Subcultura
Subcultura
Subcultura
SUBCULTURA CARCELARIA
I.- INTRODUCCIÓN
Estas diferencias culturales, hasta hace unas décadas considerablemente marcadas, poco
a poco han tendido a desaparecer gracias a la dinámica de la globalización, la cual
implica una elevada interconexión, constante comunicación y relación de
interdependencia entre naciones o grupos sociales distintos, siendo su principal
consecuencia la asimilación y homogeneización de culturas. A pesar de esto, las
naciones conservan, al menos hasta los actuales momentos, un considerable margen de
identidad cultural que les identifica y cohesiona como grupo, diferenciándolas de las
demás. En este orden de ideas, la identidad cultural de una nación se relaciona con su
identidad y cohesión social y ésta, a su vez, determina la identidad normativa que
regulará, en el plano legal, la conducta de los individuos; dicho en otras palabras, la
manera de relacionarse los individuos entre sí y con la naturaleza determina la cultura,
ésta se relaciona con la identidad social de los individuos y del grupo, mientras que de
dicha identidad surge su identidad normativa e institucional, es decir, lo que será objeto
de regulación legal deriva de la regulación cultural, lo que significa, que la ley y la
institucionalización de conductas se convierten en la cristalización de aspectos
específicos que derivan de la cultura general.
Ahora bien, del mismo modo como surgen conductas cuyo accionar es desviado en
razón de lo establecido por la ley, se desarrollan conductas desviadas o distintas a lo que
institucionalmente está establecido y que deriva de los términos culturales, lo que
significa que no todos los individuos que pertenezcan a un grupo social actuarán según
lo que cultural e institucionalmente esté prescrito por su grupo. Se habla en este caso,
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que aún dentro de un grupo social especifico podría esperarse la coexistencia de
patrones normativos cambiantes y diferentes a los que por tradición cultural existen para
regular las conductas en el grupo mismo; de modo tal, que grupos particulares e
integrados al grupo social general, desarrollan y actúan según su propia identidad
cultural, que a pesar de ser diferente de la general no significa que sea contraria a ésta.
Así, surge lo que se conoce como subcultura.
La definición clásica de cultura, propuesta por E. B. Tylor, refiere que ésta “es de toda
esa totalidad compleja que abarca conocimientos, creencias, artes, moralidad, leyes,
costumbres y cualesquiera otras potencias adquiridas por el hombre como miembro de
la sociedad” (Wolfgang y Ferracuti, 1971, p.114). En otras palabras, una cultura refiere
a valores sociales y modos de vida transmitidos de una generación a otra, y al ser la base
de la normativa, jurídicamente hablando, implica la predecibilidad de las conductas
sociales, como consecuencia de su definición previa como conducta o acción. Así, la
palabra cultura denota la manera según la cual los seres humanos interactúan entre sí y
con el medio, agregando la construcción mental de dicha interacción, donde se
encuentra su idiosincrasia, sus pensamientos, creencias y percepciones hacia aquellos
factores, humanos o no, con los que interactúa. Entonces, la conducta cultural se
presenta como una acción socialmente duradera, siendo el tipo de comportamiento que
durante el desarrollo histórico de los individuos unidos bajo la figura de grupo social, le
han demostrado su eficiencia en el proceder para conseguir la satisfacción de
necesidades específicas.
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Ahora bien, en ese desarrollo histórico de las sociedades han surgido formas culturales
de comportamientos diferentes, unas de otras, todo como consecuencia de la interacción
con el medio en el que coexiste el grupo social. Más aún, dicha heterogeneidad ha
producido que en la actualidad existan diversidades culturales de una nación a otra e
incluso, dentro de una misma nación, donde tienden a aparecer maneras de comportarse,
ideas, percepciones y creencias diferentes, todo en razón del modo de adaptación e
interacción que los individuos, en general o en particular, tengan con su medio (Fine y
Kleinman, 1979). Esta diversidad, existe en la actualidad, muy a pesar de la
homogeneización cultural que produce la interdependencia económica, tecnológica y
comunicacional entre naciones, producto de la globalización (Ehnrenfeld, 2003;
Kellner, 2002).
En este orden de ideas, existe una amplia diversidad cultural y, aún dentro de las
mismas culturas, grupos que tienden a adoptar distintos patrones culturales de
comportamiento. Se observa que dentro de una nación existen diversos grupos
distribuidos geográficamente a lo largo de su territorio y que poseen una cultura
particular, sin que la misma sea diferente a la cultura general, la cual conforma en
esencia la identidad cultural de la nación. De tal manera, coexisten culturas específicas
de cada grupo que integra la nación y a su vez, la cultura nacional, con la que se
identifica cada grupo como una unidad general y no ya particular, en otras palabras, la
cultura general determina la particular y viceversa, de donde surge la identidad nacional.
Por ejemplo, en Venezuela existe una identidad nacional basada en la cultura que
históricamente como nación define a los venezolanos, de modo tal, que indistintamente
del lugar geográfico del que se trate, la gran mayoría de los venezolanos comparten
comportamientos culturales generales como las tradiciones religiosas, la gastronomía en
general, entre otros; pero presentando diversidad en estas formas de comportase, ya en
un plano más especifico, según la región de la que se trate: la cultura andina, central,
oriental, llanera, entre otras.
Ahora bien, la identidad como nación surge de las similitudes que se presentan entre los
grupos diferentes que coexisten en la nación y de la interpretación de dichas similitudes
como la identidad del grupo, estando en la sumatoria de dichas interpretaciones la
identidad general o nacional. En otras palabras, siguiendo con el ejemplo anterior, se
habla de cuando se acepta que más que andino, oriental, central o llanero se es
venezolano. En esta falta de identificación cultural en general que se comenta pueden
encontrarse la fuente de los grandes conflictos separatistas surgidos en la historia
moderna. La Guerra de Kosovo, por ejemplo, tuvo como origen una profunda diferencia
cultural entre albanos y serbios, grupos étnicos que poseían más diferencias que
similitudes, lo cual se tradujo en su falta de identificación como grupos con una
identidad nacional única, por lo tanto, al determinar su agrupación y actuación según
una misma cultura y una misma legislación, era de esperar el surgimiento de conflictos
separatistas, especialmente conflictos surgidos del grupo que se sentía más oprimido
(Crespo, 2008).
Todo lo anterior puede resumirse diciendo que dentro de una cultura derivan
comportamientos culturales particulares a grupos, usualmente surgidas como
consecuencia de la diversidad geográfica o de la manera particular de interpretar el
medio ambiente, pero que deviene derivada de la cultura general y le proporciona un
marco de identificación y distinción de los demás grupos, como a su vez un punto de
referencia para la construcción social en base a la unidad y los elementos culturalmente
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compartidos con los otros grupos culturales; radicando la sustentación de la cultura
general en la similitud de las conductas culturalmente ejecutadas por los diferentes
grupos que interactúan dentro de la misma. En términos más simples, dentro de toda
cultura puede apreciarse la existencia de subculturas.
En este orden de ideas, el empleo del prefijo sub es restrictivo a su significado, a saber,
como indicativo de una categoría que forma parte de algo más amplio o general, en este
caso, denota una parte o una categoría integrante de la cultura en general; sin confundir
con esto el empleo de este prefijo para la calificación peyorativa de los grupos o
condiciones sociales en particular. Entonces, puede decirse que una subcultura “implica
que existen juicios de valor o todo un sistema social de valores que, siendo parte de otro
sistema más amplio y central, ha cristalizado aparte” (Wolfgang y Ferracutti, 1971,
p.120), por lo tanto, “has been conceived of as a set of understandings, behaviors, and
artifacts used by particular groups and diffused through interlocking group networks”
(Fine y Kleinman, 1979, p.18). De tal manera, la palabra subcultura aparece como un
término operativo para catalogar y distinguir las categorías derivadas de
comportamientos y valores, que siendo diferentes y culturalmente válidos, han surgido y
se han estatuido de manera separada de la cultura dominante. Ahora bien, estos valores
y comportamientos subculturales se presentan como categorías derivadas de la cultura
general, pues de lo contario serían una cultura paralela y no una sub – cultura (Yinger,
1960; Wolfgang y Ferracuti, 1971). Los albanos y los serbios son un ejemplo de dos
culturas paralelas y no de dos categorías subculturales de una cultura común albana-
serbia, mientras que la colonia francesa y británica son ejemplos de subculturas de la
cultura canadiense.
