El Que Acecha en La Oscuridad - H. P. Lovecraft
El Que Acecha en La Oscuridad - H. P. Lovecraft
El Que Acecha en La Oscuridad - H. P. Lovecraft
II
III
IV
Tal era el mundo del que mis sueños me traían débiles y fragmentarios
ecos cada noche. No puedo esperar dar una verdadera idea del horror y
espanto que contenían tales ecos, ya que aquellos residían en una cualidad
por completo intangible: la acusada sensación de seudomemoria.
Como ya he dicho, mis estudios fueron erigiendo gradualmente una
defensa contra tales sentimientos en forma de explicaciones psicológicas
racionales, y esa salvadora influencia fue aumentada con el sutil toque de
cotidianidad que fue adquiriendo con el paso del tiempo. Sin embargo, pese
a todo, el vago y reptante terror regresaba de vez en cuando. No me vencía,
empero, como antes, y a partir de 1922 viví una vida de lo más normal de
trabajo y ocio.
Con el paso de los años comencé a pensar que mi experiencia unida a
los casos parecidos y al folclor registrado debía ser sistematizada y
publicada a beneficio de los investigadores serios, de ahí que preparase una
serie de artículos breves que cubrían todo el asunto y que iban ilustrados
con toscos bocetos de algunas de las formas, escenas, motivos decorativos y
jeroglíficos que recordaba de los sueños.
Aparecieron, en varias entregas, durante 1928 y 1929, en el Journal of
the American Psychological Society, y no despertaron gran atención. Yo,
entre tanto, continué registrando mis sueños con el mayor de los cuidados,
incluso a pesar de que el creciente acervo de registros alcanzaba
dimensiones problemáticas.
El 10 de julio de 1934 me llegó, vía Sociedad Psicológica, la carta que
abrió la fase culminante y más horrible de toda esta loca ordalía. Tenía
matasellos de Pilbarra, en Australia occidental, y llevaba la firma de alguien
que, según mis indagaciones, era un ingeniero de minas de considerable
renombre. Dentro había algunas curiosas fotos. Reproduciré los textos
íntegramente, y ningún lector podrá dejar de entender cuán tremendo efecto
tuvieron, ellos y las fotos, sobre mí.
Estuve durante algún tiempo casi paralizado e incrédulo, ya que, aunque
a menudo había supuesto que debiera haber alguna base real bajo ciertas
facetas de las leyendas que teñían mis sueños, no por eso estaba más
preparado para toparme con un resto tangible de un mundo perdido y
remoto más allá de cualquier imaginación. Lo más devastador de todo eran
las fotografías… porque en ellas, en un frío e incontrovertible realismo,
contra un paisaje de arenas removidas, había unos bloques de piedra
erosionados por el clima y el agua, con cimas algo convexas y fondos
ligeramente planos, que hablaban por sí solas.
Y cuando las estudié con una lupa pude ver demasiado claramente,
entre los golpes y las erosiones, los restos de aquellos inmensos diseños
curvilíneos y jeroglíficos ocasionales cuyo significado se había vuelto tan
odioso para mí. Pero he aquí la carta, que habla por sí sola:
Estimado señor:
Una reciente conversación con el doctor E. M. Boyle de
Perth, así como algunos periódicos en los que aparecen
artículos suyos, y que acaba de enviarme, me mueven a
hablarle acerca de ciertas cosas que he encontrado en el Gran
Desierto Arenoso, al este de la mina de oro que tenemos allí.
Al parecer, en vista de las curiosas leyendas sobre viejas
ciudades, de sillería inmensa y extraños motivos y jeroglíficos
que usted describe, he topado con algo muy importante.
Los negros han contado siempre muchas historias sobre
«grandes piedras con marcas en ellas», y parecen tenerles un
miedo terrible. Las conectan, de alguna forma, con sus
leyendas clásicas sobre Buddai, el gigantesco anciano que
duerme desde hace edades bajo tierra, con la cabeza sobre el
brazo, y que algún día despertará para devorar al mundo
entero.
Hay algunas leyendas muy viejas y medio olvidadas
acerca de enormes cabañas subterráneas, hechas de grandes
piedras, con pasadizos que llevan abajo y abajo, y en los que
suceden cosas horribles. Los negros afirman que, cierta vez,
algunos guerreros, fugitivos de la batalla, se internaron en una
de ellas y nunca emergieron, aunque espantosos vientos
comenzaron a soplar desde allí abajo, apenas bajaron. Sin
embargo, no suele haber mucho de verdad en todas esas
historias de los nativos.
Pero no es eso lo que deseo relatarle. Hace dos años,
cuando estaba haciendo prospecciones en el desierto, a unos
500 kilómetros al este, me topé con un lote de extrañas piezas
de piedra tallada, de alrededor de 1 × 0, 60 × 0,60 de tamaño y
erosionados en grado sumo.
Al principio no pude encontrar ninguna de las marcas de
las que hablaban los negros, pero, mirando con mayor
detenimiento, pude encontrar algunas líneas profundamente
talladas que se mantenían pese a la erosión. Había curvas
peculiares, idénticas a las que los negros habían tratado de
describirme. Supuse que debía haber alrededor de treinta o
cuarenta bloques, algunos casi enterrados en la arena, y todos
dentro de un radio de unos doscientos metros.
Al descubrir los primeros, estudié detenidamente los
alrededores e hice mediciones sistemáticas de todo el lugar
con mis instrumentos. También tomé fotos de diez o doce de
los bloques más típicos, y adjuntaré esas imágenes para que
las vea.
Mandé mi información y fotos a la administración, en
Perth, pero no han hecho nada al respecto.
Entonces me encontré con el doctor Boyle, que había
leído sus artículos en el Journal of the American
Psychological Society y, entonces, fue cuando le mencioné lo
de las piedras. Se mostró enormemente interesado y todavía
más cuando le mostré las instantáneas, pues dijo que las
piedras y las marcas eran exactamente iguales a las de la
sillería sobre la que usted había soñado y que había
encontrado descrita en las leyendas.
Él pensó en escribirle, pero al final se fue retrasando.
Entre tanto, me envió la mayoría de las revistas en las que
aparecían sus artículos y vi enseguida, por sus bocetos y
descripciones, que mis piedras son, sin lugar a dudas, de la
clase que usted comenta. Puede apreciar este último extremo a
través de las fotos adjuntas. En su momento podrá escuchar en
persona al doctor Boyle.
