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El Que Acecha en La Oscuridad - H. P. Lovecraft

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«¿De qué tengo miedo?

¿No es un avatar de Nyarlathotep, que en la antigua


y sombría Kem aún tomaba forma de hombre? Recuerdo Yuggoth y la más
lejana Shaggai, y el postrer vacío de los negros planetas…
El largo y agitado vuelo a través del vacío… no puedo cruzar el universo de
luz… recreado por los pensamientos captados en el Trapezoide
Resplandeciente… enviado a través de los horribles abismos luminosos…
Mi nombre es Blake, Robert Harrison Blake, del 620 de East Knapp Street,
Milwaukee, Wisconsin… soy de este planeta».
(de El que acecha en la oscuridad).
H. P. Lovecraft

El que acecha en la oscuridad


ePub r1.1
Watcher 12-06-2020
Título original: El que acecha en la oscuridad
H. P. Lovecraft, 2001
Traducción: José Antonio Álvaro Garrido
Ilustración de cubierta: H. R. Giger

Editor digital: Watcher


ePub base r2.1
INTRODUCCIÓN

E N anteriores antologías hemos ido analizando el punto de inflexión que


supone para H. P. Lovecraft el final de la década de 1920, así como el
comienzo de los años treinta. Siete años nos acompañaría el escritor como
testigo de excepción en esta nueva década de cambios hacia la
modernidad, antes del advenimiento de la mayor catástrofe del siglo XX, la
Segunda Guerra Mundial, que supondría la ruptura definitiva con pasado.
El propio Lovecraft habla en su correspondencia, en 1932, de una
posible amenaza bélica con Japón y del concepto de la guerra como
inevitable resultado de los instintos básicos del ser humano. Cuatro años
después nos diría cómo esta brutalidad universal bebe del propio sadismo
individual, transformándolo en idealismo impersonal y social.
Pero esta visión pesimista del ser humano no parece ser suficiente para
su atenta mirada de diletante ilustrado que también está pendiente de las
utopías sociales. Si durante muchos años su ideología racista lo llevó a
revindicar el pasado glorioso y a celebrar la llegada al poder de los nazis
en Alemania, las noticias posteriores de la represión judía en este país le
hicieron replantearse esta postura. Sus ideas de unos pocos ilustrados que
gobernarían la masa social serían cada vez más compartidas con la
necesidad de un individualismo pendiente de la modernidad. Para un
personaje como Lovecraft, tan inmerso durante muchos años en la pose del
caballero privilegiado amante del pasado, su cambio ideológico también
significaría un verdadero cambio de postura. Si antes defendía el
republicanismo de rancio abolengo, en estos años se quejaría de la
ignorante complacencia de las clases acomodadas y su inmovilismo frente
al progreso. Llegaría, incluso, a ser partidario entusiasta del nuevo
liberalismo moderno y conciliador de Roosevelt. Además, sus ideas sobre el
nacionalsocialismo le irían acercando cada vez más hacia un socialismo
utópico y a la necesidad de los valores comunistas para crear un orden
social que desembocaría inevitablemente en el idealismo individual.
La cercanía de su muerte parece orientarlo hacia el concepto de
inmortalidad, basada exclusivamente en el desarrollo de los hechos del
propio individuo como generador del cambio social. Sería como decir que
si el ser humano es un accidente en el cosmos, al menos le quedaría la
influencia de sus obras en las nuevas generaciones.
El mes de febrero de 1937 comienza a quejarse de ciertas dolencias que
no le permiten continuar con sus escritos y correspondencia. Después de
varias décadas como colaborador habitual de Weird Tales, sus relatos son
reeditados una y otra vez en esta revista y en otras publicaciones. Los
últimos años han sido los mejores de su vida: viajes gratificantes, intensa
dedicación profesional como escritor y estilista y una relación atenta con
sus amigos —la última carta recopilada en las Selected Letters recoge dos
cariñosos poemas dedicados a Clark Ashton Smith y Virgil Finlay—.
Además, es testigo de su primer libro que recoge La sombra sobre
Innsmouth y se anuncia la inclusión de El modelo de Pickman en una
antología de relatos.
El clérigo maligno (1933), que durante muchos años fue considerado
como su último relato, es realmente un esbozo realizado a partir de un
sueño tenido por el autor, donde manifiesta que en todos nosotros hay un
alter ego oscuro.
La sombra más allá del tiempo (1934-1935) es una de sus historias más
impactantes y asombrosas. Este relato, que comenzó a gestarse en
noviembre de 1930, pertenece a lo que hemos denominado ciclo del caos y
el orden, junto a Las montañas de la locura —y tal vez El túmulo—, y nos
narra la epopeya de la Gran Raza de Yith. Realmente, estaríamos ante un
verdadero catálogo de los temas destacados del escritor, pero, además
bebería con pasión de la pujante ciencia-ficción de la época. Los abismos
de tiempo relatados en esta historia producen verdadera fascinación en el
lector, y los conceptos sociales que Lovecraft maneja reactualizan toda su
ideología sobre la utopía socialista y el pavor clarividente en torno al
futuro cercano del exterminio nazi. La Gran Raza de Yith rinde culto a la
consecución del conocimiento, y no duda en poseer mentes pasadas y
futuras para sus objetivos, ni emigrar a nuevos cuerpos para que sus
mentes y conocimientos sobrevivan al tiempo. Es auténticamente pavorosa
la narración sobre el destino final de los habitantes originales de Yith,
vampirizados por la Gran Raza, y colocados en un destino inevitable de
genocidio. En este relato se plantearía el eterno debate en Lovecraft sobre
la consecución del conocimiento como algo absoluto y la importancia del
individuo. Es decir, el orden social, representado por la Gran Raza,
también produciría pavor si aliena al ser humano.
El que acecha en la oscuridad (1935) es verdaderamente la última
creación de Lovecraft, en cuanto a testimonio de sus temas predilectos.
Asistimos a la encarnación de Nyarlathotep, el mensajero de los dioses
innominados, enfrentado a un personaje que cultiva el arte fantástico —
trasunto de Lovecraft y homenaje al joven escritor Robert Bloch—. El
creador de Psicosis realizaría años después una continuación, La sombra
que huyó del chapitel, dedicada a la memoria de H. P. L. Curiosamente, la
residencia descrita en el relato está basada en la auténtica de Lovecraft,
donde residía en aquellos años.
En los muros de Eryx (1936) es una historia menor, y Lovecraft solo
participó en ella de forma somera como redactor de estilo literario. Se
trataría de un relato de ciencia-ficción de aventuras en la línea de la
revista Astounding.
Rodeado de sus queridos gatos y sus amigos, Lovecraft abandona la
esfera mensurable de nuestro tiempo en 1937, añorando a sus
colaboradores desaparecidos, como es el caso de Robert E. Howard,
reivindicando la inmortalidad de sus obras para ser erigido, finalmente,
por las nuevas generaciones como el primer fantasista.

Alberto Santos Cantillo


EL CLÉRIGO MALIGNO[1]

F UE un hombre grave y de aspecto inteligente, con ropas sobrias y barba


gris, el que me mostró la habitación del ático y me habló de esta
manera.
—Sí, él vivía aquí, pero le recomiendo que no toque nada. La curiosidad
le hace a uno irresponsable. Nunca venimos de noche, y es tan solo porque
así fue su voluntad por lo que mantenemos esto intacto. Ya sabe lo que hizo.
Esa abominable asociación se hizo cargo de él y no sabemos dónde está
enterrado. No hay forma de que la justicia o cualquier otro pueda tocar a la
asociación.
»Espero que no se quede aquí después del ocaso. Y le suplico que no
toque eso que está encima de la mesa, la cosa que parece una caja de
cerillas. No sabemos lo que es, pero sospechamos que tiene algo que ver
con lo que hizo. Incluso evitamos mirarla demasiado fijamente.
Al cabo de un rato, el hombre me dejó solo en el ático. Estaba todo muy
sórdido y sucio, y someramente amueblado, pero había un orden que
demostraba que no era el refugio de un cualquiera. Había estantes llenos de
libros de teología y clásicos, y otra librería con tratados de magia:
Paracelso, Alberto Magno, Trithemius, Hermes Trismegisto, Borellus y
otros, llenos de extraños alfabetos, cuyos títulos no fui capaz de descifrar.
El mobiliario era sencillo. Había una puerta, pero daba a un aseo. El único
acceso era la trampilla del suelo, a la que se llegaba por una escala tosca y
empinada. La ventana era de ojo de buey y las vigas de roble negro
delataban una increíble antigüedad. Claramente, la casa era de vieja factura.
Yo parecía saber dónde estaba, aunque ahora no puedo recordar lo que
entonces sabía. Desde luego, aquello no era Londres. Tengo la impresión de
que se trataba de un pequeño pueblo costero.
El pequeño objeto sobre la mesa me fascinaba sobremanera. Yo parecía
saber para qué servía, así que cogí una linterna —o algo parecido— de mi
bolsillo y comprobé nerviosamente la luz. Esta no era blanca, sino violeta, y
se parecía menos a una luz verdadera que a una emisión radiactiva.
Recuerdo que no parecía una linterna normal… de hecho, yo tenía una
común en el otro bolsillo.
Estaba oscureciendo, y los viejos tejados y chimeneas del exterior
lucían muy extraños a través de los cristales del ojo de buey. Por último, me
armé de valor y coloqué el pequeño objeto de la mesa sobre un libro, antes
de lanzar los rayos de la peculiar luz violeta sobre él. La luz parecía ahora
más como una lluvia o una granizada de pequeñas partículas violetas que un
rayo continuo. Al alcanzar las partículas la cristalina superficie en el centro
del extraño artefacto, parecieron producir un crepitar, como el chisporroteo
de un tubo de vacío cuando pasan chispas a través de él. La oscura
superficie cristalina mostró un brillo rosado, y una vaga forma blanca
pareció tomar forma en su centro. Entonces me di cuenta de que no estaba
solo en el cuarto y me guardé el proyector de rayos en el bolsillo.
Pero el recién llegado no habló, ni escuché sonidos de ninguna clase en
los primeros momentos que siguieron. Todo era como un espectáculo de
sombras chinescas, visto a una inmensa distancia y a través de una bruma
interpuesta… aunque el recién llegado y todos cuantos aparecieron después
eran grandes y cercanos, por otra parte, como si estuvieran a la vez
próximos y lejanos, según las leyes de alguna geometría anormal.
El recién llegado era un hombre delgado y moreno, de mediana estatura,
ataviado con el atuendo clerical de la Iglesia anglicana. Aparentaba unos
treinta años y tenía facciones cetrinas y rasgos agradables, pero su frente era
anormalmente alta. Su cabello negro estaba bien cortado y pulcramente
peinado, e iba afeitado, aunque mostraba el mentón azulado por el asomo
de barba. Portaba quevedos con arco de acero. Su porte y facciones eran
como las de otros clérigos a los que yo había visto, pero tenía una frente
inmensa, y era más oscuro y de aspecto más inteligente; y también tenía un
aspecto, sutil y encubiertamente, maligno. En aquel momento, a la única y
débil luz de una lámpara de petróleo, parecía nervioso y, antes de lo que
tardé en darme cuenta, comenzó a arrojar sus libros de magia a una
chimenea situada en la pared de la ventana (ahí donde el muro se inclinaba
notablemente) y en la que yo no me había fijado con anterioridad. Las
llamas devoraron codiciosamente los volúmenes… ardiendo con extraños
colores y emitiendo olores indescriptiblemente odiosos, mientras las hojas
cubiertas de extraños jeroglíficos y las agusanadas encuadernaciones
sucumbían al devastador elemento. Luego me di cuenta de que había otros
en el cuarto: hombres de aspecto severo, con ropas clericales, uno de los
cuales llevaba la estola y las bombachas de obispo. Aunque no pude
escuchar nada, pude comprobar que estaban comunicando una decisión, de
inmensa importancia, al primero de los hombres. Parecían odiarlo y temerlo
al mismo tiempo, y él parecía albergar los mismos sentimientos hacia ellos.
Su rostro adoptó una expresión austera, pero pude ver cómo su mano se
crispaba al tratar de asir el respaldo de la silla. El obispo apuntó a la librería
vacía y a la chimenea (donde las llamas habían decaído entre una masa
carbonizada e indistinguible) y pareció colmarse de una peculiar
repugnancia. El primer hombre dejó escapar una sonrisa irónica y tendió la
mano izquierda hacia el pequeño objeto de la mesa. El resto pareció
entonces espantado. La procesión de los clérigos comenzó a descender por
las empinadas escaleras, a través de la trampilla en el suelo, girándose hacia
el otro y amenazándolo por gestos. El obispo fue el último en marcharse.
El primer hombre fue entonces a un armario, al fondo del cuarto, y sacó
un rollo de soga. Subiéndose a una silla, ató un extremo de la cuerda a un
gancho, en la viga vista central de roble negro, e hizo un lazo en el otro
extremo. Al comprender que iba a ahorcarse, salté para tratar de disuadirlo
o salvarlo. Me vio y se detuvo en sus preparativos, mirándome con un aire
de triunfo que me desconcertó y turbó. Bajó lentamente de la silla y
comenzó a acercárseme con una sonrisa claramente lobuna en su oscuro
rostro de labios delgados.
De alguna manera, me sentí en peligro de muerte y eché mano al
proyector de rayos como arma defensiva. No sé por qué pensaba que podía
ayudarme. Lancé el rayo a su rostro y vi cómo las facciones morenas
resplandecían, primero en luz violeta y luego rosada. Su expresión de gozo
lobuno comenzó a trocarse en una de gran miedo, que, por cierto, no
desplazó del todo a ese gozo. Se detuvo y, agitando con furia los brazos,
comenzó a retroceder tambaleándose. Vi que se acercaba a la trampilla
abierta en el suelo y traté de gritarle una advertencia, pero no me escuchó.
Al momento siguiente cayó de espaldas por la abertura y desapareció de la
vista.
Tuve dificultades para acercarme a la trampilla, pero cuando lo logré no
vi ningún cuerpo yacente en el suelo de abajo. En vez de eso, resonaban
pisadas de gente que acudía con lámparas, ya que el hechizo de fantasmal
silencio se había roto y, de nuevo, oía y veía figuras normales y
tridimensionales. Algo había, evidentemente, atraído a la gente al lugar.
¿Sería algún ruido que yo no había oído? Enseguida dos personas (simples
aldeanos al parecer), los primeros del grupo, me vieron y se detuvieron
paralizados. Uno de ellos lanzó un aullido alto y resonante.
—¡Ahhh!… ¿Has sido tú? ¿Otra vez?
Entonces todos se volvieron y huyeron frenéticos. Es decir, todos menos
uno. Cuando la multitud se hubo ido, vi al hombre de la barba grave que me
guiara hasta aquel lugar, parado a solas, con una lámpara. Estaba
mirándome, boquiabierto y fascinado, pero no parecía albergar miedo
alguno. Luego, subió las escaleras y se reunió conmigo en el ático. Dijo:
—¡Así que no pudo evitar tocarlo! Lo siento. Sé lo que ha sucedido. Ya
ocurrió otra vez, pero aquel hombre sucumbió al miedo y se pegó un tiro.
No debió hacerle usted regresar. Ya sabe qué es lo que busca. Pero usted no
cederá al miedo, como hizo aquel otro hombre. Algo muy extraño y terrible
le ha ocurrido, pero no ha ido tan lejos como para dañarle la mente o la
personalidad. Si se mantiene firme y acepta la necesidad de hacer ciertos
radicales reajustes en su vida, podrá mantenerse bien y disfrutar del mundo,
así como de los frutos de su erudición. Pero no podrá vivir aquí… y no creo
que desee regresar a Londres. Me permito sugerirle América.
»No debe tener más tratos con ese… ser. Nada puede ya enderezarse.
Solo empeoraría las cosas para usted, y las haría de efectos más amplios.
No ha salido tan malparado como debiera, pero debe apartarse de todo esto
y alejarse. Dé gracias a Dios de no haber llegado más lejos…
»Estoy tratando de prepararlo lo más francamente posible. Ha habido
ciertos cambios en… su apariencia personal. Él siempre provoca eso. Pero,
tal cosa, no tendrá importancia para usted en un nuevo país. Hay un espejo
en la otra esquina del cuarto y voy a llevarlo hasta él. Será un golpe para
usted… aunque no va a ver nada repulsivo.
Yo, para entonces, era ya presa de un miedo mortal, y el hombre
barbudo casi tuvo que sujetarme al llevarme, a través de la habitación, hasta
el espejo, con la débil lámpara (esto es, la que antes estaba sobre la mesa,
no la más débil con la que había venido) sujeta en su mano libre. Esto es lo
que vi en el espejo.
Un hombre delgado y moreno, de mediana estatura, con los atavíos
clericales de la Iglesia anglicana, de unos treinta años y con unos quevedos,
de arco de acero, bajo una frente, cetrina y olivácea, de anormal altura.
Se trataba del silencioso primer hombre que había quemado sus libros.
¡Y, durante el resto de mi vida, en apariencia externa, yo iba a ser aquel
hombre!
LA SOMBRA MÁS ALLÁ DEL TIEMPO[2]

D ESPUÉS de veintidós años de pesadilla y terror, mantenido solo por la


desesperada convicción de que ciertas impresiones que recibí proceden
de mi imaginación, sigo siendo reacio a garantizar la existencia de eso que
creí encontrar en Australia occidental, en la noche del 17 al 18 de julio, en
1935. Hay razones para esperar que mi experiencia fuera, total o
parcialmente, una alucinación; alucinación que, de hecho, puede achacarse
a no pocas causas. Y, sin embargo, su realismo fue tan espantoso que, a
veces, encuentro tal esperanza imposible.
Pero si aquello ocurrió, el hombre debe estar preparado para aceptar
nociones acerca del cosmos, y de su propio lugar en el hirviente vórtice del
tiempo, cuya simple mención llega a paralizar. Debe, asimismo, estar en
guardia contra cierta amenaza acechante que, aunque nunca pondrá en
peligro a toda la humanidad, puede desatar monstruosos e inimaginables
horrores sobre ciertos miembros temerarios de la misma.
Por esta última razón insisto, con toda la fuerza de mi ser, en que se
abandonen totalmente los intentos de desenterrar aquellos restos de sillería,
desconocida y primordial, que mi expedición sacó a la luz.
Asumiendo que yo me encontrase cuerdo y despierto, mi experiencia de
esa noche fue de una clase como ningún hombre tuvo antes. Fue, por otra
parte, una espantosa confirmación de todo lo que había tratado de descartar
como producto del mito y el sueño. No hay pruebas, misericordiosamente,
ya que, presa del espanto, perdí ese objeto que encontré —si es que existía
de veras y lo saqué de ese abismo maléfico— y que hubiera sido una prueba
irrefutable.
Cuando me topé con el horror estaba solo y, hasta ahora, no se lo he
contado a nadie. No pude impedir que los demás continuaran excavando,
pero la suerte y las arenas movedizas impidieron que toparan con aquello.
Ahora debo hacer alguna declaración concluyente… no solo por mi propio
equilibrio mental, sino para poner en guardia a aquellos que lean esto con
detenimiento.
Estas páginas —cuyas primeras partes, en su mayoría, resultarán
familiares para los lectores asiduos de la prensa en general y de las
publicaciones científicas— las escribo en el camarote del buque que me
lleva de vuelta a casa. Se las entregaré a mi hijo, el profesor Wingate
Peaslee, de la Universidad Miskatonic, el único miembro de mi familia que
se mantuvo a mi lado después de mi extraña amnesia de hace años, y el
hombre mejor informado sobre todos los entresijos de mi caso. De todos los
seres vivientes, es él quien menos pondrá en solfa lo que voy a contar sobre
aquella espantosa noche.
No le comenté nada, de palabra, antes de hacerme a la mar, ya que creo
que lo mejor es que tenga la declaración escrita. Leyendo y releyendo, con
tiempo por delante, obtendrá una imagen más convincente de lo que mi
pobre oratoria puede esperar transmitirle.
Puede hacer lo que crea más conveniente con este informe, y mostrarlo,
con los apropiados comentarios, en cualquier lugar que él piense pueda ser
útil. Es por la seguridad de aquellos lectores que no estén familiarizados
con las primeras fases de mi caso por lo que presento el prefacio a la
revelación propiamente dicha, aportando un amplio sumario de todos los
factores involucrados.
Me llamo Nathaniel Wingate Peaslee, y aquellos que recuerden los
artículos en los periódicos de hace una generación —o las cartas y artículos
en las revistas de psicología de hace seis o siete años— sabrán quién y qué
soy. La prensa estuvo llena de detalles sobre mi extraña amnesia, entre 1908
y 1913, y se hizo eco de las tradiciones de horror, locura y brujería que
acechan en la antigua ciudad de Massachusett, que es mi lugar de
residencia. Sin embargo, no existe antecedente alguno, ni de locura ni de
nada siniestro, en mis antepasados o en mis primeros años de vida. Eso es
un hecho sumamente importante, en vista de la sombra que tan
repentinamente cayó sobre mí, procedente de una fuente exterior.
Quizá siglos de oscura incubación han otorgado a la ruinosa y llena de
leyendas Arkham una peculiar sensibilidad a la hora de ver tales sombras,
pero aun eso me parece dudoso, en vista de los casos similares que luego
estudié. Pero el eje del asunto es que mis antepasados e historial son
completamente normales. Lo que llegó, provenía de otro lugar… de dónde,
incluso ahora dudo a la hora de consignarlo por escrito.
Soy hijo de Jonathan y Hanna (Wingate) Peaslee, ambos de la gente
rancia y saludable de Haverhill. Nací y crecí en Haverhill —en el viejo
hogar familiar de Boardman Street, cerca de Golden Hill— y no me trasladé
a Arkham hasta que entré en la Universidad de Miskatonic como asesor de
economía política, en 1895.
Durante treinta años, mi vida transcurrió apacible y feliz. Me casé con
Alice Keezar, de Haverhill, en 1896, y mis tres hijos, Robert, Wingate y
Hanna, nacieron en 1898, 1900 y 1903, respectivamente. En 1898 me
convertí en profesor asociado, y, en 1902, en profesor numerario. En esa
época no tenía el menor interés en el ocultismo o en la psicología de lo
anormal.
Fue el jueves 14 de mayo de 1908 cuando sufrí el extraño ataque de
amnesia. Sucedió de manera súbita, aunque más tarde recordé que había
tenido breves y centelleantes visiones en horas anteriores —caóticas
visiones que me perturbaron sobremanera, porque no existían precedente—
y que debieron ser síntomas previos. Me dolía la cabeza y tenía la peculiar
sensación, también nueva para mí, de que algo estaba tratando de
apoderarse de mis pensamientos.
El colapso tuvo lugar alrededor de las 10,20, mientras daba clase de
Economía Política VI —historia y tendencias actuales de la economía—
para estudiantes de primer y segundo curso. Comencé a ver extrañas formas
y sentí como si estuviera en una grotesca habitación, distinta del aula.
Mis pensamientos y discurso comenzaron a divagar, y los estudiantes se
percataron de que algo no iba nada bien. Luego caí inconsciente, en mi
silla, en un estupor del que nadie logró sacarme. Pasarían cinco años, cuatro
meses y trece días antes de que recuperase del todo mis facultades o pudiera
ver de nuevo la luz diurna de nuestro mundo cotidiano.
Fue a través de terceros, claro está, como supe lo que ahora voy a
contar. No mostré signo de consciencia alguno durante dieciséis horas y
media, aunque me trasladaron a mi casa, en el 27 de Crane Street, y me
prodigaron toda clase de atenciones médicas.
A las 3 de la madrugada del 15 de mayo abrí los ojos y comencé a
hablar, aunque, enseguida, el médico y mis familiares quedaron totalmente
espantados ante mis expresiones y forma de hablar. Quedó patente que no
recordaba nada de mi identidad o mi pasado, aunque, por algún motivo,
parecía ansioso de ocultar tal falta de conocimiento. Mis ojos miraban de
forma extraña a la gente circundante y mis expresiones faciales no
resultaban familiares en absoluto.
Aun mi forma de hablar era desmañada y ajena. Usaba mis órganos
vocales de forma torpe y tentativa, y mi dicción tenía una cualidad
curiosamente afectada, como si hubiera aprendido la lengua inglesa de los
libros. La pronunciación era bárbaramente extraña, mientras que mi idioma
parecía incluir tanto curiosos arcaísmos como expresiones por completo
inteligibles.
De estas últimas, una en particular fue recordada poderosamente —
incluso aterradoramente— por el más joven de los médicos, veinte años
después. Ya que, en esa época, una frase así comenzó a utilizarse —primero
en Inglaterra y luego en los Estados Unidos— y, pese a su gran complejidad
e indiscutible novedad, reproducía hasta el último de los detalles las
desconcertantes palabras del extraño paciente del Arkham de 1908.
Recobré las fuerzas, aunque necesité un extraño esfuerzo de
reeducación en el uso de manos, piernas y sistema muscular en general.
Debido a esto y a otras secuelas derivadas de la amnesia, fui sometido
durante algún tiempo a estricta vigilancia médica.
Cuando me percaté de que no podía ocultar mis fallos de memoria,
admití esto abiertamente y me convertí en un personaje ansioso de
información de toda índole. De hecho, a los médicos les pareció que había
perdido interés en mi propia persona, tan pronto como descubrí que la
amnesia era aceptada de forma natural.
Se dieron cuenta que mis mayores esfuerzos se centraban en asimilar
ciertos pormenores de historia, ciencia, arte, lenguaje y folclor —algunos
tremendamente abstrusos y otros puerilmente simples— que estaban, en
muchos casos de forma bien extraña, fuera de mi esfera de conocimiento.
Al mismo tiempo, se dieron cuenta de que poseía un inexplicable
reservorio de varias y casi desconocidas formas de saber; un acervo que yo
parecía tratar de ocultar, más que de exhibir. Podía mencionar,
inadvertidamente, con certeza casual, sucesos específicos, propios de
brumosas edades situadas fuera del ámbito de la historia reconocida…
descartando a continuación tales referencias, como propias de una broma,
cuando advertía la sorpresa provocada. Y tenía una forma de hablar del
futuro que, en dos o tres ocasiones, provocaron verdadero espanto.
Esos desconcertantes destellos pronto cesaron, aunque algunos
observadores mantenían que tal desvanecimiento se debía más a cierta
precaución furtiva por mi parte que a una desaparición de la extraña
sabiduría. De hecho, yo parecía anormalmente ávido de familiarizarme con
el habla, costumbres y forma de ver las cosas de la edad en la que me
hallaba, como si fuese un erudito viajero, procedente de una tierra lejana y
extranjera.
Apenas me fue posible, me lancé a merodear, a todas horas, por la
biblioteca universitaria, y pronto comencé a disponer extraños viajes, así
como para cursos especiales en universidades americanas y europeas, lo que
provocó muchos comentarios en los años siguientes.
No sufrí en esa época falta de contactos eruditos, ya que mi caso se
convirtió en algo de lo más notorio entre los psicólogos de la época. Se me
presentó como un típico ejemplo de doble personalidad, aunque parecía
desconcertar a ciertos estudiosos, de vez en cuando, con determinado
síntoma extravagante o algún extraño asomo de sorna cuidadosamente
velada.
Sin embargo, encontré poco de la verdadera amistad. Algo en mi
aspecto y habla parecían despertar vagos miedos y aversiones en todos los
que se cruzaban conmigo, como si yo fuera un ser infinitamente alejado de
todo lo que es normal y saludable. Esa idea del horror negro y oculto,
conectado con insondables simas de lejanía de alguna especie fue algo
extrañamente difundido y persistente.
Mi propia familia no fue ninguna excepción. Desde el momento de mi
curioso despertar, mi esposa me contempló con inmenso horror y odio,
jurando que yo era algo completamente ajeno, usurpador del cuerpo de su
esposo. En 1910 obtuvo legalmente el divorcio, no consintiendo en verme
ni siquiera tras mi vuelta a la normalidad, en 1913. Tales sentimientos
fueron compartidos por mi hijo mayor y mi hija pequeña, a los que nunca
he vuelto a ver.
Solo mi segundo hijo, Wingate, pareció capaz de sobreponerse al terror
y la repulsión provocados por mi cambio. De hecho, él también sintió que
yo era un extraño, pero con solo ocho años mantuvo la fe en que mi
verdadero ser acabaría retornando. Cuando regresé, él acudió a mí y los
tribunales me dieron su custodia. En los años siguientes me ayudó con los
estudios hacia los que me volqué y, hoy en día, con treinta y cinco años, es
profesor de psicología en la Miskatonic.
Pero no puedo asombrarme de haber despertado tanto horror… ya que,
ciertamente, la mente, voz y expresiones faciales del ser que despertó el 15
de mayo de 1908 no eran los de Nathaniel Wingate Peaslee.
No trataré de relatar gran cosa de mi vida, en el lapso transcurrido desde
1908 a 1913, ya que los lectores pueden encontrar lo esencial —tal y como
yo lo hice— en las hemerotecas de los periódicos y las revistas científicas.
Disponiendo de mis ahorros, los fui gastando con lentitud y sensatez en
viajes y en estudios en diversos centros de sabiduría. Mis viajes, no
obstante, eran de lo más singulares e incluían largas visitas a lugares
remotos y desolados.
En 1909 pasé un mes en el Himalaya, y en 1911 desperté gran atención
con un viaje en camello a los desconocidos desiertos de Arabia. Lo que
ocurrió durante tales periplos es algo que nunca he sido capaz de averiguar.
En el verano de 1912 fleté un buque y viajé al Ártico, al norte de
Spitzbergen, a la vuelta del cual mostré signos inequívocos de decepción.
Más tarde, ese mismo año, pasé meses solo, más allá de los límites
alcanzados por exploraciones, previas o posteriores, en el inmenso sistema
de cavernas calizas de Virginia occidental, en negros laberintos, tan
intrincados que nadie pensó que fuera nunca a salir.
Mis estancias en las universidades estuvieron marcadas por una
asimilación anormalmente rápida, como si la personalidad secundaria
tuviera una inteligencia enormemente superior a la mía. He descubierto,
asimismo, que mi capacidad de lectura y estudio en solitario era fenomenal.
Podía aprender hasta el más mínimo detalle de un libro tan solo con echarle
una ojeada rápida como el pasar de las hojas, y mi habilidad a la hora de
interpretar figuras complejas en un instante era de verdad asombrosa.
A veces aparecían oscuros informes acerca de mi capacidad de influir
en los pensamientos y actos ajenos, aunque yo parecía tener cuidado en
minimizar las demostraciones de tal facultad.
Otros informes, igual de inquietantes, tocaban a mi relación con líderes
de grupos ocultistas y eruditos sobre los que recaían sospechas de conexión
con indescriptibles bandas de horrendos adoradores de mitos arcaicos. Tales
rumores, aunque nunca llegaron a ser probados, se vieron sin duda avivados
por la clase, bien conocida, de algunas de mis lecturas, como era la consulta
de libros raros en bibliotecas; consultas que no podían mantenerse en
secreto.
Hay pruebas tangibles —en forma de notas al margen— de que me
enfrasqué a fondo en obras tales como el Cultes des goules, del Conde
d’Erlette; el De Vermis Mysteriis, de Ludvig Prinn; el Unaussprechlichen
Kulten, de Von Junzt; los fragmentos supervivientes del desconcertante
Libro de Eibon y el temido Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred.
Además, también es innegable que se desató, por la época de mi extraña
mutación, una nueva y maligna oleada de actividad en cuanto a cultos
secretos se refiere.
En el verano de 1913 comencé a mostrar signos de hastío y menguante
interés, y a insinuar a varios asociados que pronto tendría lugar un cambio.
Hablé de haber recobrado recuerdos de mi vida antigua, aunque la mayoría
de los oyentes me juzgaron falsario, ya que todas las memorias que aporté
fueron casuales, que bien podrían ser las conocidas a través de mis viejos
papeles privados.
A mediados de agosto regresé a Arkham y reabrí mi casa de Crane
Street, tanto tiempo cerrada. Allí instalé un artefacto de aspecto sumamente
curioso, montado con piezas construidas por separado, por distintos
fabricantes de aparatos científicos de Europa y América, y alejado
cuidadosamente de la vista de cualquiera lo bastante inteligente como para
analizarlo.
Aquellos que llegaron a verlo —un obrero, un criado y la nueva ama de
llaves— lo describieron como una extraña mezcolanza de barras, ruedas y
espejos, aunque solo tenía sesenta centímetros de alto, treinta de largo y
otros tantos de ancho. El espejo central era circular y convexo. Eso, al
menos, es lo que supe a través de aquellos fabricantes de piezas que pude
localizar.
En la tarde del viernes 26 de septiembre di permiso al ama de llaves y a
la doncella hasta el mediodía del siguiente. Las luces estuvieron encendidas
hasta tarde, y un personaje enjuto, moreno y de aspecto curiosamente
extranjero acudió a visitarme en coche.
En torno a la una de la madrugada las luces estaban encendidas aún. A
las 2,15, un policía se percató de que ya estaban apagadas, pero el coche del
extranjero seguía aún aparcado. A las cuatro el coche, desde luego, ya no
estaba.
Como a las seis, una voz, dubitativa y extranjera, llamó por teléfono al
doctor Wilson para enviarlo a mi casa a atenderme de un peculiar
desvanecimiento. Esa llamada, de larga distancia, fue más tarde rastreada
hasta una cabina pública en la North Station de Boston, pero nunca
pudieron encontrar rastro alguno del delgado extranjero.
Cuando el doctor llegó a mi casa, me encontró inconsciente en la sala de
estar, en un butacón, delante de una mesa. En el pulido tablero de esta
última había rasguños que mostraban que hubo algún pesado objeto sobre
ella. La extraña máquina había desaparecido y nadie oyó hablar nunca más
de ella. Sin duda, el oscuro y enjuto extranjero se la había llevado consigo.
En el hogar de la biblioteca se encontraron abundantes cenizas, fruto
evidente de la combustión de hasta el último trozo de papel en el que yo
hubiera escrito algo desde el día que me asaltó la amnesia. El doctor Wilson
constató que mi respiración era de lo más peculiar, pero tras una inyección
hipodérmica, esta se hizo más regular.
A las 11,15 del 27 de septiembre me agité con fuerza y mi rostro, hasta
entonces rígido como una máscara, comenzó a mostrar signos de expresión.
El doctor Wilson remarcó el hecho de que la expresión no era la de mi
personalidad secundaria, sino que se parecía mucho a la de mí ser normal.
Hacia las 11,30 musité algunas sílabas de lo más curiosas… ya que
parecían ajenas a cualquier habla humana. Parecía, también, debatirme
contra algo. Luego, justo pasado el mediodía —habiendo, entre tanto,
regresado el ama de llaves y la doncella—, comencé a murmurar en inglés.
—… de entre los economistas ortodoxos de ese periodo, Jevons tipifica
la tendencia predominante hacia la integración científica. Sus intentos de
vincular el ciclo comercial de prosperidad y depresión con el ciclo físico de
las manchas solares constituye quizá el vértice de…
Nathaniel Wingate Peaslee había regresado a casa, con un espíritu que
estaba aún en esa mañana del jueves de 1908, con su clase de economía
vuelta hacia el desvencijado pupitre del estrado.

