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No Todos Los Gatos Son Pardos - M.J. Fernandez

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No todos los gatos son pardos.

(Inspector Salazar 08)


M.J. Fernández
«La realidad es una trampa
de espejos y espejismos».
Javier Sanz
Capítulo 01

Un solo silbido corto y seco fue suficiente para segar la vida de Augusto, que cayó de bruces
sobre el suelo de su elegante cocina. La oscura y fría noche riojana se tragó el apagado ruido del
disparo, y le permitió a Dilan detenerse para comprobar que había cumplido su misión. El
demonio estaba muerto. Un charco se extendió sobre el granito, y el olor a sangre inundó las fosas
nasales del asesino.
—¡Hazlo!
—¿Para qué?
—¡Debes hacerlo!
—No quiero.
—¡Ahora!
Dilan dejó la pistola sobre la mesa con el cañón todavía humeante y cogió uno de los
cuchillos que reposaban en su base de madera. Se decidió por uno pequeño y afilado como una
navaja, se agachó junto al cuerpo y comenzó su tarea. Su mano temblaba mientras trazaba las
líneas en la espalda del cadáver. Un nudo atenazó su estómago. El charco de sangre se extendió
hasta manchar la suela de sus zapatos. Disparar fue fácil. Un solo movimiento del dedo y todo
terminó, pero aquello…
—¿Por qué te detienes?
—No puedo, no quiero.
—¡Hazlo!
El asesino limpió el sudor de su frente con la manga y continuó su macabra tarea. Luego soltó
el cuchillo y se incorporó. Antes de marcharse, recogió la pistola y la guardó en su bolsillo.
—Ya está.
Dilan se alejó del cuerpo de Augusto, y sus huellas plasmaron su recorrido hasta la puerta. El
viento frío de diciembre lo azotó en cuanto traspasó el umbral. Llenó sus pulmones de aire, y con
las manos enguantadas en los bolsillos de la chaqueta, se alejó del chalé a paso apresurado.
Capítulo 02

El día no comenzó bien para Salazar. Sentado frente al comisario, escuchaba resignado sus
gritos, mientras hacía lo posible por mantener la compostura.
—¿Por una vez no podías quedarte quietecito?
—¿Y dejar que me machaquen? ¡Tengo derecho a defenderme!
—No en este caso —argumentó Ortiz—. Néstor, no sé si eres consciente de la gravedad de
este asunto. Si tratas de involucrarte, te acusarán de obstrucción.
El inspector resopló como un toro a punto de embestir.
—Así que debo quedarme de brazos cruzados, mientras esa bruja destruye mi carrera y quién
sabe si hasta consigue enviarme a la cárcel. ¿De qué lado estás tú?
Ortiz frunció el ceño y echó la cabeza hacia atrás.
—¡Del tuyo, por supuesto! ¿Cómo se te ocurre dudarlo? No voy a dejarte en la estacada, pero
tienes que confiar en mí. No es un asunto que puedas investigar tú mismo. ¡No tendría ni que
explicártelo!
—Así soy yo. Un poco lento en comprender cuando alguien quiere arruinarme la vida, y mi
propio hermano me dice que me haga a un lado.
—Hay que ver que eres cabezón cuando te lo propones.
—Es rasgo de familia, qué le voy a hacer.
Ortiz adoptó el tono que usaba con sus hijos cuando estaban a punto de colmarle la paciencia.
—Escúchame, Néstor. Haré todo lo posible por demostrar tu inocencia, pero es algo que
debes dejar en mis manos. Comprende que si interrogas a los testigos o buscas evidencias en este
caso arruinarás su validez ante el juez, porque entonces la parte acusadora podrá argumentar que
hubo manipulación de las pruebas.
El inspector buscó en su cabeza un argumento para rebatir a su hermano, pero sus neuronas no
estaban por la labor. ¡Para una vez que las necesitaba! Salazar torció la boca y dejó escapar el
aire.
—Vale, supongo que tienes razón.
—¡Por supuesto que la tengo! Tienes que mantenerte al margen de este asunto. Deja que yo me
ocupe.
—¿Qué piensas hacer?
—Le asignaré la investigación a Remigio.
Néstor lo pensó por un momento, luego asintió.
—Remigio. Está bien. Es un buen investigador.
—¿Me prometes que no vas a intervenir?
—¡Palabra de boy scout!
—Tú nunca fuiste scout.
—Pues por eso mismo.
—Néstor… —insistió Santiago en tono de advertencia.
Salazar adoptó una actitud de mártir, que tenía bien ensayada con Paca.
—Es lo mejor que puedo ofrecerte. Haré lo posible por no interferir en un caso que puede
destrozarme la vida y que dejaré en manos de terceros, con la esperanza de que le pongan
suficiente empeño para sacarme del atolladero, mientras yo solo observo impotente desde la
distancia.
—Deja el melodrama. Sabes que haremos lo posible por salvarte el…
—¡No es necesario que lo digas! Ya lo sé, pero qué quieres, nada es más seguro que
arremangarse y ocuparse uno mismo.
Ortiz frunció el ceño.
—Pues en esta ocasión, será mejor que dejes tus mangas donde están. Y te advierto algo más:
a la inspectora Araujo ni te le acerques. Solo nos falta que la líes con alguna de tus «ideas», y que
se tome tu acusación como algo personal.
Salazar se llevó una mano al pecho con aire dramático.
—¿Me crees capaz de hacer algo que pueda molestar a esa arpía que solo hace su trabajo, el
cual consiste en arruinarme la vida? Me ofendes.
—Estás advertido —dijo el comisario, al mismo tiempo que señalaba a Néstor con el índice.
Salazar suspiró con aire de incomprendido y se disponía a responder, cuando el timbre del
teléfono de la oficina interrumpió la discusión. Ortiz respondió y después de un diálogo muy
corto, le dio las gracias a Lali y colgó.
—Esta mañana encontraron un cadáver en un chalé de Santo Domingo de la Calzada. Al
parecer, ya tienes un buen motivo para arremangarte.
Capítulo 03

Con la cabeza todavía en su propio problema, Néstor salió del despacho del comisario. Se
detuvo un momento frente al escritorio de Lali, y le pidió que le avisara a su nuevo compañero
que se reuniera con él en la escena del crimen. Veinticinco minutos después, el inspector llegaba
al lugar de los hechos. El barrio estaba bastante apartado, y consistía en media docena de chalés
de lujo cercanos entre sí, pero alejados de todo lo demás.
Cuando Salazar llegó a su destino, lo recibió el frío. Después de comprobar que los chicos de
Científica ya escudriñaban los rincones, el inspector se detuvo junto a la puerta de entrada. Uno de
los técnicos se ocupaba de la cerradura. El perito alzó la cabeza cuando vio al policía y le dijo lo
que quería saber sin esperar a que le preguntara.
—La cerradura está intacta. Nadie la forzó. Tres cuartos de lo mismo con las ventanas.
—Así que el asesino tenía llave.
El agente asintió.
—O le abrieron la puerta.
Salazar le dio las gracias al experto y entró al chalé. Lo primero que vio fue una serie de
cintas que formaban un pasillo artificial para proteger una hilera de huellas de zapatos que el
homicida dejó en su huida. Bien. Un criminal descuidado facilitaría la resolución del caso. En
cuanto el inspector llegó a la cocina, lo alcanzó el olor metálico de la sangre y se encontró con un
escenario dantesco.
El cadáver estaba tendido de bruces en el suelo sobre un charco de sangre. Se trataba de un
hombre en la cincuentena. En la espalda se podía ver el agujero de entrada que dejó el proyectil, y
algo más… Ya el juez y el forense se habían puesto manos a la obra. El doctor Molina estudiaba
el cuerpo, mientras Aristigueta tomaba notas. Ambos centraron la mirada en Néstor en cuanto
llegó. El juez fue el primero en hablar.
—Bienvenido, inspector. Me alegra que le asignaran este caso.
—Gracias, señor. ¿Puede decirme quién era la víctima?
—Augusto Soler, cincuenta y seis años y abogado de profesión. Era muy exitoso.
—¿Tenía familia?
—Viudo y con tres hijos. Dos adultos y una adolescente.
—¿Vivían aquí? ¿Hay algún testigo?
—Los mayores son independientes. Ya les avisamos. La hija menor sí vivía con su padre, pero
la asistenta nos informó que la joven se marchó ayer por la tarde para dormir en casa de una
amiga.
—Es un alivio —reconoció Néstor—. Es posible que gracias a ello no estemos ante un doble
homicidio. ¿Qué puedes decirme tú, Javier?
El forense resopló antes de responder.
—Un disparo por la espalda a corta distancia, con un arma de alto calibre. Ya imaginarás el
destrozo, pero lo más extraño es este trazo alrededor del orificio de entrada. Lo hicieron con un
cuchillo.
—Un pentáculo. ¡Maldición! Espero que no nos encontremos frente a un crimen ritual. ¿A qué
hora lo asesinaron?
—Hacia la medianoche.
—Mal asunto. ¿Quién encontró el cadáver?
—La asistenta. Su nombre es Antonia Valdez —respondió el juez—. Sus gritos atrajeron a los
vecinos y uno de ellos fue quién nos llamó.
—¿Dónde está ahora?
—Después del susto que se llevó, una vecina ofreció recibirla en su casa hasta que se le
permita marcharse.
—Cuando termine aquí, iré a hablar con ella. ¿Puede decirme algo más acerca de la víctima,
señor juez?
—De momento, la única información que tenemos es la que nos proporcionó la señora Valdez.
El nombre del hijo mayor de la víctima es Vicente, tiene veintiocho años y es ingeniero. Trabaja
en una empresa de comunicaciones. La segunda hija es Vilma, de veinticinco años, analista de
datos. Por último, tenemos a Karina, quien todavía cursa secundaria y vivía con su padre. Tiene
diecisiete años.
—¿Tenemos la certeza de que la chica está bien?
—Ordené a mi secretaria que se comunicara con el director del instituto y nos confirmó que la
joven asiste a clases en este momento. Todavía no le avisamos. Será menos duro que lo hagan sus
hermanos.
—¿Cómo era la relación de los chicos con Soler?
—Según Antonia, se llevaban bien, aunque de vez en cuando el padre reñía a Karina por sus
calificaciones, pero nada que se pudiera considerar fuera de lo normal.
—De acuerdo. Ya me hago una idea del cuadro familiar. ¿Recibió Soler alguna visita ayer?
—Antonia dice que don Augusto estaba solo cuando ella se retiró. Eran las siete de la tarde.
El inspector asintió.
—¿Qué más me puedes decir tú, Javier?
—Sin hacer la autopsia, no mucho más.
Salazar se volvió para mirar a sus espaldas y observar el trayecto que siguió el asesino para
salir. Meditó por algunos segundos antes de hablar.
—Yo diría que la víctima conocía al asesino.
—¿Por qué piensas eso? —preguntó Molina.
—Cuando Antonia se marchó, dejó solo a Soler. Eso significa que el homicida debió llegar en
algún momento entre las siete y la medianoche. La víctima le abrió la puerta, lo invitó a entrar y le
dio la espalda. No haces eso con un desconocido.
—¿Una visita? —sugirió el juez. Salazar sacudió la cabeza.
—No lo creo. No hay vasos, copas ni ninguna señal de interacción social, lo cual me hace
pensar que el asesino llegó poco antes de la medianoche. Era un conocido o amigo de Soler, así
que este lo invitó a entrar y le dijo que lo siguiera.
—Si alguien toca mi puerta a medianoche, de inmediato sospecho que algo no va bien —
intervino Molina—. ¿Cómo es que Soler se confió, hasta el punto de darle la espalda al asesino?
—Este es un lugar bastante apartado —argumentó el inspector—. Tal vez le dijo que se le
averió el coche, que no tenía carga en el móvil y necesitaba llamar a una grúa o alguna excusa por
el estilo.
—Tiene sentido —reconoció el juez.
—¿El cadáver tiene heridas defensivas?
—Seré más preciso después de la autopsia, pero hasta ahora no he encontrado ninguna
evidencia al respecto.
—De acuerdo, tendré paciencia para esperar tu informe. Mientras tanto, trabajaremos sobre la
hipótesis de que la víctima no se defendió. Todo sugiere que el asesino sorprendió a Soler en su
buena fe.
—¡Maldita sea mi suerte! No me digas que te asignaron este caso.
El inspector reconoció de inmediato la voz del jefe Barros a su espalda.
—Hola, Casi. ¿Habéis encontrado algo?
—Directo al grano, como siempre. Me llamaron a primera hora sin siquiera darme
oportunidad a probar mi café, y todavía estoy con el estómago vacío, pero a ti solo te interesa
saber qué encontramos.
—Te prometo que en cuanto tenga oportunidad iré a visitarte.
—Estoy antojado de fardalejos y chocolate caliente.
—Apuntado.
—Vale, con respecto a la escena, en unos minutos te enviaré el juego completo de fotografías
al móvil. Lo más llamativo son las huellas en el suelo. Se trata de un asesino muy descuidado, que
lo dejó todo perdido con la sangre que llevaba en las suelas de los zapatos.
—¿Alguna conclusión al respecto?
—¿Lo ves? Ya me estás obligando a pensar con el estómago vacío. ¡Qué así no se puede! En
fin, tienes suerte de que soy un profesional, y solo por eso haré el esfuerzo.
—Gracias, Casi. Te lo compensaré.
—Más te vale —El jefe resopló y echó una ojeada alrededor—. Bien, a lo que vamos: el
homicida usaba zapatos deportivos. Mis chicos se ocuparán de determinar la marca. Estuvo
agachado junto a la víctima. Es evidente que fue mientras le dibujó esa macabra estrella al
cadáver. Ahí fue donde pisó la sangre. Luego se incorporó y salió directo a la calle.
—Casi, no quiero ser impertinente, pero estás siendo demasiado obvio. Eso también puedo
verlo yo.
—Ah, ¿sí? ¿Y te parece poco lo que esto significa?
—¿Qué el asesino quería abandonar la escena del crimen lo antes posible?
—El que no ha desayunado soy yo, pero se ve que el que está más bien espeso eres tú. Un tío
entra a un chalé como este, le dispara a su propietario por la espalda cuando lo dejan entrar,
mutila el cadáver y se larga, sin siquiera comprobar si debajo del tapete hay algún billete que le
compense ni el combustible que usó para llegar hasta aquí.
—Tienes razón. Si el pentáculo fuera una simple distracción y estuviéramos en realidad frente
a un robo, el asesino habría dejado huellas por toda la casa mientras buscaba el botín.
—Chico listo.
—Así que nos encontramos frente a un homicidio por motivos personales. Ahora debemos
averiguar quién lo cometió y por qué.
Capítulo 04

Después de escuchar al forense, al juez y al jefe Barros, Salazar recorrió con la mirada el
trayecto que siguió el homicida, y se convenció de que Casimiro estaba en lo cierto: el asesino y
su víctima se conocían.
Mientras Néstor memorizaba la escena del crimen, su nuevo compañero apareció por la puerta
y al inspector se le erizó la piel. Telmo era un buen chaval, pero hubiera encajado mejor en una
funeraria que en la Policía. De rostro enjuto y severo, el subinspector Álvarez fruncía el ceño con
demasiada facilidad y nunca sonreía. Por si fuera poco, su atuendo tampoco ayudaba. Siempre
usaba trajes negros, camisas blancas y corbatas oscuras de un solo color. Salazar tenía la
impresión de que por donde pasaba, lo seguía una nube negra. Para sus adentros, Néstor lo
llamaba don Cenizo.
Después de los saludos formales, el inspector puso al día a su subalterno con el caso. Por la
actitud de Telmo, a Salazar le dio la impresión de que le estaba dando el pésame a un familiar
cercano. El subinspector escuchó con atención y recogimiento.
—Tengo la impresión de que resolver este asunto no va a ser fácil, señor. ¿Cuáles son sus
órdenes?
Salazar guardó silencio por un momento, mientras organizaba sus ideas.
—Esta es una comunidad pequeña. Llévate a Echevarría. Lo vi por ahí hace unos minutos.
Interroguen a los vecinos. Quiero saber si alguien vio o escuchó algo. No es normal que un
disparo pase desapercibido a la medianoche. Mientras tanto, yo hablaré con la mujer que encontró
el cadáver. Tal vez sepa más de lo que ella misma cree.
—Sí, señor.
Telmo volvió a salir del chalé para cumplir la orden de su jefe, mientras Néstor averiguaba
dónde se refugiaba la asistenta de Soler. Minutos después, el inspector llamaba al chalé vecino.
Le abrió la puerta una mujer mayor, que lo miró de arriba abajo con descaro.
—Escogió un mal momento, caballero. Estoy muy ocupada. Ocurrió un crimen espantoso y
debo colaborar con la Policía. Vuelva mañana y le daré algo.
—¡Espere! —Salazar levantó la mano para impedir que continuara cerrándole la puerta en las
narices—. ¡Yo soy policía! Inspector Salazar, de la comisaría de San Miguel.
—¿En serio?
La vecina volvió a mirarlo con la incredulidad pintada en el rostro. Néstor se preguntó si se
estaría pasando con el desaliño de su atuendo. Una cosa era hacer lo posible para que los
sospechosos no te tomaran en serio, y otra muy diferente que los testigos te creyeran un indigente.
—Muy en serio —le confirmó el inspector, al mismo tiempo que le mostraba su identificación.
La buena mujer leyó y releyó el carné como si buscara alguna señal de falsificación. Luego se
lo devolvió.
—Discúlpeme, inspector, permítame presentarme: mi nombre es Gertrudis Gorrín. Todo esto
me ha puesto de los nervios, y como usted comprenderá, ahora mismo cualquier desconocido me
causa desconfianza y temor.
—Lo comprendo. Solo estoy aquí para entrevistar a la señora Antonia Valdez.
—Pobre Toña. Por favor, sea amable con ella. Acaba de pasar por un trago muy amargo. Pase,
inspector. Antonia está en la cocina. Le preparé una tila porque estaba de los nervios. Y no es para
menos.
Néstor siguió a la vecina, quién lo condujo a la cocina. Allí encontró a una mujer de mediana
edad con la mirada perdida en el vacío, y cuyas manos rodeaban una taza caliente. La infusión olía
a manzanilla. Antonia de vez en cuando se la llevaba a la boca para tomar un pequeño sorbo.
Tenía los ojos húmedos y el rostro pálido. Salazar sintió compasión. Se acercó a ella despacio y
usó un tono de voz suave y amigable.
—¿Antonia?
Ella levantó la mirada, se echó un poco hacia atrás en el asiento y sujetó la taza como si su
seguridad dependiera de ella.
—Sí… Soy Antonia. ¿Quién es usted?
—Mi nombre es Néstor Salazar. Soy inspector en la comisaría de San Miguel y estoy a cargo
de investigar la muerte del señor Soler.
—Pobre señor Soler. Era una buena persona. No se merecía esto.
—Por supuesto que no, Antonia. Nadie merece algo así. ¿Puedo sentarme? —La asistenta
respondió con un asentimiento. Parecía más tranquila—. Por favor, cuénteme lo que pasó esta
mañana cuando llegó a trabajar.
—Fue espantoso —Antonia por fin dejó la taza sobre la mesa, pero mantuvo la mirada baja—.
Llegué a trabajar a las nueve, igual que siempre.
—¿Cómo entró?
—Tengo llave. Algunas veces don Augusto salía muy temprano o viajaba. Karina se marcha al
instituto a las ocho, así que el señor Soler me entregó una copia de la llave.
—De acuerdo, continúe.
—En cuanto entré, vi las manchas en el suelo. No sabía que era sangre, pero me pareció muy
extraño. Don Augusto se preocupaba mucho por el orden y la limpieza. Nunca hubiera permitido
que su casa estuviera en ese estado —Néstor asintió para animarla a continuar—. Por supuesto
que tuve cuidado de no pisar las manchas, pues no quería extenderlas más. Sabía que Karina había
pasado la noche en la casa de una amiga, pues escuché cuando se lo dijo a su padre, así que llamé
al señor Soler, pero nadie me respondió. Entonces entré en la cocina y lo vi… Fue espantoso.
Antonia rompió en llanto y Salazar aguardó con paciencia a que se tranquilizara.
—¿El señor Soler tenía enemigos?
—No lo sé —confesó la mujer con un encogimiento de hombros—. Conmigo era muy
respetuoso y amable, pero nunca me hizo ningún comentario personal o de su trabajo.
—¿Cómo se llevaba con sus hijos?
Antonia se enjugó las lágrimas con un pañuelo que sacó del bolsillo de su parka.
—Bastante bien. Se sentía orgulloso de los mayores, y se reunía con ellos con frecuencia.
Algunas veces venían al chalé o hacían planes para otros encuentros.
—Supongo que se refiere a Vicente y Vilma —La asistenta asintió—. ¿Qué me dice de la hija
menor?
—Karina es una buena chica, pero al igual que muchos jóvenes, prefiere divertirse que
estudiar, así que en ocasiones don Augusto la reñía cuando sus calificaciones bajaban. Salvo por
ese detalle, se llevaban bien. Ella era la consentida de la casa.
—De acuerdo. ¿Supo usted de alguna visita que recibiera el señor Soler que actuara con
hostilidad?
—Don Augusto era muy celoso de su privacidad y no recibía muchas visitas. Nunca presencié
algo así, pero yo hacía mi trabajo y me marchaba a las siete de la tarde.
—¿Se mostró su jefe nervioso o preocupado durante los últimos días?
—No, señor.
—¿Tiene noticias de algún problema en el vecindario?
—No, señor. Este es un barrio muy tranquilo.
—Por favor, trate de recordar cómo transcurrió el día de ayer.
—Sí, señor. Llegué a las nueve de la mañana, como siempre. No encontré nada inusual.
Comencé por las habitaciones y los baños. Luego me ocupé de la cocina, el salón y el comedor.
—¿No notó nada fuera de lugar?
Antonia sacudió la cabeza.
—No, señor.
Aunque inconforme, Salazar comprendió que la pobre mujer no sabía nada más. El inspector
dejó escapar el aire y le entregó una tarjeta a la testigo.
—Muchas gracias, señora Valdez. Si recuerda cualquier otro detalle, por favor hágamelo
saber. No importa la hora del día o de la noche.
Antonia cogió la tarjeta y asintió, al mismo tiempo que volvía a romper en llanto.
Capítulo 05

Néstor no fue capaz de consolar a Antonia, así que se sintió aliviado cuando apareció doña
Gertrudis y lo relevó de la tarea. Las fotografías que le prometió Casimiro entraron en el móvil,
mientras el inspector encaminaba sus pasos de vuelta al chalé de Soler. A pocos metros de la
puerta, uno de los agentes lo interceptó para informarle que los hijos de la víctima habían llegado,
y que querían entrar a ver a su padre.
—No me parece conveniente por el momento —opinó Salazar—. ¿Hay algún lugar donde
pueda entrevistarlos, sin alterar la escena del crimen ni interrumpir el trabajo de Científica?
—Hay una terraza que da al jardín trasero. Científica ya la revisó.
—De acuerdo, acompañe a los hijos hasta allí. Yo me las apañaré para encontrarlo por mi
cuenta.
—Sí, señor.
Conforme se adentraba en la casa y averiguaba cómo llegar a la terraza, Néstor se preparó
para la reunión con los Soler. No sería fácil. Junto al jardín encontró una mesa y sillas ideales
para soportar la intemperie. Lo alcanzó el olor a hierba recién cortada y rocío. El frío le ocasionó
un ligero estremecimiento. No era el mejor lugar para sostener una conversación en esa época del
año, pero le permitiría conservar indemne la escena del crimen.
El agente apareció con un chico y una chica pocos segundos después de que Salazar se sentó
en una de las sillas. Ambos llegaron erguidos y tensos, con el horror pintado en el rostro. El joven
se adelantó un par de pasos y habló con cierta agresividad en el tono.
—¿Qué historia es esa de que asesinaron a nuestro padre? ¿Y dónde está nuestra hermana? ¿Le
sucedió algo?
Néstor se puso de pie y se irguió en toda su estatura.
—Su hermana no estaba en el chalé cuando el asesino cometió el crimen. Pasó la noche en
casa de una amiga. Con respecto a su padre, me temo que su homicidio no es una historia, sino un
acontecimiento muy real. Soy el inspector Salazar, de la comisaría de San Miguel y estoy a cargo
de esta investigación.
—¿Y qué hace ahí sentado como un pasmarote? —preguntó Vicente con desprecio—. ¿No
debería estar buscando al malnacido que hizo esto?
—Por supuesto. Y créalo o no, es lo que hago.
—Queremos ver a nuestro padre.
—Descuide, señor Soler, le aseguro que lo verán. Uno de ustedes deberá reconocerlo, pero no
es el momento todavía. Será en la morgue, después de que el forense ordene el traslado del
cuerpo. Solo entonces, una de las patrullas los llevará para que identifiquen el cadáver. De
momento, tengo algunas preguntas para ustedes y les agradecería que me concedieran unos
minutos. Siéntense, por favor —Salazar acompañó su discurso con un gesto de la mano, que les
señaló las sillas vacías.
—¡Era nuestro padre! Le exijo que nos permita verlo ahora.
—Me temo que sus exigencias no son válidas en estas circunstancias. Les aconsejo que no
causen problemas y colaboren. Comprendo sus sentimientos, pero no puedo permitir que
obstaculicen mi trabajo.
—Pero…
La joven Soler apoyó la mano en el hombro de su hermano, después de una rápida mirada al
rostro de Néstor.
—Vicente, el inspector tiene razón. Nuestra prioridad debe ser colaborar con la Policía en
todo lo que sea posible.
Después de expresar su opinión, Vilma pasó por delante de su hermano y ocupó una de las
sillas frente al policía.
—Muchas gracias, señorita Soler.
Vicente apretó los puños y los dientes, pero después de un momento de reflexión se relajó y
ocupó la silla junto a su hermana, quien aprovechó para lanzar una pregunta a Salazar.
—¿Qué fue lo que le ocurrió a nuestro padre, inspector? ¿Se trató de un robo? Lo único que
sabemos es que lo asesinaron anoche.
—Aún no tenemos claros los detalles —les advirtió Salazar—. Hasta ahora no hay evidencias
de robo, pero serán ustedes quiénes nos informen si falta algo. De momento, lo único que sabemos
es que alguien entró en la casa alrededor de la medianoche, le disparó a don Augusto por la
espalda, y con un cuchillo le dibujó una estrella de cinco puntas alrededor de la herida. Luego se
marchó.
Ambos hermanos palidecieron. Vilma se cubrió la boca con ambas manos y sus ojos se
llenaron de lágrimas. Después de una corta inspiración, Vicente retuvo el aire por algunos
segundos, antes de hablar con voz entrecortada.
—Si es así, debe tratarse de algún loco, un grupo satánico o algo similar. ¿Está seguro de que
Karina está bien?
—Es pronto para llegar a conclusiones. Con respecto a su hermana, por la declaración de la
asistenta sabemos que no estaba ayer en casa, y el juez lo comprobó con el director del instituto.
En este momento, su hermana se encuentra recibiendo una clase —El alivio de los Soler por la
noticia fue evidente. Néstor decidió aprovechar la circunstancia—. Les agradecería que me
respondieran a algunas preguntas con respecto a su padre. Sé que no es fácil en estas
circunstancias, pero en una investigación como esta, el tiempo apremia.
—Pregunte lo que quiera, inspector —aceptó Vilma. Su hermano la respaldó con un
asentimiento—. Somos los más interesados en que encuentren al asesino de nuestro padre.
—¿Don Augusto tenía enemigos?
—No más que cualquier abogado criminalista —respondió Vicente—. Tal vez exista algún
cliente insatisfecho, pero mi padre era un profesional excepcional. Tenía más enemigos entre los
fiscales y los policías, que entre las personas que solicitaban sus servicios.
—Comprendo. ¿Alguna discusión con un vecino?
—No creo que una discusión vecinal termine con un homicidio tan brutal —opinó Vicente.
—Se sorprendería, señor Soler. He investigado casos en los que si una persona está saturada
de agresividad, cualquier contratiempo sin aparente importancia puede hacerla estallar, y el
causante del incidente se convierte en el objetivo de toda esa furia reprimida, con resultados
devastadores. No estoy diciendo que sea este el caso, pero…
—Mi padre no tenía problemas con los vecinos —respondió Vilma—. Al contrario, todos lo
apreciaban.
—¿Qué me pueden decir de su carácter? ¿Era agresivo, consumía alcohol o drogas?
—Nada de eso —respondió Vilma—. Nuestro padre era una persona muy cortés, detestaba las
drogas porque a diario era testigo del daño que causaban a quién las consumía, a sus familias y a
la sociedad en general. Bebía un par de copas de vino en reuniones sociales, a las que solo asistía
cuando tenían un carácter profesional.
—¿Era apostador?
Los jóvenes Soler negaron con la cabeza al unísono. El inspector tomó nota en una libreta,
aunque no necesitaría volver a consultarla, pero era sabido que los testigos se tomaban más en
serio la entrevista si el policía lo apuntaba todo. Salazar aguardó algunos segundos antes de lanzar
la siguiente pregunta.
—¿Alguno de ustedes es consumidor de drogas o jugador?
Vicente respondió casi antes de que el inspector terminara de hablar.
—¡Por supuesto que no! Ninguno de los tres, por si tiene alguna duda.
—De acuerdo. Son conscientes de que lo comprobaremos, ¿verdad?
—Compruebe lo que usted quiera.
—¿Dónde estuvieron ayer, entre las siete y la medianoche?
—¿Qué demonios insinúa? —preguntó Vicente con la cara enrojecida.
—No insinúo nada, señor Soler, Debo establecer dónde se encontraban todas las personas
relacionadas con su padre en el momento del homicidio. Sin excepción.
Vilma apoyó una mano en el antebrazo de su hermano para tranquilizarlo
—El inspector solo hace su trabajo, Vicente. Estoy segura de que no hay nada personal en sus
preguntas.
Salazar inclinó la cabeza en dirección a Vilma.
—Así es, señorita Soler. Ahora les agradecería que me respondieran.
Vicente torció la boca con disgusto antes de hablar.
—Anoche asistí a una cena en la casa de los padres de mi novia. Puede comprobarlo con mi
suegro. Su nombre es Alirio Ramos, y es coronel de la guardia civil.
Salazar tomó nota y levantó la mirada en dirección a Vilma. Ella le entregó un papel donde
acababa de escribir.
—Yo salí a tomar unas copas con tres amigas. Nos separamos a la medianoche. Aquí tiene sus
nombres.
—Gracias. Si surge alguna pregunta más durante la investigación, me pondré en contacto con
ustedes.
Vicente frunció el ceño.
—Si el interrogatorio ya terminó, me gustaría hablar con Karina. Debemos avisarle acerca de
la muerte de nuestro padre.
—Por supuesto.
Vilma presionó el antebrazo de su hermano con la mano que lo rodeaba, y llamó su atención.
—Vicente, no se lo digas por teléfono. Será mejor que vayamos hasta el instituto y le demos la
noticia en persona.
—Los acompañaré.
—¡Por supuesto que no! —protestó el joven—. Vamos a comunicarle a nuestra hermana
adolescente que quedó huérfana. Es un asunto familiar en el que la Policía no tiene nada que ver.
—Me temo que debido a la forma en que murió el señor Soler, la Policía ya está involucrada y
nada es personal o familiar. Su hermana vivía con su padre y es posible que pueda aportar
información privilegiada. Es muy importante que hablemos con ella. Yo preferiría hacerlo en
presencia de sus hermanos mayores. ¿Y usted, qué prefiere?
Vicente bajó la mirada y rechinó los dientes. Vilma miró al inspector a los ojos y asintió.
—Colaboraremos todo lo que podamos para que encuentre al criminal que hizo esto y lo
detenga, inspector. No podremos vivir tranquilos hasta que el hombre que asesinó a nuestro padre
termine en la cárcel.
Capítulo 06

Después de una corta conversación telefónica entre Vicente Soler y el director del instituto,
salieron del chalé para cumplir con la penosa tarea de participarle a Karina sobre lo que le
ocurrió a su padre. Salazar siguió a los hermanos Soler a poca distancia en el Corsa. Aunque no le
entusiasmaba la idea de interrogar a la chiquilla, tenía la convicción de que su declaración sería
vital para el caso. Su convivencia con la víctima ubicaba a Karina Soler en una situación
privilegiada para orientarlos acerca de los posibles motivos por los que asesinaron a Augusto.
El instituto no quedaba lejos del chalé. No era muy grande y consistía en una casa de ladrillos
amarillos ubicada en el centro de un amplio patio amurallado. La puerta encajonada en un corto
pasillo causó una ligera claustrofobia en el policía. La experiencia le hizo recordar el grave
problema en el que estaba metido, y por un instante se preguntó si esa desagradable sensación se
volvería habitual para él. Descartó la idea. No era el momento para el pesimismo. Todavía
faltaban muchas batallas por librar.
El movimiento de la puerta al abrirse sacó al inspector de sus funestos pensamientos y lo
regresó al presente. Se preguntó si se estaría dejando influenciar por el sempiterno pesimismo de
Telmo.
—Pasen, por favor. El director me avisó de que vendrían, y los espera.
El viejo bedel que les abrió la puerta encabezó la marcha, y los condujo a lo largo de los
pulidos pasillos hasta un despacho que se encontraba al fondo. El olor a desinfectante de lavanda,
a papel y pegamento transportó a Salazar a sus días escolares en el Centro de Acogida donde
creció. Expulsó el aire de repente y se esforzó en volver al presente. Durante los siguientes
minutos necesitaría de toda su concentración.
Vicente y Vilma siguieron al bedel y el inspector cerró la marcha. Cuando llegaron al
despacho del director, la secretaria les dio el pésame a los hermanos y los hizo pasar de
inmediato. El director se presentó como Basilio Ureña. Era un cuarentón de mirada franca y
ademanes resueltos. Después de las presentaciones, saludos y condolencias pertinentes, entraron
en materia. Ureña fue el primero en abordar el motivo de la reunión.
—Karina se encuentra ahora en clase de matemáticas. Por supuesto que no le hemos informado
nada todavía. Lo mejor para ella será saberlo por ustedes, que son su familia. De ese modo podrá
recibir el apoyo que necesita de sus seres queridos.
—Le agradecemos mucho su consideración, señor Ureña —dijo Vilma.
—Lo que no comprendo es qué papel juega un policía en un momento tan íntimo como este.
Salazar cogió aire antes de responder. Nunca le habían llamado entrometido con tanta sutileza.
—Mi cometido es encontrar al asesino del señor Soler. Me temo que es un asunto urgente.
Hasta que no descubramos quién le disparó y por qué, no podremos garantizar la seguridad de su
familia o de cualquier otro ciudadano que pueda estar en la mira del criminal. No tengo la
intención de vulnerar la intimidad de una tragedia familiar como esta, pero debo hacerle algunas
preguntas a Karina lo antes posible. Ella puede disponer de información vital para resolver el
caso.
—De acuerdo, inspector. Discúlpeme, no era mi intención ofenderlo. Haré llamar a Karina de
inmediato.
Don Basilio se comunicó con su secretaria a través de la centralita. Pocos minutos después se
escucharon un par de golpes en la puerta, que enseguida se abrió y por ella se asomó la secretaria.
La mujer se hizo a un lado de inmediato y dejó pasar a una chica que parecía la versión
adolescente y femenina de Vicente.
—Karina, adelante —la invitó el director—. Os dejaré solos.
Ureña pasó junto a la chica evitando su mirada, se apresuró en llegar hasta la puerta y le hizo
un gesto a la secretaria para que también saliera del despacho. La más joven de los Soler entró
con paso dubitativo y centró su atención en sus hermanos.
—¿Qué hacéis aquí? ¿Dónde está papá? ¿Qué ocurre?
Vilma se acercó a ella, la abrazó y le dio la mala noticia. Karina se zafó del abrazo con
violencia, su rostro estaba anegado en lágrimas, tenía el ceño fruncido y negaba con la cabeza. A
pesar de su esfuerzo por mantener la distancia emocional, Salazar se sintió conmovido, pues se
vio a sí mismo con ocho años, haciendo lo posible por asumir la muerte de su propio padre en un
tiroteo.
—Me estáis mintiendo —gritó Karina—. ¡Papá no puede estar muerto! No es posible.
Vilma se volvió a acercar a ella y la envolvió en un fuerte abrazo que la inmovilizó, mientras
Vicente le acariciaba la cabeza y la consolaba, diciéndole que no estaba sola y que ellos la
protegerían. Karina rompió en un llanto convulso con la cabeza apoyada en el pecho de su
hermana. Vilma se permitió llorar, y hasta los ojos de Vicente se humedecieron.
El inspector se sintió como un voyerista al verse obligado a presenciar una escena tan
privada, desvió la mirada y esperó a que los hermanos Soler lloraran su pérdida. Hubiera querido
estar en cualquier otro lugar, pero el deber lo obligaba a quedarse y esconder sus sentimientos con
una coraza. Se recordó a sí mismo la justificación que le dio al director. Mientras no supieran la
identidad y los motivos del asesino, nadie estaría seguro.
Poco a poco, Karina recuperó la calma, se apartó de su hermana y se limpió las lágrimas con
las palmas de sus manos. Néstor le ofreció su pañuelo.
—Gracias —musitó la joven—. ¿Quién es usted?
Vilma respondió por él.
—Es el policía encargado de encontrar al asesino. Quiere hablar contigo, pero si no te sientes
bien con eso…
Karina llenó sus pulmones de aire y lo retuvo por algunos segundos.
—Hablaré con usted. Quiero que meta en la cárcel al que mató a mi padre y que tire la llave al
mar.
—¿Estás segura de que te sientes con fuerzas ahora? —le preguntó el policía con tono amable
—. ¿Quieres un vaso de agua?
Ella sacudió la cabeza con energía.
—Quiero saber que va detrás de ese tío. Estoy bien.
—De acuerdo. Será mejor que te sientes.
Karina obedeció y usó el pañuelo de Salazar para limpiarse las últimas lágrimas del rostro.
—Estoy lista. ¿Qué quiere saber?
—¿Tu padre tuvo alguna discusión o problema con alguien?
—No, que yo sepa.
—De acuerdo. ¿Recibió alguna visita, llamada o correo que le causara preocupación?
La adolescente negó con la cabeza.
—Nada de eso. ¿Por qué me lo pregunta? ¿No fue un robo?
—Todavía no lo sabemos. En los últimos días, ¿viste o escuchaste algo que te preocupara?
—No… quiero decir…
—¿Sí?
—Es que no sé si tiene importancia.
—No te preocupes por eso —la animó el inspector—. Yo lo investigaré para determinar si es
relevante o no. Solo dime de qué se trata.
—Fue hace algunos días. Era de noche y estaba en mi habitación estudiando. Me levanté unos
minutos para estirar las piernas y me asomé por la ventana.
Néstor desvió por un segundo la mirada hacia los hermanos de Karina. Ambos permanecían
atentos y en un silencio tenso. Volvió a centrarse en la adolescente.
—¿Qué fue lo que viste?
—Fue en el descampado que está algunos metros detrás de la casa. Vi fuego.
—¿Fuego? —preguntó Vicente.
—Era una fogata. Había varias personas alrededor, tenían las manos entrelazadas y
cantaban…
—¿Qué cantaban?
—No lo sé. No podía escucharlos bien desde mi habitación. Parecían cánticos religiosos, pero
no se comprendía nada. Me preocupó la fogata, porque hay mucha vegetación y aunque hace frío,
temí que ocasionaran un incendio. Estaban muy cerca de nuestro chalé y del de doña Gertrudis.
Entonces vi a mi padre salir de la casa…
—¿Qué hizo tu padre?
—Les gritó que si no se marchaban llamaría a la Policía. Ellos se enfadaron, discutieron a
gritos, lo insultaron y al final se fueron. Entonces papá se acercó a la fogata y la apagó.
—¿Pudiste ver bien a alguna de esas personas?
Karina negó con la cabeza.
—¿Cuántos eran?
—Cinco.
—¿Hombres, mujeres o ambos?
—No lo sé. Todos llevaban la cabeza cubierta y no se distinguía bien desde la ventana.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—El sábado pasado.
—Si volvieras a ver a alguna de esas personas, ¿podrías identificarla?
Karina negó con la cabeza.
—No, lo lamento mucho. Estaba oscuro y yo los vi desde muy lejos.
—De acuerdo, Karina. No te preocupes. Me has ayudado mucho. Averiguaremos quiénes eran
esas personas y si tienen algo que ver con la muerte de tu padre.
Capítulo 07

Salazar se sintió aliviado cuando abandonó el instituto y subió al Corsa para regresar a San
Miguel. Usó la función manos libres para comunicarse con Telmo y ordenarle que comprobara las
coartadas de los chicos Soler. Después de terminar la llamada, meditó acerca de la declaración de
la adolescente. Un grupo de personas que entonaba cánticos alrededor de una fogata en plena
noche, en medio de un descampado, bien podía interpretarse como un grupo ritual. Lo cual
explicaría el pentáculo que el asesino dibujó en la espalda de la víctima.
Néstor quería comprobar si alguno de esos grupos llevaba a cabo sus prácticas en La Rioja en
ese momento. En cuanto pisó la comisaría tuvo que cambiar sus planes, pues García le anunció
que el comisario quería verle. ¿Tendría alguna novedad para él acerca de lo que se le venía
encima? El inspector subió las escaleras de dos en dos y llegó frente a la puerta de Ortiz casi sin
aliento. El alma se le cayó a los pies a causa de la mirada compasiva con la que Lali lo recibió.
—Pase, inspector jefe. Lo están esperando.
El uso del plural por parte de la secretaria le causó un escalofrío en la espalda. Salazar sintió
un deseo irrefrenable de darse media vuelta y alejarse todo lo que pudiera, pero se contuvo. Hizo
acopio de fuerza de voluntad y llamó a la puerta. Del otro lado se escuchó el vozarrón de
Santiago.
—¡Adelante!
El inspector entró y sus temores se confirmaron. Rebeca Araujo lo miró de arriba abajo desde
la silla que ocupaba frente al comisario. Néstor sintió que su desprecio lo empapaba. Hizo un
último intento por librarse de lo inevitable.
—Puedo regresar más tarde si está ocupado, comisario.
—Entra, Néstor. Eres el más interesado en que este asunto se aclare.
Contra su voluntad, el inspector se acercó al escritorio y ocupó el asiento junto a la bruja,
perdón, junto a la inspectora. Santiago carraspeó y soltó la mala noticia así, sin anestesia.
—La inspectora Araujo está aquí para notificarnos que Asuntos Internos te investigará por la
muerte de Rivera.
Después de que un frío le recorriera la espalda, el inspector hizo un esfuerzo y miró a Araujo
a los ojos.
—Le repito que yo no golpee a Celso. Su muerte debe tener otra explicación.
—Reconoce que lo empujó y la autopsia reveló que murió por un golpe en la cabeza. Usted lo
interrogó y fue el único policía que permaneció a solas con él. Además, la grabación de su
interrogatorio desapareció sin explicación. Blanco y en botella, inspector. Usted agredió a Celso
Rivera durante el interrogatorio y luego se ocupó de hacer desaparecer las evidencias. Por
desgracia para usted, el señor Rivera falleció como consecuencia del maltrato, así que yo me
ocuparé de que se le haga justicia. Encontraré las pruebas para acusarlo de abuso policial,
agresiones y homicidio.
—Yo no maté a Celso —insistió Salazar.
—Reconoce que lo empujó.
—Lo pillamos después del robo y él sabía que iría a prisión. Creyó que podía escapar y se me
vino encima. Lo empujé para evitar que me arrollara. ¿Qué esperaba, que me dejara machacar?
—En lugar de eso, le golpeó la cabeza y lo mató —sentenció la inspectora—. Es probable que
no fuera su intención asesinarlo, pero me temo que fue lo que hizo y tendrá que responder por ello,
inspector.
—¡Que yo no lo maté!
—¡Demuéstrelo!
—¿No tendría usted que demostrar mi culpabilidad antes de hundirme la vida?
—Es justo lo que haré: encontrar las evidencias. No será difícil. Usted mismo reconoció que
lo empujó, está la declaración de sus propios compañeros de que interrogó al detenido solo y en
ausencia de su abogado…
—Celso se negó a que hubiera un abogado presente. En ese momento creí que estaba dispuesto
a confesar y delatar a sus cómplices. Ahora comprendo que solo quería propiciar una oportunidad
para escapar.
—Los motivos que usted argumente al respecto no tienen importancia. Interrogó a un detenido
sin un abogado presente y sin testigos. Pocas horas después, ese ciudadano estaba muerto a causa
de un golpe en la cabeza. Es suficiente para abrirle un expediente.
—Se está basando en pruebas circunstanciales.
—Porque usted se ocupó de hacer desaparecer la grabación del interrogatorio.
—¡Le repito que no fui yo!
—Esta discusión no nos llevará a ninguna parte —intervino el comisario—. Inspectora,
incluso Salazar merece una presunción de inocencia hasta que se demuestre lo contrario.
Néstor miró a su hermano con el ceño fruncido. ¿Lo estaba defendiendo? No lo tenía muy
claro. Araujo centró su atención en Ortiz, e ignoró a Salazar como si no estuviera presente.
—Asumo que después de ese planteamiento viene una propuesta, comisario.
Santiago asintió y se enderezó en el asiento.
—Quiero que acepte la colaboración de uno de mis hombres para investigar este asunto a
fondo. Asignaría la tarea a alguien con experiencia y que conozca bien el funcionamiento de la
comisaría.
—¿Trabajar con uno de sus hombres? Es bastante irregular.
—Solo será un colaborador que le facilitará llegar al fondo de la verdad. ¿No es ese su
objetivo? No puede destruir la vida de un policía con un historial impecable, sin darle al menos la
oportunidad de demostrar su inocencia.
—¡Bien dicho! —sentenció el inspector, y se ganó una mirada fulminante de su hermano.
Salazar comprendió que calladito estaba más guapo.
Araujo lo miró de reojo como si fuera un insecto y volvió a prestarle atención al comisario.
—Podría considerarlo…
—Le asignaré el caso a uno de mis hombres para que la ayude a determinar todo lo que
ocurrió antes del arresto de Rivera.
—¿Qué importancia puede tener eso? Ya sabemos que robó una joyería, pero eso no justifica
que lo mataran a golpes —Néstor se preparó para protestar, pero una mirada de Santiago lo
disuadió—. Gozaba de buena salud cuando el inspector lo interrogó.
—Espero que no pretenda acusar a un hombre de homicidio sin que medie una investigación
que aporte pruebas contundentes —argumentó el comisario—. Hasta ahora, los cargos se basan en
evidencias circunstanciales.
¡Así se hablaba! Salazar se sintió orgulloso de su hermano. La bruja comenzó a dudar y Néstor
no pudo contenerse.
—Yo podría ser quién colabore con usted en la investigación.
—¡NO! —gritaron el comisario y la inspectora a la vez.
Salazar frunció el ceño. A él no le parecía tan mala idea.
—Usted solo se ocuparía de esconder las pruebas en su contra —lo acusó la bruja.
—Yo no…
—Estás demasiado involucrado, Néstor —argumentó Ortiz—. Además, si tú intervinieras,
siempre quedaría una sombra de duda acerca de lo que descubrieras. Le asignaré el caso a Toro.
Salazar guardó silencio. Ya desde temprano, cuando Santiago le manifestó su intención de
asignarle el caso a Remigio, Néstor lo consideró una buena idea, pero si manifestaba su
aprobación, la inspectora se negaría, así que se mordió la lengua. ¡Cómo dolía!
Rebeca meditó la propuesta de Ortiz. Al cabo de algunos segundos, asintió.
—De acuerdo, comisario. Estoy dispuesta a permitir la colaboración de su comisaría para
llevar a cabo una investigación, antes de sancionar al inspector jefe y presentar las acusaciones
ante un juez, pero tengo una condición.
—La escucho.
—Yo doy las órdenes. Quiero asegurarme de que su investigador no alterará ninguna prueba
para ayudar a su colega.
Néstor se sintió indignado y explotó.
—¡Es insultante! En esta comisaría no alteramos pruebas. Será mejor que se entere de una vez.
Una mirada de Santiago le hizo comprender a Salazar que se estaba pasando de la raya.
—Vale, me callo.
Y se mordió los labios. Dolía menos que la lengua. Rebeca aprovechó para emplazar a Ortiz.
—Y bien, comisario. ¿Qué me dice?
—Por supuesto. Remigio solo será un colaborador bajo sus órdenes. Ordenaré que les
habiliten una de las oficinas vacías para que puedan desarrollar sus indagaciones en privado, y
usted conducirá la investigación para determinar por qué Celso Rivera murió bajo nuestra
custodia.
Capítulo 08

Después de recibir la orden, Lali le avisó a Remigio que lo esperaban en la oficina del
comisario. Cuando el veterano policía cruzó el umbral, se paró en seco y enarcó las cejas.
—¡Joder! Reunión de pastores, oveja muerta.
—No me parece un comentario apropiado, inspector Toro.
—Será como usted dice, comisario, pero aquí todos están más tensos que don Quijote en un
parque eólico.
—¿Esta es la profesionalidad que se maneja en esta comisaría? —se quejó Rebeca—. Ahora
comprendo que las cosas llegaran hasta dónde lo hicieron.
Ortiz llenó sus pulmones de aire para hacer acopio de paciencia.
—Dejemos los chistecitos para otra ocasión, Remigio. Acércate, tengo trabajo para ti.
—Usted dirá, jefe.
—¿Qué información tienes acerca de la muerte de Celso Rivera?
El inspector Toro resopló como si estuviera a punto de embestir.
—¡Buf! Solo sé lo que se cuenta por los pasillos.
—¿Y eso qué sería? —Quiso saber la inspectora.
—Que el chorizo murió como un pajarito y que a Salazar le pueden meter un puro, porque fue
el último pringado que lo interrogó.
Rebeca se giró en su asiento para encarar a Remigio. El ceño fruncido y la mirada fulminante
no dejaban duda acerca de su indignación.
—Lo dice como si el inspector Salazar no tuviera nada que ver con la muerte del detenido.
—¿Salazar? ¡Claro que no tiene que ver! Es el tío más liante con el que he trabajado. Cuando
se trata de interrogar a un sospechoso, no le creo ni el saludo… —Néstor carraspeó para frenar la
inspiración de su colega, que como lo siguiera defendiendo así, iba a terminar él como el conde
de Montecristo. Remigio entendió y cambió la seña—, pero lo conozco desde hace años, y nunca
he visto que le ponga un dedo encima a ningún detenido. Y le aseguro que a más de uno provocaba
darle un guantazo.
—¿Y se supone que debo creer las afirmaciones de este… ciudadano?
Santiago comenzaba a perder la paciencia.
—Usted no está aquí para creer a nadie, inspectora. El inspector Toro es un investigador con
mucha experiencia. Espero que sean los resultados de su colaboración los que le hagan cambiar
de opinión acerca de la responsabilidad del inspector Salazar en la muerte de Rivera.
—Así que usted pretende que trabaje con semejante comediante.
—Espere, jefe —intervino Remigio—. Por supuesto que haré todo lo posible por demostrar la
inocencia de Salazar, pero no me puede pedir que cargue con el lastre de una investigadora de
Asuntos Internos.
—¿A quién llama lastre?
Santiago golpeó la superficie del escritorio con la palma de la mano. Empleó el modo Goliat,
que Néstor conocía desde sus años de infancia.
—¡Es suficiente! Remigio, espero que pongas tu mejor empeño en tu trabajo. Colaborarás con
Asuntos Internos en su investigación de los hechos. Y con respecto a usted, inspectora, ya que
critica nuestra profesionalidad espero que usted la ejerza lo suficiente como para respetar nuestro
trabajo.
Rebeca respiró profundo y asintió. Cuando Santiago entraba en modo Goliat, imponía. Bueno,
la verdad era que imponía siempre.
—Necesitaré información acerca del caso —se atrevió a solicitar Remigio. Era un valiente.
El comisario llenó sus pulmones de aire y se relajó. Luego se dirigió a Salazar.
—Néstor. Tú conoces los detalles mejor que nadie.
El inspector miró a su alrededor. Le hicieron callar tantas veces en los últimos minutos, que le
sorprendió que le permitieran exponer los hechos. Por supuesto que aprovechó la ocasión.
—¡Yo no maté a Celso! —Las cejas de Santiago comenzaron a juntarse y la inspectora apretó
los dientes—. Vale, solo quería dejar claro mi punto. Los hechos. Bien. El sábado uno de
diciembre al mediodía se activó la alarma silenciosa de una joyería de la calle Arana. De
inmediato, tres patrullas se dirigieron hacia allí. Los delincuentes ya habían salido de la tienda,
pero los chicos rodearon la zona antes de que pudieran alejarse. Los ladrones trataron de evadirse
por las callejuelas y callejones. Se trató de un asalto a mano armada, y según el dueño de la
joyería eran tres individuos. Llevaban el rostro cubierto. Los agentes peinaron el barrio y
encontraron a Celso en un callejón. No tenía encima el botín, pero sí una pistola sin permiso de
porte de armas. Gracias a la ropa que usaba, el joyero lo identificó como uno de los asaltantes, así
que lo trajeron a comisaría. Yo estaba de guardia y ordené que avisaran a su abogado para
interrogarlo, pero Celso se negó a la presencia del defensor, y dijo que solo hablaría conmigo a
solas.
—Sabe que esas son circunstancias muy irregulares, inspector —lo interrumpió Rebeca—.
¿Por qué aceptó?
—Porque creí que la intención de Celso era confesar y delatar a sus cómplices, y que por eso
no quería testigos. Reconozco que fui un estúpido. Su verdadera intención era sorprenderme y
escapar. Apenas comenzó el interrogatorio, se me vino encima con la intención de someterme y
tomarme como rehén. Lo empujé para evitar que me avasallara, pero juro que no lo golpee.
—Esa parte de su versión ya la tenemos clara —volvió a intervenir la inspectora—. Continúe.
—Eso fue todo. Al darme cuenta de que la intención de Rivera no era declarar, y en vista de
que no estaba presente su abogado, decidí dar por terminado el interrogatorio y ordené que lo
llevaran de vuelta a su celda. Terminé mi guardia sin novedad, y solo al día siguiente me enteré de
que murió durante la noche.
—¿Cómo lo explica?
Néstor se encogió de hombros.
—¿Cómo quiere que lo sepa? Tal vez decidió darse de cabezazos contra la pared porque su
plan de escape falló. Yo que sé. Solo le puedo asegurar que yo no le hice nada.
—Supongo que no estará hablando en serio —protestó Rebeca.
Santiago acudió en auxilio de su hermano.
—El inspector ya expuso su versión de los hechos. No puede exigirle que le proporcione una
respuesta que no conoce. Para eso se llevará a cabo una investigación.
—¿Y qué me dice de la grabación del interrogatorio? ¿Por qué desapareció? ¿O será que tal
vez usted no grabó el interrogatorio para tener libertad de coaccionar al detenido?
—Le aseguro que inicié la grabación desde este mismo ordenador antes de comenzar el
interrogatorio, como es habitual.
—¿Y por qué nadie la encuentra?
—Ojalá lo supiera —reconoció Salazar.
—Tal vez usted la borró.
—O tal vez hubo un fallo informático que dañó el archivo —sugirió Néstor, aunque el
argumento le pareció inverosímil a él mismo.
—Ya el perito en informática de la Jefatura Superior se ocupa de ese asunto —anunció el
comisario—. En cualquier momento debemos recibir un informe acerca del disco de
almacenamiento que funcionaba en mi ordenador ese día.
—¿Usted ya conocía al señor Rivera o el arresto fue su primer contacto con él? —preguntó la
inspectora, con toda su mala leche.
—Nunca lo había visto.
—Pero usted y su equipo iban tras él.
—Este no fue el primer robo en el mismo barrio —reconoció Salazar, y se fue indignando
conforme hablaba—. En los últimos dos meses asaltaron tres tiendas. En un asalto anterior le
dispararon al empleado. Es un chico de veinticinco años al que le perforaron un pulmón. Tiene
una bebé de quince meses y, ¿sabe qué? Si sobrevive, lo más probable es que quede con una
incapacidad respiratoria del cuarenta por ciento. Su «víctima» fue uno de los responsables.
—Eso no justifica lo que usted hizo —le respondió Rebeca.
—Lo único que hice fue entrevistar a solas a un detenido, porque él mismo lo solicitó. ¿Fui un
imbécil? Sin duda alguna. ¿Merezco que me destrocen la vida por eso? Desde luego que no.
—Se justifica como si hubiera cometido un simple error —argumentó la inspectora—. Y no se
trató de eso, sino de un homicidio.
—¡Que yo no lo maté, coño!
—No creo que esta discusión resuelva nada —intervino Santiago, después de lanzarle una
mirada de advertencia a Néstor—. Remigio, el caso es tuyo. Quiero que encuentres la verdad,
cualquiera que sea.
—La verdad es que yo soy inocente.
—No seas pesado, Salazar. Inspectora, el inspector Toro estará a su disposición y la
acompañará en las indagaciones que usted permita —Rebeca le dio las gracias al comisario y
asintió—. En cuanto a ti, Néstor, te quiero fuera de este caso. Te ocuparás del homicidio de Santo
Domingo de la Calzada. Sobre este asunto, ni siquiera preguntes. Yo mismo te informaré cuando
lleguemos a una conclusión.
—Pero…
—Y si se te ocurre una de tus brillantes ideas, la anotas en un papel, la doblas, y te la comes
con patatas. ¿Estamos?
El inspector miró a su hermano y comprendió que no tenía caso discutir, pero tampoco se iba a
quedar sin tener la última palabra.
—¡Qué alivio! Por un momento, me asustaste.
Capítulo 09

Concluida la reunión, Rebeca y Remigio salieron del despacho. Iban discutiendo y cada uno
intentaba imponer su criterio sobre el otro. Néstor también se levantó, pero Ortiz le ordenó que se
quedara. Cuando estuvieron solos, el comisario se relajó.
—Tranquilízate, Néstor. Haremos todo lo posible por demostrar tu inocencia.
—Ojalá lo tuviera tan claro. Sabes tan bien como yo que esta bruja va a por mí.
Santiago se inclinó hacia adelante y volvió a tensar los músculos.
—Ten más cuidado, merluzo. Las paredes oyen, y lo último que necesitas es que la inspectora
se tome este asunto como algo personal.
—¡Quiere hundirme la carrera y meterme en la cárcel! ¿Te parece poco personal?
—Solo hace su trabajo y desde su punto de vista eres culpable. Solo debemos demostrarle lo
contrario y la tendremos de nuestro lado. La hice investigar y es legal.
—Pues a ver si se cumple tu profecía, porque me va la vida en ello. Y no hablo en sentido
figurado.
—Confía en nosotros, Néstor. Haremos todo lo que esté en nuestras manos para demostrar que
eres inocente. Ahora, pasemos a otro asunto. Infórmame acerca del homicidio de la avenida Santo
Domingo de la Calzada.
Salazar expulsó todo el aire y puso al día al comisario, al mismo tiempo que le daba su móvil
para que viera las fotografías que le envió el jefe Barros. Ortiz escuchó con atención, mientras
estudiaba las imágenes. Cuando el inspector terminó su exposición, Santiago le devolvió el móvil.
—¿Qué posibilidades hay de que se trate de un robo que salió mal?
—Muy pequeñas, pero la familia tendrá que confirmar si falta algo.
—Es un asunto muy turbio. Me preocupan el pentáculo y la declaración de la hija menor.
—El coro alrededor de la fogata. Sí, es espeluznante.
—¿Qué opinas? ¿Crees que fueron ellos?
Néstor meditó la pregunta del comisario por unos instantes.
—Es una posibilidad que no debemos perder de vista. Es posible que Soler interrumpiera un
ritual que era importante o sagrado para esos sujetos, y que por esa razón decidieran castigarlo o
vengarse. En cualquier caso, tendremos que investigar a todos los grupos de ese tipo que existan
en Haro. Legales o clandestinos.
Santiago suspiró.
—Espero que no estemos frente a una secta. Todavía tengo pesadillas con aquella que
desmantelamos el año pasado.
—Podría tratarse de un grupo satánico o algo así. Sin embargo, no debemos perder de vista
que en la escena del crimen solo hay huellas de una persona.
—Sabes que eso no significa nada. Los demás pudieron ser más cuidadosos y evitar pisar la
sangre. O quizá el homicidio fue una tarea asignada a uno de los acólitos. Espero que no se trate
de un asesinato ritual, porque eso aumentaría las probabilidades de que haya más víctimas.
—Es lo mismo que pensé cuando vi el pentáculo en la espalda de Soler. El asesino corrió un
riesgo adicional cuando lo dibujó, así que debió ser importante para él, pero no descartemos que
puede tratarse de una maniobra de distracción. Lo cual significa que no debemos perder de vista
el entorno de la víctima.
—¿Alguna idea?
—Todavía no tengo muy claro quién era Augusto Soler en realidad —confesó el inspector—,
pero si algo no le falta a un abogado criminalista suelen ser enemigos. Ya sabes: el familiar de una
víctima, cabreado porque el criminal salió libre a causa de su abogado; un cliente insatisfecho
porque los resultados del juicio no fueron los que esperaba… Vamos, que trabajo no me va a
faltar.
—Al menos eso te mantendrá ocupado.
El inspector frunció el ceño, pues no se le escapaba que su hermano le asignó el caso con esa
intención. Compuso su expresión de santo a punto de sufrir martirio. La había ensayado con Paca
la semana anterior.
—Ya te prometí que no me voy a entrometer en la investigación de Remigio, aunque soy la
parte más interesada, y mi futuro depende de sus resultados.
—Ya está bien, Néstor. Deja el culebrón. Más te vale no interferir en el asunto, si no me
quieres ver cabreado.
El inspector normalizó la cara y soltó un suspiro de incomprendido.
—Vale. Al menos lo intenté.
—Volvamos a tu caso. ¿Qué opinión te merecen los hijos?
—Todavía es pronto para decirlo. Sin embargo, parecen muy unidos. Vicente es muy protector
con sus hermanas, pero Vilma es la más lista y la que mantiene el control de la situación. La hija
menor es una chiquilla todavía. Su respaldo era su padre, y ahora busca apoyo en sus hermanos
mayores.
Santiago se removió incómodo en su asiento. Néstor supuso que el caso le despertaba malos
recuerdos.
—De acuerdo. ¿Qué vas a hacer ahora?
—Supongo que debo esperar a que el forense y Científica hagan su magia. Mientras tanto, le
haré una visita al psiquiatra de la Policía. Tal vez tenga algo que decir acerca de este pentáculo.
—Muy bien, mantenme informado.
Salazar se levantó de la silla y se dispuso a salir de la oficina. Cuando llegó a la puerta, su
hermano lo llamó. Él se detuvo con el picaporte en la mano.
—Néstor, no olvides que estoy y estaré de tu lado, pase lo que pase.
—Lo sé.
El inspector salió de la habitación y llenó sus pulmones de aire. Se esforzó en apartar el
asunto de Celso de su cabeza.
—¿Se encuentra bien, inspector jefe?
Salazar forzó una sonrisa.
—Sí, Lali. Todo está muy bien. Gracias. ¿Podrías llamar al psiquiatra de la Policía y avisarle
de que voy en camino?
—¿El doctor Rojas? —Néstor asintió—. Por supuesto. Enseguida me ocupo.
Después de darle las gracias, Néstor salió de la comisaría a paso apresurado, y antes de llegar
al Corsa, su móvil comenzó a sonar. En la pantalla apareció la foto de Sofía. Respondió de
inmediato. Después de los saludos, se hizo un silencio incómodo.
—Néstor, ¿sigues ahí?
—Sí, por supuesto. ¿Cómo va tu recuperación?
—Lenta. El fisioterapeuta dice que necesitaré un par de meses para volver a andar con
normalidad.
—Dos meses pasan rápido. Ya lo verás.
—¿Estás bien? Te noto extraño. Tu voz suena tensa, ¿te preocupa algo?
—Nada. Todo va perfecto. Estoy dando los primeros pasos en una nueva investigación.
—Entonces tendrás mucho trabajo. Será mejor que hablemos más tarde.
—Sí, será mejor. Cuídate mucho.
Salazar terminó la llamada con una sensación de vacío en el pecho. En cada conversación con
Sofía le parecía que ella se encontraba más lejos. Como si aquello que los unía se estuviera
disolviendo con lentitud en la distancia y el tiempo. Era definitivo, se estaba dejando influenciar
demasiado por Telmo y su pesimismo. Todo saldría bien. Ahora debía concentrarse en la visita al
psiquiatra.
El inspector hizo un esfuerzo por recuperar su habitual talante optimista y concentrarse en el
asunto que tenía entre manos. Subió al Corsa y se dispuso a poner manos a la obra. Tenía un
homicidio que resolver, y el tiempo apremiaba.
Capítulo 10

Mientras Néstor se centraba en el caso Soler, Remigio escoltó a la inspectora hasta la oficina
que les asignó el comisario. Una vez allí, Rebeca le mostró a Toro un documento que llevaba en su
portafolio, y en el que se encontraba toda la información de la que disponía Asuntos Internos con
respecto a la muerte de Rivera.
—Ahí lo tiene. Nunca me había ocupado de un caso tan claro —sentenció satisfecha, mientras
el policía ojeaba el informe.
—¿Qué le hace sentirse tan segura de que Salazar es culpable?
Ella le lanzó una mirada de desafío.
—Celso gozaba de perfecta salud cuando lo llevaron a la comisaría. Sin embargo, murió
mientras dormía pocas horas después del interrogatorio con su inspector jefe. Según la autopsia,
la causa fue un hematoma en su cabeza como consecuencia de un fuerte golpe. No hay que ser muy
inteligente para sacar conclusiones.
Remigio resopló, mientras seguía pasando páginas.
—Es la explicación más simple, pero eso no significa que sea la única posible.
—Entonces, ¿qué es lo que usted sugiere?
—Que hagamos a un lado los prejuicios e investiguemos qué fue lo que ocurrió en realidad.
—¡Yo no tengo prejuicios!
—No discutiré con usted sobre ese punto. Sin embargo, convendrá conmigo que todo el asunto
merece una investigación. Lo único que tiene contra Salazar son pruebas circunstanciales.
—No estoy de acuerdo, pero acepto que es necesario indagar más acerca de lo que ocurrió.
Estoy segura de que si lo hacemos, conseguiremos pruebas más contundentes contra el inspector.
—¿Por qué el ensañamiento?
—Su compañero se aprovechó de su posición de autoridad para golpear a un detenido, con
tanta violencia que lo mató. Además de cometer un acto tan abominable como es el homicidio,
enlodó la reputación de toda la Policía.
—¿Y si usted se equivoca?
—No encuentro ninguna otra explicación.
—Lo que no significa que no exista.
—Al parecer, usted se propuso sacarme de mis casillas.
—Más bien, me propongo sacar a Salazar del atolladero. Le sugiero que hablemos con el
forense. Podría aclararnos las circunstancias en las que murió Rivera.
—Como quiera —la inspectora guardó silencio por unos instantes y tamborileó con el dedo en
la superficie de la mesa. Luego levantó la mirada hacia el policía—. Se da cuenta de que si no
encontramos una prueba exculpatoria irrefutable durante la investigación, se reforzará la
acusación contra el inspector, ¿verdad?
—Lo tengo muy claro, pero confío en que descubriremos algo. Salazar no suele liarse a
puñetazos con los detenidos. Él es más de emplear la astucia. Si son culpables, acaban confesando
que son los responsables hasta del calentamiento global.
—Es evidente que eso no fue lo que ocurrió en este caso.
—Lo único evidente es que Celso está muerto. Ahora nos corresponde averiguar por qué.
Rebeca dejó escapar el aire con impaciencia.
—Muy bien. Reconozco que ese es mi trabajo, inspector Toro, pero le advierto que será mejor
que no intente influir en la investigación para favorecer a su amigo o tendré que abrirle un
expediente a usted también.
—Nunca se me ocurriría cambiar los resultados de mi trabajo, sin importar a quién afecten.
No tiene sentido que me amenace.
—Tiene razón. Le presento mis disculpas. Estoy de acuerdo con usted con respecto al
siguiente paso. Iremos a hablar con el forense, aunque el informe de la autopsia es muy claro.
—¿Cómo sabe que no peleó con sus cómplices antes del arresto?
—Léalo usted mismo. El cuerpo no tenía heridas defensivas. Solo un enrojecimiento en la
zona occipital, y el hematoma dentro del cráneo que causó su muerte.
—¿La zona occipital no es la que está en la parte posterior de la cabeza?
—Sí, y qué.
—Durante el interrogatorio, Salazar debió estar frente a Celso. ¿Cómo fue que lo golpeó por
detrás?
Rebeca no se dejó amilanar por el argumento de Remigio.
—No sabemos cuáles fueron los movimientos de Salazar o del detenido. Le recuerdo que la
grabación donde debió quedar constancia de los hechos desapareció en un momento muy oportuno.
Toro dejó el informe sobre la mesa, al mismo tiempo que clavaba la mirada en la inspectora.
—De manera que, según usted, la muerte de Celso no ocurrió como consecuencia de un
enfrentamiento, sino que Néstor se plantó detrás del detenido y le asestó un golpe mortal. ¿Con
qué objetivo?
—Pudo hacerlo como una forma de coaccionarlo para que le proporcionara el nombre de los
cómplices, recuperar el botín y colgarse una medallita. Lo he visto antes.
Remigio negó con la cabeza.
—No es el estilo de Salazar.
—Eso es lo que usted dice. No esperaría otra reacción de uno de sus compañeros.
Remigio se frotó la cara con ambas manos antes de encararse con la inspectora.
—No perderé mi tiempo tratando de hacerle cambiar de opinión. Mis esfuerzos se centrarán
en descubrir la verdad, porque estoy seguro de que cuando sepamos lo que ocurrió en realidad,
Salazar quedará libre de culpa.
Araujo se encogió de hombros.
—Usted mismo. Lo acompañaré a ver al forense. Quiero asegurarme de que le hace las
preguntas correctas.
—Será un placer —dijo el inspector Toro, al mismo tiempo que torcía los labios con disgusto.
Una hora después, ambos entraban en la morgue, donde preguntaron por Tulio Robles.
Remigio ya había trabajado en un par de casos con ese forense. Recordó que no era muy accesible
para la Policía. El doctor escuchó el planteamiento de los oficiales de la Ley con el ceño
fruncido, y les pidió unos minutos para refrescar su memoria. Leyó su propio informe en la
pantalla de su ordenador y de inmediato asintió.
—Sí, ya lo recuerdo todo. El fallecido no tenía heridas defensivas ni encontré indicios de que
hubiera atacado a alguien. Murió por un hematoma subdural que apareció como consecuencia de
un golpe en la región occipital.
—Esa es la parte de atrás de la cabeza, ¿no es así? —precisó Remigio.
Robles asintió. Luego apoyó la palma de la mano por encima de su propia nuca, para reforzar
sus palabras.
—Sí, justo aquí. Fue un golpe seco.
—¿Precisó cuál fue el arma homicida?
—Me temo que no, pero se trató de un objeto de superficie amplia. No encontré fracturas en el
cráneo, pero el golpe rompió una pequeña vena, que sangró en forma progresiva y aumentó la
presión dentro de la cabeza hasta ocasionar la muerte.
Remigio se inclinó hacia adelante y apoyó el codo en la mesa de trabajo del forense.
—Está claro que la muerte de Rivera sobrevino un tiempo después de que sufrió el golpe.
¿Conocemos la duración de ese intervalo?
El forense bufó y sacudió la cabeza.
—No es posible precisarlo. Pudo tratarse de horas o de días.
—¿Días?
—Así es —confirmó Tulio—. Si el sangramiento fue muy lento, pudieron pasar días antes de
que ocurriera el desenlace.
—Así que Celso pudo llevar la muerte encima antes de que Salazar lo interrogara —sentenció
Remigio con satisfacción, al mismo tiempo que lanzaba una mirada de desafío a Rebeca.
La inspectora no se amilanó.
—¿Algo así habría pasado desapercibido, doctor Robles?
—No lo creo, aunque todo depende de la rapidez con la que ocurriera el sangramiento, y las
estructuras del cerebro que estuvieran sometidas a presión.
—¿Puede aclararnos ese punto? —insistió Rebeca.
—El golpe ocasionó una hemorragia, que en vista de que la víctima no murió de inmediato,
debió ser lenta y progresiva. Cuánto más lento el proceso, los síntomas serían menos evidentes,
pero es seguro que ocasionaría al menos dolor de cabeza. También habría causado vómitos sin
náuseas y en ocasiones incluso pérdida del conocimiento.
—La pérdida de conocimiento pudo quedar enmascarada porque Celso murió mientras dormía
—sugirió Remigio—. ¿Es forzoso que se presenten todos los síntomas que nos menciona?
—No.
—¿Un empujón pudo causar el golpe que desencadenó la hemorragia? —intervino Rebeca,
aprovechando la oportunidad.
El doctor Robles meditó unos instantes antes de responder.
—No. Un simple empujón no hubiera sido suficiente. Para una hemorragia de este tipo es
necesario un impacto en el cráneo, bien sea directo o con efecto de rebote.
—¿Qué quiere decir con «efecto de rebote»?
—Algunas veces lo vemos en los accidentes de coche y en ciertos casos de maltrato infantil.
No siempre es necesario un golpe directo. Una sacudida fuerte de la cabeza puede causar que el
cerebro rebote contra las paredes del cráneo. El resultado sería un hematoma de este tipo.
Rebeca tensó los músculos de la espalda.
—¿Es necesario el empleo de violencia para que este sea el resultado?
—Sí, por supuesto.
La inspectora sonrió con satisfacción. Remigio la miró de reojo y sintió un vacío en el
estómago. Su insistencia en hablar con el forense solo reforzó la posición de Asuntos Internos y
hundió a Salazar un poco más en el fango, así que cuando abandonaron la oficina de Robles, se
sintió desanimado.
Rebeca cogió aire y echó la cabeza hacia atrás, aunque evitó mirar al policía a los ojos.
—Lo lamento por usted, inspector Toro, pero la información que nos proporcionó el doctor
refuerza mi caso. Elaboraré un informe contra su colega y se lo presentaré a mis superiores lo
antes posible.
Remigio apretó los puños. No podía fallarle de ese modo a Salazar y al comisario.
—No puede presentar cargos contra un hombre, solo porque «podría» ser culpable. Las
evidencias siguen siendo circunstanciales.
—Usted también escuchó al forense. Es necesaria una violencia extrema para causar un
hematoma de este tipo. Por otro lado, el propio Salazar confesó que empujó a Celso para
defenderse. Tal vez el homicidio no fue intencional, pero resultó como consecuencia de brutalidad
policial.
Remigio sacudió la cabeza con fuerza.
—Usted está asumiendo que Salazar fue el único que estuvo en condiciones de agredir a
Celso, y la verdad es que no sabemos qué ocurrió antes de su muerte.
—¿Y qué pretende? ¿Qué ignore las evidencias?
—No, solo que no se apresure. Concédase a usted misma un tiempo para averiguar más acerca
de las últimas horas de la vida de Celso. Tal vez ahí encontremos la verdad con respecto a lo que
pasó.
Araujo respiró profundo y desvió la mirada hacia el horizonte por unos segundos. Después la
centró en el policía.
—De acuerdo, esperaré hasta mañana. Si para entonces no conseguimos demostrar sin lugar a
duda que el inspector Salazar no asesinó a Celso Rivera, pondré todo mi empeño en llevar a su
colega a juicio por brutalidad policial y homicidio.
Capítulo 11

