Ñeri
Ñeri
Ñeri
Prólogo
Ser
y el invierno
al golpe
que ablandan
hasta pulverizarlas.
OFELIA FERNÁNDEZ
1
Yo lo abracé y le dije que siempre creí que éramos como frutas, que
maduran y van deshaciéndose sobre los dedos de la tierra para parir una semilla, y
que es ahí donde hay que poner la fe, no en la promesa de un cielo, porque al fin y
al cabo, la fe es una semilla que sueña que tiene ramas.
2
Era de noche. La gente iba de acá para allá, de brazos cruzados y caras
solemnes por culpa del viento, que no daba tregua. La terminal era un mar de
fantasmas azules que esperaban y suspiraban, movían las piernas traslúcidas y
fumaban con la impaciencia de un fantasma que ha estado preso en este mundo de
mortales demasiado tiempo.
Rafael la vio enseguida. Qué no la iba a ver, si tenía una carita. Ella no era un
fantasma azul en una terminal del sur. Pensó que ella era distinta, porque así dice
la gente cuando conoce a alguien especial. Pero ella no era distinta. A decir verdad,
se parecía bastante al resto de los fantasmas de la estación.
Vio que tenía los ojos caídos sobre una libreta de tapa amarilla y la expresión
que tendría una jaula vacía si tuviera rostro, porque es bien sabido que una jaula
vacía también es un pájaro en libertad.
Fingió atarse los cordones para mirarla un rato más. La miró de lejos, para
ver si no mordía. La siguió con los ojos un rato largo. Y así, de lejos, notó que a
cada rato se ponía un mechón de pelo atrás de la oreja y seguía anotando cosas y la
sonrisa le temblaba.
Para cuando cumplió los cuatro, ya había entendido que la expresión en los
ojos de su madre era de cansancio; un cansancio de fuego que la iba consumiendo
de a poco, como si ella fuera un montón de carboncitos agonizando.
La cara te dice, por ejemplo, si el otro te quiere ver llorar o te quiere ver bien.
O si tu buena noticia lo puso contento o le cagó la vida. O si la piba que fichaste
toda la noche te va a dar cabida cuando te acerques. O si tu viejo te va a fajar con
cuero, con alambre o con madera.
La cara te dice todo eso, te lo juro, decía Rafael, y el Ángel se reía. Y el oficial
de turno, que escuchaba por casualidad, también sonreía, pero con una mueca fea,
como la que ponen las personas que encuentran placer en el canto de las aves
enjauladas.
Entonces, vos vas a querer ponerte a mirar la forma de las caras, vas a querer
decir este tiene cara de yuta o esta tiene cara de garca, pero así no funciona. La forma de
la cara no te dice nada, no tiene nada que ver, haceme caso, que si llegué hasta acá,
fue por aprender a mirar caras, agregó después.
Entonces hacía un esfuerzo por olvidarse de las rejas, cerraba los ojos y
pensaba en los pibes con los que paraba allá, en Capital. A ellos nunca se había
animado a hablarles sobre los secretos de los rostros, por miedo a que lo creyeran
un maricón sensible. Se arrepintió para siempre, porque a los pibes no los vio
nunca más.
De haberse atrevido, Rafael les hubiese dicho que para sobrevivir hay que
prestar atención a las sombras de la cara y también al pedacito de los ojos que se
pone brillante cuando uno está contento de verdad. O a la forma en que las cejas se
deslizan sobre la arena de la frente, antes de que los puños hiervan.
Debe ser por eso que hay personas que hablan tanto, suspiró el Ángel. Si
supieran mirar, no harían ese esfuerzo estúpido de llenar de barullo las palabras
que se dicen con las partes de la cara que no son la boca.
Vos sos re poeta, Ángel, aplaudió Rafael, y el Ángel hizo una reverencia.
Fijate los canas. Si los ratis te miraran a la cara, a los ojos, sería otra historia. Pero
nunca te miran, por eso te garrotean. Porque no ven lo que tenés para contarles con
los ojos. Porque tus ojos no pueden gritar tan fuerte, y esos corazones muertos que
llevan en el pecho ya no escuchan nada. Te fajan porque sí. Porque se te enreda la
lengua con la falopa y no te sale defenderte, y entonces ves que las caras se les van
llenando de asco, como si quisieran escupirte, y las manos no les tiemblan, porque
a vos te sobran las marcas de garrotazos viejos.
Me dan lástima los ratis, continuó el otro, paseando los ojos por las paredes
húmedas de la celda. Me dan lástima porque nunca miran, nunca escuchan, nunca
saben nada, y encima de morirse pobres, se van a morir obedientes.
3
La señora tenía cara de entender el idioma secreto de los ojos, por eso a
Rafael le daban ganas de pararse cerca y preguntarle cualquier cosa: la hora, si
aquella noche iría a nevar, si vivía en Buenos Aires o viajaba de paseo, si sabía
cuánto tiempo demora el micro a Retiro, si tenía fuego.
El chofer le dijo que hasta Buenos Aires eran casi cuarenta horas y que se
portara bien.
Más vale que me voy a portar bien, viejo, lo encaró. El tipo le palmeó el
hombro, casi con lástima, y desvió la mirada.
Le rompía las pelotas cuando lo hacían pasar por invisible. Cuando hablaba
y miraban para otro lado, como si no existiera. Como si el fantasma fuera él.
El chofer asintió, pero tirando la cabeza para atrás y revoleando los ojos,
dando a entender que le importaba todo una mierda.
Vos siempre vas a cagarla porque sos ansioso. Porque no podés vivir el
presente. Porque este hoy que habitás está vestido con pantalones viejos y
pulóveres sin tejer, le había dicho el Ángel, que todo el tiempo hablaba en clave de
poesía y ha de ser por eso que siempre tenía razón.
Se guardó sus palabras porque cuando te criás entre pibes mal amados, te va
educando la sangre. Cambiás comida por sangre, techo por sangre, falopa por
sangre. Cualquier cosa que le dijeran para ayudarlo a ahorrar sangre valía más que
todas las escuelas que había abandonado.
Se tentó de mirarla.
Si la mirás, no te mira nunca más, le dijo la voz que vivía en su cabeza, y Rafael
hizo silencio y también fingió interés en la oscuridad de la ruta.
4
Él, mudo. Agarró sus cosas y salió como quien sale de hacer un trámite, el
trámite más largo de su vida.
Se fue mirando para abajo y fichando caras de reojo, para ver si alguna lo iba
a morder. Caminó un rato largo, derecho, todo derecho, y todo derechito, como un
soldado.
Corrió como no corría hacía tiempo, con el cuerpo vibrando, eléctrico. Miró
para un costado y se le hizo ver a uno de sus hermanos, que le jugaba una carrera y
la felicidad le estalló entre los dientes, porque entendió que el adelante no
terminaría. Corrió, recordando que el mundo es redondo. Corrió medio chueco,
como esos pingüinos rescatados de las tragedias petroleras cuando los devuelven
al mar. Corrió y se rio a carcajadas, y de tanto correr, rengueando y vivo de risa,
llegó a la estación.
Del otro lado de la ventanilla, ella lo miró entre irritada y muerta de miedo.
Ella examinó la documentación con los ojos muy serios, como si entendiera
algo. Finalmente, imprimió el boleto, volvió a hacer todo un rollito y se lo regresó
por el mismo agujero.
Rafael, en cambio, estaba todo roto. Sabía que le dolería menos no dormir,
permanecer sentado, con las piernas estiradas, para no sentir los pinchazos de las
heridas viejas. Pero tenía que hacer el esfuerzo, para que el viaje no fuera eterno.
Sabía que si el camino se hacía muy largo, el colectivo se iba volviendo cada vez
más chiquito, como una pieza en la que duerme un montón de gente, como una
celda común, como una casilla perdida, al costado de un riacho, donde la felicidad
no pueda encontrarla.
5
Por último, en una cama más grande, que era de la abuela Alba y que la
madre escondió detrás de una sábana despintada, con un rosario sobre la cabecera
y la foto de la abuela en un portarretrato, dormían la Carmen, la Corina y la
Cinthia.
Quiso ponerse de pie y ella lo escupió entre los ojos y le dijo lavate la boca
antes de hablar de tu padre.
Un día, la madre le agarró la mochila y le sacó todos los útiles. Los lápices de
colores, los crayones y las hojas de la carpeta se desparramaron sobre el piso de
tierra de la casilla. El Ricardo ya era un hombre, y los hombres no necesitan lápices
de colores.
La puerta del micro se abrió con ese ruido que hacen las ruedas cuando se
desinflan y el sonido de los borceguíes inundó el envase de neón azul, que se
encendió con una luz blanca fluorescente y despertó a todo el mundo.
El milico del perro subió enseguida y el bicho se puso a olfatear para todos
lados con cara de bravo, como cuando hay olor a mierda y uno no sabe de dónde
viene. Mientras tanto, otro iba mirando los portaequipajes con una linterna y un
tercero decía que buenas noches, que documento, por favor.
La señora del cuarenta y dos puso cara de culo y salió, escoltada por los
tipos y el perro.
En la pieza eran ocho porque el Ricardo se había ido y ellos habían podido
progresar y comprar una cucheta. Lo primero que hizo el padre cuando les
llevaron la cama fue pegarle una calcomanía que decía “No detengamos la historia:
Menem 1995”.
En el video, Rafael vio clarito cómo nacía la hijita de la Carmen, que era
nena, y por eso le hacían agujeros en las orejas y la mandaban a vivir atrás de la
cortina, con las otras mujeres.
Qué pasó, le preguntó Rafael, agarrándolo con fuerza del brazo. Qué pasó,
Walter, decime qué pasó, lo sacudió.
Miró para el costado y le pareció ver que el Ricardo venía corriendo por
encima del agua verde de la laguna. Había vendido todas las guías y había juntado
la plata para volver a la pieza y le gritaba ¡dale, Rafael, corré más rápido! Y Rafael
corrió con todas sus fuerzas, que no eran muchas.
La cortina que les había regalado doña Pachi estaba en el piso, y arriba de la
cortina estaba la Carmen, desnuda, dormida, con la foto de la abuela Alba sobre las
tetas.
Después, el padre dijo que se iba a dar una vuelta. Salió de la casa y cuando
pasó junto a él, le dijo vení, lo abrazó y le pidió que fuera bueno, que no fuera
como la Carmen, que lo hacía enojar.
Volvió el domingo y trajo una camisa que no era suya, un pollo al espiedo y
un diario, que puso en la mesa y abrió a la mitad para mostrarle a la Carmen que
andaban buscando mozas para atender un bar en Comodoro Rivadavia.
La madre no dijo nada. Miraba el pollo muerto que tenía entre los dedos y lo
masticaba como si la carne se hubiese vuelto rabia.
Movía las piernas como si fuera a salir corriendo y miraba para donde
estaba la madre, que le hizo un sí con la cabeza, como dándole permiso. Como
dándole coraje.
Papi, ¿usted me dejaría quedarme hasta que se me cure la cara? Para ir bien
presentable al trabajo, allá, en el sur.
El padre iba a responder alguna cosa, pero la madre habló más alto:
Por supuesto que te vas a quedar hasta que se te arregle la cara, dijo. Nadie
se quiere coger una puta desfigurada.
Dijo que los iba a ir a visitar cuando le dieran vacaciones y que les iba a
llevar regalos, y el Walter le pidió si le podía traer un pingüino bebé, y ella le dijo
que sí.
Pero era mentira: la Carmen tampoco volvió nunca más.
Lo único que tengo es una torta frita que me preparó mi vecina, por si me
agarraba hambre en el viaje.