II

Mi readaptación a la vida normal fue un proceso penoso y difícil. La


pérdida de casi cuatro años creaba más complicaciones de lo que pueda
imaginarse y, en mi caso, había incontables asuntos que ajustar.
Cuando supe lo que había estado haciendo desde 1908 me turbó y me
dejó atónito, pero traté de afrontar todo aquel asunto tan filosóficamente
como me fue posible. Al cabo, tras conseguir la custodia de mi segundo
hijo, Wingate, me establecí con él en la casa de Crane Street y me apliqué a
reanudar mi labor docente, ya que la Universidad me había ofrecido,
amablemente, mi antigua plaza.
Comencé a trabajar en el curso de febrero de 1914, y así estuve un año.
En ese tiempo comprendí cuán malparado me había dejado mi experiencia.
Aunque del todo cuerdo —eso creo— y sin daños en mi personalidad
original, no tenía la energía nerviosa suficiente. Vagos sueños e ideas
extrañas me rondaban de continuo y, cuando se desató la Primera Guerra
Mundial, volví mi atención a la historia y me encontré pensando en
periodos y sucesos, en la forma más extraña posible.
Mi concepción del tiempo —mi capacidad para distinguir entre lo
consecutivo y lo simultáneo— parecía sutilmente desordenada, por lo que
tenía la quimérica noción de vivir en una edad en concreto y de lanzar la
mente a lo largo de la eternidad, buscando el conocimiento de las edades
futuras y pasadas.
La guerra me produjo la extraña impresión de recordar sus
consecuencias… como si supiera ya lo que iba a ocurrir y la contemplase a
la luz de una información futura. Todas estas seudo memorias me venían
con gran dolor y con la sensación de que me enfrentaba a algún tipo de
barrera psicológica artificial. Cuando dejé entrever a otros, con timidez,
esas impresiones, me encontré con respuestas muy diversas. Algunas
personas me contemplaban con desazón, pero la gente del departamento de
matemáticas me habló de nuevos descubrimientos tocantes a la teoría de la
relatividad —entonces discutida solo en círculos de iniciados—, que más
tarde serían famosos. El doctor Albert Einstein, decían, estaba reduciendo
con rapidez el tiempo a la categoría de una simple dimensión. Pero los
sueños y sentimientos turbadores aumentaban, por lo que tuve que
renunciar, en 1915, a mi trabajo reglado. Algunas de las impresiones
estaban tomando una forma apabullante, dejándome la persistente noción de
que mi amnesia se había debido a algún tipo de cambio impío; que la
personalidad secundaria había sido, de hecho, alguna fuerza intrusa,
procedente de regiones desconocidas, y que mi propia personalidad se había
visto desplazada.
De esa forma, me vi empujado a realizar vagas y espantosas
especulaciones acerca del paradero de mi verdadero ser, durante los años en
que otro se había albergado en mi cuerpo. El curioso conocimiento y la
extraña conducta del inquilino de mi cuerpo me turbaban cada vez más,
según iba conociendo detalles a través de personas, periódicos y revistas.
Esa ajenidad que había desconcertado a otros parecía armonizar de
forma terrible con un entramado de negro conocimiento que supuraba en las
simas de mi subconsciente. Comencé a buscar, febrilmente, cada retazo de
información que pudiera arrojar luz sobre los estudios y viajes que ese otro
había realizado durante los años a oscuras.
Pero no todos mis problemas eran de una índole tan abstracta como ese.
Estaban los sueños, que parecían crecer en vividez y detalle. Sabiendo
cómo podía la gente contemplar una cosa así, apenas se lo mencioné a
nadie, fuera de mi hijo y algunos psicólogos de confianza; pero, al cabo,
comencé un estudio científico de casos parecidos, para ver cuán típicas
podían ser tales visiones entre las víctimas de amnesia.
Los resultados que obtuve, con la ayuda de psicólogos, historiadores,
antropólogos y alienistas de gran experiencia, así como por un estudio que
incluyó todos los informes acerca de personalidades dobles, desde los días
de las leyendas de posesión demoníaca hasta nuestro presente de
objetividad médica, al principio, más me molestaron que me consolaron.
Enseguida descubrí que, de hecho, mis sueños no tenían contrapartida
en el abrumador acervo de casos de amnesia real. Algo había, no obstante,
en algunos informes que, durante años, me desconcertaron y estremecieron,
dados los paralelismos que mostraban con mi propia experiencia. Algunos
de ellos eran retazos de antiguo folclor, otros eran casos datados en los
anales de la medicina, y uno o dos eran anécdotas oscuramente insinuadas
en historias normales.
Quedó claro que, aunque mi particular tipo de dolencia era algo
sumamente raro, habían tenido lugar casos parecidos a largos intervalos,
desde que el hombre guardaba memoria escrita. En algunos siglos parecían
haberse dado uno, dos o tres casos, en otros ninguno… o, al menos,
ninguno que hubiera quedado registrado.
En esencia, era siempre lo mismo… una persona de intelecto que se
veía atacada por una extraña vida secundaria y llevaba, durante un periodo
más o menos dilatado, una existencia completamente extraña, marcada
siempre, al principio, por torpeza vocal y corporal, y, más tarde, por la
voraz adquisición de conocimiento científico, histórico, artístico y
antropológico; una adquisición hecha con un brío febril y un poder de
concentración totalmente anormal. Luego se producía un súbito regreso a la
consciencia normal, puntuada intermitente luego con vagos sueños, difíciles
de emplazar, que sugerían fragmentos de alguna odiosa memoria
cuidadosamente extirpada.
Y el gran parecido de aquellas pesadillas con las mías propias —incluso
en los pormenores particulares— no me dejaba duda sobre su típica y
significativa naturaleza. Uno o dos de los casos tenían el añadido de una
débil y blasfema familiaridad, como si yo conociera acerca de ellos a través
de algún medio cósmico, demasiado maléfico y espantoso como para ser
concebido. En tres de los casos había menciones específicas a una máquina
desconocida, igual a la que estuvo en mi casa antes del segundo cambio.
Otra cosa que me preocupó durante mi investigación era la
relativamente mayor frecuencia en que, personas que no habían sufrido de
la amnesia propiamente dicha, tenían una somera y elusiva visión de la
pesadilla típica.
Tales personas eran, claramente, gente de mente mediocre o escasa,
algunas de ellas tan primitivas que apenas podían concebirse como
vehículos para una erudición anormal o una preternatural capacidad mental.
Durante un segundo pudieron albergar una fuerza alienígena, y luego se
produjo un retroceso, y un débil recuerdo, que se esfumaba con rapidez, de
horrores inhumanos.
Había habido al menos tres casos durante el último medio siglo, uno de
ellos ocurrido hacía solo quince años. ¿Acaso había algo que tanteaba
ciegamente a través del tiempo, procedente de algún insospechado abismo
de la naturaleza? ¿Eran esos casos menores a monstruosos y siniestros
experimentos de una clase y autoría que no se podían concebir desde la
cordura?
Tales eran algunas de las desbocadas especulaciones en las que me
entregaba en mis horas más bajas, alimentadas por los mitos que mis
estudios iban exhumando. Dado que yo no podía dudar que ciertas y
persistentes leyendas de inmemorial antigüedad, aparentemente
desconocidas para las víctimas y los médicos que habían tenido relación
con los recientes casos de amnesia, eran un estremecedor y espantoso
producto de lapsos de memoria como el mío.
Yo aún casi temía especular sobre la naturaleza de los sueños e
impresiones que me asaltaban cada vez más clamorosamente. Parecían ser
parientes de la locura y, de hecho, a veces creía estar enloqueciendo.
¿Acaso era ese un tipo especial de alucinación, propio de aquellos que
habían sufrido fallos de memoria? Era concebible que los esfuerzos de la
mente subconsciente, para colmar un inexplicable vacío con
seudomemorias, pudieran provocar extraños espejismos de la imaginación.
Tal idea —aunque yo encontraba más plausible una teoría acerca de
folclor alternativo— era sostenida por la mayoría de los alienistas que me
ayudaron en la investigación en busca de casos paralelos, alienistas que
compartieron mi desconcierto ante los recuerdos iguales que a veces
encontramos. No consideraban esas condiciones como verdadera locura,
sino que las catalogaban entre los desórdenes neuróticos. Mi empeño para
tratar de rastrearlas y analizarlas, en vez de buscar, en vano, aminorarlas u
olvidarlas, lo aplaudían calurosamente como algo correcto, acorde con los
mejores principios psicológicos. Agradecí especialmente el concurso de
aquellos médicos que me habían estudiado durante el tiempo en que fui
poseído por otra personalidad.
La primera perturbación sufrida no fue del todo visual, sino tocante a
esas materias, más abstractas, que he mencionado. Había también un
sentimiento de horror, hondo e inexplicable, que tenía que ver conmigo
mismo. Desarrollé un extraño miedo a ver mi propia forma, como si mis
ojos pudieran encontrarse con algo del todo ajeno e inconcebiblemente
horrendo.
Cuando me miraba y veía la familiar forma humana en vulgares
atuendos grises o azules, sentía siempre un curioso alivio, aunque, para
conseguir tal cosa, tenía que vencer un miedo infinito. Rehuía los espejos
tanto como me era posible, y siempre me afeitaba el barbero.
Pasó mucho tiempo antes de que relacionase cualquiera de esos
sentimientos desagradables con las fugaces impresiones visuales que
comencé a sufrir. La primera de tales relaciones tuvo que ver con la extraña
sensación de una censura, externa y artificial, de mi memoria.
Sentía que las súbitas visiones que experimentaba tenían algún
significado terrible y profundo, y una espantosa conexión conmigo mismo,
pero que alguna influencia decidida me impedía captar ese significado y esa
conexión. Luego vino esa extrañeza acerca de la naturaleza del tiempo y,
con ella, el desesperado esfuerzo para ubicar las fragmentarias visiones
oníricas en la trama cronológica y espacial.
Las propias visiones eran, en un principio, tan solo extrañas, más que
horribles. Parecían desarrollarse en una enorme estancia abovedada cuyos
altos contrafuertes de piedra se alzaban hacia las sombras, más allá de la
vista. Cualquiera que fuera el tiempo o el lugar en que pudiera desarrollarse
la escena, los principios del arco eran tan conocidos y empleados como en
época de los romanos.
Había colosales ventanas circulares, y puertas altas y arqueadas, y
pedestales o mesas tan altas como una estancia ordinaria. Inmensas baldas
de madera oscura se alineaban a lo largo de los muros, albergando lo que
parecían ser volúmenes de inmenso tamaño, con extraños jeroglíficos en el
lomo.
La sillería vista mostraba curiosas tallas, siempre en forma de
curvilíneos diseños matemáticos, y había inscripciones cinceladas con los
mismos caracteres que aparecían en los inmensos tomos. La oscura sillería
de granito era de un monstruoso tipo megalítico, con su parte superior,
convexa, encajando en la base cóncava de los bloques que descansaban
encima de él.
No había sillas, pero los inmensos pedestales estaban cubiertos de
libros, papeles y lo que parecía ser material de escribir: tarros de metal
purpúreo y extraño aspecto, y barras con puntas manchadas. Altos como
eran los pedestales, a veces tenía la sensación de estar mirándolos desde
arriba. En algunos de ellos había grandes globos de cristal que hacían las
veces de lámparas, e inexplicables máquinas formadas por tubos vítreos y
barras de metal.
Las ventanas estaban acristaladas y cubiertas con barras de sólido
aspecto. Aunque no me atreví a acercarme y echar una ojeada, pude ver,
desde donde me hallaba, las ondulantes copas de una curiosa vegetación de
aspecto parecido al de los helechos. El suelo estaba formado por masivas
losas octogonales, al tiempo que las alfombras y colgaduras faltaban por
completo.
Más tarde tuve visiones de deslizarme a través de ciclópeos corredores
de piedra, subiendo y bajando por gigantescos planos inclinados,
construidos en la misma albañilería monstruosa. No había ninguna clase de
escaleras, ni ningún pasadizo que tuviera menos de 10 metros de anchura.
Algunas de las estructuras a través de las que pasaba debían remontarse
hacia el cielo cientos de metros.
Había multitud de niveles, de negras criptas, debajo, y trampillas
siempre cerradas, selladas con bandas de metal, que transmitían la
sugerencia de un peligro especial.
Tenía la sensación de ser un prisionero, y el horror pendía acechante
sobre todo cuanto vi. Sentí que los burlones jeroglíficos curvilíneos de los
muros podían haberme abrasa do el alma con su mensaje de no mediar la
protección de una misericordiosa ignorancia.
Incluso después, mis sueños incluyeron visiones desde la gran ventana
redonda y desde el titánico suelo aplanado, con sus curiosos jardines; ancha
área despejada y parapetos festoneados de piedra, al final de los planos
inclinados.
Había extensiones casi interminables de edificios gigantescos, cada uno
con su jardín y dispuestos a lo largo de pavimentadas carreteras que
tendrían sus buenos 60 metros de ancho. Diferían enormemente en aspecto,
pero pocos tenían menos de 150 metros cuadrados de planta o 30 de alto.
Algunos parecían tan ilimitados que su fachada debía medir varios cientos
de metros, mientras que otros se remontaban a increíbles alturas, hacia los
cielos grises y vaporosos.
Parecían ser, sobre todo, de piedra o cemento, y muchos de ellos
mostraban los extraños tipos de sillería curvilínea del edificio en que me
alojaba. Los tejados eran planos, ajardina dos, y solían tener parapetos
festoneados. A veces había terrazas y niveles más altos, y anchos y
despejados espacios en mitad de los jardines. Las grandes carreteras
parecían implicar tráfico, pero, en las primeras de mis visiones, no pude
concretar tal impresión en detalle.
En ciertos lugares advertí enormes torres oscuras y cilíndricas que se
alzaban a gran altitud sobre el resto de estructuras. Parecían ser de una
naturaleza única por completo y mostraban signos de prodigiosa edad y
deterioro. Estaban construidas con un extraño tipo de sillería basáltica
cuadrangular, y se ahusaba hacia la cima, que era redondeada. No
mostraban por ningún lado traza alguna de ventana o abertura alguna, fuera
de unas puertas inmensas. Me percaté también de algunos edificios bajos —
todos castigados por la erosión de eones— que recordaban, en su tipo
arquitectónico, a esas torres oscuras y cilíndricas. En torno a esas aberrantes
masas de sillería cuadrangular pendía una inexplicable aura de amenaza y
miedo concentrado, como el que causaban aquellas trampillas selladas.
Los omnipresentes jardines resultaban casi aterradores por lo extraño,
con formas de vegetación extravagantes y nada familiares agitándose sobre
anchos caminos flanqueados por monolitos de curiosas tallas. Había, sobre
todo, anómala vegetación del tipo helecho, unas veces verde y otras de una
palidez fungosa y atroz.
Entre ellos se alzaban cosas espectrales que recordaban a las calamitas,
con troncos parecidos al bambú remontándose a alturas fabulosas. Además,
había formas copetudas, como cícadas prodigiosas, grotescos arbustos
verde-oscuro y árboles de aspecto conífero.
Las flores eran pequeñas, incoloras e irreconocibles, brotando en
geométricos arriates dispuestos a lo largo de los jardines. En unas pocas
terrazas y jardines elevados había mayores y más vívidas flores, de formas
casi ofensivas que sugerían un cultivo artificial. Hongos de tamaño, perfiles
y colores inconcebibles punteaban la escena, delatando la existencia de
alguna desconocida, aunque añeja, tradición hortícola. En los jardines del
suelo, más grandes, parecía haber alguna intención de conservar las
irregularidades de la naturaleza, pero en las pérgolas eran más selectivos y
había más evidencias de que se practicaba el arte de la poda selectiva.
Los cielos estaban siempre húmedos y nubosos, y a veces creí
presenciar lluvias tremendas. Una vez, empero, tuve atisbos del sol —que
brillaba anormalmente grande— y de la luna, cuyas marcas tenían una
especie de diferencia que no sabría precisar. Cuando, muy raramente, se
abría el cielo nocturno, contemplaba constelaciones que casi me resultaban
irreconocibles. Las formas conocidas eran a veces aproximadas, pero
raramente iguales, y de la posición de las pocas agrupaciones reconocibles
deduje que debía hallarme en el Hemisferio Sur terrestre, cerca del Trópico
de Capricornio.
El horizonte era siempre vaporoso y oscuro, pero pude ver grandes
junglas de desconocidos helechos, calamitas, lepidodendros y sigiliarias
fuera de la ciudad, con sus fantásticos follajes agitándose de forma
inquietante entre los arremolinados vapores. Aquí y allá había sugerencias
de movimientos en los cielos, pero no pude concretar nada en mis primeras
visiones.
En el otoño de 1914 comencé a tener infrecuentes sueños, durante los
cuales flotaba sobre la ciudad y regiones circundantes. Vi interminables
carreteras a través de bosques de espantosa vegetación, formada por troncos
moteados, acanalados y listados, y pasé sobre ciudades tan extrañas como la
que siempre rondaba mis sueños.
Vi monstruosas construcciones de piedra negra e iridiscente, en claros y
calveros en los que reinaba un perpetuo crepúsculo, y atravesé largas
calzadas, sobre pantanos tan oscuros que poco puedo decir de su húmeda y
gigantesca vegetación. Una vez vi una zona de incontables kilómetros
cubierta de ruinas basálticas castigadas por la edad, de una arquitectura que
era como la de aquellas torres sin ventanas y de cima redonda de la ciudad
de mis sueños.
Y una vez contemplé el mar, una extensión humeante e infinita, más allá
de los colosales muelles de piedra de una enorme ciudad de cúpulas y arcos.
Tuve atisbos de grandes sombras informes que se movían bajo él y, aquí y
allá, su superficie se veía agitada por ebulliciones anormales.

III

Tal como he dicho, esas extrañas visiones comenzaron a asumir un


aspecto aterrador de modo inmediato. Desde luego, muchas personas han
soñado también cosas intrínseca mente extrañas… sueños formados por
inconexos retazos de la vida, imágenes y lecturas diarias, amalgamadas en
formas fantásticamente novelescas por los inescrutables caprichos del
sueño.
Durante algún tiempo acepté aquellas visiones como algo natural, aun
teniendo en cuenta que nunca antes había sido soñador de extravagancias.
Supuse que muchas de las vagas anormalidades eran fruto de fuentes
triviales, demasiado numerosas como para poder rastrearlas, mientras que
otras parecían reflejar un conocimiento académico, de lo más común, sobre
las plantas y las condiciones del mundo primitivo, hace 150 millones de
años; el mundo de las edades Pérmica o Triásica.
Con el paso de algunos meses, empero, los elementos de terror fueron
cuajando con fuerza creciente. Eso fue cuando los sueños comenzaron a
tomar, más allá de cualquier duda, el aspecto de recuerdos; y cuando mi
mente comenzó a ligarlos con la creciente perturbación abstracta, el
sentimiento de censura mnemónica, las curiosas impresiones tocantes al
tiempo y la sensación de haber sufrido un espantoso trueque de
personalidades, entre 1908 y 1913, y, considerablemente después, con el
inexplicable horror a mi propia persona.
Cuando ciertos detalles concretos comenzaron a entrar en mis sueños, el
horror de estos se incrementó sobremanera; hasta que, en octubre de 1915,
sentí que debía hacer algo. Fue entonces cuando comencé un intensivo
estudio de otros casos de amnesia y visiones, sintiendo que debía así
objetivizar mi problema y sacudirme su yugo emocional.
Sin embargo, como ya antes he dicho, el resultado, al principio, fue casi
exactamente el opuesto. Me perturbaba sobremanera toparme con que mis
sueños habían sido tan exactamente iguales a los demás, sobre todo porque
algunos de los informes eran demasiado antiguos como para admitir
cualquier conocimiento geológico —y, por tanto, cualquier idea de cómo
eran los paisajes primitivos— por parte del sujeto.
Y lo que es más, muchos de esos informes suministraron detalles y
explicaciones sumamente horribles, tocantes a las imágenes de grandes
edificios y jardines selváticos… y otras cosas. Las visiones y vagas
impresiones eran bastante malas de por sí, pero lo que algunos otros
soñadores insinuaban o afirmaban rezumaba a locura y blasfemia. Lo peor
de todo es que mi propia seudomemoria se lanzó a sueños más
enloquecidos y a atisbos de futuras revelaciones. Y, sin embargo, la mayoría
de los médicos consideraba mis investigaciones como algo de lo más
saludable.
Estudié, de forma sistemática, psicología y, bajo tales condiciones, mi
hijo Wingate hizo lo mismo, algo que le llevaría, eventualmente, a su
presente labor de docencia. En 1917 y 1918 realicé cursos especiales en la
Miskatonic. Entre tanto, mi investigación en archivos médicos, históricos y
antropológicos proseguía sin pausa, lo que me llevó a visitas a lejanas
bibliotecas y, por último, a la lectura de esos odiosos libros, llenos de
prohibido saber primigenio, en los que mi personalidad secundaria había
estado tan inquietantemente interesada.
Algunos de estos últimos eran las mismas copias que había consultado
en mi estado alterado y me vi turbado sobremanera por ciertas notas
marginales, así como por correcciones ostensibles al odioso texto en unos
grafos e idioma que, de alguna forma, parecían extrañamente inhumanos.
Tales anotaciones estaban en su mayor parte hechas en los lenguajes
respectivos de los distintos libros, todos los cuales el escritor parecía
conocer por igual, aunque fuera de forma académica. Una de las notas
hechas al Unaussprechlichen Kulten de Von Junzt era, sin embargo, de lo
más alarmante. Consistía en ciertos jeroglíficos curvilíneos, trazados con la
misma tinta que las correcciones en alemán, pero no pertenecían a ningún
alfabeto humano conocido. Y esos jeroglíficos estaban clara e
inconfundiblemente emparentados con los caracteres que una y otra vez
aparecían en mis sueños… caracteres cuyo significado, a veces, imaginaba
momentáneamente conocer, o estar casi a punto de recordar.
Para completar mi negra confusión, muchos bibliotecarios me
aseguraban que, en vista de los exámenes realizados y las consultas a los
registros de lectura de los volúmenes en cuestión, todas esas acotaciones
tenían que haber sido hechas por mí mismo en mi estado de personalidad
secundario. Eso a pesar de que yo era, y soy, totalmente ignorante de tres de
los lenguajes en cuestión.
Reuniendo los informes dispersos, antiguos y modernos, antropológicos
y médicos, descubrí una débil pero consistente mezcla de mito y
alucinación, cuya amplitud y extraña cualidad me dejaban desconcertado
por completo. Solo algo me consolaba, y eso era el hecho de que los mitos
apareciesen en fechas tan tempranas. No podía imaginar qué perdido
conocimiento podía haber provocado imágenes de paisajes paleozoicos o
mesozoicos en esas fabulaciones primitivas; pero la evidencia estaba ahí.
Así pues, existía una base para la formación de cierto tipo de fábulas.
Los casos de amnesia crearon sin duda, a grandes rasgos, el telón de
fondo mítico, pero luego los imaginativos añadidos de los mitos debieron
actuar sobre los pacientes de amnesia y dar color a sus seudomemorias. Yo
mismo había leído y escuchado todos los antiguos cuentos durante mi lapso
de memoria, como quedaba de sobra probado por mi investigación. ¿No
resultaba natural, entonces, que mis subsecuentes sueños e investigaciones
emocionales se matizaran y moldearan por todo aquello que mi memoria
había atesorado durante mi estado secundario?
Algunos de los mitos tenían significativas conexiones con otras
nebulosas leyendas tocantes a mundos pre-humanos, especialmente aquellas
leyendas hindúes que tenían que ver con tremendas simas de tiempo y que
formaban parte del acervo de los modernos teósofos.
Mitos primitivos y fantasías modernas coincidían en la idea de que la
humanidad es solo una —quizá la última— de una multitud de razas
altamente evolucionadas y dominantes, en la larga y prácticamente
desconocida historia del planeta. Seres de formas inconcebibles, decían,
habían levantado sus torres hacia el cielo y removido los secretos de la
naturaleza antes de que el primer antepasado anfibio del hombre saliera
reptando de los mares cálidos hace 300 millones de años.
Unos habían bajado de las estrellas, y algunos eran tan viejos como el
propio cosmos; otros habían salido directamente de los microorganismos
terrestres, tan distantes en el tiempo del primer germen de nuestro propio
ciclo vital como nosotros lo estábamos de estos. Se hablaba con ligereza de
intervalos de millones de años y de vínculos a otras galaxias y universos.
De hecho, no existía el tiempo tal y como lo concebimos los humanos.
Pero la mayoría de las leyendas e ideas tenían relación con una raza
relativamente tardía, de formas extrañas e intrincadas que no recordaban a
ninguna forma de vida conocida por la ciencia, que había vivido hasta solo
50 millones de años antes de la aparición del hombre. Esta, según se decía,
era la mayor raza de todas, porque solo ella había conquistado el secreto del
tiempo.
Habían aprendido todo lo que se había conocido o que nunca será
conocido en la Tierra, a través de la capacidad de sus mentes poderosas,
para proyectarse hacia el pasado y el futuro, incluso salvando abismos de
millones de años, y estudiar el saber de todas las edades. De los logros de
tal raza nacieron todas las leyendas acerca de profetas, incluyendo las de la
mitología humana.
En sus inmensas bibliotecas había volúmenes llenos de textos e
imágenes que contenían la totalidad de los anales terrestres, historia y
descripción de cada especie que haya existido o existirá jamás, con
completos informes acerca de sus artes, logros, lenguaje y psicología.
Con su inmemorial saber, la Gran Raza elegía, de cada era y forma de
vida, aquellos pensamientos, artes y procesos que mejor pudieran convenir
a su propia naturaleza y circunstancias. El conocimiento del pasado,
conseguido a través de una clase de mente ajena a los sentidos normales,
era más difícil de lograr que el saber del futuro.
En este último caso, el método era más fácil y natural. Con la apropiada
ayuda mecánica, una mente podía proyectarse hacia delante en el tiempo,
buscando su brumoso camino extrasensorial hasta llegar al periodo deseado.
Entonces, tras unas pruebas preliminares, podía elegir el mejor de los
representantes posibles, de la forma de vida más evolucionada de ese
periodo. Podía invadir el cerebro del organismo y sustituirlo por sus propias
vibraciones, en tanto que la mente desplazada se veía arrastrada hasta el
periodo del invasor, permaneciendo en el cuerpo de este último hasta que se
produjese el proceso contrario.
La mente, proyectada en el cuerpo del organismo del futuro, podía
entonces hacerse pasar por un miembro de la raza cuya forma externa
usaba, aprendiendo lo más rápidamente posible todo el conocimiento
disponible de la edad elegida y de los datos y técnicas que habían
acumulado. Mientras tanto, la mente desplazada, arrastrada a la edad y el
cuerpo del invasor, debía ser cuidadosamente preservada. Había que
impedir que dañase el cuerpo que ocupaba, al tiempo que, interrogadores
avezados, le sacaban todo su conocimiento. A menudo era posible
interrogarle en su propio lenguaje, cuando las investigaciones en el futuro
habían dado ya registros de tal idioma.
Si la mente procedía de un cuerpo cuyo lenguaje la Gran Raza no podía
reproducir físicamente, se hacía mediante máquinas inteligentes, en las que
el habla del extraño podía ser ejecutada como un instrumento musical.
Los miembros de la Gran Raza eran inmensos conos rugosos, de más de
tres metros de alto, con cabeza y otros órganos unidos a miembros
extensibles, de unos treinta centímetros de grueso, que brotaban del vértice.
Hablaban mediante el resonar y rasguñar de inmensas zarpas o garras, que
nacían al extremo de dos de sus cuatro extremidades, y se desplazaban
mediante la expansión y la contracción de un viscoso pellejo situado en la
inmensa base de tres metros.
Una vez desvanecidos el estupor y el resentimiento del cautivo —
asumiendo que llegaba de un cuerpo completamente distinto de los de la
Gran Raza—, y cuando ya había perdido el horror a esa forma temporal y
por completo ajena, se le permitía estudiar su propio medio y experimentar
un prodigio y una sabiduría similares a las poseídas por aquel que le había
desplazado.
Con las adecuadas precauciones, y a cambio de ciertos servicios, se le
permitía viajar por todo el mundo habitado, mediante titánicas naves aéreas
y en los inmensos vehículos, similares a botes, movidos por energía
atómica, que atravesaban las grandes carreteras, así como indagar
libremente en las bibliotecas, repletas de los archivos del pasado y del
futuro del planeta.
Tal cosa reconciliaba a muchas mentes activas con su destino, ya que
tales estudios, y la posibilidad de desvelar los secretos ocultos de la Tierra
—capítulos cerrados de inconcebible pasado y vertiginosos vórtices de
tiempo futuro, incluyendo los años posteriores a su propia edad natural—,
constituían siempre, pese a los abismales horrores que a menudo quedaban
al descubierto, la suprema experiencia de la vida.
De vez en cuando se permitía a ciertos cautivos reunirse con otras
mentes capturadas del futuro, para intercambiar pensamientos con seres
inteligentes que provenían de cien, mil o un millón de años antes o después
de su edad. Y se les instaba a escribir pródigamente, en sus propios
idiomas, acerca de sí mismos y de sus respectivos periodos, y tales
documentos se guardaban también en los grandes archivos centrales.
Hay que añadir que existía un tipo especial de cautivos con privilegios
mucho mayores que los del resto. Esos eran los agonizantes exiliados
permanentes, cuyos cuerpos del futuro habían sido hurtados por los más
sabios miembros de la Gran Raza que, a la hora de la muerte, trataban de
salvarse de la extinción mental.
Esos melancólicos exiliados no eran tan abundantes como cabría
esperar, ya que la longevidad de la Gran Raza aminoraba su amor a la vida,
sobre todo entre aquellos de mentes privilegiadas capaces de proyectarse.
De esos casos de proyección permanente, realizados por las mentes más
viejas, nacían muchos de esos cambios totales de personalidad consignados
en la historia, incluyendo la de la humanidad.
En lo tocante a los casos ordinarios de exploración, cuando la mente que
desplazaba había aprendido cuanto deseaba del futuro, construía un aparato
como el que había provocado su transición y revertía el proceso de
proyección. Una vez más, se hallaba en su propio cuerpo y edad, mientras
que la mente cautiva volvía al cuerpo del futuro que, en verdad, era el suyo
propio.
Solo cuando alguno de los cuerpos moría, en el lapso del cambio, se
hacía imposible tal retorno. En tales casos, por supuesto, la mente
exploradora —al igual que los que habían huido de la muerte— tenía que
vivir en el armazón corporal ajeno del futuro, o la mente cautiva —como
sucedía con los moribundos exiliados permanentes— tenía que acabar sus
días en la forma corporal y la edad pretérita propias de la Gran Raza.
Este destino era menos horrible cuando la mente cautiva pertenecía
también a la Gran Raza… algo nada inusual, ya que la raza estaba
sumamente interesada en su propio futuro, de cualquier periodo que fuese.
El número de moribundos exiliados permanentes pertenecientes a la Gran
Raza era muy pequeño, sobre todo debido a las tremendas penalidades que
implicaba el desplazamiento de una mente perteneciente a la Gran Raza del
futuro hasta la del moribundo.
Mediante proyección, era posible infligir unos castigos así a las mentes
ladronas, en sus nuevos cuerpos futuros, y se habían dado casos en que se
había obligado a un cambio para arreglar la situación.
Se habían detectado y corregido cuidadosamente algunos casos
complicados de fuga de mentes de exploradores, o de mentes ya cautivas, a
diversas regiones del pasado. En cada edad, desde el descubrimiento de la
proyección mental, existía un minúsculo pero muy reconocido grupo de
población, formado por mentes de la Gran Raza llegadas del pasado, de
visita por un periodo más o menos largo.
Cuando una mente cautiva, de una raza ajena, era devuelta a su propio
cuerpo del futuro, mediante una intrincada hipnosis mecánica, se le purgaba
de todo cuanto había aprendido sobre la era de la Gran Raza, cosa que se
hacía debido a ciertas y problemáticas consecuencias, inherentes al trasiego
de grandes cantidades de saber.
Los casos puntuales de transmisión, en tal sentido, habían causado, y
causarían en tiempos futuros conocidos, grandes desastres. Fue, sobre todo,
debido a dos casos de tal naturaleza —al decir de los viejos mitos— como
la humanidad había aprendido todo cuanto tenía que ver con la Gran Raza.
Todo cuanto sobrevivía, física y directamente, de esos mundos situados a
eones de distancia, era tan solo algunas ruinas de grandes piedras, en
lejanos lugares y bajo el mar, así como porciones de textos de los
espantosos Manuscritos Pnakóticos.
Así pues, las mentes devueltas regresaban a su propia edad con tan solo
débiles y fragmentarias visiones de lo que les había ocurrido durante su
secuestro. Se erradicaban cuantas memorias eran necesarias, de forma que,
en la mayor parte de los casos, tan solo un muro negro de sueño cubría el
lapso que iba hasta el momento del primer cambio. Algunas mentes
recordaban más que otras, y la posibilidad de unir tales recuerdos daba en
algunos pocos casos atisbos de ese pasado prohibido a las edades futuras.
Probablemente, nunca hubo una época en la que no hubiera grupos o
cultos organizados alrededor de tales retazos. En el Necronomicón se
sugería la presencia de cultos así entre los humanos… cultos que a veces
prestaban ayuda a las mentes llegadas a través de los eones desde la época
de la Gran Raza.
Y, por otra parte, la propia Gran Raza vivía eternamente y se volcaba en
la tarea de intercambiarse con mentes de otros planetas, para explorar sus
pasados y sus futuros. Buscaba también sondear el pasado y origen de ese
orbe situado en un punto lejano del espacio, negro y muerto hacía eones, del
que provenía su propia herencia mental, ya que la mente de la Gran Raza
era más vieja que la de su forma corporal.
Los seres de un moribundo mundo arcaico, sabios de secretos
definitivos, habían buscado un nuevo mundo y nuevas especies gracias a las
que vivir para siempre, y habían lanzado en masa sus mentes hacia esa raza
futura, mejor adaptada a su planeta natal que ellos… los seres con forma de
cono que poblaron nuestra Tierra hace un millón de años.
Así se forjó la Gran Raza, mientras que la multitud de mentes enviadas
al pasado fueron abandonadas a la muerte y el horror de formas extrañas.
Más tarde, la raza volvería a afrontar la muerte, solo para sobrevivir a través
de una nueva migración al futuro, enviando sus mejores intelectos a los
cuerpos de otros seres del futuro más longevos.
Tal era el trasfondo de leyendas y alucinaciones entrelazadas. Cuando,
alrededor de 1920, pude dar forma coherente a mis investigaciones, sentí
que menguaba algo esa tensión que los primeros estadios del estudio habían
hecho subir. Después de todo, y a pesar de las fantasías provocadas por
ciegas emociones, ¿no era casi todo aquel fenómeno sufrido completamente
explicable? Cualquier oportunidad podía haber hecho volverse mi mente,
durante la amnesia, hacia los estudios ocultos… llevándome a leer los
textos prohibidos y a reunirme con los miembros de cultos antiguos y
malfamados. Aquello debió ser, con claridad, lo que suministró el material
de los sueños y los sentimientos perturbadores que me asaltaron tras
recobrar la memoria.
En cuanto a las notas marginales, escritas en jeroglíficos como los de
los sueños y en idiomas desconocidos para mí, que los bibliotecarios me
atribuían, yo podía haber aprendido algunas nociones de esas lenguas
durante mi fase secundaria, mientras que los jeroglíficos habían sido
creados, sin duda, por mi fantasía a partir de las descripciones de viejas
leyendas, y posteriormente habían tomado cuerpo en mis sueños. Traté de
verificar ciertos puntos a través de conversaciones con conocidos líderes de
cultos, pero nunca conseguí establecer las verdaderas conexiones.
A veces el paralelismo de muchos casos, ocurridos en tiempos tan
lejanos, continuaba preocupándome tanto como al principio, pero, por otra
parte, pensaba que el folclor truculento era, sin duda, más universal en el
pasado que en el presente.
Probablemente todas las otras víctimas cuyos casos eran como los míos
habían tenido un contacto largo y familiar con esas historias que yo solo
había conocido cuando me hallaba en mi personalidad secundaria. Cuando
esas víctimas perdieron la memoria, se habían asociado ellas mismas a las
criaturas de sus mitos caseros —los fabulosos invasores que,
supuestamente, suplantaban las mentes humanas— y se habían embarcado
en búsquedas de conocimientos que ellos creían que podían remontarse a un
imaginario pasado no-humano.
Luego, cuando recobraban la memoria, invertían el proceso asociativo y
se consideraban las primitivas mentes cautivas en vez de un invasor. De ahí
los sueños y los falsos recuerdos consiguientes a trasfondo convencional de
mitología.
A pesar de lo aparentemente endeble de tales explicaciones,
desplazaron, a mis ojos, a todas las demás, sobre todo debido a la aún
mayor debilidad de cualquier otra teoría. Y un número sustancial de
psicólogos y antropólogos eminentes fueron gradualmente conviniendo
conmigo.
Cuanto más reflexionaba, más me convencía de lo que me decía mi
razonamiento, hasta que, al final, obtuve un baluarte realmente efectivo
contra las visiones e impresiones que aún me asaltaban. ¿Que tenía extrañas
visiones por la noche? ¿Se debía solo a lo que había escuchado y leído?
¿Que tenía extraños temores y visiones y seudomemorias? Esos, también,
eran solo ecos de los mitos absorbidos por mi estado secundario. Nada de lo
que pudiera soñar, nada de lo que pudiera sentir, podía tener ningún
significado.
Fortalecido por tal filosofía, recobré mi equilibrio nervioso, aun cuando
las visiones —más que las impresiones abstractas— se hacían cada vez más
frecuentes y dotadas de detalles cada vez más turbadores. En 1922 me sentí
capaz de retomar un trabajo regular y saqué partido de mi recién logrado
conocimiento, aceptando una plaza en el departamento de psicología de la
Universidad.
Mi vieja cátedra de política económica había sido ocupada hacía mucho
tiempo, aparte de que los métodos de enseñar economía habían cambiado
mucho desde mis buenos tiempos. Mi hijo, en esa época, estaba
comenzando estudios de postrado, lo que le llevó a su presente puesto de
profesor y trabajábamos juntos en gran medida.

