Dos Tareas Pastorales de Actualidad
Dos Tareas Pastorales de Actualidad
Dos Tareas Pastorales de Actualidad
actualidad
Caminar en el mundo de hoy «alegres en la esperanza» (Rm 12,12)
Presentación
No se sorprende el campesino al constatar cada año que comienzan de nuevo las tareas de
la siembra. De igual modo, no puede asombrarnos que el apostolado requiera un esfuerzo
siempre renovado por facilitar que la Palabra de Dios entre y se enraíce en los corazones. Hay
unas palabras de nuestro Padre que presentan este aspecto fundamental de la labor apostólica:
* * *
Puede resultar llamativo que el material que se entrega este año sea tan abundante. Se ha
querido hacer así porque se está preparando un texto que dé algunas orientaciones en estas
cuestiones. En ese sentido, interesa que quienes lean estos textos envíen sugerencias para que
puedan ser útiles en la labor pastoral. Se puede escribir a la cuenta
sugerenciasparaelguion@gmail.com
Presentación
Quizá habría que comenzar por preguntarse: ¿qué hace valiosa la propia vida?, ¿qué hace
valiosa mi vida? En el mundo occidental, la respuesta a esta pregunta se encuentra a menudo
entre estos dos polos: la opinión que los demás tienen de uno (y sus consecuencias: las
continuas comparaciones en lo familiar, lo personal, etc.) y el éxito (en el ámbito profesional y,
en general, en todo aquello que uno se propone). Un éxito, por otra parte, que debe ser obra
de las propias fuerzas, sin ayuda de nadie. En efecto, el ser humano se ha convertido en un
absoluto creador de sí mismo, y el éxito en esta tarea marca la calidad (el valor) de su propia
vida. Ahora bien, ¿cuál es el origen de esta idea? ¿Qué hay de cierto en ella? Y, por otra parte,
¿cuáles han sido las consecuencias de su difusión?7
La experiencia del fracaso y la conciencia de la propia incapacidad, ligada a menudo a la
competitividad que impregna el mundo académico y laboral (y, en realidad, todas las
dimensiones de la vida actual), llevan a muchas almas al desánimo, al desaliento y, en último
término, a la desesperanza. Fenómenos que antes se resolvían o se sabían sobrellevar con
entereza, hoy constituyen la causa de una tristeza de fondo, desde edades muy tempranas.
Así, curar la desesperanza se ha convertido en un aspecto fundamental en la labor con
adolescentes y con gente joven, tantas veces víctimas de miedos o de vergüenza, consecuencia
a veces de las repetidas caídas, de los fracasos, y de un mundo que les impone el éxito como
una condición indispensable para ser alguien. Por otra parte, en la labor con profesionales y
personas adultas, redescubrir el Amor de Dios y su permanente cercanía es a menudo el mejor
modo de afrontar las dificultades y los reveses que, de un modo u otro, llegan en la vida.
En estas páginas se esboza una visión sobre la situación actual, que intenta comprender lo
que sucede, y se proponen algunas vías para ayudar a las almas a recobrar la esperanza,
poniendo su propia vida en la perspectiva más auténtica: la de la fe.
7 Aunque seguramente correspondería a otro ámbito darle una respuesta, sería interesante preguntarse también:
¿Por qué ha sustituido en muchas almas, la pregunta por la propia valía, aquella otra, más antigua, por el sentido
de la propia vida? ¿Qué implica ese nuevo acento? ¿En qué modo estas cuestiones pueden repercutir en el modo
en que el sacerdote propone la fe?
- La labor apostólica a menudo es costosa.
- Medios que algunos años atrás resultaban eficaces, hoy pueden parecer estériles.
- El ambiente en que se mueven es más crítico, o sencillamente indiferente.
Tal vez la cabeza les dice que hay esperanza, pero no la experimentan... Las causas remotas
de esta situación pueden ser muy diversas. A veces parte de ciertas carencias educativas que
es necesario descubrir. Otras veces responde a un carácter pesimista, victimista, etc., que habrá
que aprender a tratar. Muchas, a la falta de virtudes humanas. En todo caso, de algún modo,
es como si el esfuerzo por vivir y transmitir los ideales cristianos no fuera ya suficiente para
alcanzar una felicidad que se desea hondamente.
¿Y la experiencia del fracaso? ¿Y el pecado, especialmente cuando es consciente y querido,
cuando se repite, cuando se comete pensando: «luego me confieso…»? También esto es causa
de desánimo, cuando no se acude al subterfugio de negar la realidad del pecado, con la idea
de que todo es válido si estamos convencidos de ello.
El Papa Francisco ha dado una respuesta a esta situación al afirmar que «nuestra época es
un kairós de misericordia, un tiempo oportuno». Y al preguntarle por qué, continuaba:
«Porque [la de hoy] es una humanidad herida, una humanidad que arrastra
heridas profundas. No sabe cómo curarlas o cree que no es posible curarlas. Y no se
trata sólo de las enfermedades sociales y de las personas heridas por la pobreza, por
la exclusión social. También el relativismo hiere mucho a las personas: todo parece
igual, todo parece lo mismo»8.
En esta misma línea, en su última entrevista, Benedicto XVI señala repetidas veces que la
principal crisis del mundo actual es una honda crisis de fe. Para muchos de nuestros
contemporáneos —¡también entre los cristianos!— Dios es el gran ausente9. De ahí la urgencia
de recordar a los cristianos su presencia siempre actual y transformadora.
a) Un mundo cansado
En realidad, la situación que observamos entre las personas que se acercan a la labor de la
Obra es la misma que viven, en distintos ámbitos, sus coetáneos. Dar razón de la situación
actual exigiría un estudio en profundidad de los cambios que supuso el paso de la sociedad
medieval a la modernidad, y de los que ha supuesto en el último siglo el colapso de esta última.
Es una tarea muy por encima de las posibilidades de este escrito10. Sin embargo, sí podemos
fijarnos en un detalle que nos permitirá comprender mejor algunos de los fenómenos que
observamos a diario.
Algunas décadas atrás, uno sentía que había hecho su parte si estaba donde debía y cumplía
con las tareas que le mandaban (que le indicada la autoridad, o le marcaba el lugar que
ocupaba en la sociedad). Existía una instancia ordenadora, y a los demás les correspondía
obedecer. De algún modo, esto es lo que estaba en la mente de cada uno en lo que se denominó
la sociedad disciplinaria11. Este esquema se aplicaba por igual en el ámbito familiar, laboral,
político… e incluso religioso.
Actualmente, la situación ha cambiado. Desde distintos puntos de partida, en los últimos
siglos se ha abierto camino la idea de que el hombre es un creador de sí mismo. El ideal americano
8 Papa Francisco, El nombre de Dios es Misericordia. Entrevista con A. Tornielli, Planeta, Barcelona 2016, 26 y 36,
respectivamente.
9 Dos frases recogidas en la Introducción son suficientemente elocuentes: «El verdadero problema de nuestro
momento histórico radica en que Dios está desapareciendo del horizonte de las personas». «La extinción de la luz
procedente de Dios» hace que sobre la humanidad se abata una desorientación «cuyos destructivos efectos nos
resultan cada día más patentes», Benedicto XVI, Últimas conversaciones, Mensajero, Bilbao 2016.
10 Es interesante repasar lo que señaló Benedicto XVI como «La transformación de la fe-esperanza cristiana en
«El sujeto de rendimiento está libre de un dominio externo que lo obligue a trabajar
o incluso lo explote»; sin embargo, «la supresión de un dominio externo no conduce
hacia la libertad», sino que uno mismo se abandona «a la libre obligación de maximizar
el rendimiento. El exceso de trabajo y rendimiento se agudiza y se convierte en
autoexplotación. Esta es mucho más eficaz que la explotación por otros, pues va
acompañada de un sentimiento de libertad. El explotador es al mismo tiempo el
explotado»12.
El paso de la sociedad disciplinaria (donde la mentalidad de fondo estaba caracterizada por
la obediencia a la autoridad) a la sociedad del rendimiento (donde la idea de fondo es rendir al
máximo) tiene un efecto en la persona que cualquiera puede reconocer a su alrededor. En
pocas palabras, se trata de:
«La tendencia de que ahora no solo el cuerpo, sino el ser humano en su conjunto
se convierta en una “máquina de rendimiento”, cuyo objetivo consiste en el
funcionamiento sin alteraciones y en la maximización del rendimiento. (…) El reverso
de este proceso estriba en que la sociedad de rendimiento y actividad produce un
cansancio y un agotamiento excesivos. (…) El exceso del aumento de rendimiento
provoca el infarto del alma»13.
Este «infarto del alma» del que habla el autor toma la forma de agotamiento, depresión…
o de otras enfermedades neuronales como el trastorno por déficit de atención, el trastorno
límite de la personalidad o el síndrome de desgaste ocupacional. Otras veces se manifiesta en
el estrés, la ansiedad o la falta de autoestima, tan frecuentes en muchos ambientes.
Sería un error comprender este diagnóstico refiriéndolo solo a los profesionales que viven
en el mundo de las grandes empresas, de los sueldos astronómicos y de la competitividad
salvaje. Las personas casadas pueden experimentarlo en el propio matrimonio. Algunos
estudiantes —incluso en edad escolar— se ven sometidos a las mismas presiones. Y muchos
adolescentes experimentan la misma tensión, la misma exigencia de éxito, cuando se trata de
lograr la aceptación general, en forma de «Me gusta» o de pertenencia a un grupo. En todos
estos casos, el acento está en las propias capacidades, en las propias fuerzas, y en la necesidad
de un éxito continuo, en el que poder reconocer la propia valía.
Se trata de emprender un éxodo de nuestro yo, de perder la vida por él (cf. Mc 8,35), siguiendo el camino de la
entrega de sí mismo. Por otro lado, a Jesús no le gustan los recorridos a mitad, las puertas entreabiertas, las vidas
de doble vía. Pide ponerse en camino ligeros, salir renunciando a las propias seguridades, anclados únicamente en
Él», Papa Francisco, Homilía en la Santa Misa con sacerdotes, religiosas, religiosos, consagrados y seminaristas polacos,
30.7.2016.
«Duc in altum!» (Lc 5,4). No es casual que en su primer documento de cierta extensión, el papa
Francisco señalara:
«No me cansaré de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al
centro del Evangelio: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una
gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un
nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”»18.
Se trata de un hilo que recorre el magisterio de Juan Pablo II, de Benedicto XVI y de Francisco.
En realidad, es el mensaje perenne de la Iglesia, presente ya en la predicación de san Pedro:
«No hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro
nombre por el que debamos salvarnos» (Hch 4,12).
La situación actual constituye una llamada a proponer ese mismo contenido de un modo
renovado, de tal manera que interpele y resulte significativo para quienes viven el mundo de
hoy. Se trata de que los cristianos encuentren a Cristo y vuelvan a vivir centrados en Él, en lo
que Dios ha hecho —y hace— por nosotros. Precisamente de esa conciencia y de esa
experiencia de salvación nacerá la lucha cotidiana por vivir como hijos de Dios, pendientes de
los demás. Tal vez se refería a eso el papa Francisco cuando señalaba, a propósito del
desarrollo de la vida cristiana:
18 Ibíd., n. 7; la cita es de Benedicto XVI, Enc. Deus Caritas est, 25.12.2005, n.1.
19 Papa Francisco, Ex. Ap. Evangelii Gaudium, 24.11.2013, n. 162; cfr. nn. 160-161, así como la conocida exposición
de San Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 6.8.1993, n. 103.
20 Benedicto XVI, Enc. Spe Salvi, 30.11.2007, n. 2.
Como apuntaba Benedicto XVI, para nosotros, que estamos en cierta medida acostumbrados
a la idea de un Dios que salva —y que, por eso mismo, corremos el riesgo de no percibir ya su
fuerza—, es urgente considerar si el encuentro con Dios «puede transformar nuestra vida hasta
hacernos sentir redimidos por la esperanza que dicho encuentro expresa»21. Para los primeros
cristianos, la fe en Dios era objeto de experiencia, y no solo de adhesión intelectual. Dios era
Alguien presente de algún modo en el propio corazón:
21 Ibíd., n. 4.
22 Ibíd., n. 8.
23 Cfr. Ex.Ap. Evangelii Gaudium, 26.11.2013, n. 3. El Papa Francisco ha comentado en multitud de ocasiones la
experiencia que marcó su encuentro personal con el Amor de Dios. Puede ser interesante servirse de ese ejemplo,
o del de tantos santos, para animar a las almas a hacer (o pedir al Señor) esa misma experiencia. Cfr. S. Rubin, F.
Ambrogetti, El Papa Francisco, 47-48. También Benedicto XVI trató de las manifestaciones del Amor de Dios en su
Enc. Deus Caritas Est, 25.12.2005, n. 17.
24 El escritor inglés C.S. Lewis lo describía del siguiente modo, como puerta de entrada al misterio de la Trinidad:
«Lo que quiero decir es esto: un cristiano corriente se arrodilla para hacer sus oraciones. Está intentando ponerse
en contacto con Dios. Pero si es cristiano sabe que lo que le está instando a orar también es Dios: Dios, por así
decirlo, dentro de él. Pero también sabe que todo su conocimiento real de Dios le viene a través de Cristo, el Hombre
que es Dios..., que Cristo está de pie a su lado, ayudándole a orar, orando con él. ¿Veis lo que está ocurriendo? Dios
es aquello a lo cual él está orando, la meta que está intentando alcanzar. Dios es también lo que dentro de él le
empuja, la fuerza de su motivación. Dios es también el camino o puente a lo largo del cual está siendo empujado
hacia esa meta. De manera que la triple vida del Ser tripersonal está de hecho teniendo lugar en ese dormitorio
corriente en el que un hombre corriente está diciendo sus oraciones. Ese hombre está siendo captado por la clase
de vida más alta, lo que yo llamo Zoe [sic] o vida espiritual: está siendo atraído hacia Dios, por Dios, mientras que
sigue siendo el mismo», Mero Cristianismo, Rialp Madrid 20013, 174-175.
25 Papa Francisco, Via Crucis con los jóvenes durante la Jornada Mundial de la Juventud, 29.7.2016.
Además, aunque la actual sociedad tecnológica puede introducir una distancia entre el
hombre y el mundo natural, es siempre posible encontrar a Dios en su creación. No en vano,
el papa Francisco ha hablado del «Evangelio de la creación» y de una «espiritualidad
ecológica»26.
Encontrar a Cristo por estas vías, reconocer el Amor de Dios que nos precede y dejarnos
salvar por el resucitado, nos hace entrar en una dimensión nueva: la vida de los hijos de Dios.
En ese horizonte es posible recobrar la esperanza y recomenzar cada día nuestro camino.
Ahora bien, ¿cómo es posible llevar todo esto a la experiencia diaria de las almas?
«Esta es una gran tentación, que no sólo tiene que ver con la autoestima, sino que
afecta también a la fe. Porque la fe nos dice que somos “hijos de Dios, pues ¡lo
somos!” (1Jn 3,1): hemos sido creados a su imagen; Jesús hizo suya nuestra
humanidad y su corazón nunca se separará de nosotros; el Espíritu Santo quiere
habitar en nosotros; estamos llamados a la alegría eterna con Dios. Esta es nuestra
“estatura”, esta es nuestra identidad espiritual: somos los hijos amados de Dios,
siempre.
Entendéis entonces que no aceptarse, vivir descontentos y pensar en negativo
significa no reconocer nuestra identidad más auténtica: es como darse la vuelta
cuando Dios quiere fijar sus ojos en mí; significa querer impedir que se cumpla su
sueño en mí. Dios nos ama tal como somos, y no hay pecado, defecto o error que lo
haga cambiar de idea.
Para Jesús —nos lo muestra el Evangelio—, nadie es inferior y distante, nadie es
insignificante, sino que todos somos predilectos e importantes: ¡Tú eres importante!
Y Dios cuenta contigo por lo que eres, no por lo que tienes: ante Él, nada vale la ropa
que llevas o el teléfono móvil que utilizas; no le importa si vas a la moda, le importas
tú, tal como eres. A sus ojos, vales, y lo que vales no tiene precio»28.
El desánimo es, tantas veces, una cuestión de fe. Por eso, el mejor modo de afrontarlo es
descubrir la centralidad de Dios en nuestra vida. Nuestra valía no depende de lo que hagamos,
de nuestras conquistas o, en definitiva, de nuestro rendimiento, sino del Amor que nos creado,
que ha soñado con nosotros y nos ha afirmado «antes de la fundación del mundo» (Ef 1,4). San
Josemaría lo expresó con una frase tan honda como hermosa: «La Trinidad se ha enamorado
del hombre, elevado al orden de la gracia y hecho a su imagen y semejanza (Gn 1,6)»29. Y
Benedicto XVI quiso recordarlo al inicio de su pontificado, como una de las ideas que debían
articularlo: «No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros
26 Se pueden encontrar ideas muy sugerentes en Papa Francisco, Enc. Laudato si’, 24.5.2015, especialmente en los
capítulos II y VI.
27 Papa Francisco, Homilía en la Santa Misa para la Jornada Mundial de la Juventud, 31.7.2016.
28 Idem.
29 S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 84.
es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado,
cada uno es necesario»30.
Una idea tan central, ¿no debería ocupar un lugar igualmente importante en la vida interior
de los cristianos? Nuestra primera actitud —en la oración y, en general, al dirigirnos a Dios—
, ¿no debería ser un profundo agradecimiento? Si Dios me ama, y por lo tanto Él juzga que es
importante que yo exista, ¿cómo voy a pensar que valgo poco, o que soy insignificante? No lo
soy, por la sencilla razón de que hay Alguien que me ama, Alguien que me conoce
perfectamente y me considera profundamente valioso —aunque a mí, por lo que sea, no me lo
parezca. Hay que repetir muchas veces estas ideas, en la predicación y en las conversaciones
con las almas, gritándolas si es necesario —como hace el Papa, como hizo el apóstol san Juan—
, porque todo esto no basta conocerlo, sino que hay que vivirlo.
«Dios es fiel en su amor, y hasta obstinado. Nos ayudará pensar que nos ama más
de lo que nosotros nos amamos, que cree en nosotros más que nosotros mismos, que
está siempre de nuestra parte, como el más acérrimo de los hinchas»36.
Como un padre que mira a su hijo jugar un partido de fútbol, Dios quiere vernos correr, luchar,
dar lo mejor de nosotros mismos… aunque en realidad no tengamos mucho que dar y seamos,
bien mirado, unos jugadores más bien medianos.
«Es triste ver a un joven sin alegría. Porque somos siempre sus hijos amados.
Recordemos esto al comienzo de cada día. Nos hará bien decir todas las mañanas en
«Para el apostolado, ninguna roca más segura que la filiación divina; para el
trabajo, ninguna fuente de serenidad fuera de la filiación divina; (...) para nuestros
errores, aunque se estén palpando las propias miserias, no hay más consuelo ni
mayor facilidad, si de veras se quiere ir a buscar el perdón y la rectificación, que la
filiación divina»42.
En realidad, toda la vida cristiana nace y se nutre de ese saberse hijos de un Padre que nos
ama. Las dificultades se encaran entonces desde la conciencia de que, pase lo que pase, ese
Padre todopoderoso nos acompaña, está a nuestro lado y vela por nosotros. Esa seguridad es
para nosotros un «muro inexpugnable»43. Un modo de ponerlo por obra es vivir aquella rectitud
de intención que da unidad a nuestra vida filial. Se trata de no hacer más —ni más aprisa— que
lo que permita la contemplación, el sacrificio escondido, el cuidado de las cosas pequeñas, el
ejercicio de las virtudes… Todo esto es expresión de una auténtica piedad, muy alejada del
formalismo que constituye su caricatura44. Claro que habrá que recordar a las almas que esa
39 Papa Francisco, Homilía en la Santa Misa para la Jornada Mundial de la Juventud, 31.7.2016.
40 San Josemaría Escrivá, Apuntes de la predicación, 6-VII-1974 (en E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad
en la enseñanza de San Josemaría, vol. 2, 108).
41 Nuestro Padre unía a menudo la filiación divina con la infancia espiritual. Ciertamente, ¿qué importan las
sucesivas caídas del niño que está aprendiendo a andar en bicicleta… mientras vea a su padre cerca, animándole a
volver a intentarlo? Como apunta Pedro Rodríguez: «Este sentido de ser hijos de Dios en Cristo, definitorio de la
fisonomía espiritual que extendió por el mundo, lleva al Beato Josemaría a sentir la paternidad de Dios con la
ternura de un niño ante su padre», Camino. Edición crítico-histórica, introducción al cap. «Vida de infancia». Sobre
esta cuestión cfr. Camino, capítulos «Infancia espiritual» y «Vida de infancia».
