El Mundo Clasico PDF
El Mundo Clasico PDF
El Mundo Clasico PDF
CLÁSICO
La epopeya de Grecia y Roma
Título original:
The Classical World. An Epic History of Greece and Rome
Penguin Books
Diseño de la cubierta: Jaime Fernández
Ilustración de la cubierta: © Bridgeman
Realización: Atona, S.L.
© 2005 de la traducción castellana para España y América:
CRÍTICA, S. L., AV. Diagonal 662-664, 08034 Barcelona
e-mail: editorial@ed-critica.es
www.ed-critica.es
ISBN: 978-84-8432-898-8
Depósito legal: B. 42.263-2007
2007. - Impreso y encuadernado en España por EGEDSA (Barcelona)
Para Martha
Esta tumba de bien pulido metal contiene el cuerpo inerte del gran héroe
Zenódoto. Pero su alma halló en el cielo, donde está Orfeo, donde está
Platón, una sede sagrada digna de acoger a un dios. Fue en efecto un
valeroso caballero al servicio del emperador, ilustre, elocuente,
semejante a un dios; por sus palabras era una copia de Sócrates entre
los italianos. Legó a sus hijos una digna fortuna familiar al morir en edad
avanzada, aunque con pleno vigor, causando infinito dolor a sus nobles
amigos, a su ciudad y a sus conciudadanos.
Antología Palatina, 7.363, posiblemente compuesto por el propio
ADRIANO
Es todo un reto que le pidan a uno escribir una historia de casi novecientos
años, especialmente cuando los testimonios son tan fragmentarios y diversos,
pero es un reto con el que he disfrutado mucho. No he dado por supuesta en el
lector ninguna familiaridad con el tema, pero espero que tanto los que la tienen
como los que no la tienen se sientan atraídos y entretenidos por lo que me ha
dado tiempo a estudiar en estas páginas. Abrigo la esperanza de que dejen el
libro, como me ha pasado a mí, con la sensación de lo variada que resulta esa
historia, pero al mismo tiempo de cuánta coherencia puede llegar a tener.
Espero también que haya partes en las que deseen profundizar, sobre todo
aquellas (y no son pocas) que me he visto obligado a comprimir.
No he seguido la presentación temática convencional de la civilización clásica
que analiza en un solo capítulo un determinado tema («Un mundo marcado por
los géneros», «Cómo se ganaban la vida») a lo largo de mil años. Por motivos
teóricos he preferido adoptar una estructura de tipo narrativo. Yo creo que las
relaciones de poder cambiantes, profundamente modificadas por los
acontecimientos, alteraron también el significado y el contexto de casi todos
esos temas y que dichos cambios se pierden de vista si se toman atajos
temáticos demasiado cómodos. Mi enfoque lo adoptan también actualmente
algunas áreas de la teoría médica («Medicina basada en pruebas»), de las
ciencias sociales («teoría de la coyuntura crítica») y de los estudios literarios
(«análisis del discurso»). Mi decisión se debe más bien al duro método histórico
consistente en hacer preguntas a los testimonios, interpretándolos a la luz de lo
que son (no de lo que no son) con el fin de sacar más jugo a lo que dicen y
teniendo siempre en cuenta los puntos de inflexión y las decisiones cruciales
cuyos resultados se vieron determinados, pero no predeterminados, por su
contexto.
He tenido que tomar duras decisiones y hablar poco de algunas áreas que creo
conocer bastante bien. Una parte de mí sigue mirando hacia Homero, pero otra
mira hacia los jardines siempre verdes de las inmediaciones de Lefkadia, en
Macedonia, donde mi tumba abovedada, decorada con pinturas de mis tres
grandes caballos, rosas de sesenta pétalos, bailarinas bactrianas y mujeres
aparentemente de la mitología, espera a ser descubierta en 2056 por los
diligentes éforos del Servicio Griego de Arqueología. He decidido dedicar un
poco más de espacio al relato de una época trascendental, los años
comprendidos entre 60 y 19 a.C. y ello no sólo por la importancia que tienen
para el papel de mi presunto lector, el emperador Adriano. Son además
sumamente decisivos incluso para mi mirada postmacedonia. Corresponden
además en buena parte a la época en que fueron escritas las cartas de
Cicerón, esa recompensa inagotable para todos los estudiosos de la historia
del mundo antiguo.
Estoy extraordinariamente agradecido a Fiona Greenland por la experta ayuda
que me prestó con las ilustraciones. Lo que describen las ilustraciones de la
obra es en su mayoría responsabilidad mía. Estoy también muy agradecido a
Stuart Proffitt por los comentarios que realizó a la Primera Parte y que me
obligaron a repasarla, y a Elizabeth Stratford por su experta labor como
correctora del manuscrito. Y sobre todo estoy agradecido a dos ex discípulos
míos que convirtieron el manuscrito en disco, primero a Luke Streatfeildy sobre
todo a Tamsin Cox, cuya pericia y paciencia han sido un apoyo esencial para la
elaboración del presente libro.
ROBÍN LANE FOX New College, Oxford
Juramento de los colonos que fundaron Cirene, ca. 630 a.C. (según la
inscripción reproducida en ca. 350 a.C.)
Feliz el que posee hijos queridos, caballos de pezuña sin hendir, perros
de caza y un huésped en tierra extraña...
SOLÓN, F23 (West)
En lo que hoy día llamamos Grecia, las metrópolis de esas colonias no eran
sociedades «sin Estado». Ya en el siglo VIII a.C. esas poleis autóctonas tenían
magistrados y consejos de gobierno capaces de decretar y coordinar el
establecimiento de una colonia en el extranjero. Podían asimismo imponer
multas y diezmos, concluir tratados de paz y declarar guerras. Pero los
hombres que las dirigían pertenecían todos a una clase muy reducida: los
pequeños grupos que la integraban tenían nombres aristocráticos, como, por
ejemplo, los Eupátridas, la casta de los atenienses nobles, o los Baquíadas,
nombre de la familia más destacada de Corinto. Sus actitudes sociales y su
estilo de vida constituían en su mundo la imagen predominante del poder:
modelaron incluso a su imagen y semejanza la idea que los griegos tenían de
sus dioses. En el monte Olimpo, los dioses de Homero consideran a los
mortales más o menos como los aristócratas, en el mundo de Homero,
consideraban a sus inferiores desde el punto de vista social. A medida que fue
cambiando el pensamiento moral de los griegos, cambiaron también sus ideas
acerca de los dioses, pero las aficiones culturales de los primeros aristócratas
persistieron durante siglos. Mil años después, incluso el emperador Adriano
seguía siendo heredero suyo en muchos aspectos de su vida.
La palabra «aristocracia» es de origen griego, pero no aparece en los textos
que se nos han conservado hasta el siglo V a. C: tal vez fuera acuñada
entonces, en contrapartida a la «democracia» de la gente corriente. Pero, como
sucede a menudo en la historia de Grecia, la ausencia de un término general
para designar una cosa no es desde luego ninguna prueba de que no existiera
esa cosa. En los poemas homéricos, determinados caudillos griegos son ya
«los mejores» (aristoi) por su familia y por su cuna. En muchas ciudades-
estado griegas las familias dirigentes tenían gentilicios exclusivos (los
«Nelidas» o los «Pentélidas»), y en el Ática el nombre de la casta dirigente, los
«Eupátridas», significaba «los descendientes de buenos padres». Los
aristócratas se diferenciaban de los demás, incluso los que sólo eran ricos, por
descender de otros nobles aristócratas. En los siglos VIII y VII esos clanes y
castas eran desde luego aristocráticos, incluso antes de que se pusiera en uso
la palabra «aristocracia».
En cualquier sociedad, particularmente en una sociedad precientífica, las
familias nobles corren el riesgo de la infertilidad. En las ciudades-estado
griegas, la adopción estaba permitida, era una ficción social de importancia
trascendental, y, cuando la riqueza pasó a estar en manos también de
individuos que no eran nobles, el matrimonio con una novia rica, aunque no
fuera de familia aristocrática, podía devolver el brillo a un linaje noble. De ese
modo, pues, la nobleza podía mantenerse decorosamente durante
generaciones. Pero hasta el momento, ninguno de los hallazgos suministrados
por la arqueología de la Grecia arcaica confirma la existencia en el país de
familias enteras con un largo historial de esplendor noble ininterrumpido. Por
tanto, la existencia de verdaderos aristócratas en la Grecia del siglo VIII ha sido
puesta en entredicho por algunos historiadores modernos que se basan en
«testimonios materiales». ¿Las comunidades griegas serían acaso más
igualitarias entre ca. 850 y ca. 720 a.C., y estarían regidas por «grandes
hombres» o «jefes» locales sólo de carácter temporal? Sin embargo, la
arqueología no es la mejor guía para responder a este tipo de cuestiones, pues
el esplendor de un aristócrata residía en la posesión de unos bienes que no
podrían sobrevivir para la posteridad, es decir tejidos, metales susceptibles de
ser fundidos y reutilizados, y sobre todo caballos.
La postura más antigua y más convincente entre los historiadores es la de que
tras la época de los reyes «micénicos» o durante los desórdenes de lo que
llamamos la «época oscura» temprana (ca. 1100-900 a.C.) determinadas
familias de la Grecia continental se establecieron con grandes posesiones de
tierras en los antiguos territorios de sus reyes y príncipes. Esas familias quizá
fueran poderosas ya en tiempos de los antiguos reyes, o incluso tal vez fueran
los descendientes de la estirpe real. Los que conservaron su poder apelaban a
sus antepasados y a veces hacían remontar su linaje hasta algún dios o héroe.
Controlaban también determinados cultos de los dioses en el territorio de su
comunidad y se transmitían hereditariamente el cargo de sacerdotes de esas
divinidades dentro de la familia. No eran una «casta sagrada»: la posesión de
tierras era su rasgo distintivo fundamental y el sacerdocio constituía
simplemente uno más de esos privilegios. Cuando se formaron las poleis o
ciudades-estado (allí donde se formaron), esas familias superiores se hicieron
con su dominio. En ca. 750 a.C. los que poseían la mayor parte de las tierras y
ostentaban esos sacerdocios eran llamados los «mejores» o los «buenos» o
los de buena cuna (de ahí el nombre «Eupátridas»). En casi todas las
comunidades griegas, las familias aristocráticas o gene ocupaban la cúspide de
los grupos integrados por sus inferiores desde el punto de vista social,
formando pirámides de dependencia las más conocidas de las cuales son las
«hermandades» o «fratrías». Dichas fratrías no fueron un invento del siglo VIII,
sino que en ellas se agrupaban los varones (en mi opinión, todos los varones)
de los primitivos cuerpos de ciudadanos griegos. Los que no eran nobles o
«buenos» eran simplemente «malos» o «malvados». Desde fecha muy
temprana, los aristócratas griegos inventaron un vocabulario muy expresivo
para designar lo que era socialmente incorrecto.
La vida de un aristócrata comportaba la ejecución de proezas y la ostentación,
pero también acarreaba una serie de obligaciones y responsabilidades. Eran
los nobles los que tomaban las decisiones relativas a la declaración de guerra y
a la conclusión de tratados, y los que dirigían los combates. En la actualidad,
consideramos a los aristócratas unos simples aficionados, pero, una vez en
acción, los aristócratas de la Grecia arcaica de aficionados no tenían nada.
Eran combatientes extraordinarios en la guerra y esperaban obtener la debida
recompensa en forma de botín y de premios. Los héroes de Homero luchan a
pie en duelos memorables, artísticamente estilizados con espadas y lanzas «de
larga sombra». Los aristócratas de verdad podían intervenir en esas «batallas
de campeones», pero, a diferencia de los héroes de Homero, también
combatían a lomos de sus amados caballos. Montaban sin espuelas y no
utilizaban pesadas sillas de cuero (a lo sumo, una manta acolchada), y los
caballos ni siquiera llevaban herraduras, aunque el clima seco del país les
ayudaba a endurecer sus pezuñas. Los testimonios literarios y artísticos de la
caballería griega arcaica son tan escasos que algunos historiadores modernos
han llegado incluso a poner en duda su existencia. Pero en los textos literarios
de época posterior tenemos atestiguados muchos centenares de caballos en
algunas de las primeras ciudades-estado griegas, y desde luego no eran
criados sólo para las competiciones ni para ser utilizados en la agricultura: no
existía todavía un tipo de aparejo lo bastante eficaz para que los caballos
pudieran tirar de cargas pesadas. A caballo, un noble podía dispersar y
perseguir con facilidad a los grupos de combatientes a pie de clase humilde,
deficientemente armados, que iban a la guerra acompañando a otros nobles.
Las mujeres de la nobleza, en cambio, nunca montaban a caballo. Eran
sacerdotisas, objeto de disputa (si eran ricas y hermosas), y madres, sin que
tuvieran nunca ningún poder político.
En las ciudades-estado situadas a orillas del mar, los nobles tenían también
una estrecha relación con los grandes navíos. Indudablemente eran sus
propietarios; quizá en su juventud combatieran alguna vez en ellos o hicieran
incursiones de saqueo en compañía de una tripulación de subordinados e
inferiores jerárquicos. Se trata de una cuestión sobre la cual, hasta la fecha,
carecemos de información precisa. Sin embargo, ya en el siglo VIII, vemos
escenas de barcos de guerra provistos de dos filas de remeros pintadas en
algunas vasijas de loza fina, propias de personas aristocráticas. Los barcos de
guerra probablemente fueran responsabilidad de los nobles, y en las primeras
ciudades-estado su coordinación dependía incluso de un tipo especial de
magistrados (los naukraroi). Con el tiempo, evolucionaron hasta convertirse en
el buque de guerra griego por excelencia, la trirreme, impulsada por tres hileras
de remeros y provistas de un espolón de metal en la proa. Los buques de
guerra fenicios probablemente sirvieran de inspiración a los griegos y, en mi
opinión, este hecho ya se había producido a finales del siglo VIII a.C. (el gran
historiador Tucídides pensaba lo mismo, aunque muchos autores modernos
ajustan la fecha que él ofrece y la sitúan a finales del siglo VIl o incluso en el
VI). Las trirremes no eran barcos mercantes (ningún estado griego poseía una
«marina mercante»). Podían navegar a una velocidad de siete nudos por hora
y, como luego veremos, las condiciones a bordo eran terribles. Como los
marineros necesitaban agua constantemente, solían navegar siempre cerca de
la costa, pero aún así podían llegar a hacer 130 (o incluso 180) millas marinas
al día. Los nobles nos han dejado una imagen de sí mismos que los presenta
como grandes amantes de los caballos, pero en Corinto o Eubea, o en islas
como Quíos y Sanios, eran grandes señores con la vista puesta en el mar.
En tiempos de paz, se suponía que el noble debía hacer de árbitro en las
disputas y dictar sentencias. Al comienzo de la Teogonía, el poeta Hesíodo (ca.
710 a.C.) nos da una idea de lo que era uno de estos aristócratas en acción. El
noble pronuncia «palabras persuasivas y complacientes», y de sus labios salen
«melifluas palabras». Dicta «rectas sentencias» con «discernimiento» y puede
poner fin «sabiamente» a un «pleito por grande que sea». En otra obra, sin
embargo, Los trabajos y los días, el poeta reprende a esos mismos nobles que
«devoran regalos» recibidos a modo de soborno. 32 Pero los ideales también
son importantes: la persuasión, la perspicacia y cierto grado de amabilidad ante
los litigantes que hayan causado o sufrido cualquier daño. Al no haber leyes
escritas, era mucho lo que dependía del criterio o de la falta de criterio del
noble: los «regalos» eran un medio frecuente de influir en él.
Esos jueces cuasi divinos eran muy respetados, pero no recibían honores
igualmente cuasi divinos: más bien presidían los ritos y las ofrendas
presentadas a los dioses de su comunidad. Su papel de sacerdote no requería
ningún tipo de conocimiento religioso especial. El sacerdote pronunciaba una
oración en público cuando iba a sacrificarse un animal a un dios, mientras que
un ayudante mataba a la bestia en su lugar. No existía ninguna preparación
especial, de modo que las esposas e hijas de los nobles podían actuar también
como sacerdotisas. Un sacerdote o una sacerdotisa, a menudo vestidos con
bonitos trajes, repartía luego entre los asistentes al sacrificio la correspondiente
ración de carne, acto que tenía una importancia capital. Salvo en el caso de las
piezas de caza, el sacrificio religioso era la principal ocasión de comer carne
que tenían los griegos. El sacerdote se quedaba además con la piel del animal
sacrificado, privilegio muy valioso, pues ésa era la principal manera de
proveerse de cuero que tenía la comunidad.
Los aristócratas monopolizaban asimismo las magistraturas de sus
comunidades. En Corinto, los Baquíadas monopolizaban todos los cargos; en
una ciudad más rústica como Elide, Aristóteles recordaría más tarde que
«estando el gobierno en manos de unos pocos, eran muy pocos los que
llegaban a ser del consejo, por ser vitalicios los noventa consejeros y por ser la
elección por línea dinástica». 33 En el Ática, la región que conocemos mejor, las
magistraturas estaban reservadas a los miembros de la casta noble de los
Eupátridas. Había nueve magistraturas, y cualquier noble probablemente
pudiera aspirar a ocupar todas ellas, excepto la de rango más elevado, por un
período de un año cada vez. Después de ejercer un cargo, el noble ateniense
se convertía en miembro vitalicio del prestigioso consejo del Areópago. La vida
política en el consejo de su ciudad-estado y los centros públicos de reunión
constituía la verdadera savia de la existencia para casi todos los aristócratas:
poseemos un hermoso tributo a este tipo de vida en la obra de Alceo, poeta y
aristócrata, que se vio privado de ella durante algún tiempo cuando fue
condenado al destierro en el campo hacia 600 a.C.
La retórica no existía aún como teoría formal, pero es indudable que las
autoridades tenían que demostrar su eficiencia a la hora de hablar en público.
Ya en Homero, el don de palabra era admirado en un noble, por ejemplo en
Odiseo, de cuyos labios caían en público las palabras «parecidas a invernales
copos de nieve». Algunos de los discursos más hermosos de toda la literatura
griega los encontramos en la obra prerretórica de Homero. 34 Las grandes
acciones de un aristócrata no se limitaban a juzgar y hablar. También se le
enseñaba a bailar, cantar, y a tocar instrumentos musicales, especialmente el
aulos, parecido a nuestro moderno oboe. El noble aprendía además a montar a
caballo, aunque sin espuelas, y a manejar la espada y la lanza, pero podía
también componer versos y superar en ingenio a cualquiera en el transcurso de
una fiesta. Era perfecto en muchos terrenos en los que los modernos críticos
de este tipo de figura no suelen serlo. Pero incluso en tiempos de paz casi
todas las formas de dar salida a aquellas dotes tenían un componente de
agresividad y competitividad. Habitualmente, el aristócrata era aficionado a la
caza, a matar sobre todo liebres, pero también zorros, ciervos y jabalíes.
Algunas de esas cacerías se realizaban a caballo, pero la caza de la liebre
solía hacerse a pie, pues las presas eran acosadas con perros hasta hacerlas
caer en redes cuidadosamente dispuestas al efecto. Los esclavos colaboraban
en la colocación de las redes, pero los aristócratas jóvenes eran los que
intervenían personalmente en la cacería. La persecución de la presa era un
entretenimiento, y si lo que se trataba de cazar era un jabalí, podía resultar
incluso peligrosa, por lo que la consecución de semejante proeza era muy
admirada.
El aristócrata que estaba físicamente en forma participaba también en las
competiciones atléticas, el mayor legado que haya dejado la aristocracia griega
a la civilización occidental. Las investigaciones de los eruditos griegos de
época posterior fijaban el inicio de los Juegos Olímpicos en nuestro año 776
a.C. y desde luego podemos pensar que su apogeo se produjo en el siglo VIII,
aunque debemos ser muy cautos a la hora de ofrecer una datación demasiado
precisa de sus inicios. Durante algún tiempo, las Olimpíadas tuvieron que
enfrentarse a la rivalidad de otros juegos instaurados por los estados vecinos
del sur de Grecia (el Peloponeso), pero en ca. 600 a.C. su radio de acción era
ya «panhelénico», carácter que mantuvo durante casi mil años. Las mujeres,
sin embargo, no tenían derecho a asistir como espectadoras a los certámenes,
en los que los participantes competían desnudos (las mujeres tenían también
unos pequeños «juegos» aparte, para ellas solas, celebrados en honor de la
diosa Hera). Las principales competiciones eran la carrera, el pugilato, distintos
tipos de lanzamiento y la lucha. En esta última casi no había restricciones, y en
el pugilato los contendientes llevaban correas atadas a las muñecas, pero no
los guantes provistos de clavos que introdujeron posteriormente los romanos.
Los vencedores llegaban a infligir graves heridas a sus rivales, sobre todo en la
«victoria total» (pankration), especialidad en la que las patadas eran sólo uno
más de los violentos recursos que tenían a su disposición los luchadores. Los
contendientes, independientemente de su posición social, no se andaban con
remilgos. Rompían dientes, piernas, orejas y huesos, ocasionalmente hasta el
punto de ocasionar la muerte a sus rivales. El término «caballerosidad» estaría
en este contexto totalmente fuera de lugar.
Esos deportes y competiciones constituyen un legado aristocrático por tres
razones. La participación en las pruebas atléticas probablemente nunca
estuviera limitada a los aristócratas, pero éstos (como podemos constatar por
las descripciones de los juegos que hace Homero) fueron a todas luces
quienes establecieron las normas y es muy verosímil que resultaran
vencedores durante los primeros años: disponían de más tiempo libre para
entrenarse y de mayores recursos para costearse una dieta saludable. Y lo que
es más importante, la aristocracia patrocinaba la celebración de certámenes
atléticos durante los funerales de los nobles, creando así la infraestructura de
juegos locales en la que se apoyarían luego las Olimpíadas. Pero sobre todo,
los nobles dominaban las pruebas olímpicas más espectaculares, que ellos
mismos habían inventado: las carreras de caballos y de carros. Estas pruebas
contribuyeron a difundir la fama de los grandes juegos deportivos por todo el
mundo: los aristócratas griegos son los héroes fundadores de los hipódromos y
de las carreras de caballos, legados que han resultado tan duraderos como la
«democracia» o la «tragedia». Los nobles eran los propietarios de los mejores
caballos, aunque solían contratar a especialistas para que los montaran y
condujeran los carros: uno de los héroes de la historia de Grecia al que menos
atención se ha prestado ha sido al caballo Ferenico, que ganó tres grandes
juegos en un lapso de doce años (entre mediados de la década de 480 y
finales de la de 470 a. C).
La cultura de las proezas y los trofeos estaba relacionada también con la vida
amorosa. El amor que se expresaba con mayor libertad era el que un hombre
profesaba a un joven de su mismo sexo, entre otras cosas porque el ejercicio
del atletismo se llevaba a cabo sin ropa y fomentaba así la admiración por el
cuerpo masculino desnudo y el contacto directo con él. Y es que los hombres
de noble cuna no sólo eran los «mejores» o los «buenos», sino los «bellos», los
hermosos (kaloi), como si poseyeran explícitamente el monopolio de la
apostura. «Ser hermoso» era lo mismo que «ser bueno». Con el tiempo, los
certámenes de belleza masculina se convertirían en un elemento característico
de los juegos locales, en Atenas o en Tanagra de Beocia, por ejemplo, donde
al muchacho vencedor se le permitía pasear alrededor de las murallas de la
ciudad con un carnero vivo sobre los hombros en honor del dios Hermes
Portador del Carnero. Los muchachos eran especialmente «agradables», como
señalaba Homero, en su más tierna adolescencia, cuando aparecía en sus
mejillas la primera pelusa. En la cerámica pintada se conmemoraría a menudo
esa hermosura suprema: un hombre mayor con barba aparece cortejando a un
adolescente, tocándole los genitales o practicando con él el coito intercrural.
Incluso en una cultura de «efebofilia» (amor por los muchachos adolescentes),
dejó su impronta el ideal del atleta desnudo. Como no tardaría en ejemplificar la
escultura, los jóvenes particularmente hermosos eran los que tenían una figura
atlética: hombros anchos, cintura muy estrecha, nalgas prominentes y muslos
firmes. No se dio nunca el culto romántico del intelectual de aspecto aniñado,
pálido y frágil: en la cerámica pintada, la anatomía de las doncellas es
presentada con los rasgos propios de un muchacho. Los púgiles o los
luchadores excepcionalmente musculosos se considerarían demasiado
fornidos para resultar deseables; el ideal sería más bien el del pentatleta en
perfecta forma, hábil en todos los terrenos, incluido el lanzamiento de jabalina.
Esa actividad sexual se inscribe en un contexto en el que los muchachos, en
casi todas las ciudades-estado, dejaban de recibir una educación formal una
vez cumplidos los catorce años: a partir de esa edad, rebosantes de hormonas,
se dedicaban sobre todo a la práctica del ejercicio físico y a las competiciones
atléticas en las pistas de lucha llenas de hombres desnudos o, llegado el caso,
en «gimnasios» especiales, institución que las aristocracias de la Grecia
arcaica han legado también a sus imitadores modernos del mundo occidental.
Los hombres de mayor edad suspiraban al contemplar toda aquella belleza
juvenil entre nubes de polvo. Cuando cortejaban a un muchacho, los adultos no
se recreaban en la ostentación machista de su virilidad, en la que el «honor» y
la «masculinidad» debían demostrarse forzando y penetrando a un varón
inferior y no dejándose penetrar por nadie. Por lo general, los detalles prácticos
de las relaciones amorosas se nos ocultan, pero la asociación de ese tipo de
actividades con los valores «mediterráneos» de «honra» y «deshonra» no es
más que un prejuicio moderno. Existían unos lazos, a menudo tiernos, entre el
deseo sexual y la cultura de los regalos y las proezas físicas. En la cerámica
pintada, sobre todo en la del siglo VI a.C. vemos escenas en las que aparece
un hombre adulto, un cazador, trayendo del campo a su joven amado liebres,
venados y otros trofeos. En este sentido, la caza y los obsequios amorosos van
de la mano. Lo normal era que el hombre adulto cortejara al adolescente: una
cultura competitiva de persecución y de hombres dadivosos, enfrentados no
con un amante «inferior», sino unos con otros, rivalizando entre sí por los
favores amorosos de un muchacho. No es de extrañar que haya tantas
anécdotas de época tardía que achacan muchas disputas políticas a
enfrentamientos por el amor de un adolescente. Los rivales no solían ser
«homosexuales» exclusivamente: los griegos no tenían el concepto de
«naturaleza homosexual». Y esos rivales no representaban sólo una
contracultura. La mayoría de ellos se casaban y mantenían relaciones sexuales
con sus esposas, con esclavas y cortesanas: lo único que ocurría es que a
veces las tenían también con varones. El cortejo de una heredera noble podía
comportar también el enfrentamiento de los nobles que pretendían su mano,
pues todos ellos rivalizaban por obtener el favor (y la fortuna) del padre de la
joven. Pero el cortejo homoerótico era más efímero y por eso se repetía una y
otra vez en la vida de un hombre: sus cambios y sus alternativas eran
proclamados a los cuatro vientos, convirtiéndose en uno de los temas favoritos
de la poesía. En sus fiestas, los hombres no se recostaban en los lechos a
escuchar poesías en alabanza de sus esposas o del amor conyugal.
La caza, el cortejo del ser amado y el atletismo no son actividades que dejen
tras de sí restos arqueológicos sólidos. Antes bien, las principales reliquias de
la vida aristocrática son los fragmentos de su cerámica pintada, elaborada en
múltiples formas y estilos especializados. El escenario propio de esta cerámica
era mayormente la estilizada fiesta de bebedores llamada symposion que
celebraba un grupo de hombres después de cenar. Supuestamente, sus
orígenes se remontarían a mediados del siglo VIII. 35 En el symposion o
banquete se reunía un grupo de unos doce aristócratas aproximadamente,
recostados en lechos. Bebían vino mezclado con agua en copas provistas de
un «pie» corto, lo que les permitía mover el vaso entre los dedos y hacer que el
vino y el agua quedaran bien mezclados. Las fiestas más refinadas
comportaban también la recitación de poemas y la interpretación de canciones,
así como juegos de adivinanzas y competiciones dialécticas. Las mujeres
estaban excluidas de ellas, pero la música solía correr a cargo de esclavas que
tocaban la kithara o lira.
A pesar de estar mezclado con agua, el vino acababa produciendo sus efectos
y el sexo estaba siempre a flor de piel. En efecto, se ha dicho que uno de los
motivos de que para cenar los antiguos se recostaran en lechos en vez de
sentarse a la mesa era la mayor facilidad que suponía un sofá para practicar el
sexo durante la velada. La mayor habilidad de un simposiasta se manifestaba
en el juego del kottabos, especialmente famoso en Sicilia, en el que los
jugadores, recostados en el lecho, iban tirando gotas de vino de una copa
colgada de un palo o una estaca. Se cree incluso que, cuando tiraba, cada
jugador exclamaba: «Fulanito de tal es hermoso», pronunciando el nombre de
su chico preferido o el de algún muchacho de reconocida belleza. Los
participantes se tocaban unos a otros durante la fiesta; también podían asistir a
ella cortesanas y, según cierta teoría, el ganador de las apuestas o del kottabos
recibía en premio, para su satisfacción sexual, a alguna de las esclavas que
amenizaban la velada con su música. 36
El symposion entre varones era uno de los elementos del perfecto entramado
que constituía la vida de un noble, pero no era la clave de todo. Como el hecho
de impartir justicia, es un recordatorio de que no toda la vida de los aristócratas
era despiadadamente competitiva (o «agonal», término derivado del griego
agón, que significa «lid, disputa»), como si su único objetivo fuera derrotar y
humillar a los rivales. Los buenos consejos, las buenas maneras, y la
camaradería fueron en todo momento tan valorados como las virtudes más
«combativas»: el ideal aristocrático era complejo y tenía muchas facetas.
Cuando nos sentimos más generosos, pensamos que los aristócratas actuales
están por encima de toda competencia y que son demasiado magnánimos por
naturaleza para preocuparse por titulillos de poca monta o cualquier ganancia
sórdida. Pensamos que no tienen nada de mundanos, y que tal vez son los
mejores a la hora de planificar la explotación de una finca modélica. La
jardinería paisajística o la jardinería en general no estaban desde luego entre
los intereses que, según nuestras fuentes, tenían los aristócratas de la Grecia
arcaica. En el Ática, las «fincas» de los nobles eran consideradas excelentes si
no sobrepasaban las 20 hectáreas más o menos. 37 En otros lugares, quizá en
la espaciosa Tesalia, los aristócratas tal vez poseyeran unas fincas más
grandes, que explotaban por medio de humildes siervos, pero las propiedades
de cientos de hectáreas o más, como las de los modernos duques, es muy
improbable que existieran ni siquiera en esta región. No obstante, la riqueza de
un noble estaba para ser gastada y ostentada, especialmente en el esplendor
de sus bodas y funerales, que todo el mundo podía contemplar. Los
aristócratas utilizaban asimismo objetos hermosamente elaborados para
señalar sus enterramientos: al principio utilizaron grandes vasijas de cerámica
decorada y posteriormente, desde finales del siglo VIl a.C. estatuas y relieves
esculpidos. Para entonces, gracias a la reanudación de los contactos con
Egipto, los artesanos griegos habían aprendido el arte de realizar grandes
esculturas antropomórficas de piedra: para satisfacer a sus patronos
aristocráticos, empezaron a introducir innovaciones con el fin de representar el
equilibrio y la proporción de la figura humana. La escultura se convirtió así en
otra marca de identificación del estatus nobiliario. Se erigían estatuas en honor
de «difuntos especiales», de vencedores en pruebas atléticas, o de mujeres
que habían prestado sus servicios en el culto de alguna divinidad. Las
inscripciones contribuían a personalizar esas estatuas y a darles un nombre,
aunque se tratara de representaciones de mujeres. No obstante, las estatuas
de atletas eran representaciones de personajes famosos y por tanto eran
personalizadas a veces directamente como cuasi retratos. Como observaba el
gran especialista en historia de la antigua Grecia, Jacob Burckhardt, «el retrato,
en este caso, comienza en gran medida con la figura de cuerpo entero,
necesariamente desnuda, y nunca volvería a tener ese origen en ningún otro
lugar del mundo. El atleta constituye un género artístico antes de que existan
estatuas de políticos o guerreros, por no hablar de poetas». 38
Ese aumento del lujo no supuso ningún motivo de decadencia entre las clases
más elevadas. Antes bien, fomentó la emulación y desde luego no excluyó
nunca el afán de obtener beneficios. Bien es verdad que ningún aristócrata
desearía nunca ser un «hombre de negocios» a tiempo completo. Los
comerciantes, como los artesanos, que trabajaban todo el día eran
despreciados y considerados vulgares por los autores griegos que muestran
una tendenciosidad a favor de la clase alta: por lo pronto, según decían,
mentían constantemente. En la historia de Grecia de época posterior, los
comerciantes de los que tenemos constancia son casi en su totalidad no
ciudadanos dentro de su comunidad, y desde luego ninguno pertenece a la
clase alta. No obstante, la oportunidad de obtener riquezas era demasiado
buena como para dejarla escapar. Incluso los aristócratas tenían hijos jóvenes
capaces de embarcarse temporalmente y encabezar una incursión de saqueo
(o de «comercio») en tierras extranjeras: contempladas desde otro punto de
vista, aquellas audaces aventuras tenían tanto de piratería como de comercio
convencional. Aunque no había ningún noble que se «dedicara» al comercio,
cualquiera de ellos podía siempre «aprovecharse» del comercio utilizando
agentes de condición servil y subordinados para botar sus naves, comercializar
el excedente de sus explotaciones agrícolas y hacer negocios en ultramar a
cambio de metales y materiales preciosos. 39 En este tipo de productos se
basaría cada vez más la ostentación de los nobles en su patria. Pues la
ostentación, no la dádiva astuta e intencionada, constituía el uso primordial que
el aristócrata hacía de su riqueza: en la clase alta, los regalos no se hacían
sólo con objeto de recibir otros regalos a cambio. Con motivo de funerales y
bodas, en el seno de la familia o ante el conjunto de la comunidad agradecida,
los nobles hacían generosas dádivas, sin pensar siempre en la «reciprocidad»
que Hesíodo, a un nivel social más bajo, recordaba que debía tener presente
en todo momento el pequeño agricultor astuto. Incluso en los poemas de
Homero un noble «intercambia» regalos con otro una sola vez. Por el contrario,
la ostentación de riqueza por parte de los nobles y el intercambio de regalos
intensificaban la competencia, pues los «mejores» tenían que estar a la altura
de los «mejores». En numerosos lugares del mundo griego no cabía esperar
que los que sólo vivían de las rentas y de los réditos de la agricultura siguieran
siendo los «mejores» por mucho tiempo.
Y he aquí que existe una virgen Dike, hija de Zeus, , digna y respetable
para los dioses que habitan el Olimpo; y siempre que alguien la ultraja
injuriándola arbitrariamente, sentándose al punto junto a su padre Zeus
Cronión, proclama a voces el propósito de los hombres injustos para que
el pueblo pague la loca presunción de los reyes...
HESÍODO, LOS trabajos y los días, 256-261
Pues mis promesas las cumplí, con ayuda de los dioses, y fuera de ellas
no cometí locuras ni me place obrar por medio de la violencia de la
tiranía, ni que los «buenos» posean igual porción de nuestra fértil tierra
patria que los malvados...
Solón, F 34 (West)
En medio del esplendor que los rodeaba, los aristócratas tenían una idea de
«ciudad justa». Ya la poesía de Hesíodo había imaginado una para ellos, no un
lugar teórico y utópico, sino una ciudad de «sentencias rectas», 51 en la que
reina la paz y el hambre está ausente. En ella gobernarían naturalmente los
nobles, dando su libertad por descontada. No escribieron de esa libertad en los
escasos poemas e inscripciones que se nos han conservado porque en su
memoria viva no se habían liberado ni habían reafirmado esa libertad
arrebatando el poder a su antiguo rey. Tampoco había una clase humilde
políticamente activa que amenazara con poner límites a su libertad o con
someterlos. La única esclavitud que temían era la esclavización a manos del
enemigo en la guerra, peligro que se cernía tanto sobre ellos individualmente
como sobre todo el conjunto de su comunidad.
No obstante, en la década de 650 a.C. el monopolio político que ostentaban las
camarillas de aristócratas empezó a resquebrajarse. La primera «edad de la
revolución» del mundo comenzó en Grecia, en Corinto concretamente, y se
extendió a las comunidades vecinas. 52 Los aristócratas podrían ser calificados
de «monarcas» (mounarchoi), pero a partir de 650 aproximadamente serían
sustituidos en ocasiones por un solo gobernante, por un verdadero «monarca»,
en el sentido que hoy día damos a este término. Los griegos de la época
llamaban a ese nuevo monarca turannos, «tirano», y durante más de un siglo
florecieron este tipo de «tiranías» en muchas comunidades griegas. Hasta
nosotros han llegado algunos relatos espectaculares acerca de su
comportamiento, los primeros cotilleos griegos que se nos han conservado, y
unos cuantos restos significativos de arquitectura, meros fragmentos de los
imponentes templos de piedra que construyeron. Uno de los más grandes, el
santuario de Zeus Olímpico en Atenas, tenía tales dimensiones que sólo pudo
ser acabado por Adriano, seis siglos y medio después de que comenzaran sus
obras en 515 a.C.
Lo que no sabía Adriano era que el término turannos era una palabra que los
griegos habían tomado de una lengua extranjera hablada en Asia occidental, el
lidio. Hacia 680 un usurpador, Giges, se había atrevido a asesinar a los últimos
miembros de una dinastía bien establecida de reyes de Lidia. Los dioses no lo
castigaron, y Giges llegó incluso a consultar el oráculo griego de Delfos para
pedir consejo. Treinta años después los griegos utilizaban una palabra de
origen lidio para designar a un tipo similar de gobernantes usurpadores, que se
habían hecho con el poder en numerosos estados de la propia Grecia.
¿Pero por qué se vino abajo el monopolio de los aristócratas? Sin duda tiene
que ser relevante el hecho de que a comienzos del siglo VIl, y con toda
seguridad en ca. 670 a.C., tengamos constancia de que se había producido un
famoso cambio en la táctica militar que dio paso al característico estilo
«hoplita». Los soldados de infantería llamados «hoplitas» utilizaban un escudo
de grandes proporciones, de casi un metro de diámetro, que sujetaban por
medio de una doble empuñadura situada en la parte interior y que protegía el
flanco izquierdo del combatiente desde el mentón hasta las rodillas. Una vez en
formación, el escudo del guerrero situado a su lado le permitía proteger el
flanco derecho, dejándole así la mano derecha libre para utilizar la lanza o bien
una espada corta en los combates cuerpo a cuerpo. Un casco de metal y una
coraza también de metal o de tela acolchada servían para proteger la cabeza y
el cuerpo, como hacían con las piernas las grebas también de metal, al
principio un elemento extra de carácter opcional; todo este equipo permitía a la
formación permanecer firme frente a los dardos y proyectiles del enemigo. Se
desarrollaron nuevos tipos de combate distintos del habitual hasta entonces, y,
lo que es más importante, el tipo de caballería predominante en Grecia dejó de
ser capaz de desbaratar las líneas de soldados de infantería pesada, siempre y
cuando la formación se mantuviera firme. Los jinetes nobles pasaron a tener
una importancia secundaria y en adelante su mayor utilidad consistiría en
perseguir al adversario cuando los hoplitas rompieran las líneas de la infantería
pesada enemiga. Asimismo perdieron importancia los grandes campeones
nobles y sus duelos singulares: los aristócratas dejaron de ser los protagonistas
de los combates librados en el campo de batalla.
En este cambio de táctica de la infantería, el elemento decisivo fue la doble
empuñadura situada en el interior del escudo, que permitía al guerrero sujetar
un elemento defensivo tan voluminoso con un solo brazo. Existen testimonios
suficientes que relacionan su introducción en la Grecia continental con la
ciudad de Argos, donde los nuevos combatientes eran admirados con el título
de «aguijones de la guerra», defensores de los griegos. 53 Sin embargo, la
nueva empuñadura del escudo y varios otros elementos de la armadura griega
quizá se originaran con anterioridad en Asia occidental y constituyeran parte
del equipo bélico de los carios, un pueblo no griego, y de sus vecinos, los
jonios, al servicio de los reyes de Lidia en los destacamentos de infantería. El
jefe militar de esos soldados tal vez fuera Giges. También entre los argivos la
adopción de la táctica hoplita es atribuida de manera bastante convincente a un
individuo, Fidón, antiguo rey de Argos. Es preciso que la innovación fuera obra
de un individuo, pues ninguna aristocracia habría estado dispuesta a introducir
un nuevo estilo de lucha que socavaba de manera tan evidente el poder de los
nobles. Fidón de Argos, ca. 670 a.C., fue casi contemporáneo de Giges y
probablemente copiara a los orientales y siguiera su ejemplo. Una vez que los
argivos empezaron a luchar como hoplitas, sus vecinos del resto de Grecia no
tuvieron más remedio que imitarlos; una necesidad semejante obligaría más
tarde a la clase militar de los turcos otomanos a utilizar las armas de fuego,
aunque fuera a regañadientes.
La nueva táctica de los hoplitas tuvo unas consecuencias sociales comparables
a la adopción de la lanza y de la formación de combate por el poderoso jefe
zulú Shaka Zulú en Sudáfrica hace apenas 150 años. Los hoplitas no
supusieron la creación de un orden social aparte, «el ejército»: los nuevos
soldados eran los ciudadanos que se congregaban cuando eran llamados a las
armas. Sólo que ahora los pequeños terratenientes podían asociarse
empuñando las armas y colocándose en formación para defender sus bienes o
asolar los de otros sin tener que depender de unos adalides pertenecientes a la
aristocracia. No constituían una nueva clase, sino una clase ya existente que
había adquirido una nueva conciencia de clase. Pues la nueva táctica supuso a
todas luces un cambio, el de la «seguridad en la multitud». El sólido casco de
metal dificulta en gran medida la visión lateral del guerrero. El gran escudo, con
su doble asa, constituye también un armatoste que impide maniobrar con
agilidad en el combate cuerpo a cuerpo fuera de la formación. Las
reconstrucciones de todo este armamento me convencen de que la
introducción de la nueva táctica requería una sólida formación para que las
armas resultaran eficaces. Los primeros vasos pintados que representan a los
hoplitas los muestran a veces llevando además una o dos lanzas: tal vez al
principio las primeras filas utilizaran armas arrojadizas de este tipo, pero a mi
juicio su representación constituye sólo una convención artística. No obstante,
durante los tres siglos siguientes, la formación de hoplitas alineados en
apretadas filas constituiría la modalidad de combate por tierra predominante
entre los griegos. Sus integrantes, los ciudadanos, se ejercitaban en los
gimnasios públicos y en las pistas de lucha, pero, excepto en Esparta, su
adiestramiento bélico en campos militares sería muy limitado. Para los
soldados de primera fila, en cualquier caso, una batalla constituía una
experiencia terrible, que culminaba en el «empujón» (óthismos) contra la
formación de hoplitas contraria (no existe ninguna descripción completa de los
detalles de una batalla de hoplitas, por lo que su desarrollo habitual sigue
siendo objeto de debate).
Evidentemente estas nuevas tácticas tuvieron consecuencias para la estructura
de fuerzas y de poder del propio Estado. No podemos asegurar que «allí donde
hubiera hoplitas habría tiranos y se produciría una quiebra del gobierno
aristocrático». Lo que podemos deducir es que sin este cambio militar no
habría habido tiranos. Nadie se habría atrevido a liquidar a la nobleza, la
principal fuerza de combate de la comunidad. Los hoplitas, por tanto, fueron un
requisito indispensable para la aparición de la tiranía griega, pero no
supusieron una condición suficiente.
Una causa concomitante de este cambio fue la división y el desorden cada vez
mayores que reinaba entre los propios aristócratas. Las aristocracias eran
marcadamente vulnerables a la lucha de facciones. ¿Por qué una familia noble
iba a ceder el paso a otra, si teóricamente todos los nobles tenían un esplendor
análogo? A medida que se desarrollaron la vida y el ocio en los centros
urbanos, con sus campos de lucha, sus reuniones del consejo y sus salones
para la celebración de largas fiestas de bebedores, fue habiendo cada vez más
espacio para el intercambio de insultos entre las pandillas de nobles rivales y
para el resentimiento entre aquellos a los que no había sido concedido un
determinado honor o una determinada magistratura. Como ocurriera en las
ciudades de la Italia medieval, el desarrollo de la vida urbana intensificó los
contactos diarios entre las familias nobles, con el consiguiente incremento de la
violencia y las luchas de facciones. Los nobles tenían libertad para decir todo lo
que se les antojara, pues todavía no había leyes fijas contra la calumnia ni el
maltrato físico. Incluso en sus fiestas de hombres solos, los symposia, los
ánimos eran exacerbados fácilmente debido a la ingestión de vino, por muy
aguado que estuviera, y por la recitación de poemas de elogio o de censura
personal. Por las noches los grupos de jóvenes simposiastas acababan
convirtiéndose en pandillas de borrachos o kómoi, semejantes a las que
acompañaban al dios Dioniso. Salían en busca de esclavas dedicadas a la
prostitución (hetairai) o incluso a rondar a alguna mujer o algún muchacho al
que consideraran deseable a la puerta de su casa, cerrada a cal y canto. Esas
ruidosas salidas solían ir acompañadas también de poemas, pudiendo
desencadenarse peleas y pendencias por el camino. Los nobles formaban
grupos de «compañeros» íntimos o hetaireiai, que celebraban cenas y se
divertían juntos, sólidamente enfrentadas a otras hetaireiai de su misma
ciudad-estado. Cualquier familia noble podía por otra parte apelar a sus leales
de condición inferior, pertenecientes a la fratría dominada por su clan: estas
«hermandades» estaban localizadas con frecuencia en torno a la residencia de
una determinada familia noble, en las zonas rurales de la polis.
En las comunidades griegas más accesibles, abiertas al mar, esos motivos de
tensión social se vieron complicados por los efectos económicos del constante
incremento de las colonias griegas en ultramar. Los intercambios entre las
comunidades helénicas se multiplicaron, tanto entre los nuevos asentamientos
como entre las colonias y su comunidad «patria». Los beneficios obtenidos
gracias al incremento del comercio y a las incursiones de saqueo fueron a
parar en su mayor parte en un principio a los aristócratas, que habitualmente
eran los que sufragaban este tipo de empresas. Como consecuencia, entraron
en el circuito social artículos de lujo y objetos de distinción todavía más
exquisitos. Algunos de los mejores (marfil, lino o plata) procedían de fuentes de
abastecimiento en el extranjero perfectamente localizadas, mientras que otros
fueron elaborados por los artesanos de las ciudades-estado para sus paisanos
de clase alta, cuyo poder adquisitivo era cada vez mayor. Los nuevos niveles
de lujo y ostentación alcanzados suponían una importante fuente de división.
Ningún noble podía consentir que se le considerara menos magnífico que otro
durante mucho tiempo. En las bodas y los funerales, el esplendor de la familia
se veía expuesto a la opinión pública y cuanto más «lujoso» fuera un noble,
más tendrían que esforzarse los demás en estar a su altura.
Con la intensificación de la lucha de facciones y de la rivalidad social, el viejo
ideal noble de «grupo de iguales» se hizo añicos y dio paso a la violencia y al
desorden. Esa división en facciones tuvo otras consecuencias todavía más
graves. Los ciudadanos de clase inferior seguían recurriendo a los nobles para
obtener sentencias justas y decisiones prudentes, pero las luchas de facciones
y las enemistades personales acabarían por distorsionar la administración de
los oficios públicos y los veredictos pronunciados por los nobles. Para estar a la
altura de sus iguales, un noble podía también imponer unas condiciones más
severas a los individuos dependientes de su persona en el ámbito local o a
aquellos que recurrían a él para pedirle préstamos o ayuda en momentos de
crisis.
Se produjo además una ligera difusión de la riqueza. Los aristócratas no podían
seguir monopolizando los beneficios procedentes del comercio exterior ni frenar
los efectos de sus espectaculares dispendios. A su vez, dieron lugar a la
aparición de nuevos rivales que pusieron en entredicho su preeminencia. Al no
dudar en gastar alegremente para aumentar su prestigio, la riqueza derrochada
por ellos fue pasando a lo largo de la pirámide social en virtud del «efecto
multiplicador» tan conocido por los economistas modernos. No sólo fue que las
personas no nobles se volcaron en la actividad comercial, sino que la demanda
de los nobles enriqueció a los propietarios de artesanos cualificados de
condición servil y a los proveedores de los nuevos y costosos «artículos de
lujo». A medida que iba diversificándose el gasto de los nobles, empezaron a
surgir ricos que no eran nobles, acaso apenas una decena de familias al
principio en cada comunidad, que desde luego no constituían una «clase
media» comercial. Pero si podían prosperar gracias a su arte, ¿por qué no iban
a poder ostentar una magistratura de prestigio, lo mismo que cualquiera de los
miembros de la casta más noble?
Unos sesenta años antes Hesíodo había exhortado a los nobles de su localidad
a no dictar sentencias torcidas, no fuera que el dios Zeus lanzara un rayo
contra toda la comunidad. Homero había comparado las tormentas del otoño
con el castigo de los dioses por la violencia y las sentencias torcidas en el
centro de reunión o plaza pública (agora). Pero en aquellos momentos la
táctica militar estaba cambiando, y las constantes injusticias y los desórdenes
provocados por la lucha de facciones podían ser contrarrestados por medios
humanos. Como consecuencia de una determinada ofensa, un aristócrata,
acaso un comandante en tiempos de guerra, podía incitar a los ciudadanos a
adoptar el nuevo estilo de armamento de los «hoplitas», expulsar a los
aristócratas más pendencieros, y erigirse él mismo en gobernante de la ciudad.
De ese modo ponía fin a la lucha de facciones, «enderezaba las cosas» y
dominaba las rivalidades cada vez más graves de la alta sociedad. Los tiranos
son, por tanto, los primeros gobernantes conocidos que aprobaron leyes
destinadas a limitar la rivalidad en la ostentación del lujo. El motivo principal de
esas medidas no era que resultara más conveniente desviar los costes de
dichos artículos de lujo hacia usos públicos en beneficio de la comunidad. El
lujo era motivo de división entre la clase alta y una amenaza además para la
preeminencia del tirano.
Los cargos «con servicio deficiente» de una comunidad constituían asimismo
una fuente de quejas y de discrepancias. En las comunidades de la Grecia
arcaica no había muchos puestos distinguidos, pero a medida que la riqueza
fue filtrándose a los estratos más bajos, fueron más los individuos que
empezaron a considerarse dignos de desempeñarlos. Los candidatos
despechados, como siempre, eran fuente de disturbios y los «hombres
nuevos» excluidos, pero convencidos de su valía, constituían otra. De ese
modo los tiranos abrieron las altas magistraturas de la comunidad y la
pertenencia al consejo de gobierno a un número mayor de familias, empezando
por los individuos ricos y capacitados que no eran de noble cuna. Se
convirtieron en los árbitros de la mayoría de los honores y de los privilegios
sociales, y también, en último término, de los juicios civiles. Mientras tanto, la
elección política para el desempeño de las magistraturas quedaría reducida
simplemente a una mera «selección». En el ámbito de la política interior, los
rivales molestos eran asesinados o desterrados, y en el de la política exterior,
los tiranos se encargarían de desencadenar guerras fronterizas perfectamente
gratuitas contra otros tiranos vecinos, corriendo el riesgo de un fracaso militar.
Capítulo 6 - ESPARTA
Al otro lado del Egeo, en la costa occidental de Asia y en las islas adyacentes,
los griegos orientales tienen fuertes razones para proclamarse los grandes
campeones culturales del mundo griego arcaico. Muchas modernas historias de
Grecia no dan esa impresión: los griegos de Jonia han sido clasificados no ya
como grandes campeones, sino incluso como meros «secuaces». Uno de los
motivos es que los lugares en los que habitaban han sido mucho menos
estudiados por la arqueología que otros sitios y que, al estar situados en
muchos casos en la actual Turquía, no han estado tanto en el punto de mira de
los «filhelenos» modernos y de sus embajadas y escuelas, establecidas en
Atenas.
En mi opinión, Jonia y los griegos orientales de los siglos VIII al VI a.C.
habrían hecho sentir a los habitantes de la Grecia continental decididamente
burdos y poco refinados. El uso que hacían de la lengua era muy superior. En
el terreno de la poesía, entre ellos habían surgido algunos de los precursores
orales de Homero (o al menos así lo indica el dialecto tradicional del gran
poeta) y casi con toda seguridad el propio Homero. Habían exportado a la
Grecia continental el género poético de la elegía y habían inventado además
muchos de los metros y géneros de la poesía lírica. Los metros utilizados por
dos genios de la isla de Lesbos, el noble Alceo y la poetisa Safo, dieron un
nuevo ritmo y brillantez a sus canciones, como intentarían reproducir después
los poetas de Roma y, más tarde aún, los ingleses en sus estrofas «sáficas» y
«alcaicas». Cuando empezaron a escribirse textos en prosa (ca. 520 a.C.), fue
el dialecto jónico el encargado de abrir el camino. Los jonios recibirían además
un tributo especial en la poesía griega a través del Himno a Apolo de Délos
(supuestamente de ca. 670-650 a.C), cuyo autor anónimo es probable que
fuera jonio. Con sus largas túnicas hasta los pies, nos dice, los jonios llegaban
con sus «hijos y castas esposas» a complacer a Apolo con el «pugilato, la
danza y el canto», en una de las competiciones que celebraban en Délos. 67
«Quien se halle presente cuando los jonios están reunidos, podría decir que
son inmortales y están exentos por siempre de la vejez», y «deleitaría su ánimo
al contemplar los varones y las mujeres de hermosa cintura y los raudos
bajeles y sus múltiples riquezas». Por aquel entonces los atenienses, por no
hablar de los espartanos, habrían ofrecido un espectáculo mucho menos
impresionante. Se trata de un tributo bellísimo; las visitas de los jonios a Délos
ofrecen una imagen poética que en la actualidad sigue encantando a los ojos
de nuestra mente.
Y no es que los griegos orientales fueran un pueblo entregado a la molicie. En
el continente, las amplias llanuras de Asia resultaban muy apropiadas
para la caballería y fue allí donde, durante los siglos VII y VI, pudieron
verse algunos de los mejores jinetes de Grecia. En tierra, los «hombres
de bronce» jonios, es decir los hoplitas, ya habían resultado útiles para
Egipto en ca. 665: los griegos orientales fueron los primeros en adoptar
la nueva táctica y protagonizar la «revolución hoplita». 68 Sin duda alguna
estuvieron también en la vanguardia de la guerra de trirremes. El empleo
más antiguo de esta palabra que se conserva es de cuño greco-oriental
y data de la década de 540 a.C. y aunque los isleños siguieron utilizando
los viejos navíos de «cincuenta remos», el número y la habilidad de las
trirremes jonias (353 en total) que tenemos atestiguadas en 499 a.C. no
podrían haber sido fruto de sólo unas cuantas décadas de experiencia.
Fuera del campo de batalla, los griegos orientales llevaban también una vida
elegante, a menos que ocuparan el último escalón de la pirámide social. Su lujo
era conocido en todas partes y sus perfumes y sus túnicas finamente tejidas
eran tan sutiles que llegó a decirse que habían contribuido a «relajar» su moral.
En algunas ciudades (tenemos noticias específicamente de Colofón, en la
costa asiática), acudían unos mil jonios o más a su centro de reunión, vestidos
con suntuosas túnicas largas de púrpura. Los hombres se peinaban con un
moño alto y utilizaban broches de oro para sus vestidos; en cuanto a las
mujeres, probablemente no sea una casualidad el hecho de que las cortesanas
más famosas de la época fueran griegas orientales. Incluso su gastronomía era
más interesante que las de los demás griegos. El clima, tan caluroso para
nosotros, se consideraba envidiable, y debido al contacto con el vecino reino de
Lidia tenían higos para exportar, avellanas para hervir y una variedad de
cebollas más blancas de lo habitual. Gracias al contacto con el Oriente Próximo
desarrollaron en arquitectura su característico orden «jónico», elegantemente
decorado, con sus capiteles de hermosas volutas. Desarrollaron también la
moneda, originalmente invento lidio. Pese al brillante futuro que tenía por
delante, la invención de la moneda no supuso al principio ningún cambio de
mentalidad ni ninguna transformación económica. Con anterioridad, las
ciudades-estado griegas ya habían utilizado cantidades debidamente medidas
de metal como unidad de valor. La moneda lo único que hizo fue dividir esas
piezas y darles una forma más adecuada; al principio no se acuñó para ser
utilizada como la calderilla cotidiana, sino que se fabricó con una aleación
preciosa de oro y plata llamada electrón. Las ciudades-estado tenían cada una
un sistema de pesos y medidas distinto, circunstancia que dificultó la adopción
inmediata de la moneda como forma de aprovisionamiento interestatal de
dinero. La moneda se convirtió así en un instrumento útil, pero no modificó sin
más ni más el horizonte de la economía griega ni la mentalidad de los helenos,
ni justifica un repentino nuevo boom de «crecimiento» del mundo greco-
oriental.
A comienzos del siglo VI a.C. la voz más destacada entre los griegos orientales
no sería la de un remero de trirreme ni la de un acuñador de moneda, sino la
de Safo. Se trata de la única mujer del mundo griego arcaico cuyas palabras
podemos leer, y no tuvo rival hasta la aparición en el siglo IV a.C. de la poetisa
Erinna, de la cual conocemos también sólo algunos fragmentos. Safo
constituye el único testimonio del amor y el deseo entre mujeres que poseemos
de los griegos arcaicos, y de ella deriva nuestro término «lesbiana» (pues nació
y vivió en la isla de Lesbos). Sólo se conservan algunos fragmentos de su
poesía, y recientemente se ha descubierto y publicado en 2004 un papiro que
contenía un nuevo fragmento en el que se lamenta de la vejez. Puede que
vuelvan a aparecer más, pero los textos que poseemos en la actualidad
sugieren un contexto fascinante. Diversas mujeres entran y salen de la vida de
Safo, que expresa su amor por ellas y un profundo sentimiento por su marcha,
en especial por Anactoria, que abandonó Lesbos para «brillar» entre los lidios.
¿Qué contexto social da por supuesto la poesía de Safo? Las fuentes antiguas
y muchos autores modernos la han convertido en la directora de una escuela
de jóvenes doncellas. Es más probable que fuera una poetisa de una familia
bien relacionada (se dice que fue madre de una hija), que compartía canciones,
danzas y poemas con otras damiselas y mujeres que llegaran a Lesbos de
visita. Algunos de sus poemas tal vez estuvieran destinados a ser ejecutados a
coro en ocasiones formales, y otros desde luego eran cantos de boda; la parte
«lesbiana» de su poesía era ejecutada sin duda alguna por mujeres, pero no
necesariamente en una fiesta religiosa. Como demuestran los poemas,
diversas mujeres abandonarían después la compañía de Safo, para casarse o
tal vez para seguir a sus maridos. Pero Safo es la gran poetisa del deseo, del
«corazón agitado» y los síntomas físicos que acompañan al amor dulce-
amargo. Ese lenguaje delata algo más que una mera amistad, por estrecha que
ésta pudiera ser; la autora siente realmente deseo por aquellas mujeres,
Anactoria, Gongila o Atis, y expresa ese deseo por medio de refinadas
analogías tomadas del mundo de la naturaleza. Safo es la poetisa con una
visión más perspicaz de las flores: describe a una recién casada diciendo que
tiene un «pecho como una violeta»; y no se refiere a la violeta azul, sino a la
violeta blanca natural de su isla, el llamado «pensamiento de Lesbos», cuyos
pétalos tienen el delicado color de la piel femenina. 69
Los ires y venires de Safo y sus amigas no resultan tan fáciles de imaginar en
la Atenas regulada por Solón o en la Esparta reformada, donde ninguna
espartana podía «casarse fuera». Pero el propio hermano de la poetisa había
viajado también mucho (tuvo amores en Egipto con una famosa prostituta
griega) y, comparados con la mayoría de los atenienses, por no hablar de los
beocios, los griegos orientales habían visto mucho más mundo que cualquiera
de ellos. El principal motivo de sus viajes era el comercio, y la supuesta
«barrera» existente en las ciudades-estado griegas entre el comercio y la
propiedad de la tierra era casi insignificante para los griegos orientales de clase
alta: los nobles de esta región eran perfectamente conscientes del volumen de
ganancias que había en ultramar y de la necesidad de llevar a cabo
importaciones deseables procedentes de los variadísimos paisajes y
sociedades no griegos que los rodeaban. En el complejo entramado de las islas
del Egeo resulta difícil creer que todos los miembros varones de la clase de los
terratenientes renunciaran por motivos sociales a la actividad cotidiana del
comercio y el intercambio de productos. A partir de mediados del siglo VIl
(como muy tarde), los milesios empezaron a establecer docenas de colonias en
la costa meridional y septentrional del mar Negro, llegando hasta Crimea con el
fin (seguramente) de acceder a sus abundantes recursos de grano y de otro
tipo. Desde ca. 630 a.C. los milesios ocuparon también un lugar prominente en
la reanudación de los contactos griegos con Egipto, país asimismo rico en
grano. En ca. 600 a.C. los griegos orientales del promontorio de Focea se
habían establecido ya en el Mediterráneo occidental, fundando Masilia
(Marsella), junto a la desembocadura del Ródano. Recalaron incluso en el sur
de España, tan rica en plata, y costearon el litoral del norte de África. En ca.
550-520 a.C. los griegos orientales estaban ya familiarizados con las
sociedades no mediterráneas de los nómadas escitas (más allá del mar Negro),
Egipto y las riberas del Nilo, y de las curiosas tribus del norte de África. Estos
tres lugares, Escitia, Egipto y Libia, seguirían siendo en todo momento para los
autores griegos orientales del siglo V importantes puntos de contraste con sus
propios modos de vida. Pero los comerciantes y colonos jonios ya los habían
descubierto y convertido en tema de conversación mucho tiempo atrás. Un
viajero originario de esta parte oriental de Grecia, Aristeas, llegó incluso hasta
las estepas de Asia central y describió lo que había visto en un poema.
Imaginaba qué habría contado un nómada escita acerca de la impresión que
pudieran haberle causado las naves y el mar si hubiera escrito una «carta» a
su país de origen. 70
No es, por tanto, sorprendente, que el primer intento griego de trazar un mapa
del mundo fuera de un milesio. Anaximandro (ca. 530 a.C.) representaba el
continente europeo y el asiático como si tuvieran el mismo tamaño y estuvieran
rodeados exteriormente por el océano. Otro milesio, el erudito y aristócrata
Hecateo, lo perfeccionó (ca. 500 a.C.) y escribió un Circuito de la tierra que
exponía los nombres de los lugares conocidos: las citas que se nos han
conservado de esta obra nos permiten seguir la pista de los conocimientos
adquiridos por los viajeros jonios a lo largo de las costas del norte de África y
del sur de España. Los viajes no eran su único contacto con los bárbaros
extranjeros. En el Mediterráneo occidental, cada vez con más frecuencia a
partir de la década de 540 a.C. los etruscos y los cartagineses lucharían
denodadamente para frenar los intentos de los griegos de establecer colonias
en sus respectivas áreas de influencia. En Asia, por otra parte, las ciudades
griegas orientales se habían visto amenazadas constantemente por guerreros
extranjeros, primero por nómadas procedentes del norte (los cimerios, a
mediados del siglo V n), luego por los prósperos reyes de Lidia, entre otros
Giges (ca. 685-645 a.C.) y Creso (ca. 560-546 a.C), y en último término por los
persas, que aparecieron procedentes del este a mediados del siglo VI a.C. En
546, el gran rey de Persia, Ciro, conquistó Lidia y sus generales se apoderaron
de las ciudades griegas de Asia. Seguirían controlándolas durante casi la
totalidad de los doscientos años siguientes.
La vida sencilla y dura de los hombres de las tribus persas se contraponía al
lujo, los vestidos de púrpura y la molicie de los griegos orientales, y con el
tiempo se recurriría a esa contraposición para explicar la derrota de los griegos
a manos de aquellos bárbaros. Una ciudad, sin embargo, firmó tratados con los
lidios y con los persas y prosperó gracias a unos y a otros: Mileto; y se
recordaba que el vecino oráculo de Apolo en Dídima había dicho «toda la
verdad» al conquistador, el rey Ciro de Persia. Es en Mileto, durante los años
en que estuvieron vigentes los tratados especiales firmados por la ciudad con
los reyes orientales (ca. 580-500 a. C), donde tenemos noticia por primera vez
de un nuevo invento griego: la filosofía. Y cuando hablamos de la filosofía nos
referimos también en parte al primer pensamiento científico del mundo.
Se cuenta que Tales de Mileto predijo correctamente un eclipse de sol en 585
a.C; que Anaxímenes hacía remontar todas las cosas a un elemento tan
sencillo como el aire; y que Anaximandro proponía una curiosa teoría de los
orígenes del hombre y de los animales. La vida, sostenía Anaximandro,
empezó en un elemento acuático y a medida que fue secándose el mundo,
fueron desarrollándose los animales terrestres. Como el hombre necesitaba
una crianza más larga, los primeros humanos nacieron envueltos en cortezas
espinosas de unos progenitores con forma de pez, y esas cortezas los
protegían durante largo tiempo. Estos pensadores no llevaron a cabo
experimentos ni pruebas aleatorias. No razonaban a partir de observaciones
repetidas una y otra vez. Su derecho a ser considerados científicos se basa en
los intentos que llevaron a cabo de ofrecer explicaciones generales de algunos
aspectos del universo sin apelar a los dioses ni a los mitos. Ningún pensador
aparte de ellos había expuesto semejantes teorías en ninguna otra parte, y por
primera vez podemos aplicar pruebas de lógica formal a la secuencia de sus
argumentos. ¿Por qué surgieron estos pensadores, y por qué surgieron allí?
La predicción del eclipse que hizo Tales se basaba sin duda en los datos
astronómicos que se habían encargado de recoger durante siglos los
babilonios. El propio Tales viajó a Egipto; y las conquistas llevaron a los iranios
a Asia occidental. Cuando Heráclito, pensador efesio (ca. 500 a. C), postuló la
existencia de una «lucha» oculta tras la aparente unidad del mundo, puede que
sus ideas se inspiraran en las teorías de la «lucha» cósmica habituales entre
los persas establecidos en Jonia, que seguían las doctrinas del profeta
Zoroastro. El contacto con los pensadores «orientales» supuso un estímulo
importantísimo para aquellos inteligentes griegos de Asia. Pero también
resultaron muy estimulantes los viajes y sus propias observaciones. Quizá
parezca absurdo oír decir que Tales afirmaba que «todo es agua», pero su
propia ciudad, Mileto, se encuentra situada a orillas del río Meandro, que ha ido
depositando tantos sedimentos que la ciudad se encuentra actualmente ahora
a varios kilómetros de distancia del mar. En el Delta del Nilo, Tales pudo ver y
observar exactamente ese mismo proceso: esto es, cómo el agua iba creando
una gran masa de tierra. Puede que tras los intentos de explicar el mundo
realizados por otros pensadores griegos se oculten analogías cotidianas con
los procesos culinarios y la alfarería.
Los viajes no bastaron para crear la «ciencia». Aquellos pensadores vivían
también en comunidades que se mantenían unidas gracias a la existencia de
leyes impersonales. En consecuencia, solían explicar también el universo a
partir de la existencia de una ley, y las metáforas de «justicia» y
«compensación» a veces son muy importantes para ellos a la hora de explicar
lo que es el cambio. No obstante, resulta demasiado vago atribuir el
«nacimiento del pensamiento científico» a la existencia de la comunidad de
ciudadanos o polis en el mundo griego. Los primeros pensadores no discutían
sus teorías con el hombre corriente de sus comunidades. Pero reaccionaban
unos ante las opiniones de otros, que conocían a través de los libros. En este
sentido, esa libertad de reacción era posible debido al hecho trascendental de
que las comunidades griegas no eran gobernadas por reyes y de que en ellas
los sacerdotes tenían un papel muy restringido y no dogmático, en clara
diferencia con los monarcas y sacerdotes que encontramos en los viejos reinos
del Oriente Próximo. Aquellos pensadores griegos primitivos no eran ateos
(parece que uno de ellos, Jenófanes, sostenía incluso la existencia de «un solo
dios» supremo entre otros muchos), pero sus teorías del universo tampoco
eran teorías religiosas. No eran el tipo de ideas que podían surgir en aquellas
sociedades en las que los sacerdotes determinaban lo que era la «sabiduría»
en esta materia y los reyes debían ser adulados y obedecidos.
Es posible que debamos situar en el mundo de los griegos orientales el texto
griego en prosa más citado y admirado, el llamado «Juramento Hipocrático». 71
Los médicos siguen poniendo en tela de juicio sus principios o apelando a
ellos, pero dentro de la medicina griega era sólo el «juramento» que hacía una
minoría de profesionales. No hay razón alguna para atribuírselo al gran
Hipócrates, el maestro griego de medicina más famoso de la época arcaica,
relacionado con la isla de Cos, uno de los centros más importantes del mundo
greco-oriental. Como ocurre con el propio Hipócrates (probablemente un
médico de comienzos o mediados del siglo V ), la fecha de su redacción se
desconoce, pero la moral que se oculta tras él y sus ideales han sido
considerados durante siglos todo un tributo a la «ciencia griega». Como «texto
fundacional», sus palabras han sido interpretadas erróneamente por los que
apelan a él. Es citado incluso por los que desaprueban la eutanasia con el fin
de reforzar su postura. Lo que exige en realidad es que los médicos juren que
no prestarán ayuda a los envenenadores, no que no prestarán ayuda a los que
deseen que los ayuden a morir. Los médicos modernos siguen admirando
mayoritariamente la cláusula que se manifiesta en contra del acoso sexual a los
pacientes, mujeres y hombres, aunque el juramento griego protegía también a
las personas de los esclavos; no se muestran tan favorables con el juramento
que prohibe facilitar pesarios a las mujeres para «ayudarles a abortar». Las
cláusulas que obligan al médico a compartir los propios medios de vida con su
maestro de medicina y a no propalar los rumores escuchados en la vida
cotidiana, fuera de las horas de trabajo, descalificarían del halo de observancia
del Juramento Hipocrático incluso a los modernos galenos que más admiración
dicen sentir por él.
Hoy día los restos materiales más relevantes del mundo de los griegos
orientales proceden casualmente del mundo griego occidental. En un texto de
época muy posterior se nos ha conservado la descripción de una admirable
túnica, teñida de púrpura y fabricada para un tal Alcístenes, habitante de la
lujosa ciudad de Síbaris, en el sur de Italia. 72 Tenía unos seis metros de largo,
y su tejido mostraba imágenes de dos lugares de Oriente, Susa y Persépolis,
sede ceremonial del Gran Rey de Persia. Debió de ser fabricada a finales del
siglo VI (la ciudad natal de Alcístenes, Síbaris, fue destruida en 510 a.C), pero
sobrevivió y tuvo una larga historia, pues fue vendida por una elevada suma de
dinero a un tirano de Sicilia y acabó en Cartago. Como las escenas
representadas tenían que ver en parte con los dioses griegos, es indudable que
sus orígenes eran helénicos. La respuesta al enigma no puede ser sino que , la
prenda fue fabricada en Mileto, la mayor de las ciudades de los griegos
orientales, y que fue encargada por un individuo de Síbaris, ciudad occidental,
y concretamente de Italia, con la que Mileto mantenía una relación muy
especial. El texto que la describe nos permite atisbar los amplios horizontes
que tenía ante sí el artista que la confeccionó, un milesio que sabía de la
existencia de los grandes palacios persas, situados a miles de kilómetros al
este, que dibujó la primera imagen griega de Persépolis poco después de la
construcción de sus palacios, y que vendió el producto de su labor a un griego
occidental de Italia, a miles de kilómetros del Imperio Persa, pero también
dentro de la órbita de Mileto.
En la década de 540, cuando los ejércitos persas conquistaron la parte
occidental de Asia, los griegos de la pequeña ciudad de Focea decidieron huir.
Embarcaron a sus mujeres e hijos, las estatuas y todas las ofrendas de sus
santuarios «a excepción», según dice el historiador Heredóte, «de las de
bronce o mármol y de las pinturas», 73 y zarparon rumbo a Occidente. Durante
las décadas siguientes es sólo en Occidente donde podemos captar todavía un
último eco del estilo de pintura de los griegos orientales, concretamente en
Tarquinia, en la costa del mar Tirreno, a unos ochenta kilómetros al norte de
Roma. Allí fueron enterrados los nobles etruscos en unas tumbas
impresionantes, a modo de casas subterráneas, con las paredes estucadas y
cubiertas de pinturas figurativas. Tarquinia fue la ciudad etrusca en la que a
finales del siglo VIl nació Tarquino Prisco, que la abandonó para convertirse en
rey de Roma, lo mismo que sus descendientes. A partir de ca. 540 a.C. el estilo
de las pinturas funerarias de los nobles etruscos revela que Tarquinia había
acogido a grandes artistas helenos originarios del mundo greco-oriental. Ese
estilo se pone de manifiesto en unas obras maestras perfectamente en
consonancia con el gusto de sus patronos etruscos: aquellos emigrantes
griegos pintaron escenas de caza de patos, banquetes y actividades
deportivas, un reflejo exquisito de su talento greco-oriental trasladado a un
Occidente que supo adaptarse a él y admirarlo.
Cuando Ciro, rey de los persas, y sus generales alcanzaron el litoral occidental
de Asia Menor en 546 a.C. en calidad de nuevos conquistadores, los
espartanos le hicieron llegar por barco un mensajero portando un
«comunicado» (otra «Gran Rhetra» espartana), «prohibiéndole que causara
daño a cualquier ciudad de territorio griego porque ellos no iban a permitirlo». 74
A los ojos de Esparta, había una clara línea divisoria entre Asia y Grecia (en la
que se incluía sin duda todo el Egeo), y la libertad de esta última les
preocupaba seriamente.
En Grecia, el período comprendido entre 546 y ca. 520 a.C. sería el de la gran
supremacía del poder espartano. Sus guerreros ya habían derrotado a sus
poderosos enemigos del sur de Grecia, los argivos y los arcadios, y habían
obligado a las ciudades vencidas de Arcadia a jurar que iban a «seguir a los
espartanos donde fuera que fuesen». 75 En el campo de batalla los soldados
espartanos, perfectamente adiestrados, se habían visto alentados por tener a
su lado al gran héroe mítico Orestes, hijo de Agamenón. En la década de 560
a.C. se creyó que sus enormes huesos habían sido hallados en Arcadia por un
espartano muy prestigioso que los trasladó a la ciudad, trayendo así el poder
del héroe a Esparta, aunque probablemente se tratara de los huesos de un
enorme animal prehistórico que los espartanos, como otros griegos, pensaron
que pertenecían a uno de sus héroes de raza sobrehumana («Orestesaurus
Rex»).
A los espartanos también les ayudó el hecho de que en el siglo VI a.C. las
tiranías desaparecieron en la mayor parte de Grecia. En numerosas ciudades-
estado, los hijos o los nietos de los primeros tiranos fueron mucho más duros y
tuvieron un comportamiento más cuestionable que sus predecesores, siendo
recordados en diversas anécdotas curiosas, entre las cuales destacaban las
relacionadas con su vida sexual. Se contaba incluso que Periandro, tirano de
Corinto, había insultado a un joven amante preguntándole si ya se había
quedado embarazado de él. La frágil cultura competitiva del amor homoerótico
constituyó sin duda una fuente de insultos y venganzas, pero no fue la única
causa de los disturbios que se produjeron. Los tiranos se habían hecho con el
poder en una época de lucha de facciones entre los aristócratas de las clases
dirigentes, después de que la reforma militar de los hoplitas hubiera alterado el
equilibrio de poder existente entre nobles y no nobles. Al cabo de dos o tres
generaciones, esa reforma militar había quedado plenamente asentada, y las
antiguas familias nobles pudieron por fin unirse para desplazar a los tiranos.
Los soldados espartanos eran un aliado conveniente para derrocar a un
régimen tiránico que había dejado de tener su razón de ser. Se pensaba que
Esparta tenía la «alternativa más estable a cualquier tiranía» 76 en su sistema
político y social, cuya naturaleza, sin embargo, los forasteros no llegaban
realmente a comprender. Así pues, los espartanos solían recibir la invitación de
grupos de nobles descontentos cuando éstos pretendían derrocar una tiranía.
La influencia de Esparta, «la liberadora», se extendió a lo largo y ancho de
Grecia. Con un ojo puesto en las ambiciones que abrigaban los persas en el
Egeo y las estrechas relaciones que mantenían con sus lejanos parientes de
Cirene («Esparta Negra»), en el norte de África, desde 550 hasta ca. 510 los
espartanos ampliaron efectivamente sus intereses en el Mediterráneo. Cuado
uno de sus reyes, Dorieo, fue obligado a abandonar Esparta (ca. 514 a.C.)
primero marchó a Libia acompañado por un ejército de partidarios y más tarde
se dirigió al sur de Italia y Sicilia, donde murió intentando conquistar el extremo
noroccidental de la isla, ocupado por los fenicios.
Las tiranías habían sido contempladas como una «esclavitud» por los
ciudadanos descontentos, y por lo tanto su derrocamiento fue celebrado como
una verdadera «liberación». Cuando cayó el régimen tiránico en la isla de
Samos (ca. 522), se instituyó un culto a «Zeus de la Liberación», destinado a
tener una larga historia. La liberación, en este caso, significaba la liberación de
los ciudadanos de los gobiernos arbitrarios. Pues, en una polis, los ciudadanos
varones no habían pasado a interesarse por el valor de la libertad forzados por
los esclavos de condición no libre o por las mujeres que protestaban por
aquello que no tenían. La libertad se había convertido en un valor esencial
debido a la experiencia vivida por los «varones de una polis» durante las
«esclavizantes» tiranías que se habían prolongado demasiado tiempo y ya no
eran bien recibidas. Sin embargo, los magistrados y los procedimientos de una
ciudad-estado no se vieron nunca suspendidos, ni siquiera bajo una tiranía.
Posteriormente, importantes principios de la vida política en libertad de los
griegos, incluso durante la democracia, remontarían sus orígenes a los siglos
VIl y VI a.C. la época de la aristocracia y de la tiranía. La duración de las
magistraturas civiles estaba limitada por la ley: los magistrados salientes
debían ser investigados, aunque fuera de una manera bastante superficial,
cuando concluían su mandato. Los procedimientos legales también
evolucionaron, y en algunos estados se puso en vigor el uso del «sorteo» para
la elección de cargos públicos. Los nombres que figuraban en esos sorteos
eran seleccionados previamente, sin duda con la aprobación del tirano. Entre
ca. 650 y ca. 520 se produjo un desarrollo continuo del «Estado». En los
regímenes democráticos posteriores, esos procedimientos experimentarían una
expansión y serían aplicados por el conjunto de los ciudadanos varones. Pero
no surgieron de la nada, como si los tiranos y los nobles hubieran gobernado
de forma autocrática.
Por lo demás, la tiranía tampoco era la única forma de gobierno existente fuera
de Esparta. Durante todo el siglo VI a.C. los regímenes tiránicos fueron
sustituidos continuamente o su implantación fue evitada por todos los medios;
no obstante, esta centuria fue en Grecia un período de constantes
experimentos políticos en las instituciones ciudadanas compuestas por
varones. Algunas comunidades (como Corinto o Cirene) cambiaron el número y
el nombre de sus «tribus»; vieron, al igual que otras ciudades, cómo los tiranos
eran sustituidos por regímenes de base más amplia. En Cirene,
aproximadamente en 560 a.C. los poderes de los monarcas reinantes fueron
limitados por un legislador, invitado a desplazarse hasta allí desde Grecia; la
reforma no supuso ningún derramamiento de sangre. En la década de 520, tras
un período de agitaciones internas en Mileto, los extranjeros que intervinieron
como árbitros concedieron incluso poderes políticos a aquellos ciudadanos que
tenían las explotaciones agrícolas más importantes. A finales de siglo habían
empezado a acuñarse términos políticos nuevos. Las ciudades-estado
comenzaron a insistir en la autonomía, o autogobierno, un grado de libertad
política que les permitiera gestionar sus asuntos internos, controlar sus
tribunales, dirigir sus elecciones y tomar resoluciones de carácter local. Durante
los siglos posteriores se pondría en tela de juicio y se redefiniría
constantemente dónde debía empezar y acabar ese grado de libertad.
Originalmente la exigencia de autonomía surgió sólo debido a la existencia por
aquel entonces de poderes externos lo bastante fuertes como para infringirla.
En términos absolutos, constituía la segunda mejor manera para que una
ciudad-estado alcanzara la plena libertad, lo que incluía la libertad en materia
de política exterior. Las fuentes que han llegado a nuestras manos aluden por
primera vez a la autonomía en el sentido de la preocupación de las
comunidades greco-orientales ante el poder mucho mayor ostentado por los
reyes persas. Este contexto encajaría muy bien con la invención del concepto
en cuestión.
Además de la autonomía, los ciudadanos de una comunidad también exigirían
la isonomia, lo que tal vez cabría definir como «igualdad legal», sin especificar
si se trataba de igualdad ante la ley, o igualdad a la hora de administrar esa ley.
Este término aparece por primera vez atribuido a las propuestas políticas que
siguieron al fin de la tiranía en la isla de Samos, en aproximadamente 522 a.C.
Una vez más, el contexto encaja perfectamente con la idea, dando a entender
que la isonomia era un término para indicar la libertad tras el resentimiento
provocado por la «esclavitud» de la tiranía. El valor principal de esta palabra
probablemente fuera el de justicia igualitaria para todos los ciudadanos tras los
favoritismos y caprichos personales de los tiranos; no era un concepto
necesariamente democrático, pero podría llegar a serlo. Pues los años de
tiranía a menudo habían supuesto el debilitamiento del poder de la nobleza
local. En diversas ciudades-estado algunos nobles habían sufrido el exilio, y en
su ausencia, o a raíz de la restricción de su poder, el «pueblo» (demos) había
tenido buenas razones para aprender a solucionar las disputas locales por su
cuenta. A mediados del siglo VI también había habido signos de una
solidaridad obstinada en varias ciudades-estado entre sectores de la población
que no eran ni nobles ni acaudalados. Se cuenta incluso que en Mégara, en
560 a.C. aproximadamente, el pueblo obligó a los acreedores a devolver los
pagos de todos los intereses a sus deudores. ¿Pero quién era exactamente el
«pueblo»? ¿Los agricultores propietarios de pequeñas (tal vez minúsculas)
parcelas? ¿Los que combatían como hoplitas? El término no tenía por qué
hacer referencia exclusivamente al conjunto de ciudadanos varones, incluidos
los de las clases inferiores.
En 510 llegó a su fin una de las últimas grandes tiranías de Grecia, la de los
Pisistrátidas de Atenas. Durante los seis años anteriores los ataques por parte
de algunas familias nobles atenienses habían debilitado el control ejercido por
la segunda generación de esta familia de ti ranos. Tras sobornar a la
sacerdotisa de Delfos, los nobles atenienses exiliados consiguieron que los
oráculos de «Apolo» solicitaran la intervención de Esparta para acabar con la
tiranía. En 510 a.C. lo lograron, tras un primer intento fallido. A partir de
entonces los atenienses tendrían que gobernarse de una manera muy distinta.
Durante dos años las familias nobles de Atenas continuaron compitiendo unas
con otras en el marco de lo que quedaba de la constitución de Solón: en el
marco de oposición al régimen tiránico, acordaron, según parece, aprobar una
ley en virtud de la cual ningún ciudadano ateniense podía ser torturado en el
futuro. Se trataba de una normativa sintomática de la existencia de un nuevo
sentido de «libertad». La familia aristocrática de los Alcmeónidas había sido la
noble pionera en la expulsión de los tiranos atenienses, pero en la primavera
de 508 a.C. no consiguió obtener la magistratura suprema para uno de los
suyos. Era necesaria una medida drástica si querían recuperar el favor de la
ciudad, de modo que probablemente fuera en julio o agosto, coincidiendo con
la toma de posesión del nuevo magistrado rival, cuando el estadista más viejo y
experto de la familia, Clístenes, propuso en medio de una asamblea pública
que se cambiara la constitución y que, en todas las cuestiones, el poder
soberano residiera en el conjunto de los ciudadanos varones adultos. Fue un
momento magnífico, la primera propuesta de democracia de la que se tiene
constancia, el ejemplo más perdurable que hayan dado los atenienses al
mundo.
Como San Pablo, Clístenes conocía desde dentro el sistema que tan
astutamente subvirtió: él mismo había sido magistrado supremo de Atenas
durante el régimen de los tiranos, diecisiete años atrás. Proponía cambiar el
papel y la composición de algunas de las entidades más características de
Atenas. En su discurso probablemente hablara de un consejo y una asamblea
(que habían funcionado desde los tiempos de Solón, a veces conjuntamente),
de las tribus y los demos (los pequeños pueblos y aldeas del Ática, que ya
sumaban 140) y de los «tercios» o trittyes (entidades que habían formado parte
durante mucho tiempo de la organización del Ática). En el ámbito local, propuso
introducir una novedad, a saber, la elección de unos funcionarios locales o
«demarcos» («gobernadores de un demo») encargados de presidir las
asambleas de las aldeas o demos y de sustituir el papel desempeñado desde
tiempo inmemorial por la nobleza local. Proponía que los ciudadanos varones
se empadronaran en un demo, y que a continuación fueran asignados, demo
por demo, a uno de los treinta «tercios» nuevos, que, a su vez, los vincularía a
una de las diez tribus recientemente establecidas. El número de tribus y
«tercios» debía incrementarse (según un «sistema decimal»), pero la esencia
de toda la propuesta parecía maravillosamente clara y lógica. Hasta entonces,
el grupo de mayor rango del Ática había sido el de los antiguos magistrados
que formaban el respetado consejo del Areópago y prestaban de por vida sus
servicios en él. No les tocó más remedio que asistir impávidos al discurso
populista de Clístenes y escuchar sus palabras. En 508 a.C. casi todos ellos
eran individuos desacreditados desde el punto de vista político, antiguos
magistrados que en las últimas décadas habían sido «seleccionados» por los
odiados tiranos. Su principal preocupación era evitar que su pasado los llevara
al exilio.
