salvo y ha conseguido lo que
645 Adrasto debía haber conseguido con los argivos, a

27 La ternera es ío, en quien Zeus engendró a Épafo, de


quien fue biznieto Dánao.
quienes condujo desde el lnaco contra la ciudad de los
Cadmeos.
C o r ife o . — Y ¿cómo lograron levantar trofeos a
Zeus el hijo de Egeo y sus compañeros de armas?
Cuéntalo tú que estabas presente y alegra a quienes
se hallaban ausentes.
M e n s a j e r o . — Los brillantes rayos del sol — claro in- 650
d ic io a— alcanzaban la tierra. Y o estaba junto a las
puertas Electras y ocupaba, como observador, una to­
rre de buena visión. Entonces veo tres cuerpos de ejér­
cito: a los hoplitas que se extendían hacia arriba,
junto a la colina del Ism eno — como la llamaban— ; al 655
soberano en persona, al brillante hijo de Egeo con los
suyos, los habitantes de la antigua Cecropia, que ocu­
paban el ala derecha29; a los Paralios, al pie de sus
lanzas, junto a la fuente misma de A re s 30; a la caba- 660
llería, repartida por igual, que ocupaba los extremos
del campamento y a los carros junto a la venerable
tumba de Anfión.
El ejército de Cadmo estaba delante de las murallas
y detrás de los cadáveres por los que se combatía. Su 665
caballería se enfrentaba a la caballería y sus carros a
las cuadrigas.
Entonces el heraldo de Teseo dirigió a todos estas
palabras:
«Callad, guerreros, silencio; escuadrones cadmeos,
escuchad. Hemos venido en busca de los cadáveres 670
con ánimo de enterrarlos. Deseamos observar la ley
común a todos los griegos y no extender la matanza.»

28 Se. de la hora.
29 Seguimos, con G régoire y C o u m d , el orden de los w . 659-
666 transmitido por los manuscritos.
30 Probablemente el actual arroyo Paraporti, que desemboca
en el río Dirce. Es decir, la infantería estaba entre los ríos
Ismeno y Dirce, a unos 600 metros al Sur de los muros de
Tebas; los carros, al Norte.
Pero Creonte no envió heraldo alguno para contes­
tar estas palabras, sino que se mantuvo en silencio,
675 firm e junto a sus armas. Entonces los conductores de
las cuadrigas dieron comienzo a la batalla. Lanzaron
sus carros a través de la form ación contraria y pu­
sieron a los gu erreros31 en línea de combate. Y éstos
combatían a hierro, mientras que los otros dirigían los
caballos de nuevo junto a los guerreros para la lucha.
68o Cuando vieron la multitud de carros, trabaron com­
bate Forbante, je fe de la caballería erecteida, y los que
comandaban la caballería tebana. Y ora vencían, ora
eran vencidos.
685 Y o veía — aunque no lo oyera, pues estaba donde
combatían carros y guerreros— todo este cúmulo de
destrozos y no sé qué describir prim ero, si el polvo
que se elevaba hasta el cielo — abundante com o era—
690 o los guerreros arrastrados por las riendas o los to­
rrentes de roja sangre, pues unos quedaban tendidos
y otros caían de cabeza violentamente contra el suelo,
al quebrarse los carros, y perdían la vida contra los
pedazos del carro.
Como Creonte viera que nuestro ejército vencería
695 con la caballería, em brazó su escudo y se lanzó antes
de que el desánimo cundiera entre sus guerreros. Pero
Teseo no se dejó vencer por la vacilación y, tomando
sus brillantes armas, se lanzó al pu nto32.
H icieron que todo el ejército trabara combate en
700 el centro y mataban, morían, se transmitían las órde-

31 Se refiere concretamente a los guerreros que van junto


al conductor en los carros de la época homérica, aunque en
Homero los conductores del carro no «vuelven a la lucha»
(cf. Ilía d a 'V 261 y sigs., X V II 501 y sigs.). Todo este pasaje es
épico en espíritu y lengua.
32 También aquí conservamos el orden tradicional de los
w . 697-703.
nes a grandes voces: «¡A taca! ¡Firme la lanza contra
los Erecteidas!»
El batallón de los hombres nacidos de los dientes
del dragón se batía terriblem ente e hizo retroceder
a nuestra ala izquierda, pero la suya huyó superada 70 5
por nuestra derecha. Así que el combate se mantenía
equilibrado.
En este punto habría que elogiar a nuestro general.
Pues no contento con esto, se dirigió a la parte más
débil de su propio ejército y rom pió a gritar de form a 710
que la tierra retumbaba: «H ijos, si no contenéis las
fuertes lanzas de estos hombres ‘sembrados’, la ciu­
dad de Palas está perdida.»
Así que excitó la audacia de todo el ejército de los
Cranaidas33 y tomando él mismo su arma de Epidauro,
su terrible m aza34, hacíala girar como una honda; y 715
lo mismo segaba cuellos y cabezas que cortaba con el
hierro los tallos de las cimeras. A duras penas consi­
guieron darse a la fuga. Entonces yo rom pí a gritar y
bailar y a golpear mis manos. Ellos se dirigieron hacia 720
las puertas y por la ciudad se extendió un clamor, una
gritería de jóvenes y ancianos, y en su huida aterrori­
zada llenaron los templos. Y aunque estaba en sus
manos invadir las murallas, Teseo se contuvo, pues
decía que no había ido a arrasar una ciudad, sino a 725
reclamar unos cadáveres.
Éste es el conductor que hay que elegir, el que es
fuerte en el peligro y desprecia a la multitud desen­
frenada que — cuando alcanza un éxito— pierde la fe- 730

33 Los descendientes de Cranao, i. e. los atenienses. Se duda


si Cranao existió alguna vez o es un epónimo creado artificial­
mente para la «ciudad de la Roca».
34 La maza que Teseo arrebató a Perifetes, el bandido de
Epidauro —hazaña grabada en la metopas del Teseidon de
Atenas—.
licidad que podría haber seguido disfrutando por que­
rer ascender a los últimos escalones.
C o r if e o . — Ahora sí creo en los dioses, después de
conocer la desesperación. Ahora me parece que tengo
menos infortunio porque los dioses han cobrado su
justicia.
A d r a s t o . — Oh Zeus, ¿por qué dicen entonces que
7 35 los miserables mortales tenemos juicio? En verdad de­
pendemos de ti y actuamos de acuerdo con lo que tú
deseas en cada circunstancia.
A nuestro entender, Argos era irresistible siendo
tantos y tan jóvenes nuestros brazos. Cuando Eteocles
740 nos ofreció un acu erdo35 — deseando terciar— no qui­
simos aceptarlo. Y ésta fue nuestra perdición.
Y ahora... el que entonces fue afortunado, e l insen­
sato pueblo de Cadmo, se ha insolentado com o un
pobre con riquezas recién adquiridas. Y al hacerlo se
ha perdido de nuevo.
745 ¡Fatuos mortales que tendéis el arco más de lo
oportuno y recibís de la justicia innumerables males!
Tom áis lecciones de los hechos, ya que no de los ami­
gos. Y vosotros, Estados, que podéis conjurar el mal
por la palabra, dirim ís vuestros asuntos con la sangre,
750 no con la palabra. Pero ¿a qué todo esto? Quiero saber
cómo te salvaste. Después preguntaré por lo demás.
M ensajero . — Cuando el tumulto de las lanzas sa­
cudió a la ciudad, atravesé las puertas por las que
estaba entrando el ejército.

35 Es la segunda vez en una obra de Eurípides (cf. también


Fenicias 813) en que se alude a la posibilidad de llegar a
un acuerdo entre Eteocles y Polinices que falta en el mito.
Pero según C o llab d, en Fenicias serla un procedimiento de
Eurípides para provocar un agón entre los dos hermanos, aquí
para resaltar la obstinación de Adrasto. En contra, cf. F. Jep-
pesen, *E teoklious sfmbasis nochmals zur Deutung des Nlo-
biden - Kraters G. 341», AI, XL, 3 (1968).
Adrasto . — Pero ¿traéis los cadáveres por los que
se originó el combate?
M ensajero. — Sí, pero sólo los de quienes coman- 755
daban los siete escuadrones.
A drasto . — ¿Qué dices? ¿ Y dónde está el resto de
los muertos?
M ensajero . — Se les enterró en los valles del Ci-
terón.
A drasto . — ¿Por la parte de Atenas o por la parte
de Beocia? ¿Y quién los enterró?
M en sa ie r o . — Teseo, allí donde se alza la roca Eleu-
terís de larga sombra.
A drasto . — ¿Y dónde ha dejado, al venir, los cadá- 760
veres que no enterró?
M ensajero . — Cerca, pues todo lo que recibe la
atención debida está cercano.
A drasto . — ¿Acaso los siervos los levantaron con
desagrado del montón de muertos?
M ensajero . — Ningún esclavo se encargó de este
trabajo.
A drasto . — ¿Entonces fue Teseo en persona quien
lo h izo?36.
M ensajero . — Así lo afirmarías, si hubieras estado
presente cuando mimaba los cadáveres.
A drasto . — ¿Lavó él en persona las heridas de esos 705
desdichados?
M ensajero . — Sí, y les tendió yacijas y cubrió sus
cuerpos.
A drasto . — ¡Terrible peso y lleno de vergüenza!
M ensajero . — ¿Por qué van a sentir vergüenza los
hombres por sus mutuos males?
A drasto . — ¡Ay de mí, cuánto habría preferido mo­
rir con ellos!

* Falta este verso en los manuscritos. Lo traducimos según


la reconstrucción de G r ég o ir e , pág. 131.
770 M en sajero. — En vano te lamentas y haces llorar
a éstas.
A drasto . — Así m e lo parece, pero al menos en
llorar ellas son mis maestras. Pero, vamos, voy a le­
vantar mis brazos p ara saludar a los cadáveres y de­
rram ar entre lágrimas los cantos de Hades.
775 Saludo a mis amigos, de los cuales privado lloro,
mísero, en soledad. Y es que el alma humana es la
única pérdida que no pueden recobrar los mortales,
una vez que se ha gastado. Que para el dinero hay
m edio de recobrarlo. (Sale el soldado.)
E n tra el c o rte jo fúnebre portando
los cadáveres. Detrás, Teseo.
C oro.
Estrofa 1.a
Buenas unas cosas, malas otras. Para la ciudad, la
78o fama duplicada; para los conductores del ejército, la
honra duplicada. Y para mí, de mis hijos los restos
contem plar, es amargo y bello espectáculo, pues veré
785 este día no esperado, mas contem plo de todos el mayor
dolor.

Antístrofa 1.*
¡O jalá soltera siem pre hasta hoy el viejo Tiem po,
padre de los Dias, m e hubiera hecho! Pues ¿qué nece-
790 sidad tenía yo de hijos? ¿ P o r qué pensar que sufriría
desbordante d olor si no m e ataba al yugo conyugal?
Ahora tengo ante mis ojos el más claro in fortu n io:
verm e privada de m is amados hijos. Mas ya los veo,
795 éstos son los cadáveres de los hijos que se m e fueron
— ¡desgraciada!— . ¿Cóm o podría yo perecer y descen­
der a un Hades com ún con estos mis hijos?

Estrofa 2.*
A drasto . — ¡Oh madres, el planto p o r los hijos bajo
8oo tierra resonad, vocead, en respuesta a mis lamentos!
C oro . — ¡H ijo s ! — ¡qué am argo saludo de vuestras
madres!— , a ti llamo, al m uerto.
A drasto . — ¡O h! ¡O h!
C o r o . — ¡Ay mis desgracias! sos
A drasto . — \Ay, ay!
C o ro . — ... 37.
A drasto . — ¡Oh, hemos sufrido...
C o r o . — ...lo s dolores más perros entre los do­
lores!
A drasto . — ¡Oh pueblo de Argos! ¿N o veis mi
destino?
C o r o . — Tam bién me contem plan a mí, la desdi­
chada, privada de mis hijos. sio

Antístrofa 2.a
A drasto . — Conducid los cuerpos de los infortuna­
dos que gotean sangre, degollados no dignamente ni
p o r dignas manos entre quienes la lucha fue saldada.
C o ro . — Dádmelos para en m i regazo, uniendo sus sis
manos a las mías, poner a m is hijos sobre mis brazos.
A drasto . — ¡Los tienes, los tienes!
C o r o . — ¡Qué excesivo es el peso de m i pena!
A drasto . — ¡Ay, ay!
C o r o . — ¿Para las madres no tienes un ay?
A drasto . — Ya me estáis oyendo M.
C o ro . — ¡Lamentas, pues, tu d olor y el m ío ! 820
A drasto . — ¡Ojalá en el p olvo las filas cadmeas me
hubieran degollado!
C o r o . — ¡Ojalá nunca m i cuerpo a cama de hom ­
bres se hubiera uncido!

37 Hay una laguna de siete sílabas, como se deduce por la


responsión: métricamente es un lecitio -U-U-U-.
34 Juego de palabras: Adrasto ha dicho dos veces ¡A y l y
lo repite una tercera en la contestación: «Y a me estáis oyen­
do» (atete mou).
Epodo.
A d r a s to . — Observad el piélago de mis males, oh
825 madres desdichadas p o r vuestros hijos.
C o r o . — Hemos abierto surcos con nuestras uñas,
hemos vertido polvo sobre la cabeza.
A d r a s to . — ¡Ay de mí, ay de m í! ¡Que me arrebate,
830 que desgarre m i cuerpo un vendaval, que caiga sobre
m i cabeza la llama del fuego de Zeus!
C o r o . — Amargas has visto las nupcias, amargo el
835 presagio de Febo. La E rinis de Edipo ha dejado de­
sierta su casa y ha venido con muchos lamentos.
T e s e o . — (Dirigiéndose al Coro). Aunque iba a in­
terrogarte cuando vaciabas tu llanto por el ejército,
840 lo dejaré. Renuncio a las palabras que pensaba diri­
girte, ahora voy a interrogar a A d rasto39. ( Dirigiéndose
a Adrasto.) ¿Por qué razón éstos poseían una natura­
leza que les hizo sobresalir entre los mortales por su
coraje? Contesta, como hombre hábil que eres, a estos
jóvenes ciudadanos. Pues tú lo sabes bien. Conozco los
845 actos de audacia con que pretendían destruir esta ciu­
dad y son mayores de lo que podría expresarse con
palabras. Hay una cosa que no te preguntaré para no
caer en el ridículo: con quién se enfrentó cada uno en
el combate y de qué enemigo recibió herida de lanza.
850 Estas palabras son inútiles para quien las oye y para
quien las pronuncia, si éste ha asistido a la batalla,
cuando una nube de lanzas pasa ante sus ojos, y pre­
tende relatar con exactitud quiénes han sido los va­
lientes.
N o podría preguntar esto ni creerlo a quien tenga
855 la audacia de decirlo. Sería difícil que alguien pudiera

39 Pasaje muy discutido. Nosotros seguimos en general el


texto de M u r r ay , aunque no su sugerencia de que Teseo entra
hablando («ib a a interrogarte») con un personaje mudo («con
algún jefe argivo»). Creemos que se refiere al Coro, a pesar de
las razones en contra que opone C ollard, II, págs. 318 y sigs.
ver lo que hay que ver cuando está a pie firme frente
al enemigo.
A d r a s t o 40. — Escucha, pues, ahora. Y ya que me con­
cedes el elogio de éstos, quiero de buena gana hablar
con verdad y justicia sobre mis enemigos. ¿Ves este 860
cadáver robusto al que ha atravesado el rayo? Es Ca-
paneo. Su fortuna era abundante, pero en m odo alguno
se jactaba de ella. Su orgullo no era m ayor que el de
un hombre pobre. Huía de quienes se vanagloriaban
en exceso de sus mesas y desprecian la frugalidad, pues
decía que el bien no se encuentra en alimentar el vien- 685
tre, sino que basta una mesa moderada. Era un amigo
de verdad para sus amigos, estuvieran presentes o no,
y el número de éstos no era grande. Su carácter, sin­
cero; bien hablado de lengua: nunca dirigió palabra 870
violenta ni a esclavos ni a ciudadanos.
Ahora me refiero en segundo lugar a Eteoclo, ejer­
citado en otra clase de virtud. Era joven y carente de
riquezas, pero ya tenía en la tierra argiva numerosos
honores. Aunque muchas veces sus amigos le ofrecie- 875
ron oro, no lo aceptó en su casa para no envilecer sus
costumbres bajo el yugo del dinero. Odiaba a los delin­
cuentes, no a la ciudad, pues a su juicio en nada era
culpable una ciudad que tuviera mala fama por causa sso
de un mal conductor.
El tercero de éstos, Hipomedonte, tuvo esta natu­
raleza:
Y a de niño ponía su audacia no al servicio de los
placeres de las Musas y de una vida muelle. Por el
contrario, habitaba en el campo, se complacía en dar 885

40 Este célebre pasaje —la oración fúnebre— es notable es­


pecialmente por su contradicción frente a la saga tebana, al
presentar a los Siete (especialmente Capaneo) como paradigmas
de areté cuando lo eran de h$bris. Hay autores que piensan
que se trata de una sátira intencionada contra las exageracio­
nes de las oraciones fúnebres del siglo v.
virilidad a su cuerpo con el rigor y, cuando iba de caza,
gozaba con los potros y tendía el arco entre sus manos
porque deseaba ofrecer a su ciudad un cuerpo útil.
Este otro, el h ijo de la cazadora Atalanta, el mozo
89o Partenopeo, sobresaliente por su belleza, era arcadio,
aunque fue criado en Argos cuando vino a la corriente
del Inaco. Mientras se educaba allí, nunca fue m olesto
para la ciudad ni m otivo de envidia, como conviene a
los metecos. N o era pendenciero, causa por la que sue-
895 len resultar en exceso fastidiosos tanto ciudadanos
com o forasteros. Y a en el ejército defendía a su país
como si fuera natural de Argos; se alegraba cuando la
ciudad conseguía una victoria y se entristecía cuando
tenía un fracaso. Aunque muchos hombres y también
900 m ujeres buscaban su amor, se cuidaba de no incurrir
en falta alguna.
De Tideo haré un gran elogio en breves palabras:
no brillaba por su palabra, pero en la batalla era hábil
maestro, capaz de inventar numerosas estratagemas. En
inteligencia era in ferior a su hermano Meleagro, pero
se creó una nombradla pareja en el arte de la guerra
905 y encontró un arte perfecto en el m anejo de las armas.
Su natural era inclinado a buscar la gloria; su coraje
era semejante en los hechos, no en las palabras41.
Después de estas palabras que he pronunciado, no
910 te extrañes, Teseo, de que estos hombres se arriesga­
ran a m orir ante las torres.
Pues el recibir una educación en gallardía produce
pundonor; cualquier hombre que se haya ejercitado
en actos de valor se avergüenza de ser cobarde. Y el
valor es enseñable, ya que también un niño aprende a
9i5 decir y escuchar aquello de lo que no tiene conoci­
miento. Lo que se aprende suele conservarse hasta la
vejez. Así que educad bien a vuestros hijos.

41 Creemos que no hay razón de peso suficiente para elimi­


nar, como hace M u r r a y siguiendo a B r u h n , los w . 902-906.
C o r o . — ¡H ijo , infeliz te crié, te llevé en m i vientre
soportando m i parto entre dolores! Y ahora Hades se 920
lleva él fru to de m is trabajos — ¡desgraciada!— y no
tengo quien alim ente m i vejez yo, que parí un h ijo, ¡la
malhadada!
T e s e o . — Entonces, al noble h ijo de Oicleo los dio- 925
ses lo arrebataron vivo, hasta las entrañas de la tierra,
con su misma cuadriga y pregonan su fama a los
vientos.
En cuanto al hijo de Edipo — me refiero a Polini­
ces— ( podría yo elogiarlo sin decir mentira, pues fue 930
mi huésped antes de que abandonara la ciudad de
Cadmo y se refugiara en exilio voluntario en A rg o s 42.
Pero ¿sabes qué quiero hacer con éstos?
A drasto . — Nada sé sino obedecer tus palabras.
T eseo . — A Capaneo, abatido por el fuego de Zeus...
A drasto . — ¿Es que quieres enterrarlo aparte com o 933
a cadáver sagrado?43.
T eseo . — Sí, y a todos los demás en una sola pira.
A drasto . — Y ¿dónde pondrás la tumba de éste se­
parándolo de los demás?
T eseo . — Aquí mismo, junto a este tem plo cons­
truiré su tumba.
A d r a s t o . — En realidad, de tal trabajo podrían en­
cargarse los esclavos.
T e s e o . — Y nosotros de ellos. Que avance el peso 940
de los cadáveres.
A drasto . — Y vosotras, desdichadas madres, mar­
chad junto a vuestros hijos.
T eseo . — Adrastro, no es conveniente eso que has
dicho.

42 El elogio de Anfiarao —el hijo de Oicleo— y Polinices lo


hace Teseo por hallarse ausentes sus cadáveres.
43 Todo lugar —o persona— tocado por el rayo de Zeus era
inaccesible y sagrado ( ábaton kai hierón). De ahí que se entie­
rro aparte a Capaneo.
A d r a s t o . — ¿Cómo? ¿Que las que parieron no deben
tocar a sus hijos?
T e s e o . — M orirían de verlos tan desfigurados.
945 A d r a s t o . — En verdad, las heridas ensangrentadas
de los muertos amarga visión son.
T e s e o . — ¿A qué, pues, añadir dolor a éstas?
A d r a s t o . — M e has convencido. (A l C oro.) Tenéis
que quedaros pacientemente en vuestro sitio. Tiene
razón Teseo. Cuando les hayamos puesto fuego, os lle­
varéis sus huesos.
9 50 Miserables mortales, ¿por qué tenéis armas y os
matáis mutuamente? Deteneos, que alejados de la gue­
rra conservaréis en paz vuestras ciudades con ciuda­
danos pacíficos. Poca cosa es la vida y es preciso re-
9 5 5 correrla hasta el final con la m ayor tranquilidad posible
y lejos de la desgracia. ( Avanza el co rte jo hacia las
piras.)
Coro.
Estrofa.
Ya no tengo hijos robustos, ya no tengo buenos
mozos, ya no tengo parte en la dicha entre las argivas
paridoras de hijos: Ártem is partera no d irigirá su pa-
960 labra alas sin hijos. M i vida está hecha de horas mal­
ditas y, com o nube errante, ando perseguida de vien­
tos de tormenta.

Antístrofa.
Siete madres siete hijos engendramos — ¡desdicha-
965 das!— , los más ilustres de Argos. Ahora sin hijos, sin
m ozos me m archito en lamentable vejez. N i entre los
9 7 0 m uertos ni entre los vivos me cuento; de unos y otros
m e aleja un singular destino.

Epodo.
S ó lo me quedan lágrimas y en casa el triste re­
cuerdo p o r m i h ijo : tonsuras de duelo, coronas para
m i cabeza, libaciones p o r los m uertos, cantos que re­
pugnan a A polo de greñas de oro. Gastaré mis mañanas
en lamentos, m ojaré con m is lágrimas constantes el
húmedo pliegue de m i peplo contra el pecho. (Aparece
Evadne sobre una roca que domina la pira de Capaneo.)
C o r if e o . — Mas he aquí que veo el fúnebre lecho 980
de Capaneo y su sagrada tumba fuera de este tem plo
__ofrenda de Teseo a los m uertos— .
Cerca de ésta veo a la esposa ilustre del héroe aba­ 985
tido por el rayo, Evadne, a quien engendró Ifis.
¿Por qué se habrá puesto sobre esa alta roca que
nomina este templo, después de ascender por el ca­
mino?
E vadne . — ¡Qué brillo, qué resplandor despedían en 990
el É te r el carro de Helios y Setene, donde veloces don­
cellas44 hacían cabalgar sus antorchas en la oscuridad
cuando la ciudad de Argos ensalzaba con sus cantos, 995
com o una torre, la felicidad de m is malditas nupcias
y de m i esposo Capaneo — ¡ay!— de broncínea arma­
dura!
A la carrera, en danza báquica, de m i casa he ve­ 1000
nido hacia ti para poner m i pie en la llama de la pira
y en tu misma tumba, para en el Hades destruir m i
apesadumbrada vida y los dolores de m i existencia. 1005
Pues es muy dulce la m uerte cuando se m uere con los
que se ama si dios lo ha decidido.
C or ife o . — Sin duda ves esta pira, tesoro que es 1010
de Zeus, sobre la cual te has puesto. En ella está tu
esposo abatido por los resplandores del rayo.
E vadne . — Tam bién veo m i final, veo dónde estoy y
la fortuna guía m is pasos, p ero en favor de m i fama
voy a arrojarm e desde esta roca y saltar dentro de

44 Pasaje corrompido e ¡interpretado de varias maneras.


Creemos que tiene razón C o lla r d en pensar que wjmphai se
refiere a jóvenes doncellas portando antorchas la noche de
bodas. Nuestra traducción respeta el texto transmitido.
1020 la pira. Voy a fu n d ir m i cuerpo con m i esposo que
arde entre las llamas; voy a presentarm e en el pala­
c i o 45 de Perséfone, m i cuerpo con su cuerpo, pues
jamás te traicionaré en m i alma a ti que has m uerto
1025 y estás bajo tierra. ¡Venga esa luz, vengan esos cantos
de boda! *6. ¡O jalá para mis hijos en Argos broten unio­
nes de justos him eneos! Santo es m i esposo y compa-
1030 ñero de lecho fundido ahora con la lím pid a vida de
su noble esposa. (E n tra Ifis.)
C o r if e o . — ¡Espera! Éste que se acerca es tu pa­
dre en persona, el viejo Ifis, para encontrarse con tus
inesperadas palabras. N o las conoce y le dolerá el
oírlas.
I f is . — ¡Oh desdichadas y desdichado anciano yo!
1035 H e venido con un doble dolor por mis hijos: para
transportar por mar a su tierra patria el cadáver de
m i h ijo Eteoclo, m uerto por arma tebana, y para bus­
car a m i hija, la esposa de Capaneo. Ha salido repen-
1040 tinamente de casa deseando m orir con su esposo. Y es
que durante un tiem po la tuve vigilada en sus habita­
ciones, pero cuando a flo jé mi vigilancia por los males
que m e rodean, salió. Creo que podría estar por aquí;
decidme si la habéis visto.
1045 Evadne. — Padre, ¿por qué preguntas a éstas? Aquí
estoy sobre una roca, como ave, levantándome en vuelo
siniestro sobre la pira de Capaneo.
I f is . — Hija, ¿qué viento te ha arrastrado?, ¿qué
ropas son ésas?, ¿por qué has traspasado el umbral
del palacio para venir a este lugar?

45 Doble sentido de thálamos como «palacio» y «cámara


nupcial».
* Los w . 1025-1029 se consideran desperati. El 1026 lo en­
tendemos al revés que se suele entender (como un grito ritual
incitando a la unión con Capaneo en Hades). En todo caso la
tradición de 1026-1029 es tentativa.
E vadne . — Te irritarías si escucharas mi decisión. 1050
N o quiero que m e oigas, padre.
I f i s . — ¿Por qué?, ¿no es justo que tu padre la
conozca?
E vadne . — N o resultarías juez im parcial de m i de­
cisión.
I f i s . — ¿Por qué vistes tu cuerpo con esos arreos?
E vadne . — Esta ropa busca algo ilustre, padre. 1055
I fis . — Tu aspecto no es el de luto por tu marido.
E vadne . — Estoy vestida para una acción nada co­
rriente.
I f i s . — ¿Y para ello te acercas a una tumba y a
una pira?
E vadne . — Aquí es donde voy a salir vencedora.
I f i s . — ¿Qué victoria vas a ganar? Quiero saberlo 1060
por tu boca.
E vadne . — Sobre todas las mujeres a quienes con­
templa el sol.
I f is . — ¿Con las labores de Atenas o por la sabi­
duría de tu mente?
E vadne . — Con mi virtud. Pues voy a yacer muerta
con mi esposo.
I f is . — ¿Qué dices? ¿Qué enigma siniestro tratas de
revelarme?
Evadne. — V oy a saltar sobre esta pira de Capaneo. 1oas
I fis . — ¡H ija, no digas esas palabras ante tanta
gente!
E vadne . — Eso es lo que quiero, que lo sepan todos
los argivos.
I f is . — N o perm itiré que hagas eso.
E vadne . — Es igual. N o podrás alcanzarme con tus
manos. M ira cóm o cae m i cuerpo no con agrado para 1070
ti, pero sí para m í y para m i esposo que ya arde
conmigo. ( Evadne se precipita sobre la pira.)
C o r o . — ¡Ay, m ujer, terrib le obra has realizado!

TRAGEDIAS, I I . — 5
I f is . — Estoy perdido en mi aflicción, hijas de los
argivos.
1075 C o r o . — ¡Ay, ay, sufriendo este terrib le d olor vas
a ver, desdichado, un acto audaz entre todos!
I f is . — N o podría encontrarse otro más doloroso.
C o r o . — ¡Ay, desdichado! De la suerte de E d ip o has
tomado tu parte, anciano, y también m i ciudad des­
graciada.
1080 I f is . — ¡Ay de m í! ¿Por qué no les es posible a los
m ortales ser jóvenes dos veces y dos veces viejos? Si
algo no va bien en casa podemos enderezarlo con pos­
teriores reflexiones, pero la vida no podemos. En
1085 cambio, si fuéramos dos veces jóvenes y viejos, po­
dríamos rectificar en caso de error al tener dos vidas.
Cuando y o veía a otros form ar familia, deseaba tener
hijos y m e consumía de deseo. Si hubiera llegado a
1090 este mom ento y experimentado qué significa el que un
padre se vea privado de sus hijos, nunca habría alcan­
zado la desgracia que ahora me aflije: el engendrar y
dar vida al joven más excelente y verme ahora privado
de él.
1095 ¿Qué tengo que hacer, desdichado? ¿Marchar a
casa?... ¿ Y ver la infinita soledad de mi palacio y mi
vida carente de recursos? ¿O marcharé al palacio de
Capaneo, aquí presente? Antes me era muy placentero,
noo cuando vivía m i hija. Pero ya no existe ella, que acer­
caba su boca a mi barba y sostenía esta mi cabeza entre
sus manos. Para un padre anciano nada hay más dulce
que una hija. Las almas de los hijos son más grandes,
pero menos dulces para las caricias.
¿N o m e vais a llevar con la m ayor rapidez a m i casa
nos y entregarme a la oscuridad? A llí m oriré consumiendo
m i anciano cuerpo en la inanición. ¿De qué me serviría
tocar los huesos de m i hija? ¡Oh implacable vejez,
cómo te odio! Cómo odio a quienes quieren alargar su
n i o vida y pretenden desviar el curso de la muerte con
comida, bebida y magia, cuando debían desaparecer
muriendo y dejar lugar a los jóvenes, una vez que de
nada sirven a su tie rra 47.
C o r o . — ¡Oh, hélos aquí! Ya son portados los
huesos de m is hijos m uertos. Sostened, siervos, a una
débil anciana. D el d olor p o r sus hijos no tiene fuerzas.
M ucho tiem po ha vivido y se ha consum ido entre m u­
chos dolores. ¿Qué mayor sufrim ien to entre los hom ­ 1120
bres podrías encontrar que ver a tus hijos m uertos?

Estrofa 1 .a
N i ñ o s 48. — Llevo, llevo, madre dolorosa, de la pira
los restos de m i padre, peso nada ligero p o r causa del 1125
dolor. He puesto todo lo que tenía en esta pequeña
urna.
C o r o . — ¡Ay, ay, niño, lágrimas produces a la que­
rida madre de los que m u rieron ! ¡U n pequeño m ontón 1130
de polvo a cam bio de tos más ilustres cuerpos que
jamás hubo en M icen as49.

Antístrofa 1.*
N iñ o s . — M adre sin hijos, sin hijos tú; y yo, p ri­
vado de m i desdichado padre, viviré huérfano en m i
casa desierta, lejos de los brazos del que m e engendró.
C o r o . — ¿Dónde están los sufrim ientos p o r m is hi­ 1135
jos y dónde la recompensa p o r mis dolores de parto?
¿Dónde está el alim ento de una madre, la ocupación
de unos ojos sin sueño, y dónde los besos de am or en
sus rostros?

47 Cf. para la historia de éste el mismo pensamiento en la


Jit. griega, Schadhw aldt, págs. 130-131.
48 Para la distribución Nifios-Coro en Estrofa 2.* y Antístro-
fas 2* y 3.*, seguimos la edición de G rég oire.
49 Micenas suele intercambiarse con Argos, que es lo que
aqui esperaríamos.
Estrofa 2.a
N iñ os. — ¡Se han ido, ya no existen! — ¡Ay de mí,
padre!— . Se han ido.
i i 40 C o ro . — E l éter es ya su morada, fundidos entre
la ceniza del fuego. Han alcanzado el Hades con su
vuelo.
N i ñ o s . — Padre, ¿no escuchas los lamentos de tus
hijos? ¿Cerraré filas un día para vengar, escudo en
brazo...
i i 45 C o ro . — ...su m uerte? Así suceda, hijo mío.

Antístrofa 2*
N iñ o s . — Todavía llegará la justicia, con la ayuda
de dios, para m i padre.
C o r o . — Aún no se ha dorm ido esta desgracia. ¡Ay
qué lam entos! Ya tengo suficiente desventura, ya está
bien de dolores.
u so N i ñ o s . — Algún día me recibirá la humedad del
Asopo com o conductor, en broncíneas armas, del ejér­
cito danaida...
C o r o . — ...y vengador de tu padre m uerto.

Estrofa 3.a
N iñ o s . — Todavía parece que te veo, padre, con mis
ojos...
C o ro . — ...dejando un beso ju n to a tu m ejilla.
i i 55 N iñ os. — P ero el ánim o que daban tus palabras se
ha marchado llevado p o r el viento.
C o r o . — D o lo r para los dos ha dejado: para su
m adre... y a ti nunca te abandonará el d o lo r p or tu
padre.

Antístrofa 3.a
N iñ o s . — Llevo tan grande peso que m e destruye.
ii60 C o r o . — Vamos, pondré su querida ceniza bajo m i
pecho.
N iñ o s . — L lo ro al o ír estas palabras tan odiosas.
M e han tocado el corazón.
C o r o . — H ijo , te has marchado. Ya no veré más esa
querida imagen de tu madre querida.
Teseo.— Adrasto y m ujeres argivas, ved a estos i i 65
niños que llevan en brazos los cuerpos de sus padres
que yo recobré. Y o y mi pueblo se los entregamos.
Vosotros debéis guardam os el agradecimiento acordán­
doos de ellos. Y viendo lo que habéis conseguido de 1170
mí, comunicad a vuestros hijos estas palabras: que
respeten a esta ciudad, transmitiendo de padres a hijos,
sin interrupción, el recuerdo de lo que habéis obtenido.
Sea Zeus testigo, y los dioses del cielo, de qué favor 1175
habéis alcanzado de nosotros.
A drasto . — Teseo, sabemos todo el bien que has
hecho a la tierra argiva cuando necesitaba ayuda.
Nuestro agradecimiento no envejecerá. Si hemos re­
cibido una acción noble, debemos corresponderos.
T eseo . — ¿En qué otra cosa tengo que ayudaros uso
todavía?
A drasto . — Sé dichoso, pues lo merecéis tú y tu
pueblo.
T eseo . — Así será. Que también alcances tú lo
mismo. ( Aparece Atenea sobre el tem plo.)
A tenea . — Escucha, Teseo, estas palabras de Atenea
y oye lo que has de hacer y con ello beneficiarte.
N o entregues esos huesos a los niños para que los 1 1 85
transporten a Argos, no te desprendas de ellos tan
fácilmente. Tómales antes juram ento a cambio de tus
esfuerzos y los de tu pueblo.
Esto es lo que tiene que jurar Adrasto — a él com­
pete, por ser rey, jurar por toda la tierra de los Da- 119 0
naidas— .
Su juram ento será que los argivos nunca marcharán
con armas enemigas contra esta tierra y que, si otros
vienen, opondrán sus lanzas para impedirlo. Si atacan
1195 conculcando el juram ento, que de nuevo la tierra argiva
perezca de mala manera
Ahora escucha en qué condiciones has de realizar
el sacrificio juratorio. Tienes dentro del palacio un
trípode de patas de bronce, que Heracles te encomen-
1200 dó para que lo pusieras junto al altar de Delfos,
cuando em prendió un nuevo trabajo, después de des­
truir los cimientos de Ilión. Corta sobre él tres cue­
llos de tres ovejas y graba el juramento en la cavidad
interior del trípode. Después entrégasela al dios que
se ocupa de Delfos para que lo guarde com o recuerdo
del juram ento y testim onio para la Hélade. E l afilado
1205 cuchillo con que abras a las víctimas y hagas correr
su sagre, escóndelo en las entrañas de la tierra, junto
a las siete piras. Si alguna vez atacan a la ciudad, en­
séñaselo, les producirá tem or y hará funesto su regreso
1210 a casa. Una vez que hayas realizado esto, escolta a los
cadáveres fuera del país y deja com o terreno sagrado
del dios pítico el lugar donde los cuerpos fueron pu­
rificados por el fuego, junto al cruce de los tres ca­
minos.
Estas palabras son para ti. A los hijos de los argi-
vos les digo: Cuando lleguéis a la mocedad, destruid
1215 la ciudad del Ism eno en venganza por la muerte de
vuestros padres. Tú, Egíales, reemplaza a tu padre en
la dirección del ejército y, contigo, el h ijo de Tideo, que
procede de Etolia, a quien su padre puso de nom bre
1220 Diomedes. Mas no debéis poner en marcha el ejército
broncíneo de los Danaidas, contra la muralla cadmea
de siete puertas, antes de que el vello som bree vues­
tra barbilla. Vuestra venida les será amarga, pues os

5° Escrito en la terminología, bien conocida del público de


Atenas, de los tratados que se grababan en estelas y colocaban
en el ágora.
habéis criado como cachorros de león para destructo­
res de su ciudad.
N o será de otra forma. En Grecia os llamarán los
E p íg o n o s 51 y seréis m otivo de canto para los venide- 1225
ros: ¡tal será la expedición que conduciréis con la ayuda
de dios!
T eseo. — Soberana Atenea, obedeceré tus palabras.
Tú me conduces derecho para que no yerre. Ligaré a
éste con juramento. Sólo te pido que m e pongas en el 1230
camino recto, pues si tú eres benévola con mi ciudad,
en el futuro vivirem os seguros.
C o r o . — Marchemos, Adrasto, prestem os juram ento
a este hom bre y a su pueblo Sus esfuerzos p o r nos­
otros son dignos de veneración.

si En efecto, diez años después de la fracasada expedición


de los Siete contra Tebas, los hijos de estos Siete —el coro de
niños de esta tragedia— atacaron de nuevo la ciudad, esta vez
con éxito, y la saquearon bajo el mando de Alcmeón. Entre los
Epígonos destacaban Egialeo, que murió en el ataque, y Dio-
medes, futuro héroe de la guerra de Troya. Cf. A p o lo d o ro ,
III.7.2; Pausanias, IX.5.13 y sigs.. etc.
HERACLES
1. Entre los años 4231-420 a. C., aproximadamente,
se representó por vez prim era en Atenas e l Heracles.
Eurípides había tom ado para esta obra algunos pa­
sajes de la saga de Heracles, aunque trastocó la tradi­
ción m ítica en varios puntos y añadió temas, personajes
y elementos nuevos. El argumento, a grandes rasgos,
es como sigue: L ico se lia apoderado de Tebas apro­
vechando la disensión entre los tebanos y, tras derrocar
a Creonte, pretende m atar a la fam ilia de Heracles
— Anfitrión, su padre; Mégara, su esposa, y sus tres
hijos— . Pero éstos se han acogido al asilo de los altares
y se mantienen a la espera de que vuelva Heracles.
Cuando han perdido toda esperanza y L ico va a
prenderles fuego, aparece el héroe, que restablece el
orden en Tebas; pero enloquece repentinamente por
obra de Lisa, la furiosa locura, enviada de Hera, y mata
a su esposa e hijos. Cuando vuelve en sí del sueño que
le ha producido Atenea, tras el m últiple parricidio, y
decide suicidarse, aparece Teseo que, tras un largo diá­
logo con él, le convence de que desista de su propósito
y le acompañe a Atenas.
De todo este conjunto, sólo pertenece a la tradición
mítica, tal com o la representan A polodoro y Feréci-
des, etc., el hecho de la m u erte1 de los hijos de H era­
cles, que está, incluso, enraizada en el cu lto 2, y la serie
de trabajos realizados por el héroe.
Del resto del drama, no están relacionados con la
saga de Heracles ni el personaje de Lico (es un puro
pretexto para resaltar la situación de la fam ilia del
héroe) ni el de Teseo, al menos en este momento de la
vida de Heracles. Sí es auténtico, en cambio, el rescate
de Teseo por Heracles del Hades, aunque no en todas
las versiones.
P o r lo demás, Eurípides cambia el orden de los
acontecimientos en la secuencia muerte-trabajos. Según
la tradición más extendida, Heracles realizó los traba­
jos tras matar a sus hijos y precisamente como expia­
ción, impuesta por el oráculo de Delfos, por este cri­
men. Aquí, por el contrario, la muerte de los hijos y
esposa es la culminación trágica e inesperada de la
brillante carrera del héroe. Esto lleva consigo también
la presencia de Anfitrión en Tebas como desterrado, lo
que no pertenece a la tradición mítica. Precisamente
su destierro se presenta aquí como causa de los tra­
bajos.
Finalmente, es casi seguro que también la intro­
ducción de Lisa es obra exclusiva de Eurípides, ya
verem os por qué razón.
Veam os más de cerca cómo se estructura el con­
tenido.

1 Aunque según otras ramas de la tradición:


a) Los hijos no fueron muertos por Heracles, sino por
«unos extranjeros» (cf. PIndaro, Nemea 3.79 y sigs. y
escolio).
b ) Mégara consiguió escapar y casó con Yolao, sobrino
y acompañante de Heracles, según A p o l o d o r o ,

2 En su honor se celebraba la fiesta Iolea de Tebas.


2. Tradicionalmente se ha dividido este drama en cuatro
con sendos Estásimos 3 (aparte de Prólogo y Éxodo).
e p is o d io s ,
Ei P rólogo (1-137) es formalmente más simple, menos ela­
borado que en obras posteriores (ej., Ion, Troyanas, E lectra).
Consta de una resis de Anfitrión, en la que éste presenta bre­
vemente la situación desastrosa de Heracles y su familia, así
como las causas y antecedentes de esta situación, seguida de
un corto diálogo entre él mismo y Mégara. En éste se profun­
diza en la situación angustiosa en que se encuentran, si bien
las últimas palabras de Anfitrión dejan abierta una puerta a
la esperanza («la desesperación es de hombres cobardes»). Sigue
el canto de entrada del coro, en que éste se muestra también
ligeramente confiado.
El P r i m e r e p is o d io (138-347) se inicia con un agón entre
Anfitrión y el tirano Lico, con dos resis bien elaboradas. Lico
justifica la decisión de matar a los niños basado en razones
de mera prudencia política («n o quiero dejar atrás vengado­
res»). Además, éstos no pueden basar su defensa en la no­
bleza y hazañas de su padre: éste era un cobarde, dado que
su arma era el arco, lo que le da pie para atacar esta arma
extendiendo la disputa fuera del marco mismo de la obra.
Anfitrión le contesta con otra resis bien estructurada en que
defiende a Heracles de la acusación de cobarde y elogia las
excelencias del arco, para terminar apelando a los griegos que
debían venir en su defensa y lamentando su incompetencia para
defenderse.
El agón termina con la decisión de Lico de acabar con la
familia de Heracles prendiéndoles fuego. Tras una larga y poco
corriente intervención del corifeo (que amenaza a Lico, pero
acaba reconociendo también su impotencia), hay una resis de
Mégara en que ésta incita a Anfitrión a morir con honor. En
este diálogo tanto uno como otro desesperan ya del regreso
de Heracles, y la intervención final de Anfitrión es un insulto

3 Recientemente K. A ic h ijle (en W. Jens, págs. 45 y sigs.)


lo ha distribuido en cinco episodios, dividiendo el cuarto en
dos, w . 815-873 para el cuarto y w . 909-1015 para el quinto. El
éxodo comenzaría, según él, en el v. 1042 (diálogo lírico de
Anfitrión con el coro).
a Zeus, indigno padre del héroe, en quien ya ha perdido la
fe. Mientras Mégara entra con los niños en el palacio para
amortajarlos —favor que ha conseguido de Lico— , el Coro
canta el
348 450
P r i m e r estAsimo ( - ), que de hecho constituye un canto
funerario en que se enumeran los trabajos de Heracles.
El Sbgundo episodio (451-636) consta formalmente de dos
resis (Mégara y Anfitrión) y dos esticomitías (Heracles-Mégara
y Heracles-Anfitrión).
Mégara sale con los niños amortajados y, en un patético
monólogo (que encubre un auténtico treno), recuerda las pro­
mesas que Heracles hizo a sus hijos, así como sus esfuerzos
de madre de buscarles novias entre la realeza, para terminar
invocando desesperadamente la aparición de Heracles. Sigue
una resis de Anfitrión en que suplica a Zeus, sin fe ya en él,
y se resigna a m orir invocando los cambios de la fortuna.
En este momento, inesperadamente, aparece Heracles. Tras
un breve diálogo de saludo, entabla con Mégara un diálogo
esticomítico en que ésta le pone al corriente de la situación,
terminando con una resis en que Heracles pierde los estribos
y amenaza con inundar con la sangre de sus enemigos los dos
ríos de Tebas 4.
Se inicia ahora un diálogo de Heracles con Anfitrión, seguido
también de esticomitía informativa (que introduce el tema de
Teseo, preparando así su aparición posterior) y terminando, en
estricto paralelismo con lo anterior, en una resis de Heracles
invitando a su familia a entrar en el palacio.
Emocionado por el regreso del héroe, el coro entona a con­
tinuación el S bgtjndo e s t á s im o (636-700), canto de añoranza
a la juventud en general y en concreto a la juventud de He­
racles.
El T e r c e r e p is o d io (701-733) es uno de los más cortos de
la tragedia griega. Consta simplemente de un breve diálogo
entre Lico y Anfitrión, en que éste incita a aquél a que entre
en el palacio. Cuando Lico cree que va a matar a la familia

4 Se ha visto en esta resis un intento, por parte de Eurí­


pides, de suavizar la introducción brusca de la locura de He­
racles; según esto, aquí Heracles daría muestras de los pri­
meros síntomas de locura.
de H e ra c les , re cib e la m u erte a m anos d e éste, c o m o o ím o s
d u ra n te e l
T e r c e r estAsimo (736-814), cuya primera estrofa consiste en
un epirrema en que alternan el Corifeo • Lico (gritando su pro­
pia muerte) y el Coro. La segunda y tercera estrofas son un
canto de triunfo y de acción de gracias a Zeus, lo que cons­
tituye un golpe maestro de ironía trágica, dado que de re­
pente aparecen en el
C u ar to e p is o d io (815-1015) Iris y Lisa van a infundir la lo­
cura en Heracles. Formalmente se presenta este episodio como
un segundo prólogo con diálogo entre Iris y Lisa que explican
el objeto de su presencia, seguido de un diálogo lírico en
docmios entre Anfitrión y el Coro, en que comentan, entre la­
mentos, la futura muerte de los niños y la ruina de la casa de
Heracles. La tercera escena de este episodio es tina escena de
Mensajero (precedido de un epirrema entre Coro y Mensa­
jero), en que éste informa sobre la locura del héroe y los ase­
sinatos de su familia.
El C u a r t o est As im o (1016-1087) tiene una estructura poco
común: tras un canto de lamentación astrófico, en que el Coro
compara este crimen con los más célebres de la Mitología
griega (el de las Danaidas, el de Proene), se inicia un diálogo
lírico entre Anfitrión y el Coro, que comentan el despertar de
Heracles.
El Éxodo (1088-1428), el más largo de los dramas de Eurí­
pides, consta de tres escenas. La primera es un diálogo, estico-
mítico en su mayor parte, entre Heracles (que vuelve en si) y
Anfitrión, en el que éste revela a aquél el crimen que ha co­
metido. Cuando Heracles se da plena cuenta de lo que ha
hecho, decide sucidarse. En este momento entra Teseo, que
entabla diálogo (primero esticomítico y luego epirremático) con
Anfitrión, quien le informa de lo sucedido.
El meollo del éxodo lo constituye el agón entre Heracles y
Teseo (formalmente tres resis Heracles - Teseo - Heracles pre­
cedidas y seguidas de esticomitías), en el que aquél muestra su
deseo y razones para m orir y éste trata de disuadirle. Por fin
vence Teseo y le lleva consigo a Atenas.
3. Ésta es otra de las obras que más juicios ne­
gativos ha cosechado por parte de los críticos de
Eurípides, especialmente en lo que se refiere a su
estructura. En efecto, consta de tres cuadros bien
diferenciados — la fam ilia de Heracles, la locura de
Heracles; Heracles y Teseo— , entre los que no hay
unidad aparente; la entrada de Iris y Lisa es absolu­
tamente inesperada y la llegada de Teseo, com o un
auténtico deus ex machina, para salvar a Heracles del
suicidio es no menos inmotivada, si bien antes se había
hecho referencia a Teseo y por tanto su aparición
resulta menos inesperada que la de Lisa.
Todo parece indicar que en esta tragedia Eurípides
ignora por com pleto la técnica teatral. Sin embargo,
dado que es obvio que es un gran dramaturgo, como
demuestran muchas de sus tragedias, es preciso bus­
car, una vez más, una explicación a esta «extraña»
estructura. Y esta explicación no puede ser otra cosa
que la idea trágica subyacente, la cual, com o es lógico,
ha generado esta form a com o la más adecuada. Es
probable que, una vez más, los críticos de esta obra
hayan acumulado sus reproches por no haber enten­
dido bien lo que Eurípides quiere transm itim os a tra­
vés de ella.
Es evidente para todo el que conoce la m itología
de Heracles que aquí este héroe se nos muestra más
a la m edida humana: muy alejado por un lado de su
naturaleza de semidiós, y por otro del héroe grosero
— infrahumano— cuya característica esencial es, quizá,
la exageración de sus apetitos. Es claro el intento por
parte de Eurípides de rescatar a Heracles de su divi­
nidad, humanizándolo hasta un grado sumo. De ahí que
a veces se ponga en dudas su origen divino (cf. ver­
sos 354-355) o que el Coro afirme con frase blasfema:
«é l es hijo de Zeus, mas en virtud supera su noble
cuna». Heracles encarna aquí la virtud de la philía
por excelencia: es el padre amantísimo, el esposo fiel,
el amigo leal. Frente a él las divinidades que aparecen
en el transfondo de la obra — Hera y Zeus— son pre­
cisamente sus opuestos: encarnan el odio y la ingra­
titud. Es claro que la obra no se reduce sólo a eso:
también hay su dosis de nacionalismo al querer atraer­
se hacia Atenas a un héroe extraño (com o Sófocles
hizo con Edipo), etc. Pero la idea central, que por otra
parte subrayan reiteradas metáforas, es precisamente
la del humanismo de Heracles, centrado en su philía,
frente a la inhumanidad de las divinidades.
Esta idea es, evidentemente, la que explica la es­
tructura y el tem po de la obra.
Para empezar, explica la prim era parte del tríptico
a la que se ha considerado irrelevante, además de
excesivamente lenta y reiterativa. Se piensa que sólo
sirve para preparar la segunda y que gran parte de
ella vale únicamente para m arcar un compás de espera.
Nada más falso. Es obvio que esta prim era parte era
absolutamente necesaria para marcar la situación de
aislamiento desesperado de la fam ilia de Heracles, ob­
jeto de su philía; para m arcar la falta de lealtad de
los tebanos hacia su bienhechor; para señalar la ingra­
titud de Zeus para con su h ijo y los hijos de su hijo.
Pero además está muy bien construido psicológica­
mente. Es un crescendo de la desesperanza de la fa­
m ilia de Heracles: si al principio hay una nota de
esperanza en las palabras de Mégara, Anfitrión y el
Coro, lentamente ésta va desapareciendo hasta culmi­
nar en el canto funerario del Coro en que celebra sus
hazañas porque, evidentemente, lo cree muerto.
La idea central explica, por otra parte, la aparición
inesperada de Lisa y la locura repentina de Heracles.
Es sabido que Eurípides domina la descripción de los
procesos psicológicos. Si hubiera querido presentarnos
un progresivo enloquecimiento de Heracles, podía ha-
TRAGEDIAS, I I . — 6
berlo hecho (com o describe magistralmente la progre­
siva vuelta en sí del héroe a través del diálogo con Anfi­
trión). Ahora bien, como lo que quiere subrayar es el
odio y la arbitrariedad de los dioses, nada m ejor que
introducirlos de repente enloqueciendo arbitrariam en­
te al héroe. Se ha dicho que Sófocles nunca presenta
desenlaces inesperados o desligados del desarrollo de
los caracteres. Tam poco lo hace Eurípides en muchas
de sus tragedias. Si Heracles enloquece en ésta sin que
se explique desde dentro es, precisamente, porque el
autor quiere resaltar la actuación arbitraria y desleal
del elem ento que actúa en toda tragedia griega desde
fuera y por encima: los dioses.
Finalmente, la intervención de Teseo. En este caso
no se trata de una intervención tan inesperada como
la de Lisa, aunque resulta igualmente inmotivada desde
dentro.
H e señalado antes que Teseo es como un auténtico
detis ex m achina5. Cuando la única solución que se
vislumbra es el suicidio de Heracles, aparece Teseo
para rescatarlo de la muerte, como él había sido antes
rescatado del Hades por Heracles. Esta parte repre­
senta, con respecto a la anterior, el m ovim iento opues­
to del péndulo: es el triunfo de la humanitas represen­
tada aquí por Teseo; de la amistad, como queda subra­
yado en numerosas ocasiones.
En fin, pienso que no se trata, efectivamente, de un
drama que se ajuste a los cánones de la tragedia de
un Sófocles (o de otras de Eurípides), pero ello es por
la sencilla razón de que es el contenido de la m i s m a
el que ha confirmado su propia forma.

5 Auténtico, porque los verdaderos deus ex machina de


Eurípides raras veces resuelven ninguna situación desesperada,
como ha demostrado S p i r a , Untersuchungen...
Aparte de esto, tiene valores innegables, como el
dominio de la ironía trágica: cuando ya desesperan de
que vuelva Heracles y Anfitrión acusa a Zeus de in­
grato, el héroe aparece de repente; cuando ya parecía
que Zeus se había puesto a la altura de sus deberes
como padre y vuelve la felicidad al hogar de Heracles,
repentinamente enloquece el héroe; cuando todo pa­
rece perdido, aparece Teseo para salvarle de la muerte.
Por otra parte, hay caracteres que están desarro­
llados con una riqueza enorme: Heracles mismo como
padre, esposo y amigo; Mégara como esposa abnega­
da y heroica, pero también como una madre «n orm a l»
preocupada por el m atrim onio de sus hijos en los
tiempos de felicidad; Anfitrión como anciano teme­
roso, pero al tiem po arrogante y astuto. Si Lico es un
carácter plano y unilateral, es porque sólo sirve como
contrapunto de la soledad y desvalimiento de la fa­
milia de Heracles. Luego desaparece rápidamente; su
muerte ocupa el espacio m ínim o del tercer estásimo,
el más corto de la tragedia griega.
Finalmente, com o valores aislados, merecen resal­
tarse la magnífica descripción (a través de un diálogo)
del lento despertar de Heracles, después de su locura,
y la magistral descripción que de ésta hace el Men­
sajero.

V ARIAN TES TEXTUALES

Texto adoptado Texto de Murray

86 M t o i j i o í ; £toi(iov
121-23 ^aycnfiópoc; £k <X(i * Svav- t^oyrtfxipov u&jXov dvév teq
te <; &pticcTO<; fJápcx; <f>é- d><; ftápoc; $£pov xp. iró-
pov TpoxTiXáToi© itSXoc; Xout

482 6uot¿v<p <t>¿pcLv 6 6 o ttiv o < ; (J>pev$v


484 kF¡8o<; mKpóv K rjS cx ; n o T p ó q
Texto adoptado Texto de Murray

531-32 am bos p ara Anfitrión. S in


interrogación a l final
845 t’ oúk t r . r* É. T. oó. á . ^IXoiqt
áyaoO rjvoti $ i X S
870 6 eiv& ixuKáTat tScivót;. nuKfirai Sé
947 ¿k to ó ftecívcov o ciIto G 8é p a tv c jv

949 O elvuv Ex<*>v


1020-21 pun to detrás de KÓp<¿>
1098 KTEpCATd t ’ EyX1! tó^ o t ' ht. t ’ 6. tó£ oc 6 ’ conocptai
Eoitaprou
1102 6 ( a u to v if, "A 16 0 0 (ioXúv; 6tauXov; el<; "AX6ou; ió -
0ev;
1115 itáOoi (iá6oi
1142 ?j •páK xeuo’ ¿fié; tf¡ y áp ouv^pat' oíkov ?}
páKXEixj’ á n ó v ;f
1151 tTÍjv én ^ v t t í ] v á(ir]v£v
1241 Kat Geveív k c ttO c c v e ív
1251 év HÍTfxp e( (ié x p Q
1304 Kpoúotxi* ’ OXó(iitoo 8<¿naT' K póooo’ ’ OXujiníou Zrivác;
ápfJóXj) ito6ó<; AppóXri nó6a
1393 ¿OMtp 68X101
1417 itSq o5v I n ’ Elnac; irót; oóv 6t ’ tetitTi<;T
ARG U M EN TO

Heracles, luego de desposar a Mégara, la hija de


Creonte, tuvo hijos de ella... Dejólos en Tebas y mar­
chó él mismo a Argos para realizarle los trabajos a
Euristo. Como sobreviviera a todos, bajó a Hades,
para terminar, y como pasara allí mucho tiempo, dejó
entre los vivos la creencia de que había muerto. Es­
tando los tebanos en discordia con el rey Creonte,
trajeron de Eubea a Lico...
PERSONAJES

A n f it r ió n .
M égara.
L ic o .
H eracles .
I r is .
L is a .
M ensajero .
T eseo .
C oro de ancianos.

Escena: En Tebas.
A n f i t r i ó n . — ¿Quién de los hombres no conoce al
que compartió el lecho con Zeus, al argivo Anfitrión,
al que engendró Alceo, h ijo de Perseo, al padre de
Heracles? Soy yo, que poseí esta ciudad de Tebas
donde floreció la espiga terrena de los «H om bres Sem- 5
brados» *. Ares salvó un pequeño número de su estirpe
y éstos llenaron la ciudad de Tebas con los hijos de
sus hijos. De ellos nació Creonte, el h ijo de Meneceo,
soberano de esta tierra. Y Creonte fue el padre de
Mégara, aquí presente, a la que un día todos los 10
Cadmeos celebraron con cantos de esponsales, al son
de la flauta, cuando el ilustre Heracles la trajo a mi
casa como esposa.
Abandoleando Tebas, donde yo habito, y dejando
aquí a Mégara y a sus suegros, m i h ijo se ha dirigido 1 5
a la ciudad amurallada de Argos, a la ciudad ciclóp ea 2
de donde yo estoy exiliado por haber matado a Elec-
trión. Por aligerar m i infortunio y querer que yo vuelva
a habitar en m i patria, está pagando a Euristeo un
gran precio por m i retorno, librar de monstruos a la 20
tierra, sometido por los aguijones de H era o im pelido
por el destino.
Ya ha llevado a cabo los demás trabajos y ahora,
para terminar, ha bajado al Hades, a través de la

1 Cf. Suplicantes, nota 23.


2 Ciclópeo: aplicable sólo a Micenas y Tilinto, cuyos muros
fueron edificados por los Cíclopes (PI ndaro, Er. 169, B ergk).
Pero Eurípides identifica (cf. también Suplicantes, v. 1130) Mi-
cenas y Argos.
25 abertura del Ténaro, para traerse a la luz al Can de
tres cuerpos y no ha regresado de allí.
Pues bien, según una antigua tradición tebana, exis­
tió un tal Lico, esposo de Dirce, que tenía tiranizada
a esta ciudad de siete puertas antes de que la rigieran
30 los blancos potros gemelos Anfión y Z e to 3, hijos de
Zeus.
Un h ijo de L ie o, del mismo nombre que su padre,
que no es Cadmeo, sino procedente de Eubea, ha ma­
tado a Creonte y, tras el crimen, domina esta tierra.
H a caído sobre esta ciudad enferma y dividida en
33 facciones. Así que el parentesco que nos une a Creonte
se nos ha tornado en terrible mal, como es obvio.
Como m i h ijo está en las entrañas de la tierra, este
Lico, nuevo señor del país, quiere acabar con los hijos
40 de Heracles, m atar a su esposa — por apagar un crim en
con otro— y a mí, si es que hay que contar entre los
vivos a un vie jo inútil com o yo. Tem e que algún día,
cuando estos niños sean hombres, venguen a la fam ilia
de su madre demandando satisfacción por el crimen.
45 Yo por m i parte (pues m i h ijo m e d ejó ¡como tutor
de sus niños cuando descendió a la negra oscuridad
de la tierra) me he sentado con su madre junto a este
altar de Zeus Salvador para que no mueran los hijos
so de Heracles. Este altar lo erigió m i noble h ijo com o
monumento a su lanza victoriosa cuando venció a los
M in ias4. Así es que permanecemos alerta en este lugar

3 En muchas localidades griegas existían —con nombre di­


ferente (cf. Tindáridas, Antrópidas, Moliónidas, Afarétidas),
aunque a veces conservaban el nombre genérico ánakes— dos
gemelos divinos, patronos de causas difíciles (theoí sótíres),
protectores de la navegación, etc. La denominación «blancos
potros» puede deberse a su concepción primitiva como tales,
aunque luego se los hiciera simplemente protectores de los ca­
ballos o hábiles jinetes, especialmente en zonas de cría caballar.
4 Esta victoria —la hazaña (práxis) más importante de He­
racles— es subrayada varias veces (cf. también w . 220-260), ya
faltos de todo, de comida, bebida y vestido, poniendo
nuestras espaldas sobre el suelo por carecer de camas.
Nuestra casa tiene las puertas selladas5 y nos hallamos
sin posibilidad de salvación. Pues entre nuestros ami- ss
gos, a unos no los veo claramente com o tales, y los
que lo son de verdad no pueden ayudamos. Tales son
los efectos de la adversidad entre los hombres.
Que ninguno de cuantos m e son amigos — aún a
inedias— se tropiece con ella. Es la prueba más inequí­
voca de la amistad.
M égara . — Anciano, tú que un día arrasaste la ciu- 60
de los taños6 como conductor ilustre del ejército
cadmeo, ¡qué poco claras son para los hombres las
decisiones divinas!
Tampoco yo estuve lejos de la fortuna junto a mi
padre que, por su poderío, tuvo un día gran renombre:
detentaba una tiranía por la que las largas lanzas vue- 65
lan contra los hombres afortunados por culpa de la
ambición.
Y tenía hijos: a mi m e entregó a tu h ijo fundando
con Heracles una ilustre unión. Pues bien, toda aque­
lla felicidad se ha desvanecido y tú y yo vamos a m orir, 70
anciano. También van a m orir los hijos de Heracles,
a quien cobijo bajo mis alas, com o una ave clueca a

que significó la supremacía de Tebas sobre el estado «micé-


nico» más importante de Beocia, Orcómeno de los Minias. Sin
embargo, debe pertenecer a una leyenda local, pues Heracles
recibió incluso el titulo de polemarco (cf. Apolodoro, II 69),
generalísimo en Beocia.
5 Lit. «arrojados de nuestro palacio que ha sido sellado» o
confiscado ( éksphragisménoi). Es un anacronismo que responde
a una costumbre ática contemporánea de Eurípides.
6 Cf. también v. 1080 . Según una antigua tradición tebana
(cf. Pausanias, IX 17 3, ; X IX 3 ), Anfitrión había ganado una
célebre victoria precisamente sobre la Eubea de Lico, a cuyo rey
Calcodonte mató. Pero esta victoria era menos conocida del
público ateniense que la de los Tafios.
sus crías. Ellos me hacen preguntas de uno y otro
lado: «M adre, dime, ¿adonde ha marchado padre?,
73 ¿qué hace?, ¿cuándo volverá?» Engañados por su corta
edad buscan a su padre. Y yo los entretengo con mis
palabras y les cuento historias. Se sorprenden cuando
crujen las puertas y todos se ponen en pie como si fue-
so ran a abrazar las rodillas de su padre. Pero ¿qué es­
peranza o qué lugar de salvación puedes buscar, ancia­
no? En ti pongo mis ojos.
N o podríam os cruzar ocultos las fronteras del país
porque en las salidas hay vigilantes más fuertes que
85 nosotros. Tam poco en los amigos tenemos ya espe­
ranza de salvación. Conque si tienes algún plan, exponlo
aquí abiertamente, no te resuelvas a m orir. Demos
tiem po al tiempo, ya que somos débiles.
An f it r ió n . — Hija, no es tan fácil aconsejar a la
ligera en una situación com o ésta, corriendo y sin
esforzarse.
«o M égara . — ¿Es que te falta algo por sufrir o es que
amas tanto la vida?
A n f it r ió n . — Me place vivir y todavía acaricio cier­
ta esperanza.
M égara . — También a m í me agrada, anciano, pero
no hay que esperar lo inesperado.
A n f it r ió n . — En el aplazamiento de los males está
su curación.
M égara . — Pero a m í m e lacera, pues es doloroso, el
tiem po que transcurre entre medias.
95 A n f it r ió n . — Hija, todavía podríamos, con curso
favorable, salir de estos males que nos cercan. Todavía
podría venir m i h ijo y esposo tuyo. Vamos, ten pa­
ciencia, y ciega la fuente de lágrimas de tus hijos,
íoo Cálmalos con tus palabras y engáñalos con historias
aunque sea un pobre engaño.
Tam bién la aflicción de los mortales tiene un tér­
mino y el soplo del viento no siempre es violento. Los
que son felices no lo son hasta el final, pues todas las
cosas se ceden el sitio mutuamente. El hom bre más ios
noble es el que se abandona siempre a la esperanza.
La desesperación es de hombres cobardes. ( E n tra el
Coro com puesto p o r viejos com pañeros de A n fitrió n .)

C oro.
Estrofa.
¡Oh palacio de techo elevado y envejecido lecho
nupcial! E n el bastón tengo puesto m i apoyo y vengo,
com o pájaro encanecido7, a cantar tristes lamentos 1 1 0
— palabras sólo y esperanzas oscuras de nocturnos
sueños, temblorosas, sí, mas, con todo, animosas.
¡Oh niños, niños, privados de padre! ¡O h tú, anciano, 115
y tú, desgraciada madre que lamentas al esposo que
está en la mansión de Hades!

Antístrofa.
N o dejes que se canse tu pie ni tu pesada pierna, 12 0
com o un p o trillo portad or de yugo se cansa de llevar
él peso del carro cuesta arriba, en pedregosa pen­
diente *. Tom a la mano, aférrate al m anto de aquél que
deje retrasada la huella débil de su pie. Eres viejo, 12 3
acompaña a o tro viejo que en o tro tiem po, cuando
joven, convivía con su armadura nueva en los traba­
jos propios de los mozos y no era la vergüenza de su
ilustre patria. Mirad, cuán parecidos a los de su padre 13 0
son estos rayos que salen de sus ojos fulgurantes.

7 Probablemente se refiere (cf. w . 692 y sigs.) al cisne tra­


dicionalmente descrito como grisáceo (cf. E sq u ilo , Prometeo,
795; A ristófanes, Avispas 1064; Eurípides, Bacantes 1365) y de
bello canto al m orir (cf. Esquilo, Agamenón 1444; Eurípides,
Electra 151).
* Pasaje corrupto. Seguimos la corrección de W iu m o w itz ,
que cita a Petronio, Satiricón 134, lassus tamquam caballus
in divo. POlos es a menudo sencillamente sinónimo de híppos.
Meila suerte no les falta desde niños, mas su gracia
1 3 5 no se ha perdido. ¡Oh Hélade, qué grandes aliados,
qué grandes, vas a perd er para tu ruina! (E n tra por la
derecha el tirano Lico con su guardia.) Mas he aquí
que veo a Lico, caudillo de esta tierra, saliendo del
palacio.
14 0 Lico. — A l padre de Heracles y a su esposa pre­
gunto si es que lo preciso. (Y desde que me he cons­
tituido en tirano vuestro, necesito investigar lo que
quiero): ¿Hasta cuándo pretendéis alargar vuestra
vida? ¿Qué esperanza veis o qué ayuda para no m orir?
14 5 ¿O es que confiáis en que volverá el padre de éstos,
que ya está en el Hades? Porque estáis exagerando
vuestor dolor más de lo debido, ya que tenéis que
m orir. Tú te andas vanagloriando por la Grecia de que
Zeus fue condueño de tu m atrim onio y común engen-
150 drador de tu hijo. Y tú, de que te llaman la esposa del
hom bre más excelente. ¿Qué ha conseguido de im por­
tancia tu esposo por más que haya acabado con la
H idra de los pantanos o con la fiera de Nemea? Dice
que la cazó a lazo y la mató con la traba de sus brazos.
155 ¿Son éstas las hazañas en las que sustentáis vuestra
causa? ¿Acaso por ellas habían de librarse de m orir
los hijos de Heracles? Cobró éste fama de valiente — no
siendo nadie— en lucha con animales, pero en lo de­
más no fue guerrero insigne: jamás abrazó escudo
160 con su mano izquierda ni se arrim ó a las lanzas; sos­
teniendo su arco —e l arma de los cobardes— siempre
estuvo presto a huir. La prueba del valor de un hombre
no es el arco, sino el mantenerse a pie firm e y sos­
tener la mirada frente a una puntiaguda mies de lan­
zas, firm e en su puesto.
165 M i actitud no es de desvergüenza, anciano, sino de
preocupación. Soy consciente de que he matado a
Creonte, padre de ésta, y que ocupo su trono. Con que
no quiero dejar detrás de m í a éstos para que, una
vez crecidos, se venguen de m í y me hagan pagar por
mis actos.
A n f i t r i ó n . — ¡Que Zeus deñenda al hijo de Zeus 170
en lo que le corresponde com o padre! A m í toca de­
mostrar con mis palabras el error de éste sobre tu per­
sona, Heracles. Pues no perm itiré que te insulten.
Prim ero tengo que apartar de ti el sacrilegio con
el testimonio de los dioses — pues sacrilegio considero 175
el llamarte cobarde, Heracles. Y o apelo al rayo de
Zeus y a la cuadriga en la que subido clavó sus alados
dardos en los costados de los Gigantes y celebró un iso
hermoso himno de victoria en compañía de los d ioses9.
Vete al monte Fóloe tú, el más cobarde de los
reyes, y pregunta a los Centauros, insolentes cuadrúpe­
dos, a qué hombre considerarían el más excelente si
no es a mi hijo, de quien tú afirmas que sólo tiene la
apariencia10. Pregunta a D irfis 11 de los Abantes que 18 5
te crió y no podría elogiarte. N o es posible que en­
cuentres ningún país como testigo de que has reali­
zado hazaña alguna valerosa. ¡Y tú reprochas ese in­
vento tan sabio, la armadura del arco! Escucha mis
palabras y podrás instruirte.
El hoplita es hombre esclavo de sus armas. Si sus 190
compañeros de fila no son valientes, muere con ellos
por la cobardía ajena; si rom pe su lanza, no puede
apartar de sí la muerte, pues sólo tiene este m edio de
defensa. En cambio, cuantos abrazan el arco con mano 195

9 La imagen de Zeus lanzando rayos y Heracles con el arco


era central en las representaciones de la Gigantomaquia en los
48
vasos de figuras negras (cf. W ila m o w itz , I I I , ). Sobre el kómos
de la victoria cf. Ateneo, I, 22
, aunque la confunde —como ya
era normal en la poesía antigua— con la Titanomaquia.
10 Se. «del hombre más excelente», no «de hijo mío», como
a veces se ha entendido incorrectamente.
11 Dirfis es la cordillera que atraviesa F.ubea como su es­
pina dorsal.
certera tienen una ventaja: lanzan miles de flechas y
protegen de m orir el cuerpo de otros; y al estar apos­
tados lejos, se defienden de los enemigos hiriendo con
200 flechas ciegas a quienes pueden verlas. N o ofrece su
cuerpo a los enemigos, sino que se mantiene bien gua­
recido. Y lo más astuto en la batalla es hacer daño al
enemigo y proteger el propio cuerpo sin depender del
azar.
205 Estas razones opongo a las tuyas sobre este asunto.
En cuanto a los niños, ¿por qué quieres matarlos?
¿Qué te han hecho ellos? En una cosa sí te considero
acertado, en tem er a los hijos de los héroes siendo tú
un cobarde. Pero con todo, sería terrible para nos-
210 otros el m orir por tu cobardía, cuando eras tú quien
debías sufrir esto a nuestras manos —pues somos su­
periores a ti— si el pensamiento de Zeus fuera justo
con nosotros.
Así que si quieres quedarte con el cetro de esta
215 tierra, déjanos salir del país como exiliados; no em­
plees violencia con nosotros no vaya a ser que la sufras
cuando el soplo de dios cambie contra ti.
¡Ay tierra de Cadmo! — pues también a ti he llegado
en m i reparto de reproches. ¿Es así como defiendes a
220 Heracles y sus hijos cuando fue aquél el único que
se enfrentó a los Minias e hizo que Tebas m irara con
ojos libres? N o puedo alabar a Grecia — ni podré so­
portar estar callado— cuando la encuentro tan ingrata
con m i hijo.
225 Debía venir presta en defensa de estas criaturas
portando fuego, lanzas y escudos, como recompensa
por haber tú librado de fieras tanto la tierra com o el
mar, en agradecimiento por lo que te has esforzado
por ella.
Pero en esta situación, hijos, ni Tebas ni la Hélade
vienen en vuestra ayuda y ponéis los ojos en mí, vues­
tro débil amigo, que no vale más que un zumbido de
la lengua. Me ha abandonado el vigor que antes tuviera, 230
de viejos me tiemblan los miembros y m i fuerza es
una sombra. Si aún fuera joven y pudiera dominar mi
cuerpo, tomaría la lanza y teñiría de sangre los rubios
bucles de éste. Tendría que huir más allá de las fron- 2 35
teras atlánticas por tem or a m i lanza.
C o r if e o . — ¿N o ves cóm o los hombres nobles tienen
buenos temas para sus discursos, aunque sean lentos
en hablar?
Lico.— Sí, tú dirígete a m í con palabras com o to­
rres, que yo a cambio de ellas actuaré en tu perjuicio.
Vamos, marchad unos al Helicón y otros a las que- 240
bradas del Parnaso y ordenad a los leñadores que
corten troncos de encina. Una vez que los hayan traído
a la ciudad, apilad los maderos alrededor del altar y
prendedles fuego y abrasad los cuerpos de todos ellos, 245
para que sepan que no es el m uerto quien domina esta
tierra por el momento, sino yo.
En cuanto a vosotros, ancianos que os oponéis a
mis planes, vais a plañir no sólo por los hijos de H e­
racles, sino también por el infortunio de vuestra propia 250
gente cuando algo m alo les suceda. Tendréis bien pre­
sente que sois esclavos de m i tiranía.
C o r if e o . — (E n actitud amenazante.) Vosotros, fru­
to de la tierra a quienes un día sembró Ares vaciando
la viciosa boca del dragón, ¿no levantaréis los bastones,
apoyo de vuestra diestra, y teñiréis en sangre la mal- 255
dita cabeza de este hom bre que, sin ser Cadmeo y
siendo advenedizo, es el p eor gobernante de nuestros
jóvenes?
Pero no, no serás mi dueño para tu alegría ni te
quedarás con lo que yo he trabajado con el esfuerzo
de mis manos. Lárgate allí de donde viniste y ejerce 260
allí tu insolencia, que mientras yo viva no matarás a
los hijos de Heracles. N o está tan oculto b ajo tierra
aquél después que dejó a sus hijos, puesto que tú
265 gobiernas esta fierra luego de arruinarla y en cambio
él, que la favoreció, no obtiene lo que merece. ¿Enton­
ces, será actuar en exceso el hacer bien a mis amigos
muertos cuando más necesitan amigos?
¡Ah, brazo m ío derecho, cómo ansias empuñar la
270 lanza! Pero en la debilidad se diluye tu ansia, pues ya
te habría yo im pedido que me llamaras esclavo y ha­
bríam os habitado con horror esta Tebas en la que tú
te complaces.
N o está en sus cabales un pueblo corrom pido por
la disensión y por los malos consejos. En otro caso,
jamás te habrían tomado por su dueño.
275 M égara. — Ancianos, os elogio, pues por los amigos
es fuerza que el am igo sienta justa ira. Pero ¡cuidado!,
no vayáis a sufrir por irritaros con el tirano por
nuestra causa.
Y ahora, Anfitrión, escucha mi opinión por si te
28o parece que digo algo de valor. Y o amo a mis hijos
— pues ¿cómo no voy a amar a quienes parí entre
dolores?— y también considero terrible la muerte.
Pero tengo por necio al m ortal que se enfrenta a la
285 necesidad. Si hemos de m orir, moriremos; mas no
abrasados por el fuego ni para escarnio de nuestros
enemigos, lo que considero peor que la muerte. De­
bemos dignidad a nuestra familia: tú tienes brillante
nom bradla por tu lanza, de form a que es inaceptable
29o mueras por cobarde; m i ilustre esposo no precisa tes­
tigos de que no querría salvar a estos niños si fueran
a caer en deshonor. Los nobles sufren por el deshonor
de sus hijos y yo he de seguir el ejem plo de m i ma­
rido.
295 Ahora, escucha lo que pienso sobre tus esperanzas:
¿Crees que tu h ijo volverá de debajo de la tierra? ¿Y
quién de los muertos ha regresado del Hades? ¿O crees
que podríamos ablandar a éste con nuestras palabras?
De ninguna manera. Hay que huir del enem igo cuando
es necio y ceder ante los hombres sensatos y bien 300
formados, pues en tocando al honor podrías concluir
fácilmente un pacto de amistad con éstos. Y a se me
ha ocurrido que podríamos pedir el exilio para estos
niños, pero también es triste ponerlos a salvo en m edio
de una pobreza lamentable. Pues se dice que el rostro 30s
de los que hospedan tiene sólo un día la mirada agra­
dable para sus amigos exiliados.
Afronta la muerte con nosotros, ya que te espera
de todas formas. Apelamos a tu nobleza, anciano; que
quien trata de com batir el destino de los dioses es 310
valiente, pero su valentía es insensata. Lo que tiene
que ser, nadie puede hacer que no sea.
C o r if e o . — Si alguien te hubiera injuriado cuando
mis brazos eran robustos, fácilm ente le habría yo
puesto coto. Pero ahora no somos nadie. Por tanto a 315
ti te toca, Anfitrión, procurar de rechazar vuestra
muerte.
A n f it r ió n . — N o es cobardía ni deseo de vivir lo
que me hace rechazar la muerte, sino el deseo de
salvar a los hijos de mi hijo. Pero parece que persigo
en vano lo imposible.
Mira, aquí está mi cuello para que lo atravieses
con tu espada, para que me mates, para que m e arro- 320
jes desde una roca. Señor, concédenos un solo favor,
te suplicamos: mátanos a m í y a esta desgraciada antes
que a los niños. Que no los veamos — ¡visión im pía!—
agonizando y llamando a su madre y a su abuelo. Por 325
lo demás, si tienes arrestos, obra a tu gusto, pues no
tenemos defensa contra la muerte.
M égara. — También yo te pido que añadas un favor
a éste, de form a que nos concedas doble gracia, pues
somos dos: abre la casa — pues ahora estamos ence- 330
rrados —y concédeme poner a mis hijos el atavío de
los muertos, para que al menos en esto les sirva de
provecho la casa de su padre.
TRAGEDIAS, I I . — 7
Lico. — Sea, ordeno a los esclavos abrir los cerro­
jos. Entrad y amortajaos. N o envidio las mortajas.
335 Cuando hayáis ataviado vuestro cuerpo, vendré para
entregaros a lo más hondo de la tierra. (Sale p o r la
derecha.)
M égara . — Hijos, acompañad el desdichado pie de
vuestra madre hacia el palacio paterno, sobre cuyos
bienes mandan otros, aunque de nom bre sean todavía
vuestros. ( E ntra Mégara con tos niños en el palacio.)
A n f it r ió n . — Zeus, en vano te tuve compartiendo
340 m i lecho nupcial y en vano te llamamos compadre de
m i hijo. Resulta que eres peor amigo de lo que pa­
recías.
Y o, un mortal, te supero en valor a ti, un gran
dios; pues yo no he abandonado a los hijos de Hera­
cles. En cambio, tú supiste encamarte a escondidas
345 apropiándote, sin que nadie te lo diera, de un lecho a je­
no, y no sabes salvar a tus amigos. O eres un dios estú­
pido o eres injusto por naturaleza. ( E ntra en el palacio.)