Salazar recibió la llamada de Telmo mientras hacía el recorrido hacia el consultorio del doctor
Rojas. Respondió a través del dispositivo manos libres y escuchó con atención el reporte de su
subalterno.
—Tanto el suegro de Vicente Soler como las amigas de Vilma corroboraron sus coartadas.
Con respecto a la adolescente, pasó la noche en casa de una amiga… Laura Herrera. Ella y su
madre lo confirmaron.
—Así que ninguno de ellos tuvo la oportunidad ni el motivo para asesinar a su padre.
—Sí y no —sentenció Telmo.
Néstor llenó sus pulmones de aire y lo soltó muy despacio.
—¿Quieres explicarte mejor?
—Bien, de acuerdo con lo que sabemos, ellos no tuvieron oportunidad, pero nada impide que
lo hicieran a través de un sicario. Con respecto al motivo, acabo de hablar con el abogado de la
familia. Cada uno heredará unos cuatrocientos mil euros.
Salazar dejó escapar un silbido.
—Olvida lo que dije acerca del motivo. Siendo así, no debemos descartarlos como
sospechosos con tanta facilidad. ¿Qué averiguaste en el vecindario?
—Ninguno de los vecinos de Soler vio ni escuchó nada la noche anterior.
De inmediato, el inspector llegó a una conclusión evidente.
—Solo hay una explicación que justifique que el estampido de un disparo pasara
desapercibido en un barrio tan tranquilo, en plena noche…
—El asesino usó un silenciador.
—Sin lugar a duda, lo cual nos permite llegar a la conclusión de que el criminal iba preparado
para ejecutar a la víctima… No se trató de un robo que salió mal. La siguiente pregunta que me
hago es: dónde encontró el silenciador y si nos enfrentamos al trabajo de un profesional.
—¿Se refiere a sicariato?
—Es una posibilidad que debemos tener presente, en especial, después de lo que averiguamos
acerca de los hijos de la víctima.
—Este caso promete ser complicado, señor.
Salazar dejó escapar un suspiro de desaliento. Detestaba compartir el pesimismo de Telmo,
pero su compañero tenía razón: si no podían descartar a los sospechosos por las coartadas,
resolver el homicidio resultaría bastante difícil. Sin embargo, esa opción abría una nueva línea de
investigación.
—Los sicarios no se anuncian por Internet, Telmo. Si alguna persona del entorno de Soler
contrató a un asesino a sueldo, tal vez podamos rastrear los contactos que usó para encontrarlo…
—¿Quiere que me encargue de ese asunto, inspector?
—No. Céntrate en investigar a las personas cercanas a la víctima. Yo me ocuparé de buscar
los contactos del asesino a sueldo.
—Sí, señor —Telmo hizo una pausa antes de expresar sus dudas a Salazar—. Si se trató de un
asesinato por encargo y el autor intelectual se encuentra entre los allegados de la víctima, ¿qué
significa el pentáculo?
—Tal vez tenga un significado o tal vez no. Podría tratarse tan solo de una forma de desviar
nuestra atención. ¿Qué más encontraste sobre la familia?
—Me temo que no mucho, señor. Ninguno de los hijos adultos de Soler es consumidor de
drogas ni ludópata. Ambos tienen buenos empleos y no los agobia ninguna deuda.
—¿Qué me dices de la hija menor?
—Tampoco se le conoce ningún vicio, señor.
Salazar dejó escapar un suspiro.
—De acuerdo. Esto nos lo pone más difícil. Voy en camino hacia la oficina del psiquiatra.
Veremos qué opina.
—Sí, señor.
Néstor cortó la comunicación y le dio vueltas al asunto en su cabeza durante el resto del
camino. En cuanto Salazar cruzó el umbral, la secretaria del psiquiatra de la Policía desvió la
mirada hacia el techo y puso los ojos en blanco. La sala estaba repleta de personas que se veían
bastante tensas. El inspector desplegó su mejor sonrisa. La destinada a vencer la resistencia de
secretarias hostiles.
—¡Ah, es usted! Ya el doctor me avisó de que venía en camino.
—¡Qué bien! Supongo que la secretaria del comisario le llamó para prevenirlo.
La mujer se mordió los labios. Néstor se alegró de que se guardara su opinión para sí misma.
—Le agradecería que fuera breve —le pidió ella, después de soltar un suspiro de resignación
—. Todas estas personas llevan mucho tiempo esperando al doctor.
Néstor echó una ojeada a su alrededor y recibió una andanada de miradas fulminantes.
—Trataré de ocuparlo lo menos posible —Levantó la palma de la mano derecha a la altura de
su hombro—. Palabra de boy scout.
—Pase.
Salazar obedeció como un chico bueno. Cuando entró en el consultorio del doctor Rojas, este
lo recibió con un gruñido. Al parecer, no lo tenía en muy buena estima. ¿Tendría algo que ver su
aversión con las ocasiones en las que Néstor lo llamó de madrugada para consultarle acerca de
una investigación? Había gente que era muy tiquismiquis.
Cornelio se quitó las gafas y comenzó a tamborilear sobre la mesa con el índice.
—Estoy muy ocupado, inspector, así que le agradezco que…
—Sea breve. Sí, desde luego.
Néstor le hizo un resumen acerca del asesinato de Soler y las circunstancias en las que
encontraron el cuerpo, además de mostrarle las fotografías de la escena del crimen. En la medida
en que veía las imágenes y escuchaba al policía, el psiquiatra tensó los músculos. Al final de la
exposición, ya el doctor Rojas había vuelto a ponerse las gafas y permanecía inmóvil, inclinado
hacia adelante en su silla.
—De acuerdo con su descripción, este crimen podría tener consecuencias muy graves —
sentenció el psiquiatra, en cuanto Salazar terminó su exposición.
—¿A qué se refiere?
—El pentáculo me hace pensar en un asesinato ritual. Aunque por lo general, esos homicidas
suelen preferir las armas blancas.
—¿Piensa que se trata de un solo asesino o que pueden ser varios?
—La escena es compatible con ambas posibilidades. En cualquier caso, es evidente la
importancia del elemento ritual. Lo cual significa…
—Que puede repetirse.
—¡Exacto! Tiene una situación muy difícil entre manos, inspector. Podría tratarse de un grupo
que incluye los sacrificios humanos en sus prácticas, aunque también podemos estar ante un solo
asesino que necesita emplear aspectos rituales en sus crímenes.
—¿Sus crímenes? Hasta donde sabemos, Soler es su única víctima.
—Yo en su lugar buscaría en los archivos antes de afirmar que es el único con tanta seguridad.
Y también me prepararía para afrontar otras muertes similares.
—¿Me está diciendo que volverá a matar?
—Sea un individuo o un grupo, me temo que es muy probable que haya nuevas víctimas. Le
aconsejo que se dé prisa, inspector.
Salazar suspiró con desaliento. Él ya lo había pensado, pero no quería creerlo.
—¿Estamos buscando a un psicópata?
—Es posible, aunque también podría tratarse de otro tipo de desorden mental. Le pondré el
ejemplo del «Hijo de Sam», un asesino en serie que mató a seis personas en Nueva York durante
los años sesenta, porque «se lo ordenó el perro de su vecino». Además, se sentía atraído por el
ocultismo y pertenecía a una secta satánica. Después de su arresto, le diagnosticaron esquizofrenia
paranoide. No es común, pues los pacientes esquizofrénicos casi nunca son agresivos, pero puede
ocurrir. En el caso del «Hijo de Sam», algunos de los crímenes que se le atribuyeron en un
principio, en realidad los cometieron otros dos miembros del grupo al que pertenecía.
Salazar hizo una pausa para asimilar las palabras del psiquiatra, y se preguntó a sí mismo a
qué se enfrentaba. Se enderezó en el asiento, mientras hacía la siguiente pregunta:
—Contemplamos la posibilidad de que el pentáculo sea solo un mecanismo de distracción.
¿Qué opina al respecto?
—Siempre existe esa opción, pero yo no desestimaría el pentáculo con tanta facilidad. Aun
cuando se tratara de una maniobra, el homicida demostró sangre fría y ciertas tendencias
ritualistas. De lo contrario, no hubiera sido capaz de trazar un pentáculo con un cuchillo en el
cadáver del hombre al que disparó por la espalda, a sangre fría.
—Tenemos la certeza de que el sujeto usó un silenciador. ¿Esta circunstancia cambia en algo
sus conclusiones?
—No. Es evidente que el crimen fue planificado y que por supuesto, el asesino no quiere que
lo descubran. En este contexto, el uso del silenciador solo indica que se trata de una persona
previsora, que no desea que la atrapen.
—Desde su punto de vista profesional, ¿cuál es el perfil de sospechoso en el que debo centrar
las investigaciones?
El doctor Rojas llenó sus pulmones de aire antes de responder.
—Yo diría que estamos ante un psicópata con fuertes tendencias ritualistas. Es posible que
tuviera un motivo para cometer el crimen. Será mejor que así sea, porque si escogió a la víctima
al azar, podríamos encontrarnos frente al primero de una ola de homicidios.
El inspector se quedó con la palabra «ritualista», y le contó al psiquiatra acerca de las
declaraciones de Karina sobre lo que vio desde su ventana.
—Ese grupo podría ser la respuesta —afirmó Rojas, acompañando sus palabras con un
asentimiento—. Que la víctima interrumpiera uno de sus rituales pudo ser motivo suficiente para
que lo sentenciaran. Eso también explicaría el pentáculo en la espalda de Soler. Además, en esas
ceremonias suelen consumirse drogas, así que como consecuencia de su interrupción y bajo el
efecto de estupefacientes, durante su siguiente reunión pudieron decidir castigar al impertinente
vecino, por lo cual lo ejecutaron y luego marcaron su cadáver.
Capítulo 12

La reunión con el psiquiatra fue menos breve de lo que Salazar prometió. Esquivó lo mejor que
pudo las miradas asesinas que recibió al salir del consultorio, y alcanzó la calle a paso
apresurado. Salió del consultorio del doctor Rojas bastante preocupado. Con la que estaba
cayendo, lo último que necesitaba era un asesino en serie campando a sus anchas por su ciudad.
Con un suspiro de autocompasión, Néstor llamó a Beatriz y le pidió que comprobara en los
archivos si en los últimos dos años se registró algún caso similar al asesinato de Soler.
Luego hizo una llamada a su compañero y después de referirle la conversación que sostuvo
con el psiquiatra, le dio una orden.
—Escucha, Telmo. Sé que ha pasado mucho tiempo desde que hicieron la fogata, pero todavía
deben quedar señales de ella, aunque solo sean restos de hierba quemada. Quiero que acudas al
terreno con uno de los agentes, identifiques la zona y levanten un perímetro. Luego trataré de
convencer a Científica de que envíen a uno de sus chicos. Tal vez haya suerte y encontremos algo.
El subinspector gruñó al otro lado de la línea.
—¿Más de una semana después, y en un descampado sin ningún tipo de protección? Creo que
los gritos del jefe Barros se escucharán desde aquí.
—Tal vez tengas razón, pero al menos debemos intentarlo.
En su camino hacia el Corsa, el inspector pasó junto a un Renault Clío, cuyos ocupantes
mantenían la mirada fija en el hospital. Sumido en sus preocupaciones, no les prestó atención.
Estarían esperando a alguien.
Néstor encendió el coche. Mientras Telmo cumplía las tareas que le asignó, él decidió
hacerles una visita a los colegas del bufete de la víctima. Habiendo sido Soler un renombrado
abogado criminalista, debían tomar en serio la posibilidad de que el homicidio estuviera
relacionado con su trabajo. Veinte minutos después, el inspector entraba a un elegante edificio
junto a la Plaza Castañares de Rioja.
Salazar se anunció desde el telefonillo y le abrieron el portal. El bufete estaba en el tercer
piso. Se encontró frente a un rellano con dos puertas de madera. Identificó la oficina que buscaba
por una pequeña placa en la que se anunciaba el bufete Soler Ibáñez. Le pareció un poco cutre
para tratarse de un despacho de abogados de renombre. Una secretaria le abrió y le permitió
entrar a otro mundo. La vieja puerta daba acceso a un piso amplio, decorado con comodidad para
funcionar como oficina. En cuanto cruzó el umbral, Néstor sintió un fuerte olor a ambientador
floral que lo obligó a estornudar. Se disculpó con la mujer que le abrió la puerta, y se identificó.
—¿Podría decirme su nombre?
—Socorro Brito —Salazar tomó nota—. Pobre don Augusto. Es lamentable lo que le ocurrió.
Don Enrique ya se lo decía, que ese chalé donde vivía estaba demasiado aislado. Que tarde o
temprano iba a ser víctima de un robo y que tendría un disgusto.
—Sí, es lamentable. Debo hablar con el doctor Ibáñez.
—Por supuesto, inspector. En este momento, él atiende a un cliente por teléfono, pero en
cuanto termine, lo haré pasar. Siéntese, por favor.
—Gracias. ¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí?
—Seis años. Todavía no salgo del impacto que me causó la noticia esta mañana. Es espantoso.
—¿Podría hacerle algunas preguntas?
—Por supuesto.
—¿Qué tipo de jefe era Soler?
La secretaria meditó la respuesta por unos segundos.
—Era amable y muy correcto en el trato. También le gustaba que las cosas se hicieran de
cierta manera, y era muy exigente al respecto.
—¿Cómo se llevaba con su socio?
—Bastante bien. Mantenían una buena relación profesional y eran amigos en lo personal.
—¿Y qué me dice de los clientes? ¿Tuvo problemas con alguno?
—Somos un bufete de abogados criminalistas, inspector. Todos los clientes dan problemas.
Sin embargo, nada que no pudiera mantenerse bajo control —La señora Brito desvió la mirada
hacia la centralita y asintió—. El doctor Ibáñez terminó la llamada. Si no tiene otra pregunta, ya
puede pasar.
Néstor se puso de pie, agradeció a Socorro su colaboración y entró al despacho. Lo recibió un
hombre cincuentón con un leve sobrepeso y un aspecto bonachón que debía resultarle muy útil en
su trabajo. Después de las presentaciones, el abogado invitó a Salazar a sentarse.
—¿En qué puedo ayudarle, inspector? Todavía no salgo de mi estupor con todo este asunto.
¡Augusto asesinado! Se me eriza la piel solo de recordarlo. ¿Tienen alguna teoría acerca de lo que
pasó?
—Estamos considerando algunas opciones, pero necesitamos conocer a la víctima y su
entorno, por lo que le agradecería que me respondiera algunas preguntas.
—Por supuesto. Pregunte lo que quiera.
—Hábleme del señor Soler.
Ibáñez abrió la boca para comenzar su discurso, pero lo pensó mejor y volvió a cerrarla, soltó
un bufido y meditó por algunos segundos lo que iba a decir.
—Augusto era un buen hombre y un abogado brillante. Se tomaba muy en serio su trabajo y
mantenía un trato cordial con todas las personas que conocía.
—Así que no tenía problemas con nadie.
Enrique sacudió la cabeza.
—No, que yo sepa.
—Señor Ibáñez, debe comprender que aquí no se trata de seguir una convención social que le
obligue a hablar bien de Soler, solo porque está muerto. Si queremos encontrar a su asesino,
deberá decirme la verdad.
—Es la verdad, inspector. Sé que no es fácil aceptar que una buena persona como lo era mi
amigo pueda terminar como víctima de un homicidio tan brutal, pero le aseguro que Augusto no
merecía lo que le hicieron.
—Nadie lo merece, pero me resulta muy difícil creer que alguien pueda transitar por la vida
sin hacerse de ningún enemigo. Y menos si se trata de un abogado criminalista. ¿El señor Soler
consumía drogas?
—¡Por supuesto que no! —exclamó el abogado con un fruncimiento de ceño—. Y antes de que
me lo pregunte, ni él ni ninguno de sus hijos.
—Es interesante que los mencione. ¿Puede decirme cómo eran las relaciones familiares de su
socio?
—Augusto estaba orgulloso de sus hijos. En especial de los mayores. Los chicos son personas
de bien, independientes y han sabido hacerse un espacio en la vida.
—¿Y qué me dice de la hija menor?
—Es una adolescente normal que vivía con su padre viudo. Tampoco consume drogas, si esa
es su pregunta.
—Es justo lo que quería saber. ¿Qué me dice del juego? ¿Alguno de los Soler tuvo problemas
con el juego o los tiene en este momento?
La respuesta fue cortante y no dejó resquicios para insistir.
—No.
—¿Tuvo usted algún desacuerdo con el señor Soler?
—Perderá su tiempo si sigue por ahí, inspector. Nos llevábamos bien.
—¿Dónde estuvo usted ayer alrededor de la medianoche?
—En casa, por supuesto. Con mi mujer, mis hijos y mi suegra.
Néstor asintió, al mismo tiempo que tomaba nota.
—¿Qué me dice de los clientes? ¿Alguno quedó descontento? ¿Su socio recibió alguna
amenaza?
—Sabe que no puedo comentar con la Policía acerca de mis clientes.
Salazar se removió en el asiento para quedar más erguido.
—No le pregunto acerca de sus clientes, abogado. Me interesan los del señor Soler.
—Son clientes del bufete.
El inspector suspiró con impaciencia.
—Voy a ser claro con usted, doctor Ibáñez. A su socio lo asesinaron de un disparo por la
espalda, mientras se encontraba en su casa. Todavía no tenemos idea de quién lo hizo ni por qué.
No puedo asegurarle que no sea un loco que quiere librar al mundo de los abogados criminalistas
o de los hombres con bigote. Cualquier característica de la víctima pudo ser el desencadenante
para el homicida. Mientras no sepa quién fue el asesino y por qué lo hizo, no podré garantizarle la
seguridad a nadie. Ni siquiera a usted. Así que entre los males, el menor es que me informe si
Soler tuvo problemas con alguno de sus clientes.
—De acuerdo. Me convenció. Hace tres meses, Augusto aceptó el caso de un hombre que mató
a otro durante una pelea en un bar de Logroño. No fue premeditado. El sujeto se ofuscó, golpeó a
su contrincante con una silla en las costillas y se las fracturó. Una de las esquirlas de hueso
perforó el pulmón, y la víctima se ahogó con su propia sangre. Para cuando llegó la ambulancia,
ya no había nada que hacer.
—¿Cuál es el nombre del agresor?
—Carlos Mendoza.
Néstor asintió para animar al abogado.
—Continúe.
—Hubo media docena de testigos de lo que ocurrió, así que no había duda acerca de quién
asestó el golpe mortal. Le aseguro que Augusto luchó como un león para conseguir una condena
reducida. Argumentó que su cliente actuó bajo un estado emocional alterado y que no sabía lo que
hacía. Que su intención nunca fue matar a su contrincante. No sirvió de nada. El juez desestimó
todos sus argumentos y condenaron a Carlos Mendoza a doce años de prisión. Después del juicio,
el hermano de Carlos se presentó aquí y amenazó a Augusto. Le dijo que fue un incompetente y que
lo estafó, porque después de cobrar sus honorarios, no cumplió con aquello para lo que se le
contrató, que era liberar a Carlos.
—¿En serio ese sujeto esperaba que su hermano quedara libre después de lo que hizo?
—Pues ya ve.
—¿Cómo reaccionó Soler?
—Le aconsejé que pusiera la denuncia en comisaría, y que pidiera una orden de alejamiento a
un juez, pero me temo que Augusto no se lo tomó en serio. Dijo que ya se le pasaría.
—¿Sabe el nombre del hermano del cliente insatisfecho?
—Luis. Luis Mendoza.
—¿Conoce su dirección?
—No sé dónde vive, pero tiene un taller de carpintería en la calle Torrecilla.
Salazar tomó nota y asintió.
—Vale. Le haré una visita. ¿Alguien más?
Ibáñez sacudió la cabeza.
—Es el único que recuerdo. Y ese tipo de situaciones no se olvida con facilidad. En general,
Augusto no solía perder sus casos, así que es probable que hubiera más animadversión contra él
de parte de los fiscales y policías, que de los clientes.
—De acuerdo —Salazar se puso de pie y le entregó una tarjeta al abogado—. Si recuerda algo
más, por favor hágamelo saber sin demora.
—Cuente con ello, inspector.
Néstor bajó por las escaleras y aprovechó para meditar acerca de la información que le
proporcionó el socio de Soler. Llamó a Telmo y le encargó que comprobara la coartada del
abogado. También decidió interrogar lo antes posible a Luis Mendoza. El inspector subió al Corsa
y se incorporó a la vía en dirección a la calle Torrecilla.
Capítulo 13

Salazar dejó el coche en un callejón cercano a la carpintería de Mendoza. Mientras recorría la


distancia que lo separaba de su destino, el inspector iba sumido en sus pensamientos. Un Clío que
entró al callejón le dio paso para que cruzara en la esquina. En cuanto el inspector llegó al taller,
lo alcanzó el olor a madera y barniz. Había muebles por todas partes: algunos terminados y otros a
medio hacer. En el fondo del local, un hombre corpulento y calvo pasaba el cepillo sobre una
mesa. Al advertir la presencia de Néstor levantó la mirada y soltó un gruñido. Por lo visto, no
recibió la interrupción de buen grado.
El carpintero pasó un trapo por la superficie para quitar el serrín, y se acercó al mostrador con
cara de pocos amigos.
—Los encargos se reciben por la tarde —le informó a Néstor, al mismo tiempo que señalaba
con el índice un cartel enorme que anunciaba entregas de diez treinta a una, y pedidos de cinco a
nueve—. Si los clientes no respetan los horarios, en qué tiempo quieren que fabriquemos los
muebles, así que regrese por la tarde. Y sea cuidadoso con las medidas, que luego yo me llevo la
bronca si la pieza queda demasiado grande o pequeña.
—Veo que sigue la política de que «el cliente siempre tiene la razón» —dijo el policía en tono
sarcástico—. No estoy aquí para encargar un mueble.
—¿Entonces qué quiere? Tengo mucho trabajo, así que no me haga perder el tiempo.
Salazar sacó su identificación del bolsillo interno del gabán y se la puso al carpintero en las
narices.
—Policía. Estoy aquí para hacerle unas preguntas. Usted verá si las responde ahora o lo cito a
comisaría. Claro, que si tomamos en cuenta que yo también estoy bastante liado, es probable que
no pueda dedicarle tiempo hasta dentro de algunas horas, con lo cual no creo que pueda abrir su
negocio el resto del día.
El carpintero dejó escapar el aire con resignación.
—Pregunte.
—Antes que nada, cuál es su nombre.
—Luis Mendoza.
—Muy bien, señor Mendoza, usted es la persona con quién quiero sostener una conversación.
—¿Por qué? Yo no hice nada, así que no veo por qué la Policía se dedica a hacerme perder el
tiempo, en lugar de perseguir a los verdaderos criminales.
—Eso pasa cuando uno amenaza a alguien y luego esa persona aparece asesinada de un
disparo por la espalda. Convendrá conmigo que la coincidencia es muy sugerente.
Luis tensó los músculos del cuello, al mismo tiempo que palidecía.
—Se refiere al picapleitos. A Soler.
El inspector desplegó una sonrisa forzada.
—Me alegra que sepa de lo que estoy hablando. Eso facilitará la amistosa conversación que
vamos a tener.
—No tengo nada que ver con lo que le pasó a ese desgraciado.
—Sabe que está muerto y es evidente que no lo tenía en buena estima.
—El tío me cobró diez mil euros en honorarios profesionales para defender a mi hermano.
Tuve que pedir un crédito al Banco que todavía estoy pagando, y al final lo condenaron a doce
años. Me estafó.
—El pago de los honorarios no está sujeto a los resultados, señor Mendoza. Usted debió
saberlo antes de comprometerse con esa cantidad.
—Se suponía que contrataba al mejor criminalista de la ciudad. Todo el mundo lo sabe: si
puedes pagar un buen abogado, saldrás bien librado.
—No tengo idea de cómo llegó a esa conclusión y si le soy honesto, me importa un rábano,
pero después de su experiencia ya debería saber que en la decisión del juez influyen las
evidencias de culpabilidad. Y me temo que en esa lotería, su hermano compró todos los números.
Ni que el juez hubiera sido su padre, se habría librado.
—A mi hermano le destrozaron la vida porque cometió un error después de tomar algunas
copas de más. ¿Qué más quiere? ¿Destrozar también la mía? Déjeme en paz. Yo no tuve nada que
ver con la muerte de ese cabrón. ¿Me alegré cuando escuché la noticia? Por supuesto. Alguien le
dio su merecido, pero no fui yo.
Salazar extendió el brazo y apoyó la mano en el hombro del carpintero, en gesto de
camaradería.
—A ver, Luis. Porque puedo llamarte Luis, ¿verdad? —Mendoza lanzó una mirada de
desconfianza al policía y asintió despacio—. De acuerdo, Luis. Verás, tu hermano se destrozó la
vida él solito, porque le arreó una silla a un cristiano y le destrozó las costillas. Así que, de paso
se cargó a un inocente. Por otro lado, tú amenazaste al abogado porque no te hizo el milagrito de
conseguir que absolvieran a Carlitos. No te justifica que sus honorarios fueran altos. Tú los
aceptaste y él cumplió con su trabajo. No es una estafa. Para las posibilidades que tenía tu
hermano, lo mismo hubiera dado si se hubiera encargado un defensor de oficio o el perro del
hortelano, pero en fin… Quisiste comprar la libertad de tu hermano y no te funcionó. Ahora te
jodes y le pagas al Banco. Lo que quiero saber es dónde estuviste ayer a la medianoche.
El carpintero soltó un suspiro de alivio.
—Hubiera comenzado por ahí y me ahorra el discursito moral. Ayer a esa hora estuve con mis
colegas. Nos tomamos unas cañas.
—¿Cuántos erais?
—Cinco. Me reuní con ellos en el Bar La Cantimplora, que está a dos manzanas de aquí.
Estuvimos bebiendo y hablando de fútbol hasta la una de la madrugada.
—Y supongo que ellos corroborarán tu coartada.
—Por supuesto.
—Vale. Dame sus nombres y teléfonos.
Mendoza hizo una lista que le entregó a Salazar. El inspector llamó a Telmo y le pidió que
comprobara la coartada. Él inició una conversación intrascendente con el sospechoso, ignorando
su desesperación. No quería que Luis se pusiera de acuerdo con sus colegas antes de que el
subinspector tuviera oportunidad de corroborar su historia.
Minutos después, cuando ya Mendoza estaba a punto de trepar las paredes por la impaciencia,
Salazar recibió una llamada de su compañero. La coartada del carpintero era buena. Sus colegas
coincidieron en la historia y los horarios. La noche anterior, Luis no tuvo oportunidad de asesinar
a Soler.
Néstor dejó a Mendoza recuperándose del susto, salió de la carpintería y se encaminó hacia su
coche. Apenas entró en el callejón, le sujetaron por los brazos desde atrás. Al mismo tiempo, un
tío con la cara cubierta por una media de nylon salió de la parte posterior de un contenedor y le
puso un cuchillo en la garganta.
—O te quedas quietecito o te corto la yugular. Tú decides.
El inspector sintió un vacío en el estómago que le descendió hasta la pelvis. La expresión del
hombre que lo amenazó estaba oculta por la media, pero el tono de voz no dejaba dudas sobre su
decisión. En décimas de segundo, Salazar analizó su situación. Llegó a la conclusión de que era
bastante comprometida. El callejón olía a basura, a tabaco negro y a orina rancia. Un escalofrío le
recorrió la espalda, pero no sabía si era a causa del frío o si se debía al miedo. Tal vez a ambos.
Los tíos tenían toda su atención centrada en él, así que no disponía de muchas opciones. El
inspector no tuvo ningún reparo en reconocer que estaba aterrorizado.
—No daré problemas —musitó Salazar, con una voz que se negaba a salir.
—De acuerdo.
El sujeto del cuchillo lo guardó y lanzó una mirada fugaz a los que sujetaban los brazos de
Néstor. Una vez recuperado de la sorpresa, Salazar hizo una evaluación rápida de su situación. No
tenía muchas opciones. Comprendió que su única esperanza era entretener a sus agresores hasta
que se le ocurriera alguna idea o un ángel salvador apareciera en el callejón. Sus probabilidades
de salir bien librado eran ínfimas. Hizo un esfuerzo para evitar que se le notara el miedo en la
voz.
—¿Sabéis lo que se os puede venir encima por amenazar a un poli?
—¡Cállate!
—Que se os va a caer el pelo, chavales. Mirad, vosotros os vais tranquilos, y yo no os lo
tengo en cuenta. ¿Qué necesidad de complicaros la vida? Si lo que queréis es dinero habéis errado
el tiro. Estoy más tieso que turrón de oferta. Y si es una cuestión de venganza o algo así, pues con
el susto que me habéis dado ya os podéis dar por satisfechos. Que tampoco hay que ser rencoroso.
—¡Qué te calles!
—Es que estoy de los nervios, y me da por hablar. Ya sabéis, para descargar un poco la
tensión. Vamos, que por coger como rehén a un poli os pueden caer cinco años, cuando menos. Y
si me tocáis un pelo, bueno, el asunto sigue sumando. ¡Que os pueden dejar en chirona hasta que
las ranas pidan cita con el peluquero!
Uno de los tíos que sujetaba a Néstor perdió la paciencia.
—¡O lo callas tú o lo callo yo!
—No creo que esto sea buena idea —dijo el otro sujeto que lo retenía.
—¡Cállate tú también, imbécil!
El hombre que Salazar tenía al frente olía a tabaco que tiraba para atrás y tenía la voz rasposa.
No eran suficientes datos. Necesitaba más información. Los matones que lo rodeaban
intercambiaron miradas, y aunque el inspector no podía verles las caras, no había que ser un genio
para comprender que su situación no podía ser peor.
—A ver, quizá si me decís lo que queréis de mí podemos llegar a un acuerdo. Que hablando se
entiende la gente, hombre. Tampoco hace falta amenazar.
—¿Quieres saber qué queremos de ti? Pues es muy simple: te queremos muerto.
Un escalofrío recorrió la espalda de Néstor.
—Hombre, pues ahí vamos a tener una diferencia de opinión, porque yo no tengo intenciones
de morir tan joven.
—¡Me tienes harto! Ya está bien.
Esas fueron las últimas palabras que escuchó el inspector antes del puñetazo. De inmediato
sintió un dolor agudo en la mandíbula y el mundo se sacudió a su alrededor.
Capítulo 14

Néstor quedó aturdido por algunos segundos. El tío que tenía al frente lo desafió con la mirada, y
en un gesto de desprecio sujetó la muñeca del inspector para consultar su reloj.
—Acabemos con esto de una vez.
El sujeto se preparó para volver a golpearlo, Salazar comprendió que si no actuaba sería poli
muerto, así que hizo lo único que podía: gritó como un desaforado pidiendo auxilio.
—¡Más te vale cerrar la boca!
—¿Por qué? Si ya me habéis dicho que queréis matarme de todas formas, ¿qué puedo perder?
El fumador echó el brazo hacia atrás y cerró el puño. Néstor ya veía venir el guantazo, así que
anticipó el golpe y lo experimentó en todo su esplendor. Hasta le aflojó una muela. Antes de que
se pudiera recuperar, ya su agresor se preparaba para el siguiente asalto.
—¿Se puede saber qué os hice para que seáis tan drásticos?
El tío que tenía al frente cambió la postura, cogió a Salazar por el cuello de la camisa y acercó
su cara hasta que Néstor sintió el aliento rancio del fumador empedernido.
—Estás aquí porque tienes que pagar una deuda.
—Pues como no seas más específico, no me entero.
Esta vez el bofetón llegó sin aviso y el policía notó el sabor metálico de la sangre. El móvil de
Salazar comenzó a sonar, pero quienquiera que llamara tendría que esperar. Estaba demasiado
ocupado en idear alguna fórmula que le permitiera salir con vida.
—Te lo diré más claro. El que a hierro mata…
—Sigo sin saber a qué te refieres.
—No te hagas el idiota —dijo el que sujetaba el brazo izquierdo de Néstor—. Asesinaste a
Celso a golpes. Y así vas a morir.
—Espera, espera, que no hace falta avasallar. Sé que estáis un poco enfadados y se entiende,
pero os habéis perdido un detalle muy importante.
—¿Cuál?
—¡Que yo no maté a Celso, joder! Os estáis vengando del tío equivocado.
—Ya agotaste mi paciencia.
El frío puso a temblar a Salazar. Que sí, que fue el frío. Se devanó los sesos para buscar una
forma de entretenerlos, pero nada, estaba más espeso que lava de volcán.
—¡Vosotros sois sus cómplices! —Frunció el ceño cuando lo comprendió— Pero me sobra
uno…
—Ya está bien de charla.
El siguiente puñetazo dejó al inspector mareado. Un hilo de sangre comenzó a salir de su
nariz. ¡Joder, que esos cabrones iban en serio! El «fumata» cerró el puño y echó el brazo hacia
atrás. El móvil de Salazar sonaba con insistencia. ¡Qué pesados! Néstor se preparó para el
siguiente golpe, pero este no llegó. El tío miró hacia atrás de repente, cuando uno de los que
sujetaba al inspector lo alertó.
—¿Lo oyes? Es la Policía.
Tenía razón. En la distancia se escucharon las inconfundibles sirenas de las patrullas
policiales. El «fumata» se acercó a Néstor.
—Volveremos a vernos —sentenció, antes de darle otra bofetada.
Los otros dos lo apremiaron, y después de dar un empujón a Néstor que lo tiró al suelo, los
tres salieron del callejón como si los persiguiera Hacienda. Al cabo de pocos segundos, Salazar
escuchó el sonido de las sirenas que se acercaban. Sus colegas venían al rescate y el anuncio de
su llegada le pareció música celestial. Nunca estuvo tan cerca de dejar huérfana a su gata. Bueno,
al menos hacía mucho tiempo desde la última vez. Que había que ver qué poca paciencia tenía la
gente. Sobre todo, cuando querías enviarla a la cárcel.
En segundos, el callejón se llenó de agentes, que se desplegaron por todas partes y registraron
cada rincón. Echevarría fue el primero en acercarse a Néstor.
—Inspector, ¿se encuentra bien? ¿Cuántos dedos ve?
—Cuatro.
—Solo son dos.
—Yo hablo desde mi perspectiva personal.
Solo después de que comprobó que su jefe estaba consciente y en pleno uso de sus facultades,
Ander se permitió desviar su atención de Salazar.
—¡Valdez, llama a una ambulancia! ¡Comisario, por aquí!
Santiago acababa de acercarse al callejón y apresuró el paso para llegar hasta su hermano.
Diji lo seguía a dos pasos. Echevarría ayudó a Néstor a ponerse de pie, mientras el inspector
refunfuñaba contra sus asaltantes por lo bajines. Los agentes comenzaron a desplegarse por los
alrededores en busca de los delincuentes.
El comisario ordenó que llamaran a Científica y levantaran un perímetro alrededor del
callejón. Luego guardó su arma y apoyó su mano en el hombro de Salazar.
—Néstor. ¿Estás bien?
El inspector sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la sangre de la cara, al mismo tiempo
que asentía. Luego se quitó el reloj con cuidado y lo metió en una bolsa de pruebas que llevaba en
el bolsillo.
—Bien. Creo que no llegaron a romperme nada —Néstor le entregó el reloj a Echevarría—.
Llévalo a Científica. Uno de los sujetos le puso la manaza encima. Quizá haya suerte.
Ander cogió la evidencia y salió del callejón para cumplir la orden. Santiago indagó un poco
más.
—¿Cómo terminaste aquí? ¿En qué nuevo lío te metiste?
—Los cómplices de Celso decidieron aplicar la Ley del Talión, pero dime, ¿cómo me
encontrasteis a tiempo? Y a qué vino todo este despliegue
—A través de una llamada anónima, un vecino nos avisó de que escuchó a un hombre pedir
auxilio porque lo querían matar. Fueron muy precisos con la dirección. Telmo nos dijo que tú
estabas en esta zona, así que tratamos de localizarte por el móvil. Como no pudimos comunicarnos
contigo, comprendimos que era muy probable que tú fueras la víctima de la agresión. Después de
todo, tu imán para los problemas es legendario.
—Es que soy un incomprendido… —se quejó Néstor, encogiendo un hombro
—Y un «toca narices» profesional.
—Vale, también.
—¿Qué puedes decirnos de los tíos que te agredieron?
—Fueron tres hombres, y su intención era matarme a golpes, así como según ellos, murió
Celso.
—En ese caso, esa llamada fue providencial, pero espera un momento… El asalto a la joyería
lo cometieron tres personas y uno de ellos era Celso, que está muerto. ¿Cómo es que…?
—Yo también me lo pregunto. Rivera tenía dos cómplices, pero hay tres hombres involucrados
en vengar su muerte. ¿Quién es el tercero y qué papel juega en todo esto?
—¿Los viste? ¿Podrías reconocerlos?
—El único que pude ver, tenía el rostro cubierto.
—Bien, estoy seguro de que Remigio descubrirá la verdad. Mientras tanto, asignaré dos
agentes para que te protejan.
—¡Eso sí que no! No necesito niñeras.
—Les ordenaré que sean discretos y no interrumpan tu trabajo.
—Yo sabré que están ahí.
—Néstor, no colmes mi paciencia —El comisario frunció el ceño y adoptó una voz autoritaria
—. Es una orden y no está en discusión.
Salazar refunfuñó por lo bajines, pero no tuvo otra alternativa que ceder, al menos por el
momento. Aprovechó la circunstancia para pillar a su hermano desprevenido.
—¿Remigio averiguó algo? Sé que te mantiene informado de sus avances.
El comisario cogió aire y desvió la mirada.
—No puedo compartir la información contigo, Néstor. Eres parte interesada. Confía en mí y
también en Remigio. Haremos todo lo posible por sacarte de esta.
—Espero que sea suficiente —murmuró el inspector con la cabeza gacha. Enseguida sacudió
los pensamientos negativos y encaró a su hermano—. Después de todo, lo más importante es que
estoy vivo. Reconozco que esta vez estuvo demasiado cerca.
Diji llegó a paso apresurado y los interrumpió.
—Comisario, ya llegó la ambulancia.
Santiago encaró a su hermano.
—Será mejor que vayas al hospital. Se te está poniendo la cara como un mapa.
—¡Ah, no! Ni lo pienses. Que en el hospital hay muchas agujas y los que trabajan allí son muy
liberales a la hora de usarlas. Si parece que no tuvieran otro pasatiempo que clavarlas en el
prójimo. Yo estoy muy bien, así que no necesito ningún hospital.
—No seas crío. No voy a arriesgarme a que te pase lo mismo que a Celso, que parecía estar
bien y…
Néstor se sintió pillado. Esta vez, su hermano supo meterle el miedo en el cuerpo.
—Vale. Iré a que me hagan alguna radiografía o algo así, ¡pero nada de agujas!
El comisario aprovechó el momento de debilidad de su hermano y le encargó a Diji que lo
acompañara en la ambulancia. A sotto voce le ordenó al subinspector que se asegurara de que
Salazar colaboraba, sin importar los medios que tuviera que emplear.
Después de un viaje en ambulancia, donde Néstor mareó a los técnicos de emergencia con
argumentos acerca de lo inconveniente que resultaba el uso de las agujas en los indefensos
pacientes, llegaron al hospital. Hubo suerte, pues la radiografía no mostró ningún daño, así que
después de curarle las heridas, le dieron el alta sin necesidad de usar las temidas jeringuillas. Así
daba gusto. Además, fueron muy majos. Médicos y enfermeras se mostraron muy complacidos
cuando le dieron el alta, aunque el inspector tuvo sus sospechas de que la lata que les dio tuvo
algo que ver.
Después de salir del hospital, Néstor cogió un taxi para que lo llevara de vuelta a la
comisaría. Todavía tenía un caso que resolver. Si se apuraba un poco, tal vez llegara a tiempo
para la reunión del equipo de esa tarde. No llevaban la mitad del camino recorrido cuando un
mensaje entró en la bandeja de su correo. El jefe Barros acababa de enviarle el resultado de los
estudios balísticos.
Capítulo 15

Salazar aprovechó el trayecto en el taxi para leer las conclusiones del informe de Balística. A
Soler le dispararon por la espalda a corta distancia, la bala lo atravesó y se incrustó en una de las
paredes de la cocina. Se trataba de una munición nueve por veintiún milímetros. Al informe lo
acompañaba una nota de Casimiro, donde le decía que lo llamara. Néstor sabía que eso
significaba más información que no figuraba en el informe, cuyos detalles técnicos le dijeron poco
al inspector.
El jefe Barros respondió al primer timbrazo.
—Quince segundos. ¿Por qué tardaste tanto?
—Hoy estoy un poco atontado.
—Tú ya naciste atontado, pero en fin, no se le pueden pedir peras al olmo. ¿Ya leíste el
informe?
—Solo las conclusiones.
—Así que además de atontado, eres vago.
—Hoy te noto un poquito agresivo, Casi. ¿Ocurre algo?
—¿Qué va a ocurrir? Me hicieron una analítica y me encontraron los triglicéridos más altos
que jugador de baloncesto con tacones de aguja. Desde ayer estoy a base de pescado hervido,
hortalizas y agua. Mi mujer me advirtió que no me atreva a comer algo fuera de casa. ¡Me muero
de hambre, joder!
—Estoy seguro de que tu mujer solo quiere lo mejor para ti.
—¿Lo mejor para mí? Y encima te atreves a aliarte con ella, mendrugo. Pues como se te
ocurra pasar por aquí sin mi café y mis pasteles, te doy un sopapo con todo y onda expansiva.
—Vale, entendido. Ni se me ocurre asomarme. Querías explicarme algo acerca del informe,
¿no es así?
—Ah, sí, claro, el informe. Vale, la bala era una nueve milímetros, pero eso no es lo
importante, sino que se trata de una nueve por veintiuno.
—Sí, ya lo leí. No es la habitual nueve por diecinueve. ¿Qué opina el perito sobre eso?
—La nueve por veintiuno no es común en España, pero sí se usa con frecuencia en otros
países. En Italia, por ejemplo.
—Entonces buscamos un arma italiana.
—Dije que era común, no exclusiva. También la adoptó Israel para sus fuerzas militares, y
Rusia tiene un par de pistolas que la usan.
—¿No puedes darme algún dato más específico?
—Sí, claro. Solo espera que saque la bola de cristal. ¿Cómo quieres que sea más específico?
La munición es la que es, y la usan mogollón de pistolas por todo el mundo. Encontrar el arma
homicida es tu trabajo.
—Vale, vale. Ya entendí. ¿Hay alguna información sobre las pisadas?
—Que son zapatos deportivos del número cuarenta y seis.
—Así que pertenecen a un hombre —concluyó el inspector.
—O a una tía con pies como barcos.
—Me inclino más por la primera opción.
—Una cosa más. El departamento de planimetría hizo su trabajo y determinó la posición del
arma con respecto a la víctima. Tu asesino es bastante alto. Según los peritos, un metro ochenta y
dos cuando menos.
—Concuerda con la medida de los zapatos.
—También tengo a los chicos haciendo las pruebas de ADN, analizando la ropa del difunto y
las muestras que se recogieron en la habitación, entre ellas un cabello que encontramos cerca del
cadáver. Te enviaré la información en cuanto la tenga.
—De acuerdo, gracias Casi. Y que tu analítica se normalice pronto.
—Eso espero, por mi bien y el de mi personal. Que ya están a punto de tirarme por la ventana.
Cuando el inspector terminó la llamada, el taxi ya se encontraba frente a la comisaría de San
Miguel. Salazar estaba tan centrado en la conversación con Barros, que no se percató de que
habían llegado y llevaban unos minutos aparcados. El taxímetro seguía sumando con alegría.
—Son veinticinco euros.
Néstor pagó al taxista sin dejar de refunfuñar. Le estaba bien empleado por despistado. Entró
en la comisaría, saludó a García al paso y subió al segundo piso, sin pasar por el despacho del
comisario. Sabía que sería inútil tratar de sacarle alguna información sobre Celso, pero si había
suerte, tal vez encontrara a Remigio en la sala común.
En efecto, el veterano policía estaba sentado detrás de su escritorio, y en ese momento
apagaba el ordenador. Enarcó las cejas al ver los moratones en la cara de Salazar, y alzó las
palmas de las manos en cuanto el inspector jefe se acercó.
—No me preguntes nada. El comisario fue muy claro. No puedo decirte ni una palabra sobre
el caso de Celso.
Salazar adoptó su cara de mártir tres, punto cero, una versión refinada que le gustó tanto a
Paca, que se la plagió. Eso le pasaba por vivir con una gata que no respetaba los derechos de
autor.
—¿Has visto cómo me dejaron la carátula, Remigio? Fueron los colegas de Celso, que querían
matarme a golpes para vengarse. Ortiz llegó a tiempo gracias a un buen ciudadano que escuchó
mis gritos de auxilio y llamó a la comisaría. De no haber sido por él, ahora estarías comprando un
traje negro para mi funeral.
—Ya tengo un traje negro.
Salazar soltó un suspiro de tristeza.
—En ese caso, será mejor que lo vayas llevando a la tintorería. Si hubiera estado mejor
informado… pero mis propios compañeros y amigos se niegan a decirme qué es lo que pasa.
¿Cómo puedo defenderme en esas condiciones? ¡Estoy solo y desamparado, y quien sabe si acabe
en la cárcel o en una tumba!
—Vale, deja el melodrama. ¡Menudo culebrón! —Remigio miró a ambos lados para
asegurarse de que no había moros en la costa, y le contó a Néstor acerca de la explicación del
forense sobre la autopsia de Celso. Salazar se relajó un poco,
—Son buenas noticias. Si ese hematoma pudo tardar horas o días en causarle la muerte a
Celso, significa que es posible que ya se estuviera desarrollando en su cabeza antes de que yo lo
tocara.
—Me temo que esa no es la versión que sostendrá la inspectora ante el juez.
—¡Esa bruja me quiere ver el hueso!
—Está convencida de que eres culpable y por desgracia, las conclusiones del forense también
demuestran que Celso recibió el golpe en la cabeza algunas horas antes de su muerte. Y puesto que
tú confesaste que lo empujaste…
—Fue un empujón para frenarlo. En ningún momento lo golpeé.
—¿Estás seguro?
—Por supuesto.
—Pues tenemos que encontrar la grabación de esa entrevista —sentenció Remigio—. Tú no
sabrás nada acerca de eso, ¿no es así?
—¡Claro que no! ¿Me crees capaz de ocultar evidencia?
—Nunca se sabe —reconoció Toro—. Y menos cuando se trata de ti.
Salazar frunció el ceño y echó la cabeza hacia atrás.
—Te juro que yo no hice desaparecer la grabación.
—Vale, te creo. Y ahora, déjame volver al tajo si quieres tener una oportunidad.
—¿Qué piensas hacer?
—Acabo de leer el expediente criminal de Celso. Ahora iré a visitar a su excompañero de
celda. Tal vez él sepa algo acerca de sus últimos movimientos.
Después de palmear el hombro de su colega, Remigio abandonó la sala. Solo entonces,
Salazar centró su atención en los demás policías que se encontraban allí, y que permanecían
ajenos a la conversación. El inspector tranquilizó a sus subalternos, les aseguró que se encontraba
muy bien, y entró en materia.
—¿Dónde está Miguel?
—Se ausentó para resolver un asunto personal —le informó Araya.
Salazar asintió y les hizo un resumen a Diji y Beatriz acerca de los detalles del caso y los
últimos acontecimientos.
Diji dejó escapar un silbido.
—¡Cuatrocientos mil euros! Se han cometido crímenes por mucho menos.
—Y que lo digas —admitió Néstor—. Lo tendremos en cuenta, pero debo reconocer que en
realidad, no tenemos nada contra los chicos Soler.
—Tampoco contra el carpintero —apuntó Telmo—. Tenía un motivo, pero su coartada también
está comprobada.
—¿Y si Mendoza contrató a alguien para que cometiera el homicidio, mientras se aseguraba de
tener una buena coartada? —sugirió Beatriz.
Salazar negó con la cabeza.
—No estoy seguro. El carpintero se endeudó para pagarle los honorarios a Soler y sacar a su
hermano de la cárcel. Los asesinos por encargo no son baratos. No creo que estuviera en
capacidad de contratar a uno. Sin embargo, no podemos confiar en las corazonadas, y reconozco
que Mendoza tenía demasiadas ganas de vengarse del abogado. Diji, averigua si me dijo la verdad
acerca de su estado financiero.
—Sí, señor.
—¿Qué opina del socio, inspector? —preguntó Telmo.
—No hay indicios de que tuviera problemas con Soler. Sin embargo, eso no lo exculpa.
Ocúpate tú mismo de investigarlo.
—Sí, señor.
—Beatriz, ¿qué averiguaste en los archivos?
—Como no encontré nada en los últimos dos años, me remonté tres años más. El resultado fue
el mismo. No hay registro de ningún asesinato parecido en La Rioja.
Salazar meditó por un momento.
—De acuerdo. Tal vez esta sea la premier de este asesino, y espero que también la despedida,
pero debemos asegurarnos… Comunícate con Interpol. Es posible que la zona de confort del
asesino no se limite a España.
—Entendido, señor.
—Muy bien, ahora quiero escuchar vuestras opiniones acerca de este crimen.
Capítulo 16

Un silencio se extendió sobre la sala de reuniones después de las palabras del inspector jefe.
Beatriz fue la primera que se atrevió a romperlo:
—Yo opino igual que el psiquiatra. Los sospechosos más probables son los sujetos que la hija
de Soler vio a través de la ventana.
Néstor asintió, al mismo tiempo que se encogía de hombros.
—Es una de las primeras opciones para tener en cuenta.
La aprobación de Salazar animó a la subinspectora.
—Un grupo de personas que entona cánticos religiosos alrededor de una fogata en un
descampado, solo puede tratarse de una sociedad ritual o una secta. Si Soler los echó de allí, es
probable que los ofendiera a ellos o a su deidad…
—Continúa —la animó el inspector.
—Pues eso: esperaron a que Soler estuviera solo, entraron en la casa y lo asesinaron a sangre
fría. Luego le dibujaron el pentáculo y se marcharon.
—Hay un par de detalles que no concuerdan en esa teoría, Beatriz —intervino Diji.
Salazar centró su atención en el policía subsahariano.
—Te escuchamos.
—En primer lugar, no comprendo por qué encendieron su fogata y practicaron su ritual a pocos
metros de una urbanización, cuando existen tantos terrenos baldíos en La Rioja.
—Buen punto —reconoció Néstor—. Continúa.
—Bien, luego está el hecho de que no hay evidencias de que el asesino forzara su entrada. Eso
significa que tenía llave de la casa o que la propia víctima le abrió la puerta —Salazar asintió
para animarlo—. Además, no podemos olvidar la forma en que se cometió el homicidio…
después de dejar entrar a este sujeto, la víctima le dio la espalda. Eso solo se explicaría si el
abogado conocía a su verdugo y confiaba en él.
—Tal vez los asesinos fueron dos —intervino Telmo—. Quizá llamaron a la puerta con la
excusa de pedir ayuda o algo así. Y mientras uno lo entretenía, el otro lo asesinó.
—Volvemos al principio —argumentó Cheick—. Para que ocurriera de ese modo, Soler debió
conocer al menos a una de las personas a quienes dio acceso a su casa.
Beatriz levantó el lápiz para pedir el derecho de palabra. Salazar asintió en su dirección
—Tal vez alguno de los participantes en el ritual conocía a Soler. Es posible que por esa razón
escogieran el patio trasero de su chalé para sus prácticas. Luego esta misma persona lo visitó
«para darle una explicación», y con esa excusa accedió a la casa.
—¿Te refieres a que realizaron el ritual como un preparativo para el asesinato? —preguntó el
inspector.
Diji negó con la cabeza.
—Yo no lo creo. Si la hija de Soler hubiera reconocido a alguien desde la ventana, nos lo
habría mencionado.
—A menos que fuera uno de los clientes de su padre. En ese caso, ella no lo habría
reconocido —sugirió Telmo. Salazar asintió y señaló a su compañero con el índice para
manifestar su aprobación.
—Muy buena observación, Telmo. Encárgate tú mismo de averiguar si alguno de los clientes
del abogado pertenece a una religión extraña o suele practicar algún tipo de ritual.
—Sí, jefe.
—Yo indagaré si alguien trató de contratar un sicario en las últimas semanas. Mañana nos
volveremos a reunir.
Ya Salazar se preparaba para volver a marcharse, cuando Beatriz llamó su atención.
—Inspector, ¿usted cree que el asesino volverá a matar?
La pregunta frenó en seco a Salazar. Hubiera preferido no pensar en eso, pero sabía que no
podía evadir la realidad.
—No lo sé, Beatriz. Lo que sí puedo asegurarte es que mientras exista la menor posibilidad de
que eso ocurra, deberemos enfocar la investigación como si se tratara de una verdad indiscutible.
No podemos relajarnos con este asunto.
Las expresiones de preocupación de sus compañeros le dejaron claro a Néstor que su mensaje
llegó a su destino. Solo entonces se despidió, se dio media vuelta y salió en busca del Corsa.
Veinticinco minutos después, el inspector aparcaba en la calle Conde de Haro. Llamó a través
del telefonillo y le abrieron la puerta sin preguntar quién era. Salazar subió las escaleras al ritmo
de las luces que se encendían y apagaban cada pocos segundos. El viejo edificio olía a humedad,
madera vieja y desinfectante. La puerta de la oficina estaba abierta, y Néstor solo tuvo que
empujarla para acceder a la sala de espera. Cuando cruzó el umbral, Salazar dio un paso atrás al
ver la sonrisa en el rostro de Evelia. Nada le atemorizaba más, que una secretaria sonriente y
amable. Era la consecuencia de una mala experiencia.
—¡Inspector Salazar! Bienvenido. Pase, pase. Estoy segura de que Braulio se alegrará mucho
de verlo.
Ahora sí estuvo a punto de salir corriendo de allí. ¿Evelia le estaba dando la bienvenida? ¿Y
desde cuándo don Braulio era Braulio a secas? ¿Habría traspasado el umbral a un mundo
paralelo? La semana anterior leyó un artículo al respecto. Claro, que a él se le hacía muy difícil
creer que algo así pudiera ser cierto, pero Paca estaba convencida de que lo que allí decía era
ciencia pura. Salazar reconocía que si no hubiera sido una gata la habría tomado más en serio,
pero no estaba seguro de si el «mrrrau» significaba su aprobación por el artículo o si solo le pidió
una chuche gatuna.
Antes de que Néstor tomara una decisión acerca de lo que ocurría allí, la puerta de la oficina
de don Braulio se abrió y el detective se asomó.
—¿Quién es, Evelia? ¡Néstor, hijo! No te quedes ahí, hombre, entra y dime qué te trae por aquí
—La secretaria amplió su sonrisa. Ahí ocurría algo extraño—. Pero ¿qué te pasó en la cara?
—Nada importante, don Braulio —dijo el inspector, y se internó un par de pasos en aquella
dimensión desconocida—. Solo un mal día.
—Ya me contarás. ¿Me traes uno de tus encargos? Estos días no hay mucho trabajo y han sido
más aburridos que una partida de ajedrez por radio.
Néstor pensó que don Braulio debía referirse a los últimos mil setecientos días, pues si algo
no tenía el brillante excomisario eran clientes. El inspector se sacudió su aprensión y atendió la
invitación de Quintero para que lo acompañara a su oficina.
—¿Nos traes café, Evelia?
—No para mí, gracias. Acabo de tomarme uno antes de salir de la comisaría.
Salazar y el detective entraron a la oficina de este y se acomodaron a ambos lados del
escritorio. Néstor no pudo evitar mirar hacia la puerta. Todavía no salía de su sorpresa por el
cambio de actitud de Evelia, quién solía recibirlo con reproches y frases sarcásticas. Si era
honesto consigo mismo, él lo prefería así.
—Evelia parece muy contenta —comentó el policía.
—Sí, ¿verdad? No es por presumir, pero creo que tengo mucho que ver en el asunto.
—¿Quiere decir que ella y usted…?
—¿Sabes? Es curioso, después de tantos años siendo mi secretaria, yo nunca la valoré como
merecía, pero cuando tuve aquel descalabro por mi mala cabeza… Ya sabes… —Néstor asintió.
No quería remover viejas heridas. Además, él tuvo mucho que ver en la última desilusión amorosa
de don Braulio—. Bien, resulta que quién estuvo allí para recoger los pedazos fue Evelia, y
entonces me di cuenta de que en realidad nunca dejó de estar para mí, solo que yo no era capaz de
verla.
Don Braulio interrumpió su discurso cuando la secretaria entró con una taza de café en una
bandeja. El detective le dio las gracias y después de un intercambio de sonrisas y gestos de
complicidad, Evelia salió de la oficina. Por algunos momentos, Néstor se sintió como un
voyerista. Don Braulio bebió un sorbo de café y centró su atención en Salazar.
—Soy todo oídos, hijo. ¿En qué puedo ayudarte?
—Me ocupo de investigar el asesinato de Augusto Soler. Quizá ya lo vio en las noticias.
Quintero se irguió en la silla y abrió mucho los ojos.
—¡Claro, claro! Ese es el abogado al que encontraron en la cocina de su chalé con un disparo
en la espalda.
—El mismo.
—Según el telediario, fue un robo que salió mal.
El inspector negó con la cabeza.
—Me temo que el asunto es un poco más complicado.
En los siguientes minutos, Salazar le hizo un resumen al detective acerca del caso. El inspector
sabía que como buen expolicía, don Braulio no iba a repetir ni una palabra de lo que escuchara
fuera del despacho.
—Tu comisario te debe tener ojeriza, chaval. Te asigna todos los marrones. ¿Qué diablos le
hiciste?
Salazar puso cara de inocente «culposo» y se encogió de hombros.
—Es una larga historia, que se remonta muchos años.
Don Braulio suspiró y puso los ojos en blanco.
—Supongo que es mejor que no pregunte detalles. Muy bien, ¿en qué puedo ayudarte?
—Me interesa saber qué se dice acerca de este asunto en la calle. Si hay rumores sobre grupos
ocultistas, satánicos o algo similar. También quiero averiguar si alguien sondeó los bajos fondos
en busca de un asesino a sueldo o si alguien compró un arma que tuviera un calibre inusual.
—¿Qué calibre?
—Nueve milímetros por veintiuno.
—Abrazas un espectro muy amplio. ¿Te das cuenta de lo que implica?
El inspector asintió.
—No conseguiré respuestas concretas. Lo sé, don Braulio. Solo le pido que haga lo que pueda
sin que se ponga en peligro. Tal vez en la medida en que avance la investigación pueda ser más
específico, pero me temo que en este momento tenemos demasiados frentes abiertos.
—No voy a decirte cómo tienes que hacer tu trabajo. Eres un buen investigador y lo sabes
mejor que nadie, pero ¿no tienes un sospechoso probable?
—Los mejores sospechosos tienen coartadas sólidas —reconoció Néstor—. Ese es el motivo
de que contemplemos la opción de un asesinato por encargo. Por otro lado, el pentáculo y lo que
vio la hija de la víctima a través de su ventana, nos orientan hacia un asesino ritual.
—Si es así…
—Lo sé. Podría volver a matar en cualquier momento.
—Pues cuenta conmigo, Néstor. Como siempre, en cuánto sepa algo te avisaré.
—Gracias, don Braulio. También le ruego que tenga cuidado. No sabemos todavía a qué nos
enfrentamos.
—No te preocupes por mí, chaval. Sé bien lo que hago, y te prometo que muy pronto te daré
algunas respuestas.
Capítulo 17

Ya la noche caía sobre Haro, cuando Rebeca y Remigio llegaron a la dirección que señalaba la
ficha de Dionisio Cabrera, el antiguo compañero de celda de Celso. No fue fácil convencer a la
inspectora de llevar a cabo esa entrevista.
El viejo edificio se veía tan frágil, que parecía que se vendría abajo de un momento a otro. El
portal estaba abierto y no había ascensor, así que tocaba subir por las escaleras. Dionisio vivía en
el tercero y la vieja madera crujía en cada escalón. Conforme subían, los alcanzaron los olores a
cocido y fritanga que anunciaban que se acercaba la hora de la cena. El inspector Toro llegó frente
a la puerta de Cabrera casi sin aliento. Rebeca, en cambio, estaba fresca como una rosa. Remigio
llamó al timbre, pero nadie respondió. Volvió a intentarlo con el mismo resultado.
—Si son ustedes amigos del golfo, ya pueden irse por donde vinieron, porque no está en casa.
A esta hora nunca está.
La voz chillona sorprendió a Remigio. El policía se giró sobre sí mismo y se encontró frente a
una mujer mayor, con el ceño fruncido y una bolsa de basura en la mano. Rebeca sacó su
identificación, al mismo tiempo que inclinaba la cabeza en un gesto respetuoso.
—Disculpe, señora. Somos policías. Necesitamos hablar con el señor Cabrera. ¿Usted tiene
idea de dónde podemos encontrarlo?
—Policías, ¿eh? Ya decía yo que ese tío no era trigo limpio. Díganme, ¿qué hizo?
—Lo lamento, pero es un asunto oficial y no podemos revelar esa información. Si es tan
amable de decirnos dónde está el señor Cabrera…
La vecina torció la boca en un gesto de disgusto, pero respondió.
—En el bar, por supuesto. Mi hijo trabaja en la frutería que está frente al bar de Juanjo, y lo ve
entrar todos los días. Allí se reúne con sus amigos para jugar a las cartas, desde que la comunidad
le prohibió hacerlo en su piso. No se imaginan ustedes las que se montaban aquí. No había
cristiano que pudiera dormir con las voces que daban.
Rebeca se solidarizó con la vecina y consiguió que le diera las señas del bar. Quedaba a
media manzana, así que de vuelta en la calle se enfrentaron al frío y se encaminaron hacia allí. El
bar de Juanjo hacía juego con la vivienda de Dionisio. En semejante local, Toro no hubiera pedido
ni agua. El olor a vino rancio los alcanzó en cuanto entraron, y el polvo hizo estornudar al
inspector. En la barra, un sujeto enorme y barbudo colocaba un par de cañas frente a dos vecinos.
Cuando los policías se acercaron, el tabernero los miró de soslayo.
—¿Qué les sirvo?
El inspector Toro negó con la cabeza, al mismo tiempo que ponía su identificación sobre la
barra.
—No venimos a beber. Solo queremos información.
—Yo no sé nada.
—Descuide, no es usted con quién queremos hablar. Entre sus clientes asiduos hay uno cuyo
nombre es Dionisio Cabrera. Debemos hacerle algunas preguntas.
Juanjo soltó un bufido, y comenzó a pasar el trapo que tenía en la mano por la superficie de la
barra, aunque por el aspecto del trapo, Remigio no estaba seguro de si la limpiaba o la ensuciaba.
El tabernero echó hacia atrás la cabeza y habló a voz en cuello.
—¡Escuchen! Estos policías buscan a Dionisio Cabrera. ¿Es alguno de ustedes? —Se hizo un
silencio general—. Ya lo pueden ver. Ese tío no está aquí.
Genial, por culpa de ese imbécil, ya todo el barrio sabía que eran policías y que buscaban a
Cabrera.
—Supongo que usted no lo conoce.
—Yo solo les sirvo las cañas. No les pregunto el nombre ni les pido el DNI.
El inspector Toro bajó la cabeza. En una esquina vio una telaraña adornando un rincón y tuvo
una idea.
—¿Cuándo fue la última vez que pasó una inspección sanitaria?
Juanjo dio un respingo y frunció el ceño.
—¿De qué está hablando? La documentación de mi bar está en regla.
—No me refiero a su documentación, sino al estado sanitario de su bar. Aquí hay más mugre
que en el palo de un gallinero.
El tabernero soltó el trapo y apoyó ambas manos en la barra. Lanzó una mirada fugaz a
Rebeca, que aparentaba indiferencia y mantenía la vista fija en la puerta.
—Usted gana. ¿Qué quieren saber?
—¿Dónde encontramos a Dionisio Cabrera?
—Estuvo aquí hace una hora, se tomó una caña, se reunió con un par de colegas y se marchó.
Es todo lo que puedo decirle.
—¿Adónde se fue?
Sin retirar las manos de la barra, Juanjo encogió un hombro.
—No tengo ni puñetera idea.
—¿Viene todos los días?
—Viene con frecuencia, pero algunas veces escogen otro bar. Si hay fútbol prefieren la casa
de uno de ellos. No es un delito.
—No dije que lo buscáramos para arrestarlo.
—¿Entonces, por qué?
—Ese no es su problema. Más bien preocúpese de adecentar este cuchitril antes de que llegue
Sanidad.
—¡Oiga, yo colaboré! Se supone que si respondí a sus preguntas, me deben dejar tranquilo.
—No, se supone que al hacerlo evitó que le jodiera el negocio, por eso le daré tres días para
que deje este lugar como los chorros del oro, antes de que Sanidad venga a hacer la inspección.
—¿Por qué, si yo respondí a sus preguntas?
—Por el bien de sus clientes, por supuesto. Si siguen consumiendo en su local en estas
condiciones, alguno va a terminar con una intoxicación cualquier día. Así que ya sabe: agua, jabón
y a restregar.
Toro ignoró la mirada asesina que le dedicó el dueño del bar. Era poli, así que ya estaba
acostumbrado a que lo detestaran sin conocerlo. Por lo visto, tener una conversación amigable con
Cabrera no iba a resultar tan fácil. Salieron del bar, y después de comprobar la hora decidieron
que no tenía caso buscarlo por toda la ciudad. El inspector sacó su móvil y llamó a la comisaría.
—García, tengo trabajo para un par de tus chicos. Necesito que organices una vigilancia… Sí,
es en la calle Balmes. El nombre del sujeto es Dionisio Cabrera. Encontrarás su ficha en los
archivos… No, no se le acusa de nada, pero puede proporcionar información importante acerca de
la muerte de Celso Rivera… De acuerdo. Que vengan de civil.
—¿Por qué insiste tanto en hablar con Dionisio? —preguntó la inspectora, en cuanto Remigio
terminó la llamada—. ¿Qué espera conseguir con ello?
—Él debe tener información acerca de los cómplices de Celso en el robo.
—Le recuerdo que no investigamos el robo, sino el asesinato de Rivera a manos de su
compañero.
—Afirma algo sobre lo que no tiene pruebas.
—Celso entró sano en la sala de interrogatorios, donde estuvo a solas con Salazar. Pocas
horas después, apareció muerto en su celda. Blanco y en botella.
Toro tenía que reconocer que no había avanzado mucho en su objetivo de demostrar la
inocencia de Néstor. La inspectora estaba más convencida que nunca de su culpabilidad. No sería
fácil apartarla de su presa, ahora que tenía clavados los dientes en el inspector jefe, en términos
metafóricos, claro. Y por si fuera poco, también estaban los vengadores de Celso, dispuestos a
librar al mundo del liante de Salazar. Remigio hubiera querido seguir adelante con la
investigación esa misma noche, pero sabía que era poco lo que iba a conseguir en ese momento, y
también necesitaba descansar. El frío arreciaba y una espesa niebla comenzaba a apoderarse de la
ciudad. Una vez en el coche, el inspector Toro estiró los músculos de la espalda y sintió un
chasquido en las vértebras del cuello. Le ofreció a Rebeca llevarla a su hotel, y ella aceptó.
Durante el trayecto, cada uno se sumió en sus propios pensamientos.
Remigio sabía que debía pensar bien cada paso antes de actuar. Él estaba seguro de la
inocencia de su colega, lo cual significaba que Celso recibió el golpe antes o durante el robo a la
joyería. En todo caso, fue antes de que lo arrestaran. Bajo esa premisa, los principales
sospechosos de su homicidio eran sus propios cómplices. Era importante identificarlos,
arrestarlos e interrogarlos. Por otro lado, la desaparición de la grabación del interrogatorio de
Celso daba qué pensar. Alguien la borró del ordenador del comisario, ergo, se trataba de una
persona que tenía acceso a la comisaría. Al inspector solo se le ocurría una razón para que alguien
se atreviera a tanto: uno de los policías de San Miguel quería arruinar a Salazar.
Mientras llevaba a Araujo hasta su hotel, Remigio le dio vueltas a esa idea en su cabeza.
¿Quién querría quitar del medio a Néstor? Tenía que reconocer que era más pesado que un collar
de bolas de petanca, y más liante que un vendedor de coches usados, pero era un tío legal. A su
mente acudió un nombre que encajaba en sus premisas y respondía a su inquietud, pero lo apartó
de inmediato. No tenía ninguna prueba, y la competencia entre colegas no significaba nada.
Remigio comprendió que tenía una tarea muy difícil por delante: debía averiguar quién odiaba
tanto a Salazar en la comisaría, como para ocultar la única prueba que podía exculparlo de la
acusación de asesinato. Y necesitaba conseguirlo sin hacer acusaciones sin fundamento, que
enrarecerían el ambiente de trabajo y sin que la inspectora le pusiera dificultades. Decidió
continuar con la investigación de los cómplices de Celso. Ya se ocuparía del otro asunto más
adelante.
Capítulo 18

Cuando Néstor salió del despacho del detective, lo recibieron la oscuridad impenetrable y un
frío húmedo que calaba hasta los huesos. La densa niebla impedía que la luz de las farolas
iluminara la calle, y no se veía nada a un metro de distancia. Salazar se arrebujó en su gabán y se
internó en la noche riojana. Sus tripas le recordaron que no había probado bocado en todo el día,
así que decidió acabar la jornada en el bar de Gyula. A paso apresurado llegó hasta el Corsa y
encendió el motor. Recorrió las calles a velocidad de tortuga reumática, y gracias a los faros
antiniebla consiguió llegar al barrio San Miguel sin estamparse contra nada.
La llamada entró a pocos metros de la comisaría. Pudo responder, gracias a la función de
manos libres.
—Casi, ¿tienes algo para mí?
—¡Qué razón tenía mi padre cuando decía que unos nacen con estrella y otros estrellados! Con
las ganas que tenía de verte trabajar por una vez en tu vida…
—¿De qué estás hablando?
—Tienes más suerte que el que se ganó la lotería sin comprar un décimo… Mis chicos
encontraron una pistola rusa en un contenedor cercano al chalé de los Soler.
—¡El arma homicida!
—O es eso o los vecinos de ese barrio tiran basura muy extraña. Se trata de una SR1 Vector, y
el calibre coincide. Te enviaré la confirmación oficial cuando el perito en balística compruebe
que fue el arma que se usó en el asesinato.
—Es una gran noticia, Casi. Me alegraste el día.
—¿Ves? Ya te estás regodeando.
En cuanto terminó la llamada, Salazar se comunicó con don Braulio para informarle acerca del
arma. Al menos era un dato más concreto. Con un poco de suerte, la red de contactos del
excomisario averiguaría quiénes estuvieron involucrados en la compra y venta de la pistola. Que
se tratara de un arma rusa hizo que el inspector pensara en una persona muy concreta. ¿Sería
posible que Yuri Ivanenko estuviera relacionado con el asesinato del abogado? Eso sí sería
ganarse la lotería.
Con el ánimo renovado, el inspector aparcó frente a la comisaría, entró por un momento para
dejarle las llaves a García y salió en dirección a «La Callecita». La boca se le hacía agua solo de
pensar en la cena que le esperaba en el bar. Llegó al cabo de pocos minutos y en cuanto entró lo
reconfortó el calor del local, así como la acogida de su amigo. Se sentía en casa gracias al
familiar tintineo de vasos y copas, además del coro que formaba el rumor de las voces que se
encontraban enfrascadas en las más variadas conversaciones. Cuando se sentó frente a su mesa
favorita, se sintió protegido y arropado por la compañía humana. Salazar se preguntó si perdería
todo aquello. En el caso de que prosperara la acusación de Asuntos Internos pasarían muchos años
antes de que pudiera volver a pisar su barrio.
—¿Ocurre algo, Néstor? Te noto un poco mustio. ¿Y qué te pasó en la cara?
—Nada, Gyula. Solo tuve un mal día. Tengo más hambre que piojo de muñeco. ¿Qué me
puedes ofrecer?
—Llegas tarde. Hoy Nemesio hizo un cocido y estos «Carpantas» se comieron hasta las
servilletas, pero siendo para ti, estoy seguro de que algo te podrá preparar.
—Lo que sea, me sirve.
Gyula se retiró a la cocina. Pocos segundos después, Dika apareció por la misma puerta y se
acercó a la mesa de Salazar. Al inspector, que no la veía desde hacía semanas, le sorprendió el
voluminoso abdomen que la obligaba a caminar con un balanceo.
—¡Virgen del Amor Hermoso! ¿Qué te pasó en la cara, Néstor?
—No es nada. Gajes del oficio. Siéntate, Dika. ¿Qué haces por aquí? No me digas que estás
trabajando.
—Claro que no. Este churumbel ya me tiene la espalda molida, pero qué te puedo decir, que
echo de menos el bar, y para estar sola y aburrida en casa me dije, pues me voy a «La Callecita» y
le hago compañía al Gyula.
—Me parece muy bien. Debes estar ya para salir de cuentas, ¿no?
—A puntito. En un par de días. No sabes lo emocionada que estoy, porque pronto voy a tener a
mi chinorré en brazos.
—Me alegro mucho.
Gyula salió de la cocina con una bandeja y apresuró el paso hasta la mesa.
—Aquí tienes, Néstor. Huevos rotos con patatas a la panadera y un vasito de sidra. Lamento
que te perdieras el cocido.
—Gracias Gyula. Esto está muy bien.
Después de darle una palmada en el hombro, el tabernero se alejó para seguir con sus labores.
Salazar se dispuso a disfrutar su cena.
—¿Y cómo te sientes, Dika?
—Emocionada, pero tengo que reconocer que también un poco aburrida. Todas estas semanas
sin poder venir al bar… Con lo que me gusta mi trabajo, pero ya ves… los pies se me hinchaban
tanto, que el médico me dio de baja.
—Es mejor así. Por tu bien y el de la criatura —dijo Néstor, sin dejar de hacerle el honor a su
cena—. Con esas cosas no se juega.
—Sí ya lo sé, pero…
—¿Te pasa algo?
Dika dejó de prestarle atención a su amigo, se inclinó hacia adelante en la silla y apoyó las
manos sobre su abdomen en gesto protector. Respondió con voz entrecortada.
—Creo que he roto aguas.
Salazar soltó los cubiertos, al mismo tiempo que sentía un vacío en el estómago.
—¡Qué!
Aunque el miedo era evidente en su rostro, Dika conservó la calma.
—Avísale a Gyula. Me tiene que llevar al hospital.
—¡Joder!
A Salazar se le quitó el apetito del tirón. Cruzó el comedor con tanta prisa que casi tira al
camarero con todo y bandeja. Por suerte, consiguió sujetarlo a tiempo, antes de que perdiera el
equilibrio y diera con los dientes en el suelo.
—¡Chicho! Hay que avisarle a Gyula… Dika… Las aguas.
—Inspector, ¿qué dice? No le entiendo.
Néstor abandonó el esfuerzo de explicarle al chico lo que ocurría. Era a Gyula al que tenía
que encontrar. Corrió hacia la cocina, mientras el resto de los comensales lo observaba con
estupor, sin comprender lo que pasaba. Por fin, Salazar llegó a la cocina. Encontró a Gyula
hablando con Nemesio acerca de los ingredientes que se necesitarían para las comidas del día
siguiente.
—¡Gyula! ¡Dika rompió aguas!
El color huyó del rostro del tabernero.
—¡Qué!
—Que está de parto, joder. Deprisa, tenemos que llamar a una ambulancia.
—No le gustan las ambulancias. Me hizo prometerle que la llevaría yo en el coche.
—¿Con esta niebla? Llegaríais con el chaval aprendiendo a andar.
—Pues vamos a convencerla. Nemesio, llama a la ambulancia.
Gyula y Néstor salieron de la cocina, y por el camino le ordenaron a Chicho que desalojara el
comedor. Cuando llegaron a la mesa de Salazar, encontraron a Dika con los ojos cerrados y los
dientes apretados. Gyula le tocó el hombro con suavidad.
—Cariño, no te preocupes. Ya viene la ambulancia, pronto estarás en el hospital.
Ella abrió los ojos y de inmediato frunció el ceño.
—Eres tú, cabrón. Te dije que no quería ambulancias. ¿Querías un hijo? ¿No es así? Pues lo
menos que puedes hacer es llevarme tú al hospital.
Gyula miró a Salazar con desconcierto. Néstor comprendió que era el momento de ayudar a su
amigo. Se agachó junto a la joven madre, y le habló con su tono de voz más convincente.
—Dika, escucha. Esta noche la niebla es muy espesa. Sería muy peligroso para vosotros y
para el bebé que usarais el coche para ir al hospital. La ambulancia está equipada y recibirás
atención desde el primer momento. No lo hagas por ti ni por Gyula. Hazlo por el pequeño Joaquín.
Dika suspiró y asintió. Salazar se apartó para que Gyula le cogiera la mano a su mujer, y
pudiera apoyarla en ese momento tan difícil y especial. Ella clavó la mirada en su marido.
—Escúchame bien, malaje. Como me vuelvas a tocar, te meto una hostia que te pongo en
órbita. ¡El próximo hijo que quieras, lo pares tú!
—Cariño, pero si tú también querías un hijo.
—Inocente que he sido. ¡Malagradecido!
Gyula buscó la mirada de Salazar con la confusión pintada en el rostro. Su amigo le apoyó la
mano en el hombro y sacudió la cabeza, para quitarle importancia a las palabras de Dika. El
tabernero enarcó las cejas sin comprender nada, y se volvió a centrar en su mujer.
—No te preocupes, cariño, que todo va a salir bien.
—¡Aahhhhh…! Sí, claro, como no eres tú el que tiene que parir. Y encima me vas a obligar a
llegar al hospital en ambulancia.
Gyula apretó la mano de su mujer y le habló con el tono más cariñoso que pudo.
—Ya escuchaste a Néstor. Tratar de llegar al hospital con esta niebla sería muy peligroso.
—¡Néstor! ¡Néstor también es hombre! Nunca ha parido ni corre el riesgo de pasar por esto.
Es otro cabrón. ¡Ahhh!
—Pero ¿qué dices, Dika?
Salazar apretó el hombro de su amigo y le murmuró al oído.
—No se lo tengas en cuenta, Gyula. Es una experiencia nueva, le duele mucho y está asustada.
En este momento, no sabe lo que dice.
El tabernero parpadeó, más desvalido que la criatura que estaba a punto de nacer. El comedor
ya se había vaciado de clientes. En cuanto consiguió comprender lo que ocurría, Chicho se
apresuró a hacerles salir, mientras se deshacía en excusas y les aseguraba que no tendrían que
pagar nada por lo que ya habían consumido.
Los minutos transcurrieron en medio de los gritos de dolor de Dika, entre los que intercalaba
uno que otro insulto a su marido, y al género masculino en general, sin excluir a Néstor. El
inspector no recordaba haber vivido una situación tan surrealista en toda su vida.
Los técnicos de emergencias entraron al bar en el preciso momento en que Dika lanzaba al aire
uno de los gritos de dolor, que precedía a la retahíla de insultos. Se trataba de un chico y una
chica. Sin dejarse impresionar, cuántos nacimientos no habrían presenciado, acostaron a la futura
madre en la camilla, conectaron un suero a su vena y le midieron las constantes vitales. La chica
colocó un pequeño instrumento con forma de corneta sobre el abdomen de Dika y desplegó una
sonrisa.
—El bebé está bien, cariño. Todo esto pasará pronto y lo olvidarás en cuanto lo tengas en
brazos.
—¿Es una broma? No lo olvidaré en lo que me quede de vida. Juro que no volveré a pasar por
todo esto —para confirmar sus palabras, Dika levantó la cabeza de la camilla y clavó la mirada
en su marido—. Y a ti ni se te ocurra acercarte de nuevo. Si quieres otro hijo, lo adoptas.
La sanitaria sonrió con escepticismo. Que esa película ya la había visto.
—¿Es su primer hijo? —preguntó el chico.
—¡Y el último!
—En ese caso, el trabajo de parto durará algunas horas. Tenemos tiempo de sobra para llegar
al hospital.
—¿Horas? ¡No me lo creo! ¡Quiero una cesárea, anestesia, lo que sea…!
Gyula intervino, Néstor estaba seguro de que sus intenciones eran buenas.
—Cariño, ¿no decías que querías que el parto fuera lo más natural posible?
—¡Tú cállate, que todo esto es tu culpa! ¡Quiero anestesia yaaa…!
Los técnicos cubrieron a Dika con una manta y empujaron la camilla en dirección a la salida.
Gyula los siguió sin soltar la mano de su mujer. Salazar se fue detrás.
—¿Quieres que vaya contigo, colega?
La sanitaria intervino con voz firme.
—En la ambulancia solo puede acompañarla el padre. Si quiere venir, tendrá que seguirnos en
su coche.
El tabernero sacudió la cabeza sin dejar de caminar.
—Gracias, Néstor, pero prefiero que te quedes. Si tuvieras un accidente a causa de la niebla,
no me lo perdonaría. A Dika ya la atienden profesionales, así que estaremos bien. Te mantendré
informado y te avisaré cuando nazca tu ahijado.
Salazar se paró en seco.
—¿Mi ahijado?
—Por supuesto. Dika y yo estamos de acuerdo. No permitiríamos que nadie más fuera el
padrino de Joaquín.
La camilla alcanzó la puerta y Néstor se quedó en medio del comedor vacío. Chicho se le
acercó.
—Inspector, ¿le ocurre algo?
Néstor se secó las lágrimas que humedecieron sus ojos y miró al chico con una sonrisa.
—Nada, Chicho. Debió entrarme una basurita en el ojo.
—¿En los dos?
—Pues ya ves.
Capítulo 19