Las propuestas de Clístenes suponían una novedad apasionante. Desde las
reformas de Solón, un segundo consejo civil (distinto del Areópago) había
contribuido al gobierno de los atenienses y en ocasiones, tras deliberar, había
llevado ciertos asuntos ante una asamblea de ciudadanos ampliada. No
sabemos nada acerca de los poderes que tenía este consejo ni de los
miembros que lo integraban, pero es muy poco probable que la mayoría de los
asuntos que tratara llegasen siempre a la asamblea. Clístenes proponía ahora
que todas las decisiones importantes de la ciudad tuvieran que pasar
obligatoriamente por una asamblea popular. Algunas de las escasas
inscripciones con decretos de los atenienses correspondientes a las décadas
inmediatamente posteriores a 508 empiezan de forma tajante con la siguiente
frase: «Pareció bien al pueblo». En el futuro, los miembros del consejo también
deberían ser elegidos entre todos los ciudadanos varones mayores de treinta
años, y no se tiene constancia de que se impusieran restricciones de clase o de
posesión de tierras. En la democracia ateniense de época posterior, un
individuo sólo podía ser elegido para formar parte del consejo en dos ocasiones
a lo largo de su vida, y en mi opinión esta norma también fue aprobada en 508
a.C. En una ciudad con tal vez veinticinco mil ciudadanos varones de más de
treinta años, prácticamente todos ellos podían esperar ahora ser miembros del
consejo durante un año de su vida. Las implicaciones eran obvias, y al igual
que su público, Clístenes veía perfectamente cuáles eran.
También las veía su principal oponente, el magistrado supremo de aquel año,
Isagoras, quien inmediatamente solicitó la intervención de Esparta, ante lo cual
el astuto Clístenes optó por abandonar el Ática. Los espartanos invadieron la
región, e Isagoras les entregó una lista con los nombres de más de setecientas
familias, que fueron mandadas al exilio. Esta lista constituye un ejemplo
apasionante del conocimiento minucioso que una facción de aristócratas podía
llegar a tener acerca de sus rivales. El objetivo de los espartanos invasores era
colocar en el poder a Isagoras y a sus partidarios como una reducida oligarquía
que les fuera favorable, pero los miembros del consejo existente (cuatrocientos,
como había establecido Solón) se opusieron enérgicamente. Los espartanos,
Isagoras y sus seguidores respondieron ocupando la Acrópolis, tras lo cual los
demás atenienses, «se solidarizaron con el consejo» (aunque diversos
especialistas no están de acuerdo con esta traducción del griego), 77 se unieron
y los sitiaron. La actitud de resistencia cuajó entre los ciudadanos, y cuando los
espartanos invasores se rindieron, nadie pudo detener el progreso de las
propuestas de Clístenes, el origen del incidente. La ofensa que supuso la
invasión espartana hizo que a los ojos de todos aquellas propuestas resultaran
más atractivas. A comienzos de la primavera Clístenes se encontraba de nuevo
en el Ática, y las reformas propuestas pudieron ser votadas y entraron en vigor.
Ahora había una alternativa a la tiranía mucho mejor que el sistema de Esparta.
La palabra «democracia» no aparece atestiguada en ninguno de los textos de
antes de mediados de la década de 460 que han llegado a nuestras manos,
pero es un término muy simple que habría podido ser acuñado sobre la
marcha.
La versión ateniense se basaba en la férrea voluntad participativa de todos los
ciudadanos. En 508 menos de una quinta parte del conjunto de ciudadanos
habitaba en la «ciudad» de Atenas: muchos de ellos tenían que trasladarse a
pie hasta la capital y alojarse en casas de amigos cuando debían desempeñar
algún cargo o asistir a una reunión. Durante una décima parte del año, una
fracción del consejo, el órgano «rector» más visible de los atenienses, debía
quedarse incluso en la ciudad en alerta permanente. No obstante, siguió
habiendo ciudadanos disponibles para integrar cada año un consejo de
quinientos miembros. Las asambleas, al menos cuatro cada mes, también se
reunían en la ciudad, aunque normalmente se esperara la asistencia de más de
seis mil individuos cuando iba a tratarse una cuestión de importancia. Con el
tiempo, el procedimiento de inspección de todos los miembros nuevos del
consejo, antes y después del desempeño de sus funciones, quedó establecido
de forma similar a la investigación, todavía bastante superficial, de los
magistrados. Después de ca. 460 a.C. un ateniense que prestara sus servicios
en el consejo durante un año, tendría que enfrentarse al breve examen previo
de otros 509 participantes en los asuntos públicos. Como bien ha observado
un gran especialista moderno en la historia de la democracia ateniense, M. H.
Hansen, «para nuestra forma de pensar, debía de ser una cosa mortalmente
aburrida; el hecho de que los atenienses lo hicieran año tras año durante siglos
demuestra que su actitud ante este tipo de rutinas tuvo que ser muy distinta de
la nuestra. Es evidente que disfrutaban de la participación en sus instituciones
políticas como un valor en sí mismo». 78
Después de casi cuarenta años de tiranía, y tras siglos de dominio de la
nobleza, semejante entusiasmo no era de extrañar. Entre 510 y 508 los
atenienses habían temido por encima de todas las cosas una vuelta a la lucha
de facciones aristocráticas que había dado lugar a los derramamientos de
sangre de las décadas de 560 y 550. A partir de ahora no habría más
burócratas, ni detestables «ministerios», ni siquiera abogados especializados:
l'état, c'est nous, todos los ciudadanos varones adultos de Atenas. Visto desde
una perspectiva moderna, seguían produciéndose notables exclusiones: «todos
los ciudadanos» no significaba «todos los residentes». Los habitantes que no
eran de origen ateniense (los metecos o metoikoi, el término para distinguir a
los que vivían lejos de su patria), los objetos no humanos de propiedad (los
numerosos esclavos) y el sexo sin capacidad de raciocinio (las mujeres)
estaban clara y específicamente excluidos. Estas exclusiones se daban en
todos los sistemas políticos de los estados griegos. Pero la novedad residía en
que ahora todos los ciudadanos varones estaban incluidos por igual en el
sistema. A partir de entonces, un ciudadano varón podría formar parte del
consejo, ser nombrado por sorteo para ocupar una magistratura menor o asistir
a una gran asamblea para emitir su voto o incluso (si tenía el valor suficiente)
pronunciar un discurso acerca de los temas básicos cotidianos, de la
conveniencia de emprender o no una guerra, o de quién debía sufragar
determinados gastos o quién era merecedor de recibir honores y quién no. En
los temas controvertidos, podría alzar la mano para que su voto fuera
contabilizado. En Esparta, en el curso de la elección de los magistrados, a los
espartiatas reunidos sólo se les pediría que gritaran al oír el nombre de su
candidato favorito, y las autoridades decidirían cuál había sido el más
aclamado. Incluso Aristóteles consideraba que este espectáculo parecía un
juego de chiquillos. Por su parte, en Atenas cada ciudadano varón valía un
voto, y nada más que uno, ya fuera simple mozo de cuerda, cabrero o refinado
aristócrata. Al tener que elegir y evidenciar así las predilecciones, la gente no
tardó en aprender a reflexionar y a tomar posiciones después de informarse
debidamente. La consecuencia sería un gobierno al que podría llamarse
cualquier cosa menos gobierno del populacho.
El peligro más bien residía en que el líder de una opción frustrada intentara
volver a presentar una propuesta ante la asamblea para conseguir su
aprobación, negándose a aceptar su derrota. Con suma brillantez, Clístenes
propuso que una vez al año los atenienses votasen si deseaban celebrar un
«ostracismo». Si el resultado de la votación era . afirmativo, con más de seis
mil asistentes, podían votar utilizando un cascote (un ostrakon) con el nombre
del ciudadano que quisieran proponer, con la esperanza de que fuera el que
apareciese en la mayoría de los ostraka y de ese modo fuese condenado a un
destierro de diez años para que aprendiera a moderarse. Tendría que marchar
sabiendo que la mayoría había estado en su contra, y por lo tanto debiendo
descartar cualquier esperanza de efectuar un contragolpe; a su regreso no
sería más que un «hombre del pasado». El ostracismo era un proceso
puramente político en su intención y en su ejecución: no derivaba de ninguna
creencia religiosa ni de la necesidad de expulsar a un individuo «contaminado»
o a un «chivo expiatorio». Debido a su naturaleza totalmente política, pasó a
convertirse en una importante válvula de seguridad durante aproximadamente
los siguientes setenta años de la política ateniense. Daba también por supuesto
que un elevado número de ciudadanos de Atenas sabía leer o al menos podía
encontrar a alguien que leyera por ellos. Sin embargo, en muchas sociedades,
saber leer no requiere saber escribir. Pues bien, conocemos anécdotas acerca
de ostraka que fueron escritos en serie para que los votantes se los llevaran y
pudieran utilizarlos: el número cada vez mayor de ese tipo de fragmentos que
está llegando a nuestras manos pone de manifiesto que algunos de ellos
fueron escritos por la misma mano y pertenecen a una misma vasija. Esta
forma de organización no indica necesariamente que se pretendiera engañar o
manipular a los ignorantes: aunque no supieran escribir, podían leer lo que
tenían en sus manos. Los fragmentos de cerámica conservados contienen
algunos comentarios increíblemente rudos contra determinados sinvergüenzas,
que apelan a los prejuicios personales y a los escándalos cual si fueran los
titulares de prensa de la época. En algunos aparecen incluso dibujos
sarcásticos. Por supuesto, no encontramos nada similar en Persia, Egipto,
Cartago o cualquier monarquía.
Con dos breves interrupciones, esa democracia evolucionó y fue el régimen de
gobierno ateniense durante más de ciento ochenta años. Desde nuestra
perspectiva, era notablemente directa. No se trataba en absoluto de una
«democracia representativa» que eligiera delegados locales para que
«representaran» a sus votantes o sus propias carreras y prejuicios. Toda su
preocupación consistía en poner coto a los bloques de poder o a las facciones
que pretendieran imponer su voluntad, con el fin de llegar a una fragmentación,
no a una representación. En opinión de muchos autores modernos, el uso del
sorteo fue el sello distintivo de la democracia ateniense; en realidad, no se
tiene constancia de que Clístenes introdujera ninguna novedad en la
asignación de los cargos por sorteo. Como práctica griega, el uso del sorteo
tenía en cualquier caso una larga tradición anterior a la democracia, por no
hablar de su empleo como sistema de reparto equitativo entre hermanos
coherederos. Tampoco fueron abolidos los requisitos de propiedad en el caso
de los altos magistrados de la democracia: éstos debían ser elegidos, pero sólo
entre candidatos que poseyeran una cantidad importante de bienes. Por lo que
sabemos, esos magistrados, así como los miembros del consejo, todavía no
cobraban remuneración alguna. Pero lo importante era que la duración de su
cargo estaba limitada a un año y que no constituían un «gobierno» con un
«mandato» concebido por ellos mismos. El poder residía en la asamblea, y en
esa asamblea cada ciudadano era un voto, y sólo uno.
A nuestros ojos, esa democracia era más justa que cualquier otra constitución
anterior en el mundo. No obstante, la administración de la justicia no
experimentó cambio alguno: los casos se presentaban ante los magistrados,
que se encargaban de juzgarlos, y sólo en un tipo determinado de acusaciones
había la posibilidad de apelar ante una institución popular más amplia. Es
evidente que Clístenes no basó sus propuestas en la reforma judicial ni en
tribunales nuevos. Así pues, a los ojos de un observador moderno, ¿hasta qué
punto era justo el sistema? La utilización de esclavos seguía siendo un
fenómeno generalizado; las mujeres estaban totalmente excluidas de la
política; los emigrantes constituían una categoría aparte y no podían aspirar a
la ciudadanía alegando unos cuantos años de residencia en el Ática. Lo
importante es más bien que, en todo el mundo antiguo, la concesión de voto a
todos los ciudadanos varones por igual, tanto a campesinos como a nobles, no
tenía prácticamente parangón (aunque existiera en Esparta), y su combinación
con un consejo popular de tipo rotatorio y una asamblea con casi poder
absoluto para aprobar o rechazar mociones no tenía precedentes, al menos por
lo que sabemos.
De acuerdo con los testimonios de los que disponemos hasta la fecha, los
atenienses fueron los primeros en dar el paso hacia la democracia. Ninguna
fuente bien informada de la época indica que hubiera otra ciudad en Grecia que
se rigiera por un sistema semejante. En el sur de Italia, sin embargo, los
arqueólogos han propuesto la ciudad griega de Metaponto como precursora.
En 550 a.C. aproximadamente, se construyó en ella un gran edificio circular
con un aforo para casi ocho mil personas. Las investigaciones realizadas han
sugerido que el territorio de la ciudad estaba de hecho dividido en parcelas
iguales, quizá también unas ocho mil. Con el tiempo, las casas que formaban
las calles de la ciudad fueron construidas en un estilo repetitivo y con
dimensiones parecidas. Tal vez Metaponto tuviera un gobierno «igualitario» de
un tipo determinado antes de 510 a.C. quizá una oligarquía ampliada, pero no
tenemos constancia de que los propietarios de esas tierras fueran los
ciudadanos, ni de que el edificio circular fuera utilizado para la celebración de
asambleas políticas, por no hablar del voto igualitario de todos los varones,
incluidos los campesinos. No hay ninguna prueba de la existencia de una
democracia anterior a la ateniense.
A diferencia de muchos ciudadanos griegos, especialmente los de ultramar, los
atenienses contaban con una gran ventaja: habían vivido durante siglos en el
mismo territorio. Sus agolpamientos sociales y sus cultos locales permitieron
que tuvieran una infraestructura singularmente fuerte, así como un sentido de
comunidad que Clístenes supo capitalizar. Este político no atacó la propiedad
privada ni pretendió una redistribución de la riqueza. Tal vez su «familia» en
concreto ganara cierta ventaja a consecuencia de la minuciosa distribución de
los ciudadanos en las nuevas tribus, pero se trataba de una ventaja en un
escenario nuevo y distinto. Clístenes trajo una nueva justicia, el voto para todos
los ciudadanos varones por igual, y las bendiciones de una nueva libertad, la
participación política. La justicia también llegaría a las unidades locales del
conjunto de la comunidad, los numerosos demos, que se verían lógicamente
influenciados por el nuevo sistema de la ciudad.
Alarmados, los vecinos no democráticos de Atenas intentaron invadir su
territorio y acabar con el nuevo sistema democrático, pero los ciudadanos
atenienses, inspirados por un nuevo entusiasmo, forzaron su retirada en dos
frentes a la vez. Sus victorias fueron consideradas, justamente, un triunfo de la
libertad que todos ellos compartían: la libertad de palabra. 79 Ahora, en
principio, no había ninguna restricción que estableciera quién podía formar
parte del nuevo consejo o hablar en la asamblea. La «libertad» en cuestión no
era la libertad de la injerencia del Estado, ni la libertad del acoso de unos
superiores sociales o de unos magistrados sin control. No se trataba de una
zona reservada, protegida simplemente por unos «derechos civiles». Desde
Solón, en 594 a.C. ya había quedado abolida la facultad que tenían los
atenienses de rango superior de esclavizar a los ciudadanos corrientes. Ahora,
en cambio, los varones atenienses tenían el único derecho que realmente
importaba, el de votar en todas las cuestiones relevantes de la ciudad. Su
nueva libertad era una «libertad para...», por la que valía la pena luchar. De los
campos de batalla a los que se dirigieron para defenderse, los atenienses
regresaron con centenares de prisioneros por los que pidieron lucrativos
rescates y fértiles tierras: se hicieron cuatro mil parcelas con el territorio
conquistado a los caballeros de la hostil Eubea, otrora campeones de las
empresas marítimas de la Grecia arcaica. Las ganancias fueron cuantiosas, y
probablemente fueran repartidas entre los atenienses más humildes, un punto
más a favor de la nueva democracia; los grillos con los que los cautivos fueron
encadenados estuvieron expuestos en la Acrópolis de Atenas durante años.
Los atenienses que perecieron en el curso de esas primeras batallas
«democráticas» probablemente fueran honrados con un nuevo privilegio, un
enterramiento en el nuevo cementerio público. Pero el combate había sido
duro, y los nuevos atenienses democráticos llegaron incluso a enviar
legaciones a oriente, al gobernador persa de Sardes, con el fin de encontrar
aliados en aquellos años de crisis. Mejor un persa lejano, debieron de pensar,
que una oligarquía de tipo espartano. Cuando los embajadores de Atenas
aceptaron someterse al monarca de los persas y ofrecieron los símbolos de «la
tierra y el agua», sus conciudadanos, reunidos en una asamblea democrática,
los consideraron «totalmente culpables» y censuraron con dureza su
conducta. 80 Quince años después, su nueva libertad democrática se vería
gravemente puesta a prueba por aquellos aliados persas que se habían
buscado.
Las victorias de los griegos sobre los bárbaros persas y cartagineses tuvieron
que ver a todas luces con los tres grandes temas de nuestro libro. Tanto
cartagineses como persas poseían mucha más riqueza que los griegos de
cualquier ciudad-estado y su nivel de «lujo» era igualmente superior. Se
propusieron acabar con la libertad política de los helenos y, si se hubieran
alzado con la victoria, habrían sustituido la justicia de éstos por la suya. Pero el
lujo no fue el principal motivo de su fracaso. Más bien fue la libertad el valor
fundamental que se escondía tras las victorias de los griegos, y fue la falta de
libertad como fuerza impulsora el motivo fundamental del fracaso del ejército
persa y de las tropas mercenarias cartaginesas. También fueron importantes
las innovaciones militares introducidas por los griegos, los hoplitas provistos de
armaduras metálicas, especialmente los espartanos, y las naves atenienses
recién construidas. Pero todo esto tuvo también que ver con una serie de
valores subyacentes. En 650 a.C. la introducción de los hoplitas tuvo que ver
con la exigencia de justicia que luego se encargarían de atender tiranos y
legisladores. La fuente suprema de hoplitas sería el sistema espartano y éste
también abordaría el problema de los excesos causados por el lujo y la
necesidad de permanecer «libres» de la tiranía.
Un tema distinto, que se repetiría con la posterior ascensión de Macedonia, fue
el oportuno descubrimiento de una importante fuente de metales preciosos: la
plata del Ática. En Sicilia no existía ninguna fuente local de plata, pero la
victoria de los sicilianos no se debió a la construcción de una nueva flota. La de
los atenienses sí, y para ello la plata fue fundamental: los nuevos suministros
de este precioso metal, recién extraído de las minas o adquirido por medio de
la conquista, eran muy importantes para las relaciones de poder entre los
estados antiguos. Enriquecían a los estados, mucho más que el aumento de la
actividad manufacturera o que el desarrollo generado por la exportación. Pero
los filones de plata debían ser explotados y para ello el suministro de esclavos
de los atenienses era crucial, pues la mano de obra esclava permitía la rápida
extracción del metal. Por otra parte, las naves, una vez construidas,
necesitaban remeros comprometidos y en este sentido la peculiar estructura de
clases de los atenienses también tendría mucha importancia. Todos los
ciudadanos, incluidos los de clase humilde, estaban dispuestos a participar y
luchar por la libertad democrática que habían adquirido recientemente. Al
carecer de democracia, los espartanos no habrían podido movilizar nunca una
cantidad tan grande de ciudadanos. En cambio, diversas comunidades griegas
gobernadas por aristocracias u oligarquías de base más o menos amplia se
pusieron traicioneramente del lado de los persas. Hubo algunas excepciones,
entre otras los corintios, pero uno de los motivos de que los griegos
«medizaran» fue que los nobles persas les parecían a muchos más
convenientes que el peligro de instauración de una democracia hostil en sus
ciudades.
Así pues, los condicionamientos de clase desempeñaron un papel destacado
en las victorias de los griegos, lo mismo que la inesperada afluencia de riqueza
(la plata) y una racha constante de buena suerte (las condiciones
meteorológicas en el mar). Por supuesto también tuvieron que ver los valores
de los griegos y las ambiciones civiles derivadas de ellos. Pues las victorias de
los helenos sobre los invasores bárbaros tuvieron unas consecuencias muy
distintas en el este y en el oeste. En Occidente, la derrota de los cartagineses
hizo que éstos se quedaran sólo con la esfera de «dominio» (epikrateia) que
tenían en la parte occidental de Sicilia. Los griegos de la isla no hicieron ningún
intento de vengarse de la propia Cartago en el norte de África. En Oriente, en
cambio, los griegos se lanzaron a la ofensiva. Los integrantes de la Liga
Helénica habían prestado juramento de formar una alianza en los siniestros
días del avance de los persas, alianza que se amplió para emprender unas
«guerras helénicas», secuela de las «guerras médicas».
El objetivo declarado era castigar a los persas por los sacrilegios cometidos en
Grecia (el incendio de templos, especialmente en Atenas) y liberar a los griegos
de Oriente que se encontraban aún bajo su dominio. Al principio, cualquiera
habría supuesto que los persas regresarían al poco tiempo con la intención de
vengarse. Fue precisa otra victoria griega en 469 a.C. en la desembocadura del
río Eurimedonte, al sur de Asia Menor (en el actual golfo de Antalya) para
disuadir a una gran flota oriental que pretendía reconquistar el mar para el rey
de Persia. La liberación de los griegos orientales fue por lo demás bastante
desigual. Algunas ciudades-estado griegas de Asia Menor seguían en manos
del rey de Persia incluso a mediados de la década de 460. La liberación, sin
embargo, siempre que se producía, suponía un gran cambio: muchos griegos
orientales fueron liberados del dominio de tiranos y sátrapas a cambio de una
modesta contribución anual al tesoro de los aliados griegos. Se produjeron
asimismo reiterados intentos de liberar Chipre, que los reyezuelos griegos
locales vieron con buenos ojos, pero los fenicios siguieron encastillados en la
«Ciudad Nueva» de Citio, en la costa sudoccidental de la isla. Esos intentos
dieron comienzo heroicamente en 478, pero en el curso de otro posterior, en
459 a.C. las fuerzas aliadas griegas fueron distraídas por una solicitud de
ayuda proveniente de un príncipe rebelde del vecino Egipto. Si hubieran podido
desgajar Egipto del Imperio Persa, habrían conseguido un logro espectacular,
sobre todo de cara al suministro de grano y a la economía de los griegos de la
madre patria. A la hora de la verdad, la gran expedición griega a Egipto fracasó
estrepitosamente después de una campaña de cinco años de duración. En 450
fracasó también un nuevo intento de liberar Chipre y la isla fue cedida
finalmente al rey de Persia a cambio de un pacto en virtud del cual las naves
persas no podrían volver a entrar en el Egeo y las ciudades griegas de Asia
Menor dejarían de pagar tributo y de estar dominadas por los persas. Esta
«paz» fue breve, pero en cualquier caso supuso un gran logro. Las ciudades
griegas de Oriente pagaban ahora un tributo anual a los atenienses en vez de
al rey de Persia, pero estaban libres, al menos en teoría, de la intervención
política de los bárbaros.
En el Occidente griego, el triunfo obtenido sobre las tropas cartaginesas en 480
vino seguido de una década de esplendor, no para la democracia, sino para los
tiranos de Sicilia. Las grandes familias de tiranos estaban emparentadas entre
sí debido a las alianzas matrimoniales, de modo que las principales tensiones
políticas fueron las que se desencadenaron entre los integrantes de dichas
familias: podemos ver una prueba de esas diferencias incluso en la obra de
arte en honor de uno de esos tiranos más famosa que se conserva, el Auriga
de Delfos. Curiosamente, en la inscripción dedicatoria el nombre de un
hermano fue cambiado y sustituido por el de otro. En la madre patria, sin
embargo, los años de castigo contra Persia coincidieron con una opción política
muy concreta, a saber, la continuación de la división entre dos estilos distintos
de vida griega: la rigurosa oligarquía del grupo militar de los iguales de Esparta
y la democracia cada vez más segura de sí misma de los atenienses. Sin
demasiada contundencia, los espartanos calificaban a los gobiernos
favorecidos por ellos en otras ciudades de «isocracias» (gobierno de iguales),
en contraposición con el orgullo de los atenienses y su sistema de gobierno
totalmente diferente, la democracia. 103 Con el fin de apaciguar a sus aliados,
desde ca. 506 a.C. los reyes de Esparta se habían visto obligados a aceptar la
discusión previa de todas las guerras que creyeran conveniente emprender en
un sínodo conjunto.
Ante la presencia de los persas en Grecia, sin embargo, las dos potencias
habían dejado a un lado sus diferencias. De 478 a 462 los atenienses dirigieron
la Liga Helénica por mar, y los espartanos por tierra, pues éstos carecían de
una flota debidamente adiestrada y de moneda con que pagarla. No podían
tampoco arriesgarse a utilizar como remeros y combatientes a sus siervos, los
ilotas. Se encontraron con graves problemas en numerosos frentes. Sus reyes
fueron procesados en Esparta debido a sus fracasos militares o por las quejas
que suscitaba su política. Incluso el joven regente, Pausanias, héroe de las
guerras médicas, fue destituido y procesado. Entre los griegos meridionales
que se encontraban en la órbita de Esparta, la oposición de los arcadios, a las
puertas mismas de Laconia, siguió viva en todo momento; la democracia
empezó a infectar a importantes aliados del Peloponeso; y en 465 estalló una
gran sublevación de la población servil, los ilotas. Los espartanos no serían los
únicos que tuvieran problemas. En Occidente, a finales de la década de 460 las
ciudades helénicas también tuvieron que hacer frente a una importante guerra
contra los sículos, pueblo no griego que vivía en su vecindad, al pie del Etna. El
conflicto se prolongó hasta 440 y creó un héroe sículo, el caudillo Ducetio, que
fundó una colonia permanente, Kale Akte («Costa Bella»). Pero a diferencia de
los sículos, los ilotas de Esparta eran griegos oprimidos, y por eso la
prolongada guerra de los espartanos contra sus siervos fue el más peligroso de
estos dos conflictos. Al cabo de tres años, en virtud de los pactos de la Liga
Helénica, los espartanos pidieron ayuda a los atenienses, considerando útiles
las virtudes de Cimón, uno de sus generales, en la guerra de asedio. Aquella
petición supuso un importante punto de inflexión. Al cabo de poco tiempo de su
estancia en Esparta, los soldados atenienses se dieron cuenta de una realidad
muy embarazosa: que los espartanos, supuestamente libertadores, como ellos,
de Grecia, estaban reprimiendo a otros griegos, sus vecinos los mesenios.
Muchos no se habían dado cuenta de esta realidad en lo concerniente a los
«ilotas». Los espartanos despidieron entonces a los atenienses que habían
venido en su auxilio, temerosos de su audacia y de su capacidad de provocar
una revolución. Este gravísimo desaire supuso la ruptura de la Liga Helénica y
no tardó en desencadenar en Grecia la guerra entre «los atenienses y sus
aliados», que fue en lo que se convirtió la antigua Liga, y «los espartanos y sus
aliados», lo que llamamos actualmente la «Liga del Peloponeso». A su vuelta,
los atenienses condenaron al ostracismo a Cimón por pro espartano, adoptaron
una serie de reformas que fortalecieron los principios democráticos de su
constitución, y aceptaron la alianza de unos antiguos aliados de Esparta, los
megarenses, y de un enemigo tradicional (Argos) de esta misma ciudad.
Durante casi catorce años persistiría la guerra entre los atenienses y, en
particular, unos aliados de Esparta, los corintios, que tenían un gobierno
oligárquico.
Los espartanos vivieron unos años verdaderamente angustiosos mientras duró
la sublevación de los ilotas en su tierra. Rara vez pudieron acudir en auxilio de
sus aliados, ni siquiera cuando éstos atravesaron momentos de verdadero
apuro. Abrigaban además el temor de que los atenienses influyeran y
controlaran el santuario de Delfos y manipularan una vez a la sacerdotisa de
Apolo para que pronunciara oráculos a su favor. Al final, los espartanos
pudieron contraatacar en Grecia central y en 446 se firmó un tratado de paz de
treinta años de duración entre atenienses y espartanos y sus respectivos
aliados. Pero desafortunadamente una parte de la opinión pública de Esparta
seguía insatisfecha, y el joven rey y un consejero responsables de la firma del
acuerdo tuvieron que partir para el exilio.
En Atenas, en cambio, aquellas décadas fueron testigo de un nuevo
dinamismo. Las artes de la pintura, el dibujo y la escultura habían empezado a
cambiar en Atenas ya antes de la invasión de los persas y el saqueo de la
ciudad en 480 a.C. El paso a un estilo clásico severo no se vio interrumpido por
aquel terrible trastorno, y durante los años victoriosos de posguerra sus
cultivadores recibieron, para mayor satisfacción suya, nuevos encargos
importantes. Del mismo modo, también antes de 480 habían sido
representadas algunas tragedias, pero es de las décadas siguientes de las que
datan los primeros dramas completos que conocemos, las obras maestras de
Esquilo (los Persas fue estrenada en 472). Políticamente, los años que
siguieron a la gran victoria de Maratón en 490 pusieron también de manifiesto
una nueva polarización. Durante la década de 480 el pueblo empezó a utilizar
contra ciertos nobles destacados el mecanismo inventado por Clístenes, el
ostracismo. En muchos de los cascotes de vasija conservados, se acusaba a
los candidatos de «medizar», esto es, de favorecer a los persas, actitud que los
acontecimientos de 490 habían convertido en un delito inequívoco. En 487, el
acceso a la máxima magistratura anual, el arcontado, fue ampliado (entre otras
obligaciones, los arcontes presidían los procesos de ostracismo y el
trascendental recuento de los «votos»). En 486 las comedias pasaron a formar
parte de los festivales dramáticos: con el tiempo se burlarían de numerosos
políticos y personajes particulares, signo (lo mismo que los ostraka
personalizados) de una libertad democrática cada vez mayor.
Detrás de ese fermento político se escondían verdaderas diferencias de
planteamientos y de opciones que iban en contra de los miembros de las
clases altas de Atenas. Los ostracismos son un síntoma del cambio producido
en la cultura política. Por un lado estaban los que simplemente «se
encontraban viviendo en una democracia», hombres de noble cuna que
valoraban las proezas atléticas y la pericia en el terreno militar, que apreciaban
la palestra panhelénica de los Juegos Olímpicos, que hablaban como si tal
cosa de «todos los griegos juntos» con sus amigos nobles de otras ciudades, y
que veían en monumentos y artistas una fuente de gloria personal, mientras
pensaban que las cosas todavía podían arreglarse políticamente en virtud de
su propio prestigio ante un público respetuoso. En la Atenas de la década de
470 el paladín de este tipo de hombres fue Cimón, el hijo del gran Milcíades, el
general que más hizo para que los atenienses vencieran en Maratón. El mundo
de Cimón era el viejo mundo de gloria panhelénica que cometía el error de no
preocuparse por la mayoría de los griegos, ante los cuales brillaba. Es el
mundo que encontramos representado en su máximo esplendor en los
epinicios del poeta Píndaro, que a menudo compuso sus odas para personajes
de la clase a la que pertenecía Cimón. «Pero esto me duele», decía Píndaro en
el poema que dedicó al noble aristócrata ateniense Megacles, «que la envidia
sea la recompensa de las cosas hermosas.» 104 La cuadriga de Megacles había
vencido en los juegos de Delfos, pero el pueblo de Atenas lo había condenado
al ostracismo y había decretado su destierro por diez años.
Por otra parte, eran los hombres de noble cuna los que habían visto, desde los
tiempos de Clístenes, que la oleada popular iba a dar lugar irremisiblemente a
una nueva era democrática. La influencia política no podía amañarla uno solo
con la ayuda de unos cuantos amigos y correligionarios o mediante una serie
de juiciosos matrimonios entre miembros de la clase alta: debía uno ganársela
y rendir cuentas públicamente de ella ante una audiencia de iguales. Era
preciso poner coto a los espartanos, hostiles a la libertad de sus ilotas, tan
griegos como ellos, y no se les podía tener confianza. La nebulosa retórica
«panhelénica» suponía un pobre apoyo a la libertad democrática de Atenas.
Temístocles, el gran vencedor de S alamina, quizá fuera el que se dio cuenta
con más rapidez del modo en que podía evolucionar el futuro, entre otras cosas
porque en el curso de una «gira triunfal» en 479 a.C. llegó a visitar Esparta: los
espartanos le regalaron el «carro más hermoso» y le dieron escolta durante el
viaje de vuelta, pero mientras se dirigía hacia el norte en el «coche» de la
victoria indudablemente debieron de acumularse en su cabeza pensamientos
muy lúgubres. 105 Condenado al ostracismo a finales de la década de 470, se
trasladó de nuevo al sur cruzando el Istmo y contribuyó a provocar la disidencia
política entre algunos aliados de los espartanos: más tarde, en ca. 466-465 se
vio obligado a huir de Grecia refugiándose finalmente en Asia Menor por
cortesía de su antiguo enemigo, el Gran Rey de Persia.
En Atenas, el testigo pasó a manos de otros individuos deseosos de desafiar la
supremacía de la vieja guardia, de acabar con el venerable consejo del
Areópago, de someter al gobierno a rendición de cuentas y de ponerlo
plenamente al alcance del pueblo. En 463-462, cuando Cimón regresó
humillado tras haber rechazado los espartanos su ayuda contra los ilotas, la
asamblea ateniense dio su beneplácito a la concesión de nuevas libertades
democráticas. Se aprobaron cambios muy significativos en los procedimientos
judiciales. En adelante, cuando abandonaran su cargo, los magistrados podrían
ser vetados por el gran consejo del pueblo, no por el amable consejo del
Areópago, la mayoría de cuyos miembros se habrían mostrado
condescendientes con ellos por pertenecer a su clase. Los magistrados
dejarían de tener un poder de decisión fundamental en los procesos judiciales
de Atenas. En adelante, tras una vista preliminar, deberían trasladar la causa a
alguno de los numerosos tribunales populares, integrados por varios
centenares de individuos elegidos anualmente entre 6.000 ciudadanos
atenienses. Aquélla fue una victoria sin precedentes de la justicia popular
impersonal. A partir de entonces, ser un ateniense activo equivaldría a estar
dispuesto a formar parte de un jurado, a asistir a las sesiones, a escuchar los
alegatos y a veces a abuchear a los que los hacían, mientras los oradores, esto
es, los propios interesados, dirimían sus pleitos, unos de carácter civil y otros
de carácter criminal, durante horas y horas. Los «abogados» estaban
totalmente fuera de lugar.
Esos cambios hacia un tipo de gobierno y de justicia cada vez más popular
resultaban muy desagradables para la minoría anticuada de los habitantes del
Ática. En 458-457, mientras un ejército espartano se hallaba en las
proximidades, un pequeño grupo de atenienses desafectos intentaron incluso
traicionar a su ciudad y entregarla a los enemigos. La primavera de 458 fue
precisamente el momento en que se estrenó la única gran trilogía de tragedias
que se nos ha conservado, la Orestíada de Esquilo. En la última obra de la
serie, el poeta incluye un comentario implícito acerca de la reciente limitación
de los poderes del Areópago, aprobándola (en mi opinión), pero dando a
entender al mismo tiempo que «ya estaba bien». Significativamente, teniendo
en cuenta que era el año 458, Esquilo incluye además un llamamiento pidiendo
que la discordia civil se mantenga alejada de los atenienses.
Aunque la Liga Helénica se había propuesto liberar a los griegos orientales, el
imperio ateniense se benefició enormemente durante la generación
correspondiente a los años ca. 490-ca. 440. En 479 fueron construidos a toda
prisa unos fuertes muros defensivos con el fin de proteger la ciudad y
conectarla con el mar. Los espartanos, tan poco eficientes en la guerra de
asedio, no tardarían en lamentar su existencia. Posteriormente, las campañas
«panhelénicas» contra los bárbaros continuarían conquistando puntos del
mapa de capital importancia para los intereses económicos de Atenas, sobre
todo con vistas al suministro de grano importado por vía marítima desde Egipto
y en particular de Crimea, en la ribera norte del mar Negro. Al principio los
aliados (y en mi opinión también los atenienses) pagaban un tributo Tesoro
común, pero desde mediados de la década de 450 el Tesoro fue trasladado a
Atenas por motivos de «seguridad». Lo que había sido el pago colectivo de un
esfuerzo bélico se convirtió en un tributo pagado únicamente por los aliados:
siguió vigente incluso tras la firma de la frágil «paz» acordada con el rey de
Persia en 450-449. Desde el primer momento, la defección de los aliados
griegos había estado prohibida por considerarse contraria a los juramentos
prestados por los miembros de la Liga Helénica. No obstante, empezaron a
producirse algunas y a partir de la década de 440 las medidas de represión
tomadas por los atenienses fueron vistas cada vez más como actos de
«sometimiento» o incluso de «esclavitud». Utilizando una vivida metáfora, se
decía que los aliados de los atenienses en la guerra de liberación se habían
convertido en «esclavos» del poderío de Atenas. Al principio, los delegados de
la Liga se reunían y votaban en asambleas conjuntas; pero en la década de
440, como muy tarde, dejaron de celebrarse dichas asambleas.
Los máximos beneficiarios del poderío creciente de Atenas fueron los propios
atenienses. Por muchos motivos, fue posible una mayor opulencia en el estilo
de vida propio de su ciudad. Uno muy importante fue la captura de un tesoro de
los persas en 480-479. Importantes trofeos orientales empezaron a entrar en el
tesoro ateniense, entre ellos el trono portátil de Jerjes. A pesar de los
comentarios despectivos acerca de la «molicie» y el excesivo esplendor de los
persas, los atenienses ricos reaccionaron favorablemente ante los estilos de
ropas y las joyas, los delicados tejidos y las armaduras preciosas que pudieron
contemplar entre el botín arrebatado a los invasores persas. Los zapatos
blandos y cómodos pasaron incluso a llamarse en Atenas zapatillas «persas».
Los máximos beneficiados fueron los caballos griegos. Los invasores habían
introducido en Grecia la rica «hierba meda» o alfalfa, que llegó, según se dice,
con el ejército de Darío en 490: 106 puede que las semillas llegaran con el
forraje de la caballería. Esta excelente «hierba azul» procedente de las cuadras
de Media se convirtió en un cultivo habitual destinado a la alimentación de los
caballos en el rico suelo griego.
Otra nueva fuente de artículos de lujo fueron las importaciones por vía
marítima, que contaban ahora con al ayuda del poderío naval cada vez mayor
de Atenas en el extranjero. No es que los atenienses se hicieran con el control
directo de las fuentes de aprovisionamiento en ultramar, como si fueran
colonias «imperiales»: era más bien que el incremento de la población urbana
de Atenas y la importancia de la ciudad se convirtieron en un imán inevitable
para los mercaderes dedicados a exportar los mejores productos. De Cartago
llegaban alfombras y almohadones; del Helesponto pescado, y de Rodas higos
de calidad excelente; llegaban para su venta todo tipo de productos de lujo, y
entre otras muchas cosas grandes cantidades de esclavos para su utilización
en las minas de plata del Ática, en las casas de los ciudadanos particulares, e
incluso en pequeñas explotaciones agrícolas. Por aquel entonces las casas de
los atenienses ricos eran magníficas y estaban espléndidamente decoradas.
Por desgracia no se conserva ninguna, pero podemos hacernos una idea de
las pinturas existentes en su interior por las escenas representadas en la
cerámica pintada. En público, las diferencias exageradas en el vestir tal vez
fueran moderadas, al menos las diferencias entre la indumentaria de las clases
altas y la de las más humildes. Pero a partir de ca. 460 desapareció el rechazo
de la vida elegante por parte de las clases altas en una época de democracia
cada vez mayor. 107
En Siracusa, la introducción y el abuso de cierta modalidad de «ostracismo» en
la década de 450 fue la causa, según se dice, de que los dignatarios de clase
alta se retiraran a una vida privada llena de lujos. En Atenas no ocurrió nada
parecido. Incluso antes de que comenzara la democracia en 508 a.C. los
ciudadanos ricos ya habían tenido la obligación de costear determinados
servicios onerosos o «liturgias» (leitourgiai), con las que se sufragaba una parte
de las fuerzas navales del Estado, los espectáculos de las fiestas y la
preparación de los coros de las obras dramáticas. Buena parte del esplendor
cultural de Atenas dependería de esas contribuciones «voluntarias». A medida
que fue desarrollándose la vida cultural de los atenienses durante la
democracia, el prestigio y el honor alcanzados mediante el desempeño de una
liturgia serían cada vez mayores. Los ricos, pues, sentirían un profundo orgullo
cívico por la preeminencia cada vez mayor de su ciudad, independientemente
de lo que pudieran pensar acerca de su constitución: la presión de sus iguales
los induciría a hacer generosas donaciones para las liturgias y a no poner en
evidencia a su familia ni en peligro su fama dando un espectáculo pobre.
Cualquiera que intentara escaquearse y no realizar la liturgia que le tocara
sería mirado con malos ojos por los miembros de su propia clase. En esas
muestras de ostentación de carácter cultural, los ricos disfrutaban de la gloria a
la que el «gobierno de la chusma» había puesto fin en la asamblea política.
Incluso los atenienses condenados al ostracismo seguían deseosos de
regresar a su patria y de tener una nueva oportunidad de brillar en la ciudad-
estado por la que fundamentalmente sentían un gran amor.
En la década de 440 se habían firmado alianzas entre los atenienses y más de
doscientas comunidades griegas, constituyéndose así el «imperio» más
poderoso de la historia de Grecia que se conoce. En los textos de la época
oímos hablar sobre todo de la «esclavización» de los miembros de la Liga por
parte de Atenas y de la arrogancia de ésta, aunque se asegura también que
garantizaba más libertad y justicia para los griegos de la que pudiera llegar a
suprimir. La mayor parte de los Estados que integraban el imperio vieron cómo
se desarrollaban en su seno conflictos internos entre los partidarios del
gobierno democrático y los que preferían un régimen oligárquico. Los
atenienses nunca intervinieron sin ser llamados para imponer o exportar su
democracia a un Estado aliado estable. Antes bien, tanto ellos como los
partidarios de la democracia existentes en las ciudades aliadas-súbditas sabían
que el poder de Atenas era el apoyo más sólido que tenía el pueblo para
establecer un régimen popular. El tributo pagado a Atenas era bajo y
negociable y, en un Estado democrático aliado es muy probable que incluso los
ricos votaran a favor de éste en la mayor parte de los casos. Incluso tras la
firma de la frágil paz de 449 a.C. la amenaza que suponían Persia y los
sátrapas de Asia Menor distaba mucho de haberse disipado. Mientras tanto, los
barcos atenienses impedían el desarrollo de la piratería en el mar y aseguraban
una defensa contra los persas en caso de crisis, y todo por un tributo anual
relativamente bajo. Los partidarios de Atenas en las ciudades aliadas se
hallaban protegidos por un derecho de apelación judicial ante cualquier
condena importante que se les impusiera en su patria; podían exigir la
celebración de un juicio en Atenas, y al mismo tiempo los atenienses podían
trasladar cualquier pleito que los afectara a ellos o a sus aliados a sus propios
tribunales de justicia. Los tribunales atenienses no siempre se ponían de parte
de los litigantes de su propia nacionalidad: comparados con el sistema de
justicia de una pequeña ciudad aliada, los grandes jurados populares de
Atenas eran incorruptibles y su experiencia era cada vez mayor.
A través de ese «imperio», el poder, las finanzas y el esplendor público de
Atenas sufrieron una transformación completa: las reservas de tributo fueron
acumulándose en la ciudad y gracias a ellas el pueblo pudo aprobar la
reconstrucción de los templos en ruinas de la Acrópolis con el máximo
esplendor. A partir de 449, la erección de un Partenón completamente nuevo
vino seguida de la edificación de una imponente puerta de entrada a la
Acrópolis, de la construcción de más templos y de la fabricación de algunas
estatuas asombrosamente grandes y lujosas de la diosa Atenea: todas estas
obras hicieron de la colina una de las maravillas artísticas del mundo. Son
todos ellos monumentos definitorios del «arte clásico» y aunque fueron
construidos con el tributo de los aliados, seguramente serían los visitantes
procedentes de los estados de la Liga los que quedaran más maravillados con
lo que había llegado a hacerse con una pequeña parte del dinero que habían
pagado. Como en la actualidad, habría también algunos que protestaran y se
mostraran pesimistas, pero en la Antigüedad ni siquiera éstos podrían olvidar
que la alternativa que tenían los estados miembros de la alianza de Atenas era
sufrir probablemente la venganza de los persas o un golpe de Estado brutal por
parte de los sectores oligárquicos de sus ciudades. La mayor parte de las
veces el peor enemigo de un aliado era otro aliado, un oligarca de la propia
ciudad o una polis vecina que sentía por ella un odio inveterado. En casi todas
partes la mejor alternativa que tenían a su alcance era, en opinión de muchos,
la obediencia a Atenas. Tampoco los atenienses se hacían demasiadas
ilusiones. También ellos podían sacar provecho a título individual, por ejemplo
adquiriendo tierras en los estados aliados, intrusión que más tarde sería causa
de un resentimiento generalizado (aunque no siempre justificado). Los
principales políticos atenienses sostendrían abiertamente la tesis de que su
imperio era «como una tiranía». 108 Y en efecto, en cierto modo lo era, pues
tendía a eliminar a los personajes más destacados de las ciudades aliadas y a
favorecer el gobierno del pueblo. Pero esa «tiranía» ofrecía también juicios
justos a sus amigos, libertad respecto a Persia y libertad también frente a las
asechanzas de los grupos oligárquicos que tenían el dinero y la habilidad
suficiente para suprimir los derechos políticos y la libertad de sus
conciudadanos.
Los años comprendidos entre 460 y 420 son cruciales en la historia cultural de
la antigua Grecia. La tragedia floreció en el teatro de Atenas, como podemos
apreciar en las obras de los tres grandes poetas trágicos que se nos han
conservado (Esquilo, Sófocles y Eurípides). La comedia ateniense siguió el
mismo camino, combinando la música y la danza con chistes de carácter
político. El arte ateniense de este período constituye el máximo exponente del
«arte clásico». En la escultura y en la cerámica pintada la forma humana
adquiere un realismo idealizado; las proporciones son más equilibradas, las
posturas más seguras. El arte de esta época no es estático, pero sus mejores
ejemplos muestran un naturalismo contemplativo que en la antigüedad sólo se
dio en la cultura griega, y cuando apareció en otros lugares fue debido a ella. El
«arte clásico» no es siempre «severo» o «austero», calificativos que sólo
resultan apropiados para un sector del arte de la época «clásica» y que en
general se aplican porque las esculturas que han llegado a nuestras manos
han perdido los colores que las decoraban.
A partir de las guerras médicas se produjo además un notable progreso
intelectual en un mundo griego libre de invasores bárbaros. No se dio
predominantemente en Atenas, ni fue fruto de pensadores de esta ciudad. En
el occidente griego el «camino hacia la verdad» de la filosofía, con
implicaciones para el lenguaje y la realidad, fue explorado por Parménides en
un poema lleno de oscuras, aunque profundas, imágenes. El autor planteaba
problemas escépticos acerca de la realidad, abordados después por dos
pensadores, Demócrito y Leucipo, que postulaban la existencia de partículas
indivisibles («átomos», origen del término actual); sostenían incluso que esos
átomos se movían en espacios vacíos y que a través de la colisión se unían
para formar objetos más grandes. En un ámbito más terrenal, los síntomas y la
evolución de las enfermedades aparecen descritos con meticulosa observación
en un libro de medicina titulado Epidemias, escrito entre 475 y 466 a.C.
aproximadamente. 109 La obra en cuestión contiene una descripción exacta de
las paperas, incluidas las consecuencias, de todos conocidas, que tienen sobre
los varones jóvenes, como pudo apreciarse en la isla de Tasos (las mujeres se
infectaban con menos facilidad, circunstancia que dice mucho sobre la falta de
contacto directo entre los dos sexos ya desde edad temprana). Las
matemáticas también encontraron a su primer exponente teórico, Hipócrates de
Quíos. En Atenas el proyecto arquitectónico del templo del Partenón
combinaba unas proporciones exactas entre las partes y el todo con una serie
de ligeros ajustes para obtener efectos visuales de regularidad. En la década
de 440, varios pensadores anónimos, tal vez los primeros en Grecia oriental,
inventaron la teoría política y se adentraron en las vías abstractas que ésta
abría. Pero lo que fue más importante, empezó una nueva forma de
composición en prosa, la «investigación» (historiê) del pasado, lo que hoy día
llamamos historia.
A diferencia de los escritores acerca del pasado de las sociedades del Oriente
Próximo (incluidos los autores de las Sagradas Escrituras hebreas), el primer
representante de la «historia» que se nos ha conservado, Heródoto, escribe
descaradamente en primera persona, sopesando las evidencias y expresando
sus propias opiniones. Heródoto nació a comienzos del siglo V a.C. y llevó a
cabo su gran investigación acerca de los conflictos que enfrentaron a griegos y
persas al menos hasta los primeros años de la década de 420 a.C. Su ciudad
natal no fue Atenas, sino Halicarnaso, en el suroeste de Asia Menor, donde
coexistían la cultura griega y la no griega bajo el dominio vacilante del imperio
persa. Era de noble cuna, y en su familia ya había precedentes literarios. Se le
atribuyen diversos actos políticos contra un tirano de su patria que provocaron
su exilio en el extranjero. Al final se estableció en Turios, en el sur de Italia, una
ciudad cuya fundación a finales de la década de 440 fue planificada por los
atenienses en el antiguo emplazamiento de la lujosa Síbaris. En el mundo
griego, los historiadores solían acabar en el destierro, apartados del ejercicio
cotidiano de la política y del poder que resultaba mucho más interesante que
escribir un libro.
Heródoto se propuso contar y celebrar los grandes acontecimientos de las
guerras médicas. La empresa lo llevó a realizar largas digresiones, tanto
literarias como personales. Realizó grandes viajes para llevar a cabo su
«investigación» y descubrir la verdad en la medida de lo posible. Visitó Libia,
Egipto, el norte y el sur de Grecia e incluso Babilonia. No conocía ninguna
lengua extranjera y, por supuesto, carecía de convenientes manuales de
referencia provistos de fechas que situaran en tablas comparativas los
acontecimientos ocurridos en los distintos países. En el curso de sus viajes
observó un gran número de diversos objetos y monumentos con inscripciones,
pero no siempre describió correctamente todos sus detalles y tampoco se puso
a investigar los documentos conservados en los distintos lugares. Sin embargo,
dispuso de varias fuentes escritas, incluida una que tomó por una «lista» del
ejército de la gran invasión de Jerjes de 480 a.C. La mayoría de sus
testimonios fueron orales, esto es, lo que las gentes de los distintos lugares le
contaban cuando él les preguntaba. Con todo ello compuso un relato, aunque
él no fuera un simple narrador como los demás. De vez en cuando utiliza
fuentes escritas, sobre todo la obra (actualmente perdida) de su gran
predecesor, Hecateo de Mileto, más inclinado por los detalles «geográficos»
que por la «historia» política. Al parecer, se sirvió también del poema de
Aristeas, el griego que había viajado por Asia central en ca. 600 a.C. Heródoto
se mostró explícitamente crítico con muchas de las leyendas que él mismo
recogió de sus fuentes orales, pero que no pudo confirmar.
Heródoto ofrece contundentes interpretaciones personales de sus complejas
fuentes, relacionando unas con otras. Los grandes temas de la libertad, la
justicia y el lujo son sumamente importantes en su «investigación»: compartía
el punto de vista griego de que las batallas de 480-479 entre helenos y persas
habían sido una lucha por la libertad y por una vida bajo el imperio impersonal y
justo de la ley, y es sobre todo su historia la que las ha inmortalizado bajo ese
prisma. El discurso final de su «investigación» se recrea en las diferencias
existentes entre los persas, duros y pobres, que inauguraron una nueva época
de conquistas, y el lujo «muelle» de los pueblos que habitaban en las
«muelles» llanuras y se convirtieron en súbditos de otros. A ojos de Heródoto,
ciertas cuestiones de la vida humana eran evidentes: que «el orgullo precede a
una caída» y que el exceso de buena suerte conduce a una debacle, que una
conducta realmente ofensiva recibe a menudo su merecido castigo, que las
cosas humanas son muy inestables, que las costumbres de las diversas
sociedades son muy distintas unas de otras y que una parte del
comportamiento que tanto apreciamos, pero no su totalidad, tiene que ver, por
tanto, con la sociedad en la que nos ha tocado vivir. Estos puntos de vista
siguen teniendo plena validez en nuestro mundo actual.
Sin embargo, Heródoto también reconoce que los dioses participan de modo
activo en los asuntos de los mortales y que a través de los oráculos hablan
efectivamente a los hombres. Los sueños y las visiones tienen una gran
importancia para los personajes de su historia: es consciente de que algunos
contemporáneos suyos se niegan a aceptar la verdad de los oráculos, y se
indigna ante esta actitud. Reconoce, como hacían los oráculos, que los dioses
puedan castigar a un individuo por las malas acciones cometidas por uno de
sus antepasados. En esencia, esta creencia en la «culpa hereditaria» se asocia
fundamentalmente con la idea de una «época arcaica» (siendo por otra parte el
adjetivo «arcaico» un término aplicado en la historia del arte a las esculturas y
pinturas anteriores al estilo clásico, más «humano», que se impuso a partir de
la década de 490). Así pues, los conceptos del «merecido castigo» y lo
«inevitable» siguen siendo dos fuerzas independientes en la manera de escribir
y de pensar de Heródoto. Pero coexisten con una amplia variedad de motivos
humanos, incluidos el rencor y la codicia, pasiones en las que él es todo un
experto. Heródoto también sabe relacionar la evolución de una comunidad con
su emplazamiento geográfico, sus leyes y costumbres y su aumento de
población. Pero más a menudo elabora sus reflexiones en términos humanos y
personales.
Los resultados son sorprendentes por la amplitud de su alcance y su variedad
humana. Al igual que los colonos y los viajeros greco-orientales del siglo
anterior, Heródoto reconoce que Libia, Egipto y el mundo de los nómadas
escitas son la antítesis extrema del mundo de los helenos. Elabora digresiones
acerca de esas tres culturas, a la vez que retoma debidamente su tema
principal, esto es, la expansión persa, que también afectó a esos pueblos.
Muestra un gran interés por otras culturas, por sus prácticas matrimoniales, por
cuestiones como la salud y la dieta de su población, sus ritos religiosos y sus
formas de enterramiento. Especialmente cuando habla de Egipto, razona con
lógica a partir de los testimonios que posee, aunque tiende a considerar el
mundo egipcio un extremo opuesto a Grecia, y por lo tanto no sabe entenderlo.
Como se han perdido tantos debates y escritos de los griegos orientales
correspondientes al período comprendido entre ca. 480 y 460 a.C. nos vemos
obligados a comparar a Heródoto con otros autores posteriores, y en
consecuencia hacemos que parezca más «moderno» de lo que probablemente
les pareciera a sus contemporáneos. Sus puntos de vista religiosos y su
lenguaje indicarían lo contrario, al igual que sus opiniones políticas, pues
Heródoto simpatizaba con el ya trasnochado mundo «panhelénico» propio de la
aristocracia griega internacional, como, por ejemplo, Cimón y compañía. Para
éstos, los enemigos eran la traición, la violencia espontánea y las clases
inferiores: las guerras que estallaron entre los estados griegos a partir de la
década de 460 fueron un resultado extremadamente lamentable. Pese a
admirar la libertad, Heródoto no dejó de ser crítico con la democracia: en sus
«investigaciones» los espartanos suelen ser vistos con muy buenos ojos.
Como cabría suponer, Heródoto visitó Atenas, probablemente en 438-437 o
poco antes (a juzgar por un comentario acerca del camino de entrada a la
Acrópolis de la ciudad). Se cuenta incluso que la Asamblea acordó por votación
concederle un cuantioso premio en metálico por su Historia. Conversó con
importantes personajes de Atenas, aunque ya había pasado de los cincuenta
años. A comienzos de la década de 430, era habitual que las generaciones
más jóvenes de la ciudad se dedicaran a elaborar teorías abstractas acerca del
poder y las relaciones interestatales, pero no era la manera que tenía Heródoto
de ver el mundo. Tampoco lo era el nuevo interés por la teoría política, aunque
Heródoto ya había descrito un ejemplo del mismo, en el sesudo «debate»
supuestamente celebrado entre los persas en 522 a.C. en torno a los méritos
de las distintas constituciones, incluida la democracia; era una ingeniosa
falsedad, pero el viejo historiador creía en ella. 110 Esta nueva y aguda
perspicacia está en la base del acelerado cambio que se produjo en las
expectativas intelectuales y culturales de las grandes personalidades de
Atenas.
Las victorias sobre los persas y luego los años de expansión del imperio habían
contribuido a reafirmar la autoestima de los atenienses y su confianza en la
democracia. ¿Hasta qué punto, pues, era la cultura de la Atenas visitada por
Heródoto una cultura democrática, inspirada por la igualdad de un sistema
político basado en el voto paritario del pueblo? Ni que decir tiene que no se
trataba de una sociedad igualitaria. Desde el punto de vista cultural, seguía
siendo un lugar en el que la clase alta disfrutaba de la caza y cultivaba sus
escarceos sexuales con regalos y apasionadas declaraciones a jóvenes
adolescentes siempre volubles. Las escenas de caza y los «regalos de amor»
de los cazadores desaparecen de la cerámica pintada ateniense a partir de 470
aproximadamente, pero esta circunstancia se debe sólo a un cambio de gustos
en lo referente a la decoración de las piezas de alfarería; no es indicio de un
nuevo sentimiento de discreción ni de una falta de franqueza ante aquellos
viejos entretenimientos aristocráticos. Al anochecer los varones de posición
elevada seguían reuniéndose en grupos para cenar y beber copiosamente en
sus «salas de los hombres» y entonaban los aristocráticos cantos
antipopulistas del pasado. Pero en la nueva época del «gobierno de la
chusma», ¿es posible que estuvieran a la defensiva aquellos anticuados
symposia. Una serie de copas áticas que ha suscitado numerosas
controversias, datada en los primeros años del siglo V , muestra escenas en las
que aparecen hombres vistiendo ropas afeminadas, aparentemente como si se
tratara de travestís. Han sido interpretadas como un reflejo de la vida social de
una clase alta que había adoptado ese estilo de travestismo como síntoma de
«ansiedad», en un momento en que su supremacía se veía en peligro. Pero es
evidente que el estado de ansiedad no era el propio de los aristócratas
atenienses de la época. Pensaban que a la larga, sólo tendrían que esperar
que volviera a presentárseles su momento político. Mientras tanto, en el terreno
militar, seguían siendo miembros indispensables de la caballería, que incluso
los demócratas más comprometidos estaban dispuestos a aumentar,
multiplicando por seis el número de sus componentes, y a concederle un
«seguro de reembolso» con fondos públicos por cada caballo registrado que el
guerrero de clase alta perdiera en el campo de batalla. Es probable que esas
escenas de travestismo representen simplemente alguna fiesta organizada en
honor de Dioniso.
En otro conjunto de copas vemos a los jóvenes en una actitud distinta, como
propietarios de exóticas panteras y cazando leopardos. Estos escandalosos
jóvenes de posición social elevada no muestran la menor «ansiedad»: incluso
en la época democrática la vida cultural del teatro y las fiestas seguía
dependiendo del bolsillo de los varones de clase alta. Además, en la
infraestructura social del Ática pocas cosas habían cambiado desde los
tiempos de los aristócratas del siglo VI a.C. Si Heródoto hubiera pedido a un
varón ateniense que se identificase, el hombre en cuestión habría dado el
nombre de su padre y su demo, como establecían las reformas de Clístenes.
Pero también habría dicho cuál era su «fratría», o «hermandad», como en los
viejos tiempos, y sólo después, si acaso, habría indicado su pertenencia a una
de las diez nuevas tribus de la democracia. Incluso en tiempos de la
democracia las familias aristocráticas conservaban un significativo poder de
veto sobre los candidatos a ingresar en una «hermandad».
A comienzos de la década de 430 Heródoto habría conversado con jóvenes
atenienses de noble cuna, individuos que aún se consideraban los «buenos»
frente a los «malos» del vulgo. De manera bastante evidente, aquellos hombres
esperaban que la democracia desapareciera simplemente un día, pero entre
480 y 430 las conquistas en el extranjero y el enorme aumento de los aliados
de Atenas y de su tributo sirvieron para compensar mientras tanto su
descontento. Los beneficios del imperio atenuaron las tensiones de clase
existentes entre ricos y pobres. El imperio trajo consigo nuevas tierras y
ganancias en el extranjero para los atenienses de las dos clases sociales y,
como bien sabían los ricos, la seguridad de ese imperio estaba cimentada en
los pobres y en sus duras jornadas manejando los remos. Por imprescindible
que fuera la caballería para combatir a los «cerdos» tebanos y sus jinetes o a
los grupos de espartanos que se dedicaban al saqueo de los campos, los
caballos, como subraya Homero en la Odisea, no tenían utilidad alguna en las
islas de ultramar. Para el «imperio insular» lo importante era la trirreme. Así
pues, durante muchos años sería habitual la presencia en el mar de flotas de
cien naves o más. Aunque parte de sus remeros eran extranjeros asalariados,
el grueso estaba compuesto por atenienses de clase humilde que habían
acumulado más años de experiencia que cualquier posible enemigo. En las
expediciones que se emprendían en pleno verano, esos remeros mostraban
una resistencia muy superior a cualquier individuo de nuestros tiempos. En una
recreación de este tipo de naves realizada recientemente, los remeros tenían
que ingerir un litro de agua por cada hora de trabajo al remo (los remeros
actuales de una trirreme habrían necesitado por tanto casi dos mil litros de
agua para una jornada de trabajo de diez horas, mientras que una trirreme
antigua no podía transportar grandes provisiones de agua). «Casi toda el agua
consumida», cuentan los modernos recreadores de la trirreme, «era eliminada
a través del sudor, y los remeros apenas sentían la necesidad de orinar. Buena
parte de ese sudor caía goteando sobre los hombres que ocupaban la hilera
inferior, lo que resultaba verdaderamente desagradable para ellos. El mal olor
de la bodega era tan penetrante, que debía fregarse con agua salada al menos
una vez cada cuatro días (aunque los antiguos atenienses probablemente
fueran más tolerantes)». Para mantenerse fresco, el cuerpo debe evaporar
fluidos, de modo que «la ventilación se hace absolutamente necesaria, pero
rara vez resulta suficiente para la inferior de las tres hileras». 111 Ninguno de los
«dechados de virtudes» de la nobleza habría durado mucho en medio de aquel
espantoso calor. Los que podían hacerlo fueron en último término los creadores
del imperio, y no tenía sentido alguno calificarlos de «chusma naval» y esperar
que no tuvieran derecho a voto cuando regresaran a la patria.
Para nosotros la característica principal de la cultura ateniense que conoció
Heródoto es que se trataba de una sociedad esclavista. Había unos cincuenta y
cinco mil ciudadanos varones adultos que poseían entre ochenta y ciento
veinte mil seres humanos, «objetos» que podían comprar y vender. Estos
esclavos (casi todos ellos no griegos) eran fundamentales para la economía de
Atenas, pues trabajaban en las minas de plata (a menudo en el interior de
galerías increíblemente estrechas) y en los campos de labranza, donde las
comedias de la época nos los presentan como un elemento habitual de los
bienes de cualquier familia ateniense de clase modesta. Al parecer, el precio de
los esclavos sin experiencia solía ser bajo, pues la oferta era abundante debido
a las guerras y a las incursiones de saqueo llevadas a cabo en los territorios
bárbaros de Tracia y del interior de Asia Menor. La mano de obra esclava
barata era el principal pilar de las diferencias de clase entre los atenienses más
acaudalados y de su capacidad de adquirir artículos de lujo. Sin embargo, es
probable que Heródoto no se hubiera fijado indebidamente en este aspecto de
la vida de Atenas. Los esclavos eran andrapoda, esto es, «animales con pies
de hombre»; y estaban presentes en todas las comunidades griegas que
investigó. El historiador nunca dudó de la justicia de esta realidad.
Para muchos de nosotros resulta también sorprendente la ausencia de
participación política de las mujeres de condición ciudadana. Los atenienses, al
igual que los demás griegos, se aseguraron de que las mujeres no tuvieran
derecho a voto; ni siquiera podían testificar en nombre propio ante un tribunal.
Tenían limitada excepcionalmente la capacidad de comprar o vender; no
podían elegir con total libertad a su futuro esposo y, sobre todo, siempre
estaban sometidas al poder de un varón, su «guardián» o kyrios. Estas normas
tenían por objeto su «protección» aunque las mujeres modernas las ven desde
un punto de vista muy distinto). Contempladas desde una perspectiva más
general, cabe preguntarse hasta qué punto el estatus de una mujer ateniense
se diferenciaba en la vida cotidiana del de un esclavo. A diferencia de este
último, la mujer nunca podía escapar de su condición. No obstante, aportaba al
matrimonio una dote susceptible de ser restituida, mientras que un esclavo era
adquirido por un importe que no era reembolsable. El relativo grado de libertad
de una mujer dependía fundamentalmente de su clase social por nacimiento o
matrimonio. Las mujeres humildes trabajaban efectivamente en el campo a la
vista de todos (tenían sus propias canciones de cosecha, y había un grupo, las
llamadas poastriai, que se dedicaban a segar los prados y probablemente a
arrancar las malas hierbas), 112 pero, como ocurre en muchas sociedades
modernas, la visibilidad de la mujer fuera de casa no constituía en absoluto un
indicio de igualdad social. No se sentaban en las calles para disfrutar de un rato
de ocio, ni acudían a beber a un local ni paseaban por los espacios públicos
con más frecuencia o asiduidad que las mujeres bereberes del Marruecos
actual que trabajan duramente en los campos, regresan a casa cruzando la
aldea y se ponen a cocinar, a tejer y a cuidar de sus hijos en el interior de sus
hogares. En el Ática, las familias respetables mantenían en cualquier caso
encerradas a las mujeres en su casa, dedicadas a tareas domésticas como
tejer e hilar. «Las compras» se dejaban a los esclavos, aunque una mujer libre
podía salir de su hogar para ir a coger agua de una fuente pública: oímos
hablar de un «agora de las mujeres», o mercado, pero era un lugar en el que el
hombre podía comprar a una mujer como esclava o como objeto de sus
placeres. Cuando en su gran Oración Fúnebre Pericles decía a las viudas de
guerra atenienses que no se mostraran «inferiores a su naturaleza» y que se
hablara de ellas lo menos posible, no estaba manifestando una opinión
puramente personal. Las atenienses respetables desempeñaban un papel
importante como sacerdotisas en algunos cultos celebrados en su ciudad en
honor de los dioses. Pero las barreras políticas eran infranqueables. No
pertenecían a ninguna fratría, aunque sus padres querían desde luego que
contrajeran matrimonio con un pretendiente que fuera ciudadano de Atenas.
Así pues, a partir de 451 la ciudadanía de un varón ateniense dependería de
que tuviera un padre ciudadano y una madre hija también de ciudadano. Pero
este nuevo requisito no supondría para la mujer una nueva libertad de acción.
Simplemente garantizaba que las hijas de los atenienses no se casaran, salvo
raras excepciones, con extranjeros ni se quedaran solteras, lo que las habría
convertido en una carga para sus hermanos y para su padre. En público la
mujer ateniense casada seguía siendo «la esposa de»; la utilización de su
propio nombre habría implicado que se trataba de una prostituta.
A finales de la década de 340 encontramos a un orador ateniense recordando a
un jurado compuesto por ciudadanos que «a las 'cortesanas' [hetairaí] las
tenemos por placer, las concubinas por el cuidado cotidiano del cuerpo, y las
esposas para procrear legítimamente y tener un fiel guardián de los bienes de
casa». 113 Se esperaba que los miembros del jurado, a diferencia de algunos de
sus lectores modernos (de Inglaterra, pero no de Francia), tomaran estas
palabras al pie de la letra. Por supuesto, algunos esposos amaban a sus
mujeres, pero el orador Lisias, un residente extranjero, amó a su hetera
(hetaira) lo suficiente como para iniciarla en los cultos mistéricos de Eleusis
para su propio bien después de la muerte (no obstante, se consideraba una
muestra de ser un «tipo exigente» el hecho de que, cuando la hetera lo besaba,
el hombre le preguntara si lo hacía sinceramente, de corazón). Los varones
atenienses que podían permitirse los tres tipos de mujeres habrían estado de
acuerdo con el orador en cuestión, añadiendo que en su juventud (y quizá
todavía) habían tenido a algún muchacho joven con fines competitivos, a modo
de idealización y para obtener un placer sexual rápido sin riesgos de embarazo.
Nunca tenían la oportunidad de conocer a una ateniense culta, pues en
ninguna escuela de Atenas las niñas recibían instrucción junto con los niños.
Ninguna mujer ateniense participaba en las discusiones mantenidas entre los
filósofos y sus discípulos, pues estaban reservadas únicamente a los varones.
Algunas aprendían en efecto a leer y a escribir; las heteras (hetairai) podían ir
un poco más allá, pero sólo como lo hacían muchas damas aristocráticas
eduardianas, esto es, escuchando las conversaciones de los hombres en las
fiestas y los banquetes. Sólo a los filósofos más excéntricos, como Pitágoras
en el occidente griego, se les atribuye haber tenido discípulas entre sus
oyentes habituales. Al igual que el vegetarianismo, era una señal del carácter
estrafalario de estos maestros.
En cambio, fuera de Atenas, la Historia de Heródoto está llena de relatos sobre
mujeres activas, sabias o vengativas, pero el ambiente en el que se desarrollan
normalmente es el de alguna familia de reyes (o de «tiranos»). En el escenario
—completamente distinto— de una comunidad democrática, las restricciones
de las mujeres atenienses de condición ciudadana probablemente impactaran
al historiador, pues contrastaban mucho con las de las espartanas, a las
cuales, como visitante, habría visto danzar desnudas. En cuanto a los
ciudadanos atenienses, es muy posible que a Heródoto le sorprendiera el
tiempo que dedicaban generosamente a las actividades de la democracia, a la
asamblea (unas cuatro veces al mes), al consejo anual (hasta dos veces en la
vida) y a los servicios como jurado en los tribunales de justicia (para los
integrantes de la lista anual de seis mil voluntarios). El historiador no parece
haber tenido en gran estima la sabiduría de una multitud democrática, pero
probablemente se viera obligado a respetar la dedicación de los ciudadanos.
Cuando visitó Atenas, la Acrópolis estaba siendo lujosamente reconstruida con
la ayuda de los tributos anuales que la ciudad recibía de sus aliados. Sin
embargo, una serie de comités elegidos públicamente se encargaba de
supervisar todas estas obras y de controlar los detalles de la responsabilidad
financiera en los que tanto hincapié hacía la democracia. Probablemente en su
Halicarnaso natal o en la aristocrática Tesalia no se llevaran a cabo
actuaciones tan minuciosas y públicas.
Sin embargo, la arquitectura y la escultura no constituían un himno a la
democracia. Un fuerte sentido de libertad política sostenía la visión , razonada
de aquellos artistas, pero no dio lugar a la aparición de «escultores políticos»:
no se llevaron a cabo representaciones de «grandes asambleas populares» ni
de «solidaridad dé masas». El friso maravillosamente esculpido del Partenón
no cantaba las glorias de la democracia. Mostraba elementos de la procesión
celebrada durante unas fiestas cuyos orígenes eran muy anteriores a
Clístenes: incluía la presencia del héroe mítico Erictonio, y, según una opinión
moderna, en una sección se representaba el sacrificio de las hijas del
legendario rey para salvar a la ciudad durante una guerra. A finales de la
década de 420 vinieron a sumarse las columnas en forma de figura femenina
del Erecteon, recientemente reconstruido, imagen famosísima de la Atenas
clásica. Pero es posible que dichas figuras representen a unas portadoras de
libaciones en honor del difunto Cécrope, el legendario rey de los atenienses
cuya tumba se hallaba a sus pies.
La vida religiosa de la ciudad también transcurría por unos canales que eran en
gran medida predemocráticos. Los atenienses, al igual que los demás griegos,
no tenían fines de semana festivos (ni siquiera observaban el sistema de
semanas), pero contaban con un calendario repleto de fiestas religiosas. En la
década de 430 había aproximadamente ciento veinte días de celebraciones
potenciales (los atenienses «tienen que celebrar más fiestas que otra ciudad
griega cualquiera», se quejaban los más críticos). 114 Buena parte de esas
festividades habían sido establecidas desde tiempos inmemoriales, y, en
muchos casos, las familias que suministraban los sacerdotes y sacerdotisas
seguían siendo los mismos linajes nobles del pasado predemocrático. Pocos
cargos religiosos se elegían por votación o por sorteo. En cambio, cualquier
ateniense, ya fuera varón, mujer o esclavo, podía ser iniciado en los
«misterios» religiosos del vecino santuario de Eleusis, rito secreto que ofrecía
la promesa de una vida feliz después de la muerte. Pero incluso este elemento
de la vida ateniense, el más abierto a toda la sociedad, tenía unos orígenes
mucho más antiguos que la democracia.
No obstante, la democracia imprimió dos marcas culturales evidentes: una en
la oratoria, y otra en el teatro. Las grandes reuniones de la asamblea y los
nuevos tribunales de justicia con sus grandes jurados abrieron un nuevo radio
de acción a una sutil oratoria tanto cívica como forense. No se conoce nada
parecido en un estado griego no democrático, aunque por desgracia no se nos
ha conservado ningún testimonio ateniense de primera mano hasta el año 399
a.C. Después de las guerras médicas se inició también la costumbre de
pronunciar una gloriosa Oración Fúnebre por parte de un orador
cuidadosamente elegido en alabanza de los caídos en la guerra y de su ciudad.
El más famoso de esos discursos es el atribuido a Pericles, pronunciado en el
invierno de 431-430 a.C. Tampoco tenemos constancia de este tipo de
discursos en ningún estado no democrático.
Las relaciones existentes entre la democracia y la tragedia han sido puestas
muy de relieve en los estudios culturales recientes, pero no son en absoluto
directas. De hecho, los jueces de los certámenes dramáticos no eran elegidos
por sorteo (para evitar posibles sobornos), aunque la elección por sorteo no era
exclusiva de los demócratas. Este teatro habría sido más «democrático» si
todos los ciudadanos hubieran recibido un subsidio estatal que les permitiera la
adquisición de las entradas, pero los inicios de esta práctica, que finalmente se
instauró en Atenas, siguen siendo objeto de controversia (a mi juicio la fecha
más probable de su introducción es la década de 440), y según todas las
opiniones, incluso las de los más optimistas, las entradas gratuitas empezaron
a dispensarse cuando las tragedias ya llevaban cincuenta años de esplendor.
Incluso cuando estuvieron al alcance de todo el mundo, no es en absoluto
seguro que las mujeres pudieran asistir a los espectáculos. Pero, aunque este
subsidio contribuyera a ampliar la clase social del público, no por ello el teatro
era «democrático» por naturaleza ni inconcebible excepto como creación
democrática. La principal fiesta en honor del dios Dioniso había sido instaurada
en tiempos de los tiranos, en la década de 530 a.C. y había empezado con un
sencillo programa de cantos y danzas. Es evidente que fue expandiéndose bajo
todo tipo de gobiernos, hasta un punto (al que se llegó en la época
democrática) en el que unos mil varones de condición ciudadana participaban
cada año con canciones y bailes en los espectáculos corales. Probablemente
las tragedias se habrían representado en cualquier caso bajo un sistema
político diferente: al fin y al cabo eran dramas que exploraban los conflictos
morales y religiosos, pero no a través de argumentos de la vida cotidiana, sino
en relatos míticos del pasado «monárquico». Ni que decir tiene que la tragedia
ática floreció sin problemas cuando fue compuesta o representada para
públicos no democráticos del extranjero. De haber optado por una oligarquía de
(por ejemplo) unos seis mil ciudadanos en 508, los atenienses seguramente
habrían reunido un público suficiente para fomentar los concursos dramáticos
(es muy probable que el público «democrático» a menudo no superara en
cualquier caso los quince mil espectadores, no todos los cuales eran siempre
ciudadanos).
Heródoto vería que aquellos certámenes dramáticos iban precedidos por
sacrificios religiosos y la exhibición del tributo imperial llevado a Atenas por los
portadores de tributos aliados. Todos esos «extras» eran elementos muy
apropiados del programa porque la ocasión era sumamente importante y de
carácter público, la celebración anual más relevante de Atenas. Pero las obras
que se representaban a continuación no eran, por lo tanto, rituales religiosos, ni
exhibiciones o exploraciones de una ideología democrática o imperial. Tenían
como escenario el pasado mítico de la monarquía, exploraban problemas de la
familia y la comunidad, relaciones sexuales, temas religiosos y el
temperamento de los héroes. Conmovían al público, cuya mente y cuyas
emociones se dejaban llevar por las peripecias morales extremas narradas en
las obras y los complejos cantos y danzas de los coros. Pero no confirmaban ni
ponían en tela de juicio un «ethos democrático» en los espectadores, ni
pretendían dar una lección de lo que son los deberes cívicos, como si fueran
una larga «Marsellesa». Las tragedias que han llegado a nuestras manos
habrían podido perfectamente ser compuestas y representadas sólo ante una
oligarquía de atenienses ricos. La forma que tiene la tragedia de presentar la
naturaleza divina y humana, especialmente la de los grandes héroes, era
maravillosamente cruda y sobrecogedora. Emocionaba profundamente al
público y ampliaba sus horizontes, aunque al cabo de dos días tal vez quedara
todo en el olvido.
No obstante, podemos encontrar un posible vínculo con la democracia en cierto
aspecto formal de algunas tragedias que se han conservado. A partir de la
década de 460, en un tribunal democrático, los oradores atenienses debatían
los hechos buenos y malos de un caso ante los ciudadanos que componían el
jurado. En las tragedias, empezó a desarrollarse por entonces una larga
escena de debate a mitad de la obra (el agón), en la cual los personajes
discutían un tema ante el público de ciudadanos, muchos de los cuales eran
miembros de un jurado que disfrutaban de un descanso. Este tipo de escena
llegó a desarrollarse tanto en el teatro sin duda como respuesta a las
experiencias vividas en los tribunales de justicia por los ciudadanos que
asistían a las representaciones. Por otro lado, sólo había una forma artística
verdaderamente democrática: la comedia política. En ella se satirizaba y
atacaba jocosamente a los políticos atenienses más prominentes. Ni que decir
tiene que no habría podido aparecer en una oligarquía restringida y
desconfiada, y cuando a partir de 322 la democracia cayó bajo el control de los
generales macedonios, los dramaturgos próximos a la oligarquía resultante
prefirieron representar obras que fueran inofensivas «comedias de situación»
despersonalizadas.
Para nosotros, la comedia democrática ateniense está dominada por el único
genio de este género que se nos ha conservado, Aristófanes (activo entre las
décadas de 420 y 380), pero sus propios comentarios, así como los de otros,
indican que las obras de un rival suyo de más edad, Cratino, constituyen una
de las pérdidas más lamentables de toda la literatura de la Antigüedad. El
humor de Aristófanes se manifiesta a través de brillantes equívocos y juegos de
palabras, de alusiones groseras y de carácter sexual (algunas de las cuales
todavía siguen sin entenderse) y llega a su punto culminante en la fantasía, en
la parodia, en los chistes acerca del propio drama y en una brillante, pero
despiadada, invectiva o sátira personal. La combinación de ingeniosa
obscenidad y dulces y agitados cantos corales que caracteriza su obra es única
en toda la producción dramática que ha llegado a nuestras manos. Es a través
de él como mejor podemos captar el admirable grado de conciencia de sí
mismos que tenían los atenienses. Las comedias de Aristófanes poseen una
maravillosa capacidad de adentrarse en divertidos experimentos mentales
acerca de los papeles de uno y otro sexo y de las relaciones entre hombre y
mujer (sus argumentos resultan aún más divertidos si pensamos que todos los
personajes eran interpretados por hombres). También muestran una gran
crueldad en lo tocante a los esclavos o a las chifladuras de los filósofos (una de
sus comedias más famosas, Las nubes, contiene un comentario realmente
agresivo sobre Sócrates y su influencia).
Los argumentos de las comedias de Aristófanes probablemente surgieran de
determinados relatos nuevos o de declaraciones públicas de la época que se
nos han perdido, y no del interés por cuestiones «abstractas» que nos resulta
tan familiar en las sátiras modernas de Brecht. Las obras que han llegado a
nuestras manos, sin embargo, abarcan todo tipo de temáticas, desde una
sincera esperanza de paz en tiempos de guerra, hasta una huelga de sexo por
parte de las mujeres con el fin de conseguirla, y el clásico intento de encontrar
y hacer volver de la muerte al mejor poeta trágico. Al igual que Aristófanes,
otros comediógrafos de su época fueron capaces de realizar casi cualquier tipo
de subversión jocosa. En 423 a. C., una obra del viejo Cratino, La botella,
presentaba al autor casado con la Comedia, que quería divorciarse de él
porque Cratino se preocupaba más de emborracharse que de ella. 115
Lamentablemente, no conocemos otros detalles de esta prometedora parodia
de uno mismo. En 421 Éupolis estrenó incluso una obra cuyo coro estaba
dividido en dos mitades, la de los ricos y la de los pobres, y cuyo argumento
era una sátira de un líder político muy popular, presentado como un eunuco-
esclavo del pueblo ateniense, que era presentado a su vez como su amo
«persa». 116 Las veleidosas mentes de los atenienses de la época eran capaces
de subvertir casi cualquier realidad de la vida social y política para reírse de
ella: la libertad es, ante todo democrática, y la prueba de su existencia es si en
ella es política y culturalmente posible o no una figura como la de Aristófanes.
Él es el verdadero síntoma de una época clásica.
Si Heródoto hubiera estado en Atenas en la primavera de 438a.C, habría
podido disfrutar con Alcestis, la deliciosa tragedia de Eurípides, estrenada ese
mismo año. Habría entrado con toda facilidad en la forma en que el autor
planteaba los dilemas y el amor de una mítica pareja de reyes, guiada por el
amable patrocinio de Apolo. Indudablemente se habría reído también con las
procaces comedias estrenadas aquel año, aunque una parte de su
personalidad habría pensado que iban demasiado lejos. Sin embargo, sus
propias «investigaciones» le habrían recordado que conocía decenas de
«dramas» trágicos mucho más recientes, que le habían sido referidos como
conflictos reales entre padres e hijos, maridos y esposas de todo el mundo, o
entre dioses y mortales, entre personajes como Giges, rey de los lidios, o el
pastor del norte de Grecia Evenio, que había sido cegado, o Hermotimo, el
quiota, que se había vengado de su espantosa castración haciendo víctima de
un acto igualmente cruel al hombre que lo había castrado y a sus hijos. Fuera
de Atenas, había muchos relatos de griegos de carne y hueso del pasado
reciente que contenían el germen de las tragedias de la vida real. Al no
disponer de las exhaustivas investigaciones llevadas a cabo por Heródoto, los
atenienses descubrieron aquel germen, lo ensombrecieron y profundizaron en
él, pero sólo en el mundo de los mitos y las leyendas.
Desde la década de 450 hasta 429 el político ateniense más famoso fue
Pericles, hasta tal punto que este período suele denominarse actualmente la
época de la «Atenas de Pericles». El emperador Adriano conocía
perfectamente el ejemplo de Pericles. Entre los favores especiales que
concedió a Atenas, quizá modelara el papel otorgado a la ciudad en su
«Panhelenion» sobre el proyecto que los biógrafos habían atribuido al propio
Pericles. El gran político ateniense ha seguido siendo motivo de inspiración en
el mundo moderno. En 1915, durante la guerra contra Alemania, en los
autobuses de Londres se mostraba una traducción de las bellas palabras
acerca de la libertad pronunciadas en la Oración Fúnebre que se le atribuye.
El verdadero Pericles es un personaje más esquivo. Nació a mediados de la
década de 490; su padre, Jantipo, era noble y su madre pertenecía a la familia,
también noble, pero no exenta de controversia, de los Alcmeónidas. De joven,
su carácter se vio configurado por dos cambios trascendentales: la nueva
preeminencia de Atenas, alcanzada como consecuencia del papel que
desempeñó en la derrota de los invasores persas, y la creciente seguridad en
sí misma de la democracia desde su establecimiento a raíz de las reformas de
Clístenes en 508 a.C. Los atenienses, ajuicio de Pericles, eran especiales,
como reconocían incluso los demás griegos, aunque fuera a veces a
regañadientes. La democracia era por aquel entonces el marco más idóneo
para que un político hiciera carrera y la idea de que pudiera desaparecer no era
más que una fantasía de los «mejores». Durante la juventud de Pericles, allá
por la década de 480, fue cuando se intensificó la actividad popular, con la
oleada de ostracismos que vinieron a demostrar que el pueblo ateniense podía
por votación expulsar de sus asambleas incluso a los individuos de más noble
linaje. En 489, el padre de Pericles ya se había aprovechado de la opinión
pública para llevar ante un tribunal popular ni más ni menos que a Milcíades, el
héroe de Maratón. En las asambleas, como pretendía Clístenes, el voto
mayoritario del pueblo era el que decidía lo que se debía hacer. Por
consiguiente, quien lograra ganarse la confianza del pueblo podía ser más
eficaz que cualquier aristócrata anticuado, por valiente que se hubiera
mostrado en la guerra y en los certámenes atléticos, y por bien relacionado que
estuviera en el mundo griego en general.
Esa confianza sólo podía ganarse a través de la oratoria, proponiendo a la
asamblea medidas que resultaran atractivas y que se viera que podían
funcionar. Los éxitos políticos habían empezado a no depender de la palabra
escrita y de su difusión. Según se cree, los decretos aprobados por la
asamblea eran expuestos a la vista de todo el mundo en tablones recubiertos
de cal en el agora, para que «quien quisiera» pudiera echarles una ojeada. A
mi juicio, eran más los atenienses que sabían leer que los que sabían escribir,
pero es probable que la mayoría de los miembros de la asamblea no se hubiera
tomado nunca la molestia de leer un texto literario. Siempre podía encontrarse
a alguien que le leyera a uno el decreto expuesto y que se lo recitara a los
menos capacitados, pero si Pericles hubiera basado su campaña en la
publicación de manifiestos escritos, probablemente hubiera perdido a la mayor
parte de los votantes: en Atenas, los escritos de carácter político estaban
reservados a los teóricos y a los simpatizantes de la oligarquía, que no
formaban parte precisamente de la corriente general seguida por la política. La
circulación de los libros en forma de rollos o volúmenes, las escenas de lectura
y de escritura representadas en la cerámica pintada ateniense, y los textos de
las obras maestras de la retórica ejecutadas oralmente que ahora leemos y
admiramos son una prueba de los hábitos cultos que tenía únicamente una
pequeña minoría ilustrada. 117 La cultura política era oral.