Estrofa 1.a
C o r o . — «/Ay L in o !» 12 — tras feliz tonada— , Febo
350 canta conduciendo su cítara de sonido herm oso con
pulsador de oro. Y yo, al que de lo profundo de la
tierra sube a la luz, al h ijo no sé si llam arlo de Zeus
355 o retoñ o de A nfitrión, cantar com o corona de sus tra­
bajos quiero con buen lenguaje. Que virtudes de nobles
esfuerzos para los m uertos son gloria.

u Originariamente es un grito —allino (com o peán, ieíeno,


himeneo, Iacco, probablemente baco, etc.)— que luego dio ori­
gen, mediante una historia etiológica, al nombre propio de Lino
(héroe inventor en el terreno musical, relacionado con Apolo)
y todavía antes u n canto (cf. Homero, X V III 570) de viñado­
res. Según Ateneo (X IV 619 c). Aristófanes de Bizancio ya lo
consideraba —con razón— indistintamente como himno o com o
treno. De hecho este estásimo es un himno de alabanza a un
héroe a quien se cree muerto celebrando los doce trabajos.
P rim ero al bosque de Zeus lib ró del león 13 y echán- 360
dose a la espalda la parda pelliza, cubrió su rubia ca­
beza con las terribles fauces de la fiera.

Antístrofa 1 .a
Luego la raza de los montaraces y salvajes Cen- 365
la u ro s derribó con m ortíferas flechas atravesándolos
con alados dardos.
Fue testigo el Peneo de hermosas aguas y las in fi­
nitas tierras de la estéril llanura y los paisajes del 370
Pelión y los lugares vecinos del H ó m o la 14 donde — sus
manos llenas de antorchas— asolaban con sus cabalga­
das la tierra de los Tesalios.
Y cuando m ató a la cierva de cuernos de oro, de 37 5
moteado lom o, destructora y salvaje, honró con sus
despojos de la diosa 15 de Énoe, cazadora de fieras.
Estrofa 2.a
Y m ontó las cuadrigas y dom ó con el freno las sbo
potras de D iom ed es16, las cuales en sangrientos pe­
sebres, sin freno devoraban con sus mandíbulas ali­
mentos sangrientos banqueteándose — ¡m aldito fes- 385
tín!— con el placer de bocados humanos.
Atravesó las orillas del H ebro de corriente de plata
sufriendo p o r causa del rey de M icen as17.
Y en la ribera del Pelión junto a las fuentes de 390
Anauro a Cieno, m atador de viajeros, con sus dardos
mató, al insociable habitante de Anfaneas.

» En Nemea.
i* En Tesalia. Eurípides confunde la Centauromaquia de
Heracles en Arcadia (cf. v. 182) con la de Teseo y Pirítoo en
Tesalia.
15 Ártemis en la Argólide, cuya llanura devastaba la cierva.
** H ijo de Ares, tracio. Nada tiene que ver con el hijo de
Tideo, héroe de la guerra troyana.
17 Euristeo, rey de Micenas. Se ha sugerido que Heracles
podría reflejar a un personaje real, barón de Tirinto, que
estaría con respecto a Euristeo en relación de vasallaje.
Antístrofa 2 .*
395 Y se llegó a las doncellas cantoras ", hasta su m o­
rada del Poniente para arrancar con su brazo de las
ramas de oro el fru to de la manzana y m ató a la ser­
piente de ro jiz o lom o que las vigilaba inaccesibles
400 enroscando su espiral. E n tró en lo más hondo del
piélago m arino haciéndolo tranquilo para los mortales
con el remo.
Y puso sus manos en el punto medio de apoyo del
405 cielo, cuando m archó a casa de Atlas y sostuvo la es­
trellada morada de los dioses con su hom bría.
Estrofa 3 .a
Y m archó en busca del escuadrón m ontado de las
Amazonas en M eótide, de abundantes ríos, atravesando
410 el cam ino del m ar Hospitalario.
¿Qué tropa de amigos de toda Grecia no escogió
para cobra r el dorado ceñidor del peplo de la hija de
Ares — la caza m ortífera del cíngulo— ? La Hélade tom ó
este brillante despojo de la moza extranjera y ahora
se conserva en Micenas.
420 Y abrasó a la perra de m il cabezas, a la H idra ase­
sina de Lerna y untó de veneno sus flechas con las
que dio m uerte al pastor de triple cuerpo de E ritea 19.
Antístrofa 3 .a
425 Otras expediciones ha terminado con éxito y traído
los trofeos. Y ahora — ú ltim o de sus trabajos— ha

18 Las Hesperídes. Este trabajo, así como la victoria sobre


Gerión y la captura de Cerbero, son variantes de un único
trabajo: la victoria del héroe sobre la muerte. Esto demuestra
que del cúmulo de aventuras de Heracles se extrajo artificial­
mente un canon (quizá varios) de doce, número familiar en una
cultura que empleaba el sistema sexagesimal.
19 Gerión, pastor de Eritea (quizá Cádiz), dotado de tres
cuerpos, a quien mata Heracles para robar el ganado. Trabajo
cantado ya por Estesícoro en su Gerioneida (cf. J. L. C alvo ,
«Estesícoro de Hímera», Durius, II, 2, 1974).
navegado hasta el Hades de m il lágrimas donde está
llegando desdichado al térm in o de su vida. Y no ha
vuelto.
Esta su mansión está huera de amigos y la barca 430
de Caronte aguarda el cam ino sin re to m o de sus hijos
__camino sin dioses ni justicia— .
Tu casa pone los ojos en tus manos aunque no estés 43s
presente.
Si yo tuviera el vigor de un m ozo y blandiera m i
lanza en la batalla — y lo m ism o los tebanos de m i
edad— , me pondría delante de los niños para defen- 440
derlos. Mas ahora estoy lejos de m i feliz juventud.
(Sale del palacio Mégara con los niños am ortajados.)
C or ife o . — Pero estoy viendo con el atavio de los
muertos a éstos que fueron un día los hijos del gran 445
Heracles, a su esposa que arrastra a los niños como
atados a sus pies y al anciano padre de H eracles.
¡Desgraciado de mí, que no puedo contener ya mis
ojos, viejas fuentes de lágrim as! 450
M égara. — Vamos, ¿quién es el sacerdote, quién el
ejecutor de estos malhadados y el asesino de esta m i
doliente v id a ? 20. Estoy presta para conducir al Hades
estas víctimas.
Hijos, form am os una yunta nada hermosa de cadá­
veres, viejos igual que jóvenes y madres. 455
¡Oh desdichada suerte m ía y de éstos mis hijos a
quienes veo por última vez! Os parí y crié para que
os humillaran mis enemigos, para escarnio y ma­
tanza. ¡Ay!
Mucho me han engañado las esperanzas que con- 460
cebí por las palabras de vuestro padre. A ti te asignó
Argos tu difunto padre y eras el futuro dom inador de

20 V erso condenado por Paley com o interpolado. Gkégoike


lo mantiene com parando con Andrómaca 418: «nuestros hijos
son nuestra vida».
la casa de Euristeo, detentando el poder sobre la
463 tierra Peiasga, de abundante fruto. Iba a cubrir tu ca­
beza con el despojo del león con que él mismo se
vestía.
Tú eras el soberano de Tebas, que ama los carros,
el heredero de los campos de mi patria, porque sabías
470 ganarte a tu padre. En tu diestra iba a poner la cin­
celada m a z a protectora 21 — ¡entrega que no va a ser
cierta!— .
A ti prom etió donarte Ecalia H, la tierra que él con­
quistó un día con certeros dardos.
Com o érais tres, vuestro padre os estableció en
tres reinos, porque tenía orgullo de su hombría.
473 Y yo..., yo os escogía novias — para trabar relacio­
nes— entre lo más selecto de Atenas, Esparta y Tebas;
para que, amarrados por cables de proa, llevárais una
vida feliz.
480 Todo se ha esfumado. Este revés de la fortuna os
ha dado a cambio las K e r e s 23 por novias y a mí, des­
dichada, un baño nupcial de lágrimas, para entregaros.
Aquí el padre de vuestro padre prepara el banquete
de bodas, ya que tiene por suegro vuestro a Hades
— ¡amargo parentesco!24— .
483 ¡Ay de mí! ¿A quién de vosotros abrazaré prim ero
y a quién en últim o lugar?, ¿a quién besaré?, ¿a quién
voy a tom ar entre mis brazos? ¿Por qué no podré
— com o la abeja de rubias alas— reunir los lamentos

21 En gr. alexétérion. A Heracles, en sus cultos, se le daba


el nombre de alepákakos.
22 Situada en Tesalia, Meserúa o Eubea según las ocasiones.
Allí venció Heracles con su arco al afamado guerrero Eurito.
De esta h a « ñ » quedan huellas en Odisea V III 224.
23 Las Keres, diosas de la muerte (a veces kér es sinónimo
de muerte), son hijas de Hades.
2* La madre preparaba el bafio nupcial de sus hijas antes
del matrimonio. El padre de la novia ofrecía el banquete, de
aquí que en este caso tenga que ser el sustituto de Hades.
de todos en uno solo y producir un llanto torrencial?
Amado mío, si en Hades se puede o ír la voz de los 490
mortales, esto es lo que a ti digo, Heracles: van a
m orir tu padre y tus hijos, voy a perecer yo, a quien
los hombres llamaban feliz por tu causa.
Ven en nuestra ayuda, aparécete a m í aunque sólo
sea como una sombra. Pues si vienes — incluso como 495
un sueño— serás suficiente ayuda. Que son villanos
comparados contigo los que quieren matar a tus hijos.
A n fit r ió n . — Aplaca tú a los poderes infernales,
mujer, que yo voy a levantar mis brazos al cielo para
suplicarte a ti, Zeus, que si estás dispuesto a ayudar
a estos hijos, los defiendas, porque pronto de nada 500
servirá tu auxilio. Muchas veces te he invocado; es­
fuerzo vano, pues según parece es fuerza morir.
Ancianos, pequeñeces son las cosas de la vida. La
recorreréis hasta el final con el m ayor placer, si pasáis sos
sin daño del día a la noche. Que el tiempo no sabe
conservar las esperanzas; realiza deprisa su trabajo y
se echa a volar. Y a me veis a mí que fui señalado
entre los mortales por m is celebradas hazañas,* la
fortuna me ha arrebatado en un solo día, como a un 510
pájaro, hasta el éter.
En cuanto a la riqueza y el honor de verdad, no
conozco a nadie que los tenga seguros. ¡Adiós, compa­
ñeros, estáis viendo por últim a vez a un amigo! (Hera­
cles aparece p o r la derecha.)
M égara . — ¡Eh, anciano!, ¿es mi bienamado a quien
veo?, ¿o qué debo decir que veo?
A n fit r ió n . — N o sé, hija; también yo estoy sin s is
habla.
M égara . — É ste es el que hemos oído que está bajo
tierra, a menos que estemos viendo un sueño en pleno
día. Mas ¿qué digo?, ¿qué sueños estoy viendo en mi
congoja? É ste no es otro que tu hijo, anciano. Vam os,
hijos, asios del vestido de vuestro padre, m archad de- 520
prisa, no os soltéis, pues para vosotros en nada le va
en zaga a Zeus salvador.
H eracles . — Y o os saludo, oh palacio y pórticos de
m i hogar. ¡Con qué agrado os contemplo ahora que
525 he vuelto a la luz! ¡Vaya! ¿Qué es esto? Estoy viendo
delante del palacio a mis hijos con cabezas coronadas
de ornamentos funerarios y a m i esposa entre un tropel
de hombres y a m i padre llorando no sé qué infortu-
tunios. Veamos, m e enteraré llegándome hasta ellos.
530 M ujer, ¿qué nueva fatalidad se cierne sobre nuestra
casa?
A n f it r ió n s . — ¡Oh, el más amado de los hombres!
¡Oh tú, que has venido a tu padre como un rayo de
luz! Has llegado a salvo en el momento más oportuno
para los tuyos.
H eracles . — ¿Qué dices? ¿Qué catástrofe es ésta a
la que llego, padre?
M égara . — Estamos perdidos. Anciano, perdona que
5 35 te haya arrebatado las palabras que tú debías dirigirle,
pues la m ujer produce sin duda más lástima que el
hombre. Mis hijos iban a m orir y yo estaba a punto
de perecer.
H eracles . — ¡Por Apolo, con qué proem io das co­
mienzo a tus palabras!
M égara . — Han m uerto mis hermanos y m i anciano
padre.
540 H eracles . — ¿Qué dices? ¿En qué ataque o alcan­
zado por la lanza de qu ién?26.
M égara . — Los mató Lico, el nuevo soberano del
país.

25 Atribuimos ambos versos a Anfitrión, como sugiere la


pregunta de Heracles en el v. 533, apartándonos de la edición
de M urkay .
26 Realmente dice: «agrediendo a alguien o agredido por
alguien» (opone drdsas: activo, a dorós tychün: pasivo).
H eracles . — ¿Haciéndole» frente con las armas, o
porque el país estaba dividido?
M égara. — Por enfrentamientos internos. Y ahora
tiene el poder de siete puertas de Cadmo.
H eracles . — ¿Entonces, p o r qué os habéis amedren­
tado tú y el anciano?
M égara . — Iba a m atam os a tu padre, a m í y a los 545
niños.
H eracles . — ¿Qué dices? ¿Qué temía de la orfandad
de mis hijos?
jytttaAPA- — Que vengaran algún día la m uerte de
Creonte.
H eracles . — ¿Y qué ornamentos son éstos que los
asemejan a cadáveres?
M égara. — Éstas son las bandas de la m uerte que
ya les había atado.
H eracles. — ¿Así que iban a m orir a la fuerza? sso
¡Mísero de mí!
M égara . — N o teníamos amigos y oím os que tú
habías muerto.
H eracles . — Y ¿cóm o os ha entrado esta desespe­
ración?
M égara. — Los heraldos de Euristeo nos dieron la
noticia.
H eracles. — ¿Por qué habéis abandonado m i casa
y m i hogar?
M égara . — Por la fuerza;; tu padre sacado del lecho... sss
H eracles . — ¿ Y no tuvo respeto com o para deshon­
rar a un anciano?
M égara. — El Respeto habita lejos de la d io sa 27
que aquí domina.
H eracles. — ¿Tan faltos estábamos de amigos una
vez que nos ausentamos?

27 I. e. la Violencia. Cualquier abstracto puede ser divini­


zado; aquí aparecen divinizados la Violencia y el Respeto (cf.
sobre este últim o tam bién Esquilo, Siete409).
M égara . — Pues ¿qué amigos tiene un hom bre des­
afortunado?
360 H eracles. — ¿Y despreciaron la lucha que tuve que
sostener contra los Minias?
M égara . — Quien carece de fortuna, carece de ami­
gos, te digo por segunda vez.
H eracles . — ¿Es que no vais a arrojar las bandas
de Hades de vuestro pelo y a levantar la vista hacia
la luz, cambiando vuestra mirada desde la infernal
oscuridad?
365 Y o, por mi parte — pues esto es obra de mis bra­
zos— , marcharé prim ero a destruir de arriba abajo la
casa de los nuevos tiranos. Cortaré su sacrilega cabeza
y la arrojaré a los perros para que la arrastren. A
cuantos cadmeos he sorprendido como traidores, aun-
370 que recibieron buen trato por m i parte, los someteré
con esta m i arm a victoriosa; a otros los dispararé en
todas direcciones con mis alados dardos y llenaré de
sangre de cadáveres todo el lsmeno. Las blancas aguas
de D irc e 28 se tom arán rojas de sangre. Pues ¿a quién
373 tengo que defender si no es a m i esposa, hijos y an­
ciano padre? ¡Adiós a los trabajos! Más en vano fueron
aquellos trabajos que éstos. Tengo que m orir en de­
fensa suya, com o ellos iban a hacerlo por su padre.
¿Podrem os decir que es hermoso dar batalla a la hidra
380 y al león por orden de Euristeo y en cambio no voy a
esforzarm e por alejar de mis hijos la muerte? N o, en­
tonces ya no recibiré, com o antes, el nom bre de H e­
racles el In v ic to 29.
C o r o . — Es de justicia que los padres ayuden a sus
hijos, a su anciano padre y a su com pañera de m atri­
m onio.

- 8 Los ríos lsmeno y Dirce son los dos ríos de Tebas.


29 Es el otro (cf. antes alexíkakos) epíteto cultual de He­
racles.
A n f i t r i ó n . — H ijo, bien te cuadra el ser amigo de 585
tus amigos y odiar al enemigo. Pero no te precipites.
H e r a c l e s . — ¿Y qué es más urgente o más premioso
que esto, padre?
A n f i t r i ó n . — El tirano tiene com o aliados un sin­
número de hombres pobres, aunque de palabra apa­
rentan ser ricos, los cuales han sembrado la disensión 590
y perdido la ciudad por sus rapiñas de los bienes
ajenos; los suyos propios los han dilapidado en el
ocio.
Te han visto cuando entrabas en la ciudad; y puesto
que te han visto, cuídate de no caer en sus manos
inopinadamente si se reúnen tus enemigos.
H e r a c l e s . — Nada me im porta que me haya visto 595
la ciudad entera. Y es que al ver un ave en posición
de mal agüero, me di cuenta de que una desgracia
había caído sobre nuestra casa. Así que entré en el
país a ocultas de propósito.
A n fitrión . — Bien. Entra y dirige tu saludo al
hogar y deja que la casa paterna contem ple tu aspecto. 600
Pues el rey vendrá en persona para arrastrar a la
muerte a tu esposa y a tus hijos y para degollarm e a
mí. Si te quedas aquí todo está a tu favor; te benefi­
ciarás de una situación de seguridad. Pero no vayas
a levantar a la ciudad antes de dejar aquí todo bien 605
dispuesto, hijo.
H eracles . — Obraré así, pues has hablado bien. En­
traré en el palacio y ya que por fin he vuelto de los
antros subterráneos de Hades y Core, donde no brilla
el sol, no me negaré a saludar antes que nada a los
dioses del hogar.
A n f it r ió n . — ¿De verdad llegaste a la morada de 610
Hades, hijo?
H eracles . — Sí, y he traído a la luz la fiera de tres
cabezas.
A n f i t r i ó n . — ¿La venciste en combate, o fue un
regalo de la diosa?
H e r a c l e s . — Luchando, y tuve la suerte de contem­
plar los ritos de los iniciados.
A n f i t r i ó n . — ¿Entonces de verdad está la fiera en
el palacio de Euristeo?
6i5 H e r a c l e s . — La guarda el bosque de la diosa in­
fernal y la ciudad de Hennione.
A n f i t r i ó n . — ¿ N o sabe Euristeo que has vuelto a
subir a la tierra?
H e r a c l e s . — N o lo s a b e . H e v e n id o p r im e r o a q u í
p a r a in fo r m a r m e .
A n fitr ió n . ¿ Y cóm o has estado tanto tiem po b ajo
tierra?
H e r a c l e s . — M e he retrasado por traer a Teseo del
H a d es3®, padre.
620 A n f it r ió n . — ¿ Y d ó n d e e s t á é l ? ¿ H a m a r c h a d o a s u
p a t r ia ?
H e r a c l e s . — H a partido hacia Atenas, gozoso por
haber huido del infierno. Pero vamos, hijos, acompa­
ñad a casa a vuestro padre. La entrada os va a ser
625 más agradable que la salida. Vamos, tened valor y no
sigáis soltando ese río de vuestros ojos. Y tú, esposa
mía, recobra el ánim o y deja de temblar. Suelta m is
vestidos, que no tengo alas ni pienso huir de los míos.
¡Ay, ay!, éstos no me sueltan, si no que se aterran
63o todavía más a m is vestidos. ¿Tan sobre e l filo de la
navaja habéis estado? Los tendré que llevar de la
mano a rem olque, com o una nave arrastra a unas bar­
quillas. Pero no vo y a negarme a las caricias de m is
hijos. Todo es igual entre los hombres. Tanto los más

30 Teseo había acompañado a Piritoo al Hades para apode­


rarse de Perséfone. Hay varias versiones: Eurípides escoge
aquella según la cual Heracles sacó a Teseo del Hades, porque
sirve a sus fines en este drama. Según otra quedó retenido
en Hades (cf. V ir g i lio , Eneida V I 17
, y quizá Odisea X I ). 631
poderosos como quienes nada son aman a sus hijos. 635
Sólo se distinguen por el dinero — unos lo tienen y
otros no— , pero toda la raza humana am a a sus hijos.
( Entran todos en palacio.)

Estrofa 1.a
C o r o . — La juventud siem pre me ha sido grata. La
vejez, en cam bio, cual carga más pesada que las rocas
del Etna, sobre m i cabeza pende y mis párpados con 640
oscuro velo oculta. No, para m í de asiática tiranía la
riqueza no quiero ni m i casa llena de o ro a cam bio de 645
la juventud. Herm osa es ella en la abundancia, hermosa
en la miseria. La oscura y m orta l vejez, p o r el con- 650
trario, odio. ¡Que las olas la arrastren y que jamás se
acerque a las casas y ciudades de los hom bres! ¡Que 655
vuele por el éter con eternas alas!

Antístrofa 1.a
Si los dioses tuvieran entendim iento y ciencia a la
medida humana, dos juventudes darían com o marca
patente de virtu d a quienes la poseyeran; y una vez 660
muertos, volverían a la luz del sol com o en doble ca­
rrera del esta d io31. Los m al nacidos, en cam bio, sim ple
tendrían la vida y así se podría a los malvados distin- 665
guir de los virtuosos, com o los m arineros pueden con­
tar las estrellas entre las nubes. Mas ahora no hay 670
ninguna frontera exacta — puesta p o r los dioses— entre
buenos y malos, sino que el tiem po en su cic lo hace
brillar sólo la riqueza.

Estrofa 2.»
N o dejaré de ayuntar las Gracias con las Musas
—¡hermosa con ju n ción !— . ¡N o viva yo sin armonía. 675

31 Este pensamiento es una variante de Suplicantes, versos


1080 y sigs., donde se expresa el deseo de tener dos vidas para
con la segunda enmendar los errores de la primera.
m i vida siem pre entre coronas! Aunque viejo, el poeta
680 canta a Mnemósine. Todavía puedo cantar el him no
de v ictoria de Heracles ju n to a B r o m io }2 que me re­
gala su vino, ju n to al canto de la lira de siete cuerdas
685 y la flauta de Libia. Jamás haré callar a las Musas que
me han enseñado la danza.

Antístrofa 2.a
Las doncellas de Délos el peán cantan ante las
puertas del tem plo, en honor del noble h ijo de Leto,
69o y hacen girar su herm oso coro. Tam bién el peán, ante
tu palacio, com o un cisne yo, anciano cantor, de m i
boca encanecida cantaré. Pues hay buena m ateria
695 para m is himnos: él es h ijo de Zeus, mas en virtud
supera su noble cuna: con el esfuerzo ha fundado para
700 el hom bre una vida sin tempestades, pues ha destruido
las fieras que le asustaban. (Entran simultáneamente
Lico por la derecha con su guardia y Anfitrión que sale
del palacio.)
L ico . — Oportunamente sales, Anfitrión, del pala­
cio, pues ya es mucho el tiem po que lleváis adornando
vuestro cuerpo con ropas y atavíos mortuorios. Vamos,
705 ordena a los hijos y a la esposa de Heracles que salgan
del palacio cumpliendo vuestra promesa voluntaria de
morir.
A n f i t r i ó n . — Señor, estás acosándome en m i infor­
tunio y ejerciendo toda tu insolencia por la muerte de
los míos, cuando debías actuar con moderación, por
7io más que seas el que manda. Y a que nos impones m orir
a la fuerza, forzoso es contentarse. Hay que hacer lo
que tú decidas.
L ico . — ¿Dónde está Mégara, dónde los nietos de
Alcmena?

52 Es el epíteto cultual de Dioniso más em pleado por


Eurípides.
A n fitr ió n . — Me parece que ella, a juzgar desde
fuera...
Lico. — ¿Cómo que te parece? ¿Qué es lo que con­
jeturas?
A n f i t r i ó n . — ...s e sienta como suplicante junto al 715
santo altar de Hestia.
Lico. — En vano suplica por su vida.
A n f i t r i ó n . — ...y que trata de evocar — en vano,
desde luego— a su difunto esposo.
Lico. — Pero él no está aquí ni ojalá venga nunca.
A n f i t r i ó n . — No, a menos que algún dfos lo re­
sucite.
Lico. — Marcha por ella y hazla salir del palacio. 72 0
A n f i t r i ó n . — Sería cóm plice del crim en si hago eso.
Líe o. — Y a que tienes ese escrúpulo, nosotros mis­
mos, que estamos por encima de esos miedos, haremos
salir a los niños con su madre.
Vamos, siervos, seguidme, para que acabemos gus- 725
tosos con la dilación de este trabajo. ( E ntra en el pa­
lacio con sus hom bres.)
A n f i t r i ó n . — Entonces ve tú, marcha a donde ten­
gas que ir, que lo demás quizá sea obra de otro. Mas
espera sufrir algún daño si algún daño has hecho.
Ancianos, para nuestro bien ya marcha y, cuando 730
cree que va a matar a otros, el maldito asesino quedará
prendido entre los lazos de la trampa que le tenderán
las espadas.
Me voy para ver cómo cae muerto; pues es agrada-
dable la muerte de un enem igo y el que pague por
sus acciones. (Entra en el palacio.)

Estrofa 1*
C oro. — Cambia de lugar la desgracia, nuestro an- 735
tiguo gran rey ha hecho volver su vida desde el Hades.
¡Ay! Justicia v Destino de los dioses tuercen su curso.
740 C o r i f e o 33. — Ha llegado el momento en que pa­
garás con tu muerte, por haberte insolentado contra
quien es superior a ti.
C o r o . — La alegría me ha hecho saltar las lágrimas.
743 Ha vuelto — lo que nunca esperó m i corazón— el sobe­
rano de m i tierra.
C o r i f e o . — Ancianos, vayamos a observar lo que
sucede dentro del palacio, veamos si alguien recibe el
trato que yo espero.
L ic o . — ¡Ay de m í!, ¡ay de mí!

Antístrofa 1.a
730 C o r o . — Éste es el preludio del canto que me agra­
da o ír en el palacio. La m uerte no está lejos. E l rey
gime y grita el preludio de su muerte.
Lico. — ¡Oh país de Cadmo, muero a traición!
755 C o r i f e o . — Tam bién tú mataste así. Resígnate a
pagar un precio condigno, paga la pena por lo que
hiciste.
C o r o . — ¿Quién es el que ha mancillado a los dioses
con su impiedad y — siendo m ortal— ha lanzado con­
tra los felices habitantes del cielo la insensata acusa
ción de que son im potentes?
760 C o r i f e o . — Ancianos, el im pío ya no existe. El pa­
lacio calla; volvamos a nuestra danza. Y a son felices
los amigos a quienes yo amo.

Estrofa 2.a
C o r o . — Danzas, danzas y banquetes ocupan a los
765 habitantes de Tebas en la sagrada ciudad. Hay un cam­
bio de lágrimas, un cam bio de fortuna ha engendrado
nuevos cantos. E l nuevo soberano se ha ido, y el anti-

33 Es un canto alternado entre Corifeo y Coro, no entre


semicoros, como señala la edición de M u r r a y .
guo domina luego de abandonar el pu erto de Aque- 770
ronte. La esperanza llegó inesperada.

Antístrofa 2 .*
Los dioses, sí, los dioses se ocupan de con ocer a
justos e impíos. E l o ro y la fortu na sacan a los m or- 773
tales fuera de sí arrastrando el poder de la injusticia.
Nadie se atreve a prever los reveses del tie m p o 3*.
Cuando uno rechaza la ley y entrega sus favores a la
ilegalidad quiebra el oscuro carro de la prosperid ad 35. 78o

Estrofa 3.*
¡Oh Ism eno, cúbrete de coronas! ¡O h pulidas calles
de la ciudad de siete puertas, llenaos de coros! ¡O h
D irce de hermosa corrien te —y con tigo las hijas de 785
Asopo— , abandonad las aguas paternas! Venid, Ninfas,
para cantar conm igo el com bate victorioso de Heracles.
Oh rocas arboladas del dios P itio , oh moradas de las 790
Musas del H elicón, celebrad con vuestro alegre canto
a m i ciudad, a m is muros, donde surgió la raza de los
H om bres Sembrados, el batallón de broncíneas lanzas 795
que transmite esta tierra a los hijos de sus hijos, sa­
grada luz de Tebas.

Antístrofa 3.*
¡Oh doble lecho conyugal, generador com ún, lecho
de m ortal y de Zeus — que se in tro d u jo en la cama de soo
la novia nieta de P e rs e o 36— / ¡Cuán segura se ha reve­
lado para m i tu ya antigua parte de paternidad, oh
Zeus! E l tiem po ha m ostrado el b rillo de la fuerza de sos

34 Es decir, los reveses de fortuna producidos por el tiempo.


35 Alegoría basada en una competición de carros: el carro
de la prosperidad justa es brillante como el oro; el de la in­
justa es oscuro, sin brillo, y acaba estrellándose antes de llegar
a la meta (cf. Electro 954 y sigs.).
36 Alcmena, hija de Electrión y nieta de Perseo.

TRAGEDIAS, I I . — 8
Heracles, el cual ha salido de las entrañas de la tierra
abandonando el infernal palacio de Plutón.
8io Com o rey, has resultado superior al tirano inno­
b le 1'1 que, a la hora de la lucha a espada, ha puesto
ante nuestros o jo s la evidencia de que la justicia es
todavía del agrado de los d ioses38. (Aparecen Iris y Lisa
sobre el palacio.)
Bis C o r i f e o . — ¡Oh! ¡Eh! ¿Es que vamos a caer, ancia­
nos, en un nuevo ataque de terror? ¿Qué aparición veo
sobre el palacio?
P o n en fuga, pon en fuga tu lento pie, sal de aquí,
820 ¡Rey Peán, aleja de m í la desgracia!
I r i s . — Ancianos, cobrad ánimos; ésta que véis aquí
es L is a 39, hija de la Noche, y yo soy Iris, servidora
de los dioses. N o venimos a producir daño alguno a la
825 ciudad. Nuestro ataque común se dirige contra la casa
de un solo hombre, del hijo — así dicen— de Zeus y
Alcmena. Pues antes de dar fin a sus duros trabajos,
le protegía el destino y su padre Zeus no nos permitía,
830 ni a m í ni a Hera, que le hiciéramos daño. Mas ahora
que ha terminado los trabajos que Euristeo le impuso,
H era quiere contaminarlo con sangre de su fam ilia por
la m uerte de sus propios hijos. Y así lo quiero yo.
( A Lisa.) Conque, vamos, recobra la dureza de tu
corazón, hija soltera de la negra noche, mueve contra
835 este hombre la locura, confunde su mente para que
mate a sus hijos, empuja sus pies a una danza desen­
frenada, suelta al Asesinato de sus amarras.
Que con sus propias manos asesine a sus hijos y
840 los haga atravesar la corriente del Aqueronte; y que
compruebe cómo es el odio de Hera contra él y cómo

37 I it . «la vileza de un tirano».


38 WiLAMOwrrz considera corruptos estos versos por el hecho
de que el.coro se dirige, inesperadamente, a Heracles. N o es
razón suficiente para ponerles la crux.
39 Lisa es la personificación de la Demencia, del Furor.
el mío. De lo contrario, los dioses no contarán para
nada y los hombres serán poderosos si éste no es
castigado.
L isa . — Soy h ija de n o b le s p a d re s, de la sa n g re de
U rano y de Noche. M i oñcjio es éste, m a s n o m e a g ra d a 845
en sañ arm e n i m e co m p la ce v is ita r a lo s h o m b res q u e
me son am igo s. A s í qu e q u ie ro a c o n s e ja ro s a Hera y a
ti, por si a ten d é is a m is p a la b ra s, a n tes de v e ro s co ­
m eter u n e rro r.
Este hombre, contra cuya casa me enviáis, no ca- eso
rece de nombre ni en la tierra ni entre los dioses. Ha
pacificado la tierra inaccesible y la m ar salvaje; y él
solo les ha restablecido a los dioses los honores que
habían desaparecido por obra de hombres im p ío s40.
Te aconsejo que no le desees grandes males.
I r i s . — N o trates de corregir los designios de H era 855
y míos.
Lisa. — Trato de poner tu huella en el camino m ejor
en vez del peor.
I r i s . — La esposa de 2'eus no te ha enviado aquí
para que seas sobria.
L isa . — Pongo a Helios p o r testigo de que hago lo
que no quiero hacer. Pero si es fuerza que os obe­
dezca a Hera y a ti, si necesitáis que os acompañen
vértigo y ladridos como los perros al cazador, m e pon- 860
dré en marcha. N i el m ar ruge tan enfurecido con sus
olas, ni los seísmos en tierra ni el aguijón del rayo
resoplan tan dolientes com o yo voy a lanzarme a la
carrera contra el pecho de Heracles. H aré que el pa­
lacio se resquebraje y lo dejaré desplomarse sobre
ellos, matando prim ero a sus hijos. Su asesino no 865
sabrá que está matando a los hijos que engendró,
antes de que se libre de m is ataques de furor.

40 W ila m o w itz (cf. III, 185) ha postulado que falta aquí un


verso que él reconstruye así: «p or lo que a la celosa esposa
de Zeus y a ti...».
¡Eh, m ira com o ya comienza a agitar la cabeza y
gira en silencio sus pupilas brillantes y desencajadas!
870 N o puede controlar la respiración, como un toro a
punto de embestir, y muge terriblemente invocando a
las Keres del Tártaro.
En seguida le haré agitarse más y acompañaré su
danza con las flautas del terror. Levanta tu noble pie
y marcha al Olim po, Iris, que yo me introduciré sin
ser vista en el palacio de Heracles.
87s C o r o 41. — ¡Ay, ay, ay, gem id! Va a ser segada la
flo r de tu ciudad, el h ijo de Zeus. ¡Desdichada Hélade,
que a tu bienhechor vas a perder, lo vas a perd er en
danza enloquecida acompañada p o r la flautas de Lisa.
880 Ha subido a su carro la de muchos lamentos e
impulsa su aguijón contra el tronco, com o para lan­
zarlo a la perdición, la Gorgona hija de la N oche con
sus silbidos de cien cabezas de serpiente, Lisa cuya
vista petrifica.
885 ¡Q ué pron to ha abatido dios a quien era feliz! ¡Qué
p ro n to van a expirar los hijos a manos de su padre!
A r f i t r i ó n . — (Desde dentro.) ¡Ay de m í, desdichado!
C o r o . — ¡Ay, Zeus, pron to tu h ijo se quedará sin
h ijos! Las furiosas, com edoras de crudo, injustas ven-
890 ganzas lo harán sucum bir a golpes de desgracia.
A n f i t r i ó n . — ¡Ay, morada mía!
C o r o . — Se inicia una danza sin tambores que no
agrada al tirso de B ro m io ...
A n f i t r i ó n . — ¡Ay, palacio m ío !
C o r o . — ...danza que busca la sangre, no el zumo
893 de la uva de báquica libación.
A n f i t r i ó n . — ¡H ijos, lanzaos a la huida!
C o r o . — H o rrib le es este canto, h orrib le es el canto
que acompañan las flautas. Prosigue la persecución y

41 Entendemos que es innecesaria la división en semicoros


de este sistema de docmios.
caza de los hijos, Lisa va a lanzarse a una bacanal no
sin consecuencias para la casa.
A n f i t r i ó n . — ¡Ay de m is males! 900
C o r o . — ¡Ay, ay! ¡C óm o compadezco al anciano pa­
dre y a la madre cuyos hijos nacieron para nada!
A n f i t r i ó n 42. — ¡M ira, m ira, una tempestad sacude 905
el palacio, se derrumban los techos!
C oro 43. — ¡Eh, eh! ¿Qué haces, h ijo de Zeus, en
el palacio? Una con m oción infernal, com o otrora con­
tra Encélado, envías, oh Palas, contra la casa. (Sale
un Mensajero del palacio.)
M e n s a je r o . — ¡Oh c u e r p o s e n c a n e c i d o s p o r l a v e j e z ! 9 1 0
C or o . — ¿Qué grito es éste con que me llamas?
M e n s a je r o . — Terrible es lo que sucede en el pa­
lacio.
C o r o . — N o traeré o tro a d ivin o4*.
M e n s a je r o . — Han m uerto los niños.
C o r o . — ¡Ay, ay!
M e n s a je r o . — Lamentaos, porque es lamentable.
C o r o . — Terrible es su m uerte, terribles las manos 9 1 5
de su padre. ¡Oh!
M ensajero . — Nadie podría contarlo con palabras
mayores que nuestro sufrimiento.
C o r o . — ¿Con qué palabras puedes contarnos la
lamentable ceguera, la locura de un padre con sus
hijos? Dínos de qué manera, impulsado p o r los dioses,
se precipitó este h o rro r sobre el palacio y cuenta el 920
desdichado destino de los niños.
M ensajero . — Y a estaban delante del altar de Zeus
las víctimas del sacrificio purificatorio del palacio, una
vez que Heracles hubo matado y arrojado de este re-

42 Seguimos a W il a m o w it z aJ atribuir a An fitrión los ver­


sos 904-905.
43 M u r r ay pone inexplicablem ente los w . 906-908 en boca
de Heracles.
44 Se. «d istin to de m i»; i. e. «y a io he adivinado y o m ism o».
925 cinto al tirano del país. El hermoso coro de sus hijos,
así com o su padre y Mégara, estaban a su lado. Y a
había rodeado el altar la canastilla y nosotros mante­
níamos un silencio religioso.
Mas cuando se disponía a llevar con su diestra el
tizón para sumergirlo en el agua lustral, el h ijo de
930 Alcmena se quedó sin habla. Como su padre tardara,
los niños le dirigieron sus miradas. Heracles ya no
era el mismo: alterado en el m ovim iento de sus ojos
y dejando ver en ellos las raíces enrojecidas, arrojaba
935 espuma sobre su barba bien poblada. Y d ijo de re­
pente con risa enloquecida:
«¡Padre, ¿para qué realizar el sacrificio de fuego
expiatorio antes de matar a Euristeo? ¿Para qué tener
doble trabajo, cuando puedo de un solo golpe arreglar
este asunto? Cuando traiga la cabeza de Euristeo
940 purificaré mis manos también por la muerte de éstos.
Derramad el agua, soltad la canastilla de vuestras
manos.
¿Quién me entregará el arco, quién el arma de mi
mano? Me marcho a Micenás. Necesito palancas y aza-
945 dones para levantar con el hierro encorvado los cim ien­
tos que los Cíclopes ajustaron con la roja plomada y
con cinceles.»
Después de esto se puso en camino diciendo que
tenía (aunque no lo tenía) un carro; ascendió al carro
y golpeaba con la mano como si golpeara con un
aguijón.
950 A los sirvientes les entró risa y miedo a la vez — se
miraban unos a otros— , y uno dijo:
«¿ E l señor se burla de nosotros o está loco?»
Él correteaba por la casa arriba y abajo. Cuando
955 dio en m edio del androceo, d ijo que había llegado a la
ciudad de N is o 45 y entrado en una casa; se recostó en

45 Mégara. Niso era hijo de Pandión y hermano de Egeo.


el suelo, tal como estaba, y hacía que se preparaba una
comida. Cuando, después de un corto descanso, se puso
en camino, decía que se estaba acercando a los valles
umbrosos del Istmo. Entonces se desnudó del manto,
se puso a boxear con nadie y se proclam ó a sí mismo 960
vencedor de nadie, después de ordenar silencio.
Ya estaba en Micenas, según sus palabras, y gritaba
t e r r ib le s amenazas contra Euristeo. Entonces su padre
le tocó el robusto brazo y le dijo: «H ijo , ¿qué te pasa? 965
¿Qué viaje es éste? ¿Es que te ha desquiciado la muerte
de éstos a los que acabas de m atar?»
Pero él, creyendo que es el padre de Euristeo quien
le toca el brazo suplicante y tembloroso, lo aparta de
s í y prepara el carcaj y el arco contra sus propios 970
hijos creyendo que va a matar a los de Euristeo.
Éstos, temblando de miedo, se lanzaron cada uno por
un lado: uno se refugió tem bloroso en el manto de su
desdichada madre, otro en la sombra de una columna,
otro en el altar, como un pájaro. Su madre le gritaba: 9 75
«Oh tú, que los engendraste, ¿qué haces? ¿Vas a matar
a tus hijos?» Y gritaba el anciano y el grupo de ser­
vidores.
Entonces Heracles persigue a su h ijo en torno a la
columna con terrible giro de sus pies y, poniéndose
enfrente, le dispara contra el hígado. Y al expirar éste 98o
empapó boca arriba los zócalos de piedra. É l lanzó
un grito de victoria y decía con jactancia: «E ste po-
lluelo de Euristeo que acaba de m orir ha caído a mis
manos en pago del odio que su padre m e tiene.* Y ya
disponía rápidamente su arco contra otro, el que se 985
había refugiado tem bloroso — creyendo esconderse—
en la base del altar. El desdichado se arrojó apresura­
damente a los pies de su padre, levantando sus manos
hacia la barba y cuello de éste: ^Querido padre — le
dice— , no me mates. Soy tuyo, soy tu hijo; no estás 990
matando a uno de Euristeo.» Pero él revolvía sus ojos
feroces de Gorgona y — como el niño estaba demasiado
cerca de su arco m ortífero— im itando en su rostro
el gesto de un herrero, d ejó caer la clava sobre la
rubia cabeza del niño y quebró sus huesos.
995 Ahora que había matado a su segundo hijo, se dis­
ponía a lanzarse contra su tercera víctim a con inten­
ción de degollarlo sobre los otros dos. Mas se le ade­
lantó la desdichada madre, que lo introdujo en el
palacio y cerró las puertas. Pero él, como si de los
mismos muros ciclópeos se tratara, pica, apalanca los
1000 los cerrojos, arranca las puertas y derriba con una
sola flecha a madre e hijo.
Después se lanzaba com o a caballo para matar al
anciano, cuando se acercó una imagen, la de Palas
— según se m ostró a nuestros ojos— blandiendo su
lanza46. Y arrojó contra el pecho de Heracles una
1005 piedra que contuvo sus ansias de matar y lo echó
en brazos del sueño. Cayó al suelo, con la espalda
extendida contra una columna que, partida en dos por
el derrumbamiento del techo, yacía sobre su base,
íoio Y nosotros, librando nuestro pie de su persecución,
lo sujetamos con correas a una columna con la ayuda
del anciano, para que al despertar del sueño no aña­
diera ninguna acción más a las ya realizadas. Ahora
duerme el desdichado un sueño nada feliz, pues ha
10 15 ha matado a sus hijos y a su esposa. En verdad, yo no
conozco a ningún mortal que sea más infortunado.
( E ntra en el palacio.)
C o r o . — E l crim en que la roca de Argos tiene en
su m em oria fue un tiem po el más célebre e increíble
para Grecia, el de las hijas de D á n a o47; mas éste so-

46 Hay tres palabras en el verso ( epí lóphói kéar) intradu­


cibies por corrupción. G r é g o ir e (pág. 59) sospecha laguna.
47 Las 50 hijas de Dánao, forzadas a casarse con sus primos,
los hijos de Egipto, mataron a éstos en la misma noche de
bodas, salvo una.
brepasa, adelanta con m ucho aquel h orror. La m uerte
del desdichado y divino h ijo de Proene — madre una
sola vez— llam ar puedo sacrificio a las M usas41. P ero
tú, cruel, que engendraste tres hijos, los has elim inado
con m uerte enloquecida. ¡Oh, o h l ¿Qué lamentos o 1023
gemido o funerario canto o cora l de Hades repetirá m i
eco?
¡Huy, huy! Mirad, en dos se abren las puertas de 1030
la elevada mansión. (Se abren las puertas y el encí-
clema presenta a Heracles, atado y dorm ido, rodeado
de cuatro cadáveres.)
¡Ay de m í! Ved ahí unos hijos desdichados tendidos
ante su desdichado padre, que duerm e terrible sueño
por la m uerte de sus hijos. Ved alrededor del cuerpo 1035
de Heracles los numerosos nudos de la cuerda que
está sujeta a las columnas pétreas de palacio. (Sale
A n fitrió n .)
C o r i f e o . — Mas aquí está el anciano, com o ave que
lamenta el d o lo r de sus h ijos sin alas, con lento pie 1040
marcando amarga marcha.
A n f i t r i ó n . — Ancianos cadmeos, ¡silencio, silencio!
¿N o dejaréis que, entregado al sueño, olvide p o r com ­
p leto su desdicha?
C o r o . — Con todas mis lágrimas te lloro, anciano, 1045
y a estos hijos y a esta victoriosa cabeza.
A n f i t r i ó n . — Alejáos p o r ambos lados, no hagáis
ruido, no gritéis, no despertéis a quien profund o sueño 1050
duerme.
C o r o . — ¡Ay de m í! ¡Qué cantidad de sangre... me
haréis m o rir!
A n f i t r i ó n . — ¡Ay, ay!

48 Proene, hija del rey deAtenas, Pandión, mató a su hijo


Itis para vengarse de su marido Tereo, rey de Tracia. «Su
muerte puede llamarse sacrificio a las Musas», porque Proene
fue convertida en ruiseñor y canta incesantemente a su hijo
(cf. Troyanas 1244 y sigs.).
C o r o . — ¡...s e extiende ante mis ojos!
A n f i t r i ó n . — ¿N o cantaréis los ayes de este treno
toas en silencio, ancianos? Cuidado, no despierte y afloje
las ligaduras, no acabe con la ciudad entera y con su
padre, y destruya el palacio.
C o r o . — N o puedo, es superior a mis fuerzas.
A n f i t r i ó n . — ¡Silencio!, que oiga su respiración;
1060 ¡silencio!, que aplique el oído.
C o r o . — ¿Duerme?
A n f i t r i ó n . — Sí, duerme un sueño, un sueño de
m uerte quien m ató a su esposa, quien mató a sus hijos
disparando con vibrante arco.
1065 C o r o . — Lamenta ahora...
A n f i t r i ó n . — Sí, lamento.
C o r ó . — ...la m uerte de los niños.
A n f i t r i ó n . — ¡Ay de m í!
C o r o . — ...y de tu propia hija.
A n f i t r i ó n . — ¡Ay, ay!
C o r o . — ¡Oh anciano!...
A n f i t r i ó n . — Calla, calla, se despierta, se da la
1070 vuelta. Voy a esconderme en el palacio.
C o r o . — ¡Anim o!, la noche cubre los párpados de
tu hijo.
A n f i t r i ó n . — Ved, ved. La luz abandonar ante estos
males no rehuyo, más si me mata a mí, su padre,
1073 a estos males añadirá otros males y ante las Erinias
tendrá que responder del parricidio.
C o r o . — Entonces tenías que haber m uerto, cuando
ibas a vengar la m uerte de los hermanos de tu esposa
íoeo devastando la ciudad ribereña de los Tafios.
A n f i t r i ó n . — ¡Huid, huid, ancianos! Lejos del pala­
cio dirigid los pasos, huid de un hom bre enloquecido
que se está despertando. Bien pronto va a a rro ja r un
loes crim en sobre o tro y atravesar en frenética danza la
ciudad de los cadmeos.
C o r if e o . — Zeus, ¿por qué te has ensañado con
tanto odio contra tu propio hijo? ¿Por qué lo has
arrastrado a este piélago de males?
H eracles . — ( Despertando.) ¡Vaya! Y a recobro el
aliento y puedo contemplar lo que debía: el aire, la ícwo
tierra y este arco de Helios. H e caído como en un
torbellino, como en una terrible confusión de la mente,
y la respiración de mis pulmones se eleva febril, irre­
gular. Mas... ¿por qué com o nave anclada tengo suje­
tos a estas correas mi joven pecho y mi brazo?... 1095
¿Por qué estoy tendido junto a esta piedra labrada
partida por la mitad y ocupo un sitio cercano a unos
cadáveres? Esparcidos por el suelo están m i veloz lanza
y mi arco que, como fiel escudero, antes protegía mi 110 0
costado y era protegido por mí.
¿No habré vuelto de nuevo a! Hades, habiendo re­
corrido el doble estadio d eE u risteo?49. Mas no, pues ni
veo la roca de Sísifo, ni a Plutón ni al cetro de la
hija de Deméter. En verdad, estoy asombrado. ¿Dónde 110 5
estoy que me hallo tan impotente? ¡Eh, eh! ¿Quién
de mis amigos está cerca — o lejos— para curarme de
esta mi incapacidad de reconocer las cosas? Pues no
reconozco con claridad ninguna cosa familiar.
A n f it r ió n . — Ancianos, ¿me acercaré a mi propia
perdición?
C o r if e o . — Sí, y yo contigo; no quiero abandonarte 11 1 0
en el infortunio.

49 Verso corrupto. Seguimos la conjetura de G r é g o ir e sin


excesiva convicción. La atractiva restauración de W il a m o w t t z
(que acepta éntoláis de P ie r s s o n y cambia motón por dramón)
es, paleográficamente, imposible de probar; aunque es posible
que la repetición errónea de eis Haídou haya entrañado la
pérdida irremediable de una palabra. El sentido, en todo caso,
es: «¿no habré realizado un camino de ida y vuelta a Hades
como si se tratara de una carrera en el estadio?» ( díaulos).
H eracles . — (R econoce a A n fitrió n .) Padre, ¿por
qué lloras y cubres tus ojos al acercarte a tu hijo
más querido?
A n f i t r i ó n . — ¡Oh hijo! Pues h ijo mío eres, aun en
la desgracia.
H eracles . — ¿Es que me sucede algo lamentable y
por esto lloras?
1115 A n f it r ió n . — Algo que hasta un dios que lo sufriera
lloraría.
H eracles . — Hinchado es tu lenguaje, mas de mi
suerte aún no has dicho nada.
A n f i t r i ó n . — Tú mismo lo estás viendo, si es que
ya estás en tu sano juicio.
H eracles . — Dímelo, si significa algo nuevo en mi
vida.
A n f it r ió n . — Si ya no eres un bacante de Hades te
lo diré.
112 0 H eracles . — ¡Ay! Sospechoso resulta esto que has
dicho hablando de nuevo con enigmas.
A n f it r ió n . — Estoy comprobando si tu juicio es
firm e de verdad.
H eracles . — N o recuerdo haber tenido la mente
enloquecida.
A n f i t r i ó n . — ( Dirigiéndose al C oro.) Ancianos, ¿des­
ato las ligaduras de mi h ijo o qué hago?
H eracles . — Sí, y dime quién me las ató, pues me
producen vergüenza.
ii2 5 A n f i t r i ó n . — ( Desatándolo.) Tamaños son los males
que conoces; deja el resto.
H eracles . — ¿Es que basta el silencio para saber lo
que quiero?
A n f it r ió n . — Zeus, tú que estás sentado en tu trono
junto a Hera, ¿ves esto?
H eracles . — ¿Pero es que he sufrido algún ataque
desde allí?
A n f i t r i ó n . — Deja a la diosa y atiende a tus males.
H eracles . — Estoy perdido; va a comunicarme al- 1130
guna desgracia.
A n f it r ió n . — Mira, contempla a tus hijos caídos.
H eracles . — (Se levanta.) ¡Ay m ísero de mí! ¿Qué
visión es ésta que contemplo?
A n f it r ió n . — H ijo, has declarado a tus hijos una
guerra sin nombre.
H eracles . — ¿A qué guerra te refieres? ¿Quién ha
matado a éstos?
A n f it r ió n . — Tú y tu arco y quien de los dioses 1135
sea culpable.
H eracles . — ¿Qué dices? ¿Qué he hecho? ¡Oh padre,
heraldo de desgracias!
A n f it r ió n . — Estabas loco. M e pides una aclaración
que duele.
H eracles . — ¿Entonces soy yo también el asesino
de mi esposa?
A n f it r ió n . — Todo esto es obra de tu solo brazo.
H eracles . — ¡Ay, ay, m e envuelve una nube de la- 1140
mentos!
A n f it r ió n . — Por eso lamento tu suerte.
H eracles . — ¿Acaso destruyó también el palacio la
diosa que m e enloqueció?
A n f it r ió n . — Sólo sé una cosa: todo lo tuyo se
tom a en infortunio.
H eracles . — ¿ Y dónde m e alcanzó el aguijón?
¿Dónde acabó conmigo?
A n f it r ió n . — Cuando purificabas con fuego tus ma- 1145
nos junto al altar.
H eracles . — ¡Ay de mí! ¿Qué me im porta la vida
cuando soy el asesino de mis queridos hijos? ¿N o iré
a saltar desde una roca escarpada o a arrojar la es­
pada contra m i vientre para vengar en m í la m uerte u so
de mis hijos? ¿O quemaré: mis carnes con el fu ego®

*> Hay corrupción en la palabra central de este verso


para apartar de m i vida el deshonor que m e aguarda?
(V e acercarse a Teseo p o r la izquierda con un grupo
de seguidores.) Mas he aquí que se acerca Teseo, pa­
riente y am igo m ío, estorbando mis proyectos de muer-
1155 te. ¡Me verá y la mancha del parricidio saltará a los
ojos del más querido de mis huéspedes! ¡Ay de mí!
¿Qué haré? ¿Dónde podré hallar un lugar solitario para
mis males? ¿Iré hacia el cielo o debajo de la tierra?
Vamos, voy a envolver mi cabeza en la oscu ridad51,
1160 pues siento vergüenza de los males que he perpetrado.
Y ya que he traído hacia m í la sangre culpable de esto -
niños, no quiero perjudicar a quienes son inocentes.
(Se sienta entre los cadáveres acurrucándose y cu­
bierto p o r el m anto.)
T e s e o . — Anciano, he venido con estos jóvenes ate­
nienses, que montan vigilancia junto a la corriente del
ii65 A so p o 52, para traer a tu h ijo armas aliadas. H a llegado
a la ciudad de los Erecteidas el rumor de que Lico se
ha apoderado violentam ente del cetro del país y os ha
declarado la guerra. M e he presentado aquí, anciano,
ii70 devolviendo el fa vo r que antes m e hizo Heracles sal­
vándome de los infiernos, por si necesitáis de m i mano
aliada. Mas ¿por qué el suelo está cubierto de cadá­
veres? ¿N o me habré retrasado y llegado tarde a estos
ii75 males recientes? ¿Quién ha matado a estos niños? ¿De
quién es esposa ésta que aquí veo? Los niños, desde
luego, no suelen afrontar el combate, conque sin duda
m e encuentro en presencia de una desgracia fuera de
lo común.

(e m ití de los Mss. atenta contra la métrica), pero ésta no al­


tera sensiblemente el sentido.
si Verso corrupto. Los diversos autores que han intentado
enmendarlo introducen de una forma u otra la palabra «m an­
to». I. e. «ocultaré mi cabeza en la oscuridad del manto», etc.
52 El río Asopo trazaba la frontera entre Beocia y el Atica
en la época de la epopeya (cf. Ilíada IX 287).
A n f it r ió n . — ¡Oh soberano de la colina plantada
de olivos!...
T es e o . — ¿Qué tratas de decirm e dirigiéndote a mí
con tan triste proem io?
A n f i t r i ó n . — Hemos padecido sufrim ientos crueles u s o
de parte de los dioses.
T eseo . — ¿Quiénes son estos niños sobre los que
viertes un torrente de lágrimas?
A n f i t r i ó n . — Los engendró m i desdichado cacho­
rro; los engendró y los mató, cargando con la sangre
del crimen.
T e seo . — N o pronuncies blasfemias.
A n f i t r i ó n . — Se lo ordenas a quien desea no blas- íi s s
femar.
T e s e o . — ¡Qué palabras terribles las tuyas!
A n f i t r i ó n . — Hemos desaparecido, desaparecido con
alas.
T e s e o . — ¿Qué dices? ¿Qué hizo?
A n f i t r i ó n . — Extraviado p o r un ataque de locura y 119 0
con las flechas teñidas en la hidra de cien cabezas.
T e s e o . — Esto es obra de Hera. ( Descubre a H era­
cles.) Y ¿quién es éste que está entre los cadáveres,
anciano?
A n f i t r i ó n . — Ése es m i hijo, m i hijo, el de muchos
trabajos, el que con los dioses m archó a la guerra con­
tra los Gigantes armado de escudo, a la llanura de
Flegra.
T eseo . — ¡Qué horror! ¿Qué hom bre nació tan des- 1193
dichado?
A n f i t r i ó n . — Conocer no podrías a o tro m orta l más
trabajado, más asendereado.
T e s e o . — ¿Y por qué oculta su triste rostro con el
peplo?
A n f i t r i ó n . — Se avergüenza de tu presencia, de tu 1200
amistad de hermano y de la sangre derramada p o r sus
hijos.
T e s e o . — Mas yo he venido para acompañarlo en
su dolor. ¡Descúbrelo!
A n f it r ió n . — H ijo , deja caer de tus o jos el peplo,
1205 tíralo lejos, m uestra tu rostro al sol. Un peso contra­
rio se opone a las lágrimas. Te lo suplico, ante tu barba
1210 y tu rod illa y tu mano postrado, dejando caer un llanto
de anciano. Vamos, hijo, contén tus impulsos de león
salvaje, porque tratan de arrastrarte al im p ío fragor
del crim en y te je r un mal con o tro mal, h ijo m ío.
T eseo . — Vamos, a ti digo, al que ocupa un lugar
1215 desdichado: descubre el rostro a tus amigos. Ninguna
nube tiene oscuridad tan negra como para ocultar tus
desgracias.
¿Por qué agitas la mano mostrándome la sangre?
¿Acaso para que no m e alcance la impureza de tu sa-
1220 ludo? N o me im porta com partir contigo el infortunio,
pues en otra ocasión com partí el éxito: debo dirigir
m i pensamiento a la ocasión en que me sacaste a la
luz arrancándome del mundo de los muertos.
Me repugna que los amigos dejen envejecer el agra-
1225 decimiento; me repugna quien quiere gozar de lo
bueno, mas no navegar en la misma nave del amigo
que sufre infortunio. Levántate, descubre tu rostro las­
timoso, m ira hacia nosotros. El mortal bien nacido
soporta los golpes de los dioses y no los rehúye.
H eracles . — (Incorporándose.) Teseo, ¿has visto el
combate contra mis hijos?
1230 T eseo . — No, me lo han contado, mas tú ahora
muestras este horror a mis ojos.
H eracles . — ¿Por qué, pues, has descubierto mi
cabeza a los rayos del sol?
T eseo . — ¿Por qué? Porque siendo mortal no man­
cillas nada de los dioses.
H eracles . — Desgraciado, huye de mi impía man­
cha.
T es e o . — N o hay amigo que invoque a un dios ven­
gador contra sus amigos.
H e r a c le s . — Alabo tu actitud y no me arrepiento 12 3 5
de haberte hecho un favor.
T e s e o . — Y yo que entonces lo recibí, ahora te com ­
padezco.
H e r a c le s . — Digno soy de compasión por haber ma­
tado a mis hijos.
T e se o . — Lloro de agradecimiento por otra ocasión
desventurada.
H e r a c l e s . — ¿Has encontrado a alguien en desgra­
cia mayor?
T e s e o . — Llegas hasta el cielo con tu desventura. 1240
H e r a c l e s . — Entonces estoy en disposición incluso
de devolver el golpe.
T e s e o . — ¿Y crees que los dioses se preocupan de
tus amenazas?
H e r a c le s . — Arrogantes son los dioses, y yo lo seré
con ellos.
T e s e o . — Contén tu boca, no sea que por decir pa­
labras excesivas sufras excesivo daño.
H e r a c le s . — Y a estoy saturado de males y no tengo 1245
dónde añadir otro.
T e seo . — ¿Y qué vas a hacer? ¿Adónde te llevará
tu cólera?
H e r a c l e s . — A la muerte; vuelvo debajo de la tie­
rra de donde acabo de llegar.
T e seo . — Has dicho lo que diría un hom bre vulgar.
H e r a c l e s . — Y tú tratas de reprenderme porque
estás lejos de la desgracia.
T eseo . — ¿Es Heracles, e l que tanto ha soportado, 1250
quien pronuncia estas palabras?
H e r a c l e s . — En verdad nada he sufrido tan grande
como esto; incluso el aguante tiene su medida.
T e s e o . — ¿El bienhechor de los hombres, su gran
amigo?
TRAGEDIAS, I I . — 9
H e r a c l e s . — Sí, mas éstos en nada pueden ayudar­
me. Es H era quien domina.
T e s e o . — La Hélade no soportaría que murieras
con m uerte insensata.
12 5 5 H e r a c le s . — Escúchame ahora, que voy a oponer
mis razones a los reproches. Te voy a demostrar que
m i vida ya no es vida — ni tampoco antes lo fue— .
En prim er lugar soy hijo de un hombre que desposó
1260 a mi madre Alcmena, después de matar al anciano
padre de su madre. Y cuando los cimientos de una
fam ilia no están bien puestos, es fuerza que los des­
cendientes sean desventurados.
Zeus — quien quiera que Zeus sea— m e engendró
haciéndome odioso a Hera (mas tú no te ofendas,
1265 anciano, que te considero a ti m i padre, no a Zeus).
Cuando todavía mamaba, la compañera de cama de
Zeus introdujo en mi cuna serpientes de ojos reful­
gentes para que muriera. Y cuando mi carne se cu-
1270 brió de músculos vigorosos, ¿a qué enumerar los tra­
bajos que soporté; el número de leones, tifones de
tres cuerpos, gigantes o ejércitos de cuadrúpedos cen-
12 7 5 tauros a quienes no declaré la guerra? Después de
dar muerte a la perra Hidra, llena de cabezas que
siempre rebrotan, recorrí una multitud de trabajos e
incluso llegué al infierno para traerme — por orden
de Euristeo— el perro de tres cabezas, portero del
Hades. Mas ésta es la última prueba que he soportado,
1280 la muerte de mis hijos, para poner el tejado de los
males de m i casa.
Me veo constreñido hasta el punto de no serme
perm itido habitar en mi querida Tebas. Si me quedo,
¿a qué templo, a qué reunión de amigos podré ir?
Pues tengo una maldición que impide que nadie me
1285 acoja. ¿Entonces, marcharé a Argos? ¿Y cómo, después
de abandonar exiliado mi patria?
Entonces, ¿me dirigiré a alguna otra ciudad? ¿Y
que me dirijan miradas despectivas cuando m e reco­
nozcan y vivir encerrado por m iedo a los amargos agui­
jones de la lengua? «¿ N o es éste — dirán— el h ijo de
Zeus, el que mató a sus hijos y esposa? ¿N o irá a mo- 1290
rirse lejos de este país?»
Para un hombre que ha sido considerado como
feliz, el cambio es doloroso; mas aquél a quien siem­
pre acompaña la desgracia, no sufre, pues es infortu­
nado desde que nació. Creo que algún día llegaré en
mi desgracia al punto de que la tierra cobre voz para 12 9 5
impedirme que la toque, y el mar y la fuentes de los
ríos para que no los atraviese. Seré la viva imagen de
Ixión encadenado al carro. Y es m ejor que no vea esto
ninguno de los griegos entre quienes fui feliz y afor- 130 0
tunado M.
¿A qué vivir entonces? ¿Qué me aprovechará tener
una vida inútil e impura? ¡Que dance la ilustre esposa
de Zeus haciendo retumbar con sus zapatones54 el pa­
lacio del Olimpo! Y a ha conseguido cum plir lo que se 130 5
propuso, destruir desde sus cimientos al prim er hom­
bre de Grecia.
¿Quién podría dirigir sus súplicas a una diosa de
tal calaña, una diosa que, encelada con Zeus por la
cama de una mujer, destruye a los benefactores de 13 10
Ja Hélade sin que tengan culpa alguna?
T e s e o . — Esta prueba no procede de otro dios que
Ja esposa de Zeus. De esto te has percatado b ie n ...55.

53 W il a m c w i t z rechaza corno interpolados los vv. 1291-1293


v 1299 y 1300; P a rm e n tie r, todo el pasaje.
54 Otro verso corrupto. En todo caso, el sentido irónico es
claro si lo ponemos en relación con Hesiodo (Teogonia), donde
Hera danza en el Olimpo con «zapa ti tos» ( pedílois) de oro.
Arb$léi. palabra sana, es «bota rústica de cazador».
55 Se ha sospechado laguna tras el v. 1312 desde V ic t o r iu s ,
ya que. como dice W i l a m o w i t z (IJI, 267). el verso siguiente
«carece de sentido y construcción». Este autor cree que falta
Te aconsejaría esto antes que sufrir algún mal. Nadie
está libre de los golpes de la fortuna, ni los hombres,
tais ni tampoco los dioses, si no mienten los cantos de los
poetas. ¿Es que no han trabado entre sí uniones que
no se ajustan a ninguna ley? ¿N o han encadenado a
sus padres por ambicionar el poder? Sin embargo, si­
guen ocupando el Olimpo y se les perdonaron sus
13 2 0 yerros. Así, pues, ¿qué decir si tú, que eres mortal,
consideras insoportables los golpes de fortuna y los
dioses no?
Abandona Tebas como manda la ley y acompáñame
a la ciudad de Palas. A llí purificarás tus manos de esta
13 2 5 polución y te donaré un palacio y parte de mis bienes.
T e entregaré los dones que he recibido de los ciuda­
danos por haber salvado a los catorce jóvenes matando
al toro de Cnoso.
En m i país tengo fincas acotadas por todas partes.
13 3 0 Éstas recibirán tu nombre mientras vivas; y, una vez
muerto, cuando vayas al Hades, toda la ciudad de Ate­
nas celebrará tus honras con sacrificios y tumbas de
piedra. Para mis ciudadanos será una hermosa corona
13 3 5 el tener entre los griegos la buena fam a de haber
ayudado a un hom bre excelente. Éste es el favor que
te ofrezco a cam bio de m i salvación; pues ahora estás
necesitado de amigos. Cuando los dioses nos honran
no hay necesidad de amigos, pues es suficiente la ayuda
de un dios cuando quiere.
1340 H eracles. — ¡Ay de mí! Esto nada tiene que ver
con mis males presentes, pero yo no creo que los dio­
ses deseen uniones que no estánpermitidas, y nunca
he creído ni nadie me convencerá jamás de que han
encadenado sus manos ni que uno es soberano de otro.
13 4 5 Pues un dios, si de verdad existe un dios, no tiene ne-

«ein ganzer Abschnitt». C a m p e r trató de resolverlo atribuyendo


1311 y 1312 al Corifeo.
c e s id a d de nada. Esto son lamentables historias de los
aedos.
Mas he estado considerando — en m edio de la des­
gracia como m e hallo— si no se me podría acusar de
cobardía por abandonar la vida. Pues quien no soporta
la desgracia no podría aguantar a pie fírm e la lanza
de un hombre. M e forzaré a vivir y marcharé a tu ciu­
dad con un m illón de gracias por tus dones.
En verdad son miles los trabajos que he probado
y ninguno he rehuido ni he dejado caer el llanto de
mis ojos ni jamás habría pensado llegar a esto. Sin 1355
embargo, ahora he de som eterm e a la fortuna, com o
parece. (Se dirige a A n fitrió n .) Vamos, anciano, ya ves
que salgo exiliado, ya ves que he sido el asesino de
mis propios hijos; encomienda sus cuerpos a la tumba, 1360
dispónles honras fúnebres y hónrales con las lágrimas
—ya que a m í no me 1c» perm ite la ley— . Apóyalos
contra el pecho, ponlos sobre el regazo de su madre
en mísera unión como la que yo destruí involuntaria­
mente.
Cuando hayas ocultado en la tierra los cadáveres,
sigue habitando en esta ciudad y, aunque apenado, 1365
fuérzate a vivir para com partir conmigo la desgracia.
Oh hijos, el que os dio vida, el padre que os en­
gendró, está acabado; de nada os han servido las her­
mosas hazañas que yo preparaba con m i esfuerzo para 137C
vuestro buen nombre, la más hermosa herencia de un
padre. Y a ti, desdichada, la muerte que te he dado
no ha correspondido a la seguridad con que tú con­
servabas mi matrimonio, cuando soportabas largas es­
tancias en casa. ¡Ay, esposa e hijos míos, ay de mí!
¡Cuánto sufrimiento! ¡Separado me veo de mis hijos 1375
y esposa! ¡Qué triste es el goce de sus besos, qué triste
es la compañía de estas armas! N o sé si conservarlas
o abandonarlas. Cada vez que golpeen m i costado me
dirán: «Con nosotras mataste a tus hijos y esposa;
nosotras somos las asesinas de tus hijos.» ¿Las llevaré,
pues, en mis brazos? ¿Y cómo lo justificaré? Mas de
lo contrario, ¿m oriré deshonrado, poniéndome a m er­
ced de mis enemigos, si me separo de estas armas con
i38s las que tantas hazañas realicé en la Hélade? N o las
abandonaré; he de conservarlas aunque me duela.
Teseo, una cosa más te pido: acompáñame a Argos
para hacer que me entreguen la recompensa por el
m aldito perro, no vaya a pasarme a lg o 56, si voy solo,
por causa del dolor de mis hijos. Oh tierra de Cadmo y
1390 pueblo todo de Tebas, mesaos los cabellos, acompa­
ñadnos en el dolor, marchad a la tumba de mis hijos;
en una palabra, celebrad todos el duelo por los m uer­
tos y por mí. Pues todos hemos perecido golpeados por
la suerte cruel enviada por Hera.
T e s e o . — Levanta, infortunado. Ya está bien de lá­
grimas.
1395 H e r a c l e s . — N o podría. Mis miembros están petri­
ficados.
T e s e o . — T am b ién a los fu e rte s d estru yen los go lp es
de la fo rtu n a .
H e r a c l e s . — ¡A y! O ja lá p u d iera co n v e rtirm e en p ie ­
d ra y o lv id a r m is m ales.
T e s e o . — Basta, da tu mano al amigo que te ayuda.
H e r a c l e s . — Mas, ¡cuidado!, no te salpique la san­
gre en tus vestidos.
1400 T eseo . — Deja que se manchen, no te preocupes.
N o m e niego a ello.
H e r a c l e s . — Privado de mis hijos, por h ijo mío te
tengo.
T e s e o . — Pon tu brazo en mi cuello, yo te con­
duciré.

* La recompensa es la libertad para volver a Argos. Lo


que teme que le pase es que caiga en la tentación de matar a
Euristeo.
H e r a c l e s . — Una yunta de amigos, en verdad; mas
el uno es desgraciado. Anciano, un hom bre así hay
que tener por amigo.
A n f i t r i ó n . — La tierra que te engendró es paridora 1405
de nobles hijos.
H e r a c l e s . — Teseo, vuélveme otra vez para que vea
a mis hijos.
T e se o . — ¿Para qué? ¿Crees que con ese hechizo te
sentirás m ejor?
H e r a c l e s . — Los añoro. Mas, al menos, deseo abra­
zar a mi padre.
A n f i t r i ó n . — Aquí está m i pecho, hijo mío; te has
adelantado a mis deseos.
T e s e o . — ¿Hasta tal punto has olvidado ya tus tra- 1410
bajos?
H e r a c l e s . — Todo aquello que soporté es inferior
a esta desgracia.
T e s e o . — Si alguien te viera conducirte con mu­
jer, te lo reprocharía.
H e r a c l e s . — ¿A tus ojos vivo abatido? Me parece
que aún añadiré m ayor abatimiento.
T e s e o . — Y a basta. ¿Dónde está aquel célebre H e­
racles?
H e r a c l e s . — ¿ Y tú, qué eras bajo tierra cuando es- 1415
tabas en la desgracia?
T e se o . — En lo que toca al valor, era el últim o de
los hombres.
H e r a c l e s . — Entonces, ¿Por qué dices que estoy
abatido por el dolor?
T e s e o . — Avanza.
H e r a c l e s . — ¡Adiós, anciano!
A n f it r ió n . — ¡A d iós a ti, h ijo m ío!
H e r a c l e s . — Entierra a mis hijos como te he dicho.
A n f it r ió n . — Y a m í, ¿q u ién m e e n te rra rá ?
H e r a c l e s . — Yo.
A n f it r ió n . — ¿Cuándo vendrás?
1420 H e r a c le s . — Cuando hayas enterrado a mis hijos.
A n f i t r i ó n . — ¿S í?
H e r a c le s . — T e haré venir de Tebas a Atenas. Mas
lleva a la tierra el triste c o n e jo de mis hijos. Nosotros,
que hemos hundido la casa en la vergüenza, somos
14 2 5 arrastrados por Teseo com o barquillas rotas. Quien
prefiere riquezas o poder a un buen amigo, es in­
sensato. (E ntra A n fitrió n en el palacio al tiem p o que
el enciclem a se lleva los cadáveres. Heracles y Teseo
salen p o r la izquierda.)
C o r o . — N osotros marchamos entre lam entos y lá­
grimas, porque hemos perdido al más grande de nues­
tros amigos.
ION
1. Este drama, cuya fecha exacta de producción no
sabemos con certeza, pero que en todo caso parece
posterior al Heracles se basa en el m ito de Ion, cuyas
líneas generales son de creación relativamente reciente
—G régoire2 cree que de la epopeya tardía, siglo v i l — ,
e incluso es posible que se originen en Eurípides
mismo.
En efecto, los autores anteriores a Eurípides o fre­
cen muy pocos datos de este mito. Por Hesíodo (fr. 7)
sabemos sólo que Juto es h ijo de Héleno y hermano
de Doro y Éolo; por H eródoto (V I I , 94; V I I I , 44), que
Ion fue hijo de Juto y stratárches de Atenas, no rey;
datos que luego recogen los lexicógrafos tardíos como
Hesiquio (s. v. X outhíd ia i). En ningún autor aparece
como hijo de Apolo ni de Creusa. Es más, el mismo
Eurípides en su Melanipa la Sabia ( P ró lo go , 9-11) hace
a Ion hijo de Juto y de una hija anónima de Erecteo.
Ahora bien, esto de por sí no prueba que fuera
Eurípides el «inventor* de su filiación divina ni de
toda la historia de Creusa31. Sabemos que Sófocles es-

1 Para una discusión de los criterios que se han aducido


para fecharla, cf. C o nach e r , págs. 273 y sigs.
2 G rég o ire , Euripide I I I ( Heracles, Les Supplicantes, Io n )
París, 1959.
3 Aunque sí es evidente que, en todo caso, Creusa no debía
de ser un personaje muy conocido, ya que, como señala O w e n .
Eurípides tuvo que repetir su nombre siete veces en el Prólogo;
cribió una Creusa4, drama que muy bien podría tratar
el mismo mito, aunque ni siquiera esto es seguro. Tam­
poco sabemos con certeza su fecha (bien podría ser
posterior al Io n de Eurípides) ni si allí aparecía la fi­
liación apolínea de Ion. Todo parece indicar, pues, que
o fue Eurípides el inventor de tal m ito o que drama­
tizó, como sugiere W ilam owitz, no un m ito ya com­
pleto, sino «algo que se relataba y creía no sólo porque
servía a la tendencia imperialista a hacer de Atenas el
estado-madre de otras ciudades del imperio, sino tam­
bién porque se ajustaba bien al más antiguo tem plo de
Apolo en una gruta de las rocas septentrionales de la
ciu d a d »5.
Sea de una u otra forma, lo cierto es que Eurípides
dram atizó este m ito sirviendo a dos propósitos claros
(aunque no exclusivos ni siquiera preeminentes, como
luego verem os): de un lado, fom entar la cohesión de
los pueblos jonios en un mom ento de la guerra del
Peloponeso en que la coalición presentaba síntomas de
debilidad; de otro, ofrecer una prueba más de la ne­
cesidad de paz entre dos pueblos que, después de todo,
procedían de dos hijos de Creusa. Porque Eurípides no
sólo varió la ascendencia de Juto (éste ya no es hijo
de Héleno, como en Hesíodo, sino de Éolo, cf. vv. 63-
64), sino también su descendencia: además de tener
como h ijo adoptivo a Ion (padre de los jon ios) engen­
drará después en Creusa a Doro (padre de los dorios).

