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Dos Tareas Pastorales de Actualidad

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Dos tareas pastorales de

actualidad
Caminar en el mundo de hoy «alegres en la esperanza» (Rm 12,12)

Presentación
No se sorprende el campesino al constatar cada año que comienzan de nuevo las tareas de
la siembra. De igual modo, no puede asombrarnos que el apostolado requiera un esfuerzo
siempre renovado por facilitar que la Palabra de Dios entre y se enraíce en los corazones. Hay
unas palabras de nuestro Padre que presentan este aspecto fundamental de la labor apostólica:

«Cada generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo:


para eso, necesita comprender y compartir las ansias de los otros hombres, sus
iguales, a fin de darles a conocer, con don de lenguas cómo deben corresponder a la
acción del Espíritu Santo, a la efusión permanente de las riquezas del Corazón divino.
A nosotros, los cristianos, nos corresponde anunciar en estos días, a ese mundo del
que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio»1.
Se trata precisamente de esto: «anunciar en estos días, a ese mundo del que somos y en el
que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio». La actual situación de la Iglesia, con
las sucesivas llamadas de los últimos Pontífices a una nueva evangelización, y las circunstancias
del mundo en que vivimos, tan cambiantes, nos obligan a pararnos y considerar si estamos
verdaderamente atendiendo a «las ansias de los otros hombres», a las inquietudes, a las
necesidades y a las entendederas de estos días y de este mundo.
Cada época, en efecto, presenta sus propias emergencias –cuestiones o problemas que
emergen en un momento determinado con particular fuerza–, y la Iglesia está llamada a darles
respuesta a partir de la plenitud que ha recibido en Cristo. En este empeño –que requiere
estudio, trabajo, celo por las almas y sobre todo una honda vida interior–, la Iglesia cuenta con
el Espíritu que guiará «hasta la verdad plena» (Jn 16,13). Él es quien le recuerda en cada
tiempo las enseñanzas del Señor, ayudándola a profundizar en su sentido y a dar una
respuesta a «lo que está por venir» (Jn 16,13; cfr. 14,26). Esa es la tarea de la Iglesia, y esa es
también la misión de la Obra, «una gran catequesis»2, con un mensaje «viejo como el Evangelio
y como el Evangelio nuevo»3.
Así pues, no puede –no debe– cambiar el mensaje, pero sí pueden –y deben– hacerlo los
modos de proponerlo. El Evangelio «es antiguo», pero hay que proponerlo siempre de tal
modo que parezca «nuevo»: siempre significativo, siempre actual. En realidad, para los fieles
del Opus Dei esto no supone un requerimiento especial, pues, para ellos, «el estar al día, el
comprender el mundo moderno, es algo natural e instintivo, porque son ellos –junto con los
demás ciudadanos, iguales a ellos– los que hacen nacer ese mundo y le dan su modernidad»4.
Sin embargo, sí exige un esfuerzo de reflexión y estudio, en un clima de oración, que haga
posible un «discernimiento evangélico sobre la situación sociocultural y eclesial, en cuyo
ámbito se desarrolla la acción pastoral»5. Y eso, que vale para todos los fieles de la Obra, se
aplica de modo especial a sus sacerdotes, que son quienes despiertan de continuo los deseos de

1 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 132.


2 Ibíd., n. 149.
3 San Josemaría, Conversaciones, n. 24.
4 Ibíd., n. 26.
5 San Juan Pablo II, Ex. Ap. Pastores dabo vobis, 25.3.1992, n. 57.
santidad de sus hermanos, y les alimentan espiritualmente con los sacramentos y con la
predicación.
En este marco se comprenderá bien que las sesiones monográficas de la cv de sacd 2017
pretendan suscitar en los asistentes una particular sensibilidad ante dos cuestiones pastorales
que hoy resultan recurrentes. Desde luego no son las únicas –y en muchos lugares no son
tampoco las más importantes–, pero están presentes y reclaman atención, esperando que se
les dé una respuesta cristiana.
La primera de las cuestiones tiene que ver con la actual crisis de esperanza. El ambiente
profesional, la cultura del éxito y algunos otros rasgos propios del mundo en que vivimos han
hecho que muchas personas caigan en la desesperanza. En las dos primeras sesiones, se
pretende ofrecer algunos itinerarios que hagan posible crecer en la esperanza, cimentada en la
roca firme de la fe. Puesto que se trata, en el fondo, de un camino teologal, no resultará extraño
que la respuesta que se ofrezca sea del mismo género. Solo Dios puede encender la llama de
la fe y ofrecer al alma la seguridad de la esperanza. El sacerdote puede facilitar esa labor al
Espíritu Santo, y poner a cada persona –y, al predicar, a todas aquellas que se acercan a la
labor de la Obra– en condiciones de recibir del mejor modo ese don de Dios.
La segunda cuestión tiene que ver con las nuevas condiciones en que se mueven hoy los
cristianos, en lo referente a la virtud de la castidad. A nadie se le escapa que, en ese ámbito, el
mundo de hace cincuenta años no es el mismo que el de hoy. Algunos rasgos que lo
caracterizaban se han agudizado, mientras otros –nuevos y en buena medida inesperados–
han hecho irrupción con una fuerza insospechada. ¿Quién podía imaginar, hace solo veinte
años, que íbamos a ser (casi) incapaces de vivir sin un teléfono móvil? ¿O que lo que entonces
eran puntos de referencia claros iban a diluirse en un emotivismo cada vez más absoluto? ¿O
que un estudiante universitario pudiera ignorar –por ejemplo– quiénes son Adán y Eva? Y sin
embargo, así es. Todas estas son hoy realidades innegables, hasta cierto punto novedosas. La
castidad sigue siendo una virtud hermosa, atractiva y hondamente afirmativa; las nuevas
condiciones –el «mundo del que somos y en el que vivimos»– requieren que se proponga de un
modo accesible y esperanzado, y que se acompañe a las almas de este tiempo teniendo en cuenta
sus circunstancias. En las sesiones 3 y 4 se intentará una propuesta de este tipo. No quiere
erigirse en una explicación exclusiva, ni mucho menos excluyente. En efecto, no pretende
sustituir la consideración clásica de esta virtud, ni cambiar su valoración moral, o los modos
en que se puede ayudar a vivirla, que, como afirmaba san Josemaría, serán en todo caso «los
procedimientos que han utilizado siempre los cristianos que pretendían de verdad seguir a
Cristo, los mismos que emplearon aquellos primeros que percibieron el alentar de Jesús»6.
Estas dos sesiones buscan solamente complementar aquella exposición, proponiendo la virtud
en modo significativo, y ofrecer algunas sugerencias sobre el modo en que se acompaña a cada
alma, de manera que se ajuste mejor a lo que muchas personas viven hoy y son capaces de
recibir.

* * *

Puede resultar llamativo que el material que se entrega este año sea tan abundante. Se ha
querido hacer así porque se está preparando un texto que dé algunas orientaciones en estas
cuestiones. En ese sentido, interesa que quienes lean estos textos envíen sugerencias para que
puedan ser útiles en la labor pastoral. Se puede escribir a la cuenta
sugerenciasparaelguion@gmail.com

6 San Josemaría, Amigos de Dios, n. 186.


Ayudar a crecer en la esperanza,
centrando la propia vida en Dios

Presentación
Quizá habría que comenzar por preguntarse: ¿qué hace valiosa la propia vida?, ¿qué hace
valiosa mi vida? En el mundo occidental, la respuesta a esta pregunta se encuentra a menudo
entre estos dos polos: la opinión que los demás tienen de uno (y sus consecuencias: las
continuas comparaciones en lo familiar, lo personal, etc.) y el éxito (en el ámbito profesional y,
en general, en todo aquello que uno se propone). Un éxito, por otra parte, que debe ser obra
de las propias fuerzas, sin ayuda de nadie. En efecto, el ser humano se ha convertido en un
absoluto creador de sí mismo, y el éxito en esta tarea marca la calidad (el valor) de su propia
vida. Ahora bien, ¿cuál es el origen de esta idea? ¿Qué hay de cierto en ella? Y, por otra parte,
¿cuáles han sido las consecuencias de su difusión?7
La experiencia del fracaso y la conciencia de la propia incapacidad, ligada a menudo a la
competitividad que impregna el mundo académico y laboral (y, en realidad, todas las
dimensiones de la vida actual), llevan a muchas almas al desánimo, al desaliento y, en último
término, a la desesperanza. Fenómenos que antes se resolvían o se sabían sobrellevar con
entereza, hoy constituyen la causa de una tristeza de fondo, desde edades muy tempranas.
Así, curar la desesperanza se ha convertido en un aspecto fundamental en la labor con
adolescentes y con gente joven, tantas veces víctimas de miedos o de vergüenza, consecuencia
a veces de las repetidas caídas, de los fracasos, y de un mundo que les impone el éxito como
una condición indispensable para ser alguien. Por otra parte, en la labor con profesionales y
personas adultas, redescubrir el Amor de Dios y su permanente cercanía es a menudo el mejor
modo de afrontar las dificultades y los reveses que, de un modo u otro, llegan en la vida.
En estas páginas se esboza una visión sobre la situación actual, que intenta comprender lo
que sucede, y se proponen algunas vías para ayudar a las almas a recobrar la esperanza,
poniendo su propia vida en la perspectiva más auténtica: la de la fe.

1. UNA MIRADA A LA SITUACIÓN ACTUAL


Hay mucha gente cansada. Jóvenes y no tan jóvenes viven con la cabeza en el descanso, en
forma de fin de semana o de vacaciones que, habitualmente, nada tienen que ver con su vida
diaria. También los cristianos llegan a menudo cansados a la confesión o a la dirección
espiritual, por múltiples motivos:
- Su vida interior no parece muy brillante.
- La vida cristiana que viven no les da sensaciones fuertes, ni les permite
experimentar una plenitud vital.
- A veces los frutos son difíciles.
- Las caídas son frecuentes, y se experimenta una frustrante falta de fuerzas.
- Se arrastran defectos o dificultades durante un tiempo prolongado.
- Lo que oyen en los medios de formación no se corresponde con lo que ellos viven
después, sobre la dificultad de la lucha o la alegría de la entrega.
- A diario constatan que querer no es poder.

7 Aunque seguramente correspondería a otro ámbito darle una respuesta, sería interesante preguntarse también:

¿Por qué ha sustituido en muchas almas, la pregunta por la propia valía, aquella otra, más antigua, por el sentido
de la propia vida? ¿Qué implica ese nuevo acento? ¿En qué modo estas cuestiones pueden repercutir en el modo
en que el sacerdote propone la fe?
- La labor apostólica a menudo es costosa.
- Medios que algunos años atrás resultaban eficaces, hoy pueden parecer estériles.
- El ambiente en que se mueven es más crítico, o sencillamente indiferente.

Tal vez la cabeza les dice que hay esperanza, pero no la experimentan... Las causas remotas
de esta situación pueden ser muy diversas. A veces parte de ciertas carencias educativas que
es necesario descubrir. Otras veces responde a un carácter pesimista, victimista, etc., que habrá
que aprender a tratar. Muchas, a la falta de virtudes humanas. En todo caso, de algún modo,
es como si el esfuerzo por vivir y transmitir los ideales cristianos no fuera ya suficiente para
alcanzar una felicidad que se desea hondamente.
¿Y la experiencia del fracaso? ¿Y el pecado, especialmente cuando es consciente y querido,
cuando se repite, cuando se comete pensando: «luego me confieso…»? También esto es causa
de desánimo, cuando no se acude al subterfugio de negar la realidad del pecado, con la idea
de que todo es válido si estamos convencidos de ello.
El Papa Francisco ha dado una respuesta a esta situación al afirmar que «nuestra época es
un kairós de misericordia, un tiempo oportuno». Y al preguntarle por qué, continuaba:

«Porque [la de hoy] es una humanidad herida, una humanidad que arrastra
heridas profundas. No sabe cómo curarlas o cree que no es posible curarlas. Y no se
trata sólo de las enfermedades sociales y de las personas heridas por la pobreza, por
la exclusión social. También el relativismo hiere mucho a las personas: todo parece
igual, todo parece lo mismo»8.
En esta misma línea, en su última entrevista, Benedicto XVI señala repetidas veces que la
principal crisis del mundo actual es una honda crisis de fe. Para muchos de nuestros
contemporáneos —¡también entre los cristianos!— Dios es el gran ausente9. De ahí la urgencia
de recordar a los cristianos su presencia siempre actual y transformadora.

a) Un mundo cansado
En realidad, la situación que observamos entre las personas que se acercan a la labor de la
Obra es la misma que viven, en distintos ámbitos, sus coetáneos. Dar razón de la situación
actual exigiría un estudio en profundidad de los cambios que supuso el paso de la sociedad
medieval a la modernidad, y de los que ha supuesto en el último siglo el colapso de esta última.
Es una tarea muy por encima de las posibilidades de este escrito10. Sin embargo, sí podemos
fijarnos en un detalle que nos permitirá comprender mejor algunos de los fenómenos que
observamos a diario.
Algunas décadas atrás, uno sentía que había hecho su parte si estaba donde debía y cumplía
con las tareas que le mandaban (que le indicada la autoridad, o le marcaba el lugar que
ocupaba en la sociedad). Existía una instancia ordenadora, y a los demás les correspondía
obedecer. De algún modo, esto es lo que estaba en la mente de cada uno en lo que se denominó
la sociedad disciplinaria11. Este esquema se aplicaba por igual en el ámbito familiar, laboral,
político… e incluso religioso.
Actualmente, la situación ha cambiado. Desde distintos puntos de partida, en los últimos
siglos se ha abierto camino la idea de que el hombre es un creador de sí mismo. El ideal americano

8 Papa Francisco, El nombre de Dios es Misericordia. Entrevista con A. Tornielli, Planeta, Barcelona 2016, 26 y 36,

respectivamente.
9 Dos frases recogidas en la Introducción son suficientemente elocuentes: «El verdadero problema de nuestro

momento histórico radica en que Dios está desapareciendo del horizonte de las personas». «La extinción de la luz
procedente de Dios» hace que sobre la humanidad se abata una desorientación «cuyos destructivos efectos nos
resultan cada día más patentes», Benedicto XVI, Últimas conversaciones, Mensajero, Bilbao 2016.
10 Es interesante repasar lo que señaló Benedicto XVI como «La transformación de la fe-esperanza cristiana en

el tiempo moderno» en la Enc. Spe Salvi, 30.11.2007, nn. 16-23.


11 Sobre el origen de esta terminología, cfr. A. Quevedo, De Foucault a Derrida. Pasando fugazmente por Deleuze y

Guattari, Lyotard y Baudrillard, Eunsa, Pamplona 2001, especialmente 82-89.


del self-made man o la filosofía de Nietzsche son solo expresiones acabadas (y populares) de
esta idea. Al proponerse objetivos y llevarlos a cabo, sin imposiciones externas ni ayuda de
nadie, el hombre consigue hacerse a sí mismo. Esto, que en un primer momento se presentó
como una liberación, ha dado lugar en realidad a otra imposición, de signo distinto pero
igualmente onerosa. El nuevo imperativo no es ya haz lo que te mandan, sino haz todo lo posible,
partiendo de la base de que nada es imposible.
Cuando este ideal se convierte en el rasgo distintivo de toda la sociedad, se llega a lo que
un pensador contemporáneo ha denominado la sociedad del rendimiento. Veamos brevemente
cómo describe la situación actual:

«El sujeto de rendimiento está libre de un dominio externo que lo obligue a trabajar
o incluso lo explote»; sin embargo, «la supresión de un dominio externo no conduce
hacia la libertad», sino que uno mismo se abandona «a la libre obligación de maximizar
el rendimiento. El exceso de trabajo y rendimiento se agudiza y se convierte en
autoexplotación. Esta es mucho más eficaz que la explotación por otros, pues va
acompañada de un sentimiento de libertad. El explotador es al mismo tiempo el
explotado»12.
El paso de la sociedad disciplinaria (donde la mentalidad de fondo estaba caracterizada por
la obediencia a la autoridad) a la sociedad del rendimiento (donde la idea de fondo es rendir al
máximo) tiene un efecto en la persona que cualquiera puede reconocer a su alrededor. En
pocas palabras, se trata de:

«La tendencia de que ahora no solo el cuerpo, sino el ser humano en su conjunto
se convierta en una “máquina de rendimiento”, cuyo objetivo consiste en el
funcionamiento sin alteraciones y en la maximización del rendimiento. (…) El reverso
de este proceso estriba en que la sociedad de rendimiento y actividad produce un
cansancio y un agotamiento excesivos. (…) El exceso del aumento de rendimiento
provoca el infarto del alma»13.
Este «infarto del alma» del que habla el autor toma la forma de agotamiento, depresión…
o de otras enfermedades neuronales como el trastorno por déficit de atención, el trastorno
límite de la personalidad o el síndrome de desgaste ocupacional. Otras veces se manifiesta en
el estrés, la ansiedad o la falta de autoestima, tan frecuentes en muchos ambientes.
Sería un error comprender este diagnóstico refiriéndolo solo a los profesionales que viven
en el mundo de las grandes empresas, de los sueldos astronómicos y de la competitividad
salvaje. Las personas casadas pueden experimentarlo en el propio matrimonio. Algunos
estudiantes —incluso en edad escolar— se ven sometidos a las mismas presiones. Y muchos
adolescentes experimentan la misma tensión, la misma exigencia de éxito, cuando se trata de
lograr la aceptación general, en forma de «Me gusta» o de pertenencia a un grupo. En todos
estos casos, el acento está en las propias capacidades, en las propias fuerzas, y en la necesidad
de un éxito continuo, en el que poder reconocer la propia valía.

b) El rendimiento en la vida espiritual


Aunque la que se ha expuesto someramente es solo una parte de la situación que vivimos,
conviene en todo caso comenzar por este apunte para comprender cómo se encuentran
muchas personas hoy en día. A menudo llegan a nosotros agotadas, aplastadas por su propia
exigencia y, tal vez sin quererlo, encerradas en sí mismas. Se ve esto en el plano personal, en
el plano profesional y también en el ámbito espiritual. En este último, el infarto del alma
consiste en la des-esperanza: sea el desesperar de que sea posible la vida cristiana, sea el
desesperar de la propia capacidad para realizarla.

12 B.-C. Han, La sociedad del cansancio, Herder, Barcelona 2012, 31-32.


13 Ibíd., 72.
La situación que arriba se ha descrito como sociedad del rendimiento tiene en la vida cristiana
su reflejo en lo que el Papa Francisco denominó «neopelagianismo autorreferencial y
prometeico»14. La vida espiritual se mide entonces por el propio rendimiento (que se manifiesta
en la consecución de metas ascéticas y apostólicas), y se verifica en la propia satisfacción (el
criterio por el que juzgamos nuestra vida interior es el estar en paz con nosotros mismos). Eso
quiere decir «neopelagianismo autorreferencial». Además, la gracia cuenta menos que el sentir
que podemos hacerlo, sin la ayuda de nadie. Eso quiere decir «prometeico». Por extraño que
parezca, tanto el voluntarismo como el aburguesamiento responden a esta misma raíz: una
vida espiritual que se basa en las propias fuerzas y mira a la propia satisfacción.
Como apuntaba el Papa, se trata de una auténtica mundanidad espiritual: una vida espiritual
que es, en realidad, mundana, esto es, que no ve más allá de este mundo material en que
vivimos. En el plano de la vida personal, eso se traduce en una salvación que depende sólo de
las propias fuerzas: una redención sin Redentor. En el plano de la misión en el mundo, se
manifiesta en unas preocupaciones que no trascienden una sociología de grupo, desprovista
de Dios y de una mirada trascendente. Y así, en lugar de salir al mundo entero a predicar el
Evangelio (cfr. Mc 16,15), se prefiere la seguridad de vivir para un pequeño ambiente en que
todo se haga como es debido15. ¿Puede extrañarnos que esta «vida espiritual» y esta «misión»
dejen un profundo regusto de amargura e insatisfacción en el alma?, ¿que algunas personas
que han dedicado su vida a Dios, confundiéndolo con esta suerte de mundanidad, acaben
«defraudadas»? ¿Puede sorprendernos que más de uno, al reconocer la propia debilidad,
termine hundido en una paralizante desesperanza?
En esta situación, se hace urgente recordar a cada uno que la santidad, la plenitud de la
vida cristiana, no consiste en cumplir una serie de tareas, llegar a un cierto estándar o «realizar
empresas extraordinarias, sino en unirse a Cristo, en vivir sus misterios, en hacer nuestras sus
actitudes, sus pensamientos, sus compor–tamientos. La santidad se mide por la estatura que
Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda
nuestra vida según la suya»16. Unirse a Cristo y, como recuerda el Papa Francisco, salir con Él
al encuentro de las almas17. Este es, tal vez, el mejor antídoto contra ese cansancio endémico.
Sin embargo, hay que saber comprenderlo en profundidad para aplicar el remedio en el lugar
oportuno y de la manera oportuna, yendo a la raíz del problema y recolocando la vida cristiana
sobre su auténtico fundamento.

c) Encontrar personalmente a Jesucristo


Los últimos pontífices han hablado de esta crisis de fe y de esperanza, y la solución que han
propuesto es en el fondo la misma: redescubrir a Dios, salir a buscar a Cristo (y dejarse
encontrar por Él), dar primacía a la obra de la gracia y lanzarse siguiendo la voz del Señor:

14 Papa Francisco, Ex. Ap. Evangelii Gaudium, 24.11.2013, n. 94.


15 En la Ex. Ap. Evangelii Gaudium, el Papa Francisco dedicó unos números a este asunto. Comenzaba diciendo:
«La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es
buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal» (n. 93), y seguía con un crudo
diagnóstico (93-97). Poco antes, en Asís, había hablado ya de la necesidad de rechazar esa tentación: «Despojarse
de toda mundanidad espiritual, que es una tentación para todos; despojarse de toda acción que no es por Dios, no
es de Dios; del miedo de abrir las puertas y de salir al encuentro de todos, especialmente de los más pobres,
necesitados, lejanos, sin esperar; cierto, no para perderse en el naufragio del mundo, sino para llevar con valor la
luz de Cristo, la luz del Evangelio, también en la oscuridad, donde no se ve, donde puede suceder el tropiezo;
despojarse de la tranquilidad aparente que dan las estructuras, ciertamente necesarias e importantes, pero que no
deben oscurecer jamás la única fuerza verdadera que lleva en sí: la de Dios. Él es nuestra fuerza. Despojarse de lo
que no es esencial, porque la referencia es Cristo; la Iglesia es de Cristo. Muchos pasos, sobre todo en estas décadas,
se han dado. Continuemos por este camino que es el de Cristo, el de los santos», Discurso entregado en Asís, 4.10.2013.
16 Benedicto XVI, Audiencia General, 13.4.2011.
17 «La dirección que Jesús indica es de sentido único: salir de nosotros mismos. Es un viaje sin billete de vuelta.

Se trata de emprender un éxodo de nuestro yo, de perder la vida por él (cf. Mc 8,35), siguiendo el camino de la
entrega de sí mismo. Por otro lado, a Jesús no le gustan los recorridos a mitad, las puertas entreabiertas, las vidas
de doble vía. Pide ponerse en camino ligeros, salir renunciando a las propias seguridades, anclados únicamente en
Él», Papa Francisco, Homilía en la Santa Misa con sacerdotes, religiosas, religiosos, consagrados y seminaristas polacos,
30.7.2016.
«Duc in altum!» (Lc 5,4). No es casual que en su primer documento de cierta extensión, el papa
Francisco señalara:

«No me cansaré de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al
centro del Evangelio: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una
gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un
nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”»18.
Se trata de un hilo que recorre el magisterio de Juan Pablo II, de Benedicto XVI y de Francisco.
En realidad, es el mensaje perenne de la Iglesia, presente ya en la predicación de san Pedro:
«No hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro
nombre por el que debamos salvarnos» (Hch 4,12).
La situación actual constituye una llamada a proponer ese mismo contenido de un modo
renovado, de tal manera que interpele y resulte significativo para quienes viven el mundo de
hoy. Se trata de que los cristianos encuentren a Cristo y vuelvan a vivir centrados en Él, en lo
que Dios ha hecho —y hace— por nosotros. Precisamente de esa conciencia y de esa
experiencia de salvación nacerá la lucha cotidiana por vivir como hijos de Dios, pendientes de
los demás. Tal vez se refería a eso el papa Francisco cuando señalaba, a propósito del
desarrollo de la vida cristiana:

«Este camino de respuesta y de crecimiento está siempre precedido por el don,


porque lo antecede aquel otro pedido del Señor: “bautizándolos en el nombre…”
(Mt 28, 19). La filiación que el Padre regala gratuitamente y la iniciativa del don de su
gracia (cf. Ef 2, 8-9; 1Co 4, 7) son la condición de posibilidad de esta santificación
constante que agrada a Dios y le da gloria. Se trata de dejarse transformar en Cristo
por una progresiva vida “según el Espíritu” (Rm 8, 5)»19.
En estas páginas se proponen algunos itinerarios que permitan ayudar a las personas que
se acercan a la labor a recorrer ese camino, partiendo del don de Dios, siempre renovado, y
floreciendo en obras de caridad, de tal modo que su vida entera se apoye en aquel más sólido
que hace posible vivir, siempre, «alegres en la esperanza» (Rm 12,12).

2. SALVADOS POR CRISTO RESUCITADO, HIJOS DE DIOS


El apóstol san Pablo escribía a los fieles de Éfeso: «recordad que entonces vivíais sin Cristo:
extranjeros a la ciudadanía de Israel, ajenos a las alianzas y sus promesas, sin esperanza y
sin Dios en el mundo» (Ef 2,11-12). Su situación había cambiado al encontrar a Jesucristo
resucitado y dejarse alcanzar por Él. Con la fe, habían recibido la esperanza, una esperanza
que «no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el
Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5).
Es siempre instructivo volver sobre la vida de los primeros cristianos, como nos enseñó a
hacer san Josemaría. Ellos no veían en la fe, primeramente, una doctrina que había que aceptar,
sino el regalo de una vida nueva, el don del Espíritu Santo que, tras la resurrección de Cristo,
había sido derramado en sus almas. «En nuestro lenguaje se diría: el mensaje cristiano no era
solo “informativo”, sino “performativo”. Eso significa que el Evangelio no es solamente una
comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y
cambia la vida»20.

18 Ibíd., n. 7; la cita es de Benedicto XVI, Enc. Deus Caritas est, 25.12.2005, n.1.
19 Papa Francisco, Ex. Ap. Evangelii Gaudium, 24.11.2013, n. 162; cfr. nn. 160-161, así como la conocida exposición
de San Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 6.8.1993, n. 103.
20 Benedicto XVI, Enc. Spe Salvi, 30.11.2007, n. 2.
Como apuntaba Benedicto XVI, para nosotros, que estamos en cierta medida acostumbrados
a la idea de un Dios que salva —y que, por eso mismo, corremos el riesgo de no percibir ya su
fuerza—, es urgente considerar si el encuentro con Dios «puede transformar nuestra vida hasta
hacernos sentir redimidos por la esperanza que dicho encuentro expresa»21. Para los primeros
cristianos, la fe en Dios era objeto de experiencia, y no solo de adhesión intelectual. Dios era
Alguien presente de algún modo en el propio corazón:

«Habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: “¡Abba,


Padre!”. Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de
Dios; y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo; de
modo que, si sufrimos con él, seremos también glorificados con él» (Rm 8,15-17).
La presencia de Dios en el alma era algo tan real, que se convertía en el nuevo fundamento
de la vida entera. En efecto, seguía el entonces Romano Pontífice, «la fe otorga a la vida una
base nueva, un nuevo fundamento sobre el que el hombre puede apoyarse, de tal manera que
precisamente el fundamento habitual, la confianza en la renta material, queda relativizado»22.
Hay una dimensión objetiva en la esperanza que no escapaba a los primeros creyentes. Se
manifestaba en la experiencia de la oración, pero luego impregnaba su vida entera, y era para
ellos causa de alegría y de un modo nuevo de vivir: «el fruto del Espíritu es: amor, alegría,
paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga 5,22-23). La gente
que se acerca a nosotros —y nosotros mismos—, ¿experimentamos esa cercanía de Dios que
nos salva y transforma nuestra vida?, ¿reconocemos en nuestra vida el fruto del Espíritu?
Hoy, como entonces, los cristianos estamos llamados a revivir en nuestras vidas la
experiencia de la Resurrección. El Papa Francisco ha invitado a todos a renovar el encuentro
con Jesucristo23. ¿Cómo? En primer lugar, en los sacramentos, de modo especial la confesión y
la Eucaristía. No se trata solo de acercarse a ellos, sino de vivirlos como un encuentro real y
personal con Cristo resucitado. Por otra parte, la experiencia de la oración puede ser tan viva
hoy como hace dos mil años: Dios sigue moviendo nuestro corazón, y su Palabra «es viva y
eficaz» (Hb 4,12), como en la época apostólica24. En tercer lugar, los cristianos podemos
encontrar a nuestro Salvador en las almas que nos rodean, y especialmente en los más
necesitados de cercanía, de afecto o de sustento material. Como señaló el Papa en la última
Jornada Mundial de la Juventud:

«Estamos llamados a servir a Jesús crucificado en toda persona marginada, a tocar


su carne bendita en quien está excluido, tiene hambre o sed, está desnudo, preso,
enfermo, desempleado, perseguido, refugiado, emigrante. Allí encontramos a
nuestro Dios, allí tocamos al Señor. Jesús mismo nos lo ha dicho, explicando el
“protocolo” por el cual seremos juzgados: cada vez que hagamos esto con el más
pequeño de nuestros hermanos, lo hacemos con Él (cf. Mt 25,31-46)»25.

21 Ibíd., n. 4.
22 Ibíd., n. 8.
23 Cfr. Ex.Ap. Evangelii Gaudium, 26.11.2013, n. 3. El Papa Francisco ha comentado en multitud de ocasiones la

experiencia que marcó su encuentro personal con el Amor de Dios. Puede ser interesante servirse de ese ejemplo,
o del de tantos santos, para animar a las almas a hacer (o pedir al Señor) esa misma experiencia. Cfr. S. Rubin, F.
Ambrogetti, El Papa Francisco, 47-48. También Benedicto XVI trató de las manifestaciones del Amor de Dios en su
Enc. Deus Caritas Est, 25.12.2005, n. 17.
24 El escritor inglés C.S. Lewis lo describía del siguiente modo, como puerta de entrada al misterio de la Trinidad:

«Lo que quiero decir es esto: un cristiano corriente se arrodilla para hacer sus oraciones. Está intentando ponerse
en contacto con Dios. Pero si es cristiano sabe que lo que le está instando a orar también es Dios: Dios, por así
decirlo, dentro de él. Pero también sabe que todo su conocimiento real de Dios le viene a través de Cristo, el Hombre
que es Dios..., que Cristo está de pie a su lado, ayudándole a orar, orando con él. ¿Veis lo que está ocurriendo? Dios
es aquello a lo cual él está orando, la meta que está intentando alcanzar. Dios es también lo que dentro de él le
empuja, la fuerza de su motivación. Dios es también el camino o puente a lo largo del cual está siendo empujado
hacia esa meta. De manera que la triple vida del Ser tripersonal está de hecho teniendo lugar en ese dormitorio
corriente en el que un hombre corriente está diciendo sus oraciones. Ese hombre está siendo captado por la clase
de vida más alta, lo que yo llamo Zoe [sic] o vida espiritual: está siendo atraído hacia Dios, por Dios, mientras que
sigue siendo el mismo», Mero Cristianismo, Rialp Madrid 20013, 174-175.
25 Papa Francisco, Via Crucis con los jóvenes durante la Jornada Mundial de la Juventud, 29.7.2016.
Además, aunque la actual sociedad tecnológica puede introducir una distancia entre el
hombre y el mundo natural, es siempre posible encontrar a Dios en su creación. No en vano,
el papa Francisco ha hablado del «Evangelio de la creación» y de una «espiritualidad
ecológica»26.
Encontrar a Cristo por estas vías, reconocer el Amor de Dios que nos precede y dejarnos
salvar por el resucitado, nos hace entrar en una dimensión nueva: la vida de los hijos de Dios.
En ese horizonte es posible recobrar la esperanza y recomenzar cada día nuestro camino.
Ahora bien, ¿cómo es posible llevar todo esto a la experiencia diaria de las almas?

a) La estatura espiritual del cristiano:


¡somos hijos de Dios!
Al comenzar estas páginas nos preguntábamos: en la cultura del éxito, en la sociedad del
rendimiento, ¿cómo descubrir la propia valía, ante la experiencia de la debilidad personal, de
los repetidos fracasos? A esta misma cuestión hizo referencia el Papa Francisco al dirigirse a
los jóvenes en Cracovia. Partiendo de la historia de Zaqueo, les ponía en guardia contra un
obstáculo que encontramos en nuestra vida de relación con Dios: del mismo modo que para
aquel publicano, que quería ver al Señor, era un problema su baja estatura, «también nosotros
podemos hoy caer en el peligro de quedarnos lejos de Jesús porque no nos sentimos a la altura,
porque tenemos una baja consideración de nosotros mismos»27. Es, en definitiva, el obstáculo
del desánimo, de la des-esperanza. Pues bien, en el mismo modo en que lo comprende, el Papa
encuentra su remedio. Aunque sea una cita algo larga, vale la pena reproducirla por entero:

«Esta es una gran tentación, que no sólo tiene que ver con la autoestima, sino que
afecta también a la fe. Porque la fe nos dice que somos “hijos de Dios, pues ¡lo
somos!” (1Jn 3,1): hemos sido creados a su imagen; Jesús hizo suya nuestra
humanidad y su corazón nunca se separará de nosotros; el Espíritu Santo quiere
habitar en nosotros; estamos llamados a la alegría eterna con Dios. Esta es nuestra
“estatura”, esta es nuestra identidad espiritual: somos los hijos amados de Dios,
siempre.
Entendéis entonces que no aceptarse, vivir descontentos y pensar en negativo
significa no reconocer nuestra identidad más auténtica: es como darse la vuelta
cuando Dios quiere fijar sus ojos en mí; significa querer impedir que se cumpla su
sueño en mí. Dios nos ama tal como somos, y no hay pecado, defecto o error que lo
haga cambiar de idea.
Para Jesús —nos lo muestra el Evangelio—, nadie es inferior y distante, nadie es
insignificante, sino que todos somos predilectos e importantes: ¡Tú eres importante!
Y Dios cuenta contigo por lo que eres, no por lo que tienes: ante Él, nada vale la ropa
que llevas o el teléfono móvil que utilizas; no le importa si vas a la moda, le importas
tú, tal como eres. A sus ojos, vales, y lo que vales no tiene precio»28.
El desánimo es, tantas veces, una cuestión de fe. Por eso, el mejor modo de afrontarlo es
descubrir la centralidad de Dios en nuestra vida. Nuestra valía no depende de lo que hagamos,
de nuestras conquistas o, en definitiva, de nuestro rendimiento, sino del Amor que nos creado,
que ha soñado con nosotros y nos ha afirmado «antes de la fundación del mundo» (Ef 1,4). San
Josemaría lo expresó con una frase tan honda como hermosa: «La Trinidad se ha enamorado
del hombre, elevado al orden de la gracia y hecho a su imagen y semejanza (Gn 1,6)»29. Y
Benedicto XVI quiso recordarlo al inicio de su pontificado, como una de las ideas que debían
articularlo: «No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros

26 Se pueden encontrar ideas muy sugerentes en Papa Francisco, Enc. Laudato si’, 24.5.2015, especialmente en los
capítulos II y VI.
27 Papa Francisco, Homilía en la Santa Misa para la Jornada Mundial de la Juventud, 31.7.2016.
28 Idem.
29 S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 84.
es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado,
cada uno es necesario»30.
Una idea tan central, ¿no debería ocupar un lugar igualmente importante en la vida interior
de los cristianos? Nuestra primera actitud —en la oración y, en general, al dirigirnos a Dios—
, ¿no debería ser un profundo agradecimiento? Si Dios me ama, y por lo tanto Él juzga que es
importante que yo exista, ¿cómo voy a pensar que valgo poco, o que soy insignificante? No lo
soy, por la sencilla razón de que hay Alguien que me ama, Alguien que me conoce
perfectamente y me considera profundamente valioso —aunque a mí, por lo que sea, no me lo
parezca. Hay que repetir muchas veces estas ideas, en la predicación y en las conversaciones
con las almas, gritándolas si es necesario —como hace el Papa, como hizo el apóstol san Juan—
, porque todo esto no basta conocerlo, sino que hay que vivirlo.

b) Cultivar «el sentido de nuestra filiación divina»


En muchas ocasiones, nuestro Padre nos recordó que «el fundamento de nuestra vida
espiritual es el sentido de nuestra filiación divina»31. Se trata de una enseñanza tan
importante, que quiso que quedara recogida en los primeros números de los Estatutos: «puesto
que su vocación es esencialmente contemplativa, se funda en un sentido humilde y sincero de
la filiación divina y se apoya constantemente en un ascetismo sonriente»32. Así pues, el sentido
de la filiación divina y una lucha alegre forman parte de lo que vivimos y de lo que hemos de
saber difundir y enseñar a quienes se acercan al Opus Dei. Ahora bien, ¿cómo hacerlo?
Quizá habrá que comenzar por restaurar en las almas la auténtica imagen de Dios. No podemos
ignorar que, para gran parte de nuestra sociedad, la idea de Dios se encuentra íntimamente
relacionada con el poder, el dominio. De modo consciente o inconsciente, muchos piensan en
Dios como en Alguien que quiere ver reconocida su soberanía y espera tener un pueblo de
vasallos que le sirvan y le ofrezcan lo que en cada momento reclame. Un Dios que impone
leyes y anuncia tremendos castigos para quienes no las cumplan; un Dios que espera que se
acate su voluntad y se llena de ira ante la desobediencia; un Dios que desea que las criaturas
se arrodillen ante Él y le teman. En síntesis, un Amo del que nosotros no seríamos más que
tristes esclavos. Algunos autores presentan esta como la única manera de comprender a un Dios
personal. Por eso, afirman, «tan pronto como Dios es puesto, yo soy nada» (A. Schopenhauer).
El ser humano se encuentra, entonces, ante una alternativa: afirmar a Dios, y vivir una vida de
esclavos, o negar a Dios —«matarlo»— y afirmar el propio poder. La elección parece clara. En
palabras de F. Nietzsche: «Dominar —y no ser esclavos de un Dios— vuelve a ser el medio
capaz de ennoblecer al hombre». Ahora bien, ¿responde esto a una descripción verdadera de
Dios?
En otros casos no se llega a una imagen tan extrema de Dios, pero se encuentra otra
igualmente reductiva. Para muchos cristianos, Dios es simplemente la instancia legitimadora
del comportamiento moral o, dicho en términos más sencillos, el motivo por el que hay que
portarse bien. Así, Dios se concibe como la razón por la que cada cual se mueve hacia donde
muchas veces realmente no quiere, pero debe ir. Un Legislador, que será a la postre el Juez de
la conducta humana, y que, para muchos, podría intercambiarse perfectamente por una fuerza
cósmica de armonía final, o por la fuerza igualadora de un destino impersonal. La afirmación
joánica de que «Dios es Amor» (1Jn 4,8) queda así ensombrecida, y redescubrir lo que significa
que Dios es Persona —una comunión de Personas— se convierte en una tarea urgente entre
los mismos creyentes.
Recuperar su auténtica imagen pasa por afirmar quién y cómo es el Dios que se nos da a
conocer en Jesucristo. Ciertamente, es un Dios justo que pide nuestra conversión, pero «no es
un Dominador tiránico, ni un Juez rígido e implacable: es nuestro Padre. Nos habla de nuestros

30 Benedicto XVI, Homilía en la Misa de inicio del pontificado, 24.4.2005.


31 S. Josemaría Escrivá, Carta 25-I-1961, n. 54. Cfr. E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza
de San Josemaría, vol. 2, Rialp, Madrid 2013, p. 20, nota 3, que cita asimismo Es Cristo que pasa, nn. 64 y 126; Camino,
n. 265; Forja, n. 987; y Conversaciones, n. 102.
32 Código de Derecho Particular del Opus Dei, n. 3.
pecados, de nuestros errores, de nuestra falta de generosidad: pero es para librarnos de ellos,
para prometernos su Amistad y su Amor»33. Nunca se insistirá bastante en la necesidad de
conocer el Dios de Jesucristo tal como Éste nos lo ha dado a conocer. Nunca se insistirá bastante
en la necesidad de conocer el Evangelio, algo que se hace unas veces en sus mismas páginas
y, otras, por medio de los libros que escribieron quienes lo leyeron con mayor hondura34.
Nunca se insistirá bastante en la necesidad de predicar el Evangelio y desde el Evangelio.
Por supuesto, cabría objetar que la crisis de la imagen de Dios va de la mano de la crisis de
la paternidad. Por eso, en ocasiones hay que evitar hablar a quienes se acercan a nosotros del
padre que han tenido —que a veces no genera buenos recuerdos—, y hacer referencia, en
cambio, al padre que ellos mismos quisieran ser. Así pueden ir descubriendo el rostro de Dios y
la manera en que sus hijos están llamados a vivir, sintiéndose mirados por Él con infinito
cariño. Hijos que «procuran darse cuenta de que el Señor, al querernos como hijos, ha hecho
que vivamos en su casa, en medio de este mundo, que seamos de su familia, que lo suyo sea
nuestro y lo nuestro suyo, que tengamos esa familiaridad y confianza con Él que nos hace
pedir, como el niño pequeño, ¡la luna!»35. Un padre —ellos mismos, cuando piensan en su
propia paternidad o maternidad, o en la que desearían vivir— no quiere a su hijo por lo que
hace, sino sencillamente porque es su hijo. Y esa es la identidad que hemos de descubrir en
nosotros mismos frente a Dios.
En esta misma línea, el Papa Francisco proponía en Cracovia otra imagen sugerente:

«Dios es fiel en su amor, y hasta obstinado. Nos ayudará pensar que nos ama más
de lo que nosotros nos amamos, que cree en nosotros más que nosotros mismos, que
está siempre de nuestra parte, como el más acérrimo de los hinchas»36.
Como un padre que mira a su hijo jugar un partido de fútbol, Dios quiere vernos correr, luchar,
dar lo mejor de nosotros mismos… aunque en realidad no tengamos mucho que dar y seamos,
bien mirado, unos jugadores más bien medianos.

c) Vivir continuamente como hijos de Dios


Este modo de comprender nuestra relación con Dios da una forma propia a toda la vida
espiritual. Como señalaba nuestro Padre, «supone un auténtico programa de vida interior», que
describía en estos términos: «Llámale Padre muchas veces al día, y dile —a solas, en tu
corazón— que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo»37.
En lugar de dar por supuesto que ya saben hacerlo, conviene enseñar a las almas a considerarlo
muchas veces cada día, repitiendo esta u otras jaculatorias, proponiendo industrias humanas
que lo recuerden de continuo.
Por otra parte, es necesario ahondar en la realidad de nuestra filiación, con la cabeza y con
el corazón. Con la cabeza, meditando en la oración los textos de la Escritura que hablan de la
paternidad de Dios, de nuestra filiación, de la vida de los hijos de Dios38, o los muchos textos
que le dedicó san Josemaría a esta realidad. Y con el corazón, acudiendo al Padre confiadamente,
abandonándonos en su Amor, actualizando con o sin palabras nuestra actitud filial, y teniendo
siempre presente el Amor que Dios nos tiene. El Papa proponía a los jóvenes unas sencillas
palabras:

«Es triste ver a un joven sin alegría. Porque somos siempre sus hijos amados.
Recordemos esto al comienzo de cada día. Nos hará bien decir todas las mañanas en

33 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 64.