Así, los valores que integran una subcultura constituyen pautas de comportamiento
diferentes a las existentes para la cultura en general, pero que apuntan al cumplimiento
de un mismo fin. En otras palabras, el comportamiento y los valores subculturales
constituyen modos de conducta alternativos a los generales y dominantes para lograr la
obtención de los mismos fines, socialmente hablando, lo que permite configurar a los
valores subculturales como medios desviados con relación a los medios que
culturalmente se han establecido. Entonces, las sociedades, principalmente las
heterogéneas, sustentan su existencia al tolerar cierto margen de desviación de sus
patrones culturalmente establecidos, pues los valores subculturales sólo son diferentes y
desviados en cuanto a la forma que éstos representan como medios en relación a los
valores culturales dominantes para la obtención de los fines sociales.
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colaborando con la cohesión del subgrupo como tal al grupo en general. Dicho en
términos más simples, los valores subculturales son derivaciones o desviaciones
categóricas de los valores culturales como consecuencia de diversidades geográficas,
políticas, económicas, sociales, entre otras; y al ser categorías de los valores culturales
generales presentan tanto diferencias como similitudes, pues de lo contrario no se
hablaría de valores subculturales, por lo tanto, estos valores adquieren un significado
individual en cuanto a la cohesión con el subgrupo, y al poseer similitudes con los
valores culturales generales, sustentan con respecto a ésta, la cohesión de los diversos
subgrupos o subculturas.
Sin embargo, Yinger (1960) no proporciona una explicación más detallada sobre el por
qué se genera la confusión al catalogar como subculturas a subgrupos que poseen
diferencias en los valores, lenguaje, estilos de vida, entre otros; con relación a la
sociedad de la cual forman parte. Fine y Kleinman (1979, p.2) tienden a aclarar un poco
el panorama en relación a lo anterior, sosteniendo que la
subculture has often been equated with an aggregate of persons (such
as youth) or a collectivity (such as a gang). Subculture is then treated
as a membership category in which the criterion for belonging is
structural or network based rather than dependent on a system of
beliefs and practices.
Ahora bien, puede suceder que los valores subculturales, además de ser medios
desviados y diferentes a los culturalmente establecidos para obtener los mismos fines, se
presenten como valores abiertamente contrarios a éstos, donde se hablaría de una
diferencia no ya en la forma, sino en el fondo, generando un conflicto entre la cultura
generatriz o general y los valores que se han derivado de ésta. Como bien se ha
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comentado con anterioridad, las sociedades, principalmente las heterogéneas, tienden a
tolerar un cierto margen de desviación con relación a sus patrones culturales, los cuales
en última instancia aparecen como medios estatuidos para la obtención de fines o la
satisfacción de necesidades especificas, por lo cual, una subcultura y los valores que la
componen pueden tener fácil desenvolvimiento dentro de la misma, pues los fines
sociales serán alcanzados, aunque por medios alternativos a los tradicionales o
generalmente establecidos. No obstante, suele suceder que los medios establecidos y
aún sus derivaciones subculturales se presenten como ineficaces e ineficientes para la
obtención de los fines frente a otros tipos de medios o valores, lo que reduce su
atractivo para los individuos quienes optarán por la ejecución de estos últimos medios,
aún cuando los mismos se presenten como valores contrarios a los tradicionalmente
considerados.
Por ejemplo, el delito representa una conducta que además de ilegal en principio es
contracultural y, por lo tanto, subcultural. Sin embargo, no todos los delitos, ni la acción
como tal que se convierte en delito pueden catalogarse como una conducta o acción
contracultural, pues dicha conducta o acción puede devenir como consecuencia de
múltiples factores y no por la valoración personal de la conducta delictiva como un
valor elegible para ejecutar. Así, de un homicida pasional, motivado por una situación
particular y carente de personalidad y voluntad delictiva anterior y posterior al hecho o
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acción ejecutada, difícilmente podría decirse que su acción constituye una conducta
contracultural; mientras que un homicida por encargo (sicario) para quien el asesinato y
la violencia son los valores que rigen su vida, podría afirmarse que manifiesta una
conducta contracultural. En el primer caso, la conducta homicida es poco probable que
se repita, pues para el individuo dicha conducta no es congruente con sus valores o los
de su grupo social; mientras que en el segundo caso, la conducta se manifiesta
abiertamente repetitiva, pues la violencia y el homicidio constituyen modos de vida,
valores personales que implican medios para la subsistencia económica y social del
individuo y su familia, por lo cual, la conducta será abiertamente manifestada en
diversas ocasiones, siendo dicha manifestación una prueba empírica que el individuo
comparte los valores subculturales que a su vez son contraculturales, aún cuando no
pertenezca a un grupo o pandilla delictiva determinada.
En resumen, una subcultura presenta valores positivos y negativos, los cuales serán
catalogados como contraculturales, destacando que los mismos adquieren dicha
connotación no sólo por su simple ejecución, sino por la determinación que los mismos
se efectúen sobre la conducta y el abanico de acciones a elegir que el individuo posea.
Por lo tanto, la subcultura se presenta como el género, mientras que la contracultura es
la especie de la misma, lo se traduce en decir que en términos operacionales la
contracultura es un vocablo que se asimila al de subcultura denotando sólo una
derivación negativa de los valores que en dicha subcultura puedan llegar a ejecutarse.
Entonces, con la anterior se expresa el desacuerdo con la tesis que afirma que la
subcultura es periférica y la contracultura central (ver, por ejemplo: Bronson, 2006;
Kaufmann, 1979; Wolfgang y Ferracuti, 1971; Yinger, 1960), siendo realmente lo
contrario, pues los valores y las conductas contraculturales surgen como consecuencia
de la frustración y oposición de los individuos y sus valores hacia los valores
tradicionales, por lo cual, los mismos, agrupados o no, adquieren un carácter periférico
(Austin, 1980; Hartnagel, 1980; Sellin, 1938); mientras tanto, los valores subculturales
nacen como derivaciones, a veces espontáneas, de los valores tradicionales, lo cual se
traduce en decir que la subcultura, en cuanto a su aspecto positivo, carece de conflicto y
frustración hacia la cultura dominante.
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El origen del término subcultura puede remontarse a principios del siglo XX con las
investigaciones de Frederic Thrasher, sobre las pandillas en Chicago (Fine y Kleinman,
1979). Thrasher (1932) sostuvo que las pandillas y sus reglas surgen efectivamente de
un ambiente que les reprime, lo que trae como consecuencia que entre los individuos
surjan valores normativos que les permita distinguirse de otros, especialmente de
aquellos que no se identifican con su situación. Posteriormente, destaca como uno de los
pioneros de mayor importancia en el tema, los estudios de Cohen (1955) quien en
esencia fue el primero en establecer una propuesta teórica relacionada directamente con
la formación de grupos subculturales o pandillas delictivas. En su libro Delinquent
Boys: the culture of gans (Cohen, 1955), desarrolla un capítulo sobre la formación de
subculturas delictivas, sosteniendo, entre otras cosas, que las mismas tienden a surgir en
situaciones sociales donde las oportunidades legítimas se encuentran bloqueadas para
ciertos sectores o clases sociales, quienes ante el bloqueo o discriminación social, toman
como opción la formación de grupos particulares, con normas y valores propios del
grupo. Entonces,
la creación de una subcultura delictiva hay que entenderla
esencialmente como una respuesta ante los problemas de frustración
que puede experimentar un joven perteneciente a las clases menos
privilegiadas, insertadas en una estructura cultural que ante todo
enfatiza el valor del éxito monetario como meta o aspiración a
seguir.
(Cano, 2006, p.16)
En algunos casos, estas normas y valores bajo las cuales se agrupan los individuos,
tienen como característica el ser abiertamente opuestas a las normas legítimamente
aceptadas, por lo cual, sostiene Cohen (1955) que las normas subculturales se
convierten, por un lado, en un medio de reacción ante la represión social; y por el otro
lado, en una manera alternativa para la obtención de los fines social, negados en
principio como consecuencia del bloqueo de oportunidades. Pese a las bondades del
trabajo de Cohen (1955), se le critica, entre otras cosas, que su consideración sobre las
bandas delictivas se restringió exclusivamente a jóvenes del sexo masculino de clase
baja; destacando, igualmente, que su distinción de clases es inexacta, donde radica el
uso peyorativo de la palabra subcultura, pues la misma la emplea para catalogar
agrupaciones especificas de jóvenes de la clase baja, sin considerar que en clase alta
igualmente sucede dicha agrupación bajo contextos de valores subculturales
(Guemureman, 2006).
