Clase 10 Texto 4 Sztajnszrajber
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Darío Sztajnszraiber
La pregunta por la identidad es la pregunta por quiénes somos. Pero si el “somos” de la expresión
“comprender quiénes somos” no es ni definitivo, ni último, todo el tiempo está cambiando, entonces
claramente algo de la pregunta se ha movido de lugar.
Hay una forma de pensar la identidad que Heidegger llama “metafísica de la presencia”. Cuando
hablamos de metafísica de la presencia, simplemente hablamos de que se supone que podemos explicar
cualquier fenómeno porque es posible llevarlo a principios fundamentales (principios lógico-ontológicos:
reducir, subsumir, abstraer). La identidad define una forma de orden que se encuentra insinuada en su
etimología. Es que la palabra “identidad” proviene del latín tardío identitas; que a su vez deriva de idem,
que significa “lo mismo”, aquello que se repite y que expresa una relación de toda entidad consigo
misma. Hay algo en este vaso, en este lápiz, en esta mesa, que se repite más allá de sus datos
contingentes, que hace que el vaso sea vaso y no lápiz, ni mesa, y así sucesivamente. En este enfoque,
ese “algo” haría de cada cosa lo que es y no otra cosa. La filosofía ha llamado a este concepto con el
nombre de “esencia”, palabra que deriva del verbo latino esse, del cual surgiría el español “ser”.
Así, un primer rasgo de la identidad es su apuesta por la autonomía: se concibe una realidad que se
ordena a partir de entidades que conllevan en sí mismas lo que les da su mismidad. Se suele llamar a
esta figura con el nombre “concepción sustancialista del mundo”. Básicamente, la concepción
sustancialista afirma que el otro no influye para nada en la identidad de la entidad. Entran en relaciones
con los otros, pero sin poner en juego su esencia ni, por ello, su identidad. La conexión entre las
entidades pasa a un lugar secundario, accidental. La identidad viene a expresar una suerte de “alma” de
cualquier cosa, su naturaleza propia, como si las cosas vinieran con una especie de fórmula que las
definiese y les diera sentido. Y llamamos “esencialismo” esta forma de pensar la identidad.
El principio de identidad establece que todo ente es idéntico a sí mismo. A es idéntico a A y no es
idéntico a (es diferente de) todo lo no A. Es muy importante resaltar que lo otro de la identidad, en tanto
deferencia, es todo lo que no es A, y no una entidad específica. Lo otro respecto de un vaso es todo lo
que no es un vaso.
La identidad necesita afirmarse frente a otras identidades posibles. De lo que se trata es de poseer
identidad, cualquiera, pero una identidad. El problema es lo que no encaja. Eso, desencajado, mixto,
híbrido, molesta. Molesta a los parámetros de una identidad que puede tolerar cualquier forma, siempre
que haya forma.
Cuando alguien nomina, ejerce el poder y decide la existencia de un otro aceptable y de un otro
inaceptable, de un otro posible y de un otro imposible. Y, en ambos casos, al otro se lo “desotra”. El otro
que encaja en los parámetros de identidades es el otro posible, que, en tanto posible, termina siendo
aceptado, pero con la condición de no ser más quien es. Entonces, no sería estrictamente una otredad. El
problema no se establece con otras identidades posibles, sino con las imposibles. Esta segunda figura
plantea el problema de fondo de la identidad. Si la identidad es una característica propia de las cosas,
todo lo que desdibujase sus límites estaría provocando una falla ontológica. Entonces, el otro no puede
tener entidad. No existe. No debe existir. No puede existir...
Repitamos: hay un otro posible y uno imposible, un otro tolerable y uno intolerable. El problema es
claro: el otro tolerable se vuelve tolerable en cuanto concede parte de su otredad para ser aceptado. Se
exige algún tipo de conversión para ser aceptado. El costo de la tolerancia es el “desotramiento”; o sea, el
despojarse de todos aquellos elementos que, en tanto otros, resultan intolerables para quien tolera.