2. Pues bien, este mismo toma forma de drama en cuatro


episodios, con el mismo número de estásimos, enmarcados
entre Prólogo y Éxodo.

y toda la historia se repite tres veces: Hermes en el Prólogo,


Creusa al Anciano y Creusa a Ion.
4 T am bién aparece entre sus obras un Ion, aunque parece
dem ostrado que se tra ta de la m ism a; cf. Pearson, Sophocles,
Fragments I I 23-24.
5 Cf. W iia m o w itz, Eurípides, Ion, pág. 9, Berlín, 1926.
El P r ó lo g o (1-237) tiene una estructura parecida —aunque un
ta n to más simple— que los de Troyanas, Electra e Ifigenia entre
los Tauros. Comienza con una resis de Hermes en que este dios
nos informa (además de dar su propia genealogía, como es ha­
bitual) sobre el nacimiento y crianza de Ion. (La acción, por
tanto, comienza cuando éste es ya un joven sirviente del templo
de D elfos). Luego explica el matrimonio y la infertilidad de
Juto y Creusa, razón por la que vienen a Delfos a consultar el
o r á c u l o . Finalmente, expone un plan de Apolo (que, curiosa­
mente, no se va a cumplir), según el cual este dios hará creer
a Juto que Ion es hijo suyo y Creusa lo reconocerá en Atenas
como heredero de la casa de los Erecteidas.
Sale Ion del templo y tras un solo lírico (primero en ana­
pestos y luego en ritmo eólico estrófico) en el que da a cono­
cer su trabajo en el templo, revelando su ignorancia sobre su
propio origen, entra el Coro. Éste se compone de sirvientes de
Creusa que, de una forma realista y comportándose como au­
ténticas turistas, hacen una descripción en su canto (no en
anapestos, sino en ritmo eólico) de una serie de representacio­
nes, no sabemos si pictóricas o en relieve, que encuentran en
la fachada del templo.
La estructura de este coral es curiosa, ya que la antístrofa 2
de hecho es un diálogo lírico de Ion con el Coro, en que éste
pregunta a Ion por algunos detalles, dando paso al P r i m e r
e piso d io (238-451). Tras dos breves resis de saludo, inician Ion

y Creusa un, diálogo esticomítico en que el joven pregunta con


ingenuidad sobre ciertos detalles de los Erecteidas, sobre el
matrimonio de Creusa y las razones de su visita. Creusa intro­
duce aquí y allá frases veladas, que Ion no entiende, sobre su
amor con Apolo y su desgraciado parto. Luego Creusa interroga
a Ion sobre su origen, crianza y vida en el templo, y en un
rasgo típicamente femenino le cuenta su propia historia atri­
buyéndola a «una amiga». Ella se habría adelantado a Juto
precisamente para pedir oráculo a Apolo sobre este caso. Ion
niega la posibilidad de consultar a Apolo sobre ello. Tras unas
palabras de Creusa reprochando al dios su ingratitud y llenas
de am arga desesperanza, entra Juto que, en breve diálogo, ase­
gura a Creusa que no se irán de Delfos sin un hijo, según el
oráculo del héroe Trofonio. Juto entra al oráculo y Creusa se
aleja aceptando entre dientes esta reparación de Apolo, mien­
tras queda en escena Ion, quien, hecho un mar de dudas, se
pregunta por el extraño comportamiento y las frases veladas
de Creusa y acaba reprochando a Apolo su inmoralidad.
El P r im e r estAsimo (452-508) es un himno de súplica a las
diosas Ártemis y Atenea para que concedan descendencia a los
monarcas de Atenas (estrofa), seguido de un elogio a la pater­
nidad (antístrofa). El epodo final es una imprecación a los
lugares donde tuvo lugar la unión de Creusa con Apolo y la
frase final contiene un presagio de infelicidad para Ion como
h ijo de dios y mortal.
En el Sbgundo episodio (509-675) se produce la anagnórisis
(falsa) de Juto e Ion como padre e hijo, seguida de un agón
entre ambos.
La primera es formalmente un diálogo esticomítico (con
antilabai), en tetrámetros trocaicos, lleno de una fina ironía
todo él (cf. especialmente la frase de Juto «la tierra no pare
hijos», que rechaza toda la historia de la familia de su mujer).
Luego se establece un agón entre ambos, en el que Juto
trata de convencer a Ion de que vaya a Atenas con él y éste
se opone basándose en dos argumentos: por un lado, será objeto
de odio para los ciudadanos de Atenas (por ser extranjero y
bastardo) y para su madre (por ser hijastro de una mujer
estéril); por otro, la vida desasosegada de un tirano está en
desventaja con la tranquilidad de su vida en Delfos. La resis
de Ion en que expone estos argumentos es un ejemplo típico
de los agones euripídeos que, una vez iniciados, siguen su curso
con un movimiento dialéctico autónomo y que salta el marco
de la obra, con lo que incurren en numerosos anacronismos e
irrelevancias. En este caso incluso los anacronismos son con­
tradictorios entre sí: primero describen la situación desagra­
dable en que debía encontrarse un meteco en la democracia
ateniense del siglo v, para luego rechazar su viaje a Atenas en
la idea de que va a ser un tirano.
Al final, sin embargo, acepta ir a Atenas (aunque Juto no le
opone ningún argumento convincente), no sin antes celebrar
un banquete de natalicio en que se despedirá de sus amigos
délficos.
Juto ordena silencio al Coro sobre todo el asunto y éste canta
su Segundo estásim o (674-724) en que com ienza interpelando a
Apolo sobre Ion; sigue lleno de d udas y tem ores sobre el fu­
turo y term ina m aldiciendo al p adre y al h ijo con am enazas
veladas al principio y abiertas al final.
E l T e r c e r episodio (725-1047) es form alm ente el m ás com ­
p lica d o , respondiendo al contenido del m ism o.
Tras un breve diálogo de presentación entre Creusa y un
servidor de su casa, se inicia un kommós triangular
a n c ia n o
entre Corifeo, Anciano y Creusa, en el que el Corifeo les in­
forma sobre el reconocimiento entre Juto e Ion y sus planes.
Siguen dos resis del Anciano, en que éste incita a Creusa
para que mate a Ion y, tras ellas, ésta rompe a cantar una
monodia lírica; comienza exponiendo sus dudas sobre si mani­
festar o no su secreta unión con Apolo, pero se deja llevar de
su tensión emocional y, en medio de reproches e imprecacio­
nes al dios p o r su ingratitud, todo queda revelado. Los detalles
acabará exponiéndolos en un largo diálogo esticomítico con el
Ancian o, en el q u e ambos decidirán un p la n p a ra dar muerte
a Ion.
El Coro se pone del lado de Creusa y canta su
T e rc e r estásim o (1048-1105) que se inicia con una macabra
invocación a Enodia, para que le ayude en su proyecto de ase­
sinato, y prosigue con redobladas invectivas y maldiciones con­
tra el extranjero que quiere apoderarse del cetro de Atenas.
La entrada de un mensajero inicia el C u a rto episodio (1106-
1228), que es pura y simplemente una larga resis (escena del
mensajero), donde éste cuenta los pormenores de la estrata­
gema junto con otros detalles menos pertinentes, pero muy del
gusto de Eurípides, como la descripción de la tienda que le­
vantan para el banquete, la cual ocupa un tercio de la resis.
Y anuncia el fracaso final del plan de matar a Ion.
Ante el fracaso, el Coro entona el C u a rto estásim o (1229-
1249), canto astrófico muy breve en que se lamenta, por sí
mismo y por su dueña, del destino que les aguarda; y expresa
—como en tantas otras ocasiones hace el Coro en situaciones
parecidas— su ansia de escapar.
El E xo d o (1250-1622), m u y la r g o , es fo r m a lm e n te u n a se­
cuencia d e d iá lo g o s e s tic o m ític o s qu e lle v a n a la anagnórisis
entre Creusa e Ion, seguidos de un epirrema entre ambos y
terminados por una resis de Ateneaex machina.
Estructuralmente contiene cinco escenas. La primera es
muy breve y consiste en un corto diálogo de Creusa (que
entra huyendo de los délficos que quieren lapidarla) con el
Corifeo. Éste le aconseja que se refugie junto al altar. La
siguiente escena, entre Creusa e Ion, que entra persiguiéndola,
es un diálogo esticomítico en que ambos forcejean exponiendo
lino sus razones para matarla y la otra los motivos de su
homicidio frustrado.
En esta situación de impasse esti-
aparece la Pitia que, en
comitía con Ion, expone las circunstancias en que lo encontró
y le enseña la canastilla. Cuando Ion, tras dudar en monólogo
patético si consagrar la canastilla al templo y abandonar la
búsqueda de su madre por si ésta es una esclava, se decide a
sacar los objetos que hay en aquélla, Creusa le manifiesta que
es la canastilla en que un día ella misma expuso a su hijo. Y
anagnórisis
se inicia la definitiva: en diálogo esticomítico Creusa
le da cuenta de los diferentes objetos (ropas bordadas, serpien­
tes de oro, etc.); luego, en diálogo epirremático (Creusa es la
que canta), le expone su amor con Apolo y el resto. Pero queda
el problema de Juto. Acabado el epirrema y tras la explosión
emocional, Ion vuelve a sentir dudas sobre quién es su verda­
dero padre. Cuando finalmente decide consultar a Apolo, apa­
rece Atenea, quien les explica todo: Juto vivirá en la creencia
feliz de que es el verdadero padre; Ion será rey de Atenas y ori­
gen del pueblo jonio; Juto y Creusa tendrán dos hijos: Doro
y Aqueo.
Y tras un breve diálogo triangular de Atenea, Ion y Creusa,
acaba la pieza.

3. Ésta es, sin duda, una obra difícil de clasificar,


aunque todos los críticos están de acuerdo en algo que
salta a la vista del lector más superficial: que no es
una tragedia del estilo de Medea, el H ip ólito, e tc .6. En

* En realidad este problema se enmarca en el más amplio


de la clasificación de las obras de Eurípides. Los críticos suelen
coincidir en separar de las tragedias un grupo de dramas
este drama no hay hamártema, no hay sangre, no hay
catarsis.
Ahora bien, en lo que no todos están de acuerdo
es en el grado de seriedad con que está escrita ni en
la finalidad que persigue. Conacher7 explica las razo­
nes de esta disparidad de opiniones en base a lo que
él llama la «paradoja del Io n ». En efecto, de un lado
hay obviamente un sentimiento nacionalista y propa­
gandístico que recorre toda la obra (en multitud de
ocasiones se alude a costumbres, lugares, etc., áticos);
de otro, Apolo, padre de Ion, se revela com o un dios
poco digno (prepara un plan que fracasa, es ob jeto de
críticas a su m oralidad a lo largo del drama). Cabe,
pues, preguntarse: si el elem ento propagandístico era
fundamental, ¿cómo Eurípides no presentó a un Apolo
más digno antepasado de la estirpe jonia?
Pues bien, según un grupo de críticos, la obra está
escrita con una finalidad completamente seria, como
es resaltar la posición preeminente de Atenas entre
los jonios en base al origen divino de la m ism a8, o
pintar los sentimientos hum anos9. Así, pues, lo que
estorba a esta interpretación es obliterado o «expli­
cado» en últim o término señalando que, después de
todo, al final Apolo es absuelto y todo resulta bien.
En el extrem o contrario se sitúan quienes ven en
la obra un intento exclusivamente irónico, dirigido es­

que categorizan como «románticos» (C o n a c h e r), «de intriga»


(S c h m id -S ta h u h ) o «melodramas y tragicomedias» (K rrro );
grupo en el que suelen coincidir al menos Electra, Helena, Ion,
Ifigenia entre los Tauros, Alcestis, Orestes y Fenicias.
7 Págs. 269 y sigs.
• Cf. especialmente G ré g o ire , Euripide
III, París, 1959;
Delabecque, Euripide et la guerre du Peloponnése,
París, 1951;
Wassermann, «Divine Violenee and Providence in Eurípides
Ion», TAPA L X X I (1940), 587-604.
9 C f. R iv ih r, Essai stir le tragique d'Euripide,Laussane,
1944.

TRAGH1IAS, I I . — 10
pecialm ente contra Apolo y las fábulas en que se man*
tenía el origen divino de algunos personajes semihis-
tóricos o semilegendarios 10.
Frente a la interpretación completamente unilate­
ral y simplista de éstos, otro g ru p o 11 acepta sin más la
situación paradójica no viendo en ella ninguna con­
tradicción real, dado que — como vemos en Aristófa­
nes y en general en la poesía griega— un tema puede
ser tratado simultánea o sucesivamente desde un án­
gulo cóm ico y serio.
Un tratamiento aparte merece la interpretación de
K it t o u, que yo creo la más acertada porque llega al
fondo de la cuestión. K itto no está al otro extrem o del
espectro interpretativo; no toma absolutamente en
brom a la obra (com o malentiende Conacher), sino que
la entiende — muy en serio— como un melodrama. Esto
es precisamente lo que explicaría, según él, todas las
características de la misma.
Un autor como Eurípides, dice Kitto, que tantos
reproches ha cosechado en muchas de sus obras por
fallos en la estructura, dibujo de caracteres, etc., se nos
revela aquí como un consumado artesano del drama.
La razón no es que aprendiera su oñcio al final de
su vida, sino que la idea trágica en alguna de sus obras
exigía una form a específica, form a que en ocasiones
atentaba contra la estructura canónica de un drama.
En esta obra, sin embargo (y lo mismo podemos decir
de Helena, Ifigenia entre los Tauros, Alcestis, etc.), al
no haber idea trágica, el poeta puede «explotar los re­

10 Así opinan, entre otros, V e r r a ll,Eurípides the rationa-


list, Cambridge, 1895; N o rw o o d ,Essays on Euripidean Drama,
Berkeley, 1954, y M u rra y , Eurípides and his Age, Nueva York,
1913.
11 W ila m o w itz , op. cit.; Grube, The drama of Eurípides,
Londres, 1941, y Owen, Eurípides Ion, Oxford, 1939.
12 Op. cit., cap. X I, págs. 311 y sigs.
so rte sde su arte por sí mismo, no en sujeción a algo
el poeta se puede dedicar a su arte».
s u p e r i o r ...
Como m elodrama que es, en contraposición a cual­
quier tragedia, se caracteriza el Io n por carecer de
profundidad intelectual o m oral, por basarse en la
imposibilidad (toda la situación es imposible, los mi­
lagros se suceden), por reducir lo trágico a lo patético
(el sufrimiento de Creusa no es trágico, porque la si­
tuación es «irre a l» y todos sabemos que no va a pasar
nada). Ahora bien, ello com porta ciertas ventajas desde
el punto de vista del espectáculo teatral. Para empezar,
el poeta se puede concentrar más en la coherencia,
vivacidad y variedad de la trama: el Io n es probable­
mente la obra de Eurípides más perfecta desde este
punto de vista; no hay drama que tenga más golpes y
contragolpes, flujos y reflujos, emociones y desengaños.
N o es que haya momentos de ironía, es que toda ella
se basa en una situación irónica: desde el Prólogo
todos sabemos — menos ellos— que Ion y Creusa son
madre e h ijo y que Ion y lu to no son nada. Y es pre­
cisamente en esto en lo que se asienta la intriga de la
obra: Ion y Creusa no se saben madre e h ijo y sin
embargo en el prim er encuentro surge entre ellos, es­
pontáneamente, una corriente de aprecio; pero luego
quieren matarse mutuamente. Ion y Juto se creen padre
e hijo, aunque en este caso el aprecio no es mutuo (al
menos Ion siente cierta repugnancia por Juto) y sin
embargo van a celebrar un banquete. A l final toda la
situación se vuelve del revés.
Por otra parte, el m anejo del Coro es completa­
mente coherente: toma partido en la acción y nunca
salta por encima del marco argumental. A cada episo­
dio sigue un estásimo que comenta la acción anterior
y adelanta o sugiere lo que va a suceder13.

13 Owen señala como incoherente con relación al coro, que


éste entre antes de su dueña haciendo que ésta llegue sola; y
El poeta puede enfocar su atención hacia detalles
realistas que faltan casi por com pleto en las verdade­
ras tragedias y que nos recuerdan en seguida la poesía
helenística: la visualización de las tareas de Ion al
comienzo de la obra; la descripción detallada de la
tienda en que van a celebrar el banquete; e l com por­
tamiento del Coro como un grupo de excursionistas
al entrar, etc.
Igualmente es en un melodrama como éste donde
se pueden encontrar los pasajes más brillantes de la
obra de Eurípides. Aquí señalaremos las monodias de
Ion y Creusa, la narración del mensajero, el encuentro
Ion-Creusa, Ion-Juto, etc.
Finalmente, los caracteres están mucho más cuida­
dos que en otras obras. Así el de Ion, que se nos mues­
tra com o las cualidades y defectos de un jovencito: su
curiosidad por conocer de prim era mano la historia de
los Erecteidas; su impulsividad para matar a una mu­
je r a quien apreció desde el prim er momento; su gene­
rosidad para olvidar que ella quiso m atarlo y su p re­
ocupación porque él pudo matarla; su ingenuidad al
reprochar a Apolo sus amoríos e ingratitud. También
está bien dibujado el carácter de Juto como hombre
seco, pero al tiem po cariñoso como padre y marido; o
el del anciano, que resulta una figura macabra en su
mezcla de maldad y lealtad hacia su dueña. E l de
Creusa, sin embargo, no está tan bien trazado porque,
a pesar de que a veces nos recuerda a Medea o en ge­
neral al tipo de m ujer apasionada, que tanto gustaba
a Eurípides, las motivaciones de su cambio radical de
actitud no se explican desde dentro, sino p o r compul­
sión por parte del anciano y del Coro.

que en v. 502 sepa, sin haberlo oído de nadie, dónde fue ex­
puesto el niño o que el banquete se va a celebrar en la tienda
sagrada (v. 806). Pero esto sonpeccata minuta.
De todas formas, se puede adm itir que, a pesar de
ser un drama básicamente irónico, tiene también su
dosis de nacionalismo y propaganda serios. Que no es
lo más importante, es evidente; pero también lo es
que nadie que haya leído a H om ero o Aristófanes puede
rechazar la seriedad de estos elementos por los rasgos
irónicos en que van envueltos.

VARIANTES TEXTUALES

Texto adoptado Texto de Murray


221 Xei>k$ ito6l y’
(oi>6óv) X. n . y ’
223 m>0olnotv. ctC6 a , t í 0éXti<; n o 0 o l(iE 0 ’ aú & av; t (vo tt|v -

6e O é X e k ;;
286 Tijiqi jiaTalax; tTin§ n u g t
354 ttirep ?iv, e! x ‘ fiv néxpov EÍHEp, EÍXEV fiv n éxp ov
389-90 e [ 6 ’ E ariv, eX0t) juiTpic; e( 6’ Io tiv ... | áX X ’ ífiv
8»|h v Tiorá I AXX’ (o o ) XPñ Tá& E
¿fiv <(ie ) xp ^ fá&E
521 oú 4>povS ocotyMyvGú
533 áKoúo^Ev; á K O Ó O fiE V .
565 oó 6 ’ 6 v a p 6uvat[i£ 0 ’ a v oó6év fiv &ovat|i£ 0a
579 vóocov vooSv
582 gXEi<;; ÍX£iQ
593 ác0Evr)<; {íevój á. (j¿v <5v
602 t S v 6 ’ eü> XEyóvttov tü v 6 ’tau Xoyítov te+
624 p (a v ptov
638 X6 7 0 10 1 V ?j T y ó o io iv
649 Xóyoit; 4>(Xok;
691 r á 6 ’ ’ éxeiv TÓ &’ Sx’ e Ck^ T^' 2x£l
692 Exei. 6 óX ov TÓXa v 0 ’ ó nalq &óXov TÚxotv 0 ’ , ó iraiq ..
703 TÚxaq
723 <5Xi<; 6 ’ ác; ó itápoi; áy’ áXloaq ó itápcx;
958 itcoq 6 ’ ; otKTpá nSq 6 ’ OtKTpá
962 fj
999 fi <oC>; n
Texto adoptado Texto de Murray
1049 á v á o a £ i < ;, n a l n £ 0 a n e p (& )v á v á o o £ i< ; kocI n e O a jiE p lc o v ,
8&GXTOV 86w aov
1058 SXkav án' s in c o r c h e t e s
1063 $ vóv é X u lq é^ ép ^ E x ’ 5 vuv éX irlt; é ^kxI v e to
1064 X a i(x ú v & a((ia>v
1071 ó jin á x c o v ¿v 6 (i(ia o i ¿v
1076 Oecopóq 0£COpÓV

1106 k X eiv^v, yuvatKeq k X.e iv <x I yu vaÍK E c;


1115 E y v a x ; íyvo ix;
1136 ^Xé-ncov pCov
1171 6 e ( i i v <ov
1231 y á p s in c o r c h e t e s ...
1316 t o o <; &á y ’ ¿ v &Ckolx; x o i o i 6 ’ áv&(Koi<;
1409 itaiq y ’ el- ¿OTt ita ic ; y ’ - t6 6 ’ éoxí
1427 áp
xa(<t> t i náyxpuoov yé- á p / o tló v ti n a y x p ó o ({J y é v E i
vei
1489 $óp<i> XáOpcc
1563 <r' v o til^ ri ’q
1579 6£Ó T epoi ÓEÚTEpcx;
1581 Ev $ 5 \ o v £H$l)Xov
ARG U M EN TO

Apolo, luego de seducir a Creusa, hija de Erecteo,


la preñó en Atenas. Ella expuso al hijo que le nació a
los pies de la acrópolis, poniendo por testigo a aquel
lu g a r de la injuria y de su parto. Pues bien, Herm es
tomó al niño y lo llevó a Delfos; encontrólo la profe­
tisa y le dio crianza. Juto casó con Creusa porque había
recibido la realeza y la mano de aquélla en prem io
por haber guerreado al lado de los atenienses. E llo
es que éste no tuvo hijo alguno y los délficos hicieron
sacristán de su tem plo al que había criado la profetisa.
Éste sirvió a su padre sin saber que lo era...
La escena del drama se sitúa en Delfos...
PERSONAJES

H erm es.
I on.
Cr eusa , reina de Atenas.
Ju t o , rey esposo de Creusa.
S ie r v o anciano de Creusa.
S ie r v o - mensajero .
P it ia .
A tenea .
C o r o , form ado por siervas de Creusa.
C o r o (secundario), form ado por hombres.

Escena: Explanada del tem plo de Apolo en Delfos,


con la fachada del mismo, sobre la que aparece el dios
Hermes.
H er m e s . — Atlas, el que sostiene en sus espaldas de
bronce el cielo, antigua morada de los dioses, engen­
dró en una diosa a Maya, la cual m e parió para el
excelso Zeus a mí, a Herm es servidor de los d io ses*.
He llegado a esta tierra de Delfos, donde Febo
canta para los mortales sentado en el om b lig o 2 mismo
de la tierra y les manifiesta el presente y el futuro.
Hay una ciudad en la Hélaide, no desprovista de fama,
pues toma su nom bre de Palas portadora de lanza de
oro. A llí Febo se unió en forzado m atrim onio con
Creusa, hija de Erecteo, justo donde se encuentran
— en la misma colina de Palas, en tierra de Atenas—
las rocas del N orte a las que los soberanos del Ática
llaman A lta s 3.
Ésta portó el fru to de su vientre a escondidas de
su padre, pues así lo quiso el dios. Cuando le llegó el
momento, Creusa dio a luz en su palacio y llevó la

* El v. 2 (y parte de 1 y 3) es probablemente corrupto,


como se deduce por motivos métricos y estilísticos. Sin em­
bargo conservamos el texto transmitido porque el sentido ge­
neral es claro.
2 El ombligo (ómphatos), anterior al culto de Apolo en
Delfos, era un pilar redondo con dos figuras indescifrables.
Marcaba el lugar donde se encontraron dos águilas enviadas
por Zeus para señalar el centro de la tierra. Cf. también ver­
sos 223 y sigs.
makraQ.
3 Quizá «largas* (gr. Son las rocas del lado Norte
de la Acrópolis, que están cortadas a pico formando un pre­
cipicio.
criatura a la misma cu eva4 en que se había acostado
con el dios. Y lo expuso, con la idea de que muriera,
en el bien trazado círculo de una cóncava canastilla,
20 con lo que observaba la costumbre de sus antepasados
y de Erictonio, nacido de la tierra. (E n efecto, la hija
de Zeus dispuso com o guardianes de éste dos serpien­
tes y se lo confió a las doncellas de Aglauro para que
25 lo salvaran; por ello tienen allí los Erecteidas la cos­
tumbre de criar a sus hijos con serpientes de o r o ) 5.
En cuanto a Creusa, el ceñidor que tenía de doncella
se lo ató al niño y le abandonó a la muerte. Pero Febo,
que es m i hermano, me hizo la siguiente súplica:
3o «H erm ano, marcha al pueblo autóctono de la ilustre
Atenas — ya sabes, a la ciudad de la diosa— , toma al
niño recién nacido de la cóncava roca con la cesta y
los pañales que tiene, llévalo a mi templo oracular de
Delfos y deposítalo en la misma entrada de m i morada.
35 De lo demás me encargaré yo, pues, para que lo sepas,
es h ijo m ío.» Y yo, por hacer un favor a m i hermano
Loxias, tom é la cesta trenzada, me la traje y deposité
la criatura en el umbral mismo de este templo, no sin
4o antes descubrir la redonda canastilla para que se pu­
diera ver al niño.
Resulta que la profetisa entró en el recinto del dios
al tiem po que aparecía el disco del carro de Helios,

4 En el lado NO. de las makrai hay varias grutas, y entre


ellas la que ocultó los amores de Creusa y Apolo, llamada
también de Pan (cf. v. 938). Se ha pensado: a) que pertenecen
originariamente a Apolo y luego se introdujo el culto a Pan;
b ) que recibían culto ambos conjuntamente. Para bibliografía,
cf. Owen, págs. 69 y 133.
5 Más exacta, aunque menos literalmente, «poner al cuello
de los niños serpientes de oro durante la crianza». (Probable­
mente por el significado apotropaico de las serpientes. Este
uso existía también entre los etruscos.) El mito habla de una
serpiente sola. Los Erecteidas son los atenienses, descendientes
de Erecteo.
puso su mirada en la inocente criatura y se preguntó
admirada si alguna moza de Delfos se habría atrevido 45
a abandonar en el tem plo el fruto escondido de sus
dolores. Y se disponía a a rrojarlo del recinto sagrado,
mas rechazó p o r compasión esta idea cruel, y el dios
__junto con el n iñ o 6— fue causante de que éste no
fuera arrojado del templo. Conque lo recogió y lo crió
sin saber que Febo era su padre ni quién era su madre, so
Tampoco el niño conoce a sus padres.
Mientras fue pequeño, correteaba en sus juegos en
tom o al altar que lo nutría; pero cuando se hizo hom­
bre, los délficos le nombraron tesorero del dios y fiel 55
despensero de todos sus bienes y sigue viviendo hasta
hoy una vida santa en la morada del dios.
Su madre, Creusa, dio en casarse con Juto en estas
circunstancias: estaban los atenienses en feroz guerra
con los Calcodóntidas7, habitantes de Eubea. Juto unió 60
sus esfuerzos a los Atenienses y, al vencer con ellos,
recibió, com o justo prem io, a Creusa en m atrim onio
por más que no fuera del país, sino aqueo, h ijo de
Éolo, que era h ijo de Z eu s8.
Durante mucho tiem po trató de hacer fecundo su
matrimonio, pero ni él ni Creusa son fértiles. Por esto 65
acaban de llegar a este oráculo de Apolo, por el deseo
de tener hijos.
Loxias ha estado conduciendo su destino hasta aquí
y nada se le escapa, como es lógico. Cuando Juto entre
en este templo, le entregará su propio h ijo diciendo 70
que es de él, a fin de que el joven marche a casa de
Creusa y sea reconocido. Así la unión de Loxias que-

6 S. e. la compasión que inspiraba el niño.


7 Los habitantes de Eubea en general. Calcodonte era el
padre de Elefenor, jefe de los Abantes en la guerra de Troya
litada
(cf. I I 541).
8 Introducción.
dará oculta y el muchacho tendrá lo que le corres­
ponde.
75 Hará que toda Grecia lo conozca con el nom bre de
Ion, fundador de ciudades en la tierra asiática.
Mas voy a retirarm e al recinto de los laureles para
acabar de enterarm e del destino del muchacho. Pues
aquí veo al h ijo de Loxias que sale a lim piar la entrada
so del tem plo con ramos de laurel. Y o he sido el prim ero
de los dioses en darle el nombre de I o n 9, nom bre que
va a tener en el futuro. (Desaparece Hermes y sale Io n
con otros siervos del tem plo.)
I o n . — A qu í está el carro, aquí la brillante cua­
driga. H elios ya brilla sobre la tierra y los astros
85 huyen, ante el fuego del é t e r l0, hacia la noche sagrada.
Las cum bres inaccesibles del Parnaso recibiendo la
luz acogen para los m ortales la rueda del día. Y el
9o hum o de la m irra seca se eleva hasta los techos de
Febo. Ya se sienta en el divino trípode la m u jer
délfica cantando a los griegos sus gritos, los que A polo
la inspira en su canto. Mas, oh siervos délficos de Febo,
95 sum ergios en las corrientes de plata de Castalia y,
purificados con sus límpidas gotas, venid a su templo.
Es bueno vigilar vuestra boca silenciosa y manifes-
100 tar con vuestra lengua palabras piadosas para quienes
desean consultar el oráculo. Que yo haré el trabajo en
que desde niño todos los días me ejercito: con ramos
ios de laurel y con sacras guirnaldas lim piaré la entrada
de Febo y rociaré los suelos con agua.

9 Hay un juego de palabras intraducibie: lit. «Y o soy el


primero en darle nombre al marchar i6n
( )», o «darle el nombre
de Ion Ion
( )». El mismo juego de palabras, pero menos claro,
hace Juto en v. 661, atribuyéndose la invención del nombre.
10 Otros traducen con menos probabilidad de acierto «huyen
del éter, ante el fuego». La idea de un éter fgneo era muy fa­
miliar.
Con mis disparos pondré en fuga a las bandadas
de pájaros que echan a p erd er las sagradas ofrendas.
Y es que, huérfano de padre y madre, a los nutricios 1 1 0
altares de Febo yo atiendo.

E s tro fa .

Vamos, oh joven brote del más herm oso laurel, ins­


trum ento de m i servicio, tú que el p ó r t ic o 11 de Febo
barres bajo la som bra del tem plo y procedes de los 1 1 5
bosques del dios en que aguas sagradas te riegan, ha­
ciendo b rota r de la tierra corrie n te perpertua. Tam bién 12 0
riegan del m irto el sagrado fo lla je con el que barro los
suelos del dios todos los días, al tiem po que aparece
el veloz aleteo de H elios en m i servicio diario.
Oh Peán, Peán, sé benévolo, sé benévolo, oh h ijo 1 2 5
de Leto u.

A n tís tro fa .

H erm oso en verdad es el trabajo, oh Febo, con


que te sirvo en tu casa honrando la sede de tu oráculo. 13 0
Ilu stre es el trabajo de m antener mis manos esclavas
de los dioses, señores no m ortales sino imperecederos.
N o me canso de ejercer este honroso trabajo. Febo 1 3 5
es m i padre legítim o, pues ensalzo a quien me ha
criado y doy a Febo, que habita este tem plo, el nom bre 140
de padre bienhechor. Oh Peán, Peán, sé benévolo, oh
h ijo de Leto.

11 En gr. thymélé.
Aquí probablemente el¿estilóbato*, pues
Ion está barriendo el exterior
del templo, no el altar. En 161
puede significar el «altar» como afirma Gow, si el templo era
abierto, o el «tem plo» en general (cf. Owbn, pág. 80).
12 Este refrán, por su estructura y métrica, puede ser un
antiquísimo himno délfico de Apolo, semejante al célebre de
Dioniso en Alea.
Epodo.
14 5 Mas pondré fin a m i trabajo barriendo con el laurel
y a rroja ré de este cubo de o ro el agua que viene de la
tie r r a IJ y que vierten los rem olinos de Castalia.
150 Derram aré una aspersión de agua, pues soy p uro
desde la cuna. ¡O jalá nunca acabara de servir a Febo
de esta form a o acabara con m uerte favorable!
15 5 ¡Vaya! Ya vienen las aves, ya abandonan sus nidos
del Parnaso. P ro h íb o que os poséis en los aleros o en
los techos dorados.
Tam bién a ti, heraldo de Zeus, te alcanzaré con m i
16 0 arco p o r más que superes a los demás con tu curvado
pico.
He aquí un cisne que, remando con sus alas, se
acerca al altar. ¿N o dirigirás a o tro lado tus patas de
165 ro jiz o b rillo? No, ni la form inge de Febo, que acom ­
paña tu canto, te podrá defender de mis dardos. Aparta
tus alas, sum érgete en el estanque de Délos, que si no
me obedeces, de sangre mancharé tu sonoro canto.
170 ¡Vaya! ¿Qué nuevo pájaro es éste que se acerca?
¿N o irá a poner bajo el alero nidos de paja para sus
polluelos? Te lo im pedirá el trin o de m i arco. ¿N o me
17 5 obedeces? Vete a cria r a las corrientes del A lfeo o a
los sotos del Istm o, que no sufran las ofrendas ni el
tem plo de Febo. Y con todo, no m e atrevo a m atar
i8o a quienes anuncian a los m ortales las palabras de los
dioses. Seguiré com o esclavo de Febo en las labores
diarias y no dejaré de servir a quien m e alimenta.
(E n tra el Coro, que se detiene a examinar la fachada 14
del tem plo.)

u N o se refiere —como piensan algunos leyendo Gaías


pagí — a la fuente del templo de Gea en la terraza Oeste. La
expresión significa «agua fresca» y alude al agua de las fuentes
de Delfos, Cassotis y Castalia.
14 Es difícil determinar en qué material (pintura, relieve,
tapiz) están representadas las escenas descritas, aunque lo más
Estrofa 1 .*
C o r o . — N o sólo en la divina Atenas había moradas 185
de dioses con bellas columnas, ni honores rendidos a
las piedras del Dios de la C a lle 15. Tam bién donde
Loxias, el h ijo de Leto, hay luz en los ojos hermosos
del dios de dos ro s tro s ,s. M ira aquí, contem pla la 190
H idra de Lerna a la que está matando con garras de
o ro el H ijo de Zeus 17.
Amiga, m ira con ojos atentos.

Antístrofa 1."
— Ya veo. Y cerca de él, o tro héroe levanta una an- 19 5
torcha encendida... ¿Pero no es — así se cuenta ju n to
a m i telar — el lancero Yolao, que en com ún los tra- 200
bajos con el H ijo de Zeus soportó?
— Aquí, m ira a éste que m onta en alado caballo 18 y
mata a la que exhala fuego, a la que tiene tres cuer­
pos robustos w.

improbable es que sean relieves. Hay objetos (y adjetivos de


color) que se prestan más a la pintura o tapiz («garras de
o ro», «antorcha encendida», «fuego», «rayo inflamado»). Pero
también hay que admitir que puede tratarse de una écfrasis,
que trasciende el material mismo, y referirse a los relieves de
metopas y pedimentos de los que se han descubierto restos.
15 Pilares cónicos colocados en los caminos en honor de
Agieo, divinidad protectora de los caminos, identificada poste­
riormente con Apolo e incluso con Dioniso.
16 Referido a los Hermes, semejantes a los pilares de Jano
e íntimamente relacionados con los pilares de Agieo (Gré-
g o ir e , pág. 190). Otros traducen «hay luz en las dos fachadas»
y piensan que se refiere a: a) las fachadas Este y Oeste del
templo de Apolo; b) los templos de Apolo y Palas Pronaia en
Delfos.
17 Heracles.
18 Belerofonte y Pegaso.
19 La Hidra de Lerna.
Estrofa 2.a
205— P o r todas partes hago girar mis pupilas. Con­
tem pla la lucha, en los m uros roqueños, de los Gi­
gantes.
—Amigas, ya estoy mirando.
210 — Entonces, ¿ves a Palas contra Encélado blandien­
do su escudo con la Gorgona?
— Veo a Palas, m i diosa.
— ¿ Y qué? ¿Ves el rayo inflamado potente en las
certeras manos de Zeus?
215 — L o veo, está abrasando con su fuego al cru el
Mim ante.
— Tam bién B ro m io está matando a o tro h ijo de la
tierra con su bastón de hiedra no guerrero, Baco.
(S e dirige a Ion.)

A ntístrofa 2.a
220 Eh, tú, al que está ju n to al tem plo me d irijo . ¿Me
está p erm itid o traspasar este re c in to 20 al menos con
pie p u ro ? 21.
I o n . — N o es lícito , extranjeras.
C o r o . — ¿ N i siquiera podríamos inform a m os p o r
ti m ism o?
I o n . — Habla. ¿Qué quieres?
C o r o . — ¿Es verdad que la casa de Febo encierra
el m ism o om bligo de la tierra?
I o n . — Sí, cu b ierto de guirnaldas y rodeado de
Gorgonas.

20 Gr. gjfafa. Otra palabra —com o thymélé— cuyos signifi­


cados rebasan el originario y alternan con él según el contexto.
Aquí es recinto. Originariamente significa «ralles», «carcavas»,
referido al lugar donde se encontraban los edificios de Apolo
en Delfos. También se aplica en varias ocasiones al templo
mismo.
21 En gr. leukOi. Otros lo interpretan como: a) descalzo
(«nudis saltem pedibus», M u r r a y ) ; b ) un mero epíteto referido
al pie femenino.
C o r o . — Así lo proclam a la fama. 225
I o n . — S i habéis ofrecid o el pélan os22 delante del
tem plo y queréis hacer a Febo alguna consulta, acer­
caos al altar, pero no entréis en lo más profundo del
tem plo sin haber degollado ovejas en sacrificio.
C o r o . — Bien sabido lo tengo y no pretendemos 230
traspasar la ley del dios. P e ro dejaré que m i vista se
complazca p rim e ro con la fachada.
I o n . — Podéis contem plar con vuestros ojos aquello
que está perm itid o.
C o r o . — M is señores me han dejado que contem ple
estas cámaras del dios.
I o n . — ¿De qué fam ilia recibís el nom bre de es­
clavas?
C o r o . — E l palacio que alimenta a mis señores es 235
la morada de Palas. (Aparece Creusa.) Mas interrógala
a ella, ya que está aquí presente.
(Silencio. Ion y Creusa se miran detenidamente.)
I o n . — Mujer, quienquiera que seas tienes alcurnia,
y la prueba de tu naturaleza es la figura que posees.
Casi siempre se puede saber de un hombre, al ver su 240
figura, si es de noble cu na23. ¡Vaya! Me has sorpren­
dido al cerrar los ojos y humedecer con el llanto tus
nobles m ejillas, tan pronto como has visto el sagrado
oráculo de Loxias.
¿Hasta este punto de preocupación has llegado,
mujer? ¿Derramas lágrimas allí donde todos los demás 245
se llenan de alegría por ver el templo del dios?

22 Ofrenda consistente en: a) una mezcla liquida (aunque


espesa) de harina, miel y aceite; b) un pastel hecho de harina
de trigo y cebada (a veces regado con la sangre de una víctima
y quemado). Aqui probablemente es b). Esta ofrenda permitía
el acceso al altar pero no al mychós, como se desprende del
texto.
23 Esta frase contradice otros pasajes de Eurípides donde
se afirma lo contrario (cf. especialmente Electra, w . 367-390).

TRAGEDIAS, I I . — 11
C r eusa . — Forastero, por tu parte no careces de
educación al adm irarte de mis lágrimas. Y es que al
250 ver esta morada de Apolo he vuelto a revivir un an­
tiguo recuerdo. Tenía el pensamiento en casa, aunque
yo estuviera aquí presente. ¡Oh pacientes mujeres, oh
desvergüenza de los dioses! Pues, ¿a dónde iremos a
reclam ar justicia si nos vemos perdidas por la injus­
ticia de los que dominan?
255 I o n . — M ujer, ¿qué es esto tan misterioso que te
produce desánimo?
C r eusa . — Nada, mis dardos ya están lanzados24.
Conque a partir de ahora permaneceré en silencio y
tú no volverás a preocuparte.
I o n . — ¿Quién eres? ¿De qué país llegas? ¿En qué
patria has nacido? ¿Con qué nombre hemos de lla­
marte?
26o C reusa . — Mi nombre es Creusa, soy descendiente
de Erecteo y m i patria es la ciudad de Atenas.
I o n . — Te admiro, mujer, por habitar ciudad tan
ilustre y haber nacido de padres tan nobles.
C r eusa . — Hasta aquí soy afortunada, forastero, no
más.
265 Ion. — ¡Por los dioses! ¿Es verdad como cuentan
los hombres...?
C reusa . — Forastero, ¿qué pregunta m e vas a hacer
con el deseo de inform arte?
I o n . — ¿ ...qu e el padre de tu padre brotó de la
tierra?
C reusa . — Sí, mi abuelo Erictonio; pero mi ascen­
dencia de nada m e sirve.
I o n . — ¿Es cierto que Atenea lo hizo salir de la
tierra?
270 Creusa. — Sí, con manos virginales, sin parirlo.

24 I. e. «ya no tengo más que decir».


j 0N. — ...y se lo entregó como se acostumbra a
pintar...
Creusa . — Sí, a las hijas de Cécrope para que lo
criaran sin verlo.
I o n . — H e oído que las muchachas abrieron la ca­
nastilla de la diosa.
C reusa . — Y por eso murieron y tiñeron con su
sangre una roca.
I o n . — Bien, ¿y qué hay sobre esta otra historia? 275
¿Es verdad o vana?
C reusa . — ¿Qué tratas de indagar? N o voy a can­
sarme; tengo todo el tiempo.
I o n . — ¿Tu padre Erecteo sacrificó a sus propias
hijas?
C reusa . — Tuvo el vallor de inmolarlas como vícti­
mas en bien de su patria.
I on . — ¿Y cómo es que fuiste tú la única de tus
hermanas que se salvó?25.
C reusa . — Era una criatura recién nacida en brazos 280
de mi madre.
I o n . — ¿De verdad que ocultó a tu padre una hen­
didura de la tierra?
C reusa . — Lo mataron los golpes del tridente de
P o n tio26.
I o n . — ¿Y ese lugar tiene el nombre de Rocas Altas?

25 Hay muchas variantes de este mito. Para poder vencer


en la lucha contra Eleusis, Erecteo había sacrificado (según
las variantes): a) a Ctonia, hija menor, y las otras voluntaria­
mente con ésta; ninguna sobrevive; b) Ctonia sola; sobreviven
Pocris y Oritia; c) a todas, salvo a Creusa. Cf. A f o l o d o r o ,
III, 15, 4.
26 Posidón. Abrió con el tridente una hendidura, por donde
desapareció Erecteo, en venganza porque éste había matado a
Eumolpo, hijo de Posidón (según P a u s a n ia s , I 5, 2, a Imma-
rado, hijo de Eumolpo).
C reusa . — ¿Por qué tratas de indagar esto? ¡Cómo
has reavivado en mí el recuerdo de un suceso!
283 I o n . — ¿Y tiene los honores de Pitio y de sus
rayos? 17.
C reusa . — En vano los tiene. ¡Ojalá no hubiera yo
nunca llegado a verlo!
I o n . — ¿Por qué te repugna lo que más am a el dios?
C r eusa . — No, nada; comparto con esas cuevas el
recuerdo de un hecho vergonzoso.
I o n . — ¿Y quién de los atenienses te tomó por es­
posa, mujer?
29o C r eusa . — N o fue un ciudadano, sino un hombre
venido de otras tierras.
I o n . — ¿Quién es?, pues tiene que ser algún noble.
C re u s a . — Juto, hijo de Éolo y descendiente de
Zeus.
I o n . — ¿Y cómo, siendo extranjero, te tomó por es­
posa a ti, que eras del país?
C reusa . — Eubea es un pueblo vecino de Atenas...
295 I o n . — Separado por frontera de agua, según dicen.
C r eusa . — Juto la devastó en común con los Ce-
cróp id a sa .
I o n . — ¿Vino como aliado y por eso obtuvo tu lecho
como esposo?
C r eusa . — Sí, com o botín de guerra y recompensa
por la batalla.
I o n . — ¿Has venido sola a este oráculo, o con tu
marido?
3oo C r eusa . — Con mi marido, pero éste visita ahora el
recinto sagrado de T r o fo n io 29.
w En cierta época del año se veía relampaguear en el Par­
naso, según el testimonio de Eurípides desde las Rocas Altas,
según Estrabón (IX 2, 404) entre el Pitio y el Olímpico. Este
fenómeno se atribuía a Apolo y probablemente era un hecho
de mántica fulgural.
2* Los atenienses descendientes de Cécrope.
» Héroe tebano cuyo oráculo (en una cueva de Lebadea)
era uno de los más célebres de Grecia. Su mántica era por
Io n . — ¿Como visitante, o para pedir oráculo?
C reusa . — Quiere oír la palabra de aquél y la de
Febo sobre un punto.
Io n . — ¿Habéis venido por causa de la cosecha, o
con m otivo de la descendencia?
C re u sa . — Con ser larga nuestra unión no tenemos
hijos.
Io n . — ¿Nunca has parido?.. ¿N o tienes ningún 305
hijo?
C re u sa . — Febo conoce bien mi carencia de ellos x .
Io n . — ¡Desventurada tú que, siendo afortunada en
lo demás, en esto careces de suerte!
C re u sa . — ¿Y tú, quién eres? ¡Qué feliz debe de ser
tu madre!
Io n . — Mujer, me llaman esclavo del dios y así
lo soy.
C re u sa . — ¿Como ofrenda de la ciudad, o porque 310
alguien te vendió?
Io n . — Sólo sé una cosa: me dicen de Loxias.
C re u sa . — Entonces también yo te compadezco, fo ­
rastero.
Io n . — Sin duda porque no sé quién es m i madre
ni mi padre.
C re u sa . — ¿Y h a b ita s en e ste tem p lo o en tu c a s a ?
Io n . — Para mí todo lugar es la casa del dios, donde 315
quiera que me sorprenda el sueño.
C re u sa . — ¿Y llegaste al tem plo de niño o de joven?
Io n . — Los que creen saberlo afirman que de recién
nacido.

incubación y las complicadas ceremonias que tenían que reali­


zar sus consultantes son descritas detalladamente por P ausa -
n ía s (I X 30, 5 y sigs.).
30 Realmente «en qué consiste mi carencia de ellos». Es una
frase irónica cuyo sentido real sólo comprenden los especta­
dores.
C reusa . — ¿Qué m uier de Delfos te crió con su
leche?
I o n . — Nunca he conocido pecho. La que m e crió...
320 C reusa . — ¿Quién era, desdichado? ¡He descubierto
sufrimientos como los que yo padezco!
I o n . — La profetisa de Febo; como madre la tengo.
C reusa . — ¿Y qué crianza has tenido hasta llegar
a ser un hombre?
I o n . — M e alimentaban el altar y los forasteros que
venían sin cesar.
C r eusa . — ¡Desdichada la que te parió! ¿Quién pudo
ser?
325 I o n . — Quizá fui hijo de la culpa de alguna mujer.
C r eusa . — ¿Y tienes medios de vida? Porque estás
bien provisto de ropa.
I o n . — M e visto con los bienes del dios de quien
soy esclavo.
Cr eu sa . — ¿Y no te has lanzado a la búsqueda de
tus padres?
I o n . — Mujer, no tengo ningún indicio.
330 C r eusa . — ¡Ah! Mas otra m ujer ha tenido la misma
experiencia que tu madre.
I o n . — ¿Quién? Me complacería que uniera sus es­
fuerzos a los míos.
C r eusa . — Por ella he venido antes que mi esposo.
I o n . — ¿Qué deseas, m ujer? Estoy dispuesto a ayu­
darte.
C r eusa . — Necesito obtener de Apolo un oráculo en
secreto.
335 I o n . — Dímelo, que nosotros nos ocuparemos del
re s to 31.

Lit. «nosotros te servimos como próxenos». Los próxenos


de Delfos, al contrarío que en otros Estados, no ejercían sus
funciones de alojar y proteger a los ciudadanos de su propio
Estado, sino a cualquier visitante.
C r e u s a . — Escucha, pues, la historia..., pero me da
vergüenza.
I o n . — Entonces nada conseguirás. El pudor es
diosa perezosa.
C r e u s a . — Una de mis amigas dice que se unió a
Febo.
I o n . — ¿Una m ujer con Febo? N o sigas hablando,
forastera.
C reusa . — Sí, y dio un h ijo al dios a escondidas de 340
su padre.
I o n . — N o es posible. Sin duda se avergüenza porque
un hombre la ha deshonrado.
Creusa . — Ella asegura que no, y ha sufrido mucho.
I o n . — ¿Por qué, si es un dios con quien se unió?
C reusa . — Expuso lejos de su casa al h ijo que
parió.
I o n . — ¿ Y dónde está el expósito? ¿Vive todavía? 345
C reusa . — N adie lo sabe. Esto es lo que trato de
consultar al oráculo.
I o n . — ¿Y si ya no existe, de qué m odo murió?
C reusa . — Ella cree que las ñeras acabaron con el
desventurado.
I o n . — ¿E n qu é prueba se basa para saberlo?
C reusa . — Cuando volvió a donde lo había expuesto, 350
ya no lo encontró.
I o n . — ¿Había alguna gota de sangre en la huella
que dejó?
C reusa . — Dice que no; y eso que recorrió muchas
veces el suelo.
I o n . — ¿Cuánto tiem po hace desde la muerte del
niño?
C reusa . — Si viviera, tendría la misma medida de
juventud que tú.
Io n . — El dios la ha agraviado y la madre es digna 355
de lástima.
C r e u s a . — Y ya no ha vuelto a dar a luz ningún
hijo.
I o n . — ¿Y si Febo lo ha recogido para criarlo a
ocultas?
C r eusa . — N o obra rectamente si goza él solo de lo
que es común a ambos.
I o n . — ¡Ay de mí! Su suerte se ajusta a lo que a
m i m e ha pasado.
360 Creusa. — Creo, forastero, que también tú echas
de menos a tu desdichada madre.
I o n . — N o, m ujer, no me recuerdes el dolor que ya
había olvidado.
C reusa . — Callaré, pero termina de inform arm e so­
bre lo que te pregunto.
I o n . — ¿Sabes lo más doloroso de esta historia?
C r eusa . — ¿Y qué no es doloroso para aquella des­
venturada?
363 Ion. — ¿Cómo va a darte un oráculo el dios sobre
lo que trata de ocultar?
C r eusa . — Ha de hacerlo si el trípode sobre el que
se asienta es común para todos los griegos.
I o n . — Se avergüenza de su acción; no lo pongas a
prueba.
C r eu sa . — Sí, pero quien sufre es la que ha pade­
cido el infortunio.
370 Ion. — N o habrá profeta para este oráculo. Pues si
Febo queda en evidencia como malvado en su propia
morada, con razón haría daño a quien te lo transmi­
tiera. Retírate, mujer, pues no hay que manifestar
mediante oráculo lo que se opone a los intereses del
373 dios. Llegaríam os al colm o de la estupidez si obligá­
ramos a los dioses a decir contra su voluntad lo que
no quieren, ya sea mediante sacrificios de ovejas, ya
mediante el vuelo de las aves. Y es que los bienes que
nos esforzamos en poseer haciendo violencia a los dio-
ses, los poseemos contra s u 32 voluntad, mujer. En cam- 38o
bio los que nos dan de buena gana son provechosos.
C or o . — En verdad muchas son las desgracias que
tienen los mortales y su form a diferente. A duras penas
se podría encontrar un solo golpe de suerte en la vida
del hombre.
Creusa . — Oh Febo, tanto entonces como ahora eres
injusto con la m ujer ausente, cuyas palabras están 385
aquí presentes33: ni salvaste a tu h ijo como debías, ni
quieres responder — con ser profeta— a la madre que
te consulta con la intención de que su h ijo reciba una
tumba si ya no vive, y, si vive, vuelva algún día a ver
a su madre.
Mas debo abandonar esta esperanza si el dios me 390
impide conocer lo que deseo.
Forastero, veo que se acerca mi noble esposo recién
llegado de la morada de Trofonio. Oculta a m i m arido 395
las palabras aquí pronunciadas, no sea que tenga que
avergonzarme de servir proyectos secretos y nuestra
conversación acabe discurriendo por un camino por el
que nosotros no la hemos desarrollado. Que la condi­
ción de la m ujer está en desventaja con la del hombre.
Incluso las buenas, al estar mezcladas con las malas,
somos objeto de odio. ¡Así de malhadadas hemos naci- 400
do! ( E ntra Juto p o r la izquierda. Io n queda rezagado.)
Ju t o . — Sea el dios el prim ero en recibir las prim i­
cias de m i saludo y luego tú, mujer. ¿Acaso te ha sor­
prendido que llegue tarde?

32 S. e. «d e los propios bienes». Admitiendo que el texto


(w . 374-377) no es una interpolación basada en expresiones for­
zadas y poco corrientes (com o piensa B ay f ie l d ), hay que en­
tender que agathá está personificado. Otros editores lo alteran
en ákonta; cf. M u k r a y y Owen, pág. 98.
33 S. e. «en mi boca».
405 Creusa. — No, pero has llegado a preocuparme. Mas
dime, ¿qué respuesta traes del oráculo de Trofonio
para que nuestra semilla se m ezcle con éxito?
J uto . — N o ha querido adelantarse a los oráculos
del dios. Sin em bargo me ha dicho que ni yo ni tú
volverem os a casa sin hijos.
410 C r e u sa . — Soberana madre de Febo, ¡ojalá hayamos
venido con buen agüero, ojalá nuestra anterior relación
con tu h ijo se to m e m ejor!
J uto . — Así será. Mas, ¿quién es el portavoz del
dios? (S e adelanta Io n .)
I on . — Yo, en el exterior, forastero; del interior se
415 ocupan otros que se sientan cerca del tríp o d e34. Son
los nobles de Delfos a quienes ha elegido la suerte.
J u to . — Bien. Y a tengo toda la inform ación que
precisaba. Marcharé dentro, pues, según tengo oído,
420 los que han venido a consultar ya han realizado un sa­
crificio en común delante del templo.
Deseo recibir la respuesta del dios este mismo día,
ya que es de buen agüero. Mujer, tú reúne en tom o al
altar ramos de laurel y ruega a los dioses que me
lleve del tem plo de Apolo una respuesta favorable a
la procreación de hijos. (E n tra Juto en el tem plo.)
425 Creusa. — Así será, así será. Que si Loxias desea p o r
fin reparar su injusticia de antaño, un am igo del todo
no podría ser para mí, pero estoy dispuesta a aceptar
— ya que es un dios— la reparación que quiera darme.
( Sale Creusa p o r la derecha.)
Ion. — ¿Por qué la forastera está continuamente re-
430 prochando al dios con palabras oscuras y enigmáticas?
¿Tanto ama a la m ujer por quien viene a consultar?
¿O es que está silenciando algo que necesita ocultar?

Son los cinco prophetai (distintos de los próxenos, entre


quienes está Ion). Por sorteo se determinaba su orden de actua­
ción, no su elección, ya que pertenecían siempre a las mismas
familias.
Pero ¿a mí qué me im porta la hija de Erecteo? Nin­
guna relación tiene conmigo. Con que marcharé a las 435
pilas para poner agua lustral con esta ja rra de oro.
Aunque... tengo que reprochar a Apolo. ¿Qué le
pasa para abandonar doncellas a las que ha forzado,
para dejar m orir niños que él ha engendrado en se­
creto? No, Apolo, tú no debes; ya que eres superior,
practica la virtud. Cuando un hom bre es malvado lo 440
castigan los dioses; entonces, ¿cómo va a ser justo
que ellos, que nos han dado leyes escritas a los hom­
bres, incurran en ilegalidad con nosotros?
Y es que... (no sucederá nunca, pero lo diré) si 445
hubierais de rendir cuenta a los hombres de vuestras
uniones violentas, tú y Posidón y Zeus el dominador
del cielo tendríais que vaciar los templos para reparar
vuestras injusticias. Pues delinquís por saciar vuestro
apetito antes de reflexionar. Y a no hay razón para de- 450
nigramos a los hombres si imitamos lo que es bueno
para los dioses; más bien hay que denigrar a quienes
nos lo enseñan. ( Sale p o r la derecha.)

Coro.
Estrofa.
A ti suplico, Atenea mía, que sin la ayuda de Ilitía
en dolores de parto, p o r obra del Titán Prom eteo sur- 455
giste de lo alto de la cabeza de Z e u s 15. Oh Feliz V ic­
toria, ven a la casa de P itio desde las habitaciones de
o ro del O lim po volando hasta las calles de la ciudad 460
en que el hogar de Febo, om bligo de la tierra, pronun­
cia sus oráculos ju n to al trípode de coros rodeado.
Ven tú y la hija de Leto, dos diosas, dos vírgenes her- 46S
manas venerables de Febo. Suplicad, doncellas, que la
antigua estirpe de E recte o obtenga del oráculo in- 470
maculado abundancia de hijos, aunque tardía.

35 Según la variante más extendida del mito, fue Hefesto


el dios que ayudó a Zeus en el nacimiento de Atenea.
Antístrofa.
Pues supone una inconm ovible base de insuperable
475 felicidad para los hom bres el que la juventud vigorosa
y fecunda de los hijos brille en la casa paterna, porque
48o tomando de los padres la riqueza heredada la trans­
m iten a otros hijos. Es defensa en la adversidad y en
la prosperidad lo que uno ama; y en la guerra lleva la
luz salvadora a la patria.
485 Antes que riquezas y palacios reales p re fie ro yo la
crianza de hijos habidos en legítim o m atrim onio. M e
repugna una vida sin hijos y reprocho a quien le place.
490 Viva yo con modestos haberes p ero unida a una
existencia de hijos robustos.

Epodo.
Oh asientos de Pan, oh piedra vecina de las Rocas
495 Altas llenas de cavernas, donde las tres hijas de Aglau-
ro recorren — danzando en coro— los verdes espacios
delante del tem plo de Palas, bajo el variopinto ch illid o
soo y el canto de tus siringes, oh Pan, cuando tocas la
flauta en tus antros privados de sol, donde un día una
virgen — ¡desdichada!— parió un niño para Febo
sos ( — vejación de nupcias am argas36— ) y lo expuso com o
banquete de los pájaros, com o festín ensangrentado de
las fieras. N i ju n to al telar ni en las historias que co­
rren he oíd o que tengan felicidad los hijos de dioses
y mortales.
5io I o n . — Esclavas, vosotras que, junto a las gradas
de este templo que acepta ofrendas, esperáis a vues­
tro señor montando vigilancia, ¿ha abandonando ya
Juto el sagrado trípode y el oráculo o todavía perm a­
nece en el interior preguntando las causas de su infer­
tilidad?

56 Es decir, «nupcias vejatorias y amargas*. Es aposición


a la oración anterior.
C or o - — Forastero, está dentro; todavía no ha tras­
pasado este umbral. ( R uido de la puerta. Sale Juto.)
Mas estoy oyendo ruido en las puertas como si estu- sis
viera para salir y he aquí que ya se puede ver a mi
señor saliendo.
j UT0. — ( Tiende los brazos a Io n ; éste se aparta.)
Hijo, sé feliz, pues no está fuera de lugar esta intro­
ducción a mis palabras.
I o n . — Soy feliz; sé tú sensato y los dos estaremos
bien.
Ju to . — ( Insistiendo.) Perm ite que bese tu mano y
abrace tu cuerpo.
I o n . — (L o rechaza de nuevo.) ¿Estás en tus caba- 520
les o te ha trastornado algún dios, forastero?
Ju t o . — ¿Que no estoy en mis cabales porque he
hallado lo que más quería y deseo besarlo?
I on . — Detente, no vayas a rasgar las bandas del
dios si las tocas.
J u t o . — Deseo tocarlas, mas no arrancarlas violen­
tamente, pues he encontrado lo que amo.
I on . — (Apuntando con el arco.) ¡N o te apartarás
antes de que tu pecho acoja este dardo!
Ju to . — Pero, ¿por qué me huyes? Reconoces lo que 525
más amas...
I o n . — M e disgusta hacer entrar en razón a foras­
teros ignorantes y locos.
Ju t o . — Mata, quema, rnas si me matas serás el
asesino de tu padre.
I o n . — ¡Cómo! ¿Tú mi padre? ¿N o resulta ridículo
de oír?
Ju t o . — No; las palabras que siguen te van a reve­
lar lo que yo sé.
I o n . — ¿Y qué vas a contarme?
Ju t o . — Que soy tu padre y tú eres mi hijo. 530
I o n . — ¿Y quién dice eso?
Ju t o . — Loxias, que te ha criado siendo hijo mío.
I o n . — Tú eres tu único testigo.
Ju t o . — Sí, pero después de oír el oráculo del dios.
I o n . — Te equivocas; lo que has oído es un enigma.
Ju t o . — ¿Pero es que no oigo bien?
I o n . — ¿Cuáles fueron las palabras de Febo?
Ju t o . — Que quien me viniera al encuentro...
I o n . — ¿De qué forma?
5 35 J u to . — Cuando yo saliera del recinto del dios...
Io n . — ¿Qué le pasaba?
Ju t o . — Que era h ijo mío.
I o n . — ¿Engendrado por ti o como regalo?
Ju t o . — Como regalo, aunque de mi propia sangre.
I o n . — ¿Y es conmigo con quien prim ero ha trope­
zado tu pie?
Ju t o . — Con ningún otro.
I o n . — ¿Y este accidente fortuito de dónde procede?
Ju t o . — Somos dos en admirar un solo hecho.
I o n . — Bien; y ¿qué madre me dio a luz?
540 Ju t o . — N o podría decírtelo.
I o n . — ¿N o te lo d ijo Febo?
Ju t o . — Contento como estaba con esto, no pregunté
aquello.
I o n . — ¿Entonces soy hijo de la tierra?
Ju t o . — La tierra no pare h ijo s 31.
I o n . — ¿Entonces cómo podría ser h ijo tuyo?
Ju t o . — N o sé; al dios me remito.
I o n . — Bien, toquemos otros puntos.
Ju t o . — Eso ya está m ejor, hijo.
545 I o n . — ¿Te acercaste a un lecho ilegítimo?
Ju t o . — Sí, con la ligereza de un joven.
I o n . — ¿Antes de tom ar por esposa a la hija de
Erecteo?
Ju t o . — Desde luego no fue después.

37 Curiosa frase en boca de Juto, esposo de Creusa, cuyos


antepasados «nacieron de la tierra».
I o n . — ¿Y fue entonces cuando me engendraste?
Ju t o . — Coincide exactamente con tu edad.
I o n . — ¿Y cóm o llegué yo aquí?
Ju t o . — Para eso no tengo respuesta.
I o n . — ¿Tuve que recorrer un largo camino?
Ju t o . — También esto se me escapa.
I o n . — ¿Pero viniste antes a la rocosa Pito?
Ju t o . — Sí, a «las antorchas de B aco» M. 550
I o n . — ¿Y te alojaste en casa de algún próxeno?
Ju t o . — El que entre las muchachas de Delfos me...
I o n . — ¿Te introdujo en su coro, quieres decir?
Ju t o . — Sí, el de las Ménades de Baco.
I o n . — ¿Estabas sobrio o borracho?
Ju t o . — Metido en los placeres de Baco.
I o n . — A llí fue donde pusiste mi semilla.
Ju t o . — Fue el destino, hijo. 555
I o n . — ¿Y cómo llegué yo al templo?
Ju t o . — Quizá como expósito de la muchacha.
I o n . — Pero conseguí huir de la esclavitud.
Ju t o . — Acepta ahora a tu padre, h ijo mío.
I o n . — Desde luego no es razonable desconfiar del
dios.
Ju t o . — Eres prudente.
I o n . — Además..., ¿qué otra cosa deseaba yo?...
Ju t o . — Ahora ves com o debías.
I o n . — ...que ser hijo de un hijo de Zeus?
Ju t o . — Eso es lo que eres.
I o n . — ¿Entonces puedo tocar a quienes me engen­
draron?
Ju t o . — Sí, si crees al dios.
I o n . — ¡Salud, padre mío!
Ju t o . — ¡Qué saludo tan querido acabo de recibir!

Fiesta trietérica en honor de Dioniso. Se celebraba en


invierno, época en que Apolo dejaba Delfos a Dioniso y él mar­
chaba con los Hiperbóreos.
I o n . — El día de hoy...
Ju t o . — ...m e ha hecho feliz.
I o n . — Oh madre mía querida, ¿cuándo podré ver
también tu rostro? Ahora deseo verte más que antes,
363 quienquiera que seas. Pero quizá has muerto y no
podré ni en sueños.
C o r if e o . — Tam bién yo participo en la felicidad de
mi familia, pero, con todo, desearía que m i dueña y la
estirpe de Erecteo fuera afortunada en lo tocante a
descendencia.
570 Ju t o . — H ijo, el dios ha llevado a feliz térm ino tu
reconocimiento y te ha reunido conmigo. También tú
has encontrado a tus seres más queridos sin sospe­
charlo siquiera. Pero también yo deseo lo que tú, con
razón, anhelas vivamente: el que encuentres a tu madre,
hijo mío, y el que yo descubra de qué m ujer has na-
575 cido. Si damos tiem po al tiem po quizá lleguemos a
descubrirlo.
Mas abandona estos umbrales del dios y tu exis­
tencia de mendigo y ven a Atenas con sentimientos
parejos a los de tu padre. A llí te aguarda el feliz cetro
580 de tu padre y riquezas sin cuento y ya no recibirás el
nom bre de plebeyo y pobre — doble tara— , sino el de
noble y rico.
¿Callas? ¿Por qué mantienes tu vista fija en el suelo
y te has quedado pensativo? Has abandonado tu ale­
gría de antes y produces inquietud a tu padre.
585 I o n 39. — Las cosas cuando están lejos no tienen el
mismo aspecto que cuando se las contempla de cerca.
Y o he recibido con alegría la suerte de recuperarte
como padre. Mas escucha, padre, lo que yo sé: dicen
590 que la autóctona e ilustre Atenas es raza no mezclada

» Sin duda a Eurípides se le va de las manos la argu­


mentación de Ion, pues es confusa y llena de anacronismos:
se empieza hablando de la Atenas del siglo v y se termina con
una imagen de una Atenas tiranizada.
con extranjeros. Voy a caer allí aquejado de dos taras:
ser hijo de extranjero y bastardo.
Pues bien, teniendo ya esta mancha careceré de in­
fluencia y si llego a ser un ciudadano de prim era fila 595
en la ciudad y busco ser alguien, seré objeto de odio
para la clase desposeída. Y es que todo el que destaca
se hace odioso. En cuanto a los que son honrados y
poderosos, si son sabios, callan y no se precipitan a
la hora de actuar; para éstos seré ob jeto de burla y 600
tachado de necio por no alejarm e de la vida política
en una ciudad llena de inquietud. Finalmente, los ora­
dores y quienes manejan la ciudad m e descartarán
con sus votos si m e acerco a los honores. Así suele
suceder, padre: los que dominan las ciudades y los 605
cargos se ensañan con sus adversarios.
Además si llego como un advenedizo a la casa de
una m ujer sin hijos, que hasta hoy ha compartido
contigo esta desgracia pero que ahora tendrá que so­
portar ella sola su amarga suerte, ¿no es lógico que 610
me odie cuando me acerque a ti? Siendo estéril como
es, ¿no m irará con rencor lo que tú amas? Y tú, o me
traicionas y atiendes a tu mujer, o si prefieres hon- 615
rarme a mí, tendrás un caos en tu hogar. ¡Cuántas
muertes con venenos m ortales no habrán ideado ya las
mujeres para acabar con sus maridos! Pero además
compadezco a tu esposa que envejece sin hijos; pues no
es justo que quien ha nacido de nobles padres se 620
consuma en la esterilidad.
En cuanto a la tiranía, tan en vano elogiada, su
rostro es agradable pero por dentro es dolorosa. ¿Cómo
puede ser feliz y afortunada quien arrastra su existen­
cia en el terror y la sospecha de que va a sufrir vio- 625
lencia? Prefiero vivir com o ciudadano feliz antes que
como tirano a quien complace tener a los cobardes
como amigos y en cam bio odia a los valientes por te­
mor a la muerte.
TRAGEDIAS, I I . — 12
M e dirás que el oro supera estos inconvenientes y
630 que es agradable ser rico, pero no m e agrada estar
siempre atento a los ruidos por guadar bien mis ri­
quezas, ni estar en continuas preocupaciones. ¡Tenga
yo una existencia m ediocre si vivo alejado del dolor!
En cambio, escucha ahora los bienes que yo tenia
aquí, padre: para empezar, tranquilidad — tan querida
635 por los hombres— y pocos problem as40. Ningún mal­
vado me ha echado fuera del camino, con lo insopor­
table que es ceder el sitio a los que son inferiores a ti.
Y a estuviera en mis oraciones a los dioses, ya en
m i trato con los hombres, servía a quienes venían con
640 alegría, no con lamentos. Apenas había despedido a unos
cuando m e llegaban otros forasteros, de form a que
siem pre era agradable de nuevo con mis nuevos visi­
tantes. Y lo que es más deseable para los hombres
— aunque contra su voluntad— , tanto la ley com o m i
propia naturaleza hacían que fuera justo a los ojos del
643 dios. Cuando pienso en esto, considero m ejo r la vida
de aquí que la de allí. Perm ite que siga viviendo aquí,
pues produce la misma alegría gozar de grandes ri­
quezas que poseer poco pero con agrado.
C o r if e o . — Has hablado bien, con tal de que se con­
sideren afortunados con tus palabras aquellos a quie­
nes yo amo.
650 Ju t o . — Pon fin a estas tus palabras y aprende a
ser feliz, pues deseo, h ijo mío, dar comienzo a nuestra
mesa común en el mismo sitio donde te encontré, ya
que común fue el festín en que caí. Quiero ofrecer el
655 sacrificio de tu nacimiento que nunca celebré. Ahora
te vo y a agasajar con un banquete como si llevara un
huésped a mi hogar y te voy a llevar a Atenas, como
visitante, no com o h ijo mío; que no quiero apesadum­
brar a m i esposa que sigue careciendo de hijos mien-

«o Quizá «gente moderada», a juzgar por la frase siguiente.


tras yo soy afortunado. Más tarde, cuando se presente
la ocasión, convenceré a m i esposa para que te perm ita <x>o
heredar m i cetro.
Te daré el nom bre de Ion, conform e a tu destino,
ya que fuiste el prim ero en cruzarte conm igo cuando
s{iHa del tem plo del dios. Mas reúne a la multitud de
tus amigos y despídelos con el placer de un banquete,
ya que vas a abandonar la ciudad de Delfos. 665
(Se dirige al C oro.) Y a vosotras, esclavas, os ordeno
que guardéis silencio sobre esto. Si se lo comunicáis
a mi esposa, será la m uerte para vosotras.
I o n . — M e marcho. Sólo una cosa hace m i suerte
incompleta: si no encuentro a la que m e dio a luz,
padre, no podré vivir. ¡O jalá m i madre sea una m ujer 670
de Atenas! — si es que puedo expresar un deseo— . Así
tendré de mi madre libertad para hablar. Pues si un
extranjero da en una población no mezclada, por más
que sea ciudadano según la ley, tendrá la boca encade- 675
nada y carecerá de libertad para expresarse. {Salen
los dos p o r la derecha.)

Coro.
Estrofa.
Veo lágrimas y lamentables gritos de d o lo r y so­
llozos cuando m i dueña conozca la hermosa paternidad
de su esposo y que ella es estéril y privada de hijos. 680
Dime, oh profeta h ijo de Leto, ¿qué him no ha can­
tado tu oráculo? ¿De dónde salió este h ijo tuyo que
se alimenta del tem plo, de qué m ujer? N o m e dejo 685
adm irar p o r tu oráculo, no sea que encierre engaño.
B arrunto la desgracia y no sé hasta dónde llegará.
En form a extraña me encomienda m i dueño que guarde 69o
extraño silencio sobre esto*1. ¡Engañosa suerte la de

41 Pasaje corrupto. No es en absoluto claro si el sujeto de


paradidósi es Apolo, Juto o Ion; y el v. 690 carece de respon-
sión, por lo que puede ser interpolado. N i siquiera es fácil de
este niño nacido de sangre ajena! ¿Quién no estará de
acuerdo?

A n tístrofa42.
695 Amigas, ¿a oídos de m i dueña haremos claramente
llegar la noticia de que su esposo en quien ella tenía
todo y con quien la desdichada com partía su esperan­
za?*1... Ahora, en cam bio, ella está perdida en su des-
70 0 gracia y él es afortunado; ella ha caído en la canosa
vejez y él desdeña a los suyos. ¡M aldito sea el que ha
entrado en la casa de rondón y no ha puesto su suerte
a la altura de una gran fortu na ! ¡Muera, sí, muera el
705 que ha engañado a m i dueña! ¡Que no tenga éxito
cuando consagre a los dioses sobre el fuego el pélano
7 10 de llama hermosa! Va a saber cuán amiga soy de mis
dueños ¡E n verdad, ya se acercan a un nuevo banquete
el nuevo padre y el nuevo hijo!**.
7 15 ¡O h cum bres del Parnaso, que tenéis un m urallón
de piedra y un lugar ju n to al cielo, donde Baco levanta
sus teas encendidas y salta ágil con sus noctivagas
bacantes! ¡Que jamás llegue este muchacho a m i ciu-
72 0 dad, que muera abandonando su joven vida!
Razones tendría m i ciudad para llora r una invasión
extranjera. Ya basta con la que trajo nuestro rey
E recteo cuando era c o n d u c to r45. (Entra por la derecha

determinar con certeza el sentido general. Nosotros seguimos


de las muchas reconstrucciones conjeturales que se han hecho,
la de G ré g o ire (pág. 211).
42 Creemos innecesario, contra M u rra y , postular la reparti­
ción de esta antístrofa entre varios coreutas.
® Aposiopesis plenamente justificada —casi exigida— en
este contexto.
44 Frase de evidente ironía.
45 Los v. 721-723 han sido transmitidos en estado lamenta­
ble. Aquí seguimos la reconstrucción conjetural de W ecklein,
que es la que menos distorsiona la tradición y la que ofrece
un sentido más lógico.
Creusa conduciendo a un viejo esclavo. Simulan subir
la escarpada pendiente que lleva a la explanada.)
C r e u sa . — ¡Oh anciano, que fuiste pedagogo de m i 725
padre Erecteo cuando aún vivía! Asciende al oráculo
del dios para que compartas m i alegría si el soberano
Lorias ha pronunciado algún vaticinio que m e prom eta
concebir hijos. Que es agradable com partir el éxito 730
con los amigos, y si — ¡cosa que no suceda!— nos al­
canza algún mal, es dulce poner los ojos en el rostro
de un amigo.
Yo, por más que sea tu dueña, te honro como a un
padre, como tú lo hiciste un día con m i padre.
A n cian o . — H ija mía, observas una conducta digna 735
de tus dignos progenitores y no deshonras a tus ante­
pasados nacidos de la tierra. Llévame, llévam e al tem ­
plo y acompáñame, que el oráculo está muy empinado.
A com paña mis fatigados miembros y sé alivio de mi 740
vejez.
C r e u sa . — Sígueme, pues, y vigila dónde pones tu
pie.
A n cian o . — ¡Ea! Lento es mi pie, mas mi mente es
veloz.
C r e u s a . — Apoya tu bastón en el camino sinuoso.
A n cian o . — También él es ciego cuando yo veo poco.
C r e u s a . — Tienes razón, pero no cedas al cansancio. 745
A n c ia n o . — N o lo haré por gusto, pero no puedo
dominar lo que no tengo. (Ven al C oro y se dirigen
a él.)
C r e u s a . — Oh mujeres, fieles servidoras de mis te­
lares y m i lanzadera. ¿Con qué respuesta ha salido mi
esposo sobre nuestra suerte con los hijos por cuyo
m otivo hemos venido? Comunicádmelo, pues si me 7so
manifestáis algo bueno no habréis puesto vuestra es­
peranza en amos desagradecidos.
C o r i f e o . — ¡Oh, qué destino!
A n c ia n o . — El preludio de tus palabras no es afor­
tunado.
C o r i f e o . — ¡O h desdichada!
7 53 A n c ia n o . — ¿Es que he de inquietarme por el orácu­
lo de mis señores?
C o r i f e o . — ¡Ay! ¿Qué hacer cuando sobre nosotras
pende la m uerte?
C r e u s a . — ¿Qué canto es ése, a qué tenéis miedo?
C o r i f e o . — ¿Hablamos o permanecemos en silen­
cio? ¿Qué hacemos?
C r e u s a . — Habla; sin duda tienes el secreto de al­
guna desgracia que me atañe.
760 C o r i f e o . — T e lo diré aunque tenga que m orir dos
veces. Nunca podrás, mi dueña, tomar un h ijo en tus
brazos ni acercarlo a tu pecho.
C r eu sa . — ¡Ay de m í! Q uiero m orir.
A n c ia n o . — ¡H ija !
C r e u s a . — ¡O h desdichada suerte la m ía! H e reci-
cibido, he sufrido un d o lo r que no me deja vivir,
amigas.
765 A n c ia n o . — ¡Estam os perdidos, hija!
C r e u s a . — ¡Ay, ay! De lado a lado me ha sacudido
en estos mis pulm ones el dolor.
A n c ia n o . — N o te lamentes todavía...
C r e u s a . — P e ro hay m otivos para lamentarse.
A n c ia n o . — ...a n tes de que sepamos...
770 C reu sa . — ¿Qué tengo que oír?
A n c ia n o . — ... si también tu esposo participa en tu
desgracia o eres tú sola la infortunada.
C o r i f e o . — Anciano, Loxias ha dado un h ijo a éste
775 y él es afortunado sin que ella tome parte.
C r e u s a . — Sobre un d olor has puesto este o tro en
el extrem o para que m e lamente.
C r e u s a . — Y este niño que dices, ¿tiene que nacer
de una mujer o ya ha nacido según el oráculo?
C o r i f e o . — Un joven ya nacido, ya maduro, le ha 780
entregado Loxias. Y o estaba allí.
C r e u s a . — ¿Cóm o dices? Indecibles, indecibles, inex­
plicables son para m í las palabras que pronuncias.
A n c ia n o . — También para mí. Pero dim e más exac- 785
tím ente cuáles eran los términos del oráculo y quién
es el niño.
C o r i f e o . — El dios le entregaba com o h ijo a aquel
con quien prim ero se encontrara tu esposo al salir del
templo.
C reu sa. — ¡Ay, ay, ay! Entonces m i vida sin hijos,
sin hijos ha declarado y en soledad habitaré una casa 790
huérfana.
A n c ia n o . — Entonces, ¿a quién se refería el orácu­
lo? ¿Con quién tropezó el pie del esposo de esta des­
dichada? ¿Cómo, dónde lo vio?
C o r i f e o . — ¿Recuerdas, querida dueña, al joven que 795
barría el templo? Éste es el niño.
C r e u s a . — ¡Ojalá pudiera volar p o r el húmedo éter
más allá de la Hélade, hasta las estrellas de la tarde! 46.
¡Qué dolor, qué sufrim iento, amigas!
A nciano. — ¿Y qué n om bre le ha dado su padre? 800
¿Lo sabes o todavía perm an ece en secreto sin con­
firm ar?
C o r if e o . — Ion, ya que fue el prim ero en encon­
trarse con su padre.
A n c ia n o . — ¿ Y quién es su madre?
C o r if e o . — N o sé, pero — para que conozcas todo
lo que sé— el esposo de ésta ha marchado en secreto
a las tiendas sagradas a ofrecer un sacrificio de hospi- sos
talidad y natalicio. Va a tener un banquete en común
con su nuevo hijo.