La señora del cuarenta y dos miró por la ventanilla y Rafael vio su reflejo,
sonriéndole a la enormidad oscura de la noche. La miró un rato largo
preguntándose en quién pensaría. ¿Será que alguien la esperaba allá, donde iba?
El novio de la Corina era un tipo más grande. Le decían Keta y andaba con
campera de cuero en una ciento diez negra. Usaba botas como las que usan los
policías y unos anteojos que eran como espejos y reflejaban el cielo, los ladrillos y
las zapatillas colgadas en los cables.
¿Ese es tu novio?
La Corina ni lo miró.
La hermana volvió muy tarde ese día. El padre le pegó un cintazo y ella dijo
que estaba en lo de la Lichi, pero Rafael sabía que era mentira, porque la Lichi no
vivía para el lado de la avenida. De cualquier forma, prefirió no decir nada, por
miedo a la ira de su padre. Fue por eso que la Corina siguió teniendo novio en
secreto.
La madre no dijo nada, porque estaba cansada de hablar. Siempre decía eso:
estoy cansada de hablar. Después, suspiraba y apretaba los dientes.
Otro día, vinieron a golpear la puerta. El padre estaba acostado porque era
temprano y la mandó a atender a la madre. Afuera llovía y en el barrio flotaba una
luz gris, como el cielo que se les venía encima.
La hizo gritar más fuerte que la lluvia en las chapas, como si la estuviera
marcando con un hierro caliente. El padre abrió los ojos, se levantó enseguida y
agarró el alambre dulce.
Una tarde que el padre se había ido a dar una vuelta, una señora de anteojos
cuadrados vino a preguntar por qué la Corina no estaba yendo a clases. La madre
le dijo a la señora que la Corina era la puta de un transa. Presa como estaba, detrás
de la cortina de plástico, la Corina no se atrevió a llorar.
La policía fue dos veces más a preguntar por el novio de la Corina. Una de
esas veces, la madre los tuvo que hacer pasar y los canas revolvieron toda la pieza.
Cuando se fueron, a la Corina le pegaron de nuevo.
A las seis y cuarto, la Corina dejó de ordenar su parte de la casa, le dio dos
pesos con cincuenta a Rafael y le dijo que fuera a comprar grasa para hacer tortas
fritas.
El Keta se metió con la moto por el pasillo y nunca más se lo vio por el
barrio.
Esa tarde, la Corina no hizo las tortas fritas. A ella tampoco la vieron nunca
más.
Rafael miró por la ventanilla y era como si la luz viniera rodando todos esos
kilómetros desde el mar. El sol se iba haciendo cada vez más gordo en los
pastizales, había algo de bruma suspendida entre los girasoles.
El señor del asiento ocho se sirvió un café negro y el micro se llenó de olor a
desayuno. Ocurre que el perfume del café tiene el poder de hacernos creer que
hemos despertado a salvo.
El tipo estaba ahí, arrodillado, y le buscaba los ojos con la mirada. Cuando se
los encontró, Rafael se vio reflejado en sus pupilas de acuarela y apartó la vista con
rabia (o con vergüenza, ya no recordaba).
Veía borroso. Se llevó la yema de los dedos al cráneo y supo dónde dolía. La
luz azul del departamento lo mareaba. A su alrededor, decenas de desconocidos lo
observaban desde los portarretratos, desparramados por toda la sala.
Estaba tumbado sobre el sillón, pero no recordaba cómo había llegado hasta
ahí. Escenas diminutas de una noche de mala racha le apuñalaban la memoria,
pero era incapaz de reconstruir la historia.
El aroma del café caliente flotaba entre los libros y le avisaba que estaba a
salvo, que nada malo podía sucederle ahora, que nadie que quisiera lastimarlo iba
a encontrarlo ahí, tumbado sobre los almohadones, bajo el edredón que olía a
limpio, con el cuerpo hecho un bollito, como un mirlo que descansa bajo un alero
después de escapar de la peor de las tormentas.
¿Qué música?
Algún vecino tocaba el piano y la melodía venía del piso y también del techo
y de las cortinas, como si el piano estuviera en su cráneo. La sirena de una
ambulancia estalló en la calle y la música se detuvo.
El tipo lo observo con una pena que parecía honesta, pero irritante.
Rafael no respondió.
El piso se movía, las patas de la mesa se derretían como velas y las sillas
eran ahora un montón de sal sobre la alfombra. Quiso gritar, pero no le salió la
voz.
Un olor a óxido le llenó las fosas nasales, le dieron arcadas y quiso vomitar.
Levantó el brazo para tirar una trompada, pero su puño se desplomó como una
fruta podrida sobre el charco de sangre sobre el que yacía.
11
Un día, la Cinthia fue con la madre a limpiar una casa y se hizo amiga de la
hija de la patrona, que se llamaba Florencia y tenía dieciocho muñecas y andaba en
una silla de ruedas porque sus piernas eran blandas como el puré de calabaza.
La Cinthia jugó todos los días con la Nenota, hasta que las baterías
comenzaron a agotarse y la muñeca sonó cada vez más despacio, como si hubiese
aprendido a llorar sin hacer ruido, igual que ellos. Un día, la Nenota no lloró más,
y la Cinthia ya no quiso jugar con ella.
Doña Pachi vino a decirle a la madre que los nenes tenían que vacunarse y la
madre le dijo que los llevara, si tanto le importaba; que ella no tenía tiempo para ir
a pasear a la salita.
Doña Pachi llegó temprano al día siguiente. Les regaló medias nuevas y los
hizo agarrarse de las manos para cruzar la avenida.
Una neblina espesa flotaba sobre los yuyos altos de los baldíos y una luna de
humo se extinguía entre las últimas estrellas, contra el telón oscuro que esperaba la
misericordia tibia del sol.
Cuando yo crezca y me haga grande, voy a ser doctor, y voy a ser bueno con
los nenes que le tengan miedo a las vacunas, ¿sabés?
Hicieron inyecciones con ramitas del limonero y los bebés que venían a la
salita no lloraban cuando los vacunaban, porque el Walter los hamacaba y les
cantaba una canción.
Cuando se cansó de pegar, el tipo se sentó al lado del cuerpo inmóvil y miró
para todos lados, como desconcertado. Enseguida, se desparramó sobre la tierra
como un saco de harina abierto y se quedó dormido hasta que se hizo de noche y el
cuerpo se le llenó de luciérnagas. Cuando se despertó, se sacó la ropa, se metió a la
casa y echó a los hijos afuera.
Los mosquitos se los comieron vivos mientras oían los gritos de la madre.
Después, el padre salió con un cigarrillo apagado entre los labios, prendiéndose los
botones de una camisa recién comprada.
Después de esa noche, el Walter quedó preso adentro de una orden y nunca
más volvió a llorar. Tampoco volvió a reírse.
A las siete y cuarto, llegó la tía Dori, que era la hermana de la madre.
La tía Dori vivía en el campo, era evangelista y gorda y no tenía marido, por
eso el padre no la quería. Cada vez que la veía, le decía marimacho, así que la tía
tuvo que ir temprano para que el tipo, que recién se dormía, no la sintiera llegar.
Entre las dos hermanas, armaron una bolsita con las cosas del Walter.
A las ocho menos cuarto, la tía Dori lo agarró de la mano y se fueron por el
pasillo.
El Walter se fue mirando para atrás, diciendo chau con la mano que no
estaba atada a la tía Dori.
Esa noche, el Chiqui le mostró un dibujo que había hecho para mandarle al
Walter al campo y después le preguntó si podía dormir con él, porque tenía miedo.
El Walter no volvió más y la madre nunca le envió por correo el dibujo que
había hecho el Chiqui. En vez de eso, lo dobló por la mitad y lo puso adentro de un
cuaderno de tapa roja que guardaba en el ropero.
¿Y los pibes?
El tipo le buscaba los ojos, pero Rafael no quería mirarlo. No quería abrir la
boca, ni ponerse a merced de su misericordia. Le dolía la pierna y el costado,
debajo de las costillas. Le costaba respirar, hablar le parecía imposible. Cerró los
ojos y al rato los escuchó salir de la pieza.
Rafael dormía con el Chiqui en la misma cama, para que no tuviera miedo,
hasta que un día lo mandaron a la cucheta de arriba porque el Chiqui se había
hecho grande, y los padres le explicaron que tenía que dormir solo, para no ser
maricón.
Los maricones son hombres que quieren ser mujeres, se metió la madre, y la
charla terminó ahí.
Había otras dos camas. En una, dormía el padre hasta que se hacía la hora
de volver de la escuela. En la otra, la que era de la abuela Alba cuando estaba viva,
dormían la madre y la Cinthia.
Quién te creés que sos para andar así vestida por acá, le dijo. Mirá cómo se
te caen los mocos, mirá, le decía, mientras la veía deshacerse en un río de dolor,
arrodillada en el piso, temblando un poco, como las rosas, cuando les crecen las
espinas.
La Cinthia pasó unos días tan callada, que hasta el padre se dio cuenta.
Después, el tipo miró a la hija y a ella le pareció que los ojos de su padre se
parecían un poco a los ojos de una víbora. Hasta creyó verlo asomar la lengua
entre los colmillos.
La madre observó la escena un rato largo y Rafael la vio juntar las cejas
sobre la nariz.
Vendí los vestidos que me dio la vieja, largó enseguida, levantando la voz
como para interrumpir la escena que le anudaba las vísceras.
La madre se levantó y fue a buscar la olla con los ojos fijos en el padre, el
ceño todavía fruncido y la cautela de un ciervo que escucha una rama seca
quebrándose entre los yuyos.
Qué pasó, contame, le dijo el padre a la Cinthia, deslizándola sobre sus
piernas para acomodarla, mientras la sentía hacerse diminuta.
Rafael supo que estaba pasando algo malo. Le vio los ojos a la hermana,
suspendidos en la oscuridad más profunda. Después miró a la madre, que no traía
el guiso, y de nuevo a la Cinthia, que no hablaba, y por último al padre, que le
puso la mano en la pierna a su hermana, con la punta de la lengua todavía entre
los dientes.
Acá tengo la plata de los vestidos, dijo con voz ronca la mujer, largando el
guiso y metiendo la mano temblorosa entre los condimentos acomodados en un
cajón de fruta, atado a la pared con alambres.
Estoy buscando.
La Cinthia no respondió.
No ves que sos una inútil, gritó el padre, sacándose a la Cinthia de encima.
Inútil de mierda, repitió, poniéndose de pie y acercándose al rincón de la cocina.
La mujer frente a ella la miró con esa pena cristiana que se parece más a una
arcada.
Del otro lado, en el patio, había una maceta, y en la maceta había una planta
de agapanthus que se llamaba Violeta y era la mejor amiga de la nena de la casa.
Esta silla de ruedas es como la maceta de Violeta, le dijo una tarde la nena a
la hija de la mucama, mientras tomaban la merienda.
La Negrita es tu amiga. ¿No ves lo buena que es con vos? No digas que te
tiene lástima, le decía siempre la madre, pero Florencia no le creía.
La mamá de la Negrita largó los platos, se sacó los guantes de goma y agarró
las bolsas de consorcio. Tenía que juntar todo antes de que la vieja se arrepintiera y
ya sabía bien qué cosas se iba a llevar. Lo único que hacía falta era aguardar al
primer intento de desapego de la patrona, que no hacía otra cosa que pasarse los
días despintando fotos con el llanto.
Sacó dos bolsas negras, llenas hasta reventar, como el tren de las siete que
esa tarde la llevó de regreso al rancho.
