Guerra. Modernidad e Independencias. Ensayos Sobre Las Revoluciones Hispanoamericanas
Guerra. Modernidad e Independencias. Ensayos Sobre Las Revoluciones Hispanoamericanas
Guerra. Modernidad e Independencias. Ensayos Sobre Las Revoluciones Hispanoamericanas
La Independencia hay que analizarla como una crisis política que afecta a una unidad política hasta
entonces de una extraordinaria coherencia.
Es necesario partir de lo que las diferentes regiones tienen en común, la pertenencia a un único
conjunto cultural y político. Considerar el conjunto significa también estudiar la España peninsular,
no como una causa exterior, sino como un elemento necesario de estos procesos.
La victoria del absolutismo y sus consecuencias es el fenómeno clave del siglo XVIII francés e
ibérico. El Estado moderno en formación con las instituciones representativas de la sociedad: las
Cortes en los reinos ibéricos, los Estados Generales en Francia, el Parlamento en Inglaterra. Esta
pugna, había cristalizado en diversas tradiciones políticas. En unas, el poder del rey y del Estado
moderno aparece limitado por el de las antiguas instituciones representativas, como en Inglaterra
y en la Corona de Aragón. En Francia, Castilla y Portugal, el poder real había conseguido frenar
este desarrollo institucional.
La presión del Estado sobre la sociedad se acreciente en los siglos XVI y XVII. Como consecuencia,
mediados del siglo XVII se producen graves crisis políticas en todas las grandes monarquías. En
Inglaterra, la primera revolución inglesa, en la Monarquía hispánica, las rebeliones de Cataluña y
Portugal y la resistencia de las Cortes castellanas, en Francia, la Fronda. Al concluir estas crisis, las
relaciones entre el poder real y las instituciones son de tres tipos: victoria del poder del rey en
Francia, victoria definitiva del parlamento en Inglaterra, empate provisional en la Monarquía
hispánica de los Austrias.
Con la instalación de los Borbones en el trono de España, estos tres tipos se reducen a dos. Las
Cortes de los reinos de la Corona de Aragón (en donde el rey era el más limitado) son suprimidas.
Las nuevas Cortes unitarias de la Monarquía hispánica no tienen ni representatividad ni funciones
que les permitan ser un freno al crecimiento del poder real. La Monarquía hispánica tiende a
semejarse cada vez más al modelo político francés. Las dos áreas políticas están determinadas: la
primera, la inglesa; la segunda, constituida por Francia, España y Portugal.
Estas mutaciones son comunes a toda el área europea, pero sus consecuencias divergen en
función de su relación con el régimen político. En Inglaterra, las elites culturales afectadas por
estas mutaciones participan en el ejercicio del poder gracias a las instituciones representativas. El
proceso va a provocar en ella una modernización progresiva de estas instituciones. Las nuevas
ideas y el nuevo imaginario están siempre compensados por el ejercicio real del poder. De ahí que
en el mundo anglosajón la evolución hacia las instituciones democráticas modernas sea más lento
que en el mundo latino, pero se haga progresivamente con un carácter que evita la ruptura con un
pasado del que se conservan muchos elementos.
En comparación con este ideal, la sociedad realmente existente aparece como un conjunto de
absurdos: cuerpos y estamentos en vez de individuos; jerarquía, en vez de igualdad; poderes
fundados en la tradición o en la Providencia y no en la voluntad de los ciudadanos. Sólo una
ruptura parece apta para construir este nuevo mundo.
Aunque este esquema se globalmente cierto, hay que matizarlo un poco. Es demasiado simple
oponer radicalmente la Ilustración al absolutismo. Existe en muchos campos un parentesco entre
el imaginario del absolutismo y el de las élites modernas. Ambos comparten una misma hostilidad
hacia los cuerpos y sus privilegios, un concepto unitario de la soberanía, el ideal de una relación
binaria y sin intermediarios entre el poder y los individuos. Estos elementos explican la alianza que
existió entre las elites modernas y el despotismo ilustrado durante una buena parte del siglo XVIII.
Lo que los unía era superior a lo que los separaba. Ambos tenían que afrontar dos enemigos
comunes: el tradicionalismo y la inercia de la sociedad, con su imaginario tradicional de tipo
pactista y su rechazo violento de las nuevas modas e ideas. Minoritarias aún y poco seguras de su
fuerza, las élites modernas prefirieron escudarse en la autoridad del rey.