Después de que sus amigos salieron con rumbo al hospital, Salazar ayudó a Chicho y a Nemesio
a cerrar el bar. Era bastante tarde cuando por fin consiguió subir a su buhardilla. Lo primero que
escuchó al entrar fueron los maullidos lastimeros de Paca. Su gata se restregó una y otra vez
contra las perneras de sus pantalones en busca de atención, mientras lo miraba con ojos de
reproche. Después de quitarse el gabán y arrojarlo en su cesta, Néstor le acarició el lomo a Paca,
mientras se explicaba.
—Lamento haberte hecho esperar tanto por tu refrigerio, Paca, pero Dika se puso de parto y
me quedé para ayudar.
—Mieeeuuu.
—¿Cómo que por qué? Porque ella y Gyula son mis amigos.
—Mrreu, mrreuuu.
—Sí, ya sé que las gatas no necesitáis a nadie para esos menesteres, pero qué quieres,
nosotros no somos felinos.
—Miaaaauuu, Mieuuuu.
—Si lo que quieres es una chuche, será mejor que te guardes tu opinión acerca de los humanos
en general y de mí en particular.
Paca no respondió, pero frotó su cabeza contra la mano de Salazar.
—Eso ya está mejor. Bien, déjame ver qué puedo encontrar por aquí.
El inspector llegó hasta la cocina, abrió uno de los armarios altos y se hizo con una bolsa con
la foto de un precioso gato atigrado de color pardo. Bajo la mirada atenta de Paca, Néstor cogió
una galleta con sabor a sardinas y se la dio a la pequeña felina, que la devoró enseguida.
—Miaaaaaauuuuuu.
—No te excedas, Paca. El veterinario me recomendó que te racionara las galletas. Es por tu
bien.
—Meuuuu.
—No deberías expresarte así del doctor Becerra.
Paca miró a su humano con ojos como canicas y emitió un corto y débil maullido, que sonó a
súplica.
—Mieu.
—¡Condenada gata! —refunfuñó el inspector, al mismo tiempo que cogía otra galleta de la
bolsa—. Siempre consigues manipularme. ¡Pero esta es la última!
Néstor guardó las galletas antes de que Paca le pidiera más, y salió de la cocina para
apoltronarse en el sofá. Su gata lo siguió y se acomodó junto a él. Había llegado la hora del
masaje. Salazar se fue relajando conforme pasaba la mano por el suave lomo de la gata y sentía el
calor de un ser vivo que lo privilegiaba con su compañía.
—Tengo un caso difícil entre manos, Paca. Se trata de un hombre al que le dispararon por la
espalda en su propia casa.
—Mrauuuuu.
—Sí, ya sé que parece un caso como cualquier otro, pero lo que lo hace diferente es que le
dibujaron un pentáculo en la espalda con un cuchillo, y que todos sus allegados cuentan con una
coartada firme, así que tememos que se trate de un asesino en serie, de un grupo satánico o algo
así. ¿Sabes lo que eso significa?
—Mau, mau.
—Por eso me agrada hablar contigo, porque eres una gata muy lista. Sí, acertaste. En
cualquiera de estos casos, podría tratarse del primero de una ola de homicidios al azar. Mi deber
es atrapar al asesino antes de que vuelva a matar. Y por supuesto, no será fácil.
—Miaaauuu.
—De acuerdo, es cierto que mi trabajo nunca es sencillo y que tiene aparejada una gran
responsabilidad, pero puedo desahogarme contigo, ¿no?
—Mrrrrr.
—¡Oye, yo no soy ningún quejica! Además, estoy muy preocupado por la acusación que
prepara la inspectora Araujo contra mí. Ya sabes, la que me culpa de la muerte de Celso Rivera.
—Mieeuuu, mau.
El inspector frunció el ceño.
—Así que quieres saber qué pasaría contigo en caso de que la acusación prosperara. ¿Te
parece bonito? Podría pasarme los próximos años en una cárcel por un crimen que no cometí,
sería el fin de mi carrera, y a ti lo que te preocupa es quién te comprará las chuches para gatos.
Paca frotó la cabeza contra la camisa de Néstor y cambió su posición para ponerse bocarriba.
Movió sus patas en el aire como si atrapara un objeto invisible. A Salazar se le escapó una
sonrisa.
—Está bien. Es normal que quieras saberlo. No debe ser agradable la idea de volver a las
calles a pasar hambre y frío.
—Meeeuuu.
—No, no necesito que me cuentes tu vida desde que eras una gatita y te abandonaron en una
caja de zapatos —Néstor dejó escapar un suspiro. ¿Qué pasaría con su gata si el juez lo declaraba
culpable?
—¿Mrreu?
—No te preocupes. Estoy seguro de que Dika se ocuparía de ti. Ella no permitiría que
volvieras a dar con tus huesos felinos en la calle. Menuda es —Paca jugueteó con sus propias
patas sin decir ni miau—. Solo espero que Remigio averigüe qué fue lo que ocurrió en realidad o
que aparezca la grabación del interrogatorio. Es mi única esperanza de salir bien librado de esta.
Te confieso que esta vez estoy muy asustado. Además, también me preocupa Sofía.
—Miau, miau.
—Ya sé que debo respetar su decisión, pero no me resigno a perderla. Sin embargo, la verdad
es que cada vez que hablo con ella, la siento más lejana.
—Brrrr.
—¡Que no es mi culpa! Ya sé que te agrada y que querrías que regresara. A mí también me
gustaría, pero no depende solo de mí. Ella debe decidir lo que quiere hacer con su vida y yo
tendré que respetar su decisión, me guste o no.
—Mrreuuu.
—No, no me estoy rindiendo. Es solo que siento que no puedo alcanzarla. ¿Te ha ocurrido
alguna vez?
—Miauuuuu.
—No estoy hablando de las galletas para gatos, felina materialista. Me refiero a… ¿Por qué
demonios trato de explicarle mis sentimientos a una gata?
Paca dejó de jugar con sus propias patas, se giró y volvió a frotar la cabeza contra la camisa
de Salazar. ¿Sería posible que le comprendiera? En ocasiones, su gata tenía reacciones que lo
dejaban boquiabierto.
En fin, la única verdad era que la pequeña depredadora de jardín se convirtió para él en una
compañía y un consuelo a su soledad. Si la inspectora conseguía su propósito y lo enviaba a
prisión, estaba seguro de que echaría mucho de menos a Paca.
El inspector acarició el negro y lustroso lomo. Sintió la relajación de los poderosos músculos
bajo su mano. Después de un par de minutos se detuvo. La gata le lanzó una mirada de reproche.
—Será mejor que nos vayamos a dormir, Paca. Mañana será un día difícil, y estoy seguro de
que tú querrás tu tazón de leche muy temprano.
Después de estirarse y bostezar, Néstor abandonó el sofá y se encaminó a la habitación, con la
pequeña felina pisándole los talones.
Capítulo 20

Antes del amanecer, ya Paca lamía la oreja de Salazar con entusiasmo. Néstor tuvo la impresión
de que su gata usaba una lija. Abrió los ojos y comprobó que el sol todavía no se asomaba. Volvió
a cerrarlos y murmuró una protesta. Paca se empleó más a fondo, como si su objetivo fuera dejarlo
sin oreja a fuerza de rebajársela con lametones.
—Paca, déjame en paz. Tengo sueño y hace mucho frío.
—Mrreeeuuuu.
Su gata no se iba a dar por vencida con tanta facilidad.
—¡Ay, coño! —gritó el inspector, ya despierto y sujetándose la nariz, donde su traicionera gata
le mordió—. ¿Me quieres explicar qué pasa contigo?
Paca adoptó una mirada de falsa inocencia, como si no tuviera nada que ver con los pequeños
y agudos colmillos que se clavaron en la napia de su humano.
—Uno de estos días, tú y yo vamos a sostener una conversación seria acerca de esto. ¡Un poco
más de respeto, joder!
—Maaaauuu.
El inspector dejó escapar el aire con resignación y se levantó de la cama. Lo recibió el frío de
la madrugada, así que cogió una de las mantas y se cubrió con ella. Luego se encaminó a la cocina
arrastrando los pies, sin dejar de refunfuñar contra las gatas desconsideradas que no dejaban
dormir. Entonces recordó que corría el riesgo de acabar en prisión, y que si eso ocurría echaría de
menos a Paca y hasta esos despertares intempestivos. Su enfado se esfumó y acarició a su gata
antes de llenarle el tazón de leche.
—Aquí tienes, Paca. Disfrútalo.
Paca centró su atención en el desayuno que ganó con tanto esfuerzo. Néstor comprobó la hora.
Las siete. Cuando se trataba de comer, su gata era puntual como un reloj suizo, aunque si lo
pensaba bien, de vez en cuando se adelantaba.
Salazar recordó que Dika estaba en el hospital y quiso comprobar cómo iban las cosas para
sus amigos. Su móvil reposaba junto al juguete de Paca, que al final resultó un excelente repelente
para gatos. Era el único lugar seguro para que el teléfono no terminara estampado contra el suelo
en un arrebato felino.
Cuando Néstor se dispuso a llamar, se dio cuenta de que había un mensaje de Gyula que entró
a las cinco de la madrugada:
«Todo en orden. Dika y Joaquín en perfectas condiciones. Ella descansa, él berrea, y yo soy
un padre orgulloso. Nos vemos luego».
Reconfortado por la noticia, Néstor le envió un mensaje de felicitación, en el que le prometió
que iría a conocer al pequeño Quino en cuanto tuviera oportunidad. El inspector consultó el reloj.
Eran casi las siete treinta, así que no tenía sentido regresar a la cama. Paca seguía ocupada con su
leche. No levantaba la cabeza ni para respirar.
Como siempre, Salazar decidió comenzar las actividades del día temprano, así que se
encaminó al servicio para darse una ducha, sin soltar la manta. Veinte minutos después, salió de su
habitación trajeado y con su mejor corbata, por si tenía la posibilidad de escaparse unos minutos
al hospital para conocer a su ahijado.
Paca ya se había terminado su leche y se sentó para acicalarse las patas. Néstor hubiera jurado
que se estaba chupando los dedos. En cuanto lo vio asomarse, la manipuladora felina compuso una
expresión de abandono, que él había tratado de imitar sin éxito desde hacía varias semanas.
—Mrrreeeeuuu.
—¿Más? Pero si te acabas de zampar un tazón de leche que no se lo brinca un venado. ¡Lo que
te tragas no cabe en el tamaño que tienes!
—Mieuuuuuuu —insistió Paca.
—Vale, pero no se lo cuentes al veterinario, que luego la bronca me la llevo yo.
Paca no respondió, pero se alzó en sus cuatro patas, lista para volver a desayunar. Con un
suspiro de resignación, el inspector le volvió a llenar el tazón con leche fresquita y se dispuso a
prepararse un café.
Antes de salir de la buhardilla, Salazar se aseguró de que su gata no se pudiera meter en
problemas. Una vez satisfecho, cogió su gabán y salió. En cuanto puso un pie en la calle lo recibió
un viento helado que le caló hasta los huesos. Néstor se arrebujó en el gabán, aunque no le sirvió
de mucho. Apuró el paso para calentarse y alcanzar el refugio de la comisaría lo antes posible.
Por el rabillo del ojo atisbó un par de agentes que lo seguían a una distancia prudencial. Su
escolta. El inspector soltó un suspiro de autocompasión. Era el problema cuando tu superior te
conocía desde que usabas pañales. Manipular a Santiago era todo un reto. Llegó a la comisaría
envuelto en un aura autocomplaciente de mártir. En San Miguel lo recibió la temperatura
agradable de la calefacción central, y un García desconcertado por la hora.
—Inspector jefe, ¿qué hace aquí tan temprano y con este frío? Si todavía no han puesto las
calles.
—Pues ya ves, García. Cumplido que es uno. ¿Ya llegaron Lali o el comisario?
—Aquí no ha llegado nadie todavía, señor. ¿Quiere que le avise al comisario que usted quiere
hablar con él?
—No, gracias, García. En realidad, solo pregunté por curiosidad.
Mientras el sargento volvía a sus tareas, Salazar apuró el paso hasta el primer piso y entró en
su oficina. Lo esperaba una pila de documentos que debía revisar y firmar. Cogió un buen fajo de
los que estaban abajo, y después de comprobar que no había moros en la costa, se apresuró a
cruzar el pasillo hasta la oficina de Ortiz. No tardó ni un par de minutos en acomodar los papeles
debajo del montón que ya esperaba la firma de su hermano. Hubiera salido silbando, pero cantaba
demasiado, así que adoptó el paso casual de quién no ha visto un documento en su vida.
Se llevó un susto cuando regresó a su propia oficina y encontró allí a Telmo, que lo esperaba
enfundado en su traje de agente funerario. Tenía el ceño fruncido, la mirada centrada en el suelo y
un rictus de preocupación. ¿Se habría dado cuenta de algo? Lo único que le faltaba a Néstor era
que Santiago se enterase de que era su ayudante involuntario en la tediosa tarea burocrática que le
correspondía, pero el subinspector no dio señales de haberse enterado.
Salazar le informó a Telmo que los colegas de Científica encontraron el arma homicida, una
vez que se convenció de que su compañero no sospechaba nada de su pequeña incursión.
—¿Quiere que me encargue de las indagaciones sobre la pistola, jefe?
El inspector negó con la cabeza.
—No, gracias, Telmo. Prefiero que te ocupes de otros asuntos. Yo investigaré el arma. ¿Llevas
mucho tiempo aquí?
—No, señor. Acabo de llegar, pero García me dijo ayer que usted siempre comienza a trabajar
temprano, así que me preguntaba si quiere escuchar mi informe. Si no está demasiado ocupado,
por supuesto.
Salazar enarcó las cejas con sorpresa, al mismo tiempo que se sentaba, y le ofrecía al
subinspector la silla frente a él.
—Ocupado sí estoy. Ya sabes, como inspector jefe hay un montón de trabajo burocrático que
me corresponde, y que suelo despachar a esta hora.
—Sí, señor. Fue lo que me informó García.
—Lo que me sorprende es que ya tengas los resultados de las indagaciones que te encargué
ayer por la tarde. ¿En qué tiempo…?
—Es que sufro de insomnio, inspector. Además, vivo solo. Nadie me espera en casa, así que
ayer decidí quedarme hasta tener un resultado. Me preocupa este caso. Creo que el asesino puede
volver a matar.
—Esperemos que no sea así, pero tienes razón. Por supuesto que aprecio tu esfuerzo, Telmo.
Lo menos que puedo hacer es escucharte.
—Pero su trabajo burocrático…
—Olvídalo. Ya buscaré la forma de tenerlo listo a tiempo. Centrémonos en la investigación.
¿Averiguaste algo? —Telmo asintió—. Te escucho.
—El socio de Soler dijo la verdad en cuanto a su coartada. La noche del crimen llegó a su
casa a las diez y no volvió a salir. Lo confirmaron su mujer y su suegra, quién por cierto, no lo
tiene en muy buena estima.
—¿Qué hay de los clientes?
—Aquí es donde el asunto se pone interesante.
Capítulo 21

Néstor se echó hacia atrás en la silla y jugueteó con un bolígrafo, mientras Telmo sacaba del
bolsillo su móvil y lo consultaba como si se tratara de un cuaderno de notas. Álvarez estaba
inclinado hacia adelante sobre el escritorio con todos los músculos rígidos, pero cuando habló lo
hizo en tono sereno y profesional:
—Soler era un abogado activo y muy eficiente. Su cartera de clientes era variada, y en la
mayoría de los casos concluyó los juicios con un veredicto favorable. El caso de Mendoza fue una
excepción, pero las evidencias contra él eran abrumadoras.
Salazar depositó el bolígrafo sobre la mesa y dejó escapar el aire.
—Aunque me gustaría que la solución fuera tan sencilla, no podemos considerar a los
Mendoza como los principales sospechosos. Carlos está en prisión, y su hermano tiene una
coartada irrefutable para la hora del crimen.
Álvarez asintió.
—Mendoza no fue el único que despertó mi interés —reconoció Telmo—. Investigué a todos
los clientes de Soler en los últimos dos años, y la mayoría salieron beneficiados con la
intervención del abogado. Tampoco encontré que ninguno de ellos tuviera relación con sectas o
grupos rituales. Sin embargo, sí hubo un hallazgo interesante: el caso del que se ocupaba Soler
antes de que lo asesinaran tiene que ver con un sujeto acusado de tráfico de estupefacientes, de
quién se sospecha que tiene relaciones con el crimen organizado.
Salazar se enderezó en el asiento.
—Continúa.
—Su nombre es Abelardo Gil, y regenta un local nocturno. Lo arrestaron hace una semana,
gracias a un trabajo de la Jefatura Superior, que pilló in fraganti a un camello vendiendo anfetas en
su local.
—¿Dónde está ahora?
—En el Centro Penitenciario de Logroño.
—La información que encontraste es interesante.
—Y se pondrá más cuando sepa el resto.
—Me tienes en ascuas.
Telmo elevó una de las comisuras de sus labios en forma casi imperceptible. ¿Eso era una
sonrisa? Fue tan fugaz, que Néstor no estuvo seguro de lo que vio. El subinspector continuó su
exposición con semblante serio.
—Se sospecha que Gil no trabaja solo, sino que es el testaferro de un pez más gordo… Se
trata de Yuri Ivanenko —Salazar abrió los ojos como un besugo—. Es…
—¡Sé quién es! —lo interrumpió Néstor—. Es el tío al que le quiero echar el guante desde
hace meses. Está metido en todos los negocios turbios de Haro.
—Mafia rusa —sentenció Telmo con un asentimiento.
—¿Tienes pruebas de que Gil trabaja para Ivanenko?
—Me temo que no existen pruebas contundentes, señor. Sin embargo, hay indicios: reuniones
clandestinas, «amigos en común», y un rumor persistente en las calles.
Álvarez le hizo un resumen al inspector de toda la información que había recopilado sobre el
caso de Abelardo. Cuando concluyó su exposición, Néstor dejó escapar un suspiro.
—Así que Gil terminó en la trena por su «negocio», y contrató a Soler para que lo sacara del
apuro.
—Aquí también hay un dato interesante, señor. No fue Abelardo quien contrató a su abogado.
Lo hizo un tercero.
—¿Un tercero?
—Un sujeto que no tenía ninguna relación previa con Gil. En otras palabras, un desconocido.
—Así que el abogado se lo contrató Ivanenko a través de un intermediario.
—Es lo que creo, señor. Lo que no comprendo es por qué querrían matar a Soler, si era el
defensor de uno de ellos.
—Soler era un buen criminalista, pero hasta donde tengo entendido, era un hombre honesto. Es
posible que Gil le contara más de lo que debía, y por eso el abogado se convirtió en una persona
peligrosa para la organización, y para Ivanenko.
—Si lo asesinó la mafia, ¿qué sentido tendría el pentáculo?
—Puede ser una maniobra de distracción. En cualquier caso, vale la pena investigar a Gil y al
ruso.
—¿Quiere que me ocupe, jefe?
Salazar negó con la cabeza.
—No, gracias, Telmo. Hiciste un gran trabajo. A partir de ahora, yo me ocuparé de esa línea
de investigación.
—Sí, señor.
El ordenador y el móvil de Salazar anunciaron la entrada de un correo al mismo tiempo.
Néstor le hizo un gesto al subinspector para que esperara y consultó el mensaje entrante.
—Es la autopsia de Soler.
—¿Encontraron algo más de lo que ya sabemos?
Salazar negó con la cabeza y respondió con tono resignado.
—Nada. Solo confirma lo que era evidente a primera vista: Augusto Soler falleció por un
disparo con orificio de entrada entre ambas escápulas. La bala fracturó dos vértebras, tres
costillas y atravesó el corazón. El orificio de salida se encuentra a la altura de la tetilla izquierda.
En el cuerpo no hay heridas defensivas ni evidencia de lucha. Le dispararon a una distancia de
metro y medio.
Telmo rechinó los dientes en cuanto el inspector terminó su exposición.
—La víctima tenía que conocer al asesino. Es la única explicación lógica.
Salazar asintió sumido en sus pensamientos. Estaba de acuerdo con Telmo, pero ese dato no
era suficiente. En su cabeza daban vueltas las evidencias acerca de asesinos rituales individuales
o en grupo, clientes enfadados, ladrones torpes, herederos con coartada, y mafia rusa. Conseguir
encajar esas piezas era una tarea hercúlea, y no había garantía de que ninguna de esas líneas de
investigación los llevara a buen puerto. De repente, Néstor hizo una pregunta.
—¿Cómo supo el asesino que Soler estaba solo en casa?
Telmo quedó desconcertado.
—¿Cómo dice?
El inspector se inclinó hacia adelante, cogió de nuevo el bolígrafo y gesticuló con él en la
mano, mientras hablaba.
—Piénsalo bien: Soler se quedó solo esa tarde porque Karina se fue a pasar la noche con una
amiga. El asesino llamó a la puerta poco antes de la medianoche, y de alguna manera consiguió
que el abogado le abriera y lo acompañara al interior de la casa. Cuando Soler le dio la espalda,
este sujeto le disparó casi a quemarropa. Además, después del asesinato, tuvo la sangre fría de
quedarse el tiempo suficiente para dibujar un pentáculo en el cadáver de su víctima. ¿Qué te dice
eso?
—¿Qué nos enfrentamos a un desalmado?
—Eso no te lo discuto, pero también podemos deducir varios hechos importantes. En primer
lugar, se trató de un homicidio premeditado y calculado al detalle. En segundo lugar, para que
saliera bien, Soler debía estar solo en la casa.
—¿Por qué? No creo que la presencia de la chica hubiera representado alguna diferencia,
salvo porque hubiéramos enfrentado un homicidio doble.
Salazar negó con la cabeza.
—A eso me refiero, Telmo. Ubícate a la medianoche en un barrio en medio de la nada, donde
el menor ruido es motivo de alarma. Los pocos chalés que hay allí están muy cerca unos de otros,
así que cualquier alteración del orden hubiera llamado la atención de los vecinos de inmediato.
—Pero el asesino usó silenciador.
—No me refiero a eso. Te plantearé varias situaciones hipotéticas y tú me dirás cómo se
desenvuelven. Imagina a Karina en casa con su padre y llega el asesino. Ella abre la puerta…
Continúa tú.
—Él le dispara a la chica y luego va en busca del padre.
—El factor sorpresa quedó eliminado, así que Soler tiene la oportunidad de huir, encerrarse
en una habitación para llamar a la Policía, gritar para alertar a sus vecinos o enfrentar al intruso
para defenderse. Ahora vamos a suponer que es Soler quien abre la puerta.
—El asesino le dispara.
—La chica ve caer a su padre y da la voz de alarma. El criminal no hubiera tenido
escapatoria.
—Ahora comprendo. No fue una coincidencia que el asesino cometiera el crimen un día en el
que la hija no estaba en casa. Lo escogió así.
—Es lo que pienso, pero en ese caso, ¿cómo lo supo?
—¿Una filtración?
Salazar asintió.
—Es lo que creo. Los únicos que pudieron filtrar esa información fueron la asistenta, Karina o
el propio Soler. ¿A quién se lo habrían contado?
—Tendremos que investigar a la asistenta —opinó Telmo—. Además, Karina pudo decírselo a
sus hermanos o a algún compañero del instituto.
—A simple vista, no parece que haya muchos motivos probables por los que un chico del
instituto quisiera matar al abogado, pero nunca se sabe. Estoy de acuerdo contigo.
—Por otro lado, tenemos al propio Soler. ¿A quién pudo contárselo?
—A su socio, a su secretaria o a sus hijos mayores.
Álvarez asintió para mostrar su acuerdo.
—Por lo visto, tengo mucho trabajo por delante.
Capítulo 22

Néstor consultó el reloj y comprobó que la jornada laboral ya había comenzado, así que usó la
centralita para comunicarse con Lali. Le pidió que solicitara una entrevista con Abelardo Gil en la
Penitenciaría. Luego centró su atención en el subinspector.
—Sé que tienes varias tareas pendientes, Telmo, pero quiero que me acompañes a la entrevista
con Gil. Tú lo investigaste y puedes aportar mucho al encuentro.
—Sí, señor.
Los policías abandonaron la comisaría y cogieron el Corsa con Néstor al volante.
Permanecieron en silencio durante los primeros kilómetros del trayecto. Telmo no apartaba la
vista de la vía. Mantenía el ceño fruncido y el semblante serio. ¡Ese chico nunca sonreía! El
silencio era propicio para pensar, y la idea de que podía terminar en prisión invadía la cabeza de
Salazar sin que pudiera remediarlo, así que conforme pasaban los minutos, los nervios lo iban
dominando. Y cuando él estaba nervioso, necesitaba hablar. ¿Sería capaz de arrancarle una
sonrisa a su compañero?
—Ayer estuve en un bar del centro —dijo Néstor, de repente. Telmo se limitó a mirarlo sin
cambiar de expresión—. Pedí ternera. Cuando me la sirvieron, le dije al camarero: «este filete es
puro nervio». Él me respondió: «¡Claro! Es la primera vez que se lo comen».
El subinspector ni siquiera movió una ceja.
—Vale, reconozco que el chiste era muy malo. ¿Qué tal este otro? Un niño: «Mamá, en el
colegio me dicen despistado. ¡Niño, que esta no es tu casa!»
Telmo se limitó a ladear la cabeza. El inspector dejó escapar su frustración en un suspiro y se
resignó a soportar el silencio durante el resto del trayecto. ¡Cómo echaba de menos a Sofía! De
haber sido su compañera, ella ya lo estaría cosiendo a preguntas acerca de la investigación que
tenían entre manos, pero en fin, tenía que reconocer que Telmo era buen chaval. Aunque también
un poco muermo.
Al final llegaron a la Penitenciaría sin contratiempos y para alivio de Telmo, sin que el
inspector contara más chistes. Los condujeron a la sala de visitas, que en ese momento se
encontraba vacía. El subinspector ocupó una de las sillas junto a la mesa que les señalaron,
mientras Salazar se paseaba de un lado al otro y trataba de concentrarse en el interrogatorio que
tenía por delante.
Cinco minutos después, dos guardias entraron por la puerta. En un primer momento, Néstor se
preguntó dónde estaría Gil. Entonces lo vio: un tío escuchimizado que parecía un silbido, y que
avanzaba oculto entre los dos gigantes que lo acompañaban.
Abelardo se sentó a la mesa, en la silla que le señaló uno de los guardias. Solo entonces,
Néstor ocupó su lugar junto a Telmo y se identificó. Gil no perdió el tiempo.
—Desde ahora os advierto que no sé nada y no soy un delator.
—Pues mal empezamos.
—¿Qué quieren?
—¡Un autógrafo, no te jode! —exclamó Salazar, que no se sentía muy paciente ese día—.
Queremos que nos ayudes a identificar al asesino de tu defensor. ¿Lo recuerdas? Era el tío que
hacía lo posible por sacarte de este agujero. Al menos por gratitud deberías estar dispuesto a
colaborar con nosotros.
—No sea ingenuo, inspector. El abogado trabajaba por dinero, como todos. Y le aseguro que
cobró una buena pasta. No considero que tenga ninguna deuda moral con él. ¿Tiene un cigarrillo?
—No fumo.
Sin decir una palabra, Telmo sacó una caja del bolsillo y la puso sobre la mesa. Abelardo la
cogió, y dos segundos después tenía un cigarrillo entre los labios, que el subinspector le encendió
de inmediato. Salazar sabía que Telmo no fumaba, así que se recriminó a sí mismo por no haber
pensado en ese truco tan elemental para ganarse la buena voluntad de Gil. Abelardo volvió a dejar
la cajetilla sobre la mesa, pero Telmo la empujó.
—Puedes conservarla.
—Gracias, chaval. No tienes idea del valor que tiene esto aquí adentro.
Néstor se sacudió la mala leche y comprendió que si quería encontrar al asesino de Soler,
debía evitar que sus propias preocupaciones interfirieran en su comportamiento. Él no era así.
Adoptó un tono de voz más amable.
—Ayúdanos y le contaremos al juez que colaboraste en la detención de un asesino. Algo así
podría inclinar la balanza a tu favor.
—Eso ya está mejor —dijo Abelardo, y luego le dio una buena calada al cigarrillo—. Le
aseguro que si supiera quién mató a Soler, se lo diría. Después de todo, el desgraciado me dejó
sin abogado en medio del juicio, pero la verdad es que no tengo idea de quién fue.
—¿Soler no te hizo algún comentario? ¿Se mostró temeroso o preocupado en algún momento?
Gil negó con la cabeza.
—En nuestros encuentros solo hablábamos de mi acusación, del juicio y de la estrategia de
defensa. Nunca mencionó asuntos personales. De hecho, en una ocasión le pregunté por su familia
y si tenía hijos. Solo fue un gesto de amabilidad. El tío se enfadó. Me dijo que nuestra relación era
solo profesional, y que si le volvía a hacer una pregunta personal abandonaría mi defensa. ¿Puede
creerlo? Solo por querer ser amable.
Salazar asintió. Claro que lo podía creer. Un abogado veterano como Soler querría mantener a
los suyos al margen de su trabajo, y de los sujetos con los que se veía obligado a relacionarse. Lo
cual significaba que era muy consciente del riesgo que implicaba lo que hacía. Mientras el
inspector reflexionaba, Telmo hizo la siguiente pregunta.
—¿Cómo iba tu caso?
Gil se encogió de hombros.
—Qué te puedo decir, chaval. Según el abogado, teníamos buenas posibilidades de dejar la
acusación sin efecto.
Néstor frunció el ceño.
—Pillaron a un camello in fraganti cuando vendía droga en tu local, y él declaró que estabas
involucrado, ¿cómo es que tenías posibilidades de librarte?
—Todo eso es cierto —reconoció Gil—, pero el comprador era un poli infiltrado, así que la
estrategia de mi abogado sería argumentar que hubo inducción al delito por parte de la Policía,
con lo cual todo el procedimiento se vendría abajo.
—Tú ya no tienes abogado.
Gil se frotó la cara con las palmas de las manos.
—Maldita sea, tiene razón. Debo reconocer que el tío era bueno y que su muerte será un
contratiempo, pero yo sé muy bien lo que pensaba hacer y tengo la intención de transmitírselo al
próximo abogado.
—Así que no es una gran pérdida para ti —sentenció el inspector, mordaz—. Dime algo,
Abelardo. ¿En algún momento Soler te llevó la contraria o te causó problemas?
—Será mejor que no vaya por ahí, inspector. Le recuerdo que cuando mataron al picapleitos
yo estaba en este agujero, como usted mismo lo definió. Así que tendrá que buscar a otro a quién
cargarle el muerto.
Telmo clavó la mirada en el delincuente.
—Existen los asesinatos por encargo.
—No es el caso. Ustedes mismos lo reconocieron. Era el tío que me iba a sacar de aquí. ¿Por
qué querría matarlo?
—¿Qué me dices de tu jefe? —preguntó Salazar. Abelardo palideció.
—¿De quién habla? Yo no tengo jefe.
—El inspector se refiere a Yuri Ivanenko —dijo Telmo—. Sabemos que está detrás del
negocio y es a quién le rindes cuentas.
Gil se removió en el asiento como si se sintiera incómodo.
—¿De dónde sacaron semejante estupidez?
—¿Vas a negar que el local que regentas es suyo?
—Por supuesto. El local es mío y yo registré el negocio. No conozco a ningún Ivanenko.
—¿Cómo le pagaste al abogado? —preguntó Néstor.
—¿Qué?
—El abogado. El que murió de un disparo en la espalda. Tú mismo acabas de decir que era
muy caro, pero tú no le pagaste.
La pierna derecha de Abelardo comenzó a subir y bajar como si accionara un fuelle.
—Por supuesto que le pagué. ¿Qué cree, que aceptó defenderme gratis?
Esta vez fue Álvarez quien respondió.
—Yo mismo investigué las finanzas de Soler. Recibió un pago por defenderte, sí, pero no
provino de una de tus cuentas. Lo hizo un tal Domínguez.
—¿Amigo tuyo? —preguntó Salazar.
—Yo, no…
—Déjame responder por ti —intervino Telmo—. Además del tuyo, Domínguez ha realizado
otros pagos relacionados con negocios que tienen conexiones directas o indirectas con Ivanenko.
Quise hablar con él, por supuesto, pero por pura casualidad salió del país.
Abelardo aplastó la colilla contra el cenicero y cogió otro cigarrillo de la caja. Cuando habló,
lo hizo con la barbilla pegada al pecho.
—Me importan un bledo sus investigaciones. No conozco a ningún Ivanenko.
Néstor suspiró. Lo estaban perdiendo.
—Creí que querías una recomendación para el juez.
—Y así es, pero de nada me servirá salir de aquí, si voy a terminar en una tumba.
Capítulo 23

Mientras los guardias llevaban a Gil de regreso a su celda, Salazar tuvo la impresión de que
habían perdido el tiempo. Si Ivanenko tuvo algo que ver con el homicidio del abogado, su
testaferro estaba demasiado asustado como para proporcionar una pista. Antes de llegar al Corsa,
Néstor detalló el rostro de su compañero con la intención de adivinar lo que pensaba, pero era
como mirar una estatua, así que se lo preguntó sin ambages.
—¿Qué opinas?
—No lo sé, señor. No me pareció que supiera nada. Al menos sobre este caso.
—Sí, yo tuve la misma impresión. Sin embargo, que Gil no esté involucrado no exculpa a
Ivanenko. Podría haber tomado la decisión de cometer el crimen, sin decirle nada a su testaferro.
Telmo lo pensó por unos momentos.
—Sigo sin ver el motivo.
—Un sujeto como Ivanenko no necesita grandes motivaciones para quitar del medio a quién le
estorba —Telmo guardó silencio, pero por su expresión, Néstor comprendió que no estaba de
acuerdo—. Muy bien, conduce tú y me dejas en la Plaza de la Cruz. Le haré una visita a Yuri,
mientras tú te ocupas de tus tareas pendientes.
Telmo asintió, al mismo tiempo que ambos subían al coche.
—¿Lo considera prudente, inspector? Me refiero a ir solo. Ivanenko es un sujeto peligroso.
—Te prometo que tendré cuidado —Telmo lo miró de reojo—. Vale, sé que el dibujo libre en
mi cara no me hace ver como un tío muy cauteloso, pero los amigos de Celso me cogieron por
sorpresa.
—Sí, señor.
Ambos policías guardaron silencio hasta que llegaron a Haro. Salazar se apeó en la plaza y
Telmo continuó hacia la comisaría. En cuanto se quedó solo, Néstor soltó un suspiro de
autocompasión, mientras se convencía a sí mismo de que ver a Yuri era necesario para la
investigación. La oficina del ruso se encontraba frente a la plaza, y el policía encaminó sus pasos
hacia allí. Una ráfaga de viento frío estremeció al inspector cuando llegó a la esquina y cruzó el
paso de cebra. El local de Ivanenko estaba a nivel de la calle, pero sus vidrios esmerilados no
permitían ver su interior. Un cartel sobre la puerta lo identificaba como «Importex. Empresa de
importación y exportación». Salazar cruzó el umbral sin pensárselo mucho.
La calefacción estaba muy alta en el interior de la oficina, y el cambio de temperatura impactó
al policía. El perfume floral que usaba la secretaria invadió sus fosas nasales, y precedió a su
propietaria en la medida en que se acercaba para interceptarlo. La chica se detuvo en seco y
palideció en cuanto vio los moretones en la cara de Salazar.
—¿En qué puedo ayudarle, caballero?
—Deseo hablar unos minutos con el señor Ivanenko.
—El señor Ivanenko solo recibe con cita. Y no tiene programada ninguna para esta mañana. Si
me dice su nombre y el motivo de su visita, con gusto le haré un espacio en su agenda.
La palidez de la secretaria se acentuó cuando él sacó su identificación y se la mostró.
—Policía. No necesito cita. Solo quiero tener una conversación amigable con su jefe, así que
le agradeceré que me lleve con él.
—Aguarde aquí un momento, por favor.
La joven dejó solo a Salazar y salió por una puerta trasera. Al cabo de un par de minutos
regresó. Parecía más relajada.
—El señor Ivanenko lo recibirá. Venga conmigo, por favor.
Néstor obedeció, y la siguió hasta un largo pasillo interior. La secretaria apuró el paso,
deseosa de perder de vista al policía. El inspector no hubiera necesitado su ayuda para saber cuál
era la oficina de Yuri, pues frente a ella había un sujeto enorme con cara de malas pulgas. La chica
le hizo un gesto al guardaespaldas y se marchó sin decir palabra. El tío miró a Salazar de arriba
abajo con franco desprecio.
—Aguarde aquí —le dijo con voz ronca.
El policía esperó, mientras el guardia se asomaba e intercambiaba algunas palabras con su
jefe. Entonces cerró la puerta y le ordenó a Néstor que le entregara su pistola.
—Ni lo sueñes, colega.
El tío frunció el ceño y apretó los dientes. Salazar también tensó los músculos y esperó.
—Un momento, preguntaré.
El guardia volvió a asomarse y después de intercambiar unas palabras con su jefe, volvió con
Néstor.
—Puede pasar, pero estaré atento. Más le vale no intentar nada.
Salazar se encogió de hombros y cruzó por delante del gorila para llegar hasta la oficina de
Ivanenko. Lo recibió un hombre mayor de rasgos eslavos y aspecto bonachón. No lo invitó a
sentarse.
—Adelante, inspector. Mi secretaria me anunció que quiere hablar conmigo. ¿En qué puedo
ayudarlo?
—Augusto Soler —soltó el inspector.
Yuri se apoyó en el respaldo de la silla y proyectó el labio inferior.
—Lo lamento. Ese nombre no me dice nada. Si pudiera ser más explícito…
—Era el abogado criminalista que encontraron muerto en su cocina ayer por la mañana.
Recibió un disparo por la espalda.
Yuri desplegó una sonrisa burlona.
—¡Ah, sí! Lo vi en las noticias. Es terrible que un hombre no pueda sentirse seguro ni en su
casa. Las autoridades deberían hacer algo al respecto. ¿No cree?
Salazar se mordió la lengua para no responder a la provocación.
—En eso estamos.
—Como ciudadano puedo asegurarle que es un alivio saber que las fuerzas del orden están
trabajando para detener a un asesino tan peligroso como ese, pero dígame, ¿qué tiene que ver
conmigo?
—Soler se ocupaba de la defensa de uno de sus socios.
—¿Socios? Creo que está mal informado, inspector. Esta empresa me pertenece por completo.
Yo no tengo socios.
Salazar ladeó la cabeza, cogió un taco de notas y lo cambió de lugar sobre la superficie del
escritorio.
—Tiene razón, señor Ivanenko. Me expresé mal. Tal vez debí decir empleados… testaferros…
cómplices.
Ivanenko pasó de la sonrisa burlona a un fruncimiento de ceño.
—Será mejor que mida sus palabras, inspector. Sin pruebas, ese tipo de aseveración podría
dar al traste con su carrera o algo peor.
—Así que debo suponer que usted no conoce al señor Abelardo Gil.
El ruso no le quitaba la vista de encima a Salazar y mantenía los músculos del cuello tensos.
—No recuerdo conocer a nadie con ese nombre.
—Tal vez refresque su memoria si le digo que el señor Gil espera juicio en la Penitenciaría de
Logroño, y Soler era su defensor.
—Todavía no me explica por qué está aquí.
—Verá señor Ivanenko, Soler era muy bueno en su trabajo… y muy caro. Demasiado para el
bolsillo de Gil, pero Abelardo tuvo suerte... Un alma caritativa le pagó a su abogado. Su nombre
es Domínguez.
—¿Y por qué no va a interrogar al tal Domínguez y deja de molestarme? Soy un hombre muy
ocupado.
—Le responderé con gusto: el señor Domínguez se fue del país después de pagar al abogado,
y me temo que no podemos encontrarlo. Sin embargo, nos dejó una pista interesante. No es la
primera «obra de caridad» similar que realiza este caballero. Pero existe un dato todavía más
curioso… este buen samaritano ayuda siempre a personas a quiénes se les relaciona con usted.
Esa es la razón por la que estoy aquí.
—Y supongo que usted tiene evidencias concretas de esas relaciones.
—Si las tuviera, en lugar de solicitar una entrevista, me habría presentado con una citación
firmada por el juez. Aun así, sabemos lo que sabemos.
Con los codos en los reposabrazos, Yuri entrecruzó los dedos y extendió los índices para
apoyar en ellos la barbilla. Meditó por unos segundos.
—Todavía no decido si usted es un valiente o un imbécil, pero debo reconocer que despierta
mi curiosidad y me gusta su actitud.
—No me interesan sus elogios ni sus insultos, señor Ivanenko. Soler era un padre de familia,
que murió asesinado por un disparo en la espalda en su propia casa. Y en cuanto hurgamos un
poco, resulta que aparece su nombre. Convendrá conmigo en que es lógico que despierte nuestro
interés.
Yuri extendió los brazos a los lados.
—No tengo nada que ver con la muerte del abogado.
—¿Se supone que le tengo que creer?
—Crea lo que usted quiera, inspector. Usted mismo reconoce que no tiene nada contra mí.
Rumores y supuestas conexiones traídas por los cabellos. Nada de eso tiene importancia frente a
un juez. Y usted lo sabe mejor que nadie. Vino aquí a ver si pescaba algo, pero no tiene carnada.
Néstor apoyó las manos en la mesa y se inclinó hacia adelante.
—Soler era el defensor de Gil y usted pagó sus honorarios. Domínguez fue el intermediario
para contratarlo. ¿Sabe lo que creo? —Yuri negó con la cabeza—. Creo que Gil se fue de la
lengua con su abogado y le contó más de lo que era conveniente acerca de sus negocios, así que
Soler se convirtió en un problema. Y por eso usted ordenó quitarlo del medio.
Ivanenko soltó un bufido.
—¿Sabe que podría demandarlo por difamación?
Salazar negó con la cabeza.
—Usted no hará algo así. Una demanda contra un policía lo pondría en la mira de las
autoridades. Y eso sería malo para el negocio.
Ivanenko relajó el ceño y soltó una carcajada.
—Es usted listo, inspector. Y le confieso que me agrada. Es directo y tiene coraje. Quizá
demasiado para su propio bien, como demuestran los moratones en su cara. Muy bien, entre usted
y yo, reconozco que Gil trabaja para mí. Soy un hombre de negocios y no quiero que se asocie mi
nombre con un local nocturno. El imbécil de Abelardo se metió en negocios turbios con un
traficante y salió con las tablas en la cabeza. Cuando lo arrestaron, me llamó para que lo sacara
del apuro, así que me comuniqué con mi ayudante, el señor Domínguez, y él se encargó de
buscarle un abogado y pagarle. Luego se fue de vacaciones. No me ocupo de esos asuntos en
persona, así que no conozco al señor Gil y nunca tuve nada que ver con su defensor. Le digo todo
esto para que no pierda el tiempo conmigo y busque a su asesino en otro lugar.
—¿Por qué tendría que creerle?
—Es la verdad. Si me cree o no, es problema suyo. Será usted quién pierda el tiempo
persiguiendo humo.
Después de advertirle a Yuri que comprobaría su versión, Salazar abandonó Importex con la
incómoda sensación de haber perdido el tiempo.
Capítulo 24

La mañana tampoco había sido fácil para Remigio, quién recibió el aviso de la llegada de
Dionisio a su casa ya en la madrugada. Les ordenó a los chicos que hacían el turno de vigilancia
que lo siguieran si volvía a salir. No estaba dispuesto a perderlo de vista. A primera hora, antes
de salir hacia la comisaría, el inspector Toro se comunicó con García y le pidió que enviara a
Echevarría al depósito de pruebas para que recogiera la grabación del robo de la joyería. Luego
llamó a Rebeca, y se fue directo hacia el piso de Cabrera.
El frío acompañó al inspector durante todo el trayecto. Aparcó a una manzana de la dirección
del expresidiario y entró en un café. Con un enorme esfuerzo de voluntad regresó a la calle, donde
lo recibió un viento helado. Remigio identificó el coche de incógnito de la comisaría y se acercó
hasta allí con un café en cada mano. En cuanto lo vieron, los agentes desbloquearon las puertas
traseras y le permitieron entrar. Recibieron los cafés con gratitud.
—Lamento la noche, chicos.
El que ocupaba el asiento del copiloto se volvió para hablar de frente con su superior,
mientras el chófer mantuvo la vista clavada en el portal de Dionisio. Ambos dieron pequeños
sorbos a sus correspondientes vasos de café, y aprovecharon para calentarse las manos.
—Descuide, jefe. Es nuestro trabajo. Gracias por el café.
—¿Qué podéis decirme?
—El tío llegó en la madrugada, borracho como una cuba. Casi no se tenía en pie.
—¿Llegó solo?
—Un coche lo dejó a media manzana, pero alcanzó su portal solo. Que ya es mérito. Eso fue a
las cuatro de la madrugada. No volvió a asomarse desde entonces. Si consiguió llegar hasta su
piso, dudo que haya recuperado la conciencia todavía —El agente hizo una pausa—. Ahí está la
tía de Asuntos Internos.
Toro vio la estilizada figura de Rebeca llegar al portal donde acordaron encontrarse. El
inspector volvió a centrarse en sus subalternos.
—Gracias. Subiré a sostener una conversación con el testigo. Quedaros unos minutos más por
si necesito que lo sigáis. Os avisaré cuando termine.
—De acuerdo, señor. Aguardaremos sus órdenes.
Remigio salió del coche y se acercó al edificio donde vivía Cabrera, intercambió un corto
saludo con la inspectora y llamó al telefonillo. pero nadie respondió, así que comenzó a tocar en
todos los pisos, hasta que alguien le preguntó quién era.
—¡Servicio de agua! Vengo a medir el contador.
De inmediato escucharon el timbre que les dio acceso al edificio. Con los olores culinarios
del día anterior desaparecidos, un tufo a moho y madera húmeda dominaba el ambiente. Los
policías subieron y se plantaron frente a la puerta de Cabrera. Remigio presionó el timbre sin
tener respuesta. Insistió hasta que temió que acabaría fundiéndolo. Cuando ya se preguntaba si
Dionisio habría sufrido un colapso por la intoxicación etílica, la puerta se abrió.
—¿Quiénes son ustedes y qué quieren? ¿A cuenta de qué me molestan cuando estoy
durmiendo?
Toro identificó los rasgos de Cabrera bajo la maraña de pelo y la incipiente barba de dos días.
Usaba camisa y chaqueta, pero ambas sin abotonar. Y el aliento a alcohol que soltó al hablar, casi
derriba al inspector.
—Policía —Remigio levantó la identificación que ya tenía en la mano—. Le agradeceríamos
que nos concediera unos minutos de su tiempo para hacerle algunas preguntas.
—Estoy limpio. No he hecho nada.
Rebeca intervino con tono conciliador.
—No tiene que ver con usted en forma directa. Investigamos la muerte de Celso Rivera.
—Lo mataron a golpes en una comisaría. ¿Por qué vienen aquí a preguntar por él? Márchense.
Estoy muy ocupado.
Remigio respiró profundo e hizo acopio de paciencia.
—Solo queremos hacerle algunas preguntas y podrá seguir durmiendo. De lo contrario, nos
veremos obligados a citarlo a comisaría y sostener una conversación con usted allí.
—Ustedes los polis siempre encuentran la forma de tocar las narices. Está bien, pero dese
prisa. ¿Qué quieren saber?
—¿Conocía bien a Celso?
—Fuimos compañeros de celda por dos años. A él lo trincaron por robar un coche. Yo estaba
por tráfico de estupefacientes. Nos hicimos amigos. Yo salí seis meses antes y cuando lo soltaron
le dejé dormir algunas noches aquí, hasta que consiguió alquilar un piso.
—El señor Rivera vivía en este mismo barrio, ¿no es así?
Dionisio asintió.
—A media manzana.
—Así que se veían con frecuencia.
—¿Adónde quiere llegar?
—¿Le hizo algún comentario acerca del robo que planificaba?
—¿Se refiere a la joyería? —El inspector asintió—. No, Celso era muy discreto. Lo supe
después de que todo había pasado.
—Asumo que no tiene idea de quiénes lo acompañaron en ese «trabajo».
—Desde luego que no tengo idea, y si la tuviera tampoco se lo diría. No soy un delator.
—Señor Cabrera, le recuerdo que si usted sabe quiénes cometieron el robo con Rivera y
guarda silencio, se le considerará cómplice. Además, si alguna de estas personas tuvo que ver con
el golpe que causó la muerte a su amigo, los cargos serían por homicidio.
—¡Así que es eso! —exclamó Dionisio, torciendo la boca—. Quieren librar al poli que lo
mató de pagar por lo que hizo, y andan buscando un chivo expiatorio.
Rebeca frunció el ceño ante la acusación.
—Lo que buscamos es la verdad. Y si no colabora, también podemos acusarlo de obstrucción.
Cabrera lo pensó por un momento.
—De acuerdo, ustedes ganan. ¿Qué quieren saber?
—¿Quiénes fueron los cómplices de Rivera en el robo a la joyería?
—No le miento cuando le digo que no lo sé. Celso era muy discreto con sus asuntos. No fue
con ninguno de nosotros.
—¿Nosotros?
—Los colegas que nos reunimos para ver el fútbol y tomar unas cañas. Celso formaba parte
del grupo, pero si alguno de los chicos se hubiera comprometido en ese asunto, yo lo sabría.
—¿Se refiere a quiénes se reúnen en el bar de Juanjo? —puntualizó Remigio.
Dionisio enarcó las cejas.
—¿Cómo lo sabe?
—Hago bien mi trabajo. Por eso estoy seguro de que usted tiene más información de lo que
reconoce. No me creo que Celso pudiera planificar un robo de esa envergadura, sin despertar
ninguna sospecha entre sus «colegas».
Dionisio dejó escapar el aire y estudió la punta de sus zapatos por unos momentos. Luego
levantó la mirada y la fijó en el policía.
—De acuerdo, usted gana. Yo no tengo nada que ver con el asunto, pero sé que si se lo
proponen, me lo pueden poner muy difícil.
—No estamos aquí para perjudicarlo, señor Cabrera —le dijo Rebeca—. Solo para conseguir
información.
—Celso se reunía con nosotros. Solo somos un grupo de colegas a quiénes nos gusta hablar
tonterías detrás de una jarra de cerveza.
—Y de trabajar, poco.
Dionisio frunció el ceño, pero ignoró el comentario del policía.
—Nos gusta reunirnos en el bar de Juanjo, porque allí no se andan con remilgos.
—¿Cuántas personas forman parte del grupo?
—Con Celso y conmigo éramos seis. No hay nada malo en ello.
—No lo arrestaremos por eso. Continúe.
—En las últimas semanas, cuando íbamos al bar de Juanjo, nos encontrábamos allí a un
chaval. Solía estar en la barra con una caña y no hablaba con nadie, hasta que llegábamos.
Entonces, Celso nos pedía excusas y se reunía con él. Conversaban en una mesa aparte durante una
media hora, el niñato se iba y Celso se reincorporaba al grupo.
—¿Sabe el nombre del chaval?
Dionisio negó con la cabeza.
—No tengo la menor idea. Nunca lo había visto por el barrio, y no volví a verlo después de la
muerte de Celso.
—¿Podría reconocerlo?
Cabrera se encogió de hombros.
—Supongo que sí.
—De acuerdo, en ese caso le pediré que visite la comisaría para que trate de identificarlo
entre las fotografías de sujetos con antecedentes.
—¡Oiga, dijo que me dejaría en paz si hablaba con usted!
—No, dije que no lo citaría a la comisaría para sostener esta conversación. Eso no lo exime
de colaborar si puede hacerlo.
—¡No soy un chivato!
—Tendrá que escoger entre actuar como un ciudadano consciente o mantenerse al margen de la
Ley.
Dionisio dejó escapar un suspiro.
—Supongo que no tengo alternativa.
—Lo esperamos en San Miguel durante del día. Si no se presenta, vendré a buscarlo yo
mismo, pero con una orden de arresto por obstrucción.
Después de que Toro dejó claro su punto, él y Rebeca se marcharon. Mientras bajaba las
escaleras, el inspector le dio vueltas a la nueva información. Estaba seguro de que «el chico» era
uno de los cómplices de Celso. Tenían que identificarlo a como diera lugar. Ambos investigadores
avanzaron a paso tranquilo en dirección al bar de Juanjo. Por el camino, Remigio se comunicó con
los agentes que esperaban instrucciones en el coche, y los envió a casa.
Los dos investigadores entraron en el bar. Remigio estaba decidido a conseguir una respuesta.
El futuro de Salazar dependía de que descubrieran la verdad. El tabernero frunció el ceño en
cuanto los vio.
—¿Ustedes otra vez? ¿Es que no hay más bares en Haro?
—Ninguno con el encanto de este —respondió el policía con tono sarcástico—. Por supuesto
que venimos en busca de información.
—Ya les dije todo lo que sabía.
—En sus últimas visitas, Celso se separó del grupo para reunirse con un chico. ¿Quién era?
La sorpresa se reflejó en la cara de Juanjo.
—¿Cómo sabe eso?
—Así que es cierto y «olvidaste» comentarlo.
—No sabía que fuera importante.
—Ahora lo sabes. ¿Quién era?
El dueño del bar se encogió de hombros.
—No vive en el barrio, así que no tengo idea de quién era. Como le dije antes, no les pregunto
el nombre ni les pido identificación.
—Supongo que estás al día con tus impuestos.
—Por supuesto.
—Y si te hacen una inspección encontrarán todo en orden.
—¡Maldita sea! ¿No conoce a nadie más a quién joderle la vida?
—Escúchame bien. Ese tío fue uno de los cómplices de Celso en el robo a la joyería. No me
creo que Rivera planificara algo así con un desconocido. ¿Con quién se reunía?
—No sé su nombre, pero la primera vez sí lo acompañó alguien en quién Celso confiaba, y
que se lo presentó.
—¿Quién?
—Su hermano, Daniel Rivera
Capítulo 25

De vuelta en la comisaría, al pasar por el primer piso, Salazar se cruzó con Lali.
—Inspector jefe. Me alegra verlo. Así no tendré que interrumpirlo durante la reunión.
—¿Tienes alguna información para mí?
—Sí, señor. Hace unos minutos llamó Vicente Soler —Salazar balanceó el peso del cuerpo de
un pie al otro, mientras escuchaba lo que la secretaria tenía que decirle—. Me pidió que le
avisara de que él y su hermana revisaron el chalé de su padre de arriba abajo y no echaron nada
en falta.
—Así que no se trató de un robo —concluyó el inspector para sí—. Gracias Lali. Nos vemos
luego.
Sin más ceremonia, Néstor continuó su camino y dejó que la secretaria volviera a sus
ocupaciones. Subió hasta el segundo piso a paso apresurado. Allí encontró a todo el equipo
reunido, con excepción de Remigio. La ausencia del veterano policía le recordó la muerte de
Celso y le hizo preguntarse si su colega habría avanzado en sus descubrimientos. Apartó el asunto
de su cabeza, como un perro que se sacude el agua. Si quería encontrar al asesino de Soler, tendría
que concentrarse en lo suyo y confiar en Remigio. Era más fácil proponérselo que hacerlo.
Después de saludar al equipo, Salazar centró su atención en Miguel.
—¿Se puede saber dónde te habías metido? Ya estaba a punto de enviarte a buscar con el
Centro Nacional de Desaparecidos.
—Estaba ocupado en asuntos propios. Algunos tenemos una vida fuera de esta comisaría.
Néstor meditó por unos momentos si Miguel merecía una bronca. Desistió porque no
consideró que fuera el momento oportuno. Además, a pesar de la rivalidad entre ambos, Salazar
tenía que reconocer que Pedrera era un buen policía y que siempre cumplía con su trabajo.
—De acuerdo. No perdamos el tiempo en esto, y vamos a centrarnos en el asesinato de Soler.
Puedes ponerte al día con la investigación cuando termine la reunión.
—¿Acaso crees que hablábamos del tiempo? —protestó Miguel—. Todavía debo leer los
informes, pero ya me hicieron un resumen del caso.
—Excelente. Si es así, comencemos. Diji.
—Indagué en las finanzas de Mendoza, el carpintero. Es un pozo seco. No habría sido capaz
de contratar a un chaval con un tirachinas. Un asesino a sueldo estaría muy lejos de su alcance.
—Y por mucho que odiara a Soler, tiene una coartada sólida. Creo que se le puede descartar
como sospechoso.
—¿Y si un amigo le hizo el favor? —preguntó Telmo.
Miguel le respondió, al mismo tiempo que sacudía la cabeza.
—¿Asesinar a un tío por venganza? Ni siquiera entre criminales se hacen un favor como ese
sin recibir ninguna contraprestación.
—Estoy de acuerdo con Pedrera —lo apoyó Salazar—. Sigamos… Beatriz.
—Contacté con Interpol para que revisaran en sus archivos. No encontraron ningún homicidio
que fuera idéntico al del abogado, pero esta mañana me enviaron una docena de informes sobre
casos que involucraron el uso de símbolos satánicos. Abarcan todo el mundo.
Néstor asintió con aprobación.
—Muy bien. Ocúpate tú misma de revisarlos. Usa criterios concretos para confirmarlos o
descartarlos: modus operandi, tipo de arma, calibre de la munición, símbolo que usaron y lugar
donde apareció… Veamos si alguno de esos casos tiene suficientes coincidencias para sospechar
que lo cometió el mismo asesino.
—Sí, señor.
—Tu turno, Telmo.
—Con respecto a las personas cercanas a los Soler. Ya investigué a la asistenta. Trabajaba
para Augusto Soler y para varios de sus vecinos. En el barrio se le considera una persona
responsable y seria. Está casada con un chófer que trabaja para una empresa transportista. Tiene
dos hijos. El mayor no vive en Haro. El más joven es dependiente en una tienda de videojuegos.
No encontré ningún nexo entre ninguno de ellos y el abogado, salvo el trabajo de su madre.
Todavía debo interrogar a los amigos de Karina. Lo haré en cuanto terminemos aquí.
—De acuerdo, Telmo. Yo mismo te mantuve ocupado esta mañana, así que esperaremos a la
próxima reunión para que nos reportes lo que descubras.
Salazar informó al equipo acerca de los resultados de la autopsia y de balística. Les notificó
que sus informantes se ocupaban de investigar en las calles si había algún grupo ritual activo en
Haro. También indagaban acerca de la posible contratación de un asesino a sueldo o la compra de
la Vector.
Pedrera se apoyó en el respaldo de su silla y jugueteó con un lápiz.
—A ver si me entero. ¿Quiénes son tus sospechosos principales, Salazar?
—Metiste el dedo en la llaga, Miguel. Si consideramos los motivos tenemos a los hijos, que
heredan una fuerte suma de dinero; Mendoza, para vengar a su hermano…
—¿Y por qué no vas a por ellos?
—Lo verás en los informes. Todos tienen coartadas comprobadas.
—Telmo nos mencionó que usted interrogó a Ivanenko. ¿Está involucrado? —preguntó Beatriz.
Salazar dejó escapar un suspiro y se encogió de hombros.
—Tal vez en el curso de la investigación surja alguna evidencia que nos conduzca hacia
Ivanenko, pero todavía no tenemos nada concreto. Tendríamos que demostrar que Soler
representaba un problema para él. Además, no quisiera reconocerlo, pero creo que no me mintió
cuando me dijo que no tenía nada que ver con la muerte del abogado.
—Así que tampoco fue la mafia rusa —sentenció Pedrera—. ¿Quién más nos queda?
—¿El otro abogado del bufete? —preguntó Diji.
—¿Cuál sería su motivo?
—Se quitó de encima al socio —sugirió Miguel, gesticulando con el lápiz—. Ahora el bufete
es solo de él.
Néstor negó con la cabeza.
—Eso significa que tiene menos clientes, menos trabajo y menos ingresos. Soler era un
abogado brillante que resolvía casos difíciles, y tenía reconocimiento en el ambiente donde se
desenvolvía. Yo diría que su muerte representa una pérdida para el bufete y también para su socio.
Además, Ibáñez también tiene una coartada sólida.
Miguel se inclinó hacia adelante y apoyó los codos en su mesa de trabajo.
—¿Qué me decís de ese grupo ritualista que la hija vio desde la ventana?
—No tenemos ni idea de quiénes son —reconoció Salazar—. Mis informantes trabajan en
ello, pero tal vez los tuyos tengan más suerte.
—De acuerdo —Miguel cogió un papel y comenzó a anotar—. ¿Sabemos cuántos sujetos eran?
¿Se trataba de hombres o mujeres? ¿Alguno tenía un rasgo distintivo?
—Me temo que la chica no fue muy precisa. Estaba oscuro, los sujetos usaban capuchas y
estaban muy lejos para precisar detalles. Además, supongo que ella debió estar muy asustada.
—Así que con este asunto vamos al tun tun.
—Me temo que como con todo lo relacionado con este caso.
Miguel torció la boca con disgusto.
—Si esos sujetos son los responsables de este homicidio, identificarlos y arrestarlos va a ser
todo un reto. Podríamos estar hablando de cualquiera.
—Bienvenido al mundo real.
El timbre que anunciaba la entrada de un correo desvió la atención de todos, antes de que
Pedrera pudiera responder. Diji fue el primero en abrir la bandeja de entrada.
—Es un informe de Científica —anunció el subinspector—. El cabello que encontraron en la
escena del crimen no pertenecía a la víctima ni a nadie de su familia.
—¿Podría ser de la asistenta? —sugirió Telmo. Cheick sacudió la cabeza.
—No, ya hicieron la comparación. Además, estaba sobre el cadáver.
—Si es así, el asesino fue tan amable que nos dejó una muestra de su ADN —señaló Pedrera
con entusiasmo.
Néstor se limitó a encogerse de hombros. Ese día no se sentía muy optimista.
—Magnífico. Ahora solo tenemos que identificarlo para conseguir una muestra que comparar.
—¡Aguafiestas! —exclamó Miguel.
—Aquí hay algo más, señor —los interrumpió Cheick, y volvió a captar la atención de todo el
equipo.
—¿De qué se trata, Diji? —preguntó Salazar con impaciencia, al ver que el subinspector se
tomaba su tiempo en leer los detalles.
—Lo lamento, señor. Estaba tratando de comprender el significado que puede tener este
hallazgo…
—Tal vez si lo compartes, entre todos lleguemos a una conclusión.
—Sí, desde luego. En el estudio microscópico, Científica encontró unas fibras fluorescentes
de color verde en los bordes de la herida. Reconocen que no tienen idea de cómo interpretarlo.
—Pues si ellos no lo saben, mal vamos —sentenció Pedrera.
—¿No hacen siquiera una sugerencia?
El subinspector negó con la cabeza.
—Dadme unos minutos —les pidió Néstor.
Salazar salió al pasillo para disponer de mayor privacidad. El jefe Barros respondió al
segundo timbrazo.
—Tenía mis dudas acerca de cogerte el teléfono, pero qué te puedo decir, así soy yo de buena
persona.
—Casi, lamento molestarte a la hora del almuerzo.
—¿Almuerzo? ¿Llamas a esto almuerzo, desgraciado? Un filete de merluza al vapor con
acelgas y media patata hervida. ¡Ese es el almuerzo que me puso mi mujer! ¡Que esto no se le hace
a un ser humano!
—Vamos, Casi. Sabes que es por tu propio bien…
—¡Ya salió el otro! Pues yo sospecho que se confabuló con el médico para ponerme a dieta.
Que sé que es muy capaz. Pero supongo que esto a ti no te preocupa.
—Al contrario, Casi, yo…
—No seas hipócrita, Salazar. Estoy seguro de que llamaste por el asunto de las fibras
fluorescentes.
—Pues, la verdad es que sí.
—Lo sospechaba. No tenemos ni puñetera idea de qué son o por qué estaban en la herida que
mató a la víctima. Te tocará a ti averiguarlo.
—¿Alguna vez habías visto algo como esto?
—Nunca. En los treinta años que llevo viendo cosas raras, esta se lleva la palma.
—¿Puedes decirme al menos qué tipo de fibras son?
—Sintéticas.
—¿Sería posible que la bala las hubiera arrastrado de la ropa de la víctima?
—Que no te enteras, zoquete. Son fluorescentes. Soler estaba dentro de su casa y no usaba
ropa de ese tipo.
—Vale, ya capté la idea. Trataremos de averiguar de qué se trata. Que disfrutes tu almuerzo.
Cuando Néstor terminó la llamada, todavía escuchaba los insultos que le gritaba Casimiro.
Regresó a la sala común y se encaró con su equipo.
—Chicos, parece que tenemos un misterio que resolver.
Capítulo 26

Cuando la reunión terminó, Salazar se preguntó cuál debería ser su siguiente paso. No podría
avanzar en ninguna dirección hasta recibir más información. Se disponía a salir de la sala común,
cuando vio a la secretaria de Ortiz en la puerta con actitud expectante.
—¿Ocurre algo, Lali?
—El comisario quiere verlo, inspector jefe.
Lo primero que cruzó la cabeza de Néstor fue que su hermano tenía novedades acerca de la
muerte de Celso, así que apuró el paso en dirección a la oficina de Ortiz y dejó atrás a la
secretaria. En cuanto llamó a la puerta recibió la autorización para entrar. Por un instante,
Santiago levantó la mirada del documento que firmaba, le hizo un gesto a Néstor para que se
acercara, y volvió a centrarse en los papeles. Salazar sintió un pellizco de culpa cuando vio la
enorme pila de folios que esperaban la firma del comisario. Por fortuna, la sensación fue muy leve
y no superó al alivio por haberse librado de la tediosa tarea.
—Me alegra haberte pillado antes de que te fueras, Néstor. Sé que estás ocupado, pero quiero
hablar contigo unos minutos.
—Tú dirás.
—Quiero que me informes acerca de los avances en el caso del abogado. No tienes idea de las
presiones que estoy recibiendo de los jefes. Hay rumores en la ciudad de que se trata de un
asesinato ritual, y que podríamos enfrentarnos a una ola de homicidios.
Salazar dejó escapar el aire con desaliento.
—Te confieso que comparto ese temor. Con respecto a los avances, yo diría que son nulos.
Cada evidencia nos conduce a un callejón sin salida.
—Ya será menos.
Néstor le hizo un resumen a Santiago de lo que se habló en la reunión.
—Si quieres saber mi opinión, yo me centraría en el grupo que la chica vio por la ventana.
—No hay ninguna duda de que debemos averiguar quiénes son. Mis informantes trabajan en
eso y acabo de pedirle a Miguel que ponga en movimiento a los suyos.
—¿Qué harás mientras tanto?
Néstor se encogió de hombros.
—Lo único que puedo hacer es volver a empezar. Tal vez encuentre algo que pasé por alto la
primera vez. Haré una criba por el barrio. Me llevaré a Diji para que me ayude.
—Me parece buena idea. ¿Qué opinas de las fibras fluorescentes?
—De momento no se me ocurre nada, pero su hallazgo debe tener una explicación razonable.
—Tal vez tengan que ver con algún objeto ceremonial.
Salazar lo meditó por unos instantes.
—¿A qué te refieres?
—Si estamos frente a un asesinato ritualista como parece indicar el pentáculo, tal vez exista
algún objeto que utilizaron durante la ejecución, pero que retiraron del cadáver antes de
abandonar la escena del crimen.
—Parece algo rebuscado, pero este homicidio no tiene nada de normal. Pensaré en ello.
—De acuerdo, mantenme informado.
El inspector se dispuso a salir de la oficina, pero cuando ya tenía la mano en el picaporte se
detuvo y se volvió para mirar a su hermano.
—¿Cómo va la investigación de Remigio?
—Sabes que no puedo darte detalles sobre ese asunto.
—Quizá puedas decirme al menos si está más cerca de demostrar mi inocencia.
Santiago soltó un bufido. Eso era un «no».
—Está haciendo su mejor esfuerzo. Confía en él y en mí, Néstor.
Salazar clavó la mirada en la punta de sus zapatos antes de responder.
—Confío en vosotros, pero debes comprender que mi vida pende de un hilo —Giró el
picaporte y sacudió la cabeza—. Continuaré ocupándome del caso Soler. Nos vemos luego.
Néstor salió de la oficina antes de que Santiago pudiera responder. Le pidió a Lali que le
avisara a Diji que lo esperaba en el Corsa. Cinco minutos después, Salazar y Cheick se dirigían al
tranquilo barrio donde todo comenzó. Decidieron separarse y hacer la criba cada uno desde un
extremo. Cuando ya iba por la tercera casa sin ningún resultado, Salazar vio a Diji acercarse con
un hombre al que nunca había visto.
—Inspector, le presento a Roberto Cáceres. Vive en aquel chalé de la esquina, y tiene
información que considero importante.
—¿Cómo es que no hablé con usted el día que encontraron el cuerpo?
—No estaba aquí. Le explicaba a su compañero que esa noche salí de viaje. Tenía que estar
muy temprano en Barcelona y no me venían bien los horarios del tren, así que decidí irme por
carretera. Salí alrededor de la medianoche.
—¿La medianoche? ¿Vio algo fuera de lo normal?
El vecino asintió.
—Un coche se metió en el descampado que está detrás de los chalés, y se quedó atascado en
el barro. Vi una grúa remolcándolo.
—¿Para qué demonios querría alguien meter un coche en un descampado? —preguntó Néstor,
más para sí mismo que para sus interlocutores.
—¿Para ocultarlo? —sugirió Diji.
—Es una posibilidad. Señor Cáceres, ¿pudo ver a los ocupantes del coche? ¿Sería capaz de
reconocerlos?
—Sí los vi. Se trataba de un chico y una chica. Ambos muy jóvenes. En cuanto a reconocerlos,
no sabría qué decirle, pues eran góticos y el maquillaje ocultaba sus rasgos. Antes de que me lo
pregunte, la matrícula del coche no se leía a causa del barro —Salazar bajó la cabeza y dejó
escapar el aire que tenía retenido, pero levantó la mirada de inmediato al escuchar las siguientes
palabras del testigo—. Sin embargo, me parecieron tan extraños que anoté la matrícula de la grúa.
—¡Esa es una gran noticia!
Cáceres rebuscó en su billetera hasta que encontró el papel que le interesaba, y se lo entregó a
Salazar.
—¿Le sirve?
—Por supuesto. Muchas gracias, señor Cáceres. Ha sido usted de gran ayuda.
Después de ofrecer su colaboración en lo que fuera necesario, Roberto regresó a su casa.
Cheick esperó instrucciones, mientras el inspector leía los números y letras que representaban la
única evidencia concreta en esa absurda investigación.
—Esto cambia las cosas, Diji. Sin embargo, no debemos distraernos. Continúa tú con la criba.
Es posible que encuentres más indicios que pudieron escaparse la primera vez. Yo me ocuparé de
esto —Néstor agitó el papel con la matrícula en el aire. Me llevaré el Corsa, pero te enviaré una
patrulla para que te recoja.
—Sí, señor.
Antes de subir al coche, Néstor llamó a Beatriz y le ordenó que averiguara a nombre de quién
estaba registrada la grúa que usaba esa matrícula, y que enviara una patrulla a recoger a Cheick.
Con la maquinaria de investigación en marcha, el inspector se dispuso a regresar a San Miguel.
Antes de llegar a la comisaría, Salazar recibió una llamada en el móvil a través del sistema de
manos libres.
—Ya lo tengo, señor. No fue difícil. La grúa está registrada a nombre de Cósimo González.
Tiene su taller en el número treinta y cinco de la N-126.
—Sé dónde es. Gracias, Beatriz. Voy para allá.
Veinticinco minutos después, el policía aparcaba frente al taller de González, junto a la grúa
cuya matrícula llevaba anotada en un papel. Entró al taller y un hombre de mediana edad y más
calvo que una rodilla salió a recibirlo.
—¿En qué puedo ayudarlo? ¿Sufrió un accidente con el coche?
Néstor se sintió confundido por un instante, hasta que comprendió de qué le hablaba su
anfitrión.
—¿Se refiere a los moretones? —el hombre asintió—. No, no fue con el coche. Me tropecé
con alguien que tenía un mal día. Busco a Cósimo González.
—Pues ya lo encontró. ¿Qué desea? —Salazar le mostró la identificación que ya tenía en la
mano—. ¿Policía? ¿Qué puede querer la Policía conmigo?
—¿No ha visto las noticias?
Cósimo se encogió de hombros.
—¿Para qué? Nunca son buenas.
—Pues visto así… Bien, el caso es que sabemos que la noche del cinco de diciembre rescató
un coche del barro, en la avenida Santo Domingo de la Calzada. Lo ocupaban dos chicos.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—Un vecino anotó su número de matrícula.
—Joder con la vigilancia vecinal. Pues mire, sí. Yo los rescaté, aunque preferiría no
acordarme.
—¿Por qué?
—Porque no se imagina el cabreo. Después de estar más de una hora sacándolos del apuro en
medio de la noche, y pasar más frío que piojo de oso polar, resultó que entre «Drácula» y
«Morticia» no tenían ni para el combustible. Estuve a punto de denunciarlos, pero preferí
perderlos de vista cuanto antes. ¿Por qué se interesa en ellos? ¿Timaron a alguien más?
—Me temo que se trata de algo mucho peor. Uno de los vecinos del barrio murió asesinado
esa misma noche. ¿A qué hora realizó el servicio?
—Eran las doce y media. Lo recuerdo porque ya estaba en casa cuando llegó la llamada de
emergencia. ¿Usted cree que esos chicos…?
—Todavía estamos investigando. ¿Vio usted algo fuera de lo normal, mientras sacaba el coche
del barro?
—Pues más anormal que meterse en un terreno baldío con un turismo, en pleno invierno, y a
medianoche... No, no vi nada más.
—¿Qué excusa le dieron los chicos para justificar su situación?
—Me contaron una trola. Eso seguro. Dijeron que salieron a dar un paseo con el coche, que se
despistaron en la oscuridad y se perdieron.
—Esa explicación no hay por dónde cogerla. Tiene demasiados agujeros.
—Ya. Yo llegué a la misma conclusión, pero asumí… ya sabe… una pareja con menos dinero
que un bolsillo roto, en mitad de la nada, en plena noche… vamos, que no les alcanzó para el
hotel. Nunca creí que pudieran ser asesinos.
—No apresuremos conclusiones, señor González —le advirtió Néstor—. Todavía no sabemos
si estos chavales tienen algo que ver con el crimen.
—Pues si es por la pinta que tenían… —dijo el chófer de la grúa, al mismo tiempo que
ladeaba la cabeza.
—No juzgamos a la gente por su pinta.
Cósimo miró a Salazar de arriba abajo con descaro.
—No, si eso está muy claro.
Néstor contó hasta veinte para adelante y para atrás. En días como ese, tenía poca paciencia
con los «asesores de imagen» espontáneos que le salían al paso.
—¿Dispone usted de alguna información sobre esos chicos? ¿Les hizo una factura, les pidió
los nombres?
—No les hice factura. Si ni siquiera me pagaron. Me dieron sus nombres y anoté el número de
matrícula de su coche. ¿Le sirve?
Salazar sonrió, por primera vez en todo el día. Hubiera sido capaz de abrazar a Cósimo, pero
seguro que se lo tomaba a mal, así que se contuvo. Se limitó a recibir la información, darle las
gracias y marcharse.
Capítulo 27

