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13 Casos Misteriosos - Cap.10 - Ladrón Con Máscara

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10.

EL CASO DEL LADRÓN CON MÁSCARA

El inspector Soto caminaba hacia su casa, luego de una larga y


agotadora jornada en su oficina, Eran las diez .Y media ele la noche y,
al ver las luces del pequeño supermercado del barrio aún encendidas,
recordó el encargo de su señora: una tarjeta postal para unos amigos
que vivían en los Estados Unidos y estaban de aniversario de matrimonio
Entró con aire distraído al supermercado, Sólo una caja funcionaba, Miró
vagamente a la muchacha sentada tras la caja registradora, y se dirigió al
anaquel giratorio donde se exhibían postales. Contempló con calma los
paisajes, y leyó las tarjetas y sus dedicatorias: "A mi querida abuelita", "Al
mejor esposo del mundo", "¿Un año más? Con un suspiro siguió buscando.
Sólo se escuchaban el tintinear de la registradora a sus espaldas y los pasos ele
los últimos parroquianos que salían por la ancha puerta. Oyó un carraspeo de
la cajera.
"Pobre muchacha", pensó; "debe estar tan cansada como yo". Se decidió
entonces por una gloriosa cordillera nevada que brillaba tras un Santiago sin
esmog.
Y en ese momento escuchó el grito.
Con la rapidez propia de su oficio se dio vuelta para ver, ante sus propios ojos,
a un encapuchado que encañonaba a la muchacha con una pistola en la sien,
Los ojos del hombre brillaron al fijarse en Soto y, con un gesto, le indicó
inmovilidad. El inspector vio cómo la tela se hundía bajo una boca abierta.
Su mente funcionó a toda velocidad. Sí él actuaba, el hombre podía herir a la
mujer -tal era la decisión en su gesto-, mientras ella depositaba el dinero en
una bolsa. La cajera obedecía con manos temblorosas, y emitía unos
entrecortados quejidos cuando el encapuchado la apuraba con golpes de
cañón contra su nuca.
No había pasado un minuto. El ladrón comenzó a retroceder, y sin dejar de
apuntar alternadamente a la mujer, y a Soto, que estaba un par de metros tras
ella, desapareció corriendo por la puerta principal.
Soto, sin ni siquiera ocuparse de la cajera que se desvanecía como en cámara
lenta, salió hecho un celaje tras el enmascarado. Lo vio correr por la solitaria
avenida, desprender de un tirón su máscara de tela, y abordar un taxi
colectivo que pasaba en ese momento por la esquina.
Los ojos de lince de Soto buscaron con rapidez un vehículo para seguirlo. Sólo
vio a un joven en moto que aparecía por la orilla de la calle, junto a la vereda.
-¡Soy policía! ¡Ayúdeme! ¡Siga a ese taxi! -gritó Soto, montando a horcajadas
tras el joven que, sin dudarlo un instante, aceleró a fondo.
La persecución fue espectacular. El colectivo, gracias a los semáforos en verde,
seguía en forma expedita por la gran calle de su recorrido. Pero la moto, más
veloz que cualquier auto y guiada por un adolescente que, en ese momento,
se sentía protagonista de una serie policial, no perdía terreno.
-¡Hazle una encerrona! -ordenó el inspector.
El chofer del colectivo miró con preocupación esa moto que se acercaba
peligrosamente a su costado, y disminuyó la velocidad.
Soto gritó.
-¡Alto! ¡Policía!
Pero los pasajeros y el chofer del taxi, con los vidrios cerrados, parecieron no
escuchar.
-Adelántalo y crúzate para que se detenga -cuchicheó el inspector al oído del
motorista, mientras a su vez hacía señas al chofer con un brazo.
Finalmente, en una arriesgadísima maniobra, el excelente conductor que
resultó ser el joven de la moto logró su objetivo: con un gran chirrido de
frenos, el taxi se detuvo en medio de la calle.
La suerte estaba del lado de Soto: dos carabineros hacían guardia en una
esquina y, al ver esta extraña maniobra, corrieron hacia ellos.
-¡Inspector Sotol -gritó este, con sus credenciales en alto-: ¡Necesito ayuda!
¡En este taxi va un ladrón!
Los carabineros desenfundaron sus pistolas de servicio e hicieron descender a
los ocupantes del auto. Eran el chofer más cuatro hombres vestidos con trajes
oscuros, que miraron sorprendidos.
-¡Regístrenlos!-ordenó el inspector.
Los carabineros procedieron. Pero, ante el asombro de Soto, ninguno de ellos
tenía ni arma ni billetes. Sin embargo, una rápida investigación dentro del auto
mostró una bolsa -con la pistola y el dinero-escondida bajo el asiento
delantero derecho.
-¡Ahá! -dijo Soto, rascándose una de sus enormes orejas-: lo siento, señores,
pero, al menos que alguno confiese, están todos detenidos.
-Yo no tengo nada que ver en esto -alegó el chofer, con voz agudizada por los
nervios.
-¡Ni yo tampoco! -siguió un señor de anteojos, levantando las manos en
actitud defensiva-. ¡Soy un pobre empleado bancario, y mantengo con
esfuerzo a mi familia.

-¡Esto es un atropello! -vociferó un tercer


hombre de un impecable abrigo negro-.
¡Ustedes no saben quién soy yo!
Junto con hablar sacaba tarjetas de su
billetera.
-Yo soy un honrado vendedor viajero, y
jamás he tenido que ver con la policía -dijo
a su vez un hombre de bigotes que, por su voz nasal, mostraba un evidente
romadizo.
-Yo..., yo, pe-pe-pero, noentien-do lo que pa-pa-papasa -gimió el último,
tartamudeando con gran desconcierto.
-¡Todos a la comisaría! -ordenaron los carabineros con gesto decidido.
Uno de ellos ya pedía ayuda a través de su walkie talkie. La sirena del
radiopatrullas no tardó en oírse.
El inspector Soto terminó de rascar concienzudamente su otra oreja. Miraba
fijo a cada uno de los sospechosos que permanecían sujetos con firmeza de un
brazo por los policías.
Entonces Soto, con su voz ronca, habló:
-Debo advertir que todos irán a declarar a la comisaría. Pero también les
comunico que sólo uno irá esposado.
Los cinco hombres se miraron con sorpresa.
Soto musitó algo al oído de uno de los carabineros; este, sin vacilar, se
adelantó y colocó las esposas en las muñecas
del que indicaba el inspector.
Otra vez Soto, con su aguda perspicacia,
había dado en el clavo: el ladrón, sintiéndose
acorralado, confesó su culpa en el camino.

Lector: ¿podrías tú deducir, al igual que Soto, cuál fue el culpable y cómo se
delató? Todas las pistas están dadas

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