Y la mucama dijo que sí, nomás. Qué iba a decir, si la patrona tenía razón.
Asintió, pensando en la Negrita sentada sobre los monstruos que habitaban la
mente de su padre; monstruos sin ojos, de dientes afilados y podridos que
rechinan buscando carne blanda. Monstruos que la madre conoció demasiado
tarde y que apenas consiguió engañar escondiendo a las hijas detrás de una cortina
de plástico durante años.
Pero los monstruos se fueron haciendo cada vez más grandes, cada vez más
fuertes, acaso inmunes a los ojos de la abuela Alba, que los vigilaban desde el
portarretrato colgado en la cabecera de la cama.
El día que la Cinthia llegó a vivir con la patrona, no llevaba más que una
mochila. La patrona le dio la mano y se la llevó a su dormitorio.
Ese tardecita, volvió a la casa con un pote de helado que compró con la plata
que le dio la patrona. Cuando llegó, encontró a las criaturas solas, jugando en el
patio, y por primera vez en mucho tiempo, los abrazó.
Esa noche, la madre sirvió tres potes de helado de chocolate, se tiró con los
hijos en la cama que era de la abuela Alba y los escuchó hablar hasta que se
quedaron dormidos.
Al rato, sintió el quejido oxidado del portoncito del frente y los pasos
pesados y torcidos del marido. Cerró los ojos y se hizo la dormida.
Paramos media hora para comer, avisaron los choferes, y Rafael se tocó los
bolsillos vacíos y se tragó la risa. Al rato, se puso de pie y se sirvió otro café.
La señora del asiento cuarenta y dos salió con un par de anteojos de sol
disimulándole el mal sueño. Cuando pasó junto a Rafael –de pie, al lado del
ómnibus, con el café de máquina en la mano y los ojos achinados por la siesta– lo
miró de reojo y se metió en el restaurante.
El tipo del asiento ocho se acercó con un cigarrillo encendido entre los
labios, cerrándose el zipper del rompevientos. Le pidió uno y el tipo dijo que sí con
la cabeza, metió la mano en el bolsillo de la campera y le extendió un paquete
arrugado de Colorados y un encendedor.
Las manos le temblaban de frío, como le habían temblado la noche que creyó
que iba a morirse. Cerró los ojos y pensó en El Bajo, que era un laberinto negro en
el que flotaban la luna y las ventanas anaranjadas.
Las balas le pisaban los talones. Trepó a la estructura que sostenía un aire
acondicionado y de ahí, subió al techo como pudo, aguantando el ardor que sentía
en el costado.
Escuchó las botas y le pareció sentir la tierra temblar bajo las palmas. Quiso
ponerse de pie, pero el dolor le alcanzó el pecho y supo que sus piernas ya no
responderían. Ahogó un gemido. En ese momento, hasta mantener los ojos
abiertos le hacía doler.
Mareado como estaba, puso los ojos en la calle y se apoyó sobre los codos.
Las botas sonaban cerca y la adrenalina lo ayudó a arrastrarse, hasta entrar a la
casa.
Te dije que te iba a ayudar a escaparte, le susurró, y Rafael abrió los ojos
húmedos, sacudió la cabeza, terminó de fumar y regresó al micro, atajándose el
viento.
La puerta del dormitorio se abrió y escuchó la voz del tipo: Vení a comer,
Rafa, le dijo.
No quería levantarse.
No digas tanto puto, eh. No escupas contra el cielo, que algún día te puede
tocar besarte con un tipo.
Qué asco, exclamó Rafael, azotando los cubiertos. ¡Estoy comiendo!
Con qué.
¡Con mamá no, que era una santa! Y acordate que estás viviendo bajo su
techo. Escuchá un minuto y cerrá el pico, loro. Vos no escuchás, por eso te balean.
Qué querés que haga, viejo. Mirá, ¿ves esto? Esto es un balazo, papá.
Vos dejame a mí, Rafael. Yo nos voy a sacar de esta, le aseguró el tipo,
agarrándose el pecho con una teatralidad agobiante.
¿No voy a poder qué?, repitió Rafael, dándole un puñetazo a la mesa.
El viejo lo miró a los ojos con picardía y le puso una mano sobre el puño
cerrado.
No sé.
¿Y tu mamá?
¿Adónde?
Lejos.
Doña Pachi lo había encontrado solo, sucio y muerto de hambre. Dos días
atrás, la madre había juntado al hermano más chico y se había ido para el lado del
asfalto. Cuando descubrió el abandono, el padre fue detrás, con la esperanza
secreta de encontrar a su mujer para darle una paliza.
Sentado frente al televisor, cerró los ojos y se apoyó contra la pared, y recién
entonces se dio cuenta de que la pared era una jaula.
Rafael espió por su oreja y vio que soñaba con una tarde en la plaza y con la
abuela Alba, que era más linda que en las fotos y tejía un pulóver verde.
Cuando apoyó el vaso sobre el aparador, encontró una foto en blanco y gris
y le llevó un rato largo darse cuenta de que la que lo miraba desde el marco era la
abuela Alba. Estaba muy joven, tal vez en aquella época ni siquiera había tenido a
su padre. Llevaba un rodete redondo como la cola de un conejo y un vestido que
tenía más flores que el lapacho que se le asomaba por detrás.
Quiso devolver la foto a la repisa y casi voltea el vaso y por atajar el vaso, el
portarretrato se le fue como arena entre los dedos y acabó estrellándose contra las
baldosas.
Llevaba ropa nueva y se había peinado para el costado el poco pelo que le
quedaba. Se había afeitado y tenía olor a jabón y cigarrillo.
Cuando dijo que no quería ir con él, el padre le reprochó la traición, lo acusó
de ser igual a su madre y hasta lo amenazó con molerlo a golpes, pero Rafael se
escondió atrás de doña Pachi, apretó los párpados con todas sus fuerzas y pidió
por favor que su padre se fuera para siempre.
¡Cuando la vieja marimacho esta se canse de lavarte el culo, vas a tener que
pedirme por favor que te dé un plato de comida, pendejo hijo de puta!, le gritó.
Doña Pachi le pidió que se fuera y antes de salir, el tipo le dio una patada a
la heladera. Azotó la puerta del frente con tanta fuerza, que desde la cocina
escucharon los tornillos de las bisagras cayendo sobre las baldosas.
Ella se inclinó para abrazarlo. Le hizo un nido con las carnes y le acarició el
pelo, incapaz de hallar una respuesta para semejante duda, que se parecía más a
una puñalada que a una pregunta.
¿Qué quiere decir marimacho, Pachi?, quiso saber el nene, que de a poquito
se iba quedando dormido.
Cuando espió por la oreja de Rafael, vio que él soñaba con la casa donde se
había criado y también vio que en la casa quedaba uno, uno solo, que tomaba
ginebra y fumaba y lloraba sin que nadie lo viera, con un revólver en las manos,
desnudo, sobre la cama que antes era de la abuela Alba.
DOS
Existo todavia.
Era febrero y los pasillos del barrio hervían. La Corina se pasaba las siestas
mirando cómo el sol quemaba las chapas del otro lado de la ventana abierta.
Andaba con los párpados como persianas pesadas, muerta de sueño, y se
abanicaba con lo que tenía a mano. Lavaba un poco de ropa, escuchaba la radio y
atendía la despensa.
Aquella noche había soñado que enjuagaba unas remeras que había dejado
en remojo, cuando alguien llamaba a la ventana del kiosco, aplaudiendo. Ella se
asomaba para ver quién era y se encontró con la cara puntiaguda del Rafael.
¿Cuándo vas a venir, Rafael?, quiso saber ella, preocupada, porque el Keta
decía que la casa estaba fea como para recibir visitas.
Se arrimó a la reja y se encontró con las caras sucias de tres guachitos que no
habrán tenido más de ocho. Eran flaquitos y chabacanos, maleducados sin maldad;
medio pillos, pero compañeros. Uno solo tenía zapatillas, el más chiquito.
La Corina los conocía. Sabía que los pibes vendían tarjetitas en el subte y
que, con lo que juntaban, le llevaban comida a la madre, que estaba en cama hacía
rato porque había perdido una criatura por culpa del marido.
Doña, mire, dijo el mayorcito, con la voz medio apagada, levantando una
lata de pintura. Le pinto el frente, doña.
Cómo se le dice que no al hambre que muerde los labios y araña el estómago
de una criatura. Si lo que querían era llevar algo para comer a la casa. La Corina se
fue para adentro y al rato regresó con una botella de agua fría y pasó la tarde con
ellos.
¿Adónde vas?
¿Cuándo ve…?
Corina, acabo de llegar. Acabo de llegar, mami. Pasame las papas. Acabo de
llegar y ya me preguntás cuándo me voy, cuándo vengo. La puta madre, este
cuchillo no corta una mierda.
Le debo a Noriega. Ponele que yo soy la rata que se comió los quinientos
kilos de faso. Se cagó lo de Itatí.
El Gordo te va a esperar.
Otro día, lloró pensando en ella y dejó caer un par de lágrimas sobre el
nombre de Comodoro, con la esperanza de que la Carmen supiera que la
extrañaba. La lágrima borroneó la tinta y desde entonces, el nombre ya no se lee, y
la Corina no supo nunca si la Carmen también pensaba en ella, o si alguna vez le
escribiría una carta.
El Keta se puso el ventilador fijo y se tiró una siesta. Ella empezó a juntar los
platos tan distraída, que se cortó el dedo con el embalaje del pollo.
Una gota de sangre cayó sobre la mesa y la Corina se quedó mirándola fijo,
chupándose el dedo.
¿Carmen?
¿Qué?
¿Vos ya cogiste?
¿Secreto de hermanas?
Te lo juro.
No sé. O sea, sí. Pero es mentira que es lindo. ¿Viste que el varón te tiene
que…? Eso. Ay, no digas así, sos chiquita. Pero sí, eso. Y bueno, te la meten muy
fuerte. Te duele, es feo. Hacen como perros. Así, así, así. Y te aprietan, te hacen
doler. Te agarran del cogote, no quieren que hagas ruido.
¿Carmen?
¿Qué?
Durmió la siesta y esta vez, soñó con una plaza. Soñaba mucho, la Corina,
porque en el fondo se sentía presa. Este sueño se parecía más a un recuerdo: ella
era chiquita, la Carmen y el Ricardo también. Los otros todavía no nacían. El padre
todavía trabajaba en la fábrica y la madre no lloraba nunca. Estaban en la plaza y la
abuela Alba y doña Pachi tejían pulóveres verdes y conversaban, sentadas en un
banco. La miraban y le decían hola con la mano, y ella tenía puestas unas alitas de
plástico, que vaya el Diablo a saber dónde habrán quedado.
El padre la subía a los hombros, ella cerraba los ojos y volaba alto, altísimo;
tan arriba, que las nubes húmedas, en estampida, se le deshicieron contra la cara.
Qué hacés, Carlos, le quiso decir, pero el Keta le calló la boca de una
trompada.
Cuando pudo abrir los ojos de nuevo, vio las cajas de vino desparramadas
sobre la cama, en la mesa de luz y sobre el modular, al lado de la Virgencita, que se
parecía a la Carmen y la miraba con los ojos tristes.
Le dolieron los brazos y las piernas, los ojos y las costillas, pero lo que más le
dolió fue él. Él le dolió tanto, que cuando vio su reflejo roto en el espejo sucio,
comenzó a llorar de nuevo.
La Corina torció el cuello y vio que sobre la cómoda, entre las cajas vacías y
junto a la estatuilla, había un plato con restos de cocaína.
Se levantó, fue hasta el ropero y empezó a meter sus cosas en una bolsa de
plástico.