Ahora puedo entender cuán importante debe ser todo esto
para usted. Sin lugar a dudas, nos encontramos ante los restos
de una civilización desconocida, más antigua de lo que
podamos soñar y que forma las bases de las leyendas de las
que usted habla.
Como ingeniero de minas, tengo ciertos conocimientos de
geología y puedo decirle que esos bloques son tan antiguos
que me espantan. Son, en su mayor parte, de arenisca y
granito, aunque uno de ellos está hecho de alguna extraña
clase de cemento u hormigón.
Muestran evidencias de erosión acuática, como si esta
parte del mundo hubiera estado bajo el mar y hubiera
emergido después de largas edades, todo ello posterior a que
esos bloques fueran hechos y usados, lo cual supone cientos
de miles de años, o Dios sabe cuánto más. No me agrada
ponerme a pensar en ello.
En vista de su previo y concienzudo trabajo a la hora de
sistematizar las leyendas y todo lo que tiene que ver con este
asunto, no tengo dudas de que estaría dispuesto a encabezar
una expedición al desierto y hacer algunas excavaciones
arqueológicas. Tanto el doctor Boyle como yo estamos
dispuesto a cooperar en tal asunto si usted —o alguna
organización que usted conozca— puede proveer de fondos.
Puedo aportar una docena de mineros para los trabajos
más pesados de excavación; a los negros hay que descartarlos,
ya que he constatado que tienen un miedo casi maníaco a ese
lugar en concreto. Ni Boyle ni yo hemos dicho nada a otras
personas, ya que usted, obviamente, debe tener prioridad a la
hora de cualquier descubrimiento o atribución de méritos.
Se puede llegar a ese sitio, desde Pilbarra, en unos cuatro
días en vehículo tractor, de los que necesitaremos cuatro. Se
encuentra un poco al oeste y al sur de la ruta de Warburton de
1873, y a unos cien kilómetros de Joanna Spring. Podemos
también remolcar lo necesario por el río De Grey, en vez de
salir de Pilbarra, pero de todo eso podemos hablar en su
momento.
Grosso modo, las piedras se hallan en un puntó situado en
latitud 22° 3' 14" Sur y longitud 125° 0' 39" Este. El clima es
tropical y las condiciones desérticas rigurosas.
Recibiré con agrado cualquier correspondencia que quiera
establecer sobre este asunto y estoy de lo más interesado en
ayudarle en cualquier plan que pueda hacer al respecto. Tras
estudiar sus artículos, estoy sumamente impresionado por el
significado profundo de todo este asunto. El doctor Boyle le
escribirá también. Cuando necesite establecer comunicación
inmediata, cualquier mensaje a Perth será reexpedido por
telégrafo.
Casi todas las consecuencias provocadas por esa carta pueden leerse en
los periódicos de la época. Mi buena suerte me aseguró un gran respaldo
por parte de la universidad Miskatonic, y tanto el señor McKenzie como el
doctor Boyle se mostraron impagables a la hora de solventar los
pormenores del asunto en Australia. No dejamos traslucir gran cosa al
público acerca de nuestros objetivos, ya que todo aquel asunto podía
convertirse, de forma harto desagradable, en un asunto molesto y burlesco
por obra y gracia de la prensa amarilla. Por tanto, los informes impresos
fueron bastante someros; aún así, apareció lo bastante como para desvelar
que buscábamos unas ruinas australianas —sobre las que ya se había
informado— y dar cuenta de los diversos preparativos de la expedición.
El profesor William Dyer, del departamento de geología de la
Universidad —y jefe de la expedición Miskatonic al Antártico en 1930-31
—, Ferdinad C. Ashley, del departamento de historia antigua, y Tyler M.
Freeborn, del departamento de antropología, así como mi hijo Wingate,
vinieron con nosotros.
Mi corresponsal McKenzie llegó a Arkham a principios de 1935 para
ayudarnos a ultimar los preparativos. Resultó ser un hombre afable y de lo
más competente, de unos cincuenta años, admirablemente leído y
profundamente familiarizado con todo lo tocante a los viajes por Australia.
Tenía tractores esperando en Pilbarra y había fletado un vapor lo
bastante pequeño como para alcanzar ese punto del río. Estábamos
preparados para excavar de la forma más cuidadosa y científica, cribando
cada partícula de arena y sin mover nada de lo que pareciera estar en o
cerca de su posición original.
Embarcando a bordo del resollante Lexington, el 28 de marzo de 1935,
realizamos una calmosa singladura por el Atlántico y el Mediterráneo,
cruzando el canal de Suez, bajando por el mar Rojo y atravesando el océano
índico hasta alcanzar nuestra meta. No necesito decir hasta qué punto me
deprimió la vista de la costa, baja y arenosa, de Australia occidental, y
cómo aborrecí las toscas torres mineras y los espantosos campos auríferos
en los que los tractores se encontraban ultimando la carga.
El doctor Boyle, que se reunió allí con nosotros, resultó ser un hombre
entrado en años, agradable e inteligente; y sus conocimientos de psicología
llevaron a que mantuviera muchas y largas conversaciones al respecto, tanto
con mi hijo como conmigo mismo.
Desasosiego y expectación se mezclaban de forma extraña en el ánimo
de casi todos nosotros cuando, por fin, nuestro grupo de 18 hombres se
internó en las áridas leguas de arenas y rocas. El viernes 31 de mayo
vadeamos un ramal del De Grey y penetramos en el reino de la desolación
más absoluta. Cierto terror iba creciendo en mi interior según avanzábamos
hacia aquella área de mundo arcaico que daba cuerpo a las leyendas; un
terror, por supuesto, del que tenía parte de culpa el hecho de que mis
turbadores sueños y seudomemorias aún me acosaban con fuerza
invencible.
El lunes 3 de junio vimos el primero de aquellos semienterrados
bloques. No puedo describir las emociones que me embargaron al tocar —
en términos reales— un fragmento de la ciclópea sillería, que era igual,
hasta el último extremo, a los bloques que formaban los muros de los
edificios de mis sueños. Había claras trazas de tallas, y las manos me
temblaban al reconocer parte de una trama decorativa curvilínea, que a mí
me resultaba infernal por culpa de años de atormentadas pesadillas y
desconcertadas investigaciones.