Las dos lecciones que aprendió Pericles en su juventud, es decir, la
preeminencia de Atenas y el papel público que podían desempeñar todos y
cada uno de los varones adultos de la ciudad, determinarían su visión política.
La prueba suprema que poseemos de sus palabras y sus hechos se encuentra
en las historias de un contemporáneo y admirador suyo, bastante más joven
que él, Tucídides (nacido en ca. 460-455 a.C). Tucídides veneraba la oratoria
de Pericles, su inteligencia aplicada con absoluta frialdad, su inmunidad a los
sobornos y a la corrupción, y su capacidad (así opinaba el joven Tucídides) de
controlar y dirigir al pueblo veleidoso de modo que entre los atenienses la
política se convirtiera en «el gobierno de un solo hombre». 118 A juicio de
Tucídides, también era importante el hecho de que Pericles fuera «uno de los
nuestros», es decir un aristócrata que además era un general valeroso y
capacitado. Pero la opinión del historiador está en contradicción con la del
filósofo Platón, mucho más convincente, a pesar de haber sido expresada una
generación después de la muerte de Pericles.
Platón, que no era ningún demócrata, insistía en que Pericles había sido un
«demagogo» adulador que había dirigido a los atenienses al desastre y los
había corrompido. No se le podía eximir de culpa en la derrota final de los
atenienses a manos de los espartanos en la posterior guerra del Peloponeso.
Otros autores posteriores intentarían conciliar estas dos opiniones
contrapuestas afirmando que Pericles había empezado siendo un
«demagogo», como lamentaba Platón, pero que luego había alcanzado la
superioridad olímpica que el joven Tucídides tanto admiraba. El recuerdo
personal más sugerente de Pericles que se nos ha conservado procede de un
autor de su época, aunque no ateniense, el siempre cordial Ion de Quíos.
Cuando conoció a Pericles, encontró que su trato era «presuntuoso y algo
vanidoso, y que con sus jactancias se combinaba un gran desdén y desprecio
por los demás». 119 Otros atenienses famosos, entre ellos el poeta trágico
Sófocles, eran más del gusto de Ion.
Debemos deducir que Pericles era consciente de que tenía unos proyectos y
unas responsabilidades nada comunes. Se dice que era un político de ideas
singulares que sólo sabía seguir la calle que conducía de su domicilio al centro
político de la ciudad. Se afirma también que evitaba las ocasiones sociales
siempre que le era posible: la política popular era un asunto serio que le
ocupaba a uno todo su tiempo. Entre sus mejores amigos estaban algunos
intelectuales que visitaron Atenas, gentes como el teórico de la música Damón
o el filósofo Anaxágoras, que sacaba de quicio a la gente comente al afirmar
que el «dios» sol era sólo una bola de materia incandescente. Cuando Pericles
se relajaba, lo hacía no con su esposa, de la que se divorció amistosamente,
sino con su famosa amante, Aspasia, que había llegado a Atenas procedente
de la elegante ciudad greco-oriental de Mileto. Se nos cuenta que Aspasia era
toda una autoridad en las artimañas de las casamenteras y en los secretos de
cómo ser una buena «esposa». Los poetas cómicos de Atenas obtuvieron
grandes éxitos afirmando que indujo a Pericles a emprender varias guerras en
el extranjero, que fue su maestra de oratoria y filosofía, que le proporcionaba
muchachas jóvenes, y que dirigía un burdel; en una parodia judicial, se asegura
incluso que era culpable de «impiedad» hacia los dioses. La posteridad ha
querido imaginarla presidiendo un salón de buen tono en medio de
conversaciones inteligentes, pero en realidad no sabemos nada de ella. Con
deliciosa malicia, Platón le atribuiría más tarde una elocuente «Oración
Fúnebre» elaborada por ella misma en alabanza de Atenas. 120 De ese modo se
burlaba de las Oraciones Fúnebres pronunciadas en la realidad por Pericles,
una de las cuales fue inmortalizada por Tucídides en su Historia de la guerra
del Peloponeso. Al menos podemos afirmar que Pericles amaba realmente a
Aspasia. Es el primer hombre en la historia del que se dice que daba siempre
un beso apasionado a su amante cada mañana cuando se iba a trabajar y otro
por la noche cuando regresaba a casa. 121 Ninguna fuente lo relaciona con
ningún tipo de interés homoerótico por los mancebos.
Si la vida familiar de Pericles no tenía nada de particular y sus hijos fueron más
bien lerdos y mediocres, ¿qué tenía de Pericles lo que llamamos la «Atenas de
Pericles»? El gran político fue elegido general y este nombramiento se repitió
año tras año durante la década de 430: no obstante, era sólo uno más de los
diez que se escogían anualmente.
No ocupaba ninguna posición especial y sus éxitos públicos dependían de su
capacidad retórica en las grandes asambleas públicas. Es evidente que la suya
era sólo una voz más entre las de los líderes más importantes, algunos de los
cuales respaldaron varias de sus propuestas. Nunca podía decidir nada solo ni
imponer su parecer, como hace actualmente un presidente de gobierno en su
consejo de ministros. No obstante, hay un hilo conductor característico en todo
lo que conocemos acerca de los atenienses desde finales de la década de 450
hasta ca. 430. Fue indudablemente Pericles quien supo ponerlo en palabras y
quien ayudó al pueblo a decidir aquello que deseaba sin saberlo y que nunca
habría sido capaz de expresar de forma tan clara.
En política exterior, los atenienses no se limitaron sólo (según parece) a seguir
las líneas marcadas por Pericles. Como éste, eran fieles herederos de
Temístocles. En 450-449 a.C. se firmó una paz con el rey de Persia, tal como
habría deseado el viejo Temístocles; en las décadas de 440 y 430 se
aprobaron asimismo los tratados de alianza solicitados por los griegos de
Occidente e incluso un general ateniense desarrolló durante algún tiempo sus
actividades en Nápoles: existen indicios —aunque desde luego sólo son
indicios— de que también a Temístocles le interesó el ámbito de los griegos de
Occidente. En Grecia, Pericles era recordado por haber hecho un comentario
verdaderamente digno de Temístocles: según declaró, «veía ya acercarse la
guerra desde el Peloponeso». 122 Quería decir que los espartanos eran el
enemigo y para que el comentario en cuestión tuviera sentido tuvo que hacerlo
mucho antes de que se desencadenara la funesta guerra que dio comienzo en
431. Mientras tanto, si la expansión ateniense ponía nerviosas a las ciudades
del norte del Peloponeso aliadas de Esparta, que las pusiera. Como había
demostrado el ejemplo de Temístocles, siempre cabía la posibilidad de
derrocar los gobiernos pro espartanos existentes en dichas ciudades e incluso
de inducirlas a pasarse al bando de Atenas. Pericles había conocido la lenta
guerra desencadenada en Grecia contra los espartanos y sus aliados entre 460
y 446. Quizá este suceso le convenciera de la posibilidad que tenían los
atenienses de refugiarse detrás de sus inexpugnables Muros Largos, obra de
Temístocles, y de resistir las invasiones por tierra de los espartanos. Allí podían
sobrevivir perfectamente gracias a su supremacía naval, legado asimismo de
Temístocles, y por ese conducto podían disponer siempre de grano de
importación. Además, si se aliaban con la vecina y amistosa ciudad de Mégara,
podían bloquear el fácil acceso que tenían los espartanos al territorio del Ática:
habrían podido «salirse con la suya» sin necesidad de librar ninguna batalla
campal. Si los espartanos intentaban asolar el Ática, la caballería se lanzaría
sobre ellos y los expulsaría. Durante los años de Pericles se multiplicaron por
seis los integrantes de la caballería y se elaboró un nuevo plan de
«aseguración» de los animales. 123 Pericles no era ningún partidario
empedernido de la clase baja.
La insistencia firme y razonada de Pericles en esta estrategia comportaba algo
nuevo y más profundo que el oportunismo de Temístocles en la escena
internacional. Cuando otro noble ateniense, Calías, logró firmar contra todo
pronóstico un tratado de paz con Persia en 449, Pericles respondió
convocando un congreso de los griegos en Atenas para discutir la
reconstrucción de los templos arruinados de la Acrópolis, la celebración de
nuevos sacrificios a los dioses y el uso libre y pacífico de los mares. Lo que
aquello quería decir era que los aliados de Atenas iban a seguir pagando
tributo a los atenienses para sufragar todos esos gastos, a través del
mantenimiento de una Liga Helénica cuyo centro iba a ser Atenas. Como es de
suponer, Esparta se negó a asistir al congreso, pero en 449 empezaron las
obras de los nuevos templos de la Acrópolis de Atenas, financiadas por el pago
ininterrumpido del tributo. La paz con Persia fue presentada como una
«victoria», y de ese modo el nuevo programa de edificaciones pudo soslayar el
juramento prestado anteriormente por los atenienses de que no iban a
reconstruir nunca los templos destruidos. Para Pericles, Atenas era el gran
centro del mundo griego libre y por eso se había convertido merecidamente en
el adalid de tantos aliados griegos. Pericles mostró una obstinación asombrosa
respecto a la necesidad de mantener la alianza o «Imperio» de los atenienses.
Todos los intentos de rebelión fueron sofocados: todos los súbditos del
«Imperio», dice Tucídides en la semblanza que nos ofrece de Pericles,
reconocían que no eran «gobernados por hombres indignos». 124 Los
atenienses debían «amar» a su ciudad y su poder. Atenas era admirable por su
nueva belleza, por el carácter de sus habitantes y su gracia excepcional, sus
dotes y su tolerancia mutua (los esclavos no eran, al fin y al cabo, más que
objetos). Con un grado de probabilidad variable, podemos atribuir a Pericles la
presentación de múltiples propuestas en beneficio de sus conciudadanos. A
partir de 448 a.C, fueron enviados colonos a establecerse en nuevos
asentamientos y a ocupar nuevas tierras en el territorio de los súbditos de
Atenas: la propuesta probablemente fuera de Pericles. Los colonos pertenecían
en su mayoría a las clases más pobres y arrendando nuevas tierras en el
extranjero pudieron acceder a un nivel de vida más alto y mejor. Desde
comienzos de la década de 450 los atenienses que prestaban servicio en los
numerosos tribunales de justicia de la ciudad cobraban un pequeño salario por
hacerlo: esta gratificación del Estado se debió a una iniciativa de Péneles. Con
el tiempo, todos los atenienses recibirían la cantidad de dinero necesaria para
comprar las «entradas» a los espectáculos teatrales y a los actos celebrados
con motivo de las grandes fiestas de la ciudad: el origen de la medida es objeto
de debate, pero, a mi juicio, es probable que el responsable de su introducción
fuera Pericles.
La definición de lo que era la ciudadanía ateniense se vio asimismo restringida
por consejo suyo. A propuesta de Pericles, sólo podían ser ciudadanos
atenienses los hijos de un ciudadano ateniense y de una mujer ateniense. Esta
ley de Pericles era de aplicación para el futuro, y afectaría sólo a los niños
nacidos a partir de 451 a.C. de modo que contó con suficiente apoyo popular
para que votaran a su favor los que por aquel entonces ya eran ciudadanos.
Probablemente, como hemos visto, su principal objetivo fuera animar a los
atenienses a casarse con mujeres de Atenas, y la cuestión se haría todavía
más urgente cuando numerosos atenienses recibieran nuevos terrenos en el
extranjero en arriendo o para su explotación. Pericles se dio cuenta de que las
familias no iban a estar dispuestas a quedarse con las hijas solteras mientras
sus hijos varones se casaban con mujeres extranjeras: la mayor restricción de
los requisitos necesarios para gozar de la ciudadanía ateniense iría además en
consonancia con el sentido de identidad colectiva de los ciudadanos.
Todas estas innovaciones llevaban implícita la idea de que los ciudadanos de
Atenas eran especiales, de que todo varón adulto era capaz de desempeñar
una labor política responsable, de que debían ser recompensados por ello, y de
que las artes contribuyen a honrar a los dioses y a civilizar a sus beneficiarios.
El propio Pericles desempeñó un destacado papel en la comisión encargada de
supervisar los espléndidos nuevos edificios de la Acrópolis. Fue amigo íntimo
del gran escultor Fidias y fue identificado con la gestión adecuada del programa
de nuevas construcciones. Por indicación suya, el peplo que las doncellas
atenienses tejían para la diosa Atenea sería llevado en procesión a su nueva
«casa», el Partenón, para ser colgado a modo de gigantesco telón detrás de la
nueva estatua de la diosa, de tamaño colosal, esculpida por Fidias. 125 Al pie de
la Acrópolis Pericles propuso además construir un edificio especial, el Odeón,
sostenido por un bosque de columnas. La nueva construcción se convirtió en
escenario de los certámenes musicales celebrados durante las grandes
festividades, aunque los poetas cómicos sostienen que era una manifestación
de vanidad, cuyo modelo era la tienda que los atenienses habían arrebatado a
Jerjes, el rey de los persas.
Entre ca. 560 y 510 los tiranos atenienses habían desarrollado la idea de una
Atenas más grandiosa; por primera vez encontramos ahora una visión
destinada a los ciudadanos atenienses. Hasta ese momento, no tenemos
constancia de que ningún político de Atenas, ni siquiera Clístenes, hubiera
mantenido relaciones con filósofos e intelectuales. A diferencia de los
aristócratas de otros tiempos, Pericles no pidió que se compusieran poemas ni
otros textos en su honor: ni siquiera intentó que se pusiera su nombre en
ninguna inscripción en aquellos edificios considerados propiedad de toda la
ciudadanía. Su idea era la de una nueva comunidad, perfeccionada por el
poder y por la participación igualitaria de todos los varones atenienses. Sus
contactos con los intelectuales lo llevaron a relacionarse incluso con
Protágoras, el filósofo que fue invitado, según afirman fuentes de época
posterior, a escribir las leyes de la nueva colonia de Turios, en el sur de Italia,
fundada a instancias de Pericles. Tanto en el campo de la música como en el
de la teoría política, en el uso de la oratoria o de la pura razón, Pericles hizo
gala de una nueva claridad intelectual. Todo ello era consecuencia de la nueva
hegemonía alcanzada por los atenienses en su tiempo, que llevó a su ciudad a
numerosos hombres dotados de gran inteligencia, experiencia y talento,
atraídos por el nuevo poder de Atenas y las compensaciones que podían
obtener. Ni sus amigos ni él creían en la vieja monserga arcaica, es decir en el
deseo de los dioses de castigarlos por los remotos pecados de sus
antepasados. Ahora poseían una nueva claridad clásica.
En aquellos ambientes, la «cólera» aleatoria de los dioses no constituía una
«explicación convincente de las desgracias»: los descendientes no serían
considerados responsables de los crímenes de sus antepasados. Esta
concepción más clara de la responsabilidad constituye para nosotros el sello de
identificación del cambio de la época arcaica a la clásica. En Atenas, Pericles y
sus amigos tenían esa idea, pero lo importante para nuestro concepto de
cambio es el hecho de que la tuvieran unos pocos, no el de que la mayoría
restante de la población de la «Grecia clásica» siguiera acariciando las viejas
ideas arcaicas. En el Occidente griego, los ciudadanos de Selinunte seguían
temiendo a los «espíritus vengadores» que habitaban entre ellos; los de Cirene,
creían en una leyenda acerca de la «cólera» de Apolo, que explicaba la
fundación de su ciudad, y no dudaban en celebrar ritos destinados a calmar sus
temores de contaminación. En Locros, los habitantes de la ciudad seguían
enviando anualmente un grupo de vírgenes a Troya para expiar el «pecado»
cometido por sus antepasados en la época mítica de los héroes. 126 La época
de Pericles no fue una época de ilustración generalizada en Grecia, sino un
período en el que los intelectuales y su pensamiento ilustrado empezaron a
florecer alrededor de un líder político que tenía unas ideas semejantes a las
suyas.
Podemos percibir algunas de esas ideas en la Oración Fúnebre pronunciada
por Pericles en 430 a.C. que Tucídides nos ofrece utilizando sus propias
palabras, aunque afirma que se ciñe «lo más posible» a la «esencia de lo que
realmente se dijo». Tras las hermosas declaraciones de Pericles, podemos
captar también una respuesta a las críticas que se le hacían en su época.
«Amamos la belleza con sencillez y el saber sin relajación.» En nuestra
democracia —continúa diciendo—, cualquier hombre, independientemente de
cuál sea su origen, puede aportar su . granito de arena, pero los atenienses
son tolerantes con la vida privada de sus conciudadanos y no se guardan
resentimiento unos a otros si actúan guiados por su gusto personal. La libertad
impregna toda la vida, tanto pública como privada, de los atenienses, pero es
una libertad bajo el imperio de la ley. La libertad de los atenienses no es
«libertinaje». No obstante, el individuo que se niega a participar en la vida
pública es un «inútil». 127 En cuanto a las mujeres, no tienen ese tipo de
participación. El discurso concluye con una breve mención a la «virtud
femenina» de las que se han quedado viudas. Es aconsejable que sus
«virtudes o defectos anden lo menos posible en boca de los hombres», que no
llamen la atención y lleven una vida lo más modesta posible. Pero «si no os
mostráis inferiores a vuestra naturaleza, vuestra reputación será grande»,
dando a entender, por tanto, que su naturaleza no es desde luego la mejor.
Hace una «exhortación puramente negativa a que no den muestras de tener
una limitación innata». En esta ocasión, como en tantas otras, Pericles
verbaliza lo que su público, aunque no la mayoría de los lectores modernos,
daba por descontado. Para los varones, el ideal no es «el esplendor público y
la miseria privada». No es ninguna deshonra ser pobre, pero sí lo es no intentar
escapar de la pobreza en primer lugar. Durante toda la década de 430, los
poetas cómicos de Atenas y sus rivales políticos intentaron burlarse de
Pericles, de Aspasia y de su círculo de amigos intelectuales y artistas,
empeñándose incluso en llevarlos a los tribunales. El Pericles «olímpico»,
afirmaban los comediógrafos, estaba dominado por su amante: empezó la
guerra con Esparta —¿por qué no?— para evitar el escándalo: tenía incluso
una «cabeza acebollada». 128 Como la cebolla, en la antigua Grecia, era una
flor que nacía de un bulbo redondeado y liso, el significado del chiste es que
Pericles tenía la cabeza redonda y calvicie prematura. Se decía que con mucha
frecuencia llevaba casco en público, quizá para recordar los servicios prestados
ininterrumpidamente como general, pero también para disimular la calva. La
sátira cómica y los procesos son una prueba de la libertad en defensa de la
cual él mismo hablaba con tanta admiración. El público adoraba el humor «de
prensa amarilla» de los poetas, pero es la visión de Pericles la que ha
sobrevivido, y no la suya.
Durante las tres últimas décadas del siglo V a.C. los atenienses y los
lacedemonios [espartanos], con sus respectivos aliados, estuvieron en guerra.
Este conflicto, conocido como la guerra del Peloponeso, acaso constituya una
prueba evidente del fracaso político de los antiguos griegos. Más de veinte
años de enfrentamientos, con unos siete de «tregua inestable» entre medias,
causaron la muerte a decenas de miles de griegos (quizá la mitad de la
población masculina de Atenas), supusieron la destrucción de hogares y
bosques, así como un elevado coste en dinero y en hombres. La guerra sólo se
resolvió gracias a la ayuda prestada por el rey de Persia a los espartanos, a
cambio de la cual se exigió el abandono de las ciudades griegas de Asia Menor
y la vuelta de éstas a la esfera de influencia persa. Según dicen los propios
observadores de los hechos, la guerra acrecentó la crueldad de los hombres.
Se dieron actos espectaculares de fiereza por parte de unos y otros, entre ellos
la matanza de prisioneros perpetrada por los generales espartanos o el
exterminio, tras ser debidamente advertidos de lo que les podía caer encima,
de los habitantes de la isla de Melos por los atenienses, cuando éstos se
negaron a integrarse en su imperio. El tema de la libertad tuvo un papel
tristemente destacado a lo largo de todo el conflicto. Al principio la retórica de
los espartanos prometió a los aliados esclavizados de los atenienses esa
libertad, pero que más tarde se vio brutalmente traicionada por los
acontecimientos. Los griegos orientales de Asia fueron entregados al rey de
Persia como súbditos tributarios, mientras que las comunidades del Egeo se
vieron sometidas al gobierno de odiosas dictaduras pro espartanas, las
decarquías o «gobiernos de diez hombres», claramente favorables a los
lacedemonios.
Esta guerra y toda su crueldad no fueron inducidas por la religión o el
nacionalismo: no hubo cruzadas ni genocidios. Pero, eso sí, lo que estaba en
juego eran verdaderos principios, no se trataba de matar por matar. A primera
vista, parece que fue sólo un conflicto de poder. La guerra estalló como
consecuencia de la expansión imparable del poder de los atenienses, sobre
todo cuando empezó a centrarse específicamente en las oportunidades
abiertas en Sicilia y el Occidente griego. Durante la década de 430, esas
ambiciones sobre territorios extranjeros despertaron cada vez más la alarma de
una importante aliada de Esparta, Corinto, metrópoli de Siracusa, el Estado que
dominaba Sicilia. Corinto tenía también importantes colonias en la costa del
noroeste de Grecia, situadas en la ruta natural de las naves de guerra que se
dirigieran a Occidente. En este angustioso marco, los corintios no estaban
dispuestos de ninguna manera a conceder el beneficio de la duda a las
ambiciones de Atenas. Las sospechas se intensificaron a raíz del choque
diplomático que se produjo a propósito de la colonia corintia de Corcira (la
actual Corfú). Los legados corintios advirtieron que, si los espartanos no iban a
la guerra y se oponían a las actitudes intervencionistas de los atenienses,
abandonarían la alianza de Esparta, acto que habría expuesto al Peloponeso a
un peligro mucho mayor de subversión y a la consiguiente quiebra de la
hegemonía espartana sobre la península. Se desencadenó así una serie de
acontecimientos en el curso de los cuales los atenienses no llegaron nunca a
romper técnicamente el tratado vigente con los espartanos y sus aliados,
firmado en 446. Pero si sus ambiciones no hubieran ido más allá del área
cubierta por este tratado, la presión en pro de la guerra no habría aumentado
hasta el punto que lo hizo. La gota que colmó el vaso fue el decreto de Mégara,
vecina de Corinto y aliada de los espartanos. Los atenienses promulgaron un
decreto de carácter comercial contra ella, en virtud del cual se prohibía a los
megarenses la entrada en el mercado de Atenas y acceder a los puertos de
sus numerosos aliados. No cabe duda de que con esa medida se pretendía
desestabilizar indirectamente la oligarquía que gobernaba en Mégara, sin
declarar de hecho la guerra. Si Atenas lograba que los megarenses instauraran
un gobierno democrático, éstos pasarían seguramente a engrosar el número de
sus aliados. Las recientes guerras desencadenadas entre 460 y 446 habían
demostrado qué aliados tan estratégicos habrían podido llegar a ser, pues
habrían permitido cerrar los pasos de montaña a los invasores espartanos y
bloquear la ruta natural de las invasiones del Ática.
Más de quinientos años después, el emperador Adriano todavía encontró
recuerdos de este famoso conflicto. Cuando visitó Mégara, descubrió que
últimamente, ya durante su reinado, los megarenses seguían negando la
entrada en sus casas a los atenienses y sus familias, , enemigos ancestrales
suyos. Detrás de esas disputas territoriales se ocultaba algo más fundamental,
a saber, la completa diferencia de estilos de vida, de cultura y de mentalidad
existente entre los atenienses de Pericles y los espartanos, con los que en
aquella época se habían alineado los megarenses. Adriano habría debido
recordar que durante la década de 430 los espartanos clásicos continuaron
aplastando y ocupando el territorio vecino de Mesenia, y manteniendo el severo
estilo de vida impuesto por sus legisladores allá por el siglo VII a.C. En torno a
sus territorios, caracterizados por la vulnerabilidad, los reyes y los ancianos de
Esparta se esforzaron por mantener un cordón de oligarquías fieles, en las que
un número relativamente pequeño de ciudadanos gobernaba con firmeza a los
demás y les negaba los derechos políticos. Atenas, en cambio, era la gran
democracia, la sede de una cultura que podríamos calificar como la «educación
de Grecia». El pensamiento, el teatro, las artes, el variado estilo de vida que
todavía admiramos en ella eran características típicamente atenienses o tenían
su centro en Atenas. Los espartanos no se fiaban de los atenienses, por temor
a que se infiltraran en su territorio y acabaran con el cordón protector de
aliados del que dependía su modo de vida. ¿Qué habría pasado si el escaso
número de oligarcas que gobernaban en las ciudades aliadas del norte del
Peloponeso, y sobre todo en Corinto, hubieran tenido el valor de abandonar a
Esparta y unirse a la liga de los atenienses, navegantes como ellos? Cuarenta
años más tarde, había ya demócratas desarrollando sus valerosas actividades
entre los aliados de Esparta en el Istmo, incluso en Corinto. Junto con los
atenienses, habrían podido organizar una expedición imparable a Sicilia, al sur
de Italia y aún más allá. Con los griegos de Sicilia como aliados, habrían podido
atacar luego el objetivo más lejano de las ambiciones de Atenas, Cartago. La
dependencia de tropas mercenarias que tenía Cartago probablemente la habría
hecho sucumbir; la comunidad helénica establecida en la ciudad habría
ayudado a los aliados griegos, y Cartago, la alternativa más rica y más
poderosa al estilo de vida de los griegos que había en el Mediterráneo, se
habría sometido. Los valores de Atenas, la democracia y la prosperidad,
habrían florecido desde el norte de África hasta el mar Negro. Los atenienses
más brillantes habrían encontrado en el extranjero una nueva vía de escape
para su talento. Alcibíades, el extravagante aristócrata, el héroe bajo sospecha
del público ateniense, habría encajado estupendamente como gobernador de
una Cartago ateniense, rodeado del oro, las hermosas doncellas y las famosas
alfombras de la ciudad.
En cambio, los años de la guerra se convirtieron en un período de
estancamiento sombrío y pernicioso. En 431 a.C. la opinión pública de Grecia
esperaba una rápida rendición de los atenienses, pero éstos, siguiendo el
consejo de Pericles, se retiraron tras los Muros Largos, demasiado fuertes para
el escaso dominio que tenían los espartanos de la guerra de asedio. Pericles
había hablado de «aguantar hasta la victoria», pero un hombre tan inteligente
como él sin duda tenía en mente más de un plan de supervivencia. La flota
ateniense estaba integrada por unos trescientos navíos de guerra y todavía
disponía de excelentes tripulaciones perfectamente adiestradas (aunque a
veces prestaran también servicios como remeros algunos «auxiliares» de
condición servil). Seguía dominando los mares, colaborando en la importación
de productos alimenticios para la ciudad y ayudando a mantener la seguridad
entre los aliados de Atenas. La capacidad naval de los espartanos, por el
contrario, era mínima y además carecían de dinero para construir y mantener
unos barcos de calidad superior. Tenían a su servicio ilotas, pero no disponían
de ciudadanos libres de clase humilde dispuestos a servir como remeros. Su
mayor fuerza radicaba en la guerra tradicional por tierra, llevada a cabo por su
espléndida infantería de hoplitas, que marchaban al son de la música, cantando
todavía los repelentes versos de Tirteo, con sus mantos de púrpura flotando al
viento.
La estrategia de Pericles comportaba dejar a los espartanos hacer lo poco que
pudieran hacer, mientras los atenienses continuaban presionando a
megarenses y corintios, decisivos desde el punto de vista táctico. Si uno de
ellos o los dos se pasaban al bando de los atenienses, acaso con un régimen
democrático, los espartanos tendrían cortado el paso al Ática. Mientras tanto, el
éxito de los espartanos en su afán de subvertir a los aliados de los atenienses
siguió siendo muy limitado, entre otras cosas debido a que el sistema político
vigente en Esparta y la rudeza de casi todos sus generales constituían una
alternativa muy poco agradable. El impacto de los espartanos se notó
principalmente en las invasiones anuales del Ática, durante las cuales se
dedicaban a talar los árboles y a quemar las cosechas. Nadie era capaz de
vencerlos en una batalla campal, y los atenienses se negaban a plantarles cara
a campo abierto, limitándose a acosar con su caballería, recientemente
ampliada, a los destacamentos que realizaban alguna incursión de saqueo o
salían en busca de forraje. Los aliados de Esparta no podían permanecer
mucho tiempo en el Ática: en sus ciudades no tenían una mano de obra como
los ilotas, y por lo tanto debían regresar a ellas para recoger la cosecha con
sus propias manos.
Pericles no había provocado la guerra, pero como disponía de una estrategia
racional para deshacerse de los espartanos, había exhortado a los atenienses
a no ceder a las presiones diplomáticas previas al estallido del conflicto. Su
razonamiento era impecable, pero se vio frustrado por la casualidad. Sin que
nadie se lo esperara, los atenienses fueron víctimas de una peste
(probablemente tifus) y Pericles fue uno más de los que perecieron a
consecuencia de ella. Deseosos de conservar la preeminencia política, sus
seguidores propusieron una estrategia cada vez más activa, entre otras una
medida muy poco propia de Pericles: la realización de una primera expedición
a Sicilia, fuente de aprovisionamiento de grano de Corinto y de los aliados de
Esparta. Aun así, los fracasos de Atenas no echaron por tierra el modelo básico
de actuación ideado por Pericles: los espartanos no podían vencer y por lo
tanto acordaron en 421 a.C. firmar una tregua que los dejaba sin ningún
verdadero triunfo del que poder jactarse y sin popularidad entre sus aliados.
Los acontecimientos bélicos nos ofrecen una visión fascinante de la debilidad
de la cultura y la sociedad de Esparta. El número de los guerreros espartiatas
estaba ya en declive y los periecos, los «habitantes de alrededor», empezaron
a ser utilizados para rellenar las unidades de infantería que hasta entonces
habían estado formadas exclusivamente por espartanos. Desde el punto de
vista financiero el Estado espartano era débil (seguía negándose a acuñar
moneda) y por mar, sus jefes militares eran incompetentes. En 425 fue
introducida una caballería genuinamente espartana, pero fue un fracaso. Una
vez fuera de su ciudad, los gobernadores espartanos eran en su mayoría
hombres odiosos, educados para ser implacables, carentes por completo de
tacto, con una marcada tendencia a las aventuras homoeróticas con sus
súbditos y un uso excesivo del autoritarismo militar. Ningún ejército griego salía
de campaña sin una clara conciencia de que los dioses eran quienes vigilaban
y guiaban su actuación, pero los espartanos eran especialmente conscientes
de ello. Como todos los ejércitos griegos, respetaban la posible cólera de «los
dioses y los héroes locales», pero ese respeto alcanzaba unas cotas
extraordinarias. Tenían un sentido muy elevado de lo que era la cólera divina y
del «castigo» en que podía incurrir cualquier espartano que pecara contra los
dioses. No era sólo que «detrás de un ejército espartano iba un rebaño de
distintos animales sacrificiales, listos para ser utilizados en cualquier momento
para comprobar cuál era la voluntad de los dioses». Antes de abandonar su
país, los espartanos realizaban un característico «sacrificio de cruce de la
frontera» y no dudaban en retirarse si los auspicios les eran desfavorables. Al
igual que otros generales en campaña, los reyes de Esparta y los oficiales de
mayor rango podían utilizar a veces a los dioses, los auspicios y el calendario
de fiestas religiosas anuales como factores flexibles, cuyas reglas podían ser
quebrantadas o soslayadas. Pero eran muy conscientes de esas
manipulaciones si los hechos demostraban que su decisión no había sido la
acertada. En mayor medida que las de sus adversarios atenienses, las
actividades de los espartanos se hallaban limitadas por el temor a los dioses.
En 415, seis años después de la firma inicial de la paz, los atenienses
decidieron atender la solicitud de ayuda remitida por algunos griegos de Sicilia
y otros aliados de la isla y enviaron una gran flota a la zona, con la esperanza
de dominar Occidente. La empresa estuvo a punto de salir bien, pero se vio
frustrada sobre todo debido a la pericia y a la potencia de su principal enemigo
en la isla, Siracusa. Los atenienses no habían mandado en sus barcos caballos
ni soldados de caballería suficientes para hacer frente a un enemigo
particularmente poderoso en este campo. Un año después la expedición
terminó en un desastre total para los atenienses y su marina. Aun así los
espartanos tardaron mucho en aprovecharse de aquel regalo inesperado. En
septiembre de 411, tuvieron la mejor oportunidad de alzarse con la victoria
cuando una flota ateniense fue derrotada cerca de las costas de Eubea y se
produjo una profunda escisión en el pueblo de Atenas a consecuencia de un
intento de golpe de Estado antidemocrático. Pero una vez más los espartanos
desperdiciaron la ventaja que se les había presentado. Al año siguiente hacían
de nuevo proposiciones de paz, oferta que, según se dice, repitieron cinco años
después.
Entre los espartanos, los últimos años de la guerra, de 411 a 404, estuvieron
marcados por su continua incompetencia naval y las carreras de dos de los
desalmados más crueles de la historia de Grecia, el brutal Clearco y el
despiadado Lisandro. Para los atenienses, a pesar del fracaso de Sicilia y del
violento golpe de estado de 411, fueron sorprendentemente unos años de
extraordinario vigor cultural. En los tensos primeros meses de 411 se
estrenaron dos de las obras maestras del poeta Aristófanes, Lisístrata y Las
Tesmoforias, en las cuales se juega cómicamente con el tema de los papeles
sexuales (y en la segunda además con el personaje de Eurípides, el autor de
tragedias). Utilizando la «nueva música» al gusto ateniense, Eurípides supo
llevar el coro trágico a extremos nunca alcanzados y estrenó además una de
sus obras maestras, una brutal reelaboración del mito de Orestes. Más tarde se
retiraría a Macedonia, donde compuso su mejor obra, Las bacantes, con su
historia de resistencia primero y luego de sumisión al poder del dios Dioniso.
Los escultores de la ciudad realizaron también una de las obras maestras de la
época clásica, las imágenes de la victoria y la procesión de reses para el
sacrificio representadas en el friso del templo de Atenea, diosa de la Victoria
(Nike), cuyas obras habían sido concluidas poco antes. 129 Y para colmo, el
anciano Sófocles, afectado por el papel que había desempeñado
involuntariamente en el golpe de Estado de 411, estrenó sus dos mejores
tragedias, a pesar de haber sobrepasado ya los ochenta años: Filoctetes, sobre
el tema del engaño, y Edipo en Colono, la obra que mejor expresa la
grandiosidad del «temperamento heroico». Los ciudadanos siguieron
polarizados en dos frentes, los simpatizantes de la oligarquía y los demócratas
convencidos, pero las tensiones no pudieron doblegar el genio de sus grandes
artistas.
La victoria final de los espartanos en 404 a.C. se debió en gran medida a la
nueva flota que les financiaron los persas y a la táctica cruel y agresiva de su
nuevo líder, Lisandro. Se vio favorecida también por la actitud de los propios
atenienses, cuyo extremismo los llevó a desterrar e incluso a ejecutar a sus
mejores generales a resultas de procesos iniciados por motivaciones políticas.
En 404 el «segundo equipo» de generales atenienses fue derrotado en una
batalla naval en el Helesponto, dejando desguarnecida la ruta marítima de la
que dependían las importaciones de grano de la ciudad. Los atenienses
tuvieron que entregar su flota, demoler los Muros Largos y aceptar el
establecimiento de una oligarquía muy estricta, respaldada por los espartanos.
Se dice que sus vecinos, los tebanos y los corintios, insistieron en que se
destruyera por completo la ciudad.
Los más de veinte años de guerra intermitente vieron a lo sumo cinco grandes
enfrentamientos. No obstante, se produjeron más de cien choques menores a
lo largo y ancho de todo el mundo griego. Casi todas las regiones guardarían
recuerdos de momentos de grandísima dificultad, en los que su libertad se vio
amenazada y en los que los habitantes del país se expusieron a todo tipo de
peligros con tal de asegurar su inmunidad y su supervivencia. En toda Grecia,
remeros sudorosos, soldados de caballería (que todavía montaban sin estribo),
e incluso buceadores llevaron hasta el extremo la capacidad de aguante del ser
humano. Los éxitos menores de los primeros años de la guerra fueron
conmemorados por una serie de trofeos o pequeños monumentos locales a la
victoria, pero vista desde la distancia, aquella incoherente situación de
estancamiento no habría llegado nunca a parecer demasiado significativa para
nuestro conocimiento de la Antigüedad griega. Al carecer de testimonios
importantes, nos habría costado muchísimo trabajo reconstruirla a partir de las
inscripciones (cuya datación depende a veces de frágiles conjeturas en torno al
estilo en particular en que fueron talladas en la piedra) y de las referencias
indirectas contenidas en la comedia ática. El suceso tiene una importancia tan
duradera para el conjunto de la humanidad debido al historiador, superviviente
del conflicto, que nos lo cuenta, el aristócrata ateniense Tucídides; su obra,
inacabada en el momento de su muerte, llega hasta el año 411 a.C.
Tucídides había nacido en el seno de una familia noble en ca. 460-455 a.C. y
estaba emparentado con Cimón, la antítesis desde el punto de vista político de
Pericles. A pesar de todo, fue este último el que se convirtió en su ídolo y su
líder ideal, pues era la voz predominante en Atenas cuando el joven Tucídides
pudiera empezar a asistir a las asambleas por su cuenta. A finales de la
década de 440, parecía que la hegemonía de Pericles había puesto coto a los
posibles excesos de la democracia y de la asamblea ante la cual pronunciaba
sus discursos. A ojos del joven, pues, se trataba de una verdadera «edad de
oro»: por su familia, por sus simpatías y por su mentalidad Tucídides no era
demócrata. Habla en tono despectivo de los sucesores de Pericles de
tendencias más populistas (los individuos «más violentos», que pretendían
ocultar sus fechorías prolongando la guerra, o simplemente «malas personas»).
Sus preferencias políticas iban hacia una oligarquía restrictiva que debía quitar
de en medio a más de la mitad de los electores atenienses («el mejor gobierno
que han tenido los atenienses... al menos en mi tiempo»). 130 La ignorancia, las
disputas y la incompetencia del «pueblo», afirma, fueron las causas
fundamentales del fracaso de la expedición a Sicilia. Otros, más imparciales,
habrían echado la culpa a la debilidad y las vacilaciones del principal general,
Nicias. Pero para Tucídides, Nicias era «uno de los nuestros», un hombre rico,
aunque no perteneciera a la nobleza, que posteriormente sería recordado como
un personaje «que nunca hizo nada... por el partido democrático». 131 Nicias
recibe de Tucídides un último tributo de gloria, que refuta el modelo habitual
seguido por el autor para elogiar a los hombres que hicieron algo grande, y no
a aquellos que fracasaron, a pesar de sus buenas intenciones.
Tucídides valoraba mucho la precisión, la «exactitud», utilizando la nueva
palabra para designar dicho concepto que se había puesto de moda en griego:
A la hora de recoger información, demuestra un conocimiento admirable de los
problemas que comportan los falsos recuerdos, y de la necesidad de una
«investigación laboriosa». 132 También había reflexionado detenidamente
acerca de los problemas que supone el establecimiento de una cronología.
Ante todo, eliminó a los dioses como explicación del curso seguido por los
acontecimientos. Cuando tenía veintitantos años es muy posible que escuchara
una charla del viejo «investigador», Heródoto, o incluso que lo conociera
cuando éste viajó a Atenas. Es muy probable que su predecesor le pareciera
sorprendentemente ingenuo, poco crítico y (sin duda alguna) supersticioso. No
hay el menor indicio de que escribiera su obra teniendo en mente ante todo la
«investigación» de Heródoto. La obra de éste no era tanto un modelo cuanto un
«galimatías» (en su opinión). Asombrosamente seguro de sí mismo,
consideraba su enfoque, totalmente distinto del de su antecesor, como un
medio de escribir una «adquisición para siempre».
Los sueños y las profecías, la simple sabiduría de los «sabios consejeros», la
creencia en que todo el que va demasiado lejos acaba sufriendo una justa
venganza y el castigo divino: Tucídides excluía todos estos elementos básicos
de la obra de Heródoto, del mismo modo que excluía las explicaciones basadas
en maldiciones o causas divinas. Él no tenía nada que ver con la creencia
«arcaica» en que la persona debía sufrir por las malas acciones de sus
antepasados: en una ocasión en la que Heródoto veía cómo se manifestaba la
justicia divina en acción, Tucídides ni siquiera habla de ello y da sólo una
explicación política. 133 Era partidario de un nuevo realismo más perspicaz. Le
fascinaba el abismo que separa expectativas y resultados, intenciones y
realidad. Al igual que le fascinaban las malas relaciones existentes entre la
justicia y los intereses personales, la realidad del poder y los valores de la
honestidad. Era consciente de la diferencia que había entre la verdad y la
argumentación retórica. Sabía que lo que los hombres decían en público no era
lo que hacían en la práctica. Los espartanos empezaron prometiendo la
«liberación» del mundo griego, y luego traicionaron el valor de la libertad.
Tucídides no es ningún cínico, no es un hombre que atribuya siempre motivos
egoístas e indignos a los actores del drama. Era más bien un hombre realista,
pues había aprendido la dura lección de que en las relaciones interestatales,
los más fuertes dominan siempre que pueden, una realidad de la vida que
otros, declarándose fieles a la justicia, deciden por su cuenta y riesgo
oscurecer o pasar por alto. El se percataba de que una «política exterior ética»
es una trivialidad vana.
Su Historia de la guerra del Peloponeso constituye un relato sumamente
penetrante sobre la libertad y la justicia y los límites prácticos que encuentran
ambas en la vida real. El lujo le preocupaba menos: estaba dispuesto a admitir
que un individuo combinara la astucia y el éxito en la vida pública con la
perversión y los excesos en la vida privada. Veía ejemplificada esta posibilidad
en su pintoresco amigo Alcibíades, durante la única fase verdaderamente
valiosa (411-407) de su dilatada carrera política en Atenas. El objetivo explícito
de Tucídides era enseñar a sus lectores, pero lo que pretendía enseñar no era
cómo abordar un problema militar o un reto en el campo de batalla. Tucídides
admiraba la sabiduría práctica, las sutiles improvisaciones de un genio político
como Temístocles o la longitud de miras y la (discutible) constancia de Pericles.
Esas cualidades y sus representantes debían ser emulados. Pero también
deseaba exponer en toda su crudeza, a través de la palabra y la acción, la
realidad amoral de la política entre los Estados, las distorsiones verbales de los
portavoces diplomáticos y de los líderes de las distintas facciones, y la
espantosa violencia desencadenada por la revolución política «mientras la
naturaleza humana siga siendo la misma». Su diagnóstico resulta
perfectamente reconocible todavía en la actualidad.
Murió probablemente a comienzos de la década de 390 a.C. antes de concluir
su historia: el relato se interrumpe con los sucesos de 411a.C. no con la derrota
de 404, que ya se prevé. Las etapas de composición de los ocho libros que
poseemos nos recuerdan que la obra no fue escrita de una vez: debemos tener
en cuenta ajustes finales de los puntos de vista del autor. No obstante, por las
partes que se nos han conservado sin acabar podemos ver que la exposición
de los hechos desnudos de la vida de la política de facciones y de las
relaciones entre los Estados no es un relato crudo e inhumano. El autor ofrece
una brillante descripción de la peste mortal que asoló Atenas a partir de 430,
una verdadera obra maestra de observación. Ante todo, no se caracteriza por
las alusiones a causas divinas, aunque sus admiradores griegos más
perspicaces darían posteriormente este tipo de explicaciones al hablar de
pestes similares en sus respectivas obras. Al mismo tiempo, describe la
psicología y los sufrimientos humanos de los actores del drama, y lo hace con
la comprensión de una víctima: Tucídides simplemente nos dice, con la
sobriedad de un noble, que también él padeció la peste. Su análisis humano es
mucho más profundo que la recopilación diaria de los síntomas externos de la
enfermedad realizada por el más «científico» de los autores griegos de tratados
de medicina. Del mismo modo, su estudio de las luchas de facciones está
escrito con una compasión sincera por la difícil situación de los que quedaron
atrapados entre los extremistas. Expresa una sincera preocupación por los
valores de la simple honradez. A través de sus discursos, pero también , desde
el punto de vista de su relato, Tucídides pone de relieve la fuerza de los
sentimientos y los sufrimientos de los actores del drama, y nos invita a
comprender qué era ser uno de ellos en aquellos tiempos. Debemos entender
la manera de ser del mundo, nos dice; pero según da a entender, esa manera
de ser es tristísima, lamentable. El maestro del realismo es también consciente
de su contexto, emocionalmente perturbador.
Los propios antiguos reconocían que Tucídides era la cumbre de la
historiografía, por duro y difícil que pudiera parecer su estilo. Apenas treinta
años más joven que Heródoto, pertenecía a una generación que no había
vivido ninguna revolución tecnológica, ningún cambio repentino en su geografía
ni en su vida material. Pero su forma de presentar a los hombres de su tiempo
pertenecía, desde el punto de vista intelectual, a un universo mental
completamente distinto. Como Heródoto y tantos otros historiadores griegos,
escribió su obra en el destierro, lejos de su ciudad natal, pero no sin haber
escuchado los debates desarrollados en la ciudad-estado más poderosa de
Grecia, no sin haber participado en ellos o haber aprendido de ellos, pues
incluso sirvió durante un breve período como general. Se formó y se fortaleció
en el centro del poder, en Atenas, en un ambiente en el que por primera vez se
estaba enseñando teoría política, en el que las generalizaciones en torno a la
psicología humana eran tema de conversación habitual entre los miembros de
su clase, y en el que el poder y el ejercicio del mismo eran temas de
apasionado interés. Atenas era su Nueva York, mientras que Turios era el
Buenos Aires de Heródoto. En su Historia de la guerra del Peloponeso
Tucídides afirma haberse atenido «lo más fielmente posible a la esencia de lo
que en realidad se dijo» cuando presenta los discursos de algunos selectos
contemporáneos. Aunque en este sentido a menudo se le traduce mal,
Tucídides rechaza la exactitud literal, pero afirma que se atiene con la mayor
fidelidad posible a la realidad. Lo que se deduce de estas palabras es que a
menudo se ha atenido efectivamente con mucha fidelidad a ella. El estilo de
esos discursos puede que a veces sea del propio Tucídides, pero su galería de
oradores nos permite escuchar las voces de un nuevo realismo articulado, el
estilo de la generación que constituía su propio contexto personal. A través de
ellos y de la perspectiva implícita de Tucídides, la guerra del Peloponeso sigue
siendo la guerra más instructiva de toda la historia de la humanidad.
Capítulo 15 - SÓCRATES
Los cuarenta años más o menos que siguieron a la inesperada victoria de los
espartanos sobre los atenienses son un calidoscopio de guerras, alianzas en
continuo cambio y breves períodos de hegemonía de las distintas grandes
potencias de Grecia. Pero tras esa confusión aparente, los ideales de justicia y
libertad siguieron siendo defendidos apasionadamente e interpretados de
formas muy variadas. Algunas poleis menores se beneficiaron de la pérdida de
la hegemonía por parte de las distintas potencias. Fuera de Esparta y Atenas,
los ciudadanos de las demás comunidades griegas volvieron a tener el
protagonismo.
Desde el punto de vista cultural, la concentración del pensamiento, el teatro y
las artes en una sola gran ciudad, Atenas, se vio disminuida cuando el poder y
las finanzas de ésta dejaron de ser excepcionales a partir de 404 a.C.
Probablemente murieran la mitad de sus ciudadanos varones (que habrían
quedado reducidos en 403 a.C. a unos 25.000, en vez de los 50.000 o más que
había en la década de 440), pero el legado cultural de Atenas no murió. Dicho
legado siguió difundiéndose fuera del Ática, pues nunca dejó de ser la
«educación de Grecia», como lo había llamado Pericles. Los escultores que
habían trabajado en el grandioso programa de construcciones de la Acrópolis
de Atenas emigraron a las cortes de algunos mecenas dinásticos y se llevaron
consigo los secretos de su oficio. Las casas de las familias de la buena
sociedad del Ática habían sido decoradas con hermosas pinturas murales, pero
cuando estos patronos se eclipsaron, apareció una nueva escuela de pintores
que siguió sus pasos en Sición, ciudad del Peloponeso que había estado fuera
de órbita durante casi dos siglos. Los teatros, invención ateniense, empezaron
a aparecer por todo el mundo griego y en ellos se estrenarían las últimas obras
maestras de la dramaturgia ateniense como una parte más del repertorio. Los
nuevos dinastas de la época, los tiranos de Sicilia y los reyes de Macedonia,
compartirían su admiración por los grandes actores.
Surgieron además nuevos centros de éxito y prosperidad. En el norte de
Grecia, en la península Calcídica (cerca del actual monte Athos), empezó a
prosperar una poderosa liga de ciudades encabezada por Olinto, la ciudad
cuyo plan urbanístico y cuyos niveles de confort y de lujo son los mejor
conocidos de la historia de Grecia: el rey Filipo de Macedonia, el padre de
Alejandro Magno, arrasó la ciudad en 348 a.C. conservándola así para los
arqueólogos y convirtiéndola en una especie de precursora griega de
Pompeya. Como muchas otras ciudades del mundo griego, fue trazada
siguiendo un esquema perfectamente planificado desde el punto de vista
formal. Este esquema reticular, con bloques de edificios regulares, no fue un
invento ateniense (era conocido en las ciudades griegas de Occidente, por
ejemplo en Metaponto), ni fue necesariamente una creación o un reflejo de la
democracia. En Olinto apareció en la década de 430, pero puede que debiera
algo a un singular innovador del que también se había beneficiado
recientemente Atenas. Durante las décadas de 440 y 430 había sido
remodelada la zona situada detrás del puerto de la ciudad, el Pireo:
especialmente el agora de la localidad había sido diseñada por el excéntrico
Hipodamo, un extranjero originario de Mileto. Hipodamo era un teórico, un
soñador desde el punto de vista social, y un planificador, que creía en la
utilidad de las «zonas» y divisiones en el trazado de una ciudad; en 443 a.C.
fue invitado a trabajar en el plan urbanístico de la colonia enviada por los
atenienses a Turios. Quizá ejerciera una influencia especial debido al libro que
escribió acerca de sus teorías. Desde luego los arqueólogos han sacado a la
luz un plan regular en forma de parrilla en Rodas, donde también se dice que
trabajó Hipodamo. Ese tipo de planificación caracterizaría a numerosas
ciudades del siglo IV: uno de los casos más palmarios es el de la pequeña
localidad de Priene, en Asia Menor, que fue fundada de nuevo entre 350 y 330
a.C. La labor de Hipodamo en Atenas probablemente fuera importante por la
adopción de ese tipo de planificación, sobre todo si en su «libro» se analizaban
, esos principios: Atenas, sin embargo, no fue la responsable de la adopción
generalizada de dichos principios.
El fin del imperio ateniense disminuyó también el atractivo de Atenas como
meta de los viajes de los intelectuales. En este terreno la ciudad siguió siendo
importante, pero no ya fundamental. Aunque Platón, que vivió casi toda su vida
en Atenas, idealizaba los avances realizados recientemente en el terreno de las
matemáticas, el mayor matemático y astrónomo de la época, Eudoxo, apareció
en una población hasta entonces relegada, Cnido, en Asia Menor. En Atenas
las opciones más populares eran la retórica, esto es, el arte de hablar y de
escribir, y la filosofía. Durante muchos años, llegarían a Atenas discípulos de
todos los rincones del mundo griego deseosos de estudiar con el gran maestro
literario, Isócrates. No obstante, la prosa de Isócrates se resintió de su
alejamiento de la vida política activa; incluso en la actualidad, cuando las
analizan los ordenadores, sus obras tienen un ritmo tediosamente previsible.
Isócrates atacó a los que eran intelectualmente superiores a él, a los filósofos
que estudiaban con Platón. Se desencadenó una verdadera «guerra» en el
ámbito de la educación superior, pero Platón y luego Aristóteles serían, como
veremos, los vencedores.
Desde el punto de vista político, el principal acontecimiento de las primeras
décadas del siglo IV fue la reanudación de la brutal hegemonía de los
espartanos, a la que seguiría la ansiada caída de su principal base de poder. A
finales del siglo V , Lisandro ya había planteado graves cuestiones en torno al
problema de hasta dónde debía llegar la preeminencia de un individuo en el
grupo de los llamados «iguales» de Esparta. Había desafiado la oposición del
sistema al lujo y a las importaciones de riquezas del extranjero: en esta época
los perniciosos efectos del «lujo» se estudiaron sobre todo en relación con los
ideales espartanos. La «molicie» y la extravagancia personal eran
consideradas vicios sociales por los moralistas de la época. Constituían los
rasgos característicos de los déspotas (los titulares de los reinos de Chipre
eran ejemplos particularmente «malos») y socavaban de mala manera las
sociedades guerreras (la debilidad del Imperio Persa del siglo IV sería
achacada de modo harto superficial al «lujo»).
Gracias a los saqueos y las victorias de finales del siglo V , llegaron cientos de
talentos de plata a Esparta, cuyos ideales seguían siendo profundamente
contrarios a su incorporación. Otros tesoros fueron retenidos o controlados por
el propio Lisandro. Éste no sucumbió personalmente víctima del lujo; más bien
fue todo un maestro en el arte del soborno y de la corrupción de otros. Desde
406 a.C. diseñó sus peculiares versiones de «libertad» y de «justicia» para las
demás comunidades griegas. Sus planes comportaban el sometimiento de
ciudades enteras a decarquías o camarillas de diez hombres descaradamente
pro espartanos y antidemocráticos. Consecuencia de todo ello fue una
«incontable matanza de demócratas populistas de las ciudades»: Si esto
ocurrió en otros lugares, ¿qué no haría Lisandro a una Atenas derrotada? Se
dice que propuso la esclavización de toda la población de la ciudad, mientras
que un tebano, el odioso Erianto, llegó a exigir incluso que Atenas fuera
arrasada y que el Ática fuera convertida en terreno de pasto para las ovejas.
Tebas y Corinto insistían en la necesidad de destruir Atenas.
Durante los últimos años de la gran guerra, Esparta había contado con la
ayuda —desde 407 a.C. en adelante— de un joven príncipe persa, Ciro. Y en
cuanto acabó la guerra tuvo que ayudar a este Ciro en un auténtico intento de
fratricidio, la campaña que organizó para asesinar a su hermano Artajerjes, el
legítimo heredero del trono de Persia. Ciro fracasó en su intento y murió en
Mesopotamia en el otoño de 401, mientras combatía en el campo de batalla a
lomos de su indómito caballo Pasacas. En consecuencia, el soberano persa
que de ese modo había logrado sobrevivir pasó a considerar a Esparta su
principal enemigo en Grecia. Los espartanos no tardaron en tener problemas
también en Grecia. En 403, finalmente pactaron con los demócratas atenienses
que habían logrado sobrevivir, pero su hegemonía incontestable les alienó
rápidamente el apoyo de corintios y tebanos. Y así estos últimos iniciaron una
guerra contra Esparta aliándose precisamente con los atenienses, a los que
poco antes habían querido aniquilar; los aliados contaron con la asistencia en
barcos y dinero del rey de Persia, decididamente antiespartano. Esta guerra
supuso por lo menos el fin de Lisandro, que murió en el campo de batalla a
finales del verano de 395 en la Grecia central. Sus ambiciones habían llegado a
atemorizar incluso a sus compatriotas. A su muerte, se dice que se encontraron
en su casa los supuestos planes que había elaborado para reformar la
monarquía espartana. Se cuenta que resultaron demasiado persuasivos para
que el que los encontró, el rey Agesilao, se atreviera a leerlos en público, por lo
que fueron destruidos. Esta curiosa anécdota tuvo consecuencias para todas
las partes implicadas. 139
En el curso de esta nueva guerra, los atenienses dependieron básicamente de
la ayuda del rey de Persia, pero cuando su fortuna comenzó a renacer, se
lanzaron a hostigar los territorios de los persas en Asia Menor. A finales de la
década de 390 los atenienses empezaron a jugar fuerte: no dudaron en prestar
ayuda a los rebeldes de Chipre y de Egipto, como si quisieran resucitar las
ambiciones sobre Asia que habían acariciado en los buenos tiempos de 450.
Para recuperar el favor de los persas, los espartanos acordaron devolverles
Chipre y las ciudades griegas de Asia Menor: resultado de todo ello fue la firma
de un tratado espartano-persa, que dio lugar en términos más generales a la
«Paz del Rey» de 386 a.C. Después de esta grave traición a la libertad de los
griegos, los espartanos empezaron a abusar brutalmente del principio de
«autonomía» que habían ofrecido a Grecia según los términos de la Paz del
Rey. La «autonomía» era una especie de libertad, pero, como siempre, una
libertad con restricciones: se presuponía la existencia de una potencia externa
lo bastante fuerte como para saltársela a la torera. Los espartanos no tardaron
en poner en práctica esta definición. Arrasaron la ciudad vecina de Mantinea,
en Arcadia, que consideraban poco de fiar, afirmando que la «autonomía»
exigía su división en pequeñas aldeas.
Durante los quince años siguientes se demostró cuan acertada era la prudencia
mostrada por los grandes historiadores. La vieja creencia de Heródoto en el
«orgullo antes que la caída» se vio rápidamente confirmada por el eclipse de
Esparta, lo mismo que la clarividente idea de Tucídides de que en las
relaciones interestatales la «justicia» es el pretexto que ponen los débiles
cuando carecen de fuerza para hacer valer sus intereses. A pesar de la Paz del
Rey de 386, los espartanos efectuaron incursiones de saqueo gratuitas contra
Tebas y Atenas. Se trasladaron también al norte, respondiendo a la petición de
ayuda del rey de Macedonia, con el fin de restablecerlo en el trono. Todas
estas empresas tendrían repercusiones negativas para ellos. En 379 los
tebanos expulsaron a la guarnición impuesta por los espartanos y se volvieron
favorables a la democracia y decididamente antiespartanos. En la primavera de
377 los atenienses, a la sazón muy debilitados, empezaron a reclamar justicia y
a invitar a sus aliados griegos a unirse en una nueva «Confederación»
antiespartana que evitaría incurrir en los supuestos motivos de queja de los
tiempos del «imperio» de Atenas. La «Confederación» fue un gran éxito y al
cabo de dos años se habían integrado en ella más de setenta aliados. En
cuanto al rey de Macedonia, fue restaurado en el trono gracias a Esparta, pero
cuarenta años más tarde, Filipo I y luego Alejandro Magno mostrarían una
actitud claramente antiespartana; su diplomacia y sus campañas militares
contribuirían a aislar todavía más a Esparta dentro de Grecia. Vista la situación
retrospectivamente, los espartanos deberían haber hecho caso omiso a las
peticiones de ayuda de los macedonios.
Ninguna ciudad-estado de Grecia quería la guerra por la guerra, y la propia
hegemonía de los espartanos provocó su caída. La incursión realizada contra
el Pireo en la década de 370 ofendió muchísimo a los atenienses y además las
tropas espartanas continuaron desafiando a los tebanos, que les eran hostiles y
habían empezado a expandirse en el marco de su confederación de ciudades
vecinas. En 371 se produjo el punto de inflexión. Tras intentar detener una vez
más la expansión regional de Tebas, los espartanos perdieron en Leuctra una
batalla trascendental por tierra frente a la compacta formación en línea de los
tebanos. Uno de sus reyes quedó atrapado junto con su caballería delante de
la infantería, condenando a los espartanos a la peor derrota jamás sufrida. Más
tarde se diría que los dioses y los presagios habían sido contrarios a los
espartanos y que la batalla había tenido lugar en un sitio en el que los soldados
espartanos habían violado a unas hermanas en un pasado legendario. 140 De
ser así, las doncellas violadas habrían tomado justa venganza.
Las consecuencias fueron aprovechadas de inmediato por los ciudadanos de
las comunidades griegas del sur a las que Esparta había aterrorizado durante
siglos. En el verano de 370 el general tebano Epaminondas fue invitado a
cruzar el Istmo y pudo realizar así el sueño que durante tantos años habían
abrigado los enemigos de Esparta de invadir el propio territorio de Laconia. La
derrota de Esparta produjo dos grandes bienes. Los mesenios, sus vecinos,
lograron reagruparse por fin y formar una comunidad griega libre, estatus que
les había sido negado durante casi trescientos cincuenta años. Los tiempos de
su esclavitud, convertidos en ilotas, habían acabado y para subrayar el hecho
construyeron unas impresionantes murallas, sistema defensivo que los
espartanos habían odiado siempre. Mientras tanto, los arcadios decidieron
construir una nueva «Ciudad Grande» (Megalópolis), formada por la fusión
forzosa de las aldeas de la región. Hubo algunas protestas aisladas, pero la
«Ciudad Grande» se convirtió en el centro de otro sueño que había sido
acariciado durante mucho tiempo, la «Liga Arcadia». Los arcadios llevaban
intentando crearla desde hacía al menos ciento cincuenta años. Se integrarían
en ella las distintas ciudades de Arcadia, aunque las rivalidades y facciones
locales dificultaron su creación. La Liga debía celebrar una gran asamblea (la
«Miríada», de la que probablemente formaran parte todos los ciudadanos
varones de Arcadia); para los oligarcas arcadios, que durante tanto tiempo
habían contado con el apoyo de Esparta, supuso un gran disgusto. Durante
seis años la Liga constituyó una fuerza democrática al frente de un gran ejército
(los «Escogidos»), sostenido con las aportaciones de las ciudades miembros.
Después de 370 el poder de Esparta se vio seriamente perjudicado por la Liga,
en beneficio de una mayor justicia y una mayor libertad para casi todos sus
vecinos griegos, que durante tanto tiempo habían sufrido su dominación.
Como cabría esperar, Epaminondas fue honrado en la Arcadia que había
ayudado a liberar. Allí fue donde pudo admirar su tumba el emperador Adriano
en el curso del viaje que realizó por el sur de Grecia. Cerca de Mantinea,
Adriano contempló una columna en la que había tallada una serpiente y, según
le explicaron, el monumento había sido erigido en honor de la noble familia de
Epaminondas: el general rebano descendía de los nacidos de los dientes del
dragón que supuestamente sembró en los campos de su ciudad Cadmo, el
mítico fundador de Tebas. Indudablemente Adriano, amante de los mancebos,
admiró también la tumba situada en las proximidades, que conmemoraba al
joven amante de Epaminondas. Quizá descubriera también que las victorias del
héroe habían contado con la inestimable ayuda de una famosa unidad de
parejas homosexuales, el «Batallón Sagrado», compuesto por 300 soldados de
infantería unidos por lazos amorosos. Los méritos de los «soldados gays»
habían sido analizados por los griegos al menos desde los tiempos de
Sócrates. 141 Había habido ejemplos individuales entre los propios espartanos,
pero el Batallón Sagrado había hecho de la relación sexual entre varones una
necesidad.
Lo que no entendía Adriano era que los tebanos y Epaminondas no fueran los
campeones ideales en los que los griegos depositaran sus esperanzas de
libertad y de justicia. El resto de los helenos no permitió nunca olvidar a los
tebanos que sus antepasados se habían puesto ignominiosamente de parte de
los persas durante la invasión de 480 a.C. Recientemente habían destruido
incluso una ciudad griega situada en sus inmediaciones (Platea, en 373) y
luego habían causado daños a otras tres pertenecientes a su propia
confederación. Los tebanos no eran vistos por los atenienses con mejores ojos
que los espartanos, sus viejos enemigos, y además tenían la desventaja de
vivir mucho más cerca de las fronteras del Ática. Después de no pocas
vacilaciones, los atenienses abandonaron viejos prejuicios, pactaron con
Esparta en 369 a.C. y utilizaron esta alianza como contrapeso frente a los
tebanos durante toda la década de 360. La rivalidad entre ambos se puso de
manifiesto en el norte de Grecia (incluida Macedonia, fuente de la madera
necesaria para la construcción de barcos), en el Egeo (donde la flota tebana
intentó prestar apoyo a la oposición oligárquica a los atenienses), y en el sur de
Grecia. En 362 tuvo lugar la gran batalla de Mantinea, donde perdió la vida
Epaminondas, sin que del enfrentamiento saliera ningún claro vencedor,
dejando los asuntos de Grecia envueltos en la «confusión y la
incertidumbre». 142
Estas primeras décadas del siglo IV quizá den la impresión de haber sido un
fracaso teñido de melancolía, en el que los griegos no fueron capaces de
unirse a pesar de saber que tenían los mismos dioses, la misma lengua y eran
étnicamente homogéneos. Pero existían obstáculos muy fuertes para que se
produjera esa unidad, y la necesidad de paz no había desaparecido. Una y otra
vez se intentó llegar a un arreglo de la situación en Grecia, en un primer
momento con el apoyo del rey de Persia. Éste, Artajerjes II, tenía sus propios
motivos para querer la paz: necesitaba que los griegos estuvieran disponibles y
pudieran así servirle como mercenarios en sus repetidos intentos de
reconquistar Egipto, que se había sublevado. Cuando se vio que las
propuestas del soberano persa eran demasiado interesadas, los griegos
intentaron llegar a una «Paz Común» por su cuenta sin la intervención de los
bárbaros. Seguía habiendo una fe inquebrantable en el arbitraje como medio
de solucionar las ancestrales disputas de las comunidades griegas. Sin
embargo, a menudo lo que estaba en juego en aquellos conflictos eran
territorios muy valiosos, así como la mayor libertad (de los ciudadanos varones)
en una vida en democracia. Pues la democracia repartía de modo más
equitativo entre los ciudadanos las cargas financieras: ello significaba que
todos los ciudadanos varones fueran consultados antes de verse envueltos en
una guerra. En la oligarquía, podía decirse que las leyes eran «iguales» para
todos los ciudadanos, pero en la democracia era más probable que su
aplicación fuera igualitaria. Cuando Esparta, el baluarte de la oligarquía, se vino
abajo en el sur de Grecia, la democracia se hizo realidad en Arcadia, se ofreció
como alternativa en Acaya y se temió incluso su implantación en Corinto. En el
siglo IV la democracia no corría el riesgo de verse desacreditada o en
retroceso. Los teóricos de la política analizaron los méritos de una constitución
«mixta», como si pudieran mezclarse de algún modo ciertos elementos de la
aristocracia, la oligarquía y la democracia para aprovechar lo mejor de los tres
sistemas. Dichas teorías eran de hecho impracticables (un Estado o es
completamente democrático o no es democrático en absoluto) y no dejaron
huella alguna en la vida real. La verdadera democracia seguía suscitando
fortísimas pasiones políticas entre los ciudadanos. Durante la década de 370,
los demócratas de Argos llevaron a cabo unos actos terribles de
«apaleamiento», durante los cuales atacaron a los ricos de su ciudad y
causaron la muerte de 1.200 ciudadanos, que cayeron víctimas de la discordia
civil. Casi ciento cincuenta años después de que Clístenes propusiera la
instauración de la democracia para impedir la reanudación de las luchas de
facciones, la democracia era promovida a través de la lucha abierta entre las
clases. Y es que en esta época se produjo una verdadera lucha de clases entre
los ciudadanos. No se trataba de un enfrentamiento entre ciudadanos y
esclavos. Era una lucha entre ciudadanos pobres y ciudadanos ricos. Los
primeros utilizaban la democracia contra los segundos, pero lo que movía
aquellas luchas era un deseo auténtico de justicia, no sólo la ambición o el puro
deseo de venganza.
En medio de aquel desbarajuste, cabría pensar que disminuyera el respeto por
los dioses. En el siglo IV los escultores griegos dieron un paso muy audaz,
consistente en representar a las diosas como mujeres desnudas o al menos
con los senos al descubierto; y en el ámbito de las relaciones interestatales los
juramentos se quebrantaron de mala manera. Después de tanto jaleo en torno
al pasado mítico, ¿era posible realmente creer en los mitos? Pero lo cierto es
que siguió suponiéndose que los dioses tradicionales participaban en la
refriega tan activamente como siempre. Se les hacían votos y sacrificios antes
de la batalla y al término de ésta recibían, como de costumbre, una parte de los
despojos. Siguieron pronunciando oráculos por doquier, aunque el santuario de
Apolo en Delfos había quedado recientemente destruido como consecuencia
de un incendio y un terremoto en 373 a.C. No se produjo un aumento del
rechazo de la religión; hubo tanta flexibilidad como siempre en la manipulación
de las acciones y las decisiones de los hombres dentro de su marco divino.
Como de costumbre, los presagios de los dioses fueron interpretados de
múltiples maneras y aunque en las temporadas de las fiestas solían firmarse
treguas, no tiene nada de particular que fueran aprovechadas por los generales
de los distintos bandos. Se suponía que los tesoros de los templos eran
inviolables, a pesar de lo cual podían ser «tomados en préstamo» para
financiar una guerra, como había hecho la Atenas de Pericles cuando había
«tomado prestadas» las riquezas de la diosa Atenea para financiar la gran
guerra. En ninguno de los casos registrados cabe hablar de una nueva
irreligiosidad: más bien, dan a entender que el viejo marco divino seguía siendo
válido. De ese modo, lejos de convertirse en curiosas leyendas, los mitos y los
héroes del pasado siguieron presentándose como pretextos diplomáticos
convincentes y como motivos válidos para el establecimiento de alianzas entre
los estados griegos.
Pues mucho más suelen el varón y la mujer por causa de los hijos
arreglar las diferencias que entre ellos hayan surgido, que odiar a la
común descendencia por los daños que mutuamente se hayan causado.
DEMÓSTENES, discurso contra Beoto, 39.23 (348 a.C.)
Las mujeres y los niños no se libraron de las guerras del mundo griego del siglo
IV a.C. Cuando su ciudad era tomada por asedio, su destino era morir o ser
vendidos como esclavos. Cuando se producía una invasión, tampoco había
piedad para los no combatientes. En 364 a.C. los tebanos capturaron y
vendieron como esclavos a todas las mujeres y niños que encontraron en la
pequeña ciudad de Orcómeno. Podemos comprender fácilmente por qué las
ciudades-estado intentaban enviar a sus mujeres y niños (así como todo el
ganado) a un lugar seguro en tiempos de guerra: en 431 a.C. los píateos
evacuaron a sus mujeres, niños y ancianos, mandándolos a Atenas antes de
que su ciudad sufriera el asedio que con tanto realismo describe Tucídides.
En mi opinión, dejando a un lado a los espartanos, el amor a los hijos y a la
familia constituía un valor importante de las polis griegas. Las modernas teorías
extremistas según las cuales lo que prevalecía era el interés de los padres y
siempre se dio un rechazo a dar cariño a unos hijos que tenían muchas
probabilidades de morir a edad temprana, se ven refutadas por las imágenes,
los textos y las obras teatrales de nuestras mejores fuentes, esto es, las de la
Atenas de los siglos V y IV a.C. A partir de finales del siglo V empiezan a
aparecer representaciones de un niño junto a uno de sus progenitores (aunque
en contadas ocasiones, lo admito) en la cerámica pintada ática. Hay una
profunda intensidad emotiva en numerosos relieves funerarios del Ática y en
las inscripciones dedicadas a niños fallecidos prematuramente. Es difícil no
apreciar la fuerza expresada en la pintura de un frasco de aceite ateniense con
decoración de figuras sobre fondo blanco, destinado a una tumba, que muestra
el patetismo y el amor paternal en la escena de un niño subido en la barca del
remero que lo ha de llevar al otro mundo y que extiende sus manos hacia una
madre que lo contempla con cariño desde la otra orilla. 143 Encontramos
representaciones de una madre observando a su hijito mientras éste se menea
contento en su trona o de un niño que avanza gateando hacia su madre,
mientras un hombre, seguramente su padre, lo contempla (a mi juicio, con
delectación). Estas y otras muchas escenas ponen de manifiesto la existencia
de un público que disfrutaba con los niños. No sólo aparecen las madres
representadas, sino también los padres, como se desprende con toda claridad
de los caracteres retratados por el irónico filósofo Teofrasto de Atenas, que
describe cómo el «hombre servil» es el que juega excesivamente con los hijos
de los demás, mientras que el «hombre locuaz» habla tanto que hasta sus hijos
lo llaman cuando llega la hora de acostarse para que les cuente algo y puedan
así dormirse con mayor rapidez. Por supuesto, había personas de todo tipo,
como ocurre en la actualidad. Cuando Aristófanes representa a Diceopolis, el
personaje que encarna a un tozudo campesino ateniense, mostrando interés
sexual por su propia hija, pretende que nos riamos de la perversidad de su
acción. También en público se esperaba que los padres fueran algo más que
unas figuras ausentes y poco cariñosas. El orador Esquines pudo atacar ante
un jurado ateniense a otro orador como él, Demóstenes, achacándole falta de
sensibilidad por la muerte de su hija: «el hombre que detesta a sus hijos, el mal
padre», dice, «nunca será un líder en el que su pueblo pueda confiar». 144 Se
daban por hecho una serie de cosas que un orador podía explotar.
En los hogares de los ciudadanos de Atenas, el padre decidía sobre la vida de
su hijo recién nacido: si aprobaba su existencia, al cabo de cinco días del
nacimiento corría alrededor de la chimenea de su casa con la criatura en
brazos, en una ceremonia llamada Anfidromía. A los diez días de vida, el niño
solía recibir su nombre. Aristóteles señala que los padres esperaban esos diez
días debido a que muchas criaturas morían en ese lapso de tiempo. Los
especialistas modernos estiman que la tasa de mortalidad infantil era realmente
elevada, llegando al cincuenta por ciento. Sin embargo, en algunos estados
griegos (aunque no en todos), el abandono de los hijos no deseados era una
práctica común. A veces, los niños expuestos eran recogidos por individuos
que los criaban como esclavos, de modo que los padres que querían
deshacerse de sus hijos solían dejarlos en lugares públicos, como si con ello
abrigaran la esperanza de que alguien los «encontrara»: la exposición de niñas
era más frecuente que la de niños.
Al igual que otras transiciones sociales, las etapas de la vida de un niño
ateniense pueden relacionarse con las fiestas de la ciudad. A los tres años, el
niño participaba durante un día en las Antesterias, las fiestas de febrero. Bebía
vino por primera vez, y han llegado a nuestras manos algunas copas utilizadas
en esas ocasiones en las que aparecen niños representados. Para los niños
varones pertenecientes a una familia de ciudadanos el principal acontecimiento
tenía lugar en otoño, durante las fiestas de las fratrías, o «hermandades», en
las que a su debido tiempo ingresarían en calidad de ciudadanos. Los padres
los llevaban consigo para presentarlos a los demás miembros de la fratría (y
para demostrar que eran hijos legítimos, no engendrados con una esclava).
Cuando el niño cumplía cinco o seis años, se realizaba un sacrificio llamado el
«menor», y más tarde, a los dieciocho o cuando se consideraba que tenía edad
suficiente, se celebraba otro con motivo del corte de su pelo. Así pues, vemos
que los contactos del joven varón con su fratría iban sucediéndose a lo largo de
la infancia y la adolescencia.
Lógicamente, los bastardos suponían un problema, que era mucho menos
grave cuando se trataba del hijo de dos ciudadanos nacido fuera del
matrimonio. Si la madre estaba casada, es probable que se intentara hacer
pasar a la criatura por hijo de su marido oficial; en caso contrario, la mujer
normalmente abortaba. Sin embargo, en una sociedad esclavista, era habitual
que los dueños de los esclavos o sus hijos varones mantuvieran relaciones
sexuales con esclavas; relaciones que tenían sus consecuencias. En estos
casos, si la joven no abortaba antes el fruto de esas uniones conservaba la
condición de su madre, convirtiéndose en esclavo. Las complicaciones
aumentaban cuando un ciudadano varón tenía un hijo con una meteca o
extranjera residente. Si la madre era una prostituta, era de esperar que la mujer
abortara (pues tener un hijo habría arruinado su carrera). En caso contrario, la
criatura habría pasado indudablemente a engrosar las filas de los metecos. En
efecto, los bastardos que tuvieran un solo progenitor ciudadano, no podían
ingresar en una fratría ni podían aspirar a la ciudadanía ateniense. No
obstante, se cuenta que disponían de un «gimnasio» especial para ejercitarse,
adjunto al templo de Heracles en Cinosarges, fuera de las puertas de la ciudad.
Los poetas cómicos suelen hacer chistes sobre este lugar, y probablemente
hayan distorsionado los testimonios que poseemos acerca de él. Heracles era
también bastardo, fruto de la unión de Zeus con una mortal. 145
Las niñas, independientemente de que fueran hijas legítimas o no, no eran
presentadas en las fratrías: nunca iban a ser ciudadanas de pleno derecho.
Algunas, sin embargo, podían aspirar a convertirse en servidoras de los dioses.
En este sentido, las más prestigiosas eran las arrhephoroi, cuatro niñas hijas
de ciudadanos con edades comprendidas entre los siete y los once años que
vivían en la Acrópolis al servicio de la diosa de la ciudad, Atenea, y que
probablemente ayudaran a tejer su gran peplo ceremonial. Estas niñas jugaban
ritualmente a la pelota, y luego iban y venían, portando unas misteriosas cestas
en la cabeza, a una capilla de Afrodita situada en el jardín de abajo, a la que se
llegaba a través de un pasadizo. Este rito estaba reservado a unas pocas
elegidas, mientras que todas las niñas nacidas en el seno de una familia de
ciudadanos (probablemente) participaban durante un tiempo en un espléndido
rito de transición llamado los arkteia. Entre los cinco y los diez años, las niñas
jugaban a ser «osas», posiblemente para simbolizar su naturaleza salvaje e
inmadura, que a su debido tiempo sería amansada por su marido tras contraer
matrimonio. Unas copitas dedicadas a Artemis permiten hacernos una idea de
lo que era ese ritual: las niñas aparecen representadas corriendo desnudas, y
podemos observar también la figura de un oso. El centro principal para la
celebración de este ritual era el templo de Ártemis en Braurón, al este del Ática,
en cuyo emplazamiento se han llevado a cabo los hallazgos de los testimonios
visuales que conservamos, aunque los particulares de la ceremonia siguen
siendo inciertos.
Después de pasar cuatro o cinco años jugando a las «osas», las niñas
atenienses solían contraer matrimonio. No recibían una educación formal en la
escuela (al menos, durante el período clásico), y lo poco que pudieran aprender
a leer, lo aprendían en su casa, de sus madres (tal vez) o, en las familias ricas,
de esclavos cultos: las niñas quizá se visitaran unas a otras por esa razón. Los
niños, en cambio, recibían una instrucción, que empezaba normalmente a los
siete años y que solía prolongarse hasta los catorce al menos; su educación
incluía aprender a escribir, a leer (incluida la lectura de los poetas), música y
atletismo. La ciudad-estado no proporcionaba maestros, pero las pequeñas
escuelas de pago probablemente fueran un elemento habitual en toda el Ática.
Las familias más adineradas contaban también con esclavos-tutores. A su
debido tiempo los muchachos se casaban, aunque solía recomendarse que el
varón contrajera matrimonio bastante tarde, entre los veinticinco y los treinta
años. Hasta alcanzar esta edad, los jóvenes podían dar rienda a sus hormonas
sirviéndose de prostitutas de condición servil, que cobraban todo tipo de
precios por sus prestaciones (en una escena cómica se da a entender que la
postura más barata es con la mujer inclinada, y la más cara con la mujer
encima) 146 . Podían satisfacer sus instintos con jóvenes esclavas del hogar
paterno o, si preferían una relación más permanente, con una cortesana-
esclava (que también podía ser compartida), y por supuesto también unos con
otros. En la cerámica pintada las escenas de sexo entre hombres que
predominan son las que involucran a un hombre de más edad con un
muchacho apenas púber. Lo que dan a entender es que los adolescentes se
sometían primero al sexo con un varón adulto, y que luego, cuando eran
mayores, hacían lo mismo con otros muchachos. Sin embargo, es muy
probable que la homosexualidad entre chicos de la misma edad fuera también
frecuente.
Para las mujeres ciudadanas de Atenas que se casaban jóvenes, la vida en el
seno de una familia adinerada era recoleta y protegida. Los «varones de la
polis» disponían de su «sala de los hombres» para celebrar sus banquetes
(symposia); las mujeres tenían sus «dependencias de las mujeres» en las que
pasaban buena parte del tiempo junto a sus hijos y esclavas. Ni que decir tiene
que las tradiciones no se relajaron en absoluto para las mujeres atenienses del
siglo IV. Seguían estando sometidas a la tutela de su pariente varón más
próximo (el importante kyrios) durante toda la vida; sus matrimonios y
segundos matrimonios estaban regidos por reglas muy estrictas de herencias
familiares, mientras que las transacciones económicas que podían realizar se
limitaban a contratos que no superaran el valor de unos cuantos kilos de
cebada. En mi opinión (y según algunas fuentes antiguas discutibles), tenían
permitida la asistencia a los certámenes dramáticos, pero no podían ejercer de
actrices desempeñando los papeles femeninos.
Sin embargo, las mujeres del Ática constituían una amplia y variada categoría.
No sólo había un gran número de viudas y de mujeres casadas en segundas
nupcias: existía la posibilidad de divorciarse, tanto para el hombre como para la
mujer. Estaba además la mayoría de mujeres casadas de condición ciudadana,
las pobres que se veían obligadas a trabajar. En el interior de sus hogares, las
atenienses respetables se dedicaban a hilar lana o a supervisar a la nodriza a
la que muchas de ellas encomendaban la crianza de sus pequeños. Solían
cubrirse el rostro con un velo fino, a juzgar por los numerosos términos
existentes en griego para indicar este tipo de prenda, aunque podían subírselo
o abrirlo hacia un lado. Las mujeres de clase humilde, sin embargo, trabajaban
fuera de casa, salían a la calle y no llevaban una vida de confinamiento.
Además de las ciudadanas, estaba también el mundo de las heteras (hetairai) o
cortesanas, que no tenía nada de romántico, pues esas mujeres eran
normalmente de condición servil. Del año 340 a.C. aproximadamente nos ha
llegado el único testimonio que nos revela vividamente sus entresijos, un
discurso pronunciado ante un jurado de Atenas contra las actividades y la
familia de una antigua prostituta, Neera. Nos muestra cómo los hombres
podían comprar participaciones en una hetera que les permitía utilizarla por
turnos (las heteras eran en su mayoría esclavas); se estipulaban contratos
similares también con muchachos de alquiler. Podemos disfrutar, aunque nos
parezcan exageradas, de las anécdotas más escandalosas que se cuentan en
el discurso, especialmente una que habla de una experiencia de sexo en grupo
en el curso de un banquete celebrado en un templo o santuario del sureste del
Ática. Los aspectos más notables del contexto son que el orador habla de
Neera dando directamente su nombre (en un discurso, una buena esposa
ateniense habría sido siempre la «esposa de») y que esta acusación
exageradamente retorcida y manipulada fue presentada contra una mujer que
pasaba de los cincuenta y que no guardaba ningún parecido con la «furcia»
desenfrenada de las insinuaciones del orador.
Todo era un intento por parte del acusador de humillar a un rival político que
estaba relacionado con Neera.
Ni siquiera de la Atenas del siglo IV nos han llegado testimonios de primera
mano acerca de las conversaciones entre marido y mujer. Al igual que los
niños, ni que decir tiene que las atenienses recibían el amor de sus maridos, y
el demi-monde escandaloso que se evoca para atacar a Neera no debe ser
considerado la norma habitual. Otras fuentes confirman lo mal visto que estaba
frecuentar una cortesana una vez casado, por no hablar del hecho de tener a
una de esas mujeres viviendo en el domicilio conyugal. Lo que desconocemos
es el tono que tenían las relaciones entre los cónyuges en el seno de su hogar:
¿eran las mujeres de clase alta realmente tan sumisas como dan a entender
los idealizadores textos escritos por los varones?
Está también el problema de determinar hasta qué punto ese prototipo de
mujer era el habitual en otras ciudades-estado griegas, al margen de Esparta,
por supuesto. Se cuenta que en Lócride, en el sur de Italia, las mujeres tenían
un poder efectivo y que podían heredar y legar a sus hijas (a mi juicio, este
«espejismo» de la Antigüedad es harto improbable). Un viajero que visitó
Grecia a mediados del siglo III a.C. cuenta cómo las mujeres de Tebas cubrían
su rostro con un velo, dejando visibles únicamente los ojos: encontramos
incluso ejemplos de esta costumbre en unas cuantas estatuillas de terracota
que representan mujeres, las llamadas «tanagras», halladas en Tebas. 147
¿Acaso los «cerdos beodos» (como los llamaban los atenienses) habían
impuesto a sus mujeres esa forma de vestir ya en el siglo IV a. C? El estricto
hincapié que hacían los atenienses en que un ciudadano tuviera que ser hijo de
padre y madre ciudadanos era sumamente importante para su sentido de
cohesión y de identidad cívica, aunque, por otro lado, no fuera la norma en la
mayoría de las demás ciudades-estado griegas. En el norte de Grecia sabemos
que había madres que parecían incluso menos «atenienses». En efecto, en el
reino moloso de Epiro conocemos dos decretos del siglo IV que conceden de
hecho la ciudadanía a una mujer: tal vez, al tratarse de una monarquía, este
estado tuviera criterios muy distintos. 148 En el vecino reino de Macedonia, las
relaciones existentes entre esposas, maridos e hijos tenían un carácter más
dramático.
Los monarcas macedonios practicaban la poligamia y, como veremos, su
historia se vio coloreada durante siglos por las consecuencias que de ello se
derivaron. En la década de 390 el soberano reinante, Amintas III, tomó una
segunda esposa, Eurídice, a la que se le atribuye, cuando menos, haber
atentado contra la vida de su esposo y haber cohabitado con la hija del mismo.
También se cuenta que asesinó a dos de sus tres hijos. 149 Estas historias tan
macabras indican como poco las posibles tensiones existentes en el seno de
una familia real polígama aunque ninguna de ellas está justificada ni en su
totalidad ni en parte. Pero lo cierto es que su tercer vástago vivió en el mundo
en el que circularon esos rumores. Era Filipo, futuro rey de Macedonia y padre
de Alejandro. Las tensiones familiares formaron parte de su formación en la
misma medida que afectaron a la de su hijo, y llegaron hasta límites
insospechados a ojos de cualquier ateniense, que sólo podía haberlas
comparado con la trama de una de sus tragedias.
Platón solía llamar a Aristóteles «el potrillo». ¿Qué quería decir con ese
apodo? Pues bien, de todos es sabido ' que los potrillos cocean a sus
madres cuando ya han mamado lo suficiente.
