Warma Kuyay
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Warma Kuyay
ACTIVIDAD N° 17
GRADO Y SECCIÓN: 2DO DE SEC.
“WARMA KUYAY”
(Amor de niño)
Noche de luna en la quebrada de Viseca.
Pobre palomita, por donde has venido, buscando la arena, por Dios, por los suelos.
-¡Justina! ¡Ay, Justina!
En un terso lago canta la gaviota, memorias me deja de gratos recuerdos.
-¡Justinay, te pareces a las torcazas de Sauciyok’!
-¡Déjame, niño, anda donde tus señoritas!
-¿Y el kutu? ¡Al Kutu le quieres, su cara de sapo te gusta!
-¡Déjame, niño Ernesto! Feo, pero soy buen laceador de vaquellas y hago temblar a los novillos
de cada zurriago. Por eso Justina me quiere.
La cholita se rió, mirando al Kutu; sus ojos chispeantes como dos luceros.
-¡Ay Justinacha!
-¡Zonzo, niño zonzo! –habló Gregoria, la cocinera.
Caledonia, Pedrucha, Manuela, Anitacha… soltaron la risa, gritaron a carcajadas.
-¡Niño zonzo!
Se agarraron de las manos y empezaron a bailar en ronda, con la musiquita de Julio el
charanguero. Se volteaban a ratos, para mirarme, y reían. Yo me quedé fuera del círculo,
avergonzado, vencido para siempre.
Me fui hacia el molino viejo; el blanqueo de la pared parecía moverse, como las nubes que
correteaban en las laderas de “Chawala”. Los eucaliptos de la huerta sonaban con ruido largo e
intenso: sus sombras se tendían hasta el otro lado del río. Llegué al pie del molino, subí a la pared
más alta y miré desde allí la cabeza del “Chawala”: el cerro, medio negro, recto, amenazaba caerse
sobre los alfalfares de la hacienda. Daba miedo por las noches; los indios nunca lo miraban a esas
horas y en las noches claras conversaban siempre dando la espalda al cerro.
-¡Si te cayeras de pecho, tayta “Chawala”, nos moriríamos todos!
Al medio del Witron Justina empezó otro canto:
Flor de mayo, flor de mayo,
flor de mayo, primavera,
por qué no te libertaste
de esa tu falsa prisionera.
Los cholos se habían parado en círculo y Justina cantaba al medio. En el patio inmenso,
inmóviles sobre el empedrado, los indios se veían como estacas de tender cueros.
-Ese puntito negro que está al medio de Justina, y yo la quiero, mi corazón tiembla cuando ella se
ríe, llora cuando sus ojos miran al Kutu. ¿Por qué, pues, me muero por ese puntito negro?
Los indios volvieron a zapatear en ronda. El charanguero daba vueltas alrededor del círculo,
dando ánimo, gritando como porto enamorado. Una paca-paca empezó a silbar desde un sauce que
cabeceaba a la orilla del río; la voz del pájaro maldecido daba miedo. El charanguero corrió hasta el
cerco del patio y lanzó pedradas al sauce; todos los cholos le siguieron. Al poco rato el pájaro voló y
fue a posarse sobre los duraznales de la huerta; los cholos iban a perseguirle, pero don Froylán
apareció en la puerta del Witron.
-¿Largo! ¡A dormir!
Los cholos se fueron en tropa hacia la tranca del corral; el Kutu se quedó solo en el patio.
-¡A ese le quiere!
Los indios de don Froylán se perdieron en la puerta del caserío de la hacienda y don Froylán
entró al patio tras de ellos.
-¡Niño Ernesto! –llamó el Kutu.
Me bajé al suelo de un salto y corrí hacia él.
-Vamos, niño.
Subimos al callejón por el lavadero de metal que iba desmoronándose en un ángulo del Witrón;
sobre el lavadero había un tubo inmenso de fierro y varias ruedas, enmohecidas, que fueron de las
minas del padre de don Froylán.
Kutu no habó nada hasta llegar a la casa de arriba.
La hacienda era de don Froylán y de mi tío; y el resto de la gente fueron al escarbe de papas y
dormían en la chacra, a dos leguas de la hacienda.
Subimos las gradas, sin mirarnos siquiera, entramos al corredor, y tendimos allí nuestras camas
para dormir alumbrados por la luna. El Kutu se echó callado; estaba triste y molesto. Yo me senté al
lado del cholo.
-¡Kutu! ¿Te ha despachado Justina?
-¡Don Froylán le ha abusado, niño Ernesto!
-¡Mentira, Kutu, mentira!
-¡Ayer no más le ha forzado; en la toma de agua, cuando fue a bañarse con los niños!