** E sta frase es expresión m etafórica del deseo de morir.


A n c ia n o . — Señora, hemos sido traicionados — pues
8io participo de tu dolor— por tu marido; se nos ha ultra­
jado con engaños, nos han arrojado de la casa de
Erecteo. Y no lo digo porque odie a tu esposo — aun­
que te ame a ti más que a él— . Te tom ó por esposa,
aunque entró en nuestro país como extranjero, recibió
sis tu casa y herencia y ha resultado que cosecha hijos
de otra m ujer en secreto.
¿En secreto? Y o te explicaré. Cuando se percató de
que eras estéril, no se contentó con ser igual que tú
ni soportar un paso igual al de tu suerte; así que se
asió al lecho de una esclava y, en m atrim onio secreto,
82o engendró un niño al que sacó del país y encomendó a
alguien de Delfos para que lo criara. Éste ha pasado
su infancia en el tem plo consagrado al dios para per­
manecer oculto. Cuando Juto se enteró de que se
había convertido en un joven, te persuadió a que vi-
825 nieras aquí por causa de tu esterilidad. Así que no es
el dios quien ha mentido, sino él criando un h ijo en
secreto y urdiendo estos engaños. Si era descubierto,
se lo atribuía al dios, y si pasaba desapercibido, pen­
saba entregarle la tiranía procurando que el tiem po lo
defendiera.
830 Y en un momento inventó el nombre nuevo de Ion
porque vino a su encuentro cuando salía.
C o r if e o . — ¡Ay de mí! ¡Cómo odio a los malvados
que urden acciones injustas y luego las adornan con
835 tretas! Prefiero tener como amigo a un tonto, pero
bueno, que a uno inteligente pero malo.
A n c ia n o . — Y éste va a ser el peor mal de todos los
que vas a sufrir: el llevarte a casa como señor a un
hom bre sin madre conocida, sin categoría ninguna, na­
cido de una esclava. Menor habría sido el m al si hubiera
840 introducido en su casa, después de persuadirte alegan­
do tu esterilidad, a un hijo de madre noble. Y si esto
te resultaba amargo, le quedaba recurrir a una unión
de las de É o lo 47.
Pero ahora tienes que obrar como una m ujer va­
liente: empuña la espada o mata a tu esposo y a su 845
hijo con engaño o con veneno antes de que te alcance
a ti la muerte a sus manos. Pues si cedes en esto,
serás tú quien muera. Que cuando dos enemigos se
reúnen bajo un solo techo, uno de los dos tiene que
llevar la peor p a rte 4®.
Yo, por m i parte, deseo ayudarte en esta acción y sso
colaborar en la muerte del muchacho entrando en la
tienda donde prepara el banquete. Quiero m orir o se­
guir viendo la luz del sol recompensando a mis dueños
por el alimento que me dieron. Sólo una cosa aver­
güenza a los esclavos, y es el nombre. En todo lo 855
demás, en nada es inferior a los libres un esclavo que
sea noble.
C o r i f e o . — También yo, señora, quiero correr con­
tigo la suerte de m orir o vivir con honra.
C r e u s a . — Alm a mía, ¿cóm o voy a seguir callada?
Pero entonces, ¿cóm o voy a revelar m is oscuros amo- 860
res y verm e privada del honor? Mas..., ¿qué im pedi­
mento me estorba? ¿ P or qué com p e tir en virtud
cuando m i esposo ha resultado un traidor? ¿no me 865
veré privada de casa, privada de hijos, no diré adiós
a las esperanzas — que no he podido cu m p lir p o r más
que he querido— aunque calle m i unión, aunque calle
m i parto en que tanto lloré? Mas no — p o r el asiento 870

N o es seguro si significa simplemente «debía haberse ca­


sado con alguien de su p ro p ia gens» (no con una ateniense),
como cree Owen (pág. 126 ), o hay una alusión a los m atrim o­
nios incestuosos de la fam ilia de Éolo (cf. Odisea X 5 y sigs.)
como quiere G ré g o ire , pág. 217 .
48 Creem os que no h ay razón p ara considerar, com o hace
M u rra y , sospechoso todo el p asaje w . 843 858
- ; y menos p ara
excluir com o interpolados los w . 847 849
- .
de Zeus rodeado de estrellas, p o r la diosa que reina
en mis rocas, p o r la soberana ribera de la laguna de
T r it ó n 49— . Ya no ocultaré p o r más tiem po m i unión,
875 pues me sentiré aliviada arrojando este peso de m i
espalda. M is o jo s manan lágrimas, m i alma el d o lo r de
verse traicionada p o r hom bres y dioses, mas los pondré
880 en evidencia co m o traidores e ingratos en sus amores.
¡O h tú, que haces vibrar la voz de siete sonidos de
la cítara cuando en los agrestes cuernos sin v id a 50
haces sonar el agradable eco de los him nos de las
885 Musas! A ti, h ijo de Leto, haré llegar m is reproches
a la luz del dia. V iniste a m í con tu pelo brillante de
oro, cuando en m i regazo ponía los pétalos de azafrán
890 cortados para adornar m i peplo con áureo resplandor.
M e tomaste de las blancas muñecas de m is manos
y m e llevaste a una cueva com o lecho, m ientras yo
895 gritaba: •¡m a d re!», tú, dios seductor, dando gusto a
Cipris con tu desvergüenza. Y yo — la desdichada— ,
te parí un niño, que p o r m iedo a m i madre a rrojé en
900 tu propia cama, en la que pusiste sobre m í — desven­
turada— el yugo de una triste unión.
¡Ay de m í! Ahora se ha ido arrebatado p o r las aves
905 para su festín m i h ijo y el tuyo, ¡desgraciado! ¡Y tú
tocando la cítara y cantando el peán!
¡O h! ¡E h ! A ti llamo, al h ijo de Leto que repartes
9io tus oráculos ju n to al trono de o ro y el asiento que
ocupa el cen tro de la tierra; y a tus oídos haré llegar
m i voz. ¡Oh malvado amante que a m i marido, sin
9i5 haber recibido de él favor alguno, le das un h ijo para
habitar su casa! Y en cam bio m i h ijo y el tuyo, padre
indigno, se ha ido cambiando los pañales m atem os p o r
las garras de tas aves. Detos te odia y los ramos de

49 Lago del Norte de Africa donde, según una rama de la


tradición mítica (cf. Esquilo, Euménides293 ), nació Atenea y
de donde tomó el nombre Tritogeneia.
*> Cf. nota n. 4.
laurel vecinos de la palm era de suave copa donde 920
Leto tuvo su parto sagrado, donde te parió a ti entre
los frutos de Zeus.
C o r i f e o . — ¡Ay de m í! Se me ha abierto como un
tesoro de males por los que podría verter todo mi
llanto.
A n c ia n o . — Hija, al v e r t u rostro me inunda la lá s- 925
tim a y estoy fuera de mí. Pues apenas había llenado
la s e n tin a d e m i a lm a u n a o le a d a d e m a le s , c u a n d o
otra m e le v a n ta de proa al oír tu s palabras. Acabas de
contar los males que te aquejan ahora y ya has ini- 930
ciado un n u e v o camino de desgracias. ¿Qué dices?
¿Qué acusación arrojas ahora contra Loxias? ¿Qué hijo
dices que has parido? ¿En qué lugar de la ciudad dices
haber expuesto esa querida tumba para l a s fieras?
C u é n ta m e to d o desde el principio.
C r e u s a . — Siento vergüenza ante ti, anciano, pero
te lo voy a contar.
A n c ia n o . — Sé cóm o acompañar en el llanto a mis 935
amigos con nobleza.
C r e u s a . — Escucha entonces. ¿Conoces la cueva del
N orte de las rocas de Cécrope a las que llamamos
Altas?
A n c ia n o . — La conozco; es cerca de donde está el
recinto y los altares de Pan.
C r e u s a . — A llí es donde sostuve combate terrible.
A n c ia n o . — ¿Qué combate? El llanto sale al encuen- 940
tro de tus palabras.
C r e u s a . — Contra m i voluntad trabé con Febo unión
fatal.
A n c ia n o . — Hija, ¿no será esto lo que yo barrun­
taba...
C r e u s a . — No sé, pero si dices la verdad te lo con­
firmaré.
A n c ia n o . — ... cuando ocultabas el dolor de una en­
fermedad secreta?
945 Creusa. — Éste era el mal que ahora te revelo cla­
ramente.
A n c ia n o . — Y entonces, ¿cómo conseguiste ocultar
tu unión con Apolo?
C re u sa . — Di a luz — espera a oírlo todo de mí,
anciano— .
A n c ia n o . — ¿Dónde? ¿Quién te asistió en el parto?
¿O soportaste sola el trabajo?
C r e u s a . — Y o sola, en la misma cueva en la que
recibí el yugo del a m o r51.
950 A n cian o. — Dim e dónde está el niño para que tam­
poco tú estés ya sin hijos.
C re u sa . — Murió, anciano, expuesto a las fieras.
A n c ia n o .— ¿Murió? ¿Y el malvado de Apolo no acu­
dió en tu auxilio?
C reu sa . — No, y el niño se cría en casa de Hades.
A n c ia n o . — ¿Y quién lo expuso? N o serías tú, desde
luego.
955 Creusa. — Y o, haciendo pañales con m i peplo por
la noche.
A n c ia n o . — ¿N o hay nadie que comparta contigo el
secreto de que expusieras a tu hijo?
C r e u sa . — No, sólo el Infortunio y la Ocultación.
A n c ia n o . — ¿Cómo tuviste el valor de abandonar a
tu h ijo en una cueva?
C reu sa . — ¿Cómo? Después que hube arrojado de
mi boca un torrente de lamentos.
960 A n c ia n o . — ¡A y! Grande es tu atrevim ien to, p ero
m a y o r aún el d el dios.

51 En el v. 16 Hermes asegura que Creusa dio a luz «en


casa». Aquí se afirma que fue en la misma cueva (también en
la cueva situó el parto Sófocles en su Creusa). La fluctuación
se puede explicar porque aquí sigue Eurípides la tradición;
pero era más lógico situar el parto en casa al introducir el
m otivo de la cuna.
Creusa . — Si hubieras visto al niño tendiéndome
sus manos...
A n c ia n o . — ¿Buscaba tu pecho o recostarse en tu
seno?
Creu sa . — El lugar donde sufría de m í la injusticia
de no estar.
A n c ia n o . — ¿ Y de dónde te vino la decisión de ex­
poner a tu hijo?
C reusa . — Quería que el dios salvara a su propio 963
hijo.
A n c ia n o . — ¡Ay de' m í! En peligro de galerna se
baila la felicidad de tu casa.
C reusa . — ¿Por qué ocultas tu cabeza y lloras, an­
ciano?
A n c ia n o . — Porque veo que tanto tú com o tu padre
sois desventurados.
C reu sa . — Así son las cosas humanas, ninguna per­
manece en su sitio.
A n c ia n o . — Mas no sigamos lamentándonos más 970
tiempo, hija.
Creusa . — ¿Pues qué tengo que hacer? La desven­
tura carece de recursos.
A n c ia n o . — En prim er lugar véngate del dios que
te ultrajó.
Creu sa . — Y ¿cómo, siendo mortal, puedo vencer a
quien es más fuerte?
A n c ia n o . — Prende fuego al sagrado oráculo de
Loxias.
C reu sa . — N o m e atrevo, ya tengo suficientes males. 973
A n c ia n o . — Entonces atrévete a lo que está a tu
alcance, matar a tu marido.
C reu sa . — Tengo respeto al lecho de quien un día
fue honrado.
A n c ia n o . — Entonces mata, al menos, al h ijo que
ha aparecido contra ti.
C r eu sa . — ¿ Y cómo? ¡Ah, si fuera posible! ¡Cómo
m e agradaría!
980 Anciano. — Arm a de espadas a tus servidores.
C r e u sa . — Con gusto marcharé; pero ¿dónde lleva­
rem os a cabo la acción?
A n cia n o . — En las tiendas sagradas en que agasaja
a sus amigos.
C r e u sa . — El crimen es señalado y mis esclavos son
débiles.
A n cia n o . — ¡Ay de mí! Te acobardas; entonces dis­
curre algo tú misma.
985 Creusa. — Y a tengo un plan astuto y eficaz.
A n c ia n o . — Para ambas cosas me presto a cola­
borar.
C r eu sa . — Escucha entonces. ¿Conoces la batalla
contra los hijos de la tierra?
A n ciano . — La conozco; es la que los Gigantes libra­
ron contra los dioses en Flegra.
C r eu sa . — A llí la Tierra parió a Gorgona, terrible
monstruo.
990 Anciano. — ¿Acaso para que auxiliara a sus propios
hijos como azote de los dioses?
C r e u sa . — S í; mas Palas, la diosa hija de Zeus, la
m ató n.
A n ciano . — ¿Es ésta la historia que he oído hace
tiem po?
995 C r e u sa . — Sí, que Atenea tiene a su espalda la piel
de la Gorgona.
A nciano . — ¿ Y no llaman égida a la estola de Palas?
C r e u sa . — Sí, recibió este nom bre cuando se la n zó 53
a luchar contra los dioses.

52 Consideramos necesaria la trasposición, hecha por K i r c h -


992-993
h o f f , de detrás de 997.
53 Juego etimológico: aquí se relaciona égida (aigls) con
lanzarse ( aisso). Normalmente se la relaciona con cabra (atx);
cf. Heródoto, IV 189.
A n c ia n o . — ¿Y cuál es el aspecto de este salvaje
atuendo?
Creusa . — Es una coraza adornada con la espiral
de una serpiente.
A n c ia n o . — Bien, hija, y ¿qué daño puede hacer esto
a tus enemigos?
C reusa . — ¿Conoces a Erictonio o no? ¿Cómo no vas
a conocerlo, anciano?
A nciano. — ¿Vuestro progenitor, a quien prim ero 1000
hizo surgir la tierra?
C reusa . — A éste le entregó Palas por ser recién
nacido...
A n c ia n o . — ¿Qué cosa? Pues estás dando largas a
tus palabras.
C reu sa . — ... dos gotas de la sangre de la Gorgona.
A n c ia n o . — ¿Y qué poder tienen contra la natura­
leza humana?
Creusa . — La una es m ortal, la otra cura las en- íoos
ferm edades54.
A n c ia n o . — ¿Con qué las ató al cuerpo del niño?
C reusa . — Con una cadena de oro. Y éste se lo trans­
mitió a m i padre.
A n c ia n o . — ¿Y cuando éste murió, llegaron a tus
manos?
C reusa . — Sí, y las llevo sujetas a m i muñeca.
A nciano. — ¿Cómo, entonces, vinieron a juntarse 1010
los dos dones de la diosa?
C reusa . — La gota que brotó de la vena cava al
morir...
A n c ia n o . — ¿Para qué sirve? ¿Qué poder tiene?
C reusa . — ... aleja las enfermedades y alimenta la
vida.

s* Se ha sospechado, con razón, de los w . 1004-100S como


interpolados, ya que adelantan innecesaria y torpemente el
contenido de 1010-1015.
A n c ia n o . — Y la segunda de las qu e dices, ¿cóm o
ob ra ?
10 15 C reusa . — Mata, ya que es veneno de las serpientes
de Gorgona.
A n c ia n o . — ¿ Y las llevas m ezcladas o separadas?
C reu sa . — Separadas, pues el mal no se m ezcla con
el bien.
A n c ia n o . — Querida hija, tienes todo lo que pre­
cisas.
C reu sa . — Con esto m o rirá el m uchacho y tú serás
q u ien lo ejecu te.
1020 A n c ia n o . — ¿Cómo y dónde lo hago? Tu misión es
hablar, la mía afrontar la acción.
C reu sa . — En Atenas, cuando llegue a m i casa.
A n c ia n o . — N o está bien lo que dices, ya que tú
has reprochado m i proyecto.
C reu sa . — ¿Cómo? ¿Es que estás sospechando lo
que también a m í se m e ocurre?
A n c ia n o . — Parecerá que eres tú quien ha matado
al muchacho, aunque no lo seas.
1025 C reusa . — Tienes razón, pues dicen que las madras­
tras odian a sus hijos.
A n c ia n o . — Entonces debes matarlo aquí para que
puedas negar el crimen.
C reusa . — Y así sen tiré el p la cer con antelación.
A n c ia n o . — Sí, y engañarás a tu marido com o él te
engañó a ti.
C reu sa . — ¿Sabes, pues, lo que tienes que hacer?
loso Tom a de mis manos esta ampolla dorada de Atenea,
antigua obra suya, y llégate a donde m i m arido se
banquetea en secreto. Cuando acaben el festín y estén
a punto de ofrecer las libaciones a los dioses, arroja
esto, que llevarás escondido en el manto, en la bebida
1035 del joven. ¡Mas sólo en la suya, no en la de todos!
Reserva la pócima para quien iba a ser el dueño de mi
casa. Si llega a traspasar su garganta, jamás pondrá
el pie en la ilustre Atenas; quedará muerto allí mismo.
A n c ia n o . — Ahora dirige tus pasos adentro junto a
los próxenos, que yo llevaré a cabo el trabajo que ten­
go encomendado.
Animo, viejo pie mío, conviértete en joven en el
actuar aunque no puedas en el tiempo. Marcha contra
el enemigo en alianza con tus señores, mata con ellos,
échalo de casa con ellos. La piedad está bien que la 1045
observen los afortunados, que cuando alguien se pro­
pone hacer mal a un enem igo no hay ley que pueda
impedirlo. (Creusa y el Anciano salen p o r la derecha.)

Coro.
Estrofa 1.a
E n od ia K, hija de D em éter, tú que gobiernas los
asaltos nocturnos, encamina también de día la pócim a 1050
que llena la m orta l cratera contra quienes m i dueña,
m i dueña la envía tomada de las gotas del cuello co r­ 1055
tado de Gorgona, contra quien aspira a la fam ilia de
los Erecteidas.
¡Que nunca nadie procedente de otra fam ilia go­
bierne m i ciudad, salvo los Erecteidas de noble cuna! 1060

Antístrofa 1.*
Y si no llegan a térm in o la m u e rte 56 ni los esfuer­
zos de m i dueña — y falta ocasión para esta osadía
con cuya esperanza se alimentaba— o se clavará afila­
da espada o colgará un nudo de su cuello desbordando 1065
sus sufrim ientos con o tro sufrim iento. Y bajará a otras
formas de existencia.

55 Diosa de las bifurcaciones de los caminos, apenas con


identidad propia: al ser sus características la magia, la noc­
turnidad, etc., se la suele identificar con Perséfbne (com o aqui),
Hécate o Artemis; o se la hace compañera de Medea (cf.
Medea 396).
56 S. e. de Ion.

TRAGEDIAS, II. — 13
Pues mientras viviera, no soportaría en sus ojos
brillantes que gente extraña mandara en su casa, ella
que ha nacido en casa noble.

Estrofa 2.a
1075 Vergüenza m e da ante el d io s 57 celebrado en tantos
himnos, si ju n to a las fuentes rodeadas de hermosos
coros lle g a 58 a v er com o espectador en la noche y des­
p ie rto las Antorchas del día v e in te w, cuando hasta el
1080 éter estrellado de Zeus se revuelve danzando y danza
la luna y las cincuenta hijas de Nereo, que en el p onto
y en las corrientes de los ríos de perpetua corriente
1085 danzan p o r la V irgen de la corona de o ro y su vene­
rable Madre m; donde espera reinar, metiéndose com o
intruso en trabajos ajenos, ese mendigo de Febo.

Antístrofa 2.a
1090 ¡Contemplad cuantos cantáis en him nos desafina­
dos — a contrapelo de la Musa— nuestros lechos y
uniones de am or com o ilegales y culpables! ¡Ved cóm o
1095 aventajamos en piedad al injusto arado de los varones!
Que un canto de rectificación, que vuestra Musa dis­
cordante llegue hasta los hom bres sobre sus amoríos.
1100 Pues el h ijo de los hijos de Zeus ha demostrado su
ingratitud al sem brar para su casa una suerte de hijos
que no com parte con nuestra señora y, poniendo sus
favores en un am or extraño, ha conseguido un bas­
tardo. (Entra p o r la derecha un siervo de Creusa.)

57 Iaco, hijo de Zeus y Kore e identificado con Dioniso, es


el dios a quien invocan los mistas o iniciados; divinidad cen­
tral en las grandes Eleusinas.
h Se. Ion.
& El día 20 del mes Boedromión es el día sexto de la fiesta
de las Grandes Eleusinas (15 a 23). En él se celebraba la pro­
cesión de Atenas a Eleusis y la procesión de los mistas con
antorchas.
60 Core y Deméter.
S ie r v o . — Mujeres, ¿dónde puedo encontrar a vues­ lio s
tra ilustre señora, la hija de Erecteo? Pues he recorrido
toda la ciudad y no puedo hallarla.
C o r if e o . — ¿Qué sucede, compañero de esclavitud?
¿A qué esa rapidez en tus pasos? ¿Qué mensaje traes? 1110
S ie r v o . — Nos persiguen. Las autoridades del país
la buscan para lapidarla.
C o r if e o . — ¡Dios mío! ¿Qué dices? ¿N o se habrá
descubierto que íbamos a proporcionar al muchacho
la muerte en secreto?
S ie r v o . — Lo has comprendido. Tú participarás del 1115
castigo y no entre los últimos.
C o r if e o . — ¿Y cómo se descubrió nuestra secreta
estratagema?
S ie r v o . — El dios, que no quería ser mancillado,
encontró el medio de que la justicia venciera a la in­
justicia.
C o r if e o . — ¿Y cómo? Como suplicante te ruego que
me lo relates. Pues si lo sabemos m orirem os más a 1120
gusto, si es que hay que m orir, o más a gusto segui­
remos viviendo.
S i e r v o . — Cuando Juto, el esposo de Creusa, aban­
donó el oráculo del dios, llevó a su nuevo h ijo hacia
el banquete y sacrificio que preparaba a los dioses.
Luego marchó hacia donde brota el fuego báquico del 1125
dios para empapar con la sangre de las víctimas las
dos rocas de Dioniso, en acción de gracias por su
hijo, y d ijo estas palabras: «H ijo , tú quédate aquí y
levanta con ayuda de los obreros una bien medida
tienda. Si permanezco mucho tiem po sacrificando a los 1130
dioses del Nacimiento, que se sirva el banquete a tus
amigos aquí presentes.»
Y tomando los terneros se marchó. El joven hizo
marcar piadosamente a cordel un cerco sin muro para
la tienda, cuidándose bien de los rayos del sol — no
exponiéndola a los rayos directos ni orientada al po­
niente— . M idió en ángulo recto la extensión de un pie-
tro, resultando un cuadrado que media en el centro
— por emplear las palabras de los técnicos61— el nú-
ii4o m ero de diez m il pies, con la idea de invitar a todo el
pueblo de los délficos. Tom ó después tapices sagrados
de los tesoros del dios y los puso como cubierta — ¡una
m aravilla para verlos! En prim er lugar, por techo sus­
pendió de los lados un peplo — como si fueran alas— ,
ii45 ofrenda del hijo de Zeus, Heracles, que se los llevó
al dios como despojo de las Amazonas. Bordadas en él
había estas ñguras: el Cielo reuniendo los astros en el
círculo del Éter; Helios conducía sus caballos hacia la
última luz llevando detrás el resplandor de Héspero:
u so la Noche de negro manto empujaba su carro, que no
tenía caballo alguno uncido a su yugo, y los astros la
acompañaban; la Pléyade caminaba —y el lancero
Orión con ella— a través del Éter. Y por encima de
ellos, la Osa, retorciendo su dorada cola en el polo;
ii5s el disco de la luna, que divide los meses, lanzaba hacia
arriba sus rayos; las Híades, señal la más clara para
los navegantes, y Aurora, portadora de luz, persiguien­
do a los astros.
ii6o Por muros colocó otros bordados bárbaros: naos
de buenos remos enfrentadas a las helenas, hombres
mitad bestias, cacerías de ciervos a caballo y de sal­
vajes leones.
En la entrada puso un tapiz con Cécrope junto a
sus hijas enroscando sus espirales, donación sin duda
i i 65 de algún ateniense; y en medio de los comensales puso
crateras de oro. Un heraldo, alzándose de puntillas,
invitó a que se acercaran al banquete los habitantes
de Delfos que quisieran. Cuando se había llenado la
i i 7o tienda, se adornaron con coronas y saciaban su apetito
con comida abundante. Luego que aflojó el placer del

61 Otros traducen «b ajo las indicaciones de los técnicos»


banquete, acercóse un anciano y se detuvo en el es­
pacio central y allí producía a los comensales enorme
risa con su actividad desenfrenada; pues lo mismo les
ofrecía las abluciones derramando agua sobre sus ma­
nos, como hacía evaporarse el sudor de la m irra u 1175
ofrecía las primicias de los vasos de oro. Y era él quien
se imponía a sí mismo tales tareas.
Cuando llegaron al m om ento de tocar las flautas y
beber de la crátera común, dijo el anciano: «Conviene
retirar las vasijas pequeñas de vino y traer las gran­
des para que los convidados consigan complacer su 1 1 so
ánimo con la m ayor rapidez.» Entonces se produjo
gran ajetreo de los que traían copas de plata y de oro.
El anciano tom ó una al azar, como para complacer a
su nuevo señor, y le entregó una vasija llena, tras haber
echado en el vino un veneno mortal que dicen le en- 1185
tregó su señora a fin de que el nuevo hijo abandonara
este mundo. Pero nadie se percató. Cuando el Apare­
cid o 62 sostenía en sus manos la copa de la libación
junto con los demás, uno de los sirvientes profirió una
frase blasfema contra él. Y éste, educado como estaba hqo
en lugar sagrado y entre buenos adivinos, barruntó el
mal augurio y ordenó a un joven que llenara de nuevo
la crátera, mientras arrojaba al suelo la libación ante­
rior y aconsejaba a todos que la vertieran también.
Se hizo un silencio y rellenamos las sagradas cráteras 1195
con agua y con vino de Biblos. En esto se abalanza
con estrépito sobre la tienda una bandada de palomas
—pues no temen habitar en la morada de Loxias— .
Como habían arrojado el vino, pusieron en él sus pi­
cos, ávidas de beber, y lo llevaron a sus plumosos 1200
cuellos. Para todas las demás la libación del dios re-

62 Ion. El mensajero nunca llama a Ion por su nombre,


como es lógico, ya que se lo acaban de imponer Hermes y
Juto.
sultó inocua, pero una se posó donde había libado el
nuevo h ijo y probó el líquido. Al punto su bien alado
cuerpo se convulsionó, se retorcía frenéticam ente y en
1205 sus lamentos piaba sonidos ininteligibles63. Todos los
comensales se adm iraron de los sufrimientos del ave.
Ésta murió entre estertores estirando sus patas de
rojiza piel. Entonces el hijo del oráculo, levantando
por encima de la mesa sus brazos desnudos del peplo,
12 10 gritó: «¿Qué hom bre se disponía a matarme? Dímelo,
anciano, pues tuyo fue el celo en servir y de tus manos
recibí la bebida.» Y al punto le interrogaba tomando
su anciano brazo con idea de prender en el acto al
12 15 vie jo con el veneno. Y a había sido descubierto y tuvo
que declarar — contra su voluntad— el audaz proyecto
de Creusa y la treta del veneno.
Salió corriendo de la tienda, reunió a los convida­
dos el joven revelado por el oráculo de Loxias y, po­
niéndose entre los magistrados de Delfos, dijo:
1220 «¡O h tierra sagrada, a punto he estado de perecer
envenenado a manos de la hija de Erecteo, una m ujer
extranjera!»
Y los jefes de Delfos decretaron — no con un so
voto— que mi señora muriera lapidada por haber tra-
12 2 5 tado de matar a un hom bre consagrado y de derram ar
sangre en el templo.
Toda la ciudad está buscando a quien en mala hora
se apresuró a hacer un viaje desdichado; pues vino a
buscar hijos de Febo y ha terminado por perder los
hijos y la vida. (Sale.)

C oro
123o N o existe, no existe de la m uerte m edio de huir
para m í — ¡desdichada!— . Descubierto, ha sido descu-

« S. e. para los augures. Era síntoma de mal agüero.


Se trata, en realidad, de un canto astrófico del coro.
bierto que en la libación de D ioniso las gotas de la
uva se m ezclaron con el m ortal veneno de la víbora
veloz.
Descubierta nuestra libación a los dioses inferiores, 1235
desgracias habrá para m i vida y m uerte de piedra para
m i dueña. ¿Qué huida emprenderé con alas o a qué
oscuros escondrijos de la tierra iré p o r evitar el des- 1240
tino de una m uerte a pedradas? ¿Acaso sobre pezuñas
de veloz cuadriga o sobre la proa de una nave?
C o r i f e o . — Im p osib le escapar cuando no nos oculta
un dios que así lo quiere. ¿Qué otros sufrim ientos, des- 12 4 5
venturada dueña, aguardan a tu alma? ¿Es que, p or
querer dañar a los demás, nosotras mismas vamos a
sufrir com o es justicia? (Entra Creusa corriendo por
la derecha.)
C reu sa. — Siervas, nos persiguen para darnos muer- 1250
te. Me ha condenado el voto de los délñcos y estoy
perdida.
C o r i f e o . — Y a sabemos, desdichada, a qué punto
has llegado en tu desventura.
C r e u s a . — ¿A dónde voy a refugiarm e? Pues a du­
ras penas he salido del ed ificio65 para no m orir y a
escondidas he llegado aquí huyendo de mis enemigos.
C o r i f e o . — ¿Dónde m ejor que junto al altar?
C reu sa . — ¿Y por qué va a ser esto más ventajoso? 12 5 5
C o r i f e o . — N o es lícito matar a una suplicante.
C r e u s a . — Por causa de la ley estoy perdida.
C o r i f e o . — Sólo si caes en sus manos.
C r e u s a . — Éstos que ves son los crueles enemigos
que me persiguen hasta aquí con sus espadas.
C o r i f e o . — Siéntate en seguida sobre el altar. Si
mueres estando aquí, harás que tu sangre se vuelva 1200

seguido de anapestos, que sustituye al último estásimo, como


en H ipólito, Bacantes y Hécuba.
65 Probablemente de casa de un próxeno.
contra tus asesinos. Tienes que aguantar tu suerte.
( E n tra Io n p o r la derecha con hombres arm ados.)
I o n . — ¡Oh padre Cefiso de aspecto taurom orfo!
¿Qué víbora es ésta que has engendrado o qué ser­
piente que arroja de sus ojos una llama asesina? Todo
1265 atrevim iento cabe en ella y no es inferior a la Gor-
gona con cuyas gotas de sangre iba a matarme. ( Des­
cubre a Creusa.) ¡Prendedla, para que destrocen las
trenzas intactas de su cabeza las cárcavas del Parnaso,
donde será despeñada.
12 7 0 H e tenido buena suerte antes de ir a Atenas y caer
en manos de m i madrastra. Entre mis compañeros he
podido calibrar tus intenciones — cuán dañina eras y
qué odio me tienes— ; que si me hubieras tenido en
tu poder dentro de tu propia casa, m e habrías arrojado
12 7 5 al Hades paira siempre. Pero no te van a salvar ni el
altar ni el tem plo de Apolo. Los lamentos tuyos están
m ejor en mi boca o en la de mi madre, pues si su
cuerpo está lejos de m í no lo está su nombre. Y a veis
1280 a esta malvada cóm o urde una treta tras otra. Se ha
refugiado en el altar del dios con idea de no pagar
por sus actos.
C r eu sa . — ¡En mi nombre y en el del dios, en cuyo
altar me encuentro, te prohíbo que me mates!
I o n . — ¿ Y qu é tenéis en com ún Febo y tú?
1285 C r e u sa . — H e consagrado m i cuerpo al dios, para
que lo posea.
I o n . — ¿ Y có m o ibas a envenenar a un h ijo del
dios?
C reu sa . — Tú ya no eres de Loxias, sino de tu padre.
I o n . — Pero m e engendró como padre; m e refiero
a m i verdadera naturaleza.
C r e u s a . — Entonces ya no eras suyo; en cam bio yo
sí lo soy ahora y tú no.
1290 I o n . — P ero tú no eres piadosa, en cam b io m is a ccio ­
nes sí lo eran entonces.
C r e u s a . — Traté de m atarte porque eras enemigo
de m i familia.
I o n . — N o entré armado en tu tierra.
C r e u s a . — Desde luego que sí, y pusiste fuego a la
casa de Erecteo.
I o n . — ¿Con q u é antorchas, con q u é llamas?
C r e u s a . — Ibas a instalarte en mi casa y apoderarte 129 5
de ella contra m i voluntad.
I o n . — 1 Porque m i padre quería darme lo que ad­
quirió!
C r e u s a . — ¿Qué parte de la tierra de Palas perte­
necía a los descendientes de Éolo?
I o n . — Juto la defendió con armas, no con palabras.
C r e u s a . — Un mercenario no debería convertirse en
ciudadano del país.
Io n . — ¿Entonces querías matarme por m iedo al 13 0 0
futuro?
C r e u s a . — Sí, por m iedo a m orir si no te quedabas
en las intenciones.
I o n . — Lo que tú odias es carecer de hijos cuando
mi padre m e ha encontrado a mí.
C r e u s a . — ¿Y tú v a s a a r r e b a t a r s u c a s a a q u ie n e s
n o tie n e n h ijo s ?
I o n . — ¿Es que no iba a tener una parte al menos
de los bienes de m i padre?
C r e u s a . — Su escudo y su lanza; ésas son todas tus 1305
posesiones.
I o n . — A b a n d o n a e l a l t a r y e l a s ie n t o d e l d io s .
C r e u s a . — V e a dar órdenes a tu madre donde­
quiera que ella esté.
I o n . — ¿Es que no vas a recibir castigo por tratar
de matarme?
C r e u s a . — Sí, si quieres matarme dentro de este
recinto.
I o n . — ¿Qué placer te producirá m orir con las ban- 1 3 1 0
das del dios?
C r e u s a . — Alguien sufrirá por lo que yo he sufrido.
Ion. — ¡Ay! Es terrible que el dios no haya esta­
blecido bien sus leyes para los mortales ni con criterio
sabio. Pues a los delincuentes no había que sentarlos
13 ís en el altar, sino arrojarlos de allí — que no es bueno
que una mano malvada toque a los dioses— ; en cam­
bio los hombres justos debían ocupar los lugares sa­
grados cuando son víctimas de la injusticia; y no que
tengan iguales derechos por parte de los dioses buenos
y malos con dirigirse al mismo sitio. (Sale del tem plo
la P itia con una cesta envuelta en pañales.)
132o P i t i a . — ¡Detente, hijo! H e abandonado el trípode
oracular y traspaso el umbral yo, la profetisa de Febo,
la que conserva la antigua usanza del trípode, elegida
entre todas las mujeres de Delfos.
I on . — Te saludo, madre mía querida, aunque no
seas quien me dio a luz.
1325 P i t i a . — Dejem os que me llamen así; esta fam a no
me desagrada.
I on . — ¿Has oído cóm o trataba ésta de matarme
con engaño?
P i t i a . — Lo he oído; mas también tú pecas de
crueldad.
I on . — ¿Es que no debo matar a quien intenta ma­
tarme?
P i t i a . — Las esposas odian siempre a los nacidos
en un prim er matrimonio.
1330 I on . — Y nosotros a las madrastras, por lo mucho
que sufrimos.
P i t i a . — No, abandona el tem plo y marcha a la
patria...
I on . — Entonces, ¿qué debo hacer siguiendo tus
instrucciones?
P i t i a . — Marcha a Atenas puro y con buen agüero.
I on . — Pero es puro quien mata a sus enemigos.
P it ia . — N o lo hagas; escucha lo que tengo que de- 13 3 5
cirte.
I o n . — Habla, que todo lo que digas lo dirás con
buenos sentimientos.
P i t i a . — ¿Ves esta cesta que llevo en las manos?
I o n . — Veo una vieja cuna rodeada de bandas.
P i t i a . — En ella te recibí cuando eras un recién
nacido.
Io n . — ¿Qué dices? Esta historia que cuentas es 13 4 0
nueva.
P i t i a . — Porque la guardé sin decir nada; pero
ahora te la enseño.
I o n . — ¿Y cómo es que me la has guardado cuando
la tenías desde hace tanto tiempo?
P i t i a . — El dios quería tenerte en casa com o siervo.
I o n . — ¿Y ahora ya no quiere? ¿Cómo he de sa­
berlo?
P i t i a . — Porque te ha dado un padre y te envía 13 4 5
lejos de esta tierra.
I o n . — ¿Y tú conservas la cuna cumpliendo alguna
orden o por otra razón?
P it ia . — P o r aquel entonces Loxias puso en mi
m ente...
I o n . — ¿La idea de hacer qué? Dime, termina de
hablar.
P i t i a . — ... guardar hasta este momento lo que
hallé.
Io n . — ¿Y qué ventaja tiene para mí... o qué des- 13 3 0
ventaja?
P i t i a . — Aquí se ocultan los pañales en que estabas
envuelto.
I o n . — ¿Los traes como m edio para buscar a mi
madre?
P i t i a . — Sí, ya que el dios así lo quiere, que antes
no lo quiso.
I o n . — ¡Oh, qué día de felices descubrimientos!
P i t i a . — Tom a esto y busca a tu madre.
I o n . — Sí, recorreré toda Asia y los confines de Eu­
ropa.
P i t i a . — Tú serás quien descubra todo. Y o te crié,
h ijo m ío, por orden del dios, y ahora te entrego esto
que él quiso — pero no ordenó— que yo tomara en
1360 custodia; por qué lo quiso, no sabría decírtelo. Ningún
hom bre m ortal sabe que lo tengo ni dónde se ocultaba.
¡Adiós, te despido como si fuera tu verdadera madre!
1365 Comienza a buscar a tu madre por donde debes. En
prim er lugar investiga si alguna moza délfica te parió
y expuso en este templo. Después, si fue alguna griega.
Por m i parte ya tienes todo, y por la de Febo, que ha
participado de tu destino. ( Vuelve a entrar en el
te m p lo.)
I o n . — ¡Ay, ay! De mis ojos dejo caer húmedo llanto
1370 cuando pienso en el momento en que mi madre — tras
unirse en amor secreto— se deshizo de m í ocultamente
sin darme el pecho. Sin nombre en el palacio del dios
he llevado una vida de siervo. El trato del dios fue
1375 bueno, el del destino pesado; pues cuando debía reci­
b ir mimos en brazos de m i madre y gozar de la vida,
me v i privado del alimento de una madre amantísima.
Mas también es desdichada la que m e parió; que su­
frió lo mismo al perder las delicias de un hijo.
1380 Ahora tomaré esta cuna y la ofrendaré al dios a
fin de no descubrir lo que no deseo. Pues si resulta
que m i madre es esclava, sería peor haberla encon­
trado que silenciarlo y abandonar la búsqueda.
1385 Oh Febo, ofrendo a tu tem plo ésta... Mas ¿qué
me pasa? Estoy luchando contra la voluntad del dios
que m e ha conservado esto como prenda de mi madre.
Tengo que abrir la canasta, he de tener valor, pues no
podría sobrepasar los lím ites de m i destino. ¡Oh bandas
sagradas, y vosotros, lienzos que cubristeis a lo más
querido para m í! ¿Qué me ocultáis? H e aquí la envol-
tura de mi bien redonda cuna. N o ha envejecido por
voluntad divina y los pliegues están libres de polilla.
Y sin embargo es mucho el tiempo transcurrido para
este mi tesoro.
C reu sa. — Pero... ¿Qué aparición es ésta que tengo 139 5
ante mis ojos y no puedo creer?
I o n . — Sigue callada; sabes que, también antes, en
otras muchas cosas me...
C reu sa . — No, no voy a permanecer callada; no tra­
tes de aleccionarme. Estoy viendo la canastilla en que
un día te expuse cuando eras un recién nacido, hijo
mío, junto a la cueva de Cécrope y las elevadas rocas 14 00
Altas. Abandonaré este altar aunque tenga que morir.
(C orre hacia él.)
I o n . — ¡Prendedla! Un dios la ha enloquecido para
abandonar así las estatuas del altar. ¡Sujetad sus
brazos!
C reu sa. — Aunque m e degolléis, no vais a conseguir
nada; seguiré abrazada a ti, a esta canastilla y a las 1405
cosas tuyas que encierra.
I on. — ¿N o es terrib le? ¡T rata de pren d erm e de
palabra!
C r e u s a . — No, antes bien te considero amigo, yo,
que soy tu amiga.
I o n . — ¿Y o amigo tuyo? ¿Y cómo pretendías ma­
tarme a traición?
C r e u s a . — Eres m i hijo, y esto es lo más querido
para un padre.
I o n . — Deja ya de urdir... ¡Bien fácilm ente voy a 1 4 10
descubrir tus mentiras! ‘7.

66 Parece que iba a decir «m e has engañado», pero Creusa


lo interrumpe irritada.
67 Lit. «cogerte». Sólo así se comprende la contestación de
Creusa, que seguramente iría acompañada de un gesto levan­
tando los brazos.
C r e u s a . — Ahí deseo llegar, eso es lo que pretendo,
hijo mío.
I o n . — ¿La canastilla está vacía o encierra algo
dentro?
C r e u s a . — Contiene los vestidos con los que un día
te expuse.
I o n . — ¿Podrás decirme, sin verlos, el nom bre de
cada uno?
14 15 C r e u s a . — Sí, y si no lo digo aceptaré la muerte.
I o n . — Habla; tu audacia es portentosa.
C r e u s a . — Ved. El bordado que yo hice siendo
niña...
I on . — ¿Cuál? Pues muchas son las clases de bor­
dados de las jóvenes.
C r e u s a . — ... no está acabado, es com o el trabajo
de una aprendiza de lanzadera.
1420 I o n . — ¿Y cuál es su diseño? N o vas a cogerm e en
esto.
C r e u s a . — La Gorgona está en el centro de la tela.
I o n . — ¡Zeus! ¿Qué destino me persigue com o perro
de caza?
C r e u s a . — Está bordada con sus serpientes, al modo
de la égida.
I o n . — H elo aquí; éste es el bordado; lo encuentro
com o un orá cu lo68.
1425 C r e u s a . — ¡Oh antiguo trabajo juvenil de mi telar!
I o n . — ¿Hay otro objeto, además de éste, o tu suerte
se acaba aquí?
C r e u s a . — H ay serpientes, regalo antiguo de oro ma­
cizo de Atenea, la cual ordenó criar con ella a los niños
en imitación de Erictonio, nuestro antepasado69.
1430 I o n . — ¿Para hacer qué, para servirse cómo de esta
joya de oro?

*• Verso corrupto. Es inseguro el signiñcado del mismo.


« Cf. n. 5.
C r e u s a . — Para que la lleve al cuello un recién na­
cido, hijo mío.
I on . — Aquí están; mas deseo conocer el tercer
objeto.
C reu sa. — Es una corona de olivo que un día puse
sobre ti, del primer olivo que Atenea llevó a su colina
rocosa. Nunca pierde la lozanía —si está ahí de ver- 14 3 5
dad— y sigue floreciendo, pues ha nacido de un olivo
inmarcesible.
I o n . — ¡Oh madre mía querida, con alegría te con­
templo y pongo mi rostro sobre tus alegres mejillas!
C r e u s a . — ¡Hijo mío!, luz para tu madre más que­
rida que el sol —que me perdone este dios—. 1440
Te tengo entre mis brazos — hallazgo inesperado—
cuando bajo la tierra tiem po ha con Perséfone pensaba
que habitabas.
I o n . — Y sin embargo, querida madre mía, apa­
rezco entre tus brazos yo, el muerto que no había
muerto.
C reu sa. — ¡Oh, oh, espacios abiertos del éter bri- 14 4 5
liante! ¿Qué palabras d iré o gritaré? ¿De dónde me
ha venido este placer inesperado? ¿De dónde he reci­
bido esta alegría?
I o n . — Madre, cualquier cosa me habría podido su- 1450
ceder antes que ser hijo tuyo.
C r e u s a . — Todavía tiem blo de miedo.
I on. — ¿Acaso por tenerme cuando ya me tienes?
C r e u s a . — Hace tiem po perd í las esperanzas. ¡Eh,
m u jer! ¿De dónde, de dónde tomaste m i h ijo para po­
nerlo en tus brazos? ¿Qué manos lo llevaron al tem plo 1455
de Loxias?
I o n . — ¡He aquí la mano del dios! Tengamos ven­
tura en el futuro igual que en el pasado sufrimos in­
fortunio.
C r e u s a . — H ijo , entre lágrimas saliste de m i vientre
y entre lamentos te quitaron de mis brazos; mas ahora 1460
respiro ju n to a tus mejillas, ahora que he encontrado
la más feliz, ventura.
I o n . — Cuando expresas tus sentimientos, también
expresas los míos.
C reusa . — Ya no somos estériles, ya no sin hijos;
m i casa se ha trocado en hogar, m i tierra ya tiene
1463 dueño. Rejuvenece E recteo y la casa nacida de la tierra
ya no tiene la mirada som bría com o la noche, sino que
m ira hacia arriba, hacia los rayos del sol.
I o n . — Madre, también m i padre aquí presente debe
participar del placer que os he proporcionado.
1470 C reusa . — ¡Oh, h ijo ! ¿Qué dices? /Qué prueba me
aguarda, qué prueba!
I o n . — ¿Cómo dices?
C r eusa . — Tú has nacido de otra semilla, de otra
semilla.
I o n . — ¡Ay de mí! ¿Entonces me pariste bastardo
en tu soltería?
1475 C r eusa . — N o bajo antorchas ni con danzas te parió
m i him en, h ijo mío.
I o n . — ¡Ay, ay! Soy un bastardo; pero madre, ¿de
dónde...?
C r eusa . — ¡Sea testigo la diosa matadora de G o r­
gona...!
I o n . — ¿Qué palabras son ésas?
1480 Creusa. — ... la que sobre mis alturas rocosas ocupa
la colina criadora de olivos...
I o n . — Estas tus palabras me resultan arteras y os­
curas.
C r eusa . — Junto a la cueva de los ruiseñores, con
F e b o ...
I o n . — ¿Por qué mentas a Febo?
C r eusa . — ... me acosté en furtiva unión.
1485 Ion. — Habla, seguro que vas a darme una noticia
buena y afortunada para mí.
C reusa . — E n la décima órbita del mes te parí para
Febo entre ocultos dolores.
I o n . — ¡Agradables palabras las tuyas si son verda­
deras!
C reusa . — P o r tem or a m i madre te puse p o r pa­
ñales mis ropas de soltera — vagabundeos de m i lan­
zadera— . N o te o fre c í m i leche ni mis pechos, alimen­
tos de madre, ni de mis manos agua; en solitaria cueva
fuiste expuesto a las garras de aves para matanza, para 1495
pitanza, para la muerte.
I o n . — ¡Ay madre, qué terribles sufrimientos!
C reusa . — P o r el miedo, hijo, atenazada tu vida
abandoné; a punto estuve de m atarte contra m i vo­
luntad.
I o n . — ¡También tú ibas a m orir a mis manos! 1500
C reu sa . — ¡Ay, terrible fue entonces la suerte y te­
rrible es ahora! Vam os dando bandazos a uno y o tro
lado, ora con infortu nio, ora con buena suerte. Cam­ 1505
bian los vientos. ¡Que se detengan! Ya está bien con
los males pasados, que un viento favorable nos saque
de los males, h ijo mió.
C o r if e o . — Que nadie piense que ninguna situación 1510
humana es desesperada a juzgar por los acontecimien­
tos de hoy.
I o n . — ¡Oh Fortuna, que trastocas la condición de
miles de hombres y haces que sean desventurados y
de nuevo tengan éxito! ¡Cuán cerca he estado de matar 1515
a mi madre y de recibir yo un trato inm erecido!
¡Ay! ¿Cómo es posible descubrir tantas cosas en el
espacio de un día, bajo el brillante abrazo del sol?
Madre, es feliz el descubrimiento que hemos reali­
zado, y en lo que a m í toca en nada es reprochable mi
nacimiento. Pero sobre lo demás quiero hablar contigo
a solas. Ven aquí, que quiero hablarte al oído y cubrir
de oscuridad el asunto.

TRAGEDIAS, II. — 14
(A parte.) Madre, ¡cuidado!, no vaya a ser que — como
sucede a las jóvenes— hayas sido débil cayendo en un
1525 am or furtivo y ahora eches la culpa al dios. N o vayas
a decir que m e pariste para Febo — sin intervenir el
dios— por tratar de evitarm e el baldón.
C reu sa . — No, ¡por Atenea Victoria que en su carro
sostuvo la lanza codo a codo con Zeus contra los Gi-
1530 gantes! Ningún m ortal es tu padre, h ijo m ío, sino el
soberano Loxias, el que te ha criado.
I o n . — Entonces, ¿por qué ha entregado su propio
h ijo a otro padre y dice que soy hijo de Juto?
C reusa . — N o dice que hayas nacido de Juto, sino
que te entrega a él como regalo, aunque eres h ijo suyo.
1535 Un amigo puede entregar su propio h ijo a otro amigo
para que gobierne su casa.
I o n . — ¿ Y el dios dice verdad o su oráculo es vano?
Porque m e tiene confundida la mente, com o es lógico.
C reu sa . — Escucha, hijo, lo que se me ha ocurrido:
1540 Loxias, por hacerte un favor, te ha establecido en casa
noble; con tener el nombre de hijo del dios nunca
habrías sido heredero de una casa ni del nom bre pa­
terno. ¿Pues cómo, si yo misma oculté m i amor y es-
1545 tuve a punto de matarte a traición? Así que él, por tu
bien, te ha dado otro padre.
I o n . — N o voy a llegar al final de este asunto tan a
la ligera. Entraré en el tem plo y preguntaré a Febo si
soy h ijo de padre m ortal o de Loxias. (Aparece Atenea
sobre el tem plo.)
1550 ¡Eh! ¿Quién es el dios que asoma su cabeza res­
plandeciente por encima del santuario? ¡Huyamos, ma­
dre] N o debemos ver a los dioses si no es el momento
oportuno para que los veamos.
A tenea . — ¡N o huyáis! N o estáis huyendo de una
enemiga, sino de quien os favorece en Atenas y aquí.
1555 Soy yo quien ha llegado, Palas, quien da nom bre a
tu tierra. Vengo en apresurada carrera de parte de
Apolo, que no ha juzgado conveniente aparecer ante
vuestra vista porque no se hagan públicos los repro­
ches por los hechos pasados. Me ha enviado con este
mensaje: ésta te dio a luz de Apolo, tu padre, y te ha i560
entregado a quienes te ha entregado no porque te
hayan engendrado, sino para llevarte a la casa más
noble de todas. Cuando se descubrió el asunto y quedó
patente, por tem or a que murieras por las acechanzas
de tu madre (y ésta por las tuyas), os salvó con ha- 1565
bilidad.
El soberano quería mantenerlo en secreto y que
luego en Atenas descubrieras que ésta es tu madre y
que tú eres h ijo suyo y de Febo.
Pero... para dar térm ino a mi misión y al oráculo
del dios por el que he uncido m i carro, prestad aten- 157 0
ción los dos.
Creusa, toma a tu hijo, dirígete a la tierra de Cé-
crope y asiéntalo en el trono de rey. Como h ijo que
es de los descendientes de Erecteo, tiene derecho a
gobernar m i tierra. Y será afamado en toda la Hélade. 15 7 5
Sus hijos, nacidos de un solo tronco, serán cuatro
y darán nom bre a m i tierra y a las tribus del pueblo
que habita en m i colina rocosa. La prim era será Ge-
león 70. Después vienen los Hopletes y los Argades. Los ísso
Egícores tendrán una sola tribu nombrada a partir
de mi égida. A su vez los hijos de éstos habitarán en
el tiempo señalado las ciudades de las islas Cíclades
y las regiones costeras, lo cual dará fuerza a m i tierra.
Habitarán también las llanuras de los dos continentes 1585
que separa el estrecho, el de Asia y el de Europa. En
gracia al nombre de éste serán afamados con el nom­
bre de Jonios.

70 Quizá «los que trabajan la tierra». Hopletes significa


«Guerreros», Argades «trabajadores» y Egícores «cabreros»,
aunque aquí se los ponga en relación con la égida de Atenea.
Juto y tú tendréis también una estirpe común,
1590 D o r o 71, por quien será cantada la Dóride en tierra de
Pélope. Habrá un segundo hijo, A qu eo72, que será rey
de la zona costera cercana a Rión. Un pueblo será se­
ñalado para recibir de él su nombre.
15 9 5 Apolo ha llevado todo a buen fin: prim ero te hizo
dar a luz sin dolor para que no se enteraran los tuyos.
Cuando pariste a este h ijo y lo expusiste en sus paña­
les, ordenó a Herm es que lo tomara en sus brazos y
160 0 transportara al niño hasta aquí. Él lo crió y no perm i­
tió que perdiera la vida.
Conque ahora oculta que es hijo tuyo a fin de que
Juto conserve feliz su creencia y tú, mujer, te pongas
en camino con lo que más amas.
1605 ¡Adiós! Os anuncio un destino feliz después de este
alivio en vuestros sufrimientos.
I o n . — ¡Oh Palas, hija del gran Zeus, no descon­
fiamos de tus palabras! Creo que soy h ijo de Loxias y
de ésta. Incluso estaba convencido de ello.
C re u sa . — Escucha ahora mis palabras: alabo a
i6io Febo yo que antes no lo hacía porque m e ha devuelto
al h ijo que había descuidado. Ahora veo con agrado
estas puertas y el oráculo del dios que antes m e resul­
taban odiosos. Ahora tom o en mis manos con gusto
estas aldabas y me despido de las puertas.
A te ne a . — Y o alabo tus buenas palabras con Apolo
y tu cambio de actitud. En verdad la acción de los
dioses es siem pre lénta, pero al final no carece de
fuerza.
i6i5 C reu sa . — H ijo, marchemos a casa.
A te ne a . — Poneos en marcha, que y o os seguiré.

ti Eurípides remodela intencionadamente la genealogía de


los epónimos de las tribus griegas. En Hesiodo, Doro es her­
mano de Juto y, por tanto, anterior a Ion y de origen divino.
f i Aqueo se aplicó en el v. 64 como epíteto de Juto; aquí
se da como nombre a un hijo de éste.
I o n . — Digna es en verdad nuestra guía.
C reusa . — Y amante de su ciudad.
A tenea . — V e a sentarte en un trono antiguo.
I o n . — ¡Magnífica herencia! ( Salen todos.)
C o r i f e o . — Adiós, Apolo, hijo de Zeus y Leto. Aquel
cuya casa se ve zarandeada por la desgracia, debe tener 1020
fortaleza si venera a los dioses. Pues al final, los bue­
nos obtienen su m erecido y los malos, en cambio, jamás
saldrán ganadores, como corresponde a su naturaleza.
LAS TROYANAS
1. Las Troyanas es una de las pocas obras de Eurí­
pides de las que conocemos no sólo su fecha, sino
incluso la suerte que corrió en la competición de las
Grandes Dionisias. Por el comentario marginal de
Eliano (Varia Historia, II, 8) sabemos que se repre­
s e n tó en el año 415 (Olim píada noventa y una) junto
con otras dos tragedias 1 — el Alejandro y el Pálame-
des— y un drama satírico — Sisifo— , cediendo el pri­
mer puesto al oscuro poeta trágico Fenocles, que lo
superó con sus Edipo, Licaón y Bacantes.
Desde hace mucho tiem po se ha considerado que
las tres obras formaban una trilogía. Y bien puede ser,
como luego veremos, si bien no hay que pensar de
ninguna manera en una trilogía al estilo de las de
Esquilo. Se ha pensado que lo que les da el carácter
unitario de trilogía es no solamente el tema de Troya,
sino incluso algún elem ento específico, en el que, desde
luego, no coinciden los críticos de Eurípides. Así se ha

1 De estas dos primeras, aparte de los fragmentos que con­


servamos, existen resúmenes de H ig in o (Fabütae 91 y 105) que
bien pueden deberse a la obra de Eurípides y, para el primero,
los fragmentos de Alejandro de Enio que, al parecer, era copia
bastante fiel del drama euripldeo. Cf. Murray, «The Trojan
T rilo gy o f Eurípides», Melanges Glotz II, París, 1932, páginas
645-56.
pensado que en cada una de ellas hay una injusticia
que se paga (con París, con Palam edes)2; o que todas
participan del tema común de la parachárasis, es decir,
que aparentemente acaban bien, pero en realidad las
consecuencias son desastrosas: el Alejandro termina
felizm ente, pero la supervivencia de éste traerá los
horrores de la guerra de Troya; en el Palamedes, este
héroe acaba muriendo pero consigue vengarse y en
cam bio sus rivales, que momentáneamente logran ven­
cerlo, acaban m a l3; o que el tema que las une es el
pesimismo, el nihilismo, la carencia absoluta de fe en
un orden divino o hum ano4.

2. Vamos a analizar brevemente los dos primeros dramas,


de los que quedan escasos restos, para luego extendemos sobre
la estructura del único que nos queda de la trilogía, Las Tro-
yanas.
A lejand ro5. Esta obra podría encuadrarse en el grupo de los
dramas con mechánema y anagnórisis6.
En ella se exponía, sin duda, el nacimiento del niño París,
el intento de Príamo y Hécuba de desembarazarse de él, debido
al oráculo según el cual, de vivir, sería la perdición de Troya:
su exposición y rescate de la muerte por un viejo pastor y su
crianza entre pastores. Pero la obra probablemente dramatizaba
sólo el intento de asesinato de París, por parte de Hécuba y su
hermano Deífobo, por haber ganado —¡siendo pastor!— en los
juegos funerarios realizados en su propio honor (dado que se
le creía muerto); el reconocimiento final y su acogida en la
familia de Príamo. El drama probablemente tenía este final

2 L. P a r m e n t ie r , Euripide IV, Les Troyennes; cf. «Notice».


3 M u r r a y , art. cit., págs. 645, 49-50, 52-56.
4 V. V. W il a m o w it z , Troerinnen, «Einleitong», pág. 263.
5 Para la reconstrucción de esta tragedia cf. B. S n ell ,
« Eurípides Alexandros und andere strassburger papyri». Her-
mes Einzelschrisften V, 1937-1-68.
6 Sobre la estructura de este tipo de dramas de Eurípides,
cf. S o lm se n , a Eurípides’ Ion im Vergleich mit anderen Tragó-
dien», Hermes L X IX (1934), 390-419.
feliz, pero contenía las profecías de Casandra (inatendidas, como
era su sino) según las cuales París sería la perdición de su
patria.
Palamedes. E l segundo drama de la trilogía nos transporta
a Troya, donde Odiseo y Agamenón consiguen condenar a
muerte a este héroe civilizador, inventor de la escritura. Le
a c u s a n de traición sirviéndose para engañarlo de su propio
invento: colocan en su tienda una carta falsa de Príamo diri­
gida a él y acompañada de una suma de oro. Pero también
Palamedes se sirve de la escritura para comunicar a su padre,
Nauplio, su injusta muerte (le envía el mensaje en un remo),
y éste acabará vengándose de los griegos, también mediante el
engaño: agitará antorchas en el promontorio de Caferea para
que los griegos, en su regreso, piensen que se trata de un
puerto y acaben estrellándose contra las rocas. Esta es en
realidad la historia de Palamedes, pero no sabemos en absoluto
cómo la dramatizó Eurípides; aunque es de suponer que la
parte central fuera, precisamente, un agón (en este caso quizá
el juicio mismo al que le someten sus enemigos).
Las Troyanas. Mediante otro salto temporal considerable,
Eurípides nos presenta ahora el último día de Troya: la ciudad
ha sido invadida y saqueada; los hombres, muertos; las muje­
res, hechas prisioneras, aguardan el sorteo que decidirá con
quién de los griegos habrán de ir como esclavas. Quien
nos expone los antecedentes de la situación en el P rólogo
(144) es el dios Posidón, que está a punto de abandonar la
ciudad en vista de que ya no hay templos en que se le rinda
culto. Cuando está a punto de irse, aparece Atenea, quien en
un diálogo, en su mayor parte esticomítico, le expone su odio
actual contra sus antiguos protegidos los aqueos (por haber pro­
fanado su templo) y pide la colaboración de Posidón para des­
truir la flota griega. Posidón acepta y ambos desaparecen.
Ahora vemos a Hécuba que se halla postrada delante de una
tienda de campaña y la oímos entonar una monodia lírica: su
canto es monótono y alude al dolor que sufre por haber per­
dido esposo, hijos y ciudad; maldice a los griegos y a Helena
y lamenta su futura esclavitud. Al final incita a cantar —como
auténtica jefe de coro— a las muchachas troyanas que lo fo r­
man. La párodos es un diálogo lírico entre Hécuba y el Coro:
su canto alternado está lleno de incertidumbre y preguntas:
¿nos llevan ya?, ¿adónde nos llevarán? En la segunda estrofa ex­
presan sus deseos de dirigirse a Atenas, Corinto, Tesalia, Sici­
lia..., a cualquier lugar, salvo Esparta. Cuando acaban su canto,
aparece el heraldo Taltibio iniciando el P r im e r episodio (235-
510). Formalmente muy variado, comienza con un epirrema
entre Taltibio y Hécuba en que aquél anuncia que ya han sido
sorteadas. Hécuba quiere enterarse del destino de cada troyana
y el heraldo le comunica el de Casandra, el de Políxena (con
palabras veladas le da a entender que ha muerto sacrificada,
pero Hécuba no lo entiende), el suyo propio como esclava de
Odiseo. Cuando el Corifeo pregunta por el de las muchachas
del coro, el heraldo las interrumpe y reclama la presencia de
Casandra. En este momento divisan la luz de una antorcha y
aparece la joven sacerdotisa, que canta un himeneo, llena de
una alegría salvaje porque su unión con Agamenón va a ser
la ruina de la fam ilia de Atreo. Después del canto lírico, Ca­
sandra se extiende en dos largas resis, en las que expone, ya
con un talante sereno y frío, la tesis de que los verdaderos
perdedores de la guerra son los griegos: en el pasado, durante
la guerra, porque sufrieron mucho más que los troyanos, al
estar lejos de su patria; en el futuro, porque les aguardan
calamidades sin cuento, especialmente a Odiseo y Agamenón.
La intervención de Casandra parece un auténtico agón pero,
aunque Taltibio está presente, no hay oponente: el heraldo se
limita a amenazar a Casandra y a censurar a Agamenón por
haber elegido como concubina a tal fiera. El episodio termina
con una larga resis de Hécuba, en que vuelve a exponer sus
desgracias, y a continuación se inicia el P r im e r estAs im o (511-
576). El Coro pide a la Musa, a la manera épica, que le entone
un nuevo canto sobre Troya, esta vez de duelo. Y canta, de
form a impresionista, el momento culminante de la caída de
Troya: la introducción del caballo, los cantos y danzas de los
hombres y mujeres de Troya que creen terminada la guerra;
luego, la desolación de las muchachas en sus alcobas.
Se abre ahora el Segundo e pisodio (577-798) con un diálogo
lírico entre H écuba y Andróm aca, que entra en un carro, sen­
tada — con su h ijo al pecho— sobre las armas de H éctor.
Es un treno, de lamentos entrecortados, por sus respectivos
muertos.
A continuación, un agón entre ambas. Se inicia con un diá­
logo esticomítico en que Andrómaca informa a Hécuba sobre
la muerte de Pollxena. Cuando Hécuba comienza a lamentarse,
Andrómaca la interrumpe con una resis en que mantiene que
Políxena es más feliz que ella porque ya ha muerto y no
sufre. En ella nos cuenta su antigua felicidad y el vuelco que
lia dado su suerte: Hécuba le contesta animándola a vivir por
si un día su hijo pudiera volver a poner Troya en pie.
Entra ahora Taltibio, que en diálogo con Hécuba le informa
sobre la decisión de los aqueos de matar al hijo de Andrómaca,
a lo que Hécuba responde con un treno por el niño.
El S egundo est As im o (799-859) vuelve a insistir en el tema de
Troya, aludiendo ahora a la primera destrucción de la ciudad
(estrofa-antístrofa 1) y apostrofando a los héroes troyanos
divinizados que no han hecho nada por su ciudad (Ganimedes,
Titono).
Aparece ahora Menelao con su ejército, dando comienzo al
(860-1059). Viene en busca de Helena para lle­
T ercer e p is o d io
vársela a Esparta y alli matarla, como nos informa en una
especie de pequeño segundo Prólogo. Hécuba, que yace pos­
trada, se incorpora al ofr sus palabras y se dirige a él alabando
su actitud y previniéndole contra el poder de seducción de
Helena.
Sale ésta ahora de la tienda en compañía de los soldados y,
tras informarle Menelao de la decisión del ejército, pretende
defenderse. Se inicia un agón entre Hécuba y Helena. Ésta
culpa a todo el mundo, empezando por Príamo, que no mató
a París, como debía; y sobre todo a Afrodita, diosa que do­
mina incluso a Zeus y la arrastró a ella. Además, cuando París
murió, ella —dice— trató de escapar hacia el campamento
aqueo. Hécuba contesta negando credibilidad al juicio de París
y con la idea de que no fue Afrodita, sino Afrosine (lujuria)
quien la perdió.
Tras un forcejeo entre Helena (suplicando piedad), Hécuba
(previniendo a Menelao) y éste dando la razón a Hécuba, se
inicia el T ercer est Xs im o (1060-1122).
De nuevo el tema de Troya. Ahora se reprocha a Zeus, an­
tiguo protector de la ciudad, su abandono de ésta. El Coro
llora a sus esposas y su propia suerte; desea que un rayo
destruya la nave de Menelao en su regreso y de nuevo pide
que no le toque en suerte ir a Esparta, origen de 1$ perdición
para Troya.
Cuando el Coro termina su canto, aparece Taltibio con el
cadáver de Actianacte; es el último golpe que cae sobre la
pobre Hécuba. El É x o d o (1123-1332) y a no puede contener más
que una cadena de lamentos.
Se abre con una resis de Taltibio en que transmite las últi­
mas órdenes de los aqueos: la flota está a punto de partir,
aunque Neoptólemo ya ha zarpado llevándose a Andrómaca y
dejando el encargo de que entierren al niño. A continuación
Hécuba pronuncia una oración fúnebre llena de patetismo sobre
el cadáver y a ésta sigue un diálogo epirremático con el Coro
que constituye un treno por el niño (aunque hay una nota de
consuelo: ¡sus males al menos serán objeto de canto para los
venideros!).
De nuevo entra Taltibio dando órdenes a los aqueos de que
pongan fuego a Troya, y a las prisioneras y Hécuba que los
sigan, pues ya va a zarpar la flota. Y se inicia el último treno,
que cantan, en diálogo lírico, Hécuba y el Coro: esta vez por
Troya, que arde y se derrumba para siempre.

3. Las Troyanas es otra obra de Eurípides que ha


recibido un sinnúmero de críticas negativas con res­
pecto a su pretendida falta de unidad, carencia de
acción, endeblez de los caracteres, etc.7.
Desde una consideración superficial — siempre con
el «m o d elo » aristotélico de tragedia ante la vista— es
obvio que carece de unidad (son cuatro cuadros yuxta­
puestos); la acción — cuando la hay— no procede de
la interacción de los caracteres, sino que viene im­

7 Cf. especialmente A. S teiger , «Warum schrieb Eurípides


seine Troerinnen», Philologus L IX (1900), 363-66; W il a m o w it z ,
op. cit., pág. 263; M u r r a y , op. cit., pág. 645.
puesta siempre desde fuera. En fin, apenas se le po­
dría dar a esta obra el nom bre de tragedia.
Con todo, quizá la comprensión recta del tema de
la obra nos ayude a justificar como otras veces lo que,
a primera vista, pueden parecer «fallos».
Si se ve en ella, solamente, la tragedia personal o
fam iliar de Hécuba, es lógico que se critique la escasa
robustez de este carácter. Es un carácter plano, sin
relieve alguno; es solamente una m ujer que recibe
golpe tras golpe a lo largo de la obra.
Por otra parte, el que Troya esté en el fondo no
sólo de Troyanas, sino de toda la trilogía, no basta
para darle cohesión al drama. Aun así, seguiría siendo
una «s erie» de escenas yuxtapuestas sobre el tema de
la guerra de Troya que no llegaría a form ar una uni­
dad real.
Tam poco es suficiente buscar ésta dirigiendo nues­
tra atención al plano divino, com o sugiere W ilam owitz.
Es cierto que en esta obra, como en otras muchas de
Eurípides, los dioses sólo aparecen, com o dice K it t o ‘ ,
«para cortarse el cuello a sí m ism os»; aparecen como
egoístas, arbitrarios, desleales, inmorales. Pero no es
éste el tema principal ni la idea motriz. El tema de
Troyanas es, sin duda, el sufrimiento humano produ­
cido, en este caso, por la guerra; no la de Troya — aun­
que sí sea el marco— , sino la guerra en general.
Sufrim iento que alcanza tanto a vencedores com o a
vencidos. En efecto, se tiende a olvidar el gran prota­
gonista, anónimo y apenas presente en escena, de esta
obra; los griegos. Desde el comienzo de la trilogía se
insiste en el sufrim iento de éstos: la segunda parte,
el Palamedes, se centra precisamente en el bando ven­
cedor; y en las Troyanas, desde el Prólogo, en que
Posidón y Atenea están planeando la destrucción de

8 H. D. F. K itto , The Greek Tragedy, Londres, 1966.


la flota, hasta el episodio de Helena, sin olvidar el de
Casandra, que predice la destrucción de la casa de
A treo y las penalidades que aguardan a Odiseo y re­
cuerda las que pasaron todos los griegos ya durante
la guerra, la idea de descalabro del vencedor form a el
contrapunto permanente a los golpes sucesivos que
recibe la fam ilia real de Troya.
Esto es lo que explica la «fo rm a » de la obra y la
pobreza de sus caracteres. En cuanto a la estructura,
el drama es episódico precisamente porque trata de
ejem plificar con varios cuadros el sufrimiento que pro­
duce la guerra, especialmente en las mujeres: el Coro,
Casandra, Andrómaca, Hécuba, y Helena por el bando
vencedor. Con todo, hay dos elementos que mitigan
esta impresión de esquematismo: la tensión creciente
entre los varios cuadros y el empleo inteligente del
Coro. L o prim ero es obvio: cada escena, por dolorosa
que sea, lleva consigo al final un relajam iento de la ten­
sión para remontarse de nuevo a una tensión m ayor en
la escena siguiente9. Por otra parte, el Coro en cada
estásimo tiende un puente entre los diversos episodios
al prescindir de lo que ocurre en escena y repetir con
m onotonía el tem a de la captura de Troya.
Respecto a los personajes, sólo son lo que se es­
pera que sean: símbolos de la humanidad sufriente.
N o se espera que reaccionen ante los golpes que se les
vienen encima; son simplemente víctimas.
De esta form a una obra com o Troyanas, sin acción
ni caracteres, tiene tanta fuerza como la m ejor de Só­
focles. Y la razón es porque actores y Coro se subor­
dinan — los prim eros precisamente por su falta de
relieve, y los segundos profundizando líricam ente— al

» C f. D. I. C o n a c h e r , Euripidean Drama, págs. 137 y sigs.,


Londres, 1967.
tema de muchas tragedias de Eurípides: el azote que
constituye la guerra.
Es una fo rm a de tea tro radicalm en te opu esta a la
de S ófocles — donde el d ram a surge de la in terrelación
entre caracteres y acción— , p ero igu alm ente vá lid a y
dram áticam ente eficaz.

VARIANTES TEXTUALES

Texto adoptado Texto de Mtirray

13-14 sin corchetes


98-99 f i v a 8 ú c r 6 a i( io v . h eS ó G e v &. it. KE^aKrj ’ é n á £ ip £ ,
ke^ccX^v é i t á e ip e S é p rjv t ’ 6épr\ oÓKéxi. ..
o iíké ti ...
111 t [ bk 8p>r|vf)oai entre corchetes
159 & t í k v ’ á y a i S v npó<; v a o c ; ¿5 r . ápyE Íoov npo<; v . r}.
fftri
166 ¿^op(i(^Eo6’ ¿£j&> tn o f ií^ E o Q 't
225 ’ Io v ((p vaÓT<¡t iróvT<j> ti. vaÓTOti i r . t
296 E lX EV (iéva< ; E tX riY n év a Q
308 4>£*; 4>éfxo, oé(Jco <p\éya> 4>ép" . & ’ aéfSco ' y<o
350 ¿ao x fip o v ^ K a a i tí.t
361 á X X ’ a C x ’ iX K ’ & t t ’
435 o l 6 ' ?i (sin laguna entre 434-35) oo
64)
550 ( . . ) 2 6 g) k e v (Skcx; e &cokev
566 K o o p o T p ó ^ KOUpxSxpCKflOV
634 5 H^TEp oú TEKoCca K á X X i- & (l f ¡ T £ p , t¿S TEKOÜOOtt. Ká k -
oxov X á y o v , iS koooov X io r o v X óyov 4 k o o o o v
638 t ü v kcckúv ficOEjiévcx; tT . K. fi.
718 K Q K á Ka\á
807 itápoiSEv, 8t ’ E(3ai; d<|>’ T tá p o i0 E v 8 . I. á. 'E .
' EXAá&cx;
815 ( i t u p ó q ) itu p ó í .. nopó<;
817 n £ p [ tlt.t

TRAGEDIAS, I I . — 15
Texto adoptado Texto de Murray

818 A a p & a v la q $ ó v ia KcrréXu- A. $ o iv (a K. atx| l< 4


oev a tx iiá
862-63 sin corchetes
958-59 e ík ó v t c o v 4>poyñv sin cor­
chetes
961 sin laguna
1181 Xé-Xoc, ttéuX oix;
1211 OrtyxúiiEvoi 0Tjpa>n¿vT)
1226-28 sin divisiones entre co-
reutas
ARG U M EN TO

Después de la destrucción de Ilión, decidieron Ate­


nea y Posidón destruir el ejército aqueo — el uno,
porque todavía era fiel a su ciudad por haberla fun­
dado; la otra, por odio contra los griegos por causa
de la violación de Casandra por Áyax. Los griegos se
sortearon a las prisioneras de rango y entregaron
Casandra a Agamenón, Andrómaca a Neoptólem o y
Políxena a Aquiles. Pues bien, a esta última la dego­
llaron sobre la tumba de Aquiles y a Astianacte lo
arrojaron desde la muralla; Menelao se llevó a Helena
con intención de matarla y Agamenón se llevó como
novia a la profetisa.
Hécuba, luego de acusar a Helena y de lamentar
y honrar a los muertos, fue llevada a la tienda de Odiseo
y entregada a éste com o esclava.
PERSONAJES

P osidón .
A te n e a .
H écuba .
T a l t ib io .
C asand ra .
A ndró m aca .
M enelao .
H e le n a .
C o r o de cautivas troyanas.

Escena: Las ruinas de Troya. En escena las tiendas


del campamento griego. En el centro, Hécuba postrada
ante una tienda.
P osidón . — Aquí estoy yo, Posidón, tras abando­
nar la salina profundidad del mar, donde los coros
de Nereidas entrelazan las hermosísimas huellas que
dejan sus pies.
Y es que desde el m ism o día en que Febo y yo
rodeamos de pétreas torres esta tierra de Troya con
ayuda de plom adas', nunca ha abandonado m i pecho
el amor que siento por la ciudad de estos mis frigios,
ésta que ahora humea y ha sucumbido destruida por
las lanzas argivas. El fócense E p e o 2 del Parnaso en­
sambló, por las artes de Palas, un caballo henchido
de hombres armados e introdu jo la m ortífera imagen
dentro de los muros. De aquí recibirá entre los hom­
bres venideros el nombre de Caballo de Madera, en­
cubridor de lanzas escondidas. Los bosques están va­
cíos y los santuarios de los dioses se han desplomado
entre la carnicería. Contra los cimientos mismos del
tem plo de Zeus el del C erco 3 ha caído m uerto Príamo.

1 Posidón y Apolo habían levantado los muros de Troya


por encargo del rey Laomedonte. Al no recibir la paga acor­
dada, Posidón envió un monstruo marino que devastaba las
zonas costeras (cf. Ilíada X X I 441 y sigs.).
J Según Odisea V I I I 493, construyó con ayuda de Atenea,
el célebre Caballo de Troya. Según E stesíco ro (Ilío u Persis,
fr. 1, V ü r t h e i m ) era un personaje oscuro, el porteador de agua
de Agamenón.
3 I. e. Protector del Hogar. Esta denominación (como la de
ktesios, «protector de las posesiones*) procede de su carácter
de dios paterfamilias, protector de la familia.
Oro sin cuento y otros despojos de los frigios están
20 siendo llevados a las naves aqueas; pero aguardan un
viento favorable de proa, con el deseo de ver a sus
esposas e hijos después de diez años, estos griegos
que han asediado la ciudad.
También yo — vencido por la diosa argiva Hera y
por Atenea, que colaboraron en la destrucción de los
2 5 frigios— me dispongo a abandonar la ilustre Ilión y
mis propios altares; pues cuando la soledad funesta se
apodera de una ciudad, sufren los intereses de los
dioses y éstos no suelen recibir culto.
El Escamandro retumba con el eco de los gemidos
de las prisioneras que se han sorteado los vencedores.
30 De unas se ha apoderado el ejército arcadio, de otras
el tesalio y los teseidas, jefes de los atenienses. Las
troyanas que no han sido sorteadas se cobijan aquí,
bajo estas tiendas, elegidas por los jefes del ejército.
35 Con ellas están la laconia Helena, hija de Tindáreo,
considerada prisionera con razón.
Y si alguien quiere ver a la desdichada Hécuba,
aquí la tiene, postrada ante las puertas, derramando
4o abundante llanto por numerosas razones; su hija Po-
líxena ha muerto pacientemente ante la tumba de
Aquiles sin que ella lo sep a 4; muertos son Príam o y
sus hijos, y a Casandra, a quien el soberano Apolo dejó
soltera y entregó al delirio profético, la ha desposado
Agamenón en unión secreta, despreciando las leyes
divinas y toda religión.
45 ¡Adiós, ciudad que un día fuiste afortunada; adiós
muros de pulidas piedras! Si no te hubiera perdido
Palas, la hija de Zeus, todavía estarías sobre tus ci­
mientos. ( Aparece a su lado la diosa Atenea.)