ELIANO (ca. 210 d.C), Historias curiosas 4.9
Filipo sería uno de los dos grandes fundadores del mundo clásico (el otro sería
Octaviano Augusto), pero su carrera coincidió con la de los dos hombres que
fueron los mayores pensadores de toda la Antigüedad: Platón y su discípulo,
Aristóteles. Platón acabó enseñando en Atenas, en los alrededores de la capilla
de un héroe, la llamada Academia (de donde deriva el término moderno
«académico»); parece que los que escuchaban sus enseñanzas no pagaban
por ello ni lo hacían a Puerta cerrada. Aristóteles enseñaba en las
proximidades de un santuario predilecto en otro tiempo de Sócrates, el Liceo.
Sus seguidores recibieron el nombre de Peripatéticos (término derivado de la
palabra griega que designa el paseo porticado). Ambas escuelas perduraron a
lo largo de ochocientos años y el pensamiento de sus fundadores volvió a
resurgir más tarde en Europa. En mi universidad de Oxford, el pensamiento de
Aristóteles ha sido enseñado y estudiado ininterrumpidamente durante más de
625 años.
Los dos filósofos estuvieron en relación con los dinastas griegos más
poderosos de su época. Platón visitó Sicilia con la intención de aleccionar a dos
tiranos de Siracusa, padre e hijo, llamados ambos Dionisio, y conversar con
ellos. Se publicó luego un libro con sus doctrinas, obra, al parecer de Dionisio
el Joven, que los discípulos de Platón rechazaron inmediatamente. Después de
estudiar con Platón en Atenas, Aristóteles vivió unos años en la corte de cierto
dinasta, Hermías, en el noroeste de Asia Menor, que había creado un círculo
de compañeros «filosóficos» y recibió los elogios de su huésped en un curioso
himno. Más tarde se trasladó a Macedonia, en cuya corte había trabajado como
médico su padre. En 343-342 a.C. fue elegido instructor del hijo de Filipo,
Alejandro, de modo que el hombre con mayor amplitud de miras del mundo
sería el maestro del que habría de convertirse en el mayor conquistador del
mundo. Cuando Alejandro subió al trono, Aristóteles regresó a Atenas para
dedicarse a la enseñanza durante otros trece años.
Platón era el más viejo de los dos. Nació en 427 a.C. y vivió casi hasta los
ochenta años, muriendo en 348 a.C. Fue además mejor escritor, y en mi
opinión es el mejor prosista de la literatura universal. Pertenecía a una familia
de clase alta de Atenas y no era demasiado joven con respecto a los hombres
de su ambiente que abrigaban la esperanza de que un día desapareciera de
una vez la democracia y que llegaron incluso a conspirar para conseguirlo. Fue
uno de los discípulos más célebres de Sócrates, cuyo famoso sistema de
preguntas acerca de cuestiones éticas, sobre la posibilidad de alcanzar el
conocimiento y el conocimiento de uno mismo, influyó poderosamente en la
composición de sus primeros diálogos. La ejecución de Sócrates y la
experiencia de las votaciones mayoritarias («gobierno de la chusma») no
contribuyeron en absoluto a hacer de Platón un demócrata. La democracia,
escribiría más tarde, es una «una organización política agradable, anárquica y
policroma, que asigna igualdad similarmente a los que son iguales y a los que
no lo son». Platón la detestaba. 157
No sólo en política iría a contracorriente de sus conciudadanos. Su filosofía se
basaba en una contraposición radical entre el mundo de la apariencia (real para
nosotros) y el mundo de la «realidad», cognoscible sólo para el filósofo
debidamente preparado e instruido durante más de quince años. Puede que
Platón y sus discípulos llevaran a cabo clasificaciones del mundo natural (el
mejor testimonio en este sentido es una comedia en la que se los parodia),
pero desde luego no eran empiristas. Lo que indudablemente admiraban eran
las nuevas ciencias de las matemáticas y la astronomía (aunque Platón no
realizó ninguna aportación duradera en estas dos ramas del saber, a pesar del
gran aprecio en que las tenía). Platón afirmaba que el alma es algo aparte del
cuerpo humano, que penetra en el cuerpo con el conocimiento de una
existencia anterior que luego podemos «recordar», y que después de la muerte
del cuerpo existen castigos y una nueva vida para las almas. Como es sabido,
postulaba la existencia de «ideas» que culminaban en una enigmática «idea del
bien», acerca de las cuales enseñó, si bien no llegó a publicar nunca un tratado
coherente sobre las mismas. Estas ideas se dice que son los tipos ideales que
constituyen la esencia de los objetos (camas, perros o caballos) y de las
cualidades (justicia, bien, sabiduría) existentes en el mundo que erróneamente
llamamos «real». Como lo universal respecto de lo particular, representan el
bien o la «perrunidad» manifestada en nuestro mundo.
Platón trató también una y otra vez las cuestiones del conocimiento, la creencia
y la explicación. ¿Qué es «conocer» una cosa? ¿Presupone el conocimiento de
su definición? ¿Cuál es la diferencia entre el conocimiento y la creencia que es
verdadera? ¿Cuál es el valor moral del conocimiento de sí mismo? ¿Es
realmente un conocimiento, ya que es el conocimiento de un objeto que no está
fuera del sujeto? ¿Es la virtud igual que cualquiera de las artes que los
artesanos expertos saben aplicar? Estas y otras cuestiones, en gran parte
perfeccionadas una y otra vez, se ocultan tras algunos de los escritos que los
filósofos siguen considerando más enigmáticos de toda la obra de Platón, y que
culminan con sus últimas obras maestras, el Teeteto y el Sofista. Incluso la
abstrusa teoría de las ideas sería objeto de la crítica del propio Platón, sobre
todo en su importante diálogo Parménides; achaca como defecto a esta teoría
que desemboca en una regresión infinita y plantea el famoso argumento del
«tercer hombre». Sobre todo en los diálogos de juventud, Platón oculta la
exposición de sus propios planteamientos tras la forma deliberadamente
escogida del diálogo. En ellos aparecen representados otros adversarios
jóvenes discutiendo con el Sócrates de Platón, que los confunde utilizando a
veces argumentos que a nosotros nos parecen sorprendentemente
inconsistentes. Según cierta teoría, lo que hace Platón es ejercitar
deliberadamente al lector de sus diálogos enfrentándolo a argumentos cuya
validez él no respalda personalmente. Este proceso nos ayuda a tonificar la
mente, preparándonos para futuros progresos. Desde luego, Platón no
presenta como propias las opiniones de los personajes que intervienen en sus
diálogos. El empleo de la forma dialogística y la dilatada evolución de sus obras
a lo largo de casi cuarenta años hace que convertir sus ideas en un sistema y
llamar a dicho sistema «platónico» constituya un grave error. Ya en la
Antigüedad, algunos lectores de época posterior así lo hicieron, afirmando que
no añadían nada nuevo al pensamiento de Platón. Su neoplatonismo era
radicalmente falso respecto a muchas de las cuestiones estudiadas por Platón.
En los diálogos tardíos, el Sócrates que anda siempre haciendo preguntas y
provocando a sus interlocutores desaparece, llevándose consigo su ingeniosa
ironía. El método socrático se convierte en una larga disquisición puesta en
labios de Sócrates (o del protagonista del diálogo), a la cual el interlocutor,
absolutamente hundido, sólo puede responder con timidez: «¿Cómo no,
Sócrates?». No obstante, Platón permite la exposición de algunas teorías
insólitas. En su república ideal, las mujeres deben participar del mismo sistema
de educación que los hombres. En una de sus últimas obras, las Leyes, los
castigos no sólo son una sanción merecida o un escarmiento, sino que en
ciertas circunstancias deben ser también curativos. Ese mismo Platón, sin
embargo, puede expresar opiniones absolutamente derogatorias acerca de la
inferioridad e irracionalidad de las mujeres; en sus obras de juventud mantiene
una postura relativamente positiva acerca de la pederastia, pero en las Leyes
es el primer autor griego conocido que califica las relaciones homosexuales
entre varones de antinaturales («Platón homófobo»); 158 se muestra inflexible al
afirmar que quienes propagan ideas ateas deben ser sancionados y, si lo
hacen utilizando el cinismo y el engaño, deben incluso ser condenados a
muerte. El Platón que con tanta brillantez convirtió a su maestro Sócrates en un
mártir elocuente cuando escribió una Apología póstuma para él, acabó
proponiendo unas leyes que habrían mandado a Sócrates a un centro de
reeducación. 159
Las obras de Platón insisten a menudo en un tema trascendental, a saber,
cómo deben gobernar los «mejores» para imponer la justicia en un Estado.
Aunque la de Platón fuera una voz tan opuesta a las posturas de sus
contemporáneos, la cuestión no podía ser más urgente en su época. Las
ciudades-estado y las Ligas existentes en sus tiempos se habían visto
desgarradas por los conflictos sociales y las guerras por la hegemonía; esta
situación alcanzó especial gravedad en Sicilia, región que él mismo llegó a
visitar, tras la caída de sus anfitriones, los despóticos tiranos de Siracusa. Para
Platón, la «libertad» política no constituía un asunto de interés primordial.
Desaprobaba la «libertad de vivir como a uno le dé la gana», que consideraba
mero «libertinaje», o sea la insaciable búsqueda del placer, rasgo típico del
gobierno de la chusma. Su estado ideal en la República o en las Leyes tenía
como finalidad proporcionar al individuo la mejor vida posible además de
perfeccionarlo. La idea liberal de limitar la intervención del Estado en la vida de
los ciudadanos no le preocupaba en absoluto. Obedecer sus leyes suponía
necesariamente hacerse bueno.
El lujo, en cambio, era otra cuestión. Como no tardarían en subrayar algunos
discípulos suyos, la preponderancia del lujo en Sicilia sorprendió sobremanera
a Platón y lo llevó a insistir en la necesidad de llevar una vida modesta. Al fin y
al cabo, una faceta de la imagen de Sócrates era su característica indiferencia
ante el placer y el rigor. Este tema fue puesto de relieve por Platón, que lo
trasladó a la vida de las comunidades políticas. En la República, la comunidad
«inflamada», que está mal gobernada (pero resulta bastante atractiva), es la
que se entrega al lujo y lo padece como si fuera una enfermedad. El lujo de los
divanes, el incienso y las prostitutas la aleja de la búsqueda de la justicia
basada en el autocontrol. Se trata de una faceta puritana constante del
pensamiento de Platón.
El tema de la justicia es absolutamente fundamental en él. En sus obras de
juventud, Sócrates suele preguntar a un joven interlocutor qué es exactamente,
pongamos por caso, el valor, o la piedad o el conocimiento. Con mucha
frecuencia, la gimnasia mental derivada de todo ese interrogatorio no llega a
ninguna conclusión: de lo que sí nos enteramos, sin embargo, es de que la
justicia es la salud mental que deriva a su vez del conocimiento de uno mismo
y que nos ayuda a mantener unas relaciones virtuosas con los demás. En la
República, la principal cuestión que se plantea es la naturaleza de la justicia. La
respuesta va perfilándose a lo largo de diez libros que concluyen con un mito
espléndido que permite responder a una pregunta especialmente difícil: ¿Por
qué debemos ser justos? Atribuido a un misterioso «Er, el armenio», el mito en
cuestión cuenta lo que le pasa al alma después de la muerte y cómo se le
asigna una nueva vida humana tras ser juzgada Por la anterior. El mito
constituye una respuesta muy hermosa, pero Poco plausible, a otra pregunta:
«¿Qué recompensa recibe la justicia?», frente a la injusticia que abriga la
esperanza de quedar impune. La definición general de justicia que da la
República tiene que ver con la compleja idea de que existe una naturaleza
tripartita en el alma, relacionada, a su vez, con la naturaleza tripartita del
Estado ideal. La justicia se manifiesta cuando todas las partes cooperan con
las demás por su propio bien y el del conjunto.
El problema es que las comunidades ideales de Platón sorprenden al lector
porque son potencialmente las más injustas. En la República, se supone que la
mejor comunidad será gobernada por los mejores, que habrán sido
debidamente educados y seleccionados para ejercer esta responsabilidad.
Habrá tres clases de individuos: los trabajadores, los guerreros y los
gobernantes filósofos. Los ciudadanos serán seleccionados para su integración
en una de ellas, pero sólo los gobernantes pasarán por un larguísimo proceso
de educación filosófica que culminará en el momento en el que alcancen el
conocimiento de las ideas y de la suprema idea del bien. Sin someterse a
ninguna prueba, ni a rendición de cuentas, ni al voto de la mayoría, lo único
que tenían que hacer era gobernar al resto de los ciudadanos. Más adelante,
en las Leyes, Platón admite que incluso los gobernantes deben tener alguna
ley a la que obedecer. Sin embargo, el problema está en que las leyes que el
extenso diálogo de este nombre propone son tan dictatoriales y represivas que
ningún griego de la época en sus cabales habría estado dispuesto a admitir
que semejante Estado fuera la comunidad «justa» en la que habría deseado
vivir. La República, lamentándolo mucho, había desterrado ya a los artistas, a
los poetas e incluso al «engañoso» Homero. Proponía que todos los bienes,
empezando por las mujeres, debían ser poseídos en común (Aristófanes había
hecho una parodia maravillosa de esta idea allá por 390, en mi opinión porque
había tenido muy pronto noticia de las nuevas teorías de Platón en este
sentido). Las Leyes multiplicaban además la represión al proponer un Consejo
Nocturno (imitado, en cualquier caso, en la Venecia del Renacimiento) y al
amenazar con el uso de la religión para asustar a los ciudadanos e impedirles
la práctica del sexo.
Aristóteles, discípulo de Platón, nació en Estagira, en el norte de Grecia, en
384 a.C. más de cuarenta años después que su maestro, y murió en 322 a.C.
Aunque se formó con Platón y compartía con él algunos planteamientos, fue un
pensador mucho más empírico, dotado de una singular capacidad para
elaborar clasificaciones y categorizaciones, y mucho más atento a la sabiduría
cotidiana aceptada por todos que necesitaba más un apoyo intelectual que una
total destrucción. Subrayó una y otra vez la existencia de excepciones y casos
particulares, frente a las generalizaciones globalizadoras. Empirista en todo
momento, abordó una enorme cantidad de temas e incluso si lo comparamos
con Platón, podemos decir que fue la inteligencia más asombrosa de la historia.
Los filósofos lo admiran por su sistema lógico, empezando por su estudio del
«sujeto» y el «predicado», y por sus notables obras de ética. Algunas de sus
ideas fundamentales han sido superadas en la actualidad, por ejemplo sus
teorías acerca de la percepción o la «teleología» omnipresente en sus estudios
de biología, mientras que a otras se les ha dado excesiva importancia, por
ejemplo a la distinción que establece entre «potencia» y «acto», los cuatro tipos
distintos de causa o sus elusivas teorías acerca de la sustancia. Pero la
capacidad de discernimiento y de deducción que utiliza en sus análisis resulta
sumamente productiva.
Aristóteles, sin embargo, no fue sólo un mero filósofo. Sus intereses teóricos
abarcaban también el estudio de la política, la poesía, especialmente la
dramática, o incluso las constituciones de 158 estados griegos distintos, una
empresa gigantesca que sin duda debió de basarse en las investigaciones
llevadas a cabo por distintos equipos de discípulos. Escribió sobre
meteorología, Sobre las colonias (para Alejandro Magno, su discípulo), sobre
las diversas partes de los animales, o sobre retórica. Recopiló incluso listas
cronológicas de los vencedores de los principales certámenes atléticos griegos.
El volumen de los temas que trató es asombroso. Sus tratados sobre temas
concretos no siguen los métodos deductivos de sus tratados más abstractos de
lógica, antes bien, el planteamiento empleado es que todas estas formas de
conocimiento, una vez entendidas, pueden llevarse tan lejos como convenga
siguiendo un razonamiento lógico y axiomático.
No obstante, Aristóteles es capaz de permitirse algunas creencias
alentadoramente mundanas o inexactas. Piensa que una obra de arte produce
placer cuando se parece al objeto que representa: tiene una opinión bastante
sencilla de lo que es un buen drama, que debería contener ingredientes tales
como equivocaciones (no una «imperfección moral»), reveses de fortuna o
escenas de reconocimiento. No le habrían gustado en absoluto ni Pinter ni
Beckett, pero le habría encantado la moderna definición de lo que es una
buena novela en la que el lector se pregunta constantemente: «¿Y ahora qué
va a pasar?». Confiaba demasiado en los documentos aparentemente
auténticos que utilizó en una de sus «Constituciones», la de los atenienses,
que es la que mejor conocernos: casi todos eran falsos. Sus teorías del cambio
y del deseable «punto medio» entre dos extremos distorsionaron sus opiniones
acerca de la historia de la Grecia primitiva. Al igual que Platón, veía los
conflictos políticos del pasado arcaico en términos horizontales, como conflictos
entre clases distintas: tanto Platón como él habían visto desarrollarse esos
conflictos en la Sicilia de su época. En el pasado generalmente habría sido más
apropiado utilizar un modelo vertical de conflicto entre los poderosos, que
habrían contado con el apoyo de sus subordinados. Pero incluso sus errores
resultan intrigantes. Al igual que Platón, creía en una época anterior de
civilización perdida: para Platón se trataba de la imaginaria «Atlántida», y para
Aristóteles del mundo anterior al gran diluvio. Creía que éste había destruido la
antigua civilización en las llanuras, pero que había habido algunos
supervivientes que habitaban en las montañas y conservaban la «sabiduría
antigua». Al ser gente sencilla, pastores y hombres por el estilo, la habían ido
distorsionando paulatinamente hasta convertirla en mitos. 160 Si Aristóteles
hubiera llegado a conocer a un pastor o a un leñador moderno, no habría
tenido más remedio que reconocer que la «sabiduría antigua» era sexista y
racista. Pero también creía que iba a producirse un segundo gran diluvio.
Para los no filósofos, sus obras más notables son las de biología o las de
historia natural. Estas obras maestras de observación datan de los años
previos a su viaje a Macedonia, especialmente de la temporada que pasó en la
isla de Lesbos. La fisiología de Aristóteles no siempre sigue las líneas
correctas, y aunque tenía una idea de la jerarquía de las especies naturales,
desconocía el concepto de evolución. No obstante, su trabajo de campo y sus
clasificaciones son verdaderamente asombrosos, e irían desde la soberbia
descripción del ciclo vital del mosquito hasta el brillante intento de comprender
el comportamiento del pulpo (empezando por el empleo que hace este animal
de los tentáculos para el sexo), o algunas agudas observaciones sobre los
elefantes. Dichas observaciones fueron perfeccionadas gracias a las
conquistas de los macedonios en Asia, pero, eso sí, nunca llegó a saber cuál
era el tamaño del pene del elefante ni cuánto tiempo solía vivir. Naturalmente
hay algunas deducciones muy curiosas: en su opinión, los hombres que tienen
el miembro más largo son menos fértiles, pues su esperma se «enfría» al tener
que recorrer un trayecto mayor. Sin embargo, en todo momento podemos
apreciar la asombrosa magnitud de su pensamiento empírico. El esperma de
los etíopes, continúa diciendo, no es negro, como suponen algunos griegos; lo
que a nosotros nos sorprende es cómo pudo llegar a determinarlo. 161
A Aristóteles le interesan menos los posibles efectos del lujo que la banalidad
de ganar dinero por ganar dinero. Para él, una vida buena y fe consiste en «la
actividad del alma de acuerdo con la excelencia», y en tener una cantidad
suficiente de «bienes externos», pero no más. Se ocupa de la libertad en sus
obras acerca del Estado ideal, y a este respecto es desde luego menos
autoritario que Platón. Aunque presenta la democracia extrema como un
intento censurable de ser libre para vivir como a uno le dé la gana, en una
caricatura de sus principios, admite como bueno el principio de que los
ciudadanos deben gobernar y ser gobernados sucesivamente. Considera, en
efecto, que un Estado debe ser un consorcio, común a todos los ciudadanos,
pero debido a la mala opinión que tiene de las masas incultas y carentes de
fortuna, incluidos los comerciantes, opta por una constitución que da cabida a
los agricultores y a los soldados, pero no a todos los ciudadanos pobres del
territorio. Sentía una atracción demasiado fuerte por la idea de constitución
«mixta», un ideal irrealizable de meros teóricos, y creía además que sería
mejor una constitución situada entre dos extremos contrapuestos, ya que se
encontraría a medio camino de uno y de otro, como si fuera el punto «medio».
Subestimaba la justicia, la estabilidad y el sentido común de los atenienses
democráticos, entre los cuales vivía, pero al menos no se apartó de ellos de un
modo tan poco atractivo como Platón y la alternativa que éste proponía.
Desde luego tenía su propia opinión acerca de los esclavos y las mujeres.
Algunos pensadores anónimos, probablemente en la Atenas de Sócrates,
habían afirmado ya que la esclavitud no estaba «en consonancia con la
naturaleza»; Aristóteles no opinaba lo mismo. Hay «esclavos por naturaleza»,
decía, incapaces de toda previsión, deliberación o sabiduría práctica. A veces
se refiere a ellos como si fueran animales. La mayoría de los esclavos que
pudiera ver Aristóteles en Atenas, en Asia Menor o en Macedonia,
probablemente fueran «bárbaros» no griegos, a los que él consideraba
inferiores por naturaleza: dice explícitamente que la existencia de esos
esclavos por naturaleza puede demostrarse en la teoría y en la práctica. 162 Sus
opiniones acerca de la esclavitud natural representaron graves problemas para
sus argumentos en muchos sentidos, pero no son sólo una consecuencia
superficial de sus teorías acerca del gobierno o de la familia. Aparentemente
las exigía lo que veía en su propia experiencia, del mismo modo que su visión
de la mujer explica su teoría de que es una versión defectuosa del «varón
político» racional: lo que él veía en la vida cotidiana eran seres incultos,
irracionales, que habitualmente se lamentaban en público. Aunque en la mujer
hay rastros de una fuerza racional, ésta es muy débil y «carece de
autoridad». 163 Por consiguiente, para los bárbaros y las mujeres la libertad es
un estado absolutamente inapropiado.
Para Aristóteles, la justicia constituye la verdadera naturaleza de la virtud y, al
igual que para Platón, es un asunto de interés primordial de su ética y su teoría
política. Como es habitual, Aristóteles distingue varios tipos de justicia y
aunque, curiosamente, no dice nada acerca de la justicia criminal, se ocupa
explícitamente de los conceptos de «igualdad» y equidad. Si los gobernantes
de un Estado son injustos con aquellos a los que gobiernan, el resultado,
afirma, será la discordia civil. Todos tenemos el mismo derecho a la justicia,
pero la justicia no consiste necesariamente en el derecho a recibir todos la
misma cantidad de algo. Para Aristóteles, la justicia «distributiva» reparte la
justicia con arreglo al «valor» del que la recibe: esta idea de justicia
proporcional no es en absoluto la idea de justicia que distribuye partes iguales
a todos los ciudadanos, esto es, la justicia que sustentaba la democracia
ateniense.
En la República de Platón, uno de los personajes de la obra, Adimanto, se
queja ante Sócrates de que la mayoría de los filósofos son raros o incluso
malvados, y de que hasta los mejores resultan inútiles en el gobierno. Platón y
Aristóteles tuvieron decenas de discípulos: ¿Pero tuvieron sus enseñanzas un
efecto político práctico? Lo importante en este sentido no es que las Leyes de
Platón sean completamente impracticables y que lo más probable es que
ningún Estado pudiera sobrevivir con ellas, ni siquiera uno muy pequeño en el
que hubiera el número ideal, según el propio autor, de ciudadanos propietarios
de tierras, 5.040. Antes bien, se cuenta que Platón intentó aplicar su filosofía a
la reforma de un Estado real en el curso de sus visitas —tres en total— a los
tiranos de Sicilia. La experiencia que tuvo con el brutal Dionisio el Viejo
seguramente determinara su curioso retrato del hombre «tiránico» insaciable
que aparece en su República, escrita poco después. Según se afirma, su
proyecto consistía en que el Estado fuera gobernado por las «mejores leyes»:
había que poner fin al lujo extraordinario de los ciudadanos de Siracusa, y el
gobernante, el tirano, debía adoptar la filosofía y parecerse a uno de los reyes-
filósofos de Platón. Conocemos todos estos intentos por la interesante Carta
VII que es, a todas luces, una ficción atribuida al gran filósofo, pero escrita con
toda seguridad por un discípulo suyo poco después de la muerte del maestro.
Tiene un carácter evidentemente apologético, pues pretende explicar las
reiteradas visitas de Platón a aquel tirano brutal y decir que había depositado
grandes esperanzas en el famoso Dión, tío del más joven de los dos tiranos.
Supuestamente, Dión se puso al principio de parte del proyecto de reformas
platónico, pero luego se desentendió de él arrastrado por algunos amigos
indeseables. Lo cierto es que Dión gobernó también de manera brutal cuando
accedió al poder en la década de 350, que asesinó a un político de la época
(hecho que comenta la Carta), que probablemente utilizó a Platón con la
esperanza de que sus bienes no fueran confiscados por los tiranos, y que fue
asesinado por un ateniense asustado que, curiosamente, también había
escuchado las enseñanzas de Platón en la Academia. Desde luego en ella no
se formó ningún futuro rey-filósofo.
No obstante, en Platón había indudablemente un deseo de aplicar sus ideas y
de llevar a cabo una reforma, y debemos hacer justicia a su interés por las
leyes y a su odio por la tiranía. Algunas fuentes posteriores le atribuyen
numerosos discípulos a los que pidieron, como le pidieron a él, que ayudaran a
redactar leyes para algunas ciudades-estado: no hay pruebas de que ninguno
de ellos lo hiciera realmente. También se atribuye a varios de ellos la comisión
de actos contra algún tirano reinante, incluso su asesinato. Es posible que tales
actividades sean ciertas. Efectivamente, dos antiguos discípulos de Platón
asesinaron a Cotis, el despótico rey de Tracia, en 359, y se cuenta que seis
años después otro mató a Clearco, un destacado tirano griego de Heraclea
Póntica, en la ribera meridional del mar Negro. 164 Se creía también que un
discípulo de Aristóteles, Calístenes, había alentado una conjura contra el
gobierno «tiránico» de Alejandro. Se cuentan varias leyendas acerca de este
tipo de actividades, pero la Academia no fomentó nunca la comisión de
asesinatos políticos y no sabemos hasta qué punto inflamaban el ánimo de
estos individuos los principios filosóficos. Es posible que hicieran lo que se les
atribuye, pero no instigados por Platón.
El legado más difícil llegó después de la muerte de Platón. Poseemos una carta
repulsiva atribuida a Espeusipo, su sucesor al frente de la Academia, dirigida al
rey Filipo de Macedonia, en la que con la mayor tranquilidad se asegura a éste
que la conquista violenta de tantos territorios de las ciudades griegas del norte
no es más que la recuperación de «lo suyo», de su herencia, como
demostrarían algunas referencias sumamente dudosas a los antiguos mitos.
Esta carta recoge algunas cuestiones diplomáticas de la época y demuestra
estar muy bien informada: parece una pieza de adulación auténtica del mayor
enemigo de la libertad griega durante los años 343-342 a.C. Constituye una
importante advertencia de que no debe permitirse a un filósofo inmiscuirse en
materia de asuntos exteriores.
Se dice que también un discípulo de Platón ayudó a Filipo a establecer su
dominio sobre Macedonia antes de su ascensión al trono. No sabemos nada
más al respecto, pero sí que en 322 a.C. cuando la democracia de Atenas
quedó a merced de los Diádocos, los sucesores victoriosos de Alejandro, los
atenienses escogieron al director de la Academia platónica, Jenócrates, para
que fuera como embajador a solicitarles que dispensaran un trato benigno a su
ciudad: Jenócrates era un extranjero residente, ni siquiera un ciudadano. Esta
intervención supone todo un hito, y a partir de ese momento fueron muchos los
filósofos a los que se encomendaron labores de embajada (anteriormente, los
atenienses habían preferido asignar esta función a actores teatrales). La
elección de Jenócrates seguramente viniera determinada por el hecho de que
la Academia gozaba de mucho respeto entre los «tiranos» de Macedonia; el
propio Alejandro había dispensado su favor a Jenócrates por dedicarle sus
cuatro libros Sobre la monarquía, aunque, por desgracia, no se han
conservado.
La participación de Aristóteles en este tipo de labores es incluso más segura.
Residió en la corte de Macedonia de 342 a 335 a.C. y fue maestro de
Alejandro. Poco antes de su llegada, Filipo había arrasado su ciudad natal,
Estagira, y la tradición que afirma que el filósofo convenció al monarca de que
accediera a reconstruirla parece en la actualidad más verosímil, pues los
arqueólogos han demostrado que hubo algunas obras de reconstrucción en la
ciudad durante el reinado de Filipo, si bien sólo en una pequeña zona. Es
posible también que el filósofo recibiera después de Alejandro fondos y
materiales para proseguir sus investigaciones. Su visita a Macedonia, por tanto,
no supuso una relación completamente estéril con los reyes.
Aristóteles desarrolló también estrechos vínculos con el principal general de
Filipo, Antípatro, y probablemente con su familia. Poseemos una versión de su
testamento, cuyo albacea debía ser Antípatro. Escribió incluso una obra titulada
Pretensiones justificadas, probablemente para reforzar las pretensiones de los
estados griegos del Peloponeso tras la rebelión capitaneada por Esparta que
Antípatro aplastó en 331-330 a.C. Cuando murió Alejandro y los atenienses se
sublevaron contra los macedonios, comprendemos por qué Aristóteles, amigo
de las máximas autoridades macedonias, se vio obligado a abandonar la
ciudad: fue acusado tendenciosamente de impiedad. Y decidió marcharse
diciendo que deseaba salvar a los atenienses de «pecar dos veces contra la
filosofía» (la primera vez habría sido la condena de Sócrates). Se cuenta
también que dijo que se «aficionó más a los mitos cuando se quedó solo». 165
Sin duda alguna tuvo algo que ver con la constante curiosidad de Alejandro por
el territorio asiático que estaba conquistando, pero parece que su influencia se
dejó sentir sobre todo en la transmisión de su extraña concepción de la
geografía. Aristóteles creía que el extremo del mundo era visible desde la
cordillera que hoy día llamamos del Hindú Kush, en Afganistán: como tantos
otros autores antiguos, Aristóteles la confundía con el remoto Cáucaso.
También pensaba que el río Indio rodeaba Egipto y que el actual Marruecos
estaba cerca de la India, pues en ambos países había elefantes. Esta visión del
mundo no pudo sino contribuir a reforzar la decisión del joven Alejandro de
extender sus conquistas hasta el fin del mundo. Según Aristóteles, la tierra
ocupa el centro del universo, y las afirmaciones de los astrónomos seguían
esta línea. 166
Su verdadera influencia política se dejó sentir después de su fallecimiento. La
admiración de Platón por las estrellas del cielo, el universo y un Dios supremo
sería heredada por la filosofía posterior: lo convertiría en el padre de una
corriente especial de la religión helenística. Los seguidores de Aristóteles, en
cambio, continuarían con el estudio sistemático de las leyes y las
constituciones. Es posible que sus consejos fueran muy importantes para los
primeros Ptolomeos en la Alejandría de Egipto, especialmente los que pudieran
dar acerca del establecimiento de la Biblioteca, el Museo o las leyes del reino.
Desde luego el estudio de las 158 constituciones llevado a cabo por Aristóteles
influyó en uno de los grandes poetas de Alejandría, Calimaco. Pero el impacto
más inmediato es el que produjo un discípulo de uno de los ex discípulos de
Aristóteles, el ateniense Demetrio de Fálero. En 317 a.C. los macedonios
acabaron con los intentos de resucitar la democracia emprendidos por los
atenienses y apoyaron el nombramiento de este Demetrio al frente de una
oligarquía restrictiva. Los pobres fueron privados del derecho de voto y en
adelante los ricos se vieron libres de la obligación de sufragar las onerosas
liturgias. Demetrio aprobó una serie de leyes que limitaban la ostentación del
lujo en los monumentos funerarios y autorizó el nombramiento de unos
«inspectores de las mujeres», cuyo cometido seguramente fuera el de poner
coto a la falta de moderación de las mujeres, entre otras la notable proliferación
de la prostitución. Es muy probable que sus motivos fueran de carácter ético y
que vinieran determinados por los valores aristotélicos de moderación y
comedimiento. Más tarde sería censurado, como no podía ser de otra forma,
por el lujo del que él mismo se había rodeado, entre otras cosas por el
supuesto empleo de maquillaje, por teñirse el pelo de rubio, y por aceptar la
erección de estatuas en su honor («360», según se dice). Entre sus amigos
había otros discípulos de Aristóteles, y defendió con la máxima urbanidad sus
hábitos elegantes y caballerescos. 167 Su gobierno duró diez años, hasta 307
a.C. pero cuando cayó y se reinstauró la democracia, los atenienses celebraron
su liberación con entusiasmo. La libertad había vuelto, y un tal Sófocles no
tardó en proponer que en el futuro se prohibiera a los filósofos impartir sus
enseñanzas en la ciudad, a menos que contaran con una autorización de la
democracia. 168 Los atenienses se mostraron compasivos, aunque la propuesta
era muy elocuente. Los demócratas odiaban a aquellos filósofos amigos de
reyes y de tiranos y sus insoportables concepciones del Estado ideal.
Los contactos cada vez más estrechos de los romanos con el mundo griego no
serían un simple encuentro de mentalidades. Los romanos consideraban a los
griegos esencialmente frivolos, gentes aficionadas a hablar demasiado y a
pasarse de listos. Eran falsos y bastante poco de fiar en materia de dinero,
sobre todo cuando se trataba de sus propios fondos públicos. Entre los griegos,
los varones libres de condición ciudadana mantenían relaciones sexuales unos
con otros; los varones romanos se suponía que sólo mantenían ese tipo de
relaciones con esclavos y con individuos de rango inferior no romanos. Los
griegos se ejercitaban y competían desnudos en los juegos atléticos. Las
túnicas de los griegos dejaban el cuerpo libre, mientras que los romanos iban
envueltos en sus solemnes togas, que impedían bastante el movimiento. Los
banquetes o symposia de los griegos eran también muy distintos. Los romanos
daban cenas en las que la comida era el elemento fundamental y en ellas
participaban las mujeres libres de nacimiento, incluidas las casadas. En las
fiestas que celebraban los griegos las únicas mujeres que asistían eran
esclavas y de lo que se trataba era de beber vino después de cenar: los
asistentes eran todos varones libres, y la práctica del sexo era una posibilidad,
ya fuera con una esclava o entre ellos mismos. Durante el siglo III a.C. se
acuñó en latín una nueva palabra, pergraecari, «comportarse totalmente como
los griegos», refiriéndose al jolgorio y al desenfreno a los que invitaban las
fiestas de bebedores típicas de los helenos. La conversación de los romanos
era prosaica y fría: «Recitar versos griegos era para un romano semejante al
hecho de contar chistes verdes». 242
Los griegos amaban la belleza y (excepto los espartanos) la inteligencia. Les
encantaba también algo que habían inventado ellos, los famosos. Ninguna de
esas características era típica de los antepasados de los romanos. Éstos eran
partidarios de la «formalidad» firme y seria, la gravitas, que Cicerón
consideraba una virtud propiamente romana. 243 Cuando el tradicionalista Catón
escribió su historia de los orígenes de Italia, mostró una actitud tan contraria a
los famosos que omitió los nombres de todos sus grandes protagonistas. La
primera valoración extensa de las costumbres romanas escritas por un visitante
griego que se nos ha conservado, la obra del historiador Polibio (activo hacia
150 a.C), subraya la solemnidad de dos costumbres características de los
romanos. En los funerales de los hombres ilustres, el cadáver era conducido al
Foro y se pronunciaba un hermoso discurso conmemorativo en presencia de
una multitud emocionada. Los familiares llevaban además las máscaras
funerarias de los parientes muertos, fabricadas de cera; dichas máscaras, que
guardaban un parecido asombroso con el original, eran colocadas sobre los
vestidos de gala o bien eran portadas por actores. Eran un privilegio concedido
a los individuos que habían desempeñado alguna alta magistratura y se habían
hecho «conocidos» de todos, esto es nobiles (de donde nuestro término
«nobles»). La multitud contemplaba asombrada el esplendor de aquellas
procesiones familiares, y tras la ceremonia se añadía la máscara de cera del
difunto a la de los demás, que eran guardadas en la sala principal del domicilio
familiar. A juicio de Polibio, estos actos eran un modo de espolear a los
miembros más jóvenes de la familia a emular la gloria de sus antepasados. 244
El otro rasgo característico, siempre en opinión del citado autor, era la religión
romana. Era mucho más elaborada y tenía más importancia en la vida pública y
privada que en cualquier otra sociedad. Polibio pensaba que las clases altas de
Roma le habían dado tanta relevancia con el fin de aterrorizar a las clases
humildes por medio del temor religioso. La nobleza romana no habría visto la
religión de ese modo. Para ellos, los ritos religiosos servían para honrar y
aplacar a los dioses, y tenían por objeto preservar la importantísima «paz de
los dioses» y evitar la cólera divina. Eran conservados como la tradición
probada de sus antepasados, una tradición que había funcionado a lo largo de
los siglos y que no podía ser abandonada así como así. Mantenía a salvo a
Roma y a los romanos. Aquella tradición ancestral tenía «autoridad», un
elemento de la religiosidad romana que, según algunos, sigue vivo en la
«autoridad» que posee la tradición en la Iglesia Católica Romana.
La religión griega estaba llena de cuentos o «mitos» acerca de los dioses, pero
los mitos de los romanos habían sido poquísimos durante sus primeros siglos
de historia. El arte, especialmente la escultura, había dado forma a las ideas
que tenían los griegos de sus dioses sobrehumanos, pero el erudito romano
Varrón calculaba que no habían existido estatuas de los dioses de Roma hasta
ca. 570 a.C. No obstante, muchos de los principios básicos de la religión
romana eran análogos a los de la griega. Al igual que los griegos, los romanos
eran politeístas y adoraban a numerosos dioses. Las divinidades importantes
tenían nombres latinos (Júpiter, Juno, Marte o Minerva), pero podían ser
identificadas bastante fácilmente con las griegas (Zeus, Hera, Ares o Atenea).
Había además muchos otros dioses, como si todo aquello que pudiera salir rnal
tuviera un poder divino que lo explicara: las plagas de las cosechas (Robrígine,
el añublo), o el acto de abrir y cerrar las puertas (Jano, en sus diversos
aspectos). Pero tras los grandes dioses de la literatura griega podemos
encontrar divinidades familiares parecidas en los calendarios locales de los
demos o aldeas del Ática clásica.
Como en cualquier ciudad griega, el principal objetivo de un culto religioso era
contribuir al buen éxito de los asuntos mundanos, no librar a los ciudadanos del
pecado. Las ideas que tenían los romanos de la vida futura eran tan sombrías y
espectrales como las de los griegos, que posteriormente añadieron a las suyas.
La finalidad del culto religioso era honrar y aplacar a los dioses, y se llevaba a
cabo por medio de libaciones y ofrendas de animales y primicias en altares
rústicos. En el magnífico poema de Virgilio acerca de la vida en el campo, las
Geórgicas, podemos apreciar cuál era la ofrenda más sencilla, una guirnalda
de «amelo» sobre un altar de césped. 245 Lo mismo que en Grecia, el principal
acto de culto público era la matanza de un animal, cuya carne se comía
después en parte. Asistían al acto sacerdotes, pero en Roma éstos eran casi
siempre hombres que, de manera distintiva, llevaban la cabeza cubierta con un
velo durante la ceremonia. También lo mismo que en Grecia, se cultivaba
activamente un arte de la adivinación cuya finalidad era descubrir la voluntad
de los dioses. Las visceras de los animales sacrificados, el vuelo de los
pájaros, los prodigios y los portentos eran estudiados atentamente. En Roma,
dichas artes se caracterizaban por unas técnicas especiales, consecuencia del
legado etrusco recibido por la cultura romana. En las campañas militares o
antes de la celebración de una asamblea pública, el magistrado que presidía el
acto «tomaba los auspicios», es decir, buscaba algún indicio de los deseos de
los dioses, y se consultaba asimismo a un sacerdote llamado augur. A los
romanos les preocupaban particularmente los «prodigios», las cosas o
acontecimientos raros que pudieran parecer signos de comunicación de los
dioses. Un prodigio podía ser un niño que naciera con alguna deformidad, un
topo (supuestamente) provisto de dientes, o una aparente lluvia de sangre.
Había siempre adivinos y sacerdotes encargados de registrar e interpretar los
prodigios.
La adivinación, pues, era particularmente elaborada en Roma y los malos
augurios podían ser utilizados incluso para interrumpir una asamblea pública.
Durante sus andanzas por Italia a lo largo de los siglos IV y III a.C. los
generales romanos prestarían mucha atención a cualquier signo enviado por
los dioses para averiguar si sus relaciones con ellos eran buenas o no. Cuando
conocieron las teorías filosóficas griegas, algunos romanos empezaron a
reflexionar sobre la validez de esta pseudociencia: hubo muy pocos escépticos,
entre ellos Cicerón, pero incluso él se sintió encantado de que lo eligieran
augur y de respetar la tradición, por mucho que la mitad racional de su
personalidad supiera que la adivinación era falsa. Todos los romanos ilustres,
Sila, Pompeyo o Augusto, vivieron siempre con la idea de la presencia
potencial de los dioses. Durante las décadas de 50 y 40 a.C. la carrera de Julio
César se vio salpicada de prodigios, animales que se escapaban cuando
estaban a punto de ser sacrificados (dos veces en el curso de la guerra civil, en
49 y 48 a. C), y animales cuyas visceras tenían defectos (en España en 45, y
en febrero de 44, un mes antes de su asesinato). Él reinterpretó estas señales
de modo que le permitieran levantar los ánimos de sus tropas, pero nunca dudó
de que fueran algún tipo de señal.
Prodigios y portentos eran un aviso de la mala voluntad de los dioses; el
calendario público de cultos tenía por objeto evitar el mal y fomentar la
seguridad, la fertilidad y la prosperidad. Como en la Atenas clásica, la religión
personal de un individuo carecía de importancia para los ritos públicos: éstos,
en cambio, aseguraban el bienestar de cada romano en cuanto miembro de la
comunidad. Una vez más al igual que en Grecia, no había libros ni escrituras
sagradas: el «derecho» de los dioses o ius divinum era transmitido
principalmente a través de la tradición oral. Había sacerdotes que asistían a los
grandes rituales y que, en opinión de los griegos, estaban organizados en
«colegios» curiosamente especializados. Las principales oficiantes de género
femenino eran las seis Vírgenes Vestales, dedicadas al culto de Vesta, la diosa
del Hogar, a la que servían durante muchos años permaneciendo vírgenes
(aunque al final tenían libertad para abandonar el templo y contraer
matrimonio). Como en las ciudades griegas, las fiestas de Roma incluían
procesiones opompae (de ahí las «pompas» de Satanás de que hablan los
cristianos) y elaboradas oraciones e himnos. El respeto de los romanos por la
tradición suponía que si un sacerdote cometía un error mientras recitaba una
oración tradicional, el rito quedaba invalidado y tenía que ser repetido desde el
principio.
Al igual que en Grecia, existía al mismo tiempo una cultura del voto personal
que se hacía a un dios con la esperanza de obtener un favor o en
agradecimiento por los beneficios recibidos. A diferencia de los griegos, los
romanos escogían a veces como objeto de la ofrenda a seres humanos. Un
general podía hacer «voto» de ofrendar a sus enemigos a los dioses del
infierno (este rito fue utilizado en el sitio de Cartago en 146 a.C). En raras
ocasiones podía hacer voto de ofrendarse a sí mismo en el campo de batalla
por el bien de sus soldados. Se contaban leyendas acerca de tres individuos
que habían hecho un voto de este estilo, Decio Mure y dos descendientes
suyos, todos en el siglo III a.C. Más tarde, se contaba que habían dado permiso
a un soldado raso para que los sustituyera. 246
En sus casas y sus fincas rústicas, las familias también rendían cultos
religiosos a otras «divinidades menores», a los dioses de los cruces de
caminos o de las fronteras o a los dioses de la despensa de la casa (los
penates); el todopoderoso padre de familia era el encargado de ejecutar los
ritos. En público y en la intimidad del hogar, había además ritos en honor de los
muertos y de sus espectros invisibles. Ninguno de estos cultos habría
sorprendido a los griegos y, con el paso del tiempo, la religión romana
adquiriría una impronta griega cada vez más profunda. En efecto, su evolución
refleja las mismas influencias sobre la ciudad que hemos rastreado desde el
siglo VIl a.C: la época de los reyes, incluidos los reyes etruscos; la instauración
de la República; el papel de la plebe o gente sencilla; y los contactos cada vez
mayores con el mundo griego, concretamente con las ciudades griegas de Italia
y de Sicilia. El templo más importante de Roma, el de Júpiter Capitolino, databa
de los últimos tiempos de la monarquía. A diferencia de los últimos tiranos de
Atenas y su templo de Zeus, los reyes de Roma habían terminado
efectivamente su construcción. En 496 a.C. ya abolida la monarquía, se fundó
un importante templo de los dioses agrarios Ceres, Líber (Baco) y Libera: este
culto estaba influido indudablemente por los que recibían Deméter y Dioniso en
las ciudades griegas de Italia. El nuevo templo fue adoptado por la plebe como
centro religioso.
No hubo, pues, época alguna en la que los cultos romanos permanecieran
estáticos. Las cosas cambiaban, surgían nuevos templos y, en momentos de
crisis, un nuevo culto podía ser confirmado por los Libros Sibilinos, otra
importación «foránea» de carácter oracular. Esta colección de oráculos
originarios de Grecia había llegado a Roma, según la tradición, en tiempos de
los reyes etruscos. Pero junto a estos añadidos de la tradición, el calendario de
fiestas anuales de los romanos siguió evidentemente enraizado en el año
militar y agrícola, incluso cuando los meses habían dejado de coincidir con las
estaciones en las que se basaban. En marzo, era venerado especialmente el
dios de la guerra y de la juventud, Marte, pues era el mes en el que daba
comienzo el año militar. Un rito característico del mes de marzo consistía en la
larguísima danza ejecutada por doce jóvenes pertenecientes a la nobleza
patricia, escogidos entre aquellos cuyos padres estuvieran vivos, los Salios o
sacerdotes bailarines. Llevaban un traje característico, consistente en un manto
rojo y un casco cónico, y recorrían la ciudad bailando a través de una ruta
tradicional, con unos antiguos escudos de bronce que, según se decía, habían
sido modelados a partir de un origi nal caído del cielo. Cada noche, se detenían
en una casa determinada en la que se les ofrecía una suntuosa cena. Todo el
ritual duraba más de tres semanas.
El 14 de marzo se celebraba en Roma una espléndida carrera de caballos en el
Campo de Marte, y en contrapartida se celebraba otra en octubre, el mes en el
que los soldados limpiaban sus armas y las guardaban para el invierno. El 15
de octubre tenía lugar una carrera de carros en el Campo de Marte y uno de los
caballos ganadores (el de la izquierda del carro) era ofrecido en sacrificio al
dios. Se cortaba la cola del animal, que era llevada a toda prisa a la Regia o
Casa Real, situada en el Foro, para que la sangre goteara sobre las sagradas
cenizas del hogar. El 21 de abril siguiente, las cenizas teñidas de sangre se
mezclaban con las cenizas de unos fetos de ternero, y unas y otras eran
arrojadas a las hogueras ceremoniales de otras fiestas, las Pariles. Por otro
lado, también se cortaba la cabeza del caballo: dos de los barrios más
importantes de la ciudad competían por hacerse con ella, antes de que la
colgaran (según parece) en el exterior de la Regia, en el Foro. 247
Este rito del Caballo de Octubre tenía que ver con la guerra y con la fertilidad
de los campos, según los exegetas romanos. No obstante, es muy probable
que chocara a muchos griegos, que sin duda debían de considerarlo una
barbaridad. También habrían encontrado sorprendentes unas fiestas
celebradas a mediados de febrero, las Lupercales, en las que dos equipos de
jóvenes se enfrentaban en la cueva Lupercal, en el Palatino, asociada con la
loba que había amamantado a Rómulo y Remo. Sacrificaban una cabra y un
perro y se untaban la frente con su sangre. Comían y bebían abundantemente
en la cueva y a continuación salían corriendo medio desnudos, cubiertos sólo
con una piel de cabra, siguiendo un viejo itinerario a lo largo del Palatino.
Golpeaban a todo el que veían con la piel de cabra, en un rito que
supuestamente favorecía la fertilidad. No obstante, se conservó durante siglos,
haciéndose especialmente famoso gracias a Marco Antonio un mes antes del
asesinato de César; curiosamente siguieron celebrándose en la Roma cristiana
hasta el año 494 d.C, cuando el papa sustituyó la fiesta por la solemnidad de la
Purificación de la Virgen.
En el calendario público había muchísimas fiestas como éstas: fiestas en honor
de los difuntos en el mes de febrero (las Parentales, especialmente dedicadas
a los difuntos más ancianos), o los «carnavales» de diciembre, las Saturnales,
durante las cuales los papeles sociales eran invertidos durante un breve
espacio de tiempo, de modo que los dueños de los esclavos servían a sus
criados en su propia casa. En las ciudades griegas había también fiestas de
este estilo, del mismo modo que había fiestas de liberación y de diversión. En
Roma, las principales fiestas de este estilo eran las de Flora, en el mes de abril.
El último día de los juegos que las acompañaban, se soltaban por las calles
cabras y liebres, animales cargados de fuertes connotaciones sexuales. El
sexo y la fertilidad formaban parte de las referencias del rito, y en tiempos de
Julio César se ponían incluso en escena espectáculos de striptease en los
teatros de la ciudad. 248
El tradicionalismo era ante todo la imagen de sí misma que daba la religión
pública romana, pero la fiesta de Flora es, no obstante, una prueba del alcance
que tenían los añadidos e innovaciones. En esta fiesta no se incluyó una
semana de juegos hasta 238 a.C. durante un período de hambruna: la
celebración del certamen fue confirmada por los Libros Sibilinos. Estos libros
contenían una serie de oráculos griegos en verso, supuestamente
pronunciados por una profetisa, la Sibila, y eran guardados por una delegación
de quince respetables ciudadanos romanos. Las profecías eran a todas luces
de origen griego, pero confirieron una sanción divina a aquella innovación
religiosa romana. En 399 a.C. habían inducido a adoptar una modalidad de
«banquete celeste», conocido en el mundo griego, para el cual se disponían en
lechos unas cuantas estatuas de los dioses, como si fueran a celebrar un
festín. Durante la primera década del siglo III, como consecuencia de una
hambruna, apoyaron la introducción en Roma de Esculapio, el dios griego de
las curaciones. En tiempos de crisis, pues, los libros tendían a introducir
nuevos cultos griegos al núcleo duro de la tradición romana.
Las guerras, naturalmente, se hallaban bajo la tutela de los dioses y los
romanos las trataban de dos maneras distintas, cuando acababan y cuando
comenzaban. Con permiso del senado, podía concederse al general victorioso
la celebración de un «triunfo», en el transcurso del cual se le permitía
excepcionalmente entrar en el pomerio (el recinto sagrado de la ciudad) y en la
propia Roma al frente de sus tropas y del botín conquistado. Llevaba la cara
pintada de rojo durante toda la jornada, como Júpiter Capitolino; en la mano
portaba un cetro e iba vestido de manera especial. Se permitía a los soldados
gritarle obscenidades y hacer comentarios groseros acerca de su persona,
mientras que a su lado (según se dice) iba un esclavo que le susurraba al oído:
«Recuerda que sólo eres un hombre». La ceremonia venía a transgredir los
límites sociales normales en un solo día de «fiesta»: durante el «minuto de
gloria» que se le concedía, el triunfador era como un dios (o, según algunos,
como un rey). Subía al Capitolio y depositaba su corona de laurel en el regazo
de Júpiter. Su nombre era introducido entonces con todos los honores en los
anales públicos. Los generales que marcharon sobre Tarento seguramente
tendrían la esperanza de obtener un triunfo. Creían además que su guerra
estaba «justificada». Pue^un miembro del colegio sacerdotal de los feciales
debía de haberla declarado previamente de conformidad con unos ritos que,
según se creía, se remontaban a mediados del siglo VIl a.C. Los romanos,
como demostraba el rito, no luchaban sino «en defensa propia»:
tradicionalmente los feciales enviaban a un legado para que arrojara una lanza
al territorio enemigo. Se cuenta que en Tarento fueron infligidas suficientes
«injurias» a la tradición romana como para «justificar» una actuación en
defensa propia. Cuando Tarento recibió la ayuda de Pirro, rey de Epiro, en
Grecia, este territorio se hallaba demasiado lejos para que pudiera enviarse un
legado a arrojar la lanza en él. Por consiguiente, se cuenta que se obligó a un
cautivo de esa nacionalidad a comprar un campo en Roma para que los
sacerdotes pudieran declarar una «guerra justa» a ese territorio vecino. 249
En el mundo griego, la preocupación por la guerra «justificada» había sido
habitual desde hacía mucho tiempo, tanto entre los espartanos, como por parte
de Alejandro Magno o del filósofo Aristóteles. Los romanos no fueron los
inventores de la doctrina de la guerra justa: eran simplemente más
escrupulosos y ceremoniosos al respecto. Según la publicidad que
propagaban, sus éxitos en la guerra venían a confirmar que los dioses estaban
efectivamente de su lado. No tardarían en afirmar eso mismo ante las ciudades
griegas que encontraron a su paso. Pero primero los dioses tenían que
ocuparse de la justa oposición presentada por Tarento.
Pero al tender naturalmente los más poderosos a oprimir cada vez con
más dureza a los sometidos, ¿acaso —dijo— nos conviene colaborar
con los deseos de nuestros dominadores, sin ponerles trabas, para
saber por experiencia muy pronto qué son las órdenes más rigurosas o
bien, por el contrario, debemos combatir con todas nuestras fuerzas
aquellas intenciones y contrariarlas todo lo que [podamos?]. Y si nos dan
órdenes [ilegales,] pero nosotros se lo echamos en cara, debilitaremos
algo sus arranques y mitigaremos la aspereza de su poder, sobre todo
porque los romanos tienen en mucha estima, al menos hasta ahora,
como tú mismo reconoces, Aristeno, la observancia de juramentos y
pactos, y su lealtad para con los aliados.
FILOPEMEN, Polibio 24.13
El ámbito para las injerencias era muy grande. Durante cerca de cien años las
ciudades-estado griegas habían permanecido bajo el control de los reyes de
Macedonia. Había habido períodos de guerra, durante los cuales algunas, entre
ellas Atenas, habían luchado por la «libertad», pero semejantes iniciativas
habían solido contar con la ayuda de algún rey macedonio rival, como, por
ejemplo, los Ptolomeos de Egipto. La dominación macedonia continuó vigente,
obteniendo rentas de los Estados que la soportaban y apoyándose en las
guarniciones establecidas en puntos estratégicos de Grecia, según el modelo
instituido por Filipo II. Dentro de este marco general, la política de poder había
seguido unas direcciones que Demóstenes o cualquier diplomático del siglo IV
habrá entendido rápidamente. Las «ligas» de esa época habían incrementado
su fuerza, en especial la Liga Etolia, al oeste de Grecia, y la Liga Aquea, cuyo
centro estaba ahora en Sición, al norte del Peloponeso. Dentro de las
ciudades-estado, seguía habiendo las divisiones y facciones de costumbre
entre los líderes favorables a la democracia y los partidarios de la oligarquía.
En la década de 220 se produjo el período de terror más largo de la historia de
Grecia, con una Esparta reformada y agresiva capitaneada por unos reyes
especialmente capacitados, primero Agis y luego Cleómenes. La perspectiva
de una nueva dominación espartana bastó para que la Liga Aquea volviera a
alinearse al lado del rey de Macedonia y diera un nuevo giro a la guerra con los
demás bloques de poder griegos.
Los romanos podrían, pues, alinearse al lado de una liga u otra, responder a
las llamadas de auxilio de una u otra facción de las ciudades-estado divididas,
o incluso desafiar directamente a los reyes de Macedonia. Por lo pronto les
preocupaba la presencia de Aníbal en Italia y de momento los pasos que dieron
en Grecia fueron torpes y mal aconsejados. En 212-211 firmaron una alianza
con los etolios, la potencia dominante en Delfos, en el centro de Grecia, pero
también la menos civilizada de todas las comunidades políticas griegas. No era
cuestión de que Roma ofreciera a los griegos sometidos a Macedonia o
cualquier otro dominador la «libertad», ni siquiera la liberación. Los etolios
retendrían todas las ciudades tomadas durante la guerra, mientras que los
romanos se quedarían con todo el botín transportable que pudieran obtener,
entre otras cosas grandes cantidades de esclavos. Otros griegos considerarían
este tipo de pacto entre ladrones una modalidad de acuerdo bárbaro y propio
de extranjeros. 274
Durante más de diez años Aníbal y España tuvieron distraídos a los romanos,
pero en 200 éstos se vieron de nuevo con las manos libres y volvieron a Grecia
con todas sus fuerzas. Habrían vuelto de todas formas, pero en aquel momento
pudieron poner como pretexto útil el hecho de que el rey Filipo de Macedonia
había atacado a los aliados de Roma en el Egeo oriental. En el otoño de 200
los atenienses se habían unido al bando de los romanos (permanecerían fieles
durante más de cien años), y en 197 las flexibles legiones romanas, junto con
más de 2.000 soldados de caballería, obtuvieron una importante victoria sobre
las formaciones tradicionales de Macedonia en Cinoscéfalas, en Tesalia. Roma
pudo así hacer pública una solución para los asuntos griegos. El estilo de
tratado relámpago firmado anteriormente con los etolios sería abandonado, y
los romanos no mostrarían el menor favoritismo por sus antiguos aliados, a
pesar de la ayuda que les habían prestado en Cinoscéfalas: los etolios
quedarían de hecho muy dolidos por aquel desprecio. Por el contrario, el
general al mando del contingente romano, Flaminino, proclamó la «libertad de
los griegos». No sólo era una libertad en el marco de la cual determinados
puntos clave de Grecia iban a continuar ocupados por guarniciones (esta
«libertad» limitada era bien conocida desde los tiempos de Filipo II, allá por la
década de 330). Suponía una libertad también para esos mismos puntos clave.
Flaminino tenía una sensibilidad muy poco habitual para los intereses de los
griegos. El anuncio se hizo en los Juegos ístmicos de 196 y fue acogido con un
aplauso tan clamoroso por parte de los griegos que, según dijeron algunos,
muchos pájaros cayeron muertos del cielo. 275
Aun así, el horizonte de los romanos no se limitaba a los griegos de Grecia.
Habían empezado ya a hacer alusiones en público al estatus de las ciudades
griegas de Asia y Europa que se hallaban bajo el dominio de los Seléucidas.
Astutamente también en ellas se presentaron a sí mismos como si intervinieran
en ayuda de sus amigos. Pues, en efecto, en Asia Menor, cerca del
emplazamiento de Troya, había otros «troyanos» como ellos, y un poco más al
sur estaban sus viejos «amigos», los Ptolomeos. Éstos habían perdido hacía
poco todo un conjunto de bases griegas en Asia Menor, y llegó a decirse
incluso que estaban en peligro debido al «pacto secreto» concluido entre Filipo
V de Macedonia y el soberano Seléucida Antíoco III. Con el fin de fomentar
esta imagen, los romanos hicieron pública su convicción de que, como
demostraban sus éxitos, los dioses estaban de su parte y sus campañas en el
extranjero estaban justificadas.
En 192 los etolios, disgustados con la situación, invitaron al alarmado rey
Antíoco III a pasar de Asia a Grecia con un ejército. En cualquier caso, los
romanos ya habían decidido emprender una campaña directamente contra él,
que debía llevarse a cabo en Oriente, en sus territorios históricos. Primero
obtuvieron una inteligente victoria en las Termopilas, de heroico recuerdo, en el
centro de Grecia, y obligaron a Antíoco a regresar a Asia. En el invierno de
190-189, los legionarios obtuvieran la victoria final en la batalla de Magnesia,
en Asia Menor. El territorio de los Seléucidas quedó así «liberado» tras ciento
cincuenta años de dominación griega desde los tiempos de Alejandro Magno,
otro «libertador». Pero buena parte de aquél sería entregado poco después a
los amigos de Roma; el sur a los habitantes de la isla de Rodas, y el noroeste
al rey Eumenes, que había establecido su capital en Pérgamo. Los intereses de
los Ptolomeos no fueron sencillamente tenidos en consideración.
Por su parte, los romanos recibirían en concepto de indemnización la inmensa
suma de 15.000 talentos, que debía ser pagada a plazos. También Cartago les
pagaba anualmente cantidades sustanciosas y en los famosos 15.000 talentos
no se incluía el abundante botín capturado en Asia. Las finanzas públicas de
Roma experimentaron una transformación total. Al mismo tiempo, su poderío
económico se vio reforzado por el aumento del número de romanos
establecidos simultáneamente en el norte y el sur de Italia. Los años
comprendidos entre 200 y 170 fueron testigos de una nueva oleada de colonias
romanas en Italia, que se extendieron hasta las ricas tierras de cultivo del norte,
en las proximidades del Po. Se ha calculado que fueron enviados cerca de cien
mil colonos a explotar casi medio millón de hectáreas; en estos años dio
comienzo la historia «romana» de grandes ciudades modernas de Italia, como
Parma o Bolonia. 276 Las colonias eran una buena salida para los ciudadanos
pobres de Roma, que constituían una posible fuente de tensiones sociales en
la ciudad. Una vez más, asistimos a una transformación clásica de una
economía antigua, cuyas rentas y riquezas se vieron multiplicadas por la
guerra, y en la que el establecimiento de colonias modificó el perfil social del
Estado conquistador.
Tras las victorias de Roma en Grecia, vino la justicia, por así decir, para los
griegos en una nueva época de proclamación de la «libertad». El senado y los
generales romanos se dieron cuenta de que con demasiada frecuencia
recurrían a ellos los Estados griegos que buscaban una justicia imparcial y un
arbitraje territorial de sus propias diferencias internas. Los romanos recibían
una y otra vez este tipo de solicitudes, pero cuando tomaban una decisión, ésta
a menudo difería bastante de lo que en un principio se había creído que eran
sus inclinaciones. Esta incoherencia resultaba conveniente para la nueva
política romana consistente en aprovecharse de la debilidad de los griegos y de
sus luchas internas. Uno tras otro, sus antiguos amigos y beneficiarios griegos
se sintieron decepcionados ante las respuestas de Roma a sus peticiones:
Rodas, el rey Eumenes de Pérgamo, y finalmente, en el Peloponeso, la
importantísima Liga Aquea. Peligrosamente, algunos romanos empezaron a ser
recordados por sus estallidos de «cólera» cuando trataban con los griegos y
sus asuntos. 277 Se produjo un nuevo cambio de simpatías. Hasta finales del
siglo III a.C. las democracias habían conocido una difusión relativa por las
ciudades griegas. A partir de 196, los romanos empezaron a favorecer a los
que se declaraban amigos suyos en las ciudades y pensaron que estos
individuos habrían venido mejor a sus intereses frente a la inconstancia de un
populacho poco de fiar. Esos amigos solían ser los ciudadanos ricos,
partidarios del «orden», y no los gobiernos populares. No es ninguna
coincidencia que en muchas ciudades-estado griegas surgieran grandes
«benefactores» cada vez más dominantes, a medida que empezaran a ponerse
trabas y contrapesos a la democracia, primero en las poleis de fundación más
reciente, y luego en las viejas «metrópolis» de Grecia. 278 Los romanos
combinaron el papel de «gendarmes del mundo mediterráneo» con la clara
conciencia de que eran la fuerza más poderosa y de que podían actuar más o
menos como les pareciera conveniente. Por lo tanto, se trataba de una
combinación peligrosa también para sus «aliados» del extranjero y los vecinos
de éstos.
Entre 168 y 146 Roma ejerció su poder imperiosamente contra los enemigos
que le quedaban, el rey de Macedonia (Perseo, en 168), los Seléucidas de
Oriente Próximo (Antíoco IV, en 165), las tribus de la costa dálmata (156) y la
Liga Aquea en Grecia y lo que quedaba del territorio de Cartago en el norte de
África (146 a. C). El más importante de estos enfrentamientos fue el que
supuso la derrota de los macedonios y el fin del poder ejercido por éstos
durante casi dos siglos. En 179 el trono de Macedonia había pasado a manos
de Perseo, un príncipe de treinta y tantos años, cuya brillantez y energía
perturbaron inmediatamente a los observadores romanos. Estaba casado
además con una princesa de la familia de los Seléucidas. Anunció el
establecimiento de condiciones favorables para los deudores en Grecia y atrajo
de nuevo hacia Macedonia las peticiones de socorro de muchos griegos a los
que las acciones de Roma habían contribuido a empobrecer cada vez más. Las
sospechas que despertó en los romanos se intensificaron durante la década de
170, y culminaron en la decisión de declararle la guerra a finales de 172. La
embajada final enviada por los romanos no hizo más que confundir a Perseo y
hacer que retrasara sus preparativos al darle a entender, traicioneramente, que
quizá pudiera llegar a un acuerdo con Roma. Incluso algunos romanos
criticaron el cinismo de aquellas negociaciones diplomáticas.
Durante los dos años siguientes, los generales romanos destacados en Grecia
no tuvieron, ni mucho menos, un comportamiento más digno. La opinión
pública griega tuvo que ser apaciguada antes de que en 168 llegara un gran
ejército romano al frente de un cónsul, Emilio Paulo, descendiente del mismo
cónsul que fuera derrotado por Aníbal en Cannas. En la costa del sudeste de
Macedonia se enfrentaron las dos potencias en una batalla en la escarpada
región montañosa del Olimpo. El ejército de Perseo era casi tan grande como
el de Alejandro en Gaugamela, pero un destacamento romano logró efectuar
un brillante movimiento por sus flancos atravesando dos pasos de montaña
situados al oeste, desalojando a dos guarniciones macedonias y amenazando
de repente al ejército de Perseo con rodearlo. Esa maniobra trascendental fue
dirigida por el yerno del gran Escipión: posteriormente engrandecería su éxito
en el relato que escribió de su acción.
Perseo se retiró, con Emilio Paulo pisándole los talones, y se quedó de una
pieza al ver que el ejército macedonio se hallaba una vez más situado en una
estrecha llanura al sur de Pidna. Los subordinados de Emilio Paulo deseaban
atacar de inmediato, pero el cónsul prefirió esperar y estudiar a su adversario:
posteriormente comentaría en los banquetes celebrados en Roma que la
falange macedonia, con sus largas lanzas puntiagudas, era «la cosa más
terrible» que había visto en su vida. La batalla dio comienzo el 22 de junio,
después de un eclipse de luna, y los romanos casi perdieron la posición en el
primer asalto por el centro. Las largas picas de la falange atravesaban los
escudos de sus soldados de infantería y hacían retroceder el centro de la
formación, pero entonces se puso de manifiesto su tradicional debilidad en el
combate cuerpo a cuerpo que se desencadenó a continuación. Sus filas
empezaron a romperse, permitiendo a la infantería romana penetrar en su
formación y desenvainar sus espadas, mucho más largas que los puñales que
utilizaban los soldados macedonios. La carnicería fue espantosa, pereciendo,
según se cuenta, 20.000 macedonios. Mientras tanto, los embates de la
caballería macedonia por los flancos fracasaban, en parte debido a los
elefantes que llevaban los romanos, y en parte también porque sus propios
elefantes fueron mutilados por una sección romana especializada en anular la
efectividad de los paquidermos.
Perseo salió huyendo, pero posteriormente fue capturado y conducido ante
Emilio Paulo, que le propinó una lección antes sus jóvenes oficiales acerca de
la inestabilidad de la fortuna que el propio Heródoto habría aprobado. Los
palacios macedonios fueron saqueados, obteniéndose de la rapiña una
cantidad ingente de colmillos de marfil, anécdota que nos recuerda cuántos
elefantes habían sido criados en la llanura en otro tiempo pantanosa situada en
las cercanías de Pella. Perseo y sus hijos fueron conducidos a Roma y
obligados a desfilar como humildes cautivos en el triunfo que marcó el fin del
poder de la monarquía macedonia: Emilio Paulo se quedó con el contenido de
la gran biblioteca griega del rey. El reino fue dividido en los cuatro distritos que
lo componían, pero los macedonios no estaban acostumbrados al más mínimo
grado de democracia. Al cabo de poco tiempo se sublevaron capitaneados por
un nuevo pretendiente a la corona.
Los años siguientes, los que van de 168 a 146 a.C. fueron considerados por un
agudo observador griego, el historiador Polibio, una auténtica época de
«turbulencias y revoluciones». 279 Desde luego los romanos no daban cuartel a
aquellos a los que declaraban enemigos suyos. En 149 hicieron pública su
decisión de disolver la Liga Aquea, que tan larga historia tenía a sus espaldas,
y en 146 hicieron efectiva su promesa, destruyendo además la antigua ciudad
de Corinto. Ese mismo año, arrasaron por completo lo que quedaba de Cartago
(los años del pago de indemnizaciones habían acabado poco tiempo antes). Ya
en 168, el vencedor de Pidna, Emilio Paulo, había tomado terribles represalias
contra los habitantes de Epiro, en el noroeste de Grecia, que habían ayudado a
sus vecinos los macedonios. El senado decretó que setenta ciudades del Epiro
fueran saqueadas y, en consecuencia, cerca de ciento cincuenta mil individuos
fueron brutalmente vendidos como esclavos. Asimismo fueron trasladadas a
Roma enormes cantidades de obras de arte griego, junto con un número
ingente de objetos de oro y plata. Después de tanto horror, resulta difícil admitir
que Roma pudiera experimentar un cambio a peor. 280
En menos de setenta años, entre el desastre de Cannas, acontecido en 216, y
la destrucción de Cartago en 146, los romanos se habían convertido en la única
superpotencia del Mediterráneo. Las consecuencias de esa situación resultan
muy instructivas. Los romanos esperaban ahora «obediencia» absoluta a las
órdenes que dictaban por propia iniciativa; los generales romanos estaban
acostumbrados a ejercer el «mando» (imperium) como magistrados en Roma.
Cuando declaraban una guerra (como, por ejemplo, en 156 a.C.) tenían mucho
cuidado y ponían un pretexto «justo» para consumo de la opinión pública,
aunque los verdaderos motivos fueran otros. Ateniéndose a esos pretextos, los
historiadores modernos han sostenido a veces que Roma se vio arrastrada
paulatinamente a inmiscuirse en los asuntos griegos, que sus ataques fueron
por lo general en defensa propia y que, como no convirtió inmediatamente en
nuevas provincias los territorios conquistados, no se fijó desde un principio el
objetivo de explotarlos. En contra de esta interpretación pueden aducirse
fascinantes problemas de cronología y otros testimonios, aparte de las
opiniones de los contemporáneos de los hechos de las que tenemos noticias.
Esos especialistas pasan además por alto importantes elementos de la
mentalidad romana y del consiguiente complejo de gloria y de obtención de
beneficios que se desarrolló en la sociedad de Roma; los generales ambiciosos
tenían prisa por ponerse a la altura de los antepasados de su familia que
habían tenido sus mismas ambiciones, y su objetivo era hacerse con un buen
botín y celebrar un triunfo. Resulta más convincente atribuir a los romanos
audacia en sus designios y cada vez menos escrúpulos a la hora de hacer
realidad esos designios valiéndose de la traición y la agresión descarada.
Algunos romanos observan de hecho una «sabiduría nueva» entre los políticos
de la década de 170 a.C. que consistía en decir mentiras manifiestas y suponer
que «el poder tiene razón». 281 Según algunos, esa «sabiduría nueva» fue sólo
una intensificación de la práctica ya existente. El éxito de Roma en Grecia y en
Asia Menor se basó sobre todo en la enorme superioridad de sus recursos
humanos y la táctica militar flexible que fue adoptada antes de 320 y que ya
había sido probada contra Cartago. El comportamiento mostrado con sus
enemigos en Grecia durante aquellos lúgubres años resulta menos
sorprendente para los que empiezan por estudiar su anterior comportamiento
en la Sicilia griega en 212-211. Para explotar sus conquistas no necesitaba
convertirlas en provincias delimitadas territorialmente. Su dominio podía ser
menos directo, aunque dudemos en llamarlo todavía directamente «imperio»,
tal como entendemos hoy día este término.
Con Cartago destruida y Grecia atemorizada, habría cabido esperar que los
romanos emprendieran un dominio firme del Mediterráneo. Habían quitado de
en medio para siempre a los reyes de Macedonia; sus conquistas en Asia
Menor habían hecho un agujero enorme en el imperio helenístico más extenso,
el de los Seléucidas. Se habían entrometido de manera decisiva en los asuntos
de los Ptolomeos de Egipto: en 155 el joven Ptolomeo VIII había redactado
incluso un testamento legando todo su reino a Roma en caso de que no llegara
a engendrar un heredero legítimo. Como apenas tenía treinta años, el «legado»
era bastante hipotético, y probablemente sólo pretendiera asustar a los
enemigos que tenía en el propio Egipto. Pero fue el primer ejemplo de una
práctica que habría de tener un futuro muy importante y que posteriormente
actuaría en beneficio de Roma. El principal problema en perspectiva seguía
siendo España: a finales de la década de 150 fue preciso llevar a cabo una
serie de campañas en la Península Ibérica contra algunos insurgentes.
Se estaba formando también un sistema de control de las conquistas de Roma.
Durante el siglo II a.C. los romanos desarrollaron su dominio sobre los pueblos
y territorios conquistados enviando a ellos como gobernadores a magistrados
acompañados de ejércitos permanentes para que los ayudaran. Estos
individuos se convirtieron en el referente primordial de las apelaciones y
disputas de sus súbditos. Como siempre, muchos casos gravitaban en torno a
una nueva fuente de justicia que de repente se hacía accesible. Por otro lado,
sin embargo, algunos gobernadores veían nuevas posibilidades de
enriquecimiento personal, y sus abusos de poder estaban todavía regulados de
manera muy vaga. Hasta la década de 120, la pena máxima que podían sufrir
por el delito de «rapiña» («concusión») era tener que devolver aquello de lo
que se hubieran apoderado indebidamente. Las nuevas posibilidades de lucro
en las provincias tendrían consecuencias trascendentales para la capacidad de
competir por la supremacía en Roma que tuvieran algunos individuos.
La mayor parte de las guerras de Roma en el extranjero durante los siglos III y
II a.C. habían tenido motivos económicos: una consecuencia evidente de la
victoria para determinados romanos era la obtención de más esclavos y más
botín. Se produjo asimismo el consiguiente acceso (aunque a veces a través de
intermediarios muy activos) a nuevas tierras, al préstamo de dinero y otros
bienes en las provincias. Además colectivamente los romanos empezaron a
recibir con regularidad cada año el tributo de los territorios conquistados. Todo
ello empezó a partir de 210 a.C. en Sicilia, donde heredaron el sistema fiscal de
los anteriores monarcas. Después, en la primera década del siglo II, se impuso
un tributo anual en España; los pagos se extendieron luego a Grecia, Asia
Menor y el norte de África. A partir de 167, el control recientemente adquirido
sobre Macedonia y sus ricas minas permitió a los romanos abolir el impuesto
directo que hasta entonces se había cobrado a los ciudadanos romanos en
Roma y en Italia (los impuestos indirectos siguieron vigentes). Todavía no se
había implantado un único sistema fiscal uniforme en todas las provincias, pero
a partir de 146 se sabe que los súbditos de Roma en el norte de África tendrían
que pagar un impuesto sobre la tierra y también un impuesto sobre las
personas (capitación). Esos dos impuestos se convertirían en los principales
bastiones del sistema tributario romano a comienzos del Imperio: y seguían
siéndolo en tiempos de Adriano.
Esa nueva fortaleza financiera se veía confirmada por la obtención de botín y
por el cobro de multas e indemnizaciones de guerra: ¿Permitirían a los
romanos todas esas ganancias solventar algunas de las injusticias sociales
existentes en la propia Roma? De hecho, el período comprendido entre 146 y
80 a.C. vería estallidos de tensiones sociales y políticas extremas tanto en
Roma como en Italia. Más tarde, el historiador Salustio vería en el año 146 el
comienzo de una oleada de «disturbios y motines», combinados con la
corrupción. 303 La eliminación del temor exterior que suponía Cartago (opinaba
Salustio) había venido a empeorar todas las cosas. Conviene también recordar
que el establecimiento de nuevas colonias en Italia había cesado por completo
a partir de 170: los ciudadanos pobres ya no eran enviados fuera de Roma e
instalados en un nuevo hogar.
Vistas más tarde desde la posición ventajosa del emperador Adriano, las
tensiones de aquellos años probablemente parecieran sólo el preludio de otras
que serían todavía más importantes, la aparición en escena de Pompeyo y
Julio César en las décadas de 70 y 60, la consiguiente guerra civil y el fin
definitivo de la República libre. Estas crisis posteriores recibirán, pues, aquí un
tratamiento más extenso, pero para los historiadores, esos precursores (como
hoy día los consideramos) constituyen un fascinante calidoscopio. Las
combinaciones políticas que luego habrían de demostrarse tan peligrosas
empezarían ya a hacerse visibles en esta época, pero de alguna manera serían
superadas. Los generales conquistadores empezaron a disfrutar de mandos
prolongados en el extranjero y a aliarse en Roma con ciertos tribunos que
protegían sus intereses en la ciudad. En 147 a.C. el carismático Escipión
Emiliano fue elegido directamente cónsul sin haber desempeñado previamente
ninguna magistratura y luego fue elegido para un segundo consulado de
dudosa legalidad. Los populares empezaron a presentar sus mociones
directamente ante el pueblo, para convertirlas de inmediato en ley sin la previa
aprobación del senado; en respuesta a esta práctica, los reformistas políticos
empezarían a ser asesinados por sus adversarios senatoriales en el centro
mismo de Roma. En la segunda década del siglo I a.C. se desencadenaría por
primera vez una guerra civil en Italia y un patricio disgustado con la situación
marcharía directamente sobre Roma.
Durante estas décadas de intensas maniobras políticas dentro de la propia
Roma, se produjo una lucha incesante por retener y ampliar las conquistas
realizadas en las provincias. Las guerras continuaron en España, y más tarde
estallaron otras en el norte de África y en la Galia. En 88, el audaz rey
Mitridates del Ponto (en la costa meridional del mar Negro) fingió que pretendía
vengar los espantosos desmanes cometidos por los romanos en Grecia y Asia
Menor durante el siglo anterior emprendiendo una guerra contra ellos y
matando (según se dijo) a más de 80.000 romanos en Asia en un primer asalto,
acto de represalia verdaderamente descomunal. Más cerca de Roma, se hizo
realidad la peor pesadilla de toda sociedad esclavista: se produjeron grandes
sublevaciones y guerras de esclavos, que se prolongaron de 138 a 132 y luego
otra vez de 104 a 101. El motivo principal de éstas fue el empleo intensivo de
mano de obra esclava en Sicilia y en el sur de Italia, una consecuencia tardía
del «legado de Aníbal». Pero sobre todo, en el corazón mismo de Roma, sus
aliados (socii) italianos se levantaron en armas contra ella de 91 a 89 a.C.
Proclamaron incluso su propia «Italia» y crearon su propio senado. Acuñaron
monedas en las que aparecía un toro en celo embistiendo a una loba. 304 Las
interpretaciones de los objetivos de esta guerra social (de socii, «aliados»)
varían, pero la negativa a conceder a los aliados la ciudadanía romana (medida
propuesta y luego retirada en 95 a.C.) resultó trascendental. Las nuevas ofertas
de volver a ponerla en vigor sin duda alguna precipitaron el final del conflicto.
La libertad y la justicia tuvieron a todas luces mucho que ver en todas estas
turbulencias. «Libertad» era el grito que unía a los italianos rebeldes; con el fin
de parar los pies a Mitridates, los romanos proclamaron la libertad de sus
vecinos, los capadocios, en Asia. Mitridates, por su parte, era visto por los
griegos (incluidos los atenienses) como el «libertador» de la dominación
romana. En las luchas políticas desencadenadas en Roma, empezaron a ser
explotadas también la naturaleza bicéfala de la constitución romana y las ideas
distintas de libertad que tenían sus órdenes sociales. Desde la perspectiva
popular, una de las facetas de la libertad era la libertad del pueblo para aprobar
leyes sin consultar al senado. Según dicha perspectiva, el «pueblo» era libre
incluso de tomar decisiones acerca de asuntos que los senadores se habían
reservado tradicionalmente para sí mismos: las finanzas, la composición de los
tribunales de justicia y los jurados, la asignación de los mandos militares en las
provincias, o las formas en las que debían ser sancionados los gobernadores
senatoriales corruptos. Empezó a elaborarse una postura claramente popular,
que pasaba por alto esa «tradición» senatorial y que creó sus propios héroes;
los políticos que la ejemplificaban se convirtieron incluso para la plebe leal en
objetos de culto después de su muerte.
Una consecuencia de esa postura popular fue la reforma introducida en los
métodos de votación en Roma. Se puso en vigor el voto secreto, primero para
las elecciones (139 a.C), luego para los juicios públicos que no entrañaran
pena capital (137), y más tarde para la aprobación de las leyes (131-130 a.C).
De ese modo se reducía deliberadamente la posibilidad de intimidación de los
votantes: no se eliminó por completo, porque los electores todavía tenían que
ascender por una estrecha rampa antes de depositar su voto, y los «agentes
electorales» podían amenazarlos e intentar ver lo que cada votante había
escrito mientras hacía cola para votar. Al final, las rampas serían ensanchadas,
para dificultar la intimidación de los electores. En el mundo griego, en Atenas y
en otras ciudades, el voto secreto había sido el método utilizado para
determinados tipos de juicio, pero su aplicación a las votaciones legislativas fue
una innovación romana. Los descendientes de los reformadores ilustrarían los
cambios en las efigies de las monedas que acuñaron.
Esos cambios fueron el preludio de una turbulencia «popular» más seria. Los
grandes personajes de este episodio fueron Tiberio Graco (en 133) y luego su
singular hermano, Gayo. Pertenecían a una familia de rancio abolengo, pero el
problema que primero estimuló a Tiberio fue, al parecer, la pobreza y la
aparente despoblación de Italia: sus deseos de solucionarlo no los dictaba
únicamente la escasez de hombres para el ejército. Como consecuencia,
propuso la redistribución de las tierras públicas de Italia. A los terratenientes
ricos no se les permitiría ya usurparlas ni explotarlas en su propio beneficio: se
fijó un límite básico de unas ciento cincuenta hectáreas para cada terrateniente
(y quizá unas sesenta más por cada hijo), y de ese modo se dejaría libre una
cantidad significativa de parcelas en Italia para que unos comisarios las
repartieran entre los campesinos sin tierras de las zonas rurales. Las nuevas
parcelas, cuya superficie máxima era de unas ocho hectáreas, no podían ser
compradas ni vendidas por los beneficiarios. Ni la propuesta ni los problemas
eran nuevos, pero en esta ocasión la moción fue recibida con entusiasmo por
muchos de los que vivían en el campo fuera de Roma. Sin embargo, topó con
una fiera oposición de los senadores tradicionales. Como tribuno electo, Tiberio
las presentó directamente en la asamblea del pueblo y además invocó a la
soberanía de éste para deponer a otro tribuno que intentó vetar sus
propuestas. Este último altercado era bastante insólito, aunque Tiberio habría
podido citar un precedente, el del cónsul de 238 a.C. que construyó el templo
de «Júpiter de la Libertad» (hoy día llamado «de la Libertad») en la colina más
popular de Roma, el Aventino. El enfrentamiento con sus colegas vino seguido
de una feliz coincidencia, a saber, el legado del reino de Pérgamo que recibió
Roma. Tiberio trasladó esta cuestión financiera al pueblo para que tomara una
decisión, proponiendo además que parte de los fondos provenientes del legado
pergameno fueran dedicados a ayudar a sus nuevos colonos. Los senadores
tradicionalistas consideraban que las decisiones de carácter financiero eran
competencia del senado. Para remate, Tiberio decidió presentarse a las
elecciones de tribuno por segunda vez, con planes de reformas aún más
drásticas. Capitaneados por el Pontífice Máximo, sus enemigos senatoriales
hicieron que lo mataran en el propio Capitolio. Según dijeron, Tiberio pretendía
erigirse en rey, tenía en su casa el «manto de púrpura y la diadema» del rey de
Pérgamo, y en cierta ocasión, estando en el Capitolio, se había señalado la
frente, como si quisiera ceñirse en la cabeza la corona. 305 Su asesino, Escipión
Nasica, habría sido, por tanto, un libertador que actuaba en defensa de la
libertad.
Este pretexto constituía una tergiversación monstruosa: Tiberio no era rey y si
se señaló la cabeza, fue para indicar que su vida corría peligro. Su hermano
Gayo fue un genio político de mayor envergadura. El asesinato de su hermano
naturalmente le escocía, lo mismo que a otros: en 125 la efigie de la Libertad
aparece en las monedas de dos romanos, descendientes de legisladores que
habían contribuido a protegerla. Gayo fue elegido poco después tribuno (en
123 y en 122) y propuso la legislación más amplia que recordaban los
senadores. Se recogían en ella casi todos los motivos de queja del pueblo.
Preveía una distribución mensual de grano a precios subvencionados entre el
pueblo; creaba nuevos tribunales de justicia, encargados de juzgar los casos
de concusión, en los cuales ningún miembro del jurado podía ser senador y las
votaciones debían ser secretas: proponía además la constitución de jurados
mixtos en otros tribunales, con una preponderancia de los ciudadanos ricos no
pertenecientes al orden senatorial (los «caballeros» o equites, en el sentido de
aquellos que podían prestar servicio militar en la caballería). Debemos recordar
que antes de 123 a.C. los jueces y los consejeros que actuaban en la mayor
parte de los casos de derecho criminal y civil podían ser sólo senadores. Gayo
remató su gran reforma de la justicia romana haciendo que se aprobara una ley
en virtud de la cual ningún ciudadano romano podía ser condenado a muerte
«sin el mandato del pueblo». Esta ley aludía directamente al linchamiento de su
hermano, Tiberio, por los senadores. Aquella ampliación de los jurados
resultaba odiosa para los senadores y su dignidad, pero fue presentada por los
ponentes como una medida en pro de la «libertad igualitaria». Gayo propuso
también la privatización de la recaudación de impuestos en la rica provincia de
Asia, adjudicándosela a las compañías capaces de recaudar el tributo (y
asegurar sus beneficios), garantizando de ese modo que siempre se conocería
el importe de los ingresos antes de que se llevara a cabo la recaudación. Volvió
a sacar a colación el asunto de la asignación de tierras a los pobres
proponiendo el establecimiento de colonias romanas en las provincias (entre
otras, una en el emplazamiento de la antigua Cartago). En 125 uno de los
cónsules había hablado de la posibilidad de conceder la ciudadanía romana a
los aliados de Italia: la colonia anteriormente leal de Fregelas se había
sublevado, como si se sintiera defraudada, y estuvo a punto de ser destruida
por completo. Después de esta crisis, Gayo Graco propuso, al parecer, que se
concediera la ciudadanía romana a todos los pueblos de Italia (los detalles
concretos siguen siendo discutidos), permitiendo, no obstante, que quien
prefiriera conservar su independencia, optara sólo a ciertos privilegios
especiales.