42 San Josemaría Escrivá, Apuntes de la predicación, en E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza
de San Josemaría, vol. 2, 124. La conciencia de la filiación divina está hondamente enraizada en nuestra vocación,
hasta casi identificarse con ella: «Estando plenamente metido en su trabajo ordinario, entre los demás hombres, sus
iguales, atareado, ocupado, en tensión, el cristiano ha de estar al mismo tiempo metido totalmente en Dios, porque
es hijo de Dios. (…) La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a
amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de
los hijos pequeños», Es Cristo que pasa, n. 65.
43 San Josemaría Escrivá, Carta 8-XII-1949, n. 41, en E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza
biógrafos señala: «El doctor Torelló, que lo conoció en 1940, ha escrito que su “laboriosidad no era espectacular o
tensa, sino tranquila, silenciosa y, al mismo tiempo, de ritmo rápido y rico de resultados. Sabía reflexionar, esperar
y también tomar decisiones sin vacilaciones, consultar y pechar con la responsabilidad de los propios puntos de
vista y resoluciones”. Mons. Marian Oles, que fue Nuncio Apostólico en varios países de Asia y Europa, después
de trabajar durante bastantes años en la Congregación para los Obispos, conserva un recuerdo semejante: “Ritmo
y armonía: en estas dos palabras resumiría la impresión que me produjo don Álvaro desde que lo conocí. (...) Nunca
se le notaba con prisa o agitado. (...) No transmitía ansia a su alrededor: parecía que no tenía más que hacer que lo
que estaba realizando en cada momento; pero no perdía ni un minuto. No era prisa; la palabra justa es ritmo. Un
ritmo incesante, pero no frenético, no obsesionante. (...) Actuaba con una calma que era fruto de un orden interior
adquirido en tantos años de trabajo junto a san Josemaría. Primero una cosa; después, una vez terminada, la
siguiente. Para mí, era la personificación de aquel punto de Camino que dice: ʻ¿Quieres de verdad ser santo? —
Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que hacesʼ”», J. Medina, Álvaro del Portillo.
Un hombre fiel, Rialp, Madrid 2012, 628-629.
rectitud de intención consiste, en nuestra vida terrena, en un continuo rectificar la intención de
nuestras acciones, procurando hacer todo como respuesta de Amor a nuestro Padre Dios.
Ahora bien, sería un error confundir esta seguridad con la ingenuidad de pensar que la
vida entonces se convertirá en algo dulzón, y la lucha en un paseo por un terreno llano y sin
obstáculos. A fin de cuentas, ser y saberse Hijo de Dios no eximió a Jesucristo de su muerte
cruenta. También san Pablo tuvo que aprender que el camino de la gloria exigía identificarse
con Cristo crucificado, «escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1Cor 1,23). De
igual modo, en la vida de san Josemaría, la conciencia de la filiación divina nació de la mano
de la experiencia de la Cruz. Corrían los primeros años treinta. Según narran sus biógrafos,
nuestro Padre sufría al contemplar el dolor de su madre y sus hermanos, que lo pasaban mal
por falta de medios económicos; sufría también porque seguía estando en Madrid en una
situación precaria; sufría, en fin, por la difícil situación que atravesaba la Iglesia en España:
45 San Josemaría Escrivá, Apuntes de una meditación, 28-IV-1963, en E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad
ya la idea de que la oración es «centro y clave de la vida de Jesús» y que «la participación en su oración es el
presupuesto para conocer y comprender a Jesús», cfr. El camino pascual, 90-97 y Miremos al traspasado, 28-31,
respectivamente. Puede ser útil, por otra parte, repasar la sección que dedica el Catecismo de la Iglesia Católica a «La
oración de la hora de Jesús» y el capítulo sobre «La oración del Señor: “Padre nuestro”», nn. 2746-2751 y 2761-2865,
respectivamente.
podernos llamar y de ser, a pesar de tanta falta de correspondencia por nuestra parte,
verdaderamente hijos suyos»48.
Aquel hijo ni siquiera pensó en el daño que había infligido a su Padre: lo único que añoraba
era el buen trato que recibía en la casa paterna49. Se dirige hacia allá con la idea de no ser más
que un siervo entre otros. Sin embargo, su Padre le recibe —¡sale a buscarle, se le echa al cuello
y le llena de besos!— recordándole cuál es su identidad más profunda: es su hijo. Enseguida
dispone que le devuelvan los vestidos, las sandalias, el anillo… las señales de esa filiación que
ni siquiera su mal comportamiento podía borrar.
Del mismo modo, aunque nosotros nos empeñemos tantas veces en ver en Dios a un Amo
del que somos siervos, o un frío Juez, Él se mantiene fiel a su Amor. Como recordaba Albino
Luciani, siendo obispo de Vittorio Veneto, a propósito de la paternidad de Dios:
«Si habéis muerto con Cristo a los elementos del mundo, ¿por qué os sometéis a
los dictados de los que viven según el mundo? A saber: “No tomes, no pruebes, no
toques”. Son cosas destinadas a gastarse con el uso, según prescripciones y
enseñanzas humanas. Tienen apariencia de sabiduría por su afectada piedad, su
humildad y la mortificación corporal; pero no tienen valor alguno: solo sirven para
cebar la carne» (Col 2,20-23).
Al morir en la Cruz «por nosotros los hombres y por nuestra salvación»57, Cristo nos liberó
de una vida de relación con Dios centrada en preceptos y límites negativos, y nos liberó para
una vida hecha de Amor: «Os habéis revestido de la nueva condición que, mediante el
conocimiento, se va renovando a imagen de su Creador» (Col 3,10). Se trata, pues, de conocer
el Amor de Dios y de dejarse tocar y transformar por Él, para —desde esa conciencia y desde esa
«Y tú, querido joven, querida joven, ¿has sentido alguna vez en ti esta mirada de
amor infinito que, más allá de todos tus pecados, limitaciones y fracasos, continúa
fiándose de ti y mirando tu existencia con esperanza? ¿Eres consciente del valor que
tienes ante Dios que por amor te ha dado todo? Como nos enseña san Pablo, “la
prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía
éramos pecadores” (Rm 5,8). ¿Pero entendemos de verdad la fuerza de estas
palabras?»61.
¿Cómo es esa mirada que Cristo nos dirige desde la Cruz? Hay quien se siente incómodo
ante el crucifijo, pero ¿qué quiere decir que «murió por nosotros cuando todavía éramos
pecadores»? Al comprobar nuestra debilidad, después de una caída, con frecuencia pensamos
que no podemos dirigirnos a Dios, que le hemos decepcionado. Sin embargo, desde la Cruz,
Jesús nos mira y nos dice: «Te conozco perfectamente. Antes de morir he podido ver todas tus
debilidades y bajezas, todas tus caídas y traiciones… y conociéndote tan bien, tal como eres,
he juzgado que vale la pena dar la vida por ti». Hay muchos tipos de mirada, y la de Cristo es
siempre estimulante. En este sentido, durante la Audiencia general del Miércoles Santo de
2016, el Papa Francisco recordó una de las visiones de Juliana de Norwich, y la comentó
después:
«[Juliana] Decía así: “Entonces nuestro buen Señor me preguntó: ‘¿Estás contenta
[de] que yo haya sufrido por ti?’. Yo dije: ‘Sí, buen Señor, y te agradezco muchísimo;
sí, buen Señor, que Tú seas bendito’. Entonces Jesús, nuestro buen Señor, dice: ‘Si tú
estás contenta, también yo lo estoy. El haber sufrido la pasión por ti es para mí una alegría,
una felicidad, un gozo eterno; y si pudiera sufrir más lo haría’ ”.
Este es nuestro Jesús, que a cada uno de nosotros dice: “Si pudiera sufrir más por
ti, lo haría”. ¡Qué bonitas son estas palabras! Nos permiten entender de verdad el
amor inmenso y sin límites que el Señor tiene por cada uno de nosotros. Dejémonos
envolver por esta misericordia que nos viene al encuentro; y que en estos días,
mientras mantenemos fija la mirada en la pasión y la muerte del Señor, acojamos en
nuestro corazón la grandeza de su amor y como la Virgen el Sábado, en silencio, a la
espera de la Resurrección»62.
Hay que animar a las almas a descubrir el contenido profundo de estas palabras, a
meditarlas hasta hacerlas vida propia. De esta manera, para muchas personas, acercarse al
crucificado puede ser una experiencia que les descubra el inmenso Amor que Él nos tiene,
independientemente de nuestros éxitos o fracasos. Esa es, a fin de cuentas, nuestra seguridad
más firme: Cristo ha muerto por mí, porque creía que valía la pena hacerlo. Por eso exclamaba
58 Como es sabido, la estructura de algunas epístolas paulinas es doble: a la exposición de naturaleza dogmática,
centrada en la Redención de Cristo, sigue una exposición moral, que se deriva como una conclusión casi necesaria:
«por lo tanto…» (Ef 4,25), «en consecuencia…» (Col 3,5).
59 Papa Francisco, Bula Misericordiae Vultus, 11.4.2015, n. 1.
60 Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Dogm. Dei Verbum, 18.11.1965, n. 2.
61 Papa Francisco, Mensaje de preparación para la JMJ de Cracovia.
62 Papa Francisco, Audiencia general, 23.3.2016. El subrayado es mío.
el Apóstol: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a
su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?» (Rm
8,31-32). ¿Qué ha descubierto Pablo, para poder decir tal cosa? ¿No podemos hacer también
nosotros ese mismo descubrimiento? Un lugar privilegiado para hacerlo es —como siempre
lo ha sido— la liturgia. De ahí la importancia de introducir a las almas en su lenguaje y en sus
formas, con toda su riqueza de contenido y de significado. Los últimos pontífices se han
referido a la importancia de la mistagogía, que puede empapar tanto la catequesis como la
predicación y el acompañamiento63.
«Me dirás, Padre, pero yo soy muy limitado, soy pecador, ¿qué puedo hacer?
Cuando el Señor nos llama no piensa en lo que somos, en lo que éramos, en lo que
hemos hecho o de dejado de hacer. Al contrario: Él, en ese momento que nos llama,
está mirando todo lo que podríamos dar, todo el amor que somos capaces de contagiar. Su
apuesta siempre es al futuro, al mañana. Jesús te proyecta al horizonte, nunca al
museo»67.
Así es la mirada que Cristo nos dirige al dar la vida por cada uno de nosotros. En definitiva,
es la mirada del Amor, que afirma siempre a quien tiene delante y exclama: «¡Es bueno que
63 Cfr. Papa Francisco, Ex. Ap. Evangelii Gaudium, 24.11.2013, n. 166, y Benedicto XVI, Ex. Ap. Sacramentum
Caritatis, 22.2.2007, n. 64. La predicación del papa Benedicto en la Misa Crismal ofrece, en este sentido, un ejemplo
de indiscutible valor. Por otra parte, son numerosas también las publicaciones que han aparecido en la última
década sobre el significado de los distintos elementos presentes en la liturgia, particularmente en la Santa Misa.
64 S. Rubin, F. Ambrogetti, El Papa Francisco. Conversaciones con Jorge Bergoglio, Ediciones B, Barcelona 2013, 54.
mío.
existas!, ¡qué maravilla tenerte aquí!»68. Descubrir a las almas esa afirmación gozosa de Dios es
el mejor modo de devolverles la esperanza y que se sientan de nuevo atraídos camino arriba,
por la senda tantas veces esforzada del Amor.
En este sentido, también nuestro Padre nos enseñó a dejarnos mirar amorosamente por
Cristo, que da su vida gustosamente desde la Cruz. Como anotó en el Via Crucis:
«Hay una falsa ascética que presenta al Señor en la Cruz rabioso, rebelde. Un
cuerpo retorcido que parece amenazar a los hombres: me habéis quebrantado, pero yo
arrojaré sobre vosotros mis clavos, mi cruz y mis espinas.
Esos no conocen el espíritu de Cristo. Sufrió todo lo que pudo —¡y por ser Dios,
podía tanto!—; pero amaba más de lo que padecía... Y después de muerto, consintió
que una lanza abriera otra llaga, para que tú y yo encontrásemos refugio junto a su
Corazón amabilísimo»69.
Así es como quiso que se representara a Cristo en la imagen que encargó para la capilla del
Santísimo de Torreciudad y para la ermita de la Santa Cruz de Cavabianca. Por eso, nos
animaba a acercarnos a Él con profundo respeto y con un amor ardiente, que se desborda en
actos de afecto humano y de cariño auténtico:
«Las llagas de Jesús son un escándalo para la fe, pero son también la comprobación
de la fe. Por eso, en el cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen,
permanecen, porque aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por nosotros,
y son indispensables para creer en Dios. No para creer que Dios existe, sino para creer que
Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro, citando a Isaías, escribe a los cristianos:
“Sus heridas nos han curado” (1P 2,24; cf. Is 53,5)»72.
68 Como se dirá también más adelante, en esta frase resume J. Pieper la esencia del amor en Las Virtudes
fundamentales, Rialp, Madrid 201210, 435-444. La idea sirvió de inspiración a muchas reflexiones de J. Ratzinger.
69 San Josemaría Escrivá, Via Crucis, estación XII, punto de meditación n. 3.
70 Ibíd., estación XIV, punto de meditación n. 1.
71 Ibíd., estación V, punto de meditación n. 1.
72 Papa Francisco, Homilía con ocasión de la canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II, 27.4.2014. El subrayado es
mío. Pocos días más tarde, volvía sobre la misma idea: «Jesús, cuando vuelve al cielo, lleva al Padre un regalo.
¿Cuál es el regalo? Sus llagas. Su cuerpo es bellísimo, sin las señales de los golpes, sin las heridas de la flagelación,
pero conserva las llagas. Cuando vuelve al Padre le muestra las llagas y le dice: “Mira Padre, este es el precio del
Se trata de un camino que han recorrido los santos a lo largo de toda la historia. San
Bernardo, por ejemplo, escribía: «A través de estas hendiduras, puedo libar miel silvestre y
aceite de rocas de pedernal (cfr. Dt 32,13), es decir, puedo gustar y ver qué bueno es el Señor»73.
Es un camino abierto a todos los cristianos y que, de hecho, muchos recorren a lo largo de su
vida:
«Burgos - 6-VI-938.
Jesús te me guarde, para Él.
Querido Juanito: Esta mañana, camino de las Huelgas, a donde fui para hacer mi
oración, he descubierto un Mediterráneo: la Llaga Santísima de la mano derecha de
mi Señor. Y allí me tienes: todo el día entre besos y adoraciones. ¡Verdaderamente que
es amable la Santa Humanidad de nuestro Dios! Pídele tú que Él me dé el verdadero
Amor suyo: así quedarán bien purificadas todas mis otras afecciones. No vale decir:
¡corazón, en la Cruz!: porque, si una Herida de Cristo limpia, sana, aquieta, fortalece
y enciende y enamora, ¿qué no harán las Cinco abiertas en el madero? ¡Corazón, en
la Cruz!: Jesús mío, ¡qué más querría yo! Entiendo que, si continúo por este modo de
contemplar (me metió S. José, mi Padre y Señor, a quien pedí que me soplara), voy a
volverme más chalao que nunca lo estuve. ¡Prueba tú! […]
Siento una envidia enorme de los que están en los frentes, a pesar de todo. Se me
ocurre pensar que, si no tuviera bien señalada mi senda, sería magnífico dejar corto
al P. Doyle. Pero… eso me iría muy bien: nunca me costó gran cosa la penitencia. Sin
duda, ésta es la razón de que me lleven por otro camino: el Amor. Y el caso es que se
me acomoda mejor todavía. ¡Si no fuera tan borrico!
Vaya, hijo: Dominus sit in corde tuo!…
Un abrazo. Desde la Llaga de la mano derecha, te bendice tu Padre
Mariano»76.
Fue este un camino que recomendó después muchas veces a quienes se acercaban a la Obra77.
perdón que tú das”. Cuando el Padre contempla las llagas de Jesús nos perdona siempre, no porque seamos buenos,
sino porque Jesús ha pagado por nosotros. Contemplando las llagas de Jesús, el Padre se hace más misericordioso.
Este es el gran trabajo de Jesús hoy en el cielo: mostrar al Padre el precio del perdón, sus llagas. Esto es algo hermoso
que nos impulsa a no tener miedo de pedir perdón; el Padre siempre perdona, porque mira las llagas de Jesús, mira
nuestro pecado y lo perdona», Regina Coeli, 1.6.2014.
73 San Bernardo, Sermón 61 (Sobre el libro del Cantar de los cantares), 4. Abundantes testimonios sobre esta
devoción, y un modo de vivirla, pueden encontrarse en el libro de P. Beteta, Mirarán al que traspasaron, Rialp, Madrid
2009.
74 Papa Francisco, Homilía en la toma de posesión de la cátedra del obispo de Roma, 7.4.2013.
75 Cfr. P. Rodríguez, Camino. Edición crítico-histórica, comentario a los nn. 288 y 555.
76 San Josemaría Escrivá, Carta, 6.6.1938, en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. 2, Rialp, Madrid
2002, 288-289. A renglón seguido, el biógrafo comenta: «Había cogido el pulso a ese secreto latir del Corazón de
Cristo, no por el camino del temor y de la penitencia sino por el del Amor y la filiación divina». Así se enlazan los
dos caminos que hemos señalado hasta ahora para ayudar a las almas a descubrir el valor que cada uno tiene a los
ojos de Dios. Sobre el estado en que se encontraba el santo, y las circunstancias en que recibe aquella luz, cfr. Ibíd.,
cap. XI, «La época de Burgos», 227-343.
77 Un ejemplo de ello se encuentra en la homilía Hacia la santidad, que en ocasiones definió como la falsilla de la
vida interior: «Si queréis aprender de la experiencia de un pobre sacerdote que no pretende hablar más que de Dios,
os aconsejaré que cuando la carne intente recobrar sus fueros perdidos o la soberbia —que es peor— se rebele y se
Dentro del itinerario que llevó a nuestro Fundador a descubrir aquel Mediterráneo, que fue
sin duda una luz de Dios, no hay que olvidar la enorme cantidad de horas dedicadas a cuidar
enfermos y gente sin recursos por los barrios más pobres de Madrid. Ese es desde luego un
óptimo modo de descubrir el Amor de Dios: salir de nosotros mismos para tocar a Jesús en las
personas que sufren. Ya antes hemos señalado que el Papa Francisco insiste incansablemente
en este punto78. En Cracovia recordaba a los jóvenes:
«Existen situaciones que nos pueden resultar lejanas hasta que, de alguna manera,
las tocamos. Hay realidades que no comprendemos porque sólo las vemos a través
de una pantalla (del celular o de la computadora). Pero cuando tomamos contacto
con la vida, con esas vidas concretas no ya mediatizadas por las pantallas, entonces
nos pasa algo importante, sentimos la invitación a involucrarnos»79.
Así, tocar a Cristo en los que sufren es una manera de dejarnos interpelar por Él. Nuestra
vida puede cobrar entonces un sentido de misión que nos lance más allá de nosotros mismos,
contando no con nuestras fuerzas, sino con una llamada que viene de Dios, nos transforma y
cuenta con nosotros para sembrar en el mundo la paz y la alegría que vienen de Él. Como
veíamos al principio, la religión no es un conocimiento meramente teórico, sino una
comprensión —cierta forma de sabiduría— que se mueve siempre dentro de la comunión
personal con Dios. Nace de esa comunión y solo en ella se desarrolla. Por eso, salir de nosotros
mismos hacia Cristo, que sufre en nuestros «hermanos más pequeños» (Mt 25,40), puede ser
el mejor modo de abrir los ojos al Amor de Dios, que llena de sentido nuestra vida y nos colma
de esperanza. A fin de cuentas, como señalaba Benedicto XVI, «toda actuación seria y recta del
hombre es esperanza en acto»80.
A cada uno, según sus circunstancias personales, habrá que saber mostrar cómo ponerlo
por obra: sea en visitas de pobres o catequesis, sea dedicando una mañana a alguna actividad
de voluntariado (solos, con amigos, o con toda la familia), sea en el propio hogar, dedicando
tiempo y atención a familiares que estén enfermos o vivan solos. En todo caso, se trata de algo
nuclear en la misión apostólica de los fieles del Opus Dei81.
encabrite, os precipitéis a cobijaros en esas divinas hendiduras que, en el Cuerpo de Cristo, abrieron los clavos que
le sujetaron a la Cruz, y la lanza que atravesó su pecho. Id como más os conmueva: descargad en las Llagas del
Señor todo ese amor humano... y ese amor divino. Que esto es apetecer la unión, sentirse hermano de Cristo,
consanguíneo suyo, hijo de la misma Madre, porque es Ella la que nos ha llevado hasta Jesús», San Josemaría
Escrivá, Amigos de Dios, n. 303.