Al salir del bar de Juanjo, Rebeca y Remigio discutieron acerca de su siguiente paso. Decidieron
regresar a la comisaría para planificar una estrategia antes de entrevistar al hermano de Celso.
Una vez en San Miguel, subieron hasta el segundo piso. Era evidente que ninguno se sentía a gusto
en compañía del otro. En la sala común solo encontraron a Beatriz, quién miró de reojo a la
inspectora de Asuntos Internos y volvió a centrarse en su ordenador, como si no la hubiera visto.
Remigio ocupó su asiento y Rebeca se acomodó frente a él, de espaldas a la subinspectora.
Toro echó un vistazo al escritorio y ubicó un pequeño sobre marrón con el sello de la Policía
Nacional.
—Muy bien. Entonces, sigamos —El inspector cogió el sobre, lo abrió y dejó caer su
contenido sobre la mesa.
—¿Qué es eso?
—Un pincho USB.
—Eso ya puedo verlo yo. Sabe a lo que me refiero.
—Es la grabación del robo de la joyería por la cámara de seguridad. Esta mañana la solicité
al depósito de pruebas.
—¿Qué sentido tiene? Nadie pone en duda que Celso estuvo involucrado en ese robo, pero eso
no justifica que su colega lo asesinara.
—Hace demasiadas afirmaciones con muy pocas pruebas, inspectora.
—¿Cuál es su interés en ver la grabación del robo? ¿Qué tiene que ver con la muerte de
Rivera?
Remigio suspiró y puso los ojos en blanco.
—Ayudaría que afrontara la investigación con mente abierta. Convendrá conmigo en que si
queremos descubrir la verdad, debemos averiguar qué ocurrió durante las últimas horas de vida
de Celso.
La inspectora meditó las palabras de su compañero forzoso, mientras a sus espaldas Beatriz le
hacía burla remedando sus gestos. Remigio le lanzó una mirada fulminante a la subinspectora, y
ella volvió a su ordenador.
—Tiene razón. Quiero ver esa grabación con usted —decidió Rebeca.
—Qué remedio me queda —reconoció el policía, torciendo la boca, al mismo tiempo que
encendía el ordenador y conectaba la memoria portátil.
Remigio reprodujo la grabación una y otra vez, bajo la atenta mirada de Rebeca. Desde un
ángulo poco favorable, la cámara captó el momento en el que tres sujetos con las caras cubiertas
entraron armados a la tienda, y amenazaron al dueño para que les entregara todas las joyas que
estaban en exhibición. Uno de los hombres se quedó junto a la puerta para vigilar, mientras los
otros dos llenaron sendas bolsas. Luego, todos salieron a toda prisa. El golpe se ejecutó en menos
de cinco minutos. Una vez terminada la secuencia, Remigio la repitió hasta que su improvisada
compañera perdió la paciencia.
—¡Esto es una pérdida de tiempo! El asalto a la joyería no influyó en la muerte de Celso. En
ningún momento se le acerca nadie.
—Estamos aquí para buscar algún detalle que nos ayude a identificar a los cómplices de
Celso. ¿Lo recuerda? Hablamos de los que estuvieron con Rivera durante las últimas horas de su
vida, antes de que lo arrestáramos.
Araujo no respondió. Remigio volvió a mirar la grabación, pero en esta ocasión detuvo la
secuencia a los tres minutos y cuarenta segundos, cuando uno de los ladrones extendió la mano
para coger lo que había en un expositor de joyas.
—Aquí hay algo extraño —dijo el policía, al mismo tiempo que señalaba la imagen
congelada.
La inspectora entornó los ojos, y vio lo que había captado la atención de Toro. Él escribió
sobre una nota adhesiva. Luego retiró el pincho del ordenador y lo metió en el sobre del depósito
de pruebas, junto con el papel.
—Supongo que dará fe de que no alteré esta grabación en ninguna forma —Araujo iba a
responder, pero el teléfono del escritorio los interrumpió. Remigio asintió después de escuchar,
emitió una orden rutinaria y colgó—. García me informa que Dionisio ya llegó. Le mostrarán los
archivos. Si hay suerte, tal vez identifique a alguno de los cómplices de Celso.
—Le recuerdo que nuestro objetivo es investigar la muerte de Rivera. No tengo ningún interés
en el robo a la joyería.
—Piénselo bien, inspectora. A la joyería entraron tres ladrones. Por su contextura sabemos
que el que se quedó en la puerta no era Rivera. Así que Celso fue uno de los hombres que salió de
la tienda con un botín, pero cuando los agentes lo encontraron, no lo tenía encima. ¿Qué pasó con
esas joyas?
Rebeca lo miró con el ceño fruncido, y meditó por unos segundos.
—Le dije que no estoy interesada en el robo.
—¿Cómo sabemos que ese botín que desapareció no está relacionado con su muerte?
La inspectora respiró profundo y comenzó a teclear en su móvil a toda velocidad.
—Muy bien, tiene razón. Debemos averiguar qué pasó en las últimas horas de la vida de
Rivera. Visitaremos a su hermano para que nos hable del amigo que le presentó a Celso en el bar.
Él es quién más presión ejerce para que se castigue a Salazar. Tal vez entrevistarlo arroje luz
sobre este asunto.
—¿Qué hace?
—Solicito la dirección de Daniel Rivera.
Remigio cogió el sobre con la grabación, se levantó y sin decir una palabra más, siguió a la
inspectora. Cuando pasaron junto a García, Toro le entregó el sobre y le ordenó que lo enviara al
laboratorio para que ampliaran la imagen en el minuto que señalaba la nota. García asintió sin
preguntar nada.
Un mensaje entró en el móvil de Rebeca. Ella lo leyó y le dio la dirección de Daniel Rivera al
inspector. Ambos salieron de la comisaría y subieron al Seat Ibiza del policía. El silencio se
apoderó de la cabina del coche durante el trayecto. Cada uno iba sumido en sus propios
pensamientos. Quince minutos después se encontraban frente al portal del hermano de Celso.
—Déjeme hablar a mí —le advirtió la inspectora en cuanto aparcó.
—¿Por qué?
—Porque es mi investigación.
Toro no respondió. El portal estaba abierto y no había ascensor. Refunfuñando, Remigio se
encaminó a las escaleras, a un par de pasos de la inspectora. Conforme subían, la oscuridad de
unas bombillas de baja potencia y el penetrante olor a humedad, le causaron al policía la
sensación de que se adentraba en una cueva.
La puerta de Rivera estaba descascarada, y por debajo de la última capa de pintura gris, se
veían parches blancos. El hermano de Celso debía estar esperando a alguien, porque abrió casi de
inmediato. Enarcó las cejas cuando vio a Remigio, pero su desconcierto fue evidente al reconocer
a Rebeca.
—Inspectora, ¿qué hace aquí? ¿Trae buenas noticias? ¿Consiguió encerrar al maldito policía
que mató a mi hermano?
—Frena, Dani, que te vas a estrellar —le advirtió Rebeca en tono severo—. No venimos por
eso.
—¿Entonces por qué? ¿Qué quieren?
—Queremos hacerte algunas preguntas —respondió la inspectora con el ceño fruncido.
Daniel palideció.
—¿De qué se trata? Yo no sé nada.
—Tranquilo, amigo. No hay de qué preocuparse —intervino Toro con tono jovial—. Solo
queremos que nos digas todo lo que tu hermano te contó acerca del robo. ¿Cómo lo planeó,
quiénes fueron sus cómplices?
—¿Por qué me preguntan eso? Ya tienen mi declaración. No sé nada al respecto. Celso no me
contó nada. Y si está pensando que yo participé, ya pueden buscarse otro chivo expiatorio, porque
tengo coartada.
—Ya lo sabemos —reconoció Remigio—. No te estamos acusando de nada, pero dime algo,
aquí entre nosotros: ¿quién era el chaval que le presentaste a tu hermano? Ya sabes, el que lo
esperaba en el bar de Juanjo para conversar.
Daniel parpadeó y demoró unas décimas de segundo en responder, lo cual le confirmó a Toro
que había dado en el clavo.
—Yo no sé de qué me habla.
El inspector puso los ojos en blanco y dejó escapar un suspiro.
—Mira, Daniel, en verdad lamento mucho lo que le pasó a tu hermano, pero tú sabes muy bien
que no hay pruebas suficientes para culpar a mi colega de su muerte. Sin embargo, tú has hecho lo
posible por arruinarlo. ¿Por qué? Porque es poli. ¡Mira por dónde! Yo también. Lo que significa
que si me hubiera tocado guardia ese día, es posible que el marrón fuera todo mío. Qué te puedo
decir, soy humano, así que te aconsejo que no me lo pongas fácil para joderte la vida.
Rebeca saltó como una leona.
—Inspector, ¿está usted amenazando a este testigo?
—No, inspectora, solo lo invito a que me diga la verdad, porque de eso se trata, ¿no es así?
De averiguar quién mató a Celso, si es que alguien lo mató, porque también pudo resbalarse en la
ducha cuando se acicalaba para cometer el robo.
—Lo mató el poli —insistió Daniel.
—Seamos claros, solo sabemos que Rivera recibió un golpe en la cabeza unas horas o días
antes de su muerte. Lo único que involucra a Salazar es que interrogó a Celso en ese período de
tiempo, pero él niega haberlo golpeado. Y yo le creo. A ver, Daniel. ¿Quién era ese chico? Lo
lamento, pero vuestro amigo Juanjo ya te delató, así no te conviene venirnos con la trola de que no
sabes nada, porque te juro que le pido al juez una orden de busca y captura por obstrucción a la
Justicia. Hoy me levanté con ganas de hacerle la puñeta a alguien, y tú eres un buen candidato para
llevarte el premio.
Rebeca frunció el ceño ante las palabras del inspector, pero no lo contradijo. Rivera rechinó
los dientes, cogió aire y habló en un murmullo casi inaudible.
—Fml..o C..s…ro.
—¿Cómo dices?
Daniel le lanzó una mirada furiosa al detective.
—Su nombre es Flavio Castro.
Cuando Remigio y Rebeca salieron del edificio donde vivía Rivera, el inspector recibió un
mensaje de la comisaría: Dionisio negó reconocer a nadie entre las fotografías de los fichados con
antecedentes criminales. No habían llegado todavía al coche, cuando también entró una llamada
del jefe Barros. Les informó que ya tenían una identificación positiva de la huella dactilar que
encontraron en el reloj de Salazar. Pertenecía al hombre al que acababan de entrevistar: el
hermano de Celso.
El inspector Toro se comunicó de inmediato con la comisaría, y le ordenó a Beatriz que
solicitara una orden de busca y captura contra Rivera y enviara una patrulla lo antes posible para
arrestarlo. Luego le informó a Rebeca acerca de las novedades.
—No apruebo que nadie se tome la Ley por su mano —sentenció la inspectora de Asuntos
Internos—. Tal vez llegó la hora de darle una oportunidad a su inspector jefe.
Capítulo 28

Mientras recorría el trayecto que lo separaba de la comisaría, Salazar usó la función manos
libres para comunicarse con Beatriz, le proporcionó la información que recibió de Cósimo y le
ordenó que tratara de localizar a la pareja de jóvenes.
—Ese es un gran avance, señor —opinó la subinspectora con optimismo—. ¿Cree que fueron
ellos?
—Pues no te niego que tienen todas las papeletas, pero en todo caso, estuvieron allí cerca de
la hora del crimen. Es muy probable que vieran algo.
—Me pondré de inmediato con esto, señor. Por cierto, ya revisé el material que envió
Interpol…
—¿Qué encontraste?
—Ninguno de los homicidios se asemeja lo suficiente al del señor Soler, pero hay dos
expedientes de crímenes rituales que podrían ser relevantes para el caso. Uno ocurrió en Budapest
hace dos años y el otro en Marsella hace seis meses.
—¿Qué tienen en común con el asesinato de Soler?
—Por lo que conseguí leer hasta ahora, en ambos se encontraron símbolos satánicos junto a
los cadáveres. Sin embargo, es el único elemento de interés para nosotros, pues en ambos las
víctimas fueron chicas, y los crímenes se perpetraron con armas blancas, además de otros detalles
que los diferencian de nuestro caso.
—De acuerdo. Sé que tienes mucho trabajo, Beatriz, pero dales prioridad a los chicos del
descampado.
—Sí, señor.
—¿Dónde está Telmo?
—Cuando terminó la reunión, se fue al instituto de Karina para entrevistar a sus amigos,
aunque no era muy optimista acerca de conseguir resultados.
—¿Sabes de alguna ocasión en la que Telmo sea optimista? Lo importante es que a pesar de su
actitud, hace un buen trabajo. Nos vemos luego.
Salazar apenas tuvo tiempo de colgar, cuando ya entraba una llamada de Quintero.
—¿Estás muy ocupado, hijo?
—Voy conduciendo hacia la comisaría. Lo escucho, don Braulio. ¿Tiene alguna información
para mí?
—Me temo que mis indagaciones resultaron infructuosas, Néstor. Nadie ha preguntado por un
sicario, al menos en los bajos fondos de Haro. Con respecto a los grupos rituales: mis informantes
dicen que desde que desmantelasteis aquella secta hace dos años, Haro se mantiene limpio de
agrupaciones clandestinas de ese tipo.
—Así que no hay ningún grupo ritual en actividad.
—O son tan discretos que ni siquiera hay rumores de su existencia —Salazar guardó silencio
por algunos segundos—. ¿Ocurre algo?
—Nada, don Braulio. Solo pensaba… La hija de Soler los vio a través de la ventana en medio
de un descampado, con una hoguera encendida. No es una conducta que se podría calificar de
discreta.
—Tal vez fue su primera reunión. Podrían tener poco tiempo en la ciudad.
—Es una posibilidad.
—Estaré atento por si surge información al respecto, y si es así, te lo haré saber.
—Se lo agradezco mucho, don Braulio.
—Nada, chaval. Tus encargos me hacen sentir pleno de energía de nuevo. Así que, tú a
mandar.
Néstor terminó la llamada con una sonrisa. Aunque no existía ninguna semejanza física, don
Braulio le recordaba a su padre. Un policía de corazón.
Quince minutos después, el inspector aparcó frente a la comisaría, saludó a García al paso y
subió hasta el segundo piso. Beatriz lo recibió con una sonrisa de oreja a oreja. Diji ya había
regresado de la criba en el barrio de Soler. Salazar se dirigió a la subinspectora.
—¿Los encontraste?
—Fue muy fácil con los datos que me dio, señor.
—¿Qué me dices tú, Diji? ¿Conseguiste más información?
—Nada, inspector —Cheick acompañó sus palabras con una sacudida de la cabeza—. El
señor Cáceres era el único vecino al que no habíamos entrevistado. Sin embargo, les pregunté a
todos por esa extraña reunión que la chica Soler vio a través de su ventana…
—¿Y?
—Negativo. Nadie más la vio.
—Es extraño, ¿no? —intervino Beatriz—. Quiero decir, si alguien enciende una fogata detrás
de mi casa, me entero. Incluso si no acostumbro a asomarme a la ventana, el olor del humo me
alertaría. No es algo que se pase por alto con tanta facilidad.
—Solo dos chalés lindan con ese terreno… —razonó Néstor— El de los Soler y el de la
señora Gorrín. Tal vez la familia Gorrín no se encontraba en casa esa noche. Diji, precisa con
Karina el día y la hora en que vio la fogata y luego pregúntale a la señora Gorrín si estuvieron en
casa.
—De acuerdo.
—Muy bien, Beatriz. Háblame de los chicos góticos.
—Comenzaré por el coche. Es un Opel Vectra del año 2003, y está registrado a nombre de
Hernán Correa, comerciante.
—¿Qué relación tiene con los jóvenes?
—Según los registros es el padre de la chica. El nombre de ella es María Correa, y su alias es
Maco.
Salazar asintió.
—¿Qué hay del chico?
—Su nombre es Francisco Solano. Alias, Fraso. Ambos jóvenes están empadronados en un
piso de la calle Herrera Primera.
—¿Tienen antecedentes?
La subinspectora asintió.
—Los detuvieron en un par de ocasiones por escándalo en la vía pública y los condenaron a
una multa y servicios a la comunidad. Él ya había cumplido una sentencia de un año en la
Penitenciaría de Logroño por trapicheo de drogas. Ya cumplieron sus condenas.
—¿Tienen trabajo?
Beatriz negó con la cabeza.
—Ninguno de los dos. Y ya expiró el tiempo de ambos para cobrar el paro.
—¿De qué viven?
La subinspectora se encogió de hombros.
—No lo tenemos claro.
—¿Me perdí de algo? —preguntó Telmo, que llegó en ese momento con su habitual expresión
sombría.
Sus colegas lo pusieron al día con las últimas novedades.
—¿Y tú, averiguaste algo con los compañeros de clases de Karina?
—Nada en absoluto. Como era de esperarse, son un grupo de niñatos, cuya mayor
preocupación es divertirse y no catear mates. Por supuesto que están horrorizados. El asesinato
del padre de Karina fue un zasca de realidad que ningún chico de esa edad debería recibir. Salvo
a través de una pantalla, nunca estuvieron tan cerca de un acto violento, y mucho menos que
terminara en muerte. Así que ninguno de ellos estaba preparado. Los psicólogos del instituto ya
entrevistaron a casi todos los chavales y están muy preocupados.
—No esperaba mucho más de esas entrevistas —reconoció Salazar con un encogimiento de
hombros—. Hiciste un buen trabajo, Telmo, y ya que estás aquí, ven conmigo.
—¿Adónde vamos, inspector?
—A tener una seria conversación con dos chicos góticos.
Néstor y su compañero abandonaron la comisaría en dirección a la calle Herrera Primera.
Aparcaron en la Conde de Haro y se adentraron en las callejuelas del barrio. Llegaron a la
esquina de la calle Taranco y se detuvieron en seco cuando vieron a una pareja de jóvenes góticos
que salían de un edificio casi en ruinas de la Herrera Primera. A pesar del maquillaje era evidente
que se trataba de las mismas personas que aparecían en las fichas que vieron en la comisaría.
Telmo dio un paso hacia ellos, pero Salazar apoyó una mano en su hombro para detenerlo.
—Veamos hacia dónde van —le murmuró el inspector a su compañero.
Los dos policías siguieron a la pareja con discreción. Los chicos se encaminaron hacia la
calle Virgen de la Vega y una vez allí, miraron de arriba abajo como si buscaran a alguien. La
acera estaba bastante concurrida, y las pocas personas que reparaban en los góticos desviaban la
mirada enseguida, por simple educación. Francisco le hizo un gesto con la cabeza a María para
señalarle a una mujer que miraba el escaparate de una zapatería.
Maco se acercó a la mujer y le habló. Por la gesticulación de la dama, Néstor comprendió que
le había preguntado una dirección. Mientras la chica entretenía a la mujer, Fraso se acercó
despacio a su espalda e introdujo la mano en el bolso, hasta encontrar el monedero de la distraída
víctima. Ya se había apoderado de su trofeo y lo sacaba con cuidado de no tocar el bolso, cuando
una mano atenazó su muñeca.
Fraso se sacudió la mano de un tirón, lanzo un grito de advertencia a su cómplice y se dispuso
a salir corriendo, pero una oportuna zancadilla de Salazar lo derribó en el acto. La mujer gritó y
se apartó, mientras María emprendía la huida.
—¡Alto! No se mueva o añadiremos cargos de resistencia al arresto.
Maco se detuvo en seco, y al volverse vio una escena de pesadilla: Fraso estaba tendido de
bruces en el suelo con las manos en la cabeza, bajo la atenta mirada de un tío alto y delgado con la
cara como un mapa, y una gabardina arrugada que le quedaba demasiado grande. A pocos pasos
estaba el tío que le dio la voz de alto. De rostro enjuto y vestido de negro, parecía un enterrador
en paro. Con paso firme se acercó a ella. El ceño fruncido convenció a María de que era mejor
ceder ante lo inevitable.
—No sabéis el gusto que me da conoceros —dijo el hombre de los moretones en la cara, al
mismo tiempo que ayudaba a Francisco a ponerse de pie y le ponía los grilletes.
—No puede detenernos —protestó Fraso—. Conozco mis derechos. Necesitan una orden de
arresto emitida por un juez.
El tío del gabán ladeó la cabeza.
—Parece que tenemos aquí a un abogado amateur. Lo lamento, chaval, pero la orden no es
necesaria si os pillamos in fraganti, como en este caso —Entonces levantó la mirada hacia la
mujer del bolso—. ¿Se encuentra bien, señora?
—Eh… Sí, claro. Solo fue el susto. ¿Son ustedes policías?
—Inspector Salazar y subinspector Álvarez para servirle. ¿Necesita usted ayuda sanitaria?
—No, no es necesario. Estoy bien, gracias —respondió la mujer, con menos color que un
mimo. ¿Van a arrestarlos?
—Sí, señora, pero para ello necesitaremos su colaboración. ¿Puede decirme su nombre?
La mujer frunció el ceño y asintió.
—Por supuesto, soy Clara Benítez, ¿qué debo hacer?
—Presentar la denuncia en comisaría. Si lo desea, podemos llevarla hasta San Miguel y
después a su casa.
—Desde luego. No se imagina los problemas que me hubieran causado estos delincuentes en
el caso de conseguir robarme el monedero.
Néstor decidió aprovechar la indignación de la víctima y llamó a García para que enviara una
patrulla de inmediato a recoger a la pareja. Luego le pidió a Clara que los acompañara a él y a
Telmo hasta el coche. Ellos se encargarían de llevarla sana y salva a la comisaría.
Quince minutos después, Salazar dejó a la señora Benítez al cuidado del experimentado
García, quien se ocuparía de cogerle la denuncia y enviarla a su casa en un taxi. Para entonces, ya
la pareja de sospechosos disfrutaría de la hospitalidad de la comisaría de San Miguel.
Capítulo 29

Mientras esperaban la llegada de los abogados de oficio, Néstor invitó a Telmo a que lo
acompañara a «La Callecita» para un almuerzo ligero. El subinspector aceptó con la misma
expresión que si le hubiera ordenado saltar desde un puente. Quince minutos después entraban en
el bar. Los recibió el olor a cocina casera, el rumor de los comensales y el familiar tintineo de
platos, vasos y copas. Salazar se sintió en casa, pero echó de menos a Gyula detrás de la barra. En
su lugar, Chicho hacía lo posible por cubrir la ausencia de su jefe. Una tarea que no era fácil, pues
el comedor estaba a tope de clientes. Néstor encontró ocupada su mesa favorita, así que se
conformó con hacerse un pequeño espacio en la barra.
—¿Qué le sirvo, inspector?
—No tenemos mucho tiempo disponible, Chicho, así que tráenos una ración de tortilla de
patatas a cada uno —Néstor se volvió a mirar a Telmo para saber si estaba de acuerdo. El
subinspector asintió—. Muy bien, y un par de gaseosas porque estamos de servicio. ¿Qué sabes de
los orgullosos padres?
—Gyula llamó hace un par de horas. Todo salió bien, así que esperan que mañana les den el
alta.
—¿Tan pronto?
El camarero asintió y sirvió las gaseosas.
—El jefe está de los nervios. Creo que lo que más le asusta es tener que quedarse solo con el
chaval en algún momento.
—Ya se acostumbrará.
—Iré a decirle a Nemesio que prepare esas raciones de tortilla.
Salazar dejó que Chicho continuara con su trabajo. Por un instante sintió un extraño vacío. Se
preguntó si él también podría sostener a su hijo recién nacido en brazos algún día. Lo percibía
como una posibilidad lejana a causa del distanciamiento de Sofía. Sus fantasías de formar una
familia con ella cada vez tenían menos visos de realidad. En especial desde que podía terminar en
prisión.
—¿Ocurre algo, inspector? —le preguntó su compañero.
—Nada, Telmo. Todo está bien. Solo pensaba en las jugarretas que nos depara la vida.
—Aquí están las tortillas —dijo Chicho, al mismo tiempo que ponía sendos platos frente a los
policías—. Que aprovechen.
Néstor y Telmo se concentraron en su almuerzo. El subinspector no era muy conversador, un
rasgo que Néstor apreció en ese momento. Después de terminar la tortilla, Salazar le dijo a
Chicho que lo anotara todo en su cuenta y salieron del bar. A mitad de camino, Telmo rompió el
silencio.
—¿Cree que fueron ellos, jefe?
—¿Te refieres a los chicos góticos? —Álvarez asintió—. Todavía es pronto para decirlo…
—Estoy convencido de que fueron ellos —sentenció Telmo.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Estuvieron allí el día y la hora del asesinato de Soler. Ya vio como actuaron con la señora
Benítez. La chica la distrajo, mientras él se acercaba con sigilo por la espalda para robarle…
—Hay una enorme diferencia entre sacar un monedero de un bolso y dispararle a alguien.
—Son delincuentes. Con Soler, solo fueron un poco más allá.
—Un poco más allá, no. Si estás en lo cierto, se pasaron varios pueblos. ¿Cómo consiguieron
el arma?
Telmo quedó un poco descolocado.
—En el mercado negro, por supuesto.
Salazar se detuvo, lo que obligó al subinspector a imitarlo.
—¿Sabes cuál es el precio de un arma de fuego en el mercado negro? Este par no tiene ni para
pagar un café, mucho menos para una pistola.
Telmo se encogió de hombros.
—Tal vez cometieron un robo para conseguir el dinero o trapichearon con droga o el arma era
de su abuelo… Lo que quiero decir es que ese no es un motivo para descartarlos.
—Por supuesto que no, pero reconocerás que con lo que sabemos hasta ahora, tampoco es
suficiente para acusarlos. Veamos qué surge cuando los entrevistemos, pero antes de llegar a la
comisaría, quiero saber por qué estás tan seguro de que fueron ellos. Tu certeza podría sesgar los
resultados de los interrogatorios.
—Lo que no comprendo es por qué usted tiene dudas —Telmo enumeró con los dedos—:
tienen antecedentes criminales, estuvieron en el lugar y el momento del crimen, con lo cual
tuvieron la oportunidad. Francisco encaja en la estatura que Científica señaló que tiene el asesino
de acuerdo con la planimetría. Calza el número cuarenta y cuatro. Está comprobado que él y su
novia son amigos de lo ajeno, así que su motivación habría sido robar a la víctima…
—Te recuerdo que descartamos ese motivo en el homicidio de Soler. El asesino no se llevó
nada del chalé.
—Es posible que no pudieran consumar el robo por alguna razón.
—Son demasiados condicionantes para una sola oración. Sobre todo, cuando el resultado
puede ser arruinar la vida de un par de chavales.
—Cómo puede tener dudas. ¿Los ha visto?
—Ahí quería llegar. Ponte la mano en el corazón y dime que no te estás dejando influenciar
por su apariencia.
Telmo parpadeó, se quedó descolocado por unos instantes y luego resopló.
—No me importa que sean góticos. Eso no tiene nada que ver.
—¿Estás seguro? Si Fraso usara traje y corbata, y Maco un vestido floreado, si ninguno de
ellos llevara la cara pintada de blanco, ¿no pensarías en ellos como en un par de testigos hasta que
surgieran evidencias que demostraran lo contrario?
Telmo respiró profundo, pensó en las palabras del inspector por un momento y luego asintió.
—Usted gana. Trataré de no dejarme influenciar por mi convicción de que son culpables.
—Genial, porque tú harás el papel de poli bueno —le informó Salazar, al mismo tiempo que
reiniciaba la marcha—. De cualquier manera, hay una forma más sencilla de acabar con esta
discusión: En cuanto terminemos el interrogatorio, solicítale una orden al juez para recoger
muestras de ADN de esos dos. Así sabremos si alguna coincide con el cabello que se encontró en
la escena del crimen.
—Sí, señor.
Cuando llegaron a San Miguel, García les anunció que ya los abogados de oficio se habían
reunido con sus clientes y los esperaban. Néstor anunció que comenzarían los interrogatorios de
inmediato. Primero el chico.
Fraso se encontraba sentado junto a su abogado. Apoyaba la espalda en el asiento y mantenía
las piernas estiradas, con los pies cruzados. Era la viva estampa de la relajación y la comodidad.
En cambio, los músculos del cuello del abogado que ocupaba el asiento a su lado estaban tensos
como cuerdas. No todos los días te llamaban para defender a un ladrón pillado in fraganti por la
Policía. Salazar y Telmo se quedaron de pie, y se mantuvieron en movimiento por la habitación
durante el interrogatorio, para dificultar la concentración del detenido.
—Francisco Solano, alias Fraso. No sacrificaste muchas neuronas para idear tu alias. Tienes
claro que estás en un buen lío, ¿no es así? —El joven se encogió de hombros, pero no dijo una
palabra—. ¿Sabes por qué estás aquí?
Fraso se inclinó hacia adelante sin inmutarse.
—Porque me pusieron una trampa.
—Te pillamos in fraganti mientras cometías un robo. Con tus antecedentes, los tres años no te
los quita nadie. Supongo que tu abogado ya te puso al tanto.
—Mi cliente es víctima de un malentendido.
—¿Un malentendido? —repitió Néstor con tono sarcástico, al mismo tiempo que
intercambiaba una mirada con Telmo—. ¿Cómo puede ser un malentendido meter la mano en el
bolso de una ciudadana para extraer su monedero?
—Vamos a dejar que se explique —intercedió Álvarez.
Salazar asintió.
—Desde luego. De ninguna manera me perdería esta explicación.
Fraso llenó sus pulmones de aire, miró a su abogado y soltó su versión.
—Mi chica y yo pasábamos por allí y nos dimos cuenta de que el bolso de la señora estaba
abierto, y que podía ser víctima de cualquier desaprensivo.
—¡Desaprensivo! Me gusta —dijo Néstor—. Continúa, chaval. Esto promete.
El chico lanzó una nueva mirada fugaz al defensor antes de seguir hablando.
—Maco decidió que teníamos que hacer algo al respecto, así que fue a avisarle. Yo solo
quería demostrarle lo fácil que hubiera sido quitarle el monedero sin que se diera cuenta.
Salazar compuso su cara de póker mejor ensayada. Era una de las favoritas de Paca, y a ella le
salía genial sin ningún esfuerzo. Claro, que tenía la ventaja de ser una gata. Fraso detalló el rostro
de Néstor para adivinar si la estrategia del abogado había colado. Después de algunos segundos,
el inspector desplegó una sonrisa en plan malévolo. Esa no le gustaba a Paca. Se escondía cuando
la practicaba.
—Esa es la explicación más torpe que he escuchado en toda mi vida —Néstor centró su
atención en el abogado— Ya podía haber pensado en algo mejor. A ver chaval, te pillamos con las
manos en el bolso, mientras tu novia entretenía a la señora Benítez. Así que a vosotros no os salva
ni Lassie.
—Podríamos darle una oportunidad, jefe —intervino Telmo.
—Ah, ¿sí? ¿Por qué?
—Un error lo comete cualquiera —argumentó el subinspector—. Si lo vuelven a encerrar, el
juez tirará la llave.
—Puedo vivir con eso —respondió Néstor.
El abogado miraba a Álvarez y a Salazar como si presenciara un partido de tenis, hasta que se
hartó.
—¿Quieren dejar de hacer eso? —soltó por fin, sin poder contenerse más.
—¿Qué? —preguntaron los dos policías al unísono.
—Tengo muchos años en este trabajo y conozco a la Policía lo suficiente para saber que
quieren algo de mi cliente. Dejen el jueguecito del poli bueno y el malo y digan de una vez qué es
lo que buscan.
Salazar vació sus pulmones de aire en un suspiro de autocompasión.
—¿Dónde está la gracia si a uno no lo dejan divertirse? —el abogado frunció el ceño, pero el
inspector no le dio tiempo a responder—. Es verdad. Queremos que Francisco nos cuente qué
hacía la noche del cinco de diciembre en el barrio de Santo Domingo de la Calzada.
—¿Quién le dijo que estuve allí esa noche? ¿Es que me están vigilando? —Fraso se volvió
hacia su abogado—. ¿Es eso legal? ¿No viola mi privacidad o algo así?
Néstor sacudió la cabeza y de nuevo se le adelantó al abogado.
—Déjate de remilgos, chaval. No te estábamos siguiendo, pero sí investigamos un homicidio
que se perpetró en ese lugar, ese día y hora. Y tenemos varios testigos que os ubican a ti y a tu
novia a pocos metros de la escena del crimen. Puedes colaborar, y ser honesto con nosotros o
puedes hacerte el duro y cabrearnos. Tú decides.
Solano meditó por algunos instantes y decidió dar su versión de los hechos.
—Es cierto, Maco y yo estuvimos en Santo Domingo de la Calzada esa noche, pero no
sabemos nada de ningún homicidio. No vimos ni escuchamos nada extraño. Salimos a dar una
vuelta con el coche, nos perdimos y terminamos atascados en el barro, así que tuvimos que llamar
a una grúa para que nos rescatara. Es todo.
Salazar sacudió la cabeza y dejó escapar el aire.
—Veamos, así que según tu versión, tú y tu novia, que no completan un euro entre los dos,
decidieron salir de paseo con el coche y gastar combustible en plan «me importa un bledo».
Además, se metieron en un descampado con un turismo porque ya que iban en uno, así hacían
«turismo de aventura». ¿Y pretendes que nos creamos semejante historia?
Fraso se encogió de hombros.
—Crea lo que quiera. No voy a cambiar mi versión.
Salazar se mordió los labios.
—Según tu expediente tienes veintidós años. ¿no es así?
—Sí, y qué.
—Que todavía estás a tiempo de corregir el rumbo, chaval —Salazar apoyó las manos en la
mesa y se inclinó hacia adelante para acercarse al detenido—. ¿Qué crees que va a pasar a partir
de ahora?
Fraso levantó la barbilla en gesto desafiante.
—Que me enviarán a prisión. ¿Y qué? No le tengo miedo a la cárcel. Ya estuve allí y lo
superé.
—¿Cuánto tiempo crees que te encerrarán?
—Dieciocho meses como mucho —respondió Francisco con un encogimiento de hombros.
—Supongo que es lo que calculas por el hurto del monedero, ¿no es así?
—Es por lo que estoy aquí.
Salazar asintió y miró al defensor, cuya cara de preocupación reflejaba que ya había
comprendido la situación.
—Abogado, explíquele a su cliente que su presencia en el lugar y el momento del asesinato de
Augusto Soler y sus antecedentes por robo, los convierten a él y su novia en los principales
sospechosos del crimen —Por primera vez, Fraso palideció—. Adviértale también que la
gravedad del delito puede costarles de veinte a treinta años de sus vidas, así que les conviene
tener una buena justificación para su presencia en Santo Domingo de la Calzada a la medianoche
del cinco de diciembre.
Después de pronunciar esas palabras, Salazar abandonó la sala de interrogatorios sin esperar
una respuesta. Telmo lo siguió. Al salir, el inspector jefe le dijo al agente que se encontraba afuera
que escoltara al detenido hasta su celda. En quince minutos entrevistaría a María Correa.
Capítulo 30

A los quince minutos exactos, Salazar y Telmo regresaron a la sala de interrogatorios, después de
que Álvarez terminó de escribir al juez la solicitud para tomar las muestras de ADN. Cuando
subieron al tercer piso, la escena que encontraron fue muy diferente a la anterior. Quizá por
consejo de su abogada, María se deshizo del atuendo gótico. Frente a ellos había una chica vestida
con un chándal y el cabello recogido en una coleta. Tenía el rostro húmedo por las lágrimas, que
no paraba de secarse con un pañuelo de papel. Néstor no pudo evitar sentir compasión. Ese
interrogatorio no iba a ser fácil. Desprovista de los atributos de su tribu urbana, Maco era tan solo
una chiquilla que terminó arrastrada por el caudal de sus malas decisiones. ¡Demonios! La
abogada era lista.
Néstor suspiró y miró a su compañero. La expresión de Telmo era tan funesta como siempre.
La abogada parecía una leona a punto de saltar sobre su presa, en este caso, los policías. Mantenía
una mano sobre el antebrazo de María para transmitirle seguridad. El inspector centró su atención
en la joven. No quería asustarla más de lo que ya estaba. Además de que sería cruel confrontar a
la chica en esas circunstancias, solo conseguiría que se cerrara en banda por el miedo. Decidió
utilizar otra estrategia, por lo que imprimió a su voz un tono amable, casi paternal.
—María, ¿te encuentras bien? —Maco asintió. Néstor se sentó frente a ella para mantenerse a
su altura—. ¿Necesitas algo? ¿Quieres un vaso de agua? ¿Llamar a tus padres?
—Estoy bien, gracias —murmuró ella—. Ya hablé con mi padre. Viene en camino.
—De acuerdo. Sabes por qué estás aquí, ¿no es así?
Las lágrimas volvieron a brotar de los ojos de la joven y su voz salió quebrada por el llanto.
—No queríamos hacerle daño a nadie. Es solo que teníamos hambre y ya no nos quedaba nada
y…
—Y trabajar no era una opción —sentenció Telmo, que en vista de la actitud de su jefe,
asumió el papel de poli malo.
—No es eso, es que Fraso ya no cobra el paro y a mí me despidieron, y…
Telmo interrumpió la letanía de excusas.
—Para eso existen los comedores sociales.
—María —intervino Salazar, todavía en tono paternal—, me temo que en tu situación actual no
sirven de mucho las excusas. Cometiste un delito y deberás responder por ello.
—¿Me enviarán a la cárcel?
—No lo sé. Eso dependerá del juez —Maco palideció y se echó hacia atrás en la silla, como
si hubiera recibido un golpe—. Sin embargo, podemos recomendarle a su señoría que no sea
demasiado severo.
—¿Lo harán? ¿Me ayudarán?
—No podemos hacerlo sin una justificación. Primero necesitamos que tú también nos
ayudes…
—¡Deténgase ahí, inspector! —lo interrumpió la abogada—. Ya veo por dónde viene.
Manipula a mi cliente porque quiere algo de ella.
Néstor llenó sus pulmones de aire y se recostó en la silla.
—Tiene razón, abogada. Sí quiero algo de su cliente. Necesitamos su testimonio y también
podríamos exigírselo, sin que reciba ningún beneficio por ello.
—¿De qué está hablando? Según la acusación, detuvieron a la señorita Correa in fraganti
cuando participaba en un hurto. ¿Qué tipo de colaboración necesitan de ella?
Salazar expuso la situación con respecto al caso Soler y el motivo por el que tenía interés en
el testimonio de Maco.
—¡Ni lo sueñe, detective! —estalló la abogada, en cuanto él terminó su exposición—. Lo que
usted le está pidiendo a la señorita Correa es que se inculpe a sí misma en un asesinato.
María abrió mucho los ojos y su rostro quedó tan pálido, que Néstor temió que se desmayara
allí mismo. Se apresuró a corregir a la defensora.
—Es lo contrario. Tenemos varios testigos que ubican al señor Solano y la señorita Correa en
la escena del crimen, en el momento en que se cometía el asesinato. Ese hecho los convierte en los
principales sospechosos, así que si quiere ayudar a su clienta, será mejor que nos deje claro qué
hacían en ese lugar.
—¿Es eso verdad? —preguntó María, con la voz agudizada por el miedo—. ¿Nos pueden
acusar de homicidio?
—No temas, cariño. Necesitan mucho más que vuestra presencia en el lugar de los hechos. Es
imprescindible que presenten pruebas concretas. Si la presencia fuera suficiente, todos los
vecinos de la víctima estarían en la misma situación que vosotros.
—No engañe a la chica, abogada —intervino Telmo—. Los vecinos tenían una buena razón
para estar allí. Aun así, ya los investigamos. Con respecto a su clienta, todavía no nos explica qué
hacía frente al chalé de Soler, a la hora del crimen.
Maco se frotó los brazos como si la temperatura de la habitación hubiera descendido.
—No hacíamos nada malo.
—María, no digas una palabra más —le advirtió la defensora.
La joven miró por unos segundos a Néstor, como si pudiera adivinar lo que pensaba a través
de su rostro.
—No tengo nada que esconder.
Salazar asintió con satisfacción.
—Es tu oportunidad de explicarte, María. No la desaproveches.
—Fraso y yo salimos a dar un paseo, el coche se atoró en el barro y tuvimos que pedir ayuda.
Una grúa nos sacó de allí.
Salazar dejó escapar el aire y bajó la cabeza. Luego levantó la mirada hacia la chica, más
decepcionado que enfadado.
—Maco, escúchame por favor. No podré ayudarte si no nos dices la verdad. Sin importar por
dónde la mires, tu historia no se sostiene.
Las lágrimas acudieron a los ojos de María.
—Tiene que creerme. No quiero ir a la cárcel.
—Me temo que eso es inevitable. La gran pregunta es por cuánto tiempo. Si llegamos a la
conclusión de que participaste en el homicidio de Soler, podríamos hablar de muchos años.
La joven rompió a llorar y Néstor tuvo que esforzarse para levantar un muro que lo protegiera
de sus emociones. A Telmo no pareció afectarle el llanto de la chiquilla.
—El inspector te está dando una oportunidad única de explicarte y decir la verdad. No la
desperdicies. Si la maquinaria judicial se pone en marcha en tu contra, ni siquiera tu abogada
podrá ayudarte.
—¡Basta ya! —estalló la defensora—. Dejen de asustarla. Tienes derecho a guardar silencio y
no contarles nada, María. No pueden obligarte a que te incrimines a ti misma.
—La verdad no puede incriminarla, a menos que sea culpable —argumentó el subinspector.
Salazar se mantuvo en silencio y se limitó a esperar. María lo miró a los ojos, luego se mordió
los labios y bajó la cabeza.
—Ustedes ganan. Fuimos hasta allí porque queríamos robar en el chalé de mi exjefe.
La abogada trató de interrumpirla.
—María, no…
—¿Puede garantizarme que si guardo silencio no me acusarán de homicidio? —la desafió
Maco, al mismo tiempo que se secaba las lágrimas y levantaba la barbilla.
—Por supuesto que no. Nadie puede garantizar algo así.
—En ese caso, creo que lo que más me conviene es contarles la verdad.
—Bien dicho, Maco —la animó Salazar—. ¿Quién era tu jefe? ¿De quién estamos hablando?
¿De Soler?
—No. Es la primera vez que escucho ese nombre. Mi exjefe es el señor Gorrín. Todos los
años pasa las navidades en Málaga, así que sabíamos que la casa quedará vacía en un par de
semanas. Nos acercamos para estudiar el terreno, pero ni siquiera llegamos a bajar del coche. El
torpe de Fraso se metió en el descampado, porque quería ver el muro que teníamos que saltar
desde cerca, y fue cuando nos quedamos atascados. Tuvimos una fuerte discusión y terminamos
enfadados. Ninguno tenía dinero para la grúa, pero aun así decidimos llamarla. No nos quedó otra
alternativa. Resultó una gran contrariedad porque eso dio al traste con el golpe, pero ya no había
remedio.
—¿A qué hora ocurrió lo que nos cuentas?
—Eran las doce y media. Lo recuerdo bien porque miré el reloj cuando nos atascamos y luego
cuando llegó la grúa. Habían pasado veinte minutos.
—¿Escuchasteis o visteis algo fuera de lo habitual? —preguntó el inspector.
—Nada. Todo estaba muy tranquilo
—¿Visteis a alguien abandonar el chalé junto al de los Gorrín?
María negó con la cabeza. Confesar le había permitido recuperar el aplomo.
—No vimos a nadie. Tampoco escuchamos nada. La grúa sacó el coche del barro y entonces le
confesamos al chófer que no teníamos dinero para pagarle. Se enfureció y amenazó con
denunciarnos por timarlo, pero al final no hizo nada.
—¿Quién se fue primero? ¿Vosotros o la grúa? —preguntó Telmo.
—Nosotros. Queríamos salir de allí lo antes posible. Esa es toda la verdad. ¿Hablarán con el
juez?
Néstor asintió despacio.
—Trataremos de que tenga en cuenta que colaboraste con la investigación, pero todo
dependerá de lo que descubramos.
—¿A qué se refiere?
—Si no tenéis nada que ver con el homicidio, me ocuparé de interceder por ti, pero si nos
mentiste, todo el peso de la Ley caerá sobre vosotros.
—Pero usted prometió…
—Que te ayudaría si nos decías la verdad. No que te creería a pies juntos. Veremos adónde
nos lleva la investigación.
María iba a protestar, pero la abogada se lo impidió apoyando la mano en su antebrazo.
—Te lo advertí. No se puede confiar en la Policía. Ahora sigue mi consejo, cierra la boca y
deja que yo hable por ti.
Capítulo 31

Después de concluir el interrogatorio, el agente de guardia llevó a Maco de regreso a su celda.


Antes de que Salazar y Álvarez decidieran su siguiente paso, Lali se asomó a la sala de
interrogatorios para avisarles de que el comisario quería verlos. Néstor comprendió que su
hermano siguió las entrevistas desde su oficina, y que quería intercambiar opiniones. Los mandos
presionaban mucho a Santiago acerca de ese caso.
La secretaria alzaba poco más de metro y medio del suelo, y contrastaba con los dos policías,
que pasaban del metro ochenta. Resultaban un grupo bastante pintoresco. Lali acompañó a Néstor
y a Telmo hasta el segundo piso, como si quisiera asegurarse de que no se perdían por el camino.
¡Cuánta desconfianza! Después de llegar frente a la puerta de Ortiz, Lali llamó con un par de
golpes discretos, y abrió.
—El inspector jefe y el subinspector Álvarez están aquí, comisario.
—Gracias, Lali. Hazlos pasar.
La eficiente empleada cumplió su cometido, y cerró la puerta detrás de los detectives.
Santiago interrumpió la firma de documentos, los invitó a sentarse frente a él con un gesto de
la mano, y apoyó la espalda en el respaldo. Luego sostuvo el bolígrafo por ambos extremos con
las dos manos y suspiró.
—Habéis hecho un buen trabajo con el interrogatorio de la chica. Ahora quiero saber vuestra
opinión. Tú primero, Álvarez.
—Creo que Maco miente. Esa historia acerca del robo a su exjefe… Todo es una trola.
Reconoce un intento de robo para librarse de una acusación por homicidio. Además, ningún juez
va a condenarlos por planear robar un chalé si el delito nunca se cometió. Quiere hacernos creer
que confiesa, cuando en realidad es todo lo contrario. Estoy seguro de que ya cogimos a los
asesinos de Soler.
—Es un buen punto. Estoy de acuerdo contigo. Mi opinión es que el chalé que querían
desvalijar era el de los Soler. Tal vez creían que no había nadie o que podían perpetrar el robo sin
que nadie se enterara. Soler los descubrió y mientras estaba ocupado con uno, el otro le disparó
por la espalda. ¿Qué opinas tú, Néstor?
Salazar sacudió la cabeza.
—No estoy tan seguro de que ocurriera así. Es demasiado sencillo.
—La vida es sencilla si no nos empeñamos en complicarla —aseveró el comisario—. ¿Qué es
lo que no te convence de mi teoría?
—El robo en sí mismo. Recuerda que el asesino no se llevó nada del chalé. No mataron a
Soler para robarle. Se trató de un motivo mucho más personal.
—Tal vez no tuvieron la oportunidad de hacerse con el botín —intervino Telmo.
—No había nadie más en el chalé, los vecinos no se enteraron de nada, ¿qué les habría
impedido saquear la casa?
El comisario jugueteó con el bolígrafo por unos instantes, mientras se tomaba su tiempo para
responder.
—Quizá escucharon un ruido o tan solo se asustaron cuando se encontraron frente al cadáver
de su víctima y comprendieron lo lejos que habían llegado. Es posible que en realidad no tuvieran
en mente el homicidio cuando entraron a robar.
—¿No tenían en mente el homicidio y llevaron una pistola con silenciador? —Néstor negó con
la cabeza—. Lo lamento mucho, comisario. Comprendo que es tentador cargarle las culpas a ese
par de pringados y cerrar el caso, pero me temo que estaríamos dejando libre a un asesino muy
peligroso, además de enviar a prisión a dos inocentes.
Ortiz envaró la espalda y frunció el ceño. Una imagen aterradora.
—Cuidado con lo que dices, Néstor. Nadie habla de buscar chivos expiatorios, sino de
resolver el crimen y detener al culpable. ¿Tan seguro estás de la inocencia de esos chicos?
—Por supuesto que no. Es posible que a Francisco y María se les fuera la mano, y todo este
asunto no sea más que un asalto con violencia que terminó mal, pero no tenemos indicios
suficientes para llegar a esa conclusión. Además, hay otro hecho que contradice su teoría.
—Te escucho.
—Si estos chicos se marcharon del chalé sin el botín porque se asustaron después de matar a
Soler, ¿cómo es que dispusieron del tiempo y la presencia de ánimo para dibujar un pentáculo en
la espalda de la víctima?
—Tal vez solo querían despistarnos —opinó Telmo—, hacernos creer que no se trató de un
robo, para así desviar nuestra atención.
—¿Y por qué tendríamos que sospechar de ellos? Si no se hubieran atascado en el barro, no
habría sido posible relacionarlos con el crimen. Y para el momento en que Soler cayó asesinado,
ellos no tenían forma de saber que iban a tener problemas con el coche, y que dejarían una estela
de testigos a su paso.
—Quizá el pentáculo tiene alguna importancia simbólica para ellos —sugirió Santiago, al
mismo tiempo que dejaba el boli sobre el escritorio—. Podría tratarse de una superstición. Tal
vez creían que dibujar una estrella de cinco puntas los protegería de algo.
—Me temo que está rizando el rizo, comisario. ¿Por qué escogieron a Soler? Cuando
investigamos a la víctima, no encontramos nada que lo relacionara con Fraso ni con Maco.
Además, ¿dónde consiguieron el arma, cuando no tienen dinero ni para un café?
—Existen muchas formas de hacerse con un arma fuera de la legalidad, y sin pagar un centavo
—argumentó Telmo.
—En eso te concedo razón, pero frente al juez necesitaremos algo más que una suposición.
Ocúpate de elaborar un informe para conseguir una orden de registro para la vivienda de Fraso y
Maco. No la restrinjas al arma homicida. También buscamos un par de tenis del número cuarenta y
cuatro, que con mucha suerte, todavía tendrán manchas de sangre en la suela.
—Sí, señor.
El comisario cruzó los brazos sobre la mesa y centró la mirada en Salazar.
—¿Tienes alguna teoría acerca de las fibras fluorescentes que encontró Científica en el
cuerpo?
Néstor dejó escapar el aire como si se desinflara.
—Todavía no se me ocurre nada. Nunca me había encontrado con algo así.
—Si llegaron al borde de la herida, debieron estar en la ropa que usaba Soler —afirmó
Álvarez.
—¿Un chaleco reflectante? —sugirió Ortiz, después de meditarlo por algunos instantes.
Néstor sacudió la cabeza.
—La víctima usaba ropa de andar por casa. Nada reflectante.
—¿Y si se lo quitaron para dibujar el pentáculo?
—Estaba dentro de su casa —insistió Néstor—. ¿Qué sentido tendría usar un chaleco
reflectante para ir del salón a la cocina?
—¿Y si los chicos lo convencieron para que saliera? —argumentó Telmo—. Tal vez le
pidieron que los ayudara con el coche, y él se puso un chaleco reflectante para acompañarlos,
regresaron a la casa después de un intento infructuoso y fue entonces cuando le dispararon.
Salazar volvió a coger aire. Ya se sentía como el abogado del diablo en su papel de defensor
de los chavales.
—A ver, Telmo. Baja un poco la velocidad. En primer lugar, tendrían que ser muy estúpidos
para cometer un asesinato, sabiendo que su coche estaba atascado en el barro y que no tenían
forma de marcharse sin pedir ayuda. Por otro lado, ¿cuántos chalecos reflectantes has visto que
sean de color verde?
Álvarez se encogió de hombros.
—Vale. No era una buena teoría.
—Si las fibras no tuvieron su origen en la ropa de la víctima, solo pudieron salir del arma
homicida —sentenció Ortiz.
Telmo adoptó su habitual expresión de desaliento.
—Usted disculpe, comisario, pero lo que dice no tiene sentido. No existe ningún arma que
deje ese rastro.
Salazar enarcó las cejas. Decirle a cualquier jefe que acababa de soltar una estupidez requería
coraje, pero había que tener tendencias suicidas si el jefe en cuestión era Goliat. Por otro lado,
aunque Álvarez tenía razón en lo que afirmaba, la lógica de Santiago era impecable. Si las fibras
no estaban en la víctima, tuvieron que salir del arma. Ya el ceño de Ortiz alcanzaba profundidades
preocupantes, cuando Néstor lo sacó de su enfado.
—Es posible que hayas dado en el clavo, Santiago.
El comisario parpadeó con desconcierto. Era lógico. Que Néstor le diera razón en forma
espontánea y gratuita ya resultaba sorprendente, pero que además lo tuteara y le llamara por su
nombre de pila frente a un compañero, violando así su propia regla de mantener discreción acerca
de su parentesco, ya era el colmo de lo inesperado.
—Se te ocurrió algo —dijo Ortiz.
—El silenciador. No hay duda de que el asesino usó uno para cometer el crimen, y asumimos
que lo consiguió en el mercado negro, al igual que el arma, pero ¿y si lo fabricó?
—¿Un silenciador casero?
—¿Por qué no?
—¿Quién sería capaz de usar un silenciador casero? —argumentó Santiago—. El riesgo es
enorme. Además, ¿cómo aprendió a fabricarlo sin que le saliera el tiro por la culata? Y hablo en
sentido literal.
Néstor asintió.
—Una pregunta interesante, y un buen motivo para indagar en esa posibilidad. Si estoy en lo
cierto, podría convertirse en un hilo del cual tirar para llegar hasta el asesino.
—¿Y cómo se relacionaría un silenciador casero con las fibras fluorescentes?
Salazar se encogió de hombros.
—Todavía no lo sé, pero estoy seguro de que el jefe Barros puede ayudarnos a responder esa
pregunta.
—Muy bien. En ese caso, averígualo y me traes el informe.
Capítulo 32

Antes de salir de la oficina de Ortiz, Salazar le encargó a Telmo que le solicitara la orden de
registro al juez para revisar la vivienda de los chicos detenidos. Si encontraban los zapatos con
rastros de sangre o cualquier otro indicio que los relacionara con Soler, habrían resuelto el caso.
También llamó a Cheick, y lo puso al día con el arresto de Fraso y Maco.
—Te tengo un nuevo encargo, Diji.
—Usted dirá, jefe.
—Cuando entrevistes a los vecinos de los Soler por el asunto de la fogata, comprueba si es
verdad que María Correa fue empleada del señor Gorrín.
—Sí, señor.
—De acuerdo. Nos vemos en la comisaría en un par de horas.
A pesar de las advertencias del jefe de Científica con respecto a no asomarse por el
laboratorio, Néstor se armó de valor y cogió el Corsa para hacerle una visita. Apenas entró por la
puerta, Casimiro lo recibió con un gruñido.
—¡Cómo te dejaron la cara, chaval! Pareces un mapamundi. ¿Te encuentras bien?
—Muy bien, Casi. Solo son algunos moratones. Desaparecerán pronto. Lo peor fue el susto.
—Eso te pasa por andar tocando narices a diestra y siniestra. Ya me habían contado acerca de
tu aventura, pero no creí que fuera para tanto. Por cierto, ¿ya arrestasteis al tío que identificamos
por la huella en tu reloj?
Néstor envaró la espalda.
—¿Tus chicos descubrieron quién fue el tío que me usó como pera de boxeo? Es una gran
noticia.
—¿No lo sabías? Le envié la información a Remigio Toro hace unas horas.
Salazar dejó escapar un suspiro de autocompasión.
—Es que no me quieren decir nada acerca de esa investigación, Casi. Son órdenes del
comisario. Menos mal que tú sí eres un buen amigo. Si pudieras…
—¡Ni se te ocurra hacerme preguntas! Ahora comprendo por qué Ortiz me dio instrucciones
de que solo le envíe los reportes al inspector Toro, así que no me líes.
—Vamos, Casi. Nadie quiere decirme ni una palabra acerca de la investigación sobre la
muerte de Celso, y es mi futuro el que pende de un hilo. ¡Somos amigos!
—Déjate de historias. No quiero problemas con tu jefe, que con el tamaño que tiene,
cualquiera le lleva la contraria. ¿Qué haces aquí?
—Necesito que me ayudes a aclarar algunas dudas con respecto al asesinato del abogado.
—¡Que tengo mucho trabajo, cazurro! Además, estoy seguro de que no me trajiste el desayuno.
Eres tan caradura, que con el hambre que tengo te presentas aquí a pedirme favores con las manos
vacías.
Salazar le entregó un vaso de polipropileno que tenía en la mano.
—La salud es algo serio, Casi. Por eso no te compré tus dulces, pero te traje café.
—¿Es que quieres matarme, desgraciado? Me prohibieron el café porque no puedo probar el
azúcar, mendrugo. Y para tomarlo amargo, prefiero pasar de él.
—No tiene azúcar, Casi —se defendió Néstor—. Te lo traje con edulcorante artificial.
—¿Estás seguro?
—Por supuesto. No iba a poner en riesgo a un amigo.
—¡Trae acá! ¿Amigo? Amigo el ratón del queso… y se lo come.
Barros le dio un sorbo al café, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.
—¡Mmmmm! Pues sí, está dulce como me gusta. Solo por esto, te perdono que vengas a
hacerme perder el tiempo. Por cierto, la estupidez esa de buscar indicios de una hoguera en el
descampado detrás de la casa Soler fue una pérdida de tiempo. Esa me la debes.
—¿No encontraron nada alrededor de los restos de la fogata?
—Para ser más exactos, no encontramos el lugar de la fogata. Tu subinspector levantó el
perímetro alrededor de todo el descampado porque no fue capaz de precisar el lugar. Y debo
reconocer que nosotros tampoco. Si quemaron algo allí, debieron hacerlo por encima del terreno y
no dejaron huellas. Tuve a dos chicos revisando toda la zona durante varias horas sin ningún
resultado.
—¿Cómo es posible?
—Solo se me ocurre que encendieron el fuego sobre una superficie que aisló el calor del
terreno para no dejar huellas.
—Parece bastante complicado.
—Opino lo mismo, pero es la única explicación que se me ocurre.
—Pensaré en ello, Casi. En realidad, estoy aquí porque quiero saber lo que piensas acerca de
una teoría que desarrollamos sobre las fibras fluorescentes.
—Si la idea es tuya, seguro que es una chorrada, pero suéltala —Salazar le explicó la
conclusión a la que llegaron en la comisaría con respecto al silenciador casero. Casimiro lo
meditó por unos segundos—. Pues no sé qué decirte. ¿Por qué alguien querría correr el riesgo de
fabricar un silenciador, si puede comprarlo en el mercado negro?
—Todavía no conocemos el origen de la pistola o cómo llegó a las manos del asesino. Tal vez
no provenía del mercado negro o su proveedor no estaba en capacidad de suministrarle un
silenciador a tiempo.
—Es posible que tengas razón, pero fabricar un supresor… No lo sé.
—Quizá el perito nos pueda dar una respuesta.
Barros bebió otro sorbo de café.
—Pues ahora sí picaste mi curiosidad.
Casimiro acompañó a Salazar hasta el departamento de Balística, donde los recibió un hombre
de mediana edad, que en ese momento le disparaba a un muñeco de silicona. El olor a pólvora
saturaba la cabina. El técnico miró de reojo a los recién llegados, se quitó los protectores de los
oídos y bajó el arma.
—Jefe Barros, ¿en qué puedo ayudarlo?
—Lamento interrumpirte, Echarri. El inspector Salazar quiere hacerte algunas preguntas.
Néstor le explicó al perito las generalidades de su investigación y le habló acerca de su teoría
sobre las fibras fluorescentes que encontraron en el cadáver de Soler. El experto escuchó con
atención, mientras dejaba la pistola que acababa de probar a buen recaudo, y acompañaba a sus
visitantes fuera de la cabina de pruebas. Cuando el inspector terminó de hablar, Echarri se quedó
en silencio por algunos segundos. Luego asintió.
—Si está en lo cierto, sería la primera vez que estoy ante un caso similar, pero podría tener
razón… En realidad, un silenciador es un dispositivo bastante sencillo. Solo se trata de una
cámara de aire que canaliza la onda sonora de la explosión del arma cuando se dispara.
—Así que pudo fabricarlo el propio homicida.
—Si conocía los principios y sabía cómo hacerlo, no veo por qué no.
Salazar ya tenía preparada la siguiente pregunta.
—Si partimos de la hipótesis de que el asesino usó un silenciador casero para cometer el
homicidio, ¿podría usted explicar cuál es el origen de las fibras fluorescentes de color verde?
Echarri resopló antes de responder.
—Me pide un ejercicio de imaginación, inspector. Y sospecho que usted está mejor dotado al
respecto que yo. Veamos, debería buscar un objeto hueco, que pueda adaptarse al cañón de una
pistola.
—¿Qué materiales debemos considerar?
—Pues, los originales son de metal, pero si usted está en lo cierto, no sería uno de estos.
—¿Qué me dice del plástico?
El perito negó con la cabeza.
—Una botella de plástico hubiera funcionado como silenciador, pero no explicaría ese tipo de
fibras.
—¿Qué características tendría el silenciador en este caso?
—Está muy claro, Salazar —intervino Casimiro, después de dar un último sorbo al café,
aplastar el vaso y tirarlo a la papelera—. Solo un cenutrio como tú no es capaz de verlo: buscas
un objeto hueco, que de alguna forma se pueda adaptar al cañón de una pistola, que soporte el
calor sin derretirse y sea verde fluorescente.
El inspector clavó la mirada en Casimiro y parpadeó.
—¿Tienes una idea concreta de qué puede ser?
—En serio que eres un vago. Es tu trabajo fundirte las neuronas para averiguarlo. Yo ya tengo
bastante con lo que tengo. ¡Y en ayunas!
—Pero si acabas de tomarte un café.
—Sí, pero ya lo terminé. Así que puedo volver a quejarme.
Echarri lanzó una mirada por el rabillo del ojo a la pistola que estaba peritando.
—¿Hay algo más que pueda hacer por usted?
Néstor se animó ante la buena disposición del experto.
—No quiero abusar…
—No te cortes, tú siempre abusas —lo interrumpió Casimiro.
Salazar soltó su suspiro de víctima incomprendida. Cada día le salía mejor.
—¿Puede decirme algo de la semiautomática que apareció en el contenedor?
—Ah, sí, la perité esta mañana a primera hora. Todavía no escribo el informe, pero tengo por
aquí algunas notas que puedo adelantarle —El inspector asintió—. Sin duda alguna, se trata del
arma homicida. Las estrías en el proyectil que recuperaron en la escena del crimen se
corresponden con las del cañón del arma que apareció en el contenedor. También las comparamos
con los casos no resueltos de nuestros archivos, pero no hubo coincidencia.
—Así que no estuvo involucrada en ningún otro crimen.
—Al menos, no en España.
Néstor se quedó pensativo por algunos segundos.
—Si le soy honesto, no estoy familiarizado con este tipo de pistola.
—No me sorprende —reconoció el perito—. No es común encontrarla por estas latitudes. Se
trata de un arma diseñada para el ejército ruso en los años noventa. Está prohibida en el territorio
estadounidense por su enorme potencia. Tiene un alcance de más de cincuenta metros, y puede
atravesar hasta treinta capas de Kevlar.
—Jo…der. Ahora comprendo el estropicio que causó en el cuerpo de la víctima. Al pobre
Soler le dispararon a menos de dos metros.
—En ese caso, lo querían bien muerto.
—Si consideramos también la profanación del cadáver con el dibujo del pentáculo, cada vez
es más evidente el carácter personal de este crimen. No es frecuente semejante ensañamiento.
—A menos que el uso del arma fuera coyuntural —sugirió el jefe Barros.
—¿A qué te refieres, Casi?
—A que hablas como si el homicida hubiera dispuesto de una armería dónde escoger la
pistola que más se adaptaba a sus gustos y necesidades para la ocasión. Que las pistolas no las
venden en las ferreterías, merluzo. Es posible que usara la Vector porque era la que tenía a mano o
la que le ofrecieron en el mercado negro. Punto.
—Pues visto así… —reconoció Néstor. Luego centró su atención en el experto—. ¿Qué me
dice del número de serie?
—Lo limaron, por supuesto, pero ya estamos sometiendo la pistola al proceso fisicoquímico
de recuperación del serial. Es cuestión de algunas horas.
—¡Excelente! —se animó Salazar—. Si conseguimos rastrear el arma, es muy probable que
nos conduzca hasta el asesino. Buen trabajo, inspector Echarri.
Casimiro se envaró como un pavo real.
—Si ya lo digo yo. No nos merecéis.
Después de darle la razón a Barros con su tono más adulador, Néstor estrechó la mano del
experto, al mismo tiempo que se deshacía en palabras de gratitud por su trabajo. Luego se marchó
del laboratorio, dejando a sus colegas de Científica con la mejor disposición para demostrar su
valía y proporcionarle respuestas lo antes posible.
Capítulo 33

Después de ocuparse del arresto de Daniel Rivera, Remigio decidió no dejar escapar la
oportunidad frente al ligero cambio de actitud manifestado por la inspectora Araujo, así que una
vez que se aseguró de que el agresor de Salazar iba en camino hacia una celda de San Miguel, el
inspector invitó a almorzar a su compañera. La propuesta sorprendió a Rebeca, pero él argumentó
que así podrían intercambiar opiniones sobre la investigación en un ambiente más relajado que la
comisaría. Ella aceptó.
Escogieron un pequeño y sencillo restaurante de comida casera, que se encontraba a mitad de
camino de su siguiente destino. Ya había pasado la hora del almuerzo y solo quedaban algunos
clientes rezagados. Aun así, el calor que proporcionaba la calefacción, y los olores que salían de
la cocina resultaron muy acogedores, en comparación con el frío de las calles jarreras. Siguiendo
sus instrucciones, el camarero los condujo a una mesa apartada, les entregó el menú y los dejó
solos.
Remigio rompió el hielo, mientras sus ojos recorrían la lista de platos, sin leerla.
—Reconozco que nunca había visitado este restaurante.
—¿Cómo es posible? Me lo recomendaron como una parada obligatoria para cualquiera que
pase por Haro.
—Tal vez se deba a que soy un hombre de costumbres, así que casi siempre voy a comer a los
mismos lugares.
Después de considerar todas las opciones del menú, ambos pidieron codillo asado con patatas
y pimientos. Mientras disfrutaban el almuerzo, Remigio aprovechó para contarle a Rebeca algunas
historias de San Miguel. Salazar estaba involucrado en casi todas. Ya iban por el café, cuando
después de soltar una carcajada con la última anécdota, la inspectora cogió aire para recuperar el
resuello, y se concentró en la taza vacía, al mismo tiempo que adoptaba una expresión más seria.
—Es usted un hombre muy inteligente, inspector Toro.
Remigio dio un sorbo a su café.
—¿De qué habla?
—Después de traerme a un ambiente relajado que me permitió escoger para que yo me sintiera
cómoda, me invitó a esta agradable comida, y me mostró el lado humano del hombre contra quién
debo reunir pruebas por homicidio. Su intención es evidente.
—Si va a destrozarle la vida a alguien porque cometió un error, lo menos que se puede
esperar es que sepa de quién se trata. Sus acciones tendrán consecuencias, inspectora, no sobre un
expediente o un informe, sino sobre un ser humano. Y eso implica una gran responsabilidad.
—Una responsabilidad que usted hizo palpable desde el momento en que revistió de
humanidad al sospechoso que investigo. Acaba de dificultar mucho mi trabajo, inspector Toro.
—Debo confesarle que ese era mi objetivo.
—Salazar tiene mucha suerte por contarlo entre sus amigos.
—Y yo por contarlo entre los míos —Se escuchó un leve tintineo cuando Remigio dejó la taza
sobre el platillo—. Salazar es un tío legal y un policía de primera. No merece que le arruinen la
vida solo por estar en el momento y lugar equivocados. Además, lo que le está pasando pudo
ocurrirme a mí.
—Está muy seguro de su inocencia.
—Por completo. En todos los años en los que hemos trabajado juntos, nunca lo he visto
ponerle un dedo encima a ningún detenido. Y créame que son muchos los que lo han provocado,
pero la violencia no forma parte de su naturaleza. Eso sí, es un liante de tomo y lomo. Y durante un
interrogatorio no le creo ni el saludo, pero hasta dónde sé, no está prohibido mentirles a los
detenidos.
—Le recuerdo que no lo investigo por una mentira, inspector. Es sospechoso de homicidio.
—Si lo conociera como yo, comprendería que esa sospecha no tiene sentido. Estoy seguro de
que la muerte de Celso tiene otra explicación.
—Muy bien. En ese caso, vamos a buscarla.
—¿Eso significa que acepta que es inocente?
—No. Sigo pensando que es culpable, pero usted tiene razón al señalarme que mis decisiones
afectarán la vida de un ser humano, y por lo que usted cuenta, de uno muy especial. Eso no impide
que si se demuestra que él mató a Celso pague por lo que hizo, pero no cumpliría con mi deber si
no me aseguro de que mis decisiones se basan en lo que en verdad ocurrió.
—Es una gran noticia, inspectora —se regocijó Remigio, al mismo tiempo que le hacía una
seña al camarero para que le llevara la cuenta—. ¡Bienvenida al equipo!
Después de una corta discusión acerca del pago del almuerzo, ambos policías salieron del
acogedor restaurante. Remigio experimentó un alivio a partir de ese momento, y llegó a la
conclusión de que lo mismo le ocurría a la inspectora. Lo notó en su cambio de postura, pues ya
no parecía dispuesta a saltar en cualquier momento.
A los quince minutos llegaron a la construcción en la cual trabajaba Flavio Castro. Se
identificaron con el vigilante, quien les anunció que policías o no, si querían entrar tendrían que
ponerse cascos para su protección. Así que después de cumplir con la norma, ambos cruzaron el
terreno donde se alzaba el esqueleto de lo que sería un edificio de oficinas.
—¿Flavio? Está arriba —fue la respuesta del capataz.
—¿Podría decirle que baje? Necesitamos hablar con él.
El encargado apoyó los puños en la cintura y negó con la cabeza.
—Olvídenlo. Estamos atrasados. A menos que traigan una orden, si quieren hablar con él,
tendrán que subir.
Remigio echó una ojeada al armazón que se alzaba frente a él. Lo vio inseguro y frágil.
Murmuró entre dientes para sí mismo.
—Joder, Salazar. Esta me la pagas.
El capataz sonrió con malicia ante la palidez repentina de los policías. Sin esperar que le
dieran una respuesta, llamó la atención de uno de los obreros que pasaba por allí.
—Tomás, estos polis quieren hablar con Flavio. Súbelos en el montacargas.
—Sí, jefe —respondió el chico, que no tendría más de veinte años—. Seguidme, por favor.
El joven se adelantó y Rebeca comenzó a seguirlo. Remigio se quedó plantado como si
hubiera echado raíces.
—¿Qué ocurre? —preguntó la inspectora.
Pálido como un mimo, Toro respondió entre dientes.
—Le tengo miedo a las alturas.
—Si lo desea, puedo subir yo sola.
El inspector sacudió la cabeza con violencia.
—El tío que está allí arriba podría ser uno de los cómplices de Celso en el robo a la joyería.
No permitiré que suba sola a interrogarlo. Nos guste o no, ahora es mi compañera, y no suelo
dejar a mis compañeros en la estacada. Solo deme unos segundos para prepararme.
El guía que les asignó el capataz se quedó plantado junto al montacargas sin dejar de mirar a
los visitantes. Tenía pintada una sonrisa sarcástica que Remigio hubiera querido borrar de un
sopapo, pero ya tenía suficiente con lo que tenía, así que se concentró en hacer respiraciones
profundas para recuperar el control sobre sí mismo.
Cuando por fin consiguió el aplomo que necesitaba, volvió a mirar hacia la estructura y un
escalofrío le recorrió la espalda, pero ya se había hecho a la idea, así que apretó los puños y los
dientes, y avanzó hacia el montacargas.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó Rebeca.
—Estoy bien, perfecto. No tengo nada que temer.
Las palabras del inspector sonaron a una retahíla que recitó para convencerse a sí mismo. Aun
así, consiguió llegar hasta el montacargas. Cuando se cerraron las puertas, él apoyó las manos en
las paredes y cerró los ojos. Conforme subían, Toro sentía que todos sus órganos bajaban y un
vacío que comenzaba en su pelvis se apoderaba de sus entrañas. Sus piernas se debilitaron y
temió que no fueran capaces de sostenerlo. Notó el tacto de una mano en su hombro. Su compañera
le daba ánimos. No podía defraudarla. Lo que era más importante, no podía defraudarse a sí
mismo. Cuando por fin el montacargas se detuvo, Remigio volvió a respirar profundo y se obligó
a abrir los ojos.
Ante el inspector se abría el cielo despejado. El suelo era firme, pero todavía no había
paredes, ni ventanas. Solo algunas columnas ubicadas en forma estratégica. Los tejados de Haro
se extendían a sus pies como la maqueta de un escolar. Los vio diminutos en la distancia, sin nada
que se interpusiera entre él y ellos, como no fuera la distancia de una caída mortal. Calculó que se
encontraban a unos diez pisos de altura, lo cual le resultaba inconcebible en ese armazón
incompleto.
La cabeza le dio vueltas y estuvo a punto de desmayarse. Se aferró a lo que tenía más cerca: el
hombro de Rebeca.
—¿Está seguro de que puede hacerlo, inspector? Si no se encuentra bien, puede volver a bajar
en el montacargas.
Remigio sacudió la cabeza.
—No puedo permitir que el miedo me domine. Vamos.
Avanzaron despacio precedidos por Tomás, que los condujo junto a un hombre de mediana
edad que soldaba una viga.
—Flavio, estos policías quieren hablar contigo.
Castro paró de trabajar, levantó la careta y miró a los intrusos.
—¿Qué quieren? Como ven, estoy muy ocupado.
—Solo serán unos minutos —dijo Toro, con la voz un poco más aguda de lo habitual, después
de identificarse a sí mismo y a Rebeca.
Flavio intercambió una sonrisa maliciosa con su compañero.
—Lo veo un poco pálido, inspector. ¿Será que no le sienta bien el aire de las alturas?
Remigio carraspeó para recuperar la normalidad del tono de su voz.
—No creo que ese sea su problema, señor Castro. Tenemos información acerca de sus
reuniones con Celso Rivera en el Bar de Juanjo.
—Celso… Ah, sí. El pobre diablo que murió víctima de brutalidad policial. Sí, lo conocí. ¿Y
qué?
—¿Sobre qué hablaron durante esas reuniones? —preguntó el policía.
—En esta ocasión, soy yo quien le recuerda que no es asunto suyo, inspector.
Rebeca replicó, antes de que Toro tuviera oportunidad de responder.
—Por supuesto que esas conversaciones nos conciernen, señor Castro. Las mantuvieron justo
antes de que el señor Rivera cometiera un robo. Puede responder sobre ello aquí y ahora o en
comisaría, después de que un juez emita una citación. Usted escoge.
Flavio lanzó una mirada enfurecida a los dos policías, y parecía que iba a desafiarlos, pero
debió pensarlo mejor, porque se encogió de hombros y asintió.
—Como ustedes quieran, pero estoy atrasado con el trabajo, así que les responderé mientras
continúo con las soldaduras. Será mejor que eviten mirar hacia las chispas. Lo digo por su propio
bien.
Ni Remigio ni Rebeca vieron ningún inconveniente en el planteamiento, así que aceptaron. Sin
embargo, el inspector pronto descubrió que no mirar hacia la soldadura implicaba levantar la
vista en dirección al horizonte, algo no muy recomendable para su acrofobia.
—¿Cuál es el motivo de que Daniel Rivera le presentara a su hermano?
—Dani me invitó a tomar unas cañas en un bar que le recomendó Celso. Cuando llegamos
encontró allí a su hermano, y me presentó.
—Así que fue un hecho fortuito —precisó Rebeca.
—No lo planeamos, si es lo que quiere decir.
Castro se puso de pie y avanzó hasta la siguiente viga, que se encontraba mucho más cerca del
borde. Se agachó y continuó su trabajo. A los policías no les quedó más remedio que seguirlo.
Remigio tuvo que hacer un esfuerzo para obligarse a avanzar. Por suerte, Rebeca asumió el
control.
—Después de ese encuentro «casual», usted acudió a ese bar a reunirse con Celso en más de
una ocasión.
—Me gustaba la cerveza y el ambiente. ¿Hay alguna Ley contra eso?
—¿Le gustaba? ¿Ya no le gusta? ¿Por qué dejó de acudir después del robo?
Flavio continuó soldando sin inmutarse.
—Diga más bien, después de la muerte de Celso. Dejé de sentirme a gusto allí, porque ahora
ese bar me recuerda la forma tan cruel en que ustedes lo asesinaron.
Castro volvió a levantarse y avanzó hasta el borde de la estructura. Por un momento, Remigio
se quedó paralizado. Rebeca se acercó al sospechoso con precaución, pero decidida. El inspector
llenó sus pulmones de aire y la siguió.
—¿De qué hablaban en sus conversaciones, señor Castro?
Flavio se encogió de hombros.
—De fútbol, del tiempo, de cualquier chorrada que se nos ocurriera.
—¿Existe algún testigo que pueda corroborarlo?
—No, pero tampoco es necesario. Dígame inspectora, ¿se me acusa de algo?
—El robo a la joyería ocurrió el día uno de diciembre, al mediodía. ¿Dónde estaba usted,
señor Castro?
—En mi casa, de baja por gripe.
—¿Alguien puede confirmarlo?
—Mi chica. Me preparó un caldo de pollo.
Remigio y Rebeca intercambiaron una mirada. Estaban convencidos de que Castro mentía,
pero si la novia respaldaba su coartada no tenían forma de comprobarlo. Después de anotar los
datos de su pareja, los policías se alejaron del borde del edificio y regresaron al montacargas, que
los dejó a nivel de la calle sanos y salvos para alivio del inspector. Cuando salieron del terreno
de la construcción, a Toro todavía le temblaban las piernas como gelatina.
Capítulo 34

Durante el trayecto de regreso a la comisaría, Remigio y Rebeca se sintieron más relajados.