La mayoría de sus leyes contenía una respuesta meditada a los problemas de
la injusticia y los abusos; se dijo después que Gayo Graco había dicho de sí
mismo que había «puesto un puñal en las costillas del senado». 306 Una lectura
atenta de su ley mejor conocida, la ley contra la «concusión», ha ayudado a
rebajar el tono de las teorías extremas acerca de su radicalismo: se asignaban
responsabilidades también a los nuevos jurados del orden ecuestre, que
debían ejercerlas a la vista del público. 307 Pero en principio, las sentencias de
este tribunal debían ser obra de los no senadores, a quienes el pueblo, y no el
senado, había confiado la tarea. Aquel desprecio a la supremacía senatorial
provocó un resentimiento atroz. En el torbellino político que siguió al doble
tribunado de Gayo, éste y sus partidarios (hasta unos 3.000) fueron
brutalmente asesinados. Los senadores se limitaron a declarar el Estado de
excepción y a instar a los cónsules a que defendieran la República e impidieran
que «se le hiciera daño». Esta medida recibe hoy día el nombre moderno de
«último decreto»: fue una innovación total y absoluta, una medida tomada por
los senadores para eliminar a aquellos que podían ser considerados (por ellos)
enemigos públicos. En los sesenta años siguientes podrían contarse entre sus
víctimas a algunos de los populares más notables. Uno de los atacantes de
Gayo, el cónsul Opimio, fue absuelto cuando fue procesado después del
suceso.
No obstante, los dos Gracos sentaron un precedente popular que no se
olvidaría. Los dos recibieron a su muerte culto divino por parte de sus
admiradores y el lugar en el que cayeron asesinados fue considerado sagrado.
Frente a ellos, se erigirían los senadores más «tradicionales», que se llamaban
a sí mismos los «buenos» o incluso los «mejores» (optimates). Después de
haberse visto con el agua al cuello, eran explícitamente hostiles a cualquier
cambio, a cualquier desafío a la supremacía del senado, a las ideas que
propugnaran que las cuestiones financieras o que fueran privilegio del senado
(y muchas otras) fueran planteadas directamente en una asamblea del pueblo y
convertidas en ley sin previa consulta y aprobación de los senadores. El
término «tradicionalistas» es una posible traducción de la denominación tan
elástica que se daban a sí mismos, optimates. Nunca se organizaron en un
partido concreto, pero, a partir de los Gracos, se produjo una clara división de
las posturas políticas entre los romanos ilustres. Una división que polarizaba
sus métodos políticos y los ideales que profesaban.
A Gayo no le habría sorprendido lo más mínimo que los caballeros (o equites) a
los que había asignado nuevas responsabilidades resultaran no ser del todo
admirables en el ejercicio de las mismas. Pero el siguiente reto personal a la
nobleza senatorial vino de un militar ambicioso, no de unos reformistas como
los Graco. Gayo Mario, de orígenes plebeyos, ejerció sucesivamente cinco
consulados seguidos (de 104 a 100). Se hizo eco de las acusaciones vertidas
contra los generales del orden senatorial, los «mejores», en el sentido de que
habían demostrado sobradamente su incompetencia haciendo la guerra en el
norte de África. Él puso fin a este conflicto, no sin su parte de fortuna, y luego
obtuvo una serie de victorias impresionantes en 102 y 101 contra dos temibles
tribus que habían emigrado desde la zona de Jutlandia al sur de la Galia
(Provenza) y el norte de Italia. Para vencer aquellas guerras, Mario tuvo que
adiestrar duramente a sus soldados: ya había empezado a reclutar legionarios
por primera vez entre todas las clases de ciudadanos romanos,
independientemente de cuántos fueran sus bienes. Esta novedad supondría
todo un hito por las repercusiones sociales que tendrían los servicios prestados
en los ejércitos de Roma. A partir de este momento, muchos reclutas del
ejército tendrían muchos más por lo que luchar y mucho menos por lo que
querer regresar. Esta innovación tendría unas consecuencias revolucionarias
durante los cincuenta años siguientes, aunque indudablemente Mario, en su
urgencia, no pudiera preverlas.
Mario fue un «héroe del pueblo», no un reformador popular, y gracias a sus
hazañas se ganó un alto grado de aceptación entre las mejores familias de
Roma a pesar de no tener orígenes senatoriales. Mientras tanto en Roma, el
testigo de las reformas de los Graco pasó al astuto Saturnino, que fue tribuno el
año 100. Empezó aliándose con Mario, pero luego se dedicó a proponer leyes
todavía más populares y de ese modo perdió el apoyo del gran general.
Saturnino acabó asesinado en el centro de Roma con la connivencia del propio
Mario: una vez más, una legislación popular terminó con un asesinato. A pesar
de todo, los disturbios políticos no desembocaron en anarquía. El mismo año
en que tuvo lugar esta crisis, sabemos por el testimonio de las inscripciones
que la asamblea del pueblo aprobó leyes muy detalladas y cuidadosamente
meditadas para continuar regulando el delito de concusión y fijando detalles
sobre la conducta que debían los gobernadores romanos en las provincias.
En 91 a.C. se desencadenó la guerra social contra los aliados italianos, y luego
en 88 otra contra el vengativo Mitridates en Asia. Estos dos conflictos
representaban una crisis de mucha más envergadura. Mario se había
manifestado en contra —cosa que no es de extrañar— de una propuesta
presentada de nuevo poco tiempo atrás a favor de la concesión de la
ciudadanía a todos los habitantes de Italia. A sus casi setenta años, intrigó para
que le fuera concedido el mando de la guerra en Asia. Pero los «mejores», los
senadores tradicionalistas, se lo adjudicaron a un formidable personaje de la
vieja nobleza patricia, Cornelio Sila. Sila había servido en el pasado como
oficial a las órdenes de Mario; era famoso por su estilo de vida disoluto, pero
como contaba con el respaldo de la familia que odiaba más a Mario, sería el
candidato evidente a obtener el apoyo de los «tradicionalistas». Su
nombramiento, sin embargo, fue anulado por un tribuno popular, Sulpicio, que
presentó la cuestión de la asignación de los mandos a la asamblea del pueblo y
consiguió que el nombramiento fuera a parar a Mario. Aquello suponía un duro
golpe al amor propio de Sila y una intromisión intolerable en un tipo de
decisiones que los senadores habían considerado tradicionalmente suyas.
Haciendo gala de un desdén terrible, Sila se apoyó en la lealtad de sus
soldados y dando media vuelta emprendió la marcha sobre Roma. Después
saldaría cuentas con sus enemigos, empezando por el tribuno Sulpicio, que fue
asesinado en el ejercicio de su cargo.
Esta conducta tenía el gusto amargo de una guerra civil. Sila se libró de las
consecuencias sólo porque inmediatamente zarpó rumbo a Grecia para
ponerse al frente de la guerra contra Mitridates, tarea que le había sido
asignada en un principio. En Grecia, incluso Atenas había roto con Roma y se
había puesto del lado de Mitridates tras un período de turbulencias políticas en
la ciudad. Sila tuvo el honor de ser el único hombre de la historia que marchó
sobre Roma y sobre Atenas, pues atacó el Pireo y algunos barrios de la ciudad
propiamente dicha. En Roma, su enemigo, Cornelio Cinna, fue elegido cónsul
para 87 y lo declaró fuera de la ley. No obstante, Sila prosiguió su viaje a Asia,
donde acabó firmando en 85 a.C. una paz bastante frágil con Mitridates. Para
sufragar los gastos, continuó asolando a su paso las ciudades griegas de Asia
Menor.
Mientras tanto, Cinna murió en Roma, tras lo cual Sila se rebeló y regresó
rápidamente a Italia para protagonizar una segunda guerra civil, en esta
ocasión más seria. Una vez más, mostró un extremado rigor con sus enemigos
(incluidos algunos de los italianos que acababan de recibir el derecho de
ciudadanía), pero, a pesar de todo, obtuvo una victoria decisiva en la Puerta
Colina de Roma. Aquello supuso un verdadero colapso de la República; vistas
las cosas retrospectivamente, podemos afirmar que fue un anuncio de lo que
luego sucedería durante la década de 40 a.C. y éste es el momento en el que
deberían empezar las historias de la «revolución romana». No obstante, una
vez obtenida la victoria, Sila hizo que lo nombraran dictador con el cometido de
«restaurar la república».
Las leyes que puso luego en vigor fueron muy detalladas y no siempre
extremistas, pero las más importantes tenían un carácter rotundamente
tradicionalista. En el fondo de todas ellas estaban la libertad y la justicia. En
interés de la justicia, Sila incrementó el número de los tribunales existentes,
añadiendo al menos otros siete, pero eliminó la «libertad igualitaria» de Gayo
Graco devolviendo en exclusiva a los senadores el derecho a formar parte del
jurado. Incrementó el número de senadores de 300 a 600 (los nuevos
miembros del senado eran todos partidarios suyos), pero también reguló los
grados inferiores de la carrera hacia el consulado: los individuos como Mario,
que ascendían directamente al cargo más alto, serían en adelante
considerados ilegales.
También se recortaron los poderes que tenían los censores de confeccionar la
lista del senado: ahora, todo el que ocupara una magistratura inferior, la
cuestura, se convertía automáticamente en senador.
Ante todo, Sila estableció a sus veteranos, que tanta lealtad le habían
demostrado durante sus años de rebelión, en parcelas de tierras confiscadas
en Italia; las ciudades de Fiésole y Pompeya fueron dos de las nuevas colonias
silanas. Y, maravilla de las maravillas, neutralizó el arma de los populares, el
tribunado, que se había opuesto a su primitivo nombramiento como general en
Asia. Decretó que los tribunos no pudieran proseguir su carrera y ocupar otras
magistraturas de prestigio; los individuos ambiciosos evitarían, por tanto,
desempeñar ese cargo. Abolió incluso el derecho que tenían los tribunos de
vetar (y probablemente también de proponer) leyes en las asambleas del
pueblo. Cabe suponer que no concedió al senado el derecho formal a vetar de
antemano cualquier propuesta de ley. Pero aun así, sus medidas supusieron
una reacción política asombrosa.
Las reformas menores de Sila no fueron extremas ni estaban mal pensadas.
Aprobó leyes que limitaban la libertad de los generales fuera de Italia, y que
permanecieron en vigor durante décadas. Lo mismo sucedió con la creación de
un tribunal civil encargado de juzgar los casos de «iniuria», delito definido como
el asalto o entrada violenta en una propiedad privada. Por medio de esos
tribunales, el marco mínimo de justicia existente en el viejo código de las Doce
Tablas quedaba completado. Sila había meditado cuidadosamente los detalles
que estaban mal organizados. Tras retrasar el reloj de los populares, cedió sus
poderes de dictador y, de manera totalmente inesperada, asumió el consulado
en el año 80. Había hecho realidad una visión conservadora de la república,
como si nunca hubieran existido personajes de la talla de Gayo Graco. A
continuación se retiró, y el año 79 murió de muerte natural, dejando a otros la
tarea de poner en tela de juicio su «restauración». Se le hicieron unos funerales
públicos, los primeros celebrados por un ciudadano romano que se conocen:
una larga procesión acompañó a su cadáver hasta el Foro, donde un orador
pronunció un discurso acerca de sus hazañas. Participaron unos actores
portando las máscaras de los antepasados de la familia; se dice que se
regalaron dos mil coronas de oro; su estatua fue tallada en la madera preciosa
de un árbol de especias. 308 Treinta y cinco años después, estos funerales
serían superados por los del siguiente dictador, el único más grande que Sila.
Sila, el joven disoluto, había acabado legislando contra los efectos perniciosos
del lujo. Pero lo más importante es el asombroso ejemplo que había sentado:
una defensa a ultranza de su propia «dignidad», respaldada por unos soldados
veteranos que le eran leales y una larga lista de asesinatos y de confiscaciones
de los bienes de sus enemigos en toda Italia. Después de esta breve, pero
firme revolución, fortunas enteras cambiaron de manos, pasando a menudo a
las de los agentes decididamente odiosos de Sila. Él mismo hacía hincapié en
los favores personales que le habían dispensado los dioses (especialmente
Venus, a la cual había encontrado en la ciudad, todavía bastante poco
conocida, de Afrodisias, en Asia Menor). Un profeta oriental le había dicho
también que alcanzaría la grandeza y que moriría en la cima de su fortuna.
Esta profecía era un motivo más para que, una vez cumplida su misión, aquel
dictador con las manos manchadas de sangre dimitiera y dejara a los
ciudadanos «mejores» del senado seguir adelante con lo que había puesto de
nuevo en sus manos.
¿Y qué? Si incluso hago mejorar a César, cuyos vientos son ahora muy
favorables, ¿causo tanto perjuicio a la república? Más aún: si nadie me
detestara, si todos, como es justo, me apoyaran, no por ello habría de
esforzarme menos en probar la medicina que busca curar las partes
enfermas de la república antes que la que busca amputarlas. Mas ahora,
como aquella caballería que yo coloqué en la colina del Capitolio,
contigo como portaestandarte y dirigente, ha abandonado el senado y
nuestros dirigentes quieren tocar el cielo con el dedo si en sus piscinas
hay barbos que se acercan a su mano y no se preocupan de otras
cosas, ¿no te parece que seré de cierta utilidad si consigo4ísuadir a
quienes pueden hacer daño?
CICERÓN, Carta a Ático 2.1 (ca. 3 de junio de 60 a.C.)
Al igual que Pompeyo, Marco Tulio Cicerón era un novato en la escena política
de Roma. No sólo no triunfó antes de ser senador, sino que en su familia no
había habido senadores ni magistrados romanos, y la guerra no era
precisamente lo suyo. Había nacido (curiosamente como Mario) en Arpiño, una
ciudad situada en las colinas, a unos ciento veinte kilómetros al sudeste de
Roma, el mismo año que Pompeyo, es decir en 106 a.C. Era un «hombre
nuevo», cuyas raíces familiares se hundían en la pequeña nobleza rural, pero
sin máscaras funerarias dignas de ser lucidas en los salones de la familia. En
cambio, un estudioso moderno, admirador suyo, ha dicho de él que «acaso
fuera el hombre más civilizado que ha existido nunca». 323
Hoy día, Cicerón es conocido sobre todo por su vanidad y la obsesión por su
propia persona, su escaso juicio político y su costumbre de llamar a la masa de
los ciudadanos romanos la «hez» o el «rebaño», de calificar a la vida en las
provincias de «tedio insufrible», y de considerar a los griegos de su época
volubles y banales. Pero con él no bastan rápidos estereotipos como ésos: a
decir verdad, es el romano de aquellos años turbulentos al que realmente
tenemos la sensación de conocer.
Como otros de su clase por esos mismos tiempos, Cicerón había recibido una
esmeradísima educación, primero en Roma (donde estudió oratoria en las
mejores casas y también derecho junto a los grandes expertos del pasado), y
luego durante algunos años en Grecia, pasando incluso seis meses más o
menos en Atenas perfeccionando el griego y sus conocimientos de filosofía.
Uno de sus compañeros de estudio en Atenas, que tendría una importancia
crucial a lo largo de toda su vida, fue Pomponio Ático (más y mejor conocido
simplemente como Ático), con quien Cicerón, unos años más joven, había
entablado amistad ya en Roma. Una y otra vez, desde comienzos de la década
de 60 a.C. Cicerón escribiría brillantes cartas personales a Ático, que las
guardó en su casa y de ese modo han llegado milagrosamente a nuestras
manos a través de copias. Ático era un hombre de una clase social similar a la
de Cicerón, pero prefirió seguir siendo un simple caballero (eques) y no
emprender la carrera política. Lo mismo que Cicerón, prefería en política la
línea de la clase dirigente tradicional, pero era muy discreto al respecto. Era
famoso por su excelente gusto anticuado, incluso hasta en los muebles «de
época» de sus casas. Al igual que Cicerón, amaba los libros y la literatura y
asesoraba a su amigo en la compra de muebles y de obras de arte griegas. A
diferencia de Cicerón, mantuvo verdadera amistad con romanos de nobilísima
cuna y se las arregló para zafarse siempre de las crisis políticas y seguir siendo
amigo de un bando y de otro, manteniendo una encantadora neutralidad.
A diferencia de Ático, Cicerón se convertiría en el mejor orador romano. Con
una malignidad típica, se dice que Adriano no estaba de acuerdo con esta idea
y que prefería el latín abrupto de Catón el Viejo. Sencillamente, se equivocaba.
La oratoria permitió ante todo a Cicerón hacerse con un nombre: en la arena
política de Roma, la mejor forma que tenía un joven con aspiraciones de
hacerse notar en público era poner un pleito a un superior y ganarlo. Tras
varios éxitos iniciales, en agosto de 70 Cicerón se embarcó en el famoso
procesamiento del gobernador corrupto Verres (el juicio quedó interrumpido
durante los días de los juegos públicos que dio el joven cónsul Pompeyo con
motivo de su triunfo). En agosto de 70 el monopolio de los tribunales de justicia
de que gozaban los senadores estaba a punto de llegar a su fin, pero el ataque
de Cicerón constituyó un éxito memorable: la acusación venía respaldada por
casi ocho semanas de búsqueda de pruebas en Sicilia, la provincia asignada a
Verres. Como discurso de acusación, es uno de los pocos que han llegado a
nuestras manos, uno de los dos de este género escritos por Cicerón que se
han conservado, pero muestra unos méritos similares a los numerosos
discursos de defensa que compuso. Cicerón dominaba numerosos registros
distintos: el relato claro y conciso en los detalles, los períodos rítmicos de
carácter cíclico, las demostraciones de ingenio cómico, o la invectiva extrema.
Ante un jurado es el maestro del estilo confidencial que intenta distraer la
atención de los jueces de los puntos débiles de su argumentación. Sigue
siendo un modelo brillante para cualquier abogado en ejercicio que sea culto.
Los discursos que ahora podemos leer suelen ser versiones pulidas a posteriori
por el propio Cicerón para su publicación, y cuando resulta menos convincente
es cuando la distancia entre el estilo y el verdadero interés del autor por el caso
es demasiado grande. Pero hay también discursos políticos clásicos, como el
pronunciado en defensa del joven casquivano Celio, con sus maravillosas
descripciones de la vida lujosa y desenfadada de los jóvenes de Roma, o el
discurso en defensa de Milón, hombre a todas luces culpable de asesinato,
pero defendido por Cicerón con una deslumbrante lógica equívoca en un
tribunal en el que se presentaron unos soldados hostiles con el fin de
intimidarlo. Se ha achacado a menudo a Cicerón su falta de coraje y él mismo
admitía esta debilidad, pero tuvo mucho valor al embarcarse en este caso y
también fue valiente durante su último año de actividad política.
Ya sexagenario, al ver que se le negaba la «libertad» política durante la
dominación de Julio César, Cicerón se dedicó a escribir obras teóricas de
historia y acerca de la práctica de la oratoria, de religión y de filosofía. El fruto
de toda esa actividad es un tributo a la erudición acumulada a lo largo de los
años, que resulta fundamental para nuestra comprensión de la vida intelectual
de Roma. Cicerón mostró siempre una propensión hacia la postura
conservadora. Intelectualmente, rechazaba los supuestos poderes de
adivinación que afirmaban poseer algunos y que les permitían, según ellos,
conocer el futuro y la voluntad de los dioses. Pero era un firme defensor de la
religión tradicional cívica que había sido transmitida generación tras generación
y que formaba parte de las costumbres de los antepasados de Roma. Se sintió,
Por tanto, sumamente feliz cuando fue nombrado augur o adivino oficial en 53
a.C. aunque este cargo público comportaba tener que tomar los auspicios en
los que, intelectualmente, no creía. Entre los diversos tipos de filosofía griega
existentes, Cicerón se inclinó siempre por el escepticismo. Sus cartas
demuestran cuan variados eran los gustos filosóficos de sus contemporáneos
romanos, una generación para la cual el lenguaje de la ética y la investigación
filosófica constituían un elemento más de la vida cultivada, tan diferente de la
existente un siglo atrás. El escepticismo filosófico de Cicerón era de un tipo
anticuado, en consonancia con su conservadurismo natural.
Estos discursos y tratados forman parte de las credenciales de Cicerón para
ser considerado una mente civilizada. Pero esas credenciales se ponen de
manifiesto sobre todo en sus cartas. Constituyen un vestigio del pasado
absolutamente único, fueron escritas a lo largo de unos veinte años y forman
parte de la correspondencia de este ilustre romano que no siempre escribía
pensando en la publicación. En cierto modo, nos muestran los gustos y el estilo
de vida de Cicerón, su pasión por los libros, sus opiniones acerca de sus
esclavos, su familia (incluida su amada hija y su irritable hermano), sus
numerosas casas y lo que significaban para él. Lo vemos transido de dolor por
la muerte de su hija a la edad de treinta y pocos años, 324 su ruptura con
Terencia, su esposa por espacio de treinta años, escribiendo cariñosamente
acerca de su fiel Tirón, el secretario-esclavo al que concedió la libertad, o
lamentando el comportamiento de su último yerno, Dolabela. Cicerón poseía no
menos de ocho casas de campo en Italia, aunque la agricultura no estuvo
nunca entre sus intereses y la caza no lo atrajera en absoluto. Yendo de una a
otra, carecía por completo del apego al «hogar» propio de un hacendado
rústico, pero apreciaba el solaz que aquellos lugares le brindaban, sus
bosques, su emplazamiento y el «refugio» que suponían de las agitaciones
públicas. Pero poseía además varias casas en Roma, entre ellas una hermosa
residencia en el Palatino, encima del Foro, que era toda una manifestación de
su encumbramiento social. Su anterior propietario del orden senatorial la había
diseñado como una mansión expuesta a las miradas del público (la privacidad
no estaba entre las prioridades de los personajes socialmente destacados del
mundo romano). 325 Cicerón tomó prestado muchísimo dinero para comprarla,
en una época en la que los precios de las casas elegantes se habían
multiplicado por diez en sesenta años.
Las cartas nos permiten ver también los estados de ánimo cambiantes de su
autor, que pasa del júbilo a la desesperación. Nos muestran su preocupación
(que puede llegar a resultar sofocante) por sus jóvenes protegidos más
prometedores, su rechazo a permanecer ocioso y su mente excepcionalmente
cultivada. En junio de 59, durante el controvertido consulado de César, lo
encontramos en su casa de campo de Anzio, laboriosamente absorto en la
obra de geografía que había proyectado escribir y que debía basarse, cómo no,
en los maestros griegos helenísticos, y lamentándose de que el tema era
demasiado difícil para ser presentado de una manera atractiva. Oímos hablar
de los bosques de su esposa Terencia, del acceso que tenía a las bibliotecas
privadas de sus amigos (la de Ático era su principal punto de referencia) y su
constante combinación de vida pública y erudita. Estamos ante la vida de un
romano riquísimo, pero, eso sí, una vida muy próxima a la nuestra y civilizada
según nuestros criterios, mientras que el estilo de vida de un Pericles o un
Demóstenes no nos ha dejado este tipo de cartas (ni siquiera llegaron a escribir
nada parecido) y, aparte de unas cuantas anécdotas, se ha perdido por
completo para nosotros.
Cicerón es también el único padre romano cuyas relaciones con su hija
podemos seguir durante bastante tiempo. Como «padre de familia»,
paterfamilias, su hija Tulia estaba legalmente en su poder, pero Cicerón
expresa un afecto exagerado por ella llamándola su «puerto» y su «descanso»
de las innumerables dificultades públicas, fuente de «conversación y dulzuras».
Cuando la joven se casó por tercera vez, con apenas veintiséis años, su marido
no fue, desde luego, del gusto de su padre. Las opiniones de su hija pesaban,
pues, para él más de lo que las leyes y la costumbre habrían podido inducirnos
a pensar, rero, como es habitual, amándola a ella se amaba a sí mismo. Tulia
era «la hija más cariñosa, modesta e inteligente que puede tener un hombre», y
por lo tanto era «la viva imagen de mi rostro, de mis palabras y mis
pensamientos». 326 El cariño y el reflejo de sí mismo son rasgos distintivos de
Cicerón, y probablemente no podríamos encontrarlos hasta ese punto en
ningún otro padre de la época.
Pero esas cartas son más que testimonios de la «vida social» en general.
Tienen un ingenio, una afinidad indirecta con los grandes acontecimientos
públicos y una extraordinaria serie de comentarios cáusticos y bromas
personales. Con total desvergüenza, se recrean en los fracasos de los
personajes de la época, inmortalizados en los brillantes motes que les pone
Cicerón, «el Príncipe Árabe» (Pompeyo, señor de Oriente), «el Niño Bonito»
(su odiado Clodio, uno de cuyos nombres significaba precisamente
«hermoso»), «Ojos de Vaca» (la promiscua hermana de Clodio, Clodia), y
muchos más. Nos permiten vislumbrar, mejor que cualquier otro testimonio, lo
que significaba la libertad en el mundo de los senadores, y nos dejan con la
secreta añoranza de pertenecer a él. O mejor aún, constituyen la visión que
tenía un hombre de lo que sucedía a su alrededor y que con mucha frecuencia
interpreta como desearía personalmente que fuera. Existe un maravilloso
abismo entre la interpretación de Cicerón, a menudo centrada en sí mismo, y la
realidad que podemos atribuir con más plausibilidad a los peces gordos entre
los cuales nada. Sus juicios sobre los distintos personajes son a menudo
sorprendentemente equivocados, entre otras razones por su tendencia a
exagerar su propia importancia para los demás. Pero encontramos también
juicios agudos cuando sus esperanzas se han visto decepcionadas o no están
en juego; este hecho nos recuerda que tampoco él se engañaba totalmente.
Su carrera siguió una senda inolvidable, procurando no irse a pique en medio
de las luchas acerca de la «libertad» y la «justicia». Entre 70 y 60 a.C. empezó
a dejarse llevar por la corriente popular, manifestándose en 66 a favor de la
ampliación del mando de Pompeyo en Oriente o defendiendo a un tribuno de la
facción popular en un pleito. Pero se trataba de un populismo temperado por el
respeto que profesaba a la clase dirigente tradicional, y en 64, en una campaña
electoral muy poco distinguida, esa misma clase dirigente decidió apoyar la
sumisa candidatura de Cicerón al consulado. Fue elegido para tomar posesión
del cargo en enero de 63.
Para que fuera preparándose, su hermano menor, Quinto, le envió un «librito»
sobre la campaña electoral, un texto clásico sobre las estrategias que podían
permitir a un candidato ganar las elecciones en Roma. «Casi cada día, cuando
vayas al Foro», afirma Quinto, «debes repetirte lo siguiente: "Soy un novato;
busco el consulado; esto es Roma"». 327 Debía uno mantener el equilibrio entre
el trato de los personajes nobles e influyentes y la atención prestada a la
imagen popular de uno mismo, en la ciudad, en el resto de Italia, e incluso en
las grandes casas, en las que Cicerón (le advertía su hermano) debía
preocuparse de que los esclavos hablaran bien de él. Al carecer de contactos
familiares, Cicerón se tomó la molestia (como le advirtiera su hermano) de
enterarse de las dimensiones, el emplazamiento y la naturaleza de las fincas
que tuvieran en Italia todos los hombres importantes. Cuando pasaba de viaje
por un camino, se decía que era capaz de hablar con familiaridad acerca del
propietario de cada finca que atravesaba. Aquellos individuos podían
presentarse un día en Roma y demostrar que eran especialmente importantes
a la hora de «amañar» las asambleas electorales y legislativas. El manualillo de
Quinto da por supuesta la existencia de todo tipo de fascinantes «expertos en
el arte amañar», los «repartidores» (que sobornaban a bloques de posibles
electores), de «buenas compañías», de las cuales había ya cuatro grupos que
estaban «obligados» con Cicerón, y de «hombres de extraordinaria influencia,
que gracias a ti se han hecho o esperan hacerse con el control de los votos de
una tribu o una centuria ... pues, en estos tiempos, los expertos en elecciones
han elaborado un sistema, con todo el rigor y todos los recursos imaginables,
para conseguir lo que quieran de los hombres de su tribu». 328 Los consejos de
Quinto se referían a las elecciones, pero los individuos que podían «amañar»
los votos de una tribu en unas elecciones, podían también amañar
indudablemente los votos de esa tribu para unos comicios tributos en los que
se aprobara una ley. Quinto daba también por supuesto que había individuos
que podían amañar las «arengas» o alocuciones al pueblo. Tenía un truco
infalible para su hermano: no hablar de asuntos políticos en las calles ni en las
«arengas» públicas. Cuando tratara con «el pueblo», le aconsejaba cultivar la
«memoria para los nombres, una actitud enigmática, una atención constante,
generosidad, publicidad, un "bonito espectáculo", y promesas de ascensos en
el Estado». 329 En la Atenas clásica, un Pericles o un Demóstenes no habrían
engatusado a sus conciudadanos demócratas con esas artes típicamente
«italianas».
El año de su consulado, 63 a.C. supuso la cima de la carrera de Cicerón. Fue
una época de elevadísima tensión social y política, en buena parte achacable a
las consecuencias de las reformas de Sila y a la década de reacción. Los
individuos a los que Sila había establecido en explotaciones agrícolas
repartidas por toda Italia se veían acosados por las deudas y la incertidumbre
de que siguieran teniendo derecho a halarse dueños de sus tierras. En un nivel
más alto de la escala social, as reformas introducidas por Sila en la estructura
de la carrera política abían intensificado las rivalidades por la consecución de
las altas magistraturas: los competidores que salían de los puntos de partida
eran ada vez más numerosos, pero menos de la mitad de ellos llegaban a er
elegidos pretores, el primer gran obstáculo de la carrera. Estaban demás los
senadores destituidos, ansiosos de volver a estar en el canelero y de recuperar
la preeminencia que la «denigración» de los cenares les había hecho perder.
Concretamente en 63 estaban las incertidumbres acerca de las intenciones de
Pompeyo, ausente en Asia, y los mores de la violencia popular en Roma (el
grano seguía escaseando las «asociaciones» del pueblo acababan de ser
prohibidas en 64). Primero, Cicerón se opuso ingeniosamente a aprobar una
ley de corte popular sobre la asignación de parcelas a nuevos colonos en Italia,
y más tarde, en otoño, desenmascaró lo que consideró que eran los planes
sediciosos de un noble desesperado, Catilina, endeudado hasta las cejas como
consecuencia de sus fracasos electorales en la carrera hacia el consulado. Por
otro lado, se desencadenó una sublevación abierta en Etruria y además se
descubrió otra conjura en la ciudad, con el plan (según Cicerón) de causar
incendios, circunstancia que indudablemente debió de provocar el pánico de su
público urbano. Independientemente de que los juicios de Cicerón fueran
acertados o no, el peligro de asesinato, abolición forzosa de las deudas y golpe
de Estado era real. Los conspiradores fueron detenidos, pero en diciembre
Cicerón presidió en su calidad de cónsul la sesión del senado que tomó la
decisión fatídica de ejecutar a los ciudadanos arrestados. Se dejaron oír
algunas voces en contra, especialmente la de Julio César, pero la sentencia se
cumplió a pesar de que violaba el derecho fundamental que tenía todo
ciudadano romano de «apelar» y, desde la reforma de Gayo Graco, de tener un
juicio público ante el pueblo en caso de ser acusado de un delito que acarreara
la pena capital. No era ninguna excusa que Cicerón calificara precipitadamente
a las víctimas de «enemigos del pueblo». Fue también una desgracia que
varias de ellas mantuvieran vínculos de «amistad» con el ausente Pompeyo.
En cualquier caso, ufano por el éxito obtenido, Cicerón hizo circular los detalles
de su intervención en prosa y en verso, en latín y en griego. Pero su momento
de gloria se vio muy pronto ensombrecido por el trato que dispensó a los
ciudadanos detenidos: había permitido que se infringiera el principio de
«libertad». Sus enemigos arremetieron contra él tachándolo de «tirano»,
activando las profundas creencias en torno a la justicia y la legalidad de la
República. A través de las cartas de Cicerón, podemos observar cómo la
euforia de su vanidad se desinfló de la noche a la mañana. A comienzos de 62
escribió a Pompeyo, ausente, presentándose como un gran hombre lo mismo
que él, y como futuro consejero a su lado. Pompeyo ni siquiera se molestó en
contestarle. 330 En 63 Cicerón se había enfrentado al poderoso Craso (según
algunos, su enemistad venía de lejos) y además se había cruzado en el camino
preferido de un gran astro en ascenso, el joven Julio César. A finales de 62 se
atrajo, además, la enemistad del violento Clodio, entre otras cosas por
deshacer la coartada que éste había presentado con el fin de salir airoso en un
caso escandaloso que fue la comidilla de toda Roma. Después de utilizar a
Cicerón como les convino, los nobles se desentendieron de aquel molesto
«hombre nuevo». El consulado había otorgado a Cicerón una posición de
privilegio en el senado, pero sus constantes elogios a la labor realizada y el
escándalo en que se vio envuelto contribuyeron a apartarlo del centro de la
escena.
De las cuatro llaves necesarias para alcanzar el éxito en Roma, Cicerón sólo
tenía una: era un orador excelente, pero sus capacidades como militar eran
mínimas, su fortuna insuficiente, y sus contactos con amigos y familiares
nobles inexistentes. No obstante, aspiraba a ascender socialmente, y abrigaba
la esperanza ser acogido «en las altas esferas», en vez de tener que
construirse un círculo de hombres nuevos como él y ayudarles a ascender a su
lado. A finales de 60, cuando se formaron nuevas agrupaciones, podemos ver
en sus cartas que realmente creía que Julio César se había fijado en él para
que contribuyera a la reconciliación del gran Pompeyo y Craso y ayudara a
suavizar la situación. A decir verdad, Julio César encontraba a Cicerón de su
agrado: le gustaba su ingenio y su talento literario, y valoraba sus cualidades
como orador. Pero políticamente nunca lo tuvo en consideración. También
Pompeyo reconocía que Cicerón lo había ayudado a comienzos de la década
de 60, pero nunca fueron amigos de verdad. En cuanto a Craso, básicamente
lo detestaba.
Al año siguiente, 59 a.C. estos tres grandes hombres sellaron un pacto que no
podríamos decir que fuera precisamente de caballeros, en virtud del cual se
apoyarían mutuamente en sus necesidades políticas. En sus cartas podemos
comprobar que Cicerón tardó muchísimo en darse cuenta de la existencia de
este pacto, 331 y, cuando por fin manifiesta airadamente su opinión en contra de
los tres, a las pocas horas éstos desatan contra él la amenaza de su gran
enemigo, Clodio. Ni César ni Pompeyo intervendrían para salvarlo. En marzo
de 58 Cicerón prefirió abandonar Roma y sufrir un destierro voluntario antes
que aguardar a que Clodio, a la sazón tribuno de la plebe, lo procesara.
Anduvo errante lejos de Roma, que era su verdadera savia vital, reducido a la
miseria más absoluta y forzado a contemplar la posibilidad del suicidio. En
Roma, mientras tanto, con una ironía programática, su enemigo, Clodio, hizo
demoler inmediatamente la casa que Cicerón había adquirido con tanto orgullo
en el Palatino y consagró el solar como templo a la Libertad. Esa «Libertad»
era la libertad que tenía el pueblo «frente al» acoso y contra la cual había
atentado Cicerón al presidir las ejecuciones de los ciudadanos en diciembre de
63.
En septiembre de 57 ya estaba de vuelta en Roma, pues la estrella de Clodio
se había eclipsado y sobre todo porque Pompeyo había recuperado su energía
y se había dado cuenta del uso que podía hacer de Cicerón como orador
(Pompeyo no tenía desde luego el don de la palabra). Pero el regreso le costó
caro: Cicerón tuvo que ponerse inmediatamente a defender los intereses de
Pompeyo y una vez más, en 56, se engañó por completo respecto a las
intenciones de los tres grandes hombres. Nadie lo avisó de la renovación de su
«pacto de caballeros» hasta que fue un hecho. En consecuencia, sus
imprudentes protestas de independencia fueron una vez más silenciadas
rápidamente por el trío y él se vio forzado a colaborar con ellos si no quería
poner su vida en peligro; la colaboración significaba pronunciar los discursos
más humillantes en defensa de sus anteriores enemigos, los partidarios
políticos de los tres hombres que dominaban la situación. Para Cicerón, el
único rayo de luz existente en aquellos discursos era la ocasión que le
brindaron de recrearse de nuevo en su consulado del año 63: la reacción que
había suscitado fue un suceso del que nunca logró recuperarse
psicológicamente.
Las reacciones de Cicerón ante aquel rumbo político tan lleno de sobresaltos
constituyen el testimonio más vivo que tenemos del valor de la libertad según la
mentalidad de un individuo del orden senatorial que participó en los hechos.
Desde luego no significaba la libertad de la democracia; lo que significaba era
la «libertad frente al» dominio de otros y la «libertad de» los senadores como él
de ejercer su autoridad y su dignidad, conservando al mismo tiempo la
«igualdad» entre los miembros del grupo. La artera dominación de los tres
grandes hombres, César, Pompeyo y Craso, fue un desastre para él, sólo
preferible al destierro, que habría sido comparable con la muerte. En 54
escribió a su hermano en los siguientes términos: «Me atormenta, me
atormenta el hecho de que ya no sea nada la república, de que no sean nada
los tribunales de justicia ... No poder atacar a algunos de mis enemigos; y
haber tenido incluso que defender a otros». Pero sobre todo, «no poder dar
rienda suelta a mis opiniones ni a mi odio, y descubrir que César es el único
que me ama tanto como yo deseo». 332 Pero ese «amor» era sólo un amor
profesado por César desde la lejanía. Julio César (como veremos) tenía otras
ambiciones, y Cicerón no contaba mucho en ellas.
Uno de los recursos que tenía Cicerón a su alcance era retirarse y escribir
obras de teoría política ideal. A partir del año 54 se dedicó a escribir una obra
Sobre la república ideal y varios libros Sobre las leyes, obras que curiosamente
no abordaban las realidades ni los males de la República Romana de su época.
Como buen hombre hecho a sí mismo, defendía la visión del Estado que tenía
la clase dirigente tradicional: dicha visión implicaba la supremacía del senado,
frente a la soberanía nunca experimentada de las asambleas del pueblo. Los
decretos senatoriales, afirmaba, debían ser vinculantes y el senado debía ser
«dueño y señor» de la política pública: los senadores debían además
inspeccionar los votos que fuera a depositar el pueblo. El voto secreto era un
desastre: los senadores debían supervisar las votaciones y conceder sólo «una
apariencia de libertad» para preservar la «autoridad» de «los mejores». 333 Su
estado ideal reservaba un papel para los tribunos de la plebe, pero sus vagos
ideales de «concordia» entre senadores y caballeros y un «moderador»
ilustrado como jefe del Estado eran completamente irrelevantes para las crisis
por las que realmente estaba pasando su amada República. Los problemas de
la República radicaban en el poder de los jefes del ejército y de sus secuaces y
en los desórdenes sociales y económicos que les permitían retener con relativa
facilidad sus ejércitos y sus bandas de matones.
La otra respuesta que dio a la preeminencia de los dinastas fue escribir una
«historia interna» de los sucesos acontecidos desde mediados de la década de
60. 334 Por desgracia la obra se ha perdido, aunque Cicerón leyó en voz alta a
Ático partes de ella y comparó su tono con el del más maligno de los
historiadores griegos anteriores, Teopompo, contemporáneo de Filipo y de
Alejandro Magno. Sabemos, sin embar/ go, que en ella echaba la culpa a
Craso y a Julio César de unas conjuras políticas que, por lo demás,
dudaríamos en atribuirles a ellos: de los planes de golpe de Estado de 65 (en
su opinión, Craso había tenido un papel particularmente activo en ellos) y del
apoyo a Catilina, el popular desesperado, en 63. ¿Su libro eran sólo cotilleos
amargados, distorsionados por la visión retrospectiva? Se trata de uno de los
libros de la Antigüedad que más nos gustaría recuperar, pues es posible que
dijera verdades que Cicerón había tenido miedo de exponer en otro sitio,
además de airear otras teorías conspiratorias que resultaría interesantísimo
estudiar.
En 51 a.C. un Cicerón amargado vio cómo era enviado a Oriente en calidad de
gobernador de una provincia miserable, Cilicia, en el sur de Asia Menor
(aunque también formaba parte de ella Chipre, así como otros territorios del sur
de Asia). A través de sus cartas, tenemos la primera visión prolongada de lo
que eran las actividades de un gobernador romano fuera de Italia, dispensando
justicia en los asuntos locales de su provincia. 335 Cicerón realizó las habituales
giras judiciales por las principales ciudades de la provincia; publicó el sólito
«edicto» de toma de posesión, inspirado, sabiamente, en el de un admirado
predecesor, el jurista Escévola. En general, prefirió que la población local de
lengua griega arreglara sus disputas por su cuenta, pero si consideraba que
dichas disputas implicaban a ciudadanos romanos o a extranjeros, o tenían que
ver con aspectos importantes del derecho romano, las juzgaba personalmente
según las líneas de los edictos publicados por los pretores en Roma. En virtud
de esas decisiones más o menos fortuitas, las leyes romanas relacionadas con
temas como las herencias o las deudas impagadas serían aplicadas a los
súbditos del Imperio fuera de Roma: no había ni una sola ley ni decreto que
obligara a ello.
A pesar de las quejas de Cicerón, las obligaciones de un gobernador de
provincia eran para él una alternativa mejor que la vida política en Roma.
Cicerón vivía para su República, y lleno de tristeza al verse sin ella, su vida y
sus incomparables darían fe de su crisis final. Allá por 59 a.C. César le había
ofrecido un puesto de responsabilidad en su cuartel general en el extranjero,
que le habría permitido escapar a la tormenta política que estaba formándose a
su alrededor. Incluso Ático le había aconsejado que lo aceptara. Era un típico
acto de generosidad, una muestra de la «clemencia» de la que tanto le gustaba
alardear a César ante su público romano. Pero como Cicerón comentaba, esa
«clemencia» era insidiosa: ¿Quién era César para conceder el perdón a
hombres como ellos? 336 De esa cuestión es de lo que dependería en adelante
la historia de la «libertad» y la «justicia».
Has de saber que no ha existido nunca nada tan infame, tan vergonzoso,
tan idénticamente detestable para las gentes de toda condición, orden o
edad, como la situación actual, más allá, por Hércules, de lo que yo
habría querido, no sólo de lo que habría pensado. Esos «demócratas»
[los políticos del bando «popular»] han enseñado ya a silbar incluso a las
gentes moderadas.
CICERÓN, Cartas a Ático 2.19 (entre el 7 y el14 de julio de 59 a.C.
acerca del consulado de César y de su pacto con Pompeyo y Craso)
Julio César, el romano más famoso de la historia, resultó ser el político popular
más hábil de Roma. Durante más de veinte años siguió esta línea, aunque por
su cuna y por sus maneras era un verdadero patricio, descendiente de la
nobleza más antigua de la historia de Roma. La familia se jactaba de tener
entre sus antepasados al padre fundador de la patria, Eneas, y, detrás de él, a
la propia diosa Venus. Las «tradiciones» de los senadores corrientes hacían de
ellos unos advenedizos desde la dilatada perspectiva de un aristócrata de tan
rancio abolengo. Su figura contrasta con el tradicionalismo asumido de Cicerón,
el hombre al que acababan de hacer un sitio entre los mejores.
Como buen patricio, César tenía un orgulloso sentido de su elevado valor o
dignitas, pero, primero como cónsul y luego diez años después como dictador,
impuso por medio de detalladas leyes de corte popular lo que los senadores
«tradicionales» se habían resistido a aceptar y aún seguían rechazando.
Dichas leyes tenían que ver con asuntos que iban desde las restricciones
impuestas a la concusión de los gobernadores provinciales y los límites al uso
de la violencia en la vida pública, a la concesión de parcelas a decenas de
miles de colonos, no todos los cuales eran veteranos del ejército. Detrás de
aquellas leyes había valores, un sentido de la justicia que hacía de ellas algo
más que meras apuestas personales con vistas a la consecución de la
supremacía. Aun así, César, el «político del pueblo», acabó limitando el
derecho de libre asociación de los pobres urbanos en sus organizaciones y
colegios. Podían convertirse en una amenaza para su supremacía,
especialmente durante su ausencia de la ciudad. Hasta los años de su
dictadura, se apoyó sagazmente en los tribunos de la plebe, los magistrados
populares, para que propusieran sus leyes en las asambleas del pueblo y
vetaran las mociones que fueran en contra de sus intereses. Sin embargo,
acabó destituyendo a individuos que desempeñaban el tribunado sólo porque
sus acciones no eran de su agrado. Al final, nombraría a los magistrados de
Roma él mismo.
Astutamente, César empezó por fomentar el «gobierno transparente». En 59,
siendo cónsul, hizo que las actas del senado se hicieran públicas y fueran
accesibles por primera vez: Adriano, casi doscientos años después, sería
nombrado curator de las «actas» publicadas del senado. Los senadores como
Cicerón que hablaban con desprecio del pueblo en la Curia calificándolo de
«rebaño» o «hez», y que luego lo elogiaban en sus asambleas, no recibirían
precisamente con los brazos abiertos las nuevas publicaciones. El propio César
hablaba con claridad y contundencia, dictaba cartas con profusión (a veces
incluso mientras cabalgaba) y fue el primer noble romano que hizo una
verdadera aportación a la literatura latina. Pues, como general destinado fuera
de Italia, envió a Roma una serie de «comentarios» escritos con gran lucidez
durante su prolongado destino como general en la Galia. «Evita las palabras
insólitas», solía decir, «como el marinero huye de los escollos». 337 Sus obras
en prosa suelen ser claras en su estructura y en su forma, pero son también
muy económicas por lo que respecta a la verdad. Fueron escritas para que el
público en general de Roma, de Italia, y quizá incluso del sur de la Galia, leyera
sus proezas. Probablemente fueron publicadas año tras año, pero terminan en
52, mucho antes de su regreso a Roma. La publicación de estos ejercicios de
«tergiversación de la noticia» tuvo en su momento una notable relevancia para
su carrera política. Esos astutos «comentarios» presentaban a un César
romano que era más que un igual de Pompeyo, el gran conquistador. Mientras
que Pompeyo era glorificado por los historiadores y oradores griegos que lo
rodeaban, César se glorificaba a sí mismo en un latín laro. Escritos en tercera
persona, los comentarios utilizan la palabra «César» 775 veces.
En Julio César el encanto y la crueldad, la osadía y el engaño estaban
inextricablemente unidos. Ante todo, demostró que era un magnífico general.
Era indiferente a las comodidades o lujos personales y era un consumado
jinete que podía incluso cabalgar a toda velocidad con las manos cruzadas a la
espalda. Desde 58 a 50 a.C. conquistó una enorme cantidad de territorios en
Occidente, todos los cuales identificó como la Galia. En 55 cruzó el Canal de la
Mancha y fue el primero que invadió Britania, «más allá del límite del océano»,
que había traspasado Alejandro Magno. Pero la invasión de Britania fracasó y
las conquistas de la Galia habían ido mucho más allá de la estricta
interpretación de los mandos militares que se le habían asignado. Cuando esos
mandos concluyeron, él mismo calculaba que había causado la muerte en el
campo de batalla al menos a 1.192.000 enemigos durante sus campañas en la
Galia. Aun así, las víctimas civiles quedaban excluidas de se cómputo total tan
glorioso para él, aunque no para nosotros.
César hizo gala además de una sorprendente audacia en las guerras en las
que participó entre 49 y 45, y que lo llevaron a Grecia, Egipto, Asia, el norte de
África y España, lugares todos ellos que más tarde visitaría Adriano en el curso
de viajes pacíficos. Sin embargo, nunca hizo público el número de bajas
causadas en esos conflictos, pues tuvieron lugar en el curso de una guerra civil
contra otros ciudadanos romanos.En efecto, en 49 a.C. César se embarcó en
una guerra civil dentro de Italia, como si fuera un «nuevo Aníbal», al tiempo que
afirmaba la necesidad de defender la «libertad» del «pueblo romano», la
«inviolabilidad de los tribunos de la plebe» y, de manera más sincera, su propia
dignidad». Durante casi cinco años la vida política quedó sometida a a voluntad
personal del propio César. No fue, desde luego, la irremediable consecuencia
de los tiempos que le tocaron vivir. La República Romana habría podido, y de
hecho habrá debido, sobrevivirlo. En último término, la derrocó en aras de su
propia «dignidad», ante la cual todo lo demás —el populismo, la apertura
social, su tan cacareada «clemencia»— era secundario. Echó por tierra una
constitución flexible que había venido evolucionando a lo largo de más de
cuatro siglos y posteriormente fue asesinado en Roma por unos sesenta
conspiradores. Pero su ejemplo y su destino repercutieron en los actos
sucesivos del largo drama de la República Romana. Resultó además que esos
actos constituyeron su final, un auténtico punto de inflexión para la libertad.
Julio César nació seis años después que Cicerón, en 100 a.C. en el mes que
luego se llamaría julio en su honor. Los historiadores que cuentan sus primeros
años corren el riesgo de dejarse llevar por la visión retrospectiva: ¿Es posible
que sus contemporáneos temieran realmente la frialdad de su carácter y sus
dotes ya en los primeros estadios de su vida? La mayor parte de los
historiadores especializados en él suelen retrasar actualmente la «formación de
César» a la época de sus treinta y tantos o cuarenta y pocos años, pero es
posible que sus contemporáneos vieran mucho antes indicios de esa
progresión. A la edad de (probablemente) quince años, fue elegido para el
cargo de sacerdote ceremonial de Júpiter (flamen dial), privilegio reservado
exclusivamente a los patricios. Como el flamen tenía prohibido mirar a los
soldados armados, ¿fue el ofrecimiento de este cargo un intento temprano de
cortar la entrada en cualquier tipo de carrera pública a aquel temible joven
aristócrata? Aquellos años coincidieron con los de la terrible ascensión al poder
de Sila, y César se casó con la noble hija de Cinna, el enemigo de Sila. Por su
tía, era además sobrino del gran Mario, el máximo rival del dictador. En efecto,
éste se negó a permitir que César siguiera ocupando el cargo de flamen (como
si en ello no viera ninguna finalidad paralizadora), pero se dice que también
avisó del potencial que tenía el joven César vestido de manera informal. ¿Es
esta anécdota también fruto de la visión retrospectiva?
César se libró de la proscripción y marchó a hacer su servicio militar a Oriente.
Allí, los cotilleos hostiles a su persona afirmarían más tarde que se convirtió en
el favorito sexual del rey de Bitinia. No había nada de verdad en todo aquello,
pero cuando más tarde se le acusó de ser un «afeminado», César replicó
ingeniosamente que las Amazonas habían en otro tiempo dominado una gran
parte de Asia, y de ese modo su amenaza de que iba a bailar sobre las
cabezas de sus enemigos senatoriales no se quedó en meras palabras. 338 En
80 a.C. una valiente hazaña en el Egeo lo hizo acreedor a la «corona cívica»,
un alto distintivo militar por salvar la vida de un ciudadano en la batalla: podía
llevar en público una corona de hojas de encina y hasta los senadores habrían
tenido que ponerse en pie ante su presencia en los juegos públicos, privilegio
que difícilmente habría pasado por alto su elevado sentido de la dignidad.
Regresó a Roma y se hizo famoso —ganándose de paso muchos enemigos—
por acusar a un respetado ex cónsul de concusión en su provincia. Regresó
luego al Oriente griego a estudiar y dejó que se enfriara la hostilidad que había
suscitado en Roma. A diferencia del astro en ascenso, Pompeyo, César tenía
una mente rápida y cultivada que siempre se había sentido atraída por la
literatura. Pero él también era un luchador nato. Tomó una venganza dulce y
rápida de unos piratas del Egeo que habían intentado retenerlo para cobrar
rescate. A los veintiséis años volvió con sus tropas a Bitinia para impedir que
este reino se pasara al bando del gran enemigo de Roma, Mitridates. Ya había
empezado a actuar sin órdenes de nadie.
De vuelta en Roma, cuando la constitución reaccionaria de Sila se vino abajo,
César se sumó rápidamente a la línea popular alternativa. Su tía era la viuda de
Mario, el héroe popular y, cuando ésta murió, él mismo pronunció en el Foro
una oración fúnebre en la que se explayó hablando de la nobilísima estirpe de
dioses y reyes a la que pertenecía la difunta (y de paso él también). Al final,
parecería que sus palabras eran proféticas cuando diera la impresión de que él
mismo rivalizaba con estos dos tipos tan peligrosos de antepasados. El pueblo
se dio cuenta de ello, igual que se dio cuenta de que mostraba a la vista de
todo el mundo las insignias de Mario, el héroe popular silenciado desde hacía
largo tiempo, durante la procesión fúnebre de su tía. Desplegó incluso en el
Capitolio los trofeos de Mario, escondidos también durante largo tiempo. A
continuación, a finales de 69 a.C. partió a prestar sus servicios como
magistrado de rango inferior al sur de España. Allí llevó a cabo la típica gira
judicial juzgando los casos que se le presentaban. Se cuenta que en Cádiz vio
una estatua de Alejandro Magno en el principal templo de la ciudad y que se
puso a llorar porque él todavía no había hecho nada memorable, mientras que
Alejandro a su edad ya había conquistado el mundo. 339 Una vez más, la
mayoría de los historiadores duda de la veracidad de esta anécdota, pero quizá
se equivoquen; menos verosímil es la que dice que además César soñó que
violaba a su madre, hecho que significaría su deseo de dominar la (madre)
Tierra, el mundo. En España en cualquier caso tenemos atestiguados los
primeros episodios de ataques ocasionales de la epilepsia que empezaba a
sufrir.
En Roma, aquel joven ambicioso estaba todavía muy lejos de la supremacía
global que luego alcanzaría. Ese honor recaía por entonces en Pompeyo, el
gran conquistador, que obtuvo la concesión del mando de la excepcional
campaña que dirigió contra los piratas del Mediterráneo con el apoyo de César,
el único senador que votó a su favor en 67 (una victoria sobre los piratas habría
beneficiado al pueblo al reducirse el precio de las importaciones de grano). No
obstante, cuando fue nombrado edil (magistratura urbana) en 65, fue César el
personaje más espectacular. Sufragó la celebración de los juegos de rigor, pero
contribuyó de manera extraordinaria a aumentar su atractivo populista
ofreciendo un combate de 320 parejas de gladiadores, vestidos con armaduras
de plata. Dijo que deseaba que fueran unos juegos fúnebres en honor de su
difunto padre. Pero su padre había muerto veinte años antes y aquel enorme
espectáculo dio pie a que el senado, lleno de preocupación, «recomendara»
poner de inmediato un límite al número de gladiadores que podía presentar
cada individuo en los espectáculos que diera. Al igual que el de los juegos, el
coste del espectáculo de César debió de ser enorme. Los niveles superiores de
la carrera política en Roma exigían gastos elevadísimos, y nunca tan elevados
como en los últimos años de la década de 60, cuando se intensificó la
competencia. Pero César tomaría prestadas cantidades desorbitadas de dinero
para pagar los costes y, en ausencia del glorioso Pompeyo, se las pidió a
Craso, que era inmensamente rico. En medio de acusaciones de corrupción y
conspiración, los dos se harían sospechosos incluso de tramar un golpe de
Estado en 65, del cual Craso saldría beneficiado con el reino de Egipto,
enormemente remunerativo, y César, que todavía no era más que un edil,
habría servido como segundo en el mando. Pompeyo se hallaba de hecho
ausente y el gran premio todavía sin adjudicar era desde luego Egipto, cuyo
grano y cuyos tesoros habrían hecho a quien los «conquistara» más poderoso
que nadie. Más tarde se mencionó erróneamente a otros socios que habrían
estado involucrados en el pacto, pero en 64 Cicerón dio a entender en efecto
que Craso había tenido algo que ver. 340 Sólo podemos conjeturar o rechazar
(como hace la mayoría de los especialistas) la noticia, entre otras cosas porque
un papel tan importante para un humilde edil parece totalmente increíble. ¿Pero
acaso era César un edil normal y corriente?
Lo que sí sabemos es que desempeñó papeles importantes el año 63, cuando
la carrera de Cicerón llegó a su funesta cima. Al principio, fue César quien
promovió una parodia de juicio público para advertir a Cicerón, entre otros, de
los abusos que cometía el senado con el llamado «decreto último». En el mes
de diciembre, cuando Cicerón abusó precisamente de ese decreto a expensas
de unos ciudadanos que ya estaban detenidos, fue César el que se manifestó
vigorosamente en el senado a favor de meter en la cárcel a los delincuentes,
pero no matarlos. También en este caso adoptó una postura popular de apoyo
a la «libertad», postura que él, a diferencia de Cicerón, nunca lamentaría. Más
tarde, en la «historia interna» inédita de Cicerón, éste culparía sin ambages a
César (y a Craso) de respaldar a Catalina en primer lugar y además de
provocar casi una revolución. ¿Era esta acusación sólo una amarga conclusión
retrospectiva del viejo Cicerón o de nuevo hubo más cosas en descrédito de la
carrera inicial de César de las que sabemos? Sea cual sea la verdad, no
impidió a César obtener dos grandes éxitos ese mismo año. Consiguió el cargo
prestigiosísimo de Pontífice Máximo (como tal, dispondría en adelante de un
despacho en el corazón del Foro Romano y de una casa en la vecina Vía
Sacra), y además fue elegido pretor, el siguiente paso en la carrera política,
para el año 62. El pontificado le costó una fortuna en sobornos y la pretura
comenzó con su controvertido apoyo al regreso de Pompeyo: lo cual no impidió
a César obtener un mando militar en Hispania Ulterior para 61 a.C. Este
destino en las provincias no despertó en él la ambición por vez primera (sin
duda ésta anidaba en su corazón desde su adolescencia), pero desde luego
fue decisivo para su supervivencia. El hecho de no pagar sus deudas cuando
regresara a Roma habría resultado fatal para él, pues le habría obligado a vivir
en el exilio. La manera de saldar esas deudas reconocida por todos los
romanos consistía en sacar el jugo a una provincia por medio del saqueo, los
sobornos, y el botín. A finales de 61, eso era precisamente lo que había hecho
César, atacando un número suficiente de tribus perdidas de España, de modo
que pudo empezar ya a pensar en los máximos honores, la concesión de un
triunfo y luego, cuando estuviera otra vez en Roma, el consulado. Semejante
perspectiva alarmó sobremanera a los tradicionalistas de su época,
especialmente a Catón, el líder archiconservador que nunca concedería a
César el beneficio de ninguna duda. Catón obligó, pues, a César a elegir entre
el triunfo (que en principio ya le había sido concedido) o la candidatura al
consulado. Actuando con frialdad, César prefirió presentarse a las elecciones a
cónsul, obligando a Catón a aceptar el compromiso y a intentar derrotarlo
jugando su propio juego a costa de reunir una enorme cantidad de dinero para
sobornos electorales y de asegurarse de que fuera elegido como colega de
César un hombre de su confianza, Bíbulo.
César y Bíbulo fueron elegidos cónsules para 59, pero, a diferencia de su
colega, César se preparó para aquel año al frente de la máxima magistratura
firmando el artero «pacto de caballeros» con Pompeyo y Craso, una pareja que
hasta entonces había estado dividida por una profunda enemistad personal.
César se dio cuenta astutamente de que los dos tenían necesidades que él, en
su calidad de cónsul, podía ayudar a satisfacer. Como financiero de altos
vuelos, Craso necesitaba una renegociación del contrato de arriendo de
recaudación de impuestos de la provincia de Asia. Pompeyo, por su parte,
necesitaba dos cosas: la ratificación de las disposiciones que había tomado
unilateralmente en Asia, y el asentamiento de sus veteranos, que todavía no
habían recibido su recompensa por las victorias obtenidas en Oriente en la
década de 60. En cuanto a César, tenía un programa popular que le reportaría
(al menos eso esperaba) un gobierno provincial aún más grande y más
rentable. La tensión económica en Roma iba subiendo por momentos. Viendo
venir los disturbios que se avecinaban, no cabe duda de que los senadores ya
habían asignado unos destinos muy poco atractivos a los cónsules para
cuando concluyera su mandato: no Hispania o la Galia, sino «bosques y
caminatas» en la propia Italia.
El año 59, el del consulado de César, fue un momento trascendental de la
historia de Roma. Los anteriores políticos «populares» habían caído presa de
una misma debilidad, a saber, su incapacidad de escapar a las represalias de
los «tradicionalistas» durante el odioso año de su mandato o después. El plan
de César era de una sencillez aplastante: atraer a Pompeyo y a Craso a un
equilibrio mutuo de favores; someter las leyes a votación directamente en las
asambleas del pueblo, a pesar de la oposición del senado; actuar con la
connivencia y a través de la mediación de unos tribunos de su misma cuerda
que interpusieran su veto a dicha oposición; amañar la elección de tribunos y, a
ser posible, también de cónsules de su misma cuerda para el año siguiente;
obtener la asignación de un importante mando militar en las provincias y luego
salir de Roma con los poderes necesarios para llevarlo a cabo, de modo que
fuera inviolable cuando abandonara la ciudad y por tanto no pudiera ser
procesado. Pero su colega en el consulado, Bíbulo, estaba descaradamente en
contra suya, y la legislación «popular» de César tendría que ser remitida
directamente al pueblo para convertirse en ley, pues era indudable que los
senadores no iban a darle nunca su beneplácito. Los tradicionalistas, como de
costumbre, encontrarían semejante táctica odiosa.
Las maniobras que se desarrollaron a continuación serían inolvidables en la
vida pública y política de Roma: las alocuciones en las reuniones públicas; las
bandas y los corrillos en el Foro; la ficción de «encarcelamiento» del intrigante
Catón, a pesar de que era tribuno de la plebe; o el acoso del cónsul
obstruccionista, Bíbulo (en una ocasión llegaron a arrojar públicamente sobre
su cabeza un cubo de estiércol). Los intentos de «intercesión» de otros tribunos
hostiles fueron impedidos recurriendo al uso de la violencia; puede que todo
esto suene muy caótico, pero ya en 62 incluso el hombre de los grandes
principios, Catón el Joven, impidió que un tribuno leyera una proposición de ley
que no era de su agrado haciendo que otro tribuno le tapara la boca con las
manos. En 59, Bíbulo, el colega de César, respondió a la ofensiva retirándose a
su casa y afirmando que ciertas irregularidades observadas (sólo por él) en el
cielo hacían que todos los días posibles del calendario resultaran nefastos para
el debido desarrollo de las actividades públicas. Distribuyó incluso por la ciudad
carteles en los que vertía unos ataques tan escandalosos contra César que la
plebe se amontonaba a su . alrededor para ver su interesante contenido,
bloqueando de ese modo el tráfico de las calles de Roma.
No obstante, aunque fuera a trancas y barrancas, se logró la aprobación de un
número suficiente de leyes del programa de César. Una de ellas, planeada
desde hacía mucho tiempo, establecía un programa muy razonable de
asentamiento de los veteranos de Pompeyo y otros ciudadanos necesitados en
colonias repartidas a lo largo y ancho de Italia. Astutamente, las mociones no
comportarían confiscaciones de tierras de particulares. Otra ley rebajaba el
contrato del arriendo de la recaudación de impuestos en Asia para adaptarlo a
los intereses de Craso: Catón siguió oponiéndose encarnizadamente a ella. En
abril, una segunda ley propondría la distribución en parcelas de las fértiles
tierras de Campania situadas junto al golfo de Nápoles, tierras que al principio
habían sido calificadas de «públicas» cuando fueron conquistadas tras las
victorias romanas sobre Aníbal allá por 211 a.C. La medida fue muy
controvertida. Uno de sus objetivos era proporcionar tierras a cerca de 20.000
ciudadanos pobres de Roma y a sus familias, pertenecientes a la «hez», según
la opinión que de ellos tenían los tradicionalistas, que vivían en una situación
angustiosa y cuya presencia en la ciudad constituía por lo tanto un peligro. A
Cicerón, aquella propuesta tan atinada le parecía un insulto.
Incluso en el mes de agosto siguieron aprobándose leyes bastante acertadas,
sobre todo una compleja norma contra la concusión incontrolada de los
gobernadores provinciales. Pero para llegar tan lejos, César tuvo que pagar un
precio altísimo. No sólo siguió oponiéndose a él Caton, que sobre todo se
manifestó en contra de la propuesta de ayuda a Craso y a los contratistas de la
recaudación de impuestos. Existía un riesgo real de que, una vez satisfechas
sus necesidades, Pompeyo diera marcha atrás y se uniera a los grupos de los
senadores conservadores, su sitio más natural. Durante la primavera, Pompeyo
se había casado con la adorada hija única de César, Julia, pero incluso un lazo
matrimonial como ése era muy frágil. Por consiguiente, en el verano de 59
César hizo que un soplón (según parece) actuara de modo que Pompeyo,
siempre inquieto y nervioso, tuviera noticia de una conspiración de altos vuelos
para acabar con su vida. En las declaraciones efectuadas posteriormente
salieron a relucir los nombres de casi todos sus adversarios senatoriales de la
facción «tradicionalista», tras lo cual el delator fue convenientemente asesinado
en la cárcel. 341 Cicerón sin duda tenía razón en ver la mano de César detrás de
todo este asunto: casi con toda seguridad, consiguió asustar a Pompeyo y de
ese modo el «pacto de caballeros» siguió vigente. Pero una vez más, la cosa
olía muy mal.
Al final, no pudo conseguirse la elección de unos cónsules amigos para el año
siguiente, pero sí la de un tribuno amigo (Clodio) y la asignación de un buen
mando militar en las provincias. César logró revocar la primitiva propuesta del
senado, que le asignaba «bosques y caminatas» y consiguió en la asamblea
del pueblo que se le asignaran las provincias mucho más grandes de la Galia
Cisalpina (correspondiente a lo que hoy es el norte de Italia) y el Ilírico (la
actual costa dálmata), base muy prometedora para nuevas conquistas en el
interior. Además, le fueron asignadas durante cinco años seguidos. Para mayor
suerte, el individuo al que había sido asignada la Galia Transalpina murió en
abril y ante las noticias del peligro que representaban las tribus vecinas, hasta
los senadores fueron presa del pánico y añadieron precipitadamente la Galia
Transalpina a las provincias de César. Al fin y al cabo, era un general curtido,
capaz de hacer frente a una eventual crisis de importancia y la combinación de
tantos mandos a la vez indudablemente le traería muchos quebraderos de
cabeza.
Lo que hasta entonces había sorprendido a los conservadores de la clase
senatorial era la pura fuerza de César, su desprecio por la oposición que le
hacían (y por ellos mismos), y el populismo de las leyes por las cuales gozaba
ahora de un gran crédito en la opinión pública. La necedad política de Bíbulo y
su actividad obstruccionista eran básicamente irrelevantes, pero gracias a él la
validez de la legislación de César era cuando menos discutible desde el punto
de vista técnico: si la cuestión era juzgada en un tribunal, lo más probable era
que los senadores lograran «amañar» un jurado que respaldara su acusación
de «ilegalidad». Mientras tanto, los senadores habían visto cómo su viejo
general Luculo, otrora tan famoso, se veía obligado a arrastrarse a los pies de
César. No tuvieron inconveniente en hacer una contrapropuesta: ¿no podía
César esperar y presentar su legislación al año siguiente, cuando ya no
pudieran oponerse a él o incluso no lo amenazaran con llevarlo a los
tribunales? Pero César no se fiaba de ellos y su dignidad nunca habría
permitido una cosa así. En esta ocasión, la habitual «concordia» entre los
senadores después de una crisis no podría reafirmarse como si tal cosa.
Durante las primeras semanas de 58, una vez concluido su consulado, César
estuvo fuera del recinto de la ciudad de Roma, reclutando solados para el
mando que le había sido asignado en las provincias, pero seguía estando al
alcance de los senadores y recibía a diario noticias de la situación política en la
ciudad. Era imprescindible que no prosperaran os intentos de derogar su
legislación al año siguiente. A decir verdad,, Clodio (el tribuno que lo apoyaba)
demostró estar a la altura del reto, os nuevos cónsules fueron astutamente
sobornados con el ofrecimiento de valiosos destinos provinciales; las leyes de
los populares siguieron poniéndose en vigor, y se temió incluso que Clodio
llegara a ser demasiado poderoso. Desde luego, el tribuno tenía una cuenta
que saldar con Cicerón, que (en su opinión) lo había defraudado en 63 a.C.
Como ni Pompeyo ni César quisieron intervenir, Cicerón se anticipó a la suerte
que pudiera aguardarle abandonando la ciudad. A mediados de marzo, también
César se había marchado y estaba camino de la Galia.
Montado en su caballo, camino del norte, componía una bonita estampa, con
sus ojos negros, su elevada estatura (para un romano) y su calvicie. Como
sucediera en España tres años antes, el gobierno de una provincia le habría
permitido más que de sobra restaurar su situación financiera y le abría
reportado fondos para un sinfín de futuros sobornos cuando regresara a Roma.
¿Y luego qué? Si entregaba el mando y regresaba a Roma como un particular,
sus enemigos lo procesarían de inmediato por las «ilegalidades» cometidas
durante su consulado. Si quería volver a ser elegido cónsul, ¿cómo iba a hacer
realidad su objetivo, si tenía que esperar los diez años de rigor antes de poder
presentar otra vez su candidatura y si lo obligaban, como sin duda lo obligarían,
a regresar a Roma para hacer la campaña electoral en persona? Pompeyo y
Craso no lo ayudarían en lo más mínimo y Catón desde luego no iba a
desaparecer de escena. El consulado de 59 a.C. había sido sensacional, pero
había creado tantos problemas como había arreglado. Con sus ejércitos en la
Galia, el orgulloso César se hallaba realmente en una situación muy peligrosa.
Pues bien, ese idilio suyo y esa unión escandalosa no sólo dieron lugar a
la murmuración secreta, sino que desencadenaron una guerra abierta.
En cuanto a mis asuntos, no sé qué determinación tomar, y no dudo que
a ti también te inquietará dentro de poco esta indecisión. En efecto,
tengo con estos hombres lazos de gratitud y de amistad; amo la causa, y
por eso mismo odio a las personas. Como supongo que no se te escapa,
en una desavenencia interna los hombres deben seguir al bando más
honrado, siempre y cuando la cuestión se dirima de/manera civilizada y
sin recurrir a las armas; pero si desemboca en una guerra abierta, han
de seguir al más fuerte e identificar lo mejor con lo más seguro.
CELIO A CICERÓN, Cartas a sus amigos 8.14 (ca. 8 de agosto de 50
a.C.)
Al cabo de dos años de lucha al otro lado de los Alpes, César había cosechado
demasiados éxitos con demasiada rapidez. En nombre de la «libertad» de la
Galia lanzó una serie de ataques contra varias tribus vecinas, entre ellas la de
los helvecios, que se disponían a emigrar al oeste, al territorio de la Galia:
«Todos los hombres», escribe en sus comentarios, «tienen por naturaleza amor
a la libertad, y odian la condición de la esclavitud». 342 Pero luego aprovechó las
divisiones existentes entre los galos para acabar con las distintas tribus por
separado y convertirlas a todas en una enorme provincia romana. Lo último que
deseaba César era que lo destituyeran, una vez cumplida su misión. Por
consiguiente, fueron descubiertos nuevos «enemigos» y peligros cada vez más
lejos.
En Roma, Pompeyo y Craso seguían teniendo la supremacía, pero aún
quedaba mucho margen para la introducción de leyes populares. Pues la
ciudad, tal como la describía el hermano de Cicerón a mediados de la década
de 60, continuaba «formada por el concurso de todos los pueblos del mundo» y
tenía por lo menos 750.000 habitantes. Esta enorme masa de ciudadanos,
libertos, esclavos y extranjeros era el marco para las intensas disputas de la
clase alta acerca del orden, la «tradición» y la propiedad legal. En su calidad de
tribuno, Clodio había restituido en 58 a.C. a la plebe el derecho a constituir
agrupaciones sociales y asociaciones, los «colegios» que el senado había
declarado sencillamente «contrarios a los intereses de la República»,
aboliéndolos en 64. Había convertido además los consiguientes repartos de
grano en asignaciones mensuales gratuitas. Más de 300.000 ciudadanos
tenían derecho a reclamarlas, pero ello habría supuesto una carga enorme
para el erario público y el suministro de grano, aunque la asignación permitiera
sostener sólo a una persona, no a toda una familia. Con el fin de incrementar
los fondos, Clodio y otros individuos pensaron en Oriente, especialmente en los
ricos dominios de los Ptolomeos en Chipre. Clodio tenía una vieja cuenta
pendiente con el príncipe que gobernaba la isla y tras la marcha de César por
medio de una brillante maniobra, obligó incluso a Catón, siempre tan
respetuoso con los principios, a comprometerse a hacer lo que era necesario.
Tras presentar una moción directamente ante el pueblo, consiguió que Catón
fuera nombrado para asumir el mando en Chipre a expensas de un disoluto
príncipe de la familia de los Ptolomeos: al tratarse de un nombramiento votado
por el pueblo, Catón estaba obligado a aceptarlo y no podía rechazarlo. Pero
aceptando el nombramiento, Catón aceptaba también indirectamente la
legalidad de toda una serie de leyes aprobadas de forma similar que él mismo
había puesto en entredicho, incluso (habría podido decir cualquiera) las leyes
de César de 59 a.C: los recursos de Chipre reportaron al erario 6.000 talentos.
Los mensajeros y las cartas mantenían a César al corriente de todo. Se cuenta
incluso que envió una carta a Clodio aprobando el uso de los tribunos y el voto
de la asamblea para comprometer a su rival Catón. La nueva disposición sobre
Chipre suponía además una conveniente ruptura de los tratos que hasta
entonces había mantenido Pompeyo con un príncipe emparentado con los
Ptolomeos. Indudablemente César se enteró también de las sorprendentes
actividades de un edil de 58 a.C. Emilio Escauro. Hijastro de Sila, Escauro
mostró en los juegos que tradicionalmente organizaban los ediles cinco
cocodrilos y el primer hipopótamo que se vio en Roma. Construyó después un
magnífico teatro de tres pisos (con decoraciones de mármol, de vidrio, y de
metal dorado), repleto de paños dorados y (según se dijo más tarde) tres mil
estatuas, con capacidad para 80.000 espectadores. Mostró incluso el
gigantesco esqueleto de un dinosaurio, que trajo de su servicio militar en el
Oriente Próximo, en la creencia de que se trataba de un monstruo de la
mitología griega. 343 La vida popular en Roma había ido mejorando realmente y,
al igual que las leyes de Clodio, estos juegos y demás muestras de ostentación
instituyeron nuevos parámetros de competitividad entre los políticos con vistas
a la consecución de prestigio popular.
Lo que más le preocupaba a César era la duración de su mandato «más allá de
los Alpes». En 59 se le había concedido, al parecer, por , un año. Sus otros
destinos, «la Cisalpina y el Ilírico», estaban asegurados por cinco años. Había
cada vez más peligro de que un rival de clase senatorial con contactos en la
Galia, Domicio Ahenobarbo, lograra ser elegido cónsul para 55 y forzara la
sustitución de César. Así pues, éste recurrió de nuevo a su artero «pacto de
caballeros». En 56 Pompeyo y Craso deseaban obtener de nuevo el consulado,
para asegurarse después algún gobierno lucrativo en las provincias, pero
ningunp de los dos tenía la seguridad de contar con el apoyo popular
necesario. En Roma, por otra parte, los repartos gratuitos de grano instituidos
por Clodio habían venido seguidos, como era de esperar, por una grave
escasez de cereal. En otoño de 57 Pompeyo había recibido el encargo de
solucionar el problema del suministro de grano (con poderes incluso
«mayores» que los de los otros gobernadores provinciales, una innovación
sumamente proficua), pero el reto era difícil de superar. Los precios estaban
muy altos y seguía habiendo escasez. Además, la ansiada oportunidad de
intervenir en Egipto les había sido negada tanto a él como a Craso. A
comienzos de 56 ninguno de los dos caía bien al populacho de Roma y, en
aquel ambiente de violencia y de bandas armadas, Pompeyo seguía temiendo
por su vida. Cuando César entró de nuevo en Italia en la primavera de 56,
todavía era posible la conclusión de un pacto. Cuando llegó a Rávena en el
mes de marzo, el primero que salió a su encuentro fue Craso, pues sus
ambiciones eran las más urgentes. Después, en virtud del acuerdo de Lucca de
mediados de abril, Pompeyo se unió al pacto que se estaba formando, por
temor a que su gloria se viera eclipsada: se asignarían a cada uno sendos
mandos militares de cinco años de duración en las provincias, precedidos de
sendos consulados para Pompeyo y Craso en 55. Al posponer un año las
elecciones, podrían contar con el apoyo de los soldados que mandara César a
votar a Roma y de paso neutralizarían la amenaza de su rival, Ahenobarbo.
Después, cuando fueran cónsules, Pompeyo y Craso prolongarían en la
primavera de 55 el mando de César en la Galia Transalpina por otros cinco
años, en virtud de una ley que presentarían directamente al pueblo.
El trato funcionó, aunque en los «comentarios» de César no se diga ni una
palabra del mismo. Con anterioridad, César había estado pensando en una
campaña en el este de Europa (Dacia), en la cuenca baja del Danubio, pero
cuando tuvo la seguridad de que su mando en la «Transalpina» iba a ser
prolongado, buscó nuevos territorios en el noroeste en los que poder sacar
provecho de él. En 56 es bastante probable que estuviera ya planeando una
invasión de Britania 344 y desde luego emprendió la matanza gratuita de dos
tribus germánicas especialmente vulnerables. Al tener noticias de ello en
Roma, Catón se sintió tan asqueado que propuso que César, basándose en un
antiguo precedente, fuera entregado a los germanos para que la cólera de los
dioses no cayera sobre Roma. César, por su parte, se trasladó a Britania por
una breve temporada en 55 y luego otra vez en 54, llevándose en esta ocasión
consigo un elefante para hacerse notar. Ninguna de las dos campañas fue
particularmente afortunada. Las esperanzas de encontrar oro y metales
preciosos en Britania estaban poco fundadas y todo quedó en una especie de
incursión de saqueo, más que en una conquista sólida. Pero la publicidad que
se dio a la empresa fue excelente. Britania fue presentada como el territorio
«transoceánico» que había limitado las ambiciones de Alejandro Magno. A su
regreso a Roma, Cicerón había proyectado incluso escribir un poema épico
sobre aquella «gloriosa conquista», basado en los informes enviados por su
hermano desde el frente. Las noticias acerca de Britania contribuyeron a
atenuar el peligro de que el enemigo de César, Domicio Ahenobarbo, intentara
sustituirlo en el mando de la Galia tras el consulado que iba a quedar libre para
él en 54.
En la ciudad, el verano de 54 fue excepcionalmente caluroso y la tensión se vio
exacerbada por la continua escasez de grano. El ambiente político del
momento constituye todavía todo un reto para nuestra imaginación. Roma
albergaba a una enorme cantidad de personas y los fascinantes
acontecimientos políticos de los cuatro años siguientes comportan complicados
escándalos de soborno (Ahenobarbo y sus colegas de la nobleza intentaron
asegurar el nombramiento de sus sucesores a cambio de dinero), conatos de
violencia localizados (en la ciudad aparecieron bandas de matones integradas
por soldados, libertos, artesanos, tenderos y gladiadores perfectamente
adiestrados), y en 53 y 52 se produjeron nuevas crisis por la obtención del
consulado. Sin embargo, no hubo ningún levantamiento popular que reclamara
un cambio de la constitución ni ningún desafío al sistema en su totalidad. La
principal cuestión que seguía en pie era saber hasta dónde llegaban las
ambiciones de Pompeyo. Tras el consulado de 55 se le habían asignado las
provincias de España (Hispania Citerior y Ulterior), una buena oportunidad de
gloria, pero desde 54 había preferido esperar con sus tropas fuera del recinto
de Roma y gobernar España por medio de sus lugartenientes. Su vínculo más
personal con César se había esfumado: su esposa Julia, la amada hija de
César, había fallecido de sobreparto. El pueblo de Roma le dispensó un
emotivo funeral, ¿pero , qué iba a querer hacer ahora Pompeyo? Al fin y al
cabo se estaba haciendo viejo. En 53 perdió a uno de sus grandes rivales, y en
52 a otro. El primero en desaparecer fue Craso, casi sexagenario, cuyo
consulado había venido seguido por la concesión de un mando militar en
Oriente contra el pueblo hostil de los partos. Por fin Craso iba a poder regresar
con toda la gloria de un triunfo militar, la misma que le había sido denegada
tras las acciones contra Espartaco a finales de la década de 70: esa carencia le
había estado corroyendo el alma toda su vida. La verdad es que era demasiado
incompetente y los partos supieron hacerle caer en la trampa y derrotarlo en 53
en una batalla que le costó la vida a él y a la mayor parte de su ejército.
En Roma, el mes de enero de 52 fue testigo del final espectacular del más
eficaz de los populares, Clodio. Fue atacado en la Vía Apia por una banda de
partidarios de su rival conservador, Milón, y lo que empezó como un vulgar
incidente acabó con el brutal asesinato de Clodio. Su cadáver fue llevado a la
ciudad, donde los apasionados lamentos de su esposa contribuyeron a
exacerbar los ánimos del pueblo. Dos tribunos pronunciaron un elogio del
difunto en el Foro, tras lo cual la multitud llevó el cadáver directamente a la
Curia del senado e intentó incinerar a su campeón en una hoguera hecha de
bancos rotos y documentos. La propia Curia se incendió y los espectadores
estuvieron contemplando las llamas hasta el anochecer. Mientras tanto, la
multitud protagonizaba toda clase de desmanes en la ciudad y atacaba a todo
el que veía por la calle portando joyas o vestido con ropas lujosas. No existía
una fuerza policial organizada y pareció que la única opción viable era llamar a
Pompeyo para que restableciera el orden con sus tropas. Con su ejército
esperando fuera de Roma, Pompeyo ya había utilizado su poder de procónsul
dentro de la ciudad en 53. Ahora fue elegido cónsul en solitario, por tercera
vez. Fue un consulado «divino», según Cicerón, tan alarmado como
agradecido, y eso que sólo hacía dos años que había desempeñado el último.
César, en cambio, seguía respetando escrupulosamente el intervalo de diez
años que debía haber entre cada consulado y no se presentaría a las
elecciones hasta el verano de 49, con la esperanza de tomar posesión del
cargo en enero de 48. Mientras tanto, jóvenes ambiciosos, caras nuevas y
todos aquellos a los que simplemente les gustaba luchar, abandonaban Italia
en busca de ascensos al lado de César en Occidente. Cada vez podría
recompensarlos mejor con el botín obtenido y de ese modo fue formándose un
«bando cesariano» fuera de Roma.
A largo plazo, la cuestión fundamental era si se iba a permitir o no a César
presentar su candidatura al consulado estando ausente: si se veía obligado a
regresar y estar presente en la campaña electoral renunciando a su mando
como general, sus adversarios podrían procesarlo dentro del recinto de Roma,
probablemente ante un tribunal intimidado y sobornado. En marzo de 52
parecía que César había conseguido todo lo que deseaba: los diez tribunos,
apoyados por Pompeyo, lograron aprobar una ley que le permitía presentar su
candidatura in absentia. Los tradicionalistas del senado fueron soslayados de
ese modo, pero seguían abiertas muchas otras cuestiones: ¿Cómo iban a
coexistir César y Pompeyo? ¿Cabía esperar que, como había hecho Pompeyo,
pudiera César presentar su candidatura al consulado antes de 49, por ejemplo
en 50? Si era elegido cónsul de nuevo, ¿qué haría esta vez?
La respuesta que recibieran todas estas preguntas comportaría una verdadera
ruptura de la República Romana: ¿Por qué tenía que producirse semejante
crisis? Fuera de Italia, las provincias seguían siendo administradas por
gobernadores con poder para hacer prácticamente lo que quisieran y
posibilidad de adquirir enormes fortunas extorsionando a sus súbditos. Esos
mandatos incrementaban sus recursos para reanudar la competencia cuando
regresaran a Roma, pero sus víctimas, los provinciales, no desencadenaron
ninguna crisis rebelándose contra este tipo de gobiernos. En el interior, los
encarnizados conflictos anteriores entre senadores y gran número de los
caballeros y entre romanos e italianos se habían vuelto también irrelevantes:
desde la década de 70, las tensiones derivadas de las consecuencias de la
guerra social y de la breve «solución» dada por Sila a los jurados de los
tribunales de justicia se habían calmado en gran medida. En la década de 50,
sin embargo, los propios romanos seguían pensando que la culpa de todo la
tenía el «lujo». Como cónsules para 55, Pompeyo y Craso, extraordinariamente
ricos ambos, habían considerado la eventualidad de introducir medidas
tendentes a ponerle límites. En 51, Catón, el tradicionalista por antonomasia,
divirtió a la plebe ofreciendo unos juegos «a la antigua», como muestra de
desaprobación de las ostentaciones más recientes: recompensó a los
ganadores con simples coronas de hojas, no de oro, y dio pequeños regalos
comestibles a los espectadores.
Podemos hacernos con este ejemplo una idea de lo que eran los hombres con
obsesiones tradicionales, como la obsesión por los «gitanos» o las «madres
solteras» propia de la retórica política moderna, que los alejaban de las
verdaderas debilidades estructurales. Pero lo cierto es que, a pesar de tantos y
tantos años de retórica, el lujo había proliferado de una manera estrepitosa.