78 Cfr. por ejemplo Ex.Ap. Evangelii Gaudium, n. 270.
79 Papa Francisco, Vigilia de oración con los jóvenes en la Jornada Mundial de la Juventud, 30.7.2016.
80 Benedicto XVI, Enc. Spe Salvi, 30.11.2007, n. 35. Sobre la íntima relación que existe entre el Amor a Dios y el
amor a los hermanos, conviene repasar lo que exponía unos años antes en Enc. Deus Caritas Est, 25.12.2005, n. 18.
81 A propósito de la importancia de este aspecto en la labor con gente joven, nuestro Fundador escribía en los
años treinta: «Los nuestros, a fin de convertirse en hombres de Dios, dedicarán al principio una buena parte de su
actividad a la catequesis de niños y a la visita de enfermos. Para hacerse entender de los primeros, habrán de
humillar su inteligencia: para comprender a los pobres enfermos, tendrán que humillar su corazón. Y así, de rodillas
su entendimiento y su carne, les será fácil llegar a Jesús, por el camino seguro del conocimiento de la miseria
humana, de la miseria propia, que les llevará a anonadarse, para dejar a Dios que construya sobre su nada»,
Apuntes íntimos, n. 647 (11-III-1932), en P. Rodríguez, Camino. Edición crítico-histórica, comentario al n. 419.
mundo y del hombre, se ha puesto al lado de su criatura»82. Así, se nos da la oportunidad de
descubrir el bien que nosotros somos —y Dios conoce—; aquel bien por el que Él decidió
crearnos y dar su vida. Retomemos las palabras de san Pablo a los Efesios que se han citado
más arriba, recogiendo ahora su contexto inmediato:
«Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral
misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y
programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto,
nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa
en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, “no
podemos hacer nada” (cf. Jn 15, 5)»83.
Al hacer este diagnóstico, el Papa proponía también una vía de solución: el camino de la
oración. En efecto, apuntaba:
82 San Juan Pablo II, Carta ap. Novo Millennio Ineunte, 6.1.2001, n. 4.
83 Ibíd., n. 38.
«La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda
constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida
interior y de la santidad. (…) Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el
episodio evangélico de la pesca milagrosa: “Maestro, hemos estado bregando toda
la noche y no hemos pescado nada” (Lc 5, 5). Este es el momento de la fe, de la
oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir
a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: ¡Duc in altum! En
aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: “en tu palabra, echaré las redes”
(ibíd.). Permitidle al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a
toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de
oración»84.
«Un renovado compromiso de oración». Acompañar a las almas por esta vía, hacer «de los
chicos almas de oración», es precisamente respetar y hacer brillar la primacía de la gracia.
En este punto se verifica la íntima unión que hay en las propuestas de los últimos pontífices
y su sintonía con el mensaje que Dios entregó a nuestro Padre. Benedicto XVI presentaba la
oración como uno de los «lugares» en que es posible aprender y ejercitar la esperanza, y
recordaba el ejemplo del cardenal Nguyen Van Thuan:
84 Idem.
85 Benedicto XVI, Enc. Spe Salvi, 30.11.2007, n. 32. El papa hacía referencia a tres «“Lugares” de aprendizaje y
del ejercicio de la esperanza»: la oración (nn. 32-34), el actuar y el sufrir (nn. 35-40) y el Juicio (nn. 41-48).
86 Papa Francisco, Ex. Ap. Evangelii Gaudium, 24.11.2013, n. 262. En una entrevista, al poco de publicar este texto,
comentó: «Un anciano cardenal me dijo hace unos meses: “la reforma de la Curia la comenzó usted con la Misa
diaria en Santa Marta”», y añadía, reflexionando en voz alta: «la reforma empieza siempre con iniciativas
espirituales y pastorales, antes que con cambios estructurales», entrevista de A. Tornielli publicada en «La Stampa»,
15.12.2013.
87 Entre todas las maneras de orar, es imprescindible dar prioridad a la Lectio divina. Al menos en un principio
se puede aconsejar seguir los pasos tradicionales (explicados brevemente por Benedicto XVI en el n. 87 de la Ex.
Ap. Verbum Domini, y más brevemente aún por San Josemaría en el n. 253 de Amigos de Dios; también el papa
Francisco ha vuelto sobre ellos en la Ex. Ap. Evangelii gaudium, n. 152-153). La contemplación de Cristo convierte la
idea de la santidad en un deseo del corazón.
88 Al comentar el horario del primer retiro mensual que se organizó desde la Academia DYA, se dice que «las
pláticas desarrollaban la doctrina sobre algún aspecto de la vida cristiana; y las meditaciones glosaban diversas
escenas del Evangelio, facilitando así el diálogo con el Señor. Tanto en unas como en otras, Escrivá procuraba
reciente estudio que se ha publicado sobre DYA, la primera obra corporativa del Opus Dei, se
recogen algunos recuerdos sobre las meditaciones que dirigía nuestro Padre en el oratorio de
la calle Ferraz:
remover el corazón del oyente para que se uniera más a Dios», J.L. González Gullón, DYA. La Academia y Residencia
en la historia del Opus Dei, Rialp, Madrid 2016, 180 (en nota).
89 Ibíd., 429.
90 Cfr. Corazón de sacerdote. Acercar el Amor de Dios al fondo de las almas, Sesión 4 – Llegar al fondo en la predicación,
encendida la caldera... Luego necesitamos el radiador en cada momento, y además la caldera bien encendida. ¿De
acuerdo? Los ratos de oración, bien hechos: son la caldera. Y además, el radiador en cada instante, en cada
habitación, en cada lugar, en cada trabajo: la presencia de Dios», San Josemaría, Apuntes de la predicación, 28-IX-
1973, en E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, vol. 3, Rialp, Madrid 2013,
518-519.
92 San Josemaría, Conversaciones, 114.
93 Entrevista de A. Spadaro, publicada en «L'Osservatore Romano», 27.9.2013.
Es allí donde se producirá el diálogo, la escucha, la transformación. Mirar a Dios, pero sobre
todo sentirse mirado por Él». Y apuntaba, de nuevo:
«Octava de todos los Santos –martes– 8-XI-32: Esta mañana, aún no hace una
hora, mi P. Sánchez me ha descubierto ‘otro Mediterráneo’. Me ha dicho: ‘tenga
amistad con el Espíritu Santo. No hable: óigale’. Y desde Leganitos, haciendo oración,
una oración mansa y luminosa, consideré que la vida de infancia, al hacerme sentir
que soy hijo de Dios, me dio amor al Padre; que, antes, fui por María a Jesús, a quien
adoro como amigo, como hermano, como amante suyo que soy... Hasta ahora, sabía
que el Espíritu Santo habitaba en mi alma, para santificarla..., pero no cogí esa
verdad de su presencia. Han sido precisas las palabras del P. Sánchez: siento el Amor
dentro de mí: y quiero tratarle, ser su amigo, su confidente..., facilitarle el trabajo de
pulir, de arrancar, de encender... No sabré hacerlo, sin embargo: Él me dará fuerzas,
Él lo hará todo, si yo quiero... ¡que sí quiero! Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía,
Amor: que sepa el pobre borrico agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderse, y
seguirte y amarte –Propósito: frecuentar, a ser posible sin interrupción, la amistad y
trato amoroso y dócil del Espíritu Santo. Veni Sancte Spiritus!...»98.
Se trata de un camino transitable para todos los cristianos: el de abrirse continuamente a la
acción del Paráclito, que nos ilumina y nos lleva «hasta la verdad plena» (Jn 16,13). En efecto,
«cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios» (Rm 8,14), y nos
dejamos llevar por Él en cuanto procuramos entrenarnos un día y otro en la «difícil disciplina
de la escucha». Tratar al Espíritu Santo es procurar escuchar su voz, «que te habla a través de
cualquier circunstancia, ha sido la misma, con tonos diferentes. Le he dicho: Señor, Tú me has puesto aquí; Tú me
has confiado eso o aquello, y yo confío en Ti. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están
absolutamente seguros de sus padres», San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 143.
98 San Josemaría Escrivá, Apuntes íntimos, n. 864, en P. Rodríguez, Camino. Edición crítico-histórica, comentario al
n. 57. Este mismo autor remite a un estudio de J.L. Illanes, Trato con el Espíritu Santo y dinamismo de la experiencia
espiritual. Consideraciones a partir de un texto del Beato Josemaría Escrivá, un escrito publicado en 1999 y disponible en
www.dadun.unav.edu
los acontecimientos de la vida diaria, a través de las alegrías y los sufrimientos que la
acompañan, a través de las personas que se encuentran a tu lado, a través de la voz de tu
conciencia, sedienta de verdad, de felicidad, de bondad y de belleza»99.
A lo largo del día se nos ocurren infinidad de ideas felices, y, cuando las ponemos por obra,
resultan de lo más acertado. Ideas de servicio, de cuidado, de atención, de perdón. Y no es que
hayamos tenido sin más una buena idea, sino que el Espíritu Santo nos ilumina a lo largo de
nuestras jornadas. Otras veces nos llegan esas luces al leer la Escritura100, o los escritos de algún
santo, y de modo especial los de nuestro Fundador. Y otras, en fin, en la charla fraterna.
Conviene aprender a orar a partir de esas iluminaciones de Dios. De hecho, dar primacía a la
gracia es vivir en esta perspectiva de fe, y dejar espacio en nuestra alma a la obra del Paráclito.
El entonces cardenal Ratzinger puso de relieve este aspecto en la vida de san Josemaría, con
ocasión de su canonización:
«Ser santo no comporta ser superior a los demás; por el contrario, el santo puede
ser muy débil, y contar con numerosos errores en su vida. La santidad es el contacto
profundo con Dios: es hacerse amigo de Dios, dejar obrar al Otro, el Único que puede hacer
realmente que este mundo sea bueno y feliz. Cuando Josemaría Escrivá habla de que
todos los hombres estamos llamados a ser santos, me parece que en el fondo está
refiriéndose a su personal experiencia, porque nunca hizo por sí mismo cosas
increíbles, sino que se limitó a dejar obrar a Dios. Y por eso ha nacido una gran
renovación, una fuerza de bien en el mundo, aunque permanezcan presentes todas
las debilidades humanas»101.
Quizá podemos preguntarnos: ¿Enseño a las almas a rezar de este modo?, ¿a abrirse
cotidianamente a la acción de Dios, a su luz? ¿Las acompaño por el camino de la atención y
del discernimiento? Quizá sea más fecundo preguntar a alguien qué le dice Dios, que
detenerse en mil detalles de lo que tiene que hacer o dejar de hacer. La presencia de Dios en el
alma —que se vive en el trato y la escucha a las inspiraciones del Paráclito— constituye, en
definitiva, el camino más cierto y sobrenatural para cultivar la vida interior y, por esa vía, la
unidad y la fidelidad102.
Enseñar a rezar. Saber que es Dios quien hace las cosas. Acudir a nuestro Defensor, el
Paráclito, dejar obrar a Dios y dar prioridad a su obra sobre la nuestra. He aquí otro modo de
reconocer que nuestra vida no vale por lo que hacemos, ni pierde valor por lo poco que
hacemos, o por nuestros fracasos… mientras nos volvamos hacia ese Dios que ha querido vivir
en medio de nosotros103. La des-esperanza nos lleva precisamente en la dirección opuesta: a
99 San Juan Pablo II, Discurso durante el encuentro con los jóvenes en Berna, 5.6.2004. También la cita anterior.
100 Al leer el Evangelio, por ejemplo, es bueno preguntarse, como proponía el papa Francisco: «“Señor, ¿qué me
dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje? ¿Qué me molesta en este texto? ¿Por qué
esto no me interesa?”, o bien: “¿Qué me agrada? ¿Qué me estimula de esta Palabra? ¿Qué me atrae? ¿Por qué me
atrae?”», Ex. Ap. Evangelii gaudium, 24.11.2013, 153.
101 J. Ratzinger, Dejar obrar a Dios, en «L’Osservatore Romano», 6.10.2002. El subrayado es mío.
102 En este sentido es muy luminoso un texto del Beato Álvaro del Portillo, escrito durante la Guerra Civil
española. En él traza brevemente las bases de la vida en el Opus Dei, y precisamente de la unidad y de la fidelidad.
Parte de una consideración del plan de vida y, en general, de los medios con que se facilita la presencia de Dios,
para llegar a la meta que persiguen: la identificación con Cristo. Entonces: «La infusión del Espíritu Santo, conforme
más nos despojamos de nosotros mismos, por la oración y la mortificación constante en las cosas pequeñas, realiza
la transformación magnífica, la divinización de sus hijos de la Obra. Le recibimos no sólo como vivificador, lo que
ya, con la unidad de vida que supone, lleva consigo garantía suficiente de enlace, sino como Señor con pleno
derecho a dominarnos, dirigirnos y gobernarnos. Esto es, nos asegura que en todo momento resolveremos los
problemas que se nos presentan con material imposibilidad de consultar sobre su solución a los que hagan cabeza,
con arreglo exactamente a lo que éstos hubieran ordenado. Pero para esto es menester que nos acostumbremos a
no dejar nunca al Divino Espíritu dar voces en vano, alargar la mano en petición de un pequeño obsequio sin que
le demos lo que nos pida», J. Medina, Álvaro del Portillo. Un hombre fiel, Rialp, Madrid 2012, 161-162.
103 «Me habéis oído decir muchas veces que Dios está en el centro de nuestra alma en gracia; y que, por lo tanto,
todos tenemos un hilo directo con Dios Nuestro Señor. ¿Qué valen todas las comparaciones humanas, con esa
realidad divina, maravillosa? Al otro lado del hilo está, aguardándonos, no sólo el Gran Desconocido, sino la
Trinidad entera, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, porque donde se encuentra una de las divinas Personas, allí
están las otras dos», San Josemaría Escrivá, Apuntes de la predicación, 8-XII-1972, en E. Burkhart, J. López, Vida
cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, vol. 1, Rialp, Madrid 2010, p. 311-312.
cerrarnos en nosotros mismos, a no mirar más que lo que está de nuestra mano y, en una
palabra, a olvidarnos de Dios. En cambio, esa apertura nos ayudará a descubrir otra dimensión
fundamental de la vida cristiana. Antes de considerarla con cierto detalle, conviene quizá
detenerse un momento para hacer un breve apunte.
Lo que está en juego en lo que aquí se ha dicho —como en las páginas que se han dedicado
a nuestra identidad de hijos de Dios y a la contemplación del Amor encarnado en Cristo— es
algo tan relevante como la necesidad de ser, para las almas, verdaderos «maestros de oración».
Cualquiera tiene experiencia de cómo, en sus mejores horas, todos se entusiasman con las luces
recibidas sobre la propia vida y están dispuestos a hacer una oración de examen, de sacar
propósitos… Y, sin embargo, siguen sin descubrir todo el atractivo de una vida de intimidad
con Cristo, porque siguen sin descubrirle a Él. Para cambiar esta situación no basta,
ciertamente, el recurso a un discurso sentimental o a expresiones de piedad cada vez más
extraordinarias y barrocas. El camino no es el del «siempre nuevo», sino el que conduce
«siempre más adentro». De ahí la importancia de que, al acompañar a cada uno por la vía de
la contemplación y de la oración afectiva, se recuerden también los métodos o caminos más
clásicos de la oración cristiana. La Iglesia los ha recomendado siempre, y san Josemaría sabía
proponerlos singularmente. En este sentido, es siempre interesante la riqueza atesorada
durante siglos y recogida por el Catecismo en el capítulo dedicado a «La tradición de la
oración», así como la sabiduría de los grandes orantes y maestros que se propone en la sección
«El combate de la oración»104.
«El papa tiene mucha gente a su alrededor, se reúne sin cesar con personas importantes.
Pero ¿no hay también momentos de soledad, en los que uno, en lo más hondo de su ser, puede
sentirse terriblemente solo?
Sí, pero gracias a que me siento tan vinculado con el Señor, nunca estoy del todo
solo.
Quien cree, ¿no está nunca solo?
Así es, en verdad. Uno sencillamente sabe: no soy yo quien hace esto. Solo no
podría hacerlo. Él siempre está ahí. No tengo más que escuchar y abrirme de par en
par a Él. Y luego compartir las cosas con los colaboradores más estrechos.
¿Cómo se logra esa escucha, ese abrirse de par en par a Dios? Si pudiera dar Ud. un consejo
a ese respecto…
(Se ríe)
¿Cuál es la mejor manera de hacer eso?
Pues suplicando al Señor —¡tienes que ayudarme ahora!— y recogiéndose
interiormente, permaneciendo en silencio. Y luego de cuando en cuando se puede
llamar a la puerta con la oración y demás, y suele funcionar»105.
Los cristianos, como apuntó repetidas veces nuestro Padre, «nunca podemos sentirnos
solos»106. Por una parte, por la presencia de Dios en nuestras almas; por otra, por la Comunión
de los Santos. También en este segundo sentido Benedicto XVI quiso recordarlo a la Iglesia, en
su segunda encíclica: «Nadie vive solo —constataba—. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo.
comentario al n. 545.
En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y
viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal»107.
Así, reconocer la obra de Dios en nuestra alma, dejarnos salvar por Él, es algo que va parejo
a descubrir nuestra pertenencia a una comunidad humana por cuyas venas corre la Vida de
Dios. En una sociedad profundamente individualista, que ve en la autonomía absoluta un
ideal, esta realidad puede servir a muchas almas para encontrar en la vida un fundamento
más sólido y duradero que las propias capacidades. San Pedro lo explicaba a los primeros
cristianos con una rica imagen:
«Como niños recién nacidos, ansiad la leche espiritual, no adulterada, para que
con ella vayáis progresando en la salvación, ya que habéis gustado qué bueno es el
Señor. Acercándoos a él, piedra viva rechazada por los hombres, pero elegida y
preciosa para Dios, también vosotros, como piedras vivas, entráis en la
construcción de una casa espiritual para un sacerdocio santo, a fin de ofrecer
sacrificios espirituales agradables a Dios por medio de Jesucristo» (1Pe 2,2-5).
Cuando el Apóstol habla de «piedras vivas», no se refiere simplemente a que cada alma
tenga vida propia, sino a que todas comparten una misma Vida, de igual modo que por las ramas
y el tronco de un árbol corre la misma savia vital. Y precisamente esta imagen hace ver la
necesidad de permanecer unidos a los demás: el Espíritu Santo, que llena mi corazón, llena
también el de todos los cristianos, y me une a ellos por el vínculo de una misma Vida, que es
el Amor de Dios, la vida de la gracia. Así, la unión con Dios es inseparable de la unión con los
hermanos (cfr. Jn 15,1-17).
Todos tenemos experiencia de que el medio más potente para aprender el camino hacia
Dios es convivir con alguien que lo esté recorriendo bien. Sin necesidad de palabras, su alegría
nos enciende, su ejemplo nos estimula, y, en definitiva, su vida nos transmite que la santidad
es atractiva y posible. Y cuando no es uno sino varios, la convivencia se convierte en un
adelanto del Cielo.
De modo análogo, la lectura de las vidas de los santos constituye un estímulo para el propio
camino. Son modelos de felicidad y de alegría que muestran con su propia vida la profunda
verdad de que vale la pena seguir a Jesucristo, dar la vida por Amor, exprimirse en el servicio
a los demás, vivir una existencia radicalmente generosa. La sonrisa enamorada de un santo
puede resultar mucho más convincente que cientos de argumentos. Por eso, al leer una
biografía de san Josemaría, del beato Álvaro o de las primeras personas de Casa, no podemos
quedarnos en su carácter ejemplar para conocer el espíritu de la Obra; son, principalmente,
biografías de personas santas, esto es, de los mejores hijos de la Iglesia, hermanos nuestros de
los que aprender y sentirse orgullosos. De ahí la importancia de conocer también la vida de
los grandes santos de la historia. Y no solo de conocer, sino de cultivar la devoción a aquellos
que son, ahora, la «nube de testigos» (cfr. Hb 12,1) de la que habla la Escritura, que nos animan
a seguir adelante en nuestro camino hacia Dios y nos acompañan con su intercesión.
Por otra parte, la consideración de la comunión con nuestros hermanos como constitutiva
de nuestra comunión con Dios puede ayudar a las almas en momentos de decaimiento. La
carencia de fuerzas puede servir precisamente para apoyarse en los demás, del mismo modo
que en otros momentos la plenitud propia servirá para cubrir la debilidad ajena. En Surco,
nuestro Padre recoge el testimonio de alguien que pasaba por un momento de dificultad:
«Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las
tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas,
personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para
nuestra travesía. Y ¿quién mejor que María podría ser para nosotros estrella de
esperanza?». Y en el número siguiente, concluía: «Madre nuestra, enséñanos a creer,
esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella del mar, brilla
sobre nosotros y guíanos en nuestro camino»111.