Comenzaban a actuar como compañeros, y decidieron que el siguiente paso sería interrogar al
hermano de Celso por el secuestro de Salazar.
En la sala común encontraron a Diji y Beatriz ocupados en sus tareas. Los subinspectores
clavaron la mirada en Remigio y estuvieron a punto de hacerle preguntas acerca del caso de
Celso, pero se inhibieron ante la presencia de la inspectora de Asuntos Internos. Continuaron a lo
suyo, pero con una oreja sintonizada en la pareja de inspectores.
Aunque Daniel tenía una coartada firme para la hora en que se cometió el robo a la joyería, la
emboscada a Salazar convenció a Toro y Rebeca de que Celso compartió sus planes con su
hermano, y que este conocía los nombres de sus cómplices, así que después de elaborar una
estrategia, se encaminaron a la sala de interrogatorios, donde ya esperaba Rivera en compañía de
su abogado.
Los inspectores encontraron a Daniel con el cuerpo inclinado hacia adelante, los antebrazos
apoyados sobre la mesa, y los dedos ocupados en un tamborileo incesante que se detuvo con su
llegada. Los policías se sentaron frente al detenido y su defensor. Remigio abrió la carpeta que
llevaba en la mano.
—Señor Rivera, supongo que su abogado ya le explicó que está en graves problemas.
—Mi defendido actuó bajo una presión emocional extrema y no era dueño de sus actos.
—No me venga con esas, abogado. Dani sabía muy bien lo que hacía. Quería vengar a su
hermano, así que planificó una agresión al policía que él cree culpable de su muerte…
—No lo creo culpable. ¡Es culpable! —lo interrumpió Rivera.
Toro lanzó una mirada de reojo a Daniel y volvió a centrar su atención en los papeles que
llevaba en la carpeta.
—Como iba diciendo, él emboscó al policía que «cree» culpable, y lo golpeó con intenciones
de asesinarlo.
—Está sacando el asunto de contexto, inspector —protestó el abogado—. Mi cliente nunca
tuvo intenciones de matar a nadie.
Rivera volvió a tamborilear y Remigio prestó atención a sus dedos.
—¿Niega que participó en la emboscada a Salazar? Antes de que responda, permítame
informarle que encontramos su huella dactilar en el reloj que usaba el inspector en el momento que
lo atacaron.
El detenido se volvió hacia su abogado por un segundo, reparó en su preocupación y centró de
nuevo la atención en los policías.
—Mi abogado ya se lo dijo. Pasan los días y el poli que mató a Celso todavía campa a sus
anchas. Me indigné, reuní a algunos colegas y decidimos darle una lección. Fue un impulso,
reconozco que no debí actuar así, pero ese cabrón asesinó a golpes a mi hermano. ¿Qué hubieran
hecho ustedes en mi lugar?
Remigio llenó sus pulmones de aire.
—No sé qué hubiera hecho en su lugar, señor Rivera, pero sí estoy seguro de que no habría
golpeado a nadie.
—La muerte de su hermano no le da derecho a tomarse la justicia por su mano —intervino
Rebeca—. Si el inspector campa a sus anchas como usted dice, es porque no se ha demostrado
que sea culpable. Se le abrió una investigación y usted debe esperar los resultados, al igual que
todos.
Daniel se echó hacia atrás en el asiento.
—No me venga con esas, inspectora. Usted también se indignó con la muerte de Celso, y
estaba segura de la culpabilidad de Salazar. ¿Qué la hizo cambiar? ¿Ya la convencieron?
Rebeca frunció el ceño y Remigio contratacó.
—No estamos aquí para justificar nuestra postura ni para darte explicaciones. Tus excusas no
son válidas. Retuviste a un policía contra su voluntad, y lo golpeaste con la intención de matarlo.
Enfrentas cargos de agresión e intento de homicidio. No importa cómo lo mires, pasarás muchos
años en prisión por esto.
—No queríamos matarlo.
—No fue eso lo que le dijiste a Salazar.
—Solo quisimos darle una lección. Asustarlo. Todo fue un teatro.
Rebeca frunció el ceño tanto, que sus cejas casi se juntaron.
—¿Un teatro? ¿Y los hematomas que le dejaron en la cara eran maquillaje?
—Reconozco que a uno de los chicos se le pasó la mano.
—No fue uno de los chicos, Daniel —le rebatió Remigio—. Fuiste tú quién golpeó a Salazar y
lo amenazó de muerte.
Rivera clavó una mirada desafiante en el inspector.
—Usted no puede saberlo —murmuró entre dientes.
—En eso te equivocas —Toro dejó salir las palabras como un suspiro—. Fueron tus huellas
dactilares las que se imprimieron en su reloj. Además, si algo tiene Salazar es que es un gran
observador. Un ojo entrenado. A pesar de que llevabais las caras cubiertas os describió muy bien.
Entre otros detalles, mi colega declaró que el sujeto que lo golpeó fumaba sin parar, y tenía los
dedos amarillos por la impregnación de la nicotina. Así como los tuyos.
Daniel recogió los dedos en un movimiento instintivo que ya no servía de nada.
—Nunca tuvimos intenciones de matarlo. Se los juro.
—Sus juramentos no tienen mucho valor en este momento, señor Rivera —le advirtió Rebeca
—. Lo único que podría ayudarlo es que nos revele los nombres de sus cómplices.
—¡Por supuesto que no haré eso! No soy un delator.
Remigio cerró la carpeta como si no hubiera más de qué hablar y se puso de pie.
—En ese caso te comerás el marrón tú solito, Dani.
El defensor enarcó las cejas.
—Espere, inspector. No puede acusar a mi defendido de cargos tan graves por un error que
cometió bajo un estado emocional alterado. ¡Mataron a golpes a su hermano!
—Le repito que esa no es una excusa.
Rebeca intervino para enfrentar al abogado.
—Su cliente se tomó la justicia por su mano —La inspectora levantó la mano para detener la
protesta del defensor—. No hay excusa que justifique semejante conducta, aparte de que ningún
juez aceptará su argumento, cuando hubo colusión para cometer un delito contra el inspector. Es
simple: La conspiración descarta que se tratara de un acto impulsivo. Además, usted sabe muy
bien que su negativa a entregar a sus cómplices es un agravante sobre su delito.
—¡No delataré a mis colegas!
—No importa mucho —afirmó Remigio, ya mirando hacia la puerta y sosteniendo la carpeta
contra el pecho—. Ya te tenemos a ti, que fuiste el promotor de la idea. A los demás los
arrestaremos cuando terminemos de resolver el robo a la joyería, porque son los mismos,
¿verdad?
Rivera dio un respingo, que hizo que Remigio y Rebeca intercambiaran una mirada de
entendimiento.
—Por supuesto que son los mismos —concluyó la inspectora, y dirigió sus palabras al
detenido—. Usted buscó la colaboración de los cómplices de Celso porque sabía quiénes eran.
Tal vez incluso fue quién se los presentó. No participó en el robo a la joyería en su ejecución,
pero ¿acaso fue usted quién lo planificó, señor Rivera?
—Está lanzándose un farol —dijo Daniel—. No tiene ninguna prueba sobre lo que dice.
Rebeca no respondió, tan solo desplegó una sonrisa y siguió a Remigio, que ya había
alcanzado la puerta. Ambos detectives bajaron al segundo piso, mientras los agentes llevaban a
Rivera de vuelta a su celda. En cuanto cruzaron el umbral de la sala común, Diji apartó la vista de
su ordenador y llamó su atención.
—Acaba de llegar un correo de Científica sobre el caso Rivera, señor.
—¿De qué se trata?
—Es una imagen.
—Vamos a verla —dijo Toro, al mismo tiempo que se sentaba al ordenador—. Es la
ampliación que les pedimos esta mañana. Mire esto.
El inspector tocó la pantalla para mostrarle a su compañera el tatuaje en la muñeca del ladrón.
—¿Celso tenía algún tatuaje? —preguntó Rebeca. Remigio negó con la cabeza—. Entonces,
esto nos ayudará a identificar a uno de los cómplices.
—¿Podría tratarse de Flavio Castro? Debo reconocer que no le presté mucha atención a sus
manos durante la entrevista.
—Usaba guantes y chaqueta. Si tenía un tatuaje, no era visible.
—Si tiene antecedentes criminales no será difícil saberlo —afirmó Remigio, y se preparó para
trabajar con el ordenador. ¡Cómo detestaba la tecnología! Aunque al menos esta vez no se trataba
de una lista.
La inspectora mostró su conformidad con un asentimiento, y consultó su reloj.
—Contactaré a mis mandos, así que necesitaré un poco de privacidad. Vuelvo en cinco
minutos. Luego elaboraré el informe para el juez con respecto a Daniel Rivera.
Sin esperar respuesta, la inspectora abandonó la sala. Remigio se preguntó qué les diría
Araujo a sus jefes. Al menos su actitud hacia Salazar se había flexibilizado. ¿Conseguiría
convencerlos de retrasar la acusación? Toro sentía que el tiempo se les echaba encima.
El inspector Toro encontró la información acerca de Rivera antes de los cinco minutos, pero
Rebeca tardó más del tiempo que había previsto. Remigio trató de adivinar su estado de ánimo a
través de la expresión de su rostro. Le pareció preocupada, pero no le hizo ninguna pregunta. Si la
inspectora buscó privacidad en su conversación, no era para que él la interrogara a su regreso.
En cuanto Rebeca cruzó el umbral, Remigio la puso al tanto de sus hallazgos.
—Flavio Castro tiene antecedentes por robo a mano armada, cumplió condena por cuatro años
y tiene un tatuaje en el antebrazo derecho que se extiende hasta la muñeca.
—¡Lo tenemos! —exclamó Araujo, al mismo tiempo que sus facciones se relajaban.
—Ya envié el informe al juez —anunció Remigio—. En cualquier momento debemos recibir la
orden de busca y captura.
Capítulo 35

En cuanto llegó la orden de captura contra Flavio Castro, Remigio y Rebeca salieron en
compañía de dos agentes para buscarlo. Una hora después, Salazar entró en la comisaría y de una
vez subió al segundo piso. Miguel y Telmo ya habían regresado, así que encontró al resto de la
plantilla reunida. Todos callaron cuando Néstor cruzó el umbral. Era evidente que tenían órdenes
del comisario de mantenerlo al margen de la investigación de Remigio, en el caso de que supieran
algo. El inspector jefe tuvo que morderse los labios para no preguntar las novedades, y se esforzó
en apartar cualquier pensamiento sobre la muerte de Celso. No tenía otra alternativa que confiar
en Remigio para que le salvara el pellejo, pero no era fácil. Salazar respiró profundo y se centró
en su propia investigación.
Después de saludar al equipo, Néstor les informó acerca de su reciente visita a Científica y las
conclusiones a las que llegaron.
—¿Un silenciador casero? —Miguel acompañó la pregunta retórica con un fruncimiento de
ceño—. ¿Quién diablos puede ser tan estúpido como para jugársela de esa forma? ¿Cómo sabía el
asesino que el silenciador no se iba a convertir en un tapón, con el riesgo de que el arma le
explotara en la mano?
Telmo adoptó una expresión lúgubre.
—Tal vez estamos frente a un experto en armas que sabía muy bien lo que hacía.
—O quizá es lo contrario —sugirió Diji.
Salazar centró su atención en Cheick.
—¿A qué te refieres, Diji?
—A que la ignorancia es atrevida, señor. Quizá no era consciente del riesgo que corría, y por
puro azar, le salió bien.
—Es un punto interesante —reconoció Néstor—. Si aceptamos que las fibras que encontraron
en la herida provienen del silenciador, ¿se os ocurre qué fue lo que utilizó el asesino para
fabricarlo?
Miguel se recostó en el asiento, cogió un lápiz de su escritorio y chasqueó la lengua.
—Fibras verdes fluorescentes, material que se puede manipular para adaptarlo al cañón de un
arma y formar una cámara hueca… Menuda adivinanza. Lo que es evidente es que debe tratarse de
un objeto de uso común.
Salazar puso los ojos en blanco.
—¿Tienes alguna sugerencia más concreta?
Diji se inclinó hacia adelante y frunció el ceño.
—¿Qué objeto de uso común podría usarse como silenciador? Recordemos que el asesino
consiguió su objetivo. Nadie escuchó el disparo.
—¿Una botella de plástico? —sugirió Beatriz.
Néstor negó con la cabeza.
—El perito descartó esa opción. Una botella de plástico no explicaría las fibras fluorescentes
que aparecieron en la herida.
Telmo cruzó los brazos y bajó la cabeza.
—Esperemos que no se trate de un objeto cotidiano. Si resulta cierto que el asesino consiguió
fabricar el supresor con un utensilio de uso común, las fibras fluorescentes en el cadáver no nos
ayudarán a identificarlo.
Miguel dejó el lápiz sobre el escritorio de mala gana.
—¡Maldita sea! Detesto reconocerlo, pero el novato tiene razón.
Salazar comprendió que las palabras de Telmo hundieron la moral del grupo, entre otros
motivos, porque su razonamiento era impecable.
—De acuerdo, seguiremos pensando en ello. De cualquier forma, ese no es el único indicio
que nos puede llevar hasta el asesino. Diji, ¿qué averiguaste con respecto a la fogata?
—Según la hija de Soler, todo ocurrió el sábado anterior al crimen, hacia la medianoche.
—La medianoche de nuevo —comentó Beatriz.
—¿Qué dijeron los Gorrín?
—No estaban en casa. Ese fin de semana visitaron a su hija en Barcelona. No tuvieron noticia
sobre la fogata hasta que les pregunté por el tema.
—¿Soler no se los comentó?
—No, señor.
Néstor se quedó pensativo por unos instantes.
—Es extraño. Si viviera en un chalé y tuviera que enfrentarme a una situación así, les
advertiría a mis vecinos para que estuvieran alerta.
Beatriz levantó el boli para intervenir, como si estuviera en la escuela.
—Quizá Soler lo pospuso para más tarde y la oportunidad nunca se presentó.
—Es posible. En cualquier caso, parece que no tenemos más testigos que la chica. ¿Los demás
vecinos tampoco vieron nada?
Cheick negó con la cabeza.
—Sus chalés están muy apartados del descampado donde encendieron la fogata. No pudieron
ver ni escuchar nada.
—¿Qué hay del humo? —preguntó Miguel—. ¿Tampoco olieron el humo?
—No, señor.
—Quizá el viento soplaba en dirección contraria a los demás chalés —sugirió Salazar—. Por
lo visto, solo los Soler presenciaron el ritual.
—¿Sería ese el motivo del homicidio?
Telmo expresó su opinión con su habitual pesimismo.
—Si es así, es posible que la chica también esté en peligro. Ella lo vio todo.
Néstor experimentó un vacío en el estómago.
—¿Dónde se está quedando Karina?
—En casa de Vilma—le respondió Cheick—. Sus hermanos decidieron que no debía regresar
al chalé.
Salazar dejó escapar el aire con alivio.
—Diji, ¿qué te dijo el vecino de Soler acerca de María Correa?
—Confirmó que ella trabajó para él hasta hace un año. Gorrín tiene una zapatería y ella cubría
uno de los turnos como dependienta. La despidió porque dejó de cumplir con su trabajo. Llegaba
tarde, se iba temprano y trataba mal a los clientes. La conclusión de su exjefe es que recibió malas
influencias.
—Fraso.
—Es probable. El señor Gorrín se sorprendió mucho de que le preguntara por ella, pues no
había vuelto a tener noticias suyas desde el despido.
Salazar se quedó en silencio algunos segundos, mientras ponía en orden sus ideas.
—De acuerdo, así que María dijo la verdad con respecto a Gorrín, y es probable que
conociera sus hábitos. Esto refuerza su declaración de que estaban allí para planear un robo…
—Que pretendieran robar a los Gorrín no los exime de ser los asesinos de Soler —opinó
Miguel—. Quizá fueron a estudiar el terreno, les pareció que el chalé del abogado era accesible y
decidieron dar el golpe allí mismo, solo que les salió mal.
El inspector jefe sacudió la cabeza.
—No lo sé, no me convence. No olvides que Soler conocía a su asesino. Le abrió la puerta y
le dio la espalda. Ponte en su pellejo, Miguel. Estás en casa y a medianoche llaman a tu puerta.
Abres y te encuentras frente a Fraso y Maco con toda la parafernalia gótica. ¿Qué haces, los
invitas a pasar y a seguirte a la cocina o les cierras la puerta en las narices y llamas a la Policía?
—Pudieron presentarse ante su víctima sin el atuendo gótico y con una buena excusa —
argumentó Pedrera en defensa de su teoría.
—Aun así. No encontramos ningún nexo entre estos chicos y Soler. Eran perfectos
desconocidos. Además, el testigo que nos informó sobre ellos los describió como góticos.
—Tal vez le apuntaron con el arma desde que abrió la puerta y lo obligaron a que les diera
paso.
—Te recuerdo que el asesino le disparó por la espalda a dos metros, con un arma capaz de
atravesar treinta capas de kevlar, y no se llevó ni un alfiler. Luego dedicó un tiempo precioso a
dibujar un pentáculo en lo que quedaba de la espalda del cadáver. No es una situación que encaje
con un par de pirados cuya intención es robar. En este asesinato hay un motivo muy personal.
Miguel alzó las palmas en un gesto grandilocuente.
—De acuerdo, tú ganas. Como siempre.
—No te hagas la víctima, y dime qué averiguaste con respecto a los grupos rituales en Haro.
—Nada en absoluto —reconoció Pedrera, torciendo la boca—. Según mis informantes, no hay
ningún grupo ocultista, satánico, ritual ni nada por el estilo, que campe a sus anchas por Haro
durante las noches. Antes de que me lo preguntes, tampoco ninguna secta ni legal ni clandestina.
—Tal vez son discretos —sugirió Beatriz.
—Tan discretos que no los conoce ni su madre —insistió Miguel—. Os aseguro que busqué
hasta debajo de las piedras.
—Quizá están asentados en otro lugar, y hacen incursiones ocasionales en esta ciudad.
Pedrera negó con la cabeza.
—Si fuera así, se sabría en las calles. No encontré ninguna evidencia concreta de que existan.
Hasta ahora, son fantasmas.
—La chica Soler los vio —protestó Beatriz.
—Vio una fogata y un grupo de irresponsables a su alrededor entonando cánticos. Tal vez solo
se trataba de un botellón o de chicos que se reunieron allí para darse pases.
—En cualquier caso, debemos hacer lo posible por identificarlos —sentenció Néstor, en un
tono que daba por finalizado el asunto—. Miguel, quiero que averigües si en los últimos meses
alguien trató de comprar un supresor en el mercado negro.
—De acuerdo.
—Beatriz, quiero que me envíes las fotografías de Fraso y Maco sin maquillaje al móvil.
Mézclalas con otras fotos al azar de personas parecidas.
—Muy bien, señor.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Miguel.
—Iré a entrevistar a Karina en el instituto. Quiero comprobar si reconoce a cualquiera de
nuestros sospechosos.
Capítulo 36

Mientras Salazar se preparaba para salir en dirección al instituto de la menor de los Soler,
Rebeca y Remigio abandonaron la oficina del comisario y se encaminaron a la sala de
interrogatorios, donde ya los esperaban Flavio y su abogado. El detenido se removía en la silla
como si sus pantalones estuvieran tejidos con ortigas. Su mirada trataba de esquivar a los
policías, pero el subconsciente lo traicionaba y volvía a centrar su atención en ellos una y otra
vez.
—¿Sabes por qué estás aquí, Flavio?
El joven sacudió la cabeza y enderezó la espalda.
—No tengo idea. Yo no hice nada.
—Estuviste involucrado en el robo a la joyería.
Flavio pasó la manga por su nariz.
—Ese día estuve en casa con gripe. Mi novia se los puede confirmar. ¿Por qué no hablan con
ella?
—Así que tu novia estuvo contigo todo el día, te cuidó y te preparó un caldo de pollo,
mientras te recuperabas. ¿Es eso?
—Eso es. Se lo pueden preguntar.
El abogado se puso de pie y cogió su portafolio, al mismo tiempo que dejaba caer su
conclusión.
—Ya lo oyeron, inspectores. El señor Castro tiene coartada, así que todo esto es una pérdida
de tiempo.
—¡Siéntese, abogado! —le ordenó Remigio, con tono autoritario. El defensor regresó a su
silla muy despacio—. Como comprenderás, no hablamos con tu novia, pero sí lo hicimos con su
jefe. Ella trabaja en una tienda por departamentos, ¿no es así? Pues ese día entró a trabajar a las
nueve de la mañana y estuvo allí hasta las tres de la tarde, que fue cuando la relevó su compañera
del siguiente turno. Y te recuerdo que el robo ocurrió a las doce en punto. Así que es imposible
que te pueda proporcionar una coartada.
Flavio tensó la mandíbula y cruzó los brazos con los puños apretados. El abogado cambió su
estrategia.
—Que mi cliente no tenga una coartada no lo convierte en culpable.
—Pero que mienta al respecto resulta muy sospechoso —Contratacó Toro. Luego volvió a
dirigirse a Castro—. Además, tenemos pruebas de que participaste en el robo. Esto fue lo que
captó la cámara de seguridad de la joyería.
El inspector sacó la ampliación que le envió Científica de la carpeta.
—Es su tatuaje, señor Castro —precisó Rebeca, y se ganó una mirada fulminante del abogado
—. Su participación en el asalto no está en discusión. Solo es cuestión de terminar el papeleo.
El detenido soltó el aire y sus músculos se aflojaron, con lo que causó la sensación de un
globo que se desinfla.
—Ustedes ganan. Yo acompañé a Celso durante el robo…
—Señor Castro, le recomiendo que no diga una palabra más —lo interrumpió el defensor.
—Ya. Ejerzo mi derecho a guardar silencio y luego, ¿qué? La Policía se esmera en cargarme
con toda la culpa. Prefiero evitar cabrear a quiénes tienen mi destino en sus manos. ¿Qué quieren
saber?
—Cuéntenos su versión de los hechos con respecto al asalto.
—No hay mucho que decir. Conozco a Daniel Rivera desde hace muchos años. Un día nos
encontramos, nos tomamos una caña y hablamos sobre los viejos tiempos. Intercambiamos
números de móvil y cada uno siguió su camino. Tres meses después recibí una llamada suya. Su
hermano preparaba un «trabajo» y andaba en busca de socios de confianza…
—Continúa.
—Me citó en un bar de su barrio. Un lugar bastante cutre. Allí me presentó a su hermano. Lo
demás, lo pueden imaginar: Celso me contó su plan. Fue un golpe rápido. No conseguimos un
botín impresionante, pero resultó tan sencillo que decidimos repetir.
—Pero la segunda vez no fue tan fácil.
Flavio se encogió de hombros.
—Seguimos el mismo procedimiento, pero uno de los dependientes quiso ser héroe y golpeó
al colega que vigilaba la puerta para tratar de escapar y pedir ayuda.
Remigio rechinó los dientes.
—Fue entonces cuando tu cómplice le disparó.
—Mi colega tiene un mal pronto. El chaval no debió arriesgarse. Ni siquiera era su tienda.
—Procuraré estar presente cuando trates de explicárselo al juez —sentenció Remigio—.
Continúa.
—El segundo asalto no fue tan fácil como el primero, y el botín no compensó, así que
decidimos repetir una vez más y luego separarnos hasta que las aguas se calmaran.
—¿Quién escogió la joyería?
—Celso. El local era pequeño y antiguo. No imaginábamos que pudiera tener instalada una
alarma silenciosa.
—Así que además de delincuentes, sois chapuceros —Flavio frunció el ceño—. Sigue.
—El día del golpe nos reunimos los tres, nos cubrimos el rostro y entramos a la joyería. En
cuanto el viejo vio las armas obedeció como un corderito, se tiró al suelo y nos entregó las llaves
de todas las vitrinas. Todo resultó fetén. ¿Quién iba a imaginar que tendría el valor de activar la
alarma silenciosa? No tardamos ni cinco minutos en coger todas las joyas, pero cuando salimos,
ya escuchamos las sirenas de las patrullas. De modo que nos separamos.
—¿Todos cargaban con joyas?
—Solo Celso y yo —Remigio asintió con la cabeza para animar a Flavio a continuar—. Es
todo. Conseguí eludir a la Policía esquivándolos por los callejones. Luego supe que atraparon a
Celso, y al día siguiente me enteré de que lo mataron durante el interrogatorio.
—¿Usted volvió a encontrarse con el otro cómplice? —preguntó Rebeca.
Flavio asintió.
—Al igual que yo, él pudo salir del cerco, pero con las manos vacías.
El inspector Toro se inclinó hacia adelante.
—¿Compartiste las joyas con él? —Flavio asintió—. Debes tenerle mucho miedo. Si es tan
volátil, ¿por qué lo involucraste?
—Necesitábamos alguien que no se acobardara, y él siempre está dispuesto si los beneficios
compensan.
Remigio se quedó pensativo por unos instantes.
—Es posible que sea la primera vez que dices la verdad sobre algo, pero no es suficiente,
Flavio. No estarás colaborando si no nos proporcionas el nombre del vigía.
—Si lo delato, tarde o temprano seré hombre muerto.
—Te garantizaremos protección si es necesario.
—¿Qué harán? ¿Me asignarán un guardaespaldas por el resto de mi vida? Olvídenlo. No
correré el riesgo. Si lo pillan y condenan por mi culpa, mi vida no valdrá un céntimo. Si quieren
saber de quién se trata, averígüenlo. Además, lo tienen mucho más cerca de lo que creen.
A pesar de la confesión de Castro, Rebeca y Remigio salieron de la sala de interrogatorios
con una sensación de derrota. Nada de lo que dijo Flavio exculpaba a Salazar.
El inspector fue el primero en verbalizar su preocupación.
—No quisiera decir esto, pero estamos dando vueltas en círculo sin llegar a ninguna parte.
Creo que tenemos que volver sobre nuestros pasos, y centrarnos en lo único que en realidad puede
salvar a Salazar: la grabación del interrogatorio de Celso.
—Pero el archivo desapareció y es irrecuperable.
—Aun así —afirmó Toro, dirigiendo sus pasos hacia la salida—. No perdamos el tiempo. Por
fortuna, Salazar tiene muchos más amigos de los que puede imaginar.
Rebeca siguió a Remigio.
—¿Adónde vamos?
—Al único lugar dónde podemos recibir ayuda.
Una hora después, ambos policías entraban en el Laboratorio de Informática de la Jefatura
Superior. Toni apartó la mirada de las entrañas de un ordenador y los saludó cuando cruzaron el
umbral. Remigio le informó en pocas palabras acerca del motivo de su visita. Al final de su
exposición, el informático soltó un resoplido.
—Qué más quisiera yo que complacerlo, inspector, pero en este caso me veo superado.
—¿Qué pasó con el disco de almacenamiento del ordenador del comisario?
—El original lo tengo aquí. Cuando me lo trajeron para el peritaje le hice una copia, y la envié
a San Miguel para que Ortiz pudiera seguir trabajando.
—Así que tú tienes el disco donde se grabó y se borró el interrogatorio de Rivera.
—Ni siquiera puedo asegurar que existió esa grabación. Tengo que reconocer que este asunto
me tiene frustrado. He tratado de todas las formas posibles, pero el fulano archivo no aparece.
—¿Es posible borrar un archivo sin dejar rastro? —preguntó Rebeca con el ceño fruncido.
—Se puede con las herramientas apropiadas. Solo encuentro dos explicaciones posibles… O
nunca se grabó en primer lugar o usaron un programa muy avanzado para eliminarlo.
—Así que no pudo borrarlo cualquiera.
—Cualquiera sí, pero debía saber lo que hacía.
Remigio guardó silencio por dos largos segundos, antes de exponer lo que todos estaban
pensando.
—Es evidente que alguien en la comisaría está tratando de hundir a Salazar.
Toni bajó los ojos y los clavó en la punta de sus zapatos.
—Es lo que parece.
Remigio cogió aire y fijó la mirada en una de las paredes.
—Así que esta persona pudo contigo.
—¿Qué quiere decir?
—Que te ganó, te venció en tu propio terreno. Eliminó un archivo en tus narices y no eres
capaz de recuperarlo.
Toni frunció el ceño.
—Oiga, no…
—Lo sé, chaval. Sé que duele en el orgullo, pero eso nos ocurre a todos. Siempre aparece
alguien que sabe más que nosotros en aquello en lo que nos creíamos expertos.
Toni estaba rojo como una gamba cocida.
—No ha nacido el tío que me supere en mi especialidad —replicó ofendido—. Y se lo
demostraré. Encontraré ese archivo, aunque no duerma en una semana.
—Así se habla, chaval. Y ahora, a trabajar.
Capítulo 37

Antes de salir en dirección al instituto donde estudiaba la hija de Soler, Salazar le pidió a Lali
que se comunicara con el director para que arreglara una entrevista, así que lo estaban esperando.
En cuanto entró, la secretaria del señor Ureña le dio paso a su oficina. Aunque lo recibió con
cordialidad, don Basilio no disimuló su preocupación.
—Inspector, comprendo que usted hace su trabajo, pero ¿es necesario volver a entrevistar a
Karina? Como comprenderá, después de una tragedia como esta, nos preocupa su bienestar. No me
parece que recordarle la situación en la que murió su padre sea la mejor forma de ayudarla a
recuperarse.
—Su preocupación es comprensible, pero estoy seguro de que ella tiene muy presente su
propia tragedia. Que nadie mencione lo que ocurrió no es suficiente para que lo olvide. Al
contrario, colaborar con la captura del asesino puede ser el mejor incentivo para que lo supere.
—Eso fue lo que me dijo el psicólogo del instituto cuando le consulté acerca de su visita.
¿Tiene usted estudios de psicología, inspector?
—No. Mis conocimientos sobre el tema provienen de experiencias de vida.
—Claro, habrá visto usted muchos casos como este.
Salazar asintió con pesadumbre.
—Algunos.
Les interrumpieron un par de golpes en la puerta. La secretaria entró sin esperar a que la
autorizaran. Su mirada se centró en su jefe e ignoró por completo al policía. Era evidente que su
presencia la incomodaba.
—Señor Ureña, aquí está Karina Soler.
La mujer se hizo a un lado, y tras ella entró la chica con paso dubitativo y la mirada baja.
—¿Quería hablar conmigo, don Basilio? —Karina levantó la mirada hacia el director, vio a
Salazar y palideció—. Inspector, ¿ya atrapó al hombre que mató a mi padre?
Néstor empleó un tono de voz paternal.
—Todavía no, pero trabajamos en ello. Siéntate, Karina. Necesitaré tu ayuda.
La joven obedeció y el color volvió a su rostro con lentitud. Habló en un murmullo.
—¿En qué puedo ayudarle, si yo no sé nada?
—Tú fuiste la única que vio a las personas que se reunieron alrededor de la fogata. Quiero
que me ayudes a identificarlos.
Ella enarcó las cejas, pero de inmediato frunció el ceño y asintió.
—Por supuesto, inspector. Solo dígame qué tengo que hacer.
—Te mostraré una serie de fotografías. Dos de estas personas son sospechosos. Lo que quiero
es que hagas memoria y me digas si alguno de ellos estuvo junto a aquella fogata.
—No pude verlos bien, pero lo intentaré.
Antes de entregarle el móvil a la joven, Salazar localizó la ristra de fotografías que le envió
Beatriz. Ella observó cada rostro con detenimiento. En algunos permaneció unos segundos más,
pero ninguno hizo saltar la chispa del reconocimiento. Pocos minutos después, la joven le
devolvió el teléfono al policía.
—Lo lamento mucho. Ojalá pudiera ser de más ayuda, pero estaban muy lejos y la noche fue
oscura…
—No te preocupes —la consoló Néstor—. Los encontraremos. Te lo prometo.
—Si no necesita nada más de mí, quisiera regresar a clases —pidió Karina con la voz
apagada—. Al menos allí me distraigo y no pienso en…
El inspector dejó escapar el aire, consciente de que había perdido una oportunidad de oro.
—Es todo, Karina. Muchas gracias, y perdona el mal rato.
Don Basilio acompañó a la chiquilla hasta la puerta, y luego despidió al inspector con un
apretón de manos. Salazar salió del instituto frustrado. Había puesto sus esperanzas en que la hija
de Soler identificara a Fraso y Maco.
Antes de volver a la comisaría, Néstor se dio cuenta de que no había probado bocado en todo
el día, así que se entretuvo unos minutos en un bar, donde engañó al estómago con un café, antes de
seguir su camino en dirección a San Miguel. En cuanto entró por la puerta, García le informó que
el comisario quería verlo. ¿Tendría información para él sobre Celso? Entre asustado y ansioso,
Salazar subió los escalones de dos en dos. Lali lo hizo pasar de inmediato.
—Néstor, ya estás aquí. Álvarez me informó sobre tu visita a la chica Soler.
El inspector llenó sus pulmones de aire para recuperar el resuello.
—¿Remigio consiguió avanzar con respecto al caso Soler?
—Todavía no regresa, así que no puedo decirte si averiguó algo importante. Sabes que te
informaré en cuanto pueda.
El ánimo de Salazar descendió en caída libre. Ambos sabían que de haber encontrado
información relevante, Toro se habría comunicado con su superior de inmediato. Que no hubiera
noticias eran malas noticias.
—Entonces, ¿por qué querías verme?
—Para que me informes sobre el caso Soler, por supuesto. No tienes idea de la presión de los
mandos en este asunto. Temen un descalabro si este asesino vuelve a matar. Lali me dijo que fuiste
a hablar con la hija menor de la víctima. ¿Qué te dijo la chica?
Se escucharon un par de golpes en la puerta, la secretaria del comisario se asomó, anunció al
subinspector Álvarez y le dio paso. Telmo llegó a tiempo para escuchar a Salazar reconociendo su
fracaso en la identificación de los sospechosos. Néstor también puso al día al comisario con
respecto a la conclusión de que el asesino usó un silenciador casero.
Una vez que el inspector concluyó su informe, Ortiz apoyó la espalda en el respaldo de la silla
y se quedó pensativo por unos segundos. Luego se inclinó hacia adelante y clavó la mirada en su
hermano.
—Creo que te estás complicando demasiado con este asunto, Néstor. Hay suficientes
evidencias para acusar a ese par que tenemos en las celdas.
—¿Podrías ser más concreto? ¿A qué evidencias te refieres?
El comisario enumeró con los dedos conforme iba exponiendo su caso.
—En primer lugar, tuvieron la oportunidad. Podemos ubicarlos en la escena del crimen
mediante testigos en el momento preciso en que asesinaron al abogado. En segundo lugar,
confesaron el motivo. Ellos mismos reconocieron que fueron allí para robar un chalé…
—«Un chalé», no. El chalé del exjefe de Maco. El de los Gorrín, porque sabían que se
quedaría vacío cuando se fueran a Málaga de vacaciones. Su plan era entrar en una casa vacía, no
cometer un robo a mano armada.
—Lo más importante es la intención. Tal vez cuando llegaron al lugar cambiaron de opinión
con respecto al objetivo.
—¿Por qué?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Quizá lo vieron más lujoso, les gustó más o les pareció más
fácil robarlo. Da igual. Lo importante es que reconocieron que su presencia en ese lugar estaba
motivada por la planificación de un delito.
—No cualquier delito, Santiago. Un robo, que es muy diferente de un homicidio. Además, te
recuerdo que no se llevaron nada de la casa de Soler.
—Que no consumaran el robo, no significa que no tuvieran la intención de cometerlo. Pudo
frustrarse por muchos motivos. Por último, disponían de los medios.
—¿En qué te fundamentas para semejante afirmación?
—Telmo ya me informó de algunos detalles. Las medidas antropométricas que determinó
Científica gracias a la planimetría, y las huellas que encontraron en la escena del crimen
concuerdan con la estatura y el número que calza Francisco Solano. Todo indica que él estuvo allí.
Salazar lanzó una fugaz mirada hacia su compañero y volvió a centrar su atención en Ortiz.
—¿Cómo consiguió el arma homicida?
—¿Te refieres a la pistola que apareció en el contenedor? —Salazar asintió—. Tal vez la
compró en el mercado negro o la robó. Quizá uno de sus colegas se la obsequió. Existen muchas
formas en las que pudo conseguirla. Te recuerdo que tiene antecedentes criminales, lo que
significa que tiene acceso al submundo donde un arma como esa es tan solo una moneda de
cambio.
Néstor dejó escapar el aire.
—Estás convencido, ¿no es así?
—Cuanto más lo pienso, más lógica le encuentro.
Salazar se volvió hacia Telmo. Su compañero podía tener la clave para convencer a Santiago
de que estaba equivocado o para hundir a los chicos sin remedio. El rostro del subinspector solo
reflejaba pesimismo, lo cual no le decía mucho a Salazar. Néstor le preguntó sin rodeos.
—¿Ya Científica terminó el registro de la vivienda de los sospechosos? —Álvarez asintió—.
¿Qué encontraron?
—No encontraron nada, señor. Aparte de mucha basura y cucarachas. Esos chicos son unos
guarros.
El comisario clavó la mirada en Telmo y frunció el ceño.
—Espera, ¿sabías que el registro no arrojó resultados, y me dejaste continuar mi exposición
de las razones por las que considero culpables a esos dos? —El subinspector asintió, sin cambiar
su expresión lúgubre—. ¿Por qué?
—Porque yo también los considero culpables y estoy de acuerdo con su postura. Que no se
encontrara nada que los inculpe en el registro, no significa que son inocentes. Tal vez fueron
cuidadosos a la hora de deshacerse de las evidencias.
—O tal vez esas evidencias nunca existieron porque son inocentes.
—¿Por qué los defiendes con tanta convicción, Néstor? —le preguntó Ortiz.
—Porque hay algo que no encaja en la teoría de que son culpables. Porque no existen nexos
personales entre ellos y Soler —Salazar levantó la mano para frenar el intento de protesta del
comisario—, porque no me convence la hipótesis del robo, y mucho menos que cambiaron de
objetivo a mitad de camino. Que son delincuentes y no respetan la Ley es evidente. Que son más
torpes que un borracho haciendo malabares. Sin ninguna duda, pero de ahí a considerarlos
asesinos a sangre fría, solo porque estuvieron cerca en el peor momento posible, para eso hay un
largo trecho.
—¿Qué necesitas para convencerte?
—Una evidencia que no sea circunstancial: los zapatos de Fraso manchados con la sangre de
la víctima, la comprobación de que la Vector le pertenecía, sus huellas en el cuchillo que dibujó el
pentáculo… Algo concreto.
—Vale, ya capté tu punto. Aunque en esta ocasión no estoy de acuerdo contigo, reconozco que
es tu investigación. Tú decides a quién acusas y con qué evidencias, pero date prisa.
—Es lo que hago, pero no enviaré a un par de inocentes a la cárcel, por muy pringados que
sean.
El comisario mostró su conformidad con un asentimiento y miró el reloj.
—De acuerdo. No creo que hoy podamos averiguar mucho más, así que será mejor que os
vayáis a casa. Tal vez mañana tengamos mejores resultados.
Capítulo 38

Después de que Santiago envió a Salazar y Álvarez a casa, Salazar esperó a que Telmo saliera
de la oficina y se hizo el remolón para quedarse a solas con su hermano.
—No puedo decirte nada, Néstor —soltó Ortiz, antes de que el inspector abriera la boca—.
Así que vete a tu casa, atiende a la neurótica de tu gata y relájate un poco. Nos vemos mañana.
El comisario volvió a centrarse en los papeles que tenía que firmar, e ignoró por completo la
presencia de su hermano.
Salazar compuso su mejor cara de víctima incomprendida y desesperanzada. Uno de sus
últimos logros. Paca le ayudó mucho en su elaboración.
—Vamos, Santiago. De lo que averigüe Remigio depende todo mi futuro. ¿Cómo crees que
puedo relajarme, si no tengo ni idea de cómo va la investigación?
El comisario levantó la mirada y frunció el ceño.
—¡Quita esa cara de gaznápiro con dolor de muelas, que no me vas a convencer!
—Vale —Salazar desarmó la expresión que consiguió con tanto esfuerzo. ¡Qué poca
sensibilidad!—, pero al menos dame un indicio, aunque sea pequeñito.
—Debería bastarte que un policía como Toro está trabajando en demostrar tu inocencia.
—No, si yo confío en Remigio, pero todavía no sé de qué sería capaz la bruja.
Ortiz rechinó los dientes y dejó el bolígrafo sobre la mesa.
—¿Quieres ser más prudente? ¿Qué ocurrirá si la inspectora te escucha y se toma tu acusación
como algo personal?
Néstor se encogió de hombros.
—Haría lo mismo que está haciendo ahora. Tratar de hundirme la vida.
—Pues en eso te equivocas. A ver si te enteras, merluzo. Ella es de Asuntos Internos. Tiene
toda la autoridad para abrirte un expediente y suspenderte de una vez, mientras todo se aclara. Sin
embargo, aceptó darte la oportunidad de esperar los resultados de la investigación. También tenía
la facultad de rechazar la colaboración de Remigio, así que creo que la inspectora ha sido
bastante razonable hasta ahora. No sé qué ocurrirá si se entera de la forma en que te expresas de
ella.
—No, si encima voy a tener que darle las gracias.
—Pues yo en tu lugar me lo pensaría. Y ahora lárgate, que todavía tengo demasiados
documentos que firmar. No sé de dónde saca Lali tanto papeleo.
—Y más que vas a tener a partir de mañana —murmuró Salazar entre dientes.
—¿Cómo dices?
—Que saludes a Carmela y los chavales de mi parte, adiós. Nos vemos mañana.
El comisario asintió y alzó una mano para despedirse sin dejar de firmar. Salazar salió de la
oficina de su hermano y abandonó la comisaría, después de despedirse de García. Se preguntó si
el sargento tendría un gemelo o un clon. Permanecía tanto tiempo en la recepción, que ya parecía
parte del decorado.
A Néstor lo recibió una calle con un bajón de temperatura parecido al de su ánimo. Y para
colmo el sirimiri, que le metió la humedad en los huesos antes de llegar a la plaza. Se arrebujó en
el gabán, lo cual no ayudó mucho, pero al menos había hecho el intento.
Los pensamientos catastróficos acudieron a su cabeza sin ser invitados. Se veía a sí mismo en
una cárcel, rodeado de las miradas maléficas de los chicos malos a quiénes él había encerrado.
Por arte de birlibirloque, en su imaginación todos coincidían en el mismo centro de reclusión y lo
estaban esperando. El miedo se le coló del mismo modo que las finas gotas de lluvia: A traición y
sin avisar.
Salazar comprendió que si seguía por ese camino terminaría con una crisis de angustia, así que
se plantó en medio de la calle, llenó sus pulmones de aire, lo retuvo mientras contaba hasta diez y
lo expulsó con lentitud. Después de un par de respiraciones más, consiguió calmarse un poco.
Hizo un esfuerzo por centrarse en pensamientos más positivos, y reanudó su marcha bajo la
llovizna pertinaz que ya lo había empapado.
El recuerdo de Sofía lo atacó a contrapelo. Revivió el momento en que ella salió del hospital.
Él estaba eufórico al saber que se iba a recuperar y le ofreció su ayuda incondicional, pero ella
tenía otros planes. A regañadientes, a él no le quedó otra alternativa que resignarse. Comprendió
que el accidente fue un punto de quiebre en la vida de la mujer que amaba. La plantó frente a la
realidad de que a cualquiera le puede cambiar la vida de un momento a otro sin previo aviso.
Salazar lo aprendió a los ocho años de la peor forma posible, cuando su padre murió en servicio.
También lo experimentó a los doce con la muerte de su hermanito, como consecuencia de un golpe
de su padrastro maltratador.
Néstor volvió a detenerse en medio de la calle. El resto de los viandantes lo miraron con
extrañeza, mientras apuraban el paso para refugiarse de la pertinaz lluvia. Un golpe. Una simple
bofetada que no hubiera tenido mayores consecuencias inmediatas, de no haber mediado la
fatalidad. La inercia hizo que la cabeza de Gabriel rebotara contra el borde del mueble de la
cocina y le fracturara el cráneo. Un solo impacto en la parte posterior de la cabeza, sin heridas
defensivas ni otras señales. Igual que Celso… El inspector sacó su móvil con ánimo renovado, y
seleccionó el contacto al que quería llamar.
—Salazar, si llamas para preguntar por la investigación sobre la muerte de Rivera, ya puedes
guardar el móvil. Si te dijera media palabra del asunto, el jefe me colgaría, y no de las muñecas.
—Al contrario, Remigio. Te llamo para darte una idea.
—Si hay algo a lo que le tengo miedo yo, es a tus ideas. ¿Por qué no te vas a casa con tu gata
neurótica y dejas este asunto en mis manos?
—Pero ¡qué empeño tenéis todos en que Paca es neurótica!
—Es que corren rumores.
—Vale, te reconozco que sí es un poquitín psicópata, pero en un estilo muy felino. Pero no te
llamé por eso. Es que creo que ya sé cómo murió Celso. ¿Tienes cerca a la bruja?
—Sí, no te preocupes, que están activos los altavoces del móvil y te está escuchando.
—¡Qué!
—Era coña. La acabo de dejar en su casa, y yo voy camino a la mía.
Salazar se tomó unos segundos para que el alma le volviera al cuerpo. Estaba visto que en los
momentos más difíciles, ya uno no se podía fiar ni de su alma.
—¡Con eso no se juega, Remigio! Estuviste a punto de causarme un infarto.
—No seas tiquismiquis. Solo te di una cucharada de tu propia medicina. A ver, cuál es esa
idea genial que se te ocurrió.
—Vamos a partir de la premisa de que yo no agredí a Celso, lo cual significa que recibió el
golpe mortal antes de su arresto. También tenemos claro que el botín que él sacó de la joyería
desapareció.
—Dime algo que no sepa.
—A eso voy… ¿Y si uno de sus propios cómplices lo golpeó para robarle su parte del botín
antes del arresto?
—¿Esa es tu idea genial? Me parece que necesitas unas vacaciones, Salazar. He barajado esa
teoría desde el principio. El problema es que no hay ninguna evidencia que la avale. Celso no se
hubiera dejado quitar el botín sin oponer resistencia, y cuando lo arrestaron no había ninguna
señal de que hubiera participado en una pelea.
—Ahí es adónde voy. Tal vez no se resistió al robo del botín porque no tuvo oportunidad.
Piénsalo bien: acaban de robar la joyería y la policía comienza a rodearlos, hay confusión, Celso
y uno de los cómplices discuten, el otro lo empuja con fuerza y la cabeza de Rivera golpea contra
una pared y lo deja confundido. El otro aprovecha para quitarle el botín y correr. Los agentes
atrapan a Celso antes de que se recupere del todo. Nadie lo sabe, pero ya lleva la muerte encima.
—El hematoma ya se estaría formando en su cabeza como consecuencia del rebote contra la
pared —murmuró Remigio, pensativo.
—¡Ese es el punto! ¿Qué opinas?
—Que es una chorrada. No hay forma de probar algo así.
—Vamos, Remigio. Es una teoría sobre la cual trabajar.
Del otro lado de la línea se escuchó un suspiro. Néstor rechinó los dientes. Necesitaba
convencer a su colega de que estaba en lo cierto. Toro no le dio la oportunidad
—Escúchame, Salazar. Comprendo que mantener la distancia en todo este asunto es muy
difícil, pero cuanto menos intervengas, será mejor para todos.
—¿Entonces no tendrás en cuenta mi teoría?
—Por lo que a mí respecta, tú nunca me has planteado ninguna teoría, así que no sé de qué me
hablas.
Néstor iba a protestar, pero entonces comprendió. Si Remigio reconocía que seguía una línea
de investigación propuesta por él, estaría desacreditando cualquier resultado que consiguiera por
ese lado.
—De acuerdo, tienes razón. Me iré a casa a descansar. Confío en ti, amigo.
—Por fin dices algo sensato. Y… Salazar…
—Dime.
—No tengas duda de que haré todo lo posible por descubrir la verdad y librarte de esta. Sé
que eres inocente y lo demostraré.
—Gracias, Remigio.
Salazar se sentía mucho más tranquilo cuando terminó la llamada. El miedo seguía allí en el
fondo, como una fiera al acecho, pero ya no lo dominaba. En cambio, el agua que se le colaba por
el cuello del gabán y empapaba sus ropas era cada vez más difícil de ignorar, así que apuró el
paso.
Al pasar frente al bar de Gyula, la vida que rezumaba de su interior, el calor, la luz, los
sonidos y olores, lo llamaron como el canto de una sirena. Muy a su pesar, el inspector resistió la
tentación. Si no se cambiaba la ropa pronto, acabaría con una neumonía. Por otro lado, «La
Callecita» no sería igual sin su amigo. En ese preciso momento, Gyula debía estar muy ocupado en
el hospital, ejerciendo su papel de padre orgulloso.
Con una punzada de nostalgia, Néstor pasó de largo y subió las escaleras hasta la buhardilla.
Cuando abrió la puerta, se quedó de piedra.
Capítulo 39

En cuanto puso un pie en la buhardilla, Salazar vio un destello negro, raudo y veloz que cruzó
frente a él, y se refugió debajo del sofá. No era para menos. La cocina y el salón estaban
alfombrados con galletas para gatos con sabor a sardinas. En esta ocasión, la escena del crimen no
dejaba dudas acerca de quién era la autora de los hechos. La bolsa de papel recubierto que había
contenido las galletas no sobrevivió a la caída libre. Yacía reventada en el suelo, junto al armario
donde él acostumbraba a guardarla, y cuya puerta se encontraba abierta de par en par. El impacto
contra el suelo dejó las codiciadas chuches felinas al alcance de las avariciosas garras de Paca.
Néstor puso a trabajar toda su inventiva para comprender cómo se las arregló su ladina gata para
abrir la puerta. Desistió, después de todo, se trataba de Paca.
Con el ceño fruncido, el inspector centró su atención debajo del sofá. La muy pilla observaba
todos sus movimientos, lista para huir si él intentaba acercarse. Ante el evidente enfado de su
humano, la pequeña felina lanzó un «mrraaauuu» lastimero que clamaba su inocencia. Después del
día que llevaba, Salazar no supo si deprimirse, enfadarse o reírse a carcajadas. Se dejó caer en el
sillón frente al refugio de su gata, sin perderla de vista.
—¿Te parece bien lo que hiciste, Paca? —preguntó con tono severo.
—Meu.
Él ya conocía ese maullido corto y sentido, casi inaudible, que tenía la finalidad de despertar
conmiseración.
—No me vengas con excusas. Tienes la culpa pintada en los bigotes. ¿Cuántas galletas te
comiste? Sabes que el doctor Becerra te las tiene racionadas.
—Mieeeuuu.
—¡Esas no son formas de expresarte de tu veterinario! Lo hace por tu bien. ¿No sabes que si
comes demasiado, puedes enfermar?
—Mrrauuu.
—Sí, ya sé que siempre tienes hambre, pero eso no es excusa. Te estaré vigilando, y ante la
menor señal de empacho, te llevaré con el doctor Becerra.
—Maaauuu.
—Habértelo pensado mejor antes de asaltar la alacena.
—Mieu, mieu.
—Por supuesto que fue un asalto. Además, con premeditación y alevosía —El inspector
comenzó a enumerar con los dedos—. Esperaste a quedarte sola, te las ingeniaste para abrir la
puerta, lo cual reconozco que tiene su mérito.
—Mieu.
—No seas presuntuosa. Sigo —Ya Salazar iba por el tercer dedo—. Tiraste la bolsa desde la
altura y aprovechaste que se rompió para hincharte a galletas para gato. Cualquier juez te
encontraría culpable.
—Miau.
—Tienes suerte de ser una felina, pero no te vas a ir de rositas.
Néstor sacó el móvil del bolsillo y se comunicó con el doctor Becerra, quien escuchó la
última aventura de Paca con paciencia. Después de una corta conversación, el inspector cortó la
llamada y encaró a su gata, que no le había quitado los ojos amarillos reflectantes de encima.
—Bien, Paca. El doctor Becerra acaba de ponerte a dieta.
—Meeeew —protestó la pequeña depredadora desde su refugio.
—¿Y qué esperabas? Después del atracón que te diste, lo más prudente es que te moderes por
un par de días. Así que, durante las próximas cuarenta y ocho horas, las raciones a la mitad.
—Mueu, mueu, mueu.
—Le escribiré una nota a Nemesio. Es una suerte que sea él y no Dika quien tiene a su cargo
alimentarte por estos días. A él no lo vas a manipular con tanta facilidad.
—Mauuu.
—No me desafíes.
Después de hablar con el veterinario, Néstor se sintió más tranquilo, así que buscó los
utensilios de limpieza y se dispuso a barrer galletas. Si Paca hubiera tenido ceño, lo hubiera
fruncido al ver cómo sus deliciosas chuches terminaban en la basura.
Mientras barría, Salazar refunfuñaba acerca de las gatas ingratas y alborotadoras, bajo la
mirada impasible de Paca, a quién no se le ocurría asomar la pata fuera de su refugio.
—Deberías reflexionar acerca de tu conducta. Te doy albergue en mi casa, no te faltan ni tu
cuenco de pienso ni tu tazón de leche matutino ni tus chuches felinas, y así me lo pagas. ¡Eres una
«lianta»! —El inspector se detuvo un momento a meditar— Bueno, reconozco que yo también lo
soy un poco…
—Mreeeuuu.
—Pero muy poco, y siempre por una buena razón…
—Mieeeuuu.
—Está bien. A veces soy bastante liante y las razones no son tan buenas, pero eso no justifica
que me prepares estas recepciones. ¡Si hubiera querido un compañero de piso alborotador,
hubiera adoptado un perro!
—Ffzzzzz —protestó Paca con indignación.
Néstor paró de barrer por un momento, se apoyó en el mango de la escoba y apuntó a Paca con
el índice para remarcar sus palabras.
—Tienes demasiados prejuicios con respecto a los caninos. Estoy seguro de que un perro se
entretendría con sus juguetes, sus huesos o...
—Mieu, mieu.
Mientras permanecía en medio de su salón, apoyado en el mango de la escoba y con la mirada
perdida, el cerebro de Salazar entró en modo engranaje, y las piezas comenzaron a encajar.
—… o su pelota de tenis. ¡Paca, eso es! Eres genial.
—¿Mrreeuu?
—La pelota de tenis. Es hueca, se podría adaptar con facilidad al cañón de un arma y está
recubierta de fibras fluorescentes verdes. ¡El asesino usó una pelota de tenis como supresor!
Paca se le quedó mirando sin decir ni miau.
El inspector soltó la escoba y volvió a sacar el móvil del bolsillo. Tuvo que esperar al tercer
timbrazo.
—Más te vale tener una buena razón para llamarme. Eres más pesado que una sopa de
mercurio.
—Perdona la hora, Casi. Supongo que ya estás en casa, y…
—¡Desde luego que estoy en casa! ¿Qué crees, que duermo en el laboratorio? A ver si te
enteras de que tengo un horario, y que también debo dedicarle tiempo de calidad a mi mujer —
soltó el jefe Barros a voz en cuello. Luego agregó en un susurro—. Si me llamas para que acuda a
la escena de un crimen, en diez minutos me presento donde sea. Hoy mi mujer visitó al
nutricionista, y no veas la nochecita que me está dando.
—Lo lamento, Casi. No te llamo por eso. Es que tuve una idea.
—¿Dónde están los amigos cuándo uno los necesita? Eres un aguafiestas. A ver, ¿de qué va esa
idea?
—¿Es posible que el silenciador que usaron en el asesinato de Soler fuera una pelota de tenis?
Casimiro se mantuvo en silencio por varios segundos, hasta el punto de que Salazar creyó que
se había cortado la comunicación.
—Pues lamento tener que reconocerlo, pero puedes tener razón. Una pelota de tenis encajaría
en las características. Sin embargo, la balística no es mi especialidad, así que no te daré una
respuesta definitiva hasta mañana, cuando se lo pregunte a Echarri.
—En ese caso, hablaremos mañana.
—Qué remedio.
—Gracias, Casi. También quería preguntarte… ¿Cómo va tu dieta?
—Serás cabrón, peinaovejas, tarugo…
Salazar cortó la llamada antes de que terminara la retahíla de insultos. Paca seguía mirándolo
sin pestañear. A él ya se le había pasado el enfado.
—Parece que de nuevo lo hiciste, pequeña truhana.
El inspector extendió la mano debajo del sofá y la acercó a las narices de Paca. Sus dedos
todavía debían oler a galletas para gatos. La pequeña felina se acercó a olfatearlos con cautela y
comenzó a lamerlos. Néstor aprovechó para acariciarle el cuello, lo que selló el tratado de paz.
Cuando Salazar se levantó en dirección a su habitación dispuesto a acostarse, Paca lo siguió
sin dudarlo.
Capítulo 40

Como era habitual, Paca despertó a Salazar muy temprano a fuerza de lametones en la oreja. El
inspector abrió un ojo y refunfuñó.
—¡Déjame en paz, Paca! Recuerda que estás a dieta, así que hoy no habrá desayuno
tempranero. Es por tu bien.
Después de dejar claro su punto, Néstor volvió a cerrar los ojos con placidez. Demasiado
optimismo. Paca insistió en el lijado de la oreja, pero él resistió como un jabato, la apartó de su
lado con la mano y se acomodó mejor para seguir durmiendo. Con el frío que hacía, estaba muy
cómodo y calentito entre las mantas. No tenía ninguna intención de abandonarlas para complacer a
una gata caprichosa y…
—¡Aaayyyyy!
El mordisco a traición en la oreja, lo despertó por completo. Salazar se incorporó con el ceño
fruncido y se encontró a Paca en posición de ataque, desafiándolo con la mirada.
—Mrreeuu, mrreeuu, fzzzz.
—¿Se puede saber con qué derecho…?
—Maaauuuu.
—Que tengas hambre no es ninguna excusa. El veterinario te puso a dieta y… —Néstor dejó
escapar el aire—. ¿Qué demonios hago, dándole explicaciones a una gata? A la mierda el sueño.
Uno de estos días vas a conseguir que me cabree.
El inspector comprobó la hora en el reloj de la mesilla. Marcaba las seis treinta. Con un
suspiro de autocompasión abandonó la cama calentita y se encaminó a la cocina. Paca lo siguió
sin perder ni uno de sus movimientos. Salazar llenó el cuenco con agua.
—Maaauuuuu.
—No te hagas la víctima. No puedes tener hambre después del atracón de galletas de anoche.
Así que tómate el agua fresquita para que te ayude a hacer la digestión.
—Meu.
El maullido vino acompañado por una mirada de tristeza y reproche. Néstor dejó escapar un
suspiro, al mismo tiempo que le agregaba un chorro de leche al cuenco de agua.
—Soy un blandengue. No le vayas a decir nada al doctor Becerra.
Después de felicitarse a sí mismo por su generosidad, Néstor se preparó un café con una
máquina a prueba de incompetentes culinarios. Se lo tomó despacio y lo disfrutó, mientras Paca,
después de darle un par de lametones a la leche aguada, se detuvo y se quedó mirando el cuenco.
Maravillado por los logros de la tecnología, capaz de enviar al hombre al espacio y de conseguir
que él hiciera un café decente, Néstor se encaminó a la ducha. La única ventaja de que Paca lo
obligara a madrugar era que el día le rendía más. Tardó unos veinte minutos en ducharse, ponerse
un traje y hacer la cama. Cuando salió de la habitación, encontró el cuenco de leche aguada
volcado, y a Paca esperándolo.
—Mreeeuuuu.
Mirada desafiante.
—Esta vez te pasaste siete pueblos, Paca —le dijo en tono severo, mientras recogía el cuenco
y buscaba la fregona.
La gata no se movió ni un milímetro. Tampoco dejó de retarlo con la mirada. El mensaje era
muy claro. ¡Con su desayuno no se jugaba! Después de secar el suelo, el inspector volvió a llenar
el cuenco con agua.
—Brrrr.
—¡Ni se te ocurra volver a tirarlo! Ahora tengo que marcharme, pero cuando vuelva, vamos a
sostener una seria conversación hombre-gata. Por muy felina que seas, no te voy a tolerar estos
berrinches. Habértelo pensado mejor antes de ponerte ciega de chuches gatunas.
Salazar sacó el gabán de su cesta y salió de la buhardilla, sin darle la oportunidad a Paca de
conmoverlo. Tenía muy claro que su actitud firme e indignada no hubiera resistido un maullido
lastimero. Cuando se trataba de su gata era un blandengue. Su sagaz felina lo sabía muy bien y se
aprovechaba de ello.
El sol todavía tardaría bastante en salir, así que se encaminó directo a la comisaría. Al menos
allí podría aprovechar el tiempo, mientras el resto del mundo se reincorporaba a la vida. Néstor
recorrió la distancia que lo separaba de San Miguel a paso apresurado para combatir el frío. Esta
vez fue a Mendoza a quién encontró en la recepción. Después de saludarlo, siguió su camino hacia
el primer piso. Aprovechó que no había nadie, y se apresuró a colarle la mitad de su papeleo a
Santiago. ¿De qué servía tener un hermano mayor, si no podías fastidiarlo? Era una filosofía que
practicaba desde que tenía uso de razón. Y tenía su mérito, habida cuenta del tamaño de Goliat.
Después de firmar los pocos documentos con los que se quedó, tampoco había que abusar,
Salazar decidió indagar si era viable su idea de que el asesino de Soler usó una pelota de tenis
como silenciador. Salió de la comisaría, cogió el Corsa, y se detuvo en una panadería en el
trayecto hacia la Jefatura Superior. Ya eran las ocho treinta cuando entró por la puerta del
laboratorio. Al jefe Barros se le iluminó la cara cuando vio la bolsa de papel que llevaba en la
mano.
—¡Me alegra verte, Salazar! ¿Ese es mi desayuno? —El inspector asintió y le entregó la
bolsa. Casimiro la recibió con entusiasmo— ¿Qué me trajiste? ¿Rosquillas, pasteles, cruasanes?
—Algo mucho mejor, Casi.
La sonrisa se le borró del rostro al jefe Barros cuando sacó el contenido de la bolsa.
—¿Qué coño es esto?
Casimiro desenvolvió el bocadillo y separó uno de los panes para mirar el relleno.
—Pan de centeno con tomate en rodajas, rúcula y queso fresco —recitó Salazar con orgullo—.
Así puedes dejar de pasar hambre sin romper la dieta.
El ceño de Casimiro se frunció tanto, que Néstor hubiera jurado que las cejas se le juntaron
hasta la mitad.
—Serás hijo de… ¿Es que os habéis puesto de acuerdo todos para amargarme la vida?
¿Dónde están mis dulces?
—Es por tu bien... Recuerda la analítica.
—¡Mi analítica no es problema tuyo! Tenemos un acuerdo, ¿no? Yo te soporto y tú me
abasteces de dulces para desayunar.
El inspector tuvo una sensación de déjà vu. Llegó a la conclusión de que Casimiro y Paca se
llevarían muy bien. A ver cómo salía bien librado de esa. Envaró la espalda y carraspeó.
—Escucha, Casi. Tengo mucho gusto en traer los dulces que tanto disfrutas, cuando las dietas a
las que te somete tu mujer son el resultado de una moda o tienen una motivación estética, pero
cuando se trata de la salud es diferente. Eres mi amigo, y de ninguna manera haría algo que te
perjudicara. Ni siquiera para complacerte.
Barros se quedó pensativo con el bocadillo en la mano. Néstor se preguntó si se lo tiraría a la
cabeza.
—Deberían prohibirte hablar. Tienes más labia que un vendedor de coches usados —Casimiro
dio un mordisco al bocadillo, masticó y tragó—. Debo reconocer que no está tan mal.
—Es lo que te conviene ahora, Casi.
Barros ya se había zampado la mitad del bocadillo.
—Esto me va a durar menos en el estómago que un caramelo en la puerta de un colegio, pero
en fin, la intención es buena y te perdono. Siempre que me hayas traído café.
Salazar le entregó un vaso de polipropileno del que salía vapor. Barros le dio un sorbo y
asintió.
—Esto ya está mejor. Supongo que vienes a dar la lata por el asunto ese de la pelota de tenis.
—Me interesa saber si mi teoría es posible. Eso explicaría las fibras en la herida de la
víctima.
—Es un planteamiento interesante. Esta mañana le pregunté a Echarri al respecto.
—¿Y qué te dijo?
—Lo considera posible, pero decidimos no quedarnos en teorías. Te estábamos esperando
para hacer la prueba.
Casimiro ya se había terminado el bocadillo y disfrutaba del café con edulcorante cuando
acompañó al inspector al laboratorio de Balística. Ya Echarri estaba preparado para la prueba,
así que en la cabina de tiro reposaba la Vector, a la cual le ajustaron una pelota de tenis
agujereada en el cañón.
—¿Dónde conseguisteis una pelota de tenis a esta hora de la mañana?
—Gutiérrez tenía varias en el coche. Su hijo lo practica como actividad extracurricular.
Barros dio otro sorbo al café, mientras Echarri les explicaba los aspectos técnicos de la
prueba. El perito revisó el arma y comprobó que la pelota estaba bien ajustada al cañón. Entonces
disparó. Los policías solo escucharon un silbido. La pelota quedó destrozada y cuando revisaron
el maniquí que sirvió de blanco, en el agujero de bala encontraron algunas fibras verdes
fluorescentes.
Capítulo 41

Salazar se despidió de Casimiro, después de agradecerle su buena disposición a ayudarlo en el


caso. Salió del laboratorio antes de darle oportunidad al jefe Barros de argumentar en defensa de
sus dulces.
El inspector aprovechó el viaje de regreso a San Miguel para analizar las nuevas evidencias.
Al menos, ya sabían cuál era el origen de las fibras verdes fluorescentes en la herida. Y para su
sorpresa, obedecía a factores muy pragmáticos que no tenían nada que ver con el uso de objetos
rituales. La Vector tampoco se relacionaba con ese tipo de prácticas. Si lo pensaba bien, había
elementos que desde el principio no encajaban: el uso del arma de fuego era uno de ellos, la
pelota de tenis como silenciador era otro. Además, a Soler lo asesinaron de una forma sorpresiva
y sin preámbulos. No era lo que solían encontrar en un asesinato ritual. De no haber sido por el
pentáculo, no se les hubiera pasado por la cabeza relacionarlo con ese tipo de crimen.
El timbre del móvil sacó a Néstor de sus reflexiones. Pudo responder la llamada gracias a la
función de manos libres.
—Buenos días, don Braulio. Veo que hoy madrugó.
—Ya sabes lo que dice el refrán, hijo: Al que madruga, Dios lo ayuda… porque al que no
madruga ya lo ayudó.
Salazar soltó una risotada.
—Me alegra que esté de tan buen humor, don Braulio. Espero que signifique que tiene buenas
noticias para mí.
—Tengo noticias. Tú decidirás si son buenas o malas. Se trata de la pistola rusa.
—¿La Vector? ¿Descubrió quién la vendió?
—Ahí es dónde está el detalle. No se trata de un arma que se ofrezca con frecuencia en el
mercado negro. Hoy sería imposible conseguirla.
—¿Hoy? ¿Qué quiere decir con eso?
—Verás, las armas que se están moviendo en este momento en el mercado negro son
americanas y europeas. Ninguna rusa.
—Entonces, ¿la Vector no proviene de ese mercado?
—Ese es el punto. El año pasado, la Guardia Civil desmanteló una banda de contrabandistas
que operaba en varias provincias, incluida La Rioja.
—Lo recuerdo.
—Bien, pues la mercancía que manejaba esa gente era de origen ruso.
Néstor frunció el ceño.
—De manera que el asesino se hizo con la Vector hace un año —dijo el inspector, más para sí
mismo que para don Braulio.
—Eso en el caso de que el origen del arma sea el mercado negro.
Salazar lo pensó por un momento.
—Debe serlo. La pistola es de fabricación lo bastante reciente para no tratarse de una
herencia de su abuelo. Debió comprarla en algún lugar, y como un buen amigo me recordó en estos
días: estas no las venden en las ferreterías.
—Supongo que tienes razón, aunque es extraño que el homicida la buscara con tanta
anticipación. Nadie compra una pistola en el mercado negro por si acaso.
—Tiene razón, don Braulio. Debió comprarla con algún objetivo, pero si lo hizo hace un
año…
—Significa que planeó este asesinato con mucha antelación.
—O que no es el primero.
—Pues ahí te dejo algo en qué pensar.
Néstor le dio las gracias al excomisario y terminó la llamada. Los descubrimientos de don
Braulio lo desconcertaron. ¿Por qué el asesino compró el arma con un año de anticipación al
momento del crimen? ¿Lo planificó durante tanto tiempo? No parecía que así fuera, pues demostró
una enorme torpeza en su ejecución. Aunque era posible que esa torpeza fuera deliberada. ¿Un
escenario construido para confundir a la Policía? Y si dispuso de un año para planificar el
asesinato, ¿por qué corrió el riesgo de usar un supresor casero? No tenía ningún sentido. Nada en
aquel caso lo tenía.
En su cabeza, Néstor trató de relacionar a Fraso y Maco con la Vector, y no fue capaz. Ese par
pasaba más hambre que ratón de ferretería. De haber tenido en su poder una pistola como esa, la
habrían vendido para comer o para comprar droga. Aun cuando hubieran conseguido conservarla,
qué sentido tendría usarla para entrar a robar, asesinar al propietario del chalé, dibujarle un
pentáculo en la espalda y marcharse sin el botín, para luego deshacerse de la valiosa pistola en un
contenedor de basura… Ni siquiera ellos podían ser tan estúpidos. Cuanto más lo pensaba,
Salazar estaba más seguro de que los chicos góticos estuvieron en el lugar y momento
equivocados, pero que solo eran un par de pringados que no tenían relación con el crimen.
García ya ocupaba su lugar en la recepción cuando Néstor regresó a la comisaría. Lo saludó al
paso y subió hasta el segundo piso. Allí encontró a toda la plantilla, con excepción de Remigio.
En pocas palabras los puso al día con respecto a los últimos descubrimientos.
—Todo esto no tiene ni pies ni cabeza —comentó Pedrera—. ¿Tu informante es confiable?
Salazar cruzó los brazos y se sentó a medias en el borde de un escritorio vacío.
—Por completo.
—Aun así, señor —intervino Telmo—. No tenemos la certeza de que la Vector está
relacionada con esa banda de contrabandistas en particular. Si lo piensa bien, solo son
conclusiones basadas en evidencias circunstanciales.
El inspector jefe descruzó los brazos.
—No quisiera tener que reconocerlo, pero tienes razón. Miguel, ¿tú averiguaste algo al
respecto?
Pedrera negó con la cabeza.
—Al parecer, mis informantes no son tan eficientes como los tuyos. Según ellos, hace mucho
tiempo que no ven una Vector en el mercado negro.
—¿Un año, tal vez?
—No fueron tan precisos. Tampoco tienen información relevante con respecto al asesinato de
Soler. No se trató de un encargo o si lo fue, el contrato no se llevó a cabo en Haro.
—Si me permite, inspector —intervino Diji—. Nada impide que el asesino provenga de otra
provincia o incluso de otro país. Si alguien cercano a Soler quería quitarlo del medio sin dejar
rastro, sería más probable que buscara al sicario lo más lejos posible.
—Los asesinos a sueldo no se anuncian en las páginas de solicitud de empleo, Diji —
puntualizó Miguel—. Cualquiera capaz de hacer un contrato de ese tipo debería tener contactos
con ese mundo de una u otra forma.
—¿Cómo un abogado criminalista o el hermano de un presidiario? —preguntó Beatriz con
sorna. Pedrera se volvió para mirarla con el ceño fruncido—. Lo lamento, inspector, pero en este
caso tenemos para todos los gustos.
Salazar escuchó a sus subalternos y dejó escapar el aire con desaliento.
—Me temo que tienes razón, Beatriz. Y eso dificultará bastante encontrar al asesino. No
podemos descartar a nadie, aun cuando disponga de coartada.
—Si me disculpa, inspector, creo que estamos rizando el rizo —intervino Telmo, al mismo
tiempo que sacudía la cabeza—. En las celdas tenemos a dos sospechosos que tuvieron el motivo,
los medios y la oportunidad. ¿Para qué darle más vueltas?
Salazar sujetó el borde del escritorio donde se apoyaba. Sentía que nadaba contracorriente.
—No tengo duda de que ese par de chicos merecen ir a juicio… por el robo in fraganti de una
cartera, que es lo único que podemos probarles. El robo del chalé de los Gorrín no llegó a
consumarse, y las pruebas que tenemos con respecto al crimen Soler, son menos que
circunstanciales.
—Tampoco debemos olvidar a los sujetos que la hija de Soler vio por la ventana —señaló
Beatriz.
—Es cierto —reconoció el inspector jefe—. Todo lo que se relaciona con ese grupo es muy
extraño. ¿Alguna idea de cómo podemos identificarlos?
Diji negó con la cabeza y enumeró con desaliento.
—La única testigo de su presencia es la hija de Soler y no pudo verlos bien. No dejaron
ninguna evidencia física que nos permita rastrearlos. Nadie escuchó hablar de ellos. Son
fantasmas.
—Tienes razón, pero aun así debemos intentar encontrarlos.
—Pues buena suerte con ello, jefe —Pedrera ordenó los papeles sobre su escritorio, se
levantó, cogió el abrigo que reposaba sobre el respaldo de su silla y comenzó a ponérselo—. En
cualquier caso, tendréis que continuar sin mí. Debo marcharme. Asuntos propios. Ya el comisario
me concedió el permiso, así que nos vemos mañana, chicos.
Miguel pasó por delante de las narices de Salazar, y salió de la sala común con destino
desconocido.
Capítulo 42