De allí la figura de la hospitalidad, un concepto clave para repensar los vínculos interculturales. La
hospitalidad supone la apertura necesaria para que el otro, cuando irrumpa, sea recibido sin
condiciones. Ser hospitalario implica cierto despojamiento de lo propio en función de estar abierto a lo
que el otro me traiga, obligándome a mi propia transformación.
Otra forma de pensar la identidad es a la manera de Richard Rorty con sus ideas de necesario y
contingente. Lo necesario refiere siempre a aspectos supuestamente esenciales. “Contingente” vendría a
ser todo aquello que puede ser de otra manera, que puede cambiar. Esto quiere decir que toda entidad
nunca se nos presenta como una totalidad que nos permita visualizar una supuesta esencia. La totalidad
nunca cierra. Siempre hay algo contingente. Siempre hay un resto. El resto no deja que la totalidad
funcione, y por eso, en general, es perseguido, denostado, exterminado.
Si nuestra identidad es contingente, entonces está siempre abierta al cambio, a la reinvención. ¿Pero
como reinventarse uno? La clave es la diferencia. La clave es el otro. Pero nunca el otro tolerable, ya que
él no hace más que afirmarnos en lo que somos. La clave es el intolerable. Las identidades contingentes
se encuentras en permanente movimiento por sus características contingentes. Son conscientes de la
posibilidad de verse “irrumpidas” por el otro y así transformarse.
La identidad contingente tiene similitudes con las identidades narrativas, en especial con la
hermenéutica. ¿Qué plantea la hermenéutica? Básicamente, romper todo esencialismo en función de un
acceso siempre interpretativo a cualquier fenómeno. Para la hermenéutica, todo el tiempo reescribimos
lo que somos. Y esa escritura es abierta. Y esa apertura se contamina con los otros relatos con los que
entabla un vínculo, un vínculo que siempre transforma.
La identidad, entonces, nunca es fija. No se alcanza. A ella no se llega. Es al revés: la identidad es una
búsqueda. Nos modificamos a cada instante en el contacto con lo otro de nosotros.
Todas estas categorías filosóficas nos permiten tratar la cuestión de la identidad en nuestros tiempos.
Podríamos pensar la identidad individual a partir de la pregunta “¿quién soy yo?”. Una respuesta
esencialista supondría la existencia de una esencia individual que definiría la identidad de cada uno. Es
decir que para saber quiénes somos debemos despojarnos de todo lo contingente para que así quede
esa esencia que nos define. ¿Y qué define lo que soy?
Este planteo se vuelve mucho más interesante en tiempos de capitalismo avanzado, cuando parecería
que la identidad se definiese a sí misma a partir de sus prácticas de consumos, que, en este esquema, no
definirían lo esencial sino lo accidental, lo secundario. El esencialismo individualista se hace fuerte en las
sociedades del hiperconsumo argumentando una incuestionable defensa de la libertad individual en la
construcción identitaria.
Pero pongamos un ejemplo: Luis es Luis porque hay algo en Luis que lo define como tal. Supongamos
que le quitásemos a Luis todo lo que lleva encima. Supongamos que le quitásemos todo accesorio y ropa
y nos encontráramos con Luis desnudo. Todo la ropa y accesorios, sus vínculos con los demás, sus
elecciones ideológicas, todo puede cambiar. Pero debajo de todo hay un cuerpo. ¿Es el cuerpo la esencia
individual de la persona? Y si le hiciéramos a Luis una cirugía estética a fondo que cambiase
radicalmente su cuerpo, ¿seguiría siendo Luis? Parecería que no. El único que podría afirmar que sigue
siendo Luis, aunque nadie lo reconociese como tal, es él. Pero si nadie lo reconociese como Luis, no
serviría de nada. De acá se deduce que la identidad es un hecho con otros. Esto se relaciona con los roles
que asumimos en nuestra vida social, entonces lo que somos es siempre lo que narramos que somos, a
pesar de que la narración o el narrador cambien.