IV

Continué, no obstante, guardando un registro muy cuidadoso de los


extraños sueños que me asaltaban tan densa y vividamente. Tal registro, me
decía, resultaba de genuino valor como documento psicológico. Las
visiones aún parecían sobremanera recuerdos, aunque yo combatía con
notable éxito tal impresión.
A la hora de escribir, trataba tales espejismos como cosas que hubiera
visto de verdad, pero, en cualquier otro momento las hacía a un lado como
telarañas de ilusiones nocturnas. Nunca los mencionaba en conversaciones
normales, aunque noticias sobre los mismos se filtraron, como sucede con
cualquier cosa, despertando rumores diversos sobre mi salud mental.
Resulta divertido señalar que tales ideas se circunscribían a los profanos en
la materia, sin un solo paladín entre médicos o psicólogos.
Respecto a mis visiones a partir de 1914, haré aquí mención a solo unas
pocas, ya que informes y registros completos se hallan a disposición de los
investigadores rigurosos. Es evidente que, con el tiempo, las curiosas
restricciones se iban, de alguna forma, desvaneciendo, ya que la panorámica
de mis visiones se incrementaba notablemente. Nunca, empero, eran otra
cosa que deslavazados fragmentos, aparentemente sin motivación clara.
En los sueños me parecía ir adquiriendo, gradualmente, una mayor
libertad de vagabundeo. Flotaba a través de muchos extraños edificios de
piedra, yendo de uno a otro a lo largo de titánicos pasajes subterráneos, que
parecían ser las normales vías de circulación. A veces me topaba con esas
gigantescas trampillas selladas, en los niveles más bajos, auroleadas de
miedo y prohibición.
Vi tremendos aljibes de mosaico y estancias repletas de utensilios,
curiosos e inexplicables, de mil y una clases. También había cuevas
colosales, llenas de intrincada maquinaria cuyas formas y propósito
resultaban un completo misterio para mí, y cuyos ruidos pude escuchar solo
después de muchos años de sueños. He de remarcar aquí que la visión y el
oído fueron los únicos sentidos de los que dispuse en ese mundo onírico.
El verdadero horror comenzó en mayo de 1915, cuando vi por primera
vez a los seres. Eran tal como mis estudios, en vista de lo que describían los
mitos y los casos históricos, me habían enseñado a esperar. Al derrumbarse
las barreras mentales, pude contemplar grandes moles de débiles vapores en
varias partes del edificio, así como en las calles de abajo.
Eso, con rapidez, se tornó más sólido y distinguible, hasta que, al cabo,
pude reconocer sus monstruosos perfiles con desagradable familiaridad.
Parecían ser enormes conos iridiscentes, de unos tres metros de altura, y
otros tantos de anchura en la base, formados por una sustancia rugosa,
escamosa y semielástica. Del vértice brotaban cuatro miembros flexibles,
cilíndricos, cada uno de treinta centímetros de grosor y de una sustancia tan
rugosa como la de los propios conos.
Tales miembros, a veces, se contraían hasta casi desaparecer, y otras se
extendían hasta una distancia de casi tres metros. Dos de ellos terminaban
en enormes zarpas o pinzas. Al extremo de un tercero había cuatro
apéndices rojos y con forma de trompeta. El cuarto remataba en un globo
irregular y amarillo, de unos sesenta centímetros de diámetro, con tres
grandes ojos oscuros dispuestos a lo largo del ecuador.
Remontando esa cabeza había cuatro troncos delgados y grises que
sustentaban apéndices como flores, mientras que, del extremo inferior,
pendían ocho antenas o tentáculos verdosos. La gran base del cono central
estaba ribeteada de una sustancia gomosa y gris que hacía desplazarse a la
entidad mediante expansiones y contracciones.
Sus acciones, aunque inofensivas, me espeluznaban incluso más que su
aspecto, ya que no es saludable observar a objetos monstruosos haciendo
cosas que solo conocen los seres humanos. Esos objetos se movían de
forma inteligente por las grandes habitaciones, cogiendo libros de los
estantes y llevándolos a las grandes mesas, o viceversa, y escribiendo a
veces, con diligencia, mediante un canuto peculiar, sujeto por los tentáculos
verdes de la cabeza. Las inmensas pinzas les servían para transportar libros
y para conversar, ya que el habla consistía en una especie de cliquetear y
rasguñar.
Aquellos seres carecían de vestimentas, pero portaban carteras o
mochilas colgadas de lo alto del tronco cónico. Comúnmente, llevaban su
cabeza y su miembro sustentante a nivel del vértice del cono, aunque lo
alzaban y bajaban con frecuencia.
Los otros tres grandes miembros solían descansar a los lados del cono,
contraídos a una longitud de un metro veinte, aproximadamente, cuando no
los estaban usando. Por su forma de leer, escribir y utilizar sus máquinas —
las que estaban sobre las mesas parecían, de alguna forma, conectadas a
nivel mental— colegí que su inteligencia era enormemente superior a la del
hombre.
Más tarde los vi por todos lados; hormigueando por todas las grandes
estancias y corredores, atendiendo máquinas monstruosas en criptas
abovedadas y desplazándose por las inmensas carreteras, en coches
gigantescos con aspecto de bote. Dejé de tenerles miedo, ya que parecían
ser, en grado sumo, algo natural en aquel entorno.
Comencé a distinguir diferencias individuales entre ellos, y unos pocos
parecieron estar bajo alguna especie de restricción. Estos últimos, aunque
no mostraban diferencias físicas, tenían una diversidad de hábitos y gestos
que los diferenciaban, no solo de la mayoría, sino a unos de otros.
Escribían continuamente en lo que, a ojos de mi nebulosa visión,
parecía una inmensa variedad de caracteres, aunque nunca eran los típicos
jeroglíficos de la mayoría. Unos pocos, me pareció, usaban nuestro propio y
familiar alfabeto. La mayoría de ellos trabajaba mucho más lentamente que
la generalidad de las entidades.
Durante todo ese tiempo, mi propia parte en los sueños parecía ser la de
una conciencia desencarnada, con una amplitud de visión mayor de lo
normal, flotando libremente, aun que confinada a las ordinarias avenidas y
velocidad de tránsito. No fue hasta agosto de 1915 cuando una sugerencia
de existencia corporal comenzó a acosarme. Y digo acosarme porque la
primera fase fue simplemente una asociación abstracta, aunque
infinitamente terrible, entre mi previo horror a mi propio cuerpo y las
visiones.
Por un instante, mi principal preocupación en los sueños fue mirarme
abajo, a mí mismo, y recordé cuán agradecido me sentía por la total falta de
espejos en las extrañas estancias. Estaba de lo más preocupado por el hecho
de que siempre veía las grandes mesas —cuya altura no bajaba de los tres
metros— desde un nivel no inferior a su altura.
Fue entonces cuando la tentación morbosa de mirarme fue haciéndose
progresivamente mayor, hasta que, una noche, no pude resistirme más. Al
principio, mirar abajo no me reveló nada. Un momento después, percibí que
eso se debía a que mi cabeza estaba al extremo de un cuello flexible de
enorme longitud. Retrayendo ese cuello y mirando abajo con intensidad, vi
la mole escamosa, rugosa e iridiscente de un inmenso cono de tres metros
de alto y otros tres de anchura en la base. Fue entonces cuando desperté a
media Arkham con un grito, al tiempo que me arrancaba enloquecido del
abismo del sueño.
Solo después de semanas de odiosa repetición, pude reconciliarme a
medias con esas visiones de mí mismo, revestido de forma monstruosa. En
los sueños me movía con toda tranquilidad entre las otras entidades
desconocidas, leyendo terribles libros sacados de las interminables baldas, y
escribiendo durante horas en las grandes mesas, mediante un estilo que
manejaba con los tentáculos verdes pendientes de mi cabeza.
Retazos de lo que leía y escribía quedaban en mi memoria. Había
horribles crónicas de otros mundos y otros universos, así como de
conmovedores seres informes, ajenos a todos los universos. Había registros
sobre extraños órdenes de seres que habían poblado el mundo en pasados
olvidados, y espantosas crónicas sobre las formas grotescas que lo poblarán
millones de años después de que haya muerto el último ser humano.
Tuve acceso a capítulos de historia humana cuya existencia ningún
erudito contemporáneo ni siquiera ha sospechado. Muchos de esos escritos
estaban en el lenguaje de los jeroglíficos, que yo estudiaba en forma
extraña, con la ayuda de las máquinas zumbantes, y que era, sin lugar a
duda, un habla aglutinativa con sistemas de raíces completamente distintas
a todo lo conocido en el lenguaje humano.
Otros volúmenes estaban en desconocidas lenguas que había aprendido
de esa misma forma extraña. Unos pocos estaban en lenguajes que yo
conocía. Imágenes extremadamente ingeniosas, tanto insertas en los
registros como formando colecciones separadas, me ayudaron de forma
inmensa. Y durante todo el tiempo me pareció estar escribiendo una historia
de mi propia era en inglés. Al despertar, podía recordar solo pequeños e
ininteligibles retazos de las lenguas desconocidas que tan bien dominaba mi
ser onírico, aunque guardaba frases completas de la historia.
Conocí —aun antes de que mi ser vigil hubiera estudiado los casos
paralelos o los viejos mitos de los que surgían sin duda los sueños— que las
entidades que me rodeaban eran la mayor raza del mundo, que habían
conquistado el tiempo y enviado mentes exploradoras a todas las edades.
Supe también que había sido arrebatado de mi propia edad mientras otra
usaba mi cuerpo en ella, y que algunas otras de las formas extrañas
albergaban igualmente mentes capturadas. Me parecía hablar, mediante un
extraño lenguaje hecho de entrechocar de zarpas, con intelectos exiliados de
cada rincón del sistema solar.
Había una mente del planeta que ahora conocemos como Venus, que
vivirá en una época por venir, incalculablemente lejana, y otra de una luna
exterior de Júpiter, de hace seis millones de años. En cuanto a las mentes
terrenas, había algunas de la raza de la paleógena Antártida, alada, con
cabeza de estrella y medio vegetal; una del pueblo reptiliano de la fabulosa
Valusia; tres de los velludos habitantes prehumanos de Hiperbórea,
adoradores de Tsathoggua; uno de los abominables Tcho-Tcho, dos de los
habitantes arácnidos de la última edad de la Tierra, cinco de las especies
coleópteras que sucederán a la humanidad y a la que la Gran Raza, algún
día, transferirá sus mentes, más privilegiadas, en masa, huyendo de un
horrible peligro, así como algunas de las diferentes ramas de la humanidad.
Hablé con el cerebro de Yiang-Li, un filósofo del cruel imperio de Tsan-
Chan, que existirá en el 5000 d. de C.; con el de un general del pueblo
negro de grandes cabezas que vivió en Sudáfrica, en el 50000 a. de C.; con
el de un monje florentino del siglo XII llamado Bartolomeo Corsi; con el de
un rey de Lomar, que gobernó esta terrible región polar unos cien mil años
antes de que los rechonchos y amarillos inutos llegaran del oeste para
hundirlo.
Hablé con la mente de Nun-Soth, un mago de los oscuros
conquistadores del 16000 d. de C.; con un romano llamado Tito Sempronio
Bleso, que fue cuestor en tiempos de Sila; con Khephnes, un egipcio de la
XIV Dinastía, que me habló del odioso secreto de Nyarlathotep; con un
sacerdote del reino medio de Atlantis; con un caballero de Suffolk, de los
tiempos de Cromwell, llamado James Woodwille; con un astrónomo
cortesano del Perú preincaico; con un físico australiano, Nevil Kingston-
Brown, que morirá en el 2518 d. de C.; con un archimago del desaparecido
Yhe en el Pacífico; con Theodotides, un oficial greco-bactriano del 200 a.
de C.; con un anciano francés de la época de Luis XIII, llamado Pierre
Louis Montagny; con Crom-Ya, un caudillo de la Cimeria del 15000 a. de
C.; y con muchos otros, tantos que mi mente no es capaz de albergar los
tremendos secretos y las desconcertantes maravillas que conocí a través de
ella.
Me despertaba cada mañana febril, tratando a veces frenético de
verificar o descartar las informaciones que entraban dentro del alcance de
los conocimientos humanos modernos. Asuntos tradicionales tomaban un
nuevo y dudoso aspecto, y me preguntaba cómo las fantasías oníricas
podían inventar tan sorprendentes añadidos a la historia y a la ciencia.
Me estremecía ante los misterios que podía ocultar el pasado, y
temblaba ante las amenazas del futuro por venir. Lo que se me dejó
entrever, por boca de las entidades posthumanas, sobre el destino de nuestra
raza, me produjo tal efecto que no lo consignaré yo aquí.
Después del hombre vendrá la poderosa civilización de los escarabajos,
de cuyos cuerpos se apoderará la flor y nata de la Gran Raza, cuando la
monstruosa maldición se cierna sobre su mundo primigenio. Luego, cuando
se agote la progenie terrestre, esas mentes vagabundas volverán de nuevo a
emigrar a través del tiempo y el espacio para hacer otra parada en los
cuerpos de las bulbosas entidades vegetales de Mercurio. Pero dejarán otras
razas detrás de ellas, patéticamente aferradas al planeta frío, hundiéndose
hacia su núcleo repleto de horrores, antes del definitivo final.
Entre tanto, en mis sueños, escribía sin fin una historia de mi propia
edad, destinada —medio por voluntad propia, medio merced a las promesas
de aumentar mi acceso a la biblioteca y los viajes— a los archivos centrales
de la Gran Raza. Estos archivos se hallaban en una colosal estructura
subterránea, cerca del centro de la ciudad, y llegué a ser bien conocido allí,
gracias a los frecuentes trabajos y consultas que realizaba. Concebido para
durar tanto como la raza y sobrevivir a la más devastadora convulsión
terrestre, esa titánica biblioteca sobrepasaba a todos los demás edificios en
cuanto a lo masiva y montañosa de su construcción.
Los archivos, escritos o impresos en hojas de una celulosa curiosamente
resistente, estaban colocados en libros que se abrían por arriba, y estos a su
vez estaban guardados en cajas individuales de un extraño y ligero metal
inoxidable de tintes grisáceos, decorados con motivos matemáticos y
ostentando un título con los curvilíneos jeroglíficos de la Gran Raza.
Esos estuches estaban colocados en hileras, dentro de bóvedas regulares
—como estantes cerrados y asegurados—, construidos en el mismo metal
inoxidable y con cerrojos de mecanismos complejos. Mi propia historia fue
dispuesta en un lugar concreto de las bóvedas, en el nivel más bajo o de
vertebrados: la sección destinada a las culturas de la humanidad y a las de
las razas peludas y reptilianas que le precedieron inmediatamente en el
dominio de la Tierra.
Pero ninguno de los sueños me dio nunca una imagen completa de la
vida diaria. Todo se reducía a simples fragmentos brumosos e inconexos, y
está claro que tales trozos no estaban dispuestos en su secuencia correcta.
Tengo, por ejemplo, una idea muy imperfecta de mi propia forma de vida en
el mundo onírico; aunque creo haber dispuesto de una gran habitación de
piedra para mí solo. Mis restricciones como prisionero fueron
desapareciendo gradualmente, por lo que algunas de las visiones incluyen
vívidos viajes por las grandes carreteras de la jungla, estancias en ciudades
extrañas, y exploraciones de algunas de esas ruinas inmensas, oscuras y sin
ventanas, de las que se apartaba la Gran Raza con peculiar miedo. Hubo
también largas travesías por el mar, en enormes buques de muchas cubiertas
e increíble rapidez, y viajes sobre regiones salvajes, en naves cerradas,
como balas, propulsadas por repulsión eléctrica.
Más allá del ancho y cálido océano, había otras ciudades de la Gran
Raza, y en un lejano continente vi las toscas aldeas de los seres de hocico
negro y con alas que sería la especie dominante después de que la Gran
Raza hubiera enviado a sus mejores mentes al futuro para escapar del horror
reptante. Llanura y verdor exuberante eran siempre las claves de las
escenas. Las colinas eran bajas y pocas, y solían mostrar signos de
formación volcánica.
Acerca de los animales que vi podría escribir volúmenes. Eran todos
salvajes, ya que la cultura mecanizada de la Gran Raza había desechado
hacía mucho tiempo a las bestias domésticas, en tanto que el alimento era
vegetal o sintético. Desmañados reptiles de gran tamaño se debatían en los
humeantes cenagales, aleteaban en el aire pesado o chapoteaban en los
mares y lagos, y, entre ellos, creí reconocer vagamente a prototipos lejanos
y arcaicos de muchas formas —dinosaurios, pterodáctilos, ictiosaurios,
laberintodontes, plesiosaurios y otros por el estilo— con los que me había
familiarizado a través de la paleontología. No pude distinguir pájaro o
mamífero alguno.
El terreno y los pantanos hervían de serpientes, lagartos y cocodrilos,
mientras que los insectos zumbaban sin pausa entre la exuberante
vegetación. Mar adentro, invisibles y desconocidos monstruos lanzaban
columnas de espuma a los cielos cubiertos de vapor. Una vez me sumergí
bajo las aguas a bordo de un buque submarino con focos, y entreví algunos
horrores vivientes de espantosa magnitud. Vi también las ruinas de
increíbles ciudades sumergidas y una gran abundancia de crinoideos,
braquiópodos, corales y vida submarina que pululaban por doquier.
Conservo muy poca información, a través de mis sueños, de la
fisiología, psicología, tradiciones y detalles históricos de la Gran Raza, y
los puntos sueltos que aquí consigno proceden más del estudio de las viejas
leyendas y los otros casos que de mis propios sueños.
A veces, por supuesto, mis lecturas e investigaciones perduraban y
llegaban en muchas formas a los sueños, por lo que ciertos fragmentos
oníricos ya los tenía y servían para cotejar luego mis investigaciones. Esto
daba pie, lo cual era un consuelo, a mi creencia de que similares lecturas e
investigaciones, realizadas por mi personalidad secundaria, eran el origen
de todo aquel terrible tinglado de seudomemorias.
El periodo de mis sueños se situaba, al parecer, en alrededor de hace
150 millones de años, cuando la era Paleozoica estaba dejando paso al
Mesozoico. Los cuerpos ocupados por la Gran Raza no representaban
ningún vástago de ninguna línea existente —o siquiera conocida por la
ciencia— de la evolución terrestre, sino que eran de un tipo peculiar, muy
homogéneo y altamente especializado, más emparentado con el estado
vegetal que con el animal.
La acción celular era de una clase única que casi eliminaba la fatiga y
hacía, por completo, innecesario el sueño. Los nutrientes, asimilados a
través de los apéndices rojos, parecidos a trompetas, situados en uno de los
grandes y flexibles miembros, eran siempre de una clase semifluida y, en
muchos aspectos, completamente distintos a cualquiera alimento de los
animales existentes.
Los seres disponían, no obstante, de dos sentidos iguales a los nuestros:
vista y oído, este último suministrado por los apéndices, como flores,
situados en los pedúnculos grises sobre sus cabezas. Poseían, además,
muchos e incomprensibles sentidos, que no podían ser usados plenamente,
empero, por las mentes cautivas en sus cuerpos. Sus tres ojos estaban
situados de tal forma que les daban un campo de visión mayor de lo normal.
Su sangre era una especie de icor verde-oscuro y muy espeso.
No tenían sexo, sino que se reproducían a través de semillas o esporas,
que se arracimaban en sus bases y que solo podían eclosionar bajo el agua.
Empleaban tanques, grandes y poco profundos, para el desarrollo de su
progenie —que era poco numerosa, en concordancia con la longevidad de
los individuos—, siendo entre cuatro y cinco mil años la duración normal
de la vida.
Los individuos con defectos eran eliminados con rapidez, apenas se
descubrían sus lacras. La enfermedad y la agonía eran reconocidas, en
ausencia de un sentido del tacto o de dolores, mediante simples síntomas
visuales.
Los muertos eran incinerados en dignas ceremonias. A veces, sin
embargo, como ya he dicho, alguna mente privilegiada podía sustraerse a la
muerte proyectándose hacia el futuro; pero tales casos eran poco
numerosos. Cuando tal ocurría, la mente exiliada del porvenir era tratada
con la mayor de las gentilezas, hasta que se disolvía su nada familiar
envoltura.
La Gran Raza parecía estructurada en una federación o liga sencilla y
laxa, con algunas instituciones de alto rango en común, aunque había cuatro
divisiones definidas. El sistema político y económico de cada unidad era
una especie de socialismo fascista, con los recursos distribuidos
racionalmente y el poder en manos de un pequeño grupo rector, elegido
mediante votación entre todos aquellos capaces de superar ciertas pruebas
culturales y psicológicas. La organización familiar no estaba desmesurada,
aunque se reconocían los lazos entre aquellos con antepasado común, y los
jóvenes generalmente dependían de sus progenitores.
Las semejanzas con las actitudes e instituciones humanas, por supuesto,
se daban sobre todo en campos donde, por un lado, intervenían elementos
altamente abstractos, y, por el otro, donde había una predominancia de las
necesidades, básicas e inespecializadas, comunes a toda la vida orgánica.
Algunas semejanzas más procedían de la adopción consciente de elementos,
ya que la Gran Raza buscaba en el futuro y copiaba lo que más le convenía.
La industria, altamente mecanizada, exigía muy poco tiempo de cada
ciudadano, y el abundante tiempo de ocio estaba lleno de actividades
intelectuales y estéticas, de la clase más variada.
Las ciencias habían alcanzado un increíble grado de desarrollo, y el arte
era parte esencial de la vida; aunque este, en el periodo de mis sueños,
había pasado ya su cenit y meridiano. La tecnología estaba enormemente
estimulada por la continua lucha por la supervivencia y por el afán de
mantener la existencia física de las grandes ciudades, dado los prodigiosos
cataclismos geológicos de aquellos días primarios.
El crimen era sorprendentemente escaso y se solventaba mediante un
sistema de lo más eficiente. Los castigos iban desde la pérdida de
privilegios y la prisión, hasta la muerte o la supresión de las funciones
superiores, y nunca se aplicaba sin haber realizado antes un cuidadoso
estudio de las motivaciones del criminal.
La guerra había sido sobre todo de tipo civil, en los últimos milenios,
aunque también había tenido lugar contra invasores reptilianos u octópodos,
o contra los Antiguos, alados y con cabeza de estrella, que tenían su capital
en la Antártida, y era poco frecuente aunque infinitamente devastadora. Un
enorme ejército, pertrechado con armas parecidas a cámaras, que producían
tremendos efectos eléctricos, estaba siempre presto para misiones apenas
mencionadas, pero que obviamente tenían que ver con el constante miedo a
esas antiguas ruinas, oscuras y sin ventanas, y a las grandes trampillas
selladas de los niveles subterráneos más bajos.
Tal miedo a las ruinas basálticas y a las trampillas era, sobre todo, de un
tipo de lo que nunca se hablaba… o, a lo sumo, daba pie a furtivos rumores.
Todo cuanto tuviese que ver específicamente con ello estaba
significativamente ausente de los libros situados en los estantes comunes.
Era el único asunto tabú entre la Gran Raza, y parecía tener que ver tanto
con horribles conflictos del pasado como con el futuro peligro que, algún
día, obligaría a la raza a enviar a sus mentes más preclaras, en masa, hacia
el futuro.
Siendo, como eran, imperfectos y fragmentarios los otros temas que
presentaban los sueños y leyendas, este asunto estaba envuelto en un velo
aún más desconcertante. Los vagos mitos antiguos lo evitaban, o quizá
todas las alusiones al mismo habían sido borradas por alguna razón. Y en
todos los sueños, los míos y los de otros, los atisbos del mismo eran
curiosamente pocos. Los miembros de la Gran Raza no se referían nunca
intencionadamente a este tema, y lo que se podía espigar provenía de las
observaciones de los más atentos entre las mentes cautivas.
Según tales fragmentos de información, el miedo tenía su origen en una
horrible raza arcaica de semipólipos, entidades del todo alienígenas que
habían llegado del espacio, provenientes de universos
inconmensurablemente lejanos, y que habían dominado la Tierra y otros
tres planetas del sistema solar hace unos 600 millones de años. Eran
materiales solo en parte —tal y como entendemos nosotros la materia—, y
su tipo de conciencia y formas de percepción difería en grado sumo de las
de los organismos terrestres. Por ejemplo, sus sentidos no incluían la visión,
y su mundo mental estaba tramado sobre un modelo de impresiones extraño
y no visual.
Eran, sin embargo, lo bastante materiales como para usar útiles
normales si estaban en áreas cósmicas que contuvieran materia. Aunque sus
sentidos podían traspasar las barreras materiales, su sustancia no, y ciertas
formas de energía eléctrica podían destruirlos por completo. Tenían la
capacidad de desplazarse por los aires, a pesar de que carecían de alas o de
cualquier otro medio visible de levitación. Sus mentes eran de tal estructura
que la Gran Raza no pudo hacer ningún cambio con ellos.
Cuando esos seres llegaron a la Tierra construyeron poderosas ciudades
basálticas de torres sin ventanas y depredaron de forma horrible sobre los
seres que se encontraron aquí. Así fue hasta que las mentes de la Gran Raza
cruzaron el vacío, procedentes de ese oscuro y transgaláctico mundo,
conocido en los perturbadores y discutibles Fragmentos de Eltdown como
Yith.
Los recién llegados, con instrumental de su propia fabricación, pudieron
vencer con facilidad a las depredadoras entidades, y empujarlas a esas
cavernas de las profundidades de la Tierra que estas habían comenzado ya a
ocupar y hacer habitables.
Luego sellaron las entradas y las dejaron a su suerte, ocupando la mayor
parte de sus ciudades y conservando importantes edificios por razones que
tenían que ver más con la superstición que con los afanes fríos y estudiosos
de la ciencia o la historia.
Pero, con el paso de los eones, aparecieron vagos y malignos indicios de
que los arcaicos seres se estaban haciendo fuertes y numerosos en el mundo
interior. Hubo esporádicas incursiones, de un tipo particularmente odioso,
en ciertas y remotas ciudades que la Gran Raza no había poblado, lugares
donde los accesos a los abismos no habían sido apropiadamente sellados o
vigilados.
Después de eso se tomaron mayores precauciones, y muchos de los
accesos se clausuraron para siempre, aunque unos pocos quedaron abiertos,
aunque con trampillas selladas, para un uso estratégico, en caso de tener
que combatir a los seres arcaicos si estos irrumpían en lugares inesperados.
Las incursiones de los seres arcaicos debieron ser estremecedoras, más
allá de cualquier descripción, ya que teñían la propia psicología de la Gran
Raza. Tan poderoso era el manto de horror al respeto que ni siquiera se
mencionaba qué aspecto podían tener las criaturas. En ningún momento
pude conseguir indicios claros de qué forma pudieran tener.
Había sugerencias veladas acerca de una monstruosa plasticidad y de
lapsos temporales de visibilidad, mientras que otros rumores hablaban de su
capacidad de control y uso militar sobre fuertes vientos. Curiosos sonidos
agudos y colosales huellas, circulares y de cinco dedos, parecían también
asociados a ellos.
Era evidente que la amenazadora condena, tan desesperadamente temida
por la Gran Raza —la condena que, un día, habría de enviar a millones de
mentes preclaras a través de la sima del tiempo hacia cuerpos ajenos de un
futuro más seguro—, tenía algo que ver con la irrupción final de los seres
arcaicos.
Proyecciones mentales a lo largo de las edades habían previsto
claramente tal horror, y la Gran Raza había llegado a la conclusión de que
nada podía hacerse sino huir. Que tal incursión tenía que ver con la
venganza, antes que con un plan de recuperar el mundo exterior, quedaba
claro, a juzgar por la posterior historia del planeta, ya que sus proyecciones
les habían mostrado el auge y caída de razas consecutivas, que no habían
sido molestadas por las monstruosas entidades.
Quizá aquellos seres habían llegado a preferir los abismos de la Tierra
interior a la superficie variable y castigada por las tormentas, ya que no
necesitaban la luz. Lo cierto es que se sabía que debían de haberse
extinguido ya para la época de los escarabajos posthumanos a los que
emigrarían las mentes fugitivas.
Entre tanto, la Gran Raza se mantenía en una vigilancia precavida, con
potentes armas incesantemente dispuestas, a pesar del espantado
desvanecimiento de todo aquel tema, de las charlas comunes y de los anales
visibles. Y siempre estaba la sombra de un miedo indescriptible, pendiente
sobre las tramas selladas, y las torres oscuras y sin ventanas.

Tal era el mundo del que mis sueños me traían débiles y fragmentarios
ecos cada noche. No puedo esperar dar una verdadera idea del horror y
espanto que contenían tales ecos, ya que aquellos residían en una cualidad
por completo intangible: la acusada sensación de seudomemoria.
Como ya he dicho, mis estudios fueron erigiendo gradualmente una
defensa contra tales sentimientos en forma de explicaciones psicológicas
racionales, y esa salvadora influencia fue aumentada con el sutil toque de
cotidianidad que fue adquiriendo con el paso del tiempo. Sin embargo, pese
a todo, el vago y reptante terror regresaba de vez en cuando. No me vencía,
empero, como antes, y a partir de 1922 viví una vida de lo más normal de
trabajo y ocio.
Con el paso de los años comencé a pensar que mi experiencia unida a
los casos parecidos y al folclor registrado debía ser sistematizada y
publicada a beneficio de los investigadores serios, de ahí que preparase una
serie de artículos breves que cubrían todo el asunto y que iban ilustrados
con toscos bocetos de algunas de las formas, escenas, motivos decorativos y
jeroglíficos que recordaba de los sueños.
Aparecieron, en varias entregas, durante 1928 y 1929, en el Journal of
the American Psychological Society, y no despertaron gran atención. Yo,
entre tanto, continué registrando mis sueños con el mayor de los cuidados,
incluso a pesar de que el creciente acervo de registros alcanzaba
dimensiones problemáticas.
El 10 de julio de 1934 me llegó, vía Sociedad Psicológica, la carta que
abrió la fase culminante y más horrible de toda esta loca ordalía. Tenía
matasellos de Pilbarra, en Australia occidental, y llevaba la firma de alguien
que, según mis indagaciones, era un ingeniero de minas de considerable
renombre. Dentro había algunas curiosas fotos. Reproduciré los textos
íntegramente, y ningún lector podrá dejar de entender cuán tremendo efecto
tuvieron, ellos y las fotos, sobre mí.
Estuve durante algún tiempo casi paralizado e incrédulo, ya que, aunque
a menudo había supuesto que debiera haber alguna base real bajo ciertas
facetas de las leyendas que teñían mis sueños, no por eso estaba más
preparado para toparme con un resto tangible de un mundo perdido y
remoto más allá de cualquier imaginación. Lo más devastador de todo eran
las fotografías… porque en ellas, en un frío e incontrovertible realismo,
contra un paisaje de arenas removidas, había unos bloques de piedra
erosionados por el clima y el agua, con cimas algo convexas y fondos
ligeramente planos, que hablaban por sí solas.
Y cuando las estudié con una lupa pude ver demasiado claramente,
entre los golpes y las erosiones, los restos de aquellos inmensos diseños
curvilíneos y jeroglíficos ocasionales cuyo significado se había vuelto tan
odioso para mí. Pero he aquí la carta, que habla por sí sola:

49, Dampier St.,


Pilbarra, W Australia,
18 de mayo de 1934.
Profesor N. W Peaslee,
Sociedad Psicológica Americana.
30 E. 41 st,
Ciudad de Nueva York. EE. UU.

Estimado señor:
Una reciente conversación con el doctor E. M. Boyle de
Perth, así como algunos periódicos en los que aparecen
artículos suyos, y que acaba de enviarme, me mueven a
hablarle acerca de ciertas cosas que he encontrado en el Gran
Desierto Arenoso, al este de la mina de oro que tenemos allí.
Al parecer, en vista de las curiosas leyendas sobre viejas
ciudades, de sillería inmensa y extraños motivos y jeroglíficos
que usted describe, he topado con algo muy importante.
Los negros han contado siempre muchas historias sobre
«grandes piedras con marcas en ellas», y parecen tenerles un
miedo terrible. Las conectan, de alguna forma, con sus
leyendas clásicas sobre Buddai, el gigantesco anciano que
duerme desde hace edades bajo tierra, con la cabeza sobre el
brazo, y que algún día despertará para devorar al mundo
entero.
Hay algunas leyendas muy viejas y medio olvidadas
acerca de enormes cabañas subterráneas, hechas de grandes
piedras, con pasadizos que llevan abajo y abajo, y en los que
suceden cosas horribles. Los negros afirman que, cierta vez,
algunos guerreros, fugitivos de la batalla, se internaron en una
de ellas y nunca emergieron, aunque espantosos vientos
comenzaron a soplar desde allí abajo, apenas bajaron. Sin
embargo, no suele haber mucho de verdad en todas esas
historias de los nativos.
Pero no es eso lo que deseo relatarle. Hace dos años,
cuando estaba haciendo prospecciones en el desierto, a unos
500 kilómetros al este, me topé con un lote de extrañas piezas
de piedra tallada, de alrededor de 1 × 0, 60 × 0,60 de tamaño y
erosionados en grado sumo.
Al principio no pude encontrar ninguna de las marcas de
las que hablaban los negros, pero, mirando con mayor
detenimiento, pude encontrar algunas líneas profundamente
talladas que se mantenían pese a la erosión. Había curvas
peculiares, idénticas a las que los negros habían tratado de
describirme. Supuse que debía haber alrededor de treinta o
cuarenta bloques, algunos casi enterrados en la arena, y todos
dentro de un radio de unos doscientos metros.
Al descubrir los primeros, estudié detenidamente los
alrededores e hice mediciones sistemáticas de todo el lugar
con mis instrumentos. También tomé fotos de diez o doce de
los bloques más típicos, y adjuntaré esas imágenes para que
las vea.
Mandé mi información y fotos a la administración, en
Perth, pero no han hecho nada al respecto.
Entonces me encontré con el doctor Boyle, que había
leído sus artículos en el Journal of the American
Psychological Society y, entonces, fue cuando le mencioné lo
de las piedras. Se mostró enormemente interesado y todavía
más cuando le mostré las instantáneas, pues dijo que las
piedras y las marcas eran exactamente iguales a las de la
sillería sobre la que usted había soñado y que había
encontrado descrita en las leyendas.
Él pensó en escribirle, pero al final se fue retrasando.
Entre tanto, me envió la mayoría de las revistas en las que
aparecían sus artículos y vi enseguida, por sus bocetos y
descripciones, que mis piedras son, sin lugar a dudas, de la
clase que usted comenta. Puede apreciar este último extremo a
través de las fotos adjuntas. En su momento podrá escuchar en
persona al doctor Boyle.
Ahora puedo entender cuán importante debe ser todo esto
para usted. Sin lugar a dudas, nos encontramos ante los restos
de una civilización desconocida, más antigua de lo que
podamos soñar y que forma las bases de las leyendas de las
que usted habla.
Como ingeniero de minas, tengo ciertos conocimientos de
geología y puedo decirle que esos bloques son tan antiguos
que me espantan. Son, en su mayor parte, de arenisca y
granito, aunque uno de ellos está hecho de alguna extraña
clase de cemento u hormigón.
Muestran evidencias de erosión acuática, como si esta
parte del mundo hubiera estado bajo el mar y hubiera
emergido después de largas edades, todo ello posterior a que
esos bloques fueran hechos y usados, lo cual supone cientos
de miles de años, o Dios sabe cuánto más. No me agrada
ponerme a pensar en ello.
En vista de su previo y concienzudo trabajo a la hora de
sistematizar las leyendas y todo lo que tiene que ver con este
asunto, no tengo dudas de que estaría dispuesto a encabezar
una expedición al desierto y hacer algunas excavaciones
arqueológicas. Tanto el doctor Boyle como yo estamos
dispuesto a cooperar en tal asunto si usted —o alguna
organización que usted conozca— puede proveer de fondos.
Puedo aportar una docena de mineros para los trabajos
más pesados de excavación; a los negros hay que descartarlos,
ya que he constatado que tienen un miedo casi maníaco a ese
lugar en concreto. Ni Boyle ni yo hemos dicho nada a otras
personas, ya que usted, obviamente, debe tener prioridad a la
hora de cualquier descubrimiento o atribución de méritos.
Se puede llegar a ese sitio, desde Pilbarra, en unos cuatro
días en vehículo tractor, de los que necesitaremos cuatro. Se
encuentra un poco al oeste y al sur de la ruta de Warburton de
1873, y a unos cien kilómetros de Joanna Spring. Podemos
también remolcar lo necesario por el río De Grey, en vez de
salir de Pilbarra, pero de todo eso podemos hablar en su
momento.
Grosso modo, las piedras se hallan en un puntó situado en
latitud 22° 3' 14" Sur y longitud 125° 0' 39" Este. El clima es
tropical y las condiciones desérticas rigurosas.
Recibiré con agrado cualquier correspondencia que quiera
establecer sobre este asunto y estoy de lo más interesado en
ayudarle en cualquier plan que pueda hacer al respecto. Tras
estudiar sus artículos, estoy sumamente impresionado por el
significado profundo de todo este asunto. El doctor Boyle le
escribirá también. Cuando necesite establecer comunicación
inmediata, cualquier mensaje a Perth será reexpedido por
telégrafo.

En espera de una pronta contestación,


Considéreme
A su entera disposición
ROBERT B. F MACKENZIE

Casi todas las consecuencias provocadas por esa carta pueden leerse en
los periódicos de la época. Mi buena suerte me aseguró un gran respaldo
por parte de la universidad Miskatonic, y tanto el señor McKenzie como el
doctor Boyle se mostraron impagables a la hora de solventar los
pormenores del asunto en Australia. No dejamos traslucir gran cosa al
público acerca de nuestros objetivos, ya que todo aquel asunto podía
convertirse, de forma harto desagradable, en un asunto molesto y burlesco
por obra y gracia de la prensa amarilla. Por tanto, los informes impresos
fueron bastante someros; aún así, apareció lo bastante como para desvelar
que buscábamos unas ruinas australianas —sobre las que ya se había
informado— y dar cuenta de los diversos preparativos de la expedición.
El profesor William Dyer, del departamento de geología de la
Universidad —y jefe de la expedición Miskatonic al Antártico en 1930-31
—, Ferdinad C. Ashley, del departamento de historia antigua, y Tyler M.
Freeborn, del departamento de antropología, así como mi hijo Wingate,
vinieron con nosotros.
Mi corresponsal McKenzie llegó a Arkham a principios de 1935 para
ayudarnos a ultimar los preparativos. Resultó ser un hombre afable y de lo
más competente, de unos cincuenta años, admirablemente leído y
profundamente familiarizado con todo lo tocante a los viajes por Australia.
Tenía tractores esperando en Pilbarra y había fletado un vapor lo
bastante pequeño como para alcanzar ese punto del río. Estábamos
preparados para excavar de la forma más cuidadosa y científica, cribando
cada partícula de arena y sin mover nada de lo que pareciera estar en o
cerca de su posición original.
Embarcando a bordo del resollante Lexington, el 28 de marzo de 1935,
realizamos una calmosa singladura por el Atlántico y el Mediterráneo,
cruzando el canal de Suez, bajando por el mar Rojo y atravesando el océano
índico hasta alcanzar nuestra meta. No necesito decir hasta qué punto me
deprimió la vista de la costa, baja y arenosa, de Australia occidental, y
cómo aborrecí las toscas torres mineras y los espantosos campos auríferos
en los que los tractores se encontraban ultimando la carga.
El doctor Boyle, que se reunió allí con nosotros, resultó ser un hombre
entrado en años, agradable e inteligente; y sus conocimientos de psicología
llevaron a que mantuviera muchas y largas conversaciones al respecto, tanto
con mi hijo como conmigo mismo.
Desasosiego y expectación se mezclaban de forma extraña en el ánimo
de casi todos nosotros cuando, por fin, nuestro grupo de 18 hombres se
internó en las áridas leguas de arenas y rocas. El viernes 31 de mayo
vadeamos un ramal del De Grey y penetramos en el reino de la desolación
más absoluta. Cierto terror iba creciendo en mi interior según avanzábamos
hacia aquella área de mundo arcaico que daba cuerpo a las leyendas; un
terror, por supuesto, del que tenía parte de culpa el hecho de que mis
turbadores sueños y seudomemorias aún me acosaban con fuerza
invencible.
El lunes 3 de junio vimos el primero de aquellos semienterrados
bloques. No puedo describir las emociones que me embargaron al tocar —
en términos reales— un fragmento de la ciclópea sillería, que era igual,
hasta el último extremo, a los bloques que formaban los muros de los
edificios de mis sueños. Había claras trazas de tallas, y las manos me
temblaban al reconocer parte de una trama decorativa curvilínea, que a mí
me resultaba infernal por culpa de años de atormentadas pesadillas y
desconcertadas investigaciones.
Un mes de excavaciones sacó a la luz un total de 1.250 bloques en
distintos estados de deterioro y desintegración. La mayoría de ellos eran
megalitos tallados, con cima y base curvas. Unos pocos eran de menor
tamaño, más planos y de superficie lisa, cúbicos u octogonales —como
aquellos de los suelos y calles de mis sueños—, mientras que algunos eran
singularmente masivos y combados o inclinados, en una forma que sugería
su uso en abovedados o curvaturas, o como parte de los vanos de arcos o
ventanas redondas.
Cuanto más profundizábamos —hacia el norte y el este—, más bloques
sacábamos a la luz, aunque no pudimos descubrir ninguna traza de
organización entre ellos. El profesor Dyer estaba desconcertado por la
increíble edad de los fragmentos, y Freeborn encontró restos de símbolos
que recordaban lejanamente a ciertas leyendas, papúas y polinesias, de
infinita antigüedad. El deterioro y la dispersión de los bloques eran testigos
mudos de vertiginosos ciclos de tiempo y de convulsiones geológicas de
furia cósmica.
Disponíamos de un aeroplano, y mi hijo Wingate volaba a menudo a
distintas altitudes y observaba el baldío de rocas y arena en busca de rastros
tenues y grandes, bien fueran diferencias de nivel o líneas que pudieran
delatar la presencia de los dispersos bloques. Pero no conseguía
prácticamente nada, ya que, dondequiera que un día pudiera creer atisbar
algún perfil significativo, al nuevo viaje se encontraba con que esa
impresión había sido reemplazada por algo completamente insustancial;
obra de la arena movediza y arrastrada por el viento.
Una o dos de esas efímeras sugestiones, empero, me afectaron de forma
extraña y desagradable. Parecían, en cierto modo, concordar horriblemente
con algo que yo había leído o soñado, pero que no llegaba a recordar. Me
resultaban terriblemente familiares y, de algún modo, me hacían mirar
furtiva y aprensivamente hacia el abominable y estéril territorio situado al
norte y el noreste.
Alrededor de la primera semana de julio, desarrollé una inexplicable
mezcolanza de emociones contradictorias, tocantes todas a la región noreste
en general. Era horror, era curiosidad, pero sobre todo había una persistente
y asombrosa ilusión de memoria.
Probé toda clase de artificios psicológicos para arrancar esas nociones
de mi cabeza, pero no obtuve resultado alguno. El insomnio también se
apoderó de mí, aunque eso es algo que acepté casi aliviado, ya que acortaba
mis periodos de sueños. Adquirí el hábito de realizar largos y solitarios
paseos por el desierto, durante la noche, normalmente hacia el norte o el
noreste, puntos a los que la suma de mis extraños y nuevos impulsos
parecían empujarme de forma sutil.
A veces, durante esos paseos, me topaba con restos casi enterrados de la
antigua sillería. Aunque apenas había más bloques visibles de los que
habíamos encontrado en el punto en que comenzáramos a cavar, estaba
seguro de que debía haber muchos más bajo la superficie. El terreno era
menos nivelado que en nuestro campo y los sempiternos vendavales
conformaban a las arenas en forma de fantásticas y temporales dunas,
exponiendo bajos restos de las arcaicas piedras al tiempo que enterraban
otros.
Yo me sentía extrañamente ansioso de extender las excavaciones a este
punto, aun temiendo al mismo tiempo lo que pudieran revelar. Obviamente,
me estaba deteriorando, y lo peor de todo es que no podía encontrarle
explicación.
Una muestra de mi mal estado nervioso puede colegirse de mi reacción
a un extraño descubrimiento realizado durante uno de mis paseos nocturnos.
Fue en la tarde del 11 de julio, cuando la luna inundaba los misteriosos
montículos con una curiosa palidez.
Vagabundeando algo más allá de mis límites usuales, fui a dar con una
gran piedra que parecía diferir en grado sumo de cualquier otra que
hubiéramos encontrado. Estaba cubierta casi por completo, pero yo me
detuve y limpié las arenas con mis manos, antes de estudiarla con cuidado,
suplementando la luz de la luna con mi linterna.
A diferencia de las otras grandes piedras, esta era un cubo perfecto, sin
superficies convexa o cóncava. Parecía, también, ser de oscura sustancia
basáltica, del todo distinta al granito, la arenisca o el ocasional cemento de
los ya familiares restos.
Repentinamente me incorporé, me di la vuelta y corrí hacia el
campamento a toda velocidad. Fue una fuga completamente inconsciente e
irracional, y solo cuando estuve cerca de mi tienda comprendí del todo por
qué había salido corriendo. Fue entonces cuando caí en la cuenta. La
extraña piedra oscura era algo que yo había soñado y leído, y que había
ligado con los supremos horrores de las tradiciones inmemoriales.
Era uno de los bloques de la arcaica sillería basáltica a la que la Gran
Raza tenía tanto miedo; las ruinas, altas y sin ventanas, dejadas por esos
acechantes y semimateriales seres alienígenas que pululaban en los abismos
interiores de la Tierra, y contra cuyas fuerzas ventosas e invisibles habían
sido selladas las trampillas y apostados centinelas alertas.
Estuve despierto toda la noche, pero al alba comprendí cuán estúpido
había sido al dejar que la sombra de un mito se apoderase de mí. A pesar
del espanto, debiera haber sentido el entusiasmo de un descubridor.
A media mañana hablé a los otros de mi hallazgo, y Dyer, Freeborn,
Boyle, mi hijo y yo mismo fuimos a buscar aquel bloque anómalo. No nos
fue posible encontrarlo, sin embargo. No me había hecho una idea clara de
la localización de la piedra y un viento posterior había alterado por
completo los médanos de arena movediza.