El inspector jefe se preguntó qué motivos tendría Pedrera para abandonar su puesto de trabajo en
un momento tan crítico, pero se desentendió del asunto cuando el timbre de su móvil desvió su
atención.
—¿Tienes algo para mí, Casi?
—¡Hala! Ni un saludo ni nada. Eres un interesado y un ingrato, que solo llama para molestar.
—¡Pero si me llamaste tú!
—¿Y qué? ¿Solo por eso no me puedo quejar? No me hagas perder el tiempo. Te llamo por la
Vector. Ya tenemos el serial.
—Sois geniales, Casi.
—Deja de hacerme la pelota. ¿Quieres saber lo que averiguamos o no?
—Por supuesto. Te escucho.
—Pues bien, el número corresponde a una de las pistolas desaparecidas de un lote que la
Guardia Civil incautó el año pasado.
—Ya lo sospechábamos. ¿Estás seguro?
El jefe Barros soltó un gruñido.
—¿Quieres dejarme hablar? Si ya lo sabíais, ¿para qué nos haces perder tiempo y material en
la recuperación del número?
—No teníamos la certeza. Ahora la tenemos, gracias a ustedes.
—No nos mereces. En cualquier caso, te envío la fotografía de la Vector con su número de
serie. ¡Y no molestes más!
Casimiro cortó la llamada, sin que Néstor tuviera oportunidad de protestar. Un par de
segundos después entró un mensaje: la fotografía de la presunta arma homicida. Venía acompañada
por un texto: «Lo menos que puedes hacer es traerme el desayuno de mañana». El inspector
compartió la información con su equipo.
Diji planteó en voz alta la pregunta que Salazar se hacía para sus adentros.
—¿Por qué el asesino compró el arma un año antes de usarla?
—Tal vez no la adquirió para este homicidio en particular —sugirió Beatriz.
—Es posible —reconoció Néstor—. Diji, comprueba si hubo una Vector involucrada en
alguno de los crímenes que se cometieron en La Rioja en el último año. No te circunscribas a
homicidios. Busca también entre los asaltos a mano armada, heridas y alteraciones del orden
público…
—Sí, señor —El subinspector centró su atención en el ordenador y se dispuso a cumplir la
tarea.
—Beatriz. Averigua si alguno de los detenidos por el contrabando de armas cumple su
condena en La Rioja.
—De acuerdo, inspector.
Telmo suspiró con desaliento. Ese chico era capaz de deprimir a la felicidad.
—No creo que encontremos nada, señor. Un arma como esa no pasa desapercibida. De haber
estado involucrada en algún otro caso, habrían saltado las alarmas.
—Quizá saltaron y no nos enteramos en San Miguel —insistió Néstor—. En todo caso, nuestro
deber es comprobarlo todo.
—Sigo pensando que hay piezas que no encajan en este caso.
—Cuando tengamos toda la información tendrán que encajar —aseguró el inspector, que no
podía permitir que la moral de su equipo decayera—. Ahora quiero que me informes en detalle,
¿qué fue lo que encontraste en el terreno detrás del chalé de los Soler? Trata de ser lo más preciso
posible.
Telmo carraspeó antes de responder.
—No hay mucho acerca de lo que pueda ser preciso, inspector. Se trata de un solar que se
extiende más allá del jardín posterior de ambos chalés. Me refiero al de los Soler y el de los
Gorrín. Tal vez en otra época hubo allí una huerta, pero hoy solo hay hierba y algún que otro
arbusto.
—¿Encontraste el lugar exacto de la fogata?
—Ni señales. En esta época del año la hierba está húmeda y tal vez se recuperó más rápido…
Néstor negó con la cabeza.
—No sé mucho sobre reforestación, pero no creo que una semana fuera suficiente.
Diji apartó la mirada del ordenador por un momento.
—Quizá buscaron la forma de encender el fuego sin quemar la hierba —dijo el subsahariano,
antes de volver a su trabajo.
—Esa podría ser la respuesta —reconoció Salazar con un encogimiento de hombros—. Tal
vez encendieron la fogata sobre un soporte. ¿Te fijaste si había huellas de hierba aplastada en
algún punto?
Telmo negó con la cabeza.
—Tampoco Científica encontró indicios de la fogata. Por eso tuvieron que rastrillar todo el
descampado.
—Sí, ya recibí el correspondiente insulto del jefe Barros por ese motivo.
Beatriz y Diji apartaron la mirada de sus respectivos ordenadores al mismo tiempo. Ambos
comenzaron a hablar y se inhibieron, al comprobar que el otro también tenía algo que decir.
—Estáis bien sincronizados. Diji, habla tú primero.
El subinspector asintió.
—Me temo que no encontré nada, inspector. No existe ningún reporte que involucre a una
Vector, al menos en los últimos catorce meses.
Telmo torció la boca en una mueca, mientras insistía en desalentarlos.
—Os lo dije. Además, no tiene sentido que el asesino se hiciera con un arma de semejante
potencia para guardarla durante un año.
—Pues al parecer, es lo que hizo —afirmó el inspector jefe—. Nos corresponde a nosotros
encontrarle una explicación, y usarla para descubrir la identidad del criminal. Tu turno, Beatriz.
—La red de contrabando era bastante grande y se extendía por varias provincias. A casi todos
los involucrados los detuvieron en ciudades portuarias, pero sí hubo un arresto en La Rioja. Se
trató de un distribuidor cuyo nombre es Jairo Guerra.
—¿Dónde se encuentra el señor Guerra?
—Cumple una sentencia de seis años en la Penitenciaría de Logroño.
—¿Qué puedes decirme de este personaje?
—Tiene un amplio historial criminal —Beatriz leyó una retahíla de delitos, con sus
correspondientes entradas en prisión.
—El tío es de los que nos mantienen ocupados —comentó Telmo.
El inspector jefe tensó los músculos de la espalda antes de retomar la palabra.
—De acuerdo. Dame el expediente completo del caso. Tenemos que hablar con este
ciudadano. Beatriz, comunícate con el director de la Penitenciaría, y pídele que me conceda una
entrevista urgente con Guerra.
Araya asintió, imprimió un documento y se lo entregó a su jefe. Luego cogió el teléfono para
cumplir la orden. Al cabo de algunos minutos colgó y se dirigió a Salazar.
—El director de la Penitenciaría aceptó colaborar, señor. Le permitirá entrevistar a Guerra.
Álvarez cruzó los brazos.
—¿Desea que lo acompañe, inspector?
—No, gracias, Telmo. Prefiero que trates de averiguar algo sobre el grupo que vio Karina.
Tengo la certeza de que si develamos ese pequeño misterio, estaremos mucho más cerca de
resolver el caso.
—Todas las indagaciones al respecto han sido infructuosas, señor. ¿Qué más quiere que
averigüe?
El inspector se quedó pensativo por un momento.
—Os quiero a los tres trabajando en equipo, y usad la lógica. Telmo, tú indagarás acerca de
sectas o religiones que incluyan el fuego entre sus rituales, sin importar si actúan en Haro o no.
Diji, tú ocúpate de aquellos grupos para los cuales el pentáculo tenga importancia simbólica…
—Sí, señor.
—Beatriz, comunícate con el socio de la víctima, y que te envíe los archivos de casos de
Soler de los últimos cinco años. Una vez que tengáis esas listas, quiero que las crucéis. Si existe
alguna persona o secta que cumpla con esas tres características, quiero conocer su nombre antes
de que termine el día —los tres asintieron—. Confío en vosotros. Hablaremos cuando regrese.
Capítulo 43

Apenas Néstor salió de la comisaría, su estómago soltó un gruñido de protesta. Cuando sacó
cuenta de las horas que habían transcurrido desde su última comida, comprendió que estaba en
medio de un maratón de hambre. Solo él podía ser tan despistado como para olvidarse de comer,
aunque con la que estaba cayendo, no era para menos. Se detuvo en un bar, antes de salir de Haro.
Era pequeño, acogedor y estaba repleto de gente. Tal como le gustaba. El olor a pimiento asado y
ajos rehogados lo llevaron de vuelta a casa, a la estampa de su madre en la cocina y su padre de
uniforme, sentado a la mesa mientras fumaba un cigarrillo, y le contaba acerca de su trabajo. Eran
historias filtradas, que a sus siete años despertaban ensoñaciones sobre ser policía de mayor.
El murmullo de las conversaciones acompañó al inspector hasta la barra. El tabernero iba de
un lugar a otro atendiendo clientes al azar, hasta que por fin le llegó el turno a Néstor.
—¿Qué le sirvo?
—¿Cuál es la especialidad de la casa?
—Patatas a la riojana.
—Vale, y una gaseosa.
—¿Las quiere con guindilla? —Salazar asintió—. Le advierto que el cocinero usa «alegrías
riojanas», así que pican que da gusto. Usted decide.
—Una comida nunca es demasiado picante para un riojano —sentenció el inspector con
orgullo, parafraseando a su padre.
El tabernero se encogió de hombros y se asomó a la cocina para pedir la comanda. Luego le
sirvió un vaso de gaseosa a su cliente. Salazar leyó el informe sobre la detención de Jairo Guerra,
mientras esperaba su almuerzo. Cinco minutos después, Salazar tenía frente a él una cazuela de
barro humeante repleta de patatas y tropezones de todo tipo, que nadaban en un caldo espeso de
color rojo intenso. El inspector probó la primera cucharada y los ojos casi se le salen de las
órbitas. La tragó con dificultad, ayudándose con el vaso de gaseosa, que se bebió hasta el fondo
de un solo trago.
—¿A qué pican?
—Un poco —respondió Néstor con medio tono más en la voz.
Salazar contempló la cazuela humeante. Las patatas estaban deliciosas, pero picaban más que
un pollo en un maizal. Miró de reojo al tabernero. Llevaba puesta una sonrisa burlona que inflamó
su orgullo riojano, así que pidió otra gaseosa, por si acaso, y fue a por la segunda cucharada. El
inspector sentía la boca como la de un tragafuego, pero con cada cucharada era más fácil comer la
siguiente, como si una empujara a la otra. Terminó las patatas en un pis pas, y solo se acordó de la
gaseosa después de ver el fondo de la cazuela. Entonces respiró profundo y le pidió la cuenta al
tabernero, que lucía un poco decepcionado.
Néstor salió del bar, orgulloso de sí mismo, y decidido a contarle su aventura a Paca cuando
regresara a casa. Lo difícil sería explicarle a su gata qué era el picante, pero ya se las arreglaría.
Al menos, el pequeño desafío con el tabernero le permitió olvidar sus problemas por unos
minutos. Y no había duda acerca de lo buenas que estaban las patatas.
Cuando llegó a la Penitenciaría, el inspector ya había recuperado la normalidad. Lo
esperaban, así que los guardias lo acompañaron hasta la sala de visita. El suelo pulido, el olor
institucional a desinfectante barato, y el chasquido de las puertas metálicas cuando se abrían y
cerraban a su paso erizaron la piel de Salazar, y un escalofrío le recorrió la espalda. Se preguntó
si su próxima visita a ese tétrico edificio sería como inquilino involuntario.
Néstor se sacudió esos pensamientos como un perro mojado se sacude el agua. Se estaba
dejando influenciar demasiado por el pesimismo de Telmo. Él era inocente, así que no tenía nada
que temer… O eso esperaba. No era tan ingenuo como para creer que la justicia siempre
prevalecía. Tenía muy claro que si Remigio no conseguía probar su inocencia, esos guardias que
ahora lo trataban como a un igual, podían terminar siendo sus carceleros.
Ya estaba otra vez el derrotismo, listo para atacarlo, aprovechando cualquier pequeña fisura
en su ánimo. Salazar llenó sus pulmones de aire y lo soltó despacio. El guardia que lo
acompañaba lo miró de reojo.
—¿Se encuentra bien, inspector?
—Muy bien. Muchas gracias.
—Ya casi llegamos. Por aquí.
Cruzaron a la izquierda en el siguiente pasillo y entraron a una sala repleta de mesas y sillas
clavadas al suelo. El guardia lo acompañó hasta una de ellas y le pidió que esperara. Salazar
comprendió que debía tranquilizarse. Si Guerra olía su miedo asumiría el control de la entrevista,
así que el inspector empleó los minutos de espera para recitar en su cabeza la lista de los reyes
godos. Ya iba por Recesvinto, cuando por una de las puertas apareció un reo al que escoltaba un
guardia.
Para ser un contrabandista no era demasiado impresionante. De baja estatura, con una calva en
la coronilla y gafas de pasta, parecía más un monje que un preso. Frunció el ceño cuando se sentó
frente a Néstor.
—¿Usted es el inspector de policía que vino a hablar conmigo? ¿Qué quiere?
—Quiero hacerte unas preguntas acerca de uno de tus clientes.
—No sé de qué clientes me habla.
El inspector sacó su móvil y desplegó la fotografía de la Vector.
—Tú y tus amigos vendieron esta pistola el año pasado. Está involucrada en un homicidio.
Son malas noticias, Jairo. Es más trabajo para tu defensor y quizá nuevos cargos contra ti. Te
conviene colaborar para que el juez te lo tenga en cuenta. ¿Quién la compró?
Guerra se quedó en silencio por algunos segundos, mientras trataba de escrutar la cara del
policía.
—Quiere asustarme. No tiene nada. Y no seré yo quien le facilite las cosas.
—Como puedes ver en la fotografía, ya conocemos el número de serial de la Vector, lo cual
significa que podemos rastrearla. Será muy sencillo demostrar que tú y tus cómplices se la
vendieron al asesino.
—¿Y qué? Conozco mis derechos. Ya me acusaron de tráfico de armas y no me pueden volver
a juzgar por el mismo delito —lo desafió Jairo con un encogimiento de hombros—. Mi tarea
dentro de la organización era distribuir desde La Rioja hacia las provincias colindantes. Yo no
vendí ninguna pistola.
—No tiene caso que te hagas el inocente conmigo.
Guerra se recostó en su silla.
—Confesé para que me redujeran la sentencia, así que no tengo reparos en admitir que hice lo
que hice, pero le pregunta al hombre equivocado. Nunca tuve contacto con los compradores.
—Tú sabes quién era vuestro vendedor en las calles de Haro.
—Debe quedarle algo claro, inspector: no es lo mismo declararme culpable que colaborar con
la Policía. En el primer caso recibo una condena, en el segundo acabo muerto. De la cárcel puedo
salir, del cementerio no.
Salazar guardó silencio por unos segundos. Guerra era un hueso duro de roer. Tenía mucho que
perder.
—Escucha, Jairo. El sujeto al que le vendieron esta Vector le disparó por la espalda a un
hombre en su cocina. Tal vez fuera el único homicidio que tenía en mente o tal vez planifica
cometer un nuevo crimen. Si colaboras, puedo arreglar que tengas protección, tu ayuda sería
tenida en cuenta y podría conseguirte beneficios.
—«Puede», «podría», «sería»… Son demasiados condicionantes. Déjeme plantearle los míos.
Los tíos para los que trabajaba «podrían» enterarse de que delaté a uno de sus vendedores, lo cual
«sería» malo para el negocio. Si esto ocurriera, yo «puedo» amanecer degollado en mi celda. No,
gracias.
Salazar comprendió que no tenía argumentos para rebatir el razonamiento de Jairo. Por mucho
que le costara admitirlo, sabía que tenía razón. La organización detrás del tráfico de armas recibió
un varapalo con aquellos arrestos, pero los jefes no cayeron en las redadas. Si Guerra colaboraba,
su vida correría un gran peligro, y él no estaba seguro de poder protegerlo.
Desanimado por su fracaso, el inspector hizo un gesto al guardia para indicarle que había
terminado la entrevista. Sin decir ni una palabra más, Salazar se levantó de la silla y abandonó la
sala de visitas. El guardia que lo escoltaba tuvo dificultades para seguirle el paso de vuelta a la
salida.
Capítulo 44

El desánimo acompañó a Salazar durante todo el trayecto de regreso a la comisaría. La entrevista


con Guerra resultó una pérdida de tiempo. Le estaba ocurriendo con demasiada frecuencia en los
últimos días, así que se preguntó a sí mismo si sus problemas personales estarían influyendo en su
desempeño laboral o era el caso de Soler, que estaba mal enfocado desde el principio.
Una vez en San Miguel, Néstor subió directo al segundo piso. Allí continuaban Telmo y Diji,
pero no había señales de la subinspectora. Cheick se encargó de dar las explicaciones.
—Beatriz salió para atender la llamada por un robo hace diez minutos, pero tuvo tiempo de
solicitar los archivos de Soler. Telmo y yo los recibimos, y nos ocupamos de analizarlos.
El inspector jefe asintió y los puso al día acerca de su fracaso con Guerra.
—Al menos ya sabemos de dónde viene el arma —dijo Cheick, en un intento por animar a su
jefe—. Aun sin la colaboración del distribuidor, será más fácil rastrearla.
Salazar torció la boca, no muy convencido.
—De acuerdo. Veamos los resultados de vuestras indagaciones. Comienza tú, Diji.
—Sí, señor. En general, el pentáculo se asocia a las sectas satánicas. No tenemos información
de ninguna de estas organizaciones actuando en este momento en Haro o sus cercanías.
—No son grupos que reporten sus actividades, pero estoy seguro de que si alguna secta
satánica se hubiera instalado en la ciudad, mis informantes lo sabrían. ¿Alguien más utiliza el
pentáculo como símbolo? Me refiero a grupos o asociaciones que no sean clandestinas.
—No, señor.
—¿Qué me dices tú, Telmo? ¿Qué averiguaste sobre el fuego?
El subinspector resopló.
—No encontré ninguna secta que le conceda importancia al fuego en sus prácticas, pero…
—Continúa.
—Bien, no sé si es relevante o no.
—No te cortes. Según el análisis de los datos que proporciones tomaremos una decisión, así
que adelante.
—De acuerdo. Hay una religión que rinde culto al fuego: el zoroastrismo.
—¿El qué? —preguntó Diji—. ¿Es una secta?
Telmo sacudió la cabeza.
—Es una religión muy antigua que tuvo su origen en Persia. En realidad, fue la primera
religión monoteísta de la historia.
—No nos interesa la historia —sentenció Salazar con impaciencia—. Los sujetos alrededor de
esa fogata eran muy contemporáneos.
—A mí también me sorprendió, inspector, pero aún existen practicantes del zoroastrismo,
aunque la mayoría se concentran en el golfo pérsico y la India. Sin embargo, lo único que podría
vincular esa religión con las personas que la hija de Karina vio a través de la ventana sería la
fogata, y es un nexo muy débil. Si somos precisos, no existe ninguna evidencia de que el fuego
representara algo sagrado para ellos. Quizá solo lo encendieron para calentarse mientras se
fumaban unos porros, y no tiene ninguna relación con sectas o religiones.
—Te doy la razón, Telmo, pero no creo que el pentáculo en el cadáver fuera obra de yonquis.
—Tampoco tenemos la certeza de que el grupo del descampado tenga alguna relación con el
crimen —opinó Cheick—. Para tratarse de una zona tan tranquila, hubo demasiado movimiento en
pocos días.
Néstor se quedó callado por un momento, mientras meditaba las palabras del subinspector.
Luego asintió.
—¿Adónde quieres llegar, Diji?
—Esos chalés están aislados y alrededor solo hay terrenos baldíos. Aun así, en pocos días se
reunieron un grupo que encendió una fogata y puso en peligro a los vecinos, dos ladrones bastante
torpes, y un asesino a sangre fría, todos alrededor de la casa de los Soler.
—Tal vez los ladrones también son los asesino
s —opinó Álvarez—. Es la conclusión más lógica.
Salazar hizo una mueca.
—No basamos las acusaciones en la lógica, Telmo, sino en pruebas concretas. Y en este caso
no tenemos ninguna contra Fraso y Maco. Te daré la razón si resulta que el cabello que Científica
encontró en la escena del crimen pertenece a uno de esos dos. Ahora dime, ¿tenemos zoroástricos
en la zona?
Álvarez negó con la cabeza, al mismo tiempo que se encogía de hombros.
—No como iglesia organizada. De todas formas, aunque los hubiera, no llevan a cabo rituales
ni nada similar. Su culto al fuego se relaciona más con mantener encendido el altar de sus templos.
—De acuerdo, ¿además de los zoroástricos, hay algún otro grupo para el cual el fuego
represente un elemento de culto? No importa si se trata de una peña.
—No encontré ninguno en mis indagaciones, señor.
Salazar dejó escapar el aire con desaliento.
—Pues voy a terminar creyendo que los de la fogata sí eran un puñado de yonquis con frío.
—Es una lástima que la chica no pudiera verlos bien —se lamentó Diji.
—¿No pudo o no quiso? —sugirió Telmo, con toda su mala leche.
—A ver, ¿qué se te ocurrió, Maquiavelo?
—Quizá ella sabe más de lo que dice. ¿Por qué acamparon detrás de su jardín? ¿Fue
coincidencia o quizá hubo un interés especial en los Soler?
—Hay que ver que eres retorcido, Álvarez. Hablamos de una chiquilla.
—Una chiquilla que pronto será mayor de edad, inspector. ¿No fue usted quién dijo que no
debíamos guiarnos por las apariencias? ¿Y si la joven conocía a una persona del grupo? ¿Y si está
protegiendo a alguien?
Diji se cruzó de brazos y se recostó en la silla.
—Me parece que estás rizando el rizo, Telmo. Aparte de su padre, Karina Soler fue la única
testigo de esa fogata. Si tuviera intenciones de proteger a alguien, hubiera sido suficiente con no
mencionarla y ni nos enteramos de su existencia.
Salazar rechinó los dientes a causa de la frustración.
—Centrémonos en los datos que tenemos, no en los que querríamos tener. Vamos con los
archivos de Soler. No pudimos comprobar la importancia del fuego, pero el pentáculo sigue allí, y
apunta a los satanistas…
—Yo tampoco consideraría un hecho irrefutable la conexión con los satanistas —apuntó
Álvarez.
Salazar cogió aire y se preguntó si su compañero tenía como fin último ponerles objeciones a
todos sus planteamientos. Soltó el aire despacio, y le hizo un gesto con la mano que acompañó a
sus palabras.
—A ver, Telmo. ¿Por qué tienes dudas acerca de que hay satanistas involucrados en la muerte
de Soler?
—Para mí es evidente, inspector. El pentáculo es uno de los símbolos más reconocibles en la
actualidad. No es necesario ser un experto en simbología para saber lo que significa. En pocas
palabras, el asesino pudo usarlo, aunque no tuviera ningún vínculo con él.
Néstor se frotó la cara con las palmas de las manos.
—Detesto darte la razón, pero la tienes. Así que no conseguimos nada por el lado del fuego ni
tampoco podemos fiarnos del pentáculo. A ver si la tercera indagación nos sirve de algo. ¿Qué
podéis decirme de los archivos de Soler? ¿Alguno de sus clientes resulta interesante para el caso?
Diji negó con la cabeza.
—Su cartera de clientes era muy amplia, pero bastante habitual. Sus honorarios eran elevados,
así que no solía atender casos pequeños. No encontramos ritualistas entre los defendidos por
Soler. Tampoco a nadie que perteneciera a ninguna secta o religión peculiar.
—Tal vez el pentáculo solo fue una forma de desviar nuestra atención —sugirió Telmo.
Néstor lo meditó por unos segundos.
—El asesino se arriesgó mucho. Demoró su salida de la escena del crimen para dibujar la
estrella de cinco puntas, así que debió ser importante para él —Salazar levantó la mano para
evitar que Álvarez lo interrumpiera—. Por supuesto que desviar nuestra atención habría sido
importante, pero había formas más sencillas de hacerlo, que le hubieran llevado menos tiempo.
Coger algo de valor y simular un robo, por ejemplo. Si algo caracteriza este asesinato es su
carácter personal y emocional.
—En ese caso, deberíamos volver a considerar el entorno de la víctima —opinó Diji.
—Si hacemos eso, nos encontramos con el mismo problema —apuntó Telmo—. Todos los
relacionados con Soler tienen coartadas fuertes. Solo hubieran podido cometer el asesinato a
través de un tercero, pero los sicarios son fríos y eficientes, que no es lo que se evidenció en el
crimen del abogado.
Salazar cambió el peso de un pie al otro. Lo que le molestaba de Telmo no era su pesimismo a
ultranza, sino que solía argumentarlo con buenas razones. Néstor expresó su frustración en voz
alta, para librarse un poco de la presión.
—¿Por qué siento que en este caso avanzamos en círculos?
—Porque es lo que hacemos, señor —sentenció su compañero, sin mover una ceja—. En los
dos días de investigación que llevamos, todavía no tenemos una idea clara de por qué mataron a
Soler ni mucho menos, quién.
—Gracias, Telmo. Necesitaba que me recordaran lo inútil que ha sido nuestro trabajo.
—De nada, señor.
Salazar enarcó las cejas y tomó nota para sus adentros. «Telmo: incapaz de captar el
sarcasmo. No perder el tiempo».
—Muy bien, volvamos a lo concreto —decidió Salazar—. Telmo, encárgate de averiguar todo
lo que puedas sobre María Correa. Si alguna vez en su vida se cruzó con Augusto Soler, por
pequeño que fuera el encuentro, quiero saberlo. Yo haré lo mismo con Francisco.
—De acuerdo, señor.
—En cuanto a ti, Diji. Coge las fotografías de los detenidos con y sin maquillaje, y recorre los
chalés del vecindario de los Soler. Quiero saber si algún vecino los vio rondar por allí en alguna
ocasión.
—Sí, señor.
Salazar no había terminado de asignar las tareas, cuando un mensaje entró en su móvil.
Después de consultar la pantalla, levantó la mirada.
—Científica ya cotejó el ADN del cabello que encontraron en la escena del crimen.
Capítulo 45

Rebeca y Remigio se habían reunido desde temprano en la oficina habilitada por Ortiz, con la
finalidad de revisar expedientes. Las palabras de Toni el día anterior no les dejaron duda acerca
de la intencionalidad que rodeaba a la desaparición del archivo, así que decidieron estudiar a
fondo a todo el personal de la comisaría. Incluyendo al propio Salazar.
Después de algunas horas de tener las narices metidas en los folios, la inspectora rompió el
silencio.
—¿Sabe usted si alguien en la comisaría tiene problemas con el inspector?
Toro se rio entre dientes.
—¿Con Salazar? A ver, cómo se lo explico: Néstor es un tío con una labia impresionante. Es
capaz de convencer a los esquimales de que las duchas con agua helada son geniales, pero
también tengo que reconocer que es un «toca narices» profesional.
—Y eso significa…
—Que cuando él está cerca nadie está a salvo de sus «ocurrencias», pero a cambio es un
compañero con el que sabes que puedes contar en cualquier circunstancia.
—¿Pretende decirme que nadie en la comisaría adversa a su inspector jefe? Perdóneme Toro,
pero se me hace difícil creerlo… Según mi experiencia, siempre que se reúnen dos personas o
más ocurren roces, rivalidades, malentendidos. Es humano.
Remigio suspiró.
—De acuerdo, tiene razón. En general, Salazar se ha ganado el aprecio y reconocimiento de
sus colegas, y me incluyo en ese grupo. Sin embargo, hay una persona con la que mantiene una
rivalidad indiscutible.
—¿De quién se trata?
—Del inspector Miguel Pedrera. Antes de que Néstor llegara a San Miguel, todos creíamos
que terminaría como inspector jefe.
—Y Salazar lo destronó.
Remigio asintió.
—Una situación que Miguel no ha superado. Sin embargo, esa rivalidad se limita a hacer
comentarios sarcásticos, a oponerse a los planteamientos de Néstor cada vez que puede y poco
más. Pedrera no sería capaz de alterar evidencias para perjudicar a Salazar. Ya estaríamos
hablando de un delito.
—La rivalidad y la envidia son motivos poderosos, inspector. También lo he visto.
Remigio bajó la cabeza, renuente a creerlo.
—No imagino a Miguel ni a otro compañero de la comisaría haciendo algo así.
—Y sin embargo, alguien lo hizo —le recordó la inspectora—. El primer sospechoso es el
propio Salazar.
El inspector clavó la mirada en Rebeca.
—Creí que ya se había convencido de que Néstor es inocente.
—Nunca hice semejante afirmación. Tan solo acepté que existe esa posibilidad y que merece
la pena investigarla, pero debe reconocer que es muy probable que no encontremos la grabación,
porque nunca existió. Solo tenemos la palabra del inspector Salazar de que activó la grabadora.
En cualquier caso, por el momento le daré el beneficio de la duda.
Remigio se frotó la cara con ambas manos.
—Siendo así, centrémonos en los informes que tenemos aquí.
—Los principales sospechosos serían Salazar y Pedrera. Mi recomendación es que
reconstruyamos lo que ocurrió el día del robo.
—Muy bien. El asalto fue un sábado al mediodía. En la comisaría solo se encontraba el
personal de guardia, que ese día incluía a Salazar… Llega la alerta de la alarma silenciosa, salen
las patrullas y regresan al cabo de un par de horas con uno de los ladrones…
—Deténgase ahí. Acaba de señalar algo muy importante. En la comisaría había varios agentes
de guardia, pero Salazar era el único detective. ¿Quiénes tienen acceso a la oficina del comisario
en esa situación?
Remigio palideció.
—Durante las guardias, la custodia de la llave le corresponde al detective de mayor rango.
—Es decir, a Salazar —El inspector asintió—. Eso estrecha el cerco alrededor de su amigo.
—Lo reconozco, pero debemos ser más amplios en la perspectiva. La puerta de la oficina del
comisario tiene una cerradura común y corriente.
—¿Con eso quiere decir que alguien la forzó? No hay evidencias al respecto en el informe de
los hechos.
Toro negó despacio con la cabeza.
—Inspectora, por favor no sea ingenua. Hablamos de una comisaría repleta de personas
entrenadas. Muchos de nosotros, y me incluyo, somos capaces de abrir una puerta con una ganzúa
sin dejar marcas que puedan detectarse a simple vista. Científica tendría que desmontar la
cerradura para encontrar las señales de forzamiento, y es algo que no se hizo en este caso.
—Todavía puede hacerse.
El inspector entornó los ojos.
—Tiene razón. Si demostramos que forzaron la cerradura será un punto a favor de Néstor. Él
no necesitaba hacerlo, porque tenía la llave.
—Sería un punto a su favor, pero no lo exculparía —precisó Rebeca—. Aunque tuviera la
llave, nada le impedía usar ganzúas para despistarnos.
—Es usted un hueso duro de roer. Aun así, solicitaré el peritaje de la cerradura.
Rebeca se encogió de hombros y continuó con sus razonamientos.
—Sigamos. Según su teoría, alguien más que trabaja en San Miguel entró a hurtadillas en la
oficina del comisario y borró la grabación de su ordenador, pero no con un simple clic, sino que
esta persona iba preparada con un programa avanzado que no dejó rastro del archivo.
—Es lo que parece.
—Convendrá conmigo en que es muy difícil de creer.
—No es muy diferente con respecto a Salazar. Él también habría usado ese programa
especializado. ¿De dónde lo sacó? En ningún momento salió de la comisaría, y antes de llegar no
podía saber que lo necesitaría.
—Al inspector Salazar le bastaba con no encender la grabadora.
Remigio rechinó los dientes. La inspectora tenía razón, y a él no le quedaban argumentos para
rebatirla. Ella continuó explorando opciones.
—¿El inspector Pedrera tiene conocimientos sobre informática?
—¿Además de encender el ordenador, apagarlo y soltar una maldición cuando se atasca, no lo
creo?
—¿Y Salazar?
—Tres cuartos de lo mismo.
—En ese caso, para que cualquiera de ellos empleara un programa de eliminación de archivos
avanzado, tendría que comenzar por averiguar cuál debería usar. Y eso elimina la improvisación
del delito.
Remigio se recostó en la silla con la vista clavada en Rebeca.
—¿Está sugiriendo que el responsable de la desaparición del archivo ya iba preparado para
sabotear el ordenador del comisario? —La inspectora asintió—. ¿Y cómo supone que esta
persona podía prever lo que ocurrió?
—Tal vez no lo previó. Quizá solo esperó la oportunidad o su objetivo era diferente.
—¿Borrar otro archivo?
—¿Por qué no?
Remigio se inclinó hacia adelante y se removió en el asiento.
—¿Se da cuenta de que estamos arrojando sombras de duda acerca del comportamiento de
compañeros, que podrían ser inocentes?
—¿Y en qué cree que consiste mi trabajo? Me temo que yo no puedo darme el lujo de
cohibirme ante una sospecha, tan solo porque recaiga sobre un colega. Mi lealtad debe estar con
la Ley y la ciudadanía.
—Pues no la envidio.
—No dije que fuera fácil. Sigamos... Según usted, ni Salazar ni Pedrera se sienten cómodos
con la Informática. ¿Qué me dice del resto de la plantilla?
—Aquí cambia la situación. Telmo, Diji y Beatriz son de otra generación. Una que maneja
teclados y pantallas desde que eran bebés.
—Entonces, ¿los demás detectives serían más proclives a usar un programa especializado?
—Cheick y Álvarez se desenvuelven mejor con los ordenadores que nosotros, los dinosaurios
de la plantilla, pero Araya es quién se lleva el premio mayor.
—¿Cómo es la relación entre estos detectives y Salazar?
—Muy buena, sin duda. Diji y Beatriz lo ven como un mentor. Telmo es el nuevo, pero se ha
adaptado bien. Así que si está pensando que cualquiera de ellos sería capaz de hacer algo que
perjudicara a Néstor, olvídelo.
—Si Salazar le hubiera pedido a alguno de ellos que le ayudara a alterar las evidencias en su
contra, ¿lo hubieran hecho?
Remigio frunció el ceño, incómodo por el rumbo que estaba tomando la discusión.
—Se está pasando unos cuantos pueblos, inspectora. Lo que sugiere es una conspiración para
delinquir, que involucraría al menos a dos miembros del personal de la comisaría. Sin embargo, le
responderé. No quiero que queden dudas al respecto. No, no creo que ninguno de los
subinspectores se prestaría a hacer algo así. Ni siquiera por Salazar.
—En ese caso, volvemos al principio. Los indicios apuntan a que el inspector jefe nunca
activó la grabadora, y por eso no existe un archivo que pueda recuperarse.
Apenas Rebeca terminó de pronunciar esas palabras, el aviso de la entrada de un mensaje en
el móvil de Remigio atrajo la atención de los dos policías. El inspector desbloqueó la pantalla y
miró de frente a su compañera.
—Es de Toni. Encontró algo y quiere mostrárnoslo.
Capítulo 46

En la sala común, Salazar les informó a sus subalternos que el cabello que encontraron en la
escena del crimen de Soler no pertenecía a ninguno de los chicos góticos, pero Telmo argumentó
que eso no demostraba su inocencia. Con un rechinar de dientes, el inspector se vio obligado a
darle la razón de nuevo. El siguiente paso era investigar a fondo a Fraso y a Maco.
Salazar se acomodó en la mesa de trabajo de Miguel. Hubiera preferido no usar ese
ordenador, pero la alternativa era el de Beatriz, y la subinspectora lo había tuneado a tal punto,
que un analfabeta informático como él no sería capaz ni de encenderlo sin liarla.
Una vez que Diji preparó la carpeta con las fotografías de los sospechosos y salió en
dirección al vecindario de los Soler, Néstor y Telmo hundieron las narices en sus respectivos
ordenadores. No era el tipo de tarea que le correspondía a Salazar como inspector jefe, y tampoco
le entusiasmaba, pero resultó un alivio intelectual limitarse a rebuscar datos, sin tener que sacar
conclusiones en ese momento.
Álvarez hizo lo mismo en su propio ordenador. Trabajaron en silencio, sin descanso. Al cabo
de un par de horas, Telmo apartó la vista de la pantalla, se levantó del asiento y salió de la sala
común. Regresó antes de los tres minutos, con un café de la cafetera de Lali en la mano. ¡Un
intrépido!
Salazar se estiró como un gato, movió el cuello y sintió un craqueo en las cervicales. Según
Paca, significaba que se estaba oxidando, aunque a él no le inspiraba mucha confianza la sapiencia
felina en ese tema.
—¿Le traigo un café, inspector?
—No, gracias, Telmo —respondió Néstor, desconfiando de las intenciones de su subalterno.
Por su experiencia, sospechaba que Lali lo preparaba con algo más que café. ¿Sales de Epsom,
quizá? — ¿Terminaste la indagación sobre María?
Álvarez ocupó su mesa de trabajo de nuevo, y desbloqueó la pantalla de su ordenador.
—Sí, señor —El inspector asintió para animarlo a continuar. Telmo dio otro sorbo al café y
comenzó su exposición—. María es la hija menor de Alirio Correa, quien es dueño de tres
supermercados en La Rioja. Uno se encuentra en Haro y dos en Logroño. El negocio está en
expansión.
—¿Encontraste alguna relación entre Alirio y Soler?
—No, señor. Vivían en mundos diferentes. No hay constancia de que se conocieran.
—De acuerdo, pero tengamos en cuenta que nuestros archivos contienen una información
limitada, y que pudieron tener encuentros sociales de los que no tenemos noticia. Continúa.
—María fue un dolor de cabeza para los Correa desde que tenía catorce años.
—Déjame adivinar. Cayó víctima de las drogas.
—Así es, señor. La historia de siempre. Un malnacido la indujo a probarlas cuando todavía
era una chiquilla y quedó enganchada. A partir de ese momento, comenzaron los arrestos por
pequeños robos, trapicheos y alteración del orden público. Se fue de casa antes de los dieciocho.
Durante esos años entró y salió de Centros de Desintoxicación. Se mantenía bien por algunos
meses y luego recaía. Fue durante uno de esos períodos de estabilidad cuando trabajó en la tienda
del señor Gorrín.
—¿Cuándo pasó a formar parte de la tribu gótica?
—Hace dos años, después de conocer a Francisco.
—De acuerdo. Coincide con el historial de Fraso. ¿Encontraste algún indicio de que Maco
tenga inclinaciones violentas?
—No, señor. Más bien, yo diría que su actitud se puede calificar de sumisa.
Néstor asintió.
—La historia de Francisco es muy diferente, pero encaja bien con lo que tú encontraste —
Telmo bebió el último sorbo del café, arrugó el vaso y lo tiró a la basura. Entonces se recostó en
la silla y centró toda su atención en su jefe. Néstor continuó su exposición—. Fraso nació en un
hogar disfuncional. Su madre abandonó a la familia cuando él tenía tres años, y su padre era un
irresponsable que no se ocupaba de sus hijos. Servicios Sociales intervino cuando el chico
cumplió cinco años. Desde entonces permaneció en instituciones y casas de acogida.
Salazar hizo una pausa. La historia del chico le resultaba demasiado familiar. Telmo lo miró
impasible, en espera de la información. Néstor carraspeó y continuó:
—Al igual que Maco, Francisco comenzó a consumir drogas desde que era un chaval. Tiene
antecedentes por robo y trapicheos. Ha visitado más comisarías que un turista museos.
—¿Actuó con violencia en alguno de los robos por los que estuvo detenido? —preguntó
Telmo.
El inspector sacudió la cabeza.
—No. Es un hábil carterista, y lo pillaron en un par de ocasiones. También tiene un arresto por
venta de estupefacientes.
—Así que además es camello.
—Antes de que me lo preguntes, no delató a su proveedor. Pagó condena por dos años y
encontró trabajo en una tienda de artículos góticos cuando salió. Fue cuando se unió a la tribu.
—¿Y usted todavía tiene duda de que esos dos son culpables?
Salazar guardó silencio por unos segundos, mientras consideraba las alternativas. Luego
asintió.
—Sigo pensando igual. Estos chicos son un par de pringados que quisieron escalar en su
carrera delincuencial, dando un golpe importante.
—Robar en el chalé de los Gorrín.
—Exacto, pero son tan torpes que terminaron remolcados por una grúa desde el terreno donde
se preparaban para cometer el delito, con lo cual dejaron una ristra de evidencias a su paso.
—Evidencias que los ubican en el lugar y el momento del asesinato de Soler. No lo olvide.
Salazar suspiró. Telmo tenía razón. ¿Por qué se empeñaba tanto en defender a esos chicos?
¿De dónde nacía su convicción de que eran inocentes? Entonces lo comprendió.
—Estar en el lugar y momento inapropiado no convierte a nadie en culpable, Telmo. Esa es la
solución más fácil, pero si nos dejamos guiar por la simpleza, el verdadero asesino quedará
impune, libre para volver a matar. Y lo que es peor, le habremos destrozado la vida a dos
inocentes.
—Supongo que cuando habla de «inocentes» no se refiere a los detenidos. Le recuerdo que
estaban allí para planificar el robo de un chalé.
—No digo que sean ninguna «perita en dulce», pero si no fueron ellos quienes dispararon
contra Soler, son inocentes de ese crimen en particular.
—Debe reconocer que ninguna de las evidencias que hemos encontrado hasta ahora los
exculpa. ¿Quiere saber lo que pienso?
Salazar asintió y lo invitó a continuar.
—Te escucho.
—Yo creo que usted tiene razón cuando afirma que querían ascender en la escala evolutiva de
la delincuencia. Llegaron hasta el vecindario con el chalé de los Gorrín como objetivo, pero les
llamó la atención el de los Soler, así que decidieron no esperar… Llamaron a la puerta con
cualquier excusa. Tal vez para solicitar ayuda o algo así. Entonces Maco distrajo a la víctima,
mientras Fraso le disparaba. Luego se asustaron por lo que hicieron y dibujaron el pentáculo con
un cuchillo, con la intención de hacernos creer que se trataba de un asesinato ritual. Cuando se
dispusieron a huir encontraron el coche atascado en el barro, y no les quedó otra opción que
llamar a una grúa para que los rescatara.
—Hay un bache en tu razonamiento… Soler era un abogado criminalista, así que no se trataba
de ningún ingenuo. ¿Crees que es lógico que a mitad de la noche les abriera la puerta a dos
desconocidos con la pinta de estos chicos?
—Quizá quien llamó a la puerta fue Maco. Si lo abordó con una actitud sumisa, tal vez Soler
creyó que no tenía nada que temer.
Salazar sacudió la cabeza.
—Sigo sin verlo… Tu teoría tiene demasiados agujeros —Telmo cruzó los brazos y las
piernas—. Vamos a partir de la base de que esta pareja pasa más hambre que piojos de maniquí.
¿Tú crees que hubieran podido conservar un arma como la Vector durante todo un año? ¿Y para
qué? Además, sabemos que estuvieron allí porque planificaban el robo del chalé de los Gorrín.
¿Por qué arriesgarse a un asalto a mano armada, cuando sabían que en pocos días la casa de al
lado estaría vacía?
—Tal vez no estaban dispuestos a esperar ese par de días.
—Así que entraron a saco, asesinaron al propietario del chalé y se marcharon sin siquiera
llevarse un souvenir.
—Cuando vieron a Soler muerto y comprendieron la gravedad de lo que hicieron, se asustaron
y huyeron sin el botín.
—Estaban tan asustados que dejaron atrás la idea de robar, pero tuvieron el suficiente temple
para dibujar un pentáculo alrededor de la herida con un cuchillo. ¡No me jodas!
Telmo dudó por un momento, descruzó brazos y piernas, y se inclinó hacia adelante.
—Estaban bajo presión, jefe. Nadie sabe cómo reaccionaría en una situación como esa. Quizá
la adrenalina no les permitió ser lógicos o iban colocados. Es posible que para ellos fuera más
importante crear un elemento de distracción que el propio botín… Usted mismo lo dijo: «No nos
guiamos por las apariencias, sino por las pruebas». Y todos los indicios apuntan a que esos chicos
asesinaron a Soler.
Salazar iba a responder, cuando su móvil comenzó a sonar. Atendió de inmediato. Después de
una corta conversación, terminó la llamada y encaró a su compañero.
—Era Diji. Con excepción del vecino que nos informó sobre la grúa, nadie vio nunca a Maco
ni a Fraso en el vecindario de Soler.
—Lo que cuenta es que estuvieron allí a la hora del crimen. Y tenemos dos testigos.
Salazar meditó por algunos instantes.
—De acuerdo, prepara el informe para el juez, y espero que tengas razón. Si nos equivocamos
en esta ocasión, dejaremos en libertad a un asesino muy peligroso.
Capítulo 47

Telmo se puso manos a la obra para cumplir la orden de su jefe. Salazar todavía no estaba
convencido de la conveniencia de seguir adelante con la acusación contra los chicos, pero sabía
que el subinspector tenía razón. Todos los indicios inculpaban a Fraso y Maco. Él no podía
retrasar los procedimientos por una corazonada. De reojo vio la figura menuda de Lali en el
umbral, mientras hacía cábalas acerca de cuál sería su siguiente paso en la investigación.
—Inspector jefe, me alegra encontrarlo aquí. El comisario quiere verlo con urgencia.
Salazar palideció. Las palabras «con urgencia» nunca acompañaban a las buenas noticias. De
inmediato se puso de pie para seguir a la secretaria.
—¿Ha ocurrido algo, Lali?
—No lo sé, señor.
Néstor hizo ejercicios respiratorios para tranquilizarse. No tenía caso interrogar a Lali. Ella
no sabía nada. Por otro lado, tal vez fueran buenas noticias. Quizá Remigio consiguió demostrar
que él era inocente. El corto trayecto entre el segundo y el primer piso resultó un calvario. Cuando
llegaron ante el despacho de Ortiz, la secretaria golpeó la puerta con suavidad, abrió sin esperar
respuesta y anunció al inspector. Salazar entró con la actitud de un colegial que acude a la oficina
del director para recibir una bronca. Lo primero que hizo fue escrutar el rostro de su hermano. De
inmediato concluyó que las noticias eran malas.
—Pasa Néstor, siéntate.
El inspector obedeció. A su espalda, Lali cerró la puerta para regresar a sus labores.
—¿Qué ocurre?
Santiago se puso de pie y comenzó a dar paseos cortos. Mala señal.
—Acabo de recibir una llamada de los mandos. Lo lamento, Néstor, no son buenas noticias. La
presión de los medios por el caso de Celso es brutal. La población y la prensa exigen un castigo
ejemplar…
—Y allí estoy yo —sentenció Salazar con amargura—. El chivo expiatorio perfecto. De nada
sirve mi historial impecable. Se me ocurrió estar presente en el lugar y momento equivocados, así
que me hunden la vida sin mayores remordimientos, y se quedan tan anchos porque «se hizo
justicia».
—Lo lamento mucho. En pocas horas te suspenderán de empleo y sueldo por brutalidad
policial. Y es posible que también emitan una orden de busca y captura por homicidio.
—¿Para esto me hice policía y me esforcé en hacer bien mi trabajo, Santiago? ¿Para que una
bruja me arruine la vida sin contemplaciones?
—La decisión no tiene que ver con la inspectora Araujo —aclaró Santiago—. Viene de arriba.
—¿Entonces Remigio y ella todavía no han terminado de investigar?
Ortiz sacudió la cabeza.
—Les dieron un plazo que no pudieron cumplir. Los jefes tomaron la decisión sobre la base de
las pruebas que ya existían.
—Peor me lo pones. Así que ni siquiera me conceden el beneficio de la duda. Para ellos, soy
culpable hasta que se demuestre lo contrario.
—Me temo que en este caso tuvo más peso la presión de la opinión pública.
—¿Cuánto tiempo me queda de libertad?
—Unas pocas horas. Es posible que la orden llegue antes de que termine el día.
Salazar asintió y tragó saliva.
—Siendo así, será mejor que me dé prisa en resolver el caso Soler.
Santiago enarcó las cejas.
—¿Vas a continuar trabajando? Pensé que querrías saber lo que se te venía encima para
prepararte, y arreglar algún asunto personal… Estaba dispuesto a pasarle el caso a Pedrera.
Néstor se puso de pie y llenó sus pulmones de aire. Lo soltó despacio antes de hablar.
—Si lo que esperas es que me prepare para perder mi carrera y mi libertad, no tiene sentido.
Nunca estaré en condiciones de aceptar algo así. Sin embargo, hay algo positivo que puedo hacer
antes de caer en desgracia. En las celdas de esta comisaría hay dos chavales con menos suerte que
«el coyote», a quienes también se les puede arruinar la vida por estar en el momento y lugar
equivocados. Ya que no puedo salvarme yo mismo, al menos haré el esfuerzo de salvarlos a ellos.
—¿Estás seguro de que es lo que quieres hacer?
—Ahora mismo no estoy seguro de nada, pero es lo que me pide mi conciencia.
—Muy bien. Hasta que no lleguen las órdenes contra ti sigues en funciones, así que puedes
disponer de tu tiempo según tu criterio. Y no dudes en contar conmigo para lo que sea necesario.
—Gracias. Lo tendré en cuenta.
Salazar salió con prisas de la oficina de su hermano. Si se detenía en consideraciones
afectivas se vendría abajo, así que antes de que Santiago pudiera reaccionar, ya estaba en la
antesala.
—¿Todo bien, inspector jefe?
En ese momento, Néstor tenía la sensación de que su cuerpo no le pertenecía. Como si de un
momento a otro estuviera viviendo la vida de otra persona. ¿De verdad aquello le estaba pasando
a él?
—Todo bien, Lali —Salazar encaminó sus pasos hacia la salida. A mitad de camino se detuvo
y se volvió para mirar a la secretaria—. ¿Sabes, Lali? Eres una trabajadora extraordinaria y un
pilar para esta comisaría.
El rostro de ella se encendió y alcanzó un rojo vivo, al mismo tiempo que se llevaba una mano
al pecho. Las palabras le salieron en un balbuceo.
—¿Inspector jefe? Gracias.
—Solo quería que lo supieras.
Una vez fuera de la oficina, Néstor apuró el paso hacia el segundo piso. Entró en la sala
común como una tromba.
—¡Telmo, cambio de planes! No acusaremos a los chavales todavía.
El subinspector dio un respingo por el susto.
—Inspector, ¿qué ocurrió? ¿Recibió alguna información de parte del comisario que cambie el
rumbo de la investigación?
—No recibí ninguna información, pero comprendí algo importante. No contribuiré a
destrozarle la vida a estos chicos, por muy pringados que sean. Estoy seguro de que existe alguna
forma de llegar a la verdad y descubrir al asesino.
Telmo torció la boca y se apoyó en el respaldo de su silla.
—Ya exploramos todas las posibles vías de investigación, jefe. Y todas nos llevan a la misma
conclusión: fue un robo que salió mal.
—No, no es cierto. La investigación no nos lleva a esa conclusión, sino que muchos de los
hilos que seguimos terminan en callejones sin salida, y allí están estos chavales. Su aspecto es
extraño, su conducta es reprochable en muchos aspectos, y estaban en el lugar y el momento
preciso para cargar con las culpas. Si somos objetivos, la acusación contra ellos tiene una base de
sustentación muy débil.
—Le recuerdo que son nuestros únicos sospechosos.
—Quizá porque no hicimos bien nuestro trabajo —Álvarez frunció el ceño ante la crítica nada
velada. Salazar comprendió que se había pasado—. No me malentiendas, Telmo, no hablo de ti ni
de los demás colegas. Es una autocrítica. Yo estoy al frente de esta investigación y si en las celdas
tenemos a dos sospechosos que son inocentes, yo soy el único responsable.
El subinspector relajó los músculos ante el reconocimiento de Néstor.
—¿Qué hacemos ahora?
—En algún punto desviamos el rumbo del camino correcto. Algo nos distrajo.
—La aparición de los góticos en la escena del crimen.
—Es correcto. Si por un momento sacamos a Fraso y Maco de la ecuación, ¿qué nos queda?
Telmo meditó la pregunta por algunos segundos, antes de responder.
—Tendríamos que reconsiderar quién se benefició de la muerte de Soler, también quiénes
contaron con la oportunidad y los medios.
—De acuerdo. Comencemos por los beneficiados.
—En primer lugar, los hijos. Heredarán una suma considerable.
Salazar asintió.
—¿Quién más?
Telmo se encogió de hombros.
—La asistenta no recibe nada. Al contrario, perdió el trabajo. El socio también salió
perjudicado. Soler era el que tenía la fama, así que su bufete perdió prestigio y valor.
Salazar se mordió el labio inferior.
—No debemos apresurarnos, Telmo. Es posible que el objetivo del asesino no fuera el
dinero. Quizá se trató de una venganza o Soler era un obstáculo en su camino.
—En ese caso, habría que tomar en cuenta a Luis Mendoza, el carpintero.
Néstor negó con la cabeza.
—Ya lo descarté en su momento. Tiene una coartada irrefutable.
—Ese es el problema con este caso. Que todos tienen coartada.
—Lo cual nos conduce a otra posibilidad: el homicidio lo cometió un tercero. ¿Quiénes de
esta lista podían contratar a un sicario? De una vez, podemos descartar a Mendoza. Su capacidad
de pago es nula. El tío debe hasta la forma de caminar.
—Tampoco creo que la asistenta sea elegible en ese grupo. Así que nos quedan los hijos y el
socio.
El timbre del móvil de Salazar interrumpió la discusión. Después de consultar el origen de la
llamada, Néstor respondió.
—De acuerdo, don Braulio. En unos minutos estaré allí.
Salazar guardó el teléfono, al mismo tiempo que le daba una orden al subinspector.
—Comprobemos que la relación entre Soler y su socio era tan cordial como nos la contaron.
También indaga lo que hicieron los hijos durante las últimas semanas. En especial, los mayores.
Quiero saber con quiénes se reunieron, sus movimientos bancarios, e incluso si se resfriaron.
Estaré de vuelta pronto.
Capítulo 48

Rebeca y Remigio recorrían el trayecto hasta la Jefatura Superior cuando recibieron la llamada
de Ortiz. El comisario le informó a su subalterno sobre la inminencia del arresto de Salazar. La
inspectora también escuchó al comisario a través del dispositivo de manos libres.
—Nos queda poco tiempo —afirmó Toro, después de terminar la llamada—. Una vez que se
ponga en marcha el procedimiento, será más difícil impedir que Néstor termine en la cárcel.
Necesitaremos pruebas más contundentes.
Araujo suspiró.
—Aún tenemos un pequeño margen. Deben cumplir con el papeleo, y no pasarán por encima
de mí para ejecutar el arresto. Estoy segura de que recibiré la orden de un momento a otro.
El inspector aumentó la velocidad hasta el límite permitido. Al cabo de diez minutos llegaron
a su destino. Remigio se arrebujó en su abrigo en cuanto cruzó la puerta del laboratorio de
Informática. Miró a Rebeca de reojo, pero la inspectora mantenía una expresión impasible. Por lo
visto, el frío no la afectaba demasiado. Toni apartó la vista de la pantalla en cuanto los vio.
—Me alegro de que ya estén aquí.
—¿Qué encontraste?
—El archivo de la grabación. Resultó muy difícil, pero no ha nacido el informático que
consiga burlarme —sentenció Toni con orgullo.
Remigio desplegó una sonrisa de oreja a oreja y dejó escapar el aire que retenía. Miró a su
compañera para calibrar su reacción.
—Entonces, Salazar dijo la verdad cuando declaró que había activado la grabadora —
reconoció Rebeca.
Toro aprovechó para afianzar su posición.
—Se lo dije, inspectora. Néstor es un liante, pero es un policía legal.
—¿Podemos ver esa grabación?
Toni negó con la cabeza.
—En eso trabajaba cuando llegaron. Por desgracia, todo el proceso de eliminar y recuperar el
archivo lo dañó.
—¿No se puede reparar? —preguntó Remigio, al mismo tiempo que experimentaba el
desvanecimiento de su alegría.
—Lo estoy intentando, pero no es fácil, y tampoco hay garantía de éxito.
El timbre del móvil de Rebeca los interrumpió. La inspectora frunció el ceño en cuanto vio la
pantalla.
—Es mi jefe. Estoy segura de que me llama para ordenarme que arreste a Salazar.
Remigio clavó la mirada en Toni y apoyó la mano en su hombro.
—No es necesario que te explique la importancia de reparar ese archivo, hijo. El futuro de
nuestro amigo pende de un hilo. Ahora mismo, tú eres el único que puede salvarlo, y el tiempo
apremia.
El teléfono seguía sonando con insistencia. La inspectora se limitaba a sostenerlo en la mano
sin responder.
—No podré contenerlos por mucho tiempo. La única forma en que puedo posponer la
ejecución de la orden es evitar que me localicen, pero si demoro demasiado en responder,
enviarán a alguien más en busca del inspector.
—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó Toni.
—Minutos.
Sin decir una palabra más, el informático regresó al ordenador y continuó su tarea. Con el
ceño fruncido se sumergió en el pequeño mundo que le mostraba la pantalla. Sus dedos se
movieron con celeridad sobre el teclado. Remigio y Rebeca comprendieron que hacerle más
preguntas sería distraerlo de su objetivo. Toro miró a los ojos a su compañera como si la viera
por primera vez.
—Gracias por concedernos este tiempo, inspectora. Sé que arriesga mucho al ignorar la
llamada de sus superiores.
Araujo cogió aire y lo soltó despacio.
—Reconozco que la aparición de ese archivo es un punto a favor de la inocencia de Salazar.
En cuanto a mis jefes, están sometidos a mucha presión, y para ellos Salazar solo es un policía que
se salió del carril y les causó problemas. Que yo no pudiera aportar ninguna prueba en su favor,
también influye en la decisión…
—Culpable hasta que se demuestre lo contrario.
Rebeca hizo una mueca de amargura que pretendía ser una sonrisa.
—Es la naturaleza humana. Si surge una sospecha sobre alguien, y se crea una matriz en la
opinión pública que lo señala como culpable, revertirla es casi imposible. Y me temo que en ese
juicio, el inspector jefe ya recibió un veredicto.
—Pero ya encontramos la grabación que lo exculpará. Estoy seguro de que Toni será capaz de
recuperarla. Demostraremos la inocencia de Néstor, y quiénes hoy lo acusan se verán obligados a
retractarse.
—¿Quién es el ingenuo ahora? Si Toni recupera esa grabación a tiempo, tal vez lleguemos a
impedir la acusación formal contra su colega, pero ya habrá quién se encargue de acusar a la
Policía de alterar las pruebas para proteger a uno de los suyos. Es lamentable, pero hay mucha
gente que se beneficia de la defenestración de un policía, así como de proyectar una mala imagen
sobre la institución. En cualquier caso, al inspector Salazar le resultará muy difícil quitarse el
señalamiento de «brutalidad policial» de encima, sin importar si termina acusado o no.
—¡Eureka! Ya lo tengo —gritó Toni. Los dos policías centraron su atención en el informático,
cuyos dedos seguían volando sobre el teclado.
—¿Lo reparaste?
El chico asintió.
—Lo veremos en un minuto. En cuanto termine de copiarlo. No me arriesgaré a perderlo de
nuevo.
Los tres se agolparon frente al ordenador, mientras Toni transcribía la información para
ponerla a salvo. Solo transcurrieron algunos segundos, pero a Remigio se le hizo una eternidad.
Por fin Toni se dio por satisfecho, y abrió el archivo con el vídeo.
Lo primero que vieron los policías fue a Celso sentado en la sala de interrogatorios, inclinado
sobre la mesa y moviendo una pierna de arriba abajo sin cesar. Miraba a un lado y a otro, sacudía
la cabeza y resoplaba.
—¿Dónde está Salazar? —preguntó Rebeca.
—Entrará en unos minutos —respondió Remigio, sin apartar la vista de la pantalla—. Néstor
siempre graba al detenido unos minutos antes del interrogatorio. Estudiar el lenguaje corporal de
los sospechosos puede aportar información relevante.
—Así que el inspector encendió la grabadora desde el ordenador del comisario, y se fue a
tomar un café…
—Es parte de la estrategia. ¡Ahí entra alguien!
En el vídeo, Celso detuvo el movimiento de la pierna y adoptó una actitud tensa. La puerta se
abrió y el detenido centró su atención en la visita. Los tres policías que contemplaban la grabación
se sorprendieron, pero en la medida en que se desarrollaron los acontecimientos, Toni y Remigio
se miraron entre sí, sin poder creer lo que les mostraban sus sentidos. Sin embargo, ahora que
sabían la verdad, todo encajaba. Rebeca los sacó de su ensimismamiento.
—Esto tiene que saberse lo antes posible.
Toni llenó sus pulmones de aire y lo retuvo por un momento, mientras sus dedos permanecían
inmóviles, suspendidos sobre el teclado. Remigio se preguntó si sería capaz de entregarles la
grabación o si presionaría una tecla que la destruiría para siempre. Después de expulsar el aire, el
informático reanudó la actividad sobre el teclado y pocos segundos después, retiró un pincho que
estaba conectado al ordenador. Se lo entregó a Remigio.
—Aquí lo tienes.
—Toni…
—No pierdas el tiempo. Vete.
Rebeca usó el móvil para informar a sus jefes acerca de la recuperación de la grabación y su
contenido. Iba hablando mientras salían de la Jefatura Superior. Remigio también se comunicó con
el comisario, aunque tan solo le informó que habían recuperado el archivo perdido, y que no
hiciera nada hasta que ellos llegaran.
En cuanto subieron al coche, Toro activó la sirena y se olvidó de límites de velocidad. En
poco más de treinta y cinco minutos aparcaron en San Miguel. Cruzaron frente a García a la
carrera, dejándolo con cara de panoli en entrenamiento. Llegaron al primer piso jadeando.
—Lali, necesitamos hablar con el comisario de inmediato.
—¡Inspector Toro! ¿Ha ocurrido algo? —La eficiente secretaria usó la centralita para
comunicarse con Ortiz, al mismo tiempo que trataba de comprender a qué venía esa intrusión—.
Comisario, lo solicita el… De acuerdo.
—Pueden pasar —dijo Lali, con el desconcierto pintado en la cara.
Rebeca y Remigio se plantaron de inmediato ante la puerta, avisaron mediante un par de
golpes suaves y entraron. Ortiz los esperaba sentado, con todos los músculos en tensión.
—Remigio, inspectora Araujo. ¿Qué averiguaron? ¿La grabación exculpa a Ne… a Salazar?
—Será mejor que la vea usted mismo —respondió Toro, al mismo tiempo que le entregaba el
pincho a su jefe.
Ortiz apretó los dientes. La actitud de Toro no era la de un portador de buenas noticias, así que
no hizo más preguntas. Después de conectar el pincho a su propio ordenador, reprodujo la
grabación. La vio dos veces antes de quedar convencido. Luego suspiró y clavó la mirada en su
subalterno.
—Ya sabes lo que tenemos que hacer. Prepara el informe para el juez.
—Comisario…
—No necesito recordarte cuál es tu deber, Remigio. Y no olvides solicitar también una orden
de registro.
Capítulo 49

Mientras Santiago tomaba una de las decisiones más ingratas de su carrera, Néstor llegó a la
oficina de don Braulio. Evelia le dio la bienvenida con una sonrisa, y el inspector tuvo que
contenerse para no emprender la huida. Nada lo asustaba más que una secretaria amable. Malas
experiencias. Tenía que reconocer que prefería cuando Evelia lo recibía con un insulto o un
comentario mordaz. Era menos escalofriante, y más divertido.
—Me alegra verlo, inspector. Braulio lo espera.
Antes de que ella tuviera tiempo de anunciarlo, la puerta del detective se abrió y Quintero
sacó medio cuerpo fuera de su oficina.
—Néstor, hijo, pasa, que te estoy esperando. Evelia, churri, ¿nos traes un café?
—Por supuesto, cielo. Enseguida.
—No para mí, gracias —se apresuró a decir Salazar.
Evelia y don Braulio intercambiaron un guiño cuando ella pasó frente a él, en busca del café.
Salazar centró la mirada en una telaraña que prosperaba en una esquina, junto al techo. Luego
apresuró el paso para entrar en el despacho del detective, haciéndose el longuis.
En cuanto Néstor y don Braulio se sentaron a cada lado del escritorio, la secretaria apareció
con una bandeja y un café. Más muecas y guiños. El inspector experimentó un deseo súbito de que
se lo tragara la tierra, pero el suelo permaneció inmóvil, así que tocó apechugar, hasta que por fin
Evelia salió con la bandeja vacía en la mano.
Don Braulio se llevó la taza a los labios y soltó un suspiro con la mirada perdida. Néstor
esperó en silencio a que su amigo recuperara la normalidad. Había visto en un documental que el
amor tenía que ver con sustancias químicas que producía el cerebro, pero Paca opinaba que los
humanos siempre les estaban buscando demasiadas patas a sus congéneres.
—Me alegra que vinieras tan pronto, hijo. Uno de mis informantes recordó algo que estoy
seguro de que te interesará.
—¿Se refiere al homicidio de Soler? —Quintero asintió—. Le confieso que este caso me trae
por la calle de la amargura. Hasta ahora, todas las vías de investigación nos han llevado a
callejones sin salida.
—Pues espero que esta vez se rompa la maldición.
—Lo escucho.
—Bien, como en mis primeras indagaciones no conseguí resultados, toqué otras puertas.
Contacté a algunos de mis viejos informantes menos activos. Todos me confirmaron que no hay
sectas satánicas ni grupos rituales operando en La Rioja en este momento, pero… y aquí viene lo
interesante: Uno de ellos recordó un comentario de un tío que trafica en el mercado negro.
El inspector se envaró en el asiento.
—¿Armas?
Quintero asintió.
—Entre otras fruslerías.
—Lo escucho.
—Muy bien, este sujeto le comentó a mi informante, que hace casi un año le vendió una
semiautomática rusa a un tío muy extraño.
—¿Extraño en qué sentido?
Quintero encogió un hombro.
—El traficante no fue muy específico. Solo comentó que se sintió aliviado cuando concluyó la
transacción y lo perdió de vista.
—Pues para causar ese efecto en un vendedor del mercado negro… ¿No volvió a contactarlo?
Don Braulio sacudió la cabeza.
—No, y tampoco era cliente asiduo. Según mi informante, se trató de un único contacto.
—¿Sabe el nombre del traficante?
—Por supuesto —afirmó el excomisario con orgullo, al mismo tiempo que le entregaba una
nota a Néstor—. No habría hecho un buen trabajo si no lo hubiera averiguado—. Su nombre es
Fulgencio Porras. En las calles se le conoce como Mosquito, porque tiene un tono de voz agudo y
molesto.
—«Mosquito». Sí, ahora recuerdo de quién se trata. Está en busca y captura, pero no lo hemos
encontrado en ninguno de sus escondites habituales, y todas las indagaciones acerca de su
paradero han sido infructuosas. Llegamos a la conclusión de que se marchó de La Rioja.
—Pues sigue en Haro, solo que es muy cuidadoso y no asoma la nariz en ninguna
circunstancia. Tiene su centro de operaciones en una casa abandonada de la calle Padre Risco.
Ahí tienes el número.
Salazar frunció el ceño.
—Joder, el muy cabrón se escondió a cien metros de la comisaría. Y nosotros creyendo que
como cerca, se habría mudado a las islas Canarias.
—Ya te advertí que era muy discreto.
—Pues se le acabó el cachondeo. Gracias, don Braulio.
Néstor salió del despacho de Quintero y dejó atrás al detective y su secretaria envueltos en un
halo de ensoñación. Mientras bajaba las escaleras llamó a Telmo. Después de compartir la
información que le proporcionó don Braulio, Salazar le ordenó a su compañero que desempolvara
la orden de busca y captura contra Fulgencio Porras, y que se reuniera con él en la calle Padre
Risco, junto con dos parejas de agentes.
—¿Está seguro de que está ahí, jefe? Pero si es…
—Lo sé. Está a tiro de piedra de la comisaría. Poco faltó para que se nos instalara en la
recepción, junto a García.
—Como esto se sepa, vamos a ser el hazmerreír del cuerpo.
—Ya será menos. Lo importante es que ya descubrimos dónde está, y vamos a por él.
—Por supuesto —Telmo bajó la voz y continuó hablando en susurros—. Además, reconozco
que va a ser un alivio salir de la comisaría en este momento. Es posible que no deba comentarlo,
pero aquí ocurre algo extraño.
—¿Qué? —preguntó el inspector, al mismo tiempo que un escalofrío le corría por la espalda.
—No lo sé, señor. Todo lo que puedo decirle es que el comisario anda de muy mal humor, y
Lali está de los nervios. Ya se ha asomado tres veces para advertirnos que nadie debe salir de San
Miguel sin anunciarle adónde va y por qué. En cada oportunidad preguntó si usted, Beatriz y el
inspector Pedrera ya habían llegado. Son los únicos ausentes.
—Es evidente que Ortiz quiere comunicarle algo a todo el equipo —concluyó Salazar. «Tu
inminente arresto». Néstor se sacudió la idea de la cabeza—. ¿Sabes dónde está Remigio?
—Él y la inspectora de Asuntos Internos llevan un par de horas en la oficina del comisario.
Aquí ocurre algo muy raro. Y no es nada bueno.
Néstor le dio la razón a la perspectiva pesimista de Telmo, así que se aferró a la única vía de
evasión que tenía.
—Lo que sea, por el momento no nos incumbe —sentenció Salazar con los dedos cruzados—.
Vamos a centrarnos en nuestros asuntos. Nuestra prioridad es detener a Mosquito, así que quiero
que os apostéis cerca de la casa y os preparéis para una incursión.
—Sí, señor.
—Nos vemos en veinte minutos en la calle Padre Risco.
Salazar terminó la llamada en el momento en que se subía al Corsa. Por un instante se preguntó
qué estaría ocurriendo en San Miguel. Tenía la certeza de que estaba relacionado con la muerte de
Celso. ¿Habría llegado la orden de captura sobre la que le advirtió Santiago horas antes? Era lo
más probable. ¿Caerían sobre él en el momento menos esperado para arrestarlo?
El inspector llenó sus pulmones de aire y lo retuvo por unos instantes para tranquilizarse.
Pasara lo que pasara, ya no estaba en sus manos evitarlo, así que seguiría adelante con lo que se
propuso en un principio, que era resolver el crimen de Soler, y demostrar la inocencia de Fraso y
Maco para evitar una injusticia.
Se preguntó cuánto tiempo le restaría en libertad. Antes de encender el coche, buscó en su lista
de contactos y localizó el número que le interesaba. Le respondieron al tercer timbrazo.
—Néstor. No esperaba que me llamaras a esta hora.
—Hola, Sofía… Es solo que…
—¿Sí?
—Solo necesitaba escuchar tu voz.
Capítulo 50