* Hemos mantenido esta lectura por ser la d ifficilior. Otros


prefieren leer oiktrá «lamentablemente».
A t e n e a . — ¿Me es lícito saludar al pariente más
cercano de m i padre, al dios poderoso y honrado entre
los dioses, ahora que he puesto ñn a nuestra anterior so
enemistad?
P o sid ó n . — Sí puedes, soberana Atenea, que el
trato entre parientes es un bálsamo no desdeñable
para el corazón.
A t e n e a . — Alabo tu carácter sensato. Traigo un men- 55
saje que quiero poner a nuestra común consideración,
soberano.
P o sid ó n . — ¿Acaso traes un nuevo mensaje divino
de parte de Zeus o de alguno de los dioses?
A t e n e a . — N o, he venido para buscar tu fuerza y
unirla a la mía en beneficio de Troya.
P o sid ó n . — ¡Vaya! ¿Es que has abandonado tu an­
tiguo odio y ahora que arde entre llamas te ha dado 60
lástima?
A t e n e a . — Contesta prim ero a esto: ¿estás dispuesto
a deliberar conmigo y a colaborar en lo que deseo
llevar a cabo?
P o sid ó n . — Desde luego, pero prim ero deseo cono­
cer tus popósitos. ¿Has venido a ayudar a los aqueos
o a los frigios?
A te nea . — Quiero que ahora se alegren los troya- 65
nos, mis antiguos enemigos, y hacer que el retorno del
ejército aqueo sea amargo.
P o sid ó n . — ¿Y por qué saltas de un sentimiento a
otro y odias en exceso o amas al azar?
A ten h a . — ¿N o sabes que hemos sido ultrajados yo
y m i propio templo?
P o sid ó n . — Lo sé, cuando Ayax arrastró a Casandra 70
por la fuerza.
A t e n b a . — Y s in e m b a r g o n a d a le h a n h e c h o lo s
a q u e o s , n i s iq u ie r a s e lo h a n c e n s u r a d o .
P o sid ó n . — ¡Y pensar que destruyeron Ilion ayuda­
dos por ti!
A te n e a . — Por eso quiero dañarlos con tu ayuda.
P osidón . — Estoy dispuesto, en lo que de m i de­
pende, a lo que quieres. ¿Qué les harás?
A te ne a . — Quiero que tengan un retom o lamentable.
P osidón . — ¿Mientras esperan en tierra o en el
salino mar?
A te nea . — Cuando conduzcan sus naves a casa desde
Ilion. También Zeus les enviará lluvia, granizo sin
cuento y ennegrecedores soplos de viento.
M e ha prom etido entregarme el fuego de sus rayos
para lanzarlo contra los aqueos y abrasar sus naves.
Por tu parte, haz que el Egeo ruja con olas gigantescas
y rem olinos; llena de cadáveres la cóncava bahía de
Eubea para que en el futuro aprendan los aqueos a
respetar mis templos y a venerar también a los demás
dioses.
P osidón . — Así será. E l agradecimiento no precisa
largos discursos. Rem overé el piélago del m ar Egeo.
Los acantilados de Míconos y las rocas de Délos, Es-
ciros, Lemnos, y los prom ontorios de C aferea5 acogerán
los cadáveres de muchos muertos.
Conque marcha al Olimpo, toma de manos de tu
padre los proyectiles de sus rayos y aguarda a que
el ejército aqueo suelte amarras. ( Desaparece Atenea.)
Es necio el m ortal que destruye ciudades; si ade­
más deja en soledad templos y tumbas — santuarios
de los muertos— , prepara su propia destrucción para
después. ( Desaparece Posidón.)

5 Islas de diversas partes del Egeo: Míconos es una islita


cerca de Délos; Esciros está al Este de Eubea; Lemnos, al
Norte del Egeo; los promontorios de Caferea están el S. E. de
Eubea (allí es donde Nauplio se vengaría de los griegos por
la muerte de su h ijo Palamedes). Se trata de una referencia a
la obra anterior de la trilogía y un avance de los sufrimientos
de los vencedores, lo que constituye el contrapunto de la obra
al sufrimiento del vencido (cf. Introducción).
H écuba . — (Levantándose lentamente.) ¡Arriba, mal­
hadada! Levanta del suelo la cabeza, endereza tu cue­
llo. Esto ya no es Troya. N o somos reyes de Troya, too
Soporta que se tuerza tu suerte, navega siguiendo la
corriente, siguiendo el destino, y no opongas la proa
de tu vida a las olas de Fortuna en que navegas.
¡Ay, ay! ¿Qué le falta para lamentarse a esta des- ios
graciada que ha perdido su patria, sus hijos y su es­
poso? ¡Ah, orgullo abatido de mis antepasados! ¡Qué
poca cosa eres! ¿Qué tengo que callar? ¿Qué no silen- 110
ciaré? ¿Qué cantaré en m i treno? Digna de lástima soy
por esta postura infausta de mis m iem bros — tal como
estoy postrada con la espalda tendida en duro lecho— .
¡Ay de m i cabeza! ¡Ay de mis sienes y costados! ¡C óm o 115
deseo revolverme y dar la espalda y el dorso a una
pared y luego a otra para entregarme al perpetuo la­
mento de mis tristes lágrimas! La misma Musa tienen 120
todos los desgraciados para cantar su destino sin
coros. ¡O h proas de las naves, que con veloz remo a
la sagrada Ilión os dirigisteis por el mar purpurino,
por los puertos de buen anclaje de la Grecia — acom- 125
panadas del odioso peán de las flautas y de la voz de
sonoras siringes— dotadas de la entrelazada m arom a6
de Egipto, ¡ay!, para buscar en las radas de Troya a 130
la odiosa m ujer de Menelao, perdición1 para Cástor y
baldón del Eurotas, la que ha degollado a Príamo,
sembrador de cincuenta hijos, y a mí, la desdichada, 135
m e ha arrastrado a esta ruina. ¡A y de m í! ¡E n qué
asientos m e siento cercanos a la tienda de Agamenón!
M e llevan de mi casa com o a una esclava vieja con 140

* Lit. «la entrelazada crianza ( paideía, quizá «manufactura»)


del Egipto». Es una metonimia que hace referencia a la planta
del papiro.
i Gr. Iñba. Según una tradición, los Dioscuros se suicida­
ron por la deshonra que les produjo Helena (cf. también He­
lena. 137 y sigs.). Otros prefieren traducirlo por «ultraje».
cabeza rapada en lu to lamentable. (S e vuelve hacia las
tiendas.) Mas ¡ea, esposas desdichadas de los troyanos
de broncíneas lanzas y vosotras, muchachas, mozas
143 malmaridadas! K Arde Ilió n , gimamos; que yo, com o
una madre a sus alados pájaros, voy a entonar el gor-
íso jeo, el canto, bien distinto del que un día, en el cetro
de P ría m o apoyada, con los golpes sonoros de m i pie
con d u ctor iniciaba las danzas a los dioses frigios. (A pa­
rece un sem icoro de cautivas.)

Coro.
Estrofa 1.*
Hécuba, ¿por qué lloras, qué gritas? ¿Hasta dónde
isa llegan tus palabras? A través de estos te ch os 9 he oído
los lamentos que lanzas. E l te rro r ha atravesado el
pecho de las troyanas, que, dentro de esta casa, la­
m entan su esclavitud.
160 H é c u b a . — Hijas, sobre las naves de los aqueos se
mueve ya la mano del remero.
C o r o . — ¡Ay de m í! ¿Qué quieren? ¿Acaso ya me
embarcan lejos de m i patria?
H é c u b a . — N o sé, mas barrunto nuestra perdición.
165 C o r o . — ¡Ay, ay! ¡Desdichadas troyanas que vais a
som eteros al trabajo de esclavas, salid de esta mansión!
Los argivos preparan el regreso.

Antístrofa 1."
170 H é c u b a . — ¡Ay, ay! N o me llevéis a m i Casandra,
poseída p o r Baco, o b je to de ultraje para los argivos,
a m i ménade, no vaya a consum irm e en el dolor. ¡Ay
Troya, Troya, desgraciada, has perecido! Desgraciado

• Se refiere, naturalmente, a las «bodas* que les aguardan


con los vencedores.
* Gr. métathra significa: 1) viga del techo; 2) techo; 3) din­
tel; 4) palacio. Ninguno de estos significados es apropiado a
una tienda, salvo 2) por extensión.
quien te abandona vivo o ya cadáver. (Entra el otro 175
s e m i c o r o de cautivas.)

C o r o . — ¡Ay de m í! Tem blorosa la tienda he dejado


de Agamenón para escucharte, oh reina. ¿ N o habrán
decidido los aqueos m atar a esta desdichada? ¿Acaso iso
en las proas ya los m arineros se disponen a m over los
remos?
H éc u b a . — ¡H ija, levanta el ánim o! He venido a
golpes de terror.
C o r o . — ¿Ha venido algún heraldo de los dáñaos?
¿De quién m e ha tocado ser paciente esclava? 185
H éc u b a . — Ya estás muy cerca del sorteo.
C o r o . — ¡Ay, ay! ¿Quién de los argivos o de los
ptiotas me llevará? ¿O acaso me conducen a una isla
lejos de Troya?
H é c u b a . — ¡Ay, ay! ¿A quién la paciente anciana 190
servirá, en qué lugar de la tierra, com o un zángano,
este despojo, esta silueta de un cadáver, esta imagen
inútil de los m uertos? ¡Ay, ay! ¿Seré p ortera ju n to a
la entrada o nodriza de niños yo que tuve el h on or de 195
gobernar Troya?

Estrofa 2.'
C o r o . — ¡Ay, ay! ¡Con qué lamentos desgranas los
ayes p o r tu ruina! ¡Y a no m overé de un lado a o tro 200
m i lanzadera en los telares del Id a ! P o r últim a vez
contem plo los cuerpos de m is padres, p o r últim a vez...
Mayores serán m is sufrim ientos unida al lecho de un
griego (/m aldita sea esa noche y m i destino!) o yendo 205
p o r agua a la sagrada fuente de P rie n e 11 com o mise­
rable esclava. ¡O jalá marcháramos a la ilustre, a la

10 N o estimamos necesaria la repartición de esta estrofa


entre varios coreutas.
11 En Corinto.
210 próspera tierra de T e s e o !12. Mas nunca, nunca a la co­
rrien te del Eurotas 13, a la odiosa mansión de Helena
donde tendré que saludar com o esclava a Menelao, el
d estru ctor de Troya.

A ntístrofa 2.a
215 La venerable región del Peneo herm oso basa­
m en to del O lim po, soporta el peso de su prosperidad
— según es fama— y de sus florecientes y abundantes
frutos. ¡Ojalá fuera allí en segundo lugar, después de
220 la sagrada, la divina tierra de Teseo! Tam bién he oído
que la tierra de Hefesto, E tna que se enfrenta a Fenicia,
madre de los m ontes sicilianos, está en boca de todos
p o r las coronas que prem ian su gallardía; y a ta tierra
225 vecina del m ar jo n io — según se navega— a la que riega
y em bellece Cratis — el que tiñe de ro jo su cabello— ,
quien la alimenta con divinas fuentes y enriquece de
arboledas la tierra. (Aparece el heraldo Taltibio.)
230 C o r if e o . — Mas he aquí el heraldo que viene del
e jé rc ito dánao, despensero de novedades. Avanza cu­
briendo sus huellas con rápidos pies. ¿Qué traerá, qué
dirá? Aunque, en verdad ya somos esclavas del país
dorio.
235 T a lt ib io . — Hécuba, ya conoces mis numerosas ve­
nidas a Troya com o m ensajero del ejército aqueo. Y a
m e conoces de antes, mujer. Ahora he venido para
comunicarte un nuevo mensaje.

12 Atenas.
13 Esparta.
14 Río de Tesalia que atraviesa el valle del Tempe, a los pies
del Olimpo.
15 S. c. «también conozco». Se refiere a la Magna Grecia y
especialmente la colonia panhelénica de Tunos fundada por
Pericles. Este anacronismo refleja el patriotismo de Eurípides
y sirve para cerrar el estásimo con una nueva alusión a Atenas.
H éc u b a . — ¡Ay, ay! Aquí está, troyanas, lo que hace
tiem po m e temía.
T a l t i b i o . — Y a habéis sido sorteadas, si es eso lo 240
que os temíais.
H écuba ___ ¡Ay, ay! ¿Qué ciudad has dicho? ¿Es de
Tesalia, de Ptiótid e o de la tierra cadmea?
T a l t i b i o . — Habéis sido sorteadas una a una, no
en grupo.
H éc u b a . — ¿Y quién ha tocado a quién? ¿A cuál de
las troyanas le aguarda un destino feliz? 245
T a l t i b i o . — Y o lo sé, mas escucha por partes, no
todo a la vez.
H écuba. ■ — ¿A quién, pues, le ha tocado m i desdi­
chada hija Casandra? Di.
T a l t i b i o . — E l soberano Agamenón la ha elegido
especialmente para sí.
H écuba. — ¿Sin duda com o esclava para su esposa 250
laconia? ¡Ay de m í!
T a l t i b i o . — No, com o novia secreta para su lecho.
H éc u b a . — ¿A la virgen consagrada a Febo, a quien
el de bucles de o ro concedió en recompensa una vida
alejada del yugo nupcial?
T a l t i b i o . — Am or lo alanceó por la doncella poseída 2 53
del dios.
H é c u b a . — ¡Arroja, hija mía, las divinas llaves; arro­
ja de tu cuerpo el sagrado adorno de tus bandas y
coronas!
T a l t i b i o . — ¿N o es grande para ella que la toque 260
en suerte el lecho de un rey?
H é c u b a . — ¿ Y qué hay de la pequeña cría que me
habéis arrebatado? ¿Dónde está?
T a l t i b i o . — ¿Te refieres a Políxena, o preguntas
por otra?
H éc u b a . — Por ella. ¿A quién la ha uncido el sorteo?
T a l t i b i o . — Se le ha ordenado hacer servicio a la
tumba de Aquiles.
265 H écuba . — ¿Ay de m í! ¡Haberla parido para esclava
de una tum ba! ¿Qué ley es ésta, amigo, o qué divino
decreto de los griegos?
T a l t ib io . — Considera feliz a tu hija, está bien.
H écuba . — ¿Por qué has dicho esto? ¿Es que no
contem pla ya la luz del sol?
270 T a l t ib io . — Ha alcanzado un destino tal, que ya
está libre de sufrimiento 16.
H écuba . — ¿Y qué hay de la esposa de H éctor, ave­
zado en el combate, la desventurada Andrómaca? ¿Qué
suerte ha corrid o?
T a l t ib io . — A ésta la ha elegido para sí el h ijo de
Aquiles.
275 H écuba . — ¿Y yo de quién soy esclava, yo que nece­
sito del tercer apoyo que ofrece un bastón a m i enve­
jecid o cuerpo?
T a l t ib io . — Odiseo, el soberano de Itaca, te ha to­
mado com o esclava.
H écuba . — ¡Oh, oh ! ¡Araña tu cabeza ya rapada,
280 abre surcos con las uñas en tus dos m ejillas! ¡Ay de
m i, ay! M e ha tocado servir a un ser odioso y trapa-
285 cero, enem igo de justicia, a una bestia sin ley que
todo lo revuelve aquí y allá y de nuevo lo de allá lo
trae aquí con las dobleces de su lengua; y lo que antes
era am igo lo hace enem igo de to d o 17. Lamentaos, tro-
29o yanas, p o r mí. M e d irijo a un triste destino. Yo, la
desdichada, he caído con el lote más adverso.

i* Tanto esta frase como el v. 264 son eufemismos, que


Hécuba no comprende, para ocultar la muerte de Políxena.
17 A Odiseo, que llegó a ser el representante ideal del pue­
blo jonio, por su carácter astuto y emprendedor, lo presenta
la tragedia a veces (ya incluso los Cantos Ciprios) como un
ser abyecto, cínico y cobarde. En todo caso, la alusión a
Odiseo aquí es un procedimiento para mantener la trabazón
de la trilogía; no hay que olvidar que él fue el causante de la
muerte de Palamedes.
C o r i f e o . — Tu destino ya lo conozco, señora. Pero
¿y m i suerte? ¿Quién de los aqueos, quién de los grie­
gos es m i dueño?
T a l t i b i o . — Vamos, esclavas, tenéis que conducir
aquí a Casandra lo antes posible. Quiero ponerla en 295
manos del general y llevar después también a los
demás las prisioneras escogidas.
¡Eh! ¿Qué brillo es éste de teas que arden dentro?
¿Qué hacen las troyanas? ¿Están poniendo fuego a las
tiendas a fin de abrasar sus propios cuerpos, con el 300
deseo de morir, ahora que están a punto de llevarlas
a Argos? ¡En verdad el hom bre libre soporta con im ­
paciencia la desgracia en tales casos! ¡Abre, abre! N o
vayas a cargarme con la culpa de algo que conviene 30S
a éstas pero que sería odioso para los aqueos.
H écuba . — N o es eso, no están prendiendo fuego.
Es m i hija Casandra, la ménade, que viene a la carrera
hacia acá. ( Sale de la tienda Casandra, vestida con sus
sím bolos sagrados y una tea encendida.)
Estrofa.
C asandra . — ¡Eleva, o frece! P o rto la luz, venero, ilu­
m ino — ¡aquí, aquí!— con antorchas el tem plo. ¡Oh 310
soberano Him eneo, feliz es el novio y feliz yo que en
Argos voy a unirm e al lecho de un rey! ¡Him en, oh
soberano H im eneo! Porque tú, madre, con lágrimas y 3 15
sollozos te lamentas de m i padre m uerto y de la que­
rida patria, p ero yo p o r mis nupcias levanto la llama 320
del fuego, para brillo, para resplandor, para darte, oh
H im eneo, para darte, oh Hécate, luz sobre los tálamos
de las vírgenes, com o es ritual.
Antístrofa.
Agita tus pies, conduce en el éter el coro — ¡evohé, 325
evohé! **— com o en los días más felices de m i padre.

u Es el grito de las Ménades de Dioniso, con quienes Ca­


sandra se identifica por su estado de posesión divina.
E l co ro es santo; ¡condúcelo tú ahora, A p olo! E n tu
33 0 tem plo ceñido de laureles yo seré la oficiante w. ¡H im en,
oh H im eneo, H im en ! Danza, madre, recobra tu risa;
mueve en círculos aquí y allá, conm igo, los pasos que
333 tanto am o de tus pies. Gritad a Himeneo, ¡oh!, y a la
novia con felices cantos y alaridos. ¡Vamos, hijas de
bellos peplos de los frigios, cantad al esposo de mis
340 bodas, al esposo señalado para m i cama!
C o r i f e o . — Reina, ¿no vas a sujetar a la doncella
poseída, no vaya a llegar con veloz paso hasta el cam­
pamento de los argivos?
H écu ba. — Hefesto, tú portas la antorcha en las
bodas de los hombres, pero esta luz que haces brillar
345 es triste en verdad y alejada de toda esperanza. ¡Ay
de mí, hija mía! Nunca pensé que llegaras a celebrar
tus bodas a punta de lanza y obligada por las armas
argivas. Entrégame la antorcha. N o llevas derecho el
fuego, com o una ménade en loca carrera. N i siquiera
350 tu destino te ha vuelto a tus cabales, hija mía; perma­
nece en el mismo estado de siempre.
Traed las antorchas, troyanas, y contestad con lágri­
mas a los cantos nupciales de ésta.
C asandra. — Madre, corona mi victoriosa cabeza y
353 celebra mis bodas reales. Conque despídeme, y si no
te parece que tengo suficiente celo, empújame a la
fuerza. Que si existe Loxias, el ilustre Agamenón, so­
berano de los aqueos, va a concertar conmigo una boda
más infausta que la de Helena. Voy a matarlo, voy a
360 destruir su casa para tomar venganza de mis herma­
nos y padre.
Dejaré lo demás: no quiero cantar un himno al
hacha que va a caer sobre mi cuello y el de los demás,

19 Alusión obvia a su propia muerte, de la que va a ser


oficiante y victima a la vez.
ni a las luchas matricidas que va a suscitar mi boda,
ni a la ruina total de la casa de Atreo.
V oy a demostrar que estos troyanos son más afor- 365
tunados que los aqueos y, aunque estoy poseída, esto
al menos lo afirm o libre de m i locura báquica. Éstos
por causa de una sola mujer, de un solo amor — por
conquistar a Helena— ya han perdido millares de vi­
das. Y su experto general ha perdido lo que más que- 370
ría en aras de un ser odioso. Ha entregado a su her­
mano el placer hogareño de sus hijos por causa de
u n a mujer, que incluso vino de buena gana y no rap­
tada por la fuerza.
Cuando arribaron a las orillas del Escamandro,
comenzaron a m orir no porque les hubieran privado 375
de las fronteras de su tierra ni de su patria de eleva­
das torres. Aquéllos a quienes Ares sometía, no vol­
vieron a ver a sus hijos, no fueron amortajados por
las manos de su esposa. Y ahora yacen en tierra ex­
traña.
En su patria sucedían cosas semejantes: sus muje- 380
res morían viudas y los hombres quedaban en casa
sin hijos después de haber criado los suyos para otros.
Y no había nadie que, ju nto a su tumba, donara a la
tierra sangre de víctimas.
¡Cómo va a ser su expedición digna de elogio! Más
vale silenciar las ignominias. ¡Que la musa de los can- 385
tos no me inspire un himno con que celebrar la infamia!
En cam bio los troyanos, para empezar, morían in­
molados por su patria, lo que constituye la más her­
mosa gloria. Aquellos a quienes domeñaba la lanza,
eran llevados a casa por sus hijos y recibían el abrazo
de la tierra en su propia patria, amortajados por las 390
manos de quienes debían hacerlo.
Los frigios que no morían en combate vivían cons­
tantemente, día tras día, con su esposa e hijos, placer
del que se veían privados los aqueos.

TRAGEDIAS, XI. — 16
En cuanto al doloroso destino de Héctor, escucha
395 cómo es en verdad: ha muerto con la fama del hombre
más excelente, cosa que propició la venida de los
aqueos; pues si se hubieran quedado en casa, la exce­
lencia de éste habría quedado en la oscuridad. Paris
desposó a la hija de Zeus; que si no lo hubiera hecho,
habría tenido un casamiento oscuro en su casa.
400 Y es que, en verdad, el hombre prudente debe evi­
tar la guerra; pero si da con ella, es hermosa corona
para su ciudad el m orir con honor, mas es deshonra
m orir indignamente. Por esto, madre, no tienes que
lamentarte por tu patria ni por m i boda, pues con ella
405 voy a destruir a mis enemigos más odiados y a los
tuyos.
C o r if e o . — Con qué placer desprecias los males de
tu casa y cantas lo que quizá no vas a probar como
cierto.
T a l t ib io . — Si Apolo no te hubiera enloquecido la
4io mente, no te habrías despedido de esta tierra, calum­
niando así a mis generales, sin pagarlo. En verdad, los
hombres grandes y que tienen fama de sabios en nada
superan a quienes nada son.
El gran soberano de los ejércitos de toda Grecia,
el amado hijo de Atreo, ha aceptado por propia elec-
4 15 ción el amor de esta ménade. Y o soy un pobre hombre,
pero jamás habría querido para m í el lecho de ésta.
En cuanto a ti..., ya que no tienes sano el juicio, ¡que
el viento se lleve tus reproches a los argivos y tus loas
420 a los frigios! Sígueme en dirección a las naves. ¡H er­
mosa prometida para el je fe de nuestro ejército!
(i4 Hécuba.) Y tú, cuando el hijo de Laertes quiera
llevarte, sígueme; vas a ser la sierva de una m ujer
prudente, según aseguran cuantos han venido a Ilión.
C asandra . — ¡Insolente es este esclavo! ¿Por qué
tendrán el nombre de heraldos — única m aldición20 425
común para todos los hombres— estos lacayos de ti­
ranos y ciudades?
¿Tú añrmas que mi madre va a llegar al palacio de
Odiseo? ¿Y dónde está la profecía de Apolo que asegura
que m orirá aquí mismo, tal com o se me ha manifes- 430
tado?...
Por lo demás, no voy a reprocharte. ¡Pobre Odiseo,
no sabe qué sufrimientos le aguardan! Algún día va a
considerar com o oro mis males y los de los frigios
comparados con los suyos. Después de diez años
— además de los de aquí— llegará sólo a su patria.
Bien lo sabe la terrible Caribdis que ocupa el es- 435
trecho rocoso y el montaraz Cíclope com edor de carne
cruda, y la lig u r 21 Circe que transforma a los hombres
en cerdos, y los naufragios en el salino mar, y el ansia
por comer loto, y las vacas sagradas de Helios que un 440
día dejarán escapar su voz en amarga profecía para
Odiseo.
Para abreviar, entrará vivo en el Hades y, después
de escapar del agua de la laguna, encontrará en su casa,
al volver, males sin cuento.
Mas ¿a qué enumerar los trabajos de Odiseo?
Marcha con la mayor rapidez posible; celebremos en 445
Hades las nupcias con m i prometido.
¡Ah! Tú que pareces haber llevado a cabo algo im ­
portante, conductor de los Dáñaos22, recibirás sepul­
tura de mala manera y de noche, no de día. Y en cuanto
a mí, me arrojarán desnuda y las torrenteras de nieve

20 Juego de palabras: se llaman heraldos y son odiados


por todos porque son, como señala M u r r a y , como la negra
Ker (Ktr-ykes).
Ligur, porque su isla de Eea (de localización imaginaria
en Odisea, y en todo caso se situaría en el extremo oriental)
fue luego identificada con el territorio Circeo.
22 Agamenón.
fundida entregarán m i cadáver — ¡el de la sierva de
450 A polo!— a las ñeras para banquete, cerca de la tumba
de mi prometido. (Se desnuda de sus sím bolos sa-
grados.)
¡Adiós, bandas del más querido de los dioses, in­
signias del evohé! Abandono las ñestas en las que antes
me gloriaba. Alejaos de mi cuerpo rotas a jirones;
ahora que m i cuerpo todavía es virgen, quiero entre­
gárselas al viento para que te las entregue a ti, oh
soberano profeta.
455 ¿Dónde está el barco del general? ¿Dónde tengo
que embarcar? N o te apresures en esperar viento para
tus velas, porque conmigo vas a sacar de esta tierra
a una de las tres Erinis.
¡Adiós, madre, no llores! ¡Oh amada patria y vos-
460 otros, hermanos y padre que yacéis bajo tierra, no
tardaréis mucho en recibirm e! Me presentaré ante vos­
otros muertos com o triunfadora, luego de arruinar la
casa de los Atridas por quienes perecimos. ( Sale con
Taltibio. Hécuba se desploma.)
C o rife o . — Siervas de la anciana Hécuba. ¿N o veis
que vuestra señora se ha desplomado y está sin habla,
fuera de sí? ¿N o vais a recogerla? ¿O dejaréis, malas
465 siervas, a una anciana abatida? ¡Levantad su cuerpo!
(Las siervas tratan de levantarla.)
H écuba . — Dejad que siga caída — no m e agrada lo
que no deseo, muchachas— . Sufro, he sufrido y todavía
sufriré males dignos de esta postración. ¡Oh dioses...!
470 A flacos aliados invoco, mas con todo no carece de
dignidad el invocar a los dioses cuando uno de nos­
otros recibe un revés de la fortuna.
En prim er lugar quiero desahogarme cantando mis
bienes, pues así produciré m ayor lástima con mis
475 males. Era reina y casé con un rey; luego engendré
hijos excelentes, no sólo por el número, sino los más
sobresalientes de los frigios. Ninguna m ujer troyana,
griega o bárbara, podrá jactarse de haber parido tales.
Mas los vi caer bajo la lanza helena y mesé mis cabellos
ante sus tumbas. A Príam o que los engendró lo lloré
no porque conociera su muerte de otros labios, sino
que yo misma — con estos ojos— vi cómo lo degollaban
sobre el fuego del hogar y cómo destruían m i ciudad.
Mis hijas, a quienes eduqué con esmero en la virgi­
nidad para honra y prez de sus esposos, para otros las 485
eduqué, las han arrancado de mis brazos. Y ni ellas
tienen esperanza de volver a verm e ni yo misma las
veré ya jamás. Y lo último, la com isa de mis lamenta­
bles males: yo que soy una anciana voy a llegar a la 490
Hélade com o esclava.
Esto es lo más desventurado para una anciana: me
encargarán de que guarde las llaves como portera — ¡a
mí, que parí a H éctor!— o de fabricar pan. M e acos­
taré en el suelo, con la espalda arrugada — que viene 495
de un lecho real— , con mi arrugado cuerpo vestido
con jirones de peplos arrugados, una deshonra para
los poderosos. ¡Pobre de mí, qué cosas me han tocado
en suerte, y me seguirán tocando, por la boda de una
sola mujer!
¡H ija mía Casandra, compañera de los dioses en el 500
éxtasis báquico, con qué infortunio has destruido tu
pureza! Y tú, oh paciente Políxena, ¿dónde estás? ¡Que
no pueda ayudar a esta desgraciada ningún hombre
ni mujer, con los muchos que me nacieron! Por ello, 505
¿a qué levantarme? ¿Con qué esperanza? Conducid mis
pies — que un día fueron delicados en Troya, mas
ahora son esclavos— hacia un jergón de paja tendido
en tierra o a un lecho de piedra. A llí me dejaré caer y
m oriré consumida por el llanto.
N o consideréis feliz a nadie de los poderosos hasta
el momento de su muerte.
Coro.
Estrofa.
P o r Ilió n , oh Musa, entre lágrimas cántame un canto
5 15 de duelo, un nuevo himno. Dedicaré a Troya los ayes
de m i canto: cóm o en carro de cuatro ruedas he pere­
cido prisionera paciente de los argivos, cuando ante
las puertas los aqueos dejaron el caballo de arnés de
520 o ro lleno de armas, que relinchaba hasta el cielo. Y
lanzó el pueblo su griterío, puesto en pie, desde la
A crópolis de Troya: « Vamos — ¡Oh, éste es el fin de
525 nuestros sufrim ientos!— , subid esa imagen sagrada a
la Doncella troyana, hija de Z e u s »a. ¿Quién de las
doncellas no salió — quién que no fuera anciano— de
53o su casa? Mas regocijándose en sus cantos tenían den­
tro su destrucción traidora.

Antístrofa.
Toda estirpe de los frigios se dirigió a las puertas
para ofrecer a la diosa la estratagema argiva, tallada
535 de los pinos del m onte, la perdición de los dárdanos,
regalo a la virgen de potros inmortales. Con cables de
lin o trenzado — com o se arrastra la oscura quilla de
540 una nave— lo depositaron en sede de piedra, en los
suelos del tem plo de la diosa Palas, m ortífe ro s para
nuestra p a tria 2*. Cuando cayó la oscuridad nocturna
sobre el sufrim iento y la alegría, cuando la flauta libia
545 resonaba y las canciones frigias, cuando tas mozas con
ruido de sus pies alzados cantaban sus felices gritos
55o y en las casas la lu z 75 que todo alumbra adorm ecía el
m ortecin o resplandor del fuego,

23 Palas Atenea.
24 Creo que P a ley interpreta bien esta frase cuando la para­
frasea: «(suelos) que pronto iban a mancharse con sangre
( phánia) de nuestra patria». No, como S c h i a s s i , suelos mor­
tíferos «en cuanto sede de una divinidad hostil a Troya» (pá­
gina 112).
* La luz de la luna, en este caso, evidentemente (este adje-
Epodo.
entonces yo a la montaraz virgen cantaba en el palacio
con mis coros, a la hija de Zeus. Voces de m uerte en 555
la ciudad rodeaban la sede de Pérgamo. Los niños
asían con manos aterradas el peplo de sus madres.
A res 26 descendió de su emboscada, obra de la virgen 5&o
Palas. Los frigios sucumbían en torno a los altares, y
en sus lechos la soledad de las jóvenes que mesaban
su pelo ofrecía una corona a la Hélade, criadora de 565
mozos, y un canto de duelo a su patria fr ig ia 11. (Apa­
rece Andrómaca, con su hijo, en un carro que lleva
las armas de Héctor.)
C o r i f e o . — (A Hécuba.) Hécuba, ¿no ves aquí a
Andrómaca transportada en carro extranjero? Astia-
nacte, cachorro de H éctor, acompaña el b o g a r28 de su s 570
pechos. ¿A dónde te llevan a lomos de carro, m ujer
infortunada, sentada sobre las armas broncíneas de
H éctor y los despojos tomados a los frigios con la
lanza, con los que el h ijo de Aquiles adornará los tem- 575
píos de Ptía?
A n d ró m a c a . — Dueños aqueos me llevan.
H écu b a . — ¡Ay de m í!
A n d ró m a c a . — ¿ P o r qué cantas este peán m ío ?
H écu b a . — ¡Ay, ay!
A n d ró m a c a . — ...¿ p o r estos sufrim ientos...
H écu b a. — ¡Oh Zeus! sao
A n d ró m a c a . — ...y p o r m i infortunio?

tivo se suele aplicar al sol y a la luna). El sentido de esta


frase, que ha producido mucha incertidumbre, es «la luna, en
su apogeo (i. e. en mitad de la noche), hacía que se fueran
apagando las luces de las casas».
& Metonimia por «los guerreros».
27 I. e. el hecho de quedarse solas —muertos sus m arid os-
significaba una corona de victoria para los griegos y de dolor
para Troya.
M I. e. el movimiento rítmico de palpitación.
H éc u b a . — ¡H ijo s !
A n d ró m a c a . — ¡U n día lo fuim os!
H éc u b a . — ¡Adiós a m i felicidad, adiós a Troya!
A n d ró m a c a . — ¡Pobre anciana!
H é c u b a . — ¡Adiós a mis hermosos hijos!
A n d r ó m a c a . — ¡Ay, ay!
H éc u b a . — ¡Ay de mis...
58 s A n d ró m a c a . — ... males!
H é c u b a . — ¡Lam entable d estino...
A n d ró m a c a . — ...d e la ciudad...
H é c u b a . — ... que arde!
A n d ró m a c a . — ¡Ven a mí, esposo m ío !...
H é c u b a . — ¡Llamas a m i h ijo que está en Hades,
desdichada!
590 A n d r ó m a c a . — ...balua rte de tu esposa...
H éc u b a . — ¡Y tú, infamia de los aqueos, dueño de
mis hijos, anciano Príam o, acompáñame al Hades!
595 A n d ró m a c a . — Oh, esta gran añoranza que siento ...
H éc u b a . — ¡Desgraciada, así es el d o lo r que su­
frim os!
A n d r ó m a c a . — ...p o r m i ciudad perdida...
H é c u b a . — ¡E l d olor se amontona sobre el d olor!
A n d r ó m a c a . — ...p o r prem editación de los dioses,
cuando escapó de la m uerte tu h i j o 29, el que p o r su
odioso m atrim onio ha perdido los palacios de Troya.
Ensangrentados, los cuerpos de los m uertos ju n to a la
diosa Palas están tendidos para que el buitre los lleve.
600 E l yugo de la esclavitud ha alcanzado Troya.
H é c u b a . — ¡O h patria, oh desdichada!
A n d ró m a c a . — L lo ro p o r ti, a quien abandono...
H é c u b a . — ¡Ahora ves tu lamentable fin !
A n d ró m a c a . — ...y p o r la casa en la que di a luz.
H é c u b a . — ¡H ijos, vuestra madre, que ya no tiene

w Se. París. Nueva alusión al Alejandro que da trabazón


a la trilogía (cf. Introducción).
ciudad, se queda sin vosotros! ¡Qué canto fúnebre,
qué canto de d o lo r !10. D erram o lágrima tras lágrim a 605
p or nuestra casa. ¡E l que ha m uerto no recuerda el
dolor!
C o r if e o . — ¡Qué consuelo son las lágrimas para
quienes sufren y los lamentos de un treno y la Musa
que canta la pena!
A ndr ^ maca . — ¡Oh madre de mi m arido que un día 6io
perdió a tantos argivos con su lanza! ¿Ves esto?
H écuba . — Veo la mano de los dioses que ensalzan
unas veces a quien no es nada y abaten otras a quienes
parecen algo.
A ndrómaca . — Me llevan como botín con mi hijo. El
noble se tom a esclavo. ¡Éste es el cambio que he su- 6is
frido!
H écuba . — Es terrible la fuerza del destino. Hace
poco marchó de mi lado Casandra, arrancada a la
fuerza.
A ndrómaca . — ¡Ay, ay! Un segundo A y a x 31, al pare­
cer, ha surgido para tu hija. Pero tienes otros sufri­
mientos.
H écuba . — Éstos ya no tienen medida ni número. 620
Un mal viene a com petir con otro mal.
A ndrómaca . — Tu hija Políxena ha muerto degollada
junto a la tumba de Aquiles, ofrenda para un cadáver
sin vida.
H écuba . — ¡Ay, desdichada de mí! Éste es el claro
enigma que antes Taltibio me dijo con oscuras pa- 625
labras.

30 Falta un verso detrás del 604, como se ve por la res-


ponsión.
31 Se. se refiere a Agamenón. Áyax, el hijo de Oileo (no ej
d e Telamón), era prototipo de h$bris por haber arrastrado
a Casandra del templo de Palas (cf. v. 70).
A ndrómaca . — Y o misma la vi. Descendí de este
carro, cubrí su cadáver con mi túnica y m e golpeé el
pecho.
H écuba . — ¡Ay, ay, hija mía! ¡Qué sacrificio el tuyo
tan im pío! ¡Ay, ay [m il veces ¡ a y ! ] 32, cuán indigna­
mente has perecido!
63o A ndrómaca . — Murió com o murió; pero, con todo,
su muerte es más afortunada que mi vida.
H écuba . — Hija, no es lo mismo m orir que seguir
viviendo. Lo uno significa la nada, en lo otro hay es­
peranzas.
A ndrómaca . — Madre, ahora que acabas de em itir
635 un ju icio nada cabal, escucha, que quiero dar consuelo
a tu corazón.
Afirm o que no haber nacido es igual a m orir y que
es m ejor m orir de una vez que vivir miserablemente,
pues no se percibe dolor por mal alguno33.
640 Quien ha sido feliz y cae en la desgracia, se aleja
con el alma de su anterior felicidad. En cambio Polí-
xena está muerta y no conoce ninguno de sus propios
males como quien no contempla la luz. Y o que me
propuse como ob jetivo una gran reputación, después
de obtener una parte m ayor de la normal, perdí la
643 suerte que había conseguido. Cuantas virtudes se han
descubierto propias de las mujeres, todas las he prac­
ticado en casa de Héctor. En prim er lugar, abandoné
650 el deseo de no quedarme en casa, lo cual — haya o no
haya m otivo de reproche para las mujeres— arrastra
por sí solo mala fama. N o permitía a las mujeres
dentro del palacio palabras altaneras. Me bastaba con
tener en mí misma un maestro honesto, la inteligencia.
A mi esposo siempre le ofrecía una lengua silenciosa

32 Lit. «otra vez ¡a y !».


33 Si no es una glosa al verso anterior, como piensa W e c k l e i n ,
es la única forma de entender esta frase que gramaticalmente
es desconcertante.
y un aspecto sereno. Conocía aquello en lo que tenía 655
que prevalecer sobre mi m arido y sabía concederle la
victoria en lo que debía.
La fama de esto llegó al campamento de los aqueos
y es lo que me ha perdido. Pues apenas fui capturada,
el hijo de Aquiles quiso tom arm e por esposa. Y voy a 660
ser esclava en casa de nuestros asesinos. Si rechazo
la querida imagen de H éctor y abro las puertas de mi
corazón al esposo actual, pareceré malvada para con
el muerto. Y si, por el contrario, me muestro despec­
tiva con éste, me haré odiosa a mis propios señores.
Dicen que una sola noche hace ceder la aversión de 665
una m ujer hacia el lecho de un hombre; yo escupo a
aquella que rechaza con una nueva unión a su antiguo
esposo y ama a otro. Nii siquiera una potra que es
separada de su compañero lleva con facilidad el yugo. 670
Y eso que los animales son mudos, carecen de inteli­
gencia y son inferiores por naturaleza.
¡Oh querido Héctor, com o marido me bastabas en
inteligencia, cuna y riqueza, y por grande te tenía en
valor! Tú me tomaste pura de casa de mi padre y 675
fuiste el prim ero en unirte a mi lecho de virgen. Ahora
tú estás muerto y yo navego com o prisionera hacia un
yugo de esclava en Grecia. ¡Ah Hécuba! ¿Es que la
muerte de Políxena, a quien tú lloras, no es inferior 68o
a mis males? A mí no me queda ni la esperanza, cosa
que tienen todos los mortales, ni acaricio la ilusión
de que voy a experimentar algún bien. Y hasta el
imaginarlo es agradable.
C o r i f e o . — Has llegado al mismo lím ite de desven­
tura que yo. Al lamentar tu destino me has enseñado 685
en qué extrem o de dolor m e encuentro.
H éc u b a . — Nunca he subido en persona a la quilla
de una nave, pero lo he visto en pintura y lo conozco
de oídas. Si los m arineros sufren una tempestad m o­
derada, ponen todo su esfuerzo en salvarse de la cala-
690 midad. Y uno acude junto al timón, otro a las velas,
otro achica agua de la nave. Pero cuando el ponto, todo
revuelto, se les echa encima, ceden al destino y se
entregan al m ovim iento de las olas.
695 Así yo, que tengo calamidades sin cuento, me he
quedado sin voz y abandonándome renuncio a h a b la r34;
pues me ha abatido funesta tempestad de los dioses.
Conque hija, olvida la suerte de Héctor; tus lágri­
mas no van a salvarlo. Honra a tu actual esposo,
700 muéstrale el agradable atractivo de tu carácter; que
si lo haces, darás consuelo a todos los tuyos y podrás
criar a este hijo de mi hijo para mayor beneñcio de
Troya, a fin de que los descendientes que te nazcan — si
705 un día te nacen— puedan volver a habitar Troya y ésta
vuelva a ser una ciudad.
Mas... una palabra sigue a otra. ( Aparece T a ltib io.)
¿N o estoy viendo venir de nuevo a este servidor de
los aqueos, m ensajero de una decisión nueva?
T a l t i b i o . — T ú que un día fuiste esposa de Héctor,
710 el más excelente de los frigios, no me odies, pues no
traigo noticias por propia iniciativa. Mi mensaje es de
los dáñaos y pelópidas.
A n d ró m a c a . — ¿Qué sucede? Tu comienzo es un
proem io de males.
T a l t i b i o . — Han decidido que este niño... ¿Cómo
diré m i mensaje?
A n d ró m a c a . — ¿Es que no va a tener el mismo
dueño que yo?
7 15 T a l t i b i o . — Ninguno de los aqueos será jamás due­
ño de éste.
A n d ró m a c a . — ¿Entonces lo dejan aquí mismo como
un resto de sangre troyana?
T a l t i b i o . — N o sé cómo transmitirte la desgracia
con suavidad.

J4 Lit. «dejo mi boca en paz».


A ndrómaca . — Elogiaría tu respeto si no fueras a
decirme algo malo.
T a l t ib io . — Van a m atar a tu hijo, para que co­
nozcas una gran desgracia.
A ndrómaca . — ¡Ay de m i!, esta desgracia que oigo 720
es mayor que la de mi boda.
T a l t ib io . — Ha prevalecido la opinión de Odiseo
entre todos los griegos...
A ndrómaca . — ¡Ay, ay! No son moderados estos
males que sufrimos!
T a l t ib io . — ... diciendo que no hay que dejar crecer
al hijo de un hom bre excelente...
A ndrómaca . — ¡Ojalá prevaleciera tal opinión acerca
de los suyos!
T a l t ib io . — ...y que hay que arrojarlo desde los 725
muros de Troya. Así va a suceder, muéstrate pru­
dente. N o te aferres a él, soporta con nobleza tus males
y no imagines que, débil ram o eres, tienes fuerza. N o
tienes defensa en parte alguna, reflexiona: han pere- 730
cido tu ciudad y tu esposo; tú estás dominada y nos­
otros somos capaces de luchar contra una sola mujer.
Por ello no quiero que acudas a la lucha ni que hagas
nada indigno ni irritante, ni siquiera que lances m aldi­
ciones contra los aqueos. Si dices algo que enoje al 735
ejército, tu hijo no tendrá tumba ni funeral. En cam­
bio, si te callas y llevas bien tu suerte, no dejarás su
cadáver sin enterrar y tú misma tendrás a los aqueos
m ejor dispuestos.
A ndrómaca . — Am adísim o hijo, oh h ijo amado en 740
exceso, vas a m orir a manos de nuestros enemigos de­
jando en el desconsuelo a tu madre. T e va a matar la
nobleza de tu padre. Ella fue salvación de muchos, mas
a ti te llega a deshora su excelencia.
¡Oh lecho m ío y malhadadas nupcias por las que 745
vine un día al palacio de Héctor! N o traía intención
de parir a mi h ijo para víctim a de los dáñaos, sino
para soberano de la fecunda Asia. ¡H ijo m ío! ¿Lloras?
750 ¿Barruntas tu desgracia? ¿Por qué te aferras a mis
brazos y te ases de mi peplo como un paj arillo que se
cobija en mis alas?
N o vendrá H éctor con su ilustre lanza, no saldrá
de bajo tierra para traerte la salvación, ni los parien­
tes de tu padre ni la fuerza de los frigios.
755 Caerás contra tu cuello en salto lamentable — sin
que nadie te llore— y quebrarás tu respiración.
¡Oh jóvenes brazos tan queridos de tu madre, oh
dulce o lor de tu cuerpo! En vano te crió este pecho
760 entre tus pañales, en vano m e esforcé y encanecí en
vano.
Abraza ahora a tu madre — nunca lo volverás a
hacer— , recuéstate contra ella, entrelaza m i espalda
con tus brazos y acércame tu boca.
765 ¡Oh griegos, inventores de suplicios bárbaros! ¿Por
qué matáis a este niño que de nada es culpable? Oh
brote de T in d á reo35, nunca has sido hija de Zeus. Afir­
m o que has nacido de numerosos padres: de A lá s to r36
prim ero, después de Envidia, de Asesinato, de Muerte
770 y de cuantos males produce la tierra. A voces afirm o
que Zeus nunca te engendró, ruina de muchos bárbaros
y griegos. ¡Así te mueras! Con tus hermosos ojos has
perdido vergonzosamente las ilustres llanuras de los
frigios.
Vamos, lleváoslo, tiradlo si lo habéis decidido.
775 Repartios sus carnes. Si la perdición nos viene de los
dioses, es im posible apartar de m i hijo la muerte.
¡Velad m i desdichado cuerpo y arrojadm e a la nave.
¡Herm oso es él himeneo al que marcho ahora que he
perdido a mi h ijo! ( T a ltibio toma a Astianacte. E l
carro se aleja con Andróm aca.)

® Imprecación a Helena.
3* Demón vengador (lit. «implacable» o «ciego». Cf. Electro,
nota 41).
C o r i f e o . — Paciente Troya, ¡a cuántos has perdido 78o
por una sola m ujer y su odioso lecho!
T a l t i b i o . — Vamos, niño, deja de abrazar a tu p o­
bre madre, asciende a lo a lto de la corona que form an
los m uros de tu patria. A llí ha decidido el v o to que
abandones tu vida. Prendedlo, que para transm itir esas 785
órdenes se precisa de alguien que sea implacable y más
amante de la desvergüenza que lo es m i corazón.
H écu b a . — H ijo , oh h ijo de m i pobre hijo, de tu 790
vida privadas nos vemos injustam ente tu madre y yo.
¿Qué me pasa? ¿Qué haré p o r ti, desdichado? Te
ofrezco estos golpes de cabeza, estos golpes de pecho.
Éstos son m i única posesión. ¡Ay, m i ciudad! ¡Ay de 795
ti! ¿Qué no tenemos? ¿Qué nos falta para en total
ruina perecer con m uerte total?

C o ro.
Estrofa 1.a
¡Oh Telamón, rey de Salamina criadora de abejas,
que habitas la sede de tu isla batida de olas inclinada soo
a las santas colinas, donde Atenea m ostró la prim era
rama del verdeante olivo, elevada corona y adorno de
la opulenta Atenas! Viniste, viniste en busca de haza­
ñas con el lancero h ijo de A lcm enaT!, cuando llegaste sos
de Grecia para destruir Ilió n , Ilión , que un día fue
nuestra ciudad.

Antístrofa 1*
Cuando él se trajo de Grecia la prim era f l o r 38,
dolido p or sus potros robados, y en la corriente del 810

37 Heracles. Este héroe destruyó la ciudad de Troya con la


ayuda de un ejército de héroes, entre los que destacaba Te­
lamón. El rey de la ciudad, Laomedonte, se había negado a
pagarle la recompensa prometida por liberar a Troya del
monstruo que había enviado Posidón (cf. nota 1).
38 I. e. jóvenes selectos, «la flo r y nata», decimos en cas­
tellano.
Sim oeis detuvo su nave surcadora del ponto, amarró
cable a proa y tom ó de la nave en sus manos el arco
infalible, m uerte para Laomedonte. Los bloques de
sis piedra tallados p o r Febo a plomada con el r o jo aliento
del fuego, del fuego, arru in ó y devastó la tierra de
Troya. Dos veces39, con dos ataques, los m uros de
Dardania la lanza asesina abatió.

Estrofa 2.a
820 E n vano, pues, oh tú que con cántaros de o ro ca­
minas delicadamente, h i j o 40 de Laomedonte, llenas las
825 copas de Zeus, servicio el más hermoso. La ciudad
que te engendró se consume en el fuego y los acanti-
830 lados marinos resuenan com o un pájaro ch illa p or sus
crías — aquí p o r sus maridos, aquí p or sus hijos, allá
p o r sus ancianas madres. Tus baños refrescantes, las
835 pistas de tus gimnasios ya no existen. ¡Y tú, ju n to al
tron o de Zeus, mantienes la bella serenidad de tu ros­
tro adolescente, m ientras las lanzas de G recia han des­
tru id o la tierra de P ría m o!
840 ¡O h Am or, Am or, que un día viniste a los palacios
dardanios cuando las hijas de Urano se ocuparon de
845 ti!* 1. Cóm o ensalzaste entonces a Troya trabándola en
parentesco con los dioses. A Zeus no voy a censurarlo,
pero la luz — querida a los mortales— de la A urora de
850 blancas alas ha contem plado nuestra tierra arruinada,
ha contem plado la destrucción de los palacios, aunque
com parte el lecho de un esposon, el padre de sus

& Cf. nota 37.


*° Ganimedes, arrebatado por las garras de Zeus —convertido
en águila— y llevado al cielo como escanciador y copero del
Olimpo. El coro acusa a todas las divinidades —mejor, héroes
divinizados— originarias de Troya por haber vuelto la espalda
a la ciudad.
41 Se refiere al juicio de Paris.
® Titono, también arrebatado —en este caso por la diosa
Aurora— y elevado a un rango superior.
hijos nativo de esta tierra, a quien arrebató la cua- 855
driga de o ro de los astros, gran esperanza para su
tierra patria. E l am or de los dioses p o r Troya se ha ido.
(Entra Menelao con una escolta.)
M e n e l a o . — ¡Qué hermosa es esta luz del día en que 86o
voy a recuperar a m i esposa Helena! Y o soy Menelao,
el que mucho se ha esforzado, y éste es el ejército
a rg iv o 43.
Vine a Troya no sólo por lo que se piensa — por 865
causa de m i esposa— , sino en busca del hombre que
engañó a quien le hospedó y robó a mi esposa del
palacio.
Pues bien, con la ayuda de los dioses aquél ya ha
pagado, pues ha sucumbido junto con su tierra a la
lanza helénica.
He venido para llevarm e a esa desdichada — pues
no me place dar el nombre de esposa a la que un día 870
lo fue mía. Se encuentra entre otras troyanas en este
recinto para prisioneros de guerra.
Los que por ella lucharon me la entregan para que
la mate a menos que quiera llevármela, sin matarla, a 875
la tierra de Argos. He decidido rechazar la alternativa
de matarla en Troya y llevárm ela en una nave a tierras
de Grecia para entregarla allí a la muerte. Será una
recompensa para quienes perdieron en Ilion a los
suyos.
Mas, ea, encamináos a la casa, siervos, y traedla sso
aquí arrastrándola de su criminal cabello. Cuando
vengan vientos favorables, la enviaremos a Grecia.

43 Se ha sospechado que estos versos son espúreos porque


un personaje que aparece en escena (salvo en Prólogo y Epí­
logo) no suele presentarse a sí mismo. En este caso, sin em­
bargo, está justificada la presentación, pues se trata de una
aparición totalmente inesperada; piénsese que los griegos —el
gran protagonista colectivo de la obra— están, salvo en este
caso, detrás de la acción, no en la acción.

TRAGEDIAS, TI. — 17
H éc u b a . — ¡Oh Zeus, soporte de la tierra y que sobre
885 la tierra tienes tu asiento, ser inescrutable, quienquiera
que tú seas — ya necesidad de la naturaleza o mente
de los hom bres44— . ¡A ti d irijo mis súplicas! Pues con­
duces todo lo m ortal conform e a justicia por caminos
silenciosos.
M e n e la o . — ¿Qué sucede? ¿Qué nuevas súplicas di­
riges a los dioses?
89o H é c u b a . — Te alabo, Menelao, si piensas matar a tu
esposa. Mas rehúye su mirada, no vaya a ser que te
venza el deseo. Ella arrebata las miradas de los hom­
bres, destruye las ciudades, pone fuego a las casas.
Tal es su poder seductor. Y o la conozco, y tú, y cuan­
tos han sufrido. ( Los soldados hacen salir a Helena
de la tienda.)
895 H e le n a . — Menelao, este comienzo es sin duda para
asustarme, pues en manos de tus siervos he sido sacada
por la fuerza delante de estas puertas. Sé que me
odias, mas con todo quiero hacerte una pregunta: ¿qué
900 habéis decidido los griegos y tú sobre m i vida?
M e n e la o . — N o tuviste que llegar al recuento exacto
de votos, pues todo el ejército, al cual ultrajaste, te
entregó a mí para que te matara.
H e le n a . — ¿Puedo, entonces, contestar a eso razo­
nando que, si muero, m oriré injustamente?
905 M e n e la o . — N o he venido con intención de hablar,
sino de matarte.
H éc u b a . — Escúchala, Menelao, que no muera pri­
vada de esto; pero concédeme también a m í la palabra
para enfrentarme a ella. De los males que ha causado
a Troya ninguno conoces bien, en cambio todo mi

44 Desde siempre se ha visto en esta fase una influencia


de la filosofía de D iógenes de A po lo n ia y A nax Agoras. Aquí Zeus
ya no es el dios de la religión popular, ni siquiera el garante
de justicia de H esI odo, S olón o E squilo . Es un dios filosófico
identificado con el É ter - Nous.
discurso — una vez ensamblado— causará su muerte
sin escapatoria posible.
M e n e la o . — Será un regalo de tiempo perdido, pero
si quiere hablar, tiene permiso. Se lo concedo en gra­
cia a tus palabras — para que ella lo sepa— , no por
darle gusto.
H e le n a . — Puede que no me contestes por conside­ 915
rarme enemiga — te parezca que hablo bien o mal— ,
pero yo voy a contestar a aquello de lo que me vas a
acusar con tus palabras, oponiendo a tus razones las
mías y mis acusaciones contra ti.
En prim er lugar, ésta fue quien engendró el origen
de los males cuando alum bró a París. Después nos 920
perdió a Troya y a mí el ainciano que no mató al niño
Alejandro bajo la form a de un tizón. Escucha ahora
lo que se ha seguido de aquí. Éste dirim ió el juicio de
las tres diosas: el regalo de Palas a Alejandro era con­ 925
quistar Grecia al frente de los frigios; Hera le prom etió
el dominio de los límites de Europa y Asia si Paris la
elegía, y Afrodita, ensalzando mi figura, le prom etió 930
entregarme si sobrepasaba a las diosas en belleza.
Escucha las razones de lo que pasó después: venció
C ipris45 a las diosas y en esto mi boda benefició a Gre­
cia: ni fue dominada por los bárbaros ni os sometisteis
a su lanza ni a su tiranía.
En cambio, lo que hizo feliz a Grecia me perdió a 935
mí, que fui vendida por mi belleza. Y se me insulta por
algo por lo que debíais coronar mi cabeza.
Dirás que no me estoy refiriendo a la cuestión
obvia: por qué escapé furtivam ente de tu casa. El dios
vengador que acompaña a ésta — llámalo Alejandro o
Paris, como quieras— , vino trayendo consigo a una
diosa nada insignificante. Y tú, el peor de los hom-

45 Afrodita.
bres, lo dejaste en tu propia casa, zarpando de Esparta
en tu nave hacia Creta.
945 Pero basta; a continuación voy a hacerme una pre­
gunta a m í misma, no a ti: ¿en qué estaba pensando
para abandonar m i casa y seguir a un extranjero trai­
cionando a mi patria y familia?
Castiga a la diosa, hazte más poderoso que Zeus,
950 quien tiene el poder sobre los demás dioses pero es
esclavo de aquélla. Y ten comprensión conmigo. En un
punto sí que tendrías un argumento razonable contra
mí: cuando Alejandro murió y descendió a las entra­
ñas de la tierra, debía yo haber abandonado el palacio
y marchado a las naves argivas ahora que ya no tenía
una boda dispuesta por los dioses.
955 Me apresuré a hacerlo y son mis testigos los guar­
dianes de las puertas y los vigías de las torres, quienes
más de una vez me sorprendieron tratando de hurtar
m i cuerpo desde las almenas hasta el suelo con cuer-
960 das. Pero un nuevo esposo, Deífobo, me arrebató y me
retenía como esposa con el consentimiento de los
frigios.
¿Cómo pues, esposo mío, va a ser justo que muera
a tus m anos46 yo, a quien uno desposó a la fuerza y
que, lejos de salir victoriosa, tuve que servir amarga­
mente en mi segunda casa? Si quieres ser superior a
965 los dioses, tal pretensión es insensata por tu parte.
C o r i f e o . — Reina, defiende a tus hijos y a tu patria
destruyendo la persuasión de ésta, puesto que, con ser
malvada, habla razonablemente. Y esto es terrible.
H é c u b a . — En prim er lugar, me pondré del lado de
970 las diosas y demostraré que ésta habla sin razón. N o
creo que Hera y la virgen Palas llegaran a tal punto de
insensatez como para que una vendiera Argos a los

** N o hay necesidad de postular con L enting — com o adm ite


M u r r ay — la existencia de una laguna tras el v. 961.
bárbaros y Palas esclavizara Atenas a los frigios, cuando
vinieron al Ida de broma y por coquetería. ¿Por qué
iba a tener Hera tantos deseos de aparentar belleza?
¿Acaso para conseguir un m arido m ejor que Zeus? Y
Atenea, ¿perseguía el amor de algún dios, ella que pidió 980
la virginidad a su padre por huir del m atrimonio? N o
trates de hacer de las diosas unas insensatas por ador­
nar tu maldad; no vas a persuadir a personas juiciosas.
Has dicho que Cipris — y esto sí que es ridículo—
marchó junto con mi hijo a cas2 de Menelao. ¿No 985
podría haberse quedado tranquilamente en el cielo y
transportarte a ti con todo A m id a s 47 hasta Ilión?
Si mi hijo era sobresaliente por su belleza, tu
mente al verlo se convirtió en Cipris; que a todas sus
insensateces dan los m ortales el nombre de Afrodita.
¡Con razón el nombre de las diosas comienza por «in ­ i)9 0
sensatez»! 4e.
Cuando lo contemplaste con ropajes extranjeros y
brillante de oro se desbocó tu mente. Y es que en
Argos te desenvolvías con pocas cosas, pero si aban­
donabas Esparta pensabas que inundarías con tus 995
gastos la ciudad de los frigios que manaba oro. ¡El
palacio de Menelao no era suficiente para que te inso­
lentaras con tus lujos!
Bien. Dices que mi hijo te llevó a la fuerza. ¿Quién
se enteró en Esparta? ¿Qué voces diste — y eso que el 1000
joven Cástor y su gemelo aún vivían y no estaban entre
los astros?
Cuando llegaste a Troya — los argivos siguiendo tus
pasos— y se trabó combate a lanza, si te anunciaban
las hazañas de Menelao lo elogiabas para que mi hijo

47 Centro importante durante la época «micénica» era, según


la tradición, la patria de Helena y de su padre Tindáreo.
48 Juego de palabras basado en la (falsa) etimología popu­
lar de Aphrodíte como aphros$né «insensatez».
sufriera por tener tan gran com petidor de su amor. Si
eran los troyanos quienes tenían éxito, éste ni existía.
Esto lo hacías poniendo los ojos en la fortuna; a
ésta querías seguir los pasos, mas no a la virtud.
10 10 ¿ Y luego dices que tratabas de hurtar tu cuerpo
con sogas, dejándote caer de las torres, porque no
querías permanecer aquí?
Entonces, ¿dónde te sorprendieron trenzando un
nudo o afilando una espada, como haría una mujer
noble que añora a su anterior esposo?
íois Y sin embargo, yo te reprendí más de una vez di­
ciendo: «H ija , sal de aquí, mis hijos casarán con otras;
te enviaré a ocultas hacia las naves aqueas; pon fin a
la lucha entre los griegos y nosotros.» Pero esto te
1020 resultaba amargo. Paseabas tu insolencia en el pala­
cio de Alejandro y exigías que los bárbaros se postra­
ran ante ti. Esto era grande para ti. Y después de esto
¿has salido con el cuerpo lleno de adornos y respiras
el mismo aire de tu esposo, tú, cuya cara habría que
1025 escupir? Debías venir pobre, con la túnica hecha jiro ­
nes, temblando de miedo, con la cabeza rapada como
un escita 49 y con más humildad que desvergüenza por
tus culpas pasadas.
Menelao — m ira dónde pongo fin a m i discurso— ,
1030 coloca una corona sobre la Hélade matando a ésta
com o se espera de ti, y establece esta ley para las demás
mujeres: que muera la que traicione a su esposo.
C o r i f e o . — Menelao, castiga a ésta com o merecen
tus antepasados y tu casa y borra de la H élade el re-
1035 proche de blando, tú que te has mostrado tan gallardo
con los enemigos.
M e n e l a o . — Estás de acuerdo conmigo al decir que
ésta salió voluntariamente de mi casa hacia un lecho

o Los escitas solían desollar la cabeza de sus enemigos


capturados y muertos en guerra (cf. Heródoto, IV 64).
extranjero. Y que Cipris se encuentra en sus palabras
por orgullo.
(A Helena.) Marcha con los que te van a apedrear
y paga con tu muerte, en corto tiempo, los dilatados icmo
sufrimientos de los aqueos para que aprendas a no
cubrirme de vergüenza.
H e l e n a . — (De rodillas.) No, te pido abrazada a tus
rodillas, no me atribuyas la locura que los dioses me
enviaron. N o me mates, perdóname.
H écuba. — (Tam bién de rodillas.) N o traiciones a
tus aliados a quienes ella mató. Te lo suplico por ellos 1045
y por sus hijos.
M e n e l a o . — Calla, anciana. N o tengo miramientos
con ella. V oy a decir a mis siervos que la acompañen
a las naves en que será enviada.
H éc u b a . — N o permitas que suba al mismo barco
que tú.
M e n e l a o . — ¿Qué sucede? ¿Es que pesa más que 1050
antes?50.
H écu ba . — N o hay amante que pierda el amor para
siempre, de cualquier form a que se manifieste el ta­
lante de su am ado51.
M e n e la o . — Será como deseas. N o ascenderá a la
misma nave que yo —no te falta razón en lo que di­
ces— . Y cuando llegue a Argos m orirá de mala ma- 10 5 5
ñera, como merece, y hará que todas las m ujeres sean
comedidas aunque esto no es fácil. Sin embargo, la

s° N o puedo evitar el pensar que se trata de una interpo­


lación —graciosa— de actor; sobre todo, aparte de la irrele-
vancia de tal pregunta (por más que Menelao aparezca a veces
como un imbécil), porque rompe la estructura de dos versos
por interlocutor, introduciendo inesperadamente un par de ver­
sos esticomíticos.
si Es evidente que el v. 1052 sigue perteneciendo a Hécuba.
De esta forma, si suprimimos el v. 1050 como interpolado,
queda una estructura más regular con tres versos para Me­
nelao (1046-1048) y tres para Hécuba (1049, 1051 y 1052).
muerte de ésta hará que teman su ligereza aunque sean
todavía peores. ( Menelao, Helena y la escolta salen p or
la izquierda.)

C oro.
Estrofa 1.a
10 60 ¡Así has entregado a los aqueos, Zeus, tu tem plo
de Ilió n , tu altar humeante, la llama del p é la n o S2, el
1065 hum o de la m irra que asciende hasta el éter, y la sa­
grada Pérgam o y los valles del Ida — ¡del Id a!— , cria­
dores de hiedra, regados p o r la nieve convertida en
10 7 0 ríos, lím ite tocado p rim e ro p o r el sol, divina morada
que resplandece toda.

Antístrofa 1*
Se acabaron tus sacrificios, y de los coros los santos
sonidos y en la oscuridad las fiestas nocturnas de los
1075 dioses, y las estatuas de o ro y madera, y de los frigios
las divinas lu n a s53, doce en total. Quiero, soberano,
quiero conocer si te percatas de ello al ascender a tu
trono celeste y al éter de esta ciudad desventurada
loso a la que ha destruido el ím petu abrasador del fuego.

Estrofa 2.a
Oh amado esposo m ío, tu cadáver anda errante
1085 sin tumba, sin agua lustral, y a m í la marina nave
al im pulso de sus alas me transportará a Argos, cria­
dora de caballos, donde m uros de piedra ciclópeos
hasta el cielo se elevan y una m uchedum bre de hijos
1090 a las puertas lloran colgados del cuello de sus madres.
Y gritan, y gritan: « Oh madre — ¡ay de m í!— , sola a
m í los aqueos me llevan lejos de tu vista sobre azul-

£ Ofrenda que podía ser sólida (un pastelillo de harina) o


líquida (puré a base de cebada y trigo).
53 Se refiere a las fiestas celebradas por los frigios cada
plenilunio.
oscura nave, con remos que se hunden en la mar, a
la sagrada Salamina o a la cum bre del Is tm o que do­
mina dos mares, donde la sede de P é lo p e 54 tiene su
entrada.

Antístrofa 2.a
¡Ojalá, cuando la nave de Menelao atraviese el cen­ 1100
tro del ponto, el fuego sagrado del rayo brillante, lan­
zado con ambas manos, caiga en m edio de los remos
a la hora en que me sacan llorando de m i tierra Ilió n 1105
— com o sierva de Grecia— y espejos de o ro — delicias
de las muchachas— están en manos de Helena, la
hija de Zeus!
¡Que nunca arribe a la tierra laconia, ni al tálamo 1110
de su hogar paterno ni a la ciudad de Pitaña y su diosa
de puertas de b ro n ce !55. Pues ha cobrado para la gran 1115
Hélade la vergüenza de un triste m atrim onio y sufri­
m ientos tristes para Jas corrientes del Simoeis. (Entra
Taltibio con el cadáver de Astianacte sobre el escudo
de Héctor.)
C o r if e o . — ¡Ay, ay! Nuevas calamidades para el
país se suceden sin cesar unas a otras. ¡M irad aquí, 1120
tristes esposas de los troyanos, a Astianacte m uerto,
amargo despojo arrojado de los m uros a quien traen
los dáñaos, sus asesinos!
T a l t i b i o . — Hécuba, sólo queda una nave que va a 1125
transportar hasta las costas de Ptía el restante botín
del h ijo de Aquiles.
Neoptólem o mismo ya ha zarpado luego de cono­
cer la nueva desgracia de Peleo: Acasto, h ijo de Pelias,
lo ha expulsado del país. Por ello se ha marchado rápi­
damente, sin ceder a sus deseos de quedarse, y con él

54 El Peloponeso.
3 Atenea tenía en Pitaña, barrio de Esparta, un templo de
bronce (cf. Helena 228, donde esta diosa recibe el epíteto de
chalkioikos «la del templo de bronce»).
iba Andrómaca. Me ha excitado el llanto cuando salía
del país llorando a su patria y despidiéndose de la
tumba de Héctor. Pidió a Neoptólem o que enterrara
113 5 este cadáver del hijo de Héctor que murió despeñado
desde la muralla.
En cuanto a este escudo de bronce, terror de los
aqueos, con que el padre de éste rodeaba su pecho,
pidió que no se lo llevara al hogar de Peleo ni al tá-
ii40 lam o en que Andrómaca, madre de este cadáver, será
desposada — ¡sería doloroso contem plarlo!— , sino que
lo entierren en él en vez de en caja de cedro y cerco
de piedra. Que lo pongas en tus brazos a fin de adornar
su cadáver con túnica y coronas (si es que tienes fuer-
U45 zas — ¡tales son tus males!— ), ya que ella ha partido
y la prisa de su dueño la ha privado de enterrar a su
hijo.
Nosotros, entonces, cuando hayas am ortajado el
cadáver, pondremos tierra sobre él y zarparemos,
u so Realiza con presteza lo que se te ha ordenado. Y o
te he librado ya de un trabajo: cuando atravesaba la
corriente del Escamandro, lavé su cadáver y lim pié sus
heridas.
Conque marcho a cavar su tumba a fin de que
ii55 aunemos m i trabajo y el tuyo y podamos poner proa
hacia m i patria. ( Sale p o r la derecha.)
H é c u b a . — Depositad en tierra el bien torneado es­
cudo de H éctor, visión dolorosa y nada agradable para
mis ojos.
Oh aqueos, vosotros que tenéis más valor por la
lanza que por la razón, ¿qué temíais de este niño
i i 60 para ejecutar una muerte tan incomprensible? ¿Acaso
que volviera a poner en pie a Troya caída? Nada érais
entonces, si, cuando H éctor y otros mil tenían éxito en
el combate, nos veíamos perdidos y en cambio, ahora
que la ciudad ha sido tomada y destruidos los frigios,
tenéis m iedo de un niño tan pequeño. N o alabo el
miedo de quien teme sin reflexionar.
H ijo querido, ¡qué desdichada muerte te ha sobre­
venido! Si hubieras sucumbido por tu ciudad, una vez
alcanzados juventud, m atrim onio y poder, habrías sido 1170
dichoso — si es que algo de esto hace feliz. Sin em­
bargo, tu espíritu no recuerda haberlos visto ni cono­
cido y no ha gozado de nada, aunque lo tenía en casa.
¡Desdichado, qué tristemente han segado tu cabeza los
muros de tu patria, las torres fabricadas por Loxias!
Cómo la cuidaba tu m adre y besaba tus bucles de los 1175
que ahora sale riendo la sangre entre las grietas de
los huesos — por no decir nada in d ign o56— .
¡Oh manos, dulce imagen de las de tu padre, que
ahora estáis ante mí con las articulaciones rotas!
¡Oh querida boca que a menudo dejabas escapar 1180
palabras jactanciosas, estás perdida! Me mentiste
cuando, echándote sobre m i cama, decías: «M adre, me
cortaré por ti un largo bucle de mi pelo y conduciré
hasta tu tumba los grupos de mis compañeros para
darte una amable despedida.» Pero soy yo, una an­ 1185
ciana sin ciudad y sin hijos, quien entierro tu triste
cadáver de joven; no tú a mí. ¡Ay de mí! En vano
fueron mis muchos abrazos, mis cuidados, mis sueños
de entonces.
¿Qué podría escribir un poeta sobre tu tumba? «A 1190
este niño lo mataron un día los aqueos por tem or.»
¡Vergonzoso epigrama para Grecia!
Con todo, aunque no heredes los bienes de tu pa­
dre, tendrás su escudo de bronce donde recibir se­
pultura.
¡Oh escudo que protegías el hermoso brazo de
Héctor, has perdido a tu más excelente protector!

» Según el escoliasta, la reticencia de Hécuba se debe a


que sería indigno mencionar el cerebro saliendo por las aber­
turas del cráneo (!).
¡Qué agradable es la impronta de su brazo que per­
manece en tu correa! ¡Qué agradable su sudor en el
bien torneado cerco del escudo, que tantas veces puso
Héctor, apoyándolo contra su m ejilla, cuando sopor­
taba los esfuerzos de la guerra!
1200 Traed, traed de lo que tenemos una m ortaja para
el pobre cadáver. Dios no nos concede oportunidad
de em bellecerlo, pero de lo que poseo, tomad adornos.
Estúpido es el mortal que se alegra creyendo que
1205 tiene éxito. La fortuna con sus caprichos — como un
demente— salta de un lado a otro. Nunca tiene suerte
el m ism o hombre.
C o r i f e o . — S í, ya te traen estas mujeres, para que
se los pongas al cadáver, los adornos que tienen a
mano de los despojos frigios.
H écuba. — H ijo, la madre de tu padre te pone estos
12 10 adornos, no porque hayas vencido a los de tu edad en
competiciones a caballo o con armas, costumbres caras
a los frigios, aunque no las persigan en exceso. Un día
fueron tuyos, mas ahora te los ha arrebatado Helena,
12 15 la aborrecida de los dioses. Además ha puesto fin a tu
vida y arruinado tu casa toda.
C o r o . — ¡Oh, oh! M i corazón has tocado, has to­
cado. ¡Ah, el poderoso monarca de m i ciudad que un
día debías haber sido!
12 2 0 H écu ba. — Y o sujeto a tu cuerpo la adornada túnica
frigia que debías haber llevado en tu boda, cuando des­
posaras a la m ejor de las mujeres de Asia.
Y tú que un día fuiste victoriosa madre de m il tro­
feos, querida rodela de Héctor, sírvele de corona.
Vas a m orir — aunque nunca murieras— con el
muerto. Pues eres más digna de recibir honores que
1225 las armas del astuto y malvado Odiseo.
C o r o . — ¡Ay, ay!, la tierra te acogerá...
H écu ba. — ... com o a un d olor amargo, h ijo m ío!
C o r o . — ¡Laméntate, madre!
HÉCUBA. — ¡Ay, ay!
C oro. — ¡L lora p o r tus m uertos!
H écuba. — ¡Ay de m í!
C oro. — ¡Ay de m í! ¡Qué males sufres tan impla­
cables!
H éc u b a . — Con vendas cuidaré tus heridas yo, pa­
ciente médico de nombre, que no de hecho. Tu padre
se cuidará del resto entre los muertos.
C o r o . — Araña, araña tu cabeza a golpes de mano. 1235
¡Ay, ay de m í!
H éc u b a . — Queridas m ujeres...
C o r o . — Hécuba, habla a las tuyas, ¿qué vas a decir?
H éc u b a . — Está claro que para los dioses nada 1240
había sino mis dolores y Troya, odiada por encima de
todas las ciudades.
En vano les hicimos sacrificios. Pero si un dios no
hubiera revuelto lo de arriba poniéndolo al revés, bajo
la tierra, seriamos desconocidos y no estaríamos en
boca de los cantores ofreciendo tema de canto a las 1245
Musas de los hombres venideros. Marchad, enterrad
el cadáver en su desdichada tumba. Ya tiene todos los
adornos que necesitan los muertos. Creo que a ellos
les im porta bien poco el obtener unos funerales mag- 1250
nificentes. Esto es vana gloria de los vivos.
C o r o . — ¡Ay, ay! ¡Pobre madre, que ha perdido en
ti las mayores esperanzas de su vida! ¡Cuántos para­
bienes recibiste por nacer de nobles padres, v con qué 1255
terrible m uerte has perecido!
¡Eh, ah! ¿Qué manos son ésas que veo en las cum ­
bres de Ilio n agitando antorchas? Alguna nueva des­
gracia va a sumarse a Troya.
T a l t i b i o . — Hablo a los capitanes que tienen orden
de poner fuego a la ciudad de Príamo: no retengáis
inactiva en vuestras manos la llama, prended fuego a
fin de destruir por com pleto la ciudad de Ilión y poner
proa gustosamente a casa desde Troya.
1265 Y vosotras, hijas de los troyanos (para que mi pa­
labra tenga dobles órdenes), cuando los jefes del ejér­
cito hagan sonar la trompeta, poneos en marcha hacia
las naves aqueas para ser llevados lejos de esta tierra.
1270 Y tú, anciana desgraciada, sígueme. Éstos han venido
a buscarte de parte de Odiseo, a quien la suerte te ha
enviado como esclava lejos de tu patria.
H écu ba. — ¡Ay, desgraciada de mil Esto es lo úl­
timo, el lim ite de todos mis males. Salgo de m i patria,
1275 mi ciudad arde. Oh anciano pie, apresúrate aun con
trabajo, que voy a despedirme de esta desdichada
ciudad.
Oh Troya, que en otro tiem po respirabas altanera
entre los bárbaros, tu ilustre nombre va a borrarse en
seguida. Te están quemando y a nosotras nos sacan de
1280 esta tierra com o esclavas.
¡Oh, dioses! Mas ¿a qué llamo a los dioses si antes
no m e escucharon cuando los invoqué?
Ea, voy a saltar a la hoguera, pues será lo más her­
m oso para m í m orir ardiendo junto con mi patria.
T a l t i b i o . — Desgraciada, tus males te han enloque-
1285 cido. Vamos, lleváosla, no hagáis caso. Tenéis que po­
nerla en manos de Odiseo y acompañarla como botín
de guerra.
H écu ba. — ¡Ay, ay, huy, huy! H ijo de Cronos, sobe-
1290 rano frigio, progen itor nuestro, ¿has visto estos sufri­
m ientos, indignos de la estirpe de Dárdano?
C o r o . — Los ha visto; y la gran ciudad ya no es
ciudad; ha sucumbido. Ya no existe Troya.
1295 H écu ba. — ¡Ay, ay, huy, huy! Ilio n resplandece, los
techos de los palacios arden con fuego y la ciudad y
lo alto de los muros.
C o r o . — Com o una humareda que se eleva al cielo,
1300 se consume la tierra caída p o r lanza. E l fuego recorre
los palacios con furia, y la lanza enemiga.
H écuba. — ¡Ay, tierra nodriza de mis hijos!
C o r o . — ¡Eh, eh!
H écuba. — H ijos, escuchad, atended a la voz de
vuestra madre.
C o r o . — Con lamentos llamas a quienes m urieron...
H écuba. — ...p on ien d o en tierra mis viejos m iem- 130 5
bros y golpeando con doble mano el suelo.
C o r o . — E n seguim iento tuyo pongo rodilla en
tierra evocando a los m íos desde abajo, a mis pobres
maridos.
H écuba. — M e arrastran, me llevan... 1310
C o r o . — ¡Gritas tu dolor, tu d olor!
H écuba. — ... bajo los techos de m i palacio com o
esclava...
C o r o . — ...le jo s de m i patria.
H écuba. — ¡Ay! ¡Ay Príam o, Príam o m uerto sin
tumba, sin amigos! Eres ignorante de m i ruina.
C o r o . — Tus ojos cu b rió negra la m uerte piadosa 1315
con im pío degüello 57.
H écuba. — ¡Ay, palacios de los dioses y amada
ciudad!
C o r o . — ¡Eh, eh!
H écuba. — ¡Llama asesina te abraza y puntas de
lanza!
C o r o . — P ro n to os derrum baréis sin nom bre en ¡a
tierra querida.
H écuba. — P olvo y hum o elevándose al cielo me 13 2 0
quitarán la vista de mis palacios.
C o r o . — E l nom bre de esta tierra marcha a la os­
curidad. Cada cosa se ha ido p o r un lado y ya no existe
más la infortunada Troya.