Richard Cloward y Lloyd Ohlin continuaron el desarrollo de las ideas de Cohen (1955)
así como las de Durkheim, Sutherland y Merton, sosteniendo que en la estructura social
existen medios legítimos para la obtención de los fines, pero en el desenvolvimiento
social los individuos suelen tomar medios alternativos que impliquen la obtención de
los fines de una manera más eficiente. Como consecuencia, el individuo se culturiza a la
utilización de medios ilegítimos, de donde deriva la formación de patrones
subculturales, existiendo tres tipos: subcultura delictiva; conflictiva y replegada o
retraída (Cloward, 1959; Cloward y Ohlin, 1960).
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subcultura replegada, en cambio, sería un tipo de adaptación en la
cual confluye la falta de acceso a medios legítimos de satisfacción de
necesidades y la renuencia a utilizar medios ilegítimos por parte de
los sujetos a causa de sus barreras culturales y las prohibiciones
internalizadas en su proceso de socialización.
(Guemureman, 2006, p.165)
En general, pueden considerarse éstos como los estudios clásicos sobre subculturas
delictivas, aún cuando muchos de sus postulados carezcan de validez en la actualidad.
En los mismos, se aprecia la explicación del surgimiento de valores subculturales como
consecuencia de las presiones o frustraciones sociales, de donde se origina la idea de
considerar dicho valores marginales o periféricos a los valores dominantes o generales.
Sin embargo, como se comentó anteriormente, la idea es errada, pues estos valores
surgidos de las presiones y frustraciones sociales, son opuestos a los valores sociales,
por lo que aún siendo subculturales son contraculturales y al mismo tiempo adquieren
un carácter periférico o marginal, siendo entonces, y según las afirmaciones de Matza y
Sykes (1961) dichos valores adquieren un significado subterráneo para los individuos,
quienes, aún sin compartirlos, pueden optar por su ejecución en situaciones
determinadas, hecho que apoya la idea expuesta en la sección anterior acerca de que no
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todo acto delictivo es contracultural y menos aún subcultural, dándole dicho significado
la valoración moral y personal que sobre dicha conducta como pauta de comportamiento
constante el individuo tenga. En base a esta última observación, se presentan las
dificultades actuales para la validación de las propuestas teóricas expuestas.
Donald Clemmer aseguró en sus trabajos que la prisión constituye una comunidad
particular e independiente de la comunidad dentro de la que se ubica (Bronson, 2006).
Esta afirmación encierra diversos significados, entre los que se puede mencionar la
percepción de Clemmer (1940) de la prisión como un ente con valores, normas,
costumbres y hábitos propios, muchas veces independientes de la comunidad en general
y, en otras ocasiones, independientes y diferentes a los valores formales bajo los cuales
en principio debería funcionar la institución como una organización burocrática. Esto
significa que la prisión constituye una categoría cultural derivada de la cultura general,
por lo cual, la misma fácilmente puede denotarse como una subcultura, claro está,
empleando dicho vocablo en términos operacionales y no de manera peyorativa, como
se mencionó con anterioridad. Esta afirmación la propuso Clemmer (1940) en paralelo
al surgimiento de las teorías subculturales, en especial a la de Sellin (1938), y casi una
década antes de las propuestas de Cohen (1955) y Cloward y Ohlin (1960), por lo cual,
no pude sugerirse que hay un traslado de las ideas desarrolladas sobre pandillas al
ambiente carcelario.
Las organizaciones, en general, poseen un marco de referencia legal que les proporciona
los estándares bajo los cuales desarrollará sus actividades, siendo que dichos estándares
son diseñados con la mayor congruencia posible con respecto a los objetivos y fines que
la organización persigue y a las leyes y reglamentos que existen para regular las
actividades y conductas ejecutables. Así, las organizaciones, en especial las públicas,
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tienden a actuar según lineamientos preestablecidos, en el caso de las públicas se hace
referencia a la ley, siendo estos lineamientos lo que define su esencia, fin y objetivos,
así como los medios para obtenerlos. De tal manera, las organizaciones cuentan con una
función, objetivos y medios para obtenerlos; estando todos definidos previamente, y
actuando en sincronía y de manera sistemática para el cumplimiento de la función, la
obtención de los objetivos, todo según los medios que conlleven a esto de una manera
rápida y económica en términos organizacionales. Todas estas definiciones previas es lo
que en general se entiende como cultura organizacional, la cual puede definirse como “a
set of key characteristics that describe the essence o an organization” (Freeman, 1999,
p.56).
Ahora bien, al funcionar cada organización como un sistema, integrado a su vez por un
conjunto de personas, es de esperar que éstas tengan valores y percepciones particulares,
por lo cual, el éxito de la organización va a depender de la congruencia que exista en
cada uno de éstos con respecto a los valores organizacionales (Freeman, 1999; Jordan,
1996). En este caso, la congruencia puede considerarse como
el grado de acuerdo que hay entre los miembros de la organización,
en relación a los que son y no son los objetivos de la misma y quién
es el responsable de hacer qué (definición de roles) para alcanzar los
objetivos.
(Jordan, 1996, p.260)
De tal manera, la cultura organizacional suele definir e integrar los valores personales y
organizacionales, hasta el punto de fusionarlos en uno, lo cual incrementaría la
congruencia e identificación del individuo y sus valores con los valores de la
organización y con los de la actividad que ejecutará dentro la misma. Entonces,
habiendo definición clara sobre lo qué cada individuo sabe y debe hacer, se espera una
reducción de los conflictos en la ejecución de las actividades ejecutadas, lo cual, en
principio, es la base para el desarrollo de actividades organizacionales con eficacia y
eficiencia. En otras palabras, “a common hypothesis about this role suggests that if an
organization possesses strong culture by exhibiting a well-integrated and effective set of
specific values, beliefs, and behavior patterns, then it will perform at a higher level of
productivity” (Marcoulides y Heck, 1993).
Sin embargo, suelen existir organizaciones donde se presentan dos inconvenientes: uno,
relacionado con la identificación y definición de roles y objetivos, en donde a pesar de
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la existencia de estándares establecidos sobre lo que cada individuo como parte de la
organización hace y los fines que se persiguen con dicha actividad, éstos no se
identifican con su rol, tienen una definición diferente del mismo o ni siquiera conocen la
finalidad mediata e inmediata de la ejecución de su rol. Mientras, que el otro
inconveniente refiere a la ausencia de definiciones organizacionales tanto de los roles
individuales como de los objetivos específicos que persigue la organización, lo cual
produce que cada individuo actúe según su discrecionalidad en cuanto a lo que percibe o
define como su rol dentro de la organización, así como la percepción de su actividad sin
fondo aparente, pues se ejecuta sin finalidad o búsqueda de objetivos. Ambos
inconvenientes pueden describirse como incongruencia organizacional, la cual, caso
contrario a lo expuesto anteriormente, trae como consecuencia la reducción de la
productividad de la organizacional, causada por la falta de integración de los individuos
al sistema organizativo del que son parte (Freeman, 1999; Jordan, 1996; Marcoulides y
Heck, 1993).
La rehabilitación, por su parte, se configura como el objetivo a cumplir por los órganos
integrantes del Sistema Penitenciario a través del conjunto de actividades que se
desarrollaran durante el Régimen Penitenciario, tal y como lo establecen el artículo
constitucional citado y el artículo 2 de la Ley de Régimen Penitenciario (2000). De otro
lado, las modalidades de descentralización y privatización, así como las modalidades de
colonias agrícolas, vienen a constituir maneras de configurar la actuación y modalidad
administrativa bajo las cuales pueden funcionar las instituciones penitenciarias, lo cual,
en gran medida forma parte de la cultura organizacional de las mismas. Así mismo, el
trabajo y el estudio de los reclusos, como también las medidas principalmente no
reclusorias y la asistencia post penitenciaria, integran igualmente dicha cultura
organizacional penitenciaria del país, al establecer como valor un trato humanitario y
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abierto (no totalizante) a los reclusos. En general, podrían resumirse los valores que
integran la cultura organizacional penitenciaria venezolano de la siguiente manera: en
primer lugar la idea de la rehabilitación o reinserción social del recluso, el cual se
cumplirá durante la ejecución de su pena, estando ésta caracterizada por la
progresividad en la adquisición de la libertad, en segundo lugar; y por el tratamiento
durante su reclusión de manera abierta y en consonancia con el cumplimiento de los
derechos fundamentales de los individuos recluidos, en tercer lugar, por lo cual se le
permiten visitas, estudio, trabajo (con los cuales redime el tiempo de su pena),
recreación, entre otros factores.