El Keta, desparramado sobre la cama, abrió los ojos, atontado. Le llevó un
buen rato enfocar la imagen de la Corina y entender lo que hacía. En una mano, la
bolsa llena de trapos; en la otra, el mango de madera del cuchillo que tenía filo.
Querido Federico,
Te escribo esta carta desde casa. Acabo de ver un documental sobre el Coliseo.
Automáticamente me acordé de vos y enseguida se me vinieron un montón de
cosas a la cabeza.
No tengo idea qué hora será allá, acá son las nueve y veintinueve. Debo
reconocer que cada vez me acuesto más temprano, ¿me estaré convirtiendo en una
vieja de mierda?
Pero esta vez vengo pensando mucho en la parte oscura de vos, como dije
alguna vez. A lo mejor, sea eso lo que me lleva a la cama tan temprano. No quiero
pensar en tus oscuridades, pero es que de repente me han ocurrido tantas cosas.
Quiero creer que esta llovizna finita sobre una Buenos Aires fantasmagórica
tendrán algo que ver con tu reaparición imaginaria, pero confieso que a mí
también me ha alcanzado lo surreal y es aquí donde tus oscuridades parecen
reverdecer (¿o renegrecer?).
Quiero que sepas que poco queda de todo eso que supe ser y para colmo de
males, por repatriarme en un país a punto de estallar, cada vez me resulta más
difícil recordar las buenas épocas. También habrá sido un poco por eso que te
saqué de las fotos mentales, para que la miseria que me fue acorralando no se
encontrara nunca con esa belleza tuya, que ya te dije que es eterna. Hiciste bien en
quedarte en Madrid. Yo fui cobarde y prejuicioso, y ahora me arrepiento un poco.
Lo he vendido casi todo (solo conservo un par de joyas, vajilla y la casa que
era de mi madre, que es donde vivo ahora.) Si te cuento todo esto no es para
conmoverte, no te preocupes. No voy a matarme, ni mucho menos atreverme a
pedirte dinero. Lo hago para que entiendas por qué hice lo que hice. Y por qué se
me han resucitado tus oscuridades.
Hace casi cuatro meses que vivo con cuatro muchachos. No puedo decirte
que son buenos tipos, sinceramente, pero dejame explicarte:
Si hacés memoria, subíamos por un ascensor que dijiste que parecía una
jaula y yo canté “Qué par de pájaros los dos”. Era primavera y era el año de 1976.
Vos llevabas puesta una camiseta polo negra y no te sacabas los anteojos por nada
del mundo, porque estabas muerto de vergüenza de mirar a mamá a los ojos (por
eso, tal vez, recuerdes el edificio a través del sepia de tus gafas de carey).
Hoy, de todo ese sol, no queda más que una luz difusa que calienta la
espalda de la torre que han construido enfrente. Ya poco y nada sobra del
esplendor de este departamento. Me avergüenza confesarte que si lo he vendido
todo, fue para pagar lo poco que me queda. Lo poco a lo que me aferro, como
cárceles diminutas para la memoria.
Fue así que conocí a los muchachos, que no serán de lo mejor, pero pagaron
lo suficiente para permitirme vivir lo más dignamente posible, si es que acaso a
este país de corruptos le queda algo de dignidad.
Los muchachos vienen del Oeste. En el Oeste está el agite, me dicen siempre.
No sé muy bien lo que quiere decir, pero de alguna forma me da ternura. Cada
quien tiene sus modos de amar la tierra que lo parió.
Quiero dejarte en claro que no soy más que una pobre víctima al que un
grupo de violentos obligó a cometer un delito, pero eso solo en caso de ser
descubiertos por las fuerzas. ¿Ves que siempre fui cobarde?
Ojalá hayas leído esta carta hasta el final, Federico, porque esta es una carta
para pedirte perdón. Perdón por haberte juzgado tan descaradamente. A lo mejor,
esta también sea una carta para perdonarme a mí mismo, pero es muy pronto para
saberlo.
Sabrás disculpar tanta melancolía. Esta debe ser la primavera más triste que
ya atestigüé. A lo mejor, hice todo esto buscando una escapatoria. Todos nos
escapamos a veces: vos te escapaste de Porto por miedo a tu padre, yo me escapé
de Madrid por miedo a tu lifestyle. Por miedo a tus modos de existir.
Y mirame ahora, preso de mis palabras. Preso en una prisión que es más
eterna que todas las cárceles. Ay, Federico, ¡ojalá hubieses sido vos esa cocaína en
la azucarera! Así, me hubiese tomado dos días para pensar lo que tenía que hacer.
Así, a lo mejor, todavía podría mirarte a los ojos. Por eso, espero que si todo este
tiempo no te dejó perdonarme, esta carta lo haga.
Agustín
Ricardo se sentó, puso la mochila entre las piernas y empezó a sacar las
guías. Las contó y las fue apilando a un costado, sobre el banco de la estación.
Sacó el cuaderno y lo abrió sobre las rodillas. Después, sacó la caja de lápices
de colores y la apoyó sobre la pila de guías. En el cuaderno no había renglones (a
Ricardo, los renglones le molestaban) pero había un dibujo de un hombre
devorándose un tigre (o de un tigre devorándose un hombre, era difícil saber,
puesto que ambas figuras se envolvían en una lucha que diluía las fronteras de sus
cuerpos).
Ricardo levantó los ojos y vio el mural original del otro lado, cruzando las
vías de Estación Malabia. Lo observó un buen rato, para decidir si esa tarde sería el
hombre o el tigre. Se regalaba cada vez que podía esos cinco minutos de paz entre
trenes, porque así era más fácil hacer la calle.
Yo no quiero que se tiente con las nenas, le había dicho su madre por lo bajo
a doña Pachi, hacía mucho. Y como Ricardo era el más grande, fue el primero en
entenderlo todo.
Querido Federico,
Debo confesar que tu respuesta me dejó sin palabras. A esta altura, ni siquiera
esperaba que siguieras usando la misma cuenta de email. Imaginate mi cara al leer
todo lo que leí. Nos sorprendimos mutuamente y eso solo hace que siga goteando
surrealismo sobre este cuadro lleno de símbolos paganos.
Adivinarás que mi primera reacción fue juzgarte con todo este fulgor marica
que me recuerda un poco a mi madre y un poco a uno de los sacerdotes del liceo
de mi adolescencia. Entonces, hice lo que hice con la cocaína escondida en la
azucarera: levanté la tapa, observé detenidamente, volví a taparla y esa tarde me
tomé un té con miel.
Me cuesta pensar que al final tu padre triunfó y que el mandato fue tu jaula
y que tu vida es una cárcel inmensa, como vos decís. Me cuesta quitarte los
anteojos de carey y ponerte ese chalequito espantoso que usan los empleados de la
panadería, que es el imperio que ese hombre que te hizo, pero no te quiso, quiere
perpetuar. ¿Por qué intentás convertirte en lo que alguna vez te destruyó? ¿Tanto
te gusta vivir en pedazos? Ojalá pudiera mostrarte las cosas que pasan cuando
todas tus partes se encuentran.
Siento melancolía por todo lo que no habité a tu lado y siento culpa por
haberme ido y siento rabia porque toda esta verdad doliente se me viene a
desarmar frente a los ojos cuando ya no puedo hacer nada para torcerle las ramas
al destino.
Una persona cualquiera, de esas que andan por la vida regalándole verdades
(y un poco de paz) a la gente que se cruza, me enseñó una palabra hermosa una
vez. Me dijo: somos ñeris.
Mientras escribo esto, sonrío: la imagen del espejo ovalado de roble, que
todavía conservo, me engañó. Creí, por un instante, verte sobre la cama, desnudo,
con un cigarrillo entre los labios y el jopo al costado, como los actores de
Hollywood. Me decías cosas lindas y el humo se escapaba entre tus labios de
durazno.
Me decías:
Estoy cansada de ser poco natural todo el rato y no poder hacer lo que
quiero. Estoy cansada de actuar como si no comiese más que un pajarito.
Hoy, tantos años después, me temo que algo de todo eso queda y ya no
volveré a negarlo. Prefiero que así sea, que permanezca conmigo aquello que
alguna vez fue nuestro. A pesar de haberlo negado. A pesar de haber intentado sin
éxito hacerte desaparecer para ver si, después de vos, quedaba algo de mí.
Comprenderás que necesitaba sobrevivir y precisé poner tu existencia en pausa.
El piano de Argerich se apodera del dormitorio, cierro los ojos y siento tus
manos firmes en mis hombros. Sonrío para nadie.
Rafael llegó a casa hace un mes con una herida de bala y pocas chances de
contar el cuento. Sabés que soy un cobarde, te imaginarás cómo me puse cuando vi
toda esa sangre. El pendejo se me iba en los brazos y no sé por qué pensé en mamá
y terminé haciendo lo que hubiese hecho cualquier mujer con una criatura herida:
me guardé las lágrimas, saqué fuerzas de no sé dónde, lo acomodé y le di de beber
y lo mantuve despierto hasta que conseguí ayuda.
Varios favores me debe la Cococha, y tuve que recordárselos todos para que
aceptara venir a ayudarme, porque sabía perfectamente que lo que estábamos
haciendo era ilegal.
No sé qué decirte, Federico. Cuando sentí que se iba, que se le extinguía esa
luz que tiene presa en las pupilas, el estómago se me hizo piedra. Él era un pichón
con las alas rotas y yo tuve miedo. Miedo como el que no sentía desde nuestros
días juntos, separándonos. Uno de esos miedos paridos por lo irremediable.
Esta tarde le pregunté. No quiero hablar de eso, me dijo, y con las palmas de
las manos se cubrió los ojos, porque es por los ojos que habla Rafael.
Con el dinero que me dieron por las cosas de mamá, tiramos hasta que el
Rafa se levante aunque, debo confesarte que de regreso a casa, me compré una
botella de Disaronno. Estaba regalada: la licorería cierra a fin de mes.
Acabé contándole que te escribí una carta y me dijo que le parecía una
estupidez, que qué es eso de aparecérsele a alguien de ese modo, como un
fantasma que ha demorado veinte años en aceptar que está muerto.
La Cococha siempre confunde los recuerdos con fantasmas por cosas que le
habrán pasado a ella, por eso le expliqué que yo no quiero atormentarte, ni
pretendo arrastrar cadenas para no dejarte dormir. Patrón de las oscuridades que
habito, estoy más cerca de la Ópera que de Canterville.
Como Cocó Chanel, dice, y se ríe, pero por fuera nomás, haciendo fuerza
para no desmoronarse.
Buenas noches,
Agustín
¿Cómo te llamás?
Candy.
Gracias.
Papi.
Eso, Papi, yo soy el Papi. ¿Vos sabés cómo le gusta al Papi cogerse a las
putitas?
La Candy miró para otro lado. A veces se iba del juego porque le dolía el
cuerpo y se moría de sed y la penumbra de la habitación la mareaba.
Frente a la cama había un espejo y la Candy vio a la Carmen del otro lado
del cristal, con un hombre atravesado en el cuerpo y los ojos llenos de lágrimas. El
hombre era un bebé gigante, peludo, sudado, que lloriqueaba y chupaba la teta y
después se retorcía en la cama con la cabeza entre las piernas de la piba, como
haciendo fuerza para meterse en su útero. La Carmen lloraba desconsolada por
todo lo que la Candy no podía llorar cada vez que el Tito (o algún otro) venía a
visitarla para sentirse menos miserable.
La Candy hizo que sí con la cabeza. La gaseosa estaba rica; era de naranja,
bien dulce.