57 Oxímoron (o paradoja) explicado por W i l a m o w i t z en el


sentido de que el asesinato de Príamo en sí es impío; su
muerte, según él, es piadosa en cuanto que se acogió al altar
de Zeus y no vio la muerte de su familia.
1325 H éc u b a . — ¿Lo captáis, lo oís?
C o r o . — Sí, el ruido de los palacios.
H é c u b a . — Terrem otos, terrem otos re co rre n ...
C o r o . — ... toda la ciudad.
H é c u b a . — ¡Ay, tem blorosos m ie m b ros míos, con-
1330 ducid m is pasos! Marchad, míseros, al día de m i escla­
vitud de p o r vida.
C o r o . — ¡Ay, pobre ciudad! Con to d o ... adelanta tu
pie hacia las naves aqueas.
ELECTRA

TRAGEDIAS, I I . — 18
1. Escrita hacia el año 413 a. C., la E lectra de
Eurípides dramatiza la venganza de los hijos de Aga­
menón sobre su madre Clitemnestra y sobre el amante
de ésta y usurpador del trono, Egisto. Acerca de sus
diferencias, tanto en el m ito como en la concepción
dramática, con las tragedias de los otros grandes trá­
gicos sobre el mismo tema, y de sus características li­
terarias trataremos luego. Veamos en prim er lugar su
estructura:

2. El drama consta de cuatro episodios, más Prólogo y


Éxodo.
El P ró lo go (1-214) es uno de los más complicados formal­
mente y muy similar al de Troyanas. Se inicia con la resis de
un campesino, esposo de Electra, el cual nos informa suma­
riamente, como siempre, sobre la situación, arrancando desde
el inicio de la guerra de Troya, y cuenta la historia de los dos
hermanos subsiguiente a la muerte de Agamenón, haciendo es­
pecial hincapié en la situación lamentable de Electra: arrojada
de su casa y casada a la fuerza con un campesino para impedir
que tenga hijos nobles que venguen a Agamenón; viviendo en
la miseria.
Tras estas palabras aparece Electra, que inicia una breve
resis en la que lamenta su suerte, no mencionando siquiera la
muerte de su padre. Veremos a lo largo de la obra que se
insiste mucho más en la situación actual de los protagonistas
que en la muerte del padre, que aparece relegado a un segundo
término. La venganza queda así desprovista del ambiente y mo­
tivos religiosos tan predominantes en Esquilo.
A c a b a d a la resis, e n t a b l a u n c o r t o diálogo c o n e l c a m p e s in o
q u e p r o f u n d iz a a ú n m á s e n e s t e a s p e c t o n e g a tiv o d e s u s it u a ­
c ió n ( t i e n e q u e h a c e r in c lu s o la s ta r e a s d o m é s tic a s ).

Cuando salen ambos esposos (Electra por agua y el labrador


a su trabajo) entra Orestes dialogando con Pílades aunque, como
es habitual, sólo oímos al primero. Por sus palabras nos ente­
ramos de que se encuentran en las fronteras de Argos y pretende
vengar a su padre con la ayuda de su hermana. También per­
cibimos su miedo: no quiere pasar por si le descubren y prefiere
ocultarse tras unos arbustos en espera de que pase alguien que
le informe sobre el paradero de su hermana.
Aparece Electra de vuelta del río y los dos amigos corren
a su escondrijo. Allí van a escuchar una monodia lírica de
Electra, con lo que Orestes reconoce ya a su hermana, aunque
él no se dará a conocer hasta mucho más tarde. Es una monodia
estrófica en cuyas primera estrofa y antístrofa se queja de su
suerte y la de su hermano. La segunda estrofa y antístrofa es
un treno que acompaña a una libación por Agamenón. Acabada
ésta, entra el Coro de muchachas argivas invitando a Electra
a participar de la fiesta de Hera que se celebra en Argos. No
canta una párodos normal, sino un canto lírico alternado con
Electra, cuya función es profundizar líricamente aún más en la
situación de que arranca el drama (soledad y dolor de la pro­
tagonista, abandono por parte de los dioses, etc.).
El P r i m e r e p is o d io (215-431) abarca el primer encuentro
entre Electra y Orestes (sin que aquélla reconozca la identidad
de éste). Electra queda en escena y descubre a los forasteros;
se inicia un rápido diálogo en esticomitía (Orestes, haciéndose
pasar por un amigo) en que se informan mutuamente sobre
su situación. Ahora se entera Orestes también de la perfidia
de Clitemnestra y Egisto; Electra oye que su hermano vive
exiliado; que desea volver a Argos, aunque necesita la colabo­
ración de su hermana, que ésta promete con presteza. El
diálogo acaba con una larga resis de Electra en que de nuevo
se queja de su propio estado y del abandono de la tumba de
Agamenón (esto siempre en segundo lugar), cerrándolo con una
llamada a la nobleza de Orestes para que vengue a su padre.
E l episodio termina con un diálogo entre Electra, Ores tes y
el labrador, cuya presencia en escena (viene casualmente del
campo) tiene como fin único el que puedan enviarlo a buscar
a un anciano esclavo (que será pieza básica en la anagnórisis);
pero que de hecho ofrece a Eurípides la oportunidad de exten­
derse por boca de Orestes, al comprobar la nobleza del la­
brador, en consideraciones sobre la nobleza auténtica y la apa­
rente.
A continuación, y mientras marcha el labrador en busca del
anciano sirviente, canta el Coro su P r i m e r g s t á s im o (432486),
que cubre este espacio de tiempo. El tema de su canto es la
descripción de las armas de Aquiles; tema un tanto sorpren­
dente por su alejamiento aparente de lo que ocurre en escena,
pero que evita lo que resultaría ya una insistencia excesiva en
el tema de Electra y después de todo se relaciona con la
guerra de Troya, causa última de la tragedia de los Atridas.
Con un diálogo entre Electra y el Anciano se inicia el
(487-698). A través de este diálogo, lleno de
S bgundo e p is o d io
fina ironía y paródico de las anagnórisis de Esquilo y Sófocles,
nos enteramos que alguien ha visitado la tumba de Agamenón.
El Anciano barrunta que es Orestes y trata de provocar una
anagnórisis a través de las pruebas tradicionales (pelo, huellas,
ropa). Pero el verdadero reconocimiento se producirá en seguida
en un diálogo esticomítico triangular entre Orestes-Electra-
Anciano (será éste quien descubra la identidad de Orestes por
una cicatriz), tras el cual se inicia, entre ambos hermanos, un
epirrema en que Electra canta y Orestes recita.
Luego del epirrema se reanuda el diálogo esticomítico: Ores-
tes se muestra muy indeciso (se siente su miedo, pregunta con­
tinuamente por los aliados que pueda tener y pide que le
acompañen), pero entre Electra y el Anciano preparan una estra­
tagema para matar primero a Egisto y luego a Clitemnestra:
cuando venía el Anciano, vio a Egisto en el campo disponién­
dose a realizar un sacrificio a las Ninfas. Orestes se acercará,
Egisto le invitará a la fiesta y allí tendrá ocasión de matarlo.
En cuanto a Clitemnestra, el Anciano irá a comunicarle que
Electra ha dado a luz. Si aquélla pasa por la choza del campe­
sino antes de ir a reunirse con Egisto, estará perdida.
El diálogo termina con una invocación en ayuda a Zeus fa­
miliar, a Hera, a su padre y a la tierra.
El S egundo e st á sim o (699-746) cubre el espacio de tiempo en
que Orestes mata a Egisto. El tema es la historia del cordero
de oro, inicio de las diferencias entre los miembros de la fa­
milia de los Pelópidas (Atreo, padre de Agamenón, y Tiestes,
padre de Egisto). Aunque parece alejado del drama, tiene una
relación muy sutil con él, pues de hecho compara el adulterio
de la mujer de Atreo (y sus funestas consecuencias: alteración
del curso del cosmos) con el de la mujer de Agamenón (y sus
funestas consecuencias: la alteración del orden m o ra l)*.
El T er c e r episodio (747-858) lo ocupa casi por completo la
escena del mensajero que trae noticias sobre la muerte de Egis­
to. Pero la precede un diálogo entre Corifeo y Electra, en que
la angustia de ésta por conocer el resultado marca un tiempo
de espera que resulta dramáticamente muy eñcaz.
Todo ha salido bien. Orestes ha aprovechado el momento en
que Egisto se inclinaba de espaldas para observar, durante el
sacrificio, las entrañas de las víctimas, y le ha asestado un
golpe mortal.
El T er c e r e st á sim o (859-879) se presenta no bajo la forma
de un canto lírico ordinario, sino como epirrema entre Electra
y el Coro. Es un canto de triunfo en que el Coro invita por
segunda vez a Electra a vestirse de fiesta y danzar. Ahora sí
que acepta.
El C uarto episo d io (880-1146) consta de dos escenas. La pri­
mera, entre Orestes y Electra, tiene como centro una larga
resis de la última que, dado el contexto en que está inserta
(ante el cadáver de Egisto), es formalmente una oración fúne­
bre, aunque de hecho contiene lo opuesto a un elogio del
muerto: es una serie de improperios que Electra no se atrevió
a dirigir a Egisto cuando éste vivía y que ahora lanza con gran
apasionamiento (lo que no impide que aquí y allá intercale re­
flexiones sobre el matrimonio de plebeyo con mujer noble o de
la valía de un marido).
Luego de esta resis se entabla un diálogo esticomítico entre
ambos hermanos, en que se revela la indecisión de Orestes y

J Cf. J. R. M u lr y n e , «Poetic structures in the Electra of


Eurípides», LCM I I (1977), 31-38.
el odio de Electra por Clitemnestra y la seguridad y fortaleza
de sus deseos matricidas.
A c a b a d o este diálogo entra p o m p o s a m e n te Clitemnestra e n un
l u jo s o carro, rodeada de esclavas troyanas conquistadas por
A g a m e n ó n . A sí se inicia la segunda escena de este episodio, que
está constituido por un agón entre madre e hija. El centro del
agón lo constituyen d o s largos discursos en que Clitemnestra
justifica la muerte de Agamenón y Electra contesta atacando
su ligereza y su lascivia; acusándola del exilio de Orestes y del
su y o propio, al que califica de «muerte en vida»; llevando hasta
el final la lógica de Clitemnestra; si tu mataste a A g a m e n ó n ,
justo es que nosotros te matemos a ti.
C lite m n e s t r a e n t r a engañada en la c h o z a de Electra ¡para
realizar un sacrificio de natalicio!, y cuando el Coro ha acabado
de cantar el C u a rto e s t á s im o (886-1146), c o m e n t a n d o e l c r i m e n
de A g a m e n ó n , se oyen los gritos de muerte de Clitemnestra.
Luego el eccíclem a2 expone ambos cadáveres y se inicia el
éxodo (1172-1358) con un kommós alternando entre Orestes,
Electra y Coro. Los tres lamentan el crimen y, mientras Orestes
y Electra recuerdan en su canto con horror el acto del crimen,
el Coro intenta trascender la inmediatez del mismo aludiendo
a la justicia restaurada. Sólo falta atar los cabos, y para ello
aparecen los Dióscuros que, en una larga resis, nos informan
sobre lo que espera a Orestes (fuga, expiación y juicio), el
matrimonio de Electra con Pílades y el entierro de los dos
cadáveres.
La obra termina con un diálogo lírico de despedida entre
Orestes y Electra, con breves intervenciones de Cástor.

3. Es sabido que los tres grandes trágicos ate­


nienses dramatizan el mismo tema en sendas obras
(Esquilo en Coéforas, Sófocles y Eurípides en sus res­
pectivas E lectra s) y que las diferencias entre los tres
autores son notables tanto en el tratamiento del mito,
como en la estructura dramática, como sobre todo en

2 Máquina giratoria usada en el teatro para exponer sobre


el escenario algo que estaba en el interior.
la idea trágica que las inform a; siendo este últim
punto, desde luego, el determinante de los otros dos.
La prim era gran diferencia que cabe establecer
entre ellos es que Esquilo trató el tema del m atricidio
en la obra central de su trilogía la Orestía; lo cual
pone de manifiesto que para él constituye un momento
más en la concepción global de la trilogía, mientras
que tanto para Sófocles como para Eurípides es el
único tema. E l mismo título es indicativo de que para
el prim ero la figura central no es Electra, mientras
que sí lo es para los otros dos.
E l fin que persigue Esquilo es presentam os dialéc­
ticamente, a lo largo de la trilogía, la dinámica de la
«vendetta», enraizada en la sociedad tribal, y su supe­
ración mediante la justicia garantizada en el plano di­
vino por Zeus y por una nueva estructura social basada
en el Derecho y los tribunales3. Su intención es, por
tanto, básicamente moral. El m atricidio es para él una
fase transitoria en la lucha por el establecim iento de
la justicia. De aquí que su obra esté traspasada por un
sentimiento ético-religioso trascendentalista que se re­
fle ja en la misma estructura de la obra: el rito fune­
rario alrededor de la tumba, el sueño de Clitemnestra,
las numerosas oraciones a los dioses y a Agamenón,
etcétera. En cambio sus caracteres no poseen la riqueza
de los de Sófocles o Eurípides porque son meros
portadores de esta idea.
Entre Sófocles y Eurípides hay aparentemente ma­
yor convergencia, pero un análisis detenido nos llevará
a ver diferencias aún mayores.
En Sófocles, desde luego, el centro de la obra lo
constituye Electra; pero el interés no se centra en el

3 En el plano divino se plantea la superación de la oposi­


ción entre las Erinis, divinidades arcaicas protectoras de la
sociedad tribal, y Zeus, Apolo, Atenea, etc., nuevas divinidades
protectoras de la nueva sociedad basada en la justicia.
matricidio, como demuestra el que el clímax no lo cons­
tituye la muerte de Clitemnestra, sino la de Egisto; ni
se plantea un problem a propiam ente m oral: el m atri­
cidio no es una etapa en la consecución de la autén­
tica justicia, como en Esquilo. Tam poco es, sin em­
bargo, contra lo que se suele mantener, una obra en
la que lo principal es el estudio del carácter de Electra.
Creo que es K it t o 4 quien ha entendido m ejor este
drama de Sófocles. Según este crítico, lo que plantea
el dramaturgo es la dinámica de dlké, pero entendiendo
por díké no la justicia m oralizadora de Esquilo, sino
el equilibrio, el orden normal de las cosas. Es un con­
cepto más cercano al de la filosofía jonia, un concepto
amoral de díkg que presupone una identificación del
mundo físico y el humano.
De aquí se siguen una serie de divergencias — con
respecto a Esquilo y Eurípides— tanto en lo que se
refiere al tema como al carácter de los protagonistas:
así el que Apolo no ordene la muerte de Clitemnestra
para que el m atricidio aiparezca como un acto natural;
que nunca se censure ell m atricidio com o un acto per­
verso; que los protagonistas actúen con la frialdad
propia del ejecutor de un crimen necesario, etc.
Eurípides, aparentemente más cercano a Sófocles
por hacer de Electra el centro del drama, de hecho está
más cerca de Esquilo en el sentido de que lo que
plantea su obra es también un problem a moral. Pero
está muy lejos de uno y otro, hasta el punto de que
su obra resulta una auténtica recreación del tema y
no se puede adm itir que sea un m ero intento de
criticar o de ridiculizar el tratamiento que de él hi­
cieron sus predecesores, como han sugerido algunos
críticos5.

4 Cap. V, págs. 131 y sigs.


5 Aunque de hecho haiya, circunstancialmente, ironía con
respecto a algunos puntos y se introduzcan detalles más realis-
Tam poco se puede admitir, sin más, la opinión
K it t o 6 en el sentido de que se trata sencillamente de
un melodrama. Según él sería inútil buscar una id@t,
trágica, dado que lo que pretende Eurípides es mas»
tener el interés del espectador con efectos d ra m á tica
porque «sobre el aspecto moral de la venganza no tenía
nada nuevo que d e c ir »7.
Es evidente que para «d e c ir» algo nuevo sobre este
tema bastaba con hacer precisamente lo que hace Eurí­
pides, esto es, suprimir la importancia del elemento
divino, fundamental en sus predecesores, y humanizar
el drama: esto le ha llevado a su vez a dotarle de de­
talles más realistas y en definitiva de una m ayor vero­
similitud, haciendo a los personajes más cercanos a
nosotros. En efecto, la E lectra de Eurípides es un
drama fam iliar, pero no un drama burgués, lo que le
quitaría su carácter de universalidad y, en definitiva,
de tragedia clásica.
De esta form a Eurípides se vio forzado a innovar
el mito, tanto en determinados detalles como en el
carácter de sus personajes principales.
En cuanto al mito, se suprimen los elementos más
conspicuamente religiosos: los mismos personajes du­
dan que Apolo haya dado la orden; ya no hay rito
funerario en la tumba de Agamenón; no hay sueño
de Clitemnestra. Y se plantean situaciones más realis­
tas: aquí Electra no está en el palacio, como la en­
contramos en Esquilo y Sófocles, sino casada con un
campesino para que sus hijos, si los tiene, no sean
válidos vengadores de Agamenón, dada su baja estirpe;

tas; así el que Orestes no entre en Micenas (o Argos); el re­


chazo de los objetos de las anagnórisis, etc.
* Cap. X II, págs. 330 y sigs.
7 En realidad el análisis de K it t o sobre diferentes aspectos
de la Electra de E u r íp id e s es uno de los más inteligentes que
se han escrito, pero la tesis general es difícil de admitir.
Orestes no entra en Argos para matar allí a Clitem­
nestra y Egisto, sino que el autor los hace salir a ellos
fuera de la ciudad, lo cual es, sin duda, más verosímil,
etcétera.
En cuanto a los personajes, la riqueza de sus carac­
teres es mayor que en Esquilo y aun que en Sófocles,
si bien en el de Electra carga demasiado las tintas: es
demasiado malvada para que el espectador pueda iden­
tificarse con ella.
Como Apolo ya no es el m otor supremo de la acción
(el mismo Orestes duda que pueda haber salido de
este dios tal orden), Eurípides tiene que resaltar el
lado humano de sus motivaciones; de aquí la insisten­
cia hasta la saciedad en la situación lamentable e in­
justa en que se encuentran: Orestes desposeído de su
reino, Electra vejada y entregada en m atrim onio a un
campesino. También por la misma razón se contrasta
de una manera mucho más realista que en Esquilo o
Sófocles la opulencia y felicidad de Egisto y Clitem­
nestra con la pobreza de los dos hermanos, especial­
mente en la escena del agón entre Electra y Clitem­
nestra.
Pero si Eurípides ha cargado las tintas hasta la
exageración en el personaje de Electra, haciendo de ella
una m ujer amargada e incluso malvada, en el de Ores-
tes ha creado un carácter magistral. Este Orestes no
es el ejecutor firme de la orden de Apolo que se nos
muestra en Esquilo y Sófocles, sino el adolescente
irresoluto y desconfiado: no entra en Argos; busca
continuamente apoyo y guía; no se da a conocer a Elec­
tra ni aún después de saber que el Coro le es fiel;
está dispuesto a huir en cualquier momento. Es incluso
histérico — como se ve en el kom m ós que sigue a la
muerte de Clitemnestra— y cobarde: mata a Egisto
por la espalda, necesita de la ayuda m aterial de Elec­
tra para matar a su madre.
En fin, se puede afirm ar que la E lectra de Eurlpi<jfg
es una de sus obras más logradas, tanto en lo que
refiere a la estructura, com o se ve en el equilibrio ^
tre sus dos partes (reconocim iento - anagnórisis y e s tr »
tagema - mechánema) 8, como en el dibujo de caracte­
res. El que los de Orestes y — sobre todo— Electrg
estén un poco recargados no debe hacem os pensar
que se trata de un melodrama de buenos y malos. _
Hay tragedia, hay sufrim iento de unos seres muy
humanos que se debaten entre el odio, el crimen y
los remordimientos. Y el espectador sale con el senti­
m iento de que el m atricidio es un crim en repugnante
y que si es un dios el que lo ha ordenado, este dios es
igualmente repugnante.

V ARIAN TES TEXTUALES

Texto adoptado Texto de Murray

193 xpúoEá te. x á p io i X pú o eá te — )(o tp (aai —


357 oBtcoov oúkoC v
383 oí> (ií| á4>povi1|OE6' oú QpovéoeO’
448 iiaTEÓoat KÓpov KÓpaq |láT£UO’ t
538 (xóXoi ^íoXóv
546 ¿Kctpocx*, ti t íío 6e okoho &í té. t . ok. Xaf}¿>v xS-í
XaGcbv xSovóq
568 gé&oiKa 6 í6 o p K a
649 tófie 56c
711 $áoiiaTa tS cIn oaat. X °P °l <|>. t6el|i(rrcr... x- 6 ’ ’A.t
6 ’ ’ ATpeiSáv
719 xpuo¿a<; dpvóc;. s ita 6 óXoi X- ocpvó? éitíXoyoi
863 06 rá v tKpctooca Tot^t

8 Cf. S o lmsen , «Eurípides Ion im Vergleich mit anderen


Tragódien», Hermes L X IX (1934), 390-419.
Texto adoptado Texto de Murray

878 6 ikoc(<»<; to ú <; dSÍK oix; 6 i k o roó<; S' ¿Síkcoc;


899 6oOXo<;, ndcpoiBe S eohóttjí;
kekXtih¿vo<; sin corchetes
929 KEÍvri t£ rf|v o ífv K al oó tK. T. T. O. K. o. T. KOt-
ToÓKelvrit; KaXóv KÓvt
1058 dcp’ o5v tdEpat
1093 \ ix e ’ XáXB'
1263 Ek y e toó 0 e o í <; tÉK TE Toot 0£OÍ<;
...e l campesino [ordena?] entrar a los hombres
para que participen de una hospitalidad [ . . . ] pobre
pero generosa (? ) y él mismo se retira luego a disponer
con diligencia el alimento. Como se enterara de lo
sucedido el vie jo que [salvó?...] a Orestes, llegó con
presentes para Electra, regalos que hace la tierra gra­
tuitamente para los que trabajan en el campo. Cuando
hubo visto a Orestes y reconocido una señal en su piel,
descubrió a Orestes ante su hermana. Éste no estaba
dispuesto... pero aceptó...
L abrad o r de Micenas.
E lectra.
Or e s t e s .
P íl a d e s .
V ie j o esclavo .
S ie r v o de Orestes.
C l it e m n e s t r a .
D io s c u r o s .
C o r o de mujeres de Micenas.

Escena: Junto a la frontera de Argos, ante la casa


de un labrador.
L a b r a d o r . — Oh antigua llanu ra1 de mi tierra y
corriente del ínaco, de donde un día el soberano Aga­
menón navegó hacia Troya con mil naves para levan­
tar guerra. Mató a Príamo, soberano de Ilion, destruyó
la ilustre ciudad de Dárdano, regresó a Argos y erigió
en los elevados templos numerosos despojos de gue­
rreros bárbaros.
A llí fue afortunado, en cambio en casa murió a
traición a manos de su esposa Clitemnestra y de Egis­
to, el hijo de T iestes2.
Conque al m orir d ejó el antiguo cetro de Tántalo 3
y Egisto se convirtió en rey del país quedándose con
la esposa de aquél, con la hija de Tindáreo.
A los hijos que dejó en casa cuando partió navegan­
do hacia Troya... — un varón, Orestes, y una hembra,
Electra— a Orestes lo arrebató a ocultas el viejo ayo
de su madre cuando iba a m orir a manos de Egisto y
se lo entregó a E strofio4 para que lo criara en el país

1 Gr. drgos. Otros editores lo escriben con mayúscula,


aunque hacen la salvedad de que no se refiere a la ciudad,
sino a la región. Cf. Sc h ia s s i , pág. 37.
2 Aqui se reparte la responsabilidad del crimen entre Cli­
temnestra y Egisto, aunque más adelante (v. 1046) se considera
Clitemnestra a sí misma la principal culpable (como sucede en
E souilo ). En H omero a veces (Odisea I I I 193) es Egisto el
asesino exclusivamente.
3 H ijo de Zeus y padre de Pélope. La estirpe de éstos reci­
ben el nombre de Tantálidas y de Pelópidas.
4 Padre de Pílades, casado con una hermana de Agamenón,
qué acogió al pequeño Orestes cuando tuvo que huir.

TRAGEDIAS, II. — 19
de Focea. Electra permaneció en casa de su padre
20 y cuando le llegó la edad floreciente de la juventud,
la pretendieron los más nobles de la Hélade. Pero
Egisto, temiendo no fuera a tener con uno de los no­
bles un hijo que vengara a Agamenón, la retuvo en
casa y no la entregó a novio alguno.
25 Pero como todavía era m otivo de m iedo el que
fuera a engendrar un hijo ocultamente con algún no­
ble, decidió matarla, si bien su madre, con ser cruel,
la salvó de manos de Egisto.
Y es que excusas sí tenía para la muerte de su
3o marido, pero temía incurrir en odio si mataba a sus
hijos.
Con estas premisas Egisto ideó lo siguiente: pro­
m etió oro a quien matara al hijo de Agamenón, que
había salido fu gitivo del país, y a mí m e entregó Elec-
35 tra com o esposa (yo soy descendiente de antepasados
de Micenas y en esto, desde luego, no ofrezco m otivo
de reproche; éramos brillantes por cuna, pero pobres
de dinero y así se perdió nuestra nobleza) con la idea
de que entregándola a alguien insignificante m enor
40 sería su miedo. En efecto, si la hubiera poseído un
hom bre de categoría habría despertado la sangre de
Agamenón, que ahora duerme, y algún día le habría
llegado el castigo a Egisto.
Este hombre que veis aquí nunca ha mancillado
su lecho — C ip ris5 es testigo— . Todavía permanece
45 virgen, pues me da vergüenza deshonrar a la hija de
hombres nobles yo que soy indigno.
Por otra parte, sufro por el desdichado Orestes
— pariente m ío de palabra— si algún día vuelve a Argos
y contempla el desgraciado m atrim onio de su hermana.

5 Sobrenombre de Afrodita, la diosa de Chipre. A veces es


simple metonimia por «am or».
El que crea que soy b o b o 6 si teniendo a una joven
virgen en m i casa no la toco, sepa que lo es él por
medir la m oderación con la vara de su mente perversa.
(Sale E lectra con un cántaro en la cabeza.)
E l e c t r a . — Oh negra noche, nodriza de los astros
de oro, en que m e d irijo al río, en busca de agua, lle­
vando este cántaro apoyado sobre m i cabeza (no por­
que haya llegado a tal punto de indigencia, sino para
mostrar a los dioses los ultrajes de Egisto); y suelto
al gran éter lamentos por mi padre. La infame hija de
Tindáreo, m i madre, me ha arrojado de casa por con­
graciarse con su esposo. Ahora que ha parido otros
hijos con Egisto, nos tiene a Orestes y a m í margina­
dos de su casa.
L a b r a d o r . — ¿Por qué, desdichada, trajinas para mí
y realizas esas tareas — tú que te criaste en el lujo—
y no las dejas cuando te lo digo?
E l e c t r a . — Te tengo por amigo semejante a los
dioses, pues no te me has insolentado en mi desgracia.
Gran suerte es para el hombre encontrar en la des­
dicha un alivio com o yo tengo en ti. Pero precisamente
debo com partir contigo voluntariamente las tareas,
aligerando tu trabajo en la medida de mis fuerzas
para que lo soportes m ejor. Ya tienes bastante con
tus labores del campo; el de la casa debo disponer­
lo yo.
A un trabajador que vuelve del campo le resulta
agradable encontrar dentro todo bien dispuesto.
L a b r a d o r . — Si así te lo parece, marcha. En realidad
la fuente no está lejos de esta casa. Y o al amanecer
llevaré los bueyes al campo para sembrar los surcos.
Que ningún gandul, por más que tenga siempre a los

6 Frase sólo inteligible si se tiene en cuenta que mdros


significa «bobalicón », pero también «la sc iv o », etc. (en oposición
a súphrdn).
dioses en su boca, podrá reunir ei sustento sin es­
fuerzo. ( Salen ambos p o r la derecha. E ntran Pílades
y Orestes p o r la izquierda.)
O r e s t e s . — Pílades, sabes que te considero, por
encima de los demás hombres, mi amigo y huésped
más fiel. Sólo tú honrabas a este Orestes entre tus
85 amigos, infortunado com o soy por el terrible trato que
he recibido de Egisto. £1 fue quien mató a m i padre...
él y m i funesta madre por mandato del oráculo de
un dios. Acabo de llegar, sin que nadie lo sepa, al
umbral de Argos para cobrar su crimen a los asesinos
de m i padre.
9o La pasada noche me acerqué a la tumba de mi
padre, ofrecí mis lágrimas y parte de mi pelo e inmolé
sobre el altar la sangre de una oveja, pasando inadver­
tido a los tiranos que dominan esta tierra.
N o voy a poner mi pie dentro de los m uros7, me
95 he detenido en la frontera del país juntando dos deseos:
poder dirigir mis pasos a otra tierra si me reconoce
alguno de los vigilantes, y buscar a mi hermana (dicen
íoo que vive casada y que ya no permanece virgen). M i
intención es reunirme con ella y hacerla cómplice de
m i crimen para enterarme, al menos, de lo que sucede
dentro de los muros.
Ahora pues, ya que la aurora levanta su blanco
rostro, pondremos nuestra huella fuera de este sen­
dero. Aparecerá a nuestra vista un labrador o una
ios esclava a la que podrem os preguntar si m i hermana
vive por estos contornos. ( Vuelve a entrar E lectra por
la derecha.)
Bien, Pílades, ahí veo a una sierva que lleva en su
cabeza rapada el peso de un cántaro. Sentémonos,

7 Tanto aquí como en la anagnórisis (cf. vv. 520 y sigs.),


Eurípides parece rectificar e incluso criticar a sus predecesores
buscando un mayor realismo y verosimilitud. En Esquilo y
Sófocles la acción se desarrolla en pleno corazón de Argos.
preguntemos a esa mujer por si nos ofrece alguna ex- n o
plicación de las cosas por las que hemos venido a
esta tierra.

Estrofa 1.a
E l e c t r a . — Acelera — ¡es hora!— el ritm o de tu pie,
¡oh!, camina, camina llorando. ¡Ay de mí, ay de m í!
H ija soy de Agamenón y me parió Clitemnestra, la 115
odiosa hija de Tindáreo, y me llaman «desdichada
E lectra » los ciudadanos. ¡Ah, qué horribles trabajos, 120
qué vida tan odiosa! Padre, tú yaces en el Hades in­
molado p o r tu esposa y p o r Egisto, oh Agamenón.

Mesoda astrófica.
Vamos, levanta el m ism o lam ento de siempre, sus- 12 5
cita el placer del abundante llanto.

Antístrofa 1.»
Acelera — ¡es hora!— el ritm o de tu pie. ¡Oh!, ca­
mina, camina llorando. ¡Ay de mí, ay de m í! ¿P or qué 13 0
ciudad, p o r qué moradas, desdichado hermano, andas
trajinando y dejas en la casa paterna a tu pobre her­
mana entre los más terribles sufrim ientos? Ven a 13 5
librarm e a mí, la desdichada, de estas fatigas — ¡oh
Zeus, Zeus!— y a vengar la sangre de tu padre, la
más aborrecible.

Estrofa 2."
Tom a * este cántaro de m i cabeza, deposítalo para 140
que a m i padre nocturnos gemidos al amanecer yo
grite, un alarido, un canto de Hades, padre, de Ha­
des. Te dedico soterraños lamentos a los que sin cesar 145
de día me entrego cortando m i querida piel con las

* Según S chadewaldt (Monotog und Selbstgesprach, Berlín,


1926, pág. 215), este imperativo se refiere a una esclava que
entra detrás; los demás se refieren a ella misma.
uñas y poniendo — p o r causa de tu m uerte— las manos
sobre m i rapada cabeza.

Mesoda astrófica.
150 ¡Ay, ay, desgarra tu rostro! Como el cisne quejum ­
broso ju n to a la corriente del río llama a su querido
15 5 padre, perdido de m uerte entre los traidores cercos
de una red, así, padre, te llo ro a ti, al infeliz.

Antístrofa 2.a
Y p o r vez postrera agua derram o sobre tu cuerpo
en el triste lecho de tu muerte. ¡Ay de mí, ay de m í!
160 ¡Qué amargo, padre, el trabajo del hacha que te segó,
qué amarga la emboscada cuando volvías de Troya!
N o con diademas te acogió tu m u jer ni con coronas.
165 Con la espada de E gisto de doble filo te asestó un
triste golpe m ortal y cobró un esposo a traición. (Entra
el Coro form ado por muchachas argivas.)

Estrofa 3.a
C o r o . — H ija de Agamenón, Electra, m e he acer-
170 cado a tu morada del campo. V in o un hom bre de Mi-
cenas, vino un m ontero bebedor de leche y m e anunció
que los argivos han proclam ado fiesta de tres d ía s9 y
todas las doncellas se aprestan a venir hasta el tem plo
de Hera.
17 5 E l e c t r a . — M i corazón no vuela hacia los adornos
de fiesta, amigas, ni hacia collares de oro — ¡desdicha-
180 da!— ni voy a fo rm a r c o ro con las mozas argivas ni
a m arcar círculos con golpes de m i pie. E n tre lágrimas
paso la noche, y de llora r me ocupo — ¡desdichada!—
185 de día. M ira m i pelo sucio. Y los jirones éstos de m i
peplo m ira si son dignos de una princesa, hija de

9 Las Hereas o Hecatombeas que se celebraban en el célebre


templo de Hera en Argos (cf. H eródoto, I 31).
Agamenón, y de la Troya que no olvida que un día fue
abatida p o r m i padre.

Antístrofa 3.a
C o r o . — Grande es la diosa. Anda, vamos, tom a de 190
m í prestada una túnica llena de broches y adornos de
o ro para alegrar la fiesta. ¿Crees que con lágrimas, sin
honrar a los dioses, podrás vencer a tus enemigos? N o 195
es con lamentos, sino con súplicas venerando a los
dioses com o tendrás sosiego, hija.
E l e c t r a . — Ninguno de los dioses se ocupa de la
voz de esta malhadada ni de la ya vieja m uerte de m i 200
padre. ¡Ay de m i m u erto! ¡Ay de m i vivo errante, que
habita en cualquier tierra, un pobre desterrado en el 205
hogar de un t e t e ,0, él, que nació de ilustre padre! Yo
misma habito en casa de un bracero con corazón ajado
expulsada de la casa materna en las cárcavas del 2 10
monte. Y m i madre vive con o tro amancebada en le­
cho de sangre.
C o r i f e o . — De los muchos males de Grecia y de tu
casa es culpable Helena, la hermana de tu madre.
{E lectra descubre a Pílades y Orestes.)
E l e c t r a . — Ay de mí„ mujeres, abandono m i canto 2 15
fúnebre. Han dejado su escondrijo unos hombres ex­
traños que se apostaban junto a la casa. Huye tú por
el camino, que yo trataré de refugiarm e en casa li­
brándome de esos malhechores. ( Orestes se interpone
y trata de asirla de la m ano.)
O r e s t e s . — Espera, amiga. N o temas m i mano. 220
E l e c t r a . — Oh Febo Apolo, postrada te suplico que
no me dejes morir.
O r e s t e s . — Antes que a ti mataría a otros que me
son más odiosos.

10 Obrero a sueldo, aunque libre. Forma el último estrato


inmediatamente antes del esclavo, en la escala social homérica.
E l e c t r a . — Márchate, no toques lo que no te es
lícito tocar.
O r e s t e s . — N adie hay a quien podría tocar con más
razón.
223 E l e c t r a . — ¿Entonces por qué te ocultas junto a
m i casa armado de espada?
O r e s t e s . — Detente, escúchame y dejarás pronto de
hablar en vano.
E l e c t r a . — Me detengo, soy toda tuya, pues eres
más fuerte.
O r e s t e s . — H e v e n id o a t r a e r t e u n m e n s a je d e tu
h erm an o .
E l e c t r a . — ¡Oh mi más caro amigo! ¿Vive él o está
muerto?
230 O r e s t e s . — V ive — quiero comunicarte prim ero las
buenas noticias— .
E l e c t r a . — ¡Que seas feliz en prem io a tus agrada­
bles palabras!
O r e s t e s . — Este tu deseo lo pongo en común para
ambos.
E le c tr a . — ¿ E n qué p a r t e d e l a t i e r r a tie n e p a ­
c ie n te e x ilio e l d e s d ic h a d o ?
O r e s t e s . — Se conform a acatando las leyes de mu­
chos países.
233 E l e c t r a . — ¿N o anda falto del sustento diario?
O r e s t e s . — Lo tiene, pero ¡qué débil vive un hom­
bre que anda huyendo!
E l e c t r a . — ¿Qué palabras me traes de parte suya?
O r e s t e s . — Quiere saber si vives, dónde vives y en
qué condiciones
E l e c t r a . — Y a ves, para empezar, que m i cuerpo
está ajado...
240 O r e s t e s . — Sí, consumido por la pena hasta ha­
cerm e llorar.
E l e c t r a . — ... y que m i cabeza y pelo están rapados
a la manera escita u.
O r e s t e s . — ¡Seguro que te duelen tu hermano y el
padre que perdiste!
E l e c t r a . — ¡Ay de mí! ¿Qué puede serme más que­
rido que ellos?
O r e s t e s . — ¡Ay, ay! ¿Y qué crees que eres tú para
tu hermano?
E l e c t r a . — Am igo ausente, no presente, es él para 245

mí.
O r e s t e s . — ¿Por qué vives aquí, lejos de la ciudad?
E l e c t r a . — He sido entregada, forastero, en m or­
tal 12 matrimonio.
O r e s t e s . — ( Lanza un gem ido.) Gim o por tu her­
mano... ¿A quién de los Miceneos?
E l e c t r a . — N o a quien mi padre esperaba un día
entregarme.
O r e s t e s . — Dímelo, para que me entere y se lo co- 250
munique a tu hermano.
E l e c t r a . — V ivo apartada en esta su casa.
O r e s t e s . — Un cavador o un vaquero sería digno
habitante de esta casa.
E l e c t r a . — E s h o m b r e p o b r e , p e r o n o b le y r e s p e ­
tu o s o c o n m ig o .
O r e s t e s . — ¿Qué clase de respeto te tiene tu esposo?
E l e c t r a . — Nunca se ha atrevido a tocar m i cama. 255
O r e s t e s . — ¿Tiene algún escrúpulo13 por los dioses,
o es que te desprecia?

1 1 Eskythism énon, v e rb o fo r m a d o en b ase a la c o s tu m b re


e scita d e ra p a r la cab eza al e n e m ig o c a p tu ra d o ( c f. H e r ó d o to ,
IV 64).
12 El matrimonio con un obrero la hace sentirse desclasada
y, por tanto, muerta. Esta misma idea la repite en el agón con
Clitemnestra (cf. w . 1092 y sigs.).
13 Gr. hágneuma. Podría quizá traducirse por «sentimiento
de castidad», nunca «voto de castidad», como hace S c h i a s s i ,
página 76.
E l e c t r a . — N o quería ultrajar a mis padres.
O r e s t e s . — ¿Cómo es que no se aprovechó de tal
m atrim onio teniéndolo en sus manos?
E l e c t r a . — N o tiene por señor a quien me entregó,
forastero.
26o O r e s t e s . — Comprendo. Tem e rendir cuentas un día
a Orestes.
E l e c t r a . — Por tem or a esto y porque además es
hom bre cuerdo de sí.
O r e s t e s . — ¡Ah, noble es el hombre de que hablas
y hay que recompensarle!
E l e c t r a . — Desde luego, si es que el que ahora
está ausente regresa algún día a casa.
O r e s t e s . — ¿ Y la madre que te parió ha soportado
este tu matrimonio?
265 E l e c t r a . — Forastero, las mujeres aman a sus hom­
bres, no a sus hijos.
O r e s t e s . — ¿Por qué razón te ha inferido Egisto
este ultraje?
E l e c t r a . — M e entregó a un hombre débil, pues
quería que mis hijos no tuvieran fuerza.
O r e s t e s . — ¿Sin duda para que no parieras hijos
que se vengaran?
E l e c t r a . — Eso deseaba. ¡Un día le ajustaré yo
cuentas por ello!
270 O r e s t e s . — ¿Sabe el m arido de tu m adre que per­
maneces virgen?
E l e c t r a . — N o lo sabe. Nuestro silencio le priva
de ello.
O r e s t e s . — Bien. ¿Son éstas amigas para que escu­
chen nuestras palabras?
E l e c t r a . — Sí, y para ocultar bien tus palabras y
las mías.
O r e s t e s . — En vista de esto, ¿qué puede hacer Ores-
tes si vuelve a Argos?
E l e c t r a . — ¿ Y tú me lo preguntas? ¡Qué vergüen- 275
za! ¿N o es ya momento de actuar?
O r e s t e s . — Suponiendo que vuelva, ¿cóm o podría
matar a los asesinos de su padre?
E l e c t r a . — Con arrestos, como los que sus enemi­
gos tuvieron con su padre.
O r e s t e s . — Y tú, ¿te atreverías a matar a tu ma­
dre con él?
E l e c t r a . — Sí, con la misma segur con que mi pa­
dre murió.
O r e s t e s . — ¿Le digo esto y que es firme por tu 280
parte?
E l e c t r a . — ¡Ojalá pudiera yo m orir luego de derra­
mar la sangre de mi madre!
O r e s t e s . — ¡Oh, ojalá estuviera Orestes aquí cerca
para oírlo! 14.
E l e c t r a . — Pero, forastero, si le viera no lo reco­
nocería. ..
O r e s t e s . — N o es de extrañar, si os separasteis
cuando los dos erais niños.
E l e c t r a . — Sólo uno de los que m e son fieles lo 285
reconocería.
O r e s t e s . — ¿Quizá el hom bre que, dicen, lo salvó
de la muerte?
E l e c t r a . — Sí, un anciano que educó antiguamente
a mi padre.
O r e s t e s . — ¿Tu difunto padre ha recibido sepul­
tura?
E l e c t r a . — La recibió como la recibió, arrojado
fuera del palacio.
O r e s t e s . — ¡Ay de mí! ¿Qué dices?... El recibir no­
ticias de males, incluso ajenos, produce dolor a los 290
mortales. Habla para que transmita con conocimiento

h Ironía trágica. Los espectadores están viendo a Orestes


en persona.
a tu hermano esas palabras tristes, pero que necesita
oír. De ninguna manera se asienta la piedad en el
295 ignorante, sino en el hombre que conoce, aunque
tam poco la sabiduría excesiva de los sabios suele
quedar sin castigo.
C o r if e o . — Tam bién yo tengo en m i corazón un
deseo semejante al suyo. Como vivo lejos de la ciudad,
no conozco los horrores que suceden dentro y ahora
he dado también yo en querer conocerlos.
300 E le c tra . — Hablaré si es preciso —y he de hacerlo
ante un amigo— del pesado destino m ío y de mi
padre.
Pues me has m ovido a hablar, forastero, te ruego
transmitas a Orestes m i desgracia y la de aquél: pri-
303 m ero en qué ropa ando por el campo, qué carga tengo
de suciedad y en qué casa vivo — yo que procedo de
un palacio real— ; que con m i propio esfuerzo fabrico
mis vestidos en el telar, si no quiero llevar desnudo
el cuerpo y privado de ropa; que voy por agua al río
3io y que no participo en ñestas, sacrificios ni coros. Rehu­
yo por vergüenza a las mujeres, pues soy virgen, y he
renunciando a Cástor, a quien por ser pariente me
prom etieron antes de que él ascendiera junto a los
dioses ,5.
315 En cambio m i madre se sienta en el trono entre
despojos frigios y a su vera se apostan las esclavas
asiáticas que conquistó m i padre, mientras entretejen
mantos del Ida con lanzaderas de oro.
Entre tanto, la sangre de m i padre — ¡todavía!— se
corrom pe y ennegrece, mientras el que lo mató anda
320 paseándose subido al mismo carro de mi padre y se
pavonea llevando entre sus manos criminales el cetro
con que aquél conducía a los griegos.

15 Hecho desconocido fuera de este pasaje. Cástor era tío


de Electra.
La tumba de Agamenón aún no ha recibido, para su
deshonra, libaciones ni ramos de arrayán y su altar 325
está vacio de ornamentos. Empapado en vino, el esposo
de mi madre, «e l ilustre» como ahora lo llaman, pi­
sotea la tumba y apedrea el monumento roqueño de
mi padre. Y todavía se atreve a p roferir este insulto
contra nosotros: «¿Dónde está tu h ijo Orestes? ¿N o 330
está aquí presente para proteger debidamente tu se­
pultura?» Estos ultrajes recibe Orestes por estar
ausente.
Conque, forastero, te ruego comuniques estas pa­
labras: «muchos desean su vuelta y yo soy su intér­
prete —yo y mis manos, lengua y sufrido corazón,
mi cabeza rapada— , y el padre que engendró al au- 335
sente» 16.
Es un baldón que su padre haya destruido a los
Frigios y que él no sea capaz de matar a un solo
hombre, joven como es y nacido de m ejor padre.
( E ntra el labrador.)
C o r i f e o . — Bien, estoy viendo a éste — a tu esposo
digo— que se dirige a casa terminado su trabajo. 340
L a b r a d o r . — (S e dirige a E lectra .) ¡Vaya! ¿Qué fo­
rasteros son éstos que veo a mi puerta? ¿Por qué
razón han venido a mi casa del campo? ¿Me necesitan
a mí? En cualquier caso, es feo para una m ujer ca­
sada estar en compañía de hombres mozos.
E l e c t r a . — Querido, no me vengas con suspicacias; 345
vas a conocer la verdad. Estos forasteros han venido a
comunicarme un mensaje de Orestes. Vamos, foraste­
ros, perdonadle sus palabras.
L a b r a d o r . — ¿Qué dicen? ¿Es ya un hom bre y vive?
E l e c t r a . — Vive, según cuentan, y lo que dicen es 350
de confianza para mí.

16 Cf. nota 14.


L a b r a d o r . — ¿También piensa en la desgracia de tu
padre y tuya?
E l e c t r a . — Eso espero, mas un hom bre que huye
es débil.
L a b r a d o r . — ¿Qué mensaje vienen a comunicarte de
Orestes?
E l e c t r a . — Los ha enviado para que observen mis
males.
35 5 L a b r a d o r . — Entonces unos ya los ven y los otros
seguro que se los has contado tú.
E l e c t r a . —■N o les falta por conocer ninguno de
ellos.
L a b r a d o r . — ¿N o deberíamos, entonces, haber abier­
to hace tiempo nuestra puerta para ellos?
Entrad en casa, a cambio de vuestras buenas noti­
cias recibiréis los dones de hospitalidad que mi hogar
pueda tener dentro.
360 Siervos, llevad adentro su equipaje. Y vosotros,
que sois amigos y venís de parte de un amigo, nada
repliquéis; que si soy pobre de nacimiento, os voy a
demostrar que m i natural, al menos, no carece de
nobleza.
O r e s t e s . — ¡Por los dioses! ¿Es éste el hombre que
365 coopera para ocultar tu matrimonio por no afrentar
a Orestes?
E l e c t r a . — É l es quien tiene el nombre de esposo
de la pobre Electra.
O r e s t e s . — ¡Ah! En lo tocante a nobleza ninguna
señal es inequívoca. Y es que la naturaleza humana
está en confusión.
370 H e visto a hijos de padre noble que nada son y a
hijos de villanos que son hombres excelentes; he visto
la miseria en el corazón de un rico y un alma grande
en el cuerpo de un pobre. ¿Cómo, entonces, se puede
juzgar distinguiendo rectamente entre una y otra cosa?
¿Acaso por la riqueza? Mal juez para servirse de él.
¿Entonces por la pobreza? Pero es que la pobreza com- 375
porta una tara y enseña a un hom bre a ser malo
por culpa de la necesidad. ¿Tomaré en consideración
acaso las armas? Nadie puede testificar quién es va­
liente si está concentrado en la lucha 17. L o m ejor es
dejar estas cosas abandonadas al azar.
He aquí un hombre quie se ha revelado excelente sin 38o
ser grande en Argos ni orgulloso de la reputación de
su familia. Un hombre que pertenece a la mayoría.
¿No vais a entrar en razón los que andáis por ahí lle­
nos de prejuicios hueros? ¿N o vais a juzgar a un hom- 385
bre noble por el trato y p o r su form a de ser? Hombres
como éste gobiernan bien los Estados y sus casas; en
cambio esos cuerpos vacíos de juicio son adornos del
ágora. Tam poco es cierto que un brazo fuerte aguante
la lanza m ejor que uno débil. La entereza reside en la 390
naturaleza y en el valor
Pero aceptemos alojarnos en su casa, que lo me­
rece el aquí presente y el hijo de Agamenón ausente
por cuya causa hemos venido. Esclavos, hemos de
dirigim os al interior de la casa, que para m í tengo
que un pobre está más dispuesto a hospedar que un 395
rico. Acepto, pues, el alojam iento en casa de este hom­
bre, si bien preferiría que tu hermano m e condujera
a su próspera morada com o hombre afortunado. Pero
puede que regrese, pues los oráculos de Loxias son 400
firmes; en cambio la adivinación de los hombres...
¡que se vaya al cuerno! ( Entran Orestes y Pítades en
la casa.)

17 Para esta misma idea, cf. Suplicantes, vv. 849 y sigs.


>8 W o a m o w i t z considera sospechosos los w . 373-379 y 386-
390; piensa que pertenecen a otra obra y han sido incorporados
aqui secundariamente. Sin embargo, este tipo de generalizacio­
nes son lo suficiente familiares como para no extrañar.
C o r i f e o . — Ahora más que antes, Electra, tenemos
el corazón caldeado por la alegría. Quizá la suerte se
quede para bien, aunque avance con dificultad.
405 E l e c t r a . — ¡Pobre hombre! ¿Por qué has recibido
a estos forasteros, superiores a ti, conociendo la po­
breza de tu casa?
L a b r a d o r . — ¿Por qué no? Si son nobles, como lo
parecen, ¿no se contentarán lo mismo con la escasez
que con la abundancia?
E l e c t r a . — Ahora que has cometido un tropiezo es­
tando, como estás, en la escasez, marcha junto al viejo
y querido ayo de mi padre que, expulsado de la ciu­
dad, anda pastoreando el ganado cerca del río Tánao
410 que traza la frontera entre Argos y la tierra espartana.
Ordénale que venga y prepare algo para agasajar
413 a estos forasteros que acaban de llegarme. ¡Cómo va
a alegrarse y a dar gracias a los dioses cuando oiga
que vive el niño a quien él salvó un día!
De lo que pertenece a la casa de m i padre nada
tom aré de manos de m i madre. ¡Amargo nos resultaría
el anuncio si la desdichada se entera ya de que Orestes
vive!
42 o L a b r a d o r . — Bien, si te parece, llevaré estas tus
palabras al anciano. Entra en casa en seguida y dispón
todo dentro; que una mujer, si quiere, puede encon­
trar cosas que añadir a un banquete. Todavía quedan
425 en casa alimentos como para saciar a éstos de comida
durante todo un día. ( E ntra E lectra en casa.)
Cuando en ocasiones como ésta fracaso en mis in­
tenciones l9, observo que la riqueza tiene gran im por­
tancia; puede obsequiar a los huéspedes y salvar con
recursos un cuerpo que ha caído enfermo. En cambio,
430 en lo tocante al alimento diario, de poco vale: todo

** E l v. 426 es probablemente corrupto, aunque mantene­


mos el texto que ya leyó así E stobeo (cf. 91-96). Otros (cf.
S c h i a s s i , pág. 100) traducen «contra mi voluntad».
hombre que se sacia — sea rico o pobre— se lleva lo
mismo. ( Sale p o r la derecha.)

Coro.
Estrofa 1.a
Naves ilustres que un día arribasteis a Troya con
incontables remos escoltando la danza de las Nereidas
cuando saltaba el delfín amante de la flauta ante las 435
proas de oscuros espolones retorciéndose, acompañan­
do al h ijo de Tetis, ligero en el salto de sus pies,
a Aquiles, ju n to con Agamenón hasta las riberas del 44o
Sim oeis en Troya.

Antístrofa 1.*
Las Nereidas dejaron las alturas de Eubea y lleva­
ron el escudo, armadura de oro, trabajo de los yunques
de H e fe s to 20 y p o r el Pelión y p o r los hondos valles de 445
la Sagrada Osa, atalaya de las Ninfas, buscaban al
muchacho donde un jin e te 21 lo crió com o padre para
luz de la Grecia, el h ijo de la marina Tetis, pie veloz 4so
para bien de los Atridas.

Estrofa 2.a
A alguien que de Ilió n venía, en el puerto de Nau-
plio oí decir, ¡oh h ijo de Tetis!, que en el orbe de tu 455
ilustre escudo hay estas figuras, te rro r para los f r i­
gios: que en la base del escudo, en su borde, Perseo,

20 Literalmente «llevaron de los yunques de Hefesto las fa­


tigas del escudo (consistentes; en), una armadura de oro». Según
la versión homérica, Aquiles heredó sus célebres armas de
Peleo, a quien se las dieron los dioses como regalo de boda.
Aquí son las Nereidas quienes le llevan este regalo que Tetis
obtiene de Hefesto.
21 Probablemente referido a Quirón, preceptor de Aquiles,
como piensa De n n is t o n (en cuyo caso hay que entender pa tir
como predicativo). S c h i a s s i cree que p a tir hippótas («su padre
el jinete») se refiere a Peleo, aduciendo el adjetivo hippélata
que le aplica H o m er o .

TRAGEDIAS, II. — 20
el segador de cuellos, sostiene la cabeza de Gorgona
460 con sandalias aladas 22 sobre el m ar y con él está Her-
mes, pregonero de Zeus, el h ijo montaraz de Maya.

Antístrofa 2.“
463 Y en medio del escudo brillaba radiante el carro
redondo del sol con yeguas aladas y los coros celestes
de astros, las Pléyades, las Híades que ante los ojos
470 de H é cto r rotaban. Sobre el casco de o ro trabajado
la Esfinge llevando entre sus uñas un tro fe o ganado
p o r sus cantos. E n la coraza que rodea sus flancos una
leona que respira fuego apresura la marcha con sus
475 zarpas cuando ve al p o tro de P ire n e 23.

Epodo.
E n la hom icida lanza saltan cuatro caballos y el pol­
vo vuela por sus lomos. ¡H ija de T in d á re o 2*, de malos
48o pensamientos, tus amores mataron al rey de guerreros
tan esforzados en la lucha! P o r tanto, algún día los
hijos de Urano te darán la muerte. Sí, todavía he de
485 ver, todavía, la sangre c o rre r p o r el h ierro de tu gar­
ganta enrojecida. (Entra por la derecha el viejo es­
clavo.)
A n c ia n o . — ¿Dónde, dónde está mi joven señora y
dueña, la hija de Agamenón a quien un día yo crié?
490 Bien empinada tiene la subida a la casa para que un
viejo arrugado com o yo ascienda a pie. Con todo, tra­
tándose de amigos he de arrastrar mi espalda doblada
y torcida rodilla. ( Sale E lectra de la casa.)
H ija — ahora te veo ya ante la casa— , te traigo de
495 mis ganados este recental que acabo de sacar de de-

22 Son las sandalias aladas, atributo de Hermes como men­


sajero divino que este dios prestó a Perseo para esta hazaña.
23 Es la quimera que huye de Pegaso, montado por Bele-
rofonte de Corinto (donde está la fuente y el río Pirene).
24 (Imprecación inesperada a) Clitemnestra.
bajo de una oveja, y coronas y quesos recién salidos
del molde, y este viejo tesoro de Dioniso bien provisto
de olor, pequeño, pero para echarlo en bebida más
flo ja que él. Vamos, que alguien lo lleve dentro de la soo
casa para los forasteros, que yo he regado mis ojos de
lágrimas y quiero antes secarlas con estos harapos que
tengo por manto.
E l e c t r a . — A n c ia n o , ¿ p o r q u é tie n e s e l r o s t r o e m p a ­
p a d o ? ¿ E s q u e d e s p u é s d e ta n t o tie m p o m is m a le s h a n
a v iv a d o tu s r e c u e r d o s ? ¿ O a c a s o l lo r a s e l t r is t e e x ilio sos
d e O re s te s y a m i p a d r e , a q u ie n c r ia s t e e n tr e tu s b r a ­
z o s s in q u e p u d ie r a s e r v ir t e d e p r o v e c h o n i a ti n i a
tu s a m ig o s ?
A n c ia n o . — Sin provecho, pero con todo no es esto
lo que no he podido aguantar. Es que me he acercado
a su tumba desviándome del camino. Me postré lio- sio
rando, ya que estaba solo, y desatando el hato que
traigo para los forasteros, derramé una libación y puse
sobre la tumba ramas de arrayán. Pero sobre el mismo
altar v i sacrificada una oveja de negro vellón, sangre
recién derramada y un mechón cortado de pelo rubio, sis
Conque me asombró, hija mía, qué hom bre había osado
acercarse a la tumba. Desde luego no es ningún argivo,
ahora que quizá ha venido tu hermano ocultamente y
ha honrado, en su retorno, la triste tumba de tu padre.
Acerca este mechón a tus cabellos y observa si son 520
del mismo color que este pelo cortado. A quienes tienen
la misma sangre paterna suelen nacerles iguales mu­
chas partes del cuerpo.
E l e c t r a . — Anciano, no hablas como corresponde a
un hom bre sensato, si piensas que m i valeroso herma- 525
no ha venido furtivam ente a esta tierra por m iedo a
Egisto. En segundo lugar, ¿cómo pueden corresponder
el pelo de un hom bre noble, cuidado para las pales­
tras, y el de una mujer, acostumbrado a los peines? Es
imposible. Además encontrarás que muchos tienen se- 530
m e ja n t e e l p e lo y s in e m b a r g o n o h a n n a c id o d e la
m is m a s a n g re .
A n c ia n o . — Entonces ve a ponerte en sus huellas,
hija, y mira si la pisada de su bota se corresponde
con tu pie.
5 35 E l e c t r a . — ¿Cómo puede quedar en suelo duro la
impronta de los pies? Pero aún si esto fuera posible,
no podría ser igual el pie de dos hermanos, varón y
mujer. El varón es más robusto.
A n c ia n o . — ¿N o existe un vestido tejido por tu lan­
zadera por el que reconocieras a tu hermano si regresa
540 a e s t a t ie r r a , a q u e l e n e l q u e e s t a b a e n v u e lto c u a n d o
y o lo s u s t r a je a la m u e r te ?
E l e c t r a . — ¿N o sabes que cuando Orestes se exilió
del país yo era todavía niña? Y aún si yo tejiera man­
tos, ¿cómo iba a llevar ahora la misma ropa que en­
tonces, cuando era niño, a menos que la ropa crezca
junto con el cuerpo?
545 Conque o bien se compadeció de su tumba un fo ­
rastero y cortó su pelo, o uno de aquí burlando a los
vigilantes.
A n c ia n o . — ¿Dónde están los forasteros? Quiero
verlos para preguntarles por tu hermano. (Salen Ores-
tes y Pílades.)
E l e c t r a . — Helos aquí que salen de la casa con
rápido pie.
550 A n c ia n o . — Pues nobles sí son, aunque la aparien­
cia no es prueba de buena ley, que muchos de noble
cuna son villanos. Sin embargo..., doy la venia a los
forasteros: ¡Salud!
O r e s t e s . — Salud anciano... Electra, ¿a quién de tus
amigos pertenece esta vieja reliquia de hombre?
555 E l e c t r a . — É l fue quien crió a mi padre, forastero.
O r e s t e s . — ¿Qué dices? ¿Es éste quien ocultó a tu
hermano?
E l e c t r a . — É l fue quien lo salvó, si es que todavía
vive.
O r e s t e s . — ¡Eh! ¿Por qué me m ira intensamente
como si examinara la brillante impronta de una pieza
de plata? ¿Es que me compara con alguien?
E l e c t r a . — Quizá le cumple mirarte, ya que eres 560
de la edad de Orestes.
O r e s t e s . — Sí, de un amigo. Mas, ¿por qué da vuelta
a su pie?
E l e c t r a . — También yo, forastero, me adm iro al
verlo.
A n c ia n o . — Señora, hija mía Electra, da gracias a
los dioses.
E l e c t r a . — ¿Por qué? ¿Por algo ausente o por algo
presente?
A n c ia n o . — Por recibir un querido tesoro que dios 565
pone ante tus ojos.
E l e c t r a . — ¡Sea!, invoco a los dioses. ¿Qué quieres
decirme ahora, anciano?
A n c ia n o . — Hija, contempla a éste, a quien tú más
amas.
E l e c t r a . — Hace tiem po que no estás ya en tus
cabales.
A n c ia n o . — ¿Que no estoy en mis cabales por con­
templar a tu hermano?
E l e c t r a . — ¡Anciano!, ¿qué palabras inesperadas 570
has pronunciado?
A n c ia n o . — Que estás viendo aquí a Orestes, el hijo
de Agamenón.
E l e c t r a . — ¿Qué marca m iro en la que pueda con­
fiar?
A n c ia n o . — Una cicatriz junto a la ceja, la que se
produjo un día al caerse cuando perseguía contigo a
una cervatilla en el palacio de tu padre.
E l e c t r a . — ¿Qué dices?... Sí, veo la prueba de su 575
caída.
A n c ia n o . — ¿Y después de esto tardas en postrarte
ante tu ser más querido?
E lectra . — Y a no, anciano, mi corazón está con­
vencido con tus señales. ¡Oh, por fin has aparecido y
te tengo inesperadamente...
O restes . — Tam bién yo te tengo por fin.
580 E lectra . — ... cuando jam ás pensaba!
O restes . — Tam poco yo lo esperaba.
E lectra . — ¿Eres tú aquél?
O restes . — Sí, tu único aliado. Si consigo tirar de
la red tras la que vengo... Y estoy convencido de ello
o, de lo contrario, habrá que pensar que ya no hay
dioses si la injusticia va a superar a la justicia.
585 C o ro . — Oh día moroso, has llegado p o r fin, has
llegado, has brillado, has m ostrado a las claras una
antorcha para la ciudad, un hom bre que en fuga ya
lejana salió paciente vagabundo de la casa paterna.
590 Un dios, de nuevo un dios arrastra nuestra victoria,
amiga. Levanta tus manos, levanta tu voz, lanza tus
súplicas a los dioses, que con suerte, con suerte para
595 ti ponga tu herm ano su pie en la ciudad.
O restes . — Bien, guardo en mi corazón el placer
de vuestro amable saludo y a su debido tiempo os lo
devolveré a mi vez.
Y ahora anciano (pues has llegado oportunamente)
dim e qué podría hacer para castigar al asesino de mi
600 padre y a mi madre, copartícipe de un matrimonio
im p ío 25. ¿Tengo en Argos algún amigo fiel o todo se
ha desbaratado com o mi suerte? ¿Con quién relacio­
narme? ¿De noche o de día? ¿Qué camino podemos
em prender contra mis enemigos?
605 A n c ia n o . — H ijo mío, no te queda ningún amigo
ahora que eres infortunado. ¡Qué suerte significa el

25 M u r r a y , siguiendo a W tlam o w itz, suprim e com o inter­


polado el v. 600 , pero no hay razón de suficiente peso para
dudar de la autenticidad del mismo.
participar lo mismo en lo bueno que en lo malo! Pero
tú — pues para tus amigos estabas completamente des­
truido y ninguna esperanza les dejaste— has de saber,
tras escucharme, que tienes todo en tus manos y en las 6io
de la suerte. Puedes apoderarte de tu casa paterna y
de tu ciudad.
O restes . — Entonces, ¿qué podría hacer para al­
canzarlo?
A n c ia n o . — Matar al h ijo de Tiestes y a tu propia
madre.
O restes . — Ésta es la corona en pos de la cual
vengo. Mas ¿cóm o me apodero de ella?
A n c ia n o . — Entrando en los muros no, ni aunque 6i5
quisieras.
O restes . — ¿Están provistos de centinelas y de
lanceros?
A n c ia n o . — Bien te has percatado. Egisto tiene mie­
do y no duerme bien.
O restes . — Bien; aconséjame tú ahora, anciano, el
paso siguiente.
A n c ia n o . — Escúchame atentamente, acaba de ocu-
rrírsem e algo.
O restes . — ¡Así me manifestaras algo bueno y yo 620
lo captara!
A n c ia n o . — He visto a Egisto cuando me dirigía
hacia acá.
O restes . — Entiendo lo que dices. ¿En qué lu­
gares?
A n c ia n o . — En el campo, cerca de los pastizales de
las caballadas.
O restes. — ¿Qué hacía? En mi impotencia vislum­
bro una esperanza.
A n c ia n o . — Preparaba un sacrificio a las Ninfas, 625
según m e pareció.
O restes . — ¿Por la crianza de sus hijos o por un
futuro parto?
A n c ia n o . — Sólo sé una cosa: preparaba un sacrifi­
cio de toros.
O restes . — ¿Con cuántos hombres? ¿O estaba sólo
con esclavos?
A n c ia n o . — N o había ningún argivo, sólo un grupo
de sirvientes.
630 O restes . — ¿N o habrá alguno que me conozca, an­
ciano?
A n c ia n o . — No, son esclavos que nunca te han visto.
O restes . — ¿Estarían de nuestro lado si vencemos?
A n c ia n o . — Sí, esto es propio de esclavos y en
interés tuyo.
O restes . — Entonces, ¿cómo podría acercarme un
momento a él?
635 A n c ia n o . — Poniéndote donde pueda verte al realizar
el sacrificio.
O restes . — Tendrá el campo, como es lógico, junto
al camino mismo.
A n c ia n o . — Sí, donde te verá y te invitará a que
participes del banquete.
O restes . — Am argo compañero de festín tendrá si
dios lo quiere.
A n c ia n o . — Lo demás discúrrelo tú mismo sobre la
marcha.
640 O restes . — Has hablado bien. ¿Y mi madre, dónde
está?
A n c ia n o . — En Argos, pero estará junto a su esposo
para la comida.
O restes . — ¿Por qué no ha hecho el viaje mi madre
con su esposo?
A n c ia n o . — Viene detrás, por tem or a las habladu­
rías de los ciudadanos.
O restes . — Comprendo, sabe que la ciudad la odia.
645 A n c ia n o . — A s í e s. U n a m u je r im p u r a p r o d u c e r e ­
p u g n a n c ia .
O r e s t e s . — Y ¿cómo mataré a aquélla y a éste en
el mismo sitio?
E l e c t r a . — Y o te prepararé el asesinato de la
madre.
O r e s t e s . — Sí, que el de aquél seguro que lo dis­
pondrá bien la suerte.
E l e c t r a . — Que la suerte, que es una, nos haga a
nosotros dos este servicio26.
A n c ia n o . — Así será. ¿Qué clase de muerte andas 650
buscando para tu madre?
E l e c t r a . — Anciano, ve y di a Clitemnestra esto;
anúnciale que soy puérpera por el parto de un niño.
A n c ia n o . — ¿Diré que has parido hace tiem po o re­
cientemente?
E l e c t r a . — Hace diez días, tiem po en que se puri­
fica una parturienta.
A n c ia n o . — Sí, pero ¿cóm o puede esto llevar la 655
muerte a tu madre?
E l e c t r a . — Vendrá para escuchar mis dolores de
parto.
A n c ia n o . — ¿Cómo? ¿Crees, hija mía, que le im por­
tas tú algo?
E l e c t r a . — Sí. Y seguro que llorará la posición hu­
milde de m i hijo.
A n c ia n o . — Quizá; pero, vamos, lleva tus palabras
a su meta.
E l e c t r a . — Bien, si viene es evidente que está per- 660
dida.
A n c ia n o . — Sí, porque se acercará hasta las mis­
mas puertas de tu casa.

26 V erso probablem ente corrupto. Seguim os a D enniston,


cuyo m ínim o retoque (mía p o r méri) ofrece un sentido lógico
y aceptable. M u rr a y acepta el cam bio tóde en hóde de
T y r w h i t t , con lo que el su jeto sería el viejo («que éste nos
sirva a nosotros dos»).
E lectra . — ¿Y no es eso adentrarse un poco por la
senda de Hades?
A n c ia n o . — ¡Así m uriera yo una vez que lo haya
visto!
E lectra . — Sí, pero prim ero, anciano, señala el ca­
mino a Orestes...
663 A n c ia n o . — ¿A donde se encuentra ahora Egisto sa­
crificando a los dioses?
E lectra . — ... y luego llégate a mi m adre y comu­
nícale mis palabras.
A n c ia n o . — L o haré de form a que crea que están
saliendo de tu propia boca.
E lectra . — (A Orestes.) Es hora de que actúes. Te
ha tocado la prim era sangre.
O restes . — Con gusto marcho, si alguien guía mis
pasos.
670 A n c ia n o . — Tam bién y o te escoltaré con agrado.
O restes . — ¡Oh Zeus fam iliar!, pon en fuga a mis
enemigos.
E lectra . — Apiádate de nosotros, que hemos su­
frid o lamentablemente.
A n c ia n o . — Apiádate, por favor, de tus propios des­
cendientes.
E lectra . — Y tú, Hera, que presides los altares de
Micenas...
673 Orestes. — ...concédenos victoria si pedimos jus­
ticia.
A n c ia n o . — Sí, y a éstos concédeles castigo que
vengue a su padre.
O restes . — Y tú, padre, que habitas ba jo tierra
contra toda religión...
E lectra . — . . . Y tú, soberana Tierra a quien d irijo
mis manos...
A n c ia n o . — ...defiende, defiende a estos tus ama­
dos hijos...
O restes . — ... ven ahora tomando por aliados a 680
todos los muertos...
E lectra . — ... al menos cuantos contigo destruye­
ron a los frigios en combate...
A n c ia n o . — ...y cuantos sienten repugnancia por
quienes se manchan de sangre impíamente.
E lectra . — ¿Has oído, oh tú, que tan terrible muer­
te sufriste a manos de m i madre?
A n c ia n o . — Sé que tu padre está oyendo todo esto.
Y a es hora de marchar.
E lectra . — Antes que nada te pido, además de esto, 685
que muera Egisto; que si sucumbes en la lucha con
caída mortal, también yo soy muerta. N o me conside­
res viva, pues atravesaré mi vientre con espada de
doble ñlo.
V oy a entrar en casa y dispondré todo. Si me 69o
vienen nuevas felices de ti, toda la casa resonará por
los gritos; pero si mueres, será al contrario. Esto es
lo que te digo.
O restes . — Ya conozco todo.
E lectra . — Para esta acción has de ser un hombre.
En cuanto a vosotras, mujeres, levantad bien alto,
como antorcha, el grito de este com b ate27; que yo 695
montaré guardia sosteniendo en mis propias manos la
lanza. Si me vencen, jamás rendiré cuentas a mis
enemigos para que ultrajen mi cuerpo. ( Salen todos.)

Co r o.
Estrofa 1.a
Está en venerable leyenda 38 la historia de que un 700
día Pan, despensero de los campos, tom ó a un cordero

27 Frase muy compendiada. Su sentido es: «levantad bien,


como una antorcha (señal), un grito que anuncie el resultado
de este combate*.
a La historia del cordero de oro es la siguiente: los dioses
dan a Atreo un cordero de oro, cuya posesión asegura su rea-
705 de los montes argivos, de herm oso y dorado vellón, de
debajo de su tierna madre y lo conducta soplando
dulce música con el bien trabado caram illo. Y un he­
raldo apostóse en un poyo de piedra y g r itó : «A l ágora,
7 10 al ágora, Miceneos, id a ver la visión de unos reyes
■felices.» Y los coros celebraban la casa de los A tri-
das v .

Antístrofa 1.a
7 15 Se expusieron incensarios de o ro ; brillaba sobre
los altares el fuego en la ciudad de Argos. La flauta,
servidora de las Musas, cantaba herm osísim os sones;
se desbordaban amables cantos p o r el cord ero de oro.
720 Y luego... la trampa de Tiestes; en o cu lto lecho per­
suadió a la esposa querida de A treo y llevó a su casa
aquel portento. V olviendo a la plaza proclam a que tiene
725 en su casa la oveja dotada de cuernos y de vellón de
oro.

Estrofa 2.a
Entonces fue, entonces fue cuando Zeus cam bió el
730 curso brillante de los astros y la luz del sol y el blanco
rostro de la aurora. E l sol cabalgó hacia poniente con
la llama ardiente de su fuego divino y las nubes, hen­
chidas de agua, hacia la Osa.
735 E l asiento de A m ó n 30 se agostó sin probar el rocío,
sin recib ir la hermosísima lluvia de Zeus.

leza. Tiestes, su hermano, seduce a su esposa y roba el cor­


dero proclamándose rey. Zeus, irritado, da la vuelta al curso
del universo.
29 Verso corrupto. Deímata, que es evidemennte una glosa
de phásmata, ha desplazado una palabra que se ha perdido. El
anacronismo Atreidán oikou no es suficiente para considerar
corrupto también el verso siguiente.
3® Egipto y Libia eran los dominios de Amón, dios equiva­
lente a Zeus.
Antístrofa 2*
Se dice — mas poco créd ito d o y 3i— que el sol de
aspecto dorado se tornó cambiando de posición para 740
mal de los hombres, p o r castigar a los mortales. Los
m itos que asustan a los hombres son convenientes
para el cu lto de los dioses. Te olvidaste de ellos y 745
mataste a tu esposo, oh hermana de gloriosos her­
manos 32. (Se oyen gritos lejanos.)
C o r if e o . — ¡Eh, eh, amigas! ¿Habéis oído un grito,
como un trueno subterráneo de Zeus? ¿O me ha sobre­
venido una impresión falsa?
Mira, aquí se eleva un sonido bien claro. Electra, 750
mi señora, traspón el umbral de esta tu casa, ( Sale
E lectra con una espada.)
E l e c t r a . — Amigas, ¿qué sucede? ¿En qué punto
estamos del combate?
C o r if e o . — Sólo sé una cosa: estoy oyendo un la­
mento de muerte.
E l e c t r a . — También yo acabo de oírlo, en la lejanía
desde luego, pero con todo...
C o r i f e o . — De lejos viene el sonido, pero es claro
en verdad.
E le c tra . — Es el gemido de un argivo. ¿Será de 755
mis amigos?
C o r i f e o . — N o sé, pues los timbres de voz se con­
funden por completo.
E l e c t r a . — Esta señal que me das es de degüello.
¿A qué aguardamos?

31 Eurípides, el racionalista, critica abiertamente esta his­


toria y la considera simplemente un mito que «asusta a los
hombres», aunque acepta su conveniencia para el culto divino.
Con ello niega la maldición hereditaria de la casa de Atreo y
desbarata de un golpe la base teológica de la concepción trá­
gica de Esquilo.
32 Clitemnestra era hermana de Cástor y Polideuces (cf.
verso 1239).
C o r i f e o . — Espera a enterarte con certeza sobre tu
destino.
E l e c t r a . — N o puedo, estamos vencidos, pues...
¿dónde están los mensajeros?
760 C o r i f e o . — Y a vendrán. N o es nada fácil matar a
un rey. ( Entra un servidor de Orestes.)
M e n s a je r o . — Victoriosas mozas de Micenas, anun­
cio a todos mis amigos que Orestes ha vencido y que
Egisto, asesino de Agamenón, yace postrado en tierra.
Conque es fuerza orar a los dioses.
765 E l e c t r a . — ¿Quién eres tú? ¿Cómo puedo creer lo
que me comunicas?
M e n s a je r o . — ¿N o me conoces de verm e como
acompañante de tu hermano?
E l e c t r a . — Am igo mío, he tenido dificultad de reco­
nocer tu rostro por culpa del miedo, pero ahora ya te
conozco. ¿Qué dices? ¿Ha muerto el repugnante ase­
sino de mi padre?
770 M e n s a je r o . — Ha muerto. Por segunda vez te digo
lo mismo, ya que te agrada.
E l e c t r a . — Oh dioses — y tú, Justicia que todo lo
ves, por fin has llegado— . ¿De qué forma, con qué clase
de muerte ha acabado con el hijo de Tiestes? Quiero
saberlo.
775 M e n s a je r o . — Cuando salimos de esta casa, toma­
mos la carretera de doble calzada en dirección al lugar
donde se encontraba el ilustre rey de Micenas. Re­
sulta que éste paseaba por un huerto bien regado cor­
tando para su cabeza ramos de tierno m irto. Al vem os
780 gritó: «H ola, forasteros, ¿quiénes sois, de dónde venís
y de qué tierra procedéis?» «Tesalios — contestó Ores-
tes— , y nos dirigim os al A lfeo para hacer un sacrificio
a Zeus O lím pico.» Al o ír esto d ijo Egisto: «P ero ahora
785 debéis quedaros con nosotros para acompañarme en
un banquete. M e encuentro a punto de ofrecer un sa­
crificio a las Ninfas. Si os levantáis a la aurora, os
resultará lo mismo. Conque vayamos a casa (y al
tiem po que esto decía nos tom ó de las manos y nos
conducía); no habéis de negaros.» Cuando estuvimos 790
en su casa d ijo 33: «Que alguien prepare en seguida un
baño para los forasteros, a fin de que puedan acercarse
al agua lustral y al altar.»
Pero Orestes dijo: «Acabam os de purificarnos con
un baño en las limpias corrientes del río. Mas si es 795
fuerza que unos forasteros participen del sacrificio con
los ciudadanos, entonces, rey Egisto, estamos dispues­
tos, no nos negamos.»
Así que ésta fue la conversación que sostuvieron
entre sí. Los esclavos depositaron las lanzas — protec­
ción de su señor— en el suelo y pusieron todos manos
a la obra: unos llevaban las víctimas, otros portaban 800
canastas, otros encendían fuego y ponían calderos
junto al hogar. En fin, toda la casa rebullía.
El amante de tu madre tom ó granos de cebada y
los arrojó al altar diciendo estas palabras: «N in fas de sos
las rocas, que podamos sacrificar muchas veces yo y
mi esposa, la hija de Tindáreo que está en la casa, con
buena suerte com o ahora, y nuestros enemigos con
mala (refiriéndose a Orestes y a ti).
Pero m i señor, sin p ro ferir en voz alta sus palabras,
pedía lo contrario, recobrar la casa paterna. sio
Tom ó Egisto de la canasta un cuchillo afilado, cortó
un mechón al ternero y lo puso con su diestra sobre
el fuego sagrado.
Finalmente descargó el cuchillo sobre la paletilla
del ternero mientras lo sujetaban los esclavos en sus
brazos, y d ijo a tuvhermano estas palabras: «E n tre las 815
buenas cosas de que se jactan los tesalios está el que
despiezan bien un toro y sujetan a los caballos. Tom a
el hierro, forastero, y demuestra que la fam a de los

33 WiLAUOwrrz considera interpolado el v. 790.


tesalios es legítim a.» Entonces Orestes asió con sus
820 manos una d o ris 34 bien forjada y, dejando caer de sus
hombros el m agnífico manto, apartó a los esclavos y
tom ó a Pílades por ayudante en la tarea: asió al ter­
nero por la pata y con el brazo extendido dejó desnuda
su blanca piel.
Así que desolló el cuero con más rapidez que un
825 corredor com pleta a caballo la doble carrera y cortó
los lomos.
Egisto examinó en sus manos la víctim a: las en­
trañas carecían de lóbulo y las fisuras y receptáculos
del hígado anunciaban la llegada cercana de algún m al
830 a quien las observaba. Ensombrecióse Egisto y le pre­
guntó m i señor: «¿ P o r qué esa congoja?» «Forastero,
tem o el engaño de un hom bre ausente. En verdad, es
el h ijo de Agamenón el que más me odia de los hom­
bres y el mayor enemigo de mi casa.» Y éste contestó:
835 «¿ Y temes el engaño de un exiliado tú que gobier­
nas esta ciudad? ¿N o m e traerá alguien un tajo de Ptía
en vez de la doris para partir las costillas y que nos
banqueteemos con las carnes?» Y tomándola, las tro­
ceó. Egisto entonces tom ó las entrañas y las obser-
840 vaba dividiéndolas. Y mientras se agachaba, tu her­
mano se puso de puntillas, le hundió el cuchillo hasta
las vértebras y le desgarró los músculos de la espalda.
Todo el cuerpo se convulsionó de arriba abajo y daba
alaridos mientras m oría de mala muerte.
Los esclavos que lo vieron saltaron prestos al
845 combate. Eran muchos para luchar contra dos, pero
Pílades y Orestes se mantuvieron por hombría agitando
enfrente sus venablos. Y éste dijo: «N o he venido
850 com o enemigo de la ciudad ni de mis servidores. Soy

M Cuchillo especial para despellejar un animal; toma su


nombre del lugar donde se hadan (cf. una «Toledo», ref. a las
espadas). S c h i a s s i (pág. 151) piensa que pudo originariamente
ser doris (cf. déro «despellejar»).
el desventurado Orestes y acabo de tomarme venganza
del asesinato de mi padre. Conque no me matéis, anti­
guos esclavos de m i padre.» Y éstos, luego que oyeron
sus palabras, contuvieron las picas — pues lo recono­
ció un viejo del palacio— , y al pronto coronaron la
cabeza de tu hermano profiriendo gritos de alegría. 855
Está en camino para m ostrarte la cabeza no de la
Gorgona, sino de Egisto, a quien tú odias. Sangre por
sangre ha venido, préstamo amargo para quien acaba
de m o r ir 35. (Sale.)