Un mes de excavaciones sacó a la luz un total de 1.250 bloques en
distintos estados de deterioro y desintegración. La mayoría de ellos eran
megalitos tallados, con cima y base curvas. Unos pocos eran de menor
tamaño, más planos y de superficie lisa, cúbicos u octogonales —como
aquellos de los suelos y calles de mis sueños—, mientras que algunos eran
singularmente masivos y combados o inclinados, en una forma que sugería
su uso en abovedados o curvaturas, o como parte de los vanos de arcos o
ventanas redondas.
Cuanto más profundizábamos —hacia el norte y el este—, más bloques
sacábamos a la luz, aunque no pudimos descubrir ninguna traza de
organización entre ellos. El profesor Dyer estaba desconcertado por la
increíble edad de los fragmentos, y Freeborn encontró restos de símbolos
que recordaban lejanamente a ciertas leyendas, papúas y polinesias, de
infinita antigüedad. El deterioro y la dispersión de los bloques eran testigos
mudos de vertiginosos ciclos de tiempo y de convulsiones geológicas de
furia cósmica.
Disponíamos de un aeroplano, y mi hijo Wingate volaba a menudo a
distintas altitudes y observaba el baldío de rocas y arena en busca de rastros
tenues y grandes, bien fueran diferencias de nivel o líneas que pudieran
delatar la presencia de los dispersos bloques. Pero no conseguía
prácticamente nada, ya que, dondequiera que un día pudiera creer atisbar
algún perfil significativo, al nuevo viaje se encontraba con que esa
impresión había sido reemplazada por algo completamente insustancial;
obra de la arena movediza y arrastrada por el viento.
Una o dos de esas efímeras sugestiones, empero, me afectaron de forma
extraña y desagradable. Parecían, en cierto modo, concordar horriblemente
con algo que yo había leído o soñado, pero que no llegaba a recordar. Me
resultaban terriblemente familiares y, de algún modo, me hacían mirar
furtiva y aprensivamente hacia el abominable y estéril territorio situado al
norte y el noreste.
Alrededor de la primera semana de julio, desarrollé una inexplicable
mezcolanza de emociones contradictorias, tocantes todas a la región noreste
en general. Era horror, era curiosidad, pero sobre todo había una persistente
y asombrosa ilusión de memoria.
Probé toda clase de artificios psicológicos para arrancar esas nociones
de mi cabeza, pero no obtuve resultado alguno. El insomnio también se
apoderó de mí, aunque eso es algo que acepté casi aliviado, ya que acortaba
mis periodos de sueños. Adquirí el hábito de realizar largos y solitarios
paseos por el desierto, durante la noche, normalmente hacia el norte o el
noreste, puntos a los que la suma de mis extraños y nuevos impulsos
parecían empujarme de forma sutil.
A veces, durante esos paseos, me topaba con restos casi enterrados de la
antigua sillería. Aunque apenas había más bloques visibles de los que
habíamos encontrado en el punto en que comenzáramos a cavar, estaba
seguro de que debía haber muchos más bajo la superficie. El terreno era
menos nivelado que en nuestro campo y los sempiternos vendavales
conformaban a las arenas en forma de fantásticas y temporales dunas,
exponiendo bajos restos de las arcaicas piedras al tiempo que enterraban
otros.
Yo me sentía extrañamente ansioso de extender las excavaciones a este
punto, aun temiendo al mismo tiempo lo que pudieran revelar. Obviamente,
me estaba deteriorando, y lo peor de todo es que no podía encontrarle
explicación.
Una muestra de mi mal estado nervioso puede colegirse de mi reacción
a un extraño descubrimiento realizado durante uno de mis paseos nocturnos.
Fue en la tarde del 11 de julio, cuando la luna inundaba los misteriosos
montículos con una curiosa palidez.
Vagabundeando algo más allá de mis límites usuales, fui a dar con una
gran piedra que parecía diferir en grado sumo de cualquier otra que
hubiéramos encontrado. Estaba cubierta casi por completo, pero yo me
detuve y limpié las arenas con mis manos, antes de estudiarla con cuidado,
suplementando la luz de la luna con mi linterna.
A diferencia de las otras grandes piedras, esta era un cubo perfecto, sin
superficies convexa o cóncava. Parecía, también, ser de oscura sustancia
basáltica, del todo distinta al granito, la arenisca o el ocasional cemento de
los ya familiares restos.
Repentinamente me incorporé, me di la vuelta y corrí hacia el
campamento a toda velocidad. Fue una fuga completamente inconsciente e
irracional, y solo cuando estuve cerca de mi tienda comprendí del todo por
qué había salido corriendo. Fue entonces cuando caí en la cuenta. La
extraña piedra oscura era algo que yo había soñado y leído, y que había
ligado con los supremos horrores de las tradiciones inmemoriales.
Era uno de los bloques de la arcaica sillería basáltica a la que la Gran
Raza tenía tanto miedo; las ruinas, altas y sin ventanas, dejadas por esos
acechantes y semimateriales seres alienígenas que pululaban en los abismos
interiores de la Tierra, y contra cuyas fuerzas ventosas e invisibles habían
sido selladas las trampillas y apostados centinelas alertas.
Estuve despierto toda la noche, pero al alba comprendí cuán estúpido
había sido al dejar que la sombra de un mito se apoderase de mí. A pesar
del espanto, debiera haber sentido el entusiasmo de un descubridor.
A media mañana hablé a los otros de mi hallazgo, y Dyer, Freeborn,
Boyle, mi hijo y yo mismo fuimos a buscar aquel bloque anómalo. No nos
fue posible encontrarlo, sin embargo. No me había hecho una idea clara de
la localización de la piedra y un viento posterior había alterado por
completo los médanos de arena movediza.
VI
VII
VIII
El hecho de que venciera el miedo muestra cuán profunda e imponente
era mi compulsión. Ningún motivo racional podía haberme hecho seguir
después de esa odiosa sospecha de huellas y de los reptantes recuerdos
oníricos que despertaban en mí. E incluso así, mi mano derecha, aun
temblando de espanto, todavía se contorsionaba rítmicamente en su
ansiedad por girar un cerrojo que buscaba desesperadamente. Antes de
saber qué estaba haciendo, había rebasado el montón lateral de cajas caídas
y me apuraba de puntillas, a través de polvo completamente intacto, hacia
un punto que yo parecía conocer morbosa y horriblemente bien.
