Las Dos Fórmulas
Las Dos Fórmulas
Las Dos Fórmulas
César Aira
«Yo vengo de ahí», decía Lamborghini refiriéndose a la pintura. Pero ese punto de partida
había quedado muy lejos, en la infancia, y no se manifestó en lo que fue una vida de escritor
sin otros intereses aparentes en el mundo artístico más que la palabra. No visitaba museos ni
exposiciones, y descartaba diferencias entre escuelas pictóricas: todos los cuadros eran lo
mismo, «superficies metafísicas». La misma indiferencia desdeñosa le dedicaba a otras
expresiones del arte. Tenía horror de los conciertos («si hay algo que odio, eso es la música»),
si en una casa que visitaba sonaba un disco, pedía que lo sacaran porque no quería deprimirse.
Parecía encontrar peligroso para su paz mental, o peligrosamente aburrido, todo lo que
contuviera la posibilidad de volverse abstracto, de sustraerse al discurso. La superioridad
absoluta que le adjudicaba a la literatura residía en la articulación lúcida del pensamiento, y en
un segundo momento a la generación de un campo de transformaciones de la lengua que
terminaban imponiéndose a la idea. El mediador de estos dos componentes contradictorios
era la conversación, que, aun siendo un gran lector, prefería a la lectura: o bien hacía de la
lectura un prolegómeno de las epifanías del diálogo (siempre que fuera «con un liberal
inteligente»). Desconfiaba de los pintores, a los que calificaba de «limitados». Y aun así, de vez
en cuando nos recordaba que él «venía de ahí». En su mito personal de origen, servía para
explicar por qué no sabía idiomas. A todos los chicos de clase media de su época se los
mandaba a estudiar inglés, pero él había hecho que los padres lo mandaran a estudiar pintura.
De modo que a la pintura le debía haberse salvado del relativismo lingüístico, de ese nefasto
(para él) predominio del sentido sobre el sonido, que le habría impedido ser un poeta. La
pequeña frase era la fórmula de un secreto; sugería que había habido un largo camino, cuyo
punto de partida había dejado una huella indeleble que había que recordar. También proponía
un enigma a descifrar: cómo era posible que de ese magma pegajoso y chorreante se hubiera
llegado a la acuñación precisa y elegante de la palabra, a la bella sintaxis de la inteligencia. ¿No
habría en estos opuestos una explicación del contraste entre la enunciación exquisita de su
discurso y la materia procaz que se empeñaba en contener? Sea como fuera, la pintura en sí
quedó en el secreto de sus repliegues espaciotemporales, en la infancia y en el encierro de
Barcelona. Quizás la clave estaba en un incómodo plus de sentido que iba más allá de los
significados del discurso, como cuando un grafólogo lee más de lo que se ha dado a leer en la
página escrita. (Y hay que recordar que Lamborghini escribió a mano, con lapicera o bolígrafo,
toda su obra, de la primera a la última página.) En Sebregondi retrocede (1973) hay un pasaje
que podría querer decir algo más que la obviedad psicoanalítica que propone: «Cualquier
dibujo de chico, si se lo mira bien… revela la influencia del padre, o la calidad de padre del
adulto que ha fluido hacia el dibujo a través de la mano del chico.» Y más adelante: «El dibujo
horroriza en el sector donde el padre ha fluido.» El trazo como revelación crea
retrospectivamente el secreto. El trazo podía convertirse en mancha, según la curiosa receta
que daba Lamborghini para corregir un texto que había salido mal; era una transmutación de
valores que se aprovechaba de la disposición espacial en la página de lo escrito, y requería una
mirada de pintor más que de escritor: había que buscar con cuidado, hasta encontrarla, a la
palabra que estaba envenenando todo, y tacharla –pero tacharla bien, pasando cien veces la
lapicera si era necesario, hasta que la tachadura quedaba de un negro sólido impenetrable,
asegurando que nadie nunca pudiera leerla. Con esa simple cirugía de extirpación lo escrito se
volvía excelente. Claro que había que localizar esa palabra en la página, que por esta operación
revelaba su calidad de «superficie metafísica». Un lector sutil de la obra de Lamborghini dijo
que lo suyo más que una escritura era una puntuación. En efecto, podría dar la impresión de
que cubría la página de signos de puntuación, como lo haría uno de esos tipógrafos que
postulaba («No leía nunca, pero sus subrayados eran perfectos»), o un chino ciego con el
pincel. Y solo después, si tenía tiempo y ganas, llenaba la grilla con palabras. Estas podían ser
unas u otras, eran tratadas con principesca displicencia. Se lo puede ver en un examen de sus
manuscritos, en los que los remplazos obedecen a motivos de llenado más que de significado.
Un «occidente» puede pasar a ser «accidente», y la frase se las arregla para volver a significar.
La imagen mental que se hiciera el lector era perfectamente intercambiable, y debería costar
lo mismo una catástrofe ferroviaria que los colores de un ocaso. El dominio impiadoso las dos
fórmulas (siempre que fuera «con un liberal inteligente»). Desconfiaba de los pintores, a los
que calificaba de «limitados». Y aun así, de vez en cuando nos recordaba que él «venía de ahí».