-¡Mentira, Kutullay, mentira!
Me abracé al cuello del cholo. Sentí miedo; mi corazón parecía rajarse, me golpeaba. Empecé a
llorar, como si hubiera estado solo, abandonado en esa quebrada oscura.
-¡Déjate, niño! Yo, pues, soy “endio”, no puedo con el patrón. Otra vez, cuando seas “abogau”,
vas a fregar a don Froylán.
Me levantó como a un becerro tierno y me echó sobre mi catre.
-¡Duérmete, niño! Ahora le voy a hablar a Justina para que te quiera. Te vas a dormir otro día con
ella ¿quieres, niño? ¿Acaso? Justina tiene corazón para ti, pero eres muchacho todavía; tienes
miedo porque eres niño.
Me arrodillé sobre la cama, miré al “Chawala” que parecía terrible y fúnebre en el silencio de la
noche.
-¡Kutu, cuando sea grande voy a matar a don Froylán!
-¡Eso sí, niño Ernesto! ¡Eso sí, mak’tasu!
La voz gruesa del cholo sonó en el corredor como maullido del león que entraba hasta el caserío en
busca de chanchos. Kutu se paró; estaba alegre, como si hubiera tumbado al puma ladrón.
-Mañana llega el patrón. Mejor esta noche vemos a Justina. El patrón seguro te hace dormir en su
cuarto. Que se entre la luna para ir.
Su alegría me dio rabia.
-¿Y por qué no matas a don Froylán? Mátale con tu honda, Kutu desde el frente del río, como si
fuera puma ladrón.
-¡Sus hijitos, niño! ¡Son nueve! Pero cuando seas abogau ya estarán grandes.
-¡Mentira, Kutu, mentira! ¡Tienes miedo como mujer!
-No sabes nada niño. ¿Acaso no he visto? Tienes pena de los becerritos, pero a los hombres no los
quieres.
-¡Don Froylán! ¡Es malo! ¡Los que tienen hacienda son malos hacen llorar a los indios como tú; se
llevan las vaquitas de los otros, o las matan de hambre en su corral! ¡Kutu, don Froylán es peor que
toro bravo! ¡Mátale, no más, Kutucha, aunque sea con galga, en el barranco de Capitana.
-¡Endio no puedes niño! ¡Endio no puede!
¡Era cobarde! Tumbaba a los padrillos cerriles, hacía temblar a los potros, rajaba a látigos el lomo de
los aradores, hondeaba desde lejos a las vaquillas de los potros cholos cuando encontraba a los
potreros de mi tío, pero era cobarde. ¡Indio perdido!
Lo miré de cerca; su nariz aplastada, sus ojos casi oblicuos, sus labios delgados, ennegrecidos por
la coca. ¡A este le quiere! Y ella era bonita, su cara rosada siempre estaba limpia, sus ojos negros
quemaban, no era como las otras cholas, sus pestañas eran largas, su boca llamaba al amor y no
me dejaba dormir. A los catorce años yo la quería; sus pechitos parecían limones grandes, y me
desesperaban. Pero ella era de Kutu, desde tiempo; de este cholo con cara de sapo. Pensaba en
eso y mi pena se parecía mucho a la muerte. ¿Y ahora? Don Froylán la había forzado.
-¡Mentira, Kutu! ¡Ella misma, seguro ella misma!
Un chorro de lágrimas saltó de mis ojos. Otra vez el corazón me sacudía, como si tuviera más fuerza
que todo mi cuerpo.
-¡Kutu! Mejor la mataremos los dos a ella ¿quieres?
El indio se asustó. Me agarró la frente; estaba húmeda de sudor.
-¡Verdad! Así quieren los mistis.
-Llévame donde Justina, Kutu! Eres mujer, no sirves para ella. ¡Déjala!
-¡Cómo no, niño, para ti voy a dejar, para ti solito. Mira en Weyrala se está apagando la luna.
Los cerros ennegrecieron rápidamente, las estrellitas saltaron de todas partes del cielo; el viento
silbaba en la oscuridad, golpeándose sobre los duraznales y eucaliptos de la huerta; más abajo, en
el fondo de la quebrada, el río grande cantaba con voz áspera.
Yo despreciaba al Kutu; sus ojos amarillos, chiquitos, cobardes, me hacían temblar de rabia.
-¡Indio, muérete mejor. O lárgate a Nazca! ¡Allí te acabará la terciana, te enterrarán como a
perro!