Hay por eso una continuidad evidente entre el reformismo de la Monarquía y el del liberalismo
posrevolucionario. Ambos quisieron ilustrar una sociedad llena de ignorancias y de tradiciones
opuestas a la razón, someter la Iglesia al Estado, desamortizar la propiedad, acabar con los
privilegios de la nobleza y de los diferentes cuerpos, instaurar ña libertad de comercio y la libre
iniciativa económica, disminuir la autonomía de los municipios, sustituir la educación por la
enseñanza de las ciencias +útiles, desarrollar la educación primaria.
En 1776 la corona impone a las municipalidades más importantes la elección, por todos los
vecinos, de diputados y síndicos personeros del común.
Una buena parte de las élites modernas de finales del siglo XVIII era a la vez ilustrada y
profundamente adicta a un absolutismo que constituía para ellas el instrumento fundamental de
las reformas. Así se explica que los altos funcionarios reales fuesen a menudo en el mundo
hispánico los principales agentes de las nuevas ideas. Este hecho es aún más patente en
Hispanoamérica, la distancia que las separa de los principales centros de la Modernidad europea y
el carácter más tradicional de su sociedad hacen aquí más perceptible el desfase entre las
referencias de la élite administrativa y las de la mayoría de la sociedad.
Pero a medida que las luces se iban difundiendo, la alianza empezó a quebrarse. El Estado
absolutista no podía llegar hasta las últimos límites de la reforma que el nuevo imaginario exigía,
ya que era una buena parte de su legitimidad pertenecía al registro tradicional. El monarca seguía
siendo el “señor natural” del reino, colocado en la cúspide. La imagen organicista de la sociedad
como un cuerpo, con su cabeza y sus diversos miembros, es omnipresente aún a finales del siglo
XVIII. La resistencia de los cuerpos privilegiados no era la de un enemigo exterior encontraba un
apoyo dentro del imaginario monárquico mismo.
En una época, la Monarquía, para las elites modernas, dejó de ser ilustrada, de constituir el motor
para la construcción de la nueva sociedad. El poder del rey y de sus ministros empezó a verse
como poder arbitrario. Aunque el rey mismo no fue al principio discutido, si lo fue el despotismo
ministerial. El ejemplo de Inglaterra añade a este descontento un modelo próximo y
aparentemente imitable. Las élites y los grupos privilegiados coinciden en su deseo de poner coto
a los poderes del rey y del Estado moderno. También, en esta época, en el medio de alcanzar este
fin: la convocatoria de la representación tradicional del reino, de los Estados Generales en Francia;
de las Cortes, más tarde, en España. Se desarrolla así el constitucionalismo histórico.
La aspiración al gobierno libre toma la forma de una nostalgia de las antiguas instituciones
representativas. Esta nostalgia es para algunos una máscara destinada a legitimar la conquista de
una nueva libertad, para otros tiene un carácter utópico, armonía entre el rey y el reino.
La convergencia entre ambos está fundada en buena parte sobre la ambigüedad de un lenguaje
político común que remite a imaginarios diferentes. Al hablar de libertad, los unos la entienden
como la de los individuos iguales bajo una misma ley, los otros se refieren a las libertades-
privilegios de los antiguos cuerpos. Por nación, los primeros entienden el pueblo, un ente
homogéneo y los segundos, el reino, una realidad heterogénea producto de la historia. Al hablar
de Constitución, los unos piensan en un texto nuevo, que sería como el pacto fundador y los otros,
en las leyes fundamentales del reino.
La alianza entre modernos y constitucionalistas históricos estaba llamada a durar muy poco. La
reivindicación de las viejas instituciones representativas no podía ser una restauración. Los
Estados Generales no se habían reunido en Francia desde 1614 y las Cortes españolas del siglo
XVIII eran organismos muy poco representativos.
De ahí que la libertad a la franceda se una libertad nueva que hay que construir según un modelo
ideal, mientras que la libertad a la inglesa se una práctica antigua que hay que conservar y
perfeccionar.
En Francia casi inmediatamente el modelo ideal del hombre y de la sociedad irrumpe en la escena
pública. El hombre se concibe ante todo como individuo, como ciudadano, la nación como un
pacto voluntario entre estos hombres en el que no caben ni los cuerpos, ni los estatutos
particulares. La única fuente posible de legitimidad es la que surge de esta nación y la soberanía
nacional reemplaza a la soberanía del monarca. La nación soberana es libre de darse una nueva
ley, la Constitución, que no resulta de las leyes fundamentales, sino de un nuevo pacto social.