Mi mente estaba haciéndose preguntas cuyo origen y relevancia solo
estaba comenzado a suponer. ¿Sería el estante accesible a un cuerpo
humano? ¿Podría mi mano humana realizar todos los movimientos,
recordados después de eones, necesarios para la apertura? ¿Estaría la
cerradura intacta y operativa? ¿Y qué haría… qué me atrevería a hacer…
con lo que… ahora comenzaba a comprenderlo… ansiaba y temía
encontrar? ¿Probaría eso la realidad, enloquecedora y espantosa, de algo
que estaba más allá de cualquier concepción normal, o demostraría que tan
solo estaba soñando?
Lo siguiente que supe fue que había cesado en mi carrera de puntillas y
estaba plantado en silencio, mirando una línea de estantes cubiertos de
jeroglíficos enloquecedoramente familiares. Se hallaban en un estado de
casi perfecta conservación y solo tres de las puertas por allí cerca se habían
abierto.
Mis sentimientos hacia esos estantes no pueden ser descritos, ya que la
sensación de conocerlos de antes era total e insistente. Me encontraba
contemplando una hilera cercana a lo alto, completamente fuera de mi
alcance, y preguntándome cómo podría trepar hasta ella. Una puerta abierta
a cuatro filas de altura podía ayudarme, y las cerraduras de las puertas quizá
me sirvieran de asideros para manos y pies. Podía sujetar la linterna entre
los dientes, como ya había hecho en otros lugares donde había necesitado
ambas manos. Sobre todo, no debía hacer ruido.
Iba a ser difícil bajar lo que deseaba sacar, pero quizá podría enganchar
su cierre removible en mi cuello y llevarlo como una mochila. De nuevo me
pregunté si la cerradura estaría intacta. No me cabía duda alguna de que
podría repetir cada movimiento, tan familiares me resultaban. Pero esperaba
que no chirriase o crujiera, y que mi mano fuera lo suficientemente hábil.
Incluso mientras le daba vueltas al asunto ya me había puesto la linterna
entre los dientes y comenzado a trepar. Los cerrojos sobresalientes eran
pobres sustentos; pero, tal como había esperado, el estante abierto me ayudó
sobremanera. Usé tanto la puerta abierta como el reborde mismo de la
abertura, y me las arreglé para hacerlo sin ningún crujido excesivo.
Balanceándome en el borde superior de la puerta e inclinándome hacia
la izquierda, llegué a alcanzar el cerrojo buscado. Mis dedos, medio
entumecidos por el ascenso, trabajaron con torpeza al principio, aunque
pude constatar que eran anatómicamente adecuados. Y el ritmo que me
venía a la cabeza ayudó.
Salvando desconocidos abismos de tiempo, aquellos movimientos,
intrincados y secretos, habían llegado a mi cerebro, de alguna forma,
correctos hasta en los mínimos detalles; y después de menos de cinco
minutos de tanteos escuché un clic cuya familiaridad me sobresaltó aún más
porque no lo había anticipado conscientemente. Un momento después la
puerta de metal se abrió lentamente con tan sólo el más débil rechinar.
Aturdido, observé la hilera de lomos de cajas grisáceas ahora expuestas
y sentí brotar una emoción por completo inexplicable. Justo al alcance de
mi diestra había una cuyos jeroglíficos curvos me provocaron una punzada
de estremecimiento infinitamente más compleja que el simple miedo. Aún
tembloroso, me las arreglé para liberarla entre una lluvia de copos
grisáceos, y tiré de ella hacia mí sin ningún sonido fuerte.
Como las otras cajas que había manejado, tenía algo más de cincuenta
por treinta centímetros de tamaño, con diseños matemáticos curvos en
bajorrelieve. En grosor pasaba algo de los ocho centímetros.
Afirmándola como pude, entre la superficie por la que trepaba y mi
propio cuerpo, manipulé el seguro hasta conseguir abrirlo. Abrí la tapa, me
eché aquel pesado objeto a la espalda y me lo colgué del cierre al cuello.
Con las manos ahora libres, descendí con dificultad hasta el suelo
polvoriento y me dispuse a inspeccionar mi botín.
Arrodillándome en el polvo arenoso, giré la caja y me la puse enfrente.
Mis manos temblaban y temía sacar el libro tanto cómo deseaba —o me
sentía impelido— hacerlo. Poco a poco, me iba quedando claro lo que iba a
encontrar, y tal comprensión casi llegó a anular mis facultades.
Si lo que buscaba estaba ahí —y si yo no estaba soñando—, las
implicaciones se hallarían más allá de lo que un espíritu humano puede
soportar. Lo que más me atormentaba era mi momentánea incapacidad para
asumir que cuanto me rodeaba era un sueño. La sensación de realidad era
espantosa… y de nuevo vuelvo a sentirla cada vez que recuerdo la escena.
Al cabo, saqué tembloroso el libro de su contenedor y observé fascinado
los familiares jeroglíficos de la cubierta. Parecía encontrarse intacto, y las
letras curvilíneas del título me provocaron un estado casi hipnótico en el
que creí poder leerlas. Lo cierto es que no podría jurar que no llegase a
leerlas, sumido en algún acceso transitorio y terrible de anormal memoria.
No sé cuanto tiempo pasó antes de que osase abrir esa tapa de metal. Me
demoré e inventé excusas. Cogí la linterna de mi boca y la apagué para
ahorrar batería. Entonces, en la oscuridad, me armé de coraje y acabé
abriendo la tapa sin encender la luz. Luego la encendí y enfoqué sobre la
página abierta, fortaleciéndome para no hacer ruido, no importa lo que
pudiera encontrar.
Miré un instante, antes de ceder. Apretando los dientes, no obstante,
conseguí guardar silencio. Me senté en el suelo y me puse una mano en la
frente sumido en la negrura devoradora. Lo que temía y esperaba estaba
allí. O estaba soñando, o el tiempo y el espacio eran una burla.
Tenía que ser un sueño, pero debía comprobar el horror sacando aquel
objeto y, si era una realidad, mostrárselo a mi hijo. Mi cabeza daba vueltas
espantada, aunque no había objetos dentro de la luz que pudieran girar en
torno a mí. Ideas e imágenes preñadas de terrible horror —provocadas por
lo que acababa de ver— se agolpaban sobre mí y nublaban mis sentidos.