VI

Llegamos a la parte crucial y más difícil de mi relato, tanto más cuanto


no puedo jurar que sucediera de veras. A veces estoy desasosegadamente
seguro de no haber estado soñando alucinado, y es ese sentimiento, dadas
las prodigiosas implicaciones que la realidad de mi experiencia pueden
tener, lo que me mueve a escribir este informe.
Mi hijo —un psicólogo con experiencia, con el mayor y más cercano de
los conocimientos acerca de mi caso— será el primero en juzgar lo que
tengo de decir.
He de trazar primero los perfiles externos del asunto, tal y como los
conoce la gente del campamento. Durante la noche del 17 al 18 de julio,
después de un día ventoso, me retiré temprano, pero no pude dormir.
Levantándome poco antes de las once, afligido, como era habitual, por ese
extraño sentimiento tocante a los territorios del noreste, me lancé a uno de
mis típicos paseos nocturnos, cruzándome y saludando solo a una persona
—un minero australiano llamado Tupper— al salir de nuestras
instalaciones.
La luna, recién pasada la fase de llena, brillaba en un cielo claro y
cubría las antiguas arenas con una radiación blanca y leprosa que me
pareció, de alguna forma, infinitamente maligna. Ya no había vientos, ni los
habría durante las siguientes cinco horas, como atestiguaran sin dudar
Tupper y otros que me vieron caminar con rapidez a través de los
montículos pálidos y misteriosos, rumbo al noreste.
Alrededor de las 3,30 de la madrugada se alzó un viento violento,
despertando a todos los del campamento y abatiendo tres de las tiendas. El
cielo seguía despejado y el desierto aún resplandecía con esa leprosa luz de
luna. Al revisar las tiendas notaron mi ausencia, pero, en vista de mis
paseos previos, tal circunstancia no despertó alarma. Y aun así, al menos
tres de los hombres —australianos todos— parecieron sentir algo siniestro
en el aire.
Según explicó Mackenzie al profesor Freeborn, aquel era un miedo
adquirido a partir del folclor de los negros, ya que los nativos habían
tramado una curiosa urdimbre, de mitos maléficos, en torno a los grandes
vientos que, muy de vez en cuando, corrían por las arenas bajo cielos
limpios. Tales vientos, se murmuraba, soplaban desde las grandes cabañas
de piedra, bajo el suelo, en las que habían sucedido cosas terribles, y nunca
se sentían en ningún lado que no fueran sitios cercanos a donde se
encontraban dispersas las grandes piedras con marcas. Hacia las cuatro, el
temporal remitió de forma tan repentina como había comenzado, dejando
colinas de arena de nuevas y desconocidas formas.
Fue apenas pasadas las cinco, con la luna inflada y fungosa declinando
hacia el oeste, cuando entré dando traspiés en el campamento, sin sombrero,
la ropa hecha jirones, las facciones retorcidas y ensangrentadas, y sin mi
linterna. La mayoría de los hombres habían vuelto a la cama, pero el
profesor Dyer estaba fumándose una pipa a las puertas de su tienda. En
vista de mi estado nervioso y casi frenético, llamó al doctor Boyle y, entre
ambos, me llevaron al lecho y me pusieron cómodo. Mi hijo, que se levantó
al sentir el revuelo, se les unió enseguida y los tres trataron de que me
quedase tumbado y tratase de dormir.
Pero no pude conciliar el sueño. Mi estado psicológico era de lo más
extraordinario, distinto a todo lo que hasta entonces hubiera sufrido.
Después de un tiempo, insistí en hablar, explicando nerviosa y
elaboradamente por qué me encontraba en tal estado. Les dije que había
sentido fatiga y que me había tendido en las arenas para echar una
cabezada. Tuve, según les dije, sueños aún más espantosos de lo normal, y
cuando me desperté en mitad del repentino ventarrón, mis tensos nervios
habían saltado. Había huido presa del pánico, tropezando con frecuencia
con piedras medio enterradas, lo cual explicaba mi aspecto sucio y
harapiento. Debía haber dormido largo rato, en vista de las horas que había
estado fuera.
No di indicio alguno de haber visto o experimentado nada extraño,
mostrando el mayor autocontrol en tal aspecto. Pero hablé de un cambio de
objetivo en lo tocante a todo el trabajo de la expedición, e insté a detener
todas las excavaciones al noreste. Mis razonamientos eran visiblemente
endebles, ya que hablé de escasez de bloques, de la necesidad de no ofender
a los supersticiosos mineros, de un posible recorte de fondos por parte de la
Universidad y de otras cosas igualmente inciertas e irrelevantes. Desde
luego, nadie prestó la menor atención a mis deseos… ni siquiera mi hijo,
cuya preocupación por mi estado de salud era patente.
Al día siguiente estaba en pie y rondando el campamento, pero no tomé
parte en las excavaciones. Viendo que no podía detener los trabajos, resolví
volver a casa tan pronto como me fuera posible, por el bien de mis nervios,
y mi hijo me aseguró que me llevaría en el avión a Perth —a unos mil
kilómetros al suroeste— tan pronto como hubiera terminado de
inspeccionar la zona que yo deseaba dejar intacta.
Llegué a la conclusión de que, si lo que yo había encontrado se hallaba
aún visible, siempre podía intentar alertar con datos, aun a riesgo de hacer
el ridículo. Pero había una oportunidad de que los mineros, que conocían el
folclor local, pudieran respaldarme. Sin tomarme en serio, mi hijo hizo la
inspección esa misma tarde, volando sobre el terreno que pudiera haber
cubierto mi paseo. Pero nada de lo que había yo descubierto era ya visible.
Tal había sucedido con todos aquellos anómalos bloques de basalto; las
movedizas arenas habían borrado toda traza. Por un instante casi lamenté
haber perdido cierto objeto espantoso en mi precipitada fuga, pero ahora
creo que tal pérdida fue una bendición. Aún puedo creer que todo lo que me
sucedió es una ilusión, especialmente si, como deseo ansiosamente, nunca
se llega a descubrir ese infernal abismo.
Wingate me llevó a Perth el 20 de julio, aunque declinó dejar la
expedición y volver a casa. Se quedó conmigo hasta el 25, cuando zarpó el
vapor para Liverpool. Ahora, en el camarote del Empress, estoy pensando
larga y frenéticamente sobre todo este asunto, y he decidido que mi hijo, al
menos, debe ser informado. Él debe tener esto hasta que desee darle más
amplia difusión.
Por si acaso me sucediera algo, he preparado este resumen de los
antecedentes —que ya otros conocen de forma fragmentaria—, y ahora
hablaré, lo más brevemente posible, de lo que al parecer me ocurrió durante
mi ausencia del campamento esa noche espantosa.
Al borde del colapso nervioso y empujado a una especie de perversa
ansiedad, por obra de esa necesidad, inexplicable, teñida de miedo y
reminiscente, que me empujaba hacia el noreste, anduve laboriosamente
bajo la maligna y ardiente luna. Aquí y allá, medio tapados de arena, veía
aquellos primigenios bloques ciclópeos, provenientes de indescriptibles y
olvidados eones.
La incalculable edad y el horror acechante de ese monstruoso desierto
comenzaba a oprimirme como nunca antes, y no pude dejar de pensar en
mis sueños enloquecidos, en las espantosas leyendas que había detrás de los
mismos y en los temores de nativos y mineros en lo tocante al desierto y sus
piedras talladas.
Y, aun así, avanzaba fatigosamente, como si me dirigiera a alguna cita
fantasmal, asaltado cada vez más por desconcertantes fantasías,
compulsiones y seudomemorias. Pensé en algunos de los contornos,
supuestos, de líneas de piedras que mi hijo había visto desde el aire, y me
pregunté por qué me parecían, a un tiempo, tan ominosas y tan familiares.
Algo estaba arañando y golpeteando en los márgenes de mi memoria,
mientras que otra fuerza desconocida trataba de mantener ese portal intacto.
Era una noche sin viento, y la pálida arena se ondulaba como inmóviles
olas de un mar. Vagaba sin meta, pero algo parecía empujarme hacia un
destino fijado. Mis sueños irrumpían en el mundo vigil, por lo que cada
piedra, hundida en las arenas, parecía parte de interminables estancias y
corredores de sillería prehumana, tallada y cubierta de jeroglíficos, que yo
tan bien conocía de mis años de mente cautiva con la Gran Raza.
En algunos momentos creía ver a aquellos omniscientes y cónicos
horrores enfrascados en sus tareas habituales, y tuve miedo de mirar hacia
abajo y ver que mi aspecto era el de uno de ellos. A un tiempo, veía los
bloques cubiertos de arena y las estancias y corredores; la maligna y
ardiente luna y las lámparas de cristal luminoso; el interminable desierto y
los ondulantes helechos más allá de la ventana. Estaba despierto y soñando
al mismo tiempo.
No sé hasta dónde o cuán lejos —o ni siquiera en qué dirección— había
caminado cuando, por primera vez, vi el montón de bloques descubiertos
por el viento nocturno. Era el mayor grupo, concentrado en un solo lugar,
que nunca hubiera visto, y me impresionó tanto que las visiones de los
fabulosos eones se desvanecieron de golpe.
De nuevo estaban, solamente, el desierto, la maligna luna y los
fragmentos de un insospechado pasado. Me acerqué y me detuve, antes de
pasear la luz de mi linterna sobre la derrumbada pila. Un montículo de
arena se había dispersado, exponiendo una mole circular, baja e irregular, de
bloques y fragmentos menores, de unos doce metros de diámetro, y entre
sesenta centímetros y dos metros de altura.
Desde el primer momento comprendí que había algo completamente
nuevo en esas piedras. No se trataba tan solo del simple número, hasta
ahora sin precedentes, sino que había algo en los diseños, erosionados por
el viento, que cubrían los restos que prendió mi atención y me hizo
estudiarlos bajo los mezclados rayos de la luna y de mi linterna.
No pude encontrar ninguna diferencia esencial con los primeros bloques
que habíamos hallado. Era algo más sutil que todo eso. No pude verlo hasta
que, en vez de mirar bloque a bloque, dejé que mis ojos se pasearan por
varios a la vez. Entonces, al fin, comprendí la verdad. Los diseños
curvilíneos, de muchos de esos bloques encajaban; eran parte de un vasto
grupo decorativo. Por primera vez, en ese baldío arrasado por la edad había
topado con una mole de sillería en su antigua disposición… derrumbada y
fragmentaria, es cierto, pero al menos aún existiendo en forma definida.
Subiendo por la parte baja, trepé laboriosamente sobre la masa,
aclarando, aquí y allá, la arena con mis propios dedos y tratando sin cesar
de interpretar las variedades de tamaño, forma y estilo, así como las
relaciones entre diseños.
Tras un momento, pude suponer vagamente la naturaleza de la
desaparecida estructura y los motivos que una vez cubrieron la inmensa
superficie de primigenia albañilería. La perfecta identidad del conjunto con
algunas de las cosas que había visto en sueños me aturdió y enervó.
Todo eso había sido un día un ciclópeo corredor de diez metros de
ancho y otros tantos de alto, pavimentado con bloques octogonales y
sólidamente abovedado. Había habido habitaciones abriéndose a la derecha,
y, al fondo, uno de aquellos extraños planos inclinados llevando a
profundidades aún mayores.
Me sobresalté violentamente cuando todos esos conceptos brotaron
dentro de mí, porque había más información de la que podían aportar los
bloques. ¿Cómo sabía yo que ese nivel debía haber estado muy profundo?
¿Cómo sabía que la rampa que llevaba arriba tenía que haber estado a mis
espaldas? ¿Cómo sabía yo que el largo pasaje subterráneo que conducía a la
plaza de las Columnas debía estar a la izquierda, a un nivel por encima?
¿Cómo sabía que la habitación de la maquinaria y el túnel que llevaba
directamente a los archivos centrales debía estar dos niveles abajo? ¿Cómo
sabía que allí debía estar uno de esas horribles trampillas cerradas con
bandas de metal, al fondo, cuatro niveles más abajo? Aturdido por esa
invasión del mundo onírico, me encontré estremecido y bañado en sudor
frío.
Entonces, como en un último e insoportable golpe, sentí la débil e
insidiosa corriente de aire fresco que soplaba desde algún lugar más bajo
cerca del centro del gran montón. Instantáneamente, como antes, mis
visiones se esfumaron y, de nuevo, tan solo vi la maligna luz de la luna, el
acechante desierto y los desparramados túmulos de albañilería paleógena.
Algo real e intangible, aunque cargado de una infinita sugestión de misterio
oscuro, se hallaba enfrente de mí, ya que la corriente de aire frío solo podía
significar una cosa: que había una oculta sima, de gran tamaño, bajo los
desordenados bloques de la superficie.
Mi primer pensamiento fue para las siniestras leyendas de los negros
acerca de inmensas chozas subterráneas situadas entre los megalitos, donde
se albergaba el horror y nacían los grandes vientos. Entonces pensé en mis
propios sueños y sentí débiles seudomemorias tironeando de mi mente.
¿Qué clase de lugar se hallaba ahí abajo? ¿Qué primigenia e inconcebible
fuente de arcaicos ciclos míticos y acechantes pesadillas podía estar a punto
de descubrir?
Dudé solo un momento, ya que la curiosidad y el afán científico estaban
apoderándose de mí y luchando con mi creciente miedo.
Parecía que me movía casi automáticamente, como empujado por algún
destino irresistible. Echándome la linterna al bolsillo y forcejeando con una
fuerza que no creí que pudiera poseer, desplacé un titánico fragmento de
piedra, y después otro, hasta que abrí paso a una fuerte corriente de aire,
cuya humedad contrastaba de forma extraña con el aire seco del desierto.
Comenzó a aparecer una negra brecha y, al cabo —una vez hube desplazado
todos los fragmentos lo suficientemente pequeños—, la leprosa luz de luna
alumbró una abertura lo suficientemente amplia como para permitirme
pasar.
Saqué la linterna y arrojé un resplandeciente rayo por esa boca. Abajo
se abría un caos de sillería derrumbada que descendía hacia el norte, con un
ángulo de alrededor de 45 grados, y que era, evidentemente, el resultado de
algún antiguo desplome de pisos superiores.
Entre su superficie y el nivel del suelo se hallaba un abismo de
impenetrable negrura, en cuyo borde superior había señales de un
abovedado gigantesco y destrozado. En ese punto, al parecer, las arenas del
desierto cubrían directamente el suelo de alguna titánica estructura de la
juventud de la Tierra… Cómo podía haber sobrevivido a lo largo de
convulsiones geológicas es algo que ni entonces ni ahora me atrevo a
suponer.
Pensándolo fríamente, la descarnada idea de realizar un repentino y
solitario descenso por una sima como esa —y más cuando ningún ser
viviente conocía mi paradero— no parece sino la locura más extrema.
Quizá lo fue, pero esa noche acometí la aventura sin dudar un instante.
He de decir de nuevo que fue como si el señuelo y la atracción de la
fatalidad hubieran dirigido mis pasos. Encendiendo la linterna a intervalos
para ahorrar pila, comencé una loca bajada por esa siniestra y ciclópea
rampa que había bajo la abertura, mirando a veces en busca de asideros para
pies y manos, y en otras ocasiones girándome hacia el montón de megalitos,
mientras me agarraba y tanteaba de forma precaria.
A ambos lados, lejanos muros de sillería cincelada y derruida asomaban
débilmente a la luz de mi linterna. Delante, no obstante, no tenía sino la
negrura impenetrable.
Perdí la noción del tiempo durante mi descenso. Mi mente hervía con tal
cantidad de suposiciones e imágenes desconcertantes que todo parecía
haberse convertido en algo incalculablemente lejano. No tenía nociones
físicas, e incluso el miedo parecía una gárgola quieta y fantasmal que me
acechase impotente.
Por fin, llegué a un suelo cubierto de bloques caídos, informes
fragmentos de piedra, y arenas y detritus de todas las clases posibles. A
cada lado —quizá a unos diez metros— se alzaban muros masivos,
culminados por inmensos espigones. Podía ver con dificultad que estaban
esculpidos, pero no me era posible distinguir la naturaleza de tales tallas.
Lo que más me imponía era el abovedado. Los rayos de mi linterna no
podían tocar el techo, pero las partes más bajas de los monstruosos arcos
resultaban visibles. Y eran tan iguales a lo que yo había visto en incontables
sueños, sobre el mundo arcaico, que me estremecí por primera vez.
Atrás y arriba, un débil manchón luminoso me hablaba del lejano
mundo exterior, iluminado por la luna. Algún débil resto de precaución me
avisó de no perderlo de vista para usarlo como referencia para mi regreso.
Me desplacé hacia el muro de la izquierda, donde los rastros de
esculturas eran más patentes. El suelo lleno de escombros era casi tan difícil
de atravesar como el derrumbe que había usado para descender, pero me las
ingenié para abrirme paso.
En cierto lugar desplacé algunos bloques y barrí los detritos para
observar cómo era el pavimento, y me estremecí ante la familiaridad,
terrible y completa, de las grandes piedras octogonales, cuyas superficies
cortadas aún encajaban toscamente.
Acercándome al muro, lancé la luz de la linterna lenta y
cuidadosamente sobre aquellos castigados restos de tallas. Algún antiguo
influjo del agua parecía haber obrado sobre la superficie de arenisca, y
había curiosas incrustaciones que no fui capaz de explicar.
En ciertos lugares la sillería estaba suelta y muy castigada, y me
pregunté cuántos eones podía ese edificio primigenio y oculto haber
mantenido su resto de forma entre las convulsiones terrestres.
Pero fueron las tallas las que más me llamaron la atención. Pese al
castigo del tiempo, la completa y total familiaridad de cada detalle casi me
anonadaron. Que los atributos más sobresalientes de esa añosa arquitectura
me fueran familiares no era algo que resultase increíble.
Impactando de forma poderosa en los entramados de ciertos mitos,
habían acabado por incorporarse a la corriente de saber oculto que, de
alguna forma, yo había llegado a conocer durante mi periodo de amnesia, lo
que había hecho que evocasen vívidas imágenes en mi mente
subconsciente. ¿Pero cómo explicar la forma exacta y al detalle en que cada
línea y cada espiral de esos extraños diseños concordaba con lo que había
soñado durante un montón de años? ¿Qué oscura y olvidada iconografía
podía reproducir cada uno de esos sutiles matices y tonos que de forma tan
persistente, igual e invariable habían estado asediando mis visiones oníricas
noche tras noche?
Porque no se podía considerar aquello como un recuerdo difuso.
Aquellos corredores, milenariamente antiguos, ocultos durante eones, en los
que me hallaba eran, definida y absolutamente, el origen de algo que yo
sabía un sueño y me resultaban tan cotidianos como mi propia casa en
Crane Street, Arkham. Es cierto que mis sueños mostraban aquel lugar
antes de su decadencia, pero su identidad no era menos real por tal motivo.
Mi orientación allí dentro era completa y horrible.
La estructura particular en la que yo me hallaba me era conocida. Como
conocido me era su lugar en esta terrible ciudad primigenia de mis sueños.
Sabía, con odiosa e instintiva certeza, que podía visitar sin equivocarme
cada punto de esa estructura o de esa ciudad que hubieran escapado a los
cambios y las devastaciones durante incontables edades. ¿Qué podía
significar todo eso, en nombre de Dios? ¿Cómo había llegado a saber lo que
sabía? ¿Y qué espantosa realidad podía subyacer a esos antiguos relatos
sobre seres que habían morado en ese laberinto de piedra primordial?
Las palabras solo pueden registrar parcialmente la mezcolanza de miedo
y confusión que devoraba mi espíritu. Yo conocía aquel lugar. Sabía lo que
había bajo mis pies y lo que había habido encima antes de que la multitud
de pisos altos se hubieran convertido en polvo, escombros y desierto. Ya no
necesitaba, pensé con un estremecimiento, mantenerme a la vista del débil
resplandor de la luna.
Me sentía desgarrado entre un deseo de huir y una febril mezcla de
ardiente curiosidad y fatalidad ineludible. ¿Qué había sucedido en esa
monstruosa megalópolis de vejez, durante los millones de años
transcurridos desde la época de mis sueños? De los laberintos subterráneos
bajo la ciudad, que unían las titánicas torres, ¿cuántos habían sobrevivido a
las sacudidas de la Tierra?
¿Me había topado con todo un mundo enterrado de impía antigüedad?
¿Podría aún encontrar la casa del maestro escriba y la torre en donde
S’gg’ha, la mente cautiva de los vegetales con cabeza de estrella y
carnívoros de la Antártida, había cincelado ciertas imágenes en los espacios
desnudos de las paredes?
¿Estaría el pasaje al segundo nivel de abajo, que llevaba al salón de las
mentes cautivas, aún abierto y transitable? En ese salón, la mente cautiva de
una increíble entidad —un habitante semiplástico del profundo interior de
un desconocido planeta trasplutónico, de 18 millones de años en el futuro—
había guardado cierto objeto modelado por él mismo en arcilla. Cerré los
ojos y me llevé las manos a la cabeza, en un vano y lamentable intento de
apartar esos locos fragmentos oníricos de mi conciencia. Y, por primera vez,
sentí de forma aguda la frialdad, el movimiento y la humedad del aire
circundante. Estremecido, comprendí que una gran cadena de simas,
muertas desde hacía eones, debían abrirse más allá y debajo de mí.
Pensé en las espantosas estancias y en los corredores y en los planos
inclinados, tal como los recordaba de mis sueños. ¿Estaría aún abierto el
camino a los archivos centrales? De nuevo esa fatalidad ineludible
arrastraba insistentemente de mi cerebro, mientras recordaba los espantosos
registros que una vez habían estado guardados en esas hornacinas
rectangulares de metal inoxidable.
Allí, según los sueños y las leyendas, había estado depositada la historia
completa, pasada y futura, de nuestro continuo espacio-temporal, escrita por
mentes cautivas, procedentes de cada planeta y cada era del sistema solar.
Era locura, por supuesto… ¿pero, no iba yo dando tumbos por un mundo
oscuro tan loco como yo?
Pensé en los estantes cerrados de metal y en los curiosos pomos
retorcidos, necesarios para abrirlos. El mío propio me vino con gran fuerza
a la cabeza. ¡Cuán a menudo había realizado la intrincada rutina de los
varios giros y presiones en la sección de los vertebrados terrestres del más
bajo nivel! Cada detalle me resultaba reciente y familiar.
De haber una cripta como la que yo soñaba, podría abrirla en un
instante. Fue entonces cuando me sumí por completo en la locura. Un
instante después estaba brincando y tropezando sobre los restos rocosos,
buscando el plano inclinado, que tan bien recordaba y que llevaba hacia
abajo.

VII

Desde ese momento en adelante mis impresiones solo pueden ser


consignadas —de hecho, aún tengo una esperanza, desesperada y final, de
que todo fuese parte de algún sueño o ilusión demoníaca, nacidos del
delirio. Una fiebre atacaba mi mente y todo me llegaba a través de brumas
— a veces de modo intermitente.
Los rayos de mi linterna alumbraban débilmente la negrura devoradora,
dando fantasmales atisbos de muros y esculturas odiosamente familiares,
todos ellos destrozados por una decadencia de eras. En cierto lugar, una
tremenda masa de abovedado había caído, por lo que tuve que trepar sobre
un gran montón de piedras que casi tocaban el techo, quebrado y
grotescamente cubierto de estalactitas.
Fue la postrera cumbre de la pesadilla, empeorado aún más por el
blasfemo tirón del seudorrecuerdo. Tan solo una cosa no me resultaba
familiar, y eso era mi propio tamaño, en comparación con la monstruosa
albañilería. Me sentía agobiado por un sentido de indeseable pequeñez,
como si la visión de esos muros gigantescos fuera, para un simple cuerpo
humano, algo completamente nuevo y anormal. Una y otra vez me miraba
nerviosamente, vagamente perturbado por mi propia forma humana.
Avanzando a través de la negrura del abismo, brinqué, me sumí y di
tumbos, cayendo y contusionándome a menudo, y una vez estando en un
tris de romper mi linterna. Cada piedra y cada esquina de ese abismo
demoníaco me eran conocidas, y en muchos puntos me detenía a enfocar mi
luz a través de arcadas hundidas y ruinosas, y sin embargo familiares.
Algunas estancias se habían derrumbado por completo, otras estaban
desnudas o cubiertas de escombros. En unas pocas vi masas de metal —
unas intactas, otras rotas y algunas aplastadas o desmoronadas— que
reconocí como los colosales pedestales o mesas de mis propios sueños. Pero
no me atreví a suponer qué debían haber sido en realidad.
Encontré la rampa y comencé a bajar, aunque al poco me detuve en una
sima rota y bostezante, que en su punto más angosto debía medir alrededor
de un metro veinte. Allí la sillería se había derrumbado, revelando
incalculables profundidades, negras como la tinta.
Supe que había dos niveles aún inferiores en ese edificio titánico, y
temblé, lleno de nuevo pánico, al recordar las trampillas selladas del más
profundo de ellos. No había guardias ahora, ya que lo que acechaba debajo
hacía mucho que había culminado su odiosa misión, antes de sumirse en
una larga decadencia. En la época de la raza de escarabajos posthumanos se
habrían extinguido. Pero entonces, al pensar en las leyendas de los
aborígenes, temblé de nuevo.
Me costó un esfuerzo terrible salvar la bostezante grieta, ya que el suelo
escombrado impedía saltar a la carrera, pero la locura me hizo proseguir.
Escogí un lugar cercano al muro de la izquierda —donde la brecha era más
estrecha y el suelo razonablemente limpio de restos peligrosos—, y después
de un momento frenético llegué al otro lado a salvo.
Al cabo alcancé el nivel inferior y, tropezando, pasé la arcada del cuarto
de máquinas, en cuyo interior había fantásticos restos de metal, medio
enterrados por el derrumbe de la bóveda. Todo estaba donde yo recordaba, y
trepé sin dudar sobre los escombros que obturaban la entrada de un gran
corredor transversal. Aquel, comprendí, me llevaría, por debajo de la
ciudad, hasta los archivos centrales.
Edades interminables parecieron transcurrir mientras tropezaba, saltaba
y me arrastraba a través del pasillo lleno de escombros. De vez en cuando
podía ver tallas en los muros mancillados por la edad… unas, familiares,
otras, al parecer, añadidas con posterioridad al periodo de mis sueños. Dado
que era un subterráneo que comunicaba moradas, no había arcada alguna,
excepto allí donde la ruta llevaba a través de los niveles más bajos de los
varios edificios.
En algunas de esas intersecciones me desvié lo bastante como para ver
pasadizos y estancias que recordaba harto bien. Solo un par de veces
encontré radicales diferencias con respecto a lo que había soñado; y en uno
de tales casos pude encontrar tapiada la arcada que yo recordaba.
Me estremecí violentamente, sintiendo un curioso brote de debilidad,
mientras atravesaba, a un tiempo presuroso y reacio, la cripta de una de esas
grandes torres, sin ventanas y ruinosas, cuya alienígena sillería basáltica
delataba un horrible origen.
Aquella cripta primigenia era redonda y tenía sus buenos treinta metros
de diámetro, pero no había talla alguna en sus muros oscurecidos. El suelo
estaba libre aquí de todo, excepto de polvo y arena, y pude ver los portales
que llevaban arriba y abajo. No había escaleras ni planos inclinados; y, en
efecto, en mis sueños se me habían aparecido esas arcaicas torres como
intactas por parte de la fabulosa Gran Raza. Aquellos que la habían
construido no necesitaban escaleras o rampas.
En mis sueños, la abertura que llevaba abajo estaba sellada por
completo y nerviosamente guardada. Ahora estaba abierta… negra y
bostezante, y dejando escapar una corriente de aire fresco y húmedo. No me
permití pararme a pensar en qué ilimitadas cavernas de noche eterna podían
hallarse detrás.
Más tarde, arrastrándome a través de una sección casi bloqueada del
corredor, llegué a un lugar donde el techo había cedido por completo. Los
escombros se alzaban como una montaña y tuve que trepar, pasando a
través de un espacio inmenso y vacío donde mi luz no logró encontrar
muros ni bóvedas. Aquel, supuse, debía ser el sótano de la casa de los
proveedores de metal, enfrente de la tercera plaza y no lejos de los archivos.
No pude llegar a suponer qué podía haber sucedido.
Salí de nuevo al corredor, más allá de la montaña de restos y roca, pero
al cabo de poco llegué a un lugar que estaba completamente bloqueado y
donde los restos de bóvedas hundidas casi tocaban el techo, peligrosamente
inestable. Cómo me las arreglé para arrastrar y desplazar los bloques lo
bastante como para abrir un paso, y cómo me atreví a remover esos restos
tan prietamente encajados, cuando el menor cambio de equilibrio podía
hacer que las toneladas de sillería sustentada me aplastasen, es algo que no
sé.
Era completa locura lo que me empujaba y guiaba… si es que de hecho,
como espero, toda mi aventura subterránea fue… un espejismo infernal o
una fase del sueño. Pero lo cierto es que abrí, o soñé que abría, un pasadizo
a través del que pude escabullirme. Mientras me retorcía sobre las montañas
de escombros —con la linterna, apuntando adelante, sujeta entre los dientes
— me sentí lacerado por las fantásticas estalactitas del quebrado piso
superior.
Ahora me encontraba cerca de las grandes estancias de los archivos
subterráneos, que parecían ser mi meta. Deslizándome y trepando por el
extremo más alejado de la barrera, abriéndome paso a través de lo que
quedaba de pasillo, lanzando rayos intermitentes de linterna, ahora de
nuevo en mi mano, llegué por fin a una cripta baja y circular con arcadas —
aún en maravilloso estado de conservación— que se abrían a cada lado.
Los muros, o las partes del mismo que quedaban dentro del alcance de
la linterna, estaban densamente cubiertos de jeroglíficos y talladas con los
típicos símbolos curvilíneos, algunos de ellos añadidos después de la época
de mis sueños.
Aquel, comprendí, era mi destino señalado, así que giré en una arcada,
que me resultaba muy familiar, hacia la izquierda. Extrañamente, tenía
pocas dudas de poder encontrar una rampa despejada que llevase a todos los
niveles supervivientes, superiores o inferiores. Aquella edificación, inmensa
y protegida por la tierra, que albergaba los anales del sistema solar, había
sido construida con suprema habilidad y poderío bastante como para durar
tanto como el sistema mismo.
Bloques de prodigioso tamaño, encajados con genio matemático y
unidos mediante cementos de fuerza increíble, se habían combinado para
formar una masa tan firme como el pétreo corazón del planeta. Allí,
después de tantas edades que no podía pensar en ellas sin perder la cabeza,
esa mole enterrada mantenía todos sus contornos, con los inmensos suelos
polvorientos casi intactos a los escombros que se encontraban por doquier.
Lo relativamente fácil que resultó a partir de ahí el tránsito obró de
forma curiosa sobre mí. La frenética ansiedad, hasta entonces frustrada por
los obstáculos, dejó paso a una especie de prisa febril, de forma que eché a
correr, literalmente, a través de las naves de techo bajo, situadas más allá de
la arcada, que tan monstruosamente bien recordaba.
Yo estaba más que atónito por lo familiar que me resultaba cuanto veía.
A cada lado las grandes puertas de los estantes se alzaban de forma
monstruosa, cubiertas de jeroglíficos; algunas aún en su lugar, otras abiertas
y algunas torcidas y dobladas por alguna vieja sacudida geológica que no
había sido capaz de abatir la titánica sillería.
Aquí y allá, algún bulto cubierto de polvo, bajo algún estante abierto y
vacío, parecía señalar dónde las cajas habían sido derribadas por los
temblores terrestres. En ciertas columnas había grandes símbolos y letras,
indicando las clases y subclases a las que pertenecían los volúmenes.
Una vez me detuve ante un compartimiento abierto y vi que había aún
algunas cajas de metal en su posición, entre el omnipresente polvo terroso.
Acercándome, liberé una de las más delgadas, con cierta dificultad, y la
deposité en el suelo para inspeccionarla. Mostraba los jeroglíficos
curvilíneos de rigor, aunque algo en la disposición de los caracteres parecía
ligeramente fuera de lo habitual.
El extraño mecanismo de cierre me era perfectamente conocido, y
manipulé aquella tapa, aún operativa y sin sombra de óxido, para sacar el
libro que contenía. Este último, como esperaba, tenía unos cuarenta
centímetros cuadrados, y unos cinco de grueso, con delgadas pastas de
metal que se abrían por arriba.
Sus recias páginas celulosas parecían intactas a la multitud de ciclos de
vida que habían conocido, y yo estudié las letras extrañamente
pigmentadas, trazadas a pincel, del texto —símbolos diferentes a los
habituales jeroglíficos curvos o a cualquier alfabeto humano conocido por
los estudiosos humanos— con recuerdos acechantes y medio conscientes.
Se me vino a la cabeza que aquel era el lenguaje que usaba una mente
cautiva a la que conocí de pasada en mis sueños; una mente originaria de un
gran asteroide, en el que había sobrevivido gran parte de la vida arcaica y el
saber del primigenio planeta del que se había desgajado. También, entonces,
recordé que aquel nivel de archivos estaba destinado a los volúmenes de los
planetas no terrestres.
Cuando aparté los ojos de ese increíble documento, descubrí que la luz
de mi linterna se estaba debilitando, así que cargué con rapidez la pila de
repuesto que llevaba siempre conmigo. Luego, pertrechado con esa luz más
potente, retomé mi febril carrera a través de interminables marañas de naves
y corredores, reconociendo aquí y allá algunos estantes familiares, y
desconcertado de forma vaga por las condiciones acústicas que hacían que
mis pisadas resonasen de forma incongruente en esas catacumbas.
Las mismas pisadas que iban dejando mis pies en un polvo que había
permanecido intacto durante milenios me hacían estremecer. Nunca antes, si
mis locos sueños tenían algo de verdad, pie humano alguno había hollado
esos pavimentos inmemoriales.
No tenía conciencia alguna de cuál podía ser, en concreto, la meta de mi
loca carrera. Alguna fuerza de maligna potencia, empero, tiraba de mi
aturdida voluntad y de mi soterrada memoria, de forma que sentía,
vagamente, que no corría al azar. Llegué a una rampa de bajada y, a través
de ella, descendí a profundidades aún mayores. Los pisos pasaban a la
carrera, pero no me detuve a explorar ninguno. En mi agitado cerebro había
comenzado a batir cierto ritmo que hacía que mi mano se contorsionase al
unísono. Quería abrir algo y sentía que sabía todos los intrincados giros y
presiones necesarios para hacerlo. Sabía que era algo así como una moderna
caja fuerte con combinación.
Se tratase de sueño o no, lo había conocido una vez y aún lo conocía.
No traté de explicarme cómo un sueño —o restos de leyendas absorbidas
inconscientemente— podía haberme enseñado un detalle tan preciso,
enrevesado y completo. Me encontraba ya más allá de todo pensamiento
coherente. ¿Acaso no estaba toda esa experiencia —toda esa estremecedora
familiaridad con un grupo de ruinas desconocidas, y la monstruosa
concordancia de todo cuanto aparecía ante mis ojos con lo que me habían
dejado entrever los sueños y los retazos de mitos— más allá de la razón?
Probablemente, entonces, mantenía la convicción básica como la
mantengo ahora en mis momentos más cuerdos de que no estaba despierto
del todo y de que toda la ciudad enterrada era un fragmento de alucinación
febril.
Al cabo, llegué al nivel más bajo y salí por la derecha de la rampa. Por
algún oscuro motivo intenté que mis pasos no resonasen, aún al precio de
perder velocidad. Había allí un lugar, en esa planta final y más profunda,
que me daba miedo cruzar.
Al acercarme, recordé por qué temía aquel espacio. Se trataba tan solo
de una de aquellas trampillas barradas y fuertemente custodiadas. No había
centinelas ya y, en aquella tesitura, temblé y pasé de puntillas, tal y como lo
había hecho al cruzar la bóveda de basalto negro que contenía una trampilla
similar.
Sentí una corriente de aire fresco y húmedo, tal y como lo había sentido
antes, y deseé que mi ruta fuese en otra dirección. No sabía por qué tenía
que tomar esa dirección en particular.
Al llegar a su altura vi que la trampilla estaba abierta de par en par;
delante, los estantes comenzaban de nuevo y pude ver que en el suelo había
una pila ligeramente cubierta de polvo, allí donde cierto número de cajas
había caído hacía no mucho. En ese mismo instante una nueva ola de
pánico se apoderó de mí, aunque durante algún tiempo no pude saber por
qué.
Los montones de cajas caídas no eran algo infrecuente, ya que durante
eones ese laberinto en sombras se había visto sacudido por las convulsiones
de la Tierra y había retumbado, a intervalos, con el ensordecedor estruendo
de los objetos que caen. Fue solo cuando estuve más cerca, cruzando el
lugar, que comprendí qué era lo que me hacía estremecer tan violentamente.
No era la pila y sí algo respecto al polvo del suelo lo que me
preocupaba. Al resplandor de la linterna era como si ese polvo no estuviera
como debiese… había lugares en que la capa era muy delgada, como si
alguien hubiera pasado por allí hacía no muchos meses. No pude
cerciorarme, ya que incluso en los lugares donde era más tenue había polvo,
aunque cierto atisbo de regularidad en medio de su supuesta irregularidad
resultaba de lo más inquietante.
Cuando enfoqué la luz de mi linterna sobre uno de aquellos extraños
sitios no me gustó lo que vi, ya que la ilusión de regularidad se hizo muy
fuerte. Fue como si hubiera líneas definidas de marcas, en grupos de tres,
cada una de ellas de alrededor de treinta centímetros cuadrados,
consistentes en cinco marcas, más o menos circulares, de unos ocho
centímetros, una de ellas por delante de las otras cuatro.
Esas supuestas líneas de huellas parecían correr en dos direcciones,
como si algo hubiera ido y luego vuelto. Eran, por supuesto, muy débiles y
podían deberse a ilusión o accidente; pero había un elemento de terror, débil
y ciego, en la forma en que se disponían. Por un lado, llegaban hasta ese
montón de cajas, caído hacía no mucho, mientras que, por el otro, estaba la
ominosa trampilla, con su soplo fresco y húmedo, desprotegida, dando paso
a abismos inimaginables.