En nuestra Modernidad biopolítica se creería que la identidad es una cuestión biológica, pero una
fórmula biológica no permite el movimiento identitario permanente. Un cuerpo biológico puede
definirse como tal, pero la identidad es siempre ese movimiento por el cual ese cuerpo se construye a sí
mismo.
Nuestra identidad sexual tradicional se funda en tres axiomas: 1. que el sexo biológico es el que define
nuestra identidad sexual; 2. que la identidad sexual tiene que ver con la genitalidad; 3. que la identidad
sexual es binaria: masculino o femenino, sin otras posibilidades. La identidad de género propone
desarmar estas conexiones. El género excede ahora las dos posibilidades sexuales que se supone que
existen por naturaleza. Lo contrario a “varón” ya no es “mujer”, sino “no varón”. “No varón” incluye más
que lo que entendemos como “mujer” y plantea toda una serie de mixturas, combinaciones e
hibridaciones.
En la postura esencialista, el problema se potencia cuando se trata de identidades colectivas, ya que se
necesita afirmar algo que está más allá de cada yo y que determinaría la esencia de cada uno. Así es
como cada individuo encuentra su identidad no en su propio ser individual, sino en una entidad que lo
trasciende y que lo contiene. Y esa identidad trascendente se presenta como totalizante, por no decir
totalitaria.
Reaparece ahora el caso de Luis. Supongamos que Luis es católico. El catolicismo es una religión con un
conjunto de reglas que deben aceparse y seguirse si se quiere ser parte de ella. Y no son reglas que
pueden no ser aceptadas. Pero si las religiones ceden en esas reglas, estaríamos hablando de una
apertura. Pero cuanto más abierta es una religión a las otras creencias, más se aleja de su propio núcleo
de origen.
Vamos de nuevo. Luis puede ser cristiano de muchas maneras diferentes y hasta puede ser ateo, pero
vive en un mundo posreligioso, es decir, en un mundo proveniente de la construcción de sentido propia
de las religiones. El arco de posiciones identitarias que cualquiera puede tomar con respecto a la religión
no lo sitúa en un lugar radicalmente otro con respecto a lo religioso. La religión, incluso por negación,
nos sigue condicionando. Mayor problema siempre, para toda religión, han resultado las demás
religiones o, peor, las disputas, al interior de la religión, de formas alternativas de religiosidad.
Hay algunas problemáticas propias de las identidades religiosas que van más allá de las creencias y se
relacionan con tradiciones nacionales o identitarias étnicas y, sobre todo, ponen en evidencia ciertos
conflictos internos del país. El atentado de París a la revista satírica Charlie Hebdo, ocurrido en enero de
2015, nos hace pensar sobre la imposibilidad de convivencia entre una supuesta identidad francesa
pura, por un lado, y una identidad musulmana pura, por el otro. ¿Pero qué es ser francés? ¿Por qué
diferenciaríamos a un francés de otro francés por su religión?
Tal vez otro lugar donde el esencialismo vive su crisis sea en las identidades nacionales. ¿Qué es hoy una
patria? ¿Qué es hoy una nación? Vale recordar que los Estados nacionales, nuestros “países”, son una
creación moderna. Los Estados nacionales construyen los límites, límites que demarcan un espacio, un
territorio, que siempre es artificial, es decir, que no responde a ningún rasgo natural de las poblaciones.
En general, se han agrupado muchas poblaciones originarias dentro de un nuevo territorio o, en el peor
de los casos, se las han partido en fragmentos para delimitar las nuevas fronteras.