Ahora me la tenés que pagar. Todo se paga en esta vida, ¿nocierto?, decía el
viejo, con los bigotes húmedos de alcohol, retorciendo el cuerpo enorme sobre el
colchón escalfado. ¿La nena le va a pagar la gaseosa al Papi?, preguntaba, entre
carcajadas de borracho.
Qué buenito el Papi, que le trae la gaseosa a la nena, le decía el Tito al oído,
y la Candy miraba la botella, haciendo fuerza para que su cuerpo no se apagara. Se
quedó así, boca abajo y con los ojos fijos en la botella, hasta que el Tito terminó de
vestirse.
El Tito abrió la puerta y antes de salir le tiró un beso. Ella lo escuchó reírse a
carcajadas, alejándose por el pasillo.
Recién entonces, pudo volver a respirar. Le ardían los brazos y las piernas, el
cuero cabelludo, el cuello y la parte de la espalda donde el Tito había apoyado el
codo, y sobre el codo, todo el peso de su cuerpo obeso.
Quiso girar en la cama y el dolor la partió al medio, pero no lloró, por miedo
a que la escucharan. Como pudo, acomodó la almohada y dejó caer la cabeza. La
penumbra roja de la pieza le comía las córneas, la hacía desfallecer, y cuando
estuvo a punto de quedarse dormida, escuchó clarito el quejido de la puerta.
La Carmen lloraba tanto, que cuando la Cindy la vio, se olvidó del hambre y
del miedo al ayuno y lloró con ella.
Querido Federico,
Te escribo esta carta contento de saber que estás un poco mejor. Las palabras
tienen un poder sanador que no alcanzo a comprender, pero que me propuse
aprender a dominar, si con eso consigo abrazarte desde tan lejos.
Aquí las cosas no están mucho mejor. Me alegra que me cuentes que en
Portugal ya les han televisado toda nuestra miseria. Me alegra, aunque sea un poco
inútil, un poco tarde.
La cuestión es que la pobre se quedó sin techo: lleva tres meses sin cobrar el
sueldo del hospital y acabaron corriéndola del lugar que alquilaba. Me pidió que le
deje el cuartito de servicio y desde luego, no tuve problema. Nos hacemos
compañía, charlamos largo y tendido y cuando hacemos silencio, la Cococha va y
se encierra en el cuartito donde apenas cabe una cama y una valija, y mira por una
ventana que da a un muro gris y húmedo. Supongo que así se le habrá ocurrido
todo, entrenando la imaginación para trepar ese muro espantoso y alcanzar el cielo
con los ojos.
Preparó mates, me sentó a la mesa, me dijo “menos mal que está la Cococha”
y me contó su plan.
Ay, Federico, te hubieses muerto de risa de haber visto la cara del empleado
nuevo del cibercafé el viernes pasado, cuando le caí en el local con un enfermero
marica y un chonguito bien cabeza, a pedirle la computadora de siempre. Era
obvio que no planeábamos nada bueno.
No lleva mucho tiempo trabajando ahí, pero sé que me tiene de vista y supo
enterarse alguna vez que escribo poemas en esas libretas de tapa amarilla que
venden en el subte. Nunca nos miramos a los ojos. No hasta entonces.
En los últimos meses, nos habremos cruzado una vez por semana, cuando
vengo a chequear mis mensajes. Siempre supo que soy maricón, creo que por eso
me evita con la mirada y cuando me da el vuelto, presta mucha atención para que
nuestras manos no se rocen.
La Cococha nos mostró una página de Internet que usan los putos con plata
para contratar acompañantes y le preguntó a Rafael cómo se veía comiendo
langosta con un viejo cheto de Puerto Madero. Al pendejo lo tuvimos que atajar
para que no armara un escándalo. Es bastante mataputo, supongo que habrá tenido
un padre de mierda, como todos nosotros.
Cerraba por todos lados y más cerró cuando Alberto, el portero, nos tiró el
resumen de las expensas vencidas hace meses por debajo de la puerta.
Las fotos las saqué yo, por supuesto. Armamos una producción muy mersa,
pero nos divertimos mucho. Lo hubieses visto a Rafael, posando en calzones. Le
puse un par de cadenas que eran de mamá y una gorra con la visera para atrás,
para que en la foto no saliera el bordado colorado de Supermercados Tía. Después
hicimos piedra, papel, tijera, a ver quién iba a revelarlas. Perdió la Cococha, pobre.
Te abrazo,
Agustín
Ella sabía que había pasado algo malo, por eso se ofreció a cuidarlos y por
eso gastó lo que le quedaba en una cortina opaca, para cambiar la sábana, para
tener una excusa para ir a espiar a la nieta de Alba.
Cuando sus ojos se encontraron, los de la Carmen estaban tan vacíos, que ni
llorar pudo. Había sacado la foto de su abuela de la pared y se la había puesto
sobre la panza, que estaba inflada como un globo, porque ahí adentro dormía un
gurisito condenado a la cárcel mucho antes de nacer.
Con las manos temblando como arañas, le sacó la foto a la Carmen, la miró
un rato largo y después la puso en su lugar. Arrancó la sábana raída y colocó la
cortina de plástico celeste, llena de dibujos de angelitos. Cuando la estiró, el
plástico se despegó con un ruido de cinta de embalaje y los ojos de todos los
ángeles quedaron mirando para la cama en la que dormía el padre.
Habían cortado la esquina cerca de las diez, pero algunos contaron que
estaban ahí desde las seis de la mañana. El viernes pasado, les habían repartido
números y les dijeron que volvieran el lunes, que el dinero de sus pensiones estaría
esperándolos, pero los engañaron y por eso habían tomado la calle y aplaudían,
gritaban groserías o amenazaban con desmayarse de calor.
Un pibe pasó ofreciendo una revista que se llamaba Sudestada. Dos pesos,
dos pesos, gritaba. En la tapa salía Fontanarrosa, que con cara muy seria avisaba:
“Siempre tengo la disculpa del humor.”
Así es, Mauro. Buenos días. Como bien decías, estamos aquí, firmes, junto al
pueblo, que en este caso se encuentra… enardecido.
¡Sinvergüenzas!
¡Manga de chorros! Treinta y ocho años trabajé, para que me hagan esta
canallada.
Tengo ochenta y cuatro años, señorita. Y mire cómo estoy, como un soldado,
acá, bajo el rayo del sol, a ver si podemos cobrar…
¿Desde qué hora está acá, abuelo?
Desde las…
Yo estoy desde las seis. Hola, buen día, disculpe. Desde las seis estoy yo.
Acá tengo los papeles de mi abuela, yo soy la empoderada, mami. Doscientos
treinta y ocho pesos con cuarenta centavos cobra, la pobre mujer, y ni eso nos dan,
mami. Dos criaturas tengo yo. Cómo hacemos con doscientos treinta y…
Mala gente, eso es lo que son. Porque si fueran buenas personas, por lo
menos nos dejarían pasar a sentarnos en el aire acondicionado, como están ellos…
¡Que nos dejen pasar, señorita! Desde las seis y media que estoy parada…
Pero, señorita, qué me dice. Cómo más me puedo ajustar, si más de la mitad
se me va en pagar las cuentas. Mi hijo no tiene trabajo, tres nietos tengo a cargo.
Tengo que elegir entre tener gas o comprar comida, es una situación humillante...
A ver, Celeste…
Decime, Gabriela…
Sí, dijo, porque no supo qué decir. La voz de la conductora del noticiero se
oía distante, y tenía que hacer un esfuerzo para entender, con tanto alarido a sus
espaldas.
Del otro lado, nadie respondió. El que soplaba el silbato no sopló más. Del
auricular no venía ningún sonido y la Cinthia no entendió lo que pasaba. Miraba a
la reportera y al camarógrafo, como preguntándoles qué hacer.
Cortaron cuando dijo lo del hambre que te hace gritar, avisó por fin Celeste
Ragallo, oyendo las instrucciones que le dictaba el cable que tenía enchufado a la
oreja, deshaciendo la sonrisa en un nido de colmillos. Se metió un chicle en la boca
y le arrancó el auricular a la Negrita.
¿Dije algo malo?, preguntó ella.
Pero…
Y vos tenías que decir que sí, que estabas acá por la viejita, y ella iba a
empezar un monólogo sobre lo importante que es estar unidos y en familia en
estos tiempos, que son tiempos de darle una mano a la Patria.
¿Cómo sabés?
Querido Federico,
Te escribo ahora porque no sé cuándo podré volver a hacerlo. La ciudad está cada
día más sumida en el caos, Buenos Aires no es más que una bomba de tiempo, un
incendio de vidrieras y asfalto. Me atrevería a anticipar que tendremos un siglo de
mierda, pero no quiero ser tan barroca. Nunca me atreví al papel de socióloga-
Nostradamus, no voy a arrancar ahora.
Un pobre infeliz comentó hace un par de tardes que se le habían metido tres
tipos al negocio, le pidieron disculpas y se llevaron todo lo que pudieron. El
hombre relataba la desgracia y yo me acordé del hijo de Franco Macri, contando en
televisión cómo sus secuestradores le habían explicado lo que significa criarse en la
vereda de enfrente.
Había un dejo de asombro en su voz; asombro del que nunca pasó hambre y
tampoco estudió la historia, y no tiene ni la más remota idea de las tormentas que
la injusticia es capaz de desatar.
¿Sabés? Aquella comparación que hiciste con el derrumbe del Puente Hintze
Ribeiro me parece de lo más acertada: llueve torrencialmente, las estructuras que
nos sostenían se están desplomando, estamos atrapados en la correntada y quienes
deben protegernos, nos miran morir.
Te juro que quisiera poder contarte cosas más felices. Contarte, por ejemplo,
que la casa está hermosa, que la Cococha ha vuelto a reír o que a Rafael ya no le
duelen las heridas, pero te mentiría.
Pero, vamos hombre, qué es esto, ¿una carta de suicidio? Quiero saber de
vos. ¿Sigue vivo tu padre?
Y vos seguís siendo esposo y gerente de una cadena de panaderías, todo eso
ya lo sé. Pero quiero saber de vos de todas formas. Descubrir en el relato de tu
cotidianeidad algún gesto tuyo que recuerde hermoso, aprender tus nuevas
verdades y romper algún secreto, para cargar un poco cada uno, como hacíamos
antes, cuando nos jurábamos amistad eterna en medio de los revolcones.
Vaciando cajones, encontré las fotos en Mykonos. No tenía idea de que las
había conservado. Creo que recordarás que volví de Madrid con poquísimas cosas.
Te voy a escanear una y te la voy a mandar. Una que me gusta mucho y que
mantuvo, a través de los años, algún misterio indescifrable que todavía me hace
sonreír. Vos aparecés en el centro, bronceadísimo, y a tus espaldas, el azul es
eterno. Tenés puestos los anteojos de carey y sonreís como si la felicidad fuera una
certeza perpetua. Y a lo mejor lo era, esa tarde, cuando tomé la foto.
¿Será que vos conservás fotos mías? Me río solo, no me lo creo, pero tan solo
pensarlo me da un poco de ternura. ¿Ternura o nostalgia? No sabría decir. Esta
época no nos conoce, no nos recuerda, nos sabe nada de nosotros, ni de las cosas
que hubiésemos hecho de haber sabido todo lo que ahora comprendemos. Siempre
le eché un poco la culpa al miedo. Ahora, sé que la culpa no existe y que el miedo
es una manera poética de pronunciar prejuicio.
¿Recordás mis palabras?