VIII
El hecho de que venciera el miedo muestra cuán profunda e imponente
era mi compulsión. Ningún motivo racional podía haberme hecho seguir
después de esa odiosa sospecha de huellas y de los reptantes recuerdos
oníricos que despertaban en mí. E incluso así, mi mano derecha, aun
temblando de espanto, todavía se contorsionaba rítmicamente en su
ansiedad por girar un cerrojo que buscaba desesperadamente. Antes de
saber qué estaba haciendo, había rebasado el montón lateral de cajas caídas
y me apuraba de puntillas, a través de polvo completamente intacto, hacia
un punto que yo parecía conocer morbosa y horriblemente bien.
Mi mente estaba haciéndose preguntas cuyo origen y relevancia solo
estaba comenzado a suponer. ¿Sería el estante accesible a un cuerpo
humano? ¿Podría mi mano humana realizar todos los movimientos,
recordados después de eones, necesarios para la apertura? ¿Estaría la
cerradura intacta y operativa? ¿Y qué haría… qué me atrevería a hacer…
con lo que… ahora comenzaba a comprenderlo… ansiaba y temía
encontrar? ¿Probaría eso la realidad, enloquecedora y espantosa, de algo
que estaba más allá de cualquier concepción normal, o demostraría que tan
solo estaba soñando?
Lo siguiente que supe fue que había cesado en mi carrera de puntillas y
estaba plantado en silencio, mirando una línea de estantes cubiertos de
jeroglíficos enloquecedoramente familiares. Se hallaban en un estado de
casi perfecta conservación y solo tres de las puertas por allí cerca se habían
abierto.
Mis sentimientos hacia esos estantes no pueden ser descritos, ya que la
sensación de conocerlos de antes era total e insistente. Me encontraba
contemplando una hilera cercana a lo alto, completamente fuera de mi
alcance, y preguntándome cómo podría trepar hasta ella. Una puerta abierta
a cuatro filas de altura podía ayudarme, y las cerraduras de las puertas quizá
me sirvieran de asideros para manos y pies. Podía sujetar la linterna entre
los dientes, como ya había hecho en otros lugares donde había necesitado
ambas manos. Sobre todo, no debía hacer ruido.
Iba a ser difícil bajar lo que deseaba sacar, pero quizá podría enganchar
su cierre removible en mi cuello y llevarlo como una mochila. De nuevo me
pregunté si la cerradura estaría intacta. No me cabía duda alguna de que
podría repetir cada movimiento, tan familiares me resultaban. Pero esperaba
que no chirriase o crujiera, y que mi mano fuera lo suficientemente hábil.
Incluso mientras le daba vueltas al asunto ya me había puesto la linterna
entre los dientes y comenzado a trepar. Los cerrojos sobresalientes eran
pobres sustentos; pero, tal como había esperado, el estante abierto me ayudó
sobremanera. Usé tanto la puerta abierta como el reborde mismo de la
abertura, y me las arreglé para hacerlo sin ningún crujido excesivo.
Balanceándome en el borde superior de la puerta e inclinándome hacia
la izquierda, llegué a alcanzar el cerrojo buscado. Mis dedos, medio
entumecidos por el ascenso, trabajaron con torpeza al principio, aunque
pude constatar que eran anatómicamente adecuados. Y el ritmo que me
venía a la cabeza ayudó.
Salvando desconocidos abismos de tiempo, aquellos movimientos,
intrincados y secretos, habían llegado a mi cerebro, de alguna forma,
correctos hasta en los mínimos detalles; y después de menos de cinco
minutos de tanteos escuché un clic cuya familiaridad me sobresaltó aún más
porque no lo había anticipado conscientemente. Un momento después la
puerta de metal se abrió lentamente con tan sólo el más débil rechinar.
Aturdido, observé la hilera de lomos de cajas grisáceas ahora expuestas
y sentí brotar una emoción por completo inexplicable. Justo al alcance de
mi diestra había una cuyos jeroglíficos curvos me provocaron una punzada
de estremecimiento infinitamente más compleja que el simple miedo. Aún
tembloroso, me las arreglé para liberarla entre una lluvia de copos
grisáceos, y tiré de ella hacia mí sin ningún sonido fuerte.
Como las otras cajas que había manejado, tenía algo más de cincuenta
por treinta centímetros de tamaño, con diseños matemáticos curvos en
bajorrelieve. En grosor pasaba algo de los ocho centímetros.
Afirmándola como pude, entre la superficie por la que trepaba y mi
propio cuerpo, manipulé el seguro hasta conseguir abrirlo. Abrí la tapa, me
eché aquel pesado objeto a la espalda y me lo colgué del cierre al cuello.
Con las manos ahora libres, descendí con dificultad hasta el suelo
polvoriento y me dispuse a inspeccionar mi botín.
Arrodillándome en el polvo arenoso, giré la caja y me la puse enfrente.
Mis manos temblaban y temía sacar el libro tanto cómo deseaba —o me
sentía impelido— hacerlo. Poco a poco, me iba quedando claro lo que iba a
encontrar, y tal comprensión casi llegó a anular mis facultades.
Si lo que buscaba estaba ahí —y si yo no estaba soñando—, las
implicaciones se hallarían más allá de lo que un espíritu humano puede
soportar. Lo que más me atormentaba era mi momentánea incapacidad para
asumir que cuanto me rodeaba era un sueño. La sensación de realidad era
espantosa… y de nuevo vuelvo a sentirla cada vez que recuerdo la escena.
Al cabo, saqué tembloroso el libro de su contenedor y observé fascinado
los familiares jeroglíficos de la cubierta. Parecía encontrarse intacto, y las
letras curvilíneas del título me provocaron un estado casi hipnótico en el
que creí poder leerlas. Lo cierto es que no podría jurar que no llegase a
leerlas, sumido en algún acceso transitorio y terrible de anormal memoria.
No sé cuanto tiempo pasó antes de que osase abrir esa tapa de metal. Me
demoré e inventé excusas. Cogí la linterna de mi boca y la apagué para
ahorrar batería. Entonces, en la oscuridad, me armé de coraje y acabé
abriendo la tapa sin encender la luz. Luego la encendí y enfoqué sobre la
página abierta, fortaleciéndome para no hacer ruido, no importa lo que
pudiera encontrar.
Miré un instante, antes de ceder. Apretando los dientes, no obstante,
conseguí guardar silencio. Me senté en el suelo y me puse una mano en la
frente sumido en la negrura devoradora. Lo que temía y esperaba estaba
allí. O estaba soñando, o el tiempo y el espacio eran una burla.
Tenía que ser un sueño, pero debía comprobar el horror sacando aquel
objeto y, si era una realidad, mostrárselo a mi hijo. Mi cabeza daba vueltas
espantada, aunque no había objetos dentro de la luz que pudieran girar en
torno a mí. Ideas e imágenes preñadas de terrible horror —provocadas por
lo que acababa de ver— se agolpaban sobre mí y nublaban mis sentidos.
Pensé en esas posibles impresiones en el polvo y temblé ante el sonido
de mi propia respiración. De nuevo encendí la luz y miré la página como
una víctima de serpiente puede mirar a sus destructivos ojos y colmillos.
Luego, con dedos desmañados, en la oscuridad, cerré el libro, lo puse en
su caja y cerré la tapa y el curioso seguro de gancho. Aquello era lo que
debía sacar al mundo exterior, si es que era real —si es que todo aquel
abismo era real—, y si yo, y el mundo mismo, existíamos también.
No sabría decir cuándo me incorporé y emprendí el regreso. Se me
ocurre, de forma extraña —y como una muestra de hasta qué punto me
sentía distante del mundo normal—, que ni siquiera miré el reloj durante
esas espantosas horas bajo tierra.
Linterna en mano, y con la ominosa caja bajo el brazo, pasé de
puntillas, preso de una especie de pánico silencioso, junto al abismo, del
que surgía aquella corriente de aire y las inquietantes sugerencias de
pisadas. Aminoré mis precauciones mientras trepaba por la interminable
rampa, pero no pude librarme de una sombra de aprensión que no había
sentido en el viaje de bajada.
Temía pasar de nuevo a través de la cripta de basalto negro, que era más
antigua que la propia ciudad, donde frías corrientes surgían de las
profundidades desguarnecidas. Pensé en aquello a lo que la Gran Raza
había temido, y en lo que podía estar aún al acecho —aun cuando fuera
debilitado y agonizante— ahí abajo. Me vinieron a la cabeza esas huellas de
cinco círculos y lo que mis sueños me habían dado a conocer sobre tales
marcas, así como sobre los extraños vientos y sonidos sibilantes asociados a
ellas. Y pensé en las leyendas de los aborígenes modernos, que habían
desarrollado un horror a los grandes vientos y a las indescriptibles ruinas
subterráneas.
Sabía, por un símbolo tallado en el muro, en qué piso tenía que
abandonar la rampa, y al cabo —tras rebasar aquel otro libro que había
examinado— llegué al gran espacio circular con el portal de la
ramificación. A mi derecha, y reconocible, se hallaba el arco por el que
había entrado. Por allí pasé, a sabiendas de que el resto del camino sería
más arduo, debido al ruinoso estado de la sillería situada en el exterior del
edificio de los archivos. Mi nueva carga, la caja de metal, me pesaba, y me
resultó cada vez más difícil mantenerme tranquilo, mientras iba
trastabillando entre escombros y restos de todo tipo.
Después llegué a aquel montículo de ruinas que casi llegaba al techo,
por el que había abierto un somero paso. El miedo a arrastrarme de nuevo
por allí era infinito, ya que la primera vez había hecho algún ruido, y ahora
—luego de ver aquello que pudieran ser pisadas— temía, sobre todas las
cosas, despertar sonidos. La caja también aumentaba el problema de
atravesar la angosta hendidura.
Pero trepé por aquella barrera lo mejor que pude, y empujé la caja por la
abertura delante de mí. Luego, la linterna en la boca, me arrastré yo
también, con las estalactitas lacerándome la espalda.
Mientras trataba de coger de nuevo la caja, esta cayó a alguna distancia
delante y bajando la ladera de restos, alzando un perturbador resonar y
provocando ecos que me cubrieron de sudor frío. La cogí al punto y me
quedé sin hacer más ruido… pero un momento después el deslizar de
bloques bajo mis pies causó un estruendo repentino y sin precedentes. Ese
estrépito fue mi perdición. Ya que, con razón o sin ella, creí escuchar una
respuesta terrible procedente de las áreas que había dejado atrás. Me
pareció escuchar un sonido silbante y agudo, sin comparación posible con
nada de la Tierra y más allá de cualquier adecuada descripción verbal. Si así
fue, lo que siguió después alberga una sombría ironía, ya que, de no ser por
el pánico que me provocó esto, no hubiera tenido lugar un segundo suceso.
Mi pánico fue absoluto e imposible de aplacar. Cogiendo la linterna con
la mano y asiendo débilmente la caja, di un brinco y me lancé enloquecido
hacia delante sin idea alguna en la cabeza, fuera de un loco deseo de salir
corriendo de esas ruinas de pesadilla y emerger al mundo vigil del desierto
y la luz de la luna, muy arriba de donde me hallaba.
Apenas me di cuenta de que había llegado a la montaña de escombros
que se alzaba en la gran negrura, más allá del techo hundido, y me lastimé y
corté en repetidas ocasiones, mientras trepaba por esa empinada ladera de
bloques mellados y fragmentos.
Entonces tuvo lugar el gran desastre. Al cruzar ciegamente la cima, sin
pensar en el brusco descenso que la seguía, resbalé y me vi sumido en una
arrolladora avalancha de sillería en movimiento que llenó el aire de la
caverna, con su estruendoso deslizar, con una ensordecedora serie de
retumbantes reverberaciones.
No recuerdo cómo salí de aquel caos, pero un momentáneo fragmento
de consciencia me muestra saltando, corriendo y trepando a lo largo del
corredor entre el estrépito, caja y linterna aún en mano.
Luego, mientras me acercaba a la primigenia cripta de basalto que tanto
temía, me atacó la locura más extrema. Ya que, mientras se apagaban los
ecos de la avalancha, se hizo audible una repetición de ese espantoso y
extraño silbido que había creído oír antes. Esta vez no había duda al
respecto… y, lo que era peor, no procedía de ningún punto situado a mis
espaldas, sino enfrente.
Probablemente lancé un gran grito. Tengo una velada imagen de mí
mismo huyendo a través de la infernal y arcaica bóveda de basalto,
escuchando cómo ese detestable sonido surgía silbante de la abierta y
desconocida portilla que daba paso a la ilimitada negrura inferior. Había
viento también, aunque no era ya tan solo un flujo frío y húmedo, sino
ráfagas violentas y deliberadas que surgían salvajes y heladas de la misma y
abominable sima de la que procedía el obsceno silbido.
Recuerdo haber ido saltando y dando tumbos sobre obstáculos de toda
clase, con ese torrente de viento y sonidos gritones haciéndose más fuertes a
cada instante, pareciendo rizarse y arremolinarse, con voluntad propia, a mi
alrededor, según surgía perversamente de los espacios situados detrás y
abajo. Aún soplando a mis espaldas, ese viento tenía la peculiaridad de
retrasar más que ayudar a mi avance, como si obrase como un lazo o garra
sobre mí. Sin preocuparme del ruido que hacía, me abalancé por la gran
barrera de bloques, hasta encontrarme de nuevo sobre la estructura que
conducía a la superficie.
Recuerdo haber entrevisto la arcada que llevaba a la sala de máquinas y
casi haber gritado cuando vi la rampa que llevaba abajo, a una de esas
blasfemas trampillas que se abrían dos niveles más abajo. Pero en lugar de
chillar musitaba para mis adentros, una y otra vez, que todo eso era un
sueño del que pronto despertaría. Quizá me encontrase en el campamento, o
quizá en mi casa de Arkham. Con tales esperanzas apuntalándome la
cordura comencé a remontar la rampa hacia niveles más altos.
Sabía, por supuesto, que tenía que volver a pasar aquella brecha de más
de un metro que me esperaba delante, pero estaba demasiado agobiado por
otros miedos, de forma que no caí en el horror que representaba hasta que
estuve casi encima de ella. En mi descenso, había sido fácil saltarla, ¿pero
cómo salvar ahora aquel hueco cuando iba cuesta arriba, estorbado por el
espanto, la fatiga, el peso de la caja de metal y la anormal tracción hacia
atrás de ese viento demoníaco? Pensé en todo eso, en el último momento, y
se me vinieron también a la cabeza las indescriptibles entidades que debían
estar al acecho en los negros abismos bajo la sima.
La errática luz de mi linterna se hacía más débil, pero contaba con algún
tipo de oscuro recuerdo a la hora de acercarme a la grieta. Las frías ráfagas
de viento y los nauseabundos chillidos silbantes que sonaban detrás de mí
resultaban en aquel momento un misericordioso opiáceo, y nublaban en mi
imaginación el horror del bostezante abismo que se abría delante de mí.
Pero entonces caí en la cuenta del añadido soplo y silbido que sonaban
también delante… mareas de abominación que surgían de la propia sima,
desde profundidades inimaginadas e inimaginables.
Fue entonces cuando la esencia de la pura pesadilla se apoderó de mí.
La cordura se esfumó, e ignorando todo, excepto el impulso animal de huir,
me debatí y me lancé hacia delante como si no hubiera sima alguna en
aquella inclinada escombrera. Cuando alcancé el borde de la brecha, salté
enloquecido, poniendo en ello hasta el último gramo que me quedaba de
fuerza, y al instante me sumí en un pandemoníaco vórtice de espantoso
sonido y de negrura total y materialmente tangible.
Ahí se sitúa el final de mi experiencia, hasta donde puedo recordar.
Todo lo demás pertenece por completo al territorio del delirio
fantasmagórico. Sueño, locura y memoria se mezclan extrañamente para dar
una serie de espejismos, fantásticos y fragmentarios, que no tienen relación
alguna con lo real.
Hubo una espantosa caída a través de incalculables leguas de negrura
viscosa y sentiente, así como de una babel de ruidos completamente ajenos
a cualquier cosa conocida por la Tierra y su vida orgánica. Se activaron
sentidos dormidos y rudimentarios, dándome atisbos de simas y vacíos
poblados por flotantes horrores y llevándome hasta abismos sin sol, océanos
y bullentes ciudades de torres basálticas y sin ventanas sobre las que no
brillaba luz alguna.
Tuve destellos de los secretos del planeta primigenio y de sus
inmemoriales eones, sin ayuda de la vista o el oído, y fue entonces cuando
conocí cosas que ni siquiera el más descabellado de mis antiguos sueños
había llegado siquiera a insinuar. Y, mientras tanto, los blancos dedos
helados de los húmedos vapores me aferraban y tironeaban de mí, y aquel
silbido, condenado y fantasmal, gritaba diabólicamente, imponiéndose a las
alternancias de cacofonía y silencio que resonaban en los remolinos de
negrura circundantes.
Luego llegaron visiones de la ciclópea ciudad de mis sueños… no en
ruinas, sino tal y como yo la había soñado. Estaba de nuevo en mi cuerpo
cónico y no en el humano, mezclado con multitudes de la Gran Raza y de
las mentes cautivas, que transportaban libros arriba y abajo por los altos
corredores y las inmensas rampas.
Entonces, sobreimpresos a tales imágenes, me llegaron fogonazos,
espantosos y momentáneos, de una conciencia no visual que incluía
debatirse desesperadamente, una liberación de los captores tentáculos del
viento silbante, un vuelo loco y como de murciélago a través de la
oscuridad azotada por el viento y un salvaje ir dando traspiés y trepando por
la sillería derrumbada.
Cierta vez se produjo un curioso e invasor destello a medias visto; una
débil y difusa sospecha de radiación azulada en lo alto. Luego llegó el
ensueño de trepar y arrastrarse, acosado por el viento… y emerger al
resplandor de la sardónica luz lunar a través de una confusión de escombros
que se deslizaban y derrumbaban a mis espaldas en medio de un loco
huracán. Fue el maligno y monótono latido de esa enloquecedora luz lunar
lo que, al cabo, me indicó que había vuelto a lo que una vez conociera como
el mundo vigil y objetivo.
Iba arrastrándome a través de las arenas del desierto australiano y, en
torno a mí, aullaba un tumulto de viento como nunca antes viera en la
superficie de nuestro planeta. Mis ropas estaban reducidas a jirones, y todo
mi cuerpo era una masa de moraduras y arañazos.
La consciencia plena regresó muy lentamente y no sabría decir en qué
momento los sueños delirantes se desvanecieron, dejando paso a verdaderos
recuerdos. Había creído ver un montículo de bloques titánicos, un abismo
debajo de él, una monstruosa revelación del pasado y, al final, un horror de
pesadilla… ¿pero cuánto de todo eso era real?
Había perdido la linterna y también cualquier caja de metal que pudiera
haber descubierto. ¿Había existido tal caja, o el abismo, o el montículo?
Alzando la cabeza, miré detrás de mí y vi tan solo las estériles y ondulantes
arenas del desierto.
El viento demoníaco menguaba, y la luna hinchada y fungoide se
hundía enrojecida al oeste. Me incorporé tambaleante y comencé a caminar,
dando traspiés, hacia el suroeste, rumbo al campamento. ¿Qué me había
sucedido en realidad? ¿Había simplemente sufrido un colapso en el desierto
y me había arrastrado, atormentado por los espejismos, a lo largo de
kilómetros de arenas y bloques enterrados? ¿Y, de no ser así, cómo podría
sobrellevar la vida de ahí en adelante?
Ya que, atrapado por este nuevo dilema, toda mi fe en la irrealidad de
mis visiones, que yo achacaba a los mitos, se disolvía una vez más en la
infernal duda de antes. Si el abismo era real, entonces la Gran Raza era real
y, por tanto, sus blasfemos viajes y secuestros en el vórtice cósmico del
tiempo no eran mitos o pesadillas, sino una terrible y estremecedora
realidad.
¿Era un hecho odioso y completamente cierto el que yo había sido
arrastrado a un mundo prehumano, situado 150 millones de años en el
pasado, durante aquellos oscuros y desconcertantes días de amnesia?
¿Había sido mi actual cuerpo el vehículo de una espantosa conciencia
alienígena procedente de paleógenas simas de tiempo?
¿Había, en mi calidad de mente cautiva de esos horrores que se
deslizaban, conocido esa maldita ciudad de piedra en sus días de apogeo, y
serpenteado por esos familiares corredores, revestido de la espantosa forma
de mi raptor? ¿Eran esos torturantes sueños de más de veinte años la
irrupción de terribles y monstruosos recuerdos?
¿Había entonces, en efecto, hablado con mentes que procedían de
inalcanzables recodos de tiempo y espacio, conocido los secretos del
universo, del pasado y del porvenir, y escrito los anales de mi propio mundo
en las cajas de metal de esos archivos titánicos? ¿Y eran esos otros entes —
esos estremecedores seres primigenios, dueños del viento loco y los silbidos
demoníacos—, en verdad, una amenaza rezagada y al acecho, esperando y
desvaneciéndose lentamente en los negros abismos, mientras las diversas
formas de vida arrastraban su milenario discurrir sobre la inmemorial
superficie del planeta?
No lo sé. Si ese abismo y lo que alberga es real, no hay esperanza.
Entonces, en verdad y para nuestra desgracia, pende sobre este mundo de
los hombres una burlona e increíble sombra situada más allá del tiempo.
Pero, misericordiosamente, no hay pruebas de que tales cosas sean nada
más que nuevas fases de mis sueños, provocadas por mi estudio de los
mitos. No saqué la caja de metal que pudiera haber sido una prueba, y de
momento esos corredores no han sido descubiertos.
Si las leyes del universo son compasivas, nunca serán encontrados. Pero
debo comunicar a mi hijo lo que vi o creí ver, y dejar a su juicio de
psicólogo ponderar la realidad de lo que me sucedió y trasmitir este informe
a otros.
He dicho que la espantosa verdad, detrás de mis torturados años de
sueños, depende del todo de que sea real lo que creí ver en esas ciclópeas y
enterradas ruinas. Es duro para mí, literalmente, poner por escrito esta
revelación crucial, aunque los lectores ya, sin duda, han adivinado cuál es.
Por supuesto, la clave estaba en ese libro encerrado en la caja de metal… la
caja que saque de su sitio entre el polvo de un millón de siglos.
Ningún ojo había visto y ninguna mano tocado ese libro desde la época
en que el hombre apareció en el planeta. Y, aun así, cuando enfoqué mi
linterna sobre el mismo en aquel espantoso abismo, vi que las letras,
extrañamente pigmentadas, que cubrían las páginas de celulosa,
quebradizas y parduscas debido al paso de los eones, no pertenecían a
ningún indescriptible sistema jeroglífico de la juventud de la Tierra. Eran,
de hecho, las letras de nuestro familiar alfabeto, componiendo las palabras
del idioma inglés y escritas de mi propio puño y letra.
EL QUE ACECHA EN LA OSCURIDAD[3]

(Dedicado a Robert Bloch)

He visto el sombrío universo abierto


donde los negros planetas giran ciegamente.
Giran sumidos en un horror insensato,
sin conciencia, brillo o nombre.
Némesis

L OS investigadores prudentes titubearán antes de contradecir la común


creencia de que Robert Blake murió alcanzado por el rayo o debido a
un profundo choque nervioso producto de una descarga eléctrica. Es cierto
que la ventana ante la que se le encontró estaba intacta, pero la naturaleza
ha probado ser capaz de muchos sucesos extraordinarios. La expresión de
su rostro puede con facilidad ser debida a alguna oscura contorsión
muscular sin relación alguna con lo que vio, mientras que las anotaciones
de su diario son claramente el resultado de una imaginación fantástica,
exaltada por algunas supersticiones locales y ciertos viejos asuntos por él
exhumados. Y en lo tocante a las anómalas condiciones que se dan en la
abandonada iglesia de Federal Hill, el analista perspicaz no tarda en atribuir
todo eso a ciertas imposturas, conscientes o inconscientes, con las que, a la
postre y en parte, estaba secretamente conectado el propio Blake.
Porque, después de todo, era un escritor y pintor volcado por completo
en el campo de los mitos, el miedo, el terror y la superstición, siempre
insaciable en su búsqueda de escenas y sucesos producidos por fuentes
ajenas y espectrales. Su primera estancia en la ciudad —una visita realizada
a un extraño anciano, tan dedicado a lo oculto y lo prohibido como él
mismo— terminó entre la muerte y las llamas, y debió ser algún morboso
instinto el que le hizo volver de nuevo, desde su residencia de Milwauke.
Debía conocer previamente las viejas historias, no importa lo que diga en su
diario, y su muerte debió cercenar de raíz algún prodigioso montaje,
destinado a tener más tarde su reflejo literario.
No obstante, entre aquellos que han examinado y cotejado todas las
pruebas por él reunidas, se encuentran algunos que se inclinan por teorías
menos racionales y trilladas. Estos son dados a atribuir valor a gran parte de
lo registrado en el diario de Blake, y apuntan como significativos ciertos
hechos, como son la indudable existencia de los archivos de la vieja iglesia,
la realidad verificada de la repudiada y heterodoxa secta del Saber Estelar
con anterioridad a 1877, la desaparición probada de un inquisitivo
reportero, de nombre Edwin M. Lillibridge, en 1893, y, sobre todo, la
expresión de miedo, monstruoso y transfigurado, que congeló el rostro del
joven escritor en el momento de su muerte. Fue uno de los que creían en sus
afirmaciones el que, movido por el fanatismo, lanzó a la bahía la piedra de
curiosos ángulos y su caja de metal, extrañamente adornada, que se había
encontrado en el campanario de la vieja iglesia… el campanario negro y sin
ventanas, y no la torre donde, en un principio, decía el diario de Blake que
se hallaba la piedra. Aunque objeto de censura, tanto pública como privada,
ese hombre —un médico de renombre, aficionado al folclor extraño—
asegura haber librado a la Tierra de algo demasiado peligroso como para
que pudiera ser dejado sobre su superficie.
El lector habrá de escoger por sí mismo entre esas dos escuelas de
opinión. Los periódicos han dado ya los detalles más significativos, desde
un ángulo escéptico, dejando a otros la descripción de todo tal y como
Robert Blake lo vio, o pensó ver, o pretendió ver. Ahora, estudiando a
fondo el diario, desapasionadamente y tomándonos nuestro tiempo,
resumiremos la oscura cadena de sucesos desde el mentado punto de vista
de sus principales actores.
El joven Blake volvió a Providence en el invierno de 1934-35,
alquilando el piso superior de una vetusta morada sita en un herboso patio
de College Street, en la cima de la gran colina oriental cercana al recinto de
la Universidad Brown y detrás de la marmórea Biblioteca John Hay. Era un
lugar acogedor y fascinante, en un pequeño oasis ajardinado de antigüedad
local, donde grandes gatos amistosos tomaban el sol subidos a los tejadillos.
La cuadrada casa de estilo georgiano tenía un tejado con tragaluces, portal
clásico con lumbrera en abanico, ventanas de rombos y todas las demás
señas de identidad que marcan la factura de los primeros años del XIX.
Dentro había puertas de seis paneles, suelos de ancha tablazón, una
recurvada escalera colonial, repisas blancas del periodo de los Adam y un
racimo de cuartos traseros situados tres peldaños más abajo que el nivel
general.
El estudio de Blake, una gran estancia orientada al suroeste, dominaba
el jardín frontal por uno de sus lados, mientras que las ventanas
occidentales —ante una de las cuales se hallaba su escritorio— miraban
hacia la cumbre de la colina y gozaban de una espléndida vista de los
tejados de la ciudad baja, así como de los místicos ocasos que llameaban
tras ellos. En el lejano horizonte se hallaban las laderas púrpuras de la
región. Contra ellas, dos kilómetros más allá, se alzaba la espectral joroba
de Federal Hill, llena de combados tejados y campanarios cuyos remotos
perfiles se ondulaban misteriosos, asumiendo formas fantásticas cuando el
humo de la ciudad remolineaba y se enredaba en torno suyo. Blake tenía
una curiosa sensación de estar contemplando algún mundo desconocido y
etéreo que podía quizá desvanecerse en un sueño si trataba siquiera de
buscarlo e invadirlo.
Habiendo trasladado desde su casa la mayor parte de los libros, Blake se
compró algunos muebles antiguos para colmar sus estancias y se aposentó
para escribir y pintar… viviendo solo y atendiendo él mismo las tareas
domésticas. Su estudio se encontraba en una habitación norteña del ático,
donde los vidrios de los tragaluces proporcionaban una luz admirable.
Durante ese primer invierno, produjo cinco de sus más conocidos relatos —
El que excava, Las escaleras de la cripta, Shaggai, En el valle de Pnath y
El devorador de las estrellas— y pintó siete lienzos; estudios de monstruos
indescriptibles e inhumanos y paisajes profundamente ajenos y
extraterrestres.
Al ocaso, a menudo se sentaba en su escritorio y contemplaba soñador
el amplio oeste; las oscuras torres de Memorial Hall justo debajo, el
campanario del tribunal georgiano, los altos pináculos de la zona comercial
y esa colina reluciente y coronada de chapiteles, en la distancia, cuyas
desconocidas calles y buhardillas laberínticas tan poderosamente
despertaban su imaginación. Supo, por sus escasos conocidos, que la lejana
ladera era un gran barrio italiano, aunque la mayoría de las casas procedían
de los viejos días yanquis e irlandeses. Aquí y allá podía apuntar con sus
prismáticos hacia ese mundo espectral e inalcanzable, situado más allá del
arremolinado humo, captando techos, chimeneas y torres, y especulando
sobre los estrafalarios y curiosos misterios que pudiera albergar. Aun con
esa ayuda óptica, Federal Hill parecía, de alguna manera, ajena, medio
fabulosa y ligada a las irreales e intangibles maravillas de los cuentos y
pinturas del propio Blake. El sentimiento persistía mucho después de que la
colina se hubiera difuminado en el crepúsculo violeta y colmado de
estrellas, y las luces del tribunal y el faro rojo de Industrial Trust se
hubieran encendido para convertir a la noche en grotesca.
De todo lo que se divisaba en la lejanía de Federal Hill, cierta iglesia,
oscura e inmensa, fascinaba sobremanera a Blake. Era especialmente
distinguible a ciertas horas del día, y al ocaso la gran torre y el afilado
campanario se alzaban negros contra el cielo llameante. Parecía hallarse en
suelo especialmente alto, ya que la tenebrosa fachada y el lado norte, visto
en oblicuo, con su techo inclinado y la parte alta de las grandes ventanas
puntiagudas, descollaban sobre la maraña de tejados y chimeneas que lo
rodeaban. Hosca y austera en grado sumo, parecía estar construida en
piedra, manchada y erosionada por el humo y las tormentas de un siglo o
más. El estilo, hasta donde podía ver por los prismáticos, pertenecía al
periodo más temprano y experimental de renacimiento gótico, que precedió
al actual periodo Upjohn, y conservaba algunas de las características y
proporciones de la edad georgiana. Quizá fue construida en torno a 1810 ó
1815.
Según pasaban los meses, Blake observaba las lejanas y prohibidas
estructuras con un extraño interés creciente. Dado que las ventanas no
estaban nunca iluminadas, comprendió que debían estar vacías. Cuanto más
miraba, más trabajaba su imaginación, hasta que, al cabo, comenzó a
suponer cosas curiosas. Creía que un aura, vaga y singular, pendía sobre el
lugar, y que incluso las palomas y las golondrinas rehuían sus ahumados
aleros. En torno a otras torres y campanarios, su lente revelaba grandes
bandadas de pájaros, pero nunca descansaban en aquel en concreto. Al
cabo, esa fue la conclusión a la que llegó y así lo asentó en su diario. Señaló
el lugar a varios amigos, pero ninguno de ellos había estado en Federal Hill
o poseía la más mínima noción de lo que la iglesia pudiera ser o haber sido.
En primavera, Blake se vio atenazado por una gran desazón. Había
comenzado una novela sobre la que meditaba desde hacía tiempo —basada
en una supuesta supervivencia de la brujería en Maine—, pero se
encontraba con que era extrañamente incapaz de hacer progresos con la
misma. Cada vez más, se sentaba en su ventana occidental y observaba la
lejana colina, así como el negro y ceñudo campanario rehuido por los
pájaros. Cuando las delicadas hojas asomaron en las ramas del jardín, el
mundo se colmó de una nueva belleza, pero la desazón de Blake no hizo
más que crecer. Fue entonces cuando, por primera vez, concibió la idea de
cruzar la ciudad y aventurarse, subiendo esa fabulosa ladera, en aquel,
entreverado por el humo, mundo de ensueño.
A últimos de abril, justo antes de la noche de Walpurgis,
inmemorialmente temida, Blake hizo su primer viaje a lo desconocido.
Caminando a través de las inacabables calles de la zona comercial, y de las
plazas desoladas y en decadencia que había más allá, llegó por último a la
avenida ascendente, con sus escaleras carcomidas por el tiempo, hundidos
porches dóricos y cúpulas empañadas que le dieron la sensación de
pertenecer a aquel mundo, largo tiempo conocido y sin embargo
inalcanzable, que se hallaba más allá de las brumas. Había sucios letreros
callejeros, blancos y azules, que nada le decían, y enseguida se percató de
los rostros oscuros y extraños de los ociosos, así como de los escritos
extranjeros colocados sobre curiosas tiendas, en edificios parduscos y
castigados por la decadencia. En ninguna parte pudo encontrar nada de lo
visto desde lejos, por lo que de nuevo fantaseó con la idea de que la Federal
Hill que había visto en la distancia era un mundo onírico que no estaba
llamado a ser hollado por pie humano alguno.
Aquí y allá, aparecía la castigada fachada de una iglesia o un chapitel
ladeado, pero nunca la ennegrecida masa que veía de lejos. Cuando
preguntó a un tendero acerca de una gran iglesia de piedra, el hombre
sonrió y agitó la cabeza, aunque sabía inglés de sobra. Según Blake subía
más arriba, el lugar se iba haciendo más y más extraño, con desconcertantes
laberintos de callejones parduscos y amenazadores que llevaban más y más
hacia el sur. Cruzó dos o tres avenidas grandes y, en cierta ocasión, creyó
ver una torre familiar. Otra vez preguntó a un comerciante acerca de una
gran iglesia de piedra, y esa vez hubiera jurado que la pretensión de
ignorancia era fingida. Por el rostro oscuro del hombre pasó una mirada de
miedo que trató de ocultar, y Blake vio que hacía un curioso signo con su
mano derecha.
Luego, de repente, un negro chapitel se alzó contra el cielo nuboso, a su
izquierda, sobre hileras de tejados pardos que delimitaban los enmarañados
callejones sureños. Blake supo al punto qué era y fue hacia allá, a través de
las callejas, míseras y sin pavimentar, que ascendían a partir de la avenida.
Dos veces se extravió, pero no se atrevió a preguntar a ninguno de los
patriarcas ni a las matronas que se sentaban a la puerta de sus casas, ni a
ninguno de los chicos que gritaban y jugaban en el barro de las oscurecidas
callejas.
Al fondo, vio perfilarse la torre contra el suroeste y una masa de piedra
que se alzaba oscura al final de un callejón. Al momento se vio en una plaza
abierta, de curioso empedrado, con un gran muro inclinado en su extremo
más lejano. Aquel era el final de la búsqueda, ya que, sobre el rellano
amplio, con verja y lleno de hierbajos que se hallaba sobre el muro —un
mundo separado y menor que se alzaba su buen metro ochenta sobre las
calles circundantes— se levantaba una masa hosca y titánica sobre cuya
identidad, a pesar de que era la primera vez que la veía desde esa
perspectiva, no podía haber duda.
La vacía iglesia se encontraba en estado de gran decrepitud. Algunos de
los altos contrafuertes de piedra se habían derrumbado y varios delicados
remates yacían medio perdidos entre los matojos y las hierbas, pardos y
abandonados. Las ennegrecidas ventanas góticas estaban casi intactas,
aunque muchas de sus columnillas habían desaparecido. Blake se preguntó
cómo podían haber sobrevivido aquellos cristales de tétricas pinturas, en
vista de los más que conocidos hábitos de los chiquillos de la vecindad. En
torno al borde del muro inclinado, cerrando por completo el terreno, había
una herrumbrosa verja de hierro cuya puerta —situada al final de un tramo
de peldaños que partían de la plaza— estaba obviamente candada. El
camino que iba de la puerta al edificio estaba sepultado bajo las malas
hierbas. La decadencia y la desolación pendían como un dosel sobre todo el
lugar, y ante los aleros sin pájaros y los muros negros y desprovistos de
hiedra sintió algo vagamente siniestro que no podía definir.
Había muy poca gente en la plaza, pero Blake vio a un policía en el
extremo norte y se aproximó para preguntarle por la iglesia. Era un irlandés
grande y agradable, y resultó extraño que hiciera poco más que esbozar el
signo de la cruz y musitar que la gente nunca hablaba de ese edificio.
Cuando Blake insistió, dijo apresuradamente que los curas italianos ponían
a todos en guardia contra el edificio, jurando que una monstruosa maldad
había morado una vez allí y dejado su marca. Él mismo había oído oscuros
rumores sobre el mismo de labios de su padre, que recordaba ciertos
sonidos y habladurías de su infancia.
Había habido allí antaño una secta maligna; una secta sin ley que
invocaba a espantosos seres procedentes de desconocidas simas de
oscuridad. Hizo falta un buen sacerdote para exorcizar a lo convocado,
aunque los había que afirmaban que con la luz bastaba. Si el padre
O’Malley aún viviera, podría contar muchas cosas. Pero ahora no había
nada que hacer, excepto mantenerse alejados. Ya no albergaba a nadie y sus
dueños estaban muertos o lejos. Habían huido como ratas tras de que
corrieran amenazadoras historias en el 77, cuando la gente comenzó a
reparar en cómo las personas desaparecían de vez en cuando en la vecindad.
Algún día la municipalidad daría el paso y se haría con la propiedad por
falta de herederos, pero nada bueno le vendría a nadie que tuviera relación
con aquello. Lo mejor sería dejarla abandonada a los años, hasta que se
cayera, no fuera que se despertase lo que debía dormir por siempre en su
negro abismo.
Cuando el policía se marchó, Blake se quedó mirando la sombría masa
del campanario. Le excitó el hecho de que aquella estructura resultase tan
siniestra para otros como para él, y se preguntó qué grado de verdad podía
haber detrás de los viejos cuentos que el guardia le había repetido. Lo más
probable es que se tratasen de viejas leyendas provocadas por el maligno
aspecto del lugar; pero, aun así, era como una extraña invasión en la vida
real de una de sus propias historias.
El sol de la tarde asomó detrás de las dispersas nubes, pero parecía
incapaz de iluminar esos muros manchados y llenos de hollín del viejo
templo que se remontaba sobre su alto rellano. Resultaba extraño que el
verde de la primavera no hubiera tocado los pardos y marchitos arbustos de
ese patio alto y cercado de hierro. Blake se encontró bordeando el área, al
tiempo que examinaba el muro inclinado y la verja oxidada, en busca de
posibles vías de acceso. Había una terrible atracción en ese ennegrecido
templo, algo que lo hacía irresistible. La verja no mostraba aberturas cerca
de la escalera, pero hacia el lado norte había algunas barras sueltas. Podía
subir la escalera y circundar por el angosto borde de fuera, por la verja,
hasta llegar al hueco. Si de veras la gente temía tanto al lugar, nadie se
opondría a su paso.
Estaba al pie del muro y casi dentro de la verja antes de que nadie
pudiera verlo. Luego, al mirar hacia abajo, constató que la poca gente que
había en la plaza se apartaba y hacía con la mano derecha el mismo signo
que hiciera el tendero de la avenida. Algunas ventanas se cerraron y una
mujer gorda salió como una flecha a la calle para arrastrar a algunos
mocosos al interior de una casa desvencijada y sin pintar. El boquete en la
verja era muy fácil de pasar, y enseguida Blake se encontró deambulando
entre los podridos y retorcidos matojos del patio abandonado. Aquí y allá,
gastados muñones de lápidas le indicaban que había habido entierros allí;
pero, por lo visto, debió ser hacía mucho tiempo. La inmensidad de la
iglesia era, ahora que se encontraba tan cerca, opresiva, pero se hizo fuerte
y se acercó a tantear las tres grandes puertas de la fachada principal. Todas
estaban cerradas a cal y canto, por lo que comenzó a rodear el ciclópeo
edificio en busca de alguna abertura menor y más accesible. Incluso
entonces no estaba muy seguro de desear entrar en esa guarida de abandono
y sombras, aunque el tirón de lo extraño le arrastraba sin pensar.
Una ventana abierta y sin enrejado del sótano, en la zaga del edificio, le
proporcionó la entrada que necesitaba. Atisbando en el interior, Blake vio
una sima subterránea de telarañas y polvo, débilmente iluminada por los
rayos del sol occidental que lograban filtrarse. Escombros, viejos barriles,
cajas rotas y muebles de todo tipo se mostraron a su ojo, aunque sobre todos
ellos había una capa de polvo que redondeaba las aristas. Los oxidados
restos de una calefacción de aire mostraban que el edificio había sido usado
y conservado hasta por lo menos el periodo medio victoriano.
Actuando casi sin intención consciente, Blake reptó a través de la
ventana y se descolgó hasta el suelo de cemento, lleno de escombros y
alfombrado de polvo. El sótano abovedado era inmenso, sin tabiques, y en
una esquina, lejana y a la derecha, vio una negra arcada que llevaba sin
duda hacia arriba. Sufría una peculiar sensación de agobio respecto a aquel
edificio grande y espectral, pero lo sobrellevó para explorar con cautela y
encontró un barril casi intacto entre el polvo; lo hizo rodar hasta debajo de
la ventana abierta, proveyéndose así de un medio de salida. Luego,
cobrando valor, cruzó el espacio ancho y lleno de telarañas, dirigiéndose al
arco. Medio tapado por el omnipresente polvo, y cubierto por fantasmales
gasas de telaraña, subió por los gastados peldaños de piedra que se
remontaban en la negrura. No llevaba luz consigo, pero iba tanteando
cuidadosamente con las manos. Tras un brusco giro, tocó una puerta cerrada
y, a tientas, palpó el antiguo picaporte. Se abría hacia dentro y, más allá, se
hallaba un corredor, tenuemente iluminado, cubierto de artesonados
comidos por los gusanos.
Ya en la planta baja, Blake comenzó a explorar con rapidez. Todas las
puertas interiores estaban abiertas, por lo que pudo pasar con libertad de
cuarto a cuarto. La colosal nave resultaba un lugar casi fantasmal, con sus
montones de polvo apilado sobre bancos de madera, altar, púlpito con forma
de reloj de arena y plataforma, y titánicos cordones de telaraña tendidos
entre los puntiagudos arcos de la galería y enlazando las agrupadas
columnas góticas. En esa silenciosa desolación danzaba una espantosa luz
plomiza, fruto de los rayos que el poniente sol vespertino lanzaba a través
de los extraños y medio ennegrecidos cristales de las grandes ventanas del
ábside.
Las pinturas de esas ventanas estaban tan oscurecidas por el hollín que
Blake apenas pudo entrever lo que representaban, pero de lo poco que
consiguió ver llegó a la conclusión de que no le gustaban nada. Los diseños
eran de lo más convencionales y, gracias a su conocimiento del simbolismo
oscuro, pudo reconocer muchos de aquellos antiguos motivos. Los pocos
santos representados mostraban expresiones claramente reprobables,
mientras que una de las ventanas parecía exhibir simplemente un espacio
oscuro, con espirales de curiosa luminosidad dispersa a su alrededor.
Apartándose de las ventanas, Blake descubrió que la cruz, cubierta de
telarañas, que había sobre el altar, no era de las normales, sino que
recordaba a la primordial ankh o cruz ansada del tenebroso Egipto.
En la sacristía, situada detrás junto al ábside, Blake encontró un armario
podrido y baldas que iban de suelo a techo, con enmohecidos libros en
proceso de desintegración. Allí, por primera vez, sufrió un golpe de
objetivo horror, ya que los títulos de aquellos libros significaban mucho
para él. Eran los negros y prohibidos tomos sobre los que la gente cuerda no
había oído nunca hablar, o lo había hecho solo merced a rumores furtivos y
atemorizados; los receptáculos vedados y temidos de equívocos secretos e
inmemoriales fórmulas que se habían transmitido a través del tiempo desde
los días de la infancia del hombre y los brumosos y fabulosos tiempos
anteriores a este. Él mismo había leído muchos de ellos: una versión latina
del horrendo Necronomicón, el siniestro Liber Eibonis; el infame Cultes des
Goules, del Conde d’Erlette; el Unaussprechlichen Kulten, de Von Junzt, y
el infernal De Vermis Mysteriis, del viejo Ludwig Prinn. Pero había otros a
los que conocía simplemente de oídas o no conocía en absoluto: los
Manuscritos Pnakóticos, el Libro de Dzyan y un deteriorado volumen con
caracteres completamente inidentificables, aunque mostraba ciertos
símbolos y diagramas que resultaban estremecedoramente reconocibles para
estudiantes de lo oculto. Al parecer, los persistentes rumores locales no
mentían. Aquel lugar había sido asiento, una vez, de una maldad más
antigua que la humanidad y que alcanzaba más allá del universo conocido.
En los arruinados estantes había un cuaderno pequeño, forrado en cuero
y repleto de anotaciones en alguna criptografía extraña. El manuscrito
contenía los tradicionales símbolos comunes usados aún hoy en día en
astronomía y antiguamente en alquimia, astrología y otras artes dudosas —
los símbolos del Sol, la Luna, los planetas, aspectos y signos zodiacales—,
que aquí se agolpaban para formar páginas repletas de textos con divisiones
y párrafos que sugerían que cada símbolo correspondía a alguna letra del
alfabeto.
Esperando resolver más tarde la clave, Blake se echó el volumen al
bolsillo de la chaqueta. Muchos de los grandes tomos de los estantes lo
fascinaban indeciblemente, y se sintió tentado de cogerlos más tarde. Se
preguntó cómo era posible que hubieran estado allí tanto tiempo. ¿Acaso
era él el primero en vencer al acechante y disuasivo temor que durante cerca
de sesenta años había mantenido a ese desierto lugar a salvo de visitantes?
Habiendo ya explorado del todo la planta baja, Blake se dirigió, a través
del polvo de la espectral nave, hacia el vestíbulo frontal, ya que allí había
visto una puerta y unas escaleras que debían llevar hacia la ennegrecida
torre y el campanario, que tan familiares le resultaban de lejos. El ascenso
fue una experiencia estremecedora, ya que el polvo era espeso y las arañas
se habían esmerado en aquel lugar cerrado. La escalera era una espiral con
altos y angostos peldaños de madera y, de vez en cuando, Blake pasaba por
una opacada ventana que ofrecía una vertiginosa panorámica sobre la
ciudad. Aunque no había visto abajo ninguna cuerda, esperaba encontrar
una o varias campanas en la torre, cuyas ventanas ojivales, cubiertas con
celosías, tan a menudo había estudiado mediante sus prismáticos. La
desazón lo alcanzó al llegar a su objetivo, cuando, en lo alto de las
escaleras, descubrió que la estancia de la torre estaba desprovista de
carillones y que claramente había estado destinada a propósitos muy
diferentes.
La estancia, de unos tres metros de lado, estaba débilmente iluminada,
gracias a cuatro ventanas ojivales, una a cada lado, que dejaban pasar la luz
a través de sus deterioradas celosías. Estas habían sido en algún momento
cubiertas con pantallas opacas y gruesas, pero hacía mucho que se habían
podrido y caído. En mitad del polvoriento suelo se alzaba un pilar de piedra
de curiosos ángulos de algo más de un metro de altura y de unos sesenta
centímetros de diámetro mayor, cubierto a cada lado por jeroglíficos
estrafalarios, toscamente cincelados y completamente irreconocibles. Sobre
ese pilar descansaba una caja de metal de forma peculiarmente asimétrica;
su tapa estaba abierta y el interior mostraba lo que, bajo el polvo de
decenios, podía ser un objeto ovoide o irregularmente esférico de unos
quince centímetros. En torno al pilar, formando grosso modo un círculo,
había siete sillas góticas de alto respaldo, prácticamente intactas, mientras
que detrás de ellas, a lo largo de los muros cubiertos de madera oscura,
había siete imágenes colosales de yeso pintado de negro, ya en muy mal
estado y que recordaban, más que otra cosa, a los crípticos megalitos
tallados de la misteriosa isla de Pascua. En una esquina de la habitación,
cubierta de telarañas, una escala tallada en el muro llevaba a la cerrada
trampilla del campanario que, desprovisto de ventanas, se situaba encima.
Al ir acostumbrándose Blake a la débil luz, se percató de los extraños
bajorrelieves de la curiosa caja abierta de metal amarillo. Acercándose,
trató de limpiar el polvo con sus manos y el pañuelo, y descubrió que las
figuras mostradas eran de una especie monstruosa y totalmente ajena,
representando entidades que, aunque aparentemente vivas, no guardaban
semejanza alguna con ninguna forma de vida que hubiera existido nunca
sobre este planeta. La casi esfera de quince centímetros resultó ser un
poliedro prácticamente negro y estriado de rojo, con multitud de superficies
planas e irregulares; un curioso cristal de alguna especie, o quizá un mineral
artificialmente tallado y pulido. No tocaba el fondo de la caja, ya que estaba
suspendido por medio de una banda de metal que ceñía su ecuador, con
algunos soportes de extraño diseño que iban horizontalmente hacia los
ángulos de las caras interiores de la caja, cerca del borde. Esa piedra, una
vez expuesta, ejerció sobre Blake una fascinación casi alarmante. Apenas
podía apartar los ojos de ella y, según miraba sus resplandecientes
superficies, casi imaginó que era transparente, con mundos de prodigio a
medio formar en su interior. En su mente flotaban imágenes de orbes
alienígenas con grandes torres de piedra, y otros mundos con montañas
titánicas y sin vestigios de vida, y espacios aún más remotos donde solo una
agitación en la vaga negrura hablaba de la presencia de conciencia y vida.
Cuando apartó la vista, se percató de un singular montón de polvo
situado en una esquina lejana, cerca de la escala del campanario. No
hubiera sabido decir por qué llamó su atención, pero algo en su forma
mandó un mensaje a su mente inconsciente. Dirigiéndose hacia allí y
apartando las colgantes telarañas, comenzó a discernir algo terrible. Manos
y pañuelo revelaron pronto la verdad y Blake boqueó preso de una
estremecedora mezcla de emociones. Se trataba de un esqueleto humano y
debía haber estado allí durante largo tiempo. Las ropas estaban reducidas a
jirones, pero algunos botones y trozos hablaban aún de la existencia de un
traje masculino gris. Había otras evidencias: zapatos, hebillas de metal,
grandes botones para puños redondos, un deslucido alfiler de corbata, una
insignia de reportero con el nombre del viejo Providence Telegram y una
deteriorada cartera de cuero. Blake examinó esta última con cuidado y
encontró algunos billetes antiguos, un calendario de celuloide de 1893,
algunas cartas con el nombre de Edwin M. Lillibridge y un papel escrito.
Ese papel era de naturaleza desconcertante, y Blake lo leyó con cuidado
a la tenue luz de la ventana occidental. El deslavazado texto incluía frases
como las que siguen:

El profesor Enoch Bowen volvió de Egipto en mayo de 1844. Compró la vieja iglesia
FreeWill en julio. Sus estudios y trabajos arqueológicos en materias ocultas son bien
conocidos.
El doctor Drowne de la iglesia baptista de la calle cuarta previno contra la secta del
Saber Estelar en un sermón el 29 de diciembre de 1844.
La congregación contaba con 97 miembros a finales del 45.
1846. Tres desapariciones. Primera mención al Trapezoide Resplandeciente.
7 desapariciones en 1848. Comienzan a correr historias sobre sacrificios humanos.
La investigación de 1853 no llega a ninguna conclusión. Corren historias sobre sonidos.
El padre O’Malley habla sobre adoración al diablo hecha mediante una caja encontrada
en grandes ruinas egipcias; dice que convoca a algo que no puede sobrevivir a la luz del día.
Huye de la luz tenue y desaparece ante la intensa. Entonces tiene que ser convocado de
nuevo. Probablemente ha sacado todo eso de las confesiones que hizo en su lecho de muerte
Francis X. Feeney, que se había unido a la Sabiduría Estelar en el 49. Esa gente dice que el
Trapezoide Resplandeciente les muestra el paraíso y otros mundos y que El que Acecha en
la Oscuridad les comunica de alguna forma secretos.
Lo que dice Orrin B. Eddy en 1857. Lo convocan mirando al cristal y tienen un lenguaje
secreto que usan entre ellos.
200 fieles o más en 1863. Todos hombres.
Algarada de muchachos irlandeses contra la iglesia en 1869, luego de la desaparición de
Patrick Regan.
Velado artículo en J., el 14 de marzo del 72, pero la gente no le presta atención.
6 desapariciones en 1876, un comité secreto se entrevista con el alcalde Doyle.
Se prometen medidas en febrero de 1877. La iglesia es cerrada en abril.
Una banda, chicos de Federal Hill, amenazan al doctor… y al resto de la congregación
en mayo.
181 personas abandonan la ciudad antes de que acabe el 77… no se mencionan nombres.
Las historias de fantasmas comienzan hacia 1880… intentar comprobar si es cierto lo
que se dice acerca de que ningún ser humano ha entrado en la iglesia desde 1877.
Pedir a Laningan la fotografía del lugar tomada en 1851.