Salazar terminó la llamada con un sentimiento de frustración. Sofía estaba en medio de una
terapia física y no podía atenderlo en ese momento. Tal vez si llamaba más tarde… Néstor se
disculpó por la interrupción, le confirmó que la llamaría en unas horas y cortó la comunicación.
Más tarde… más tarde él ya estaría en camino a una celda de prisión preventiva, mientras
esperaba el juicio que arruinaría su vida. La única verdad era que no habría un «más tarde».
Con el alma en los pies, Salazar encendió el motor y salió en dirección a Padre Risco. No
quería acercarse a la comisaría todavía, así que aparcó en la avenida Siervas de Jesús y se acercó
andando al punto de encuentro. Néstor sintió la humedad en los huesos desde que se apeó del
coche. La temperatura bajaba conforme las nubes se apoderaban de la tarde, y un viento frío
recorría la ciudad.
En cuanto llegó a su destino, Echevarría le salió al paso y lo acompañó a lo largo de la
estrecha calle hasta una callejuela perpendicular, todavía más estrecha. Allí se encontraban Telmo
y un agente. El subinspector le informó a Salazar acerca de los detalles del operativo.
—Rodríguez y Villa esperan instrucciones al otro lado de la calle. Según la información
oficial, la casa está desocupada y pertenece al ayuntamiento, así que no necesitamos orden de
registro para entrar. Parece estar vacía. ¿Su información es confiable?
El inspector asintió.
—Sin ninguna duda. Te aseguro que Mosquito está ahí adentro. Lo que no tengo claro es si se
encuentra solo.
Álvarez se encogió de hombros.
—No quisiera ser demasiado optimista, pero el factor sorpresa juega a nuestro favor. Aunque
Porras se encuentre acompañado por varios cómplices, no esperan que caigamos sobre ellos.
Néstor enarcó las cejas. Era la primera vez que Telmo tenía una expectativa optimista sobre
algo.
—No tiene sentido esperar —decidió Salazar, al mismo tiempo que sacaba su arma de la
pistolera—. Vamos.
Telmo transmitió la orden al grupo que esperaba en la otra esquina, así que hicieron un
movimiento de pinza desde los extremos de la estrecha calle, hasta que llegaron frente a la puerta.
El inspector levantó la mirada hacia el balcón del primer piso, al que daban acceso dos
ventanales, protegidos por contraventanas cerradas.
—¡Trujillo! Espera aquí. Vigila que nadie salga de la casa —ordenó Salazar.
A una señal del inspector, Echevarría pateó la puerta con fuerza, y la madera semipodrida se
desprendió de los goznes, dejando el camino despejado. Entraron en orden y siguiendo los
procedimientos reglamentarios. Conforme revisaron la planta baja, esquivaron las botellas de
vino y gaseosas, así como las cajas y bolsas de comida para llevar, ya vacías. Mientras recorrían
las dependencias de ese nivel, los alcanzó el olor a basura rancia, mezclado con un tufo penetrante
a marihuana. Uno de los agentes se quedó a vigilar, mientras los demás subían las escaleras
despacio y con precaución. Entonces escucharon el sonido inconfundible de una contraventana
subiendo.
—¡Trata de escapar! —gritó Néstor, apurando el paso.
Cuando los policías llegaron a la planta superior, la encontraron vacía. Corrieron hacia la
habitación principal, y allí encontraron al fugitivo en una situación bastante difícil. Uno de los
ventanales que daba al balcón estaba abierto, y Mosquito colgaba del borde de la balaustrada,
mientras Trujillo lo apuntaba con el arma desde la calle.
Salazar hizo una mueca, al mismo tiempo que guardaba su arma en la pistolera, satisfecho
porque no se vería obligado a usarla. Entre el inspector y Echevarría regresaron a Porras al
balcón.
—¿Querías practicar salto de altura, Fulgencio? —El traficante no respondió—. No te
preocupes, te llevaremos a un lugar mucho más limpio que este agujero.
Mosquito lanzó una mirada fulminante a Néstor, mientras los agentes le ponían los grilletes.
Con una media sonrisa de satisfacción, Salazar le ordenó a Telmo que organizara el registro de la
casa. Álvarez dio las instrucciones para que Villa y Trujillo levantaran el perímetro y llamó a
Científica, mientras acompañaba al inspector escaleras abajo.
El traficante ya iba rumbo a la comisaría, así que se acercaba el momento en que Salazar
debía regresar a San Miguel. Se preguntó si lo estarían esperando para arrestarlo en cuanto
pusiera un pie en el recinto. Ante este pensamiento, sus piernas se paralizaron y no fue capaz de
dar un paso más. Telmo se adelantó unos metros, antes de darse cuenta de que su jefe ya no
avanzaba a su lado.
—¿Se encuentra bien, inspector?
—¿Conseguiste averiguar qué ocurre en la comisaría?
—No, señor. Solo le notifiqué a Lali que venía hacia aquí y le informé del motivo.
—¿Le dijiste que te ibas a encontrar conmigo?
—Sí, señor.
—¿No te hizo ningún comentario al respecto?
Telmo negó con la cabeza, cada vez más sorprendido por la actitud del inspector jefe.
—No, señor. Solo me recomendó que nos diéramos prisa. Que el comisario se reunirá con
nosotros antes de que termine el día, porque tiene algo importante que comunicarnos.
Un frío recorrió la espalda de Néstor. Se sentía atrapado. Solo podía esperar su destino sin
opciones y sin escapatoria. Llenó sus pulmones de aire y lo soltó despacio. Entonces tomó la
decisión de afrontar lo que se le venía encima de la mejor forma posible. No se rendiría con
facilidad. Pelearía por su nombre y su libertad hasta el final. El cambio de actitud funcionó como
un desbloqueo, y sus piernas volvieron a obedecerle. Le dijo a Telmo que se encontrarían en San
Miguel y se encaminó a la calle Siervas de Jesús, en busca del Corsa.
Minutos después, Salazar entró en la comisaría dispuesto a plantar cara frente a quien fuera
necesario. García lo saludó como siempre, y nadie cayó sobre él para ponerle los grilletes. Néstor
se asomó a la antesala de la oficina del comisario, con la extraña sensación de que todos sus
órganos habían subido hasta su garganta.
—Ya estoy aquí, Lali. Me dijeron que querías saberlo.
—Inspector jefe. Son órdenes del comisario. Está muy extraño, ¿sabe? Me ordenó que
estuviera informada de dónde se encontraba cada miembro de la plantilla en todo momento.
—¿No te dijo por qué? —La pobre mujer negó con la cabeza. Era evidente que la contrariaba
que su jefe no se extendiera en explicaciones con ella—. No te preocupes. Lo más probable es que
no tardemos en saberlo. Por favor, avísame cuando llegue el defensor de Porras.
—Sí, señor.
Salazar se encerró en su oficina y aprovechó para firmar algunos documentos. La tarea no le
resultó tan ingrata como de costumbre. Si hasta tenía su punto. Una hora después, Telmo llamó a su
puerta.
—Ya el detenido y su abogado están listos, inspector. Nos esperan en la sala de
interrogatorios.
—Muy bien, vamos allá.
Salazar y Álvarez encontraron a Mosquito encorvado sobre la mesa y con la mirada clavada
en el suelo. El abogado, inmóvil y envarado, parecía una estatua de cera. El inspector jefe
desplegó una sonrisa mordaz.
—Fulgencio, no sabes el gusto que nos da tenerte por aquí.
—Lo que hicieron con mi cliente fue un atropello —intervino el defensor—. Irrumpieron con
violencia en su casa y…
—¿Su casa? —lo interrumpió Telmo—. Esa casa pertenece al ayuntamiento.
—De acuerdo, soy un okupa. ¿Y qué? No tengo dónde vivir, así que entré en una casa vieja y
vacía que no le sirve a nadie. Para usted será una ruina inútil, pero para mí es mi hogar.
Salazar se sentó frente al detenido y comenzó a rebuscar en sus bolsillos.
—Vaya, parece que me lo olvidé.
—¿Qué? —preguntó el abogado con interés.
—El pañuelo para enjugarme las lágrimas.
Fulgencio rechinó los dientes y clavó una mirada cargada de odio en el policía. La del
abogado no se quedaba atrás.
—No es necesario que sea sarcástico, inspector —protestó el defensor.
—No, pero me divierte. A ver, Mosquito, tenemos todas las evidencias que demuestran que te
dedicas a la venta ilegal de armas y afines. Los diez años no te los quita ni tu santa madre.
Porras frunció el ceño y habló en tono amenazante.
—No vuelva a mencionar a mi madre.
—Vale, a ella la dejaremos fuera de este asunto. Tu abogado ya te habrá informado acerca de
lo difícil que se presenta tu situación, pero es que la cosa pinta peor.
—¿De qué está hablando?
Néstor cogió la carpeta que Telmo tenía en las manos, y sacó una fotografía que puso frente al
detenido.
—¿La reconoces? —Fulgencio se encogió de hombros—. Te refrescaré la memoria. Es una
SR1 Vector que pasó por tus manos.
—Ustedes no pueden demostrar semejante acusación —saltó el abogado.
—Ya tenemos todas las evidencias necesarias —intervino Telmo—. Como comprobará en la
foto, Científica recuperó el serial, así que pudimos rastrear y localizar al distribuidor. Nos
confesó que esta pistola en particular se la envió al señor Porras, aquí presente.
Néstor se contuvo para disimular su sorpresa. ¿Telmo fue capaz de soltar semejante trola? El
chico prometía.
Mosquito se puso de pie como si un muelle lo hubiera impulsado desde la silla.
—¡Ese malnacido miente!
Salazar mantuvo un tono calmado y frío.
—Verás, Fulgencio, el caso es que esta pistola estuvo involucrada en un homicidio y por lo
que sabemos hasta ahora, tú fuiste el último que la tuvo en su poder. Así que no tendremos ningún
problema en sumar ese homicidio a los cargos de contrabando y tráfico de armas.
Mosquito miró a los lados como una fiera acorralada.
—Oiga, no puede hacer eso. Sería un anciano para cuando saliera de prisión.
—Veo que eres bueno en mates.
—¿Qué es lo que quieren?
El abogado intervino para no perderlo todo.
—Señor Porras, le aconsejo…
—¡Cállese! Sé lo que me dirá: que guarde silencio y todas esas estupideces. Tengo claro cómo
es esto. Me endilgarán las culpas y así podrán cerrar el caso. No voy a cargar con ese muerto.
¿Qué es lo que quieren?
—El nombre de la persona a quién le vendiste esta pistola.
—No sé su nombre.
—Es una lástima —dijo Néstor, al mismo tiempo que se ponía de pie y se encaminaba hacia la
puerta—. Prepararemos la acusación. No es nada personal…
—¡Espere! — Con la mano ya en el picaporte, Salazar se detuvo y se volvió hacia el detenido
—. No sé su nombre, pero puedo averiguarlo. Era un tío muy raro.
—¿A qué te refieres con raro?
—Fue hace casi un año. Vino con un contacto. Era muy joven. Un chaval. Pagó lo que le pedí
sin rechistar y no dejaba de mirar a los lados, como si esperara que alguien pudiera saltar sobre él
desde cualquier rincón.
—Quizá era lo bastante listo para no confiar en ti —sugirió Telmo.
Mosquito negó con la cabeza.
—Era más que eso. De vez en cuando murmuraba, como si hablara consigo mismo. Os juro
que me puso los pelos de punta.
Salazar compuso su cara de decepción. Era una expresión que usaba desde hacía mucho
tiempo, pero siempre funcionaba.
—Todo eso está muy bien, Fulgen, pero no nos sirve de nada. Es él o eres tú. Decídelo de una
vez.
—Le juro que es todo lo que sé. Además, el tío me dijo que quería el arma para suicidarse.
Creí que nunca volvería a saber de él —Salazar frunció el ceño—. Si me da acceso a un teléfono,
puedo comunicarme con el contacto que llevó a este tío a mi oficina. Él debe saber su nombre.
Néstor le hizo un gesto a su compañero, y el subinspector abandonó la sala. Al cabo de un par
de minutos, Telmo regresó con uno de los teléfonos de la comisaría y se lo entregó a Fulgencio.
Con dedos temblorosos, Mosquito marcó un número y sostuvo una corta conversación. Luego
terminó la llamada y miró de frente a Salazar.
—El nombre del sujeto que compró la Vector es Gonzalo Ventura.
Capítulo 51

Salazar y Telmo salieron de la sala de interrogatorios y se encaminaron al segundo piso. Por


primera vez desde que les asignaron el caso tenían una pista prometedora, aunque la identidad del
sospechoso los dejó desconcertados. Mientras bajaban las escaleras, Néstor expuso su inquietud
en voz alta.
—¿Quién demonios es Gonzalo Ventura? Es la primera vez que escucho ese nombre. ¿Tan
perdidos estamos en esta investigación?
Al final de la escalera, los dos policías se detuvieron para continuar el intercambio de ideas.
Telmo sacudió la cabeza y meditó por unos segundos, antes de responder a la inquietud de su jefe.
—Lo lamento, inspector. Yo tampoco sé quién es, aunque tengo que reconocer que el nombre
me resulta familiar. Solo puedo decirle que no está entre las personas que tenían relación directa
con la víctima.
—Todo este asunto es muy extraño, Telmo. Si el tío compró la Vector para suicidarse a lo
bestia, ¿por qué el arma apareció un año después, involucrada en un homicidio tan extraño?
—No olvide la descripción que hizo Mosquito acerca de la conducta de Ventura. Es posible
que nos encontremos frente a una persona con problemas mentales, lo cual coincidiría con la
opinión del psiquiatra de la Policía y explicaría el pentáculo. ¿Tal vez Ventura es un asesino ritual
que escogió a su víctima al azar, y por eso esta investigación no tiene ni pies ni cabeza?
Salazar lo pensó por unos instantes.
—No termino de verlo. Todavía no tenemos la certeza de que este tío fuera el asesino. Lo
único que sabemos a ciencia cierta es que la Vector estuvo en sus manos. Ni siquiera tenemos
claro de quién se trata o si tuvo algún tipo de relación con el abogado. Quizá es el sobrino nieto
de un excliente insatisfecho. Lo que me cuesta creer es que Soler fuera una víctima al azar. El
asesino lo buscó en su casa, consiguió que le abriera la puerta y le invitara a entrar… No solo lo
escogió, sino que lo conocía. En cualquier caso, no resolveremos este asunto hablando entre
nosotros. Averigua todo lo que puedas sobre Gonzalo Ventura, mientras yo redacto un informe para
que el juez firme una orden de busca y captura.
—Tal vez era uno de los participantes en la fogata.
—Aun cuando lo fuera, volvemos al mismo punto. Soler le abrió la puerta al asesino a
medianoche, lo acompañó a la cocina y le dio la espalda. No creo que se tratara de un extraño.
—No quiero contradecirlo, inspector, pero hay algo que no está considerando… Tal vez la
víctima no permitió entrar al asesino, sino que no tuvo otra alternativa. Estamos asumiendo que
Soler le dejó pasar, pero quizá Ventura o quien fuera el homicida, amenazó a la víctima con el
arma desde el momento en que abrió la puerta, y lo obligó a permitirle la entrada.
—¿Crees que no he tomado en cuenta esa posibilidad? Es muy probable que tengas razón, pero
aun así, un hombre acostumbrado a tratar con criminales como lo era Soler, no le abre la puerta a
un desconocido a medianoche, mientras se encuentra solo en casa. La única explicación es que
conociera a su asesino.
Telmo meditó las palabras de su jefe y asintió.
—¿Y si este sujeto está muerto? Quiero decir… ¿Y si al final se suicidó y alguien más usó el
arma?
—Lo dudo mucho. Haro no tiene una casuística criminal como para que pase desapercibido un
suicidio con una pistola como esa. De haber ocurrido hace un año, todavía estaríamos hablando
sobre el tema. Además, la Vector hubiera aparecido en las manos del suicida —Néstor reafirmó
sus palabras con una sacudida de la cabeza—. O bien Ventura le mintió a Porras o cambió de
opinión. En cualquier caso, pronto lo averiguaremos.
Ambos policías se dispusieron a entrar en la sala común, cuando se cruzaron con Remigio y
Rebeca, que salían en ese momento. Telmo murmuró un saludo cortés y siguió a lo suyo, pero
Néstor se paró en seco cuando escuchó a Araujo decirle a Remigio que siguiera adelante, porque
ella asumiría las consecuencias.
—¿Qué consecuencias? —preguntó Salazar en voz alta, mientras un escalofrío le recorría la
espalda.
Tanto la inspectora como Remigio se detuvieron al advertir su presencia. Toro palideció, al
mismo tiempo que Rebeca enderezaba la espalda y echaba la cabeza hacia atrás.
—Inspector Salazar. Me temo que ni estamos autorizados a responder su pregunta ni es
conveniente que lo hagamos.
—Remigio, somos amigos y colegas desde hace mucho tiempo. Mi futuro pende de un hilo.
Dime al menos si debo prepararme para lo peor.
Toro se removió inquieto y miró de reojo a la inspectora. Ella hizo un movimiento casi
imperceptible con la cabeza para negar. Al final, Remigio llenó sus pulmones de aire y le
respondió a su colega.
—Néstor. Sé que todo esto es muy difícil para ti, pero estamos en medio de algo importante, y
no podemos cometer un error que haga que todo se venga abajo. Ten un poco de paciencia, por
favor.
—¿Qué es lo que se puede venir abajo, mi arresto?
—Es… es mucho más complicado de lo que parece. Ya te lo hemos dicho muchas veces:
confía en el comisario y en mí. Haremos todo lo posible por ayudarte, pero eso pasa por
mantenerte al margen de esta investigación. Involucrarte solo te puede perjudicar.
—Pero…
—No me preguntes más, por favor. Ahora mismo no te puedo responder.
Salazar suspiró y cerró los ojos.
—De acuerdo. Lo comprendo, Remigio y gracias por el esfuerzo. Sé que haces todo lo posible
por ayudarme. Esperaré a que podáis informarme de lo que ocurre.
Remigio palmeó el hombro de su compañero y reemprendió su camino, acompañado por la
inspectora. Salazar refunfuñó para sus adentros contra la bruja, antes de hacer un esfuerzo por
concentrarse de nuevo en el caso Soler.
El inspector encontró a Telmo ocupado en su ordenador cuando entró en la sala común,
mientras Cheick y Pedrera cuchicheaban en un rincón. Miguel se movía como si tuviera hormigas
en los pantalones. Diji tenía una actitud más tranquila, y era evidente que hacía lo posible por
calmar a su colega.
—¿Ocurre algo que yo deba saber? —preguntó Néstor al aire, con expresión de despistado.
Aunque esa no la tenía bien ensayada, le salía natural.
—Ocurre algo, pero no sabemos qué es —reconoció Miguel.
Diji trató de explicárselo lo mejor que pudo.
—Remigio y la inspectora de Asuntos Internos llevan toda la tarde entrando y saliendo de la
oficina del comisario. De vez en cuando vienen aquí, ella hace algunas preguntas y vuelven a
marcharse. Lali nos advirtió que solo debemos salir de la comisaría si el trabajo lo exige, y
después de informarle nuestra ubicación.
—¿A qué viene tanto control?
—No lo sabemos —intervino Pedrera—. A Beatriz y a mí nos hicieron regresar de la escena
de un robo. Se lo reasignaron a un inspector de la Jefatura Superior.
—¿Dónde está Beatriz?
—En la oficina de Ortiz —respondió Diji—. El comisario la hizo llamar en cuanto llegó. De
eso hace más de una hora.
Salazar absorbió la información como una esponja y trató de encajar las piezas, pero le
faltaban fragmentos importantes. Sus colegas no le quitaban la vista de encima. Quizá esperaban
que resolviera la incógnita con un razonamiento brillante, pero Néstor se sentía bastante opaco en
ese momento. Lo único que tenía claro era que todo ese revuelo se relacionaba con la
investigación de la muerte de Celso.
—Es probable que Beatriz esté realizando alguna tarea para el comisario.
—Eso es evidente —dijo Miguel con una mueca—, pero a juzgar por el tiempo que llevan
encerrados, debe tratarse de algo muy complicado.
Salazar se llevó la mano a la nuca y se frotó el cuello. Pedrera tenía razón, por supuesto. Pero
¿qué podía hacer Beatriz que requiriera tanta dedicación, y por qué Ortiz los hizo regresar a ella y
Pedrera con tanta urgencia? A Néstor solo se le ocurría que hubiera aparecido la grabación
desaparecida, y que por algún motivo necesitaran la intervención de la subinspectora para
procesarla como evidencia.
La idea representaba un hilo de esperanza para él, pero la expresión de Remigio no era de
satisfacción. Al contrario, se veía como el portador de las peores noticias. Salazar comprendió
que sus razonamientos no lo llevarían a ninguna parte. Solo perdía el tiempo tratando de adivinar
el trasfondo de los hechos que estaban a la vista, sin tener idea de lo que en realidad ocurría bajo
la superficie.
Telmo continuaba concentrado en sus tareas, y Salazar decidió ocuparse de las suyas, así que
se encaminó a su propia oficina para solicitarle al juez la orden de busca y captura contra Gonzalo
Ventura.
Capítulo 52

Salazar terminaba el informe que le permitiría solicitarle la orden al juez, cuando escuchó un par
de golpes suaves en la puerta. Telmo entró en su oficina en cuanto él lo autorizó. Néstor trató de
escrutar el rostro de su compañero para adivinar si sus indagaciones fueron fructíferas, pero
resultó inútil. El subinspector mostraba el rictus de quién espera que la peor de las desgracias
caiga sobre él, de un momento a otro.
—No encontraste nada importante.
—Al contrario, inspector. Ventura encaja a la perfección en el perfil.
—¿Entonces a qué viene esa cara de agente funerario con necrofobia?
Álvarez se encogió de hombros.
—Con nuestra suerte, lo más probable es que tenga una coartada irrebatible. Quizá cenó esa
noche con uno de los mandos, por ejemplo.
—Cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él. Siéntate y dime lo que averiguaste sobre este
ilustre ciudadano.
Una vez frente al inspector, Telmo sacó su móvil y desbloqueó la pantalla para consultar sus
notas.
—El nombre de Gonzalo Ventura me resultó familiar, y con razón. Fue uno de los que surgió
durante la investigación de los relacionados con la víctima.
—¿Por qué nunca lo mencionaste?
—Porque tenían una conexión demasiado débil.
—En un caso como este, ninguna conexión es demasiado débil —protestó el inspector.
Telmo se removió como si la silla le resultara incómoda, y continuó su exposición.
—Gonzalo es el hijo menor de la asistenta de Soler.
—¿De Antonia? —preguntó Salazar con el ceño fruncido. Telmo asintió—. Continúa.
Salazar tensó los músculos, y prestó toda su atención a las palabras de su subalterno.
—Gonzalo Ventura tiene veinte años, vive con sus padres, y trabaja como dependiente en una
tienda de videojuegos.
—Recuerdo que lo mencionaste —reconoció Néstor—. ¿Tiene antecedentes criminales?
—No, señor. Nunca ha tenido problemas con la Ley, pero es un paciente psiquiátrico.
—Qué interesante. ¿Cuál es la enfermedad que padece?
Telmo suspiró con desaliento.
—Ese dato no lo pude averiguar. Como Ventura no tiene antecedentes criminales, disponemos
de poca información con respecto a él. Lo único que puedo decirle es que asiste a consulta de
psiquiatría en el hospital «San Juan Apóstol», cada quince días desde que tenía dieciséis años.
Salazar recordó la descripción que hizo Mosquito del hombre que le compró la Vector. Los
datos comenzaban a encajar, y la sensación de que esta vez sí estaban en el camino correcto cobró
fuerza en su interior.
—De acuerdo —el inspector acompañó sus palabras con un tamborileo sobre la mesa—,
además de la busca y captura, tendremos que solicitarle al juez una orden para que nos permitan el
acceso a su expediente clínico, así como una orden de registro para la casa de sus padres. Lo que
más me interesa ahora es asegurarme de que el sospechoso no se irá de vacaciones a las islas
Aleutianas, así que debemos darnos prisa con el papeleo.
Telmo asintió.
—Yo me ocuparé, jefe.
—Bien. ¿Tu investigación arrojó alguna luz acerca de los motivos que pudo tener Ventura para
asesinar al jefe de su madre?
El subinspector negó con la cabeza.
—No, señor. Como le dije, la conexión con la víctima era muy débil.
—¿Indagaste en las finanzas del sospechoso?
—Sí, señor, pero no encontré nada inusual. No hay depósitos ni retiros que se salgan del
patrón en los últimos meses. ¿Cree que el motivo fue el dinero o que la madre está involucrada?
Salazar puso cara de mártir y suspiró.
—Creo que ahora es que recién comenzaremos a desenredar esta madeja. Solo espero que me
quede suficiente tiempo para ver el final de esta historia.
Telmo frunció el ceño sin comprender.
—¿A qué se refiere, inspector?
—Nada. No me hagas caso, cosas mías. Ocupémonos de la solicitud de las órdenes, antes de
que al pájaro se le ocurra volar del nido.
—Me pondré con ello de inmediato, señor.
—Anéxale una copia de la declaración de Fulgencio al informe, y envíaselo a Aristigueta.
Dile a Estela, su secretaria, que es uno de mis casos. Envía a Echevarría de mensajero.
Necesitamos los originales de esas órdenes en nuestras manos lo antes posible.
—Sí, señor.
Antes de que Salazar pudiera continuar dando instrucciones, se escuchó un golpe tímido en la
puerta y Lali se asomó.
—Inspector jefe, el comisario quiere verle en su oficina. Dice que es urgente.
Telmo se puso de pie, dispuesto a salir al mismo tiempo que el inspector. Salazar sintió un
desagradable vacío en las entrañas, y sus piernas perdieron fuerza. No cayó al suelo como un saco
de patatas, gracias a que estaba sentado. De repente notó la boca seca, y fue incapaz de hablar. Se
puso de pie, y después de carraspear un par de veces, le respondió a la secretaria con una voz que
era medio tono más alto que la habitual.
—Voy enseguida, Lali. ¿Sabes de qué se trata?
—No, señor —reconoció la buena mujer, con una mueca de disgusto—. Aquí están pasando
cosas muy raras. El comisario está reunido con el inspector Toro, la inspectora de Asuntos
Internos y la subinspectora Araya. Llevan horas en eso. Sale uno, y entra el otro. Todos pasan
frente a mis narices y nadie me explica nada. Ni siquiera cuando me envían a buscar a alguien.
—No te preocupes, Lali. Estoy seguro de que hay buenas razones para que el comisario actúe
de esa forma.
La secretaria dejó escapar el aire en un suspiro.
—Solo espero que no haya perdido la confianza en mí.
—¡Qué dices, mujer! Si tú eres su mano derecha —sentenció Salazar con aspavientos.
—¿Usted cree?
—¡Por supuesto! Santiago… digo, el comisario estaría perdido si no fuera por ti, que le
facilitas cada pequeño detalle de su trabajo. Y ya no digamos esta comisaría. San Miguel no sería
lo mismo sin tu extraordinaria labor.
Lali soltó un suspiro de satisfacción, le dio las gracias al inspector y salió de la oficina. De
pie junto a Salazar, Telmo hizo una mueca.
—¿Qué, me pasé?
—¿En hacerle la pelota a Lali? Se pasó más pueblos que una gira turística por los Balcanes.
—Solo quería que la mujer se sintiera un poco mejor.
—Pues creo que lo consiguió, jefe. Me ocuparé del papeleo para tener listas las órdenes
cuando salga de la oficina del comisario.
Néstor se mordió los labios. ¿Regresaría a sus labores después de entrar en la boca del lobo o
saldría de allí con grilletes, rumbo a prisión preventiva? En cualquier caso, no era el momento de
plantear sus inquietudes en voz alta.
—Trataré de ser breve, Telmo, pero si demoro demasiado o si ocurre algo inesperado…
—¿Algo inesperado como qué?
—¿Y cómo quieres que lo sepa si es inesperado? En cualquier caso, si por alguna razón no
puedo seguir ocupándome de esta investigación, sigue adelante. Si estamos en lo cierto y ese chico
es el asesino, nos enfrentaríamos a una persona impredecible y muy peligrosa. Confío en ti para
detenerlo.
Telmo frunció el ceño.
—¿Se encuentra bien, jefe? Está muy extraño.
—Estoy muy bien, hijo. Ha sido… digo, es un honor trabajar contigo.
Antes de que el subinspector tuviera tiempo de interpretar el tono y las palabras de su
superior, Salazar le dio una palmada en el hombro a modo de despedida, y salió de la oficina.
En la medida en que se acercaba al despacho de Santiago, Néstor experimentó un sentimiento
de pérdida inminente, y sintió que sus pies se hacían más pesados con cada paso. Detalló y
atesoró en la memoria cada detalle de la estructura y el mobiliario, como si estuviera seguro de
que aquel iba a ser su último recorrido por ese pasillo. Dominado por la autocompasión, se
regodeó en su desgracia. Los mandos nombrarían otro inspector jefe, quizá Pedrera consiguiera
imponerse y ocupar la plaza que tanto deseaba. Santiago tendría menos papeles que firmar a partir
de ahora, y ya nadie en la comisaría sería blanco de sus bromas. Quizá no lo echaran tanto de
menos, después de todo.
¿Y qué pasaría con su vida personal? Sofía encontraría a otra persona. Alguien que sí sabría
hacerla feliz. Gyula estaría demasiado ocupado con su familia para sentir nostalgia por su
amistad. Tal vez le contara a su hijo que tenía un tío que fue policía, pero que terminó en prisión.
Quizá su historia le sirviera como lección de vida al chaval. Y Paca. ¿Qué pasaría con Paca?
¿Volvería a la calle para pasar de nuevo hambre y frío? No, él estaba seguro de que Dika no lo
permitiría. Paca estaría bien.
Para cuando llegó frente a la puerta de Ortiz, el ánimo de Néstor ya rozaba la suela de sus
zapatos. Nunca se había sentido tan hundido. Lali le dijo que podía pasar, así que él anunció su
llegada con un golpe suave en la puerta y entró. La oficina estaba repleta de personas, pero él solo
vio a Santiago, sentado detrás del escritorio.
—Inspector Salazar, pase. Lo estábamos esperando.
Capítulo 53

El ambiente de la oficina de Ortiz era tan pesado, que a Néstor se le hizo difícil respirar.
Escaneó los rostros de sus colegas y solo vio ceños fruncidos, y mandíbulas apretadas. Santiago
estaba en modo Goliat, y parecía un oso pardo a punto de atacar. Frente a él se encontraban
sentadas Beatriz y la bruja, perdón, la inspectora de Asuntos Internos. La mirada de Araya estaba
centrada en la punta de sus zapatos, pero la de Araujo se clavó en Salazar en cuanto abrió la
puerta. Remigio permanecía de pie en un rincón, sin dejar de moverse.
—Olvidé algo, vuelvo enseguida —se excusó Salazar, y se giró con la intención de poner
distancia de por medio. Si lo querían arrestar, que lo hicieran de un modo más discreto. ¡Que uno
tiene su corazoncito!
—¡No des un paso fuera de esta oficina! —rugió Goliat—. Lo que vamos a tratar aquí es
importante y te concierne.
—Vale —respondió Néstor, y se le salió un gallo.
Aquello no pintaba bien. El inspector se forzó a sí mismo a entrar, aunque cada fibra de su
cuerpo se resistía. Avanzó con pasos cortos y dubitativos, de la misma forma que lo haría un
condenado a muerte aproximándose al cadalso. Ortiz se acomodó en su silla y se centró en él,
como si estuvieran solos.
—No es necesario que te cuente los prolegómenos de este caso, porque tú los conoces mejor
que nadie…
—Yo diría que los he sufrido más que nadie —lo corrigió Salazar.
—Te lo concedo… Y aunque lamento no haberte informado cada paso de la investigación,
todavía pienso que fue lo correcto. En cualquier caso, llegó la hora de poner las cartas sobre la
mesa… Debes saber que Toni consiguió rescatar la grabación del disco duro de mi ordenador.
Salazar sintió que le quitaban el peso del mundo de encima. Respiró con libertad por primera
vez en semanas, y de inmediato centró la mirada en la bruja.
—No lo sabía, pero lo sospechaba. Si ya tienen la grabación, entonces saben que siempre dije
la verdad. Yo no maté a Celso.
—Ese punto quedó claro —reconoció Ortiz—, pero en esa secuencia hay mucho más de lo que
esperábamos.
—¿A qué se refiere, comisario? —preguntó Néstor con toda la formalidad que exigía la
situación.
Rebeca intervino, antes de que Santiago pudiera explicarse.
—Como sospechábamos, el archivo no se borró por error ni por una falla informática, sino
que lo eliminaron exprofeso. Además de que usaron un programa especializado para no dejar
rastro.
—De no ser por la pericia de Toni, nunca lo hubiéramos recuperado —aclaró Remigio desde
su rincón—, con lo cual, ahora mismo estaríamos poniéndote los grilletes.
Un escalofrío recorrió la espalda del inspector jefe.
—Entonces faltó poco…
—Muy poco —le confirmó Rebeca—, pero apenas nos asomamos a la superficie. Hay mucho
más.
—¿De qué habla?
El comisario volvió a tomar la palabra.
—Estoy seguro de que no se te escapa que esto fue un trabajo interno. La persona que borró el
archivo tiene acceso a esta comisaría. Es uno de nosotros.
—¿Qué trata de decirme, comisario? ¿Que uno de mis colegas hizo todo lo posible por
arruinarme? —puntualizó Salazar— No es difícil adivinar de quién se trata. Aunque nunca creí
que su ambición lo llevara tan lejos.
Rebeca enarcó las cejas y se dirigió a Santiago.
—¿A quién se refiere su inspector jefe?
Néstor frunció el ceño, envalentonado por su papel de víctima ofendida.
—Estoy aquí mismo, inspectora. Me lo puede preguntar a mí, sin intermediarios. Me refiero al
inspector Pedrera, por supuesto. Nunca aceptó que fuera su jefe.
—Néstor, será mejor que te calles antes de que sigas metiendo la pezuña —le advirtió
Remigio.
Demasiado tarde. Rebeca irguió la espalda y adoptó una actitud reprobadora.
—Inspector, usted se queja de las sospechas que recayeron sobre usted, pero no duda en lanzar
acusaciones sin ningún fundamento contra uno de sus compañeros.
—¿Sin ningún fundamento? Miguel me adversa desde el primer día que pisé esta comisaría. Es
el único que me quiere fuera de su camino. ¿Y cómo justifica sus salidas inexplicables en medio
de una investigación?
—¡Ya basta, Néstor! —lo interrumpió Santiago—. La madre de Pedrera está en el hospital. Yo
mismo le otorgué el permiso para esas salidas, después de comprobarlo.
Un jarro de agua helada no hubiera enfriado los ánimos del inspector jefe con tanta eficiencia.
—¿Su madre, en el hospital? —Ortiz asintió—. ¿Cómo es que no me dijiste nada?
El comisario respondió entre dientes.
—No tuve la oportunidad. Estaba muy ocupado tratando de sacarte del embrollo en el que te
metiste por interrogar a un sospechoso sin que su abogado estuviera presente.
Salazar cobró un repentino interés por la punta de sus zapatos.
—Vale, me callo. Soy un bocazas, pero no todos los días te libras del descrédito y la
prisión… Lo lamento, cogí carrerilla y me vine arriba —Néstor encogió un hombro y mantuvo la
mirada baja, sin disimular su arrepentimiento—. Cuando vea a Miguel me disculparé con él.
—Bien, eso lo arregláis entre vosotros —sentenció Ortiz—. No quiero que los malentendidos
enturbien el ambiente de trabajo de la comisaría. ¿Está claro?
—Como agua de manantial.
—¿Podemos seguir?
—Por favor. Quiero saber quién fue el roedor que hizo lo posible por hundirme la vida. De
buen rollo, claro.
Beatriz desvió la mirada hacia arriba, al mismo tiempo que mantenía la cabeza gacha, y
entonces levantó el dedo índice con mucha lentitud. Los ojos de Salazar se abrieron de par en par.
—¿Tú borraste el archivo? —La subinspectora asintió despacio—. ¿Por qué?
El silencio se apoderó de la habitación, hasta que Goliat lo rompió con su vozarrón.
—El inspector jefe le hizo una pregunta, subinspectora Araya. Repita su confesión para él.
Las lágrimas inundaron los ojos de Beatriz, y Salazar le dio su pañuelo. Entre hipidos, ella
contó su versión de los hechos.
—Perdóneme, inspector. No quería causarle daño, pero no sabía cómo salir del problema…
Lo hice por mi hermano.
El tono de voz y las lágrimas de la chica conmovieron a Néstor, así que su enfado terminó
relegado por la compasión.
—No sabía que tuvieras un hermano.
—Es dos años más joven que yo, y desde que era adolescente nos ha causado problemas —
Beatriz cogió aire para hacer acopio de fuerzas—. Ese sábado yo estuve de compras, y me
encontraba almorzando en un bar, cuando Tomás me llamó por el móvil. Estaba muy nervioso, me
confesó que participó en el robo a una joyería, y que atraparon a uno de sus cómplices. Temía que
Celso lo delatara, y me pidió ayuda.
—¿Y tú aceptaste ayudarlo?
—Sé que no debí hacerlo, pero es mi hermano. Yo solo… yo solo pensé en mi madre, en lo
que sufriría si Tomás terminaba en prisión. No soporté la idea.
—¿Cómo es que nadie reportó tu presencia aquí?
—Mendoza estaba de guardia en la recepción. Llamé a la comisaría desde el móvil, y lo
convencí de que me leyera un documento que estaba en mi escritorio. Solo se ausentó dos minutos,
pero los aproveché para entrar sin que nadie se enterara.
Salazar se volvió hacia el comisario.
—Es un fallo de seguridad como un templo…
—Lo corregiremos —le prometió Santiago.
El inspector jefe se centró de nuevo en Beatriz.
—Continúa.
La subinspectora volvió a enjugarse los ojos.
—Supe que el detenido se negó a que lo acompañara un abogado, y lo consideré una buena
señal. Esperé a que llevaran a Rivera a la sala de interrogatorios. Necesitaba distraer a los
guardias que lo custodiaban, así que me valí de una estratagema. Les hice llegar un mensaje
después de ocultar mi número, y los envié a realizar una pequeña tarea haciéndome pasar por el
comisario.
Antes de que Néstor tuviera tiempo de formular la pregunta, Remigio le dio una explicación.
—Ya los interrogamos. Confirmaron que cayeron en la trampa como tontos. Creyeron que se
trató de una broma y no lo informaron para evitar una sanción.
—Por lo que veo, cada uno trató de salvar su propio pellejo —se lamentó Néstor.
—Triste, pero muy humano.
—Continúa, Beatriz.
—Sabía que usted iba a dejar solo al detenido por un buen rato, así que aproveché para
ir a hablar con él. Mi intención era pedirle que no delatara a mi hermano, y a cambio yo haría lo
que pudiera por ayudarlo.
—¿Hasta dónde hubieras llegado en esa ayuda? —Quiso saber Salazar.
—No lo sé. Yo solo quería su palabra de que Tomás no terminaría involucrado.
—Tu hermano se involucró desde el momento en que participó en el robo —le recordó
Rebeca—. Y tú también, cuando decidiste ayudarlo a evadir su responsabilidad ante la Ley.
Beatriz bajó la cabeza y retorció el pañuelo.
—Ya lo sé —reconoció en un murmullo. Luego volvió a levantar la mirada y continuó su
relato—. Rivera no me escuchó. Acusó a Tomás de robarle el botín…
—¡Espera! —la interrumpió Néstor— ¿Cuándo ocurrió eso?
—Cuando salieron de la joyería.
—¿Celso se encontró con tu hermano antes del arresto?
—No solo se encontraron —intervino Remigio—. Que te lo explique. Es muy interesante.
Salazar clavó la mirada en Beatriz. Con la cabeza gacha, ella respondió en un murmullo.
—Celso me contó que se encontró con Tomás en un callejón mientras huían. Mi hermano
quería que le diera su parte del botín, pero Rivera se negó, y le dijo que repartirían las joyas
cuando estuvieran a salvo. Discutieron, Tomás empujó a Celso, quién se golpeó la cabeza contra
una pared. El impacto lo aturdió, y mi hermano aprovechó para quitarle el botín…
—Por eso Celso tenía las manos vacías cuando lo arrestaron —dijo el inspector, encajando
una pieza más.
—Rivera estaba furioso y me amenazó. Me dijo que si no lo sacaba de allí, lo contaría todo.
Yo me asusté mucho. No sabía qué hacer… Me fui de la sala de interrogatorios, antes de que
alguien me viera.
—De modo que fue tu hermano quién golpeó a Celso en la cabeza —precisó Salazar.
Beatriz se encogió como si la hubiera alcanzado un rayo. Tardó unos segundos en
recomponerse.
—Cuando abandoné la sala, recordé que usted siempre graba a los detenidos antes del
interrogatorio. Si alguien veía esa grabación, Tomás y yo estaríamos perdidos. Entonces fui hasta
mi escritorio y copié un programa para eliminar archivos que tengo en mi ordenador desde que lo
tuneé. La comisaría estaba casi vacía, así que no fue difícil acceder a esta oficina.
—¿Forzaste la cerradura?
—Usé una pequeña ganzúa. En pocos minutos instalé el programa en el ordenador del
comisario, y borré el archivo sin dejar huellas. No creí que Toni pudiera recuperarlo.
—Es evidente que lo subestimaste.
La subinspectora levantó la mirada hacia Salazar. Sus ojos humedecidos por las lágrimas
rogaban perdón.
—Lo lamento, inspector. No quería causarle problemas a nadie, pero en especial, no quería
perjudicarlo a usted.
Capítulo 54

La confesión de Beatriz inspiró una extraña mezcla de emociones en Salazar. Por un lado, lo
conmovió. La joven subinspectora había sido una promesa, pero todo su esfuerzo se iría al traste
por un familiar con mala cabeza, y una serie de errores que fueron consecuencia de la inmadurez y
la desesperación. Al mismo tiempo, el inspector se sintió indignado y enfadado. Araya guardó
silencio mientras él cargaba con las culpas por los delitos que ella cometió. Por muchas lágrimas
que derramara, su conducta demostraba que no era de fiar. La intervención de Santiago sacó a
Néstor de sus reflexiones.
—En este momento, una comisión se dirige a la construcción donde trabaja Tomás Araya para
arrestarlo. Además, Científica se encarga del registro del piso de sus padres.
—Tomás tiene problemas con el control de la ira —les advirtió Beatriz—. No es su culpa.
Desde niño acude al psicólogo por ese motivo. Cuando se encuentra bajo presión, reacciona con
violencia.
—Sea su culpa o no, tu hermano es peligroso. El asesinato de Celso lo demuestra, y no
expondré a mis hombres. Los agentes que van en camino a detenerlo saben a quién se enfrentarán.
Beatriz bajó la mirada. Salazar decidió asegurarse de que no quedaban sombras de duda sobre
su inocencia.
—¿Entonces ya todo está aclarado? ¿Ya no soy ni un poquito sospechoso?
—Tú serás sospechoso hasta el día que te mueras —sentenció Remigio—, pero no de la
muerte de Celso. Te libraste por los pelos.
Salazar cerró los ojos y soltó un suspiro de alivio. Ya no dormiría en la cárcel. Regresaría a
casa, con Paca. Se prometió a sí mismo que esa noche su gata tendría doble ración de leche y
chuches felinas.
La voz del comisario lo sacó de sus pensamientos autocomplacientes.
—Será mejor que tú también veas la grabación, Néstor. Estoy seguro de que te sentirás más
tranquilo.
Ortiz desbloqueó la pantalla de su ordenador. El vídeo ya aparecía en primer plano, y el
comisario inició su reproducción. En la sala de interrogatorios se veía a un Rivera bastante
nervioso. Beatriz entró en escena, discutió con Celso acerca de Tomás y salió con prisas. Un
minuto y treinta segundos después, Salazar entró en la sala. A partir de ese momento, todo
transcurrió tal como lo había declarado el inspector.
—Está claro que Celso no recibió ningún golpe en la cabeza durante el interrogatorio —
precisó Santiago—. Además, en su conversación con Beatriz, el propio Rivera hizo referencia a la
agresión de Tomás para robarle el botín. No queda ninguna duda acerca de quién es el asesino.
—Con este vídeo tenemos suficiente evidencia para declarar cerrado el caso —opinó Toro.
—No sabes cuánto agradezco lo que hiciste por mí, Remigio.
—Que no se te ocurra abrazarme ni nada parecido. Si quieres demostrarme tu gratitud,
invítame a unas cañas uno de estos días.
—Hecho.
—Además, el mérito no es solo mío. De no ser por la inspectora Araujo, que se las arregló
para distraer a sus mandos y posponer tu arresto, ya estarías en prisión preventiva contando
barrotes.
Salazar se removió a causa de un escalofrío, solo por pensarlo.
—¿Usted hizo eso por mí?
—Las últimas evidencias lo favorecieron, inspector —dijo Rebeca, sin cambiar su expresión
—. Mi intención era evitar que un inocente terminara en la cárcel.
—Pues le estaré agradecido por siempre.
El timbre del teléfono de Ortiz los interrumpió. Goliat respondió, sostuvo una corta
conversación y terminó la llamada. Luego recostó la espalda en el respaldo de la silla y se relajó.
—Ya arrestaron a Araya. Se resistió, pero los agentes estaban preparados y lo redujeron sin
problemas —Beatriz centró su atención en el comisario—. Nadie resultó lastimado.
La subinspectora suspiró con alivio.
—Tal vez deberías preocuparte menos por Tomás y hacerlo un poco más por ti misma —le
aconsejó Néstor—. Tu hermano ya te causó suficientes problemas como para que lo sigas
protegiendo.
—Usted debería seguir su propio consejo, inspector —intervino Rebeca, con una postura más
relajada—. Esta joven estuvo a punto de permitir que lo enviaran a prisión por un homicidio que
cometió su hermano. En cualquier caso, le complacerá saber que ya me comuniqué con mis jefes
para ponerles al día acerca de las nuevas evidencias. También les enviaré un informe que lo
exculpará de toda responsabilidad sobre la muerte de Celso.
—Gracias.
—Las buenas noticias no terminan allí. Los mandos convocaron una rueda de prensa para
informar a la opinión pública sobre los resultados de la investigación. Es probable que se
transmita en el telediario de esta misma noche. Su nombre también quedará limpio.
—En serio, ¿cómo puedo agradecérselo?
Rebeca enderezó la espalda y frunció el ceño.
—Me conformaría con una disculpa por llamarme bruja.
Néstor se quedó paralizado. ¡Trágame, tierra!, pero nada, la tierra ahí, a su aire, haciendo lo
que le daba la gana, como siempre.
—Usted… usted sabía… —la inspectora asintió—. ¿Cómo…? ¿Quién…?
El inspector jefe frunció el ceño y clavó la mirada en Remigio, quién enarcó las cejas y negó
con la cabeza.
—No involucre al inspector Toro en este asunto, Salazar. Por supuesto que sabía el apodo que
me endilgó. Las paredes oyen…
—Lo lamento mucho. De verdad.
—Aceptaré sus disculpas por el momento. Más adelante hablaremos acerca de su falta de
respeto hacia mí.
Néstor respiró con alivio cuando el timbre del teléfono del comisario volvió a interrumpir la
discusión. ¡Salvado por la campana! Ortiz sostuvo una corta conversación, dio las gracias a su
interlocutor y terminó la llamada.
—Era el jefe Barros. Ya terminaron el registro del piso de los padres de los Araya. En la
habitación de Tomás encontraron varias bolsas con joyas.
—La parte del botín que Celso tenía en su poder cuando salió de la joyería, además de lo que
su otro cómplice compartió con él… —precisó Remigio.
—Es la prueba definitiva que faltaba —confirmó Santiago—. Remigio, ocúpate del informe
para el juez. Vamos a procurar que pasen muchos años antes de que este chico vuelva a ver la luz
de la calle.
Antes de salir de la oficina para cumplir la orden, el inspector Toro se despidió de Rebeca, y
le expresó su satisfacción por haber sido su compañero.
La inspectora se puso de pie, en cuanto Remigio se marchó.
—Muy bien, es mi turno. Comisario, en forma oficial le comunico que presentaré cargos
contra la subinspectora Beatriz Araya por alterar evidencias, obstrucción a la Justicia y
complicidad en un homicidio.
Beatriz abrió los ojos y palideció.
—¿Homicidio…? —Balbució la joven—, pero yo no sabía…
Araujo no se dejó impresionar.
—No existe excusa para su comportamiento, subinspectora. Destruyó pruebas para proteger a
un familiar que cometió un delito, y permitió que se sometiera a su superior a una investigación
como sospechoso por asesinato, cuando usted mejor que nadie sabía que era inocente. Tendrá que
responder por sus actos.
Araya buscó la mirada de Salazar.
—Lo lamento mucho, Beatriz, pero la inspectora tiene razón.
Llamaron a la puerta y Lali dio paso a dos agentes. Néstor comprendió que semejante
coordinación correspondía a una planificación. Santiago, todavía en modo Goliat, habló con su
tono de voz más severo. Hasta a Néstor se le aflojaron las piernas.
—Subinspectora Araya, desde este momento queda suspendida y bajo arresto. Entregue su
arma y su placa, y acompañe a los agentes. Tiene derecho a llamar a su abogado o le asignaremos
uno de oficio.
La realidad cayó sobre Beatriz, quién perdió el poco color que le quedaba. Sin embargo,
había que reconocer que la joven mantuvo el temple. Se levantó de su silla, con lágrimas en los
ojos dejó sobre el escritorio su arma y su identificación, y con paso dubitativo salió del despacho
en compañía de los dos agentes. En medio de la euforia por su recién recuperada presunción de
inocencia, Salazar sintió la tristeza de la pérdida.
Capítulo 55

Tras la salida de Beatriz, se hizo un silencio incómodo. Había demasiadas emociones en juego.
Rebeca se excusó con el argumento de que tenía que redactar varios informes, y salió del
despacho. Santiago se levantó de la silla y por primera vez en el día se permitió sonreír.
—Parece que lo hiciste de nuevo, truhan. Volviste a salir del atolladero cuando ya nadie daba
un céntimo por tu pellejo.
—Sabes que no hubiera sido posible sin tu ayuda y la de Remigio.
—No te olvides de la inspectora Araujo. Esa «bruja» se arriesgó por ti, sin conocerte.
Salazar agachó la cabeza.
—No hay duda de que soy un bocazas, pero encontraré la forma de que me perdone. En cuanto
a ti, gracias por creerme.
—Cómo no iba a hacerlo, si te conozco desde que eras un mocoso. La violencia no está en tu
naturaleza. Aunque tengo que reconocer que eres un crac tocando narices.
Néstor frunció el ceño.
—¿De qué lado estás? —De inmediato relajó la expresión y se acercó a su hermano—. Hablo
en serio, te debo una.
—Como solía decir padre, entre nosotros no caben las deudas.
Salazar abrazó a Santiago. Fue un abrazo corto y sentido. El inspector se apartó cuando sus
ojos comenzaron a humedecerse, apenas a tiempo para que la emoción no lo dominara.
—Te agradecería que fueras discreto con respecto a lo que pasó aquí —le pidió el comisario
—. Prefiero ser yo mismo quién le informe al equipo sobre lo que ocurrió.
—De acuerdo. Y ahora me voy. Telmo me estará esperando para cerrar el caso Soler.
—¿Lo resolviste?
Salazar soltó el aire que tenía retenido y asintió.
—En pocas horas haremos un arresto.
Santiago mostró interés por los detalles, y Néstor lo puso al día con los últimos
acontecimientos. Cuando terminó de presentarle su informe, el comisario asintió.
—Estoy de acuerdo contigo. Si ese chico era el propietario de la Vector, es el sospechoso con
mayores probabilidades de resultar culpable. ¿Qué relación tenía con la víctima?
—Muy distante. Es el hijo de su asistenta.
—Debe existir algún detonante. ¿Sabemos cuál es el trastorno que padece?
—Todavía no. Necesitaremos una orden para consultar su historia clínica.
—Muy bien, mantenme informado.
El inspector asintió y salió de la oficina. Subió las escaleras hasta el segundo piso, erguido y
con paso liviano. En cuanto entró en la sala común, sus colegas centraron su atención en él.
Remigio estaba escondido detrás de su mesa de trabajo. Parecía un bulldog en una exposición
felina. Diji y Miguel intercambiaban teorías conspirativas en un rincón, y Telmo escribía en su
ordenador, ajeno al revuelo que lo rodeaba. El primero en abordar a Néstor fue Pedrera.
—Salazar, ¿qué es lo que está ocurriendo? Remigio no quiere contarnos nada.
—No hay nada que contar, cotilla —protestó Toro—. Ocúpate de tus propios asuntos.
Pedrera frunció el ceño y habló en tono ofendido.
—Lo que ocurre en San Miguel también es asunto mío. En especial cuando a mi compañera y a
mí nos obligaron a abandonar una investigación recién asignada, y se la dieron a dos detectives de
otra jurisdicción. Aquí ocurre algo extraño y tiene que ver con nosotros.
Néstor compuso su expresión de autoridad.
—No pasa nada que altere el buen funcionamiento de la comisaría. Conoceréis los motivos de
ese cambio cuando el comisario decida que es conveniente. Mientras tanto, vosotros a lo vuestro.
Quiero veros a todos centrados en el trabajo.
Pedrera rechinó los dientes, pero no le quedó otro remedio que obedecer. Por más que
adversara a Salazar, seguía siendo su jefe. Diji también regresó a su puesto de trabajo, más
confundido que ofendido. Los detectives se centraron en sus respectivas tareas, excepto Telmo,
que apartó la vista del ordenador y la centró en Néstor.
—Parece contento, jefe. ¿Le tocó la lotería?
—Eso sí sería un milagro, Telmo, porque nunca juego. ¿Has avanzado?
—Sí, señor. Ya el juez Aristigueta firmó la orden, su secretaria nos envió una copia por correo
electrónico y Echevarría viene en camino con la original. Por cierto, Estela le envió muchos
saludos. Por lo que veo, usted se lleva muy bien con las secretarias.
—No repitas eso ni como chiste. Se me puso la piel de gallina solo de pensarlo.
Álvarez hizo una mueca y frunció el ceño desconcertado, ajeno a las malas experiencias de su
jefe con ese tema en particular.
—En cualquier caso, podemos proceder con el arresto cuando usted lo decida.
Néstor movió los hombros para desentumecerse, mientras planificaba los pasos que darían en
las siguientes horas. Después de la presión que soportó durante los últimos días, un profundo
cansancio acompañó a la sensación de alivio por haberse librado de la ruina. De poder escoger,
se habría metido en una cama a dormir dos o tres días para recuperar fuerzas, pero tocaba
apechugar con el trabajo.
—Ocúpate del arresto. Llévate a dos agentes. Luego aprovecha para ir a comer algo, mientras
se cumple el papeleo y llega el defensor. Yo debo ausentarme por un par de horas. Nos
encontraremos aquí a las cinco para interrogar a Ventura.
—De acuerdo, jefe.
Néstor salió de la comisaría con la sensación de que el mundo había cambiado. Todo le
parecía más luminoso y agradable. O él lo percibía así. En cualquier caso, como su traslado tenía
carácter personal, cogió el autobús. Veinte minutos después estaba frente al hospital San Juan
Apóstol. Gracias a las indicaciones del personal llegó al tercer piso y enseguida ubicó la
habitación de Dika. ¿Sería ese un buen momento? La voz de Gyula invitándolo a pasar, lo
tranquilizó.
En cuanto entró en la habitación, a Salazar lo alcanzó el olor a desinfectante y crema para
bebé. La primera cama estaba vacía y cubierta por sábanas de papel azul. Detrás de la mampara
estaba la feliz pareja. Dika reposaba en la cama, pálida y exhausta, pero con una sonrisa que le
rozaba las orejas. Sostenía al pequeño Joaquín sobre su pecho, y los ojos le brillaban. Gyula, de
pie junto a la cama, acariciaba con suavidad la cabecita de su hijo, que estaba muy ocupado
alimentándose de su madre. Gyula estaba tan henchido de orgullo, que Néstor pensó que si alguien
lo pinchaba explotaría como un globo.
—Pasa, Néstor. Conoce a tu sobrino y futuro ahijado.
—¿No es precioso? —preguntó la orgullosa madre.
—Sí, lo es —confirmó Salazar, conteniendo la respiración—. ¿Cómo te encuentras, Dika?
—Cansada. Este pillo come más que un remordimiento, pero ahora mismo nada de eso
importa. Soy la mujer más feliz del mundo.
—Di que sí, cariño —la apoyó Gyula—. Que eres una heroína.
—Gracias, amor.
Gyula se inclinó para besar a su mujer, y ella le correspondió con una mirada embelesada.
Salazar parpadeó confundido. ¿Esa era la misma Dika que durante el parto agobió a Gyula con
insultos en el trayecto hacia el hospital?
—Os felicito.
Dika sonrió y besó la cabecita de su hijo. Después de compartir un rato con los orgullosos
padres, Salazar se marchó del hospital con sentimientos encontrados. Se sentía feliz por sus
amigos, pero su propia soledad se hizo más palpable.
Mientras esperaba el autobús que lo llevaría de vuelta a San Miguel, Néstor llamó a su hijo
Salvador. El chiquillo respondió con alegría. Le contó que su madre estaba mucho mejor, y que él
por fin asistía a clases de flauta. ¿Quería que le enviara una grabación? Un par de minutos
después, Salazar escuchó la dubitativa melodía de aprendiz que tocaba su hijo putativo, y su
orgullo de padre la convirtió en el mejor de los conciertos. Habría querido compartir ese
momento con alguien… Tal vez con Sofía, pero se contuvo. No se atrevió a llamarla y ser
inoportuno. La soledad lo abrumó. Con los ojos humedecidos, Néstor subió al autobús y
emprendió el viaje de regreso a su vida cotidiana.
Capítulo 56

Cuando Salazar llegó a la comisaría, Telmo ya lo estaba esperando. El subinspector le informó a


su jefe que arrestaron a Gonzalo Ventura sin ningún contratiempo. El chico no se resistió. Tan solo
pareció confundido, como si no comprendiera por qué se lo llevaban.
—Tuvimos más problemas con la madre, que sufrió una crisis.
Néstor recordó su entrevista con Antonia y sintió una punzada de compasión.
—¿Qué hicisteis?
Telmo se encogió de hombros.
—Yo llamé a una ambulancia, mientras Ander hizo lo posible por tranquilizarla. Los técnicos
sanitarios se hicieron cargo en cuanto llegaron. Le suministraron un sedante a la pobre mujer, y se
ocuparon de avisar a su marido.
Néstor asintió.
—Continúa.
—Ventura ya está bajo arresto. Su abogado llegó hace media hora y nos esperan en la sala de
interrogatorios. Además, ya Científica envió el informe de los primeros hallazgos.
—Te escucho.
—En la habitación del sospechoso encontraron una cesta con pelotas de tenis de color verde.
Nos dirán si las fibras son iguales a las de la escena del crimen cuando completen el estudio
microscópico.
—Si coinciden será un indicio, pero por sí solas no demuestran mucho —argumentó Salazar
—. El tipo de fibra puede corresponder a la marca de las pelotas, pero estoy seguro de que hay
miles allá afuera. Para su abogado será pan comido conseguir que las descarten como prueba.
¿Encontraron algo más?
Telmo se recostó en la silla.
—El equipo también se llevó un par de zapatos de Ventura para compararlos con las huellas
que se encontraron en la escena del crimen, y ya le pedimos al juez la orden para una comparativa
del ADN del detenido con el cabello que apareció en la casa de Soler. Comprobar si el chico es o
no el asesino solo es cuestión de tiempo, pero hay otro hallazgo que también podría ser
interesante.
—¿De qué se trata?
—Durante el registro apareció un cuaderno con anotaciones muy peculiares.
Salazar se removió, un poco impaciente ante la parsimonia de su compañero.
—¿Qué tipo de anotaciones?
—Se trata de un juego de rol. Hay apuntes sobre guardianes, un guía, hechiceros y cosas así.
Científica se ocupará de analizarlo.
El inspector meditó por algunos segundos.
—Habrá que tenerlo en cuenta. Tal vez no tenga ninguna relación con el homicidio, pero
también podría haber alguna conexión. ¿Hay algún pentáculo dibujado en el cuaderno?
—No, señor.
—¿Algún nombre?
Álvarez suspiró con desaliento.
—Por lo que me informaron, nombres hay muchos, pero todos corresponden a personajes
ficticios —Telmo consultó su cuaderno—: Fenrir, Ariel, Dilan, Vandor… ¿Le dicen algo? —
Salazar negó con la cabeza—. Científica tampoco se aclara. Por cierto, el jefe Barros le envió un
mensaje: me pidió que le dijera que deje de hacer el tarugo y termine de resolver el caso de una
vez, que ya lo tiene hasta las narices con este asunto.
Salazar ladeó la cabeza.
—Es un alivio saber que Casimiro recuperó su buen humor.
Telmo enarcó las cejas.
—Entonces, ¿cómo lo trata cuando está de mal humor?
—Es… No te molestes en tratar de entenderlo. No tiene caso. Ocupémonos de Ventura. ¿Qué
averiguaste sobre su problema psiquiátrico?
—No fue fácil que nos dieran acceso a la historia clínica en el hospital. El propio juez tuvo
que hacer una llamada para corroborar la orden que les enviamos, pero al fin soltaron la
información. Gonzalo Ventura padece trastorno bipolar y esquizofrenia paranoide.
—Joder, pobre chico.
—Sin embargo, la psiquiatra que lo atiende se sorprendió mucho cuando supo que era
sospechoso de asesinato. Según ella, la conducta de Ventura nunca fue violenta. Al contrario, su
diagnóstico se hizo a partir de agresiones que sufrió en el instituto, a causa de que los demás
chicos lo consideraban extraño. Mientras cumple con su tratamiento puede llevar una vida normal.
De hecho, trabaja en una conocida tienda de videojuegos. La doctora está convencida de que es
incapaz de hacerle daño a nadie.
—Tal vez interrumpió el tratamiento sin que nadie lo supiera —argumentó Néstor.
Telmo asintió para reafirmar sus palabras.
—Le hice la misma observación, pero según la psiquiatra, Gonzalo tampoco mostraba
tendencias agresivas antes del diagnóstico. Tan solo se perdía en su mundo y escuchaba voces que
lo atormentaban.
—El juego de rol podría ser parte de ese mundo —apuntó Néstor—. De acuerdo, tendremos
en cuenta la opinión de la psiquiatra. ¿Ya activaron la cámara de vigilancia de la sala de
interrogatorios?
—Ordené que la encendieran hace diez minutos —respondió el subinspector.
—Perfecto, entonces vamos.
Los policías subieron hasta el tercer piso. Ventura y su abogado cuchicheaban en el momento
en que ellos entraron. Salazar observó al detenido, mientras se sentaba frente a él. Telmo se quedó
de pie a espaldas del chico. Gonzalo era muy joven, y tenía un aire de inocencia que conmovió al
inspector. El abogado facilitó que saliera de ese estado de ánimo con su intervención.
—¡Todo esto es un atropello y tendrá consecuencias! El señor Gonzalo Ventura es un paciente
psiquiátrico y no debería estar aquí.
—El señor Ventura es sospechoso de un homicidio, abogado —replicó Salazar con tono
autoritario—. ¿Dispone usted de la orden de un juez que lo exima de declarar?
—Eh… no he tenido tiempo de solicitarla. Lo haré en cuanto salga de aquí.
—¿Existe el informe de un psiquiatra que considere contraproducente que su cliente responda
a nuestras preguntas? —El abogado se limitó a sacudir la cabeza—. Muy bien, entonces hasta que
un juez se pronuncie en contra, el señor Ventura es imputable y permanecerá bajo arresto.
—Le repito que es un paciente psiquiátrico y no debería estar aquí.
—¿Está en condiciones de participar en la entrevista?
—Sí, pero…
—En ese caso, continuaremos con el procedimiento —Salazar dejó al defensor con la palabra
en la boca y se encaró con Ventura —. Dime, hijo, ¿puedo llamarte Gonzalo?
—Sí, claro.
—De acuerdo. ¿Sabes por qué estás aquí?
Gonzalo echó un vistazo alrededor de la habitación, y volvió a centrarse en el inspector.
—Me hicieron prisionero porque maté a un demonio.
El abogado casi saltó del asiento.
—Señor Ventura. Por su bien, le ruego que no diga una palabra más.
—¿Por qué? No tengo nada de qué avergonzarme. Yo solo cumplí con mi deber de proteger. Es
mi misión.
—¿A quién protegiste? —preguntó Néstor.
—A mi guía, por supuesto. Es mi responsabilidad.
—¿Así que mataste a Soler para proteger a ese… guía?
Gonzalo asintió.
—Era mi deber y me concedieron el permiso.
—¿Quiénes te concedieron el permiso?
—Ellos, por supuesto.
Salazar y Telmo intercambiaron miradas. ¿Ventura estaría tratando de confundirlos? Néstor
contuvo el aliento por un par de segundos. Nunca había enfrentado un interrogatorio tan
surrealista. ¿De qué demonios hablaban? Telmo se mantuvo atento a los recursos que emplearía su
jefe para salir airoso de la situación.
—A ver, Gonzalo. Ayúdame a comprender. Reconozco que me aclaro. ¿Me lo puedes
explicar?
El chico sometió al inspector a un escrutinio con la mirada. El resultado debió ser positivo,
porque asintió y comenzó a hablar.
—Me llaman Gonzalo, pero también soy Dilan. Mi misión es proteger y mi guía estaba en
peligro.
El inspector comprendió de inmediato la relación entre la declaración de Ventura y el juego de
rol que encontraron en su habitación.
—Ya. ¿Y puedes decirme quiénes son «ellos»?
Gonzalo se encogió de hombros como si la respuesta a la pregunta del policía fuera obvia.
—«Ellos» son ellos. Siempre están conmigo y me dicen lo que tengo que hacer.
—¿«Ellos» te dan órdenes?
Gonzalo asintió.
—También me vigilan para que cumpla con mi deber.
Néstor comenzó a comprender de qué iba el asunto.
—¿Están contigo aquí y ahora?
—Por supuesto. Dicen que debo tener cuidado con usted, porque es peligroso.
Néstor levantó la mirada hacia su compañero. Telmo tocó su propia cabeza y su jefe asintió.
La única conclusión lógica era que «ellos» eran las voces que Gonzalo escuchaba. Se trataba de
alucinaciones. El inspector sintió que pisaba terreno inestable. Él no era psiquiatra y no quería
perjudicar al chaval, pero tenía que ser capaz de separar la realidad de la fantasía en la
declaración del detenido.
—¿«Ellos» te hablan, Gonzalo?
—Sí, aquí, dentro de mi cabeza.
—¿Te hablaron cuando mataste a Soler?
—Esa pregunta es tendenciosa, inspector —protestó el abogado—. Está tratando de que mi
defendido se incrimine a sí mismo.
—Su cliente ya se incriminó, abogado. Hace cinco minutos confesó que estaba aquí porque
mató al demonio.
—Todavía no se ha establecido sin lugar a duda que se estuviera refiriendo al señor Soler.
—Ese era el nombre de ese demonio —afirmó Gonzalo, por si a su abogado le quedaba alguna
duda.
Salazar no le dio tiempo al defensor de reaccionar.
—¿«Ellos» estuvieron presentes cuando cumpliste tu misión?
—Sí, claro. Ellos fueron quiénes me ordenaron que marcara al demonio, para que todos
supieran por qué murió.
—¿Cómo lo marcaste?
—Le dibujé una estrella de cinco puntas en la espalda. Yo no quería, pero «ellos» me
obligaron.
Salazar suspiró. Al menos una de las incógnitas del caso quedó resuelta. Faltaba averiguar lo
más importante.
—¿Por qué mataste a Soler?
—Ya se lo dije. Para proteger a mi guía. Él amenazaba su vida y yo no podía permitirlo.
Néstor y Telmo intercambiaron una mirada de desconcierto. ¿Soler había sido un asesino en
potencia? No encontraron ningún indicio al respecto cuando lo investigaron. Salazar continuó
esforzándose en separar el trigo de la paja.
—¿Cuál es el nombre de tu guía?
—Ariel.
Un gesto del inspector fue suficiente para que su compañero comprendiera lo que quería. El
subinspector tomó nota en su móvil y salió de la sala sin decir palabra. Averiguaría todo lo que
pudiera sobre los apelativos Dilan y Ariel.
Néstor entrecruzó los dedos por encima de la mesa que lo separaba de Ventura, y se tomó
algunos segundos para ordenar sus ideas, antes de continuar con el interrogatorio.
—Ariel. Es un nombre muy peculiar —dijo Salazar con actitud meditativa. Ventura guardó
silencio—. ¿Lo conoces también por algún otro nombre?
—¿Es tonto? Ya se lo dije, se llama Ariel.
—Sí, claro, pero tú también eres Dilan y además Gonzalo. ¿Tu guía tiene otro nombre?
—¿Se refiere a su nombre común?
—¡Exacto! ¿Él tiene otro nombre? ¿Tú lo conoces?
Gonzalo negó con la cabeza.
—Por supuesto que conozco su nombre común, pero tengo prohibido decirlo.
Salazar se mordió los labios. Ahora debía averiguar si Ariel existía o solo era otra voz en la
cabeza de Gonzalo. Con un suspiro, el inspector dio por terminado el interrogatorio y salió de la
sala. Una vez en el pasillo, sacó su móvil para hacer una llamada.
Capítulo 57

Del otro lado de la línea, el inspector escuchó una voz que parecía un rugido.
—Ya habías tardado mucho en importunar.
—Hola, Casi, yo también me alegro de oírte.
—Supe que te libraste de una buena. No debería decirte esto, pero me complace.
—Gracias, Casi.
—No te emociones. No es por ti. Si te metían en chirona, ¿quién me iba a traer los desayunos
durante las dietas de mi mujer? Es solo por eso. Que lo sepas.
—Aun así, gracias.
—A ver, ¿por qué llamas? Estoy seguro de que quieres algo.
—Mi intención no es molestarte…
—Tú siempre molestas, así que no te cortes.
—Vale, se trata del juego de rol que encontraron en el registro de la habitación de Gonzalo
Ventura.
—¿Ese galimatías? Eso no tiene ni pies ni cabeza. Ninguno de nosotros le encuentra sentido.
—Muéstraselo a Toni. Durante algunos meses se aficionó a este tipo de juegos. Tal vez él
pueda arrojar alguna luz sobre el tema.
—¿Por qué no me sorprende? De acuerdo, se lo consultaré. Ahora no incordies más, y déjame
seguir trabajando.
Cuando Salazar terminó la llamada, Casimiro seguía refunfuñando contra él.
Néstor encaminó sus pasos en dirección a la sala común. Resultaba evidente que el comisario
todavía no les había informado a sus subalternos acerca de las novedades. Miguel y Diji
apartaban la mirada de sus pantallas de vez en cuando para intercambiar miradas de desconcierto,
Remigio simulaba leer los papeles que tenía delante, manteniendo su mejor expresión de pitbull a
dieta, y Telmo estaba centrado en su ordenador, ajeno a lo que ocurría a su alrededor. En cuanto
Salazar apareció en el umbral, Miguel lo presionó.
—Llegas a tiempo para la reunión que convocó el comisario. Seguro que tú sabes de qué va.
¿Por qué no nos adelantas algo?
—Porque no seré yo quien cabree a Ortiz para satisfacer tu curiosidad.
—Y haces bien —dijo una voz profunda a espaldas de Néstor. El inspector no necesitó
volverse para saber que se trataba de Santiago—. Me alegra ver que todos estáis aquí.
—Falta Beatriz —apuntó Pedrera—. Todavía no regresa de la tarea que usted le asignó.
—Yo no le asigné ninguna tarea, Miguel. La subinspectora Araya fue arrestada por destruir
evidencias y ser cómplice en un homicidio. Ahora mismo se encuentra en una de las celdas de la
comisaría.
Las cejas de Cheick y Pedrera se dispararon hacia arriba, al mismo tiempo que Remigio
gruñía como si le doliera algo. Telmo entornó los ojos, sin estar muy seguro de haber interpretado
bien las palabras del comisario. Ortiz dejó escapar un suspiro, y les informó acerca de los
resultados de la investigación de Remigio, sobre la muerte de Celso Rivera.
Antes de que el comisario terminara de contarles los detalles, ya Miguel negaba con la cabeza.
—Si me disculpa, jefe, este asunto se está saliendo de contexto. Aunque no lo apruebe, puedo
comprender que Beatriz intentara salvar a su hermano, pero no es lo mismo borrar una grabación,
que participar en el homicidio de un detenido, que es de lo que pretenden acusarla.
Santiago tensó los músculos de la espalda y frunció el ceño. Hasta Néstor se asustó.
—Haré como si no hubiera escuchado lo que acabas de decir, Pedrera. Lo planteas como si
Araya hubiera cometido una falta sin importancia, cuando lo que hizo fue destruir evidencias en
una investigación por homicidio. Por si no eres consciente, con ello incurrió en un delito de
obstrucción a la Justicia, y al proteger a un presunto homicida, se convirtió en su cómplice.
—Todavía no sabemos si el hermano de Beatriz fue el asesino de Celso —protestó Pedrera.
—Me temo que es lo más probable —intervino Remigio—. El forense que hizo la autopsia nos
explicó que el golpe que mató a Rivera pudo recibirlo horas o días antes de su deceso, y ya
comprobamos que no lo sufrió en esta comisaría. Sumado a esto, por palabras del propio Celso
sabemos que tuvo una pelea con Tomás Araya, y que su cómplice le golpeó la cabeza tan fuerte,
que lo dejó aturdido. Blanco y envasado.
—Yo también lamento que Beatriz tenga que afrontar acusaciones tan graves —reconoció el
comisario —, pero ella misma se enlodó con este asunto cuando decidió burlar a la Ley para
salvar a Tomás. Además, su conducta estuvo a punto de arruinar la vida de un inocente y dañar el
prestigio de esta comisaría. Así que nuestro deber es llegar hasta el final. Remigio, ¿cuál va a ser
tu siguiente paso?
Se hizo un silencio incómodo. A nadie le hubiera gustado estar en el pellejo de Toro. Cada uno
buscó un punto para desviar la mirada. Remigio carraspeó antes de responder.
—Lo primero que haré será interrogar a Tomás Araya. La conversación que sostuvo el propio
Celso con Beatriz antes del interrogatorio debería ser suficiente para convencerlo de que confiese.
—De acuerdo, mantenme informado —Santiago centró su atención en Néstor—. Telmo me
informó a través de Lali que tenéis la confesión del asesino de Soler.
—¡Cómo vuelan las noticias en esta comisaría! Pues sí, tenemos al tío que apretó el gatillo,
pero todavía no me atrevería a decir que ya encontramos al asesino.
—¿Quieres explicarte?
Salazar informó a Ortiz y al equipo acerca de los últimos descubrimientos, los problemas
psiquiátricos del sospechoso y la aparente relación del crimen con un juego de rol.
—Espera, ¿nos estás diciendo que ese chaval asesinó a un hombre a causa de un juego? —
preguntó Miguel, sin disimular su incredulidad.
—Ese es el detalle que todavía no tengo claro —Salazar llenó sus pulmones de aire y se
dispuso a exponer sus reflexiones—. El chico expone el asesinato de Soler como un deber. Lo que
quiero determinar es de dónde sacó la idea de semejante «misión».
—¿Por qué? —preguntó Toro—. Si ya confesó que él disparó y dibujó el pentáculo en el
cuerpo, ya tienes al asesino. Lo único que debes hacer es esperar los resultados de Científica que
lo ubiquen en la escena del crimen, y cerrar el caso. Ya determinará el juez si lo envía a la cárcel
o aun psiquiátrico penitenciario. ¿Por qué te complicas la vida?
—No es tan sencillo, Remigio. Por necesidad, un juego de rol involucra a varias personas, y
él insiste en que asesinar a Soler era una misión porque tenía que proteger a su guía. ¿Comprendes
lo que esto implica?
—¿Qué se le fue la olla?
—Que alguien más plantó esa idea en su cabeza —intervino Diji. Néstor lo señaló con el
índice para mostrar su acuerdo.
—¿Quieres decir que tuvo un cómplice en esa locura? —preguntó Miguel.
—Yo me inclino más por un autor intelectual. Veréis, el principal obstáculo en este caso
siempre fueron las coartadas. Todas las personas cercanas a Soler que podían tener un motivo
para asesinarlo, también tenían una coartada fuerte. Por eso contemplamos la posibilidad de que
el crimen se hubiera cometido a través de un sicario…
Ortiz respaldó la idea del inspector con un asentimiento.
—Así que tu teoría es que en lugar de contratar un sicario, el asesino de Soler usó a este
chico.
—Es la conclusión a la que llegué. La persona que él identifica como «su guía» manipuló a
Gonzalo y le plantó la idea de que Soler era un demonio que amenazaba su vida, y que por lo tanto
el deber de Ventura era eliminarlo.
—Pues sí que es un asunto retorcido —opinó Remigio.
—Todo en este caso lo es —reconoció Salazar—. Y eso nos pone de nuevo en el punto de
salida…
Álvarez se echó hacia atrás en el asiento con cara de tragedia.
—Así que tendremos que volver a comenzar y revisar a todos los relacionados con Soler, sin
tomar en consideración las coartadas para descartarlos. Esta investigación está destinada a no
terminar nunca.
—No te desanimes, Telmo. Ahora disponemos de una información privilegiada. Sabemos
quién fue el ejecutor del crimen y la forma en que el verdadero asesino lo involucró. Eso nos
puede abrir vías de investigación.
Cheick se inclinó hacia adelante y recostó la mitad del cuerpo sobre el escritorio.
—Si esa persona participaba en un juego de rol junto con Ventura, tuvieron que mantener una
relación social previa al crimen. Tal vez haya testigos o evidencias de esa «amistad».
—Bien pensado, Diji. Miguel, ocúpate de indagar también si existe algún club de juegos de
rol en La Rioja, y averigua si Ventura pertenece a alguno.
—Vale —respondió Pedrera entre dientes.
—Telmo, a ver si puedes averiguar algo entre los familiares y amigos de Gonzalo.
Álvarez asintió, cogió su abrigo y salió de la sala.
—Diji, vuelve a revisar los informes sobre el caso y comprueba si se nos pasó algo por alto,
teniendo en cuenta lo que sabemos ahora. También quiero que hables con familiares y amigos de la
víctima. Quiero saber si Soler participó alguna vez en ese tipo de actividad.
—¿Has considerado la posibilidad de que estés buscando fantasmas? —preguntó Pedrera—.
Tal vez no existe un autor intelectual, y el homicidio es consecuencia de la cabeza del chico.
Salazar se mordió los labios y cogió aire.
—Llegaremos a esa conclusión cuando consigamos descartar todas las demás posibilidades.
Si estoy en lo cierto, allá afuera hay un tío que no solo cometió un asesinato, sino que manipuló a
un paciente psiquiátrico para que ejecutara el crimen por él. Si existe alguien así dentro de mi
jurisdicción, haré todo lo que esté en mi mano para que no se vaya de rositas.
—Vale, entendí. Solo era una sugerencia.
—De acuerdo. Yo iré a reunirme con el psiquiatra de Ventura. Tal vez arroje alguna luz que
nos permita llegar a la verdad.
Capítulo 58