Los romanos de clase alta se construían magníficas villas destinadas a
segunda residencia en la costa del golfo de Nápoles, sustentadas sobre
espigones de cemento y adornadas con hileras de columnas y con terrazas
como las que podemos admirar en las representaciones de época posterior que
se nos han conservado en Pompeya. Esos ataques contra la naturaleza eran
obra de unos «Jerjes con toga», decían los moralistas, recordando el canal
artificial que había abierto este antiguo rey persa. A raíz de las conquistas de
Pompeyo en Asia, se habían puesto al alcance de los ávidos compradores
romanos maravillosas piedras preciosas, dando lugar a todo tipo de
colecciones de gemas. En el ámbito de la cocina, cada vez con más frecuencia
se buscaban e identificaban especialidades y exquisiteces locales, ya fueran
los caracoles gigantes del norte de África o los lirones domésticos criados en
«lironerías» (gliraria) especiales: «Los ceban en tinajas que muchos tienen
incluso en sus villas; meten en su interior bellotas, nueces y avellanas y cubren
la tinaja con una tapa para que engorden en la oscuridad». Había incluso
manadas de pavos reales, destinados a la exhibición y al consumo. En la
Atenas clásica, un aristócrata ilustre exhibía sus pavos reales «persas», regalo
del rey de Persia, y vendía sus huevos a los visitantes fascinados:
posteriormente su hijo fue procesado por tratar a las aves como si fueran
suyas. En Roma, los pavos reales empezaron a ser criados a centenares a
comienzos del siglo I a.C. y, poco después, se calculaba que una manada de
estas aves reportaba unos ingresos que constituían una pequeña fortuna: «una
manada de 100 pavos reales» producía una décima parte de los bienes
necesarios para ser considerado un caballero de clase alta.
Debemos recordar el comentario de Cicerón: lo que no les gustaba a los
romanos era el lujo privado, mientras que la exhibición pública era munificencia
y por lo tanto no resultaba desagradable. Puede que resultara, pues, alarmante
para sus rivales políticos, pero sumamente popular, el hecho de que Pompeyo
sufragara los gastos de la construcción de un teatro espectacular en 55 a.C.
que contenía estatuas de él mismo y de las catorce naciones que había
conquistado. Más ostentoso incluso que el teatro que Escauro había levantado
tres años antes, daba acceso en su parte superior al menos a cuatro templos
(incluido uno en honor de Venus Victoriosa). En la ceremonia de dedicación,
fueron exhibidos elefantes y 500 leones en una «cacería» de fieras. En 53, el
futuro tribuno Curión erigió no un teatro de madera, sino dos, construidos de
forma que podían darse la espalda o girar y convertirse en un anfiteatro apto
para espectáculos de gladiadores. Por lo menos estas lujosas ostentaciones
eran públicas. Lo que era censurable, en cambio, era el lujo «egoísta» de las
mansiones con columnas de mármol: eran famosas las enormes columnas de
mármol rojo oscuro de la sala de la casa de Escauro, y cuando este mismo
personaje retiró la rica ornamentación de su teatro para decorar con ella su villa
de Toscana, se dice que los esclavos de la finca la incendiaron para protestar
por semejante extravagancia. 345
A nosotros, la pobreza urbana y las penalidades que se pasaban en Roma nos
parecen problemas mucho más relevantes. La escasez de alimentos y de agua,
y las espantosas condiciones de alojamiento de las masas de Roma constituían
una negligencia intolerable. Pero a diferencia de los pobres de muchas
ciudades griegas de la época de Platón, los pobres de Roma no se unieron y
se sublevaron exigiendo una nueva constitución. Los pobres se amotinaron, sí,
por Clodio, pero se amotinaron por el gran benefactor que habían perdido. En
el curso de ese motín fue incendiada la Curia del senado, pero fue sólo un
accidente y nunca existió el plan de acabar con el senado como institución. No
hubo una campaña popular con una ideología nueva. Un motivo de que las
cosas fueran así es que muchos plebeyos eran libertos, que dependían de sus
antiguos amos; otros eran extranjeros; en cambio, el núcleo duro de la «plebe
urbana» de Roma, existente desde hacía generaciones y generaciones, era
cada vez más escaso. La clase alta gastaba pródigamente su dinero en la
ciudad, y era el dinero que gastaba el que sostenía a la enorme masa de
tenderos, albañiles e incluso a los especialistas en los odiados artículos de lujo.
Muchos miembros de la plebe, por tanto, necesitaban a los ricos, y como
ninguno podía levantarse y tomar la palabra en sus asambleas ni en sus
reuniones políticas, y eran menos aún los que votaban (y si lo hacían, era por
bloques), el potencial «popular» de la constitución romana quedaba
extraordinariamente restringido. En Atenas, cuando se adoptó la democracia,
los integrantes del «senado» supremo de los atenienses habían quedado
desacreditados por su colaboración con la tiranía anterior; el destierro de los
demás nobles por obra de esos mismos tiranos había demostrado a la gente
humilde que podía prescindir perfectamente de la ayuda que pudiera prestarle
un aristócrata. En Roma, no se había dado ninguna crisis parecida que
desacreditara a los senadores. Pero ante todo, en el Ática el número de los
ciudadanos era mucho menor; éstos estaban unidos por supuestos lazos de
«parentesco» y estaban mucho más cohesionados que la enorme ciudadanía
que poblaba ahora toda Italia.
En las zonas rurales de Italia, la situación de los pobres no era desde luego
mejor que la de los de Roma; sin embargo, tampoco allí se produjeron
«sublevaciones de campesinos» durante la década de 50 a.C. Antes bien, cada
vez más a menudo los pobres eran reclutados o eran obligados a ingresar en el
ejército para prestar largos servicios en las provincias. El salario de los
soldados, aunque pequeño, al menos existía: el problema estribaba en que,
una vez en el ejército, los soldados sentían apego por sus generales, no por
valores «republicanos» de ningún tipo. Al fin y al cabo, ¿qué había hecho por
ellos nunca la República? Ésa sí que era una causa de la crisis. No es que a
finales de la década de 50 a.C. Roma necesitara una monarquía o un
«gobierno estable» porque su imperio había adquirido unas proporciones
excesivamente grandes. Antes bien, las tensiones surgieron de las mismas
conquistas que permitían que se siguiera conquistando ese imperio. Los
generales recompensaban a sus soldados con los despojos de sus victorias en
las provincias y además ganaban crédito ante ellos proponiéndoles que,
cuando regresaran a Italia, iban a establecerlos en una parcela de tierra y a
darles una recompensa. Esos mismos generales hacían la guerra con largos
mandos militares que ahora obtenían saltándose a la torera al senado y
recurriendo directamente a las asambleas populares para que aprobaran las
correspondientes leyes. Un tribuno amigo podía vetar cualquier propuesta de
retirar el mando en los años sucesivos a un general importante. El viejo
monstruo bicéfalo en el que se había convertido la constitución romana veía
ahora que sus extremidades (el pueblo) eran utilizadas para amedrentar a los
que en otro tiempo se habían calificado a sí mismos como el estómago sensato
y nutricio (el senado). Si Polibio hubiera vivido y hubiera visto aquello, habría
pensado que se trataba de una demostración de su teoría: la «oligarquía», con
el cambio de moral, decaería y daría lugar a la «democracia» y ésta a la
«monarquía». Pero en realidad la «democracia» no era eso.
Cuantas más conquistas hacían los generales, más aumentaba su riqueza, lo
que les permitía pagar mejor a sus tropas con sus propias ganancias. Podían
además devolver los enormes préstamos contraídos para comprar en primera
instancia su acceso al puesto de mando. En contrapartida, los senadores
tendrían que haber aumentado la paga de los soldados con los fondos del
erario y sufragar de algún modo su establecimiento en colonias agrícolas. Pero
incluso entonces, las sumas de dinero necesarias habrían sido enormes y
habrían requerido mucho más que un nuevo impuesto de transmisión de
bienes, que, como es natural, resultaba odioso para los ricos.
La «libertad» de legislar que tenía el «pueblo» (pocos de cuyos miembros en
realidad votaban) era manipulada así para poner límite a la «libertad» que
tenían los senadores de hacer y en último término decir lo que quisieran. Pero
la dignidad personal, el rango y la honra también contribuían a exacerbar el
problema. Una vez que Pompeyo puso por primera vez el listón tan alto
después de sus espectaculares conquistas en Asia, sus rivales no podrían
considerarse iguales o superiores a él a menos que brillaran todavía más. Los
valores de los antepasados y todo el entrenamiento de sus carreras los
inducían a rivalizar con el nuevo lustre de Pompeyo. En el caso de César, esa
«dignidad» lo llevó a perpetrar la muerte de un millón de personas en sus
provincias de las Galias y a amasar una fortuna cada vez más fabulosa.
Cuando regresara a Roma, no sólo sería cónsul. Podría celebrar un triunfo con
la más asombrosa exhibición de oro, plata y botín de guerra. Sus deudas
dejarían de ser un problema. Después de perpetrar un saqueo tan descomunal
de la Galia, él mismo podría sobornar y prestar dinero a los hombres
influyentes de Roma, y en último término podría «beneficiar» a toda la plebe
urbana. Aunque la plebe no desmantelara nunca por sí sola el sistema
republicano, el descontento en ella era muy grande, y el hombre que lograra
beneficiar a todos sus integrantes no tendría prácticamente quien se le
opusiera. Por otra parte, los soldados de César estaban convirtiéndose en
expertos curtidos en el arte de la guerra gracias a los largos años de práctica a
expensas de los galos. Él mismo podía pagarlos y subvenir debidamente a sus
necesidades. Si volvía a obtener el consulado, ¿qué era lo que no haría por la
plebe urbana y por sus tropas, que ahora eran sus hombres y tenían ya una
antigüedad de diez años a su lado? ¿Dejaría alguna vez el cargo? La oposición
al gobierno de un solo hombre había sido siempre la savia vital de los valores
republicanos, y los senadores no eran naturalmente indiferentes a ella.
A pesar de las quejas de los moralistas, la existencia de bandas de matones
campando por sus respetos por las calles de Roma, de sobornos y de temores
de guerra civil no significa que aquella fuera una época de decadencia. En el
corazón de Roma, la rivalidad por la consecución de la gloria era visible en los
costosos edificios públicos de los líderes. César sufragaría un nuevo Foro
entero, que costaría carísimo, para rivalizar con el enorme teatro de piedra
cuyas obras había costeado ya Pompeyo. Los arquitectos de la ciudad estaban
introduciendo muchas novedades gracias a esos nuevos retos. Pero sobre
todo, aquellos años de tensión serían trascendentales para el pensamiento y la
literatura latina. La erudición, la filosofía e incluso el estudio de las tradiciones
religiosas florecieron bajo el espectro de las sucesivas crisis políticas. Lo
mismo sucedió con el derecho práctico. Los magníficos poemas de Catulo
tocarían temas tan variados como la poesía amorosa, el relato mítico y la
invectiva personal, superando a sus hermosos modelos griegos, lo que no deja
de resultar especialmente interesante. A mayor escala, el gran poema de
Lucrecio Sobre la naturaleza de las cosas expresaba la filosofía epicúrea del
mundo y de la sociedad y la irrelevancia que para el uno y para la otra tenían
los dioses tradicionales. Esta obra maestra probablemente fuera compuesta
cuando la crisis se convirtió en guerra civil abierta, entre 49 y 48 a.C. 346 En la
década de 50, la mayor parte de los grandes participantes en la vida política de
Roma había estudiado el pensamiento griego. Incluso Craso tenía cierto gusto
por la filosofía griega, lo mismo que Marco Bruto, personaje que había puesto a
algunos rincones de su jardín los nombres de ciertos rincones de la antigua
Esparta. Se daba también un notable interés por la historia. Las obras de
cronología intentaban poner en relación los acontecimientos de Roma y de
Grecia y desde mediados de la década de 50 los ejemplos de la historia griega
adquirirían más relevancia en los escritos de Cicerón. Para disgusto de este
político y gran orador, los maestros de retórica animaban cada vez con más
frecuencia a sus discípulos a estudiar los dificilísimos discursos del historiador
griego Tucídides. 347 Cuando estalló la guerra civil, los ejemplos de los griegos
célebres del pasado se harían más inmediatos para todos los que se vieron
inmersos en ella.
Pero sobre todo, se dio una gran franqueza en la expresión, una extraordinaria
agudeza de ingenio y un enorme campo para el desarrollo de la oratoria. El
ingenio y la franqueza siguen vivos para nosotros en las cartas de Cicerón, en
las sentencias de César y sus rivales, e incluso en las cartas del amigo de
Cicerón, menos cultivado que él, por supuesto, el joven Celio, que era
partidario de César, pero que escribió a Cicerón unas cartas sumamente
animadas sobre la situación de Roma a finales de la década de 50. Ahí es
donde podemos captar mejor lo que significaba para aquellos hombres la
«libertad» de palabra y de pensamiento. No es ninguna casualidad que esta
época de grandes escenas en los tribunales de justicia, de grandes alocuciones
ante el senado y ante las asambleas del pueblo sea también la edad de oro de
la oratoria latina.
Y tampoco es que todo el brillo proviniera de los varones. El joven Celio era un
gran bailarín, pero también lo era Sempronia, ilustre dama admirada incluso por
sus críticos por su ingenio, su afición a la lectura y su cultura personal. 348 La
esposa de ningún ateniense clásico habría podido compararse con un
personaje como ella. Pero no era más que una de las múltiples mujeres
notables de finales de la República que se conocen: Clodia, la atractiva
hermana de Clodio, probablemente fuera la que inspirara los mejores poemas
de amor de Catulo, mientras que Fulvia, la hija de Sempronia, se casaría con
tres grandes hombres, entre ellos Clodio y luego Marco Antonio. Fulvia fue la
mujer cuyos lamentos por la muerte de Clodio encendieron los ánimos de la
multitud en el Foro. Los austeros ideales de la matrona «tradicional» dedicada
exclusivamente a hilar la lana en su casa ya no eran del agrado de aquellos
espíritus audaces. Tenían amantes, hacían chistes, e incluso daban consejos.
En otoño de 52 a.C. mientras se fraguaba la crisis, uno de los cónsules fue
honrado con una fiesta durante la cual su casa fue transformada en un burdel y
se cuenta que dos señoras de la alta sociedad (una de ellas supuestamente
Fulvia, la otra una ex mujer de Pompeyo) se pusieron al servicio de los
invitados. 349
Durante siglos, la República Romana había superado las nuevas tensiones, se
había reagrupado y había sobrevivido a todas ellas. Había sobrevivido al
orgulloso Escipión, incluso a Mario, y a Sila, el despiadado conservador. Las
tensiones más recientes eran más profundas, ¿pero es que no iba a poder
sobrevivir también a César y a Pompeyo? Para que César no lograra imponer
su dominio, tendrían que asumirse riesgos enormes y habría que tomar una
serie de decisiones asombrosamente imprevisibles. Incluso entonces, la
República no moriría, aunque el ejemplo de César fuera trascendental para su
ulterior extinción a manos de sus sucesores. En la Galia, mientras los invitados
al banquete celebrado en Roma disfrutaban de la fiesta-burdel, César se
hallaba asediado por las dificultades. Resultaba que sus anteriores conquistas
en la Galia no eran tan seguras después de todo; todavía tenía que pacificarlas
y determinar cuándo iba a acabar su mandato en la provincia. ¿Debía acabar
en 50 o en 49? Y en cualquier caso, ¿en qué momento exacto del año?
¿Podría seguir reteniendo su cargo, con la ayuda del veto de los tribunos de su
cuerda, hasta que fuera elegido cónsul in absential En Roma mientras tanto,
una vez desaparecido Clodio, Cicerón había empezado a abrigar esperanzas
de que acaso él también pudiera aspirar a un segundo consulado. Y tras la
crisis provocada por la muerte de Clodio, las elecciones empezaron a funcionar
de nuevo: hubo cónsules de familia noble para 51 y para 50 y, por una vez, no
oímos habar de sobornos.
A través del espejo fragmentado de las cartas de Cicerón podemos seguir los
fascinantes pasos que condujeron a la confrontación. En 52 Pompeyo aún era
«amigo» de César y se decía que éste todavía tenía a Pompeyo como
heredero en su testamento. En junio de 51 la cuestión de la sucesión de César
en la Galia tuvo que ser suscitada explícitamente en el senado; el 29 de
septiembre, sin embargo, se decretó que las discusiones sobre el asunto no
comenzarían hasta el 1 de marzo de 50. Los comentarios hechos por Pompeyo
empiezan a poner de manifiesto que ya tenía problemas con César. El más
importante, entonces y ahora, era en qué momento exactamente iba a expirar
el mandato de César.
La respuesta más probable es que había dos fechas distintas, una en marzo de
49 para el gobierno de «Galia Cisalpina e Ilírico», y otra en marzo de 50 para la
«Galia Transalpina». El primero en último término era el mandato que César
pretendía retener, pero sus rivales no estaban dispuestos a consentirlo. En
septiembre de 50 el elocuente Celio decía en una carta que el «idilio» entre
César y Pompeyo se había acabado y que pronto se desencadenaría un
combate «de gladiadores» entre los dos. 350 No obstante, en noviembre los
senadores todavía aprobaron llenos de optimismo (por 370 votos frente a 22)
que Pompeyo y César disolvieran sus respectivos ejércitos. Una abrumadora
mayoría del senado deseaba simplemente la paz. Pero como si lo que
pretendiera fuese dar alas a Pompeyo, el cónsul de aquel año salió de la
ciudad y puso una espada en sus manos.
Durante las constantes sesiones celebradas a primeros de enero de 49, los
senadores escucharon el contenido de unas cartas en las que César proponía,
según algunos correctamente, retener sólo el mando de la «Galia Cisalpina y el
Ilírico». 351 Pero el cónsul Léntulo, perteneciente a la nobleza, propuso una
moción en el sentido de que debía dejar su ejército en una fecha concreta. La
ley fue vetada después por los tribunos: uno de ellos era un partidario leal de
César, de treinta y tantos años, llamado Marco Antonio. De ese modo, el 7 de
enero Léntulo propuso la aplicación del «último decreto» a los tribunos que
habían interpuesto el veto. Marco Antonio y sus colegas huyeron y se reunieron
rápidamente con César, el eterno «amigo del pueblo». Éste se hallaba ya
cerca, en la Cisalpina, y sólo tenía unas pocas tropas a su lado. Pero no vaciló
ni un momento. Decidió atacar cruzando el río que formaba la frontera de Italia,
en un gesto que significaba a todas luces el comienzo de una guerra civil. El 10
de enero vio un ejercicio de gladiadores, se bañó y se vistió para cenar. Salió
discretamente, sin que lo notaran sus huéspedes, y dando un pequeño rodeo
por una ruta establecida de antemano llegó al río Rubicón, junto al cual se
detuvo. Se dice que pensó en los enormes males para la humanidad que iban a
desencadenarse si lo cruzaba y en la reputación de la que iba hacerse
acreedor ante la posteridad. «La suerte está echada», dijo con gesto teatral
citando al poeta Menandro. Y cruzó el río. 352 Ya había mandado por delante un
pequeño grupo de oficiales armados, pero tenía razón al pensar que el
momento que debía dramatizar era su paso del río. Fue el momento también
de tomar los auspicios y hacer gala de su respeto por la religión: consagró al
río una manada de caballos y los liberó dejando que se fueran donde quisieran.
Cinco años después esos mismos caballos, al decir de algunos, traerían para él
un presagio bien distinto. 353
Aquí tienes a uno que se propuso ser rey del pueblo romano y señor de
todas las naciones, y lo consiguió. Si alguien dice que este deseo es
honesto, está loco; pues aprueba la ruina de las leyes y de la libertad, y
considera gloriosa la funesta y detestable opresión de éstas.
CICERÓN, De officiis 3.83 (finales de octubre de 44 a.C.)
Tras cruzar el Rubicón, César avanzó hacia el sur con extraordinaria rapidez,
gracias a la mínima resistencia que encontró en su camino or Italia. No es que
aprovechase la frialdad de las relaciones existentes entre las ciudades italianas
y Roma, como si persistiera el despego desde los tiempos de la guerra social
de la década de 80. A decir ver-ad, él mismo había preparado el terreno.
Durante algún tiempo había estado enviando dinero desde la Galia a sus
partidarios con el encargo de que lo emplearan en ganarse las simpatías de la
población de Italia, en unos sitios con obras de beneficencia, y en otros con la
construcción de nuevos edificios. Ya en el otoño de 50 el joven Celio había
escrito una carta inolvidable a Cicerón diciendo que en los conflictos políticos
debía escogerse el bando más honrado, a menos que las cosas desembocaran
en guerra abierta: en tal caso debería escogerse «el más fuerte e identificar lo
mejor con lo más seguro». 354 La población de Italia parece que pensaba lo
mismo y acogió bien a César porque estaba aterrorizada. El único precedente
que conocían de una guerra civil de este tipo era la de Sila, que había sido
espantosa. Los campesinos no querían ser reclutados para luchar al lado de
Pompeyo y los propietarios de las tierras temían por sus fincas, las «villitas de
sus entretelas», según comentaba cáusticamente Cicerón, «y su dinerito del
alma», poniendo sus «piscinas» por delante de la libertad.
César los animaba a ellos continuando con su campaña de tergiversación de
las noticias. Hacía hincapié en su «clemencia» y lo demostraba mediante su
disposición a perdonar a sus enemigos. Era el defensor de la «libertad», decía,
sobre todo de la «libertad» de los tribunos del pueblo romano. Y sus enemigos
habían agredido a esos tribunos con el «último decreto». Incluso Sila, señalaba
fríamente, había concedido a los tribunos el derecho de «intercesión» (según
algunos, Sila no les había dejado el derecho de veto, sino sólo el de interceder
frente al acoso de cualquier individuo). Sus enemigos —decía— eran una
minoría, la «Facción». En materia de presentación de los argumentos, a César
no habrían tenido que enseñarle nada los asesores políticos modernos. Pero
insistía también en su interés por su propia «dignidad», su rango y su honra,
que lo impulsaban a presentar otra vez su candidatura al consulado. «¿Pero
dónde está la dignidad», comentaba oportunamente Cicerón, «sino donde la
honradez?» 355
Si César era el adalid de la «libertad del pueblo», Pompeyo era el adalid de la
«libertad del senado». Recientemente las ciudades de Italia habían celebrado
la recuperación de Pompeyo de una enfermedad y tal vez aquellas muestras de
halago lo indujeran a error. Lo cierto es que eran falsas, a juicio de Cicerón. En
efecto, las esperanzas de apoyo en Italia que tenía Pompeyo eran demasiado
optimistas. A mediados de enero tuvo que abandonar Roma en compañía de
numerosos senadores y dirigirse a Bríndisi, en el sur, donde aguardó hasta el
17 de marzo. Mientras tanto, se multiplicarían las ofertas de soluciones de
compromiso. Si Pompeyo desmovilizaba sus tropas y se iba como gobernador
a España, César se quedaría sólo con la costa dálmata y permanecería fuera
de Italia. Pompeyo ofreció a César incluso un segundo consulado y un triunfo,
pero se negó a aceptar las ofertas de éste de celebrar una entrevista personal
y no aseguró nunca estar dispuesto a disolver sus tropas. Los mediadores,
entre ellos Cicerón, tenían esperanzas reales de conseguir la paz, pero las
ofertas y contraofertas no eran más que «noticias engañosas». Ninguno de los
dos bandos podía en realidad desmovilizar a sus hombres ni dar marcha atrás.
El abandono de Roma por Pompeyo había dado muy mala impresión, pero se
dijo que lo había hecho para defender la ciudad, como los atenienses habían
abandonado Atenas en 480 a.C. para «defenderla» de la tiranía de los persas.
Su objetivo era en realidad establecerse en Grecia y rodear a César en Italia.
Podía conseguir la ayuda de numerosos príncipes extranjeros y hacer que
César perdiera el apoyo popular, por lo pronto cortando las importaciones de
grano. Por eso, a mediados de marzo cruzó el mar Jónico y reagrupó sus
fuerzas en el noroeste de Grecia, solicitando ayuda del extranjero.
La guerra civil obligó a tomar unas decisiones que constituirían ejemplos
permanentes en toda la historia de la política: sus consecuencias cambiarían la
historia universal. Atrapó a numerosos romanos ilustres entre dos fidelidades
en conflicto y puso a prueba los principios que habían profesado muchos otros
desde hacía largo tiempo. Aún podemos seguir su trayectoria de forma
memorable a través de las cartas que se nos han conservado de Cicerón (o
remitidas a él), que había regresado mientras tanto a Italia en diciembre de 50
con la esperanza al principio de recibir el honor de un triunfo por la victoria
menor conseguida en la provincia de segunda fila de Oriente que le había sido
asignada. Los acontecimientos harían que sus esperanzas se esfumaran, y el
ilustre político recibió, en cambio, una solicitud para hacer de mediador de
parte de César, quien, como habría cabido esperar, se mostró sumamente
amable con él y con otros como él. Cicerón no era desde luego ningún
luchador, pero sí un gran orador y un personaje de alto rango que podía dar
respetabilidad a la causa de César. Ocurría también que había tomado
prestado muchísimo dinero de él para financiar sus casas y su carrera política,
y que todavía no lo había devuelto. No obstante, rechazó las ofertas directas de
César en una entrevista y escribió: «Creo, pues, que no le agrado [a César].
Pero me agradé a mí mismo, cosa que no me sucedía hace ya tiempo». 356 Los
partidarios de César eran una pandilla de hombres espantosos que sólo sabían
barrer para adentro, contemporizadores carentes por completo de principios, el
«cortejo infernal», según el estupendo calificativo que les daban Cicerón y su
amigo Ático. 357 Pero la entrevista con César acabó de forma muy poco
prometedora: Al parecer, César dijo que «si no podía utilizar mis consejos,
utilizaría los de quienes pudiera y descendería a cualquier cosa». 358
Y desde luego no se detuvo ante nada: cuando llegó a Roma en abril de 49,
esperó fuera del recinto de la ciudad, como era de rigor, pero luego lo traspasó
y amenazó con matar a uno de los tribunos que, como era igualmente de rigor,
se negó a entregarle el dinero del erario. El siguiente paso que dio era menos
previsible: marchó rápidamente a España, con el fin de eliminar el apoyo que
pudiera tener Pompeyo en esta provincia. Lo consiguió (no sin algún que otro
problema), regresó a Roma y fue nombrado dictador (sólo por once días), tras
lo cual fue elegido cónsul para 48. Parece todo muy fácil, pero no lo fue. Desde
que llegara al Rubicón, había repetido una y otra vez que iba a dar
bonificaciones a sus soldados, pero aunque tenía un gran botín en la Galia, no
disponía en aquellos momentos de numerario con el que pagarlas. Lo cierto es
que, cuando volvió a Italia, parte de sus tropas se amotinaron, y no sería la
única vez que lo hicieran. En Roma no había quedado ningún magistrado para
presidir las elecciones al consulado, de modo que tuvo que hacerse nombrar
dictador para presidir las elecciones él mismo. A continuación tuvo que pasar a
Grecia desde Bríndisi para enfrentarse al ejército de Pompeyo. Tardó meses en
organizar una travesía segura por mar e incluso entonces tuvo que arrostrar
enormes riesgos.
En una serie de cartas magníficas, podemos mientras tanto observar a Cicerón
vacilante y peguntándose adonde podía ir. Su íntimo amigo Ático iba a
quedarse en Roma: era rico, no estaba envuelto en nada y mantenía una hábil
postura de neutralidad. Las mujeres de la familia de Cicerón también estaban
en la ciudad y, de momento, César no había sido demasiado radical. No había
cancelado las deudas existentes ni había hecho redistribuciones sistemáticas
de tierras. Las tierras de algunos enemigos habían pasado a manos de algunos
amigos, pero al menos habían sido subastadas o se las habían vendido. Y, sin
embargo, César era un enemigo manifiesto del ideal de libertad senatorial de
Cicerón. «¿Debo irme a algún lugar neutral?», se preguntaba el gran orador y
político. «¿Me voy a Malta? ¿O mejor a Sicilia? ¿O acepto algún mando militar
en el norte de África?» Básicamente odiaba la opción de la guerra y de la
destrucción que comportaba.
Por otra parte, Pompeyo defendía la «libertad» del senado y había hecho un
gran favor a Cicerón: en 57 le había ayudado a volver del exilio. Sin embargo,
como solía ocurrirle, Cicerón no se engañaba del todo. Si Pompeyo volvía de
Grecia, atacaría Italia y toleraría que se tomaran las represalias más
espantosas. Al final, también él querría dominarlo todo (aunque por lo menos él
era más viejo y por tanto su dominio duraría menos). Obligado por el favor
recibido en el pasado y creyendo las palabras que Pompeyo utilizaba para
tergiversar la realidad, Cicerón decidió pasar a Grecia y unirse a él. Cuando
finalmente llegó a su destino, vio que los partidarios de Pompeyo eran
horrorosos: «Sus palabras eran tan sanguinarias que me estremecí al pensar
en su victoria». En plena guerra estaban ya repartiéndose los cargos que iban
a ocupar en el futuro y «desde luego las deudas de todos aquellos grandes
hombres eran enormes. ¿Qué más quieres? Lo único bueno era la propia
causa». 359 Cicerón recurrió, pues, a su infalible ingenio verbal. Puso de
manifiesto su «desaprobación de los planes de Pompeyo, pero no me abstuve
de hacer chistes sobre los extranjeros que iban a venir a ayudarnos» 360
(Pompeyo había pedido auxilio a los dinastas «bárbaros» de Asia e incluso de
la región del Danubio). «Cicerón rondaba por el campamento con gesto
sombrío, sin sonreír en ningún momento, pero hacía reír a los demás a su
pesar.» 361
Cuando César desembarcó finalmente en el noroeste de Grecia estuvo a punto
de ser derrotado enseguida en dos ocasiones. Pero lo cierto es que la segunda
de esas ocasiones le reportó la trascendental victoria de Farsalia (Fársalo, en
Tesalia) el 9 de agosto de 48 a.C. batalla en la que su lugarteniente Marco
Antonio se distinguió al frente del ala izquierda. Los agentes de César, mientras
tanto, se habían desplazado hasta Atenas, para atraérsela a su bando.
Aprobaron incluso la idea de vender como esclavos a los obstinados
megarenses y liberarlos después, medio seguro (todavía) de llegar a los
corazones de sus vecinos atenienses. Pompeyo, que no estaba preparado
para/ta derrota, huyó y finalmente desembarcó en la costa de Egipto, en el
brazo oriental del Delta del Nilo. Nada más poner pie a tierra fue asesinado por
consejo de un griego, un maestro de retórica oriundo de la isla de Quíos.
Algunos años más tarde, en 13 0 d. C, Adriano descubriría la sencilla tumba de
Pompeyo, al que «tuve, en efecto», escribiría fríamente Cicerón, «por hombre
íntegro, puro y serio». 362 Tortuosas e inescrutables, estas palabras habrían
podido ser válidas también para él. El emperador retiró la arena que cubría el
monumento, restauró las estatuas que la familia de Pompeyo había erigido en
él (y que otros después habían desfigurado), y escribió unos versos para
ponerlos en la lápida. Empezaban diciendo: «Qué humilde tumba...». Adriano
no entendía las complejidades legales y personales cuya pista hemos ido
nosotros siguiendo aquí.
César llegó a Egipto el 2 de octubre de 48 y recibió como regalo la cabeza de
Pompeyo. Entró en Alejandría y se vio envuelto en la siniestra lucha de los
miembros de la dinastía de los Ptolomeos. Cuando murió el último soberano de
la dinastía en 51 a.C. dejó en herencia su reino a Roma. César suavizó la
encarnizada discordia que existía entre el hijo del rey difunto y su hermana,
unos años mayor que él, respaldando el gobierno conjunto de los dos. Como
era habitual entre los Ptolomeos, hermano y hermana eran además marido y
mujer, pero la muchacha, Cleopatra, se presentó ante César escondida en una
colcha de lino. A sus veintiún años fascinaría al ilustre general, que ya había
estado casado tres veces. La esposa de César, Calpurnia, se encontraba en
Roma, pero él no era todavía un hombre caduco hastiado del amor. 363 El amor
acompañaría al dueño de Roma en Egipto.
La noticia de la victoria de Farsalia llegó a Roma en octubre de 48 e hizo que
César, cónsul ausente, fuera nombrado «dictador» para todo el año. Aun así,
Roma seguiría sin verlo durante otros nueve meses: ¿acaso había muerto? Lo
cierto es que se vio atrapado en medio de una guerra feroz en Alejandría que
iniciaron dos cortesanos griegos descontentos: en medio de la refriega, sus
tropas provocaron un incendio que causó daños irreparables al archivo real y a
las bibliotecas de Alejandría, quizá el efecto negativo más duradero de las
acciones de César. Ahora era a él al que le tocaba depender de la ayuda de los
«bárbaros»: acudieron en su auxilio unos soldados judíos y como consecuencia
él se convertiría en un firme valedor de los judíos y de su estatus. Al final, la
paz quedó restaurada y en la primavera de 47 parece que pudo descansar en
un crucero por el Nilo en compañía de la reina de Egipto, de nuevo segura en
su trono, una mujer de voz dulcísima y agradable conversación. Para entonces
ya estaba embarazada. En verano dio a luz a un hijo varón y lo llamó Cesarión,
nombre que César no rechazó. El nacimiento y la paternidad de Cesarión
siguen siendo puestos en tela de juicio, pero cuando aparece mencionado en
las cartas de Cicerón de la primavera de 44 que se nos han conservado no se
habla de él como si sus orígenes estuvieran por entonces en entredicho. A
Julio César no le quedaba vivo ningún otro hijo.
Incluso tras la muerte de Pompeyo, César tuvo que hacer otras tres guerras
para reafirmar su dominio. Son un claro testimonio de que ni su supremacía ni
la «caída» de la República Romana fueron inevitables. La primera guerra
acabó enseguida en julio de 47, y se saldó con una victoria en Asia sobre el
hijo de Mitridates: duró tan poco que fue entonces cuando César dijo aquello de
«Llegué, vi, vencí» (en Zela). A continuación regresó a Roma, para hacer frente
a un nuevo motín de las tropas que había dejado en Italia. Su lugarteniente,
Marco Antonio, no había demostrado mucha habilidad, como no fuera en sus
andanzas con una célebre cortesana, una mujer cuya presencia en una cena
fue denunciada por Cicerón, uno de los comensales, a la vez sorprendido e
intrigado. 364 A finales de diciembre de 47, César estaba otra vez de viaje, en
esta ocasión camino del norte de África contra una importante bolsa de
resistencia republicana. Una vez más corrió un peligro enorme al desembarcar
con tropas muy inferiores para enfrentarse a cerca de catorce legiones
enemigas. Después de tres victorias sucesivas, su constante adversario
republicano, Catón, se quitó la vida. Hombre de principios en todo momento,
Catón leyó primero a Platón, luego sacó su espada y consiguió su propósito al
segundo intento.
De vuelta en Roma en la primavera de 46 a.C. la noticia de esta «última
resistencia» fallida parece que marcó un giro decisivo: se concedió a César el
primer cúmulo de honores excepcionales que a partir de entonces proliferarían
una y otra vez. Se acordó colocar en el Capitolio un carro y una estatua suya
con un globo en la mano, y por si fuera poco una inscripción en la estatua en la
que se le llamaba «semidiós» en el corazón mismo de Roma. Quizá las
decisiones de los senadores superaran las expectativas del propio César. En
un plano más terrenal, se acordó nombrarlo obra vez dictador, pero ahora por
diez años. ¿Cómo iba a gobernar? No iba a imponer todo un sistema nuevo en
un solo paquete de leyes reformadoras. Tenía muy pocos cambios que
introducir en el sistema de justicia existente. Antes bien, las leyes se
aprobarían de una en una, y serían bastante razonables. El calendario, que
estaba desfasado hasta la exageración, tenía que ser reformado. Las deudas,
por supuesto, no debían ser canceladas (eran muchos los que debían grandes
sumas de dinero al propio César, entre ellos Cicerón), pero tenía que hacerse
una suspensión de las rentas, aunque sólo hasta un punto moderado y
únicamente por un año. En Italia, los deudores habían empezado a darse
cuenta de que el valor de la garantía de sus préstamos, las tierras, estaba
viniéndose abajo con la crisis: por consiguiente, se aprobó una nueva
normativa que obligaba a los acreedores a aceptar las tierras según el valor
que tenían antes de la guerra. Las viejas regulaciones de la bancarrota, antes
tan severas, tenían que ser moderadas también. Este tipo de legislación
distaba mucho de las sangrientas aboliciones de las deudas de la antigua
historia de Grecia, y otros políticos populares intentarían ir más lejos. En la
Roma de César, sin embargo, los grupos populares que se habían formado
alrededor de Clodio durante la década de 50 serían restringidos: no se
permitirían las asociaciones ni los «colegios» a menos que contaran con una
licencia (y pocos la tenían), y el número de los que podían beneficiarse de los
subsidios de grano se vio asimismo severamente recortado.
Naturalmente debían crearse nuevas colonias para los veteranos y también,
una vez más, para la población urbana pobre. Pero en su mayoría serían
colonias en las provincias, no en la tierra ya en explotación de Italia: aquí sólo
se haría un proyecto de desecación de las Lagunas Pontinas y se pondría así
una nueva zona fértil a disposición de los colonos. En las nuevas ciudades de
César fundadas en las provincias, los libertos podrían desempeñar cargos
públicos (cosa harto poco habitual). Probablemente tuvieran que pagar por
semejante honor, pero de ese modo estarían también al tanto de las
posibilidades comerciales y de los beneficios derivados de ellas, especialmente
en lugares como Corinto y Cartago, ciudades que César propuso repoblar.
Como fundador de ciudades, César es el verdadero heredero de la sagacidad
comercial atestiguada en algunas de las colonias establecidas por Alejandro
Magno en Asia.
En Italia, se decretó la concesión de la ciudadanía a la región del norte más allá
del Po, la «Transpadana»; se propuso incluso que al menos una tercera parte
de los pastores de las explotaciones pecuarias fueran libres de nacimiento.
Sobre todo en el sur de Italia, los grandes terratenientes habían solido utilizar
esclavos para cuidar sus inmensas manadas de reses. Esta práctica había
obligado a los campesinos libres a abandonar un oficio muy extendido y de
paso había asegurado a los terratenientes una fuente muy útil de esclavos
siempre que necesitaran una banda privada de subalternos armados. Toda
esta legislación de César tenía unas miras sociales más amplias, como puede
apreciarse en las leyes pormenorizadas sobre el «gobierno limpio» o incluso en
la reciente reducción en un tercio del tributo pagado por Asia; la reducción fue
posible gracias a la eliminación de los odiados contratistas de Roma que
adquirían en pública subasta el derecho a recaudar los tributos y lucrarse con
ello. Todas estas medidas encajaban con un hombre perteneciente a la
nobleza más selecta que había prestado sus servicios durante mucho tiempo
fuera de Roma y veía las cosas con una perspectiva más amplia. César miraba
también por encima del hombre a sus rivales políticos, gente en realidad
bastante vulgar comparada con un patricio como él. Pero también sus
partidarios debían recibir honores y tuvo que aumentar el número de senadores
a 900, una cantidad enorme: muchos de los nuevos admitidos resultaban
ofensivos para los miembros de las familias tradicionales.
De las reacciones de los populares ahora no cabía duda. En ausencia de
César, y dada la escasez de grano, había cundido el descontento, pero a su
regreso el pueblo asistiría al más fabuloso de todos los triunfos romanos, en
una celebración de cuatro victorias a la vez. Durante cuatro días de agosto de
46 desfilaron por las calles de Roma grandes cortejos, incluso una estatua de
Cleopatra (se conservó en la capital durante al menos dos siglos) junto a la de
la diosa Venus, la antepasada de César. Se oyeron los típicos chistes de sus
seguidores, cuya finalidad era mantener al general triunfador con los pies en el
suelo; en esta ocasión versaron sobre sus supuestas relaciones sexuales con
el rey Nicomedes (debía de tratarse de un chiste ya viejo, porque no hubo
ningún episodio de homosexualidad en la vida de César ni entonces ni
después) y, de modo más ominoso, acerca de sus facetas de «chico malo» y
de «rey». En los juegos ofrecidos a continuación, hubo cacerías de fieras e
incluso se vio por vez primera en Roma una jirafa. Tras el banquete final
celebrado el cuarto día, César, todavía en zapatillas, fue escoltado desde el
Foro que había proyectado construir últimamente por una multitud de plebeyos
e incluso por unos elefantes portando antorchas. Todo aquello costó una
auténtica fortuna y, cuando algunos de sus soldados manifestaron su protesta,
fueron inmediatamente ejecutados: las cabezas de dos de ellos fueron
clavadas por los pontífices en la fachada de la «Regia», en el Foro. 365
Resultaron también carísimas las retribuciones de los soldados (debían cobrar
la paga de toda una vida) y los pagos efectuados a cada ciudadario. Todo ello
se costeó con el botín de las provincias, especialmente con el conseguido en
España y Asia durante la guerra civil de los dos últimos años. Los gastos
superarían incluso los del último año de vida de Alejandro Magno, todo un
tributo al saqueo perpetrado por César.
Más duraderas se suponía que serían las nuevas grandes obras que se
emprendieron, un templo en honor de Marte, el más grande que había habido
nunca, el inmenso nuevo Foro (que no se acabaría en vida de César), un
templo dedicado (en el mes de septiembre) a la madre Venus (Genetrix), con
una estatua ecuestre de César delante, en la que éste y su amado caballo (a la
sazón de catorce años) fueron esculpidos según el modelo de Alejandro y su
gran Bucéfalo. Por si se nos habían olvidado las supuestas lágrimas de envidia
por la gloria de Alejandro que vertiera el propio César en Cádiz en 69 a.C.
Cuando fue dedicado el templo de Venus, César celebró dos ritos
conmemorativos: unos «Juegos Troyanos» a caballo para jóvenes
participantes, que supuestamente se remontaban a su antepasado Eneas, y
unos juegos fúnebres por su hija Julia, fallecida en 54. 366 En honor de la
difunta, hubo una pelea de gladiadores en el Foro: los jinetes de los «Juegos
Troyanos» quizá fueran capitaneados por un joven todavía desconocido, su
sobrino nieto Octaviano, al que acababa de adoptar. Nadie habría podido
imaginar que unos veinte años después aquel muchacho repetiría esos mismos
juegos para sí mismo.
Aun así, Cicerón todavía abrigaba ligeras esperanzas de que llegara a
restaurarse de alguna manera la república. El nombramiento de dictador
durante un tiempo fijo afirmaba que su cometido era literalmente «restaurar la
res publica» (el «Estado», la «república»). En el senado, durante el verano, se
había producido un hecho inesperado, el perdón del noble Marco Marcelo, el
hombre que, como cónsul de 50 a.C. había insistido en que César regresara de
la Galia. Cicerón estaba entusiasmado con el hecho y saludó la «justicia» de
César; pero ese perdón, como todo el poder de César, dependía de «la
voluntad, por no decir del capricho de otro». 367 Los senadores se habían
arrastrado miserablemente para conseguir aquel favor. A la hora de la verdad,
el beneficiario del perdón sería asesinado en Grecia antes de que pudiera
disfrutar de él, y algunos dijeron que la muerte se había producido por orden de
César. Como pone de manifiesto Cicerón por esas mismas fechas, César
seguía temiendo a los que pudieran conspirar contra su persona. Cuando un
autor de mimos llamado Laberio puso en escena una obra en la que se
pronunciaban las palabras: «Ciudadanos, hemos perdido la libertad», César
prefirió no hacer nada contra él. 368
En diciembre de 46 estallaron nuevos disturbios, pero fueron en España, no en
el senado. Pompeyo había dejado en esta provincia dos valerosos hijos y uno
de ellos, Gneo, encabezó una importante sublevación allí, obligando a César a
emprender una nueva guerra civil, que probablemente fuera la más peligrosa.
Se desarrolló en un terreno escabroso, con grandes dificultades de
abastecimientos y contra un enemigo resuelto. El 17 de marzo de 45 a.C.
César obtuvo una victoria definitiva en Munda, aunque se vio obligado a
espolear a sus tropas personalmente, bajando de su caballo e incitándolas a
aguantar con firmeza; llegó a pensar de hecho que había llegado su última
hora. Resultó, en cambio, que fue la última para Gneo Pompeyo, aunque el
otro hijo de Pompeyo, Sexto, pudo huir. César nunca se imaginó que Sexto
llegara a tener un futuro político y lo dejó escapar; estableció a sus veteranos
en España y regresó a Roma.
Mientras tanto, en su ausencia, lo que mejor conocemos son las dificultades de
Cicerón, no sólo su admirable concepción de una verdadera pérdida de la
libertad, sino también las dificultades que se abatieron sobre su familia. A
consecuencia de las continuas disputas, se divorció de su esposa, Terencia,
con la que llevaba casado largo tiempo; nunca había encontrado de su agrado
a su último yerno, Dolabela, y ahora el muy granuja se disponía a erigir una
estatua al peor enemigo de su suegro, Clodio. Durante los años
inmediatamente posteriores a su regreso a Italia, Cicerón había luchado
denodadamente para dar una dote digna a su amada hija Tulia (para su tercer
matrimonio), viéndose obligado a pagarla a plazos. Y al final la niña salía
diciendo que quería divorciarse de Dolabela. Los amigos, mientras tanto, le
habían buscado una segunda esposa, Publilia, joven y rica: su primera mujer
decía que aquella boda era sólo por sexo. Poco después Tulia moría de
sobreparto, sumiéndolo en un profundísimo dolor. La había querido tanto;
pensó incluso en construirle un templo (no una tumba) en un terreno situado en
la actualidad cerca del Vaticano. Pero Julio César se le adelantó y se quedó
con el solar. Después la segunda esposa, Publilia, resultó ser una
equivocación, entre otros motivos porque la joven sentía celos de su dolor y del
amor que profesaba a su hija. Cicerón se apresuró a salir de aquel callejón sin
salida y tuvo la prudencia de divorciarse.
A través de sus cartas podemos seguir e identificar los diversos estadios de su
proceso de «extrema tristeza» por la muerte de Tulia. Podemos leer incluso
una carta clásica que le envió Sulpicio Rufo, político y jurista.16 Se trata de un
texto extraordinario, que a primera vista parece conmovedor: expresa la
conciencia que tiene Rufo, mientras navega a lo largo de la costa de Grecia, de
los desastres que habían hecho caer tan bajo a muchas de las antiguas
ciudades griegas. Tulia, le recuerda a Cicerón, era sólo una persona, mientras
que aquellas ciudades habían perdido a muchas. Pero en realidad esta
«consolación» está muy lejos de lo que hoy día cabría esperar que fuera una
consolación. Sulpicio y Cicerón están de acuerdo en que la verdadera tragedia
es la muerte actual de la República. La joven Tulia ha tenido suerte, podemos
leer, de haber muerto primero, y la pérdida de la República es mucho más
lamentable que la pérdida de una simple hija. No podríamos encontrar un
ejemplo mejor de las prioridades políticas de un romano y del equilibrio entre la
libertad del varón y una desgracia familiar.
Al final, Cicerón se quedó solo con los libros, sus honrados y amados
compañeros. En Roma, César estaba pensando construir la primera biblioteca
pública (después de incendiar tantos volúmenes de la de Alejandría) y nombrar
encargado de la misma a Varrón, hombre de extraordinaria erudición, aunque,
como ayudante de Pompeyo, se había enfrentado a él en España en 49. En su
dolor, Cicerón se dedicó a escribir una avalancha de nuevos libros sobre los
dioses, sobre ciertos aspectos de la religión, sobre historia de la oratoria y
principalmente sobre filosofía (convirtiéndose en el creador de un nuevo
vocabulario latino para la terminología filosófica griega) y sobre las teorías
escépticas por las que se inclinaba personalmente. Sus cartas de estos meses
nos recuerdan la extraordinaria amplitud de su inteligencia, pero también su
amor por sus diversas villas rústicas, sus bosques y sus fincas (una incluso
tenía una zona llamada la Academia): en este sentido tendría una verdadera
afinidad con los caballeros ingleses del siglo XVIII, que tanto lo admirarían. Su
filosofía era más enciclopédica que original, y no habría sido escrita si su autor
hubiera vivido en la tensión continua de una carrera política libre, hablando,
atacando y siendo su «propio dueño y señor». Pero su primer diálogo filosófico,
con sus advertencias contra el sexo y la búsqueda de la riqueza, habría de
entusiasmar, cuatro siglos más tarde, a un inesperado joven lector, San
Agustín.
En abril de 45 llegó a Roma la noticia de la victoria en España. Dio lugar a una
nueva lluvia de honores de importancia capital. Se calculó que el mensaje
llegara a la ciudad justo antes de que dieran comienzo las antiguas fiestas
Pariles, con la relación que guardaban con Rómulo y la fundación de Roma, y
que por tanto pudo aprovechar César en su beneficio. El Senado decretó
concederle el sobrenombre de «Libertador» y que se construyera un templo de
la Libertad. 369 Se trata de un momento trascendental de la historia de la
libertad, pues hasta entonces ningún romano había recibido el título de
«Libertador». Evocaba de manera muy halagadora las pretensiones
expresadas por César al comienzo de la guerra civil y atribuía la «libertad» a un
hombre que además había matado a ciudadanos romanos honrados en el
campo de batalla. Su estatua iba a ser erigida incluso en el Capitolio junto a la
de los fundadores de Roma. Pero además los senadores «liberados»
decidieron llamarlo «Padre de la Patria», concederle coronas, cincuenta días
de rogativas y, sobre todo, dos honores divinos extraordinarios. Una estatua
suya de marfil sería llevada en procesión junto con las de los dioses, y en otra
estatua, colocada en un templo, se pondría una inscripción con la siguiente
leyenda: «Al dios invencible». El tono de esta inscripción recordaba mucho a
Alejandro Magno. 370 Aun así, en el verano de 45 un astuto miembro de la
nobleza romana, comparable a Cicerón por sus obras de filosofía moral, seguía
pensando que la República iba a ser restaurada. Este aristócrata, llamado
Marco Bruto, se había beneficiado hasta entonces de César y sería nombrado
pretor al año siguiente. Incluso en 45 a.C. la libertad de palabra seguía
existiendo lejos de la mesa de César: en su obra sobre la oratoria, Cicerón
acababa de señalar que Bruto debería llevar una vida a la altura de la de sus
antepasados. Se trataba de un comentario cargado de significado. Ático, el
amigo de Cicerón, había ayudado recientemente a Bruto a confeccionar su
árbol genealógico. Posteriormente Bruto lo mandó pintar en la sala principal de
su casa, que él llamaba su «Partenón», en honor de Atenas. En la pared podía
contemplar a diario una genealogía que se remontaba (según se decía) a los
dos grandes tiranicidas de la historia primitiva de Roma. 371 Uno de ellos,
llamado también Bruto, había matado al rey Tarquino el Soberbio y después
había quitado la vida a sus propios hijos por haber favorecido al monarca. Este
famoso Bruto fue luego el primer cónsul del primer año de la República, cuando
ésta sustituyó a la monarquía; su estatua había sido erigida y honrada en el
Capitolio mucho antes que la de César. Todo este legado no se había perdido
para su descendiente. Bruto lo había representado en unas monedas,
probablemente acuñadas en 55-54 a.C. en las que aparecía también la palabra
«Libertad». Se sabía que César había tenido una relación amorosa con la
madre de Bruto, pero este asunto privado no era lo que se escondía detrás del
descontento cada vez mayor del pretor designado. Las raíces del mismo eran
de índole política: y, al tratarse de un joven cuyo padre había muerto
(asesinado por Pompeyo), Bruto se había criado como protegido de Catón.
Tenía intereses filosóficos y en el verano de 45 se había casado por segunda
vez: significativamente su nueva esposa era Porcia, la hija viuda de Catón, el
republicano por antonomasia.
En su intento de poner límite a la libertad política, César había legislado
también, como habría cabido esperar, sobre el fantasma que más temor
despertaba, el lujo privado. Se decía incluso que había inspectores que
controlaban las cenas de los ciudadanos y los mercados de productos
alimenticios, y que se habían prohibido las perlas y los tejidos extravagantes.
La gente no se saltaba la ley a la torera, pues vemos que Cicerón comenta que
los cocineros estaban aprendiendo a preparar nuevos platos vegetarianos y
que la nueva dieta obligatoria de verduras asadas le daba dolor de
estómago. 372 En octubre de 45 César celebró un triunfo, el segundo que le
había sido concedido, por sus victorias en España. Pero muchos se sintieron
ofendidos, pues era por unas victorias ganadas contra romanos en la guerra
civil, y por lo tanto legalmente no eran objetos de triunfo. Para entender mejor
lo que César representaba ahora, debemos fijarnos en Cicerón. En la
temporada de fiestas de mediados de diciembre de 45, César se presentó a
hacer una «visita de cortesía» a su viejo amigo. Llegó a la villa de Cicerón
escoltado por 2.000 soldados y sirvientes, a todos los cuales hubo que dar de
cenar. Después de cenar los dos ilustres personajes, estuvieron charlando en
tono bastante distendido, como si fueran «simples seres humanos». 373 Pero no
dijeron ni una palabra de política, la savia vital de la vida anterior de Cicerón.
Hablaron sólo de literatura. Se trataba de una restricción inimaginable en los
años anteriores. Pero su huésped no era, escribiría luego Cicerón, uno de esos
a los que «se diría: "Por favor, vuelve a verme cuando regreses". Con una vez
es suficiente». Se dio cuenta de que en el camino de vuelta, en un momento
determinado, todos los soldados se adelantaron y se colocaron a uno y otro
lado de César, para protegerlo.
En Roma, César se dispuso a aceptar una lluvia continua de honores sin
precedentes: sacrificios el día de su cumpleaños (honor divino reservado a los
reyes en el mundo griego), votos anuales por su bienestar, y la «inviolabilidad»
(sacrosanctitas) de su persona, como si fuera un tribuno. Ya era viejo, según
los parámetros de la Antigüedad, y su salud no era buena, pero muchos
conocían los proyectos que tenía. Haría más de lo que había hecho en sus
mejores momentos, una campaña militar, de tres años, para ganar gloria en
Oriente a expensas de los partos, que habían causado el reciente desastre del
viejo Craso. Corrieron incluso rumores de que luego pensaba dar un rodeo por
el mar Negro y regresar, como un conquistador, por el río Danubio a través de
Dacia. En las ciudades del Oriente griego ya se le habían concedido «honores
iguales a los de los dioses». Con anterioridad, otros romanos habían recibido
esos mismos honores en el mundo griego y, al igual que César, habían
conocido a reyes de la región en el curso de sus viajes. Pero a diferencia de
ellos, César había regresado trayendo consigo una reina (Cleopatra se
encontraba en la ciudad, donde tenía «asuntos diplomáticos» que agilizar).
¿Planeaba César convertirse en rey (como sus antepasados) y ser adorado
exactamente como un dios, con un culto formal? Seguían lloviéndole los
honores, quizá sólo para ver cuáles eran los que rechazaba. Se nos cuenta que
a comienzos de 44 se le votó un culto cuyo sacerdote debía ser Antonio, su
colega en el consulado. Se iba a poner en su casa un frontón honorífico como
el de los templos; se dice incluso que el senado lo llamó «Júpiter Julio».
Parece, pues, que las propuestas de instaurar un culto a César en vida son
ciertas, pero el máximo horror, su disposición a adoptar el título de rey, sigue
siendo dudoso. Desde luego, hubo propuestas de que se le concedieran
diversos elementos propios de la «realeza»: un trono de oro (pero que debía
permanecer vacío, y sólo en el teatro), y una corona también de oro (como la
que recibían los generales en sus triunfos). A finales de enero la multitud lo
vitoreó llamándolo «¡Rey!» cuando regresaba en medio de una ovación
solemne de celebrar una fiesta: pero él corrigió a los que así lo llamaban. 374 A
mediados de febrero de 44 la muchedumbre se congregó en Roma para
celebrar la fiesta religiosa de los Lupercos, en la que unos jóvenes corrían
desnudos a «tocar» a las mujeres con una vara y contribuir de ese modo a su
fertilidad. Marco Antonio y otros que participaban en la carrera ofrecieron a
César una diadema real, pero todo el mundo pudo ver que la arrojaba
despectivamente lejos de sí. Este «rechazo» quizá fuera planeado con el fin de
despejar las dudas de los tradicionalistas, para mayor disgusto de la plebe.
Pero hay algo indudable: a mediados de 44 César aceptó otra «dictadura», la
cuarta, pero esta vez definida como vitalicia. Eso era lo que había por lo que al
futuro de la República se refiere. Se creía, probablemente no sin razón, que
César había dicho de la República que era «un simple nombre sin cuerpo ni
figura», y que había criticado a Sila por no conocer los rudimentos de la
política, pues había renunciado a la dictadura que había obtenido. 375 No cabía
duda, pues, sobre lo que pensaba César de la eventualidad de restaurar la
libertad de los senadores. Aquél fue un punto de inflexión clarísimo.
Retrospectivamente, se evocarían diversos presagios y advertencias, pero a
decir verdad nunca faltaron anécdotas de este tipo. En el Rubicón, sin
embargo, se dijo que los caballos que había soltado César de pronto habían
dejado de querer comer. 376 ¡Cuánta razón tenían los caballos!: César había
despedido incluso a sus guardias de corps en Roma. No es que flirteara con la
muerte, desde luego: se trataba de un signo de que estaba seguro de su
supremacía. Cuando los senadores se presentaron a rendirle unos extraños
honores, no se levantó a saludarlos (como dictador tenía derecho a no
hacerlo): en el fondo, pensaba que eran unos vulgares hombrecillos, muchos
de los cuales eran hechuras suyas. Sin embargo, enseguida se disculpó por su
descortesía y pretextó, falsamente, que en aquellos momentos lo aquejaban
problemas estomacales.
La dictadura vitalicia, el culto inminente: semejantes signos resultaban
intolerables para los senadores preocupados seriamente por la libertad. Uno de
ellos era el impetuoso Casio, pretor de aquel año (junto con Bruto), pero un
militar curtido, además de interesado por la filosofía epicúrea: sus antepasados,
como los de Bruto, habían acuñado en otro tiempo monedas con el rótulo:
«Libertad». Era también cuñado de Bruto, pues estaba casado con su media
hermana. Como cabría esperar, otros hombres también se sentían
menospreciados personalmente o decepcionados, apoyados en un sistema de
honores que dependía cada vez más de la «gracia y el favor» de César. Estaba
por otra parte la cuestión todavía sin resolver de la monarquía. Se decía que
iba a volver a instituirse, según un oráculo sibilino que afirmaba que Partia sólo
podría ser conquistada por un «rey». 377 El día de los idus de marzo de 44, en
medio de las consabidas advertencias, César asistió a una sesión del senado,
sólo para encontrarse de repente ante un grupo insistente de senadores, entre
los cuales destacaba Marco Bruto. Sesenta senadores más o menos formaban
parte de la conspiración, pero sólo cinco o seis habrían podido precipitarse
sobre César y apuñalarlo, mientras el otro cónsul, Marco Antonio, era
entretenido a la entrada. El cuerpo de César se desplomó en medio de un
charco de sangre. Después se registraron en él veintitrés heridas, y los
conspiradores lo dejaron allí tirado hasta el anochecer. Probablemente sea sólo
una leyenda que las últimas palabras de César fueron: «¿Tú también, Bruto?»,
pero también es posible que Bruto pronunciara el nombre del único senador al
que los conspiradores habían excluido de la trama por temor a su indiscreción:
¡Cicerón! Por algunos indicios, sin embargo, y en sus cartas privadas, vemos
que éste se había empeñado, de manera admirable, en protestar
constantemente por el despotismo de César. Ahora César estaba muerto y
yacía en el templo contiguo al Teatro de Pompeyo, donde había estado a punto
de reunirse el senado, a pocos metros de la estatua del propio Pompeyo.
Por cierto que el carácter y el valor del joven César son admirables.
¡Ojalá pueda dirigirlo y sujetarlo cuando llegue al culmen de los honores
y el favor con la misma facilidad con la que he venido sujetándolo hasta
ahora! En estos momentos resulta más difícil, pero no desespero. El
muchacho está convencido, sobre todo gracias a mí, de que nuestra
salvación depende de él...
CICERÓN, A Marco Bruto, ca. 21 de abril de 43 a.C.
El divino Augusto mandó al exilio a una hija suya que con su impudicia
había superado la ignominia de esta palabra, e hizo públicos los
escándalos de la familia imperial: los adúlteros habían sido admitidos en
masa, bandadas de desenfrenados recorrían de noche la ciudad, el
propio foro y las tribunas, desde las cuales el padre había promulgado la
ley contra el adulterio, escogidos por la hija para sus fornicaciones ...
reclamando ella, convertida de mujer adúltera en meretriz, su derecho a
todo tipo de libertinaje bajo el abrazo de adúlteros desconocidos.
SÉNECA, Sobre los beneficios 6.32
Durante casi sesenta años la relación más importante que mantendría Augusto
no sería con la multitud que llenaba los teatros, sino con el ejército. Los
soldados habían vivido con la caída de la República unos cambios muy
profundos que resultarían trascendentales para la verdadera «revolución
romana». Desde los tiempos de Sila, su número había aumentado
vertiginosamente. A la muerte de Julio César había más de cuarenta legiones
(compuesta cada una de ellas por unos cinco mil hombres); el asentamiento en
colonias de los veteranos seguía suponiendo una operación ingente tanto
dentro como fuera de Italia. Con Augusto, las legiones fueron reducidas en un
principio a veintiséis, pero en 23 d. C, año para el que ya disponemos de cifras
claras, seguían computándose ciento cincuenta mil soldados de condición
ciudadana en las legiones (por entonces, veinticinco) más otras ciento
cincuenta mil tropas auxiliares en las importantes unidades de apoyo, casi la
totalidad de cuyos integrantes eran de origen no romano, y sólo recibirían la
ciudadanía una vez licenciados. A medida que las fronteras del imperio fueron
extendiéndose, esos hombres empezaron a estacionarse en territorios cada
vez más lejanos, pero su número total siguió siendo enorme.
La duración del servicio militar también se alargó notablemente. La época de
los triunviros se había caracterizado por los largos períodos bajo las armas de
los reclutas, pero después de Accio esos períodos fueron oficializados. Los
legionarios tuvieron que empezar a prestar servicio durante dieciséis años
(veinte a partir de 5 d. C), y en 13 a.C. se añadieron otros cuatro años «bajo los
estandartes» para los que ya habían cumplido su plazo. Durante ese período
«extra», se suponía que sólo podía recurrirse a ellos para entrar en combate
contra el enemigo. De hecho, el servicio podía llegar a prolongarse hasta
treinta años sin recibir el licénciamiento definitivo; durante la República, la
duración máxima había sido de seis años. Con Augusto, por lo tanto, hubo un
verdadero ejército permanente. Era bastante distinto a aquellas tropas de
ciudadanos que eran llamados a filas por un breve espacio de tiempo en las
ciudades-estado griegas, y era mucho mayor que los reducidos ejércitos de los
reyes helenísticos que se ampliaban en tiempos de guerra mediante la
contratación de mercenarios o el reclutamiento de colonos en las zonas rurales.
Incluso contaba con flotas localizadas en diversas bases navales que formaban
una pequeña armada permanente.
Como todos los emperadores, Adriano supo reconocer la importancia de ese
ejército, especialmente cuando tuvo que encabezar la retirada de Oriente tras
las desastrosas campañas de su predecesor. Pero como no era un emperador
guerrero, se convirtió en un emperador viajero. Desprendía un aura militar
cuando hablaba a sus hombres en cada provincia, compartiendo con ellos
incluso sus raciones de pan y queso. Por aquel entonces (ca. 120) el ejército
era todavía más grande porque había aumentado el número de auxiliares y de
naves: había aproximadamente medio millón de hombres en activo,
probablemente uno de cada ciento veinte habitantes del imperio. No sería
hasta el siglo XVII cuando Francia lograría alcanzar esa misma proporción en
un solo reino.
A partir de Augusto, todos los emperadores recibirían el título de general
(Imperator). En consecuencia, las estatuas a menudo representan a los
emperadores con uniforme militar, y la derrota de los bárbaros se convierte en
uno de los elementos más importantes de su imagen tanto en el arte como en
la poesía. Llevaban una corona de laurel (símbolo de la victoria), y en las
fiestas vestían la túnica especial de los generales «triunfadores». Podemos
comprobar perfectamente por qué el historial militar de Augusto era uno de sus
puntos más débiles. Pues, en calidad de emperador, fue él quien trató con el
ejército en general. Fue él quien estableció las distintas pagas, las dietas y la
duración de los servicios para cada graduación militar. 463 Hasta 6 d. C. pagó
las recompensas debidas a los soldados tras su licénciamiento y entregó los
pertinentes «diplomas» a los auxiliares que se retiraban. Sólo por orden suya
se fundaban colonias para veteranos: los detalles del «mapa» de cada colonia
y sus derechos de propiedad serían depositados, debidamente firmados, en los
archivos del propio emperador. 464 Si la tierra en la que se establecía la colonia
tenía que ser comprada (a veces no era así), era Augusto quien satisfacía la
cantidad necesaria para la adquisición, circunstancia que subraya en el informe
de sus gestas, pues hasta entonces nunca nadie había pagado tanto dinero por
tierras. La mayoría de las legiones se encontraban en provincias imperiales, no
en las «senatoriales», y en ellas sus agentes velaban por el pago de los
salarios a los soldados. 465 En ellas, sólo él daba condecoraciones militares,
aunque todos los veteranos, independientemente del lugar donde estuvieran,
eran «suyos». Cuando licenció a numerosos veteranos tras la batalla de Accio,
les concedió la ciudadanía romana con todos sus privilegios, el derecho de voto
en Roma en la tribu que escogieran, la exención de todas las obligaciones
cívicas en sus ciudades natales si así lo deseaban, y la inmunidad fiscal en
diversos tipos de exacciones. Sin embargo, los veteranos asentados, por
ejemplo, en España, difícilmente se preocuparían de ejercer su derecho de
voto en Roma, mientras que los habitantes de sus ciudades indudablemente
pondrían a su disposición diversos cargos locales con ofertas que no habrían
podido rechazar. Los privilegios tenían que ser reclamados por sus
beneficiarios, pero no se vieron limitados hasta finales del siglo II (cuando se
rebajó el período de su validez a cuatro años), y no fueron abolidos hasta el
siglo III.
Por respeto al emperador en su calidad de comandante supremo, los soldados
observaban un calendario romano de fiestas y sacrificios religiosos. Es
probable que su concepción se remontara al reinado de Augusto, aunque sólo
encontramos pruebas claras de su existencia en una época posterior, cuando
el número de sacrificios en honor de los emperadores y las emperatrices
divinizados había crecido considerablemente. En el centro de cualquier
campamento de legionarios, se levantaba una capilla con los estandartes de la
legión y las imágenes del emperador y los dioses romanos (también se
depositaban en ella los ahorros de los soldados). Se realizaban rituales
romanos de purificación y se llevaba a cabo la toma de augurios: ha llegado a
nuestras manos el calendario de una unidad auxiliar, formada por no
ciudadanos, en el que se incluyen diversos votos a realizar el 3 de enero para
el bienestar del emperador y la eternidad del imperio, además de distintos
sacrificios en honor de la Tríada Capitolina. 466
En tiempos de la República el hecho de negarse a prestar servicio militar
estaba penado con la muerte. En la nueva era ese castigo desapareció. En
adelante el servicio en las legiones sería casi siempre voluntario, o el
reclutamiento forzoso sería excepcional. En dos momentos de crisis, los años 5
y 9 d. C, Augusto sí tuvo que recurrir a él; en la década de 60, sin embargo, el
emperador Nerón vio que no podía ordenar un reclutamiento forzoso cuando
quisiera. 467 Cuando tenemos atestiguadas localmente levas en el imperio, se
trata o de levas de voluntarios o de unidades auxiliares formadas por no
ciudadanos. Aún así, observamos también que los oficiales encargados del
reclutamiento son hombres del emperador. Se calcula que, una vez
descontadas las bajas y las jubilaciones habituales, eran necesarios unos seis
mil reclutas anuales para satisfacer las necesidades del ejército con el fin de
mantener las legiones en todo su vigor. Las cifras de los censos romanos que
han llegado a nuestras manos indican que el número cada vez mayor de
ciudadanos habría podido satisfacer fácilmente esas necesidades. Por lo tanto
habría hecho falta una demanda muy grande y repentina de soldados para
hacer del reclutamiento forzoso una necesidad urgente. Por lo demás, el
emperador y sus hombres se encargaban simplemente de velar por ella. Ya en
23 d. C. el hecho de que Tiberio consultara con el senado el tema del
reclutamiento militar constituía un caso bastante excepcional. 468 Incluso los
nombramientos de los mandos de rango inferior se sometían a la aprobación
personal del emperador, lejos de ser consultados a la opinión pública. Por
casualidad hemos descubierto (a través de un poema escrito en la década de
80) que uno de los secretarios del emperador era el encargado de recibir la
correspondencia relativa a los comandantes de la caballería, los tribunos
militares y otros oficiales subordinados tanto para dar el visto bueno a sus
nombramientos, como para ayudar al emperador en el caso de que deseara
nombrarlos personalmente desde arriba. 469
La táctica de los soldados se había diversificado durante la caída de la
República, pero el prototipo de legionario seguía siendo el mismo: continuaba
yendo armado con una pica (pilum), que era arrojada cuando el adversario
estaba cerca, y se ayudaba con el empleo efectivo de la espada. Calzaba las
mismas sandalias que antes, provistas de pesadas suelas de clavos («botas
militares»), vestía una cota de malla (sustituida posteriormente por un peto de
tiras de hierro unidas) y se protegía con un sólido yelmo de metal y un escudo
ovalado, o, a partir de 100 d. C, rectangular. Cuando llevaba toda su armadura,
no podía nadar, aunque la natación era una de sus mejores cualidades, pues
formaba parte del adiestramiento recomendado. En formación cerrada, la
alineación de sus escudos podía resistir el embate de todo tipo de proyectiles;
al abrirse la formación, los soldados podían pasar entre los carros provistos de
cuchillas que lanzaban contra ellos sin demasiada efectividad los ejércitos
britanos. También disponían de catapultas para arrojar piedras y saetas,
impulsadas por torsión (una de ellas recibía el nombre de asno salvaje por la
fuerza de sus «coces»). Los romanos copiaron esta maquinaria del mundo
griego, y colocaban unos sesenta de esos aparejos detrás de cada legión para
que la batalla iniciara con una gran cortina de fuego que saliera disparada por
encima de la cabeza de los legionarios.
El principal avance táctico consistió en el empleo cada vez mayor de soldados
auxiliares locales no romanos. A finales del siglo I d. C. las tropas provinciales
de infantería ligera se pondrían delante de la línea tradicional de legionarios y
sufrirían la mayor parte del embate inicial. En las alas, los escuadrones de la
caballería compuesta por jinetes no órnanos dispararían sus flechas y
arrojarían sus jabalinas, y se precipitarían en diagonal sobre el enemigo o
rodearían sus flancos. La carga de la caballería en formación de cuña contra el
centro del ejército enemigo, signo distintivo de las grandes victorias de
Alejandro, ya no estaba de moda. La caballería enemiga solía estar formada
por escaramuzadores, especialmente en Oriente Próximo, donde los jinetes
partos acostumbraban a disparar decenas de flechas mientras emprendían la
retirada.
Hubo también siempre una caballería formada por ciudadanos romanos, que
fue utilizada con eficacia por última vez en 109 a. C: en la Roma de Augusto,
entre los miembros del orden ecuestre que disponían de «caballos públicos»
había individuos como el poeta Ovidio. De modo que el grueso de la caballería
romana tenía que depender de soldados auxiliares y provinciales. Entre 60 y 40
a.C. Julio César fue descubriendo y aprovechando la excepcional destreza de
las caballerías germana y gala. También en España Augusto se quedó
sorprendido de la rapidez de los jinetes nativos y de su habilidad en el
lanzamiento de jabalina montados a caballo, detalles que recoge en su
autobiografía. Tras observar la actuación de esos soldados en Germania, Plinio
el Viejo escribiría un manual sobre sus tácticas que se conserva en parte: cabe
señalar que en latín numerosos vocablos técnicos relacionados con el mundo
de la caballería se basan a menudo en palabras hispanas o galas. Todavía
podemos leer el discurso que pronunció el emperador Adriano en el norte de
África, comentando la hermosa demostración en su arte que habían hecho sus
tropas de caballería. Aún no existían los estribos que habrían de permitir a los
jinetes adoptar una postura estable, pero los romanos adoptarían una silla de
montar, invento de los celtas: llevaban incorporados dos «cuernos», o pomos,
que los ayudaban a mantenerse más firmes.
Un cuerpo concreto de la caballería alcanzó el más alto honor: los jinetes
germanos, unos individuos increíblemente fornidos cuyos «sorprendentes
físicos» causaron la admiración de Julio César, quien no dudó en reclutarlos
para su guardia montada personal. A la muerte del gran general, esos guardias
se repartieron entre Marco Antonio y el nuevo «César». Tras su victoria,
Augusto decidió conservarlos a todos, creando así su espléndido cuerpo de
guardia de imponente estatura, a la que estacionó en Roma, astutamente al
norte del Tíber. En 118, ya en tiempos de Adriano, un poema describe cómo
uno de esos jinetes germanos cruzó a nado «las profundas aguas del ancho
Danubio equipado con toda su armadura ... disparé con mi arco una flecha a la
que di y partí con una segunda mientras volaba por el aire y caía ... A ver quién
es capaz de emular semejante proeza». 470 No hubo nadie que lo hiciera
entonces, y esos guardias germanos siguieron en activo durante siglos: los
sucesores de Augusto a veces los pusieron a las órdenes de un experto
gladiador. Fueron un apoyo fundamental del «Príncipe».
Más prominencia aún alcanzaron los guardias del emperador, esto es, los
pretorianos. Estas tropas de infantería se habían desarrollado durante la última
fase de la guerra civil, en la que prestaron sus servicios a los dos líderes
principales. Bien pagados y cuidadosamente seleccionados, los pretorianos
fueron amalgamados por el vencedor en un solo cuerpo de nueve mil soldados;
los de Augusto procedían en su gran mayoría de Italia. A partir de la década de
20 d. C. fueron concentrados en distintos cuarteles de Roma, constituyendo
una presencia absolutamente antirrepublicana, y su mando, que había
empezado siendo ostentado por caballeros de poco rango, pasó a algunos de
los intrigantes más influyentes de la primera época del imperio, a Sejano
durante el reinado de Tiberio, o al odioso Tigelino, que no hizo nada por
mejorar la moralidad de Nerón. La guardia pretoriana se convertiría en un
elemento fundamental en la sucesión al trono y la supervivencia de todos los
emperadores.
Las legiones principales siempre estaban integradas por ciudadanos romanos.
Sin embargo, la ciudadanía podía ser concedida rápidamente a los voluntarios
locales antes de enrolarse. Las tropas auxiliares, en cambio, servían siempre
en calidad de no ciudadanos con la perspectiva de conseguir esta distinción
una vez licenciados. Sus unidades llevaban nombres étnicos, pero no tardaron
en incluir a individuos de diversas nacionalidades, convirtiéndose en un
verdadero crisol. Los hombres más salvajes e indómitos raras veces prestaban
sus servicios en su propia patria. Así pues, los britanos solían ser enviados a
Europa central, y los fornidos germanos eran estacionados cerca de Escocia en
el Muro de Adriano. La paga de los legionarios no era particularmente
espléndida, y en tiempos de Augusto se deducía el importe de las armas, las
tiendas de campaña y la vestimenta. Inevitablemente, también había pagos
«bajo cuerda», exigidos por los centuriones para «garantizar» al soldado sus
permisos. Este tipo de «cobros» no fue abolido (al menos oficialmente) hasta
69 d. C, y con el tiempo las deducciones salariales fueron disminuyendo; las
sumas retenidas en concepto de tiendas y armamento pasaron a ser
consideradas depósitos a devolver tras el licénciamiento del soldado. 471 Los
guardias pretorianos estaban mucho mejor pagados, mientras que las tropas
auxiliares cobraban menos, aunque su paga podía variar y equivaler a veces a
la de un legionario (las tarifas salariales exactas siguen siendo discutidas).
Como ha ocurrido siempre, la de soldado fue la profesión asalariada más
extendida de la Antigüedad.
El premio era la recompensa obtenida tras el licénciamiento. Marco Antonio y
Octaviano habían empezado por buscar en Italia parcelas de unas doce
hectáreas para los veteranos: después de Accio, se produjo una gran oleada
de asentamientos que llevó a esos soldados retirados principalmente a las
provincias. A partir de 6 d. C. empezó a ofrecerse la posibilidad de cobros en
efectivo, financiados por el tesoro militar de reciente creación: no obstante,
esos pagos eran inferiores al menos en dos tercios a los que anteriormente se
habían ofrecido durante las guerras de finales de la década de 40 a.C. No
ayudó mucho el hecho de que ese tesoro se financiara en parte con la
introducción del nuevo, y odiado, impuesto sobre las herencias que comenzó a
aplicarse a los ciudadanos romanos. Siguieron ofreciéndose pequeñas
parcelas (Nerón intentó incluso que fueran ofrecidas en suelo italiano), pero lo
cierto es que en 14 d. C. los soldados se lamentaban de que se les quitaba del
medio con la concesión de un pedazo de tierra en terrenos pantanosos o en
escarpadas montañas.
A pesar del nuevo tesoro, el reinado de Augusto acabó con la moral del ejército
por los suelos, con una necesidad constante de nuevos reclutamientos y con
importantes motines en la frontera del norte. El principal culpable de aquella
situación debemos buscarlo en el empeño personal del emperador a partir de 5
a.C. por emprender campañas militares en el norte. Las luchas encarnizadas
en la zona permitieron el avance de Roma hasta los ríos Elba y Weser; el
principal enemigo que seguía ofreciendo resistencia, Marobodo, estaba
considerado el «peor azote desde Aníbal», 472 pero para hacerle frente fue
necesario el reclutamiento de numerosos soldados de todas partes, que
provocó numerosas revueltas en los Balcanes, especialmente en el Ilírico. Al
final, hubo que entablar negociaciones con Marobodo. En 9 d. C. el
contraataque de los germanos cogió dispersas y desprevenidas a las legiones,
y supuso una derrota sin paliativos para su general, Varo: el héroe germano de
esa acción fue Arminio (de donde procede el nombre «Hermán el Germano»).
Las acciones de represalia fueron capitaneadas por el futuro emperador
Tiberio, que reinstauró modos disciplinarios ya en desuso e impuso el más
estricto orden. No podían ser peor agüero de lo que serían sus años como
emperador.
Para poder emprender esas campañas, se impidió durante mucho tiempo el
licénciamiento de los soldados, a veces hasta treinta años: la prolongación de
las prestaciones de los servicios seguía siendo una práctica habitual, y dejaría
sentir sus consecuencias. La obligatoriedad del servicio militar en Roma
también había puesto a mucha gentuza en primera línea. La situación supuso
una verdadera mancha en la administración militar de Augusto, que en
cualquier caso ya se había visto empañada. Los viejos métodos de disciplina
impuestos por Tiberio y sus contemporáneos tampoco ayudaron a levantar la
moral, sobre todo cuando éstos se presentaron dispuestos a arreglar las cosas
después de varios generales mucho más blandos.
Al tener unas causas tan concretas, los motines de14 d. C. eran perfectamente
subsanables. Curiosamente, no volvieron a producirse, ni siquiera en 69
cuando cuatro emperadores marcharon sucesivamente unos contra otros. Ese
mismo año ni siquiera hubo la necesidad de aumentar el salario de los
soldados para motivarlos (se mantuvo sin cambios hasta el reinado de
Domiciano). Mientras tanto, en muchas provincias, la vida en el ejército adquirió
un ritmo de cotidianidad propio de los tiempos de paz. De los manuales
militares y los informes diarios que se han conservado en papiros, se
desprende que no era en absoluto una vida aburrida. 473 Se practicaban
regularmente ejercicios, y había una serie de importantes obligaciones civiles
que cumplir, entre otras, la construcción de calzadas, la explotación de
canteras y minas y la erección de puentes. Los soldados fueron involucrándose
en la vida que los rodeaba, participando incluso en la lucha contra las plagas
de langosta. Irremediablemente, se apelaba a sus jefes para que arbitraran y
dirimieran las disputas, y no sólo las que pudieran surgir entre los soldados.
Buena parte de lo que entendemos como «romanización» fue obra de los
soldados que permanecieron durante largo tiempo en activo (incluidos los
acueductos erigidos en el norte de África). Los campamentos legionarios se
convirtieron en viveros de arquitectos e ingenieros expertos que también
podían prestar su asesoramiento en numerosos proyectos civiles. Había un
volumen enorme de papeleo para llevar los listados diarios y todos los detalles
relativos a la paga: los manuales instaban a que, en la medida de lo posible, los
soldados supieran leer y escribir, y el servicio militar fue sin duda un agente
promotor de esos conocimientos.
Los generales de las legiones eran senadores (menos en Egipto), y en las
provincias que contaban con varias legiones solían ser hombres de treinta y
tantos años que ya habían ejercido normalmente una preñara en Roma. Los
pilares de apoyo de aquellos novatos eran los centuriones más veteranos, en
su mayoría individuos tan duros como el acero. Los expertos «prefectos del
campamento» también tenían mucha importancia en este sentido. Cada legión
contaba además con cinco tribunos experimentados pertenecientes también al
orden ecuestre: el sexto tribuno era un joven de dieciocho o diecinueve años de
rango senatorial. En comparación, carecía realmente de experiencia, pero
probablemente el legado al mando disfrutara de su compañía. Según Tácito,
era muy raro que esos jóvenes privilegiados no convirtieran la milicia en
disipación o se valieran de su cargo de tribuno inexperto para obtener placeres
y permisos. 474
Incluso la dieta habitual de los soldados solía ser sorprendentemente variada, e
incluía, además, diversos tipos de carne (en su mayoría, carne de caza). En el
ejército, por lo tanto, las actividades cinegéticas se extendieron hasta los
niveles inferiores de la escala social. Por otro lado, en los campamentos se
fabricaba el equipamiento de los soldados, incluidas las armas, mientras que
los suministros básicos eran abastecidos por la provincia, transportados a
veces desde lugares lejanos. No sabemos con qué frecuencia se abonaba
puntualmente el importe de esos productos. Se ha calculado que una legión
consumía «dos mil toneladas» de grano al año, y que para el mantenimiento de
las monturas de una unidad de caballería eran necesarias otras «seiscientas
treinta y cinco»: habría sido necesaria una altísima demanda de servicios
locales pagados por parte de los soldados para compensar a la población de la
provincia por esas cargas. No obstante, los soldados tenían una ventaja propia
de la vida militar de la que carecían los civiles, a saber, el cuidado de los
enfermos. Los hospitales son, en efecto, una invención del ejército romano.
Durante los largos intervalos de paz, la vida de los soldados de esos
campamentos se relajaba inevitablemente, y entonces solía salir a escena el
inveterado temor de los romanos al lujo. La llegada de un nuevo comandante o
la visita del emperador servía a veces para reinstaurar la disciplina: en 121-122
Adriano emprendió esa tarea en Germania. Las camas fueron prohibidas (el
propio emperador dormía en el campamento sobre un lecho de paja), y los
vistosos comedores y los pórticos fueron demolidos. Sin duda habían sido
creados por oficiales de costumbres relajadas: incluso se procedió a arrancar
todas las plantas de sus jardines ornamentales. El propio Adriano reemprendió
las duras marchas de hasta treinta kilómetros con la armadura puesta, ejercicio
que volvió a imponer a las legiones. Su «disciplina» sería recordada durante
siglos por los autores de los manuales militares. 475 Como práctica general, las
unidades solían trasladarse de un lugar a otro, cubriendo una considerable
extensión de territorio más allá de sus bases: en tiempos de Adriano, las torres
de vigilancia se habían hecho habituales, y las avanzadillas podían encontrarse
a más de ciento cincuenta kilómetros de distancia del campamento principal.
Los genios militares, por su parte, no olvidaron que, según se decía, los
hombres de Aníbal habían sido víctimas de aquel invierno transcurrido en
medio de los lujos de Capua; y los de Sila, de los de Asia. Así pues, con el
tiempo, los campamentos legionarios serían trasladados de un lugar a otro, y
tras ellos, en su viejo emplazamiento, surgiría una nueva ciudad. Por lo tanto,
el temor al lujo contribuyó indirectamente a urbanizar a los súbditos de Roma.
Las ciudades y pueblos que se desarrollaron a partir de antiguos
emplazamientos militares sirvieron para relajar a los provinciales a los que se
suponía que los curtidos soldados habían tenido que proteger. En Britania,
ciudades como Gloucester y Lincoln nacieron de esta manera. Si bien era
necesario mantener a los soldados separados de las ciudades, también había
que mantenerlos alejados de las mujeres, sobre todo de las casaderas. Desde
los tiempos de Augusto hasta el siglo III, los legionarios tuvieron prohibido
contraer matrimonio. Cuando un individuo estaba casado y entraba en el
ejército, su unión quedaba disuelta en el momento de ser reclutado. Por
supuesto, era imposible mantener a los hombres apartados de las mujeres.
Surgían relaciones sentimentales (los soldados hablaban incluso sobre
«novias» y «amadas» en sus cartas), y los burdeles también tenían mucho
trabajo, aunque se sabe de una unidad militar destacada en la costa
septentrional del mar Negro que recaudó impuestos locales de las prostitutas.
Los hijos de los legionarios, sin embargo, eran ilegítimos. En algunas
inscripciones encontramos alusiones a «hijos de Espurio» (bastardos de
soldados), y en ciertos papiros del Egipto romano se hace referencia con toda
claridad a un grupo de «los sin padre». 476 No son huérfanos: son fruto de
uniones prohibidas por la ley, ya fuera entre romanos y egipcios como entre
legionarios romanos y mujeres nativas. Mucho antes de que aparecieran los
profesionales del celibato de los monasterios cristianos, los cerebros militares
de Roma ya se habían opuesto al matrimonio. Una de las ventajas era que, si
ocurría un desastre militar, no había nada que pagar a viudas o familiares de
los soldados muertos.
El senado... espera que todos los que fueron soldados a las órdenes del
Príncipe (Tiberio) sigan profesando lealtad y devoción a la casa imperial,
pues saben que la salvación de nuestro Imperio depende de la
protección de esa casa. El senado cree que es incumbencia y obligación
suya que entre los que los manden en todo momento, la mayor autoridad
corresponda a los que con mayor devoción y lealtad hayan honrado el
nombre de los Césares que dispensa protección a esta ciudad y al
Imperio del pueblo romano.