Devolviendo el papel a la cartera y metiéndose esta última en la


chaqueta, Blake se volvió a observar el esqueleto en el polvo. Las
implicaciones de las notas estaban claras y no había duda de que ese
hombre había invadido el abandonado edificio hacía cuarenta y dos años en
pos de una noticia periodística que nadie antes se había atrevido a buscar.
Quizá nadie estaba al tanto de su plan… ¿quién sabe? Pero lo cierto es que
nunca había vuelto al periódico. ¿Acaso un temor, heroicamente reprimido,
se había impuesto para matarlo de un fallo cardiaco? Blake se detuvo sobre
los descarnados huesos y estudió su estado. Algunos estaban malamente
quebrados y los había que parecían extrañamente disueltos en los extremos.
Otros se veían extrañamente amarillentos, con una vaga sugestión de
chamuscado. Esa quemazón se manifestaba también en algunos de los
jirones de ropa. La calavera se encontraba en un estado de lo más
peculiar… manchada de amarillo, con una abertura de bordes quemados en
lo alto, como si algún ácido poderoso hubiera comido el hueso sólido. Lo
que le había ocurrido al esqueleto durante aquellas cuatro décadas de
silencioso abandono en aquel lugar era algo que Blake no podía ni imaginar.
Antes de darse cuenta de lo que hacía, estaba mirando a la piedra de
nuevo y dejando que su curiosa influencia despertase un nebuloso
despliegue en su mente. Vio procesiones de figuras, con túnicas y capuchas,
cuyas siluetas no eran humanas, y observó interminables leguas de desiertos
contra las que se recortaban monolitos tallados y altísimos. Vio torres y
muros en negras profundidades submarinas y vórtices de espacio en los que
retazos de negra bruma flotaban ante tenues resplandores de fría neblina
púrpura. Y, más allá de todo eso, tuvo el atisbo de una infinita sima de
oscuridad, en la que formas sólidas y semisólidas eran detectables tan solo
por sus rabiosas agitaciones, y nebulosas tramas de fuerza parecían
entremezclar orden y caos ofreciendo una clave para todas las paradojas y
arcanos del mundo conocido.
Luego, todo aquel hechizo quedó roto por un ataque de corrosivo e
intangible miedo pánico. Blake, estremecido, se apartó de la piedra,
consciente ahora de que había alguna informe presencia ajena cerca de él
observándolo con horrible resolución. Se sentía en contacto con algo —algo
que no era la piedra, sino que lo observaba a través de ella—, algo que
podía seguirlo sin descanso, con un sentido que no era el de la física visión.
Sin duda, aquel lugar estaba afectando sus nervios… lo que no era de
extrañar, dado su horrible descubrimiento. La luz se desvanecía, también, y,
ya que no tenía medios de alumbrarse, tendría que marcharse enseguida.
Fue entonces, en el postrer crepúsculo, cuando pensó detectar un débil
trazo de luminosidad en la piedra de locos ángulos. Había tratado de no
mirarla, pero alguna oscura compulsión atrajo sus ojos hacia ella. ¿No había
alguna sutil fosforescencia radiactiva en aquella cosa? ¿Qué era lo que
decían las notas del muerto acerca de un Trapezoide Resplandeciente? ¿Y
qué era, además, aquel nicho de cósmica maldad? ¿Qué había ocurrido allí
y qué podía estar aún al acecho en las sombras rehuidas por los pájaros?
Parecía ahora como si un esquivo toque de fetidez se hubiese alzado,
aunque no había fuente aparente para el mismo. Blake cogió la tapa de esa
caja tanto tiempo abierta y la cerró. Giró con facilidad sobre sus extrañas
bisagras y volteó por completo sobre la piedra, ahora inconfundiblemente
brillante.
A la par que el agudo clic del cierre se escuchó un amortiguado agitar
que parecía llegado de la eterna negrura del campanario encima, más allá de
la trampilla. Ratas, sin duda alguna; los únicos seres vivientes que se habían
mostrado en aquel maldito lugar desde que había entrado. Pero aquel
revuelo en el campanario le espantó horriblemente, así que se lanzó por la
escalera de caracol hacia abajo, cruzando la fantasmal nave hasta llegar al
abovedado sótano, pasar el polvo acumulado en el patio desierto y correr
por las enmarañadas y medrosas callejas y avenidas de Federal Hill rumbo a
las cuerdas calles del centro y los hogareños muros de ladrillo del distrito
universitario.
En los días siguientes, Blake no habló con nadie de su expedición. En
cambio, leyó mucho en ciertos libros, examinó archivos periodísticos que
abarcaban muchos años y trabajó febrilmente en la criptografía de ese
volumen de cuero sacado de la sacristía llena de telarañas. Pronto pudo
constatar que el cifrado no era nada sencillo y, tras un arduo esfuerzo, se
convenció de que no era inglés, latín, griego, francés, español, italiano o
alemán. Evidentemente, tendría que bucear en los más profundos pozos de
su extraña erudición.
Cada tarde volvía a él el viejo impulso de mirar al oeste y contemplaba
al negro campanario como algo pretérito que asomase entre los erizados
tejados de un mundo lejano y medio fabuloso. Pero ahora sentía también
una nueva nota de terror. Conocía la herencia de maligno saber que
enmascaraba y, con tal conocimiento, su visión se desbocaba por caminos
nuevos y extraños. Los pájaros de la primavera habían vuelto y él, mirando
sus vuelos al ocaso, imaginaba que rehuían aún más que antes la aguda y
lejana aguja. Cuando una bandada se aproximaba, le parecía que giraban y
se dispersaban en confusión pánica, e imaginaba los gorjeos salvajes que no
llegaban a sus oídos debido a los kilómetros interpuestos.
Fue en junio cuando el diario de Blake registra su triunfo sobre la clave.
Descubrió que el texto estaba en el oscuro lenguaje klo, usado por ciertos
cultos de maligna antigüedad y con el que se había topado varias veces en
investigaciones previas. El diario se muestra extrañamente reticente sobre
lo que Blake logró descifrar, pero resulta patente que este había quedado
espantado y aturdido por lo descubierto. Había referencias al El que Acecha
en la Oscuridad, que despierta cuando alguien mira dentro del Trapezoide
Resplandeciente, y locas conjeturas sobre las negras simas de caos desde las
que había sido convocado. El ser es descrito como depositario de todo
conocimiento, ansioso de sacrificios monstruosos. Algunas de las
anotaciones de Blake muestran miedo de que el ser, que parecía poder ser
convocado mediante una mirada, volviera a rondar el mundo; aunque
añadía que las luces callejeras formaban una barrera que no podía traspasar.
Hablaba a menudo del Trapezoide Resplandeciente, describiéndolo
como una ventana a todo tiempo y espacio, y consignando su historia desde
los días en que fue fabricado en el oscuro Yuggoth, antes incluso de que los
Antiguos llegasen a la Tierra. Fue colocado y atesorado en su curiosa caja
por los seres crinoideos de la Antártida, rescatado de sus ruinas por los
hombres-serpiente de Valusia y contemplado, eones más tarde, en Lemuria,
por los primeros seres humanos. Cruzó extrañas tierras y extraños mares, y
se hundió con la Atlántida antes de que un pescador minoico lo sacara en su
red y lo vendiera a los cetrinos mercaderes de la sombría Khem. El faraón
Nephren-Ka construyó en torno suyo un templo con una cripta sin ventanas,
lo que hizo que su nombre fuera borrado de todo monumento y toda
crónica. Luego durmió en las ruinas de ese maligno recinto, destruido por
los sacerdotes y el nuevo faraón, hasta que la pala de los excavadores lo
sacó, una vez más, para esparcir su maldición entre la humanidad.
A principios de julio los periódicos suministraron una extraña
confirmación a las anotaciones de Blake; aunque lo hizo de forma tan breve
y casual que solo el diario logra establecer la conexión. Al parecer, nuevos
terrores rondaban Federal Hill desde que un forastero había invadido la
temida iglesia. Los italianos hablaban de desacostumbrados chirridos y
golpes y rasguños en el oscuro campanario sin ventanas, y recurrían a sus
sacerdotes para ahuyentar a un ser que rondaba sus sueños. A veces, decían,
se quedaba acechando a una puerta, esperando que estuviese lo bastante
oscuro como para cruzar. Los artículos mencionaban las seculares
supersticiones locales, pero no fueron capaces de arrojar mucha luz sobre
ese nuevo avatar del horror. Estaba claro que los jóvenes reporteros
contemporáneos no eran muy duchos en historia. Al consignar todo eso en
su diario, Blake expresaba una curiosa especie de remordimiento y
menciona el deber de enterrar el Trapezoide Resplandeciente y espantar lo
que había evocado, dejando entrar la luz del día en ese odioso chapitel. Al
mismo tiempo, no obstante, mostraba la peligrosa extensión de su
fascinación y admitía un ansia morbosa —presente incluso en sus sueños—
por visitar la torre maldita y contemplar de nuevo los cósmicos secretos de
la piedra resplandeciente.
Luego, una noticia en el Journal matutino del 17 de julio provocó en el
escritor un verdadero horror febril. Se trataba tan solo de una variante de
aquellos reportajes medio humorísticos sobre la inquietud que sacudía
Federal Hill; pero para Blake supuso algo terrible. Durante la noche, una
tormenta eléctrica había averiado el alumbrado de la ciudad durante una
buena hora, y en ese negro intervalo los italianos se habían vuelto casi locos
de miedo. Aquellos que vivían cerca de la temida iglesia habían jurado que
el ser del campanario se había aprovechado de la falta de luces callejeras
para bajar a la nave de la iglesia, aleteando y golpeteando en una forma
viscosa y sumamente horrible. Al final había vuelto a la torre, donde se
oyeron sonidos de cristal roto. Podía ir adondequiera que hubiese oscuridad,
pero la luz le hacía siempre huir.
Cuando volvió la corriente, hubo una estremecedora conmoción en la
torre, ya que incluso el débil resplandor que se filtraba a través de las
ventanas oscurecidas por la mugre y cubiertas con pantallas era demasiado
par el ser. Golpeó y se escurrió hacia su tenebroso campanario justo a
tiempo, ya que una buena dosis de luz podría haberlo enviado de vuelta al
abismo del que aquel loco forastero le había sacado. Durante la hora de
oscuridad, un gentío que rezaba se había congregado en torno a la iglesia,
bajo la lluvia, con velas y lámparas que protegían mediante paraguas y
papeles; una guardia de luz dispuesta a proteger a la ciudad de la pesadilla
que rondaba en la oscuridad. En cierta ocasión, aquellos que estaban más
cerca de la iglesia declararon que la puerta exterior se había sacudido en
forma espantosa.
Pero ni siquiera eso fue lo peor. Esa tarde, en el Bulletin, Blake leyó lo
que los periodistas habían encontrado. Conscientes por fin del fenomenal
valor de todas esas noticias, un par de ellos habían desafiado a las frenéticas
multitudes de italianos, reptando al interior de la iglesia a través de la
ventana del sótano, luego de tratar en vano de abrir las puertas. Se
encontraron con que el polvo del vestíbulo y de la espectral nave estaba
removido de forma muy singular, así como con restos de cojines podridos y
del forro de satén de los bancos dispersos por todas partes; aquí y allá había
manchas amarillentas y lugares que parecían chamuscados. Al abrir la
puerta que llevaba a la torre y detenerse un momento ante la sospecha de un
sonido de rasguños arriba, descubrieron que la estrecha escalera espiral
había sido limpiada por el paso de algo.
En la propia torre reinaban condiciones similares. Hablaron acerca de la
columna de piedra heptagonal, las sillas góticas alrededor y de las
estrafalarias imágenes de yeso, aunque, cosa extraña, nada mencionaron
acerca de la caja de metal, ni del viejo y mutilado esqueleto. Lo que más
perturbó a Blake —dejando de lado el asunto de las manchas y las
quemaduras, así como el mal olor— fue ese detalle final que explicaba el
sonido de cristales rotos. Todas las ventanas ojivales de la torre estaban
hechas añicos y dos de ellas habían sido oscurecidas, tosca y
apresuradamente, mediante tapizados de satén y pelo de caballo, sacado de
los cojines, introducidos en los huecos que dejaban las ladeadas coberturas
exteriores. Más fragmentos de satén y montones de crines yacían dispersos
en torno al suelo recién barrido, como si alguien hubiera sido interrumpido
cuando trataba de devolver a la torre a la absoluta negrura, propia de los
días en que estaba totalmente guardada por cortinas.
También había manchas amarillentas y trozos quemados en la escala
que llevaba al chapitel sin ventanas; pero cuando un periodista ascendió por
ella, abrió la trampilla horizontal y proyectó un débil rayo de luz a través de
aquel espacio negro y de una extraña fetidez, nada vio, excepto oscuridad y
una heterogénea pila de fragmentos informes cerca de la abertura. El
veredicto fue, por supuesto, de superchería. Alguien había gastado una
broma a los supersticiosos habitantes de la colina, o puede que algún
fanático se hubiera aprovechado de esos miedos para sus propios fines.
Quizá incluso alguno de los más jóvenes y sofisticados habitantes del lugar
habían montado una elaborada broma a costa del mundo exterior. Hubo un
divertido colofón cuando la policía envió a un agente a corroborar tales
informes. Tres hombres, uno tras otro, encontraron la forma de zafarse de
esa misión, y el cuarto, que se mostró de lo más reacio, volvió enseguida y
sin nada que añadir a lo comunicado por los periodistas.
De ahí en adelante, el diario de Blake muestra una creciente marea de
insidioso horror y aprensión nerviosa. Se recrimina por no hacer nada y
especula extravagantemente sobre las consecuencias que pudiera tener otro
corte eléctrico. Se ha constatado que en tres ocasiones —durante tormentas
con relámpagos— telefoneó, bastante alterado, a la compañía eléctrica para
inquirir acerca de las medidas de emergencia a tomar contra un corte del
suministro. Cada dos por tres, sus anotaciones vuelven sobre el hecho de
que los reporteros no llegaron a encontrar la caja de metal ni el viejo
esqueleto tan extrañamente dañado durante su exploración de la
ensombrecida estancia de la torre. Suponía que habían retirado ambas
cosas… aunque, adónde, y quién o qué lo había hecho, era algo sobre lo que
no podía especular. Pero sus peores miedos le cocernían a él mismo y a la
especie de impía ligazón que existía entre su mente y ese horror acechante
del lejano campanario; ese ser monstruoso y nocturno al que su
imprudencia había convocado desde las supremas negruras del espacio.
Parecía sentir una tracción constante que arrastraba su voluntad, y testigos
de esa época recuerdan cómo se sentaba abstraído en su escritorio y miraba
por la ventana hacia esa lejana colina cubierta de chapiteles y situada más
allá de los remolineantes humos de la ciudad. Hay una mención a la noche
en que despertó para descubrirse completamente vestido, en la calle, y
yendo cuesta abajo por College Hill hacia el oeste. Una y otra vez se
reafirmaba en la idea de que el ser del campanario sabía dónde hallarlo.
La semana siguiente al 30 de julio es recordada como el momento en
que se produjo el desplome parcial de Blake. No se vestía y pedía la comida
por teléfono. Los visitantes reparaban en las cuerdas que tenía cerca de la
cama, y él se justificaba diciendo que el sonambulismo le había obligado a
atarse, cada noche, los tobillos, con la idea de que lo retendrían o lo
despertarían antes de desatarse.
En su diario habla de la espantosa experiencia que lo llevó al colapso.
Luego de acostarse, la noche del 30, se había encontrado, de repente,
moviéndose a tientas por un espacio casi completamente oscuro. Todo lo
que podía ver eran líneas cortas, débiles y horizontales de luz azulada, oler
un hedor que lo impregnaba todo y escuchar una curiosa sarta de débiles y
furtivos sonidos encima de él. Cada vez que se movía tropezaba con algo y,
a cada sonido, le llegaba una especie de ruido en respuesta encima de su
cabeza; un vago remover, mezclado con el cauteloso deslizar de madera
sobre madera.
Tanteando, sus manos fueron a topar con un pilar de piedra sin nada
encima, y más tarde se encontró aferrando los travesaños de la escalera
tallada en el muro para trepar hacia arriba, hacia algún lugar lleno de un
intenso hedor, desde donde surgía un cálido abrasador soplo que golpeaba
contra él. Ante sus ojos se desplegó una calidoscópica gama de fantasmales
imágenes que se disolvían a intervalos en la visión de un inmenso e
insondable abismo nocturno en el que giraban soles, mundos e incluso una
negrura aún más profunda. Recordó las antiguas leyendas del Caos
Supremo, en cuyo centro se aposenta el dios ciego e idiota Azatoth, Señor
de Todas las Cosas, rodeado por su maleable horda de bailarines amorfos y
sin mente, acunado por los agudos y monótonos sones de demoníacas
flautas tocadas por zarpas indescriptibles.
Luego, un fuerte sonido procedente del mundo exterior se abrió paso a
través de su aturdimiento y le hizo consciente del tremendo horror de la
posición en la que se hallaba. Qué fue exactamente, nunca lo supo; quizá
algún tardío estallido de los fuegos artificiales que se escuchaban durante
todo el verano en Federal Hill, cuando sus habitantes festejaban a sus
diversos patronos, o a los santos de sus pueblos natales en Italia. En
cualquier caso, lanzó un alarido, se dejó caer frenéticamente por la escalera
y fue dando tumbos a ciegas, por el suelo cubierto de escombros, a lo largo
de aquella estancia, casi a oscuras, en la que se hallaba.
Supo de inmediato qué lugar era aquel y se lanzó sin demora por la
estrecha escalera de caracol, tropezando y golpeándose a cada vuelta. Hubo
una carrera de pesadilla a través de una nave inmensa llena de telarañas,
cuyos fantasmales arcos se sumían en una oscuridad acechante, un pasar a
ciegas a través de un sótano cubierto de escombros y el ascenso a regiones
exteriores, llenas de aire y luces callejeras, así como una loca fuga por una
espectral colina de buhardillas torcidas, luego a través de una ciudad hosca
y silenciosa de torres negras y, por último, cuesta arriba hacia el barranco
oriental, hasta llegar a su propia y antigua casa.
Al recobrarse a la mañana siguiente se encontró yaciendo en el suelo del
estudio completamente vestido. Estaba cubierto de suciedad y telarañas, y
cada centímetro de su cuerpo parecía dolorido y magullado. Al mirarse al
espejo vio que su pelo estaba seriamente abrasado y que un olor extraño y
maligno parecía manar de las ropas de su parte superior. Fue entonces
cuando sus nervios cedieron. En adelante se quedó descansando, envuelto
en una bata, haciendo poco más que mirar desde su ventana occidental,
estremeciéndose cada vez que sonaba un trueno, y haciendo extrañas
anotaciones en su diario.
La gran tormenta se desató justo antes de la medianoche, el 8 de agosto.
Los rayos cayeron en multitud de ocasiones por todas partes en la ciudad y
se informó acerca de dos grandes bolas de fuego. La lluvia se hizo
torrencial, mientras un constante resonar de truenos rompía por cientos sin
pausa. Blake se volvió frenético en sus temores acerca del sistema eléctrico
e intentó telefonear a la compañía alrededor de la una, aunque en esos
momentos el servicio había sido temporalmente interrumpido por razones
de seguridad. Lo consignó todo en su diario; garabatos grandes, nerviosos y
a menudo indescifrables que contaban su propia historia de creciente miedo
y desesperación, dando fe de registros hechos a ciegas en la oscuridad.
Tenía que mantener a oscuras la casa, para mirar por la ventana, y
parece que pasó la mayor parte del tiempo sentado en su escritorio,
observando ansiosamente a través de la lluvia, más allá de los relucientes
kilómetros de techos del barrio comercial y la constelación de luces lejanas
que marcaban Federal Hill. De vez en cuando hacía una anotación a tientas
en su diario, de la que destacan frases como «No deben apagarse las luces»,
«Sabe dónde encontrarme», «He de destruirlo» y «Me está reclamando,
pero quizá no me haga daño en esta ocasión», que siembran al azar dos de
las páginas.
Luego, las luces se apagaron en toda la ciudad. Fue a las 2,12 de la
madrugada, según consta en los registros de la central eléctrica, pero el
diario de Blake no menciona la hora. La anotación dice sencillamente «las
luces se han apagado… Dios me asista». En Federal Hill había
observadores tan ansiosos como él, y grupos de hombres empapados se
concentraban en la plaza y callejas cercanas a la maligna iglesia, con velas
protegidas por paraguas, linternas eléctricas, lámparas de petróleo,
crucifijos y extraños amuletos de muchas formas, comunes en la Italia del
sur. Rezaban a cada restallar del relámpago y realizaban crípticos signos
con sus manos diestras según las variaciones de la tormenta hacía que los
relámpagos menguasen, hasta cesar del todo. El aumento del viento apagó
la mayor parte de las velas y la escena se hizo aún más amenazadoramente
oscura. Alguien avisó al padre Merluzzo, de la Iglesia del Espíritu Santo, y
este se apresuró a acudir a la ensombrecida plaza con las primeras sílabas
de aliento que le vinieron a la cabeza. Ya no cabía duda alguna de que de la
oscura torre salían sonidos incesantes y curiosos.
De lo acaecido a las 2,35 de la madrugada tenemos los testimonios del
sacerdote, una persona joven, inteligente y de buena cultura; el patrullero
William J. Monahan, de Central Station, un agente de la mayor confianza,
que se había detenido en esa parte de su ronda para inspeccionar a la
muchedumbre; y los de la mayor parte de los setenta y ocho hombres
reunidos en torno al muro y el rellano de la iglesia, especialmente aquellos
que estaban en la plaza, en donde la fachada oriental era visible. Por
supuesto, no sucedió nada que se pueda demostrar que fuera contrario al
orden natural. Hay multitud de causas que pueden explicar lo que sucedió.
Nadie puede decir con certeza qué oscuros procesos químicos se
desencadenan en un edificio grande, antiguo, mal ventilado y vacío desde
hace mucho, que se halla abarrotado de contenidos diversos. Vapores
mefíticos, combustión espontánea, presión de gases surgidos de la
descomposición; innumerables fenómenos pueden haber sido los
responsables. Y, desde luego, no puede descartarse alguna superchería
organizada. Lo que ocurrió, en sí mismo, es algo bastante simple y no
ocupó más allá de tres minutos. El padre Merluzzo, hombre preciso en todo
momento, miró repetidas veces su reloj.
Comenzó con una audible serie de sonidos tenues, como de hurgar,
dentro de la torre negra. Durante cierto tiempo se había notado la vaga
presencia de olores extraños y malignos que surgían de la iglesia, y ahora se
tornaron punzantes y ofensivos. Luego, por fin, se oyó el sonido de la
madera astillada y un objeto, grande y pesado, cayó al patio, ante la ceñuda
fachada oriental. La torre era ahora, con las velas apagadas, invisible; pero,
según el objeto llegaba al suelo, la gente comprendió que se trataba de la
contracubierta ahumada de esa ventana de la torre este.
De inmediato se desató un hedor completamente insoportable que llegó
de las invisibles alturas, golpeando y mareando a los estremecidos
espectadores, hasta el punto de que casi los derribó. Al mismo tiempo, el
aire tembló con la agitación de unas alas y un brusco viento de levante, más
violento que cualquier ráfaga anterior, arrancó los sombreros y arrebató los
goteantes paraguas de la multitud. Nada definido se pudo ver en la noche
sin velas, aunque algunos espectadores que miraban hacia arriba creyeron
entrever un gran y difuso borrón de negrura, más densa, recortarse contra el
cielo como tinta; algo así como una informe nube de humo que se lanzó con
meteórica velocidad hacia el este.
Eso fue todo. Los observadores se quedaron medio petrificados de
miedo, espanto y desazón, y apenas sabían qué hacer, o siquiera si había
algo que hacer. No sabiendo qué había sucedido, no descuidaron su
vigilancia y, un momento más tarde, entonaron una plegaria, cuando el gran
destello de un tardío relámpago, seguido de un estruendo ensordecedor,
desgarraron los cielos abiertos. Media hora más tarde cesó la lluvia y, un
cuarto de hora después, las luces callejeras volvieron a encenderse,
permitiendo que los cansados y mojados observadores se volvieran
aliviados a casa.
Los periódicos del día siguiente hicieron escasa mención a todo eso, en
comparación con lo que informaron sobre la tormenta en general. Al
parecer, el gran relámpago y el estruendo ensordecedor consiguiente de
Federal Hill fueron aún más tremendos lejos, al este, donde también se notó
un efluvio de singular hedor. El fenómeno fue más potente sobre College
Hill, donde el impacto despertó a todos cuantos dormían y los llevó a una
delirante sucesión de especulaciones. De entre los que estaban ya
despiertos, solo unos pocos vieron anormal relámpago cerca de la cima de
la colina, o se percataron de la inexplicable ráfaga de aire que casi arrancó
las hojas de los árboles y las plantas de los jardines. Se llegó a la conclusión
de que el solitario y repentino rayo debía haber impactado en la vecindad,
aunque no se encontró ningún daño más tarde. Un joven de la fraternidad
Tau Omega creyó haber visto una grotesca y espantosa masa de humo en el
aire, justo al desatarse el relámpago previo, pero su apreciación no ha sido
constatada. Los escasos observadores coinciden, no obstante, en el violento
soplo del oeste y en la ola de intolerable hedor que precedió al posterior
impacto, al tiempo que es igualmente general la apreciación tocante al olor
a quemado que siguió al impacto.
Todo eso fue discutido con sumo cuidado, debido a su probable relación
con la muerte de Robert Blake. Estudiantes de la casa Psi Delta, cuyas
ventanas superiores miraban al estudio de Blake, se fijaron en la
desdibujada cara que se asomaba a la ventana oeste la mañana del 9, y se
preguntaron qué era lo raro en esa expresión. Cuando vieron el mismo
rostro, y en la misma posición, por la tarde, se preocuparon y esperaron a
ver si encendía las luces de ese apartamento. Más tarde llamaron a ese piso
a oscuras y, por último, un policía forzó la puerta.
El cuerpo rígido estaba sentado en el escritorio, junto a la ventana, y
cuando los que entraron vieron los ojos vidriosos y desorbitados, y las
señales de un miedo terrible y convulsivo en las retorcidas facciones,
sintieron un enfermizo desfallecimiento. Poco después, el médico forense lo
examinó y, pese a las ventanas intactas, dictaminó que la causa de la muerte
era un choque eléctrico o un golpe nervioso causado por una descarga. Pasó
por alto la espantosa expresión, achacándola con toda probabilidad a la
profunda conmoción experimentada por una persona de imaginación tan
anormal y emociones tan desbocadas. Dedujo la existencia de tales
cualidades a partir de los libros, pinturas y manuscritos hallados en el
apartamento, y de las anotaciones, ciegamente garabateadas, en el escritorio
del diario. Blake había seguido sus frenéticos apuntes hasta el final, y
encontraron el lápiz con la punta rota en su crispada mano derecha.
Las notas posteriores al apagón resultaban totalmente deslavazadas y
solo en parte legibles. A partir de ellas, ciertos investigadores han sacado
conclusiones que difieren enormemente del prosaico dictamen oficial; pero
es difícil que tales especulaciones sean creídas por mentes conservadoras.
La postura de tales teóricos no se ha visto para nada ayudada por la acción
del supersticioso doctor Dexter, que lanzó la curiosa caja y esa piedra
angulosa —un objeto que es cierto que era parcialmente luminoso, como se
pudo constatar en el negro campanario sin ventanas donde fue encontrado
— al canal más profundo de la bahía de Narragansett. Casi todos achacan
esos apuntes finales y frenéticos a la excesiva imaginación y al desorden
nervioso de Blake, agravados por el conocimiento del maligno culto cuyos
estremecedores restos había descubierto. Estas son las anotaciones… o lo
que puede sacarse en claro de ellas.

Las luces siguen apagadas; deben haber pasado ya cinco minutos. Todo depende de los
relámpagos. ¡Yaddith quiera que se mantengan!… alguna influencia parece asomar detrás de
todo esto… la lluvia y los truenos y el viento son ensordecedores… el ser se está apoderando
de mi mente.
Problemas con la memoria. Veo cosas que nunca conocí. Otros mundos y otras
galaxias… oscuridad… los relámpagos parecen oscuridad y la oscuridad luz.
La colina y la iglesia que veo en la oscuridad total no pueden ser reales. Debe tratarse de
alguna impresión retinal dejada por los rayos. ¡Quiera el cielo que los italianos estén allí con
sus velas, si cesan los relámpagos!
¿De qué tengo miedo? ¿No es un avatar de Nyarlathotep, que en la antigua y sombría
Kem aún tomaba forma de hombre? Recuerdo Yuggoth y la más lejana Shaggai, y el postrer
vacío de los negros planetas…
El largo y agitado vuelo a través del vacío… no puedo cruzar el universo de luz…
recreado por los pensamientos captados en el Trapezoide Resplandeciente… enviado a
través de los horribles abismos luminosos…
Mi nombre es Blake, Robert Harrison Blake, del 620 de East Knapp Street, Milwaukee,
Wisconsin… soy de este planeta.
¡Azatoth se apiade de mí! Ya no relampaguea… horrible… puedo verlo todo con un
sentido que no es el de la vista… la luz es oscuridad y la oscuridad luz… esa gente en la
colina… guardia… velas y amuletos… sus curas…
Ha desaparecido la percepción de las distancias… lejos es cerca y cerca lejos. No hay
luz… ni cristal… veo ese campanario… esa torre… puedo oír… Roderick Usher… estoy
loco o volviéndome loco… la cosa está arañando y tanteando en la torre… soy el ser y el ser
soy yo… quiero salir… debo salir y unir las fuerzas… sabe dónde estoy.
Soy Robert Blake, pero veo la torre en la oscuridad. Hay un olor monstruoso… los
sentidos mutan… las contraventanas de esa torre ceden y caen… Iä… nagai… ygg…
Lo veo… viniendo… viento infernal… mancha titánica… alas negras… Yog-Sothoth se
apiade de mí… ese ardiente ojo de tres lóbulos…
EN LOS MUROS DE ERIX[4]