La Revolución Francesa consiste en una revolución cultural que hace posible la creación de la
política y la aparición de estos actores. La política moderna nace de la necesidad de obtener la
opinión o la voluntad del nuevo soberano: la nación. La competición por el poder entre grupos sale
a la calle y crea el espacio político, la escena en la que van a competir los nuevos actores.
La revolución es una mutación cultural: en las ideas, en el imaginario, en los valores, en los
comportamientos, en las prácticas políticas, pero también en los lenguajes que los expresan, e
incluso en la estética y en la moda.
La revolución es pedagógica porque la sociedad no es todavía el pueblo ideal. En vez del pueblo
moderno, lo que existe es una sociedad que está formada por un conjunto heterogéneo de grupos
de una complejidad irreductible a una unidad pensada.
Ante esta realidad, los grupos que se adhieren a las nuevas referencias (que son los únicos que se
sienten ciudadanos y se piensan como pueblo) se radicalizaron rápidamente.
La radicalización aparece como una consecuencia del nuevo sistema. Surge de la pugna dentro de
las élites modernas. Por otra parte, la radicalización resulta también de la discusión de las nuevas
referencias en la sociedad a grupos cada vez más bajos. El carácter abstracto y no determinado del
nuevo lenguaje tiene un poder movilizador considerable. El pueblo conforme al modelo (las
minorías que lo asumen) se estrecha cada vez más hasta llegar a la época del Comité de Salud
Pública, en que toda la lógica representativa y las garantías del gobierno libre han desaparecido.
La situación había llegado a unos límites tan extremos que era necesario detener el proceso.
Termidor fue a la vez un compromiso con la sociedad y el establecimiento de unas reglas que
respetar para asegurar su propia supervivencia física. Sim embargo, este parón no supuso la vuelta
a la lógica representativa, sino a regímenes híbridos (el directorio, el consulado, el imperio) en que
el grupo revolucionario se mantenía en el poder conservando las nuevas referencias, pero
moderando su aplicación para hacerlas viables. El imperio mezclaba la herencia del Estado
absolutista con los nuevos principios.se vuelve a la estrategia reformista de las elites ilustradas. Se
mantenía la revolucionaria soberanía del pueblo, el nuevo imaginario del individuo-ciudadano, los
términos claves del nuevo lenguaje político, pero se confiaba en otros medios y en el tiempo para
que se convirtieran en realidad. Sim embargo, aunque el modelo de la sociedad ideal seguía
presente, lo que hará posible que vuelva a reactivarse en otros momentos o en otros lugares.
También ha de aguardar la construcción del gobierno libre. Habrá que esperar hasta el
establecimiento definitivo de la III República para recuperar enteramente la lógica representativa.
Las diferencias entre Francia y el mundo hispánico son tan evidentes como sus semejanzas.
La diferencia más importante afecta al campo religioso. A partir del siglo XVII no hay en el mundo
hispánico minorías religiosas significativas. El catolicismo representa desde esa época un elemento
esencial de la identidad hispánica, lo que explica que no haya en el primer período revolucionario
un conflicto religioso y que los nuevos principios coexistan pacíficamente en las constituciones con
la exclusividad otorgada al catolicismo.
Otra diferencia es la estructura plural de la Monarquía. Hasta principios del siglo XVIII, ésta sigue
estando constituida por reinos diferentes, con sus instituciones propias, unidos simplemente en la
persona del rey. La soberanía del pueblo de la época revolucionaria será muy a menudo pensada y
vivida no como la soberanía de una nación unitaria, sino como la de los pueblos, la de esas
comunidades de tipo antiguo que son los reinos, las provincias o las manualidades
Faltan también en España una serie de elementos que dieron a la Revolución Francesa un mayor
radicalismo social. No existen en España, en el mismo grado que en Francia muchos feudales, ni
una reacción señorial significativa en vísperas de la crisis, el sentimiento antinobiliario es también
mucho menor. Falta también un bajo pueblo numeroso y ya en parte afectado por la cultura
moderna, como el de Paris.