Decreto del senado acerca de Gneo Pisón (20 d. C), líneas 159-166
Se dice que, fuera de Italia, sin embargo, las provincias de Roma no acogieron
mal el nuevo orden de Augusto. Las percepciones, como suele ocurrir,
probablemente variaran, dependiendo de la clase social y el bagaje cultural de
cada persona, pero en Asia Menor, con el respaldo del gobernador, se adoptó
un nuevo calendario que empezaba con el cumpleaños de Augusto. Desde
España hasta Siria, los cultos a los emperadores, vivos y muertos, proliferaron
de diversas maneras. ¿Qué había que celebrar? A partir del reinado de
Augusto se produjeron evidentemente varios cambios en los nombramientos y
la reglamentación de los gobernadores, entre otras cosas la puesta en vigor de
nuevos procedimientos para procesarlos en caso de concusión y (en último
término) la concesión de una compensación anual preestablecida, o «salario»,
por el desempeño del cargo (dando lugar a los primeros ejemplos de la palabra
en este sentido). Sus predecesores republicanos habían dejado un mal
recuerdo en este terreno. Pero lo que más importaba a los provinciales era la
vuelta de la paz y el fin de los saqueos, exacciones de dinero y perjuicios
realizados en sus regiones en las décadas de 40 y 30 durante las guerras
civiles de Roma. Es probable que su población total experimentara un notable
descenso en medio de aquel caos: se calcula que en el conjunto del imperio
había unos cuarenta y cinco millones de habitantes, un veinticinco por ciento
menos que los niveles alcanzados más tarde tras un siglo de paz continuada.
Esta nueva era evolucionó hasta dar lugar a la idea que tenemos del Imperio
Romano. Ya en tiempos de Augusto, los romanos escribían que sus dominios
se extendían «de océano a océano»: de ese mundo se elaboraron diversos
mapas, entre otros uno que Agripa mostró públicamente en Roma. 502 Todavía
no se tenía una idea muy precisa de las fronteras, y el concepto básico de
imperio no era tanto territorial cuanto de obediencia al mandato de Roma. En
tiempos de Adriano el territorio bajo el mandato de Roma se extendería desde
Northumberland en Britania hasta el mar Rojo, y desde las costas del actual
Portugal hasta el río Eufrates. Desde entonces este vasto territorio no ha sido
gobernado nunca por una sola potencia. Tantas tierras determinarían también
la carrera de Adriano, pues pasó más de la mitad de su reinado viajando por al
menos treinta de sus provincias. En cada una de ellas había destacamentos
militares, pero no todas disponían de una legión completa. Lo que resulta más
curioso es los pocos funcionarios que siguieron empleándose para gobernar un
territorio de semejantes dimensiones.
La máxima autoridad de una provincia, tanto «senatorial» como «imperial»,
seguiría siendo el gobernador, que normalmente era un senador. Podía contar
con la asistencia de unos cuantos subordinados, así como solicitar los servicios
de cualquier oficial o soldado de las tropas de su zona: los arquitectos militares
de los campamentos locales también podían serle de ayuda para poner en
marcha los proyectos de construcción de mayor envergadura. Tenía
instrucciones precisas del emperador, práctica iniciada por Augusto y que éste
probablemente hiciera extensiva a los dos tipos de provincia. La principal
obligación de cualquier gobernador era velar por el mantenimiento de la paz y
la tranquilidad en su región. A partir de la década de 30 a.C. las provincias de
Roma no corrieron el riesgo de un invasor externo hasta mucho después de la
muerte de Adriano. El principal peligro que las acechaba era el estallido de una
rebelión de los súbditos romanos o los posibles enfrentamientos civiles que
pudieran producirse entre las distintas comunidades locales existentes en una
provincia o en su propio seno. La mayoría de los gobernadores, por lo tanto,
centraba su actividad en juzgar y resolver las disputas locales. Al igual que
hiciera Cicerón en su provincia, visitaban su jurisdicción todos los años para
dispensar justicia y resolvían disputas en las ciudades en las que había un
tribunal. Sus obligaciones en ese sentido exigían buena parte de su tiempo y
dedicación: sabemos que en una ciudad de Egipto, en el transcurso de una
sola visita, fueron preparadas al menos 1.406 peticiones para ser sometidas al
juicio de un gobernador. 503
Como cabe suponer, la administración de justicia no podía depender
exclusivamente de la visita anual de un gobernador. Las ciudades y las
comunidades locales tenían tribunales propios en los que se dirimía la mayoría
de los casos civiles. También juzgaban por lo penal, pero normalmente sólo
casos que no implicaran penas graves. También había juicios presididos por
procuradores romanos, de los cuales había dos tipos. En las provincias
imperiales, algunos procuradores eran funcionarios financieros cuyo cometido
consistía en controlar la recaudación de impuestos. Este tipo de actividad
siempre suele conllevar disputas, y el procurador era el más apropiado para
dirimirlas. Contrariamente a lo que sería de desear, hacía de fiscal y de juez en
los casos que se le presentaban. Otro tipo de procuradores eran los agentes
inmobiliarios del emperador: administraban las tierras y las propiedades que el
emperador tenía en sus provincias. Durante el reinado de Claudio también
fueron autorizados legalmente a juzgar los casos que pudieran derivarse de
esas posesiones, y más tarde, poco antes de la muerte del emperador, se
decidió que sus sentencias fueran firmes, sin posibilidad de apelación.
Estas fuentes alternativas de justicia servían para liberar de trabajo al
gobernador, quien, a pesar de todo, seguía estando muy ocupado. Al llegar a
su provincia, el gobernador publicaba, como había venido haciéndose siempre,
un edicto en el que anunciaba los delitos que merecerían su atención especial,
pero en la nueva era, probablemente se guiara por las instrucciones recibidas
del emperador. Una de las cosas más importantes es que sólo él podía
condenar a un reo a muerte (salvo raras excepciones). También tenían que
ocuparse de los casos civiles que le remitía el emperador. En efecto, en
algunas ocasiones las comunidades y los particulares apelaban directamente a
la justicia del emperador, aunque la única respuesta que recibían era que se
dirigieran al gobernador local, adjuntando (aunque no siempre) una
recomendación especial. Así pues, para los gobernadores la aplicación de la
ley resultaba una tarea bastante dura, sobre todo porque muchos de esos
casos no estaban previstos claramente por las leyes romanas vigentes, y,
además, el derecho romano no era de aplicación a la mayoría de los
provinciales. Eran realmente necesarias muchas dosis de paciencia y
discreción por parte de los gobernadores. Tras una audiencia preliminar, el
gobernador podía remitir el caso a un tribunal local para que fuera éste quien
dictara sentencia; también podía consultar con asesores locales antes de emitir
un veredicto. Durante el imperio, podía participar en un proceso en calidad de
«instructor» y, tras realizar personalmente las investigaciones pertinentes,
dictar sentencia. Se le presentaban todo tipo de casos complicados y de
alegaciones para que emitiera una resolución, y convenía que fuera imparcial:
en los libros de leyes se instaba a los gobernadores a no adoptar una actitud
demasiado amistosa con la población de la provincia. Convenía, además, que
dejara a su esposa en Roma, para que ésta no se entrometiera mucho en sus
asuntos: los gobernadores eran responsables de la mala conducta de sus
mujeres en sus provincias.
Esas giras por su jurisdicción habían determinado la carrera de Cicerón como
gobernador en la década de 50 a.C. y, a medida que fue difundiéndose esta
práctica, supusieron para muchos provinciales una nueva fuente de justicia.
Durante el imperio, a partir del reinado de Augusto, también hubo la posibilidad
de apelar directamente al propio emperador. Sin embargo, había limitaciones
en ambos procesos. Para la presentación de su caso, el solicitante debía acudir
personalmente al lugar donde podía celebrarse el juicio, obtener una audiencia
y, en la medida de lo posible, hablar con gran elocuencia. Como suele ocurrir,
ese tipo de justicia resultaba muy poco práctica para los pobres, especialmente
los de las zonas rurales. Era también una justicia a expensas de la libertad
política de la región. Los gobernadores romanos monopolizaban las penas que
incluso el imperio clásico de los atenienses había controlado sólo en segunda
instancia. Entre los delitos bajo su jurisdicción había ahora muchos que habían
surgido debido a la propia existencia del imperio. Por la propia experiencia que
había vivido en su ciudad, la clase dirigente romana recelaba mucho de las
organizaciones populares, unas «asociaciones» que podían ocultar objetivos
políticos: así pues, tenemos conocimiento de un gobernador al que se exigió
que prohibiera las brigadas antiincendio de las ciudades de su provincia («más
vale muertos que vivos peligrosos») 504 . Los súbditos también eran susceptibles
de ser acusados de «traición» por presuntos insultos a la figura del emperador,
a una de sus estatuas o a sus bienes. Las denuncias anónimas no estaban
bien vistas, aunque eran una consecuencia directa del sistema imperial.
Pero, por encima de todos, estaban los impuestos. En este terreno los
gobernadores romanos fueron responsables de una gran innovación
introducida por Augusto: el censo regular de sus súbditos. Con los censos
quedaban registrados todos los habitantes de una región y sus bienes en unas
listas que servían de base para la posterior aplicación de los impuestos. Unos
funcionarios estaban encargados de su elaboración, y los detalles que debían
reflejar eran a menudo complejos: Augusto no decretó nunca «que todo el
mundo debía empadronarse», como dice el Evangelio de Lucas, pero sí
registró la confección de censos en las distintas provincias romanas. 505 Otros
funcionarios diferentes (cuestores y procuradores) asumían luego la
responsabilidad directa de la recaudación anual de impuestos. Para ayudarlos
en esa tarea, disponían de esclavos y de libertos y tenían la posibilidad de
emplear soldados, pero, aun así, su número era mucho más reducido que el de
los recaudadores de impuestos de un Estado moderno.
Tampoco podemos decir que su sistema tributario fuera más simple que los de
hoy día. Los impuestos directos adoptaban dos formas bastante complejas, uno
sobre los bienes inmuebles, y otro sobre las personas. Los detalles variaban de
una provincia a otra, pero podían incluir el pago de un canon por la tenencia de
esclavos y las propiedades urbanas alquiladas, e incluso por ciertos bienes
muebles, como, por ejemplo, el equipamiento de una explotación agrícola. En
ocasiones, la base imponible era la producción agrícola, en lugar de la
superficie y el valor de la finca. También había onerosos impuestos indirectos,
como los aranceles portuarios, y otro tipo de exacciones fiscales,
especialmente las relacionadas con la provisión de animales, los suministros y
la mano de obra para el transporte público. Son a esas cargas a las que se
refiere Jesús en el Evangelio según San Mateo: «Y si alguno te requisara para
una milla, vete con él dos», un consejo bastante idealista.
A veces se concedía la exención del pago de impuestos (especialmente a
algunas ciudades que habían sufrido un desastre natural), pero es evidente que
ese beneficio no era un derecho de quien ostentara la ciudadanía romana. En
las provincias los ciudadanos romanos y sus tierras estaban sujetos al pago de
impuestos como cualquier otra persona. La única región privilegiada en ese
sentido era Italia, cuyos habitantes pagaban los impuestos indirectos, pero no
tributos. Los de Roma también se beneficiaban de un tipo concreto de pagos: el
grano llegaba directamente a Roma desde Egipto y desde otros lugares en
concepto de tributo. Una vez en la ciudad, servía para abastecer las
necesidades del ingente número de sus habitantes, incluidos aquellos que
tenían derecho a los repartos gratuitos. Si nos preguntamos por qué era
necesaria la creación de más impuestos, encontraremos la principal respuesta
en el enorme volumen del ejército romano. Los impuestos servían para
financiarlo, incluso cuando la provincia contribuyente desde el punto de vista
fiscal carecía de legiones. Ésas son las injusticias del Imperio.
Contemplado retrospectivamente, puede parecer que el nivel global de
impuestos durante el reinado de Augusto no era demasiado oneroso: el hecho
es que se doblarían y se ampliarían en la década de 70. Sin embargo, en
aquellos momentos, representaban una carga más que suficiente. Los
recaudadores eran terribles y no dudaban en recurrir a la fuerza para llevar a
cabo su cometido. Curiosamente se produjeron sublevaciones en la Galia, en el
norte de África, en Britania y en Judea poco después de la instauración del
gobierno directo de Roma, y en todas ellas la causa principal fue el impacto
económico que ello supuso. Si los provinciales no podían pagar en metálico,
los recaudadores se contentaban con cobrar en especie, por ejemplo,
llevándose pieles de animales tan necesarias para la fabricación de artículos de
cuero. Cuando un individuo era sometido a una minuciosa inspección fiscal, se
decía que «se le exprimía hasta la última gota»: en las provincias
recientemente anexionadas, los prestamistas italianos no tardaron en empezar
a aprovecharse de sus habitantes.
Como era de esperar, se dieron prácticas abusivas. En Britania se dice que los
gobernadores acaparaban todas las existencias de grano para luego
revenderlas a la población a un precio mucho más alto. En la Galia, se cuenta
que el agente financiero, o procurador, de Augusto decía que el año tenía
catorce meses, no doce, para exigir el pago de los tributos de dos meses más.
En principio, esas prácticas abusivas podían ser denunciadas en Roma ante un
tribunal senatorial por dos procedimientos. Ambos procedimientos habían sido
introducidos por Augusto, y resulta verdaderamente cínico ver cómo los
senadores se limitaban a absolver a los de su clase siguiendo el más estricto
de los dos. En virtud de una dura decisión de Tiberio, se negó a los senadores
el derecho a hacer un testamento válido cuando eran condenados por
concusión. Esta pena también perjudicaba el honor de la familia del
delincuente, y por eso, con buenas razones, los senadores eran reacios a
condenar a uno de sus colegas. Cuando se encontraban ante un caso así,
solían estudiarlo con profundidad. Pero en las vidas de los habitantes de las
provincias se producía por parte de los romanos una injerencia paralela que no
estaba regulada por una limitación semejante. En el imperio ateniense, los
ciudadanos habían podido adquirir a veces parcelas de tierra en territorio
aliado, práctica que fue muy mal vista en general. En su imperio, los romanos
compraron tierras en las provincias a una escala mucho mayor. Unas fueron
compradas o adquiridas porque sus propietarios habían incumplido el pago de
sus deudas, pero es evidente que otras eran fruto de tentadoras ofertas que
sus dueños no habían podido rechazar. El emperador y su familia fueron los
principales beneficiarios, sobre todo debido a los legados testamentarios
recibidos de los provinciales. En Egipto diversos miembros de la familia
imperial adquirieron decenas de propiedades. En la década de 60 se decía que
casi todo el norte de África estaba en manos de apenas seis senadores
inmensamente ricos (no necesariamente africanos de nacimiento). Sin
embargo, las tierras de los romanos en las provincias seguían estando
sometidas al pago de impuestos.
¿Cómo funcionaba, pues, un sistema de exacciones fiscales si no había un
gran aparato burocrático encargado de su recaudación? La respuesta está, en
parte, en que dicha recaudación era delegada a terceros. Normalmente, los
pagos exigidos eran calculados por comunidades a las que se encomendaba la
tarea de recaudar lo que fuera necesario. Lo importante aquí es que sus clases
dirigentes podían transferir casi todo ese trabajo a sus subordinados. Así pues,
vemos cómo Roma invirtió el modelo utilizado por el antiguo imperio ateniense.
Entonces, las democracias de las ciudades griegas aliadas habían votado que
los ricos pagaran una parte sustancial del tributo. Bajo el dominio de Roma, las
democracias fueron diluyéndose o dejaron de existir, de modo que los
consejeros municipales que ejercían el poder pudieron minimizar el impacto de
los tributos en los de su clase. Incluso a la hora de calcular sus aportaciones,
se aplicaba un mismo baremo para todo el mundo: el impuesto de capitación
era tan poco equitativo como siempre, y no había impuestos adicionales.
La recaudación también se vio facilitada por la privatización. Julio César había
abolido la subasta de la licencia de recaudación de impuestos directos de las
provincias a compañías «privadas» de Roma: se dice que, a consecuencia de
esta decisión, los tributos impuestos a Asia por Roma se vieron reducidos en
una tercera parte. Durante el imperio, sin embargo, las ciudades y las
comunidades locales seguirían utilizando en el ámbito doméstico ese tipo de
empresas para recaudar en su nombre los tributos exigidos. Dichos
recaudadores de impuestos, los «publicanos» de los que nos hablan los
Evangelios, garantizaban por adelantado una suma determinada, pero luego
recaudaban de los contribuyentes otra más elevada para cubrir sus ganancias.
También estaba el problema concreto de los tributos indirectos. Su importe
variaba todos los años, dependiendo del volumen de negocios, y, para poder
acordar con antelación una suma concreta, los funcionarios romanos preferían
poner a la venta, o «ceder en arriendo», los derechos de su recaudación. La
privatización resultaba conveniente para las autoridades, pero no para el
contribuyente.
El sistema tributario romano se basaba en prácticas ya existentes en la
mayoría de las provincias, pero representaba el principal punto de contacto de
la gran mayoría de la población con el dominio de Roma. Un año sí, y el otro
también, todo el mundo, incluso los pequeños agricultores y los arrendatarios
de tierras, se veía afectado por el pago de impuestos, tanto si conocía o no el
nombre de su gobernador, como si hablaba o no latín o griego. La imagen y la
prominencia pública del emperador eran menos significativas en la conciencia
de su poder que tenían los súbditos, aunque para nosotros esa «imagen» se
hace mucho más patente en el arte y los objetos que han llegado a nuestras
manos. La mayoría de las provincias tenían cultos públicos en los que se
ofrecían sacrificios y se pronunciaban oraciones «para», o en honor de, los
emperadores, pero en general se concentraban en las ciudades, tanto en los
centros de las «asambleas» provinciales, como en determinadas poblaciones
que ya contaban con cultos propios. Las estatuas representaban a los
emperadores, a menudo ataviados con galas militares; las monedas
proclamaban sus títulos, e incluso las acuñadas en las provincias mostraban su
efigie; en el siglo III encontramos el retrato de un emperador, con motivo de su
ascensión al trono, escoltado a diversas ciudades de una provincia e iluminado
con velas. En esa propaganda había mucho campo para explotar
ingeniosamente todo tipo de situaciones. En la década de 30 d. C. el
gobernador de Asia tuvo que reprimir a la gente que ya estaba celebrando todo
tipo de supuestas «buenas nuevas» procedentes de Roma, tanto si eran ciertas
como si no. 506 Los falsos rumores representaban para los provinciales más
astutos una oportunidad para vender artículos «conmemorativos» a sus
paisanos. En Britania y Hungría, se ha descubierto una serie de moldes,
aparentemente para fabricar los bollos y tartas que se presentaban como
ofrenda, que debían ser grabados con imágenes del emperador haciendo
sacrificios a los dioses. Se supone que sus súbditos comían esos dulces en el
curso de las fiestas religiosas. 507 El imperio, sin embargo, no se basaba en
tartas personalizadas. Su estabilidad general se debía a dos razones
fundamentales. Por un lado, la ausencia de un nacionalismo exacerbado
(excepto en la problemática Judea). Había una conciencia étnica en muchas
provincias (en Britania, o en Egipto, o en Germania), pero se veía dificultada
por la existencia de distintas culturas y, a menudo, por el bilingüismo. En Siria,
por ejemplo, los hablantes de griego y los escritores en esta lengua podían
denominarse a sí mismos «sirios», y utilizar incluso el arameo o escribir
también en siríaco. Pero no reconocían un «nacionalismo sirio», ni una
«identidad siria». 508 Los gobernadores y administradores romanos tampoco
realizaban su labor teniendo presente una eventual independencia «nacional»
de sus súbditos, a diferencia, por ejemplo, de lo que ocurriría con los imperios
británico y francés. El historiador Tácito atribuye a los adversarios de la
dominación romana en las tierras más remotas un fuerte espíritu de «libertad»,
y compara la adopción de la cultura romana con la «esclavitud». Pero nunca
sostiene que los súbditos de Roma deberían ser un día «liberados».
El segundo apoyo fundamental era el gobierno de clase, tanto implícito como
explícito. Roma no siguió el principio de «divide y vencerás» entre las ciudades:
el imperio animaba a las ciudades a unirse en nuevas asambleas provinciales.
Pero se beneficiaba de las divisiones existentes entre sus súbditos. Una de las
razones principales de la lealtad de la clase dirigente en las provincias menos
civilizadas era su conciencia explícita de que, sin el poder de Roma, podían
volver a las facciones y a las luchas intestinas. En las provincias más
urbanizadas, incluido el Oriente griego, había una ventaja análoga para las
clases altas de las ciudades: el dominio romano las protegía de los ataques
políticos de sus clases inferiores. Podía haber revueltas ocasionales
provocadas por la falta de alimentos, pero no había el peligro real que suponían
los desafíos políticos que habían imperado en la historia de Grecia desde ca.
500 hasta ca. 80 a.C. Si la asamblea popular de una ciudad griega resultaba
demasiado turbulenta, el gobernador intervenía y simplemente la anulaba. La
ciudadanía romana fue concedida a los beneficiarios de la clase alta de las
provincias, protegiéndolos de] acoso arbitrario. Bajo el imperio de Roma,
mientras tanto, podían trasladar buena parte de la carga que suponían los
impuestos directos locales y rivalizar por nuevos honores públicos. La
democracia, como había dicho Cicerón, era un «monstruo horrible», y ahora,
para su alivio, tenían unos amos que estaban de acuerdo con esta idea.
Los recuerdos más duraderos del Imperio Romano son las calzadas y las
ciudades que construyeron, los acueductos y el derecho romano, y por
supuesto el latín, que es la base de numerosas lenguas europeas. Incluso en
aquella época, los emperadores romanos eran aclamados por su «liberalidad»
y los «beneficios» que había traído consigo su paz. Había una unidad y una
apertura aparentes en un Imperio en el que un germano o un britano podían
llegar a ser ciudadanos romanos de pleno derecho y un individuo nacido en
España podía llegar a senador o incluso, como en el caso de Adriano, a
emperador. A decir verdad, la ciudadanía romana conoció una expansión
enorme y además por muchos lugares, al igual que el derecho romano y el
latín. Con frecuencia, los autores latinos más admirados del siglo I no fueron
originarios de Roma, ni siquiera de Italia: muchos nacieron en España, como
Séneca, el filósofo, o Lucano, el poeta, Marcial, autor de agudísimos
epigramas, y Quintiliano y sus doctrinas sobre cómo hablar y escribir
correctamente en latín. Ya en la época de Augusto el geógrafo Estrabón había
escrito acerca del predominio del latín, el abandono de los modales belicosos y
de las fortalezas de las montañas, y del fin de la antigua barbarie en el sur de
España y en la Galia.
Una cultura común de altos vuelos permitía a los provinciales de clase alta
comunicarse en términos de igualdad con la buena sociedad ya existente en
Roma. Es de esos personajes cultos de la alta sociedad de las provincias de
los que proceden las alabanzas de los «beneficios» de Roma. La moneda, sin
embargo, tiene también otra cara. Los textos destinados a los lectores romanos
expresaban vividamente ciertos estereotipos «incorrectos» de los extranjeros
no romanos. Se decía que los galos eran unos tipos rudos, robustos, rubios y
melenudos, particularmente propensos a la homosexualidad. Los sirios eran
jactanciosos, los típicos comerciantes y estaban obsesionados con el sexo; se
decía que los habitantes de la Hispania Ulterior se lavaban los dientes con su
propia orina; y en Irlanda, se afirmaba que la gente practicaba el acto sexual en
público. Los romanos «civilizados», en cambio, llevaron a sus súbditos sus
espectáculos sangrientos entre personas y animales. A pesar de su crueldad,
los anfiteatros para este tipo de entretenimientos fueron una de las mayores
aportaciones que hicieron los romanos a la calidad de vida del Imperio. En
comparación, su lengua, el latín, hizo muy pocos progresos entre la población
civilizada de lengua griega del mundo helénico tradicional. Incluso allí donde
los hizo, siguieron vivas otras lenguas, el «celta» en la Galia, el púnico en gran
parte del norte de África y del sudoeste de España (legado de Cartago y sus
colonias), y el arameo (la lengua cotidiana de Jesús) en buena parte del
Oriente Próximo. En todas partes, el bilingüismo estaba mucho más extendido
de lo que pueda dar a entender la marea de textos griegos y latinos que se nos
han conservado. Quizá lo practicaran incluso los terratenientes cuando fueran a
sus fincas rústicas y quisieran intercambiar cuatro palabras con sus antiguos
subordinados y mayordomos de la zona.
Fuera de unas cuantas escuelas de enseñanza superior, el latín que se
hablaba y se escribía en las provincias era chapucero y vulgar. Puede que
algunos, incluso los artesanos de Britania, copiaran algunas frases de
importantes pasajes de la Eneida de Virgilio, pero probablemente las
conocieran por los ejercicios de escritura, no porque poseyeran una cultura
literaria o teatral. Cuantos más textos encontramos en latín fuera de las clases
cultas, en papiros, graffiti u otras inscripciones, menos se parece ese latín a las
normas clásicas de nuestra gramática latina. En parte procedía de los italianos
que se habían establecido como colonos en las provincias, y no eran tan
instruidos como los oradores de Roma. El estilo es particularmente vivido en
las respuestas dadas por los cristianos de lengua latina en los juicios a vida o
muerte a los que fueron sometidos cuyas actas han llegado a nuestras manos.
Muchos de esos mártires no aprobarían un examen moderno de latín y
sacarían notas bajísimas.
La «liberalidad», al menos, es evidente en las ruinas del Imperio que se nos
han conservado y en los textos e inscripciones (en su mayoría procedentes del
elocuente Oriente griego) que dan testimonio de ella. Se dan en ellos las
gracias a los emperadores o se les celebra por proveer a las ciudades de
murallas y fortificaciones, acueductos, graneros y decenas de edificios
públicos. De todos los emperadores, Adriano fue el máximo benefactor de las
ciudades. Él fue quien personalmente transformó Atenas con su nueva
biblioteca, con un gimnasio, y con templos y pórticos igualmente nuevos. Los
edificios por él erigidos en otras ciudades de la provincia vinieron a resucitar
una Grecia que en general había caído a unos niveles bajísimos; también fundó
en el noroeste de Asia Menor un grupo de ciudades que llevaban su nombre.
Fue enormemente generoso con su ciudad natal, Itálica, en el sudoeste de
España. Convirtió aquel pueblo pequeño y aburrido en un lugar con la
fascinación de una gran capital, proveyéndole de calles y paseos amplios,
termas, un anfiteatro, unas obras de alcantarillado excelentes e incluso un
teatro. A pesar de todo, nunca regresó a Itálica como emperador. Sus
antecesores habían hecho más o menos lo mismo con los lugares que les
interesaban (excepto en general Tiberio, famoso por su tacañería), pero la
«liberalidad» de Adriano destaca entre la de todos los demás. Viajó más que
cualquiera de ellos y una visita imperial solía ser la causa de una proliferación
de nuevos edificios, como podemos comprobar por los efectos de las visitas de
Augusto al sur de la Galia y España.
¿Pero cuál era la fuente de esa «liberalidad»? Los emperadores podían donar
materias primas a sus beneficiarios, ya se tratara de madera de sus bosques
(Adriano era el dueño de los bosques de cedros del Líbano) o de buen mármol
de alguna cantera famosa. Sin embargo, esos bienes los habían confiscado,
requisado o heredado a expensas de la población local. Con mucha frecuencia
el favor de un emperador suponía la condonación de los impuestos pagados
por una ciudad durante un año o dos; en tal caso, la «liberalidad» se ejercía
con la producción de los propios provinciales. Durante ese período de
suspensión tributaria los impuestos se desviaban para sufragar los
monumentos públicos de la ciudad, pero para la masa de trabajadores que
pagaba la mayoría de ellos la medida no suponía ningún alivio.
Había otro tipo de generosidad de doble filo: la concesión de nuevas tierras en
las provincias a inmigrantes para su colonización. Para los colonos, dicha
concesión era bastante importante. Tras el ejemplo sentado por Julio César,
Augusto tuvo que establecer a sus veteranos quizá en sesenta nuevas colonias
fuera de Italia, obligando a emigrar a más de 100.000 individuos. Las
«colonias» resultantes supusieron la mayor exportación de población desde los
tiempos de las conquistas de Alejandro. Estos colonos se establecieron en
calidad de ciudadanos romanos. Empezaron hablando latín y sus ciudades,
cultos y edificios solían evocar a los de la propia Roma. El culto de las tres
grandes divinidades del Capitolio romano (Júpiter, Juno y Minerva) ocupaba un
lugar destacado en los principales santuarios de las colonias, junto con los
sacerdotes al estilo romano. No obstante, en el Oriente griego la impronta
«romana» no fue habitualmente muy duradera. Los matrimonios con la
población local y la asimilación a la poderosa cultura autóctona hicieron que las
colonias tendieran a pasarse al griego al cabo de algún tiempo: Bérito (la
moderna Beirut) siguió siendo, no obstante, un obstinado bastión del latín y del
derecho romano en el Líbano.
El mapa urbano de las colonias podía resultar espectacular en poco tiempo.
Antioquía de Pisidia, en el sur de Asia Menor, fue fundada en una curiosa
colina y rápidamente se hizo con un templo enorme dedicado al culto de
Augusto. Probablemente se accediera a él a través de una gran puerta de triple
arco (que le fue dedicada en 2 a.C.) y una serie de calles rectas, flanqueadas
de esculturas y otros edificios imperiales, resaltaban el conjunto de manera
espléndida. En el sudoeste de España, la ciudad de Emérita (la actual Mérida,
cuyo nombre «Merecida [por los veteranos]» no podía ser más elocuente),
situada en la confluencia de dos ríos, fue fundada en 25 a.C. El suministro de
agua se aseguró con la construcción de tres hermosos acueductos nuevos; la
ciudad disponía de puentes, termas y, en poco tiempo, pudo contar con un
conjunto de centros de ocio (un teatro construido en 16 a.C. y un anfiteatro
destinado a los espectáculos sangrientos, que data de 8 a. C). El éxito mayor
se lo llevaría el lugar destinado a las carreras de carros, el circo, construido
probablemente en tiempos de Tiberio siguiendo el modelo del Circo Máximo de
Roma. Los caballos españoles eran magníficos y siguieron celebrándose
carreras en el circo durante siglos, incluso una vez acabada la dominación
directa de Roma. Por otra parte, en el foro había un gran pórtico con esculturas
que imitaban las estatuas del gran Foro de Augusto en Roma.
En Antioquía de Pisidia, varios miembros de la familia Julio-Claudia fueron
elegidos para ocupar las magistraturas municipales in absentia. Se trataba de
una honorificencia muy astuta, pues, como cualquier otro magistrado, se
suponía que concederían numerosos beneficios a «su» ciudad. En otros
lugares, la iniciativa de los gobernadores romanos fue también importante;
influyó en el desarrollo arquitectónico de Emérita, lo mismo que el papel del fiel
Agripa, que también tuvo mucho que ver en todo ello. En el curso de sus viajes,
Agripa mostró un interés personal por las obras de construcción: mandó erigir
un odeón para impresionar a los atenienses, y es muy probable que patrocinara
la enorme cubierta del edificio, para la cual fueron necesarias vigas de
dieciocho metros. Quizá patrocinara también la techumbre todavía mayor, de
casi veinticinco metros de anchura, que cubría el gran templo de Zeus en,
Baalbek, en el nuevo territorio de Bérito, donde también desarrolló sus
actividades. Las grandes hazañas constructivas y las agresiones contra el
paisaje atrajeron siempre a los romanos y sus arquitectos. Ése es el motivo de
que construyeran grandes calzadas en Italia para Trajano o de que ayudaran a
Adriano a abordar un problema planteado desde hacía muchísimo tiempo, la
desecación del lago Copáis, en Grecia central. La principal finalidad de las
calzadas romanas no era el comercio ni el «desarrollo provincial»: tenían un
carácter militar y gubernamental, y facilitaban la intercomunicación entre la
clase dirigente.
Allí donde se establecían los colonos, había otros que tenían que irse o a los
que no se dejaba entrar, pues las recompensas en forma de tierras que
recibían los veteranos no se hallaban situadas necesariamente en territorios
vírgenes. No obstante, las nuevas y espectaculares ciudades de colonos
fomentaron la imitación en la población autóctona. Poco después de la
fundación de Mérida, vemos la misma estructura repetida en una ciudad mucho
más sencilla, Conímbriga, situada al noroeste de la Lusitania. Conímbriga no
era una colonia de veteranos, pero se hallaba situada en una zona rica en
metales que indudablemente atrajo a muchos explotadores italianos antes de
que la ciudad se desarrollara como tal. En tiempos de Augusto los ciudadanos
ilustres de Conímbriga construyeron unas termas bien provistas de agua
gracias a un acueducto, y levantaron un impresionante foro con un templo,
pórticos y edificios públicos. La nueva Mérida de los romanos fue copiada por
sus vecinos: ¿deberíamos, pues, suponer que también en otros lugares los
provinciales se «romanizaron» a sí mismos?
Los imperios modernos han visto este proceso como una «bendición», lo
mismo que sus propios ideales, y lo han atribuido a una «misión civilizadora».
Desde luego podemos hablar de nuevos modos de vida e importaciones de
Roma que llegaron mucho más allá de los lugares en los que se establecieron
emigrantes de lengua latina. Un ejemplo muy extendido es el de las termas,
amenidad cívica que llevó una nueva costumbre social a Oriente y a Occidente.
Pero también las costumbres nacionales cambiaron. Durante la dominación
romana, las poblaciones de Galia y de Britania empezaron por propia iniciativa
a construir casas de piedra, no de madera o paja, y a comer en vajillas de loza
fina y brillante, cuyas formas correspondían a nuevos gustos culinarios y a
nuevos modales en la mesa. La degustación de vino sustituyó la vieja
costumbre prerromana de no beber prácticamente nada más que cerveza. Se
produciría también aceite de oliva a gran escala para el uso de los provinciales,
tanto en el sur de España como en ciertas zonas del interior del norte de África
que ahora forman parte del desierto. La salsa de pescado salado, especialidad
italiana, se convirtió en el aderezo favorito fuera de Italia, mientras que las
casas al nuevo estilo trajeron consigo nuevas divisiones de los espacios y
quizá nuevos límites cotidianos entre hombres y mujeres, entre adultos y niños.
En los espacios públicos, inscripciones y estatuas empezaron a honrar a los
benefactores que se vieron atraídos hacia un nuevo tipo de intercambio público
de regalos. A cambio de su munificencia, esos individuos recibían como regalo
honores que eran registrados públicamente, concedidos ante el nuevo centro
de atención de la población ciudadana, ya fuera en España, en la Galia o en el
norte de África. Esos intercambios fomentaron también la rivalidad social entre
los propios benefactores.
Esa «romanización» fue, dicho con más precisión, una italianización. Los
soldados veteranos, los comerciantes emigrados a las distintas provincias, los
amigos que los reclutas provinciales hacían en el ejército, no eran romanos
como los habría imaginado Catón el Viejo. La enorme población de Roma
seguía siendo un conjunto mixto, que ya no era (ni nunca había sido)
puramente «romana» por su origen. La mayoría de los colonos «romanos»
procedían de ciudades de Italia que se habían romanizado en tiempos de la
República. Lo que anteriormente hicieran los romanos con los italianos, lo
harían ahora los italianos con los provinciales. Pero éstos tampoco eran una
página en blanco; por el contrario: tenían sus propias culturas, que variaban de
una provincia a otra. El griego y el arameo, el hebreo y el egipcio eran lenguas
especialmente fuertes en Oriente, mientras que la cultura púnica del sur de
España y del norte de África era la más vigorosa de Occidente. ¿Se adaptó,
pues, la italianización para acomodarse a los modos de vida ya existentes de
los provinciales y, si fue así, cómo deberíamos describir este proceso? Los
historiadores suelen ahora jugar con las palabras con el fin de darle cabida en
su totalidad: ¿los súbditos de Roma prefirieron «aculturarse» o más bien se
«transculturaron» desarrollando una cultura que era una mezcla de elementos
viejos y nuevos? ¿O cabría hablar, por el contrario, de una «subculturación»?
Indudablemente el proceso debió de variar de un lugar a otro. En la remota
Britania, según el historiador Tácito, se vio facilitado por el gobernador
Agrícola, suegro del propio escritor. Agrícola, nos dice Tácito, fomentó la
construcción de «templos, foros y casas». 509 Arqueológicamente todavía no
podemos valorar esa iniciativa, y por tanto la tendencia habitual consiste en no
confiar en sus palabras, pues lo que estaba escribiendo Tácito era un libro
sumamente favorable a su protagonista. Pero en el Oriente griego hay decenas
y decenas de casos bien documentados en los que los emperadores o los
gobernadores fomentaron efectivamente ese tipo de edificaciones, y en
comparación con esos lugares Britania era un territorio salvaje y conquistado
hacía muy poco. Como ocurriera en Oriente, puede que fueran enviados
especialistas del ejército para que contribuyeran a lanzar los primeros
proyectos arquitectónicos. Es posible que se desviara parte de los impuestos
para acelerar el comienzo de las obras: dentro del Imperio en general la
iniciativa de Agrícola no carecería de precedentes, como los arqueólogos
locales de Occidente sugieren en ocasiones.
Como yerno suyo que era, Tácito dice que la actuación de Agrícola era un
modo de inducir a la molicie a un pueblo belicoso por medio de los placeres,
con el fin de acostumbrarlo a «la paz y la tranquilidad»: si Tácito pensaba de
ese modo, su suegro también debió de pensar en unos términos igualmente
realistas. Se dice, seguramente con razón, que los hijos de los caudillos
britanos fueron iniciados rápidamente en la educación latina. El uso de la toga
se «extendió» y, en opinión de Tácito, se produjo una gradual caída en «vicios»
seductores, fomentados por la aparición de «pórticos, termas y cenas
elegantes». Los britanos, en su ingenuidad, «llamaban civilización a lo que
constituía un factor de su esclavitud». 510 En este sentido Tácito utiliza uno de
sus contrastes favoritos (en realidad muy del gusto de todos los antiguos),
entre los valerosos bárbaros «libres» y los súbditos «esclavizados» de carácter
muelle. Aun así, no tiene por qué haber sido el único que viera en el «lujo» un
medio conveniente de obtener el sometimiento imperial. En el sur de Britania,
esa «esclavitud» del placer ya había empezado algún tiempo antes de que
llegara Agrícola a la isla, como demuestran los hallazgos arqueológicos
efectuados en Londres o en St. Albans y de forma más evidente aún en Bath.
La costumbre romana de las termas fue imitada rápidamente por los
provinciales: las fuentes termales existentes en Bath eran utilizadas ya por los
romanos para sus baños en ca. 65 d. C, casi veinte años antes de la llegada de
Agrícola.
En otras provincias menos bárbaras, los gobernadores y los emperadores
seguramente fomentaron este tipo de actividades para salvaguardar la paz y la
tranquilidad. En cualquier caso, no hacía falta tampoco mucho estímulo por
parte de las autoridades. Por propia iniciativa, las clases altas de cada lugar
mostraron rápidamente su apego por los nuevos modos de ostentación y de
rivalidad que ofrecía Roma. Podían obtenerse nuevos títulos y se podía hacer
alarde de nuevos privilegios. Esa «ostentación del estatus» se revela incluso en
las obras de arte más personales que se nos han conservado en cualquiera de
las provincias del Imperio: nos referimos a los retratos sobre plancha de
madera que acompañaban a las momias egipcias y que datan desde
aproximadamente 40 d. C. en adelante. Hombres y mujeres aparecen
inmortalizados en estos retratos sumamente realistas, como si no existiera la
vejez, pero a la vez estas representaciones muestran una clara conciencia del
estatus del individuo. 511 En su mayoría están pintados sobre tablas de maderas
especialmente importadas al efecto, de tilo o de boj. Algunas mujeres lucen
peinados de moda, pendientes y joyas que conocemos en la Italia de la época,
aunque sólo uno de los retratados ostenta nombres de ciudadano romano.
Quizá, como las máscaras funerarias romanas, estos retratos fueran exhibidos
en los cortejos fúnebres: resulta tentador relacionarlos con los miembros o
pretendidos miembros de la clase privilegiada de lengua griega de las
principales ciudades de Egipto, con unos individuos que se habían beneficiado
del Imperio gracias a la exención del pago del impuesto de capitación. Su
cultura de los retratos los caracterizaba como personas distinguidas, por
encima de sus inferiores, obligados a pagar los impuestos sobre la persona.
En las provincias, muchos otros nuevos tipos de ostentación eran más
confortables y mucho más elegantes que la vida llevada en el país antes de la
llegada de los romanos. En tiempos de Augusto, el símbolo más famoso de paz
campestre, la villa rural, ya se había extendido mucho por el sur de la Galia. En
Britania, el apogeo de este tipo de residencia se produciría más tarde y habría
de pasar un siglo o más antes de que los terratenientes de Somerset o
Gloucestershire pudieran jactarse de vivir en una verdadera casa de campo,
con pavimentos de mosaico y felices recuerdos de sus jornadas de caza, bajo
el patrocinio (en los Cotswolds) de su característico joven dios de la caza. A los
romanos debe Gran Bretaña muchos de sus árboles «autóctonos», el cerezo o
el nogal. También les debe muchos ingredientes de la mejor cocina, el culantro,
los melocotones, el apio o las zanahorias. A ojos de un romano culto, la cultura
rústica de los britanos probablemente resultara más bien curiosa, con sus
edificios de imitación y el sabor local de su estilo de vida. Hubo sólo un área en
la que los intercambios fueron de igual a igual. Parece que los italianos
introdujeron el gato doméstico en la Galia; y, a su vez, los perros de las
provincias transformaron las jaurías de los italianos. En este terreno se produjo
un progreso real, según contaban algunos en tiempos de Adriano, más allá de
las razas caninas que habían conocido hasta entonces los griegos.
En nuestra época de religiones exclusivas, la religión puede parecer un tipo
exportación más conflictivo. Los cultos religiosos de Roma y el del propio
emperador fueron fomentados en las capitales de las provincias, y
curiosamente también se convirtieron en objeto de rivalidad. Según Tácito, el
templo del divino Claudio, el emperador divinizado, en Colchester, en Britania,
era la «fortaleza de la eterna dominación» y había llevado a la ruina a
numerosos britanos ilustres, «que bajo el pretexto del culto... gastaban en él
sus fortunas». 512 No había forma de parar la extravagancia de los líderes en
este nuevo e impetuoso juego de la «dinastía». Por otra parte, ni los
emperadores ni los senadores mostraron el menor interés por civilizar a los
provinciales en nombre de la difusión de la verdadera religión. En la Galia y en
Britania, la religión «druida» prerromana fue suprimida activamente, pero sólo
debido a los aspectos bárbaros que contenía (entre otros probablemente los
sacrificios humanos): el carácter moral de los cultos había sido desde siempre
una preocupación de los romanos. Es probable que un interés semejante se
oculte tras la injerencia de Adriano en las actividades de los judíos de Judea.
Sin embargo, las creencias en sí no planteaban ningún problema: las
divinidades locales, con tal de que fueran moralmente inocuas, eran
identificadas con otras grecorromanas y recibían simplemente un doble nombre
(por ejemplo, «Mercurio Dundas»). Los romanos residentes y las clases altas
locales solían venerar al dios sólo con el nombre grecorromano, mientras que
los más humildes preferían la forma doble más explícita. En la medida en que
la religión romana se interesaba por el éxito y el bienestar mundano, los
politeístas no romanos podían adaptarse a los nuevos compuestos sin
dificultad: al fin y al cabo, todos tenían las mismas prioridades.
Si tomamos el derecho romano y la ciudadanía romana como los indicadores
verdaderamente importantes, hubo un interés por parte de las autoridades
romanas en extender uno y otra, pero incluso ese interés es algo muy distinto
del fomento activo de la inclusión social o de la misión civilizadora. La
ciudadanía romana era concedida tradicionalmente a cambio de determinados
servicios; Augusto había sido muy parco en este sentido y había llevado un
registro en Roma de los pocos individuos que habían merecido dicho honor.
Incluso Claudio había seguido el mismo principio, por mucho que diga una
sátira de su época en la que se asegura que deseaba poner togas de
ciudadanos a todos los habitantes de la Galia y de Britania. Una de las vías
para la obtención de la ciudadanía era el servicio militar en las tropas
auxiliares; otra, el servicio como magistrado de la clase alta en ciudades
especialmente designadas, los municipia. La concesión del rango de
municipium a una ciudad del Imperio Romano no era automática. Hasta la
década de 70 d. C. no se lo concedió el emperador Vespasiano a las ciudades
de España (probablemente a las de toda la Península Ibérica). Incluso en este
caso, el gesto se debió principalmente a una recompensa calculada. España
había desempeñado un papel importante en la guerra civil recién acabada y por
lo tanto las autoridades de las ciudades necesitaban una muestra de favor.
Gracias a las inscripciones descubiertas últimamente, ahora podemos
reconstruir mejor los rasgos generales de una «ley municipal» general para
España. 513 La concesión inicial del rango de municipio confería a los
magistrados de la ciudad el derecho a adquirir la ciudadanía romana. Cabe
resaltar que la ciudadanía romana no eximía al beneficiario de la obligación de
servir a su ciudad natal con las liturgias que fueran necesarias. Tenía que
dedicarle tiempo y recursos: los emperadores deseaban que siguiera habiendo
ciudades fuertes en las provincias, pues en ellas se basaba sobre todo la
recaudación de impuestos, y Augusto había declarado explícitamente que los
ciudadanos romanos seguían teniendo obligaciones en la esfera local. Así
pues, las clases altas tendrían que sufragar la mayor parte de las amenidades
de la vida municipal, continuando con un modelo que había comenzado en las
ciudades-estado de la Grecia arcaica y que había ido extendiéndose a medida
que fueron multiplicándose las ciudades en los territorios dominados por los
romanos.
En la Atenas clásica, el desempeño de las liturgias había permanecido siempre
al margen del ejercicio de las magistraturas. Fuera de las antiguas ciudades-
estado griegas esta diferenciación entre munificencia y cargos políticos
desapareció, incluso antes de las conquistas romanas. Tampoco se observó en
los nuevos municipios. En los municipia de España, los magistrados eran
seleccionados sólo entre los consejeros municipales, y éstos eran escogidos
únicamente entre los ciudadanos acaudalados. Había que pagar un canon de
ingreso para entrar en el consejo, y el cargo de consejero era vitalicio. Luego el
consejero debía «prometer» actos de munificencia o aceptar el desempeño de
liturgias como magistrado. Por supuesto no existía selección por sorteo ni
participación popular en el consejo como las que habían existido en la Atenas
clásica. Por otra parte, el «derecho latino» no estaba pensado como un estadio
intermedio en el camino hacia la plena ciudadanía romana para todos los
habitantes del Imperio. Era un fin en sí mismo, una cuidadosa limitación de la
ciudadanía romana a los órdenes superiores de una comunidad. La ciudadanía
romana protegía a este tipo de gentes frente a la violencia arbitraria de los
funcionarios romanos y les permitía contraer matrimonios válidos con otros
ciudadanos romanos. Tenían además la facultad de hacer testamentos y
contratos que podían ser considerados válidos según el derecho romano por
los funcionarios del Imperio. A cambio, la ciudadanía los vinculaba fuertemente
a los intereses de Roma. Era una parte importante del «dominio de clase» del
Imperio.
No obstante, los demás habitantes de estos «municipios» se vieron afectados
también por el nuevo estatus de sus ciudades. Se suponía que debían
participar de los cultos romanos y que los tratos que hicieran unos con otros se
ajustarían también al derecho civil romano en su condición de «latinos». Los
que ya comerciaban con ciudadanos romanos habrían encontrado muy
conveniente esta provisión, aunque para la mayoría resultara un tanto
desconcertante. Entre 70 y 80 d. C. no había códigos de leyes ni escuelas
locales de jurisprudencia y es muy probable que el verdadero conocimiento del
derecho romano fuera bastante raro entre los provinciales, como sigue siendo
hoy día entre la mayoría de nosotros. En principio, las leyes romanas afectaban
a muchos asuntos familiares, empezando por las herencias y el matrimonio, la
liberación de los esclavos y los enormes poderes que sobre su familia tenía un
padre romano. Pero indudablemente todo esto podía resultar confuso. Según
afirman algunos, el derecho municipal en España se debió al intento del
emperador Domiciano de regular en las ciudades los abusos y las «prácticas
hispanas» a raíz de que Vespasiano les concediera el derecho latino. Detrás de
esos privilegios debía de ocultarse más una inspiración y un ideal que una
realidad en todas las cuestiones de detalle.
En Oriente, en cambio, ese «derecho latino» no fue concedido a las ciudades.
Los líderes de la vida civil griega tenían ya su propia cultura, por lo demás muy
fuerte, y por lo tanto los romanos dejaron que siguiera adelante. La ciudadanía
romana era más rara en Oriente, especialmente en las provincias en las que no
había legiones (los legionarios eran ciudadanos romanos). La tranquilidad y la
lealtad se habían conseguido en ellas mediante el apoyo prestado a las clases
altas frente a las más humildes, y por lo tanto no fue necesario concederles
ningún otro privilegio. No obstante, en algunos casos concretos podemos ver el
derecho romano en acción en Oriente. Durante el reinado de Adriano, tenemos
ocasión de observar sus formalismos en la petición civil presentada por una
mujer judía, Bábata, parte de cuyos documentos se nos ha conservado en una
cueva del desierto de Judea. Como Bábata quería agilizar su pleito ante un
gobernador romano, parece que encontró a alguien que le redactó su petición
en griego en unos términos que el gobernador habría sabido reconocer gracias
a su cultura romana. Es indudable que otros solicitantes harían lo mismo, pero
lo hacían por propia decisión y con marrullería, no por un imperativo legal.
En Oriente, la zona más sensible a la dominación de Roma fue precisamente
Judea. En tiempos del rey nombrado por Marco Antonio, Herodes el Grande, la
arquitectura civil clásica y el «lujo» habían experimentado un gran avance en la
región. También los sucesores de Herodes fundaron ciudades, incluso en la
zona norte del país, junto al mar de Galilea. El resultado de todo ello, sin
embargo, no fue la paz y la tranquilidad. En 6 d. C., diez años después de la
muerte de Herodes, Augusto puso a Judea directamente bajo su dominio. La
consecuencia fue, como de costumbre, la confección de un censo romano, que
encontró un fuerte rechazo por parte de algunos judíos que citaban
determinados pasajes de las Escrituras para oponerse a él. Según un
determinado grupo, la lealtad sólo se debía a Dios: este grupo daría lugar a los
zelotas (o sicarii, «navajeros», según el nombre que les dieron sus víctimas), la
única «filosofía» antirromana que surgió en todo el Imperio. 514 Fueron los
primeros terroristas del Imperio.
Durante su guerra civil en Oriente, Julio César ya había mirado a los judíos y su
religión con respeto. Los precedentes en este sentido se remontaban a los
reyes persas del siglo VI a.C. A partir de Augusto, los emperadores pagaron
para que se ofrecieran sacrificios en su nombre en el Templo de Jerusalén. La
mayoría de los judíos no recibía esos favores a disgusto, y en tiempos de
Augusto dichos favores fueron confirmados incluso a determinadas
comunidades judías de la Diáspora, diseminadas fuera de Judea, que a
menudo corrían serio peligro a manos de los habitantes de las ciudades
griegas, resentidos contra ellos. Bajo el Imperio Romano, los judíos quedaron
incluso exentos del servicio militar, que en otro tiempo se habían visto
obligados a prestar para los sucesores de Alejandro. Algunos romanos, por otra
parte, se mostraron muy susceptibles ante el antiguo dios de los judíos y ante
los lazos que unían su culto con un determinado código ético. Durante el siglo I
d. C. podemos rastrear la existencia de varios seguidores de la religión judaica
en la alta sociedad de Roma, especialmente entre las mujeres, que estaban al
margen de las estructuras de poder más activas de la vida romana (en las que
el judaismo estricto habría resultado más problemático). Además las mujeres
podían convertirse sin sufrir las molestias de la circuncisión.
No obstante, los estereotipos antijudíos seguían siendo habituales y no sólo
entre los griegos de Alejandría, donde se había originado el antisemitismo. A
los gobernadores romanos «políticamente incorrectos» de Judea les costaba
mucho trabajo respetar las peculiaridades étnicas locales. Los judíos se
caracterizaban singularmente por adorar a un solo dios y tenían estrictamente
prohibido que los gentiles entraran en su Templo. En cambio, sufrieron una
serie de insultos y ofensas de los romanos, por ejemplo la introducción en
Jerusalén de los estandartes militares y sus efigies, o la grosera actitud
mostrada por un soldado romano que ventoseó sonoramente ante la airada
multitud de los judíos. Durante el reinado de Claudio, la provincia de Judea se
convirtió en el juguete de los favoritos del emperador. Primero, fue asignada al
nieto de Herodes el Grande, Herodes Agripa I, que ayudó a Claudio cuando
subió al trono de forma harto curiosa; luego fue a parar a Félix, hermano de
Palante, el presuntuoso liberto de Claudio, que intrigó para que éste contrajera
fatalmente matrimonio con Agripina (Félix puso incluso el nombre de la
emperatriz a una ciudad). No por casualidad se dice que Pablo, el cristiano,
disertó ante Félix «sobre la justicia, la continencia y el juicio venidero»,
llenándolo de terror. 515 Unos diez años después, la atractiva esposa de Nerón,
Popea, amañó el nombramiento de un desastroso gobernador de Judea
simplemente porque era amiga de su esposa. Probablemente no pretendiera
cometer ningún desaguisado; de hecho se había mostrado compasiva con una
embajada judía y, como una muestra más de su exquisitez personal, se dice
que mostró su simpatía por el dios de los judíos. Sin embargo, el individuo que
escogió como gobernador, Gesio Floro, por sus orígenes un caballero romano
nacido en una ciudad griega, no pudo ser más inoportuno. Suscitó
gratuitamente las iras de sus súbditos y contribuyó al estallido de una gran
guerra de los Judíos.
Las provocaciones de Floro fueron importantes porque afectaban a un terreno
extraordinariamente delicado. La dominación romana había ahondado las
tensiones ya existentes entre ricos y pobres en Judea y sus inmediaciones. Los
prestamistas italianos habían desarrollado sus actividades incluso en Galilea.
Al tratarse de una ciudad atestada de peregrinos, la economía de Jerusalén era
muy inestable; las divisiones entre los sacerdotes eran muy profundas y los
judíos de clase alta mostraban una disposición servil a colaborar con unas
autoridades romanas que no eran del agrado de todo el mundo. Pero
especialmente la falta de tacto de los romanos llegó a afectar a la vieja religión
del pueblo, que era además exclusivamente nacional. Por aquel entonces no
existía un solo «judaismo», pero todo el mundo llegaría a unirse frente al
aparente sacrilegio grosero de los romanos contra Yavé.
En 66 d. C. las clases altas de Judea y los grandes sacerdotes intentaron evitar
una sublevación general, pero el apoyo a la rebelión se vio fortalecido por la
acción de los extremistas, incluidos los zelotas. Dejaron de hacerse sacrificios
por el emperador en el Templo, de modo que las legiones romanas entraron en
la ciudad con el fin de sofocar la revuelta. Fueron precisos cuatro años de
duros y sangrientos combates, y las fases posteriores de la guerra acabaron en
el interior de Jerusalén, donde el conflicto se convirtió en una feroz lucha de
clases de judíos contra judíos, y no sólo en una guerra de judíos contra
romanos.
En agosto de 70 d. C. cayó finalmente la ciudad y, en castigo, el gran Templo
de Herodes y los principales edificios de Jerusalén fueron destruidos. La
desaparición del Templo cambiaría para siempre el foco de atracción del culto
judío. Los judíos, que siempre habían pagado tributos a su antiguo santuario,
se vieron sometidos en adelante a pagar un impuesto especial al templo de
Júpiter en Roma. En 116-117 estalló una segunda sublevación de los judíos de
la Diáspora, en un momento en el que el emperador Trajano estaba
combatiendo en una guerra en Oriente. Esta nueva rebelión no dejó una huella
en Judea, pero determinó la destrucción de las fortísimas comunidades judías
de Chipre, Cirene y, sobre todo, Alejandría de Egipto.
El acto final de la destrucción, como veremos, quedó para Adriano, que
provocó una tercera sublevación, esta vez dentro de la propia Judea, entre 13 2
y 135. La consecuencia fue otra enorme pérdida de vidas judías y la
transformación de Jerusalén en una colonia romana provista de templos
paganos, una ciudad en la cual tenían prohibida la entrada los judíos
supervivientes. En el curso de una generación, entre 70 y 135 d. C, la
insensibilidad de los romanos eliminó el único templo monoteísta (dedicado a
un Dios único y exclusivo) que había en su Imperio y borró a Judea literalmente
del mapa: la región recibió el nombre de «Siria-Palestina». Estas medidas
serían en último término actos de romanización, pero no fueron impuestas
como recompensa a los servicios prestados: ajuicio de los romanos, fueron la
consecuencia de una deslealtad verdaderamente única. Los disturbios, sin
embargo, los había provocado la propia Roma, y la solución final es el reflejo
de un romano de tendencias clasicizantes, Adriano, y el concepto que tenía de
un mundo clásico.
Y vosotros los ricos, llorad a gritos por las desventuras que os van a
sobrevenir. Vuestra riqueza está podrida; vuestros vestidos, consumidos
por la polilla; vuestro oro y vuestra plata, comidos por el orín, y el orín
será testigo contra vosotros y roerá vuestras carnes como el fuego.
Epístola de Santiago 5.1-3
Cuando [los miembros del Areópago] oyeron lo de la resurrección de los
muertos, unos se echaron a reír, otros dijeron: «Te oiremos sobre esto
otra vez».
Hechos de los Apóstoles 17.32, sobre la visita de San Pablo a Atenas
Nada, sin embargo, como el incendio del Capitolio los había [a los galos]
impulsado a creer que el fin de nuestro imperio se acercaba. Roma
había sido tomada en otros tiempos por los galos, pero, quedando
intacta la sede de Júpiter, el imperio había subsistido; ahora aquel fatal
incendio era una señal de la ira celeste; la soberanía del mundo iba a
parar a los pueblos transalpinos: tales eran las profecías que en su vana
superstición pronunciaban los druidas.
TÁCITO, Historias 4.54, acerca de los años 69 y 70 d. C.
Cuando Vespasiano llegó por fin a Roma, nadie pudo poner en duda la
necesidad de instaurar un nuevo estilo de gobierno y de hacer frente a la
realidad de una manera distinta. Después de Nerón y de una guerra civil, las
finanzas se encontraban es un estado lamentable. Las reservas de grano
estaban prácticamente agotadas; el número de senadores había caído en
picado a raíz de la guerra civil; los distintos adversarios había proclamado la
«libertad», pero sus soldados se habían dedicado al saqueo, como ocurriera
cuando Octaviano se hizo con el poder. La ciudad propiamente dicha daba
pena. Al gran incendio de 64 habían seguido otros provocados en el curso de
los últimos conflictos. En medio de ese panorama, la Casa de Oro de Nerón
seguía en pie, como una afrenta gigantesca.
Inevitablemente, hubo que subir los impuestos. Italia seguiría exenta del pago
de tributo, pero los impuestos existentes experimentarían una notable subida, y
al poco tiempo se impondrían otros nuevos: llegaría a implantarse uno sobre la
orina de los urinarios públicos (que era utilizada para la limpieza de la ropa,
como aún lo era durante la primera guerra mundial). Vespasiano, un italiano
con los pies en la tierra, no se sentía particularmente atraído por la cultura
griega. Los turbulentos alejandrinos de Egipto se vieron obligados a pagar por
primera vez el impuesto de capitación, y la exención del pago de contribuciones
concedida a Grecia por Nerón fue revocada. Poco después los arcadios de
Tegea, en el sur del Peloponeso, tuvieron una ocurrencia particularmente
ingeniosa: afirmaron haber realizado el hallazgo de unas antiguas vasijas en un
lugar sagrado, tal como habían predicho los profetas, en las que aparecía
grabado un rostro muy parecido al de Vespasiano. Este descubrimiento
implicaba que, en lugar de ser «nuevo», Vespasiano era «antiguo»: se suponía
que el lugar de procedencia de los primeros reyes de Roma era Arcadia. Es
indudable que esos griegos explotaron al máximo su descubrimiento.
Vespasiano pudo sacar provecho inmediatamente de la derrota de los judíos.
Como ya no tenían un templo al que pagar regularmente, se les obligó al pago
de un impuesto especial para el templo de Júpiter en Roma. A diferencia del
que abonaban por su templo, el pago de este nuevo impuesto se hizo
extensible a las mujeres y los niños, y se imponía de forma general a todo
aquel individuo con una edad comprendida entre los tres y los sesenta años.
Los nuevos ingresos que se obtuvieron con esta medida fueron considerables.
A Vespasiano le encantaba el dinero, pero detestaba la extravagancia
personal. Era por lo tanto un blanco fácil de anécdotas y rumores divertidos. En
su funeral, resultó graciosísimo que el mimo que lo representaba en la
procesión (que por aquel entonces ya se había convertido en una práctica
habitual) preguntase a grito pelado cuánto costaba aquella ceremonia. La
respuesta, también a grito pelado, fue que costaba una suma ingente, a lo que
«Vespasiano» respondió que mejor hubiera sido darle un poco de ese dinero, y
arrojar su cuerpo al Tíber. Las excepciones venían a confirmar de manera
cómica su imagen general. Se decía que una mujer se había enamorado
locamente del viejo emperador y que le había suplicado que se acostara con
ella (¿tras la muerte de Cénide?). A cambio, se contaba que había recibido una
suma enorme, suficiente para que un individuo pudiera entrar a formar parte del
orden ecuestre. El chiste, sin duda, era que la mujer habría cobrado por su
destreza en la monta del emperador. Se decía que luego Vespasiano, cuando
su administrador le preguntó cómo quería que se anotara la suma en los
registros, respondió: «por la pasión inspirada por Vespasiano». 531 Todo debía
ser contabilizado, incluso el buen sexo después de comer.
En las provincias había determinadas lealtades que se conseguían a cambio de
pequeños privilegios y títulos (a España se le concedió el «derecho latino»): las
compensaciones económicas eran otra cuestión. En Roma, sin embargo, un
emperador no podía permitirse el lujo de no gastar en nada. Los guardias
pretorianos debían ser recompensados, pero en esa ocasión se optó por
cambiarlos, para no tener que pagar demasiados sobornos. Los que fueron
retirándose gradualmente formaron sin duda el grupo de afortunados colonos
de un curioso fenómeno, las escasas colonias que Vespasiano se atrevió a
fundar en la propia Italia. Además, en Roma, a pesar de las restricciones
económicas, el emperador se veía obligado a gastar, pues no podía limitarse a
atesorar monedas y dejar a la sociedad sin dinero contante y sonante en
circulación. Una forma de gastar consistía en la construcción de obras públicas.
La mayoría de la plebe de la ciudad eran hombres que se dedicaban a todo tipo
de actividades comerciales, independientemente de cuál fuera su especialidad
o del grupo social al que pertenecieran: no dependían de la construcción de
obras públicas para ganarse su sustento diario, pero dichas obras les permitían
obtener un dinero extra muy conveniente junto a la mano de obra esclava que
también se dedicaba a ellas. En Roma, incluso durante la campaña para
dinamizar la economía, las nuevas construcciones de Vespasiano serían
mucho más grandes que las proyectadas por Pericles en Atenas. El edificio
llamado actualmente el Coliseo fue erigido en una parcela perteneciente a la
horrible Casa de Oro de Nerón. Con sus cuatro pisos, estaba pensado para el
pueblo, no sólo para el emperador, y constituía una verdadera «arena del
pueblo». También se consiguió subsanar el problema de los costes: los judíos
ayudaron a pagarlos con los bienes que les fueron expoliados tras la derrota de
Judea. Este botín también ayudó a financiar un nuevo templo programático de
la Paz, cuya superficie era diez veces mayor que el recinto que rodeaba al
famoso altar (Ara Pacis) erigido por Augusto en honor de la diosa. Los
elementos del recinto venían a realzar la imagen del emperador. 532 El Nilo
aparecía esculpido en forma de estatua de cuarzo con dieciséis hijos. En
Egipto una sacerdotisa nativa había profetizado acertadamente cuando
Vespasiano visitó el país al comienzo de su golpe de Estado en 69 que las
aguas del río se desbordarían al máximo, alcanzando los dieciséis codos de
profundidad (de ahí los dieciséis hijos): el monumento del emperador era una
clara alusión a su papel en el cumplimiento de la profecía. El resto de las
decoraciones de la «Paz» estaba formado por esculturas y obras de arte
antiguas, algunas de las cuales procedían del botín obtenido con el saqueo de
Judea, y otras habían sido traídas desde el mundo griego por Nerón. Había en
todo ello un claro mensaje para el pueblo. Lo que Nerón había robado para él,
Vespasiano lo «exhibía ahora ante el pueblo» en un templo público.
Sin embargo, al igual que le ocurriera a Augusto, la nueva dinastía no estuvo
exenta de adversarios. En lo que cabría definir como una prueba de su
sagacidad, Vespasiano, para sacar de Roma a dos odiados delatores de la
época de Nerón, decidió nombrarles gobernadores de sendas provincias. Sin
embargo, luego fue criticado por la principal voz del grupo filosófico de la
ciudad, el senador Helvidio. Una razón probable de este enfrentamiento tal vez
fuera la forma de legalizar la autocracia que encarnaba la nueva «ley» relativa
a los poderes del emperador. Otra, asociada a ésta, era las aspiraciones que
tenía Vespasiano para su propia familia. El emperador tenía dos hijos, de los
cuales el mayor, Tito, había conducido a las tropas a la victoria en Judea. Tras
regresar a Roma, Tito fue nombrado incluso prefecto de la guardia pretoriana.
Era la primera vez que un miembro de la familia imperial ostentaba semejante
cargo, pero detrás del nombramiento se escondía una sagaz artimaña, pues
limitaba el campo de acción que tenía la guardia para imponer un emperador
de su propia elección. Con el tiempo, Vespasiano y su familia llegarían a
ostentar el consulado con unos poderes que ni siquiera Augusto se había
atrevido a atribuirse. Por hablar mal de esta dinastía, Helvidio, el senador
filósofo, fue primero desterrado, y luego asesinado: probablemente Vespasiano
se refiriera a él cuando se dijo que, según parece, al abandonar el senado,
exclamó: «o me suceden mis hijos, o nadie». Aunque Vespasiano creó
distinguidas cátedras en Roma y Atenas y favoreció la enseñanza de la
oratoria, la gramática y la medicina en las principales ciudades de las
provincias, es evidente que la filosofía no gozó nunca con él de tanto favor.
Pero lo cierto es que fuera de Roma los maestros de filosofía seguirían
exponiendo distintas versiones de los valientes comentarios de Helvidio.
Según algunos, se demostró que Helvidio tenía razón. Tito, el hijo de
Vespasiano, tenía encanto, talento para la oratoria y un buen historial militar,
pero a mediados de la década de 70 se puso en contra de la opinión pública
cuando trajo a Roma a su controvertida amante. Era una princesa judía
llamada Berenice, hija de Agripa, el rey amigo de Claudio. Cuando llegó a
Roma la joven fue el blanco de las burlas de la plebe en el teatro. No se trataba
de una simple protesta de carácter xenófobo: Berenice solía tomar asiento
entre los consejeros del emperador, una decisión muy desacertada que le daría
la fama, merecida a medias, de ser una «nueva Cleopatra». 533 Más tarde fue
enviada juiciosamente al extranjero, tras una supuesta conjura en la que se
vieron implicados dos importantes senadores: según algunos, este episodio
sirvió a Tito para aislar a los dos individuos y conseguir deshacerse de ellos
antes de su ascensión al trono. También utilizó la supuesta intervención de
Berenice en esa trama para mandarla lejos de Roma.
El 24 de junio de 79 Vespasiano expiró, no sin antes exclamar:«¡ Ay!, creo que
voy a convertirme en dios»; el comentario contundente de un hombre que
pensaba en la inminencia de su culto. Tito lo sucedió, y lo que resulta más
curioso es que posteriormente Adriano afirmaría que en realidad el hijo había
envenenado al padre. En apariencia, Tito gobernó bastante bien durante dos
años. Obligó a los odiados «delatores» a desfilar en el anfiteatro antes de
desterrarlos: los emperadores que lo sucedieron repetirían el espectáculo. Ni
que decir tiene que su hermano Domiciano lo acusó de haber falsificado el
testamento de su padre. Con anterioridad, Tito se había jactado de que tenía
suficiente talento como para convertirse en un experto falsificador, y tal vez lo
utilizara contra los dos senadores, el «único crimen», quizá, que solía decir que
lamentaba. 534 Es probable que la temprana muerte de Tito, antes de que
concluyera el habitual período de luna de miel con el poder, beneficiara a su
reputación. Pero no benefició tanto a Roma: su hermano menor, Domiciano, lo
sucedió.
El cambio de dinastía no había transformado el viejo modelo. Domiciano seguía
teniendo las mismas debilidades que antes de convertirse en emperador. En
69-70, pese a haber sido el único miembro de la familia que se encontraba en
Roma, le fue negado todo tipo de distinciones militares. Sentía envidia de su
padre y de su hermano, y en cualquier caso, su carácter era desconfiado e
inseguro. De manera bastante acertada, más tarde sería recordado como el
«Nerón calvo», y no porque careciera simplemente de la buena presencia y los
espectaculares peinados de su predecesor. En 83 una serie de pequeños
éxitos militares en Germania dio mayor seguridad a Domiciano, pero lo que
vino después resultaría bastante familiar. Comenzó patrocinando las obras
culturales griegas y promocionó incluso a miembros del grupo de filósofos
existente en Roma; una de las razones de su actitud era que su padre
detestaba ambas cosas. Al igual que Nerón, promocionó el teatro, la música y
los certámenes atléticos griegos, para los que en 86 estableció las primeras
fiestas de la ciudad dedicadas plenamente a ellos; creó unas segundas fiestas
en su gran residencia campestre en cuyo programa también incluyó esas
actividades. Aún había tradicionalistas romanos que desaprobaban los
ejercicios gimnásticos y las pruebas atléticas de los griegos por sus
asociaciones con la desnudez y las «aborrecibles» relaciones sexuales entre
hombres libres. El patrocinio de Domiciano, en el corazón de la ciudad,
constituyó una importante contrapropuesta en los años en los que se formaron
los gustos del joven Adriano, el gran «filheleno» del futuro. Pero todo aquello
no era un capricho de Domiciano: se nos cuenta que la literatura y la lengua
griegas formaban parte ahora de la educación habitual de la juventud romana,
hasta el punto de que muchos «muchachos sólo se expresan y hablan en
griego durante un largo período de tiempo». 535 Las voces críticas constituían
por entonces una «minoría moral».
Más tarde Domiciano se enfadó con sus antiguos protegidos, los filósofos, y
durante una etapa de gran inseguridad, a finales de 93, permitió que fueran
acusados de favorecer a la oposición, sobre todo porque escribían biografías
de sus antecesores, «mártires de la oposición» en tiempos de Nerón. Fueron
días macabros, en los que los senadores tuvieron que transigir para no perder
la vida. También se produjeron ataques contra los simpatizantes del
cristianismo de la alta sociedad romana y contra los que eran acusados de
«adoptar maneras judías». Los intentos modernos de rehabilitar la imagen de
Domiciano son tan unilaterales como los rumores más virulentos contra su
persona que nos han llegado de la Antigüedad. Por algunos testimonios mejor
documentados sabemos que Domiciano solía retirarse a su gran villa
campestre (una de las dos que tenía) a las afueras de Roma, en los montes
Albanos, donde le gustaba disfrutar del descanso en el lago. Se irritaba con
tanta facilidad, que la barca en la que paseaba tenía que ser arrastrada por otra
nave en la que iban los remeros para que no le molestara el ruido de sus palas
contra el agua. 536 Resulta perfectamente comprensible que su esposa,
descendiente de Casio el «Libertador», no tardara mucho en preferir los
encantos de un actor a la compañía de su marido. En Roma, Domiciano sería
recordado como el colmo del humor negro. Se cuenta que una noche recibió a
un grupo de caballeros y senadores que había invitado a cenar en un salón
pintado de negro. Detrás de cada litera había dispuesto una piedra negra en
forma de lápida; unos muchachos pintados de negro se encargaron de servir
los diversos manjares, también pintados de negro, y que el silencio reinante en
la sala sólo se rompió cuando Domiciano empezó a «hablar exclusivamente de
muerte y asesinatos». 537
Al igual que Nerón, este emperador calvo tenía un eunuco favorito para
practicar el sexo; los versos que conmemoran el corte de los dorados cabellos
del eunuco para dedicárselos a los dioses no son, desde luego, los más
distinguidos de la poesía latina. Como ocurriera en tiempos de Nerón, la que
salió ganando fue la arquitectura romana. En Alejandría y en Oriente, incluida
Petra, la ciudad del desierto, ya se había dado en la arquitectura un audaz
esplendor barroco, que contrastaba marcadamente con el clasicismo repetitivo
del buen gusto augusto. Ese barroquismo volvía a tener ahora una oportunidad
en Roma. La lista de edificios que fueron restaurados o iniciados en la urbe
durante el reinado de Domiciano, es muy conspicua, pero el más impactante
fue el palacio que se hizo construir el emperador en el Palatino. Siempre tan
accesible y «civil», Vespasiano había evitado residir en esta colina, pero el
nuevo palacio de Domiciano fue erigido en ella, y sería terminado en 92 por un
genio de la arquitectura, Rabirio. Estaba dividido en dos partes, y para el
diseño de las estancias se hizo un empleo considerable de formas poligonales,
mármoles de colores procedentes de lejanas canteras, efectos de luz,
excepcionales alturas y largos pasillos. El hipódromo que se construyó en las
inmediaciones era, según parece, un elemento más de los jardines que unas
verdaderas instalaciones hípicas para la celebración de carreras. El gran
complejo palaciego estaba situado convenientemente sobre la anterior
edificación de Nerón, y cuando un millar de senadores y caballeros se sentaron
para cenar en el Salón de los Banquetes, el espectáculo resultó más
sorprendente que sombrío. Bajo un techo alto y dorado, «el ojo cansado
apenas lograba ver la cima», escribiría el poeta Estacio, «y cualquiera habría
pensado que era el techo dorado del cielo». 538 A estas dependencias se
llegaba a través de un templo del antiguo Júpiter. Se favorecieron las
comparaciones entre Domiciano y Júpiter y sus dos palacios, pero el propio
emperador afirmaba tener mayor afinidad con la diosa Minerva, señora de las
artes y la guerra. No obstante, en el palacio había numerosos espejos para que
Domiciano pudiera verse siempre las espaldas.
El carácter inseguro de este emperador y su amor por el «lujo» resultaban
intolerables, y al igual que Nerón, Domiciano fue asesinado por la servidumbre
de palacio. Como no tenía descendencia, los conspiradores que participaron en
la conjura tenían un amplio radio de acción para elegir a su propio candidato.
Curiosamente, su elección recayó sobre el anciano Nerva, a la sazón de
sesenta años de edad, un noble patricio y respetable senador que tampoco
tenía hijos. El pleno del senado aprobó este nombramiento, que por fin recaía
en un miembro de su orden ya maduro. No era sólo que hubiera compuesto
admiradas elegías latinas en su juventud, sino que en tres ocasiones, durante
los últimos treinta años, Nerva había recibido grandes honores tras solucionar
diversas crisis provocadas por la gestión de los emperadores. Sus antepasados
habían sido juristas, y probablemente él también tuviera un buen conocimiento
de la ley. En 71 había sido honrado de forma notable con un consulado: tal vez
en recompensa por coordinar durante los años anteriores los trabajos
relacionados con la «ley» sobre los poderes de Vespasiano.
Es Nerva, y no Tito ni Vespasiano, el que realmente fue el «buen» emperador.
Por fin los senadores de la época podrían proclamar la conciliación de la
«libertad» y el principado. Las monedas acuñadas durante su reinado hablarían
de la «libertad pública», y en una inscripción colocada en la «Sala de la
Libertad» de Roma se leía: «La Libertad Restaurada». Por supuesto, no es que
el sistema estuviera acabado, pero las asambleas populares de Roma pudieron
reunirse y ejercer la «libertad» mediante la aprobación de leyes. Las estatuas
del odiado Domiciano fueron fundidas, y el nombre de este emperador fue
eliminado de los monumentos. Pero hubo que sancionar los nombramientos y
los decretos de Domiciano: demasiada gente, incluidos los senadores, se
habían beneficiado de ellos.
Además de promover la libertad, Nerva supo comprender la importancia que
tenía el hecho de erigirse contra la injusticia y el lujo. Cambió y corrigió las
graves consecuencias que había tenido para los nuevos ciudadanos el
impuesto sobre las herencias, y moderó el extremismo con que se aplicaba el
impuesto hebreo a los judíos y sus simpatizantes. Los que delataban delitos
fiscales en sus provincias ya no podrían ser también jueces en el proceso; ya
no se demandaría a nadie por calumniar a la persona del emperador, y se
concedió apoyo público a la filosofía. Haciendo alarde de una gran
generosidad, Nerva puso a la venta tierras, e incluso prendas de vestir, de
propiedad imperial. Renunció al «lujo», y dispensó también su «liberalidad» a la
gente humilde de Italia: se reservó dinero para comprar parcelas de tierra para
esas familias. Se trataba de una política buena y justa, pero el sistema imperial
no se basaba sólo en la bondad. También estaban los importantísimos
soldados y las famosas guardias de Roma.
Con optimismo, las monedas acuñadas por Nerva proclamaban la «Concordia
de los Ejércitos». Sin embargo, a las tropas seguía gustándoles Domiciano,
que había subido el importe de sus pagas. Y en otoño de 97 los pretorianos
obligaron a Nerva a firmar la brutal ejecución de los asesinos de su predecesor.
Era evidente que era necesario alguien más enérgico y de carácter militar. Más
tarde corrieron rumores de que se había producido un verdadero golpe de
Estado, aunque probablemente fuera con su beneplácito que Nerva anunciara
la elección de un soldado como hijo adoptivo. Dicha elección recayó en
Trajano, un hombre procedente de una colonia de Hispania, hijo de un
distinguido militar, y al que respaldaba su experiencia con los ejércitos de
Germania. Detrás de ese plan de adopción podemos detectar la mano de dos
senadores, uno de ellos Frontino, antiguo gobernador de Britania, que se
distinguió por su campaña en Gales y que era la autoridad reconocida por
todos en materia de acueductos romanos.
Es probable que la nueva pareja formada por Nerva y su «hijo» hubiera podido
funcionar bastante bien durante algunos años, pues ambos se
complementaban mutuamente. Sin embargo, tres meses más tarde fallecía
Nerva de manera inesperada. Siguiendo los pasos de la dinastía Flavio
instaurada por Vespasiano, legó a su sucesor en Roma una clase dirigente que
inevitablemente había cambiado de tono y composición. No sólo habían
entrado en el senado individuos prominentes de habla griega procedentes de
Oriente (el patrocinio de Domiciano había sido importante en este sentido, en
consonancia con sus gustos culturales). Vespasiano, originario de la «pequeña
Italia», había contribuido a rellenar el senado con más individuos procedentes
como él de la «pequeña Italia». La confirmación oficial de sus poderes había
resultado aceptable para esos nuevos políticos, pero luego Domiciano se había
elevado muy por encima de ellos. En un claro desafío a sus valores y patrones
morales, Domiciano había desenmascarado tanto los puntos fuertes como los
débiles de lo que esos individuos representaban. A su muerte, los senadores
no tardaron en condenarlo, pero tampoco tardaron en justificar sus propios
actos y las componendas a las que recientemente se habían prestado. Como
en tiempos de Nerón, había muchas cosas sobre las que convenía no hablar.
Como diría acertadamente a Nerva en cierta ocasión un hombre de principios
en el curso de una cena, si los peores delatores de Domiciano hubieran
seguido vivos, sin duda habrían estado ahora cenando también con Nerva. 539
Desde Augusto hasta Adriano, los Príncipes romanos siguen viviendo para
nosotros como individuos. La razón de esta existencia después de la muerte
radica sólo de forma marginal en los restos arqueológicos que han quedado de
ellos; sus estatuas y sus construcciones no son más que un centro de difusión
de falsedades, pues presentan a sus mecenas como ellos deseaban ser
contemplados. Hasta Domiciano, los emperadores viven con tanta fuerza entre
nosotros porque aparecen descritos en diversos textos, en las biografías de
Suetonio y en las penetrantes historias de Tácito.
Estos dos autores eran amigos de Plinio. Suetonio, el más joven, se benefició
del patrocinio de este último: Plinio ejerció el «sufragio» para él, escribiendo y
pidiendo favores en beneficio suyo. Curiosamente, la palabra «sufragio» se
aplicaba ahora en sentido de intercesión, no (como antes) para indicar el
derecho de voto de un ciudadano romano. 575 Tácito, en cambio, no necesitaba
el sufragio de Plinio. Su formidable erudición ya había sido reconocida antes.
Tal es la razón de que en 88 fuera nombrado miembro del colegio de
sacerdotes encargados de supervisar los cultos extranjeros, uno de los cuales
habría sido el cristianismo. Tácito era un buen orador, y había desempeñado el
consulado tres años antes que Plinio. Éste publicó once cartas dirigidas a él
para demostrar una amistad que habría de dignificarlo. Como Plinio, Tácito
amaba la caza, pero también tenía un estilo, una perspicacia y una capacidad
de juicio de los que Plinio, su buen amigo, carecía.
Suetonio pertenecía al orden ecuestre. Tal vez su familia procediera del norte
de África. Nunca llegó a ser senador, pero ocupó tres cargos literarios en la
casa del emperador, entre otros, el de bibliotecario, y realizó interesantísimos
viajes. Estuvo con Plinio en Bitinia y más tarde con Adriano en Britania. En 212,
en esta última provincia, su carrera se vio truncada. Posteriormente corrieron
rumores de que en Britania se había comportado con «demasiada familiaridad»
con la puntillosa esposa de Adriano, Sabina.
La obra más famosa de Suetonio que se nos ha conservado es la Vida de los
doce Césares, que significativamente contenía una biografía de Julio César: no
se abstuvo de escribir una biografía del verdadero fundador del «Imperio». La
fuerza de las mejores de sus Vidas está en los vividos detalles que recoge y en
el uso (en el caso de la biografía de Augusto) de las propias cartas y la
autobiografía del emperador. A través de las anécdotas, las Vidas ponen de
manifiesto la afición de los emperadores por el «lujo» y observan el modo de
dispensar justicia de cada uno de ellos. Muestran cierto interés por la astrología
y por la reveladora afición de los emperadores por ella. Es también la mejor
fuente que poseemos para sus orígenes y su apariencia física. Los mejores
Príncipes, ajuicio de Suetonio, fueron Augusto y Vespasiano, las dos opciones
más evidentes.
Las Vidas de Suetonio se convirtieron en un modelo para posteriores autores
de biografías, especialmente para la importante vida del «emperador» post-
romano Carlomagno, escrita por Einardo (ca. 850 d. C). Sin embargo, su
comprensión de los hechos y su exactitud son limitadas. A medida que va
avanzando la obra, más numerosas son sus debilidades: quizá tras su despido
de Britania la investigación le resultara más difícil. Lo mejor de Suetonio son las
anécdotas, especialmente las relacionadas con episodios de su propia época.
¿Será verdad que Nerón se vistió con pieles de animales, salió de una jaula y
se puso a atacar las partes íntimas de varios hombres y mujeres que habían
sido atados a unas estacas, antes de ser gratificado sexualmente por un liberto
con el que se había casado? Tal era el cotilleo que se contaba unos cincuenta
años más tarde. Suetonio insiste también en que se enteró por «diversas
personas» de que Nerón estaba convencido de que nadie conservaba la
virginidad absoluta de todas las partes de su cuerpo, y de que todo el mundo
ocultaba este hecho. 576 Sus investigaciones dan testimonio, al menos, de las
actitudes posteriores de la gente ante el desenfreno de los Julio-Claudios.
Lo que pasa por alto Suetonio es el importantísimo tema de la libertad. En este
sentido, debemos dirigir nuestra atención a otro historiador contemporáneo
suyo mucho más grande, Tácito. Mientras que Suetonio era sólo un miembro
del orden ecuestre y un funcionario al servicio del emperador, Tácito era
senador y cónsul, esto es, pertenecía a un estrato social para el que la
«libertad» constituía un asunto vital. Plinio ya supo darse cuenta de que Tácito
era el verdadero genio de su época, un individuo con el que le convenía que lo
asociaran. Al igual que Plinio, Tácito no era natural de Roma. Casi con toda
seguridad procedía del sur de la Galia, tal vez de Vasión (la actual Vaison). No
obstante, el sur de la Galia estaba muy italianizado y ya no era más
«provincial» que el norte de Italia. Tácito progresó rápidamente en su carrera y
no tardó en alcanzar el consulado y después el gobierno de la gran provincia
de Asia: su encumbramiento fue todavía más rápido y más distinguido que el
del propio Plinio. La ascensión de Tácito, nacido en ca. 58, se ha visto
confirmada últimamente con mayor detalle gracias a los nuevos estudios a los
que ha sido sometido un documento que parece parte de su inscripción
funeraria, descubierta en Roma. 577
Al igual que Plinio, Tácito había prosperado como senador en tiempos de
Domiciano, pero es muy explícito a la hora de comentar los compromisos que
por aquel entonces se vio obligado a asumir. Como senador, conocía
perfectamente el peso que tenían la hipocresía y el engaño en la naturaleza
humana. La «libertad» era un valor fundamental para él, aunque también
confraternizaba con los hombres de su época «que sabían demasiado para
tener esperanzas». 578 Escribió sobre temas muy diversos, como, por ejemplo,
la oratoria (en la que supo diagnosticar con acierto la relación existente entre la
gran retórica y un contexto de libertad política), o su suegro, Agrícola,
gobernador de Britania (Tácito puso en labios de un jefe caledonio del norte
algunas palabras muy hermosas acerca de la «libertad»). Conocía muy bien lo
que era la vida en las provincias. Escribió cosas buenas acerca de las Galias
(pero ni una palabra sobre España). También compuso una obra muy notable
sobre Germania, donde su padre había prestado servicio y donde él mismo
probablemente desarrollara buena parte de su carrera. Decía que los germanos
amaban la libertad, pero no la disciplina. Que eran propensos a las emociones
fuertes, y que sus sacerdotes eran más poderosos que sus reyes. En su
exposición se aprecia realmente una fuerte dosis de reflexión y de observación,
y no se inventa a sus germanos atribuyéndoles simplemente lo contrario de los
vicios que imperaban en Roma. La obra ha sido calificada como «la más
peligrosa jamás escrita»; más tarde sería importantísima para la independencia
de los alemanes respecto de la Iglesia Católica Romana, y después también
para el patológico nacionalismo «alemán» de los nazis. La SS de Hitler
organizó una operación de alto nivel con el fin de arrebatar el principal
manuscrito de la Germania de Tácito a sus propietarios italianos, pero
afortunadamente fracasó. 579
Como muchos otros, Tácito quedó impresionado por los últimos años del
reinado de Domiciano. Fueron esas vivencias, y no la repentina «adopción» de
Trajano, las que más influyeron en su forma de interpretar la historia. Sus dos
obras maestras son las Historias, que van desde 69 hasta el reinado de
Domiciano, y luego los Anales, que se extienden desde la muerte de Augusto
hasta la de Nerón. Por desgracia ninguna de las dos ha llegado intacta a
nuestras manos, pero su estilo, su perspicacia y penetración humana las
convierten en las piezas clásicas de la historiografía romana.