A NTES de tratar de descansar, voy a escribir estas notas, anticipando el


informe que debo presentar. Lo que he encontrado es tan singular y tan
contrario a todas mis anteriores experiencias y expectativas que merece una
descripción con todo detalle.
Llegué al principal asentamiento de Venus el 18 de marzo, fecha
terrestre; el 9 del VI según el calendario planetario. Habiendo sido asignado
al grupo principal, al mando de Miller, recibí mi equipo —y un reloj
adaptado a la rotación, ligeramente más rápida, de Venus— y el
entrenamiento habitual con la máscara. Al cabo de dos días me encontraba
listo para poner manos a la obra.
Dejando el puesto de la Crystal Company en Terra Nova, al alba, seguí
la ruta sureña que Anderson había cartografiado desde el aire. El trayecto
fue arduo, ya que esas junglas se hacen casi impracticables después de la
lluvia. Debe ser la humedad lo que da a las lianas enredadas y a los tallos
rastreros esa resistencia correosa; una reciedumbre tan grande que, a veces,
se necesitan diez minutos para cortar uno de ellos con un cuchillo. A
mediodía todo estaba más seco —la vegetación tornándose más blanda y
elástica, por lo que el cuchillo la cortaba con mayor facilidad—, pero
incluso entonces no pude moverme con demasiada velocidad. Esta máscara
de oxígeno Carter es demasiado pesada; tan solo por llevarla puesta, un
hombre normal está ya medio agotado. Una máscara Dubois con esponja en
vez de tubos suministra aire bueno con la mitad del peso.
El detector de cristal parecía funcionar bien, apuntando sin cesar en una
dirección constatada en el informe de Anderson. Es curioso cómo funciona
ese principio de afinidad, sin ninguna de las imposturas de los «zahoríes»
terrestres. Debe haber un gran depósito de cristales a un millar de
kilómetros, aunque supongo que esos malditos hombres-lagarto estarán en
guardia constante y lo protegerán. Posiblemente piensan que somos unos
mentecatos por venir a Venus a buscar eso, tal y como nosotros pensamos
que lo son por humillarse en el fango en cuando ven una pieza, o por
guardar esa gran masa en un pedestal de su templo. Me gustaría que se
buscasen otra religión, ya que ellos no dan a los cristales más uso que rezar
delante de los mismos. Eliminada la teología, nos dejarían coger lo que
queremos; e incluso aprenderían a explotarlos con vistas a conseguir una
energía que sería suficiente para su planeta y la Tierra juntos. En lo que a
mí me toca, estoy cansado de soslayar los depósitos principales y tener que
contentarme con los cristales sueltos en los lechos ribereños de la jungla.
Algún día instaré a la eliminación de estos pordioseros escamosos mediante
un ejército bien armado traído de la Tierra. Veinte naves pueden transportar
soldados bastantes como para solventar el tema. No se puede llamar a estos
malditos seres hombres solo porque tengan «ciudades» y torres. No tienen
habilidad alguna excepto la de construir —y usar espadas y dardos
envenenados—, y no creo que sus cacareadas ciudades impliquen mucha
más inteligencia que la construcción de hormigueros o presas de castores.
Dudo siquiera que tengan verdadero lenguaje, y todas esas historias sobre
comunicación psicológica a través de esos tentáculos de su pecho me
parecen una sandez. Lo que llama a confusión a la gente es su postura
erecta, una semejanza accidental con un hombre de la Tierra.
Me gustaría transitar por la jungla de Venus sin tener que estar atento a
posibles grupos emboscados o a evitar sus malditos dardos. Puede que
fueran soportables antes de que empezásemos a recolectar cristales, pero,
desde luego, se han convertido en una molestia considerable ahora, con sus
ataques mediante dardos y los cortes de nuestras conducciones de agua.
Cada vez estoy más convencido de que tienen un sentido especial, igual al
de nuestros detectores de cristal. No se conoce ni un caso en el que hayan
molestado a un hombre —aparte de acosarlo a distancia— que no llevase
cristales encima.
Hacia la una de la tarde, un dardo estuvo a punto de arrancarme el
casco, y creí, por un segundo, que había perforado mis tubos de oxígeno.
Aquellos demonios furtivos no habían hecho sonido alguno y tres de ellos
se habían situado muy cerca de mí. Los despaché barriendo en círculo con
mi pistola lanzallamas, ya que, aunque se mezclaban gracias a su color con
la jungla, pude detectar sus movimientos. Uno de ellos medía sus buenos
dos metros y medio, con un morro como el de un tapir. Los otros dos tenían
el tamaño, normal, de poco más de dos metros. Lo único que les hace un
rival temible es su gran número… un simple regimiento de lanzallamas
podía mandarlos a todos al infierno. Es curioso, sin embargo, que hayan
llegado a ser la especie dominante en el planeta. No hay otro ser vivo tan
grande, fuera de los sinuosos akmans y skorahs, o los tukahs volantes del
otro continente; a no ser, desde luego, que algo se oculte en esos agujeros
de la Meseta Dioanea.
Hacia las dos de la tarde, mi detector apuntó al oeste, señalando la
presencia de cristales aislados delante y a mi derecha. Esto concordaba con
las mediciones de Anderson y, en consecuencia, varié mi ruta. Fue algo
arduo, no solo porque el terreno se volvía empinado, sino porque
aumentaba la presencia de vida animal y de plantas carnívoras. No hacía
otra cosa que acuchillar upgrats y pisar skorhas, y mi traje de cuero estaba
todo punteado por los darohs que iban a estrellarse contra él desde todas
partes. La luz del sol era enfermiza, debido a las brumas, y no acababa de
secar los fangos del todo. Cada vez que pisaba, mi pie se hundía doce o
quince centímetros, y había un sonido succionante, un blup, cuando lo
alzaba. Me gustaría que alguien inventase una forma segura de vestimenta,
que no fuese de cuero y capaz de soportar este clima. La tela se pudriría,
desde luego, pero tendría que ser factible, alguna vez, desarrollar algún tipo
de tejido delgado, metálico e irrompible, tal como la superficie de este rollo
de escritura a prueba de corrosión.
Comí alrededor de las 3.30; si es que a deslizar estas miserables tabletas
alimenticias a través de la máscara se puede llamar comer. Al poco de eso
me percaté de un gran cambio en el paisaje; las flores brillantes y de
aspecto venenoso cambiaron de color y adoptaron un aspecto tétrico. Los
contornos de las cosas rielaban rítmicamente y brillantes puntos de luz
aparecían y danzaban al mismo compás, lento y definido. La temperatura
parecía fluctuar también, acompasada a un peculiar tamborileo rítmico.
Todo el universo parecía estar latiendo, con profundas y regulares
pulsaciones que colmaban todos los volúmenes y fluían a través de mi
cuerpo y mi mente. Perdí todo sentido del equilibrio y me tambaleé
mareado, sin que cambiara nada por el hecho de cerrar los ojos y cubrir mis
oídos con las manos. No obstante, mi mente conservaba la lucidez y, en
poco tiempo, comprendí qué estaba pasando.
Me había topado, por fin, con una de esas curiosas planta-espejismo
sobre las que otros hombres tantas historias me habían contado. Anderson
ya me había puesto en guardia contra ellas, y me había descrito su
apariencia con todo lujo de detalles; el tallo velludo, las hojas puntiagudas y
las flores moteadas, cuyas emanaciones, gaseosas y narcóticas, se
infiltraban en todos los tipos de máscaras existentes.
Recordando lo que le había sucedido a Bailey hacía tres años, sentí un
pánico momentáneo y comencé a correr y dar traspiés a través del mundo
loco y caótico que las emanaciones de la planta habían conjurado en torno a
mí. Luego recobré el sentido común y comprendí que todo lo que
necesitaba hacer era apartarme de las flores peligrosas, rebasando la fuente
de pulsaciones y abriéndome camino a ciegas —no importa lo que pudiera
estar contorsionándose en torno a mí— hasta salir del radio de acción de la
planta.
Aun cuando todo giraba peligrosamente a mí alrededor, traté de
moverme en la dirección correcta y me puse en marcha hacia delante. Debí
apartarme mucho del camino, ya que parecieron pasar horas antes de que
me viese libre de la penetrante influencia de la planta. Gradualmente, las
danzarinas luces comenzaron a desaparecer y la escena, brillantemente
espectral, empezó a adoptar un aspecto de solidez. Una vez aclarada la
cabeza, miré el reloj y me quedé asombrado al ver que solo eran las cuatro
y veinte. Aunque parecían haber pasado eternidades, toda aquella
experiencia había tenido lugar en menos de media hora.
Los retrasos, sin embargo, eran fastidiosos y, al huir de la planta, había
perdido terreno. De nuevo me lancé adelante, cuesta arriba, en la dirección
marcada por el detector de cristales, poniendo todas mis fuerzas en un
intento de ganar tiempo. La jungla era aún espesa, aunque había menos vida
animal. En cierta ocasión, una flor carnívora se tragó mi pie derecho y me
sujetó con tanta fuerza que tuve que liberarme a cuchilladas, reduciendo a
trizas la flor.
En menos de una hora, vi que las espesuras selváticas menguaban y,
hacia las 5 —tras pasar un cinturón de helechos gigantes y escaso matorral
—, salí a una amplia llanura musgosa. Avancé entonces con rapidez y pude
constatar, por las oscilaciones de mi aguja detectora, que me hallaba
relativamente cerca del cristal buscado. Aquello resultaba extraño, ya que la
mayoría de los esferoides, dispersos y ovoides, solían aparecer en las
corrientes fluviales de la selva, de forma que no era normal encontrar uno
en un altiplano desarbolado como ese.
El terreno seguía ascendiendo, para acabar en una cresta. Llegué a la
cima alrededor de las 5.30 y, más allá, me encontré con una llanura muy
extensa, con bosques en la distancia. Aquello, sin discusión posible, era la
llanura cartografiada por Matsugawa desde el aire, hacía cincuenta años, y
registrada en nuestros mapas como Eryx o Altura Ericiana. Pero lo que hizo
que mi corazón diera un brinco fue un detalle menor, algo que debía estar
situado prácticamente en el centro exacto de la llanura. Se trataba de un
simple punto de luz que resplandecía a través de la bruma, pareciendo
emitir una luminiscencia penetrante y concentrada, merced a los
amarillentos, y desvaídos por el vapor, rayos solares. Aquello, sin duda
alguna, era el cristal que buscaba; un objeto, sin duda, no más grande que
un huevo de gallina y que, sin embargo, albergaba energía suficiente como
para dar calefacción a una ciudad durante un año. A duras penas pude
concebir, mientras contemplaba el lejano resplandor, que esos miserables
hombres lagarto adorasen a tales cristales. Y, aun así, no tenían la más
mínima idea de los poderes que estos contenían. Lanzándome a una rápida
carrera, traté de alcanzar la inesperada recompensa tan pronto como me
fuese posible y me disgustó el hecho de que el musgo firme diera paso a un
barro fino y singularmente detestable, salpicado de ocasionales parches de
hierbajos y plantas rastreras… apenas se me ocurrió mirar alrededor, en
busca de hombres-lagarto al acecho. En aquel espacio abierto era difícil que
me atacasen por sorpresa. Según iba avanzando, la luz de delante parecía
crecer en tamaño y brillo, y comencé a percatarme de algunas
peculiaridades en su situación. Aquel era, claramente, un cristal de la mejor
calidad y mi júbilo crecía a cada paso que daba chapoteando.
Será a partir de ahora cuando empiece a ser cuidadoso en mi informe,
ya que lo que voy a contar, a partir de este momento, incluye cuestiones —
aunque, por fortuna, constatables— sin precedentes. Iba corriendo hacia
delante, cada vez con mayor ansiedad, y había llegado a algo así como un
centenar de metros del cristal —cuya situación en una especie de lugar
elevado, en medio del omnipresente limo, resultaba de lo más extraña—,
cuando una fuerza repentina y tremenda golpeó mi pecho y los nudillos de
mis puños apretados y me lanzó de espaldas al barro. El chapoteo de mi
caída fue terrorífico, y solo la blandura del suelo y la presencia de algunas
fangosas hierbas y plantas rastreras me salvaron de una conmoción. Me
quedé tendido durante un momento, demasiado aturdido como para pensar.
Luego me alcé tambaleante, casi automáticamente, y comencé a sacudir lo
peor del barro y el verdor adheridos a mi traje de cuero.
No tenía la menor idea de con qué había chocado. No había visto nada
que pudiera haber provocado el golpe y ahora tampoco distinguía nada. ¿No
habría, después de todo, simplemente resbalado en el barro? Pero mis
nudillos lastimados y mi pecho dolorido impedían pensar tal cosa. ¿O era
todo una ilusión provocada por alguna planta-espejismo oculta? Eso no
parecía posible, ya que no presentaba ninguno de los síntomas habituales y
no había ningún lugar cerca donde una floración tan llamativa y
característica pudiera medrar sin ser vista. De haber estado en la Tierra,
hubiera sospechado la existencia de una barrera de fuerza N, colocada por
algún gobierno para marcar una zona prohibida; pero en esta región
deshabitada una idea así resultaba absurda.
Obligándome a moverme, decidí investigar con cautela. Con el cuchillo
tendido, todo lo delante de mí que podía, para sentir con él la presencia de
cualquier fuerza extraña, avancé una vez más hacia el cristal, dispuesto a
moverme paso a paso con el mayor de los cuidados. Al tercer paso, sentí el
impacto de la punta de mi cuchillo contra una superficie aparentemente
sólida… una superficie de la que nada veían mis ojos.
Tras recular un momento, cobré valor. Tendiendo mi enguantada mano
izquierda, verifiqué la existencia de materia sólida e invisible o de una
ilusión táctil de materia sólida delante de mí. Moviendo la mano, descubrí
que la barrera era de gran extensión y de una suavidad casi cristalina, sin
nada que pudiera indicar la presencia de bloques encajados.
Fortaleciéndome para seguir experimentando, me quité el guante y tanteé
aquello con la mano desnuda. Era, en efecto, de una sustancia dura y
cristalina, de una curiosa frialdad que contrastaba con la atmósfera. Forcé la
vista en un esfuerzo por lograr cualquier atisbo de la sustancia de la barrera,
pero no pude discernir nada en absoluto. No había evidencia alguna de
refracción, según pude comprobar por el paisaje situado más allá. La
ausencia de poder reflectante quedaba demostrada por la falta de cualquier
imagen especular y resplandeciente del sol en esa superficie.
La curiosidad desatada comenzó a desplazar cualquier otro sentimiento,
y realicé tantas investigaciones como me fue posible. Explorando con la
mano, descubrí que la barrera iba del suelo hasta una altura mayor de lo que
podía alcanzar, y que se extendía, por ambos lados, de forma indefinida.
Era, entonces, un muro de algún tipo, aunque no podía imaginarme sus
propósitos ni los materiales con los que estaba edificado. Me vinieron a la
cabeza, de nuevo, las plantas-espejismo y los sueños que provocan, pero,
con tan solo razonar un momento, descarté tal idea.
Golpeando con fuerza la barrera con la empuñadura de mi cuchillo, y
pateándolo con mis pesadas botas, traté de interpretar los sonidos
producidos. Había algo en sus reverberaciones que sugería cemento u
hormigón, aunque, al tacto, había encontrado aquella superficie más bien
cristalina o metálica. Lo cierto es que yo estaba frente a frente a algo
completamente extraño, ajeno a cualquier cosa conocida.
El siguiente paso lógico era hacerme alguna idea de las dimensiones del
muro. La cuestión de la altura era un problema difícil, pero no insoluble; sin
embargo, lo primero era determinar la longitud y la forma. Tendiendo los
brazos y palpando la barrera, comencé a bordear poco a poco, fijándome
cuidadosamente en el camino recorrido. Al cabo de varios pasos concluí
que el muro no corría recto, sino que parecía seguir algún gran círculo o
elipse. Luego, mi atención se vio prendida por el cristal, aún lejano, que
había sido el objeto de mi búsqueda.
Ya he dicho que, incluso a mayor distancia, la situación del objeto
resplandeciente parecía, en alguna forma indefinible, extraña: colocado
sobre un pequeño montículo que se alzaba del limo. Ahora —a una
distancia de unos cien metros— pude ver claramente, pese a la bruma que
lo velaba todo, de qué clase de montículo se trataba. Era el cuerpo de un
hombre, vestido con uno de los trajes de cuero de la Crystal Company,
yaciendo sobre la espalda y con su máscara de oxígeno medio enterrada en
el fango, a un palmo de él. En su mano derecha, crispada convulsivamente
contra el pecho, estaba el cristal que me había llevado hasta aquel paraje; un
esferoide de tamaño increíble, tan grande que los dedos muertos apenas
podían circundarlo. Incluso a esa distancia, pude ver que el cuerpo no podía
llevar mucho tiempo allí. Mostraba escasa descomposición y, en un clima
como aquel, eso significaba que no hacía ni un día que había muerto.
Pronto, las espantosas moscas-farnoth comenzarían a agolparse sobre el
cadáver. Me pregunté quién sería aquel hombre. Seguramente, nadie que me
hubiera encontrado en ese viaje. Debía tratarse de uno de los veteranos,
ausentes en una travesía de gran duración, que debía haber llegado a la
región independientemente de la inspección realizada por Anderson. Ahora
allí yacía, libre ya de cualquier cuita, y con los rayos del gran cristal
relampagueando entre sus dedos rígidos.
Durante por lo menos cinco minutos me quedé allí plantado, observando
atónito y lleno de aprensión. Me asaltó un curioso miedo y sentí el
irrazonable impulso de salir corriendo. Aquella muerte no podía ser obra de
los furtivos hombres-lagarto, ya que el cadáver aún conservaba el cristal
encontrado. ¿Habría tenido algo que ver el muro invisible? ¿Dónde habría
encontrado el cristal? El instrumental de Anderson ya había indicado la
presencia de uno en la zona bastante antes de que el hombre hubiera
muerto. Fue entonces cuando comencé a contemplar a la barrera como algo
siniestro, y reculé con un escalofrío. Y, sin embargo, sabía que debía
ahondar en aquel misterio todo lo rápido y profundo que pudiera, debido a
esa reciente tragedia.
De repente —obligándome a devolver la mente al problema más
inmediato— se me ocurrió la posible forma de probar la altura de los muros
o, al menos, de constatar que no se extendía indefinidamente hacia arriba.
Cogiendo un puñado de fango, lo escurrí hasta que adquirió cierta
consistencia, antes de lanzarlo contra esa barrera completamente
transparente. A una altura de alrededor de cuatro metros golpeó contra la
superficie invisible, con sonoro chapoteo, se desintegró instantáneamente y
resbaló hacia abajo en regueros que desaparecieron con sorprendente
rapidez. Sin duda, aquel muro tenía gran altura. Un segundo puñado,
lanzado en ángulo más agudo, impactó contra la superficie a algo de menos
de seis metros de alto y desapareció tan rápido como el primero.
Entonces hice acopio de fuerzas y me dispuse a lanzar un tercer puñado
tan arriba como pudiese. Dejando escurrir el barro y estrujándolo para
obtener la máxima sequedad posible, lo arrojé tan alto que temí que no
llegase a la vertical de aquella superficie interpuesta. Llegó, no obstante, y
esta vez cruzó la barrera y cayó, con violento chapuzón, en el barro de más
allá. Al menos tenía ya una ligera idea de la altura del muro, ya que el paso
había tenido lugar a seis metros, o poco más, de altura.
Siendo un muro vertical de unos seis metros de cristalina tersura, el
ascenso era claramente imposible. Debía, entonces, continuar circundando
la barrera, con la esperanza de encontrar una puerta, un final o una
interrupción de cualquier especie. ¿Formaría aquel obstáculo un círculo, o
cualquier otra figura cerrada, o sería simplemente un arco o un semicírculo?
Poniendo manos a la obra, reanudé mi lento circundar hacia la izquierda,
moviendo las manos arriba y abajo por la invisible superficie, con la
esperanza de encontrar alguna ventana, o cualquier otra pequeña abertura.
Antes de arrancar, traté de marcar mi posición abriendo un pequeño hoyo en
el barro, pero el limo era demasiado fluido como para permitir marcas.
Podía, no obstante, situar aproximadamente el lugar, gracias a una alta
cícada del lejano bosque, situada justo en línea con el cristal refulgente, y a
unos cien metros de distancia. No podría decir si había o no puerta o brecha
hasta no haber circunnavegado por completo el muro.
No tuve que avanzar mucho para llegar a la conclusión de que aquella
curvatura indicaba que el recinto era un ruedo de unos cien metros de
diámetro, en caso de que el perímetro fuese regular. Aquello podía
significar que el muerto yacía cerca del muro, en un punto casi opuesto al
lugar donde yo había comenzado a circundar. ¿Se hallaba dentro o fuera del
recinto? Eso era algo que pronto podría comprobar.
Mientras contorneaba lentamente la barrera, sin encontrar ninguna
puerta, ventana o brecha, decidí que el cuerpo yacía en el interior. Vistas de
cerca, las facciones del muerto resultaban vagamente perturbadoras.
Encontré algo alarmante en su expresión y en la forma en que los ojos
vidriosos miraban. Cuando ya me hallé muy cerca, creí reconocer en él a un
tal Dwight, un veterano con el que nunca había hablado, pero que me
habían señalado, el año pasado, en el puesto. El cristal que aferraba era,
desde luego, toda una recompensa… el ejemplar más grande que nunca
hubiera visto.
Estaba tan cerca del cuerpo que, de no mediar la barrera, le hubiera
podido tocar, y mi zurda, explorando, encontró una esquina en la invisible
superficie. En un instante constaté que había una abertura de unos noventa
centímetros de ancho, yendo desde el suelo hasta una altura mayor de la que
podía alcanzar. No había puerta ni marcas de bisagras que indicasen que
hubiera habido una alguna vez. Sin dudar un momento, pasé a su través y
avancé dos pasos hacia el cuerpo caído, que yacía en ángulo recto con la
abertura, pareciendo encontrarse en un corredor intersectante y sin puertas.
Mi curiosidad se reavivó al descubrir que el interior de aquel vasto recinto
se hallaba dividido mediante tabiques.
Al agacharme a examinar el cadáver, descubrí que no tenía heridas.
Aquello no me sorprendió, ya que la presencia del cristal era un argumento
en contra del ataque de los nativos seudorreptilianos. Mirando alrededor, en
busca de alguna posible causa de la muerte, mis ojos repararon en la
máscara que yacía a los pies del muerto. Aquello, sin duda, era altamente
significativo. Sin aquel artefacto, ningún ser humano podía respirar el aire
de Venus durante más de treinta segundos, y Dwight, si era él, lo había
obviamente perdido. Probablemente, se lo había abrochado con descuido,
de tal forma que el peso de los tubos había hecho que se soltasen las
correas… algo que no hubiera ocurrido con una máscara de recipientes
esponjosos Dubois. El medio minuto de gracia no había bastado para que
aquel hombre pudiera agacharse y recoger su protección, o quizá el
contenido cianógeno de la atmósfera había sido anormalmente alto.
Probablemente se había entretenido admirando el cristal, dondequiera que
lo hubiese encontrado. Acababa, al parecer, de sacarlo de la bolsa del traje,
ya que la solapa estaba desabrochada.
Procedí entonces a arrebatar el gran cristal de los dedos del prospector
muerto. Una tarea que, dada la rigidez del cadáver, resultó de lo más
dificultosa. El esferoide era más grande que un puño humano y
resplandecía, como si estuviese vivo, en los rojizos rayos del sol poniente.
Al tocar aquella fulgurante superficie me estremecí involuntariamente,
como si, por el hecho de coger aquel objeto precioso, me hubiera
transferido a mí mismo la maldición que había tocado a su anterior
portador. No obstante, pronto pasaron esos escrúpulos y guardé
cuidadosamente el cristal en la bolsa de mi traje de cuero. La superstición
no ha sido nunca uno de mis puntos flacos.
Tras colocar el casco del hombre sobre aquel rostro muerto de ojos
abiertos, me enderecé y retrocedí hacia la invisible puerta de entrada al gran
recinto. De nuevo me vino la curiosidad sobre aquel extraño edificio y me
devané los sesos con especulaciones tocantes al material del que estaba
hecho, así como sobre su origen y propósitos. Ni por un momento supuse
que hubiera sido alzado por manos humanas. Nuestras naves habían llegado
por primera vez a Venus hacía 72 años y los únicos seres humanos en todo
el planeta eran los de Terra Nova. Nuestros conocimientos no incluían
ningún sólido tan transparente y no refractario como la sustancia de que
estaba hecha esa edificación. Podían descartarse invasiones prehistóricas de
Venus, así que no quedaba sino la idea de una construcción nativa. ¿Acaso
una olvidada raza de seres altamente evolucionados había precedido a los
hombres-lagarto como amos de Venus? Pese a sus ciudades elaboradamente
construidas, resultaba difícil de encajar a los seres seudorreptilianos con
nada de esa clase. Debía haber sido construida, eones atrás, por otra raza, y
esta era quizá la última reliquia. ¿O podría ser que expediciones futuras
descubrieran ruinas de origen similar? El propósito de tales estructuras
sobrepasaba cualquier conjetura… pero su forma extraña y, al parecer,
carente de destino práctico sugerían un uso religioso.
Admitiendo mi incapacidad para resolver tales problemas, llegué a la
conclusión de que todo lo que podía hacer era explorar aquella invisible
estructura. Estaba convencido de que varias estancias y galerías se
extendían por el aparentemente intacto suelo de barro y tenía la creencia de
que el conocimiento del plano del edificio podía resultar significativo. Así
que, tanteando mi camino de vuelta a través del portal, bordeando el
cadáver, comencé a avanzar a lo largo del pasillo, rumbo a esas áreas
interiores de las que, presumiblemente, había emergido el hombre muerto.
Más tarde investigaría el acceso que había abandonado.
A tientas como un ciego, pese a la brumosa luz del sol, avancé con
lentitud. Pronto, los pasillos giraron pronunciadamente y comenzaron a
trazar espirales hacia el centro, con curvas cada vez menores. De vez en
cuando, el tacto me revelaba un pasaje de intersección, sin puertas, y a
veces encontraba bifurcaciones con dos, tres o cuatro ramales. En estos
últimos casos, yo siempre seguía la ruta hacia el interior, que parecía ser
continuación de la que había estado atravesando. Tendría mucho tiempo
para examinar los ramales, después de que hubiera alcanzado y regresado
de las áreas principales. Apenas puedo describir lo extraño de la
experiencia… ¡abrirme paso por los caminos ciegos de una estructura
invisible, alzada por manos olvidadas en un planeta alienígena!
Al cabo, aun tropezando y tanteando, sentí que el corredor desembocaba
en un espacio abierto de gran tamaño. A tientas, constaté que se trataba de
una estancia circular de unos tres metros de diámetro y, por la posición del
muerto y su enfilación con ciertas lejanas cotas forestales, juzgué que la
habitación estaba en el centro del edificio, o muy cerca del mismo.
Partiendo de ella, salían cinco pasillos, además del que yo había usado para
entrar, pero yo guardé este último en mi mente, observando con gran
cuidado la enfilación del cuerpo con cierto árbol, alineación que se producía
cuando me hallaba justo en la entrada.
No había nada distinguible en esta habitación, fuera del omnipresente
barro aguado. Preguntándome si esta parte del edificio tendría techo, repetí
mi experimento, lanzando un puñado de barro, y descubrí que no había
cobertura alguna. Si alguna vez la había habido, debía de haberse
derrumbado hacía mucho tiempo, ya que mis pies no toparon nunca con
escombros ni con bloques caídos. Al reflexionar, caí en la cuenta de lo
extraño que resultaba que esta estructura primordial pudiera estar libre de
sillería cedida, boquetes en las paredes y otros estigmas propios de la
erosión.
¿Qué era esto? ¿Qué había sido? ¿De qué estaba hecho? ¿Por qué no
había evidencia de bloques separados en esos muros cristalinos y
desconcertantes? ¿Por qué no había asomo de puertas interiores ni
exteriores? Cuanto sabía era que estaba en un edificio redondo, sin techo ni
puertas, hecho de un material duro, terso, totalmente transparente, no
refractario ni reflectante, de unos cien metros de diámetro, con muchos
pasillos y con una pequeña estancia circular en el centro. Fuera de eso, nada
podía conocer a través de una investigación directa.
Observé que el sol estaba ya muy bajo hacia el oeste; un disco dorado
rojizo que flotaba en un mar de escarlatas y naranjas, sobre los árboles
velados por la bruma del horizonte. Estaba claro que tendría que
apresurarme si quería encontrar un lugar seco en el que dormir antes de la
caída de la noche. Desde hacía tiempo había decidido pernoctar en el borde,
firme y musgoso, de la meseta, cerca de esa cima desde la que, por primera
vez, había atisbado el resplandeciente cristal, confiando en que mi habitual
suerte me salvase del ataque de los hombres-lagarto. Yo he sido siempre de
la opinión de que debíamos viajar en partidas de al menos dos hombres, de
forma que se pudiera montar guardia por turnos durante las horas de sueño;
pero el número, verdaderamente pequeño, de ataques nocturnos hacía que la
Compañía no tomase en consideración tal asunto. Esos infelices escamosos
parecen tener dificultades para ver de noche, incluso con la ayuda de unas
curiosas lámparas.
Alcanzando de nuevo el portal por el que había accedido allí comencé el
regreso a la entrada de la estructura. Posteriores exploraciones habrían de
esperar a otro día. Tanteando mi ruta tan bien como pude, a través del
corredor espiral —con tan solo un sentido y recuerdo general y un vago
reconocimiento de ciertos parches mal definidos de hierba sobre la llanura
como únicas guías—, pronto me encontré, una vez más, muy cerca del
cadáver. Había una o dos moscas-farnoth rondando ya el rostro cubierto por
el casco, y comprendí que había comenzado la corrupción. Con un fútil e
instintivo sentimiento de repulsión, alcé la mano para espantar a esa
vanguardia de los carroñeros, y fue entonces cuando se produjo un suceso
extraño y desconcertante. Un muro invisible, detectado por el vaivén de mi
mano, me indicó —no importa lo cuidadoso que hubiera sido al deshacer mi
andadura— que no había vuelto al corredor en el que yacía el cuerpo. De
hecho, me hallaba en un pasillo paralelo, y debía, sin duda, haber tomado
algún giro o bifurcación errónea en algún punto de los intricados pasajes de
detrás.
Esperando encontrar un acceso a la sala de salida que había delante,
seguí avanzando, pero acabé por toparme con un muro. Tenía, pues, que
volver a la estancia central y trazar mi ruta de nuevo. No sabría decir dónde
me había equivocado. Miré al suelo para ver si, por algún milagro, había
quedado impreso algún resto de pisadas, pero al punto comprendí que aquel
fango fluido conservaba huellas durante un lapso muy breve. Tuve poca
dificultad en encontrar mi camino al centro de nuevo y, al punto, medité
sobre la ruta que debía seguir para llegar afuera. Me había desviado
demasiado a la derecha. Esta vez tenía que tomar una bifurcación a la
izquierda, en algún punto, aunque, justo donde, era algo que no acertaba a
saber.
Mientras iba tanteando hacia delante por segunda vez, me sentí bastante
confiado en mi juicio y torcí a la izquierda, en un cruce que estaba seguro
de recordar. La espiral seguía y tuve cuidado de no tomar ningún pasaje
intersectante. Pronto, no obstante, descubrí, para mi disgusto, que estaba
rebasando el cuerpo a considerable distancia y que aquel pasillo,
evidentemente, alcanzaba el muro exterior mucho más allá. Esperando que
hubiera otra salida en mitad de aquel muro no explorado, seguí varios
pasos, pero, al cabo, tan solo encontré una sólida barrera. Claramente, la
planta del edificio era aún más compleja de lo que había pensado.
Me debatí en la duda de si volver de nuevo al centro o tratar de
encontrar alguno de los corredores laterales que iban hacia el cuerpo. De
elegir esa segunda alternativa, podía correr el riesgo de romper mi esquema
mental sobre la situación, así que haría mejor en no intentar eso último, a no
ser que se me ocurriera alguna forma de dejar un camino visible detrás de
mí. La forma exacta de dejar un rastro era todo un problema y me estrujé
los sesos en busca de una solución. No parecía que llevase encima nada que
pudiera dejar una marca de ninguna clase, ni ningún material que pudiera
esparcir, o subdividir en pequeños trozos y desparramar.
Mi lápiz no surtía efecto sobre el muro invisible y no podía dejar un
rastro con mis preciosas tabletas alimenticias. Incluso aunque se me hubiera
ocurrido hacerlo, no tenía número bastante, aparte de que esas pequeñas
píldoras desaparecerían instantáneamente de la vista en aquel barro fino.
Rebusqué por mis bolsillos, a ver si encontraba un bloc de los de antes —a
menudo usados extraoficialmente en Venus, pese a lo rápido que se
deteriora el papel en la atmósfera del planeta— con hojas que pudiera
rasgar y esparcir, pero no encontré nada. Obviamente, era imposible
desgarrar el recio y delgado metal de este rollo a prueba de putrefacción, y
mis vestimentas no podían servirme para eso. En la peculiar atmósfera de
Venus no podía prescindir con seguridad del resistente traje de cuero, y la
ropa interior había sido eliminada por culpa del clima.
Traté de pegar barro en el muro liso e invisible, luego de escurrirlo
cuanto me fue posible, pero descubrí que se deslizaba y desaparecía tan
rápido como los puñados de prueba que había lanzado antes. Al final, saqué
mi cuchillo y traté de arañar una línea en la superficie cristalina e
invisible… algo que pudiera reconocer al tacto aunque no tuviera la ventaja
de verlo desde lejos. Fue en vano, sin embargo, ya que la hoja no dejó la
más ligera impresión en aquel material desconcertante y desconocido.
Frustrado en todos mis intentos de marcar un camino, volví a pensar de
nuevo en esa estancia redonda y central. Parecía más fácil regresar a esa
habitación que trazar una ruta, definida y predeterminada, a partir de ella, y
tuve pocas dificultades en encontrarla de nuevo. Esta vez apunte en mi rollo
cada giro que hice, trazando un tosco e hipotético diagrama de mi ruta, y
marcando todos los corredores divergentes. Fue, por supuesto, un trabajo
enloquecedoramente lento, ya que todo tenía que ser determinado por el
tacto y las posibilidades de error eran enormes, pero yo confiaba en que
daría sus frutos a largo plazo.
El largo crepúsculo de Venus estaba ya avanzado cuando alcancé la
estancia central, pero aún tenía esperanzas de salir antes de la caída de la
oscuridad. Comparando el reciente diagrama con lo que recordaba, me
pareció haber encontrado el error original, así que, una vez más, me adentré
confiado por aquellos pasillos invisibles. Giré a la izquierda, más tarde que
en previos intentos, y traté de consignar cada giro en el rollo para prevenir
otra equivocación. En el cada vez más pronunciado oscurecer, pude ver la
difusa forma del cadáver, centro ahora de una espantosa nube de moscas-
farnoth. Sin mucha tardanza, los sificlighs, moradores del barro, acudirían
desde la llanura para completar el fantasmal trabajo. Acercándome al
cuerpo con cierta reticencia, me preparaba a rebasarlo cuando una repentina
colisión me dijo que me había equivocado de nuevo.
Entonces comprendí claramente que estaba perdido. Las complejidades
del edificio eran demasiadas para tratar de solucionarlas de golpe y,
probablemente, tendría que hacer cuidadosas comprobaciones antes de
poder esperar salir. Sin embargo, estaba ansioso de llegar a terreno seco,
antes de que se oscureciese todo, de ahí que volviese una vez más al centro
y me lanzase a una serie, bastante desangelada, de pruebas y errores,
tomando notas a la luz de mi linterna eléctrica. Al enchufar con la lámpara,
me percaté, interesado, de que no producía reflejo —ni el más débil
resplandor— en los transparentes muros que me rodeaban. No me
sorprendió, no obstante, ya que el sol, en su momento, no había logrado
formar ninguna imagen brillante sobre el extraño material.
Aún seguía tanteando cuando la oscuridad se hizo total. Una pesada
bruma oscureció la mayor parte de las estrellas y planetas, pero la Tierra era
claramente visible en forma de punto brillante y azul-verdoso al sureste.
Acababa de pasar la oposición y debía constituir una visión gloriosa en el
telescopio. Yo podía incluso detectar la Luna, al lado suyo, cuando los
vapores menguaban momentáneamente. Ya me era imposible ver el cadáver
—mi única marca— por lo que retrocedí dando traspiés hasta llegar a la
estancia central, después de varios giros falsos. Después de todo, tendría
que abandonar cualquier esperanza de dormir en suelo seco. Nada podía
hacerse hasta que clarease de nuevo, y haría bien en acomodarme lo mejor
que pudiese. No sería nada agradable tumbarme en el fango, pero era
factible con mi traje de cuero. En anteriores expediciones había dormido en
condiciones aún peores y ahora el gran cansancio podría vencer a la
repugnancia.
Y aquí estoy, agazapado en el limo de la estancia central y trazando
estas notas en mi rollo a la luz de la linterna. Hay algo casi humorístico en
mi apuro, extraño y sin precedentes. Perdido en un edificio sin puertas…
¡un edificio que no puedo ver! Saldré, sin duda, temprano por la mañana y
estaré de vuelta a Terra Nova, con el cristal, a última hora de la tarde. Es
ciertamente hermoso, con un sorprendente lustre visible incluso a la débil
luz de esta lámpara. Estoy ahora examinándolo. A pesar de mi fatiga, el
sueño tarda en llegar, por lo que me he encontrado escribiendo durante
largo rato. Debo parar ahora. Lo que menos me gusta es el cadáver… pero,
afortunadamente, mi máscara de oxígeno me libra de los peores efectos.
Tomaré ahora un par de tabletas y luego volveré. Más tarde.

Después. Tarde del 13 del VI

He tenido más problemas de los que esperaba. Estoy aún en el edificio y


tendré que trabajar rápido y con tino si espero descansar en tierra seca esta
noche. Me llevó mucho tiempo conciliar el sueño y no desperté hasta el
mediodía. Y podría haber dormido aún más de no mediar el resplandor del
sol a través de la bruma. El cadáver estaba en bastante mal estado…
bullente de sificlighs y con una nube de moscas-farnoth rondándole. Algo
había apartado el casco de su rostro y era mejor no mirar. Me sentía
doblemente agradecido, al pensar en la situación, de llevar la máscara de
oxígeno.
Al cabo, me sacudí y agité para secarme, tomé un par de tabletas
alimenticias y puse una nueva píldora de clorato potásico en el
electrolizador de la máscara. Estoy usando las píldoras con prudencia, pero
me gustaría tener una provisión mayor. Me siento mucho mejor después de
dormir y espero salir del edificio enseguida.
Al consultar las notas que he reunido, me ha impresionado la
complejidad de los pasadizos, así como la posibilidad de haber cometido un
error de base. De las seis aberturas que se abren en la cámara central, elegí
una que pensaba era la que había usado para entrar, merced a ciertos
elementos conspicuos del paisaje, que me sirvieron de referencia. Cuando
me detuve justo a la entrada, el cadáver estaba a unos cincuenta metros, en
la enfilación exacta de cierto lepidodendro del lejano bosque. Pero ahora se
me ocurre que esa imagen no había sido suficientemente precisa, ya que la
distancia del cadáver causaba diferencias de dirección, respecto a un
horizonte relativamente cercano, cuando se miraba desde las aberturas
cercanas a las que había usado. Además, el árbol no difería tanto como
debiera de otro lepidodendro del horizonte.
Partiendo de esa premisa, vi, para mi disgusto, que no podía estar
seguro de cuál de las tres aberturas era la adecuada. ¿Habría atravesado un
grupo diferente de curvaturas cada vez que intentaba salir? Esta vez me
cercioraría. Se me vino a la cabeza que, pese a la imposibilidad de marcar el
camino, sí que había una señal que podía dejar. Aunque no podía rasgar mi
traje, me era factible, gracias a mi espesa mata de cabello, quitarme el
casco; este era grande y lo bastante ligero como para mantenerse visible
sobre el fluido fango. Por tanto, me despojé del artefacto, más o menos
hemisférico, y lo deposité a la entrada de uno de los pasadizos, el que
estaba más a la derecha de los tres que debía comprobar.
Tendría que recorrer aquel corredor en la premisa de que era el correcto,
repitiendo los giros, tal como yo los recordaba, y consultando y tomando
notas sin descanso. Si no lograba salir, tendría que agotar, sistemáticamente,
todas las posibles variantes y, si aún eso fallaba, habría de proceder a cubrir
en igual forma las avenidas que se abrían a partir de la siguiente abertura; y
luego continuando con la tercera, si hacía falta. Antes o después, tendría
que dar con el camino correcto, pero debía ser paciente. En el peor de los
casos, estaría, como muy tarde, a la hora del sueño nocturno en campo
abierto.
Los primeros resultados fueron bastante descorazonadores, aunque me
ayudaron a descartar la abertura de la derecha en poco más de una hora. Tan
solo una sucesión de pasillos ciegos, que acababan todos a gran distancia
del cadáver, parecían partir de aquel corredor, y muy pronto vi que no los
había consignado en los previos vagabundeos de la tarde anterior. Sin
embargo, como en la vez anterior, me resultó relativamente fácil regresar a
la estancia central.
Sobre la una de la tarde desplacé el casco, que me servía de referencia, a
la nueva abertura y comencé a explorar los pasillos que partían de ella. Al
principio creí reconocer los giros, pero pronto me encontré en un grupo de
corredores completamente desconocido. No podía acercarme al cuerpo, y
esta vez tampoco pude retroceder hasta la cámara central, aun cuando yo
creía haber anotado todos mis movimientos. Parecía haber engañosos giros
y encrucijadas, demasiado sutiles como para poder registrarlos con toscos
diagramas, y comencé a sentir una mezcla de angustia y desaliento. Aunque
con paciencia, a la postre, por supuesto, acabaría triunfando, vi que mi labor
habría de ser minuciosa, incansable y dilatada.
A las dos me encontraba vagabundeando en vano a través de extraños
corredores… tanteando sin cesar, mirando alternativamente al cadáver y al
cuerpo, y anotando datos en mi rollo con menguante confianza. Maldecía la
estupidez y la necia curiosidad que me habían arrastrado a esa maraña de
muros invisibles, y pensaba sin cesar en que, de haber dejado aquello estar
y regresado tan pronto como cogí el cristal del cuerpo, ya estaría sano y
salvo en Terra Nova.
De repente, se me ocurrió que con mi cuchillo, podía abrir un túnel bajo
los invisibles muros, y desembocar así al exterior, o al menos a algún
corredor que llevase fuera. No tenía forma de conocer la profundidad a la
que alcanzaban los cimientos del edificio, pero el omnipresente fango era
un argumento a favor de la ausencia de cualquier suelo que no fuese la
propia tierra. Encarando al lejano, y cada vez más horrible, cadáver,
comencé a excavar febrilmente con la hoja ancha y afilada.
Había unos quince centímetros de fango semilíquido y, debajo, la
densidad del suelo aumentaba con rapidez. Ese suelo parecía ser de distinto
color, una arcilla grisácea, muy parecida a la de las formaciones cercanas al
polo norte de Venus. Según iba ahondando bajo la invisible barrera, vi que
el suelo se volvía más y más duro. El barro aguado inundaba la excavación
tan pronto como yo sacaba la arcilla, pero yo pasaba a través de él y seguía
trabajando. De lograr abrir algún tipo de pasaje bajo el muro, no sería el
limo el que me impidiese reptar por él.
A un metro de profundidad, no obstante, la dureza del suelo obstaculizó
seriamente mi excavación. Su tenacidad era mayor que cualquiera que yo
hubiera encontrado antes, incluso en este planeta, y venía unida a una
anormal pesadez del material. Mi cuchillo tenía que hendir y astillar la
arcilla consistente, y los fragmentos que hacía saltar eran como piedra
sólida o trozos de metal. Finalmente, incluso esa labor de hendir y astillar se
volvió imposible, y tuve que cesar en mis esfuerzos sin haber alcanzado el
borde inferior del muro.
La larga hora del intento fue tan fatigosa como inútil, ya que gasté
grandes reservas de energía y me vi obligado a tomar una tableta extra de
alimento, así como a poner una píldora adicional de clorato en la máscara
de oxígeno. Tuve también que hacer una pausa en los tanteos, ya que me
encontraba demasiado cansado como para andar. Tras limpiar mis manos y
brazos de barro, cuanto pude, me senté a escribir estas notas… reposando
contra un muro invisible y mirando al cadáver.
Ese cuerpo no es ya más que una hirviente masa de sabandijas, y el olor
ha comenzado a atraer a algunos de los resbaladizos akmans desde la lejana
jungla. Me he percatado que muchas de las plantas efjeh de la llanura tienen
sus necrófagos zarcillos hacia él, pero dudo que ninguno sea lo
suficientemente largo como para alcanzarlo. Quisiera que algún carnívoro
de verdad, como los skorahs, apareciera, ya que ellos podrían olerme y
abrirse paso, a través del edificio, hasta mí. Esos seres tienen un extraño
sentido de la orientación. Podría esperar a que llegasen a mí y trazar una
ruta aproximada, si no siguen una línea continua. Aun eso sería de gran
ayuda. Cuando llegasen hasta mí, los despacharía con la pistola.
Pero no puedo esperar tal cosa. Ahora que he escrito estas notas,
descansaré un buen rato y luego haré algunos tanteos más. Tan pronto como
pueda volver a la estancia central —algo que debe ser fácil de hacer—
probaré suerte en la abertura de la izquierda. Quizá, después de todo, pueda
estar fuera al crepúsculo.

Por la noche, 13 del VI

Un nuevo problema. Salir va a ser tremendamente difícil, ya que hay


aquí elementos que no sospechaba. Me espera otra noche en el fango y
mañana nuevos esfuerzos. Interrumpí mi descanso, para levantarme y
tantear, a eso de las cuatro. Al cabo de unos quince minutos, llegué a la
estancia central y moví el casco para marcar el último de los tres pasillos
posibles. Al introducirme por esa abertura, pensé que el camino me era más
familiar, pero me vi interrumpido, menos de cinco minutos después, por una
visión que me estremeció más de lo que puedo describir.
Se trataba de un grupo de cuatro o cinco de esos detestables hombres-
lagarto que acababa de emerger del lejano bosque, al borde de la llanura.
No pude verlos muy bien a esa distancia, pero creo que se detuvieron y
giraron hacia los árboles, para gesticular, tras de lo cual se les unieron por
lo menos una docena. El grupo así engrosado avanzó entonces directamente
hacia el edificio invisible y, según se acercaban, pude estudiarlos con
detenimiento. Nunca antes había tenido una visión tan detenida de esos
seres fuera de las vaporosas sombras de la jungla.
El parecido a los reptiles era patente, aunque yo sabía que era solo
casual, ya que esos seres no tienen ningún parentesco con los terrestres. Ya
más cerca, me resultaron menos reptilianos en apariencia, y solo la cabeza
aplastada y la piel verde, resbaladiza y batracia mantenía tal impresión.
Caminaban erectos sobre sus extraños y gruesos muñones, y sus ventosas
producían curiosos sonidos en el barro. Eran ejemplares típicos, de algo
más de dos metros de altura y con cuatro tentáculos pectorales largos y con
aspecto de cuerda. Los movimientos de tales tentáculos —si las teorías de
Fogg, Elberg y Janat son correctas, cosa que previamente yo había dudado,
y que ahora me sentía más dispuesto a creer— indicaban que los seres
estaban trabados en animada conversación.
Eché mano a la pistola lanzallamas y me apresté a una lucha enconada.
La situación era difícil, pero el arma me daba cierta ventaja. Si los seres
conocían este edificio, podían llegar hasta mí y de esa forma me darían una
clave para salir, al igual que hubiera sucedido con los skorahs carnívoros.
No me cabía duda de que me iban a atacar ya que, incluso aunque no
podían ver el cristal en mi bolsa, podían adivinar su presencia, gracias a ese
especial sentido suyo.
Sin embargo, de forma bastante sorprendente, no me atacaron. De
hecho, se dispersaron para formar un gran círculo en torno a mí y a una
distancia tal que indicaba que estaban apretados contra el muro invisible.
Allí parados, formando un anillo, los seres observaban silenciosa e
inquisitivamente, agitando sus tentáculos y a veces sacudiendo las cabezas
y gesticulando con los miembros superiores. Después de un momento,
surgieron otros del bosque y también avanzaron para unirse al grupo de
mirones. Los más cercanos al cadáver apenas lo miraron y no le prestaron la
más mínima atención. Era una visión horrible, pero no parecía afectar a los
hombres-lagarto. De vez en cuando espantaban a las moscas-farnoth con
sus extremidades o tentáculos, o aplastaban a un deslizante sificligh o un
akman, o una contorsionante hierba efjeh, con las ventosas de sus muñones.
Contemplando a esos grotescos e inesperados intrusos, y
preguntándome lleno de desazón por qué no me atacaban al punto, perdí de
golpe la fuerza de voluntad y la energía nerviosa necesarias para seguir mi
búsqueda de la salida. De hecho, me recosté debilitado contra el invisible
muro del pasaje en el que me hallaba, dejando que mi sorpresa se
transformara, poco a poco, en una concatenación de las más extrañas
especulaciones. Un ciento de misterios que me habían desconcertado
previamente parecieron tomar en ese momento un significado nuevo y
siniestro, y sentí el estremecimiento de un miedo distinto a cuanto hubiera
sufrido antes.
Creía saber por qué esos seres se congregaban expectantes en torno a
mí. Creía, también, tener por fin el secreto de la transparente estructura. El
atractivo cristal que había cogido, el cuerpo del hombre que lo tuviera
anteriormente… todo eso comenzó a adquirir un significado oscuro y
amenazador. No era debido a ninguna serie común de infortunios por lo que
me había perdido en esta maraña de pasillos invisibles y sin techo. En
absoluto. Sin duda alguna, este lugar es un verdadero dédalo; un laberinto
deliberadamente construido por estos infernales seres, cuya habilidad e
inteligencia tan lamentablemente había yo subestimado. ¿Cómo no lo había
sospechado antes, sabiendo de su extraordinaria habilidad arquitectónica?
El propósito es muy claro. Esto es una trampa; una trampa para seres
humanos, con el esferoide de cristal como cebo. Estos seres reptilianos, en
su guerra contra los recolectores de cristales, han recurrido a la estrategia y
están usando nuestra propia codicia contra nosotros.
Dwight —si es que ese cadáver podrido es él— fue una víctima. Debía
haber quedado atrapado hacía tiempo y no había sabido encontrar la salida.
La falta de agua lo había, sin duda, enloquecido y quizá andaba escaso de
cubos clorados. Probablemente, su máscara no se le había caído
accidentalmente. Es probable que se hubiese suicidado. Antes que afrontar
una muerte lenta, había zanjado el asunto despojándose deliberadamente de
la máscara y dejando que la atmósfera letal hiciera su trabajo de golpe. La
horrible ironía de su destino residía en el lugar donde se hallaba… a solo
unos metros de la salida que no había sido capaz de encontrar. Un minuto
más de búsqueda y se hubiera puesto a salvo.
Y ahora yo estaba igualmente atrapado. Atrapado y con el circundante
grupo de curiosos observadores situados para burlarse de mis apuros. El
pensamiento era enloquecedor y, al calar dentro de mí, sufrí un repentino
relámpago de pánico que me hizo correr desvalido a través de los pasillos
invisibles. Durante algunos minutos no fui sino un maníaco…
trastabillando, tropezando, chocando contra los invisibles muros, para
acabar cayendo, convertido en un montón de estúpida y sangrante carne,
resollante y lacerada.
La caída me templó un poco, por lo que, al ponerme lentamente en pie,
pude advertir ciertas cosas y ejercitar mi razón. Los observadores
circundantes estaban agitando sus tentáculos en una forma extraña e
irregular que sugería una risa taimada y alienígena, y yo sacudí furioso el
puño mientras me incorporaba. Mi gesto pareció aumentar su odiosa alegría
y unos pocos de ellos me imitaron desmañadamente, con sus verdosos
miembros superiores. Azarado, traté de recobrar mis facultades y hacerme
cargo de la situación.
Al fin y al cabo, no me encontraba en un brete tan malo como Dwight.
Al contrario que él, yo sabía cuál era la situación; y hombre prevenido vale
por dos. Sabía que era posible, al final, alcanzar la salida y no iba a repetir
su trágico acto de impaciente desesperación. El cuerpo —que pronto iba a
ser un esqueleto— estaba constantemente ante mí, como una guía hacia la
ansiada abertura, y si me esforzaba larga e inteligentemente, la paciencia
tenaz tendía su recompensa.
Tenía, no obstante, la desventaja de estar rodeado por esos diablos
reptilianos. Ahora que comprendía la naturaleza de la trampa —cuyo
invisible material denotaba una ciencia y una tecnología más allá de los
recursos terrestres—, no podía ya minusvalorar la mentalidad y recursos de
mis enemigos. Incluso con mi pistola lanzallamas me iba a costar abrirme
paso, aunque la audacia y la rapidez me serían, sin duda, de gran ayuda para
salir del trance.
Pero primero tenía que llegar al exterior, a no ser que pudiera atraer o
provocar a alguna de las criaturas, de forma que entrase hacia mí. Mientras
aprestaba la pistola y recontaba mi abundante suministro de munición, se
me ocurrió probar los efectos de la llama sobre los muros invisibles.
¿Habría acaso pasado por alto un posible medio de escape? No tenía ni idea
de cuál podía ser la composición química de la barrera transparente, y era
posible que pudiera cortarla, como su fuera mantequilla, con una lengua de
fuego. Eligiendo una sección que daba al cadáver, descargué
cuidadosamente la pistola, en un radio pequeño, y tenté luego con mi
cuchillo allí donde había golpeado la llama. Nada había cambiado. Había
visto a la llama desparramarse contra la superficie y, enseguida, comprendí
que mi deseo había sido fútil. Solo una larga y tediosa búsqueda de la salida
me llevaría al exterior.
Entonces, engullendo otra tableta alimenticia y poniendo otro cubo en el
electrolizador de la máscara, retomé la larga búsqueda, retrocediendo sobre
mis pasos hacia la estancia central y comenzando de nuevo. Consultaba
constantemente mis notas y bocetos, y hacía otros nuevos, tomando un giro
equivocado tras otro y, sin embargo, trastabillando desesperadamente hacia
delante, hasta que la luz de la tarde se hizo sumamente tenue. Según
persistía en mi búsqueda, miraba de vez en cuando hacia el silencioso
círculo de burlones espectadores y me percaté de un gradual reemplazo
entre ellos. Constantemente, unos pocos se volvían al bosque mientras que
otros aparecían para ocupar sus puestos. Cuanto más pensaba en sus
tácticas, menos me gustaban, ya que me daban un indicio de los posibles
motivos de las criaturas. En cualquier momento, esos diablos podían haber
avanzado y haberme atacado, pero parecían preferir contemplar mis
esfuerzos para salir. No podía sino suponer que disfrutaban del
espectáculo… y eso me hizo temer doblemente la idea de caer en sus
manos.
Con la oscuridad, dejé de buscar y me senté en el barro para descansar.
Ahora estoy escribiendo a la luz de mi linterna y enseguida trataré de
dormir algo. Espero estar, mañana a estas horas, fuera, ya que me queda
poca reserva en la cantimplora y mis tabletas de lacol son un pobre sustituto
del agua. No puedo pensar en beber del barro, ya que el agua de las
regiones fangosas no es potable, a no ser que se destile. Por eso hemos
tenido que tender largas tuberías de las regiones de arcilla amarilla y
depender del agua de lluvia cuando esos diablos encuentran y cortan
nuestras líneas. No me quedan demasiadas pastillas cloradas tampoco y
debo tratar de moderar, hasta donde me sea posible, el consumo de oxígeno.
Mi intento de abrir un túnel a primera hora de la tarde y mi posterior ataque
de pánico han consumido una peligrosa reserva de aire. Mañana reduciré
los esfuerzos físicos al mínimo, hasta que llegue junto a los reptiles y lidie
con ellos. Debo mantener un buen suministro de píldoras para mi viaje de
vuelta a Terra Nova. Mis enemigos están todavía ahí; puedo ver un círculo
de sus tenues linternas en torno a mí. El horror inherente a esas luces me
mantiene despierto.