Pensé en esas posibles impresiones en el polvo y temblé ante el sonido
de mi propia respiración. De nuevo encendí la luz y miré la página como
una víctima de serpiente puede mirar a sus destructivos ojos y colmillos.
Luego, con dedos desmañados, en la oscuridad, cerré el libro, lo puse en
su caja y cerré la tapa y el curioso seguro de gancho. Aquello era lo que
debía sacar al mundo exterior, si es que era real —si es que todo aquel
abismo era real—, y si yo, y el mundo mismo, existíamos también.
No sabría decir cuándo me incorporé y emprendí el regreso. Se me
ocurre, de forma extraña —y como una muestra de hasta qué punto me
sentía distante del mundo normal—, que ni siquiera miré el reloj durante
esas espantosas horas bajo tierra.
Linterna en mano, y con la ominosa caja bajo el brazo, pasé de
puntillas, preso de una especie de pánico silencioso, junto al abismo, del
que surgía aquella corriente de aire y las inquietantes sugerencias de
pisadas. Aminoré mis precauciones mientras trepaba por la interminable
rampa, pero no pude librarme de una sombra de aprensión que no había
sentido en el viaje de bajada.
Temía pasar de nuevo a través de la cripta de basalto negro, que era más
antigua que la propia ciudad, donde frías corrientes surgían de las
profundidades desguarnecidas. Pensé en aquello a lo que la Gran Raza
había temido, y en lo que podía estar aún al acecho —aun cuando fuera
debilitado y agonizante— ahí abajo. Me vinieron a la cabeza esas huellas de
cinco círculos y lo que mis sueños me habían dado a conocer sobre tales
marcas, así como sobre los extraños vientos y sonidos sibilantes asociados a
ellas. Y pensé en las leyendas de los aborígenes modernos, que habían
desarrollado un horror a los grandes vientos y a las indescriptibles ruinas
subterráneas.
Sabía, por un símbolo tallado en el muro, en qué piso tenía que
abandonar la rampa, y al cabo —tras rebasar aquel otro libro que había
examinado— llegué al gran espacio circular con el portal de la
ramificación. A mi derecha, y reconocible, se hallaba el arco por el que
había entrado. Por allí pasé, a sabiendas de que el resto del camino sería
más arduo, debido al ruinoso estado de la sillería situada en el exterior del
edificio de los archivos. Mi nueva carga, la caja de metal, me pesaba, y me
resultó cada vez más difícil mantenerme tranquilo, mientras iba
trastabillando entre escombros y restos de todo tipo.
Después llegué a aquel montículo de ruinas que casi llegaba al techo,
por el que había abierto un somero paso. El miedo a arrastrarme de nuevo
por allí era infinito, ya que la primera vez había hecho algún ruido, y ahora
—luego de ver aquello que pudieran ser pisadas— temía, sobre todas las
cosas, despertar sonidos. La caja también aumentaba el problema de
atravesar la angosta hendidura.
Pero trepé por aquella barrera lo mejor que pude, y empujé la caja por la
abertura delante de mí. Luego, la linterna en la boca, me arrastré yo
también, con las estalactitas lacerándome la espalda.
Mientras trataba de coger de nuevo la caja, esta cayó a alguna distancia
delante y bajando la ladera de restos, alzando un perturbador resonar y
provocando ecos que me cubrieron de sudor frío. La cogí al punto y me
quedé sin hacer más ruido… pero un momento después el deslizar de
bloques bajo mis pies causó un estruendo repentino y sin precedentes. Ese
estrépito fue mi perdición. Ya que, con razón o sin ella, creí escuchar una
respuesta terrible procedente de las áreas que había dejado atrás. Me
pareció escuchar un sonido silbante y agudo, sin comparación posible con
nada de la Tierra y más allá de cualquier adecuada descripción verbal. Si así
fue, lo que siguió después alberga una sombría ironía, ya que, de no ser por
el pánico que me provocó esto, no hubiera tenido lugar un segundo suceso.
Mi pánico fue absoluto e imposible de aplacar. Cogiendo la linterna con
la mano y asiendo débilmente la caja, di un brinco y me lancé enloquecido
hacia delante sin idea alguna en la cabeza, fuera de un loco deseo de salir
corriendo de esas ruinas de pesadilla y emerger al mundo vigil del desierto
y la luz de la luna, muy arriba de donde me hallaba.
Apenas me di cuenta de que había llegado a la montaña de escombros
que se alzaba en la gran negrura, más allá del techo hundido, y me lastimé y
corté en repetidas ocasiones, mientras trepaba por esa empinada ladera de
bloques mellados y fragmentos.
Entonces tuvo lugar el gran desastre. Al cruzar ciegamente la cima, sin
pensar en el brusco descenso que la seguía, resbalé y me vi sumido en una
arrolladora avalancha de sillería en movimiento que llenó el aire de la
caverna, con su estruendoso deslizar, con una ensordecedora serie de
retumbantes reverberaciones.
No recuerdo cómo salí de aquel caos, pero un momentáneo fragmento
de consciencia me muestra saltando, corriendo y trepando a lo largo del
corredor entre el estrépito, caja y linterna aún en mano.
Luego, mientras me acercaba a la primigenia cripta de basalto que tanto
temía, me atacó la locura más extrema. Ya que, mientras se apagaban los
ecos de la avalancha, se hizo audible una repetición de ese espantoso y
extraño silbido que había creído oír antes. Esta vez no había duda al
respecto… y, lo que era peor, no procedía de ningún punto situado a mis
espaldas, sino enfrente.
Probablemente lancé un gran grito. Tengo una velada imagen de mí
mismo huyendo a través de la infernal y arcaica bóveda de basalto,
escuchando cómo ese detestable sonido surgía silbante de la abierta y
desconocida portilla que daba paso a la ilimitada negrura inferior. Había
viento también, aunque no era ya tan solo un flujo frío y húmedo, sino
ráfagas violentas y deliberadas que surgían salvajes y heladas de la misma y
abominable sima de la que procedía el obsceno silbido.