Como «hombre nuevo» del senado, los conceptos sociales de Tácito no eran
desde luego liberales. No creía en la sabiduría política de la plebe, y tampoco
sentía respeto alguno por los hombres y mujeres que barrían para adentro y se
dejaban sobornar. De forma similar, tenía prejuicios contra los griegos y los
judíos. No obstante, apoyaba la política de inclusión que practicaba Roma con
los súbditos del imperio: revisó un discurso del emperador Claudio con el fin de
exponer explícitamente los méritos de esa inclusión (como provincial, se había
beneficiado de ella). Pero como hombre nuevo en Roma, le gustaban los
episodios caracterizados por el vigor de antaño, tanto en el campo de batalla,
como en el de la religión o la diplomacia. La forma de los Anales era propia
precisamente del viejo mundo: Tácito sigue la exposición de los hechos año por
año al modo de los primeros historiadores romanos, forma que ya había
existido mucho antes de que los emperadores transformaran la naturaleza del
Estado.
El máximo don de Tácito reside en su capacidad de ver el abismo existente
entre lo que se dice y lo que se hace y en su constante desconfianza de la
«propaganda» tendenciosa y la moralidad del gobierno de un solo hombre. Sus
investigaciones se basaron en la lectura de las «actas» de las sesiones del
senado, cosa que probablemente hiciera en las espaciosas dependencias de la
nueva biblioteca de Trajano en Roma. De forma brillantísima, supo apreciar el
estilo oratorio de los distintos emperadores y de sus épocas, pero sin perder de
vista los abundantes engaños y eufemismos oficiales acerca de los
acontecimientos. El reciente hallazgo de una inscripción en la que aparece la
respuesta oficial del senado a los acontecimientos ocurridos en la familia de
Tiberio en 20 d. C, confirma, en esencia, la perspicacia de la versión de Tácito
y su desconfianza de las nubes retóricas que envolvieron esos hechos.
Las constituciones teóricas, subraya Tácito, son difíciles de poner en práctica y
no tardan en fracasar. A diferencia de Cicerón, no perdió el tiempo en
repúblicas ideales ni alabó, como Tucídides, una «mezcla moderada» de
clases sociales opuestas. En los juicios de Tácito hay un sarcasmo
maravillosamente truculento. No es un pesimista incurable, pero se muestra
siempre cauto ante los acontecimientos y ante lo que sus protagonistas
pudieran estar ocultando. En él, la posteridad encontraría al historiador
supremo del gobierno absoluto, tanto en la forma que tuvo de apoyarlo como
de reaccionar ante él. Pues a pesar de su sarcasmo y su sentido de lo que se
había perdido, Tácito estaba dispuesto también a servir a un déspota (como su
amigo Plinio). Al tiempo que lamenta la libertad perdida, aboga por seguir una
vía intermedia en materia de política y espera que la casualidad o el destino
traiga a un gobernante que sea mejor y no peor. En la década de 30 a.C.
Salustio había descrito ácidamente la pérdida de la libertad de la República;
Tácito, heredero del estilo de Salustio, describe las consecuencias de esa
pérdida, pero no la manera de hacer que las cosas vuelvan a ser como antes.
Más adelante, el hincapié que hace Tácito en la libertad y en la adaptación
«moderada» a un gobernante intrigaría a Edward Gibbon y dejaría una
profunda huella en su Decadencia y caída del imperio romano: en cambio,
resultaría odioso para el fraudulento Napoleón. La época en la que más se
dejaría sentir su influencia sería el siglo XVII. Enseñó a los lectores de este
período cómo reaccionar frente al despotismo y cómo amar el concepto
contrario a éste, la «libertad». Tácito respondía también a sus preocupaciones
por el exceso de «favoritos» de la corte a los que los reyes de Inglaterra y del
resto de Europa de la época promovían de forma tan exagerada. Tácito había
sabido ver la necesidad de favoritos que tenían los monarcas y la debilidad de
los propios favoritos, ejemplificando una y otra en su descripción del odiado
Sejano, el valido de Tiberio, o de los caprichosos libertos de Claudio. 580 Pero
también señalaba cómo los déspotas inducen al servilismo, cómo la libertad se
convierte en una subordinación artera y cómo la justicia se ve distorsionada por
los delatores y los «soplones». Esta imagen de la difícil situación que vivían los
romanos se dejó sentir poderosamente en los juristas y los caballeros de la
política ingleses cuando tuvieron que hacer frente a las vanidades de Jacobo I
y a las lujosas exigencias de su sucesor, Carlos I. En Roma, los juristas habían
buscado obsequiosamente precedentes y un contexto adecuado para la
autocracia; en Inglaterra, en cambio, los juristas versados en los clásicos
defendieron el concepto de «libertad» cuya pérdida, en su opinión, había sido
descrita con tanta perspicacia por Tácito. Y, sin embargo, éste se dio cuenta de
que la plena libertad era imposible en el contexto del sistema romano existente,
y que ahora importaban otros valores distintos a los de la época republicana de
la juventud de Cicerón.
Para nosotros, sus análisis siguen siendo sumamente relevantes en la época
de gobierno de un solo partido, de «propaganda tendenciosa», de «favoritos» y
«democracias» vacías del verdadero significado de la palabra en que vivimos.
Las obras de Tácito, y no los estudios pseudo-burocráticos acerca de las
«estructuras» del Imperio Romano, siguen ayudándonos a comprenderlo como
es debido. Pues una razón importantísima de que cada década fuera distinta
son los personajes que Tácito supo captar de manera tan brillante y convertir
en protagonistas de las distintas épocas: el artero y maligno Tiberio, el estúpido
y pedante Claudio o el depravado Nerón. Lamentarse de que Tácito se centre
en la política de la corte, y no en las diversidades sociales y regionales por las
que se sienten más atraídos hoy día muchos historiadores modernos, es no
saber comprender el valor de lo que nos ofrece. Las figuras de los
emperadores tuvieron profundas repercusiones sobre toda la sociedad. Las
personalidades de sus mujeres inextricablemente enlazadas con las suyas
fueron también significativas para las estructuras y los acontecimientos.
Personajes como Mesalina y Agripina constituyen realidades distintivas de la
época de los Julio-Claudios, y sólo los que no conocen el papel desempeñado
por las mujeres de la alta sociedad en tales contextos probablemente
confundan sus retratos con ejercicios de mera retórica o con estereotipos de
los prejuicios machistas.
Las Historias de Tácito, en las que se describen los acontecimientos ocurridos
entre 69 y 96, serían la primera de sus grandes obras en ser concluida, y se
caracterizan por su brillante percepción de las diversas reacciones de los
soldados y del variado carácter de las gentes que vivieron el año de los cuatro
emperadores (69 d. C). Los Anales, que van desde el año 14 al 68, fueron
escritos a continuación. La fecha de su conclusión sigue siendo discutida, pero
todo parece indicar que también fueron compuestos en su totalidad durante el
reinado de Trajano. Su estilo, claro y mordaz, no hizo necesaria una gestación
más larga: Salustio y Cicerón habían estado en la base de la educación de
Tácito durante su juventud. No los escribió pensando en Adriano ni en los
controvertidos años iniciales del reinado de éste: la obra ya estaba acabada en
tiempos de Trajano. Tal vez fuera la aparición de las obras maestras de Tácito
lo que impulsó a Suetonio a emprender la redacción de las Vidas de los
emperadores del pasado, aunque empezando por la de Julio César, personaje
que Tácito no trató.
Al igual que Suetonio y Plinio, Tácito consideraba que el cristianismo era una
«superstición perniciosa». Observó, no obstante, que la gente sentía lástima
por aquellos cristianos a los que Nerón martirizó bajo falsas acusaciones.
Suetonio, en cambio, pensaba que Nerón había hecho bien. Para Tácito, el
gobierno de un Príncipe era un mal, pero en cierto modo un mal inevitable.
Siendo moderado, «civil» y respetuoso de las leyes, el emperador podía mitigar
ese mal, pero la que saldría perdiendo sería la libertad sin más calificativos.
Todavía podían defenderse algunos aspectos de esa libertad, especialmente la
libertad de expresión: los oradores de los Anales de Tácito se manifiestan
resueltamente en contra de la censura represiva, argumento que el propio
Tácito suscribe. Por eso, razona el autor, las leyes tampoco lograrán nunca
poner coto al lujo: los parámetros del lujo simplemente cambiarán o
evolucionarán con el paso del tiempo. Sin embargo, ni su concepción de la
libertad, ni la de sus oradores, coinciden con nuestra idea de libertad
democrática. Al fin y al cabo eran romanos y senadores. Cuando el retorcido
Tiberio presidía un proceso y expresaba sus deseos al respecto, su conducta
era reprobable a ojos de Tácito, incluso cuando las sentencias dictadas por el
emperador eran justas e imparciales. Pues con su actitud Tiberio estaba
socavando otro tipo de libertad: la libertad que tenían los senadores para
ejercer su influencia sobre otros, aunque, como verdaderos romanos, utilizaran
dicha influencia del modo más injusto.
Por eso se hizo famosa la siguiente anécdota jocosa relacionada con las
termas. En una ocasión vio a un soldado veterano al que había conocido
durante el servicio militar restregándose la espalda y el resto de su
cuerpo contra una pared. Le preguntó entonces por qué recurría a los
mármoles para rascarse y cuando le oyó decir que lo hacía porque no
tenía un esclavo que lo hiciera por él, le dio unos cuantos esclavos y el
importe de su mantenimiento. Otro día, sin embargo, varios ancianos
empezaron a restregarse contra la pared para provocar la generosidad
del emperador. Entonces los mandó llamar y les dijo que se rascaran
unos a otros.
ESPARTIANO, Vida de Adriano 17.6-7
BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA
Detallo a continuación los libros y artículos más importantes para. cada
capítulo; en ellos aparecen otras muchas fuentes que a menudo he incluido. El
espacio me ha obligado a realizar una selección de obras, pero las notas de los
capítulos y la bibliografía pueden dirigir al lector a las fuentes y a los estudios
de los principales temas que se tratan en este libro. El Diccionario del mundo
clásico, editado por S. Hornblower y A. J. Spawforth (Crítica, Barcelona, 2002),
es un óptimo punto de partida para familiarizarse con los distintos temas y
personajes, pues ofrece unos artículos excelentes perfectamente resumidos.
Asimismo recomiendo la segunda edición actualizada de The Cambridge
Ancient History, volúmenes III.2-XI (1982-2000). Muchos de sus capítulos
pueden ser el siguiente paso para los que deseen saber más. Existen muchos
otros estudios del mundo clásico, o de partes de él, compuestos por uno o dos
volúmenes. John Boardman, Jasper Griffin y Oswyn Murray (eds.), The Oxford
History ofthe Classical World (1986), tiene capítulos muy interesantes y sigue
conservando su valor. Paul Cartledge (ed.), Cambridge Illustrated History of
Ancient Greece (1998), trata más detalladamente cuestiones como el mundo
material y la mano de obra, sobre las que yo no he profundizado tanto. Greg
Woolf, Cambridge Illustrated History of the Román World (2003), es
actualmente el volumen temático que mejor lo complementa. Nigel Spivey y
Michael Squire, Panorama del mundo clásico (Blume, Barcelona, 2005), es un
estudio temático con numerosas ilustraciones. Charles Freeman, Egypt,
Greece andRome (2004), es un buen estudio en un volumen en el que se
incluyen otros mundos no clásicos. Muchos han mostrado su interés por Mary
Beard y John Henderson, Classics: A Very Short Introduction (1995). The Very
Short Introduction to Ancient Warfare, de Harry Sidebottom (2004), es una obra
increíblemente buena.
La mejor obra generalista de historia del arte griego es Martin Robertson, El
arte griego: introducción a su historia, vols. 1 y 2 (Alianza, Madrid, 1991). En
lengua inglesa, no hay una obra tan completa sobre arte romano con la que se
la pueda comparar, pero Paul Zanker, The Power of Images in The Age of
Augustus (1988) ha causado una gran impresión. La escultura está
perfectamente estudiada en W. Fuchs, Skulptur der Griechen (1993, 3.a ed.),
una guía de un solo volumen muy completa en la que se incluyen numerosas
fotografías. B. S. Ridgway, The Archaic Style in Greek Sculpture (1993),
Fourthcentury Styles in Greek Sculpture (1997) y Hellenistic Sculpture,
volúmenes I-III (1990-2002), constituyen las tres un excelente punto de partida
por etapas. J. G. Pedley, Greek Art and Archaeology (2002, 3.a ed.) es otra
obra que puede guiarnos muy bien, junto con un sinfín de estudios de J.
Boardman, especialmente The Diffusion of Classical Art in Antiquity (1994). En
la actualidad encontramos dos guías sobre arqueología en lengua inglesa
sumamente interesantes, dirigidas al experto, pero accesibles para todos:
Amanda Claridge, Rome: An Oxford Archaeological Guide (1998) y Antony
Spawforth y Christopher Mee, Greece: An Oxford Archaeological Guide (2001),
obra de gran utilidad, un manual importantísimo que nos introduce en la
«cultura material» griega visible.
Varios editores publican actualmente colecciones sobre los distintos períodos o
los temas más importantes de la historia de la Antigüedad. Los «temas clave»
de la Cambridge University Press son accesibles y compactos, y Keith Bradley,
Esclavitud y sociedad en Roma (Península, Barcelona, 1998), Peter Garnsey,
Food and Society in Classical Antiquity (1999) y Jean Andreau, Banking and
Business in the Román World (1999) son particularmente útiles para diversos
temas que he comprimido en estas páginas. Routledge publica una excelente
colección que amplía lo que aquí resumo: Robin Osborne, La formación de
Grecia, 1200-479 a.C. (Crítica, Barcelona, 1998); Simón Hornblower, The
Greek World after Alexander, 323-30 BC (2000); T. J. Cornell, Los orígenes de
Roma, c. 1000-264 a.C. (Crítica, Barcelona, 1999); Martin Goodman, The
Román World, 44 BC-AD 180 (1997). Fontana ha publicado una brillante
colección de estudios interpretativos más breves que también recomiendo:
Oswyn Murray, Grecia arcaica (Taurus, Madrid, 1998); J. K. Davies, La
democracia y la Grecia clásica (Taurus, Madrid, 1998); F. W. Walbank, The
Hellenistic World (ed. de 1992); Michael Crawford, The Román Republic (1978);
Colin Wells, The Román Empire (1992). Todos ellos constituyen la mejor
introducción resumida a esos períodos. Blackwells ha comenzado la
publicación de una serie más numerosa de manuales, entre los que destaca
Andrew Erskine (ed.), A Companion to the Hellenistic World (2003), y está
prevista la aparición de otros dos volúmenes muy prometedores. P. J. Rhodes,
A History of the Classical Greek World, 478-323 BC (2005) debe seguir siendo
considerado el estudio básico de este complejo período.
Junto con los volúmenes de Fontana, Routledge y Blackwells, recomiendo muy
particularmente una serie de colecciones de importantes artículos de la
Edinburgh University Press, entre los cuales cabría destacar por su brillantez P.
J. Rhodes (ed.), Athenian Democracy (2004), Michael Whitby (ed.), Sparta
(2001), Walter Scheidel y Sitta von Reden (eds.), The Ancient Economy (2002),
Mark Golden y Peter Toohey (eds.), Sex and Difference in Greece andRome
(2003) y Clif-ford Ando (ed.), Román Religión (2003).
Varias obras más antiguas siguen conservando su valor excepcional, de las
cuales recomiendo especialmente L. H. Jeffery, The Archaic States of Greece
(1976), E. R. Dodds, Los griegos y lo irracional (Alianza, Madrid, 2002); A.
Andrewes, The Greeks (1967); W. G. Forrest, The Emergence of Greek
Democracy (1968); W. W. Tarn y G. T. Griffith, Hellenistic Civilization (1952); E.
J. Bickerman, The Jews in the Greek Age (1988), una verdadera obra maestra;
P. A. Brunt, Social Conflicts in the Román Republic (1971) y J. P. V. D.
Balsdon, Life and Leisure atRome (1969), que sigue sin tener parangón.
Para los tres temas principales que trato en el presente libro, debo citar, a
propósito de la libertad, a Kurt Raaflaub, The Discovery of Freedom in Ancient
Greece (2004), con el que he mantenido a veces unas pocas divergencias, y a
P. A. Brunt, The Fall of the Román Republic (1988), 281-350, junto con C.
Wirszubski, Libertas as a Political Idea atRome during the Late Republic and
Early Principate (1950), con una buena reseña de A. Momigliano en Journal of
Román Studies (1951), 144-153. Paul S. Rahe, Republics Ancient and Modern,
volumen I (1994), es importante y constituye un verdadero desafío. Los
cambios en la administración de la justicia son un tema de gran complejidad, y
soy consciente de que a menudo lo he resumido demasiado. D. M. Mac-Dowell,
SpartanLaw (1986) y TheLaw in Classical Athens (1978) son dos obras
accesibles, junto con el viejo, pero no por ello menos brillante, estudio de R. J.
Bonner y G. Smith, The Administration ofJustice from Homer to Aristotle,
volúmenes I-II (1930-1938). Para Roma, John A. Crook, Law and Life ofRome
(1967), conserva intacto su valor, junto con Alan Watson, Rome ofthe XIITobles
(1975) para la época primitiva, y los excelentes capítulos de investigación de
Duncan Cloud y John Crook en Cambridge Ancient History, volumen IX (1994),
498-563, y Bruce W. Frier, ibídem, volumen X (1996), 959-979.
Para el tema del lujo recomiendo A. Dalby, Empire of Pleasures (2000), así
como D. Braund y J. Wilkins, (eds.), Athenaeus and His World (2000), junto con
L. Foxhall, en N. Fisher y H. van Wees, Ar-chaic Greece: New Approaches and
New Evidence (1998), 295-309, James Davidson, Courtesans and Fishcakes
(1998), J. Tondriau, en Revue des Etudes Anciennes (1948), 49-52, sobre los
Ptolemeos, y A. Passerini, en Studi italiani di filología classica (1934), 35-56. R.
Bernhardt, Luxuskritik und Aufwandsbeschrankungen in der Griechis-chen Welt
(2003) es también una obra a destacar. Para Roma, la bibliografía indicada en
el capítulo 31, «Lujo y libertinaje», representa un buen punto de partida.
Por supuesto, siguen siendo fundamentales las fuentes antiguas, incluidas las
inscripciones. Sus principales autores están traducidos al inglés en la colección
de Clásicos Penguin, o junto con los textos originales en la de la Loeb Library,
cuyos dos volúmenes sobre Amano por P. A. Brunt y los correspondientes a las
cartas de Cicerón y a los epigramas de Marcial por D. R. Shackleton Bailey
constituyen unos soberbios comentarios académicos por propio derecho.
CAPÍTULO 6. ESPARTA
W. G. Forrest, A History of Sparta (ed. 1980); M. Whitby (ed.), Sparta (2002);
Paul Cartledge, The Spartans: An Epic History (2002) y Spartan Reflections
(2001); Antón Powell y Stephen Hodkinson (eds.), Sparta beyond the Mirage
(2002); Antón Powell (ed.), Classical Sparta: Techniques behindHer Success
(1989) es una buena colección, especialmente los ensayos sobre la risa, la
bebida y el fomento de la armonía, así como un estudio muy perspicaz acerca
de la religión espartana, obra de Robert Parker. Parteneion, la obra
encantadora, y sólo comprensible en parte, de Alemán, ha sido recientemente
objeto de un análisis más profundo por G. O. Hutchinson, Greek Lyric Poetry
(2001); G. Devereux, en Classical Quarterly (1965), 176-184, es un excelente
estudio sobre los caballos; Daniel Ogden, en Journal of Hellenic Studies (1994),
85-91, nos guía perfectamente a través de los problemas que tuvo la Gran
Rhetra; Nino Luraghi y Susan Alcock (eds.), Helots and Their Masters (2003),
trata un tema muy poco documentado; Robin Osborne, «The Spartan
Exception?», en Marja C. Vink (ed.), Debating Dark Ages (1996-1997), 19-23,
resume con claridad los testimonios arqueológicos que han llegado a nuestras
manos.
1
AuloGelio, 19.8.5.
2
J. M. C. Toynbee, The Hadrianic School: A Chapter in the History of GreekArt (1934).
3
A. Spawforth, S. Walter, en Journal of Román Studies (1985), 78-104, y (1986), 88-105,
siguen siendo los principales estudios.
4
Corpus Inscriptionum Latinar um 12.1122.
5
Josefo, Guerra de los judíos 2.385.
6
Historia Augusta, Vida de Adriano 12.6.
7
Tertuliano, Apología 5.7.
8
William J. Macdonald, John A. Pinto, Hadrian's Villa and Its Legacy (1995).
9
R. Syme, Fictional History Oíd and New: Hadrian (1986, conferencia), 20-21: «La idea de que
Adriano era, si acaso, epicúreo puede provocar inquietud o disgusto». Hasta ahora no ha sido
así.
10
Sófocles, Antígona 821.
11
F. D. Harvey, en Classica et Mediaevalia (1965), 101-146.
12
Mary T. Boatwright, Hadrian and the Cities ofthe Román Empire (2000), un excelente estudio
cuya bibliografía es muy importante para el presente libro.
13
Naphtali Lewis, en Greek, Román andByzantine Studies (1991), 267-280, con la historia del
debate académico en torno a su autenticidad.
14
G. Daux, en Bulletin de Correspondance Hellénique (1970), 609-618, y en AncientMacedonia
II, Institute for Balkan Studies n.° 155 (1977), 320-323.
15
L. Godart, A. Sacconi, en Comptes rendus de V Academie des Inscriptions et Belles Lettres
(1998), 889-906, y (2001), 527-546.
16
S.Mitchel,en Journal ofRomán Studies (1990), 184-185, con la traducción de las líneas 40 ss.
de la inscripción de C. Julio Demóstenes en Enoanda (124 d. C).
17
Homero, llíada 6.528 y Odisea 17.323.
18
Homero, llíada 2.270.
19
Ibídem 16.384-392.
20
Ibídem 18.507-508
21
M. H. Hansen, en M. H. Hansen (ed.), A Comparative Study ofThirty City-state Cultures
(2000), 142-186, en 146.
22
W. D. Niemeier, en Aegeum (1999), 141-155.
23
J. D. Hawkins, en Anatolian Studies (2000), 1-31.
24
Plutarco, Cuestiones griegas 11.
25
Plinio, Historia natural 19.10-11.
26
S. Amigues, en Revue Archéologique (1988), 227.
27
S. Amigues, en Journal des Savants (2004), 191-226, donde pone en entredicho su
identificación recientemente reafirmada con la Cachrysferulacea.
28
Diodoro 13.81.5 y 83.3.
29
T. J. Dunbabin, The Western Greeks (1948), 77 y 365.
30
P. A. Hansen (ed.), Carmina Epigraphica Graeca, vol. I (1983), n.° 400: Robert Parker tuvo la
amabilidad de citármelo.
31
J. Reynolds, enJournal of Román Studies (1978), 113, líneas 2-12, y, para su faceta local,
véase el fascinante estudio de A. J. Spawforth y Susan Walker, ibídem (1986), 98-101.
32
Hesíodo, Teogonia 80-93 y Los trabajos y los días 39.
33
Aristóteles, Política 1306 al 5-20.
34
Homero, llíada 3.222.
35
Para esta datación, cf. O. Murray, en Apoikia: scritti in onore di Giorgio Buchner, AION n. s. 1
(1994), 47-54.
36
M. Vickers, Greek Symposia (Joint Association of Classical Teachers, Londres, sin fecha).
37
L. Foxhall, en Lynette G. Mitchell y P. J. Rhodes (eds.), The Development ofthe Polis in
Archaic Greece (1997), 130, ofrece unas estimaciones que quizá son excesivamente altas.
38
Jacob Burckhardt, The Greeks and Greek Civilization, versión resumida y traducida al inglés
por Sheila Stern (1998), 179. Yo me inclino más bien por la postura de Burckhardt, que sigue
siendo controvertida.
39
H. W. Pleket, en Peter Garnsey, Keith Hopkins y C. R. Whittaker (eds.), Trade in the Ancient
Economy (1983), 131-144, el modelo que sigo fundamentalmente a lo largo de todo el libro
acerca de esta cuestión tan peliaguda.
40
Homero, ¡liada 23.75-76 y 100.
41
Himno homérico a Apolo, 189-193.
42
Erich Csapo, Theories ofMythology (2005), 165-171.
43
Robert Parker en J. Boardman, J. Griffin y O. Murray (eds.), The Oxford History ofthe
Classical World (1986), 266.
44
Homero, Odisea 11.241-244.
45
Ibídem 11.251 e Himno homérico a Afrodita, 286-289, junto con P. Maas, Kleine Schriften
(1973), 66-67, donde se da a entender que los dioses sólo hacen el amor con doncellas
vírgenes. Pero Leda, la madre de Elena, no lo era.
46
Estos precios corresponden únicamente al Ática, en M. H. Jameson, en Proceedings ofthe
Cambridge Philological Society, suplemento 14 (1988), 91.
47
Hesíodo, Teogonia, 418-452, con el comentario de M. L. West (ed. 1971), 276-291.
48
Himno homérico a Apolo, 390 hasta el final, con el notable estudio de W. G. Forrest, en
Bulletin de Correspondance Hellénique (1956), 33-52.
49
Adrienne Mayor, en Archaeology, 28 (1999), 32-40.
50
W. G. Forrest, en Historia (1959), 174.
51
Hesíodo, Los trabajos y los días, 225-237.
52
Chester G. Starr, The Origins ofGreek Civilization (1962), parte III, para la expresión que
utilizo aquí.
53
Antología Palatina \ A.93.
54
Solón F 36 (West).
55
Solón F 4 (West), v. 18.
56
Solón F 36 (West).
57
R. F. Willetts, The Law Code ofGortyn (1967), con una posible traducción [al inglés]; A. L. Di
Lello-Finuoli, en D. Musti (ed.), La transizione dal Miceneo aWArcaísmo... Roma, 14-19 Marzo,
1988 (1991), 215-230; K. R. Kristensen, en Classica et Medievalia (1994), 5-26.
58
Aristóteles, República de los atenienses 7.3-4; para las clases (no numéricas), véase (por su
exactitud) G. E. M. de Sainte-Croix, Athenian Democratic Origins (2004), 5-72; debo subrayar
que las «300» y las «200» medidas atribuidas a los hippeis y a los zeugitai son sólo una
conjetura (eulogoterá) aristotélica, y que no son históricas. Los zeugitai, como, por ejemplo, los
boarii de los códigos de comienzos de la Edad Media, eran propietarios de una yunta de
bueyes; los hippeis poseían caballos. Es una pena que las conjeturas de Aristóteles se utilicen
con demasiada frecuencia como fuentes «estadísticas» fundamentales para la economía y los
sistemas de posesión de la tierra del estado arcaico.
59
Pausanias 6.4.8.
60
Eliano, Varia Historia 2.29
61
J. Reynolds, en Journal of Román Studies (1978), 113, líneas 39-43; Paul Cartledge y Antony
Spawforth, Hellenistic and Román Sparta (ed. de 1992), 113.
62
A. Andrewes, Probouleusis: Sparta's Contribution to the Technique of Government (1954).
63
Plutarco, Cuestiones griegas 4, en G. Grote, A History ofGreece, vol. II (1888, ed. revisada),
266 y nota 2 para la importancia de este punto en la Cnido de «Laconia».
64
Homero, Odisea 17.487; A. Andrewes, en Classical Quarterly (1938), 89-91.
65
Terpandro en Plutarco, Vida de Licurgo 21.4.
66
Muciano, citado en Plinio, Historia Natural 19.12.
67
Himno homérico a Apolo 146-155.
68
Heródoto 2.152.4.
69
Safo F 39 (Diehl), con los agudos comentarios (independientemente de los míos) de John
Raven, Plants and Plant Lore in Ancient Greece (2000), 9.
70
J. D. P. Bolton, Aristeas (1962), brillante estudio, aunque en sus pp. 8-10 se adopta una
postura más cautelosa a propósito de Longino, De lo sublime 10.4 (su F7,p.208).
71
Texto del Juramento Hipocrático en el volumen de la Loeb Library, Hip-pocrates, vol. I,
traducido [al inglés] por W. H. S. Jones (1933), 298, y en Vivian Nutton, Hippocratic Morality
and Modern Medicine, en Entretiens de la Fondation Hardt, vol. XLIII (1997), 31-63.
72
Ateneo, El banquete de los sofistas 12.541A, Pseudo-Aristóteles, De Mirabilibus 96, y el
brillante estudio de J. Heurgon, Scripta Varia (1986), 299
73
Heródoto 1.164.3.
74
Heródoto 1.152.3.
75
P. A. Cartledge, Agesilaos (1987), 10-11.
76
Con esta acertada frase lo explica A. Andrewes, The Greek Tyrants (1956), capítulo VI.
77
Heródoto 5.72.2, y P. J. Rhodes, Ancient Democracy and Modern Ideology (2003), 112-113 y
notas 17 y 19.
78
Mogens H. Hansen, The Athenian Democracy in the Age of Demosthenes (1991), 220.
79
Heródoto 5.78.1; E. Badián (ed.), Ancient Society and Institutions: Studies Presented to V.
Ehrenberg (1966), 115.
80
Heródoto 5.73.3.
81
Heródoto 1.212-214.
82
Ibídem 1.153.1-2.
83
Sección 8 del texto DN-b de Naqsh-i-Rustam, según aparece reproducido en P. Briant,
From Cyrus to Alexander. Traducción [al inglés] de Peter T. Daniels (2002), 212.
84
J. S. Morrison, J. F. Coates y N. B. Rankov, The Athenian Trireme (2000, ed. revisada), 250 y
252.
85
Heródoto 6.112.3.
86
V. D. Hanson, The Western Way ofWar (1989), 158 y 175, citado también en Hans van
Wees, Greek Warfare (2004), 184.
87
Homero, Iliada 2.872.
88
Descubierta por M. H. Jameson y publicada con un conciso comentario en R. Meiggs y D. M.
Lewis, A Selection ofGreekHistoricallnscriptions (ed. de 1988), n.° 23.
89
R. Étienne y M. Piérart, enBulletin de Correspondance Hellénique (1975), 51.
90
Deborah Boedeker y David Seider (eds.), The New Simonides (1996).
91
Angelos P. Matthaiou, en Peter Derow y Robert Parker (eds.), Herodotus and His World
(2003), 190-202.
92
Heródoto 8.83.
93
Píndaro, Piuca 1.75.
94
Historia Augusta, Vida de Adriano 13.3.
95
Pseudo-Platón, Epístola VII 326b.
96
Píndaro, Olímpica 5.13-14.
97
T. J. Dunbabin, The Western Greeks (1948), VII.
98
F. Cordano, Le tessere pubbliche dal templo di Atena a Camarina (1992); O. Murray, en
Mogens H. Hansen (ed.), The Polis as an Urban Centre andas a Politi-cal Community: Acts
ofthe Copenhagen Polis Centre, vol. IV (1997), 493-504.
99
Michael H. Jameson, David R. Jordán y Roy D. Kotansky, A Lex Sacra from Selinous (1993).
100
Píndaro F106 (Maehler): debo esta observación a P. J. Wilson.
101
Heródoto 7.164.1.
102
A este respecto, resulta brillante el estudio de A. Giovannini, «Le Sel et la fortune de Rome»,
en Athenaeum (1985), 373-387.
103
Heródoto 5.92, acerca de la isokratia.
104
Píndaro, Pítica 7.18-19.
105
Heródoto 8.124.3.
106
Plinio, Historia natural 18.144.
107
Tucídides 2.65.2 es muy importante a este respecto; A. G. Geddes, en Classical Quarterly
(1987), 307-331, para la problemática cuestión del vestido.
108
Tucídides 2.63.2 y 3.37.2.
109
Hipócrates, Epidemias 1.1; Jean Pouilloux, Recherches sur V histoire et les cuites de
Thasos, vol. 1 (1954), 249-250, es fundamental para la cronología, pero personalmente
identifico la «nueva muralla» a la que se alude con la nueva muralla construida en Tasos en la
década de 460, y sitúo a Polignoto, y por lo tanto a «Anti-fonte, hijo de Critobulo», también en
la década de 460. Agradezco desde aquí las numerosas conversaciones sobre este
controvertido tema mantenidas con el difunto D. M. Lewis, que llegó a la misma conclusión que
yo.
110
Heródoto 3.80.3.
111
J. S. Morrison, J. F. Coates y N. B. Rankov, The Athenian Trireme (2000),238.
112
Ateneo 14.619a, con Walter Scheidel, en Greece and Rome (1996), 1 .
113
Pseudo-Demóstenes 59.122.
114
Pseudo-Jenofonte, La república de los atenienses 3.2 y 3.8.
115
David Harvey y John Wilkins, The Rivals ofAristophanes (2000).
116
Alberto Cesare Cassio, en Classical Quarterly (1985), 38-42.
117
H. L. Hudson-Williams, en Classical Quarterly (1951), 68-73, acerca de los «panfletos»;
Harvey Yunis (ed.), Written Texts and the Rise ofLiteraté Culture in Ancient Greece (2003), con
toda la bibliografía.
118
Tucídides 2.65.9.
119
Ion en Plutarco, Vida de Pericles 5.3.
120
Platón, Menexeno, junto con el poeta cómico Calías F 15 (Kock), para este tipo de chiste.
121
Plutarco, Vida de Pericles 24.9.
122
Ibídem 8.7
123
Glenn R. Bugh, The Horsemen of Athens (1988), 52-78.
124
Tucídides 2.41.4.
125
J. M. Mansfield, «The Robe of Athena and the Panathenaic Peplos» (Tesis Doctoral,
Universidad de California, Berkeley, 1985), viene a complementar a D. M. Lewis, Selected
Papers in Greek and Near Eastern History (1997), 131-132.
126
Eneas Táctico 31.24.
127
Tucídides 2.40.2.
128
Plutarco, Vida de Pericles 3.5 y 13.5, así como Anthony J. Podlecki, Péneles and His Circle
(1998), 172, que cita a A. L. Robkin por la opinión que yo también he preferido siempre.
129
M. H. Jameson, en R. G. Osborne y S. Hornblower (eds.), Ritual, Finance and Politics
(1994), 307.
130
Tucídides 3.36.6; 5.16.1; 8.73.3; 8.97.2.
131
Jenofonte, Helénicas 2.3.39; Tucídides 7.86.5.
132
Tucídides 1.22.3.
133
Tucídides 2.27.1, mientras que Heródoto 6.91.1 habla de un motivo religioso.
134
Diógenes Laercio 2.40; para el sentido de «theous nomizein», confieso que prefiero la tesis
de J. Tate, en Classical Review (1936), 3 y (1937), 3.
135
Jenofonte, Banquete 2.10.
136
Aristófanes, Las Nubes 1506-1509.
137
Plutarco, Vida de Pericles 32.2, así como L. Woodbury, en Phoenix (1981), 295, y M.
Oswald, From Popular Sovereignty to the Sovereignty of Law (1986),528-531.
138
Jenofonte, Banquete 8.2.
139
Plutarco, Vida de Lisandro 30.3-5.
140
Diodoro 15.54.3; Jenofonte, Helénicas 6.4.7; Plutarco, Vida de Pelópidas 20.4-21.1;
Plutarco, Moralia 856f; Pausanias 9.13.5.
141
K. J. Dover, Greek Homosexuality (1978), 190-194.
142
Jenofonte, Helénicas 7.5.27.
143
John M. Oakley, en Jenifer Neils y John H. Oakley, Corning ofAge in An-cient Greece:
Images of Childhood from the Classical Past (2003), 174, y catálogo 115,enpp. 162 y 174.
144
Esquines 3.77-78.
145
D. Ogden, Greek Bastardy (1996), 199-203.
146
Platón el Cómico F143 y F188, y James Davidson, Courtesans and Fis-hcakes (1998), 118.
147
L. Llewellyn-Jones, Aphrodite's Tortoise (2003), es importante en este sentido, pues cita (p.
62) a Heraclides Crítico 1.18; véase asimismo Tanagra, mythe et archéologie, catálogo del
Louvre, 15 de septiembre 2003-5 de enero de 2004 (París, 2003), pues es excelente, sobre
todo el n.° 101 procedente de Atenas (¿acaso una prostituta cubierta con un velo?).
148
Supplementum Epigraphicum Graecum, vol. XV (1958), 384, y J. M. Han-nick, enAntiquité
Classique (1976), 133-148.
149
Justino, Epitome 7.5.4-9.
150
Arriano, Indica 18.6-7; para la opinión de Aristóteles, véase la tesis presentada por P. A.
Brunt, Studies in Greek History and Thought (1993), 334-336.
151
E. Voutiras, Revue des Études Grecques (1996), 678, y el Supplementum Epigraphicum
Graecum, vol. XLVI (1996), 776, y vol. XLIX (1999), 759.
152
Arriano, Anábasis 1.10.1, y Diodoro 17.16.3, testimonio que acepto, a diferencia de A. B.
Bosworth, Commentary on Arrian s History ofAlexander, vol. I (1980), 97, que atribuye a Arriano
un «error».
153
Plutarco, Vida de Alejandro 39.2-3.
154
M. W. Dickie, en Zeitschrift für Papyrologie und Epigraphik, 109 (1995), 81-86, y L. Rossi,
ibídem, 112 (1996), 59; Posidipo F 44 (ed. Austin-Bastianini).
155
Ps.-Demóstenes 17.15.
156
Plutarco, Moralia 179 c-d.
157
Platón, República 558c; toda esta sección, a partir de 555b, es de una malicia
verdaderamente brillante.
158
Platón, Leyes 636b-d4; 836b8-c7; 836d9-e4; 841d4-5; G. E. M. de Sainte-Croix solía insistir
en que Platón fue el primer «homófobo griego» del que tenemos constancia, y para ello citaba
las Leyes, entre otros pasajes 636c5, texto en el que se hace referencia también a las
«lesbianas».
159
Leyes 907e-910d; para el castigo «correctivo», el mejor estudio es T. J. Saunders, Plato' s
Penal Code: Tradition, Controversy and Reform in Greek Penology (1991).
160
Aristóteles, Meteorológicos 1.352a30, F13 (Rose), F25 (Rose); Metafísica 1074M-14.
161
Aristóteles, Historia de los animales 523al8, y Generación de los anima-/es736all-12.
162
Aristóteles, Política I254a20, aludiendo explícitamente a la gignomena como prueba de que
existen los esclavos: «la esclavitud natural» no es una mera construcción teórica de su
pensamiento. P. A. Brunt, Studies in Greek History and Thought (1993), 343-388, es el estudio
definitivo sobre este asunto.
163
Aristóteles, Política 1260al 2.
164
A los textos citados en Brunt, Studies in Greek History and Thought, 288-290, que adopta
una postura escéptica, podemos añadir a propósito del asesinato de Cotis, Filóstrato, Vida de
Apolonio 7.2, y del de Clearco, Justino, Epítome 16.5.12-13; Filodemo, Index Academicorum
6.13 (Dorandi), y el relato ficticio de I. Düring, Chion of Heraclea (1951). Memnón 434f 1
(Jacoby) dice que el propio Clearco había «escuchado a Platón».
165
Aristóteles F 668 (Rose).
166
Aristóteles, Sobre el cielo 297a3-8.
167
Duris, en Ateneo 12.542d; Diógenes Laercio 5.75 (las estatuas); William W. Fortenbaugh y
Eckart Schütrumpf, Demetrius of Phaleron, textos y traducción [al inglés] (2000).
168
Diógenes Laercio 5.38; C. Habicht, Athens from Alexander to Antony (1997), 73; y el
excelente estudio que aparece en su Athen in hellenistischer Zeit: Ge-sammelte Ausfsátze
(1994), 231-247.
169
Jacob Burckhardt, The Greeks and Greek Civilization, edición abreviada y traducida [al
inglés] por Sheila Stern (1998), 289-290.
170
Pseudo-Demóstenes 50.26.
171
G. E. M. de Sainte Croix, Origins ofthe Peloponesian War (1972), 371-376.
172
S. Lewis, News and Society in the Greek Polis (1996), 102-115.
173
D. M. Lewis, Selected Papers in Greek and Near Eastern History (1997), 212-229.
174
J. K. Davies, en Journal ofHellenic Studies (1967), 33-40.
175
W. K. Pritchett, The Greek State at War, parte V (1991), 473-485, es fundamental para este
asunto.
176
No estoy de acuerdo con D. M. McDowell, en Classical Quarterly (1986), 438-449 (artículo
muy importante), y me inclino más bien (aunque no del todo) por la postura de A. H. M. Jones,
Athenian Democracy (1957), 28-29.
177
W. G. Arnott, en Bulletin ofthe Institute of Classical Studies (1959), 78-79.
178
Teofrasto, Caracteres 4.11, 21.5, y R. J. Lañe Fox, en Proceedings ofthe Cambridge
Philological Society (1996), 147, y notas 210-213.
179
Teofrasto, Caracteres 23.2, junto con Lañe Fox, op.cit. (en nota 10), 147 y nota 208.
180
K. Hallof y C. Habicht, en Mitteilungen des Deutschen Archeologischen Instituí (Athenische
Abteilung), 110 (1995), 273-303; Supplementum Epigraphicum Graecum, vol. XLV (1995), 300-
306.
181
Jenofonte, Los ingresos públicos 1,1.
182
Demóstenes 10.36-45.
183
Heródoto 6.69.2-3; Plutarco, Vida de Lisandro 26.1; Plutarco, Moralia 338B. Aristandro (el
propio mantis de Alejandro) aparece citado en Orígenes, Contra Celso 7.8, una alusión
importante que suele pasar inadvertida.
184
Arriano, Anábasis 6.19.4.
185
Nearco, Indica 40.8.
186
P. J. Rhodes y R. G. Osborne, Greek Historical Inscriptions 404-323 BC (2000), 433.
187
Arriano, Anábasis 7.26.1.
188
Abraham J. Sachs y Hermann Hunger, Astronomical Diaries and Related Textsfrom
Babylonia, vol. I (1988), 207.
189
Plutarco, Obras morales y de costumbres 180d. Debo lo del «imperio de los mejores» a Guy
Rogers, de Wellesley College.
190
Arriano, Anábasis 7.12.4.
191
Diodoro 18.4.4.
192
Plutarco, Vida de Demóstenes 31.5.
193
W. W. Tarn, Antigonus Gonatas (1913), 18.
194
Libanio, Discursos 49.12; y antes, Herodiano 4.8.9.
195
E. J. Bickermann, en E. Yarshater (ed.), The Cambridge History oflran, vol. III(i) (1983), 7,
ofrece un brillante panorama general.
196
H. W. Parke, The Oracles of Apollo in Asia Minor (1985), 44-55, y L. Ro-bert, en Bulletin de
Correspondance Hellénique (1984), 167-172.
197
Teócrito, Idilios 14.61.
198
W. W. Tarn, Antigonus Gonatas (1913), 185 y nota 60, con todos los testimonios.
199
P. Leriche, en Bulletin d'Études Orientales (2000), 99-125
200
Diodoro 18.70.1.
201
E. E. Rice, The Grand Procession ofPtolemy Philadelphus (1983), con todos los detalles; D.
J. Thompson, en León Mooren (ed.), Politics, Administration and Society... Studia Hellenistica,
36 (2000), 365-388, especialmente para los problemas de datación.
202
D. B. Thompson, Troy: The Terracotta Figurines ofthe Hellenistic Period (1963), 46.
203
J. D. Lerner, en Zeitschrift für Papyrologie und Epigraphik, 142 (2003), 45, con el papiro y la
bibliografía completa.
204
Dorothy Burr Thompson, Ptolemaic Oinochoai and Portraits in Faience (1973), 78, es un
estudio espléndido.
205
Teoría controvertida, para la cual puedo citar ahora el estudio exhaustivo de P. F. Mittag, en
Historia (2003), 162-208.
206
W. Clarysse, en L. Mooren (ed.), op. cit. (n.° 4), 29-43 acerca de este tipo de visitas.
207
Maryline Parca, en L. Mooren (ed.), Le Role et le Statut de lafemme..., Stu-dia Hellenistica
37 (2002), 283-296, para otros casos de agresividad similares relacionados con mujeres.
208
M. I. Finley, en Economic History Review (1965), 35.
209
Plutarco, Vida de Marcelo 17.5-8.
210
Séneca, Cartas 90.25.
211
Plinio el Viejo, Historia natural 15.57.
212
P. M. Fraser, Ptolemaic Alexandria, vol. I (1972), 150.
213
Antípatro, en Antología Griega (Palatina) 9.418.
214
G. Raepsaet, en Annales 50 (1995), 911-942.
215
J. B. Connelly, en T. Fahd (ed.), L'Arable préislamique et son environne-ment historique et
culturel (1989), 145-158, especialmente 149-151.
216
Teofrasto, Historia de las plantas 8.4.5.
217
Piteas F 7a, líneas 16-20 (H. J. Mette).
218
Hipóloco, Carta, en Ateneo 4.128c-130d, texto maravilloso que ya Ateneo cita como si fuera
muy poco conocido.
219
Teofrasto, Historia de las plantas 5.8.1-3, acerca de «Italia» y «el país de los latinos», texto
no considerado del todo por P. M. Fraser, en S. Hornblower (ed.), Greek Historiography (1994),
182-185; para Italia, véase 2.8.1, 4.5.6 {Italia pasa); 3.17.8 (las islas Lípari), etc., etc.
220
Teofrasto, Historia de las plantas 7.11.4.
221
P. M. Fraser, en Afghan Studies 3-4 (1982), 53, donde, si no le importa a Fraser, debería
restaurarse Alexandreusin en astois (expresión a todas luces aceptable en una dedicatoria en
verso, no en un decreto político).
222
Diodoro 1.74; P. M. Fraser, Ptolemaic Alexandria, vol. I (1972), 502: «Es la voz de los
griegos antidemocráticos, tal como habría podido oírse en cualquier momento durante los
siglos V y IV a. C».
223
Sospecho que el «Calaneo» del «parapegma» milesio (Diels-Rehm n.° 456A) es en realidad
nuestro «Cálano»: texto en Liba Taub, Ancient Meteorology (2003), 248.
224
Aristóbulo, en Estrabón 15.1.62, ampliado por Onesícrito, en Estrabón 15.1.30, y luego
Diodoro 19.33; discrepo de A. B. Bosworth, Legacy of Alexander (2002), 181-184.
225
Edicto 13, en Beni Mahab Barun, Inscriptions ofAsoka (1990, 2.a ed.).
226
Heraclides Póntico 840F23 (Jacoby), junto con Fraser, op. cit. (nota 5) 186-187.
227
A. Erskine, Troy between Greece and Rome (2001), 131-156
228
J. G. Pedley, Paestum (1990), 120-125; E. Dench, From Barbarians to New Men (1995), 64-
66; M. W. Frederiksen, Dialoghi di archeologia (1968), 3-23.
229
Aristóteles, en Plutarco, Vida de Camilo 22.3; T. J. Cornell, The Beginnings ofRome (1995),
315-318, para las variantes; N. Horsfall, en ClassicalJournal (1981), 298-311.
230
Diodoro 14.93.4.
231
Plinio, Historia Natural 34.26, junto con Dench, From Barbarians to New Men, 62, notas 142-
143.
232
Polibio 3.22; Diodoro 16.69.1, y Livio 7.27.2; Livio 9.43.12; acepto las tres noticias y sitúo el
segundo tratado de Polibio en la década de 340; para el debate, Cornell, Beginnings ofRome,
210-214.
233
Duris 76 (Jacoby) F 56.
234
David Potter, en Harriet I. Flower (ed.), The Cambridge Companion to the Román Republic
(2004), 66-88, constituye un replanteamiento muy importante de estos problemas.
235
M. H. Crawford, Román Statutes, vol. II (1996), 579-703.
236
A. W. Lintott, en Aufstieg und Niedergang der rómischen Welt, vol. I.ii (1972), 226-267.
237
Livio 3.26.8.
238
N. M. Horsfall, en J. N. Bremmer y N. M. Horsfall, Roman Myth and Mythology(97),68.
239
M. W. Frederiksen, Campania (1984), 183-189.
240
Apiano, Samnitica 3.7.2; Casio Dión 9.F39.5-10.
241
Apiano, Samnitica 3.7.1, y a este respecto me sitúo al lado de M. Cary, en Journal of
Philólogy (1920), 165-170 frente a P. Wuilleumier, Tárente (1939) 87, 95,102, en un excelente
tratamiento del tema.
242
J. P. V. D. Balsdon, Romans andAliens (1979), 30-58, en 33, con un agudo tratamiento del
tema.
243
Cicerón, Pro Flacco 9.14; Pro Sestio 141.
244
Polibio 6.53, junto con Harriet I. Flower, Ancester Masks and Aristocratic Power in Román
Culture (1996).
245
Virgilio, Geórgicas A.lld.
246
M. W. Frederiksen, Campania (1984), 200 n.° 53, acerca del problema en cuestión; Livio
8.9-11; H. W. Versnel, en Le sacrifice dans Vantiquité, Entretiens de la Fondation Hardt, vol.
XXVII (1981), 135-194.
247
Polibio 12.41.1; Plutarco, Cuestiones romanas 97; Festo 190 L; W. Warde Fowler, The
Román Festivals (1899), 241-250.
248
Ovidio, Fastos 5.331; Valerio Máximo 2.10.8, sobre la reacción del joven Catón; Warde
Fowler, The Román Festivals 91-95.
249
Servio, comentando a Virgilio, Eneida 9.52.
250
Plutarco, Vida de Pirro 19.6-7, junto con P. Lévéque, Pyrrhos (1957), 355 nota 7 y en
general 345-356.
251
Floro 1.13.9, junto con H. H. Scullard, The Elephant in the Greek and Román World (1973),
110, acerca de las credenciales de la anécdota.
252
Plutarco, Vida de Pirro 21.14.
253
Ibídem, 23.8.
254
Diodoro 23.1.4.
255
Hanón de Cartago, Periplus, con introducción y notas de Al. Oikonomides y M. C. J. Miller
(1995,3.a ed.).
256
Lawrence E. Stager, en H. G. Niemeyer, Phónizier im Westén (1982), 155-165; W. Huss,
Geschichte der Karthager (1985), 532-542; Diodoro 20.14.4-7; Plutarco, Mor alia 17 Id.
257
C. Sempronio Tuditano, F5 (Peter), para la leyenda; Diodoro 24.12, para la tortura.
258
Polibio 3.11, junto con F. W. Walbank, Commentary, vol. I (1957).
259
Livio 21.18.13-14.
260
V. D. Hanson, «Cannae», en R. Cowley (ed.), The Experience of War (1992), junto con
Gregory Daly, Cannae: The Experience ofBattle in the Second Punic War (2002), 156-201.
261
Polibio 3.78.1.
262
Ibídem, 3.88.1.
263
Plinio, Historia Natural 3.103, y Justino, Epítome 32.4.11.
264
Livio 22.51.
265
Livio 21.62.3 y 22.1.8-15.
266
Michael Koortbojian, en Journal of Román Studies (2002), 33-48.
267
Livio 27.37, y M. Beard, J. North y S. R. F. Price, Religions ofRome, vol. I (1998), 82.
268
M. W. Frederiksen, Campania (1984), 243-250.
269
Tim Cornell, en Tim Cornell, Boris Rankov y Philip Sabin (eds.), The Second Punic War: A
Reappraisal (1996), 97-117.
270
Séneca, Epístola 86.4-6.
271
Suetonio, Vida de Domiciano 10.
272
Polibio 5.104.
273
Apiano, Illyrica 7, P. S. Derow, en Phoenix (1973), 118-134, para apreciar su importancia.
274
R. K. Sherk, Rome and the Greek East to the Death of Augustus (1988), n.° 2, con el texto;
Polibio 9.39.1-5, para las reacciones que suscitó.
275
Plutarco, Vida de Flaminino 10.6 ss.
276
E. T. Salmón, Román Colonization Under the Republic (1969), 95-112.
277
A. Erskine, en Mediterráneo antico: economie, societá, culture, 3.1 (2000), 165-182, es un
estudio excelente.
278
P. J. Rhodes y D. M. Lewis, The Decrees ofthe Greek States (1997), 531-549, es
actualmente fundamental para estudiar los cambios introducidos en los decretos grabados en
inscripciones.
279
Polibio 3.4.12, junto conF. W. Walbank, Polybius (1972), 174-181, donde se sostiene, no
obstante, que la «época de turbulencias y revoluciones» comenzó alrededor de 152 a. C.
280
Polibio 30.15; para el posterior «cambio a peor» (aunque por otros motivos), Polibio 6.57.5 y
31.25.6.
281
John Briscoe, en Journal of Román Studies (1964), 66-77.
282
Un buen panorama general puede apreciarse en Matthew Leigh, en Oliver Taplin (ed.),
Literature in the Greek and Román Worlds: A New Perspective (2000), 288-310.
283
O. Skutsch, The Annals of Quintus Ennius (1985), es el estudio fundamental.
284
Polibio 30.22.
285
G. Clemente, en A. Giardina y A. Schiavone (eds.), Societá Romana epro-duzione
schiavistica, vol. I (1981), 1-14, ofrece un repaso general muy bueno; M. Country, en
Chroniques Italiennes 54 (1997), 9-20, para la historia hasta Tiberio.
286
Catón, en Festo 350 L.
287
Plutarco, Vida de Catón 51; y también 2.1-3; 20.2-4.
288
Ibídem21.8.
289
Catón, en Cicerón, De officiis 2.89; Catón, prólogo al De agricultura.
290
Catón, en Aulo Gelio, Noches Áticas 6.3.7: debo el hincapié sobre las «ganancias mal
obtenidas» al debate con T. J. Cornell.
291
Catón, en Plinio, Historia Natural 29.14.
292
Plutarco, Vida de Catón 27.
293
Polibio 30.18.
294
Ibídem 29.4 y 30.5.
295
2 Macabeos 5.11-6.2, con el importante replanteamiento de F. Millar, en Journal ofJewish
Studies (1978), 1-21.
296
2 Macabeos 7.9 ss.
297
Polibio 3.4.12.
298
Polibio 12.25e, junto con F. W. Walbank, Commentary y Polybius (1972), 66-96.
299
A. Erskine, en Mediterráneo antico: economie, societá, culture, 3.1 (2000), 165-182, es
también un excelente estudio de este tema.
300
Polibio 10.15.4-6.
301
Polibio 31.25.3-8 para los romanos y el dinero, véase A. Erskine, en F. Cairns (ed.), Papers
ofLeeds «International» Latín Seminar (1996), 1.
302
F. W. Walbank, Polybius (1972), 130-156, y del mismo autor, Polybius, Rome and the
Hellenistic World (2002), 277-292 con nuevas ideas.
303
Salustio, Catilina 10.
304
M. Pobjoy, en E. Herring y Kathryn Lomas (eds.), The Emergence of State Identity in Italy in
the First Millennium (2000), 187-247.
305
Plutarco, Vida de Tiberio Graco 14.1, 19.2; Floro 2.14.7; C. Graco, fragmento 62 (Malcovati).
306
Diodoro 37.9.
307
A. N. Sherwin-White, en Journal of Román Studies (1982), 28, forma parte de un estudio
importantísimo.
308
Plutarco, Vida de Sila 38.3; Apiano, Guerra Civil 1.106.
309
F. G. B. Millar subraya este hecho en The Crowd in Rome in the Late Republic (1998), 204-
226, y en su obra The Román Republic in Political Thought (2002), 19.
310
A. W. Lintott, en Journal of Román Studies (1998), 1-16, se mueve entre una idea y otra.
311
Salustio, Historia (ed. de P. McGushin), vol. II (1994), 27-31.
312
Macrobio, Saturnales 3.13.10; Varrón, De re rustica 3.6.6.
313
Plutarco, VidadeLuculo 39.2-41; Plinio, Historia Natural 15.102; P. Gri-mal, Les jardins
romains (ed. 1984), 128-130.
314
Plutarco, Vida de Pompeyo 2.6.
315
Helvio Mancia, en Valerio Máximo 6.2.8.
316
Cicerón, De imperio 41 -42.
317
A. N. Sherwin-White, Román Foreign Policy in the East (1984), 186-234, ofrece un estudio
detallado de los resultados.
318
.Plutarco, Vida de Pompeyo 14.6; Plinio, Historia Natural 8.4.
319
Cicerón, AdAtticum 2.1.8.
320
S. Weinstock, DivusJulius (1971), 43, y Cicerón, Pro Sestio 129
321
Valerio Máximo 6.2.7, y Ammiano Marcelino 17.11.4.
322
Juliano, Césares (Loeb Library, vol. II (1913), ed. de W. C. Wright), 384 para el asunto del
«león»; Celio, en Cicerón, Ad familiares 8.1.3; compárese con Cicerón, Ad Atticum 4.9, otro
texto clásico.
323
J. P. V. D. Balsdon, en T. A. Dorey (ed.), Cicero (1965), 171-214, en 205, en una brillante
apreciación del personaje.
324
S. Treggiari, en Transactions of the American Philological Association (1998), 11-23.
325
Ibídem 1-7; E. Rawson, en M. I. Finley (ed.), Studies in Román Property (1976), 85-101,
constituye un excelente estudio sobre los bienes de Cicerón; S. Treggiari, Román Social
History (2002), 74-108, acerca de la «privacidad».
326
Ibídem 49-73; Cicerón, Ad familiares 4.6.
327
Commentariolum petitionis 1.2.
328
Ibídem 5.18.
329
Ibídem 11.1.
330
Cicerón, Ad familiares 5.7; Scholia Boviensia 167 (Strangl).
331
Cicerón, Ad Atticum 2.3.3-4, junto con el debate y el útilísimo análisis de A. M. Ward, B. A.
Marshall, y otros autores, en Liverpool Classical Monthly, 3.6 (1978), 147-175.
332
Cicerón, Ad Quintumfratrem 3.2.4.
333
Cicerón, De legibus 3.28 y 3.34-39, especialmente 39.
334
E. Rawson, en Liverpool Classical Monthly, 7.8 (1982), 121-124, constituye un excelente
estudio sobre este tema tan intrigante.
335
S. Treggiari, Selection and Translation of Cicero's Cilician Letters (1996, 2.a ed.).
336
Cicerón, AdAtticum 8.16.2; compárese con 8.9.4.
337
Aulo Gelio 1.10.4.
338
Suetonio, Vida de César 22.2-3.
339
Plutarco, Vida de César 11.4.
340
Asconio, In toga candida 71, sobre lo cual coincido con E. Rawson, en Liverpool Classical
Monthly, 7.8 (1982), 123.
341
L. R. Taylor, en Historia (1950), 45-51, sigue siendo un estudio fundamental: Cicerón,
AdAtticum 2.24.
342
César, Guerra de las Galias 3.10.
343
Plinio, Historia Natural 9.11; 36.114-115, sobre el teatro.
344
B. M. Levick, en Kathryn Welch y Antón Powell (eds.), Julius Caesar as Artful Repórter
(1998), 61-84.
345
Plinio, Historia Natural 36.116, a propósito de Curión; 36.115, a propósito de la villa de
Escauro.
346
G. O. Hutchinson, en Classical Quarterly (2001), 150-162.
347
Cicerón, De oratore 30-31; A. C. Dionisiotti, en Journal of Román Studies (1988), 35-49,
acerca de Nepote y una historia comparada, especialmente 38-39, es un estudio muy brillante.
348
Salustio, Catalina 25, junto con R. Syme, Sallust (1964), 133-135.
349
Valerio Máximo 9.1.8.
350
Cicerón, Ad familiares 8.14.
351
Suetonio, Vida de César 29.2; Apiano, Guerra civil 2.32; Plutarco, Vida de César 31.
352
Ibídem32.8.
353
Suetonio, Vida de César 81.2.
354
Cicerón, Ad familiares 8.14.3.
355
Cicerón, AdAtticum 7.11.1.
356
Ibídem 9.18.1.
357
Ibídem 9.10.7 y 9.18.2.
358
Ibídem 9.18.3.
359
Cicerón, Ad familiares7.3.2.
360
Plutarco, V/da de Pompeyo 38.2-3.
361
Dión 42.14.3-4.
362
Antología Palatina 9.402; Cicerón, Ad Atticum 11.6.7.
363
Para este contexto véase E. E. Rice, Cleopatra (1999), 46-71, un análisis muy clarificador.
364
Cicerón, Ad Atticum 10.10.5.
365
Dión 43.23.3; S. Weinstock, Divus Julius (1971), 76-79.
366
Dión 43.23.6, y Suetonio, Vida de César 39.2; S. Weinstock, Divus Julius (1971), 88-90.
367
Cicerón, Ad familiares 9.16.3.
368
Macrobio, Saturnales 2.7.4; Cicerón, Ad familiares 12.18.2.
369
Dión 43.44.1, junto con S. Weinstock, Divus Julius (1971), 133-145.
370
Cicerón, Ad Atticum 12.43.3 y 13.28.3, junto con S. Weinstock, en Harvard Theological
Review (1957), 212.
371
Cicerón, Ad Atticum 13.40.1; Nepote, Ático 18.3.
372
Cicerón, Ad familiares 7.26.2.
373
Ibídem 13.52, que es una carta típica.
374
Dión 44.10.1-3; no estoy de acuerdo con S. Weinstock, Divus Julius (1971), 330, en que
fuera un «recibimiento» como rey planeado de antemano.
375
Suetonio, Vida de César 77.1.
376
Ibídem 81.2: lamentablemente no puedo aceptar la lectura ubertimqueflere.
377
Suetonio, Vida de César 79.3; Cicerón, De divinatione 2.110; Dión 44.15.3; Apiano, Guerra
civil 2.110.
378
Apiano, Guerra civil 2.118-119; Suetonio, Vida de César 82.3-4; Apiano, Guerra civil 2.134.
379
Cicerón, Ad familiares 11.1.1: la fecha de esta carta es objeto de una célebre controversia, y
algunos la retrasan incluso hasta el 20 de marzo.
380
Cicerón, Ad Atticum 14.13.6.
381
Frente a Suetonio, 84.2, yo sitúo a Cicerón, Ad Atticum 14.10, 14.11, 14.22, y Filípicas 2.91,
que dan muchos más detalles. Apiano, Guerra civil 2.144-147 es sin duda un testimonio muy
útil de lo que realmente sucedió.
382
Apiano, Guerra civil 3.2.
383
Cicerón, Ad Atticum 14.3.
384
R. Syme, Augustan Aristocracy (1986), 39, junto con Suetonio, Vida de Augusto 2.3.
385
Cicerón, Ad Atticum 14.11.2 (mihi totus deditus: en opinión de Shackleton-Bailey, Loeb
Library, vol. IV, 164 nota 2, «Ático habría sido lo bastante sagaz para no tomarlo al pie de la
letra». Supongo que sí). Compárese con 14.12.2 (per honorifice).
386
Cicerón, Ad Atticum 15.4.2.
387
388
Cicerón, Ad familiares 11.3, que es una carta magnífica.
389
Cicerón, De officiis 3.83; compárese con 2.23-29 y especialmente con 2.84.
390
Cicerón, Adfamiliares 10.20.2.
391
Cicerón, Ad Atticum 16.15.3; compárese con 16.14.1, pero también con 16.11.6, que es todo
un clásico.
392
Cicerón, Filípicas 5.50, que es otro clásico.
393
Cicerón, Ad familiares 10.28.3; Filípicas 5.50.
394
Cicerón, Ad familiares 11.14 y 12.30.2.
395
R. Syme, The Román Revolution (1939), 190, nota 6.
396
Kathryn Welch, en Antón Powell y Kathryn Welch (eds.), Sextus Pom-peius (2062), 1-30.
397
Cicerón, Ad familiares 11.20.1.
398
Véase Plutarco, Vida de Cicerón 47-48 para sus últimas horas; para Fulvia, véase Dión
47.8.4-5.
399
Nicholas Horsfall, en Bulletin ofthe Institute ofClassical Studies (1983), 85-98; E. K.
Wifstrand, The So-calledLaudado Turiae (1976).
400
R. G. M. Nisbet, en su obra Collected Papers on Latín Literature (1995), 390-413, ofrece un
brillante análisis de «los supervivientes».
401
R. Syme, en Historia (1958), 172-188.
402
Joyce Reynolds, Aphrodisias and Rome (1982), 438, con los números 6, 10 y 12.
403
Plutarco, Vida de Antonio 23.2-3.
404
Ibídem 26, y Sócrates de Rodas, FGH 192 Fl (Jacoby).
405
Marcial, Epigramas 11.20; para la anécdota de la perla disuelta en vinagre, véanse Plinio,
Historia Natural 9.120-121, y Macrobio, Saturnales 3.17.15.
406
P. M. Fraser, en Journal of Román Studies (1957), 71-74.
407
Plutarco, Vida de Antonio 23.5-8, junto con C. B. R. Pelling, Commentary (1988), 205.
408
K. Scott, en ClassicalPhilology (1929), 133-141, apropósito de «Sobre la ebriedad»;
Suetonio, Vida de Augusto 69.2, a propósito del sexo: en cuanto a Sarmentó, véase Plutarco,
Vida de Antonio 59.4, junto con Craig A. Williams, Román Homosexuality (1999), 275.
409
T. P. Wiseman, en Classical Quarterly (1982), 475-476, y su obra Román Studies (1987),
172.
410
A. N. Sherwin-White, Román Foreign Policy in the East (1984), 307-321.
411
Plutarco, Vida de Antonio 36.3-5, y Dión 49.32, junto con Pelling, Commentary, 217-220.
412
J. Linderski, en Journal of Román Studies (1984), 74-80.
413
Plutarco, Vida de Antonio 71.4; para Timón, véanse Estrabón 17.794 y Plutarco, Vida de
Antonio 69.6-7 y 70.
414
Ibídem, 76.5-78.4.
415
Macrobio, Saturnales 2.4.28-29, sobre el cual llamó la atención F. Millar, The Emperor in the
Román World (1977), 135.
416
Para las primeras posturas de los poetas, véanse Virgilio, Égloga 9, junto con M.
Winterbottom, en Greece and Rome (1976); 55-58; Horacio, Epodos 6 y 16, junto con el
notable estudio de Nisbet, Collected Papers, 161-181; y Propercio 1.21, junto con Gordon
Williams, Tradition and Originality in Román Poetry (1968), 172-181.
417
Jasper Griffin, en Journal of Román Studies (1977), 17-26
418
Veleyo Patérculo 2.88; Livio, Períoca CCXIII; Dión 54.15.4.
419
En este sentido difiero de P. A. Brunt, en Journal of Román Studies(1983), 61-62.
420
Joyce Reynolds, Aphrodisias and Rome (1982), 104, n.° 13.
421
J. Rich y J. Williams, Numismatic Chronicle (1999), 169-214.
422
Livio 4.20.7, junto con R. M. Ogilvie, Commentary on Livy Books 1-5 (1965), ad loe.
423
S. Weinstock, Divus Julius (1971), 228-243, es un excelente estudio.
424
B. M. Levick, en Greece andRome (1975), 156-163, especialmente la importante nota 10.
425
Me inclino por un proceso en el año 22 a.C, pues, al parecer, tuvo lugar cuando Marcelo ya
había muerto, y por lo tanto no fue llamado a prestar declaración; para Castricio, el delator,
véase D. Stockton, en Historia (1965), 27.
426
Virgilio, Eneida 6.851 -853.
427
Historia Augusta, Vida de Adriano 11.6-7.
428
Nepote, Ático 20.3.
429
Horacio, Odas 3.24.25-30.
430
Según se indica en E. Badián, Philologus (1985), 82-98.
431
Horacio, Epodos 4; Dión 48.34.5 y 48.43.3.
432
R. Syme, The Román Revolution (1939), 361; Floro 2.6.6, a propósito de los numerosos
municipalia prodigio.
433
Augusto, Res Gestae 8.5.
434
Plinio el Joven, Cartas 1.8.11.
435
Epitome de Caesaribus 14.8.
436
P. A. Brunt, Italian Manpower (1971), junto con Gayo, Instituciones 2.286.
437
Horacio, Odas 4.5.22.
438
Craig A. Williams, Román Homosexuality (1999), 275, nota 115; S. Treggiari, Román
Freedmen during the Late Republic (1969), 271-272.
439
Cicerón, De legibus 3.30-32.
440
S. Treggiari, en Ancient History Bulletin (1994), 86-98, para esta asociación.
441
Tácito, Anales 2.85, junto con Plinio el Viejo, Historia Natural 7.39, y R. Syme, Román
Papers, vol. II (1979), 805-824, especialmente 811, así como R. Syme, Augustan Aristocracy
(1986), 74.
442
Dión 77.16.4, junto con F. Millar, Study ofCassius Dio (1964), 204-207.
443
S. Riccobono, Fontes luris Romani..., vol. III, n.° 2 y 4.
444
K. SaraMyers, en Journal of Román Studies (1996), 1-20.
445
Macrobio, Saturnales 2.5.9.
446
L. Robert, Comptes rendus de VAcadémie des Inscriptions et Belles Let-tres (1970), 6-11.
447
Plinio, Historia Natural 8.170; para la piscina de agua caliente, véase Dión 55.7.6.
448
Plinio, Historia Natural 36.121.
449
Plinio, Historia Natural 9.168, para Sergio Orata; Marcial, Epigramas 7.34.
450
Tácito, Anales 14.21.
451
H. Dessau (ed.), Inscriptiones Latinae Selectae 5287, junto con David S. Potter, en D. S.
Potter y D. J. Mattingly (eds.), Life, Death and Entertainment in the Román Empire (1998), 296,
a propósito de Diocles.
452
En 252 a. C; Plinio, Historia Natural 8.6.17.
453
Augusto, Res gestae 22 y 23.
454
L. Robert, Les gladiateurs dans l'Orientgrec (1940), 248: «Ce n'est pas le seul trait originel
de la fiére et virile république de Rhodes».
455
Livio 39.22.2; 41.27.6; 44.18.8.
456
Plutarco, Moralia 1099b; Martirio de Perpetua 17.2-3, junto con G. Ville, La gladiature dans
l’Occident des origines a la mort de Domitían (1981), 363.
457
Martirio de Perpetua 20.2.
458
Marcial, Sobre los espectáculos 6, en la edición de la Loeb Library, Martial, Epigrams I
(1993), notas y traducción [al inglés] de D. R. Shackleton Bailey.
459
Celado, en Dessau (ed.), Inscriptiones Latinae Selectae 5142A y B, junto con L. Robert, Les
gladiateurs dans l'Orient grec (1940), 302, para el nombre; 5142C, para «puparum
nocturnarum».
460
M. Cébeillac-Gervasoni y F. Zevi, en Mélanges de l'Ecole Frangaise á Rome (1976), 612.
461
Dión 67.8.4.
462
S. Riccobono.
463
Suetonio, Vida de Augusto 49.
464
Higino, en Corpus Agrimensorum Romanorum, C. Thulin (ed.), vol. I (1913), 165-166; O. A.
W. Dilke, The Román Land Surveyors (1971), 113-114.
465
Estrabón 3.4.20.
466
M. Beard, J. North y S. R. F. Price (eds.), Religions ofRome, vol. I (1998), 324-328, y vol. II
(1998), 71-76.
467
Suetonio, Vida de Nerón 44.1; no estoy de acuerdo con P. A. Brunt, en Scripta
Classicaisraelica {191 A), 80; una «leva» {dilectus) podía ser tanto de soldados auxiliares como
de voluntarios (Tácito, Historias 3.58 es un buen ejemplo).
468
Tácito, Anales 4.4.2 y Suetonio, Vida de Tiberio 30, donde M. W. Frede-riksen me llamó la
atención sobre la fuerza de etiam («incluso»).
469
Estacio, Silvas 5.1.94-95.
470
H. Dessau (ed.), Inscriptiones Latinae Selectae 2558, junto con el excelente estudio de M. P.
Speidel, en Ancient Society (1991), 277-282, y su obra Ridingfor Caesar (1994), 46.
471
Tácito, Anales 1.17, y J. F. Gilliam, en Bonner Jahrbücher (1967), 233-343, especialmente
238.
472
Suetonio, Vida de Tiberio 16.
473
R. W. Davies, en Aufstieg und Niedergang der rómischen Welt, vol. Il.i (1974), 301-334,
constituye un excelente estudio.
474
Tácito, Agrícola 5.1-2, junto con Brian Campbell, en Journal of Román Studies (1975), 18-
19.
475
Historia Augusta, Vida de Adriano, 10.4-5.
476
H. C. Youtie, en J. Bingen, G. Cambier y G. Nachtergael (eds.), Le monde grec...:
Hommages a Claire Préaux (1975), 723, constituye un excelente estudio.
477
Horacio, Carmen Saeculare 50-51, y 56; M. Beard, J. North y S. R. F. Pnce, Religions of
Rome, vol. I (1998), 201-206, y vol. II (1998), 140-144.
478
Ibídem 140.
479
R. K. Sherk, The Román Empire: Augustus toHadrian (1988), n.° 15, línea 10.
480
Ibídem n.° 36,66, líneas 15 ss.
481
M. T. Griffin, en Journal of Román Studies (1997), 252, líneas 115-120.
482
Tácito, Anales 14.43.
483
G. W. Bowersock, en Kurt A. Raaflaub y Mark Toher (eds.), Between Re-public and Empire
(1990), 380-394.
484
Fergus Millar, en Greece andRome (1988), 48-51; W. Eck, en F. Millar y E. Segal (eds.),
Caesar Augustus (1984), 129-167.
485
Suetonio, Vida de Augusto 31.5.
486
P. A. Brunt, The Fall ofthe Román Republic (1988), 350.
487
R. K. Sherk, Rome and the Greek East to the Death of Augustus (1984), n.°133.
488
Tácito, Anales 1.75.1-2; D. C. Feeney, en Antón Powell (ed.), Román Poetry and
Propaganda in the Age of Augustus (1992), 1.
489
H. Dessau (ed.), Inscriptiones Latinae Selectae 5026; debo esta noticia a C. E. Stevens. R.
Syme no la tenía en cuenta; J. Scheid, Les Fréres Arvales (1975), 87, sí la cita, y R. Syme, The
Augustan Aristocracy (1986), 415, la desecha de manera bastante poco convincente.
490
Veleyo Patérculo 2.124.2; Suetonio, Vida de Tiberio 30.
491
Tácito, Anales 1.7.
492
Suetonio, Vida de Claudio 3.2.
493
Plinio, Historia Natural 3.119.
494
M. T. Griffin, en Journal of Román Studies (1997), 252, líneas 115 ss.
495
Tácito, Anales 11.1.1
496
Suetonio, Vida de Nerón 6.2, y Dión 61.2.3.
497
Tácito, Historias 1.72.
498
N. Purcell, en Journal of Román Studies (1985), 14.
499
Tácito, Anales 3.53.5 y 2.33.1 (sedas).
500
Tácito, Anales 16.18.
501
Tácito, Anales 11.3.
502
C. Nicolet, Space, Geography and Polines in the Early Román Empire (1991).
503
Papiro de Oxirrinco 2131; Papiro de Yale 61; Naphtali Lewis, Life in Egypt Under Román
Rule (1983), 190.
504
B. M. Levick, en Greece andRome (1979), 120.
505
E. Schuerer, A History ofthe Jewish People, vol. I (1973, ed. rev. de F. G. B. Millar y G.
Vermes), 399-427; R. J. Lañe Fox, The UnauthorizedVersion (1991), 27-34.
506
L. Roberts, Laodicée du Lycos, vol. I (1969), 274, es un buen estudio.
507
G. C. Boon, Antiquaries Journal (1958), 237-240; Richard Gordon, en Mary Beard y John
North (eds.), Pagan Priests (1990), 217.
508
J. L. Lighfoot (ed.), Ludan: On the Syrian Goddess (2003), 200-207.
509
Tácito, Agrícola 21.1.
510
Ibídem21.2.
511
Susan Walter (ed.), Ancient Faces: Mummy Portraits from Román Egypt (2000, ed. rev.).
512
Tácito, Anales 14.31.
513
A. T. Fear,Rome and Baetica (1996), 131-169.
514
Me inclino más bien por la postura de M. Stern, en M. Avi-Yonah y Z. Ba-ras (eds.), Society
and Religión in the Second Temple Period (1977), 263-301; véase asimismo M. Smith, en
Harvard Theological Review (1971), 1-19; el término «zelo-tas» aparece por primera vez en
Josefo, Guerra de los judíos 4.161; para otras opiniones, véase Martin Goodman, The Ruling
Class ofJudaea (1987), 93-96,219-221.
515
La ciudad de «Agripina» aparece en E. Schuerer, A History of the Jewish People, vol. I
(1973, ed. rev. por F. G. B. Millar y G. Vermes), 461, nota 20; Hechos de los Apóstoles 24.25.
516
E. Schuerer, A History ofthe Jewish People, vol. I (1973, ed. revisada por F. G. B. Millar y G.
Vermes), 399-427; R. J. Lañe Fox, The Unauthorized Versión (1991), 27-34.
517
N. Kokkinos, en J. Vardman y E. M. Yamauchi (eds.), Chronos, Kairos, Christos: Studies in
Honor ofJack Finegan (1989), 133, sigue siendo el estudio más importante.
518
Juan 18.31, y el estudio fundamental de E. J. Bickerman, en sus Studies in Jewish and
Christian History, vol. III (1986), 82, junto con R. J. Lañe Fox, The Unauthorized Versión (1991),
283-310.
519
Josefo, Guerra de los judíos 6.300-309; E. Rivkin, What Crucified Jesús? (1986).
520
Lucas 13.1-5.
521
Hechos de los Apóstoles 11.26, junto con el estudio sumamente perspicaz de Elias J.
Bickerman, en Harvard Theological Review (1949), 109-124.
522
Hechos de los Apóstoles 18.17; para Pablo y Antioquía de Pisidia, véase W. Ramsay, en
Journal of Román Studies (1926), 201.
523
Romanos 13.1-5.
524
1 Corintios 7.21; Efesios 6.5.
525
Mateo 19.12.
526
M. I. Rostovtzeff, The Social and Economic History ofthe Román Empire, vol. I (1957, ed.
revisada por P. M. Fraser), 86.
527
T. E. J. Wiedemann, en Alan K. Bowman et al. (eds.), Cambridge Ancient History, vol. X
(1996), 256-257; Plinio el Viejo, Historia Natural 20.100.
528
Rhiannon Ash, en Ómnibus 45 (2003), 11-13.
529
A. Henrichs, en Zeitschrift für Papyrologie und Epigraphik 3 (1968), 51-80, y Barbara Levick,
Vespasian (1999), 227, nota 9.
530
Traducido al inglés en Robert K. Sherk, The Román Empire: Augustus to Hadrian (1988),
82-83, junto con el importante estudio de P. A. Brunt, en Journal of Román Studies (1977), 95-
116, con el cual no estoy de acuerdo.
531
Suetonio, Vida de Vespasiano 22.
532
R. Darwall-Smith, Emperors and Architecture: A Study of Flavian Rome (1996), 55-68, es un
excelente análisis.
533
Barbara Levick, Vespasian (1999), 194; Quintiliano, Instituciones oratorias 4.1.19.
534
Suetonio, Vida de Tito 10.2.
535
Quintiliano, Instituciones oratorias 1.1.12.
536
Plinio el Joven, Panegírico 82.1-3.
537
Dión 67.9.1-5.
538
Estacio, Silvas 4.2.30-31.
539
Plinio el Joven, Cartas 4.22.5-6.
540
Kenneth S. Painter, The ínsula ofthe Menander at Pompeii, vol. IV: The Silver Treasure
(2001).
541
Lusa Savunen, en Richard Hawley y Barbara Levick (eds.), Women in Antiquity: New
Assessments (1995), 194-206, al menos para los testimonios.
542
H. Dessau (ed.), Inscriptiones Latinae Selectae, 5145.
543
R. C. Carrington, en Journal of Román Studies (1931), 110-130, que es un estudio
excelente: «Pompeya y sus alrededores no eran una ciudad jardín ni un barrio residencial, sino
el escenario de una intensa actividad industrial» (1930).
544
Corpus Inscriptionum Latinarum IV.2993t.
545
Difiero de la opinión de Paul Zanker, Pompen: Public and Prívate Life (1998, traducción
inglesa), 23-24.
546
J. R. Clarke, en D. Fredrick (ed.), The Román Gaze: Vision, Power and the Body (2002),
149-181, sugiere que las escenas tenían un carácter cómico; J. R. Clarke, Looking
atLovemaking: Constructions ofSexuality in Román Art (1998), 212-240.
547
Lorenzo Fergola y Mario Pagano, Oplontis (1998), 19 y 85, para la posibilidad de «Popea»
(por la cual me inclino yo); P. Castren, Ordo Populusque Pompeianus (1963,2.a ed.), 209, para
los testimonios sobre su familia en Pompeya.
548
Corpus Inscriptionum Latinarum IV.7698B, procedente de la «Casa del Moralista», III.iv.2-3.
549
R. Syme, Román Papers, vol. VII (1991), 621 e índice analítico, 695, para la expresión.
550
M. Winterbottom, en Journal of Román Studies (1970), 90-97.
551
Plinio, Cartas 4.25.1-2.
552
Plinio, Panegírico 76.6; 65.1; 80.
553
Plinio, Cartas 3.20.12.
554
Plinio, Panegírico 74.2, junto con 73.4 y 2.8.
555
Plinio, Cartas 10.18.
556
Plinio, Cartas 10.96.
557
R. J. Lane Fox, Pagans and Christians (1986), 433 y 751 nota 37.
558
Plinio, Cartas 1.12,1.22.8-10; M. T. Griffin, en Greece andRome (1986), 64-77 y 192-202.
559
Plinio, Cartas 4.19.
560
Ibídem 4.19.2.
561
Ibídem 7.24.5.
562
Ibídem 7.24.3 y 6.
563
Ibídem 5.6, junto con P. Barconi y José Uroz Sáez, La villa di Plinio... (1999).
564
David R. Coffin, The Villa in the Life of Renaissance Rome (1979), 248; y también 266-267,
acerca del impacto de Plinio sobre la Villa Trivulziana, cerca de Salone.
565
Marcial, Epigramas 12.18,12.31, 12.57.
566
Plinio, Cartas 9.6; compárese con el papa Dámaso, en John Matthews, The Román Empire
ofAmmianus (1989), 422.
567
Hagith Sirvan, Ausonius ofBordeaux (1993), es una excelente introducción; G. P. O'Daly,
«Cassiciacum», en C. Mayer (ed.), Augustinus-Lexikon, vol I (1986-1994), 771-782, para la vida
feliz.
568
Plinio el Joven, Panegírico 81.1 y 3.
569
M. P. Speidel, Román Army Studies, vol. I (1984), 173 y 408.
570
Antología Palatina 6.332; Arriano, Parthica F 85 (Jacoby).
571
Salustio, Historias 4.78.
572
El punto crucial en este sentido es la muerte de Pedón, cónsul en 115, sustituido por un
cónsul sufecto; Juan Malalas se equivoca al datar su muerte en el terremoto del 13 de
diciembre de 115, y también se equivoca al seguirlo F. A. Lepper, Trajan' s Parthian War
(1949), 54 y 99, como ya observó Isobel Henderson, en Journal of Román Studies (1949), 121-
124. Las monedas indican una fecha anterior del terremoto: British Museum Catalogue, vol. III,
100. La datación correcta ha sido resucitada también por Anthony R. Birley, Hadrian: The
Restless Emperor (1997), 324 nota 13.
573
Juan Malalas, Crónicas 11.6 (274), que menciona luego la versión de «la guerra» ofrecida
por Arriano, fuente, según yo sospecho, de la carta al senado de la nota anterior.
574
Samuel N. C. Lieu, Manicheism in Mesopotamia and the Román East (1994), 84-87; G.
Luttikhuizen, The Revelation ofElchasai... (1985).
575
G. E. M. de Sainte Croix, en British Journal ofSociology (1954), 33-48, es un estudio
brillante.
576
Suetonio, Vida de Nerón 29.
577
Corpus Inscriptionum Latinarum VI. 1574, con el excelente análisis de Anthony R. Birley, en
Historia (2000), 230-247.
578
R. Syme, Ten Studies in Tacitus (1970), 1-10 y 119-140.
579
Una buena descripción en Simón Schama, Landscape and Memory (1996).
580
J. H. Elliott y L. W. B. Brockliss, The Worldofthe Favourite (1999), especialmente 2 y 300.
581
Historia Augusta, Vida de Adriano 5.3.
582
Dión 69.4.2.
583
H. I. Bell, en Journal of Román Studies (1940), 133-147.
584
B. Isaac y A. Oppenheimer, en Journal ofJewish Studies (1985), 33-60.
585
Tertuliano, Apología 46 y Sobre la proscripción de los herejes 7.
586
Mary Boatwright, Hadrian and the City ofRome (1987), 190.
587
Subrayo este rasgo como antídoto contra «Adriano el intelectual», tema del artículo de R.
Syme, Román Papers, vol. VI (1991), 103.
588
Historia Augusta, Vida de Adriano 7.6, 20.1 y 20.8: «plebis iactantissimus amator».
589
Para las dotes de Salvio Juliano, véase H. Dessau (ed.), Inscriptiones Lati-nae Selectae
8973, y R. Syme, en Bonner Historia Augusta Colloquium 1986-9 (1991), 201-217.
590
Peter Garnsey, Social Status and Legal Privilege in the Román Empire (1970), junto con
Digesto 48.19.15, 48.28.13, y 18.21.2, con una importante recensión de P. A. Brunt en Journal
of Román Studies (1972), 166-170.
591
Inscriptiones Graecae ad Res Romanas Pertinentes, vol. IV (1927), n.° 84; véase asimismo
85-87.
592
Digesto 5.3.20.
593
F. Millar, en Journal of Román Studies (1965), 141-160, y P. A. Brunt, en Athenaeum (1977),
19-48, dos estudios notables acerca de este contexto.