Coro.
Estrofa.
Amiga, pon tu huella en el coro, levantando radiante ato
com o un cervatillo tu salto hasta el cielo. Ha ganado
una corona de victoria tu hermano; no la de ju n to a
las aguas de A lfe o 3Ó. ¡E a ! Canta un him no de victoria
para acompañar m i danza. 865
E l e c t r a . — ¡Oh luz, oh brillo de la cuadriga de
Helios, oh tierra y oscuridad nocturna que antes yo
veía! Las ventanas de mis ojos son libres ahora que
ha caído Egisto, matador de mi padre.
Vamos, amigas, voy a traer cuantas joyas tengo 870
y me guarda la casa para adornar mi pelo. Y voy a co­
ronar la cabeza de mi hermano victorioso.

Coro.
Antístrofa.
Sí, tú levanta la cabeza adornada, que nosotras dan- 875
zaremos una danza querida de las Musas. Ya van a go-

35 La idea que subyace a esta frase, la verdadera idea mo­


triz de toda la tragedia griega, es que un crimen genera otro
crimen. Egisto había tomado prestada la sangre de Agamenón:
préstamo que él reembolsa con su propia sangre.
36 1. e. más importante. En una glosa así debió surgir la
corrupción del v. 863, como agudamente observó M u r r a y (cf.
aparato crítico). El Alfeo es el río de Olimpia.

TRAGEDIAS, II. — 21
bernar el país nuestros amados reyes de o tro tiem po
ahora que han matado con justicia a los injustos. ¡E ai
Vayan nuestros gritos al unísono con la alegría. (Entran
Pílades y servidores con el cadáver de Egisto.)
880 E l e c t r a . — ¡Orestes victorioso, nacido de un padre
vencedor de la guerra de Ilion! Acepta esta banda para
los bucles de tu pelo. Has llegado a casa no después
de recorrer una prueba inútil de seis pletros, sino de
885 matar al enemigo Egisto, el que mató a tu padre y
mío. Y tú, Pílades, escudero, discípulo del hom bre más
p ia d o so37, acepta esta corona de mis manos; pues en
esta lucha tú llevas una parte igual a la de éste. Que
siempre os vea felices.
890 O r e s t e s . — Electra, considera prim ero a los dioses
autores de esta suerte y luego elogíam e como a ser­
vidor de los dioses y de Fortuna. Aquí estoy ahora
que he matado a Egisto de obra, no de palabra. Y para
895 contribuir al conocim iento claro del hecho, aquí te
traigo el cadáver mismo a fin de que, si quieres, lo
expongas para carnaza de las fieras o lo empales y
claves como presa de las aves, hijas del éter. Ahora
es tu esclavo quien antes recibía el nombre de señ or38.
900 E l e c t r a . — Siento vergüenza, pero con todo deseo
d ecir...
O r e s t e s . — ¿Qué cosa? Habla, pues ahora sí estás
libre de temores.
E l e c t r a . — ... de ultrajar a los muertos, no v a y a a
ser que incurra en odio.
O r e s t e s . — N o existe quien pueda reprocharte nada.
E l e c t r a . — La ciudad es implacable con nosotros
y gusta de murmurar.
905 O r e s t e s . — Hermana, habla si algo quieres decir,
pues con éste hemos entablado una lucha sin tregua.

Su padre Estrofio.
38 Conservamos como genuino el v. 899, como casi todos
los editores.
E l e c t r a . — Bien. ( Dirigiéndose al cadáver.) ¿Qué co­
mienzo daré a mis palabras, para maldecirte, o qué
final? ¿Qué palabras pondré en el medio? ¡Y eso q u e 910
nunca dejaba de repetir cada mañana lo que quería
decirte a la cara, si de verdad conseguía verm e libre
de mis miedos de antes!
Pues bien, ya lo estoy y quiero dedicarte todos los
insultos que deseaba decirte cuando vivías.
Me arruinaste haciéndome huérfana de mi querido
padre, como a é s te 39, sin recibir tú daño alguno; des- 915
posaste vergonzosamente a mi madre y mataste a un
hombre que condujo el ejército griego, tú que no
marchaste contra los frigios.
Llegaste hasta tal punto de torpeza que pensabas 920
que desposando a mi madre no iba a ser mala contigo.
Y mancillabas el lecho de mi padre. Entérate bien,
cuando uno corrom pe a la m ujer de otro y se ve fo r­
zado a tomarla en cama furtiva es un pobre hombre si
cree que la que no pudo ser continente con aquél
puede serlo con él. Vivías entre los mayores tormén- 925
tos, aunque no parecías v iv ir mal, pues sabías, sí, sa­
bías que el tuyo era un m atrim onio ilegal y mi madre
que había tomado por esposo a un impío.
Ambos erais malvados y os habéis privado mutua­
mente ella a ti de tu prosperidad, tú a ella de su
honor w.
Y a oías lo que se decía entre los argivos: «E l marido 930
de su esposa...», no «la m ujer de su m arido». Y en
verdad es feo que sea la mujer, y no el hombre, quien
manda en una casa. Aborrezco a los hijos que en una 935
ciudad no reciben el nom bre de su padre, sino el de
la madre. Cuando un hom bre casa con m ujer notable

39 I. e. Orestes.
Frase interpretada de muy varias maneras cuando no
considerada ininteligible. Nuestra traducción sigue la interpre­
tación de K i r c h h o f f .
y superior a él no se habla del hombre, sino de la
mujer.
Te creías alguien por apoyar tu fuerza en la rique­
za, y eso fue lo que más te engañó a ti, que desconocías
muchas otras cosas. La riqueza no vale nada si no es
940 por el breve tiem po que se está con ella. Lo firme es
la naturaleza, no la riqueza. La prim era siempre per­
manece y acaba con la desgracia, en cambio la riqueza
que acompaña al injusto y al torpe acaba volando de
su casa tras florecer por breve tiempo.
943 En lo que respecta a las mujeres, callaré — pues
no está bien a una virgen hablar— , pero lo manifestaré
veladamente de form a que se entienda. Eras altanero,
¡como que poseías una mansión real y estabas dotado
de belleza! Pero tenga yo un esposo no con aspecto
950 afeminado, sino al estilo varonil. Los hijos de éstos
últimos son afectos a Ares, en cambio los guapos son
un m ero adorno de los coros. Al infierno, tú que has
pagado tu pena sin conocer nada de lo que, por fin, se
te encuentra culpable.
955 De la misma form a, que nadie crea que ha vencido
a Justicia, por haber corrido bien el prim er tramo,
antes de que se acerque a la línea y doble la meta de
la vida.
C o r if e o . — Terribles fueron sus actos y terrible la
compensación que os ha pagado a ti y a éste. En ver­
dad, grande es el poder de Justicia.
E le c tr a . — Bien. Esclavos, hay que introducir su
960 cadáver y ocultarlo para que, cuando venga mi madre,
no vea el cadáver antes de su propia muerte.
O restes . — Espera, pasemos a considerar otra cosa.
E le c tr a . — ¿Qué? ¿N o estoy viendo tropas que
vienen desde Micenas?
O restes . — No, sólo la madre que me alumbró.
965 E l e c tr a . — ¡Qué bien camina hacia el centro de la
red!... y relumbra, eso sí, con su carro y sus arreos.
O r e s t e s . — Entonces, ¿qué hacemos con nuestra
madre? ¿La mataremos?
E l e c t r a . — ¿Acaso te ha entrado compasión ahora
que has visto su figura?
O r e s t e s . — ¡Ay! ¿Cómo voy a matar a la que me
crió, a la que me parió?
E l e c t r a . — Igual que ella mató a tu padre y al mío. 970
O r e s t e s . — ¡Oh Febo, grande es la insensatez que
has pronunciado en tu oráculo!
E l e c t r a . — Pues si Apolo es torpe, ¿quiénes son
los sabios?
O r e s t e s . — ... tú que m e has ordenado matar a mi
madre, a quien no debía.
E l e c t r a . — ¿Qué daño puedes recibir por vengar a
tu propio padre?
O r e s t e s . — Tendré que desterrarme como matricida, 975
yo que antes era puro.
E l e c t r a . — N o serás im pío por defender a tu padre.
O r e s t e s . — Pero de m i madre... ¿a quién rendiré
cuentas.por su muerte?
E l e c t r a . — ¿ Y a q u ié n r e n d ir á s c u e n ta s s i a b a n d o ­
n a s la v e n g a n z a d e tu p a d r e ?
O r e s t e s . — ¿No me habrá aconsejado esto un álás-
to r * 1 tomando la figura del dios?
E l e c t r a . — ¿Sentado sobre el sagrado trípode? N o 98 o
lo creo.
O r e s t e s . — Pues tampoco podría yo tener por
bueno este oráculo.
E l e c t r a . — ¡N o vayas a acobardarte y caer en fla­
queza!
O r e s t e s . — ¿Entonces le preparo a ella el mismo
engaño?

41 Genio vengador (etimológicamente «el que no olvida o


perdona», < *a-lath-. Otros lo relacionan con alaos «ciego» o
«invisible»).
E l e c tr a . — El m ism o con que destruiste a su es­
poso, matando a Egisto.
98s O restes . — Me pondré en camino. Terrib le es la
tarea que emprendo y terrible lo que voy a hacer, pero
si los dioses lo han decidido, sea. Este combate me
será amargo y dulce a la vez. (Entran Orestes y Pílades.
Aparece Clitem nestra en un carro lujoso.)
C o r o . — Oh reina de la tierra argiva, hija de Tin-
990 dáreo y hermana de los nobles gemelos hijos de Zeus
que habitan entre los astros en el éter ardiente y tienen
la prerrogativa de salvar a los m ortales entre las olas
del mar. ¡Salud! Y o te venero igual que a las felices
993 diosas p or tu riqueza, p o r tu gran opulencia. Es m o­
m ento de rendir pleitesía a tu suerte. Salud, reina.
C l it e m n e s t r a . — Troyanas, descended del carro y
tomad mi mano para que ponga m i pie fuera de él.
íooo Que los templos de los dioses están adornados con los
despojos frigios, pero yo tengo en m i palacio a éstas,
lo más escogido de la Tróade; pequeño regalo, pero
hermoso, a cambio de la hija que perdí.
E le c tr a . — Madre, ¿tomaré tu mano afortunada yo
íoos que he sido arrojada del palacio de mi padre y habito
una infeliz morada?
C l it e m n e s t r a . — Aquí están las esclavas, no te m o­
lestes tú.
E le c tr a . — ¿Pues qué? También a mí m e expulsaste
del palacio como a una prisionera. Destruido el palacio,
ío io destruidas fuimos — como éstas— , quedando huérfa­
nas de padre.
C l it e m n e s t r a . — Con todo, pareja decisión tomó tu
padre contra quienes entre los suyos en m odo alguno
debía haber tomado.
Hablaré..., que cuando la mala fama se apodera
de una mujer, en su lengua se asienta una cierta
amargura.
En lo que a mí se refiere, no está bien. Atendiendo
a los hechos, si tienes razón en odiarme, es justo que
me odies, pero si no, ¿a qué esa repugnancia por mí?
Tindáreo m e entregó a tu padre no para que mu­
riera yo ni aquéllos a quienes yo engendrara. Pero 1020
aquél convenció a m i hija con la boda de Aquiles y se
marchó llevándola a Áulide, de buen anclaje para las
naves. A llí la extendió sobre un altar y segó el blanco
cuello de Ifigenia.
Si hubiera inmolado a una en beneñcio de muchos,
para ganarse la toma de Troya o por beneficiar a su 1025
casa y salvar a sus otros hijos, habría sido perdonable.
Ahora bien, destruyó a m i hija porque Helena era
lasciva y el que la tomó por esposa no supo castigar
a la traidora. Con todo, ni por esto habría com etido 1030
la crueldad de matar a m i esposo, ofendida como
había sido. Pero vino con una enloquecida doncella
poseída de dios y la introdujo en m i cama; conque
éramos dos novias alojadas en la misma casa.
En efecto, casquivana es la mujer, no digo que no; 1035
pero cuando, sentado esto, el m arido comete el yerro
de rechazar la cama que tiene en casa, la m ujer quiere
im itar al m arido y buscarse un nuevo amante.
Y luego los reproches resplandecen en nosotras y
en cambio los hombres, los culpables, no llevan la mala 1040
fama.
¿Es que si Menelao hubiera sido raptado a ocultas
de su palacio, tenía yo que matar a Orestes para salvar
al esposo de mi hermana? Entonces, ¿cómo habría lle­
vado esto tu padre? ¿Es que no tenía él que m orir
habiendo matado a uno de los míos, y yo había de
sufrir este trato por su parte? Lo maté, me dirigí a
sus en em igos42 tomando el camino más fácil. Pues

42 I. e. Egisto.
¿quién de los míos habría sido mi cóm plice en la
muerte de tu padre?
Habla, si algo quieres decir, y replícame con líber-
loso tad que tu padre no murió con justicia.
C o r i f e o . — Has hablado con razón, pero tu justicia
está envuelta en vergüenza. Toda m ujer ha de ceder
ante su esposo, la que sea sensata. La que opine de
otra form a, no ha llegado al sentido de mis palabras43.
10 5 5 E l e c t r a . — Madre, recuerda las últimas palabras
que has pronunciado concediéndome libertad para
hablar.
C l i t e m n e s t r a . — También ahora lo afirm o y no me
niego, hija.
E l e c t r a . — ¿N o m e harás daño, madre, después de
oírm e?
C l i t e m n e s t r a . — N o puedo, a tu opinión opondré
mi dulzura.
1060 E l e c t r a . — Hablaré y éste será el comienzo de mi
proem io: ¡ojalá hubieras poseído, madre, m ejor ca­
beza! Justo es que atraigan alabanzas la belleza de He­
lena y la tuya; ambas sois hermanas, casquivanas las
1065 dos e indignas de Cástor. La una se perdió por dejarse
raptar de buen grado y tú has perdido al m ejor hom­
bre de Grecia con la excusa de que matabas a tu es­
poso en compensación por una hija. Pero no te conocen
bien, como yo. ¡Tú, la que antes de que se decidiera
10 7 0 la inmolación de tu hija y, apenas partido tu esposo
de casa, cuidabas los rubios bucles de tu pelo ante el
espejo! M ujer que en ausencia del m arido se esfuerza
en em bellecerse se tacha a sí misma de mala. A menos
10 7 5 que busque algún mal, en nada le conviene mostrar
en la calle un rostro hermoso. Tú eres la única de las

® M u rray condena los w . 1097-1099, siguiendo a H artung ,


p or el hecho de que E stobeo (cf. 72.4) los atribuye a Las Cre­
tenses; y el 1100 y 1101 siguiendo a H artung y Nauck, respecti­
vam ente.
griegas, que yo sepa, que te alegrabas si los troyanos
tenían un éxito; y si fracasaban, tus ojos se ensom­
brecían porque no deseabas que Agamenón regresara
de Troya. ¡Con los buenos m otivos que tenías para ser
recatada!; tenías un marido, en nada inferior a Egisto,
a quien la Grecia eligió com o su conductor, y una vez
que tu hermana Helena había realizado tamaña acción,
podías tú haber cobrado una gran gloria. Pues los
malos constituyen un escarmiento en beneficio de los 1085
buenos y atraen la atención.
Si, como dices, mi padre mató a su hija, ¿en qué
te faltamos yo y mi hermano? ¿Por qué no estrechaste
nuestros lazos con la casa paterna tras matar a tu
esposo, en vez de aportar a tu matrimonio bienes aje­
nos comprando su amor con dinero? 1090
Tu marido no ha sido exiliado a cambio del exilio
de tu hijo ni ha muerto a cambio de mi muerte, dos
veces mayor que la de mi hermana, pues me mató en
vida. Si un crimen se sienta como juez para exigir otro
crimen a cambio, yo te mataré — con tu hijo Orestes— 1095
por vengar a mi padre. Que si aquello fue justo, tam­
bién hay justicia en esto.
Quien casa con mujer malvada por su riqueza o
noble cuna es necio. Casamiento modesto, pero pru­
dente, es m ejor en una casa que m atrim onio notable.
C o r i f e o . — E l azar gobierna el matrimonio de las 1100
mujeres. Veo que de los humanos unas jugadas salen
bien, mal otras.
C l i t e m n e s t r a . — Hija, tú has nacido para amar a
tu padre por siempre. También sucede que unos están
de parte del padre, mientras que otros aman a su
madre más que al padre. Te perdono, pues en verdad 1105
no me alegro en exceso de mis acciones. ¿Así de sucia
y mal vestida has salido de tus labores de parto? ¡Ay,
pobre de mí, por mis decisiones, por haber empujado
a mi esposo a la ira más de lo debido!
E l e c t r a . — Tarde te lamentas cuando ya no tienes
cura. Bien, mi padre ha muerto. ¿Por qué, entonces, no
haces venir de fuera a tu hijo que anda errante?
C l i t e m n e s t r a . — Tengo m iedo y m iro por mis inte-
1 1 1 5 reses, no por los suyos. Está encolerizado, según dicen,
por la muerte de su padre.
E l e c t r a . — ¿Por qué, entonces, tienes a tu esposo
enfurecido contra nosotros?
C l i t e m n e s t r a . — Ése es su carácter. También tú
eres obstinada por naturaleza.
E l e c t r a . — Porque sufro. Pronto dejaré de enfure­
cerme.
C l i t e m n e s t r a . — Entonces tampoco él estará más
tiem po resentido contra ti.
112 0 E l e c t r a . — Muchos son sus humos. Ahora lo cobija
m i morada...
C l i t e m n e s t r a . — ¿Ves? Y a estás atizando nuevas
disputas.
E l e c t r a . — Callaré, pues le tem o com o le tem o **.
C l i t e m n e s t r a . — Pon fin a esas palabras. Bien. ¿Por
qué m e has llamado, hija?
i i 25 E l e c t r a . — Creo que has oído sobre m i parto. O fre­
ce en m i lugar — pues yo no sé— un sacrificio en la
décima luna de m i hijo, como es costumbre. Que yo
no estoy avezada por no haber parido en el pasado.
C l i t e m n e s t r a . — Eso es trabajo de otra, de la que
te ayudó en las labores de parto.
E l e c t r a . — Y o misma me asistí, yo sola parí a mi
hijo.
i i 3o C l i t e m n e s t r a . — ¿Tan aislada de vecinos se encuen­
tra esta casa?

** Expresión eufemística típica de Eurípides (cf. vv. 85,


289; Medea 889, 1011; Hécuba 100; Troyanas 630), que aquí en­
cierra una gran ironía.
E l e c t r a . — Nadie quiere tener a los pobres por
amigos.
C l i t e m n e s t r a . — Marcharé entonces a ofrecer a los
dioses un sacrificio por tu hijo en el día prescrito, y
cuando te haya hecho este favor iré al campo donde
mi esposo sacrifica a las Ninfas. Vamos, esclavos, arri- 1 1 3 5
mad este carro a los pesebres y cuando creáis que he
terminado el sacrificio a los dioses, presentaos aquí;
que también he de dar gusto a mi marido. ( Salen los
esclavos con el carro.)
E l e c t r a . — Entra en casa de un pobre. Cuidado no 114 0
vaya a quemar tu túnica este techo ahumado, pues
vas a realizar el sacrificio que los dioses te exigen.
(Entra Clitem nestra.)
La cesta está preparada y afilado el cuchillo que
mató al t o r o 45, cerca del cual vas tú a caer herida.
Vas a desposar, también en Hades, al hombre con 11 4 5
quien dormías en vida. Éste es el favor que yo voy a
hacerte, esta es la satisfacción que tú vas a pagarme
por mi padre. ( Entra E le ctro .)

C oro.
Estrofa 1.a
Mal p o r mal: los vientos de esta casa soplan con­
trarios. Aquel día cayó en el baño m i señor, m i señor,
y resonó el techo y tas pétreas cornisas de la casa u so
mientras decía: «¡Desdichada esposa, ¿por qué me
matas cuando vuelvo a m i patria después de diez se­
menteras?•

Antístrofa 1.a
(E l tiem po) 46 en su retorn o se cobra retribu ción 1 1 5 5
p o r la unión extraviada de esta m u jer que, sosteniendo

45 I. e. Egisto, considerado como víctima de un sacriñcio.


44 Faltan dos versos cuya responsión forman los w . 1162-
1163. En ellos probablemente estaba la palabra «tiem po», como
señala M u rra y .
en sus manos el arma afilada, asiendo el hacha, mató
a su m arido cuando al fin volvió a casa y a los m uros
116O ciclópeos que llegan al cielo. ¡Desdichado esposo! ¿Qué
mal se apoderó de la desgraciada? Com o leona m onta­
raz, que frecuenta los pastos de los bosques, llevó hasta
el final este crim en.
i i 65 C l i t e m n e s t r a . — (Desde dentro.) ¡Hijos, por los dio­
ses, no matéis a vuestra madre!
C o r o . — ¿Oyes los gritos bajo el techo?
C l i t e m n e s t r a . — ¡Ay, ay d e m í!
C o r o . — Tam bién yo gim o p o r la que ha m uerto a
manos de sus hijos. E n verdad dios reparte justicia
i i 70 cuando llega el m om ento. Crueldad has sufrido, im ­
píam ente obraste — ¡desdichada!— contra tu esposo.
(Salen todos de la casa. El eccíclem a expone los cadá­
veres de Clitemnestra y Egisto.)
C o r i f e o . — Mas helos aquí que ponen su pie fuera
de la casa teñidos con la sangre reciente de su madre,
demostrando que huyen de su triste llamada.
117 5 N o existe ni ha nacido nunca otra casa m á s infor­
tunada que la de los Tantálidas.

Estrofa 2.a
O r e s t e s . — ¡T ie rra y Zeus que ves todo lo m orta l!
Contemplad esta acción de m uerte odiosa: dos cuer-
í i s o pos en tierra postrados, a golpes de m i mano, en pago
de mis miserias*7.
E l e c t r a . — H erm ano, sí, deplorable en exceso, pero
yo soy culpable. ¡P ob re de m í! M e consum í en odio
contra esta m i madre que me parió m ujer.

47 Se puede postular, m etri causa, que faltan cuatro sílabas


en el v. 1182 o un metro yámbico y todo el verso que le seguía
(dimetro yámbico).
C o r o . — ¡Ah, qué suerte, madre, qué suerte la tuya
que pariste vengadores y sufriste desdichas sin lím ites
a manos de tus h ijos! ¡C on justicia has pagado la
m uerte de su padre!

Antístrofa 2."
O r e s t e s . — Oh Febo, invisible es la justicia que can­ 1190
taste, pero bien visibles los dolores que has cobrad o:
¡m e has dado un lecho de asesino lejos de la tierra
griega! ¿A qué o tro pueblo marcharé? ¿Qué huésped, 1195

quién que sea piadoso pondrá sus ojos en m i rostro


de matricida?
E l e c t r a . — ¡Ay, ay de m í! Y yo, ¿adonde?, ¿a qué
coro, a qué boda marcharé? ¿Qué esposo me aceptará
en su cama nupcial? 1200
C o r o . — O tra vez, otra vez tu pensamiento ha cam­
biado con el viento. Ahora albergas sentim ientos pia­
dosos, antes no los tenías e hiciste algo terrible a tu 1205

hermano, amiga, que no quería.

Estrofa 3.*
O r e s t e s . — ¿Viste cóm o la desdichada sacaba del
m anto y mostraba su pecho en el m om ento de m o rir
— ¡ay de m í!— , poniendo en el suelo los m iem bros que
m e dieron vida? Y o p o r el pelo...
C o r o . — L o sé bien, el d olor te consum ió cuando 1210
oías el lamento de d olor de una madre, la que te parió.

Antístrofa 3.a
O r e s t e s . — Éste fue el g rito que lanzaba poniendo 1215
sus manos en m i rostro: «¡H ijo m ío, piedad!», y se
colgaba de m i cuello hasta que el arma cayó de mis
manos.
C o r o . — ¡Desventurada! ¿Cóm o sufriste ver con tus
propios ojos la m uerte de tu madre expirante?
Estrofa 4.a
O r e s t e s . — Y o puse el manto sobre mis ojos y di
com ienzo con la espada al sacrificio hundiéndola en
el cuello de m i madre.
12 2 5 E l e c t r a . — Y yo te animaba al tiem po que ponía
mano a la espada.
C o r o . — Has com etid o el más terrible crim en.

Antístrofa 4.“
O r e s t e s . — Toma, cubre los m iem bros de m i madre
con el m anto y cierra sus heridas. ¡E n verdad alum­
braste a tus propios asesinos!
12 3 0 E l e c t r a . — ¡Ved cóm o ponemos este manto sobre
quien era amiga y a la vez no amiga!
C o r o . — Éste es el lím ite de la desgracia para la
casa. (Aparecen los Dioscuros sobre el palacio.)
C o r i f e o . — Mas he aquí que sobre lo más alto del
palacio han aparecido... ¿Quiénes serán, dém ones48
12 3 5 o alguno de los dioses del cielo? Pues no es éste el
camino de los hombres. ¿Por qué se aparecerán a nues­
tra vista de mortales?
C á s t o r 49. — Escucha, hijo de Agamenón. Te llaman
1240 los Dioscuros, hermanos gemelos de tu madre, Cástor
y mi hermano Polideuces, aquí presente. Acabamos de
llegar a Argos después de poner fin a la galerna que
amenazaba a una n a ve50, cuando vimos la muerte de

48 Aquí «divinidades de rango inferior» (por oposición con-


textual a los olímpicos). En general tiene un valor neutro
(= dios) frente a las divinidades particulares cuando no interesa
especificar de cuál se trata, o anafórico ( = el dios antes citado).
49 Los editores en general atribuyen este parlamento a
ambos Dioscuros, aunque los Mss. no lo señalan. Con B o t h e
creemos que debe ser Cástor sólo el que habla, sobre todo
porque en v. 1240 presenta a su hermano («y éste que aquí
veis es Polideuces»).
50 Ya W i l a m o w i t z señaló que no se trata de una nave
cualquiera, sino de la de Menelao y Helena (cf. Helena 1163 y
esta hermana nuestra y madre tuya. Ella ha recibido
su merecido, pero tú no tías obrado con justicia. Y 12 4 5
Febo... (mas callaré, pues es mi soberano) con ser sabio
no te ha aconsejado sabiamente con su oráculo. Mas
es fuerza resignarse y desde ahora has de cum plir lo
que M o ira 51 y Zeus han decretado sobre ti. Entrega
Electra a Pílades como esposa y abandona Argos. No 12 5 0
te está perm itido poner el pie en esta ciudad ahora
que has matado a tu madre.
Las terribles K e r e s S2, las diosas de cara perruna, te
harán dar vueltas enloquecido como una rueda. Pero
ve a Atenas y abrázate a la santa imagen de Palas; ella 12 5 5
las asustará e impedirá que te toquen con sus terri­
bles serpientes, tendiendo sobre tu cabeza su escudo
con la Gorgona. Hay una colina de Ares donde los
dioses se sentaron por prim era vez a votar en un
crim en de sangre, cuando el cruel Ares mató a Hali- 126O
rrocio, hijo del rey del mar, enfurecido por la impía
unión con su hija. A llí el voto es sagrado y firm e desde
entonces a los ojos de los dioses; allí debes también
tú ser juzgado por el crimen. Te salvará de m orir ajus- 1265
ticiado el que el número de votos depositados será
igual, pues Loxias cargará con la culpa por empujarte
con su oráculo al matricidio.
Y ésta será la ley vigente para los venideros: que
gane siempre el acusado con igualdad de votos.

siguientes), a los que se alude un poco más adelante (v. 1279


y s í r s .).
51 Personificación del Destino (etimológicamente = «parte,
porción») independiente y superior a los dioses. Aquí unida a
Zeus en términos de igualdad; incluso, a veces, se subordina
a éste y equivale (especialmente en E s o u il o , Suplicantes 673)
a la ley antigua de Zeus.
52 En la tragedia pluralizadlas e identificadas con las Erinis
(diosas vengadoras del parricida). Originariamente, sin embar­
go, K t r es un démon destructor, hijo de Noche y hermano de
Muerte.
1270 Así que las terribles diosas, abrumadas por el
dolor, harán que se abra junto a la colina misma una
sima, oráculo piadoso y venerando para los mortales.
Tam bién has de vivir junto a las riberas del Alfeo,
1275 en una ciudad arcadia, cabe el templo de Liceo; y la
ciudad recibirá tu nombre.
Esto es lo que a ti te digo. En cuanto al cadáver de
Egisto, los ciudadanos de Argos lo ocultarán en una
tumba. A tu madre la enterrarán Menelao (que se en­
cuentra desde hace poco en Nauplia, desde que tomó
1280 la tierra troyana) y Helena. Ésta ha llegado del palacio
de Proteo en Egipto y nunca fue a Troya; Zeus envió a
Ilion un sim u lacro53 de Helena para enzarzar a los
humanos en disensiones y muertes.
1285 En fin, que Pílades abandone la tierra aquea y re­
grese a su hogar con una virgen y esposa a la vez; que
lleve también a la tierra fócense a tu cuñado de nom­
b r e 54 y le cargue de riquezas. En cuanto a ti, enfila
el cuello del Istm o y dirígete a pie hacia la próspera
1290 ribera de C ecropia55; que cuando hayas cumplido el
destino que te señaló como homicida, serás feliz libre
de estos sufrimientos.
C o r i f e o . — H ijo s de Zeus, ¿se nos perm ite acercar­
nos a vuestra voz?
C á s t o r . — Sí, pues no estáis contaminadas p o r este
crim en.
12 9 5 E l e c t r a . — ¿Puedo hablar yo, Tindáridas?
CXs t o r . — Tam bién tú; atribuiré a Febo esta acción
crim inal.
C o r i f e o . — ¿ P or qué siendo dioses los dos y herma-
13 0 0 nos de la víctim a no habéis alejado a las Keres del
palacio?

53 La historia del simulacro de Helena fue introducida por


Estesícoro en su Palinodia.
54 I. e. el campesino.
55 Atenas.
C á s t o r . — La fuerza del destino las arrastró p or
donde era menester y las torpes órdenes de la lengua
de Febo.
E l e c t r a . — ¿Y qué Apolo, qué oráculos me hicieron
a m í m atricida?
C á s t o r . — Com ún fue la acción, com ún vuestro 1305
destino, y una sola m aldición de vuestros padres os
perdió a los dos.
O r e s t e s . — Hermana mía, con verte tarde, ya me
veo privado de tus caricias y he de abandonarte que- 1 3 1 0
dando yo, a m i vez, abandonado.
C á s t o r . — Ésta tiene m arido y casa. N o es ella
quien ha sufrido lam entablem ente excepto en abando­
nar la tierra de Argos.
E l e c t r a . — ¿Y qué otra cosa produce mayores la­
mentos que abandonar las fronteras de la patria? 13 15
O r e s t e s . — Pero yo saldré de la casa paterna y en
ju icio extranjero purgaré el m atricidio.
C á s t o r . — Ten valor. Llegarás a la piadosa ciudad 1320
de Palas. Conque sopórtalo con entereza.
E l e c t r a . — Junta tu pecho con el m ío, queridísim o
hermano. Las sangrientas maldiciones de madre nos
separan del palacio paterno.
O r e s t e s . — Vamos, abrázame. V ierte tus lamentos 1325
sobre m í com o sobre la tum ba de un muerto.
C á s t o r . — ¡Ay, ay! T errib le es lo que has dicho in­
cluso para que lo oigan los dioses. Tam bién yo y los
dioses del cielo lamentamos los sufrim ientos de los 1330
hombres.
O r e s t e s . — ¡Y a no te veré más!
E l e c t r a . — ¡Tam poco yo me acercaré a tus ojo s !
O r e s t e s . — Ésta es m i postrera despedida.
E l e c t r a . — ¡Adiós, ciudad; adiós vosotras, duda- 133 5
dañas!
O r e s t e s . — Oh m i más fie l amiga, ¿ya te marchas?
E l e c t r a . — Ya parto empapando m i tierna m ejilla.

TRAGEDIAS, II. — 22
13 4 0 O r e s te s . — Pílades, marcha en paz y desposa a
Electra.
C A s to r . — Éstos se ocuparán de su boda. Marcha
tú a Atenas huyendo de estas perras. Ya lanzan contra
13 4 3 ti su terrible rastro estas diosas negras de piel, con
serpientes p o r brazos, que cosechan un fru to de te­
rrib le dolor.
N osotros marchamos prestos hacia el m ar siciliano
para salvar las marinas proas de las naves. Caminamos
135o p o r la llanura del éter y no auxiliamos a los hom bres
mancillados, sino a quienes en su vida estiman piedad
y justicia.
A éstos salvamos de las dificultades y libram os del
13 5 5 sufrim iento. Así que nadie prefiera d elinqu ir ni ser
com pañero de viaje de los perjuros. Yo, que soy dios,
así lo anuncio a los mortales.
C o r o . — ¡Adiós! Quien puede estar con ten to y no
le doblega desgracia alguna, ha conseguido la felicidad.
IFIGENIA ENTRE LOS TAUROS
1. El drama Ifigenia entre los Tauros, incorrecta­
mente llamada en Táuride (nom bre de lugar inexisten­
te), sin duda por analogía con la otra Ifigenia, la en
Aulide, se debió de representar por vez prim era entre
los años 414-12 a. C. Y decimos drama, porque mal po­
demos llam ar tragedia a esta entretenida pieza teatral
que más parece novela escenificada que otra cosa.
Su argumento, que en seguida veremos más en de­
talle, enlaza la última aventura de Orestes, en su puri­
ficación del matricidio, con el rescate de su hermana
Ifigenia, que fue llevada por Ártem is a su tem plo de
la costa de Crimea, lugar habitado por los bárbaros
tauros, luego de ser sustituida por una cierva.
El prim er punto, la llegada de Orestes a la Táurica
en busca de la imagen de Ártem is es pura invención
de Eurípides. La estancia de Ifigenia allí y su carácter
de sacerdotisa es algo perteneciente a la tradición de la
época de Eurípides y se basa en un sincretismo de tres
Ifigenias en origen diferentes: la diosa ática identifi­
cada con Artem is (Ártem is - Ifigenia o «protectora del
p arto»), la cual recibía culto en Halas y Braurón en la
costa norte del Ática; la diosa táurica que, según Heró-
doto (IV , 103), «los mismos Tauros llamaban Ifigenia,
hija de Agamenón»; y finalmente la Ifigenia humana.
hermana de Orestes, Electra y Crisótemis e hija de
Agamenón y Clitemnestra.
La diosa Ifigenia del Ática fue identificada sin duda
con la humana por mera coincidencia de sus nombres,
aunque de hecho el de la diosa ya hemos visto que se
relaciona con su función como diosa del parto y el de
la segunda no siempre fue Ifigenia: Hom ero y Sófocles
la llaman Ifianassa (Iliada, IX , 145, y Electra, 158). La
última identificación de éstas dos con la de los tauros
sin duda se debió a los griegos que colonizaron el
Quersoneso táurico y sirvió como magnífica excusa
para que le «asignaran» los sacrificios humanos de los
que todavía quedaban indicios en las localidades ci­
tadas del Ática. Pues bien, tratando de explicar, en base
a este sincretismo, la presencia de una imagen de ma­
dera, caída del cielo, de Ártem is en el Atica y el culto
a Ártem is - Ifigenia, y fundiendo todo ello con un in­
ventado viaje de Orestes, perseguido ¡todavía! por las
Erinis, compuso Eurípides este drama singular cuya
estructura vamos a analizar a continuación.

2 1 235
. La obra se abre con el P ró lo g o ( - ), constituido fo r­
malmente por una resis, un diálogo y la párodos, que es real­
mente un diálogo lírico en anapestos. La resis introductoria es
de Ifigenia. En ella nos cuenta la historia de su sacrificio en
Áulide, las razones de su presencia entre los Tauros y su fun­
ción de sacerdotisa de una diosa que gusta de matar a los
extranjeros. Finalmente nos revela un sueño que ha tenido,
sueño que ella interpreta en el sentido de que ha muerto su
hermano Orestes, el último retoño masculino de la estirpe de
Agamenón.
Precisamente tras oír esto vemos aparecer a Orestes y Pí-
lades que, en diálogo rápido, nos informan de las razones de
su llegada: tienen que robar la imagen de Artemis y llevarla
al Atica para que cesen las persecuciones de las Erinis, que
no se convencieron con el juicio del Areópago. Sin duda éste
es el mismo Orestes que el de Electra: nada seguro de sí
mismo, hasta cobarde: Pílades tiene que recordarle la obliga­
ción impuesta por el oráculo y aludir a su sentido del honor
para no volverse atrás.
Entra ahora el Coro que, tras presentarse a sí mismo como
mujeres griegas que sirven a Ifigenia en el templo, inician un
diálogo lírico con Ifigenia. En realidad es un treno por Orestes
muerto acompañado de un rito funerario. Ifigenia nos vuelve a
recordar su frustrado sacrificio de Áulide y su sanguinario
sacerdocio de ahora. Terminado el canto de entrada se inicia
el Pr im e r episodio (236-391) con la entrada precipitada de un
vaquero. Formalmente este episodio es una escena de mensa­
jero; su parte central consiste en una brillante descripción, por
parte de éste, del descubrimiento y captura de Orestes y Pílades:
los descubren unos pastores escondidos en una cueva y, poco
después de verlos, Orestes tiene un ataque de locura. Consiguen
reducirlos, aunque no herirlos por intervención de Ártemis, y
llevarlos ante el rey. Ya están a punto de llegar para ser sa­
crificados.
El episodio se cierra con un monólogo de Ifigenia en el que
vuelve a insistir en el mismo tema —Áulide y la muerte de
Orestes—, temblando con una crítica a la diosa que «se com­
place en cruentos sacrificios humemos*, aunque luego añada que
no es posible que un dios sea homicida: son los hombres del
país que se lo atribuyen a la diosa.
A continuación se pregunta el Coro, en el P r i m e r est As im o
(392-566), quiénes pueden ser esos extranjeros y cómo han con­
seguido atravesar las terribles Simplégades. El estásimo cubre
el tiempo que tardan los prisioneros en llegar desde el palacio
del rey.
Acabado éste, entran maniatados los dos jóvenes y se abre
el S egundo episodio (467-642), constituido íntegramente por un
diálogo en su mayor parte esticomítico, entre Ifigenia y Orestes.
Es de tipo informativo. En él Ifigenia se entera de que son argi-
vos y se interesa por el destino que han corrido, tras la guerra
de Troya, los griegos: Helena, Calcante, Ulises, Aquiles, Aga­
menón y su propia familia. Orestes le habla enigmáticamente
de la muerte de Clitemnestra, pero Ifigenia no lo comprende.
Hay que retrasar el reconocimiento. Ifigenia les propone salvar
a uno de ellos si llevan a Argos una carta en la que revela su
salvación por Artemis y su paradero actual. Orestes se ofrece
a morir, lo que da lugar a una situación irónica, aunque no
de ironía trágica, como veremos: Ifigenia ensalza su nobleza y
afirma que así debía de ser su hermano si viviera; Orestes se
lamenta de que no pueda amortajarlo su hermana, e Ifigenia
dice que lo hará ella en su lugar.
El Sbgundo est As im o (643-656) está formado por solamente
trece versos de diálogo epirremático entre el Coro, Orestes y
Pílades, lamentando aquél la muerte del uno y alegrándose por
la salvación del otro. Es muy corto, quizá intencionadamente,
porque sirve sólo para cubrir el escaso tiempo que tarda Ifi-
genia en buscar la carta dentro del templo.
El T er c e r episo d io (657-1088) es el verdadero centro de gra­
vedad del drama. Es formalmente dialógico en su totalidad y
contiene la anagnórisis o reconocimiento entre ambos hermanos
y la mechané o plan de huida y robo de la imagen.
El reconocimiento se hace precisamente a través de la carta.
Pílades la llevará, pero ¿y si desaparece ésta en el viaje? Para
evitar esto, Ifigenia la acaba leyendo en voz alta, a fin de que
Pílades pueda comunicar de palabra el mensaje. La carta va
dirigida a Orestes y en ella se identifica Ifigenia, con lo que la
anagnórisis se produce con gran naturalidad y sin brusque­
dades.
Al reconocimiento sigue un diálogo epirremático entre los
hermano (Ifigenia en la parte cantada). Luego se reanuda el
diálogo yámbico. Orestes le informa del matricidio, la persecu­
ción de las Erinis, el juicio del Areópago y la nueva orden de
Apolo de robar la imagen de Ártemis. A continuación preparan
—o mejor, Ifigenia prepara— el plan de huida: dirá al rey que
los dos fugitivos están contaminados por matricidio y han to­
cado la imagen de la diosa, por lo que tanto ellos como la
imagen tienen que ser purificados en el mar antes del sacrificio.
Así podrán escapar con la imagen en el mismo barco en que
llegaron Orestes y Pílades.
El Coro entona, mientras esperan la llegada del rey, su T er ­
(1089-1151). Es un canto lleno de lirismo y nostalgia
cer est As im o
por Grecia: el Coro es como el alción que no deja de llorar
en su canto. Ifigenia se va a salvar en una nave de velas hin­
chadas, acompañada del rítmico sonar de los remos y la mú­
sica de Pan. ¡Si fuera posible que ellas se convirtieran en aves
para volver a tomar parte en, las brillantes danzas de su patria!
Cuando, terminado el canto, entra el rey Toante preguntan­
do por Ifigenia, da comienzo el C uarto episo dio (1152-1233). Es
la puesta en marcha del engaño, del plan de huida. Formalmente
es un diálogo entre Ifigenia y Toante, brillantemente dotado de
un ritmo creciente por Eurípides (primero en yambos y luego
en tetrámetros trocaicos) en que la astucia de la griega se
aprovecha de la ingenuidad del salvaje.
Mientras Ifigenia se dirige con los prisioneros hacia el mar
y ponen en práctica su plan de huida, el Coro canta el C uarto
est As im o (1234-1282). Es un himno a Apolo, formalmente del
tipo tradicional, con una breve invocación al comienzo y luego
la narración de cómo Febo se apoderó del Oráculo de Delfos
matando a la serpiente Pitón y desalojando a Temis; cómo
Ctón arrojó de nuevo a Apolo y éste se dirigió suplicante a su
padre Zeus que acabó devolviéndoselo para siempre, devol­
viendo con ello «a los mortales su confianza en los versos pro-
féticos». Es un hermoso himno, pero que, debido a su contexto,
de hecho constituye una pieza de magistral ironía.
Acabado el canto del Coro, entra precipitadamente un men­
sajero, dando inicio al É xodo (1283-1499). En un breve diálogo
introductorio entre el mensajero y el Corifeo, éste hace lo que
no se espera de él normalmente, esto es, intervenir en la acción.
Trata de dar tiempo a que se escapen los fugitivos diciendo al
mensajero que el rey está en su palacio, cuando la realidad es
que está en el templo. Pero el mensajero no cae en la trampa.
Golpea la aldaba del templo; sale Toante y, tras una esticomitía
entre ambos, el mensajero lie hace una brillante descripción de
la estratagema.
Cuando Toante da orden de perseguirlos por tierra y mar,
aparece Atenea ex machina que lo contiene, y como otras veces,
epiloga el drama revelando el destino que aguarda a los prota­
gonistas y ofreciendo la etiología del culto a Ártemis-Ifigenia-
Taurópola en el Ática.

3. N adie se atrevería a afirmar que este drama es


una verdadera tragedia ni a negar que es una de las
producciones más brillantes de Eurípides. Bien es cier­
to que quizá las dos cosas están relacionadas, si tiene
razón K itto al decir que, mientras que las obras de
tema trágico forzaban a Eurípides a dotarlas de una
form a que resultaba chocante (siem pre, por supuesto,
en relación con la tragedia «típ ic a »), en cambio las
tragicomedias o melodramas dejaban libre al autor
para crear una estructura form alm ente magistral.
Frente a las tragedias, la Ifigenia entre los Tauros
presenta unas características que podríamos caliñcar
com o negativas y resu m ir en: carencia de realidad dra­
mática (sustituida por una irrealidad im posible); caren­
cia de auténtico pathos (sustituido por el m ero sus­
pense); crítica seria al elemento sobrenatural: es, más
bien, chanza o ironía aristofánica la que aquí encon­
tramos.
Pero es incorrecto comparar esta obra con una tra­
gedia para resaltar sus deméritos. Eurípides era cons­
ciente de que no estaba creando tragedia, sino melo­
drama.
Veamos, pues, sus m éritos como tal. Para empezar,
la brillantez y originalidad de su argumento. N o pre­
senta fallo alguno (aceptando, por supuesto, las con­
venciones del teatro griego, y sobre todo, el hecho de
que no es una obra realista, sino más bien basada en
situaciones milagrosas). Y uno de sus mayores méritos
es, precisamente, la retardación, el suspense dentro
del equilibrio entre sus partes (la prim era retardando
el conocimiento, la segunda el plan de huida).
La acción es movida, variada y siempre interesante.
El final es un clím ax magnífico, también dotado de
suspense: cuando ya están en el barco, una tempestad
les im pide salir del puerto retardando su huida.
Como en el Io n , aunque en menor grado, el interés
de la obra se basa en sucesivas situaciones irónicas.
Pero no de ironía trágica, pues ésta es amarga, sino
casi cómica: cuando Ifigenia llora la muerte de su
hermano y le hace una libación funeraria, todos lo
hemos visto ya sobre el escenario; y muerto, sí, pero
de miedo. Y todos sabemos que los hermanos acaba­
rán reconociéndose.
Brillantes son también, ya desde un punto de vista
particular, algunas escenas — como las dos narraciones
de mensajero, la anagnórisis, el diálogo Ifigenia - Toan­
te, etc., y la actuación del Coro.
Los caracteres, sin embargo, no están a gran altura.
Pero, ¿por qué esperar de un melodrama unos carac­
teres bien contruidos, si en este tipo de drama la
acción no depende de ellos? El de Ifigenia quizá sea el
más logrado: hasta la anagnórisis es el de una m ujer
obsesa, pero luego se muestra decidida y, sobre todo,
astuta, tanto en relación con los dos jóvenes com o con
Toante.
Orestes no deja de ser el adolescente irresoluto de
siempre — y ya casi degenerado, aunque no hasta el
grado que lo presenta el Orestes— . N o esperamos de
su carácter la decisión de m orir en lugar de Pílades, y
sin duda ésta se debe a la intención de Eurípides de
ofrecem os un par de situaciones irónicas y preparar
m ejor la anagnórisis.
Tam poco los caracteres menores son muy brillan­
tes, aunque el de Toante resulta más com plejo por
unir a su natural bárbaro la ingenuidad del salvaje,
con una cierta inclinación y respeto hacia Ifigenia.
Pílades, que aquí habla más que nunca, no deja de
ser el personaje «conciencia» que se espera de él. Y
los dos mensajeros no se pueden comparar ni de lejos
con algunos creados por Sófocles, como el de la Antí-
gona, por poner un solo ejemplo.
A pesar de todo, la Ifige n ia entre los Tauros es un
drama que bien merece la aprobación que ya mereció
a un crítico, tan poco atraído por Eurípides en general,
como Aristóteles.
Texto adoptado Texto de Murray

38-39 S i n c o rc h e te s
59-60 s in c o r c h e t e s
141-42 x iX io v c rú rijt (iu p io T E u x £ t XiXiovcróxa (iu p ioX E u xooí;
y ív c x ; ’ ArpeiSfiv xtov ’ A x p e lS a ; x<3v k X e iv ó ív ;
kX e i v ü v ;

192-94 6 iv £ Ú o o o a i< ; 6’ tin to io i/ 6 iv E Ú o u o ai< ; E itro n o i |Ji<t>ai/


itr a v a ig áX Xá£a<; ¿ £ / í- riéXoiioq TtTavat<;. áXXá-
6 p a< ; tEpóv (n£TÉ|3aX XEv) £ a< ; 6' tí,/i&p ac, ÍEpóv
a¿yá< ; ( U p ó v ) & H (i’ a ú y o i?
197 <póvo<; ¿itt <póv<t> &xea ( T )
£ xe ° i sin cru ces
226 ¿ielvcov a lu á a o o u o ’ S to » £ e ( vcov t a . fi. p .f
Pojfiotx;
241 K o a v é a c ; Z u n itX rjy á & a í; xu avéav 2 imXr)yá6a
294 & > xok’ t¿ x o $ S cr’ t

395 6 i e u é p a a e v ’ Ioü<; 6 iE n á p a o E V . . .
477 s i n la g u n a
579 oh £Ó6ouo ’ & (ia onou6fj<; <5(1a
587 0vV)OKE l V C<()E, G eoO 6. x á xr¡<; 6 e o D, tcc&e

TÓ&E
618 t ^ v 6 e ttíctS e

637 (xoo ’ yKaXfte (j.r| ’ |í o i X áp r)(;


754 4XX’ outiq E a f fixctipoe; áXX’ ai50i<; E orai k o u v ó í;
782 ’ !<£. Táx’ ouv épcoTcav o ’ — FluX. t á x ’ OÚK ¿pGÍXcjv 1 ’ . . .
áfl^Exai d $ l£ o iia i
813 f|vÍK* íjv fjv v e I kti
884 x^paov; oüxl voto? X^poov, oúxl vat...;
901 d n ’ á y y é X co v duayyEX ó
908 K a ip ó v , X a(3óvxa<; r)6 o v á q K a ip o v X apóvTaq, f)&ova<;
fiX X a q , X itceív fiXXaq Xa^EÍv
912 oC6Év ( i ’ í u I o x e i oú& ’ d ito - (iT|6év fi1 íh ío x e y -’ oú6
OT^OEl d ir o o n ío e i
1019 Poó X e u o k ; ¡Jo ú X tio k ;
1037 <|>óv<{> <J>ó(3<p
Texto adoptado Texto de Murray

1046 x ° P ° 3 TtÓVOO
1 1 1 7 £ t)X o O ccc tóv ?r|X.oDo’ < 5 ra v
1120 iiETapáXXEiv (XETa^áXXEi 6 o o 6 a i^ io v ía
1214 e ttc ó ra x ;
12 3 5 note &T|Xiácnv n ó te Ar|Xiáq év
1237 $ t ’ fi T'
1 2 5 9 é it e l y a ta v é i t fil y á i; tó v
1419 á u v r in ó v e ir to í; 0 £ á v án vTiiióvE u xov 0 e§
1469 y v ¿ (iT i(; d u c a la q oC vEK a. y v . 6. oo. ... á ra ó o a o a
t£,éacnoa bé
ARG U M EN TO

Orestes llegó en compañía de Pílades a los tauros


de Escitia en virtud de un oráculo.
Una vez allí, pretendía robar la imagen de Ártemis
venerada por aquéllos. Como se hubiera separado de
la nave y caído en un ataque de locura, fue capturado,
junto a su amigo, por los lugareños y llevado, conform e
a la costumbre entre ellos vigente, para ser víctim a del
tem plo de Artemis; pues degollaban a los extranjeros
que llegaban navegando...
La escena del drama se sitúa entre los tauros de
Escitia. E l Coro se compone de mujeres griegas, sier-
vas de Ifigenia. El prólogo lo inicia Ifigenia.
PERSONAJES

I f ig e n ia .
Or e s t e s .
P íl a d e s .
V aq uero.
T o a n t e , rey de los Tauros.
U n e s c l a v o como Mensajero.
A ten ea.
C o r o , f o r m a d o p o r c a u t iv a s g r ie g a s .

Escena: Fachada del tem plo de Ártem is en la Táu­


rica. Delante, un altar.
I f ig e n ia . — Cuando Pélope, h ijo de Tántalo, marchó
a Pisa con veloces corceles, desposó a la hija de
E n óm ao', de quien nació Atreo.
Los hijos de A treo fueron Menelao y Agamenón, y
de éste y de la hija de T in d á reo2 nací yo, Iñgenia. M i 5
padre, según se c r e e 3, m e sacrificó a Artemis, por
causa de Helena, en los pliegues ilustres de Áulide,
junto a las corrientes que revuelve el Euripo cuando
riza el mar azuloscuro con espesas brisas.
Es el caso que el soberano Agamenón había con- 10
gregado allí una escuadra griega de m il navios, porque
quería tom ar para los aqueos la corona victoriosa
de Ilión y perseguir el m atrim onio injurioso de Helena
por hacer un favor a Menelao.
Mas como tuviera im posibilidad de navegar y vien- 15
tos contrarios, dio en hacer un sacrificio y Calcante le
d ijo estas palabras: «Agamenón, comandante de esta
expedición griega, no vas a poder levar anclas de esta
tierra hasta que Artem is reciba a tu hija Ifigenia en 20
sacrificio. Has hecho voto de ofrecer a la diosa Lu-

1 Pisa es Olimpia. El hecho a que alude es la victoria, con­


seguida con trampa, de Pélope sobre Enómao y, como conse­
cuencia, su boda con Hipodamía (cf. w . 824-825). Se trata de
una genealogía muy sumaria pero completa, como gusta de
hacer Eurípides en sus prólogos.
2 Tindáreo era padre de Clitemnestra —aquí aludida— y
además de Helena y de los Dioscuros, conocidos todos por el
sobrenombre de Tindáridas.
3 O quizá «según él piensa».

TRAGEDIAS, II. — 23
c ife r 4 lo más hermoso que te naciera este año. Pues
bien, tu esposa Clitemnestra te ha parido una hija
— me ha traído una ofrenda de natalicio— . Tienes
que sacrificarla.»
Conque me arrebataron de junto a mi madre, por
las artes de Odiseo, para casarme con Aquiles. Cuando
llegué a Aulide — ¡pobre de m í!— me pusieron sobre
una pira y me iban a matar a espada. Pero Ártemis
m e arrebató, y entregó a los aqueos una cierva en mi
lugar. M e transportó a través del lím pido éter y me
estableció en este país de los tau ros5, donde reina so­
bre bárbaros el bárbaro Toante, quien por tener pies
tan veloces como alas ha recibido este n om b re6, a
causa de su ligereza de pies.
Y m e ha establecido como sacerdotisa en este tem­
plo, donde la diosa Ártem is se complace en estos
ritos — fiesta de la que sólo el nombre es bueno (lo
demás lo callo por m iedo a la diosa), pues sacrifico a
todo griego que arriba a esta tierra según una ley anti­
gua de esta ciu dad7. Y o oficio el rito, pero de las
muertes se ocupan otros en secreto dentro de este
recinto de la diosa.
Ahora voy a confiar al aire — por si hay en ello
algún alivio— las extrañas visiones que me ha traído
la noche pasada.

4 (I. e. «portadora de luz»). Artemis, en tanto que diosa


lunar.
5 En el Quersoneso escita, i. e. en Crimea.
* Etimología popular ( thoós «rápido»), a la que es muy
dada la tragedia en general.
7 N o hay razones de peso para considerar interpolados los
w . 38-39, como hace M u r r a y (en pura lógica habría también
que excluir los dos siguientes). La frase «lo demás lo callo» no
significa «no voy a hablar más sobre ello», cosa que hace a
continuación, sino más bien, «no diré todo lo que pienso»
(cf. E n g u n d , pág. 126).
M e pareció en sueños que vivía en Argos, muy lejos
de esta tierra, y que dorm ía en m edio de otras jóvenes.
D e repente se conm ovió la tierra por un terremoto,
eché a huir y, ya fuera,, vi cómo se desrrumbaba el
entablamento del palacio y cóm o el elevado techo caía
por tierra desde sus altos soportes. M e pareció que
sólo quedaba una columna de la casa paterna que de­
jaba caer pelo rubio de su capitel y cobraba voz hu­
mana. Y o, siguiendo esta costumbre de matar extran­
jeros, le rociaba con agua lustral como a quien va a
m orir y lloraba.
Así es como yo interpreto este sueño: Ha muerto
Orestes, a quien yo consagré — porque las columnas
de una casa son los hijos varones y porque siempre
mueren aquellos a quienes alcanzan mis lustraciones— .
Y no puedo relacionar el sueño con ningún amigo,
pues E strofio no tenía hijos cuando yo fui sacrificada8.
Así que yo, que estoy aquí, quiero hacer libaciones a
m i hermano — aunque esté lejos, esto sí puedo ha­
cerlo— en compañía de las sirvientas que m e entregó
el rey — m ujeres griegas— .
¿Por qué razón no se han presentado todavía? Mar­
charé dentro del recinto de la diosa en el que vivo.
(E n tra en el templo. Orestes y Pílades aparecen p or
la izquierda.)
O r e s t e s . — Observa, vigila, no haya algún hombre
en el camino.
P I lad es . — Y a miro, ya vigilo volviendo mis ojos
a todas partes.

* Aquí (w . 59-60) se puede pensar en una interpolación,


dado que Ifigenia no conoce la existencia de Pílades, hijo de
Estrofio, a quien se refiere aquí tácitamente (como confiesa
expresamente en el v. 920). Sin embargo yo me inclino a pen­
sar en una incongruencia inconsciente por parte del propio
Eurípides.
O r e s t e s . — Pílades, ¿te parece que es éste el templo
70 de la diosa al que hemos dirigido nuestras naves desde
Argos?
P I lad es . — A mí, sí, Orestes; y tú debes creerlo tam­
bién.
O r e s t e s . — ¿Y el altar del que gotea sangre griega?
P íl a d e s . — Sí, todavía tiene pelos enrojecidos por la
sangre.
O r e s t e s . — ¿Ves cráneos colgados de la misma
cornisa?
75 P íla d e s . — Sí, con exvotos de extranjeros muertos.
Mas conviene vigilar bien revolviendo los ojos.
O r e s t e s . — Oh Febo, ¿qué trampa es ésta a la que
me has conducido con tu oráculo? Desde que vengué
so la muerte de m i padre matando a mi madre, venimos
huyendo de nuestra tierra perseguidos por relevos de
las Erinis. Y a he realizado muchos viajes por cami­
nos torcidos desde que m e dirigí a ti para preguntarte
cóm o podría llegar al final de esta locura, que m e
agita como a una rueda, y de los sufrimientos que he
padecido dando vueltas por Grecia.
85 Tú me ordenaste que me dirigiera a los confines de
la tierra Táurica donde Ártemis, tu hermana, tiene sus
altares, y que tomara la imagen de la diosa que dicen
cayó en este tem plo desde el cielo; que luego de to-
9o marla con trampa o por un golpe de suerte, y correr
el riesgo, la entregara en tierra ateniense (desde allí no
se m e d ijo a dónde más). Y que, cuando hiciera esto,
tendría un respiro en mis sufrimientos. Pues bien, he
llegado, obedeciendo tus palabras, a esta tierra ignota
y que odia a los extranjeros.
95 A ti pregunto, Pílades — pues colaboras conm igo en
este trabajo— , ¿qué hacemos? Y a ves el recinto elevado
de los muros. ¿Salimos de aquí para dirigim os a la
entrada del templo? ¿ Y cómo evitaríamos ser vistos?
¿Entonces, soltamos con palancas los cerrojos de bron-
ce? Pero no sabemos cuáles so n 9. Y si nos sorprenden 100
abriendo las puertas y forzando una entrada, será nues­
tra muerte. Conque, antes que m orir, huyamos a la
nave que nos ha traído aquí.
P I ladbs . — La huida es inaceptable y además no
estamos acostumbrados; por otra parte, no hay que ios
burlarse del oráculo del dios. Alejém onos del templo
y ocultemos nuestro cuerpo en la cueva que el negro
mar inunda con su agua, lejos de la nave; no vaya a
ser que alguien la vea, se lo comunique al rey y nos
capturen a la fuerza.
Cuando la noche se acerque con aspecto tenebroso, no
hemos de tener el valor de arrebatar del tem plo la
pulida imagen haciendoi uso de toda clase de artima­
ñas. M ira el espacio hueco entre los trig lifo s 10 por
donde se puede hacer pasar un cuerpo. Los valientes
afrontan el esfuerzo, en cambio los cobardes no son 115
nada en ninguna parte.
O r e s t e s . — En efecto, no hemos recorrido tan largo
camino con el rem o para emprender el regreso desde
la misma meta. Has hablado bien, he de confiar en ti.
Hay que dirigirse adonde podamos ocultar nuestro
cuerpo sin ser vistos. N o he de ser culpable de que 120
el oráculo del dios quede sin efecto.

? Probablemente referido al mecanismo de los cerrojos,


pero todo el pasaje es obscuro, probablemente corrupto. Ha
habido varias tentativas de mejorarlo. Nosotros lo traducimos
siguiendo a M u rra y , que cambia poco el texto transmitido por
los Mss.
10 Los triglifos son propiamente, en templos antiguos, los
extremos de las vigas que soportan el techo. En el templo
clásico «e l espacio hueco entre los tiglifos» está relleno for­
mando las metopas. Esta descripción de un templo más bien
elemental contrasta con la que del mismo hace poco después
el coro (w . 128-129): «las comisas de oro de tu templo por-
ticado».
Tengamos valor, que ningún esfuerzo produce cui­
dado en los jóvenes. ( Salen p o r la izquierda, m ientras
el C oro entra p o r la derecha.)
C o r o . — Guardad silencio, ¡oh vosotros que habi-
12 3 tais la doble roca que cierra el m ar In h ó s p ito ! “ .
— Oh hija de Leto, D ic tin a 12 montaraz, hacia tu
patio, hacia las cornisas de o ro de tu tem plo porticado
130 encam ino m i pie consagrado de virgen com o esclava
de la clavera consagrada, ahora que he abandonado
las torres de Grecia, de hermosos potros, y sus muros,
135 y E uropa de huertos arbolados, sede de m i casa pa­
terna.
— Ya he venido: ¿qué hay de nuevo? ¿Qué preocu­
pación albergas? ¿Por qué me has traído a este tem ­
plo, oh hija del que a las torres de Troya vino con su
140 ilustre r e m o 21, el de los m il marineros, el de las m il
armaduras, oh retoñ o de los ilustres Atridas? (Sale
Ifigenia del tem plo acompañada de servidoras que lle­
van vasos sagrados.)
I f ig e n ia . — ¡Ay!, esclavas, entre plantos de mal
145 agüero estoy postrada, entre elegías sin lira — ¡ay!—
de un canto de mala musa — ¡ay!— entre lamentos fu ­
nerarios. La ruina me ha alcanzado y llo ro p o r m i

11 El mar Inhóspito es el Ponto Euxino (i. e. «Hospitala­


rio»). La doble roca son las Simplégades, míticas rocas mó­
viles que chocaban entre sí aplastando a las naves que trataban
de atravesarlas. Cuando consiguió atravesarlas la nave Argo,
con ayuda de Hera (cf. Odisea X II 70 y sigs.; PIndaro, Pítica
IV 208; A fo u m io , I I 528 y sigs.), quedaron fijas. «Los habi­
tantes de la doble roca» son, por ende, los habitantes de la
costa del Ponto. El coro les ordena ritualmente silencio para
iniciar el rito.
u Diosa cretense, identificada luego con Ártemis (y en Egina
con la Ninfa Afea). Huyendo de Minos se arrojó al mar, donde
cayó en las «redes» ( díktya, de ahí su nombre) de unos pes­
cadores.
13 Sinécdoque por «escuadra».
hermano, p o r su vida; ¡qué visión, qué visión de sue- tso
ños he contem plado esta noche, cuya oscuridad se
acaba de m archar! E stoy perdida, perdida. Ya no
existe m i hogar paterno, ¡ay de m í! Se acabó m i
estirpe y lloro, llo ro los dolores de Argos. ¡Ay destino, 155
que me arrebatas el único hermano y lo envías a
Hades! P o r él voy a v e rte r esta libación sobre la es- 160
palda de la tierra: esta copa de los m uertos y este
c h o rro de vacas montaraces y el vino de Baco y el 103
trabajo de las rubias abejas, cosas que aplacan a los
m uertos 14.
Vamos, entrégame la vasija de o ro y la libación de
Hades. Oh retoño de Agamenón, bajo tierra estás, 170
com o a m uerto te hago esta ofrenda, acéptala. N o voy
a p orta r hacia tu tumba m i rubio pelo ni mis lágri­
mas. Muy lejos, en verdad, habito de tu tierra y la 175
mía, donde — según creen— yazgo sacrificada — ¡des­
dichada de m í!— .
C o r o . — Cantos de a n tífo n a 1S, y de himnos asiáti- iso
eos bárbaro eco, haré sonar en tu honor, m i señora:
la Musa que entre lam entos canta a los m uertos, la
que con sones de Hades entona sus him nos sin peones. 185
¡Ay de m í, ay de la casa de los Atridas! Ha desapare­
cido la luz de su cetro — ¡ay de m í!— , la luz de m i
casa paterna. H ubo un tiem po en que el poder estaba
en manos de los poderosos reyes de Argos. Mas el d olor 190
sucedió con rapidez al d olor y con sus yeguas aladas
volviendo grupas el sol mudó de sitio y cam bió la sa­
grada mirada de su luz w. Sobre el palacio del cordero 195

M La libación normal en honor de los muertos se hacía


con vino, leche y miel, mezclados o separados.
15 Lit. «en respuesta a tus cantos» (de hecho no se corres­
ponden métricamente).
16 Pasaje mutilado (M u r r a y piensa que el arquetipo ya lo
estaba desde el v. 190 hasta el 232), pero de sentido claro: el
coro recuerda sumariamente el destino de la casa de Atreo
de o ro ha descendido pena sobre pena, m uerte sobre
muerte, d olor tras dolor. De la sangre de los prim eros
200 Tantálidas ha venido sobre tu casa la venganza y el
dios precipita sobre ti lo que no has buscado.
I f ig e n ia . — Desde el p rin cip io m e fue adverso el
205 destino del ceñidor de m i madre y de la noche aque­
lla 17. Desde el p rin cip io las M oiras del nacim iento es­
trangularon m i juventud con apretado lazo. La muy
cortejada p o r los griegos, la desdichada hija de Leda,
2 10 me pa rió com o fru to prim erizo de su tálamo para
víctim a del ultraje de m i padre, para ofrenda nada pla­
centera, me c rió para consagrada. Y en ca rro de caba-
2 15 líos m e depositaron sobre las arenas de Aulide com o
novia — ¡ay de m í!— , malhadada novia, del h ijo de la
hija de N ereo 18.
Y ahora, huésped del m ar Inhóspito, habito en
220 casa de salvaje alim ento sin esposo, sin hijos, sin ciu­
dad, sin amigos. N o canto a Hera la de Argos, ni junto
al telar, de bellos sones, bordo la imagen con m i lan-
225 zadera de Palas la ateniense y los Titanes, sino que
causo la m uerte sangrienta, de sangre v e rtid a 19 — no
acompañada de fo rm in g e 20— a extranjeros que lanzan
lamentables gritos, que arrojan lamentables lágrimas.
230 Mas ahora no pienso en éstos y llo ro p or m i her­
mano que ha caído en Argos, a quien dejé niño de
pecho aún reciente, apenas un tallito en brazos de su

desde sus inicios: el robo a traición, por parte de Tiestes, del


cordero de oro que aseguraba la dinastía de Atreo, y el castigo
de Zeus, trastocando el curso del sol y de otros elementos
meteorológicos. E l mismo Eurípides da una versión más com­
pleta en Electra 698-742.
17 S. e. «de su boda».
18 Aquiles, hijo de Tetis, hija de Nereo.
19 Construcción muy audaz: lit. «ensangrienta una destruc­
ción de sangre vertida».
20 I. e. «ajena a toda música». La forminge es la lira, ins­
trumento de Apolo.
madre, ju n to al pecho, a Orestes, heredero del cetro 235
de Argos. (Un vaquero entra por la izquierda.)
C o r i f e o . — H e aquí que llega un vaquero, que ha
dejado la ribera del mar, para anunciarte alguna
nueva.
V a q u e r o . — H ija de Agamenón y Clitemnestra, es­
cucha de mi boca el mensaje que traigo.
I f i g e n i a . — ¿Qué es lo que me distrae de las pa- 240
labras que ahora pronuncio?21.
V a q u e r o . — Han llegado a nuestra tierra, huyendo
en barca de las oscuras Sim plégades22, dos jóvenes,
víctim as del sacrificio que agrada a la diosa Artemis. 245
Apresúrate a realizar las abluciones y primeras ofren­
das.
I f ig e n ia . — ¿De dónde son? ¿De q u é tierra parece
el aspecto de los extranjeros?
V a q u e r o . — Griegos. Sólo sé esto, n a d a más.
I f i g e n i a . — ¿N o has oído el nombre de los extran­
jeros y puedes comunicármelo?
V a q u e r o . — Uno llamaba Pílades al otro.
I f i g e n i a . — ¿ Y e l c o m p a ñ e r o q u é n o m b r e tie n e ? 250
V a q u e r o . — N adie lo sabe. N o lo hemos oído.
I f i g e n i a . — ¿Cómo los visteis, cóm o disteis con
ellos y los capturasteis?
V a q u e r o . — En los altos acantilados del estrecho
Inhóspito...
I f i g e n i a . — ¿Y qué tiene que ver un vaquero con
el mar?
V a q u e r o . — Llegamos para bañar a los bueyes en 255
el agua marina.
I f i g e n i a . — Comienza por contar cómo los sorpren­
disteis y en qué circunstancias. Esto es lo que quiero

21 o quizá: «qué es lo alarmante de tus actuales palabras»,


según Platnaukr.
a Cf. nota 10.
saber, pues han tardado en llegar. Aún no se había
enrojecido con sangre griega el altar de la d io sa 23.
260 V a q u e r o . — Cuando introducíamos los montaraces
bueyes en la corriente que fluye entre las Simplégades...
había un cóncavo rom piente quebrado por las olas con
abundante espuma, cobijo para los pescadores de
263 púrpura. Uno de nuestros vaqueros vio a dos jóvenes
allí y volvió sobre sus pasos de puntillas. Nos dijo:
«¿ N o veis? Son dioses ésos que ahí se sientan.» Uno
de nosotros, hom bre piadoso, levantó su mano y oró
270 así al verlos: «O h hijo de la marina Leucótea protector
de los jóvenes, soberano Palemón M, senos propicio. So­
bre la ribera se sientan los Dioscuros o dos adornos25
de N ereo, quien engendró al noble coro de las cin-
275 cuenta N ereidas.» Otro, que era estúpido y de osada
impiedad, se burló de la súplica y afirmaba que eran
marineros náufragos, y que habían oído que aquí sacri­
ficamos a los extranjeros y se sentaban en la cueva por
tem or a nuestra ley. A la m ayoría de nosotros nos pa­

23 Afirmación absurda —ya que contradice otros varios pa­


sajes (cf. w . 72, 73, 347, 587)— y fuera de lugar. Por ello: a) se
ha suprimido sin más; b ) se ha cambiado en «han llegado en
un largo intervalo desde que ( hoíd' epei por oudé pó, S eid le r)
se había enrojecido», etc., y al mismo tiempo se ha pasado
detrás del v. 245 (W e c k l e in ) , i. e. al final de la primera inter­
vención del vaquero.
24 Conocido también por el nombre de Melicertes, hijo de
Ino Leucótea, nodriza de Dioniso y diosa marina luego d e
arrojarse al mar perseguida por su esposo Atamante. En su
honor se celebraba un rito durante los juegos ístmicos, pues
en Corinto apareció su cuerpo flotando. Cf. Apolodoro, I I I 28-29;
Ovidio, Metamorfosis IV 416 y sigs.
25 Gr. dgalma. Lit. «aquello en lo que uno se complace»
(cf. H esioüio, s. v.) y se refiere a niños a menudo (cf. Só fo cles,
Antígona 1115, referido a Dioniso; Eurípides, Suplicantes 370-
1164). Luego se refiere a hijos o a nietos de Nereo, más pro­
bable lo segundo que lo primero, pues la tradición mítica sólo
habla de «las 50 hijas de Nereo».
reció que llevaba razón y decidimos capturarles como 280
víctimas de la diosa, según la costumbre del país.
Conque en esto, uno de los extranjeros abandonó
la gruta, enderezó el cuello y agitaba la cabeza arriba
y abajo. Lanzaba gemidos con manos temblorosas, en
un ataque de locura, y gritaba como un cazador: «Pila- 285
des, ¿no ves a ésta? ¿Y no ves aquí a la serpiente de
Hades cóm o quiere matarme con boca bordeada por
terribles víboras? ¿ Y ésta otra que exhala fuego de su
manto y agita sus alas ensangrentadas, que lleva en
brazos a mi madre como si fuera una carga de piedra 290
para arrojárm ela? ¡Ay de m í! ¡Va a matarme! ¿Adónde
voy a huir?*.
Nosotros no podíamos ver tales figuras, pero él
tomaba los mugidos de las terneras y los ladridos de
los perros por sonidos26 que pensaba que emitían las
Erinis.
Nosotros nos agrupamos, espantados com o estába- 295
mos, y nos sentamos en silencio. Entonces él desen­
vainó la espada y arreamdo a los tem eros hacia el
centro, como un león, golpeaba con el hierro sus lomos
y atravesaba sus costados — creyendo defenderse de
las Erinis— hasta que en rojeció de sangre la super- 300
ficie del mar.
En esto, como viéram os que nuestro rebaño caía
degollado, nos armamos todos, hicimos sonar los cuer­
nos y reunimos a los hombres del contom o. Pensá- 305
bamos que unos vaqueros son poca cosa para luchar
contra extranjeros bien plantados y además jóvenes.
Así que nos congregamos muchos en poco tiempo.
El extranjero cayó al suelo una vez que se hubo
librado del ataque y su barba rezumaba espuma.
Cuando lo vim os convenientemente caído, cada uno de
nosotros se aplicó denodadamente a arrojar dardos y 3 10

26 Lit. «imitaciones».
piedras. El otro extranjero limpiaba la espuma y
cuidaba su cuerpo. L o protegía con su túnica de fino
tejid o contra los golpes que se le venían encima y
3 15 atendía a su amigo. El extranjero volvió en sí de su
postración y se percató de la tempestad de enemigos
que los acosaba y de la desgracia que los cercaba. Y
gritó. Pero nosotros no dejamos de arrojar piedras
32 0 acosándolos de uno y otro lado. Entonces oímos su
terrible voz de mando: «Pílades, muertos somos, pero
al menos perezcamos con honor. Sígueme espada en
mano.»
Cuando vim os las espadas que blandían nuestros
enemigos, llenamos con nuestra huida los valles ro-
32 5 cosos. Pero si huía uno, otros muchos les acosaban
con sus disparos. Y si rechazaban a éstos, los que
habían cedido volvían a atacarlos con piedras. Mas lo
increíble fue que, miles como eran nuestras manos,
nadie consiguiera alcanzar a las víctimas de la diosa.
330 A duras penas logramos apresarlos, no por nues­
tro arrojo, sino porque, rodeándolos en círculo, arran­
camos a pedradas las espadas de sus manos y cayeron
de rodillas por el cansancio. Los llevamos ante el rey
333 de estas tierras y él, al verlos, los ha enviado inmedia­
tamente a ti para su lustración y sacrificio.
Joven señora, siempre orabas que se te presentaran
víctim as como éstas de hombres extranjeros. Si, ade­
más, destruyes a éstos, la Hélade pagará por tu muerte,
pagará por tu sacrificio en Áulide.
340 C o r if e o . — Has narrado maravillas de este demente,
quienquiera que sea el griego que se ha llegado desde
su tierra al m ar Inhóspito.
I f i g e n i a . — Bien. V e tú a traerm e a los extranjeros,
que nosotros nos encargaremos aquí del ritual.
343 ¡Ah, paciente corazón! Hasta ahora siempre fuiste
suave y compasivo con los extranjeros, y pagabas un
tributo de llanto a tus compatriotas, cada vez que un
griego caía en tus manos. Mas ahora que, por los sue­
ños que m e han llenado de amargura, creo que Orestes
ya no vive, me encontráis mal dispuesta, quienquiera 350
que seáis quienes habéis llegado. Y es que, amigas
mías, sé que es verdad que los infortunados no tienen
buenos sentimientos hacia quienes les superan en in­
fortunio cuando han recibido un revés.
Pero nunca ha llegado aquí el viento favorable de
Zeus ni un navio que, atravesando las Simplégades, 355
trajera aquí a Helena — la que me perdió— y a Me­
nelao, para vengarme de ellos cambiando este A u lid e 27
de aquí por la de allí, en la que los Danaidas me
asieron como a una ternera e iban a sacrificarme, y 360
el sacerdote iba a ser el padre que m e engendró.
¡Ay de mí! ¡N o quiero acordarme de los males de
entonces! ¡Cuántas veces levanté mis manos hacia la
barba y rodillas de mi padre y colgada de él decía
estas palabras!: «Padre, m e entregas en nefando ma- 365
trimonio. Mientras tú me matas, mi madre y las argivas
están cantando los cantos de mi himeneo y todo el
palacio resuena con las flautas. Y yo perezco a tus
manos. ¡Conque era Hades, y no el h ijo de Peleo, el
Aquiles a quien me prom etiste como esposo mientras, 370
con engaño, me conducías en carro a una boda de
sangre!» Y o tenía mi vista oculta tras el sutil velo y
no tom é las manos de m i hermano — ¡el que ahora está
m uerto!— ni besé, por vergüenza, la boca de m i her- 375
mana pensando que marchaba al palacio de Peleo. Mu­
chas despedidas las dejé para después, ya que iba a
regresar a Argos.
¡Ah, pobre Orestes! Si has muerto, ¡por qué mal­
dades y ambiciones de tu padre has perecido!
Y o repruebo los pensamientos torcidos de esta dio- 380
sa. Si un mortal se contamina con una muerte, o si toca

71 Metonimia por «sacrificio» o «muerte».


con sus manos a una parturienta o a un cadáver, lo
rechaza de sus altares, ya que lo considera abominable.
En cambio, ella se complace en cruentos sacrificios
385 humanos. No es posible que Leto, la esposa de Zeus,
haya parido semejante sinrazón. En verdad, juzgo que
es increíble el banquete de Tántalo a los dioses —¡que
se complacieron engullendo a su hijo!—. Creo que los
390 habitantes de esta tierra, homicidas como son, atri­
buyen a la diosa su maldad. Pues no creo que ninguno
de los dioses sea malvado.
Coro.
Estrofa 1.a
Oscuros, oscuros estrechos n del mar, donde el
395 tábano volador de lo pasó desde Argos al m ar Inhós­
p ito cambiando Europa p or la tierra de Asia.
400 ¿Quiénes serán los que han abandonado el Eurotas
de hermosas aguas, de verdeantes juncos, o la sagrada
corriente de D ir c e 29 y han llegado, llegado, a una tierra
405 insociable, donde la sangre humana empapa los altares
y el tem plo porticad o de la hija de Zeus?

