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Con Voz de Mujer

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Con voz de mujer

Marina Colasanti

Aquel dios era dueño de aquella ciudad, como un mortal sería dueño de una hacienda o una
finca. La ciudad no era grande: el templo, casas, y los campos vecinos. Pero, porque era
dueño de aquella ciudad, el dios era también responsable de la felicidad de sus habitantes.

Y un día, por las oraciones, percibió que los habitantes no eran felices.
—Nada les falta —dijo el dios en voz alta—. Cuido que las estaciones se sucedan en buen
orden. Les garantizo cosecha en el campo y comida en la mesa. Ningún grano se pudre en
las espigas. Ningún huevo se malogra en los nidos. Y los hijos crecen.
¿Por qué, pues, no son felices?

Pero los hombres desconocen las preguntas de los dioses. Y aunque había hablado en voz
tan alta que podría haberse oído de una estrella a otra, nadie le respondió.
La ciudad estaba en la palma de la mano del dios. Y aun así tan lejos, que él no veía los
sentimientos de aquellas personas.

—Iré allá— dijo la alta voz. —Entre ellos, veré mejor lo que sucede.
Y habiéndolo decidido, abrió sus inmensos guardarropas en busca de una identidad con la
cual presentarse en el mundo de los mortales. Había allí pieles y cueros de todos los
animales, desde la lisa piel de la gacela hasta la áspera coraza del rinoceronte. El cuello de
la jirafa pendía de un perchero, plumas de colores lucían en los armarios. Y en un cajón se
alineaban los preciosos caparazones de los insectos. Pero esta vez no usaría una forma de
animal para descender a la tierra. Removió entre las pieles de los humanos, alzó una oscura,
bronceada por el sol, vaciló un instante. Después escogió la más lisa y suave, se encerró
dentro de ella, se cubrió con una túnica. Y descendió.

Y he aquí que una mujer de largos cabellos apareció en la ciudad diciendo que era dios, y
nadie le creyó. Si fuera dios, habría venido como guerrero, héroe, u hombre poderoso. Si
fuera dios, aparecería como león, toro bravío o águila lanzándose desde las nubes. Hasta el
cocodrilo y la serpiente podrían abrigar a un dios en su cuerpo. Pero una mujer venida de
las calles estrechas no podía ser otra cosa que una mujer.
Y así, el dios sujetó sus largos cabellos sobre la nuca y fue en busca de trabajo. Pero no se
da a una mujer un trabajo de herrero, ni se la sienta en una carroza a conducir caballos. Una
mujer no es persona apta para guiar soldados, no es apta siquiera para el manejo del arado.
Y, después de muchas búsquedas, el dios mujer sólo logró emplearse en una casa, para
ayudar a las tareas domésticas.

Una buena casa lo acogió. La esposa diligente, el marido trabajador. No había polvo en los
rincones, aunque lo trajeran en sus sandalias. Y los hijos crecían como crecen los hijos que
son sanos. No obstante, poco sonreían. Cumplían sus labores durante el día. Por la noche se
juntaban en el establo para aprovechar el calor de los animales. Las mujeres hilaban. Los
hombres reparaban herramientas o hacían cestos. Nadie hablaba. Las noches eran largas,
tras las largas jornadas. Los humanos se aburrían.
Hasta el dios, de huso en mano, se aburría. Y una noche, no soportando la rutina de los
gestos y del silencio, abrió la boca y empezó a contar.

Contó una historia que había sucedido en su mundo, aquel mundo donde todo era posible y
donde el vivir no obedecía a reglas pequeñas como las de los hombres. Era una larga
historia, una historia como nunca nadie había contado en aquella ciudad donde no se
contaban historias. Y las mujeres oyeron, con los ojos muy abiertos, mientras el hilo salía
fino y delicado entre sus dedos. Y los hombres oyeron, olvidando las herramientas. Y el
niño que lloraba se adormeció en el regazo de la madre. Y los otros niños vinieron a
sentarse a los pies del dios. Y nadie habló nada mientras él contaba, aunque en sus
corazones todos estuvieran contando con él.
La noche fue corta aquella noche.
A la siguiente, reunidos todos en el establo, como todas las noches, el dios no habló. Las
mujeres lo miraban de vez en cuando, por encima del huso. Los hombres trataban de no
hacer ruido, dejando el silencio libre para él. Todos esperaban. Pero los niños, que jugaban
con el dios mujer durante el día, vinieron a sentarse a su lado. Uno, dando un leve tirón a la
falda del dios mujer, pidió: —¡Cuenta!
Y, con su voz de mujer, el dios contó.
Así, noche tras noche el dios brindó sus historias a la familia, como hasta entonces les había
brindado las frutas maduras llenas de semillas. Y no sólo a aquella familia, porque pronto el
vecino del frente supo, y esa noche se presentó con los suyos en el establo para oír también.
Y después fue el turno del vecino de al lado. Y en poco tiempo el establo estaba lleno, y
muchos se amontonaban en las ventanas y en la puerta.
Ahora, durante el día, mientras araban, martillaban, mientras alzaban el hacha, los hombres
recordaban las historias que habían oído en la noche, y tenían la impresión de que también
navegaban, volaban, cabalgando relámpagos y nubes como aquellos personajes. Y las
mujeres extendían las sábanas como si armaran tiendas, reprendían el perro como si
domaran leones, y al atizar el fuego lanceaban dragones. Hasta el pastor con sus ovejas no
estaba ya solo, y las ovejas eran su legión.
Los hombres sonreían al hacer sus labores, las mujeres cantaban y hacían amplios gestos
con sus brazos, y los niños corrían y daban volteretas, temblando de placer. El tedio había
desaparecido.

Fue entonces cuando una mujer que había estado en el establo empezó a repetir las historias
del dios a otros habitantes de la ciudad. Repetir exactamente, no. Aquí y allí agregaba cosas,
suprimía otras, y cada historia, siendo la misma, era otra. Más que contar, recontaba. Luego
hubo un joven que hizo lo mismo. Y, después de un tiempo, nadie pudo decir ya con certeza
de dónde venía esta o aquella historia, y quién la había contado primero. Nadie pudo decir,
tampoco, cuál era el paradero de aquella mujer de largos cabellos presos sobre la nuca, que
un día había aparecido en la ciudad, venida no se sabe de dónde. Y que otro día había
partido con su cargamento de historias, hacia ese mismo lugar.

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