34 En este sentido es muy iluminante el Prólogo de J. Ratzinger-Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, vol. 1, La Esfera
de los Libros, Madrid 2007, 7-21. En la actualidad existen numerosos recursos para conocer mejor la Escritura y
acercarse a ella gradualmente.
35 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 64.
36 Papa Francisco, Homilía en la Santa Misa para la Jornada Mundial de la Juventud, 31.7.2016.
37 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 150.
38 Por ejemplo, F. Varo, Alegres con esperanza. Textos de san Pablo meditados por san Josemaría, Rialp, Madrid 2009,

sección «Hijos de Dios (Rm 8,17)», 52-57.


la oración: “Señor, te doy gracias porque me amas; estoy seguro de que me amas; haz
que me enamore de mi vida”. No de mis defectos, que hay que corregir, sino de la
vida, que es un gran regalo: es el tiempo para amar y ser amado»39.
Tal vez esa breve oración, recitada a diario, sirva a muchas almas para redescubrir la valía que
tiene su vida a los ojos de su Padre.
Cuando por fin esa seguridad nos empapa, la filiación divina marca un modo de vivir el
cristianismo, a partir del Amor y para el Amor. Es, según una expresión utilizada por san
Josemaría, «como el hilo que une las perlas de un gran collar maravilloso. La filiación divina
es el hilo, y ahí se van engarzando todas las virtudes, porque son virtudes de hijo de Dios»40.
Lo mismo para una persona joven que para alguien ya maduro, puede ser esta una perspectiva
desde la que encarar la lucha sin caer en el desánimo41. Es también la seguridad sobre la que
apoyarse para llevar a cabo la misión que el Señor nos ha confiado:

«Para el apostolado, ninguna roca más segura que la filiación divina; para el
trabajo, ninguna fuente de serenidad fuera de la filiación divina; (...) para nuestros
errores, aunque se estén palpando las propias miserias, no hay más consuelo ni
mayor facilidad, si de veras se quiere ir a buscar el perdón y la rectificación, que la
filiación divina»42.
En realidad, toda la vida cristiana nace y se nutre de ese saberse hijos de un Padre que nos
ama. Las dificultades se encaran entonces desde la conciencia de que, pase lo que pase, ese
Padre todopoderoso nos acompaña, está a nuestro lado y vela por nosotros. Esa seguridad es
para nosotros un «muro inexpugnable»43. Un modo de ponerlo por obra es vivir aquella rectitud
de intención que da unidad a nuestra vida filial. Se trata de no hacer más —ni más aprisa— que
lo que permita la contemplación, el sacrificio escondido, el cuidado de las cosas pequeñas, el
ejercicio de las virtudes… Todo esto es expresión de una auténtica piedad, muy alejada del
formalismo que constituye su caricatura44. Claro que habrá que recordar a las almas que esa

39 Papa Francisco, Homilía en la Santa Misa para la Jornada Mundial de la Juventud, 31.7.2016.
40 San Josemaría Escrivá, Apuntes de la predicación, 6-VII-1974 (en E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad
en la enseñanza de San Josemaría, vol. 2, 108).
41 Nuestro Padre unía a menudo la filiación divina con la infancia espiritual. Ciertamente, ¿qué importan las

sucesivas caídas del niño que está aprendiendo a andar en bicicleta… mientras vea a su padre cerca, animándole a
volver a intentarlo? Como apunta Pedro Rodríguez: «Este sentido de ser hijos de Dios en Cristo, definitorio de la
fisonomía espiritual que extendió por el mundo, lleva al Beato Josemaría a sentir la paternidad de Dios con la
ternura de un niño ante su padre», Camino. Edición crítico-histórica, introducción al cap. «Vida de infancia». Sobre
esta cuestión cfr. Camino, capítulos «Infancia espiritual» y «Vida de infancia».
42 San Josemaría Escrivá, Apuntes de la predicación, en E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza

de San Josemaría, vol. 2, 124. La conciencia de la filiación divina está hondamente enraizada en nuestra vocación,
hasta casi identificarse con ella: «Estando plenamente metido en su trabajo ordinario, entre los demás hombres, sus
iguales, atareado, ocupado, en tensión, el cristiano ha de estar al mismo tiempo metido totalmente en Dios, porque
es hijo de Dios. (…) La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a
amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de
los hijos pequeños», Es Cristo que pasa, n. 65.
43 San Josemaría Escrivá, Carta 8-XII-1949, n. 41, en E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza

de San Josemaría, vol. 2, 44.


44 La vida de trabajo del beato Álvaro del Portillo nos ofrece en este punto un ejemplo singular. Uno de sus

biógrafos señala: «El doctor Torelló, que lo conoció en 1940, ha escrito que su “laboriosidad no era espectacular o
tensa, sino tranquila, silenciosa y, al mismo tiempo, de ritmo rápido y rico de resultados. Sabía reflexionar, esperar
y también tomar decisiones sin vacilaciones, consultar y pechar con la responsabilidad de los propios puntos de
vista y resoluciones”. Mons. Marian Oles, que fue Nuncio Apostólico en varios países de Asia y Europa, después
de trabajar durante bastantes años en la Congregación para los Obispos, conserva un recuerdo semejante: “Ritmo
y armonía: en estas dos palabras resumiría la impresión que me produjo don Álvaro desde que lo conocí. (...) Nunca
se le notaba con prisa o agitado. (...) No transmitía ansia a su alrededor: parecía que no tenía más que hacer que lo
que estaba realizando en cada momento; pero no perdía ni un minuto. No era prisa; la palabra justa es ritmo. Un
ritmo incesante, pero no frenético, no obsesionante. (...) Actuaba con una calma que era fruto de un orden interior
adquirido en tantos años de trabajo junto a san Josemaría. Primero una cosa; después, una vez terminada, la
siguiente. Para mí, era la personificación de aquel punto de Camino que dice: ʻ¿Quieres de verdad ser santo? —
Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que hacesʼ”», J. Medina, Álvaro del Portillo.
Un hombre fiel, Rialp, Madrid 2012, 628-629.
rectitud de intención consiste, en nuestra vida terrena, en un continuo rectificar la intención de
nuestras acciones, procurando hacer todo como respuesta de Amor a nuestro Padre Dios.
Ahora bien, sería un error confundir esta seguridad con la ingenuidad de pensar que la
vida entonces se convertirá en algo dulzón, y la lucha en un paseo por un terreno llano y sin
obstáculos. A fin de cuentas, ser y saberse Hijo de Dios no eximió a Jesucristo de su muerte
cruenta. También san Pablo tuvo que aprender que el camino de la gloria exigía identificarse
con Cristo crucificado, «escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1Cor 1,23). De
igual modo, en la vida de san Josemaría, la conciencia de la filiación divina nació de la mano
de la experiencia de la Cruz. Corrían los primeros años treinta. Según narran sus biógrafos,
nuestro Padre sufría al contemplar el dolor de su madre y sus hermanos, que lo pasaban mal
por falta de medios económicos; sufría también porque seguía estando en Madrid en una
situación precaria; sufría, en fin, por la difícil situación que atravesaba la Iglesia en España:

«Cuando el Señor me daba aquellos golpes, por el año treinta y uno, yo no lo


entendía. Y de pronto, en medio de aquella amargura tan grande, esas palabras: Tú
eres mi hijo (Sal 2,7), tú eres Cristo. Y yo sólo sabía repetir: Abba, Pater!; Abba,
Pater!; Abba!, Abba!, Abba! (...) Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la
Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón –lo veo con más claridad que
nunca– es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser
hijo de Dios»45.
Esta experiencia dejará una profunda huella en el alma de san Josemaría. Volverá sobre
ella, con una expresión paradójica, en los textos que escribió muchos años más tarde para el
Via Crucis: «Como el niño débil se arroja compungido en los brazos recios de su padre, tú y yo
nos asiremos al yugo de Jesús»46.
Así pues, aunque parezca una locura, la Cruz —el dolor, el sufrimiento, las
contrariedades— es, para quienes siguen a Cristo, un signo de filiación. Por eso los cristianos
besamos la Cruz, la Santa Cruz, y tenemos siempre a mano un crucifijo, mientras procuramos
descubrir cada día la alegría que se esconde en llevar el santo madero de la mano de Jesús.
Igualmente, resulta siempre aconsejable volver una y otra vez sobre la oración que Cristo nos
enseñó, el Padre nuestro, así como sobre su propio modo de orar en Getsemaní47.

d) Encarar la vida como «un constante volver a la casa del Padre»


Ni siquiera las caídas conscientes y voluntarias son motivo de desánimo si mantenemos la
vista en Dios (y no en nosotros). Conviene meditar —y hacer meditar— a menudo la parábola
del padre que tenía dos hijos, recogida por san Lucas. San Josemaría la comentaba así:

«Cuando aún estaba lejos, dice la Escritura, lo vio su padre, y enterneciéronsele


las entrañas y corriendo a su encuentro, le echó los brazos al cuello y le dio mil
besos (Lc 15,20). Estas son las palabras del libro sagrado: le dio mil besos, se lo comía
a besos. ¿Se puede hablar más humanamente? ¿Se puede describir de manera más
gráfica el amor paternal de Dios por los hombres? (…)
Dios nos espera, como el padre de la parábola, extendidos los brazos, aunque no
lo merezcamos. No importa nuestra deuda. Como en el caso del hijo pródigo, hace
falta sólo que abramos el corazón, que tengamos añoranza del hogar de nuestro
Padre, que nos maravillemos y nos alegremos ante el don que Dios nos hace de

45 San Josemaría Escrivá, Apuntes de una meditación, 28-IV-1963, en E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad

en la enseñanza de San Josemaría, vol. 2, 37-38.


46 San Josemaría Escrivá, Via Crucis, VII estación.
47 El papa Benedicto se refirió en múltiples ocasiones a la oración de Jesús. Con anterioridad, había desarrollado

ya la idea de que la oración es «centro y clave de la vida de Jesús» y que «la participación en su oración es el
presupuesto para conocer y comprender a Jesús», cfr. El camino pascual, 90-97 y Miremos al traspasado, 28-31,
respectivamente. Puede ser útil, por otra parte, repasar la sección que dedica el Catecismo de la Iglesia Católica a «La
oración de la hora de Jesús» y el capítulo sobre «La oración del Señor: “Padre nuestro”», nn. 2746-2751 y 2761-2865,
respectivamente.
podernos llamar y de ser, a pesar de tanta falta de correspondencia por nuestra parte,
verdaderamente hijos suyos»48.
Aquel hijo ni siquiera pensó en el daño que había infligido a su Padre: lo único que añoraba
era el buen trato que recibía en la casa paterna49. Se dirige hacia allá con la idea de no ser más
que un siervo entre otros. Sin embargo, su Padre le recibe —¡sale a buscarle, se le echa al cuello
y le llena de besos!— recordándole cuál es su identidad más profunda: es su hijo. Enseguida
dispone que le devuelvan los vestidos, las sandalias, el anillo… las señales de esa filiación que
ni siquiera su mal comportamiento podía borrar.
Del mismo modo, aunque nosotros nos empeñemos tantas veces en ver en Dios a un Amo
del que somos siervos, o un frío Juez, Él se mantiene fiel a su Amor. Como recordaba Albino
Luciani, siendo obispo de Vittorio Veneto, a propósito de la paternidad de Dios:

«Él espera. Siempre. Y nunca es demasiado tarde. Es así, Él es así…, es Padre. Un


padre que espera en la puerta. Que nos ve cuando aún estamos lejos y se conmueve,
y corriendo se echa en nuestros brazos y nos besa tiernamente… Nuestro pecado
entonces se convierte casi en una joya que le podemos regalar para proporcionarle el
consuelo de perdonar… ¡Quedamos como caballeros cuando se regalan joyas, y no es
derrota, sino gozosa victoria dejar ganar a Dios!»50.
Podemos ofrecer al Señor hasta la humillación de nuestras caídas, de nuestra fragilidad;
incluso, si hay verdadera contrición, de nuestra «maldad arrepentida». Así, subidos sobre ese
montón de miseria, estaremos más altos, más cerca del Señor, que nos mira lleno de compasión
y de alegría (cfr. Lc 15,10).
El Papa Francisco ha insistido en que Dios no se cansa de perdonarnos, señalando la
misericordia como un atributo ligado a la fidelidad de Dios51. Sin embargo, la filiación divina es
también un descubrimiento sobre nuestra propia identidad. No se trata solamente de que Dios
haya decidido amarnos, sino de que verdaderamente somos, por gracia, hijos de Dios, y
podemos amarle con nuestra vida entera. Comentando la parábola del Padre misericordioso,
San Juan Pablo II, se fijaba especialmente en este segundo polo: «En fin de cuentas se trataba
del propio hijo y tal relación no podía ser alienada, ni destruida por ningún
comportamiento»52. Así pues, aunque el pecado se presente una y otra vez en nuestra vida,
aunque nuestra debilidad sea cada vez más palmaria, «esta conclusión no es la última
palabra. La última palabra la dice Dios, y es la palabra de su amor salvador y misericordioso
y, por tanto, la palabra de nuestra filiación divina»53. La palabra que recordaba el apóstol san
Juan: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!»
(1Jn 3,1).
En resumen, también frente a las caídas y los fracasos que jalonan nuestro caminar, la
conciencia de la filiación divina es causa de una continua alegría. Estaremos contentos incluso
cuando nos parezca que no rendimos lo suficiente, que retrocedemos más que avanzar, que
pasamos más tiempo en el suelo que en pie. Nuestro Padre nos abría su corazón al afirmar:
«Yo estoy contento. No lo debiera estar, mirando mi vida, haciendo ese examen de conciencia
personal que nos pide este tiempo litúrgico de la Cuaresma. Pero me siento contento, porque
veo que el Señor me busca una vez más, que el Señor sigue siendo mi Padre». El pecado no es
simplemente un error propio, sino sobre todo una ofensa a la persona que más nos ama. Sin
embargo, esa persona no se cansa de nuestras debilidades y caídas, sino que espera
continuamente nuestro regreso, porque nunca pierde la fe en el bien que somos. De esa misma
conciencia nacerá —como nacía en san Josemaría— la fuerza que necesitamos para volver a

48 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 64.


49 Cfr. Lc 15,17-19: «Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan,
mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre,
he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”».
50 Cit. en Papa Francisco, El nombre de Dios es Misericordia, op.cit., 65-66.
51 Cfr. Ibíd., 30.
52 San Juan Pablo II, Enc. Dives in Misericordia, 30.11.1980, n. 5.
53 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 66.
caminar en pos del Señor: «Sé que vosotros y yo, decididamente, con el resplandor y la ayuda
de la gracia, veremos qué cosas hay que quemar, y las quemaremos; qué cosas hay que
arrancar, y las arrancaremos; qué cosas hay que entregar, y las entregaremos»54.
Qué distinta sería nuestra lucha si, en lugar de basarla en nuestros propósitos de mejora y
en nuestros avances, la centrásemos en el Amor que nos precede y se vuelca sobre nosotros. Si
salimos de la confesión con un propósito de lucha, unas veces lo pondremos por obra, pero
otras muchas… Y eso es causa de desánimo. Quizá deberíamos tener como propósito
fundamental el de amar cada día mejor a Dios, y dejarnos salvar cada día por Él. Si en nuestra
lucha por mejorar salimos vencedores, ese propósito fundamental se reafirmará en forma de
agradecimiento; si caemos derrotados, el propósito fundamental se mantiene y se cumple…
pidiendo perdón. No hay derrota para quien desea acoger cada día el Amor de Dios. Ni
siquiera el pecado lo es, en cuanto se convierte en ocasión de recordar nuestra identidad de
hijos y al Padre que tenemos, que insiste en salir a nuestro encuentro clamando: «¡Hijo, hijo
mío!».
Ayudar a las almas a realizar este descubrimiento —en primer lugar, en la confesión—
puede servir para renovar su encuentro con Dios, y, así, ayudarles a vivir su fe sin agobio y
sin desánimo; pendientes del Amor más que de sí mismos; viviendo para amar, dejándose
salvar una y otra vez por el Amor de Dios, sabiendo que «la vida humana es, en cierto modo,
un constante volver hacia la casa de nuestro Padre»55.

3. ENCONTRAR EL AMOR DE DIOS ENCARNADO EN CRISTO


Otro itinerario para que las almas descubran en el Amor de Dios su valía personal pasa por
la contemplación de la Humanidad Santísima de Cristo. San Pablo describía así la raíz de la
vida cristiana: «Estoy crucificado con Cristo; vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien
vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y
se entregó por mí» (Gal 2,19-20). Para el Apóstol, el cristianismo no es cuestión de esfuerzo ni
de rendimiento, sino de que Cristo ha muerto por nosotros, ha resucitado y, desde el Cielo, ha
enviado a nuestros corazones su Espíritu Santo, que nos hace partícipes de su muerte y
resurrección. Cada uno de nosotros está llamado a vivir, como Pablo, «en la fe del Hijo de
Dios, que me amó y se entregó por mí».
Cuando san Josemaría afirmaba que «el cristiano no es un maníaco coleccionista de una
hoja de servicios inmaculada»56, no hacía más que expresar en lenguaje actual la predicación
del apóstol de las gentes:

«Si habéis muerto con Cristo a los elementos del mundo, ¿por qué os sometéis a
los dictados de los que viven según el mundo? A saber: “No tomes, no pruebes, no
toques”. Son cosas destinadas a gastarse con el uso, según prescripciones y
enseñanzas humanas. Tienen apariencia de sabiduría por su afectada piedad, su
humildad y la mortificación corporal; pero no tienen valor alguno: solo sirven para
cebar la carne» (Col 2,20-23).
Al morir en la Cruz «por nosotros los hombres y por nuestra salvación»57, Cristo nos liberó
de una vida de relación con Dios centrada en preceptos y límites negativos, y nos liberó para
una vida hecha de Amor: «Os habéis revestido de la nueva condición que, mediante el
conocimiento, se va renovando a imagen de su Creador» (Col 3,10). Se trata, pues, de conocer
el Amor de Dios y de dejarse tocar y transformar por Él, para —desde esa conciencia y desde esa

54 Idem., también la cita anterior.


55 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 64.
56 Ibíd., n. 75.
57 Símbolo niceno-constantinopolitano.
experiencia— retomar el camino de la santidad58. Veamos algunos modos concretos de
hacerlo.

a) Descubrir los sentimientos de Cristo en la Cruz


Como el Papa Francisco recordó en la Bula de convocación del último Jubileo
extraordinario, «Jesucristo es el rostro de la Misericordia del Padre» 59. Eso significa, por una
parte, que es su más plena manifestación, donde podemos conocerla de manera cada vez más
honda60; y, por otra, que es la instancia a quien podemos siempre dirigirnos cuando nos
alejamos de Dios. En definitiva, Dios sale a buscarnos en Jesucristo. En este sentido, es muy
significativa esta pregunta lanzada a los jóvenes:

«Y tú, querido joven, querida joven, ¿has sentido alguna vez en ti esta mirada de
amor infinito que, más allá de todos tus pecados, limitaciones y fracasos, continúa
fiándose de ti y mirando tu existencia con esperanza? ¿Eres consciente del valor que
tienes ante Dios que por amor te ha dado todo? Como nos enseña san Pablo, “la
prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía
éramos pecadores” (Rm 5,8). ¿Pero entendemos de verdad la fuerza de estas
palabras?»61.
¿Cómo es esa mirada que Cristo nos dirige desde la Cruz? Hay quien se siente incómodo
ante el crucifijo, pero ¿qué quiere decir que «murió por nosotros cuando todavía éramos
pecadores»? Al comprobar nuestra debilidad, después de una caída, con frecuencia pensamos
que no podemos dirigirnos a Dios, que le hemos decepcionado. Sin embargo, desde la Cruz,
Jesús nos mira y nos dice: «Te conozco perfectamente. Antes de morir he podido ver todas tus
debilidades y bajezas, todas tus caídas y traiciones… y conociéndote tan bien, tal como eres,
he juzgado que vale la pena dar la vida por ti». Hay muchos tipos de mirada, y la de Cristo es
siempre estimulante. En este sentido, durante la Audiencia general del Miércoles Santo de
2016, el Papa Francisco recordó una de las visiones de Juliana de Norwich, y la comentó
después:

«[Juliana] Decía así: “Entonces nuestro buen Señor me preguntó: ‘¿Estás contenta
[de] que yo haya sufrido por ti?’. Yo dije: ‘Sí, buen Señor, y te agradezco muchísimo;
sí, buen Señor, que Tú seas bendito’. Entonces Jesús, nuestro buen Señor, dice: ‘Si tú
estás contenta, también yo lo estoy. El haber sufrido la pasión por ti es para mí una alegría,
una felicidad, un gozo eterno; y si pudiera sufrir más lo haría’ ”.
Este es nuestro Jesús, que a cada uno de nosotros dice: “Si pudiera sufrir más por
ti, lo haría”. ¡Qué bonitas son estas palabras! Nos permiten entender de verdad el
amor inmenso y sin límites que el Señor tiene por cada uno de nosotros. Dejémonos
envolver por esta misericordia que nos viene al encuentro; y que en estos días,
mientras mantenemos fija la mirada en la pasión y la muerte del Señor, acojamos en
nuestro corazón la grandeza de su amor y como la Virgen el Sábado, en silencio, a la
espera de la Resurrección»62.
Hay que animar a las almas a descubrir el contenido profundo de estas palabras, a
meditarlas hasta hacerlas vida propia. De esta manera, para muchas personas, acercarse al
crucificado puede ser una experiencia que les descubra el inmenso Amor que Él nos tiene,
independientemente de nuestros éxitos o fracasos. Esa es, a fin de cuentas, nuestra seguridad
más firme: Cristo ha muerto por mí, porque creía que valía la pena hacerlo. Por eso exclamaba

58 Como es sabido, la estructura de algunas epístolas paulinas es doble: a la exposición de naturaleza dogmática,

centrada en la Redención de Cristo, sigue una exposición moral, que se deriva como una conclusión casi necesaria:
«por lo tanto…» (Ef 4,25), «en consecuencia…» (Col 3,5).
59 Papa Francisco, Bula Misericordiae Vultus, 11.4.2015, n. 1.
60 Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Dogm. Dei Verbum, 18.11.1965, n. 2.
61 Papa Francisco, Mensaje de preparación para la JMJ de Cracovia.
62 Papa Francisco, Audiencia general, 23.3.2016. El subrayado es mío.
el Apóstol: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a
su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?» (Rm
8,31-32). ¿Qué ha descubierto Pablo, para poder decir tal cosa? ¿No podemos hacer también
nosotros ese mismo descubrimiento? Un lugar privilegiado para hacerlo es —como siempre
lo ha sido— la liturgia. De ahí la importancia de introducir a las almas en su lenguaje y en sus
formas, con toda su riqueza de contenido y de significado. Los últimos pontífices se han
referido a la importancia de la mistagogía, que puede empapar tanto la catequesis como la
predicación y el acompañamiento63.

b) Contemplar la pasión y dejarse mirar por Jesús


Contemplar la pasión de Cristo y dejarse mirar por Él es un modo de oración que lleva a
descubrir su Amor, hecho de comprensión, de perdón y de confianza, y nos mueve a
responder con amor a esa apuesta incondicional. Por eso, se trata de un modo de orar que
puede ayudar a quienes se acercan a la labor de la Obra. ¡Cuántas veces nos animó san
Josemaría a meternos en las páginas del Evangelio, y de modo particular en la Pasión de
Nuestro Señor, «como un personaje más»! En el fondo, es el camino de la adoración y de la
contemplación, que consisten, en palabras del Papa Francisco, en «mirar a Dios, pero sobre
todo sentirse mirado por Él»64. Y no es un modo de orar propio de almas muy avanzadas en
la vida interior. Como señaló más tarde en Evangelii Gaudium:

«[precisamente cuando nos sentimos más fríos] necesitamos detenernos en oración


para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos. Nos hace falta clamar cada día, pedir su
gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial.
Puestos ante Él con el corazón abierto, dejando que Él nos contemple, reconocemos
esa mirada de amor que descubrió Natanael el día que Jesús se hizo presente y le dijo:
“Cuando estabas debajo de la higuera, te vi” (Jn 1,48)»65.
Ahora bien, eso no es algo que sepamos hacer de modo automático. Parece sencillo dejarse
mirar, simplemente ser en presencia de Dios, pero lo cierto es que nos cuesta terriblemente en
un mundo sobreestimulado e hiperactivo como el nuestro. Por eso es necesario enseñar a cada
uno, personalmente, a entrar en el silencio y dejarse mirar por Dios66.
La de Cristo es una mirada amorosa, afirmativa, que ve el bien que hay en nosotros —el bien
que somos— y que Él mismo nos concedió al llamarnos a la vida. Un bien digno de Amor; más
aún, digno del Amor más grande (cfr. Jn 3,16; 15,13). Al indicar a los jóvenes cómo es esa
mirada de Jesús, el Papa se adelantó a algunas posibles réplicas:

«Me dirás, Padre, pero yo soy muy limitado, soy pecador, ¿qué puedo hacer?
Cuando el Señor nos llama no piensa en lo que somos, en lo que éramos, en lo que
hemos hecho o de dejado de hacer. Al contrario: Él, en ese momento que nos llama,
está mirando todo lo que podríamos dar, todo el amor que somos capaces de contagiar. Su
apuesta siempre es al futuro, al mañana. Jesús te proyecta al horizonte, nunca al
museo»67.
Así es la mirada que Cristo nos dirige al dar la vida por cada uno de nosotros. En definitiva,
es la mirada del Amor, que afirma siempre a quien tiene delante y exclama: «¡Es bueno que

63 Cfr. Papa Francisco, Ex. Ap. Evangelii Gaudium, 24.11.2013, n. 166, y Benedicto XVI, Ex. Ap. Sacramentum

Caritatis, 22.2.2007, n. 64. La predicación del papa Benedicto en la Misa Crismal ofrece, en este sentido, un ejemplo
de indiscutible valor. Por otra parte, son numerosas también las publicaciones que han aparecido en la última
década sobre el significado de los distintos elementos presentes en la liturgia, particularmente en la Santa Misa.
64 S. Rubin, F. Ambrogetti, El Papa Francisco. Conversaciones con Jorge Bergoglio, Ediciones B, Barcelona 2013, 54.

También la cita anterior.


65 Papa Francisco, Ex. Ap. Evangelii Gaudium, 24.11.2013, n. 264.
66 Cfr. L. Buch, Rezar como el Papa Francisco, Cobel, Alicante 2016, 24-30.
67 Papa Francisco, Vigilia de oración con los jóvenes en la Jornada Mundial de la Juventud, 30.7.2016. El subrayado es

mío.
existas!, ¡qué maravilla tenerte aquí!»68. Descubrir a las almas esa afirmación gozosa de Dios es
el mejor modo de devolverles la esperanza y que se sientan de nuevo atraídos camino arriba,
por la senda tantas veces esforzada del Amor.
En este sentido, también nuestro Padre nos enseñó a dejarnos mirar amorosamente por
Cristo, que da su vida gustosamente desde la Cruz. Como anotó en el Via Crucis:

«Hay una falsa ascética que presenta al Señor en la Cruz rabioso, rebelde. Un
cuerpo retorcido que parece amenazar a los hombres: me habéis quebrantado, pero yo
arrojaré sobre vosotros mis clavos, mi cruz y mis espinas.
Esos no conocen el espíritu de Cristo. Sufrió todo lo que pudo —¡y por ser Dios,
podía tanto!—; pero amaba más de lo que padecía... Y después de muerto, consintió
que una lanza abriera otra llaga, para que tú y yo encontrásemos refugio junto a su
Corazón amabilísimo»69.
Así es como quiso que se representara a Cristo en la imagen que encargó para la capilla del
Santísimo de Torreciudad y para la ermita de la Santa Cruz de Cavabianca. Por eso, nos
animaba a acercarnos a Él con profundo respeto y con un amor ardiente, que se desborda en
actos de afecto humano y de cariño auténtico:

«Nicodemo y José de Arimatea —discípulos ocultos de Cristo— interceden por Él


desde los altos cargos que ocupan. En la hora de la soledad, del abandono total y del
desprecio..., entonces dan la cara “audacter” (Mc 15, 43)...: ¡valentía heroica!
Yo subiré con ellos al pie de la Cruz, me apretaré al Cuerpo frío, cadáver de Cristo,
con el fuego de mi amor..., lo desclavaré con mis desagravios y mortificaciones..., lo
envolveré con el lienzo nuevo de mi vida limpia, y lo enterraré en mi pecho de roca
viva, de donde nadie me lo podrá arrancar, ¡y ahí, Señor, descansad!
Cuando todo el mundo os abandone y desprecie..., “serviam!”, os serviré, Señor»70.
En efecto, sabernos amados de esta manera por Jesús nos llevará a querer «devolverle amor
por amor»71, con mil gestos de cariño, con auténtico dolor por nuestras faltas y pecados, y con
obras de correspondencia. No hay que tener miedo a esas muestras de piedad llenas de ternura
y afecto, que pueden ser el primer paso para una auténtica contrición y una vida renovada.

c) Meterse en las llagas de Cristo resucitado


Para que no cupiera duda del Amor que nos tiene, para que no quedara ningún resquicio
para la desconfianza y nadie pudiera pensar que Cristo se iba a arrepentir de lo que había
hecho a la vista de nuestra respuesta tantas veces mediocre e incluso hipócrita, el Señor quiso
que en su cuerpo permanecieran después de resucitar las heridas de la pasión. El Papa lo
recordó en la canonización de san Juan XXIII y san Juan Pablo II:

«Las llagas de Jesús son un escándalo para la fe, pero son también la comprobación
de la fe. Por eso, en el cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen,
permanecen, porque aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por nosotros,
y son indispensables para creer en Dios. No para creer que Dios existe, sino para creer que
Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro, citando a Isaías, escribe a los cristianos:
“Sus heridas nos han curado” (1P 2,24; cf. Is 53,5)»72.