También difieren las circunstancias políticas, si la RF se enfrentó con el rey y acabó por volverse
contra +el, la revolución hispánica, se hizo en buena parte en su ausencia y combatiendo en su
nombre.
Aunque es semejante la evolución en la mutación de las ideas, del imaginario y de las formas de
sociabilidad, la sociedad española se muestra más corporativa y tradicional y con menos élites
modernas que la francesa. El hecho de que la RF preceda en 20 años a las revoluciones hispánicas
añade diferencias complementarias. Las más importante es que la RF no tiene precedentes y por
eso su capacidad inventiva incomparablemente superior a las que se suceden. La RF modifica las
revoluciones posteriores. Los revolucionarios hispánicos obsesionados por un posible terror,
cortarán por lo sano toda sociabilidad o discurso revolucionario que pudiesen llevar al
jacobinismo, se mostrarán prudentes en la movilización del pueblo urbano en sus querellas
intestinas y utilizarán con mucha moderación el lenguaje de la libertad para evitar la aparición de
un nuevo Haití.
En la España peninsular el impacto fue inmediato y muy grande. Lo mismo ocurre en América. Las
regiones más influenciadas son las que están mejor comunicadas: los puertos y las capitales y las
costas próximas al foco revolucionario de las Antillas francesas.
Los medios sociales más atentos fueron las élites culturales: la alta administración pública, el clero
superior, los profesores y estudiantes, los profesionales, la nobleza española y la aristocracia
criolla. En estos ambientes, en los que el c0nstitucionalismo histórico se había desarrollado, 1789
fue visto con simpatía. La reunión de los Estados Generales se aparecía como una restauración de
las antiguas libertades o las que ellas mismas aspiraban.
Los revolucionarios franceses animaban a los españoles a seguir su mismo camino. Cortes
revolucionarias que pedía la propaganda francesa tardarán 20 años en reunirse, ya que la simpatía
va pronto a transformarse primero en desconfianza y luego en hostilidad.
Cuando Napoleón dé una imagen más respetable de Francia, las elites hispánicas oscilarán entre la
admiración por su eficacia administrativa y militar, y la decepción por su supresión de las
libertades, lo que lo asimilaba a un nuevo despotismo.
En todas estas reacciones, hay que distinguir también una diferencia entre generaciones. Los
ilustrados de más edad pertenecían a la generación que había puesto su esperanza en un poder
absoluto del monarca que les permitiría realizar las reformas. Para ellos, la reforma política
vendría después de la reforma social. La generación más joven invirtió el orden de prioridades:
primero, la reforma política y luego la reforma social. Fueron los miembros de esta generación los
que harían más tarde la revolución en España y en América. Pero, incluso para esta generación la
preocupación de los fines de la RF había de hacerse sin caer en sus excesos.
Los simpatizantes de la revolución en el mundo hispánico fueron durante 20 años pocos
numerosos. La política de cordón sanitario del Estado español y el tradicionalismo de la sociedad
fueron unos obstáculos eficaces para la propagación masiva de las nuevas referencias.
Las únicas excepciones significativas al carácter minoritario y elitista de las adhesiones fueron, en
sociedades esclavistas, las conjuraciones o levantamientos en que estuvieron implicados negros o
pardos. La libertad de los franceses sirve de bandera a las revueltas de esclavos. Estos
movimientos son minoritarios, ya que esas sociedades ni son mayoritariamente negras, ni las
diferencias sociales tan fuertes como en Santo Domingo. Su principal consecuencia será la gran
prudencia de las élites locales cuando se trate de aplicar los nuevos principios.
La revolución no empezará en el mundo hispánico por maduración interna, sino por la crisis de la
Monarquía provocada por la invasión de España por Napoleón.
La abdicación forzada de Fernando VII en Bayona sólo es aceptada realmente por una parte de las
elites, aquellas a las que el nuevo régimen puede permitir una reforma de la Monarquía de
acuerdo con los principios revolucionarios, pero sin revolución. El resto de las élites y sobre todo la
sociedad rechazan la nueva dinastía. Los levantamientos contra los franceses y la formación de
juntas insurreccionales se suceden en mayo-junio de 1808 en toda España. El patriotismo juega un
papel importante en el rechazo a la Francia revolucionaria.
¿Por qué los patriotas que e oponen al heredero de la Francia revolucionaria son los mismos que
van a realizar una revolución inspirada en la francés?