Recuerdo haber ido saltando y dando tumbos sobre obstáculos de toda
clase, con ese torrente de viento y sonidos gritones haciéndose más fuertes a
cada instante, pareciendo rizarse y arremolinarse, con voluntad propia, a mi
alrededor, según surgía perversamente de los espacios situados detrás y
abajo. Aún soplando a mis espaldas, ese viento tenía la peculiaridad de
retrasar más que ayudar a mi avance, como si obrase como un lazo o garra
sobre mí. Sin preocuparme del ruido que hacía, me abalancé por la gran
barrera de bloques, hasta encontrarme de nuevo sobre la estructura que
conducía a la superficie.
Recuerdo haber entrevisto la arcada que llevaba a la sala de máquinas y
casi haber gritado cuando vi la rampa que llevaba abajo, a una de esas
blasfemas trampillas que se abrían dos niveles más abajo. Pero en lugar de
chillar musitaba para mis adentros, una y otra vez, que todo eso era un
sueño del que pronto despertaría. Quizá me encontrase en el campamento, o
quizá en mi casa de Arkham. Con tales esperanzas apuntalándome la
cordura comencé a remontar la rampa hacia niveles más altos.
Sabía, por supuesto, que tenía que volver a pasar aquella brecha de más
de un metro que me esperaba delante, pero estaba demasiado agobiado por
otros miedos, de forma que no caí en el horror que representaba hasta que
estuve casi encima de ella. En mi descenso, había sido fácil saltarla, ¿pero
cómo salvar ahora aquel hueco cuando iba cuesta arriba, estorbado por el
espanto, la fatiga, el peso de la caja de metal y la anormal tracción hacia
atrás de ese viento demoníaco? Pensé en todo eso, en el último momento, y
se me vinieron también a la cabeza las indescriptibles entidades que debían
estar al acecho en los negros abismos bajo la sima.
La errática luz de mi linterna se hacía más débil, pero contaba con algún
tipo de oscuro recuerdo a la hora de acercarme a la grieta. Las frías ráfagas
de viento y los nauseabundos chillidos silbantes que sonaban detrás de mí
resultaban en aquel momento un misericordioso opiáceo, y nublaban en mi
imaginación el horror del bostezante abismo que se abría delante de mí.
Pero entonces caí en la cuenta del añadido soplo y silbido que sonaban
también delante… mareas de abominación que surgían de la propia sima,
desde profundidades inimaginadas e inimaginables.
Fue entonces cuando la esencia de la pura pesadilla se apoderó de mí.
La cordura se esfumó, e ignorando todo, excepto el impulso animal de huir,
me debatí y me lancé hacia delante como si no hubiera sima alguna en
aquella inclinada escombrera. Cuando alcancé el borde de la brecha, salté
enloquecido, poniendo en ello hasta el último gramo que me quedaba de
fuerza, y al instante me sumí en un pandemoníaco vórtice de espantoso
sonido y de negrura total y materialmente tangible.
Ahí se sitúa el final de mi experiencia, hasta donde puedo recordar.
Todo lo demás pertenece por completo al territorio del delirio
fantasmagórico. Sueño, locura y memoria se mezclan extrañamente para dar
una serie de espejismos, fantásticos y fragmentarios, que no tienen relación
alguna con lo real.
Hubo una espantosa caída a través de incalculables leguas de negrura
viscosa y sentiente, así como de una babel de ruidos completamente ajenos
a cualquier cosa conocida por la Tierra y su vida orgánica. Se activaron
sentidos dormidos y rudimentarios, dándome atisbos de simas y vacíos
poblados por flotantes horrores y llevándome hasta abismos sin sol, océanos
y bullentes ciudades de torres basálticas y sin ventanas sobre las que no
brillaba luz alguna.
Tuve destellos de los secretos del planeta primigenio y de sus
inmemoriales eones, sin ayuda de la vista o el oído, y fue entonces cuando
conocí cosas que ni siquiera el más descabellado de mis antiguos sueños
había llegado siquiera a insinuar. Y, mientras tanto, los blancos dedos
helados de los húmedos vapores me aferraban y tironeaban de mí, y aquel
silbido, condenado y fantasmal, gritaba diabólicamente, imponiéndose a las
alternancias de cacofonía y silencio que resonaban en los remolinos de
negrura circundantes.
Luego llegaron visiones de la ciclópea ciudad de mis sueños… no en
ruinas, sino tal y como yo la había soñado. Estaba de nuevo en mi cuerpo
cónico y no en el humano, mezclado con multitudes de la Gran Raza y de
las mentes cautivas, que transportaban libros arriba y abajo por los altos
corredores y las inmensas rampas.
Entonces, sobreimpresos a tales imágenes, me llegaron fogonazos,
espantosos y momentáneos, de una conciencia no visual que incluía
debatirse desesperadamente, una liberación de los captores tentáculos del
viento silbante, un vuelo loco y como de murciélago a través de la
oscuridad azotada por el viento y un salvaje ir dando traspiés y trepando por
la sillería derrumbada.
Cierta vez se produjo un curioso e invasor destello a medias visto; una
débil y difusa sospecha de radiación azulada en lo alto. Luego llegó el
ensueño de trepar y arrastrarse, acosado por el viento… y emerger al
resplandor de la sardónica luz lunar a través de una confusión de escombros
que se deslizaban y derrumbaban a mis espaldas en medio de un loco
huracán. Fue el maligno y monótono latido de esa enloquecedora luz lunar
lo que, al cabo, me indicó que había vuelto a lo que una vez conociera como
el mundo vigil y objetivo.
Iba arrastrándome a través de las arenas del desierto australiano y, en
torno a mí, aullaba un tumulto de viento como nunca antes viera en la
superficie de nuestro planeta. Mis ropas estaban reducidas a jirones, y todo
mi cuerpo era una masa de moraduras y arañazos.
La consciencia plena regresó muy lentamente y no sabría decir en qué
momento los sueños delirantes se desvanecieron, dejando paso a verdaderos
recuerdos. Había creído ver un montículo de bloques titánicos, un abismo
debajo de él, una monstruosa revelación del pasado y, al final, un horror de
pesadilla… ¿pero cuánto de todo eso era real?
Había perdido la linterna y también cualquier caja de metal que pudiera
haber descubierto. ¿Había existido tal caja, o el abismo, o el montículo?
Alzando la cabeza, miré detrás de mí y vi tan solo las estériles y ondulantes
arenas del desierto.