Es el mismo itinerario que nuestro Padre nos señaló hasta el final de su vida. Para san
Josemaría, la filiación divina era inseparable de la filiación a María, y una llevaba a la otra. Se
trata de otro de los «descubrimientos» que hizo siendo todavía un sacerdote joven, según
recoge en sus Apuntes:
«Ayer [...] descubrí un Mediterráneo —otro—, a saber: que, si soy hijo de mi Padre
Dios, lo soy también de mi Madre María. Me explicaré: por María fui a Jesús, y
El camino «a Jesús por María» es una de las notas distintivas del Opus Dei, uno de los
aspectos en los que queda indicado su espíritu115. Además, era para san Josemaría una vía por
la que discurría su oración de hijo de Dios, teñida tantas veces por los tonos de la infancia
espiritual, que sugería a sus hijos sin imponerla. Descubrir una vez más su atractivo, y pensar
en los modos de comunicarlo a las almas que se acercan a nosotros, puede servirnos para
ayudarlas a encontrar de nuevo la esperanza que «no defrauda» (Rm 5,5)116.
L.B. – J.M.M.Q.
112 San Josemaría Escrivá, Apuntes íntimos, n. 820, 5-IX-1932, en P. Rodríguez, Santo Rosario. Edición crítico-
contado cómo, en su juventud, le preguntó al Autor (…) acerca del sentido de este “volver”: “Entonces pregunté
yo al Padre: Padre, ¿por qué ha puesto esto? Que se va por María, ya lo entiendo, pero que se vuelve.... Y me dijo:
hijo mío, si alguno tiene la desgracia de separarse de Dios por el pecado, o está a punto de separarse porque le va
entrando la tibieza y la desgana, entonces acude a la Santísima Virgen y encuentra otra vez la fuerza; la fuerza
para ir al confesonario, si hace falta, para ir a la Confidencia y abrir bien la conciencia con gran sinceridad –sin
que haya recovecos en el alma, sin que haya secretos a medias con el diablo– y por María, se va a Jesús”», en P.
Rodríguez, Camino. Edición crítico-histórica, comentario al n. 495.
114 San Josemaría Escrivá, Apuntes íntimos, n. 1588, en P. Rodríguez, Camino. Edición crítico-histórica, comentario
al n. 151. El texto sirvió como matriz para Forja, n. 251. Sobre las circunstancias en las que lo escribió, cfr. A. Vázquez
de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. 2, Rialp, Madrid 2002, 95-106 y 262-270.
115 Cfr. San Josemaría, Apuntes íntimos, Cuaderno III, nº 171, en P. Rodríguez, Camino. Edición crítico-histórica,
comentario al n. 11.
116 Poco antes de transcurrir su última Navidad en esta tierra, confiaba a un grupo de hijos suyos: «De ordinario
me abandono, procuro hacerme pequeño y ponerme en los brazos de la Virgen. Le digo al Señor: ¡Jesús, hazme un
poco de sitio! ¡A ver cómo cabemos los dos en los brazos de tu Madre! Y basta. Pero vosotros seguid vuestro
camino: el mío no tiene por qué ser el vuestro (…) ¡viva la libertad!», San Josemaría Escrivá, Apuntes de la predicación,
20-XII-1974, en E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, vol. 2, 68.
BIBLIOGRAFÍA
E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, vol. 2, cap. 4
«El sentido de la filiación divina, fundamento de la vida espiritual», 19-159117
F. Ocáriz, voz Filiación divina, en Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, 519-526
Editoriales de Crónica del año 1995: «Hijos de Dios» (julio), «Sentido de la filiación divina»
(agosto)
E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, vol. 1, cap. 3,
secc. 2 «Cooperar con el Espíritu Santo en la edificación de la Iglesia», 515-542
G. Maspero, voz Espíritu Santo, en Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, 437-445
Editoriales de Crónica del año 1998: «Redescubrir al Paráclito» (enero); «Ilumina, fortalece,
inflama» (marzo); «Docilidad al Espíritu Santo» (abril); «Colaboradores del Paráclito» (Julio);
«En las páginas del Decenario» (diciembre)
E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, vol. 1, cap. 3,
secc. 4 «A Jesús por María», 568-581
J.L. Bastero, voz María Santísima, en Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, 798-807
G. Rovira, voz María Santísima, Devoción a, en Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer,
807-812
117 En las referencias a los volúmenes preparados por E. Burkhart y J. López, así como en las voces del Diccionario
de San Josemaría Escrivá de Balaguer, se encontrarán los principales lugares en que san Josemaría se ocupó de los
distintos temas, así como alguna bibliografía especializada que puede servir para profundizar en sus enseñanzas.
Ayudar a vivir la castidad hoy
PRESENTACIÓN
Lo que hace medio siglo se llamó «la sociedad opulenta» es hoy una realidad. Basta pensar,
aunque sea como anécdota, en las boutiques para perros que han aparecido (y se han
multiplicado) en los últimos años. Eso hace particularmente urgente una pedagogía de la
fortaleza y de la templanza. Como en otras épocas de la historia (y quizá sería bueno estudiar
y dar a conocer esos momentos similares al nuestro), la opulencia ha ido de la mano de un
desorden en el modo de vivir la sexualidad.
Por otra parte, los medios que hoy en día tenemos a disposición han hecho que el panorama
resulte en cierta medida inédito: contenidos que había que buscar con cierto empeño, hoy se
encuentran a un click de distancia. Estos factores —y muchos otros que inciden igualmente en
nuestra vida cotidiana— hacen necesario replantearse el modo de presentar la castidad y el de
luchar por vivirla.
Antes de comenzar, conviene señalar algo que podría llamar la atención. Estas páginas se
proponen complementar la exposición ascética habitual a propósito de la santa pureza, que, por
eso mismo, en cierta medida se da por supuesta.
Como se ve, el punto de partida es una consideración del contexto actual (n. 1) Después, se
exponen tres elementos importantes para la formación integral de la persona, que conviene
comprender (y poner en práctica) en su profunda e íntima unidad (n. 2). A continuación, se
hace una breve exposición filosófica de la libertad, centrada en dos de sus dimensiones, que
puede servir para enfocar con mayor hondura la labor pastoral (n. 3). En las dos secciones
sucesivas se propone un modo en que es posible formar la libertad en las dos dimensiones
expuestas. Primero, mostrando la belleza de la expresión sexual del amor, entendida como un don
fundamental que el hombre recibe (n. 4); y después, señalando un modo en que esa visión
amplia se puede integrar en una formación de la voluntad que haga posible el autodominio (n. 5).
Finalmente, se recogen algunas sugerencias pastorales (n. 6). Es importante leer estas últimas en
el marco de una comprensión personal y profunda de quien se tiene delante y, de nuevo, como
complemento de los medios que ha propuesto tradicionalmente la ascética cristiana118.
Así pues, este no es —no puede ni pretende ser— un tratado completo sobre la virtud de la
castidad. Además de una detallada exposición de los medios comunes para vivir esa virtud y de
su encuadre en el marco más amplio de la virtud de la templanza, junto con su consideración
moral, se echará en falta, sin duda, una mirada teológica que parta de la Escritura y exponga el
designio divino sobre el amor humano. También podría resultar llamativo que no se saque más
partido a las enseñanzas de san Josemaría sobre esta virtud. Sin embargo, hay que decir que en
los últimos años han aparecido algunas publicaciones que ponen por obra —y de un modo
bastante acabado— esos cometidos119.
118 San Josemaría los recogía a partir de una carta que había recibido de uno de los jóvenes que frecuentaban la
labor en DYA: «Me escribías, médico apóstol: “Todos sabemos por experiencia que podemos ser castos, viviendo
vigilantes, frecuentando los Sacramentos y apagando los primeros chispazos de la pasión sin dejar que tome cuerpo
la hoguera (…)”», Camino, n. 124. En otro lugar los resumía él mismo: «La custodia atenta de los sentidos y del
corazón; la valentía —la valentía de ser cobarde— para huir de las ocasiones; la frecuencia de los sacramentos, de
modo particular la Confesión sacramental; la sinceridad plena en la dirección espiritual personal; el dolor, la
contrición, la reparación después de las faltas. Y todo ungido con una tierna devoción a Nuestra Señora, para que
Ella nos obtenga de Dios el don de una vida santa y limpia», Amigos de Dios, n. 185. Se trata, en todo caso, de «los
procedimientos que han utilizado siempre los cristianos que pretendían de verdad seguir a Cristo, los mismos que
emplearon aquellos primeros que percibieron el alentar de Jesús», Ibíd., n. 186.
119 Cfr., por ejemplo, J. Brage, El equilibrio interior. Placer y deseo a la luz de la templanza, Rialp, Madrid 2016; A.
Rodríguez Luño, Elegidos en Cristo para ser santos, vol. 3 – Moral especial, Roma 2008, cap. 8 «La castidad», disponible
Por eso, lo que pretenden estas páginas es, como viene dicho, complementar lo que se ha
logrado ya. Y hacerlo concretamente por medio de una visión de conjunto que permita una
mirada renovada sobre la ayuda que el sacerdote puede prestar al proponer y ayudar a vivir la
castidad. De ahí que esta exposición desemboque en algunas sugerencias pastorales que, de
nuevo, vienen a complementar y a enriquecer —no a sustituir, pues no ha perdido validez— la
pastoral común de esta virtud, teniendo en cuenta de modo particular las circunstancias
concretas del mundo en que vivimos. En resumen, la de estas páginas no es una perspectiva
exclusiva, y mucho menos excluyente, sino simplemente un intento de anunciar al mundo
actual el Evangelio del amor120.
preocupación de dar razón de la propuesta cristiana, entendida como plenitud de la posibilidad humana de amar)
y, finalmente, pastoral.
La lista podría prolongarse, pero tal vez no sea necesario. Lo que aquí interesa es dar
algunas claves que nos permitan comprender la situación en su conjunto y,
consiguientemente, responder a la necesidad formativa de nuestros días según su carácter
específico. Un diagnóstico exhaustivo excede en mucho las pretensiones de estas páginas. Por
eso, entre los muchos que se podría señalar, vamos a detenernos solamente en cuatro rasgos
del mundo actual que será útil tener en cuenta a la hora de proponer la fe y los ideales
cristianos de un modo más significativo, convincente y atractivo121.
121 Se pueden encontrar indicaciones interesantes en J. Cabanyes, La salud mental en el mundo de hoy, Eunsa,
Pamplona 2012. Por otra parte, conviene tener presente el diagnóstico recogido por el Papa Francisco en Ex.Ap.
Amoris Laetitia, 19.3.2016, especialmente en el cap. 2 «Realidad y desafíos de las familias», nn. 31-54.
122 De este modo, llega a un cierto cumplimiento aquel ideal emancipador que nació con la Modernidad (ss.
XVI-XVII) y que se puede sintetizar en el lema ilustrado recogido por Kant: Sapere aude! - ¡Atrévete a pensar! Se
trataba de pensar en modo absoluto por uno mismo: sin referencias, sin pasado, sin memoria, sin una tradición de la
que reconocerse deudor… en definitiva, nacía la pretensión de hacerse a sí mismo a partir de nada más que las
propias fuerzas. Un ideal que no acepta dependencia de ningún género.
123 F. Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos, Madrid, Alianza 2002, 55.
b) El emotivismo
Un segundo rasgo importante, cada vez más extendido, es el emotivismo. Las emociones, los
deseos, los sentimientos se consideran habitualmente como el criterio por el que tomamos
decisiones, y juzgamos correctas o equivocadas las decisiones de los demás. Cuando esto
sucede, desaparece el autocontrol. Es más, este viene a considerarse como una aberración, ya
sea por su carácter constrictivo, o porque parece una hipocresía intentar ocultar los propios
sentimientos. Como apunta R. Scruton, se ha difundido «el mito de que los impulsos sexuales
han de ser expresados, y que cualquier intento de “reprimirlos” es dañino desde el punto de
vista psicológico»124. Las consecuencias que esto tiene en el ámbito de la educación están a la
vista de todos. Claro que se reflejan también en la fragilidad de muchos jóvenes (y no tan
jóvenes), así como en fenómenos cada vez más extendidos, como las dependencias y
adicciones de diverso tipo.
Las repercusiones del emotivismo se agravan al darse a la vez que aquel ideal de autonomía
absoluta. La ley del actuar humano no es ya, ni siquiera, la capacidad creativa del sujeto, sino el
fondo de deseos y pulsiones que es tan imprevisible como cambiante. Ahora bien, en la
insatisfacción y frustración que sigue a un comportamiento tan escasamente humano, surge de
nuevo el fenómeno de la culpa, que no puede desaparecer por el sencillo motivo de que es algo
tan real como la vida misma. «¿Por qué —se preguntan muchos— me siento vacío, si en todo
momento he hecho lo que he sentido?». Fracasos sentimentales que dejan heridas en el corazón,
amistades que terminan en resentimiento o rencor, enfados enconados, y, en el fondo, un malestar
o disgusto con uno mismo125. Y, aunque se experimenta todavía la atracción de lo bueno, de lo
auténtico (por ejemplo, de un amor romántico, en que se vive el respeto mutuo), muchos terminan
refugiándose en un amargo cinismo: «Deja estar esas ideas, en realidad la vida no es más que
esto…».
De igual modo, como escribió G. Lipovetsky hace ya algunas décadas, el afán de
autenticidad, de ser uno mismo, queda reducido y «se traduce por el deseo de sentir “más”, de
volar, de vibrar en directo, de sentir sensaciones inmediatas, de sumergirse en un movimiento
integral, en una especie de trip sensorial y pulsional»126. La autenticidad se cifra entonces en
las sensaciones que uno ha llegado a experimentar, en las experiencias límite que ha vivido…
pero no en la idea de vida que uno tiene, en las propias convicciones o en una tarea grande.
De este modo, incluso el noble deseo de la autenticidad queda reducido y no va más allá de lo
sensible, de lo placentero127.
Esto tiene también hondas repercusiones en las relaciones humanas. La amistad se
convierte en una relación superficial, y el noviazgo queda reducido a una relación meramente
afectiva, donde lo que «se siente» pasa por encima del conocimiento profundo del otro en toda
su riqueza personal128. Así, se ha hecho normal empezar relaciones amorosas, con
manifestaciones propiamente conyugales, muy pronto. Al mismo tiempo, paradójicamente, la
edad del matrimonio se retrasa mucho. Los motivos son unas veces laborales (esperar a
encontrar trabajo o a afirmarse en él), otras veces económicos, académicos, etc. Se crea así un
periodo de tiempo demasiado largo, que hace difícil vivir la castidad. También influye el
miedo que tienen muchas personas a comprometerse —fundado tal vez en la misma
124 R. Scruton, El abuso del sexo, en J.R. Stoner, D.M. Hughes (ed.), Los costes sociales de la pornografía, Rialp, Madrid
2014, 177. Scruton señala cinco mitos, ligados a la sexualidad, sobre los que se fundan las ideas más corrientes en
occidente sobre la materia, cfr. 176-179.
125 No hay que olvidar, por otra parte, que nuestro cuerpo tiene su propio lenguaje y su propia «memoria».
Querámoslo o no, las experiencias sexuales tienen para él un profundo significado y, por eso mismo, dejan huella.
126 G. Lipovetsky, La era del vacío (1983), Anagrama, Barcelona 2003, 23.
127 En efecto, no deja de ser significativo que hayan desaparecido de nuestro vocabulario ideales como «el
denuedo, la valentía, la capacidad de sacrificio, la alegría en el riesgo, la nobleza de alma, la fuerza vital, el espíritu
de conquista, la indiferencia hacia los bienes económicos, el amor a la patria y la fidelidad a la familia, a la raza y
al príncipe, la aptitud para dominar y regir, la humildad, etc.», M. Scheler, El resentimiento en la moral (1927), Espasa
Calpe, Madrid 1938, 206. Los ideales actuales son meramente utilitarios.
128 «Muchos llegan a las nupcias sin conocerse. Sólo se han distraído juntos, han hecho experiencias juntos, pero
no han enfrentado el desafío de mostrarse a sí mismos y de aprender quién es en realidad el otro», Papa Francisco,
Ex.Ap. Amoris Laetitia, 19.3.2016, n. 210.
inseguridad y en la inmadurez que conlleva una conducta basada en las emociones—,
pensando en que podría ir mal. La sociedad (los padres, etc.) tampoco ve bien que se casen
chicos jóvenes, que por otra parte hoy tardan más en madurar. Hace bastantes años era normal
casarse a los 22 o 23 años. Hoy se ve como una gran imprudencia.
c) Víctimas de la sobreestimulación
En tercer lugar, vivimos en una sociedad marcada por la sobreestimulación, lo cual, unido al
emotivismo, resulta letal. En efecto, ¿cuántos estímulos de tipo explícitamente sexual, por
ejemplo, recibe una persona en cualquier trayecto por la ciudad? ¿Y al utilizar el teléfono móvil
o entrar en internet? ¿Y al encender el televisor? Estímulos a menudo violentos, que recibe
incluso sin buscarlos, y que no son indiferentes para el fondo emocional de la persona, sino
que incitan muchas veces una respuesta inmediata.
Esta situación lleva a experiencias precoces (a menudo, demasiado precoces), a una
diversión de picos (con la consiguiente incapacidad de disfrutar de lo que no presenta esos
picos), y a una notable dificultad para todo lo que requiera algo de reflexión o una atención
continuada.
El silencio se convierte en algo incómodo, precisamente por la extrañeza que produce, para
una persona sobreestimulada, la ausencia de estímulos. La sociedad actual ha sido
caracterizada por algunos pensadores como una «sociedad del ruido». En su acepción más
honda, ruido serían todos aquellos estímulos que me rodean y me dicen cómo tengo que actuar:
el ambiente, la moda y la publicidad; las películas, las series y los programas de TV; los éxitos
de ventas y los vídeo-clips; las noticias, los canales de internet… Ahora bien, para pensar en
la propia vida y en los propios sueños, ¿ponemos música a todo volumen? Más bien,
necesitamos el silencio. Y lo mismo vale cuando se trata de tomar una decisión importante y
se hace preciso pensar: «¿por qué hacerlo?», «¿por qué no?», «¿es bueno o malo… y por qué?».
Todas estas preguntas requieren silencio… si lo que se pretende hallar es una respuesta
auténtica y verdadera, propia.
Por otra parte, la sobreestimulación va de la mano de la inmediatez. El par «Want it – Got
it» (lo quieres – lo tienes) hace que algunas experiencias humanas fundamentales, como la
espera, pierdan toda consistencia.
d) Un mundo sexualizado
A estos rasgos hay que sumar finalmente la sexualización que impregna la sociedad y la
cultura actuales. En un artículo de hace más de cuarenta años, el italiano Augusto del Noce
hacía ya un diagnóstico de la situación proponiendo una historia de sus orígenes:
«Una vez suprimido todo orden de fines y borrada toda jerarquía de valores, no
queda nada más que la energía vital identificable, según una antigua y difícilmente
discutible afirmación, con la sexualidad. Por lo tanto, el núcleo de la vida será la
felicidad sexual, y dado que la plena satisfacción sexual es posible, la felicidad es, por
tanto, alcanzable»129.
En cuanto desaparece todo orden ideal ligado al bien y a la verdad, el fin de la existencia se
reduce a la plenitud de las fuerzas vitales. Estas se reducen, a su vez, a la sexualidad, que
permea entonces la realidad entera: lo llena todo, porque se constituye en criterio de felicidad
y se identifica con la plenitud de vida a la que el hombre aspira.
Al mismo tiempo, la pornografía presenta unos ideales irreales que se convertirán en fuente
de frustración, y harán que muchos busquen en el sexo una plenitud que el sexo no puede dar.
129 A. del Noce, El erotismo a la conquista de la sociedad, en AA.VV., La escalada del erotismo, Palabra, Madrid 1972,
47. En el mismo artículo terminaba reconociendo que «la revolución sexual es efectivamente el punto de llegada
del “cientismo”» (70). Una concepción demasiado estrecha de la razón, como la que denunció repetidamente
Benedicto XVI, ha llevado a la animalización de la persona humana.
De ahí la aparición —también en personas casadas— de experiencias cada vez más barrocas y
de placeres sofisticados, que pierden de vista que la plena satisfacción llega justamente por el
valor humano integral que la sexualidad tiene cuando es expresión de amor y de entrega
personal130.
* * *
a) «Conócete a ti mismo»
Como es sabido, esta indicación figuraba en el frontal del templo de Apolo en Delfos, al que
los helenos acudían para conocer la voluntad de los dioses. Constituye, sin duda, la gran
aspiración, y el leitmotiv, del pensamiento occidental: de la literatura, del arte, de la filosofía...