En su mito personal de origen, servía para explicar por qué no sabía idiomas. A todos los chicos
de clase media de su época se los mandaba a estudiar inglés, pero él había hecho que los
padres lo mandaran a estudiar pintura. De modo que a la pintura le debía haberse salvado del
relativismo lingüístico, de ese nefasto (para él) predominio del sentido sobre el sonido, que le
habría impedido ser un poeta. La pequeña frase era la fórmula de un secreto; sugería que
había habido un largo camino, cuyo punto de partida había dejado una huella indeleble que
había que recordar. También proponía un enigma a descifrar: cómo era posible que de ese
magma pegajoso y chorreante se hubiera llegado a la acuñación precisa y elegante de la
palabra, a la bella sintaxis de la inteligencia. ¿No habría en estos opuestos una explicación del
contraste entre la enunciación exquisita de su discurso y la materia procaz que se empeñaba
en contener? Sea como fuera, la pintura en sí quedó en el secreto de sus repliegues
espaciotemporales, en la infancia y en el encierro de Barcelona. Quizás la clave estaba en un
incómodo plus de sentido que iba más allá de los significados del discurso, como cuando un
grafólogo lee más de lo que se ha dado a leer en la página escrita. (Y hay que recordar que
Lamborghini escribió a mano, con lapicera o bolígrafo, toda su obra, de la primera a la última
página.) En Sebregondi retrocede (1973) hay un pasaje que podría querer decir algo más que la
obviedad psicoanalítica que propone: «Cualquier dibujo de chico, si se lo mira bien… revela la
influencia del padre, o la calidad de padre del adulto que ha fluido césar aira 26 27 suele ser
pudor, y aquí resbalaba sobre un intrincado proceso que se había iniciado en la escritura, o
había sido el iniciador de la escritura. Los contratiempos que sufren o se inventan los escritores
con sus editores, potenciales o reales, son parte del folclore más trillado de la literatura. En
Lamborghini estos trastornos se tematizaron, en poemas y relatos, así como en algunas de sus
frases gnómicas, que postulaban una inversión del método establecido y aceptado del oficio
(«primero publicar, después escribir»). En efecto, siempre se dio por sentado, al menos desde
la invención de la imprenta, que uno escribe para que lo publique otro, como una fatalidad
inevitable. Que lo haya sido realmente no impide, o no le impidió a Lamborghini, pensar una
acción alternativa. Pues bajo esta luz el trabajo del editor se presentaba como una destrucción:
al hacer el libro, al darle entidad pública, material, histórica, relegaba a la nada el manuscrito, y
con él el trazo, y la tachadura, y todo el juego de grafología trascendental en el que el escritor
había puesto a prueba los deleites y horrores de los fluidos paternos, que eran en definitiva la
materia de lo que escribía. Y algo más todavía: anulaba el tiempo del proceso, lo comprimía
hasta congelarlo en imagen mental, donde el accidente era accidente y el occidente era
occidente, sin la posibilidad de intercambio y transformación. Ese fue, creo, el camino por el
que el poeta llegó a la pintura. Hubo una busca de autonomía, que comportaba renuncias a la
vez que prometía sugestivas libertades. A la engañosa multiplicidad que concedía el editor
podía llegar a remplazarla el manuscrito con toda su carga de presente y su rara belleza. Una
vez ahí, la alucinación empezaba a iluminar la página, el contenido volvía a la superficie como
forma, y la escritura se las dos fórmulas de la lengua, que en su despliegue podía hacer caso
omiso del sentido, evitaba que «fluyera el padre», y cerraba la puerta a cualquier otra
psicologización. Era menos una escritura que una caligrafía, una «puesta en página» de índole
pictórica. La fabricación de libros artesanales, en blanco y ellos también a llenar, iba un poco
más allá, a una «puesta en libro» en busca de la tridimensionalidad que le faltaba a la página.
La segunda fórmula vino en una carta, cuando ya estaba instalado en Barcelona: «Me puse un
tallercito.» El diminutivo hace un enlace con los útiles de pintar que le habían comprado los
padres en la infancia. En una comunicación telefónica desde el departamento de la calle Berna
del que no salía (el azar quiso que quedara grabada), le pedía a su mujer que le comprara
pinturas, no pinturas en realidad sino colas de pegar, de colores, «de las que usan los chicos en
la escuela» decía para hacerse entender, y no sin cierta impaciencia. Se trataba de inventar, o
recuperar, los procedimientos escolares, entre los que estaban calcar, recortar, pegar (por más
de un motivo, el paralelo con Henry Darger salta a la vista). Este giro inesperado no lo era
tanto, no solo porque saldaba una deuda con el origen del que venía el escritor. Había en
primer lugar un motivo simple y práctico: desde que abandonara en la adolescencia la casa
paterna había vivido una existencia errante, muchas veces precaria y no pocas al borde del
desamparo. Y para practicar la pintura es condición necesaria, y hasta cierto punto suficiente,
disponer de un lugar propio y estable. La frase con que lo anunció tiene un tinte paródico,
Lamborghini al cien por ciento: el obrero despedido de la fábrica, o el jubilado que se aburre,
«se pone un tallercito» para no morirse de hambre o para ocupar el tiempo. Pero la parodia
césar aira 29 28 hacía pintura. La pintura tenía algo de autoedición, ya que el artista
continuaba en persona el proceso hasta el final, preservando la realidad de su obra en cada
uno de los movimientos que la constituían. La autoedición debía pagarse, y el precio era el
secreto, pero el secreto siempre había estado ahí, haciendo de marco a toda la operación. Y
una vez que Lamborghini pudo sacarse de encima la figura imaginaria, pero terriblemente
aplanadora, del editor, pudo montar el «tallercito» como una máquina del tiempo con la que
se detenía, para expandirlo indefinidamente, el momento de la creación.