Igualmente, forma parte de esta cultura organizacional los deberes y derechos de los
reclusos consagrados en el Reglamento de Internados Judiciales (1975, artículos 40 y
41), así como el sistema y rutina de vida definido en la Ley de Régimen Penitenciario
(2000). Se agrega a esto, la definición de las funciones de cargos particulares como la
dirección y de la jefatura de régimen de la prisión establecida en los artículos 36 y 37
del Reglamento de Internados Judiciales (1975), como también las definiciones de la
seguridad interna y externa de los internados judiciales, los medios de coacción, entre
otros. Por último, se agrega a estos valores organizacionales, los que son típicos de una
institución organizada bajo parámetros burocráticos de jerarquización administrativa en
los cargos que la integran, como lo es la comunicación escrita, bien sea vertical u
horizontal, las órdenes y jerarquización, las definiciones de cargos y roles particulares,
entre otros.
Ahora bien, frente a lo anterior surge una interrogante: ¿siendo esta la cultura
organizacional penitenciaria del país, existe y en qué niveles subcultura organizacional
penitenciaria? La respuesta, evidentemente, requiere de un análisis pormonerizado de la
realidad, así como de mediciones sistemáticas en las que se establezca los niveles de
rendimiento frente a los objetivos que institucionalmente se han definido y que, en
principio, debería perseguir la organización; agregando el abordaje de la congruencia de
cada integrante del sistema penitenciario en relación a la definición de su rol en la
organización y de los objetivos del mismo. A manera de hipótesis general, podría
pensarse que existe un considerable grado de actuación subcultural en el desarrollo de la
actividad organizacional penitenciaria, al referir su actuación bajo parámetros más
informales que formales. Esta hipótesis se apoya, en principio, en dos aspectos, siendo
el primero el estudio comparativo desarrollado por Jordan (1996) en las cárceles de
Mérida, Venezuela; y Albuquerque, Nuevo México, en los Estados Unidos.
Jordan (1996) buscó medir los niveles de congruencia que poseían los empleados de
ambas prisiones en relación a la definición de sus roles, los objetivos de la institución y
el proceso de comunicación en la institución. Sus hallazgos revelan que en relación a la
definición de roles los grupos de vigilantes de ambas prisiones manifestaron recibir muy
poca orientación en cuanto a su actividad por parte de sus supervisores y de los
directivos de la institución (Jordan, 1996). Por su parte, en cuanto a los objetivos
institucionales, Jordan (1996) midió la congruencia en relación a dos objetivos
declarados de las prisiones: reclusión versus castigo, el primero; y la rehabilitación o
reinserción social del recluso, el segundo. Los resultados revelan que la congruencia
depende del cargo jerárquico que se ocupa en la institución, constatando algunas
diferencias entre las dos prisiones, así, en la cárcel de Mérida la reclusión y no el castigo
constituye un objetivo de la prisión sólo para los directivos, siendo que en la prisión de
Albuquerque este fue un objetivo considerado para los directivos y supervisores;
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mientras que los supervisores de Mérida se encontraron divididos en relación a esto y
los vigilantes de ambas prisiones, aunque menos consistentes los de Albuquerque,
consideraron de forma unánime el castigo y no la reclusión como objetivo de la
institución (Jordan, 1996). En cuanto a la rehabilitación como objetivo de la prisión, la
misma es aceptada sólo por los directivos de ambas prisiones, siendo totalmente omitido
como objetivo por parte de los vigilantes y supervisores en las dos prisiones (Jordan,
1996).
¿Qué expresan estos resultados que apoyen la hipótesis propuesta sobre la existencia de
subcultura organizacional penitenciaria en el país? En general, que en el caso
venezolano existe una marcada ausencia de definición de roles y de objetivos,
incluyendo un elevado nivel de discrecionalidad personal para la toma de decisiones y
el accionar dentro de la institución, lo cual revela un marcado criterio de informalidad
en el actuar organizacional, todo lo cual es indicio de incongruencia organizacional y,
por lo tanto, de comportamiento subcultural. En este orden de ideas, la situación que
constató Jordan (1994) sobre la ausencia de manuales hace más de una década en el
país, aún prevalece, siendo esto el segundo aspecto en el que se apoya la hipótesis
planteada con anterioridad. Entonces, prevalece en el país la ausencia de manuales que
definan la manera de proceder dentro de la institución carcelaria ante situaciones
particulares, lo cual produce que las decisiones sean tomadas a riesgo, por experiencia y
según el momento del que se trate y, al agregarle a esto la carencia de comunicación
escrita, dichas decisiones faltan de continuidad administrativa.
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La administración penitenciaria se encuentra seriamente afectada en
todos sus niveles (estratégicos, tácticos y operativos), al punto que
puede concluirse que se carece de un sistema integral de gestión.
Ello se sustenta en las problemáticas siguientes:
1.- La organización jerárquica y nominal establecida es ineficiente.
Ante esta limitante se abre paso la espontaneidad, la rutina en los
procedimientos de trabajo y la falta de objetivos precisos para el
cumplimiento de los diferentes roles dentro del sistema.
2.- Se realizan pocos eventos de dirección y de las especialidades, lo
cual conlleva a que exista poco intercambio de información entre los
funcionarios, lo cual genera falta de visión, inseguridad y pérdida de
cualidades en la labor que se desempeña.
3.- No existe proceso de planificación, formula organizativa básica
para regir y dar continuidad a la vida de los penales. Ello unido a la
falta de colegio para la solución de las diversas problemáticas que se
presentan en los penales, compromete el desempeño de esta
actividad de una manera integradora y coherente atendiendo a
objetivos específicos.
4.- Se carecen de normativas que regulen el papel de las
especialidades y del trabajo de dirección al nivel de los penales, todo
lo cual condiciona una rutina en los procederes de trabajo que
responden más a la práctica tradicional que a lo estipulado en la Ley
y los reglamentos establecidos, pues manifiestan poco conocimiento
de la Ley de Régimen Penitenciario, de Redención de la Pena por el
Estudio y el Trabajo y el Reglamento para los Internados Judiciales
que actualmente rigen el funcionamiento general del Sistema
Penitenciario.
5.- La organización del servicio de régimen para el control de la vida
diaria en los penales es muy deficiente. Se adolece de una base
principal para el funcionamiento de esta actividad con el propósito
de que cumplan un papel ejecutivo e informativo, dotados de
facultades de dirección y control permanente, apoyados con
comunicaciones. Los centros quedan, fundamentalmente, en los
horarios nocturnos expuestos a un funcionamiento primado por las
costumbres y anarquía, con un escaso completamiento del servicio
de vigilancia, por lo cual el penal, permanece a merced de los
internos, teniendo como principal elemento de contención a la
Guardia Nacional. Asimismo, no están previstas las acciones a
realizar ante cualquier eventualidad de gran magnitud.
6.- No existe un sistema de control que supervise la legitimidad de
las acciones en los penales y el cumplimiento de lo legislado, todo lo
cual da paso a la arbitrariedad y a que se entronicen formas de
actuaciones específicas en cada penal.
7.- El sistema informativo no está diseñado para la toma de
decisiones; sólo se brindan a la Dirección General de Custodia y
Rehabilitación del recluso, la información referida a los sucesos
significativos que ocurren en el penal y la información estadística
mensual. Aún con estos limitados indicadores, no se produce un
análisis dirigido a evaluar la situación general del penal, ni tampoco
para prevenir situaciones negativas que comprometan la vida del
penal. Para paliar la situación respecto a un grupo de indicadores
necesario sobre la población penal, en cada penal se han desarrollado
registros automatizados, que ni son homogéneos ni cubren las
necesidades reales, pues se carece de un sistema automatizado
nacional que posibilite solicitar y recuperar cualquier tipo de
15
información. Por otra parte, no se aprovechan ni organizan las
fuentes informativas posibles para adoptar medidas preventivas y
contrarrestar ante cualquier situación informada.