Todas esas expresiones hablan, en occidente, del ser humano, y nos permiten conocernos
mejor. Así pues, se trata de algo que llevamos inscrito en nuestro ADN por el mero hecho de
pertenecer al mundo en que hemos nacido. Nos parece una pregunta natural: del mismo modo
que para conducir un coche viejo necesito saber conducir y conocer los trucos de ese coche en
particular, para conducirme en la vida necesito saber quién es el ser humano, pero también
quién y cómo soy yo.
En la labor de formación —que es siempre también autoformación—, el conocimiento propio
es fundamental132. Nos permite tomar conciencia de la propia libertad, comprender el lugar
respectivo de la inteligencia y los sentimientos, y hacernos cargo, finalmente, de todo lo que
hemos recibido... y de lo que podemos dar. En efecto, no se trata solamente de saber cómo soy
(virtudes y defectos, rasgos de mi carácter, miedos y límites), sino también de cómo quiero ser
y quién estoy llamado a ser. Cada una de estas cuestiones tiene una gran relevancia formativa.
Conocerse como uno es, en primer lugar, para aceptarse, y ganar así un espacio de libertad
interior que servirá de base para todo crecimiento. Saber cómo quiere ser, y fomentar siempre
130 En este sentido se movían las consideraciones de Benedicto XVI en su primera encíclica, que salían al paso
de la conocida crítica, dirigida al cristianismo, de haber «envenenado el deseo»: «Entre el amor y lo divino existe
una cierta relación: el amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de
nuestra existencia cotidiana. Pero, al mismo tiempo, se constata que el camino para lograr esta meta no consiste
simplemente en dejarse dominar por el instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también
la renuncia. Esto no es rechazar el eros ni “envenenarlo”, sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza.
(…)
Ni la carne ni el espíritu aman: es el hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual forman
parte el cuerpo y el alma. Sólo cuando ambos se funden verdaderamente en una unidad, el hombre es plenamente
él mismo. Únicamente de este modo el amor —el eros— puede madurar hasta su verdadera grandeza», Benedicto
XVI, Enc. Deus Caritas Est, 25.12.2005, n. 5.
131 Estas tres dimensiones no agotan la estructura de la persona, como las tres tareas que se proponen no agotan
toda la labor formativa. Para eso habría que desarrollar aspectos aquí apenas esbozados, como la dimensión
corporal, la emotiva, o la dimensión social del ser humano, etc.
132 Cfr. E. Stein, Sobre el concepto de formación, en Obras completas IV – Escritos antropológicos y pedagógicos,
especialmente 187-194.
la capacidad de soñar a lo grande, porque de esos sueños dependen en buena medida el
futuro… y el presente. Descubrir, finalmente, quién está llamado a ser, y abrir los ojos a aquella
conciencia de misión que da sentido a cada vida humana. No siempre aparece con claridad la
respuesta a estas cuestiones; a menudo, hay que esperar a una iluminación del Señor, o a un
«momento de gracia» (que puede ser, por cierto, de lo más ordinario). En todo caso, es tarea
ineludible —y principal— del director espiritual ayudar a quienes acuden a él a responder a
estas preguntas133.
Por otra parte, para ayudar a alguien es fundamental hacerse cargo de lo que le motiva. No
basta saber lo que le pasa, sino que es necesario comprender por qué le pasa, esto es, qué busca,
consciente o inconscientemente, al hacer o consentir tal o cual cosa. Ahí está la clave de la
auténtica empatía, condición indispensable para la dirección espiritual134. Es necesario, pues,
entrar en sintonía con la otra persona, llegar a su corazón y saber lo que le mueve135. Eso se
manifestará a menudo en sus emociones. Por eso, según señala J. Schlatter, en cuestiones
relacionadas con la castidad —y, en particular, con su desorden—, «es especialmente
importante detectar si aparecen las cinco emociones negativas más frecuentes, las cuales
podrían promover una respuesta del corazón en busca de calmar la “sed”»: cansancio, tristeza,
soledad, aburrimiento y enfado136. El problema, como viene dicho, es que, muchas veces, el
propio interesado es incapaz de reconocer en qué estado se encuentra…
En efecto, como fruto del emotivismo y de la superficialidad, nos encontramos a menudo
con un doble obstáculo para el propio conocimiento: la escasa práctica del examen personal y
la carencia de vocabulario para hablar de uno mismo. Eso hace que haya que enseñar muchas
veces a conocerse incluso en un estadio tan elemental como el de identificar y expresar los
propios sentimientos137.
Otra cuestión importante es la de distinguir el ámbito de la pureza del que corresponde en
sentido estricto al corazón. Reducir este último a un problema de pureza o a lo que se suele
llamar «compensaciones», no haría sino distorsionar un elemento fundamental de la
estructura de la persona humana. La libertad encuentra su plenitud en el amor, que es
afirmación de los demás y gozo en su presencia. Descubrir que uno tiene corazón, o que
reacciona ante ciertos estímulos, no tiene nada de extraño o desordenado. De hecho, el corazón
es precisamente el principal sujeto de la formación. Por eso, si intentamos reprimir la
afectividad cada vez que hace aparición en la vida de una persona (especialmente si es joven),
lo único que conseguiremos es torcer su proceso de maduración y cortar las alas que, en
cambio, le podrían permitir volar alto en la vida, entregándose a un ideal que pueda llenarla
plenamente. La afectividad es, en definitiva, expresión de la instancia más profunda del ser
humano138.
El conocimiento propio tiene que ver, en fin, con la realidad que se vive y en la que se vive.
Conocer quién es el hombre, qué diferencia hay entre masculinidad y feminidad, en qué
consiste la amistad o la familia, es importante para vivir a fondo, de modo consciente y libre,
la propia vida. Por eso, parte de la formación buscará que las personas tengan un discurso
variado y a la vez unitario de la realidad personal (libertad, amistad, noviazgo, vida social y
política, contemplación, arte, tiempo, etc.). ¿Cómo se logra eso? De modos muy diversos,
133 No hay que olvidar que el conocimiento propio va de la mano del conocimiento de Cristo, del mismo modo
que el fin último de la vida humana va parejo con la identificación con Cristo.
134 Cfr. Corazón de sacerdote. Acercar el amor de Dios al fondo de las almas, cv sacd 2016, Sesión 3: Una dirección
constituye el centro y de algún modo la integridad de la persona considerada en su totalidad, según el significado
bíblico del término, según se vio con detalle en Corazón de sacerdote. Acercar el amor de Dios al fondo de las almas, cv
sacd 2016, Sesión 2: Donde habita el Amor de Dios.
136 J. Schlatter, Algunas notas a propósito de las dependencias, pro manuscripto.
137 Por supuesto, habrá que acompañar a las almas para que se conozcan también en planos más hondos. Para
esa tarea, puede ser de utilidad un texto que contiene a la vez una especie de guión con algunas indicaciones
(generales algunas, concretas otras) sobre el conocimiento propio: R. Guardini, Cartas sobre la formación de sí mismo
(1930), Palabra, Madrid 2000, 119-122.
138 Es interesante, en este sentido, la conferencia del profesor J.L. Lorda sobre el corazón: Trabajar el corazón,
«Se tiende a creer “que todo incremento del poder constituye sin más un progreso,
un aumento de seguridad, de utilidad, de bienestar, de energía vital, de plenitud de
los valores”, como si la realidad, el bien y la verdad brotaran espontáneamente del
mismo poder tecnológico y económico. El hecho es que “el hombre moderno no está
preparado para utilizar el poder con acierto”, porque el inmenso crecimiento
tecnológico no estuvo acompañado de un desarrollo del ser humano en
responsabilidad, valores, conciencia. Cada época tiende a desarrollar una escasa
autoconciencia de sus propios límites. Por eso es posible que hoy la humanidad no
advierta la seriedad de los desafíos que se presentan, y “la posibilidad de que el
hombre utilice mal el poder crece constantemente” cuando no está “sometido a
norma alguna reguladora de la libertad, sino únicamente a los supuestos imperativos
de la utilidad y de la seguridad”. El ser humano no es plenamente autónomo. Su
139 Habría mucho que decir sobre la afectividad humana, y su relación con la libertad y la inteligencia, aunque
excede los límites de esta exposición. Es interesante el reciente estudio de A. Cruz Prados, Deseo y verificación, Eunsa,
Pamplona 2015, especialmente cap. 2 - «La prioridad del apetito», sobre todo 130-146, y cap. 4 - «El actuar humano:
elección», sobre todo 333-363.
140 Cfr. AA.VV., Castidad-integración, vid. Anexo, passim.
141 E. Mounier, El personalismo (1950), Editorial universitaria de Buenos Aires, Buenos Aires 19707, 39.
libertad se enferma cuando se entrega a las fuerzas ciegas del inconsciente, de las
necesidades inmediatas, del egoísmo, de la violencia. En ese sentido, está desnudo y
expuesto frente a su propio poder, que sigue creciendo, sin tener los elementos para
controlarlo. Puede disponer de mecanismos superficiales, pero podemos sostener que
le falta una ética sólida, una cultura y una espiritualidad que realmente lo limiten y
lo contengan en una lúcida abnegación»142.
Son palabras casi idénticas a las que, pocas semanas antes de ser elegido para la sede
romana, el cardenal Ratzinger utilizó en una conferencia en Subiaco143. Uno y otro conocían
bien las reflexiones publicadas muchos años atrás por R. Guardini, quien estaba convencido
de la absoluta necesidad de recuperar y poner de relieve la importancia de la ética y de la
ascética144.
Como se ve, en este empeño por aumentar la propia fuerza moral y el dominio se sí, es
imprescindible señalar que la auténtica lucha por la libertad nace y se desarrolla desde y en el
interior del ser humano. Si se pierde eso de vista, la formación termina transformándose en
adiestramiento, y las virtudes, en meras destrezas145. En tal caso, una persona puede aprender
a hacer las cosas de una determinada manera —igual que un jugador de golf puede mejorar
su swing—, pero si no es él mismo quien quiere y está convencido de que vale la pena hacerlo,
esa destreza se perderá tan pronto como tenga que obrar por sí mismo, sin nadie que le indique
cómo hacerlo. Desde luego, la destreza es necesaria, puesto que hace posible de modo concreto
el autodominio, pero no es suficiente. Este es un punto esencial en la formación de gente joven,
y que reconocerá cualquiera que haya trabajado en un colegio y haya visto el paso de los
alumnos al mundo universitario o laboral…
142 Papa Francisco, Enc. Laudato si’, 24.5.2015, n. 105. Las citas internas son de R. Guardini, Das Ende der Neuzeit
moral. La fuerza moral no ha crecido junto al desarrollo de la ciencia; más bien ha disminuido, porque la mentalidad
técnica encierra a la moral en el ámbito subjetivo, y por el contrario necesitamos justamente una moral pública, una
moral que sepa responder a las amenazas de se ciernen sobre la existencia de todos nosotros.
El verdadero y más grande peligro de este momento está justamente en este desequilibrio entre las posibilidades
técnicas y la energía moral. La seguridad que necesitamos como presupuesto de nuestra libertad y dignidad no
puede venir de sistemas técnicos de control, sino que sólo puede surgir de la fuerza moral del hombre: allí donde
ésta falte o no sea suficiente, el poder que el hombre tiene se transformará cada vez más en un poder de
destrucción», J. Ratzinger, Europa en la crisis de las culturas, Subiaco, 1.4.2005.
144 «Haremos bien en convencernos de que jamás se ha conseguido nada grande sin ascética (…). La ascética
significa que el hombre se domina a sí mismo. Para ello necesita conocer lo que en su propio interior es injusto, y
atacarlo de manera efectiva. Tiene que ordenar sus instintos físicos y espirituales, lo cual no es posible sin dominarse
a sí mismo. Tiene que educarse, poseyendo libremente lo que tiene y sacrificando lo que vale menos por lo más
elevado. Debe luchar por la libertad y la salud de su interioridad; combatir la maquinaria de la propaganda, la ola
de las sensaciones y el ruido en todas sus formas, que le asedian desde todos los horizontes. Debe educarse para la
distancia, es decir, para la independencia del juicio, para resistir contra aquello que “se” dice. La calle, el tráfico, la
prensa, la radio, el cine, plantean tareas de educación de sí mismo, más aún, de la defensa más elemental de sí
mismo, las cuales muchas veces no son siquiera percibidas, y mucho menos vistas con claridad y realizadas de
manera efectiva. En todas partes el hombre capitula ante los poderes de la barbarie. La ascética significa que el
hombre no capitula, sino que lucha, y que lucha en el lugar decisivo, es decir, contra sí mismo. Que mediante la
disciplina y la superación de sí mismo va creciendo desde dentro, a fin de que la vida se mantenga en el honor que
le pertenece y se haga fecunda, de acuerdo con su sentido», R. Guardini, El poder. Un intento de orientación (1951),
Cristiandad, Madrid 19823, 120-122.
145 Cfr. el escrito de C. Villar, Formación en la virtud de la castidad, pro manuscripto, §§ 2 y 3.
146 Es interesante, en esta línea, la exposición sobre el continente, el virtuoso, el incontinente y el vicioso que se
a) La libertad de elección
Una dimensión de la libertad aparece cuando consideramos la elección. En tal caso, elegir
libremente es hacerlo sin obstáculos ni constricciones de ningún tipo, y la libertad aumenta
147 Esta distinción corresponde a los dos principales actos de la libertad: elección y amor. Al proponerla aquí,
no se sigue ninguna doctrina particular, sino que se parte de varias. Se reconocerán sin duda algunas ideas de Isaiah
Berlin (libertad-de y libertad-para), E. Mounier (libertad de elección y libertad de adhesión), o S. Pinckaers (libertad de
indiferencia y libertad de calidad), entre otros. Para una consideración completa de las dimensiones de la libertad, cfr.
R. Yepes, Fundamentos de Antropología. Un ideal de la excelencia humana, Eunsa, Pamplona 1996, cap. 6 «La libertad»,
157-182.
cuanto mayor es mi capacidad de elegir, esto es, cuantas más opciones tengo, o cuantas menos
se me cierran. Si se tuviera en cuenta solamente —y de modo aislado— este aspecto de la
libertad, la indiferencia se convertiría en un valor que podría llegar a ser absoluto148. En efecto,
llevada al extremo, la libertad de elección exigiría no tomar decisiones que nos aten o nos con-
formen —en una palabra, que nos determinen—, porque eso restaría en adelante capacidad de
elegir.
Ahora bien, ¿es eso posible? Las decisiones más importantes en la vida son precisamente
aquellas que nos determinan, nos dan un rostro, una forma. Por ejemplo, si decido casarme,
me hago marido de alguien (y eso afecta a cómo aparezco ante los demás y a cómo esperan los
demás que me comporte); si tengo un hijo, me convierto en padre; y si habitualmente me
levanto tarde y comienzo a trabajar con retraso, me iré haciendo impuntual y, probablemente,
perezoso. Según sean mis elecciones, mi personalidad y mi identidad se irán definiendo en uno
u otro sentido. Así pues, ¿es posible mantenerse siempre en la indeterminación? Y, en caso de
que lo fuera, ¿es algo realmente deseable? ¿Qué modelo de vida resultaría de eso? Sujetos
egoístas, amorfos, incapaces para el compromiso. ¿Es ese un camino de plenitud personal? ¿Es
realmente atractivo?
148 En realidad, no existe tal indiferencia, por cuanto la voluntad humana es intencional, esto es, se encuentra
siempre dirigida al bien, hasta tal punto que el bien se puede definir como «lo que en el momento de obrar se presenta
como bueno o deseable en sí mismo», A. Rodríguez Luño, Ética General, Eunsa, Pamplona 20106, 183. Con todo, una
parte del pensamiento tardomedieval y moderno cayó en ese extremo, como ha estudiado S. Pinckaers, Las fuentes
de la moral cristiana, Eunsa, Pamplona 20073, cap. 14 «La libertad de indiferencia en el origen de la moral de la
obligación», 387-415.
149 J. Burggraf, La libertad: don y tarea, en La transmisión de la fe en la sociedad postmoderna y otros escritos, Eunsa,
«El Dios real es, por su esencia, un total “Ser-para” (el Padre), “Ser-desde” (el Hijo)
y “Ser-con” (el Espíritu santo). Ahora bien, el hombre es precisamente imagen y
semejanza de Dios porque el “desde”, el “con” y el “para” constituyen la figura
antropológica fundamental. Allá donde alguien trata de liberarse de ella, no se está
moviendo hacia la divinidad, sino hacia la deshumanización, hacia la destrucción del
ser mismo por medio de la destrucción de la verdad»154.
Eso es precisamente lo que sucede cuando pretendemos que el ser humano fundamente en
sí mismo (en sus talentos, en su éxito, en su capacidad de hacer) su valía personal155. Es el ideal
moderno de autosuficiencia o autonomía absoluta, que afecta a la imagen que muchas
personas tienen hoy en día de la libertad: «No se quiere ser ni un ser de dónde, ni un ser
adónde, ni un ser desde ni un ser para, sino que se quiere ser enteramente libre»156,
entendiendo por esto la absoluta indiferencia que hace igualmente absoluta la libertad de
elección. Hemos hablado antes de esto.
Otro modo de proponer el mismo ideal moderno es el de una libertad entendida como «un
estar fundado en sí mismo y en un vivir desde sí mismo, desprovistos de trascendencia»157.
Sin embargo, no podemos olvidar que nadie ha elegido nacer, del mismo modo que no ha
elegido tener tales o cuales características, talentos y defectos. Nacemos, y llegamos a la edad
consciente con una serie de rasgos fisiológicos, de carácter y de educación que podemos
entender como una limitación, una condena, o bien como un regalo que ha sido concebido por
alguien que nos ama tal como somos, nos afirma («¡es bueno que existas… tal como eres!») y
cuenta con nosotros para mejorar el mundo en que vivimos.
Tocamos con esto un punto de central importancia. Cada día es más urgente ayudar a las
almas a sentirse queridas —por sus padres y amigos, por sus hijos, por quienes les ayudan en
su formación… y de modo muy especial por Dios158. Sentirse querido, sentirse afirmado, es el
primer paso para aceptarse a uno mismo y, así, ganar la libertad que consiste en una primera
autoposesión159. Nacen de aquí unas actitudes como el agradecimiento, la conciencia de ser
152 Cuando, en el origen de una persona, existe una relación sexual pero no de amor, eso tiene sus consecuencias
en la formación de su personalidad. Cualquier educador podría dar fe de ello y exponer más de un caso conocido.
153 Como hemos visto en las Sesiones 1-2, en esta frase resumía el filósofo J. Pieper la esencia del amor; cfr. Las
2003, 175.
158 Es significativo, en este sentido, el modo en que el Papa Francisco vuelve una y otra vez sobre la historia de
su vocación, que nace ante el descubrimiento del Amor que Dios le tiene, e insiste en la necesidad de custodiar la
memoria de ese encuentro.
159 Cfr. R. Yepes, Fundamentos de Antropología, op. cit., 159-163; K. Wojtyla, Persona y acción (1969), Palabra,
Madrid 2014, 100, 167-171; R. Guardini, La aceptación de sí mismo (1960), Guadarrama, Madrid 1962.
amados —y llamados— por Dios, y un sano realismo que están en la base de toda vida
cristiana. Por otra parte, solo desde esta perspectiva lograremos entender la unidad entre sexo
y amor como un don, y precisamente un don fundamental.
160 De igual modo, es significativo el objeto al que se dirigen la excitación y el deseo sexuales, lo que se podría
denominar su intencionalidad. Se ha difundido la idea —que R. Scruton cataloga como el primero de los «mitos» que
describe— de que «el deseo sexual es el deseo de un tipo particular de placer, localizado en los órganos sexuales»
y que «la otra persona es un estímulo del deseo, pero no objeto del mismo» (176). Sin embargo, lo cierto es que la
excitación y el deseo sexuales se dirigen de una persona libre hacia otra (cfr. 188). Scruton lo explica con un ejemplo
ilustrativo: «Al describir el deseo sexual, estamos explicando el deseo de John por Mary, o el de Jane por Bill. (…)
De ello se deduce que, en las relaciones personales en las que el propio yo y el otro se relacionan como sujeto y
objeto, cada uno ve al otro como único, sin sustituto, lo cual tiene un impacto inmediato sobre el deseo sexual. Al
John frustrado en su deseo por Mary no puede ofrecérsele a Jane como sustituta. Alguien que dice “Puedes
intentarlo con Jane; lo hará igual de bien” no comprende qué quiere John cuando desea a Mary», R. Scruton, El abuso
del sexo, op.cit., 186-187. Con esto cae por tierra aquel «mito» y es posible proponer una visión más profunda de la
sexualidad.
161 Esta distinción está tomada de P-H. Grosjean, Amar, pero ahora en serio, Rialp, Madrid 2015, 27-37.
muy especialmente con los padres, que siguen siendo quienes mejor pueden explicar estas
cuestiones a sus hijos.