Sin embargo, estas tentativas parciales no podían dar al conjunto de la Monarquía un poder único
e indiscutible. Tampoco fue resulto el problema con la formación de la Suprema Junta Central.
Tenía una legitimidad precaria en la medida en que surgía de la delegación de las juntas
insurreccionales españoles. Unos días después de su formación, se discute ya en ellas el tema de
las Cortes y la elección de los diputados americanos que han de representar a América en la Junta
Central. Unos meses más tarde, en mayo de 1809, la Junta Central toma la decisión de convocar
las Cortes y lanza al mismo tiempo una consulta general sobre la manera de reunirlas y los fines
de su reunión.
Es entonces cuando va a producirse la gran mutación del sistema de referencias de las élites
hispánicas. Debatir sobre la representación es abordar los dos temas claves que abren la puerta
a la revolución española: ¿Qué es la nación? ¿Cuál es, en su seno, la relación entre la España
peninsular y América?
El primer tema ocupa el lugar central en el nuevo imaginario político y fue también el tema cpital
de la RF. ¿La nación está formada por comunidades políticas antiguas, con sus estamentos y
cuerpos privilegiados, o por individuos iguales? ¿Es un producto de la historia o el resultado de
una asociación voluntaria? ¿Está ya constituida, o por constituir? ¿Reside en ella la soberanía? ¿De
qué tipo de soberanía se trata? El debate francés de la convocación de los Estados Generales y de
sus primeras reuniones hasta la formación de la Asamblea nacional se repite en el mundo
hispánico de 1808 y 1810.
Se da primero una colación entre los constitucionalistas históricos y los revolucionarios para
conseguir la convocatoria de las Cortes. Se da luego una pugna entre ellos sobre quién debe ser
representado –estamentos o sólo el estado llano- y sobre las modalidades de reunión y de voto –
con distinción o de estamentos. La victoria de los revolucionarios era una consecuencia de la
imposible restauración de la antiguas Cortes. El hecho de que Jovellanos propusiera dotarlas de
dos cámaras mostraba bien la debilidad del argumento de la tradición y las ambigüedades de los
constitucionalista históricos.
Es a partir de 1808 cuando el mundo hispánico se lanza a a un proceso revolucionario que tiene
extraordinarias semejanzas con el de la RF. Es entonces cuando las nuevas referencias que ésta
había construido se difunden masivamente, en primer lugar en España y después en América. En la
península, con el hundimiento del Estado absolutista en 1808, desaparecen también las
limitaciones a la libertad de prensa en el campo político.
En América estas condiciones de libertad de prensa no existen aún y sigue actuando la censura,
pero el debate peninsular atraviesa el Atlántico gracias a los folletos y gacetas llegados de la
península.
La revolución misma seguirá los pasos de la RF, era bien conocida de las elites y servía de modelo y
de contramodelo a sus reflexiones.
Los liberales españoles tendrán que progresar encubiertos y utilizar el traje del constitucionalismo
histórico, pero siguiendo de cerca el ejemplo francés. De ahí que la proclamación de la soberanía
nacional (las Cortes abren la vía el día mismo de su reunión, el 24 se septiembre de 1810) vaya
después seguida de la elaboración de constituciones y de leyes destinadas a destruir el Antiguo
Régimen en el campo social. La vía francesa domina: adopción del nuevo imaginario social, ruptura
con las viejas leyes fundamentales, la constitución vista como pacto fundador de una nueva
sociedad, proyectos educativos para crear el hombre nuevo, etc.
Las élites americanas siguen al principio la evolución de las de España. Después, las tensiones
antiguas, y las más recientes, originadas por el debate sobre la igualdad entre España y América
conducen a las primeras insurrecciones y a la guerra civil. El proceso d ruptura con la península
precede en América unas veces a la revolución, y en otros casos la sigue.
Las regiones leales (Nueva España, América Central, Perú) evolucionaran siguiendo los diversos
episodios del liberalismo español.
En las regiones insurgentes, la ruptura se justifica primero con un discurso pactista en el que e
encuentran muchos de los elementos de los constitucionalismo histórico. Este sirve de base tanto
a la autonomía americana como al proyecto de fundar una nueva sociedad, pero muy pronto se
buscará la inspiración para construirla en las referencias revolucionarias francesas. Ñas elites
insurgentes van entonces más allá que los liberales españoles. Se adopta de una manera más
franca el nuevo sistema de referencias, puesto que ya no existe aquí el elemento de
tradicionalismo que es el rey de España y en la América relista. A fin de fundar cuanto antes una
nueva identidad se adoptan rápidamente el lenguaje, los símbolos y la iconografía, las fiestas y
ceremonias, las sociabilidades y las instituciones de la Francia revolucionaria.