8.- En general se apreció un clima de desánimo a la solución de los
problemas por parte de la dirección y vigilantes de los centros; con
un actuar tolerante, llegando, incluso al establecimientos de pactos
de convivencia con los internos, lo que conlleva a una actitud de que
la dirección penitenciaria se mantenga al margen de los conflictos.
Las administraciones están incapacitadas para ejercer la autoridad
necesaria para mantener un régimen disciplinario favorable, pues
están divorciadas de las interioridades del penal hasta el punto de que
algunos directores tienen que solicitar permiso a los líderes negativos
para entrar a algunas áreas del penal, mientras que en otras ni se les
permite su entrada.
(Ministerio de Justicia, 2005, pp.33, 34 y 35)
En general, pudiera pensarse que los problemas de control existentes en las prisiones del
país, tal y como se estudiará en las siguientes secciones y en capítulo siguiente, es
consecuencia del comportamiento subcultural que a nivel organizacional que en las
mismas se ejecuta. No obstante, es conveniente hacer dos aclaraciones al respecto:
primero, las ideas acá expuestas carecen de un sustento empíricamente sistemático, pues
las mismas están construidas en base a la experiencia y a fuentes de observación
secundarias, por lo que la confiabilidad de los argumentos construidos, en principio, es
baja, siendo sólo una construcción hipotética de la realidad que debe ser sometida a un
examen metodológicamente mejor construido y diseñado. Segundo, con lo anterior
tampoco se quiere afirmar que debido a la presencia de comportamientos informales o
subculturales en las actividades administrativas u organizacionales, la productividad de
las mismas será deficiente, pues si algo se ha demostrado a lo largo de la historia es que
el exceso de formalismo en la ejecución de las actividades administrativas es lo que le
resta eficacia y eficiencia a las actividades. De tal manera, lo que se quiere señalar es
que la productividad en las organizaciones se maximiza en la medida que se equilibran
las maneras de actuar formales e informales, existiendo siempre predominio, aunque no
subordinación, de la formalidad sobre la informalidad; por lo que el vicio
organizacional surge cuando el actuar informal prevalece, domina y desplaza al formal.
16
Más allá del funcionamiento de la prisión como un ente administrativo y de los valores
organizacionales que la componen, sustentan y orientan dicho funcionamiento, en la
misma hacen vidas diversos grupos que poseen una serie de pautas y valores normativos
que de manera informal regulan su actividad diaria, presentándose una clara escisión
entre dos grupos principales (Goffman, 1971). Estos son básicamente dos: los guardias,
custodios o vigilantes penitenciarios, por un lado; y los prisioneros o internos, por el
otro. Ambos grupos coexisten en la prisión bajo una relación de manipulación y
subordinación, en la que construyen imágenes y percepciones particulares del grupo
contrario; igualmente, ambos grupos tienden a crear un sistema normativo y un conjunto
de valores que orientan su conducta en la interacción cotidiana que es consecuencia de
la actividad laboral, para los vigilantes; y del cumplimiento de una sanción penal, para
los internos.
Ahora bien, al ser la prisión una institución de carácter cerrado y totalizante, es lógico
suponer que la actividad laboral del vigilante penitenciario, además de poseer
particularidades que le diferencian de las demás actividades laborales (ver, por ejemplo,
Goffman, 1971), ésta se desarrolla casi en su totalidad tras las rejas, por lo que podría
pensarse que el proceso totalizante y mortificante del Yo, aunque en menor proporción
que en los internos, también es vivido por los individuos que ejecutan la vigilancia
penitenciaria. Éstos, al igual que los internos, sufren un proceso de adaptación al
sistema y mundo carcelario, en otras palabras, se prisionizan, pero en relación a los
valores institucionales y de su grupo en particular. Este proceso de adaptación, que en
principio constituye la socialización con el medio, más que con el grupo, ocurre
básicamente en tres fases: el arribo, el encuentro y la metamorfosis (Freeman, 1999).
17
environment where employee and offender behavior is structured by a rigid dependence
on formal rules and procedures designed to ensure uniformity and regulate behavior”
(Freeman, 1999, p.59). Básicamente, en esta fase se produce un choque entre los valores
y expectativas preconcebidas que el vigilante penitenciario posee sobre el
funcionamiento institucional, por lo cual, puede ocurrir dos situaciones: primero, que
sus expectativas sean confirmadas y logre adaptarse plenamente a la sociedad y
ambiente del que formará parte; o segundo, que esas expectativas no sean confirmadas,
al existir una incompatibilidad entre éstas y los valores y modos de funcionar del
sistema, lo cual en esencia, puede producir a un fuerte estrés emocional del empleado y
la insatisfacción con la ejecución de su actividad laboral (Freeman, 1999).
18
overwhelmed by a hostile inmate population capable of unpredictable violence”
(Freeman, 1999, p.60). Dicha subcultura, regula tres tipos de relaciones básicas entre los
vigilantes penitenciarios: la relación entre vigilantes; entre vigilantes e internos; y entre
vigilantes y la administración formal de la prisión (Freeman, 1999).
Las relaciones entre vigilantes penitenciarios, bajo este tipo de código subcultural, están
orientadas por los siguientes valores: primero, siempre ayudar a un compañero que se
encuentra en peligro; segundo, nunca hacer ver a un compañero como de
comportamiento errado, incorrecto o maligno, frente a un interno; tercero, apoyar
siempre a un compañero cuando éste tenga una disputa con algún interno; frente a un
interno siempre legitimar y apoyar las sanciones que otro compañero ha impuesto, aún
cuando las considere injustas (Freeman, 1999). Estos cuatro valores refieren al
mantenimiento de la cohesión grupal y a la construcción de una rígida imagen del grupo
frente al grupo opuesto o a controlar; imagen de solidaridad y rigidez que al aparecer
dividida proporciona a los internos un punto de manipulación y ruptura del control tanto
del grupo de vigilantes como de la interacción entre ambos grupos.
Por su parte, los valores subculturales que orientan la interacción entre vigilantes
penitenciarios e internos son básicamente dos: “First, don’t lug drugs, that is, don’t
smuggle drugs for inmute use… Second, don’t be a white hat” (Freeman, 1999, p.61).
Ambos valores guardan estrecha relación con el mantenimiento de un ambiente seguro y
de la integridad individual y colectiva de la institución, así como de la reducción de
cualquier tipo de simpatía y contacto personal entre internos y vigilantes penitenciarios,
lo cual le proporciona a este último un considerable margen de objetividad al momento
de actuar para controlar. Finalmente, la relación entre vigilantes penitenciarios y la
administración formal de la institución, se orienta por un valor básico: el mantenimiento
de la solidaridad grupal frente a la directiva de la institución, lo cual incluye valores
particulares entre los que destacan el código del silencio.
Sin embargo, a pesar de esta distinción y mención de algunos valores que integran la
subcultura del vigilante penitenciario, la sola propuesta de existencia de una subcultura
particular a este grupo no ha sido aceptada de manera contundente en las ciencias
penitenciarias actuales, sino que sobre la misma existe una abierta discusión sobre su
existencia o inexistencia. Esta discusión se sustenta, como se comentó anteriormente, en
la carencia de estudios científicos que determinen con certeza estos valores, así como la
uniformidad y universalidad de los mismos (Freeman, 1999). Por una parte, quienes
afirman la existencia de la subcultura del vigilante penitenciario, se apoyan un poco en
la lógica al pensar que en ambientes cerrados y de limitada interacción como el
carcelario, los grupos que subsisten en el mismo buscarán medios alternativos, más
eficientes que los formales, para obtener los fines, bien sean aceptados o no, siendo
entonces, que si para los internos existen valores subculturales, lo mismo debe suceder
para los vigilantes penitenciarios (Freeman, 1999). Mientras tanto, por el otro lado,
quienes niegan la existencia de este tipo de subcultura, argumentan que el tipo de labor
ejecutada por el vigilantes penitenciarios no proporciona margen para la actuación
informal, pues el individuo en su actuar no puede ir más allá de lo legalmente
establecido, pues de hacerlo, lo cual implicaría una actuación subcultural, estaría
violando normas y especialmente, los derechos fundamentales de los internos.