68 Como se dirá también más adelante, en esta frase resume J. Pieper la esencia del amor en Las Virtudes

fundamentales, Rialp, Madrid 201210, 435-444. La idea sirvió de inspiración a muchas reflexiones de J. Ratzinger.
69 San Josemaría Escrivá, Via Crucis, estación XII, punto de meditación n. 3.
70 Ibíd., estación XIV, punto de meditación n. 1.
71 Ibíd., estación V, punto de meditación n. 1.
72 Papa Francisco, Homilía con ocasión de la canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II, 27.4.2014. El subrayado es

mío. Pocos días más tarde, volvía sobre la misma idea: «Jesús, cuando vuelve al cielo, lleva al Padre un regalo.
¿Cuál es el regalo? Sus llagas. Su cuerpo es bellísimo, sin las señales de los golpes, sin las heridas de la flagelación,
pero conserva las llagas. Cuando vuelve al Padre le muestra las llagas y le dice: “Mira Padre, este es el precio del
Se trata de un camino que han recorrido los santos a lo largo de toda la historia. San
Bernardo, por ejemplo, escribía: «A través de estas hendiduras, puedo libar miel silvestre y
aceite de rocas de pedernal (cfr. Dt 32,13), es decir, puedo gustar y ver qué bueno es el Señor»73.
Es un camino abierto a todos los cristianos y que, de hecho, muchos recorren a lo largo de su
vida:

«En mi vida personal, he visto muchas veces el rostro misericordioso de Dios, su


paciencia; he visto también en muchas personas la determinación de entrar en las
llagas de Jesús, diciéndole: “Señor estoy aquí, acepta mi pobreza, esconde en tus
llagas mi pecado, lávalo con tu sangre”. Y he visto siempre que Dios lo ha hecho, ha
acogido, consolado, lavado, amado»74.
De hecho, es el mismo camino que nuestro Fundador recorrió en momentos difíciles de su
vida, y de la historia de la Obra. Encontramos trazas de esto ya en 193475. Más tarde, en plena
Guerra Civil, con sus hijos desperdigados en los frentes de batalla, o escondidos en distintos
puntos de la península, de camino al Monasterio de las Huelgas, recibe una especial luz de
Dios. La describió en una carta a Juan Jiménez Vargas, ese mismo día:

«Burgos - 6-VI-938.
Jesús te me guarde, para Él.
Querido Juanito: Esta mañana, camino de las Huelgas, a donde fui para hacer mi
oración, he descubierto un Mediterráneo: la Llaga Santísima de la mano derecha de
mi Señor. Y allí me tienes: todo el día entre besos y adoraciones. ¡Verdaderamente que
es amable la Santa Humanidad de nuestro Dios! Pídele tú que Él me dé el verdadero
Amor suyo: así quedarán bien purificadas todas mis otras afecciones. No vale decir:
¡corazón, en la Cruz!: porque, si una Herida de Cristo limpia, sana, aquieta, fortalece
y enciende y enamora, ¿qué no harán las Cinco abiertas en el madero? ¡Corazón, en
la Cruz!: Jesús mío, ¡qué más querría yo! Entiendo que, si continúo por este modo de
contemplar (me metió S. José, mi Padre y Señor, a quien pedí que me soplara), voy a
volverme más chalao que nunca lo estuve. ¡Prueba tú! […]
Siento una envidia enorme de los que están en los frentes, a pesar de todo. Se me
ocurre pensar que, si no tuviera bien señalada mi senda, sería magnífico dejar corto
al P. Doyle. Pero… eso me iría muy bien: nunca me costó gran cosa la penitencia. Sin
duda, ésta es la razón de que me lleven por otro camino: el Amor. Y el caso es que se
me acomoda mejor todavía. ¡Si no fuera tan borrico!
Vaya, hijo: Dominus sit in corde tuo!…
Un abrazo. Desde la Llaga de la mano derecha, te bendice tu Padre
Mariano»76.
Fue este un camino que recomendó después muchas veces a quienes se acercaban a la Obra77.

perdón que tú das”. Cuando el Padre contempla las llagas de Jesús nos perdona siempre, no porque seamos buenos,
sino porque Jesús ha pagado por nosotros. Contemplando las llagas de Jesús, el Padre se hace más misericordioso.
Este es el gran trabajo de Jesús hoy en el cielo: mostrar al Padre el precio del perdón, sus llagas. Esto es algo hermoso
que nos impulsa a no tener miedo de pedir perdón; el Padre siempre perdona, porque mira las llagas de Jesús, mira
nuestro pecado y lo perdona», Regina Coeli, 1.6.2014.
73 San Bernardo, Sermón 61 (Sobre el libro del Cantar de los cantares), 4. Abundantes testimonios sobre esta

devoción, y un modo de vivirla, pueden encontrarse en el libro de P. Beteta, Mirarán al que traspasaron, Rialp, Madrid
2009.
74 Papa Francisco, Homilía en la toma de posesión de la cátedra del obispo de Roma, 7.4.2013.
75 Cfr. P. Rodríguez, Camino. Edición crítico-histórica, comentario a los nn. 288 y 555.
76 San Josemaría Escrivá, Carta, 6.6.1938, en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. 2, Rialp, Madrid

2002, 288-289. A renglón seguido, el biógrafo comenta: «Había cogido el pulso a ese secreto latir del Corazón de
Cristo, no por el camino del temor y de la penitencia sino por el del Amor y la filiación divina». Así se enlazan los
dos caminos que hemos señalado hasta ahora para ayudar a las almas a descubrir el valor que cada uno tiene a los
ojos de Dios. Sobre el estado en que se encontraba el santo, y las circunstancias en que recibe aquella luz, cfr. Ibíd.,
cap. XI, «La época de Burgos», 227-343.
77 Un ejemplo de ello se encuentra en la homilía Hacia la santidad, que en ocasiones definió como la falsilla de la

vida interior: «Si queréis aprender de la experiencia de un pobre sacerdote que no pretende hablar más que de Dios,
os aconsejaré que cuando la carne intente recobrar sus fueros perdidos o la soberbia —que es peor— se rebele y se
Dentro del itinerario que llevó a nuestro Fundador a descubrir aquel Mediterráneo, que fue
sin duda una luz de Dios, no hay que olvidar la enorme cantidad de horas dedicadas a cuidar
enfermos y gente sin recursos por los barrios más pobres de Madrid. Ese es desde luego un
óptimo modo de descubrir el Amor de Dios: salir de nosotros mismos para tocar a Jesús en las
personas que sufren. Ya antes hemos señalado que el Papa Francisco insiste incansablemente
en este punto78. En Cracovia recordaba a los jóvenes:

«Existen situaciones que nos pueden resultar lejanas hasta que, de alguna manera,
las tocamos. Hay realidades que no comprendemos porque sólo las vemos a través
de una pantalla (del celular o de la computadora). Pero cuando tomamos contacto
con la vida, con esas vidas concretas no ya mediatizadas por las pantallas, entonces
nos pasa algo importante, sentimos la invitación a involucrarnos»79.
Así, tocar a Cristo en los que sufren es una manera de dejarnos interpelar por Él. Nuestra
vida puede cobrar entonces un sentido de misión que nos lance más allá de nosotros mismos,
contando no con nuestras fuerzas, sino con una llamada que viene de Dios, nos transforma y
cuenta con nosotros para sembrar en el mundo la paz y la alegría que vienen de Él. Como
veíamos al principio, la religión no es un conocimiento meramente teórico, sino una
comprensión —cierta forma de sabiduría— que se mueve siempre dentro de la comunión
personal con Dios. Nace de esa comunión y solo en ella se desarrolla. Por eso, salir de nosotros
mismos hacia Cristo, que sufre en nuestros «hermanos más pequeños» (Mt 25,40), puede ser
el mejor modo de abrir los ojos al Amor de Dios, que llena de sentido nuestra vida y nos colma
de esperanza. A fin de cuentas, como señalaba Benedicto XVI, «toda actuación seria y recta del
hombre es esperanza en acto»80.
A cada uno, según sus circunstancias personales, habrá que saber mostrar cómo ponerlo
por obra: sea en visitas de pobres o catequesis, sea dedicando una mañana a alguna actividad
de voluntariado (solos, con amigos, o con toda la familia), sea en el propio hogar, dedicando
tiempo y atención a familiares que estén enfermos o vivan solos. En todo caso, se trata de algo
nuclear en la misión apostólica de los fieles del Opus Dei81.

4. SALVADOS EN EL ESPÍRITU: PRIMACÍA DE LA GRACIA Y


COMUNIÓN DE LA IGLESIA
Tanto la filiación divina como la contemplación de —y el dejarse mirar por— Cristo
crucificado tienen una cosa en común: dirigen la atención hacia lo que Dios ha hecho (y hace)
por nosotros, en lugar de centrarla en lo que nosotros hacemos (o podemos hacer). Se trata de
un punto fundamental para la vida cristiana, sobre el que conviene volver una y otra vez, pues
el mundo en que vivimos pone el acento precisamente en el extremo opuesto. Nunca se
insistirá bastante en que, como señaló san Juan Pablo II al inicio del tercer milenio: «El
cristianismo es gracia, es la sorpresa de un Dios que, satisfecho no sólo con la creación del

encabrite, os precipitéis a cobijaros en esas divinas hendiduras que, en el Cuerpo de Cristo, abrieron los clavos que
le sujetaron a la Cruz, y la lanza que atravesó su pecho. Id como más os conmueva: descargad en las Llagas del
Señor todo ese amor humano... y ese amor divino. Que esto es apetecer la unión, sentirse hermano de Cristo,
consanguíneo suyo, hijo de la misma Madre, porque es Ella la que nos ha llevado hasta Jesús», San Josemaría
Escrivá, Amigos de Dios, n. 303.
78 Cfr. por ejemplo Ex.Ap. Evangelii Gaudium, n. 270.
79 Papa Francisco, Vigilia de oración con los jóvenes en la Jornada Mundial de la Juventud, 30.7.2016.
80 Benedicto XVI, Enc. Spe Salvi, 30.11.2007, n. 35. Sobre la íntima relación que existe entre el Amor a Dios y el

amor a los hermanos, conviene repasar lo que exponía unos años antes en Enc. Deus Caritas Est, 25.12.2005, n. 18.
81 A propósito de la importancia de este aspecto en la labor con gente joven, nuestro Fundador escribía en los

años treinta: «Los nuestros, a fin de convertirse en hombres de Dios, dedicarán al principio una buena parte de su
actividad a la catequesis de niños y a la visita de enfermos. Para hacerse entender de los primeros, habrán de
humillar su inteligencia: para comprender a los pobres enfermos, tendrán que humillar su corazón. Y así, de rodillas
su entendimiento y su carne, les será fácil llegar a Jesús, por el camino seguro del conocimiento de la miseria
humana, de la miseria propia, que les llevará a anonadarse, para dejar a Dios que construya sobre su nada»,
Apuntes íntimos, n. 647 (11-III-1932), en P. Rodríguez, Camino. Edición crítico-histórica, comentario al n. 419.
mundo y del hombre, se ha puesto al lado de su criatura»82. Así, se nos da la oportunidad de
descubrir el bien que nosotros somos —y Dios conoce—; aquel bien por el que Él decidió
crearnos y dar su vida. Retomemos las palabras de san Pablo a los Efesios que se han citado
más arriba, recogiendo ahora su contexto inmediato:

«También vosotros un tiempo estabais muertos por vuestras culpas y pecados,


cuando seguíais el proceder de este mundo, según el príncipe de la potestad del
aire, el espíritu que ahora actúa en los rebeldes contra Dios. Como ellos, también
nosotros vivíamos en el pasado siguiendo las tendencias de la carne, obedeciendo
los impulsos del instinto y de la imaginación; y, por naturaleza, estábamos
destinados a la ira, como los demás. Pero Dios, rico en misericordia, por el gran
amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho
revivir con Cristo —estáis salvados por pura gracia—; nos ha resucitado con Cristo
Jesús, nos ha sentado en el cielo con él, para revelar en los tiempos venideros la
inmensa riqueza de su gracia, mediante su bondad para con nosotros en Cristo
Jesús.
En efecto, por gracia estáis salvados, mediante la fe. Y esto no viene de vosotros:
es don de Dios. Tampoco viene de las obras, para que nadie pueda presumir.
Somos, pues, obra suya. Dios nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos
dediquemos a las buenas obras, que de antemano dispuso él que practicásemos»
(Ef 2,1-10).
Nos hará bien meditar —y hacer meditar— estas frases del Apóstol: «Por gracia estáis
salvados», y esto «es don de Dios»; «somos, pues, obra suya». Como añadirá enseguida:
«entonces vivíais sin Cristo: (…) sin esperanza y sin Dios en el mundo. Ahora, gracias a
Cristo Jesús, los que un tiempo estabais lejos estáis cerca por la sangre de Cristo» (Ef 2,12-
13). La salvación es una obra de Dios, que estamos llamados a vivir y a revivir de nuevo,
continuamente. Ese es el auténtico punto de partida para la vida cristiana, para propiciar que
renazca la esperanza y empezar a realizar «las buenas obras, que de antemano dispuso él
que practicásemos».

a) Hacer «de los chicos almas de oración»


Una vida espiritual centrada en la convicción de que es Cristo quien nos salva dará
prioridad a la oración, esto es, a la consideración de la obra de Dios en el mundo, en su Iglesia
y en cada uno de nosotros. Dará gracias a Dios por todo lo que ha realizado (y realiza), y no se
cansará de dejarse salvar por Él, las veces que haga falta. En eso consiste, principalmente, el
cristianismo: en dejarnos curar como el leproso que se acercó a Jesús, dejarnos levantar como
Pedro cuando quiso caminar sobre las aguas, dejarnos resucitar como Lázaro.
Al cruzar el umbral del año 2000, san Juan Pablo II recordó a toda la Iglesia «un principio
esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia». Concretamente, nos ponía
en guardia frente a la situación que venimos considerando en estas páginas:

«Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral
misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y
programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto,
nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa
en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, “no
podemos hacer nada” (cf. Jn 15, 5)»83.
Al hacer este diagnóstico, el Papa proponía también una vía de solución: el camino de la
oración. En efecto, apuntaba:

82 San Juan Pablo II, Carta ap. Novo Millennio Ineunte, 6.1.2001, n. 4.
83 Ibíd., n. 38.
«La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda
constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida
interior y de la santidad. (…) Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el
episodio evangélico de la pesca milagrosa: “Maestro, hemos estado bregando toda
la noche y no hemos pescado nada” (Lc 5, 5). Este es el momento de la fe, de la
oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir
a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: ¡Duc in altum! En
aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: “en tu palabra, echaré las redes”
(ibíd.). Permitidle al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a
toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de
oración»84.
«Un renovado compromiso de oración». Acompañar a las almas por esta vía, hacer «de los
chicos almas de oración», es precisamente respetar y hacer brillar la primacía de la gracia.
En este punto se verifica la íntima unión que hay en las propuestas de los últimos pontífices
y su sintonía con el mensaje que Dios entregó a nuestro Padre. Benedicto XVI presentaba la
oración como uno de los «lugares» en que es posible aprender y ejercitar la esperanza, y
recordaba el ejemplo del cardenal Nguyen Van Thuan:

«Durante trece años en la cárcel, en una situación de desesperación aparentemente


total, la escucha de Dios, el poder hablarle, fue para él una fuerza creciente de
esperanza, que después de su liberación le permitió ser para los hombres de todo el
mundo un testigo de la esperanza, esa gran esperanza que no se apaga ni siquiera en
las noches de la soledad»85.
Por su parte, al hablar de la Iglesia en salida, el papa Francisco propone el mismo inicio:
«Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que oran y trabajan. (…) La Iglesia
necesita imperiosamente el pulmón de la oración, y me alegra enormemente que se
multipliquen en todas las instituciones eclesiales los grupos de oración, de intercesión, de
lectura orante de la Palabra, las adoraciones perpetuas de la Eucaristía»86.
Así pues, conviene que nos detengamos a considerar qué medios concretos ponemos en
nuestra labor para llevar a las almas por esta vía; si sabemos crear un clima de oración, de
confianza en Dios, y si sabemos acompañar a cada uno para que vaya creciendo en intimidad
con Cristo. Aunque se trata de un camino individual, único para cada alma, puede ser
conveniente impulsar más la Adoración y la meditación del Evangelio87; animar a acudir a
alguna iglesia donde haya momentos de Adoración eucarística; asegurar, en los retiros
mensuales, momentos de oración personal ante el Santísimo; organizar alguna sesión o ciclo
temático sobre cuestiones relacionadas con la Escritura o con la oración, tal como han enseñado
a hacerla algunos santos; etc.
Además, no hay que perder de vista que, en las meditaciones que predican, los sacerdotes
pueden hacer mucho por ayudar a los asistentes a entrar por caminos de oración 88. En el

84 Idem.
85 Benedicto XVI, Enc. Spe Salvi, 30.11.2007, n. 32. El papa hacía referencia a tres «“Lugares” de aprendizaje y
del ejercicio de la esperanza»: la oración (nn. 32-34), el actuar y el sufrir (nn. 35-40) y el Juicio (nn. 41-48).
86 Papa Francisco, Ex. Ap. Evangelii Gaudium, 24.11.2013, n. 262. En una entrevista, al poco de publicar este texto,

comentó: «Un anciano cardenal me dijo hace unos meses: “la reforma de la Curia la comenzó usted con la Misa
diaria en Santa Marta”», y añadía, reflexionando en voz alta: «la reforma empieza siempre con iniciativas
espirituales y pastorales, antes que con cambios estructurales», entrevista de A. Tornielli publicada en «La Stampa»,
15.12.2013.
87 Entre todas las maneras de orar, es imprescindible dar prioridad a la Lectio divina. Al menos en un principio

se puede aconsejar seguir los pasos tradicionales (explicados brevemente por Benedicto XVI en el n. 87 de la Ex.
Ap. Verbum Domini, y más brevemente aún por San Josemaría en el n. 253 de Amigos de Dios; también el papa
Francisco ha vuelto sobre ellos en la Ex. Ap. Evangelii gaudium, n. 152-153). La contemplación de Cristo convierte la
idea de la santidad en un deseo del corazón.
88 Al comentar el horario del primer retiro mensual que se organizó desde la Academia DYA, se dice que «las

pláticas desarrollaban la doctrina sobre algún aspecto de la vida cristiana; y las meditaciones glosaban diversas
escenas del Evangelio, facilitando así el diálogo con el Señor. Tanto en unas como en otras, Escrivá procuraba
reciente estudio que se ha publicado sobre DYA, la primera obra corporativa del Opus Dei, se
recogen algunos recuerdos sobre las meditaciones que dirigía nuestro Padre en el oratorio de
la calle Ferraz:

«“Sentados a izquierda y derecha de Don José María estaríamos unos ocho o


nueve. Normalmente no se faltaba. Una luz sobre la mesa y el resto en penumbra.
Una luz que reflejaba la cara del Padre, plena de concentración, de profunda
convicción cuando hablaba” (J.A. Serrano de Pablo). El fundador “se dirigía al
Sagrario, para hablar con Dios, con el mismo realismo con que nos hablaba a
nosotros” (F. Botella), “y se sentía luego uno metido entre los apóstoles y discípulos
del Señor, como uno de ellos” (F. Botella). “El Padre —escribió Álvaro Portillo al
acabar el retiro mensual de septiembre de 1935— nos convence de la necesidad de
rezar, no con fórmulas de un libro, en la lectura del cual muchas veces no interviene
el corazón, y sí sólo los ojos, acaso dormidos. La oración es una conversación con
nuestro Padre-Dios”»89.
Así era la predicación de San Josemaría, tal como la recuerdan los que la vivieron más de cerca,
y así puede ser también la nuestra90.
Por otra parte, procuraremos ayudar a las almas a que prolonguen esa oración —esa
conversación— a lo largo de sus jornadas. En cada momento podemos sentirnos contemplados
por un Padre que nos mira con cariño, y acompañados por la presencia de Cristo resucitado.
Puesto que la oración es una relación personal, está llamada a expresarse en la vida entera. En
este sentido, conviene ayudar también a las almas a vivir con naturalidad la presencia de Dios
y, en general, las «normas de siempre»: compartir con el Señor las alegrías, las penas, las
necesidades, las miserias, las relaciones humanas… En realidad, es un aspecto tan esencial
para la vida cristiana como lo son los ratos dedicados exclusivamente a la oración91. Además,
para quienes tienen más dificultad para recogerse, o para encontrar momentos de silencio en
sus jornadas, es particularmente necesario aprender a descubrir —en el trabajo, en clase, con
los amigos, en una comida, en casa—, ese «algo santo, divino, escondido en las situaciones
más comunes»92 del que tantas veces nos habló nuestro Padre.

b) Abrir el alma a la acción del Paráclito


Volviendo ahora a los tiempos de oración, en ocasiones puede introducirse en ellos el
mismo paradigma de rendimiento que afecta a la entera sociedad. De los ratos que dedicamos
a Dios esperamos sacar enseguida un fruto concreto, sea en forma de propósitos de lucha
personal o de planes apostólicos concretos, sea en forma de «ideas» sobre un determinado
«tema». Sacrificamos así, en el altar del rendimiento, lo que constituye la esencia de la oración
cristiana: la experiencia de la cercanía de Dios.
Cuando, al poco de ser elegido Papa, preguntaron a Francisco cuál era su modo preferido
de orar, contestó: «lo que verdaderamente prefiero es la Adoración vespertina (…). Por la
tarde, entre las siete y las ocho, estoy ante el Santísimo en una hora de adoración»93. No era la
primera vez que hablaba de ese modo de orar. En otra ocasión la definió como «una
experiencia de claudicación, de entrega, donde todo nuestro ser entre en la presencia de Dios.

remover el corazón del oyente para que se uniera más a Dios», J.L. González Gullón, DYA. La Academia y Residencia
en la historia del Opus Dei, Rialp, Madrid 2016, 180 (en nota).
89 Ibíd., 429.
90 Cfr. Corazón de sacerdote. Acercar el Amor de Dios al fondo de las almas, Sesión 4 – Llegar al fondo en la predicación,

donde se recoge también bibliografía.


91 «Si tenemos un radiador, quiere decir que habrá calefacción. Pero sólo se caldeará el ambiente si está

encendida la caldera... Luego necesitamos el radiador en cada momento, y además la caldera bien encendida. ¿De
acuerdo? Los ratos de oración, bien hechos: son la caldera. Y además, el radiador en cada instante, en cada
habitación, en cada lugar, en cada trabajo: la presencia de Dios», San Josemaría, Apuntes de la predicación, 28-IX-
1973, en E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, vol. 3, Rialp, Madrid 2013,
518-519.
92 San Josemaría, Conversaciones, 114.
93 Entrevista de A. Spadaro, publicada en «L'Osservatore Romano», 27.9.2013.
Es allí donde se producirá el diálogo, la escucha, la transformación. Mirar a Dios, pero sobre
todo sentirse mirado por Él». Y apuntaba, de nuevo:

«Cuando más vivo la experiencia religiosa es en el momento en que me pongo, a


tiempo indefinido, delante del sagrario. A veces, me duermo sentado dejándome
mirar. Siento como si estuviera en manos de otro, como si Dios me estuviese tomando
la mano. Creo que hay que llegar a la alteridad trascendente del Señor, que es Señor
de todo, pero que respeta siempre nuestra libertad»94.
La oración es, entonces, en primer lugar, descubrir que estamos con Dios: Alguien vivo, real,
que no soy yo mismo; Otro, más allá de mí mismo (eso significa alteridad trascendente). En
definitiva, sentarnos y descubrir que Dios está ahí es ya orar —y es precisamente eso lo
principal en la oración.
Todo esto lo sabemos bien. Hemos meditado —y hecho meditar— infinidad de veces aquel
punto de Camino: «¿Que no sabes orar? –Ponte en la presencia de Dios, y en cuanto comiences
a decir: “Señor, ¡que no sé hacer oración!...”, está seguro de que has empezado a hacerla»95. Sin
embargo, ¿cuántas veces hemos perseverado en una oración hecha solamente de silencio?
También san Josemaría nos enseñó que el diálogo, en que consiste la oración mental, «a veces,
no es más que mirarse»96: el dejarse mirar de un hijo ante su Padre97; el de quien contempla el
Amor de un Dios que da la vida por nosotros; o el atento silencio de quien sabe que Dios mora
en su corazón y vive en él otorgándole una existencia nueva.
Este horizonte de silencio, escucha y atención, que es un auténtico camino de vida interior,
puede ser facilitado por el trato con el Paráclito. San Josemaría lo descubrió en un momento
preciso de su vida y lo recogió en sus Apuntes íntimos:

«Octava de todos los Santos –martes– 8-XI-32: Esta mañana, aún no hace una
hora, mi P. Sánchez me ha descubierto ‘otro Mediterráneo’. Me ha dicho: ‘tenga
amistad con el Espíritu Santo. No hable: óigale’. Y desde Leganitos, haciendo oración,
una oración mansa y luminosa, consideré que la vida de infancia, al hacerme sentir
que soy hijo de Dios, me dio amor al Padre; que, antes, fui por María a Jesús, a quien
adoro como amigo, como hermano, como amante suyo que soy... Hasta ahora, sabía
que el Espíritu Santo habitaba en mi alma, para santificarla..., pero no cogí esa
verdad de su presencia. Han sido precisas las palabras del P. Sánchez: siento el Amor
dentro de mí: y quiero tratarle, ser su amigo, su confidente..., facilitarle el trabajo de
pulir, de arrancar, de encender... No sabré hacerlo, sin embargo: Él me dará fuerzas,
Él lo hará todo, si yo quiero... ¡que sí quiero! Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía,
Amor: que sepa el pobre borrico agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderse, y
seguirte y amarte –Propósito: frecuentar, a ser posible sin interrupción, la amistad y
trato amoroso y dócil del Espíritu Santo. Veni Sancte Spiritus!...»98.
Se trata de un camino transitable para todos los cristianos: el de abrirse continuamente a la
acción del Paráclito, que nos ilumina y nos lleva «hasta la verdad plena» (Jn 16,13). En efecto,
«cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios» (Rm 8,14), y nos
dejamos llevar por Él en cuanto procuramos entrenarnos un día y otro en la «difícil disciplina
de la escucha». Tratar al Espíritu Santo es procurar escuchar su voz, «que te habla a través de

94 S. Rubin, F. Ambrogetti, El Papa Francisco, 54.


95 San Josemaría, Camino, n. 90.
96 San Josemaría Escrivá, Apuntes de la predicación, 21-II-1971, en E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad

en la enseñanza de San Josemaría, vol. 1, Rialp, Madrid 2010, 312.


97 «A lo largo de los años, he procurado apoyarme sin desmayos en esta gozosa realidad. Mi oración, ante

cualquier circunstancia, ha sido la misma, con tonos diferentes. Le he dicho: Señor, Tú me has puesto aquí; Tú me
has confiado eso o aquello, y yo confío en Ti. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están
absolutamente seguros de sus padres», San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 143.
98 San Josemaría Escrivá, Apuntes íntimos, n. 864, en P. Rodríguez, Camino. Edición crítico-histórica, comentario al

n. 57. Este mismo autor remite a un estudio de J.L. Illanes, Trato con el Espíritu Santo y dinamismo de la experiencia
espiritual. Consideraciones a partir de un texto del Beato Josemaría Escrivá, un escrito publicado en 1999 y disponible en
www.dadun.unav.edu
los acontecimientos de la vida diaria, a través de las alegrías y los sufrimientos que la
acompañan, a través de las personas que se encuentran a tu lado, a través de la voz de tu
conciencia, sedienta de verdad, de felicidad, de bondad y de belleza»99.
A lo largo del día se nos ocurren infinidad de ideas felices, y, cuando las ponemos por obra,
resultan de lo más acertado. Ideas de servicio, de cuidado, de atención, de perdón. Y no es que
hayamos tenido sin más una buena idea, sino que el Espíritu Santo nos ilumina a lo largo de
nuestras jornadas. Otras veces nos llegan esas luces al leer la Escritura100, o los escritos de algún
santo, y de modo especial los de nuestro Fundador. Y otras, en fin, en la charla fraterna.
Conviene aprender a orar a partir de esas iluminaciones de Dios. De hecho, dar primacía a la
gracia es vivir en esta perspectiva de fe, y dejar espacio en nuestra alma a la obra del Paráclito.
El entonces cardenal Ratzinger puso de relieve este aspecto en la vida de san Josemaría, con
ocasión de su canonización:

«Ser santo no comporta ser superior a los demás; por el contrario, el santo puede
ser muy débil, y contar con numerosos errores en su vida. La santidad es el contacto
profundo con Dios: es hacerse amigo de Dios, dejar obrar al Otro, el Único que puede hacer
realmente que este mundo sea bueno y feliz. Cuando Josemaría Escrivá habla de que
todos los hombres estamos llamados a ser santos, me parece que en el fondo está
refiriéndose a su personal experiencia, porque nunca hizo por sí mismo cosas
increíbles, sino que se limitó a dejar obrar a Dios. Y por eso ha nacido una gran
renovación, una fuerza de bien en el mundo, aunque permanezcan presentes todas
las debilidades humanas»101.
Quizá podemos preguntarnos: ¿Enseño a las almas a rezar de este modo?, ¿a abrirse
cotidianamente a la acción de Dios, a su luz? ¿Las acompaño por el camino de la atención y
del discernimiento? Quizá sea más fecundo preguntar a alguien qué le dice Dios, que
detenerse en mil detalles de lo que tiene que hacer o dejar de hacer. La presencia de Dios en el
alma —que se vive en el trato y la escucha a las inspiraciones del Paráclito— constituye, en
definitiva, el camino más cierto y sobrenatural para cultivar la vida interior y, por esa vía, la
unidad y la fidelidad102.
Enseñar a rezar. Saber que es Dios quien hace las cosas. Acudir a nuestro Defensor, el
Paráclito, dejar obrar a Dios y dar prioridad a su obra sobre la nuestra. He aquí otro modo de
reconocer que nuestra vida no vale por lo que hacemos, ni pierde valor por lo poco que
hacemos, o por nuestros fracasos… mientras nos volvamos hacia ese Dios que ha querido vivir
en medio de nosotros103. La des-esperanza nos lleva precisamente en la dirección opuesta: a

99 San Juan Pablo II, Discurso durante el encuentro con los jóvenes en Berna, 5.6.2004. También la cita anterior.
100 Al leer el Evangelio, por ejemplo, es bueno preguntarse, como proponía el papa Francisco: «“Señor, ¿qué me
dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje? ¿Qué me molesta en este texto? ¿Por qué
esto no me interesa?”, o bien: “¿Qué me agrada? ¿Qué me estimula de esta Palabra? ¿Qué me atrae? ¿Por qué me
atrae?”», Ex. Ap. Evangelii gaudium, 24.11.2013, 153.
101 J. Ratzinger, Dejar obrar a Dios, en «L’Osservatore Romano», 6.10.2002. El subrayado es mío.
102 En este sentido es muy luminoso un texto del Beato Álvaro del Portillo, escrito durante la Guerra Civil

española. En él traza brevemente las bases de la vida en el Opus Dei, y precisamente de la unidad y de la fidelidad.
Parte de una consideración del plan de vida y, en general, de los medios con que se facilita la presencia de Dios,
para llegar a la meta que persiguen: la identificación con Cristo. Entonces: «La infusión del Espíritu Santo, conforme
más nos despojamos de nosotros mismos, por la oración y la mortificación constante en las cosas pequeñas, realiza
la transformación magnífica, la divinización de sus hijos de la Obra. Le recibimos no sólo como vivificador, lo que
ya, con la unidad de vida que supone, lleva consigo garantía suficiente de enlace, sino como Señor con pleno
derecho a dominarnos, dirigirnos y gobernarnos. Esto es, nos asegura que en todo momento resolveremos los
problemas que se nos presentan con material imposibilidad de consultar sobre su solución a los que hagan cabeza,
con arreglo exactamente a lo que éstos hubieran ordenado. Pero para esto es menester que nos acostumbremos a
no dejar nunca al Divino Espíritu dar voces en vano, alargar la mano en petición de un pequeño obsequio sin que
le demos lo que nos pida», J. Medina, Álvaro del Portillo. Un hombre fiel, Rialp, Madrid 2012, 161-162.
103 «Me habéis oído decir muchas veces que Dios está en el centro de nuestra alma en gracia; y que, por lo tanto,

todos tenemos un hilo directo con Dios Nuestro Señor. ¿Qué valen todas las comparaciones humanas, con esa
realidad divina, maravillosa? Al otro lado del hilo está, aguardándonos, no sólo el Gran Desconocido, sino la
Trinidad entera, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, porque donde se encuentra una de las divinas Personas, allí
están las otras dos», San Josemaría Escrivá, Apuntes de la predicación, 8-XII-1972, en E. Burkhart, J. López, Vida
cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, vol. 1, Rialp, Madrid 2010, p. 311-312.
cerrarnos en nosotros mismos, a no mirar más que lo que está de nuestra mano y, en una
palabra, a olvidarnos de Dios. En cambio, esa apertura nos ayudará a descubrir otra dimensión
fundamental de la vida cristiana. Antes de considerarla con cierto detalle, conviene quizá
detenerse un momento para hacer un breve apunte.
Lo que está en juego en lo que aquí se ha dicho —como en las páginas que se han dedicado
a nuestra identidad de hijos de Dios y a la contemplación del Amor encarnado en Cristo— es
algo tan relevante como la necesidad de ser, para las almas, verdaderos «maestros de oración».
Cualquiera tiene experiencia de cómo, en sus mejores horas, todos se entusiasman con las luces
recibidas sobre la propia vida y están dispuestos a hacer una oración de examen, de sacar
propósitos… Y, sin embargo, siguen sin descubrir todo el atractivo de una vida de intimidad
con Cristo, porque siguen sin descubrirle a Él. Para cambiar esta situación no basta,
ciertamente, el recurso a un discurso sentimental o a expresiones de piedad cada vez más
extraordinarias y barrocas. El camino no es el del «siempre nuevo», sino el que conduce
«siempre más adentro». De ahí la importancia de que, al acompañar a cada uno por la vía de
la contemplación y de la oración afectiva, se recuerden también los métodos o caminos más
clásicos de la oración cristiana. La Iglesia los ha recomendado siempre, y san Josemaría sabía
proponerlos singularmente. En este sentido, es siempre interesante la riqueza atesorada
durante siglos y recogida por el Catecismo en el capítulo dedicado a «La tradición de la
oración», así como la sabiduría de los grandes orantes y maestros que se propone en la sección
«El combate de la oración»104.

c) Un cristiano nunca camina solo


La oración cotidiana, el trato con el Paráclito y la disposición a seguir las indicaciones de
Dios cada día son la expresión vivida de una realidad que los cristianos no podemos olvidar.
En sus Últimas conversaciones con el periodista Peter Seewald, Benedicto XVI lo ha recordado
de un modo conmovedor. Aunque pueda resultar un poco largo, cito este interesante
fragmento de la entrevista:

«El papa tiene mucha gente a su alrededor, se reúne sin cesar con personas importantes.
Pero ¿no hay también momentos de soledad, en los que uno, en lo más hondo de su ser, puede
sentirse terriblemente solo?
Sí, pero gracias a que me siento tan vinculado con el Señor, nunca estoy del todo
solo.
Quien cree, ¿no está nunca solo?
Así es, en verdad. Uno sencillamente sabe: no soy yo quien hace esto. Solo no
podría hacerlo. Él siempre está ahí. No tengo más que escuchar y abrirme de par en
par a Él. Y luego compartir las cosas con los colaboradores más estrechos.
¿Cómo se logra esa escucha, ese abrirse de par en par a Dios? Si pudiera dar Ud. un consejo
a ese respecto…
(Se ríe)
¿Cuál es la mejor manera de hacer eso?
Pues suplicando al Señor —¡tienes que ayudarme ahora!— y recogiéndose
interiormente, permaneciendo en silencio. Y luego de cuando en cuando se puede
llamar a la puerta con la oración y demás, y suele funcionar»105.
Los cristianos, como apuntó repetidas veces nuestro Padre, «nunca podemos sentirnos
solos»106. Por una parte, por la presencia de Dios en nuestras almas; por otra, por la Comunión
de los Santos. También en este segundo sentido Benedicto XVI quiso recordarlo a la Iglesia, en
su segunda encíclica: «Nadie vive solo —constataba—. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo.

104 Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2650-2696 y 2725-2745, respectivamente.


105 Benedicto XVI, Últimas conversaciones, op. cit., 284.
106 San Josemaría Escrivá, Apuntes de la Predicación, 8-IV-1937, en P. Rodríguez, Camino. Edición crítico-histórica,

comentario al n. 545.
En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y
viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal»107.
Así, reconocer la obra de Dios en nuestra alma, dejarnos salvar por Él, es algo que va parejo
a descubrir nuestra pertenencia a una comunidad humana por cuyas venas corre la Vida de
Dios. En una sociedad profundamente individualista, que ve en la autonomía absoluta un
ideal, esta realidad puede servir a muchas almas para encontrar en la vida un fundamento
más sólido y duradero que las propias capacidades. San Pedro lo explicaba a los primeros
cristianos con una rica imagen:

«Como niños recién nacidos, ansiad la leche espiritual, no adulterada, para que
con ella vayáis progresando en la salvación, ya que habéis gustado qué bueno es el
Señor. Acercándoos a él, piedra viva rechazada por los hombres, pero elegida y
preciosa para Dios, también vosotros, como piedras vivas, entráis en la
construcción de una casa espiritual para un sacerdocio santo, a fin de ofrecer
sacrificios espirituales agradables a Dios por medio de Jesucristo» (1Pe 2,2-5).
Cuando el Apóstol habla de «piedras vivas», no se refiere simplemente a que cada alma
tenga vida propia, sino a que todas comparten una misma Vida, de igual modo que por las ramas
y el tronco de un árbol corre la misma savia vital. Y precisamente esta imagen hace ver la
necesidad de permanecer unidos a los demás: el Espíritu Santo, que llena mi corazón, llena
también el de todos los cristianos, y me une a ellos por el vínculo de una misma Vida, que es
el Amor de Dios, la vida de la gracia. Así, la unión con Dios es inseparable de la unión con los
hermanos (cfr. Jn 15,1-17).
Todos tenemos experiencia de que el medio más potente para aprender el camino hacia
Dios es convivir con alguien que lo esté recorriendo bien. Sin necesidad de palabras, su alegría
nos enciende, su ejemplo nos estimula, y, en definitiva, su vida nos transmite que la santidad
es atractiva y posible. Y cuando no es uno sino varios, la convivencia se convierte en un
adelanto del Cielo.
De modo análogo, la lectura de las vidas de los santos constituye un estímulo para el propio
camino. Son modelos de felicidad y de alegría que muestran con su propia vida la profunda
verdad de que vale la pena seguir a Jesucristo, dar la vida por Amor, exprimirse en el servicio
a los demás, vivir una existencia radicalmente generosa. La sonrisa enamorada de un santo
puede resultar mucho más convincente que cientos de argumentos. Por eso, al leer una
biografía de san Josemaría, del beato Álvaro o de las primeras personas de Casa, no podemos
quedarnos en su carácter ejemplar para conocer el espíritu de la Obra; son, principalmente,
biografías de personas santas, esto es, de los mejores hijos de la Iglesia, hermanos nuestros de
los que aprender y sentirse orgullosos. De ahí la importancia de conocer también la vida de
los grandes santos de la historia. Y no solo de conocer, sino de cultivar la devoción a aquellos
que son, ahora, la «nube de testigos» (cfr. Hb 12,1) de la que habla la Escritura, que nos animan
a seguir adelante en nuestro camino hacia Dios y nos acompañan con su intercesión.
Por otra parte, la consideración de la comunión con nuestros hermanos como constitutiva
de nuestra comunión con Dios puede ayudar a las almas en momentos de decaimiento. La
carencia de fuerzas puede servir precisamente para apoyarse en los demás, del mismo modo
que en otros momentos la plenitud propia servirá para cubrir la debilidad ajena. En Surco,
nuestro Padre recoge el testimonio de alguien que pasaba por un momento de dificultad:

«Otro hombre de fe me escribía: “cuando por necesidad se está aislado, se nota


perfectamente la ayuda de los hermanos. Al considerar que ahora todo he de
soportarlo ‘solo’, muchas veces pienso que, si no fuese por esa ‘compañía que nos
hacemos desde lejos’ –¡la bendita Comunión de los Santos!–, no podría conservar este
optimismo, que me llena”»108.