El viento demoníaco menguaba, y la luna hinchada y fungoide se
hundía enrojecida al oeste. Me incorporé tambaleante y comencé a caminar,
dando traspiés, hacia el suroeste, rumbo al campamento. ¿Qué me había
sucedido en realidad? ¿Había simplemente sufrido un colapso en el desierto
y me había arrastrado, atormentado por los espejismos, a lo largo de
kilómetros de arenas y bloques enterrados? ¿Y, de no ser así, cómo podría
sobrellevar la vida de ahí en adelante?
Ya que, atrapado por este nuevo dilema, toda mi fe en la irrealidad de
mis visiones, que yo achacaba a los mitos, se disolvía una vez más en la
infernal duda de antes. Si el abismo era real, entonces la Gran Raza era real
y, por tanto, sus blasfemos viajes y secuestros en el vórtice cósmico del
tiempo no eran mitos o pesadillas, sino una terrible y estremecedora
realidad.
¿Era un hecho odioso y completamente cierto el que yo había sido
arrastrado a un mundo prehumano, situado 150 millones de años en el
pasado, durante aquellos oscuros y desconcertantes días de amnesia?
¿Había sido mi actual cuerpo el vehículo de una espantosa conciencia
alienígena procedente de paleógenas simas de tiempo?
¿Había, en mi calidad de mente cautiva de esos horrores que se
deslizaban, conocido esa maldita ciudad de piedra en sus días de apogeo, y
serpenteado por esos familiares corredores, revestido de la espantosa forma
de mi raptor? ¿Eran esos torturantes sueños de más de veinte años la
irrupción de terribles y monstruosos recuerdos?
¿Había entonces, en efecto, hablado con mentes que procedían de
inalcanzables recodos de tiempo y espacio, conocido los secretos del
universo, del pasado y del porvenir, y escrito los anales de mi propio mundo
en las cajas de metal de esos archivos titánicos? ¿Y eran esos otros entes —
esos estremecedores seres primigenios, dueños del viento loco y los silbidos
demoníacos—, en verdad, una amenaza rezagada y al acecho, esperando y
desvaneciéndose lentamente en los negros abismos, mientras las diversas
formas de vida arrastraban su milenario discurrir sobre la inmemorial
superficie del planeta?
No lo sé. Si ese abismo y lo que alberga es real, no hay esperanza.
Entonces, en verdad y para nuestra desgracia, pende sobre este mundo de
los hombres una burlona e increíble sombra situada más allá del tiempo.
Pero, misericordiosamente, no hay pruebas de que tales cosas sean nada
más que nuevas fases de mis sueños, provocadas por mi estudio de los
mitos. No saqué la caja de metal que pudiera haber sido una prueba, y de
momento esos corredores no han sido descubiertos.
Si las leyes del universo son compasivas, nunca serán encontrados. Pero
debo comunicar a mi hijo lo que vi o creí ver, y dejar a su juicio de
psicólogo ponderar la realidad de lo que me sucedió y trasmitir este informe
a otros.
He dicho que la espantosa verdad, detrás de mis torturados años de
sueños, depende del todo de que sea real lo que creí ver en esas ciclópeas y
enterradas ruinas. Es duro para mí, literalmente, poner por escrito esta
revelación crucial, aunque los lectores ya, sin duda, han adivinado cuál es.
Por supuesto, la clave estaba en ese libro encerrado en la caja de metal… la
caja que saque de su sitio entre el polvo de un millón de siglos.
Ningún ojo había visto y ninguna mano tocado ese libro desde la época
en que el hombre apareció en el planeta. Y, aun así, cuando enfoqué mi
linterna sobre el mismo en aquel espantoso abismo, vi que las letras,
extrañamente pigmentadas, que cubrían las páginas de celulosa,
quebradizas y parduscas debido al paso de los eones, no pertenecían a
ningún indescriptible sistema jeroglífico de la juventud de la Tierra. Eran,
de hecho, las letras de nuestro familiar alfabeto, componiendo las palabras
del idioma inglés y escritas de mi propio puño y letra.
EL QUE ACECHA EN LA OSCURIDAD[3]
El profesor Enoch Bowen volvió de Egipto en mayo de 1844. Compró la vieja iglesia
FreeWill en julio. Sus estudios y trabajos arqueológicos en materias ocultas son bien
conocidos.
El doctor Drowne de la iglesia baptista de la calle cuarta previno contra la secta del
Saber Estelar en un sermón el 29 de diciembre de 1844.
La congregación contaba con 97 miembros a finales del 45.
1846. Tres desapariciones. Primera mención al Trapezoide Resplandeciente.
7 desapariciones en 1848. Comienzan a correr historias sobre sacrificios humanos.
La investigación de 1853 no llega a ninguna conclusión. Corren historias sobre sonidos.
El padre O’Malley habla sobre adoración al diablo hecha mediante una caja encontrada
en grandes ruinas egipcias; dice que convoca a algo que no puede sobrevivir a la luz del día.
Huye de la luz tenue y desaparece ante la intensa. Entonces tiene que ser convocado de
nuevo. Probablemente ha sacado todo eso de las confesiones que hizo en su lecho de muerte
Francis X. Feeney, que se había unido a la Sabiduría Estelar en el 49. Esa gente dice que el
Trapezoide Resplandeciente les muestra el paraíso y otros mundos y que El que Acecha en
la Oscuridad les comunica de alguna forma secretos.
Lo que dice Orrin B. Eddy en 1857. Lo convocan mirando al cristal y tienen un lenguaje
secreto que usan entre ellos.
200 fieles o más en 1863. Todos hombres.
Algarada de muchachos irlandeses contra la iglesia en 1869, luego de la desaparición de
Patrick Regan.
Velado artículo en J., el 14 de marzo del 72, pero la gente no le presta atención.
6 desapariciones en 1876, un comité secreto se entrevista con el alcalde Doyle.
Se prometen medidas en febrero de 1877. La iglesia es cerrada en abril.
Una banda, chicos de Federal Hill, amenazan al doctor… y al resto de la congregación
en mayo.
181 personas abandonan la ciudad antes de que acabe el 77… no se mencionan nombres.
Las historias de fantasmas comienzan hacia 1880… intentar comprobar si es cierto lo
que se dice acerca de que ningún ser humano ha entrado en la iglesia desde 1877.
Pedir a Laningan la fotografía del lugar tomada en 1851.