Más allá de esta discusión, se hace necesario considerar que aún en las sociedades o
grupos con mayores restricciones del comportamiento, existen desviaciones en dichas
19
pautas. De tal manera, que si bien es cierto que el vigilante penitenciario no puede ir
más allá de los legalmente establecido en manuales de acción como su forma de
proceder ante situaciones determinadas, no es menos cierto que éste establece cierta
conexión entre sus compañeros y un margen de negociación entre éstos mismos y los
internos en procura de mantener la estabilidad y el equilibrio dentro y fuera del grupo
(Freeman, 1999; Goffman, 1971). En otras palabras, los valores antes expuestos pueden
tener cierto margen de validez, aunque no necesariamente uniformidad ni universalidad;
es decir, pueden existir valores subculturales particulares a los vigilantes penitenciarios,
pero no necesariamente ser los mismos que se han expuesto.
20
Se hace referencia, en este caso, al código del preso o a la subcultura del interno o
prisionero.
Donald Clemmer en su ya clásico libro The prison Community (1940), fue el primero en
abordar empíricamente la subcultura del interno, haciendo referencia al proceso de
asimilación de las normas y valores que integran el código subcultural de los internos,
en otras palabras, lo que denominó prisionización, lo cual será objeto de estudio en
capítulo posteriores del presente manual. Clemmer (1940) aseguró que la prisión
constituye otra sociedad, constatando, entre otras cosas, que entre los internos existía un
sistema de organización especifico al grupo; sistema que estaba integrado por la
presencia de un conjunto de roles y valores que definían, orientaban y regulaban la
conducta entre los internos. Entre estos roles, constató Clemmer (1940) la presencia de
más de mil palabras que integraban el léxico de los internos; igualmente dividió en
nueve estructuras la sociedad de los internos (Clemmer, 1940; Kaufmann, 1979;
Schmalleger, 2004): primera, la dicotomía entre internos y administración, lo cual,
como ya se ha comentado, constituye los dos grupos que coexisten en la prisión;
segunda, tres tipos de internos: grupo primario, quienes poseían un verdadero
sentimiento de un nosotros, unidos por un profundo lazo afectivo; el grupo secundario,
en el que se hallaban de forma atenuada las características de identificación social del
grupo primario; y por último, los inagrupados, integrado por aquellos internos que no
pertenecían a ninguno de los dos grupos sociales anteriores (Kaufmann, 1979). La
tercera estructura constatada por Clemmer (1940) la constituían las pandillas de trabajo
y los grupos surgidos de la agrupación por celdas; cuarta, los grupos raciales; quinta, la
jerarquización por el tipo de delito cometido; sexta, el poder político formal e informal
de los internos; séptima, las aberraciones sexuales; octava, la reincidencia; novena, los
factores personales de la vida pre–carcelaria (Schmalleger, 2004).
En general, las estructuras sociales propuestas por Clemmer (1940) pueden resumirse en
tres aspectos básicos: jerarquización, abierta oposición a la estructura administrativa
formal y dominación de los demás internos; todo lo cual gira en base a diversos valores
que regulan la interacción en cada uno de estos aspectos. De tal manera, por ejemplo, la
jerarquía se construye en base a valores de violencia y de una prolija carrera delictiva, la
oposición a la formalidad y órdenes administrativas mantiene la cohesión e
identificación grupal y la dominación de los demás internos abre el espacio a la lucha
por el poder y, evidentemente, a la violencia entre los reclusos. En particular, “the
creation of such a subcultural system is seen as an effective means of resolving many of
the problems of prison life” (Paterline y Petersen, 1999, p.429); en especial aquellos
problemas relacionados con la mortificación del Yo del prisionero, con problemas de
adaptación a las condiciones de supresión de libertades típicas del encarcelamiento, o
21
simplemente como respuesta de adaptación de la cultura (o subcultura) individual a la
subcultura general del interno.
Dos grandes corrientes se han propuesto hasta la actualidad como explicaciones para el
surgimiento del código subcultural del interno, estas son, el modelo de deprivación y el
modelo de importación. El primero de estos modelos, el de deprivación “is the
theoretical position that argues that the conditions within prisons account for the
formation of prison countercultures” (Paterline y Petersen, 1999, p.429); y fue
propuesto por Sykes a finales de la década de los cincuenta en su libro The society of
captives. A studie of maximum security prison (1958; 1969), derivado principalmente de
sus hipótesis conocida como pains of imprisonment.
The basic assertions of this model are that inmates enter prison
organizations having already been exposed to the degradations
associated with arrest, trial, and conviction. On their entry into the
prison they are exposed to still another set of experiences which tend
to reaffirm their status as rejected members of the larger society.
They are stripped of personal possessions, individual decision-
making prerogatives, many legal rights, and, in short, deprived of
their identity as individuals.
(Thomas, 1975, p.485)
En este orden de ideas, según Sykes (1969) la subcultura del interno y los valores que la
integran surgen como respuesta a la pérdida de cinco factores básicos: la libertad; bienes
y servicios; normales relaciones heterosexuales; autonomía; y seguridad. Como
consecuencia, los individuos tienden a construir un código explicito de valores en los
que se regula y orienta la conducta, con la idea de aminorar los efectos físicos y
psíquicos que les produce las pérdidas de los elementos antes mencionados (Sykes,
1969; Sykes y Messinger, 1960). Entonces, “the greater the duration of exposure to the
influences of this subculture as well as to the pressures created by the organization of
the prison, the greater the impact on the inmate” (Thomas, 1975, p.486); es decir, la
adopción del código de valores de los internos va a depender en gran medida del nivel
de supresión de libertades que se opere en una prisión, por lo cual, en prisiones abiertas,
siendo estrictos con este modelo, no habrá lugar para el desarrollo consistente, rígido y
estricto de semejantes valores subculturales por parte de los internos.
22
artículo Thieves, convicts and the inmate culture (1962). A diferencia del modelo de
deprivación, en el que el factor central para el surgimiento de los valores subculturales
entre los internos es la prisión, el modelo de importación toma como foco central la vida
pre–carcelaria y los factores que condicionan la socialización y la antisocialidad del
individuo en libertad (Irwin y Cressey, 1962). En este orden de ideas, este modelo
suggests that the form of adaptations made to confinement is
conditioned by the preprison socialization of the inmates and
mediated by both the quality of their contacts with the larger society
during the period of their confinement and by their perceived
postrelease life chances… The inmate code may be viewed as a
modification of the normative system into which many inmates were
socialized prior to their confinement.
(Thomas, 1975, p.487)
Así, con los postulados del modelo de importación se explicaría por qué algunos
internos tienden a alienarse en mayor medida que otros con respecto al código de valor
subcultural surgido entre los internos (Paterline y Petersen, 1999; Thomas, 1975;
Wellford, 1967). Del mismo modo, apunta a la consideración del código subcultural
callejero como punto de abordaje del tratamiento para los internos, siendo que la
identificación de dichos valores permitirá la ubicación y tratamiento eficaz del
prisionero, por lo clasifican las subculturas de la siguiente manera: subcultura delictiva,
subcultura del convicto y subcultura legítima, siendo estos los patrones que van a
determinar la reacción del individuo ante determinadas situaciones, radicando los
valores subculturales importados de la subcultura delictiva en la subcultura del convicto,
convirtiéndose la subcultura legítima en una especie de sumatoria de individuos
inagrupados dentro de la prisión (Irwin y Cressey, 1962). Sin embargo, al igual que el
modelo de deprivación, el de importación aparece limitado en sus apreciaciones para
explicar situaciones particulares donde, por ejemplo, existe la adopción completa o
extrema de los valores que conforman la subcultura del interno por parte de prisioneros
que no estuvieron en su vida en libertad socializados en el código de subcultura
delictiva particular de la calle (Crespo, 2007a; Crespo, 2007b; Crespo, 2009).
Igualmente, las distinciones de las subculturas propuestas por Irwin y Cressey (1962)
adolecen de una clara distinción y construcción lógico – conceptual (Roebuck, 1963).
Aún más, sería lógico suponer que si la prisión alberga delincuentes, los valores que
entre los mismos surgen una vez encarcelados sean los mismos que poseían en la calle,
pero la idea se hace ilógica al destacar que en la prisión no sólo se albergan a
delincuentes con un carácter habitual o carrera delictiva, en otras palabras, a individuos
que poseen y actúan en su cotidianidad con la delincuencia y la violencia como valor
conductual. Con relación a esta idea, Irwin y Cressey (1962) desarrollaron su modelo
para tipos particulares de delincuentes, situación que en cierta medida le resta valor
metodológico a su propuesta.
Más allá de estos modelos explicativos del surgimiento de los valores subculturales
entre los internos, conviene detallar cuáles son los valores que integran dicho código.