107 Benedicto XVI, Enc. Spe Salvi, 30.11.2007, n. 48.


108 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 56.
En otra ocasión —lo hemos meditado muchas veces— comparaba esta comunión con «lo que
son las transfusiones de sangre para el cuerpo»109. En ambos casos, esta realidad es fuente de
serenidad y de fortaleza interior.
El ideal humano actual nos presenta a un sujeto autosuficiente, capaz de hacer las cosas por
sí solo. Un hombre que, sí, ayuda a otros, pero que no necesita la ayuda de nadie. Más aún, la
necesidad de ayuda se ve como una deficiencia, un fracaso, algo que nos convierte en seres de
segunda categoría, que no han llegado a ser humanos en plenitud. ¡Qué distinta la imagen del
Dios que es Uno y Trino —es más, que es Uno precisamente por ser Trino—, que es un ser-de,
ser-para y ser-con el otro! Para el cristiano, la dependencia no es nunca una carencia, sino
precisamente un signo de nuestro ser a imagen de Dios. Al descubrirnos cada uno como
miembros de la Iglesia, solidarios con los demás cristianos, al buscar apoyo en los demás y
darles nuestra ayuda, estamos realizando en plenitud nuestra condición de personas110.
Todo esto se verificará en la vida de cada uno por caminos distintos. En unos, retomando
—o profundizando en— la dirección espiritual; en otros, implicándose en las mil actividades
que se llevan a cabo desde obras corporativas o iniciativas apostólicas; en otros aún,
colaborando en la propia parroquia, al servicio de la nueva evangelización. Labor del
sacerdote es discernir los talentos de cada cual para saber encauzarlos del modo más
adecuado.

5. «A JESÚS POR MARÍA»


En estas páginas se han expuesto algunos caminos para ayudar a las almas en la crisis de
esperanza que caracteriza el mundo en que vivimos —una de las emergencias a las que tiene
que hacer frente la Iglesia de hoy. Frente a la idea de que la propia vida adquiere valor y
relevancia en cuanto alcanza el éxito en sus proyectos, a ser posible sin la ayuda de nadie, se
han señalado algunos aspectos de la vida cristiana que pueden ayudar a recuperar la
esperanza a quienes quizá la habían perdido. Y, puesto que en el fondo se trata de una crisis
que afecta a la idea que se tiene de Dios, y a su presencia en el mundo, la respuesta es
eminentemente teologal, y pasa por un redescubrimiento vivido del núcleo del mensaje
cristiano: la salvación traída por Cristo, la filiación divina, el Amor que Dios nos ha mostrado
al entregar a su Hijo a la muerte, el don del Espíritu Santo a nuestras almas, la comunión de la
Iglesia.
Con todo, a veces nos encontramos con personas que ni siquiera pueden considerar
serenamente esas realidades, porque se les antoja demasiado abstracto dirigirse a Dios, o
porque no se atreven a mirar a Cristo directamente. Para ellas existe también otro camino. Lo
apuntaba Benedicto XVI en su encíclica sobre la esperanza cristiana:

«Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las
tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas,
personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para
nuestra travesía. Y ¿quién mejor que María podría ser para nosotros estrella de
esperanza?». Y en el número siguiente, concluía: «Madre nuestra, enséñanos a creer,
esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella del mar, brilla
sobre nosotros y guíanos en nuestro camino»111.
Es el mismo itinerario que nuestro Padre nos señaló hasta el final de su vida. Para san
Josemaría, la filiación divina era inseparable de la filiación a María, y una llevaba a la otra. Se
trata de otro de los «descubrimientos» que hizo siendo todavía un sacerdote joven, según
recoge en sus Apuntes:

«Ayer [...] descubrí un Mediterráneo —otro—, a saber: que, si soy hijo de mi Padre
Dios, lo soy también de mi Madre María. Me explicaré: por María fui a Jesús, y

109 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 544.


110 Sobre esta cuestión se volverá más adelante, en las sesiones 3 y 4.
111 Benedicto XVI, Enc. Spe Salvi, nn. 49 y 50.
siempre la he tenido por mi Madre, aunque yo haya sido un mal hijo. (Desde ahora
seré bueno). Pero ese concepto de mi filiación materna lo vi con una luz más clara, y
con un sabor distinto lo sentí ayer. Por eso, durante la Sda. Comunión de mi Misa, le
dije a la Señora mi Madre: ponme un traje nuevo. Era muy justa mi petición, porque
celebraba una fiesta suya»112.
María es una vía particularmente adecuada para «volver» a Jesús, cuando le hemos perdido
(o así nos lo parece). Nuestro Padre lo anotó en Camino, y lo desarrolló a lo largo de toda su
vida113. Una vía en que, por otra parte, aparecen anudados los distintos itinerarios que se han
descrito en estas páginas. María, el Padre, Jesús, la comunión en la vida de la gracia, aparecen
ya en una nota manuscrita de san Josemaría, que data de 1938 y que más tarde tomaría la
forma de un punto de meditación en Forja. Como tantas otras luces que recibió nuestro
Fundador, se inserta en una temporada de oscuridad interior y purificación pasiva. Procede
concretamente del retiro espiritual que hizo en septiembre de aquel año:

«Monasterio de Santo Domingo de Silos, vísperas de la Dedicación de San Miguel


Arcángel, 28, sep. de 1938. Llevo tres días de retiro... sin hacer nada. Terriblemente
tentado. Me veo, no sólo incapaz de sacar la Obra adelante, sino incapaz de salvarme
—¡pobre alma mía!— sin un milagro de la gracia. Estoy frío y —peor— como
indiferente: igual que si fuera un espectador de “mi caso”, a quien nada importara lo
que contempla. No hago oración. ¿Serán estériles estos días? Y, sin embargo, mi
Madre es mi Madre, y Jesús es —¿me atrevo?— ¡mi Jesús! Y hay bastantes almas
santas, ahora mismo, pidiendo por este pecador»114.

El camino «a Jesús por María» es una de las notas distintivas del Opus Dei, uno de los
aspectos en los que queda indicado su espíritu115. Además, era para san Josemaría una vía por
la que discurría su oración de hijo de Dios, teñida tantas veces por los tonos de la infancia
espiritual, que sugería a sus hijos sin imponerla. Descubrir una vez más su atractivo, y pensar
en los modos de comunicarlo a las almas que se acercan a nosotros, puede servirnos para
ayudarlas a encontrar de nuevo la esperanza que «no defrauda» (Rm 5,5)116.

L.B. – J.M.M.Q.

112 San Josemaría Escrivá, Apuntes íntimos, n. 820, 5-IX-1932, en P. Rodríguez, Santo Rosario. Edición crítico-

histórica, introducción al 2º misterio glorioso.


113 «A Jesús siempre se va y se “vuelve” por María», San Josemaría, Camino, n. 495. «Álvaro del Portillo ha

contado cómo, en su juventud, le preguntó al Autor (…) acerca del sentido de este “volver”: “Entonces pregunté
yo al Padre: Padre, ¿por qué ha puesto esto? Que se va por María, ya lo entiendo, pero que se vuelve.... Y me dijo:
hijo mío, si alguno tiene la desgracia de separarse de Dios por el pecado, o está a punto de separarse porque le va
entrando la tibieza y la desgana, entonces acude a la Santísima Virgen y encuentra otra vez la fuerza; la fuerza
para ir al confesonario, si hace falta, para ir a la Confidencia y abrir bien la conciencia con gran sinceridad –sin
que haya recovecos en el alma, sin que haya secretos a medias con el diablo– y por María, se va a Jesús”», en P.
Rodríguez, Camino. Edición crítico-histórica, comentario al n. 495.
114 San Josemaría Escrivá, Apuntes íntimos, n. 1588, en P. Rodríguez, Camino. Edición crítico-histórica, comentario

al n. 151. El texto sirvió como matriz para Forja, n. 251. Sobre las circunstancias en las que lo escribió, cfr. A. Vázquez
de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. 2, Rialp, Madrid 2002, 95-106 y 262-270.
115 Cfr. San Josemaría, Apuntes íntimos, Cuaderno III, nº 171, en P. Rodríguez, Camino. Edición crítico-histórica,

comentario al n. 11.
116 Poco antes de transcurrir su última Navidad en esta tierra, confiaba a un grupo de hijos suyos: «De ordinario

me abandono, procuro hacerme pequeño y ponerme en los brazos de la Virgen. Le digo al Señor: ¡Jesús, hazme un
poco de sitio! ¡A ver cómo cabemos los dos en los brazos de tu Madre! Y basta. Pero vosotros seguid vuestro
camino: el mío no tiene por qué ser el vuestro (…) ¡viva la libertad!», San Josemaría Escrivá, Apuntes de la predicación,
20-XII-1974, en E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, vol. 2, 68.
BIBLIOGRAFÍA

Sobre la esperanza cristiana

Benedicto XVI, Enc. Spe Salvi, 30.11.2007.


E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, vol. 2, cap. 3,
secc. 2 «Vida de fe y esperanza», 345-383
M. Esparza, Amor y autoestima, Rialp, Madrid 2009, especialmente la segunda parte: «Hacia
una solución definitiva», 137-269
J. Pieper, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 201210, parte «Esperanza», 369-413
J. Ratzinger, Mirar a Cristo. Ejercicios de Fe, Esperanza y Amor, Edicep, Valencia 20052

Sobre la filiación divina

E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, vol. 2, cap. 4
«El sentido de la filiación divina, fundamento de la vida espiritual», 19-159117
F. Ocáriz, voz Filiación divina, en Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, 519-526
Editoriales de Crónica del año 1995: «Hijos de Dios» (julio), «Sentido de la filiación divina»
(agosto)

Sobre la Humanidad Santísima de Cristo

C. Izquierdo, voz Jesucristo, en Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, 684-694


Editorial de Crónica del año 1995: «Mirar a Cristo» (marzo)
R.H. Benson, La amistad de Cristo, Rialp, Madrid 20096
P. Beteta, Mirarán al que traspasaron, Rialp, Madrid 2009.

Sobre el trato con el Paráclito y la edificación de la Iglesia

E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, vol. 1, cap. 3,
secc. 2 «Cooperar con el Espíritu Santo en la edificación de la Iglesia», 515-542
G. Maspero, voz Espíritu Santo, en Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, 437-445
Editoriales de Crónica del año 1998: «Redescubrir al Paráclito» (enero); «Ilumina, fortalece,
inflama» (marzo); «Docilidad al Espíritu Santo» (abril); «Colaboradores del Paráclito» (Julio);
«En las páginas del Decenario» (diciembre)

Sobre Santa María

E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, vol. 1, cap. 3,
secc. 4 «A Jesús por María», 568-581
J.L. Bastero, voz María Santísima, en Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, 798-807
G. Rovira, voz María Santísima, Devoción a, en Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer,
807-812

117 En las referencias a los volúmenes preparados por E. Burkhart y J. López, así como en las voces del Diccionario

de San Josemaría Escrivá de Balaguer, se encontrarán los principales lugares en que san Josemaría se ocupó de los
distintos temas, así como alguna bibliografía especializada que puede servir para profundizar en sus enseñanzas.
Ayudar a vivir la castidad hoy
PRESENTACIÓN
Lo que hace medio siglo se llamó «la sociedad opulenta» es hoy una realidad. Basta pensar,
aunque sea como anécdota, en las boutiques para perros que han aparecido (y se han
multiplicado) en los últimos años. Eso hace particularmente urgente una pedagogía de la
fortaleza y de la templanza. Como en otras épocas de la historia (y quizá sería bueno estudiar
y dar a conocer esos momentos similares al nuestro), la opulencia ha ido de la mano de un
desorden en el modo de vivir la sexualidad.
Por otra parte, los medios que hoy en día tenemos a disposición han hecho que el panorama
resulte en cierta medida inédito: contenidos que había que buscar con cierto empeño, hoy se
encuentran a un click de distancia. Estos factores —y muchos otros que inciden igualmente en
nuestra vida cotidiana— hacen necesario replantearse el modo de presentar la castidad y el de
luchar por vivirla.

Antes de comenzar, conviene señalar algo que podría llamar la atención. Estas páginas se
proponen complementar la exposición ascética habitual a propósito de la santa pureza, que, por
eso mismo, en cierta medida se da por supuesta.
Como se ve, el punto de partida es una consideración del contexto actual (n. 1) Después, se
exponen tres elementos importantes para la formación integral de la persona, que conviene
comprender (y poner en práctica) en su profunda e íntima unidad (n. 2). A continuación, se
hace una breve exposición filosófica de la libertad, centrada en dos de sus dimensiones, que
puede servir para enfocar con mayor hondura la labor pastoral (n. 3). En las dos secciones
sucesivas se propone un modo en que es posible formar la libertad en las dos dimensiones
expuestas. Primero, mostrando la belleza de la expresión sexual del amor, entendida como un don
fundamental que el hombre recibe (n. 4); y después, señalando un modo en que esa visión
amplia se puede integrar en una formación de la voluntad que haga posible el autodominio (n. 5).
Finalmente, se recogen algunas sugerencias pastorales (n. 6). Es importante leer estas últimas en
el marco de una comprensión personal y profunda de quien se tiene delante y, de nuevo, como
complemento de los medios que ha propuesto tradicionalmente la ascética cristiana118.
Así pues, este no es —no puede ni pretende ser— un tratado completo sobre la virtud de la
castidad. Además de una detallada exposición de los medios comunes para vivir esa virtud y de
su encuadre en el marco más amplio de la virtud de la templanza, junto con su consideración
moral, se echará en falta, sin duda, una mirada teológica que parta de la Escritura y exponga el
designio divino sobre el amor humano. También podría resultar llamativo que no se saque más
partido a las enseñanzas de san Josemaría sobre esta virtud. Sin embargo, hay que decir que en
los últimos años han aparecido algunas publicaciones que ponen por obra —y de un modo
bastante acabado— esos cometidos119.

118 San Josemaría los recogía a partir de una carta que había recibido de uno de los jóvenes que frecuentaban la
labor en DYA: «Me escribías, médico apóstol: “Todos sabemos por experiencia que podemos ser castos, viviendo
vigilantes, frecuentando los Sacramentos y apagando los primeros chispazos de la pasión sin dejar que tome cuerpo
la hoguera (…)”», Camino, n. 124. En otro lugar los resumía él mismo: «La custodia atenta de los sentidos y del
corazón; la valentía —la valentía de ser cobarde— para huir de las ocasiones; la frecuencia de los sacramentos, de
modo particular la Confesión sacramental; la sinceridad plena en la dirección espiritual personal; el dolor, la
contrición, la reparación después de las faltas. Y todo ungido con una tierna devoción a Nuestra Señora, para que
Ella nos obtenga de Dios el don de una vida santa y limpia», Amigos de Dios, n. 185. Se trata, en todo caso, de «los
procedimientos que han utilizado siempre los cristianos que pretendían de verdad seguir a Cristo, los mismos que
emplearon aquellos primeros que percibieron el alentar de Jesús», Ibíd., n. 186.
119 Cfr., por ejemplo, J. Brage, El equilibrio interior. Placer y deseo a la luz de la templanza, Rialp, Madrid 2016; A.

Rodríguez Luño, Elegidos en Cristo para ser santos, vol. 3 – Moral especial, Roma 2008, cap. 8 «La castidad», disponible
Por eso, lo que pretenden estas páginas es, como viene dicho, complementar lo que se ha
logrado ya. Y hacerlo concretamente por medio de una visión de conjunto que permita una
mirada renovada sobre la ayuda que el sacerdote puede prestar al proponer y ayudar a vivir la
castidad. De ahí que esta exposición desemboque en algunas sugerencias pastorales que, de
nuevo, vienen a complementar y a enriquecer —no a sustituir, pues no ha perdido validez— la
pastoral común de esta virtud, teniendo en cuenta de modo particular las circunstancias
concretas del mundo en que vivimos. En resumen, la de estas páginas no es una perspectiva
exclusiva, y mucho menos excluyente, sino simplemente un intento de anunciar al mundo
actual el Evangelio del amor120.

1. UNA MIRADA A LA SITUACIÓN ACTUAL


En los últimos cincuenta años, el mundo en que vivimos ha experimentado un cambio
profundo. Al inevitable salto generacional (en el caso de la labor con personas más jóvenes) se
suma una variedad de elementos que hacen a veces difícil comprender lo que otros viven o lo
que presentan como obstáculos insalvables en la lucha ascética. En algunos aspectos, estaban
ya presentes en la sociedad de hace cuatro o cinco décadas —y de hecho hubo quien los supo
anunciar—; en otros, en cambio, se han verificado transformaciones inesperadas.
Algunos fenómenos que cualquiera puede reconocer rápidamente ayudan a situar la
cuestión:
- Distorsión en la valoración y en la búsqueda del «sentir»
- Hiperestimulación sensual/sexual.
- Hábitos muy frecuentes de autoerotismo desde edades tempranas.
- Alto consumo de pornografía, con la consiguiente erosión de la conciencia moral.
- Iniciación sexual precoz. Primeras relaciones antes de los 16 años.
- Postergación de la edad en que se contrae matrimonio, y difusión de formas de
convivencia sin un compromiso definitivo.
- Cultura emotivista: se valoran las cosas por su impacto emocional.
- Desorientación afectiva: a quién querer, y de quién recibir amor.
- Mayor vulnerabilidad afectiva. Descuadre personal por incidencias afectivas
moderadas.
- Alta competitividad (en cualidades personales, en el aspecto físico) y
dependencia de la imagen física para ser valorado.
- Mayor fragilidad en los vínculos relacionales y afectivos profundos: con los
padres, entre los esposos, con los hermanos, con parientes, amigos, etc.
- Desorientación a la hora de comprender cómo es uno mismo, incapacidad para
reconocer (y verbalizar) los propios sentimientos.
- Aumento de dependencias de lo sexual.
- Mayor dificultad para desarrollar la ternura y la delicadeza.
- Dificultades de concentración y atención, con lo que eso conlleva de dispersión,
la impulsividad asociada y la tensión que pueden suponer los intentos de superar esas
dificultades.
- Aprendizaje que bascula más hacia lo audiovisual.
- Dificultad para la reflexión, la lectura.

online: http://eticaepolitica.net/corsodimorale/Especial08.pdf; G. Derville, Amor y desamor. La pureza liberadora,


Rialp, Madrid 2015; E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, vol. 2, 451-459;
A. Sarmiento, voz Castidad en Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, 214-219. Además, por supuesto, del
Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2331-2400 y 2514-2533.
120 Podría decirse que la perspectiva en que se mueven estas páginas es teológico-fundamental (por su

preocupación de dar razón de la propuesta cristiana, entendida como plenitud de la posibilidad humana de amar)
y, finalmente, pastoral.
La lista podría prolongarse, pero tal vez no sea necesario. Lo que aquí interesa es dar
algunas claves que nos permitan comprender la situación en su conjunto y,
consiguientemente, responder a la necesidad formativa de nuestros días según su carácter
específico. Un diagnóstico exhaustivo excede en mucho las pretensiones de estas páginas. Por
eso, entre los muchos que se podría señalar, vamos a detenernos solamente en cuatro rasgos
del mundo actual que será útil tener en cuenta a la hora de proponer la fe y los ideales
cristianos de un modo más significativo, convincente y atractivo121.

a) El ideal de autonomía absoluta


El mundo de hoy está marcado, en primer lugar, por un cierto ideal de la autonomía absoluta.
El hombre —cada hombre— se considera ley para sí mismo de un modo absoluto, hasta el
punto de que su parecer se erige en medida de lo bueno y de lo malo para él122. Cualquier otra
instancia que pretenda jugar ese papel es juzgada como impositiva, violenta o dominadora.
De este modo es como se presenta, en muchos casos, la idea de Dios. Igualmente, toda
formación en el ámbito moral —y, en general, toda forma de autoridad— cae bajo sospecha.
Como consecuencia de esta mentalidad nace una ideología de la indiferencia, que resuena
ya de algún modo en aquella afirmación de F. Nietzsche: «Temo que no vamos a
desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática…»123. Toda
determinación es sospechosa de imposición. Incluso las palabras se vacían de contenido, de
modo que cada cual pueda elegir libremente su significado. La cuestión del género no es más
que un ejemplo de este fenómeno más amplio.
Esta situación repercute en algunos conceptos que resultan fundamentales para recibir el
anuncio del Evangelio. Así, por ejemplo, la «culpa» (y por consiguiente el pecado) se convierte
en algo que hay que eliminar por irreal: ¿quién puede ser culpable de un mal, cuando es él
mismo —y su propio interés— quien determina lo bueno y lo malo? Pero, en tal caso, ¿cómo
se puede anunciar la salvación a quien no la necesita?
Por otra parte, está la cuestión de los referentes, los modelos de vida y, en definitiva, del
mapa de la propia existencia. Hace unos años existían unos modelos que todos aceptaban como
tales, una común visión del mundo y unas enseñanzas morales que servían (aunque fuera para
contestarlas) como punto de referencia. Hoy, en cambio, todo eso ha desaparecido. No
obstante, permanece aquel requerimiento fundamental del ser humano. Por eso, se aplica en
este caso aquello que Chesterton decía de la filosofía, y que podría glosarse en estos términos:
«Cuando uno no tiene unos referentes explícitos, acaba teniendo por referente cualquier cosa».
Es algo que se constata a diario: jóvenes que piensan que la felicidad tiene que ver con esos
modelos que ven en los programas de televisión, en las series y en las películas, en la
publicidad y, en general, en el mundo de imágenes que les rodea: deportistas, actrices, los
grandes triunfadores en todos los campos. Tienen referentes y modelos, pero muchas veces no
saben reconocerlos como tales (no, al menos, con la hondura que en realidad tienen en su modo
de comprender el mundo). Al mismo tiempo, el carácter irreal de esos modelos hace que
muchos —incluso ya adultos— se sientan desorientados, o consideren su vida carente de
sentido.

121 Se pueden encontrar indicaciones interesantes en J. Cabanyes, La salud mental en el mundo de hoy, Eunsa,

Pamplona 2012. Por otra parte, conviene tener presente el diagnóstico recogido por el Papa Francisco en Ex.Ap.
Amoris Laetitia, 19.3.2016, especialmente en el cap. 2 «Realidad y desafíos de las familias», nn. 31-54.
122 De este modo, llega a un cierto cumplimiento aquel ideal emancipador que nació con la Modernidad (ss.

XVI-XVII) y que se puede sintetizar en el lema ilustrado recogido por Kant: Sapere aude! - ¡Atrévete a pensar! Se
trataba de pensar en modo absoluto por uno mismo: sin referencias, sin pasado, sin memoria, sin una tradición de la
que reconocerse deudor… en definitiva, nacía la pretensión de hacerse a sí mismo a partir de nada más que las
propias fuerzas. Un ideal que no acepta dependencia de ningún género.
123 F. Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos, Madrid, Alianza 2002, 55.
b) El emotivismo
Un segundo rasgo importante, cada vez más extendido, es el emotivismo. Las emociones, los
deseos, los sentimientos se consideran habitualmente como el criterio por el que tomamos
decisiones, y juzgamos correctas o equivocadas las decisiones de los demás. Cuando esto
sucede, desaparece el autocontrol. Es más, este viene a considerarse como una aberración, ya
sea por su carácter constrictivo, o porque parece una hipocresía intentar ocultar los propios
sentimientos. Como apunta R. Scruton, se ha difundido «el mito de que los impulsos sexuales
han de ser expresados, y que cualquier intento de “reprimirlos” es dañino desde el punto de
vista psicológico»124. Las consecuencias que esto tiene en el ámbito de la educación están a la
vista de todos. Claro que se reflejan también en la fragilidad de muchos jóvenes (y no tan
jóvenes), así como en fenómenos cada vez más extendidos, como las dependencias y
adicciones de diverso tipo.
Las repercusiones del emotivismo se agravan al darse a la vez que aquel ideal de autonomía
absoluta. La ley del actuar humano no es ya, ni siquiera, la capacidad creativa del sujeto, sino el
fondo de deseos y pulsiones que es tan imprevisible como cambiante. Ahora bien, en la
insatisfacción y frustración que sigue a un comportamiento tan escasamente humano, surge de
nuevo el fenómeno de la culpa, que no puede desaparecer por el sencillo motivo de que es algo
tan real como la vida misma. «¿Por qué —se preguntan muchos— me siento vacío, si en todo
momento he hecho lo que he sentido?». Fracasos sentimentales que dejan heridas en el corazón,
amistades que terminan en resentimiento o rencor, enfados enconados, y, en el fondo, un malestar
o disgusto con uno mismo125. Y, aunque se experimenta todavía la atracción de lo bueno, de lo
auténtico (por ejemplo, de un amor romántico, en que se vive el respeto mutuo), muchos terminan
refugiándose en un amargo cinismo: «Deja estar esas ideas, en realidad la vida no es más que
esto…».
De igual modo, como escribió G. Lipovetsky hace ya algunas décadas, el afán de
autenticidad, de ser uno mismo, queda reducido y «se traduce por el deseo de sentir “más”, de
volar, de vibrar en directo, de sentir sensaciones inmediatas, de sumergirse en un movimiento
integral, en una especie de trip sensorial y pulsional»126. La autenticidad se cifra entonces en
las sensaciones que uno ha llegado a experimentar, en las experiencias límite que ha vivido…
pero no en la idea de vida que uno tiene, en las propias convicciones o en una tarea grande.
De este modo, incluso el noble deseo de la autenticidad queda reducido y no va más allá de lo
sensible, de lo placentero127.
Esto tiene también hondas repercusiones en las relaciones humanas. La amistad se
convierte en una relación superficial, y el noviazgo queda reducido a una relación meramente
afectiva, donde lo que «se siente» pasa por encima del conocimiento profundo del otro en toda
su riqueza personal128. Así, se ha hecho normal empezar relaciones amorosas, con
manifestaciones propiamente conyugales, muy pronto. Al mismo tiempo, paradójicamente, la
edad del matrimonio se retrasa mucho. Los motivos son unas veces laborales (esperar a
encontrar trabajo o a afirmarse en él), otras veces económicos, académicos, etc. Se crea así un
periodo de tiempo demasiado largo, que hace difícil vivir la castidad. También influye el
miedo que tienen muchas personas a comprometerse —fundado tal vez en la misma

124 R. Scruton, El abuso del sexo, en J.R. Stoner, D.M. Hughes (ed.), Los costes sociales de la pornografía, Rialp, Madrid

2014, 177. Scruton señala cinco mitos, ligados a la sexualidad, sobre los que se fundan las ideas más corrientes en
occidente sobre la materia, cfr. 176-179.
125 No hay que olvidar, por otra parte, que nuestro cuerpo tiene su propio lenguaje y su propia «memoria».

Querámoslo o no, las experiencias sexuales tienen para él un profundo significado y, por eso mismo, dejan huella.
126 G. Lipovetsky, La era del vacío (1983), Anagrama, Barcelona 2003, 23.
127 En efecto, no deja de ser significativo que hayan desaparecido de nuestro vocabulario ideales como «el

denuedo, la valentía, la capacidad de sacrificio, la alegría en el riesgo, la nobleza de alma, la fuerza vital, el espíritu
de conquista, la indiferencia hacia los bienes económicos, el amor a la patria y la fidelidad a la familia, a la raza y
al príncipe, la aptitud para dominar y regir, la humildad, etc.», M. Scheler, El resentimiento en la moral (1927), Espasa
Calpe, Madrid 1938, 206. Los ideales actuales son meramente utilitarios.
128 «Muchos llegan a las nupcias sin conocerse. Sólo se han distraído juntos, han hecho experiencias juntos, pero

no han enfrentado el desafío de mostrarse a sí mismos y de aprender quién es en realidad el otro», Papa Francisco,
Ex.Ap. Amoris Laetitia, 19.3.2016, n. 210.
inseguridad y en la inmadurez que conlleva una conducta basada en las emociones—,
pensando en que podría ir mal. La sociedad (los padres, etc.) tampoco ve bien que se casen
chicos jóvenes, que por otra parte hoy tardan más en madurar. Hace bastantes años era normal
casarse a los 22 o 23 años. Hoy se ve como una gran imprudencia.

c) Víctimas de la sobreestimulación
En tercer lugar, vivimos en una sociedad marcada por la sobreestimulación, lo cual, unido al
emotivismo, resulta letal. En efecto, ¿cuántos estímulos de tipo explícitamente sexual, por
ejemplo, recibe una persona en cualquier trayecto por la ciudad? ¿Y al utilizar el teléfono móvil
o entrar en internet? ¿Y al encender el televisor? Estímulos a menudo violentos, que recibe
incluso sin buscarlos, y que no son indiferentes para el fondo emocional de la persona, sino
que incitan muchas veces una respuesta inmediata.
Esta situación lleva a experiencias precoces (a menudo, demasiado precoces), a una
diversión de picos (con la consiguiente incapacidad de disfrutar de lo que no presenta esos
picos), y a una notable dificultad para todo lo que requiera algo de reflexión o una atención
continuada.
El silencio se convierte en algo incómodo, precisamente por la extrañeza que produce, para
una persona sobreestimulada, la ausencia de estímulos. La sociedad actual ha sido
caracterizada por algunos pensadores como una «sociedad del ruido». En su acepción más
honda, ruido serían todos aquellos estímulos que me rodean y me dicen cómo tengo que actuar:
el ambiente, la moda y la publicidad; las películas, las series y los programas de TV; los éxitos
de ventas y los vídeo-clips; las noticias, los canales de internet… Ahora bien, para pensar en
la propia vida y en los propios sueños, ¿ponemos música a todo volumen? Más bien,
necesitamos el silencio. Y lo mismo vale cuando se trata de tomar una decisión importante y
se hace preciso pensar: «¿por qué hacerlo?», «¿por qué no?», «¿es bueno o malo… y por qué?».
Todas estas preguntas requieren silencio… si lo que se pretende hallar es una respuesta
auténtica y verdadera, propia.
Por otra parte, la sobreestimulación va de la mano de la inmediatez. El par «Want it – Got
it» (lo quieres – lo tienes) hace que algunas experiencias humanas fundamentales, como la
espera, pierdan toda consistencia.

d) Un mundo sexualizado
A estos rasgos hay que sumar finalmente la sexualización que impregna la sociedad y la
cultura actuales. En un artículo de hace más de cuarenta años, el italiano Augusto del Noce
hacía ya un diagnóstico de la situación proponiendo una historia de sus orígenes:

«Una vez suprimido todo orden de fines y borrada toda jerarquía de valores, no
queda nada más que la energía vital identificable, según una antigua y difícilmente
discutible afirmación, con la sexualidad. Por lo tanto, el núcleo de la vida será la
felicidad sexual, y dado que la plena satisfacción sexual es posible, la felicidad es, por
tanto, alcanzable»129.
En cuanto desaparece todo orden ideal ligado al bien y a la verdad, el fin de la existencia se
reduce a la plenitud de las fuerzas vitales. Estas se reducen, a su vez, a la sexualidad, que
permea entonces la realidad entera: lo llena todo, porque se constituye en criterio de felicidad
y se identifica con la plenitud de vida a la que el hombre aspira.
Al mismo tiempo, la pornografía presenta unos ideales irreales que se convertirán en fuente
de frustración, y harán que muchos busquen en el sexo una plenitud que el sexo no puede dar.

129 A. del Noce, El erotismo a la conquista de la sociedad, en AA.VV., La escalada del erotismo, Palabra, Madrid 1972,

47. En el mismo artículo terminaba reconociendo que «la revolución sexual es efectivamente el punto de llegada
del “cientismo”» (70). Una concepción demasiado estrecha de la razón, como la que denunció repetidamente
Benedicto XVI, ha llevado a la animalización de la persona humana.
De ahí la aparición —también en personas casadas— de experiencias cada vez más barrocas y
de placeres sofisticados, que pierden de vista que la plena satisfacción llega justamente por el
valor humano integral que la sexualidad tiene cuando es expresión de amor y de entrega
personal130.

* * *

Aunque descrito breve y esquemáticamente, este es en cierta medida el ambiente en que se


desarrolla la vida de quienes acuden a la dirección espiritual; el ambiente que es necesario
tener en cuenta cuando queremos acercar —hoy— a las almas a Dios.

2. HACIA UNA EDUCACIÓN INTEGRAL: INTELIGENCIA -


VOLUNTAD - CORAZÓN
La tarea del sacerdote en el trato con las personas se inscribe en el marco más amplio de la
formación. Por eso, puede ser interesante detenerse un momento en este punto. La formación
contiene tres tareas igualmente importantes, que corresponden a tres dimensiones de la
persona, y que logran desarrollarse solamente cuando lo hacen de modo conjunto, como un
todo131.

a) «Conócete a ti mismo»
Como es sabido, esta indicación figuraba en el frontal del templo de Apolo en Delfos, al que
los helenos acudían para conocer la voluntad de los dioses. Constituye, sin duda, la gran
aspiración, y el leitmotiv, del pensamiento occidental: de la literatura, del arte, de la filosofía...
Todas esas expresiones hablan, en occidente, del ser humano, y nos permiten conocernos
mejor. Así pues, se trata de algo que llevamos inscrito en nuestro ADN por el mero hecho de
pertenecer al mundo en que hemos nacido. Nos parece una pregunta natural: del mismo modo
que para conducir un coche viejo necesito saber conducir y conocer los trucos de ese coche en
particular, para conducirme en la vida necesito saber quién es el ser humano, pero también
quién y cómo soy yo.
En la labor de formación —que es siempre también autoformación—, el conocimiento propio
es fundamental132. Nos permite tomar conciencia de la propia libertad, comprender el lugar
respectivo de la inteligencia y los sentimientos, y hacernos cargo, finalmente, de todo lo que
hemos recibido... y de lo que podemos dar. En efecto, no se trata solamente de saber cómo soy
(virtudes y defectos, rasgos de mi carácter, miedos y límites), sino también de cómo quiero ser
y quién estoy llamado a ser. Cada una de estas cuestiones tiene una gran relevancia formativa.
Conocerse como uno es, en primer lugar, para aceptarse, y ganar así un espacio de libertad
interior que servirá de base para todo crecimiento. Saber cómo quiere ser, y fomentar siempre

130 En este sentido se movían las consideraciones de Benedicto XVI en su primera encíclica, que salían al paso

de la conocida crítica, dirigida al cristianismo, de haber «envenenado el deseo»: «Entre el amor y lo divino existe
una cierta relación: el amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de
nuestra existencia cotidiana. Pero, al mismo tiempo, se constata que el camino para lograr esta meta no consiste
simplemente en dejarse dominar por el instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también
la renuncia. Esto no es rechazar el eros ni “envenenarlo”, sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza.
(…)
Ni la carne ni el espíritu aman: es el hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual forman
parte el cuerpo y el alma. Sólo cuando ambos se funden verdaderamente en una unidad, el hombre es plenamente
él mismo. Únicamente de este modo el amor —el eros— puede madurar hasta su verdadera grandeza», Benedicto
XVI, Enc. Deus Caritas Est, 25.12.2005, n. 5.
131 Estas tres dimensiones no agotan la estructura de la persona, como las tres tareas que se proponen no agotan

toda la labor formativa. Para eso habría que desarrollar aspectos aquí apenas esbozados, como la dimensión
corporal, la emotiva, o la dimensión social del ser humano, etc.
132 Cfr. E. Stein, Sobre el concepto de formación, en Obras completas IV – Escritos antropológicos y pedagógicos,

especialmente 187-194.
la capacidad de soñar a lo grande, porque de esos sueños dependen en buena medida el
futuro… y el presente. Descubrir, finalmente, quién está llamado a ser, y abrir los ojos a aquella
conciencia de misión que da sentido a cada vida humana. No siempre aparece con claridad la
respuesta a estas cuestiones; a menudo, hay que esperar a una iluminación del Señor, o a un
«momento de gracia» (que puede ser, por cierto, de lo más ordinario). En todo caso, es tarea
ineludible —y principal— del director espiritual ayudar a quienes acuden a él a responder a
estas preguntas133.
Por otra parte, para ayudar a alguien es fundamental hacerse cargo de lo que le motiva. No
basta saber lo que le pasa, sino que es necesario comprender por qué le pasa, esto es, qué busca,
consciente o inconscientemente, al hacer o consentir tal o cual cosa. Ahí está la clave de la
auténtica empatía, condición indispensable para la dirección espiritual134. Es necesario, pues,
entrar en sintonía con la otra persona, llegar a su corazón y saber lo que le mueve135. Eso se
manifestará a menudo en sus emociones. Por eso, según señala J. Schlatter, en cuestiones
relacionadas con la castidad —y, en particular, con su desorden—, «es especialmente
importante detectar si aparecen las cinco emociones negativas más frecuentes, las cuales
podrían promover una respuesta del corazón en busca de calmar la “sed”»: cansancio, tristeza,
soledad, aburrimiento y enfado136. El problema, como viene dicho, es que, muchas veces, el
propio interesado es incapaz de reconocer en qué estado se encuentra…
En efecto, como fruto del emotivismo y de la superficialidad, nos encontramos a menudo
con un doble obstáculo para el propio conocimiento: la escasa práctica del examen personal y
la carencia de vocabulario para hablar de uno mismo. Eso hace que haya que enseñar muchas
veces a conocerse incluso en un estadio tan elemental como el de identificar y expresar los
propios sentimientos137.
Otra cuestión importante es la de distinguir el ámbito de la pureza del que corresponde en
sentido estricto al corazón. Reducir este último a un problema de pureza o a lo que se suele
llamar «compensaciones», no haría sino distorsionar un elemento fundamental de la
estructura de la persona humana. La libertad encuentra su plenitud en el amor, que es
afirmación de los demás y gozo en su presencia. Descubrir que uno tiene corazón, o que
reacciona ante ciertos estímulos, no tiene nada de extraño o desordenado. De hecho, el corazón
es precisamente el principal sujeto de la formación. Por eso, si intentamos reprimir la
afectividad cada vez que hace aparición en la vida de una persona (especialmente si es joven),
lo único que conseguiremos es torcer su proceso de maduración y cortar las alas que, en
cambio, le podrían permitir volar alto en la vida, entregándose a un ideal que pueda llenarla
plenamente. La afectividad es, en definitiva, expresión de la instancia más profunda del ser
humano138.
El conocimiento propio tiene que ver, en fin, con la realidad que se vive y en la que se vive.
Conocer quién es el hombre, qué diferencia hay entre masculinidad y feminidad, en qué
consiste la amistad o la familia, es importante para vivir a fondo, de modo consciente y libre,
la propia vida. Por eso, parte de la formación buscará que las personas tengan un discurso
variado y a la vez unitario de la realidad personal (libertad, amistad, noviazgo, vida social y
política, contemplación, arte, tiempo, etc.). ¿Cómo se logra eso? De modos muy diversos,

133 No hay que olvidar que el conocimiento propio va de la mano del conocimiento de Cristo, del mismo modo

que el fin último de la vida humana va parejo con la identificación con Cristo.
134 Cfr. Corazón de sacerdote. Acercar el amor de Dios al fondo de las almas, cv sacd 2016, Sesión 3: Una dirección

espiritual que se asoma a la hondura del alma.


135 Al hablar de «corazón» no se hace aquí referencia solamente a la afectividad, sino a aquella instancia que

constituye el centro y de algún modo la integridad de la persona considerada en su totalidad, según el significado
bíblico del término, según se vio con detalle en Corazón de sacerdote. Acercar el amor de Dios al fondo de las almas, cv
sacd 2016, Sesión 2: Donde habita el Amor de Dios.
136 J. Schlatter, Algunas notas a propósito de las dependencias, pro manuscripto.
137 Por supuesto, habrá que acompañar a las almas para que se conozcan también en planos más hondos. Para

esa tarea, puede ser de utilidad un texto que contiene a la vez una especie de guión con algunas indicaciones
(generales algunas, concretas otras) sobre el conocimiento propio: R. Guardini, Cartas sobre la formación de sí mismo
(1930), Palabra, Madrid 2000, 119-122.
138 Es interesante, en este sentido, la conferencia del profesor J.L. Lorda sobre el corazón: Trabajar el corazón,

trabajar con el corazón: https://www.youtube.com/watch?v=zD8NDZjINMc


desde los medios de formación colectivos o las lecturas que se pueden recomendar y comentar
poquito a poco con cada uno, hasta la misma charla de dirección espiritual, donde se puede
aprovechar para repasar nociones generales de antropología para aplicarlas a las situaciones
particulares que se están viviendo. Habrá que tener en cuenta que muchas de las personas con
las que hablamos no están acostumbradas a leer y a pensar con cierto rigor sobre determinados
temas —lo cual pone de relieve al mismo tiempo la magnitud y la urgencia de la tarea.

b) Formar la voluntad para dirigir la propia vida


Como viene dicho, los deseos y los sentimientos son una parte importante del ser
humano139. Muchas veces constituyen el motor de sus acciones, y tienen también un papel de
guía sobre lo que para mí es bueno (y deseable) o malo (y rechazable). Ahora bien, se trata de
una guía hasta cierto punto ciega, en cuanto los sentimientos pueden decirnos que algo es
deseable, pero no nos dicen por qué lo es. Así, pueden llevarnos a buscar bienes que son, en
realidad, bienes parciales, o menores… o incluso contrarios a lo que pretendemos en la vida:
como por ejemplo cuando una persona casada se enamora de otra, o alguien que quiere ser
médico se encuentra sin ninguna gana de estudiar… De ahí la importancia de conocerse y ser
sincero con uno mismo.
Con todo, no basta tampoco saber hacia dónde quiere uno ir. Junto al motor y al navegador,
es necesario coger el volante y dirigir el coche hacia donde queremos llegar. Es lo que se ha
llamado tradicionalmente disciplina, rigor con uno mismo o autodominio, que es especialmente
importante cuando se trata de amar, pues el don de sí exige el dominio y la posesión de uno
mismo140. Se hace más relevante, también, en un mundo que nos lleva con gran facilidad a caer
en adicciones o dependencias de diverso tipo.
En efecto, incluso sin entrar en cuestiones de contenido, el mundo digital supone en sí
mismo una ocasión nueva de perder el dominio propio. Sobre la adicción que puede provocar
se ha escrito mucho, y es una realidad que contemplamos a diario. ¿Cuántos encienden el
móvil sin ninguna finalidad clara… simplemente «por si me ha entrado algo»? Pueden mirarlo
cada cinco minutos (o menos)… casi compulsivamente. ¿Cuántos pasan horas cada día yendo
de aquí para allá en las distintas redes sociales?: fotos, vídeos, «Me gusta», «Jajajajaja»,
mensajes de pocas palabras…
Por otra parte, el universo digital nos abre multitud de posibilidades de acción, que no por
ser posibles son igualmente buenas. Como apuntaba un pensador del siglo pasado, mucho
antes de que hicieran aparición las tecnologías recientes: «Más técnica reclama más
libertad»141. Se trata de una idea muy querida para Benedicto XVI, y sobre la que ha vuelto el
Papa Francisco a propósito de la cuestión ecológica. En el número 105 de Laudato si’, se lee:

«Se tiende a creer “que todo incremento del poder constituye sin más un progreso,
un aumento de seguridad, de utilidad, de bienestar, de energía vital, de plenitud de
los valores”, como si la realidad, el bien y la verdad brotaran espontáneamente del
mismo poder tecnológico y económico. El hecho es que “el hombre moderno no está
preparado para utilizar el poder con acierto”, porque el inmenso crecimiento
tecnológico no estuvo acompañado de un desarrollo del ser humano en
responsabilidad, valores, conciencia. Cada época tiende a desarrollar una escasa
autoconciencia de sus propios límites. Por eso es posible que hoy la humanidad no
advierta la seriedad de los desafíos que se presentan, y “la posibilidad de que el
hombre utilice mal el poder crece constantemente” cuando no está “sometido a
norma alguna reguladora de la libertad, sino únicamente a los supuestos imperativos
de la utilidad y de la seguridad”. El ser humano no es plenamente autónomo. Su

139 Habría mucho que decir sobre la afectividad humana, y su relación con la libertad y la inteligencia, aunque

excede los límites de esta exposición. Es interesante el reciente estudio de A. Cruz Prados, Deseo y verificación, Eunsa,
Pamplona 2015, especialmente cap. 2 - «La prioridad del apetito», sobre todo 130-146, y cap. 4 - «El actuar humano:
elección», sobre todo 333-363.
140 Cfr. AA.VV., Castidad-integración, vid. Anexo, passim.
141 E. Mounier, El personalismo (1950), Editorial universitaria de Buenos Aires, Buenos Aires 19707, 39.
libertad se enferma cuando se entrega a las fuerzas ciegas del inconsciente, de las
necesidades inmediatas, del egoísmo, de la violencia. En ese sentido, está desnudo y
expuesto frente a su propio poder, que sigue creciendo, sin tener los elementos para
controlarlo. Puede disponer de mecanismos superficiales, pero podemos sostener que
le falta una ética sólida, una cultura y una espiritualidad que realmente lo limiten y
lo contengan en una lúcida abnegación»142.
Son palabras casi idénticas a las que, pocas semanas antes de ser elegido para la sede
romana, el cardenal Ratzinger utilizó en una conferencia en Subiaco143. Uno y otro conocían
bien las reflexiones publicadas muchos años atrás por R. Guardini, quien estaba convencido
de la absoluta necesidad de recuperar y poner de relieve la importancia de la ética y de la
ascética144.
Como se ve, en este empeño por aumentar la propia fuerza moral y el dominio se sí, es
imprescindible señalar que la auténtica lucha por la libertad nace y se desarrolla desde y en el
interior del ser humano. Si se pierde eso de vista, la formación termina transformándose en
adiestramiento, y las virtudes, en meras destrezas145. En tal caso, una persona puede aprender
a hacer las cosas de una determinada manera —igual que un jugador de golf puede mejorar
su swing—, pero si no es él mismo quien quiere y está convencido de que vale la pena hacerlo,
esa destreza se perderá tan pronto como tenga que obrar por sí mismo, sin nadie que le indique
cómo hacerlo. Desde luego, la destreza es necesaria, puesto que hace posible de modo concreto
el autodominio, pero no es suficiente. Este es un punto esencial en la formación de gente joven,
y que reconocerá cualquiera que haya trabajado en un colegio y haya visto el paso de los
alumnos al mundo universitario o laboral…

c) Un corazón que disfruta con lo bueno


Para ser virtuoso no basta hacer el bien, sino también quererlo y disfrutarlo146. En efecto, a
menudo en la labor con gente joven encontramos personas que se han cansado de hacer cosas
buenas. Sencillamente, portarse bien no les llena. Es lo mismo que le sucedió al joven rico que
aparece en el Evangelio: «Todo eso lo he cumplido. ¿Qué me falta?» (Mt 19,20). Las cosas
buenas que había hecho no le bastaban. Hay una sed de plenitud en el corazón humano, que

142 Papa Francisco, Enc. Laudato si’, 24.5.2015, n. 105. Las citas internas son de R. Guardini, Das Ende der Neuzeit

(El ocaso de la época moderna).


143 «Al aumento de nuestras posibilidades no ha correspondido un desarrollo equivalente de nuestra energía

moral. La fuerza moral no ha crecido junto al desarrollo de la ciencia; más bien ha disminuido, porque la mentalidad
técnica encierra a la moral en el ámbito subjetivo, y por el contrario necesitamos justamente una moral pública, una
moral que sepa responder a las amenazas de se ciernen sobre la existencia de todos nosotros.
El verdadero y más grande peligro de este momento está justamente en este desequilibrio entre las posibilidades
técnicas y la energía moral. La seguridad que necesitamos como presupuesto de nuestra libertad y dignidad no
puede venir de sistemas técnicos de control, sino que sólo puede surgir de la fuerza moral del hombre: allí donde
ésta falte o no sea suficiente, el poder que el hombre tiene se transformará cada vez más en un poder de
destrucción», J. Ratzinger, Europa en la crisis de las culturas, Subiaco, 1.4.2005.
144 «Haremos bien en convencernos de que jamás se ha conseguido nada grande sin ascética (…). La ascética

significa que el hombre se domina a sí mismo. Para ello necesita conocer lo que en su propio interior es injusto, y
atacarlo de manera efectiva. Tiene que ordenar sus instintos físicos y espirituales, lo cual no es posible sin dominarse
a sí mismo. Tiene que educarse, poseyendo libremente lo que tiene y sacrificando lo que vale menos por lo más
elevado. Debe luchar por la libertad y la salud de su interioridad; combatir la maquinaria de la propaganda, la ola
de las sensaciones y el ruido en todas sus formas, que le asedian desde todos los horizontes. Debe educarse para la
distancia, es decir, para la independencia del juicio, para resistir contra aquello que “se” dice. La calle, el tráfico, la
prensa, la radio, el cine, plantean tareas de educación de sí mismo, más aún, de la defensa más elemental de sí
mismo, las cuales muchas veces no son siquiera percibidas, y mucho menos vistas con claridad y realizadas de
manera efectiva. En todas partes el hombre capitula ante los poderes de la barbarie. La ascética significa que el
hombre no capitula, sino que lucha, y que lucha en el lugar decisivo, es decir, contra sí mismo. Que mediante la
disciplina y la superación de sí mismo va creciendo desde dentro, a fin de que la vida se mantenga en el honor que
le pertenece y se haga fecunda, de acuerdo con su sentido», R. Guardini, El poder. Un intento de orientación (1951),
Cristiandad, Madrid 19823, 120-122.
145 Cfr. el escrito de C. Villar, Formación en la virtud de la castidad, pro manuscripto, §§ 2 y 3.
146 Es interesante, en esta línea, la exposición sobre el continente, el virtuoso, el incontinente y el vicioso que se

hace en AA.VV., Castidad-integración, vid. Anexo.


nace de lo más íntimo y que una educación meramente externa —el adiestramiento— no saciará
jamás. Tampoco lo hará el entregarse a aquellas cosas que le han indicado como «malas» o
«desordenadas», aunque tal vez esa persona experimente una cierta plenitud al realizarlas,
por el simple hecho de estar obrando con cierta libertad interior.
«¿Qué me falta?», preguntó el joven. Glosando la respuesta del Señor, podríamos decir: te
falta disfrutar de lo bueno, esto es, aprender a descubrirlo y apreciarlo, primero, y abrazarlo con
toda el alma, después. Así, al enseñar el autodominio, hay que saber integrarlo en una imagen
atractiva de la vida buena, y dejar que, poco a poco y libremente, vaya calando en el alma.
Muchas veces, el mejor modo de hacerlo será acudir a modelos cercanos, personajes históricos
o narraciones; y, siempre, el modelo será Jesucristo, cuyo brillo se refleja en la vida de los
santos.
Hemos de reconocer que apreciar lo bueno y disfrutarlo, en una sociedad sobreestimulada
como la nuestra, no es sencillo. Sin embargo, constituye el deseo más hondo del ser humano,
por lo que ha de ser siempre posible… y es en todo caso urgente. En las secciones que siguen
se dan algunas indicaciones útiles en este sentido. Con todo, conviene dejar ya anotado que
gran parte del trabajo, en este aspecto de la formación, tiene que ver con el ambiente en que
cada uno vive, en la propia familia y con los amigos. Puede ser bueno preguntarse de vez en
cuando: «¿Cómo descansamos en casa?, ¿veo alguna vez a mis padres/a mis hijos leyendo?,
¿sabemos disfrutar del silencio?, ¿y de la naturaleza? ¿Qué música se escucha en casa?, ¿vemos
alguna vez una película juntos?, ¿hay algún rato de tertulia?, ¿dialogamos?».
Con estas preguntas no se intenta proponer un modelo de vida slow o ecológica, ni es
tampoco la enésima defensa de la «cultura» frente al fútbol y otras formas de diversión… Nos
guste o no, apuntan a ciertos elementos que resultan necesarios para cultivar el gusto por lo
bueno. En una sociedad en que el bombardeo de imágenes es continuo y cada vez más
agresivo, no es fácil pararse a contemplar lo verdadero, lo auténtico, lo bello. Y sin embargo lo
necesitamos más que nunca. La tarea comienza en el propio hogar, porque todo eso se aprende
en primer lugar en familia… y con los amigos. Por eso, conviene que las personas que quieren
llevar una vida cristiana se pregunten también qué clase de amistad tienen con los que
consideran amigos, cuánto espacio hay para el diálogo cuando quedan, si cada uno está
mirando su móvil o saben prescindir de él, de qué hablan habitualmente (de sí mismos,
anécdotas y gustos personales, deporte, comida y ropa… o actualidad, lecturas recientes,
teatro, cine, excursiones…), qué tipo de actividades hacen juntos... Todo esto permite
comprender mejor la calidad de la relación humana que hay en un hogar o en un grupo de
amigos. A fin de cuentas, formar es siempre acompañar a alguien hacia la más alta calidad —
la excelencia que corresponde al carácter único de su persona.

3. FORMAR A FONDO LA LIBERTAD: QUERER CON TODA EL


ALMA
Como hemos visto, existe una labor de formación —y no mero adiestramiento— porque existe
la libertad. Más que definirla, vamos a detenernos ahora en dos dimensiones que es posible
distinguir en ella. No son las únicas que existen, ni tampoco las más fundamentales, pero sí
nos permitirán arrojar una interesante luz sobre la cuestión que venimos tratando147.

a) La libertad de elección
Una dimensión de la libertad aparece cuando consideramos la elección. En tal caso, elegir
libremente es hacerlo sin obstáculos ni constricciones de ningún tipo, y la libertad aumenta

147 Esta distinción corresponde a los dos principales actos de la libertad: elección y amor. Al proponerla aquí,

no se sigue ninguna doctrina particular, sino que se parte de varias. Se reconocerán sin duda algunas ideas de Isaiah
Berlin (libertad-de y libertad-para), E. Mounier (libertad de elección y libertad de adhesión), o S. Pinckaers (libertad de
indiferencia y libertad de calidad), entre otros. Para una consideración completa de las dimensiones de la libertad, cfr.
R. Yepes, Fundamentos de Antropología. Un ideal de la excelencia humana, Eunsa, Pamplona 1996, cap. 6 «La libertad»,
157-182.
cuanto mayor es mi capacidad de elegir, esto es, cuantas más opciones tengo, o cuantas menos
se me cierran. Si se tuviera en cuenta solamente —y de modo aislado— este aspecto de la
libertad, la indiferencia se convertiría en un valor que podría llegar a ser absoluto148. En efecto,
llevada al extremo, la libertad de elección exigiría no tomar decisiones que nos aten o nos con-
formen —en una palabra, que nos determinen—, porque eso restaría en adelante capacidad de
elegir.
Ahora bien, ¿es eso posible? Las decisiones más importantes en la vida son precisamente
aquellas que nos determinan, nos dan un rostro, una forma. Por ejemplo, si decido casarme,
me hago marido de alguien (y eso afecta a cómo aparezco ante los demás y a cómo esperan los
demás que me comporte); si tengo un hijo, me convierto en padre; y si habitualmente me
levanto tarde y comienzo a trabajar con retraso, me iré haciendo impuntual y, probablemente,
perezoso. Según sean mis elecciones, mi personalidad y mi identidad se irán definiendo en uno
u otro sentido. Así pues, ¿es posible mantenerse siempre en la indeterminación? Y, en caso de
que lo fuera, ¿es algo realmente deseable? ¿Qué modelo de vida resultaría de eso? Sujetos
egoístas, amorfos, incapaces para el compromiso. ¿Es ese un camino de plenitud personal? ¿Es
realmente atractivo?

b) La libertad de adhesión o libertad para amar


Junto a la de elegir existe la libertad de adhesión, esto es, la posibilidad de abrazar un bien de
tal manera, que sea capaz de renunciar a todo lo demás por él. Será la adhesión amorosa a una
persona, que me llevará a casarme con ella y hacer todo lo posible para que sea feliz; o la
adhesión a Cristo, que por la gracia me identificará con Él y me hará entre los hombres testigo
de su gracia; o la adhesión a una misión o a una tarea en el mundo, que movilizará en una
dirección todas las fuerzas de mi existencia. El acto propio de la libertad de adhesión es el
amor, o sea la afirmación de un bien hasta renunciar a otros bienes por hacer que crezca, se
desarrolle y llegue, en lo posible, a plenitud.
Ciertamente, el bien al que alguien se adhiera le conformará, le determinará en lo más
hondo. Por eso, lo fundamental en este aspecto de la libertad es la calidad de aquél o aquello a
lo que uno se adhiere. Quien vive para el trabajo, con la idea de crecer en la empresa y ganar
más dinero, lleva una vida distinta de quien está centrado en su familia o dedica buena parte
de su tiempo al cuidado no remunerado de enfermos terminales. Quien vive preocupado de
su propia fama lleva una vida distinta de quien está pendiente de sus amigos o entrega su vida
a la tarea educativa. Quien vive para «pasarlo bien» y busca placeres cada vez más intensos o
sofisticados lleva una vida distinta de quien se dedica a cuidar a los pobres.
Pero, también cuando no se trata de casos tan opuestos como los anteriores, es definitivo lo
que se ama. Así, quien vive para cuidar a su perro Bobby tiene una vida distinta de quien se
preocupa de hacer feliz a su mujer y educar a sus hijos; quien da la vida por la defensa de las
focas tiene una vida distinta de quien se dedica a las iniciativas de cooperación en África. ¿Cuál
de ellos es un proyecto más plenamente humano? ¿Cuál es camino (aunque no garantía) de
una felicidad mayor? En las sintéticas palabras de J. Burggraf, «la libertad se mide por aquello
a lo cual nos dirigimos. Cuanto más grandes son las aspiraciones, más grande es la libertad»149.
Por eso es tan importante que las almas aprendan a disfrutar de lo bueno, a reconocerlo y a
valorarlo: está en juego la calidad de su libertad y, por tanto, de su vida entera.
Si la libertad de elección, considerada aisladamente, es una posibilidad de la voluntad, la
libertad de adhesión compromete a la persona desde su núcleo más íntimo: «Donde está tu

148 En realidad, no existe tal indiferencia, por cuanto la voluntad humana es intencional, esto es, se encuentra

siempre dirigida al bien, hasta tal punto que el bien se puede definir como «lo que en el momento de obrar se presenta
como bueno o deseable en sí mismo», A. Rodríguez Luño, Ética General, Eunsa, Pamplona 20106, 183. Con todo, una
parte del pensamiento tardomedieval y moderno cayó en ese extremo, como ha estudiado S. Pinckaers, Las fuentes
de la moral cristiana, Eunsa, Pamplona 20073, cap. 14 «La libertad de indiferencia en el origen de la moral de la
obligación», 387-415.
149 J. Burggraf, La libertad: don y tarea, en La transmisión de la fe en la sociedad postmoderna y otros escritos, Eunsa,

Pamplona 2015, 65.


tesoro, allí estará tu corazón» (Mt 6,21). Un tesoro por el que el hombre está dispuesto a vender
todo lo que tiene, por ser precisamente aquello de lo que depende su felicidad (cfr. Mt 13,44).

c) Algunas consecuencias para la formación


En la tarea de formación, que afecta a la forma que va adoptando una persona (y, por tanto,
una libertad), el adiestramiento del que antes se hablaba puede ser un riesgo real si no se atiende
(no, al menos, con suficiente atención) a la libertad de adhesión. San Josemaría lo expresaba
con trazos claros: «Para ser castos —y no simplemente continentes u honestos—, hemos de
someter las pasiones a la razón, pero por un motivo alto, por un impulso de Amor»150.
En realidad, la misma caída en el adiestramiento se da cuando pretendemos que una persona
trabaje con perfección humana sin enseñarle qué significa descubrir que Cristo le espera ahí, o
cuando insistimos en la necesidad de hacer siempre y lo primero todas las normas del plan de
vida, sin presentarlas (¡cada una!) como una ocasión de encuentro con Jesucristo. La libertad
de adhesión es la libertad del Amor, y por eso es el motor más potente que hay en el ser
humano. Es la más profunda, la que no depende ni siquiera de las condiciones externas y la
que, en definitiva, se encuentra más íntimamente ligada a la felicidad. Pensar en ejemplos
extremos como S. Thomas More o el testimonio del cardenal van Thuan ayuda a comprender
hasta qué punto estas consideraciones no son exageradas.
En este marco se comprende que un punto fundamental para ayudar a vivir la castidad es
presentarla como una consecuencia del amor. Por una parte, del amor a Dios, y al don que nos
ha hecho al crearnos y al entregarnos el don de la sexualidad. Por otra parte, del amor a una
persona a la que se quiere entregar la propia existencia. Ahora bien, ¿cómo se forma esa
libertad de adhesión? Y, para poder encarnarla en lo concreto, ¿cómo se integra esta formación
con la que es necesaria para elegir en cada momento lo correcto?, ¿y con el fomento del
dominio de sí, indispensable en todo caso? Intentaremos dar una respuesta a estas cuestiones
en las secciones que siguen: primero, ofreciendo una breve exposición del amor humano y su
expresión sexual en toda su hermosura (n. 4); después, repasando en una perspectiva genética
el proceso de formación-educación (n. 5).

4. PROPONER LA BELLEZA DEL AMOR: UN CUERPO SEXUADO


PARA AMAR
Comencemos por una exposición sobre la grandeza del amor humano, que pueda mover a
la libertad a abrazarlo enteramente, hasta hacerlo propio. Se trata de una explicación entre
otras, igualmente buenas, que pueden servir para proponer la virtud de la pureza como
«afirmación gozosa»151.

a) La unidad entre sexo y amor como un don fundamental


El ser humano ha recibido un don fundamental, que es la íntima unidad que existe entre amor
y sexualidad. Se trata de un don, pues no es un logro del esfuerzo ni de la cultura, y es algo
que enriquece la vida del hombre. Por otra parte, es fundamental en el sentido más literal del
término, pues se da en el origen mismo de su vida y de su valor personal.

150 San Josemaría, Amigos de Dios, n. 177.


151 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 25. En la perspectiva del don fácilmente se reconocerá que esta propuesta
depende en gran medida, aunque con algunas notas propias, del enfoque que se encuentra en el Catecismo de la
Iglesia Católica y en la teología del cuerpo avanzada por Juan Pablo II, cfr. C.A. Anderson, J. Granados, Llamados al
amor. Teología del cuerpo en Juan Pablo II, Monte Carmelo, Burgos 20122, cap. III - «El misterio nupcial: del don
originario al don de sí mismo», 43-59; así como la exposición que hizo M.G. Santamaría, Saber amar con el cuerpo,
Palabra, Madrid 1996.
De su vida, pues el ser humano nace como fruto del amor de sus padres152. Y de su valor,
pues las personas fundan su valía en la afirmación de los demás, en el amor de los demás y,
precisamente, en el de aquellas personas que saben decirles: «es bueno que existas»153. Por eso,
no hay por qué escandalizarse ante la frenética búsqueda de «Me gusta» que vemos en los
adolescentes, o ante el empeño de algunos adultos por ser admitidos en un cierto grupo o
ambiente. La necesidad de ser afirmados por otros es, en definitiva, una característica esencial
del ser personal. Lo que hay que procurar, en todo caso, es que las almas busquen apoyo donde
verdaderamente pueden encontrar uno que sea sólido y duradero: en Dios, en la vida familiar
y en amistades ricas y profundas.
Cuando el joven profesor Ratzinger intentó describir ante el público contemporáneo el ser
personal de Cristo, lo hizo sirviéndose de dos categorías relacionales. En Él reconoce
principalmente el ser-de, como la continua referencia al Padre, y el ser-para en que consiste su
misión entre los hombres. Más tarde, en un contexto muy distinto, utilizó esas categorías para
hablar del carácter personal de Dios, y de su imagen en el hombre:

«El Dios real es, por su esencia, un total “Ser-para” (el Padre), “Ser-desde” (el Hijo)
y “Ser-con” (el Espíritu santo). Ahora bien, el hombre es precisamente imagen y
semejanza de Dios porque el “desde”, el “con” y el “para” constituyen la figura
antropológica fundamental. Allá donde alguien trata de liberarse de ella, no se está
moviendo hacia la divinidad, sino hacia la deshumanización, hacia la destrucción del
ser mismo por medio de la destrucción de la verdad»154.
Eso es precisamente lo que sucede cuando pretendemos que el ser humano fundamente en
sí mismo (en sus talentos, en su éxito, en su capacidad de hacer) su valía personal155. Es el ideal
moderno de autosuficiencia o autonomía absoluta, que afecta a la imagen que muchas
personas tienen hoy en día de la libertad: «No se quiere ser ni un ser de dónde, ni un ser
adónde, ni un ser desde ni un ser para, sino que se quiere ser enteramente libre»156,
entendiendo por esto la absoluta indiferencia que hace igualmente absoluta la libertad de
elección. Hemos hablado antes de esto.
Otro modo de proponer el mismo ideal moderno es el de una libertad entendida como «un
estar fundado en sí mismo y en un vivir desde sí mismo, desprovistos de trascendencia»157.
Sin embargo, no podemos olvidar que nadie ha elegido nacer, del mismo modo que no ha
elegido tener tales o cuales características, talentos y defectos. Nacemos, y llegamos a la edad
consciente con una serie de rasgos fisiológicos, de carácter y de educación que podemos
entender como una limitación, una condena, o bien como un regalo que ha sido concebido por
alguien que nos ama tal como somos, nos afirma («¡es bueno que existas… tal como eres!») y
cuenta con nosotros para mejorar el mundo en que vivimos.
Tocamos con esto un punto de central importancia. Cada día es más urgente ayudar a las
almas a sentirse queridas —por sus padres y amigos, por sus hijos, por quienes les ayudan en
su formación… y de modo muy especial por Dios158. Sentirse querido, sentirse afirmado, es el
primer paso para aceptarse a uno mismo y, así, ganar la libertad que consiste en una primera
autoposesión159. Nacen de aquí unas actitudes como el agradecimiento, la conciencia de ser

152 Cuando, en el origen de una persona, existe una relación sexual pero no de amor, eso tiene sus consecuencias

en la formación de su personalidad. Cualquier educador podría dar fe de ello y exponer más de un caso conocido.
153 Como hemos visto en las Sesiones 1-2, en esta frase resumía el filósofo J. Pieper la esencia del amor; cfr. Las

Virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 201210, 435-444.


154 J. Ratzinger, Fe, Verdad y Tolerancia, Sígueme, Salamanca 2005, 214.
155 Sobre este punto, cfr. lo que se ha dicho antes en las primeras sesiones - Curar la desesperanza, al hablar de la

sociedad del rendimiento.


156 J. Ratzinger, Fe, Verdad y Tolerancia, op.cit., 213.
157 K. Jaspers, Nietzsche. Introducción a la comprensión de su filosofar (1936), Editorial Sudamericana, Buenos Aires

2003, 175.
158 Es significativo, en este sentido, el modo en que el Papa Francisco vuelve una y otra vez sobre la historia de

su vocación, que nace ante el descubrimiento del Amor que Dios le tiene, e insiste en la necesidad de custodiar la
memoria de ese encuentro.
159 Cfr. R. Yepes, Fundamentos de Antropología, op. cit., 159-163; K. Wojtyla, Persona y acción (1969), Palabra,

Madrid 2014, 100, 167-171; R. Guardini, La aceptación de sí mismo (1960), Guadarrama, Madrid 1962.
amados —y llamados— por Dios, y un sano realismo que están en la base de toda vida
cristiana. Por otra parte, solo desde esta perspectiva lograremos entender la unidad entre sexo
y amor como un don, y precisamente un don fundamental.

b) El sexo como expresión (verdadera) de amor


Volvamos ahora a la consideración de este don. En los animales, el sexo es sencillamente un
mecanismo ordenado a la perpetuación de la especie. En el ser humano es mucho más, porque
tiene una dimensión simbólica, expresiva: lo sexual está en él para manifestar el amor, esto es,
la entrega plena en la afirmación incondicional de la otra persona160. ¿Qué significa una caricia?
¿Y un beso? ¿Qué significa el acto conyugal? No son simplemente estadios del apareamiento,
sino que significan mucho más: el cuidado del otro («me importas; nada ni nadie te hará
daño»); la apertura de la propia intimidad («tienes abiertas las puertas de mi ser más hondo»);
el don completo de sí («soy tuyo; quiero hacerte feliz y que me hagas feliz»).
Por esta dimensión simbólica o expresiva, se puede distinguir en ellos, frente a la falsedad
sin más, la sinceridad y la verdad161. Se puede decir que los gestos que expresan el amor son
sinceros cuando no son un simple juego, ni buscan solo el placer (en tal caso serían falsos), sino
que nacen de un cariño auténtico, es decir, que «me salen de dentro» o que «de verdad siento
lo que hago». Ahora bien, eso no es suficiente, pues tales gestos están llamados a ser verdaderos,
en el sentido de que expresen realmente lo que significan: cuidado, apertura de la intimidad,
entrega de la propia existencia, etc. Sólo entonces alcanzan plenitud de sentido y de
satisfacción. Por eso es tan importante —por ejemplo— que el conocimiento del otro y el
compromiso personal que abarca la vida entera precedan a la unión sexual. En una pareja de
novios, las relaciones sexuales pueden ser, en el sentido que se ha expuesto, sinceras (y a
menudo, en quienes acuden al sacerdote, lo son), pero no pueden ser verdaderas, por la sencilla
razón de que no pueden expresar una entrega total que aún no se ha dado. En efecto, por
mucho que «nos queramos», todavía no «nos pertenecemos», pues no se ha dado aún la
entrega de la entera existencia (pasado – presente – futuro) que tiene lugar en el matrimonio.

c) Las actitudes que corresponden al don fundamental


Ante un don fundamental, la respuesta adecuada consiste en acogerlo, conocerlo, cuidarlo y
procurar que crezca. Esto es igualmente válido para cualquiera de los dones fundamentales
que el hombre recibe, como la relación personal con Dios, la vida, la capacidad de verdad, o el
que venimos tratando aquí. Reconocer la importancia y conocer —en este caso— la unión
inseparable entre sexo y amor es el primer paso para poder cuidarla. Por eso, es muy bueno
que la gente joven asista a algunas buenas sesiones sobre noviazgo y amor humano, y que las
personas que llevan ya algunos años casadas reciban formación sobre el matrimonio y su
desarrollo. Habrá que pensar en cada caso cómo hacerlo del mejor modo: en colegios o en
centros de formación; a través de charlas, lecturas o conversaciones individuales; por parte de
los tutores y preceptores, algún profesional dedicado a este tipo de sesiones, o simplemente
un antiguo alumno (en el caso de los colegios) o un matrimonio joven (o mayor, si se dirige a
personas casadas); etc. Evidentemente, cuando se trata de menores de edad, habrá que contar

160 De igual modo, es significativo el objeto al que se dirigen la excitación y el deseo sexuales, lo que se podría

denominar su intencionalidad. Se ha difundido la idea —que R. Scruton cataloga como el primero de los «mitos» que
describe— de que «el deseo sexual es el deseo de un tipo particular de placer, localizado en los órganos sexuales»
y que «la otra persona es un estímulo del deseo, pero no objeto del mismo» (176). Sin embargo, lo cierto es que la
excitación y el deseo sexuales se dirigen de una persona libre hacia otra (cfr. 188). Scruton lo explica con un ejemplo
ilustrativo: «Al describir el deseo sexual, estamos explicando el deseo de John por Mary, o el de Jane por Bill. (…)
De ello se deduce que, en las relaciones personales en las que el propio yo y el otro se relacionan como sujeto y
objeto, cada uno ve al otro como único, sin sustituto, lo cual tiene un impacto inmediato sobre el deseo sexual. Al
John frustrado en su deseo por Mary no puede ofrecérsele a Jane como sustituta. Alguien que dice “Puedes
intentarlo con Jane; lo hará igual de bien” no comprende qué quiere John cuando desea a Mary», R. Scruton, El abuso
del sexo, op.cit., 186-187. Con esto cae por tierra aquel «mito» y es posible proponer una visión más profunda de la
sexualidad.
161 Esta distinción está tomada de P-H. Grosjean, Amar, pero ahora en serio, Rialp, Madrid 2015, 27-37.
muy especialmente con los padres, que siguen siendo quienes mejor pueden explicar estas
cuestiones a sus hijos.
En todo caso, debería presentarse la materia en toda su riqueza, mostrando su carácter
positivo y proponiendo modos de cuidar ese don para llevarlo a plenitud y procurar que crezca
a lo largo de los años. No basta señalar lo que es o deja de ser pecado, sino que es necesario
mostrar —y esto, continuamente, también en la dirección espiritual— caminos para vivir un
noviazgo rico y enriquecedor, en que pueda darse a conocer la propia personalidad y sea
posible también conocer la del otro, en toda su hondura y riqueza. Sobre esto, hay siempre
mucho que decir. Por otra parte, a medida que se acerca el momento del matrimonio, habrá
que asegurarse de que los novios reciban también formación sobre los modos de cuidar el
amor en la vida conyugal. Y, más adelante, habrá que prevenir y enseñar a superar las distintas
situaciones que pueden presentarse en ella con el pasar del tiempo162.
En esta perspectiva, los pecados contra el sexto y el noveno mandamiento aparecen como
ofensas al don fundamental de la unidad entre sexo y amor y, por eso, como ofensas a Aquel que
nos ofreció ese don y a aquel o aquella a quien nosotros lo hemos entregado. Así, se ponen de
relieve el bien (que se lesiona) y las personas (a las que se traiciona), y no tanto la culpa o el
castigo (que conlleva la ofensa o la desobediencia a una ley). En este marco, el dominio de sí
adquiere todo su sentido, pues se presenta en vistas al don de sí, esto es, como una opción
tomada para amar163. Así, por ejemplo, en la excitación que sigue a la pornografía o a la
imaginación desordenada, la sexualidad no sirve para expresar ningún tipo de amor. Lo
mismo se puede decir de la masturbación: habrá que ver en cada caso si es un desahogo, o una
compensación, o sencillamente un juego aprendido de niño… pero siempre es una vía por la
que se devalúa el valor expresivo de la sexualidad humana. Por su parte, el beso podrá ser
más o menos verdadero, según sea la hondura personal de la relación. En el caso de los abrazos
sensuales, y en las relaciones prematrimoniales, incluso reconociendo que pueda haber en ellas
sinceridad (en el sentido que se le ha dado antes, en cuanto se considera que son
manifestaciones que nacen de un cariño mutuo), faltaría en todo caso la verdad que les da
plenitud. Se trata, en definitiva, de actos en mayor o menor medida falsos (dependerá del grado
de compromiso que haya entre las personas), y en ese sentido poco atractivos para quienes
quieren amar en esta vida con toda el alma. Lo mismo cabría decir de las relaciones dentro del
matrimonio, que exigen redescubrir la riqueza del propio cónyuge y buscar, en las expresiones
de afecto, un modo de entrega personal lleno a la vez de respeto y de amor.

d) Descubrir la belleza del amor humano


La formación de jóvenes (y menos jóvenes) exige pues:
- mostrar (y profundizar en) la riqueza que hay en el don fundamental de la unidad
entre sexo y amor, de manera que se ponga de relieve todo su atractivo;
- enseñar modos de cuidar el don, y acompañar en el camino de ese cuidado;
- presentar modelos humanos que hayan realizado ese mismo camino.
Detengámonos ahora brevemente en este último punto. Existen abundantes libros escritos
por parejas, vídeos en que los protagonistas son también novios o un joven matrimonio164, y
ejemplos entre los santos canonizados por la Iglesia o entre personas con fama de santidad165.

162 Tal vez no corresponda al sacerdote dar directamente esa formación, pero sí conviene que se preocupe de
que la reciban.
163 Así es como la presentaba siempre san Josemaría: «Por vocación divina, unos habrán de vivir esa pureza en

el matrimonio; otros, renunciando a los amores humanos, para corresponder única y apasionadamente al amor de
Dios. Ni unos ni otros esclavos de la sensualidad, sino señores del propio cuerpo y del propio corazón, para poder
darlos sacrificadamente a otros», Es Cristo que pasa, n. 5.
164 Por ejemplo, la sesión Amor sin remordimiento, disponible online en
https://www.youtube.com/watch?v=In2ZccckIy4
165 Existen causas de canonización de parejas de cónyuges, e historias de personas que han vivido una vida

santa que ha comenzado por el hogar en que han crecido. Puede ser útil conocer —y dar a conocer—, por ejemplo,
las vidas de Paquita Domínguez y Tomás Alvira, de Laura Busca y Eduardo Ortiz de Landázuri o de Manuel y
Manolita, los padres de Montse Grases.
Es muy conveniente darlos a conocer, pues muestran no sólo el atractivo de una vida que ha
aprendido a cuidar ese don, sino también que es posible hacerlo, y que es camino de plenitud y
de felicidad.
De igual modo, resulta muy enriquecedor introducir a los jóvenes (y menos jóvenes) en las
grandes obras de la literatura, el cine o el arte: en ellas aprende el hombre a conocer lo humano,
a conocerse a sí mismo y a gozarse en lo bueno. Eso contribuye a lograr dos objetivos
fundamentales de toda la labor formativa. Por una parte, el poner nombre a cada cosa, del que
hemos hablado antes. Una buena novela puede ayudar a comprender ciertos sentimientos o
rasgos del carácter (la soberbia en Orgullo y prejuicio, la culpa y el valor sanador del amor en
Crimen y castigo); a profundizar en realidades como la amistad, la familia, el noviazgo, el
matrimonio e incluso la muerte de un ser querido (como en Una pena en observación); a
descubrir que lo que nos parecía vergonzoso en realidad forma parte de lo humano (la
necesidad de perdonarse, por ejemplo, en El idiota).
Además, al fomentar el gusto por el arte (acudiendo a una exposición, visitando
monumentos o ciudades, asistiendo a una audición de música o a una proyección
cinematográfica) se desarrolla la capacidad de mirar, de ver en profundidad, de comprender la
realidad en toda su riqueza expresiva. Todos ellos son elementos fundamentales —
fundamento— de la contemplación a la que estamos llamados todos los cristianos, y a la que
quisiéramos introducir a cuantos se acercan a nosotros. Por supuesto, habrá que acompañar a
las personas, y contar con buenos maestros, de modo que esas actividades alcancen realmente
su objetivo. Todos tenemos experiencia de que no basta asistir a una exposición para que nos
diga algo… y mucho menos cuando uno no está habituado a hacerlo. Sin embargo, sabemos
también cuánto nos enriquece (en ideas, en la actitud y en el modo de mirar la realidad)
acercarnos al arte y a la belleza166.
Lo que se ha dicho sobre la belleza del arte vale igualmente para la belleza natural. Acercar
a los chicos y a las familias a esos ámbitos suele permitirles una visión más calmada, más
serena y más rica del mundo en el que viven. Permite comprender mejor los ritmos de la vida
y el valor de la espera (que las cosas no suceden cuando yo quiero, sino cuando llega su
momento), así como la importancia del silencio y de la atención. Todo esto, lógicamente, les
ayudará en su vida de oración.
El arte —el arte bello o preocupado por transmitir belleza— es, en fin, un medio exquisito
para que una persona se familiarice con el cuerpo humano. En efecto, sabe mostrar su belleza,
de tal modo que quien lo contempla pueda afirmarlo —«¡qué maravilla!, ¡qué bueno que
exista!»—, en lugar de desear simplemente usarlo. En una obra de arte, la persona se expresa a
través del cuerpo, de modo que este se presenta en toda su riqueza.

5. ETAPAS EN LA FORMACIÓN DE LA CASTIDAD


Descubrir la belleza del amor humano es un paso indispensable para vivir la castidad.
Como hemos visto, no se trata solo de mostrar toda la riqueza del bien en cuestión, sino
también de educar los sentimientos, de modo que las personas se gocen en lo bueno, en lo
hermoso, en lo que da plenitud a la vida. Sin embargo, este paso no es suficiente; hay que hacer
a la persona capaz de realizar ese ideal. Así, junto al deseo y al sentimiento, hay que formar la
elección. Se trata en definitiva, de las dos dimensiones de la virtud que la moral tradicional ha
señalado: la intención (educación del deseo) y la elección (de la acción concreta que se realiza
en cada caso).
Ahora bien, al separar una y otra para exponerlas con detalle, se corre el riesgo de
yuxtaponerlas, en lugar de comprenderlas en su armónica unidad. Y así, en el plano de la

166 Un profesor de Bachillerato proponía a sus alumnos un experimento. Primero, pasar una tarde escuchando

música máquina con un volumen alto. Hacer los deberes, o las actividades acostumbradas, con esa música, y, al
terminar, acudir a la cena. En segundo lugar, al día siguiente, tenían que hacer lo mismo, pero esta vez escuchando
alguna pieza de música instrumental (o «clásica») y en un volumen moderado. Al final de cada uno de los dos días,
los alumnos debían hacerse dos preguntas: «¿Cómo te sientes?», y, por otra parte, «¿Cómo has tratado a los que
estaban cenando contigo?».
intención se caería en una teoría muy bonita (y que uno no sabe muy bien qué tiene que ver
con lo que vive a diario), y, en el de la elección, en el adiestramiento del que se ha hablado más
arriba. Para no caer en estos extremos, se propone a continuación una visión sintética de
algunas etapas en la formación de la castidad. Aunque la perspectiva que se toma es genética,
y obedece a los pasos que debería seguir la educación en la virtud, ofrece elementos
interesantes para la formación que se da a personas que han llegado ya a la juventud o a la
edad adulta167.

a) Descubrir (y cultivar) las disposiciones naturales


S. Pinckaers compara la formación de la libertad de calidad con el aprendizaje de un
instrumento musical o de una lengua extranjera. En uno y otro caso es necesario partir de unas
disposiciones naturales: «Si no tiene ninguna inclinación o no tiene oído, querer enseñarle es
perder el tiempo»168. Dadas estas condiciones, será necesario comenzar por los rudimentos, y
por una serie de lecciones y ejercicios que, a menudo, aparecerán como impuestos y sin
sentido. Sin embargo, poco a poco, se consigue una cierta soltura en la comprensión y en la
expresión, y el goce en ello es cada vez mayor, hasta llegar al dominio (del instrumento o de
la lengua) y la posibilidad de tocar las piezas que uno quiera, o decir lo que a uno le plazca —
con la satisfacción que ello conlleva169.
De igual modo, para vivir de acuerdo con una libertad de calidad, el punto de partida son
las disposiciones naturales, que constituyen sus condiciones básicas. A diferencia de las artes
o del aprendizaje de una lengua extranjera, en el caso de la formación de la libertad estas
disposiciones se hallan presentes en todo ser humano. En efecto, todo hombre posee una sed
de plenitud, un deseo de felicidad, y, al mismo tiempo, «un sentido moral primitivo que
ninguna corrupción debida al pecado puede destruir enteramente». Este sentido consiste en
«el atractivo y el interés que experimenta espontáneamente por lo que tiene calidad de
verdadero y de bien o, al menos, por lo que le parece tal»170.
Lo dicho vale, desde luego, para la virtud de la castidad. Por eso, condiciones básicas de la
misma serán las virtudes que tienen relación con ella, como el pudor y la honestidad, que son
expresión de que se ha comprendido la importancia de la unidad que existe entre sexo y amor,
en relación con uno mismo y con los demás171.
Lo que al tratar con niños puede ser más sencillo, no lo es tanto cuando se trata con personas
jóvenes o adultas. No hay que olvidar que las disposiciones naturales vienen mediatizadas por
la educación recibida, la cultura dominante y la propia historia personal de cada uno, de modo
que podemos encontrarnos con personas que presentan una conciencia ya muy oscurecida.
Pero, aunque sea una tarea difícil, no hay que desesperar. En un contexto distinto, el Papa
Francisco apuntaba una idea que puede servirnos ahora:

«No todo está perdido, porque los seres humanos, capaces de degradarse hasta el
extremo, también pueden sobreponerse, volver a optar por el bien y regenerarse, más
allá de todos los condicionamientos mentales y sociales que les impongan. Son

167 Las ideas que se exponen a continuación están tomadas, con ligeras correcciones, del breve escrito de J.M.

Martín Quemada, Pedagogía de la castidad, pro manuscripto, y, sobre todo, de S. Pinckaers, Las fuentes de la moral
cristiana, op.cit., cap. 15 «La libertad de calidad», 417-444. Puede resultar interesante repasar el guion que se entregó
en la cv sacd 2015 – Sesión 3: Pedagogía de la virtud, pedagogía de la fidelidad.
168 S. Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, op.cit., 418.
169 A propósito del ejemplo de hablar una lengua, apunta un detalle que puede servir para hablar de la libertad:

«Aquí se manifiesta de nuevo una forma de libertad muy diferente de la elección entre cosas contrarias que nos
permite disponer a nuestro modo las palabras en la frase. Es, sin duda, una libertad sometida a la constricción de
unas reglas, pero es mucho más efectiva y se apoya sobre esas mismas reglas para desplegarse. No se confunde con
la libertad de convertir faltas, implicada por la elección de cosas contrarias, sino que reside más bien en el poder de
evitarlas sin incluso tener que proponérselo. Es propiamente una libertad de calidad, ya que nos hace comprender
y hablar a la perfección», S. Pinckaers, Las fuentes de la moral, op.cit., 419.
170 Ibíd., 421 y 422, respectivamente.
171 Para profundizar en la naturaleza de estas virtudes, cfr. J. Brage, El equilibrio interior. Placer y deseo a la luz de

la templanza, Rialp, Madrid 2016, 111-137.


capaces de mirarse a sí mismos con honestidad, de sacar a la luz su propio hastío y
de iniciar caminos nuevos hacia la verdadera libertad. No hay sistemas que anulen
por completo la apertura al bien, a la verdad y a la belleza, ni la capacidad de reacción
que Dios sigue alentando desde lo profundo de los corazones humanos. A cada
persona de este mundo le pido que no olvide esa dignidad suya que nadie tiene
derecho a quitarle»172.
Será preciso pararse a pensar cuál es el mejor modo de despertar de nuevo aquellas
disposiciones naturales, el sentido y el gusto por lo que es verdadero y bueno. Muchas veces
será al experimentar la plenitud de vida que hay en la generosidad, al tocar el sufrimiento o
conocer a otros que son felices en un camino de entrega; o bien al conocer historias o
testimonios de otras personas; o bien al encontrar a Dios en la liturgia, en la Escritura, o en una
persona santa. Otras veces será después de un desengaño o de un batacazo considerable. En
todo caso, hará falta tiempo y paciencia hasta que algunos descubran por sí mismos la belleza
y el atractivo de lo bueno, y aquello que da plenitud a la vida. Reconocerlo no es una forma de
pesimismo, sino simplemente tomar conciencia del que a menudo es nuestro punto de partida.
No hay que olvidar, por otra parte, que lo que se ha descrito antes a propósito del emotivismo,
implica una cierta tendencia a no pensar, lo que hace la ayuda algo más difícil.

b) Educar desde pequeños la voluntad y el corazón


En segundo lugar, es preciso formar la capacidad de contener o dominar el impulso sexual, así
como los movimientos afectivos. Quizá al inicio se hará apelando a la ley moral que Dios nos
ha dado. Sin embargo, eso se puede hacer siempre procurando que el mandamiento resuene
en el alma como cumplimiento de sus deseos más hondos y como respuesta a Aquel que nos
ha amado primero. Así, se evitará el riesgo de adoctrinamiento al que antes se ha hecho
referencia. En los primeros años de escuela, los niños pueden tener ya un sentido de la
intimidad y de la importancia de cuidarla (dependerá en buena medida de lo que vivan en
casa).
No hay que perder de vista que este aprendizaje tiene lugar en un marco más amplio que
el de la castidad, pues el dominio de sí y la templanza incluyen todo el campo de los deseos y
las apetencias. Por eso, es importante que los padres conozcan la importancia de la formación
de sus hijos en este campo, y que reciban también sugerencias sobre el modo de ponerlo por
obra.
Por otra parte, como se ha dicho antes, hay que procurar a quien está iniciando ese camino
una interpretación de lo que hace, de modo que pueda entrever al menos su sentido y la belleza
de lo que persigue. Esta interpretación será principalmente vivida, por medio de relatos o
historias reales. La Biblia contiene un arsenal inacabable de ese tipo de narraciones que ofrecen
a los pequeños (y no tan pequeños) un completo mapa de lo que en la vida es bueno y malo,
de aquello por lo que vale la pena esforzarse.

c) Orientar hacia el amor la libertad que se despierta


A medida que el ser humano toma conciencia de su propia libertad, se empeña en ser el
principio de sus propios actos. En los adolescentes, esto toma la forma de una rebelión ante
toda norma que venga de fuera (independientemente de que se esté de acuerdo o no con ella…
porque eso ni siquiera se toma en consideración). Cualquiera que trabaje con adolescentes
tiene experiencia de esto. Basta decir «Hay que llevar el polo (o la camisa) por dentro» para
que los presentes tomen la decisión de llevarlo por fuera (incluso aquellos que preferirían lo
contrario…). Por eso, el surgimiento de la libertad revela la auténtica naturaleza de la virtud.
Como apunta Pinckaers:

172 Papa Francisco, Enc. Laudato si’, 24.5.2015, n. 205.


«La virtud no es un hábito formado por la repetición de actos materiales que
engendran en nosotros un mecanismo psíquico. (…) No es tampoco una reproducción
fastidiosa y sin historia de actos de obediencia, como sería la copia de un modelo o la
ejecución de un plan preestablecido». ¿Qué es, entonces?: es la percepción «de que
existen unas realidades y unas cualidades que sobrepasan el orden material del placer
y de lo útil, que merecen ser buscadas por sí mismas y son la fuente de una alegría
interior y duradera. La virtud, como disposición a obrar en conformidad con tales
cualidades, es un verdadero principio de vida, una capacidad de acción siempre
nueva»173.
Se podría decir que entre virtud y libertad se da una relación de feedback. Por una parte, la
virtud requiere la libertad, pues no hay virtud automática, o meramente externa. Al contrario,
la auténtica virtud exige ser consciente de lo que se elige y disfrutar con ello. Por otra parte, la
virtud hace a la persona más libre, más consciente, más creativa, abriendo posibilidades de
bien y de felicidad. Reafirma el querer y, desde el corazón, lo enraíza en la totalidad de la
persona.
Además, como es sabido, la libertad surge en el hombre de la mano de la conciencia. Quien
puede decidir por sí mismo cómo comportarse es capaz también de comprender con mayor
hondura lo que está en juego en sus decisiones, y comienza a soñar ya con la vida que quisiera
vivir. También las amistades pueden profundizarse, y el trato con Dios se hace más personal.
Todo eso influye en el modo de vivir y de enraizar en el alma la virtud de la castidad. Como
señalaba san Josemaría, «no cabe separar la pureza, que es amor, de la esencia de nuestra fe,
que es caridad, el renovado enamorarse de Dios que nos ha creado, que nos ha redimido y que
nos coge continuamente de la mano, aunque en multitud de circunstancias no lo
advirtamos»174.
Es preciso acompañar de cerca ese desarrollo, y saber dar en cada edad las razones que cada
uno es capaz de entender y que hacen más atractivo el bien. Lo mismo vale para los modelos
que les presentemos. Así, poco a poco, a través de modelos virtuosos y atractivos, de la
reflexión, de la capacidad de soñar y de la lucha personal (que debería llevarme a gozar en las
victorias y disfrutar de lo bueno), el fin de la sexualidad, su íntima unidad con el amor, se va
comprendiendo mejor, y se puede querer por sí mismo.

d) Abrazar un proyecto de vida… y cuidarlo


La formación de la castidad como hábito electivo tiene mucho que ver, finalmente, con el
fin global que la persona abraza —aquél que constituye su tesoro, lo que ama por encima de
todo lo demás, porque considera que en conquistarlo está el sentido de su vida. Los sueños del
adolescente se convierten poco a poco en proyectos, encuentran obstáculos que les sirven para
tomar una forma más realista —que en muchos casos significa una modificación profunda—,
y chocan con la realidad del fracaso, que es, bien llevado, el mejor camino para la madurez.
La persona madura conoce sus limitaciones, pero sabe igualmente que su plenitud personal
depende en gran medida en no conformarse con menos de lo que considera el fin de su vida.
De hecho, hacia este ordena todo lo demás. Por eso se puede decir que «la perfección de la
libertad moral se manifiesta en la respuesta a una vocación, en la entrega a una causa grande,
aun cuando sea de humilde apariencia, en el cumplimiento de una tarea importante, al servicio
de la comunidad, en la familia, en la ciudad y en la Iglesia»175.
El problema que encontramos hoy en día es que muchas personas no se han detenido a
pensar cuál es realmente su tesoro. Por una parte, la sobreestimulación y la inmediatez han
hecho que muchos jóvenes, que se encuentran en la edad de los grandes ideales, carezcan por
completo de sueños. No conocen más planes e ilusiones que los del próximo fin de semana o el
interraíl del verano… Por otra parte, muchos adultos están casados, tienen hijos y un trabajo

173 S. Pinckaers, Las fuentes de la moral, op.cit., 427-428.


174 San Josemaría, Amigos de Dios, n. 186.
175 S. Pinckaers, Las fuentes de la moral, op.cit., 430.
absorbente, pero, cuando se presenta un conflicto entre algunos de estos elementos, no saben
a qué deben dar prioridad. A menudo la dan con los hechos a algo que teóricamente no
consideran lo principal…
Ante esta situación se hace más y más urgente cultivar la capacidad de reflexión y de
introducir a las almas por caminos de auténtica oración. Se trata de mirar en el propio corazón,
de ponerlo ante la luz de Dios y de hacer vida, después, lo que entonces hemos visto. Solo por
este camino la castidad se verá como la afirmación gozosa del bien que se ha abrazado con la
vida entera, sea el Amor de Dios y la labor apostólica que dan sentido al celibato, sea la
fidelidad y el cuidado de la familia en el matrimonio176.

6. ALGUNAS SUGERENCIAS PASTORALES


De todo lo que se ha dicho hasta aquí debería resultar claro que el mejor modo de ayudar
a vivir la castidad es abrir los ojos al amor: al Amor de Dios, que nos precede y nos acompaña,
con una inmensa confianza en cada uno; y al amor humano, de amigas y amigos, y, en su caso,
de la novia, el novio o el cónyuge. Todos tenemos seguramente experiencia de cómo una
persona se ha decidido a poner los medios por vivir esta virtud al encontrar personalmente un
motivo para hacerlo. Se ha enamorado de alguien, está viviendo un noviazgo que —este sí—
espera conducir al matrimonio, se ha dado cuenta de lo mucho que le debe a su marido (o a
su mujer), o ha descubierto la realidad personal, viva y cercana, de Jesucristo y el amor sin
límites que le tiene.
Antes de descender a otras sugerencias concretas, recordemos algunos puntos
fundamentales. No es inútil recordar que, en su trato con las almas, lo fundamental es que el
sacerdote tenga presente que está llamado a ser manifestación y canal de la Misericordia divina:
a través de él, Dios mismo quiere hacerse cercano a cada persona y quererla con su Amor. Por
eso, el sacerdote procura reproducir en sí mismo «los mismos sentimientos que Cristo» (Flp
2,5), lo cual se traduce en un modo de mirar, de escuchar y de acompañar a cada uno, que nace
del corazón de Dios y alcanza el corazón de la persona humana.
Por otra parte, el sacerdote debe ser consciente de que «al crear las almas, Dios no se repite.
Cada uno es como es, y hay que tratar a cada uno según lo ha hecho Dios y según lo lleva
Dios»177. Así, no se trata de que todos reproduzcan un modelo de vida, sino de hacerles
capaces de escuchar la voz del Señor en relación con su existencia y con las circunstancias de
cada día. En efecto, la coherencia de un discurso y la fuerza de una idea no son garantía de
que cualquier persona sea capaz de comprenderla y vivirla inmediatamente. En el alma se
acumulan resistencias interiores, hábitos arraigados, errores y fracasos que unas veces
impiden ver con suficiente claridad, y otras hacen muy difícil abrazar algo que en sí mismo
aparece como bueno.
Por todo esto es importante que el sacerdote sepa amoldarse a la persona que tiene delante,
haciéndose cargo de lo que es capaz de comprender y de integrar en este momento determinado.
Luego habrá que acompañarle, paso a paso, hasta que alcance «al Hombre perfecto, a la
medida de Cristo en su plenitud» (Ef 4,13). A fin de cuentas, «quien acoge al pecador
arrepentido no se encuentra en la meta, sino en el inicio del camino. (…) Misericordia es
acoger, y misericordia es también acompañar, esto es, dar cada vez más espacio a la luz de
Cristo en las almas, ayudar a las almas a “caminar en la verdad” (cfr. 2Jn y 3Jn)»178.
Aunque de todo esto se habló ya con profusión en años anteriores179, conviene tenerlo muy
presente al leer las siguientes sugerencias, para que no se conviertan en mera técnica, o táctica,
o yuxtaposición de observaciones útiles. No son un prontuario, ni, mucho menos, una
colección de trucos infalibles. Son sugerencias que exigen en todo caso un esfuerzo de reflexión

176 Más adelante se volverá sobre la importancia de fomentar los proyectos de vida y de mantenerlos vivos con

el paso de los años (y el sucederse de los fracasos).


177 San Josemaría, Carta 8-VIII-1956, n. 38.
178 A. Rodríguez Luño, Algunas tareas actuales para la teología moral, en «Palabra», febrero 2016, 59.
179 Cfr. los textos que se ofrecían en Corazón de sacerdote. Acercar el amor de Dios al fondo de las almas, cv sacd 2016,

especialmente la Sesión 3: Una dirección espiritual que se asoma a la hondura del alma.
y profundización personal en la oración, para acertar en el mejor modo de acoger y acompañar
a cada alma.

a) Cultivar una actitud de acogida llena de misericordia


Más de una vez habremos oído decir que la mejor señal del aprovechamiento de una
confesión es que el alma quiera volver a confesarse. Indica que ha descubierto en el sacramento el
Amor de Dios, al Padre que no ha perdido la confianza que puso en su hijo y que, en realidad,
estaba desde hace tiempo esperándole. Así es como debieron sentirse el pródigo de la parábola
al recibir el abrazo de su padre (cfr. Lc 15,11-32), o la pecadora al escuchar la palabra de
consuelo de Jesús (cfr. Lc 7,36-50 y Jn 8,1-11).
Por eso es importante que el penitente se sienta acogido y tratado con cariño, se sienta
comprendido y perdonado, se sienta valorado. Una palabra de disgusto —incluso un gesto, o
un ademán, si la confesión o la conversación tiene lugar cara a cara— pueden ser suficientes
para que esa persona no vuelva a acercarse al sacramento en mucho tiempo. Esto vale
especialmente para los adolescentes, que viven en una continua prueba de autoestima, y para
las personas que no suelen acudir con frecuencia a la confesión.
Por otra parte, puesto que a menudo se llega a la confesión después de haber conocido al
sacerdote en otras situaciones (predicando, dando una charla o una sesión, etc.), es necesario
que esas mismas actitudes estén presentes en todo su actuar. Por ejemplo, si en la predicación
deja la impresión de que rara vez se cometen pecados graves, eso puede hacer que más de uno
se sienta un «caso especial» y se cree con el sacerdote una distancia innecesaria.

b) Facilitar la sinceridad
En segundo lugar, conviene facilitar siempre la sinceridad a las almas. Eso resulta muy sencillo
cuando se conoce bien a alguien, por el clima de confianza que se ha creado, y porque uno se
hace cargo del nivel de formación que tiene, de su contexto vital y de los posibles
desequilibrios que puede sufrir (no hay que olvidar que una consecuencia del pecado original
es el desajuste interior en la persona, que se ve ordinariamente de modo más claro en los
adultos). En cualquier caso, siempre se ha de hablar con suma delicadeza, para no dar la más
remota impresión de que en algún momento se puede llegar a producir una invasión en su
intimidad.
Por la edad que tiene, o por el contexto del que proviene (personas a las que los moralistas
clásicos llamaban rudos), tal vez alguien no sepa que ha de determinar en la confesión la
especie y el número de sus pecados y, por tanto, le podría extrañar que el sacerdote se lo
pregunte cuando lo omite. Por otra parte, en cuestiones relacionadas con la castidad, hay que
ser muy delicados y prudentes, especialmente con gente joven y con mujeres, sin querer
descender a detalles, pues podría hacer demasiado gravoso el sacramento180. Mejor pasarse de
prudentes, mientras se está conociendo a una persona. Quizá, al terminar, se puede preguntar
si quiere añadir algo más, etc. Eso nos servirá también para ir conociendo la formación que ha
recibido181.

c) Dejar que las almas se den a conocer


Progresivamente, habrá que ir haciéndose una idea más precisa de la formación que tiene
la persona que viene a confesarse o a hablar un rato. En algún caso, se le puede preguntar, por
ejemplo, por qué le parecen mal las cosas de las que se acusa. En caso de que nunca aparezcan

180 Si en ciertos ambientes se considera una de las más recurrentes materias de pecado, en muchos otros ni

siquiera se considera tal (fuera de casos más graves, como el adulterio).


181 Es suficiente la acusación genérica de los pecados mortales cuando la integridad material y numérica de los

pecados es moralmente imposible, cfr. A. Royo Marín, Teología moral para seglares, vol. 2, § 211, concl. 2, B.A.C.,
Madrid 1965, 311; S. Alfonso M. de Ligorio, La práctica del confesor, cap. «Oficios del confesor», § 20, Perpetuo
Socorro, Madrid 1952, 87-88; Papa Francisco, Discurso a los Misioneros de la Misericordia, 9.2.2016.
pecados relacionados con la castidad, quizá se podrá abordar la cuestión desde una
consideración amplia, pasando por esa virtud entre otras que también se revisan, de modo que
sea posible ir aterrizando poco a poco en consideraciones más concretas. Como la castidad no
es una virtud aislada, sino que crece en consonancia con el conjunto de la persona, tarde o
temprano se podrá tratar sin que hacerlo resulte hiriente o poco delicado —probablemente
será la misma persona quien lo haga.
En ocasiones, después de un tiempo de trato, habrá que preguntar a quien viene a vernos
si tal o cual comportamiento (del que quizá todavía no se ha hablado) le parece bueno o malo,
y por qué. De nuevo, procurando no escandalizarse o poner mala cara en ningún caso. Hay
que tener en cuenta que las imágenes que ve actualmente un niño a los diez años son más
agresivas, a veces, que las que podía mirar un adulto hace medio siglo. Y un adolescente puede
recibir en el móvil, por canales distintos y en una cantidad elevada, imágenes y vídeos
netamente pornográficos que, queriendo o no, hacen que su sensibilidad ante la gravedad de
la materia (y quizá también su responsabilidad) disminuya notablemente. Habrá que ir
recuperando ese terreno poco a poco, procurando que su alma se haga más delicada en todos
los aspectos.

d) Ir al fondo, y hacerse cargo del contexto vital de cada alma


Como se ha dicho antes, en cuestiones de castidad es importante llegar a las motivaciones de
fondo, a lo que hay detrás de las caídas o de las dificultades. «En algunas ocasiones, por
ejemplo, detrás de una caída de destemplanza puede haber una situación laboral complicada,
que lleva a un ritmo de trabajo demasiado intenso, pero inevitable. En tal caso, no atender a la
causa, y dar solamente alguna indicación sobre la irresponsabilidad (o inmadurez) que
conlleva el pecado cometido sería errar el tiro. Lo mismo vale para ciertas caídas, dentro del
matrimonio, que esconden un problema grave en la pareja: quedarse en el pecado sería no haber
comprendido el problema»182.
La situación de un adolescente es muy distinta de la de un adulto. En el primero, los
desequilibrios se están «estrenando», y puede ser más sencillo ayudarle a reconducirlos, o a
que el interesado acepte su vulnerabilidad y aprenda a batallar. Así, por ejemplo, algunos
malos hábitos pueden provenir de la infancia, y resultan más cercanos y por tanto más fáciles
de atajar —como contrapartida, al estar menos desarrollados pueden ser también más difíciles
de reconocer.
En la actualidad se presentan algunas dificultades para el equilibrio interior. Sin pretensión
de exhaustividad, se repasan a continuación algunas más frecuentes. Conviene tenerlas
presentes al tratar con las almas, para ayudar a reconocerlas y afrontarlas adecuadamente:
- Sentimiento de soledad.
- Falta de confianza honda con alguien.
- Falta de comunicación con el padre y/o madre, el propio cónyuge, hermanos, o
amigos.
- Inseguridad.
- Falta de ilusiones y proyectos a medio y largo plazo.
- Dependencia de la imagen que uno da o puede llegar a dar.
- Fragilidad afectiva. Dificultad para amar y sentirse amado.
- Tensión interior habitual.
- Obsesividad y/o compulsividad.
- Percepción distorsionada de la realidad por las emociones que suscitan los hechos.
- Sentido de la autonomía, que dificulta ser ayudado.
- Juicio moral duro y castigador hacia uno mismo.

182 Corazón de sacerdote. Acercar el amor de Dios al fondo de las almas, cv sacd 2016, Sesión 3: Una dirección espiritual

que se asoma a la hondura del alma.


- Sentido de culpa habitual.
- Curiosidad compulsiva.
- Carencias en aspectos afectivos-sexuales.
- Insatisfacción habitual. Dificultad para disfrutar.
- Activismo.
- Dificultad para lograr un descanso reparador.
- Adicciones y dependencias.
- Dificultad para el dominio de sí: en la ira, en la búsqueda de sensaciones agradables,
en dar vueltas a cosas, en compras, en comida y o bebida, etc.

Como es sabido, sería un grave error confundir la dirección espiritual con una terapia
psicológica. Y ciertamente muchas de las circunstancias que se acaban de señalar requieren la
intervención de un especialista. Sin embargo, sería igualmente grave pasarlas por alto o pensar
que, al moverse en un ámbito que corresponde al terapeuta, no competen en absoluto al
sacerdote. Aunque no sea este quien pueda resolver las problemáticas subyacentes, es
necesario que las conozca y las tenga presentes para comprender la situación en su conjunto y
poder ayudar a esa persona.
En efecto, a menudo las almas logran crecer en la virtud de la castidad cuando consiguen
recomponer su equilibrio y su armonía interior. Muchos pecados de pureza tienen que ver, en
realidad, con cuestiones ligadas a la autoestima o al disgusto con uno mismo. Por eso, en
muchas ocasiones, el mejor modo de encararlos es procurar que la persona crezca en otros
aspectos.

e) Sanar las heridas del corazón, y no solo la epidermis


A menudo, vivir la santa pureza tiene que ver con curar la desesperanza, que puede tomar
formas muy diversas. En este sentido, algunas cuestiones que puede ser interesante abordar
en la dirección espiritual para recomponer el fondo del alma y recuperar la esperanza son:
- Confianza: saber en quién confía y sanar las posibles heridas que tal vez arrastre
por desengaños o sufrimientos pasados. En algunos casos, pueden ser heridas recibidas
en la misma dirección espiritual, que es necesario curar con delicadeza, sabiendo darle
a ésta toda su dimensión sobrenatural.
- Carácter: hacer a la persona consciente de obsesiones y dependencias, para que
sea capaz de volver a mirar hacia lo verdaderamente importante, y de aprender a
confiar solo (o principalmente) en Dios.
- Templanza y dominio de sí: reconocer en qué aspectos es necesario adquirir o
reforzar esta virtud, dejando aparte el ámbito de la castidad. En algunas ocasiones, lo
que hay detrás de las caídas es una voluntad muy débil, que es preciso fortalecer.
- Afectividad: saber si una persona se siente amada, o si experimenta dificultad en
amar o ser amado. Del mismo modo, es necesario enseñar a amar de modo verdadero,
como afirmación del otro —que se manifiesta en mil detalles, desde la sonrisa y la mirada,
hasta las contestaciones— y como benevolencia, que significa querer —y procurar— lo
que es bueno para el otro.
- Ilusiones y proyectos ambiciosos: más arriba se ha señalado ya la importancia y la
dificultad de que hombres y mujeres, jóvenes y menos jóvenes, tengan (y mantengan)
sueños que den contenido a su vida. Por eso, en el trato con las almas conviene despertar
las conciencias y abrir ante sus ojos amplios y atractivos horizontes, ayudándoles
también a realizarlos concretamente (a través de actividades culturales, de estudio, de
carácter profesional, o de voluntariado, por ejemplo). En el caso de quienes ya han
abrazado un proyecto de amor, es importante que tengan presente su relevancia y su
alcance, manteniendo viva y cuidando la memoria de aquellos momentos en que
descubrieron o se reafirmaron en la convicción de que valía la pena entregar la vida.
Por otra parte, conviene enseñar el auténtico sentido del fracaso, su presencia en la vida
humana y su valor como camino hacia la madurez personal. San Josemaría habló
frecuentemente del carácter deportivo de la lucha y, en el mismo sentido, el Papa
Francisco ha repetido a menudo una canción propia de los alpinistas: «En el arte de
subir, lo que importa no es no caer, sino no quedarse caído»183.
- Importancia del trabajo y del éxito profesional: en un mundo competitivo como el
nuestro, el trabajo y la exigencia de un éxito continuo pueden ser ocasión de tensiones
en uno mismo, o en la familia. San Josemaría lo señaló hace ya algunos años: «A veces,
desearíamos ser los mejores en cualquier aspecto y a cualquier nivel. Y como no es
posible, se origina un estado de desorientación y de ansiedad, o incluso de desánimo y
de tedio: no se puede estar en todas las cosas, no se sabe a qué atender y no se atiende
eficazmente a nada»184. Es fundamental conocer el ambiente en que se desarrolla el
trabajo de quienes se acercan a la dirección espiritual, pues a menudo nos permitirá
comprender mejor lo que les sucede. Por otra parte, es bueno saber también qué
aspiraciones tienen en el terreno profesional y qué lugar relativo ocupa el trabajo entre
los distintos ámbitos de su vida. Como se ha señalado antes, a veces habrá que enseñar
a las almas a conocerse, y a desvelar cómo están las cosas realmente.
- Diversión: muchos jóvenes que se consideran cristianos pueden sentir un
considerable peso con las caídas de impureza y muy poco, en cambio, con el consumo
completamente desmedido de alcohol, o con unos estilos de diversión que son en sí
mismos degradantes. No es fácil entusiasmar a alguien con grandes ideales y con una
vida limpia, mientras no se forme la conciencia en este campo; al menos, en la gravedad
objetiva de las borracheras deliberadas. Sería como intentar llenar de agua una
escurridera, tapando solamente un agujero… Por eso, al acompañar a alguien, es
necesario saber cómo es su diversión, qué cosas le gusta hacer en el tiempo libre… y
cuáles son sus ideas al respecto.
- Reflexión, pensamiento: conviene hacerse cargo de la capacidad de reflexión que
tienen las personas que hablan con nosotros, y saber hasta qué punto ha calado en ellas
el emotivismo. Es difícil que alguien crezca como persona si el sentimiento le lleva
continuamente de acá para allá. Por eso, es preciso desarrollar en las almas una
adecuada capacidad crítica —y de autocrítica—, de modo que los sentimientos y las
emociones puedan ser integrados en su proyecto de vida (o sea, en su vocación).
- Fe y sentido sobrenatural: curar la desesperanza tiene que ver, sobre todo, con
sembrar y cultivar en las almas las virtudes teologales. La seguridad en la propia valía
y la esperanza de vencer descansan, para un cristiano, en el Amor de Dios, que nos
precede y nos acompaña siempre. Como señalaba el Papa Francisco ante los dos
millones de jóvenes que se reunieron en Cracovia:

«Esta es nuestra “estatura”, esta es nuestra identidad espiritual: somos los


hijos amados de Dios, siempre. Entendéis entonces que no aceptarse, vivir
descontentos y pensar en negativo significa no reconocer nuestra identidad
más auténtica: es como darse la vuelta cuando Dios quiere fijar sus ojos en
mí; significa querer impedir que se cumpla su sueño en mí»185.
Es importante, pues, ayudar a las almas a considerar su filiación divina, el Amor
de Jesucristo y la obra de la gracia, así como la cercanía espiritual de muchas otras
personas que están luchando como ellas para vivir y cumplir la obra de Dios en el
mundo186.

183 Papa Francisco, Discurso en la ceremonia de acogida de los jóvenes en la Jornada Mundial de la Juventud, 28.7.2016.
184 San Josemaría, Conversaciones, n. 88.
185 Papa Francisco, Homilía en la Santa Misa para la Jornada Mundial de la Juventud, 31.7.2016.
186 Sobre estos puntos se ha tratado ya en las primeras sesiones, vid. supra.
f) Afrontar directamente la lucha por vivir la castidad
La lucha por vivir la santa pureza se puede encarar también directamente, y conviene
hacerlo en algunos momentos. Por ejemplo, en algunos periodos de la adolescencia, cuando
se experimenta el despertar de la sexualidad y no se ha aprendido aún a integrarla en la propia
vida187. En estos casos, lo mejor es poner metas accesibles, que muchas veces no serán absolutas
(«no caer nunca más»), pero sí inmediatas. Se trata de plantear y, con la gracia de Dios, lograr
metas graduales, sin que eso signifique renunciar a una victoria definitiva. Más bien, lo que se
consigue es avanzar dando pequeños pasos y consolidar —también humanamente— la
esperanza.
Por otra parte, a medida que crece la confianza con un alma y se conocen mejor sus luchas
y sus circunstancias, puede ser conveniente preguntar por las caídas de las que se confiesa.
Interesa, en primer lugar, conocer la frecuencia y naturaleza de las caídas, para saber hasta
qué punto se trata de un hábito adquirido. En este contexto, si fuera el caso puede ser relevante
saber qué tipo de pornografía se consulta. No es lo mismo que sea homosexual o heterosexual,
light o hard, infantil o sadomasoquista. No se trata de dar ideas —lo cual sería un grave error,
especialmente con gente joven—, sino de conocer delicadamente el nivel al que se encuentra
la lucha de esa persona. Además, «no es por morbosidad, sino porque a veces lo que buscan
en la red es un reflejo de una carencia profunda que tienen. Y en este ámbito, cuanto antes se
empiece a curar, más fácil es que se alcance la sanación»188. Cuando se trata de menores, habrá
que extremar el cuidado en el modo de preguntar, haciendo que sea él, en todo caso, quien
cuente lo que quiera con plena voluntariedad.
De igual modo, es útil conocer desde cuándo tiene un determinado hábito. En ocasiones,
los desórdenes en el campo de la castidad proceden de ciertas costumbres adquiridas —a veces
por juego— en la infancia. Otras veces, se han tenido experiencias prematuras, sea por juego,
sea por violencia, que suelen dejar una marca en el corazón que es necesario conocer, para (en
lo posible) curar. En algunos casos será preciso acudir a un especialista.
A propósito de esto último, en el caso de los menores, es bueno tener presente la siguiente
indicación:

«Cuando un adolescente empieza a tener problemas serios de adicción (consumo


diario, caídas compulsivas, dificultad para ir por la calle o por lugares con
aglomeraciones de gente, problemas con sus hermanas, etc.), probablemente la
curación no sea sólo un tema ascético o moral: exige la ayuda médica. En la práctica,
al ser menor de edad y, por otro lado, al no poder informar a los padres del problema
que tiene su hijo, se hace muy difícil que puedan acudir a un médico. Es muy raro
que el mismo chico sea capaz de hablar con sus padres de un problema que le
avergüenza enormemente. Una posibilidad es que dé permiso expreso a un
preceptor, tutor o encargado de su formación (nunca al sacerdote) para que hable con
los padres explicándoles la situación, y entonces ir al médico»189.
Cuando se trata de personas mayores de edad, pueden acudir al médico por sí mismos.
Con todo, es muy conveniente que lo hagan con otra persona, que les pueda acompañar en el
camino de sanación.

g) Ayudar a crecer, fortaleciendo otros campos


Aunque se puedan poner metas semanales y objetivos en el campo de la castidad, no es
bueno que la lucha espiritual de una persona esté centrada en ese punto. No cabe duda que

187 Sobre la pastoral con adolescentes, conviene consultar los documentos que se entregan como Anexo. Esta

sección está basada, en gran medida, en el escrito de C. Villar que ahí se presenta. Se encuentran también
indicaciones muy pertinentes, por ejemplo, en A. Fernández, Teología Moral, vol. 2 – Moral de la persona y de la familia,
Ediciones Aldecoa, Burgos 19962, 508-513.
188 C. Villar, Algunas ideas sobre la pastoral con adolescentes (12-16 años), vid. Anexo.
189 Ibíd.
tendrá otros ámbitos en que mejorar —que a veces, incluso, estarán en la base del problema.
En todo caso, es muy útil acompañar ese combate de «resistencia» con otras luchas positivas,
de «crecimiento», que ayudarán, además, a consolidar la esperanza.

- La pereza
Entre los adolescentes, el mal más endémico es la pereza. Una lucha positiva en ese campo
les puede ayudar a abrir su vida a proyectos que les llenen de entusiasmo y canalicen sus
fuerzas juveniles. Se les puede mostrar, por ejemplo, que la pereza es el peor enemigo de sus
sueños. ¡Cuántas veces un joven —una joven— llega a casa con los mejores propósitos de
empezar a estudiar en serio, de ser un apoyo para sus padres… y, en el momento de ponerlos
por obra, se ve aplastado por la pereza! Ellos mismos se dan cuenta, pero, tal vez, no logran
identificar hasta qué punto está destrozando sus sueños —en cierto sentido, lo más valioso que
tienen.
Luchar contra la pereza, en positivo, es despertar todo el potencial de bien que late en el
corazón de una persona joven. Y eso tiene mucho que ver, por otra parte, con su relación
personal con Dios. Así es como el Papa Francisco se dirigía a los jóvenes en Cracovia:

«Ese es el secreto, queridos amigos, que todos estamos llamados a experimentar.


Dios espera algo de ti. ¿Lo habéis entendido? Dios quiere algo de ti, Dios te espera a
ti. Dios viene a romper nuestras clausuras, viene a abrir las puertas de nuestras vidas,
de nuestras visiones, de nuestras miradas. Dios viene a abrir todo aquello que te
encierra. Te está invitando a soñar, te quiere hacer ver que el mundo contigo puede
ser distinto. Eso sí, si tú no pones lo mejor de ti, el mundo no será distinto. Es un
reto»190.
Un reto, un desafío, una meta entusiasmante: «¡El mundo, conmigo, puede ser distinto,
puede ser mejor! ¡Y Dios confía en mí para ayudarle a realizarlo!». Muchos corazones jóvenes
han recobrado la vibración que les es propia al descubrir esa propuesta divina y la dimensión
épica de su existencia. Por eso, conviene recuperarla siempre en la predicación y en el trato
personal con las almas191. Además, hay que saber concretarla luego en planes de trabajo, en
proyectos de voluntariado o de formación en cuestiones de tipo cultural, social, político,
económico…

- Generosidad, hondura de las relaciones humanas, caridad


Junto a la pereza y sus repercusiones en el trabajo, tiene una importancia central ayudar a
los jóvenes (y no tan jóvenes) a crecer en generosidad, a enriquecer sus relaciones humanas y,
en general, a fomentar la caridad. Son tres aspectos íntimamente relacionados. La generosidad
es una virtud fundamental para crecer como persona y para salir de los problemas
relacionados con la castidad, porque la impureza es siempre un «repliegue egoísta» sobre uno
mismo192. Un repliegue análogo se da en el refugiarse en las relaciones con los demás por vía
digital. Nadie me obliga, ahí, a manifestarme como soy, mostrando mis aspectos menos
brillantes. Sin embargo, es precisamente en la relación donde las personas se desarrollan,
maduran y descubren su auténtica valía, por encima de fracasos, defectos y errores. Por eso es
tan importante conocer la calidad de las amistades que tienen las almas que acuden a nosotros
y ayudarlas a cultivar amistades de calidad, en las que puedan crecer ellos mismos como
personas y ayudar a crecer a los demás. Lo mismo vale para el noviazgo.
En el caso de los adolescentes y universitarios, no es raro que les falte a veces creatividad
para hacer con sus amigos (o con su novio/a) planes que sean a la vez divertidos y
enriquecedores. No hay nada más interesante, para un chico o una chica jóvenes, que hablar
con personas de su edad y conocerles a fondo, en su diferencia. Sin embargo, no es fácil
conseguirlo en muchos de los ambientes de diversión que se les ofrecen. Por eso es bueno

190 Papa Francisco, Vigilia de oración con los jóvenes en la Jornada Mundial de la Juventud, 30.7.2016
191 Hablando del compromiso matrimonial, el Papa Francisco señalaba: «Necesitamos encontrar las palabras,
las motivaciones y los testimonios que nos ayuden a tocar las fibras más íntimas de los jóvenes, allí donde son más
capaces de generosidad, de compromiso, de amor e incluso de heroísmo», Ex.Ap. Amoris Laetitia, 19.3.2016, n. 40.
192 C. Villar, Algunas ideas sobre la pastoral con adolescentes (12-16 años), vid. Anexo.
fomentar aficiones, animarles (o acompañarles) a hacer excursiones, hacer visitas
interesantes… (¡cuánto puede ayudar en eso la labor de san Rafael y la que le precede en los
clubes juveniles!). Quizá sea bueno sugerirles también que hagan actividades de voluntariado
con su grupo de amigos y amigas: es mucho lo que ellos aprenden de ellas al verlas tratar con
delicadeza a un enfermo o a una persona necesitada —además de todo el bien que sale a la luz
en ellos y en ellas cuando se dedican con continuidad a actividades de ese género.

h) Vivir la castidad es, para los casados, cuidar su matrimonio


Cuando se trata de personas casadas, interesa conocer en qué estado se encuentra su
matrimonio. Muchos problemas relacionados con la santa pureza nacen de una situación tensa
con el propio cónyuge, con unas expectativas que no se ven cumplidas o con un desgaste que
puede ser fruto de múltiples factores. Sin ser un experto en terapia familiar, ni tener que
cumplir esa función, el sacerdote debe conocer esos temas para poder ayudar a las almas a
crecer en su trato con Dios y en su vida cristiana. A fin de cuentas, el camino de santidad de
una persona casada es precisamente el propio cónyuge, y la vida y el hogar de familia
constituyen su lugar de santificación.
Los problemas que se presentan en los primeros años de matrimonio son distintos de los
que surgen más adelante. De igual modo, el número y la edad de los hijos influyen en las
problemáticas que van apareciendo. Conviene que el sacerdote conozca las dificultades que
pueden atravesar las parejas, para no quitar peso a cosas que en realidad lo tienen, o dar
demasiada importancia a lo que en realidad tiene poco peso193.
Por otra parte, es oportuno insistir en algunas claves de la vida matrimonial: la
comunicación, el respeto mutuo y la trascendencia:
- La comunicación adquiere importancia a medida que pasan los años, pues se corre
el riesgo de que todas las conversaciones de la pareja giren en torno a «cuestiones
logísticas»: la casa, el coche, las compras; los planes familiares o de los hijos; problemas
de las familias respectivas; la educación y salud de los hijos, etc. Si su conversación se
centra en temas propios de una «empresa de servicios», los esposos se miran como
compañeros de proyecto profesional, pero no tanto como cónyuges, que asumen, en
relación con el otro, el objetivo del Señor: «He venido para que tengan vida y la tengan
abundante» (Jn 10,10). Ellos pasan a un segundo plano, por lo que su relación puede
resultar fácilmente descuidada, y eso puede generar disgusto, frustración y una
búsqueda de compensaciones por vías diversas. Por supuesto, la comunicación incluye
las muestras de cariño. San Josemaría lo afirmaba con fuerza: «Aseguro a los esposos
que no han de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa inclinación es
la base de su vida familiar»194.
- En segundo lugar, el respeto mutuo, que nace de la admiración y el agradecimiento
por haber encontrado y tener cerca a la otra persona. Es fácil que, con el paso del
tiempo, estas actitudes den paso a un acostumbramiento que puede resultar letal. En
el varón, el desprecio —o la indiferencia— se manifiesta frecuentemente en el descuido
de las expresiones de cariño que ella tanto valora; en la mujer, en la falta de delicadeza
o de respeto al hablar a su marido y de su marido con otras personas. San Pablo recogía
estos dos riesgos al sintetizar su enseñanza a los esposos: «En una palabra, que cada
uno de vosotros ame a su mujer como a sí mismo, y que la mujer respete al marido»
(Ef 5,33)195. El Papa Francisco ha recordado en numerosas ocasiones esta misma

193 Puede servir la selección de textos Amor humano y vida cristiana. Textos sobre el amor en el noviazgo y el
matrimonio, Oficina de información del Opus Dei 2016, disponible en www.opusdei.es
194 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 25.
195 Quizá en esta línea de respeto se comprenda mejor la sumisión que el Apóstol pide a las mujeres (cfr. Ef 5,1-

2.21-33).
enseñanza, resumiendo las actitudes necesarias para la vida familiar en tres palabras:
«permiso, gracias, perdón»196.
- Por último, la trascendencia, esto es, la presencia de Dios en la vida matrimonial.
Aunque cada uno de los esposos pueda recibir formación cristiana en lugares distintos,
o sea diversa la manera de vivir la propia (o incluso una distinta) fe, es importante que
el elemento trascendente tenga sitio en el hogar. En cada caso será de una manera
propia, pero en todos ellos es importante que lo tenga. En ocasiones, el sacerdote tendrá
que despertar de nuevo el interés de uno de los cónyuges por la vida espiritual del otro;
otras veces serán circunstancias o cuestiones particulares, como por ejemplo la actitud
ante la posible vocación de los hijos a una vida de entrega, las que hagan aflorar esa
dimensión en la familia. En todo caso, se trata de algo central de la vida matrimonial,
y conviene que las personas que se dirigen a nosotros lo vean así y lo mantengan en su
vida cotidiana.

i) Ante la propia debilidad, fomentar la esperanza y la confianza en Dios


¿Por qué no es un fracaso caer continuamente en las mismas faltas? ¿Por qué no debe
llevarnos al desánimo o a la desesperanza? Puede ser muy interesante dar a conocer la vida
de aquellos santos que se han sentido también tentados de algún modo. Por ejemplo, aunque
no es claro a qué se refiere concretamente, son muy luminosas las palabras de san Pablo: «se
me ha dado una espina en la carne: un emisario de Satanás que me abofetea, para que no
me engría. Por ello, tres veces le he pedido al Señor que lo apartase de mí y me ha
respondido: “Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad”» (2Cor 12, 7-9). «Te
basta mi gracia» no quiere decir que la tentación desapareciera. Más bien se entiende que no
lo hacía... Lo que parece indicar es que la vida cristiana no consiste en hacer bien todas las cosas,
sino en dejarnos salvar por Dios —y eso, una y otra vez. Así, lo principal es no conformarnos con
el mal que hacemos, sino volver continuamente los ojos a Dios, a Cristo que nos salva, y
cogernos de nuevo de su mano.
Las almas deben saber que en esta vida no desaparecerán las tentaciones, las malas
inclinaciones, los deseos desordenados. Aspirar a eso sería una locura, y una fuente de
frustraciones. Con todo, es algo que contemplamos a menudo: gente desanimada por las cosas que
se le ocurren, o por el modo en que reacciona ante ciertos estímulos. Se hace necesario ayudarles a
contar con nuestra naturaleza desordenada, con las tentaciones… y enseñarles a comprender que
Cristo sabía ya todo eso cuando murió por nosotros —y sin embargo consideró que valía la pena
hacerlo. Por eso, podemos siempre dirigirnos a Él, como nos animaba a hacer san Josemaría: «Cada
uno de vosotros, y yo también, confiamos a Jesús: ¡Señor, que yo me propongo luchar y sé que Tú
no pierdes batallas; y comprendo que, si alguna vez las pierdo, es porque me he alejado de Ti!
¡Llévame de tu mano, y no te fíes de mí, o me sueltes!»197.
Nuestra confianza nace, en definitiva, de la resurrección de Jesucristo, en la que hemos
entrado por el Bautismo. «Por tanto, si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá

196 Una exposición breve se encuentra en las palabras que dirigió a un grupo de jóvenes que se habían reunido

en Cracovia ante la ventana del arzobispado: «A veces me preguntan cómo hacer para que la familia vaya siempre
adelante y supere las dificultades. Yo les sugiero que practiquen siempre tres palabras, tres palabras que expresan
tres actitudes. Tres palabras que los pueden ayudar a vivir la vida de matrimonio, porque en la vida de matrimonio
hay dificultades: el matrimonio es algo tan lindo, tan hermoso, que tenemos que cuidarlo, porque es para siempre.
Y las tres palabras son “permiso, gracias, perdón”. Permiso. Permiso: siempre preguntar al cónyuge (la mujer al
marido, el marido a la mujer) “¿qué te parece? ¿te parece que hagamos esto?”. Nunca atropellar. Permiso.
La segunda palabra: ser agradecidos. Cuántas veces el marido le tiene que decir a la mujer “gracias”. Y cuántas
veces la esposa le tiene que decir al marido “gracias”. Agradecerse mutuamente. Porque el sacramento del
matrimonio se lo confieren los esposos, el uno al otro. Y esta relación sacramental se mantiene con este sentimiento
de gratitud. “Gracias”.
Y la tercera palabra es “perdón”, que es una palabra muy difícil de pronunciar. En el matrimonio, siempre —o
el marido o la mujer— siempre tienen alguna equivocación. Saber reconocerla y pedir disculpas, pedir perdón, hace
mucho bien. Hay jóvenes familias, recién casados, muchos de ustedes están recién casados, otros están por casarse.
Recuerden estas tres palabras, que ayudarán tanto a la vida matrimonial: permiso, gracias, perdón», Saludo del Santo
Padre Francisco, 28.7.2016.
197 San Josemaría, Amigos de Dios, n. 183.
arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a
los de la tierra» (Col 3,1-2). Pase lo que pase, podemos mirar arriba. Pase lo que pase, podemos
volver a rezar, podemos dirigirnos a Dios. ¿Nos da vergüenza?, ¿nos provoca temor? Es señal
de que no le conocemos realmente. La dirección espiritual consiste, en gran medida, en poner
a las almas frente al Amor de Dios, en llevarlas a Él, en ayudarlas a que le busquen, le
encuentren, le traten, le amen —o por lo menos a que lo intenten siempre de nuevo198.

L.B. – C.V. – J.M.M.Q.

BIBLIOGRAFÍA

San Josemaría, capítulos Santa pureza y Corazón, en Camino (nn. 118-171)


San Josemaría, homilía El matrimonio, vocación cristiana en Es Cristo que pasa
San Josemaría, homilías Virtudes humanas y Porque verán a Dios, en Amigos de Dios.
- Sobre la vida del matrimonio, el volumen Hogares luminosos y alegres, col. Bonus
Pastor.
- Sobre la labor con gente joven, los artículos Para los más chicos, La importancia
del colegio, En la edad de los grandes ideales; sobre la labor con personas casadas,
el artículo Hogares luminosos y alegres; todos ellos recogidos en Obras – Agosto
1975.

E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, vol. 2, 451-
459
A. Sarmiento, voz Castidad en Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, 214-219

Anexo

- AA.VV., Pedagogía de la virtud, pedagogía de la fidelidad


- AA.VV., Castidad e integración
- C. Villar, Algunas ideas sobre la pastoral con adolescentes

Sobre amor humano y sexualidad

San Juan Pablo II, Hombre y mujer los creó. El amor humano en el plano divino, Cristiandad,
Madrid 2000

AA.VV., Amor humano y vida cristiana. Textos sobre el amor en el noviazgo y el matrimonio,
Oficina de información del Opus Dei 2016, disponible en www.opusdei.es
(http://opusdei.es/es-es/article/libro-electronico-amor-humano-y-vida-cristiana/)
C.A. Anderson, J. Granados, Llamados al amor. Teología del cuerpo en Juan Pablo II, Monte
Carmelo, Burgos 20122
M.B. Bonacci, Tus preguntas y las respuestas sobre amor y sexo, Palabra, Madrid 2013
J. Brage, El equilibrio interior. Placer y deseo a la luz de la templanza, Rialp, Madrid 2016.
Contiene, al final, una interesante bibliografía comentada.
C. Chiclana, Atrapados en el sexo. Cómo liberarse del amargo placer de la hipersexualidad,
Almuzara, Córdoba 2014
G. Derville, Amor y desamor. La pureza liberadora, Rialp, Madrid 2015

198 Cfr. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 300.


L. Galli, Del cuerpo a la persona. El amor tal como se lo explicaría a mis hijos, Rialp, Madrid
2010
J. de Irala, C. Beltramo (eds.), Nuestros hijos quieren saber… 60 preguntas sobre sexualidad,
Eunsa, Pamplona 2013
A. Léonard, La moral sexual explicada a los jóvenes, Palabra, Madrid 2006
J.I. Munilla, B. Ruiz Pereda, Sexo con alma y cuerpo, Freshbook, Madrid 2015
A. Rodríguez Luño, Elegidos en Cristo para ser santos, vol. 3 – Moral especial, Roma 2008,
cap. 8 «La castidad», disponible online:
http://eticaepolitica.net/corsodimorale/Especial08.pdf
M.G. Santamaría, Saber amar con el cuerpo, Palabra, Madrid 1996
F. Sarráis, Afectividad y sexualidad, Eunsa, Pamplona 2015
K. Wojtyla, Amor y responsabilidad, Palabra, Madrid 2011

Sobre noviazgo, para antes de los 20

P.-H. Grosjean, Amar, pero ahora en serio, Rialp, Madrid 2015


J. de Irala, El valor de la espera, Palabra, Madrid 2007. El mismo autor tiene algunas páginas
web interesantes, como www.soyamante.org o el blog http://jokindeirala.blogspot.com.es
T.G. Morrow, Noviazgo cristiano en un mundo super-sexualizado, Rialp, Madrid 2014

Sobre noviazgo, para después de los 20

F. Alberca, ¿Quieres casarte conmigo?, Palabra, Madrid 2008


A. Basallo, T. Díez, Pijama para dos, Planeta, Barcelona 2013. Los autores tienen también
una página web: http://www.pijamaparados.com/
J.M. Contreras, El conocimiento del otro. El noviazgo, Eiunsa, Madrid 2007

Sobre la vida en el matrimonio

San Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, 22.11.1981


San Juan Pablo II, Carta a las familias, 2.2.1994
Papa Francisco, Ex. Ap. Amoris laetitia, 19.3.2016
A. Basallo, T. Díez, Manzana para dos, Planeta, Barcelona 2015
J.M. Contreras, Pequeños secretos de la vida en común, Planeta, Barcelona 2007
Anexo: Algunos textos sobre cuestiones
relacionadas con la virtud de la castidad

Los textos que se presentan a modo de Anexo no están completos ni presentan un desarrollo
acabado de las cuestiones que afrontan. Más bien, se trata de algunas notas de trabajo,
sugerencias o experiencias que pueden enriquecer la reflexión sobre los temas que se han
tratado por extenso en las Sesiones.

PEDAGOGÍA DE LA VIRTUD,
PEDAGOGÍA DE LA FIDELIDAD
AA.VV.

Objetivo
Se busca presentar algunos aspectos de la moral de las virtudes, para destacar sobre todo
cómo hacer operativo su aprendizaje. Para ello, se recuerda cómo se adquieren y se mejoran
las virtudes morales. Se trata de ayudar a entender que obrar bien no consiste sólo en hacer
algo bueno, sino en hacerlo de tal manera que esa acción configure el carácter (el ethos) de la
persona, su modo de ser; ayudar, por tanto, a pasar de una ética del deber (qué hay que hacer)
a una ética de las virtudes (qué clase de persona se quiere ser). Punto fundamental será
comprender que educar en la virtud consiste en educar el gusto por la misma bondad de sus
actos: lograr una cierta connaturalidad con el bien. Si no se da un mínimo de deleite en el
aprendizaje, no es posible perseverar hasta adquirir la virtud.

Ideas de detalle
Las virtudes morales son hábitos que perfeccionan la capacidad de apetecer. La formación
moral atañe principalmente a la voluntad, de modo que la voluntad buena es la que hace a la
persona simplemente buena. Además, quien es bueno ha de tener un dominio habitual sobre
sus pasiones. Voluntad y apetitos sensibles tienen la aptitud para obedecer a la razón: este es
el fundamento que posibilita la adquisición de las virtudes. Por tanto, la formación moral
consiste, principalmente, en conseguir que la voluntad y los apetitos sensibles se identifiquen
con sus respectivas tendencias al bien.

¿Cómo se puede enseñar a vivir las virtudes?


(En este apartado conviene insistir [1] en que es posible la educación de la virtud, que se
verifica primordialmente en el ámbito de la familia (y de otras comunidades virtuosas): y [2]
en cómo se educa la virtud: es preciso contar siempre con la buena voluntad del educando, y
si es mayor con su previa conversión.)
1. La causa principal de la educación en general, y de la formación moral en particular, es
el mismo sujeto humano: es él quien se perfecciona (o se malogra) por los actos que realiza.
Dicho de otro modo, no basta con que se le digan las cosas, sino que ha de interiorizarlas.

2. ¿Cuáles son los actos que ha de llevar a cabo la persona, sea o no ayudada desde fuera
por un educador, para adquirir las virtudes morales? La inclinación al bien, que se da en las
facultades apetitivas, ha de concretarse en actos singulares conformes al bien, o recto orden
moral. Esa repetición no es una pura rutina, porque no todos los actos son convenientes para
engendrar las virtudes, sino sólo los que son fruto de la afirmación de la propia libertad (que
se compromete a seguir la recta razón práctica).

3. En el nivel genético, el sujeto del actuar no es todavía bueno, aunque realice actos buenos.
Se puede decir que está como en un proceso de conversión. Se asemeja al tipo que Aristóteles
llama “continente”. Aunque las acciones del virtuoso y del continente sean semejantes
materialmente, se diferencian en el modo de ser llevadas a cabo: el continente, realiza el bien
sin complacencia, costosamente, pues en cierta medida obra contra su inclinación, contra su
modo de ser; hay una cuasi violencia en el obrar recto del continente. Actúa por puro deber,
sin la espontaneidad del virtuoso.

4. El valor moral de la acción estriba en su ordenación a la perfección del agente, a que éste
sea bueno en términos absolutos, pues en eso consiste el bien moral en sí mismo. Por esto,
cualquier ayuda para adquirir la virtud será siempre externa e instrumental o medial. Son
medios directos los que favorecen la adquisición de la virtud, como la enseñanza del maestro
y el ejemplo. Se pueden llamar, en cambio, medios indirectos los que se oponen a las
dificultades para lograr la virtud, como los castigos que impone el incumplimiento de la ley.

5. Entre los medios directos:


a) En primer lugar, está la enseñanza moral del maestro que aporta argumentos que
justifican racionalmente el comportamiento honesto. ¿A qué tipo de educación se
refiere? A la indispensable para la formación de la prudencia, virtud que concierne
a las cosas particulares operables, y que tiene por objeto la llamada experiencia de
la vida. Esta formación es necesaria pero insuficiente, pues no impide de facto que la
voluntad y el apetito sensitivo se opongan a la razón; se requiere, para su eficacia,
la recta inclinación del que aprende. Por tanto, mejora al que ya está bien dispuesto.

b) El segundo de los medios directos se refiere al ejemplo, entendido como la acción


o la situación –o una vida entera, considerada ejemplar– de una conducta imitable.
No se trata, en efecto, de un razonamiento; sin embargo, virtualmente lo contiene,
ya que se actúa por razones (el ejemplo acerca al modo de pensar de su protagonista,
es como una prueba empírica de sus convicciones, revela lo que el agente estima
como bueno en su conducta). De modo que el ejemplo es instructivo, pues puede
suscitar conclusiones en quien observa. En este sentido, se ha de incluir la fuerza
motivadora del ambiente: un entorno virtuoso conduce a realizar acciones
virtuosas. Por ello, doctrina y buen ejemplo han de caminar juntos: el educador,
además de tener una conducta recta, ha de proponer una doctrina verdadera (y no
sólo bienintencionada).

6. Los medios indirectos:


a) Son fundamentalmente dos: los premios y los castigos. Ambos –premios y castigos–
coinciden en que el agente no busca el bien por el bien, sino que se mueve en el
plano subjetivo del interés o concupiscencia. Pueden servir, en todo caso sin abusar
de ellos, para que quien no ama lo bueno por sí mismo se acostumbre, no obstante,
a obrar rectamente. Los castigos han de tener siempre un sentido medicinal.

b) Entre los medios indirectos, podemos incluir también la ley o el deber. Pues la ley
(lo que debe ser cumplido porque ha sido preceptuado) encuentra su significado en
orden a la virtud. Comenzamos por acatar la ley para llegar a ser virtuosos. La ley
tiene un valor instrumental respecto a la virtud. Si obráramos únicamente por
respeto a la ley (Kant) haríamos materialmente algo bueno, pero insuficiente para
determinar la moralidad de la acción, que radica fundamentalmente en cómo se
actúa rectamente (según la ley o según virtud). Obrar según la ley se correspondería
con obrar lo virtuoso, lo que es propio de la virtud; es un obrar moralmente bueno
pero imperfecto (es una acción que contribuye a la generación de un carácter
virtuoso). Obrar, en cambio, virtuosamente es hacerlo por virtud: de modo agradable,
fácil y prontamente; no sólo se obra rectamente, sino sobre todo con deleite, con
gusto, por una cierta connaturalidad, por inclinación.
7. Por tanto, actuar bien no consiste sólo en hacer algo bueno, sino en hacerlo de tal manera
que esa acción configure el carácter (el ethos) de la persona, su modo de ser. Se trata de ayudar
a las personas para que reflexionen sobre cómo –qué clase de hombre– quieren ser. El obrar
humano consiste sobre todo en la autoconfiguración de la persona, pues elegir es también un
elegirse. Es preciso insistir en que el valor moral de las acciones no estriba en su legalidad
(observancia de la ley), sino en su capacidad para perfeccionar el carácter de la persona. La ley
tiene sentido en referencia a la adquisición de una vida lograda.

Educar la virtud consiste en educar el gusto por la misma bondad de sus actos.
(En este apartado, conviene [1] hacer hincapié en la belleza de la virtud, aunque sea arduo
el conseguirla; y [2] en la felicidad que eso comporta.)

8. La virtud es una excelencia práctica que adquirimos por repetición de actos, a través del
ejercicio de la actividad cuya excelencia buscamos. Aprendemos a hacer algo bien, haciéndolo
bien; por eso se necesitan buenos maestros que dirijan competentemente el aprendizaje. Pero,
además, conforme se gana en experiencia –conocimiento práctico– de los actos realizados, se
apetecen más; a medida que se realizan mejor, se alcanza más deleite con ellos, se va educando
el gusto por ellos.

9. Para lograr la virtud es preciso tener experiencia de los actos sobre los que versa esa
virtud, y tener la experiencia de la bondad de esos actos, es decir, la experiencia del gozo que
producen. De modo que cuanto más perfecta es la realización de los actos (su virtuosismo), más
pleno es el deleite que producen en el agente (lo que revierte, a su vez, en la adquisición de la
competencia en dicha actividad). El gozo mueve a la pericia, y la pericia intensifica el gozo.
Apetito (deseo) de la acción buena y competencia práctica se retroalimentan virtuosamente.

10. Y en esto consiste la felicidad: en la actividad que es deseable por sí misma (que es fin
en sí misma), en la que el agente perfecto (virtuoso) se deleita perfectamente en la acción
perfecta. O, de otra manera: el virtuoso apetece con necesidad moral la acción propia de él, en
vistas al bien práctico que le corresponde según virtud. La felicidad es de la acción perfecta
porque esta constituye el máximo gozo. Perfección y delectación se dan simultáneamente en
el acto, y en eso radica la felicidad. Por tanto, decir que la virtud se ordena a la acción perfecta
es lo mismo que decir que la virtud se ordena a la felicidad. Somos virtuosos para ser felices.

11. Insistir en el obrar por obligación, que requiere esfuerzo y que contraría, como si se
tratara del perfecto obrar moral, impide la auténtica moralización, y puede llevar a la
frustración del empeño moral. Si no hay un mínimo de deleite en el aprendizaje no es posible
perseverar hasta adquirir la virtud. Actuar puramente por deber implica la presencia de una
inclinación que dirige al sujeto en otro sentido: es preciso, entonces, corregir esa inclinación
del agente, hasta hacer deleitable la acción recta. La ley ha de dar paso a la virtud. Al mismo
tiempo, cabe decir que la virtud consiste en el perfecto cumplimiento del deber; no del deber
por el deber, sino del deber que se identifica con el bien del agente –con su interés–.

La Obra es una gran catequesis: la pedagogía de la virtud practicada por san


Josemaría.
12. La vida de nuestro Padre fue un ejemplo atractivo para los primeros de la Obra. Siempre
consideró que el modelo es Jesucristo y el Espíritu Santo el modelador. Pero, siguiendo los pasos
de don Álvaro, hemos entendido que nuestro Fundador era el “conducto reglamentario” para
llegar al Modelo a través del Modelador; pues la vida –y, concretamente, la vida en el Opus
Dei– sólo se puede comunicar viviéndola, transitando personalmente por la senda que Dios
puso en manos de nuestro Padre. Los primeros, y después todos los que han ido viniendo, han
visto en la conducta de san Josemaría, en sus virtudes, algo que resultaba deseable imitar; v.
gr., su laboriosidad, su sencillez, su humildad, su desprendimiento, su alegría, etc.

a) Ejemplo de laboriosidad (y de orden): Camino, edición crítico-histórica


(preparada por P. Rodríguez), Rialp, n. 15, 23, 76-80, 336, 340, 354, 357; Andrés
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, II, Rialp, pp. 95-98, 197-198; Javier
Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá, Rialp, pp. 163-168, 288-295; José
Miguel Pero-Sanz, Isidoro Zorzano, Rialp, pp. 267-271.

b) Ejemplo de sencillez y caridad (trato comprensivo y afable): la sencillez —


sinceridad de vida— es mostrarse como uno es, con naturalidad, ante Dios y ante
los demás: vid. Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, Rialp,
pp. 176-179, 195-197.

c) Ejemplo de humildad: la humildad consiste, sobre todo, en reconocerse


criatura ante Dios, del que recibimos todo: vid. Álvaro del Portillo, cit., pp. 179-180
(ejemplos de agradecimiento); Camino, edición crítico-histórica, cit., cap. “Humildad”
(con textos que hacen referencia a la vida interior de nuestro Padre); Javier
Echevarría, cit., pp. 13-23, 297-310.

d) Desprendimiento y pobreza (sobriedad): Álvaro del Portillo, cit., pp. 180-191;


Javier Echevarría, cit., pp. 158-163; José Miguel Pero-Sanz, cit., pp. 158-162.

13. Además, nos ha dejado unos modos para recorrer el camino del Opus Dei —
hacernos Opus Dei—, pues no basta con querer ser buenos, sino que hay que aprender a ser
buenos (discite benefacere: Is 1,17). Esos modos son las Normas y las Costumbres, y los otros
medios de formación, individuales y colectivos. Respecto a la educación del carácter (del ethos
o formación moral) son siempre instrumentos o medios, como se dijo más arriba: lugares de
encuentro con Jesús. San Josemaría pensó en esos medios para que fueran sobrenaturalmente
eficaces en las tres obras, de san Miguel, san Gabriel y san Rafael. Y él mismo, cuando no los
impartía, asistía a ellos.

14. Y nos ha enseñado que, en esta tierra, el premio por obrar el bien es la alegría que
produce la acción virtuosa: “entra en el gozo de tu señor” (Mt 25,23). Ese gozo es el del Señor,
que a su vez se alegra por la realización del bien: el gozo del hombre al actuar virtuosamente
se identifica con el gozo de Dios que mira complacido la obra buena, y que produce la unión
con Él. Una alegría –la humana– que es por tanto la reverberación, el esplendor de la misma
virtud que se pone en acto.

Bibliografía
– San Josemaría, “Virtudes humanas” en Amigos de Dios, Rialp, Madrid 198814, nn. 73-93.
– Antonio Millán-Puelles, La formación de la personalidad humana, Rialp, Madrid 19897, III
parte, cap. 3 “La formación moral”, pp. 161-213.
– Alfredo Cruz Prados, Ethos y Polis, Eunsa, Pamplona 20062, cap. 3 “De la ‘ética de la
virtud’ a la ética política”, pp. 145-190, especialmente, pp. 147-171.
– Víctor García-Hoz, Sobre la pedagogía de la lucha ascética en “Camino”, en José Morales
(coord.), Estudios sobre “Camino”, Rialp, Madrid 1988.
– Víctor García-Hoz, Pedagogía de la lucha ascética, Rialp, Madrid 1963.
CASTIDAD E INTEGRACIÓN
AA.VV.

El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia
plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás (Conc. Vat. II, Cons. Dogm. Gaudium et
spes, 24). En ese horizonte de la capacidad de entregar una vida por amor, se inscriben los
párrafos que siguen sobre la virtud de la santa pureza. Esa cualidad que nos dispone incluso
para ver a Dios, como ha escrito Benedicto XVI, comentando la Bienaventuranza “dichosos los
limpios de corazón, porque verán a Dios”: “A Dios se le ve con el corazón: la simple razón no basta.
Para que el hombre sea capaz de percibir a Dios han de estar en armonía todas las fuerzas de su
existencia. La voluntad debe ser pura y, ya antes, debe serlo también la base afectiva del alma,
que indica a la razón y a la voluntad la dirección a seguir. La palabra "corazón" se refiere
precisamente a esta interrelación interna de las capacidades perceptivas del hombre, en la que
también entra en juego la correcta unión de cuerpo y alma, como corresponde a la totalidad de
la criatura llamada "hombre". La disposición afectiva fundamental del hombre depende
precisamente también de esta unidad de alma y cuerpo, así como del hecho de que acepte a la
vez su ser cuerpo y su ser espíritu; de que someta el cuerpo a la disciplina del espíritu, pero sin
aislar la razón o la voluntad sino que, aceptando de Dios su propio ser, reconozca y viva también
la corporeidad de su existencia como riqueza para el espíritu. El corazón, la totalidad del
hombre, ha de ser pura, profundamente abierta y libre para que pueda ver a Dios”.

La capacidad de integración.
Viene siendo ya clásico referirse a las varias tendencias que están presentes en la
experiencia del amor humano, que afecta a muchas dimensiones de la persona: la atracción
sexual (corporal), el enamoramiento (afectos y sentimientos), el deseo de entregarse uno
mismo haciéndose un bien para alguien (agapé, don de sí de una persona a otra). Se trata de
diversos niveles o dimensiones del amor que se dan en un único sujeto. Estos niveles no vienen
armonizados por la naturaleza y pueden surgir conflictos entre ellos, como muestra la
experiencia que todos tenemos.
Así, la persona puede experimentar con gran fuerza la atracción por los valores corporales,
mientras que, en el nivel espiritual, es plenamente consciente de que no puede dejarse llevar
de esa atracción sin más. La experiencia de esa fragmentación puede hacer difícil a la persona
el gobierno e integración de todos los niveles para que se ordenen a un amor verdadero.
Aquí surge la gran cuestión de toda la moral sexual: la cuestión de la integración de esas
tendencias, para ser capaces de construir una vida de comunión con Dios y con los demás.
Sólo puede “darse” aquello que se “posee”: para realizar el don de sí (en entrega total a Dios
o formando un hogar) la persona ha de “autoposeerse”, ha de ser dueña de sí.
A esa capacidad de integración, o a esa integración ya conseguida (pero nunca totalmente
acabada), se le denomina virtud de la castidad. Está más allá de una lista de normas de
comportamiento y de acciones concretas que hay que hacer o evitar. Es la habilidad (un hábito
bueno, se dice) para amar con la propia entera persona. Una habilidad que se va aprendiendo
en cada fase de la vida, y que todos estamos llamados a adquirir.

La dificultad de lograr esa integración.


En esa tarea de integración, de por sí no fácil (de eso se hace eco la misma palabra “virtud”,
fuerza), la doctrina cristiana enseña que existe un elemento obstaculizador que recibe el
nombre de concupiscencia. Se trata de una corrupción original del deseo, en virtud de la cual
la persona se inclina hacia los bienes parciales del placer sensual, complicando a la persona la
tarea de construir el amor.
Aparece entonces la tensión de fondo que está presente en todo lo relacionado con la
sexualidad humana. Porque si de un lado la persona quiere dirigir su vida hacia un ideal de
comunión con Dios y con los demás, de otro nadie está naturalmente preparado para concebir
y llevar a cabo las acciones concretas, en el día a día, que hacen operativo ese ideal.
Necesitamos una ayuda para realizar lo que de verdad deseamos y amamos.
Tal ayuda viene, sin duda, de la ley natural. Esa capacidad de la razón humana para
reconocer y discernir el comportamiento más adecuado, digno del hombre, aquí y ahora. Una
ayuda puede venir también de la educación que proporcionan la familia y la cultura
dominante, expresada en las costumbres sociales, las manifestaciones artísticas (cine,
literatura, etc.), las leyes, etc. Pero de esa fuente puede venir un serio obstáculo también. La
gracia de Dios es, por supuesto, una ayuda imprescindible para llevar a cabo acciones buenas.
Pero generalmente Dios no ha querido transmitirnos de forma directa cuál es su voluntad
positiva sobre cada acción particular.
Por eso, la doctrina común de la Iglesia y una gran corriente de la filosofía moral han
explicado siempre la necesidad de una disposición, una cualificación habitual del sujeto, que
le permita realizar esa integración de los dinamismos afectivos. A esa cualidad se le denomina
virtud de la castidad. Ofrece no solamente una energía que facilita la realización de acciones
buenas, en las que la dimensión sexual esté integrada en el verdadero bien de la persona. Sino
también una luz que influye de modo decisivo en la construcción de una vida ordenada a la
comunión con Dios y con los demás mediante el don sincero de sí.

Diversos modos de integración.


De cómo el sujeto interpreta su experiencia de la atracción sexual, y según cómo haya
integrado los diversos niveles (afectos, etc.), surgen cuatro tipos de integración diversos que
podrían ser denominados, como se dice a continuación, según una caracterización ya clásica
que procede de Aristóteles. Unos de otros se distinguen en cuál es el principio integrador, el
principio de unidad de la conducta: el continente, el virtuoso, el incontinente, y el vicioso.
En el continente, el principio unificador es su decisión de cumplir el 6º mandamiento. Siente
la atracción por los valores sexuales ligados a la masculinidad y a la feminidad. Pero le atraen
principalmente por la satisfacción que producen. Aunque comprende que la atracción sexual
está orientada y está al servicio del don de sí, en la práctica siente una atracción mayor por el
placer que se experimenta. En el interior de esa persona hay, por tanto, cierta fractura. Ante
una tentación, esa persona percibe que dar cauce a su deseo es contrario al orden moral y
además podría acarrearle otros problemas entre sus amistades, laborales, etc. Por eso decide
no actuar según su deseo: tiene suficientes buenas razones para no seguir su deseo. Ahora bien
si lo que le atrae, el pequeño placer, no estuviera prohibido, si nadie le observase, si no se
derivasen consecuencias negativas, indudablemente que lo realizaría, pues es lo que desea. Se
contiene, pero a disgusto. Se abstiene del mal, pero sin amar verdaderamente el bien. Por ello
no encuentra plena satisfacción en lo que hace, porque hace lo que no desea: lo que desea, no
lo puede hacer.
El virtuoso (castidad) siente igualmente la atracción de la sexualidad, y busca comprender
su sentido: el del don de sí para la comunión personal. Cuando siente la atracción sexual
entiende que ese deseo está al servicio del amor. Y su reacción es la de ir plasmando y
dirigiendo sus deseos, su afectividad y sensualidad, hacia ese ideal de comunión personal (con
Dios o con otro ser humano). Plasmar quiere decir integrar sus deseos, reordenarlos en modo
tal que sirvan para alcanzar lo que más quiere: poder hacer el don sincero de sí. El virtuoso es
aquel que no solamente actúa bien, sino ante todo aquel que “reacciona” bien: le atrae el
verdadero bien, y reacciona como él mismo quiere. Lo que desea no es el placer, sino aquello
a lo que el placer apunta, su significado humano. A la hora de resolver la tensión ante un bien
aparente que seduce, concluye: “no, no es esto lo que quiero”.
El incontinente también ha comprendido, quizá, el valor y el ideal de la sexualidad como
capacidad de hacer el don de sí para alcanzar la comunión personal. Pero su afectividad se
siente atraída por muchos pequeños placeres que, al igual que el continente, rechaza por
variadas razones. También experimenta una fractura entre los niveles afectivo y corporal, y el
nivel personal (agapé) de la sexualidad. Fractura que se puede reflejar, por ejemplo, en que
deja que esos deseos sigan su curso en la imaginación. En ocasiones, ante una tentación,
sucumbe a la atracción de esos placeres, queda cegado por el bien concreto que ahora se le
ofrece. Se trata de una persona débil, frágil, que a menudo elige seguir las pasiones, a pesar de
las buenas razones que tiene para no hacerlo, y en contradicción con su entendimiento. Otra
característica del incontinente es que, cuando ha pasado la tentación en la que ha caído, se
arrepiente. El recuerdo del placer buscado le genera pesadumbre. Es una persona fracturada:
no se deleita más que cuando sucumbe, y sólo en ese momento.
El vicioso es un hombre que desconoce (culpablemente o no) el sentido de la sexualidad y
el ideal de vida que significa: el don de sí para la comunión personal. Así pues, en cualquier
experiencia de atracción sexual sólo ve la satisfacción de sus necesidades sexuales y afectivas.
Tiene una ceguera respecto a lo esencialmente humano de la sexualidad. Y será capaz de
sacrificar todo al placer, del que acaba siendo esclavo porque, al durar sólo lo que dura la
acción, busca de continuo nuevos y más excitantes placeres para saciarse.
En resumen: para el continente, el principio de unidad de su conducta le viene por la
disposición de su voluntad a seguir la norma moral. Para el virtuoso, el principio de unidad
es su propio deseo integrado. Para el incontinente el principio de unidad es muy frágil,
propiamente no lo tiene. En el vicioso, el principio de unidad es su propio vicio.
Llegamos así al aprendizaje de la virtud de la castidad, nunca completamente logrado,
siempre en progreso en cada etapa de la vida, en las diversas circunstancias siempre
cambiantes que encuentra el ser humano en su caminar terreno.

La virtud de la castidad.
Así como quien aprende el arte de tallar la madera va rectificando y armonizando su visión,
la posición de las manos, la fuerza del golpe, etc., adquiriendo así una destreza que afecta al
modo mismo de tallar y no sólo a tal golpe concreto con la gubia, así quien va rectificando su
deseo y armonizando su atención, su impulso, su valoración, va adquiriendo una destreza que
afecta al modo de desear y de valorar la sexualidad.
Esta transformación y modificación del sujeto en sus diversas potencias, que vienen a ser
armonizadas en una forma nueva, ha sido llamada, en la historia del pensamiento, con el
término “hábito”. La palabra procede del latín: habere-habitus, esto es: poseer, poseído. Se
quiere explicar con ello algo muy importante: la persona “se posee” en una forma nueva; posee
su impulso sexual, su reacción afectiva, su capacidad de donarse en una forma original. Y son
“posesión” del sujeto, no están sometidos a leyes infrarracionales que, simplemente, el hombre
pudiera refrenar y contener. Ciertamente la capacidad de “controlar y refrenar” es el primer
paso para adquirir el hábito y permite que la voluntad no se vea arrastrada. Pero tal control
va dirigido a la plasmación del afecto: de ahí que el sujeto se posee de forma original, tiene
una verdadera capacidad de autodominio. Y porque la persona “se posee”, puede entregarse
en la totalidad de lo que es. El don de sí se radica en la virtud de la castidad.
Pero lo que se posee no es sólo el control del impulso sexual sino también, en cierto modo,
la duración del amor. La duración del amor se ve no como algo que es dado, sino como algo a
construir. Por ello la castidad introduce un principio de unidad decisivo en la duración de la
vida.
A medida que se verifica esta “plasmación” del deseo, se modifica igualmente el desear
mismo: la misma naturaleza de la persona se ve modificada en sus disposiciones. Quien posee
la virtud de la castidad tiene una disposición estable en sus dinamismos afectivos que le
permite reaccionar y actuar en una manera nueva (no estereotipada, no reconducible a
automatismos aprendidos), en las diversas circunstancias del vivir humano. Y puesto que lo
que se corresponde con la naturaleza es fácil y deleitable, en la conducta virtuosa se introduce
una facilidad y un deleite singulares al obrar según el hábito adquirido.
La virtud de la castidad, pues, no es un automatismo psicológico, un repetir acciones que
se consideran ya una costumbre, para evitar acciones malas. Por el contrario la virtud de la
castidad depende esencialmente del bien que, por su propia belleza, seduce a la persona y la
atrae por su intrínseca fuerza: el bien de la comunión con una persona en el don de sí mismo.
En razón de ese bien, la castidad integra, ordena, al hombre cualificándole para realizar en el
hoy y ahora concreto de su existencia acciones excelentes con las que vivir y actualizar la
comunión en las precisas y cambiantes circunstancias. Por eso en la castidad es donde se
encuentra la fuente de la originalidad y de la creatividad del amor. El fin de la virtud de la
castidad es dirigir la persona al don sincero de sí, hacer capaz a la persona de entregar un amor
entero.
La virtud de la castidad, por hacer referencia intrínseca al amor del que parte y al ideal de
comunión personal al que tiende, se despliega en los diferentes estados de vida en los que
puede vivir una persona, y en la perfección propia de cada uno de ellos. La integración que
opera la castidad, por eso, es distinta en el célibe, que en el que vive en noviazgo, que en el
casado, que en el viudo, que en la persona que ha ofrecido a Dios su virginidad por el reino
de los Cielos. El elemento común en todos ellos es la integración que posibilita, en orden a
vivir la perfección propia del amor en ese estado.
ALGUNAS IDEAS SOBRE LA PASTORAL
CON ADOLESCENTES (12-16 AÑOS)
Carlos Villar

1. Reflexiones en torno a la castidad

a) La templanza
Detrás de un adolescente destemplado lo que muchas veces se encuentra es un corazón que
no se siente amado, alguien que tiene un vacío afectivo por llenar.
La virtud de la templanza no consiste sólo en adquirir la fuerza de mortificar las tendencias
de la esfera sensible, sino en saber llenar de sentido esas negaciones. Una pastoral de la
templanza centrada en su función de mortificación del cuerpo pecador (función purificadora)
no es completa, aunque contenga algo verdadero. Tampoco es completa la pastoral de la mera
mortificación por dominar los instintos (función de autodominio): aun siendo algo bueno y
verdadero, la mera contención de los instintos o de las pasiones desordenadas no basta para
dar sentido a la lucha. El dominio a base de ascética a secas, fácilmente puede desembocar en la
domesticación: en técnica, adquirida en este caso para controlar los impulsos carnales. La virtud
que se conquista a través de la técnica cristaliza habitualmente en el voluntarismo. Además, el
adolescente de hoy en día no conecta en absoluto con esta doctrina (quizá en otras épocas sí
que sentían un atractivo por la dureza de la vida, la fortaleza por aguantar sufrimientos, ser
un hombre recio, etc.).
Así pues, me parece que hoy más que nunca hace falta desarrollar una formación de la
templanza que ahonde en la belleza de la virtud más que en la maldad del pecado. Una
formación que fomente una libertad profunda por ascender (ascesis) hacia la belleza de la vida
lograda, virtuosa, hacia la capacidad de amar. Sólo el deseo de amar y ser amado
verdaderamente da sentido a las negaciones y renuncias por encauzar los instintos carnales.
Al mismo tiempo, la educación en la templanza pasa por una fase fundamental: la de la
infancia. En esta etapa el niño debe aprender a decir que no dentro de sus posibilidades. En
este aprendizaje, el papel de los padres es fundamental, ya que la capacidad de libertad y de
asumir los valores está todavía en germen y poco desarrollada en la niñez.
La virtud de la templanza la educan los padres y la aprende el hijo en el transcurrir de la
vida ordinaria. Decir que no: a dejar la comida que no le gusta, a seguir jugando cuando le
dicen que pare, a protestar, a quedarse más tiempo en la cama o en la piscina, a comprarle
siempre una golosina cuando la pide, a que le lleven la mochila, a quejarse por tonterías, a
tumbarse en el sofá… Unos padres que consienten y ceden por no hacer sufrir, convierten a su
hijo en un pobre niño sin voluntad, incapaz de dar el paso a la adolescencia y la juventud.
En efecto, cuando la templanza no se adquiere en la niñez, el paso a la juventud es
defectuoso. Cada etapa de la vida (infancia, juventud, madurez, ancianidad) tiene su propia
autonomía, su propio sentido (dentro de un todo, que es la historia de una persona humana
única e irrepetible). Y cuando no se vive bien una etapa, el paso a la siguiente no se realiza de
modo armónico199. Un joven que ha pasado una infancia sin templanza, sin saber decir nunca
que no a lo que le apetece, no llega nunca a madurar, va siempre por detrás, buscando unos

199 Cfr. Romano Guardini, Las etapas de la vida, Palabra, Madrid 1997. En este sentido, Alfonso López Quintás,

en la introducción que escribe a la obra citada de Guardini, comenta: «Cada etapa de la vida es diferente e
independiente de las otras, tiene sentido en sí misma, pero debe servir de preparación para la siguiente, ya que en
definitiva se trata de un mismo ser humano que sigue un camino de desarrollo», op.cit., p. 19.
ideales que le pide el corazón, pero que es incapaz de alcanzar por falta de autodominio. Algo
parecido le sucede al joven que pasa a la madurez con los años, pero sin fortaleza: se convierte
en un hombre con aspecto de adulto pero interiormente inmaduro.

b) La belleza
La educación en la belleza en la familia y en el colegio crea un espacio en el que crece con
naturalidad una personalidad abierta a la verdad y al bien. Un niño que comienza a leer y
disfruta poco a poco con la lectura de buenos libros, en el que ha despertado el amor a la
música o al teatro en el seno de la familia, que ha ido escuchando los porqués de los problemas
cotidianos sin miedo a la verdad (no hay tabúes), que ha experimentado el contacto con la
belleza de la naturaleza (el mar abierto, un cielo estrellado, un bosque en otoño), crece en un
sustrato que es tierra buena para que en ella germine la virtud de la pureza. La belleza de todas
las cosas le lleva de modo natural, inconscientemente, a la fuente de todas ellas, que es Dios.
Sin darse cuenta camina por la vía agustiniana del pulchrum: de las bellezas penúltimas a la
Belleza última. Por otro lado, todas estas experiencias van tejiendo un corazón profundo,
capaz de ir al fondo de las cosas. La impureza tiene mucho que ver con la superficialidad, con
quedarse en la epidermis, con vivir encima o en medio de una mentira. El corazón profundo,
en cambio, cae en la cuenta, capta lo que es una mentira, aunque sea atractiva o cómoda. Y en
ese ambiente de amor a la verdad y a la belleza, la mentira se repudia como si fuera una
enfermedad peligrosa. La relación entre la fealdad y la impureza es algo que los niños tienen
muy claro. De hecho, a veces se acusan diciendo: «he visto cosas feas».
Es importante, por otra parte, que la educación en la belleza no se confunda con el mero
esteticismo que, de por sí, no tiene por qué estar relacionado con la verdad y el bien. Así, no se
trata tanto de cultivar las formas hermosas (que es algo bueno: por ejemplo escuchar ópera),
como de buscar la belleza que estas reflejan o, mejor, irradian: lo bueno y lo verdadero. Y eso
no se da solo en las bellas artes: ver como una madre trata con cariño y heroicidad a la abuela,
o como en casa se cuida con ternura al que está enfermo, o como el padre es capaz de madrugar
por ayudar a un hijo (o al revés)… Por eso, incluso el contacto con la belleza de la naturaleza
o del arte debe de estar enmarcado dentro de las relaciones personales: en una excursión
familiar (comunión interpersonal) a la montaña o al mar; a través de un deporte que se practica
(y se compite) con amigos; en el arte (la pintura, la música, la lectura) que se aprende y
comparte con otros; en la naturaleza (un paisaje hermoso) como marco y escenario para hablar
con Dios, etc.
La capacidad de contemplar la belleza de la creación y del arte facilita la apertura del
corazón para la verdad y para la vida virtuosa. La invasión de los inputs tecnológicos es una
de la causas de la gran dificultad que los jóvenes de hoy en día tienen para ser profundos, y
por tanto del riesgo de quedarse en un esteticismo epidérmico (habitualmente sentimental)
que no llega a rozar siquiera la verdadera belleza.

c) El uso de las tecnologías (internet)


El uso de medios tecnológicos, independientemente del modo de utilizarlos y de su
contenido, no es algo neutro. Es decir, la actividad de usar el ordenador (o el móvil) es una
acción que modela y estructura el modo de pensar del niño. Sería un error pensar, como
habitualmente se dice, que los medios tecnológicos son meros instrumentos: que serían malos
cuando se usan para propósitos inmorales y buenos cuando se usan para cosas buenas. La
tecnología, aunque se use para algo bueno, no puede sustituir campos y actividades esenciales
del desarrollo humano como el juego (no tecnológico) entre hermanos y amigos, el diálogo
cara a cara, el deporte, la lectura, el canto, el debate, el contacto real con las personas, la
naturaleza y las cosas, etc. En caso contrario, aunque el contenido de los medios tecnológicos
no fuera inmoral, repercutiría negativamente sobre el desarrollo armónico de la personalidad.
Por otro lado, uno de los efectos intrínsecos del uso de la tecnología en la infancia y en la
adolescencia es la dificultad que provocan para la concentración, algo fundamental para la
formación de un corazón profundo, capaz de reflexionar y ser contemplativo.
A todo esto se le añade el contexto de una sociedad pansexualista que ha marcado
profundamente de erotismo y pornografía los contenidos de casi todos los ámbitos (cine,
series, videojuegos, portales, arte, información, programas de tv, etc.). La conexión con
internet abierta las 24 horas del día facilita enormemente el acceso inmediato y anónimo a la
pornografía, con su consiguiente adicción (no hay que olvidar que la pornografía es un negocio
muy lucrativo). Para un adolescente, tener un móvil con internet (que es lo habitual) es una
auténtica «bomba de relojería». Su madurez todavía no desarrollada, unida a su natural falta
de dominio, hace que sea muy difícil no caer en el consumo de pornografía. En este sentido,
son de mucha ayuda los filtros u otros medios que tienen la finalidad de obstaculizar el acceso
a internet. A la vez, pensar que la solución para vivir la castidad está en esos filtros sería un
error.

d) El corazón
En el corazón reside la clave de la formación en la castidad. Es el núcleo de la persona. El
problema de la impureza no es genital; en el fondo el problema siempre está en el corazón. Un
corazón que el hombre tiene un poco roto ya de nacimiento. La herida del pecado original nos
encorva hacia el mal. Arreglar ese corazón con la libertad personal y la gracia de Dios, es el
contenido de una formación profunda de la persona. «porque del corazón salen
pensamientos perversos, homicidios, adulterios, fornicaciones…» (Mt 15,19). Es ahí, en el
corazón, donde hemos de dirigirnos para curar las manifestaciones de impureza, no al revés.
«Limpia primero la copa por dentro y así quedará limpia también por fuera», no al revés (Mt
23,26).

e) Aprender a amar en la familia


La familia es el lugar por excelencia donde se aprende a amar y a ser amado. El niño se hace
hombre, se constituye, viendo como su padre ama a su madre: en ese espejo va descubriendo
y formando su identidad. Y ese es el camino por el que, sin darse cuenta, desarrolla
armónicamente su vocación al amor. Las carencias en este punto conllevan consecuencias
desastrosas para los hijos. Muchas veces, esas carencias afectivas que viven en el seno de la
familia se encauzan en el autoerotismo como (falsa) salida de compensación.

f) La sinceridad
La sinceridad es una virtud indispensable para la formación del corazón. Cuando la mentira
se instala en la conciencia de un adolescente, todo se hace complicado y oscuro: lo que tendría
que ser fuente de paz y curación (la Eucaristía, la Confesión, la dirección espiritual) se
convierte en causa de inquietud y de pecado. La sinceridad es la virtud que produce el
conocimiento propio, inicio de la vida espiritual y también del crecimiento humano.
Por otro lado, la necesidad absoluta de la gracia de Dios para vivir la santa pureza200, hace
que un corazón atado por la mentira se haga incapaz de conquistar la castidad, precisamente
por haber cerrado el puente con la gracia. Para el adolescente actual, la falta de sinceridad en
la confesión es uno de los grandes enemigos (si no el más grande) para poder vivir la castidad.

g) Pastoral de sanación y pastoral de la castidad


Me parece importante distinguir entre una pastoral de sanación de adolescentes con
problemas habituales de impureza, de una pastoral de la castidad. Las dos pueden y deben ser
compatibles, pero son distintas. Y, vista la dificultad que hay para erradicar los vicios de
impureza en el ambiente actual, es fundamental desarrollar una formación profunda de
prevención, de educación armónica de la afectividad: vivir la castidad no es aprender a salir
del vicio, sino aprender a mirar, a querer, a saber amar con el cuerpo.

200 Cfr. San Josemaría, Camino, n. 118: «La santa pureza la da Dios cuando se pide con humildad».
h) El aburrimiento
Es un clásico en el adolescente que, cuando tiene el tiempo ocupado, deja de tener
problemas de impureza. El momento en el que se encuentra más vulnerable es cuando se
queda solo en su habitación por las tardes. Atacar el aburrimiento es una empresa
fundamental. Sin embargo, aunque es muy bueno, y necesario, ayudar a los chicos a llenar las
horas del día, es importante evitar una especie de control del horario del adolescente (haciendo
que siempre esté vigilado). No se trata tanto de que el chaval no esté nunca solo, como de que
pueda llegar a estar solo una tarde en su casa sin que esto sea ocasión de pecado.

i) El pudor
«Una educación sexual que cuide un sano pudor tiene un valor inmenso (…). Es una
defensa natural de la persona que resguarda su interioridad y evita ser convertida en un puro
objeto. Sin el pudor, podemos reducir el afecto y la sexualidad a obsesiones que nos concentran
sólo en la genitalidad, en morbosidades que desfiguran nuestra capacidad de amar y en
diversas formas de violencia que nos llevan a ser tratados de modo inhumano o a dañar a
otros»201.

j) Convivencias
En los días en que los chicos conviven con otras personas se consiguen cuatro elementos
que ayudan enormemente a vivir la castidad:
1. relaciones personales (trato real, no cibernético);
2. tiempo ocupado con actividades nobles (no hay aburrimiento);
3. dificultad para el acceso a la pornografía;
4. vida de piedad (trato con el Señor en la oración y en la Eucaristía, rezo del rosario,
etc.).
Es significativa la facilidad con la que viven la castidad (al menos en el sentido de
continencia) en estos días de convivencia, incluso cuando se trata de actividades largas (de 20
días por ejemplo).

2. Situaciones frecuentes
Apunto a continuación algunas situaciones frecuentes, que conviene quizá tener presentes
(y hacer presentes a los padres).
1. La facilidad con que se accede a la pornografía, unida a su gran capacidad de adicción,
hace que cada vez más sean los jóvenes con hábitos de impureza. En torno a los doce años (1º
de ESO) comienza a extenderse el consumo de pornografía. En 2º de ESO, a final de curso, ya
se ha extendido. Paradójicamente, el consumo de pornografía no es incompatible con un buen
rendimiento académico. Es un problema silencioso, al menos en su inicio.
2. La impureza afecta de modo diverso según el carácter y el modo de ser de cada chico:
afecta con más fuerza (crea más adicción) a los que son más nerviosos, ansiosos, obsesivos. En
efecto, la ansiedad, sea por el motivo que sea, es una de la principales fuentes de la impureza.
Otra causa importante es el déficit de autoestima que muchos chavales arrastran por motivos
diversos: los padres sólo les piden resultados académicos y ellos no se sienten queridos por lo
que son; no se ven a la altura de otros compañeros; no se gustan, al compararse con los cánones
de la moda; no tienen un rol claro y aceptado dentro del grupo; tienen un hermano brillante
que les eclipsa, sus padres están separados, etc.
3. Momentos particularmente delicados son los veranos, especialmente entre 11 y 13 años,
por la cantidad de horas de ocio vacías que pasan, y también porque cada vez más los
preadolescentes juegan y se distraen con aparatos tecnológicos abiertos a internet. Por otro
lado, los ambientes de playa (al menos en el Mediterráneo) favorecen con su falta de pudor el
despertar por el sexo en un contexto banal y, a veces, morboso.

201 Papa Francisco, Ex.Ap. Amoris Laetitia, 19.3.2016, n. 282.


También son ambientes de difusión Whatsapp (grupos de clase, de amigos), Instagram,
Facebook y cosas parecidas.
4. Existen diferentes grados de pornografía. Hay contenidos muy fuertes que marcan la
memoria de un modo casi irreparable, y a los que un chico de 12 años puede acceder sin
ninguna dificultad. No hay filtros de contenidos por edades en la red.
Junto a la gran accesibilidad de la pornografía (móvil, ordenador, ipad, tablet, tv), los
adolescentes se enfrentan también al «ambiente de grupo» que siempre hay en todos los
colegios. Su poca fortaleza y la fragilidad de una personalidad todavía inmadura, les dificulta
defenderse de situaciones que fomentan la impureza.
5. En muchos casos, la frecuencia con que se acude al sacramento de la penitencia no hace
que disminuya el problema. Es más, a menudo se añade el problema de la rutina en la
confesión (varias confesiones a la semana) y la consecuente pérdida del sentido del pecado.
Además, con el paso de los años, un porcentaje no desdeñable deja de confesarse por puro
cansancio de no salir de la espiral (caída-confesión-caída-confesión-caída): a veces el confesor
ya no sabe que aconsejarles, y otras veces son ellos mismos quienes se cansan de escuchar
siempre lo mismo.
6. Por otro lado, los pre-adolescentes y adolescentes de familias cristianas se enfrentan
semanalmente con el problema de la comunión de los domingos con toda la familia presente.
Cuando en la parroquia no hay confesores durante la misa (algo habitual en muchas iglesias)
con mucha frecuencia comulgan con conciencia de pecado grave por miedo a lo que piensen
los padres. Por desgracia, aunque se les explique que es algo malo y que hace daño a su alma,
no es fácil que consigan vencer la presión familiar en la misa dominical (muchos padres o
madres preguntan a su hijo por qué no comulga, o si necesita confesarse, o que comulgue y
luego que se confiese, etc.). Haría falta explicar a los padres la importancia de no decir nada
si el domingo sus hijos no comulgan, así como la importancia (mientras tengan hijos pre-
adolescentes) de ir a una iglesia que tenga confesiones (mejor con rejilla) durante la misa.
7. A todo esto hay que añadir la gran dificultad que los pre-adolescentes tienen para ser
sinceros. Junto con las comuniones en pecado mortal los domingos, las confesiones mal hechas
(por ocultar pecados por vergüenza) son el gran cáncer para la formación de la conciencia.
Lógicamente, la imputabilidad moral de estas comuniones y confesiones mal hechas puede
estar muy disminuida por la falta de madurez, la relatividad moral del ambiente y/o la
presión que, sin querer, ejercen los padres al verles comulgar. Pero eso no hace menos urgente
el problema.

3. Algunos consejos para la dirección espiritual


En las conversaciones de dirección espiritual y, antes, en la confesión, es fundamental que
el sacerdote cree el clima que permita la sinceridad de ese alma que se le abre. Una sinceridad
que no se impone, sino que se inspira. Bajo esta luz se ofrecen a continuación algunos consejos.

1. Lo primero que hay que procurar es conseguir que los chicos se confiesen sin omitir por
vergüenza pecados graves. Hay que evitar estar continuamente rehaciendo confesiones mal
hechas. De ahí la importancia de la formación en la sinceridad, que habrá que saber enfocar
en cada caso del mejor modo. Por eso es importante que el confesor sea un pastor acogedor y
comprensivo, que da por supuesto y no se sorprende ante las fragilidades y caídas.

2. Algunas personas se pueden extrañar si el sacerdote busca determinar el número exacto


de veces que se ha caído en un pecado de pureza. Sobre todo cuando no es su confesor habitual
o se confiesan después de mucho tiempo sin hacerlo. Porque muchas veces las preguntas
excesivamente concretas hacen que el chaval mienta, y eso haría imposible la integridad
requerida para la confesión. Es sabido que la Iglesia reconoce algunas causas que excusan la
integridad material y numérica. Por eso, es esencial conseguir que no mientan, y para ello, hoy
por hoy, hay que facilitarlo mucho y no buscar una exactitud de cifras, o del contenido de los
vídeos, o si ocurre en tal situación o en tal otra... Al principio (de modo especial cuando se
trata con preadolescentes) hay que salvaguardar el puente de la sinceridad.

3. Si en las confesiones no aparece el tema de la pureza, quizá es mejor que no sea lo primero
que se pregunta. Es bueno hacerlo antes sobre otros ámbitos de la lucha ascética como la
pereza, el amor a los padres, la laboriosidad, etc. Y si se ve oportuno, preguntar sobre la
pureza, pero de un modo fácil de responder. Por ejemplo: «Y de impureza, ¿has tenido muchas
caídas o pocas?»; o «y de impureza, ¿has visto muchos videos impuros o pocos?». Al ver que
el sacerdote no se extraña ante las caídas de pureza, el chaval se queda más tranquilo, y eso le
facilita la sinceridad (tanto si tiene problemas como si no los tiene). Muchas veces responderá:
«pocos». Quizá eso sea suficiente, como se ha dicho antes. En la siguiente o siguientes
confesiones (en las que, además, vendrá él a buscarnos, porque sabe que se lo vamos a poner
fácil) uno puede ir acercándose a la verdad de las cifras o circunstancias, con el fin de mover
mejor su arrepentimiento y ayudarle.
Por otra parte, en algunos de estos casos, puede ser una buena ocasión para reparar (si las
hubiera) anteriores confesiones incompletas. Por ejemplo, después de que el chico responda
que tiene muchas o pocas caídas, se podría añadir: «Si te parece, ponemos todas las caídas de
actos impuros que no has dicho en otras confesiones, y también las confesiones que has hecho
mal, ¿no?». —«Sí». «Y también las veces que a lo mejor has comulgado mal, ¿te parece?». —
«Sí» (o lo que responda). Así se mueve al chico al arrepentimiento y se le puede dar la
absolución. Más adelante se irá clarificando su lucha y progresivamente se le podrá ayudar
mejor.

4. Cuando un chaval se abre en la confesión y con dificultad cuenta sus debilidades, es


mejor centrar los consejos en ámbitos que no tengan nada que ver con la impureza. Por dos
motivos: por un lado, por no obsesionar y acabar centrando la lucha sólo en la impureza (cosa
que no ayuda); y por otro, por hacer ver al chaval que no es un tema tan dramático y que el
confesor no se escandaliza de lo que ha escuchado.

5. Los chicos son cada vez más sensibles a la imagen que dan (viven en una «cultura de la
imagen») y a todo lo que tiene que ver con el «quedar bien». Un gesto de decepción o de
tensión del confesor (o un simple tono de voz duro, o de lamentación) puede alejar a un
adolescente de la confesión durante años. No digo que la culpa sea del sacerdote, pero así es
la realidad que vivimos. Se trata de fomentar el dolor de los pecados sin dificultar la
sinceridad. A medida que se conozca mejor al chaval y este tenga mayor confianza en su
confesor, se le podrá poner ante la verdad dramática que supone un pecado mortal, cuando él
tenga más capacidad para asumirlo.

6. Poner metas accesibles, realistas, y ser siempre muy positivos. Y, cuando se ha


conseguido lo acordado (aguantar un determinado tiempo sin caer, por ejemplo), saber
apoyarse en esa victoria para fomentar la esperanza en la lucha. El gran enemigo de la
impureza es la desesperanza: cuando el chaval ve que no hay nada que hacer o, peor aún,
cuando percibe que el confesor no cree que él pueda salir de la impureza, entonces todo se
hunde.

7. Un gran peligro en este ámbito es la lógica de este axioma: Como he caído y ya no estoy en
gracia de Dios, entonces da igual caer muchas veces hasta que vuelva a confesarme. Hay que sacarles
de esa espiral porque, además de ser falsa, les hace mucho daño. Esa conducta les instala con
más profundidad en el vicio, mientras que la contrición verdadera tras una caída grave es un
modo válido de recuperar la gracia de Dios, cuando ese arrepentimiento lleve a confesarse en
la primera oportunidad.
8. La impureza, sea del tipo que sea, es siempre un repliegue egoísta de sí mismo. El
acompañamiento espiritual tiene que ir, por tanto, en la línea de ayudar al chico a salir de sí
mismo. El amor es el gran antídoto contra la impureza: el amor hacia los necesitados (visitas
de pobres, compañeros con dificultades, etc.), a sus amigos y amigas (el valor puro de la
amistad y del apostolado), a su familia (lugar donde se aprende a amar y a ser amado), a sus
compañeros de clase, y también el amor sano a uno mismo (salir del victimismo, autoestima
baja, etc.).
A veces he comprobado con admiración cómo algunos chicos de 16 años con hábitos
arraigados de impureza han cambiado de golpe (de un día para otro) al enamorarse de una
chica: al poner la mirada en otro, al verse en la necesidad de mejorar para estar a la altura de
ella, al saborear algo valioso que nunca habían probado. En el fondo, es un salir de uno mismo
que surge espontáneamente y sin gran esfuerzo por la fuerza de ese estado medio mágico del
enamoramiento. Evidentemente, luego, poco a poco, hay que ir construyendo con virtudes
sólidas el edificio espiritual, y no quedarse sólo en los sentimientos, pues el encantamiento del
enamoramiento tarde o temprano caerá. Sin embargo, es muy reveladora la asombrosa fuerza
que puede mover y transformar a un adolescente cuando es «tocado» un poco por el amor.
También he comprobado la sanación desde la experiencia de una amistad verdadera donde el
«otro» pasa a ser parte real de la propia existencia, donde la vida del amigo tiene que ver con
la propia: es un salir de sí mismo con sentido, el sentido del amor de amistad.

9. Cuando hay confianza y trato habitual de dirección espiritual, es el momento de aclarar


(con suma delicadeza para no hacerles conocer pecados que no conocían) el contenido de los
videos pornográficos que los chicos consumen (heterosexual, homosexual, infantil, solo
mujeres, solo hombres, sadomasoquismo, etc.). No es por morbosidad, sino porque a veces lo
que buscan en la red es un reflejo de una carencia profunda que tienen. Y en este ámbito,
cuanto antes se empiece a curar, más fácil es que se alcance la sanación. Sólo desde la verdad
se alcanza la curación.

10. Cuando se llega a tener una confianza grande con el penitente y la sinceridad está
salvaguardada, es muy importante hablar alguna vez (a veces bastará una conversación) con
mucha claridad y seriedad de la gravedad del pecado en el que se vive y de las consecuencias
tan negativas y desastrosas que conlleva el vicio de la impureza. Ponerle delante de la verdad:
con cariño pero sin tapujos ni maquillajes. Se trata, por un lado, de ayudarle a darse cuenta de
la verdad de su vida delante de Dios (la fealdad terrible del pecado, un pecado que tiene un
rostro concreto y real); y, por otro, de que reconozca las consecuencias tan desastrosas que
tiene ese vicio para la propia felicidad (de cara a formar una familia en el futuro, de ser un
hombre capaz de amar, de poder ser contemplativo, etc.).
El conocimiento claro de la hondura de la propia miseria es un punto de partida
fundamental para la conversión, para querer salir de verdad de ese estado de esclavitud. Un
arrepentimiento profundo que el confesor debe ayudar a encauzar por la vía de la humildad
(evitando el peligro del voluntarismo que supondría intentar salir por las propias fuerzas).
Esta conversación será distinta según el carácter y el modo de ser de cada chico: algunos
necesitan palabras muy duras y contundentes para reaccionar; mientras que a otros les
ayudará más una conversación clara y directa pero, a la vez, serena, sin levantar apenas la voz.
Es un arte que el buen pastor debe pedir al Espíritu Santo para tratar a cada uno según le hace
falta.

11. Para conocer las disposiciones de fondo de quien se acerca a la dirección espiritual,
ayuda saber que «no estar dispuesto a poner los medios que se consideran necesarios, es no querer de
verdad». Eso no significa que no tengan un arrepentimiento verdadero en el momento de la
confesión. Desde luego, no se trata de que el sacerdote obligue al chaval a poner tales o cuales
medios en la lucha. Ahora bien, si en la conversación de dirección espiritual (o después de
varias conversaciones, como es habitual) el chaval descubre o reconoce sinceramente la
necesidad de poner un medio concreto para vivir la castidad (como instalar un filtro en el
móvil, o dejar de ver una serie, o dejar una amistad, o lo que se vea oportuno), y no lo hace, en
el fondo es que no quiere vivirla. En tal caso, más que obligarle a hacer lo que no quiere (o lo que
en ese momento quizá le parece más de lo que puede querer), habrá que cultivar ese deseo,
ayudándole a descubrir la belleza de la virtud, su necesidad para amar de verdad… y los
efectos negativos que tiene en él mismo descuidarla de modo habitual.

12. Al mismo tiempo, el confesor debe conocer a fondo la doctrina de los puntos del
Catecismo sobre la materia (n. 1735 y n. 2352). En algunas situaciones complejas (que a veces se
dan en adolescentes) tendrá que saber cuándo un penitente, por su historia y circunstancias
(ansiedad descontrolada, compulsividad enfermiza, etc.), no comete pecado mortal en actos
objetivamente graves como, por ejemplo, la masturbación. En tal caso, habrá que saber
acompañarle en un camino hacia la sanación en donde la seguridad del confesor puede ser
difusa y no existen recetas pastorales prefabricadas.
Rectitud de intención, doctrina sólida y trato con el Espíritu Santo (don de Consejo) son los
pilares de un buen confesor para ayudar en estas situaciones. Una pastoral rígida y normativa,
que no contara con las circunstancias personales en esas situaciones, sería más ocasión de daño
que de provecho para esas almas.

13. Cuando un adolescente empieza a tener problemas serios de adicción (consumo diario,
caídas compulsivas, dificultad para ir por la calle o por lugares con aglomeraciones de gente,
problemas con sus hermanas, etc.), probablemente la curación no sea sólo un tema ascético o
moral: exige la ayuda médica. En la práctica, al ser menor de edad y, por otro lado, al no poder
informar a los padres del problema que tiene su hijo, se hace muy difícil que puedan acudir a
un médico. Es muy raro que el mismo chico sea capaz de hablar con sus padres de un problema
que le avergüenza enormemente. Una posibilidad es que dé permiso expreso a un preceptor,
tutor o encargado de su formación (nunca al sacerdote) para que hable con los padres
explicándoles la situación, y entonces ir al médico. En todo caso, es una realidad que algunos
chicos necesitan ayuda médica.

14. Para vivir la virtud de la castidad, es muy bueno animar y ayudar a los chicos a que
tengan relaciones personales reales. Salir del mundo cibernético. Para ello, es muy útil el
ayuno de internet, de Whatsapp, de Instagram... Ayuno de series televisas (se ven actualmente
muchas, y durante todo el año). Ayuno de juegos tecnológicos (son ocasión de pasar horas
delante del móvil con diversiones imaginarias).
¿Por qué es tan oportuno ese ayuno? La exposición de la mente a una cuota tan alta de
mundo virtual va transformando el modo de pensar de los chicos, e incluso su modo de mirar:
se van robotizando. Un alma en estas circunstancias tiene los sentidos internos estragados. Por
otro lado, impulsar en ellos el afán apostólico de amistad y confidencia (en definitiva, las
relaciones personales) es el mejor antídoto contra el egoísmo.

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