Con nostalgia,
Agustín
La tía Dori repetía siempre que Dios aprieta, pero no ahorca, y que cuando
las cosas se ponen feas hay que permanecer en familia y pedirle a Él que interceda
por el hambre del pueblo, sin olvidar los sacrificios y las responsabilidades que Le
debemos.
La tía contaba que eso le enseñó el Pastor, una tarde que la llevó en la
camioneta desde el templo hasta el pueblo, para que le hiciera unos mandados.
Era cierto que la tía Dori había sido buena con él, que lo había mandado a la
escuela, que le había comprado colonia, pero sucede que en algunas ocasiones, la
bondad no es más que el velo de la norma, y acaba durando lo que dura la
obediencia.
Cuentan las malas lenguas que la Dori insistió demasiado con tener al
Walter más cerca de Dios que de las gurisas; tanto así, que el muchacho terminó a
los besos con el más chico de los Fonseca, que era un poco parecido a Jesús (y a
Batistuta) y, para colmo de males, era hijo del intendente.
Temiendo que el hijo le saliera poeta, Fonseca mandó a llevar los caballos al
otro campo, tiró el cuaderno a la basura y le buscó al muchacho alguna ocupación
en la Intendencia, alguna cosa que lo hiciera sentir imprescindible, importante, y
sobre todo, incorruptible por el adalid del visceral verso pizarnikiano que lo
atormentaba de profundis.
Allá lejos, el hijo de Fonseca dio con una casa de adobe, una bicicleta y un
muchacho de su edad, tomando el sol panza arriba, leyendo un cuaderno de
poemas que había encontrado en la basura.
Qué cosas lindas que escribe, patrón, le dijo el peón, envolviéndole las
pestañas rubias en un abrazo de pupilas negras, y se ve que algo habrá chispeado,
porque después los cuatro ojos se tiraron al pasto y corrieron entre las flores un
rato largo, hasta que sus dueños pudieron volver a mirarse.
Cuentan las malas lenguas que la idea fue del bastardo malandra, que
convenció al hijo de Fonseca de subir juntos a la camioneta, agarrar la ruta y
conducir hasta un lugar donde Dios no pudiera verlos. Y el hijo de Fonseca se dejó
convencer, porque era bien macho, sí, pero poeta, y es bien sabido que la poesía es
capaz de corromper hasta al peón más guapo.
El Walter le dijo a la tía Dori que el hijo del intendente había llegado en una
camioneta como la del Pastor y le había dicho que el padre mandaba a que lo
acompañe a hablar con los vecinos.
Justo le dijo a Próspero Fonseca que los vecinos todavía no sabían a quién
elegir, por lo que había decidido volver a visitarlos el siguiente domingo.
El gringo lo escuchaba mirando el cielo, con un yuyo entre los dientes, como
si estuviera tomando una decisión. Se levantó, fue hasta la camioneta y regresó con
el cuaderno que el Walter había rescatado, que tenía un escondite secreto: un
pedazo del forro de la tapa trasera convenientemente rasgado.
“Una cosa que podríamos hacer los artistas es ponernos de acuerdo para montar
escenarios por todo el país, todos al mismo tiempo.
La gente bien se ofendería, estoy seguro, pero ellos no saben que en este país hay
una vaca por persona.
¿Dónde está la vaca de los que defienden al dueño del matadero? ¿Quién se está
comiendo la comida que falta en la mesa de su casa?
Sé que otros tantos vendrán a apoyarnos. Vendrán de los barrios, donde no hace
falta poner escenario para que la gente se entere lo que es el hambre. Para que la
gente se entere que, cuando hay hambre, pasan cosas feas.
No se puede pensar con hambre. Pero a veces, sucede que tampoco se puede
pensar sin él. A los que tienen de sobra, les pasa seguido.
El arte es un lente que le permite a los que tienen conocer la miseria, y a los
miserables, conocer la justicia”.
El Walter se dejó sonreír con todos los dientes, aunque los suyos no fueran
tan lindos como los de Justo. Rio y, en secreto, deseó que su tía Dori estuviera allí,
para poder mostrarle que hay cosas más hermosas en las que creer. Para poder
enrostrarle la imagen de un hombre que conducía como el Pastor, lucía como
Cristo y tenía el decir de Rosa Luxemburgo.
Sabés que tenés razón, le dijo, y le puso el cuaderno en las manos, porque
deseaba que el Walter se lo quedara para siempre.
Infelizmente, como es bien sabido, después de los para siempre vienen los
finales. Pero qué podían entender ellos, que jamás habían tenido tiempo para
enamorarse.
La tía Dori estaba sentada en la galería, tomando mate y viendo gotear sobre
los árboles, cuando el crujido de la camioneta sobre la tierra húmeda la arrancó de
la somnolencia.
El hijo de Fonseca bajó el vidrio del acompañante y saludó, pero a la tía Dori
le costó reconocerlo, porque llevaba anteojos de sol.
Cuando el chinito salió a la galería, llovió tan fuerte, que el barullo del agua
en el zinc no le dejó oír lo que gritaba Justo, que de lejos le hacía señas para que se
acercara.
Lo miró y tuvo que achinar todavía más los ojos, porque le pareció ver al
Ricardo, su hermano más grande. Por un instante diminuto, el Walter se imaginó
que el hermano había vendido tantas guías de la ciudad, que se había comprado
una camioneta y había ido a buscarlo. Hasta le tembló la panza.
¡Qué carajo te pasa!, gritó el chinito, que se había pegado flor de susto.
Justo se sacó los anteojos de sol: su ojo izquierdo parecía una albóndiga
podrida.
El Walter quiso decir algo parecido a que Fonseca no tenía derecho a alguna
cosa, pero Justo, que bien mejor conocía los límites de los privilegios de su padre,
lo interrumpió de inmediato:
No.
No.
No.
No.
Justo le hizo nido en un abrazo que sabía que era el último, le acarició el pelo
con ternura, le besó la mejilla y cuando le rozó el cuello con los labios, le soltó al
oído un suspiro de palabras tristes:
¿Cuánto tiempo más creés que vas a poder esconder lo que sos?
Un poeta.
Justo sonrió.
Federico,
Buenos Aires está en llamas, el chico del cibercafé me dejó pasar solamente
porque me conoce y porque le traje unos tostados de queso de regalo. Me contó
que no había comido nada en todo el día.
En los altoparlantes del local comenzó a sonar una canción demasiado pop
para musicalizar tanta miseria, y el pibe la cambió enseguida.
Esta es la nuera del sorete del presidente, me explicó, y yo sonreí como para
hacerle la segunda, porque la verdad que no tengo ni idea de quién es Shakira. Vos
me conocés, mi religión no es el pop. Yo tengo fe en alguna síntesis entre Marx y
Brian Weiss.
Son las diez en punto. La persiana del negocio está baja y en televisión
muestran imágenes del ejército de hambreados derribando rejas y metiéndose
como pirañas en los mercados. Un chino llora desesperado y cuenta que lo perdió
todo.
Demora un rato en comprender lo que quiero decirle, pero por fin asiente. Se
ve que él también estaba distraído con tonterías cuando la miseria se apoderó de
este país.
El reportero informa que están vallando la Casa Rosada y medio que por
instinto levanto la vista y miro la pantalla, buscando a Rafael, como creyendo que,
por casualidad, pasará por allá.
Y aquí me tenés.
Qué hubiese sucedido de haber escuchado tu voz antes que mis prejuicios.
Agustín,
¿Gabriela?
Mauro.
Renuncia Cavallo.
Vamos a enfocarnos en Cavallo. A contar para dónde viaja, qué planes tiene.
Viste que la gente es boluda, esas noticias le gustan. Y después le metemos fichas a
lo que armó Juanpi.
Convengamos que muy bien el tipo, también. Gran actor, hay que decir.
Y cortó.
Se bebió lo que quedaba de whisky, atendió el portero eléctrico y atravesó el
departamento con la garganta en llamas. Antes de abrir la puerta, se miró al espejo,
se guiñó un ojo, se acomodó el bulto y se peinó con los dedos.
Del otro lado del umbral, en la penumbra asfixiante del pasillo, el pendejo lo
miraba con una firmeza impostada. Alcanzó a distinguir allá, en el fondo de sus
ojos, unas gotas negras de miedo. Eso lo entusiasmó.
El aliento etílico devolvió alguna cosa oscura a la memoria del pibe, que
corrió la cara. A Mauro eso le encantaba, lo calentaba. Sabía que el pendejo no
podría rechazarlo por mucho tiempo; le iba a pagar buena plata para que hiciera lo
que él le mandara a hacer.
Era cierto.
Y vos sos…
Lucas, mintió.
Qué asco, escupió Rafael, que sin poder evitarlo, chocó de frente con el
fantasma de su padre, preso desde hacía años entre sus párpados y sus pupilas.
No seas prejuicioso. Mucha gente usa el sexo para resolver asuntos
pendientes. Pensalo como que le estás dando una mano.
Agustín estuvo de acuerdo con Rafael, pero no abrió la boca para no quebrar
el clima desopilante de la escena. Se habían pasado la tarde enseñándole al pendejo
a sobrellevar su primer operativo.
Que le digas operativo no me hace sentir mejor, qué querés que te diga.
Uf, mirá cómo está, dijo Mauro, apretándose el bulto con fuerza y
desfigurando el rostro en una mueca morbosa.
Lo despertaron de un puñetazo.
Quiso moverse y sintió el cuchillazo entre las piernas, pero ahogó el alarido
y se incorporó. Estaba desnudo. El tipo solamente le había dejado puestas las
zapatillas. Le dolía mucho la panza, pero no se animó a decir nada. Se miró los
brazos y descubrió que estaba lleno de moretones.
Mirá.
Una vez en la calle, el sol le llovió como fuego en las pupilas. Hizo visera
con una mano y con la otra se apoyó en la pared para tomar aire.
Bajo los cascos, los ojos de todos los policías se parecían un poco a los ojos
de su padre.
Querido Federico,
me temo que dejar de creer en algo es, al mismo tiempo, dejarlo en libertad.
El día que dejé de creerte fue el día más triste de todos. Es cierto, ese día
fuiste libre y fui libre yo también, pero a cambio, te me moriste un poco. Te me
moriste en los brazos, que ya no te abrazaron nunca más.
Recuerdo que antes de dejar de creerte, hubo también un día que me permití
parir la duda.
Cómo te enojaste, ese día. Te enojaste tanto, que algo adentro mío se hizo
chiquito. Te enojaste tanto, que bajé la voz y te dejé escupir la furia de entre los
labios.
Dejo de creerte para librarte de esta mentira, te respondí, y después salí del
cuarto, salí del edificio, salí de Madrid.
Sé que por querernos demasiado, dejarnos ir fue el infierno que nos habían
prometido quienes creen que dos varones no pueden amarse.
Buenos Aires volvió a ser mi casa, mamá se murió en una cama del
Fernández y yo vacié las fotos de la memoria en incontables libretas de tapa
amarilla que andá a saber dónde habrán quedado.
Después pasaron los días y las décadas, y yo creí que por fin era libre, libre
para siempre, de esa forma siniestra que tenemos de encariñarnos con una
presencia.
Fruncí el ceño y le dije a la Cococha: “¿No te parece que Rafael está tardando
demasiado?”.
¿Y ahora quién será membrana para este techo, que vuelve a estar roto en
mil pedazos por culpa del huracán que desataron las memorias calientes y las
ausencias de hielo?
No me despedí de vos.
El ciclo se resetea.
la certitude.
HONORÉ DE BALZAC
1
Contaban siempre mis padres que cuando nos mudamos a la casa de Villa
Santa Lucía, los sapos demoraron muchos meses en enterarse de que, desde
entonces, en el terreno vivía gente.
Mamá dijo siempre que le daba miedo permanecer en un lugar tan retirado,
con una nena tan chica, pero yo sé que en el fondo le dolía la casa; tanta memoria
escondida entre los libros, sobre la alfombra, en cada uno de los rincones que nos
miraban como impacientes, como esperando ser habitados por alguien que ya no
estaba.
Ocurre que la casa primero fue una pieza, pero papá tenía unos brazos
fuertes que levantaban paredes con el barro. Siempre decía que, en otra vida,
habría sido un hornero, y yo creo que es cierto. Mi padre fue un pájaro alguna vez.
Aun en su forma humana, un poco se les parecía.
A todos nos habrá tocado ser ave alguna vez, decía él. Aves que se
enamoraron de la tierra, pero que regresarán al cielo algún día. Sino, no se explica
ese deseo visceral de volar. De volver a volar, como quien recuerda un sueño.
El Hornero abrió puertas en la pieza. Sudando, parió otros cuartos, pero la
habitación del medio fue el corazón de la casa para siempre. Fue ahí que mamá
puso la alfombra, para que nos sentáramos a leer cuentos a la tarde, cuando mi
padre pájaro volvía de trabajar.
Mirá, me dijo, apuntando al cielo. ¿Serán las estrellas almas vueltas pájaro?
Tu abuela, que era mi mamá y que también era medio bruja, decía que
cuando los pensamientos te abruman y nadie te entiende, tenés que escribirle una
carta a una estrella, me contó.
Pero a los humanos no, no les conté nunca sobre el día que el Hornero no
quiso amanecer.
Mamá había preparado el desayuno, pero el café con leche estaba frío y el
pan tostado ya estaba duro de nuevo. Me temo que el café frío se manifiesta como
el eco de la desesperanza; un café frío, un café abandonado, es siempre testigo de
alguna tristeza que se interpuso entre la taza y los labios que beben, que ahora
están marchitos, llovidos de lágrimas, cerrados y torcidos, en una mueca de dolor
ulterior.
La última vez que vi al Hornero, tenía los ojos cerrados y las alas cruzadas
sobre el plexo solar.
Sus hermanas, que eran mis tías y eras seis, estaban vestidas de negro y lo
lloraban en círculo, acariciándole las plumas pálidas.
La tía Ágata tenía el cabello suelto, cayéndole sobre los hombros como una
cascada de espuma blanca, hasta la cintura. Rezaba en un murmullo que también
se parecía al agua, y las otras repetían.
Vení, me dijo la tía Aurora, y me dio la mano para que me uniera al círculo
con ellas, entre la tía Ada y la tía Alma.
Mamá le vendió el nido que hizo el Hornero a unos ladrilleros que querían
el terreno para criar chanchos.
Dejamos casi todas nuestras cosas. Llevamos nada más que la ropa, los
libros y las fotos. Mamá dijo que donde íbamos habría lo necesario, y ella hacía
tanto esfuerzo para hacerme sentir que todo estaba bien, que yo jamás me hubiese
atrevido a contradecirla.
Sin embargo, el día que abandonamos la casa del Hornero fue el más triste
de mi vida. Por algún motivo, sentí que todo lo que alguna vez podría necesitar
permanecería allí, escondido entre los árboles, oyendo los alaridos de los chanchos,
viéndolos morir.
Fue don Genaro, el tío de mamá, el que nos recibió en Zárate. Tenía una
cicatriz en los labios, la cabeza plateada y los ojos negros y hundidos, como si se
hubiese pasado mil siestas mirando el sol.
Mamá me contó esa noche, antes de dormir, que don Genaro era primo de la
abuela y que llevaban años sin verse. Me dijo que el tío estaba solo porque su hija
se había escapado de la casa con un novio que tenía, y su mujer había ido a
buscarla y no había vuelto nunca más.
Me pidió que tuviera paciencia, que las cosas eran distintas ahora y que ahí,
donde estábamos, íbamos a estar bien. Que el tío, que era varón, podía cuidarnos.
¿Será que los árboles del patio nos extrañan?, le pregunté a mamá, pero ella
no me respondió porque se había quedado dormida. Le acaricié la frente y le di un
beso en la mejilla, ella giró sobre el colchón viejo y me envolvió con el brazo.
Yo masticaba las tostadas y decía que sí con la cabeza, mientras ponía los
ojos en las cosas que habían quedado desparramadas en el cuarto después de que
el río se escapara por la ventana, cuando me quedé dormida.
Mamá levantó el espejo del suelo, lo acomodó contra la pared y se puso los
aros.
Ella me miró por el reflejo del cristal sucio. Me había escuchado, sí, pero no
dijo nada. No porque no quisiera, sino porque no sabía la respuesta, y ocurre que
mamá jamás pronunciaba lo desconocido, por miedo a espantar la buena fortuna.
¿Sabés adónde miran los girasoles cuando no hay sol?, cambió de tema,
haciendo fuerza para dibujarse una sonrisa que acabó pareciéndose más al temblor
del agua cuando una piedra rompe el espejo de la superficie. Le respondí que no.
Entonces, ella se sentó en la cama, apoyó su frente en la mía (para que nuestros
ojos fueran un único pasillo que conectara nuestros corazones) y me dijo:
Cuando no hay sol, los girasoles se miran entre ellos, buscando la luz que no
encuentran.
4
Creo que, de cerca, todas las tragedias se parecen un poco. Son como una
sirena de ambulancia que retumba allá lejos y va haciéndose cada vez más
estridente, hasta que una queda sorda y también un poco ciega, porque es
inevitable cerrar los ojos ante el estruendo.
Llegué hace unos días, soy de Buenos Aires, pero él es de acá, le expliqué.
¿Ah, sí?
Dice don Molina que se cansó de juntar los profilácticos que el hijo de la
Fabiana le tira en el patio.
Sí, sí, sí, aclaré. Pero, cómo profilácticos. Don Molina no nos contó nada
sobre profilácticos.
Anda en algo raro esa, sentenció la otra, que por acaso supe que se llamaba
Mabel. Vive de la timba y de los tipos que la visitan, y viste que Molina siempre
fue muy cristiano.
¿Usados?
Sebastián hacía mucho silencio a veces, tal vez por eso yo me sentía obligada
a rellenarlos con alguna anécdota que lo arrancara de ese mundo en el que se
encerraba más a menudo de lo que yo podía sospechar desde el cibercafé, tiempo
atrás, cuando todo lo que conocíamos del otro era el puñado de datos que nos
atrevimos a ofrecernos en complicidad virtual, en ese shock eléctrico de coraje que
parimos el día que nos entregamos al misterio.
6
Esa tarde, había revuelto los estantes para ver qué había y vi que tenía
harina y que quedaba aceite, y en dos patadas apronté la masa para las tortas fritas.
Sebastián había dicho que llamaría después del almuerzo del domingo para
avisarme a qué hora volvía el lunes, pero ya era martes y a mí no me quedaban
más que monedas del dinero que me había dejado para pasar el fin de semana que
viajaba a visitar a sus padres en Cañadón Perdido. Fue por ese motivo que tuve
que aprender a esconderle la plata de los vueltos.
Abrí y me encontré con una piba de ojitos negros y naricita de conejo. Hacía
tanto frío que alrededor del cuello flaco se había entreverado dos bufandas y tenía
puestos unos guantes de andar en moto, aunque de la moto, ni rastros.
Soy vecina suya, yo vivo allá, por el Marechal, dijo, señalando con el dedo el
final de la calle de asfalto y un poco más al fondo, donde comenzaba el rancherío y
no entraban ni los patrulleros.
Yo le dije pasá, pasá, porque hacía semanas que no charlaba con nadie.
Había vuelto a encontrarme un par de veces con doña Mabel en el almacén de
enfrente, pero ella insistía en elucubrar teorías cada vez más rebuscadas sobre los
modos de subsistir de la Fabiana, mi vecina de al lado. Llegó a decir que el hijo de
la señora tiraba preservativos para nuestro patio. Poco después, acabé
enterándome de que el hijo de la Fabiana tenía cuatro años.
Vos te vas a morir de risa, le avisé, pero esto es todo lo que tengo para
ofrecerte. Esto y un par de tortas fritas.
No pasa nada, Malena. Es que mi marido se fue a ver a los padres el viernes
y me dejó justa de plata. Pero decime, qué se te ofrece.
Malena volvió a enterrar los ojos en el piso. Cuando habló, sus palabras eran
gris clarito y quedaron todas sobre las baldosas, bajo sus pies.
Fue cuando le dije que no tenía un peso que me contestó eso de que estudiar
no tiene sentido.
Largó eso y después masticó la torta frita. La pasó con un mate y volvió a
morder, y con la boca llena me dijo qué rica le salió la torta frita, doña.
No supe qué hacer: me sentí una imbécil ante la revelación repentina del
hambre de Malena, que andá a saber hacía cuánto no comía y lo único que quería
era juntar tres con cincuenta para ir a la facultad, porque al otro día tenía examen,
porque había llegado hasta el asfalto pidiendo casa por casa.
Una señora me dio sesenta centavos, pero creo que a la vuelta me cruzo al
almacén y compro pan y huevo. No creo que junte lo que me falta.
Malena me miró con la curiosidad de una nena que sabe que un cuento está
a punto de empezar, y yo ya no pude más que entregarle mi corazón, que un
poquito roto estaba, pero alcanzaba para las dos.
Amasamos lo que había de harina y salieron diez tortas fritas, que pusimos
en un tupper forrado con papel de cocina y cubrimos con un repasador.
Nuestra primera clienta fue la almacenera, que nos peleó el precio porque
quería cuatro y nos terminó dando setenta y cinco centavos del peso que le
pedíamos por cada una, pero al final aceptamos, porque para nosotras ya era un
montón.
Nos dijo que si otro día llovía, que hiciéramos más, que estaban ricas,
mientras las untaba con un dulce de leche empezado que tenía guardado ahí
nomás, en la heladera de exhibición, donde también guardaba la gaseosa y las
leches.
Si le vendemos las tortas fritas que nos quedan, hacés tiempo para volver a
tu casa, a repasar para mañana.
Sonrió.
Usted es muy buena, me dijo.
¿Qué es eso?, quiso saber Malena, y yo le conté, con la misma ternura que
me había contado mi padre:
Una vez, un Hornero me dijo que los ñeris nacen de la semilla de una
lágrima que brota en el ojo ajeno.
Malena me miró con la duda presa en las pupilas y yo no pude hacer otra
cosa que confesarle:
Justo pasó el viento sur y la abracé con el brazo que no cargaba el tupper de
tortas fritas. Ella se sacó una de las dos bufandas y me la ató al cuello.
Tenés que ir a rendir mañana, le pedí. Vas a ver que vale toda esta pena. La
calle te va a enseñar un montón de cosas, te va a mostrar cuántos corazones rotos
deambulan por la ciudad. Pero en la Universidad te vas a encontrar con quienes
saben que hace falta dar batalla al desamor y a la injusticia.
7
Siempre está quien pregunta a qué edad se fue una de la casa, y hay quienes
responden que a los dieciocho, a trabajar a la capital, y otros que a los veintipico,
después de terminar la facultad. Algunos tienen cincuenta y no se fueron nunca y
eso les duele un poco, y otros tienen treinta y recién consiguen abandonar el
dormitorio lleno de pósters de The Cure.
Cuando me preguntan a mí, digo que me fui de casa a los doce. Es que mi
casa siempre fue la casa que construyó el Hornero; lo otro fue más bien un refugio
del que acabé escapándome cuando las bombas me encontraron.
Me escabullí entre sus piernas, con el corazón hecho una carta arrugada.
Corrí a la cocina y no sabría explicar por qué, me senté a tomar la merienda
semidesnuda, como estaba, como si nada hubiese sucedido.
Recuerdo que me clavó los ojos como espantada y enseguida lo miró al tío,
que puso los suyos en cualquier otro lado y fue a sentarse en el extremo opuesto de
la mesa.
Me llevó años entender lo que sucedió ese día: ella se sentó entre nosotros,
apoyó el plato de pan, se sirvió una taza de té, le puso dos cucharadas de azúcar y
mientras revolvía, le dijo a don Genaro:
¿Cómo te fue?
Un ocho.
¡Se quiere meter, se quiere meter!, gritaba Sebastián, más asustado que
cualquiera de nosotras.
¡Ayúdenme, por favor! ¡Le dio mi hijo, le dio el nene!, suplicaba la gurisa,
que habrá tenido la edad de Malena.
¿Qué mierda vas a hacer? ¿A esta también la vas a meter acá adentro?
¿Podés dejar de llenarme la casa de negras, de una puta vez?
Apretó los dientes y miró a Malena de reojo, que no supo hacer otra cosa
que salir corriendo para el patio.
¿Sabés dónde lo tiene?, le pregunté, haciendo nido con mis manos para
cobijar las suyas, que eran dos pajaritos que no dejaban de temblar.
Allá, decía ella, con los labios llenos de sus propios mocos. Tenía moretones
en todo el cuerpo y habían usado sus hombros y su espalda de cenicero.
¿Allá, dónde?
Contó la última gurisa que se llamaba Candy y que también tenía un hijo,
pero en Buenos Aires. Dijo que su padre la había castigado, la había hecho abortar
a golpes y la vendió a la Fabiana. Dijo que ella siempre supo que se la llevaban
para puta, pero que jamás creyó que la iban a tener presa. Dijo que en la casa de la
Fabiana estaba prohibido llorar y que la Gloria, la hermana de ella, la tuvo una vez
tres días sin comer, para que perdiera fuerzas, para que llorara más bajito.
9
Pasaron muchos meses hasta que junté la plata para abandonar a Sebastián,
que desde aquel día se había convertido en poco más que un pedazo de carne
podrida.
Cada vez pasaba menos tiempo conmigo. Ese último miércoles me avisó que
el viernes se iba a Cañadón Perdido. Que me dejaba veinte pesos. Que el domingo,
después del almuerzo, llamaría para avisar a qué hora volvía el lunes.
El sábado a la tarde preparé los mates por última vez. Fue Malena la que
puso las tortas fritas, porque sabía que yo estaba ahorrando y porque el día que
había ido a rendir, le salió un trabajo en la fotocopiadora frente a la facultad. Le
pagaban jornal y estaba en negro, pero para el pasaje ya no le faltaba.
Malena vino a despedirse, era la única que sabía que me iba. De paso, me
trajo la bendición de su mamá, que le había dicho que yo era como su ángel de la
guarda.
Ojalá, murmuré, pensando en todos esos ojos achinados de tanta luz negada
que las embestía de repente. Habían vivido demasiado tiempo en la oscuridad, un
poco por culpa de los monstruos que las lamían con lenguas de sombra, otro poco
por culpa del silencio cómplice de un barrio de esos en los que los vecinos creen
que nunca pasa nada.
¿Te enteraste que agarraron al tipo que le pagó a la Fabiana para manosear
la criatura?
Ya quisiera, el fiambre. Lo agarraron los capos. Parece que toda la falopa que
encontraron la había traído él. Venía a hacer una entrega, un laburo para un
porteño al que le debía guita. Tenía pedido de captura, contó el marido de la Chili.
Dice que se llamaba Carlos. Carlos no sé cuánto, no me acuerdo, pero le decían
Keta.
10
Malena nunca me preguntó cómo nos conocimos con Sebastián. Siento que
jamás necesitó saberlo, que las palabras putrefactas que había escuchado de su
boca le parecieron motivo suficiente para comprender mi evasión.
Nos tomó mucho tiempo más reunir el dinero suficiente. Ahorré cada
centavo, lo juro. Comí menos y me mudé a un cuarto compartido con más chicas,
porque así era más barato. Creo que fue ahí cuando comencé a equivocarme. Es
curioso cómo opera el cerebro bajo los efectos del amor idealizado, que nos deja
pasar por alto los sacrificios impensables que hacemos con el cuerpo y el alma para
alcanzar la plenitud prometida en la concreción del deseo.
Debería haber sospechado que las palabras también pueden ser enemigas, si
yo bien sabía de ese poder que tienen de disfrazar una ficción gris de nido, y hacer
migrar al pájaro que fuimos alguna vez, que permanece enjaulado en nuestras
vísceras.
Ahora que lo pienso, habré elegido mirar para otro lado, creer en el amor
que me ofrecía Sebastián porque un poco había podido sanarme a la distancia. Lo
idealicé como antídoto para las formas retorcidas del cariño de los hombres, que
descubrí demasiado pronto. Esa fe virtual se me presentó como la última
oportunidad para deshacerme del daño, pero ocurre que cuando el daño está
guardado en los sueños y también en todos los desvelos es inútil echar a andar el
cuerpo. Cuánto tiempo más nos engañarán las máquinas de la fe antes de que
algún corazón roto invente la máquina de deshacer pesadillas.
11
Era de noche. La gente iba de acá para allá, de brazos cruzados y caras
solemnes por culpa del viento, que no daba tregua. La terminal era un mar de
fantasmas azules que esperaban y suspiraban, movían las piernas traslúcidas y
fumaban con la impaciencia de un fantasma que ha estado preso en este mundo de
mortales demasiado tiempo.
Querido Hornero,
Hoy continúo mi viaje con los bolsillos llenos de promesas rotas, pero me
siento afortunada. Me llevo una amiga nueva y una historia para contarle a quien
ande por la vida sin precaución, amando ficciones que acaban desnudándose para
revelar la imagen de la decepción más cruda.
Ojalá hayas estado en lo cierto, Hornero, y ahora seas una de estas estrellas
que espían mi libreta a través de la ventana del micro. Hoy más que nunca,
necesito de ese nido que nos construiste convencido de la felicidad eterna. Tal vez,
también me haga falta la certeza de que el amor no se ha muerto todo con vos.
Un pibe que viaja conmigo me mira como miran los perros de la calle, que
saben cuándo morder y cuándo acercarse. Me espía, porque cree que no me doy
cuenta, y cuando tuerzo el pescuezo, voltea y se queda mirando las luces azules
del ómnibus.
Tal vez esto no sea más que una farsa, pero igual hay que darlo todo: me
acecha en este momento la posibilidad de creerme la protagonista de una de esas
películas en la que, quienes se enamoran se miran así, con esa mezcla de
curiosidad y recelo, hasta que por fin se atreven a dirigirse la palabra.
Y con la palabra viene el vino, el vaso en los labios, el beso en los pánicos, un
picnic y un parque, un por qué y la decepción de recordarse humanos y de saberse
condenados a torcer las piernas por el camino del placer, aunque el torso vaya para
otro lado, a un lugar más seguro, y es aquí donde el miedo emerge.
Creo que a Sebastián le daba placer verme con los remos. Creo que a mí me
dio rabia descubrir que él no era el mar.
Abrí los ojos y los tenía húmedos porque me dormí pensando en el Sebastián que
me escribía cartas de amor cuando vivía en Buenos Aires.
Querido Hornero,
Lloro porque creo que encontré una cosa que se parece mucho al amor, le
dije.
Hay algo acá, acá adentro, que me dice que deje todo y me vaya al sur. Algo
que se despertó con cada carta que me escribió Sebastián, pero que no sé qué tanto
tiene que ver con él, y eso me espanta un poco.
Debe ser por eso que lloro. ¿Puede una persona amar más la carta que las
manos que la escriben?
El Enamorado pensó un rato largo, con los labios bailando sobre el borde de
plástico y la mirada perdida en alguna imagen que estaba impresa en su memoria
desde hacía muchos años.
Te voy a contar una cosa, me dijo por fin. Yo también escribo cartas con la
esperanza de habitar las ficciones que llenan estas libretitas. Qué te puedo decir. Se
ve que escribimos porque con soñar, a veces, no alcanza. Escribimos como si
escribiésemos conjuros, y no esperanzas. Y ese es el problema: querer vestir a
quien se ama con las propias ficciones.
¿Se arrepiente?
Lagrimeamos juntos, y ese día le expliqué lo que significa ser ñeris, porque
ahora éramos eso.
Tomá, me dijo el Enamorado, y me regaló una de sus libretas, con las hojas
en blanco. Esto es para que escribas las ficciones que quieras habitar.
Por eso escribo esta carta, Hornero. Para volver a la casa que construiste
para mí. Para volver a la alfombra.
Yo le pedí por favor que no me dijera señora, que ahora nosotros también
éramos ñeris, porque él me había contado su historia y yo le había contado la mía,
y un poco de compañía nos habíamos hecho, a pesar de tanto paisaje repetido.
Señora no, decime por mi nombre. Yo me llamo Sara. Sarita, para las
amistades.
Oreja, para las amistades, agregó, con una sonrisa de pan masticado.
¿Contenta de qué?
Te quiero decir otra cosa, pero si te reís de mí, cierro el pico y me vuelvo a
mi asiento.
Rafael se había puesto serio, muy serio, como esos nenes que rompieron
algo, como esas nenas que están a punto de contar un secreto.
Yo no tengo dónde ir, pero igual estoy yendo. Antes tenía a Agustín, y antes
de Agustín, tuve a mis hermanos. A mis viejos no, a ellos no los tuve nunca. Y de
mis hermanos no me queda más que el recuerdo.
Me miró como tratándome de bruta, así, por el rabillo del ojo y torciendo los
labios en una sonrisa soberbia.
¿No te das cuenta de que las personas somos como cárceles? Un recuerdo es
una celda, nada más.
¿Y por eso te rompiste tanto?, quise saber. ¿Para ver si así volvías a
encontrarte con tus hermanos?
Siempre me pregunté cómo terminan en la calle las personas que ahí viven.
Los que se amuchan bajo los puentes, en las estaciones de tren y en las entradas de
los edificios, que cada día, a las seis, levantan la casa sobre el lomo, le dicen buen
día a los porteros y van a sentarse a alguna plaza, a ver cómo el mundo de los
visibles acontece frente a ellos. Tuve miedo por Rafael; debe ser feo que tu
almohada sea una baldosa.
¿Y doña Pachi?
Pude oír cómo se quebraban sus pupilas, que hicieron un ruido como el que
hacen los cubos de hielo que se arrojan en los vasos de soda, una siesta de enero.
¿Sabés hace cuánto que no lloro, Sarita? Estuve preso toda la vida.
Largó aire hirviendo por la boca, en ese suspiro que antecede al exorcismo.
Debe ser que ahora lloro porque me siento libre. Pero igual, acá adentro
todavía hay un pájaro que se está muriendo, gimió, golpeándose el pecho.
Él se rio con una risa que jamás podré describir, se rio como se reiría el río,
como el pibe que era, y dejó de temblar un instante.
De verdad, te digo, estamos más cerca de ser una fruta que una jaula. Vos
pensás que tu carne son barrotes y te olvidás que las frutas también deben romper
la pulpa para dejar que la semilla bese la tierra. Si seguís creyendo que sos una
cárcel, nunca te vas a poder dis-frutar.
¿Qué cosa?
La pieza.
¿Y vos?
¿Yo qué?