Numerosos son los estudios que a nivel internacional, especialmente en Norteamérica,
han enumerado los valores que constituyen el código subcultural de los internos (ver,
por ejemplo: Bronson, 2006; Cloward, 1968; Kaufmann, 1979; Schmalleger, 2004). Sin
embargo, es conveniente hacer una revisión detallada de los valores que integran este
código en el caso penitenciario venezolano, caso que posee tantas particularidades que
produce la inaplicabilidad de varios elementos subculturales constatados en prisiones de
otros países (ver: Crespo, 2007a; Crespo, 2007b; Varela, 2008; Velandia, 2008). Una de
23
estas particularidades la constituye la amplitud y presencia de los valores de la
subcultura del interno en los demás grupos que existen en la prisión, en especial de los
vigilantes. Pero, antes de revisar y comentar dicha amplitud, es mejor iniciar por
comentar cuales son los valores de dicha subcultura.
De arriba hacia abajo esta estructura social está encabezada por un interno denominado
Papa, Viejo o Pran. Éste goza de una cuota tan amplia de poder que en algunos casos
llega a ser más legítimo entre los internos que la misma administración formal de la
institución, pudiendo llegar a tener una influencia sobre la misma, en el sentido de
tomar decisiones vinculantes, decidir traslados, imponer rutinas diarias, autorizar
ingresos a la zona de letras o pabellones. El poder del Pran es tan amplio, que posee la
facultad de regular
de una manera considerable las situaciones violentas que se
presentaban entre los internos. El control que cada Pran ejerce dentro
de cada pabellón es tan efectivo que entre los reclusos no se mueve
un alfiler si él no la ha autorizado, por lo demás, un billete no pasa de
mano a mano, ni una bala sale de un cañón como tampoco un puñal
penetra una piel, si el Pran no ha dado autorización; y quien haga
algo sin que éste lo haya autorizado ha irrespetado una norma cuya
sanción es variable, siendo las más comunes la expulsión del
pabellón, lesiones o la muerte.
(Crespo, 2007a, pp.387-388)
24
Pero, a dichos aliados se les debe proporcionar seguridad, tanto de ataques externos
como internos, por lo cual, el Pran adquiere también una función de legislador (al
imponer normas que garanticen la seguridad), de juez (al juzgar violaciones a las
normas) y de verdugo (al ejecutar los castigos, aunque no directamente, a quien ha
violado las normas). En un estudio reciente sobre el rol que juegan los líderes
informales en las prisiones (Pranes) venezolanas, Avendaño (2008) pudo constatar la
marcada influencia que tiene la figura de este interno para mediar y controlar los
conflictos que se presentan entre los prisioneros, al menos en la prisión donde ejecutó su
investigación (Centro Penitenciario de la Región Andina, CEPRA, Mérida, Venezuela).
Así, según este estudio, todo conflicto surgido entre internos es mediado por el Pran,
quien autoriza la lucha para solventar el problema cuando no ha podido solucionarse de
otra manera, siendo esta lucha optativa entre los internos objetos del conflictos, así
como los medios a emplear en la misma (sólo puños, armas blancas o de fuego) y hasta
dónde se querría llegar en la lucha, a saber, hasta causar una lesión, herida o la muerte
(Avendaño, 2008). Por tal motivo, concluye la autora, los niveles de violencia
presentados en la prisión mencionada, especialmente los expresados en cifras de
muertes y heridos, se mantiene considerablemente bajos en relación a otras prisiones del
país. Sin embargo, y como se discutirá en el siguiente capítulo, de otros estudios se
desprende que esta función reguladora de la violencia por parte del Pran, es
consecuencia de la identidad grupal y su tolerancia hacia la violencia, la cual varía de
una prisión a otra en el país, siendo uno de los factores que podrían explicar mejor las
variaciones en los niveles de violencia que existen de una cárcel a otra (Crespo, 2009).
Más allá de esto, lo cual se profundizará con posterioridad, existen prisiones en el país
donde se presenta una dualidad en el liderazgo entre los internos, apareciendo, por un
lado, la figura del Pran, y por el otro, la del Pastor o Barón. Estos últimos, ganan
adeptos entre la población a través de la palabra y manipulación religiosa, no obstante,
en las prisiones donde existe dicha dualidad en el liderazgo informal, el dominio y la
influencia del Pran es más amplia y marcada, esto evidentemente, debido a que es el
Pran quien controla y domina el mercado ilícito dentro de la prisión, creando además de
un poder humano gracias a sus adeptos, un considerable dominio económico que le
sustenta y permite equilibrar las relaciones de poder sobre los demás reclusos.
Dentro de esta misma estructura social, le sigue al Pran la figura o rol de Parquero,
quien tiene la función de resguardar el arsenal de armas disponibles en cada letra o
pabellón, siendo de conocimiento suyo y del Pran la ubicación estratégica de cada arma
dentro de su zona. Para el Pran éste es el interno de mayor confianza de cuya función
efectiva depende su posición de poder y la seguridad del resto de la población reclusa.
Luego del Parquero, se encuentra la figura del Segundo al Mando, una especie de Vice
– Pran, quien en esencia es el contacto entre el Pran y el resto de la población reclusa,
siendo en principio el sucesor del Pran cuando este salga en libertad o muera. Luego de
éste, se pueden observar los guardaespaldas de cada una de estas figuras, quienes se
denominan Perros, así como una especie de policías y vigilantes dentro de los
pabellones y sus alrededores, llamados Luceros y Gariteros. Por último, se encuentra el
Vocero, rol cuya función entre los internos es la de servir de contacto con la
administración formal de la institución.
25
prisión y de los prisioneros. La segunda parte de dicha estructura, sería la población
reclusa en general, integrada por aquellos internos que aún siendo parte de la prisión no
integran el grupo político del Pran. En otras palabras, después de los luceros, gariteros
y perros, roles y figuras de la élite política de la prisión, en la estructura social de los
internos, se encuentra e resto de la población reclusa. Éstos interactúan bajo principios
de igual aparente, pues dentro del conglomerado que le conforma existe diferencias que
tienden a estructurar a los individuos en dos grupos básicos: fuertes y débiles. Esta
condición depende principalmente del comportamiento ejecutado durante el
encarcelamiento, donde los primeros tienden al sometimiento de los segundos y donde
la condición de fuerte o débil no es permanente, sino que puede variar dependiendo de
la conducta exteriorizada por el individuo interno; de tal manera, que el valor individual
en la estructura social del interno, se incrementa en la medida que la conducta ejecutada
por el individuo tiende al fortalecimiento y mantenimiento de una imagen positiva y
fuerte frente a los demás internos, evidentemente que el punto de sustentación de dicha
fortalece es la violencia con la que se ejecutan las conductas.
Por último, se encuentran los excluidos dentro de esta estructura social, para quienes no
existe rol ni funciones definidas en la misma, básicamente por el hecho que a éstos no
se les permite ni siquiera habitar los pabellones, letras o áreas comentes con los demás
internos. Este último grupo, está conformado por aquellos internos que han violado una
norma, principalmente aquellos que han robado dentro del pabellón, han mantenido
relaciones homosexuales o simplemente mantienen conductas que alteran el orden y la
estabilidad entre los prisioneros. También se incluyen en este grupo a aquellos internos
quisieron atentar o por temor que atenten contra la estructura jerárquica, principalmente
contra el Pran; igualmente los que no pudieron adaptarse a la vida de los pabellones,
entre otras razones, que simplemente justifican su expulsión y destierro. Podría pensarse
que dentro de este grupo se encuentran incluidos los violadores y todo aquel interno que
haya cometido un delito contra víctimas vulnerables, sin embargo, la dinámica impuesta
por la normativa no lo configura de esa manera, como se estudiará en adelante. Dentro
de este grupo se incluyen los llamados Peluches, Brujas, Sapos y Chiguires.
26
Así, por ejemplo, cuando no existe autorización para salir de la letra o del pabellón, lo
cual sucede de manera frecuente, siendo una norma destinada a velar por la integridad
física de los integrantes de esa letra o pabellón, el interno deja cumplir con sus
actividades formales, sean cuales fueran, aún cuando esto implique su ausentismo para
las entrevistas con los trabajadores sociales, criminólogos, psicólogos, abogados, entre
otros, que laboran en la institución y que requerirían su presencia fuera del área de letra
o pabellón. Igualmente, las normas tienden a imponer lo que se respeta entre los
internos, siendo principalmente: la hora de la comida, la visita, las cosas propiedad de
otros internos, las deudas, las promesas (o la palabra según el argot penitenciario), el
estudio, la religión, el interno nuevo, entre otros. En este orden de ideas, la interacción
social entre internos se regula en base a simbolismos particulares para los mismos,
donde aquellos elementos o situaciones relacionados con la sobrevivencia y la
comodidad dentro de la prisión adquieren mayor importancia y limitación de conductas
que puedan alterarlas o ultrajarlas.