En todo caso, debería presentarse la materia en toda su riqueza, mostrando su carácter
positivo y proponiendo modos de cuidar ese don para llevarlo a plenitud y procurar que crezca
a lo largo de los años. No basta señalar lo que es o deja de ser pecado, sino que es necesario
mostrar —y esto, continuamente, también en la dirección espiritual— caminos para vivir un
noviazgo rico y enriquecedor, en que pueda darse a conocer la propia personalidad y sea
posible también conocer la del otro, en toda su hondura y riqueza. Sobre esto, hay siempre
mucho que decir. Por otra parte, a medida que se acerca el momento del matrimonio, habrá
que asegurarse de que los novios reciban también formación sobre los modos de cuidar el
amor en la vida conyugal. Y, más adelante, habrá que prevenir y enseñar a superar las distintas
situaciones que pueden presentarse en ella con el pasar del tiempo162.
En esta perspectiva, los pecados contra el sexto y el noveno mandamiento aparecen como
ofensas al don fundamental de la unidad entre sexo y amor y, por eso, como ofensas a Aquel que
nos ofreció ese don y a aquel o aquella a quien nosotros lo hemos entregado. Así, se ponen de
relieve el bien (que se lesiona) y las personas (a las que se traiciona), y no tanto la culpa o el
castigo (que conlleva la ofensa o la desobediencia a una ley). En este marco, el dominio de sí
adquiere todo su sentido, pues se presenta en vistas al don de sí, esto es, como una opción
tomada para amar163. Así, por ejemplo, en la excitación que sigue a la pornografía o a la
imaginación desordenada, la sexualidad no sirve para expresar ningún tipo de amor. Lo
mismo se puede decir de la masturbación: habrá que ver en cada caso si es un desahogo, o una
compensación, o sencillamente un juego aprendido de niño… pero siempre es una vía por la
que se devalúa el valor expresivo de la sexualidad humana. Por su parte, el beso podrá ser
más o menos verdadero, según sea la hondura personal de la relación. En el caso de los abrazos
sensuales, y en las relaciones prematrimoniales, incluso reconociendo que pueda haber en ellas
sinceridad (en el sentido que se le ha dado antes, en cuanto se considera que son
manifestaciones que nacen de un cariño mutuo), faltaría en todo caso la verdad que les da
plenitud. Se trata, en definitiva, de actos en mayor o menor medida falsos (dependerá del grado
de compromiso que haya entre las personas), y en ese sentido poco atractivos para quienes
quieren amar en esta vida con toda el alma. Lo mismo cabría decir de las relaciones dentro del
matrimonio, que exigen redescubrir la riqueza del propio cónyuge y buscar, en las expresiones
de afecto, un modo de entrega personal lleno a la vez de respeto y de amor.
162 Tal vez no corresponda al sacerdote dar directamente esa formación, pero sí conviene que se preocupe de
que la reciban.
163 Así es como la presentaba siempre san Josemaría: «Por vocación divina, unos habrán de vivir esa pureza en
el matrimonio; otros, renunciando a los amores humanos, para corresponder única y apasionadamente al amor de
Dios. Ni unos ni otros esclavos de la sensualidad, sino señores del propio cuerpo y del propio corazón, para poder
darlos sacrificadamente a otros», Es Cristo que pasa, n. 5.
164 Por ejemplo, la sesión Amor sin remordimiento, disponible online en
https://www.youtube.com/watch?v=In2ZccckIy4
165 Existen causas de canonización de parejas de cónyuges, e historias de personas que han vivido una vida
santa que ha comenzado por el hogar en que han crecido. Puede ser útil conocer —y dar a conocer—, por ejemplo,
las vidas de Paquita Domínguez y Tomás Alvira, de Laura Busca y Eduardo Ortiz de Landázuri o de Manuel y
Manolita, los padres de Montse Grases.
Es muy conveniente darlos a conocer, pues muestran no sólo el atractivo de una vida que ha
aprendido a cuidar ese don, sino también que es posible hacerlo, y que es camino de plenitud y
de felicidad.
De igual modo, resulta muy enriquecedor introducir a los jóvenes (y menos jóvenes) en las
grandes obras de la literatura, el cine o el arte: en ellas aprende el hombre a conocer lo humano,
a conocerse a sí mismo y a gozarse en lo bueno. Eso contribuye a lograr dos objetivos
fundamentales de toda la labor formativa. Por una parte, el poner nombre a cada cosa, del que
hemos hablado antes. Una buena novela puede ayudar a comprender ciertos sentimientos o
rasgos del carácter (la soberbia en Orgullo y prejuicio, la culpa y el valor sanador del amor en
Crimen y castigo); a profundizar en realidades como la amistad, la familia, el noviazgo, el
matrimonio e incluso la muerte de un ser querido (como en Una pena en observación); a
descubrir que lo que nos parecía vergonzoso en realidad forma parte de lo humano (la
necesidad de perdonarse, por ejemplo, en El idiota).
Además, al fomentar el gusto por el arte (acudiendo a una exposición, visitando
monumentos o ciudades, asistiendo a una audición de música o a una proyección
cinematográfica) se desarrolla la capacidad de mirar, de ver en profundidad, de comprender la
realidad en toda su riqueza expresiva. Todos ellos son elementos fundamentales —
fundamento— de la contemplación a la que estamos llamados todos los cristianos, y a la que
quisiéramos introducir a cuantos se acercan a nosotros. Por supuesto, habrá que acompañar a
las personas, y contar con buenos maestros, de modo que esas actividades alcancen realmente
su objetivo. Todos tenemos experiencia de que no basta asistir a una exposición para que nos
diga algo… y mucho menos cuando uno no está habituado a hacerlo. Sin embargo, sabemos
también cuánto nos enriquece (en ideas, en la actitud y en el modo de mirar la realidad)
acercarnos al arte y a la belleza166.
Lo que se ha dicho sobre la belleza del arte vale igualmente para la belleza natural. Acercar
a los chicos y a las familias a esos ámbitos suele permitirles una visión más calmada, más
serena y más rica del mundo en el que viven. Permite comprender mejor los ritmos de la vida
y el valor de la espera (que las cosas no suceden cuando yo quiero, sino cuando llega su
momento), así como la importancia del silencio y de la atención. Todo esto, lógicamente, les
ayudará en su vida de oración.
El arte —el arte bello o preocupado por transmitir belleza— es, en fin, un medio exquisito
para que una persona se familiarice con el cuerpo humano. En efecto, sabe mostrar su belleza,
de tal modo que quien lo contempla pueda afirmarlo —«¡qué maravilla!, ¡qué bueno que
exista!»—, en lugar de desear simplemente usarlo. En una obra de arte, la persona se expresa a
través del cuerpo, de modo que este se presenta en toda su riqueza.
166 Un profesor de Bachillerato proponía a sus alumnos un experimento. Primero, pasar una tarde escuchando
música máquina con un volumen alto. Hacer los deberes, o las actividades acostumbradas, con esa música, y, al
terminar, acudir a la cena. En segundo lugar, al día siguiente, tenían que hacer lo mismo, pero esta vez escuchando
alguna pieza de música instrumental (o «clásica») y en un volumen moderado. Al final de cada uno de los dos días,
los alumnos debían hacerse dos preguntas: «¿Cómo te sientes?», y, por otra parte, «¿Cómo has tratado a los que
estaban cenando contigo?».
intención se caería en una teoría muy bonita (y que uno no sabe muy bien qué tiene que ver
con lo que vive a diario), y, en el de la elección, en el adiestramiento del que se ha hablado más
arriba. Para no caer en estos extremos, se propone a continuación una visión sintética de
algunas etapas en la formación de la castidad. Aunque la perspectiva que se toma es genética,
y obedece a los pasos que debería seguir la educación en la virtud, ofrece elementos
interesantes para la formación que se da a personas que han llegado ya a la juventud o a la
edad adulta167.
«No todo está perdido, porque los seres humanos, capaces de degradarse hasta el
extremo, también pueden sobreponerse, volver a optar por el bien y regenerarse, más
allá de todos los condicionamientos mentales y sociales que les impongan. Son
167 Las ideas que se exponen a continuación están tomadas, con ligeras correcciones, del breve escrito de J.M.
Martín Quemada, Pedagogía de la castidad, pro manuscripto, y, sobre todo, de S. Pinckaers, Las fuentes de la moral
cristiana, op.cit., cap. 15 «La libertad de calidad», 417-444. Puede resultar interesante repasar el guion que se entregó
en la cv sacd 2015 – Sesión 3: Pedagogía de la virtud, pedagogía de la fidelidad.
168 S. Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, op.cit., 418.
169 A propósito del ejemplo de hablar una lengua, apunta un detalle que puede servir para hablar de la libertad:
«Aquí se manifiesta de nuevo una forma de libertad muy diferente de la elección entre cosas contrarias que nos
permite disponer a nuestro modo las palabras en la frase. Es, sin duda, una libertad sometida a la constricción de
unas reglas, pero es mucho más efectiva y se apoya sobre esas mismas reglas para desplegarse. No se confunde con
la libertad de convertir faltas, implicada por la elección de cosas contrarias, sino que reside más bien en el poder de
evitarlas sin incluso tener que proponérselo. Es propiamente una libertad de calidad, ya que nos hace comprender
y hablar a la perfección», S. Pinckaers, Las fuentes de la moral, op.cit., 419.
170 Ibíd., 421 y 422, respectivamente.
171 Para profundizar en la naturaleza de estas virtudes, cfr. J. Brage, El equilibrio interior. Placer y deseo a la luz de
176 Más adelante se volverá sobre la importancia de fomentar los proyectos de vida y de mantenerlos vivos con
especialmente la Sesión 3: Una dirección espiritual que se asoma a la hondura del alma.
y profundización personal en la oración, para acertar en el mejor modo de acoger y acompañar
a cada alma.
b) Facilitar la sinceridad
En segundo lugar, conviene facilitar siempre la sinceridad a las almas. Eso resulta muy sencillo
cuando se conoce bien a alguien, por el clima de confianza que se ha creado, y porque uno se
hace cargo del nivel de formación que tiene, de su contexto vital y de los posibles
desequilibrios que puede sufrir (no hay que olvidar que una consecuencia del pecado original
es el desajuste interior en la persona, que se ve ordinariamente de modo más claro en los
adultos). En cualquier caso, siempre se ha de hablar con suma delicadeza, para no dar la más
remota impresión de que en algún momento se puede llegar a producir una invasión en su
intimidad.
Por la edad que tiene, o por el contexto del que proviene (personas a las que los moralistas
clásicos llamaban rudos), tal vez alguien no sepa que ha de determinar en la confesión la
especie y el número de sus pecados y, por tanto, le podría extrañar que el sacerdote se lo
pregunte cuando lo omite. Por otra parte, en cuestiones relacionadas con la castidad, hay que
ser muy delicados y prudentes, especialmente con gente joven y con mujeres, sin querer
descender a detalles, pues podría hacer demasiado gravoso el sacramento180. Mejor pasarse de
prudentes, mientras se está conociendo a una persona. Quizá, al terminar, se puede preguntar
si quiere añadir algo más, etc. Eso nos servirá también para ir conociendo la formación que ha
recibido181.
180 Si en ciertos ambientes se considera una de las más recurrentes materias de pecado, en muchos otros ni
pecados es moralmente imposible, cfr. A. Royo Marín, Teología moral para seglares, vol. 2, § 211, concl. 2, B.A.C.,
Madrid 1965, 311; S. Alfonso M. de Ligorio, La práctica del confesor, cap. «Oficios del confesor», § 20, Perpetuo
Socorro, Madrid 1952, 87-88; Papa Francisco, Discurso a los Misioneros de la Misericordia, 9.2.2016.
pecados relacionados con la castidad, quizá se podrá abordar la cuestión desde una
consideración amplia, pasando por esa virtud entre otras que también se revisan, de modo que
sea posible ir aterrizando poco a poco en consideraciones más concretas. Como la castidad no
es una virtud aislada, sino que crece en consonancia con el conjunto de la persona, tarde o
temprano se podrá tratar sin que hacerlo resulte hiriente o poco delicado —probablemente
será la misma persona quien lo haga.
En ocasiones, después de un tiempo de trato, habrá que preguntar a quien viene a vernos
si tal o cual comportamiento (del que quizá todavía no se ha hablado) le parece bueno o malo,
y por qué. De nuevo, procurando no escandalizarse o poner mala cara en ningún caso. Hay
que tener en cuenta que las imágenes que ve actualmente un niño a los diez años son más
agresivas, a veces, que las que podía mirar un adulto hace medio siglo. Y un adolescente puede
recibir en el móvil, por canales distintos y en una cantidad elevada, imágenes y vídeos
netamente pornográficos que, queriendo o no, hacen que su sensibilidad ante la gravedad de
la materia (y quizá también su responsabilidad) disminuya notablemente. Habrá que ir
recuperando ese terreno poco a poco, procurando que su alma se haga más delicada en todos
los aspectos.
182 Corazón de sacerdote. Acercar el amor de Dios al fondo de las almas, cv sacd 2016, Sesión 3: Una dirección espiritual
Como es sabido, sería un grave error confundir la dirección espiritual con una terapia
psicológica. Y ciertamente muchas de las circunstancias que se acaban de señalar requieren la
intervención de un especialista. Sin embargo, sería igualmente grave pasarlas por alto o pensar
que, al moverse en un ámbito que corresponde al terapeuta, no competen en absoluto al
sacerdote. Aunque no sea este quien pueda resolver las problemáticas subyacentes, es
necesario que las conozca y las tenga presentes para comprender la situación en su conjunto y
poder ayudar a esa persona.
En efecto, a menudo las almas logran crecer en la virtud de la castidad cuando consiguen
recomponer su equilibrio y su armonía interior. Muchos pecados de pureza tienen que ver, en
realidad, con cuestiones ligadas a la autoestima o al disgusto con uno mismo. Por eso, en
muchas ocasiones, el mejor modo de encararlos es procurar que la persona crezca en otros
aspectos.
183 Papa Francisco, Discurso en la ceremonia de acogida de los jóvenes en la Jornada Mundial de la Juventud, 28.7.2016.
184 San Josemaría, Conversaciones, n. 88.
185 Papa Francisco, Homilía en la Santa Misa para la Jornada Mundial de la Juventud, 31.7.2016.
186 Sobre estos puntos se ha tratado ya en las primeras sesiones, vid. supra.
f) Afrontar directamente la lucha por vivir la castidad
La lucha por vivir la santa pureza se puede encarar también directamente, y conviene
hacerlo en algunos momentos. Por ejemplo, en algunos periodos de la adolescencia, cuando
se experimenta el despertar de la sexualidad y no se ha aprendido aún a integrarla en la propia
vida187. En estos casos, lo mejor es poner metas accesibles, que muchas veces no serán absolutas
(«no caer nunca más»), pero sí inmediatas. Se trata de plantear y, con la gracia de Dios, lograr
metas graduales, sin que eso signifique renunciar a una victoria definitiva. Más bien, lo que se
consigue es avanzar dando pequeños pasos y consolidar —también humanamente— la
esperanza.
Por otra parte, a medida que crece la confianza con un alma y se conocen mejor sus luchas
y sus circunstancias, puede ser conveniente preguntar por las caídas de las que se confiesa.
Interesa, en primer lugar, conocer la frecuencia y naturaleza de las caídas, para saber hasta
qué punto se trata de un hábito adquirido. En este contexto, si fuera el caso puede ser relevante
saber qué tipo de pornografía se consulta. No es lo mismo que sea homosexual o heterosexual,
light o hard, infantil o sadomasoquista. No se trata de dar ideas —lo cual sería un grave error,
especialmente con gente joven—, sino de conocer delicadamente el nivel al que se encuentra
la lucha de esa persona. Además, «no es por morbosidad, sino porque a veces lo que buscan
en la red es un reflejo de una carencia profunda que tienen. Y en este ámbito, cuanto antes se
empiece a curar, más fácil es que se alcance la sanación»188. Cuando se trata de menores, habrá
que extremar el cuidado en el modo de preguntar, haciendo que sea él, en todo caso, quien
cuente lo que quiera con plena voluntariedad.
De igual modo, es útil conocer desde cuándo tiene un determinado hábito. En ocasiones,
los desórdenes en el campo de la castidad proceden de ciertas costumbres adquiridas —a veces
por juego— en la infancia. Otras veces, se han tenido experiencias prematuras, sea por juego,
sea por violencia, que suelen dejar una marca en el corazón que es necesario conocer, para (en
lo posible) curar. En algunos casos será preciso acudir a un especialista.
A propósito de esto último, en el caso de los menores, es bueno tener presente la siguiente
indicación:
187 Sobre la pastoral con adolescentes, conviene consultar los documentos que se entregan como Anexo. Esta
sección está basada, en gran medida, en el escrito de C. Villar que ahí se presenta. Se encuentran también
indicaciones muy pertinentes, por ejemplo, en A. Fernández, Teología Moral, vol. 2 – Moral de la persona y de la familia,
Ediciones Aldecoa, Burgos 19962, 508-513.
188 C. Villar, Algunas ideas sobre la pastoral con adolescentes (12-16 años), vid. Anexo.
189 Ibíd.
tendrá otros ámbitos en que mejorar —que a veces, incluso, estarán en la base del problema.
En todo caso, es muy útil acompañar ese combate de «resistencia» con otras luchas positivas,
de «crecimiento», que ayudarán, además, a consolidar la esperanza.
- La pereza
Entre los adolescentes, el mal más endémico es la pereza. Una lucha positiva en ese campo
les puede ayudar a abrir su vida a proyectos que les llenen de entusiasmo y canalicen sus
fuerzas juveniles. Se les puede mostrar, por ejemplo, que la pereza es el peor enemigo de sus
sueños. ¡Cuántas veces un joven —una joven— llega a casa con los mejores propósitos de
empezar a estudiar en serio, de ser un apoyo para sus padres… y, en el momento de ponerlos
por obra, se ve aplastado por la pereza! Ellos mismos se dan cuenta, pero, tal vez, no logran
identificar hasta qué punto está destrozando sus sueños —en cierto sentido, lo más valioso que
tienen.
Luchar contra la pereza, en positivo, es despertar todo el potencial de bien que late en el
corazón de una persona joven. Y eso tiene mucho que ver, por otra parte, con su relación
personal con Dios. Así es como el Papa Francisco se dirigía a los jóvenes en Cracovia:
190 Papa Francisco, Vigilia de oración con los jóvenes en la Jornada Mundial de la Juventud, 30.7.2016
191 Hablando del compromiso matrimonial, el Papa Francisco señalaba: «Necesitamos encontrar las palabras,
las motivaciones y los testimonios que nos ayuden a tocar las fibras más íntimas de los jóvenes, allí donde son más
capaces de generosidad, de compromiso, de amor e incluso de heroísmo», Ex.Ap. Amoris Laetitia, 19.3.2016, n. 40.
192 C. Villar, Algunas ideas sobre la pastoral con adolescentes (12-16 años), vid. Anexo.
fomentar aficiones, animarles (o acompañarles) a hacer excursiones, hacer visitas
interesantes… (¡cuánto puede ayudar en eso la labor de san Rafael y la que le precede en los
clubes juveniles!). Quizá sea bueno sugerirles también que hagan actividades de voluntariado
con su grupo de amigos y amigas: es mucho lo que ellos aprenden de ellas al verlas tratar con
delicadeza a un enfermo o a una persona necesitada —además de todo el bien que sale a la luz
en ellos y en ellas cuando se dedican con continuidad a actividades de ese género.
193 Puede servir la selección de textos Amor humano y vida cristiana. Textos sobre el amor en el noviazgo y el
matrimonio, Oficina de información del Opus Dei 2016, disponible en www.opusdei.es
194 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 25.
195 Quizá en esta línea de respeto se comprenda mejor la sumisión que el Apóstol pide a las mujeres (cfr. Ef 5,1-
2.21-33).
enseñanza, resumiendo las actitudes necesarias para la vida familiar en tres palabras:
«permiso, gracias, perdón»196.
- Por último, la trascendencia, esto es, la presencia de Dios en la vida matrimonial.
Aunque cada uno de los esposos pueda recibir formación cristiana en lugares distintos,
o sea diversa la manera de vivir la propia (o incluso una distinta) fe, es importante que
el elemento trascendente tenga sitio en el hogar. En cada caso será de una manera
propia, pero en todos ellos es importante que lo tenga. En ocasiones, el sacerdote tendrá
que despertar de nuevo el interés de uno de los cónyuges por la vida espiritual del otro;
otras veces serán circunstancias o cuestiones particulares, como por ejemplo la actitud
ante la posible vocación de los hijos a una vida de entrega, las que hagan aflorar esa
dimensión en la familia. En todo caso, se trata de algo central de la vida matrimonial,
y conviene que las personas que se dirigen a nosotros lo vean así y lo mantengan en su
vida cotidiana.