Así, la patria se define como un territorio delimitado que fija una frontera con otro diferente: una
diferencia que, si es esencial, es definitiva; pero si no lo es, podemos empezar a pensar la patria desde
un origen difuso, por no decir contaminado, sucio, impuro, mixto. Un origen con el otro, un origen sin
origen. Para escapar de esto, las naciones, desde el esencialismo, afirman la pertenencia a una patria por
haber nacido en un territorio nacional específico. Está claro que los argumentos a favor del esencialismo
se derrumban rápidamente, tanto su creencia en que una esencia del suelo se encuentra presente en
cada uno de nosotros, como su creencia en la imposibilidad de contacto entre las distintas culturas.
En este contexto se dirime la cuestión sobre el multiculturalismo. ¿Qué es el multiculturalismo? Es el
debilitamiento de las fronteras nacionales de todo tipo en nombre de un nuevo universalismo que
supone priorizar la mezcla y la diversidad.
Según Alexander von Humboldt, la nación se expresa en la lengua. La propia Hannah Arendt habla de la
lengua como lo único que, aunque lo desee, no puede perder. Pero una lengua no es algo definitivo, ni
cerrado ni absoluto, sino un momento del tránsito incesante de la hibridación de múltiples lenguas.
Para terminar, reencontrémonos con Luis. Luis va de compras a un supermercado administrado por una
familia que ha llegado de China hace diez años. La familia tiene dos hijos. El mayor se llama Matías.
También tiene un nombre en chino, pero sus propios padres lo llaman Matías. Tiene un leve acento, pero
su castellano es perfecto. Tiene un documento de identidad argentino, nació en territorio argentino,
cuando sea mayor podrá ser elegido presidente de la nación argentina; pero Matías es chino...
Matías tiene un tío que es algo así como el gerente del supermercado. El tío es el responsable de
contratar a quienes quieran alquilar el espacio de la verdulería, y toma a Miguel, un jujeño que ha
migrado a Buenos Aires hace años. El tío de Matías se refiere a Miguel como “el bolita”, forma nominal (y
muchas veces despectiva) con la que se designa a los bolivianos que viven en la Argentina. Pero Miguel
no es boliviano, sino jujeño. Un cliente se pelea con Miguel y se queja ante el padre de Matías: se refiere
a él como “el negro ese”. Pero miguel no es negro. ¿Qué es un negro? ¿Dentro de cuál marco categorial
propio de las identidades nacionales ingresa el apelativo “negro”?
Los casos de Matías y de Miguel ponen en cuestión las identidades nacionales tradicionales. Las culturas
inmigrantes continúan reinventando la identidad nacional argentina. Sería un error pensar a los chinos
como un grupo cerrado. Matías es la prueba viviente de que no sólo la Argentina es también Matías, sino
de que un aspecto de la identidad china ha entrado en contacto con otra otredad: la argentina.
Tal vez el caso de Miguel sea el más emblemático de las nuevas identidades postidentitarias. En la
Argentina, “negro” es todo aquello que la identidad dominante no quiere ser. Parafraseemos una famosa
fórmula de Jean-Paul Sartre: los “negros” no existen, son un invento de los que necesitan que algo sea
“negro” para diferenciarse, no ser parte y depositar allí la otredad necesaria para justificar la propia
autoafirmación. Se asocia al “negro” con lo popular, lo provinciano, las tareas domésticas, y desde allí se
construye un tipo de otredad ligado a la carencia: el “negro” es inculto, ignorante, primitivo. Y ese
enfoque llega al paroxismo que equipara al “negro” con una cuestión no étnica, sino cultural, en la
expresión “negro del alma”.
Es evidente que, aunque sea la mayoría silenciosa del Estado nacional argentino, el “negro” no expresa la
identidad nacional argentina. De ahí la intrínseca afinidad que se construye entre lo popular y el
populismo: el “negro” es el objeto desde el cual crece un populismo que crea, a la inversa, un relato de
cierta épica popular en el sujeto histórico postergado. Cada vez que los extranjeros interiores se avienen
a la construcción de una subjetividad política, rápidamente se los acusa de ser cosificados por la lógica
del populismo. Es que la idea misma de populismo está siendo resignificada a la luz de las nuevas
experiencias postidentitarias.