Pero el novillero se agachaba no más, humilde, y se iba al Witron, a los alfalfares, a la huerta de
los becerros, y se vengaba en el cuerpo de los animales de don Froylán, al principio yo lo
acompañaba. En las noches entrábamos, ocultándonos, al corral; escogíamos los becerros más
finos, los más delicados; Kutu se escupía las manos, empuñaba duro el zurriago, y rajaba el lomo a
los torillitos. Uno, dos, tres…cien zurriagazos; las crías se retorcían en el suelo, se tumbaban de
espaldas, lloraban, y el indio seguía encorvado, feroz. Y yo me sentaba en un rincón y gozaba. Yo
gozaba.
-¡De don Froylán es, no importa! ¡Es de mi enemigo!
Hablaba en voz alta para engañarme, para tapar el dolor que encogía mis labios e inundaba mi
corazón.
Pero ya en la cama, a solas, una pena negra, invencible, se apoderaba de mi alma, y lloraba dos,
tres horas. Hasta que una noche mi corazón se hizo grande, se hinchó. El llorar no bastaba; me
vencían la desesperación y el arrepentimiento. Salté de la cama, descalzo, corrí hasta la puerta;
despacito abrí el cerrojo y pasé al corredor. La luna ya había salido; su luz blanca bañaba la
quebrada; los árboles rectos, silenciosos, estiraban sus brazos al cielo. De dos saltos bajé al
corredor y atravesé corriendo el callejón empedrado, salté la pared del corral y llegué junto a los
becerritos. Ahí estaba “Zarinacha”, la víctima de esa noche, echadita sobre la bosta seca con el
hocico en el suelo ; parecía desmayada; me abracé a su cuello; la besé mil veces en su boca con
olor a leche fresca, en sus ojos negros y grandes.
-¡Ninacha, perdóname! ¡Perdóname, mamaya!
Junté mis manos y, de rodillas, me humillé ante ella.
-Ese perdido ha sido, hermanita, yo no. ¡Ese Kutu, canalla, indio perro!
La sal de las lágrimas siguió amargándome largo rato.
Zarinacha me miraba seria, con su mirada humilde, dulce.
-¡Yo te quiero, ninacha; yo te quiero! Y una ternura sin igual, pura, dulce, como la luz en esa
quebrada madre, alumbró mi vida.
A la mañana siguiente encontré al indio en el alfalfar de Capitana. El cielo estaba limpio y alegre, los
campos verdes llenos de frescura. El Kutu ya se iba, tempranito a buscar “daños” (9) en los potreros
de mi tío, para ensañarme contra ellos.
-Kutu vete de aquí . En Visecas ya no sirves. Los comuneros se ríen porque eres maula.
Sus ojos opacos me miraron con cierto miedo.
-¡Asesino también eres, Kutu! ¡Un becerrito es como una criatura. ¡Ya en Viseca no sirves, indio!
-¿Yo no más, acaso? Tú también. Pero mírale al tayta Chawala: diez días más atrás me voy a ir.
Resentido, penoso como nunca, se largó a galope en el bayo de mi tío.
Dos semanas después, Kutu pidió licencia y se fue. Mi tía lloró por él, como si hubiera perdido un
hijo. Kutu tenía sangre de mujer; le temblaba a don Froylán, casi a todos los hombres les temía. Le
quitaron su mujer y se fue a ocultar después en los pueblos del interior, mezclándose con las
comunidades de Sondando; Chacrilla … ¡Eres cobarde!
Yo sólo me quedé junto a don Froylán , pero cerca de Justina, de mi Justinacha ingrata. Yo no fui
desgraciado. A la orilla de ese río espumoso, oyendo el canto de las torcazas y de las tuyas , yo
vivía sin esperanzas; pero ella estaba bajo el mismo cielo que yo, en esa misma quebrada que fue
mi nido; contemplando sus ojos negros oyendo su risa, mirándola desde lejitos, era casi feliz, porque
mi amor por Justina fue un “Warma kuyay” y yo creía tener derecho todavía sobre ella; sabía que
tendría que ser de otro, de un hombre grande, que manejara ya zurriago, que echara ajos roncos y
peleara a látigos en los carnavales.
Y como amaba a los animales, las fiestas indias, las cosechas, las siembras con música y jarawi,
vivía alegre en esa quebrada verde y llena de calor amoroso del sol. Hasta que un día me arrancaron
de mi querencia para traerme a este bullicio, donde gentes que no quiero, que no comprendo.
El Kutu en un extremo y yo en otro. Él quizá habrá olvidado: está en su elemento, en un pueblecito
tranquilo, aunque maula, será el mejor amansador de potrancas, y le respetarán los comuneros.
Mientras yo, aquí vivo amargado y pálido, como un animal de los llanos fríos, llevado a la orilla del
mar, sobre los arenales candentes y extraños.
(José María Arguedas