Las luces siguen apagadas; deben haber pasado ya cinco minutos. Todo depende de los
relámpagos. ¡Yaddith quiera que se mantengan!… alguna influencia parece asomar detrás de
todo esto… la lluvia y los truenos y el viento son ensordecedores… el ser se está apoderando
de mi mente.
Problemas con la memoria. Veo cosas que nunca conocí. Otros mundos y otras
galaxias… oscuridad… los relámpagos parecen oscuridad y la oscuridad luz.
La colina y la iglesia que veo en la oscuridad total no pueden ser reales. Debe tratarse de
alguna impresión retinal dejada por los rayos. ¡Quiera el cielo que los italianos estén allí con
sus velas, si cesan los relámpagos!
¿De qué tengo miedo? ¿No es un avatar de Nyarlathotep, que en la antigua y sombría
Kem aún tomaba forma de hombre? Recuerdo Yuggoth y la más lejana Shaggai, y el postrer
vacío de los negros planetas…
El largo y agitado vuelo a través del vacío… no puedo cruzar el universo de luz…
recreado por los pensamientos captados en el Trapezoide Resplandeciente… enviado a
través de los horribles abismos luminosos…
Mi nombre es Blake, Robert Harrison Blake, del 620 de East Knapp Street, Milwaukee,
Wisconsin… soy de este planeta.
¡Azatoth se apiade de mí! Ya no relampaguea… horrible… puedo verlo todo con un
sentido que no es el de la vista… la luz es oscuridad y la oscuridad luz… esa gente en la
colina… guardia… velas y amuletos… sus curas…
Ha desaparecido la percepción de las distancias… lejos es cerca y cerca lejos. No hay
luz… ni cristal… veo ese campanario… esa torre… puedo oír… Roderick Usher… estoy
loco o volviéndome loco… la cosa está arañando y tanteando en la torre… soy el ser y el ser
soy yo… quiero salir… debo salir y unir las fuerzas… sabe dónde estoy.
Soy Robert Blake, pero veo la torre en la oscuridad. Hay un olor monstruoso… los
sentidos mutan… las contraventanas de esa torre ceden y caen… Iä… nagai… ygg…
Lo veo… viniendo… viento infernal… mancha titánica… alas negras… Yog-Sothoth se
apiade de mí… ese ardiente ojo de tres lóbulos…
EN LOS MUROS DE ERIX[4]
¡He hecho un gran progreso! Tiene muy buena pinta. Me encuentro muy
débil y no pude dormirme hasta que amaneció. Entonces estuve dormitando
hasta el mediodía, aunque sin llegar a descansar del todo. No ha llovido y
estoy muy débil por la sed. Me tomé una píldora alimenticia extra para
poder mantenerme en pie, pero, sin agua, no puedo hacer gran cosa. Me
arriesgué a probar algo del agua fangosa, pero me sentó terriblemente mal y
me dejó aún más sediento que antes. Debo ahorrar los cubos clorados y
estoy casi asfixiado por la falta de oxígeno. No puedo tenerme gran cosa en
pie, aunque me las arreglo para arrastrarme por el barro. Hacia las dos de la
tarde, creí reconocer algunos pasajes y me encontré más cerca del cadáver,
o esqueleto, de lo que había estado desde mis intentonas del primer día.
Acabé por llegar a un callejón sin salida, pero volví al camino principal con
ayuda de mi mapa y mis notas. El problema de las anotaciones es que hay
demasiadas. Deben ocupar un metro de rollo y tengo que pararme durante
largos ratos para desenmarañarlas. Se me va la cabeza por culpa de la sed,
el ahogo y el cansancio, y no puedo entender qué es lo que he escrito. Esos
malditos seres verdes siguen mirando y riéndose con sus tentáculos, y a
veces gesticulan en una forma que hace pensar si no estarán compartiendo
alguna terrible broma que no puedo comprender.
Eran las tres en punto cuando llegó de repente un verdadero progreso.
Había un portal que, según mis notas, no había atravesado previamente y, al
aventurarme en él, descubrí que podía ir acercándome en círculos al
esqueleto cubierto de nanas. La ruta trazaba una especie de espiral, muy
parecida a la que, previamente, me había llevado a la estancia central. Cada
vez que llegaba a una puerta lateral o una encrucijada escogía el curso que
me parecía más adecuado para repetir la travesía original. Según me iba
acercando más y más a mi espantosa meta, los observadores de fuera
intensificaban sus crípticas gesticulaciones y su sardónica risa silenciosa.
Evidentemente, encontraban algo espantosamente divertido en mi avance,
percibiendo sin duda cuán inerme me vería en un encuentro con ellos. Me
sentía contento de dejarles regocijarse, ya que, aun asumiendo mi debilidad
extrema, contaba con la pistola lanzallamas, y con sus numerosas cargas
extras, para abrirme paso a través de la falange de viles reptiles.
Confiaba en poder levantarme, pero no intenté ponerme aún en pie. Era
mejor reptar y guardar mis fuerzas para el cercano encuentro con los
hombres-lagarto. Mis progresos eran muy lentos, y el peligro de ir a
desembocar en un callejón sin salida, grande, pero al menos me parecía ir
girando directo hacia mi meta ósea. La idea me daba nuevas fuerzas y, de
momento, cesé de lamentarme por el dolor, la sed y la escasa provisión de
pastillas. Las criaturas se agolpaban ahora en torno a la entrada,
gesticulando, saltando y riéndose con los tentáculos. Pronto, supuse, tendría
que lidiar con toda la horda y quizá con refuerzos llegados de la selva.
Estoy a tan solo unos pocos metros del esqueleto y me he detenido a
anotar esto, antes de salir y abrirme paso a través de la maligna banda de
entidades. Confío en poder, con mi última reserva de fuerzas, poder
ponerlos en fuga a pesar de su número, ya que el alcance de esta pistola es
tremendo. Después de eso, un campo de musgo seco y el borde de la
meseta; y, por la mañana, un fatigoso viaje a través de la jungla hasta Terra
Nova. Me alegraré de ver de nuevo hombres vivos y construcciones
humanas. Los dientes de esa calavera resplandecen y sonríen de forma
horrible.
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Oscuro. Muy débil. Ellos aún se ríen y saltan en torno a la puerta y han
encendido esas infernales linternas.
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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS