Anonimo - Cuentos de Hadas Rusos
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Anónimo
La montaña de oro
Hace tiempo vivía un hijo de comerciante qué disipó toda su fortuna,
llegando al extremo de no poder comer. No tuvo otro recurso que coger una
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- ¿No es demasiado?
- Si lo encuentras caro busca un jornalero más barato. Ya has visto cómo
han echado a correr, al verte, todos los que aquí estaban.
- Bueno, no se hable más; ven mañana al puerto.
Al día siguiente se encontraron en el puerto, subieron a la embarcación y
se hicieron a la mar. Pasaron aquel día comiendo y bebiendo y al día
siguiente se dirigieron a la montaña de oro. Al llegar allí, el rico
comerciante sacó una botella y dijo.
- Ya es hora de que bebamos.
- Espera -advirtió el criado.- Tú, que eres el amo, debes beber el primero;
deja que te obsequie con mi vino.
Y el hijo del comerciante, que había tenido la precaución de procurarse un
narcótico, llenó un vaso y se lo ofreció al comerciante, único entre
setecientos. Éste se lo bebió y se quedó dormido. El hijo del comerciante
mató el más viejo de los caballos, lo destripó, metió a su amo dentro con la
azada, cosió la herida y se ocultó entre la maleza. Inmediatamente bajaron
los cuervos de acerado pico, cogieron el cadáver de la bestia, se lo llevaron
a lo alto de la montaña y empezaron a comer. El comerciante que era
único entre setecientos, despertó y miró a todos partes.
- ¿Dónde estoy? -preguntó.
- En la montaña de oro - gritó el hijo del comerciante.- Coge la azada y
cava oro; si arrancas mucho, te enseñaré la manera de bajar.
El comerciante único entre setecientos, cogió la azada y se puso a cavar y
a cavar hasta que se llenaron de oro veinte carros.
- Descansa, ya tengo bastante -gritó el hijo del comerciante.- ¡Gracias por
tu trabajo, y adiós!
- ¿Y yo qué hago?
- ¿Tú? Ya te arreglarás como puedas. Noventa y nueve como tú han
perecido en esta montaña. Contigo serán cien.
Y esto dicho, el hijo del comerciante se dirigió al castillo con los veinte
carros, se casó con la hermosa doncella, la hija del comerciante único
entre setecientos, y dueño de todas las riquezas que éste había
amontonado, fue a vivir a la ciudad con su familia. Pero el comerciante
único entre setecientos, se quedó en la montaña, donde los cuervos de
acerado pico mondaron sus huesos.
Morozko
Una vez vivía una madrastra que, además de su hijastra, tenía una hija
propia. Todo lo que hacía su hija lo daba por bien hecho, y la llamaba
"niña juiciosa"; pero su hijastra, por más que se esforzaba en complacerla,
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La nave voladora
Vivía una vez un matrimonio anciano que tenía tres hijos: dos de ellos
eran listos, pero el otro era tonto. La madre quería a los dos primeros y
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casi los viciaba, pero al otro lo trataba siempre con dureza. Supieron que
el Zar había hecho publicar un bando que decía: "Quien construya una
nave que pueda volar se casará con mi hija, la Zarevna". Los dos mayores
decidieron ir en busca de fortuna y pidieron la bendición de sus padres. La
madre les preparó las cosas para el viaje y comida para el camino y una
botella de vino. El tonto quería también acompañarlos, pero su madre le
negó el permiso.
- ¿Adónde irías tú, necio? -le dijo- ¿No sabes que los lobos te devorarían?
Pero el tonto no cesaba de repetir:
- ¡Quiero ir, quiero ir!
Viendo la madre que no sacaría nada de él, le dio un pedazo de pan seco y
una botella de agua y le puso de patatas en la calle.
El tonto empezó a andar y más andar, hasta que, por fin, encontró a un
anciano. Se cruzaron los saludos y el anciano preguntó al tonto:
- ¿Adónde vas?
- ¿No lo sabes? -dijo el tonto.- El Zar ha prometido dar su hija al que
construya una nave que vuele.
- ¿Y tú eres capaz de hacer semejante nave?
- ¡Claro que no, pero en alguna parte hallaré quien me la haga!.
- ¿Y dónde está esa parte?.
- Sólo Dios lo sabe.
- Entonces, siéntate y come un bocado. Saca lo que tienes en la alforja.
- Es tan poca cosa que me da vergüenza enseñarlo.
- ¡Tonterías! ¡Lo que Dios nos da es bastante bueno para comer! ¡Sácalo!
El tonto abrió la alforja y apenas daba crédito a sus ojos. En vez de un
pedazo de pan duro contenía los más exquisitos manjares, que compartió
con el anciano. Comieron juntos y el anciano dijo al tonto:
- Anda al bosque y ante el primer árbol que encuentres santíguate tres
veces y da un hachazo en el tronco, luego échate al suelo de bruces.
Cuando te despiertes verás una nave completamente aparejada; siéntate
en ella y vuela a donde quieras y recoge todo lo que encuentres por el
camino.
El tonto, después de dar las gracias y despedirse del anciano, se encaminó
al bosque.
Se acercó al primer árbol e hizo lo que se le había ordenado, se santiguó
tres veces, descargó un hachazo en el tronco y, echado de bruces en el
suelo, se quedó dormido. No tardó mucho en despertar, se levantó y vio un
barco apercibido para la marcha. Sin pensarlo poco ni mucho, el tonto se
subió a él y apenas se hubo sentado, la nave empezó a volar por el aire.
Vuela que vuela, el tonto vio a un hombre que, tendido en el camino,
estaba aplicando una oreja al duro suelo.
- ¡Buenos días, tío!
- Buenos días.
- ¿Qué haces ahí?
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- Gracias, subiré.
Pronto llegaron al patio del Palacio del Zar. En aquel momento se hallaba
el Zar sentado a la mesa y cuando vio la nave voladora, se quedó muy
sorprendido y mandó un criado que fuese a ver quién volaba en aquella
nave. El criado salió a ver y volvió al Zar con la noticia de que quien
conducía la nave no era más que un pobre y mísero campesino. El Zar
reflexionó. No le gustaba la idea de dar su hijo a un simple campesino y
empezó a pensar cómo podría desembarazarse de aquel indeseable yerno
durante un año. Y se dijo: "Le exigiré que realice antes varias hazañas de
difícil cumplimiento". Y mandó decir al tonto que, para cuando acabase la
imperial comida, le trajese agua viva y cantante.
Cuando el Zar daba esta orden al criado, el primero de los compañeros a
quien el tonto había encontrado, es decir, aquel que estaba escuchando lo
que pasaba en el mundo, oyó lo que el Zar ordenaba, y se lo dijo al tonto.
- ¿Qué puedo hacer yo? -dijo el tonto.- Aunque busque un año y toda la
vida no encontraré esa agua.
- No te apures -le dijo el Pierna Ligera,- yo lo arreglaré.
El criado se acercó a transmitir la orden del Zar.
- Dile que la buscaré -contestó el tonto, y su compañero desató la otra
pierna de la oreja y emprendió tan veloz carrera, que en un abrir y cerrar
de ojos llegó al fin del mundo, donde encontró el agua viva y cantante.
- Ahora -se dijo- he de darme prisa y volver enseguida.
Pero se sentó junto a un molino y se quedó dormido.
Ya llegaba a su fin la comida del Zar, cuando aun no había vuelto, y todos
los de la nave lo esperaban impacientes. El primer compañero bajó al suelo
y aplicando el oído a la tierra escuchó.
- ¡Ah, ah! ¿Conque estás durmiendo junto al molino?
Entonces, el tirador cogió el arma, apuntó al molino y despertó a Pierna
Ligera con sus disparos. Pierna Ligera echó a correr y en un momento llegó
con el agua. El Zar aun no se había levantado de la mesa, de modo que su
orden quedó exactamente cumplida. Pero de poco sirvió. Porque impuso
otra condición. Le mandó decir: "Ya que eres tan listo, pruébamelo. Tú y
tus compañeros habéis de devorar en una sola comida veinte bueyes
asados y veinte grandes panes de hogaza". El primer compañero lo oyó y se
lo dijo al tonto. El tonto se asustó y dijo:
- ¡Pero si no puedo tragar ni un panecillo en una sola comida!
- No te apures -dijo el Tragón,- eso no será nada para mí.
El criado salió y comunicó la orden del Zar.
- Está bien -dijo el tonto,- traed todo eso y nos lo comeremos.
Y le sirvieron veinte bueyes asados y veinte grandes panes de hogaza. El
Tragón lo devoró todo en un momento.
- ¡Uf! -exclamó.- ¡Qué poca cosa! ¡Bien podrían servirnos algo más!
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El gnomo bigotudo y el
caballo blanco
En cierto reino de cierto Imperio vivía una vez un Zar. En su corte había
unos arreos con jaeces de oro, y he aquí que el Zar soñó que llevaba estos
arreos un caballo extraño, que no era precisamente blanco como la lana,
sino brillante como la plata, y en su frente refulgía una luna. Al despertar
el Zar por la mañana, mandó lanzar un pregón por todos los países,
prometiendo la mano de su hija y la mitad de su imperio a quien
interpretase el sueño y descubriese el caballo. Al oír la real proclama,
acudieron príncipes, boyardos y magnates de todas partes, mas por mucho
que pensaron, ninguno supo interpretar el sueño y mucho menos saber el
paradero del caballo blanco. Por fin se presentó un campesino viejecito de
blanca barba, que dijo al Zar:
- Tu sueño no es sueño, sino la pura realidad. En ese caballo que dices
haber visto ha venido esta noche un Gnomo pequeño como tu dedo pulgar
y con bigotes de siete verstas de largo y tenía intención de raptar a tu
hermosa hija, sacándola de la fortaleza.
- Gracias por tu interpretación, anciano. ¿Puedes decirme ahora quién es
capaz de traerme ese caballo?
- Te lo diré, mi señor Zar. Tres hijos tengo de extraordinario valor.
Nacieron los tres en una misma noche: el mayor, al oscurecer; el segundo,
a media noche, y el tercero, a punta del alba, y por eso los llamamos
Zorka, Vechorka y Polunochka . Nadie puede igualárseles en fuerza y en
valor. Ahora, mi padrecito y soberano señor, manda que ellos te busquen
el caballo.
- Que vayan, amigo mío, y que tomen de mi tesoro cuanto necesiten. Yo
cumpliré mi palabra de Rey: al que encuentre ese caballo le daré la
Zarevna y la mitad de mi imperio.
Al día siguiente muy temprano, los tres bravos hermanos, Zorka, Vechorka
y Polunochka, llegaron a la corte del Zar. El primero tenía el más hermoso
semblante, el segundo, las más anchas espaldas y el tercero, el más
apuesto continente. Los condujeron a presencia del Zar, rezaron ante los
santos inclinándose devotamente, y ante el Zar hicieron la más profunda
reverencia, antes de decir:
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- ¡Que nuestro soberano y Zar viva muchos años sobre la tierra! Hemos
venido, no para que nos obsequies con banquetes, sino para acometer una
ardua empresa, ya que estamos dispuestos a buscarte ese extraño caballo
por lejos que se encuentre, ese caballo sin igual que se te apareció en
sueños.
- Que la suerte os acompañe, buenos mozos, ¿Qué necesitáis para el
camino?
- Nada necesitamos, ¡oh, Emperador! Pero no olvides a nuestros buenos
padres. Atiéndelos en su senectud y dales lo necesario para vivir.
- Si no pedís más que eso, id en nombre de Dios. Mandaré conducir a
vuestros padres a mi corte y serán mis huéspedes; comerán de lo que yo
coma y beberán de lo que yo beba; se vestirán y calzarán de mi
guardarropa y los colmaré de atenciones.
Los buenos mozos emprendieron su largo viaje. Uno, dos, tres días
anduvieron sin ver otra cosa que el cielo azul sobre sus cabezas y la
anchurosa estepa a cada lado. Por fin dejaron la estepa y penetraron en
una densa selva, y se regocijaron grandemente. En un claro de la selva
hallaron una cabaña diminuta y junto a ella un redil lleno de carneros.
- ¡Vaya! -se dijeron.- Por fin encontramos un lugar donde reclinar la
cabeza y descansar de nuestro viaje.
Llamaron a la puerta y nadie contestó; miraron dentro y vieron que no
había nadie. Entraron los tres, dispuestos a pasar la noche, rezaron las
oraciones y se echaron a dormir. Al día siguiente, Zorka y Polunochka
fueron a cazar por el bosque y, dijeron a Vechorka:
- Quédate y prepáranos la comida.
El hermano mayor se conformó, arregló la cabaña, fue luego al corral,
escogió el carnero más gordo, lo degolló, lo limpió y lo sacó para la comida.
Pero, apenas había puesto la mesa y se había sentado junto a la ventana a
esperar a sus hermanos, se produjo en el bosque un ruido como de trueno,
la puerta se abrió como si la arrancasen de sus goznes, y el Gnomo
pequeño como el dedo pulgar y con bigotes de siete verstas de largo entró
en la cabaña arrastrando los bigotes por la espalda. Miró a Vechorka desde
sus espesas cejas y chilló con voz terrible:
- ¿Cómo te atreves a entrar en mi cabaña como si fueras el amo? ¿Cómo te
atreves a matar a mis carneros?
Vechorka le dirigió una mirada de desprecio y sonrió diciendo:
- Habías de crecer un poco más para chillarme así. Vete y no vuelvas por
aquí, si no quieres que coja una cucharada de sopa y un pellizco de pan v
haga una gelatina de tus ojos.
- Ya veo que no sabes que, aunque pequeño, soy valiente como el que más
-replicó el Gnomo bigotudo, que cogiendo al héroe, lo arrancó del asiento,
lo arrastró de un lado a otro, le golpeó la cabeza contra la pared y lo arrojó
más muerto que vivo contra el banco. Luego cogió el carnero asado, se lo
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El arpa mágica
Lejos, más allá de los mares azules, de los abismos de fuego, en las tierras
de la ilusión, rodeada de hermosos prados, se levantaba una ciudad
gobernada por el Zar Umnaya Golova (el sabio) con su Zarina.
Indescriptible fue su alegría cuando les nació una hija, una encantadora
Zarevna a quien pusieron por nombre Neotsienaya (la inapreciable) y aun
más se alegraron cuando al cabo de un año tuvieron otra hija no menos
encantadora a quien llamaron Zarevna Beztsienaya (la sin precio). En su
alegría, el Zar Umnaya Golova quiso celebrar tan fausto acontecimiento
con festines en que comió y bebió y se regocijó hasta que vio satisfecho su
corazón. Hizo servir a sus generales y cortesanos trescientos cubos de
aguamiel para que brindasen y durante tres días corrieron arroyos de
cerveza por todo su reino. Todo el que quería beber podía hacerlo en
abundancia.
Y cuando se acabaron los festines y regocijos, el Zar Umnaya Golova
empezó a preocuparse, pensando en la mejor manera de criar y educar a
sus queridas hijas para que llevasen con dignidad sus coronas de oro.
Grandes fueron las precauciones que tomó el Zar con las princesas.
Habían de comer con cucharas de oro, habían de dormir en edredones de
pluma, se habían de tapar con cobertores de piel de marta y tres doncellas
habían de turnarse para espantar las moscas mientras las Zarevnas
dormían. El Zar ordenó a las doncellas que nunca entrase el sol con sus
ardientes rayos en la habitación de sus hijas y que nunca cayese sobre
ellas el rocío fresco de la mañana, ni el viento les soplase en una de sus
travesuras. Para custodia y protección de sus hijas las rodeó de setenta y
siete niñeras y setenta y siete guardianes siguiendo los consejos de cierto
sabio.
El Zar Umnaya Golova y la Zarina y sus dos hijas vivían juntos y
prosperaban. No sé cuantos años transcurrieron, el caso es que las
Zarevnas crecieron y se llenaron de hermosura, y empezaron a acudir a la
corte los pretendientes. Pero el Zar no tenía prisa en casar a sus hijas.
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- Bien, abuelita, tal vez se quede con las ganas. ¡Un ruso es un mal hueso
y Dios no querrá dárselo a comer a un cerdo como ése! ¡Hasta la vista y
gracias por tu pan y por tu sal!
El Zarevitz se alejó de la choza y he aquí que en medio de la llanura se
destacó blanco y deslumbrante el palacio de piedra del Monstruo de la
Selva. Iván se acercó y se encaminó a la puerta, y en la puerta halló un
diablillo que le dijo:
- ¡No se puede pasar!
- ¡Abre amigo -replicó Iván el Zarevitz,- y te daré un trago de vodka!
El diablillo se bebió la vodka, mas no por eso abrió la puerta. Entonces
Iván el Zarevitz dio la vuelta al palacio y resolvió subir por la pared.
Empezó a trepar, bien ajeno a la trampa en que iba a caer, pues en lo alto
de las paredes habían extendido unos alambres, y apenas tocó el Zarevitz
con el pie uno de estos alambres, todas las campanillas se pusieron a
tocar. Iván el Zarevitz miró a ver si venía alguien y, en efecto, su hermana
la Zarevna Neotsienaya salió a la galería y dijo, sorprendida:
- ¿Pero eres tú, mi querido hermano, Iván el Zarevitz?
Y los dos hermanos se abrazaron cariñosamente.
- ¿Dónde te esconderé para que el Monstruo de la Selva no te vea? -dijo la
Zarevna.- Porque sin duda se presentará enseguida.
- No sé dónde, pues no soy un alfiler,
Y aun estaban hablando, cuando se produjo un ruido como de tempestad
que hizo retemblar el palacio, y apareció el Monstruo de la Selva; pero Iván
el Zarevitz se puso el gorro mágico y se hizo invisible. Y el Monstruo de la
Selva dijo:
- ¿Quién te ha venido a ver trepando por el muro?
- No me ha venido a ver nadie -contestó la Zarevna Neotsienaya,- pero tal
vez los gorriones han pasado volando y habrán tocado los alambres con las
alas.
- ¡Buenos gorriones! ¡Me parece que huelo carne de ruso!
- ¡Qué antojos te dan! ¡No haces más que correr por el mundo oliendo
carne humana y aun querrías olerla en tu palacio!
- No te disgustes, Zarevna Neotsienaya, no quiero turbar tu felicidad; pero
tengo hambre y me gustaría comerme a este desconocido -dijo el Monstruo
de la Selva. Pero Iván el Zarevitz se quitó el gorro invisible e inclinándose
ante el hambriento, dijo:
- ¿Para qué me quieres comer? ¿No ves que soy un hueso duro que se te
indigestaría? Será preferible que me permitas obsequiarte con un almuerzo
como nunca en tu vida lo has comido. ¡Sólo has de ir con cuidado de no
tragarte la lengua!
Y esto dicho, extendió el mantel y al momento aparecieron los doce
mancebos y las doce damiselas que sirvieron al Monstruo de la Selva todos
los manjares que apetecía. El Monstruo lo devoraba todo sin descanso.
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Luego bebió y volvió a tragar hasta que se hartó tanto, que no pudo
moverse del puesto y allí mismo se quedó dormido.
- Hasta la vista, mi querida hermana -dijo entonces el Zarevitz Iván;- pero
antes dime: ¿sabes dónde vive nuestra hermana la Zarevna Beztsienaya?
- Lo sé -contestó la Zarevna Neotsienaya. Para llegar a ella has de
atravesar el gran Océano, pues vive en el vórtice con su esposo el
Monstruo del Mar; el camino es muy penoso. ¡Has de nadar mucho,
muchísimo, y si llegas, de nada te servirá, porque te devorará el monstruo!
- Bueno -dijo el Zarevitz Iván,- tal vez trate de hincarme el diente, pero se
convencerá de que soy un bocado muy difícil de tragar. ¡Hasta la vista,
hermana!
Iván el Zarevitz se alejó a grandes zancadas y llegó al gran Océano. En la
orilla había una embarcación como las que usan los rusos para pescar, los
obenques y aparejos eran de recio esparto y las velas de un fino tejido de
fibras; las mismas maderas de la nave no estaban unidas con clavos sino
sujetas con corteza de abedul. En esta embarcación, los marineros se
apercibían a darse a la mar con rumbo a la isla de Roca Salada.
- ¿Queréis llevarme con vosotros? -les pidió el Zarevitz Iván.- No os pagaré
el pasaje, pero os contaré tales cuentos, que no notaréis las fatigas del
viaje.
La tripulación accedió y partieron, navegando más allá de la isla Roca
Salada. El Zarevitz contaba cuentos y la navegación transcurría del modo
más agradable para los marineros. De pronto, cuando menos lo esperaban,
se levantó una tempestad, retumbó el trueno y la nave empezó a zozobrar.
- ¡Ay! exclamó la tripulación.- ¡En mala hora escuchamos a este excelente
narrador! ¡Ya no volveremos a ver a nuestras queridas familias, sino que
descenderemos al fondo voraginoso del Océano! No nos queda otro remedio
que pagar tributo al Monstruo del Mar. ¡Echemos suertes y así
descubriremos al culpable!
Echaron suertes y le tocó al Zarevitz Iván.
- ¡Me resigno a la suerte que me ha tocado, hermanos! -dijo el Zarevitz
Iván.- Os agradezco el pan y la sal que me habéis dado. ¡Adiós, y no volváis
a pensar más en mí!
Entonces cogió las botas que andaban solas, el mantel prodigioso, el gorro
invisible, y el arpa que tocaba por sí misma, y los marineros levantaron al
joven y lo arrojaron a los torbellinos de la vorágine. Enseguida se calmó el
mar, la nave siguió su curso y el Zarevitz Iván descendió como una llave al
fondo, y se encontró en los mismos salones del magnífico palacio del
Monstruo del Mar. Este ocupaba el trono al lado de la Zarevna
Beztsienaya, y el Monstruo del Mar dijo:
- ¡Hace mucho tiempo que no como carne cruda y mira por dónde se viene
a las manos! ¡Salud, amigo! Acércate y veré si empiezo por los pies o por la
cabeza.
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Gore-Gorinskoe
Una vez vivían en un pueblo dos hermanos, uno rico y otro pobre. Al rico
todo le salía a pedir de boca y la suerte le acompañaba en todos los
negocios que emprendía, pero al pobre parecía huirle la fortuna por más
que se esforzase en trabajar como un esclavo.
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Anda no sé adónde,
busca no sé qué
En un imperio que se extendía desde el litoral de un mar azul, vivía una
vez un rey soltero que tenía una compañía de arqueros que salían de caza,
tirando a cuantos pájaros se les ponían al alcance para proveer de carne la
mesa de su señor. En esta compañía servía un joven arquero llamado
Fedot, un tirador notable que siempre daba en el blanco, por lo que el rey
lo quería más que a los otros. Un día salió el joven de caza muy temprano,
al romper el alba. Penetró en un bosque muy espeso y lóbrego y en la rama
de un árbol vio una paloma. Fedot tendió el arco, apuntó y disparó. Herida
en un ala, la paloma cayó a la húmeda tierra. El tirador la cogió y estaba a
punto de retorcerle el cuello y ponerla en su zurrón, cuando oyó que la
paloma le hablaba de esta manera:
- Por piedad, joven cazador, no me retuerzas el cuellecito ni me prives de la
luz de este mundo. Será mejor que me dejes con vida, que me lleves a casa
y me dejes en tu ventanita, y te diré lo que has de hacer. En el momento
en que se apodere de mí el sueño, pero fíjate que te digo en el mismo
momento, me arrancas con tu mano derecha el ala herida y desde
entonces podrás darte por hombre afortunado.
El cazador se quedó tan sorprendido como puede imaginarse.
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- ¿Qué es esto? -Pensó.- ¡Mis ojos me dicen que es un ave lo que tengo en
las manos, y no obstante oigo que me habla con voz humana! ¡Nunca me
había sucedido nada semejante!
Se llevó la paloma, la puso en la ventana y no tuvo que esperar mucho.
Al cabo de un rato vio que el ave escondía la cabeza bajo el ala sana y se
quedaba dormida. El arquero levantó su diestra y poco a poco le partió el
ala herida. La paloma cayó inmediatamente al suelo y se transformó en
una doncella tan hermosa como ojos nunca vieron, ni lengua pudo nunca
expresar, ni la imaginación representar jamás en sueños. Y enseguida
dirigió la palabra al arquero del rey, diciendo:
- Tú que has tenido bastante talento para conquistarme, tenlo también
para vivir conmigo. Tú eres mi marido predestinado, yo soy la mujer que el
cielo te tenía deparada.
En un momento estuvieron de acuerdo, Fedot se casó, vivió feliz con su
mujer, pero no abandonó el servicio. Cada día, antes de salir el sol, cogía el
arco, iba al bosque, cazaba algunos animales y los llevaba a la cocina real.
A su mujer le disgustaban aquellas excursiones de caza, y un día te dijo:
- ¡Oye, amigo mío! ¡Me das lástima! Cada día te metes en el bosque,
atraviesas charcas y cenagales y vuelves a casa todo mojado, y no por eso
vivimos mejor. ¿Qué negocio es ése? En cambio, yo tengo un plan para que
los dos salgamos ganando. Tráeme cien o doscientos rublos y lo demás
corre de mi cuenta.
Fedot fue a ver a sus compañeros y les pidió prestado a cada uno un rublo
hasta que recogió cerca de doscientos rublos, que se apresuró a entregar a
su mujer.
- Ahora -le dijo ésta- cómprame con estos rublos seda de varios colores.
El arquero fue y compró con aquellos rublos seda de varios colores. Su
mujer cogió el género y dijo a su marido:
- ¡No te preocupes! ¡Reza y échate a dormir que la mañana es más buena
consejera que la noche!
Con esto, el marido se durmió mientras que su mujer fue a la galería,
abrió el libro de los encantos y al momento se le aparecieron dos jóvenes
que le dijeron:
- ¿Qué tienes a bien mandarnos?
- Tomad esta seda y en una hora traedme una alfombra que sea lo más
admirable que pueda hallarse en todo el mundo, y bordadme en ella todas
las ciudades y las aldeas y ríos y lagos de este reino.
Los dos jóvenes se pusieron a trabajar y bordaron una alfombra que era la
maravilla de las maravillas. Al día siguiente, la mujer entregó la alfombra
al marido, diciéndole:
- Toma, lleva esto al mercado y véndelo a los comerciantes; pero guárdate
bien de regatear. Toma lo que te den por ello.
Fedot cogió la alfombra, la enrolló, se la puso bajo el brazo y se fue al
mercado.
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Verlioka
Una vez vivía un matrimonio anciano con dos nietos huérfanos, tan
hermosos, tan dóciles y buenos, que el matrimonio los quería sin medida.
Un buen día se le ocurrió al abuelo llevar a los nietos al campo para
enseñarles un plantío de guisante, y vieron que los guisantes crecían
espléndidos. El abuelo se regocijó al ver aquella bendición y dijo:
- No hallaréis guisantes mejores en todo el mundo. Cuando estén bien
granados, haremos de vez en cuando sopa y tortilla de guisantes.
Al día siguiente, el abuelo mandó a su nieta, diciendo:
- ¡Anda y ahuyenta a los gorriones de los guisantes! La nieta se sentó junto
al plantío, agitando una rama seca y diciendo:
- ¡Fuera, fuera, gorriones que picoteáis los guisantes del abuelo hasta que
os hartáis!
De pronto oyó un retumbar de pasos en el bosque y se le presentó
Verlioka, un gigante de enorme estatura, con un ojo, nariz ganchuda,
barbas como zarzas, bigotes de una cana de largo, pelos como cerdas,
cojeando de un pie, apoyándose en una muleta, enseñando los dientes y
sonriendo. Se acercó a la preciosa niña, la cogió y se la llevó detrás del
lago.
El abuelo espera que espera, y al ver que la nieta no volvía mandó al nieto
en su busca. Pero Verlioka se lo llevó también. El abuelo espera que
espera, hasta que dijo a su mujer:
- ¡Cuánto tardan nuestros nietos! ¡Se habrán entretenido retozando por el
campo o cazando estorninos con algún muchacho, y entretanto los
gorriones darán cuenta de nuestros guisantes! ¡Anda, mujer, y enséñales a
tener juicio!
La anciana dejó el fogón, cogió el palo que guardaba en un rincón y se
alejó; pero no volvió. En cuanto Verlioka la vio en el campo, se le acercó
gritando:
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Verlioka se enfureció y cogió la olla por el asa, pero el asa se rompió y todo
el potaje se esparció por el suelo. La bellota dio un brinco y vació a
Verlioka el único ojo. Verlioka lanzó un rugido, agitó el aire con los brazos
y de buena gana hubiera salido de allí corriendo. Pero por vueltas que
daba, no podía encontrar la puerta. Entonces la cuerdecita se le enredó
entre las piernas y lo hizo caer de espaldas contra el umbral, derribando
sobre él el molino que cayó con fuerza del banco. Entonces el abuelo salió
del rincón y con su bastón de hierro empezó a darle golpes con toda su
alma, mientras el pato gritaba desde la estufa con toda la fuerza de sus
pulmones: "¡cuac, cuac, cuac! ¡Mátalo, mátalo!" Ni valor ni fuerza fueron
de ninguna utilidad para Verlioka. El abuelo le dio golpes hasta dejarlo
muerto y luego derribó la cabaña y abrió el calabozo y del calabozo sacó a
sus nietos. Luego recogió todo el tesoro de Verlioka y se lo llevó a su mujer.
Y vivió feliz con ella y sus nietos, cultivando los guisantes y cerniéndolos
en paz y tranquilidad. Y yo que lo conté y vosotros que lo escuchasteis
también merecemos probarlos.
El genio de la estepa
En aquellos remotos tiempos vivían un rey y una reina. El rey era anciano
y la reina, joven.
Aunque se querían mucho eran muy desgraciados porque Dios no les
había dado descendencia. Tan apenada estaba la reina, que cayó enferma
de melancolía y los médicos le aconsejaron viajar para disipar su mal.
Como al rey lo retenían sus asuntos en su reino, ella emprendió el viaje sin
su real consorte y acompañada por doce damas de honor, todas doncellas,
jóvenes y hermosas como flores de mayo. Al cabo de unos días de viaje
llegaron a una desierta llanura que se extendía tan lejos, tan lejos, que
parecía tocar el cielo. Después de mucho andar sin dirección fija de una
parte a otra, el cochero se desorientó por completo y se detuvo ante una
gran columna de piedra, a cuyo pie había un guerrero, jinete en un caballo
y armado de punta en blanco.
- Valeroso caballero -le dijo,- ¿puedes indicarme el camino real? Nos
hemos perdido y no sé por dónde seguir.
- Os mostraré el camino -dijo el guerrero-, pero con la condición de que
cada una de vosotras me deis un beso.
La reina dirigió al guerrero una mirada de indignación y ordenó al cochero
que siguiese adelante. El coche siguió rodando casi todo el día, pero como
si estuviera embrujado, volvió a detenerse ante la misma columna.
Entonces fue la reina la que dirigió la palabra al guerrero.
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Entonces vio una ligera brisa que jugaba con las flores de¡ campo, y la
llamó diciendo:
"Céfiro de la calma,
Contempla mi dolor,
Y refresca mi alma
Que se abrasa de amor.
¿Puedes decirme dónde mi amor está
Y si piensa de mi bien o piensa mal?."
- Pregunta a esa estrellita que brilla en el firmamento -contestó la brisa;-
ella sabe más que yo.
Sudolisu levantó sus bellos ojos a la estrella titilante y dijo:
"Estrella, luz celeste,
¿Podrías encontrar
Otro dolor como este
Que me hace suspirar?
¿Puedes decirme dónde mi amor está
Y si piensa de mi bien o piensa mal?."
- La luna está más enterada que yo -contestó la estrella;- vive más cerca de
la tierra y ve cuanto en ella pasa.
La luna acababa de levantarse de su lecho de plata y Sudolisu le gritó:
"Perla del cielo, luna lunera,
A las estrellas no mires más,
Pon en mis ojos tu vista entera
Y un mar de penas alumbrarás.
Por mi amor sufro. Consuélame y di
Si, como yo, él me quiere y piensa en mí."
- Princesa- replicó la luna,- no sé nada de tu amor. Espera unas horas que
saldrá el sol. El lo sabe todo y podrá contestarte.
La princesa fijó su vista en la parte del cielo por donde sale el sol
ahuyentando los tinieblas como a una bandada de pájaros. Y cuando
apareció en todo su esplendor le dijo:
"Alma del mundo, fuente de vida,
Omnipotente luz del Eterno,
Entra en la cárcel donde, afligida,
Sufre mi alma penas de infierno.
Tú que todo lo ves, ¿puedes anunciarme
Si pronto vendrá el amado a libertarme?."
- Dulce Sudolisu -contestó el sol,- seca esas lágrimas que ruedan como
perlas por tus tristes y hermosas mejillas. Apacigua tu inquieto corazón,
que el Príncipe, tu amado, viene a rescatarte. Ha recibido el anillo mágico
del Mundo Inferior y se han reunido muchos ejércitos de esas regiones
para seguirle. En este momento se dirige al palacio de Kostey con
intención de castigarlo. Pero no lograría sus propósitos y Kostey obtendría
la victoria si tu príncipe no utilizase los medios de que ahora voy a
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apenas tocaba las puntas de las hierbas al pasar sobre ellas y corría tan
ligeramente por los caminos, que no levantaba ni un átomo de polvo.
Hacia la caída del sol, Junak se hallaba ante un bosque inmenso, en mitad
del cual se alzaba la casita de Yaga, rodeada de robles y de pinos
centenarios que no conocían el hacha del leñador. Los enormes árboles,
dorados por los rayos del sol, parecían erguir sus copas, mirando con
sorpresa a sus extraños visitantes. Reinaba un silencio absoluto. Ni un
pájaro cantaba en las ramas, ni un insecto zumbaba en el aire, ni un
gusano se arrastraba por la tierra. El único ruido era el del caballo
abriéndose paso entre el follaje. Por fin llegaron ante una casita sostenida
por una pata de gallo sobre la que giraba como un torno.
El Príncipe Junak gritó:
"Da la vuelta, casita, da la vuelta,
Gira, que quiero entrar;
Vuélvete de espalda al espeso bosque
Y ábreme la puerta de par en par."
La casita giró, y al entrar, el Príncipe vio a la vieja Yaga, que lo recibió
exclamando:
- ¡Hola, Príncipe Junak! ¿Cómo has llegado hasta aquí, donde nunca entra
nadie?
- ¡No seas necia, bruja! ¿Por qué has de aburrirme a preguntas antes de
obsequiarme? -replicó el Príncipe.
Al oír esto, la vieja Yaga dio un brinco y se apresuró a llenar de atenciones
a su huésped. Le preparó una cena espléndida y un lecho blando para que
durmiese bien y luego salió ella de casa y pasó la noche afuera. Al día
siguiente, el Príncipe le contó sus aventuras y le expuso sus planes.
- Príncipe Junak -dijo ella,- has acometido una empresa dificilísima, pero
tu valor hará que la termines con éxito. Te diré cómo has de dar muerte a
Kostey, pues sin esto nada puedes hacer. En medio del Océano está la Isla
de la Vida Eterna. En la isla crece un roble y al pie de éste, escondida bajo
tierra, hay un arca forrada de hierro. En el arca está encerrada una liebre
y bajo ella hay una oca que tiene un huevo. Dentro del huevo está la vida
de Kostey. Cuando se rompa morirá el gigante. Adiós, Príncipe Junak,
anda y no pierdas tiempo. Tu caballo te llevará a la isla.
Junak montó su caballo, le dijo unas palabras al oído y el noble animal se
lanzó al espacio, veloz como una flecha. Pronto dejaron lejos el inmenso
bosque con sus gigantescos árboles y llegaron a la orilla del mar. Unas
redes estaban tendidas en la arena y un pez grande, que se debatía y
forcejaba por librarse de una de ellas, habló al Príncipe con voz humana:
- Príncipe Junak -le dijo apenado,- líbrame de estas redes y te aseguro que
no te dolerá el favor que me hagas.
Junak accedió al ruego, y dejó el pez en el agua. El animal nadó y
desapareció de la vista, pero el Príncipe pronto olvidó el incidente,
preocupado con sus propios pensamientos. Lejos muy lejos se veían los
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Kuzma Skorobogati
Una vez vivía un matrimonio campesino que tenía un hijo, y éste, aunque
buen chico, era tonto de capirote e inútil para los trabajos del campo.
- Marido mío -dijo un día la mujer,- no haremos nada bueno con este hijo
y se nos comerá casa y hacienda; mándalo a paseo, que se gane la vida y
se abra camino en el mundo.
Lo sacaron, pues, de casa, y le dieron un rocín, una cabaña destartalada
del bosque y un gallo con cinco gallinas. Y el pequeño Kuzma vivía solo,
completamente solo en medio del bosque.
La raposa olió las aves de corral que le ponían casi bajo las narices en el
bosque y resolvió hacer una visita a la cabaña de Kuzma. Un día el
pequeño Kuzma salió a cazar y apenas se había alejado de la cabaña, la
raposa que estaba vigilando la ocasión, entró, mató una de las gallinas, la
asó y se la comió. Al volver el pequeño Kuzma quedó desagradablemente
sorprendido al ver que faltaba una gallina, y pensó: "Se la habrá llevado un
buitre". Al día siguiente volvió a salir de caza, encontró por el camino a la
raposa y ésta le preguntó:
- ¿Adónde se va, pequeño Kuzma?.
- ¡Voy a ver que cazo, raposita!
- ¡Buena suerte!
E inmediatamente se deslizó hasta la cabaña, mató otra gallina, la coció y
se la comió. El pequeño Kuzma volvió a casa, contó las gallinas y vio que
faltaba otra. Y se le ocurrió pensar: "¿No será la raposilla la que está
probando mis gallinas?" Y al tercer día dejó bien cerradas la ventana y la
puerta y salió como de costumbre. Se tropezó con la raposa, la cual le dijo:
- ¡Hola, pequeño Kuzma! ¿Dónde vamos?
- ¡A cazar, raposita!
- ¡Buena suerte!
Y corrió a la cabaña de Kuzma, pero éste se volvió tras ella. La reposa dio
la vuelta a la casita y vio que la puerta y la ventana estaban, tan bien
cerradas que no le era posible entrar. Entonces se encaramó hasta el
tejado y entró dejándose caer por la chimenea. Entonces entró Kuzma y
cogió a la raposa.
- ¡Ah, ah! ¿Conque me honran las ladrones con sus visitas? Espera un
poco, señorita, que no saldrás viva de mis manos.
Entonces la raposita empezó a rogar a Kuzma:
- No me mates y te daré una novia muy rica en matrimonio. ¡Pero habrás
de asarme otra gallinita, la más gorda, con unos chorritos del mejor aceite!
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La acusadora
Una vez vivía un matrimonio anciano. Ella, sin que fuera una mala mujer,
tenía el defecto de no sujetar su lengua, y todo el pueblo se enteraba por
ella de lo que su marido le contaba y de lo que en casa sucedía, y no
satisfecha con esto, exageraba todo de tal modo, que decía cosas que
nunca ocurrieron. De vez en cuando, el marido tenía que castigarla y las
costillas de la mujer pagaban las culpas de su lengua.
Un día, el marido fue al bosque por leña. Apenas había penetrado en él,
notó que se le hundía un pie en la tierra, y el buen viejo pensó:
- ¿Qué será esto? Voy a remover la tierra y tal vez tenga la suerte de
encontrar algo.
Se puso a hurgar y al poco rato descubrió una caldera llena de oro y plata.
- ¡Que suerte he tenido! ¿Pero qué haré con esto? No puedo ocultarlo a mi
buena mujer, aunque estoy seguro que todo el mundo se enterará por ella
de mi feliz hallazgo y yo habré de arrepentirme hasta de haberlo visto.
Después de largas reflexiones llegó a una determinación. Volvió a enterrar
el tesoro, echó encima unas cuantas ramas y regresó al pueblo. Enseguida
fue al mercado y compró una liebre y un besugo vivos, volvió al bosque y
colgó el besugo en lo más alto de un árbol y metió la liebre en una nasa
que dejó en un puesto poco profundo del río.
Hecho esto se dirigió al pueblo haciendo trotar su caballejo por pura
satisfacción y entró en su cabaña.
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Poco después de esto, acertaron a pasar por allí unos mercaderes que
traficaban por el mar y llevaban doce mil rublos que debían a Marco el
Rico. Al pasar junto al precipicio, les pareció oír gritos de niño, que subían
del fondo. Detuvieron la marcha y mirando por los ventisqueros vieron en
un prado muy profundo a un niño que, sentado sobre la hierba, jugaba
con las flores. Los comerciantes lo recogieron, lo envolvieron en pieles y
continuaron el viaje. Al llegar a casa de Marco el Rico, le contaron el
extraño hallazgo. Marco comprendió enseguida que se trataba del niño que
él había comprado y dijo a los mercaderes.
- Me gustaría mucho hacerme cargo de la criatura; si me la entregáis os
perdonaré la deuda.
Los mercaderes se avinieron, dieron el niño a Marco y se marcharon. Pero
aquella misma noche Marco cogió a la criatura, la puso en una canastilla
embreada, y la arrojó al mar.
La canastilla, arrastrada por la corriente y por el viento, fue deslizándose
por la superficie como una barquilla, hasta que llegó a un monasterio. Por
casualidad estaban los monjes a aquella hora en la orilla extendiendo las
redes al sol, y oyeron el llanto de un niño. Adivinaron que el llanto venía de
la canastilla, la pescaron, la destaparon y encontraron al niño. Lo llevaron
al abad, y así que éste se enteró de que el niño había sido hallado en el
mar dentro de una canastilla, decidió que se llamara Basilio el
Infortunado. Y desde entonces, Basilio vivió en el monasterio hasta los
dieciséis años, creciendo en gracia y fortaleza y en virtud y talento. El abad
lo quería porque aprendió las letras con tanto facilidad, que pronto estuvo
en disposición de leer y cantar en la iglesia mejor que los demás, y porque
era hábil y sagaz en los negocios. Y el abad lo nombró sacristán.
Y sucedió que en un viaje de negocios que hizo Marco el Rico, llegó a aquel
mismo monasterio, y los monjes lo recibieron con todos los honores que
aconsejaban su opulencia. El abad mandó al sacristán que abriese la
iglesia. El sacristán corrió a obedecer, encendió las luces y se quedó en el
coro leyendo y cantando. Marco el Rico preguntó al abad si aquel joven se
había educado allí desde niño, y cuando el abad se lo contó todo, llegó a la
conclusión de que aquel joven no podía ser otro que el niño que él compró.
Y dijo al abad:
- Si pudiera obtener los servicios de un joven tan despejado como vuestro
sacristán, le confiaría todos mis tesoros, y lo nombraría administrador de
todos mis bienes, que ya sabéis vosotros que son cuantiosos.
El abad empezó a excusarse, pero Marco prometió al monasterio una
donación de diez mil rublos. El abad vacilaba, y consultó a los hermanos
de comunidad y los hermanos le dijeron:
- ¿Por qué hemos de cruzarnos en el camino de Basilio? Que Marco haga
de él su administrador, si quiere.
Acordaron, pues, que Basilio el Infortunado se marchase con Marco el
Rico.
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La zarevna Belleza
Inextinguible
Hace mucho tiempo, en cierto país de cierto Imperio, vivía el famoso Zar
Afron Afronovich. Tenía tres hijos: el mayor era el Zarevitz Dimitri, el
segundo, el Zarevitz Vasili, y el tercero, el Zarevitz Iván. Todos eran buenos
mozos. El menor tenía diecisiete años cuando el Zar Afron frisaba en los
sesenta. Y un día, mientras el Zar estaba reflexionando y contemplando a
sus hijos, se le ensanchó el corazón y pensó: "Verdaderamente, la vida es
deliciosa para estos jóvenes, que pueden disfrutar de este mundo de
maravillas que Dios creó; pero yo resbalo por la pendiente de la vejez,
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- Os lo diré. Tres ríos cruzan este camino, ríos muy anchos y caudalosos.
En cada uno de estos ríos hay un barquero. El primer barquero os cortará
el brazo derecho, el segundo os cortará el izquierdo; pero el tercero ¡os
cortará la cabeza!
Los dos hermanos se quedaron tan consternados, que sus rubias cabezas
cayeron de sus robustos hombros, y pensaron para sí: "¿Hemos de perder
la vida para salvar la de nuestro padre? Más vale que volvamos a casa
vivos y esperemos el buen tiempo para divertirnos por la playa". Y
retrocedieron. Y cuando estaban a veinticuatro horas de su casa,
decidieron quedarse en el campo. Levantaron sus tiendas con sus mástiles
de oro, dejaron que paciesen los caballos y dijeron: "Aquí descansaremos
esperando a nuestro hermano".
Pero el Zarevitz Iván se condujo en el viaje de muy otra manera. Encontró
en el camino al mismo anciano que se había cruzado con sus hermanos y
escuchó de él la misma pregunta:
- ¿Adónde vas, joven? ¿Haces un viaje muy largo?
Y el Zarevitz Iván replicó:
- ¿Qué te importa? ¡Nada tengo que decirte!
Pero luego, cuando ya se había alejado un poco, reflexionó en lo que había
hecho. "¿Por qué he contestado al anciano tan groseramente? Los hombres
de edad saben muchas cosas. Tal vez me hubiera aconsejado bien".
Volvió grupas, alcanzó al anciano y le dijo:
- ¡Espera, padrecito! No he oído bien lo que me has dicho.
- Te he preguntado si hacías un viaje muy largo.
- Te diré, abuelo. El caso es que voy en busca de la Zarevna Belleza
Inextinguible, la hija de tres madres, la nieta de tres abuelas, la hermana
de nueve hermanos. Deseo obtener de ella el agua de la vida para mi padre
el Zar.
- Has hecho perfectamente, buen joven, de contestar como un caballero, y
por eso te enseñaré el camino. Pero nunca llegarías con un caballo
ordinario.
- ¿Pero dónde podré encontrar un caballo extraordinario?
- Te lo diré. Vuelve a casa y ordena a los palafreneros que lleven hasta el
mar azul a todos los caballos de tu padre, y al que se destaque de los otros
para meterse en el agua hasta el cuello y empiece a beber hasta que el mar
azul se agite y rompan las olas de orilla a orilla, elígelo y móntalo.
- Gracias por tus sabias palabras, abuelo.
El Zarevitz hizo lo que el viejo le aconsejó. Eligió la más briosa cabalgadura
entre los caballos de su padre, veló todo la noche, y cuando al día
siguiente salió de la ciudad en su nueva cabalgadura, el caballo le habló
con voz humana:
- ¡Zarevitz Iván, apéate! He de darte tres bofetadas para probar tu
musculatura de héroe.
Le dio una bofetada, le dio otra; pero no le dio la tercera.
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del camino y el Zarevitz la siguió entre unas malezas que lo ocultaban. Allí
se apeó y dejó que el caballo paciese, mientras él observaba a la Zarevna
Belleza Inextinguible que se acercaba con su séquito y se detenía en unos
hermosos prados para recrearse. Y todo el séquito de la Zarevna estaba
compuesto de doncellas a cual más hermosa, pero la belleza inextinguible
de la Zarevna se destacaba entre ellas como la luna entre las estrellas.
Levantaron tiendas de campaña y allí estuvieron distrayéndose durante
nueve días con diversos juegos; pero el Zarevitz como un lobo hambriento,
no podía apartar sus ojos de la Zarevna, y por mucho que miraba nunca
estaba satisfecho. Por fin, el décimo día, cuando todo el mundo dormía en
la dorada corte de la Zarevna, el joven espoleó el caballo con todo su
fuerza, y de un brinco fue a parar al jardín del departamento de las
doncellas de compañía; ató las riendas de su caballo a un poste y con las
precauciones de un ladrón se introdujo en el palacio y se encaminó
directamente al aposento principesco, donde la Zarevna Belleza
Inextinguible, tendida en un blando lecho, dormía su sueño heroico.
El Zarevitz cogió el frasco del agua de la vida que la durmiente guardaba
bajo la almohada, con propósito de escapar de allí corriendo; pero aquel
acto era demasiado tentador para su corazón de doncel e inclinándose
sobre la Zarevna besó tres veces sus labios, más dulces que la miel. Pero
no bien hubo salido del palacio y hubo brincado por encima del muro,
montado en su brioso corcel, se despertó la princesa a causa de los besos.
Belleza Inextinguible montó de un salto su yegua veloz como el viento y se
lanzó en persecución del Zarevitz Iván. Éste estimulaba a su brioso corcel,
tirando de las riendas de seda y golpeando sus ijares con el látigo hasta
que el animal volvió la cabeza para hablarle de esta manera:
- ¿Qué sacarás con pegarme, Zarevitz Iván? Ni las aves del aire ni las
bestias de la selva podrían escapar ni burlar a esa yegua. ¡Corre tanto, que
la tierra tiembla, cruza los ríos de un salto y las colinas y las cañadas
desaparecen bajo sus patas!
Apenas dichas estas palabras, la Zarevna dio alcance al joven; asestó
contra él su espada vibrante y le atravesó el pecho. El Zarevitz Iván cayó
del caballo a la húmeda tierra, sus claros ojos se cerraron, su sangre moza
manaba por la herida. Belleza Inextinguible lo contempló un momento y
experimentó una pena indecible, pues comprendió que en todo el mundo
no encontraría un joven tan hermoso como aquél. Puso su blanca mano
sobre la herida, la lavó con agua de la vida vertida del frasco, y al momento
se cicatrizó la herida y se levantó el Zarevitz Iván, sano y salvo.
- ¿Quieres casarte conmigo?
- ¡Es mi mayor deseo, Zarevna!
- Pues vuélvete a tu reino y si dentro de tres años no me has olvidado, seré
tu mujer y tú serás mi marido.
Los prometidos se despidieron y se alejaron en diferentes direcciones. El
Zarevitz Iván caminó mucho tiempo y vio muchas cosas, y por fin llegó
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- ¿Sabe alguno de vosotros en qué parte del mundo habita el Zar Afron y
qué camino lleva a sus dominios?
Y todos los peces y reptiles contestaron a una voz:
- Ni lo hemos visto con los ojos ni nos ha llegado la noticia a los oídos.
Entonces la vieja se volvió al otro lado y gritó:
- ¡Eh! ¡Animales que andáis sueltos por los bosques, aves que voláis por el
aire, mis fieles servidores, volad y corred aquí al momento sin que falte ni
uno de vosotros!
Y las bestias salieron corriendo del bosque a manadas y las aves acudieron
a bandadas, y la vieja les preguntó por el Zar Afron, y todos a una voz le
contestaron:
- Ni lo hemos visto con los ojos ni ha llegado la noticia a nuestros oídos.
- Y bien, Zarevitz, ya no queda nadie por preguntar, y ya ves lo que han
contestado todos.
Y ya se volvían a la choza, cuando se oyó un ruido como si alguien rasgase
el aire, y el pájaro Mogol apareció volando y oscureciendo el día con sus
alas y fue a posarse junto a la choza.
- ¿Dónde estabas tú y por qué has tardado tanto? -le chilló la vieja.
- Estaba volando muy lejos de aquí, sobre el reino del Zar Afron, que se
halla al extremo opuesto del mundo.
- ¡Caramba! ¡Sólo tú me hacías falta! Si quieres hacerme ahora un favor
que te agradeceré mucho, conduce allá al Zarevitz Iván.
- Con mucho gusto te serviría, pero necesito montones de carne, porque
hay que pasar tres días volando para ir allá.
- Te daré toda la que necesites.
La vieja preparó provisiones para el viaje del Zarevitz Iván. Colocó sobre el
pájaro un tonel de agua y sobre el tonel una banasta llena de carne. Luego
entregó al joven una barra de hierro puntiagudo y le dijo:
- Mientras vueles a caballo del pájaro Mogol, siempre que éste vuelva la
cabeza y te mire, metes este hierro en la banasta y le das un trozo de
carne.
El Zarevitz dio las gracias a la vieja y se acomodó sobre el lomo del enorme
pájaro, que inmediatamente desplegó las alas y emprendió el vuelo. Vuela
que volarás, vuela que volarás, se pasaba el tiempo y venía la gana, y
siempre que el animal se volvía a mirar al Zarevitz, éste hundía la barra de
hierro en la carne, sacaba un tasajo y se lo alargaba. Al fin, el Zarevitz
Iván vio que la banasta estaba casi vacía y dijo al pájaro Mogol:
- Mira, pájaro Mogol, ya te queda muy poco alimento; desciende a tierra y
te llenaré la banasta de carne fresca.
Pero el pájaro Mogol contestó diciendo:
- ¿Estás loco, Zarevitz Iván? A nuestros pies se extiende un bosque negro y
espantoso que está cuajado de ciénagas y lodazales. Si descendiésemos en
él ni tú ni yo saldríamos en toda nuestra vida.
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Tomás Berennikov
Una vez vivía en una aldea un pobre campesino llamado Tomás
Berennikov, muy suelto de lengua y fanfarrón como nadie; a feo no todos
le ganaban y en cuanto a trabajador, nadie tenía que envidiarle. Un día fue
al campo a labrar, pero el trabajo era duro y su yegua, floja y escuálida,
apenas podía con el arado. El labrador se desanimó y fue a sentarse a una
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- ¡Sí, claro! ¿Pensáis que voy a ensuciarme las manos luchando contra esa
basura? Anda tú, Ilia Muromets y dales una lección de tu valor.
Ilia Muromets montó su brioso corcel y cargó contra la caballería del Zar
como un halcón contra una bandada de palomas y los exterminó sin dejar
a uno solo con vida. Enfurecido el Zar, reunió todos los soldados de la
ciudad, infantería y caballería, y ordenó a sus capitanes que expulsaran de
su vedado a los forasteros sin contemplación alguna.
El ejército del Zar avanzaba al son de trompetas y levantando nubes de
polvo. Ilia Muromets y Alesha Popovich se acercaron a Tomás y le dijeron:
- ¿Quieres salir tú contra el enemigo o quieres mandar a uno de nosotros?
Tomás que estaba acostado de un lado, ni siquiera se volvió para decir:
- ¿Os figuráis que yo puedo ir a golpes con esa gentuza, que voy a
manchar mis heroicas manos con semejante porquería? ¡Nunca! Ve tú,
Alesha Popovich, y enséñales nuestro estilo en la pelea, y yo miraré desde
aquí y veré si tienes el valor que aparentas.
Alesha cayó como un huracán sobre las huestes del Zar, blandiendo la
maza y gritando con su voz de clarín entre el retronar de su armadura:
- ¡Os mataré y os despedazaré a todos sin piedad!
Empezó a derribar jinetes a mazazos y los capitanes advirtieron enseguida
que todos volvían grupas ante aquel guerrero, e impotentes para impedirlo,
mandaron tocar retirada y buscaron refugio en la ciudad, para dirigir
luego al vencedor el siguiente mensaje: "Dinos, poderoso e invencible
campeón, cómo hemos de llamarte y dinos también el nombre de tu padre
para que podamos honrarlo. ¿Qué tributo exiges de nosotros para que no
nos molestes más y dejes en paz nuestra tierra?"
- ¡No es a mí a quien debéis rendir tributo! contestó Alesha.- No soy más
que un subordinado. Hago lo que me manda mi hermano mayor, el famoso
campeón Tomás Berennikov. Con él habéis de tratar. Os perdonará si
quiere, pero si no, arrasará vuestro reino y os someterá a cautiverio.
El Zar oyó estas palabras y envió a Tomás los más ricos regalos y una
embajada de las más distinguidas personalidades de la corte, encargados
de decirle: "Te rogamos, famoso campeón Tomás Berennikov, que vengas a
visitarnos, que habites en nuestra corte real y nos prestes tu ayuda en la
guerra contra el Emperador de la China. ¡Oh, héroe! Si logras derrotar al
innumerable ejército chino, te daré a mi propia hija por esposa, y después
de mi muerte, serás dueño de todos mis dominios".
Tomás puso una cara muy larga y dijo:
- ¿Pero qué pasa aquí? Bueno, poco me importa. Después de todo me
parece que puedo aceptar.
Montó en su rocín, ordenó a los dos jóvenes que lo siguieran y se dirigió
como huésped al palacio del Zar.
Aun no había saboreado del todo Tomás los exquisitos manjares de la
mesa del Zar, aun no había tenido tiempo para descansar, cuando llegó la
amenazadora embajada del Emperador de la China, exigiendo que todo el
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El pato blanco
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Un Príncipe muy rico y poderoso casó con una Princesa de sin igual
hermosura y, sin tiempo para contemplarla, sin tiempo para hablarle, sin
tiempo para escucharla, se vio obligado a separarse de ella dejándola bajo
la custodia de personas extrañas. Mucho lloró la Princesa y muchos fueron
los consuelos que procuró darle el Príncipe. Le aconsejó que no
abandonara sus habitaciones, que no tuviera tratos con gente mala, que
no prestara oídos a malas lenguas y no hiciese caso de mujeres
desconocidas. La Princesa prometió hacerlo así y cuando el Príncipe se
alejó de ella se encerró en sus habitaciones. Allí vivía y nunca salía.
Transcurrió un tiempo más o menos largo, cuando un día, que estaba
sentada junto a la ventana, bañada en llanto, acertó a pasar por allí una
mujer. Era una mujer de sencillo y bondadoso aspecto que se detuvo ante
la ventana y, encorvada sobre su báculo y apoyando su barba en las
manos, dijo a la Princesa con voz dulce y cariñosa:
- Querida Princesita, ¿por qué estás siempre triste y afligida? Sal de tus
habitaciones a contemplar un poco el hermoso mundo de Dios, o baja a tu
jardín, y entre los verdes follajes se disiparán tus penas.
Durante buen espacio de tiempo, la Princesa se negó a seguir aquel
consejo y no quería escuchar las palabras de la mujer; pero al fin pensó:
"¿Qué inconveniente ha de haber en ir al jardín? Otra cosa sería pasar el
arroyo." La Princesa ignoraba que aquella mujer era una hechicera y
quería perderla porque la envidiaba, de modo que salió al jardín y estuvo
escuchando sus palabras lisonjeras. Cruzaba el jardín un arroyo de aguas
cristalinas y la mujer dijo a la Princesa:
- Hace un día abrasador y el sol quema como el fuego, pero este arroyo es
fresco y delicioso. ¿Por qué no bañarnos en él?
- ¡Ah! ¡No! -exclamó la Princesa. Pero luego pensó: "¿Por qué no? ¿Qué
inconveniente puede haber en tomar un baño?"
Se quitó el vestido y se metió en el agua, pero no bien se hubo mojado
toda, la hechicera le tocó la espalda con el cayado diciendo:
- ¡Ahora nada como un pato blanco!
Y la hechicera se puso enseguida los vestidos de la Princesa, se ciñó a las
sienes la diadema, se pintó y fue a las habitaciones de la Princesa a
esperar al Príncipe. En cuanto oyó ladrar el perro y tocar la campanilla de
la puerta, corrió a recibirlo, se le arrojó al cuello y lo besó en un abrazo. El
Príncipe estaba tan radiante de gozo, que fue el primero en abrirle los
brazos y ni un momento sospechó que no era a su mujer sino a una
malvada bruja a quien abrazaba.
Y sucedió que el pato, que como es de suponer era hembra, puso tres
huevos, de los que nacieron dos robustos polluelos y un canijo, porque se
anticipó a romper la cáscara. Sus hijos empezaron a crecer y ella los
criaba con esmero. Los paseaba a lo largo del río, les enseñaba a pescar
pececillos de colores, recogía pedacitos de ropa y les cosía botitas, y desde
la orilla del arroyo les enseñaba los prados y les decía:
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- ¡No vayáis allá, hijos míos! Allá vive la malvada bruja que me perdió a mí
y os perdería a vosotros.
Pero los pequeños no hacían caso de su madre y un día jugaban por la
hierba, y otro perseguían hormigas, y cada día se alejaban más hasta que
llegaron al patio de la Princesa. La hechicera los conoció por instinto y
rechinó los dientes de rabia; pero se transformó en una belleza y los llamó
al palacio, y les dio exquisitos manjares y excelentes, bebidas. Después de
haberlos mandado a dormir, ordenó a sus criados que encendieron fuego
en el patio, pusieran a hervir una caldera y afilaran los cuchillos. Los
hermanos dormían, pero el nacido a destiempo y a quien por orden de la
madre habían de llevar los otros en el seno para que no se enfriase, no
dormía, sino que lo veía y lo escuchaba todo. Y aquella noche la hechicera
fue al cuarto que ocupaban los hermanos y dijo:
- ¿Estáis durmiendo, pequeñitos?
Y el nacido a destiempo contestó por sus hermanos:
- No estamos durmiendo, pero pensamos en nuestros pensamientos que
nos quieres hacer pedazos. Los montones de ramas de arce están
ardiendo, las calderas están hirviendo, los cuchillos están afilados.
- No duermen -dijo la hechicera y se alejó de la puerta. Dio unas vueltas
por el palacio y se acercó de nuevo a la puerta:
- ¿Estáis durmiendo, hijos míos?
Y el nacido a destiempo sacó la cabecita de debajo de la almohada y
contestó:
- No soñamos durmiendo, pero pensamos en nuestros pensamientos que
nos quieres hacer pedazos. Los montones de ramas de arce están
ardiendo, las calderas están hirviendo, los cuchillos están afilados.
- ¿Cómo es que siempre me contesta la mismo voz? -pensó la hechicera.-
Voy a ver.
Abrió la puerta poco a poco, miró y vio que dos de los hermanos estaban
profundamente dormidos. Entonces los mató a los dos.
Al día siguiente, el pato blanco empezó a llamar a sus hijos, pero sus
queridos hijos no contestaron a su llamamiento. Enseguida sospechó que
algo malo había sucedido. Se estremeció de miedo y voló al patio de la
Princesa, donde, tan blancos como pañuelitos blancos, tan fríos como
pececitos escamados, yacían uno al lado de otro los tres hermanitos.
Abatió su vuelo sobre ellos, agitó desesperadamente sus alas, daba vueltas
en torno a sus queridos hijos y gritaba con voz maternal:
"¡Cuá, cuá, cuá, mis queridos hijitos!
¡Cuá, cuá, cuá, mis tiernos pichoncitos!
Yo bajo mis alas siempre os protegí,
y el pan de mi boca solícita os di.
Por veros felices yo nunca dormía,
pensando en vosotros de noche y de día."
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Juanito el tonto
Hace mucho tiempo, en cierto reino de cierto imperio había una ciudad
donde reinaban el Zar Gorokh, que quiere decir guisante y la Zarina
Morkovya, que quiere decir zanahoria. Tenían sabios boyardos, ricos
príncipes y robustos y poderosos campeones, y en cuanto a guerreros no
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- ¡Está bien! -contestó Juanito el tonto, que con un pedazo de pan bajo el
brazo, fue a la tumba, se acostó y empezó a roncar.
Dieron las doce de la noche, la tumba empezó a moverse, sopló un viento
recio, cantó la lechuza, cayó la losa de la tumba, y el difunto salió y dijo: -
¿Quién hay aquí?
- Yo -Contestó Juan el tonto.
- Bien, querido hijo; yo premiaré tu obediencia.
Apenas dijo estas palabras cantaron los gallos y el difunto volvió a
hundirse en la tumba. Juanito se volvió a casa y se acostó junto al fuego, y
sus hermanos le preguntaron:
- Y bien, ¿qué ha pasado?
- ¡Nada! -contestó él.- He dormido toda la noche, pero tengo hambre y
comería algo.
La siguiente noche tocaba por turno a Pacomio, el segundo hijo, ir a la
tumba de su padre. Después de mucho pensar, se dirigió a Juanito el
tonto y le dijo:
- He de levantarme muy temprano para ir al mercado. ¿No podrías ir en mi
lugar o la tumba de nuestro padre?
- ¡Está bien! -contestó Juanito el tonto, que después de comerse una
tortilla y una sopa de coles, se dirigió a la tumba y se echó a dormir a
pierna suelta. A media noche, la tumba empezó a moverse, sopló la
tempestad, una bandada de cuervos volaron haciendo giros, cayó la losa
de la tumba y el difunto asomó la cabeza y preguntó:
- ¿Quién hay aquí?
- Yo -contestó Juanito el tonto.
- ¡Bien, hijo mío! -dijo el anciano,- no te olvidaré, porque no me has
desobedecido.
Apenas pronunciadas estas palabras, contaron los gallos y el difunto volvió
a desaparecer en la fosa.
Juanito el tonto se despertó, fue a acurrucarse junto al fuego y sus
hermanos le preguntaron.
- Y bien, ¿qué ha pasado?
- ¡Nada! -contestó Juanito.
Y al tercer día los hermanos dijeron a Juanito el tonto.
- Ahora te toca a ti ir a la tumba de nuestro padre. El deseo de un padre se
ha de cumplir.
- ¡No faltaba más! -contestó Juanito el tonto, que después de comer una
fritada, se puso la blusa, y se dirigió a la tumba.
A media noche la losa de la tumba se levantó y el difunto salió y preguntó:
- ¿Quién hay aquí?
- Yo -contestó Juanito el tonto.
- ¡Bien, hijo obediente! -dijo el anciano.- No en vano has cumplido mi
deseo. ¡Verás premiada tu fidelidad!
Y se puso a gritar con una voz monstruosa y a cantar en voz de ruiseñor:
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se han comido todos los pasteles y han dejado seca la bodega, y ¡aun no
has elegido el amado de tu corazón!
Entonces la Zarevna les dijo:
- Mi soberano papá y mi soberana mamá, me aflige vuestra pena, y de
buena gana os obedecería; pero permitid que la suerte decida quién es mi
prometido. Erigidme un aposento a la altura de treinta y tres pisos con
una ventana saliente encima. Yo, la Zarevna, me sentaré en ese aposento
junto a la ventana y vosotros mandad publicar una proclama. Que todo el
mundo acuda: Zares, Reyes, Zareviches, Príncipes, adalides, jóvenes
valientes, y el que dé un brinco hasta mi ventana en su bravo corcel y
cambie los anillos conmigo, ése será mi esposo y vuestro hijo y sucesor.
El Zar y la Zarina siguieron el consejo de su prudente hija.
- ¡Está bien! -dijeron.
Mandaron construir una torre de treinta y tres pisos, de fuertes vigas de
roble, y adornaron el aposento de la Zarevna con graciosos relieves y con
brocados venecianos y tapicerías de perlas y de oro, y lanzaron pregones y
soltaron palomas mensajeras, y mandaron embajadores a todos los reinos,
convocando a todos los caballeros para que acudiesen al imperio del Zar
Gorokh y de la Zarina Morkovya, para que quien llegase de un brinco, en
su magnífico corcel, al aposento de la hija y cambiase los anillos con la
Zarevna Baktriana, la tomase como esposa y heredase con ella el trono, ya
fuese Zar o Rey, Zarevitz o Príncipe, o aunque no fuese más que un libre y
esforzado cosaco sin cuna ni linaje.
Llegó el día señalado y la gente se aglomeró en los prados donde se
levantaba el aposento de la Zarevna, que parecía cuajado de estrellas, y
ella misma se dejó ver en la ventana, ataviada con las más ricas prendas y
refulgente de piedras preciosas. La multitud producía un rumor de
admiración semejante al de un gran océano. El Zar y la Zarina ocuparon
su trono y a su lado se colocaron sus magnates, sus boyardos, sus
capitanes y campeones. Llegaban los pretendientes de la Zarevna
Baktriana galopando, haciendo cabriolas, pero cuando veían tan alto el
aposento, desmayaban sus corazones. Se esforzaban en quedar bien,
corrían, tomaban velocidad y daban un brinco; pero caían al suelo como
costales llenos, provocando la risa de la muchedumbre.
En aquellos días en que los pretendientes de la Zarevna Baktriana hacían
lo posible para conquistarla, se les ocurrió a los hermanos de Juanito el
tonto ir también a ver la diversión. Se arreglaron, pues, para salir y
Juanito el tonto les dijo:
- ¡Llevadme con vosotros!
- ¡Calla, tonto! -le contestaron.- Quédate en casa a cuidar de las gallinas.
¿Qué has de hacer tú allí?
- ¡Tenéis razón! -dijo él, y fue al gallinero y se tumbó en el suelo.
Pero cuando sus hermanos se hubieron alejado, Juanito el tonto salió a la
llanura y gritó con voz de guerrero y silbó con silbido de héroe:
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Juanito el tonto entró por una oreja y salió por otra tan joven y de tan
bello aspecto que ni puede describirse ni puede imaginarse; montó el bravo
animal y golpeó sus piernas con un látigo circasiano. Y el caballo
emprendió veloz carrera saltando por encima de los bosques y por debajo
de las nubes, y a cada brinco avanzaba una legua larga. Al segundo brinco
pasó por el río, y al tercer brinco llegó ante la torre de la Zarevna.
Entonces se lanzó al aire como una águila, con tal ímpetu, que llegó al piso
treinta y dos y pasó de largo como un huracán. La gente gritó:
- ¡Detenedlo! ¡Paradlo!
El Zar dio un brinco en su trono y la Zarina lanzó una exclamación, los
príncipes y los boyardos se quedaron con la boca abierta.
Los hermanos de Juanito el tonto volvieron a casa y comentaron:
- Ese joven guerrero de hoy se ha portado mejor que el de ayer. ¡Sólo le
faltaba un piso para llegar a la ventana!
- ¡Pues, hermanos ése era yo! -dijo Juanito el tonto.
- ¡Cierra el pico! Conque tú, ¿eh? ¡Vete a la estufa y no digas sandeces!
Al tercer día, los hermanos de Juanito el tonto se arreglaron para asistir al
gran espectáculo, y Juanito el tonto les dijo:
- ¡Llevadme con vosotros!
- ¿Nosotros ir con un tonto como tú? ¡Quédate en casa y da de comer a los
cerdos! ¿Qué te has creído?
- ¡Cómo queráis!
Fue a la pocilga, y dio de comer a los cerdos, pero cuando los hermanos se
hubieron alejado, salió a la llanura y llamó con su voz guerrera y con un
silbido heroico:
- ¡Eh, tú! ¡Sivka-burka, vyeshchy kaurka! ¡Párate ante mí como la hoja
ante la hierba!.
Y he aquí que llegó la fogosa montura, haciendo temblar la tierra y
abriendo una fuente donde tocaban las patas delanteras y apareciendo un
lago donde tocaban las traseras, y lanzando llamas por los ojos y nubes de
humo por las orejas.
- ¿Qué quieres? -preguntó con voz humana.
Juanito el tonto entró por una oreja y salió por otra convertido en un
apuesto guerrero y más hermoso de lo que puede uno representar en
sueños. Montó a caballo, empuñó las riendas, golpeó a su montura en el
rabo y el brioso corcel salió volando más veloz que el viento, y en un abrir
y cerrar de ojos, llegó ante la torre de Zarevna. Entonces el jinete azotó con
el látigo las costillas de la cabalgadura y ésta se levantó como una
serpiente enfurecida, y de un brinco alcanzó la ventana donde se asomaba
la Zarevna Baktriana. Juanito el tonto le tomó en sus manos de héroe,
besó sus labios de miel, cambió con ella los anillos, y fue arrebatado como
por un huracán hacia los prados, arrollando cuanto hallaba a su paso. La
Zarevna sólo tuvo tiempo de incrustar en su frente un brillante como una
estrella porque el poderoso guerrero se desvaneció enseguida de su vista.
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el tonto capitanes de su ejército y les regaló una aldea y una casa a cada
uno.
Los hermanos de Juanito el tonto eran listos, y cuando fueron ricos, no es
de admirar que todos los tomaran por sabios. Y cuando se vieron
encumbrados empezaron a mostrarse altivos y orgullosos, no permitían
que la gente del pueblo entrara en su patio y obligaban a los cortesanos y
a los boyardos a descubrirse cuando llegaban a la escalera. A tal punto
llegó su soberbia, que los boyardos fueron a ver al Zar y le dijeron:
- Soberano Zar, los hermanos de tu yerno se jactan de saber dónde crece
el manzano de hojas de plata y de manzanas de oro y desean traértelo
como presente.
El Zar mandó comparecer a los hermanos de Juanito el tonto y les dijo que
fueran a buscarle el manzano de las hojas de plata y de las manzanas de
oro, y, como nada tenían que replicar, se vieron obligados a obedecer. El
Zar les mandó escoger los mejores caballos de su establo y ellos
emprendieron el viaje en busca del manzano de las hojas de plata y de las
manzanas de oro. Y al cabo de unos días, Juanito el tonto se levantó,
montó en su jamelgo, de cara a la grupa, y salió de la ciudad. Al llegar a
campo abierto cogió su rocín por la cola, lo tiró al suelo y gritó:
- ¡Venid, cuervos y milanos, aquí tenéis con qué desayunaros!
Enseguida llamó a su caballo, le entró por una oreja, le salió por otra, y el
caballo lo llevó a Oriente, donde crece el manzano de hojas de plata y
manzanas de oro, en un terreno de arenas de oro. Lo arrancó de raíz y
regresó; pero antes de llegar a la ciudad del Zar Gorokh, levantó su tienda
con el mástil de plata en el campo y se echó a dormir. Y he aquí que sus
hermanos volvían por aquel camino con las narices caídas y sin saber que
excusa dar al Zar de su fracaso, y acertaron a ver la tienda y junto a ella el
manzano, y despertaron a Juanito el tonto y empezaron a regatear con él
ofreciéndole por el árbol tres carretadas de plata.
- El manzano es mío, caballeros, y no se compra ni se vende, pero se da
por un capricho. Un capricho no es gran cosa. ¡Dadme los dos un dedo del
pie derecho y trato concluido!
Los hermanos hablaron entre sí, pero no tuvieron más remedio que
acceder. Juanito el tonto les cortó un dedo del pie derecho a cada uno y les
entregó el manzano, que ellos llevaron al Zar.
- ¡Mira, oh Zar! -le dijeron en tono jactancioso.- Hemos tenido que andar
mucho, hemos sufrido grandes penalidades; pero hemos satisfecho tu
deseo.
El Zar estaba encantado. Organizó festejos en honor de los hermanos,
mandó anunciar su hazaña al son de trompetas y tambores y les regaló
una villa a cada uno, elogiando la lealtad con que le habían servido.
Luego, los otros cortesanos y boyardos le dijeron:
- No es tan gran servicio como te parece el manzano de hojas de plata y de
manzanas de oro. Los hermanos de tu yerno se jactan de que son capaces
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El Zar mandó comparecer a los hermanos de Juanito el tonto y les dijo que
fueran a buscarle a los establos de la Serpiente Goruinich el caballo de las
crines de oro y cascos de diamante. Los hermanos protestaron, jurando
que nunca habían dicho tales palabras, pero el Zar no quiso escucharlos.
- Tomad -les dijo- de mis tesoros cuanto necesitéis y de mis ejércitos la
fuerza que queráis, y traedme el caballo de las crines de oro y cascos de
diamantes. Sois los primeros en mi reino pero si no me lo traéis, os
degradaré y os reduciré a la condición de pelagatos.
Con esto, aquellos buenos guerreros, aquellos campeones inútiles,
emprendieron el viaje, arrastrando los pies y sin saber adónde dirigirse.
Oportunamente, Juanito el tonto se levantó y a horcajadas en su bastón,
salió al campo descubierto, llamó a su caballo, le entró por una oreja y le
salió por la otra y el caballo lo llevó a las tierras de Poniente, hacia la gran
isla donde la Serpiente Goruinich guardaba en su establo de hierro, bajo
siete cerrojos, bajo siete puertas, el caballo de las crines de oro y de los
cascos de diamantes. Después de mucho viajar, subiendo y bajando,
avanzando y retrocediendo, Juanito el tonto llegó a la isla, luchó tres días
con la Serpiente hasta que la mató; pasó tres días más descerrajando las
puertas y derribándolas, cogió el caballo por la crin y emprendió el regreso.
Pero a pocas leguas de la ciudad, levantó su tienda con el mástil de plata y
se echó a dormir. Y he aquí que sus hermanos volvían por el mismo
camino, sin saber qué decir al Zar Gorokh. De pronto uno de ellos notó
que la tierra temblaba. Era que el caballo de crines de oro estaba piafando.
Miraron a todos lados y vieron una luz como de antorcha encendida a lo
lejos. Era la crin del caballo que brillaba como el fuego. Se detuvieron,
despertaron a Juanito el tonto y empezaron a regatear por el caballo
ofreciéndole por él, cada uno, un saco de piedras preciosas.
- El caballo es mío, caballeros, y no se compra ni se vende; pero se da por
un capricho. Pero un capricho no es gran cosa. ¡Dejadme que os corte una
oreja y trato hecho!
Los hermanos dejaron que su hermanito les cortara una oreja, y él les
entregó el caballo de las crines de oro y no cesaban de darse tono,
contando tales embustes que a los que escuchaban les dolían los oídos de
oírlos.
- Hemos ido -dijeron al Zar- más allá de la tierra de Tres Veces Diez, más
allá del gran Océano; hemos luchado con la Serpiente Garuinich que por
cierto nos arrancó una oreja, como puedes ver; pero todo nos parece poco,
pues por servirte nadaríamos en ríos de sangre, sacrificaríamos los brazos,
las piernas y toda nuestra vida.
En su alegría, el Zar los colmó de riquezas, les nombró los primeros de sus
boyardos y dio tal banquete, que las cocinas del palacio fueron
insuficientes, aunque estuvieron cociendo y asando en ellas durante tres
días, y las bodegas se quedaron secas, y en el banquete, el Zar colocó a
uno de los hermanos de Juanito el tonto a su derecha y al otro a su
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El dueño de las caballerías casi lloraba. Las yeguas galoparon por toda la
ciudad y huyeron a la estepa, sin que nadie se atreviese a detenerlas. Los
hijos de Iván el soldado se compadecieron del tratante de caballos, salieron
a la ancha planicie, gritaron con voz penetrante y lanzaron formidables
silbidos, y las yeguas retrocedieron amansadas y fueron a colocarse a su
puesto, donde permanecieron como clavadas. Entonces, los dos hermanos
las encadenaron y las trabaron fuertemente. Hecho esto, emprendieron el
regreso a su casa. Por el camino encontraron un viejo de barba blanca y,
olvidando el consejo de su madre, pasaron sin saludarlo. De pronto, uno
de ellos se acordó y dijo al otro:
- ¡Hermano! ¿Qué hemos hecho? ¡No nos hemos inclinado ante ese viejo!
¡Corramos tras él y saludémoslo!
Corrieron tras el viejo, se quitaron el sombrero, se le inclinaron hasta la
cintura y le dijeron:
- Perdona, padrecito, que hayamos pasado sin saludarte. Nuestra madre
nos recomendó mucho que rindiésemos tributo de homenaje a quien
encontrásemos en el camino.
- ¡Gracias, buenos jóvenes! ¿Adónde os guía Dios?
- Venimos de la feria de la ciudad. Queríamos comprar un buen caballo
para cada uno, pero no nos gustó ninguno.
- ¿Cómo es posible? ¿Tal vez os gustasen las jaquitas que yo os daría?
- ¡Ah, padrecito! Te quedaríamos agradecidos toda la vida.
- Pues seguidme.
Los condujo a una alta montaña, abrió dos puertas de hierro, y sacó dos
caballos de magnífica estampa.
- Aquí tenéis vuestros caballos, montadlos y partid en nombre de Dios, y
que prosperéis con ellos.
Le dieron los gracias, montaron y galoparon hacia su casa. Llegaron al
patio, ataron los caballos a un poste, y entraron en la cabaña.
La madre les preguntó, diciendo:
- Y bien, hijos míos, ¿habéis comprado una jaca para cada uno?
- No las hemos comprado, las hemos obtenido como regalo.
- ¿Dónde las dejasteis?
- Ahí fuera.
- ¡Ay, hijos míos! ¡Mirad que no se las lleve alguien!
- No, querida madre, nadie podría robar nuestros caballos. No hay quien
pueda dominarlos ni acercárseles.
La madre salió a ver los caballos y dijo llorando:
- Bien, hijos míos, ¿cómo es posible que seáis los que yo he criado?
Al día siguiente, los hermanos pidieron a la madre que los dejase ir a la
ciudad a comprar una espada para cada uno.
- Id, hijos míos.
Ellos fueron a la ciudad, se dirigieron a casa del herrero, entraron a la
herrería y dijeron al amo:
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La rana zarevna
En cierto reino de cierto Imperio vivían un Zar y una Zarina que tenían
tres hijos, los tres jóvenes, valerosos y solteros, el menor de los cuales se
llamaba Iván. Un día el Zar les habló y les dijo:
- Queridos hijos, coged cada uno una flecha y un arco, salid en diferentes
direcciones y disparadla con toda vuestra fuerza y dondequiera que caiga
la flecha, elegid allí vuestra esposa.
El mayor disparó y la flecha fue a parar precisamente al aposento de la
hija de un boyardo. La flecha del segundo hermano fue a parar a la casa
de un rico comerciante y se quedó clavado en una galería donde se
paseaba en aquel momento una hermosa doncella, que era la hija
de¡ comerciante. El hermano menor disparó su flecha, que fue a caer a
una charca y la cogió una rana que todo el día estaba croando.
El Zarevitz Iván dijo a su padre:
- ¿Cómo quieres qué acepte por esposa a semejante charlatana? ¿Yo
casarme con una rana?
- ¡Cásate con ella - replicó su padre,- ese es tu destino!
Los tres hermanos se casaron. El mayor, con la hija del noble, el segundo,
con la hija del comerciante y el menor con la rana charlatana. Y el Zar los
llamó y les dijo:
- Mañana han de cocerme vuestras esposas pan blanco,
El Zarevitz Iván se retiró de la presencia de su padre tan afligido, que la
cabeza, siempre erguida, te caía por debajo de los hombros.
- ¡Croá, croá! ¿Por qué estás tan afligido, Iván el Zarevitz? -preguntó la
rana.
- ¡Bien se ve que no has oído las palabras de mi padre el Zar. ¿Cómo no he
de estar triste si mi padre y soberano señor quiere que mañana le cuezas
pan blanco?
- ¡No te aflijas por tan poca cosa, Zarevitz; acuéstate y duerme, que la
almohada es buena consejera!
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- Hermano, ¿por qué has venido sin tu mujer? Podías haberla traído en
paño de cocina. ¿De dónde sacaste semejante belleza? ¡Sin duda la
buscaste por todos los pantanos del país de las hadas!
Y he aquí que se oyó un gran ruido y que llamaban a la puerta con tan
recios golpes, que temblaba todo el palacio. Los invitados se asustaron
tanto, que dejaron su puesto y no sabían donde meterse; pero el Zarevitz
Iván los tranquilizó diciendo:
- ¡No temáis, señores! ¡Eso no es más que mi Ranita que vienen en su
cestita!
Y una carroza de oro tirada por seis caballos se detuvo a la entrada del
palacio, y de ella bajó Basilisa Premudraya de tan singular belleza, que
sólo es para decir en cuentos, pero no para imaginarla ni soñarla. El
Zarevitz Iván la cogió de la mano y la condujo a la mesa de bordado
mantel. Los convidados empezaron a comer y a divertirse. Basilisa
Premudraya bebía vino pero arrojaba las heces de la copa en el interior de
su manga izquierda. También comió cisne asado, pero arrojaba los huesos
en el interior de su manga derecha. Las mujeres de los hermanos mayores,
que se fijaron en aquellos que creían estratagemas, hicieron lo mismo.
Luego cuando Basilisa Premudraya bailó con el Zarevitz Iván, agitó su
mano izquierda y apareció un lago; agitó su mano derecha y aparecieron
cisnes blancos deslizándose por la superficie del agua. El Zar y sus
huéspedes se quedaron atónitos ante tales maravillas. Después bailaron
las mujeres de los hermanos mayores. Agitaron la mano izquierda y todos
los invitados quedaron rociados de agua; agitaron la mano derecha y los
huesos fueron a dar en los mismos ojos del Zar. Éste se indignó y las
arrojó de la corte a cajas destempladas.
Y sucedió que un día el Zarevitz Iván aprovechando una ocasión, salió de
casa, encontró la piel de rana y la echó al fuego. Basilisa Premudraya fue a
buscar la piel y al no hallarla se apenó en gran manera y, hecha un mar de
llanto, fue a ver al Zarevitz y le dijo:
- ¿Qué has hecho, desgraciado Zarevitz Iván? Si hubieras esperado un
poco más, hubiese sido tuya para siempre. Pero ahora, ¡adiós! Búscame
más allá del país Tres Veces Nueve, en el imperio de Tres Veces Diez, en
casa de Koshchei Bezsmertny (el esqueleto inmortal).
Dicho esto se transformó en un cisne blanco y salió volando por la
ventana.
El Zarevitz Iván lloró amargamente, se volvió a los cuatro puntos
cardinales rogando a Dios que dirigiera sus pasos y por fin emprendió la
marcha en una dirección.
Anda que andarás, ando que andarás, sin que importe los días que estuvo
andando, encontró por fin un viejo, muy viejo, que le dijo:
- ¡Hola, buen joven! ¿Qué buscas y adónde vas?
El Zarevitz le contó toda su desgracia.
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- ¡Ay, Zarevitz Iván! ¿Por qué quemaste aquella piel de rana? ¡No debiste
hacerlo! Basilisa Premudraya era más lista y más inteligente que su padre,
y éste por envidia la condenó a vivir como una rana por espacio de tres
años. Aquí tienes una pelota, tírala y síguela donde vaya.
Iván el Zarevitz dio las gracias al viejo y siguió la pelota. Al pasar por un
llano encontró a un oso y pensó:
- ¡Vaya! Mataré a este oso.
Pero el oso le rogó:
- ¡No me mates, Zarevitz! ¡Yo también puedo hacerte algún favor en alguna
ocasión!.
Siguieron andando y he aquí que venía en su dirección contoneándose un
pato. El Zarevitz tendía ya el arco para tirarle, cuando el animal gritó con
voz humana:
- ¡No me mates, Zarevitz Iván! ¡Tal vez también yo pueda darte alguna
prueba de amistad!
Le tuvo compasión y siguieron adelante, y una liebre cruzó corriendo el
camino. El Zarevitz preparó el arco y ya estaba a punto de disparar la
flecha cuando la liebre gritó con voz humana:
- ¡No me mates, Zarevitz! Yo también puedo darte alguno prueba de
amistad!
Iván el Zarevitz le tuvo compasión y siguieron andando hasta que llegaron
al mar, y he aquí que en la arena agonizaba un pez, que suspiró:
- ¡Zarevitz Iván! Compadécete de mí y vuélveme al agua.
El joven echó el pez al agua y siguió andando por la playa. La pelota dando
vueltas y más vueltas, llegó por fin ante una mísera choza que se sostenía
y giraba sobre unas patas de gallina. El Zarevitz Iván le dijo:
- ¡Chocita, chocita, ponte como te puso tu madrecita, de cara a mí y de
espalda al mar!
Y la chocita dio una vuelta y se puso de cara a él y de espalda al mar. El
Zarevitz entró y se halló en presencia de la Baba Yaga piernas de hueso,
echada en la estufa sobre nueve ladrillos y puliéndose los dientes.
- ¡Hola, buen joven! ¿A qué debo el honor de tu visita?
- ¡Calla, bruja! Me llamas buen joven y más valdría que me dieras algo de
comer y de beber y me preparases un baño. Luego podrías preguntarme lo
que quieras.
La Baba Yaga lo dio de comer y de beber y le preparó un baño, y luego el
Zarevitz le dijo que iba en busca de su esposa, Basilisa Premudroyo,
- La conozco- dijo la Baba Yaga.- Ahora está con su padre Koshchei
Bezimertny. Es difícil llegar allí y no es fácil arreglar las cuentas a
Koshchei. Su muerte depende de la punta de un aguja, la aguja la lleva
una liebre, la liebre está en un cofre, el cofre en la cima de un alto roble, y
Koshchei guarda el roble como la niña de sus ojos.
Baba Yaga le enseñó entonces en qué parte se hallaba el roble. EI Zarevitz
se dirigió adónde le indicó, pero no sabía cómo apoderarse del cofre. De
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Cuentos de Hadas Anónimo
El campesino Demyan
En cierta aldea, ignoro si hace poco o mucho tiempo, vivía un campesino
testarudo y violento, llamado Demyan. Era duro, bronco y colérico y
siempre buscaba la ocasión de disgustarse con cualquiera. Imponía su
voluntad a puñetazos cuando no bastaban las palabras. Invitaba a un
vecino a su casa, y le obligaba a comer, y si el vecino rehusaba un bocado
por vergüenza o cortesía, el campesino se disgustaba y le gritaba: "¡En
casa ajena obedece al dueño!"
Y un día sucedió que un mocetón entró como convidado a casa de
Demyan, y el campesino le puso una mesa llena de exquisitos manjares y
de los mejores vinos. El joven comía a dos carrillos y despachaba plato tras
plato. El campesino estaba admirado y cuando vio la mesa limpia y las
botellas vacías, se quitó la levita y le dijo:
- ¡Quítate la blusa y ponte mi levita! -porque pensaba: "Rehusará y
entonces sabrá para qué tengo los puños".
Pero el joven se puso la levita, se la ciñó bien y haciendo una reverencia,
dijo:
- ¡Y bien, padrecito! Gracias por el regalo. No me niego a aceptarlo, porque
en casa ajena hay que obedecer al dueño.
El campesino estaba furioso. Deseaba provocar una pendencia a toda
costa y con tal objeto condujo al mozo al establo y le dijo:
- Nada es poco para ti. ¡Ea, monta en mi caballo y llévaselo como si fuera
tuyo! -porque pensaba: "Rehusará y habrá llegado el momento de darle
una lección".
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Cuentos de Hadas Anónimo
La alforja encantada
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Cuentos de Hadas Anónimo
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Cuentos de Hadas Anónimo
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Cuentos de Hadas Anónimo
El valiente jornalero
Un joven entró al servicio de un molinero. El molinero lo mandó echar
grano en la tolva, pero el operario, que no entendía de molinos, echó el
trigo sobre la muela y cuando ésta empezó a girar, todo el grano quedó
esparcido por tierra. Cuando el amo llegó al molino y vio aquello, despidió
al jornalero. El pobre joven se volvió a casa, pensando por el camino: "Poco
tiempo he trabajado para el molinero". Tan preocupado estaba, que tomó
un camino por otro y se perdió entre unas malezas, hasta que un río le
privó el paso. Y junto al río había un molino abandonado, donde resolvió
pasar la noche.
Ya eran cerca de las doce y aun no había podido conciliar el sueño. Le
asustaban todos los ruidos que llegaban a su oído, pero mucho más hubo
de asustarle un ruido de pasos que se acercaban al abandonado molino. El
pobre trabajador se levantó más muerto que vivo y se escondió en la tolva.
Tres hombres entraron al molino y, a juzgar por su aspecto, no eran gente
honrada sino ladrones. Encendieron fuego y procedieron a repartirse el
botín. Y uno de los ladrones dijo a los otros:
- Esconderé mi parte bajo el molino.
Y el segundo dijo:
- Esconderé la mía bajo la muela.
Y el tercero dijo:
- Yo esconderé mi parte en la tolva.
La sortija encantada
Había una vez un viejo matrimonio que tenía un hijo llamado Martín. El
marido enfermó y murió y, aunque se había pasado toda la vida
trabajando no dejó más herencia que doscientos rublos. La viuda no
quería gastar este dinero. ¿Mas, qué remedio le quedaba? Como no tenían
qué comer hubo de recurrir a la vasija en que guardaba el patrimonio.
Contó cien rublos y mandó a su hijo a comprar pan para todo el año.
Martín, el hijo de la viuda, fue a la ciudad. Al llegar al mercado le
sorprendió un tumulto del que salían gritos que asordaban y, al inquirir la
causa, se enteró de que los carniceros habían atado un perro a un poste y
le pegaban sin misericordia. Martín se compadeció del perro y dijo a los
carniceros:
- Hermanos míos, ¿por qué pegáis al perro tan desalmadamente?
- ¿Por qué no hemos de pegarle, si ha echado a perder todo un cuarto de
ternera?
- ¡Pero no le peguéis más, hermanos! Mas os valdría vendérmelo.
- Cómpralo, si quieres -le replicaron los carniceros burlándose de él.- Pero
no te daremos por menos de cien rublos semejante alhaja.
- Y bien, cien rublos no son más que cien rublos, después de todo.
Y Martín dio los cien rublos por el perro, que se llamaba Jurka, y se volvió
a casa.
- ¿Qué has comprado? -le preguntó su madre.
- ¡Mira, he comprado a Jurka! -contestó el hijo. Su madre le armó un
escándalo y lo reprendió, gritando:
- ¿No te da vergüenza? ¡Pronto no tendremos nada que llevarnos a la boca
y tú has ido a tirar el dinero en un condenado perro!
Al día siguiente la mujer mandó a su hijo a la ciudad y le dijo:
- Piensa que te llevas los últimos cien rublos. Compra pan. Hoy recogeré la
poca harina que queda en los rincones y aun haré alguna torta, pero
mañana no tendremos nada que comer.
Martín fue a la ciudad y se paseaba por las calles curioseando cuando vio
un chico que arrastraba a un gato atado por el cuello.
- ¡Espera! -le gritó Martín.- ¿Por qué arrastras a Miz?
- ¡Voy a ahogarlo!
- ¿Pues qué ha hecho?
- Es un granuja. Ha robado un ganso.
- No lo ahogues. Más te valdrá vendérmelo.
- ¡No te lo vendería por menos de cien rublos!
- Y bien, cien rublos no son más que cien rublos, después de todo. Aquí los
tienes.
Y se llevó a Miz.
- ¿Qué has comprado, hijo mío?, -le preguntó su madre cuando llegó a
casa.
- ¡El gato Miz!
- ¿Y qué más?
- Tal vez quede algún dinero y podremos comprar otra cosa.
- ¡Oh, santo cielo! ¡Qué necio eres! -chilló la madre.- ¡Sal ahora mismo de
casa y gánate la vida!
Martín no se atrevió a replicar a su madre. Cogió a Jurka y a Miz y se
marchó a la próxima aldea en busca de trabajo. Allí encontró a un rico
granjero que le preguntó:
- ¿Dónde vas?
- Voy a ajustarme como jornalero.
- Ven conmigo. Yo tomo jornaleros sin contrato, pero si me sirves bien
durante un año, no te arrepentirás.
Martín se avino y durante un año trabajó para el granjero sin descanso.
Llegado el día del pago, el granjero condujo a Martín al pajar, le mostró
dos sacos llenos y le dijo:
- Coge el que quieras.
Martín examinó los sacos. El uno estaba lleno de monedas y el otro de
arena, y él pensó para sí: "Esto no está hecho sin razón alguna; sin duda
es un engaño. Cogeré el de arena y no dudo que saldrá algo bueno".
Martín se cargó el saco de arena y fue en busca de trabajo a otro pueblo.
Anda que andarás, anda que andarás, llegó a un bosque enmarañado y en
el interior del bosque había un claro y en el claro un círculo de fuego y en
el centro del círculo una doncella tan hermosa que daba gloria mirarla. Y
la hermosa doncella le dijo:
- Martín, hijo de la viuda, si quieres ser feliz, sírveme; apaga el fuego con la
arena que has ganado con tu trabajo.
- Y bien, ¿por qué no? -pensó Martín.- ¿Qué he de hacer con este saco que
pesa tanto? Es preferible socorrer con él a una persona.
muchacha de su clase sino nada menos que la hija del rey? Consultó a su
madre y le rogó que hiciese de casamentero, diciéndole:
- Ve tu misma a ver al Rey y pídele para mí la mano de su hija, la sin par
Princesa.
- Pero, hijo mío, ¿no sería mejor que tú mismo cuidaras de eso? ¿Cómo
quieres que vaya yo a ver al rey a pedirle su hija para ti? Eso equivaldría a
pedir que nos cortasen la cabeza a los dos.
- ¡No tengas miedo, madre mía! Cuando yo te mando, puedes ir tranquila.
Y procura no volver sin una contestación.
La buena anciana se dirigió, sin más, al palacio real, y sin hacerse
anunciar empezó a subir la regia escalera. Los guardias le impidieron el
paso con las armas pero ella las apartó sin inmutarse y continuó
subiendo. Luego acudieron lacayos que la cogieron suavemente del brazo
con intención de echarla, pero la mujer movió tal zipizape y lanzó tales
chillidos, que el mismo Rey oyó el ruido y salió a la ventana a ver qué
pasaba. Y, en efecto, vio que sus lacayos trataban de hacer retroceder a
una mujer que gritaba con todas sus fuerzas.
- ¡No quiero marcharme! ¡He venido a ver al Rey, porque tengo que darle
un encargo que le conviene!
El Rey ordenó que dejasen pasar a la anciana, y ésta fue admitida en el
suntuoso salón del trono, donde la esperaba el Rey rodeado de sus
ministros. La anciana invocó a los santos y se inclinó ante el Rey.
- ¿Qué tienes que decirme, anciana? -preguntó el Rey.
- Pues, Señor, he venido a ver a su Majestad... que no ofendan mis
palabras... ¡He venido a ver a su Majestad como casamentera!
- ¿Has perdido el seso, abuela? -gritó el Rey, frunciendo el ceño.
- No, padrecito, no te enojes y dame una contestación. Tú tienes la
mercancía: una hijita, una belleza; yo tengo el comprador: un joven, tan
listo, tan inteligente, tan entendido en todo negocio, que no podrías
encontrar mejor yerno. Dime, por lo tanto, sin rodeos: ¿quieres casar a tu
hija con mi hijo?
El Rey la escuchaba en silencio mientras su ceño se oscurecía como la
noche, pero pensó: "¿Por qué un rey como yo se ha de encolerizar con una
pobre vieja?" Y los ministros se asustaron viendo que se desfruncía el ceño
del rey y que éste la miraba sonriendo.
- Si tu hijo es tan listo y entendido en toda clase de negocios que me
construya en veinticuatro horas un palacio más suntuoso que el mío, y
que entre su palacio y el mío cuelgue un puente de cristal, y que a lo largo
del puente haya manzanos con frutos de oro y en las ramas de estos
árboles canten aves del paraíso. Y a la derecha del puente de cristal erija
una catedral de cinco pisos de altura, con cúpulas de oro, donde pueda ser
coronado con mi hija el día que se casen. Pero si tu hijo no puede hacer
esto, en castigo a vuestra presunción, haré que os unten de alquitrán y os
La pluma de Fenist, el
halcón radiante
Había una vez un viudo que tenía tres hijas. Las dos mayores eran muy
dadas a divertirse y a lucir, pero la menor sólo se preocupaba de los
quehaceres domésticos, aunque era incomparablemente hermosa. Un día,
el padre tenía que ir a la feria de la ciudad y les dijo:
- Queridas hijas, ¿qué queréis que os compre en la feria?
La mayor de las hijas contestó:
- ¡Cómprame un vestido nuevo!
La mediana contestó:
- ¡Cómprame un pañuelo de seda!
La menor contestó:
- ¡Cómprame un clavel rojo!
El viudo fue a la feria y compró un vestido nuevo para la hija mayor y un
pañuelo de seda para la mediana; mas, por mucho que buscó, no pudo
encontrar un clavel rojo. Ya estaba de regreso cuando se cruzó en el
camino con un viejecito a quien no conocía, y el viejecito llevaba un clavel
rojo en la mano. El viudo se alegró mucho al verlo y preguntó al viejecito:
- ¿Quieres venderme ese clavel rojo, viejecito? Y el otro le contestó:
- Mi clavel rojo no se vende, no tiene precio porque es inapreciable; pero te
lo regalaré si quieres casar a tu hija menor con mi hijo.
- ¿Y quién es tu hijo, viejecito?
- Mi hijo es el apuesto y valiente guerrero Fenist, el halcón radiante. De día
vive en el cielo sobra las nubes y de noche baja a la tierra como un
hermoso joven.
El viudo reflexionó. Si no tomaba el clavel rojo infligiría un agravio a su
hija, y, si lo tomaba, cualquiera sabía el matrimonio que saldría de
aquello. Después de mucho cavilar, aceptó el clavel rojo, porque se le
ocurrió pensar que si Fenist, el halcón radiante, que había de ser novio de
su hija no le gustaba, siempre habría manera de romper el trato. Pero,
apenas el desconocido le hubo entregado el clavel, desapareció para no
dejarse ver más. El pobre viudo se apretaba la cabeza con las manos y
estaba tan confuso, que ni se atrevía a mirar el clavel rojo, y al llegar a
casa dio a sus hijas mayores lo que le habían pedido, y a la menor el clavel
rojo, mientras le decía:
- No me gusta tu clavel rojo, hija mía, no me gusta.
- ¿Por qué lo desprecias de esa manera, querido padre? -preguntó ella.
Y el padre le explicó, hablándole al oído:
El sueño profético
Vivía en cierto tiempo un comerciante que tenía dos hijos: Dimitri e Iván.
Una vez les dio los buenos noches y los mandó a dormir diciendo:
- Hijos, mañana me diréis lo que hayáis soñado, y el que me oculte su
sueño no espere nada bueno.
Al día siguiente, el hijo mayor fue a ver a su padre y le dijo:
- He soñado, padre, que mi hermano Iván subía al cielo arrebatado por
veinte águilas.
- Está bien -contestó el padre,- y, tú, Iván, ¿qué has soñado?
- Una cosa tan insensata, padre, que es imposible explicarla.
- ¿Qué quieres decir? ¡Habla!
- No, no quiero hablar.
El padre se indignó y resolvió castigar a su hijo por desobediente. Llamó a
los criados y les ordenó que se llevasen a Iván, lo desnudasen y atasen a
un poste en la encrucijada. Dicho y hecho. Los criados cogieron a Iván y se
lo llevaron muy lejos, a un lugar donde se cruzaban siete caminos, lo
ataron de pies y manos al poste y lo abandonaron a su suerte. El pobre
muchacho lo pasó muy mal. El sol lo achicharraba, los mosquitos y las
moscas le chupaban la sangre, el hambre y la sed lo atormentaban.
Afortunadamente, acertó a pasar por uno de los siete caminos un joven
Zarevitz que, al ver al hijo del comerciante, se compadeció, y ordenó a sus
criados que lo desatasen, le dio uno de sus vestidos y lo salvó de una
muerte segura. El Zarevitz se llevó a Iván a la corte, le dio de comer y de
beber y le preguntó quién lo había atado al poste.
- Mi mismo padre, que estaba enojado conmigo.
- ¿Y por qué? Sin duda no sería leve tu falta.
- Es cierto. No quise obedecerle. Me negué a contarle lo que había soñado.
- ¿Y por una cosa tan insignificante te condenó a una muerte tan cruel?
¡El muy bandido! Seguramente ha perdido el juicio. ¿Y qué soñaste?
- Soñé algo que no puedo decirte ni aun a ti, ¡oh, Zarevitz!
- ¡Cómo! ¿Que no puedes decírmelo a mí, que soy el Zarevitz? ¿A mí, que te
salvé de una muerte cruel no puedes decirme una cosa tan sencilla, ni en
prueba de agradecimiento? ¡Habla enseguida si no quieres que te ocurra
algo que te hará arrepentir!
- No, Zarevitz. Mantengo mi palabra. Lo que no dije a mi padre no te lo diré
a ti.
Arrebatado de ira, el Zarevitz se puso a gritar llamando a sus criados y les
ordenó:
- ¡Cogedme a este villano, cargadlo de cadenas y encerradlo en la más
negra mazmorra!
Los criados no lo pensaron dos veces. Cogieron a Iván, lo encadenaron de
pies y manos y lo llevaron al calabozo.
Pasado algún tiempo, el Zarevitz determinó casarse con la tres veces sabia
Elena, la primera doncella en belleza y talento sobre la tierra, y hechos los
preparativos, emprendió el viaje al extranjero para casarse con la tres
veces sabia Elena. Y sucedió que la víspera de su marcha, su hermana la
Zarevna, se paseaba por el jardín no lejos del tragaluz que dejaba pasar un
poco de claridad a la mazmorra donde estaba encerrado Iván, el cual vio a
la Zarevna a través de los barrotes y lo gritó con voz lastimera,
- Madrecita Zarevna, tu hermano no podrá casarse sin mi ayuda.
- ¿Quién eres tú? -inquirió la Zarevna. Iván dio su nombre y añadió:
- Supongo, Zarevna, que estás enterada de los ardides y engaños que usa
la tres veces sabia Elena. Muchas veces he oído decir que manda a sus
pretendientes al otro mundo; ¡créeme cuando te digo que tampoco tu
hermano podrá casarse con ella sin mi ayuda!
- ¿Y tú puedes ayudar al Zarevitz?
- No sólo puedo sino que estoy dispuesto a hacerlo con mucho gusto, pero
el halcón que tiene las alas atadas no puede volar.
La Zarevna mandó que lo desatasen y lo pusieran en libertad, y le dio
autorización para hacer lo que quisiera mientras fuese en ayuda del
Zarevitz. Lo primero que hizo Iván fue elegir sus compañeros: todos habían
de ser jóvenes y todos tan parecidos entre sí que se les pudiera tomar por
hermanos gemelos. A todos les dio un vestido idéntico, hizo que se
arreglasen la barba y se peinasen de la misma manera; les dio a cada uno
un caballo del mismo color y que no se diferenciaban entre sí ni en un
pelo, montaron y emprendieron la marcha. Doce eran los compañeros de
Iván, el hijo del comerciante. Cabalgaron un día y otro día y otro, hasta
que llegaron a un bosque e Iván les dijo:
- ¡Alto, hermanos! Estamos cerca de un precipicio, y al borde, del abismo
hay un árbol hueco sin ramas. He de ir a buscar mi fortuna al hueco de
ese tronco.
- ¿Qué misterio es éste? -pensó.- ¿Es posible que el espíritu maligno quiera
tomarme el pelo?
Viendo que nada podía remediar lamentándose, volvió a sentarse al trabajo
y acabó el otro zapato, que mandó por la criada a la tres veces sabia Elena.
Pero Iván corrió tras la criada, se introdujo invisiblemente en el palacio, se
puso detrás de la sapientísima Elena y vio que ésta se sentaba a la mesa y
empezaba a recamar el zapatito con realces de oro, incrustándole perlas y
piedras preciosas. Iván, el hijo del comerciante, sacó el otro zapato y se
puso a hacer lo mismo, poniendo una perla cuando ella ponía una perla y
cogiendo una gema igual a la que ella cogía. La tres veces sabia Elena
acabó la labor y contempló su obra con honda admiración, sonriendo al
pensar: "¡Ya veremos qué me presentará mañana el Zarevitz!"
Iván, el hijo del comerciante, despertó al Zarevitz muy temprano y sacando
de su seno el zapato, le dijo mientras se lo entregaba:
- Cuando te presentes a tu dama, ofrécele este zapatito y tendrás realizada
tu primera prueba.
El Zarevitz se bañó, se atavió y fue a ver a su dama. Encontró sus
habitaciones llenas de boyardos y magnates, y todos sus consejeros que
estaban ya reunidos sin que faltase ni uno. Sonó la música, se abrieron las
puertas de las habitaciones interiores y apareció la tres veces sabia Elena,
avanzando como un cisne blanco, repartiendo saludos a todos lados y
dedicando la más profunda inclinación al Zarevitz. Luego sacó de su bolso
el zapatito recamado de perlas y piedras preciosas y miró al Zarevitz con
una sonrisa burlona, y todos los boyardos, los magnates y los consejeros
del palacio fijaron su vista en el mismo Zarevitz. Y éste dijo a la tres veces
sabia Elena:
- Tu zapatito es muy bonito, pero de nada te sirve si no tienes su parigual.
Pues bien, aquí tienes, el otro que es exacto.
Y sacando del bolsillo el zapato lo puso al lado del otro. Todo el palacio
prorrumpió en una exclamación admirativa, y los boyardos, magnates y
consejeros gritaron a una voz:
- ¡Tú eres digno, Zarevitz, de casarte con la tres veces sabia Elena!
- No tan pronto, por favor -dijo la Zarevna;- veamos si sale bien de la
segunda prueba. Te esperaré mañana aquí mismo, Zarevitz, y hazte cargo
de lo que voy a mandarte: Yo tendré algo inexplicable envuelto en plumas y
piedras; trae también algo semejante desconocido, envuelto en plumas y
piedras.
El Zarevitz salió del palacio más triste que la vez primera, pensando: "Poco
tiempo le queda a mi cabeza de estar sobre mis hombros". Y de nuevo lo
encontró Iván, el hijo del comerciante, y lo consoló con una sonrisa
amistosa y diciendo:
- ¡Vamos, Zarevitz! ¿Por qué estar triste? Reza y échate a dormir, que la
almohada es buena consejera.
cintura, apoyó en una piedra sus manos, que parecían patas de ganso,
puso sus verdes ojos en los de la tres veces sabia Elena y gritó:
- ¡Hola, nieta de mis suspiros! ¡Cuánto tiempo sin verte! Anda, haz el favor
de peinarme.
Y descansando su revuelta cabeza en las rodillas de su nieta, cerró los ojos
en un dulce sueño. La tres veces sabia Elena empezó a jugar con sus
cabellos alisándolos, para enroscárselos luego como caracoles con sus
finos dedos, mientras murmuraba palabras al oído del viejo, deseándole
sueños agradables, y cuando vio que su abuelo, estaba dormido, le
arrancó tres hebras de plata de la cabeza. Pero Iván alargó la mano sin ser
visto y le arrancó un mechón.
El abuelo se despertó, y mirando a su nieta, dijo en tono soñoliento:
- ¿Te has vuelto loca? ¡Me has hecho un daño horrible!.
- ¡Perdón, abuelito -replicó la tres veces sabia Elena.- Pero hacía tanto
tiempo que no te peinaba, que estás muy desgreñado!
Pero el abuelo no oyó las últimas palabras, porque ya roncaba, y entonces
la Zarevna le arrancó tres pelos de la barba. Iván, el hijo del comerciante,
no quiso ser menos y tirando con fuerza le arrancó un manojo. El viejo del
mar se despertó, bramó como un buey y se sumergió en el agua no
dejando en la superficie más que espumas.
Al día siguiente, la Zarevna entró en el palacio pensando: "¡Ahora sí que el
Zarevitz no se escapa de mis manos!" Y enseñó al Zarevitz los tres cabellos
de plata y los tres pelos de oro.
- ¿Y qué? ¿Ha logrado el Zarevitz proporcionarme algo tan maravilloso
como ésto?
- ¡La Zarevna me parece que exagera el mérito! Manojos de esas fruslerías
te dará si quieres.
Y todo el palacio prorrumpió en gritos de admiración cuando el Zarevitz
mostró los cabellos del abuelo. La tres veces sabia Elena se indignó, corrió
a su aposento y consultando sus libros de magia descubrió que no era el
Zarevitz el adivino y sabio, sino su criado favorito Iván, el hijo del
comerciante. Volvió, pues, a la sala de recepción y dijo en tono de suave y
falsa persuasión:
- No has adivinado mis acertijos ni has cumplido mis encargos por ti solo,
Zarevitz, sino con la ayuda de tu criado favorito Iván. Me gustaría conocer
a ese joven bondadoso. Tráemelo enseguida.
- No tengo un criado sino doce, Zarevna.
- ¡Pues traedme al llamado Iván!
- Todos se llaman Iván.
- Pues que vengan todos -ordenó ella, porque pensaba: "Ya descubriré yo
al culpable".
El Zarevitz mandó a llamar a sus criados y los doce jóvenes comparecieron
en la corte. Todos tenían el mismo aspecto y la mismo estatura; sus voces
eran iguales y entre ellos no había ni un pelo de diferencia.
La doncella sabia
Érase un pobre huérfano que se quedó sin padres a los pocos años y
carecía de bienes de fortuna y de talento. Su tío se lo llevó a casa, lo
sostuvo y cuando lo vio un poco crecido lo puso a guardar un rebaño de
ovejas. Y un día, queriendo probar su talento, le dijo:
- Lleva el rebaño a la feria y mira de sacar todo el provecho posible, de
modo que con las ganancias tú y el rebaño podáis vivir; pero has de volver
a casa con el rebaño completo, sin que falte una cabeza, y con el dinero
que hayas sacado de cada oveja.
- ¿Cómo me las arreglaré para eso? -pensaba el huérfano, sentado al lado
del camino mientras el rebaño pacía por el campo.
Una hermosa doncella acertó a pasar por allí y viendo al muchacho tan
pensativo, le preguntó:
- ¿En qué piensas, buen mozo?
- ¿No he de pensar? Mi tío me ha armado un lazo para perderme. Me ha
encargado una cosa que, por más que me devano los sesos, no sé cómo
voy a cumplirla.
- ¿Qué te ha encargado?
- Verás. Me ha dicho: "Lleva el rebaño a la feria y saca de él todo el
provecho posible, de modo que tú y el rebaño podáis vivir; pero vuelve a
casa con el rebaño completo, sin que falte una cabeza, y con el dinero que
hayas sacado de cada oveja".
- Eso no es muy difícil -dijo la doncella.- Esquila las ovejas y vende la lana
y sacarás provecho de cada una; el rebaño quedará completo y tú podrás
vivir con el dinero.
El zagal dio las gracias a la doncella y siguió su consejo. Esquiló las
ovejas, vendió la lana en el mercado, volvió con el rebaño a casa y entregó
el dinero a su tío.
si te preguntan por lo más dulce del mundo, contesta: "¿Puede haber para
un hombre algo más dulce que la mujer de su corazón?"
Pero el huérfano se alejó de la ciudad y se sentó junto a un camino a
reflexionar sobre su desgracia, pues en vano se calentaba los cascos
buscando descifrar lo que para él eran verdaderos enigmas. Y he aquí que
acertó a pasar por el camino la misma doncella.
- ¿Por qué vuelves a estrujarte los sesos, buen mozo?
- Porque el juez me ha propuesto cuatro acertijos que no lograré descifrar
aunque viva mil años.
La doncella se rió y le dijo:
- Preséntate al juez y dile que lo más fuerte y ligero del mundo es el viento,
que lo más pingüe es la tierra porque alimenta todo lo que vive y crece
sobre ella; que lo más blando es la palma de la mano, pues por blando que
duerma el hombre siempre pone la mano bajo la cabeza, y que no hay
nada ten dulce en el mundo como un dulce sueño.
El pobre huérfano se inclinó ante la doncella hasta la cintura y le dijo:
- ¡Gracias, oh, la más inteligente de las doncellas, por haberme salvado de
una verdadera ruina!
Al tercer día, el molinero y el huérfano se presentaron ante el tribunal a
contestar los acertijos. Y dio la casualidad de que el Zar en persona
ocupaba la presidencia del estrado y quedó tan admirado de las
contestaciones del huérfano, que ordenó que la causa se fallara a su favor
y que se expulsara al molinero con vilipendio. Luego el Zar preguntó al
huérfano:
- ¿Son hijas de tu ingenio esas contestaciones o te las ha dictado alguien?
- En honor a la verdad he de decir que no son mías; una hermosa doncella
me las ha dictado.
- Pues te ha instruido bien; muy sabia debe de ser. Anda y dile de mi parte
que si es tan inteligente y sensata, comparezca ante mí mañana: ni a pie
ni a caballo, ni desnuda ni vestida y con un presente en sus manos que no
sea un regalo. Si cumple mi deseo, el galardón que obtendrá será digno de
un Zar y la elevaré sobre lo más alto.
El huérfano volvió a salir de la ciudad tan apurado como antes, porque se
decía: "¡Pero si no tengo la menor idea del lugar donde puedo encontrar a
la hermosa doncella! ¡Y vaya un encarguito que tengo para ella!" Apenas
acababa de pensar esto, cuando pasó por allí la inteligente y hermosa
doncella. El huérfano le contó cómo sus adivinanzas habían complacido al
Zar y cómo éste deseaba verle y tener una prueba de su inteligencia, y
cómo había prometido galardonarla. La doncella pensó un poco, y luego
dijo al huérfano:
- Búscame un chivo de larga barba y una red grande y cógeme un par de
gorriones. Mañana nos encontraremos aquí mismo, y si el Zar me da un
premio nos lo partiremos.
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