Después de darle instrucciones a Lali, Salazar salió de la comisaría envuelto en una sensación de
irrealidad. La angustia por la posible acusación en su contra estuvo tan presente en su ánimo
durante los últimos días, que al desaparecer del horizonte, le pareció que vivía en un sueño y que
en cualquier momento despertaría en una celda. Se detuvo por un momento junto al Corsa y
practicó un par de respiraciones profundas, para convencerse a sí mismo de que no se engañaba.
Ya estaba bien. No se podía permitir semejante distracción de su objetivo. Estaba en juego atrapar
a uno de los asesinos más crueles con los que se había tropezado a lo largo de su carrera.
Néstor no tardó en llegar al hospital San Juan Apóstol. Revisó sus mensajes antes de salir del
coche. En uno de ellos, Lali le confirmaba que la doctora Urquijo lo recibiría en cuanto llegara. El
inspector subió hasta el segundo piso, donde la psiquiatra de Gonzalo tenía su consultorio.
Después de identificarse con la enfermera, recibió las acostumbradas miradas de enfado por parte
de los pacientes que esperaban, y siguió a la chica hasta la puerta de la doctora.
—Inspector Salazar, tengo entendido que quiere conversar conmigo acerca de Gonzalo
Ventura. Ya entregué su historia clínica bajo protesta. Quiero que comprenda que el secreto
profesional me obliga a proteger la intimidad de mi paciente.
—Lo comprendo y lo aplaudo, doctora. Sin embargo, el asunto que nos ocupa es el homicidio
de un padre de familia, y Ventura ya confesó que él lo cometió.
Las cejas de Dolores se dispararon hacia arriba.
—No lo comprendo. Gonzalo nunca manifestó señales de violencia. Al contrario, su
inseguridad en sí mismo, siempre lo convirtió en víctima.
—Es un señalamiento interesante. ¿Considera usted que es una persona a quién se le puede
manipular con facilidad?
La psiquiatra meditó por unos segundos.
—Sin lugar a duda. Pero supongo que esta no es una pregunta genérica.
Néstor le habló del juego de rol en el que se mantenía inmerso Ventura, y le relató los detalles
del interrogatorio.
—Es la primera vez que escucho acerca de ese juego. Por supuesto que hubiera desaconsejado
que Gonzalo participara en esa actividad.
—Tuve la impresión de que los límites entre la realidad, el juego de rol y las alucinaciones
eran difusos para Ventura. ¿Es eso posible?
Urquijo contuvo el aire antes de responder.
—Es una pregunta más compleja de lo que parece. Gonzalo es consciente de su problema, y
gracias al tratamiento conseguimos que se incorporara a la vida normal.
—¿Y si interrumpió la medicación?
La psiquiatra negó con la cabeza.
—Pasamos por esa experiencia el año pasado. Las medicinas le ocasionan muchos efectos
secundarios, y por eso las suspendió sin decírselo a nadie. Como consecuencia cayó en un estado
depresivo, y estuvo a punto de suicidarse a causa del tormento que sufría por las alucinaciones
auditivas. Sin embargo, en ningún momento perdió el contacto con la realidad…
—Debió ser entonces cuando se hizo con la Vector —murmuró Néstor para sí mismo.
—Perdón, ¿cómo dice?
—Nada. Pensaba en voz alta. Continúe, por favor.
—Como le venía diciendo, sin la protección de las medicinas lo invadieron ideas suicidas.
Por fortuna, sus padres lo detectaron a tiempo, intervinimos, lo convencimos de volver a tomar el
tratamiento y superó el episodio. En ningún momento perdió el contacto con la realidad.
—¿Y si alguien influyó sobre él para confundirlo con un propósito? ¿Sería posible?
Dolores parpadeó.
—¿Quién haría algo tan cruel?
—Alguien que quisiera utilizar a Gonzalo para sus propios fines. Dígame, doctora, ¿es posible
que una persona que quisiera manipular al chico, pudiera hacerlo valiéndose de su papel en un
juego de rol?
La doctora Urquijo se removió incómoda en su silla.
—Esa es la pregunta más difícil que me han hecho en mi vida profesional —Salazar se
mantuvo impasible, mientras Dolores meditaba la respuesta—. De acuerdo, le daré mi opinión,
pero recuerde que solo se trata de eso, una opinión.
—Comprendido. La escucho.
—Debe tener claro que el señor Ventura no es ningún tonto. Al contrario, su coeficiente
intelectual supera la media. Quiero que esto quede muy claro —Salazar asintió—. Partiendo de
ese fundamento, Gonzalo sufre alucinaciones a causa de la esquizofrenia paranoide, es decir,
escucha voces que surgen de su propia cabeza y que casi siempre son hostiles y amenazantes. ¿Me
sigue?
—Por supuesto.
—A esto debemos sumar que también padece un trastorno bipolar. En su caso particular, con
mayor tendencia a la depresión que a la euforia. Este desorden afecta su emocionalidad, no su
capacidad cognitiva.
—Lo comprendo.
—Lo que quiero decir es que Gonzalo no es un chiquillo ingenuo al que se le pueda engañar
con facilidad… Sin embargo, bajo ciertas situaciones emocionales, todos somos susceptibles a
que nos manipulen. Se sorprendería las afirmaciones que he escuchado en boca de personas que
no padecen ningún tipo de enfermedad mental. Es una condición humana que nos hace vulnerables.
De ahí, la existencia de las sectas. Estamos programados para aceptar con más facilidad lo que
resuena con nosotros, aquello que confirma lo que queremos creer.
—Así que considera que pudieron manipular al chico hasta el punto de convencerlo de que
asesinar a Soler era lo correcto.
—No me atrevo a afirmar que sea cierto, pero si alguien lo indujo en forma deliberada,
creando pruebas falsas y apoyándose en las alucinaciones para reforzar su engaño… Tal vez.
—¿A quién buscamos? ¿Qué tipo de persona sería capaz de hacer algo así? Y no me refiero a
una valoración moral, sino a características concretas.
—En otras palabras, quiere un perfil —Salazar asintió—. No soy perfiladora, inspector. No
estoy capacitada para deducir su sexo, edad o profesión. Sin embargo, yo buscaría una persona
fría y muy inteligente. Alguien que esté acostumbrado a conseguir lo que quiere a cualquier precio.
Un narcisista megalómano. O para decirlo en pocas palabras, un psicópata.
Después de dar por terminada la entrevista, Néstor agradeció su ayuda a la psiquiatra. Al salir
del consultorio esquivó las miradas fulminantes de los pacientes que aguardaban en la sala de
espera. ¡Tampoco era para tanto, solo entretuvo a la doctora durante cuarenta y cinco minutos! Se
condolió de sí mismo por la incomprensión del conglomerado humano hacia su persona, y se
regodeó en la autocompasión, mientras abandonaba el hospital.
Antes de llegar al Corsa, Salazar recibió la primera llamada.
—¿Es que no vas a dejar de molestar?
—¡Pero si eres tú quién me está llamando, Casi!
—Nimiedades. Terminemos con esto, a ver si me libro de ti de una vez. Al menos por el día
de hoy… Aquí está lo primero: esta vez diste en el clavo. El ADN del cabello que encontramos en
la escena del crimen corresponde con la última muestra que nos enviasteis. Ah, y comprobamos la
coincidencia entre el dibujo de la suela de los tenis del sospechoso y las huellas de la escena del
crimen, además de que hay rastros de sangre en el borde de uno de los zapatos. Ya estamos
procesando la comparación con el ADN de la víctima —El jefe Barros adoptó un tono de
satisfacción—. Así que te lo puedo confirmar en forma extraoficial: ahora sí pillaste al asesino.
—Eh… Sí, ya lo sabíamos porque Ventura confesó durante el interrogatorio.
Casimiro estalló.
—¿Y hasta ahora me lo dices, tarugo? Llevo todo el día dándoles caña a los chicos para que
analicen las pruebas de tu caso lo antes posible y qué me encuentro… ¡Que el cenutrio ya lo tenía
resuelto y se le olvidó comunicármelo!
—Lo lamento, Casi. No era mi intención darles trabajo extra a tus chicos. Hoy he tenido un día
de aúpa. pero esas pruebas serán necesarias cuando se lleve el caso a juicio.
—¡Pues más te vale que sea pronto, mindundi! Supongo que tampoco corren prisa las
conclusiones de Toni acerca del juego de rol, si ya el señorito tiene el caso envuelto para regalo.
—Sí las necesito cuanto antes, Casi. El chico confesó, pero el caso no está resuelto.
—Te preguntaría qué significa semejante patochada, pero tratándose de ti, no vale la pena.
—Es que estoy seguro de que hay un autor intelectual detrás de Ventura.
—¿Entonces no lo has resuelto?
—No.
—¿Y nuestro trabajo sigue siendo útil?
—Importantísimo. Necesitaré toda tu ayuda para descubrir al cerebro que maquinó el crimen.
No sería capaz de conseguirlo sin tu colaboración.
Del otro lado de la línea hubo un silencio de pocos segundos.
—Vale, eso ya es otra cosa. De acuerdo, según Toni, nunca había visto este juego de rol en
particular. No está basado en ninguno de los escenarios habituales.
—Lo cual quiere decir…
—Que es original. Lo crearon desde cero. Quién lo hizo debió dedicarle mucho tiempo y
esfuerzo.
—¿Se podría identificar al autor?
—No está firmado, pero puedo confirmarte que no lo escribió Ventura.
—Tal vez la grafología nos ayude a identificar a quién ideó todo esto. ¿Qué me dices del
contenido? ¿Hay alguna referencia a los personajes?
—Sí, aunque solo los menciona con su nombre de ficción. Toni es quién te lo puede explicar
mejor.
—Si la persona que manipuló a Ventura utilizó el juego de rol con esa finalidad, en el guion y
los personajes debe haber algún hilo del cual tirar. Voy para allá.
—Ya se me va a echar a perder el día. Por cierto, no te olvides de mi café.
Capítulo 59

Néstor se detuvo en una cafetería cuando iba de camino hacia la Jefatura Superior. En el
momento en que cruzó la puerta del laboratorio de Científica, a Barros se le iluminó el rostro por
un instante. De inmediato frunció el ceño y resopló.
—¿Trajiste mi café?
Salazar le entregó un vaso de polipropileno, que el jefe de Científica recibió con un suspiro de
satisfacción.
—Faltan los dulces.
—Lo siento, Casi. Recuerda que esta vez la dieta es por motivos de salud.
Casimiro gruñó.
—Si crees que te los voy a dejar pasar por alto, vas listo. Te los anoto en cuenta y más te vale
que los traigas cuando el médico me levante la dieta.
—Pero entonces se te volverá a descarrilar la analítica.
—Ese será mi problema, soplagaitas. A ver si te vas a creer que me voy a pasar el resto de la
vida bajo el suplicio de esta dieta.
Salazar se mordió la lengua y cambió de tema.
—Si no tienes nada nuevo para mí, iré a hablar con Toni a ver qué puede decirme sobre el
juego de rol.
Casimiro asintió, dio un último sorbo al café y tiró el vaso a la basura. Néstor aprovechó para
salir de la zona de influencia del jefe Barros, antes de que volviera sobre el tema del abandono de
la dieta. El laboratorio de Informática estaba al frente, así que cruzó el pasillo y se refugió allí.
Encontró a Toni inclinado sobre las entrañas de un ordenador, más pálido que un fantasma
anémico. El chico estaba tan concentrado, que no se enteró de la llegada del inspector.
Después del tercer suspiro del informático, Salazar carraspeó. Toni dio un respingo como si
hubiera escuchado una explosión.
—Néstor, colega. ¿Qué haces aquí? No te esperaba.
—Vengo a pedirte ayuda.
El joven saludó al inspector chocando las palmas.
—Pues aquí me tienes. Por cierto, enhorabuena por haberte librado de esa falsa acusación. Me
alegra mucho que se demostrara tu inocencia.
—Te lo debo a ti, Toni. De no ser por tu pericia y honestidad, en este momento estaría
enlodado hasta las orejas.
—Solo cumplí con mi deber.
—Estoy seguro de que no debió ser fácil —reconoció Néstor, al mismo tiempo que palmeaba
el hombro del chico—. Soy consciente del aprecio que sientes por Beatriz.
Toni se encogió de hombros.
—Esa historia se terminó hace tiempo. Yo era demasiado inmaduro para ella.
Salazar pensó en su propia relación con Sofía.
—Aun así. El afecto no se borra de un plumazo. Para ti debió ser difícil mostrar la grabación
que la inculpaba.
—Las cosas son como son, no como queremos que sean —filosofó el chico—, pero no viniste
por eso. ¿Qué necesitas?
Salazar le hizo a Toni un resumen sobre el caso Soler.
—… Y por eso creo que detrás del juego de rol se esconde el verdadero asesino.
Toni fijó la mirada en Salazar y parpadeó.
—¿Y qué estamos esperando para desenmascarar a ese desgraciado?
El joven informático cogió un cuaderno de espiral que reposaba sobre una de las mesas, junto
a un portátil desarmado. Se lo entregó al inspector, quien lo abrió y lo estudió con atención. El
texto era ordenado y pulcro, escrito con una letra uniforme y redondeada. Relataba una historia
sobre un mundo medieval donde existían hechiceros, demonios y dragones. Mientras ojeaba las
páginas, Salazar le preguntó a Toni acerca de su contenido.
—Hace tiempo que no participo en estas actividades, pero sin profundizar mucho reconozco
que me pareció guay. Está bien estructurado y se ve interesante. Es un mundo inventado desde
cero, aunque bastante estereotipado. Quien lo ideó no se esforzó demasiado en ser original.
—No creo que lo necesitara —opinó Néstor—. ¿Tiene algún indicio que nos permita
identificar al autor?
—No está firmado ni contiene ningún nombre real. Solo es una historia donde se presenta una
situación y unos personajes básicos, para que se desarrolle el juego sobre esa información.
—¿De qué se trata?
—Es un mundo de fantasía donde hay magia, duendes, y ese tipo de cosas. Tiene tres
personajes principales: un demonio, un guía y un guerrero a su servicio. Fenrir, Ariel y Dilan.
Luego hay un par de personajes secundarios, un guardia al servicio de Fenrir, y una sacerdotisa
que asiste a Ariel.
—De acuerdo, sabemos que el demonio era Soler. Ventura se identificó como el guerrero y
confesó que asesinó a Fenrir para proteger al guía…
—Todo el guion se basa en estos tres personajes. El demonio falla en dos intentos de matar al
guía, y es entonces cuando Ariel le ordena a Dilan que elimine a Fenrir —Salazar se quedó
pensativo por unos instantes—. ¿Qué ocurre?
—No lo sé. Tengo la impresión de que se me escapa algo importante, aunque lo tengo delante
de las narices… ¿Qué más?
—Eso es todo. Es evidente que el juego se truncó en sus inicios.
—O quien lo dirigía alcanzó su objetivo —argumentó el inspector—. Me pregunto cómo
encaja Soler en esa partida.
—Tal vez también era aficionado a los juegos de rol. Muchas personas lo son.
—No hasta el punto de morir por ello —Salazar negó con la cabeza—. Tengo la impresión de
que el abogado no sabía que era uno de los personajes. Lo que me pregunto es si hay algo de
verdad en lo que afirman estas notas.
—¿Te refieres a que sea cierto que Soler intentó matar a Ariel?
Néstor lo pensó por un momento y luego sacudió la cabeza.
—No, no tiene sentido. Vamos a suponer que el abogado atentó contra alguien. ¿Por qué
defenderse de una forma tan retorcida? A Ariel le hubiera bastado con denunciarlo. Eso habría
puesto a Soler en el foco de las autoridades, disuadiéndolo de cualquier intento de agresión. No,
toda esta historia tuvo como objetivo convencer al chico de que Soler era un demonio y que su
deber era asesinarlo.
La entrada de un mensaje en el móvil de Salazar interrumpió la conversación. Néstor lo leyó y
cogió aire antes de transmitir su contenido a Toni.
—Es de Diji. La víctima nunca participó en un juego de rol ni tenía interés en actividades
lúdicas de ningún tipo.
—Pues lo tienes difícil, colega. Ariel podría ser cualquiera.
Después de darle vueltas al asunto sin sacar nada en claro, Salazar concluyó la conversación
con más preguntas que respuestas. En cuanto salió de la Jefatura Superior llamó a Telmo, y le
ordenó que se reuniera con él en la casa de los padres de Gonzalo.
Capítulo 60

El inspector encontró a su compañero de pie junto al portal del edificio donde vivía Gonzalo con
sus padres. Salazar tuvo la impresión de que alrededor de su colega se había formado una nube
negra, así que mandó a callar a su imaginación y se centró en el problema que los ocupaba.
Después de que Néstor le hiciera un breve resumen de su visita a la Jefatura Superior, subieron
hasta el piso de los Ventura.
Les abrió la puerta un hombre mayor con la cabeza gacha y los ojos enrojecidos por el llanto.
Su indefensión conmovió a Néstor, que hizo un esfuerzo por aguantar el tipo. No podría hacer bien
su trabajo si se sentaba a llorar con todas las víctimas. Después de que los policías se
identificaron, Heriberto los dejó pasar.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Gonzalo está bien? ¿Qué hacen otra vez aquí? Ya se llevaron a mi hijo y
registraron todo el piso. Mi mujer está en cama, después de pasar por el hospital. ¿Qué más
quieren de nosotros?
—Su hijo está bien, señor Ventura. Lamentamos todo lo que ocurrió, pero solo hacemos
nuestro trabajo.
—¿Por qué se ensañan con Gonzalo? Es un buen chico que vive su vida y no le hace daño a
nadie. Ya tiene bastante con su enfermedad. ¡Déjenlo en paz!
Néstor suspiró antes de responder.
—Me temo que no es tan sencillo. Gonzalo confesó que él mató al señor Augusto Soler, el
patrón de su esposa. De manera que procederemos con la acusación y enviaremos el caso a juicio.
Heriberto palideció, hasta el punto de que Néstor temió que cayera redondo al suelo.
—Eso no es posible. Gonzalo no es violento. Al contrario, es un chico con un corazón de oro.
¿Por qué querría matar a ese hombre? Dudo que lo conociera. Estoy seguro de que tiene que haber
un error.
Salazar lanzó una rápida mirada a Telmo, quien permaneció impasible. El inspector decidió
confiar en el padre del chico. Era el más interesado en aclarar la situación.
—Sospechamos que existe otra persona involucrada. Alguien que manipuló a su hijo hasta
empujarlo a cometer el homicidio.
Ventura enrojeció hasta las orejas.
—¿Quién…?
—No lo sabemos, pero tal vez usted pueda ayudarnos a averiguarlo.
—Si existe ese malnacido, por supuesto que haré todo lo que esté en mis manos para que lo
arresten, pero me temo que no tengo idea de quién puede haber hecho algo así. Gonzalo es adulto y
tiene su propia vida, que tampoco es muy compleja. Se limita a ir del trabajo a casa y de casa al
trabajo.
—¿Sabe si conoció al jefe de doña Antonia? ¿O si ella le hizo algún comentario sobre el
señor Soler? —preguntó Telmo.
—¿Ahora pretenden involucrar también a mi mujer? Ella no sabe nada. Por supuesto que de
vez en cuando dice algo sobre las familias para las cuales trabaja, pero son comentarios sin
importancia. Nada que induzca a un homicidio.
—No es lo que insinuamos —dijo el inspector—. ¿Gonzalo alguna vez acompañó a su madre
al trabajo?
—No, pero… esos chalés están muy apartados de todo, así que cuando salía muy tarde, él iba
hasta allí para acompañarla.
—¿Su hijo tiene coche? —preguntó Álvarez.
Heriberto negó con la cabeza.
—Iba en autobús, la esperaba y regresaba con ella para que no recorriera el trayecto sola.
¿Cuántos chicos conoce que hacen algo así?
—Entonces era muy protector con su madre —señaló Salazar. Heriberto asintió a su pesar—.
Dígame, ¿es protector también con usted?
—¿Adónde quiere llegar, inspector?
—A que alguien se aprovechó de ese rasgo de la personalidad de su hijo para manipularlo en
su beneficio. Encontramos evidencias de que Gonzalo era aficionado a los juegos de rol. ¿Sabe
con quién jugaba? ¿Les presentó alguna vez a sus compañeros de juego?
Heriberto parpadeó.
—¿De qué me está hablando? No sabía que Gonzalo tuviera esa afición.
—Entonces parece que no conocía a su hijo tan bien como usted creía —sentenció Telmo.
El señor Ventura apretó los dientes, y Néstor le lanzó una mirada de reprobación a su
compañero. Desafiar al testigo no los ayudaría a alcanzar sus objetivos. Salazar intervino para
desviar la atención del padre de Gonzalo.
—¿Su hijo tiene amigos? —Heriberto negó con la cabeza—. ¿Novia?
La cabeza del padre del chico se detuvo en seco.
—No sé si pueda considerarse novia, pero una joven lo llamó desde el portal en un par de
ocasiones. Era muy guapa.
Las piezas comenzaron a encajar en la cabeza de Salazar. Comprendió qué era lo que tenía
frente a las narices que no pudo ver. Gonzalo era sobreprotector, como demostraba su conducta
hacia su madre. Además, el guía convenció al chico de que Soler amenazaba su vida y de que solo
él podría salvarlo. Luego estaba la letra del guion, pulcra y redondeada. Y por último, el nombre
que escogió para sí mismo el director del juego: Ariel. Era un nombre que podía usarse para
ambos sexos. La conclusión a la que llegó Salazar fue que el autor intelectual detrás del crimen
era una mujer.
—¿Sabe el nombre de esa chica? —preguntó Telmo.
—Lo lamento, no tengo idea.
El inspector no estaba dispuesto a darse por vencido con tanta facilidad.
—Pero usted la vio —Heriberto asintió—. ¿Podría reconocerla?
—Por supuesto.
Salazar se disculpó con su testigo y lo dejó a cargo de Telmo, que continuó haciéndole
preguntas rutinarias. El inspector hizo una llamada corta a Diji y le dio una orden. Diez minutos
después, una ristra de mensajes entraba en el móvil de Néstor, quien los abrió de inmediato. Allí
estaban las copias de los DNI de todas las mujeres relacionadas de una u otra forma con el caso.
Salazar se acercó de nuevo a Heriberto.
—¿Reconoce a alguien?
El padre de Gonzalo cogió el teléfono y observó las fotografías de las identificaciones una a
una. Cuando llegó a la tercera, levantó la cabeza y fijó la mirada en el inspector.
—Esta es la chica, la que vino a buscar a Gonzalo.
Telmo y Néstor intercambiaron una mirada de entendimiento. Ventura le devolvió el teléfono al
inspector. En la pantalla estaba la copia del DNI de Karina Soler.
Después de agradecerle al señor Ventura su colaboración, Néstor y Telmo abandonaron el
piso. Discutieron su último descubrimiento, mientras se encaminaban hacia el Corsa.
—¡Maldición! Todo encaja, Telmo… He sido un imbécil por no comprenderlo antes.
—La chica Soler debió conocer a Ventura en alguna de las ocasiones en que él recogió a su
madre…
—Es probable que Karina supiera de su personalidad sobreprotectora y su trastorno
psiquiátrico por Antonia, así que decidió aprovecharse de ello para convencerlo de que matara a
su padre.
—¿Por qué? —preguntó Álvarez con un fruncimiento de ceño—. Era su padre, ¿cree que fuera
cierto que él atentó contra ella?
—Supongo que lo averiguaremos pronto. En cualquier caso, la doctora Urquijo tenía razón.
Nos enfrentamos a una persona fría y muy inteligente. La verdad es que no tenemos ninguna
evidencia contra ella.
—Supo engañarnos —reconoció el subinspector—. Y pensar que nos tuvo dando vueltas para
buscar a ese misterioso grupo ritualista, que dijo que vio alrededor de la fogata…
Néstor se detuvo en seco. Su compañero lo imitó, sin saber qué pasaba por la cabeza de su
jefe.
—Telmo, eres un genio.
—¿Señor?
Salazar sacó el móvil del bolsillo, llamó a Diji y le asignó una tarea. Álvarez se quedó
inmóvil, preguntándose si aquello serviría de algo. Cinco minutos después, Cheick devolvió la
llamada.
—Tenía razón, jefe. El día en que se supone que se reunió el grupo alrededor de la fogata no
hubo viento, y fue una noche de luna llena.
—De manera que es imposible que los vecinos no olieran el humo o que la chica Soler no
pudiera reconocer a los participantes a través de la ventana.
—Así es, señor —respondió Cheick—. Es evidente que nos mintió. ¿Cree que trataba de
proteger a alguien?
—No, no lo creo. En ese caso le hubiera bastado con no mencionar un evento del que nadie
más fue testigo —Néstor intercambió una mirada con Telmo—. Estoy seguro de que ni la fogata ni
el grupo existieron. Todo fue una mentira para desviar nuestra atención.
—Pero…
—Luego te lo explico, Diji. De momento, solicítale al juez una orden de captura contra Karina
Soler por obstrucción a la Justicia.
—Pero… ¿está seguro, jefe? Es menor de edad. Si no respaldamos bien la acusación, se nos
va a caer el pelo.
—Soy consciente de ello, Diji. Yo asumo toda la responsabilidad. Solicita la orden de
captura, y pide también que se haga una comparativa de la letra de la chica con la del cuaderno
del juego de rol. Avísale a los Soler y que se reúnan con nosotros en el instituto de su hermana,
pero no les digas que la acusaremos. Estoy muy interesado en hablar con ellos, antes de que
levanten las barreras defensivas.
Capítulo 61

Álvarez y Salazar reanudaron su camino en dirección al Corsa. No habían dado media docena de
pasos, cuando el móvil del inspector comenzó a sonar. Néstor respondió sobre la marcha, y le
entregó las llaves del coche a Telmo para que condujera él.
—Tu idea fue una pérdida de tiempo —le informó Pedrera—. Augusto Soler no perteneció a
ninguno de los clubes de rol de La Rioja.
—Te equivocas, Miguel. No perdiste el tiempo. La comprobación de que no era aficionado a
esa actividad también tiene un peso probatorio. Ahora sabemos que su participación en toda la
charada fue inconsciente e involuntaria. De cualquier forma, Telmo y yo hicimos grandes avances.
Regresa a la comisaría. Nos reuniremos allí.
—Vale, tú eres el jefe —respondió Pedrera, con un suspiro de resignación.
Salazar acababa de presionar el botón rojo para concluir la llamada, cuando entró otra. Esta
vez se trataba de Santiago. El inspector aprovechó para ponerlo al día con los últimos
descubrimientos. Del otro lado de la línea hubo un largo silencio.
—Su propia hija… Te confieso que se me erizó la piel. Será mejor que seamos cuidadosos
antes de acusarla. Asegúrate de sustentar bien las pruebas contra ella.
—Estoy en ello.
—Tú sabes lo que haces. Pero no te llamé por el caso Soler. Ya Tomás Araya está en una de
nuestras celdas, Remigio lo interrogó y al final consiguió que confesara. Se hundió cuando supo
que su hermana ya no podría protegerlo.
Salazar sintió que le quitaban un peso de los hombros. Él y Telmo llegaron al Corsa. El
subinspector se sentó detrás del volante, y Néstor ocupó el asiento del acompañante sin dejar de
hablar
—¿Araya confirmó que él golpeó a Celso?
—Tengo aquí su declaración firmada: Cuando el dueño de la tienda activó la alarma
silenciosa, los tres ladrones se dispersaron. Tomás era el vigía, así que tuvo que huir con las
manos vacías. Como no confiaba del todo en sus cómplices, trató de seguirle los pasos a Celso.
Lo encontró en un callejón y le exigió que le diera su parte del botín. Rivera se negó, así que
discutieron y Tomás se enfureció. Estaba convencido de que su colega lo quería timar. En
cualquier caso, los agentes comenzaron a acercarse y rodearlos. Celso empujó a Tomás para
quitarlo del medio y alejarse de allí. El chico perdió el control y le devolvió el empujón, pero con
tanta fuerza que la cabeza de Rivera rebotó contra el muro y quedó aturdido. Tomás aprovechó
para quitarle el botín y alejarse de allí.
—Ahora está claro… Los agentes pillaron a Celso y lo llevaron a la comisaría, pero él ya
tenía la muerte encima.
—Por su parte, en cuanto Tomás llegó a un lugar seguro, llamó a Beatriz y le contó todo. Fue
cuando ella se involucró.
Salazar guardó silencio por un momento, mientras un escalofrío le recorría la espalda.
—Coño, esta vez estuvo cerca.
—Debes tener asignada una legión de ángeles guardianes haciendo horas extras, solo para
mantenerte a salvo.
—Sí, es que reconozco que soy un poco toca narices.
—¿Solo un poco?
—Vaaale, pero tienes que reconocer que en esta ocasión no fue mi culpa —Néstor adoptó un
tono de víctima desvalida, capaz de hacer llorar a una piedra—. Solo fui una víctima inocente de
las malas artes de un delincuente y la debilidad de una compañera de la Policía.
—Tú no has sido inocente ni el día que naciste. Padre me contó que cuando el médico que
atendía el parto de tu madre te cogió por los pies, lo primero que hiciste fue mearle.
—Era mi forma de celebrar mi llegada al mundo —Se justificó Néstor.
—Ya desde entonces apuntabas maneras.
—¿Tú de parte de quién estás?
Santiago soltó una carcajada.
—Más me vale estar de tu parte. Tú como enemigo eres más peligroso que un cirujano con
hipo.
Néstor soltó un largo suspiro.
—Solo soy un pobre policía incomprendido y vilipendiado en el cumplimiento de su deber.
—Deja el culebrón y dime cuál será tu siguiente paso.
Salazar se enderezó y adoptó una actitud más formal. La transformación fue tan radical, que
Telmo enarcó las cejas.
—Vale, volvamos al tajo. Sabemos que Karina Soler manipuló a Gonzalo para que asesinara a
su padre. Todavía no tenemos claro el motivo, aunque tengo mis sospechas. Tampoco tenemos
evidencias que la relacionen con el homicidio, pero sí podemos acusarla de obstrucción.
—¿Obstrucción?
—Te lo cuento después. Telmo y yo vamos camino al instituto. Nos reuniremos allí con Diji y
también hice que avisaran a sus hermanos mayores, quiénes estarán presentes cuando ejecutemos
la orden de captura… Todo muy formal.
—¿Vas a acusarla? ¿Tienes suficiente evidencia contra ella?
—Debo reconocer que de momento las pruebas son circunstanciales, pero el arresto por
obstrucción es más sólido. Nos permitirá presionarla, y además hacer una comparativa de su letra,
para comprobar si ella escribió el guion del juego de rol.
Santiago guardó silencio por unos instantes.
—Frena un momento, Néstor. ¿En qué basas los cargos por obstrucción?
—¿Recuerdas el grupo ritual reunido alrededor de una fogata del que solo ella fue testigo?
—Sí.
—Pues nos mintió. Esa fogata nunca existió —Néstor le explicó a su hermano cómo llegaron a
esa conclusión. Ortiz guardó un largo silencio.
—Néstor, vas demasiado rápido, y me temo que te estás metiendo en un lío de tres pares de
narices.
—¿De qué hablas? Todo está muy claro.
—No necesitamos claridad, cenutrio, sino evidencias. La chica puede argumentar que se
equivocó de día, y repetirá su historia después de escoger uno con mucho viento y sin luna.
—Para entonces, ya tendremos la comparativa de su letra.
—¿Y qué? Argumentará que es aficionada a los juegos de rol, al igual que Ventura, que
jugaron y ella escribió el guion. Para ella solo era un juego, pero él lo confundió con la realidad a
causa de su problema psiquiátrico. Nadie le advirtió a ella que algo así podía pasar. Es una
chiquilla y le creerán.
—Casi es mayor de edad y una psicópata.
—El problema está en el «casi», y lo de «psicópata» será mejor que ni lo menciones, si no
quieres meterte en un buen lío. La familia estará encantada de demandarte por difamación.
—¿Sabes que eres un aguafiestas?
—Es para lo que estoy aquí. ¿Puedes revocar la orden de captura?
Néstor consultó su reloj.
—Lo dudo, ya Diji debe estar camino al instituto. De cualquier forma, tampoco quiero
hacerlo. Esta «chiquilla» indujo a un paciente psiquiátrico para que asesinara a su propio padre,
con toda su sangre fría. Luego nos mintió para distraer nuestra atención, y nos puso a dar vueltas
en la investigación de un acto que nunca ocurrió. Es decir, que se atrevió a manipular a la Policía.
No podemos permitir que se vaya de rositas.
—No es lo que sugiero, pero acabas de salir de un problema enorme. Te agradecería que no te
metas en otro parecido. ¡Que no han pasado ni veinticuatro horas!
—Lo único que puedo prometerte es que haré lo posible por encontrar más evidencias para
consolidar la acusación, y que seré cuidadoso en el cumplimiento de las normas.
Santiago suspiró.
—Muy bien, confiaré en ti. Mantenme informado y aunque sé que pido un imposible, trata de
no meterte en líos.
Después de despedirse, Néstor terminó la llamada. Álvarez lo miró de reojo, un poco
sorprendido por la parte de la conversación que había escuchado. Salazar guardó el móvil y se
dirigió a su compañero.
—Muy bien, Telmo. Sigamos adelante. El comisario nos dio carta blanca.
Capítulo 62

Salazar y Telmo llegaron al instituto y esperaron a Diji, quien al cabo de cinco minutos se
presentó con una patrulla de apoyo y la orden de captura. Cheick les dijo que los hermanos Soler
llegarían en cualquier momento, así que Néstor les dio las instrucciones a sus colegas, mientras
esperaban. Al cabo de diez minutos, Vicente y Vilma aparcaron detrás de la patrulla.
Néstor fue evasivo con las preguntas de los hermanos de Karina acerca del motivo de la
convocatoria. Solo les dijo que quería comprobar algunas evidencias que surgieron durante la
investigación, y les aseguró que su hermana no se encontraba en peligro. Entraron juntos en el
instituto, y el inspector solicitó hablar con el director. Ureña los recibió con cortesía y evidente
incomodidad.
—Usted dirá en qué puedo ayudarlo, inspector. ¿Desea que mande a llamar a Karina?
—Todavía no. Más bien quisiera hablar con la señorita Laura Herrera. Tengo entendido que es
su mejor amiga.
Don Basilio frunció el ceño.
—Ya el subinspector interrogó a Herrera —protestó el director, al mismo tiempo que señalaba
a Diji—. ¿Es necesario que vuelvan a hablar con ella? Se encuentra en clase y no quisiera
interrumpirla.
Néstor cogió aire para hacer acopio de paciencia.
—Comprendo que todo esto es molesto, don Basilio, pero créame que es importante.
A regañadientes, Ureña se comunicó con su secretaria y un par de minutos después, Laura
llamó a la puerta. La chica palideció ante la presencia de los policías en la oficina del director.
—Pasa, Laura —la invitó Salazar con voz amable—. No tienes nada que temer. Solo
queremos hacerte algunas preguntas.
—Pero yo ya les dije que no sé nada —argumentó la joven, con un encogimiento de hombros
—. Nunca vi nada extraño cuando visité a Karina en su casa. El señor Soler era un padre como
cualquier otro. Karina pasó esa noche en mi casa y no nos enteramos de lo que ocurrió hasta el día
siguiente.
—Todo eso está claro, Laura. Ese no es el tema sobre el que queremos preguntarte. ¿Sabes
algo sobre un juego de rol?
—Ah, eso. No comprendo por qué les interesa, pero sí, Karina, mi chico y yo jugamos algunas
veces. Hace poco tiempo comenzamos uno muy guay, pero se interrumpió con todo esto.
—¿Quién es tu chico? —preguntó Telmo, con un tono brusco que le hizo ganarse una mirada de
desaprobación de Néstor.
—Eh… Nacho… Quiero decir, Ignacio.
—¿Qué roles teníais Nacho y tú dentro del juego? —preguntó Salazar con su tono más
paternal.
—Es… Era una historia de fantasía. Nacho era el guardia del demonio, el que lo protegía. Yo
era la ayudante de Ariel, quiero decir, de Karina.
—¿Quién escribió el guion?
—Karina. Ella es muy buena en eso. También era la directora del juego. ¿Por qué me
preguntan todo esto?
—Solo es para los informes. ¿Había alguien más jugando con ustedes?
—Otro chico. Sale con Karina, aunque es un poco raro. Su nombre es Gonzalo. Él era el
guardián protector de Ariel.
—¿Por qué dices que era raro?
—Porque se lo tomaba muy en serio. Quiero decir, que era muy dramático, y algunas veces me
daba miedo. En una ocasión, le dije a Karina que si él continuaba asistiendo a las partidas, yo me
iba a retirar. Ella me convenció de que no había nada que temer. Gonzalo solo sobreactuaba un
poco su papel.
—¿A qué viene todo esto, inspector? —preguntó Vicente—. ¿Qué tiene que ver un juego entre
chiquillos con la muerte de mi padre?
—Lo comprenderá pronto, señor Soler. Solo le pido un poco de paciencia —El inspector se
volvió hacia la joven—. ¿Cuándo comenzó este juego, Laura?
—Iniciamos la partida hace tres meses, pero en realidad tuvimos pocas reuniones. Se
presentaron muchos inconvenientes con este juego en particular.
—Dinos cuáles fueron esos inconvenientes, por favor.
Vicente no se contuvo más y se puso de pie.
—Inspector, todo esto es una pérdida de tiempo. Le recuerdo que su trabajo es encontrar al
asesino de mi padre. Creí que su citación tenía importancia, pero ya veo que no es así. Vilma y yo
nos vamos. Llámenos cuando tenga resultados.
Salazar levantó la voz y habló con un tono autoritario que a Telmo le recordó a Ortiz.
—¡Siéntese y guarde silencio, señor Soler!
Vicente dio un respingo y obedeció. Laura se rodeó a sí misma con los brazos. Néstor suavizó
su voz antes de volver a dirigirse a ella.
—Continúa, por favor. Cuéntanos sobre los inconvenientes.
—El primero fue que nos faltaba un personaje. No sé por qué Karina escribió un guion para
cuatro, cuando éramos tres.
—¿Quién no participó desde el principio?
—Gonzalo se incorporó después de que la partida había comenzado. Hace tres meses, Kari
salía con otro chico a quién no le interesaban los juegos de rol. Entonces lo dejaron, no sé por
qué. Al cabo de unos días, ella apareció con Gonzalo, y pudimos completar los roles.
—¿Cuál es el nombre de ese chico?
—Se llama Guillermo Rendón.
—¿Estudia en este instituto?
La joven asintió y don Basilio se apresuró a intervenir.
—Rendón es un buen estudiante y un joven modelo. Espero que no pretenda involucrarlo en
esto, inspector.
—Yo no «involucro» a nadie, señor Ureña. Le recuerdo que estoy aquí para investigar a
quiénes ya están involucrados, lo sepan o no. En cualquier caso, solo quiero tener una entrevista
con este joven —Néstor centró su atención en la chica, quién se esforzaba en disimular el temblor
que la dominaba—. Es todo, Laura, puedes irte.
La chiquilla no necesitó que se lo repitiera. Después de mirar al director, quien la autorizó con
un gesto de la cabeza, Laura salió de allí sin mirar atrás. El inspector sostuvo una corta discusión
con don Basilio y al final se impuso, por lo que Ureña hizo llamar a Guillermo.
El joven apareció al cabo de cinco minutos con el ceño fruncido. Cuando la secretaria le abrió
la puerta, dio un paso atrás ante el ecléctico grupo que lo esperaba.
—Entra, Guillermo. Queremos hablar contigo acerca de tu exnovia, y de un juego en el que no
quisiste participar.
Rendón llenó sus pulmones de aire y lo soltó de golpe con sus palabras.
—Me preguntaba si al final me llamarían.
—¿A qué te refieres? —quiso saber Néstor, endureciendo el tono de voz—. Explícate, por
favor.
Guillermo se mordió los labios y escaneó la habitación, hasta que centró la mirada en el rostro
familiar del director. Don Basilio asintió para animarlo.
—Habla, hijo. No tienes nada que temer.
Rendón bajó la cabeza y se tomó unos segundos para pensar. Luego levantó la mirada y dejó
escapar el aire en un suspiro.
—Todo esto es muy extraño. Karina y yo salimos durante un año, pero de un día para otro, ella
comenzó a obsesionarse con un tema.
—¿El juego de rol?
Guillermo sacudió la cabeza.
—El juego solo era una forma que tenía de exigir lo que quería sin tener que decirlo.
—Deja de irte por las ramas y habla claro —le ordenó Telmo.
—Todo comenzó a finales de primavera. Karina me invitó a una de las partidas de ese
estúpido juego. Allí declaró que ella era la guía, la sacerdotisa de mayor jerarquía, y que yo tenía
que obedecerla. Unos días después, me contó que su padre intentó envenenarla. Entonces me
recordó que mi deber era protegerla. Quería que lo matara, y lo decía en serio.
—¿Te lo pidió frente a los demás participantes del juego?
Guillermo sacudió la cabeza.
—No. Salíamos de clases y estábamos solos.
Vicente interrumpió al chico.
—¡Todo esto es ridículo! Inspector, es inaceptable que pretenda resolver el homicidio de mi
padre a través de un juego de chavales. ¿Qué importa lo que le dijo Karina a este chico, si todo
formaba parte de una fantasía?
Salazar no necesitó hacer callar a Soler. De eso se encargó el propio Rendón.
—Karina usó el juego para expresar sus deseos en forma velada, pero hablaba en serio.
—¡Eso es inaudito! —protestó Vicente—. Estoy seguro de que sacaste las cosas de contexto.
—Me preguntó si tenía un arma. Cuando le dije que no, sugirió que usara un cuchillo. Dijo que
le dificultaría el rastreo a la Policía. Los juegos de rol no involucran armas.
Telmo iba frunciendo el ceño en la medida en que el joven se explicaba. De repente se encaró
con el director.
—¿Cómo es que este joven no estaba en la lista de compañeros y amigos de Karina Soler que
usted me proporcionó?
El color huyó del rostro de don Basilio.
—Guillermo es el capitán del equipo de fútbol de la escuela. Cuando el señor Soler murió, él
estaba en Soria, representándonos en los Juegos Intercolegiales. Apenas regresó ayer. Mi deber es
proteger a los chicos del impacto psicológico que les puede causar una situación como esta, y
para mí era evidente que no sabía nada sobre este asunto.
—Lo único evidente es que usted llegó a conclusiones que no le correspondían y cometió un
grave error —sentenció Néstor. Luego se encaró con el chaval— Si sabías esto, ¿por qué no lo
denunciaste cuando te enteraste de la muerte del padre de Karina? O mejor aún, antes de que
asesinaran al señor Soler.
—¿Y quién me iba a creer? Era su palabra contra la mía. Y Karina puede ser muy persuasiva.
Habría terminado yo como sospechoso o quizá hubieran pensado que era el típico exnovio
resentido que quería vengarse. En el mejor de los casos habría acabado con una demanda por
difamación. El abogado de mi padre me aconsejó…
—¿Lo consultaste con un abogado? —lo interrumpió Salazar.
—Cuando Karina me lo propuso no terminé de creérmelo. Es decir, sabía que hablaba en
serio, pero una cosa es hablar y otra muy diferente… En fin, el día que descubrieron el cadáver
del señor Soler y apareció la noticia en el telediario, comprendí lo que ocurrió. Ella lo hizo o
consiguió convencer a algún imbécil de que lo hiciera por ella.
Telmo se puso de pie y encaró al chico sin disimular su indignación.
—Tenías información acerca de un homicidio y la ocultaste a la Policía. Podemos acusarte de
obstrucción a la Justicia por esto, chaval. ¿No te lo explicó tu abogado?
—Ya se lo dije. Era mi palabra contra la de ella. Si me hubiera presentado en la comisaría con
este rollo del juego de rol, el demonio, la sacerdotisa y toda la pesca, pero sin una sola prueba,
habríais puesto el foco en mí como principal sospechoso. Otra cosa es que lo descubrierais por
vuestra cuenta. Ahora puedo declarar sin terminar involucrado.
—Me temo que ya estás involucrado, Guillermo. Tus argumentos son discutibles en el mejor
de los casos. Tu deber era presentarte en la comisaría y declarar lo que sabías. Lo que hiciéramos
nosotros con esa información dependería de la correspondencia con el resto de las evidencias.
Ahora es posible que tengas que enfrentar cargos por obstrucción a la Justicia, y estoy seguro de
que tu abogado recibirá sanciones disciplinarias por sus consejos.
—Yo no hice nada.
—Ese es el problema —sentenció Salazar—. También se puede pecar por omisión.
—¿Cómo sabe que este chico dice la verdad? —intervino Vicente—. Él mismo lo dijo, es su
palabra contra la de mi hermana. Tal vez fue él quien asesinó a mi padre y ahora trata de librarse,
acusándola a ella.
Néstor se puso de pie y se interpuso entre el hermano de Karina y el chico.
—Lo lamento, señor Soler. Ya sabíamos acerca de la intervención de su hermana en el
asesinato de su padre. Solo queríamos conseguir nuevos testimonios y evidencias que reforzaran
el caso. El joven que apretó el gatillo está detenido en la comisaría y ya confesó. Karina lo
convenció de que asesinara a su padre.
—¡Eso no es posible! ¿Por qué iba a hacerlo? Esa historia de que mi padre trató de matarla es
absurda. Él la adoraba y nunca hubiera sido capaz de hacerle ningún daño. Además, ella es solo
una chiquilla y dependía de nuestro padre.
—Ese es el problema, Vicente —intervino Vilma, con el rostro pálido, pero en control de sus
emociones.
—¿De qué estás hablando?
Vilma suspiró antes de explicarse.
—Karina cumple dieciocho años en dos meses. Siempre fue una chiquilla mimada y
caprichosa, acostumbrada a salirse con la suya. Su desempeño en los estudios va de mal en peor y
si continúa así, perderá el año escolar —Todos centraron la mirada en el director, que se limitó a
asentir—. Tenía broncas frecuentes con nuestro padre, a quién por lo general conseguía calmar
con carantoñas, hasta que él comprendió que cuando cedía, la perjudicaba.
—¿De dónde…? —balbució Vicente.
—Padre habló conmigo hace unos meses. No quería decírtelo a ti porque sabía la debilidad
que sientes hacia nuestra hermana, pero él ya había tomado una decisión. Si ella no mejoraba sus
calificaciones para el día de su cumpleaños, él dejaría de ocuparse de su manutención. Tendría
que salir a trabajar y buscarse la vida.
—¿Su padre se lo comunicó a Karina? —preguntó Néstor, con interés.
Vilma asintió.
—Él me dijo que hablaría con ella sobre el tema. Y conociéndolo, estoy segura de que lo hizo.
—Si es así, ya descubrimos el motivo del homicidio —intervino Diji.
—Yo diría que encontramos cuatrocientos mil motivos —sentenció Salazar.
Capítulo 63

Al dejar claro el motivo del crimen, Vilma desveló la cruda verdad. Soler no cayó víctima de un
asesino ritual enloquecido ni de un grupo de adoradores del demonio, sino de la avaricia de su
propia hija. La realidad era más escalofriante que las hipótesis que barajaron los policías en un
principio.
Salazar le aconsejó a Rendón que se buscara otro abogado y se preparara para dar
explicaciones por su conducta. Luego le dio permiso para marcharse y le pidió a don Basilio que
hiciera llamar a Karina.
La joven apareció al cabo de cinco minutos. Si se sorprendió por la extraña reunión en la
oficina del director, supo disimularlo muy bien.
—Entra Karina, y, por favor, cierra la puerta.
La joven obedeció con expresión compungida y ademanes tímidos.
—Inspector, ¿qué ocurre? ¿Encontraron al criminal que mató a mi padre?
—Sí, lo encontramos.
La chica abrió mucho los ojos y clavó la mirada en el rostro de Salazar, como si quisiera leer
la respuesta a sus dudas en él.
—¿Quién…?
—Sabes quién… Tu novio, Gonzalo Ventura. Y también sabes por qué lo hizo.
Con el rostro tenso, Karina miró a sus espaldas hacia la puerta. Diji estaba plantado frente a
ella, interponiéndose ante cualquiera que quisiera cruzarla. El rostro de la chica reflejó dolor y
confusión. Néstor tomó nota. Tenía que practicar esa expresión. ¡Era genial!
—Pero qué dice, inspector. Yo… yo no sé nada —Karina miró a sus hermanos en busca de
apoyo.
Vilma mantenía la vista fija en una de las baldosas del suelo para no correr el riesgo de ver a
su hermana. Vicente tenía la expresión de quién ha perdido el sentido de la realidad. Los
referentes del pobre chico acababan de saltar por los aires. Desvió la mirada cuando sus ojos se
cruzaron con los de Karina. Diji aprovechó que nadie reparaba en él para abandonar la oficina
con sigilo.
—Así que vosotros estáis de acuerdo —les espetó su hermana menor—. Debí suponerlo. Sois
unos cobardes. Siempre haciéndole la pelota a nuestro padre… cumpliendo cada uno de sus
deseos para no perder su favor. Solo yo tuve el valor de enfrentarlo.
—Pero ¿qué dices? —reaccionó Vilma—. Hablas como si nuestro padre hubiera sido un
tirano.
—Y lo era. Pretendía dirigir mi vida como hizo con la vuestra —Karina apretó los dientes
después de pronunciar esas palabras, y se volvió hacia Salazar. Se dirigió a él en tono de súplica
—. No importa lo que ellos digan, inspector. Mi padre era un monstruo. Yo… tenía que
defenderme. Él quería matarme.
Los ojos de la chica estaban anegados en lágrimas, y su rostro era la estampa de la inocencia,
hasta el punto de que la convicción de Néstor se tambaleó por un instante. Solo entonces, Salazar
comprendió cómo fue que Ventura cayó en la trampa. ¡Esa chica era merecedora de un premio
Goya! El inspector experimentó una pizca de envidia. Que no haría él con semejantes dotes
histriónicas. Carraspeó para darse tiempo, mientras recuperaba su aplomo profesional.
—¿Tiene pruebas de semejante afirmación, señorita Soler? —preguntó Néstor, después de
meterse en el papel de poli malo—. No resulta fácil creer que un padre quiera asesinar a su
propia hija.
—Él… él no me quería porque yo no era la hija perfecta que esperaba. Siempre decía que le
daba muchos problemas. Él trató de envenenarme. Tiene que creerme…
—¡Deja de mentir! —intervino Vilma—. Asesinaste a nuestro padre, y ahora quieres destruir
su memoria.
Karina lanzó una mirada fugaz a su hermana y volvió a centrar su atención en Néstor. Dio un
paso hacia él, como si quisiera establecer algún tipo de contacto físico. Salazar retrocedió, y
levantó ambas palmas para disuadir su avance.
—Es la verdad, inspector. Mi padre quería deshacerse de mí.
Sin creer una palabra de lo que decía la chica, Néstor llenó sus pulmones de aire y adoptó una
expresión severa.
—¿Qué le hizo pensar que él atentó contra usted y dónde están las pruebas?
Karina se mordió los labios durante unos segundos.
—Él… Yo… Me dijo que le causaba muchos problemas… Que siempre lo defraudaba… Él…
Quería echarme a la calle… Quería librarse de mí.
—Hay una gran diferencia entre echarla de su casa y tratar de asesinarla —respondió Néstor y
a un gesto suyo, Telmo le mostró la orden de captura al director.
Diji ya estaba de vuelta y lo acompañaba una agente, quien se acercó a Karina y le ordenó que
saliera con ella. Vicente se puso de pie de inmediato, incapaz de creer lo que ocurría. Salazar se
dirigió a Vilma, a quien consideraba la más fuerte de los dos hermanos.
—Pueden acompañarla si lo desean. Les recomiendo que busquen un buen abogado. A los
jueces no les gustan los chicos que asesinan a sus padres.
De regreso en la comisaría, Néstor le informó a Santiago acerca de los detalles del caso. El
resto de la tarde transcurrió entre trámites burocráticos. Salazar no podía decir si el balance era
positivo o no. Ambos casos se resolvieron en forma satisfactoria, pero el costo resultó demasiado
elevado. El asesinato de Augusto Soler se perpetró por el egoísmo y la avaricia de una
adolescente sin escrúpulos. Una chica que fue capaz de anteponer su bienestar a la vida de su
propio padre.
En el otro extremo estaba Beatriz, quién estuvo dispuesta a sacrificar su ética profesional y la
vida de cualquiera, para salvar a su hermano. Y ese cualquiera era nada menos que él mismo. A
Salazar se le erizaba la piel, cada vez que recordaba lo cerca que estuvo de la ruina total.
Exhausto por la montaña rusa de emociones que acumulaba el día, Néstor salió de San Miguel
después de firmar el último documento que pondría a Karina Soler frente a un juez. Arrebujado en
el gabán y con más capas que una cebolla, Salazar encaminó sus pasos a la buhardilla. Pasó de
largo por delante de «La Callecita». Aunque tenía hambre, y el calor físico y humano de su
interior lo atraía como un imán, se sentía demasiado cansado. Además, no sería lo mismo si Gyula
no estaba allí para recibirlo. Sonrió ante la idea de que, en ese preciso momento, su amigo se
encontraría cambiando pañales o a punto de hacerlo.
Néstor decidió que cenaría cualquier cosa que hubiera en casa y que no fuera comida para
gatos. ¿Tenía algo así? Ya vería. Lo único que quería era darse una ducha de agua caliente y
meterse en la cama.
Lo primero que mosqueó a Salazar fue que Paca no acudió a recibirlo cuando abrió la puerta.
Estaría cabreada todavía por la bronca que tuvieron esa mañana. Una idea terrible le pasó por la
cabeza. ¿Se habría enfermado por el atracón de galletas para gatos del día anterior? Tal vez debió
llevarla al veterinario en lugar de limitarse a hablar con él, pero sospechaba que ya el doctor
Becerra lo tenía etiquetado como «dueño ignorante y pesado de mascota conflictiva». El inspector
se preocupó a medida que recorría el piso y no veía señales de su gata. La llamó, pero no sirvió
de nada.
Néstor encendió todas las luces, mientras se adentraba en la buhardilla. Incluso miró debajo
de los muebles, pero Paca no se encontraba allí. Solo podía estar en su habitación. Salazar abrió
la puerta y encendió la luz casi al mismo tiempo. Entonces se quedó sin respiración.
Paca lo esperaba encima de la cama con una mirada enfurecida y desafiante. Las sábanas y
mantas habían sido removidas desde una esquina y el colchón… Ay… las entrañas del colchón se
esparcían desde las hendiduras que su vengativa gata consiguió hacer con sus afiladas uñas. Adiós
a la noche apacible de sueño que se prometió a sí mismo. Sus únicas opciones eran el sofá o un
hotel. Optó por el sofá. Cualquiera volvía a dejar sola a Paca, sabiendo que estaba en modo
venganza. ¡Era capaz de quemar la buhardilla! Además, si se iba a un hotel, quién estaría allí para
servirle su desayuno tempranero.
Epílogo

Un par de semanas después, Salazar tuvo que golpear dos veces la barra para que Gyula reparara
en su presencia. El tabernero dio un respingo y dejó de secar el vaso que tenía en la mano. Néstor
sintió una pizca de compasión cuando vio las ojeras de su amigo, pero solo una pizca.
—Sírveme una sidra y un vino, alelado. ¡Cómo se nota que no está Chicho! Llevamos más de
diez minutos esperando que nos atiendas. ¿Qué? ¿Da mucha guerra el chaval?
—¿Guerra? Nos trae locos. El chinorré se despierta cada dos horas para comer. Sea de día o
de noche. La pobre Dika ya no puede con su alma. Y yo, tres cuartos de lo mismo.
—Pues paciencia, que quién algo quiere algo le cuesta. ¡Hala, a disfrutar de la paternidad!
Salazar cogió los vasos y se encaminó hacia su mesa, mientras Gyula murmuraba insultos a su
espalda. Rebeca frunció el ceño cuando vio a Néstor acercarse.
—¿Y esa sonrisa malévola?
—Nada, solo pensaba que pronto seré mentor de un chaval que promete.
—Mejor no pregunto. Este lugar es muy acogedor. Gracias por invitarme
—Para mí es un refugio. Te agradezco que aceptaras venir. Tengo que reconocer que contigo
me comporté como un patán. Debí comprender que solo hacías tu trabajo.
—Supongo que te refieres al epíteto de «bruja» con el que solías referirte a mí.
Néstor enrojeció hasta las orejas.
—Vale, lo reconozco… Soy un bocazas. ¿Podrás perdonarme? —El inspector ladeó la cabeza
y compuso su mejor expresión de cachorro apaleado. Era una de las favoritas de Paca.
—Ya Remigio me advirtió acerca de ti y tu labia. Descuida, no soy rencorosa y comprendo tus
circunstancias.
—Gracias —Salazar soltó un suspiro de alivio, se enderezó y sonrió con un deje de tristeza—.
¿Cómo evoluciona la acusación contra Beatriz y su hermano?
—El juicio comenzará después de las fiestas. Sus abogados tienen suficiente tiempo para
prepararse, pero la situación se les presenta difícil.
—¿Crees que Beatriz terminará en prisión?
—Alteró pruebas para proteger a un homicida. Que fuera su hermano no la justifica. Su carrera
está acabada, por supuesto. Y sí, estoy segura de que terminará en prisión. No debería molestarte.
Te recuerdo que faltó poco para que tú ocuparas su lugar.
—Lo sé, pero me entristece. Beatriz tenía mucho potencial y es una buena chica que cometió
un grave error. Lamento que malgastara su vida de esa forma.
—Tuvo la opción de escoger y lo hizo mal. Cometió un delito, y debe afrontar las
consecuencias. No deberías culparte.
Salazar dio un sorbo al vaso de sidra.
—No me culpo. Solo me siento triste por ella.
—Tengo entendido que los jefes están considerando concederte la Medalla de Plata al Mérito
Policial, por reiterada eficacia en el cumplimiento del servicio.
—Del dicho al hecho… Veremos.
—En los pasillos de los juzgados se comenta que el caso Soler está bien atado.
Néstor asintió antes de responder:
—La responsabilidad de Gonzalo Ventura en la ejecución del crimen no deja lugar a duda.
Además de su confesión, Mosquito testificará que le vendió la Vector el año pasado. Por si fuera
poco, el ADN del cabello que se encontró junto al cuerpo confirma su presencia en la casa Soler,
y las huellas de los zapatos se corresponden con los tenis que aparecieron en el registro de su
habitación. Los mismos en los que había una gota de sangre, cuyo ADN corresponde al de Soler.
Rebeca enarcó las cejas.
—Su abogado no lo tendrá fácil.
Néstor balanceó la cabeza.
—Mmmm, sí y no. Sobre la autoría del asesinato no quedan dudas, pero le será fácil
demostrar que no era consciente de sus actos. Sé de buena fuente que la psiquiatra de Gonzalo está
citada a declarar.
—Aun así. Después de un homicidio como ese, como poco terminará en un Psiquiátrico
Penitenciario. Si te soy honesta, siento lástima por el pobre chico y su familia. Su suerte habría
sido distinta de no haberse cruzado Karina Soler en su camino.
—Pues a ella no creo que le vaya mucho mejor —sentenció el inspector, después de dar otro
sorbo a su vaso de sidra para empujar una aceituna—. Hizo lo posible por negar su participación
bajo el argumento de que ella solo dirigía un juego de rol, y que Gonzalo lo sacó de quicio porque
«estaba loco».
—¡Qué poca vergüenza! —replicó Rebeca con indignación—. ¿Crees que le servirá ese
argumento?
Salazar sacudió la cabeza.
—Por supuesto que no. En el registro de su móvil encontramos un chat en el que presionaba a
Gonzalo para que asesinara a su padre y «la salvara». No tiene salida. Su abogado sí que lo tiene
difícil. Los parricidas no gozan de la simpatía de nadie.
El móvil de Néstor interrumpió la conversación.
—Será mejor que respondas. Podría ser importante —sugirió Rebeca, y le dio un largo sorbo
al vaso de vino.
Salazar sacó el teléfono del bolsillo y miró la pantalla. En ella aparecía la fotografía de Sofía.
Él mismo se la hizo durante un fin de semana en que fueron a esquiar a Valdezcaray. Néstor
permaneció unos segundos mirando la pantalla como un pasmarote, mientras se aclaraba con sus
sentimientos. El móvil sonaba con insistencia. Salazar soltó un suspiro, y lanzó una mirada a
Rebeca. Ella enarcó las cejas sin comprender por qué no respondía. El inspector cortó la llamada.
Por primera vez en su vida silenció el teléfono y lo guardó.
—No tiene importancia —sentenció Néstor, con un tono de voz que lo contradecía—.
Sigamos. ¿Cuándo debes regresar a Madrid?
—En tres días. Se suponía que volvería en cuanto se cerrara el caso Rivera, pero me debían
unas vacaciones y Haro me cautivó.
«Haro». Salazar se llevó el vaso de sidra a los labios para esconder una sonrisa de
satisfacción.

Nota de autor: Querido lector, espero que hayas disfrutado el libro. Si te gustó la historia y
quieres hacerme alguna pregunta o comentario, así como recibir información acerca de nuevas
publicaciones y promociones, puedes seguirme en Goodreads. También podrás contactarme en la
siguiente dirección: m.j.fernandezhse@gmail.com. O bien unirte a mi canal en Telegram:
@MJ_Fernández. Me complacerá mucho responder a cualquier inquietud que quieras plantearme.
Gracias.
M.J. Fernández
SERIE DEI INSPECTOR SALAZAR
Rodeado por los fértiles viñedos de la Rioja Alta, el extravagante y poco convencional inspector
Salazar se ocupa de investigar los crímenes que turban la paz de la ciudad de Haro con la
colaboración del equipo de detectives de la comisaría de San Miguel, al mismo tiempo que
afronta las vicisitudes de su compleja vida personal, y supera su eterna soledad con la compañía
de la pequeña felina que lo adoptó como su humano.

NO ES LO QUE PARECE: Un caso del inspector Salazar


El peculiar inspector Salazar y su nueva compañera reciben una llamada rutinaria. Juan José
Belmonte, quien fuera el candidato con más opciones para ganar la alcaldía de Haro, se disponía a
dar su discurso de campaña cuando cayó muerto en medio de sus colaboradores y rodeado de la
multitud. Todo indica que se trata de una muerte natural, pero el levantamiento del cadáver exige
la presencia de las autoridades, y los acontecimientos dan un giro inesperado…
El simple trámite se convierte en una investigación criminal cuando Salazar descubre que el caso
que tienen entre manos no es lo que parece. Belmonte murió asesinado, y detrás de ese homicidio
existe una complicada red de delitos que deben resolver... pero pronto descubren que no es una
tarea sencilla, pues los involucrados en ese entramado están dispuestos a matar para protegerse.
Nadie estará a salvo, ni siquiera los policías que se ocupan de descubrir la verdad...

JUEGO MORTAL. (Inspector Salazar 02)


«La sirena de la ambulancia rompió el silencio de la noche de Haro, mientras las luces de
emergencia destellaban en la oscuridad. Dentro del área de tratamiento, un médico y un enfermero
se afanaban en detener la hemorragia del paciente que yacía sobre la camilla. Sofía se esforzaba
en contener las lágrimas, mientras contemplaba el rostro cada vez más pálido de Salazar. El
gotero, puesto a chorro, alimentaba las venas del herido, en un intento de mantenerlo con vida…»
Durante la celebración de la Semana Santa en Haro, lo que en un principio parecía un hecho
puntual, el suicidio de un adolescente, se convierte en una pesadilla para el inspector jefe Salazar
y sus compañeros, cuando comienza a suceder repetidamente entre jóvenes que no mostraban
ningún indicio que hiciera sospechar esa tendencia. Mientras Salazar se concentra en hallar la
respuesta para que no sigan muriendo chicos inocentes, la subinspectora Garay se embarca en una
investigación para detener a un asesino profesional que ha jurado que Néstor Salazar será su
próxima víctima.

AQUÍ HAY GATO ENCERRADO. (Inspector Salazar 03)


La comisaría de «San Miguel» concentra sus esfuerzos en la investigación del secuestro de un
niño en Haro, mientras el inspector Salazar se encuentra en una asignación especial. Cuando el
desarrollo de llos acontecimientos culmina en un desenlace y uno de los secuestradores aparece
muerto con una nota suicida atribuyéndose la culpa, el comisario Ortiz comienza a recibir
presiones para que cierre el caso. Ante su negativa él mismo resulta extorsionado y se ve obligado
a llamar a Néstor para pedirle ayuda.
Salazar abandona la asignación para ayudar a su hermano, pese a las consecuencias que puede
acarrearle tal decisión y se avoca a una investigación contra el tiempo que no admite fracaso
porque está en juego la vida de alguien muy importante para él…

GATO POR LIEBRE. (Inspector Salazar 04)


Mientras Haro se prepara para las fiestas navideñas, una llamada rutinaria se convierte en un caso
de dimensiones insospechadas que pone a prueba la astucia del inspector jefe y la eficiencia de
sus compañeros de la comisaría de "San Miguel". La puesta en escena de un triple homicidio para
que parezca un accidente dispara todas las alarmas, dando inicio a un despliegue de actividad por
parte de todo el equipo. Deben resolverlo deprisa, porque de ello depende la salvación de muchos
inocentes. Al mismo tiempo, la vida personal de Salazar se ve sacudida por un acontecimiento
inesperado que le imprime un giro desconcertante. Nada volverá a ser lo mismo.
Vuelven el inspector Salazar y sus compañeros en un relato de suspense e intriga que no dejará
indiferente a ningún lector, con nuevos personajes, anécdotas y situaciones que ponen en aprietos
al entrañable inspector. La historia además de intriga proporcionará emociones a quien acompañe
a los personajes a las calles de la ciudad, para compartir esta nueva aventura policíaca.

LO QUE EL GATO SE LLEVÓ. (Inspector Salazar 05)


El inexplicable asesinato de una anciana enfrenta a Salazar a una situación difícil cuando su mejor
amigo es acusado y detenido. Deberá emplear toda su inteligencia y experiencia para convencer a
sus colegas de la inocencia de Gyula. Mientras Néstor se esfuerza en ayudar a su compañero de
infancia, su hermano Santiago recibe amenazas a causa de un oscuro secreto de su pasado que
también afecta al inspector, y cuya investigación los conducirá a un resultado desconcertante y
peligroso.

LOS GATOS CAEN DE PIE (Inspector Salazar 06)


Salazar deberá enfrentarse a un crimen desconcertante, al mismo tiempo que atraviesa por uno de
los momentos más difíciles de su vida personal.
En un barrio elegante de Haro asesinan a toda una familia durante la celebración del cumpleaños
de uno de sus miembros. Todos los Acosta están muertos excepto el hijo menor, a quien encuentran
en su habitación drogado, dormido y con el arma homicida en la mano. A pesar de la brutalidad
del crimen, la resolución parece muy sencilla a primera vista, hasta que Salazar encuentra
evidencias que le hacen sospechar que hay mucho más detrás del aparente parricidio y fratricidio.
Conforme avanza la investigación, los detectives de «San Miguel» descubren que los Acosta
ocultaban secretos inconfesables que los convertirían en el objetivo de la venganza de un gran
número de personas, algunas en extremo peligrosas… Incluso para el propio Salazar.
Al mismo tiempo, don Braulio le pide ayuda a Néstor para encontrar a dos jóvenes que se fugaron
y perdieron el contacto con sus familias. Lo que en un primer momento parece una chiquillada sin
importancia, adquiere carácter oficial con la aparición de un cadáver. Dependerá de Salazar y su
equipo detener al homicida antes de que haya nuevas víctimas…

SIETE VIDAS Y UN GATO (Inspector Salazar 07)


Salazar se enfrentará a uno de los casos más desconcertantes de su carrera cuando encuentran el
cadáver de un hombre sin identificación al pie de los Riscos de Bilibio. ¿Se trató de un suicidio?
¿Un homicidio? ¿Quién era y por qué su vida acabó así? A medida que el inspector jefe y su
equipo avanzan en las investigaciones, afloran descubrimientos inesperados que trascienden
fronteras. Salazar deberá concentrar sus esfuerzos y hacer acopio de toda su fuerza de voluntad
para centrarse en el caso, al mismo tiempo que trata de encontrar y detener al asesino de policías
que atentó contra una persona muy importante para él.
Con su peculiar estilo, el inspector deberá desentrañar la madeja, aun cuando sabe que en la
medida en que se acerque a la verdad, su vida correrá más peligro.
SERIE ARGUS DEL BOSQUE
El insociable y adusto comisario Argus del Bosque se enfrenta a los casos más difíciles, en
aquellos lugares donde sus habilidades especiales, que son producto de un entrenamiento poco
convencional, lo convierten en el investigador ideal. Al mismo tiempo deberá enfrentarse a un
pasado que habría preferido olvidar, pero que irrumpe en su vida y la cambiará para siempre.

MUERTE EN EL PARAÍSO (Argus del Bosque 01)


María muere apuñalada en el lugar más seguro del mundo: la isla privada de Antonio Abelard.
Argus del Bosque, un talentoso comisario de la Policía Nacional, recibe la orden de encargarse de
la investigación. El crimen tiene un carácter ritual, lo que despierta el temor en la familia Abelard
de que se trate de una secta que ya actuó contra ellos en el pasado. El destino de la joven acaba
con la tranquilidad de todos los habitantes de la isla. Argus debe resolver el misterio para que
Marañón vuelva a ser un refugio seguro, pero conseguir su objetivo significará enfrentarse a
intrigas, prejuicios, testigos hostiles, fuerzas naturales, y un asesino que está dispuesto a todo para
evitar que lo descubran. Incluso a volver a matar.
Durante la investigación, Argus volverá a encontrar el amor y se enfrentará a fantasmas que ya
creía olvidados, pero que irrumpirán en su vida para seducirlo y atormentarlo por igual. Después
de su paso por Marañón no volverá a ser el mismo, si consigue salir con vida...

ENIGMA. (Argus del Bosque 02)


El homicidio de una anciana es el primero de una serie de crímenes diabólicos que desconciertan
a la Policía de Calahorra. La inspectora Luisa Burgos deberá ocuparse de la investigación en una
carrera contra el tiempo. Junto a cada cadáver encuentran una nota con un acertijo, donde el
asesino usa palabras crípticas para señalar quién será la próxima víctima. Tienen veinticuatro
horas para descifrarlo, o un nuevo inocente morirá.
Desesperado, el comisario de «San Celedonio» le pide ayuda a su viejo amigo Bejarano, quien
decide enviar a Del Bosque, pero se enfrenta a un problema, pues Argus dimitió de su cargo a su
regreso de Marañón. Su jefe decide presionarlo para que colabore con la Policía de Calahorra, a
cambio de permitirle avanzar en su extraña investigación personal. Si Argus quiere descifrar su
pasado y también acabar con la ola de asesinatos que azota a la ciudad riojana deberá descubrir
quién es Enigma y detenerlo, aunque para ello deba sobreponerse a la resistencia de la inspectora
encargada del caso, mientras enfrenta a un asesino que no tiene reparos en eliminarlos a su
compañera y a él.

EL BAILE DE LOS ESCORPIONES (Argus del Bosque 03)


Un hombre muere asesinado en plena Gran Vía de Madrid… Y solo es el comienzo. La Policía se
enfrenta a una serie de homicidios que tienen un factor en común. En cada uno, el asesino firmó
con una runa y demostró habilidades poco comunes en la ejecución de sus crímenes. Todas las
evidencias apuntan a un solo sospechoso: el comisario Argus del Bosque.
Inmerso en la búsqueda de la verdad con respecto a su pasado, Argus será el blanco de la
persecución de sus propios compañeros, al mismo tiempo que se convierte en la presa de un
despiadado asesino. Aun siendo fugitivo de la Policía y la Guardia Civil, y reticente a involucrar
a su familia, Argus deberá afrontar la investigación más difícil de su carrera, al mismo tiempo que
conjura los fantasmas de su traumática infancia. Contra todo pronóstico, estará obligado a tener
éxito o perderá su libertad y tal vez, hasta su vida.
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LOS HIJOS DEL TIEMPO
Un hombre nacido en la Edad Media se ve obligado a recorrer el mundo. La búsqueda de la
respuesta a un misterio del cual depende su supervivencia, lo lleva de las iglesias y castillos de
la Europa medieval, hasta los confines de la ruta de la seda en el Lejano Oriente, en una época en
la que las supersticiones dictaban el comportamiento de la sociedad. En el año 2010, la
desaparición de un empresario y la muerte de un librero son las claves de una lucha entre colosos
que se desarrolla a lo largo de los siglos, cuyo origen se encuentra en la respuesta a aquel mismo
misterio.

LOS PECADOS DEL PADRE


A lo largo de veinticinco años, en cuatro países de Europa, un asesino en serie acaba con la vida
de parejas jóvenes, engañando a la policía para que crean que el muchacho en cada una de ellas es
el culpable. Michael Sterling, comisario de Scotland Yard que conoce su modus operandi,
obsesionado con detenerlo, emplea todos sus esfuerzos en descubrirlo. La investigación la lleva a
cabo un equipo policial que involucra dos países, Inglaterra y España, mientras un pecado
familiar surge del pasado para exigir su expiación…

LA VENGANZA
Samuel es un joven brillante con un prometedor futuro. Cuando la oportunidad de cumplir su sueño
llama a su puerta, todo se derrumba al ser acusado del brutal asesinato de su novia. Su vida es
truncada por la confabulación de tres hombres, que por diversos motivos se benefician de su
desgracia, pero no es el único. Con la misma perfidia destruyen la vida de otros inocentes sin
llegar a sentir el menor remordimiento.
Veinte años después, cuando los tres se sienten más seguros, el pasado resurge y sus víctimas, aún
después de la muerte y el olvido, unen sus fuerzas y regresan dispuestas a cobrar venganza.
¿Hasta dónde pueden llegar para castigar a quiénes destrozaron su futuro?

TRAMPA PARA UN INOCENTE


Luis Armengol despierta en una pensión de mala reputación con el cadáver de una joven
desconocida a su lado. Sus manos ensangrentadas y el cuchillo con el que la chica fue apuñalada
en el suelo lo señalan como culpable, al mismo tiempo que la Policía llama a su puerta. En un acto
desesperado consigue escapar, pero conservará su libertad por poco tiempo a menos que
encuentre las pruebas de su inocencia. ¿Quién le ha puesto esa trampa? ¿Por qué? De hallar las
respuestas a estas preguntas depende su futuro. Deberá desentrañar el misterio antes de que lo
encuentre la Policía, o los hombres que lo buscan para matarlo…

EL DEMONIO DE BROOKLYN (Ryan y Bradbury 01)


Josh Bradbury, detective en el Estado de Florida, atraviesa por una crisis cuando por
coincidencia descubre una verdad desconcertante que lo afecta en forma directa. Solicita traslado
a Nueva York, donde se encuentra con la mayor sorpresa de su vida. Además, el mismo día de su
llegada descubren el cuerpo de una joven que ha sido violada y asesinada en un parque. Es el
primero de una serie de homicidios que sembrarán el miedo en la ciudad. La relación entre las
víctimas es desconocida, salvo que se trata de mujeres jóvenes violadas y asesinadas por asfixia y
que todas han sido encontradas en parques de Nueva York. Josh se ocupa del caso junto con Cody
Ryan, un respetado detective de Brooklyn. Al mismo tiempo, debe convencer a su compañero de
investigar un suceso acaecido mucho tiempo atrás que les concierne a ambos, mientras un
poderoso criminal pone precio a sus cabezas.
Una historia que mantiene la intriga desde el principio, aumentando según se acerca a un
desenlace inesperado.

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