196 Una exposición breve se encuentra en las palabras que dirigió a un grupo de jóvenes que se habían reunido
en Cracovia ante la ventana del arzobispado: «A veces me preguntan cómo hacer para que la familia vaya siempre
adelante y supere las dificultades. Yo les sugiero que practiquen siempre tres palabras, tres palabras que expresan
tres actitudes. Tres palabras que los pueden ayudar a vivir la vida de matrimonio, porque en la vida de matrimonio
hay dificultades: el matrimonio es algo tan lindo, tan hermoso, que tenemos que cuidarlo, porque es para siempre.
Y las tres palabras son “permiso, gracias, perdón”. Permiso. Permiso: siempre preguntar al cónyuge (la mujer al
marido, el marido a la mujer) “¿qué te parece? ¿te parece que hagamos esto?”. Nunca atropellar. Permiso.
La segunda palabra: ser agradecidos. Cuántas veces el marido le tiene que decir a la mujer “gracias”. Y cuántas
veces la esposa le tiene que decir al marido “gracias”. Agradecerse mutuamente. Porque el sacramento del
matrimonio se lo confieren los esposos, el uno al otro. Y esta relación sacramental se mantiene con este sentimiento
de gratitud. “Gracias”.
Y la tercera palabra es “perdón”, que es una palabra muy difícil de pronunciar. En el matrimonio, siempre —o
el marido o la mujer— siempre tienen alguna equivocación. Saber reconocerla y pedir disculpas, pedir perdón, hace
mucho bien. Hay jóvenes familias, recién casados, muchos de ustedes están recién casados, otros están por casarse.
Recuerden estas tres palabras, que ayudarán tanto a la vida matrimonial: permiso, gracias, perdón», Saludo del Santo
Padre Francisco, 28.7.2016.
197 San Josemaría, Amigos de Dios, n. 183.
arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a
los de la tierra» (Col 3,1-2). Pase lo que pase, podemos mirar arriba. Pase lo que pase, podemos
volver a rezar, podemos dirigirnos a Dios. ¿Nos da vergüenza?, ¿nos provoca temor? Es señal
de que no le conocemos realmente. La dirección espiritual consiste, en gran medida, en poner
a las almas frente al Amor de Dios, en llevarlas a Él, en ayudarlas a que le busquen, le
encuentren, le traten, le amen —o por lo menos a que lo intenten siempre de nuevo198.
BIBLIOGRAFÍA
E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, vol. 2, 451-
459
A. Sarmiento, voz Castidad en Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, 214-219
Anexo
San Juan Pablo II, Hombre y mujer los creó. El amor humano en el plano divino, Cristiandad,
Madrid 2000
AA.VV., Amor humano y vida cristiana. Textos sobre el amor en el noviazgo y el matrimonio,
Oficina de información del Opus Dei 2016, disponible en www.opusdei.es
(http://opusdei.es/es-es/article/libro-electronico-amor-humano-y-vida-cristiana/)
C.A. Anderson, J. Granados, Llamados al amor. Teología del cuerpo en Juan Pablo II, Monte
Carmelo, Burgos 20122
M.B. Bonacci, Tus preguntas y las respuestas sobre amor y sexo, Palabra, Madrid 2013
J. Brage, El equilibrio interior. Placer y deseo a la luz de la templanza, Rialp, Madrid 2016.
Contiene, al final, una interesante bibliografía comentada.
C. Chiclana, Atrapados en el sexo. Cómo liberarse del amargo placer de la hipersexualidad,
Almuzara, Córdoba 2014
G. Derville, Amor y desamor. La pureza liberadora, Rialp, Madrid 2015
Los textos que se presentan a modo de Anexo no están completos ni presentan un desarrollo
acabado de las cuestiones que afrontan. Más bien, se trata de algunas notas de trabajo,
sugerencias o experiencias que pueden enriquecer la reflexión sobre los temas que se han
tratado por extenso en las Sesiones.
PEDAGOGÍA DE LA VIRTUD,
PEDAGOGÍA DE LA FIDELIDAD
AA.VV.
Objetivo
Se busca presentar algunos aspectos de la moral de las virtudes, para destacar sobre todo
cómo hacer operativo su aprendizaje. Para ello, se recuerda cómo se adquieren y se mejoran
las virtudes morales. Se trata de ayudar a entender que obrar bien no consiste sólo en hacer
algo bueno, sino en hacerlo de tal manera que esa acción configure el carácter (el ethos) de la
persona, su modo de ser; ayudar, por tanto, a pasar de una ética del deber (qué hay que hacer)
a una ética de las virtudes (qué clase de persona se quiere ser). Punto fundamental será
comprender que educar en la virtud consiste en educar el gusto por la misma bondad de sus
actos: lograr una cierta connaturalidad con el bien. Si no se da un mínimo de deleite en el
aprendizaje, no es posible perseverar hasta adquirir la virtud.
Ideas de detalle
Las virtudes morales son hábitos que perfeccionan la capacidad de apetecer. La formación
moral atañe principalmente a la voluntad, de modo que la voluntad buena es la que hace a la
persona simplemente buena. Además, quien es bueno ha de tener un dominio habitual sobre
sus pasiones. Voluntad y apetitos sensibles tienen la aptitud para obedecer a la razón: este es
el fundamento que posibilita la adquisición de las virtudes. Por tanto, la formación moral
consiste, principalmente, en conseguir que la voluntad y los apetitos sensibles se identifiquen
con sus respectivas tendencias al bien.
2. ¿Cuáles son los actos que ha de llevar a cabo la persona, sea o no ayudada desde fuera
por un educador, para adquirir las virtudes morales? La inclinación al bien, que se da en las
facultades apetitivas, ha de concretarse en actos singulares conformes al bien, o recto orden
moral. Esa repetición no es una pura rutina, porque no todos los actos son convenientes para
engendrar las virtudes, sino sólo los que son fruto de la afirmación de la propia libertad (que
se compromete a seguir la recta razón práctica).
3. En el nivel genético, el sujeto del actuar no es todavía bueno, aunque realice actos buenos.
Se puede decir que está como en un proceso de conversión. Se asemeja al tipo que Aristóteles
llama “continente”. Aunque las acciones del virtuoso y del continente sean semejantes
materialmente, se diferencian en el modo de ser llevadas a cabo: el continente, realiza el bien
sin complacencia, costosamente, pues en cierta medida obra contra su inclinación, contra su
modo de ser; hay una cuasi violencia en el obrar recto del continente. Actúa por puro deber,
sin la espontaneidad del virtuoso.
4. El valor moral de la acción estriba en su ordenación a la perfección del agente, a que éste
sea bueno en términos absolutos, pues en eso consiste el bien moral en sí mismo. Por esto,
cualquier ayuda para adquirir la virtud será siempre externa e instrumental o medial. Son
medios directos los que favorecen la adquisición de la virtud, como la enseñanza del maestro
y el ejemplo. Se pueden llamar, en cambio, medios indirectos los que se oponen a las
dificultades para lograr la virtud, como los castigos que impone el incumplimiento de la ley.
b) Entre los medios indirectos, podemos incluir también la ley o el deber. Pues la ley
(lo que debe ser cumplido porque ha sido preceptuado) encuentra su significado en
orden a la virtud. Comenzamos por acatar la ley para llegar a ser virtuosos. La ley
tiene un valor instrumental respecto a la virtud. Si obráramos únicamente por
respeto a la ley (Kant) haríamos materialmente algo bueno, pero insuficiente para
determinar la moralidad de la acción, que radica fundamentalmente en cómo se
actúa rectamente (según la ley o según virtud). Obrar según la ley se correspondería
con obrar lo virtuoso, lo que es propio de la virtud; es un obrar moralmente bueno
pero imperfecto (es una acción que contribuye a la generación de un carácter
virtuoso). Obrar, en cambio, virtuosamente es hacerlo por virtud: de modo agradable,
fácil y prontamente; no sólo se obra rectamente, sino sobre todo con deleite, con
gusto, por una cierta connaturalidad, por inclinación.
7. Por tanto, actuar bien no consiste sólo en hacer algo bueno, sino en hacerlo de tal manera
que esa acción configure el carácter (el ethos) de la persona, su modo de ser. Se trata de ayudar
a las personas para que reflexionen sobre cómo –qué clase de hombre– quieren ser. El obrar
humano consiste sobre todo en la autoconfiguración de la persona, pues elegir es también un
elegirse. Es preciso insistir en que el valor moral de las acciones no estriba en su legalidad
(observancia de la ley), sino en su capacidad para perfeccionar el carácter de la persona. La ley
tiene sentido en referencia a la adquisición de una vida lograda.
Educar la virtud consiste en educar el gusto por la misma bondad de sus actos.
(En este apartado, conviene [1] hacer hincapié en la belleza de la virtud, aunque sea arduo
el conseguirla; y [2] en la felicidad que eso comporta.)
8. La virtud es una excelencia práctica que adquirimos por repetición de actos, a través del
ejercicio de la actividad cuya excelencia buscamos. Aprendemos a hacer algo bien, haciéndolo
bien; por eso se necesitan buenos maestros que dirijan competentemente el aprendizaje. Pero,
además, conforme se gana en experiencia –conocimiento práctico– de los actos realizados, se
apetecen más; a medida que se realizan mejor, se alcanza más deleite con ellos, se va educando
el gusto por ellos.
9. Para lograr la virtud es preciso tener experiencia de los actos sobre los que versa esa
virtud, y tener la experiencia de la bondad de esos actos, es decir, la experiencia del gozo que
producen. De modo que cuanto más perfecta es la realización de los actos (su virtuosismo), más
pleno es el deleite que producen en el agente (lo que revierte, a su vez, en la adquisición de la
competencia en dicha actividad). El gozo mueve a la pericia, y la pericia intensifica el gozo.
Apetito (deseo) de la acción buena y competencia práctica se retroalimentan virtuosamente.
10. Y en esto consiste la felicidad: en la actividad que es deseable por sí misma (que es fin
en sí misma), en la que el agente perfecto (virtuoso) se deleita perfectamente en la acción
perfecta. O, de otra manera: el virtuoso apetece con necesidad moral la acción propia de él, en
vistas al bien práctico que le corresponde según virtud. La felicidad es de la acción perfecta
porque esta constituye el máximo gozo. Perfección y delectación se dan simultáneamente en
el acto, y en eso radica la felicidad. Por tanto, decir que la virtud se ordena a la acción perfecta
es lo mismo que decir que la virtud se ordena a la felicidad. Somos virtuosos para ser felices.
11. Insistir en el obrar por obligación, que requiere esfuerzo y que contraría, como si se
tratara del perfecto obrar moral, impide la auténtica moralización, y puede llevar a la
frustración del empeño moral. Si no hay un mínimo de deleite en el aprendizaje no es posible
perseverar hasta adquirir la virtud. Actuar puramente por deber implica la presencia de una
inclinación que dirige al sujeto en otro sentido: es preciso, entonces, corregir esa inclinación
del agente, hasta hacer deleitable la acción recta. La ley ha de dar paso a la virtud. Al mismo
tiempo, cabe decir que la virtud consiste en el perfecto cumplimiento del deber; no del deber
por el deber, sino del deber que se identifica con el bien del agente –con su interés–.
13. Además, nos ha dejado unos modos para recorrer el camino del Opus Dei —
hacernos Opus Dei—, pues no basta con querer ser buenos, sino que hay que aprender a ser
buenos (discite benefacere: Is 1,17). Esos modos son las Normas y las Costumbres, y los otros
medios de formación, individuales y colectivos. Respecto a la educación del carácter (del ethos
o formación moral) son siempre instrumentos o medios, como se dijo más arriba: lugares de
encuentro con Jesús. San Josemaría pensó en esos medios para que fueran sobrenaturalmente
eficaces en las tres obras, de san Miguel, san Gabriel y san Rafael. Y él mismo, cuando no los
impartía, asistía a ellos.
14. Y nos ha enseñado que, en esta tierra, el premio por obrar el bien es la alegría que
produce la acción virtuosa: “entra en el gozo de tu señor” (Mt 25,23). Ese gozo es el del Señor,
que a su vez se alegra por la realización del bien: el gozo del hombre al actuar virtuosamente
se identifica con el gozo de Dios que mira complacido la obra buena, y que produce la unión
con Él. Una alegría –la humana– que es por tanto la reverberación, el esplendor de la misma
virtud que se pone en acto.
Bibliografía
– San Josemaría, “Virtudes humanas” en Amigos de Dios, Rialp, Madrid 198814, nn. 73-93.
– Antonio Millán-Puelles, La formación de la personalidad humana, Rialp, Madrid 19897, III
parte, cap. 3 “La formación moral”, pp. 161-213.
– Alfredo Cruz Prados, Ethos y Polis, Eunsa, Pamplona 20062, cap. 3 “De la ‘ética de la
virtud’ a la ética política”, pp. 145-190, especialmente, pp. 147-171.
– Víctor García-Hoz, Sobre la pedagogía de la lucha ascética en “Camino”, en José Morales
(coord.), Estudios sobre “Camino”, Rialp, Madrid 1988.
– Víctor García-Hoz, Pedagogía de la lucha ascética, Rialp, Madrid 1963.
CASTIDAD E INTEGRACIÓN
AA.VV.
El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia
plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás (Conc. Vat. II, Cons. Dogm. Gaudium et
spes, 24). En ese horizonte de la capacidad de entregar una vida por amor, se inscriben los
párrafos que siguen sobre la virtud de la santa pureza. Esa cualidad que nos dispone incluso
para ver a Dios, como ha escrito Benedicto XVI, comentando la Bienaventuranza “dichosos los
limpios de corazón, porque verán a Dios”: “A Dios se le ve con el corazón: la simple razón no basta.
Para que el hombre sea capaz de percibir a Dios han de estar en armonía todas las fuerzas de su
existencia. La voluntad debe ser pura y, ya antes, debe serlo también la base afectiva del alma,
que indica a la razón y a la voluntad la dirección a seguir. La palabra "corazón" se refiere
precisamente a esta interrelación interna de las capacidades perceptivas del hombre, en la que
también entra en juego la correcta unión de cuerpo y alma, como corresponde a la totalidad de
la criatura llamada "hombre". La disposición afectiva fundamental del hombre depende
precisamente también de esta unidad de alma y cuerpo, así como del hecho de que acepte a la
vez su ser cuerpo y su ser espíritu; de que someta el cuerpo a la disciplina del espíritu, pero sin
aislar la razón o la voluntad sino que, aceptando de Dios su propio ser, reconozca y viva también
la corporeidad de su existencia como riqueza para el espíritu. El corazón, la totalidad del
hombre, ha de ser pura, profundamente abierta y libre para que pueda ver a Dios”.
La capacidad de integración.
Viene siendo ya clásico referirse a las varias tendencias que están presentes en la
experiencia del amor humano, que afecta a muchas dimensiones de la persona: la atracción
sexual (corporal), el enamoramiento (afectos y sentimientos), el deseo de entregarse uno
mismo haciéndose un bien para alguien (agapé, don de sí de una persona a otra). Se trata de
diversos niveles o dimensiones del amor que se dan en un único sujeto. Estos niveles no vienen
armonizados por la naturaleza y pueden surgir conflictos entre ellos, como muestra la
experiencia que todos tenemos.
Así, la persona puede experimentar con gran fuerza la atracción por los valores corporales,
mientras que, en el nivel espiritual, es plenamente consciente de que no puede dejarse llevar
de esa atracción sin más. La experiencia de esa fragmentación puede hacer difícil a la persona
el gobierno e integración de todos los niveles para que se ordenen a un amor verdadero.
Aquí surge la gran cuestión de toda la moral sexual: la cuestión de la integración de esas
tendencias, para ser capaces de construir una vida de comunión con Dios y con los demás.
Sólo puede “darse” aquello que se “posee”: para realizar el don de sí (en entrega total a Dios
o formando un hogar) la persona ha de “autoposeerse”, ha de ser dueña de sí.
A esa capacidad de integración, o a esa integración ya conseguida (pero nunca totalmente
acabada), se le denomina virtud de la castidad. Está más allá de una lista de normas de
comportamiento y de acciones concretas que hay que hacer o evitar. Es la habilidad (un hábito
bueno, se dice) para amar con la propia entera persona. Una habilidad que se va aprendiendo
en cada fase de la vida, y que todos estamos llamados a adquirir.
La virtud de la castidad.
Así como quien aprende el arte de tallar la madera va rectificando y armonizando su visión,
la posición de las manos, la fuerza del golpe, etc., adquiriendo así una destreza que afecta al
modo mismo de tallar y no sólo a tal golpe concreto con la gubia, así quien va rectificando su
deseo y armonizando su atención, su impulso, su valoración, va adquiriendo una destreza que
afecta al modo de desear y de valorar la sexualidad.
Esta transformación y modificación del sujeto en sus diversas potencias, que vienen a ser
armonizadas en una forma nueva, ha sido llamada, en la historia del pensamiento, con el
término “hábito”. La palabra procede del latín: habere-habitus, esto es: poseer, poseído. Se
quiere explicar con ello algo muy importante: la persona “se posee” en una forma nueva; posee
su impulso sexual, su reacción afectiva, su capacidad de donarse en una forma original. Y son
“posesión” del sujeto, no están sometidos a leyes infrarracionales que, simplemente, el hombre
pudiera refrenar y contener. Ciertamente la capacidad de “controlar y refrenar” es el primer
paso para adquirir el hábito y permite que la voluntad no se vea arrastrada. Pero tal control
va dirigido a la plasmación del afecto: de ahí que el sujeto se posee de forma original, tiene
una verdadera capacidad de autodominio. Y porque la persona “se posee”, puede entregarse
en la totalidad de lo que es. El don de sí se radica en la virtud de la castidad.
Pero lo que se posee no es sólo el control del impulso sexual sino también, en cierto modo,
la duración del amor. La duración del amor se ve no como algo que es dado, sino como algo a
construir. Por ello la castidad introduce un principio de unidad decisivo en la duración de la
vida.
A medida que se verifica esta “plasmación” del deseo, se modifica igualmente el desear
mismo: la misma naturaleza de la persona se ve modificada en sus disposiciones. Quien posee
la virtud de la castidad tiene una disposición estable en sus dinamismos afectivos que le
permite reaccionar y actuar en una manera nueva (no estereotipada, no reconducible a
automatismos aprendidos), en las diversas circunstancias del vivir humano. Y puesto que lo
que se corresponde con la naturaleza es fácil y deleitable, en la conducta virtuosa se introduce
una facilidad y un deleite singulares al obrar según el hábito adquirido.
La virtud de la castidad, pues, no es un automatismo psicológico, un repetir acciones que
se consideran ya una costumbre, para evitar acciones malas. Por el contrario la virtud de la
castidad depende esencialmente del bien que, por su propia belleza, seduce a la persona y la
atrae por su intrínseca fuerza: el bien de la comunión con una persona en el don de sí mismo.
En razón de ese bien, la castidad integra, ordena, al hombre cualificándole para realizar en el
hoy y ahora concreto de su existencia acciones excelentes con las que vivir y actualizar la
comunión en las precisas y cambiantes circunstancias. Por eso en la castidad es donde se
encuentra la fuente de la originalidad y de la creatividad del amor. El fin de la virtud de la
castidad es dirigir la persona al don sincero de sí, hacer capaz a la persona de entregar un amor
entero.
La virtud de la castidad, por hacer referencia intrínseca al amor del que parte y al ideal de
comunión personal al que tiende, se despliega en los diferentes estados de vida en los que
puede vivir una persona, y en la perfección propia de cada uno de ellos. La integración que
opera la castidad, por eso, es distinta en el célibe, que en el que vive en noviazgo, que en el
casado, que en el viudo, que en la persona que ha ofrecido a Dios su virginidad por el reino
de los Cielos. El elemento común en todos ellos es la integración que posibilita, en orden a
vivir la perfección propia del amor en ese estado.
ALGUNAS IDEAS SOBRE LA PASTORAL
CON ADOLESCENTES (12-16 AÑOS)
Carlos Villar
a) La templanza
Detrás de un adolescente destemplado lo que muchas veces se encuentra es un corazón que
no se siente amado, alguien que tiene un vacío afectivo por llenar.
La virtud de la templanza no consiste sólo en adquirir la fuerza de mortificar las tendencias
de la esfera sensible, sino en saber llenar de sentido esas negaciones. Una pastoral de la
templanza centrada en su función de mortificación del cuerpo pecador (función purificadora)
no es completa, aunque contenga algo verdadero. Tampoco es completa la pastoral de la mera
mortificación por dominar los instintos (función de autodominio): aun siendo algo bueno y
verdadero, la mera contención de los instintos o de las pasiones desordenadas no basta para
dar sentido a la lucha. El dominio a base de ascética a secas, fácilmente puede desembocar en la
domesticación: en técnica, adquirida en este caso para controlar los impulsos carnales. La virtud
que se conquista a través de la técnica cristaliza habitualmente en el voluntarismo. Además, el
adolescente de hoy en día no conecta en absoluto con esta doctrina (quizá en otras épocas sí
que sentían un atractivo por la dureza de la vida, la fortaleza por aguantar sufrimientos, ser
un hombre recio, etc.).