Lo mismo suele ocurrir en otras dos situaciones particulares: con el nuevo o recién
ingresado a prisión y con los violadores. Con ambos, en especial cuando es primera vez
27
que son recluidos en instituciones penitenciarias, suele hablarse de un tratamiento
extremo por parte de la población reclusa general, en una especie de ritual de
bienvenida. No obstante, suele suceder que en gran parte de las prisiones del país uno de
los símbolos, en este caso interno, más respetado lo constituye el nuevo, a quien desde
su ingreso se le enseña la normativa, quién es el que manda y las consecuencias que
conlleva la desobediencia. Ahora bien, una característica muy especifica de la sociedad
de internos, es el cambio en la dinámica social, donde las mismas conductas no son las
de esperarse siempre, trae como consecuencia que ese respeto inicial hacia el nuevo en
la prisión, no sea por siempre, sino que el mismo tiene fecha de vencimiento y a partir
de allí debe ser construido en base a conducta, específicamente aquella conducta que
implique hacerse respetar. Así, se ejecuta un ritual con el nuevo, denominado montar la
mano, donde otros internos tienden a aproximarse al nuevo y en son de amistad pasarle
la mano por el hombro, proporcionándole palmadas en la espalda; rito que conlleva a
dos posibles reacciones y consecuencias: si el interno nuevo no reacciona, la
consecuencia será que nadie lo respetará y, por lo tanto, será objeto de futuros ataques
físicos; ahora, si el interno reacciona rechazando el gesto y quitándose el brazo del otro
interno, aún cuando dicha reacción produzca una riña, éste se gana el respeto,
reduciendo drásticamente la probabilidad de futuros ataques.
Mientras tanto, el mito del ritual violento con el violador es mucho más amplio y más
conocido, mas con el interno que ingresa a prisión y condenado por un delito de este
tipo, suele suceder lo mismo que se ha comentado en el caso anterior, es decir, su
integridad dependerá de la fortaleza que tenga para enfrentar situaciones y ataques
violentos de otros internos, ganando respeto gradualmente. Claro esta, que un individuo
que comete un delito como la violación suele poseer una personalidad que busca las
víctimas con más debilidad para proyectar su potencia o agresividad, apareciendo
sumiso e inofensivo ante objetos o individuos que sean percibidos como más fuertes que
él, lo cual se traduce en decir, que ante un ataque en prisión la probabilidad de reacción
de un individuo encarcelado por un delito como este, es muy baja. En este orden de
ideas, se convierte en la norma, indistintamente de las consecuencias, el ataque a los
violadores, siendo la norma hecha conducta, el ritual denominado el caracoleo, en el
que se traslada al violador a una celda donde se enciende una cocina eléctrica hasta que
su hornilla esté al rojo vivo, se desnuda al interno y se sienta sobre la hornilla, dejándole
una cicatriz en forma de caracol, lo cual será el estigma que le acompañara durante el
cumplimiento de su tema, y que le identificará como violador.
Los dos ejemplos anteriores, aparecen como casos gráficos de la variabilidad normativa
y conductual que existe entre los internos en prisión, donde las perspectivas construidas
en base a la conducta ejecutada no se preceptúan a lo largo del tiempo, teniendo el
individuo que ganar espacio y respeto a cada instante durante su estadía en la cárcel.
Esto se traduce en decir, que el riesgo de ataques, indistintamente de la imagen
construida, siempre es probable, por lo cual, la violencia como conducta (normalizada
en base a la norma) es un comportamiento latente entre prisioneros, siendo la reacción
típica ante cualquier situación. Vistas así las cosas, por último y en tercer lugar, hay que
hacer referencia al tercer aspecto de la subcultura del interno en el país, muy ligado al
aspecto normativo y jerárquico hasta ahora comentado. Se habla de la violencia.
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prisión es ser violento, con lo cual se incluye en la dinámica de la sobrevivencia,
ganando con ésta espacio y prestigio, pero con la condición de renovar su conducta cada
vez que así se requiera. Teniendo en cuenta que para los prisioneros cada individuo
tiene un valor diferente, según la conveniencia y ganancia que sobre él mismo pueda
llegarse a obtener, y que gran parte de dicho valor se construye como consecuencia de la
conducta desplegada durante el encarcelamiento, resalta la importancia que la violencia
adquiere para subrayar ese valor, al menos en un punto de tolerancia social que le
permita al interno poseer y luchar por un espacio en el grupo social general de los
reclusos. Claro está, que la violencia de la que se habla en este caso, adquiere diversos
matices, entre los que se incluye la violencia física, todo esto tal y como será
desarrollado en el siguiente capítulo.
Como puede apreciarse, existe una enorme dificultad para clasificar y distinguir cada
uno de estos aspectos y más aún, las conductas que pertenecen a los mismos. Las
sanciones más conocidas y ejecutadas, llegan a ser las lesiones, la muerte y la expulsión
o destierro de las áreas o zonas comunes (letra o pabellón). En general, puede decirse
que la violencia como sanción es consecuencia de la violencia como conducta entre los
internos, estando la misma como sanción perfectamente discriminada con respecto a su
aplicabilidad frente a violaciones colectivas (públicas) o particulares (privadas). Las
sanciones informales que existen según este código difícilmente podrían enumerarse en
la prisión, pues las mismas varían con relación a las situaciones y aún en situaciones
similares suelen aplicarse sanciones diferentes, las cuales no siempre adquieren un
significado o dejan una consecuencia física, pero siempre son violentas. Esto significa,
como se estudiará más adelante, que la violencia entre internos va más allá de lo físico,
profundizándose la misma en aspectos psicológicos del individuo, donde la alteración y
la imposición de una rutina y una jerarquía informal, por ejemplo, se transforma en una
de las primeras formas de violentar al individuo.
29
diaria del grupo de mujeres prisioneras. Esta autora, desarrolló su estudio en el CEPRA
(Mérida, Venezuela), donde para el momento de la investigación se recluían entre 25 y
30 prisioneras (Varela, 2008). Empleando el método de entrevista cualitativa, Varela
(2008) abordó a la mayoría de las internas de la prisión mencionada, pudiendo describir
que entre las mismas se desarrolla un código de valores similar en la forma al de el
grupo de hombres, pero con marcadas diferencias.
Entre las diferencias destacaron, entre otras, la agrupación con ausencia de liderazgo en
el pabellón femenino, la violencia como comportamiento excluido en el repertorio de
conductas de las internas y una interacción más coordinada, equilibrada y armónica con
los miembros de la vigilancia civil de la institución (Varela, 2008). De tal manera, la
conclusión fue que entre las mujeres encarceladas, al menos en la prisión en estudio, no
se desarrolla un código de valores tan estricto y rígido como entre los hombres;
destacando que entre las mismas existen pautas de comportamiento particulares al
grupo, pero sin ser de estricto cumplimiento (Varela, 2008). Así, las mujeres
encarceladas desarrollan valores normativos subculturales en los que se prioriza como
comportamiento aquellas conductas que no alteren la normalidad y la paz en el anexo,
así como la admiración, respeto y valoración positiva de los niños que conviven con sus
madres durante el encarcelamiento (Varela, 2008).
30
probabilidad del surgimiento de fuertes valores, códigos y pautas de conductas
informales que regulen su rutina diaria.
31
no sólo se debe adaptar al mundo formal, sino que también debe hacerlo, y de manera
más eficiente, al mundo informal.
En este orden de ideas, y será objeto de estudio en los siguientes capítulos, la dinámica
carcelaria actual del país se presenta como un gran inconveniente para desarrollar algún
tipo de programa de tratamiento para la rehabilitación y reinserción social del recluso.
No obstante, este inconveniente debe ser sobrepasado por el simple hecho que en un
país democrático con prevalencia de la ley no puede cedérsele espacio a la informalidad
e ilegalidad en los procedimientos, más aún cuando dicha informalidad produce
innumerables efectos negativos en la población reclusa que en principio se quiere
rehabilitar.
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