La propaganda del delegado de la junta de Buenos Aires. José Castelli, por ejemplo, movilizó
ciertamente grupos importantes de indígenas con un discurso jacobino, pero su mensaje fue
captado según las categorías muchas más tradicionales de la sociedad y su prestigio sr basó en
elementos que remiten a un sistema de referencias antiguo.
La necesidad de crear unidades políticas inéditas refuerza la aspiración a crear una sociedad
nueva. Los elementos revolucionarios se mezclan al fondo hispánico y producen combinaciones
muy variadas. El proceso de difusión de los modelos franceses que se hizo en las primeras épocas
por la vía española toma otros caminos más directos después de la Independencia. Los viajes a
Francia, la emigración a América de militares, intelectuales o políticos después de la caída del
Imperio, la publicación de múltiple sobras francesas hacen que se produzca la incorporación
cultural de Hispanoamérica a Francia.
Hispanoamérica ocupa un lugar singular cuando toda Europa había vuelto a regímenes
monárquicos e incluso absolutistas, sólo los países hispanoamericanos continuaban siendo
repúblicas y poseyendo cmstituciones y libertades modernas. Hay que bucar su explicación en el
hecho mismo de la Independencia. Al romper el vínculo con la península, también se rompía el
vínculo con el rey. No quedaba entonces más vía para legitimar el pdeor que la moderna soberanía
del pueblo. Toda restauración de una monarquía fracasará en América.
Situación singular, pues, pero también paradójica, en la medida en que esta modernuidad legal de
Hispanoamérica coexistías con un tradicionalismo social incomparablemente mayor que el de la
europa latina, acrecentado por las consecuencias de las guerras de Independencia. Este contraste
marca toda la historia contemporánea hispanoamericana. De esta situación surgen una serie de
problemas no resueltos que ejercen una enorme influencia durante toda la época contemporánea
y más particularmente en el siglo XIX.
Los otros problemas son análogos a los de la Europa latina. La nueva legitimidad está basada en la
soberanía del pueblo, pero por su imaginario, por sus valores, sus vínculos y comportamientos, la
sociedad sigue siendo tradicional. No hay más pueblo, en el sentido moderno de la palabra, que
los hombres que han experimentado esa mutación cultural que es la Modernidad. En esta
condiciones ¿cómo construir un verdadero régimen, cuando éstos son una minoría? ¿Qué hacer, si
hay verdadera representación, para evitar que se imponga el tradicionalismo de la sociedad? De
ahí que para resolver esta contradicción las élites modernas fabriquen diversos tipos de ficciones
democráticas. Éstas pueden consistir en una redefinición del pueblo y en la limitación del sufragio.
También, en la investidura de un hombre con la soberanía del pueblo, o en la alternancia en el
poder de partidos pertenecientes al mundo de las élites. En los casos, las elecciones son ficticias o
manipuladas.
En estas condiciones ¿Cómo construir un régimen político estable? los pronunciamientos, los
golpes de estado o los levantamientos desempeñan en estos sistemas políticos el papel que las
elecciones no pueden desempeñar: el cambio de los gobiernos.
¿Cómo colmar el abismo cultural que separa las elites del resto de la sociedad? Los medios
utilizados son diversos: legislación para suprimir toda traza de los cuerpos antiguos aún existentes,
creación de la nación moderna por medio de la historia, símbolos y la iconografía, proyectos
educativos para formar el ciudadano. Cuando esta empresa pedagógica afecta a elementos que la
sociedad tradicional considera fundamentales, no es raro que estallen insurrecciones populares.
La impaciencia de las élites modernas antes el tradicionalismo social conduce a tentativas
aceleradas de construcción del modelo ideal, que a su vez provocan las correspondientes
resistencias sociales.
Todos estos problemas no son específicos de América Latina, sino comunes también a Francia y a
los demás países latinos a los que su tradición institucional y su cultura condujeron al tipo de paso
a la Modernidad. La influencia francesa no es un fenómeno de moda, sino la consecuencia de una
lógica común.