Antístrofa 1.*
¿Acaso con el sonoro doble batir de sus remos de
4 io abeto han hecho navegar sobre las olas su carro ma­
rino con brisas que sacuden las velas, emulándose para
acrecentar la riqueza de sus palacios?
4 15 Si, pues la esperanza es amada e insaciable para
daño de los hom bres que portan el peso de su riqueza

28 El Bósforo, que separa Asia y Europa. Ya E squilo (Pro­


meteo 732) explica su nombre relacionándolo con el tránsito
(póros) de lo convertida en vaca (bós) por los celos de Hera
y perseguida por un tábano (cf. también E squilo, Suplicantes
540 y sigs.).
29 Son los ríos de Esparta y Tebas, respectivamente. Aquí
contrastados con las tierras secas y semidesérticas de los
Tauros.
vagando sobre el m ar y atravesando países bárbaros.
Su esperanza es la misma, mas para unos la idea de
riqueza está fuera de sazón y para otros se sitúa en 420
el centro.

Estrofa 2 .*
¿Cóm o atravesaron las Rocas que entrechocan,
cóm o las rib era s30, que no duermen, de los hijos de
Fineo a lo largo del m arino borde, corriend o entre el 425
ru m o r de las olas de A n fitr ite il, donde cantan los coros
de las cincuenta hijas de N e re o con pies circulares,
m ientras en proa estride el ajustado tim ón con las 430
húmedas brisas o los soplos de C éfiro hacia la tierra 435
poblada de aves, blanca 32 ribera, herm oso estadio para
las carreras de Aquiles más allá del m ar In h ó s p ito ?

Antístrofa 2 .a
¡Ojalá respondiendo a las preces de m i dueña, He­
lena, la querida hija de Leda, abandonara la ciudad de 440
Troya y diera p o r venir aquí donde — su pelo rociado
con lustración sangrienta— m uriera a manos de m i 445
dueña recibiendo castigo equitativo! ¡O jalá recibiéra­

30 Es la costa de Tracia, siempre agitada, que sigue la di­


rección Norte a Oeste desde el Bósforo hasta el promontorio
de Tinias. Fineo era su rey y se asocia con personajes porta­
dores de tormenta: casado con una hija de Bóreas y visitado
por las Harpias, personificaciones del ciclón.
Esposa de Posidón, reina del mar y personificación del
movimiento mismo de las olas.
32 Se refiere a las islas de Leuke («blanca»), frente a la des­
embocadura del Danubio, donde había un templo de Aquiles.
Según el mito, Tetis lo transportó allí desde su pira funeraria.
Allí seguía practicando los deportes con sus camaradas (cf.
MAximo de T iro , X V 71, y PI ndaro, Nemea IV 79).
Según otras versiones, Aquiles llega allí persiguiendo a Ifi-
genia (Escolio A PIndaro, loe. cit.). También era conocida esta
isla por sus gaviotas, de donde tomó el nombre de blanca, según
D io n iso Peribgeta, 542 y sigs.
mos la placentera nueva de que ha llegado un nave-
450 gante de la tierra de Grecia para poner fin al d o lo r de
m i triste esclavitud! ¡O jalá estuviera en casa, aun en
sueños, y en la ciudad paterna — gozo de sueños pla-
455 centeros, placer com ún de la riqu eza !33 (Entran Orestes
y Pílades encadenados y acompañados por guardias.)
C o r i f e o . — ¡Mas he aquí que se acercan con manos
atadas estos dos, el nuevo sacrificio de la diosa! Silen-
460 ció, amigas, que se acercan al tem plo estas prim icias
de hom bres griegos. N o fue engañoso el anuncio que
nos com un icó el vaquero.
Soberana, si nuestro pueblo te ofrece estas víc-
465 timas con agrado de tu parte, acepta el sacrificio que
nuestras leyes declaran im pío.
I fig e n ia . — Bien. Prim ero he de ocuparme de que
los asuntos de la diosa vayan bien. Soltad las manos
de los extranjeros; que, sagrados como son, no estén
más tiem po atados.
470 ( A los guardianes.) Marchad dentro del tem plo y
disponed lo que es necesario y ritual para el caso
presente.
( A los extranjeros.) ¡Ay! ¿Quién es vuestra madre y
padre? Y vuestra hermana — si es que tenéis una— ,
475 ¡qué dos hermanos va a perder!
N adie sabe a quién le espera un destino así. Todo
lo divino camina en la oscuridad y nadie con oce34

33 Frase difícil. Puede significar: a) «ojalá estuviera ya en


casa (porque ello sería) gozar de aquello que ahora sueño y
que es un placer que los ricos gozan en compañía»; b) «ojalá
estuviera ya en casa (porque ello sería) un placer (i. e. un
sueño) común a nosotras y a los ricos» (P l a t n a u e r ).
Ninguno de los dos sentidos es satisfactorio y probable­
mente hay que pensar en una corrupción incurable del texto.
34 S. e. «con seguridad de antemano, etc.». No hay necesidad
de cambiar el texto de los Mss., como han hecho muchos edi­
tores, y mucho menos suponer una laguna.
mal alguno, pues la Fortuna nos conduce en la ig­
norancia.
¿De dónde habéis llegado, desventurados extran­
jeros?
Durante largo tiem po habéis navegado hasta esta 48o
tierra y por largo tiempo, para siempre, vais a estar
bajo tierra lejos del hogar.
O restes . — ¿Por qué te lamentas, mujer, por qué te
apena la desgracia que nos aguarda, quienquiera que
tú seas?
N o considero sensato a quien va a m orir y quiere 485
superar con la lástima ajena el m iedo a la muerte, pri­
vado como está de toda esperanza de salvación. De un
m al hace dos: incurre en la acusación de necio y muere
igualmente. Hay que ceder a la suerte. N o lamentes 490
nuestro destino: ya conocemos los sacrificios de aquí,
lo sabemos.
I f i g e n i a . — ¿Quién de vosotros tiene el nombre de
Pílades? Esto es lo prim ero que quiero saber.
O restes . — Éste, si te causa placer el conocerlo.
Ifigenia. — ¿De qué ciudad es ciudadano griego? 495
O restbs . — ¿Y de qué te servirá saberlo, mujer?
I f ig e n ia . — ¿Sois hermanos de una sola madre?
O restes . — Somos hermanos por amistad, mas no
p or parentesco.
I fig e n ia . — ¿Y a ti qué nom bre te puso el padre
que te engendró?
O restes . — En justicia debería llamarme Desven- 500
turado.
I fig e n ia . — N o es ésta m i pregunta. Eso atribúyelo
a tu destino.
O restes . — Si muero sin nombre no seré objeto de
burla.
I f ig e n ia . — ¿ Y por qué te irrita eso? ¿Cómo puedes
ser tan orgulloso?

TRAGEDIAS, II. — 24
O r e s t e s . — Tú sacrificarás mi cuerpo, no mi
nombre.
sos I f ig e n ia . — ¿Tam poco me dirás el nom bre de tu
ciudad?
O r e s t e s . — Estás preguntando algo que no me va
a ofrecer ventaja alguna, ya que voy a m orir.
I f i g e n i a . — ¿Qué te im pide hacerme este favor?
O r e s t e s . — Afirm o con orgullo que mi patria es la
ilustre Argos.
I f i g e n i a . — ¡Por los dioses, extranjero! ¿En verdad
eres nativo de allí?
510 O r e s t e s . — Sí, de la Micenas que un día fue opu­
lenta.
I f i g e n i a . — ¿Has salido exiliado de tu patria? ¿O
por qué circunstancia?
O r e s t e s . — De alguna form a soy exiliado volunta­
rio, aunque no lo deseo.
I f i g e n i a . — ¿Entonces me dirás algo de lo que deseo
oír?
O r e s t e s . — Será una adición a mis desventuras.
s is I f i g e n i a . — Y sin embargo eres bienvenido al llegar
de Argos.
O r e s t e s . — N o para mí, desde luego. Si lo soy para
ti, puedes complacerte en ello.
I f i g e n i a . — Seguro que tienes conocimiento de Tro­
ya, de la que se habla por todas partes.
O r e s t e s . — ¡Ojalá no la hubiera conocido ni si­
quiera en sueños!
I f i g e n i a . — Dicen que ya no existe, que ha sucum­
bido a la guerra.
520 O r e s t e s . — Así es, tus noticias son exactas.
I f i g e n i a . — ¿Ha llegado Helena de regreso a casa
de Menelao?
O restes . — H a llegado para desgracia de uno de
los míos.
I f ig e n ia . — ¿Y dónde está? Que también a m í me
debe un daño desde antiguo.
O r e s t e s . — Habita en Esparta con su prim er
marido.
I fig e n ia . — ¡Oh m ujer odiada por los griegos y no 525
sólo por mí!
O r e s t e s . — También a mí, en verdad, me alcanza­
ron sus bodas
I f ig e n ia . — ¿Y el regreso de los aqueos? ¿Se ha pro­
ducido tal como se cuenta?
O r e s t e s . — Estás interrogándom e de una vez, tra­
tando de abarcarlo todo.
I f ig e n ia . — Quiero sacarte todo antes de que
mueras.
O r e s te s . — Pregunta, ya que lo deseas. Hablaré. 530
I f ig e n ia . — ¿Volvió de Troya un adivino, un tal
Calcante?
O r e s t e s . — Ha muerto, según se decía en Micenas.
I f ig e n ia . — ¡Oh diosa soberana, qué hermosura! ¿Y
qué hay del hijo de Laertes?
O r e s t e s . — Todavía no ha regresado a casa, pero
vive, según cuentan.
I fig e n ia . — ¡Ojalá muera! ¡Que nunca consiga volver 535
a su patria!
O r e s t e s . — ¡N o lo maldigas! Todo lo que le rodea
se tom a sufrimiento.
I f ig e n ia . — ¿Y el hijo de la Nereida Tetis vive aún?
O r e s t e s . — N o vive. En Áulide contrajo matrimonio
con resultado funesto.
I f ig e n ia . — Y engañoso, como saben los que lo su­
frieron.
O r e s te s . — ¿Quién puedes ser tú? ¡Qué exactas son 540
tus palabras sobre todo lo de Grecia!

35 Se. con París.


I f ig e n ia . — De allí soy. Cuando aún era niña la aban­
doné para mi ruina.
O r e s t e s . — ¡Con razón deseas entonces conocer las
cosas de allí!
I f ig e n ia . — ¿Y el general a quien todos llaman afor­
tunado?
O r e s t e s . — ¿Quién? Porque el que yo conozco no se
cuenta entre los afortunados.
545 I f i g e n i a . — Un h ijo de Atreo, de nom bre Agamenón
el soberano.
O r e s t e s . — N o lo sé. Deja ya de interrogarme,
mujer.
I f i g e n i a . — N o, por los dioses. Dímelo, extranjero,
para recibir consuelo.
O r e s t e s . — H a m uerto el desdichado, y con él ha
perdido a otro.
I f ig e n ia . — ¿Ha muerto? ¿En qué circunstancias?
¡Pobre de mí!
550 O r e s te s . — ¿Por qué lamentas su muerte? ¿Acaso te
atañe?
I f i g e n i a . — Lamento su antigua prosperidad.
O r e s t e s . — H a perecido de mala manera, degollado
por una mujer.
I f ig e n ia . — ¡Qué digna de lástima es la asesina...
y la víctima!
O r e s t e s . — Pon fin a tus palabras, no preguntes
más.
555 I fig e n ia . — Sólo una cosa: ¿vive la esposa de ese
desdichado?
O r e s t e s . — N o vive. La ha matado el propio h ijo a
quien parió.
I f ig e n ia . — ¡Oh casa conmocionada! ¿ Y qué quería
con ello?
O r e s t e s . — Vengarse de ella por la muerte del
padre.
I f ig e n ia . — ¡Ay! ¡Qué bien ha llevado a cabo un acto
injusto de justicia!
O r e s t e s . — Y sin embargo, con ser justo, no tie n e 560
suerte de parte de los dioses.
I f ig e n ia . — ¿Ha dejado Agamenón algún otro hijo
en casa?
O r e s t e s . — Sólo a Electra soltera.
I f i g e n i a . — ¿ Y de la luja sacrificada? ¿Se dice algo?
O r e s t e s . — Nada, excepto que ha m uerto y ya no ve
la luz del sol.
I f i g e n i a . — ¡Pobre de ella y del padre que la mató! 565
O r e s t e s . — Pereció por la maldita gracia de una
mala mujer.
I f i g e n i a . — ¿ Y el h ijo del padre muerto vive en
Argos?
O r e s t e s . — V ive —y bien desdichado— en ninguna
y en todas partes.
I f i g e n i a . — ¡Adiós, sueños falaces! Resulta que no
teníais ningún valor.
O r e s t e s . — Desde luego. Tam poco los dioses a quie- 570
nes llamamos sabios son más veraces que los fugaces
sueños. Hay una gran confusión, tanto en el mundo
divino com o en el humano. Sólo una cosa es dolorosa:
el que — siendo prudente— hace caso a las palabras
de los adivinos, está perdido a los ojos de quienes lo 575
saben bien.
C o r if e o . — ¡Ay, ay! ¿Y nosotras y nuestros proge­
nitores? ¿Acaso viven? ¿Acaso no viven? ¿Quién podría
decirlo?
I f i g e n i a . — Escuchad. Buscando afanosamente algo
que fuera de provecho para vosotros y para m í al
m ismo tiempo, extranjeros, he dado con una idea
— pues se llega a una buena situación sobre todo 580
cuando la misma cosa agrada a todo el mundo— : ¿es­
tarías dispuesto, si yo te salvara, a marchar a Argos y
llevar un mensaje a mis amigos de allí? Es una ta-
585 blilla que me escribió un prisionero que se compadeció
de mí, porque pensaba que no era mi mano quien lo
mataba, sino que m oría por causa de la ley, dado que
la diosa lo consideraba justo. Nunca he tenido a nadie
590 que volviera a Argos para llevar el mensaje, nadie que
se salvara y entregara esta carta a alguno de mis
amigos.
Pero tú — pues al parecer no eres enem igo y co­
noces Micenas y a quienes yo amo— sálvate y acepta,
a cam bio de unas letras que nada pesan, un precio
nada indigno, tu salvación.
595 Que éste, sin que tú lo acompañes, sea la víctima
de la diosa, puesto que la ciudad me obliga a ello.
O r e s t e s . — Está bien lo que has dicho, excepto en
un punto, forastera: que éste sea sacrificado es para
mí grave carga. Soy yo quien transporta el peso de la
600 desgracia; él es mi compañero de viaje para aliviar mis
trabajos. N o sería justo que cargara tu agradecimiento
a cuenta de su muerte y que yo mismo me librara del
mal. Conque se hará así: entrégale a él la carta — la
hará llegar a Argos de form a que todo te resulte bien—
605 y a m í que me m ate quien quiera. Lo más indigno es
salvarse uno mismo luego de poner a los amigos en
situación desgraciada. Resulta que éste es un amigo a
quien deseo que viva antes que yo mismo.
I f i g e n i a . — ¡Qué nobleza de carácter! ¡Qué nobles
6io son tus raíces y cuán amigo de tus amigos eres en
verdad! Ojalá fuera así el que quede de m is hermanos.
Y es que yo, forastero, también tengo un hermano
aunque no lo vea con mis ojos. Mas, ya que así lo
615 deseas, enviaremos a éste con la tablilla y tú morirás.
Se da el caso de que eres tú quien tiene grandes deseos
de morir.
O r e s t e s . — ¿Quién me sacrificará soportando este
horror?
I f ig e n ia . — Yo. Éste es el servicio36 que tengo de la
diosa.
O r e s t e s . — Nada envidiable por cierto, muchacha,
ni feliz.
I fig e n ia . — Pero en esta obligación he caído y tengo 620
que cumplirla.
O r e s t e s . — ¿Y tú, una mujer, sacrificas con espada
a los hombres?
I f ig e n ia . — No, yo rociaré tu pelo con agua lustral.
O r e s t e s . — ¿Y quién es el verdugo, si es que sirve
de algo preguntarlo?
I f ig e n ia . — Dentro de este recinto están quienes se
ocupan de ello.
O r e s te s . — ¿Qué clase de tumba me aguarda una 625
vez que haya muerto?
I f ig e n ia . — Dentro hay un fuego sagrado y la am­
plia abertura de una gruta.
O r e s t e s . — ¡Ay! ¿Y cóm o podrían amortajarm e las
manos de mi hermana?
I fig e n ia . — Desdichado — quienquiera que tú seas— ,
vana es la súplica que has hecho. Ella vive lejos de
esta tierra bárbara. Sin embargo, puesto que eres ar- 630
givo, no dejaré yo misma de hacerte ese favor en lo
que esté a mi alcance. Pondré sobre tu tumba nume-
roros adornos, haré que tu cuerpo se consuma en do­
rado aceite y arrojaré en tu pira el jugo de la rubia 635
abeja montaraz que fluye de las flores.
Bien, voy a traer la tablilla del tem plo de la diosa
y, desde luego, no me acuses de crueldad. Siervos,
guardadlos sin ligaduras. Puede que envíe a alguno de
mis amigos de Argos — a quien yo más amo— noticias 640
que no espera. Esta tablilla le anunciará que viven

** Se. religioso. La palabra prostropS significa propiamente


«plegaria», pero aquí tiene el sentido amplio de «servicio re­
ligioso».
quienes él cree muertos y le producirá con sus palabras
un placer seguro. (E n tra en el tem plo.)
645 C o r o . — (A Orestes.) Levanto m i llanto p o r ti, que
te debes a la sangrienta aspersión del agua lustral.
O r e s t e s . — N o es para lamentarse, extranjeras, ale­
graos.
C o r o . — (A Pílades.) Y a ti, joven, te bendecimos
p o r tu buena suerte. Feliz tú, porque p ro n to arribarás
a la patria.
650 P íl a d e s . — N o es envidiable para un am igo el que
sus amigos mueran.
C o r o . — ¡Oh triste regreso! ¡Ay, ay, perdido estás!
655 ¡Ay, ay! ¿Cuál de los dos lo está más? M i m ente se
debate entre dos pensamientos contrarios: ¿Levantaré
mis lamentos p o r ti o más bien p o r ti?
O r e s t e s . — Pílades, por los dioses, ¿tienes la misma
idea que yo?
P íl a d e s . — N o sé. Me preguntas y no sé qué decir.
660 O r e s t e s . — ¿Quién es esta joven? Porque nos ha
interrogado en griego por los sufrimientos de Troya y
el regreso de los aqueos; por Calcante, el entendido
en aves de agüero, y por el nom bre de Aquiles. Como
lamentaba también al desventurado Agamenón y me
665 preguntaba por su esposa e hijos. Esta extranjera pro­
cede de allí, es argiva. N o habría enviado una tablilla
ni trataría de saber si Argos se encuentra bien, como
quien tiene algo en común.
P íl a d e s . — Te m e has adelantado un poco. Has
670 dicho, antes que yo, lo mismo que iba a decir, excepto
en un punto: la suerte de nuestros reyes la conoce
todo aquel que ha hecho o recibido una visita. Sin
embargo, hay también otra cosa que he estado con­
siderando.
O r e s t e s . — ¿Cuál? Si la expones abiertamente po­
drás dilucidarla m ejor.
P I l a d e s . — Es vergüenza que yo siga viviendo, muer­
to tú. En tu compañia em prendí el viaje y en com- 675
pañía tuya he de m orir. Cobraré fam a de cobarde y
malvado en Argos y en la Fócide, tierra de numerosos
valles. La m ayoría — pues la mayoría es aviesa— pen­
sarán que te traicioné para salvarme yo solo o incluso 680
que te asesiné — atribuyendo tu muerte a la ruina de
tu fam ilia— por conseguir tu realeza casándome con la
heredera, tu hermana. En efecto, éste es mi tem or y
por vergüenza lo tengo. Nada im pedirá que muera con­
tigo, que contigo sea degollado y que el fuego consuma 685
mi cuerpo, ya que soy tu am igo y temo la maledicencia.
O r e s t e s . — Contén tus palabras. Soy yo quien tiene
que sobrellevar mis males y si puedo soportar un
dolor, no estoy dispuesto a soportar dos. Lo que tú
llamas doloroso y reprochable, también lo es para mí 690
si causo tu muerte cuando has participado de mis pe­
nalidades. En lo que a m í respecta, no es malo que
muera si sufro lo que sufro de parte de los dioses. En
cambio tú eres afortunado, tienes un hogar lim pio y no
contaminado; yo estoy m aldito y soy desafortunado.
Si te salvas y tienes hijos de m i hermana, a la que te 695
entregué como esposa, mi nombre sobrevivirá. M i casa
paterna no desaparecerá falta de descendencia. Conque
marcha, sigue viviendo y haz tu hogar de la casa de
m i padre. Y cuando llegues a la Hélade y a Argos, tierra 700
de caballos, te encomiendo por tu mano derecha que
m e levantes una tumba y m e erijas un monumento; y
que m i hermana ponga sobre mi tumba sus lágrimas
y su pelo. Comunícale que he muerto a manos de una 7os
m ujer argiva, luego de ser purificado junto al altar
para m i sacrificio. N o traiciones jamás a m i hermana
porque veas en soledad la fam ilia con la que has em­
parentado.
Adiós. Tú eres el más amado de mis amigos, tú que
7 10 c o n m ig o te e d u c a s te y c o n m ig o fu is te d e c a z a , tú q u e
h a s s o p o r ta d o e l p e s o d e m is m a le s .
Febo nos engañó, con ser profeta, y me alejó lo más
que pudo de Grecia, sirviéndose de malas artes, por
vergüenza a su prim er orá cu lo37. A él me entregué en
7 15 cuerpo y alma y por obedecer sus palabras y matar
a m i madre ahora perezco yo mismo.
P íl a d e s . — Tendrás una tumba y jamás traicionaré
el lecho de tu hermana, desdichado, pues muerto te
tendré por más amigo que vivo.
720 Sin embargo, no te ha destruido todavía el oráculo
del dios por cerca que estés de la muerte. Y es que es
verdad, es verdad que un excesivo infortunio produce
un cam bio com pleto en ocasiones. (Sale Ifigenia del
tem plo.)
O r e s t e s . — Las palabras del dios no me han bene­
ficiado. Mas calla, que sale del templo esta mujer.
725 I fig e n ia . — (A los guardianes.) Retiraos vosotros,
marchad a preparar lo de dentro para quienes se en­
cargan del sacrificio.
fistos son, extranjeros, los pliegues de la tablilla.
Escuchad ahora lo que deseo, además de esto, pues
ningún hombre es el mismo cuando está en dificulta-
730 des y cuando sale del m iedo y se siente seguro.
Tem o que cuando se aleje de esta tierra el que
va a llevar a Argos la tablilla, no tenga en nada esta
m i carta.
O r e s t e s . — ¿Entonces qué quieres? ¿Qué te falta?
735 I f i g e n i a . — Que me preste juramento de que va a
llevar a Argos este escrito y transmitírselo a los míos,
com o deseo.
O r e s t e s . — ¿Le harás tú a él una promesa seme­
jante?
I f ig e n ia . — ¿Qué tenso que hacer o no hacer? Dime.

37 Aquel en el que le ordenó matar a su madre.


O r e s t e s . — Dejarlo salir con vida de esta tierra
bárbara.
I fig e n ia . — Tienes razón, pues, ¿cómo, si no, podría 740
transmitirlo?
O r e s t e s . — ¿Es que accederá el rey a esto?
I f ig e n ia . — Sí. Y o lo persuadiré y yo misma pondré
a éste en la nave.
O r e s t e s . — ( A Pílades.) Jura. (A Ifigenia.) Inicia tú
el juramento, que será sagrado.
I f i g e n i a . — Tienes que decir: «E ntregaré ésta a tus
amigos.»
P I l a d e s . — «A tu s a m ig o s e n tr e g a r é e s t a c a r ta .» 745
I f i g e n i a . — « Y yo te enviaré vivo fuera de las R o­
cas Oscuras.»
P íl a d e s . — ¿ P o r q u ié n d e lo s d io s e s j u r a s c o m o g a ­
ra n te?
I f ig e n ia . — Por Artemis, en cuyo tem plo tengo ofi­
cio sagrado.
P íl a d e s . — Y por el rey del cielo, por el tremendo
Zeus.
I fig e n ia . — ¿ Y si conculcas el juram ento y me trai- 750
cionas?
P íl a d e s . — Que no pueda volver. ¿Y tú qué, si no
me salvas?
I f ig e n ia . — Que jamás, mientras viva, vuelva a po­
ner en Argos la huella de m i pie.
P íl a d e s . — Escucha ahora una fórm ula que hemos
omitido.
I f ig e n ia . — Bien. Ninguna sugerencia está fuera de
lugar si es buena.
P íl a d é s . — Concédeme esto de buena gana: si le 755
pasa algo a la nave y la tablilla desaparece con las
otras cosas entre el oleaje — y sólo salvo mi cuerpo— ,
que yo no siga ligado a este juramento.
I f ig e n ia . — Entonces, ¿sabes lo que voy a hacer?
— pues muchas precauciones aseguran muchos éxitos— .
Te diré de palabra, para que lo puedas comunicar a
760 los míos, todo lo que está escrito en los pliegues de la
tablilla, pues así es más seguro. Conque si consigues
salvar el escrito, él mismo comunicará en silencio sus
palabras. Pero si estas letras desaparecen en el mar,
765 salvando tu cuerpo salvarás mis palabras.
P íl a d e s . — Has hablado para bien tuyo y mío. In ­
dícame a quién tengo que llevar esta carta en Argos y
qué tengo que decir una vez que te haya escuchado.
770 I f i g e n i a . — Comunica a Orestes, el hijo de Agame­
nón: «T e envía esta carta Ifigenia, la que fue sacrifi­
cada en Áulide, pero que vive, aunque ya no exista
para los de allí.»
O restes . — ¿ Y dónde está ella? ¿Ha vuelto a la vida
después de muerta?
I f i g e n i a . — E lla es a quien tú estás viendo, no m e
interrumpas con tus palabras. «Herm ano, llévame a
7 7 5 Argos antes de que muera, llévame lejos de esta tierra
bárbara. Apártame de los sacrificios de la diosa en los
que tengo por oficio matar extranjeros...»
O r e s t e s . — Pílades, ¿qué diré? ¿En qué situación
nos encontramos?
I f i g e n i a . — «... o me convertiré en una maldición
para tu casa, Orestes...» — aprende este nom bre oyén­
dolo por segunda vez— .
78o P ílades . — ¡Oh, dioses!...
I f i g e n i a . — ¿Por qué invocas a los dioses en un
asunto que me concierne a mí?
P I la d es . — Por nada. Continúa, me había distraído.
I f ig e n ia 3S. — Él te interrogará y llegará a conocer
lo que no podrá creerse. Dile que Ártem is m e salvó
poniendo en m i lugar una cierva. Fue a ésta a quien
785 sacrificó mi padre creyendo descargar su aguda espada

38 Atribuimos, con W ecklein, esta línea a Ifigenia.


sobre mí. Y luego me estableció en esta tierra. Ésta
es la carta, esto es lo que hay escrito en la tablilla.
P I l a d e s . — ¡Qué fácil de cumplir es el juramento
con que me has ligado! ¡Qué hermoso juram ento! N o
esperaré mucho tiempo, cumpliré la promesa que he 790
jurado.
(A Orestes.) Aquí te traigo, Orestes, una tablilla;
te la entrego de parte de tu hermana.
O r e s t e s . — La acepto, pero dejaré de lado los plie­
gues de la carta. Antes prefiero tom ar placer de los
hechos que no de las palabras. Queridísima hermana 795
mía, asombrado como estoy te rodeo con brazos incré­
dulos y me sumerjo en la alegría ahora que conozco lo
que me resulta increíble.
C o r if e o . — Extranjero, no tienes derecho a tocar a
la sierva de la diosa poniendo tus manos en su túnica
intocable.
O r e s t e s . — N o me des la espalda, hermana mía, hija 800
de m i mismo padre Agamenón. Ya tienes a tu hermano
cuando pensabas que jam ás lo tendrías.
I f i g e n i a . — ¿Tú, hermano mío? ¿N o dejarás de
hablar? Son Argos y Nauplia quienes están llenos de
su presencia39.
O r e s t e s . — Desventurada, no es allí donde está tu 805
hermano.
I f i g e n i a . — ¿Entonces te engendró la laconia hija de
Tindáreo?
O r e s t e s . — Sí, del nieto de Pélope, de quien yo nací.
I f i g e n i a . — ¿Qué dices? ¿Tienes alguna prueba de
ello?
O r e s t e s . — La tengo. Pregúntame cualquier cosa de
la fam ilia paterna.

» Quizá, con G régoire e E ngland, «d e su grandeza», i. e. que


es afamado o importante allí.
eio I f i g e n i a . — Eres tú quien tienes que hablar y yo
enterarme.
O r e s t e s . — Te diré prim ero esto, por habérselo
oído a Electra: ¿sabes que hubo una disputa entre
Atreo y Tiestes?
I f ig e n ia . — De oídas. Fue cuando se produjo la
querella por el cordero de oro.
O r e s t e s . — ¿Entonces sabes que la bordaste en una
tela sutil?
815 I f ig e n ia . — Queridísimo hermano, estás acercándote
a mis recuerdos.
O r e s t e s . — ¿Y que bordaste en el telar la imagen
del sol cambiando su curso?
I f ig e n ia . — También bordé esta imagen en el fino
tejido.
O r e s t e s . — ¿Y recibiste en Áulide el baño nupcial
de manos de tu madre?
I f ig e n ia . — L o sé; m i boda, no siendo feliz, no me
ha privado de e llo 40.
820 O r e s t e s . — ¿ Y qué? ¿Recuerdas haber entregado tu
pelo para que se lo llevaran a tu madre?
I f ig e n ia . — Sí, como recuerdo sobre m i tumba en
lugar de mi cuerpo.
O r e s t e s . — En cuanto a lo que yo mismo he visto,
te lo ofreceré com o prueba: la lanza antigua de mi
padre que permanece oculta en tu habitación de sol­
tera, en el palacio de Pélope; la que blandió en sus
825 manos cuando consiguió a Hipodamía, la moza de Pisa,
después de matar a Enómao.
Ifig e n ia . — ¡O h m i querido! P o r ninguna otra cosa
— pues eres lo más amado— te tengo, Orestes, venido
830 de lejos de m i patria Argos. ¡Oh, m i amado!

«# I. e. de su recuerdo, como explica el escoliasta del ms. L.


O r e s t e s . — También yo te tengo a ti, a la que se
cree muerta. El llanto, el gem ido unido a la alegría
empapan tus párpados lo mismo que los míos.
I f i g e n i a . — Este es el que todavía niño dejé recién 835
nacido en brazos de la nodriza, recién nacido en casa.
¡O h alma mía, que eres más feliz que para dicho!
¿Qué diré? Más lejos que un m ilagro, más lejos que 840
cualquier palabra ha llegado este encuentro.
O r e s t e s . — ¡Que en el futuro seamos felices en
mutua compañía!
I f i g e n i a . — Extraña alegría me invade, amigas. Tem o
que de mis brazos hasta el éter con alas se me escape.
¡Ay hogar ciclópeo! ¡Ah patria mía, amada Micenas!, 845
gracias te doy p or su vida, gracias p o r su crianza,
porqu e criaste a este m i hermano, luz para m i casa.
O r e s t e s . — Hermana, por estirpe somos afortuna- 850
dos, mas por circunstancias adversas nuestra vida es
infeliz.
I f i g e n i a . — Ya sé — ¡pobre de m í!— , ya sé que m i
padre puso sobre m i cuello su espada.
O r e s t e s . — ¡Ay de m í! M e parece que te estoy 855
viendo allí, aunque no estuve presente.
I f i g e n i a . — Hermano, no había cantos de himeneo
cuando a la tienda y al techo de Aquiles a traición me
llevaron. Mas sí había llanto y lamentos ju n to al altar, ato
¡H o rro r, h o rro r de aquellas lustraciones!
O r e s t e s . — También yo lamenté la osadía de mi
padre.
I f i g e n i a . — E n suerte me tocó un destino de mal
padre, de mal padre. Una desdicha sigue a otra p o r 865
voluntad de algún dios.
O r e s t e s . — ¡Y si hubieras matado a tu hermano,
desdichada!
I f i g e n i a . — ¡Ah, desventurada, qué tremenda osadía!
Un acto terrible, terrible, iba a com eter. Hermano,
¡ay de m i!, a punto estuviste de m o rir con m uerte 870
im pía segado por mis manos. Mas de todo esto, ¿cuál
875 será el térm ino? ¿Qué suerte me acompañará? ¿Qué
cam ino encontraré para alejarte de este pu eb lo*1, de
880 la m uerte, y enviarte a la patria Argos antes de que la
espada toque tu sangre? E sto es, esto es, triste alma
mía, lo que tienes que encontrar. ¿Acaso p or tierra?
885 ¿N o p o r mar, sino a golpes de tu p ie ? E ncontrarás la
m uerte entre bárbaras tribus y por caminos, que no
89o son caminos, caminando. ¡Tendrá que ser p o r las Rocas
Oscuras del estrecho, larga singladura para el c o rre r
895 de una nave! ¡P ob re de mí, pobre de m í! ¿Qué dios,
pues, o qué m orta l o qué circunstancia inesperada en­
contraría una salida im posible para libra r del mal a
los dos únicos Atridas?
900 C o rife o . — Entre lo m aravilloso y que supera toda
palabra yo misma he visto este encuentro; no lo he
oído p o r boca de un tercero.
P íl a d e s . — Es natural, Orestes, que cuando un amigo
llega ante la presencia de quien ama, se abracen, pero
hay que abandonar las lamentaciones y poner todo
905 nuestro empeño en recobrar la salvación — ¡glorioso
nom bre!— y salir de esta tierra bárbara. Es propio
de hombres sabios no abandonar su suerte, dejando
pasar la oportunidad, por gozar de un placer inopor­
tuno.
O r e s t e s . — Dices bien. Creo que es cosa de la suer-
9io te y de nosotros. Si un hombre es diligente, es razona­
ble que la su erte42 tenga más fuerza.
I f i g e n i a . — Nada puede retenerme ni im pedir que
pregunte prim ero qué suerte le ha tocado vivir a
Electra, pues todos vosotros me sois queridos.

41 Lit. «d e esta ciudad». Esta expresión resulta chocante, por


lo que se ha alterado variablemente el texto. Quizá la conje­
tura más aceptable, de ser necesaria, sería pelékeon de Reiskb
(alejarte «del hacha»).
42 l i t . «la divinidad».
O r e s te s . — Ella vive con é s te43 y lleva una existen- 915
cia feliz.
I f ig e n ia . — ¿Y éste de dónde procede, de quién es
hijo?
O r e s t e s . — Su padre tiene el nombre de Estrofio,
el Fócense.
I f ig e n ia . — ¿Entonces es hijo de la h ija 44 de Atreo,
pariente mío?
O r e s t e s . — Sí, es tu prim o y mi único amigo de
verdad.
I fig e n ia . — Él no vivía cuando mi padre me sacri- 920
ficó.
O r e s t e s . — N o vivía, pues Estrofio estuvo cierto
tiem po sin hijos.
I f ig e n ia . — Y o te saludo, esposo de m i hermana.
O r e s t e s . — Y salvador mío, no sólo pariente.
I f ig e n ia . — ¿Cómo te atreviste a un acto tan terri­
ble contra tu madre?
O r e s te s . — Guardemos silencio sobre ello... Fue en 925
venganza de m i padre.
I f ig e n ia . — ¿Cuál fue la causa? ¿Por qué mató a su
esposo?
O r e s t e s . — Deja de preguntar por tu madre. N o
está bien que lo conozcáis.
I f ig e n ia . — Callaré. Pero ¿y Argos? ¿Tiene todavía
puestos sus ojos en ti?
O r e s t e s . — Menelao es rey. Y o soy exiliado de mi
patria.
I fig e n ia . — ¿ N o habrá ultrajado nuestro tío nuestra 930
casa en ruinas?
O r e s t e s . — No, es el terror de las Erinis lo que me
ha arrojado del país.

43 Con Pílades.
44 Anaxibia, hermana de Agamenón y esposa de Estrofio.

TRAGH)IAS, II. — 25
I f i g e n i a . — ¿Entonces es éste el ataque de locura
que se anunció que padecías en estas mismas costas?
O r e s t e s . — N o es ahora la primera vez que me ven
en este miserable estado.
I f i g e n i a . — Entiendo. Las diosas te persiguen por
causa de tu madre.
935 O r e s t e s . — Hasta el punto de que han puesto un
freno sangriento en mi boca.
I f i g e n i a . — ¿Y por qué has pasado a esta tierra?
O r e s t e s . — He llegado por orden del oráculo de
Febo.
I f i g e n i a . — ¿Qué tienes que hacer? ¿Se puede de­
cir o es secreto?
O r e s t e s . — Te lo diré. Éste es el comienzo de mis
940 muchos males. Desde que esta desgracia de mi madre
que ahora silenciamos recayó sobre mis manos, me
acosaron las Erinis, como a un fugitivo, con sus per­
secuciones. Después, Loxias dirigió mis pasos hacia
Atenas para ofrecer expiación a las diosas sin nom-
945 b r e 4S, pues hay allí un sagrado tribunal que Zeus es­
tableció para Ares como consecuencia de haber man­
cillado sus manos con cierto crim en 46.
A llí me presenté... Al principio ningún huésped me
acogió de buen grado, pues era un ser odiado por los
dioses. Pero los que sintieron piedad me ofrecieron en
950 hospitalidad una mesa apartada4/ — aunque vivían bajo
el mismo techo— y con su silencio me mantuvieron

« Son las Erinis. No es que no tengan nombre, sino que


se las solía dar un nombre eufemístico, como Euménides («b e ­
névolas») o Semnaí («venerandas»),
46 Ares mató a Halirrocio porque éste había violado a su
hija Alcipe.
47 Esto no implica que sólo Orestes tuviera una mesa
aparte. También los demás la tenían. Los espectadores ate­
nienses, sin duda, no necesitaban esta explicación, pues cono­
cían muy bien los detalles de la fiesta. Cf. n. 49.
silencioso de form a que estuviera alejado de su comida
y bebida. Llenaron una vasija propia, con la misma
medida de vino para todos, y tenían contento.
Y o no me consideraba digno de censurar a mis 955
hospedadores, sufría en silencio simulando no entender
y lamentando sobremanera ser el asesino de m i ma­
d r e 48. H e oído que mis desdichas se han convertido
en un rito de Atenas y que todavía se mantiene la
costumbre de que el pueblo de Palas venere la vasija 960
de las C oes49.
Cuando llegué a la colina de Ares me sometí a
juicio: yo ocupaba uno de los dos asientos y el otro
la más anciana de las E rin is 50. Después que hube ha­
blado y escuchado sobre la muerte de mi padre, Febo 965
me salvó con su testim onio y Palas igualó los votos
con su mano. Y salí victorioso en esta prueba de mi
asesinato. Cuantas Erinis acataron el veredicto, se
marcaron los límites de un terreno sagrado en el mismo
lugar de la votación; pero las que no se plegaron a la 970
legalidad no dejaban de acosarme en una persecución
que no daba lugar al descanso, hasta que volví al sa­
grado recinto de Febo. M e puse delante de la entrada,
ayuno de alimentos, y ju ré que reventaría allí mismo
perdiendo mi vida si no me salvaba Febo, ya que él 975
me había perdido.

« Se ha dado otra interpretación (E ngland, Platnauer) a


los w . 956-957: «sufría en silencio, entre grandes lamentos, si­
mulando no tener conciencia de que era el asesino de mi
madre».
49 Esta narración es un mito etiológico de la fiesta ate­
niense de las Coes, que tenía lugar el segundo día de las An-
t es ferias
o fiestas de difuntos. En ella los participantes bebían,
en mesas separadas, de una Coe (12 cotilas = aprox. 4 litros)
en vez de beber juntos de la cratera común.
so £ ] acusado se sentaba en una piedra llamada «d el cri­
men» (hfbreds), el acusador en la de la «implacabilidad»
(anaideías) (cf. Pausanias, I 28, 5).
A llí mismo dejó Febo oír su voz desde el áureo trí­
pode y me envió aquí para apoderarme de la imagen
caída del cielo y erigirla en suelo ateniense51.
Conque colabora conmigo en conseguir la salvación
980 que me ha señalado. Si nos apoderamos de la imagen
de la diosa, cesarán mis ataques de locura y te esta­
bleceré de nuevo en Micenas, luego de embarcarte en
mi navio de muchos remos.
Vamos, hermana querida, salva tu casa paterna y
985 sálvame a mí. Perdido soy y perdidos los Pelópidas si
no arrebatamos la celeste imagen de la diosa.
C o r if e o . — Terrible hierve la ira de los dioses; en­
tre dolores arrastra a la simiente de Tántalo.
I f i g e n i a . — Tengo voluntad — y la tenía antes de que
990 tú vinieras— de estar en Argos y de verte a ti, her­
mano. Deseo tanto com o tú librarte de las dificultades
y enderezar la casa paterna que se halla enferma, sin
odio contra quien quiso matarme. Lo deseo, pues así
995 alejaría m i mano de tu sangre y salvaría la casa. Pero
no sé cóm o escapar de la diosa y el rey cuando éste
encuentre el pedestal de piedra sin su estatua. ¿Cómo
librarm e de la muerte? ¿Qué explicación podré dar?
Ahora bien, si esto se produce junto y al mismo
íooo tiem po — si te llevas la estatua y a mí me llevas sobre
nave de buena proa— , el riesgo valdrá la pena. Si, por
el contrario, no consigo e s to 52, entonces yo estoy per­
dida y tu, en cambio, conseguirás volver habiendo dis­
puesto bien tus intereses.
1005 Mas no, no me arredro aunque tenga que m orir para
salvarte. Cuando un hom bre muere en una casa, se le
echa de menos; en cambio la m ujer es débil.

51 Sobre esta nueva com plicación en el m ito de Orestes,


cf. la Introducción.
52 I. e. el conseguir las dos cosas juntas. Se ha querido
hacer más explícito este sentido corrigiendo el texto innecesa­
riam ente (c f. aparato crítico de M u r r a y ).
O r e s t e s . — N o seré el causante de tu muerte y de
la de m i madre. Y a basta con su sangre. Contigo quiero
com partir la suerte, vivo o muerto. Te llevaré a casa, 1010
si es que yo mismo consigo llegar allí, o me quedaré
aquí para m orir contigo.
Escucha m i opinión. Si nuestro plan fuera hostil a
Artemis, ¿cómo me habría Loxias ordenado que llevara
a la ciudad de Palas la estatua de la diosa y que con- 10 15
templara tu rostro? 53.
Poniendo todo esto en relación, espero conseguir
el regreso.
I f ig e n ia . — ¿Y cómo podríamos evitar la muerte y
apoderam os de lo que queremos? Éste es el punto
débil del regreso a casa. Éste es el punto a deliberar.
O r e s te s . — ¿Nos sería posible matar al rey? 10 20
I f ig e n ia . — Terrible es el acto que has propuesto:
que un forastero mate a quien le hospeda.
O r e s t e s . — Con todo, hay que afrontarlo si puede
salvam os a ti y a mí.
I f ig e n ia . — N o sería capaz, aunque alabo tu audacia.
O r e s t e s . — ¿Y si me ocultaras en este templo?
Ifig b n ia . — ¿Con la idea de aprovechar la oscuridad 10 25
para salvamos?
O r e s t e s . — Sí, pues la noche es para los ladrones
y el día para la verd a d 54.
I f ig e n ia . — Hay dentro vigilantes sagrados, a quie­
nes no podremos hurtamos.

53 Se ha pensado que hay una laguna entre la primera su­


bordinada y la segunda, dado que Loxias no ordenó a Orestes
«qu e contemplara el rostro de Ifigenia». Pero dado que grama­
ticalmente el periodo es intachable, la exigencia de una laguna
es llevar el racionalismo a un extremo casi patético.
54 I. e. «para quienes no se tienen que ocultar». M arkland
y otros editores excluyen estos dos versos (1025-1026) como in­
terpolaciones de actor, sobre todo porque separan mucho la
pregunta de 1024 de la respuesta en 1027.
O r e s t e s . — ¡Ay de mí, estamos perdidos! ¿Cómo,
entonces, podremos salvarnos?
I fig e n ia . — Creo que tengo una idea nueva.
1030 Orestes. — ¿Cuál? Comunícame tu plan para que
yo lo sepa.
I fig e n ia . — Me serviré de tus sufrimientos como
estratagema.
O restes . — ¡Hábiles sois las mujeres para descu­
b rir tretas!
I fig e n ia . — Diré que vienes de Argos por haber
dado muerte a tu madre.
O restes . — Sírvete de mis desgracias si te resulta
útil.
10 3 5 I fig e n ia . — Diré que no está perm itido sacrificarte
a la diosa.
O restes . — ¿Por qué razón? Ya voy barruntando
algo.
I fig e n ia . — Porque no eres puro; sólo entregaré al
sacrificio lo que sea san to5S.
O restes . — ¿Y p o r qué va a ser así más fácil apo­
derarse de la imagen?
I f ig e n ia . — Expresaré mi deseo de purificarte con
agua del mar.
1040 Orestes. — Pero todavía estará dentro del tem plo la
imagen por la que hemos venido navegando.
I fig e n ia . — Diré que también he de lavarla por ha­
berla tocado tú.
O restes . — ¿Dónde? ¿Te refieres al pom ontorio ba­
ñado por el mar?
I fig e n ia . — A llí donde tu nave se encuentra ancla­
da con cuerdas de lino.
O restes . — ¿Llevarás tú misma la estatua en tus
brazos o algún otro?

si Seguimos la lectura de la edición Aldina (phónoi por


phóboi)que ni siquiera recoge Murray.
I fig e n ia . — Yo. Sólo a mí me está perm itido tocarla. 1045
O r e s t e s . — Y mi am igo Pílades, ¿qué lugar tendrá
en el ju e g o ? M.
I f ig e n ia . — Se dirá que tiene en sus manos la misma
mancha que tú.
O r e s t e s . — ¿Harás esto a escondidas del rey o con
su conocimiento?
I f ig e n ia . — Lo convenceré con mis palabras, porque
ocultarme no podría en absoluto.
O r e s te s . — Pues bien, los remos de la nave están 10 50
ya prestos para golpear.
I f ig e n ia . — Tú has de encargarte del resto de forma
que resulte bien.
O r e s t e s . — Sólo falta una cosa, que éstas oculten
el plan. Conque dirígete a ellas y busca palabras per­
suasivas... La m ujer tiene capacidad para excitar el
llanto. Por lo demás, puede que todo resulte bien. ios?
I fig e n ia . — Queridas mujeres, en vosotras pongo
mis ojos. En vuestras manos está el que tenga éxito
o que me convierta en nada y me vea privada de mi
patria, de mi querido hermano y de m i queridísima
hermana. Que éste sea el comienzo de mis palabras: 1000
somos mujeres, especie amiga de ayudarse mutua­
mente y firmes como nadie para salvaguardar nues­
tros comunes intereses. Colaborad en nuestra fuga con
vuestro silencio. ¡Qué hermoso es tener una lengua
de confianza! Ved cóm o un solo destino abarca a tres 10 65
seres que se aman: o el regreso a la tierra patria o la
muerte.
Si me salvo, os llevaré salvas a la Hélade para que
participéis también vosotras de mi suerte. Os lo su­
plico, a ti y a ti por vuestra diestra; a ti por tu querido
rostro, por tus rodillas y tus seres más queridos — pa- 10 70
dre, madre e hijos si los tienes— .

5* Lit. «en qué lugar del coro estará colocado».


¿Qué decís? ¿Quién de vosotras dice que quiere o
que no quiere? Hablad, pues si no aceptáis mis pala­
bras nos veremos perdidos yo y mi paciente hermano.
10 7 5 C o r i f e o . — Cobra ánimos, dueña querida, y piensa
sólo en salvarte. Por mi parte, guardaré silencio sobre
todo aquello que estás planeando. ¡Sépalo el gran
Zeus!
I f ig e n ia . — Gracias por vuestras palabras, os deseo
felicidad.
( A Orestes y Pílades.) Tu trabajo y el tuyo es entrar
loso en el templo. Pronto llegará el rey de esta tierra para
indagar si se ha llevado a cabo el sacrificio de los ex­
tranjeros. (Entran en el tem plo.)
( Invocando a Á rtem is.) Soberana, tú que me salvaste
en los valles de Aulide de las manos terribles de un
padre asesino, sálvame ahora y salva a éstos. O por
1085 tu culpa, la boca de Loxias ya no será veraz a ojos de
los mortales. Abandona benévola esta tierra bárbara
y dirígete a Atenas. N o te conviene habitar aquí pu-
diendo viv ir en una ciudad próspera. ( E ntra ella en el
tem plo.)

Coro.
Estrofa 1.a
1090 Alción, alción que ju n to a los rocosos acantilados
del m ar cantas lúgubre lamento, — voz com prensible
para quienes com prenden que celebras a tu esposo,
1095 sin cesar, con tus ca n tos57— . Yo, ave sin alas, mis

& Alcione, hija de Edo y Enarete, casó con Ceix. Según


una rama de la tradición, ella fue convertida en alción y él
en foca por impiedad (se llamaban a sí mismos Zeus y Hera,
cf. A polodoro, I 7, 4); según otra, Ceix se ahogó y ella lo la­
mentaba tan penosamente que los dioses la convirtieron en
alción y sigue llorando a su marido (c f. L uciano ,Halcyon 1;
Metamorfosis IX 270 y sigs.: «y durante los siete días que
Alcione cubre sus huevos en su nido hecho en las rocas, la
trenos lanzo ju n to a los tuyos añorando las fiestas he­
lenas, añorando a Ártem is partera, la que habita cabe
la costa del C in to 58 y la palm era de suave copa y el
laurel de herm oso tallo y el tronco sagrado de la verde
oliva — ¡tan querido para los dolores de parto de
L e to !— , y la laguna que hace girar en círculos su agua,
donde el m elódico cisne sirve a las Musas. nos
Antístrofa 1.a
¡O h torrenteras de lágrimas henchidas, que sobre
m is m ejillas cayeron cuando, derrumbadas las torres,
m e llevaron en naves entre remos y lanzas enemigas! 1110

Vendida a cam bio de o ro emprendí el viaje a tierras


bárbaras donde sirvo a la virgen sirviente de la diosa
matadora de ciervos, a la hija de Agamenón y a los 1115
altares en que no hay sacrificios de ov eja s w. Envidio
a quien es infortunado desde siem pre pues, al nacer
con ella, no lo abruma la necesidad. Cambiar es in for­ 1120
tunio, y re cib ir daño cuando acompaña la suerte es un
signo pesado para los m ortales.

Estrofa 2.*
Tam bién a ti, señora, la argiva pentecóntoro60 te
llevará al hogar. E l caram illo, con cera en la junturas, 112 5
del montaraz Pan silbará marcando el ritm o de los
remos, y Febo el adivino, que posee el sonido encan­
tador de su lira de siete tonos, te llevará cantando a 1130
la fecunda tierra de Atenas. Marcharás al im pulso del
resonante rem o dejándome aquí atrás. Los cables de

mar está en calma y la navegación segura y tranquila» (de aquí


la expresión «los días del alción»).
* Monte de Délos. La palmera y el laurel son los diferentes
objetos sagrados que toda la tradición griega relaciona con
el nacimiento de Apolo y Ártemis en Délos. El olivo es una
adición de la tradición ática.
59 I. e. sólo hay sacrificios humanos.
40 Nave arcaica con 50 remos.
113 5 la rápida nave, p o r cim a de la amura, extenderán su
vela más allá de la proa al impulso del viento 6I.

Antístrofa 2.a
¡Pudiera yo m archar p o r el brillante curso que re­
corre el fuego del sol! ¡Pudiera yo dejar de batir las
H40 alas en mis costados62 sobre las alcobas de m i casa!
¡Pudiera yo tom ar parte en los coros en que cuando
ii45 era moza, en bodas ilustres, haciendo girar — a los pies
de m i madre querida— las bandas de mis coetáneas,
com pitiendo con ellas en gracia, rivalizando en suaves
y ricos peinados, al saltar sombreaba mis m ejillas
u so enredando mis trenzas con los velos de muchos co­
lores! (Aparece el rey Toante por la derecha.)
Toante. — ¿Dónde está la m ujer griega que es por­
tera de este tem plo? ¿Ha iniciado el sacrificio de los
H55 extranjeros? ¿Brilla ya su cuerpo bajo la acción del
fuego en los sagrados recintos? ( Sale Ifigenia del
tem plo.)
C o r if e o . — Aquí está, rey, la que te aclarará todo.
T oante . — ¡Eh! ¿Por qué, hija de Agamenón, has le­
vantado de su firm e pedestal la imagen de la diosa y
la llevas en tus brazos?
I fig e n ia . — Soberano, detén tu pie ahí mismo, en los
umbrales.
H 60 Toante. — ¿Qué novedad es ésta en el templo, Ifi-
genia?

A menos que pensemos que Eurípides desconocía por


completo las partes de una nave o que el poeta prescindía con
absoluta indiferencia de las condiciones de la misma, todo nos
induce a pensar que estamos ante un pasaje corrupto, difícil­
mente recuperable a pesar de los esfuerzos que se han hecho.
Sin embargo, la imagen que se nos presenta es clara: una
nave que avanza rápidamente con la vela hinchada de forma
que sobresale por delante de la proa.
62 S. e. para posarme encima.
Ifigenia. — He escupido63. A Pureza refiero esta
palabra.
Toante. — ¿Qué extraño preludio es éste? Habla
claramente.
Ifigenia. — N o son puras las víctimas que habéis
prendido, soberano.
T oante . — ¿Qué te lo prueba?... ¿O expresas una
opinión?
Ifigenia. — La imagen de la diosa se ha dado la lies
vuelta en su pedestal.
Toante. — ¿Por sí sola o la ha torcido un terrem oto?
Ifigenia. — Por sí sola. Y ha cerrado los ojos.
Toante. — ¿Cuál es la causa? ¿Acaso la impureza
de los extranjeros?
Ifigenia. — Ella y no otra cosa. Han com etido una
acción terrible.
Toante. — ¿Han matado a alguno de los bárbaros 1 1 7 0
en la ribera del mar?
Ifigenia. — Han llegado ya con un crimen familiar.
Toante. — ¿Cuál? M e han entrado deseos de cono­
cerlo.
Ifigenia. — ¡Han matado a su madre con espada
común!
Toante. — ¡Por Apolo! N i siquiera entre los bárba­
ros se atrevería nadie a esto.
I fig e n ia . — Han sido perseguidos y arrojados de 1 1 7 5
toda Grecia.
Toante. — ¿Y es por esto por lo que estás sacando
la imagen?
Ifigenia. — Sí, bajo el sagrado éter, para apartarla
de la sangre.

63 Exclamación cuasi eufemística cuando, como afirma Weil,


«la palabra ocupa el lugar de la cosa» (el acto aquí).
Toante. — ¿En qué form a conociste la mancha de
los extranjeros?
Ifigen ia. — Los interrogué cuando se tom ó la ima­
gen de la diosa.
u so Toante. — Astuta te educó Grecia. ¡Qué bien te
enteraste!
Ifigen ia. — Y, con todo, pusieron un dulce señuelo
en m i corazón.
Toante. — ¿Te dieron noticias de Argos como he­
chizo?
Ifigenia. — Sí, que m i único hermano vive feliz...
Toante. — Sin duda con idea de que los salvaras,
feliz por sus noticias.
118 5 Ifigenia. — ... y que vive m i padre y es afortunado.
Toante. — Pero tú te habrás inclinado de parte de
la diosa, como es lógico.
Ifigenia. — Sí, y por odio a toda Grecia que me
perdió.
Toante. — Entonces dime, ¿qué hacemos con los
dos extranjeros?
Ifigenia. — Es fuerza que observemos la ley aquí
vigente.
i i 90 Toante. — ¿N o dispones entonces las lustraciones y
tu espada?
Ifigenia. — Prim ero quiero lavarlos con purifica­
ciones sagradas.
Toante. — ¿Con agua de una fuente o del mar?
Ifigen ia. — El m ar lava todos los males del hombre.
Toante. — Desde luego caerán ante la diosa más
conform e al rito.
1195 Ifigenia. — Tam bién así saldrá m ejor lo que me
atañe64.
Toante. — ¿N o llega el oleaje hasta el mismo
tem plo?

** Frase con doble sentido.


Ifigenia. — Sí, pero se precisa soledad, pues hare­
mos también otras cosas...
Toante. — Llévalos adonde precises. N o deseo con­
tem plar lo que es prohibido.
Ifigenia. — H e de purificar también la imagen de la
diosa.
Toante. — Sí, ya que la ha alcanzado la impureza 1200
del matricida.
Ifigenia. — Así es, en oltro caso yo nunca la habría
levantado de su pedestal.
Toante. — Justas son tu piedad y previsión.
Ifigenia. — ¿Sabes lo que necesito tener?
Toante. — Es cosa tuya el manifestármelo.
Ifigenia. — Encadena a estos extranjeros.
Toante. — ¿Adónde podrán huir?
Ifigenia. — Grecia no conoce la lealtad.
Toante. — Id en busca de cadenas, siervos 1205
Ifigenia. — Que traigan aquí a los extranjeros...
T oante . — Así se hará.
Ifigenia. — ... con la cabeza cubierta con los peplos.
Toante. — ¡Para proteger la luz del s o l!45.
Ifigenia. — Que me den escolta tus hombres.
Toante. — Éstos te acompañarán.
Ifigenia. — Envía también a alguien que comunique
a la ciudad...
T oante . — ¿Qué?
Ifigenia. — Que todos permanezcan en casa.
Toante. — ¿Para no encontram os con el asesino?
Ifigenia. — Sí, los tales están contaminados. 1210
Toante. — Tú ve a comunicar...
Ifigenia. — ... que nadie se acerque a su presencia.
Toante. — ¡Cómo te preocupas por la ciudad!

& S. e. para que los rayos del sol no se contaminen y a su


vez vuelvan a contaminar a los demás.
I f ig e n ia . — Y también por los amigos que más lo
precisan.
Toante. — Eso lo dices por mí.
<Ifigenia. — Desde luego) “ .
Toante. — Con razón te admira todo mi pueblo.
Ifigenia. — Tú quédate aquí delante del tem plo...
12 15 Toante. — ¿Y qué hago?
Ifigenia. — .. .y purifica con azufre el recinto de la
diosa.
Toante. — ¡Para qué regreses a él, ya purificado!
I fig e n ia . — Y cuando salgan los extranjeros...
T oante . — ¿Qué he de hacer?
Ifigen ia. — Cubre tus ojos con el manto...
T o a n te .— ¡Para no recibir contaminación!
Ifigenia. — Si te parece que tardo demasiado...
Toante. — ¿Qué lím ite pongo a tu tardanza?
1220 Ifigen ia. — ... no te extrañes.
Toante. — Ejecuta bien los ritos de la diosa, pues
hay tiempo.
Ifigenia. — ¡Ojalá esta purificación resulte com o yo
deseo!
Toante. — Me uno a tu súplica. ( E ntra en el tem ­
plo, cruzándose con Orestes y Pílades que salen. Se
cubre para evitar verlos.)
Ifigen ia. — Helos aquí, ya veo a los extranjeros
que salen del templo, ya veo los adornos de la diosa
y los corderos recentales con cuya sangre lavaré su
sangre impura. Y a veo el resplandor de las antorchas
1223 y todo cuanto yo misma he prescrito para purificar a
los forasteros y a la diosa. Ordeno a los ciudadanos
que se mantengan alejados de esta polución. Si alguien
es portero del tem plo y tiene sus manos puras para
los dioses, si alguien viene a contraer matrimonio o

«6 La contestación de Ifigenia falta en los Mss., pero es


fácil de suplir. Nosotros lo hemos hecho siguiendo a K ü c h ly .
está preñada, huid, retiraos, no vaya a caer sobre al­
guien esta mancha.
(E n actitud de súplica.) ¡Oh virgen soberana, hija
de Zeus y Leto! Si purifico el crimen de éstos y realizo
el sacrificio donde debo, habitarás una casa pura y
nosotros seremos felices. Callo lo demás, pero se lo doy
a entender a los dioses que todo lo saben y a ti, diosa.
(Sale el corte jo p o r la derecha.)

Coro.
Estrofa.
H erm oso es el h ijo de Leto, a quien ésta parió en 1235
los fru ctíferos valles de Délos, el de pelo de o ro en­
tendido en la cítara y en el tiro certero del arco con
que se complace. Llevólo ella m is m a 67 de ju n to al 1240
acantilado — dejando el ilu stre lugar de su parto—
hasta la cum bre del Parnaso, de torrenciales aguas,
que danza en honor de Dioniso. A llí la serpiente de 1245
moteado lom o, de colo r de vino, cubierta con som brío
laurel de buenas hojas p o r coraza, el m onstruo p or­
tentoso de la tierra, vigilaba el oráculo soterraño. T o ­
davía un bebé, todavía palpitando en los brazos de tu ] 250
madre querida lo mataste, oh Febo, y ascendiste al
divino oráculo y ahora te sientas en áureo trípode, en
el trono veraz, vaticinando para los m ortales desde el 1255
fond o del tem plo vecino de la corriente de Castalia, y
ocupando un palacio que es centro de la tierra.

Antístrofa.
Cuando desalojó del oráculo divino de P itón a 1260
Temis, hija de la tierra, C tón engendró nocturnos fan­
tasmas de sueños que iban a manifestar a muchos
m ortales el pasado, el presente y cuanto iba a suceder,
durante el sueño, en las tenebrosas cavidades de la

67 Se. «su madre» Leto.


tierra. Así Gea qu itó a Febo su prerrogativa de adivino
encelada p o r su hija. Mas con rápido pie al O lim po
1270 se encaminó el soberano y rodeó con su mano de niño
el tron o de Zeus, suplicando que quitara del tem plo
p ítico la ira de la diosa terrena. Y Zeus rió porqu e su
1275 h ijo vino en seguida queriendo retener su lugar de
culto, cargado de oro. Y agitó sus cabellos para que
cesaran las nocturnas voces, y qu itó a los m ortales la
1280 veracidad de los nocturnos sueños, y devolvió a Loxias
sus prerrogativas y a los m ortales su confianza en los
versos proféticos cantados en el trono acogedor de
huéspedes visitado p o r m uchos mortales. (Entra por
la derecha un esclavo de Toante.)
M ensajero. — Oh guardianes del templo y protec-
1285 tores de los altares, ¿adonde ha marchado Toante, rey
de esta tierra? A brid las puertas de buenos cerrojos
y haced que salga de este tem plo el soberano del país.
C o rife o . — ¿Qué sucede, si se me perm ite hablar
sin que nadie me lo ordene?
M ensajero. — Se han escapado los dos jóvenes. Han
1290 huido del país por una estratagema de la hija de Aga­
menón y llevan la santa imagen en la cavidad de su
nave griega.
C o rife o . — Has dicho palabras increíbles. El rey
del país, a quien deseas ver, ha salido precipitada­
mente del templo.
1295 M ensajero. — ¿Adonde? Pues tiene que enterarse
de lo ocurrido.
C o rife o . — No sabemos. Conque marcha y síguelo
adonde puedas encontrarlo para comunicarle esas pa­
labras.
M ensajero. — Y a veis cuán poco digna de crédito
es la raza femenina. Seguro que también vosotras te­
néis parte en la acción.
C o rife o . — Estás loco. ¿Qué tenemos nosotras que
ver en la huida de los extranjeros? ¿N o te irás al pa­
lacio de los reyes lo antes posible?
M ensajero. — N o, al menos hasta que este intér­
p r e te 61 me diga si el soberano del país se encuentra,
o no, dentro.
Eh, abrid las trancas — a los de dentro digo— y
comunicad al señor que estoy a la puerta con una 1305
carga de noticias. ( Sale Toante del tem plo.)
Toante. — ¿Quién arma ese alboroto ante el tem plo
de la diosa, golpeando las puertas y haciendo llegar
el ruido hasta el interior?
M ensajero. — ¡Eh! ¿Cómo es que éstas m e decían
que te encontrabas fuera, e incluso trataban de echar­ 1310
m e del templo? ¡Resulta que estabas dentro!
Toante. — ¿Qué recompensa buscan o esperan?
M ensajero. — Más tarde te aclararé la actitud de
éstas. Escucha ahora el asunto más inmediato. La
joven que estaba aquí al cargo de los altares, Ifigenia,
ha salido del país en compañía de los dos extranjeros 1315
llevándose la sagrada imagen de la diosa. Las purifica­
ciones eran mentira.
Toante. — ¿Qué dices? ¿Qué soplo ha tenido de
m ala fortuna?
M ensajero. — Por salvar a Orestes. Quizá te pro­
duzca estupor.
Toante. — ¿A quién? ¿Acaso al que alumbró la hija
de Tíndaro?
M ensajero. — El hom bre a quien la diosa consagró 1320
para su altar.
Toante. — ¡Qué extraño!... ¿Qué nom bre más exac­
to podría dar a esto?
M ensajero. — N o te preocupes ahora de eso y es­
cúchame. Después de que veas todo con claridad y me

Sin duda la aldaba.

TRAGEDIAS, I I . — 26
oigas, piensa qué clase de persecución puede dar al­
cance a los extranjeros.
132 5 T o a n t e . — ¡Habla, tienes razón! La navegación que
han em prendido no es corta para que puedan escapar
de m i lanza.
M ensajero. — Cuando llegamos a la ribera del mar,
donde se encontraba anclada ocultamente la nave de
1330 Orestes, la hija de Agamenón nos hizo señas de que nos
alejáramos los que — por orden tuya— llevábamos los
grilletes de los extranjeros, con idea de encender el
fuego secreto para la purificación para la que había ido
allí. Ella siguió caminando con los grilletes de los ex­
tranjeros en sus manos. Esto nos resultó sospechoso,
13 3 5 pero con todo, tus siervos, señor, nos dimos por satis­
fechos.
Un tiem po después — sin duda para que nos pare­
ciera que estaba realizando algo— lanzó un grito ritual
y recitaba cantos ininteligibles como un mago, com o
si ya estuviera purificando el crimen. Como ya llevá-
1340 ramos largo tiem po sentados, nos entró m iedo de que
los extranjeros se desataran, la mataran y se dieran
a la fuga.
Pero por tem or de ver lo que no debíamos con­
templar, permanecimos sentados en silencio. Por fin
todos estuvimos de acuerdo para acercarnos adonde se
1345 hallaban, aunque nos estuviera prohibido. Entonces
vimos la nave griega, bien dotada con una fila de
remos — como alas para impulsarla— , y a cincuenta
marineros sosteniendo los remos en los toletes, y a los
jóvenes, libres ya de ligaduras, en pie junto a la proa
1350 de la nave. Unos impulsaban la proa con los botadores,
otros colgaban de las serviolas el ancla, otros prepa­
raban apresuradamente la escala, arrastraban las ama­
rras con sus manos y se las soltaban a los extranjeros
echándolas al mar.
Nosotros, sin cuidarnos de nada, cuando vim os la
engañosa estratagema, nos asimos a la extranjera y a
las a m a r ra s y tratamos de sacar por sus huecos las
cañas del timón de la nave.
Y nos cambiamos estas palabras:
«¿Con qué razón tratáis de zarpar robando a nuestro
país la imagen y la sacerdotisa? ¿Quién eres tú, y de 1360
qué país, para sacar ocultamente a ésta?»
Y él dijo: «S o y Orestes, su hermano — para que lo
sepas— , el h ijo de Agamenón. H e cobrado a mi her­
mana, a quien perdí, y m e la llevo.» Pero nosotros nos
aferrábamos todavía más a la extranjera y tratábamos 1365
de forzarla a que nos siguiera ante tu presencia.
Así es como se produjeron estas terribles contusio­
nes en m i rostro. En efecto, ni ellos ni nosotros tenía­
mos armas a mano. Se entabló una lucha a puñetazos
y los brazos y pies de los dos jóvenes muchachos se 1370
dirigían contra nuestros costados e hígados, de form a
que con los encontronazos nuestros miembros se en­
torpecieron.
Marcados por terribles señales huimos hacia la es­
carpadura, unos con heridas sangrientas en la cabeza
y otros en la cara. Cuidadosamente apostados en las 1375
alturas combatíamos arrojando piedras, pero los ar­
queros, puestos sobre la proa, nos impedían con sus
dardos que reanudáramos nuestro avance.
En esto, como un terrible oleaje impulsara la nave
a tierra y la doncella tuviera m iedo de m ojar su pie, 1380
la tom ó Orestes sobre su hombro izquierdo, se intro­
dujo en el mar, saltó a la escala y puso dentro de la
nave, que se veía bien, a su hermana y a la imagen
de la hija de Zeus, caída del cielo.
Y lanzó su voz de mando desde el centro mismo de
la nave:
«M arineros de Grecia, asios a los remos de la nave
y cubridlos de blanca espuma. Y a tenemos aquello
por lo que introdujim os nuestra nave en la mar In ­
hóspita franqueando las Simplégades.»
1390 Y ellos, dejando escapar un suave jadeo, batían el
salino mar. Mientras la nave estuvo dentro del puerto
se dirigía hacia la boca, pero cuando la hubo atrave­
sado, como diera en m edio de una violenta tempestad,
aceleró su marcha. En efecto, sobrevino de repente un
1393 viento terrible e impulsó las velas por la parte de popa.
Los marineros aguantaron golpeando las olas, pero el
oleaje en reflujo arrastró la nave de nuevo a tierra.
La hija de Agamenón se puso en pie y oraba así:
«O h hija de Leto, condúceme a mí, tu sacerdotisa, sana
1400 y salva a Grecia desde esta tierra bárbara y perdona
mi robo. También tú, diosa, amas a tu hermano; con­
sidera justo que también yo ame a los de m i sangre.»
Los marineros cantaron el peán acompañando la sú-
1403 plica de la doncella, al tiempo que a la voz de mando
ajustaban al remo sus brazos desnudos del manto.
E l barco se dirigía cada vez más hacia las rocas.
Uno de nosotros se lanzó al mar a pie, otro trataba de
14 10 descolgar las anclas atadas y a m í m e enviaron a ti,
soberano, para comunicarte lo que allí acontece.
Conque ponte en camino con sogas y lazos, que
si no se produce bonanza, los extranjeros no tendrán
esperanza de salvación.
E l venerado Posidón es soberano del m ar y pro-
1413 tege a Ilión. Es enem igo de los Pelópidas y ahora va
a poner en tus manos y las de tus ciudadanos al h ijo
de Agamenón y a su hermana, la cual ha resultado
convicta de traición a la diosa por no acordarse del
sacrificio de Áulide.
1420 C o rife o . — Paciente Ifigenia, vas a m orir con tu her­
mano, vas a caer de nuevo en manos de tu dueño.
Toante. — ¡Ciudadanos todos de esta tierra bárba­
ra! Vamos, ¿no pondréis las riendas a vuestros potros
y correréis junto a la ribera? ¿N o im pediréis unos la
salida de esa nave griega y os apresuraréis a dar caza,
con ayuda de la diosa, a unos hombres impíos? ¿No
arrastraréis otros al m ar barcas veloces? Prendámos­
los por m ar o a caballo p o r tierra, y los arrojarem os
desde lo alto de las rocas o los empalaremos. 1430
En cuanto a vosotras, mujeres, cómplices de esta
estratagema, ya vendré a castigaros cuando tenga tiem ­
po. N o vamos a quedarnos con los brazos cruzados
ahora que tenemos ante nosotros esta urgencia. (Apare­
ce Atenea sobre la cubierta del tem plo.)
A te n e a . — ¿Adónde, rey Toante, adónde conduces 1435
esta persecución? Escucha a Atenea estas palabras:
deja ya de perseguirlos, deja de impulsar el torrente
de tu ejército. Orestes ha venido aquí forzado por el
oráculo de Loxias. Está huyendo de la furia de las E ri­
nis y quiere llevar a su hermana a Argos, y la imagen 1440
sagrada a mi tierra, para librarse de sus males pre­
sentes. Ésta es mi palabra por lo que a ti toca.
Poseidón, por hacerme un favor, ha calmado las
olas del mar para que Orestes, a quien tú crees que
vas a matar sorprendiéndolo en m edio de la tempes­
tad, la atraviese con su nave. Y tú, Orestes (pues escu­ 1445
chas la voz de la diosa aunque no estés aquí), ahora
que conoces mis deseos, marcha llevando la imagen y
a tu hermana.
Cuando llegues a Atenas, construida por los dioses,
en el últim o extrem o del Ática, junto al monte Caristio,
hay un lugar sagrado al que mi pueblo ha dado el 1450
nom bre de Halas. A llí construirás un templo e insta­
larás la imagen dándole el nombre de la tierra Táurica
y de los sufrimientos que padeciste recorriendo la
Hélade bajo el aguijón de las Erinis.
En el futuro los hombres celebrarán a Ártem is con
el nombre de diosa Taurópola. Establece este rito:
cuando el pueble celebre tu rescate de la muerte, que
1460 pongan un cuchillo sobre el cuello de un hom bre y
dejen correr su sangre para purificación y a fin de que
la diosa reciba sus honras69.
Y tú, Ifigenia, has de ser la clavera de esta diosa
en los bancales sagrados de Braurón. A llí serás ente-
1465 rrada cuando mueras, y te dedicarán en ofrenda los
sutiles peplos bordados que las mujeres dejan en su
casa cuando mueran en el p a rto 70.
Ordeno que envíes lejos de esta tierra a estas mu­
jeres griegas71 en virtud de vina decisión justa.
1470 Tam bién a ti, Orestes, te salvé un día en el Areó-
pago, decidiendo la igualdad de votos. Y esto será ley:
que se absuelva a quien consiga votos iguales.
Conque llévate a tu hermana de esta tierra, hijo de
Agamenón, y tú. Toante, abandona tu cólera.
1475 T o a n t e . — Soberana, Atenea, quien no obedece las
palabras de los dioses, luego de escucharlas, no está
en su sano juicio. Y o no voy a irritarm e con Orestes
porque se haya llevado la imagen de la diosa, ni con
su hermana. ¿Cómo va a ser bueno com petir con los
1480 dioses poderosos? ¡Que se marchen a tu tierra con la
imagen de la diosa y que erijan la estatua en buena
hora! También enviaré a estas mujeres a la próspera
Grecia com o ordenan tus palabras.
Detendré la lanza que ahora levanto contra los ex-
1485 tranjeros y los remos de mis naves, ya que así lo has
decidido, diosa.

M Sin duda en compensación por los sacrificios que ha


perdido en la Táurica.
70 Se trata de la etiología (típica de las intervenciones de
los dioses ex machina) de dos ritos similares en Halas y Brau­
rón. Eurípides relaciona los dos, poniendo la imagen en el
primero y haciendo a ’ Ifigenia sacerdotisa del segundo. Por su­
puesto, la etiología es falsa, ya que trata de atribuir a los
bárbaros tauros los restos de sacrificios humanos que había
en el propio suelo del Atica.
Miembros del coro.
A te n e a . — Alabo tu actitud. Pues la Necesidad se
impone tanto a ti como a los dioses. Vamos, oh vien­
tos, llevad a Atenas la nave del hijo de Agamenón, que
yo les acompañaré en el via je por proteger la santa
imagen de mi hermana.
C o r o . — Marchad felices con la fortuna de un des­ 1490
tino salvador. ¡O h Palas Atenea, venerada ente los in­
m ortales y entre los m ortales! Haremos com o ordenas.
R ecibo en mis oídos tus palabras dulcísimas e inespe­ 1495
radas.
¡O h veneranda V ictoria ! Apodérate de m i vida y no
dejes de coronarm e.
GLOSARIO DE TÉR M INOS REFERIDOS AL TEATRO

A gón: En frentam iento verbal entre dos actores.

D iálogo lírico : Diálogo en que cantan dos actores.

E p irrem a: Diálogo en que un personaje recita y otro canta.

E p iso d io : A cto de un dram a. Unidad com prendida entre dos


cantos del Coro.

E stá sim o : Canto del Coro entre episodios o entre el último


episodio y el éxodo.

E s t ic o m it ía : Diálogo en que dos o m ás actores alternan reci­


tando un solo verso.

Exod o : Unidad teatral que comprende desde el último estásimo


hasta el final del drama.

Kommós: Canto lírico de duelo entre dos actores o dos actores


y Coro.

M onodia : Canto de un solo actor.

PArodos: Canto de entrada del Coro.

P ró lo g o : Unidad teatral comprendida entre el inicio del drama


y la entrada del Coro.

R esis: Parlamento recitado por un actor.


BIBLIOGRAFIA (Selección) *

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* Los libros de esta Bibliografía pueden aparecer en el texto


con el título completo o citados por autor, capítulo y página.
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III. T rabajo s generales so bre teatro griego y E u r íp id e s :

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errall
IN D IC E G E N E R A L
Págs.

P r e fa c io ......................................................................................... 7

S u p l i c a n t e s .................................................................................. 9
I n tr o d u c c ió n ........................................................................ 11
A rg u m e n to ............................................................................. 22

H e r a c l e s ......................................................................................... 73
In tr o d u c c ió n ........................................................................ 75
A rg u m e n to ............................................................................. 85

I o n ...................................................................................................... 137
In tr o d u c c ió n ........................................................................ 139
A r g u m e n t o ............................................................................. 151

L a s T r o y a n a s .............................................................................. 215
In tr o d u c c ió n .................. .................................................. 217
A rg u m e n to ............................................................................. 227

E l e c t r a ........................................................................................... 273
In tr o d u c c ió n ........................................................................ 275
A r g u m e n to (P O x y 42 0 ) .................................................... 286

I f i g e n i a e n t r e l o s T a u r o s ................................................ 339
I n tr o d u c c ió n ........................................................................ 341
A rg u m e n to ..................... ....................................................... 350

G lo s a r io de t é r m in o s r e f e r i d o s a l t e a t r o ... 409

B i b l i o g r a f í a ( S e le c c ió n ) ..................................................... 411

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