Por la noche, 14 del VI

¡Otro día de búsqueda y aún en balde! Estoy empezando a preocuparme


por el agua, ya que mi cantimplora quedó vacía a mediodía. Por la tarde
cayó un chaparrón y yo, regresando a la estancia central, en busca del casco
que había dejado como marca, lo usé como un cuenco y conseguí dos tazas
de agua. Me bebí casi todo y, lo poco que quedó, lo eché a la cantimplora.
Las tabletas de lacol son magro consuelo para la verdadera sed, y espero
que llueva algo más por la noche. He dejado el casco boca arriba para
recoger lo que caiga. Las tabletas alimenticias se van gastando, pero aún no
escasean peligrosamente. Tendré que reducir, de ahora en adelante, la ración
a la mitad. Los cubos clorados son mi verdadera preocupación, ya que,
incluso sin ejercicio violento, el interminable vagabundeo del día ha
consumido una peligrosa cantidad. Me siento débil por culpa de mi
obligada economía de oxígeno y de mi cada vez mayor sed. Cuando
reduzca mi consumo de oxígeno, supongo que me sentiré aún más débil.
Hay algo maléfico, algo extraño, en este laberinto. Podría jurar que he
descartado ciertos giros gracias a mis anotaciones y, aun así, cada nuevo
intento da por tierra las hipótesis que yo me había hecho. Hasta ahora,
nunca había comprendido cuán perdidos estamos sin referencias visuales.
Un ciego lo haría mejor… pero, para la gran mayoría, la vista es el rey de
los sentidos. El efecto que todos esos infructuosos vagabundeos producen
en mí es el de un profundo descorazonamiento. Puedo entender cómo debió
de sentirse el pobre Dwight. Su cadáver es ahora tan solo un esqueleto, y
los sificlighs, los akmans y las moscas-farnoth se han ido. Las plantas efjeh
están destrozando las ropas de cuero, ya que son más largas y desarrolladas
de lo que yo creía. Y, mientras tanto, esas tandas de mirones tentaculados se
quedan golosamente en torno a la barrera, riéndose de mí y disfrutando de
mi desgracia. Un día más y me volveré loco, si es que no muero de
agotamiento. No obstante, no me queda otra opción que perseverar. Dwight
hubiera salido de haber aguantado tan solo un minuto más. Es posible, hasta
cierto punto, que alguien de Terra Nova venga a buscarme antes de que pase
mucho tiempo, ya que este es mi tercer día de ausencia. Los músculos me
duelen horriblemente y tengo la sensación de que no voy a poder descansar
tumbado en ese fango espantoso. La noche pasada, pese a mi terrorífica
fatiga, dormí solo de forma irregular, y esta noche me temo que no va a ser
mejor. Vivo en una interminable pesadilla… entre la vigilia y el sueño;
nunca del todo despierto o dormido. Las manos me tiemblan y no puedo
escribir más. Ese círculo de tenues lámparas es odioso.

A última hora de la tarde, 15 del VI

¡He hecho un gran progreso! Tiene muy buena pinta. Me encuentro muy
débil y no pude dormirme hasta que amaneció. Entonces estuve dormitando
hasta el mediodía, aunque sin llegar a descansar del todo. No ha llovido y
estoy muy débil por la sed. Me tomé una píldora alimenticia extra para
poder mantenerme en pie, pero, sin agua, no puedo hacer gran cosa. Me
arriesgué a probar algo del agua fangosa, pero me sentó terriblemente mal y
me dejó aún más sediento que antes. Debo ahorrar los cubos clorados y
estoy casi asfixiado por la falta de oxígeno. No puedo tenerme gran cosa en
pie, aunque me las arreglo para arrastrarme por el barro. Hacia las dos de la
tarde, creí reconocer algunos pasajes y me encontré más cerca del cadáver,
o esqueleto, de lo que había estado desde mis intentonas del primer día.
Acabé por llegar a un callejón sin salida, pero volví al camino principal con
ayuda de mi mapa y mis notas. El problema de las anotaciones es que hay
demasiadas. Deben ocupar un metro de rollo y tengo que pararme durante
largos ratos para desenmarañarlas. Se me va la cabeza por culpa de la sed,
el ahogo y el cansancio, y no puedo entender qué es lo que he escrito. Esos
malditos seres verdes siguen mirando y riéndose con sus tentáculos, y a
veces gesticulan en una forma que hace pensar si no estarán compartiendo
alguna terrible broma que no puedo comprender.
Eran las tres en punto cuando llegó de repente un verdadero progreso.
Había un portal que, según mis notas, no había atravesado previamente y, al
aventurarme en él, descubrí que podía ir acercándome en círculos al
esqueleto cubierto de nanas. La ruta trazaba una especie de espiral, muy
parecida a la que, previamente, me había llevado a la estancia central. Cada
vez que llegaba a una puerta lateral o una encrucijada escogía el curso que
me parecía más adecuado para repetir la travesía original. Según me iba
acercando más y más a mi espantosa meta, los observadores de fuera
intensificaban sus crípticas gesticulaciones y su sardónica risa silenciosa.
Evidentemente, encontraban algo espantosamente divertido en mi avance,
percibiendo sin duda cuán inerme me vería en un encuentro con ellos. Me
sentía contento de dejarles regocijarse, ya que, aun asumiendo mi debilidad
extrema, contaba con la pistola lanzallamas, y con sus numerosas cargas
extras, para abrirme paso a través de la falange de viles reptiles.
Confiaba en poder levantarme, pero no intenté ponerme aún en pie. Era
mejor reptar y guardar mis fuerzas para el cercano encuentro con los
hombres-lagarto. Mis progresos eran muy lentos, y el peligro de ir a
desembocar en un callejón sin salida, grande, pero al menos me parecía ir
girando directo hacia mi meta ósea. La idea me daba nuevas fuerzas y, de
momento, cesé de lamentarme por el dolor, la sed y la escasa provisión de
pastillas. Las criaturas se agolpaban ahora en torno a la entrada,
gesticulando, saltando y riéndose con los tentáculos. Pronto, supuse, tendría
que lidiar con toda la horda y quizá con refuerzos llegados de la selva.
Estoy a tan solo unos pocos metros del esqueleto y me he detenido a
anotar esto, antes de salir y abrirme paso a través de la maligna banda de
entidades. Confío en poder, con mi última reserva de fuerzas, poder
ponerlos en fuga a pesar de su número, ya que el alcance de esta pistola es
tremendo. Después de eso, un campo de musgo seco y el borde de la
meseta; y, por la mañana, un fatigoso viaje a través de la jungla hasta Terra
Nova. Me alegraré de ver de nuevo hombres vivos y construcciones
humanas. Los dientes de esa calavera resplandecen y sonríen de forma
horrible.

Por la noche, 15 del VI

Horror y desesperación. ¡Estoy perdido de nuevo! Tras hacer la anterior


anotación, me acerqué aún más al esqueleto; pero, de repente, me topé con
un muro interpuesto. Había fracasado una vez más y me encontraba, al
parecer, más atrás de donde había estado tres días antes, en mi primer y
fracasado intento de abandonar el laberinto. No sé si grité en voz alta, o
quizá estaba demasiado débil para lanzar sonidos. Simplemente, me quedé
aturdido en el fango durante un largo periodo mientras los seres verdosos de
fuera saltaban, reían y gesticulaban.
Al cabo de un tiempo, pude pensar con una pizca más de claridad. La
sed, la debilidad y el sofoco me consumían rápidamente y, con mi última
pizca de fuerzas, puse una nueva pastilla en el electrolizador…
imprudentemente, sin pensar en lo que iba a necesitar para el viaje a Terra
Nova. El oxígeno me revivió ligeramente y fui capaz de mirar en torno mío
más alerta.
Parecía como si estuviera algo más lejos de pobre Dwight de lo que
había estado en el primer fracaso y, confusamente, me pregunté si no estaría
en otro corredor un poco distante. Con esa débil sombra de esperanza, me
arrastré fatigosamente hacia delante; pero, al cabo de pocos metros, me topé
con un callejón sin salida, como en la primera ocasión.
Aquello, entonces, era el final. No había conseguido nada en tres días y
no me quedan fuerzas. Pronto me volveré loco por culpa de la sed y
enseguida no me van a quedar pastillas bastantes como para regresar.
Débilmente, me pregunté por qué aquellos seres de pesadilla se habían
reunido en tan gran número en torno a la entrada, mientras se mofaban de
mí. Probablemente, aquello era parte de la farsa… hacerme pensar que me
aproximaba a una salida que ellos sabían inexistente.
No me queda mucho tiempo, aunque he resuelto no apresurar las cosas,
tal como hizo Dwight. Su sonriente calavera está vuelta hacia mí, movida
por los tientos de una de las plantas efjeh que devoran su traje de cuero. La
espectral mirada de esas cuencas vacías es peor que la observación de esos
horrores reptilianos. Da un odioso significado a esa muerta sonrisa de
dientes blancos.
Debo descansar, sin moverme, en el barro, y ahorrar cuantas fuerzas
pueda. Estas anotaciones —que espero puedan llegar a aquellos que acudan
luego de mí y servirles de aviso— tocarán a su fin muy pronto. Cuando
acabe de escribir, descansaré largo rato. Luego, cuando esté demasiado
oscuro para que esas espantosas criaturas puedan verme, reuniré mis
últimas fuerzas e intentaré lanzar el rollo de notas sobre el muro y el
corredor de en medio a la llanura exterior. Me cuidaré de enviarlo hacia la
izquierda, donde no se encuentra esa saltarina banda de burlones sitiadores.
Quizá se pierda para siempre en el barro fluido… pero tal vez aterrice en
una zona grande de hierbas y consiga llegar por último a manos humanas.
Si sobrevive para ser leído, espero que haga algo más que prevenir a los
hombres acerca de esta trampa. Espero que enseñe a nuestra raza a dejar
estos resplandecientes cristales donde están. Pertenecen en exclusiva a
Venus. Nuestro planeta no los necesita de verdad y creo que hemos violado
alguna ley oscura y misteriosa —alguna ley profundamente arraigada en el
arcano del cosmos— en nuestro intento por conseguirlos. ¿Quién puede
decir qué oscuras, potentes y difundidas fuerzas mueven a esos seres
reptilianos, que guardan tan extrañamente su tesoro? Dwight y yo hemos
pagado, y otros lo han hecho y lo harán. Pero puede que esas muertes
dispersas sean solo el preludio de mayores horrores, aún por llegar.
Dejemos a Venus lo que es solo suyo.

***

Estoy ya muy cerca de la muerte y me temo que no seré capaz de lanzar


este rollo cuando caiga la oscuridad. Si no puedo, supongo que los
hombres-lagarto se apoderarán de él, ya que, probablemente, saben lo que
es. No desean que nadie esté prevenido acerca del laberinto y no saben que
mi mensaje contiene una petición acorde a sus intereses. Según me va
llegando el fin, me siento más cercano a los seres. En la escala cósmica,
¿quién puede decir qué especie es superior, o más acorde a la norma de los
organismos cósmicos… la suya o la mía?

***

Acabo de sacar el gran cristal de mi bolsillo para mirarlo en mis últimos


momentos. Brilla furiosa y amenazadoramente a los rojos rayos del sol
agonizante. La saltarina horda se ha dado cuenta y sus gestos han cambiado
de una forma que no puedo entender. Me pregunto por qué se arraciman en
torno a la entrada en vez de concentrarse en un punto aún más cercano del
muro transparente.

***

Me estoy entumeciendo y casi no puedo escribir. Todo da vueltas en


torno a mí, aunque aún no he perdido la consciencia. ¿Podré arrojar esto por
encima del muro? El cristal resplandece, a pesar de que la oscuridad se
espesa.

***

Oscuro. Muy débil. Ellos aún se ríen y saltan en torno a la puerta y han
encendido esas infernales linternas.

***

¿Se marchan? Creí haber oído un ruido… una luz en el cielo…


INFORME DE WESLEY E MILLER.
SUPERINTENDENTE DEL GRUPO A. VENUS
CRISTAL CO.

(Terra Nova, Venus, 16 del VI)

Nuestro agente A-49, Kenton J. Stanfield, domiciliado en Marshall


Street, Richmond, Va., salió de Terra Nova a primera hora del 12 del VI
para un corto viaje, guiado por el detector. Estaba previsto su regreso para
el 13 o el 14. No había vuelto la noche del 15, por lo que la nave de
reconocimiento FR-58, con cinco hombres a mi mando, partió a las ocho de
la tarde para seguir su rastro con el detector. La aguja no mostró cambio
alguno respecto a las primeras lecturas.
Siguiendo las indicaciones, que apuntaban a las alturas Erycinianas,
llevamos encendidos potentes focos todo el camino. Una triple fila de armas
lanzallamas y proyectores de radiaciones-D hubieran bastado para dispersar
a una fuerza ordinaria hostil de nativos, o cualquier concentración peligrosa
de los carnívoros skorahs.
Ya sobre la llanura abierta de Eryx, vimos un grupo de luces móviles
que reconocimos como lámparas de los nativos. Al aproximarnos, se
dispersaron e internaron en la selva. Debía haber probablemente 75 ó 100
de ellas. El detector indicaba que había un cristal en el lugar donde habían
estado. Volando bajo sobre ese lugar, nuestras luces mostraron objetos en el
suelo. Un esqueleto cubierto de plantas efjeh y un cuerpo completo a unos
tres metros de este. Nos acercamos con la nave a los cuerpos y la esquina de
un ala chocó con un obstáculo invisible.
Acercándonos a pie a los cuerpos, nos vimos detenidos por una barrera
lisa e invisible que nos desconcertó sobremanera. Yendo a tientas hasta el
esqueleto, encontramos una abertura, más allá de la cual había un espacio
con otro acceso que llevaba al esqueleto. Este último, aunque despojado de
ropajes por las hierbas, tenía a su lado uno de los cascos numerados de la
compañía. Era el Agente B-9, Frederick N. Dwight de la sección de Koenig,
que había estado fuera de Terra Nova desde hacía dos meses, encargado de
una larga misión.
Entre ese esqueleto y el cuerpo completo parecía haber otro muro, pero
pudimos fácilmente identificar al segundo hombre como Stanfield. Tenía un
rollo de notas en su mano izquierda y un lápiz en la derecha, y parecía
haber estado escribiendo en el momento de su muerte. No había ningún
cristal a la vista, pero el detector indicaba la presencia de un gran
espécimen cerca del cuerpo de Stanfield.
Tuvimos grandes dificultades para llegar a Stanfield, pero lo
conseguimos al cabo. El cuerpo estaba aún caliente, y había un gran cristal
a su lado, cubierto por el barro poco profundo. Enseguida estudiamos el
rollo de notas de su zurda y dispusimos ciertas acciones, acordes a sus
datos. El contenido del rollo constituye la larga narración previa de este
informe; una narración cuyos principales detalles hemos constatado y que
añadimos como explicación de lo que hemos descubierto. Las últimas
partes de ese informe muestran daños mentales, pero no hay motivo para
dudar del conjunto. Stanfield murió, obviamente, por una combinación de
sed, asfixia, tensión cardiaca y depresión psicológica. Su máscara estaba en
su sitio y generando oxígeno, a pesar del nivel alarmantemente bajo de
pastillas.
Como nuestro avión había resultado dañado, enviamos un mensaje
reclamando a Anderson con el Avión de Reparaciones FG-7, una brigada de
demolición y material de voladura. La mañana siguiente, el FR-58 estaba
arreglado y enviamos de regreso a Anderson con los dos cuerpos y el
cristal. Enterraremos a Dwight y a Stanfield en el cementerio de la
compañía y enviaremos el cristal a Chicago en la próxima nave que salga
hacia la Tierra. Después seguiremos la sugerencia de Stanfield —la anotada
en la parte primera y más cuerda de su informe— y enviaremos tropas
suficientes para erradicar a todos los nativos. Con el campo libre, no
tendremos límites en cuanto a consecución de cristales.
Por la tarde estudiamos el invisible edificio o trampa con gran cuidado,
explorándolo con ayuda de largas guías de cuerda y alzando un plano
completo de la planta, con destino a nuestros archivos. Quedamos
sumamente impresionados por el diseño y guardamos muestras de la
sustancia para hacer análisis químicos. Todos esos conocimientos nos serán
útiles cuando nos encarguemos de las ciudades de los nativos. Nuestros
taladros de diamante, tipo C, consiguieron perforar el material invisible y
los del equipo de demolición están ahora colocando dinamita para volarlo
todo. No quedará nada cuando hayamos acabado. El edificio constituye una
clara amenaza para los vuelos y otros posibles tráficos.
Al estudiar la planta del laberinto uno queda impresionado, no solo por
la ironía del destino de Dwight, sino también por el de Stanfield. Cuando
tratamos de llegar al segundo cuerpo, partiendo del esqueleto, no pudimos
encontrar acceso a la derecha, pero Markheim encontró un portal a partir
del primer espacio interior, a unos cinco metros más allá de Dwight, y a
más de un metro pasado Stanfield. Más allá de este había una larga estancia
que no exploramos hasta más tarde, pero, a mano derecha de tal estancia,
había otro portal que llevaba directamente al cuerpo. Stanfield podía haber
llegado a la salida exterior, a unos seis metros, de haber encontrado la
abertura que se encontraba directamente detrás de él; una abertura que pasó
por alto debido a la fatiga y la desesperación.
CRONOLOGÍA DE RELATOS DE H. P
LOVECRAFT

«The Noble Eavesdropper» (1897?) (*).


«The Little Glass Bottle» (1897) (9). Primera publicación The
Shuttered Room and Other Pieces. Arkham House, 1959.
«The Secret Cave or John Lees Adventure» (1898) (9). Primera
publicación: The Shuttered Room and Other Pieces. Arkham
House, 1959.
«The Mystery of the Grave-Yard» (1898) (9). Primera publicación:
The Shuttered Room and Other Pieces. Arkham House, 1959.
«The Haunted House» (1898/1902) (*).
«The Secret of the Grave» (1898/1902) (*).
«John, the Detective» (1898/1902) (*).
«The Mysterious Ship» (1902) (9). Primera publicación: The
Shuttered Room and Other Pieces. Arkham House, 1959.
«La bestia en la cueva» (3). Título original: «The Beast in the Cave»
(21 de abril de 1905). Primera publicación: The Vagrant, junio
de 1918.
«The Picture» (1907) (*).
«El alquimista» (3). Título original: «The Alchemist» (1908). Primera
publicación: The United Amateur, noviembre de 1916.
«La tumba» (3). Título original: «The Tomb» (junio de 1917).
Primera publicación: The Vagrant, marzo de 1922.
«Dagón» (3). Título original: «Dagon» (julio de 1917). Primera
publicación: The Vagrant, noviembre de 1919. Aparece en
Weird Tales, octubre de 1923.
«A Reminiscence of Dr. Samuel Johnson» (1917) (9). Primera
publicación: The United Amateur 17, n.° 2, noviembre de 1917.
«Polaris» (3). Título original: «Polaris» (mayo? de 1918). Primera
publicación: The Philosopher, diciembre de 1920. El texto
aparece en The National Amateur, mayo de 1926.
«The Mystery of Murdon Grange» (1918) (*).
«La pradera verde» (2). Título original: «The Green Meadow»
(1918/1919). Colaboración con Winifred V. Jackson. Primera
publicación: The Vagrant, primavera de 1927.
«Sweet Ermengarde» (1919/1925) (9). Primera publicación: Beyond
the Wall of Sleep. Arkham House, 1943.
«Más allá del muro del sueño» (3). Título original: «Beyond the Wall
of Sleep» (1919). Primera publicación: Pine Cones, octubre de
1919. Publicado en Weird Tales, 1938.
«Memory» (1919) (9). Primera publicación: The United Co-operative
1, n.° 2, junio de 1919.
«Old Bugs» (1919) (9). Primera publicación: The Shuttered Room and
Other Pieces. Arkham House, 1959.
«La transición de Juan Romero» (3). Título original: «The Transition
of Juan Romero» (16 de septiembre de 1919). Primera
publicación: En A Dreamer’s Tales, Arkham House, 1939.
«La nave blanca» (3). Título original: «The White Ship» (noviembre
de 1919). Primera publicación: The United Amateur, noviembre
de 1919. Publicado en Weird Tales, febrero de 1926.
«La maldición que cayó sobre Sarnath» (3). Título original: «The
Doom That Carne to Sarnath» (3 de diciembre de 1919).
Primera publicación: The Scot, junio de 1920.
«La declaración de Randolph Carter» (3). Título original: «The
Statement of Randolph Carter» (11/27 de diciembre de 1919).
Primera publicación: The Vagrant, mayo de 1920.
«El viejo terrible» (3). Título original: «The Terrible Old Man» (28 de
enero de 1920). Primera publicación: The Tryout, julio de 1921.
Publicado en la revista Weird Tales, 1926.
«El árbol» (3). Título original: «The Tree» (1920). Primera
publicación: The Tryout, octubre de 1921.
«Los gatos de Ulthar» (3). Título original: «The Cats of Ulthar» (15
de junio de 1920). Primera publicación: The Tryout, noviembre
de 1920.
«El templo» (3). Título original: «The Temple» (1920). Primera
publicación: Weird Tales, septiembre de 1925.
«Hechos tocantes al difunto Arthur Jermyn y su familia» (3). Título
original: «Facts Concerning the Late Arthur Jermyn and His
Family» (noviembre de 1920). Primera publicación: The
Wolverine, marzo/junio de 1921. Publicado en Weird Tales,
marzo de 1924, con el título: «The White Ape».
«La calle» (3). Título original: «The Street» (1920?). Primera
publicación: The Wolverine, diciembre de 1920.
«Life and Death» (1920?) (**).
«La poesía y los dioses» (3). Título original: «Poetry and the Gods»
(1920). Colaboración con Anna Helen Crofts. Primera
publicación: The United Amateur, septiembre de 1920.
«Celephais» (3). Título original: «Celephais» (noviembre de 1920).
Primera publicación: Rainbow, mayo de 1922.
«Del otro lado» (3). Título original: «From Beyond» (16/18 de
noviembre de 1920). Primera publicación: The Fantasy Fan,
junio de 1934.
«Nyarlathotep» (diciembre, 1920) (9). Primera publicación: The
United Amateur 20, n.° 2, noviembre de 1920.
«El grabado de la casa» (3). Título original: «The Picture in the
House» (12 de diciembre de 1920). Primera publicación: The
National Amateur, 1920.
«El caos reptante» (2). Título original: «The Crawling Chaos»
(1920/1921). Colaboración con Winifred V. Jackson. Primera
publicación: The United Amateur, 1920. 184
«Ex Oblivione» (1920/1921) (9). Primera publicación: The United
Amateur 20, n.° 4, marzo de 1921.
«La ciudad sin nombre» (3). Título original: «The Nameless City»
(26 de enero de 1921). Primera publicación: The Wolverine,
noviembre de 1921. Publicado en Weird Tales, noviembre de
1938.
«La búsqueda de Iranon» (3). Título original: «The Quest of Iranon»
(28 de febrero/23 de abril de 1921). Primera publicación: The
Galleon, julio/agosto de 1935. Publicado en Weird Tales,
marzo de 1939.
«El pantano de la luna» (3). Título original: «The Moon-Bog» (marzo
de 1921). Primera publicación: Weird Tales, junio de 1926.
«El intruso» (3). Título original: «The Outsider» (1921). Primera
publicación: Weird Tales, abril de 1926.
«Los otros dioses» (3). Título original: «The Other Gods» (14 de
agosto de 1921). Primera publicación: The Fantasy Fan,
noviembre de 1933.
«La música de Erich Zann» (3). Título original: «The Music of Erich
Zann» (diciembre de 1921). Primera publicación: The Nacional
Amateur, marzo de 1922.
«Herbert West, Reanimador» (3). Título original: «Herbert West
Reanimador» (septiembre 1921/3 de octubre de 1922). Primera
publicación: Home Blew, febrero/julio de 1922. Publicado en
Weird Tales, 1942.
«Hypnos» (3). Título original: «Hypnos» (mayo de 1922). Primera
publicación: The Nacional Amateur, mayo de 1923. 185
«What the Moon Brings» (5 de junio de 1922) (9). Primera
publicación: The Nacional Amateur 45, n.° 5, mayo de 1923.
«Azathoth» (3). Título original: «Azathoth» (junio de 1922). Primera
publicación: Leaves 11, 1938.
«El horror de Martin’s Beach» (2). Título original: «The Horror at
Martin’s Beach» (junio, 1922). Colaboración con Sonia H.
Greene. Publicado en Weird Tales, noviembre de 1923, con el
título «The Invisible Monster».
«El sabueso» (3). Título original: «The Hound» (septiembre de 1922).
Primera publicación: Weird Tales, febrero de 1925.
«El horror oculto» (4). Título original: «The Lurking Fear»
(noviembre, 1922). Primera publicación: Home Brew,
enero/abril de 1923.
«Las ratas en las paredes» (4). Título original: «The Rats in the
Walls» (agosto/septiembre de 1923). Primera publicación:
Weird Tales, marzo de 1924.
«Lo indescriptible» (4). Título original: «The Unnamable»
(septiembre de 1923). Primera publicación: Weird Tales, julio
de 1925.
«Cenizas» (1). Título original: «Ashes» (1923). Colaboración con C.
M. Eddy, Jr.
«El devorador de fantasmas» (2). Título original: «The Ghost-Eater»
(1923). Colaboración con C. M. Eddy, Jr. Primera publicación:
Weird Tales, abril de 1924.
«Los amados muertos» (2). Título original: «The Loved Dead»
(1923). Colaboración con C. M. Eddy, Jr. Primera publicación:
Weird Tales, mayo/julio de 1924.
«La ceremonia» (4). Título original: «The Festival» (1923). Primera
publicación: Weird Tales, enero de 1925.
«Sordo, mudo y ciego» (2). Título original: «Deaf, Dumb, and Blind»
(1924?). Colaboración con C. M. Eddy, Jr. Primera publicación:
Weird Tales, abril de 1925.
«Bajo las pirámides» (4). Título original: «Under the Pyramids»
(febrero/marzo de 1924). Colaboración con Harry Houdini.
Primera publicación: Weird Tales, mayo/julio de 1924.
Anteriormente llamado «Imprisoned with the Pharaohs», el
título correcto se ha sacado de un artículo de Lovecraft
publicado en The Providence Journal, 3 de marzo de 1924.
«La casa maldita» (4). Título original: «The Shunned House» (16/19
octubre de 1924). Primera publicación: folleto de Recluse
Press, 1928 (editorial de W Paul Cook).
«El horror de Red Hood» (4). Título original: «The Horror at Red
Hook» (1/2 agosto de 1925). Primera publicación: Weird Tales,
enero de 1927.
«Él» (4). Título original: «He» (11 agosto de 1925). Primera
publicación: Weird Tales, septiembre de 1926.
«En la cripta» (4). Título original: «In the Vault» (18 septiembre de
1925). Primera publicación: The Tryout, noviembre de 1925.
«El descendiente» (3). Título original: «The Descendant» (1926?).
Primera publicación: Leaves 11, 1938.
«Aire fresco» (4). Título original: «Cool Air» (marzo de 1926).
Primera publicación: Tales of Magic and Mistery, marzo de
1928.
«La llamada de Cthulhu» (4). Título original: «The Call of Cthulhu»
(verano de 1926). Primera publicación: Weird Tales, febrero de
1928.
«Two Black Bottles» (julio/octubre de 1926) (9). Primera
publicación: Weird Tales, agosto de 1927. Colaboración con
Wilfred Blanch Talman.
«El modelo de Pickman» (4). Título original: «Pickman’s Model»
(1926). Primera publicación: Weird Tales, octubre de 1927.
«La Llave de Plata» (4). Título original: «The Silver Key» (1926).
Primera publicación: Weird Tales, enero de 1929.
«El extraño caserón en la niebla» (4). Título original: «The Strange
High House in the Mist» (9 de noviembre de 1926). Primera
publicación: Weird Tales, octubre de 1931.
«La busca onírica de la desconocida Kadath» (5). Título original:
«The Dream-Quest of Unknown Kadath» (otoño? 1926/22 de
enero de 1927). Primera publicación: Arkham House, 1943.
«El caso de Charles Dexter Ward» (5). Título original: «The Case of
Charles Dexter Ward» (enero/1 de marzo de 1927). Primera
publicación: Weird Tales, mayo/julio de 1941.
«El color fuera del espacio» (5). Título original: «The Colour Out of
Space» (marzo de 1927). Primera publicación: Amazing Stories,
septiembre de 1927.
«La antigua raza» (1). Título original: «The Very Old Folk» (2 de
noviembre de 1927). Primera publicación: Scienti-Snaps 111, 3,
verano de 1940. 188
«La última prueba» (2). Título original: «The Last Test» (1927).
Colaboración con Adolphe de Castro. Primera publicación:
Weird Tales, noviembre de 1928.
«Historia del Necronomicón» (1). «History of the Necronomicón»
(1927). Publicado como folleto por Wilson H. Shepherd, 1938.
«La maldición de Yig» (2). Título original: «The Curse of Yig»
(1928). Colaboración con Zealia Bishop. Primera publicación:
Weird Tales, noviembre de 1929.
«Ibib» 1928? (9). Primera publicación: The O-Wash-Ta-Nong 3, n.° 1,
enero de 1938.
«El horror de Dunwich» (5). Título original: «The Dunwich Horror»
(verano de 1928). Primera publicación: Weird Tales, abril de
1929.
«El verdugo eléctrico» (2). Título original: «The Electric
Executioner» (1929?). Colaboración con Adolphe de Castro.
Primera publicación: Weird Tales, agosto de 1930.
«El túmulo» (2). Título original: «The Mound» (diciembre de
1929/comienzo de 1930). Colaboración con Zealia Bishop.
Primera publicación: Weird Tales, noviembre de 1940.
«La hechicería de Aphlar» (1) Título original: «The Sorcery of
Aphlar» (1930). Primera publicación: The Fantasy Fan, II, 4,
diciembre de 1934.
«El lazo de Medusa» (2). Título original: «Medusas Coil» (mayo de
1930). Colaboración con Zealia Bishop. Primera publicación:
Weird Tales, enero de 1939.
«El que susurra en la oscuridad» (6). Título original: «The Whisperer
in Darkness» (24 de febrero/26 de septiembre de 1930).
Primera publicación: Weird Tales, agosto de 1931.
«En las montañas de la locura» (6). Título original: «At the
Mountains of Madness» (febrero/22 de marzo de 1931).
Primera publicación: Astounding Stories (febrero/marzo/abril
de 1936).
«La sombra sobre Innsmouth» (7). Título original: «The Shadow
Over Innsmouth» (noviembre?/3 de diciembre de 1931).
Primera publicación: Astounding Stories, junio de 1936.
Existen varios párrafos desechados del relato definitivo (The
Acolyte 2, n.° 2, primavera de 1944) (9).
«La trampa» (1). Título original: «The Trap» (final de 1931).
Colaboración con Henry S. Whitehead.
«Los sueños en la Casa de la Bruja» (7). Título original: «The Dreams
in the Witch House» (enero/28 de febrero de 1932). Primera
publicación: Weird Tales, julio de 1933.
«El hombre de piedra» (2). Título original: «The Man of Stone»
(1932). Colaboración con Hazel Heald. Primera publicación:
Wonder Stories, octubre de 1932.
«Horror en el museo» (2). Título original: «The Horror in the
Museum» (octubre de 1932). Colaboración con Hazel Heald.
Primera publicación: Weird Tales, julio de 1933.
«A través de las puertas de la Llave de Plata» (7). Título original:
«Through the Gates of the Silver Key» (octubre de 1932/abril
1933). Colaboración con Hoffmann Price. Primera publicación:
Weird Tales, julio de 1934.
«Muerte alada» (2). Título original: «Winged Death» (1933).
Colaboración con Hazel Heald. Primera publicación: Weird
Tales, marzo de 1934.
«Out of the Aeons» (1933) (9). Colaboración con Hazel Heald.
Primera publicación: Weird Tales, abril de 1933.
«El ser en el umbral» (7). Título original: «The Thing on the
Doorstep» (21/24 de agosto de 1933). Primera publicación:
Weird Tales, enero de 1937.
«El clérigo maligno» (8). Título original: «The Evil Clergyman»
(octubre de 1933). Primera publicación: Weird Tales, abril de
1939.
«El horror en el cementerio» (2). Título original: «The Horror in the
Burying-Ground» (1933/1935). Colaboración con Hazel Heald.
Primera publicación: Weird Tales, mayo de 1937.
«El libro» (3). Título original: «The Book» (final de 1933?). Primera
publicación: Leaves II, 1938.
«El libro negro de Alsophocus» (1). Título original: «The Black Tome
of Alsophocus» (1934). Continuación de El libro, por Martin S.
Warnes.
«El árbol en la colina» (1). Título original: «The Tree on the Hill»
(mayo de 1934). Colaboración con Duane W Rimel.
«La batalla que dio fin al siglo» (1). Título original: «The Battle That
Ended the Century» (junio de 1934). Colaboración con R. H.
Barlow. Primera publicación: folleto editado por R. H. Barlow,
1934.
«La sombra más allá del tiempo» (8). Título original: «The Shadow
Out of Time» (noviembre de 1934/marzo de 1935). Primera
publicación: Astounding Stories, junio de 1936.
«Hasta en los mares» (2). Título original: «Till A’ the Seas» (enero de
1935). Colaboración con R. H. Barlow. Primera publicación:
The Cahfornian, 1935.
«Collapsing Cosmoses» (junio de 1935) (9). Colaboración con R. H.
Barlow. Primera publicación: Leaves 2, 1938.
«The Challenge from Beyond» (agosto, 1935) (9). Colaboración con
C. L. Moore, A. Merritt, Robert E. Howard y Frank Belknap
Long. Primera publicación: Fantasy Magazine 5, n.° 4,
septiembre de 1935.
«La exhumación» (1). Título original: «The Disinterment» (verano de
1935). Colaboración: Con Duane W Rimel.
«El diario de Alonzo Typer» (2). Título original: «The Diary
ofAlonzo Typer» (octubre de 1935). Colaboración con William
Lumley. Primera publicación: Weird Tales, febrero de 1938.
«El que acecha en la oscuridad» (8). Título original: «The Haunter of
the Dark» (noviembre de 1935). Primera publicación: Weird
Tales, diciembre de 1936.
«En los muros de Eryx» (8). Título original: «In the Walls of Eryx»
(enero de 1936). Colaboración con Kenneth Sterling. Primera
publicación: Weird Tales, octubre de 1939.
«La noche del océano» (1). Título original: «The Night Ocean»
(otoño? de 1936). Colaboración con R. H. Barlow. Primera
publicación: The Californian, IV, 3, invierno de 1936.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

(1) La noche del océano y otros escritos inéditos, por H. P Lovecraft,


Editorial Edaf, Madrid, 1991.
(2) El museo de los horrores, por H. P Lovecraft, Editorial Edaf,
Madrid, 1993.
(3) El intruso y otros cuentos fantásticos, por H. P Lovecraft,
Editorial Edaf, Madrid, 1995.
(4) La llamada de Cthulhu y otros cuentos de terror, por H. P
Lovecraft, Editorial Edaf, Madrid, 1997.
(5) El horror de Dunwich y otros relatos de los mitos de Cthulhu, por
H. P Lovecraft, Editorial Edaf, Madrid, 1999.
(6) El que susurra en la oscuridad. En las montañas de la locura, por
H. P Lovecraft, Editorial Edaf, Madrid, 2001.
(7) La sombra sobre Innsmouth y otros relatos terroríficos, por H. P
Lovecraft, Editorial Edaf, Madrid, 2001.
(8) El que acecha en la oscuridad y los últimos cuentos de los mitos
de Cthulhu, por H. P Lovecraft, Editorial Edaf, Madrid, 2001.
(9) Nyarlathotep y otros escritos, Editorial Edaf, Madrid, 2001.
(*) No existe, solo su referencia.
(**) Perdido.
NOTAS
[1]Título original: The Evil Clergyman (octubre de 1933). Publicado por
primera vez en la revista Weird Tales (abril de 1939). Este texto se trata de
una acotación a un sueño que tuvo el autor en octubre de 1933, tal como fue
narrado en una carta a Bernard Austin Dwyer. Esta versión se basa en la
publicada en la mencionada revista. <<
[2]
Título original: The Shadow Out of Time (noviembre de 1934-marzo de
1935). Publicado por primera vez en la revista Astounding Stories (junio de
1936). Esta versión sigue el confuso manuscrito del autor y la copia
publicada en Astounding, anotada por el propio escritor, actualmente en la
Biblioteca John Hay de la Universidad de Brown. <<
[3]
Título original: The Haunter of the Dark (noviembre de 1935). Publicado
por primera vez en la revista Weird Tales (diciembre de 1936). No se
conserva manuscrito de esta obra, solo la copia impresa de revista. <<
[4]Título original: In the walls of Eryx (enero de 1936). Publicado por
primera vez en la revista Weird Tales (octubre de 1939). Colaboración con
Kenneth Sterling. <<

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