Así pues, me parece que hoy más que nunca hace falta desarrollar una formación de la
templanza que ahonde en la belleza de la virtud más que en la maldad del pecado. Una
formación que fomente una libertad profunda por ascender (ascesis) hacia la belleza de la vida
lograda, virtuosa, hacia la capacidad de amar. Sólo el deseo de amar y ser amado
verdaderamente da sentido a las negaciones y renuncias por encauzar los instintos carnales.
Al mismo tiempo, la educación en la templanza pasa por una fase fundamental: la de la
infancia. En esta etapa el niño debe aprender a decir que no dentro de sus posibilidades. En
este aprendizaje, el papel de los padres es fundamental, ya que la capacidad de libertad y de
asumir los valores está todavía en germen y poco desarrollada en la niñez.
La virtud de la templanza la educan los padres y la aprende el hijo en el transcurrir de la
vida ordinaria. Decir que no: a dejar la comida que no le gusta, a seguir jugando cuando le
dicen que pare, a protestar, a quedarse más tiempo en la cama o en la piscina, a comprarle
siempre una golosina cuando la pide, a que le lleven la mochila, a quejarse por tonterías, a
tumbarse en el sofá… Unos padres que consienten y ceden por no hacer sufrir, convierten a su
hijo en un pobre niño sin voluntad, incapaz de dar el paso a la adolescencia y la juventud.
En efecto, cuando la templanza no se adquiere en la niñez, el paso a la juventud es
defectuoso. Cada etapa de la vida (infancia, juventud, madurez, ancianidad) tiene su propia
autonomía, su propio sentido (dentro de un todo, que es la historia de una persona humana
única e irrepetible). Y cuando no se vive bien una etapa, el paso a la siguiente no se realiza de
modo armónico199. Un joven que ha pasado una infancia sin templanza, sin saber decir nunca
que no a lo que le apetece, no llega nunca a madurar, va siempre por detrás, buscando unos
199 Cfr. Romano Guardini, Las etapas de la vida, Palabra, Madrid 1997. En este sentido, Alfonso López Quintás,
en la introducción que escribe a la obra citada de Guardini, comenta: «Cada etapa de la vida es diferente e
independiente de las otras, tiene sentido en sí misma, pero debe servir de preparación para la siguiente, ya que en
definitiva se trata de un mismo ser humano que sigue un camino de desarrollo», op.cit., p. 19.
ideales que le pide el corazón, pero que es incapaz de alcanzar por falta de autodominio. Algo
parecido le sucede al joven que pasa a la madurez con los años, pero sin fortaleza: se convierte
en un hombre con aspecto de adulto pero interiormente inmaduro.
b) La belleza
La educación en la belleza en la familia y en el colegio crea un espacio en el que crece con
naturalidad una personalidad abierta a la verdad y al bien. Un niño que comienza a leer y
disfruta poco a poco con la lectura de buenos libros, en el que ha despertado el amor a la
música o al teatro en el seno de la familia, que ha ido escuchando los porqués de los problemas
cotidianos sin miedo a la verdad (no hay tabúes), que ha experimentado el contacto con la
belleza de la naturaleza (el mar abierto, un cielo estrellado, un bosque en otoño), crece en un
sustrato que es tierra buena para que en ella germine la virtud de la pureza. La belleza de todas
las cosas le lleva de modo natural, inconscientemente, a la fuente de todas ellas, que es Dios.
Sin darse cuenta camina por la vía agustiniana del pulchrum: de las bellezas penúltimas a la
Belleza última. Por otro lado, todas estas experiencias van tejiendo un corazón profundo,
capaz de ir al fondo de las cosas. La impureza tiene mucho que ver con la superficialidad, con
quedarse en la epidermis, con vivir encima o en medio de una mentira. El corazón profundo,
en cambio, cae en la cuenta, capta lo que es una mentira, aunque sea atractiva o cómoda. Y en
ese ambiente de amor a la verdad y a la belleza, la mentira se repudia como si fuera una
enfermedad peligrosa. La relación entre la fealdad y la impureza es algo que los niños tienen
muy claro. De hecho, a veces se acusan diciendo: «he visto cosas feas».
Es importante, por otra parte, que la educación en la belleza no se confunda con el mero
esteticismo que, de por sí, no tiene por qué estar relacionado con la verdad y el bien. Así, no se
trata tanto de cultivar las formas hermosas (que es algo bueno: por ejemplo escuchar ópera),
como de buscar la belleza que estas reflejan o, mejor, irradian: lo bueno y lo verdadero. Y eso
no se da solo en las bellas artes: ver como una madre trata con cariño y heroicidad a la abuela,
o como en casa se cuida con ternura al que está enfermo, o como el padre es capaz de madrugar
por ayudar a un hijo (o al revés)… Por eso, incluso el contacto con la belleza de la naturaleza
o del arte debe de estar enmarcado dentro de las relaciones personales: en una excursión
familiar (comunión interpersonal) a la montaña o al mar; a través de un deporte que se practica
(y se compite) con amigos; en el arte (la pintura, la música, la lectura) que se aprende y
comparte con otros; en la naturaleza (un paisaje hermoso) como marco y escenario para hablar
con Dios, etc.
La capacidad de contemplar la belleza de la creación y del arte facilita la apertura del
corazón para la verdad y para la vida virtuosa. La invasión de los inputs tecnológicos es una
de la causas de la gran dificultad que los jóvenes de hoy en día tienen para ser profundos, y
por tanto del riesgo de quedarse en un esteticismo epidérmico (habitualmente sentimental)
que no llega a rozar siquiera la verdadera belleza.
d) El corazón
En el corazón reside la clave de la formación en la castidad. Es el núcleo de la persona. El
problema de la impureza no es genital; en el fondo el problema siempre está en el corazón. Un
corazón que el hombre tiene un poco roto ya de nacimiento. La herida del pecado original nos
encorva hacia el mal. Arreglar ese corazón con la libertad personal y la gracia de Dios, es el
contenido de una formación profunda de la persona. «porque del corazón salen
pensamientos perversos, homicidios, adulterios, fornicaciones…» (Mt 15,19). Es ahí, en el
corazón, donde hemos de dirigirnos para curar las manifestaciones de impureza, no al revés.
«Limpia primero la copa por dentro y así quedará limpia también por fuera», no al revés (Mt
23,26).
f) La sinceridad
La sinceridad es una virtud indispensable para la formación del corazón. Cuando la mentira
se instala en la conciencia de un adolescente, todo se hace complicado y oscuro: lo que tendría
que ser fuente de paz y curación (la Eucaristía, la Confesión, la dirección espiritual) se
convierte en causa de inquietud y de pecado. La sinceridad es la virtud que produce el
conocimiento propio, inicio de la vida espiritual y también del crecimiento humano.
Por otro lado, la necesidad absoluta de la gracia de Dios para vivir la santa pureza200, hace
que un corazón atado por la mentira se haga incapaz de conquistar la castidad, precisamente
por haber cerrado el puente con la gracia. Para el adolescente actual, la falta de sinceridad en
la confesión es uno de los grandes enemigos (si no el más grande) para poder vivir la castidad.
200 Cfr. San Josemaría, Camino, n. 118: «La santa pureza la da Dios cuando se pide con humildad».
h) El aburrimiento
Es un clásico en el adolescente que, cuando tiene el tiempo ocupado, deja de tener
problemas de impureza. El momento en el que se encuentra más vulnerable es cuando se
queda solo en su habitación por las tardes. Atacar el aburrimiento es una empresa
fundamental. Sin embargo, aunque es muy bueno, y necesario, ayudar a los chicos a llenar las
horas del día, es importante evitar una especie de control del horario del adolescente (haciendo
que siempre esté vigilado). No se trata tanto de que el chaval no esté nunca solo, como de que
pueda llegar a estar solo una tarde en su casa sin que esto sea ocasión de pecado.
i) El pudor
«Una educación sexual que cuide un sano pudor tiene un valor inmenso (…). Es una
defensa natural de la persona que resguarda su interioridad y evita ser convertida en un puro
objeto. Sin el pudor, podemos reducir el afecto y la sexualidad a obsesiones que nos concentran
sólo en la genitalidad, en morbosidades que desfiguran nuestra capacidad de amar y en
diversas formas de violencia que nos llevan a ser tratados de modo inhumano o a dañar a
otros»201.
j) Convivencias
En los días en que los chicos conviven con otras personas se consiguen cuatro elementos
que ayudan enormemente a vivir la castidad:
1. relaciones personales (trato real, no cibernético);
2. tiempo ocupado con actividades nobles (no hay aburrimiento);
3. dificultad para el acceso a la pornografía;
4. vida de piedad (trato con el Señor en la oración y en la Eucaristía, rezo del rosario,
etc.).
Es significativa la facilidad con la que viven la castidad (al menos en el sentido de
continencia) en estos días de convivencia, incluso cuando se trata de actividades largas (de 20
días por ejemplo).
2. Situaciones frecuentes
Apunto a continuación algunas situaciones frecuentes, que conviene quizá tener presentes
(y hacer presentes a los padres).
1. La facilidad con que se accede a la pornografía, unida a su gran capacidad de adicción,
hace que cada vez más sean los jóvenes con hábitos de impureza. En torno a los doce años (1º
de ESO) comienza a extenderse el consumo de pornografía. En 2º de ESO, a final de curso, ya
se ha extendido. Paradójicamente, el consumo de pornografía no es incompatible con un buen
rendimiento académico. Es un problema silencioso, al menos en su inicio.
2. La impureza afecta de modo diverso según el carácter y el modo de ser de cada chico:
afecta con más fuerza (crea más adicción) a los que son más nerviosos, ansiosos, obsesivos. En
efecto, la ansiedad, sea por el motivo que sea, es una de la principales fuentes de la impureza.
Otra causa importante es el déficit de autoestima que muchos chavales arrastran por motivos
diversos: los padres sólo les piden resultados académicos y ellos no se sienten queridos por lo
que son; no se ven a la altura de otros compañeros; no se gustan, al compararse con los cánones
de la moda; no tienen un rol claro y aceptado dentro del grupo; tienen un hermano brillante
que les eclipsa, sus padres están separados, etc.
3. Momentos particularmente delicados son los veranos, especialmente entre 11 y 13 años,
por la cantidad de horas de ocio vacías que pasan, y también porque cada vez más los
preadolescentes juegan y se distraen con aparatos tecnológicos abiertos a internet. Por otro
lado, los ambientes de playa (al menos en el Mediterráneo) favorecen con su falta de pudor el
despertar por el sexo en un contexto banal y, a veces, morboso.
1. Lo primero que hay que procurar es conseguir que los chicos se confiesen sin omitir por
vergüenza pecados graves. Hay que evitar estar continuamente rehaciendo confesiones mal
hechas. De ahí la importancia de la formación en la sinceridad, que habrá que saber enfocar
en cada caso del mejor modo. Por eso es importante que el confesor sea un pastor acogedor y
comprensivo, que da por supuesto y no se sorprende ante las fragilidades y caídas.
3. Si en las confesiones no aparece el tema de la pureza, quizá es mejor que no sea lo primero
que se pregunta. Es bueno hacerlo antes sobre otros ámbitos de la lucha ascética como la
pereza, el amor a los padres, la laboriosidad, etc. Y si se ve oportuno, preguntar sobre la
pureza, pero de un modo fácil de responder. Por ejemplo: «Y de impureza, ¿has tenido muchas
caídas o pocas?»; o «y de impureza, ¿has visto muchos videos impuros o pocos?». Al ver que
el sacerdote no se extraña ante las caídas de pureza, el chaval se queda más tranquilo, y eso le
facilita la sinceridad (tanto si tiene problemas como si no los tiene). Muchas veces responderá:
«pocos». Quizá eso sea suficiente, como se ha dicho antes. En la siguiente o siguientes
confesiones (en las que, además, vendrá él a buscarnos, porque sabe que se lo vamos a poner
fácil) uno puede ir acercándose a la verdad de las cifras o circunstancias, con el fin de mover
mejor su arrepentimiento y ayudarle.
Por otra parte, en algunos de estos casos, puede ser una buena ocasión para reparar (si las
hubiera) anteriores confesiones incompletas. Por ejemplo, después de que el chico responda
que tiene muchas o pocas caídas, se podría añadir: «Si te parece, ponemos todas las caídas de
actos impuros que no has dicho en otras confesiones, y también las confesiones que has hecho
mal, ¿no?». —«Sí». «Y también las veces que a lo mejor has comulgado mal, ¿te parece?». —
«Sí» (o lo que responda). Así se mueve al chico al arrepentimiento y se le puede dar la
absolución. Más adelante se irá clarificando su lucha y progresivamente se le podrá ayudar
mejor.
5. Los chicos son cada vez más sensibles a la imagen que dan (viven en una «cultura de la
imagen») y a todo lo que tiene que ver con el «quedar bien». Un gesto de decepción o de
tensión del confesor (o un simple tono de voz duro, o de lamentación) puede alejar a un
adolescente de la confesión durante años. No digo que la culpa sea del sacerdote, pero así es
la realidad que vivimos. Se trata de fomentar el dolor de los pecados sin dificultar la
sinceridad. A medida que se conozca mejor al chaval y este tenga mayor confianza en su
confesor, se le podrá poner ante la verdad dramática que supone un pecado mortal, cuando él
tenga más capacidad para asumirlo.
7. Un gran peligro en este ámbito es la lógica de este axioma: Como he caído y ya no estoy en
gracia de Dios, entonces da igual caer muchas veces hasta que vuelva a confesarme. Hay que sacarles
de esa espiral porque, además de ser falsa, les hace mucho daño. Esa conducta les instala con
más profundidad en el vicio, mientras que la contrición verdadera tras una caída grave es un
modo válido de recuperar la gracia de Dios, cuando ese arrepentimiento lleve a confesarse en
la primera oportunidad.
8. La impureza, sea del tipo que sea, es siempre un repliegue egoísta de sí mismo. El
acompañamiento espiritual tiene que ir, por tanto, en la línea de ayudar al chico a salir de sí
mismo. El amor es el gran antídoto contra la impureza: el amor hacia los necesitados (visitas
de pobres, compañeros con dificultades, etc.), a sus amigos y amigas (el valor puro de la
amistad y del apostolado), a su familia (lugar donde se aprende a amar y a ser amado), a sus
compañeros de clase, y también el amor sano a uno mismo (salir del victimismo, autoestima
baja, etc.).
A veces he comprobado con admiración cómo algunos chicos de 16 años con hábitos
arraigados de impureza han cambiado de golpe (de un día para otro) al enamorarse de una
chica: al poner la mirada en otro, al verse en la necesidad de mejorar para estar a la altura de
ella, al saborear algo valioso que nunca habían probado. En el fondo, es un salir de uno mismo
que surge espontáneamente y sin gran esfuerzo por la fuerza de ese estado medio mágico del
enamoramiento. Evidentemente, luego, poco a poco, hay que ir construyendo con virtudes
sólidas el edificio espiritual, y no quedarse sólo en los sentimientos, pues el encantamiento del
enamoramiento tarde o temprano caerá. Sin embargo, es muy reveladora la asombrosa fuerza
que puede mover y transformar a un adolescente cuando es «tocado» un poco por el amor.
También he comprobado la sanación desde la experiencia de una amistad verdadera donde el
«otro» pasa a ser parte real de la propia existencia, donde la vida del amigo tiene que ver con
la propia: es un salir de sí mismo con sentido, el sentido del amor de amistad.
10. Cuando se llega a tener una confianza grande con el penitente y la sinceridad está
salvaguardada, es muy importante hablar alguna vez (a veces bastará una conversación) con
mucha claridad y seriedad de la gravedad del pecado en el que se vive y de las consecuencias
tan negativas y desastrosas que conlleva el vicio de la impureza. Ponerle delante de la verdad:
con cariño pero sin tapujos ni maquillajes. Se trata, por un lado, de ayudarle a darse cuenta de
la verdad de su vida delante de Dios (la fealdad terrible del pecado, un pecado que tiene un
rostro concreto y real); y, por otro, de que reconozca las consecuencias tan desastrosas que
tiene ese vicio para la propia felicidad (de cara a formar una familia en el futuro, de ser un
hombre capaz de amar, de poder ser contemplativo, etc.).
El conocimiento claro de la hondura de la propia miseria es un punto de partida
fundamental para la conversión, para querer salir de verdad de ese estado de esclavitud. Un
arrepentimiento profundo que el confesor debe ayudar a encauzar por la vía de la humildad
(evitando el peligro del voluntarismo que supondría intentar salir por las propias fuerzas).
Esta conversación será distinta según el carácter y el modo de ser de cada chico: algunos
necesitan palabras muy duras y contundentes para reaccionar; mientras que a otros les
ayudará más una conversación clara y directa pero, a la vez, serena, sin levantar apenas la voz.
Es un arte que el buen pastor debe pedir al Espíritu Santo para tratar a cada uno según le hace
falta.
11. Para conocer las disposiciones de fondo de quien se acerca a la dirección espiritual,
ayuda saber que «no estar dispuesto a poner los medios que se consideran necesarios, es no querer de
verdad». Eso no significa que no tengan un arrepentimiento verdadero en el momento de la
confesión. Desde luego, no se trata de que el sacerdote obligue al chaval a poner tales o cuales
medios en la lucha. Ahora bien, si en la conversación de dirección espiritual (o después de
varias conversaciones, como es habitual) el chaval descubre o reconoce sinceramente la
necesidad de poner un medio concreto para vivir la castidad (como instalar un filtro en el
móvil, o dejar de ver una serie, o dejar una amistad, o lo que se vea oportuno), y no lo hace, en
el fondo es que no quiere vivirla. En tal caso, más que obligarle a hacer lo que no quiere (o lo que
en ese momento quizá le parece más de lo que puede querer), habrá que cultivar ese deseo,
ayudándole a descubrir la belleza de la virtud, su necesidad para amar de verdad… y los
efectos negativos que tiene en él mismo descuidarla de modo habitual.
12. Al mismo tiempo, el confesor debe conocer a fondo la doctrina de los puntos del
Catecismo sobre la materia (n. 1735 y n. 2352). En algunas situaciones complejas (que a veces se
dan en adolescentes) tendrá que saber cuándo un penitente, por su historia y circunstancias
(ansiedad descontrolada, compulsividad enfermiza, etc.), no comete pecado mortal en actos
objetivamente graves como, por ejemplo, la masturbación. En tal caso, habrá que saber
acompañarle en un camino hacia la sanación en donde la seguridad del confesor puede ser
difusa y no existen recetas pastorales prefabricadas.
Rectitud de intención, doctrina sólida y trato con el Espíritu Santo (don de Consejo) son los
pilares de un buen confesor para ayudar en estas situaciones. Una pastoral rígida y normativa,
que no contara con las circunstancias personales en esas situaciones, sería más ocasión de daño
que de provecho para esas almas.
13. Cuando un adolescente empieza a tener problemas serios de adicción (consumo diario,
caídas compulsivas, dificultad para ir por la calle o por lugares con aglomeraciones de gente,
problemas con sus hermanas, etc.), probablemente la curación no sea sólo un tema ascético o
moral: exige la ayuda médica. En la práctica, al ser menor de edad y, por otro lado, al no poder
informar a los padres del problema que tiene su hijo, se hace muy difícil que puedan acudir a
un médico. Es muy raro que el mismo chico sea capaz de hablar con sus padres de un problema
que le avergüenza enormemente. Una posibilidad es que dé permiso expreso a un preceptor,
tutor o encargado de su formación (nunca al sacerdote) para que hable con los padres
explicándoles la situación, y entonces ir al médico. En todo caso, es una realidad que algunos
chicos necesitan ayuda médica.
14. Para vivir la virtud de la castidad, es muy bueno animar y ayudar a los chicos a que
tengan relaciones personales reales. Salir del mundo cibernético. Para ello, es muy útil el
ayuno de internet, de Whatsapp, de Instagram... Ayuno de series televisas (se ven actualmente
muchas, y durante todo el año). Ayuno de juegos tecnológicos (son ocasión de pasar horas
delante del móvil con diversiones imaginarias).
¿Por qué es tan oportuno ese ayuno? La exposición de la mente a una cuota tan alta de
mundo virtual va transformando el modo de pensar de los chicos, e incluso su modo de mirar:
se van robotizando. Un alma en estas circunstancias tiene los sentidos internos estragados. Por
otro lado, impulsar en ellos el afán apostólico de amistad y confidencia (en definitiva, las
relaciones personales) es el mejor antídoto contra el egoísmo.